pueblo
María Julia Magistratti
Diseño: Marcia Cabezas
Imagen de tapa y solapa: Sebastián Miquel
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previa autorización de los titulares del Copyright.
Magistratti, María Julia
Pueblo / María Julia Magistratti. - 1a ed . - Buenos Aires : La Gran Nilson, 2015. 84 p. ; 20 x 15 cm.
ISBN 978-987-45998-1-0
1. Poesía Argentina. I. Título. CDD A861
© La Gran Nilson Editora Buenos Aires - Argentina Marzo, 2016
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina
ISBN 978-987-45998-1-0
Una parte
Infancia en dictadura
No me gustan las cosas que llegan por la noche.
El circo que ocupaba el descampado
con una sigilosa extravagancia montaba sus destartaladas piezas. Y a la mañana siguiente,
en la panadería,
unos seres animados e irreales, ocupaban el espacio,
desorientando a los niños, los perros y las viejas que volvían a sus casas sin
el mandado.
No me gustan las cosas que se instalan por la noche como una amenaza que se
dice por lo bajo.
Los soldados que todos los 9 de julio esperaban a los gallos y el desfile,
hacían el chocolate en los tanques despintados,
el frio del amanecer apretaba la entrepierna de los raidos trajes verdes
y el casco enfriaba el cuero de la cabeza,
los pibes colimbas meaban la leche recién ordeñada.
Abanderados y escoltas aparecían en el horizonte como un sol artificial
con maestras que ya murieron de cáncer y desconsuelo.
La noche anterior, las madres almidonaban los uniformes y delantales
apretando la plancha sobre los dobladillos,
descargando la furia sin más de entregar a sus hijos
a los ojos de interventores, generales, párrocos
y altivas directoras de escuela.
Mi abuela decía “nunca crean en hombres que llevan polleras: ni jueces, ni obispos,
ni ingleses”.
No me gustan las cosas que se instalan por la noche como una verdad susurrada
que se dice una sola vez
o una sirena
que no viene de ningún lado pero viene hacia nosotros.
Rabia
Yo tenía una rabia.
Cultivaba como flores una rabia.
Es domingo a veces en el pasado.
En la hora de la catequesis, habla el párroco de gris
con una lengua blanca en el cogote, atragantada.
El Monte de Sinaí
queda más lejos que los toboganes
de los que nunca hubiéramos querido bajar.
Filisteos, sacramento, corintios, profetas,
palabras sin sentido
mientras la hostia se pega en el paladar.
Aliento a hostia nos quedaba
como materia de silencio y nada más.
Hasta que abrían la heladería de enfrente de la iglesia
que era como el cielo prometido.
Del otro lado de los vitrales, en las vías,
cada tanto asomaba un croto,
nos hacía señales de luces con un espejo,
y era el hombre del nuevo testamento,
dispuesto a una siesta de barro.
Una voluntad de huida tenía mi rabia.
Y masticaba con mis dientes hinojos
robados de los jardines.
Más allá, del otro lado del tejido,
los toros atropellados por las moscas,
inmóviles como el mundo.
Y yo siempre estaba casi a punto de romperme la nariz contra una pared
para demostrar que no existen las paredes.
Bomberos voluntarios
Hace dos madrugadas
voces anónimas llaman a los bomberos
para apagar un incendio falso.
Los hombres a la carrera, se calzan
trajes antiinflamables,
sombreros rojos,
botas de goma especial,
salen disparados hacia el fuego
como esos bichos
que golpean los focos de luz en el verano.
La sirena de la autobomba
es más grande que la noche,
y entra a las casas,
a los nidos, a los sueños.
Enciende el alerta,
suenan los teléfonos y y las desesperaciones:
“¿Qué pasó? ¿Estás bien? Volvé pronto a casa”.
Las mujeres de los bomberos y sus hijos,
con el tiempo, se acostumbran a dormir solos,
a llevar en las venas
sangre de héroe.
A la hora del incendio en el planeta
hay un pueblo despierto
por un fuego irreal.
Los bomberos regresan por el campo
con las mangueras apagadas
iluminados por luciérnagas.
El eclipse
Con un carbón te pintaste la cara y tomaste el camino al
espejo.
Alguien gritó “vengan a ver el eclipse”
y te quedaste alzada en tus propios brazos.
Inmensa de tan triste.
Primitiva de la naturaleza.
Una madre apuró un pañuelo por si alguien decidía llorar.
-Lo que le sucede al planeta, nos sucede.
Lo has sentido cuando remontaste un barrilete
o bebiste con sed de un canal en el Perú-
Ya puedes volver a todos los espejos,
dejar piedras en los caminos
para que algo tocado por tu mano
se incorpore al mundo,
o criar a tu conejo de la suerte
afinar los pastos
encontrar tu trébol.
Siempre llega el eclipse cuando están las madres cerca.
Y su secuela
en la costura recién abandonada,
seguirá en los años, comiéndote los ojos.
El agua que chifla sola hirviendo en la cocina;
el gusano del durazno sumergido en su placenta;
el huevo que siempre cae cuando hay un eclipse.
Mi madre es la que gritó
con la blusa a medio prender
y el cuello extendido al cielo.
Alguien había dejado un libro sin señalar,
otro la taza por la mitad y una sábana mojada.
Y yo no caía en cuenta.
A la hora del eclipse, mi madre
era una niña olvidadiza,
tremenda de sol,
que yo taparía con tierra.
Cronos
Era vieja cuando bostezaba una hembra quieta
debajo de un paraíso
ahuyentando moscas con una rama recién arrancada.
Tenía nombres que ahora no recuerdo
y el instinto de espiar
por si pasaban los vendedores ambulantes
ofreciendo cartas españolas,
verduras de las quintas, crisantemos.
La tarde traía deseos materiales que se saciaban con agua de canilla;
y la foto de un ovni en una revista despertaba lo oculto:
la conspiración de las yararás,
el pozo de las arañas,
las plantas salidas en las junturas de las baldosas.
Cada tanto pasaba un gallo.
Y mi hermana paseando una muñeca.
Es preciso vivir de más
para que no nos alcance la siesta
que es igual a la muerte, puntual como un recreo.
Bolitas robadas que nunca embocaremos,
asesinatos de babosas con sal de las cocinas,
calcinar una hormiga con un vidrio al sol,
y seguir oyendo
los gritos de una pileta a lo lejos.
Orquesta municipal
Un amor posesivo, incondicional, obtuso
hacía que una vez por semana yo acompañara a mi
madre
a los ensayos de la orquesta municipal.
Medía con eso mi admiración descomunal hacia ella.
mi devoto amor. Su poder de música en mi.
La había escuchado encargar por teléfono
violín, trompeta, redoblante, platillos
usados, pero en buen estado
dado el magro presupuesto estatal.
La flauta traversa, salió de sus ahorros.
El maestro,
único director de orquesta
en seiscientos kilómetros a la redonda,
recorría los caminos de una provincia
de tierras benignas y mal administrada.
Los alumnos,
hijos de trabajadores sin trabajo,
aspiraban a salir algún día de ese pozo,
todo lo que tenían era un pueblo
y una bicicleta.
Detrás de la Cámara de Comercio se improvisaba la sala de ensayos.
Los músicos se ponían en semicírculo.
Manos con tierra se posaban sobre los bronces lustrosos.
Y rompían la semilla,
brotes que insistían en salir
pichones pariéndose del huevo
Era desprolijo como todo lo nuevo.
Y las manos del maestro ordenaban la corriente,
abanicaban el fuego.
Yo entendía que eso era desmesurado
por el brillo en los ojos de mi madre.
La vi llorar una tarde.
Y otra la vi inquieta, forzada.
Y ya no quise acompañarla más.
Hasta que se cerraron los estuches,
y entró el silencio con la prepotencia del silencio,
y entró el silencio
como un destino entra a una vida que estaba en otra cosa.
El maestro dejó de viajar, lo suspendieron.
A mi madre le cambiaron las funciones.
De los músicos nunca supe.
Deben ser hombres grandes hoy.
Trabajadores con trabajo.
Padres de familia.
Deben tener, como antes
un pueblo
y una bicicleta
y tal vez un auto
y tal vez jubilaron a sus padres
y deben tener las manos menos sucias.
Sólo sé de uno, el trompetista,
macizo,
el que sonaba por encima de todos
mayúsculo.
Ese es mago. Mago profesional.
Lo contratan en las fiestas de todos los pueblos vecinos.
Otoño
Montón de hojas amarillas y secas en los cordones cunetas
y comienza la fogata, es el otoño.
Hay que andar de humo en humo
para reconocer las casas
como si soplara un santo chico
trayendo las grandes palabras
para ajustarlas al silencio de un pueblo.
Los horneros fatigados airean sus habitaciones,
pares e inconfundibles como los que se aman.
Pende abandonada la tela de una araña,
la que sólo se ve a contraluz
como la certeza de otra dimensión.
Pasa cada tanto una ráfaga de muertos.
No es igual al viento,
tiene otros materiales apurados
viento pesado, cargado de huesos invisibles.
Y es entonces cuando las avispas se esconden como un puño,
los codos de los niños se secan debajo de los abrigos
y todas las piedras sospechan
Tormentas
Alguien suelta los alguaciles
y prueba la explosión de los animales sobre parabrisas.
Tendrás que apurarte.
Hay tormentas que te seguirán corriendo
de día en día como una sombra.
Una vez oídas,
tus células reaccionarán ante los mares
y a esos lagos que se incorporan a tu tristeza
como una saladura.
A la primera gota, salen los dados del cubilete
y las viejas cierran la canasta impura
antes que la lluvia se lleve el pozo
-cada casa en las noches de tormenta queda hueca-
Hay rayos que caen antes de llegar a tierra y son para siempre.
Nos quedamos quietos
como si hubiéramos odiado mucho.
La costra
Era el tiempo en que te lavabas la cabeza separada del cuerpo,
por la falta de agua,
por tradición de mujeres de tocado.
Y como todas las cosas inconclusas, t
e aparecía con los días
una costra en el cuello.
En el árbol del fondo
había una herradura oxidada,
mal presagio
“nos va a enterrar a todos”.
A medias quedó la casa, con el árbol crecido
“desmadrado”, decían los vecinos,
a mí,
que era huérfana.
La abuela juntaba frascos para los dulces
y para las nenas.
Las nenas sin origen,
se iban en vicio igual que los ligustros.
Tenían la siesta entera de los patios.
Heredaban las lastimaduras
y los cardos de los fondos.
Todas las tardes andaban descalzas
y a solas con los paraísos.
Desorientaban las flores,
hasta que aparecía un zapallo del tamaño de la cara
y era como un hermano
que venía de debajo de la tierra
sin la promesa de la muerte.
En el cielo cabían las avispas, los panaderos y las moscas.
Hacíamos burbujas con la leche de los gatos,
sucia como un cuento repetido.
Y eran agrias las naranjas del invierno,
sin ombligo
como los fantasmas.
Yo me hice mil veces en el barro después de las lluvias.
Me oscurecía para que no me vieran las enfermeras
que cada tanto entraban en la casa
trayendo vírgenes en las estampas
y la mala suerte en las agujas.
Miraba la realidad por las ventanas.
El goteo del suero en las habitaciones;
mi delantal secándose en la soga,
la intemperie de los tapiales
La vida era limpia y mataba.
Yo cuidaba las costras de mi cuello.
Si la vida me amaba
eran los finales.
Fui huérfana
y sucia
hasta ahora.
Pisar tierra
Mi pie toca tierra sabe que hay
animales, raíces, juguetes enterrados;
y la vida es todos los muertos,
sus deseos sueltos en este mundo
en la sábana al sol
en el caracol perpetuo en el tronco
en el gato ulceroso que cruza
horizontal.
Todo cuanto quisieron abandonado,
viviendo solo:
Y yo que comienzo, oliendo a roca,
a hueso completo.
Deseos sueltos
vuelan en todos los lugares:
una perla cae de un alhajero repica en el suelo
se va poniendo lenta en el rincón,
se vuelve animal que puede huir.
esas bolsas que encontrás en tus árboles, pensamientos arrojados en tu
patio,
el grillo prendido por su suerte, el agua verde de las ranas;
las semillas que no ves,
las moscas lanzando humos;
todas son redes:
buscan quién.
Cementerio
Hay tres tumbas en el cementerio de mi pueblo
Y se le van a marchitar las flores.
Sin raíces ocupo los floreros de bronce,
ardo en sol de losa
y veo
a los que están entrando y saliendo
como hongos del planeta
muertos que llueven muertos
y es gástrica la tierra,
gasta leche, frutas, piedras
de naturaleza aérea.
El olor que sale de mí
son todos los perfumes retirándose del mundo.
Lo que va a vivir
hay que arrojárselo primero a los muertos.
En la rama
A un metro y medio del suelo
arriba del mandarino, estaba yo escupiendo semillas.
Toda la concentración cabía en los ojos.
Mirar fijo un gallinero hasta que aparezca un huevo.
Parar la sangre que comienza con un chorrito
y pasa el meridiano de la rodilla
y ya es una gota dispuesta a rodar hasta los dedos de los pies.
El equilibrio en la rama
era como un romance breve y callejero.
Y el mundo era tan desconocido,
pero yo tenía la medida de los valientes.
Cada hoja en su lugar,
cada fruto en su lugar,
cada pájaro, vigilados.
-Los ojos, como caracoles, tienen una permanencia.-
Agua de lluvia en las palanganas,
en la media mañana de un largo verano.
Todo estaba soldado a la vida,
hasta el punto muerto y la dispersión eran sólidos.
Un ventarrón volvía las cosas más fijas e irreductibles
Entonces así, con todo en orden,
un instinto de huída empezaba a sucederme:
estaba ya casi parada en el aire
a un metro y medio del suelo,
arriba de un mandarino.
La abuela ahí
Este pan vivo
que siempre llega arrojado
después de una lluvia o después de mí, es la abuela
ahora que nos viene en piedra transparente
antorcha sumergida en aceites.
Es ella nueva
con sus vestidos de tierra,
nos toca la cara
para que no se nos suelten los ojos,
cristos calentados por dedos.
Ahora que dentro de su nombre
hay otros nombres cargados de cofres,
nos dona la suerte de olvidar.
Ella, que va a ser semilla,
descuida su tamaño, se empecina
anida los grandes espacios;
va dejando aroma a pasos
a haber llegado tarde al lugar donde se come.
Olor a madres
y sonido a llaves probando puertas,
así nos llega.
La receta de la torta
Dos medidas de azúcar media medida de aceite
harina blancaflor
dos huevos.
La receta sigue
el trazo de la abuela es una música que demoran las cocinas.
Cortar una manzana
agregar el aceite.
Un silencio de madres
corre con su filo por mi mano,
como una bendición que no se dice,
una promesa antes de salir de una boca,
un niño sin nacer.
Perfumar con vainilla o limón.
Las dejadas masas a la sombra de las mesadas,
la huella de la harina a contraluz,
a salvo de los naufragios de todas las infancias,
una estrella estéril adentro de los cajones,
lejos
muy lejos del país de los mezquinos,
del golpe de hambre en la panza,
del sacudón de un pie descalzo en las veredas.
El malabar de la cocinera, el
dedo pensativo sobre las manzanas.
Pinchar con un cuchillo,
cuando sale limpio, la torta está cocida.
De eso se trata,
hundirse hasta el corazón de las cosas
y volver intacto
para repartir los pedazos.
Las madres muertas
Donde hay aroma a eucaliptus
están las madres muertas, pensando.
Perfuman tus cosas calladas
y sacuden de sus manteles migas y alimentos invisibles
sobre tu caliente cabeza.
No podés decir aquí.
Los lugares son los pensamientos de la madre.
Antes de tu nacimiento
los marcó con sus deseos buenos y sus deseos malos,
por eso, en algunas tardes, es feroz la llovizna.
Sobre un caballo pintado
miraste por primera vez la soledad de las madres.
Tan lejanas.
Te habían dejado girando.
Y ahora que ya no las ves al pie del eje del mundo,
a veces bajás
te mirás la sortija en la mano
y te quedás para siempre
sin vejez.
Pegar la vuelta
Deberíamos volver a nuestros pueblos
con la bolsa de los mandados,
la regadera,
el hongo de yeso
intactos.
Volver a pronunciar el nombre de un santo patrono,
sólo porque no tiene sortilegio
y sí en cambio, el horizonte abierto
y la memoria del olor de las casas de familias,
nunca el mismo.
Oirás en el camino de regreso decir "allá éramos pobres"
y antes de que te acuerdes
ya tirante está la costura en tus rodillas,
aquella del vuelco de la infancia en bicicleta
y ya presiente a los trenes que llegan
tu oído pegado a las vías.
Barro y piedra son las constelaciones reales,
sin límites
como la desigualdad y los opuestos.
El futuro devuelve la estampa de un anciano
correteado por niños
y volando ropa de las cuerdas.
No hay remedio para los que bebieron del ombligo de una naranja.
Vivirán desesperados aquellos que descubrieron la división del mundo
detrás de una ligustrina.
Y el tamaño de sus deseos irá en línea recta al horizonte igual que las hormigas.
Si ya no reconoces las llaves con las que abrías la puerta de tu casa,
deberíamos volver a nuestros pueblos
a encontrar los tesoros que dejamos
a merced de las gallinas.
Rebelión en el patio
Es suficiente el ruido de una máquina cortando el pasto
para prender el alerta.
No les importa quedar
a dos centímetros al ras del suelo,
saben que vuelven
y que les caerán todas las tormentas encima.
Cada tanto aparece un cardo,
expuesto y rencoroso,
atosigado de espinas, harto.
Pero ellos igual aman su océano verde.
Cuando quieren se ponen opacos.
Traman. Conspiran.
Todos juntos.
Y sacan flores con olor a pis humano.
Gauchito Gil
El altar es más grande que la casa.
Una joya pintada en el punto más alto
descubre el cuerpo a resguardo
del santo de yeso.
Un sacudón de banderas rojas ocupa el lugar de la cruz.
En estos pueblos,
el santo nunca es idéntico
-la única repetición son los deseos que le piden-
Con el gesto irreal de los favoritos
armaron una sonrisa del tamaño de los sueños
para que sea un rostro con posibilidades humanas,
la fatal pertenencia al orden de los vivos.
¿Quién hizo este trabajo de ablandar los materiales
para que un santo de pie presida la intemperie,
y la detenga?
Siempre el más humilde
es el único que cuida de los peligros de la resignación cristiana,
el más débil, el estanco en la miseria,
arma un rectángulo
una geometría para la acumulación de futuros imposibles.
Ni los perros se guarecen a su sombra.
Doble fondo
Debajo de estas aguas apacibles,
de esta corriente que apenas pasa
están los remolinos,
la trampa vegetal
y todo lo que en la oscuridad,
agazapado, espera.
Pocos saben del doble fondo
así como pocos pasaron del otro lado de la cortina de agua
la pared del chaparrón,
donde está la división entre lo seco y lo mojado.
Y mucho menos sintieron,
por una imperceptible dubitación en la planta de los pies,
que comenzaban las arenas movedizas,
el territorio inestable y voraz.
Cuando bajan en el horizonte la carroña,
esos pájaros que nacen viejos,
es que hay cadáver.
Todo cuanto te rodea en silencio:
el pasto que crece en las molduras de una casa,
la espina del pescado que estás masticando,
el fruto venenoso.
la palangana a la intemperie llena de larvas de mosquitos,
los ojos de tu vecino detrás de un vidrio,
las mezquinas cosas al acecho,
los huevos de las arañas debajo de tu silla.
Pensamientos
Pensaba en las cosas fatigadas,
pensarlas era salvarlas
y me dediqué a salvar el mundo, sus insignificancias.
Siempre desde un rincón, atrás,
miraba las cosas entrar en lo horrible.
El olor de los chicos huérfanos
ácido, callejero, demorado.
Ovejas criadas como hermanos.
Saber si era cierto que la muerte es sólo una estación, como el verano.
Las higueras cociendo la leche,
una pareja de teros llenando de gritos los patios,
alguien durmiendo en las casas vecinas.
Alguien adivinando cosas inestables en las casas vecinas.
El hombre que te iba a amar con las barreras levantadas.
El camino con pisadas de un animal que ya se había ido.
Las puertas que se cierran sin viento
como si las hubieran atravesado.
Y vos como el árbol lastimado con los anillos al aire,
esperando que la realidad se llene de semillas
y se hagan de nuevo los jardines y tus ojos.
Youth
Mi padre me ha enseñado a morir joven,
es como haber tenido varicela
una vez:
no vuelve a repetirse.
Pero regresemos a la vida,
a los tapiales que trepamos,
lo bueno que tiene todavía es que
siempre hay un sitio con agua para mojar las rodillas
sangrando por los vidrios de las botellas rotas
que ahuyentan a los gatos de las casas.
La vida construye sus infiernos.
Hace hombres que odian
enredaderas,
colibríes cardíacos,
pasiones que llegan a viejas con el tronco seco.
Y conserva fotos que no querríamos volver a ver,
como la de cuando teníamos cuatro años,
y el padre no está ni dentro ni fuera del cuadro
porque nos estaba enseñando
a morir jóvenes.
La otra parte
Santa
Santa entre el defecto,
la malformación de las cosas
dime si
todo lo que se angosta
se transforma también en pisada de dios.
Nadie puede escuchar por mucho tiempo los finales
su palabra hablando sola
cuando todos se han ido.
Los grandes dolores son esas alhajas frías calentadas por el aliento.
La mente, un huevo que se ha roto con el pichón vivo,
un impulso de caballo picado por los insectos
y el tirón de las horas
como un temporal sobre las ciudades.
Siempre hay un campo abandonado en lo real.
Santa, dime por qué
los pájaros miran lejos.
La grieta
Donde yo veía una grieta
un albañil me dijo “la casa ha trabajado”.
Hay agujeros en las personas
sitios inhóspitos en los que no habitaría un pájaro.
Lugares sin abrigo adonde acude el lenguaje
con su instante en fuga,
su residuo desesperado.
“La vida ha trabajado”, le digo,
y me observo las manos solas,
toco esta cabeza que por la madrugada escucha a los gallos
delatar la cartografía de un pueblo a oscuras.
Las ratas que hacen surcos para llegar a alguna parte.
Los alimentos que desovan
en la oscuridad del estómago.
“El olvido ha trabajado”, me digo,
y cierro los ojos que dan a otros ojos,
reúno los caminos que nos vieron pasar.
Como si alguna vez volviera la primera vez de todo,
y yo fuera una grieta que anda por el aire
y que aún no encontró la casa.
Los elementos
Aquí están los cuatro elementos y mi naturaleza,
sólo si se vacían habrá persona.
El tronco está seco pero la raíz sigue viva.
No podés con tu rubor de dios
y el pequeño caracol que aplastaste
cuando quisiste que lloviera.
Tu humano con sus vacunas preventivas
en el día de la invisible,
la que mata o malforma.
Dañamos las horas.
Rasgamos con nuestras puntas
los materiales que venían a acariciarnos.
Las partes
Lleva una soga en la mano
y la soga lleva una vaca entristecida.
Todas las vacas del mundo están entristecidas.
Y si sucede la soga y la vaca,
también sucede el hombre, velado de un ojo,
cantado en la madrugada
por los gallos.
El ojo que le falta soy yo que lo miro,
y todo mi cuerpo tiene presión de ojo,
viaje de iris,
y me vuelvo absoluta
porque miro a un hombre, una soga y una vaca.
Siempre somos la parte que a otro le falta.
Alguien puede ser ahora las manos que he perdido;
mi mente soplada por vientos que también son de la tierra
pero que suceden adentro
y mi corazón.
Alguien que tenga un músculo
puede ser mi corazón que me sobra y me falta;
que de madrugada, cuando los gallos cantan,
se abisma
y acontece lejos su abeja
entre las flores.
Alguien puede tener lo que nos falta.
Yo tengo ahora un deseo demasiado grande que se vuelve
hombre, soga
y vaca entristecida.
Los guardianes
Tocan la puerta. Es un anciano. Está pidiendo.
Se disculpa y dice: “si usted es maestra”,
porque “la maestra y la virgen son mis segundas madres,
y usted mira sin pestañear, como la maestra y la virgen”.
“Cuídese de los que la miran y pestañean”.
Tal vez sea uno los guardianes
a los que les lloran los números con que contamos la vida,
mareados por todo lo que hemos amado.
Definitivos y solos como un defecto que tiene la tarde,
como cuando no hay sombra debajo de un árbol.
Corro a buscar algo para el que pide. Pero él ya se ha ido.
El tiempo, la calle, ese barrio ya se han ido.
Sin noción quedo resbalosa de aguas propias,
con las manos individuales.
Y ya no importa si este cielo continúa
y si hay entre las horas una fecha en la que no estaremos.
El único amparo es el aire.
Una gota
Una gota cae sobre una chapa,
el ruido que escuchás
es la velocidad con la que se acercan al mundo
las cosas incontenibles:
el amor, una idea sobre algo,
el embrión de tu hijo.
Las marcas que aparecen en tu cara
son de la velocidad de la vida
sus meteoros tempranos
desatando el presente.
La respiración:
el sonido de la velocidad
con la que nos detenemos
apegados a la salida de la luz.
Todas las conspiraciones
atacadas por las vacunas,
las frazadas, los remedios.
El apasionado camino de las hormigas
es la línea de la vida que se mueve.
Ahí van las nubes
que se persiguen entre sí,
orientadas en la flotación
y tu lágrima que sale sola
perseguida por aguas tuyas
-la primer lágrima es la lágrima,
el resto es la velocidad del pensamiento -
El estruendo que hacés cuando pisás
es la velocidad de la caída del tiempo,
como una gota estallando
las superficies.
Todo está expuesto de una vez para siempre:
las cosas vienen, embisten y se van.
Y en el mismo suspenso
todos los abrazos son el mismo.
La costura
Una palabra dicha en un oído,
tres palabras: disculpá llegué tarde.
Una mano sobre una frente
y ojos mediante, una boca que sonríe sola.
Y más abajo el hombro
que cae como un pájaro en su minuto final.
La mesa está servida.
Las servilletas también.
Los oídos escuchan.
La espalda es la única que está libre, a merced del mundo.
Y todo lo que ha quedado debajo del mantel,
en penitencia y a oscuras.
Mirame. Mirame. Mirame.
Están todos los comienzos aquí. Intranquilos.
Si cierro los ojos aparece una casa con los abuelos adentro
y una modista
cosiendo el ruedo de mi vestido.
Y yo de pie, quieta, haciendo equilibrio,
vigilando la aguja que entra y sale
cerca de mis rodillas,
vigilando los alfileres que tiene en la boca,
que no se distraiga, pienso.
Hasta que suena una bocina detrás de las ventanas.
Y estoy de nuevo sentada en una mesa servida.
Con el brazo que viene a traerme una cuchara a la boca.
Con mi boca en otro lado y
mis piernas bajo el mantel, usted sabrá.
Es la hora secreta en la que me enamoro.
Y es como si me hubieran clavado una aguja en las rodillas.
Camilo recién llegado
Adentro y lejos afuera y cerca
son nociones con que nos piensa el mundo,
a nosotros, que estamos líquidos
y somos ojo y espera.
Salimos de las cosas que mueren
con la piel oliendo a último aire
y con el grito primero.
Aquí está la tarde. El sol en medio de los rosales,
amarilla los pomelos y juega con la circunferencia
de la flor del naranjo.
Allí mismo, sobre eso que vive, sobrevendrá la noche
Y se espesarán los insectos,
como los pensamientos,
buscan la luz y los huecos.
El amor es como el trébol
salvaje y al ras
y a veces, sólo a veces,
se multiplica su suerte
y ocupa toda la extensión.
Aquí vive la alegría,
precipitada sobre lo querido
para querer más
a todo lo que debería ser mariposa,
y le salió una punta, un filo, una máscara.
El recuerdo de la suavidad,
cargará de lágrimas tus ojos.
Hay guerras humanas,
hay silencio en el hombre,
inventos que se oxidan a solas en cámaras oscuras.
Y maldad.
Irás pesado de frutos
como el árbol que no conoce el sabor de sus ciruelas.
Con tierra de antes
mezclada con viento de ahora, construirás tus deseos.
Y siempre habrá pájaros
que suenen a ríos.
Te canto las canciones de mi infancia
allí están las viudas y los soldados
los prófugos, los libres, los andenes
las manos, el fuego, las gaviotas, la lechuza,
mi madre con su leche inalcanzable,
para que todo lo transformes
con las babas con que comenzás a cubrir el mundo entero.
Mi legado
es un papel,
un mapa,
con el que atravesar los caminos
para que nunca te alcancen.
Ultima parte
La noche
Adentro de la noche están todas las noches del mundo
y las puertas que atravesaste con la mente.
Adentro está la noche blanca en Laos, todavía;
los meteoros en Bohol, Filipinas,
las promesas que nunca tocan tierra
sus delicados pedazos solos
girando hacia adelante y atrás
como un astro suelto en el aire.
Las manzanas, los suspiros, lo entredicho,
los colibríes, los dientes.
Mirar el lucero.
Todo está adentro de la noche y a merced del despojo.
Cuando te miran es el encierro.
Cuando te llaman es la sospecha.
Todas son preguntas. Lo que tocás es una pregunta.
Lo que ves, una pregunta que recarga los objetos.
Y cada tanto hogueritas,
puentes, núcleos agujeros
y adentro
vos y yo
en todas las épocas.
Es así el oficio de sobrevivientes.
Adentro de la noche está la noche y están todas las palabras,
todas las vacas que comimos,
un pájaro en el aire,
la cabeza parda de un niño nacido.
Todas las cosas mareadas,
el incontenible burbujeo de los desesperados
las manos pidiendo,
los muertos baldíos,
vos y yo
corridos por humores,
acumulando sangre,
durmiendo genes
aturdidos
amaestrados
solos.
Vos y yo
en todas las épocas
Es el mundo viejo rascándose la úlcera.
La temperatura de todos los partos.
Una hormiga sucediendo entre tréboles.
Un trozo de pan.
Un grillo.
Un país.
Casi que desaparecemos ya.
Carnívoros, espaciales.
Vos y yo.
Despedite del celo.
Armá tu misa.
Secá los secretos que una vez guardaste.
Despistá la vida
que embiste ahora
como un océano a tu alrededor.
Lámpara sola, escapá.
Puerta del universo, abrite.
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Agradecimientos:
A mis amigos de la infancia de Sarmiento y Azul por la
maravillosa vida, a Alejandra Correa por su amorosa paciencia, a Ricardo
Mariño por el cómplice empujón. Y a Camilo Miquel, mi hijo, por todo.