Valencia, 27 abril 2016
LA ESPIRITUALIDAD CONYUGAL Y FAMILIAR
JUAN DE DIOS LARRÚ
1. Introducción: marco histórico
La espiritualidad conyugal recibió un gran impulso a raíz de la publicación de la
encíclica Casti connubii de Pío XI el 31 de diciembre de 19301. El contexto histórico
inmediato de su publicación estuvo marcado por dos eventos singulares: el matrimonio
irregular de la princesa de Saboya con el rey de Bulgaria, y la conferencia de Lambeth
en la que los prelados anglicanos admitieron como lícita la posibilidad de impedir la
procreación por medios distintos de la continencia. La finalidad inmediata del
documento era presentar a los hombres de su tiempo la verdadera doctrina sobre el
matrimonio, siguiendo de cerca la estela de la encíclica Arcanum divinae sapientiae
(10.02.1880) de León XIII en el cincuenta aniversario de su publicación 2.
La encíclica de Pío XI dio lugar a un fecundo florecimiento de numerosas
asociaciones y movimientos de espiritualidad conyugal. Entre ellos, y por citar
solamente algunos, se encuentran los Equipos de Nuestra Señora creados en Francia por
H. Caffarel, el Movimiento Familiar Cristiano fundado en Buenos Aires por el
matrimonio Llorente y el pasionista P. Richards, los Grupos de espiritualidad familiar
fundados por G. Colombo en Milán o la Domus Christianae fundada por G. Rossi en
Asís.
La elaboración de una teología del laicado3 y la renovación de la teología del
matrimonio a la luz de la clarificación de la cuestión del sobrenatural como principal
cuestión antropológica de la teología del siglo XX4, van a ser motores catalizadores de
una profundización en el fundamento de la espiritualidad conyugal.
El Concilio Vaticano II, principalmente en la constitución Gaudium et spes,
corrobora este proceso renovador al presentar el sacramento del matrimonio desde una
teología del amor y una perspectiva más personalista. El empleo del término vocación
en sentido “inclusivo” 5 , va a propiciar la comprensión del matrimonio como una
vocación a la santidad conyugal, que tiene como don primero y horizonte último la
caridad conyugal.
Junto a ello, el Vaticano II profundiza en la naturaleza específica de la gracia del
sacramento del matrimonio en clave personalista6. Esta profundización en la gracia
conyugal va a facilitar una visión más clara del camino específico de los cónyuges, que
los distingue de los pastores y de los consagrados.
Tras el Concilio Vaticano II, la profunda crisis postconciliar tuvo su centro en
1
PÍO XI, Enc. Casti connubii, AAS 22 (1930) 539-590.
2
LEÓN XIII, Enc. Arcanum divinae sapientiae, AAS 12 (1879-80) 385-402.
3
La obra clásica de referencia es: Y. CONGAR, Jalons pour une theologie du laïcat, Unam Sanctam, Paris
1953. Una presentación de la misma puede verse en: R. PELLITERO, La teología del laicado en la obra de
Yves Congar, Universidad de Navarra, Pamplona 1996. Una visión sintética sobre la teología de este
autor puede verse en: B. MONDIN, “La teología de Yves Congar”, Ecclesia 18 (2004) 45-60. Junto a
Congar, cabe recordar a: R. SPIAZZI, La missione dei laici, Edizioni di Presenza, Roma 1951 y G.
PHILIPS, Le rôle du laicat dans l’Église, Casterman, Paris-Tournai 1954.
4
Una síntesis de esta controversia en: G. COLOMBO, Del soprannaturale, Glossa, Milano 1997.
5
P. MARINELLI, Vocazione e stati di vita del cristiano. Rifflesioni sistematiche in dialogo con H.U. von
Balthasar, Laurentianum, Dimensioni Spirituali 15, Roma 2001, 22-27.
6
G. BALDANZA, “L’approfondimento del segno sacramentale per il rinnovamento della teologia
matrimoniale: nuove prospettive”, La Scuola Cattolica 103 (1975) 291-338; ID., La grazia del
sacramento del matrimonio. Contributo per la riflessione teologica, Ed. Liturgiche, Roma 1993.
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torno a la publicación de la profética encíclica Humanae vitae7. El crecimiento de la
espiritualidad conyugal y el citado florecimiento de los movimientos conyugales, se
topó, de este modo, con un gran escollo como fue la dicotomía entre moral y
espiritualidad8. Esta disociación establecía un pernicioso cortocircuito entre una verdad
sin amor o un amor sin verdad9.
El pontificado de san Juan Pablo II supuso un decisivo impulso para la
espiritualidad conyugal y familiar. La genial intuición que se deja traslucir en su
particular vocación a amar el amor humano es que el amor divino se revela en la
experiencia del amor humano. Su original modo de leer el plan de Dios en la
confluencia de la Revelación divina con la experiencia humana10, que es la clave
hermenéutica para interpretar su original Teología del cuerpo 11 , funda una
espiritualidad que supera sea el peligro del espiritualismo gnóstico, sea la
reducción del humanismo inmanentista. La experiencia del amor humano nace
siempre, por consiguiente, como una respuesta al amor originario de Dios,
fundamento necesario de cualquier amor.
La enseñanza del papa Benedicto XVI inicia precisamente desde este punto para
desarrollar una penetrante teología del amor, a la cual dedica la encíclica inaugural de
su pontificado, Deus caritas est. El amor constituye el centro mismo del anuncio
cristiano: “Dios es amor”. No se trata de una idea filosófica, sino de la adhesión de fe a
un evento histórico: “hemos creído al amor de Dios” (1Jn 4,16). Por eso, “al inicio del
ser cristiano no se encuentra una decisión ética o una gran idea, sino el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da a la vida un nuevo horizonte y con ello la
orientación decisiva”12. Lo que caracteriza esta ulterior etapa del Magisterio es la
afirmación reiterada de la estrecha conexión entre la cuestión del amor con la cuestión
teológica y el método catalógico de la reflexión.
El Papa emérito sigue en la encíclica una indicación de San Agustín, que nunca
ha sido tan actual como hoy día. El gran Padre de la Iglesia, siguiendo y comentando el
salmo 41 con la inquietante pregunta: «Ellos me preguntan sin cesar: ¿Dónde está tu
Dios?», ofrece una vía de respuesta: «Si ves la caridad, ves la Trinidad» 13 . La
visibilidad del misterio íntimo de Dios uno y trino se hace posible por la vida de la
caridad, que se actúa en la Iglesia. Así, en un mundo como el nuestro en el cual se va
dramáticamente difundiendo una ceguera espiritual frente a la creación y una ceguera
intelectual hacia las otras pruebas de la existencia de Dios, la cuestión de un amor
auténtico, animado por la caridad infundida por el Espíritu Santo adquiere el valor de
ser testimonio hacia Dios.
7
D. TETTAMANZI, Un’enciclica profetica. La Humanae vitae, Ancora, Milano 1988; A. SCOLA-L.
MELINA, “Profezia del mistero nuziale. Tesi sull’insegnamento dell’Humanae vitae”, Anthropotes XIV/2
(1998) 155-172.
8
J. NORIEGA, ““Sentite de Domino in bonitate”. Prospettive sulla relazione tra moralità e spiritualità”, en
L. MELINA-O. BONNEWIJN, La Sequela Christi. Dimensione morale e spirituale dell’esperienza cristiana,
Lup, Roma 2003, 199-213.
9
L. MELINA, “La riflessione sulla “verità dell’amore” come cammino di pienezza umana: il compito del
Pontificio Istituto Giovanni Paolo II”, Anthropotes XXIII (2007) 73-104.
10
BENEDICTO XVI, Discurso en el XXV aniversario del Instituto Juan Pablo II, (11.05.2006).
11
C. ANDERSON-J. GRANADOS, Called to love. Approaching John Paul II’s Theology of Body,
Doubleday, New York 2009.
12
BENEDICTO XVI, Enc. Deus caritas est, n. 1. Cf. L. MELINA – C. ANDERSON (a cura di), La via
dell’amore. Riflessioni sull’enciclica Deus caritas est di Benedetto XVI, Pontificio Istituto Giovanni Paolo
II per Studi su matrimonio e famiglia – Rai Eri, Roma 2006.
13
SAN AGUSTÍN, De Trinitate, VIII, 8, 12.14. Se vea: J. GRANADOS: «“Vides Trinitatem, si caritatem
vides”: vía del amor y Espíritu Santo en el “De Trinitate” de San Agustín», en Revista Augustiniana
43/130 (2002), 23-62.
2
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El Papa Francisco en la exhortación Amoris laetitia, recientemente publicada,
dedica el último capítulo a la espiritualidad matrimonial y familiar. En ella nos recuerda
cómo esta espiritualidad se compone de gestos reales y concretos (AL 315). Con trazos
y pinceladas describe la importancia de la oración en familia, de la generación y
educación de los hijos, de la hospitalidad, de la comunión familiar como camino de
santificación en la vida ordinaria y de crecimiento místico.
2. La vocación al amor: el camino de la espiritualidad conyugal y familiar
La espiritualidad conyugal y familiar parte de la gratuita iniciativa divina. El
término vocación es exquisitamente teológico. Dios llama a cada hombre por su nombre
para que él responda activa y libremente. No obstante, la experiencia vocacional puede
interpretarse falsamente de un doble modo. En primer lugar, puede comprenderse como
definida por la asunción de una función a favor de la comunidad; se trataría de reducir
vocación a función o rol. En segundo lugar, puede considerarse como una mera
inclinación subjetiva de carácter sentimental; se trataría de reducir vocación a emoción.
En el primer caso, la medida que se toma es en el fondo utilitaria y, en el segundo, no se
puede sino calificar de emotiva.
Detrás de estas máscaras que pueden ocultar la verdadera vocación hemos de
reconocer el sujeto emotivo utilitario que es un producto de la cultura de nuestro tiempo
y, en especial, de nuestro sistema educativo actual. Esta forma de comprenderse a sí
mismo, desde las solas capacidades propias, o por el estado de ánimo, se ha de considerar,
sin duda, como el obstáculo más formidable que impide a tantas personas la conversión a
Dios14.
El camino de la vocación al amor está jalonado por las siguientes experiencias
primordiales: ser hijo, ser hermano, ser esposo, ser padre, ser abuelo.
a) Ser hijo es la experiencia del amor más originaria para cada persona.
Todo hombre es hijo. Desde la perspectiva del amor, ser hijo es sinónimo de ser
amado. El nacimiento de cada ser humano inaugura una novedad de ser que
contiene una densidad inescrutable. La condición filial es la verdad ontológica más
profunda de cada hombre. Esta experiencia marca toda la existencia de la persona.
La filiación es una experiencia primigenia, constitutiva, en la que se manifiesta
una radical receptividad. Hemos sido amados, hemos sido elegidos y queridos
por un amor que nos precede. El hijo es aquel que recibe el ser, siendo
constitutivamente destinatario del amor. Esta receptividad no es estática sino
profundamente dinámica. Por ello, la pasividad de la experiencia de la filiación
está inseparablemente unida a la actividad de recibir dinámicamente el don de ser
hijo. De este modo, pasividad y actividad aparecen en una constitutiva
circularidad hermenéutica. En la conciencia está inscrita esta estructura circular de
actividad y pasividad, que no son reificadas, y por tanto opuestas, sino que deben ser
comprendidas la una a través de la otra15.
Las virtudes más propias de la filiación son la humildad, la obediencia, la
gratitud, la piedad y docilidad filial. Todas ellas van configurando la fisonomía filia de
cada persona e indican un camino de continuo crecimiento.
14
Lo describe minuciosamente: A. M. ROUCO VARELA, Carta Pastoral La familia: vida y esperanza para
la humanidad (15-VI-2008), 3, d, que cita: CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Directorio de la
pastoral familiar de la Iglesia en España, n. 19 que afirma: “Ese hombre, emocional en su mundo
interior, en cambio, es utilitario en lo que respecta al resultado efectivo de sus acciones, pues está
obligado a ello por vivir en un mundo técnico y competitivo”.
15
Ver, a este respecto, las sugerentes reflexiones de M. CHIODI, “ Generare: dono da un dono”, en J.
NORIEGA-M.L. DI PIETRO, Fecondità nell’infertilità, Roma 2008,
3
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b) La experiencia de la filiación se enriquece con la experiencia de la
fraternidad. Como ser hijo, ser hermano es una experiencia de aprender a recibir,
pues no elegimos a nuestros hermanos sino que nos vienen dados como un don.
Con ella se revela que no somos hijos únicos, que el amor de nuestros padres no
nos alcanza exclusivamente a nosotros, sino que nuestros hermanos también son
partícipes del mismo. La fraternidad nos hace descubrir que el don de la filiación
es un don compartido con otros. Recibir el amor de los padres supone, por tanto,
aprender también a intercambiar el amor con los hermanos. Aprender a recibir la
fe implica, por tanto, aprender a compartir la fe.
Las virtudes más propias de la fraternidad son la servicialidad, la
generosidad, la solidaridad, y la afabilidad. Por el contrario, la envidia es la
negación de la fraternidad. Consiste en mirar contra el otro, dejar de percibir que
el bien del hermano es mi bien, que el hermano es fuente de bendición para mí.
Toda la iniciación cristiana, con el itinerario de sus tres sacramentos,
Bautismo, Eucaristía (junto a la Penitencia) y la Confirmación se ha de dirigir al
crecimiento de la fe, a través de una recepción de la misma cada vez más
profunda y consciente. La celebración de estos sacramentos ha de ser
profundamente familiar; su carácter gozoso y festivo indica que el don de la fe se
recibe en la fiesta como su ámbito adecuado.
c) La esponsalidad refleja la experiencia de la madurez de la libertad. Se
trata de la singularidad del don de sí, de la entrega total y exclusiva a otra
persona. La vocación humana se realiza, pues, en un amor de donación, un amor
que termina siempre en una persona, pues es ella el fin de todo acto de amor.
Este amor esponsal tiene dos modos fundamentales de ser vivido: el amor
conyugal y el amor virginal. El amor conyugal se caracteriza por la entrega
mutua de los esposos. El matrimonio es, así, la vocación a un amor peculiar: el
amor conyugal. Este don de sí recíproco hace nacer una comunión que no se
reduce a un acuerdo de libertades o a un contrato en el que la libertad se empeña
sólo bajo ciertas condiciones. La comunión conyugal es el descubrimiento de que
la libertad de un cónyuge está empeñada en la libertad del otro y viceversa; es el
hallazgo gozoso de que la misma comunión es el fin de la libertad.
El amor de comunión es un amor recíproco. No se trata de una mera suma
de dos actos de entrega, sino de una realidad que les supera a ambos. Este amor
conyugal tiene siempre una mediación objetiva. El bien propio que une a los
esposos es la unión en la carne (Gn 2, 24). Este ser “una caro” no se reduce
únicamente a la unión carnal, sino que se refiere al conjunto de dinamismos
tendenciales, afectivos y de convivencia que configuran la comunión conyugal.
Esta comunión es algo vivo y por ello permanentemente dinámico, llamado a
crecer. Crecer en la comunión conyugal es la tarea permanente de los esposos. Y
lo hacen a través de las acciones que van realizando, que les permiten crecer en
intimidad, en una mayor riqueza de vivencias afectivas (más intensas o más
afinadas), en un creciente conocimiento mutuo y aceptación del otro, en el
compartir más profundamente el bien que les une. Es el Espíritu el que va
actuando en el corazón de los esposos para que vayan creciendo en su vocación
conyugal. Como afirma el Directorio: “El Espíritu nos introduce “en lo profundo
de Dios” y nos permite percibir una nueva dimensión de este Amor esponsal: el
gran misterio de la nueva alianza de Cristo con la Iglesia”16.
16
CEE, Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España, n. 19.
4
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d) El don de sí de los esposos no se clausura en su mutua donación, sino
que se abre a la posibilidad de una comunicación absolutamente original: la
procreación de la vida. La vida en comunión de los esposos está abierta a acoger
en su propio amor a otras personas con las que comunicar la propia riqueza de
vida contenida en el amor. La dinámica unitiva del amor conyugal rebosa
incesantemente en la lógica de la sobreabundancia del don. De este modo, los
hijos, fruto del amor conyugal, refuerzan constantemente la mutua entrega de los
esposos.
Si entre las experiencias de la filiación y la esponsalidad media una
elección personal mutua de los cónyuges, entre la experiencia de la esponsalidad
y la de la paternidad no media tal elección directa, pues ser esposos implica ser
ya potencialmente padres, sin que para ello sea necesario más que vivir la
dinámica propia del amor esponsal, la cual incluye siempre un dual significado
unitivo-procreativo. No es legítimo reducir el significado a una mera función 17,
pues la fecundidad es una nota característica esencial del amor conyugal que
pone de relieve la intrínseca inseparabilidad entre matrimonio y familia. Esta
vinculación matrimonio-familia es una originalidad propia de la Revelación
cristiana.
Evidentemente, la paternidad y la maternidad no se limitan ni a una mera
función social ni a un fenómeno meramente biológico sino que son una
experiencia profundamente personal de los cónyuges en la medida en que van
creciendo en su amor y colaboran con una acción de Dios, una realidad religiosa
por excelencia: “¡He recibido un varón con el favor de Yahvéh!” (Gn 4, 1). Los
hijos, fruto del amor esponsal de los padres, son el don por excelencia del
matrimonio. Son, valga la expresión, el don del don de sí de los esposos.
e) Los abuelos, como memoria viva del origen, tienen la hermosa misión de
remitir al origen absoluto, Dios Padre. De este modo, los abuelos están llamados a
convertirse en testigos de una vida grande y plena. Con la sucesiva llegada de los nietos,
cambia su mirada respecto a sus hijos al verlos ahora convertidos en padres y
educadores de sus nietos. Por otro lado, cambia también la mirada de sus hijos hacia
ellos no solamente por la ayuda impagable que pueden prestarles diariamente, sino
porque descubren en ellos un potencial hasta entonces desconocido.
Las prácticas de los abuelos, como la narrativa de contar historias a sus nietos,
las prácticas de hacerles regalos, o las prácticas de piedad de rezar con ellos, tienen un
importante valor educativo. La sabiduría de los abuelos es también un patrimonio para
toda la familia.
3. La generación de las personas y la educación en virtudes
“Una familia que no toma la educación como la guía principal de su convivencia
es una familia sin alma. La eventual inhibición de los padres en la educación de sus
hijos es un signo de falta grave de la vitalidad familiar”18. Esta afirmación de la
instrucción La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad no ha de ser
interpretada como una amenaza, sino más bien como una clara constatación de que el
corazón, el alma de la familia y la guía principal de su convivencia ha de ser la
educación.
17
M. RHONHEIMER, Ética de la procreación, Rialp, Madrid 2004.
18
CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Instr. La familia santuario de la vida y esperanza de la sociedad,
n. 149.
5
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La marginación de la familia del evento educativo ha sido un fenómeno
creciente desde la época del iluminismo19. La crítica que se realiza en el siglo de las
luces a la figura educativa del padre ha generado una vigorosa crítica del “paternalismo”
que ha traído como consecuencia el fenómeno del “eclipse del padre”20. De este modo,
la familia tachada de autoritarista va a ir desapareciendo de la escena educativa. Un
exceso de autoridad dará la impresión de que la única virtud a educar sería la
obediencia, que en realidad tampoco sería tal, porque no procedería de la caridad sino
de una arbitraria imposición de unas normas. El gran defecto de una concepción
autoritarista de la educación consiste en perder de vista el deseo de aprender del
educando. Desde este punto de vista, es claro que no se puede confundir la educación
con el sometimiento exterior.
Como resultado, en parte, de esta demoledora crítica al paternalismo, el estilo
educativo familiar que prevalece hoy es el de la denominada “familia afectiva”, una
familia “light” que sitúa en primer plano la dimensión afectiva de las relaciones
familiares21. Reducir la comunicación familiar a sentirse querido, corre el evidente
riesgo de disolver el amor familiar en una emotividad que pierde el auténtico sentido de
la vida. La gran debilidad de este modelo propicia una inhibición de los padres, una
pasividad ante la tarea educativa.
La aportación original de la familia a la educación de la persona es generar lo
humano mediante lo humano. La persona es generada no solamente en sentido
biológico, sino mediante la introducción en la realidad de la vida. La íntima conexión
entre generación y educación de los hijos, concede a la familia una primacía
determinante en el ámbito educativo. Al inicio de la vida se encuentra una experiencia
fundamental de dependencia de otro ser, del cual cada persona extrae el afecto que dará
energía a su entera existencia.
La originaria experiencia de la filiación nos revela que nuestra existencia
proviene de un amor que nos precede. La relación más primordial que constituye a toda
persona es la receptividad (esse ab), ser generados a partir de otro. El primer amor que
experimenta el hombre es el de sus padres. Como afirma hermosamente Virgilio:
“Incipe, parve puer, risu cognoscere matrem” (el niño comienza a conocer a su madre
en la sonrisa)22. La sonrisa materna se convierte, de este modo, en un cálido mensaje de
acogida, una constante confirmación de que existir es un inmenso bien. Esta confianza
fundante permitirá al niño un crecimiento bajo la certeza de que el mundo que le rodea
no constituye para él una inquietante amenaza sino una oportunidad de crecimiento en
la relación con el mismo. Ser hijo significa permanecer en esa relación de amor que
sustenta la existencia humana y le da sentido y grandeza.
Ya desde el inicio de la vida humana se revela la importancia del deseo como
motor de acciones. La educación en su pleno significado consiste en la educación del
deseo. Es preciso que el niño vaya aprendiendo desde pequeño a distinguir deseo de
necesidad.
19
Así lo destaca G. ANGELINI, Educare si deve, ma si può?, Vita e Pensiero, Milano 2002, 11: “Il nesso
radicale tra educazione e rapporto genitori/figli appare invece come rimosso dalla cultura più diffusa.
Talvolta esso è anzi francamente negato”.
20
G. ANGELINI, Il figlio. Una benedizione, un compito, Vita e Pensiero, Milano 1991; J. CORDES, Die
verlorenen Väter-Ein Notruf, Verlag Herder, Freiburg 2002; C. RISÉ, Il padre l’assente inaccetabile,
Edizioni San Paolo, Cinisello Bálsamo (MI) 32004; C. RISÉ, Il mestiere del padre, Edizioni San Paolo,
Cinisello Bálsamo (MI) 2004 .
21
AA.VV., Genitori e figli nella famiglia affettiva, Glossa, Milano 2002.
22
VIRGILIO, Bucólicas. Egloga, IV, l. 60.
6
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La familia educa mediante una situación o condición de vida de intensa
relacionalidad interpersonal. Ahora bien, no basta convivir, sino que es necesario que
existan actos educativos específicos y prácticas cooperativas que hagan efectiva la tarea
educativa. Se trata de una verdadera y específica transmisión de humanidad dentro del
vivir cotidiano. La familia es, así, como un “útero espiritual” dentro de la cual la
persona es constituida y radicada en Cristo23.
La familia, en el ámbito educativo destaca siempre en su papel de ser origen,
pues nadie niega la necesidad de una educación básica y fundamental que
correspondería a los padres, y se destaca el valor afectivo de esta experiencia. Pero no
siempre se ve el valor específico que tiene el amor paternal como manifestación de un
amor originario24. Se le ha de reconocer todo su valor personal y evitar, de este modo,
cualquier reducción a ser una mera función que se pudiera sustituir. No se trata de una
necesidad afectiva, sino de una entrega personal que tiene que ver con el valor de la
persona que debe ser amada por sí misma; pues contiene en sí una vocación al amor.
Solo así se desvela un sentido de la vida que siempre es un bien25, una apreciación que
fundamenta las intenciones humanas y que no puede subordinarse a ningún interés. De
aquí se desprenden toda una serie de afectos iniciales: de pertenencia, apego, posesión,
que son una guía esencial de la existencia humana y cuyo valor educativo debería ser
profundizado.
Una experiencia evidente para cualquier padre es que el niño no nace virtuoso.
Las virtudes no aparecen espontáneamente, como si pertenecieran al mismo devenir
natural del crecimiento del niño. Sin embargo, cada niño tiene en su corazón un germen
de virtudes, unas semillas de virtud, en cuanto que sus dinamismos afectivos le
conducen a buscar determinados bienes. Estos dinamismos afectivos necesitan ser
despertados. Este despertar implica que el niño caiga en la cuenta de algo más grande
del bien particular que le atrae; de este modo comenzará a percibir el sentido de su
afectividad. Si la intencionalidad afectiva conduce siempre al niño hacia un bien
concreto, particular, que le ofrece la posibilidad de un placer que únicamente es capaz
de llenar su vida por un instante, cuando despierta y descubre la experiencia del amor
como un evento insospechado, se desvela una promesa de una plenitud capaz de llenar
toda la existencia.
En el amor que le ofrecen sus padres, el niño puede experimentar que las
virtudes nacen de un amor de comunión. En el origen de las virtudes se encuentra el don
de un amor. Las virtudes se adquieren por la acogida de un don divino que se trasluce
en la experiencia del amor humano. El Espíritu Santo que inhabita en el niño le va a
dirigir hacia las personas que le aman y, en último término, hacia Cristo, como el Hijo
Amado. Este trabajo del Espíritu en la progresiva configuración del educando requiere
la colaboración del mismo. El don del Espíritu instaura la tarea y el esfuerzo de ir
adquiriendo los hábitos virtuosos. El trabajo humano es siempre respuesta activa al don
divino del cual, evidentemente, tantas veces no son conscientes ni los padres ni el hijo.
Que no sea consciente no quiere decir que no sea real, sino que es mayor que la propia
conciencia.
Este don del amor es un modo de presencia que ha de ir creciendo, haciéndose
más claro y sereno a través de la mediación de los encuentros con los demás. Las
virtudes tienen un marco intrínsecamente comunional26, por ello, el ámbito educativo
23
STO. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, II-II, q.10, a.12.
24
Juan Pablo II lo relaciona con el cuarto mandamiento: cf. Carta a las familias, n. 15.
25
Cf. JUAN PABLO II, Evangelium vitae, n. 31.
26
J. NORIEGA, “Las virtudes y la comunión”, Burgense 41 (2000) 235-241.
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más adecuado para ellas es la familia, llamada a ser una comunión de personas. El
método educativo propio de la familia consiste, por tanto, en generar, formar,
acompañar, hacer crecer a la persona humana en Cristo. La vocación al amor es la
escuela fundamental de la familia, pues cuanto más se ama a una persona más se la hace
crecer en su vocación. Cultivar todo lo humano es algo fundamental para la familia.
4. Los signos y las prácticas de la vida conyugal y familiar
La vida conyugal y familiar requiere de prácticas que la edifiquen y hagan
crecer. Para comprender lo que son las prácticas nos ayuda el pensamiento de Alasdair
MacIntyre sobre las mismas 27 . Las prácticas son modos de actuar con otros que
estructuran la acción humana en común, la permiten vivirse plenamente y la hacen
transmisible a otros. Una práctica es, por ejemplo, el juego de ajedrez, otra la
agricultura, o el arte de pintar retratos… Examinemos los aspectos de las prácticas
según MacIntyre28.
En primer lugar, en toda práctica se ponen en juego bienes que valen por sí
mismos, y no solo en función de una utilidad externa (por ejemplo, quien juegue al
ajedrez solo por ganar dinero, no hace justicia al juego ni llegará a captar plenamente su
belleza). Aplicado, por ejemplo, a la celebración esto significa: no se festeja solo para
relajarnos o distraernos, para poder trabajar luego mejor. La celebración posee un bien
interior a ella misma, que solo se descubre cuando se festeja. ¿Cuáles son los bienes
propios de la fiesta? Se trata del conocimiento de la vida como don y como fruto: la
vida se recibe y, al actuar en ella, se nos revela una sobreabundancia, una fecundidad
generosa.
Cada práctica requiere una excelencia propia, una virtud29. Así hay un virtuoso
del ajedrez, o de los retratos, o de la arquitectura. También existe, por tanto, un ars
celebrandi, un arte de celebrar, en que la persona se educa para poder dar en el festejo
lo mejor de sí. ¿Cuáles son las virtudes propias de la fiesta? Se trata de aquellas que
reconocen la dependencia mutua que nos une, como la gratitud, la hospitalidad, la
misericordia; y que permiten responder justamente y con alegría a la sobreabundancia
de la vida30.
Las prácticas necesitan siempre un ambiente comunitario, son colaborativas. Por
eso lo que se gana en ellas nunca es solo para uno mismo, sino que se comunica
también a otros. El buen jugador de ajedrez que descubre la estrategia de una nueva
apertura ha enriquecido con ella a toda la comunidad de jugadores. Del mismo modo,
nadie puede celebrar solo, como nadie ríe solo aunque esté a solas. Solo se celebra en
un contexto de personas, de usos, en que los tiempos y espacios conservan su símbolo
propio.
27
Cf. A.C. MACINTYRE, After Virtue: A Study in Moral Theory, University of Notre Dame Press, Notre
Dame 2007, 187-203.
28
Se llegaría a entender así, a la luz de la doctrina de MacIntyre, una acepción no despectiva de la
expresión “cristiano practicante”. Un cristiano no practicante es aquel que, por no crear y vivir en
prácticas, tiene una fe abstracta, no encarnada en el mundo.
29
Esto diferencia la práctica de una mera costumbre rutinaria; estas son muy diferentes, aunque puedan
tener su valor, como trata de probar Ch. DUHIGG, The Power of Habit: Why We Do What We Do in Life
and Business, Random House, New York 2012.
30
Cf. A.C. MACINTYRE, Dependent Rational Animals: Why Human Beings Need the Virtues, Open Court,
Chicago 1999, 119-128.
8
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Las prácticas se incluyen siempre en una tradición, que ayuda a vivir el tiempo.
Las celebraciones se unen también a la cadena de las generaciones, como memoria de
los antepasados en que se abre una continuidad hacia el futuro. Tienen, por eso, un
carácter narrativo. Celebrar es siempre recordar y es presentir una plenitud futura. No es
tanto que las fiestas sucedan en el tiempo, sino que ellas generan un tiempo nuevo, que
anima todos nuestros días. Gracias a las fiestas aprendemos a reconocer el ciclo del año,
en espiral que asciende. Como decía Charles Péguy, se pasa así de la Pascua a
Pentecostés, y luego al tiempo ordinario, y al Adviento y la Navidad, como se pasa de
un lugar familiar a otro, del cuarto de estar a la cocina, y después al salón.
5. Conclusión
Tras el recorrido realizado podemos concluir de modo sintético con algunos
puntos que nos permitan comprender la idiosincrasia de la espiritualidad conyugal
y familiar:
a) La espiritualidad conyugal se funda en el misterio de la creación como
acto de amor trinitario. Ella encuentra su manantial en el amor de Dios como un
amor originario, un amor creador que nos precede e invita a cada hombre a
responder al mismo, en su propia vocación al amor.
La creación como acto de amor tiene una referencia trinitaria fundamental,
pues es obra del Padre, del Hijo y del Espíritu 31. La paternidad divina es la fuente
arcana de la que brota la vocación al amor conyugal. El Padre, fuente y origen de
toda la Trinidad, se revela plenamente en el Hijo que nos dona el Espíritu Santo. El
misterio de la filiación divina de Jesús se encuentra en el origen de la nupcialidad
de Jesucristo con la Iglesia. Si la razón del amor esponsal de Cristo por la Iglesia
es el amor del Padre, los esposos cristianos en virtud de la gracia sacramental se
aman por amor del Padre32.
b) La íntima conexión entre creación y alianza es una clave fundamental
para la espiritualidad conyugal. El misterio de la creación apunta más allá de sí
mismo hacia el misterio de la redención, al misterio de la cruz y la resurrección. El
don de sí de Cristo a la Iglesia es el sello de una Alianza Nueva y Eterna de la que
brota el sacramento del matrimonio. En la entrega corporal de Cristo en la
Eucaristía se verifica la recepción plena del amor divino en la humanidad, y se
cumple la promesa de la Nueva Alianza. La participación en la Eucaristía enraíza a
los esposos cristianos en el origen y el destino último de su específica misión.
Como ha afirmado con singular belleza Benedicto XVI: “El amor redentor del
Verbo encarnado debe convertirse para cada matrimonio y en cada familia en una
"fuente de agua viva en medio de un mundo sediento””33.
c) La dimensión de la misericordia que brota del misterio de la redención
pone de manifiesto la importancia de la recepción progresiva del don del amor, la
temporalidad del amor conyugal que tiene su expresión en la inseparabilidad alma-
cuerpo del amor humano. Aprender a perdonarse mutuamente es un ejercicio de
regeneración permanente al que los cónyuges están cotidianamente invitados34.
31
G. MARENGO, Trinità e creazione. Indagine sulla teologia di Tommaso d’Aquino, Città Nuova, Roma
1990.
32
G. RICHI, “Por amor del Padre. A propósito de la gracia sacramental del matrimonio cristiano”, en G.
MARENGO-B. OGNIBENI, Dialoghi sul mistero nuziale, Lup, Roma 2003, 315-333.
33
BENEDICTO XVI, Lit. Enc. Deus caritas est, n. 42: AAS 98 (2006) 278.
34
J. LAFFITTE, L’offense désarmée. Essai sur le pardon chrétien, Ed. Du Moustier, Louvain-le-Neuve
1991; L. MELINA, Por una cultura de la familia. El lenguaje del amor, Edicep, Valencia 2009, 35-51.
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Valencia, 27 abril 2016
d) La espiritualidad conyugal precisa de una morada, de un lugar de
pertenencia, pues ha de vivirse siempre en la experiencia eclesial de una
comunidad más grande que la conyugal. Así como no hay persona sin personas, no
hay matrimonio sin matrimonios. La amistad y el apoyo de otros matrimonios y
familias es una condición esencial para vivir la vocación a la santidad de cada
matrimonio. De este modo, la espiritualidad conyugal está llamada a ser una
espiritualidad de comunión, donde el amor conyugal se transforma
progresivamente en caridad conyugal. La Iglesia y el mundo necesitan más que
nunca testigos del amor conyugal, pues el testimonio es el modo privilegiado de
comunicar la verdad de la comunión35.
e) El itinerario de la vocación al amor es un camino de maduración y
santificación para el hombre. A través de las experiencias de la filiación, la
fraternidad, la esponsalidad y la partenidad-maternidad, el hombre va creciendo y
construyendo su propia identidad relacional y narrativa.
f) La generación y educación de los hijos es el alma de la espiritualidad
familiar. Aprender y enseñar a amar en la lógica del don, marcada por recibir, dar
y corresponder va generando a todos los miembros de la familia. La educación
requiere prácticas de diferente naturaleza que van cambiando dinámicamente a lo
largo de la vida familiar: celebrativas, lúdicas, religiosas, culturales,
deportivas,…A través de ellas se genera una alianza educativa que permite a la
familia construir una comunión de personas, reflejo de la comunión trinitaria.
35
P. MARTINELLI, La testimonianza. Verità di Dio e libertà dell’uomo, Paoline, Milano 2002.
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