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Crítica literaria en "La lengua suelta"

Este documento resume la trayectoria y evolución de la columna "La lengua suelta" escrita bajo el seudónimo de Fermín Gabor. Inicialmente ofrecía una crítica mordaz de las instituciones culturales de la revolución cubana que era muy popular. Sin embargo, con el tiempo los autores Fermín Gabor y Antonio José Ponte empezaron a criticar también la obra de otros escritores cubanos como Ena Lucía Portela y José Manuel Prieto, lo que generó controversia. El documento sugiere que a medida que Gabor y

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Crítica literaria en "La lengua suelta"

Este documento resume la trayectoria y evolución de la columna "La lengua suelta" escrita bajo el seudónimo de Fermín Gabor. Inicialmente ofrecía una crítica mordaz de las instituciones culturales de la revolución cubana que era muy popular. Sin embargo, con el tiempo los autores Fermín Gabor y Antonio José Ponte empezaron a criticar también la obra de otros escritores cubanos como Ena Lucía Portela y José Manuel Prieto, lo que generó controversia. El documento sugiere que a medida que Gabor y

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La lengua suelta de Fermín Gabor y el Diccionario de Antonio José Ponte:

una partida ganada, una partida perdida

Cuando en La Habana Elegante empezaron a aparecer los textos de Fermín Gabor, aún no

se había entrado del todo en Cuba en la era digital. Teníamos ya computadora, pero faltaban

años para que llegara el “paquete”, una década para la wifi en los parques, casi dos para los

datos móviles de ETECSA. Internet era un lujo; la intranet, que ofrecía ese tríptico del horror

que formaban La Jiribilla, Cuba Literaria y Rebelión, resultaba más accesible, gracias a

aquellas cuentas de Infomed que, mediante pago de 10 dólares mensuales -aún no existía el

CUC, hoy ya en desuso- a algún médico dispuesto a compartir sus horas de conexión y su

correo electrónico, muchos nos agenciamos. Anexas en emails o almacenadas en disquetes de

3½, se consumían esos textos de Gabor como pan caliente. De la pantalla, saltaban enseguida

a la lengua: se comentaban antes de las presentaciones de libros, a la salida de las charlas en la

Torre de Letras. Se los esperaba incluso, como se espera el próximo capítulo de una telenovela.

El seudónimo era, indiscutiblemente, un escritor brillante, y traía lo que necesitábamos en

aquellos años chatos y ridículos de la “Batalla de Ideas”: una crítica mordaz de las vacas

sagradas del establishment tardorrevolucionario. Para decirlo en lenguaje coloquial, ese al que

el propio Gabor solía recurrir: cantarles las cuarenta, o, para usar una expresión más actual,

darles cuero. Ellos tenían prebendas, viajaban al extranjero, cobraban dotación mensual por sus

premios nacionales de literatura, pero eran abyectos, mediocres, envidiosos. Tenían que reírles

las gracias a los censores, humillarse formándole comparsa al ministro de cultura, prestar

coartadas para las propias humillaciones del pasado. La lengua suelta nos proporcionaba, como
los rutilantes trajes de Eva Perón a los descamisados, una satisfacción vicaria: todos éramos

Fermín Gabor; él era, como Fuenteovejuna, todos a una.

Así disfruté con las entregas de la columna de Gabor, hasta que la sexta, “Fornet e hijo

reabren el Encanto”, me disgustó un tanto. Aprovechando la salida de la antología Cuento

cubano del siglo XX (Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2002), cuyo prólogo firmaba

Jorge Fornet, Gabor dedicaba los tres primeros párrafos a Ena Lucía Portela, que ni siquiera

aparece en esa antología y que nada tenía que ver con gente como Pablo Armando Fernández,

Lisandro Otero, Arturo Arango o el propio Jorge Fornet. Esa crítica a las novelas de Ena Lucía

Portela me pareció no sólo equivocada, sino, sobre todo, fuera de lugar, como me pareció fuera

de lugar, años después, aquella otra entrega dedicada íntegramente a una novela de José Manuel

Prieto. ¿No era el propósito de la columna de Fermín Gabor burlarse de las instituciones, de

los nuevos comisarios y sus adláteres? Usar ahora el seudónimo, ganada ya la simpatía de los

lectores, para criticar la obra literaria de dos colegas que, la una en la isla, fuera el otro, nada

tenían que ver con el oficialismo, era, en rigor, un abuso.

Ahora que Antonio José Ponte, además de reunir en libro todas las entregas de La lengua

suelta, ha añadido un apéndice donde insiste en esos juicios de Fermín Gabor sobre Ena Lucía

Portela, se ve más claro aún que, a medida que ellos se alejan de la generación del cincuenta

(Roberto Fernández Retamar Ambrosio Fornet, Pablo Armando Fernández, Reinaldo

González, Antón Arrufat, César López, Rafael Alcides) y de la generación diríamos del setenta

(la de los narradores que, como aquellos en los cincuenta, se formaron en esta otra, funesta

década: Leonardo Padura, Arturo Arango, Abel Prieto, Francisco López Sacha, Eliseo Alberto

Diego, Senel Paz), para acercarse a la propia, se les nubla la vista. Gabor y Ponte pierden el

norte. A Ronaldo Menéndez lo lapida Ponte en dos oraciones: “el mejor de sus libros, Las

bestias, tiene un final que desluce, o puede que lo destruya. Su incursión en lo policial -Río

Quibú- no resulta convincente.”(p.612) No hay aquí anécdotas graciosas ni sátira del


oficialismo, sino frases concluyentes, juicios rotundos. De lo que se trata no es ya del palacete

de Antón o el cake que llevó Miguel Barnet al cumpleaños de Fidel Castro en casa de Pablo

Armando Fernández, sino de la promesa literaria, las posibilidades cumplidas o frustradas, de

quién sí y quién no. Se trata, en una palabra, del canon.

De ahí que, más que esos libros que Ponte menciona como predecesores -Vidas para

leerlas y Mea Cuba, Necesidad de libertad, El color del verano-, para echar luz sobre este otro

costado no tan ostensible del volumen que componen La lengua suelta y su extenso apéndice,

habría que volver sobre El libro perdido de los origenistas, que se publicó en México en 2002.

No es casual que justo ese año los textos de Gabor, los cuales habían empezado a circular por

email a fines del anterior, ganaran popularidad en La Habana Elegante. La publicación del

libro sobre los escritores de Orígenes, que cierra un ciclo de ensayos escritos a lo largo de los

noventa, coincide con la aparición del seudónimo, cuya columna se extenderá, con variable

periodicidad, por la primera década del nuevo siglo, hasta terminar en 2010. Más allá del estilo

inconfundible del escritor, y aun de esa progresiva pérdida del “temor a escribir ciertas cosas”

que él reconoce en el prólogo de El libro perdido de los origenistas, hay como un hilo de seda

entre este volumen y el que ha publicado la editorial sevillana Renacimiento. Son, por insólito

que parezca, un díptico. O al menos se los puede pensar como tal.

El libro perdido de los origenistas responde, en palabras del autor, a la “tergiversación de

la enseñanza de los maestros” (El libro perdido de los origenistas, Aldus, México D.F., 2002,

p.9), sobre todo por parte de Cintio Vitier. Ponte reconoce su deuda con Los años de Orígenes

de Lorenzo García Vega. No ya sólo en la mirada crítica, cáustica, al ceremonial origenista,

sino en el método mismo: ese historiar objetos que está también, claro, en Lezama. “Como

buen celador de museo me interesan menos las obras que la disposición de estas. Así que ejerzo

menos la crítica literaria que la biografía.”(p.12), declara el autor. La primera persona,

recurrente en estos ensayos, no es aquí gratuita. Porque este libro tiene que ver, no ya con la
“posición del escritor” Lezama, Piñera o Vitier, sino con la posición propia, el lugar del que

escribe dentro de esa trama. La metáfora de Ponte es inapropiada: él no es celador de museo;

quiere entrar, está tramando para sí un lugar en ese museo.

El prólogo termina con una suerte de excusatio propter infirmitatem: “Las páginas que

siguen se ocupan de Martí y de Casal, de Piñera y Lezama Lima, de Vitier y de Diego. Y […]

todo ha sido relatado por un lacayo ulterior, cuya virtud es su tardanza en el tiempo.”(p.14) En

otro lugar del libro, leemos: “Llegué a La Habana después de la muerte de José Lezama Lima.

Habían muerto también Alejo Carpentier y Virgilio Piñera. No vi nunca en la calle al Caballero

de París, ya estaría recluido en un manicomio. Sin embargo, he creído ver en ellos a guías míos

en la ciudad.”(pp.64-65) Estos, los grandes autores, son virgilios suyos en una selva oscura que

es no ya La Habana de los ochenta, sino la ciudad literaria, la literatura cubana misma. (No

hace falta recordar que, cada vez que Dante se topa en su camino con los grandes poetas del

pasado, lo hace para hacerse hueco, para consagrarse entre ellos. Él es, después de todo, el que

hace el cuento.) Aunque los critique, aunque forcejee con ellos, Ponte viene a ser un insólito

heredero que los actualiza en la trama de la literatura viva, no ya en la letra muerta de los

estudios académicos.1

“El ensayo que escribió en homenaje a Casal no es precisamente un estudio sobre éste,

tampoco -como puede pensarse- un acercamiento a Baudelaire. Más que eso, es una puesta en

claro de las posibilidades de su autor José Lezama Lima, una pregunta al montón de cenizas

1
En la primera parte de La fiesta vigilada, Ponte desarrolla más su filiación con algunos de esos escritores,
señaladamente Piñera. Unas páginas después de describir el deterioro físico y mental de su abuela, cómo tuvo que
ocuparse de ella, “sentarla en la taza sanitaria hasta que orinara”(p.31), se refiere así a la publicación de El libro
perdido de los origenistas y sus consecuencias: “Yo había conseguido publicar en el extranjero un libro sobre
fantasmas nacionales. Había logrado viajar para la presentación y me tocó recibir avisos semejantes a los que
escuchara (y desobedeciera) el viejo escritor muerto. De alguna manera, mis circunstancias parecían adoptar el
aire de familia de las de su círculo. Treinta años antes. / Empezaba a repetir sus manías y fatalidades hasta el punto
de que podría considerarlos, a él y a algunos otros escritores de su grupo, mis abuelos. Y parte de mi acercamiento
a lo escrito por ellos podía entenderse como si intentara arrinconarlos entre la escoba y la pared. Como si, a una
orden mía, procurara hacerlos orinar.”(La fiesta vigilada, Anagrama, Madrid, 2007, p.34)
por su secreto: en qué momento se volverá cristal, qué hará falta para ello.”(p.71) Cámbiese

Lezama por Ponte, y Casal por los autores abordados en este conjunto de ensayos (el propio

Casal, Lezama, Diego, García Vega), y tenemos una de las claves de El libro perdido de los

origenistas. Este es también búsqueda de posibilidades, delimitación de terreno, echado de

zapata literaria a partir de una relación ambivalente con los maestros origenistas. “Lacayo

posterior” en relación a estos, será primero entre los escritores de su generación. Último de una

estirpe y principal de otra, Ponte se dio a sí mismo una tarea titánica. Porque para colgar cuadro

en ese museo, para ganar sitio en el recinto de las Letras, se ha de ser poeta y narrador como

los maestros, no ya mero ensayista o cronista. El libro perdido de los origenistas trata de libros

perdidos, en ficciones de Lezama y Eliseo Diego, pero supone, en el envés de su trama, libros

por venir, no ya ficticios, sino de verdad, los del propio Ponte.

Para entonces, él había conseguido inventar con cierta felicidad, al modo de Lezama y

Diego, un libro apócrifo, el Tratado breve de estática milagrosa de su conocido relato “Un arte

de hacer ruinas”. Pero el balance de libros nuevos, a partir de ahí, es exiguo: la poesía y la

ficción, en las casi dos décadas transcurridas entre la publicación de El libro perdido de los

origenistas y la recopilación de La lengua suelta, se le han negado.2 La fiesta vigilada no es,

por mucho que algunos críticos y editores se empeñen en considerarla como tal, una novela.

Resulta, eso sí, como señalé en la reseña con que saludaba su publicación en 2007, un excelente

libro.3 Tres temas esenciales de la Edad revolucionaria -las ruinas habitadas, la represión y el

regreso condicionado de la fiesta, la vigilancia- alcanzaron ahí su “definición mejor”.

2
De hecho, todos los libros que Ponte ha publicado en estos géneros con posterioridad a la novela Contrabando
de sombras (Mondadori, Barcelona, 2002) son reediciones. Asiento en las ruinas, que había sido publicado en
Cuba en 1997, fue reeditado en España por Renacimiento en 2005. Los poemas de Un bosque, una escalera
(Compañía, México D.F., 2005) son, en su mayor parte, los de ese poemario. Un arte de hacer ruinas y otros
cuentos reúne Cuentos de todas partes del Imperio (Éditions Deleautur, Angers, 2000) y el cuaderno que en inglés
se publicó como In the Cold of the Malecon and Other Stories (City Lights Books, San Francisco, 2000). Este
último libro de cuentos fue editado en 2010 por la editorial argentina Beatriz Viterbo con el título de Corazón de
skitalietz. El relato largo de ese título se había publicado en 1998 por Reina del Mar, en Cienfuegos. Bokeh reeditó
Cuentos de todas partes del Imperio en 2017 y Contrabando de sombras en 2018.
3
“Ponte, el último cronista”, http://duaneldiaz.blogspot.com/2007/03/ponte-el-ltimo-cronista.html
Villa Marista en plata. Arte, política, nuevas tecnologías, su siguiente incursión en el

ensayo, es una obra menor, poco característica. Ponte está fuera de su medio natural, algo

deslucido en esos terrenos archivísticos que siempre había evitado. Quien antes se valiera de

“parafernalia museística” (El libro perdido de los origenistas, p.11) ahora nos narra y transcribe

entero el cortometraje Monte Rouge, disponible en YouTube; glosa y referencia de manera

exhaustiva -acaso innecesaria- la llamada “guerrita de los emails” que sacudiera la ciudad

letrada sólo tres años atrás; se detiene en el trabajo de algunos blogueros independientes, para

destacar cómo, gracias a los new media, los que vigilan pueden terminar siendo vigilados.

Agotados los temas de sus ensayos escritos en Cuba, uno de los cuales fue la relación entre un

escritor que regresa a vivir en la isla y sus colegas radicados fuera, Ponte, ahora también en el

exilio, busca un filón en el archivo de lo más contemporáneo, pero una cosa es buscar y otra

encontrar. Entre ensayos como “El libro perdido de los origenistas” (1992), “La lengua de

Virgilio” (1993) o “Casal contemporáneo” (1993), y los tres que conforman Villa Marista en

plata hay un notable bajón de calidad.

Ahora, tras una década sin publicar nada inédito, Ponte reaparece como autor, pero no con

un nuevo libro de ensayos, sino recuperando aquellas crónicas dadas a conocer entre 2002 y

2010. De esta forma, Ponte regresa a sí mismo, y nos lleva a los lectores de regreso a los que

se han dado en llamar “años cero”. Si El libro perdido de los origenistas es inseparable de

aquellos hitos de la vida literaria de los años noventa que fueron la celebración del centenario

de la muerte de Casal y el coloquio “Cincuentenario de Orígenes”, este es consecuencia de la

década siguiente, donde todo había perdido peso. Significativamente, algunos de esos ensayos

fueron leídos en aquellas ocasiones, lo cual remite a una tradición de lecturas públicas que se

remonta no sólo a los maestros de Orígenes (“Julián del Casal” de Lezama en 1941,

“Experiencia de la poesía” de Vitier en 1944) y Ciclón (“Cuba y su literatura” de Piñera en

1955), sino también a los de la revista de avance (Indagación del choteo fue leída en 1928 en
la Institución Hispano-cubana de Cultura), y aun a aquellos otros, hoy olvidados, de la Sociedad

de Conferencias de La Habana, que Jesús Castellanos inauguró en 1910 con “Rodó y su

Proteo”.

Esa tradición magistral, de algún modo reavivada en los noventa tras el páramo de las

décadas anteriores, tocaba a su fin en los primeros años del nuevo siglo. Quien busque algo

como el homenaje a Casal, el Coloquio de 1994 o las lecturas públicas del grupo Diáspora(s),

no lo hallará. Si en los noventa quedaba aún algún que otro árbol, los años cero son marabú,

cerro pelado. Había, no obstante, todavía un centro en la ciudad literaria cubana: el Ministerio

de Cultura, el Premio Nacional de Literatura, la Casa de las Américas, la Feria del Libro, la

UNEAC con su Gaceta de Cuba, La Jiribilla en su primera etapa. La lengua suelta venía

justamente a reportar, en clave satírica, los contubernios entre las instituciones y una parte de

la intelligentsia; era una contribución más en la guerrilla entre unos escritores jóvenes cada vez

más alzados y una oficialidad apuntalada por carcamales, que claramente se batía en retirada

pero mantenía aún ciertas posiciones, daba batalla.

Hoy el contexto es otro. “Las circunstancias desdibujan cada vez más al gremio y las

instituciones son sombras de lo que fueron hace apenas una década.”(La lengua suelta, seguido

del Diccionario de la lengua suelta, Renacimiento, Sevilla, 2020, p.8), apunta Ponte en “Esto

es así”, el texto prologal de su nuevo libro. Las crónicas de Fermín Gabor son, entonces,

testimonios de aquella época terminal en que las instituciones conservaban todavía cierto peso

pero los dioses (los de la literatura) habían muerto. Y para contar esa degradación había que

ajustar un poco la escritura, rebajarla. Ponte rehuía deliberadamente las citas en El libro

perdido de los origenistas. “Evito así, ante la obra literaria, el comentario deportivo de

televisión que narra la jugada como si los televidentes estuvieran escuchando radio. Me

intereso menos por la intransferible obra de cada escritor que por sus figuras.”(p.12), advertía

en su prólogo. La metáfora, aunque falaz (en un partido de fútbol o béisbol televisado el


espectador está viendo la jugada al tiempo que escucha al comentarista, pero la obra literaria

no es simultánea con un texto posterior que la comenta o valora), capta la esencia de un estilo

caracterizado por la elegancia, la contención, el buen gusto. En La lengua suelta, en cambio,

hay mucho más espacio para la cita, al punto de que la columna dedicada a Rex es casi un

centón de citas de ese libro. A los grandes no es necesario citarlos tanto; pero, ¿cómo resistirse

a copiar las chealdades de Rufo Caballero? ¿las elucubraciones de Lisandro Otero? ¿la cantidad

de nombres de escritores, artistas y personajes históricos que Senel Paz coló en su novela En

el cielo con diamantes?

Para hablar de Zoé Valdés es preciso un estilo diferente al que requieren Lezama, Vitier o

Eliseo Diego, uno más costumbrista, que pueda lidiar con lo bufonesco, el chanchullo, la

chusmería. En La lengua suelta abundan, en consecuencia, las frases coloquiales: “está de bala,

a juzgar por las fotos” [la mujer de Rufo Caballero] (p.49); “lo que les jode a los viejos

escritores cubiches…” [Antón Arufat, César López, Reinaldo González](p.246); “lo

tremendísimo pendejo que es” [Ambrosio Fornet](p.442); “estiró la pata, parqueó el carro,

cantó el manisero” [Fidel Castro](p.526); “deseo suyo de coger cajita” [Guillermo Rodríguez

Rivera](p.682); “metía tremendo casino” [Susan Sontag](p.705). Hay semblanzas, muy

buenas, de personajes como Juana Bacallao, Alfredito Rodríguez y Mirtha Medina. Se ha

pasado casi, hacia el final, de la ciudad letrada a la farándula. En lugar de la imagen extendida

tan cara al origenismo, el croniqueo desemboca a menudo en metáforas -o símiles- sintéticas,

casi greguerías. Las hay antológicas, como “Carilda fue la jefa de enfermeras de la literatura

cubana” (p.645) o “Fue como verle los blúmers a la Patria.” (p.554)

Aun así, no estoy seguro de que haya sido buena idea recoger la columna en libro. Me

pregunto hasta qué punto él estaba “obligado a componer un libro como este” (p.667), o

simplemente cedió a la tentación de recopilar lo publicado en la red, a ese facilismo que ha

venido a ser el más reciente de los tantos “enemigos de la promesa” que asedian a los escritores
empeñados en producir una obra maestra. La relectura de la columna de Fermín Gabor deja

ahora impresión parecida a la que, según señala el propio Ponte en la entrada que dedica a

García Márquez en el Diccionario de La lengua suelta, le deparara Cien años de soledad: si la

segunda mitad de esta gran novela “parece escrita por los imitadores de García Márquez”

(p.573), la segunda parte de estas crónicas parece escrita por un imitador de Fermín Gabor.

Esto es, desde luego, una exageración, como lo es cuando Ponte describe el libro de García

Márquez, pero tiene algo de verdad. La lengua suelta decae hacia el final. La reiteración, ese

peligro de las analectas del que salió airoso en El libro perdido de los origenistas, aquí desluce.

Ciertos errores factuales, ciertas pérdidas de perspectiva, son más evidentes, ahora en el

papel, que antes en la pantalla. Como en el caso, muy señalado, de Ambrosio Fornet. Este no

es, como afirma Gabor, un “antiguo propugnador de la novela policial revolucionaria” (p.26).

Por el contrario, promovía un tipo de novela que tuvo su culmen en Las iniciales de la tierra,

de Jesús Díaz, muy distinta del “sinflictivismo” de la novela policial revolucionaria. Todo

dentro de la revolución, desde luego, pero también en el mal, como nos recuerda la Comedia,

hay grados, y no es cosa de buen crítico perderlos de vista. Decir, como hace Ponte, que El

libro en Cuba “tiene la virtud de las obras positivistas por sus datos, cronologías y

adjudicaciones, pero que muestra su planicie al enfrentarse a un tema tan aprovechable como

la lectura en tabaquerías” (p.562), es, o ceguera crítica, o mala fe. Ambrosio Fornet está muy

lejos de ser un simple archivero como Ángel Augier o Ana Cairo, y su prosa es muy superior

a la de Pedro de la Hoz, con quien Ponte llega a equipararlo (p.440). La comparación con Heras

León (“Un libro suyo menos y sería Ambrosio Fornet, se confundirían el uno con el otro.”,

p.603), podrá resultar graciosa, pero es desatinada.

Reinaldo González no llega a ser, ciertamente, “un Monsivais cubano” (p.587), pero tiene

en su haber dos excelentes libros de ensayo, de obligada consulta no sólo para lectores

especializados sino para cualquiera que pretenda conocer mejor la cultura cubana del siglo XIX
y de la República, respectivamente: Contradanzas y latigazos (Letras Cubanas, 1983) y Llorar

es un placer (Letras Cubanas, 1989). Decir que Reinaldo González “llama ensayos a los

artículos que ha escrito” (p.83), olvidando la existencia de estos libros que no son en modo

alguno simples recopilaciones de artículos y valen más que por los datos que ofrecen, es, de

nuevo, mala fe.

Se me dirá que me detengo en minucias, que leo con lupa, pero, ¿no le señala Fermín Gabor

a Ernesto Hernández Busto que haya vinculado al bufón de la corte y el rey desnudo, cuando

“no aparece bufón en las dos variantes más conocidas de la historia del rey desnudo: El traje

nuevo del Emperador de Andersen y el cuento XXXII de El Conde Lucanor.”(p.427.) ¿No le

corrige a José Manuel Prieto que dijera en una novela que jacuzzi es nombre japonés cuando

en realidad la palabra viene del italiano (p.276)? ¿No le afea, incluso, que mencionara a una

“princesa Demidoff” que nunca ha existido, alegando que, “aunque menor”, es el tipo de error

“que debíamos (sic) evitar” (p.276)?

Pues bien, hay errores de este tipo en el Diccionario de la lengua suelta. Y, lo que es más

grave, la adición del mismo no contribuye a darle redondez al volumen. Primero, esto no es un

diccionario, es más bien un glosario -lo que se añade al final de una obra para definir o explicar

nombres o términos aparecidos en ella es glosario, a diferencia de un diccionario que no está

determinado por una obra antecedente. Y esta pifia en el título de la segunda parte del libro

presagia ya un cierto defecto estético, varias disonancias. “Compuesto para explicar la

sobrevida de sus personajes”(p.9), incluye sin embargo a muchos que murieron décadas antes

de la aparición del seudónimo. En un diccionario que, según reitera la nota de contraportada,

“documenta cómo siguen sus vidas los personajes de La lengua suelta”, ¿qué hacen Borges,

Carpentier y Arenas? Habría que haber ajustado el prólogo y la nota al apéndice, o este a

aquellos.
El Diccionario de La lengua suelta resulta, además, demasiado heterogéneo. Y esa

heterogeneidad, que acaso quedaría bien en un autor más barroco, no pega con el estilo más

bien clásico de Ponte. Algunas entradas son fichas referenciales, sin primera persona, mientras

que otras, como las dedicadas a Manuel Díaz Martínez, Rafael Alcides, Lorenzo García Vega

y Antón Arrufat, son relatos de la amistad del autor con esos escritores, o de la ruptura de esa

amistad, fragmentos de unas memorias literarias que quedarían mejor como libro aparte.

El problema no está ya, entonces, en que el libro contenga, como señala Ponte

adelantándose a los críticos, “un síntoma de ausencia de obra” (p.667), sino en el volumen en

sí mismo. Al margen de sus vínculos con el conjunto de la obra literaria del autor, este libro no

está bien compuesto. Y, sobre todo, está muy mal editado: se echa en falta el año de aparición

de cada entrega de la columna, que habría servido de orientación a los lectores actuales cuando

se comentan, por ejemplo, eventos tan nimios, sobre los que no se puede presuponer

conocimiento alguno ni siquiera por parte del lector más especializado, como el VII Congreso

de la UNEAC. Asimismo, cuando Gabor menciona una revista (“y ahora el penúltimo número

de La gaceta de Cuba”, p.97) o un artículo (“Arturo Arango publicó en El País, el pasado

jueves 13 de marzo”, p.458), habría sido necesario que el editor consignara de algún modo el

número y/o año de publicación. Y falta también, si no un índice onomástico de La lengua

suelta, por lo menos un índice de los autores a los que Ponte dedica fichas en el glosario.

Si, al añadir todas estas páginas inéditas, como escritor Ponte resulta en este caso bastante

prolífico, como editor (en calidad de tal aparece en la portada del libro), resulta perezoso,

descuidado. Escritor diligente, editor negligente: así se nos aparece en este su último libro. De

algún modo, Ponte se traga a Gabor, le hace demasiada sombra, cuando mejor habría sido lo

contrario: añadir notas contextuales habría contribuido más a la mejor lectura -o relectura- de

La lengua suelta que este largo apéndice. El libro habría resultado más corto, y menos la

distancia entre la nimiedad del asunto y la cantidad de páginas que se le dedican. Porque Vidas
para leerlas trata de Lydia Cabrera y Novás Calvo, Alejo Carpentier y Reinaldo Arenas, Lydia

Cabrera y Nicolás Guillén, Carlos Montenegro y Néstor Almendros, pero La lengua suelta y

su apéndice hablan, tanto o más que de algunas de estas figuras y otras de su talla, de personajes

como Lisandro Otero, Aldo Martínez Malo, Rufo Caballero, Tomás Piard, Teófilo

Stevenson… Arenas, es cierto, dedica a autores sin importancia algunas de las sátiras y

trabalenguas de El color del verano, pero su estilo carnavalesco, que todo lo lleva al delirio,

desdibuja completamente al referente. Ponte, con todo y el humor que despliega aquí por

momentos, no llega a la ficción; sigue siendo demasiado clásico como para salvar esa distancia.

Resulta, además, insólito que Ponte no dé entrada en su glosario a todos los mentados en

La lengua suelta. En la nota introductoria, él aclara que incluye a “la inmensa mayoría de los

mencionados por Fermín Gabor” (p.480), y ello despierta, naturalmente, nuestra curiosidad por

encontrar a los excluidos, qué lógica puede haber en esas omisiones. He detectado las

siguientes: Waldo Pérez Cino (p.35), Sigfredo Ariel (p.35), Damaris Calderón (p.35), Ricardo

Alarcón (p.44), Osvaldo Sánchez (p.48), Iván de la Nuez (p.48), Rine Leal (p.86), Roberto

Zurbano (p.124), Zaida Capote (p.197), Carlos Victoria (p.337) y Jesús Díaz (p.337). No

alcanzo a explicarme la mayoría de estas ausencias, que no son desde luego accidentales,

porque de serlo no se haría la salvedad en la nota introductoria. Para la de Jesús Díaz aventuro

una conjetura: se trata de un intento de escurrir el bulto, lo que en España llaman escaquearse.

Ponte evita dar cuenta de una trayectoria que incluye, además de la importante obra de la revista

Encuentro de la cultura cubana, cosas como aquel ominoso prólogo a la antología de Novás

Calvo que sacó Letras Cubanas en 1990, y evita, además, tener que valorar unas novelas que,

desde el belvedere literario de Ponte, resultan claramente de segunda categoría.

Llegamos, pues, de nuevo a la cuestión del canon, que no es tan secundaria en este libro

como podría parecer a primera vista. Las entradas dedicadas a Ena Lucía Portela, Ronaldo

Menéndez, Wendy Guerra y Rafael Rojas, cuatro escritores de su generación que han contado
con reconocimiento internacional, merecen examen.4 Es cierto que apenas constituirían,

reunidas, tres páginas de entre las casi doscientas cincuenta del glosario, pero son muy

significativas. Los conocedores del tenis saben que en un match hay muchos puntos que no

importan demasiado, pero hay otros que resultan decisivos, por lo que se juega en ellos. Estas

entradas son como esos puntos densos, llenos de sentido, mientras que buena cantidad de las

páginas del pretendido diccionario equivaldrían a esos otros muchos puntos o incluso games

donde podemos permitirnos ir al baño o a la cocina a colarnos un café. Por eso vale la pena

detenerse en esas fichas, leerlas con esmero, ponerlas unas al lado de las otras.

Como ya apuntamos arriba, Fermín Gabor se había ocupado, en la sexta entrega de su

columna, de la narrativa de Ena Lucía Portela. Afirma allí que Portela es “autora de unas

novelas soporíferas y de unos cuentos apreciables”, y que “su especialidad consiste en tomar

algunos conocidos y convertirlos en personajes de sus historias, y tal vez ella sea la mejor

exponente de algo que podría llamarse narrativa saprofítica”.(p.31) Y continúa: “Carente de

imaginación como para inventar personajes o situaciones, anda escasa también de filosofía o

moraleja o tesis que le entregue algún sentido a lo que copia. Y, una vez desenvueltos el tamal

del chisme en sus novelas o cuentos en clave, queda al lector bien poco de sorpresa.”(p.32) No

consigo precisar cuándo se publicó este texto, si antes o después de la aparición de Cien botellas

en una pared (Unión, 2003), a la que alude Gabor, con toda seguridad, años después, en la

entrega dedicada Zoé Valdés, al señalar: “Cierto que Ena Lucía Portela derivó, luego de

narraciones menos comprometidas con el color local habanero, hacia el valdesianismo”(p.221)

En todo caso, dejando fuera a esa novela, quedarían El pájaro: pincel y tinta china (Unión,

1998) y La sombra del caminante (Unión, 2001). Es obvio que Ponte reduce a posta la obra

4
Además de ellos, los escritores de esa generación que aparecen en el glosario son Mylene Fernández Pintado,
Jorge Fornet, Víctor Fowler, Teresa Melo, Omar Pérez, Jorge Ángel Pérez, José Manuel Prieto, Ángel
Santiesteban, Karla Suárez, y Yoss (José Miguel Sánchez).
novelística de Portela a su primera novela, porque la segunda no tiene nada de roman à clef.

Y, sin tener moraleja, porque no la necesita, es una gran novela. Oscura, original, redonda.

El pájaro: pincel y tinta china es, claramente, una obra inferior a La sombra del caminante,

pero no depende, como sugiere Ponte, de los retratos satíricos de gente conocida del gremio

que contiene en uno de sus diez capítulos; todos estos son personajes secundarios, background;

el cogollo de la novela está en el triángulo amoroso de los protagonistas, en cómo se tratan los

temas eternos: la búsqueda de ese otro que es y no es uno mismo, la enfermedad, la escritura

misma. “Desenvuelto el tamal del chisme”, queda una muy buena primera novela. En todo

caso, así como él le recuerda a Arturo Arango que “el seudónimo tiene linaje literario” (p.102),

habría que recordarle a Fermín Gabor que la literatura satírica tiene también linaje literario, tan

antiguo como Las ranas de Aristófanes. ¿No menciona ahora Ponte, como predecesor de las

crónicas de Gabor, al Arenas de El color del verano? Y el hecho de usar a personas reales en

obras literarias ni quita ni da calidad a las mismas: no hace falta saber en quiénes se basan los

personajes de “El viejo, el asesino y yo” para admirar ese cuento. No es “apreciable”; es

buenísimo.

Ena Lucía Portela no intenta, como Antonio José Ponte, contar como novela un libro que

no lo es5; sencillamente, escribe excelentes novelas. Como Djuna y Daniel (2007), una obra

donde el noble arte de narrar consigue, una vez más, a la manera de Scherezada, atrapar al

lector, manteniéndolo seducido, deliciosamente cautivo, hasta la última página. Es,

posiblemente, la mejor novela de autor cubano publicada en la década de 2000, quizás en todo

lo que llevamos de siglo. Esto es, desde luego, una opinión mía. Pero el hecho de haber salido

airosa con los tópicos más o menos costumbristas del “período especial” en Cien botellas en

una pared y luego más airosa aún del reto de escribir una novela que no ocurre en Cuba, que

5
En la nota del interior de la portada del libro que comentamos, La fiesta vigilada aparece catalogada como
novela.
no tiene personajes cubanos, donde no se usa el lenguaje coloquial cubano, es evidencia

sobrada de un talento literario excepcional entre los narradores cubanos contemporáneos.

Alguien que ha escrito dos novelas como La sombra del caminante y Djuna y Daniel no puede

carecer de imaginación.

En la entrada que dedica a Ena Lucía Portela en su glosario Ponte se fija en Con hambre y

sin dinero (Unión, La Habana, 2017). Es el libro desigual de alguien que ha escrito ensayos,

artículos y reseñas de forma ocasional. Ponte critica en esos textos el uso recurrente del habla

coloquial para referirse a escritores como Nabokov o Raymond Radiguet. Tiene razón: ese

registro informal, que aparece también en algunas de las entrevistas que ha concedido Ena

Lucía Portela, suena impostado. En una reseña de Con hambre y sin dinero desde luego que

habría que señalar este punto débil, pero en el apéndice de unas “crónicas de las instituciones

revolucionarias, ácido mediante.”(p.7), habría sido más pertinente, sin embargo, destacar otras

frases de ese libro publicado en La Habana, como esta, a propósito de El color del verano: “El

maligno, engreído e histérico Fifo, por si alguien no lo sabía, se llama Fidel Castro” (p.153). O

esta otra, describiendo el escenario de Djuna y Daniel: “Ni alusiones al clima tórrido, el

subdesarrollo agobiante o el dictador decrépito.”(p.157) Recordar, asimismo, que cuando la

“guerrita de los emails” fue ella, de todos los escritores que vivían en la isla, la que más claro

habló.

Al insistir en la crítica a Ena Lucía Portela, Ponte pierde, además, una posibilidad literaria.

¿No habría sido más interesante que rectificara a Fermín Gabor, reconociendo que, achispado

acaso por un robusto Bikavér, o llevado por el spleen del brumoso invierno centroeuropeo, se

le escapó ese desliz, que metió ahí lo que, con nombre propio, debió haber publicado en forma

de reseña? O que atribuyera juicios tan caprichosos a las excentricidades aristocráticas de

Gabor, a quien le disgustan porque sí los nombres que aluden al fuego o a la luz, o aquellos

que son hipocorísticos de reinas consortes de España. Un contrapunteo así con su seudónimo
le habría permitido a Ponte no sólo reconocer así fuera un poco la calidad de las novelas de

Ena Lucía Portela, sino que habría aportado atractivo al glosario. Pero si en algún momento de

La lengua suelta Gabor se distanciaba de Ponte6, en el apéndice Ponte apenas se distancia de

Gabor. Más allá de la distinción nominal entre el autor de la primera parte y el de la segunda,

falta ese elemento lúdico que la convivencia de seudónimo y autor real en el mismo volumen

habría propiciado. Hay humor en Gabor y hay humor en Ponte, pero la relación entre ellos

carece de ese punto de tensión que habría contribuido a hacer del volumen una obra más

compleja y sugestiva.

Los juicios sobre Ronaldo Menéndez, que ya citamos arriba, están igualmente de más en

un glosario como este. Que el final de Las bestias lo desluce al punto de quizás llegar a

destruirlo, que Río Quibú no resulta convincente, y que Rojo aceituna “habría necesitado de un

mayor naipaulismo”(p.632), son afirmaciones tan rotundas que requieren mayor desarrollo,

fundamentación. Parecen las respectivas conclusiones de tres reseñas que no han sido escritas,

y que se echan en falta. Si se tratara, como en La literatura nazi en América de Bolaño, de

autores y libros apócrifos, no habría nada que objetar, pero no es el caso. Es obvio, además,

que Ponte pudo fácilmente haber omitido, como hizo con otros, a Ronaldo Menéndez en el

glosario, pues este, sólo mencionado en la entrega 44 de la columna, difícilmente puede

considerarse “personaje de La lengua suelta”. Pero si no pudo resistirse a incluir esa entrada

lapidaria es justo porque ahí se manifiesta otra cosa distinta a la trama superficial de La lengua

suelta, algo que, al fin y al cabo, importa más que las intenciones declaradas en el prólogo y en

la nota de contraportada.

6
“Hago ver, no obstante, que en ninguna página de este autor he encontrado el humor que persigo con mayor o
menor suerte. Y, hasta donde sé, Ponte se ha caracterizado por decir lo que piensa sin necesidad de seudónimos.
No coincidimos pues: yo lo supero en humor, él me supera en franqueza.”(p.279)
Al tema del hambre durante los años noventa, abordado por Ponte en su ensayo Las

comidas profundas y en el cuento “A petición de Ochún”, Ronaldo Ménendez es, de todos los

escritores de su generación, quien le ha sacado más partido en la ficción.7 Ese registro entre

borgiano y cortazariano que algunos críticos han señalado en Contrabando de sombras y en

algunos cuentos de Ponte, puede encontrarse también en muchos de los relatos de Ronaldo

Menéndez; se diría que ambos narradores procuran estilizar la realidad cubana del “período

especial”, pasándola por esa perspectiva como rarificadora, o refractora, de los maestros

argentinos; partiendo de lo costumbrista llegan a lo siniestro, fantástico, lo metafísico. No sólo

el hambre, hay otros temas comunes: la tensión entre civilizados y bárbaros, el regreso

fantasmático de la violencia de la época colonial, la omnipresencia de la Seguridad del Estado.

Este asunto, que Ponte abordó en “El verano en una barbería” y Contrabando de sombras,

aparece tratado de forma mucho más original en el relato “La isla de Pascalí” y, más

recientemente, en La casa y la isla, última novela de Ronaldo Menéndez.8 Pero Ponte, quien

se ocupó en la primera parte de Villa Marista en plata de estudiar “cómo los órganos estatales

de represión se han convertido en tema para algunos artistas” (Colibrí, Madrid, 2010, p.9), no

parece tan interesado en rastrear estas cosas cuando las hacen, con éxito y anterioridad, los

escritores. Si se trata de narradores de su generación, las cuestiones de la política, que son las

que provocaron la salida de La lengua suelta, pierden el interés de Ponte. Habla como crítico

literario, no ya como cronista o crítico de instituciones. Y no ofrece argumentos convincentes.

No ofrece argumentos. Ponte pontifica.

La mala fe de estos juicios sobre Ena Lucía Portela y Ronaldo Menéndez se hace aún

evidente cuando se los contrasta con lo que él mismo escribe sobre Wendy Guerra. Dice de ella

que “entre sus virtudes no está el ser narradora estructurada”(p.592). Una de cal y otra de arena:

7
Me he ocupado de eso en “Cuba: de puercos y hombres”, La Habana Elegante, No. 57, noviembre de 2015.
8
Tanto “El verano en una barbería” como “La isla de Pascalí” pueden leerse en la antología El compañero que
me atiende, selección y prólogo de Enrique del Risco, Hypermedia, Madrid, 2017.
no tendrá habilidad para la composición, pero tiene otras virtudes narrativas. “Disfruté de la

niña narradora de la novela Todos se van (Bruguera, Barcelona, 2006) como no he disfrutado

de sus novelas posteriores.”(p.592-593) Eufemismo: para evitar decir lo malas que son esas

novelas, Ponte, rotundo cuando habla de Ena Lucía Portela y Ronaldo Menéndez, apela aquí a

la subjetividad. No disfrutó de Nunca fui primera dama; no disfrutó de Negra; no disfrutó de

Domingo de Revolución.

Esta última novela dramatiza, por cierto, muchos de los temas de La fiesta vigilada, libro

que la narradora-protagonista llega a mencionar en algún momento9: no sólo la vigilancia, sino

también la fantasía de ser el último habitante de La Habana; los desencuentros entre un escritor

que tras una temporada afuera regresa a vivir en Cuba y sus colegas del exilio; la visita de un

artista extranjero interesado en algo único de la isla (no ya un fotógrafo atraído por la belleza

de las ruinas habitadas en este caso, sino un famoso actor de Hollywood empeñado en dirigir

la historia de un Rambo cubano que resulta ser el padre verdadero de la narradora), pero todo

dentro de una trama tan inverosímil y rocambolesca -no falta libro de poemas premiado con

“cincuenta mil euros y una edición de no sé cuantos miles de ejemplares”(Anagrama, Madrid,

2016, p.15), frustrada visita a García Marcía Márquez y alfombra roja en Cannes- y con una

escritura tan ingenua que el libro resulta casi, involuntariamente paródico.

Negra también toca un tema abordado por Ponte en La fiesta vigilada: la visita de Sartre

y Simone de Beauvoir a Cuba. Resulta que la madre de Nirvana del Risco, la protagonista de

la novela, había sido traductora de la pareja de filósofos en 1960, y, por vía de una pareja de

franceses fascinados por la Revolución en los sesenta, tiene un vínculo personal con Francia

que llevará a Nirvana hasta ese país, para regresar a Cuba con el propósito de crear una fábrica

de jabones de olor, pociones y cremas cosméticas en la Sierra del Escambray. Además, se diría

9
“Hago café mientras escucho, a todo volumen, la banda sonora de La fiesta vigilada”.(p.73)
que en esta novela Wendy Guerra lleva al extremo, trivializándolo, el recurso de inventar títulos

de libros ficticios. Buena parte de los personajes son autores: Lu, amiga y amante de la

protagonista, ha escrito Vida y cuerpo en Cuba, y además escribe durante una beca en Marsella

El racismo y la mujer en la sociedad francesa; el padre de Lu, por su parte, es autor de la novela

Insolación soviética, y Catalina, la abuela del novio blanco de Nirvana, es autora de Glamour

y Revolución. (Nirvana, hay que decirlo, no llega a escribir libro, pero no se queda sin escribir,

y lo que escribe resulta, desde luego, conflictivo: su nota con “recuerdos infantiles de Sarah

Gómez”(p.235), no alcanzó a ser publicada en la revista del FCC, lo cual la lleva a preguntarse:

“¿Alguna vez me sacarán en el noticiero? […] ¿Por qué no puedo aparecer en la televisión?”,

p.238) Pero la que gana en esto de los libros imaginarios es, desde luego, Cleo, la protagonista

de Domingo de Revolución, quien consigue escribir en muy poco tiempo tres libros en géneros

distintos, alcanzando todos gran éxito de crítica y público: el poemario Antes del suicidio, el

libro de ensayos Aprendiz de disidente y la novela La hija del guerrero.

Ponte, no obstante, no prodiga su opinión sobre esas novelas. De hacerlo, habría tenido

que reconocer que aquello que señaló en su reseña de la primera novela de Wendy Guerra -“La

acusación de frivolidad […] queda fuera de lugar”, “La contención y la falta de énfasis

distinguen a Todos se van”10- es justo lo que no caracteriza a las últimas. De haber usado, a la

hora de “continuar el trabajo lapidario de Gabor”(p.9), un mismo rasero para todos habría

tenido que admitir que, en cuanto a truculencia, mala escritura y cantidad de estereotipos, estas

novelas no están demasiado lejos de algunas de las de Zoé Valdés, de quien Gabor se ocupa

con saña en su columna. Que esos libros, de haberse publicado durante la época de La lengua

suelta, habrían merecido, mucho más que Rex, una entrega que recogiera frases como esta: “La

Habana es una palangana de sal rodeada de agua por todas partes.” (Domingo de Revolución,

p.26) O pasajes así: “Entre los 80 y los 90 está mi puente. Son esas rampas las que me llevan a

10
“Nieve Guerra escribe diarios”, Encuentro de la cultura cubana, No.43, invierno de 2006-2007, p.272.
patinar de una década a otra. Yo trato de atrapar y conservar las cosas que amé, por eso me

gustan los museos y no los cementerios. El arte de detener, conservar, asir. Por eso me gusta

también La Habana: esta es la ciudad, un museo que no se ha desplomado en medio de una

extraña batalla por proteger su pátina.”(Nunca fui primera dama, Alfaguara, 2017, p.112) Decir

que no se disfrutó de ellas equivale, tratándose de novelas como Nunca fui primera dama,

Negra y Domingo de Revolución, casi a un elogio.

Complaciente, parcial, feble, se muestra Ponte, también, cuando le toca hablar de Rafael

Rojas. Como si se hubiera tragado de una vez un pomo entero de Tums, el ácido queda

neutralizado. Este es un Ponte alcalino, francamente básico. Jabonoso, yo diría. Tanto, que

resbala una y otra vez. Es demasiado difícil el ejercicio de equilibrismo que intenta; no hay

estilo que pueda sostenerlo. “Tumbas sin sosiego es imprescindible a la hora de historiar las

relaciones entre literatura y política”(p.688), afirma Ponte. Ahora bien, en ese libro de Rojas

leemos, a propósito de Leonardo Padura, que este “proporciona, con su narrativa, todo un

registro de nuevos actores que ejercen una política radical de la diferencia, encaminada a

configurar el territorio de una ciudadanía históricamente inédita.”(Tumbas sin sosiego,

Anagrama, Madrid, 2006, p.425) Como señalé hace años11, Rojas es incapaz de ver cómo la

novelística de Padura poco tiene de “radical”, en tanto entraña ese tipo de sentimentalidad

nacionalista que el propio Ponte ha criticado una y otra vez no sólo en Padura sino también en

otros autores de esa promoción de narradores. Quien revise ahora el párrafo que en Tumbas sin

sosiego le dedica a La novela de mi vida (pp.367-368) comprobará, de nuevo, cómo a Rojas se

le escapa todo lo que el propio Ponte advirtió con agudeza en su reseña de esa novela.12

11
http://duaneldiaz.blogspot.com/2009/11/dar-un-libro-la-imprenta-es-exponerse.html
12
“De lo que no puede hablarse”, Encuentro de la cultura cubana, No. 26/27, otoño-invierno de 2002-2003,
pp.312-315.
Su lectura de Las palabras perdidas, dentro de la semblanza dedicada a Jesús Díaz, no llega

a advertir tampoco que en buena medida todo eso, que es un tema pero también un estilo, lo

que podríamos llamar el padurismo, está en la novela de Jesús Díaz. Escribe Rojas: “Si en Las

iniciales de la tierra el personaje del joven arquitecto Carlos Pérez Cifredo encarnaba las

tensiones entre la fragilidad afectiva y la rigidez ideológica, sin que jamás se cuestionara el

compromiso político, ya en Las palabras perdidas, los tres intelectuales -el Gordo, el Flaco, y

el Rojo- rozan el distanciamiento moral del artista bajo el comunismo, justo cuando sienten

que las demandas del poder imponen la renuncia a la búsqueda de una expresión en la alta

literatura.”(pp.320-321) Una lectura más contextual, y a la vez más aguda, de la novela

revelaría, en cambio, que se trata de un esfuerzo por sublimar aquella experiencia de juventud,

la del primer Caimán Barbudo, usando a la “alta literatura” como coartada. Las palabras

perdidas es una reescritura muy particular de la historia, donde la parte de victimarios que

tuvieron los siquitrillados es obviada o minimizada, para presentarlos, fundamentalmente,

como víctimas. Víctimas de burócratas, de un delator movido por la envidia; Jesús Díaz es

mejor escritor que Padura, pero cae en parecidos clichés.13

Ahora bien, si a Padura, en palabras de Ponte, “le falta interés por el mal” (p.652) y a Rojas

le falta, demostradamente, en Tumbas sin sosiego ojo clínico para ver esa falta de interés de

Padura con todas sus implicaciones, ¿no es una inconsecuencia que Ponte califique, sin

reservas, de “imprescindible” al libro de Rojas? Pero todo tiene su explicación. Rojas no

13
Con un poco más de santería, ese final donde el protagonista se sienta a escribir su novela para rescatar la
memoria contiene, en buena medida, todo el mundo Padura: “¿Qué, sino aquella callada fidelidad a la revolución,
le permitió ir a ver al director, después de tantos años, y pedirle que lo recomendara para el viaje a Nairobi porque
necesitaba pasar por Moscú y conocer a su hijo? ¿No lo había conseguido acaso? ¿Valía la pena lanzarse a la
aventura de escribir una novela, si su pretensión de renovar el género le parecía ahora, como antes al Rubito,
ridícula e imposible? Se puso de pie y apretó el botón para que el torbellino de agua hundiera sus miserias en las
alcantarillas. Fue dando traspiés hasta el lavabo, se miró al espejo durante una fracción de segundo y bajó la
cabeza. Entonces se pasó el índice por la frente y lo hizo restallar en el aire contra el dedo del medio: “¡Siá, cará!”
Pero no se atrevió a mirarse de nuevo. Tenía en el rostro las marcas del silencio y en la cabeza voces, gritos,
preguntas a las que no sabía cómo responder.”(p.348) Pasado perfecto se publicó en 1991; Las palabras perdidas
en 1993. No estoy sugiriendo, pues, que Padura se haya inspirado en Las palabras perdidas; sólo señalo lo que
tienen en común.
alcanzará a diagnosticar el padurismo, pero a la hora de engrandecer la narrativa de Ponte, de

colmarla de bendiciones, ahí sí afina la vista, se pone puntilloso. Tanto, que en su reseña de

Un arte de hacer ruinas y otros cuentos, tuvo a bien salirle al paso al prólogo de Esther

Whitfield, porque le pareció que hablar en este caso de “literatura del período especial”

resultaba reduccionista, una suerte de rebajamiento de “una obra tan refinada, cosmopolita y

crítica”. (“Partes del Imperio”, Encuentro de la cultura cubana, No. 39, Madrid, otoño-invierno

de 2005-2006, p.252) Y Ponte es piñeriano, pero sólo hasta cierto punto; aquel llamado a salir

“de la sociedad de elogios mutuos y entr[ar] en la sociedad de mutua crítica”, no lo cumple

aquí.14 Tumbas sin sosiego no sólo falla en lo relativo al padurismo; contiene múltiples errores

factuales, se presenta como libro orgánico cuando no lo es, repite párrafos enteros, lleva un

título que no le viene bien.15 Pero Ponte ha reservado el calificativo de “chapucero” para Jorge

Fornet.16

De Historia mínima de la Revolución Cubana (El Colegio de México, México D.F., 2015)

señala Ponte que “entiende tan institucionalmente su objeto de estudio que uno llega a añorar

que Fidel Castro aparezca más en sus páginas”(p.689). Bien, pero el problema de ese libro no

es sólo su énfasis en lo institucional. Rojas afirmas cosas como que “Los CDR […] además de

otras funciones supletorias de los servicios públicos, como la limpieza de las calles y el

mantenimiento de los espacios públicos, cumplían funciones de vigilancia”(p.124), donde la

vigilancia aparece casi como una más entre las funciones de los comités. Ponte los llama, en

La fiesta vigilada (p.202), por su nombre original: “comités de vigilancia revolucionaria”;

Rafael Rojas no.

14
“Cuba y su literatura”, Virgilio Piñera, Ensayos selectos, selección y edición de Gema Areta Marigó, Verbum,
Madrid, 2015, p.123.
15
Señalé algunas de esas repeticiones y errores en “¿Qué ha tocado ese? Nueva refutación de Rojas”,
http://duaneldiaz.blogspot.com/2014/09/que-ha-tocado-ese-nueva-refutacion-de.html
16
“Jorge Fornet, como si todavía fuera 1971”, Diario de Cuba, 5 de abril de 2020. http://diariodecuba.com/de-
leer/1586075736_15392.html
El último libro de Rojas, La polis literaria. El boom, la Revolución y otras polémicas de

la Guerra Fría, incluye un ensayo sobre García Márquez donde el apoyo del célebre novelista

al régimen cubano es comprendido en términos no muy alejados del tipo de justificaciones a

que nos tiene acostumbrados Padura.17 Rojas reproduce ahí, incluso, el lugar común que

atribuye a la amistad personal entre el escritor y el caudillo la clave del apoyo de aquel al

régimen de La Habana, cuando es un hecho que el reportaje “Cuba de cabo a rabo” se escribió

en 1975, cuando García Márquez aún no conocía personalmente a Fidel Castro, y ahí están ya

los elementos centrales de su alabanza de la Cuba socialista. Ponte ha dedicado textos muy

críticos a García Márquez, y en el glosario le dedica una entrada parecida, pero no hace

referencia alguna a este capítulo de La polis literaria. Si lo hubiera dicho Padura, palo; si lo

hubiera dicho Jorge Fornet, látigo; cuando lo dice Rojas, silencio.

Hay, aún, en este glosario otro ejemplo fehaciente de la calculada desmemoria de Ponte, su

aquiescencia hacia Rafael Rojas. Al final de la sexta entrega de La lengua suelta, Gabor

señalaba: “El Fondo de Cultura Económica de México quiso homenajear a la literatura cubana

del siglo XX con tres antologías, y seis antologadores (tres residentes en la isla y tres fuera de

la isla) se encargaron de menoscabar esa literatura. Dejaron fuera de sus antologías a un montón

de escritores que empezaron vida pública a fines de los ochenta, posrevolucionarios o como

quiera que se les llame.”(p.35) Ahora, en la entrada dedicada a Carlos Espinosa, Ponte no

pierde ocasión para volver a criticar aquella antología: “Con Jorge Fornet seleccionó la

antología Cuento cubano del siglo XX (Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2002) y,

17
“García Márquez apoyó esas transiciones democráticas en todos los países latinoamericanos, menos en Cuba.
¿Por qué? Por ese código de amistad con Fidel Castro, desde luego, pero también por su memoria y su percepción
del Caribe como una zona históricamente explotada por Estados Unidos. / El silencio de García Márquez sobre la
falta de democracia en Cuba, que le denunciara Susan Sontag, parecerá a unos reprobable, a otros justificable y a
otros más manipulable. Estos últimos, los que manipulan ese silencio desde cualquier punto de geografía política,
intentarán identificar al escritor colombiano con una ideología y un sistema totalitario que nunca compartió
plenamente.”(La polis literaria. El boom, la Revolución y otras polémicas de la Guerra Fría, Taurus, México
D.F, 2018, p.149)
ya fuera por convicción propia o por evitarse fricciones, estuvo de acuerdo en no incluir a

ningún cuentista cubano nacido en los años 60 y 70. Una pésima decisión que huele a censura,

más tratándose de su coantologador.”(p.548) Y en la entrada de Norberto Codina, afirma que

“junto a Jesús J. Barquet antologó el volumen Poesía cubana del siglo XX, aunque ninguno de

los dos estuviera especialmente capacitado para la tarea, considerando sus respectivas obras

poéticas.”(p.534) Pero en vano se buscará referencia en el glosario a la antología de ensayo,

que Rafael Rojas preparó y prólogo junto con Rafael Hernández. En 2002 Gabor le daba a

Rojas un ramalazo al incluirlo, bien que sin nombrarlo o señalarlo, entre los seis que

menoscabaron la literatura, pero Ponte ya no se atreve. Como está asociada al nombre de Rafael

Rojas, mejor no mentar Ensayo cubano del siglo XX, que es, por cierto, la más chapucera de

las tres antologías.18 Ponte, ya lo sabemos, ha reservado ese adjetivo para Jorge Fornet.

Durísimo al punto de la injusticia cuando hace balance de la obra ensayística de Cintio

Vitier -“Algunas de sus páginas ensayísticas (hasta un par de libros enteros, con todos sus

empecinamientos y patinazos) soportan bien la relectura, y puede que resulten deslumbrantes

para quien las lea hoy por primera vez”(p.429)-, su cuota de halagos se la merienda toda Rojas:

El arte de la espera está “hermosamente escrito”(p.688); El estante vacío es “un feliz ejercicio

de imaginación histórica a partir de la no circulación en Cuba de ciertos libros y

autores”(p.689). Concuerdo con la primera afirmación, no con la segunda; en todo caso, lo que

señalo es el doble rasero que el crítico usa, porque son más, muchas más que algunas, y

ciertamente más de dos libros los que habría que resaltar de Vitier cuando de lo que se trata es

de valorar, más allá de trayectorias políticas, el talento ensayístico. Ponte le perdona la vida a

Cintio Vitier; a Rafael Rojas le regala la posteridad: tras señalar que Historia mínima de la

Revolución Cubana “pareciera más una historia de la revolución mexicana que de la cubana”,

18
Señalé algunas de estas chapucerías en mi reseña “Comentarios a una antología”, Encuentro de la cultura
cubana, No.30/31, otoño-invierno de 2003-2004, pp.265-270.
se apresura, sorprendentemente, a apostillar que el libro está llamado a ser, a pesar de todo, “un

instrumento utilísimo, al que le esperan reediciones y quizás ampliaciones”.(p.689)

Aquella frase que dedica al propio Vitier, “tenía ya ordenada la historia de la literatura

nacional a favor de los suyos” (p.722), podría aplicarse, entonces, irónicamente, al mismo

Ponte, cuando reparamos en el esbozo o conato de canon que ha contrabandeado en su apéndice

de La lengua suelta. O incluso aquella otra, a propósito del fustigado prologuista de Cuento

cubano del siglo XX: “un Fornet no repara en calidades”(p.297). Resulta decepcionante, pero

es así: cuando se trata de valorar a los escritores de su generación, Ponte no repara en calidades;

hace el cuento a favor de los suyos. “Ya [sea] por convicción propia o por evitarse fricciones”,

le pasa la mano a libros como Historia mínima de la Revolución Cubana y Domingo de

Revolución, mientras ningunea otros mucho más valiosos como Las bestias y La sombra del

caminante. Él, que no vacila en criticar la “desesperación curricular”(p.280) de los demás,

aumenta fraudulentamente su curriculum de novelista, al tiempo que aprovecha la patente de

La lengua suelta para rebajar la obra de narradores que lo superan en cantidad y calidad.

Antes usé un símil tomado del tenis para justificar mi atención -que a muchos les parecerá

excesiva y a mí me parece necesaria- a las entradas dedicadas a Ena Lucía Portela, Ronaldo

Menéndez, Wendy Guerra y Rafael Rojas. Para referirme al volumen todo, el conjunto que

componen La lengua suelta y el llamado Diccionario de la lengua suelta, pienso ahora en el

ajedrez. Si El libro perdido de los origenistas era una apertura semiabierta, un mover ficha

brillante y arriesgado, este volumen, el final de la partida, es más bien agridulce, pírrico. No es

una derrota pero tampoco es un triunfo. Tampoco equivale a unas tablas. ¿Se puede ganar una

partida y perderla al mismo tiempo?

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