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Ruda de Corazon, El Blues de La Mataviejitas - Victor Ronquillo

La historia trata sobre una mujer llamada la Dama del Silencio que celebra secretamente sus triunfos en un cuarto de su casa. También describe el descubrimiento del asesinato de una anciana llamada doña Lore, quien fue vista por última vez con una mujer desconocida.

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Ruda de Corazon, El Blues de La Mataviejitas - Victor Ronquillo

La historia trata sobre una mujer llamada la Dama del Silencio que celebra secretamente sus triunfos en un cuarto de su casa. También describe el descubrimiento del asesinato de una anciana llamada doña Lore, quien fue vista por última vez con una mujer desconocida.

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A

partir de un caso emblemático de la violencia urbana, la historia de la


Mataviejitas, Víctor Ronquillo construye una singular narración, donde
indaga sobre los motivos más profundos de la criminalidad de nuestra
época. Un texto que proviene de una investigación paralela a la oficial y
que va mucho más allá: es un reportaje, un testimonio, una novela…
Ruda de corazón se propone la extraña aventura de adentrarse en las
motivaciones de quien puede ser una serial killer alejada de los perfiles
más comunes, proveniente de la realidad mexicana con sus contrastes e
injusticias. La oscura biografía de una mujer que eligió a sus víctimas
entre los más débiles y vulnerables.
El telón de fondo es la Ciudad de México y el escenario donde se
representa, una arena de lucha libre, la cruel y despiadada lucha por la
supervivencia. Y siempre presente, la Santa Muerte, la niña blanca de
los desposeídos, la santa de las devociones de la llamada Dama del
Silencio.
La estética del texto construido por Ronquillo recuerda lo mismo al rosa
melodrama que a la novela de horror. Una crónica del absurdo de una
sociedad a la que urgen culpables.
Víctor Ronquillo

Ruda de corazón
El blues de la Mataviejitas

ePub r1.0
Titivillus 09.11.2017
Título original: Ruda de corazón
Víctor Ronquillo, 2006
Fotografía del autor: Marina Taibo

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
I

Levantas los brazos en señal de triunfo, miras en el espejo el cuerpo trabajado en


horas de gimnasio, los imponentes bíceps, las sólidas piernas y esas poderosas
manos. Llevas el atuendo de la gladiadora, esas mallas en rosa mexicano, con
rombos blancos; el antifaz plateado, en forma de mariposa, que te cubre buena
parte del rostro. Eres la única que puedes ser, la que siempre termina por
imponerse sobre los rivales que le depara la vida. Con los brazos levantados das
pequeños saltos para celebrar el triunfo. El anhelado triunfo.
Celebras en el pequeño cuarto donde colocaste el espejo de cuerpo entero,
una bodega de objetos que no caben en otra parte. Por ahí está el árbol de
navidad artificial, que guardaste apenas hace dos semanas con todo y tres cajas
de esferas. También montones de ropa vieja que acumulas con el propósito de
llegar a vender. Por todas partes los juguetes de los niños, muñecas, patines y la
bicicleta que les compraste para Reyes. En un rincón, metidos en una caja
atestada están tus recuerdos, algunas fotos del pasado y la vida que desprecias;
también los periódicos y las revistas donde hablan de ti, de las oscuras hazañas
que te han convertido en una secreta celebridad.
Levantas los brazos en un gesto decidido y enérgico, luego los contraes para
que resalten los abultados bíceps. Escuchas al público, los gritos, los chiflidos, el
escándalo que celebra la fuerza de tu decisión, el aplomo con el que otra vez
actuaste.
Das pequeños saltos por aquí y por allá, jubilosa con tu poder. En el
momento justo te colocas en la amenazante posición con la que los grandes de la
lucha libre eran retratados en el pasado. Listos para entrar en combate, una foto
que los admiradores conservarán cuando aparezca en los diarios. Estás segura de
que la Dama del Silencio será célebre.
Orgullosa, escuchas el clamor de los admiradores; tu imagen en el espejo te
atrapa, lo lograste una vez más y hay razón para festejar el triunfo lejos de este
cuarto de la casa donde vives con tus dos hijos; una modesta casa con una
estancia, dos habitaciones, y su patio de arbolitos desecados. Una casa que por
dentro se cae a pedazos, donde priva el triste olor del encierro; una casa de
ventanas siempre cerradas y mugrosas cortinas de un verde que te molesta; la
casa donde nadie imaginaría que esta noche se lleva a cabo la celebración de una
mujer que nació para luchar, de una ruda de corazón.
Finges que este cuarto es el cuadrilátero de tu victoria. A quién le importan
los muebles baratos de allá fuera, la sala de corriente tela hecha pedazos, el
comedor al que le quedan sólo tres sillas útiles, el mueble donde tienes de todo:
libros usados por tus hijos en años escolares anteriores, la enciclopedia que les
compraste a plazos, el aparato donde escuchas los discos de Lupita D’Alessio y
Paquita la del Barrio, las pequeñas figuras del payasito, los dos tigres y tu
favorita, que es nada más y nada menos que la colorida máscara del Mil Rutas,
con todo su esplendor de colores sobre blanco. Una máscara de tamaño natural,
hecha de plástico; una escultura para pobres.
A quién le importa que los niños, Juan y Camila, duerman al otro lado, en las
literas, cerca de la cama donde agotada, eres capaz de quedarte días enteros antes
de que pase el mal tiempo de los tristes humores que te persiguen y que llegan a
ponerte al borde de la muerte.
De esas tristezas has tenido que levantarte muchas veces a hacer por la vida y
cumplir con llevar a los hijos a la escuela, darles de comer y hasta sentarlos a
hacer las tareas. Después de todo eres madre también, una madre mexicana.
Esta noche, estos minutos te pertenecen del todo, son parte de tu verdadera
existencia. Eres otra y lo demuestras frente al espejo del cuarto donde te
encierras a celebrar tus triunfos. Los triunfos secretos.

A doña Lore la vieron los vecinos ya tarde en la noche, después de las diez. No
iba sola, la acompañaba una mujer a la que no conocían. Era alta, llevaba un
suéter rojo y el pelo muy corto, teñido de rubio. Sin atreverse a dar su nombre,
por temor a las represalias, otra mujer, de mediana edad, habla conmigo desde el
otro lado de la puerta de su departamento en el edificio Coahuila de la Unidad
Tlatelolco. La puerta está atrancada por una cadena en la pared, un seguro fácil
de llevarse por delante con un empujón.
—Venía de trabajar y había salido tarde. Vi a doña Lore con la mujer que le
digo. Las encontré en el pasillo en la entrada del edificio. Dije buenas noches y
seguí mi camino.
A doña Lore la conocían todos en el edificio. Vivía sola, con su pelo teñido
de rojo, siempre pulcra, convencida de que la apariencia es fundamental. Era una
profesora jubilada. Vendía artículos de belleza y joyas de fantasía a plazos. Hay
quien dice que también era prestamista, una prestamista de buen corazón, que
cobraba un interés muy bajo y estaba dispuesta a ayudar a quien lo necesitara.
Doña Lore parecía venir de otro mundo, un mundo distinto al de Tlatelolco.
Contaba que había nacido en Chihuahua, que su padre tenía un rancho muy
grande. Llegó a México cuando era niña, una ciudad distinta de la que guardaba
fotografías y recuerdos. A doña Lore le gustaba tener gente en su casa, era una
buena conversadora y siempre fue hospitalaria.
—Las encontré cuando iban a entrar al departamento, doña Lore me saludó y
aunque no me lo crea, yo noté algo extraño en esa mujer, que permaneció de
espaldas, como queriendo que no la viera. —Me dice otro de los vecinos, quien a
pesar de lo ocurrido, del miedo y la paranoia, me invita a entrar en su casa y me
ofrece un café, que bebemos en la cocina donde podemos hablar a solas, lejos de
donde sus hijos y su esposa ven la televisión.
—A mi esposa le contó Toñita, la muchacha del 13, con la que usted debe
hablar, que se encontró a doña Lore esa tarde en el estacionamiento. Le dijo que
se sentía mal. Un dolor de espalda.
De fondo se escuchan las voces de la tele, una telenovela de trama de
plástico; una previsible historia de final feliz, donde no caben personajes como
doña Lore y la mujer con la que la vieron con vida por última vez.
Al salir del departamento donde la tele anima el ambiente, un par de niñas
miran con la misma desconfianza que su madre al tipo que se dice periodista y
vino a hacer preguntas sobre la muerte de doña Lore. Caminó unos cuantos
pasos hasta llegar a la puerta del departamento de la mujer asesinada. La cinta
amarilla colocada por la policía permanece ahí desde hace semanas, desde la
noche en que el crimen fue descubierto, cuando los vecinos se preguntaron a lo
largo de un día entero por qué la puerta del departamento 7 permanecía
entreabierta, por qué doña Lore no respondía a las llamadas telefónicas. Los del
cinco y la muchacha del 13, la señora del 4 y el portero, todos llegaron al
departamento de doña Lore y se atrevieron a empujar la puerta.
Tres imágenes, tres fotografías provenientes de esta historia. Las tres publicadas
en los diarios, las tres crudas estaciones de un viaje a lo más profundo de una
serie de homicidios perpetrados en contra de ancianas solitarias y vulnerables.
Una foto de colores chillantes, con la intensidad y el horror de una auténtica
escena del crimen. A primera vista resalta el desorden, los objetos sobre la cama,
la bolsa de plástico negra, un portafolio azul, la anticuada bolsa de mano a un
lado. Debajo de la cama, muchos más objetos. Imposible dejar de lado el brazo,
la mano crispada de la víctima que yace bajo un cajón enorme de un viejo
ropero, del que apenas se distingue una parte.
De la anciana asesinada sólo vemos el brazo, la manga de un vestido gris con
tenues rayas blancas, el que esa mañana eligió la mujer, sin saber que era la ropa
con la que iba a morir.
El desorden es azaroso, no se puede intuir ni adivinar un mensaje dejado por
el homicida en la escena del crimen. La semiótica del horror no puede
entenderse en este caos de objetos dispersos sobre la cama. A un lado de donde
yace el cadáver cubierto por el pesado cajón, lleno de objetos revueltos con la
prisa y desesperación de quien busca algo que no ha podido encontrar, hay un
mueble cubierto por un mantel amarillo con flores bordadas. Dulces y tiernas
flores blancas en cuyo centro despunta el rosa. Un sutil rosa de flor abierta a la
vida. Sobre el mueble se ve un reloj cualquiera, de plástico y grande, donde la
anciana asesinada llevaba el puntual registro de las medicinas que tomaba: las
pastillas para la presión, las cápsulas para mejorar el proceso digestivo, las
vitaminas y hasta las pastillas para relajarse y sentirse mejor. El arsenal de
químicos con los que se encara la vejez.
Sobre ese mueble hay una jarra de plástico en la que aún hay agua, el agua
que quizá la víctima le ofreció al victimario, la que bebieron antes de que se
precipitara el desenlace de su fatal encuentro.
A un lado de la cama, un buró en el que hay una lámpara, venida del remoto
pasado de la casa donde vivió antes la mujer muerta. Una lámpara enorme y
lujosa, que parece fuera de lugar en la modesta recámara de una anciana solitaria
que apenas vivía con su pensión.
La foto nada dice de la forma en que la mujer fue asesinada. De ella sólo
vemos el brazo y la mano crispada. La colcha floreada en gris y rosa representa
bien los colores y los gustos de esta mujer a la que la muerte sorprendió en su
recámara. Se le apareció de sorpresa, distinta a la deseada por ella: la dulce
muerte del sueño, sin dolor, ni sobresaltos. La muerte que todos deseamos.
Pero a ella le tocó una muerte distinta, cargada de violencia, la atroz muerte
de quien muere asesinado. La que sorprende cuando no se espera, la impuesta
por alguien en que se confió, alguien que con su inesperado actuar nos confirma
que el último error es mortal.
La causa del deceso, según la autopsia, fue el estrangulamiento: muerte por
asfixia.
Al levantar el cajón que arrojaron sobre el cuerpo de la anciana se ve su
rostro con una cruda expresión de angustia y dolor. La pantimedia con la que la
ahorcaron, de color café, transparente, convertida en arma homicida, permanece
en su cuello. La anciana fue también golpeada, tenía visibles hematomas en la
cara y el cuerpo.
La mujer de la foto es doña Lore, a quien sus vecinos del edificio Coahuila
de Tlateloco vieron por última vez con vida la noche que la acompañaba rumbo
a su departamento una mujer alta y robusta, con el pelo corto, teñido de rubio,
vestida con un suéter rojo y pantalón de mezclilla.
Otra imagen, otra fotografía de periódico. Una foto que reproduce un mapa
de la Ciudad de México. Esas líneas representan los límites de una ciudad
surcada por el absurdo del gigantismo, por la urgencia de sobrevivir de millones.
Un mar de asfalto. La selva de la competencia y la sinrazón de las rutinas y
obligaciones diarias en los que se pasan los días, las semanas, los meses, los
años, las vidas. La ciudad es un buen sitio para morir, sobre todo cuando se
pertenece a la legión de los débiles, de los solos y vulnerables, como las ancianas
olvidadas después de que dieran frutos. Ancianas condenadas a una vida aislada
y sin horizonte alguno que no sea el de la soledad, la televisión y el puñado de
recuerdos que atesoran; el de la visita del sobrino, la sobrina, el nieto o tal vez el
hijo o la hija que algún día recuerdan que tienen madre y aparecen por el
departamento. Son fugaces visitas donde abundan los reproches y el tedio.
Visitas que terminan pronto y la mayoría de las veces dejan un mal sabor de
boca.
Ese mapa de la Ciudad de México aparecido en un diario, reproduce como si
se tratara de un juego de mesa, los lugares donde ha actuado el asesino, el
Mataviejitas. Ahí está el rastro de muerte dejado en la ciudad. Un rastro marcado
por chinchetas de colores, azul, rosa, amarillo y rojo. Este mapa reproduce la
geografía de los homicidios trazada por los investigadores que no han podido
detener al asesino serial.
Al mapa lo acompaña la información estadística que los técnicos en
criminalística han sido capaces de reunir con el seguimiento del caso, para
prevenir más crímenes y detener al culpable. Ahí están los datos, los números,
las zonas y hasta la frecuencia con la que el homicida actúa en la Ciudad de
México.
Para cuando se publicó el mapa, a mediados de enero de 2006, sumaban 33
ancianas asesinadas en un par de años, entre el 2003 y el 2005. Trece murieron
en el 2004, diez en el 2005 y otras diez en el 2003. El ritmo de los homicidios
perpetrados parece preciso; el asesino mata con regularidad. El promedio de
muertes por año se incrementa cuando la impunidad crece. Luego vino el reflujo,
cuando sonaron las alarmas y las autoridades reconocieron, demasiado tarde, que
en la Ciudad de México actuaba un asesino serial y que sus víctimas eran las
mujeres de la tercera edad.
Las frías cifras de los homicidios registrados por la policía establecen los
rangos de acción, los periodos en los que actúa el asesino. En octubre y
noviembre se destapa, es cuando la proximidad del fin de año lo lleva a cometer
más crímenes. El registro marca un promedio de cinco homicidios en octubre y
noviembre. En julio son cuatro, el verano y sus calores, ¿la urgencia de matar
recrudece cuando sobra el tiempo y las rutinas de la vida diaria se relajan, aun
para los asesinos seriales?
En diciembre no hay muertes. Tampoco en enero. En febrero el asesino
regresa a la acción con tres homicidios, los mismos que ha cometido en
promedio en el mes de marzo en los últimos tres años.
Las chinchetas reproducen la geografía de los asesinatos, revelan la zona de
la ciudad donde el asesino ha actuado con mayor frecuencia. Son diez
homicidios en la Delegación Cuauhtémoc, en el corazón de la ciudad, una zona
con una enorme población flotante donde la clase media se amontona en
edificios de condominios, en los que todavía viven muchos de los integrantes de
viejas familias venidas a menos. En esta región de la ciudad explotaron los
crímenes; en las calles de la Cuauhtémoc hasta mediados del mes de enero de
2006 se habían registrado 10 homicidios.
Pero el asesino se mueve, su coto de cacería abarca la ciudad entera. Muertes
por todas partes: en la Delegación Benito Juárez, donde se erigió la clase media
del alemanismo de mediados del siglo pasado, fueron asesinadas seis ancianas.
En la Gustavo A. Madero, con sus unidades habitacionales, murieron cinco. En
Tlalpan, en el sur de la ciudad, tres, las mismas que en la Miguel Hidalgo. En la
popular Iztapalapa sólo una, lo mismo que en Azcapotzalco. En la distante
Iztacalco fueron asesinadas dos.

La última foto del periódico es la tuya, donde luces el atuendo de gladiadora. La


Dama del Silencio, con un enorme cinturón de campeona. Me asombran tus
potentes brazos, el gigantesco antifaz plateado en forma de mariposa, que casi
cubre por completo tu rostro. El color rosa mexicano, de algún extraño modo
femenino, de tu disfraz de combate. La foto está enmarcada, el recuerdo de una
mejor época es parte de una galería en la pared de la sala de tu casa. La galería
de los luchadores y sus glorias.
Como fondo de la foto, el verde de una enramada. ¿La fotografía pudo ser
tomada en algún lugar grato, lejos de lo cotidiano y sus afanes, un lugar soleado
y bonito, un lugar donde alguna vez fuiste feliz? ¿Quién te la tomó?, ¿quizá el
amante que recuerdas con tristeza por su partida, de quien guardas la más grata
memoria?
Esta foto no te la pudo tomar cualquiera, tuvo que ser algún cómplice de tu
fantasía, alguien que tenía un lugar asegurado en el ring side de la vida, los
triunfos y las luchas de la Dama del Silencio, ruda de corazón.
En la imagen luces tan dueña de ti misma que asombras. La foto de la
campeona. Llevas el pelo corto, teñido de rojo, del mismo tono y con el mismo
largo en que lo usabas cuando me imagino que viviste el día más triste de tu
vida, por lo menos el más desafortunado: el día de tu captura.
Vale preguntar cuándo fue tomada esa fotografía, en los tiempos cuando la
Dama del Silencio luchó por la vida en modestas arenas de pueblo y barrios o en
la gloria de tus mejores días. Cuando la fama te cubrió, aunque pasaras de
incógnito y nadie supiera de los momentos de triunfo, de los fugaces pero
inolvidables instantes en que vencías y te levantabas con la victoria del robo y la
muerte de tu rival. Un rival que merecía morir por su debilidad, incapaz de
seguir adelante en la jungla de la supervivencia. Un débil rival, enfermo, al que
estabas segura llevabas un poco de alivio con la fuerza, con la potencia de los
musculosos brazos que luces en la fotografía.
La Dama del Silencio se hizo famosa y todos supieron de ella. Miles te
miraron en esa fotografía publicada en los periódicos, con tu atuendo de
gladiadora, con tu antifaz de enorme mariposa plateada.
Todos te vieron con tu cinturón de enorme hebilla de campeona, con los
brazos en jarra para lucir músculo y, sobre todo, con la seguridad de los
triunfadores con que te mostrabas en esa feliz imagen.
II

Eran otros tiempos. La vida era más sencilla, se trataba de hacer sólo lo
necesario para irla pasando. De pronto llegó la oportunidad, llegó, como siempre
en tu vida, con una dosis de ironía y humor negro. Esa mañana te levantaste muy
temprano, apenas había amanecido, esos amaneceres color plomo, tan fríos
como el asfalto; amaneceres donde sólo se escucha el sordo rumor de la ciudad
que se pone en movimiento, los automóviles por las calles, la prisa de la gente,
todo alumbrado por un tímido sol que parece no atreverse a dar el paso del
siguiente día.
Te fuiste al gimnasio, te esperaban largas horas de ejercicio, una rutina tras
otra y otra más, hasta agotarte y después volver a comenzar. En esos años tenías
fuerza para eso y más. Viajaste en el metro, los vagones atestados y silenciosos,
con cientos de apretadas tristezas. Imposible comenzar el día así, con la
obligación de ir al trabajo, de pasar horas enteras en el encierro, atada al
quehacer de la rutina; el trabajo que se hace sólo por el dinero que nunca rinde.
Conoces bien esa situación, la has vivido muchas veces, sirviendo en casas, de
mesera, de obrera, en todas partes lo mismo, el dinero que jamás podía pagar el
tenerte atada, el que les sirvieras y te humillaran.
Te comparas con las mujeres que te rodean en el vagón de los silencios y los
apuros. Vas de gane. Son pasadas las siete de la mañana. Eres más alta y más
fuerte (tus horas de esfuerzo en el gimnasio), tienes a tu favor que puedes hacer
lo que se te pegue la gana; no tienes que soportar humillaciones, ni horarios,
trabajas por tu cuenta y estás dispuesta a tomar los riesgos de los atajos y los
caminos torcidos.
Llegas al gimnasio, un gimnasio de barrio, instalado con viejos aparatos a
unos pasos de la estación del metro Viaducto, donde un viejo conocido, el
Charly, es el dueño. El Charly es un fanfarrón, le gusta hablar de sus aventuras
en el otro lado, de cuando luchaba en Los Ángeles y ganaba en dólares. Puras
mentiras. Un tipo gordo, con el pelo a rape y sus falsas joyas: la esclava de narco
o boxeador, con sus iniciales grabadas, la gruesa cadena dorada al cuello. Esas
joyas son una burda imitación, tan malas como el Charly y su pose de campeón
retirado.
A esas horas en el gimnasio sobran los que han decidido bajar los kilos de
más, desesperados gordos a los que se les nota que les hace falta un amor. Están
también los flacos a los que desprecia la suerte. Es demasiado temprano para que
lleguen los del ambiente, los veteranos de la lucha, también los eternos
aspirantes y los aprendices que no faltan, con su cara de niños y esos cuerpos de
lástima venidos de la miseria.
Te gusta llegar a esas horas porque recorres el solitario gimnasio con aplomo.
Una vuelta de unos cuantos pasos por la antigua accesoria, la ex bodega de la
tienda de abarrotes de al lado. Andas con el paso seguro de tus músculos, con la
certeza de quien se sabe la reina de los rudos. Esa mañana, como todas, te
cambias lo más pronto posible. En el rincón habilitado como ínfimo vestidor te
untas la milagrosa pomada con la que pretendes alejar las lesiones musculares,
ese dolor sordo y constante que te acomete en la espalda después de las largas
jornadas de ejercicio. Un dolor capaz de postrarte en la cama durante horas y
horas, hasta que con el reposo comienza a menguar. Alguna vez tendrás que
tomarte una radiografía. Cuando haya dinero comprarás las inyecciones que te
recomendó la Cobra. Ese tipo es especialista en lesiones, contaba que se había
recuperado de todas las que le habían caído en sus años de luchador: una fractura
de fémur, las costillas rotas y la columna vertebral desviada. Era cierto. La Cobra
andaba por la vida con todas esas lesiones a cuestas.
Te cambias pronto, estás lista para comenzar, te miras en el espejo que cubre
la pared del fondo. Te descubres bella, bella a tu modo, con ese cuello de toro y
la dura expresión de tu rostro. Finges una sonrisa que trata de ser femenina y
empiezas con las rutinas y los aparatos. Estás en lo tuyo, nada importa más allá
del ejercicio y el sudor, de los esfuerzos recompensados con las dosis de placer
venidas con el sudor gracias a la magia de las endorfinas.
Te preparas para los futuros combates que a tus años cada vez parecen más
lejanos. Hace mucho que dominas las técnicas de las llaves, la manera de caer,
hasta la forma de lograr los más espectaculares vuelos. Aprendiste todo aquí
mismo, en este gimnasio de barrio al que el Charly le ha puesto un ring,
dedicado a sus viejos amigos, quienes escuchan sus historias de triunfos en el
otro lado de la frontera cuando beben por las noches.
Ese ring te espera al final de la rutina de pesas, un ring al que subes a ensayar
las caídas y los vuelos, donde más de una vez luchaste contra los conocidos del
gimnasio y siempre esperaste que llegara alguna dama para demostrarle quién
eras y lo que habías logrado con tanto tiempo de entrenamiento.
Entrenas fuerte, con pequeños descansos que duran justo el tiempo que
necesitas para recuperar el aliento. Siempre te asombra y disfrutas cómo tu
cuerpo toma forma, cómo tus músculos vibran con el impacto del ejercicio.
Mientras «jalas», mientras levantas la barra, haces tus interminables series de
abdominales o alternas el ir y venir de las mancuernas, te miras al espejo y
satisfecha te sientes otra, distinta a la mujer de todos los días, la preocupada por
la subsistencia y los hijos. Otra, la misma que ha encontrado qué hacer para ir
sobreviviendo. La vieja treta de robar a los ricos y darle a los pobres; a los
pobres de tu propia casa.
Quién iba decir que esa mañana te iba a llegar la oportunidad que esperabas,
la bruja del mercado de Sonora, doña Tacha, la mujer que consultas cada vez que
tienes con qué pagarle; esa mañana tuvo razón. Te esperan cambios en el futuro
cercano, cambios para los que tendrás que estar preparada.
Estás en lo tuyo, en el ejercicio, una a una las inacabables rutinas, los
aparatos y el esfuerzo de las pesas hasta que duela el músculo. Ni siquiera ves
llegar al Colorado, otro de los refugiados de este jodido gimnasio, otro de los
que presumen haber estado en la cúspide del negocio. El Colorado dice que era
un próspero promotor, uno de los más grandes en el Bajío, uno más a quienes las
grandes empresas que se han adueñado del espectáculo aniquilaron. Imposible
que un modesto empresario llevara a la pequeña arena del pueblo de San
Francisco del Rincón o la de Irapuato, incluso a la de León, a las estrellas de la
tele, esos nuevos luchadores que cobraban en dólares, pero que no conocían los
secretos del pancracio.
Ni siquiera sientes cuando el Colorado se acerca. Te mira trabajar por un
buen rato, impresionado con la fuerza de tus piernas. Cuando abres los ojos, ahí
está el viejo. Babea. Disfrutas sentirte una mujer deseada, deseada aunque sea
por personajes como el Colorado, con su apergaminada piel, sus ojillos verdes y
su deteriorado y enflaquecido cuerpo. El Colorado lleva encima muchos años y
muchos fracasos. Sabes que el viejo promotor no pierde la oportunidad de
montar luchas, de llevar a los viejos y a los aprendices a funciones, que la verdad
dan pena, en las arenas de pueblo y de barrio.
El viejo te lo propone de golpe, te quiere en un cartel para el fin de semana.
Lucharías en San Juan del Río, el viernes por la noche, el sábado en Querétaro y
el domingo en la Arena San Pedro, en Chimalhuacán. Irás de ruda, alternando
con la Reina de Corazones y Lady Masacre contra la Comanche, la Hija del
Solitario y Flor Negra. Una gran oportunidad, una lucha de primera en la que
debutarías a lo grande. En el mismo cartel estarán el Pirata, el Perro Rabioso,
Satán y el Temible Tornado. Todos famosos, todos estrellas de verdad, aunque
ninguno promovido en la tele.
—Te doy la oportunidad en grande, espero que no la desaproveches y sepas
agradecérmelo —dice el tipo y su insinuación te provoca el asco que tragas con
una sonrisa que intenta ser coqueta.
—¿Y cuánto voy a cobrar? —preguntas mientras te incorporas del aparato
donde fortalecías las piernas.
Al tipo le sacas más de diez centímetros de estatura y unos veinte kilos de
peso. Piensas que en la cama lo hubieras matado.
—No seas interesada, mira que te voy a dar una gran oportunidad —hay algo
en el Colorado que te molesta, que desprecias. No se trata sólo de que te mire
como un montón de carne para llevarse a la cama y de músculo para aprovechar
en su circo. Es algo más. Después de todo la mayoría de los hombres con los que
te cruzas en la calle, con los que hablas, incluso con los que has tenido que ver,
lo que quieren es sólo eso, llevarte a la cama y sacar ventaja de tus atributos, de
esa belleza extraña, indefinida, la de una mujer marimacho, como decía aquel
novio.
—Pero algo me va a tocar, Justino. La verdad es que necesito dinero, tengo
dos hijos y la cosa está difícil.
—Ni me digas, te comprendo y tú sabes bien que siempre he querido
ayudarte. Por eso pensé en ti, fíjate que la Loba se lesionó en Monterrey. Estaba
a punto de buscar a alguna otra muchacha, pero me acordé de ti. Estaba seguro
de que te iba a encontrar aquí en el gimnasio, como siempre.
—Se lo agradezco.
—¿De verdad? —pregunta el viejo y te toma de la mano. Esas manos que te
recuerdan la textura de los pescados, flácidas, lisas, frías—. No te preocupes por
eso, tú sabes que como empresario soy muy justo y profesional, y como amigo
no te voy a olvidar. Mejor pensemos en lo importante, ¿cuál va a ser tu nombre
de batalla?
Dudas en decirlo, lo habías pensado mucho, tenías una docena de opciones
para ser conocida en el mundo de la lucha libre. Ninguno te convencía. El tuyo
tenía que ser un nombre único, un nombre que revelara quién eras y de dónde
venías. Un nombre pegador y espectacular. Lo pensaste y lo pensaste. Se te
ocurrieron cosas como la Negra Noche, por aquello de que querías un equipo
completamente negro, con todo y la máscara. Después la Mujer Dragón, pero te
sonó a nombre de feria, a la historia de aquella niña convertida en serpiente por
desobedecer a sus padres. Luego pensaste en aquello de la Mujer de Fuego y
empezaste a imaginar el atuendo, rojo encendido y una máscara con imponentes
llamas.
En ese momento lo decides, ése va a ser tu nombre de batalla, con el que te
harás famosa, con el que alcanzarás la gloria y alguna vez debutarás en la
Coliseo, la catedral de la lucha libre en México.
—La Mujer de Fuego, don Justino… la Mujer de Fuego.
—Okey, entonces, «llamas a mí» —dice el viejo burlándose y te estrecha por
la cintura. Lo apartas con suavidad y tratas de sonreír.
Es jueves, tienes un día y medio para acomodar a tus hijos en algún lugar y
poder irte de gira, tu primera gira como profesional de la lucha libre.

Esas cosas suceden así. Esa mañana, cuando te levantaste temprano para llevar a
tus hijos con el padre de Reyna y Samuel, cuando encendiste la luz del baño y te
miraste en el espejo por primera vez el día de tu debut de luchadora, recordaste
lo del sueño. Una y otra vez, en esas horas de un descanso que querías prolongar,
vino a ti un murmullo, una voz dulce, de mujer mayor. La voz que quisieras
recordar tuvo tu madre. Esa voz te trajo tu nombre de batalla, el nombre con el
que supiste desde entonces que ibas a ser famosa. La voz te lo dijo mientras
dormías: «Tú eres la Dama del Silencio.»
A Cosme, el padre de Reyna y Samuel, le agradeces que no los olvide, que a
pesar de la mala vida que le había tocado, de la mala suerte que no lo dejaba,
siguiera cerca de ustedes. Era un don nadie, pero un don nadie al que siempre le
había tocado las de perder. Errores, desaciertos, su historia era una verdadera
equivocación del destino, una mala broma de Dios, un amargo chiste que
celebraban en el infierno.
Lo que más te dolió de todas las cosas que te decía cuando peleaban y se
insultaban, era que dijera que lo peor que le había pasado en su vida de sal era
haberte conocido. La bruja del Mercado de Sonora, la misma que le hizo decenas
de limpias para que encontrara trabajo, para que tuviera suerte, para que no le
faltara el dinero, para que le sonriera la fortuna, después de quién sabe cuántas
veces que te echó las cartas y te habló de una mala presencia, una negra
presencia, que se cernía sobre ti, te dijo: «Deja a ese hombre. Su sino es sufrir.
Tu vida es otra. Aléjate de él y su negra sombra.»
Lo dejaste y la verdad la vida siguió de malas contigo, con él y con los niños.
Trataste de salir del hoyo y te encontraste con Julián, a quien te llevaste a vivir
contigo. Era más joven que tú y siempre tenía la cabeza en las nubes. Te
convenció de que le dieras dinero para irse a trabajar al otro lado. Iba a ganar en
dólares y regresar por ustedes, por ti y tus hijos, por su familia. Te dejó de
recuerdo a la niña, a Cristina, la más chiquita, siempre tan enfermiza, siempre
tan débil.
A tus hijos los quieres y nadie puede dudarlo. Quieres a Reyna, la más
grande, con las ganas que tenía de convertirse lo antes posible en mujer para irse
lejos de ti y tus rarezas. Quieres a Samuel por su resignación, que le viene de su
padre. Ese ir para adelante aunque todo vaya en contra y se haya nacido con la
inercia del fracaso a cuestas. Quieres a Cristina tan delicada como una flor a
punto de marchitarse.
Fuiste a dejar a los niños con Cosme, allá en el corazón de la Morelos. Los
llevaste en taxi, al fin ibas a cobrar bien por esa gira de tres funciones prometida
por el Colorado.
Ni siquiera te bajas del carro, les das la bendición a los niños. Una bendición
en la que invocas a los santos de tu propia estima, como te había aconsejado la
bruja de Sonora. Al Cristo del sangrante Corazón, a la Blanca, tu Santa Muerte, a
San Judas Tadeo, patrono de las causas imposibles, señor de los desesperados y a
Malverde, que dicen que es el santo de los narcos, un eficaz milagrero que a ti se
te figuraba como Pedro Infante.
Desde el taxi miras a los niños entrar al edificio donde Cosme vive con su
madre, un edificio de los construidos para los damnificados del terremoto. Doña
Esther ha vivido siempre en la calle de Zapateros, en una vecindad que se caía a
pedazos antes de los sismos de 1985.
A tus hijos los quieres mucho, los quieres porque están tan solos como tú.

La puesta en escena, la representación, el juego de las apariencias y la verdad de


los más duros golpes y las crudas lesiones. Trabajaste duro por mucho tiempo
antes de que te llegara la oportunidad; te esforzaste en el montaje de esas
coreografía de llaves y contrallaves, de vuelos desde la tercera cuerda y de
espectaculares caídas. El mismo taxi donde llevaste a los niños a la casa de
Cosme te llevó a la terminal de autobuses.
Es temprano, te tomaste tu tiempo para llegar, no querías que algún incidente
inesperado te impidiera estar a tiempo en tu cita con la fama.
El equipo que llevas en la maleta deportiva, junto con un cambio de ropa y tu
cepillo de dientes, es negro. La máscara, la capa negra, absolutamente negra,
como los mallones y tus botas. Tú misma diseñaste el atuendo y lo hizo el mejor,
el más famoso de los artesanos de los equipos para gladiadores.
Te costó caro, pero valió la pena. Apenas habías dormido. Anoche dejaste a
los niños frente a la televisión y te fuiste con tu equipo de luchadora al pequeño
cuarto del espejo. Ahí estabas toda de negro, lista para el combate con la fiera
pose de una mujer que nació para ser ruda. Como pudiste, en ese pequeño
cuarto, luchaste un rato contra tu propia imagen.
Por fin llegas a San Juan del Río. En la plaza del pueblo montaron un ring
para la fiesta. Hay también juegos de feria, a esas horas desierta. La feria tiene
una enmohecida rueda de la fortuna y un carrusel de caballitos despintados. La
casa de los sustos y la de la risa están montadas con mantas. Caminas con la
maleta a cuestas y en espera de que alguien más del cartel aparezca. Llegaste
puntual a la cita, a la hora fijada por el Colorado, quien te dijo que era necesario
que platicaras con las luchadoras con las que ibas a alternar.
Conocías a todas. La Reina de Corazones era una flacucha de pelo teñido,
que daba lástima. Te preguntabas por qué había llegado a luchar en la Coliseo.
Conocías la respuesta, alguien le había hecho el favor a cambio de lo que el
Colorado te pedía. No era nada como luchadora y te hubiera gustado tenerla de
rival. A Lady Masacre la respetabas, una veterana con mucha lona recorrida. Te
gustaba verla en acción, era demoledora, con una sorprendente agilidad para sus
120 kilos de peso. La gorda era popular, le gustaba a la gente. La última vez que
la viste luchar llevaba el pelo a rape y teñido de rojo. Usaba un antifaz negro.
Era una punk del pancracio. De tus rivales, te gustaban los vuelos de la Hija del
Solitario. Subía a lo alto de los postes del ring y desde ahí se lanzaba contra sus
rivales. De la Comanche sabías que había sufrido una lesión en Toluca: una
fractura de cadera. Estabas segura de que no acababa de recuperarse. La Flor
Negra era otra de esas flacas, una chavita que no tenía nada que hacer en el
mundo de la lucha. A la tipa le gustaba exhibirse. Caminaba como modelo de
pasarela y llegaba con un elegante vestido de noche hasta el ring.
Por fin llega el Colorado. Te saluda desde una enorme camioneta blanca que
estaciona frente a la plaza donde está montada la feria y el ring. Viene con
Abismo y el Marqués, además de Flor Negra, Reina de Corazones y Lady
Masacre. Jamás hubieras viajado en esa camioneta, no había lugar para ti, las
plazas estaban reservadas para las estrellas. Como los cuartos en el hotel donde
van a descansar, donde se llevan tu maleta de todo favor.
El Colorado te dice que todo está arreglado, vas a sustituir a la Loba. Las
muchachas van a hablar contigo antes de subir al ring.
La espera es larga, vagas por las calles del pueblo, te tomas un refresco. Ni
siquiera has desayunado. Una lata de sardinas y un bolillo duro, de los que
venden en la tienda.
Regresas a la feria, ya echaron a andar la rueda de la fortuna. Te montas en el
juego, eras la única pasajera en la primera vuelta. Cuando el juego mecánico se
detiene en lo alto, y ves desde arriba al ring, te encomiendas a la Santa Muerte,
esa proscrita divinidad de la calle que apenas conoces, de la que te habló la bruja
de Sonora, quien te regaló la imagen de la negra túnica: la Muerte, a la que te
encomiendas con toda devoción y en lo alto de la ruinosa y enmohecida rueda de
la fortuna de una feria de pueblo.

Llega el momento. Sudas frío cuando el Colorado te llama desde la entrada del
hotel. Las luchadoras están en un cuarto, beben cerveza y tienen la televisión
encendida. Juegan al póquer. Matan la tarde. Desde la ventana ves cómo la tarde
empieza a caer. La gente llega en parvadas a la plaza, a celebrar la fiesta del
pueblo, la fiesta de San Juan. A ninguna de las mujeres le importa demasiado tu
presencia, siguen con lo suyo. La última mano antes de ponerse el equipo, de
calentar un poco y afinar los detalles de la lucha. Ya lo sabes, las técnicas van a
ganar, la tercia formada por Flor Negra, la Comanche y la Hija del Solitario. Flor
Negra te pregunta con la insolencia de las bellas, como diría el Colorado, si
alguna vez has luchado. Te da pena hablar de tus triunfos en la arena de Cuautla,
o de las veces que te han invitado a luchar en el gimnasio de Ixtapaluca. Te
quedas callada hasta que el Colorado te saca del apuro. Les dice que te conoce
del gimnasio del Charly, que te ha visto trabajar muchas veces y decidió darte
una oportunidad. Una oportunidad, reconoces en silencio, que te llega tarde en la
vida. Tienes 37 años, la misma edad que quizá tenga la estelar Lady Masacre,
quien seguramente ha tenido mejor suerte que tú.
A la flacucha de la Reina de Corazones, le preocupa que la lastimes.
—No estoy dispuesta a truncar mi carrera por esta mujer que sacaste de
quién sabe dónde —le dice al Colorado.
Por un momento piensas que ahí terminará todo, que tu máscara negra y tu
nombre de batalla, la Dama del Silencio, se van a quedar guardados en la maleta.
—No me importa. Yo soy la empresa y decidí que esta muchacha venía.
Necesitaba quien sustituyera a la Loba y no encontré a nadie más. Está decidido.
Apenas hablan contigo, ibas contra la Comanche. Tenías que cuidarla, su
lesión en la cadera no la dejaba en paz. El combate entre ustedes iba a ser de
relleno, los vuelos serían los de la Hija del Solitario, las rudezas con humor de la
enorme Lady Masacre, mientras que Reina de Corazones y Flor Negra ofrecerían
el atractivo visual.
La primera caída pasa muy pronto, un duelo de empujones con la Comanche,
después su patada cegadora, que te sorprende por su fuerza. Se te echa encima
cuando caes al suelo y luego te aplica de mala manera la de «a caballo». Te
releva la Reina de Corazones que enfrenta a Flor Negra. Un juego de niñas, que
te aburre. Luego vienen Lady Masacre y la Hija del Solitario; reconoces que son
un par de profesionales. La gorda mata de la risa al público con uno de sus bailes
sexys para festejar que ha planchado a su rival sobre el cuadrilátero. Vuelves a la
acción y apenas soportas el intenso ritmo del combate. Estás agotada y agradeces
que la Comanche te ponga de espaldas para el apresurado conteo del Colorado
convertido en elegante réferi, vestido todo de negro con corbata de moño blanca.
La segunda caída es todavía más rápida; eres la primera en rendirse. Después
Lady Masacre sucumbe al certero vuelo de la Hija del Solitario y ya no sube al
ring. Mientras las niñas hacen su shoucito de bellezas fuera de lugar jugando a la
lucha libre, el Colorado cuenta hasta veinte y, como la gorda ya no sube al ring,
la lucha termina con el triunfo de las técnicas. La rechifla no se hace esperar. La
gente que se amontona en las gradas de madera grita fraude y quiere más. El
Colorado lo tiene todo calculado: la primera lucha de la función es la de las
damas, que calienta al público quien espera ansioso el resto del cartel.
Cuando bajas del ring, con la máscara negra empapada en sudor, con la
aspiración agitada y a punto de desfallecer, como por reflejo alzas los brazos. La
Dama del Silencio ha logrado llegar al final de su primera batalla, la esperan la
fama y los días de gloria.
Te cambias en el cuarto de Lady Masacre, quien llega a tumbarse en la cama
y se queda ahí por un largo rato. Respira de manera tan agitada que tienes miedo
de que estalle, de que la gorda explote de golpe. A esa mujer le va a dar un
infarto. Por un momento piensas en ir a avisar al Colorado, pero desistes. Te
quitas la máscara negra y te miras el rostro amoratado y tumefacto. Como en la
vida, los golpes son de verdad aunque todo se trate de una representación.
Esperas tres horas con el viejo dolor de espalda clavado; el dolor que no te
quita ni el ungüento ni las pastillas.
Cuando termina la función, el Colorado, todavía con su corbata de moño
blanca puesta, se acerca al lugar donde te has sentado entre el público, en la
tercera fila de la tribuna de madera que montaron en la plaza del pueblo. Habías
seguido cada una de las luchas, disfrutado ese cartel formado por viejos
gladiadores: el León, a quien admirabas, Dragón Oriental y sus secretos del
karate, la Sombra y Averno, rudos venidos, decían, del infierno, aunque cuando
los viste llegar al hotel eran dos respetables viejos con desarrollados abdómenes
y de aspecto bonachón.
El Colorado te dedica su mejor sonrisa. El viejo está feliz. Se sienta a tu lado
y te toma de las manos con ternura. El personaje que representa es el del
caballero, aunque le hace falta un ramo de rosas. De la feria viene el rumor de
una cursi canción de amores echados al olvido, cantada por un trío el cual
piensas que son Los Panchos.
El Colorado saca de su cartera 300 pesos y te dice de golpe: «Para la función
de mañana en Querétaro regresa la Loba. Hay camiones para México toda la
noche. Adiós.»
III

Trabaja de noche, recorre las calles de la ciudad con el avispado ojo del cazador.
Le gusta ir despacio en la patrulla de la judicial. Muy despacio, toma el riesgo de
entrar a las zonas prohibidas, a los callejones. Por eso a pocos agentes les gusta
trabajar con él. Todos reconocen que con el comandante Núñez, como le gusta
que lo llamen, hay dinero, pero se tiene que sufrir para levantarlo, aguantar sus
incursiones a las regiones más peligrosas de la ciudad además de la cháchara del
tipo ése que habla y habla, que cuenta extrañas historias de espantos y
fantasmas.
—¿Quieres cenar? Te invito —dijo Luciano. Se había rapado y le gustaba la
ropa militar, aunque los jefes se lo prohibían, esa noche llevaba puesta una
chamarra comprada en Tepito. Una chamarra desechada por el Ejército de
Estados Unidos, llegada al país con las toneladas del barato contrabando que
inunda las calles de la ciudad—. Estoy hambriento y cansado. Vamos a comer
algo.
Entraron al Sanborns de División del Norte, era la noche de un lluvioso
miércoles. Se toparon en una de las mesas con una pareja de amantes a los que
se les notaba que vivían una crisis en su historia. La mujer, de más de 40, con el
pelo teñido de rubio y el rimel de los ojos corrido, tenía los ojos irritados por
haber llorado. El hombre, un muchacho con aspecto provinciano, fumaba en
silencio con una tensa expresión. En un rincón del restaurante, un solitario leía
un libro de coloridas tapas. A esas horas de la madrugada el lugar estaba casi
vacío.
Luciano, Luciano Núñez, el hombre de la chamarra verde olivo ordenó a la
desvelada mesera que se acercó con los menús, una enchiladas suizas y un café.
Silva, Gerardo Silva, el compañero de esa noche del comandante, una orden de
molletes. Eran pasadas las tres de la mañana y tenían por delante todavía una
larga jornada.
Comieron en silencio. Silva estaba preocupado, tenían que operar a su
madre, un tumor. La operación sería esa misma semana en el hospital del
Instituto Nacional de Cancerología. El comandante Luciano devoró sus
enchiladas y luego ordenó un pastel de chocolate y otro café. Había que darle
mantenimiento a ese voluminoso cuerpo. La última vez que se pesó sobrepasaba
los 110 kilos. Una masa de grasa y músculos contenida en su escaso metro con
setenta de estatura. Al propio Luciano le gustaba decir que era un fortachón con
una buena dosis de panza, también que era un duro cariñoso con las damas. Si
Luciano tenía alguna debilidad, eran las mujeres.
Miró a la pareja que se encontraba al otro lado del restaurante. Hablaban
poco, lo necesario para compartir lo mal que se sentían por su inevitable ruptura.
El Comandante les inventó una historia mientras bebía su café, un café
demasiado dulce. Los amantes tenían que separarse, ella era casada y el chavo
era su sobrino. Ella lo provocó, lo metió en su cama de aburrida esposa. Después
no pudo evitar que las cosas se complicaran. Aquí estaban como náufragos de su
cama y sus amores, desconsolados en un Sanborns de toda la noche, reservado
para desvelados y solitarios.
Fue ella quien llamó al mesero y pagó la cuenta. Se levantaron despacio,
como si su dolor también fuera físico. Fueron a pagar a la caja. Núñez miró por
la ventana el auto que abordaban. Era un buen carro, de modelo reciente. Tenían
que ir tras ellos, con un gesto aprendido de la tele, de los centenares de series
policiacas que había visto en su vida. Hizo una seña a su compañero y al
levantarse arrojó sobre la mesa un billete.

La mujer lloraba desconsolada, estaba herida, la habían golpeado. Trató de


ordenar sus pensamientos, lo primero era levantarse, tuvo que hacerlo despacio,
muy despacio. Dolía mucho. Odió sentirse humillada, usada. Odió a esos
hombres. En cuanto se puso en pie lo buscó, sabía que después de amenazarlo,
de golpearlo, lo habían echado a la cajuela del auto. Tuvo miedo de que el
muchacho hubiera muerto asfixiado. Lo llamó y escuchó su respuesta. Algo
parecido a un quejido. Estaban en un lugar apartado, una brecha. Recordaba
haber visto que los llevaron por Insurgentes. El pelón, ese sádico, iba en la parte
trasera del auto con ella, mientras su cómplice conducía. Hacía rato que a él lo
habían metido en la cajuela para que no les diera problemas. Pasaron a un par de
cajeros automáticos y vaciaron sus cuentas. En cuanto el otro hombre regresó
con el dinero, ella les suplicó que los dejaran irse, como habían prometido.
La llevaban agachada, la amenazaron, no podía incorporarse, ni abrir los
ojos. El pelón tenía un arma, una enorme pistola. Eran profesionales, después de
que los asaltaron, fueron de inmediato a un cajero automático del banco.
—Ya, por favor, déjenos ir. Llévense el carro si quieren. No sean crueles…
Por favor —dijo ella mientras sollozaba. Quería creer que la pesadilla había
terminado.
—No güera, te queremos invitar a una fiesta —le respondió el pelón.
Aprovecharon el momento justo, emparejaron el carro cuando ella se había
detenido en un semáforo a unas cuantas calles del Sanborns del que acababan de
salir. Era una patrulla de judiciales, blanca y con torreta. El gordo le sonrió y le
enseñó su pistola. Después bajó del auto. Le dijo que se trataba sólo de una
revisión de rutina.
Al comandante Luciano no le gustaba que lo subestimaran, odiaba que sus
compañeros lo creyeran loco, pirado por tantas porquerías que se metía. Por eso
siempre actuaba con la frialdad de los profesionales.

Antes de ir al Sanborns, de terminar en aquel paraje del Ajusco, el comandante


llevó a Silva a sus negocios. A recolectar lo pactado para «protección» de los
burdeles y tienditas del narco menudeo. De un par de putas callejeras y hasta de
tres tarjeteros de la Zona Rosa. A pesar de que todos los agentes sabían que el
tipo estaba loco y era peligroso, les gustaba salir con él. Lo mejor pasaba en las
madrugadas, aunque había que escuchar sus historias. Además, con Luciano
había siempre dinero, mucho dinero.
Silva, como muchos de los de los del grupo de robo de automóviles, había
escuchado muchas veces al comandante Núñez contar la historia de los
centenarios. Un suicida que dejó algo parecido a un mapa del tesoro escondido
bajo la duela de su departamento, en la calle de Tamaulipas en la Condesa. El
tipo era duro, había sido de la gente que aniquiló a los de la guerrilla de los
setenta. Un guerrero sucio con permiso para matar. Le pagaron su silencio, pero
no fue suficiente. Se metió en el negocio del secuestro y alguien le puso el dedo
cuando lo capturaron años después. Se fugó del penal de Santa Martha, con un
montón de dinero por delante. Formó una banda, la de los Panaderos, porque
entre los malandrines que lo acompañaban, había uno que todos los días
madrugaba para hacer bolillos. Luciano decía siempre que no quería hacer el
cuento largo, entonces hablaba de los asaltos de la banda en México,
Guadalajara y Monterrey. Le pegaban a los bancos y se llevaron mucho dinero.
—Ese amigo que te cuento era muy raro, no derrochó, tampoco compró
casas, ni hoteles. Se le ocurrió comprar centenarios. El chingo de centenarios. —
Ésta era la mejor parte de la historia que contaba el judicial a quien le gustaba
usar ropa militar, botas, chamarras y pantalones camuflados—. No me preguntes
por qué, ni cómo, pero tengo parte del mapa del tesoro del guerrero que te
cuento. Los centenarios están en Veracruz y pronto, muy pronto, voy a conseguir
la otra mitad del mapa. Sé que la tiene otro de los de la banda, anda por
Monterrey, donde es policía, un jodido comandante de la policía municipal.
Hacía rato que Núñez había dejado el Viaducto, la Calzada Zaragoza y
entrado a Neza. Su territorio. Lo habían dado de baja de la policía del Estado de
México acusado de extorsión y tortura. Infundios de la Comisión de Derechos
Humanos. Silva sabía que todavía tenía allá algunos negocios. Eran las nueve de
la noche cuando llegaron al Bordo Xochiaca y después de seguir un rato por una
solitaria avenida se metieron entre las calles. A nadie le preocupaba ver por esos
rumbos una patrulla de judiciales del DF. Núñez vivía cerca de ahí, no hacía
mucho les había contado a otros agentes que conoció a una mujer. Decidieron
vivir juntos. Una muchacha morena, decía, de buenos sentimientos.
A Silva no le gustaba ir a las unidades habitacionales, los chavos se ponían
locos. Además, todos esos lugares tenían dueño, la policía local se encargaba de
manejar el negocio del narco menudeo. Por todas partes surgían esas colmenas
de edificios, que sólo lucían bien cuando estaban recién construidos. Después se
les venía encima no sólo el tiempo sino lo precario y barato de los materiales con
los que los habían construido y pintado. Todas esas unidades, pensaba Silva,
mientras el Comandante buscaba dónde estacionar el automóvil, estaban lejos,
muy lejos, en el quinto infierno y tenía razón.
Lo invitó a bajar, le dijo que quería que conociera a una amiga. Era
temprano, los esperaba una larga jornada nocturna, así que lo mejor era pasar el
rato. Silva no se iba a quedar ahí en la patrulla, estacionado frente a uno de los
despintados edificios de esa jungla, donde los chavitos podían enloquecer y
atacarlo, donde alguien podría llegar a preguntar de mala manera por qué un par
de judiciales del Distrito Federal invadían su territorio.
Entraron a uno de los edificios, apestaba a orines. Subieron las escaleras
acompañados por el rumor de las televisiones encendidas. Llegaron hasta el
último piso y el comandante golpeó la puerta decidido, con la fuerza de quien es
portador de malas noticias.
Les abrió una mujer, una mujer alta, con el pelo corto y toscas facciones. Por
un momento Silva pensó que se trataba de un travesti.
—Buenas noches —dijo el comandante— te venimos a visitar.
A la mujer no le quedó más que dejarlos entrar.
Tumbados en un par de sillones, tres niños miraban la tele. Su madre les dijo
que se marcharan. Era hora de dormir.
—Tengo que atender a estos señores.
Se fueron. Un par de niños pequeños y una púber a la que Luciano Núñez, le
preguntó cómo se llamaba. La niña siguió su camino sin siquiera mirarlo.
—Estamos muertos de sed, ofrécenos algo de beber —dijo Luciano.
La mujer trajo un par de cervezas. Se sentaron en una mesa que a Silva le
recordó la de la casa de su madre. Era de aluminio con una cubierta de cristal. Él
mismo había comprado ese comedor de modernas sillas cubiertas con una tela
imitación terciopelo en rojo en una oferta de mueblería de barrio.
Luciano lo sorprendió con lo que le preguntó a la mujer:
—¿Has luchado recientemente, qué tal va el negocio de las maromas y los
trancazos?
—No muy bien. Si no estás en la tele apenas y te buscan, además ya sabes lo
de mi lesión, no me deja el dolor de espalda.
Por eso los fuertes brazos de pesista, la espalda ancha y el porte masculino
de la tipa. Silva miró la foto que estaba a su lado, colgada en una pared de la
sala. Ahí estaba la mujer en la pose de los viejos luchadores que alguna vez
publicaban los periódicos para recordar las hazañas del Santo o del Cavernario
Galindo. Era una foto de estudio, que a propósito recordaba a los viejos
gladiadores y sus tiempos de gloria, algo así como un homenaje.
—Aquí donde ves a la dama, es una profesional de la lucha. La muy cabrona
es ruda.
—Ruda de corazón —dijo ella en un murmullo.
—A ver, cuéntale a mi amigo lo de las transas de la tele, cómo terminaron
con el viejo negocio, cómo se lo apropiaron.
El Comandante provocaba a la mujer, era como echarle sal en la herida.
Había llevado a Silva a conocerla. Su amistad con ella era una de las rarezas de
Luciano, de esas excentricidades suyas.
—No hay mucho que decir. Le metieron dinero y armaron un circo, un circo
donde sobran los payasos. La verdadera lucha es otra cosa y conste que no lo
digo por resentimiento, pero es la verdad. A las luchas por la tele les falta
aquello de la sangre, el sudor y las lágrimas.
A Silva le sorprendió la respuesta de la mujer. ¿Cómo había dicho que se
llamaba?
—Cuando esta señora sea famosa, Silva, tú vas a poder decir que estuviste en
su casa, que te tomaste una cerveza con ella. Su nombre de batalla es la Dama
del Silencio. No lo olvides.
Luciano dijo salud y bebió de su cerveza. La tele seguía encendida, un
programa cómico que Silva reconoció. Le gustaba. Hubiera querido estar en otro
lugar, en su casa echado con su mujer en la cama. No sabía nada de su madre y
su tumor. Tenía que llamar por teléfono a alguno de sus hermanos antes de que
se hiciera más tarde.
—No queremos desvelarte, sé que mañana entrenas desde muy temprano, así
que vamos a hablar de negocios. —Parecía que el comandante Luciano le había
leído el pensamiento. Era demasiado para una visita. Silva vio cómo la mujer se
ponía tensa, cómo apretaba una de esas manazas de pesista. Esas fuertes y
enormes manos, que parecían fuera de lugar aun en el cuerpo de esa mujer, que
por lo menos debía medir un metro setenta y cinco.
—Las cosas no han salido como quisiera. Tengo muchos gastos, Luciano…
—Sí mi reina, pero el negocio es el negocio. A mí me presionan. Tú sabes
cómo es eso, siempre hacen falta culpables, infelices que llevarse a la cárcel.
El comandante había dejado caer una amenaza. Durante unos segundos, sólo
se escuchó el rumor de la televisión. Silva le dio un trago a su cerveza. Estaba
tibia.
—Ten paciencia, dame unos días, necesito tiempo, sólo unos días. —La
mujer bajó el tono de su voz. Había perdido la seguridad con la que hablaba de
las luchas y criticaba el negocio de la tele, el cómo habían hecho trizas al
verdadero espectáculo.
—Tiempo, eso, tiempo es lo que te va a sobrar cuando suceda lo que al final
tiene que pasar. —Luciano disfrutaba la situación, le gustaba acorralar a sus
presas, imponerse a ellas. Hacía rato que Silva había entendido de qué se trataba.
La luchadora trabajaba para el comandante, él la renteaba—. Mira, vamos a
hacer algo. Yo aguanto y te espero, pero para calmar a las fieras, dame algo,
cualquier cosa.
La mujer se levantó sin decir nada. Estaba atrapada. Silva la vio caminar
unos cuantos pasos rumbo al cuarto donde se habían metido sus hijos. Regresó
con un duro gesto de ira contenida. Silva imaginó que no era difícil que trajera
una pistola consigo y les disparara. Era una locura, pero por si acaso, buscó su
propia arma. Estaba preparado para lo peor.
Con un gesto teatral, exagerando sus movimientos se sentó en la mesa donde
la esperaban los hombres y abrió el puño de su enorme mano izquierda.
Apareció un anillo, un anillo con una enorme piedra brillante.
—Es todo lo que me queda y tú lo tienes que vender —dijo mirando retadora
a Luciano. Había recobrado su fuerza, la fuerza de los luchadores rudos, imaginó
Silva.

Cuatro o cinco años después de aquella noche, Clemente Silva, ahora taxista,
mira la fotografía de la llamada Mataviejitas publicada en los periódicos. Una
fotografía tomada poco después de su captura. Está seguro de que la conoció
aquella noche cuando fue a su casa con el comandante Luciano, jamás olvidará
esas manazas. Las mismas que mira en la foto, manos que lucen un brillante
anillo, una esclava. Las manos de una mujer luchadora.
IV

A Evangelina le gustaba salir a caminar, usaba tenis y ropa deportiva de intensos


colores. Ropa deportiva de moda hace veinte o veinticinco años. Era capaz de
andar un buen rato, de darle una vuelta tras otra al parque de Pilares, en la
Colonia del Valle. Caminaba despacio, aunque a buen ritmo. Un buen ejercicio
para la frecuencia cardiaca, recomendable también para el ánimo. El único pero
que Evangelina, doña Eve, como la llamábamos los vecinos del rumbo, le ponía
a sus jornadas de ejercicio era que al caminar, al darle una vuelta al parque tras
otra en silencio, se hacía inevitable que un alud de recuerdos se le vinieran
encima. Recuerdos capaces de confinarla a la dulce amargura de la nostalgia.
Para alejarlos, para mantener a distancia sus propios fantasmas, doña Eve se
entretenía con cualquier cosa. Los perros que abundan por ahí, con sus fieles
amos tras ellos, los atletas del parque y su decisión por mantenerse en forma y
retar su salud con los efectos de la contaminación, las parejas extraviadas en su
propio tiempo y espacio.
Todo se vale para evadir la amenaza de la nostalgia, que termina por
confirmar que la vida pasó con sus mejores años hace tiempo y dejó como
impuesto la vejez, la irremediable enfermedad del deterioro, agravada por las
ausencias, las ingratitudes y la cruda realidad de un mundo donde los viejos
sobran y a nadie le preocupan después de haber sido usados. Alguna vez doña
Eve se soñó en la bodega de la vida, era enorme y por todas partes había viejos y
viejas olvidados. Los tenían colgados como si se tratara de esa ropa que se
guarda en algún rincón; esa ropa anticuada, pasada de moda, con evidentes
efectos de deterioro, gastada y llena de polvo, la ropa que ya nadie lucirá. Esas
prendas permanecen condenadas al desuso sin que nadie se atreva a echarlas a la
basura. Así pasaba con los viejos.
Al día siguiente de ese sueño doña Eve se fue a caminar al parque. Era
inevitable que mientras caminaba se pusiera a rumiar el mal sueño de la bodega
de viejos. Se preguntó por qué no nos atrevemos a echar a la basura la ropa
abandonada en los rincones. No tardó mucho en encontrar la respuesta: es por
los recuerdos.
Así que caminar era una ardua tarea a la que había que dedicarle un doble
esfuerzo, el físico para mantener el ritmo y el mental para ser firme con las
acechanzas de la nostalgia. Al dar la vuelta en una de las esquinas del circuito
para corredores y andarines del parque, doña Eve vio a un grupo de los suyos,
los llamaban los de la tercera edad, un eufemismo para no decir ancianos.
Para esta sociedad, doña Eve lo sabía, los de la tercera edad estaban de
salida, en el último trayecto del viaje antes de llegar a la terminal. Los otros
seres humanos, los de las otras edades, ¿la primera?, ¿la segunda?, se sienten
lejos, muy lejos de llegar a los últimos peldaños de la vida, aunque ese viejo, que
como dice Serrat, todos llevamos dentro, cada vez que puede se asoma indiscreto
al espejo para decirnos que antes de lo que imaginamos entrará en escena.
Los de la tercera edad formaban un numeroso grupo, hombres y mujeres,
todos mayores, todos con uniformes deportivos. Shorts o pants blancos y
camisetas azules y verdes. En una de las canchas de voleibol, las Hormigas
Arrieras enfrentaban a los Nuevos Escarabajos. Un partido de volei para
veteranos de la vida, donde se vale cachar la pelota y lanzarla al otro lado de la
red lejos de los oponentes, tras el próximo punto a favor. Como doña Eve había
terminado con su caminata y no tenía nada más que hacer que irse a su casa y
mirar alguno de los aburridos programas de televisión dedicados a las mujeres
del hogar, se acercó donde los Nuevos Escarabajos, de camiseta azul, se
enfrentaban a las Hormigas Arrieras, de camiseta verde.
Le gustó mirar cómo esos viejos se comportaban como niños enfrascados en
un partido de futbolito callejero. Un grupo de mujeres animaba a los jugadores,
la mayoría de camiseta verde. Se sentó cerca y por un rato aplaudió a los Nuevos
Escarabajos y los pocos puntos que sumaban con grandes esfuerzos. Muchos de
los viejos llevaban vendas sobre las rodillas o musleras. Se habían esmerado con
sus uniformes. Uno de ellos traía puesta una vincha del mismo verde que su
camiseta con el número 7 bordado en la frente y cerca el nombre de su equipo,
Hormigas Arrieras, todo en intenso rojo. La competencia era en serio y los
Escarabajos habían ganado el primer set del partido.
Después de un rato doña Eve se aburrió, por hacer algo empezó a calcular el
número de años que los jugadores sumaban en la cancha. Era una barbaridad, si
cada uno de ellos tenía por lo menos 60, y de seguro tenían más, la
multiplicación por los doce competidores era de 720 años. Había casi mil años
en el juego. Mil años tras la pelota y el próximo set.

Doña Eve vivía de su pensión, una precaria pensión de maestra. La ayudaba el


dinero que sus esposo había dejado en un fondo de inversiones. Era farmacéutico
y con otro par de socios fundaron un modesto laboratorio para producir
Estomasol, remedio para todo tipo de malestar estomacal. Ese remedio le dio
siempre para vivir.
Los hijos de doña Eve, sólo estaban presentes en su colección de fotos que
tenía en un mueble a la entrada de su departamento. El mayor, Eduardo, vivía en
Houston, un ingeniero mexicano contratado del otro lado de la frontera. La
llamaba de vez en cuando para contarle de sus hijos, los nietos que en los
últimos diez años doña Eve apenas había visto un par de veces. A Eduardo le iba
bien, tan bien que le sobraban sus años de vida en México, la infancia y la
juventud, hasta el par de hijos que tuvo con su primera esposa y a quienes doña
Eve recordaba con cariño. El par de nietos de quienes apenas tenía noticia,
vivían con su madre en San Luis Potosí.
Doña Eve tenía también una hija; cuando era adolescente la llamaba la chica
de los problemas y las angustias. Sandra era difícil, muy difícil. Cómo explicar
lo que le pasó a esa niña. Cómo pudo ser que aquella dulce y mimada hija de
familia terminara metida en las drogas. El infierno personal del justo tamaño de
su vida, del que doña Eve dudaba que hubiera podido salir alguna vez. Sandra
pasó largas temporadas en el Fray Bernardino, un hospital psiquiátrico donde su
madre la visitaba y juntas planeaban lo que la muchacha haría cuando saliera ya
respuesta de sus males. Pero esos males jamás la dejaron en paz. Doña Eve
presentía que la niña, su niña, ya había muerto. El suicidio que ya no pudo
postergar más, la muerte definitiva tras una serie de mortales recaídas.
No le gustaba recordar a Sandra, aunque tenía en la galería del mueble del
diminuto recibidor de su departamento su foto. Una foto de las pocas en que ella
sonreía con su ingenua belleza, con esos grandes ojos de asombro ante la vida.
Doña Eve estaba sola, sola en la vida, como ella misma decía. Sus dos
hermanos habían muerto y a sus sobrinos llevaba años sin verlos.
A doña Eve le gustaba escribir, lo hacía desde siempre. Cartas a las amigas
de la juventud, cursis poemas. Cuando la vida le dio tiempo, lo que en buen
español quiere decir que la jubiló, lo que no necesariamente coincidió con su
retiro como maestra de literatura en un par de secundarias, decidió escribir una
novela, una historia de amor marcada por la separación y el infortunio. Le dolía
reconocer que su texto tenía mayor influencia del melodrama, de las chocantes
telenovelas, que de los escritores a los que admiraba, como Manuel Payno y
Heriberto Frías, verdaderos protagonistas de la alborada de la literatura
mexicana.
Después que enviudó, cuando el fin del duelo le reveló su soledad, cuando su
hijo Eduardo apenas la llamaba por teléfono después de meses de ausencia, justo
la mañana en que se despertó con la certeza de que su hija Sandra había muerto,
doña Eve decidió escribir un diario, el Diario de la exclusión.
Lo primero que escribió fue que sólo una persona mayor de 70 años era
capaz de escribir ese diario. Cuando se llega a esa edad no queda más que
esperar el anuncio de la fatal enfermedad que desde años acecha. La única
ilusión que entonces se conserva es la de despertar al día siguiente.
Duele mucho el olvido. Doña Eve escribió párrafos y párrafos sobre el
olvido. El de los hijos, el de la familia, el de los vecinos, el de la gente que
camina al lado, con la prisa de quien tiene un lugar a donde ir y cosas que hacer.
«El olvido que sufrimos los viejos es más que una forma de la muerte», escribió
la anciana, «es una manera de andar por la vida en los restos del cuerpo.»
La referencia a la exclusión es constante en las líneas de ese texto, escrito en
un cuaderno de pastas duras, un cuaderno antiguo, de los que quizá sólo quedan
algunos ejemplares en la bodega de una papelería del centro de la ciudad.
Cuadernos que a nadie interesan, excesivamente sobrios ante el colorido de los
cuadernos de hoy, vendidos por la publicidad. Un cuaderno que todavía en
blanco era ya un diario de la exclusión.
La maestra de literatura se sentía inútil con sus años a cuestas, con ese
cuerpo reducido a achaques. En uno de los momentos más intensos de su texto,
doña Eve describe esa sensación de extranjería que los viejos sufren en un
mundo de jóvenes. Todos convencidos de que la apariencia es lo primero,
esclavos de patrones de belleza y sometidos al mercado de la buena carne. A los
viejos y a las viejas sólo se les ama por interés o lástima, escribió doña Eve.
El Diario de la exclusión contaba las aventuras de una anciana solitaria en un
largo domingo sin final.
Por la mañana de ese inacabable día hay que ir al parque, sentarse en una
banca y tomar con toda calma el sol de los solos; un sol que no calienta ni a los
pobres. Horas ahí, con una bolsa de pan duro para las palomas. Al otro lado de la
vida, una familia toma por asalto ese cacho de parque y ya nada es igual: el niño
y la niña, de unos cuatro o cinco años de edad, atacan a las palomas y la pareja,
como tantas veces lo hizo ella con su finado esposo, hablan de cualquier cosa. La
vieja de enfrente ni siquiera existe para ellos, está demás con su bolsa de pan
duro para las palomas.
Más tarde, un desayuno que tiene que ser rápido y en la barra del Vips. No
hay lugar para una anciana sola, que además tarda en explicarle a la impaciente y
ajetreada mesera, cómo deben prepararle los huevos, las puras claras y la salsa
con apenas picante. El café descafeinado y el pecado de un pan dulce que se
queda atravesado y se tiene la reiterada constancia de que provoca insoportables
gases.
Después, el vacío. Hay que ir a la iglesia con la esperanza de creer. Nadie
sabe si el Paraíso existe más allá de los felices momentos que se viven en la
tierra; tampoco si el Infierno se sufre aquí, como ella lo sufrió con las recaídas
de Sandra. Lo que es un hecho es que el Purgatorio es un lugar reservado para
los viejos.
Luego el aburrimiento, el matar el poco tiempo que queda en la vida. Vagar
en una plaza comercial; descubrir en los aparadores de las tiendas de ropa a la
última moda el propio reflejo: la triste facha de vieja; sentir miedo por el
inevitable porvenir; imaginar la historia de una muchacha, como cualquiera de
las que andan por ahí con el desparpajo de sus pocos años y la belleza de la
juventud, convertida en un santiamén en vieja. Hay que alejarse de esos malos
pensamientos, esa muchacha no tiene la culpa del papel que a los viejos les toca
representar tras el escenario de la vida.
Doña Eve concluye uno de los párrafos de la historia del domingo escrito en
su diario: «No existo en la plaza comercial, nadie me mira, estoy sola con la
imagen del aparador perdida entre los maniquíes y sus brillantes atuendos. Tengo
una cara pasada de moda.»
Ese interminable domingo no acaba en el cine, donde sólo hay lugar para
historias de jóvenes. En las películas venidas de Hollywood con final feliz los
viejos son siempre parte de la escenografía. Esas películas son un recordatorio a
todo color, en pantalla gigante y con sonido surround, de la inevitable derrota
que se sufre ante el tiempo y sus avatares.
«Lo único que queda entonces», escribió doña Eve, «es regresar a casa y
postrarse ante la televisión. Resignarse ante el paso del tiempo y el vacío, sumar
y sumar, los minutos y las horas a otro día de vejez.
»Lo peor, es que cuando se es viejo y excluido por la vida, todos los días son
como un interminable domingo.»
Con ácido humor, insospechado en una maestra de literatura de secundaria
jubilada, doña Eve escribió: «¿Qué es peor que una mujer anciana? Respuesta:
una mujer anciana y pobre.»

Para no ser pobre, para no sentirse sola, para que sus días no fueran tan largos y
aburridos como los interminables domingos, fue que Evangelina, doña Eve,
decidió vender en su casa ropa y joyería de fantasía. Le vendía a las vecinas, a
las muchachas del restaurante de enfrente del parque de Pilares en la Colonia del
Valle. Tenía pocos y conocidos clientes. Era suficiente. Le gustaba ir al centro a
comprar baratijas, en Tepito tenía ya una marchama que le vendía pacas de ropa
traídas de contrabando.
Por eso, todos la conocían en el edificio de condominios, además de que
muchos vecinos del rumbo la veían en el parque cuando por las mañanas iba a
caminar.
A pesar de todo, nadie extrañó a doña Eve cuando la dejaron de ver durante
varios días, tal vez un par de semanas.
Algunos vecinos recordaban que el teléfono llegó a sonar varias veces sin
que alguien lo contestara. Otro estaba seguro de que el rumor de la televisión
encendida seguía incesante en el departamento.
El final fue como en una de las historias contadas por doña Eve en su Diario
de la exclusión. Una tarde subieron a buscarla, la vecina del 3 quería ver el
catálogo de Avon. Nadie respondió cuando tocó el timbre. Era raro; habían
pasado ya algunos días y nadie recordaba haber visto a doña Eve.
La vecina escuchó la televisión encendida, pero lo que en verdad la alarmó
fue el olor que percibió, cada vez con más intensidad. Del otro lado de la puerta,
olía a muerto.
Doña Eve fue otra de las víctimas. La encontraron tendida en un sillón de la
sala de su casa. La estrangularon con una mascada que debió ser suya, una
mascada azul cielo.
Fue cuando ese olor se hizo insoportable, inundó el edificio, tanto que los
vecinos llamaron a la policía. Llegaron las patrullas y una ambulancia. Forzaron
la puerta y al entrar se toparon con el cuerpo de la mujer en avanzado estado de
descomposición.
Se habían tomado su tiempo. Quien la asesinó buscó por todas partes, en los
cajones del mueble del comedor, en los closets de las dos recámaras, hasta en la
cocina. El departamento de la mujer estaba vuelto de cabeza.
Nadie reclamó el cuerpo de doña Eve, que terminó en la fosa común. El
último de los destinos de los excluidos.
V

Artegio se llama al modo de delinquir, al cómo se roba o se asalta. Las estafas


con envoltorios de dinero arrojados a la ambición de los ingenuos, la aplicación
de la mortal llave china a los descuidados transeúntes en los populosos mercados
o tianguis a plena luz del día. Hasta el robo de casas y el de automóviles, todos
son distintos artegios.
El robo a mujeres indefensas, vulnerables por su condición de edad,
excluidas y condenadas a la soledad, es ya un artegio usado por los depredadores
en la selva de asfalto.
Nadie sabe cuántas mujeres han sido víctimas de quienes aprovechan su
condición. Personajes capaces de ganarse su confianza, entrar en su casa y en el
momento justo, someterlas. La violencia que se impone a una mujer, quizá
enferma, un cuerpo frágil por todos los años que lleva encima. Un alevoso
crimen donde se impone la fuerza y el terror.
Las mujeres que han sufrido estos robos fueron amenazadas, golpeadas, de
seguro torturadas. Muchas fueron asesinadas.
No se sabe con certeza cuántas mujeres han sido despojadas de sus ahorros y
pertenencias, cuántas pudieron morir en el intento de defenderse. Tampoco
cuántas son las víctimas de un asesino serial que resultó ser mujer la
Mataviejitas.
La Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal tiene registrados 40
homicidios de ancianas cuya causa de muerte fue el estrangulamiento. En el
Servicio Médico Forense de la Ciudad de México, dicho registro aumenta a 47.
Según las investigaciones, se siguió el mismo patrón en por lo menos diez
homicidios de mujeres de la tercera edad, aunque pueden ser 20 de los 40 que,
de acuerdo a la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, han
ocurrido en la Ciudad de México desde el año 2003.
Las cerraduras de las puertas no fueron forzadas, las víctimas fueron
golpeadas y estranguladas con una prenda que les pertenecía. En muchas
ocasiones una media o una pañoleta. Fueron robados algunos objetos, aunque se
insistió en que el móvil principal no fue el robo. La forma en que los cuerpos
fueron encontrados hablan de que la mecánica de los hechos pudo ser similar.
Están además las huellas dactilares; las mismas huellas dactilares fueron
encontradas en la escena del crimen en por lo menos diez casos.
Por cómo fue encontrado el cuerpo, por el patrón seguido en el crimen y por
la presencia de las huellas que pueden identificar al homicida, la primera víctima
del asesino serial conocido como el Mataviejitas, ¿de Juana Barraza Samperio?,
fue Guillermina León, de 84 años. Esta mujer fue asesinada en su casa, en la
Delegación Cuauhtémoc, en marzo del año 2003.

Las ancianas (y ancianos) son víctimas propicias de los delincuentes y los abusos
en un lugar como el Distrito Federal. Siguiendo los datos de la Subprocuraduría
de Atención a Víctimas de la Procuraduría General de Justicia del Distrito
Federal, los delitos denunciados por personas de la tercera edad han aumentado
en un 35 por ciento en los últimos dos años.
Una visita a la galería del horror de los homicidios perpetrados en contra de
mujeres de la tercera edad revela el grado de vulnerabilidad y las condiciones en
que fueron atacadas.
Una galería del horror sufrido por muchas ancianas a domicilio:
Era domingo, cerca de las cuatro de la tarde. De pronto vio al hombre en la
puerta de su recámara. Nunca supo cómo logró entrar en la casa donde vivió
siempre, una casa de clase media en la colonia Álamos. El hombre la atacó,
llevaba un trapo en la mano con el que intentó taparle la boca para que no
gritara. Forcejearon. La mujer, de 63 años de edad, trató de luchar contra el
hombre, Alejandro Ovando Salvatierra, de 26, quien no hacía mucho había
salido del Reclusorio Oriente, a donde había ido acusado de asalto y robo a
transeúnte.
El hombre golpeaba con los puños cerrados, golpes secos en el cuerpo. Tomó
unas tijeras y trató de clavarlas en el cuello de su víctima, que intentaba
defenderse. Logró subir la bata que vestía para descansar en su casa, arrancó su
ropa íntima. Ella le gritó que tenía sida y que iba a morir si se atrevía. Fue
doloroso. El tipo trató de estrangularla con su propio brasier, luego con unas
medias de lycra. Antes de huir se llevó una grabadora y cien pesos. Días después
fue detenido y plenamente identificado.
Operaban en pareja. Roberto Gustavo Gómez Sánchez se contrataba como
enfermero para atender ancianos cuyas familias podían pagar sus servicios.
Ganaba la confianza de sus pacientes y en cuanto podía robaba joyas, dinero y
hasta chequeras. Su pareja, Alejandra Aquino Sánchez, se encargaba de cobrar
los cheques, de colocar y vender la mercancía robada.
Tuvieron mala suerte, la mujer que sería su próxima víctima sufrió un
accidente. Llamaron a Roberto, el enfermero, para decirle que durante un tiempo
prescindirían de sus servicios ya que la anciana había sido hospitalizada. La
pareja decidió actuar, actuar de inmediato. Entraron en la casa con la copia de las
llaves que Roberto había mandado hacer, fingieron un robo, el hurto común de
una casa, aunque sólo se llevaron el poco dinero en efectivo que encontraron,
algunas joyas y una chequera. La chequera de la mujer que Roberto atendía.
Cometieron un error. Con una credencial de elector falsificada trataron de
cobrar un cheque una vez que el robo había sido denunciado.
En la saga de homicidios en los que las mujeres de la tercera edad son
víctimas, hay también historias de oscuros rencores familiares.
La noche del 28 de septiembre de 2002, Guillermo Ibarra García llegó a la
casa de su madre en Las Águilas. Relevaba a su hermana, por decirlo así, de la
guardia de cuidados que eran necesarios para una mujer de 84 años que ya no se
levantaba de su cama.
Algo ocurrió, hubo reproches, insultos. Una fuerte dosis de ira y dolor.
Agustín levantó en vilo a su madre enferma y luego la dejó caer sobre su rodilla.
Una llave de la lucha libre conocida como la «quebradora», que provocó la
fractura de pelvis y fémur de la anciana, la cual murió cuatro días después en una
cama de hospital.
Lo que pasó esa noche fue visto por una niña, la hija de la hermana de
Guillermo que ya se había marchado. La niña no debía estar ahí, pero quizá su
madre no quiso molestarla y la dejó en el sillón donde dormía. Al día siguiente,
muy temprano vendría por ella para llevarla a la escuela. Los gritos la
despertaron.
Otro ataque sufrido por una anciana: Era temprano por la mañana cuando
llamaron a la puerta de la casa. Las viejas costumbres, que no se abandonan. A la
víctima, de 79 años, le gustaba que le llevaran leche fresca a su casa, aunque
vivía en pleno centro de la ciudad, en la calle de Jesús María. Abrió la puerta
porque pensó que era el lechero.
El hombre que la atacó, que dijo llamarse José Cuauhtémoc Sánchez, de 42
años, la empujó con fuerza y entró en la casa. Le exigió que le entregara las
joyas y el dinero que tenía guardados. La mujer trató de gritar, el intruso la tomó
del cuello y quiso estrangularla. Quería el dinero y las joyas. Desesperado,
arrancó el par de aretes que usaba la anciana. Oro de 18 quilates. La mujer no
pudo soportar el dolor y gritó. Fue entonces cuando los vecinos escucharon.
Alguien salió a buscar una patrulla y tuvo suerte de encontrarla. Cuando los
policías entraron en la vivienda, José Cuahutémoc trató de escapar por la azotea.
Lo siguieron hasta encontrarlo oculto tras un muro. Según la información oficial,
el hombre llevaba consigo un cable de casi un metro de largo, la posible arma
homicida que no logró sacar por la forma en que la mujer se defendió del ataque.
La víctima, quien sufrió lesiones por los golpes que le fueron propinados en
los brazos, en las piernas, en el cuero cabelludo, que ni siquiera había notado que
sangraba, identificó plenamente a su agresor.
Como esta mujer, las víctimas que se pueden encontrar en la galería del
horror de las agresiones a las mujeres de la tercera edad son en extremo
vulnerables. Todas pertenecen a un grupo social olvidado, el de 740 mil adultos
mayores que viven en la Ciudad de México, más de la mitad de ellos en
condiciones de pobreza o pobreza extrema.

Araceli Vázquez fue sentenciada a 23 años de cárcel por homicidio calificado. A


esa sentencia hay que sumarle otros 17 años y 9 meses de cárcel por una
sentencia de robo. Fue la primera Mataviejitas.
Araceli fue detenida el 31 de marzo de 2004. Después de su captura
ocurrieron muchos otros homicidios, en los que las víctimas eran ancianas.
Araceli jamás negó su artegio; robaba a las mujeres de la tercera edad. Jamás
aceptó ser asesina.
Era un día más de encierro, la vida transcurre lentamente en la cárcel cuando
se lleva a cuestas una sentencia de más de 30 años. La libertad y cualquier otra
manera de vivir que no sea en prisión se ven como algo lejano, muy lejano. La
rutina ayuda para ir pasando el día, para que el encierro no sea tan cruel.
Lo peor es al principio, cuando el «carcelazo» se impone. Horas y horas de
sueño pesado. El dolor del cuerpo, de todo el cuerpo, es constante y nadie podría
creer que lo que se sufre es el resultado de una fuerte depresión. Dan ganas de
morir.
A la otra Mataviejitas, Araceli la conoció por televisión. La llamaron al
dormitorio para que viera en la pantalla a una mujer que en nada se le parecía.
La habían detenido justo después de haber asesinado a una anciana. Se enteró de
que esa mujer estranguló a su víctima con un estetoscopio. Decían en la tele que
el muchacho a quien la mujer asesinada le rentaba un cuarto se topó con la
homicida, cuando huía del lugar. Una patrulla pasaba por ahí y el resto es una
historia conocida.
Araceli Vázquez fue entrevistada por los colegas Luis Brito y Leticia
Fernández del diario El Universal. La mujer les dijo, con lágrimas en los ojos,
como lo testimonia la foto publicada con la nota: «Lo único que me interesa es
irme, que yo tenga que pagar por lo que hice, que fue el robo. Esto es una gran
ayuda para mí, espero que el juez y toda esa gente se den cuenta, ojalá, Dios
quiera.»
María Margarita Aceves Quezada tenía 75 años cuando murió estrangulada.
Su cuerpo fue encontrado en el departamento de la Unidad Habitacional
Cuitláhuac, donde vivía.
La escena del crimen era un departamento donde alguien había buscado algo.
Los cajones de los muebles revueltos, el colchón de la cama de la recámara fuera
de lugar. Un caos coronado por el cuerpo de la mujer asesinada.
Los familiares de la anciana confirmaron que faltaban algunas joyas. Tal vez
algo de dinero que tenía guardado en alguna parte para los gastos más
inmediatos.
Araceli Vázquez fue detenida el 7 de marzo de 2004. Según la versión
oficial, fue capturada tras una denuncia por robo. La mujer había dejado una
huella digital en un vaso. Con eso fue suficiente para «ubicarla» en su domicilio:
Avenida del Trabajo 25, colonia Lucas Alamán, en el Estado de México.
La primera Mataviejitas, según las autoridades, guardaba en su propia casa el
motín de los robos. Le fueron encontrados el reloj y el anillo que la
incriminaron.
La pista de las joyas llevó a la policía a una casa de empeño en el Estado de
México, donde Araceli había llevado más de una vez las joyas, que sin duda
provenían de sus hurtos.
De acuerdo a las autoridades, Araceli confesó su modo de operar, su artegio.
Encontraba a sus víctimas en los parques, le gustaba actuar en las unidades
habitacionales. También buscaba ancianas solas en el metro. Se hacía pasar por
trabajadora social del Programa para Adultos del gobierno del DF. En cuanto
podía, preguntaba a las ancianas si vivían solas. Si la respuesta era sí, les ofrecía
tarjetas para obtener despensas y ayuda económica. Les decía que era necesario
visitarlas en su domicilio, donde tendría que hacerles un estudio
socioeconómico.
Araceli no perdía tiempo, de camino al domicilio de sus futuras víctimas
preguntaba sobre sus ingresos, les decía que era importante que tuvieran ahorros
y pudieran demostrarlo. Había un premio de 10 mil pesos si lo ahorrado era
suficiente.
Dentro de la casa, esperaba el momento justo. Sometía a las ancianas con
facilidad. Las obligaba a decirle dónde guardaban el dinero y las joyas.
Conforme sus declaraciones, Araceli reconoció que había atacado ancianas
en distintos rumbos de la ciudad, en las colonias Obrera, Del Valle, Condesa y la
Unidad Habitacional Juárez.
A Gloria Eréndira Rizos Ramírez la estrangularon. La mujer vivía en la
Colonia del Valle, en la Cerrada de Adolfo Prieto, número 14. Al morir, el 28 de
octubre de 2003, tenía 81 años.
El reloj y las joyas encontradas en casa de Araceli Vázquez, la primera
Mataviejitas, fueron identificados por la hija y el sobrino de Gloria Eréndira
Rizos. No tuvieron ninguna duda, le pertenecían a su pariente.

Jorge Mario Tablas Silva, otro Mataviejitas, a quien en los medios llamaron el
Enfermero, fue sentenciado el 5 de octubre de 2005 a 61 años y 9 meses de
prisión. El Quincoagésimo Sexto Juez en material penal, Jorge Alberto Meneses,
lo consideró culpable de dos homicidios, de María Eugenia Guzmán Noguez, de
75 años y de Luz Estela Viveros Padilla, de 70 años. Esta sentencia no sólo fue
ratificada por el Tribunal Superior de Justicia del DF, sino que se incrementó
diez años.
Ambas mujeres fueron asesinadas a finales de 2003. Ese año, como sabemos
por la información de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal,
fueron estranguladas en circunstancia similares 12 ancianas. Era evidente la
actuación de un asesino serial, lo que por esas fechas las autoridades se negaban
a reconocer; atribuían esos homicidios a hechos aislados, consecuencias de
simples robos.
Este Mataviejitas fue detenido el 12 de septiembre de 2004 en un modesto
hotel de la colonia Obrera llamado Fabiola. En ese entonces Jorge Mario Tablas
Silva tenía 54 años. Se disfrazaba de enfermera, usaba una peluca rubia y salía a
buscar a una mujer de la tercera edad que pudiera ser su siguiente víctima.
María Eugenia Guzmán Noguez fue estrangulada con un cable el 28 de
noviembre de 2003; tenía 75 años y vivía sola.
Los vecinos del departamento donde vivía María Eugenia habían visto a ese
hombre. Un hombre disfrazado de mujer. A una de las vecinas de María Eugenia,
otra mujer mayor, se ofreció para tramitarle una tarjeta de apoyo económico para
adultos mayores. En otra ocasión, los vecinos de la mujer asesinada volvieron a
ver a ese hombre: ya no vestía de mujer, ni usaba peluca rubia, ahora ofrecía
prestamos del gobierno para el mantenimiento y la remodelación de casas y
departamentos de personas de la tercera edad.
También fue estrangulada Luz Estela Viveros Padilla, de 70 años que fue
asesinada en la casa donde vivía en la colonia Industrial, al norte de la ciudad de
México el 12 de diciembre de 2003.
Jorge Mario Tablas no tenía un domicilio fijo, vivía en cuartos de hotel. En el
cuarto del Fabiola, donde fue detenido, le fue encontrado un par de guantes de
látex, los que pudo usar para ocultar sus huellas en los lugares donde perpetraba
sus crímenes. Entre sus pertenencias había un listado con nombres y direcciones
de ancianas. La lista de sus siguientes víctimas.
En el mes de mayo de 1998, María Amparo González también fue asesinada.
La estrangularon con un cable eléctrico en el interior de su departamento en la
Unidad Modelo. Las autoridades no pudieron fincarle responsabilidades a José
Mario Tablas por este homicidio, en el que sospechan que estuvo involucrado.
Jorge Mario Tablas tenía una vida trashumante. Paraba en hoteles baratos, en
pequeños cuartos con viejo mobiliario y precarias condiciones. En el último de
los cuartos donde vivió, fue encontrado un cuaderno en cuya portada se lee en
gruesas letras escritas con una fuerte dosis de nerviosismo: «Dios me dio la
autoridad para exterminar.»
VI

Puede imaginarse lo larga que para ti fue esa noche. Dormiste poco y mal, te
sentías extraña. En el reloj las horas corrían despacio, la pesada oscuridad no
cedía y tú aguardabas el sueño postergado por una fatiga nerviosa. Pasaste así
horas y horas. Quizá dormiste un rato, sólo un rato, pero fue un sueño ligero,
próximo a la vigilia, lleno de sobresaltos. No recuerdas haber soñado nada. Fue
una mala noche de ojos cerrados, con una sensación de angustia que no te dejó
en paz. Una mala noche que, por contraste, desembocó en una mañana donde el
sol arribó temprano con todo su esplendor. A pesar de ese brillante sol, estuviste
a punto de quedarte todo el día en la cama.
Prendiste la radio que tenías sobre el buró, música romántica, pasada de
moda, anunciada como los «Clásicos del Amor» en la 760. Pasaban de las siete
de la mañana y apenas te quedaba tiempo para preparar a los niños y llevarlos a
la escuela.
La música los despertó. Te acercaste a la cama donde dormía Cristina,
siempre tan frágil, la mirabas como a un ángel que en cualquier momento
levantaría el vuelo. Enfermiza y triste, siempre te preocupaba. Jamás imaginaste
que los cuidados que necesitó desde que era una bebé, por tanta enfermedad que
la agobiaba, los bronquios irritados, la constante diarrea, el reflujo y quién sabe
cuántas cosas más, despertaron en ti la ternura y el cariño que jamás habías
sentido por tus otros hijos. A Reyna, la más grande, siempre la viste como un
accidente en la vida, algo que no querías que pasara, una niña venida del dolor, a
la que criaste sola. Tú sabes todo lo que te costó imponerte a ese sentimiento de
rechazo que sentías al verla, cómo trataste siempre de comportarte como la
madre amorosa, la entregada a la tarea de que la niña subsistiera y fuera
creciendo. Trabajaste mucho, largas jornadas en la fábrica aquella de chocolates,
con ese pastoso olor dulce metido en el cuerpo. Un olor que no olvidas y que fue
la causa de tu aversión al chocolate. Después te colocaste en varias casas,
lavabas ropa y te encargabas de la limpieza. Ganabas más que en la fábrica y
podías recoger temprano a la niña de la guardería. Reyna llenaba el pequeño
cuarto de azotea donde entonces vivían. A veces piensas que por aquellos
tiempos eras feliz, que la vida fluía tranquila y dulce a pesar de los apremios
económicos, a pesar de la mala sangre que tú sabías que corría por las venas de
tu hija.
Samuel era flojo. Buscaba siempre salirse por la tangente, un desastre al que
tú misma le pronosticabas una vida llena de fracasos como la de su padre. Por
eso te preocupaba tanto, por eso habías decidido estar siempre con él. La vida ya
era demasiado pesada para él y sus carencias. Al niño, como a Cosme, su padre,
le faltaba algo, ambos eran incapaces de subsistir solos, dóciles, ingenuos,
signados por el fracaso, marcados por una atávica pobreza, encerrados en un
círculo de miseria del que jamás iban a salir.
A Cosme te lo encontrabas en la estación Aeropuerto del metro, donde
bajabas del pesero para ir a trabajar. Muchas mañanas coincidieron en los
andenes, en la larga espera del tren. Lo veías desde la zona reservada a las damas
con su maleta deportiva del equipo de futbol Cruz Azul, su expresión de azoro
ante el mundo, que te despertaba tanta ternura, y su apariencia de «güero de
rancho», con su bigote de matices rojizos y rubios y sus ojos azules. Tú fuiste la
que, una de esas mañanas, comenzó con el juego de las miradas y la sonrisa
coqueta. Un juego que, en principio, lo asombró, después lo hizo ruborizarse,
pero al que luego se dejó ir sin contemplaciones. Ese juego se prolongó por un
tiempo, la diaria travesía en el metro, esa aventura de cruzar bajo tierra la ciudad,
con inesperadas paradas, apretujones y largos recorridos para los necesarios
transbordos, tenía el aliciente del azaroso encuentro con el güero.
Tú fuiste la que empezó a llegar más temprano, aunque eso te obligara a
levantarte de madrugada y dejar a la niña por lo menos media hora antes en la
guardería. Te apostabas en la avenida y, oculta tras los puestos de los vendedores
ambulantes que inundaban la banqueta, esperabas hasta verlo llegar. En cuanto
lo veías bajar de alguno de los colectivos te adelantabas en el camino y
aguardabas en el andén, justo en el límite de la zona reservada para mujeres, a
que llegara por ahí. No tardaba mucho. Caminaba de prisa, ansioso por
encontrarte, por iniciar ese juego de miradas y sonrisas, que apenas duraba el
tiempo que tardaba en llegar el próximo tren.
Una mañana te hartaste, rompiste el silencio y, como ya lo tenías decidido,
terminaron en un hotelito de paso de los que hay muchos en la colonia Guerrero.
Te contó que era electricista y plomero, que vivía con su madre, una mujer
enferma a la que no podía dejar. En sus brazos descubriste algo que jamás habías
sentido, no era sólo el deseo, ni las ganas de que te colmara con su cuerpo, con
su piel; era mucho más. Te enamoraste, como podías enamorarte, de lejos y con
muchas precauciones. Recuerdas cómo hacías sufrir a Cosme con tus caídas al
abismo, como decías. Las depresiones que te llevaban primero a sentir un
desprecio por los demás, a convencerte de que no tenías lugar en el mundo, que
todo era feo y triste. Después, venía la etapa de la inmovilidad, en la que te
costaba mucho, pero mucho, levantarte, dar el primer paso y seguir adelante. Lo
hacías porque no te quedaba otra, el apremio de mantener a la niña, el seguir
adelante, aunque una parte de ti se hubiera quedado atrás, postrada en la cama
donde dormías con Reyna.
Tú misma se lo dijiste a Cosme, para entonces tenías ya suficientes pruebas
de su síndrome de fracaso y estabas embarazada de Samuel. Su mala suerte te
había puesto en su camino; eras la peor de sus desgracias. Aceptó resignado a
Samuel. Estaban juntos en la cama y esa mañana ni siquiera habían podido hacer
el amor. Estaban cansados. El fastidio de la vida que mata el deseo.

Cristina fue la primera en levantarse, la viste caminar rumbo al baño. Estabas


segura de que la vida para ella iba a ser dura. Lo peor era que sabías que no
estarías a su lado para protegerla. Presentías que tu tiempo estaba contado, la
cuenta regresiva que iniciaba cada mañana transcurría con el frenesí de los
enfermos terminales. Por eso, por ese temor de morir de manera prematura y
dejar a Cristina sola y a Samuel con sus desgracias, fue por lo que hiciste un
pacto con la santita blanca, la Santa Muerte, milagrera de la calle y los bajos
fondos.
A la santita la conociste por Julián, el padre de tu niña, aunque ya mucho
antes habías oído hablar de ella. La bruja del mercado de Sonora te habló de sus
milagros, era especialista en pobres y en aquellos que la sabían cerca de sí, muy
cerca, quienes habían probado ya su amarga miel de dolor y ausencia.
Julián la llevaba tatuada, desplegada sobre el pecho y su enorme panza de ex
pesista convertido en inmenso gordo. Julián era chofer de pesera, una camioneta
como muchas de las que atestan la ciudad, convertidas en el peor de los
transportes públicos por la corrupción de los políticos que otorgaron concesiones
para placas a quienes controlaban los grupos de poder, quienes regenteaban a la
legión de desempleados convertidos en chóferes. Julián era uno de ellos, con sus
treinta años llevados de la peor manera, vencido por el vicio de la coca y el
alcohol. Un tipo de cuidado, del que llegaste a saber que se alquilaba como
sicario.
Julián siempre tuvo el tino de aparecerse en el momento en que te
encontrabas en el fondo de tus depres. Aparecía de milagro. Llegaste a pensar
que ese milagrito se lo podías atribuir a la Santa Blanca. La mejor de sus fugaces
apariciones fue cuando te convenció de que se fueran a Acapulco, traía mucho
dinero y ganas de divertirse. Llevaste a los niños con el padre de Samuel y se
fueron juntos. Días de locura, sexo y fiesta. Decía que la felicidad tenía mucho
de alucine. Jamás te explicaste por qué prefería a una mujer madura que a una
muchacha. Le gustaba que lo abrazaras fuerte, que llevaras la iniciativa en la
cama, que te atrevieras a sorprenderlo. A Julián le gustaba llevarte al
departamento donde vivía, un departamento de una recámara, allá cerca de la
estación Tacuba del metro. Se metía unas cuantas pastas, ponía en la tele una
película pornográfica y se acercaba a ti con un par de vasos llenos de tequila. La
fiesta comenzaba.
Te embarazaste con toda intención, aquella terquedad de las mujeres de
atrapar al macho con el señuelo de un hijo, o tal vez tus ganas de tener algo de tu
Julián, de quien sabías se iba a ir o alguien le iba a cobrar de la peor manera
alguna de las muchas que debía.
Nadie te cree lo que pasó con él, ni la bruja del mercado del Sonora, ni tu
comadre Leticia. Simplemente no volvió. Para entonces ya había nacido
Cristina. La niña había estado grave, una pulmonía. Lo viste por última vez
cuando te recogió en el hospital y en la camioneta que manejaba las llevó a tu
casa. Después de un mes te animaste a buscarlo; nadie lo había visto en el
departamento, una vecina te dijo que quizá se había cambiado, pero que nunca
sacaron sus muebles. Te enteraste de que debía muchos meses de renta. Ya
decidida a encontrarlo fuiste a la base donde las peseras parten a su ruta, fuera de
la estación del metro Potrero. Cuando les preguntaste a un par de chóferes que
esperaban su turno para salir a la ruta, te sorprendió que te dijeran que no lo
conocían. No sabían quién manejaba la camioneta 0766. Te sacaron la vuelta y
se fueron.
No volviste a ver a Julián. Preferías pensar que al fin había logrado reunir el
dinero que necesitaba para irse a la frontera y trabajar del otro lado. Guardabas
la ilusión de que fuera verdad lo que alguna vez prometió, volver por ti y por la
niña, su familia, decía, para llevarlas allá donde se vivía mejor y no había tanto
muerto de hambre. No quisiste creer que lo que te dijo la bruja de Sonora, que a
ese hijo de la Santa Muerte lo mataron a la mala y lo enterraron en algún lugar
despoblado. Un asesino ejecutado.
Fue Julián el que te enseñó tu artegio, tu negocio, quien te puso en el
camino. Ese negocio para el que te preparas, en el que pensaste toda la noche.
Mientras los niños desayunan vas al cuarto donde guardas tus fotos y recortes,
donde celebras tus triunfos. En ese cuarto, colgada dentro del pequeño clóset
está la bata blanca que ya no usas, la bata de enfermera, el imprescindible
atuendo de tus primeros trabajos. Esa bata la cambiaste por el saco y el suéter
rojos que te gusta combinar con pantalones negros.
Te vistes despacio, como si te pusieras las mallas rosas de tu traje de
gladiadora. La ropa está recién planchada y luce de lo mejor; te cepillas el pelo
corto, teñido de rojo. Te miras al espejo. El duro rostro de una mujer madura que
no supo nuca cómo sonreír. No te gusta esa cara, es tan vulgar, tan común. Las
facciones son toscas, reconoces que en el conjunto hay algo duro, muy duro. Un
montón de viejos sufrimientos están inscritos en esa expresión. Preferirías usar
tu antifaz plateado, enorme, un antifaz importado del carnaval con su alegría y
su destrampe a la lucha libre. El antifaz de la Dama del Silencio, que esta
mañana entrará en acción.

La primera vez que se mata sorprende que nada ocurre, nada cambia en el
mundo. Asesinaste a esa mujer por algo similar a un accidente de trabajo. Todo
había salido bien, la encontraste en el parque, te creyó aquello de que trabajabas
en el programa de asistencia a las personas de la tercera edad del gobierno de la
ciudad. Aceptó llevarte a su casa; tú sabías que vivía cerca. Le prometiste
tomarle la presión y un masaje tonificante en sus piernas adoloridas por los
problemas de columna.
No desconfió cuando le preguntaste si vivía sola, tampoco cuando ya en su
departamento te habló de sus ahorros. Tenía dinero en el banco, una buena
cantidad. Su hijo le depositaba cada mes, el hijo que vivía lejos, quien te contó
que era ingeniero en Houston. Quizá te precipitaste, tal vez era cosa de tiempo,
pero después de todo hasta en tu negocio había que trabajar con eficacia y
rapidez. Era lo mejor. Además mientras más tiempo pasaras con las viejas más
probable era que te llegaran a identificar si se atrevían a denunciarte.
Te fue fácil someterla, un golpe con el dorso de la mano. La amenaza de que
no gritara si quería seguir con vida. La tomaste del cuello con la mano derecha y
apretaste. La mujer estaba sobre el piso. Abrió los ojos presa del pánico y la
dificultad para respirar. Le preguntaste por el dinero y las joyas. La tenías sobre
el piso, en su recámara, a un lado de la cama donde le ibas a dar el masaje.
Tenías en la mano izquierda la pañoleta azul que habías tomado del tocador. Le
diste vuelta, y con un rápido movimiento le colocaste la mascada sobre su fofo
cuello. Apretaste. Tenía que decirte dónde estaban las joyas, dónde guardaba el
dinero. Apretaste. Le oíste decir algo. Piedad, perdón. El llamado a un Dios que
jamás estaba donde hacía falta. Apretaste. Un poco más, sólo un poco más, como
lo habías hecho muchas veces antes. Te molestaron los sonidos que la vieja hacía
de animal agónico. La odiaste y, sin pensarlo demasiado, apretaste. Siguió sin
decir nada. Sólo los quejidos, ese molesto gorgoteo, los inútiles llamados a su
ausente Dios. Volviste a preguntar por las joyas y el dinero.
Se te acabó la paciencia. Apretaste con fuerza, con toda tu fuerza, con la
fuerza de tus grandes manos. Apretaste. Apretaste con toda la fuerza de tu
cuerpo trabajado en horas de gimnasio, con la fuerza de la luchadora que había
recorrido las arenas pobres de la periferia del ciudad con un montón de derrotas
a cuestas.
La vieja murió. Murió en un accidente de trabajo.
VII

Sobre la mesa del escritorio del reportero se extienden media docena de recortes
de periódico con las notas sobre el caso Mataviejitas. La historia de los más de
40 homicidios perpetrados a mujeres de la tercera edad; también la historia de
una investigación que prosperó y se detuvo, que logró importantes hallazgos y
fracasó en lo elemental.
El humo del tabaco negro del enésimo cigarro que se extingue en el cenicero,
el café ya frío, las horas que pasan de prisa ante la minuciosa lectura de las notas
de periódico. Con la escasa información publicada, el reportero se propone dar
cuenta de los elementos que resultan claves en el modo de operar del asesino.
Armar las piezas del rompecabezas sobre las razones que lo impulsaban a matar.
Lo primero es la historia de las huellas digitales dejadas por el asesino. El
error esperado, la desatención del homicida convencido de que actúa con toda
impunidad, como lo demuestra su cadena de asesinatos, la interminable serie de
víctimas sacrificadas por el designio del robo, del simple hurto de las pocas
cosas de valor que el homicida se llevaba consigo después de consumar la cruel
representación de segar una vida.

Todo iba bien. La anciana confiaba en la mujer que se acercó a ella al salir del
supermercado, que la ayudó con sus bolsas y le platicó que era enfermera. El taxi
aquél, un vocho en mal estado, apareció en la avenida y juntas lo abordaron. La
enfermera le dijo a su futura víctima que vivía cerca, que podían acompañarse y
pagar entre las dos el viaje.
Todo iba bien. Con la propuesta de tomarle la presión, de ayudarla con ese
malestar y agotamiento. Con la oportunidad de que la revisaría y le daría un
masaje que la haría sentirse mejor.
Bajaron del taxi y la enfermera, muy amable, ayudó a la anciana con las
bolsas de la compra en el supermercado.
Todo iba bien. Subieron al departamento y entraron. Era lo que esperaba: la
sala con muchos años encima, el sólido comedor de buena madera, las lámparas
y la infaltable colección de adornos, figuras imitación porcelana por todas partes,
un cuadro de dulce gusto con el paisaje de un apacible bosque, retratos de la
familia ausente. La huella del polvo muestra que ya no hay quien pueda llevar a
cabo la rigurosa limpieza cotidiana a la que esa estancia estuvo sometida muchos
años.
Todo iba bien, la enfermera le pidió que se recostara en un mullido sillón que
apestaba a orines de gato, para que le tomara la presión. Fue entonces cuando
una voz proveniente del interior del departamento la alertó. Había cometido el
grave error de no preguntarle a la mujer con quién vivía, pero la anciana había
tenido la culpa, se quejó de lo sola que estaba, le había hablado de lo que
extrañaba a sus hijos, los cuales rara vez la visitaban, del trabajo que le costaba
bastarse a sí misma, una vieja que ya a nadie le importaba.
La voz era la de un hombre joven, la llamaba, «mamá». La enfermera se
apartó de golpe, sin siquiera ayudar a la anciana a ponerse de pie. El muchacho
insistió con sus llamados. Lo mejor era irse.
Como siempre, la anciana respondió de inmediato, estaba lista para atender a
su hijo, a pesar de los años que llevaba encima, esos 72 que le había confesado a
la enfermera.
Antes de que la mujer de bata blanca, con cara de sorpresa y sonrisa
congelada, pudiera marcharse apareció en la estancia el muchacho que llamaba,
«barbón», en short y camiseta, daba pequeños saltos en un pie mientras hacía
equilibrios con una pierna fracturada al aire. Saludó con un buenos días y miró
con desconfianza a la mujer, que no esperaba ver parada en medio de la sala de
su casa. Su madre le dijo que era enfermera. Le iba a tomar la presión y a darle
un masaje. Al muchacho lo alertó el nerviosismo de esa mujer, alta y robusta con
el pelo corto teñido de rubio. Una enfermera con la que no se hubiera querido
topar en caso de ser sometido a una inyección. Ella lo saludó con un murmullo y
dijo algo más que no alcanzó a entender. Algo así como que mejor se iba, que no
quería importunar. El ambiente se tensó, algo no marchaba bien con esa
corpulenta mujer que sin decir nada avanzaba hacía la puerta de salida. La
anciana percibió la desconfianza de su hijo y trató de mitigarla. Tuvo la
ocurrencia de pedirle que mirara la radiografía del tobillo fracturado, para que le
diera su opinión profesional, de amiga, así lo dijo, de amiga, sobre la lesión.
Antes de que el muchacho dijera que no o de que la mujer por fin terminara de
marcharse, fue a buscar la radiografía.
Ambos la esperaron en silencio. La enfermera cada vez más cerca de la
puerta de salida y el muchacho tumbado en un sillón, con la pierna vendada y
una férula a la altura del tobillo dañado.
La mujer estaba a punto de dar el último paso, de abrir la puerta de golpe y
huir, cuando la anciana apareció con un enorme papel de color amarillo en la
mano. Tuvo que ver la radiografía, dar una aventurada opinión sobre una fractura
que no podía ver en esa difusa imagen sobre fondo negro, que adivinó era el
malogrado tobillo del hijo de la anciana.
La enfermera había cometido un error: la huella de uno de sus dedos quedó
registrada en la sensible radiografía. Algo así como una fotografía de su
identidad.
En cuanto pudo, la corpulenta mujer dijo adiós y salió del lugar. Agradeció a
alguien, tal vez a la Santa Muerte, la santa de su devoción, la santa blanca que
estaba segura la amparaba, que el muchacho de la pierna fracturada no la hubiera
sorprendido en el momento en que estrangulaba a su madre con la tripa de
plástico del aparato que ella misma le había dado para que le tomara la presión.
Esa huella, la marca del asesino, fue encontrada en 11 distintos escenarios de
los homicidios perpetrados por un mismo homicida. Era la huella digital de
Juana Barraza Samperio.

A cuentagotas las autoridades informaban sobre los homicidios cometidos a las


ancianas en la Ciudad de México. Primero negaron la presencia de un asesino
serial. Alguien juzgó que políticamente era incómodo. Es más, se dijo que con
los asesinatos se buscaba desprestigiar al gobierno de Andrés Manuel López
Obrador. Pero cuando los hechos, el perfil de las víctimas, el modo de operar y la
persistencia de los homicidios se impusieron, no hubo salida, era evidente que un
asesino serial aprovechaba las condiciones de exclusión y la vulnerabilidad de
las ancianas para asesinar. El telón de fondo de esos homicidios era la Ciudad de
México, un lugar propicio para ser estrangulado en la soledad.
Las huellas dejadas por el asesino no llevaron a su identificación. Los
crímenes ocurrían una tras otro ante la perplejidad de las autoridades.
Un par de historias para ilustrar el absurdo derivado de la falta de
preparación para investigar crímenes que se apartan de la violencia cotidiana y la
simple delincuencia.
El humor negro, las tristes bromas de la ineficacia.
A dos policías de la calle les avisaron de un posible crimen ocurrido en un
edificio de la colonia Condesa. Al llegar al lugar de los hechos, confirmaron la
muerte de una anciana. Había sido estrangulada. Antes de informar sobre lo
ocurrido, los policías curiosearon lo suficiente por aquí y por allá. A nadie le
extrañaría que, aprovechando la ocasión, hubieran tomado algo de valor. Todo lo
perdido se lo iban a achacar al asesino, al temible Mataviejitas.
Las huellas de los uniformados aparecieron por todas partes en la escena del
crimen: nítidas, claras, sospechosas huellas, nada más y nada menos que de un
par de policías.
Después de volver a leer el par de notas sobre la historia de las huellas de los
policías en la escena del crimen, el reportero duda de la versión oficial sobre su
origen. Le sobran razones, la línea divisoria entre la corrupción y el delito de
encubrimiento es muy pequeña y no sería la primera vez que delincuentes con
placa aprovecharan la situación para lucrar. Una historia marcada no sólo por las
huellas digitales de ese par de policías encontradas en el lugar, sino que también
por los signos de interrogación de la pregunta: ¿Qué pudo ocurrir?
A lo largo de los meses de investigación sobraban sospechosos y faltaban
verdaderos culpables. Un perito fue llamado a declarar. Sus huellas dactilares se
encontraron en reiteradas ocasiones en el lugar de los hechos. Ése fue el caso del
perito que ignoraba que ante todo hay que preservar la escena del crimen.
Mientras esto ocurría, las autoridades hablaban de que el asesino conocido
como el Mataviejitas tenía una mente brillante, capaz de retar a los
investigadores, un asesino con características, según el mismo procurador de
justicia del DF, provenientes de las más convencionales películas facturadas en
Hollywood para el consumo de los amantes del cine de asesinos seriales y su
mitología de plástico y sangre. El espectáculo del horror de asesinos de ficción,
lejos de la realidad de la Ciudad de México, de la ineficacia en las
investigaciones y la vulnerabilidad de las ancianas sometidas a condiciones de
abandono y exclusión. Lejos de un asesino que actuó con toda impunidad por
una larga temporada ante el azoro de quienes no encontraban cómo detenerlo,
paralizados ante la inminencia de la próxima víctima.
Juana, la Dama del Silencio, la campeona de los pequeños hurtos, la vencedora
de ancianas en una sola caída, cometió el error de dejarse ver. Los retratos
hablados, elaborados con la descripción proporcionada por varios testigos, se le
parecen. La figura de cera, realizada por peritos, de su rostro basada en la
descripción de quienes la vieron, no sólo reproduce sus facciones sino su gesto,
un gesto adusto, de dolor contenido, de viejo resentimiento.
El reportero lee la historia de una anciana asesinada en Tlatelolco, la enorme
unidad habitacional que puede resultar una alegoría de la vida en las ciudades
donde el individualismo es una forma de supervivencia, donde se tiene
demasiada prisa para mirar al otro lado y encontrarse con un semejante igual de
atribulado por la difícil vida y las rutinas, que empiezan y terminan en las cuatro
paredes de un departamento.
Aunque parezca imposible en esos lugares, resultado de la pesadilla de la
modernidad, asoma lo generoso, lo cálido, la solidaridad. A Lupita sus vecinos la
conocían, ella misma había ideado cómo estar presente en la vida de ellas y sus
esposos. Vendía ropa, joyería y artículos de belleza a plazos.
En el último párrafo de la nota de prensa donde bajo la cabeza de «Otra
víctima del Mataviejitas», el reportero lee cómo fue encontrado el cuerpo de esa
anciana estrangulada. A sus vecinos les extrañó no saber de ella. La puerta de su
departamento estaba sólo emparejada. La llamaron por teléfono y nadie
respondió. Imaginaron lo peor y al entrar al departamento encontraron su cuerpo
sobre la cama, con un enorme cajón de mueble encima.
Los vecinos le dijeron a la policía lo que sabían: la habían visto por última
vez la tarde anterior a la noche en que fue asesinada, iba de salida, no soportaba
el dolor de espalda y alguien le iba a dar un masaje. Horas después la vieron
subir con una mujer a su departamento, les extrañó porque ya era tarde y rara era
la vez que Lupita recibía visitas, y menos a esas horas.
Quien acompañaba a la anciana era una mujer de pelo corto, usaba un suéter
rojo; podía ser un hombre, por su estatura; era corpulenta, fuerte.
El busto de plastilina creado con la suma de las descripciones de quienes,
como los vecinos de Juana, habían visto al Mataviejitas, que resultó ser una
mujer y no un travesti, como se llegó a pensar, reproduce el rostro de Juana
Barraza Samperio, que cuando fue detenida vestía un saco y un suéter rojos. El
pelo corto, su corpulencia de ex luchadora, su estatura y la dureza de ese rostro
de toscas facciones.
El reportero sale a correr un rato en los Viveros de Coyoacán, después de la
jornada de exploración sobre las notas de prensa que cuentan la historia de esta
mujer, un singular asesino serial alejado de los patrones comunes. No es un
hombre, ni actuó con el cuidado y la planeación que parecen atribuirle. No
edificó una suerte de mitología propia en torno a sus homicidios. Mataba por
rencor, dijo ella misma, por rabia acumulada. Mataba porque era más fuerte. Un
depredador en la selva y nada más.
El reportero recuerda la charla, la entrevista con su amigo Miguel Ontiveros,
quien fuera investigador del Instituto Nacional de Ciencias Penales (Inacipe),
que se sumió en la pesadilla de los asesinatos, y con un grupo de colegas realizó
una investigación alterna a la investigación oficial sobre el caso.
Cuando charlaron, una noche de lunes en las solitarias instalaciones del
Inacipe en Tlalpan, Juana Barraza Samperio no había sido aún detenida. Todo
indicaba que el asesino de ancianas era un hombre, aunque no hubiera rastros en
los cuerpos de violencia sexual. Por esas fechas, el cronograma de los
homicidios armado por los investigadores del Inacipe coincidía con las fechas en
que los crímenes eran cometidos. Miguel no tenía duda, el asesino volvería a
matar si antes no era detenido o se suicidaba. La compulsión de matar.
Además de la cronología existía un mapa de la Ciudad de México donde
estaban marcados los lugares en que atacaba. Colonias y rumbos de la clase
media, edificios de unidades habitacionales, casas solas en calles poco
transitadas. Cerca de los lugares donde fueron cometidos los crímenes con
frecuencia había parques y supermercados.
Los homicidios fueron perpetrados a media mañana, cuando las ancianas
abren la puerta a quienes les ofrecen, por ejemplo, la tramitación de una
credencial de ayuda económica otorgada por el gobierno de la ciudad, o se
ofrecen para tomarles la presión o darles un masaje en sus doloridos cuerpos.
El móvil, decía Miguel, no era el robo, aunque insistía en que el asesino
realizaba pequeños hurtos. Robos de algunas cosas de valor, como joyas. Era
posible seguir el rastro de esos objetos, quizá eso llevaría al asesino que tal vez
los vendía o empeñaba.
Según Miguel y sus colegas del Inacipe, lo importante no era el hurto, el
asesino se llevaba esos objetos para guardar un recuerdo de sus víctimas. Una
forma de preservar el momento en que su vida le perteneció, en que se impuso
de manera total y decisiva sobre ella. El atavismo de un viejo cazador que
conserva los colmillos del animal, que es capaz de usarlos como collar.
Un par de días antes de ese mediodía, cuando el reportero retaba los altos
índices de contaminación al trotar sin rumbo en los Viveros de Coyoacán, Juana
Barraza Samperio fue detenida. El reportero se preguntó sus razones para matar.
En los periódicos y los medios se dieron a conocer fragmentos de las
declaraciones de Juana. Una historia marcada por la violencia, su padre la vendió
cuando era niña, a los 12 años de edad. Fue humillada, reducida a objeto de uso
y placer. Fue violada. Tuvo un hijo, cuyo padre pudo ser el hombre que la
compró por casi nada o algún otro de los que muchas veces la violaron, de los
que la usaban con el consentimiento de quien la ostentaba como de su propiedad.
Una vida de abusos y sufrimiento que se prolongó durante varios años. A ese
hijo lo mataron, un asalto, un batazo, la muerte en la calle, allá por Neza.
La madre de Juana dejó que la niña fuera vendida, se apartó de ella, la
abandonó a su triste suerte de mujer pobre.

El reportero regresa a su casa después de vagar un rato y después de una ducha


escribe un fragmento del reportaje que terminará horas después:
«El Procurador de Justicia del DF, Bernardo Batiz, ha descrito al
Mataviejitas con el perfil más común del asesino serial: “Se cuida mucho, es de
una inteligencia brillante, actúa con mucha habilidad, se gana la confianza de las
personas mayores y deja pocas huellas…”».
Pero cuál es el móvil en estos homicidios, por qué asesinar viejitas. Batiz
respondió a esta pregunta en un entrevista de las llamadas «banqueteras»,
rodeado de cámaras y micrófonos: «El móvil que aparece en todos los casos es
que, aunque sea de cantidades no muy altas, siempre es el robo. Hay siempre
saqueo, hay búsqueda en roperos, cajas, en lugares donde se guardan objetos en
las casas. Hay también un carácter sicológico-patológico de algún rencor, alguna
animadversión a las mujeres de edad avanzada.»
A Miguel Ontiveros, en ese entonces director de Investigación del Inacipe, le
pregunto ¿por qué asesina el Mataviejitas?
Hay asesinos seriales que reivindican el poder sobre su víctima, hay otros
que buscan incluso reivindicaciones extrañas ocultas, algunos más realizan lo
que creen una «limpieza social» y pueden dedicarse a victimar prostitutas, o bien
puede ser que tengan otras intenciones más oscuras, más perversas, que tienen
que ver con posiciones pseudo religiosas, estos crímenes son considerados por
ellos como sacrificios pero, ¿porqué asesina el Mataviejitas?
«Nosotros creemos que lo que busca —responde Ontiveros—, es sin duda
una satisfacción interna generada por una necesidad. Él necesita, como todos los
asesinos seriales, matar. El problema es por qué quiere matar. Aquí caben
muchas hipótesis, todas las que has señalado son válidas, pero por el perfil
victimológico yo creo que aquí sí habría que decantar como línea fundamental
un ánimo de venganza hacia esa figura materna.»
Conforme la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, el perfil
psicológico del Mataviejitas puede ser el de un hombre de mediana edad con
preferencias homosexuales, quien pudo sufrir en su infancia maltrato infantil o
abuso sexual por una figura materna.
Hay algunos elementos más que anota Ontiveros sobre este perfil
psicológico: «Hay datos para pensar que este sujeto puede tener preferencias
sexuales de carácter homosexual. Esto se deriva de una cadena causal. Primero,
tenemos el antecedente, establecido en la ciencia criminológica, de que la
mayoría de los asesinos seriales han sido maltratados o víctimas de abusos
sexuales en el pasado. Segundo, es que él, y digo él porque lo más seguro es que
se trate de un hombre, ha elegido disfrazarse de mujer y, tercero, tenemos la
imagen de la pintura de Jean Baptiste Greuze, Retrato de juventud, encontrada
en la escena del crimen en tres de los casos. Se trata de tres elementos
fundamentales donde se habla de una falta de identidad sexual.»
Y agrega información sobre lo que pudo con los años desencadenar la serie
de homicidios del Mataviejitas de la Ciudad de México:
«Pudo tratarse de un abuso sexual en su persona, generado por una figura
femenina, su madre o su abuela o una tercera persona que viviera en el lugar.
Hay además un rechazo hacia las figuras femeninas, lo que deviene en odio y
rencor hacía las mujeres. Esto sucede en etapas tempranas. Nosotros creemos
que se ha quedado en la fase anal de su desarrollo sicológico y que tiene
dificultades para sostener relaciones sexuales.»

Hay que ir más allá sobre las razones que pudo tener para matar Juana Barraza
Samperio, cuyas huellas digitales se encontraron en 11 lugares en los que
ancianas fueron asesinadas; la marca dejada por ella en la escena del crimen de
11 homicidios.
Robert Ressler, el ex agente del FBI, quien acuñó el término de serial killer,
se atrevió a descender a las profundidades de las causas que motivan a matar a
estos personajes, depredadores de su misma especie.
Ressler resolvió docenas de casos como agente del FBI, luego como
investigador privado se ha enfrentado a las interrogantes que rodean la actuación
de los serial killer en distintos lugares del mundo.
De acuerdo a sus investigaciones, en el 72 por ciento de los casos estos
asesinos tienen un mal recuerdo de su padre. Para decirlo con propiedad, tienen
una visión negativa de la figura paterna, abundan los casos de abandono. Era
abrumadora la obsesión de dominar por la violencia.
El abuso sexual sufrido en la infancia es también una constante. Siguiendo
las investigaciones de Ressler, los asesinos en serie fueron niños agresivos, con
dificultades para establecer diferencias entre la realidad y la fantasía.
La Unidad de Ciencias Conductuales del FBI publicó en 1985 un informe en
el que se documentan aspectos de la vida sexual de los llamados asesinos
seriales. Prefieren las actividades autoeróticas y son aficionados a la pornografía.
Según otros estudios, en sus relaciones sexuales abusan de artículos
pornográficos y hacen énfasis en los estímulos visuales.
En 1998, los investigadores Holmes y De Burger clasificaron cuatro tipos de
asesinos seriales: los visionarios, que actúan de acuerdo con una misión auto
impuesta, celebran extraños ritos y esperan obtener algún beneficio con la
muerte de sus víctimas; los orientados a una misión, que tienden a eliminar a
quienes consideran nocivos para su sociedad o sus ciudades, están convencidos
de realizar una necesaria labor de limpieza y sus víctimas con frecuencia son
homosexuales y prostitutas; los hedonistas, que actúan movidos por el placer, es
común en ellos la hematofilia y la antropofagia; y los orientados por el control,
cuya cima es ejercer un poder absoluto sobre sus víctimas, padecen sensaciones
anormales de dominio sobre la vida y la muerte.
Que una mujer resulte un asesino serial resulta una extraña excepción.
VIII

Los oscuros pasajes de tus obsesiones y recuerdos, el tramado de los asesinatos,


de la posibilidad de ser como un dios sereno y vengador, que puede darte la paz,
reconciliarte contigo y tus fantasmas.
El mal existe, y lo sabes, el mal obliga a muchos a imponerse sobre los
débiles. No hay por qué negar lo evidente, la causalidad de la naturaleza donde
los fuertes vencen. En el fondo la ley que nos rige en este mundo es la de la
muerte. Quienes pueden matan para seguir con vida. Se trata de matar como
parte del negocio, como parte del trabajo, como una forma de concluir con la
tarea del robo.
Quién sabe si a esas mujeres les vino bien el descansar. Sufrían del
agotamiento de la vida, de quién sabe cuántas enfermedades y el crónico mal de
los años.
Esas muertas, tus muertas, las recuerdas en ese instante supremo, cuando la
vida cesa de quejarse, cuando la angustia cede ante al abandono. La niña blanca,
tu Santa Muerte, las arropa con la ternura de una madre y tú sonríes satisfecha.
Todo ha terminado y puedes marcharte con el botín, puedes ir a celebrar con lo
robado, volviste a triunfar, te impusiste a los designios de la vida que te condenó
al fracaso y la derrota. Fuiste capaz de cambiar tu destino y desde tu ignorancia y
tu miedo te erigiste sobre los demás. Nadie sabrá jamás lo que esa sensación de
triunfo, de venganza, representa para ti, lo que obtienes a cambio de la vida que
arrebatas. Una vida agónica, inservible, gastada por el uso; una vida a la que
apuras para concluir con la fuerza de tus músculos, con tu inquebrantable
voluntad de ser dueña del tiempo y el destino de tu víctima.
¿Qué sensación te provoca el último tirón de la pañoleta, del estetoscopio o
el cable que colocaste sobre el cuello de la mujer que está a tu merced? ¿La
plena felicidad de una extraña paz de lo consumado después de horas de
ansiedad?, ¿una fuerte excitación sexual, que culmina con una onda de placer?,
¿la sensación de imponerle a otro la muerte que te redime de los viejos
recuerdos, del mal que te administró un sombrío dios del que sólo conociste el
sufrimiento?, ¿la sensación del deber cumplido después de horas de angustia?
La muerte, el sometimiento, el engaño, tu intrusión en esa vida, todo ello es
parte de la puesta en escena de la luchadora vestida de rosa y plateado antifaz.
Más allá de la realidad, ese conjunto de rutinas, de pequeños fracasos y
juegos sin chiste, tú construyes un espacio y un tiempo propios: el de los ángeles
de la muerte sin perdón. En ese lugar tú lo decides todo. Ese lugar viene a ti por
el deseo. Su presencia te envuelve semanas antes de que encuentres a tu rival en
la calle, en el parque o la salida del súper.
No importa quién esté cerca, ni la red de complicidades, tampoco la
impunidad, lo único que importa es tu fuerza, la posibilidad de decidir sobre el
otro, de arremedar a dios y cumplir los designios que le impones a tu rival desde
que la miras.
El juego de las representaciones, convencer a las rivales y víctimas de que
puedes ayudarlas. Lanzar el cebo para que la ambición las pierda. Ofrecer la
ayuda, tender la mano y sonreír con toda ingenuidad. El arte de la seducción. Esa
convincente manera de hacerse de la voluntad del otro y aprovecharla en
beneficio propio.
Vivir cada una de las estaciones de la muerte, disfrutar su desarrollo, los
minutos de ese tiempo propio, ya alterno al simple devenir de los hechos, venido
del crimen que va a consumarse. El engaño sigue su curso y prospera; es
necesario repetir ciertas cosas, convocar a las fuerzas ocultas con los pequeños
detalles de la reiteración. Por eso hay que repetir la fórmula. Esa repetición
encauza los hechos en la esperada consumación.
Son tan débiles y están solas; están tan enfermas que merecen morir. A nadie
le preocupan, nadie las va a extrañar. La vida para ellas es un suplicio. Además
tú eres más fuerte.
Después de convencerlas, cuando ya están en tus manos, es fácil ir con ellas
a su refugio. Entrar a su casa y descubrir los detalles donde va a llevarse a cabo
el momento crucial de la puesta en escena. De la singular lucha entre el fuerte y
el débil. Donde la vida demostrará, una vez más, que está al alcance de quienes
saben tomarla. Tomarla de los otros. Es lo natural, sólo eso.
En ocasiones dilatas lo más posible el desenlace, disfrutas con los detalles. El
masaje sobre la acartonada piel, el sembrar ilusiones con tus mentiras; el juego
de la enfermera que se esmera por ayudar a quien sufre; el placer de elaborar el
camino hacia la muerte de ese despreciable y feo ser al que la vida ya puso en su
lugar.
De pronto decides que ha llegado el momento, siempre resulta sencillo
someter a las viejas. Te miran con sorpresa y terror, cuando les propinas el
primer golpe. Se trata de demostrarles quién manda y de lo que eres capaz. Para
entonces, tienes cerca lo que usarás para concluir con tu representación, te
gustan las medias, hay cierta sensualidad en ellas. Son tirantes y duras, su olor te
reconforta y no dejan de ser una prenda íntima de tus víctimas.
No importa demasiado cuál puede ser la herramienta. El fofo cinturón de una
bata de baño, los cables de luz son eficaces y también los usaste. Lo mismo que
las tripas de los aparatos con los que se toma la presión, que en ocasiones las
viejas tenían guardados en sus roperos. Usaste hasta estetoscopios. De lo que se
trata es de colocarlos sobre el cuello y tirar y tirar. La pregunta obligada es
dónde esconden las joyas y el dinero. Una pregunta para dilatar lo más posible la
posesión, esa certeza de que la vida del otro está en tus manos.
La fuerza del siguiente tirón.
Disfrutar esos momentos, dejar salir la rabia contenida, tanto rencor. Las
viejas no merecen lo que la vida les dio. Si hay Dios, aquí está con ustedes y
permite que suceda lo inevitable, tal y como permitió la sucesión de desgracias
que has sumado a lo largo de tus 48 años.
El tránsito entre la vida y la muerte es breve, en ocasiones sólo un resuello,
tal vez una apretada convulsión.
Buscar, hurgar aquí y allá, encontrar con placer lo buscado, las joyas
guardadas en un caja de madera en el fondo del clóset, el dinero. El botín del
hurto.
De entre todo eso hay que elegir algo, esa prenda, ese collar, el anillo que de
plano sacas del dedo anular de esa mano fría. Ese anillo de boda de la felicidad
que te fue negada.
Escondes el anillo para mirarlo una y otra vez. Una pieza más, ¿la número
20?, en tu colección de objetos privados. Los recuerdos de la vidas tomadas, de
la venganza que te confirma que Dios puede equivocarse.
IX

Una mujer cualquiera, una mujer pobre con hijos que mantener y sola, encuentra
trabajo en el servicio doméstico. Un eufemismo para hablar de una extendida
forma de esclavitud. Interminables jornadas día con día, con las mil y una
labores que nunca concluyen. El trato de los patrones es de lo peor, cargado de
discriminación y misoginia. Al final de la semana, el magro salario no alcanza ni
para lo indispensable.
Esa mujer, atribulada por los gastos, por las deudas, decide tomar lo que le
pertenece, lo que se ha ganado con el esfuerzo de cada día y los patrones le
regatean. Encuentra la manera de hacerse de un poco más de dinero, sólo un
poco para resarcirse de lo mal que le va, para pagar una deuda o comprar la
medicina que la niña necesita por lo de sus alergias. Son unos cuantos pesos
provenientes de la compra del mercado, otros pocos pesos que los patrones dejan
por ahí sin saber. Es el dinero que parece sobrarles; ni siquiera notan esos
pequeños robos.
Fue así como descubriste una mejor manera de trabajar, de ganar lo que
merecías. Julián te quitó la venda de los ojos. Ésa era la realidad, la transa, el
abuso, el robo, la ley de la selva.
Tú sabías cómo trabajar y podías hacerlo. Las cosas cambiaron, ya los
patrones no mandaban, los soportabas porque era parte de tu plan. Estabas ahí de
incógnito, como los espías de las películas. Esperabas el momento para dar el
golpe. Lo hiciste muchas veces, robabas lo que podías, te enterabas dónde
guardaban las joyas y el dinero. Buscabas y buscabas hasta dar con algo que
valiera la pena. No era suficiente. El dinero nunca es suficiente.
Con esos robos apenas tenías para mal vivir. Para entonces ya veías lo tuyo
como un negocio, como un trabajo al que te dedicas a cambio de un merecido
pago. Por eso pensabas que dedicabas demasiado tiempo, que soportabas muchas
humillaciones y malos tratos para al final salir con una miseria. Eso, sin tomar en
cuenta el riesgo de que te sorprendieran y terminaras en la cárcel y tus hijos
abandonados. Necesitabas trabajar de otra manera, ganar más. Le hablaste a
Julián de los secuestros, de los asaltos. El gordo podía ayudarte. Planearon un
par de golpes, pero se dieron cuenta de que no era tan fácil, además de que Julián
tenía que hacer lo suyo, esos «trabajitos» por los que alguien le pagaba muy
bien.
Fue entonces cuando se te ocurrió lo del artegio de las viejas. Habías tenido
a una patrona que odiabas, una vieja amargada y tacaña; era como las brujas de
los cuentos. Fue un buen golpe, como era tan desconfiada guardaba su dinero
bajo su cama. Cubierto por una duela que estaba suelta y que descubriste por
azar al barrer de ahí toneladas de polvo. La vieja estaba sola y a nadie le
importaba. Te llevaste el dinero en venganza de todo lo que te había hecho. Tú
no comías de lo mismo que ella, para ti eran las sobras y los huevos y los
frijoles. Todos los días. Daba órdenes y exigía obediencia inmediata como una
reina, pero pagaba como la miserable que era. Hubo ocasiones en que te quedaba
a deber parte de lo que te pagaba con cualquier pretexto.
La ciudad estaba llena de esas viejas, una vez a la semana en la casa de tu
antigua patrona un montón de brujas maquilladas, con las uñas de las manos bien
cuidadas y decrépitos cuerpos se reunían a jugar cartas. Hubo una ocasión en que
ni siquiera cabían en la amplia sala del departamento. Eran más de una docena
de escandalosos avechuchos. Al día siguiente tuviste que limpiarlo todo.
Necesitabas saber dónde vivía cada una de esas viejas, buscarlas, presentarte con
ellas, entrar en su casa y de algún rincón tomar lo que atesoraban.
Era imposible ir tras ellas, así que empezaste a trabajar con lo que tenías.
Recordaste que a la vieja le gustaba ir al parque, caminar para hacer el ejercicio
que le recomendaba el doctor. Esa mañana, una mañana cualquiera, después de
dejar a los niños en la escuela subiste al metro y recorriste algunas estaciones.
Estabas acostumbrada a ir sin rumbo en busca de trabajo; lo habías tenido que
hacer muchas veces. Te gustaba tomar ciertos riesgos, el azar que en ocasiones
corría a tu favor.
El metro iba atestado, odiabas viajar en ese apelotonado mar de humanidad.
Odiabas los olores y los apretones. Lo peor era el silencio, el silencio en el que
viajaban todos a esas horas de la mañana en vagones repletos de insatisfacción y
tristeza. Te sentiste agobiada, no podías más, tenías que bajar. Esperaste a que
abrieran la puerta y saliste disparada en medio de la corriente humana.
Fue el azar el que te puso cerca de aquel parque, como si supieras dónde se
encontraba, saliste de la estación y después de caminar un par de cuadras
doblaste a la derecha. El parque apareció, un verde oasis en medio del gris
asfalto. Caminaste por ahí un rato. En la ciudad todo era gris, los pájaros en
busca de migajas con sus alas plegadas. Las ratas que con todo descaro hurgaban
en las bolsas de basura, arrojadas por las mismas personas que se quejaban del
abandono en que se encontraba ese triste parque, metido en el corazón de la
Colonia del Valle en la Ciudad de México.
Todo era gris y lo sabías, tan gris como esos árboles enfermos, como el cielo
y los rayos del sol que alcanzaban a filtrarse tras las toneladas de contaminantes,
como decían en los noticiarios. El gris de tus sueños, el gris de la realidad. Un
gris pastoso, donde todo transcurría despacio, muy despacio, en el que en
ocasiones aparecían ciertos tonos de color que disfrutabas. Colores como el rojo.
Ese rojo de las pasiones o como el rosa de lo femenino o el plateado de las
estrellas. Intensos colores de la pasión. Por eso te gustaba ir a la arena Coliseo
para colmarte de color. Los luchadores y sus brillantes colores, esos cuerpos
forjados por el esfuerzo, esos radiantes combates en los que alguna vez te
gustaría participar. Por ese entonces lo de las luchas apenas era un deseo, las
ganas de hacer algo que te apetecía como una aventura.
Por lo pronto, todo era gris, de un triste gris. Caminaste por el parque un
rato, te fuiste a sentar en una banca y dejaste correr el tiempo. Tenías en tu bolso
el monedero vacío y por ahí un boleto del metro para regresar, sólo eso. Ni
siquiera te diste cuenta de que habías pasado ya un buen rato sentada en una
banca del parque, sin hacer nada, sin pensar en nada. Inmóvil ante la
contemplación de lo gris. De pronto la viste aparecer a lo lejos, venía directo a ti,
era una vieja, una vieja como las que pensabas que serían tus víctimas; era la
víctima que necesitabas, la que te urgía. Vestía anticuada ropa deportiva, pants y
chamarra grises, con encendidas franjas rojas.

Pasó el tiempo y se llevó una sucesión de pequeños hurtos. Necesitabas más, el


dinero nunca alcanza. Además de que cada vez era más difícil colocar la
mercancía, vender o empeñar los objetos robados, lo poco que podías echar en
un par de bolsas de súper. Fue entonces que te animaste a decirle a tu comadre
Leticia lo del negocio. La ayudabas y te ayudaba, la pobre mujer estaba sola, tan
sola como tú y como tú también tenía dos hijos que mantener. La habías llevado
a trabajar a tu casa, hacía la limpieza y cuidaba a los niños mientras salías a
hacer tus negocios. Por ese tiempo te diste el lujo de promover funciones de
lucha, el Colorado, aquel viejo que te dio la oportunidad de debutar, te enseñó y
te puso en el camino. Arreglaste un par de funciones para los candidatos a
presidentes municipales del PRI en Atizapán y Tlalnepantla, montaste algunas
funciones en la arena de Pachuca y un par más en las calles de Ixtapaluca. Los
vecinos cerraban el tránsito y montaban el ring callejero. Eran modestas
funciones en las que llevabas a viejos luchadores sin trabajo.
Una mañana le pediste a tu comadre Leticia que te acompañara, le prestaste
una de tus batas de enfermera. La víctima iba a ser alguna de esas mujeres que
los jueves llegaban en parvadas al parque donde hacían juntas ejercicio con otra
vieja a la que le pagaban. No le dijiste mucho sobre lo que iban a hacer, estabas
nerviosa, alterada, era la primera vez que alguien te ayudaba. Por entonces,
Julián ya había desaparecido de tu vida. Con Leticia te entendías, te gustaba
estar con ella, la ayudabas como hubieras querido que alguien te ayudara a ti, de
manera desinteresada, sólo por el gusto de hacerlo.
Las viejas formaban un círculo y hacían una especie de gimnasia en cámara
lenta. Una gimnasia china que les gustaba por las buenas energías que convocaba
y el poco esfuerzo que implicaba su movimiento. Era un espectáculo de danza
triste y decadente, con las viejas en extrañas posiciones, con los ojos cerrados,
siguiendo el preciso ritmo respiratorio.
Esperaron a que la función terminara. Fue de las primeras en despedirse,
cojeaba. Fue sencillo fingir que se topaban con ella en la acera frente al parque.
Te gustaba fingir, engañar, seducirlas con una sonrisa y mucha labia. Preguntaste
por sus enfermedades y, como siempre, encontraste una pronta respuesta. Le
dijiste que el dolor en la cadera era provocado por una de las posiciones del Tai
Chi, la tensión del músculo que podía ceder con un masaje.
Sabías que ibas a tener suerte, entonces lanzaste la carnada precisa. Como
quien no quiere la cosa, le dijiste a la vieja que trabajaban en el programa de
apoyo a las personas de la tercera edad, tú y tu amiga se encargaban de
supervisar la ayuda económica que se le daba a las mujeres.
Tu comadre Leticia no pudo fingir su sonrisa cuando la vieja les dijo que ella
necesitaba esa ayuda. Le dijiste que necesitabas organizar una visita
domiciliaria, ponerle fecha y hora en tu calendario. Tenías mucho trabajo hoy, y
apenas habías tenido tiempo para salir a desayunar. Fue la vieja quien propuso lo
de ir a su casa, les ofreció un café. De verdad necesitaba la ayuda. Insististe en lo
de la prisa, en lo del trabajo que te esperaba. La mujer te ofreció pagar por tu
tiempo y el de tu asistente. ¿Cuánto le cobrarías por el masaje que le quitaría el
dolor de piernas?
Llegaron al departamento y la mujer no perdió el tiempo, trajo los papeles
que le pediste y respondió todas tus preguntas. Fingías tomar nota. Leticia
miraba azorada. Se le notaba el miedo. Sonreiste y le dijiste que era todo. Le
pediste a la anciana que se preparara para el masaje mientras ibas al baño. Las
dejaste solas. Tu comadre entendió de lo que se trataba y empezó a hablar con la
mujer de cualquier cosa. En el supuesto cuestionario que usabas para autorizar o
no la ayuda económica había una pregunta clave, ¿usted vive sola?
Te fue fácil someterla, la llave la inmovilizó. Exigirle silencio, sosegarla con
un par de golpes para que no fuera a gritar; usar el cable de la secadora que
encontraste en el baño para colocárselo en el cuello y tirar. ¿Dónde escondes el
dinero, dónde están las joyas?
Tu comadre Leticia se portó muy bien, tranquila y fría. Se llevaron lo que
pudieron del departamento. Hasta una pequeña televisión que le regaló a sus
hijos. Le encargaste colocar lo robado, venderlo, empeñarlo. Le diste un par de
direcciones. A ti ya te habían visto demasiado, no tardarían en hacer preguntas.
A lo largo de estos años habías recorrido las casas de empeño de la ciudad.

Leticia te traicionó, siempre pagan mal. Te traicionó por un hombre, un jodido


amor que apenas te interesaba. Como Julián, Chucho era chofer de pesero, de
colectivo en el transporte público. Lo conociste de regreso de uno de tus
negocios; tan joven, tan fuerte. En cuanto pudiste lo llevaste a tu cama. Te
visitaba. Alguna vez coincidió con Leticia en tu casa, era tarde, se tomaron unos
tragos. Desde entonces ellos se entendieron, te molestó que Leticia se apartará de
ti, que encontrara refugio y compañía en la bestia ésa que no tardaría en dejarla,
en irse, como lo había hecho Julián. Durante un tiempo tragaste tu coraje, no
decías nada. Además de que la Lety hacía bien lo suyo, te acompañaba en los
negocios y luego vendía o empeñaba lo robado. Ganaban bien, no se podían
quejar. Quizá no la necesitabas demasiado, pero era mejor trabajar con ella, te
sentías bien en su compañía, estaba ahí, vigilando mientras sometías a las viejas.
Lo malo es que a veces te gana la viscera y reaccionas de la peor manera. Un
día te hartaste y a los dos los corriste de tu casa. Tu casa no era cantina, que se
fueran a emborrachar a otro lado y luego que se revolcaran donde quisieran. Te
dolió.
Fue difícil volver a hacerlo sola, pero habían pasado ya tres semanas, acaso
un mes, y apenas tenías el dinero suficiente para el gasto de una semana. Te
costó encontrar a tu próxima víctima. No las convencías, fallabas. Por fin
lograste entrar en la casa de alguna de esas viejas, pero algo te impidió actuar, a
la vieja ésa le molestó lo del masaje, se ofendió por la manera en que frotabas
sus fláccidas piernas. Te echó de su casa. Perdiste y te dolió.
Después de algunos días, y cuando ya estabas desesperada, llamó Leticia.
Pensabas que volverían a trabajar juntas, pero la ingrata te tenía una sorpresa, la
peor de las sorpresas. Se encontraron en tu casa, te saludó fría y distante, no
quería perder el tiempo, sólo venía a hablar de negocios. Tú no lo sabías pero era
amante de un judicial, el tipo era quien la ayudaba a vender lo robado. Era
comandante y tenía muchos contactos. El tipo ése te quería conocer.
Leticia salió por él, desde la ventana lo viste bajar del automóvil, lujoso y
enorme, sin placas. Era bajo y moreno, llevaba una chamarra de cuero y el pelo
untado de brillantina. Les abriste la puerta y el hombre trató de impresionarte
con su pose de macho. Había visto demasiadas películas de rudos policías.
Usaba una pesada cadena de oro en el cuello y un enorme bigote. Olía a tabaco y
lavanda corriente.
Venía a hablar contigo de negocios. Leticia le había contado lo tuyo. Sólo
tenías dos opciones: la cárcel o trabajar para él, así de simple. Si trabajabas para
él, ibas a contar con su protección. Si llegaban a detenerte él lo iba a arreglar
rápido, muy rápido.
El tipo fue capaz de pedirte siete mil pesos. Te iba a parar una bronca. Lo
hacía por Leticia, de buena fuente se había enterado de que en el DF ya iban tras
de ti, que te iban a colgar una serie de robos no aclarados. Siempre les hacían
falta culpables, raterillos como tú para echar mano de ellos y cargarles algunas
muertas. Así te lo dijo, te iban a cargar un rosario de muertas.

Trabajaste con ellos, no podías negar que la protección de un comandante de la


policía judicial del Estado de México con muchos contactos, como le gustaba
decir, era más real y práctica que la de tu Santa Muerte y los «trabajos» contra
toda amenaza que hacía para ti la bruja del mercado de Sonora.
Por eso, porque te sentías protegida, actuabas tranquila, sin presiones, te
tomabas tu tiempo y dabas golpes precisos, bien planaeados. Lo malo era que el
tipo ése te renteaba, se aprovechaba de ti, tú eras quien tomaba los riesgos, quien
ponía la piel en los robos y él sólo esperaba las ganancias. El cabrón también se
aprovechaba con las joyas y los relojes que traficaba. Te daba sólo migajas de lo
ganado, pero eso era mejor que la cárcel; de todas maneras seguías trabajando.
Para entonces lo del accidente aquél, lo de la muerte de la primera vieja,
tenía tiempo de haber pasado. Te dejó tranquila, te renovó, te hizo más fuerte y
te confirmó como ganadora. La ruda, rudísima, que se impone sobre el débil
rival en turno.
Vivir como ruda tiene sus ventajas y las disfrutas. Pocos conocen el misterio
de hacer realidad lo oculto, de hacerlo con las propias manos. Matar es un
misterio en el que te has adentrado. Matar por lujuria, por rencor, por ira y con
todas las ganas. Matar.
A la Santa Muerte, señora de la calle, le debes protección. Te cuida, lo
mismo que el santo Malverde, el de los narcos. Santos cuyos devotos reconocen
que de lo que se trata el juego en este valle de lágrimas es no sólo de la
supervivencia, sino de vivir lo mejor que se pueda. Lo tuyo es la caza, la caza de
ancianas solas.
Para salir de cacería fue que buscaste a alguien que te acompañara, alguien
que conociera la ciudad. No fue difícil encontrarlo, aquel taxista que te llevó a la
arena Naucalpan un domingo por la tarde. Entre quienes se creen distintos
siempre hay vínculos, el hombre, de ojos rasgados, moreno, robusto, tenía sobre
el tablero de su auto a tu niña, la santa blanca.
De camino a la arena te habló de su devoción, le debía muchos favores. Al
hombre que se presentó, como Héctor Lepe, aunque todos le decían el Frijol, le
gustaba contar el milagro que la Santa le había hecho en la cárcel. Te dijo: «No
se espante señora, pero si usted cree en ella sabrá comprender». Lo salvó de
morir en una trifulca cuando apartó un centímetro, sólo un centímetro, la punta
que iba directo a su corazón.
El Frijol te contó que la Santa Muerte, blanca y enorme, muy grande, se le
apareció una noche en el hospital de Xoco, donde lo llevaron agonizante. Desde
entonces supo que era de los suyos, que contaba con su protección.
El taxista los dejó a la entrada de la arena y junto con el cambio del billete
con el que pagaste, te dio una tarjeta con su teléfono. Lo llamaste al día
siguiente, se encontraron y sin más le propusiste que te ayudara en tu negocio.
El Frijol era servicial y se conformaba con lo poco que le dabas. Te gustaba
sentirte deseada por ese infeliz, quien te contó que tenía esposa y cuatro hijos. Te
enseñó una foto de su familia. La esposa era una mujer gorda, vieja, tan vieja
como una de tus víctimas. Todos los domingos iba con ustedes a la arena; había
veces que él mismo pagaba las entradas. Los niños lo toleraban y tú te sentías
bien en su compañía. Más de una vez se quedó contigo. El sexo con él era
tranquilo y soso; ideal para antes de dormir.
Lo que mejor hacía el Frijol era salir de caza contigo, iban a los lugares
donde sobraban las víctimas: los parques y los supermercados. Tenían montadas
varias rutinas como buena pareja de luchadores. Los temibles rudos, la Dama del
Silencio y el Frijol. Si encontraban alguna anciana a la pasada, detenían el taxi y
él decía que eras su esposa para que la mujer subiera con confianza. De camino a
la casa de la vieja, tendrías el tiempo suficiente para que te invitara a entrar. Si
bajabas a buscar una presa, él esperaba paciente a verte con ella cargando sus
bolsas de la compra y entonces aparecía con su mini-taxi de placas piratas frente
al supermercado.
Te llevaba a los parques, te avisaba si veía alguna mujer por ahí. Como
buena pareja de luchadores en la función estelar, tenían una enorme capacidad de
improvisación. Nadie como el Frijol para esperar, para aguardar con toda
paciencia y siempre alerta a tu llegada. Las pocas veces que tuvieron que huir lo
hizo de manera discreta. Manejaba muy ecuánime, muy frío. Te ponía a salvo de
inmediato.
Lo mejor era que el Frijol sabía guardar silencio, te veía subir al taxi y
arrancaba. Nada de preguntas, ni comentarios; te dejaba a solas para que
siguieras en lo alto, en lo que él intuía vivías en esos momentos, después de
haber consumado lo tuyo. Ese grato silencio de comprensión, atisbaba desde el
espejo retrovisor tu rostro duro, inexpresivo, esa mirada ausente. Estabas lejos,
muy lejos de ahí, aunque llevabas lo robado, quizá algunas joyas, algo de dinero,
contigo y el primero con quien ibas a repartirlo era con él.
X

Si te preguntan por qué te capturaron dirás que no lo sabes, acaso era la manera
en que todo esto tenía que terminar. Tal vez cometiste el error de no saber si esa
mujer vivía sola. De lo que estás segura es de que este final se desencadenó antes
de la última muerte, cuando escuchabas que hablaban de ti en la radio y la
televisión. Te perseguían. Retratos hablados en las ventanillas de las patrullas
con tres rostros distintos, sabías que uno de ellos se parecía a ti. Dieron a
conocer también una figura, la cabeza de una muñeca que te inspiró repugnancia.
En el cuartito del espejo, donde te gustaba lucir tu atuendo de gladiadora, y
en el que te refugiabas de la realidad, guardaste en una caja de cartón, escondida
entre los objetos que se acumulan sin uso, viejos juguetes de los niños, ropa vieja
y demás, los recortes de periódico y revistas de las negras hazañas de un asesino
que llamaban Mataviejitas.
El apodo no te gustaba, pero te divertía que pensaran en ti como un hombre,
un travesti. Estaban equivocados, por eso todavía por un tiempo actuaste
tranquila. Te protegían tus santos, la niña blanca y Malverde. De ambos tenías
altares en tu casa, a ambos les rezabas devota y ofrecías tributos. Dinero para el
protector de los narcos, manzanas y fruta fresca para la Santa Muerte a quien tú
sabías que le urgía siempre saciarse de vida.
En ocasiones, ya tarde en la noche, cuando los niños dormían, te encerrabas
en ese cuarto y te asomabas a la galería de tus horrores. Los asesinatos de las
mujeres que traías encima no te dejaban. Nadie podría creer que hubiera ratos en
los que te arrepentías. Eso pasaba cuando la sensación de alivio, de paz, que te
venía de haber sido como Dios, se amargaba. Entonces volvía la vieja tristeza de
siempre a la que se sumaba la angustia de ser detenida, de que cualquier día
vinieran a tocarte a la puerta o te capturaran en la calle. Ya habías pasado por
eso, te costó mucho dinero, el comandante lo arregló lo mejor que pudo. Nunca
entendiste cómo pero te soltaron como si fueras la víctima de un secuestro. Era
absurdo, pero a alguien le colgaron ese falso secuestro y seguro que tuvo que
pagar por ello.
A veces te asaltaban los peores presentimientos, te iban a detener, a ponerte
un cuatro, a tenderte una trampa. Después la ley fuga: la temible Mataviejitas
murió en su intento de escapar, disparó contra un par de judiciales, iban a decir
en la tele. Las pistolas te daban miedo, te traían malos recuerdos. Nunca quisiste
recordar cuándo, pero alguna vez en el turbulento pasado de tu infancia, alguien
te amenazó con una. Te golpeó con ella y después se aprovechó de ti. Una
pesadilla de la que despertabas todavía sobresaltada.
Mirabas las fotos, como no fuiste a la escuela leías despacio, juntando las
letras de los encabezados de los artículos de revistas y periódicos. Te sentías
orgullosa y avergonzada. Fueron largas noches pobladas de malos sueños en
plena vigilia.
Al final de una de esas noches, cuando amanecía y tenías que volver a la
realidad, levantarte del rincón en el que habías permanecido por horas, rodeada
de tu colección de recortes de periódico sobre un asesino serial conocido como
el Mataviejitas, decidiste lo que tenías que hacer para terminar con la angustia y
la tristeza: ibas a volver a matar.

En diciembre jamás matabas. De los robos cometidos hacías ahorros para esas
fechas de tanto gasto. Comparabas juguetes para los niños y lo pasabas bien. El
último año fue distinto, la presión de sentirte perseguida, esa urgencia de dar el
último golpe, porque ya estabas decidida a parar.
Era suficiente y te lo confirmó la suerte que tuviste en el robo de la colonia
Escandón. La vieja tenía escondidos dólares, miles de dólares. Quisiste creer que
era lo suficiente para tu retiro. Tenías la ilusión de poner un pequeño negocio
para ir sobreviviendo y esperar que los niños crecieran y terminaran por hacer su
vida, como lo había hecho Reyna. Un negocio tranquilo que funcionaría con la
ayuda de tu amigo el Frijol, que se había atrevido a decirte que se iba a divorciar
y quería casarse contigo. Juntos podían irse lejos, a alguna ciudad pequeña
donde la vida comenzaría de cero, donde podrías olvidar a tus muertas, a esas
tristes muertas que te perseguían.
Por azar, por esos hechos, dispersos como piezas de rompecabezas del que
sólo tú tienes la pieza final y certera, la que da sentido a lo que acontece, fue que
te enteraste de algo que te estremeció. Habían pasado ya algunas semanas desde
el golpe de los dólares. De pronto, oíste en el noticiario de la tele que las
autoridades pensaban que el Mataviejitas se había suicidado. Lo daban por
muerto y a ti te daban la libertad de elegir el próximo capítulo de la historia de
tus crímenes.
Miraste a un tipo en la tele, con aspecto de profesor, entrevistado en un
despacho, hablaba de la conducta de los asesinos seriales, de cosas tan extrañas
como los ciclos de vida y muerte en que estaban sumidos. El tipo llegaba a la
conclusión de que tenías sólo dos caminos a seguir si no llegaban a detenerte:
volvías a matar o te suicidabas.
Algún funcionario, quizá el mismo Procurador de Justicia, dijo que después
de tanto tiempo sin actuar era muy posible que ya te hubieras quitado la vida.
Una reportera apareció en la pantalla y dijo que ya buscaban las huellas digitales
del asesino serial en las de los suicidas de la Ciudad de México. Buscaban a un
suicida entre los 45 y 48 años de edad, de cerca de un metro con 75 centímetros
de estatura, tal vez con el pelo pintado de rubio y que hubiera muerto en las
últimas semanas.
Era la mejor coartada, te daban por muerta a cambio de que no volvieras a
dar un golpe, de que desistieras de ser como Dios por un fugaz instante.
Las de diciembre fueron fechas difíciles, las fiestas, la cursi paz de los
buenos deseos. Tus regalos siempre fueron amargos. En las fiestas de fin de año
siempre te sentías sola. En esos días la tristeza te tumbaba, te convertía en un
guiñapo que andaba por ahí con la cabeza en otro lado, después de que al cuerpo
le habías asignado los mínimos movimientos necesarios para tu supervivencia y
la de tus hijos.
Nunca te habías sentido igual, nadie va a creerlo pero fue en esas semanas
cuando estuviste a punto de entregarte. Una mañana saliste sin rumbo y el azar te
llevó al edificio de la Procuraduría de Justicia del DF, allá por la Arena México,
que tantos recuerdos te traía. Quién sabe, quizá querías demostrarles su
estupidez: ni eras hombre, ni estabas muerta. Reconocías tus culpas, pero sabías
que te esperaba la cárcel y a tus hijos el desamparo, por eso esa mañana volviste
por donde habías llegado con la certeza de que tenías que dar otro golpe, uno
más, el último para luego irte con El Frijol y los niños lo más lejos posible.
Todo sucedió de prisa. Te veías capturada por ese par de policías, rodeada de
cámaras y micrófonos, como si fueras otra. Tratabas de ocultar el rostro y no
respondías a las preguntas de los reporteros que te acribillaban.
Estabas ausente, sin emociones, era como mirar una película. Para entonces
te llamaban ya la Mataviejitas.
Días antes habías tomado la decisión de ir tras otra víctima. No hubo
demasiados planes, sólo le dijiste al Frijol que tenían que ir por otros rumbos,
alejarse de donde ya habían cazado. Tú le avisarías cuándo iba a ser el golpe.
Hay quien te recuerda la noche anterior a tu captura en la Coliseo, sentada en
el lugar de siempre, en compañía de tu pupilo, el joven luchador al que decías
representar. Fuiste a celebrar el que pronto, muy pronto, volverías a entablar un
combate, un combate a muerte. Recuerdan que compraste alegrías, el dulce
mexicano de amaranto y miel. Repartiste alegrías entre la gente que estaba cerca.
Te gustaba gastar, que supieran de ti, que eras rica. En la arena de Naucalpan,
donde ibas los domingos, donde tenías amigos y negocios, corría el rumor de
que lavabas dinero. Alguien sabía que tenías dólares, muchos dólares.
Festejaste los vuelos de los luchadores, los golpes, las llaves, el espectáculo
de la lucha entre el bien y el mal, decían los viejos aficionados, pero una ruda
como tú sabía que las diferencias entre el bien y el mal ya no eran como antes.
Los técnicos eran de lo peor y los rudos reivindicaban su fuerza y su capacidad
de vencer a los oponentes que la vida les ponía enfrente. La gente amaba a los
rudos, porque para aguantar la vida la mayoría tenía que ser ruda de corazón.
Esa noche te sentiste bien al salir de la arena, te fuiste a tu casa, donde te
esperaban guardados el traje de gladiadora rosa mexicano y tu antifaz plateado
en forma de mariposa.
A la mañana siguiente, sin demasiado esfuerzo, encontraron a su presa, el ojo
del cazador veterano que no falla: era una vieja como todas.
Encontraste la manera de abordarla; esta vez el juego se iniciaba con la
oferta de ayudarla a lavar. Parecía imposible, pero eras una lavandera de la calle
bien vestida, con anillos en los dedos y una buena esclava. Una lavandera que
además podía tomarle la presión a la señora que se sentía mal. Le contaste a la
mujer que habías sido enfermera, pero recortaron al personal del hospital por
falta de recursos y a ti te corrieron. Ahora te ganabas la vida haciendo labores de
limpieza en casas particulares. Necesitabas trabajar, tenías dos hijos que
mantener.
Actuaste con precisión, decidida a terminar lo antes posible. Sometiste a la
vieja, ni siquiera hubo necesidad de golpearla, bastó con un empujón. La misma
tripa del estetoscopio que la vieja tenía por ahí y con el que fingiste examinarla
te sirvió para colocarlo sobre su cuello y jalar, jalar con fuerza.
¿Dónde están las joyas, dónde está el dinero?
Habías vivido la misma escena muchas veces, la representabas con soltura de
profesional, lo mejor era que nunca era igual. Era como las luchas en la arena.
Mientras agonizaba volviste a sentir aquello, la fuerza de tu secreta pasión.
Tenías la vida en tus manos y la vida se agitaba con fuerza y temor en el
decrépito cuerpo de una vieja.
Esa vida era tuya y la tomaste.
Dejaste el cuerpo ahí tendido y fuiste a buscar lo que podías robar: el dinero
que te dijo la vieja que guardaba en una bolsa de plástico negra en un rincón del
clóset, también las baratijas, que no valían nada, que encontraste en el cajón de
un ropero como los que hacía muchos años que no habías visto.
Fue entonces cuando escuchaste que alguien llamaba a la vieja, Nancy,
Nancy. Volviste de golpe a la realidad, tenías que huir. De salida te topaste con
un muchacho que te miró con sorpresa, sin entender lo que ocurría. Al salir a la
calle, miraste al Frijol, que huía. Se acercaba una patrulla por la calle, justo por
donde sabías que el Frijol había estacionado su taxi. Caminaste con calma en
dirección contraria, pero el muchacho ése volvió a gritar y corriste desesperada.
No ibas a llegar muy lejos con los zapatos de tacón, cargada con las bolsas de
plástico donde habías guardado el magro botín. Un policía te alcanzó y aunque
lo golpeaste te venció. El tipo tuvo suerte: una punzada en el pecho te recordó lo
débil de tu corazón.
En tu primera declaración, dijiste que matabas por coraje, por rencor.
XI

La historia comenzó en un pueblo de Hidalgo, Epazoyucán. Allá todos llevan los


apellidos Barraza o Samperio, como los de Juana. Como ocurre con muchos de
los pueblos pobres de Hidalgo y de todo México, Epazoyucán sólo produce
pobres, pobres que en cuanto pueden se van lejos de esa tierra magra que no da
para vivir. Juana también se fue; terminó por hacer su vida lejos. Nadie la
recuerda, ni la familia que por allá le queda; una familia a la que nunca
perteneció.
En las declaraciones de la presunta homicida aflora el drama: un padre que la
cambió por nada, unos pesos y la borrachera. Atávica y triste costumbre. La
madre ausente, se llamaba Justa o Emma. En el pueblo nadie sabe qué ha sido de
ella. Juana tiene medias hermanas que no sabían siquiera que existía.
Su padre no quiere hablar con nadie, para qué recordar, para qué remover las
cenizas de ese fuego. Hay quien cuenta que Emma o justa, lo dejó por otro
hombre. Hay versiones de que sólo se fue del pueblo. Lo cierto es que eran muy
pobres.
El destino de Juana fue de trabajos forzados, una suerte de esclavitud
disfrazada. Violada, usada, explotada, la niña descubrió pronto cuáles son los
oscuros parajes donde medra lo peor de la especie y qué tan peligrosas pueden
ser las bestias humanas.
Extrañas relaciones las que se entablan entre quien compró a una mujer y
ella misma. Puede imaginarse la dependencia como resultado del aislamiento; la
crueldad que llega a confundirse con ternura; lo perverso parte de la diaria
rutina. Juana dice haber tenido un hijo cuyo padre fue el hombre a quien fue
vendida.
La saga de la violencia y el dolor, la clara evidencia de que en la selva no hay
lugar para los débiles. Había pasado el tiempo y Juana vivía con su hijo en Neza,
Ciudad Nezahualcóyotl, donde los inmigrantes llegados a la capital en busca de
mejor vida erigieron una singular urbe, extendida sobre lo que fueron resecos
llanos. Una ciudad dormitorio, que, a pesar de todo, ha prosperado, aunque el
narco menudeo y las pandillas proliferen en sus calles.
Al hijo de Juana, dice ella, lo mataron de un batazo. Murió víctima de un
asalto.

Juana dice que no sabe leer ni escribir, aunque en su casa guardaba recortes de
periódicos y revistas sobre la saga del Mataviejitas. Cuando la policía del Estado
de México entró en su casa, una modesta vivienda en la colonia Izcalli del
municipio de Ayiotla, se topó con un altar dedicado a la Santa Muerte. Las
imágenes del video del cateo muestran una figura de la santa de la calle y los
desposeídos con las ofrendas del personal culto que cada uno de sus fieles
desarrolla para hacerse acreedor de su protección y de sus milagros.
El culto a la santa blanca se ha extendido en la Ciudad de México desde
lugares como la colonia Morelos y el barrio de Tepito. Un culto urbano, marginal
y proclive para quienes encuentran en los dones y milagros de la doña de la
oscuridad una suerte de complicidad para hacer lo necesario, sólo lo necesario,
para vivir. Las buenas conciencias consideran el culto a la Santa Muerte ajeno a
la iglesia católica, un culto urdido en las prisiones, una versión de satanismo.
Y la Santa Muerte se aparece. Su devoción se extiende por las calles de la
Ciudad de México, se expresa en carteles, libros, estampas y altares vecinales.
Esta devoción proviene de la más viva mitología urbana, es la creencia en una
extraña santa especialista en milagros de redención en la selva del asfalto.
A las peticiones de salud y trabajo hay que agregar algo que resulta esencial
para los habitantes de las grandes ciudades, para quienes enfrentan a los
depredadores de la selva urbana: la certeza de la protección.
Y la Santa Muerte cuida a los suyos, los que como Juana Barraza Samperio
son practicantes de un culto de lo más sincrético y diverso. Como Juana, muchos
han erigido altares a la santa de sus devociones en su propia casa. Un altar con
ofrendas de flores, las rosas para que la Santa Muerte se sienta querida; las
monedas para que nunca falte el dinero; los cuarzos, las piedra coyote, el imán,
los palos abre-caminos; un altar con tres manzanas, un vaso de agua, una copa de
vino… En el altar de Juana asombra un cuero de serpiente metido en un frasco
de cristal.
Vale la pena contar algunas historias de la Santa Muerte, la santa a quien
quizá Juana se encomiende en su cautiverio.
A José Luis, la Santa Muerte se le apareció en la Avenida Baja California en
el rumbo de la colonia Roma en la Ciudad de México. Era de madrugada y
regresaba a su casa después de una fiesta. Dos hombres le salieron al paso, la
inminencia del asalto lo alertó, pero no pudo hacer otra cosa que seguir su
camino. Se sorprendió al ver que los tipos huían aterrados, miró hacía atrás y ahí
estaba su santa, enorme de más de dos metros de altura, luminosa en medio de la
oscuridad de la noche. Lejos de sentir miedo la imagen le inspiró una enorme
paz.
La Iglesia Católica tradicional ha rastreado el culto de la Santa Muerte, un
culto que para efectos de la ortodoxia se prefiere separar del culto a Mitlaltecutli,
el Señor del Inframundo de los antiguos mexicanos, deidad, que por cierto,
también era protectora.
Desde las representaciones de los franciscanos en la Semana Santa, las
piezas de teatro evangelizador como La danza de la muerte, hasta la llegada de
San Pascual Bailón a Chiapas, donde se le conoció como un esqueleto vestido
con un hábito, el culto de la Santa Muerte es un culto centenario, según la Iglesia
Católica tradicional que ha buscado institucionalizar el culto de esta divinidad
proscrita.
La devoción emerge de las entrañas de la ciudad, se extiende entre los
sobrevivientes de la selva de asfalto. Historias de bandas que rinden culto a la
Santa Muerte, de narcos de la calle y altares en los rincones más ocultos de los
penales, hay muchas.
La banda de los Pokemones fue detenida en el Estado de México en una casa
de seguridad en Ecatepec. La policía liberó a la víctima, una niña de 14 años.
A los Pokemones se les dictó auto de formal prisión cuando se encontraron
los elementos suficientes para demostrar que habían participado en otros tres
secuestros, en la violación tumultuaria de una mujer y el homicidio de dos
taxistas.
La Procuraduría de Justicia del Estado de México filmó la declaración de
alguno de los menores que integraban los temibles Pokemones.
El rostro de un muchacho aparece difuminado en el video. El muchacho dice
con frialdad: «Hicimos una promesa a la Santa Muerte, este año teníamos que
matar a cien personas.»
Al lado del altar de la Santa Muerte de Juana Barraza Samperio aparece otro de
sus santos protectores. Las personales deidades a las que ella rendía culto a
cambio de una sola petición, escrita en algo similar a un pequeño barril de
plástico, colocado entre piedras de cuarzo y caracoles a los pies de una pequeña
figura de Buda «para la abundancia». Ese santo es Jesús Malverde, el santo de
los narcos.
A Malverde se le rinde culto en Culiacán, donde recibe las peticiones para
lograr con éxito los «viajes clandestinos» desde la sierra sinaloense hasta el otro
lado de la frontera.
Malverde tiene el rostro de Pedro Infante, fue un moderno Robin Hood que,
según cuenta su leyenda, fue colgado por las autoridades. En su capilla se
celebran con música de banda sus milagros. Por todas partes se extiende una
galería de retablos donde, si se lee con cuidado, puede encontrarse una epopeya
del narco mexicano, contado a través de las historias vividas por las infanterías
de los cárteles de narcotráfico.
Cuando Juana Barraza fue detenida llevaba en su bolso un verdadero arsenal
de amuletos: una figura de la Santa Muerte, una estrella de cinco picos, un
pequeño buda de ámbar, el dije dorado de un trébol de cuatro hojas, una
herradura de metal forrada con paño rojo y un trozo de ámbar…

Juana ha denunciado el hostigamiento de las autoridades, los intentos por hacer


de ella el asesino serial que les hace falta.
Siguiendo sus declaraciones, las malas amistades la llevaron a delinquir.
¿Era una ladrona común, robaba en casas y descubrió que era más fácil
hacerlo cuando las víctimas eran ancianas indefensas?
Es un hecho que un comandante de la policía judicial de México la
extorsionó, pero ¿por cuánto tiempo tuvo que pagar por su protección?, ¿acaso
trabajó para él y, como se dice, fue renteada por policías como lo son muchos
delincuentes de baja estofa?
¿En qué momento y qué la orilló a cometer su primer homicidio?
¿Fue el rencor que llevaba consigo desde que era una niña lo que la impulsó
a asesinar a las mujeres que le recordaban a su madre?
¿Fue por saciar esa venganza contra el mundo, por vivir la remota
posibilidad de ser como Dios y disponer de la existencia de otros lo que la llevó
a matar?
¿O se convirtió en una asesina gracias la impunidad con la que pudo actuar
por mucho tiempo? Impunidad que fue el resultado de la ineficacia de las
autoridades que no pudieron detenerla antes de que el número de ancianas
estranguladas aumentara hasta llegar a cuarenta y nueve, desde 1998 hasta su
captura el miércoles 25 de enero de 2005.
¿Fue, como dice la clasificación del FBI sobre asesinos seriales, una
homicida orientada a ejercer un control absoluto sobre sus víctimas, el total
dominio de sus vidas en un momento decisivo?

En la soledad de la celda piensas en que quieren hacer de ti un monstruo, que


pagues las culpas de quién sabe cuántos. Te quieren echar más muertes encima, a
todos les hacen falta culpables para estar tranquilos.
Un cuarto con un colchón, la pálida luz que a todo le da un matiz extraño. En
una pared un espejó con trozos de vacías escamas donde miras el reflejo de tu
rostro. Te sientes cansada, con la sensación de abandono que te provocó ser
exhibida, las cámaras y las fotografías. El monstruo en el centro de la arena. Eres
la ruda castigada por haber hecho lo necesario para vivir. Ellos necesitan siempre
alguien para expiar sus culpas, justificar los abusos y los absurdos de esta selva.
Después de todo, de lo que se trata es de sobrevivir.
De camino a esta celda en el pasillo alguien te gritó asesina. Ni siquiera te
perturbó. Cuando subiste a los juzgados por primera vez uno de los custodios te
previno. Adentro te iban a matar, ya tenían el encargo. Tampoco te inmutaste. Si
tu santa blanca reclamaba tu vida estabas lista, habías cumplido con ella.
Has tenido tiempo para pensar, para escuchar a los viejos fantasmas que
habitan en todos. De nada sirven las justificaciones; estás harta de que en sus
interrogatorios traten de hacer de ti el monstruo, ese asesino serial que llaman
Mataviejitas.
Te preguntan por qué te gusta el rojo, si odiabas a tu madre, sobre el rencor y
el coraje que declaraste que te llevó a matar. Qué saben ellos de tu vida. Por eso
te duele que te exhiban, las fotografías, las cámaras. Te duele por ti y por tus
hijos.
El rencor del asesino. Sólo palabras, puras palabras. Te engañan y confunden
con ellas, tratan de construirte una historia que explique lo que pasó, que los
justifique y aplaque sus temores. El mito del Mataviejitas es mejor que la
realidad de una ladrona común, que encontró cómo operar con impunidad a lo
largo de muchos años y muchas víctimas.
Necesitan echarte encima todas las muertes que puedan.
VÍCTOR RONQUILLO ha elegido como tema constante en su trabajo lo que él
llama «violencia social», un ámbito donde la injusticia se expresa de manera
cruda. Narrador y cronista, ejerce el periodismo desde hace más de dos décadas
en medios escritos, en la radio y la televisión. Resultan claves en sus distintos
trabajos en los medios, la profundidad de sus investigaciones y el tratamiento
estético del lenguaje. Ronquillo investiga con las herramientas del periodismo y
escribe con los recursos de la literatura. En sus textos, lo mismo escritos que
televisivos o radiofónicos, crea atmósferas, inventa personajes y cuenta historias.
Es autor de una docena de libros de testimonio y reportaje. El más conocido de
ellos es Las Muertas de Juárez (Planeta, 1999), el primer libro que describió el
deterioro social que dio lugar a la tragedia y la impunidad de los homicidios de
mujeres en Ciudad Juárez.
Víctor Ronquillo ejerce el periodismo con un profundo sentido humanista.
Libros como La muerte viste de rosa son considerados por la crítica y la
academia como novelas reportaje, un claro ejemplo de que la línea divisoria
entre el periodismo y la literatura es cada vez más difusa.

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