Ruda de Corazon, El Blues de La Mataviejitas - Victor Ronquillo
Ruda de Corazon, El Blues de La Mataviejitas - Victor Ronquillo
Ruda de corazón
El blues de la Mataviejitas
ePub r1.0
Titivillus 09.11.2017
Título original: Ruda de corazón
Víctor Ronquillo, 2006
Fotografía del autor: Marina Taibo
A doña Lore la vieron los vecinos ya tarde en la noche, después de las diez. No
iba sola, la acompañaba una mujer a la que no conocían. Era alta, llevaba un
suéter rojo y el pelo muy corto, teñido de rubio. Sin atreverse a dar su nombre,
por temor a las represalias, otra mujer, de mediana edad, habla conmigo desde el
otro lado de la puerta de su departamento en el edificio Coahuila de la Unidad
Tlatelolco. La puerta está atrancada por una cadena en la pared, un seguro fácil
de llevarse por delante con un empujón.
—Venía de trabajar y había salido tarde. Vi a doña Lore con la mujer que le
digo. Las encontré en el pasillo en la entrada del edificio. Dije buenas noches y
seguí mi camino.
A doña Lore la conocían todos en el edificio. Vivía sola, con su pelo teñido
de rojo, siempre pulcra, convencida de que la apariencia es fundamental. Era una
profesora jubilada. Vendía artículos de belleza y joyas de fantasía a plazos. Hay
quien dice que también era prestamista, una prestamista de buen corazón, que
cobraba un interés muy bajo y estaba dispuesta a ayudar a quien lo necesitara.
Doña Lore parecía venir de otro mundo, un mundo distinto al de Tlatelolco.
Contaba que había nacido en Chihuahua, que su padre tenía un rancho muy
grande. Llegó a México cuando era niña, una ciudad distinta de la que guardaba
fotografías y recuerdos. A doña Lore le gustaba tener gente en su casa, era una
buena conversadora y siempre fue hospitalaria.
—Las encontré cuando iban a entrar al departamento, doña Lore me saludó y
aunque no me lo crea, yo noté algo extraño en esa mujer, que permaneció de
espaldas, como queriendo que no la viera. —Me dice otro de los vecinos, quien a
pesar de lo ocurrido, del miedo y la paranoia, me invita a entrar en su casa y me
ofrece un café, que bebemos en la cocina donde podemos hablar a solas, lejos de
donde sus hijos y su esposa ven la televisión.
—A mi esposa le contó Toñita, la muchacha del 13, con la que usted debe
hablar, que se encontró a doña Lore esa tarde en el estacionamiento. Le dijo que
se sentía mal. Un dolor de espalda.
De fondo se escuchan las voces de la tele, una telenovela de trama de
plástico; una previsible historia de final feliz, donde no caben personajes como
doña Lore y la mujer con la que la vieron con vida por última vez.
Al salir del departamento donde la tele anima el ambiente, un par de niñas
miran con la misma desconfianza que su madre al tipo que se dice periodista y
vino a hacer preguntas sobre la muerte de doña Lore. Caminó unos cuantos
pasos hasta llegar a la puerta del departamento de la mujer asesinada. La cinta
amarilla colocada por la policía permanece ahí desde hace semanas, desde la
noche en que el crimen fue descubierto, cuando los vecinos se preguntaron a lo
largo de un día entero por qué la puerta del departamento 7 permanecía
entreabierta, por qué doña Lore no respondía a las llamadas telefónicas. Los del
cinco y la muchacha del 13, la señora del 4 y el portero, todos llegaron al
departamento de doña Lore y se atrevieron a empujar la puerta.
Tres imágenes, tres fotografías provenientes de esta historia. Las tres publicadas
en los diarios, las tres crudas estaciones de un viaje a lo más profundo de una
serie de homicidios perpetrados en contra de ancianas solitarias y vulnerables.
Una foto de colores chillantes, con la intensidad y el horror de una auténtica
escena del crimen. A primera vista resalta el desorden, los objetos sobre la cama,
la bolsa de plástico negra, un portafolio azul, la anticuada bolsa de mano a un
lado. Debajo de la cama, muchos más objetos. Imposible dejar de lado el brazo,
la mano crispada de la víctima que yace bajo un cajón enorme de un viejo
ropero, del que apenas se distingue una parte.
De la anciana asesinada sólo vemos el brazo, la manga de un vestido gris con
tenues rayas blancas, el que esa mañana eligió la mujer, sin saber que era la ropa
con la que iba a morir.
El desorden es azaroso, no se puede intuir ni adivinar un mensaje dejado por
el homicida en la escena del crimen. La semiótica del horror no puede
entenderse en este caos de objetos dispersos sobre la cama. A un lado de donde
yace el cadáver cubierto por el pesado cajón, lleno de objetos revueltos con la
prisa y desesperación de quien busca algo que no ha podido encontrar, hay un
mueble cubierto por un mantel amarillo con flores bordadas. Dulces y tiernas
flores blancas en cuyo centro despunta el rosa. Un sutil rosa de flor abierta a la
vida. Sobre el mueble se ve un reloj cualquiera, de plástico y grande, donde la
anciana asesinada llevaba el puntual registro de las medicinas que tomaba: las
pastillas para la presión, las cápsulas para mejorar el proceso digestivo, las
vitaminas y hasta las pastillas para relajarse y sentirse mejor. El arsenal de
químicos con los que se encara la vejez.
Sobre ese mueble hay una jarra de plástico en la que aún hay agua, el agua
que quizá la víctima le ofreció al victimario, la que bebieron antes de que se
precipitara el desenlace de su fatal encuentro.
A un lado de la cama, un buró en el que hay una lámpara, venida del remoto
pasado de la casa donde vivió antes la mujer muerta. Una lámpara enorme y
lujosa, que parece fuera de lugar en la modesta recámara de una anciana solitaria
que apenas vivía con su pensión.
La foto nada dice de la forma en que la mujer fue asesinada. De ella sólo
vemos el brazo y la mano crispada. La colcha floreada en gris y rosa representa
bien los colores y los gustos de esta mujer a la que la muerte sorprendió en su
recámara. Se le apareció de sorpresa, distinta a la deseada por ella: la dulce
muerte del sueño, sin dolor, ni sobresaltos. La muerte que todos deseamos.
Pero a ella le tocó una muerte distinta, cargada de violencia, la atroz muerte
de quien muere asesinado. La que sorprende cuando no se espera, la impuesta
por alguien en que se confió, alguien que con su inesperado actuar nos confirma
que el último error es mortal.
La causa del deceso, según la autopsia, fue el estrangulamiento: muerte por
asfixia.
Al levantar el cajón que arrojaron sobre el cuerpo de la anciana se ve su
rostro con una cruda expresión de angustia y dolor. La pantimedia con la que la
ahorcaron, de color café, transparente, convertida en arma homicida, permanece
en su cuello. La anciana fue también golpeada, tenía visibles hematomas en la
cara y el cuerpo.
La mujer de la foto es doña Lore, a quien sus vecinos del edificio Coahuila
de Tlateloco vieron por última vez con vida la noche que la acompañaba rumbo
a su departamento una mujer alta y robusta, con el pelo corto, teñido de rubio,
vestida con un suéter rojo y pantalón de mezclilla.
Otra imagen, otra fotografía de periódico. Una foto que reproduce un mapa
de la Ciudad de México. Esas líneas representan los límites de una ciudad
surcada por el absurdo del gigantismo, por la urgencia de sobrevivir de millones.
Un mar de asfalto. La selva de la competencia y la sinrazón de las rutinas y
obligaciones diarias en los que se pasan los días, las semanas, los meses, los
años, las vidas. La ciudad es un buen sitio para morir, sobre todo cuando se
pertenece a la legión de los débiles, de los solos y vulnerables, como las ancianas
olvidadas después de que dieran frutos. Ancianas condenadas a una vida aislada
y sin horizonte alguno que no sea el de la soledad, la televisión y el puñado de
recuerdos que atesoran; el de la visita del sobrino, la sobrina, el nieto o tal vez el
hijo o la hija que algún día recuerdan que tienen madre y aparecen por el
departamento. Son fugaces visitas donde abundan los reproches y el tedio.
Visitas que terminan pronto y la mayoría de las veces dejan un mal sabor de
boca.
Ese mapa de la Ciudad de México aparecido en un diario, reproduce como si
se tratara de un juego de mesa, los lugares donde ha actuado el asesino, el
Mataviejitas. Ahí está el rastro de muerte dejado en la ciudad. Un rastro marcado
por chinchetas de colores, azul, rosa, amarillo y rojo. Este mapa reproduce la
geografía de los homicidios trazada por los investigadores que no han podido
detener al asesino serial.
Al mapa lo acompaña la información estadística que los técnicos en
criminalística han sido capaces de reunir con el seguimiento del caso, para
prevenir más crímenes y detener al culpable. Ahí están los datos, los números,
las zonas y hasta la frecuencia con la que el homicida actúa en la Ciudad de
México.
Para cuando se publicó el mapa, a mediados de enero de 2006, sumaban 33
ancianas asesinadas en un par de años, entre el 2003 y el 2005. Trece murieron
en el 2004, diez en el 2005 y otras diez en el 2003. El ritmo de los homicidios
perpetrados parece preciso; el asesino mata con regularidad. El promedio de
muertes por año se incrementa cuando la impunidad crece. Luego vino el reflujo,
cuando sonaron las alarmas y las autoridades reconocieron, demasiado tarde, que
en la Ciudad de México actuaba un asesino serial y que sus víctimas eran las
mujeres de la tercera edad.
Las frías cifras de los homicidios registrados por la policía establecen los
rangos de acción, los periodos en los que actúa el asesino. En octubre y
noviembre se destapa, es cuando la proximidad del fin de año lo lleva a cometer
más crímenes. El registro marca un promedio de cinco homicidios en octubre y
noviembre. En julio son cuatro, el verano y sus calores, ¿la urgencia de matar
recrudece cuando sobra el tiempo y las rutinas de la vida diaria se relajan, aun
para los asesinos seriales?
En diciembre no hay muertes. Tampoco en enero. En febrero el asesino
regresa a la acción con tres homicidios, los mismos que ha cometido en
promedio en el mes de marzo en los últimos tres años.
Las chinchetas reproducen la geografía de los asesinatos, revelan la zona de
la ciudad donde el asesino ha actuado con mayor frecuencia. Son diez
homicidios en la Delegación Cuauhtémoc, en el corazón de la ciudad, una zona
con una enorme población flotante donde la clase media se amontona en
edificios de condominios, en los que todavía viven muchos de los integrantes de
viejas familias venidas a menos. En esta región de la ciudad explotaron los
crímenes; en las calles de la Cuauhtémoc hasta mediados del mes de enero de
2006 se habían registrado 10 homicidios.
Pero el asesino se mueve, su coto de cacería abarca la ciudad entera. Muertes
por todas partes: en la Delegación Benito Juárez, donde se erigió la clase media
del alemanismo de mediados del siglo pasado, fueron asesinadas seis ancianas.
En la Gustavo A. Madero, con sus unidades habitacionales, murieron cinco. En
Tlalpan, en el sur de la ciudad, tres, las mismas que en la Miguel Hidalgo. En la
popular Iztapalapa sólo una, lo mismo que en Azcapotzalco. En la distante
Iztacalco fueron asesinadas dos.
Eran otros tiempos. La vida era más sencilla, se trataba de hacer sólo lo
necesario para irla pasando. De pronto llegó la oportunidad, llegó, como siempre
en tu vida, con una dosis de ironía y humor negro. Esa mañana te levantaste muy
temprano, apenas había amanecido, esos amaneceres color plomo, tan fríos
como el asfalto; amaneceres donde sólo se escucha el sordo rumor de la ciudad
que se pone en movimiento, los automóviles por las calles, la prisa de la gente,
todo alumbrado por un tímido sol que parece no atreverse a dar el paso del
siguiente día.
Te fuiste al gimnasio, te esperaban largas horas de ejercicio, una rutina tras
otra y otra más, hasta agotarte y después volver a comenzar. En esos años tenías
fuerza para eso y más. Viajaste en el metro, los vagones atestados y silenciosos,
con cientos de apretadas tristezas. Imposible comenzar el día así, con la
obligación de ir al trabajo, de pasar horas enteras en el encierro, atada al
quehacer de la rutina; el trabajo que se hace sólo por el dinero que nunca rinde.
Conoces bien esa situación, la has vivido muchas veces, sirviendo en casas, de
mesera, de obrera, en todas partes lo mismo, el dinero que jamás podía pagar el
tenerte atada, el que les sirvieras y te humillaran.
Te comparas con las mujeres que te rodean en el vagón de los silencios y los
apuros. Vas de gane. Son pasadas las siete de la mañana. Eres más alta y más
fuerte (tus horas de esfuerzo en el gimnasio), tienes a tu favor que puedes hacer
lo que se te pegue la gana; no tienes que soportar humillaciones, ni horarios,
trabajas por tu cuenta y estás dispuesta a tomar los riesgos de los atajos y los
caminos torcidos.
Llegas al gimnasio, un gimnasio de barrio, instalado con viejos aparatos a
unos pasos de la estación del metro Viaducto, donde un viejo conocido, el
Charly, es el dueño. El Charly es un fanfarrón, le gusta hablar de sus aventuras
en el otro lado, de cuando luchaba en Los Ángeles y ganaba en dólares. Puras
mentiras. Un tipo gordo, con el pelo a rape y sus falsas joyas: la esclava de narco
o boxeador, con sus iniciales grabadas, la gruesa cadena dorada al cuello. Esas
joyas son una burda imitación, tan malas como el Charly y su pose de campeón
retirado.
A esas horas en el gimnasio sobran los que han decidido bajar los kilos de
más, desesperados gordos a los que se les nota que les hace falta un amor. Están
también los flacos a los que desprecia la suerte. Es demasiado temprano para que
lleguen los del ambiente, los veteranos de la lucha, también los eternos
aspirantes y los aprendices que no faltan, con su cara de niños y esos cuerpos de
lástima venidos de la miseria.
Te gusta llegar a esas horas porque recorres el solitario gimnasio con aplomo.
Una vuelta de unos cuantos pasos por la antigua accesoria, la ex bodega de la
tienda de abarrotes de al lado. Andas con el paso seguro de tus músculos, con la
certeza de quien se sabe la reina de los rudos. Esa mañana, como todas, te
cambias lo más pronto posible. En el rincón habilitado como ínfimo vestidor te
untas la milagrosa pomada con la que pretendes alejar las lesiones musculares,
ese dolor sordo y constante que te acomete en la espalda después de las largas
jornadas de ejercicio. Un dolor capaz de postrarte en la cama durante horas y
horas, hasta que con el reposo comienza a menguar. Alguna vez tendrás que
tomarte una radiografía. Cuando haya dinero comprarás las inyecciones que te
recomendó la Cobra. Ese tipo es especialista en lesiones, contaba que se había
recuperado de todas las que le habían caído en sus años de luchador: una fractura
de fémur, las costillas rotas y la columna vertebral desviada. Era cierto. La Cobra
andaba por la vida con todas esas lesiones a cuestas.
Te cambias pronto, estás lista para comenzar, te miras en el espejo que cubre
la pared del fondo. Te descubres bella, bella a tu modo, con ese cuello de toro y
la dura expresión de tu rostro. Finges una sonrisa que trata de ser femenina y
empiezas con las rutinas y los aparatos. Estás en lo tuyo, nada importa más allá
del ejercicio y el sudor, de los esfuerzos recompensados con las dosis de placer
venidas con el sudor gracias a la magia de las endorfinas.
Te preparas para los futuros combates que a tus años cada vez parecen más
lejanos. Hace mucho que dominas las técnicas de las llaves, la manera de caer,
hasta la forma de lograr los más espectaculares vuelos. Aprendiste todo aquí
mismo, en este gimnasio de barrio al que el Charly le ha puesto un ring,
dedicado a sus viejos amigos, quienes escuchan sus historias de triunfos en el
otro lado de la frontera cuando beben por las noches.
Ese ring te espera al final de la rutina de pesas, un ring al que subes a ensayar
las caídas y los vuelos, donde más de una vez luchaste contra los conocidos del
gimnasio y siempre esperaste que llegara alguna dama para demostrarle quién
eras y lo que habías logrado con tanto tiempo de entrenamiento.
Entrenas fuerte, con pequeños descansos que duran justo el tiempo que
necesitas para recuperar el aliento. Siempre te asombra y disfrutas cómo tu
cuerpo toma forma, cómo tus músculos vibran con el impacto del ejercicio.
Mientras «jalas», mientras levantas la barra, haces tus interminables series de
abdominales o alternas el ir y venir de las mancuernas, te miras al espejo y
satisfecha te sientes otra, distinta a la mujer de todos los días, la preocupada por
la subsistencia y los hijos. Otra, la misma que ha encontrado qué hacer para ir
sobreviviendo. La vieja treta de robar a los ricos y darle a los pobres; a los
pobres de tu propia casa.
Quién iba decir que esa mañana te iba a llegar la oportunidad que esperabas,
la bruja del mercado de Sonora, doña Tacha, la mujer que consultas cada vez que
tienes con qué pagarle; esa mañana tuvo razón. Te esperan cambios en el futuro
cercano, cambios para los que tendrás que estar preparada.
Estás en lo tuyo, en el ejercicio, una a una las inacabables rutinas, los
aparatos y el esfuerzo de las pesas hasta que duela el músculo. Ni siquiera ves
llegar al Colorado, otro de los refugiados de este jodido gimnasio, otro de los
que presumen haber estado en la cúspide del negocio. El Colorado dice que era
un próspero promotor, uno de los más grandes en el Bajío, uno más a quienes las
grandes empresas que se han adueñado del espectáculo aniquilaron. Imposible
que un modesto empresario llevara a la pequeña arena del pueblo de San
Francisco del Rincón o la de Irapuato, incluso a la de León, a las estrellas de la
tele, esos nuevos luchadores que cobraban en dólares, pero que no conocían los
secretos del pancracio.
Ni siquiera sientes cuando el Colorado se acerca. Te mira trabajar por un
buen rato, impresionado con la fuerza de tus piernas. Cuando abres los ojos, ahí
está el viejo. Babea. Disfrutas sentirte una mujer deseada, deseada aunque sea
por personajes como el Colorado, con su apergaminada piel, sus ojillos verdes y
su deteriorado y enflaquecido cuerpo. El Colorado lleva encima muchos años y
muchos fracasos. Sabes que el viejo promotor no pierde la oportunidad de
montar luchas, de llevar a los viejos y a los aprendices a funciones, que la verdad
dan pena, en las arenas de pueblo y de barrio.
El viejo te lo propone de golpe, te quiere en un cartel para el fin de semana.
Lucharías en San Juan del Río, el viernes por la noche, el sábado en Querétaro y
el domingo en la Arena San Pedro, en Chimalhuacán. Irás de ruda, alternando
con la Reina de Corazones y Lady Masacre contra la Comanche, la Hija del
Solitario y Flor Negra. Una gran oportunidad, una lucha de primera en la que
debutarías a lo grande. En el mismo cartel estarán el Pirata, el Perro Rabioso,
Satán y el Temible Tornado. Todos famosos, todos estrellas de verdad, aunque
ninguno promovido en la tele.
—Te doy la oportunidad en grande, espero que no la desaproveches y sepas
agradecérmelo —dice el tipo y su insinuación te provoca el asco que tragas con
una sonrisa que intenta ser coqueta.
—¿Y cuánto voy a cobrar? —preguntas mientras te incorporas del aparato
donde fortalecías las piernas.
Al tipo le sacas más de diez centímetros de estatura y unos veinte kilos de
peso. Piensas que en la cama lo hubieras matado.
—No seas interesada, mira que te voy a dar una gran oportunidad —hay algo
en el Colorado que te molesta, que desprecias. No se trata sólo de que te mire
como un montón de carne para llevarse a la cama y de músculo para aprovechar
en su circo. Es algo más. Después de todo la mayoría de los hombres con los que
te cruzas en la calle, con los que hablas, incluso con los que has tenido que ver,
lo que quieren es sólo eso, llevarte a la cama y sacar ventaja de tus atributos, de
esa belleza extraña, indefinida, la de una mujer marimacho, como decía aquel
novio.
—Pero algo me va a tocar, Justino. La verdad es que necesito dinero, tengo
dos hijos y la cosa está difícil.
—Ni me digas, te comprendo y tú sabes bien que siempre he querido
ayudarte. Por eso pensé en ti, fíjate que la Loba se lesionó en Monterrey. Estaba
a punto de buscar a alguna otra muchacha, pero me acordé de ti. Estaba seguro
de que te iba a encontrar aquí en el gimnasio, como siempre.
—Se lo agradezco.
—¿De verdad? —pregunta el viejo y te toma de la mano. Esas manos que te
recuerdan la textura de los pescados, flácidas, lisas, frías—. No te preocupes por
eso, tú sabes que como empresario soy muy justo y profesional, y como amigo
no te voy a olvidar. Mejor pensemos en lo importante, ¿cuál va a ser tu nombre
de batalla?
Dudas en decirlo, lo habías pensado mucho, tenías una docena de opciones
para ser conocida en el mundo de la lucha libre. Ninguno te convencía. El tuyo
tenía que ser un nombre único, un nombre que revelara quién eras y de dónde
venías. Un nombre pegador y espectacular. Lo pensaste y lo pensaste. Se te
ocurrieron cosas como la Negra Noche, por aquello de que querías un equipo
completamente negro, con todo y la máscara. Después la Mujer Dragón, pero te
sonó a nombre de feria, a la historia de aquella niña convertida en serpiente por
desobedecer a sus padres. Luego pensaste en aquello de la Mujer de Fuego y
empezaste a imaginar el atuendo, rojo encendido y una máscara con imponentes
llamas.
En ese momento lo decides, ése va a ser tu nombre de batalla, con el que te
harás famosa, con el que alcanzarás la gloria y alguna vez debutarás en la
Coliseo, la catedral de la lucha libre en México.
—La Mujer de Fuego, don Justino… la Mujer de Fuego.
—Okey, entonces, «llamas a mí» —dice el viejo burlándose y te estrecha por
la cintura. Lo apartas con suavidad y tratas de sonreír.
Es jueves, tienes un día y medio para acomodar a tus hijos en algún lugar y
poder irte de gira, tu primera gira como profesional de la lucha libre.
Esas cosas suceden así. Esa mañana, cuando te levantaste temprano para llevar a
tus hijos con el padre de Reyna y Samuel, cuando encendiste la luz del baño y te
miraste en el espejo por primera vez el día de tu debut de luchadora, recordaste
lo del sueño. Una y otra vez, en esas horas de un descanso que querías prolongar,
vino a ti un murmullo, una voz dulce, de mujer mayor. La voz que quisieras
recordar tuvo tu madre. Esa voz te trajo tu nombre de batalla, el nombre con el
que supiste desde entonces que ibas a ser famosa. La voz te lo dijo mientras
dormías: «Tú eres la Dama del Silencio.»
A Cosme, el padre de Reyna y Samuel, le agradeces que no los olvide, que a
pesar de la mala vida que le había tocado, de la mala suerte que no lo dejaba,
siguiera cerca de ustedes. Era un don nadie, pero un don nadie al que siempre le
había tocado las de perder. Errores, desaciertos, su historia era una verdadera
equivocación del destino, una mala broma de Dios, un amargo chiste que
celebraban en el infierno.
Lo que más te dolió de todas las cosas que te decía cuando peleaban y se
insultaban, era que dijera que lo peor que le había pasado en su vida de sal era
haberte conocido. La bruja del Mercado de Sonora, la misma que le hizo decenas
de limpias para que encontrara trabajo, para que tuviera suerte, para que no le
faltara el dinero, para que le sonriera la fortuna, después de quién sabe cuántas
veces que te echó las cartas y te habló de una mala presencia, una negra
presencia, que se cernía sobre ti, te dijo: «Deja a ese hombre. Su sino es sufrir.
Tu vida es otra. Aléjate de él y su negra sombra.»
Lo dejaste y la verdad la vida siguió de malas contigo, con él y con los niños.
Trataste de salir del hoyo y te encontraste con Julián, a quien te llevaste a vivir
contigo. Era más joven que tú y siempre tenía la cabeza en las nubes. Te
convenció de que le dieras dinero para irse a trabajar al otro lado. Iba a ganar en
dólares y regresar por ustedes, por ti y tus hijos, por su familia. Te dejó de
recuerdo a la niña, a Cristina, la más chiquita, siempre tan enfermiza, siempre
tan débil.
A tus hijos los quieres y nadie puede dudarlo. Quieres a Reyna, la más
grande, con las ganas que tenía de convertirse lo antes posible en mujer para irse
lejos de ti y tus rarezas. Quieres a Samuel por su resignación, que le viene de su
padre. Ese ir para adelante aunque todo vaya en contra y se haya nacido con la
inercia del fracaso a cuestas. Quieres a Cristina tan delicada como una flor a
punto de marchitarse.
Fuiste a dejar a los niños con Cosme, allá en el corazón de la Morelos. Los
llevaste en taxi, al fin ibas a cobrar bien por esa gira de tres funciones prometida
por el Colorado.
Ni siquiera te bajas del carro, les das la bendición a los niños. Una bendición
en la que invocas a los santos de tu propia estima, como te había aconsejado la
bruja de Sonora. Al Cristo del sangrante Corazón, a la Blanca, tu Santa Muerte, a
San Judas Tadeo, patrono de las causas imposibles, señor de los desesperados y a
Malverde, que dicen que es el santo de los narcos, un eficaz milagrero que a ti se
te figuraba como Pedro Infante.
Desde el taxi miras a los niños entrar al edificio donde Cosme vive con su
madre, un edificio de los construidos para los damnificados del terremoto. Doña
Esther ha vivido siempre en la calle de Zapateros, en una vecindad que se caía a
pedazos antes de los sismos de 1985.
A tus hijos los quieres mucho, los quieres porque están tan solos como tú.
Llega el momento. Sudas frío cuando el Colorado te llama desde la entrada del
hotel. Las luchadoras están en un cuarto, beben cerveza y tienen la televisión
encendida. Juegan al póquer. Matan la tarde. Desde la ventana ves cómo la tarde
empieza a caer. La gente llega en parvadas a la plaza, a celebrar la fiesta del
pueblo, la fiesta de San Juan. A ninguna de las mujeres le importa demasiado tu
presencia, siguen con lo suyo. La última mano antes de ponerse el equipo, de
calentar un poco y afinar los detalles de la lucha. Ya lo sabes, las técnicas van a
ganar, la tercia formada por Flor Negra, la Comanche y la Hija del Solitario. Flor
Negra te pregunta con la insolencia de las bellas, como diría el Colorado, si
alguna vez has luchado. Te da pena hablar de tus triunfos en la arena de Cuautla,
o de las veces que te han invitado a luchar en el gimnasio de Ixtapaluca. Te
quedas callada hasta que el Colorado te saca del apuro. Les dice que te conoce
del gimnasio del Charly, que te ha visto trabajar muchas veces y decidió darte
una oportunidad. Una oportunidad, reconoces en silencio, que te llega tarde en la
vida. Tienes 37 años, la misma edad que quizá tenga la estelar Lady Masacre,
quien seguramente ha tenido mejor suerte que tú.
A la flacucha de la Reina de Corazones, le preocupa que la lastimes.
—No estoy dispuesta a truncar mi carrera por esta mujer que sacaste de
quién sabe dónde —le dice al Colorado.
Por un momento piensas que ahí terminará todo, que tu máscara negra y tu
nombre de batalla, la Dama del Silencio, se van a quedar guardados en la maleta.
—No me importa. Yo soy la empresa y decidí que esta muchacha venía.
Necesitaba quien sustituyera a la Loba y no encontré a nadie más. Está decidido.
Apenas hablan contigo, ibas contra la Comanche. Tenías que cuidarla, su
lesión en la cadera no la dejaba en paz. El combate entre ustedes iba a ser de
relleno, los vuelos serían los de la Hija del Solitario, las rudezas con humor de la
enorme Lady Masacre, mientras que Reina de Corazones y Flor Negra ofrecerían
el atractivo visual.
La primera caída pasa muy pronto, un duelo de empujones con la Comanche,
después su patada cegadora, que te sorprende por su fuerza. Se te echa encima
cuando caes al suelo y luego te aplica de mala manera la de «a caballo». Te
releva la Reina de Corazones que enfrenta a Flor Negra. Un juego de niñas, que
te aburre. Luego vienen Lady Masacre y la Hija del Solitario; reconoces que son
un par de profesionales. La gorda mata de la risa al público con uno de sus bailes
sexys para festejar que ha planchado a su rival sobre el cuadrilátero. Vuelves a la
acción y apenas soportas el intenso ritmo del combate. Estás agotada y agradeces
que la Comanche te ponga de espaldas para el apresurado conteo del Colorado
convertido en elegante réferi, vestido todo de negro con corbata de moño blanca.
La segunda caída es todavía más rápida; eres la primera en rendirse. Después
Lady Masacre sucumbe al certero vuelo de la Hija del Solitario y ya no sube al
ring. Mientras las niñas hacen su shoucito de bellezas fuera de lugar jugando a la
lucha libre, el Colorado cuenta hasta veinte y, como la gorda ya no sube al ring,
la lucha termina con el triunfo de las técnicas. La rechifla no se hace esperar. La
gente que se amontona en las gradas de madera grita fraude y quiere más. El
Colorado lo tiene todo calculado: la primera lucha de la función es la de las
damas, que calienta al público quien espera ansioso el resto del cartel.
Cuando bajas del ring, con la máscara negra empapada en sudor, con la
aspiración agitada y a punto de desfallecer, como por reflejo alzas los brazos. La
Dama del Silencio ha logrado llegar al final de su primera batalla, la esperan la
fama y los días de gloria.
Te cambias en el cuarto de Lady Masacre, quien llega a tumbarse en la cama
y se queda ahí por un largo rato. Respira de manera tan agitada que tienes miedo
de que estalle, de que la gorda explote de golpe. A esa mujer le va a dar un
infarto. Por un momento piensas en ir a avisar al Colorado, pero desistes. Te
quitas la máscara negra y te miras el rostro amoratado y tumefacto. Como en la
vida, los golpes son de verdad aunque todo se trate de una representación.
Esperas tres horas con el viejo dolor de espalda clavado; el dolor que no te
quita ni el ungüento ni las pastillas.
Cuando termina la función, el Colorado, todavía con su corbata de moño
blanca puesta, se acerca al lugar donde te has sentado entre el público, en la
tercera fila de la tribuna de madera que montaron en la plaza del pueblo. Habías
seguido cada una de las luchas, disfrutado ese cartel formado por viejos
gladiadores: el León, a quien admirabas, Dragón Oriental y sus secretos del
karate, la Sombra y Averno, rudos venidos, decían, del infierno, aunque cuando
los viste llegar al hotel eran dos respetables viejos con desarrollados abdómenes
y de aspecto bonachón.
El Colorado te dedica su mejor sonrisa. El viejo está feliz. Se sienta a tu lado
y te toma de las manos con ternura. El personaje que representa es el del
caballero, aunque le hace falta un ramo de rosas. De la feria viene el rumor de
una cursi canción de amores echados al olvido, cantada por un trío el cual
piensas que son Los Panchos.
El Colorado saca de su cartera 300 pesos y te dice de golpe: «Para la función
de mañana en Querétaro regresa la Loba. Hay camiones para México toda la
noche. Adiós.»
III
Trabaja de noche, recorre las calles de la ciudad con el avispado ojo del cazador.
Le gusta ir despacio en la patrulla de la judicial. Muy despacio, toma el riesgo de
entrar a las zonas prohibidas, a los callejones. Por eso a pocos agentes les gusta
trabajar con él. Todos reconocen que con el comandante Núñez, como le gusta
que lo llamen, hay dinero, pero se tiene que sufrir para levantarlo, aguantar sus
incursiones a las regiones más peligrosas de la ciudad además de la cháchara del
tipo ése que habla y habla, que cuenta extrañas historias de espantos y
fantasmas.
—¿Quieres cenar? Te invito —dijo Luciano. Se había rapado y le gustaba la
ropa militar, aunque los jefes se lo prohibían, esa noche llevaba puesta una
chamarra comprada en Tepito. Una chamarra desechada por el Ejército de
Estados Unidos, llegada al país con las toneladas del barato contrabando que
inunda las calles de la ciudad—. Estoy hambriento y cansado. Vamos a comer
algo.
Entraron al Sanborns de División del Norte, era la noche de un lluvioso
miércoles. Se toparon en una de las mesas con una pareja de amantes a los que
se les notaba que vivían una crisis en su historia. La mujer, de más de 40, con el
pelo teñido de rubio y el rimel de los ojos corrido, tenía los ojos irritados por
haber llorado. El hombre, un muchacho con aspecto provinciano, fumaba en
silencio con una tensa expresión. En un rincón del restaurante, un solitario leía
un libro de coloridas tapas. A esas horas de la madrugada el lugar estaba casi
vacío.
Luciano, Luciano Núñez, el hombre de la chamarra verde olivo ordenó a la
desvelada mesera que se acercó con los menús, una enchiladas suizas y un café.
Silva, Gerardo Silva, el compañero de esa noche del comandante, una orden de
molletes. Eran pasadas las tres de la mañana y tenían por delante todavía una
larga jornada.
Comieron en silencio. Silva estaba preocupado, tenían que operar a su
madre, un tumor. La operación sería esa misma semana en el hospital del
Instituto Nacional de Cancerología. El comandante Luciano devoró sus
enchiladas y luego ordenó un pastel de chocolate y otro café. Había que darle
mantenimiento a ese voluminoso cuerpo. La última vez que se pesó sobrepasaba
los 110 kilos. Una masa de grasa y músculos contenida en su escaso metro con
setenta de estatura. Al propio Luciano le gustaba decir que era un fortachón con
una buena dosis de panza, también que era un duro cariñoso con las damas. Si
Luciano tenía alguna debilidad, eran las mujeres.
Miró a la pareja que se encontraba al otro lado del restaurante. Hablaban
poco, lo necesario para compartir lo mal que se sentían por su inevitable ruptura.
El Comandante les inventó una historia mientras bebía su café, un café
demasiado dulce. Los amantes tenían que separarse, ella era casada y el chavo
era su sobrino. Ella lo provocó, lo metió en su cama de aburrida esposa. Después
no pudo evitar que las cosas se complicaran. Aquí estaban como náufragos de su
cama y sus amores, desconsolados en un Sanborns de toda la noche, reservado
para desvelados y solitarios.
Fue ella quien llamó al mesero y pagó la cuenta. Se levantaron despacio,
como si su dolor también fuera físico. Fueron a pagar a la caja. Núñez miró por
la ventana el auto que abordaban. Era un buen carro, de modelo reciente. Tenían
que ir tras ellos, con un gesto aprendido de la tele, de los centenares de series
policiacas que había visto en su vida. Hizo una seña a su compañero y al
levantarse arrojó sobre la mesa un billete.
Cuatro o cinco años después de aquella noche, Clemente Silva, ahora taxista,
mira la fotografía de la llamada Mataviejitas publicada en los periódicos. Una
fotografía tomada poco después de su captura. Está seguro de que la conoció
aquella noche cuando fue a su casa con el comandante Luciano, jamás olvidará
esas manazas. Las mismas que mira en la foto, manos que lucen un brillante
anillo, una esclava. Las manos de una mujer luchadora.
IV
Para no ser pobre, para no sentirse sola, para que sus días no fueran tan largos y
aburridos como los interminables domingos, fue que Evangelina, doña Eve,
decidió vender en su casa ropa y joyería de fantasía. Le vendía a las vecinas, a
las muchachas del restaurante de enfrente del parque de Pilares en la Colonia del
Valle. Tenía pocos y conocidos clientes. Era suficiente. Le gustaba ir al centro a
comprar baratijas, en Tepito tenía ya una marchama que le vendía pacas de ropa
traídas de contrabando.
Por eso, todos la conocían en el edificio de condominios, además de que
muchos vecinos del rumbo la veían en el parque cuando por las mañanas iba a
caminar.
A pesar de todo, nadie extrañó a doña Eve cuando la dejaron de ver durante
varios días, tal vez un par de semanas.
Algunos vecinos recordaban que el teléfono llegó a sonar varias veces sin
que alguien lo contestara. Otro estaba seguro de que el rumor de la televisión
encendida seguía incesante en el departamento.
El final fue como en una de las historias contadas por doña Eve en su Diario
de la exclusión. Una tarde subieron a buscarla, la vecina del 3 quería ver el
catálogo de Avon. Nadie respondió cuando tocó el timbre. Era raro; habían
pasado ya algunos días y nadie recordaba haber visto a doña Eve.
La vecina escuchó la televisión encendida, pero lo que en verdad la alarmó
fue el olor que percibió, cada vez con más intensidad. Del otro lado de la puerta,
olía a muerto.
Doña Eve fue otra de las víctimas. La encontraron tendida en un sillón de la
sala de su casa. La estrangularon con una mascada que debió ser suya, una
mascada azul cielo.
Fue cuando ese olor se hizo insoportable, inundó el edificio, tanto que los
vecinos llamaron a la policía. Llegaron las patrullas y una ambulancia. Forzaron
la puerta y al entrar se toparon con el cuerpo de la mujer en avanzado estado de
descomposición.
Se habían tomado su tiempo. Quien la asesinó buscó por todas partes, en los
cajones del mueble del comedor, en los closets de las dos recámaras, hasta en la
cocina. El departamento de la mujer estaba vuelto de cabeza.
Nadie reclamó el cuerpo de doña Eve, que terminó en la fosa común. El
último de los destinos de los excluidos.
V
Las ancianas (y ancianos) son víctimas propicias de los delincuentes y los abusos
en un lugar como el Distrito Federal. Siguiendo los datos de la Subprocuraduría
de Atención a Víctimas de la Procuraduría General de Justicia del Distrito
Federal, los delitos denunciados por personas de la tercera edad han aumentado
en un 35 por ciento en los últimos dos años.
Una visita a la galería del horror de los homicidios perpetrados en contra de
mujeres de la tercera edad revela el grado de vulnerabilidad y las condiciones en
que fueron atacadas.
Una galería del horror sufrido por muchas ancianas a domicilio:
Era domingo, cerca de las cuatro de la tarde. De pronto vio al hombre en la
puerta de su recámara. Nunca supo cómo logró entrar en la casa donde vivió
siempre, una casa de clase media en la colonia Álamos. El hombre la atacó,
llevaba un trapo en la mano con el que intentó taparle la boca para que no
gritara. Forcejearon. La mujer, de 63 años de edad, trató de luchar contra el
hombre, Alejandro Ovando Salvatierra, de 26, quien no hacía mucho había
salido del Reclusorio Oriente, a donde había ido acusado de asalto y robo a
transeúnte.
El hombre golpeaba con los puños cerrados, golpes secos en el cuerpo. Tomó
unas tijeras y trató de clavarlas en el cuello de su víctima, que intentaba
defenderse. Logró subir la bata que vestía para descansar en su casa, arrancó su
ropa íntima. Ella le gritó que tenía sida y que iba a morir si se atrevía. Fue
doloroso. El tipo trató de estrangularla con su propio brasier, luego con unas
medias de lycra. Antes de huir se llevó una grabadora y cien pesos. Días después
fue detenido y plenamente identificado.
Operaban en pareja. Roberto Gustavo Gómez Sánchez se contrataba como
enfermero para atender ancianos cuyas familias podían pagar sus servicios.
Ganaba la confianza de sus pacientes y en cuanto podía robaba joyas, dinero y
hasta chequeras. Su pareja, Alejandra Aquino Sánchez, se encargaba de cobrar
los cheques, de colocar y vender la mercancía robada.
Tuvieron mala suerte, la mujer que sería su próxima víctima sufrió un
accidente. Llamaron a Roberto, el enfermero, para decirle que durante un tiempo
prescindirían de sus servicios ya que la anciana había sido hospitalizada. La
pareja decidió actuar, actuar de inmediato. Entraron en la casa con la copia de las
llaves que Roberto había mandado hacer, fingieron un robo, el hurto común de
una casa, aunque sólo se llevaron el poco dinero en efectivo que encontraron,
algunas joyas y una chequera. La chequera de la mujer que Roberto atendía.
Cometieron un error. Con una credencial de elector falsificada trataron de
cobrar un cheque una vez que el robo había sido denunciado.
En la saga de homicidios en los que las mujeres de la tercera edad son
víctimas, hay también historias de oscuros rencores familiares.
La noche del 28 de septiembre de 2002, Guillermo Ibarra García llegó a la
casa de su madre en Las Águilas. Relevaba a su hermana, por decirlo así, de la
guardia de cuidados que eran necesarios para una mujer de 84 años que ya no se
levantaba de su cama.
Algo ocurrió, hubo reproches, insultos. Una fuerte dosis de ira y dolor.
Agustín levantó en vilo a su madre enferma y luego la dejó caer sobre su rodilla.
Una llave de la lucha libre conocida como la «quebradora», que provocó la
fractura de pelvis y fémur de la anciana, la cual murió cuatro días después en una
cama de hospital.
Lo que pasó esa noche fue visto por una niña, la hija de la hermana de
Guillermo que ya se había marchado. La niña no debía estar ahí, pero quizá su
madre no quiso molestarla y la dejó en el sillón donde dormía. Al día siguiente,
muy temprano vendría por ella para llevarla a la escuela. Los gritos la
despertaron.
Otro ataque sufrido por una anciana: Era temprano por la mañana cuando
llamaron a la puerta de la casa. Las viejas costumbres, que no se abandonan. A la
víctima, de 79 años, le gustaba que le llevaran leche fresca a su casa, aunque
vivía en pleno centro de la ciudad, en la calle de Jesús María. Abrió la puerta
porque pensó que era el lechero.
El hombre que la atacó, que dijo llamarse José Cuauhtémoc Sánchez, de 42
años, la empujó con fuerza y entró en la casa. Le exigió que le entregara las
joyas y el dinero que tenía guardados. La mujer trató de gritar, el intruso la tomó
del cuello y quiso estrangularla. Quería el dinero y las joyas. Desesperado,
arrancó el par de aretes que usaba la anciana. Oro de 18 quilates. La mujer no
pudo soportar el dolor y gritó. Fue entonces cuando los vecinos escucharon.
Alguien salió a buscar una patrulla y tuvo suerte de encontrarla. Cuando los
policías entraron en la vivienda, José Cuahutémoc trató de escapar por la azotea.
Lo siguieron hasta encontrarlo oculto tras un muro. Según la información oficial,
el hombre llevaba consigo un cable de casi un metro de largo, la posible arma
homicida que no logró sacar por la forma en que la mujer se defendió del ataque.
La víctima, quien sufrió lesiones por los golpes que le fueron propinados en
los brazos, en las piernas, en el cuero cabelludo, que ni siquiera había notado que
sangraba, identificó plenamente a su agresor.
Como esta mujer, las víctimas que se pueden encontrar en la galería del
horror de las agresiones a las mujeres de la tercera edad son en extremo
vulnerables. Todas pertenecen a un grupo social olvidado, el de 740 mil adultos
mayores que viven en la Ciudad de México, más de la mitad de ellos en
condiciones de pobreza o pobreza extrema.
Jorge Mario Tablas Silva, otro Mataviejitas, a quien en los medios llamaron el
Enfermero, fue sentenciado el 5 de octubre de 2005 a 61 años y 9 meses de
prisión. El Quincoagésimo Sexto Juez en material penal, Jorge Alberto Meneses,
lo consideró culpable de dos homicidios, de María Eugenia Guzmán Noguez, de
75 años y de Luz Estela Viveros Padilla, de 70 años. Esta sentencia no sólo fue
ratificada por el Tribunal Superior de Justicia del DF, sino que se incrementó
diez años.
Ambas mujeres fueron asesinadas a finales de 2003. Ese año, como sabemos
por la información de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal,
fueron estranguladas en circunstancia similares 12 ancianas. Era evidente la
actuación de un asesino serial, lo que por esas fechas las autoridades se negaban
a reconocer; atribuían esos homicidios a hechos aislados, consecuencias de
simples robos.
Este Mataviejitas fue detenido el 12 de septiembre de 2004 en un modesto
hotel de la colonia Obrera llamado Fabiola. En ese entonces Jorge Mario Tablas
Silva tenía 54 años. Se disfrazaba de enfermera, usaba una peluca rubia y salía a
buscar a una mujer de la tercera edad que pudiera ser su siguiente víctima.
María Eugenia Guzmán Noguez fue estrangulada con un cable el 28 de
noviembre de 2003; tenía 75 años y vivía sola.
Los vecinos del departamento donde vivía María Eugenia habían visto a ese
hombre. Un hombre disfrazado de mujer. A una de las vecinas de María Eugenia,
otra mujer mayor, se ofreció para tramitarle una tarjeta de apoyo económico para
adultos mayores. En otra ocasión, los vecinos de la mujer asesinada volvieron a
ver a ese hombre: ya no vestía de mujer, ni usaba peluca rubia, ahora ofrecía
prestamos del gobierno para el mantenimiento y la remodelación de casas y
departamentos de personas de la tercera edad.
También fue estrangulada Luz Estela Viveros Padilla, de 70 años que fue
asesinada en la casa donde vivía en la colonia Industrial, al norte de la ciudad de
México el 12 de diciembre de 2003.
Jorge Mario Tablas no tenía un domicilio fijo, vivía en cuartos de hotel. En el
cuarto del Fabiola, donde fue detenido, le fue encontrado un par de guantes de
látex, los que pudo usar para ocultar sus huellas en los lugares donde perpetraba
sus crímenes. Entre sus pertenencias había un listado con nombres y direcciones
de ancianas. La lista de sus siguientes víctimas.
En el mes de mayo de 1998, María Amparo González también fue asesinada.
La estrangularon con un cable eléctrico en el interior de su departamento en la
Unidad Modelo. Las autoridades no pudieron fincarle responsabilidades a José
Mario Tablas por este homicidio, en el que sospechan que estuvo involucrado.
Jorge Mario Tablas tenía una vida trashumante. Paraba en hoteles baratos, en
pequeños cuartos con viejo mobiliario y precarias condiciones. En el último de
los cuartos donde vivió, fue encontrado un cuaderno en cuya portada se lee en
gruesas letras escritas con una fuerte dosis de nerviosismo: «Dios me dio la
autoridad para exterminar.»
VI
Puede imaginarse lo larga que para ti fue esa noche. Dormiste poco y mal, te
sentías extraña. En el reloj las horas corrían despacio, la pesada oscuridad no
cedía y tú aguardabas el sueño postergado por una fatiga nerviosa. Pasaste así
horas y horas. Quizá dormiste un rato, sólo un rato, pero fue un sueño ligero,
próximo a la vigilia, lleno de sobresaltos. No recuerdas haber soñado nada. Fue
una mala noche de ojos cerrados, con una sensación de angustia que no te dejó
en paz. Una mala noche que, por contraste, desembocó en una mañana donde el
sol arribó temprano con todo su esplendor. A pesar de ese brillante sol, estuviste
a punto de quedarte todo el día en la cama.
Prendiste la radio que tenías sobre el buró, música romántica, pasada de
moda, anunciada como los «Clásicos del Amor» en la 760. Pasaban de las siete
de la mañana y apenas te quedaba tiempo para preparar a los niños y llevarlos a
la escuela.
La música los despertó. Te acercaste a la cama donde dormía Cristina,
siempre tan frágil, la mirabas como a un ángel que en cualquier momento
levantaría el vuelo. Enfermiza y triste, siempre te preocupaba. Jamás imaginaste
que los cuidados que necesitó desde que era una bebé, por tanta enfermedad que
la agobiaba, los bronquios irritados, la constante diarrea, el reflujo y quién sabe
cuántas cosas más, despertaron en ti la ternura y el cariño que jamás habías
sentido por tus otros hijos. A Reyna, la más grande, siempre la viste como un
accidente en la vida, algo que no querías que pasara, una niña venida del dolor, a
la que criaste sola. Tú sabes todo lo que te costó imponerte a ese sentimiento de
rechazo que sentías al verla, cómo trataste siempre de comportarte como la
madre amorosa, la entregada a la tarea de que la niña subsistiera y fuera
creciendo. Trabajaste mucho, largas jornadas en la fábrica aquella de chocolates,
con ese pastoso olor dulce metido en el cuerpo. Un olor que no olvidas y que fue
la causa de tu aversión al chocolate. Después te colocaste en varias casas,
lavabas ropa y te encargabas de la limpieza. Ganabas más que en la fábrica y
podías recoger temprano a la niña de la guardería. Reyna llenaba el pequeño
cuarto de azotea donde entonces vivían. A veces piensas que por aquellos
tiempos eras feliz, que la vida fluía tranquila y dulce a pesar de los apremios
económicos, a pesar de la mala sangre que tú sabías que corría por las venas de
tu hija.
Samuel era flojo. Buscaba siempre salirse por la tangente, un desastre al que
tú misma le pronosticabas una vida llena de fracasos como la de su padre. Por
eso te preocupaba tanto, por eso habías decidido estar siempre con él. La vida ya
era demasiado pesada para él y sus carencias. Al niño, como a Cosme, su padre,
le faltaba algo, ambos eran incapaces de subsistir solos, dóciles, ingenuos,
signados por el fracaso, marcados por una atávica pobreza, encerrados en un
círculo de miseria del que jamás iban a salir.
A Cosme te lo encontrabas en la estación Aeropuerto del metro, donde
bajabas del pesero para ir a trabajar. Muchas mañanas coincidieron en los
andenes, en la larga espera del tren. Lo veías desde la zona reservada a las damas
con su maleta deportiva del equipo de futbol Cruz Azul, su expresión de azoro
ante el mundo, que te despertaba tanta ternura, y su apariencia de «güero de
rancho», con su bigote de matices rojizos y rubios y sus ojos azules. Tú fuiste la
que, una de esas mañanas, comenzó con el juego de las miradas y la sonrisa
coqueta. Un juego que, en principio, lo asombró, después lo hizo ruborizarse,
pero al que luego se dejó ir sin contemplaciones. Ese juego se prolongó por un
tiempo, la diaria travesía en el metro, esa aventura de cruzar bajo tierra la ciudad,
con inesperadas paradas, apretujones y largos recorridos para los necesarios
transbordos, tenía el aliciente del azaroso encuentro con el güero.
Tú fuiste la que empezó a llegar más temprano, aunque eso te obligara a
levantarte de madrugada y dejar a la niña por lo menos media hora antes en la
guardería. Te apostabas en la avenida y, oculta tras los puestos de los vendedores
ambulantes que inundaban la banqueta, esperabas hasta verlo llegar. En cuanto
lo veías bajar de alguno de los colectivos te adelantabas en el camino y
aguardabas en el andén, justo en el límite de la zona reservada para mujeres, a
que llegara por ahí. No tardaba mucho. Caminaba de prisa, ansioso por
encontrarte, por iniciar ese juego de miradas y sonrisas, que apenas duraba el
tiempo que tardaba en llegar el próximo tren.
Una mañana te hartaste, rompiste el silencio y, como ya lo tenías decidido,
terminaron en un hotelito de paso de los que hay muchos en la colonia Guerrero.
Te contó que era electricista y plomero, que vivía con su madre, una mujer
enferma a la que no podía dejar. En sus brazos descubriste algo que jamás habías
sentido, no era sólo el deseo, ni las ganas de que te colmara con su cuerpo, con
su piel; era mucho más. Te enamoraste, como podías enamorarte, de lejos y con
muchas precauciones. Recuerdas cómo hacías sufrir a Cosme con tus caídas al
abismo, como decías. Las depresiones que te llevaban primero a sentir un
desprecio por los demás, a convencerte de que no tenías lugar en el mundo, que
todo era feo y triste. Después, venía la etapa de la inmovilidad, en la que te
costaba mucho, pero mucho, levantarte, dar el primer paso y seguir adelante. Lo
hacías porque no te quedaba otra, el apremio de mantener a la niña, el seguir
adelante, aunque una parte de ti se hubiera quedado atrás, postrada en la cama
donde dormías con Reyna.
Tú misma se lo dijiste a Cosme, para entonces tenías ya suficientes pruebas
de su síndrome de fracaso y estabas embarazada de Samuel. Su mala suerte te
había puesto en su camino; eras la peor de sus desgracias. Aceptó resignado a
Samuel. Estaban juntos en la cama y esa mañana ni siquiera habían podido hacer
el amor. Estaban cansados. El fastidio de la vida que mata el deseo.
La primera vez que se mata sorprende que nada ocurre, nada cambia en el
mundo. Asesinaste a esa mujer por algo similar a un accidente de trabajo. Todo
había salido bien, la encontraste en el parque, te creyó aquello de que trabajabas
en el programa de asistencia a las personas de la tercera edad del gobierno de la
ciudad. Aceptó llevarte a su casa; tú sabías que vivía cerca. Le prometiste
tomarle la presión y un masaje tonificante en sus piernas adoloridas por los
problemas de columna.
No desconfió cuando le preguntaste si vivía sola, tampoco cuando ya en su
departamento te habló de sus ahorros. Tenía dinero en el banco, una buena
cantidad. Su hijo le depositaba cada mes, el hijo que vivía lejos, quien te contó
que era ingeniero en Houston. Quizá te precipitaste, tal vez era cosa de tiempo,
pero después de todo hasta en tu negocio había que trabajar con eficacia y
rapidez. Era lo mejor. Además mientras más tiempo pasaras con las viejas más
probable era que te llegaran a identificar si se atrevían a denunciarte.
Te fue fácil someterla, un golpe con el dorso de la mano. La amenaza de que
no gritara si quería seguir con vida. La tomaste del cuello con la mano derecha y
apretaste. La mujer estaba sobre el piso. Abrió los ojos presa del pánico y la
dificultad para respirar. Le preguntaste por el dinero y las joyas. La tenías sobre
el piso, en su recámara, a un lado de la cama donde le ibas a dar el masaje.
Tenías en la mano izquierda la pañoleta azul que habías tomado del tocador. Le
diste vuelta, y con un rápido movimiento le colocaste la mascada sobre su fofo
cuello. Apretaste. Tenía que decirte dónde estaban las joyas, dónde guardaba el
dinero. Apretaste. Le oíste decir algo. Piedad, perdón. El llamado a un Dios que
jamás estaba donde hacía falta. Apretaste. Un poco más, sólo un poco más, como
lo habías hecho muchas veces antes. Te molestaron los sonidos que la vieja hacía
de animal agónico. La odiaste y, sin pensarlo demasiado, apretaste. Siguió sin
decir nada. Sólo los quejidos, ese molesto gorgoteo, los inútiles llamados a su
ausente Dios. Volviste a preguntar por las joyas y el dinero.
Se te acabó la paciencia. Apretaste con fuerza, con toda tu fuerza, con la
fuerza de tus grandes manos. Apretaste. Apretaste con toda la fuerza de tu
cuerpo trabajado en horas de gimnasio, con la fuerza de la luchadora que había
recorrido las arenas pobres de la periferia del ciudad con un montón de derrotas
a cuestas.
La vieja murió. Murió en un accidente de trabajo.
VII
Sobre la mesa del escritorio del reportero se extienden media docena de recortes
de periódico con las notas sobre el caso Mataviejitas. La historia de los más de
40 homicidios perpetrados a mujeres de la tercera edad; también la historia de
una investigación que prosperó y se detuvo, que logró importantes hallazgos y
fracasó en lo elemental.
El humo del tabaco negro del enésimo cigarro que se extingue en el cenicero,
el café ya frío, las horas que pasan de prisa ante la minuciosa lectura de las notas
de periódico. Con la escasa información publicada, el reportero se propone dar
cuenta de los elementos que resultan claves en el modo de operar del asesino.
Armar las piezas del rompecabezas sobre las razones que lo impulsaban a matar.
Lo primero es la historia de las huellas digitales dejadas por el asesino. El
error esperado, la desatención del homicida convencido de que actúa con toda
impunidad, como lo demuestra su cadena de asesinatos, la interminable serie de
víctimas sacrificadas por el designio del robo, del simple hurto de las pocas
cosas de valor que el homicida se llevaba consigo después de consumar la cruel
representación de segar una vida.
Todo iba bien. La anciana confiaba en la mujer que se acercó a ella al salir del
supermercado, que la ayudó con sus bolsas y le platicó que era enfermera. El taxi
aquél, un vocho en mal estado, apareció en la avenida y juntas lo abordaron. La
enfermera le dijo a su futura víctima que vivía cerca, que podían acompañarse y
pagar entre las dos el viaje.
Todo iba bien. Con la propuesta de tomarle la presión, de ayudarla con ese
malestar y agotamiento. Con la oportunidad de que la revisaría y le daría un
masaje que la haría sentirse mejor.
Bajaron del taxi y la enfermera, muy amable, ayudó a la anciana con las
bolsas de la compra en el supermercado.
Todo iba bien. Subieron al departamento y entraron. Era lo que esperaba: la
sala con muchos años encima, el sólido comedor de buena madera, las lámparas
y la infaltable colección de adornos, figuras imitación porcelana por todas partes,
un cuadro de dulce gusto con el paisaje de un apacible bosque, retratos de la
familia ausente. La huella del polvo muestra que ya no hay quien pueda llevar a
cabo la rigurosa limpieza cotidiana a la que esa estancia estuvo sometida muchos
años.
Todo iba bien, la enfermera le pidió que se recostara en un mullido sillón que
apestaba a orines de gato, para que le tomara la presión. Fue entonces cuando
una voz proveniente del interior del departamento la alertó. Había cometido el
grave error de no preguntarle a la mujer con quién vivía, pero la anciana había
tenido la culpa, se quejó de lo sola que estaba, le había hablado de lo que
extrañaba a sus hijos, los cuales rara vez la visitaban, del trabajo que le costaba
bastarse a sí misma, una vieja que ya a nadie le importaba.
La voz era la de un hombre joven, la llamaba, «mamá». La enfermera se
apartó de golpe, sin siquiera ayudar a la anciana a ponerse de pie. El muchacho
insistió con sus llamados. Lo mejor era irse.
Como siempre, la anciana respondió de inmediato, estaba lista para atender a
su hijo, a pesar de los años que llevaba encima, esos 72 que le había confesado a
la enfermera.
Antes de que la mujer de bata blanca, con cara de sorpresa y sonrisa
congelada, pudiera marcharse apareció en la estancia el muchacho que llamaba,
«barbón», en short y camiseta, daba pequeños saltos en un pie mientras hacía
equilibrios con una pierna fracturada al aire. Saludó con un buenos días y miró
con desconfianza a la mujer, que no esperaba ver parada en medio de la sala de
su casa. Su madre le dijo que era enfermera. Le iba a tomar la presión y a darle
un masaje. Al muchacho lo alertó el nerviosismo de esa mujer, alta y robusta con
el pelo corto teñido de rubio. Una enfermera con la que no se hubiera querido
topar en caso de ser sometido a una inyección. Ella lo saludó con un murmullo y
dijo algo más que no alcanzó a entender. Algo así como que mejor se iba, que no
quería importunar. El ambiente se tensó, algo no marchaba bien con esa
corpulenta mujer que sin decir nada avanzaba hacía la puerta de salida. La
anciana percibió la desconfianza de su hijo y trató de mitigarla. Tuvo la
ocurrencia de pedirle que mirara la radiografía del tobillo fracturado, para que le
diera su opinión profesional, de amiga, así lo dijo, de amiga, sobre la lesión.
Antes de que el muchacho dijera que no o de que la mujer por fin terminara de
marcharse, fue a buscar la radiografía.
Ambos la esperaron en silencio. La enfermera cada vez más cerca de la
puerta de salida y el muchacho tumbado en un sillón, con la pierna vendada y
una férula a la altura del tobillo dañado.
La mujer estaba a punto de dar el último paso, de abrir la puerta de golpe y
huir, cuando la anciana apareció con un enorme papel de color amarillo en la
mano. Tuvo que ver la radiografía, dar una aventurada opinión sobre una fractura
que no podía ver en esa difusa imagen sobre fondo negro, que adivinó era el
malogrado tobillo del hijo de la anciana.
La enfermera había cometido un error: la huella de uno de sus dedos quedó
registrada en la sensible radiografía. Algo así como una fotografía de su
identidad.
En cuanto pudo, la corpulenta mujer dijo adiós y salió del lugar. Agradeció a
alguien, tal vez a la Santa Muerte, la santa de su devoción, la santa blanca que
estaba segura la amparaba, que el muchacho de la pierna fracturada no la hubiera
sorprendido en el momento en que estrangulaba a su madre con la tripa de
plástico del aparato que ella misma le había dado para que le tomara la presión.
Esa huella, la marca del asesino, fue encontrada en 11 distintos escenarios de
los homicidios perpetrados por un mismo homicida. Era la huella digital de
Juana Barraza Samperio.
Hay que ir más allá sobre las razones que pudo tener para matar Juana Barraza
Samperio, cuyas huellas digitales se encontraron en 11 lugares en los que
ancianas fueron asesinadas; la marca dejada por ella en la escena del crimen de
11 homicidios.
Robert Ressler, el ex agente del FBI, quien acuñó el término de serial killer,
se atrevió a descender a las profundidades de las causas que motivan a matar a
estos personajes, depredadores de su misma especie.
Ressler resolvió docenas de casos como agente del FBI, luego como
investigador privado se ha enfrentado a las interrogantes que rodean la actuación
de los serial killer en distintos lugares del mundo.
De acuerdo a sus investigaciones, en el 72 por ciento de los casos estos
asesinos tienen un mal recuerdo de su padre. Para decirlo con propiedad, tienen
una visión negativa de la figura paterna, abundan los casos de abandono. Era
abrumadora la obsesión de dominar por la violencia.
El abuso sexual sufrido en la infancia es también una constante. Siguiendo
las investigaciones de Ressler, los asesinos en serie fueron niños agresivos, con
dificultades para establecer diferencias entre la realidad y la fantasía.
La Unidad de Ciencias Conductuales del FBI publicó en 1985 un informe en
el que se documentan aspectos de la vida sexual de los llamados asesinos
seriales. Prefieren las actividades autoeróticas y son aficionados a la pornografía.
Según otros estudios, en sus relaciones sexuales abusan de artículos
pornográficos y hacen énfasis en los estímulos visuales.
En 1998, los investigadores Holmes y De Burger clasificaron cuatro tipos de
asesinos seriales: los visionarios, que actúan de acuerdo con una misión auto
impuesta, celebran extraños ritos y esperan obtener algún beneficio con la
muerte de sus víctimas; los orientados a una misión, que tienden a eliminar a
quienes consideran nocivos para su sociedad o sus ciudades, están convencidos
de realizar una necesaria labor de limpieza y sus víctimas con frecuencia son
homosexuales y prostitutas; los hedonistas, que actúan movidos por el placer, es
común en ellos la hematofilia y la antropofagia; y los orientados por el control,
cuya cima es ejercer un poder absoluto sobre sus víctimas, padecen sensaciones
anormales de dominio sobre la vida y la muerte.
Que una mujer resulte un asesino serial resulta una extraña excepción.
VIII
Una mujer cualquiera, una mujer pobre con hijos que mantener y sola, encuentra
trabajo en el servicio doméstico. Un eufemismo para hablar de una extendida
forma de esclavitud. Interminables jornadas día con día, con las mil y una
labores que nunca concluyen. El trato de los patrones es de lo peor, cargado de
discriminación y misoginia. Al final de la semana, el magro salario no alcanza ni
para lo indispensable.
Esa mujer, atribulada por los gastos, por las deudas, decide tomar lo que le
pertenece, lo que se ha ganado con el esfuerzo de cada día y los patrones le
regatean. Encuentra la manera de hacerse de un poco más de dinero, sólo un
poco para resarcirse de lo mal que le va, para pagar una deuda o comprar la
medicina que la niña necesita por lo de sus alergias. Son unos cuantos pesos
provenientes de la compra del mercado, otros pocos pesos que los patrones dejan
por ahí sin saber. Es el dinero que parece sobrarles; ni siquiera notan esos
pequeños robos.
Fue así como descubriste una mejor manera de trabajar, de ganar lo que
merecías. Julián te quitó la venda de los ojos. Ésa era la realidad, la transa, el
abuso, el robo, la ley de la selva.
Tú sabías cómo trabajar y podías hacerlo. Las cosas cambiaron, ya los
patrones no mandaban, los soportabas porque era parte de tu plan. Estabas ahí de
incógnito, como los espías de las películas. Esperabas el momento para dar el
golpe. Lo hiciste muchas veces, robabas lo que podías, te enterabas dónde
guardaban las joyas y el dinero. Buscabas y buscabas hasta dar con algo que
valiera la pena. No era suficiente. El dinero nunca es suficiente.
Con esos robos apenas tenías para mal vivir. Para entonces ya veías lo tuyo
como un negocio, como un trabajo al que te dedicas a cambio de un merecido
pago. Por eso pensabas que dedicabas demasiado tiempo, que soportabas muchas
humillaciones y malos tratos para al final salir con una miseria. Eso, sin tomar en
cuenta el riesgo de que te sorprendieran y terminaras en la cárcel y tus hijos
abandonados. Necesitabas trabajar de otra manera, ganar más. Le hablaste a
Julián de los secuestros, de los asaltos. El gordo podía ayudarte. Planearon un
par de golpes, pero se dieron cuenta de que no era tan fácil, además de que Julián
tenía que hacer lo suyo, esos «trabajitos» por los que alguien le pagaba muy
bien.
Fue entonces cuando se te ocurrió lo del artegio de las viejas. Habías tenido
a una patrona que odiabas, una vieja amargada y tacaña; era como las brujas de
los cuentos. Fue un buen golpe, como era tan desconfiada guardaba su dinero
bajo su cama. Cubierto por una duela que estaba suelta y que descubriste por
azar al barrer de ahí toneladas de polvo. La vieja estaba sola y a nadie le
importaba. Te llevaste el dinero en venganza de todo lo que te había hecho. Tú
no comías de lo mismo que ella, para ti eran las sobras y los huevos y los
frijoles. Todos los días. Daba órdenes y exigía obediencia inmediata como una
reina, pero pagaba como la miserable que era. Hubo ocasiones en que te quedaba
a deber parte de lo que te pagaba con cualquier pretexto.
La ciudad estaba llena de esas viejas, una vez a la semana en la casa de tu
antigua patrona un montón de brujas maquilladas, con las uñas de las manos bien
cuidadas y decrépitos cuerpos se reunían a jugar cartas. Hubo una ocasión en que
ni siquiera cabían en la amplia sala del departamento. Eran más de una docena
de escandalosos avechuchos. Al día siguiente tuviste que limpiarlo todo.
Necesitabas saber dónde vivía cada una de esas viejas, buscarlas, presentarte con
ellas, entrar en su casa y de algún rincón tomar lo que atesoraban.
Era imposible ir tras ellas, así que empezaste a trabajar con lo que tenías.
Recordaste que a la vieja le gustaba ir al parque, caminar para hacer el ejercicio
que le recomendaba el doctor. Esa mañana, una mañana cualquiera, después de
dejar a los niños en la escuela subiste al metro y recorriste algunas estaciones.
Estabas acostumbrada a ir sin rumbo en busca de trabajo; lo habías tenido que
hacer muchas veces. Te gustaba tomar ciertos riesgos, el azar que en ocasiones
corría a tu favor.
El metro iba atestado, odiabas viajar en ese apelotonado mar de humanidad.
Odiabas los olores y los apretones. Lo peor era el silencio, el silencio en el que
viajaban todos a esas horas de la mañana en vagones repletos de insatisfacción y
tristeza. Te sentiste agobiada, no podías más, tenías que bajar. Esperaste a que
abrieran la puerta y saliste disparada en medio de la corriente humana.
Fue el azar el que te puso cerca de aquel parque, como si supieras dónde se
encontraba, saliste de la estación y después de caminar un par de cuadras
doblaste a la derecha. El parque apareció, un verde oasis en medio del gris
asfalto. Caminaste por ahí un rato. En la ciudad todo era gris, los pájaros en
busca de migajas con sus alas plegadas. Las ratas que con todo descaro hurgaban
en las bolsas de basura, arrojadas por las mismas personas que se quejaban del
abandono en que se encontraba ese triste parque, metido en el corazón de la
Colonia del Valle en la Ciudad de México.
Todo era gris y lo sabías, tan gris como esos árboles enfermos, como el cielo
y los rayos del sol que alcanzaban a filtrarse tras las toneladas de contaminantes,
como decían en los noticiarios. El gris de tus sueños, el gris de la realidad. Un
gris pastoso, donde todo transcurría despacio, muy despacio, en el que en
ocasiones aparecían ciertos tonos de color que disfrutabas. Colores como el rojo.
Ese rojo de las pasiones o como el rosa de lo femenino o el plateado de las
estrellas. Intensos colores de la pasión. Por eso te gustaba ir a la arena Coliseo
para colmarte de color. Los luchadores y sus brillantes colores, esos cuerpos
forjados por el esfuerzo, esos radiantes combates en los que alguna vez te
gustaría participar. Por ese entonces lo de las luchas apenas era un deseo, las
ganas de hacer algo que te apetecía como una aventura.
Por lo pronto, todo era gris, de un triste gris. Caminaste por el parque un
rato, te fuiste a sentar en una banca y dejaste correr el tiempo. Tenías en tu bolso
el monedero vacío y por ahí un boleto del metro para regresar, sólo eso. Ni
siquiera te diste cuenta de que habías pasado ya un buen rato sentada en una
banca del parque, sin hacer nada, sin pensar en nada. Inmóvil ante la
contemplación de lo gris. De pronto la viste aparecer a lo lejos, venía directo a ti,
era una vieja, una vieja como las que pensabas que serían tus víctimas; era la
víctima que necesitabas, la que te urgía. Vestía anticuada ropa deportiva, pants y
chamarra grises, con encendidas franjas rojas.
Si te preguntan por qué te capturaron dirás que no lo sabes, acaso era la manera
en que todo esto tenía que terminar. Tal vez cometiste el error de no saber si esa
mujer vivía sola. De lo que estás segura es de que este final se desencadenó antes
de la última muerte, cuando escuchabas que hablaban de ti en la radio y la
televisión. Te perseguían. Retratos hablados en las ventanillas de las patrullas
con tres rostros distintos, sabías que uno de ellos se parecía a ti. Dieron a
conocer también una figura, la cabeza de una muñeca que te inspiró repugnancia.
En el cuartito del espejo, donde te gustaba lucir tu atuendo de gladiadora, y
en el que te refugiabas de la realidad, guardaste en una caja de cartón, escondida
entre los objetos que se acumulan sin uso, viejos juguetes de los niños, ropa vieja
y demás, los recortes de periódico y revistas de las negras hazañas de un asesino
que llamaban Mataviejitas.
El apodo no te gustaba, pero te divertía que pensaran en ti como un hombre,
un travesti. Estaban equivocados, por eso todavía por un tiempo actuaste
tranquila. Te protegían tus santos, la niña blanca y Malverde. De ambos tenías
altares en tu casa, a ambos les rezabas devota y ofrecías tributos. Dinero para el
protector de los narcos, manzanas y fruta fresca para la Santa Muerte a quien tú
sabías que le urgía siempre saciarse de vida.
En ocasiones, ya tarde en la noche, cuando los niños dormían, te encerrabas
en ese cuarto y te asomabas a la galería de tus horrores. Los asesinatos de las
mujeres que traías encima no te dejaban. Nadie podría creer que hubiera ratos en
los que te arrepentías. Eso pasaba cuando la sensación de alivio, de paz, que te
venía de haber sido como Dios, se amargaba. Entonces volvía la vieja tristeza de
siempre a la que se sumaba la angustia de ser detenida, de que cualquier día
vinieran a tocarte a la puerta o te capturaran en la calle. Ya habías pasado por
eso, te costó mucho dinero, el comandante lo arregló lo mejor que pudo. Nunca
entendiste cómo pero te soltaron como si fueras la víctima de un secuestro. Era
absurdo, pero a alguien le colgaron ese falso secuestro y seguro que tuvo que
pagar por ello.
A veces te asaltaban los peores presentimientos, te iban a detener, a ponerte
un cuatro, a tenderte una trampa. Después la ley fuga: la temible Mataviejitas
murió en su intento de escapar, disparó contra un par de judiciales, iban a decir
en la tele. Las pistolas te daban miedo, te traían malos recuerdos. Nunca quisiste
recordar cuándo, pero alguna vez en el turbulento pasado de tu infancia, alguien
te amenazó con una. Te golpeó con ella y después se aprovechó de ti. Una
pesadilla de la que despertabas todavía sobresaltada.
Mirabas las fotos, como no fuiste a la escuela leías despacio, juntando las
letras de los encabezados de los artículos de revistas y periódicos. Te sentías
orgullosa y avergonzada. Fueron largas noches pobladas de malos sueños en
plena vigilia.
Al final de una de esas noches, cuando amanecía y tenías que volver a la
realidad, levantarte del rincón en el que habías permanecido por horas, rodeada
de tu colección de recortes de periódico sobre un asesino serial conocido como
el Mataviejitas, decidiste lo que tenías que hacer para terminar con la angustia y
la tristeza: ibas a volver a matar.
En diciembre jamás matabas. De los robos cometidos hacías ahorros para esas
fechas de tanto gasto. Comparabas juguetes para los niños y lo pasabas bien. El
último año fue distinto, la presión de sentirte perseguida, esa urgencia de dar el
último golpe, porque ya estabas decidida a parar.
Era suficiente y te lo confirmó la suerte que tuviste en el robo de la colonia
Escandón. La vieja tenía escondidos dólares, miles de dólares. Quisiste creer que
era lo suficiente para tu retiro. Tenías la ilusión de poner un pequeño negocio
para ir sobreviviendo y esperar que los niños crecieran y terminaran por hacer su
vida, como lo había hecho Reyna. Un negocio tranquilo que funcionaría con la
ayuda de tu amigo el Frijol, que se había atrevido a decirte que se iba a divorciar
y quería casarse contigo. Juntos podían irse lejos, a alguna ciudad pequeña
donde la vida comenzaría de cero, donde podrías olvidar a tus muertas, a esas
tristes muertas que te perseguían.
Por azar, por esos hechos, dispersos como piezas de rompecabezas del que
sólo tú tienes la pieza final y certera, la que da sentido a lo que acontece, fue que
te enteraste de algo que te estremeció. Habían pasado ya algunas semanas desde
el golpe de los dólares. De pronto, oíste en el noticiario de la tele que las
autoridades pensaban que el Mataviejitas se había suicidado. Lo daban por
muerto y a ti te daban la libertad de elegir el próximo capítulo de la historia de
tus crímenes.
Miraste a un tipo en la tele, con aspecto de profesor, entrevistado en un
despacho, hablaba de la conducta de los asesinos seriales, de cosas tan extrañas
como los ciclos de vida y muerte en que estaban sumidos. El tipo llegaba a la
conclusión de que tenías sólo dos caminos a seguir si no llegaban a detenerte:
volvías a matar o te suicidabas.
Algún funcionario, quizá el mismo Procurador de Justicia, dijo que después
de tanto tiempo sin actuar era muy posible que ya te hubieras quitado la vida.
Una reportera apareció en la pantalla y dijo que ya buscaban las huellas digitales
del asesino serial en las de los suicidas de la Ciudad de México. Buscaban a un
suicida entre los 45 y 48 años de edad, de cerca de un metro con 75 centímetros
de estatura, tal vez con el pelo pintado de rubio y que hubiera muerto en las
últimas semanas.
Era la mejor coartada, te daban por muerta a cambio de que no volvieras a
dar un golpe, de que desistieras de ser como Dios por un fugaz instante.
Las de diciembre fueron fechas difíciles, las fiestas, la cursi paz de los
buenos deseos. Tus regalos siempre fueron amargos. En las fiestas de fin de año
siempre te sentías sola. En esos días la tristeza te tumbaba, te convertía en un
guiñapo que andaba por ahí con la cabeza en otro lado, después de que al cuerpo
le habías asignado los mínimos movimientos necesarios para tu supervivencia y
la de tus hijos.
Nunca te habías sentido igual, nadie va a creerlo pero fue en esas semanas
cuando estuviste a punto de entregarte. Una mañana saliste sin rumbo y el azar te
llevó al edificio de la Procuraduría de Justicia del DF, allá por la Arena México,
que tantos recuerdos te traía. Quién sabe, quizá querías demostrarles su
estupidez: ni eras hombre, ni estabas muerta. Reconocías tus culpas, pero sabías
que te esperaba la cárcel y a tus hijos el desamparo, por eso esa mañana volviste
por donde habías llegado con la certeza de que tenías que dar otro golpe, uno
más, el último para luego irte con El Frijol y los niños lo más lejos posible.
Todo sucedió de prisa. Te veías capturada por ese par de policías, rodeada de
cámaras y micrófonos, como si fueras otra. Tratabas de ocultar el rostro y no
respondías a las preguntas de los reporteros que te acribillaban.
Estabas ausente, sin emociones, era como mirar una película. Para entonces
te llamaban ya la Mataviejitas.
Días antes habías tomado la decisión de ir tras otra víctima. No hubo
demasiados planes, sólo le dijiste al Frijol que tenían que ir por otros rumbos,
alejarse de donde ya habían cazado. Tú le avisarías cuándo iba a ser el golpe.
Hay quien te recuerda la noche anterior a tu captura en la Coliseo, sentada en
el lugar de siempre, en compañía de tu pupilo, el joven luchador al que decías
representar. Fuiste a celebrar el que pronto, muy pronto, volverías a entablar un
combate, un combate a muerte. Recuerdan que compraste alegrías, el dulce
mexicano de amaranto y miel. Repartiste alegrías entre la gente que estaba cerca.
Te gustaba gastar, que supieran de ti, que eras rica. En la arena de Naucalpan,
donde ibas los domingos, donde tenías amigos y negocios, corría el rumor de
que lavabas dinero. Alguien sabía que tenías dólares, muchos dólares.
Festejaste los vuelos de los luchadores, los golpes, las llaves, el espectáculo
de la lucha entre el bien y el mal, decían los viejos aficionados, pero una ruda
como tú sabía que las diferencias entre el bien y el mal ya no eran como antes.
Los técnicos eran de lo peor y los rudos reivindicaban su fuerza y su capacidad
de vencer a los oponentes que la vida les ponía enfrente. La gente amaba a los
rudos, porque para aguantar la vida la mayoría tenía que ser ruda de corazón.
Esa noche te sentiste bien al salir de la arena, te fuiste a tu casa, donde te
esperaban guardados el traje de gladiadora rosa mexicano y tu antifaz plateado
en forma de mariposa.
A la mañana siguiente, sin demasiado esfuerzo, encontraron a su presa, el ojo
del cazador veterano que no falla: era una vieja como todas.
Encontraste la manera de abordarla; esta vez el juego se iniciaba con la
oferta de ayudarla a lavar. Parecía imposible, pero eras una lavandera de la calle
bien vestida, con anillos en los dedos y una buena esclava. Una lavandera que
además podía tomarle la presión a la señora que se sentía mal. Le contaste a la
mujer que habías sido enfermera, pero recortaron al personal del hospital por
falta de recursos y a ti te corrieron. Ahora te ganabas la vida haciendo labores de
limpieza en casas particulares. Necesitabas trabajar, tenías dos hijos que
mantener.
Actuaste con precisión, decidida a terminar lo antes posible. Sometiste a la
vieja, ni siquiera hubo necesidad de golpearla, bastó con un empujón. La misma
tripa del estetoscopio que la vieja tenía por ahí y con el que fingiste examinarla
te sirvió para colocarlo sobre su cuello y jalar, jalar con fuerza.
¿Dónde están las joyas, dónde está el dinero?
Habías vivido la misma escena muchas veces, la representabas con soltura de
profesional, lo mejor era que nunca era igual. Era como las luchas en la arena.
Mientras agonizaba volviste a sentir aquello, la fuerza de tu secreta pasión.
Tenías la vida en tus manos y la vida se agitaba con fuerza y temor en el
decrépito cuerpo de una vieja.
Esa vida era tuya y la tomaste.
Dejaste el cuerpo ahí tendido y fuiste a buscar lo que podías robar: el dinero
que te dijo la vieja que guardaba en una bolsa de plástico negra en un rincón del
clóset, también las baratijas, que no valían nada, que encontraste en el cajón de
un ropero como los que hacía muchos años que no habías visto.
Fue entonces cuando escuchaste que alguien llamaba a la vieja, Nancy,
Nancy. Volviste de golpe a la realidad, tenías que huir. De salida te topaste con
un muchacho que te miró con sorpresa, sin entender lo que ocurría. Al salir a la
calle, miraste al Frijol, que huía. Se acercaba una patrulla por la calle, justo por
donde sabías que el Frijol había estacionado su taxi. Caminaste con calma en
dirección contraria, pero el muchacho ése volvió a gritar y corriste desesperada.
No ibas a llegar muy lejos con los zapatos de tacón, cargada con las bolsas de
plástico donde habías guardado el magro botín. Un policía te alcanzó y aunque
lo golpeaste te venció. El tipo tuvo suerte: una punzada en el pecho te recordó lo
débil de tu corazón.
En tu primera declaración, dijiste que matabas por coraje, por rencor.
XI
Juana dice que no sabe leer ni escribir, aunque en su casa guardaba recortes de
periódicos y revistas sobre la saga del Mataviejitas. Cuando la policía del Estado
de México entró en su casa, una modesta vivienda en la colonia Izcalli del
municipio de Ayiotla, se topó con un altar dedicado a la Santa Muerte. Las
imágenes del video del cateo muestran una figura de la santa de la calle y los
desposeídos con las ofrendas del personal culto que cada uno de sus fieles
desarrolla para hacerse acreedor de su protección y de sus milagros.
El culto a la santa blanca se ha extendido en la Ciudad de México desde
lugares como la colonia Morelos y el barrio de Tepito. Un culto urbano, marginal
y proclive para quienes encuentran en los dones y milagros de la doña de la
oscuridad una suerte de complicidad para hacer lo necesario, sólo lo necesario,
para vivir. Las buenas conciencias consideran el culto a la Santa Muerte ajeno a
la iglesia católica, un culto urdido en las prisiones, una versión de satanismo.
Y la Santa Muerte se aparece. Su devoción se extiende por las calles de la
Ciudad de México, se expresa en carteles, libros, estampas y altares vecinales.
Esta devoción proviene de la más viva mitología urbana, es la creencia en una
extraña santa especialista en milagros de redención en la selva del asfalto.
A las peticiones de salud y trabajo hay que agregar algo que resulta esencial
para los habitantes de las grandes ciudades, para quienes enfrentan a los
depredadores de la selva urbana: la certeza de la protección.
Y la Santa Muerte cuida a los suyos, los que como Juana Barraza Samperio
son practicantes de un culto de lo más sincrético y diverso. Como Juana, muchos
han erigido altares a la santa de sus devociones en su propia casa. Un altar con
ofrendas de flores, las rosas para que la Santa Muerte se sienta querida; las
monedas para que nunca falte el dinero; los cuarzos, las piedra coyote, el imán,
los palos abre-caminos; un altar con tres manzanas, un vaso de agua, una copa de
vino… En el altar de Juana asombra un cuero de serpiente metido en un frasco
de cristal.
Vale la pena contar algunas historias de la Santa Muerte, la santa a quien
quizá Juana se encomiende en su cautiverio.
A José Luis, la Santa Muerte se le apareció en la Avenida Baja California en
el rumbo de la colonia Roma en la Ciudad de México. Era de madrugada y
regresaba a su casa después de una fiesta. Dos hombres le salieron al paso, la
inminencia del asalto lo alertó, pero no pudo hacer otra cosa que seguir su
camino. Se sorprendió al ver que los tipos huían aterrados, miró hacía atrás y ahí
estaba su santa, enorme de más de dos metros de altura, luminosa en medio de la
oscuridad de la noche. Lejos de sentir miedo la imagen le inspiró una enorme
paz.
La Iglesia Católica tradicional ha rastreado el culto de la Santa Muerte, un
culto que para efectos de la ortodoxia se prefiere separar del culto a Mitlaltecutli,
el Señor del Inframundo de los antiguos mexicanos, deidad, que por cierto,
también era protectora.
Desde las representaciones de los franciscanos en la Semana Santa, las
piezas de teatro evangelizador como La danza de la muerte, hasta la llegada de
San Pascual Bailón a Chiapas, donde se le conoció como un esqueleto vestido
con un hábito, el culto de la Santa Muerte es un culto centenario, según la Iglesia
Católica tradicional que ha buscado institucionalizar el culto de esta divinidad
proscrita.
La devoción emerge de las entrañas de la ciudad, se extiende entre los
sobrevivientes de la selva de asfalto. Historias de bandas que rinden culto a la
Santa Muerte, de narcos de la calle y altares en los rincones más ocultos de los
penales, hay muchas.
La banda de los Pokemones fue detenida en el Estado de México en una casa
de seguridad en Ecatepec. La policía liberó a la víctima, una niña de 14 años.
A los Pokemones se les dictó auto de formal prisión cuando se encontraron
los elementos suficientes para demostrar que habían participado en otros tres
secuestros, en la violación tumultuaria de una mujer y el homicidio de dos
taxistas.
La Procuraduría de Justicia del Estado de México filmó la declaración de
alguno de los menores que integraban los temibles Pokemones.
El rostro de un muchacho aparece difuminado en el video. El muchacho dice
con frialdad: «Hicimos una promesa a la Santa Muerte, este año teníamos que
matar a cien personas.»
Al lado del altar de la Santa Muerte de Juana Barraza Samperio aparece otro de
sus santos protectores. Las personales deidades a las que ella rendía culto a
cambio de una sola petición, escrita en algo similar a un pequeño barril de
plástico, colocado entre piedras de cuarzo y caracoles a los pies de una pequeña
figura de Buda «para la abundancia». Ese santo es Jesús Malverde, el santo de
los narcos.
A Malverde se le rinde culto en Culiacán, donde recibe las peticiones para
lograr con éxito los «viajes clandestinos» desde la sierra sinaloense hasta el otro
lado de la frontera.
Malverde tiene el rostro de Pedro Infante, fue un moderno Robin Hood que,
según cuenta su leyenda, fue colgado por las autoridades. En su capilla se
celebran con música de banda sus milagros. Por todas partes se extiende una
galería de retablos donde, si se lee con cuidado, puede encontrarse una epopeya
del narco mexicano, contado a través de las historias vividas por las infanterías
de los cárteles de narcotráfico.
Cuando Juana Barraza fue detenida llevaba en su bolso un verdadero arsenal
de amuletos: una figura de la Santa Muerte, una estrella de cinco picos, un
pequeño buda de ámbar, el dije dorado de un trébol de cuatro hojas, una
herradura de metal forrada con paño rojo y un trozo de ámbar…