1.
Interculturalidad, transculturalidad y valores de la acción
comunicativa1
Carlos Hernández Sacristán
Universitat de València
Suele ser ya un tópico afirmar que entre los signos de identidad cultural más
relevantes cuenta de manera especialmente significativa el lenguaje y, en general,
nuestros medios de representación y comunicación. No siempre esta afirmación ha
tratado de justificarse o fundamentarse racionalmente. No es, en cualquier caso, tarea
fácil, ni exenta de contradicciones y paradojas, el llevar a término este tipo de
justificación o fundamentación. Entendemos que la pragmática intercultural sienta, en
cualquier caso, las bases con las que dicha tarea se hace al menos concebible. La
pragmática intercultural somete a estudio, en un sentido amplio, las diferencias
lingüístico-culturales en los mecanismos que regulan la interacción conversacional y en
los principios con los que se valoran las praxis comunicativas. Recoge muchos de los
aspectos sometidos a examen por la etnografía de la comunicación, por los estudios de
adquisición de segundas lenguas con orientación pragmática, y aborda temas clásicos en
la tradición de la sociolingüística interaccional. En el presente estudio proponemos que
una orientación fenomenológica o hermenéutica de la pragmática intercultural estaría
capacitada para dotar de unidad a todas estas cuestiones a partir de una teoría funcional
de valores asociados a las praxis lingüísticas. Estos valores serían definitorios al mismo
tiempo de una concepción básica de las relaciones sociales, lo que comúnmente se
conoce en antropología bajo el término ethos cultural, conceptualmente diferente al de
cosmovisión.
El presupuesto que se maneja es que la concepción básica de las relaciones
sociales (y de la imágenes sociales que se construyen en el marco de dichas relaciones)
admite diversidad intercultural en una serie de aspectos o parámetros, si bien ello no
imposibilita que desde determinado marco cultural otro marco cultural pueda
considerarse accesible, esto es, interpretable. Si no todos, buena parte de los elementos
definitorios de un ethos cultural presentan un trasunto y, al mismo tiempo, son
reforzados por determinadas características de las praxis conversacionales o, en general,
comunicativas. No podía ser de otra forma, si se tiene en cuenta que –en definitiva– el
modelo básico de una relación social es el propio de una relación conversacional o
comunicativa. Desde Weber, pasando por McLuhan y llegando a Poster, cualquier
teórico de la comunicación masiva, tecnológicamente mediada, ha sido bien consciente
de este hecho. Pero no vamos a abordar aquí el aspecto, por otra parte, muy interesante
de cómo un nuevo ethos cultural se constituye en relación con los procesos
tecnológicamente mediados de comunicación masiva y diferida. En las propias
interacciones comunicativas cara a cara se han llegado a expresar diferencias
sustanciales con las que se crea diversidad cultural, en el sentido más común de este
término. En lo que sigue, trataremos de ofrecer, en primer lugar, una muestra que
consideramos significativa del sistema de valores con los que se expresan los ethos
culturales y que presentan –como decimos– claros trasuntos en algunas características
definitorias de las praxis conversacionales. Nuestra labor subsecuente se centrará en
1 El presente artículo incorpora una revisión de contenidos expuestos en la ponencia: “Estrategias del
decir y valores culturales en debate”. Congreso Internacional: Análisis del Discurso: Lengua, Cultura,
Valores. Pamplona, 2002.
mostrar cómo, tal vez paradójicamente, los fundamentos de la diversidad cultural
pueden ser reinterpretados como fundamentos de la comunicación intercultural, o, tal
vez mejor, como sustrato hermenéutico que la hace concebible.
1. Valores y acción comunicativa: una aproximación funcional
Para la aproximación que aquí proponemos -no pretendemos por supuesto afirmar
que sea la única ni la primera- a una teoría funcional de valores asociados a la acción
comunicativa, no estará de más retrotraerse a un juego o antagonismo elemental entre
dos retóricas, así llamadas por Kenneth Burke, la retórica de la continuidad y la retórica
de la discontinuidad. El uso retórico del lenguaje (su uso ideológico en términos de
acción simbólica) se traduciría en que determinadas cosas tienden a asociarse e incluso
identificarse y otras a discriminarse y diferenciarse. Burke nos sugiere que, de una
manera muy básica, las culturas difieren por el tipo de objetos entre los que proponen
lazos de asociación o entre los que, por contra, proponen fronteras:
Basically, there are two kinds of terms: terms that put things together, and terms that take things
apart. Otherwise put, A can feel himself identified with B, or he can think of himself as
disassociated from B. Carried into mathematics, some systems stress the principle of continuity,
some the principle of discontinuity (Burke, 1966: 49)
Pensemos, por ejemplo, en las diferentes maneras de entender una praxis social
cortés. En la práctica cortés propia de la cultura angloamericana se exhiben
"retóricamente" los aspectos que Ide et alii (1992) consideran volitivo-afectivos de la
cortesía, esto es, se destaca, según estos autores, el componente de lo "amistoso"
asociado a dicha práctica, y, por contra, tiende normalmente a quedar velada o implícita
la función social discriminatoria de la práctica cortés. La cortesía estaría en este caso
presidida por una retórica de la continuidad. En ámbitos culturales como el japonés los
términos anteriores se invierten. En esta cultura lo que "retóricamente" se exhibe son los
aspectos que Ide et alii (1992) consideran "intelectuales" de la práctica cortés, nuestra
capacidad discriminatoria del tipo de relación social en la que participamos, quedando,
por contra, velados o indirectamente simbolizados los aspectos volitivo-afectivos y el
componente "amistoso" de la cortesía. La cultura japonesa es mucho más pudorosa a la
hora de destacar este último aspecto. En definitiva, sucede en este último caso que la
cortesía estaría presidida por una retórica de la discontinuidad.
Parece claro que estas dos retóricas antagónicas, la de continuidad y la de
discontinuidad, han de actuar de forma conjunta en cualquier cultura, resultando
inviable la situación teórica en el que una de ellas redujera literalmente a cero su
presencia. Lo que crea diversidad cultural sería el tipo particular de balance entre las
mismas a la hora de resolver situaciones potencialmente ambiguas, que admiten
diferentes tipos de tratamiento normativo. Dicho en otros términos, las divergencias
culturales, que cabe caracterizar en términos de ethos cultural o estilo de vida, derivan
de la manera particular en que se suelen resolver en una cultura, los conflictos entre
normas antagónicas.
Continuidad y discontinuidad son conceptos, sin duda, útiles, pero tal vez
demasiado genéricos. Proponemos articular estas dos retóricas de las que nos hablaba
Burke (1966) en una serie de pares de principios o valores antagónicos que pueden
resultar particulares concreciones de las mismas. A estos principios subyacen estrategias
también antagónicas de gestión cultural. Una muestra de los mismos podría ser la
siguiente (Cf. Wierzbicka, 1991, y Hernández Sacristán, 1999):
Retóricas: CONTINUIDAD DISCONTINUIDAD
Principios
o valores: armonía competitividad
solidaridad no interferencia
autenticidad ceremonialidad
afectividad mostración pudorosa
exculpación relación fiduciaria
Comentaremos brevemente el sentido en el que conviene interpretar estas parejas
de términos:
1. armonía / competitividad: son principios que ejemplifican de manera
paradigmática las retóricas de continuidad / discontinuidad. El principio de armonía nos
dice: la dinámica social exige un mínimo grado de concordancia entre los objetivos e
intereses de los individuos integrantes de una sociedad. El principio de competitividad
afirma por contra: la dinámica social exige cierto grado de discordancia entre los
mismos. La exhibición de un principio de armonía puede asociarse a la dominancia de
una estrategia que podemos caracterizar como de gestión social de lo individual,
estando por contra el principio de competitividad asociado a la dominancia inversa de
una estrategia de gestión individual de lo social. El particular balance entre estos
principios hace que en determinadas culturas actos de habla con los que se manifiesta
estratégicamente "acuerdo" sean comunes allí donde en otras se manifestaría
estratégicamente "desacuerdo".
2. solidaridad / no interferencia. El principio de solidaridad afirmaría: la dinámica
social exige un mínimo grado de cooperatividad entre los individuos que integran una
sociedad. El principio de no interferencia expresaría antagónicamente: la dinámica
social exige preservar hasta cierto punto el espacio de autonomía de la acción del otro,
lo que en muchos casos puede entenderse como espacio "aural" del otro. La prevalencia
relativa de estos principios es lo que le permite explicar a Wierzbizca el diferente
tratamiento de actos de habla directivos benefactivos (tipo invitación, ofrecimiento, etc),
cuya expresión sería directa en culturas con dominancia (para determinadas situaciones)
del principio de solidaridad e indirecta en culturas con dominancia (para esas mismas
situaciones) del principio de no interferencia.
3. autenticidad / ceremonialidad. El principio de ceremonialidad nos dice: la
dinámica social exige cierto grado de ritualización de la interacción social. El principio
de autenticidad formula antagónicamente: la dinámica social exige un mínimo grado de
implicación "auténtica" de los individuos en los encuentros sociales en los que
participan. En términos comunicativos autenticidad cabe entenderla como aportación al
encuentro social de una voz propia, individualizadora del sujeto que la emite.
Componente ritual representa en este caso el uso de una voz ajena, socialmente
conformada. También aquí observamos claramente expresada la oposición entre una
gestión social de lo individual (principio de ceremonialidad) y una gestión individual de
lo social (principio de autenticidad). Para evitar malentendidos, conviene precisar aquí
que las culturas difieren en el grado en que, para determinadas situaciones, cabe admitir
componente ceremonioso compatible con el principio de autenticidad. Dicho en otros
términos, difieren por el grado en que, comportándonos ritualmente, podemos seguir
implicándonos de manera auténtica en los encuentros sociales. Un cita de Coulmas
puede terminar de aclarar el sentido de lo que decimos:
The other point is that formulaic utterances are not considered as hackneyed expressions lacking in
any real content, as is often the case in Western cultures. More important than originality of
expressions is to say the right thing in the right place. The use of routine formulae is not
discrediting to the speaker, and apologies and thanks do not sound insincere if they follow
conventionalized patterns. Indeed, linguistic etiquette requires the speaker of Japanese to make
extensive usage of routines, often leaving little room for variation (Coulmas, 1981: 90)
4. afectividad / mostración pudorosa. Esta pareja de principios responde a una
oposición antropológica básica que podemos referir con los términos corporalidad
exhibida / corporalidad velada. Expresado de forma algo más concreta: el encuentro
social exige hasta cierto grado exhibir marcas o indicios corporales de una subjetividad
implicada en el mismo y, de forma antagónica, hasta cierto grado velar dichas marcas o
indicios. La prevalencia relativa de estos principios puede explicar el grado en el que los
sentimientos pueden ser expresados, pero también el grado en el que se manifiestan
códigos paraverbales, gestuales o proxémicos, en los encuentros sociales.
5. exculpación / relación fiduciaria. El principio de relación fiduciaria expresaría:
la dinámica social exige una adhesión fiduciaria, o de compromiso, con las normas
sociales, entendidas como guiones preestablecidos de conducta social. El principio de
exculpación nos dice que debemos establecer un margen para el incumplimiento –
socialmente asumible– del anterior principio, o, en un sentido diferente, para la acción
social no regulada normativamente. El alcance y sentido de actos de habla comisivos
estaría regulado por la prevalencia relativa de estos principios en determinadas
situaciones.
Una vez definidas estas parejas de principios antagónicos, que manifestarían de
diferentes formas las retóricas de la continuidad y la discontinuidad, conviene aclarar
algo más el sentido de la estructura de valores que aquí proponemos. Por valor
entendemos –en el sentido comúnmente asumido– un tipo de norma genérica rectora o
evaluadora de la conducta social que el individuo adquiere, de manera explícita o
implícita, en el proceso de socialización. Nos interesa en este punto referir el punto de
vista de Isaiah Berlin, comentado por Sevilla (1994), donde se destaca el carácter
contradictorio asociado a la puesta en práctica de determinados valores culturales:
El antídoto que propone Berlin se asienta en la noción de "pluralismo cultural" que entraña la tesis
de que "[...] la idea perenne de la sociedad perfecta, en la que verdad, justicia, libertad, felicidad,
virtud se aglutinan en sus formas más perfectas, es no sólo utópica (eso pocos lo niegan), sino
intrínsecamente incoherente; porque si algunos de estos valores resultan incompatibles, no pueden
(conceptualmente) aglutinarse". Las utopías, como expresión de un ideal humano de perfección,
suponen la articulación de valores diferentes –libertad, igualdad y otros– que pueden ser
incompatibles entre sí, desde un punto de vista conceptual. Según esto, la voluntad de transformar
la sociedad de acuerdo con esos ideales es un error lógico antes de ser una tragedia humana
(Sevilla, 1994: 3).
Para las parejas de valores que aquí se proponen preferimos, sin embargo, hablar
no de carácter incompatible (o lógicamente contradictorio) de sus términos, sino de
carácter antagónico, lo que supone poner en juego no un concepto propio de la lógica
veritativa, sino más bien otro concepto que cabría caracterizar en términos de 'dinámica
social'. Por ejemplo, entre armonía y competitividad no existe, en principio, ninguna
contradicción lógica ni conceptual (cabría teóricamente pensar una competitividad
armónica), sino más bien antagonismo práctico a la hora de resolver determinadas
situaciones sociales. Los términos antagónicos, si se nos permite hacer uso de una
metáfora biofísica, son ambos imprescindibles y cooperantes en la resolución de tareas,
en nuestro caso en la resolución de la praxis social, aun cuando la actividad cooperativa
implique la tensión o realce de uno de los términos y el repliege o subordinación del
otro. Dicho en otros términos, el antagonismo del que hablamos tiene que ver con la
introducción de un principio jerarquizador que la propia praxis social impone sobre la
estructura de valores que la rige. Este principio jerarquizador no debe, por supuesto,
entenderse en términos absolutos, sino relativos al tipo de situación social al que nos
enfrentamos. El valor que en determinada situación mantiene una posición
supraordinada respecto a otro antagónico, puede resultar subordinado respecto a este
último en otra situación. Debe observarse también el hecho de que ningún valor "vale
por sí mismo" en términos absolutos, sino por relación a otros. El peso que yo quiero
asignar, por ejemplo, a la norma rectora de la competitividad, depende en gran medida
del grado en el que estoy dispuesto a replegar la norma rectora de la armonía. En este
sentido "sacrificar" los efectos propios de un valor en aras a la consecución de los
efectos propios de otro antagónico, no supone necesariamente anularlo sino que puede
entenderse, más bien, como operación por la que su potencial de sentido ese transfiere a
este otro. Es –dicho en términos simples– ofrecer al otro el pedestal sobre el que, en
determinada situación, consideramos que debe destacar.
Parece claro que la parte más enjundiosa de la praxis social se refiere a todos
aquellos aspectos de la vida social en los que el tipo de resolución de una relación
antagónica entre dos valores se nos muestra como equívoca, es decir, admite la opción
por la prevalencia de uno o de otro. Sin duda es en estos ámbitos donde se manifestaría
en mayor grado la creatividad cultural y, con ello, también la diversificación cultural.
Lo que planteamos, pues, es que las culturas no difieren sustancialmente en lo que se
refiere al tipo de valores que debemos poner en juego para hacer posible la construcción
de lo social humano, sino más bien en lo que se refiere al diferente alcance normativo
que se asigna a dichos valores, a las relaciones de prevalencia entre los mismos y a las
posibles relaciones jerárquicas que entre los mismos se mantienen. Lo que podríamos
denominar léxico básico representado, al menos parcialmente, por los valores
anteriormente mencionados, define las funciones básicas imprescindibles cuya
operatividad en ningún caso puede reducirse a cero para que la vida social humana sea
posible. La diversificación viene dada por la diferente combinatoria o manera de
organizar dicho léxico.
2. Concepto de transculturalidad
Cabe pensar que siendo sustancialmente idénticos los valores que se ponen en
juego contamos ya con un principio de entendimiento intercultural, en la medida en que,
aunque con diferentes lenguajes, nos referimos a las mismas cosas. Vistas desde
diferentes perspectivas serían al menos las mismas funciones las que se someten a
debate. Que hablemos de las mismas cosas es ya un principio de entendimiento, es algo
ciertamente necesario, pero, con todo, no suficiente. Las diferentes perspectivas que,
como hemos dicho, determinan diferencias de alcance, prevalencia y jerarquización
entre valores, configuran ethos culturales diferentes entre los que cabe plantear
dificultades varias de intercomprensión. ¿Dónde podemos encontrar el fundamento que
haga a esta última posible?
En primer lugar conviene entender que acto de comprensión o comunicación es
fundamentalmente una operación hermenéutica por la que somos capaces de asignar un
sentido a la acción social del otro (Cf. Gadamer, 1960, desde el punto de vista
filosófico; Geertz, 1995 (1973), desde la antropología cultural; y Sperber and Wilson,
1995 (1986), desde la lingüística). Esto último equivale a admitir que aunque
determinada perspectiva sobre los hechos no es la mía, resulta al menos una perspectiva
posible, que asigna un tipo de coherencia a un ethos cultural ajeno. Esta es la base
fundamental para hacerlo interpretable. Pero se entenderá tal vez que nos referimos tan
solo aquí a un tipo de operación meramente intelectual, una operación que puede
bastarle al antropólogo cultural, pero que no es suficiente desde el punto de vista de las
relaciones interpersonales.
Desde este último punto de vista, la interpretación-comprensión de un ethos
cultural ajeno es algo más que una acto intelectual, es siempre –en mayor o menor
medida– un acto de naturaleza empática. La perspectiva posible se nos ofrece no sólo
como perspectiva lógicamente posible, sino sobre todo como un modo de vivencia de lo
social posible, que valoro en términos volitivos como perspectiva rechazable o como
carencia deseable. Esta circunstancia –en particular cuando el modo de vivencia ajeno
se interpreta como rechazable– es lo que nos hace racionalmente incapaces de solventar
las diferencias de ethos cultural, que se manifiestan de forma particular en los
fenómenos conocidos como de error pragmático.
Uno puede, por ejemplo, interpretar racionalmente como una diferencia de código
proxémico (alcance relativo de los principios de no interferencia- solidaridad) el hecho
de que nuestro interlocutor se mantenga a una distancia física superior a la esperable, o
inferior a la esperable en el código propio, pero esta racionalización no elimina del todo
el efecto de incomodidad que se puede sentir en esa circunstancia. Puedo entender
racionalmente que una diferencia de código en los indicadores de deíxis social (alcance
relativo de los principios de ceremonialidad / autenticidad) lleve a que mi interlocutor
me trate de 'usted' cuando debería hacerlo de 'tú', o viceversa, pero, nuevamente, el halo
negativo de vivencias asociadas a este tipo de situación no se elimina del todo, aunque
el esfuerzo racionalizador pueda contribuir a ello.
Este carácter refractario respecto al proceso de racionalización no deja de ser lo
esperable, dado que lo que un ethos cultural supone es nuestra manera particular de
vivir y no tanto de pensar el hecho social. Lo que en último término puede garantizar el
acto de comprensión intercultural en tanto que comprensión empática, deberemos
buscarlo en el propio ámbito vivencial de los hechos sociales. El acto de comprensión
empática es posible porque este "ámbito vivencial de los hechos sociales" (una
particular concreción del Lebenswelt fenomenológico en el sentido de Schütz &
Luckmann (1979, 1984)) es algo que precede, en cierto sentido, o trasciende, en otro, la
perspectiva propia de un ethos cultural históricamente conformado. El referido ámbito
es lo que convenimos en denominar espacio transcultural, y la perspectiva que lo toma
en cuenta perspectiva transcultural.
3. Funciones de lo transcultural
El espacio transcultural admite una variada gama de manifestaciones, pero para
articularlo de alguna manera cabría plantear una serie de dimensiones o funciones
genéricas del mismo que, en principio, podrían ser las siguientes:
3.1. Dimensión o función paidética
Puede considerarse la función pre-liminar de lo transcultural. Si admitimos que un
ethos cultural requiere de un aprendizaje cultural, debemos contar necesariamente con la
existencia de determinados "sujetos sociales" que se encuentran en proceso de
adquisición del mismo, lo que se conoce como proceso de enculturación. No vamos a
entrar aquí en los detalles de este último, pero parece claro que dicho proceso contiene
sólo ocasionalmente criterios explícitos. El niño alemán que se ha dirigido a su tutor o
tutora con el tratamiento familiar de 'tú' en el Kindergarten, puede recibir instrucciones
precisas a la hora de ingresar a los seis años en la Grundschule para que, a partir de este
momento, se dirija a su maestro o maestra con el tratamiento respetuoso de 'usted'.
Como ésta, podríamos encontrar otro tipo de instrucciones explícitas dirigidas al niño en
cualquier ámbito cultural. Pero entendemos que el grueso de elementos definitorios de
un ethos cultural es aprendido por procedimientos no explícitos o directos, sino
implícitos o indirectos. Esto último supone que el aprendiz no es un mero sujeto pasivo
del proceso de enculturación, sino que como en cualquier otro tipo de aprendizaje
debemos contar con una labor al menos parcialmente activa o constructiva por parte del
sujeto. En nuestro caso esta labor activa o constructiva podríamos considerarla ya de
naturaleza hermenéutica. El texto –si se nos permite esta expresión– sobre el que dicha
labor se realizará contribuyendo a la diversificación cultural, lo podemos considerar una
percepción y organización básica de las relaciones sociales que podría en buena medida
estar biológicamente programada. Dicho en otras palabras, el niño es, por supuesto,
antes sujeto social que cultural. Pero esta relación de precedencia es algo más que un
orden cronológico, es también un orden de naturaleza constitutiva en el sentido de que
el proceso constructivo de lo cultural cuenta necesariamente como espacio de partida
con lo social. Si este último espacio no se encuentra previamente estructurado todo
aprendizaje cultural, como parece obvio, carecerá de sentido.
Lo interesante de esta situación es que el adulto en su relación social con el niño
en proceso de enculturación, se muestra capaz o tiene la competencia de poner en
suspenso normas definitorias de su ethos cultural, e incluso de jerarquizarlas en aras a
su oportuna dosificación. Esta capacidad transcultural, cuyo ejercicio parece claramente
justificado y puede tal vez tener su origen en la labor paidética, no se agota –
entendemos– en ella. En otros términos, aunque la labor paidética hace imprescindible
el desarrollo de la misma, una vez desarrollada, esta capacidad admite otro tipo de
funciones
3. 2. Dimensión o función creativa
Refiriéndose a la conocida definición clásica de cultura que debemos a Tylor,
comenta con gran acierto San Martín (1999: 43ss) que se contiene en ella un
presupuesto, escasamente sometido a discusión en la antropología cultural. Nos
referimos a que los hechos culturales se nos presentan en esta definición como un tipo
de realidad "ya dada" que el individuo adquiere en el proceso de enculturación. En
palabras del mencionado autor:
El concepto gnoseológico pragmático de cultura que se ha impuesto como el definitivo toma la
cultura como algo ya dado, hecho, definitivo, y por tanto sólo cabe ya describirlo y explicitarlo. La
cultura está dada como aquello que hay que trasmitir o que hay que adquirir, pero nunca se
cuestionan los rasgos ontológicos que muestran eso que se trata de adquirir o trasmitir. En ese
olvido se incluye también otro olvido importante que no dejará de tener consecuencias: si la
cultura es algo ya dado que hay que adquirir o trasmitir, no importa tampoco cómo se adquiere o
cómo se trasmite; por ejemplo, como decía G. Bueno, en el caso de los hábitos, por "repetición de
actos", sin que le interese ninguna otra faceta. (San Martín, 1999: 49)
No deja de resultar una obviedad asumir el carácter creativo de lo cultural, el
hecho de que la cultura no es simplemente algo dado, sino algo siempre en mayor o
menor medida "reconstruido", "reelaborado" individual o generacionalmente y
"adaptado" o "modificado" en función de las circunstancias propias de los variables
contextos sociohistóricos. Es posiblemente esta misma obviedad del hecho al que nos
referimos, lo que ha impedido profundizar teóricamente en los fundamentos de la
creatividad cultural y que se cuente –en definitiva– con ella como presupuesto que no
requiere discusión. No podemos negar el hecho de que "cultura" es aquello que se
trasmite por medio del aprendizaje social, pero la manera en que se trasmite es
"sustancialmente" diferente a la trasmisión de una herencia biológica y es justamente
este aspecto al que acabamos de hacer referencia, el de la "trasmisión reconstructiva" y,
al menos en parte, "creativa", lo más específico del hecho cultural, más aún que la
trasmisión del mismo por vía social.
La creatividad cultural se manifiesta sin duda en el mundo material, lo que
podríamos llamar también cultura instrumental, pero este tipo de dimensión no hace
sino limitarse a manifestar los productos finales de los procesos creativos cuya
verdadera naturaleza es siempre cognitiva. El cambio cultural en cuanto proceso
reconstructivo constituye, en efecto, antes que nada, el "reanálisis" cognitivo de una
cultura material o instrumental dada. Dicho en otros términos, las mismas instituciones
culturales pueden –y suelen– persistir, pero su "valor" puede –y suele– ser
reinterpretado, lo que origina cambios en nuestra manera de operar con ellas y, solo más
tarde, cambios inevitables en la naturaleza material de las mismas. Pero en relación con
el tema que planteamos no cabe limitarse aquí a la descripción del cambio cultural. La
pregunta que finalmente debemos tratar de responder tendría que ver con las razones y
los límites subyacentes al mismo.
Nuevamente aquí las razones profundas y los límites del cambio cultural –y de la
creatividad cultural que subyace al mismo– debemos buscarlas en el espacio que
denominamos "transcultural", en el que se definen ciertos aspectos básicos de lo social
humano, con los que toda opción cultural debe contar. Así, por ejemplo, cabe decir que
resulta inviable cualquier sociedad humana en la que los principios de no interferencia y
solidaridad, tal como han sido anteriormente referidos, se redujeran a cero en su
manifestación. La manifestación cero de estos principios constituiría una situación
límite no alcanzable por ninguna opción cultural histórica. Es más, cabe pensar que toda
situación próxima a la manifestación cero en alguno de estos principios, hace prever
como una suerte de movimiento pendular una orientación del cambio cultural hacia el
incremento en la prevalencia del valor antagónico. El concepto de pendularidad en el
cambio cultural deriva justamente de la existencia de límites definidos en el espacio
transcultural. En general, las manifestaciones cero para el resto de valores antagónicos,
anteriormente referidos junto al de no interferencia y el de solidaridad, podrían también
interpretarse en parecido sentido como límites transculturales del cambio cultural.
Lo que animaría el movimiento pendular mencionado podría encontrarse en
razones de naturaleza psicosocial. La necesidad de operar por contraste en los procesos
de identificación generacional o grupal, es ya causa suficiente para dotar siempre en
mayor o menor medida de cierto grado de inestabilidad a cualquier opción cultural. Una
sociedad dista de ser un todo homogéneo, y se articula siempre con un cierto grado de
conflictividad o disfuncionalidad entre las partes integrantes. Ello hace que toda opción
cultural suela definir reglas nunca en la misma medida ventajosas para todos, o, dicho
en otros términos, hace que al menos para determinados sujetos esas reglas puedan ser
percibidas como insatisfactorias y por ello revisables.
Pero la razón que, en último término, motivaría la inestabilidad de toda opción
cultural histórica, puede considerarse de la misma naturaleza que la razón por la cual
todo lenguaje histórico está sometido al cambio. Nos referimos al hecho de que ni el
lenguaje ni la cultura, históricamente conformados, agotan el ámbito experiencial que
contribuyen a conformar e incluso constituir. En el caso del lenguaje este ámbito
experiencial puede ser entendido como mundo de vida humano (o Lebenswelt
fenomenológico), en el caso de la cultura se trataría de una parcela concreta del mismo,
el que denominamos mundo de vida social. Esta circunstancia hace que podamos sentir
a todo lenguaje y toda cultura como potencialmente insatisfactorios respecto a la
funcionalidad que tienen asignada. Y es este carácter radicalmente insatisfactorio lo que
constituye el sustrato de los procesos creativos, tanto lingüísticos como culturales.
3.3. Dimensión o función supletoria de lo cultural
Las formas y circunstancias en que lo transcultural presentaría una función
supletoria de lo cultural pueden ser de muy variada naturaleza. Se trataría en algunos
casos de contextos que pueden caracterizarse como situaciones sociales límite, o que
son vividas como tales. Pero existirían también ámbitos mucho más comunes en los que
se manifiesta. La capacidad rectora de las normas definitorias de un ethos cultural no
parece, en cualquier caso, uniforme en todos los ámbitos de la vida social, observándose
por contra en muchos de ellos la posibilidad de suspenderlas, neutralizarlas y, en
definitiva suplirlas "transculturalmente". La oposición o escala que lleva de la esfera
pública a la esfera privada de las relaciones sociales representaría "grosso modo" la
oposición o escala que nos lleva de aquellos contextos sociales en los que la capacidad
rectora de normas culturales se manifiesta como máxima a aquellos otros en que resulta
mínima, existiendo una variedad de situaciones intermedias. La medida en que el sujeto
social domina esta relación escalar a la que nos referimos, es la medida en que resulta
capaz de asignar "intencionalmente" un valor a las normas culturales, y por este motivo
resulta también capacitado para suspenderlas en determinados contextos.
No resulta fácil definir la esfera de las relaciones sociales que podemos
caracterizar como privadas, pero, sin pretender en absoluto negar que se encuentran
también determinadas por lo cultural, una buena manera de aproximarnos a las mismas
es entender que prevalece en ellas una manifestación primigenia de lo social, esto es,
que contienen percepciones y valoraciones de lo social hasta cierto punto libres de la
sobredeterminación que una cultura impone sobre las mismas. Esto es, en el marco de
las relaciones privadas, particularmente en algunas de ellas, nos situamos o
aproximamos a un ámbito transcultural de la relación social. Las relaciones privadas en
las que esta última circunstancia se hace más evidente, son aquellas que podrían
caracterizarse como "relaciones sociales límite", esto es, aquellas en las que se
manifiesta el "umbral" entre lo social y lo individual no-social, "umbral" que podría
reinterpretarse en determinadas circunstancias como separador entre lo humano y lo
infrahumano, o entre lo cultural y lo biológico, o entre lo humano y lo suprahumano.
Ejemplos de este tipo de relaciones podrían ser, como ya se adelantaba, de muy
variada naturaleza. Un tipo genérico de relación social límite, en el sentido en que
acabamos de apuntar, es la que se establece entre niños y adultos o relación
intergeneracional (de forma extrema, la que se establece entre la madre y el hijo que
amamanta), y que, como hemos dicho, define el marco de la función paidética de lo
transcultural. Otro tipo sería el de la relación erótico-amorosa, que define, en cualquier
caso, un ámbito básico de lo social, biológicamente determinado, con independencia de
los condicionamientos culturales que sobre la misma puedan imponerse. El concepto de
relación social límite se ejemplifica de la forma tal vez más paradigmática en todos
aquellos contextos en los que la supervivencia biológica se pone en juego: camaradas en
el frente de batalla, encuentros entre náufragos, alpinistas a más de cinco mil metros de
altura –es un decir–, en definitiva, supervivientes en condiciones extremas de riesgo, y
discursos de individuos "in articulo mortis". De forma, igualmente paradigmática,
aunque sin que la supervivencia biológica sea en este caso un factor en juego, pueden
considerarse relación social límite determinadas conductas sociales basadas en el
instinto "gregario", esto es, conductas habitualmente consideradas "masivas", que sin
duda pueden también estar culturalmente inducidas. Finalmente, aunque sin pretensión
de exhausividad, puede hablarse incluso de los discursos monológicos, aquellos en los
que el individuo habla consigo mismo, presuponiéndose aquí una relación social básica
entre "ego" y "alter ego" (no parece que para este tipo de relación social las normas
culturales puedan ejercer un alto grado de sobredeterminación). El discurso religioso
privado presupone –entendemos– una modalidad de este último tipo de relación social.
En todas las circunstancias anteriormente referidas, parece imponerse una lectura
de lo social basada en la prevalencia del principio burkiano de continuidad sobre el de
discontinuidad. En situaciones extremas llegaríamos a una neutralización de la
oposición continuidad/discontinuidad, a favor de la primera. Por ejemplo, una oposición
como la establecida entre tratamiento respetuoso (discontinuidad) y tratamiento familiar
(continuidad) quedaría neutralizada a favor de este último en la mayoría, si no todas, las
situaciones anteriormente referidas. Como consecuencia de ello, se observarían también
relaciones de prevalencia o neutralización a favor de:
-el principio de armonía sobre el de competitividad
-el principio de solidaridad sobre el de no interferencia (de hecho el contacto físico o
la invasión del espacio aural del otro pueden ser comunes)
-el principio de afectividad sobre el de mostración pudorosa
-el principio de autenticidad sobre el de ceremonialidad (lo que implicaría, por
ejemplo, el cumplimiento extremo de las máximas conversacionales, con escasa
cabida para su violación estratégica (ostensible o no).
-el principio de exculpación sobre el de relación fiduciaria
De igual forma que en la comprensión de la naturaleza de una oposición lingüística es
útil obervar la manera y el tipo de contextos en que se neutraliza, también aquí cabe
decir que la manera y el contexto en que se neutralizan principios rectores de lo cultural,
nos enseña algo acerca de los mismos. Parece claro que los principios basados en la
retórica burkiana de la discontinuidad, serían los elementos marcados de las oposiciones
en las que se integran. Son, por este motivo, los verdaderos elementos diferenciadores
de lo cultural, de los ethos culturales históricamente conformados. Por contra, los
principios basados en la retórica burkiana de la continuidad actuarían como matrices
preculturales o transculturales.
3.4. Dimensión o función intercultural
En la fundamentación teórica del concepto de espacio transcultural se apelaba ya a
la función que desempeñaba como base para una compresión intercultural empática. Es
ahora el momento de desarrollar algo más esta idea, aprovechando parte de lo dicho en
los apartados precedentes. Un modelo ideal de comunicación intercultural incorpora o
presupone las funciones paidética, creativa y supletoria de lo transcultural, pero
sobreañade a estas últimas una función específica como espacio mediador entre
culturas. Entre las condiciones de posibilidad para una comunicación intercultural
entendida como actividad hermenéutica cuenta de manera especial nuestra capacidad de
acceso al espacio transcultural, esto es, nuestra capacidad de acceder a una percepcion
básica y primigenia de la relación social. En el seno de una cultura esta capacidad se
manifiesta, como mínimo, en el ejercicio de las tres funciones anteriormente referidas,
pero también, dado que toda cultura es siempre en mayor o menor grado una realidad
polisistemática, en el ejercicio de una función mediadora entre subculturas o
modalidades culturales. La función mediadora intercultural no sería en este sentido sino
la explotación amplificada de un saber que se ejercita ya intraculturalmente.
En este sentido, una situación que merece ser tenida en cuenta es la propia de
algunas sociedades que se han constituido en un lapso de tiempo relativamente reducido
a partir de componentes culturalmente heterogéneos. En algunos estudios sobre
pragmática intercultural se ha destacado la singularidad del caso australiano, dado que
ofrece modelos de acción comunicativa en medio anglófono sustancialmente diferentes
a los propios del inglés británico. Algo parecido se ha destacado respecto a los modelos
de acción comunicativa del judío israelí respecto a los propios del judío en la diáspora.
Comentemos brevemente estos casos. Tanto en un caso como en el otro, aunque por
razones muy diferentes, una sociedad organizada políticamente como estado se
constituye en breve período de tiempo con la aportación de contingentes poblacionales
de diverso origen cultural (aunque puedan compartirse, en el caso israelí, etnia y
religión). En este tipo de contexto, la sociedad se ve obligada a dotarse, entre otras
cosas, también de un modelo cultural o conjunto de normas rectoras de la actividad
social (y la acción comunicativa) para las que debe buscarse una adhesión mayoritaria.
La solución que se ofrece en el caso australiano o el israelí pasa por potenciar los
elementos definitorios de una retórica de la continuidad, lo que supone, de acuerdo con
lo propuesto en la sección precedente, asignar prevalencia a los principios de
solidaridad, autenticidad, afectividad, consenso y exculpación sobre los pares
antagónicos de no interferencia, ceremonialidad, pudor, competitividad y relación
fiduciaria. Esto es, se trata no ya de eliminar, pero sí de reducir en la medida de lo
posible la acción de los principios que contribuyen a crear o preservar diferencias
culturales, y estimular, por contra, aquellos que nos aproximan más a una percepción o
vivencia básica, llamémosla precultural o transcultural, de lo social. Esto último parece
imprescindible cuando se observa una actitud de integración cooperativa de grupos
sociales de diferente origen cultural en un proyecto común. En este contexto genérico es
en el que debemos explicar las observaciones de Wierzbicka (1991) sobre el "decir
solidario" australiano o las de Blum-Kulka (1992) sobre el "decir directo" israelí (Cf.
para este último concepto Katriel (1986), apud Blum-Kulka (1992)).
Con lo anterior no pretendemos afirmar que las sociedades que se constituyen con
la participación de grupos humanos de diferente origen cultural, opten necesariamente
por potenciar una retórica de la continuidad, esto es, por nivelar diferencias culturales
apróximandose a una percepción o vivencia básica de lo social. Lo que se conoce como
sincretismo cultural suele suponer, por contra, una convivencia de normas culturales
diferentes, que perviven como tales, aunque habitualmente en clara relación de
asimetría. En este caso la convivencia de normas culturales suele servir a los efectos
retóricos de la discontinuidad y la discriminación social, y la asimetría existente en la
valoración social de las mismas encubre normalmente el proceso que denominamos de
aculturación o "integración" en el sentido de abandono de un modelo cultural por otro.
Esta última es posiblemente la situación histórica más común, aunque cabe también
pensar en situaciones mixtas en las que un proceso inicial "aculturador", con una clara
relación asimétrica entre normas culturales en convivencia, acabe derivando en un
modelo cultural único, nivelador de diferencias (esta puede ser, pensamos, la situación
propia de la cultura hispana, tal como es descrita por López García, 1991). Lo que
pretendemos mostrar con el caso australiano y el israelí, que podrían distar en tanto que
modelos de convivencia por otros motivos, es que a la hora de definir un modelo
cultural compartido, cuando la situación de la que se parte puede caracterizarse como de
heterogeneidad cultural, se ha optado por potenciar el tipo de valores que en menor
grado contribuyen a la diferenciación cultural, lo que puede entenderse como
aproximación a una solución transcultural de las diferencias de partida.
Consideramos, en general, que toda resolución cooperativa en situaciones sociales
de partida culturalmente heterogéneas, exige una puesta en ejercicio de nuestra
capacidad de acceso "transcultural" al espacio de las relaciones sociales. Ello equivale a
nuestra capacidad de situarnos en ese tipo de sustrato que alimenta los procesos de
creatividad cultural, esto es, que nos hace pensar la cultura no como un tipo de producto
dado, que podrá ser o no adquirido, sino como actividad humana en continuo procesos
de reformulación. En este sentido, el ejercicio de esta capacidad de acceso a lo
transcultural debe entenderse también como condición de posibilidad para el
aprendizaje intercultural. Nos referimos con este último término a la incorporación
creativa en una cultura de soluciones ofrecidas por otras con las que se mantiene algún
tipo de contacto, lo que en cierto sentido podría valorarse como manifestación, a gran
escala, de la función "paidética" de lo transcultural.
4. A modo de conclusión
Todo lo que acabamos de decir se conjuga posiblemente muy mal no sólo ya con
los modelos teóricos clásicos que entienden la cultura en términos de producto, sino en
particular también con los presupuestos manejados en la aproximaciones postmodernas
al concepto de cultura. Estas últimas, lejos de vislumbrar todo tipo de percepciones o
vivencias transculturales de lo social, insisten justamente en el hecho de la
determinación omnímoda de lo cultural sobre nuestra percepción y vivencia de los
hechos sociales, hasta el punto de asumir sin fisuras la idea de lo cultural como
naturaleza humana. En este sentido afirma Jameson:
La posmodernidad es lo que queda cuando el proceso de modernización ha concluido y la
naturaleza se ha ido para siempre. Es un mundo más plenamente humano que el antiguo, pero en él
la cultura se ha convertido en una auténtica "segunda naturaleza". (Jameson, 2001 (1991): 10)
[...] la disolución de una esfera autónoma de la cultura debe más bien imaginarse en términos de
una explosión: una prodigiosa expansión de la cultura por el ámbito social, hasta el punto de que se
puede decir que todo lo que contiene nuestra vida social -desde el valor económico y el poder
estatal hasta las prácticas y la propia estructura mental- se ha vuelto "cultural", en un sentido
original y que todavía no se ha teorizado. (Jameson, 2001 (1991): 66).
Ciertamente, en descargo, de esta visión teórica de lo humano, está el hecho de
que la conocida como sociedad de la información parece ofrecer una base empírica
coherente con la misma. En esta sociedad lo transcultural, es decir, ese ámbito de
percepciones o vivencias básicas de lo social, se nos muestra en apariencia como
inaccesible, o se coloniza culturalmente. Un producto como el de Gran Hermano, y en
general los productos propios de la llamada neotelevisión (Cf. Casetti & Odin, 1990)
parecen operar en este sentido. Encuentros sociales que se proponen como situaciones
límite son "culturizadas" por la propia actividad mediática. Entendemos, con todo,
utilizando los propios términos posmodernos que lo que se nos propone como situación
social límite, o como relación social privada, es tan sólo un simulacro o, como mucho,
un intento frustrado de acceder culturalmente al espacio transcultural. Este último
muestra, y entendemos que seguirá mostrando siempre, resistencias a las operaciones de
modelado cultural, por más intensas y masivas que puedan parecer. En estas resistencias
está justamente en juego la naturaleza humana, donde lo social entendemos que es parte
constitutiva, pero no lo cultural si por esto último entendemos producto históricamente
conformado, y no pura y simple actividad. Lo que en último término nos parece
desencaminado es la pretensión relativamente común –y, por otra parte, comprensible–
de pensar la naturaleza humana a partir de lo que un ámbito cultural históricamente
conformado, e incluso fechable, nos sugiere sobre el hombre.
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