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Labarga, Fermín, Arte y Teología, EUNSA 2017

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ARTE Y TEOLOGÍA

FACULTAD DE TEOLOGÍA
UNIVERSIDAD DE NAVARRA
«Simposios Internacionales de Teología»
34

La celebración del XXXIV Simposio Internacional, así como la publicación de las ac-
tas, ha sido posible gracias a la ayuda del Centro Académico Romano Fundación (CARF)

Las opiniones expuestas en los trabajos aquí publicados son de la exclusiva responsa-
bilidad de sus autores

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comuni-
cación pública y transformación, total o parcial, de esta obra sin contar con autorización escrita de los titulares
del Copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual (Artículos 270 y ss. del Código Penal).

Primera edición: 2017

© Copyright 2017. Fermín Labarga (Ed.)


Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA)
Campus Universitario • Universidad de Navarra • 31009 Pamplona • España
+34 948 25 68 50 - Fax: +34 948 25 68 54
[email protected]

ISBN: 978-84-313-3193-1
Depósito legal: NA 1055-2017

Diseño cubierta: KEN


Tratamiento: iTom
Imprime:

Printed in Spain – Impreso en España


ARTE Y TEOLOGÍA

Edición dirigida por

Fermín Labarga

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A.


PAMPLONA
ÍNDICE GENERAL

Presentación. Fermín Labarga ........................................................ 9

Joaquín Lorda. La simbólica fundamental en el arte religioso ............ 15

José Luis Sánchez Nogales. Percepción de la divinidad y expresión


artística ..................................................................................... 39

P. Jordi-Agustí Piqué i Collado OSB. Tanquam Sonum: la música


litúrgica entre Palabra, espacio y tiempo .................................. 71

Ralf van Bühren. La identidad del arte cristiano: criterios para su


especificación en la historia del arte .......................................... 103

Federico Aguirre Romero. Iconos: Arte y Teología ........................... 151

Fermín Labarga. El rostro de Cristo en el arte ................................... 173

Maria Antonietta Crippa. Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e


tempio dello Spirito Santo ....................................................... 255

Juan Miguel González Gómez. Las obras de Misericordia: Murillo


en la Iglesia de la Caridad ......................................................... 313
PRESENTACIÓN

Fermín Labarga
Presidente del Comité Organizador

«Arte y Teología» guardan entre sí una estrecha relación. Si la Teo-


logía es, etimológicamente, la palabra o el discurso (oral o escrito) sobre
Dios; de manera semejante, el arte puede ser entendido como la imagen
(visual, por tanto) sobre Dios, una Teoiconía. Bien lo ha comprendido el
Oriente cristiano, cuando al pintor de iconos lo denomina iconógrafo,
es decir escritor de imágenes, al que se le concede un status eclesiástico
singular, en cierta manera similar al del teólogo, pues ambos expresan la
misma fe, aunque por caminos diversos.
El estudio de la Arqueología y del Arte cristiano, como es notorio,
se encuadra en el ámbito más amplio de la Historia de la Iglesia. Pero
la estrecha vinculación que existe entre teología y arte hace que, de una
u otra forma, todos los demás campos de la reflexión teológica deban,
en algún momento, prestar atención a cuestiones referidas al arte y a su
objeto principal, que es la belleza, como afirmaba Platón.
Durante siglos, la palabra de Dios contenida en las Sagradas Es-
crituras se ha visualizado por el pueblo cristiano gracias a pintores y
escultores que plasmaron en imágenes la biblia pauperum –«la biblia de
los pobres»–, como ya reconocía san Gregorio Magno. Esta dimensión
catequética y pastoral del arte cristiano sigue siendo hoy de rigurosa ac-
tualidad, en una época de gran secularización en la cual, sin embargo, el
arte cristiano sigue atrayendo y acercando, por tanto, al mensaje de la fe,
incluso a los no creyentes, como se aprecia en las grandes exposiciones y
el emergente turismo cultural.
También el desarrollo homogéneo de la teología dogmática, singu-
larmente en el campo cristológico, tuvo su reflejo en las bellas artes. La
querella iconoclasta, como bien intuyó san Juan Damasceno, no era
solo un ataque a las imágenes sino, en el fondo, a la misma realidad de la
encarnación de nuestro Señor Jesucristo, «imagen visible del Dios invisi-
ble» (Col. 1, 15). Y así lo definió el II Concilio de Nicea en el año 787.
10 ARTE Y TEOLOGÍA

Por su parte, la liturgia se funde con el arte de múltiples modos, de


manera que ella misma supone un verdadero ars celebrandi, en el cual
la belleza de los ritos, de la música sagrada, de los templos y de su orna-
mentación constituyen el ámbito más propicio para percibir la presencia
y la obra de Dios en sus misterios. De igual modo, la riqueza y la diver-
sidad de la espiritualidad cristiana a lo largo de los siglos se ha plasmado
en devociones que han nutrido la fecunda imaginación de los artistas.
De otro lado, la teología moral ha insistido siempre en la impor-
tancia de un arte sacro digno que contribuya al crecimiento intelectual,
moral y espiritual de los fieles. Empeño en el que también se ha visto
apoyada por los sagrados cánones.
Como se puede comprobar, son muchos y profundos los vínculos
existentes entre arte y teología. Por eso no resulta extraño que el teólogo
Marie-Dominique Chenu afirmase que las más nobles realizaciones del
arte cristiano no son «solamente ilustraciones estéticas, sino verdaderos
lugares teológicos» (La teología nel XII secolo, Jaca Book, Milán 1992, 9).
La Universidad es el recinto del saber y, podría decirse que también,
de la belleza del saber. Las universidades nacieron en los claustros de las
catedrales, esto es, en un espacio artístico de primer orden. Y nacieron al
mismo tiempo que se consolidaba el arte gótico, cuya arquitectura fun-
cional, basada en la racionalidad y el orden tuvo un reflejo igualmente
genial en la compilación de la Summa Theologiae de santo Tomás de
Aquino.
Del 14 al 16 de octubre del 2015 se celebró el XXXIV Simposio de
la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra bajo el sugerente
título de «Arte y Teología». El Simposio se quiso plantear con un carácter
netamente interdisciplinar, algo muy propio del confluir de saberes en
la Universidad, y especialmente querido y buscado en los nuevos planes
y diseños curriculares, así como en los proyectos de investigación. Se
pretendía ofrecer el espacio adecuado para un fructífero diálogo entre
artistas y teólogos, como desea la Iglesia y ya puso de relieve el Concilio
Vaticano II. Este mismo deseo ha sido reiterado por los sucesivos pon-
tífices: Pablo VI, Juan Pablo II (Carta a los artistas), Benedicto XVI y el
papa Francisco, quien en la exhortación apostólica Evangelii gaudium,
ha animado a la Iglesia a prestar «una especial atención al camino de la
belleza a la hora de acometer la nueva evangelización». El Papa ha invi-
tado a todos sus responsables, entre los que se cuentan los teólogos y los
artistas cristianos, a profundizar en esa via pulchritudinis con el fin de
que «todas las expresiones de verdadera belleza puedan ser reconocidas
como un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús» (n.º 167).
Con toda seguridad, no son pocas las personas que han entrado, o
han vuelto a entrar, en contacto con la fe y con la Iglesia a raíz de las nu-
Presentación 11

merosas exposiciones de arte sacro que se han organizado en las últimas


décadas. De una manera u otra, el patrimonio artístico que ha generado
la Iglesia a lo largo de los siglos, sigue desempeñando una eficaz tarea
evangelizadora también hoy. El arte cristiano sigue siendo, en la era di-
gital, un eficaz puente que acerca a la fe de la Iglesia, a una Iglesia, que
siempre ha sido «amiga del arte y de los artistas».
Ve ahora la luz este volumen que recoge las principales aportaciones
efectuadas por los ponentes invitados al mencionado XXXIV Simposio
de la Facultad de Teología, siguiendo el mismo orden del programa. La
primera ponencia estuvo a cargo de Joaquín Lorda, profesor de la Escue-
la de Arquitectura de la Universidad de Navarra, al que recordamos con
admiración y gratitud pues, de forma absolutamente inesperada, falleció
unos meses después (17 de junio de 2016). En palabras de Miguel A.
Alonso del Val, director de la Escuela de Arquitectura, Joaquín ha sido
«un profesor irrepetible», «querido y admirado» por alumnos y colegas.
Por eso, «toda la Escuela se ve teñida de negro ante la desaparición de un
profesor que ha dibujado sus paredes, que ha cubierto de color, de luz
barroca y de amor por la historia, sus espacios, y que ha entusiasmado a
cientos, miles de alumnos por la arquitectura desde el disfrute y la com-
prensión de sus espacios y sus tradiciones formales a través de innume-
rables viajes gráficos, físicos y, ahora, virtuales». Su hermano Juan Luis,
profesor de la Facultad de Teología, ha tenido la amabilidad de preparar
el texto, tal y como Joaquín lo desarrolló en aquella ponencia inaugural
bajo el título de «La simbólica fundamental en el arte religioso».
José Luis Sánchez Nogales, catedrático de la Facultad de Teología
de Granada, desarrolla a continuación la ponencia titulada «La percep-
ción de la divinidad y su expresión artística en las religiones», en la que
sostiene que el arte religioso es, entre las expresiones antropológicas de
sentimiento o emoción, un «lugar» fundamental de percepción de la di-
vinidad, y uno de los primeros elementos de encuentro con el hecho re-
ligioso. Las manifestaciones artísticas relacionadas con el hecho religioso
expresan la relación entre la corporalidad inmanente y la transcendencia
misteriosa. Este ensayo trata de las expresiones artísticas de la religión en
cuanto soportes de la presencia de lo divino.
El P. Jordi-Agustí Piqué i Collado, OSB, del Pontificio Istituto Li-
turgico Sant’Anselmo de Roma, presenta la ponencia titulada «Tanquam
sonum: la música litúrgica entre palabra, espacio y tiempo». La historia
de la teología muestra que grandes teólogos han prestado atención al
estudio del hecho musical. Las íntimas relaciones entre el mundo del
arte y el de la comprensión del Misterio han dado grandes frutos a lo
largo de la historia, materializados en verdaderas obras de arte. También
en el contexto cultural contemporáneo la vía del arte, y en particular del
arte litúrgico, permanece como uno de los pocos caminos abiertos para
12 ARTE Y TEOLOGÍA

expresar la maravilla de Dios que se revela y habla, y que a través del


lenguaje de la belleza artística puede irrumpir de forma transfigurante
en la realidad cotidiana.
Federico Aguirre Romero, profesor de la Facultad Eclesiástica de Teo-
logía de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso se centra en el
apasionante mundo de los iconos, entendidos como la máxima expre-
sión de la simbiosis entre arte y teología. A partir del análisis de algunos
aspectos históricos, pictóricos y teológicos de la tradición de los iconos,
pretende mostrar que el fundamento de la tradición icónica no es otro
que el misterio de la Encarnación, otorgando a este hecho central de
la revelación cristiana también una dimensión eminentemente estética.
Dado que el autor ha estudiado en Grecia y allí ha realizado la iniciación
al ministerio de la escritura de iconos, ofrece su estudio una faceta expe-
rimental, cuyo máximo exponente ha sido el gran mural, a modo de ico-
nostasio, pintado para este Simposio y regalado generosamente a la Fa-
cultad por su autor, también conocido por su nombre artístico, Xamist.
A continuación, Ralf van Bühren, profesor de las Facultades de Co-
municación y Teología de la Pontificia Università della Santa Croce de
Roma, presenta la ponencia titulada: «La identidad del arte cristiano.
Criterios para su especificación en la historia del arte». A lo largo de su
exposición, se propone señalar cuáles son las características básicas del
arte cristiano y precisar los criterios que lo distinguen. Para ello acude a
la praxis artística, a los principios teológicos y a la terminología magis-
terial utilizada a lo largo de la historia de la Iglesia. Siguiendo a François
Boespflug propone van Bühren que, de una vez por todas, los teólogos
se tomen en serio el arte cristiano como fuente de reflexión y no olvi-
den que constituye un verdadero «lugar teológico». Por otra parte, de
esta reflexión sacarían beneficio también los artistas ya que «la teología
confronta a los artistas con los límites de la representabilidad y con la
relación entre la visibilidad y la invisibilidad», suscitando así una intere-
sante auto-reflexión.
Por su parte, quien suscribe, centra su ponencia en un tema tan
sugerente como es la representación del rostro de Cristo en el arte. A lo
largo de los siglos, el arte cristiano ha representado a Cristo de acuerdo
con una serie de rasgos en los que se refleja la teología y la espiritualidad
de cada época. En esta ponencia se realiza un repaso desde las primeras
representaciones paleocristianas de Cristo como Buen Pastor y Filósofo
hasta la actualidad, pasando por el Cristo en majestad del Románico, el
Cristo sufriente del Gótico, el perfectus Deus et perfectus homo del Rena-
cimiento, el Cristo triunfante que propone el Barroco después del con-
cilio de Trento, o las propuestas historicistas del siglo XIX. Sin duda, es
posible concluir que ningún protagonista de la historia de la humanidad
ha suscitado tanto interés, también entre los artistas, como Jesucristo.
Presentación 13

María Antonietta Crippa, profesora de la Scuola di Architettura e


Società del Politecnico di Milano, aborda en su ponencia el misterio
de la Iglesia, como cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo. El
proyecto de construir una iglesia, llevar a cabo su «decoración», son, to-
davía hoy, encargos muy deseados por arquitectos y artistas. La autora se
pregunta, sin embargo, si este interés, muy vivo, de modo especial entre
los arquitectos, se apoya y está movido por una adecuada comprensión
del misterio de la Iglesia. Para adentrarse en este problema, no basta con
examinar la calidad de una arquitectura desde el punto de vista formal,
tecnológico o urbanístico; ni basta con examinar si los elementos litúr-
gicos están dispuestos conforme a la dignidad de las celebraciones y de la
administración de los sacramentos. Es preciso que los fieles encuentren
en el lugar del culto la expresión de una familiaridad con el Misterio
eclesial, para ellos accesible, viviendo una experiencia que podríamos
sintetizar con las palabras: invitación, acogida, sorpresa, separación del
mundo exterior, intimidad. La consecución de estas metas pasa por un
diálogo amistoso entre teólogos y arquitectos.
A continuación, y dado que el Simposio se celebró durante el Año
jubilar de la Misericordia, convocado por el papa Francisco, el catedráti-
co de Arte de la Universidad de Sevilla, Juan Miguel González Gómez,
disertó sobre «la belleza de la existencia cristiana» tomando pie del pro-
grama iconográfico de la iglesia del Hospital de la Santa Caridad, cen-
trado en las obras de misericordia, con obras de las principales figuras
del barroco hispalense como Murillo y Valdés Leal.
La ponencia de clausura del Simposio, de carácter netamente audio-
visual, estuvo a cargo del crítico de cine Jerónimo José Martín, con el
título de «El cine contemporáneo en clave teológica». No ha sido posible
incluirla en este volumen, al igual que tampoco se han incorporado las
interesantes discusiones suscitadas en las dos mesas redondas tenidas
en las sesiones vespertinas. La primera de ellas, bajo el epígrafe de «La
arquitectura al servicio de la fe», moderada por Carlos Naya, profesor
de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra, contó con
la presencia de los arquitectos Ignacio Vicens (Madrid) y Juan Miguel
Otxotorena (Pamplona) junto con el profesor de Liturgia de la Facultad
de Teología de la Universidad de Navarra, Félix Mª Arocena. La segun-
da, celebrada en el incomparable marco de la sacristía de la catedral de
Pamplona, se centró en «las imágenes de la fe», contando con el pintor
Juan José Aquerreta (Pamplona), el imaginero Darío Fernández (Sevilla)
y el escultor Javier Viver (Madrid).
La publicación de este volumen culmina, al menos en algunos as-
pectos, las labores del Simposio, cuya comisión organizadora contó con
los profesores Juan Luis Caballero, Pablo Edo e Isabel León, actuando
como secretario el siempre eficiente Eduardo Flandes.
14 ARTE Y TEOLOGÍA

Como ya se ha indicado, desde el primer momento se buscó que


el Simposio tuviera un carácter netamente interdisciplinar, con una es-
tructura sencilla y fundamental a la vez, que posibilitara la confluencia
de perspectivas teóricas y prácticas. Sería de desear que este Simposio,
además de facilitar una reflexión doctrinalmente consistente y atenta a
los nuevos modos de expresión artística de la que se puedan beneficiar
artistas y teólogos, pudiera constituir el inicio de futuros encuentros
entre ellos. Una universidad como la Universidad de Navarra, de clara
inspiración cristiana, es un ámbito privilegiado para generar ingeniosas
sinergias en esta dirección.
LA SIMBÓLICA FUNDAMENTAL
EN EL ARTE RELIGIOSO 1

Joaquín Lorda
Universidad de Navarra
Escuela de Arquitectura

El título que elegí para esta intervención es desmesurado. Parece


prometer que hablaré de todo a la vez. En mi intervención en la sala me
apoyé en muchas imágenes; si una imagen vale mil palabras, mis imá-
genes equivaldrían a 40.000 palabras más, como una novela pequeña.
Ahora ampliaré el texto y reduciré las ilustraciones.
La primera cuestión surge ya desde el principio. Los términos: sim-
bología, arte y fundamental. Me voy a centrar en el último. Y precisaré
que al hablar de arte en un contexto técnico es importantísimo dis-
tinguir lo que es el arte de la pintura que en general, por muchísimas
razones, también por tradición, en Europa lo consideramos el arte por
excelencia; y, por eso, cuando se habla de arte ordinariamente nos refe-
rimos a la pintura.
Y por otro lado están lo que habría que llamar las «artes del diseño»,
que son la arquitectura y lo que en algún momento se llamó «artes me-
nores», artes decorativas o artes suntuarias. Distinguir eso nos permite
acercarnos de una manera apropiada a comprender cada uno de estos
campos. Yo, naturalmente, voy a hablar del segundo.
Cuando me preguntan exactamente a qué me dedico, suelo decir
que me dedico a las molduras. Son cosas pequeñas, como artes menores.

1.  El autor no pudo acabar de componer este artículo al fallecer, inesperadamente, el


16 de junio de 2016. Se conserva la grabación audiovisual de la conferencia inaugural del
Congreso, que se puede ver on-line. Este texto es, fundamentalmente, el texto grabado, con
pequeñas correcciones de estilo y teniendo en cuenta algunas pequeñas variantes que el mis-
mo autor introdujo en el texto transcrito. Se ha encargado de prepararlo su hermano el prof.
Juan Luis Lorda. Al no poder recoger algunas ilustraciones que se proyectaron en la sala, se
han suprimido algunos comentarios y se han introducido pequeños cambios de redacción.
Donde los cambios son más importantes, se han puesto entre corchetes. Se han añadido
algunos dibujos con los que solía ilustrar estas ideas, que proceden de sus páginas de Classical
Architecture (on-line).También se han añadido todas las notas y referencias bibliográficas que
aparecían en pantallas a pie de página.
16 JOAQUÍN LORDA

Podríamos decir que todo este asunto es totalmente marginal. Esto hace
también que en mi Escuela yo sea un profesor totalmente marginal (…).
Algunos libros recientes demuestran que hay un cierto interés por
la interpretación de la arquitectura sagrada 2. Años atrás abundaban las
publicaciones, para luego ser olvidadas y, actualmente vuelven a ser de
interés.
El Anuario pontificio enumera las diócesis y parroquias, y cuantifica
el corpus de las catedrales de Europa. Los edificios levantados para el cul-
to cristiano (incluiría los desaparecidos, por destrucción o renovación)
forman un patrimonio casi inabarcable, y desde luego dispar. Es una
tentación reducirlos a una línea coherente para que el lector pueda en-
tenderlos; pero no creo que se pueda hacer porque es ignorar la variedad
histórica. Importa que un historiador sepa distinguir entre sucedidos
complejos, causas y efectos nítidos, que pueden describirse sintetizando.
Pero no se puede hacer una síntesis de unos sucedidos tan variados.

Figura 1.  Portadas de publicaciones mostradas por el autor durante la conferencia:


De izquierda a derecha: Jeanne Halgren Kilde, Sacred Power, Sacred Space. An
Introduction to Christian Architecture and Worship, Oxford University Press, New York
2008. Richard Kierckhefer, Theology in Stone. Church Architecture from Byzantium to
Berkeley, Oxford University Press, New York 2008. R. Kevin Seasoltz, A Sense of the Sacred.
Theological Foundations of Christian Architecture and Art, Continuum, New York 2005

2.  En la presentación de diapositivas que acompañaba estas observaciones, figuraban las


portadas de estos libros: Halgren Kilde, Jeanne, Sacred Power, Sacred Space. An Introduc-
tion to Christian Architecture and Worship, New York: Oxford University Press, 2008 (Pdf
on-line); Kierckhefer, Richard, Theology in Stone. Church Architecture from Byzantium to
Berkeley, New York: Oxford University Press, 2004 (Pdf on-line); Torgerson, Mark A.,
An Architecture of Immanence. Architecture for Worship and Ministry Today, Grand Rapids
(Michigan): Eerdmans, 2007; Stemp, Richard, The Secret Language of Churches and Ca-
thedrals. Decoding the sacred symbolism of Christianity’s Holy Buildings, London: Duncan
Baird 2010.
La simbólica fundamental en el arte religioso 17

Entre los libros, quería mencionar El sentido de lo sagrado 3, por R.


Kevin Seasoltz, de 2005, que es un intento de coordinar arquitectura
y teología, muy bien intencionado y muy bien datado; pero también
por su excesiva longitud me parece que fuerza un poco las cosas. Es
recomendable de todas formas. Y el de Spiro Kostof, A History of Archi-
tecture 4, un recorrido por las distintas religiones y los espacios que han
creado.

Figura 2.  De izquierda a derecha: Mark A. Torgerson, An Architecture of Immanence.


Architecture for Worship and Ministry Today, Eerdmans, Y Grand Rapids (Michigan) 2007.
Richard Stemp, The Secret Language of Churches and Cathedrals. Decoding the sacred
symbolism of Christianity’s Holy Buildings, Duncan Baird, London 2010. Spiro Kostof, A
History of Architecture. Settings and Rituals, Oxford University Press, New York 1995 (2ª)

De todos modos, si se trata de la arquitectura de espacios cristianos


me parece un buen prólogo el libro del actual cardenal de Nueva York,
Donald Wuerl, La Iglesia 5. Se basa en el Catecismo y en la Ordenación
General del Misal romano. Es la segunda parte de otro libro dedicado a
la Misa 6, del que resulta una continuación perfecta.

3.  Seasoltz, R. Kevin, A Sense of the Sacred. Theological Foundations of Christian Archi-
tecture and Art, New York: Continuum, 2005.
4.  Kostof, Spiro, A History of Architecture. Settings and Rituals, 2 ed. New York: Oxford
University Press, 1995.
5.  Wuerl, Donald y Aquilina, Mike, The Church. Unlocking to the Places Catholics call
Home, New York: Random House – Doubleday, 2013.
6.  Wuerl, Donald y Aquilina, Mike, The Mass. The Glory, the Mystery, the Tradition,
New York: Random House-Doubleday, 2011.
18 JOAQUÍN LORDA

Figura 3.  Donald Wuerl y Mikel Aquilina, The Church. Unlocking to the Places
Catholics call Home, Random House – Doubleday, New York 2013

Mi primera imagen va a ser el Partenón. Quería empezar por este


monumento porque me parece un buen sitio para empezar a hablar
La simbólica fundamental en el arte religioso 19

sobre la belleza, con esta cita de San Agustín: sero te amavi: tarde te
amé, belleza tan antigua y tan nueva 7. Frase conmovedora y realmente
muy auténtica como sucede con las Confesiones en general. Y entonces
ustedes me dirán: ¿pero qué relación tiene esta frase con el Partenón?
Pues tiene, porque Renan, el estudioso y crítico de la religión cristiana,
visitó el Partenón y cuenta que allí tuvo una especie de revelación, y que
salió de su alma una oración, una oración antigua: «tarde te amé, belleza
antigua» 8. Recordó lo de San Agustín.

Figura 4.  Il Partenone nel 1670. Disegno tratto da «Le Parthénon: l’histoire,
l’architecture et la sculpture (1914). By Maxime Collignon (1849-1917) – [1],
Dominio público. https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=38730373

Cuando lo leí hace años me dio la pista de otra cuestión interesante


sobre la belleza, que es la descripción que hace Plutarco en la vida de

7.  San Agustín, Confesiones, X, 27.


8.  Courcelle, Pierre, «Une source imprévue de la Prière sur l’Acropole: les Confessions
de saint Augustin», Revue de l’histoire des Religions 153 (1958) 214-234. Renan publicó la
Prière sur l’Acropole, con los recuerdos de su visita a Atenas, en 1920, en un pequeño cua-
derno, que se puede consultar en línea: «Ce fut à Athènes, en 1865, que j’éprouvai pour la
première fois un vif sentiment de retour en arrière, un effet comme celui d’une brise fraîche,
pénétrante, venant de très loin» («Fue en Atenas, en 1865, donde experimenté por primera
vez un vivo sentimiento de vuelta atrás, un efecto como de una brisa fresca, penetrante, que
venía de muy lejos»).
20 JOAQUÍN LORDA

Pericles, hablando sobre sus obras. Dice: «Las obras de Pericles cuando
se hicieron fueron inmediatamente antiguas, y, sin embargo su frescura se
mantiene hasta hoy como si fueran nuevas» 9. Ya ven que también lo ha-
bía usado san Agustín. No se referían a la misma cosa, pero sí del mismo
modo. Que la belleza tiene una alusión a la trasparencia, a la eternidad,
a lo consistente, y por otra parte también a la gracia, al movimiento…
Todo está ahí y es una muy buena definición. Este preámbulo nos sirve
para decir lo que es la belleza: es esto y muchas más cosas. Antes, cuando
se lo explicaba a los alumnos, les ponía el firmamento, que es el mejor
ejemplo, porque la hermosura –según dice Fray Luis de León– «aquí se
muestra toda» 10.
Quería empezar con el Partenón, porque ya estamos hablando de
una arquitectura dedicada a la religión, en este caso a Atenea parthenos,
Atenea virgen. Aquí conectaríamos con lo «simbólico». Lo que estamos
viendo lo reconocemos como un templo. Podemos decir que esta es la
forma simbólica de un templo, puesto que la reconocemos como tal.
Pero esa forma está elaborada con unos recursos. Son recursos para dig-
nificar, que son los que han ido consiguiendo los diseñadores griegos.
La ecuación es: los atenienses utilizan recursos para dignificar que dan
belleza, porque van a dedicar su templo a Atenea. Esa sería la ecuación.
El templo no es bello porque esté dedicado a Atenea. Los atenienses
van a dedicar lo que puedan, lo mejor de los recursos que tienen, para
adornar. De forma que ese elemento sea extraordinario, muy bello y
de alguna manera, sea una especie de metáfora de una belleza superior,
incluso eterna. Estos recursos, las columnas, los órdenes clásicos, ¿se uti-
lizan solo para lo religioso? No, son recursos eficaces que se utilizan para
dignificar lo religioso y lo civil, cuando sea necesario dignificar.
El Partenón, como saben ustedes, fue también una iglesia. Se trans-
formó en el siglo V. Y por tanto ha sido iglesia cristiana un siglo menos
que templo de Atenea. Después, pasó a ser mezquita. Lo que vemos
en esta imagen de 1647, de un dibujante francés no muy conocido,
es el Partenón antes de que fuera como suelo decir «cuidadosamente
bombardeado» por los venecianos (1687). Y aparece con un minarete. Y
diríamos: el minarete es un símbolo de la mezquita.

 9. Plutarco, Pericles, 7: «Las obras de Pericles eran para durar mucho tiempo, aunque
se hubiesen concluido en tan breve; porque cada una de ellas por su belleza fue inmediata-
mente antigua, y por su solidez, todavía son recientes y nuevas: ¡tanto brilla en ellas un cierto
lustre que conserva su aspecto intacto a través del tiempo, como si esas obras tuviesen un
aliento siempre floreciente y un espíritu exento de vejez!».
10.  Fray Luis de León, Oda Viii, Noche serena: «Cuando contemplo el cielo/ de innu-
merables luces adornado/ (…)/ Inmensa hermosura /aquí se muestra toda, y resplandece».
Está dedicada a Diego de Olarte.
La simbólica fundamental en el arte religioso 21

Figura 5.  Architecture in formal dress. Ilustración


del autor que está en sus páginas de Historia
de la Arquitectura: http://www.unav.es/ha

Hemos hablado de símbolos y de recursos de dignificación que son


también ornamento. Ahora empiezo con un libro de Teología: es el ca-
tecismo del Padre Astete, de 1576 11. A los superiores jesuitas les preo-
cupaba que los niños europeos aprendieran los rudimentos de la fe en
libros inseguros, muchos basados en Erasmo. Y tras varios intentos, se
publicó este. Tuvo una fama inmensa y se reeditó continuamente (muy
pronto en Pamplona). Quizá no sea muy prestigioso como libro de Teo-
logía, pero Unamuno decía que el Catecismo es como la Teología en
pastillas 12.

11. El Catecismo de la Doctrina Cristiana, del jesuita Gaspar Astete (1537-1601), se pu-
blicó en 1576, como Doctrina cristiana y documentos de crianza. Y desde 1599, con el título
actual y con continuas ediciones hasta el siglo XX. Tuvo una amplísima difusión tanto en
la península como en tierras americanas. Durante cuatrocientos años, muchas generaciones
de cristianos hispanohablantes lo aprendieron de memoria en la infancia. La Dra. Cecilia
Trujillo tiene en línea un interesante estudio sobre su difusión en las páginas de bases de
datos de la Universidad Carlos III, de Madrid.
12.  Unamuno, Miguel de, Nuestros pedagogos, en Obras completas, Madrid: Escelicer,
1968, IX, 1315: «Las disciplinas más difíciles y complicadas como son el catecismo, que no
es sino Teología en píldoras, y la llamada gramática, que no es sino ideología escolástica, es lo
que constituye el nervio de nuestra enseñanza primaria». Unamuno se refería, efectivamente
al Catecismo de Astete, que conoció de niño. Además de que le parecía impropio enseñar
tan ligeramente, le molestaban especialmente las variaciones que se habían introducido.
22 JOAQUÍN LORDA

Figura 6.  Padre Gaspar Astete (1537-1601), Doctrina Christiana,


Con su Breve Declaracion, por preguntas, y respuestas…,
Burgos: En la Imprenta de la Compañía de Jesús, 1758

Voy a mostrar una de ellas. ¿Cuál es el cuarto mandamiento? Mi


hermano y yo, y cualquier persona de nuestra edad tenemos en el cere-
bro esto:
«¿Cuál es el cuarto? –Honrar a Padre y Madre».
¿Quién honra a los Padres? –El que los obedece, socorre y reveren-
cia. (…)
¿Quiénes otros son entendidos por los Padres? –Los mayores en
edad, dignidad y gobierno».
El texto recoge el mandato del Señor, según el dictado del Sinaí. A
veces, no se traduce bien. Cuando para subrayar la amistad filial y pater-
na se pone: «amarás a tu padre y a tu madre». Sin embargo, la Vulgata
(y ahora la Neovulgata) recogen la lectura común del original griego:
«honrarás», con un alcance más exigente que el pasivo «amarás». No
reclama solo una asistencia práctica, sino el reconocimiento –formal y
La simbólica fundamental en el arte religioso 23

público– de veneración. Hoy resulta extraña la idea de «honrar», pero las


generaciones anteriores quizá a 1900, prestaban homenaje a cualquier
persona que creyeran merecedora de ella. Y Astete refleja esas categorías.
«Los mayores en edad, dignidad y gobierno». Este soniquete que
quedó en la memoria de muchas generaciones de niños católicos hasta
mi tiempo (el tiempo en que fui niño), es una adaptación sacada de
Erasmo, de un libro bellísimo, muy pequeño, que es la «Civilidad en las
costumbres de los niños» 13, para enseñar a los niños. No se trata solo de
enseñar a los niños que no se metan el dedo en la nariz, que lo enseña,
sino de enseñarles civilitas, urbanidad, porque quiere que sean «urba-
nos», civilizados en el sentido de la ciudad: que se comuniquen con otras
personas y puedan ser agradables.

Figura 7.  Erasmus,


De civilitate morum
puerilium, Basilea 1530

13.  Erasmo de Rotterdam, De civilitate morum puerilium, Basilea 1530. Suele tradu-
cirse como La urbanidad en las maneras de los niños (ed. bilingüe de Agustín García Calvo y
Julia Varela) 2 ed., Madrid: Ministerio de Educación, 2006.
24 JOAQUÍN LORDA

Y en el fondo está latente algo muy antiguo que es ese «ornato de


las costumbres»: que las costumbres de una persona sean elegantes,
hermosas. Naturalmente, aquí Erasmo, como otros, pero quizá mejor
comprendido, se basa en Cicerón. En un libro al que es muy difícil
poner título en castellano pero también en el original latino. Porque
se trata de los deberes (De Officiis), pero no propiamente de los deberes
sino de lo que se considera que una persona ha de hacer, de lo que ella
misma entiende que ha de hacer. En el fondo se trata del decoro. Hoy
decoro lo entendemos muy mal. Pero en realidad decoro y decoración
son la misma cosa. Así se comprueba, por ejemplo, en el diccionario de
Covarrubias 14. Comportarse con decoro es más que comportarse con
decencia o con oportunidad.
El De officiis de Cicerón es probablemente el primer libro clásico
que se imprimió. Se conserva una edición de 1502 que no es completa
sino una reducción para niños y tiene el encanto de que el infante que
luego será Enrique VIII ha puesto debajo «este libro es mío» 15. Lo que
da idea de la enorme importancia que tuvieron estas cosas.
El decoro ha sido importante. Había que aprender a obrar digna-
mente. El propio Cicerón dice que, para comprobar cómo haces las
cosas, hay que proceder como los pintores y los escultores que dicen a
los demás: ¿qué te parece? Y entonces obrarás bien 16. Esto tiene que ver
con la filotimia 17, el cuidado de sí y muchas cosas más.
El tema de decoro afecta a la arquitectura directamente. La principal
idea que transmite Vitrubio en su Tratado sobre la Arquitectura 18, es esta:
decoro. A veces se interpreta como si se tratara de un código de normas
de construcción, pero no es un código. Lo que pretende Vitrubio es que

14.  Covarrubias, Sebastián de, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid 1611.
En esta edición, en línea por el fondo Antiguo de la Universidad de Salamanca, dice en la
voz «Decorar»: «si lo tomamos en la expresión latina, decoro.as vale hermosear con gracia
y decoro¸ el respeto y mesura que se debe tener delante de los mayores y personas graves».
15.  Se puede ver esta ilustración en Wikiipedia Commons, con el título: «Henry VIII’s
childhood copy of De Officiis, bearing the inscription ‘Thys boke is myne».
16.  Cicerón, De Officiis, L. I, XLI, 147: «Igual que los pintores y escultores, y también
ciertamente los poetas, quieren, cada uno de ellos, que el público examine su obra, a fin de
corregir aquello que la mayoría de la gente haya podido criticar en ella, e igual que estos
artistas, consigo mismos y con otros, buscan qué error se ha podido cometer en su obra, así
también nosotros hemos de hacer y dejar de hacer, cambiar y corregir gran número de cosas
teniendo en cuenta el juicio de los demás».
17.  Con este término, que puede traducirse como «amor al honor», se expresaba todo el
afán de merecer la honra personal y familiar, de ser un héroe o una personalidad respetada
en la propia ciudad, que alentaba a las élites del mundo clásico griego y romano, y era esti-
mulada por la educación.
18.  Vitrubio Polión, Marco, Los diez libros de architectura [Recurso electrónico], Ma-
drid: Fundación Histórica Tavera – Digibis, 2000.
La simbólica fundamental en el arte religioso 25

las cosas sean como tienen que ser en la arquitectura, con la dignidad
que les corresponde.

Figura 8.  Izquierda: Henry VIII’s childhood copy of De Officiis, bearing the
inscription in his hand, «Thys boke is myne». By Marcus Tullius Cicero [CC
BY-SA 4.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0)], via Wikimedia
Commons. Derecha: Image XXXV from German edition of De officiis by Marcus
Tullius Cicero, 1531. «Typ 520.31.282, Houghton Library, Harvard University»

Ahora damos un salto espectacular. Esta idea me da un poco de


miedo exponerla, pero yo la tengo. Hace muchos años el fundador de
la etología o comportamiento animal, Konrad Lorenz, publicó un libro
que se llama La agresión 19. La idea es que en el mundo animal todo es
violencia. Muy discutido por supuesto. Pero lo que nos interesa de este
asunto es una observación: los animales para evitar una constante lucha
y destrucción, hacen gestos de sumisión que paralizan la lucha. Y esto
es lo interesante. ¿Por qué? Porque nosotros llevamos lo que podrían lla-
marse estas formas de trato, algunas, desde antes de ser hombres. Y esto
me parece interesantísimo: que la cortesía o la politesse –educación–, no

19.  Lorenz, Konrad, On agression, London: Methuen & Co., 1966.


26 JOAQUÍN LORDA

es una tontería, sino que es anterior a la civilización. Se pueden buscar


ejemplos donde se ve cómo el zorro o el lobo vencido se inclinan y se
someten ante el superior con una reverencia que recuerda a las humanas.
Por supuesto no estoy diciendo que una reverencia litúrgica o civil opere
como las de los zorros, lo que estoy diciendo es que se inclinan como los
zorros, reverencian. Hay algunas raíces que están ahí, que no se pueden
negar. Y eso tiene el interés de que todo este mundo es muy fuerte, muy
humano.

Figura 9.  Meyers, Kleines Konversationslexikon.5ª ed. Bd. 1.


Bibliographisches Institut, Leipzig und Wien, 1892. Dominio público.
https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=1348314

[Los estudios de los ritos se podrían orientar con alguna literatura


especializada], como el libro clásico de Roy A. Rappaport, Ritual and
Religion in the Making of Humanity 20; o el de Catherine Bell, Ritual
Theory, Ritual Practice 21. Pero son libros que, al intentar analizar todos
los comportamientos exclusivamente desde el punto de vista religioso,
me parece que acaban abusando de los medios que tienen y llegan a con-
clusiones que son muy poco manejables. Si a alguien le interesan estas

20.  Rappaport, Roy A., Ritual and religion in the making of humanity [Recurso electrón-
ico], New York: Cambridge University Press, 1999.
21.  Bell, Catherine M., Ritual theory, ritual practice [Recurso electrónico], New York:
Oxford University Press, c2009.
La simbólica fundamental en el arte religioso 27

cosas, yo le aconsejaría el pequeño manual de Barry Stephenson 22, que,


por cierto, cita La agresión y otras cosas. Puede servir para saber qué hay
y situarse en este mundo que es tan confuso.

Figura 10.  Izquierda: Konrad Lorenz, L’Agression, Champs. Flammarion, 1977.


Derecha: Richard J. Watts, Politeness, Cambridge, UK; New York:
Cambridge University Press, 2003

Algo de esta confusión nos la encontramos también en el gran gurú


del estructuralismo, Levi Strauss, quien escribió El origen de las maneras
en la mesa 23. ¿No habíamos quedado que hablábamos de teología?, pero
es que la mesa para nosotros es importante: la santa Misa y la Última
Cena. La Última Cena se dio en un contexto ceremonial y por tanto,
estaba adornada. Para ello fueron los apóstoles antes. Esto nos indica un
poco la orientación que podríamos dar, una de ellas, a todo este asunto.

22.  Stephenson, Barry, Performing the Reformation: religious festivals in contemporary


Wittenberg, [Recurso electrónico], Oxford: Oxford University Press, 2010.
23.  Lévi Strauss, Claude, El origen de las maneras de mesa, 9 ed., Madrid: Siglo Xxi,
2003. Versión Pdf en https://es.scribd.com/doc/243471561/Levi-Strauss-El-Origen-de-las-
Maneras-de-la-Mesa-pdf
28 JOAQUÍN LORDA

Figura 11.  De izquierda a derecha: Roy A. Rappaport, Ritual and Religion in


the Making of Humanity, Cambridge University Press, 1999. Barry Stephenson,
Ritual, A Very Short Introduction, Oxford University Press, 2015. Catherine
Bell, Ritual Theory, Ritual Practice, Oxford University Press, 2009

Podemos referirnos entonces a un libro que parece un poco trivial


y se llama La liturgia de la mesa de Europa 24, de Leo Moulin. Se trata de
un autor que estudió muchas cosas, entre ellas la comida de los religiosos
medievales. No es un autor conocidísimo, ni muchísimo menos, pero
tiene la ventaja de que al hablar de la liturgia en la mesa trata de todo
lo demás. Nosotros comemos, queremos celebrar –eso es importante–
y entonces, adornamos. La mesa obliga a la ornamentación, a vestirse
mejor, a poner un ajuar mejor. Son cosas interesantísimas y son las que
después se pueden aplicar también al arte sagrado.
Con Norbert Elias, quizá estamos en un campo mucho más seguro.
Publicó su libro Sobre el proceso de civilización 25 en 1939 y estuvo 40
años olvidado. Tiene algunas problemáticas propias de su época, pero
son significativos los estudios que hizo sobre la historia de las maneras,
que no son solo las maneras de comer, sino todo tipo de relación de
persona con persona; o el siguiente, Poder y civilización, que en realidad
es parte del mismo libro; o el tercero, La sociedad cortesana (1969) 26,
donde también estudia todo este asunto. De ahí han derivado muchas
cosas. Ha sido un autor que ha dejado muchísima huella, todavía hoy.

24.  Moulin, Leo, Liturgia de la mesa en Europa. Una historia cultural del comer y del be-
ber, Amberes: Fonds Mercator – Cuacos de Yuste (Cáceres): Fundación Academia Europea
de Yuste. Caja de Extremadura, 2002.
25.  Elias, Norbert, Sobre el proceso de civilización, México: Fondo de Cultura Económi-
ca, 2011. Edición Pdf en http://ddooss.org/libros/Norbert_Elias.pdf
26.  Elias, Norbert, La sociedad cortesana, México: Fondo de Cultura Económica, 1993.
La simbólica fundamental en el arte religioso 29

Y entre otras, derivó una línea francesa interesantísima que han seguido
en esta universidad en educación, que es la línea de Alain Montandon 27.

Figura 12.  Izquierda: Claude Lévi-Strauss, The Origin of Table Manners, Introduction to
a Science of Mythology, Vol. 3, Edition: 1978. Derecha: Leo Moulin, Liturgia de la mesa en
Europa. Una historia cultural del comer y del beber, Amberes: Fonds Mercator; Cuacos de
Yuste (Cáceres): Fundación Academia Europea de Yuste. Caja de Extremadura, 2002

Desgraciadamente, la portada del libro de Montandon es muy des-


afortunada porque aparece el típico señor con pluma en el sombrero en
una actitud cursi. La politesse no es eso. Precisamente, la gran aportación
de Alain Montandon, después de estudiar todos los tratados de com-
portamiento, que muchos de ellos son cristianos como el del Señor de la
Salle, es mostrar que todo el objetivo de esa educación era agradar. Me
parece importante.
A esto añadiría yo otros libros, para mí muchos más cercanos, como
Homo ludens 28 de Huizinga y La interacción ritual 29, de Erving Goffman,
que se refiere a cómo se tratan, en general, dos personas. Y también un
libro fundamental de ornamentación: El sentido del orden 30, de Ernst

27.  Montandon, Alain (dir.), Dictionnaire raisonné de la politesse et du savoir-vivre du


Moyen Age à nos jours, Paris: Seuil, 1995.
28.  Huizinga, Johan, Homo ludens, Buenos Aires - Barcelona: Emecé, 1968.
29.  Goffman, Erving, Interaction ritual: essays in face-to-face behavior, Garden City
(New York): Doubleday & Company, 1967.
30.  Gombrich, Ernst, El sentido del orden, estudio sobre la psicología de las artes decorati-
vas, Barcelona: Gili, 1980.
30 JOAQUÍN LORDA

Gombrich, donde habla de «formalidad». Todo esto son «formalidades».


Son «formalidades» decir «buenos días» y es una «formalidad» la catedral
de Sevilla.

Figura 13.  De izquierda a derecha: Norbert Elias, The History of manners, The
Civilizing Process Vol. 1 y Power and Civility, The Civilizing Process Vol. 2, 1982.
Norbert Elias, The court society, Pantheon, 1983. Alain Montandon, Dictionnaire
raisonné de la politesse et du savoir-vivre du Moyen Age à nos jours, 1995

A esto, desgraciadamente, hay que añadirle un punto que no se pue-


de dejar de lado: las maneras y todo este asunto muchas veces evolu-
ciona porque queda poseído por las élites, las clases superiores o como
se quiera llamarlas. Es el fenómeno de la «distinción» 31. Está continua-
mente operando sobre el mundo del diseño, y perturbándolo. Porque
dices: «magnifica cosa para llevar»; pero cuando la lleva todo el mundo,
las élites dejan de llevarlo. ¿Por qué? Porque lo lleva todo el mundo. Baja
la consideración.
Terminados los libros voy a recoger algunas ilustraciones que po-
dríamos encontrar fácilmente. ¿Cómo hacer que una persona sea más
importante? Ponle un podio: el podio –ponerse por encima– es muy
antiguo, incluso de los animales, no es una exigencia de diseño. ¿Cómo
hacer que una persona sea más importante?: ponle sombrero. ¿Cómo
hacer que una persona sea más importante?: ponle un cortejo, gente a
los lados. Esto es liturgia. Parecen muchas cosas, pero dentro del con-
junto de recursos, que es enorme, es muy poco. Y conviene advertir que
es un lenguaje muy básico y por eso se comunica a todas las religiones y
a todas las ceremonias civiles. (…)

31.  En la presentación que acompañaba esta conferencia figura esta bibliografía: Veblen,
Thorstein, The Theory of the Leisure Class, New York: The Macmillan Company 1899; Bor-
dieu, Pierre, La distinction. Critique sociale du jugement, París: Éditions du minuit, 1979;
Daloz, Jean-Pascal, The Sociology of Elite Distinction. From Theoretical to Comparative Per-
spectives, Basingstoke: Macmillan-Palgrave, 2010.
La simbólica fundamental en el arte religioso 31

Figura 14.  De izquierda a derecha: Johan Huizinga, Homo ludens, 1955. Erving Hoffman,
La interacción ritual, US: Transaction Publishers, 2005. E. H. Gombrich, The Sense of
Order: A Study in the Psychology of Decorative Art, London: The Phaidon Press, 1979

Figura 15. 
Dibujo del autor en
http://www.unav.es/ha
32 JOAQUÍN LORDA

Y pasamos al diseño arquitectónico. No nos extrañará saber que hay


edificios con planta de cruz del siglo III, que no son iglesias sino templos
órficos. Pongo este ejemplo para decir que en realidad una planta así se
deduce. Quiero subrayar que las cosas se deducen de alguna manera y
tienen una lógica. Si me pongo en la cabecera, se forma una cruz, con
lo que tengo delante y lo que tengo a los lados. Por eso, es fácil que se
produzca esta planta. En su origen no es una exigencia simbólica. Pero
sobre esa planta, que se hace simbólica, se va a elaborar la catedral cris-
tiana.
Creo que es perfectamente científico decir que ha habido dos gran-
des repertorios para conseguir que algo así como una caja de zapatos se
convierta en una maravilla. Por eso, hay que desmontar la cuestión de
los estilos.
Tenemos un repertorio que ha atravesado los siglos y se ha conver-
tido en algo muy eficaz. Es como si hubiéramos metido el Partenón
dentro de la iglesia y a continuación intentamos darle unidad. Y nos sale
la catedral. ¿Y las bóvedas? Les explico constantemente a mis alumnos
que las bóvedas son una decoración interior. No tienen nada que ver con
la estructura, lo único que hacen es dar problemas.
Estos son recursos, son formalidades. Así como se hace una proce-
sión con la cruz por delante y los dos candeleros, la catedral tiene sus
dos torres y su rosetón. Es igual. No tiene más derecho una procesión
a ser un ritual del que lo tiene toda la catedral. Podemos encontrar la
misma forma de catedral en Francia o en Cantón en China. Esto nos
indica que esta forma simbólica ha sido exportada a todas partes. ¿Y las
exigencias de enraizamiento o inculturación? Da lo mismo. Allí querían
hacerlo así.
El otro repertorio es el clásico. (…) Podemos comparar la cúpula del
Vaticano y la del Capitolio de los Estados Unidos y comprobar que son
la misma cúpula y los mismos órdenes arquitectónicos. Porque la cúpula
y los órdenes son extraordinariamente hermosos y muy aptos para darle
una gran majestad.
Pero conviene tener en cuenta lo que ha sucedido en las ceremonias
civiles. [Cuando el presidente americano Woodrov Wilson visitó París,
en 1918], el presidente francés Poincaré le subió en un extraordinario
coche de caballos, aunque en este tiempo ya había coches de motor en
el Eliseo, pero todavía no se utilizaban para las ceremonias oficiales 32.
Ambos llevaban chistera y levita negra. Wilson era americano y se mo-
vía y saludaba efusivamente, cosa que jamás haría Poincaré. Poincaré

32.  Se conservan muchas fotografías que son fáciles de localizar en Internet con estos
títulos: por ejemplo, «Wilson & Poincaré» o «Poincaré and Wilson in Paris in carriage».
La simbólica fundamental en el arte religioso 33

ejemplificaba perfectamente lo que era un señor de antes, de peso, grave,


incluso un poquito voluminoso y que siempre se movía con parsimonia
y solemnidad.

Figura 16.  Dibujo del autor en http://www.unav.es/ha

[En cambio, en el año 2012, cuando el premier británico Cameron


se encontró con el presidente americano Obama en Dayton (Ohio),
acudieron en mangas de camisa a un partido de la NCAA, se sentaron
en las gradas del público (entre agentes de seguridad) y se comieron un
perrito caliente a la vista de todo el mundo] 33. ¿Qué ha pasado aquí?
La reforma litúrgica. Hay un paralelismo con lo que ha sucedido en las
formalidades civiles y en las religiosas. Es lo que he intentado mostrar.
Ha habido formalidades muy eficaces para dar dignidad que se han de-
sarrollado en la historia. Y ¿qué ha pasado? Que se han desmontado las
formalidades y el mundo se ha vuelto informal.
Pero no por los marxistas. Lo que ha pasado es el nacimiento de una
sociedad joven, que no existía antes. Si hubiera habido más jóvenes an-

33.  Se pueden encontrar también expresivas fotos en Internet, buscando sencillamente:


Obama, Cameron, NCAA. O bien: Obama, Cameron, eating.
34 JOAQUÍN LORDA

tes, los marxistas hubieran comprendido que la verdadera clase son los
jóvenes. Pero no estaban. También hoy tiene mucho más peso la mujer,
que da otra categoría frente a ese modelo de gravedad que hemos men-
cionado. Más: todo lo que es deportivo y saludable ha aligerado también
estas cosas. Por eso, no es necesario mencionar la desacralización para
explicar lo que ha pasado. Quizá hay que mencionar a los medios, que
en este proceso han sido muy importantes. Pero ninguna otra circuns-
tancia ha desmontado tanto las formalidades en el ámbito civil, y a la
larga ha invitado a desmontarlas también en lo religioso.
Entonces vienen las nuevas propuestas. Le Corbusier en los domini-
cos de La Tourette 34 es maravilloso, sobrio, perfecto. ¿Ha sido Le Cor-
busier el que ha revuelto la arquitectura? No, es como lo de Wilson y
Obama. Dejas de poner columnas, dejas de poner molduras y te sale
ese espacio de hormigón. Si ahora hubiera que hacer una cúpula para el
Congreso de los Estados Unidos, pasaría algo parecido.
¿Cuál es el problema que tenemos ahora en el arte sacro, aparte de
los problemas religiosos? El problema que tenemos ahora es que la socie-
dad ya no necesita los recursos que teníamos para dignificar.
[Aunque en algunas fotos Le Corbusier aparece descamisado], siem-
pre llevaba sombrero y pajarita. La pajarita, ¿qué es? Es como la corbata.
Es el último recurso de dignificación que nos ha quedado a los varones
para vestir: un símbolo, el único. Él preconizaba conformarse con la
belleza de las cosas tal cual son. Conservamos unos dibujos suyos de
peroles de zinc y otros objetos de uso ordinario, muy simples, que son
bonitos, más bonitos ahora porque son diseños antiguos.
Pero el problema que tiene la Iglesia es cómo hacer de un perol de
esos un cáliz. Y eso es lo que aparece en el dibujo. He dibujado un vaso
y un vaso con pajarita. El problema es ¿cómo se le pone una pajarita al
vaso? Si lo hacemos, nos sale el Santo Grial, nada menos 35.

34.  En 1960, Le Corbusier proyectó el convento dominico de Sainte Marie de la Tou-


rette, cerca de Lyon, a instancias del padre Couturier. Ha quedado como una de sus obras
más emblemáticas.
35.  La tercera ilustración es una fotografía del Santo Grial que se venera en una capilla
de la catedral de Valencia, y que está formado por un vaso muy antiguo de ónice, al que se
le han añadido mucho después la base y las asas.
La simbólica fundamental en el arte religioso 35

Figura 17.  De arriba


abajo: Dibujos del autor y
fotografía del Santo Grial
(Catedral de Valencia)

Si nos fijamos en los grandes trofeos del mundo, [las copas de fút-
bol, de tenis y de golf ], nos daremos cuenta de que, en su mayoría, son
clásicos: siguen manejando los mismos viejos recursos de dignificación.
Hay otras formas de solucionarlo. Hay algo que funciona siempre
bien. Es la primera clase que doy a mis alumnos; les explico: ¿Cómo
conseguir algo que sea muy, muy importante? Que sea muy caro y ya
está. Este es el primer consejo para el diseño. Pero esto no lo podemos
utilizar en la Iglesia.
¿Cuál es el otro? El otro es encárgasela a Le Corbusier, y entonces
que se vea en algún sitio la firma, que aparezca LC. La forma da igual.
Estoy hablando de que hay un problema técnico muy grave para hacer
arte sagrado, que no tiene nada que ver con problemáticas espirituales.
36 JOAQUÍN LORDA

¿Cómo hacemos entonces? No lo sé. Solo sé que hay que intentarlo,


poner alguna voluntad. Yo creo que la basílica de la Virgen de Guadalu-
pe, en México, por ejemplo, está muy conseguida. El cuadro pequeño,
pequeño, pequeño, con una enorme basílica está muy conseguido. Era
muy difícil. Aunque a izquierda y derecha del cuadro le siguen añadien-
do cosas. Y si uno se descuida, la basílica acabará llena de cosas, por
supuesto. Y aquí tenemos otra vez el problema de la distinción. Pero la
Iglesia no puede permitirse el lujo de ser distinguida.
Acabo aquí. Aparte de lo que hemos visto, hay otro problema claro
con las imágenes. Las imágenes funcionan de un modo completamente
distinto y tienen una importancia totalmente distinta en el arte sacro. Es
muy difícil acertar hoy. A mí personalmente me gusta mucho la cruz del
báculo que han llevado los últimos papas, un Dios derrotado. Es muy
conmovedor, además, cuando se le ve al papa Francisco también así.

Figura 18. 
Báculo del Papa
La simbólica fundamental en el arte religioso 37

Quería terminar con este texto del papa Juan Pablo II, «la belleza
que salva», que vuelve a repetir el texto de San Agustín «tarde te amé
belleza tan antigua y tan nueva».
«Ya en los umbrales del tercer milenio, deseo a todos vosotros, queri-
dos artistas, que os lleguen con particular intensidad estas inspiraciones
creativas. Que la belleza que transmitáis a las generaciones del mañana
provoque asombro en ellas. Ante la sacralidad de la vida y del ser hu-
mano, ante las maravillas del universo, la única actitud apropiada es el
asombro.
La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una
invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. Por eso la belleza de las
cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esa arcana nostalgia de
Dios que un enamorado de la belleza como san Agustín ha sabido inter-
pretar de manera inigualable: “¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan
nueva, tarde te amé!”» 36.

36.  Juan Pablo II, Carta a los artistas (1999), n. 16.


PERCEPCIÓN DE LA DIVINIDAD
Y EXPRESIÓN ARTÍSTICA

José Luis Sánchez Nogales


Facultad de Teología de Granada

Introducción

La religión puede definirse como un hecho humano específico,


presente en una pluralidad de manifestaciones históricas que tienen en
común: estar inscritas en un mundo humano específico definido por
la categoría de «lo sagrado»; constar de un sistema organizado de me-
diaciones: creencias, prácticas, símbolos, espacios, tiempos, sujetos, ins-
tituciones, etc., en las que se expresa la peculiar respuesta humana de
reconocimiento, adoración, entrega, a la Presencia de la más absoluta
transcendencia en el fondo de la realidad y en el corazón de los sujetos,
y que otorga sentido a la vida del sujeto y a la historia, aportando salus 1,
es decir, salvación sea en el sentido de liberación de la impertinencia
de la finitud de la vida, el cosmos y la historia, sea en el sentido de dar
plenitud a la condición humana garantizando su perdurabilidad es la
bienaventuranza como don de esa Presencia que podemos llamar con el
nombre común de Misterio para recoger en él la categoría de la realidad
suprema que constituye el núcleo de las diversas religiones salvando las
diferencias de naturaleza y representación de las mismas, categoría que
en el lenguaje filosófico se recoge como Absoluto.
La religión, por consiguiente, no se da sino como plasmación em-
pírica de la experiencia religiosa. De hecho se puede definir la religión
a partir de este concepto como una experiencia humana específica, ori-
ginalmente primaria, de relación y respuesta a una realidad suprema o
misterio que confiere sentido a la propia vida, a la vida social y a la vida
histórica 2. En esa relación y respuesta es en donde se ubican las media-

1. Cf. Martín Velasco, Juan, Introducción a la fenomenología de la religión, Madrid:


Trotta, 2006, 574.
2. Cf. Sánchez Nogales, José Luis, Filosofía y fenomenología de la religión, Salamanca:
Secretariado Trinitario, 2003, 321.
40 JOSÉ LUIS SÁNCHEZ NOGALES

ciones que hacen posible la relación misma, puesto que la experiencia


de lo que se presenta como transcendencia absoluta no puede ser in-
mediata, sino que ha de ser mediada. Entre esas mediaciones se cuentan
las expresiones de la actitud o experiencia religiosa. Expresiones que no
son constructos a posteriori sino que expresan y posibilitan concomi-
tantemente la experiencia religiosa. Dado que antropológicamente son
cuatro las dimensiones constitutivas del ser humano –a saber, raciona-
lidad, psicoafectividad, corporalidad y socialidad–, estas serán las que
vehiculen las expresiones de la religión y estas, a su vez reciben su con-
ceptualización justamente de aquella dimensión que predomine en su
encauzamiento y sirva de vehículo para aportar la necesaria exterioridad
objetiva que pueda en definitiva mediar entre un ser que es corporalidad
empírica inmanente y la transcendencia misteriosa fenoménicamente
nula en cuanto incorpórea, metaempírica.
Mi propósito en este ensayo es encuadrar las expresiones artísticas
de la religión en cuanto soportes de la presencia de lo sagrado divino en
el marco de esas expresiones. Para ello, en primer lugar, intentaré dar
cuenta de la dialéctica que se entabla entre las producciones del espí-
ritu humano a través de las diversas dimensiones antropológicas y las
que tienen su cuna originariamente en la experiencia religiosa, propo-
niendo una hipótesis que culmine la dialéctica en una síntesis coherente
fenomenológicamente fundada. A continuación intentaré proponer la
hipótesis de que el arte religioso, como una de las expresiones en que se
percibe la realidad transcendente, lo divino, el absoluto, tiene su lugar
propio entre las expresiones de sentimiento o emoción en las cuales el
vehículo antropológico de expresión es la psicoafectividad.
Finalmente realizaré un recorrido por las grandes tradiciones religio-
sas de la humanidad entresacando algunos elementos paradigmáticos
en los que se refleje mi hipótesis de que en el arte como expresión de
sentimiento de la religión se recoge especialmente el pulchrum sacri o
pulchritudo deitatis con especial intensidad sobre las dimensiones veri-
tativa y ética que recogen con intensidad las expresiones racionales y de
acción de la religión. Evidentemente todas estas expresiones requieren
como soporte la estabilización de la experiencia religiosa en magnitudes
sociales que constituyen las expresiones institucionales de la religión.

1.  Dimensiones de la experiencia y la actitud religiosa

El hombre es un ser de experiencia. Experiencia procede de experior,


que significa «atravesar, pasear, ir a través de». Cuando el hombre sale
de sí, recorre la realidad y retorna a sí mismo, se encuentra enriquecido,
experimenta el crecimiento de las dimensiones de su ser en sí mismo y
Percepción de la divinidad y expresión artística 41

en su situación en el conjunto de la realidad. Y ello le permite un mejor


acceso a la realidad total 3.
La experiencia religiosa es interior y personal, y únicamente quienes
la realizan tienen acceso directo a ella. Algo específico de la experien-
cia religiosa es que, en un instante, quien hace la experiencia reúne su
propio «aquí y ahora» y la totalidad de la realidad. Por esta razón, en la
experiencia religiosa se revela el sentido en la situación histórica concreta
del hombre que la realiza 4.
La experiencia religiosa impregna todos los ámbitos de la existencia
humana y sus variadas manifestaciones. Pone en juego todas las facul-
tades. El problema de la comprensión de la experiencia religiosa viene
dado por la existencia de, al menos, tres aspectos relevantes del ser hu-
mano que pueden interferir como catalizadores para reducirla de modo
unilateral.
a) La dimensión racional puede interferir como catalizadora de un
análisis racionalista que absolutiza el papel de la razón en el acto
religioso y desemboca en una gnosis deitatis que disuelve la espe-
cificidad de la experiencia religiosa.
b) La dimensión volitiva puede servir de plataforma para un aná-
lisis eticista y voluntarista. Absolutiza la función de la voluntad
en el acto de adhesión religiosa como una optio deitatis.
c) La dimensión sentimental puede inducir una actitud irraciona-
lista que absolutiza el papel del sentimiento en el acto religioso
y lo reduce a un mero sensus numinis 5.
Sin embargo, las tres dimensiones son importantes a la hora de un
análisis fenomenológico que dé cuenta de todos los componentes y di-
mensiones de la experiencia religiosa.
En primer lugar, la racionalidad le presta una impronta noética. El
sujeto humano que padece dicha experiencia no puede renunciar a su
racionalidad. Ésta conlleva un pensamiento coherente y articulado capaz
de organizar el mundo, de convertirlo en un cosmos. Antes de cualquier
expresión religiosa racional elaborada, la consagración de un espacio o
lugar es una repetición de la cosmogonía por la cual la divinidad trans-
formó el primitivo caos en un cosmos habitable 6. La cosmovisión reli-

3. Cf. Duch, Lluís, La experiencia religiosa en el contexto de la cultura contemporánea,


Barcelona: Bruño-Edebé, 1979, 39, en referencia a Richter, L., Erfharung, en Religion in
Geschichte und Gegenwart II, col 550s.
4.  Frente a la «experiencia experimental», que tiene algo de provocación artificial de la
realidad en orden a desentrañarla asépticamente. Cf. Ibídem, 40-42.
5.  Cf. Alessi, Adriano, Filosofía della religione, Roma: LAS, 1991, 213-215.
6. Cf. Eliade, Mircea, Lo sagrado y lo profano, Barcelona: Paidós, 1998, 36.41.
42 JOSÉ LUIS SÁNCHEZ NOGALES

giosa llega a su máximo grado de desarrollo en las elaboraciones teológi-


cas y doctrinales de las tradiciones religiosas. Pero la experiencia religiosa
no es reductible a su dimensión racional o noética. Pues en la religión, el
absoluto es percibido como numinosum y sacrum, formalmente diverso
del verum, y conduce al sujeto religioso a una vivencia personalizada de
la relación con él. La presencia de la dimensión racional es concomitante
con la experiencia religiosa en sí misma, pero transcurre como intuición
profunda que solo alcanzará paulatinamente su cumbre racional en las
elaboraciones teológicas y doctrinales.
Al implicar la libertad y la responsabilidad, la experiencia religiosa lle-
va consigo una exigencia ética de trasformación demandada por la irrup-
ción del absoluto como misterio. El objeto término de la experiencia
religiosa no es únicamente el absoluto en su vertiente de perfectissimum,
sino también en su calidad de summum bonum y, más aún, de santidad
augusta como lo axiológicamente último. La historia de las religiones
testimonia esta dimensión ética concomitante de la experiencia religiosa.
Los acontecimientos de conversión y actos de expiación y purificación
son exigidos por el misterio o realidad suprema en las diversas religiones.
Son testimonios de esta dimensión ética de la religión. Pero la experiencia
religiosa no es reductible a la mera experiencia ética, pues brota del en-
cuentro de la persona con un misterio que es activo y lleva la iniciativa de
la elección y de la llamada. En la experiencia ética prevalece la iniciativa
ascética humana; en la religiosa hay un predominio del misterio y de lo
sagrado como valor absoluto que solicita reconocimiento como suprema
realidad salvífica. Pero la adhesión al absoluto como santidad implica un
compromiso de realización de los valores humanos. El ethos sancionador
que une el comportamiento recto con el logro de la felicidad comporta
no solo el supremo legislador (dimensión ética) sino también el juez su-
premo (dimensión religiosa) remunerador de las acciones humanas 7.
La dimensión psicoafectiva y sentimental también tiene su papel en
la experiencia religiosa. Hay autores destacados que han sostenido un
cierto primado del sentimiento y de la emocionalidad en dicha expe-

7.  «De esta manera, a través del concepto de “sumo bien” como objeto y fin final de la
razón pura práctica, la ley moral conduce hacia la religión, esto es, al conocimiento de todos
nuestros deberes como mandatos divinos no como sanciones u ordenanzas arbitrarias y por
sí mismas contingentes de una voluntad extraña, sino como leyes esenciales de cualquier
voluntad libre por sí misma, las cuales han de ser consideradas pese a todo como mandatos
del ser supremo, pues nosotros no podemos esperar conseguir el sumo bien, cuyo auspicio
constituye un objeto de nuestro afán convertido en deber por la ley moral, sino a partir de
una voluntad moralmente perfecta (santa y bondadosa) al tiempo que omnipotente y, por
lo tanto, mediante la concordancia con esa voluntad». Kant, Immanuel, Crítica de la razón
práctica, 2 ed., Madrid: Alianza, 2013, 285 / A 233 [= Kritik der praktischen Vernunft, Riga:
J. F. Harttnof 1778]. Cfr. La religión dentro de los límites de la mera razón, 2 ed., Madrid:
Alianza, 1986, 103-126.
Percepción de la divinidad y expresión artística 43

riencia, y han acotado expresiones que subrayan este aspecto: el temor-


esperanza, el sentimiento de pecado-salvación, la sublimación de las pul-
siones sexuales, el sentimiento de infinito y de absoluta dependencia, el
sentimiento de criatura, etc. 8. La dimensión emocional tiende a subrayar
el carácter intrasubjetivo de la experiencia religiosa, su nacimiento en un
encuentro con el misterio que es diferente de la búsqueda teorética del
absoluto. Pero la experiencia religiosa no se deja reducir al puro senti-
miento emotivo, pues no excluye la copresencia de racionalidad, libertad
y sentimiento-emoción en su constitución. No puede reducirse ni a cada
una de estas dimensiones por separado ni a la mera adición de las mismas.
En la experiencia religiosa hay un compromiso radical y global del sujeto
que pone en juego todos los aspectos de su personalidad. Se trata de una
única experiencia holística, global, de lo sagrado y del misterio, cultivado
por el intelecto como realidad eficaz, absoluta y santa, experimentado
por el sentimiento como potencia temible y fascinante, e interpelan-
te de la voluntad como bien sumo que demanda una respuesta libre 9.

2.  Percepciones del absoluto y experiencia religiosa 10

En la filosofía occidental, muy marcada por la escolástica cristia-


na, unidad, verdad, bondad y belleza, son cualidades o características
que posee todo ser, modificaciones o maneras de ser, las propiedades
o modos transcendentales, que sobrepasan y transcienden, a cada ser o
ente concreto y se dan en todos ellos. Se consideran propiedades con-
vertibles: el ser es uno, verdadero, bueno y bello, y todo lo que es uno,
verdadero, bueno o bello es también ser. En la tradición escolástica esto
se podría traducir así: de modo absoluto el ser es uno, es decir, no está
dividido, pues tendríamos entonces dos; en relación con la mente o in-
telecto el ser es verdadero, porque su realidad es normativa para la mente
que tiene que captar, hacerse cargo de la realidad que es; en relación con
la voluntad, el ser es apetecible, deseable, ser es bueno (lo malo sería
no ser, vacío); en relación con la sensibilidad y el sentimiento, el ser
es agradable, bello. Normalmente se aceptan en la tradición metafísica
escolástica estos cuatro transcendentales del ser: unum, verum, bonum
y pulchrum 11. Estos transcendentales se aplican de manera absoluta, en

  8.  Por ejemplo, D. Hume, W. James, S. Freud, F. Schleiermacher, R. Otto, M. Scheler.


  9.  Cf. sobre las dimensiones de la experiencia religiosa descritas, Alessi, Filosofía della
religione, 213-232.
10. Cf. Sánchez Nogales, Filosofía y fenomenología de la religión, 390-396.
11. Cf. Ferrater Mora, José, «Transcendental, Transcendentales», en Diccionario de Fi-
losofía 4 (2009) 3570-3577. Referencia especial a S. Tomás de Aquino, De veritate, I, 1 y la
consideración de seis o cuatro transcendentales.
44 JOSÉ LUIS SÁNCHEZ NOGALES

la escolástica, al ser por sí, a la divinidad, que en el ambiente religioso


y cultural de esta metafísica es Dios, y concretamente el Dios cristiano:
Dios es el absolutamente uno, verdadero, bueno y bello. Por esto, cuan-
do la persona se enfrenta con realidades que se le presentan con estas
características: la unidad, la verdad, la bondad o la belleza, de algún
modo está percibiendo la presencia del absoluto en términos filosóficos,
el misterio o Dios en términos fenomenológicos y teológicos
El absoluto es un ámbito de ser, de valor y de dignidad que se sos-
tiene a sí mismo y que tiene validez por sí mismo. Pero ese absoluto
puede ser percibido, según las sensibilidades, desde distintos ángulos o
situaciones existenciales, o puntos de vista, que llamaré –con J. Martín
Velasco 12– modos de sentir o experimentar el absoluto. Se puede decir
que, en la historia de la cultura han brotado cuatro modos o posiciones
desde las cuales el hombre ha percibido que entraba en contacto con
una zona de la realidad que tiene el ser y el valor por sí misma, sin de-
pender de nada otro. Esos cuatro modos han sido la religión, la filosofía,
la ética y la estética. Y entre estos cuatro ámbitos se ha entablado a veces
una durísima confrontación. A veces la religión ha querido someter ab-
solutamente a todas las demás intenciones de absoluto bajo su dictado
y dominio (época medieval escolástica) 13; otras veces ha sido la ética o
moral la que ha pretendido ser la única válida intuición o percepción del
absoluto (época de la religión natural, el deísmo filosófico); otras veces,
ha sido la estética, el arte y el sentimiento, la que ha pretendido que ella
era la única posición válida para percibir y tener contacto con el absolu-
to, siendo las demás intenciones de absoluto o innecesarias o reductibles
a la estético-sentimental (la época del romanticismo que culmina en
Schleiermacher); finalmente, también la filosofía ha pretendido ocupar
todo el espacio mental, subsumiendo en sí todas las demás intenciones
de absoluto (la época del racionalismo, la ilustración y del idealismo,
culminada en Hegel).
Desde una posición de filosofía fenomenológica de tercera vía o vía
media –entre la servidumbre filosófica medieval y los reduccionismos,
racionalista, romántico, idealista y positivista– se sostiene que cuando el
hombre se sitúa en alguna de estas posiciones existenciales, la religiosa,

12. Cf. Martín Velasco, Introducción a la Fenomenología de la Religión, 177 ss.


13.  Cf. la posición mantenida por Brunner, August, La religión, Barcelona: Herder,
1963, 101-137, que declara la absoluta prioridad de la religión en el nacimiento de toda cul-
tura. En relación con la filosofía se expresa así: «De ahí se desprende ya el origen secundario
de la filosofía. No es una actitud primordial y natural del conocimiento. Presupone ya un
conocimiento espontáneo. Pero éste no es otro sino el conocimiento religioso. En efecto, la
forma mítica del conocimiento del mundo precede en todas partes al filosófico dondequiera
que éste aparece. Así, la filosofía está fundada en la religión como por una ley de su ser».
Cf. Ibídem, 108.
Percepción de la divinidad y expresión artística 45

la filosofía, la ética o la estética, está entrando en contacto, de algún


modo, con el absoluto, aunque de forma diferente según se ubique en
una o en otra posición. El problema es que históricamente han chocado
entre ellas porque todas tenían la pretensión de ser totales y afectar a
todo el sujeto humano. Si las cuatro actitudes o posiciones existenciales
citadas afectan a todo el hombre, pretenden tener un carácter de ulti-
midad ¿Cómo pueden coincidir en ser totales y definitivas? ¿No choca-
rán entre ellas, pretendiendo ser cada una la más importante y directa
percepción del absoluto e intentando reducir a las otras tres a una parte
o dimensión de sí misma, sometiéndolas a su suprema validez y autori-
dad? De hecho así ha ocurrido. Y cuando este sometimiento de las otras
tres a aquella que tiene la pretensión sobre ellas se lleve a cabo, ¿no que-
da comprometido, disminuido y desvalorizado el carácter o pretensión
absoluta de aquellas?
Con Martín Velasco mantengo la tesis de que la actitud o intención
religiosa alberga la respuesta global al misterio de la condición humana
finita, y que con ella –no digo «en ella»– pueden integrarse armóni-
camente las otras intenciones o pretensiones de absoluto. Ésta tesis se
puede sostener dado el carácter especialísimo de la actitud o intención
religiosa, dirigida al unum-sacrum desde el centro o mismidad personal
del ser humano. Este carácter especial hace posible que, bien entendida
la relación, las demás intenciones de absoluto no pierdan su autonomía
y puedan convivir armónicamente. Debo explicitar el transcendental
que llamo unum-sacrum. Con él quiero referirme al absoluto en cuanto
lo sagrado y al misterio que constituye su esencia. Lo sagrado es el ám-
bito que constituye el mundo de las religiones. El misterio es el núcleo
que hace brotar, constituye y estructura todo el mundo de lo sagrado. Es
evidente que existen religiones en las cuales el misterio es percibido con
una representación (Vorstellung) dualista o politeísta: dos principios de
la realidad o varios principios o poderes que escinden o fragmentan el
misterio y gobiernan sus diversas dimensiones. Ello hace problemático
hablar del unum-sacrum. Sin embargo, me siento autorizado a sostener la
expresión, pues según el análisis fenomenológico de las religiones tradi-
cionales realizado por el Prof. W. Smidt 14 siempre aparece la figura de un
ser supremo o Dios celeste con caracteres de tendencia monoteísta. Lo
mismo pasa con los dualismos, notablemente en los asimétricos, en los
que uno de los principios siempre aparece como sobrepuesto al otro, de
algún modo; y los panteones politeístas se estructuran en una jerarquía
en cuyo vértice se ubica un Dios supremo que testimonia esta tendencia
a la unidad. Ésta es más perceptible en el deslizamiento del politeísmo

14.  Der Ursprung der Gottesidee. Eine historisch-kritische und positive Studie, Münster in
W.: Aschendorff 1926-55.
46 JOSÉ LUIS SÁNCHEZ NOGALES

hacia un fondo divino de carácter monista, una tendencia hacia abajo.


Por ello la fenomenología contemporánea tiende a considerar que esas
representaciones (Vorstellungen) son, de algún modo, fallidas, en cuando
no han logrado plasmar la unidad de modo más perfecto. Sin que ello
suponga un juicio de valor que ponga en duda su validez como formas
auténticas de religiones histórico-positivas.
La justificación de la tesis sostenida, ha de comenzar por consta-
tar cómo el hombre realiza su existencia de un modo diferenciado o
difractado en las actitudes de absoluto filosófica, ética o estética. En la
filosofía la dimensión veritativa del absoluto suscita el ejercicio de la
razón e impone la búsqueda de la verdad última de la realidad y de su
autenticidad. En la ética la dimensión de bondad del absoluto interpela
la libertad y suscita el sentido de la obligación moral. En la estética la
belleza que desprende el absoluto impacta la sensibilidad, el sentimiento
y la emocionalidad provocando un modo de fascinación que impele al
genio artístico a reflejar la belleza del absoluto en la obra de arte.
Pero ninguna de esas zonas de brillo del absoluto se identifica con
lo que constituye la condición humana total que es la de un sujeto per-
sonal que en su mismidad pura y original excede y sobrepasa la razón,
la libertad y la sentimentalidad. La condición humana total no es una
dimensión más que pueda yuxtaponerse a las otras, sino el núcleo firme,
la mismidad que integra, armoniza y puede realizar existencialmente
el resto de dimensiones que constituyen el ser personal. La condición
humana total las excede como núcleo integrador que aglutina y da co-
hesión y coherencia a todo el ser personal.
La experiencia, actitud e intención religiosa se constituye en la re-
lación de ese centro nuclear personal con el horizonte del ser en el cual
está enraizado el absoluto infinito, el misterio o divinidad 15. Esa relación
netamente y totalmente personal es anterior a las difracciones que le
impone al absoluto el contacto con las diversas dimensiones de la condi-
ción humana; ya que la persona es el sujeto que asume e integra todas las
demás dimensiones. Y es ese núcleo el que se ve afectado en la intención

15.  «El rapto de la fe religiosa incluye a todo el hombre; el Dios revelado por Jesucristo
quiere tener en su presencia al hombre entero; no solo con su razón (que debe sacrificar
a una verdad no evidente), sino inmediatamente también con su voluntad, con su ima-
ginación, con su corazón y sus sentidos. Y, ¿qué hay tan semejante a esa entrega total del
hombre al otro si no es la entrega del ser a la belleza en la vivencia estética? Lo bello requiere
una respuesta del hombre entero; […] La experiencia de la belleza es arrebatadora por la
comprensión profunda que aporta, pero siempre es “parcial” en su objeto: el contemplador
ha puesto límite a su percepción, aunque adivine panoramas que su visión no alcanza. En
cambio, la experiencia religiosa pone al hombre ante un panorama infinito. Si se le pregunta
qué es lo que entra en esa experiencia, diría que todo». Plazaola, Juan, Introducción a la
estética, Madrid: BAC, 1973, 611-612.
Percepción de la divinidad y expresión artística 47

o actitud religiosa, junto con todo el resto de dimensiones que en él en-


cuentra armonización y coherencia. Solo la forma personal de intuición
del absoluto se manifiesta y revela definitivamente como absoluta para
el hombre que es sujeto y primera persona. Toda otra forma de intuición
o percepción del absoluto no se revela como absolutamente absoluta, ya
que carece de la correspondencia nuclear personal en la aparición del
absoluto.
Y esto se puede sostener aun en el caso de que se objete que existen
religiones positivas, como el budismo o el hinduismo, en las cuales la
representación del absoluto no adquiere siempre una forma personal.
A pesar de que la representación del misterio absoluto no adquiera una
faz fenoménica personal, en la actitud religiosa la relación sí adquiere
un carácter netamente personal, pues siendo la persona la forma más
intensa de ser del ente, y centro vivo e irradiante de claridad y de sentido
para la realidad, no se ve cómo podría afectarle absolutamente y adquirir
para el ser personal una significación absoluta una realidad que no fuera
siquiera intuida y barruntada como últimamente personal. Imposible
recibir sentido último y significación absoluta de un «algo» que para sí
mismo no significase nada, porque careciendo de carácter personal no
tendría esa forma intensa del ser, ni la capacidad de convertirse en centro
vivo e irradiante de claridad y de sentido. Siendo el ser personal el único
que puede irradiar la claridad, el orden, la significatividad y el sentido
sobre el resto de dimensiones del ser, no podría recibir su propio senti-
do y significación última de algo percibido como carente de capacidad
para irradiar dicho sentido. Aun cuando la representación no adquiera
una forma personal, la relación religiosa sí es personal, pues afecta a la
mismidad del ser personal.
Ésta es la razón de que cuando en determinadas religiones históricas,
como el budismo sravakayâna o el hinduismo upanisádico, el misterio
absoluto no adquiera una «representación» personal, ello se achaque o a
una voluntad de silencio sobre el mismo, o a un exceso de especulación
metafísica que se aleja de la estructura antropológica básica en que anida
la actitud religiosa. Y de ahí, asimismo, que las evoluciones históricas
de estas religiones contengan representaciones personales del misterio
absoluto, en el budismo mahayana y el hinduismo de la bhakti devo-
cional popular. Las estructuras antropológicas básicas del ser personal
exigen como absoluto un ser que, al menos en la intuición, sea un tú
dialogal, como horizonte de alteridad ante el cual la persona se siente ser
en plenitud. Ante cualquier realidad no personal, la persona es de modo
deficiente y como carente de lugar.
No obstante, cuando la persona entra en contacto con alguna de
las otras intenciones o percepciones de absoluto, como son la filosofía,
la ética y el arte, es consciente de intuir una zona de ser y de valor que
48 JOSÉ LUIS SÁNCHEZ NOGALES

tiene entidad y validez en sí misma y que, de un modo u otro roza la


zona de ultimidad de la sacralidad que está inhabitada por el misterio
absoluto. Si se lleva a cabo un análisis de los sistemas de Kant, Schelling,
Schleiermacher y Hegel, por ejemplo, puede comprobarse que esas otras
intenciones de absoluto se ubican en una zona que, de modo casi inme-
diato, dan acceso a la zona última de la unidad y la sacralidad.

3. Las expresiones sentimentales y psico-emocionales de la


actitud religiosa: simbólica y arte religioso.

3.1.  Estructura simbólica de las expresiones 16

Establecido el hecho de que el absoluto es perceptible desde los pun-


tos de vista y propiedades transcendentales descritas, vengamos ahora a
centrarnos en la percepción estética del absoluto correspondiente con
su propiedad transcendental de pulchrum. La actitud religiosa vehicula
sus expresiones a través de las cuatro dimensiones antropológicas bási-
cas: racionalidad, corporalidad, sentimentalidad y socialidad. Cualquie-
ra de esas expresiones, para poder plasmarse requieren de un elemento
noemático o apoyo empírico y de una significatividad noética o inten-
cional; ésta última se transporta a través de la simbólica. De hecho, la
salud y buen estado de la religión y de sus expresiones se dan en pro-
porción directa a la vitalidad y bienestar del universo simbólico en que
aquella es vivida. La mala salud o malestar del universo simbólico de
una religión anuncia pobreza de vida espiritual y carencias graves en la
vida religiosa 17.
En primer lugar, las expresiones de la actitud religiosa tienen una es-
tructura simbólica. El término griego symbolon significa la unión de dos
mitades correspondientes. Se usaban como señal o consigna de amistad
entre dos partes, de coparticipación. Cada una de las mitades encajaba
perfectamente en la otra. Y cada una de ellas, en su parcialidad fragmen-
taria, hacía presente, en la ausencia, a la otra. En el ámbito religioso un
símbolo es una realidad objetiva que temporaliza lo eterno y presenciali-
za lo ausente. De ahí que se lo haya podido definir como «un educador
en lo invisible» 18, o como «un tipo de conocimiento y aproximación a la

16. Cf. Sánchez Nogales, Filosofía y fenomenología de la religión, 411-415.


17.  «… la religión es un escenario privilegiado del juego simbólico. Sin símbolo no existe
religión, y sin religión quedaría amputado un enorme espacio del símbolo. Símbolo y reli-
gión se estrechan mutuamente». Mardones, José María, La vida del símbolo. La dimensión
simbólica de la religión, Santander: Sal Terrae, 2003, 91.
18.  Vidal, J., «Símbolo», en Poupard, Paul (ed.), Diccionario de las religiones, Barcelo-
na: Herder, 1987, 1655.
Percepción de la divinidad y expresión artística 49

realidad invisible, a la realidad no disponible ni a la mano» 19. También


es designado como «imagen sensible bifronte» 20, que facilita el acceso a
lo invisible a partir de lo visible. Para Ll. Duch, el símbolo es el com-
ponente fundamental del pensamiento sacramental, que es el que se
sitúa a medio camino entre transcendencia e inmanencia. En referencia
a E. Cassirer, afirma que lo simbólico no pertenece jamás al allende o al
aquende, ni al ámbito de la transcendencia o la inmanencia, sino que
supera esos conceptos contrapuestos, no siendo lo uno o lo otro, sino
que «presenta lo uno en lo otro y lo otro en lo uno», de modo que el
símbolo es una mediación que participa de dos ámbitos de realidad, el
transcendente y el inmanente, haciendo posible la «transparencia de lo
infinito»  21.
La experiencia religiosa es una vivencia intencional. De ahí parte
un proceso de expresión, donde esa experiencia intencional se densifica
y plasma en magnitu­des visibles. Pero la incidencia de la dimensión
exterior de la vivencia religiosa no es secundaria. Toda experiencia reli-
giosa remite a un dato objetivo, a una hierofanía o mediación objetiva
–de la cual la dimensión simbólica es su cara inter­na, su alma– que
excede el ámbito del acontecimiento psíquico; hay un dato exterior, un
evento objetivamente delimitable que funda extrínsecamente la vivencia
interior. Es conveniente tener en cuenta que la expresión de la actitud
religiosa no es cronológicamente posterior a la experiencia interior, sino
concomitante, de tal modo que no hay hiato entre ambos aspectos, el
intrapsíquico y el expresivo, sino que son la faz y el envés de un mismo
evento vital 22.
La mediación corpórea –la exterioridad objetiva– es imprescindible.
Todo lo que toca al espíritu humano se expresa en la vida corpórea y
sensible. Para G. van der Leeuw no hay inte­rior sin exterior. La mística
necesita la palabra 23. Ya santo Tomás hablaba de la inescindible unidad
entre los actos interiores (ad cor) y los exteriores (ad membra corporis) 24.
De hecho, la dimensión corpórea ha estado siempre presente en la his-
toria de las religiones. A pesar de las potencialidades negativas que la

19.  Mardones, La vida del símbolo, 17.


20. Cf. Muñoz, Isidro, Religión y Vida, Madrid: San Pablo 1994, 131.
21. Cf. Duch, La experiencia religiosa, 47ss, en referencia a Cassirer, Ernst, Filosofía de
las formas simbólicas III, 2 ed., México: FCE, 1998, reflexiones finales. Esta transparencia
de lo infinito la aplica Duch expresamente al sacramento, cuya base antropológica es el
símbolo.
22.  Cf. Alessi, Filosofia della religione, 239-240.
23.  Cf. Van der Leeuw, Gerardus, Fenomenologia della religione: Turín, Paolo Borin-
ghieri, 1975, 357.
24.  Summa Theologiae, II-II, q. 81 art 7, sed contra; Cf. Schmitz, José, Filosofía de la
Religión, Barcelona: Herder, 1987, 134-138.
50 JOSÉ LUIS SÁNCHEZ NOGALES

corporeidad introduce en la vivencia reli­giosa, su presencia es necesa-


riamente integrante de la tota­lidad de la misma: refuerza la experiencia
sacral interior, la hace integral de tota la persona y cumple funciones
benefi­ciosas de cara a la comunidad 25. Con todo, hay que decir que
frente a esa necesidad de exterioridad objetiva el miste­rio determinante
de lo sagrado mantiene su exigencia de quedar a salvo de toda objetiva-
ción reificante. El misterio absoluto no puede ser objetivado, cosificado,
si la religión ha de mantener la pureza de su esencia que consiste en me-
diar la relación con lo que está más allá, excede y satura la inmanencia
en cuanto «es» absolutamente de otro modo.
La imposibilidad de mantener una relación in-mediata con el mis-
terio, al confrontarse con la corporalidad humana y su consiguiente ne-
cesidad de exterioridad objetiva, provoca el brote de una antinomia que
solo se puede resolver en el nacimiento de una estructura simbólica.
Ésta provee la solución, siempre imperfecta y deficiente, de la antino-
mia mediante una doble pro­yección que hace confluir en la objetividad
de la realidad empírica que sirve de soporte, la presencia inobjetiva del
misterio y la relación transobjetiva con él.
La estructura simbólica muestra su carácter de realidad rota, que
da acceso a una presencia que está, en sí misma, más allá del soporte
empírico del símbolo. En el arte, concretamente, el ámbito inmediata-
mente presente a través de los artefactos simbólicos, y el mediatamente
presente –inmediatamente ausente– facilitan una dinámica de fuga de
la intentio religiosa hacia el misterio. Si ese tránsito dinámico no se rea-
liza, entonces el símbolo no es eficaz, no suprime inobjetivamente la
ausencia del misterio intencionado y el artefacto simbólico, despojado
de su alma simbólica, queda reducido a mero ídolo con pretensión de
cosificar e inmanentizar la sacralidad del misterio.
El símbolo es «expresión del ser del límite», revelación del cerco her-
mético sagrado que nunca se da ni se alcanza del todo. El hombre es así
simultáneamente testigo y partícipe en el acontecimiento de la media-
ción simbólica que actúa la reunión de sus dos mitades mutuamente
enamoradas, la presente y la ausente, la temporal y la eterna, la histórica
y la metahistórica, la inmanencia y la transcendencia

25.  Cf. Alessi, Filosofia della religione, 264-268.


Percepción de la divinidad y expresión artística 51

3.2.  Leyes internas del símbolo 26

La función esencial del símbolo como «imagen sensible bifron­te»,


es presen­cia­lizar inobjetivamente el misterio y remitir transobjetiva-
mente a él. Pero esta función no puede cumplirla el símbolo religio-
so si no se atiene a unas leyes que lo mantienen en su situación de
puente entre lo temporal y lo eterno, el más acá y el más allá, esta
orilla y la «frontera». El fallo de alguna de estas leyes introduce un
elemento espurio en la estructura simbólica que invalida su naturaleza
e imposibili­ta su función de dar vida al artefacto simbólico que queda
reducido a mero ídolo.
La primera es la «ley de estructura simbólica»: la realidad empírica
del artefacto simbólico deja de signifi­carse a sí misma para dejar lugar a
la revelación de la realidad transcendente del misterio en ella. Después
hay que tener en cuenta la ley de «equidistancia simbólica»: la estructura
simbólica no es mero producto de la actividad humana (subjetivismo)
ni tampoco es cosificación del misterio transcendente (objetivismo su-
pranaturalista) que lo convertiría en ídolo 27. Eso no obsta para que la
estructura encarnada en el artefacto simbólico esté como «tocada» por
una elección en la que convergen la inmanencia y la transcendencia. Fi-
nalmente, y sumamente delicada, la «ley de concomitancia simbólica»:
el encuentro entre inmanencia y transcendencia no es posible sino en la
mediación simbólica. La expresión simbólica no es el medio del sujeto
humano para expresar una experiencia previa e in­mediata. La experien-
cia y su expresión simbólica se dan unidas en el encuentro religioso. El
símbolo nace en el encuen­tro. Evidentemente me refiero fundamental-
mente al momento constitutivo del símbolo.

3.3.  El arte religioso como expresión de sentimiento-emoción

La raíz de las expresiones de sentimiento-emoción es la dimensión


humana de la psicoafectividad, constituyendo, estas expresiones, el
«eco» del impacto del encuentro con el misterio en dicha dimensión de
la personalidad.
Si el clima religioso es la expresión que hace posible y propicia el
mantenimiento de la devotio, es decir la actitud de total dedicación y
consagración al misterio durante la manifestación religiosa 28, el arte re-

26. Cf. Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión, 153-155.


27. Cf. Mardones, La vida del símbolo, 129ss.
28.  Santo Tomás nos proporciona una definición adecuada: «Respondeo dicendum quod
devotio dicitur a devovendo, unde devoti dicuntur qui seipsos quodammodo Deo devovent,
52 JOSÉ LUIS SÁNCHEZ NOGALES

ligioso podría perfilarse como la objetivación plástico-estética de la ex-


periencia y actitud religiosa. En esta expresión artística focalizaré ahora
mi discurso. Como expresión sentimental brota en todas las religiones.
Arte y religión se corresponden, se enfrentan a veces y se entremezclan
de suerte que resulta difícil disociarlos en sus orígenes e imaginar que
en algún momento hayan podido existir aislados. Hacer historia del arte
implica hablar de las técnicas artísticas pero, al mismo tiempo, hace
inevitable hablar de los mitos, los ritos y la religión 29. Si no existiera el
arte religioso y el arte en dialéctica con la religión, el patrimonio artís-
tico y cultural de la humanidad se vería mermado sustancialmente, y
cuantitativamente en un porcentaje tan alto que ubicaría el resto de
expresiones artísticas en una posición poco significativa y casi residual 30.
Las manifestaciones alcanzan a todas las dimensiones expresivas del arte:
arquitectura, escultura, grabado, pintura, iconografía, literatura, caligra-
fía, música, etc. Del arte cristiano, por ejemplo, se ha llegado a decir que
ha sido y es «la Biblia de los sencillos». Gracias a las diversas manifesta-
ciones artísticas brotadas de la experiencia religiosa cristiana, los conte-
nidos mistéricos y éticos nucleares de la fe cristiana se han transmitido
a las capas menos ilustradas de la comunidad. Están incluidas en esta
consideración aquellas tradiciones religiosas que, como en el caso del ju-
daísmo y del islam, reciben el calificativo de anicónicas, que niegan toda
representación figurativa del misterio. En éstas, se revela sin embargo
una gran capacidad de expresión artística en las construcciones religio-
sas, las formas estilizadas y, muy especialmente en la ornamentación y la
caligrafía de los textos sagrados, así como en la interpretación recitativa
y musical de los mismos.
Algunos autores llegan a hablar del enmudecimiento del arte religio-
so de la mano de la actual situación de secularización y desacralización.
El debilitamiento de la experiencia religiosa implica una debilidad en su
expresión estética y artística. Por no aducir nada más que un ejemplo
cercano, no hay más que ver las formas de no pocas de las construcciones
religiosas contemporáneas en sociedades cristianas occidentales. El tem-
plo, en muchas de ellas, no está tratado como espacio sagrado. A veces
es imposible encontrar una disposición del espacio que haga referencia a
la sacralidad y a su cualidad de ser referencia del axis et umbilicus mundi
y casa de Dios. Solo mediante la introducción de alguna ornamentación
superpuesta se consigue, a duras penas, introducir ciertas referencias a la

ut ei totaliter se subdant […] Unde devotio nihil aliud esse videtur quam voluntas quaedam
prompe tradendi se ad ea quae pertinent ad Dei famulatum». Summa Theologiae, II-II q.82 a. 2.
29. Cf. Delahoutre, M., «Arte y religión», en Poupard, Diccionario de las religiones,
127.
30. Cf. Brunner, La religión, 109-112.
Percepción de la divinidad y expresión artística 53

sacralidad. Es verdad que son muchos los factores que influyen en esta
situación del arte religioso: entre ellos no es poco importante el factor
económico. Pero aun así puede sostenerse que en la base última hay un
debilitamiento del sentido de la sacralidad que engloba todos los demás
factores, incluido el mencionado. En otros ámbitos del arte sacro, la
situación de mutismo es menos perceptible quizás porque se recurre a la
copia de modelos de épocas artísticas anteriores.
Por una parte, este relativo silencio actual del arte sacro parece
encontrar salidas en expresiones artísticas cripto-religiosas. La monu-
mentalidad de ciertas construcciones de carácter civil, o el aprovecha-
miento de construcciones religiosas de época pasada para un uso civil
o político, dan salida, probablemente, a esta necesidad de expresión
artística de una experiencia religiosa debilitada. M. Eliade, sin embar-
go, va al fondo cuando interpreta el mutismo del arte sacro como el
ingreso en una «nada primordial» a partir de la cual sea posible que
surja algo nuevo:
«Se constataría que los artistas, lejos de ser los neuróticos de los que se
nos habla a veces, son, al contrario, mucho más sanos psíquicamente que
muchos hombres modernos. Han comprendido que un verdadero reco-
mienzo no puede tener lugar más que después de un fin verdadero. Y son
los artistas los primeros de los modernos que se han dedicado a destruir
realmente su mundo para recrear un universo artístico en el que el hombre
pueda a la vez existir, contemplar y soñar» 31.

4. Percepción del pulchrum sacri como «gloria»


en el arte religioso

Una de las revelaciones del misterio como numinoso se da a través


de la maiestas o prepotencia. Se trata de una maiestas tremenda que
perdura allí en donde el aspecto de la orgê o cólera del numen apare-
ce como más apagado, como en el caso de la mística, y que evoca el
mismo sentimiento de anonadamiento ante la prepotencia del numen.
Con la expresión mirum se indica la esencia del numen como absolu-
tamente heterogéneo que puede ser designado como mirum y mirabile
cuyo eco en el sujeto es el asombro y la admiración, puente de tran-
sición hacia la fascinación. El estado de ánimo correspondiente es el
stupor, diferente del tremor, y significa asombro intenso, pasmo. Todas
estas calificaciones indican la calidad de akatalepton, inaprehensible,
del numen. Todo ello apunta a la fascinación que el numen ejerce ante el

31. Cf. Eliade, Mircea, Mito y realidad, Barcelona: Kairós, 1999, 75-76.


54 JOSÉ LUIS SÁNCHEZ NOGALES

exceso, demasía y sobreabundancia de ser y de valor que ostenta 32. Es la


dimensión seductora y atractiva. La misma criatura que tiembla hasta
el desmayo siente el impulso a reunirse con él e incluso a apropiárselo
en alguna manera, por el atractivo dionisiaco que capta la sensibilidad,
arrebata y hechiza.
Si hubiese de resumirse el eco que esta calidad del numen provoca se
podría concretar en tres facetas:
a) Superabundans: se trata del exceso, la demasía de ser, de valor y
de dignidad que ostenta en sus manifestaciones.
b) Augustum: indica la maiestas en su grado máximo, no alcanzable
por ninguna otra realidad.
c) Pulchrum: la dimensión de la belleza como resplandor de la glo-
ria deitatis, que fascina y capta la atención de la sensibilidad y
de la psicoafectividad orientándola hacia la manifestación del
numen de un modo totalizante.
La pulchritudo et gloria deitatis se expresa en las diversas tradiciones
religiosas en lo que fenomenológicamente ha sido calificado como ex-
presiones de de la experiencia religiosa y en los actos religiosos. En todos
los tipos de expresiones se revela la pulchritudo. Pondré algunos ejemplos
en las expresiones racionales y en las sentimentales: en la oración en el
arte iconográfico y caligráfico.

4.1.  La lux dei coelestis en las religiones tradicionales

El simbolismo ético y estético precisa la naturaleza de la presen­cia


del dios celeste de las religiones tradicionales, remitiendo a experien­cias.
El aspecto luminoso, asociado a lo ético, es atributo de la divinidad. Los
maidus (California) en su mito de creación respecto de Wonomi afir-
man: «Su rostro estaba cubierto y no se lo podía ver nunca, pero su cuer-
po era lumi­noso como el sol» 33. He aquí una versión del citado mito:
«Lejos, al norte, en el país de los hielos (se trata de la estrella polar,
centro inmóvil del cielo), vivían dos seres (literalmente dos hombres),
Hai­kutwotopeh (el grande) y Wonomi (el inmortal). Piuchunneh decidió
dirigirse a ellos. Envío a un niño (colibrí) […] A su llegada los dos viejos
se despertaron y le preguntaron de dónde venía (ejem­plo típico de deus
otiosus: el dios duerme hasta que los hombres tienen necesidad de él) […]

32. Cfr. Otto, Rudolf, Lo santo, Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Madrid:


Alianza, 1968, 51-63.
33.  Cfr. Schmidt, Der Ursprung der Gottesidee, 109.
Percepción de la divinidad y expresión artística 55

Ellos llegaron y se pusieron en el espa­cio libre delan­te del hogar. Y cuando


alzaron la voz para hablar, la casa se llenó de una dulce música como un
árbol lleno de pájaros que cantan. El corazón de Piuchunneh se llenó de
alegría […] “Nosotros no tenemos necesidad de luz por­que tene­mos la
luz en nosotros mismos. En vuestros corazones es donde debéis conocer-
nos y es inútil que nos veáis y nos to­quéis” […] Pero desde el momento
en que el pueblo gritaba amarga­mente llorando, y corría desespera­da­
mente tras él, él se apareció aún una vez bajo la forma de un gran arco iris
luminoso […] Por un ins­tante mantuvo esta forma, después desa­pareció
en el cielo» 34.

La pulchritudo deitatis viene representada aquí por la luminosidad


interior de los seres celestes así como por sus signos en el cielo –el arco
iris– y su revelación orlada por la música de los pájaros. La transcen-
dencia viene recuperada, tras la inmanentización teofánica, mediante la
desaparición de la entidad celeste quedando protegida la alteridad del
dios celeste en su maiestas inalcanzable.
Las religiones tradicionales expresan asimismo la belleza especial-
mente en las ceremonias litúrgicas y la vestimenta de los especialistas re-
ligiosos y de la comunidad, la danza, las estatuillas, las máscaras rituales,
la ornamentación en forma de amuletos e incluso la pintura de diversas
partes del cuerpo y la escarificación de la piel por motivaciones religio-
sas, entre otras expresiones. Pero los pueblos que practican religiones
tradicionales encuentran la pulchritudo sacri en la misma naturaleza en
la que se sienten envueltos y como formando parte de ella. De ahí que
una fuente apropiada para detectar el sensus pulchritudinis en estas reli-
giones sean los mitos, como el anteriormente expuesto y las oraciones
recogidas oralmente y actualmente ya transcritas, especialmente en la
obra citada del Prof. W. Schmidt que, por el momento histórico de su
composición, pudo recoger dichos mitos y oraciones en sus formas más
originales y aún no contaminadas por la occidentalización.
Por completar esta muestra del sentido de la belleza, propongo el
examen de una oración de la tribu de los indios iroqueses de Norteamé-
rica, llena de sentido estético, ecoló­gico y comunitario, al tiempo que
impregnada de un delicado contenido ascético y esperanza escatológica:
«¡Oh, gran Espíritu que estás en el viento, escúchame! Déjame con-
templar la belleza del alba y de los ocasos rojos; haz que mis manos maten
solamente lo necesario para vivir. Haz que yo no sea superior a mis her-
manos, y que sepa, si la ocasión se presenta, combatir con valor, incluso

34.  Goetz, Joseph, «Dieu lontain et puissance proche», Studia Missionalia 21 (1971) 30
ss, que cita a Schmidt, Der Ursprung der Gottesidee II, 156-63. Los paréntesis son explica-
ciones de Goetz.
56 JOSÉ LUIS SÁNCHEZ NOGALES

contra mí mismo… Para que cuando el sol se ponga pueda cabalgar hacia
ti, por las grandes praderas, sin vergüenza» 35.

La plegaria está dirigida a una divinidad espiritual, según la ima-


gen que la ubica en el viento sutil y de acuerdo con el nombre que se
da como propio a dicha divinidad, «Gran Espíritu». Capaz de relación
de escucha hacia el hombre que lo invoca, con poder para orientar su
vida, conducta y destino escatológico último tras la muerte. La calidad
de la motivación religiosa es alta, delicada, así como los componentes
espirituales: es capaz de contemplar la vida y su belleza como un don de
la divinidad, sabe de las imperfecciones humanas, de la soberbia y de la
lucha interior necesaria para caminar hacia la perfección y el progreso
espiritual. Asimismo, es consciente de que el hombre necesita un auxilio
superior, que procede específicamente de la divinidad, para salir exitoso
en la construcción de la vida. Desde el punto de vista de la dimensión
ética de la religión, esta plegaria está transida del sentido del cuidado
debido hacia la naturaleza como don de Dios, que no permiten su tra-
to desconsiderado o su explotación sin medida. Induce, finalmente, el
sentido de una comunidad que quiere construirse como fraternidad,
sin diferencias que desdigan de la igualdad fundamental de todos los
miembros de la comunidad, y que se siente solidaria con el resto del
mundo natural con el que se sabe llamada a vivir en armonía. La propia
belleza literaria de la plegaria es ya una muestra evidente del sentido de
pulcritud que estos pueblos tienen en su relación con la divinidad.

4.2.  El splendor deorum (kirti) en el sanâtana dharma o hinduismo

En un nivel más popular, pero de altísima categoría teológica se ubi-


ca el poema Bhagavad Gîtâ (Canto del Señor) inserto en la gran epopeya
hindú Mahâ Bhârata 36. El texto que propongo es un diálogo entre Kris-
hna y Arjuna, su discípulo y amigo. Se encuentra en el capítulo 11 del
canto. Lo llamo «la transfiguración de Krishna»:
«Arjuna dijo […] “Si crees, ¡oh Señor!, ser posible que yo vea esto,
entonces, ¡oh rey de la devoción!, haz que vea tu inmarcesible belleza”
[…] El muy honorable contesto: “Mira, ¡oh hijo de Pritha!, mis formas, a
centenares y a miles, de varios divinos modos, de diversos colores y aspec-
tos… Mira hoy en mi cuerpo a todo el universo en conjunto […] Pero tú
no podrás mirarme con tus ojos; voy a darte uno divino; mira mi supre-

35.  Maglione, María, Las más bellas oraciones del mundo, Barce­lo­na: De Vecchi, 1970,
24-25.
36.  La gran batalla de los Bhârata; IV-II a. C., texto fijado en torno al IV d. C.
Percepción de la divinidad y expresión artística 57

mo misterio” […] Allí el hijo de Pandu vio el universo mundo, que tan
variadamente está distribuido, reducido a la unidad en el cuerpo del dios
de los dioses. Pasmado entonces el despreciador de la riqueza, con el pelo
erizado, saludó al dios inclinando la cabeza y con las manos cruzadas, y le
dijo: “Veo todos los dioses en tu cuerpo, ¡oh dios!, y muchedumbres de di-
versos seres; al rey Brahma sentado en un trono de loto, a todos los Rishis
y celestiales serpientes. Te veo dotado de muchos brazos, vientres, caras y
ojos, dirigidos a todas partes con una forma infinita. Ni veo fin, ni medio,
ni principio de ti, ¡oh rey del universo!, ¡oh forma de todo lo existente!
Con una diadema, un mazo y un disco, siendo una masa de luz que irradia
esplendor por todas partes, te veo y no puedo mirarte por ningún lado,
resplandeciendo como el sol con su fuego encendido e inmenso. Necesario
es que te conozcan como indivisible y supremo; tú eres supremo receptá-
culo de todo el universo; imperecedero defensor de la eterna justicia; la
sempiterna persona; así te creo yo. Sin principio, medio ni fin, dotado de
infinito vigor, de eterno poder, teniendo por ojos el sol y la luna, te veo
con el rostro brillante como fuego encendido, infundiendo calor a todo el
universo con tu esplendor […] Al ver tu excelsa y terrible forma, tiemblan
de espanto los tres mundos, ¡oh supremo espíritu!”» 37.

Todo el aparato teofánico está al servicio de la gloria mayestática de


la divinidad 38. Los textos sagrados han propiciado la base para las abi-
garradas representaciones iconográficas que por toda la India se abrazan
a la arquitectura a la pintura, a la imaginería y a la ornamentación en
general. No es menos importante la ceremonia del deva-puja en la que
la imagen del dios de la propia devoción es tratada como si fuera un
ser viviente: aseada, vestida, perfumada, ornamentada y alimentada, a
veces con acompañamiento de música sacra en los festivales. La recita-
ción de los Veda por los pandiṭa en los templos constituye también una
expresión de la pulchritudo deitatis. Sin embargo, en un ensayo como el
presente, es más evidente percibir la belleza como expresión de la gloria
deitatis en los mitos y las oraciones litúrgicas y de los místicos. Por esta
razón aporto dos ejemplos oracionales de la mística del siglo XV, con-
cretamente de Mira Bai:
La siguiente invocación sintetiza los sentimientos más fuertes de este
estilo devocional que se llama actitud del «mal de ausencia» o dolor de
la separación (parama-viraha bhâva) que, en la mentalidad devocional
hinduista, representa un camino de realización espiritual en cuanto in-

37.  Bhagavad Gîtâ. Poema sagrado o Canto del Bienaventurado, ed. de J. Alemany, Ma-
drid: Edaf, 1978, 113-116.
38.  En el hinduismo suele hablarse de tres mundos: 1º: El universo físico: 2º: El mundo
de los dioses (deva) o ángeles y espíritus; 3º, La esfera celeste de los grandes dioses (mahâ-
deva). También puede interpretarse como el conjunto de tres planos formado por tierra,
atmósfera y cielo como «lugares» donde habitan las realidades antedichas.
58 JOSÉ LUIS SÁNCHEZ NOGALES

dica amor puro y desinteresado al dios. Durante la separación el amor


se prueba, pues cuanto más puro es el amor tanto más profundo es el
dolor:

«Mi Señor,
Tú me enseñaste amor.
¿Dónde te has ido?
Mi compañero fiel,
escondiste esta vela de amor.
¿Por qué me has abandonado?
Enviaste la balsa del amor a navegar
y te olvidaste de mí
en el alta mar del dolor.
¿Cuándo volverás?
Sin ti mi vida no significa nada» 39.

En la misma producción poética espiritual de Mira aparece refleja-


da la devoción bajo la forma de madhura bhâva, actitud de una «joven
amante» hacia su amado, con un amor ardiente y apasionado que llega
al llanto. A esta actitud de la dulce amante se superpone la actitud lúdi-
ca que sigue el patrón de conducta adoptado por las pastorcillas (gopî)
que danzan enamoradas con el pastor Krishna (gopâla) en el bosque de
Vṛndâvan 40. Puede verse la conjugación de los dos estilos de devoción
en este poema que destila la piedad perfecta (parâ-bhakti) que une al
amante y al amado en matrimonio espiritual, místico, sin desdeñar la
simbología de carácter erótico:

«¡Oh Krishna, estoy atormentada por tu amor.


Te doy las gracias, Maestro;
te he encontrado y mi locura ha desaparecido.
Desearía transformar mi cuerpo en lámpara
y mi mente en lucecita,
alimentar la llama con el aceite del amor
y hacerla arder día y noche.

39.  Kabir, Mira Bai, Guru Nanak – Poesía Mística de la India, ed. de J. I. Guerra, Barce-
lona: Visión Libros, 1979, 53.
40.  Voy a visitar a Girdhar, mi verdadero amor, / pues él me tiene hechizada. / Cuando
cae la noche me reúno con él, / y parto al amanecer. / Día y noche jugamos, / y siempre trato
de agradarle. / Llevo lo que él me da. / Como lo que él me ofrece. / Nuestro amor es una
relación ancestral. / No puedo vivir sin él, / ni un solo momento. / Me siento donde él me
pide. / Podría venderme por nada / sin protesta alguna por mi parte. / El señor de Mira es
Girdhar Nagar. / Me ofreceré a él / una y otra vez». Poesía mística de la India, 76.
Percepción de la divinidad y expresión artística 59

Mi fe se transformará
en la raya de mis cabellos
y el conocimiento en su adorno.
¡Oh tú, moreno de rostro,
por tu amor estoy dispuesta a sacrificar
mi riqueza y mi juventud.
El lecho es multicolor
y las flores son de toda especie
esparcidas sobre las sábanas.
Espero la llegada de Krishna,
que hasta hoy no ha venido.
Han llegado los meses de shravan y bhadon,
y con ellos la estación de las lluvias.
Las pestañas, como las densas nubes amasadas en el cielo
dejan caer lágrimas como gotas de lluvia.
Mis padres me confiaron bajo tu protección.
Tú sabes lo que es mejor para mí.
No tomaré otro maestro fuera de ti.
Tú encarnas el supremo Brahman, ¡oh Señor!
Permíteme compartir tu lecho.
Haz tuya a Mira, ¡oh Señor!
¡Es una criatura perdida, separada de ti!» 41.

4.3.  El lumen nirvánico (bodhi) del budismo y la gloria (jaya)


de la tierra pura (jôdo-shû)

La tradición sitúa al Buda en actitud contemplativa bajo un ficus 42


que después se llamaría «el árbol de la iluminación o la clarividencia»
(bodhi) en Bodh Gayâ –a orillas del río Nerañjarâ– cuando alcanzó la

41.  Mira Bai, The songs of Mira Bai, Nueva Delhi: Arnold-Heinemann Publishers,
1975. Versión italiana en Dhavamony, Mariasusai, La luce di Dio nell’induismo. Preghiere,
inni, cantici e meditazioni degli indù, Milán: Paoline Editoriale, 1987, 137.
42.  El árbol Assattha o Pipala, una «ficus religiosa», de hoja en forma de corazón ter-
minada en larga punta curva. Este árbol –de 51 metros de altura– se mantiene hasta la
actualidad en el complejo arqueológico de Bodh-Gayâ –antigua Uruvilvâ–. El árbol original
ha sido sustituido en varias ocasiones con renuevos del primitivo. En torno a 242 a. C. el
rey de Ceylán recibió de Asoka un brote de dicho árbol para ser plantado en su capital. Hoy
existe alguna duda –tras diversas vicisitudes históricas– acerca del origen del brote que dio
origen al árbol actual en Bodh-Gayâ: si se trata de un renuevo del propio del lugar o de uno
retornado del árbol plantado en Ceylán (Lanka). Sea ello como fuere, existe una relación de
parentesco con el árbol original. Una historia breve se encuentra en Schumann, Hans W.,
Il Buddha storico, Roma: Salerno Editrice, 1986, 74-76.
60 JOSÉ LUIS SÁNCHEZ NOGALES

iluminación. Ahora era ya Buda –el Iluminado, siempre el símbolo de


la luz– a la edad de 35 años. El término bodhi procede de budh, cuyo
primer significado es estar despierto, de dónde iluminación.
El simbolismo de la joya (ratna) es en el budismo muy rico y ha evo-
lucionado con el despliegue histórico del budismo mahâyana. El modo
según el cual se llega a ser miembro de la comunidad budista es justa-
mente la formula de acogerse al refugio de las tres joyas:

«Me refugio en Buda; me refugio en el dharma –la doctrina–; me re-


fugio en la sangha –la comunidad–» 43.

El arte budista ha introducido los colores para cualificar a cada una


de las tres joyas: el amarillo oro para el Buda, el azul para el dharma y
el rojo rubí para la sangha. La meditación y contemplación de la belleza
para el pensamiento budista tiene eficacia transformadora y clarifica-
dora de la psicoemotividad. El budismo conocido como la tierra pura
educa en el progresivo desprendimiento de la belleza fenoménica para
recibir alimentación del paraíso occidental en donde se sitúa el reino
de los budas y bodhisattvas, los seres iluminados. La belleza del mun-
do fenoménico se convierte en trampolín para recibir el alimento de la
belleza de la tierra pura que transforma el interior en camino hacia la
iluminación. Como se ve la belleza y la luz, la gloria como brillo de la
realidad última tiene en el budismo –a pesar de su carencia personalista,
sobre todo en el theravâda–también su lugar.
La tierra pura viene descrita como un estado de perfecta armonía
interior y exterior, un auténtico paraíso con carácter claramente escato-
lógico donde reina Ratnasambhava 44, el Buda amarillo oro que se sienta
en un trono de loto ambarino. El mediodía, con el esplendor pleno del
sol es el momento que simboliza a Ratnasambhava, cuando el resplan-
dor dorado lo serena todo. Su nombre puede significar «el productor
de joyas» y está relacionado con la riqueza y la generosidad. El reino de
este buda está adornado con las cualidades propias de un espacio y un
tiempo dorados en el paraíso occidental. El caso es que en este budismo
de la tierra pura la belleza como esplendor de la gloria deitatis tiene una
gran importancia, no solo como revelación de la realidad última sino
también por su capacidad y potencia transformadora del interior del
hombre y de su destino escatológico. Termino esta exposición con una
invocación al Buda Amida de la tierra pura:

43.  Mahâvagga I, 12, 3-4. Ver Schumann, Il Buddha storico, 101.


44.  Es uno de los cinco budas de la meditación en el budismo tibetano y habita en la
tierra pura cuyo buda más conocido entre los cinco es Amitâbha también llamado Amida
en Japón.
Percepción de la divinidad y expresión artística 61

«¡Oh tú maestro perfecto, que resplandeces sobre todo y sobre todos


como la luna brillante que juega en el mismo momento sobre mil olas!
Tu gran misericordia no pasa de largo junto a ninguna criatura. Seguro y
sereno boga tu gran barco de misericordia sobre el mar de la tribulación.
Eres el gran rey médico para un mundo enfermo e impuro con tu miseri-
cordiosa invitación al paraíso del oeste» 45.

En esta invocación del budismo amida o de la tierra pura aparecen


claros los signos de la gloria deitatis que han servido de inspiración al arte
budista. En la representación iconográfica de Ratnasambhava éste apa-
rece envuelto en un resplandor brillante que evoca la majestad numéni-
ca. Se aprecia también la realeza mayestática del numen declarado rey del
mundo desde el paraíso occidental. Este glorioso resplandor regio tiene
eficacia benéfica y salutífera sobre el hombre devoto.

4.4.  La gloria (kâbôd) et praesentia (shekiná) Dei en el judaísmo 46

El kâbôd indica lo imponente de la manifestación divina invisible en


sí pero que se da al hombre en el kâbôd como una grandiosa, suprema,
majestad. En el templo de Jerusalén, el Santo de los Santos (debir) alber-
gaba el trono de Yahvé formado por dos querubines de madera de olivo
recubierta de oro, con 4.30 metros de altura. Las dos alas que daban al
exterior formaban los brazos y las dos hacia el interior el asiento bajo
el cual se depositaba el arca, como estrado de los pies de Yahvé (1 Cro
28,2; Sal 99,5 y 132,7). El templo está concebido como morada de Dios
que de modo invisible ocupaba su trono en el Santísimo, con ausencia
de imagen. En lugar de la imagen icónica el Santísimo estaba inhabitado
por la gloria Dei a la que el trono de querubines servía de pedestal. Y esto
hasta el punto de que es la gloria Dei la que legitima el culto en Israel.
La inhabitación de la gloria Dei en el debir imponía al sumo sacer-
dote la creación de una nube artificial de incienso para proteger la visión
del trono de querubines donde se asentaba la presencia de la gloria de
Yahvé, con objeto de que quedase preservado de la muerte en el caso de
que «viese» a la divinidad 47.

45.  Loa a Amida Buda recogida por Lang, Bernhard, Ilumina mi noche. Las cien oraciones
más bellas de la humanidad, Madrid: Ariel, 2008, 141.
46.  Sobre los significados de doxa en el uso de la literatura griega, desde Homero y
Erodoto, significados que se irán transformando en el uso de los LXX y por completo en el
Nuevo Testamento, véase Kittel, Gerhard, Dóxa: L’uso greco di doxa, en Grande Lessico del
Nuovo Testamento II, 1349-1357 y 1370-1378.
47.  «Pondrá el incienso sobre el fuego, delante de Yahveh, para que la nube del incienso
envuelva el propiciatorio que está encima del Testimonio y él no muera». Lev 16,13.
62 JOSÉ LUIS SÁNCHEZ NOGALES

No se debe pasar por alto el matiz salutífero que el kâbod de Yahvé


tiene en relación con el pueblo de Israel y las personas. En Sal 79,9
se invoca a Dios salvador con mención de su gloria: «ayúdanos, Dios
de nuestra salvación, por amor de la gloria de tu nombre; líbranos,
borra nuestros pecados, por causa de tu nombre». Asimismo en otros
salmos.
Puesto que es a partir del año 70 y en Jabne en donde comienza a
perfilarse el judaísmo rabínico que, con diversas modificaciones y adap-
taciones en su despliegue histórico, es el que ha llegado hasta nuestra
época, deberíamos rastrear en la literatura rabínica algunos textos en los
que apoyar la percepción de la gloria divina. En la literatura rabínica se
revela el uso de diversos eufemismos y títulos para el nombre de Dios,
que evitan la pronunciación del tetragrama sagrado 48 pero poniendo
de relieve la majestad y la gloria de Yahvé. Uno muy conectado con el
kabôd es shekiná (La Presencia 49), que indica la cercanía de la divinidad
al hombre, su morada en medio de los hombres y especialmente para
el pueblo judío. De algún modo, la literatura rabínica personaliza la
presencia de la divinidad en el mundo mediante este título o denomi-
nación que designa así mismo la gloria de Dios como forma espiritual
superior a las angélicas, lo que, por el contrario, otros pensadores judíos
califican de atributo de la divinidad, ya que en caso de declararse una
forma espiritual superior a las angélicas haría deslizarse a los devotos a
la idolatría.
En los LXX hay un cuidado especial por evitar los antropomor-
fismos. Por ejemplo la expresión de Gn 17,22 «subió Dios dejando a
Abraham», se traduce en el Targum como «la gloria o el esplendor de la
shekiná de Yahvé que se eleva dejando a Abrahán 50». De tal modo que
en el rabinismo kâbôd y shekinâ se asimilan 51. Solo raramente los rabinos
hablan de una participación del hombre en el kâbôd de Yahvé, salvo el
caso particular de Moisés.
La literatura rabínica es también prolífica en destacar la gloria de
Dios como una de las manifestaciones de su presencia más impactantes

48. Cf. Rodríguez Carmona, Antonio, La religión judía. Historia y teología, Madrid:


BAC 2001, 335-354; Rabinowitz, Louis I., God, names of (Rabbinical names of God), en
Encyclopaedia judaica VII, Jerusalén: Thomson Gale & Keter Publishing House 22006-2007,
677 y Grinz, Y. M. Judith, God: in Talmudic literature, Ibídem, 660-661. (En adelante EJ2).
49.  Cf. Unterman, Alan, Horwitz, Rivka G., Dan, Joseph, y Koren, Sharon Faye,
Shekhinah, EJ2, XVIII, 440-444.
50. Cf. Kittel, Dóxa, 1379.
51.  Tanhumá (Buber) 20, p. 18 en cita de Kittel, Dóxa, 1380.
Percepción de la divinidad y expresión artística 63

para el pueblo judío. Algunos ejemplos pueden iluminar esta relevan-


cia 52.
La presencia de la gloria divina es para el israelita un signo de be-
nevolencia y de mandato divino que discierne sobre los lugares, las per-
sonas y las actitudes como se desprende del siguiente texto tomado de
Abraham, después que Satanás comunica a Sara que el patriarca ha ido
a sacrificar a su hijo:
«Al tercer día de viaje, Abraham levantó los ojos y vio desde lejos el
lugar que Dios le había indicado. Percibió sobre la montaña una columna
de fuego que subía desde la tierra hacia el cielo y una espesa nube en la cual
se dejaba ver la gloria de Dios. Abraham dijo a Isaac: “Hijo mío, ¿ves en
esa montaña que divisamos a lo lejos lo mismo que yo veo sobre ella?”. E
Isaac respondió diciendo a su padre: “veo, helo allí, una columna de fuego
y una nube, y la gloria del Señor aparece sobre la nube”. Abraham supo en-
tonces que Isaac había sido aceptado por el Señor como ofrenda. Entonces
preguntó a Ismael y a Eliezer: “veis vosotros lo que nosotros vemos sobre
la montaña?”. Ellos respondieron: “Nosotros no vemos nada diferente de
otras montañas”. Y Abraham supo que ellos no habían sido aceptados por
el Señor para acompañarles» 53.

En la cábala, la meditación sobre la carroza divina como manifes-


tación gloriosa y esplendorosa de Dios que aparece sentado en el trono
de zafiro que la carroza transporta simboliza la plenitud de la divinidad
continente en sí de todas las formas que servirán de modelo para la crea-
ción. Todo ello pone ante la visión del hebreo la gloria de la divinidad y
el esplendor de su trono como la simbólica más adecuada para expresar
la experiencia de la majestad fascinante de lo divino, lo tremendo de su
transcendencia.

4.5.  Gloria Dei (subḥât –o maŷd– Allâhi) en el islam

En el islam, el sentido de la transcendencia de Dios es uno de los


elementos que cualifican la especificidad de su monoteísmo. Las imá-
genes antropomórficas que el texto coránico despliega para describir el
esplendor y la gloria mayestática de Allâh y de su paraíso reservado a los
musulmanes exhalan el perfume de los monarcas orientales en sus pala-
cios rodeados de exuberantes jardines por los que discurren arroyuelos

52.  Ginzberg, Louis, The legends of the jews, Filadelfia [PE]: The Jewish Publications of
America, 1968.
53.  Ibídem I, 278-279. (Cita: Yashar wa Yera 45a-45b).
64 JOSÉ LUIS SÁNCHEZ NOGALES

de cristalinas aguas que hacen brotar los árboles de los que penden las
frutas más deliciosas.
El paraíso descrito como lugar de delicias, de gozo y bienaventu­
ranza, de sonrientes jardines con arroyos de leche y vino 54 poblado de
hermosas tiendas donde habitan mucha­chas encanta­doras (ḥûr, de ojos
negros 55) que siempre perma­necen vírgenes. Los bienaventu­ra­dos vesti-
rán trajes de seda 56. La descrip­ción del paraíso tiene rasgos de un lugar
de delicias (firdaws, ŷannat), según los deseos del hombre del desier­to:
frescos jardines, arroyos de agua, bebidas y manja­res abundantes, muje-
res de ojos de gacela, efebos diligentes, etc. 57. La mayor bienaventuranza
en el paraíso será la visio beatifica que se expresa con la imagen: «Ese día,
unos rostros brillarán, mirando a su Señor» (C 75,22-23) 58.
Uno de los elementos que sobresalen en la descripción del paraíso
es la belleza del lugar preparado por Dios para los fieles, belleza que es
un reflejo de la gloria de Dios (subḥât 59) que el creyente atribuye y da a
Dios continuamente, y aparece de modo regular en los diversos pasajes
coránicos, pasando luego a los rituales y oraciones. Allâh es «¡el Señor
del Trono augusto!» (C 9,129). El trono (al-‘arš) que está sobre los siete
cielos, sobre el que se sienta el «Señor del Trono augusto» (ar-rabb al-
‘arši al-‘aẓaymi) es el símbolo de la majestad inalcanzable de la divinidad
única (C 2,255).
El reconocimiento y proclamación de la gloria de Dios sentado en su
trono sobre el séptimo cielo del paraíso islámico da como síntesis la ex-
presión coránica «el Señor del Trono, el Glorioso» (ḏû-l-‘arši-l-maŷîdu 60).

4.6.  Gloria Dei pro vita hominis (doxa) en el cristianismo

La inmensa mayoría de las frecuencias de doxa se refieren al es-


plendor divino y celestial como signo de su sublimidad y majestad. La

54.  Cf. C 47,15; 55,54; 56,11-26. (C =Corán).


55.  Cf. C 52,20; 56,28.
56.  Cf. C 18,30-31; 35,33-35; 76,21.
57.  Cf. C 47,16; 52,17-25; 56,1-40.
58.  Cf. C 75,22-23. El problema de la visión de Dios ha sido largamente discutido por
mu‘tazilíes y ‘ash‘arîes. Los primeros sostienen que Dios no puede ser objeto de visión. Esta
ha de entenderse alegóricamente. Los ‘ash‘arîes aceptan la literalidad coránica: Dios puede
hacer ver cualquier cosa, incluso a sí mismo. Cf. Gardet, Louis, «Dieu, Le réel (Allâh al-
ḥaqq) », Studia Missionalia 17 (1968) 70.
59. De subḥa o sabḥa: majestad, sublimidad, esplendor augusto referido a Dios. El tér-
mino sabḥala significa siempre «glorificación de Dios». Wehr, Hans, A dictionary of modern
written Arabic, Beirut (Líbano): Libairie du Liban – Londres: Macdonald & Evans LTD,
1980, 393-394.
60. De maŷd: gloria, esplendor, magnificencia, grandeza, nobleza, honor. Ibídem, 893.
Percepción de la divinidad y expresión artística 65

misma tesis sostiene G. Kittel: la doxa neotestamentaria está siempre


referida a la peculiar naturaleza divina, a su carácter visible el cual es en
ocasiones acentuado 61.
Pero, además, en el Nuevo Testamento se encuentran expresiones
referidas a la doxa de Jesús (Cf. Rom 6,4;1 Tm 3,16; Hch 7,55). En
general se puede afirmar que en el Nuevo Testamento la gloria de Dios
es transferida a Cristo 62. En 1 Co 2,8 Jesús es denominado «Señor de la
gloria», y en St 2,1 aparece como «Señor Jesucristo glorificado» 63.
Kittel ha analizado los textos y concluye que el término aplicado al
Cristo terreno es restrictivo en el nuevo Testamento. Sin embargo Lucas
lo emplea en los relatos de la natividad (Lc 2,9) y de la transfiguración
(Lc 9,29). Por su parte Juan describe la vida de Jesús en la perspectiva de
su gloria final entrevista en la fe (Jn 2,11; 11,40).
El Antiguo Testamento acentuaba el «ver» la gloria de Dios por parte
de los israelitas (Lv 9,6) cosa que, por otra parte, tiene consecuencias
visibles en el rostro de Moisés (Ex 34,29-30). Asimismo la literatura
rabínica midráshica acentuaba la visión de la gloria como promesa de
Dios 64. En el Nuevo Testamento se produce un deslizamiento desde el
«ver» al «participar» (Cf. Mt 13,43; Col 3,4; Mt 19,28). La doxa de los
fieles es el cumplimiento de la llamada divina 65.
La doxa tiene eficacia fortalecedora sobre el fiel cristiano (Ef 3,16; 1
P 4,14) que se realiza «por el Espíritu» y que siendo escatológica tiene
una eficacia real en la vida actual del creyente (Cf. 2 Co 3,7-18).
Artísticamente la iconografía sobre el episodio de la transfiguración
de Jesús en el Tabor, especialmente a partir del texto de san Lucas, subra-
ya la belleza de la gloria de la que queda orlado Jesús en el momento de
su revelación teofánica, reforzada ésta en intensidad por la blancura de
los vestidos, el fulgor de los mismos, así como el eco de la fascinación en
los discípulos. La luz juega un importante papel tanto el el texto canóni-
co como en la iconografía tanto occidental como oriental.
Esplendida es, por la belleza y fascinación que se impone en cada
descripción, la presentación del rey y juez celeste sentado en su trono,

61.  Cf. Kittel, Dóxa, 1384.


62.  «Y el Dios de la paz que suscitó de entre los muertos a nuestro Señor Jesús, el gran
Pastor de la ovejas en virtud de la sangre de una Alianza eterna, os disponga con toda clase
de bienes para cumplir su voluntad, realizando él en nosotros lo que es agradable a sus ojos,
por mediación de Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén». Hb
13,20-21. En el mismo tenor cfr. 1 P 4,11; Ap 5,12-13.
63.  Véase Tt 2,13: «aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran
Dios y Salvador nuestro Jesucristo».
64.  Tanhumá (Buber) b mdbr 20, p. 18, según cita de Kittel, Dóxa, 1389-1390.
65.  Ibídem, 1392.
66 JOSÉ LUIS SÁNCHEZ NOGALES

en majestad y gloria. Más aún en esta visión de Apocalipsis lo que en-


contramos es una representación plástica de la santidad augusta de la
deidad (Ap 4.2-11).
Widengren insiste en que la pureza parece formar parte orgánica
de la santidad y abunda en que «la santidad constituye justamente la
esencia de la divinidad» 66, es su esencia anímica. Ser santo significa
formar parte de la esfera divina y participar de la gloria de la divinidad.
La santidad y la gloria aparecen en este texto íntimamente conectadas.
Al intentar describir este ideograma de la santidad gloriosa, y a pesar de
la opción realizada por el misterio como esencia de lo sagrado, uno se
siente, sin embargo, inclinado de parte de la tesis de Widengren. Pues
estos atributos resplandecen con especial fuerza cuando emana de una
figura divina. En el texto propuesto es imposible no encontrar en la
imaginación del oyente una figura personal, pero no antropomórfica,
orlada de gloria y majestad, ocupando un lugar excelso en la escena y
resplandeciendo con el brillo de lo augusto nimbado del espectro com-
pleto de la luz, que evoca el aspecto de belleza, el pulchrum que emite
la divinidad.
Esta gloria mayestática quedará transferida al cordero –Cristo– en el
pasaje siguiente en el cuál éste aparece «en medio del trono y de los cua-
tro vivientes y de los ancianos (Ap 5,6), único digno y capaz de abrir los
sellos del libro que la deidad entronizada sostenía en su mano derecha
(Ap 5.1.9), y declarado por los ancianos como «digno de recibir el poder
la riqueza, la sabiduría, la fuerza, la gloria y la alabanza» (Ap 5,12).
La descripción de la Jerusalén celestial en Apocalipsis 21 contiene la
mención de la gloria de Dios como la luz que la ilumina y saca todo el
esplendor de los materiales preciosos con los que está construida y que
están simbólicamente pensados como receptáculos de la gloria divina
que desde ellos resplandece con brillo intensificado. En el texto parece
haber un eco lejano de la leyenda judía referida anteriormente: «en-
tonces ya no necesitaréis más la luz del sol, pues mi gloria brillará ante
vosotros de modo que las naciones seguirán vuestra luz» 67 (Ap 21,9-12.
18-23).
Basten estas indicaciones para dar cuenta de la importancia de la
presencia del pulchrum como gloria deitatis en el conjunto de expre-
siones religiosas del cristianismo, y de su eficacia salutífera sobre los
fieles.

66.  Widengren, Geo, Fenomenología de la religión, Madrid: Cristiandad, 1976, 34-39.


67.  Ginzberg III, 218. (Cita: Yelammedenu in Yalkut 1,719).
Percepción de la divinidad y expresión artística 67

5. Conclusiones: la categoría del pulchrum como gloria


deitatis en el arte religioso

5.1.   El pulchrum en las religiones está asociado primariamente a


la luz y se revela en manifestaciones artísticas de esplendor, fulgor, lu-
minosidad, resplandor, etc. Son categorías preferentemente conectadas
con la dimensión estética de la divinidad y la sacralidad, dimensión que
hace aparecer lo sacro y lo divino fascinante, mayestático, admirable
y atrayente. Sin embargo no está ausente del pulchrum como la gloria
deitatis la dimensión de lo tremendum significado en el fuego devora-
dor, el rayo fulminante, el terremoto convulsionante, el huracán o el
temporal amedrentadores, la plaga amenazante de la salud y de la vida.
Significan la protección absoluta de que goza la sacralidad de la deidad
frente a toda posible profanación y advierte al hombre del respeto y
reverencia (verecundia) que se debe guardar ante sus manifestaciones de
modo que quede él mismo protegido a su vez de la dimensión energética
(orgê) de lo divino, dimensión que es humanamente incontrolable y que
podría incluso aniquilar la propia realidad humana. Los ecos de temor
reverencial y de fascinación atrayente son las respuestas correlativas en
psico-emotividad humana reflejadas en buna parte de las obras de arte
religioso.

5.2.  La dimensión estética conlleva un matiz de tonalidad ética y


axiológica en cuanto revela el bonum sacri, no solamente estéticamente
apetecible, sino en cuanto bonum beneficum, dimensión operativa del
numen que ejerce una acción saludable y salvífica. La salus –sea caracte-
rizada como liberatio, reconciliatio, redemptio, etc.– aparece como hori-
zonte escatológico del esplendor de la deidad, de tal modo que la visio
pulchritudinis Dei es constitutiva de salvación y beatitud. En el cristia-
nismo, de modo especial, hay un paso hacia adelanta desde la visio a la
participatio en la gloria Dei. Esta participación no está clara en las otras
tradiciones religiosas y tiene su punto de arranque en la incarnatio Dei,
en la asunción de la naturaleza humana por parte de la divinidad, de
modo que ésta concede al hombre esa participación gratuita en su pro-
pia belleza salutífera.

5.3.  La belleza revela su conexión con la dimensión ontológica en


profundidad en cuanto es connotativa del verum de la deidad. Ésta, al
manifestarse envuelta en su esplendor se revela como ens realissimum
que impresiona precisamente por su calidad de veracidad incuestionable
hasta el punto de resentirse ante su plenitud de ser y de valor la consis-
tencia ontológica del ser humano teniendo ésta que ser reafirmada en su
solidez y valor por la propia iniciativa del numen que dona y establece
su realidad.
68 JOSÉ LUIS SÁNCHEZ NOGALES

5.4. Estas dimensiones de la pulchritudo deitatis convergen en la


ostensión de su calidad de sacrum et sanctum como suprema deidad,
santidad augusta e inmancillable. El splendor deitatis con su ostensión
de los fascinante y tremendo del misterio sacro protege precisamente la
suprema sacralidad aunque ésta adopta representaciones y expresiones
artísticas diferentes según las diversas tradiciones religiosas y los marcos
culturales que ellas mismas han creado y que simultáneamente les sirven
de plataforma de organización social y comunitaria.

5.5. En casi todas las manifestaciones fenoménicas del miste-


rio como núcleo de la santidad, en formas más o menos perceptibles,
comparece una virtus salutaris, un poder salutífero para el ser humano,
aunque en ocasiones adopte la forma de una amenaza para el caso de
quienes habiendo reconocido la belleza, veracidad y bondad del numen
y su poder beatificante optasen por apartar de sí o rechazar su eficacia
salvífica. Se trata de una virtus augurii, un poder preventivo que advierte
del peligro del rechazo o la profanación de la beatitud ofertada por el
numen. En síntesis:
a) La belleza expresa la naturaleza luminosa del numen su dimen-
sión de realidad de lo real.
b) Requiere el honor que le es debido en la revelación mayestática
de su supremacía fascinante.
c) Oferta beatitud salvífica a quien le honra y respeta al tiempo
que advierte del peligro de su rechazo o profanación.
Como conclusión final de este ensayo podría sostenerse que el arte
religioso como «lugar» de percepción del absoluto, de la divinidad, ade-
más de ser uno de los primeros elementos de encuentro con el hecho
religioso, por ser expresión plástica y figurativa, con exterioridad ob-
jetiva, en las diversas formas que adopta, es el vehículo más específico
mediante el cual se percibe la dimensión de la belleza de la divinidad. Se
trata de la expresión por excelencia de la via pulchritudinis en el acceso
a lo sagrado y a lo divino y ello hasta el punto de que su debilitamiento
constituye un síntoma grave de lasitud de la experiencia religiosa, inclu-
so puede ser indicio de su agotamiento. En efecto, las representaciones
artísticas de muchas religiones del pasado ya solo son accesibles bajo la
mortecina luz de las vitrinas de los museos. Dejaron de tener vida en las
comunidades religiosas a las que sirvieron de expresión experiencial y
mediación de percepción de la divinidad. Su debilitada vitalidad en los
museos advierte incluso de la muerte y de la nada de la experiencia en
las cuales tenían vida al tiempo que irradiaban vitalidad. Las religiones
de la humanidad no solo han sido cuna de magníficas representaciones
artísticas sino que han ejercido un fuerte e incluso atrevido mecenazgo
sobre el arte, sabedoras de la importancia de la calidad de estas expresio-
Percepción de la divinidad y expresión artística 69

nes. Mecenazgo que presupone siempre como sustentáculo la fortaleza


de la experiencia religiosa en el mecenas y en el artista. La elaboración
de los artefactos simbólicos que puedan ser animados y vitalizados por
la estructura simbólica que les pone alma y vida supone la experiencia
religiosa, única que puede dar vida y calidez a la auténtica obra de arte
religioso en la que resplandezca la belleza de lo divino. Esto no obsta
a que dicha experiencia básica pueda ser vivida en estilos diversos y en
diferentes niveles de hondura. Pero sin ella el arte religioso dejaría de ser
lugar de percepción de lo divino y devendría en simple productor de
ídolo como primer visible que no da acceso sino que impide el acceso
al invisible 68.

68.  «El ídolo no representa nada, sino que presenta un cierto estiaje de lo divino; se ase-
meja a lo que la mirada humana ha experimentado de lo divino […] En la piedra que sirve
de material, se consigna más bien lo que la mirada –la del artista como hombre religioso,
penetrado por el dios– ha visto del dios; el primer visible ha sabido deslumbrar su mirada y
eso es precisamente lo que el obrero intenta producir en el material: quiere fijar en la piedra
y solidificar un último visible que sea digno del punto en el que su mirada se paralizó. La
piedra, la madera, el oro, lo que se quiera, intentan ocupar con una figura fija el lugar que
ha quedado señalado por la mirada paralizada». Marion, Jean-Luc, Dieu sans l’être, París:
PUF, 2013, 24.
TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA
ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO

P. Jordi-Agustí Piqué i Collado OSB


Pontificio Istituto Liturgico Sant’Anselmo
Roma

Introducción

En la historia del culto de las religiones aparece como constante


el uso de la música, del sonido, como vehículo de relación entre el ser
humano y la divinidad. El sonido y su organización rítmica, melódica y
armónica es analizable antropológicamente y tiene una relación directa
con la necesidad cultual que el hombre experimenta ante una irrupción
del sacro.
La misma Biblia muestra cómo este hecho aparece eminentemente
ligado al hecho de la posibilidad de relación del ser humano, en tanto
que creado, con el Dios creador de todas las cosas. La relación de Israel
con otros pueblos aporta este valor a las Escrituras Sacras que identifican
el culto al Único Dios con el culto sonoro de relación con Dios. Pero en
la Biblia aparece un elemento nuevo: la palabra se configura como el eje
central de esta relación musical mientras que la música instrumental si-
gue asociada a un culto idolátrico. Aún más, la palabra que se usa como
base del canto es siempre la misma Palabra revelada por Dios.
Se establecen así las bases y los fundamentos de la música cultual
que encontraran su simbiosis en la asociación del sonido con la Palabra
revelada por Dios. El «sonus vocis» que se identifica con el hálito creador
que Dios insufla en la criatura humana, será devuelto al creador cual
culto sonoro. De ahí, al desarrollo cultural de la forma del canto y de
la música a lo largo de la historia de la humanidad solo hay un paso.
Precisamente este paso, encuentra en la liturgia cristiana su mayor y más
grande ámbito de desarrollo. Cada época, cada cultura, cada generación
ha creado su propio modo de alabanza a Dios, transmitiéndola de gene-
ración en generación hasta formar una verdadera «forma de formas» que
pueden ser analizadas estéticamente, musicalmente, litúrgicamente, y
72 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

por las razones que expondré en este artículo, también teológicamente 1


ya que en este «redditus» de la Palabra al dador de la misma, se puede
comprender algo de lo que Dios revela de sí mismo.
Por tanto estamos ante una relectura de la tradición musical litúrgica
que abarca más de dos milenios de tradición, informa culturas y pervive
en épocas tan lejanas como distintas –Grecia, Israel, Roma, Oriente,
Europa, Inculturación– y se encuentra hoy, quizás como nunca con re-
tos y crisis capaces de oscurecer tan rica historia. Las relaciones entre
música-palabra se entrelazan con la cultura de cada época y región, y se
concretan en relaciones entre la música y la arquitectura, la música y las
formas litúrgicas, o la música y el arte pictórico y decorativo. Todo ello,
a su vez, se corresponden a corrientes teológicas que están en profundo
diálogo con estos elementos.

1.  Sonus vocis: la Palabra que da espacio al sonido

La relación entre el sonido y el espacio es directamente proporcional


a su existencia. Si bien cada espacio tiene un sonido, el sonido necesita
de un espacio para existir. De ahí que del análisis de esta relación se pue-
dan deducir características fenomenológicas y en determinados casos
teológicas. La liturgia informa espacios y lo ha hecho a lo largo de toda
la historia del mundo cristiano adaptando la forma y la cultura de cada
época. Esta adaptación ha dado forma y volumen al mundo sonoro que
en el espacio litúrgico se desarrollaba y desarrolla. Presento aquí un in-
tento de síntesis de casi dos mil años de esta simbiosis 2. La palabra, cual
«sonum» se corresponde a esta relación.

1.  En otros artículos y sobre todo en publicación de mi tesis doctoral sobre música y
teología expuse que el canto y la música en la liturgia deberían ser reconsiderados de nuevo,
huyendo –si se quiere obrar seriamente– de cualquier pretensión de solución inmediata
y abriéndose, serenamente, a un estudio y planteamiento más amplio. En dicho trabajo,
proponía algunas vías para someter la cuestión de la música, y en concreto la música litúr-
gica, a un estudio teológico. Cf. Piqué, Jordi-Agustí, Teología y Música: Una contribución
dialéctico-trascendental sobre la sacramentalidad de la percepción estética del Misterio (Agustín,
Balthasar, Sequeri; Victoria, Schönberg, Messiaen), Roma: Editrice Pontificia Università Gre-
goriana, Tesi Gregoriana, Serie Teologia 132, 2006. Id., «L’attimo fuggente/sfuggente: L’uni-
verso sacramentale della musica. Dalla forma estetica all’evento empatico», en Sequeri,
Pierangelo (ed.), Il corpo del Logos. Pensiero estetico e teologia cristiana, Milano: Glossa, 2009,
179-195. Id., «L’orecchio pensante. Ascoltare il nome trinitario de Dio. Dal Gregoriano a
W.A, Mozart e Ch. Gounod», en Tomatis, Paolo (ed.), La liturgia alla prova del sacro. Atti
della XXXIX Settimana di Studio dell’Associazione Professori di Liturgia, Convegno Nazionali
di Professori di Liturgia Italia, Brescia 1 settembre 2011, (Studia Liturgica, Nova serie 57),
Roma: CLV-Edizione Liturgiche, 2013, 245-278.
2.  Piqué, Jordi-Agustí, «Teología y música: el canto litúrgico como elemento de percep-
ción del Misterio», en Canals, Juan Mª (ed.), Canto y música en la liturgia, Madrid: Edice,
2008, 85-94.
TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO 73

1.1.  La Palabra se hace «música»: el gregoriano, el románico

Tomando como punto de partida la predicación de la Buena Nueva


en un mundo griego, hebreo, helenístico y latino, en torno al Medite-
rráneo observamos que las tres lenguas con las que la predicación y el
culto empiezan a desarrollarse tienen la característica común del ritmo:
una sucesión de sílabas o vocales largas o cortas que marcan el llama­do
«cursus». Ya en las celebraciones sinagogales la proclamación del Antiguo
Testamento era siempre cantada, es decir, que muchas de las indicacio-
nes vocálicas contenían también una cierta periodicidad rítmica 3. Segu-
ramente podríamos decir lo mismo de los salmos que luego pasaron a
ser patrimonio cristiano, siendo abandonados, por este motivo, por la
sinagoga.
Igual ocurría con el griego y más claramente con el latín. A la pe-
riodicidad rítmica de las sílabas, corresponde también una cierta ento-
nación 4.
El desarrollo del culto cristiano recogió todos estos esquemas y los
hizo suyos. El canto de la plegaria se apropió primero del ritmo y de la
perio­dicidad de la lengua griega y mucho más tarde el de la lengua la-
tina, tomando, seguramente, el modelo de la plegaria sinagogal donde
los primeros cristianos aprendieron el valor de las Escrituras. El mismo
proceso se puede establecer para la cantilación modal. Este proceso,
junto con el fenómeno de la fijación de la liturgia determinó el marco
donde se movería la plegaria litúrgica cristiana hasta bien entrado el
siglo XX.
La palabra cantada necesitaba, pues, un marco y una estruc­tura para
poder ser oída. Si la estructura sinagogal marcaba el lugar de la procla-
mación de la Escritura con un lugar adaptado, un lugar elevado pasaría
a ser el lugar de la proclamación de la Palabra, cantada, en la liturgia
cristiana, una vez el culto cristiano dejó de ser perseguido. La plegaria
del sacerdote, siempre orientado hacia oriente, necesitaba una estructura
arquitectónica para poder llegar a la comunidad reunida. La estructura

3. Cf. Fubini, Enrico, «La musica e il sacro nella tradizione ebraica», en Brumana,
Biancamaria – Ciliberti, Galliano (eds.), La musica e il sacro. Atti dell’incontro internazio-
nale di studi 1994, Firenze: Olschki, 1997, 13-19.
4.  Se puede observar fácilmente cómo un italiano no solo realiza el ritmo de las voca-
les largas o cortas y de las dobles consonantes, sino que esta sucesión rítmica corresponde
también a ciertos intervalos de entonación. En otras lenguas latinas, como el castellano,
este fenómeno ha perdurado en una acentuación exacta y bien establecida, incluso ortográ-
ficamente, y en los signos de interrogación o admiración, suspensivos o interjectivos, que
requieren una determinada ento­nación. Incluso el alemán conserva una cierta estructura
rítmica que lo caracteriza y que viene reforzado por un orden muy preciso en la ordenación
de los elementos de una frase.
74 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

del ábside basilical romano fue adoptada por la liturgia cristiana, que lo
convertía así en el primer altavoz de la historia. La combinación entre
la palabra amplificada por el ábside y las magníficas representaciones en
mosaico combinaban a la vez el arte del sonido y el arte visual.
La parte correspondiente al coro o al solista, siempre dirigidas hacia
oriente, requería también su espacio para permitir a la voz expandirse y
se materializó el coro.
Este proceso seguramente llevó también al canto a establecer sus
formas y sus medios de fijación. La búsqueda de la propagación de la
voz para que el texto llegase al auditor marcó el sistema del «tenor»
como medio de asegurar la altitud del recitado que poco a poco sería
ornamentado por la habilidad del cantor. Pero lo más importante de esta
ornamentación o enriquecimiento del recitado fue la atención singular
a la palabra, en lo que respecta a los acentos y ritmos, y a la Palabra, en
lo que respecta a la significación del texto que viene subrayado por la
música.
Estamos ante el nacimiento de la retórica musical, quizás reminis-
cencia del teatro griego o de la ya decadente retórica romana. Pero lo
cierto es que la Palabra, en todos sus componentes se hace música. El
significado se hace melisma, la necesidad de comunicar se hace modo,
su carácter se hace ritmo, su calidad se hace signi­ficativa, su entorno se
hace románico.

1.2.  La Liturgia hecha «arquitectura»: la polifonía, el gótico

El espacio crece. La liturgia adquiere modos de corte imperial. El


clero crece. Necesita más espacio. Los números traídos por lo árabes
permiten cálculos inimaginables. Y los números hacen amplias las ven-
tanas, las puertas, los arcos: llega lo ojival. El espacio crece. Las distancias
se ensanchan. Las escalinatas elevan los presbiterios en el afán de hacer
celestial la liturgia terrestre. La resonancia, matemáticamente calculada,
permite a la voz expandirse para la predicación. Esta expansión permite
la resonancia de la voz cantada. El canto se sobrepone al canto y las
armonías, hasta ahora solo intuidas, adquieren una amplitud que las
hace a la vez curiosas y bellas. Nacen el organum y el discanto: nace la
polifonía.
Con la polifonía y en un momento que el latín se convierte en la
lengua vulgar, se hace necesario adaptar el ritmo cursivo al ritmo armó-
nico. Así nacen los sistemas tonales, ya que la armonía necesita tiempo
para hacer resonar los armó­nicos que refuerza y tal como las ojivas se van
elevando dejando paso a la luz y a la proporción. La palabra comienza
a ser repetida, ornamentada, trabajada, como los capiteles y las puntas
TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO 75

flameantes de los pináculos. La impresión es más importante que el sig-


nificado. La armonía mueve a los «afectos». Todo empieza a ser menos
comprensible, incluso en la racio­nalidad teológica, quizás menos sapien-
cial pero más expresiva y conmovedora.
Llega el Renacimiento, con pretendidos aires clásicos, donde la sép-
tima encuentra y mueve a la admiración mitológica de la belleza del
cuerpo humano. La ópera sustituye al drama sacro. Lo sacro se convierte
en representación. La palabra se convierte en verso y la Palabra deviene
silencio para dejar espacio a la música que debe conmover al fiel en sus
devociones.
El Barroco exalta, multiplica, contornea todos los elementos. La Re-
forma con el coral como ideal y la Contrarreforma con el oratorio. Dos
formas de afrontar una misma evolución que dejan al hombre cada vez
más solo en su afán de comprender, descubrir nuevos mundos y colo-
nizar.
Rococó, Neoclásico, Neogótico, Neorrománico abren las puertas a
la Ilustración, en parte fugaz, para preparar la entrada en el Romanti-
cismo. La música que sirve a la Palabra encuentra mayores resonancias
en los oratorios de Mendelssohn que en la maltrecha mesura del grego-
riano, convertido en una burda representación llamada «canto llano».
Los modelos de la música litúrgica pasan a ser los teatrales y los grandes
compositores han de moverse entre estas dos aguas. Todo se reduce ya a
una cuestión de gustos: rococó, clasicismo, romanticismo.

1.3.  La palabra hecha «devoción»: el dodecatonismo, los «ismos»

Mientras Wagner escribía sus sagas tetralógicas y la filosofía procla-


maba la muerte de Dios, la Iglesia perdía su poder temporal y se reple-
gaba en sí misma para definir y definirse dogmáticamente. La Palabra se
había convertido en inteligible para los fieles, mientras el protestantismo
aplicaba al estudio de la escritura los nuevos métodos histórico-críticos.
El ruido de las máquinas de la revolución industrial ensordecía el clamor
de la clase trabajadora y el marxismo tronaba. La Iglesia difundía su
magisterio con la moral social.
El primer síntoma artístico de este bullir de lo moderno, fue la falta
de una arquitectura propia. La fascinación romántica por lo medieval
llegó a la Iglesia con el neogótico. El contrapunto a la neo-escolástica
era el descubrimiento de los Padres y el renacimiento del monacato con
tintes claramente románticos.
La ópera entraba en la Iglesia y el canto llano languidecía. La idea
de recuperar el gregoriano, cosa imposible por el desconocimiento de la
76 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

prosodia de la lengua latina, era vista como la solución a la ausencia de


un lenguaje musical acorde con el tiempo y con los deseos del nacien-
te Movimiento Litúrgico. La devoción y las devociones, el sentimiento
como expresión de la vida espiritual se mezclaban con una separación
cada vez mayor de la Palabra y la celebración litúrgica.
Las formas del nuevo arte, romanticismo, neogótico, modernismo,
impresionismo, dadaísmo, cubismo, surrealismo, ya no sirven a la ex-
presión de la fe y de sus dogmas. La modernidad aparece como contraria
a la difusión y la predicación de la Iglesia. La ruptura arte-Iglesia queda
así consumada.
La cuestión merece una especial atención a la luz de algunos puntos
expuestos hasta ahora. Creemos estar ante una ruptura que refleja otras
rupturas más profundas. La ciencia era contrapuesta a la teología; la
filosofía lo era a la moral, a la comprensión del ser y a una antropología
teológica supuestamente desfasada; el ideal del progreso se enfrentaba
a la idea escatológica de una vida eterna; la defensa del hombre y de
su libertad era enfrentado a los dogmas y a la atenazante ritualidad; la
defensa de lo social y la lucha de clases eran opuestas a la defensa de una
escala social medieval; el ideal de libertad, de bienestar, de trabajo, de
capitalismo, eran antagónicos a la devoción que adormece y anonada.
Todos estos elementos se reflejan en el alejamiento de las formas del arte
del lenguaje propio de la Iglesia.
La pretendida ruptura de significación del arte, la destrucción de
los modelos y de las normas, el fomento del culto a lo feo, no encuentra
encaje en el discurso eclesiástico.
Las grandes guerras ponen al hombre ante el horror del propio hom-
bre y la crisis existencial, psicológica y económica, terminan por minar
las bases de una sociedad que cada vez es más plural, diversificada y
postmoderna. El lenguaje del arte, que asume sistemáticamente todos
estos cambios, avanza con su tiempo; la música destruye todo atisbo de
tonalidad y se abre al dodecatonismo, al atonalismo, al serialismo, a la
aleatoria y al culto del historicismo, como modo de reinterpretar histó-
ricamente y con criterios historicistas las grandes obras de reper­torio. La
música popular deja de ser la llamada clásica pues está dema­siado identi-
ficada con la realidad cotidiana, para abrirse a los ritmos del rock, del soul
y de «música electrónica», amplificada hasta los límites de la sordera.
Ninguno de estos lenguajes encuentra espacio en la Iglesia. Los in-
tentos de americanizar los cantos litúrgicos caen en la falta de calidad y
en la banalidad de los textos. La celebración amparada en aires de reno-
vación litúrgica deja poco espacio al misterio y a su percepción, a la vez
que las moniciones, los avisos, ensordecen todo atisbo de manifestación
trascendente. La ruptura lleva a la no-significación de la celebración li-
túrgica con la consecuente desafiliación de jóvenes y ancianos.
TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO 77

En la última etapa post-postmoderna asistimos a un interés por lo


oriental, por el gregoriano, por la recuperación de todo aquello que, a
través de formas significantes, permite aún una cierta experiencia de
percepción del Misterio. El drama del ser post-postmoderno es que ha
experimentado la ambivalencia del Misterio en su manifestación, pero
con un predominio claro, performativo e irreversible de lo que divide.

2. Sonus/Vocis: la Palabra como elemento cultual

En todo tiempo la predicación de la Iglesia se ha servido del lenguaje


del arte para hacer tangible su mensaje 5. La cultura he­brea, que acogió
los primeros pasos de la Iglesia de Cristo, y la cultura helenístico-roma-
na, que dio forma y vocabulario teológico a sus dogmas, no repugnaron
a los primeros difusores del cristianismo.
Casi dos mil años después, parece que este panorama, natural de por
sí, de interrelación y diálogo se ha roto u olvidado. Cuando Pablo VI
dirigió su alocución a los artistas, reunidos en el marco de la Capilla Six-
tina, poco después de la promulgación de la constitución Sacrosanctum
Concilium, resonaba en sus palabras una profunda preocupación por la
ruptura de la secular relación entre Iglesia y arte:

Y en esta operación, que intenta traducir el mundo invisible en fór-


mulas accesibles, inteligibles, vosotros (artistas) en esto sois maestros. Es
este vuestro oficio, vuestra misión: vuestro arte es ciertamente aquel de
entender los tesoros del cielo, del espíritu y revestirlos de palabra, de color
de formas, de accesibilidad 6.

El dolor de esta «ruptura» parece poco comparado con las conse­


cuencias que de ella se derivan y que repercuten en casi todos los campos
del saber, del estudio y de la predicación del mensaje cristiano. En el
contexto del mundo contemporáneo, me parece justo afirmar que se
ha abandonado uno de los caminos más fructíferos y quizás más válidos
para llegar y expresar el sentir y el sufrir del ser humano actual y de su
apertura a la búsqueda del sentido 7.
La Iglesia, cuya propia expansión había sido cuna y cobijo de cultu-
ra, cuyas liturgias habían inspirado a tantos artistas, cuyos dogmas ha-

5.  Piqué, Jordi-Agustí, «Música Sacra/Música Litúrgica: Lenguaje musical y liturgia a cin-
cuenta años de Sacrosanctum Concilium», Phase 317 (2013) 501-515.
6.  Pablo VI, Alocución a los artistas, 1964, AAS 56 (1964) 438-444.
7.  Cf. Langer, Susanne , Filosofia in una nuova chiave. Linguaggio, mito, rito e arte,
Roma: Armando, 1972, 344.
78 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

bían sido celebrados en la arquitectura, la pintura, la escultura, la música


o la literatura, había sido siempre aliada de la cultura, y esta relación no
puede cortarse sin que de ella surjan graves desequilibrios y dolor. Pablo
VI exclamaba: «el tema es este: hay que restablecer la amistad entre Igle-
sia y los artistas» 8.
A su vez, la liturgia siempre ha utilizado los colores, música, olores,
luz, imágenes, gestos para hacer más elocuente su dimensión sacramen-
tal. La música ha estado siempre presente entre las artes que la Iglesia
utiliza para llegar al corazón de los fieles. Pero de manera especial, la
música que se funde con la Palabra de Dios celebrada por la comunidad.
Más allá de los problemas prácticos que afectan a la música en nuestra
liturgia, pretendo exponer un fundamento para hacer posible el estudio
teológico de la función de la música litúrgica 9.

2.1.  Magisterio contemporáneo y música litúrgica

La atención que, desde Pío X hasta la Sacrosanctum Concilium, el


magisterio ha prestado a la música en su función litúrgica es significativo
e importante, y podemos observar en ella una cierta progresión cualita-
tiva en el valor de la función de la música en la liturgia 10.
El Concilio Vaticano II dedicó todo el capítulo VI de la Consti-
tución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium a la música
sagrada 11. Culminaba así un largo camino en que se aunaban por una
parte los esfuerzos del movimiento de renovación litúrgica, y por otra el
desarrollo de las corrientes musicales que desde casi un siglo trabajaban
para la renovación de la música en la Iglesia Católica.
El Papa Pío X con fecha del 22 de noviembre del 1903 –fiesta de
Santa Cecilia– promulgó, en forma de Motu Proprio, el documento con
el título italiano Tra le sollecitudini 12.

 8. Pablo VI, Alocución a los artistas, 314.


 9. Valenziano, Crispino, Scritti di Estetica e di Poietica. Su l’arte di qualità liturgica e i
beni culturali di qualità ecclesiale, Bologna: EDB, 1999.
10.  Piqué, Jordi-Agustí, «“Tra le sollecitudini”. Lectura teológica desde la perspectiva de
la sacramentalidad de la música en la liturgia», Phase 258 (2003) 501-516.
11.  Música sagrada, música sacra o música litúrgica. Utilizaremos indistintamente estos
calificativos para designar la música que se desarrolla en el ámbito litúrgico. Nosotros prefe-
rimos el término «música litúrgica» ya que éste califica la música desde su origen, finalidad
y ejecución, pero en los documentos que abordamos son utilizados los tres términos sin
distinción alguna.
12.  Pío X, Motu Proprio «Tra le sollecitudini», 1903, ASS 36 (1903-1904) 329-339.
TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO 79

2.2.  El Motu Proprio de S. Pío X sobre la música sacra:


¿la culminación de una etapa?

El cardenal Giuseppe Sarto subió a la sede de Pedro con el nombre


de Pío X el 4 de agosto de 1903. Con él, llegaba a Roma un Papa con
profundas inclinaciones pastorales por lo que respecta a la liturgia y a
la música sacra 13. La situación de la música en la Iglesia de la Italia de
finales del siglo XIX ya había obligado al cardenal Sarto a promulgar
una carta pastoral, para el Patriarcado de Venecia, que contenía en ger-
men las grandes líneas del MP de 1903 14. Así pues no es de extrañar que
uno de los primeros documentos del nuevo Papa estuviera dedicado a la
situación de la música en la Iglesia.
Las circunstancias y las personas que rodearon a Pío X fueron espe-
cialmente sensibles a las realidades que ya eran claramente emergentes
cuando Sarto llegó al papado: el naciente Movimiento Litúrgico, la res-
tauración del monasterio de Solesmes y el trabajo de recuperación de la
tradición del Canto Gregoriano por parte de los monjes herederos de
Dom Guéranger, y finalmente la naciente influencia del Movimiento
Ceciliano. Cada uno de estas realidades pertenece un ámbito geográ-
fico, lingüístico y de pensamiento delimitado: el Movimiento litúrgico
encuentra refugio y desarrollo en el ámbito de la restauración monástica
francesa, alemana y belga; el Movimiento ceciliano encuentra sus oríge-
nes en el ámbito alemán; el del canto gregoriano en Francia.
En Italia, estas corrientes llegaron mezcladas con influencias román-
ticas. El romanticismo musical encontró su desarrollo en la ópera y en
sus teatros, en las salas de conciertos y en la forma «sonata» 15. Todas
estas realidades penetraron también en el tejido eclesial y entraron en la
Iglesia, en su liturgia y en su música, las formas «modernas». En cierta
manera el MP de Pío X fue un intento de luchar contra esta entrada de
modernismo que se plasmaba en las formas operísticas de la música en
la iglesia de Italia.
Todos estos componentes se daban en el contexto donde surgieron
con fuerza los primeros albores del Movimiento Litúrgico, la difusión
del canto gregoriano, su estudio y recuperación, la revalorización de la
polifonía, y el retorno al estudio de la teología de los Padres de la Iglesia,
y especialmente importante, el redescubrimiento de la teología de la li-
turgia. Todas estas corrientes tomaron carta de identidad con la promul-

13.  Combe, Pierre, «Le Motu Proprio du 22 novembre 1903 de S. Pie X: Études histori-
ques», Études Grégoriennes 5 (1962) 133-137.
14.  Sarto, Giuseppe Cardenal, Musica sacra: Lettera pastorale, Venezia, 1895.
15.  Cf. Hameline, Jean-Yves, «Le son de l’histoire. Chant et musique dans la restaura-
tion catholique», La Maison-Dieu 131 (1977) 5-47.
80 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

gación del MP de Pío X que, siendo exclusivamente de carácter musical,


abrió el camino a las nuevas corrientes litúrgicas, gestadas a finales del
siglo XIX.
Podemos decir por lo tanto que no se trata de un final de etapa, ya
que es a partir de la promulgación del MP en el noviembre de 1903,
que los movimientos liturgista y de renovación musical toman carta de
identidad. Como veremos, todos los sucesores de Pío X han elaborado
textos referentes a la música y a la liturgia que toman como punto de
partida sus intuiciones, siendo el valor de los documentos magisteriales
cada vez mayor, y culminando en la SC.

2.3.  Algunas claves de lectura del MP «Tra le sollecitudini»

La intuición principal que emerge del MP «Tra le sollecitudini» es la


concepción de la música como elemento inte­grante y constitutivo de la
liturgia solemne. Esta consideración nos lleva a subrayar la idea de Pío
X de definir la función de la música dentro de la liturgia:
La música contribuye a aumentar el decoro y esplendor de las cere-
monias eclesiales, y así como su oficio principal consiste en revestir de
adecuadas melodías el texto litúrgico que se propone a la consideración de
los fieles, de igual manera su propio fin consiste en añadir más eficacia al
texto mismo, para que por tal medio se excite más a los fieles a la devoción y
se preparen mejor para recibir los frutos de la gracia, propios de la celebración
de los sagrados misterios 16.

En este fragmento se concentran las principales ideas que caracteri-


zan la música como litúrgica, es decir como elemento activo y esencial
–en sentido profundo– de la acción litúrgica: revestir y hacer más efi-
caz la palabra de los textos litúrgicos; excitar la devoción de los fieles y
prepararlos para recibir los frutos de la gracia que emanan de los santos
misterios celebrados.
De la relación de la música con la palabra y con los textos litúrgicos
se puede entender que la música, en cierto sentido, se constituye en la
primera hermeneuta de la Palabra celebrada que, en cierta manera, nos
la hace comprender y nos conduce a la contemplación y admiración
del Misterio celebrado en la liturgia. Basta prestar atención a algunas
melodías gregorianas para observar cuan íntima es la relación entre me-
lodía y texto y cuan sapiencialmente la música subraya el sentido del
texto. La himnodia gregoriana, con la distribución de los modos y con

16.  Cf. Pío X, MP «Tra le sollecitudini», 332. La cursiva es nuestra.


TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO 81

la alternancia coral, expresa y crea el ambiente de reflexión y meditación


(ruminatio) de los textos que la Iglesia pone en boca de los fieles para
santificar las horas.
La excitación de la devoción de los fieles muestra la concepción de
la música como creadora de emoción que mueve al «afecto». Este es un
tema muy querido por filósofos y por los Padres de la Iglesia. La incli-
nación a la devoción viene a subrayar cuán sabiamente la Iglesia siempre
ha utilizado la música para llegar al corazón, al interior, al lugar donde
la simple predicación con palabras no puede llegar; cuán sabiamente la
Iglesia ha hecho del arte uno de sus principales ele­mentos de catequesis.
La preparación para recibir la gracia de la vida litúrgica celebrada
nos parece el elemento más novedoso del texto de Pío X, junto con el
ya famoso de la participación activa 17. Se puede entender fácilmente que
la participación en el canto por parte de la asamblea es una de las apli­
caciones directas de esta intuición. La intuición de Pío X nos parece mu-
cho más profunda aún si se lee en conexión con la cuestión de la moción
interna que lleva a la devoción. Esta preparación-parti­cipación activa no
se reduce a la materialidad del canto, es decir no solamente se participa
activamente en la acción de cantar, sino que viene ejemplificada con la
acción de la escucha: escucha de la Palabra, escucha de la música, que se
complementan íntimamente 18. Si la música es verdaderamente litúrgica,
Palabra y música se comentan, se identifican y penetran, adentrándose
en lo más íntimo del creyente que está en actitud de escucha y de aper-
tura a la gracia santificante, y por tanto, a la vivencia del encuentro con
Cristo, de modo semejante a cuanto se realiza en los sacramentos. La
música tiene así una función llena de significado, ya que por medio de la
experiencia estética se abre al mundo de la belleza del misterio de Dios y
abre eficazmente el cora­zón a la escucha de la Palabra, al encuentro con
Cristo y a la realización de la obra de la salvación operada en la liturgia.
En el fondo, estamos hablando de una dimensión «quasi» sacramental
de la música.
Estos elementos me parecen claves en la concepción del MP y son
fundamentales para su recta interpretación. Todo lo demás, la bon-
dad de las formas de la música, la alternancia gregoriano-polifonía, la
santidad de la música, la música moderna, el órgano, la función mi-

17.  Pío X, MP «Tra le sollecitudine», 1903, 331.


18.  Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, IIa, IIae, q. 91, a. 2 resp. «Et ideo sa-
lubriter fuit institutum ut divinitas laudes cantus assumerentur, ut animi infirmorum magis
provocarentur ad devotionem. Unde Augustinus dicit in X Confess». También en Id., Sum-
ma Theologiae, q. 91 a. 1 resp. «Et ideo necessaria est laus oris, non quidem propter Deum,
sed propter ipsum laudantem, cuius affectus excitatur in Deum ex laude ipsius: secundum
illud Ps. 49,23».
82 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

nisterial de los cantores, resulta derivado de esto y debe leerse a la luz


de esta atención a la palabra celebrada, a la adoración de aquello que
se celebra, y a la apertura a las fuentes de la gracia que el hombre y la
mujer llamados a la comunión con Dios reciben en la vida sacramental
y litúrgica.
La situación actual de la música en la liturgia, y aquí sí que podemos
especificar en la liturgia católica, dista mucho de responder a las intui-
ciones del Papa Pío X. Quizás una relectura de su pensamiento, a la luz
de la riqueza de la SC, nos ofrecería elementos para un nuevo trabajo
de comprensión de la función de la música en la liturgia. Juan Pablo II,
en el Comentario al salmo 150, de la Catequesis de la audiencia general
del miér­coles 26 de febrero del 2003, decía: «Hace falta rogar a Dios no
solo con fórmulas teológicamente exactas, sino también de modo bello
y digno. Por lo que se refiere a esto, la comunidad cristiana debe hacer
un examen de conciencia para que retorne a la liturgia la belleza de la
música y del canto». En su Quirógrafo del 22 de Noviembre de 2003 el
Santo Padre planteaba las claves de la comprensión de la música en la
liturgia. Resumía lo que ha sido expuesto por sus predecesores junto con
las enseñanzas del Vaticano II. Remarcaba el valor del canto gregoriano,
la polifonía y el órgano, cosa no contradictoria con el intento de acoger
nuevas corrientes artísticas y musicales, ya que toda contradicción desa-
parece si todo se lee a la luz de la liturgia. La música como elemento de
la misma participa de su mismo fin. Su contacto directo con la Palabra
le da un «plus» respecto a las otras artes.

2.4.  El magisterio posterior al MP de Pío X hasta la Sacrosanctum


Concilium

Gracias al impulso dado por Pío X tiene una gran importancia el lla-
mado Movimiento Litúrgico, que se fue extendiendo y propagando por
doquier y dando frutos tanto en el campo pastoral como en el campo
de los estudios científicos 19. Este movimiento tendrá gran importancia
en el campo musical especialmente con el trabajo de recuperación y
divulgación del Canto Gregoriano. La aparición, promovida y favore-
cida por algunos documentos pontifícios, de las Scholae Cantorum y de
los grupos de Pueri Cantores, hará más amplia y popu­lar la influencia

19.  En este aspecto cabe solo destacar, como ejemplo ilustrativo, que fue el mismo Pío X
quien en el MP «Praeclara inter opera» 1914, 333-335, del 24 de Junio de 1914, estableció
el Ateneo San Anselmo, a cargo de los monjes benedictinos y caracterizado por el estudio
de la liturgia, quedando reconocido como centro capaz de expedir grados académicos en
esta especialidad. Sus sucesores irán favoreciendo este proyecto hasta que en el 1961 queda
definitivamente constituido el Pontificio Instituto Litúrgico.
TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO 83

del Movimiento Litúrgico en el campo musical litúr­gico. Por otra parte


los trabajos del estudio de la paleografía gregoriana, en especial en el
monasterio benedictino de Solesmes (Francia), y la fundación del Insti-
tuto Pontificio de Música Sacra de Roma, o la recuperación del antiguo
canto Ambrosiano promovida por el beato cardenal Ildefonso Schuster
en Milán, darán un gran vigor al campo de la música litúrgica. Para-
lelamente aparecen numerosas publicaciones científicas de la polifonía
clásica y se incentiva la creación de nuevo repertorio polifónico.
Esta gran actividad se ve aún subrayada e intensificada por los pri-
meros frutos del Movimiento Litúrgico que son recogidos en las pri-
meras reformas que emprende el Papa Pío XII al restaurar la liturgia de
la Semana Santa el 1955 con el decreto «Maxima Redemptoris nostrae
Mysteria» del 16 de noviembre 20.
Al hablar del Movimiento Litúrgico hemos de tener en cuenta que
fue un movimiento multiforme y diversificado. En cada país y en cada
área lingüística tuvo un desarrollo particular marcado por características
propias. Pero se puede observar una serie de intereses comunes que dan
a este movimiento las características que lo constituyen como tal. La
huella de la influencia monástica marcada por el nuevo renacimiento
comenzado por Solesmes, la atención a lo musical en la liturgia, la va-
loración y el cultivo del arte sacro, el estudio de las fuentes litúrgicas y
de los Padres y una notable «romanidad», determinaron la identidad de
este movimiento.
Solesmes en Francia, Beuron en Alemania y Maredsous en Bélgica,
fueron los centros que aglutinarán y difundirán las ideas fundamentales
del Movimiento Litúrgico, que tal como señala B. Neunheuser son: El
redescubrimiento de una autentica celebración realizada en honor de
Dios, gran esmero en el canto gregoriano y el esfuerzo por dar vida a un
arte sagrado de fuerte expresividad 21.
La fase principal del desarrollo del Movimiento Litúrgico se da entre
los años 1909 hasta el 1962-1963 y se cierra con la constitución Sacro-
santum Concilium 22. Todo este renovado estudio de la liturgia y de su
importancia para la vida de los cristianos encuentra su concreción en el
ámbito teológico entre los muros del monasterio benedictino alemán de
Maria-Laach, donde su abad Dom I. Herwegwen y sus monjes Dom K.
Mohlberg y Dom O. Casel inician la publicación de obras de carácter
teológico-litúrgico. En Italia se inicia la publicación de la colección Ec-

20.  Pío XII, «Maxima Redemptonis nostrae Mysteria», 1955, AAS 47 (1955) 838-847.
21.  Neunheuser, Burkhard, «Movimiento litúrgico», en in Sartore, Domenico –
Triacca, Aquille Maria – Cibien, Carlo (eds.), Nuovo Dizionario di Liturgia, Cinisello
Balsamo: San Paolo, 2001, 1372.
22.  Neunheuser, «Movimiento litúrgico», 1373.
84 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

clesia Orans el 1918, donde aparecerá el volumen de Romano Guardini


titulado Lo spirito della liturgia.
La vida del Movimiento Litúrgico se desarrolla con fuerza y vigor
hasta entrar en un momento de crisis durante los años que preceden la
Segunda Guerra Mundial. Esta crisis se ve acentuada por algunas radi-
calizaciones y por algunas innovaciones litúrgicas emprendidas sin la
aprobación de Roma. Será la intervención de Pío XII con la «Mediator
Dei» de 1947 la que dará una identidad renovada al Movimiento Litúr-
gico que prolongará su actividad hasta la celebración del Vaticano II 23.
Paralelamente a este desarrollo, los Pontífices prestan atención a las
propuestas del MP de Pío X sobre la música sacra y la comentan remar-
cando uno u otro aspecto según el momento o las necesidades. Uno
de estos momentos es el 20 de diciembre de 1928 cuando se celebró
el veinticinco aniversario de dicho MP. Pío XI firma la Constitución
Apostólica Divini cultus sanctitatem donde hace una reflexión sobre la
relación entre dogma y liturgia y entre liturgia y santificación 24.
En un punto concreto recoge uno de los principales postulados del
Movimiento Litúrgico que en el texto viene así expresado:
Es necesario que los fieles, no como extraños o espectadores mudos,
sino con total implicación y penetrados por la belleza de la liturgia, asis-
tan de tal manera a las sagradas funciones […] que alternen sus voces,
según las normas debidas, con la del sacerdote y con las de la Schola
Cantorum 25.

Será la encíclica «Mediator Dei» 26 del 20 de Noviembre del 1947


donde Pío XII hará una reflexión sobre la liturgia como culto oficial,
público, solemne y total de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. Por

23.  Cf. Neunheuser, «Movimiento litúrgico», 1377; el autor remarca también la encí-
clica «Mystici Corporis» del 1943 como un reconocimiento y apoyo de Pío XII a algunos de
los nuevos planteamientos del Movimiento Litúrgico referido a la concepción eclesiológica
que se refleja en la asamblea litúrgica. En el campo musical, para hacer evidente la profunda
relación entre el Movimiento Litúrgico y la música litúrgica, hay que destacar la actividad
iniciada en Leipzig, y que de allí se extenderá a toda Europa. Esta actividad recibió el nom-
bre del Oratorio de Leipzig. En esta agrupación se trabajó en el campo del canto litúrgico
para darle una forma digna. Esta forma vendrá marcada por una nueva característica –hay
que recordar que ya había trabajado mucho en este aspecto el movimiento ceciliano– que
es el buscar un canto litúrgico que sea accesible a toda la comunidad cristiana que se reúne
en las parroquias. De esta iniciativa nacerán las revistas de música litúrgica parroquial Vo-
lksliturgie en el ámbito de lengua alemana, y Parochia en el ámbito francés e ita­liano. Estas
iniciativas, lentamente, se extenderán por toda Europa.
24.  Pío XI, Constitución Apostólica «Divini cultus sanctitatem», 1928, AAS 21 (1929) 33
y ss.
25.  Pío XI, «Divini cultus sanctitatem», IX.
26.  Pío XII, Carta Encíclica «Mediator Dei», 1947, AAS 39 (1947) 521-595.
TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO 85

lo que respecta a la música litúrgica, en este texto aparecen recogidas


algunas de las principales ideas del Movimiento Litúrgico. Recomienda
junto con el gregoriano y la polifonía clásica, la polifonía moderna y el
«canto popular religioso» que ha de promover y estimular y hacer crecer
la fe y la piedad de los fieles.
En la Encíclica «Musicae sacrae disciplina» 27 Pío XII ofrece la primera
encíclica dedicada exclusivamente a la música litúrgica. Publicada el 25
de Diciembre del 1955, es un intento de afrontar las cues­tiones pro-
puestas por los liturgistas y por algunos congresos de música, sintetiza
las enseñanzas aparecidas sobre el tema hasta el momento.
Pío XII presenta la música como un don de Dios al hombre que
«contribuye al gozo espiritual y al gozo del alma» haciendo suya la con-
cepción de san Agustín. Remarca la constante presencia de la música
en las manifestaciones religiosas del pueblo de Dios ya sea en Antiguo
Testamento como en el Nuevo Testamento y en la historia de la Iglesia.
Ésta siempre ha cultivado y cuidado la música para que esté al servicio
del culto y de la fe. Un punto importante de la encíclica es cuando pro-
pone una profunda reflexión sobre el arte:
Por tanto también el arte y las obras artísticas han de ser juzgadas ba-
sándose en su conformidad y armonía con el fin último del hombre (que
es Dios); y el arte ha de ser enumerado, ciertamente, entre las más nobles
manifestaciones del ingenio humano, ya que comprende el modo de ex-
presar con obras humanas la infinita belleza de Dios, y es casi su eco 28.

Poco después subraya la noble función del artista cristiano y expone


una serie de factores que hacen de la música, en su función litúrgica, una
especie de arte entre las artes:
La música sacra […] contempla el culto divino mismo mucho más
de cerca que no la mayor parte de les bellas artes […] ya que ésta ocupa
un lugar de primera importancia en el desarrollo de las ceremonias y de
los ritos sacros.

Y también:
Y en esto consiste la dignidad y la sublime finalidad de la música
sacra, que por medio de las bellísimas armonías y de su magnificencia
aporta decoro y ornamento a las voces ya sea del sacerdote que ofrece
ya sea del pueblo cristiano que alaba su Dios; eleva los corazones de los
fieles a Dios por su propia fuerza intrínseca y por su virtud; hace más

27.  Pío XII, Carta Encíclica «Musicae sacrae disciplina», 1955, AAS 48 (1956) 5-25.
28.  Pío XII, «Musicae sacrae disciplina», II, 10.
86 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

fervorosas las oraciones litúrgicas de la comunidad cristiana, a fin de que


todos puedan ala­bar y suplicar a Dios Uno y Trino con más impulso,
intensidad y eficacia 29.

Pocos años más tarde, el 3 de marzo del 1958, sale a la luz la Ins-
trucción de la Sagrada Congregación de Ritos «De musica sacra» 30 que
pretende ser una reunión sistemática de las normas y documentos sobre
la música litúrgica aparecidos desde Pío X hasta Pío XII. Este documen-
to es muy interesante porque es el último que trata la música litúrgica
antes del inicio del Concilio Vaticano II. El texto anuncia algunas de las
características que marcarán el texto de la constitución conciliar sobre
la liturgia 31.

2.5.  La Sacrosanctum Concilium y la música

El 4 de diciembre de 1963 era promulgado el primer documento del


Concilio Vaticano II, la Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacro-
sanctum Concilium, diez artículos de la cual hacen referencia a la música
sagrada. Hay que remarcar que la música litúrgica es tratada ya dentro
de la liturgia misma, ocupando ésta todo el capítulo VI, y obtiene así un
lugar propio entre los elementos de la liturgia de la Iglesia.
En el artículo 112, el primero del capítulo VI, se remarca que la
tradición musical de toda la Iglesia es un patrimonio de gran valor. Se
afirma que ya las Sagradas Escrituras han alabado el canto sacro como
también lo han hecho los Padres y los romanos pontífices, especialmen-
te Pío X, y que «han subrayado con insistencia el aspecto ministerial
de la música sacra en el servicio divino». Una mayor unión de la músi-
ca con la acción litúrgica significará una mayor santidad y el Concilio,

29.  Pío XII, «Musicae sacrae disciplina», II, 13-14.


30.  Sacra Congregatio Rituum, Instructio «De musica sacra», 1958, AAS 50 (1958)
630-663.
31.  La Instrucción establece una clara distinción entre las acciones litúrgicas y los ejerci-
cios de piedad. Establece una distinción entre misa con canto, la misa con canto solemne y la
misa rezada. Señala claramente qué repertorio se ha de incluir dentro del apartado «música
sacra»: Canto gregoriano, polifonía clásica, polifonía moderna, música de órgano, canto po-
pular religioso, música religiosa. Seguidamente establece una serie de normas prácticas: no
es lícito mezclar acciones litúrgicas y ejercicios de piedad; hay que privilegiar la participación
en la acción litúrgica; las misas con canto pueden incluir algún canto en lengua vulgar ad-
mitido y aprobado; la participación en las misas rezadas es recomendada ya sea en el ámbito
interior ya sea exteriormente según las normas aprobadas en cada lugar. Este documento
presenta ya una clara preocupación por la participación activa de los fieles en el acto litúrgi-
co, una fijación y delimitación clara de la función de los ministros del canto y de la música
en la celebración litúrgica, y una normativa que pone de relieve el papel importante de la
música y el canto en la acción litúrgica. Nos encontramos ya en la antesala del Vaticano II.
TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO 87

conservando las prescripciones y normas de la disciplina y la tradición,


observa que «el fin de la música sacra, es la gloria de Dios y la santifica-
ción de los fieles» y por tanto, determina las normas que constituyen el
capítulo VI (SC 112-121).
En el artículo 114 de la SC se exhorta a la conservación del patri­
monio musical sacro, la creación de las Scholae Cantorum y se establece
que «en toda acción sagrada celebrada con canto toda la asamblea de los
fieles pueda ejercer su participación activa» (SC 114).
El artículo 116 reconoce el canto gregoriano como el propio de la
Iglesia romana y aconseja la edición crítica de los libros. En el artículo
117 se recomienda la preparación de un repertorio para las iglesias me-
nores. Los artículos sucesivos recogen otros aspectos que afirman la fun-
ción de la música litúrgica instrumental (120); la promoción del canto
popular religioso (118); el valor del canto autóctono de los países de
misión (119); y la exhortación a los artistas a incrementar el patri­monio
musical de la música litúrgica (121) 32.
La aplicación de las directrices del Concilio Vaticano II en lo que
respecta a la música litúrgica cristalizó en la elaboración de la Instruc-
ción «Musicam Sacram» 33 del 5 de Marzo de 1967. En esta instrucción
se resumían los últimos documentos emanados con las normas del Con-
cilio. Entre estos el Motu Proprio de Pablo VI «Sacram Liturgiam» 34 en
el que se pide a las diócesis que constituyan comi­siones para la liturgia,
la música y el arte y se decreta la institución Consilium ad exequendam
Constitutionem de Sacra Liturgia, elemento de trabajo para llevar a cabo
en la práctica las reformas litúrgicas dicta­das por el Concilio 35.
Hace falta remarcar aquí que, al llegar a los documentos de apli-
cación de las disposiciones conciliares, se observa una evolución en la
valoración de la música en su función dentro de la liturgia. Ya Virginio
Sanson y Felice Rainoldi señalaron que hemos analizado como a lo largo
de los documentos se puede ver una evolución cualitativa, ya sea en el
lenguaje, ya sea en la calificación que recibe la función de la música en

32.  También se trata de algunos aspectos de la música litúrgica en otros números: las
partes susceptibles de cambio en la liturgia y que afectan al canto (21); la particularidad del
oficio musical que se desarrolla en la celebración litúrgica (28); el valor del silencio como
elemento de participación interior en la celebración litúrgica (30); la cuestión de la lengua
vulgar y el latín por lo que respecta a los cantos (54).
33.  Sacra Congregatio Rituum, «De Musica in Sacra Liturgia», 1967, 300-320.
34.  Pablo VI, Motu Proprio «Sacram Liturgiam», 1964, AAS 56 (1964) 139-144.
35.  Hace falta anotar en este apartado la Instrucción «Inter oecumenici», 1964, 877-900,
del 26 de septiembre del 1964, que es aplicación de SC donde determina que el celebrante
no ha de repetir las partes cantadas por el coro o por el pueblo; la posibilidad de introducir
la lengua vulgar en las misas cantadas; y donde se ratifica que el coro y los instrumentistas
forman parte de la asamblea litúrgica, incluso visiblemente.
88 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

la liturgia. Ambos autores hacen notar cómo la música es tratada como


«humile ancella» por Pío X en su MP; «serva nobilissima» la llamaba Pío
XI en «Divini Cultus Sanctitatem»; «sacrae liturgiae quasi administra» era
calificada por Pío XII en la encíclica «Musicae sacrae disciplina»; y por fin
el Vaticano II apuntaba el «munus Musicae sacrae ministeriale in domini-
co servitio» que ya habían señalado los Padres y los Pontífices, especial-
mente Pío X 36. Todo este proceso nos muestra la profunda atención que
ha merecido la música en el estudio de la liturgia inmediatamente antes
y durante el Concilio Vaticano II.

2.6.  Del Vaticano II hasta hoy: una gran pausa

Poco después de la promulgación de la SC se tuvo que materializar


su aplicación práctica según las nuevas directivas emanadas del Conci-
lio. Por lo que respecta a la reforma litúrgica, se plasmaron estas disposi-
ciones en la institución Consilium ad exequendam Costitutionem de Sacra
Liturgia. Paralelamente a este desarrollo, y promovido por la reforma
litúrgica querida por el Concilio, se dan otro tipo de documentos como
son las alocuciones o cartas de los Papas a los artistas. Pablo VI dirigió
una alocución a los artistas el 7 de mayo de 1964, en pleno desarrollo
de sesiones conciliares. Los mismos Padres Conciliares se dirigieron a
los artistas en los mensajes finales de la conclusión del Vaticano II, el 8
de diciembre de 1965. Juan Pablo II dirigió su carta a los artistas en las
vigilias del Jubileo del año 2000, en un mensaje firmado el 4 de abril de
1999, fiesta de Pascua de Resurrección. Cada uno de estos documentos
habla de la música dentro de la categoría general del arte, tal como lo
hizo la SC.
Pero la renovación en el campo musical litúrgico se vio afectada
por momentos de desconcierto y de perplejidad. La llegada de nuevas
corrientes musicales y de nuevas formas expresivas en la músi­ca litúr-
gica del postconcilio será causa de nueva reflexión, sobre todo en los
momentos más difíciles de este complejo proceso 37. Dichos momentos
dieron lugar a otras propuestas de reflexión serias, que se materializarían
en asociaciones musicales y en congresos que buscaban un camino para
la música ante la nueva perspectiva que había tomado la liturgia 38. De

36.  Cf. Sanson, Virginio, La musica nella liturgia. Note storiche e proposte operative, Pado-
va: Edizioni Messaggero, 2002, 236-238.
37.  Para ilustrar uno de estos momentos se puede ver el curioso capítulo dedicado a la
llamada «música joven» y su irrupción el ámbito litúrgico tal como viene analizado en San-
son, La Música nella liturgia, 224-226.
38.  Uno de estos grupos es el llamado «Universa Laus» que en el 1966 se constituye como
un grupo internacional para la renovación musical litúrgica.
TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO 89

estos grupos y de su trabajo se publicaron importantes documentos que


mues­tran y analizan el estado de la música litúrgica contemporánea.
Hay que tener en cuenta, por su importancia, el trabajo de tantos
compositores y editores comprometidos en crear nuevas composiciones
y difundir los nuevos textos de debate sobre la liturgia, tan abundantes
en los años que siguieron al Concilio Vaticano II. Muchos compositores
se acer­caron a los textos renovados para la liturgia para darles una nueva
forma musical, que permitiera combinar las exigencias del arte musical y
la práctica del canto de la asamblea recomendada por el Concilio 39. Poco
después, Pablo VI remarcó la unión entre la Iglesia y el arte, manifes-
tando el dolor por un cierto alejamiento mutuo y propuso la superación
de este distanciamiento. Pablo VI define la íntima relación entre sus
propuestas y la SC como sigue:
Pero nosotros, por nuestra parte, Nos Papa, nosotros Iglesia, hemos
firmado ya una gran acta de la nueva alianza con el artista. La Constitu-
ción de la Sagrada Liturgia, que el Concilio Ecuménico Vaticano II ha re-
dactado y promulgado como primer documento, tiene una página –que
espero conozcáis– que es sin duda el pacto de reconciliación y de renaci-
miento del arte religioso en el seno de la Iglesia católica. Repito, Nuestro
pacto está firmado. Os toca a vosotros la firma correspondiente 40.

Poco tiempo después, los mismos Padres Conciliares se dirigían a los


artistas en los mensajes finales propuestos al mundo en la conclusión de
las sesiones del Vaticano II. En el mensaje dirigido a los artistas se puede
leer una idea similar a la expresada por Pablo VI respecto a la alianza
entre Iglesia y arte:
La Iglesia ha hecho con vosotros (artistas) alianza desde hace mucho
tiempo. Vosotros habéis edificado y decorado sus templos, celebrado sus
dogmas, enriquecido su liturgia. Vosotros la habéis ayudado a traducir
su mensaje divino en el lenguaje de las formas y de las figuras, a hacer
sensible el mundo invisible. […] Ella (la Iglesia) os habla por nuestra voz:
no dejéis que se rompa una alianza tan fecunda 41.

Pronto surgieron las primeras dificultades en la aplicación de la re-


forma litúrgica, que la Instrucción «Musicam Sacram» quería paliar. De

39.  En este campo es necesario citar los nombres de revistas especializadas que se publi-
can entre los años sesenta y ochenta: Eglise qui chante, Musik und Altar, Church Music, Il
Canto dell’Assemblea; y también los encuentros de compositores Encontre Internacional de
Compositors per a la Litúrgia, Monestir de Montserrat 1968. 1973.
40.  Pablo VI, Alocución a los artistas, 1964, AAS 56 (1964) 438-444.
41.  Mensaje de los Padres Conciliares del Concilio Ecuménico Vaticano II a los artistas, 1965,
AAS 58 (1966) 12-13.
90 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

ella destacamos solo un fragmento por la definición que hace de la fun-


ción de la música:
La acción litúrgica recibe la forma más noble, cuando se realiza con
canto, contribuyendo a ella los ministros según el grado de su ministe-
rio, y la participación del pueblo. Por ella y a través de ella, la oración
se expresa en un modo más suave, el misterio de la sagrada liturgia se
manifiesta más claramente en su propia índole jerárquica y comunitaria,
se consigue la uni­dad de los corazones más profundamente por la unidad
de las voces, las mentes se elevan más fácilmente a las cosas espirituales
(sublimes) a través del esplendor de las cosas sacras, y toda celebración
prefigura más claramente la que se realiza en la santa Jerusalén celestial 42.

La realidad del proceso de renovación vino marcada, por una par-


te, por el trabajo de muchos artistas y liturgistas, pero por otra, por la
irrupción de nuevas corrientes de expresión musical que iban más allá
del marco de la misma reforma litúrgica.
Entre estos trabajos merece especial atención el realizado por algu-
nos colectivos o grupos en el campo de la reflexión y de la práctica
musical en aquellos años y que intentaron responder positivamente a las
demandas del Concilio. Dentro de esta categoría, aparece destacado por
su fuerza y amplitud el grupo «Universa Laus» 43 y más en concreto en
el documento publicado en 1980 «Música, Liturgia, Cultura» 44. Dicho
documento, con una perspectiva de la reforma litúrgica de veinte años,
aporta una madura reflexión por lo que respecta a la renovación y a la
revalorización de la música en la liturgia promovida por el Concilio. En
diez puntos expone la función de la música litúrgica en la celebración
cristiana, atendiendo a los tres parámetros que dan título al documento:
la música, la liturgia y la cultura.
En el texto, el canto de la asamblea cristiana (1) es visto como «anun-
cio de la salvación en Jesucristo» 45 y se afirma:

42.  «Formam nobiliorem actio liturgica accipit, cum in cantu peragitur, ministris cuius-
que gradus ministerio suo fungentibus, et populo eam participante. Per hanc enim for-
mam oratio suavis exprimitur, mysterium sacrae Liturgiae eiusque indoles hierarchica et
communitatis propria apertius manifestantur, unitas cordium per vocis unitatem profundis
attingitur, mentes per rerum sacrarum splendorem ad superna facilius extolluntur, et uni-
versa celebratio illam clarius praefigurat, quae in sancta civitate Ierusalem peragitur», Sacra
Congregatio Rituum, «De Musica in Sacra Liturgia», 301.
43.  La historia de esta agrupación se puede encontrar en la introducción del docu­mento
Musica, Liturgia, Cultura. Un documento di «Universa Laus». El nacimiento del grupo se
sitúa formalmente en 1966 en el Congreso celebrado en Lugano entre el 20 y 22 d’abril del
mismo año. Las actividades del grupo se remontan a 1962 y se prolongan hasta la década
de los ochenta.
44.  Musica, Liturgia, Cultura. Un documento di «Universa Laus», Torino 1981.
45.  Musica, Liturgia, Cultura, 18.
TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO 91

Canto y música forman parte de la estructura de la liturgia cristiana.


No podemos trabajar teóricamente o prácticamente, en el campo de la
liturgia sin tener en cuenta la música 46.

La importancia ministerial de las personas que ejecutan la música


dentro de la celebración (3) es analizada en el documento de la manera
siguiente:
La alternancia entre pueblo y ministro se explica en parte por el deseo
de expresar la naturaleza orgánica y jerárquica de la asamblea cristiana, y
el carácter sacro de la acción litúrgica. […] Canto y música en la liturgia
están al servicio de las personas que forman la asamblea. […] En la litur-
gia, el ejercer un servicio no es solamente una cuestión de competencia
técnica o de un rol social 47.

La fusión de la música y la Palabra de Dios proclamada en la liturgia


(5) centran la atención del documento:
El canto no es el resultado de juntar simplemente una música con un
texto. Ni siquiera el encuentro ocasional de la música pura y de la poesía
pura. Es un gesto humano original, en el cual palabra y sonido forman
un todo. En el canto el texto produce significados que la música asume
como suyos; mientras que la música, por su parte, extiende hacia nuevas
y múltiples direcciones el sentido de las palabras. Con la palabra, la mú-
sica puede «decir el nombre» del Dios de Jesucristo. Con la música, la voz
humana intenta expresar lo inefable 48.

Otro punto especialmente relevante es el que se titula: Funciones


rituales de la música (7). Después de hacer una aproximación antropo-
lógica de la música, se especifica que ésta «en tanto que parte de la ce-
lebración cristiana como tal, desempeña un papel específico y responde
a funciones propias» 49. En el cuarto apartado del documento se puede
leer:
Canto y música tienen, en la liturgia, funciones rituales variamente
determinadas. Canto y música, en tanto que signos y símbolos, desem-
peñan un papel que va más allá de las funciones rituales determinantes 50.

La dignidad de la celebración litúrgica reclama también la dignidad


del repertorio musical utilizado y la competencia de los ejecutantes (8)

46.  Musica, Liturgia, Cultura, 19.


47.  Musica, Liturgia, Cultura, 21.
48.  Musica, Liturgia, Cultura, 24.
49.  Musica, Liturgia, Cultura, 24.
50.  Musica, Liturgia, Cultura, 27.
92 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

y también pide que «las formas de la liturgia susciten una exigencia co-
mún y constante de belleza y santidad» (9) 51.
Finalmente el documento, en su último punto (10) especifica, a
modo de resumen, que «el fin de toda música ritual cristiana es el de ma-
nifestar y de realizar el nuevo hombre en Jesucristo resucitado», y aún,
«el cántico nuevo no será íntegramente pleno hasta que los hombres de
toda raza, lengua y cultura no habrán unido sus voces» 52.
Este documento representa, a nuestro modo de entender, uno de
los intentos más serios de análisis y reflexión sobre la música litúrgica
desde la promulgación de la SC. El trabajo del grupo «Universa Laus» se
plasma en este instrumento que ha marcado de manera importante el
estudio de la música litúrgica en los últimos decenios. No es difícil oír
en dicho texto las reminiscencias del MP de Pío X evocado y contextua-
lizado a la luz de la SC.
La Carta del Papa Juan Pablo II a los artistas 53 firmada en la fiesta
de Pascua de 1999, marca, desde la dedicatoria, el sentido del texto:
«A cuantos con apasionada dedicación buscan nuevas «epifanías» de la
belleza para hacer de ellas don al mundo en la creación artística» 54. En
dieciséis puntos el Santo Padre hace un recorrido por el significado del
arte y de la belleza con relación al mensaje cristiano y en especial con la
misión de predicación de la Iglesia 55.
En el primer apartado (1) hace una lectura del texto del libro del
Génesis, estableciendo la siguiente relación:
Dios ha llamado a la existencia al hombre transmitiéndole el deber
de ser artífice. En la «creación artística», el hombre se revela más que nun-
ca «imagen de Dios», y lleva a cabo este deber primeramente plasmando
la estupenda «materia» de la propia humanidad y después ejercitando un
dominio creativo sobre el universo que le rodea 56.

Esta vocación del hombre es especialmente analizada en el apartado


«La especial vocación del artista» (2), evocando las obras de arte reali-
zadas que demuestran cómo el arte es lenguaje de comunión entre los
seres humanos 57. Dicha vocación está al servicio de la belleza (3) y ésta,

51.  Musica, Liturgia, Cultura, 29.


52.  Musica, Liturgia, Cultura, 31.
53.  Juan Pablo II, Lettre du Pape Jean-Paul II aux artistes, 1999, AAS 91 (1999/II) 1155-
1172. Yo uso el texto publicado en italiano Juan Pablo II, Lettera agli artisti, Città del
Vaticano 1999.
54.  Juan Pablo II, Lettera agli Artisti, 3
55.  Juan Pablo II, Lettera agli Artisti, 4.
56.  Juan Pablo II, Lettera agli Artisti, 5.
57.  Juan Pablo II, Lettera agli Artisti, 7-8.
TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO 93

tal como dice el Papa, «es en un cierto sentido la expresión visible del
bien, como el bien es la condición metafísica de la belleza» 58. El artista
es llamado a desarrollar sus dones para cultivar la belleza a favor del bien
común (4) y afirma que «hay una ética, incluso una «espiritualidad» del
servicio artístico, que a su manera contribuye a la vida y al renacimiento
de un pueblo» 59. En el apartado que sigue (5) «El arte frente el misterio
del Verbo encarnado», el Papa sostiene que esta encarnación es la fuente
de la belleza que «el Hijo de Dios, haciéndose hombre, ha introducido
en la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad
y el bien, y con ésta ha desvelado una nueva dimensión de la belleza: el
mensaje evangélico está lleno de esta belleza a rebosar» 60.
Un punto central de esta carta es el párrafo que trata de la fecunda
alianza entre Evangelio y el arte (6) y que, después de citar los ejemplos
de Francisco de Asís, Buenaventura y la espiritualidad oriental, el Papa
escribe: «Toda forma autentica de arte es, a su manera, una vía de acceso
a la realidad más profunda del hombre y del mundo», y poco más ade-
lante dice: «la plenitud evangélica no podía sino suscitar, incluso desde
el inicio, el interés de los artistas, sensibles por naturaleza propia a todas
las manifestaciones de la íntima belleza de la realidad» 61.
En los apartados siguientes (7-9) el Papa repasa la historia del arte,
exaltando las principales manifestaciones que reflejan una íntima rela-
ción entre fe y arte, pudiendo observar que en los tiempos modernos la
sociedad se ha hecho más indiferente respecto a la fe, a pesar de lo cual,
las obras artísticas no han dejado de ser producidas y cita en el texto las
composiciones de grandes músicos dedicadas expresamente a la liturgia
como exponente de la fuerte relación existente entre arte y fe.
La carta invita después a una renovada intención de restablecer el
diálogo entre el mundo de la fe y el mundo del arte (10), diciendo:
La Iglesia desea que en nuestra época se lleve a cabo una nueva alianza
con los artistas […]. De tal colaboración la Iglesia espera una nueva y re-
novada «epifanía» de belleza para nuestro tiempo y respuestas adecuadas a
las exigencias propias de la comunidad cristiana 62.

El Papa fomenta, dentro del espíritu del Vaticano II, una nueva re-
lación entre Iglesia y arte (11) y escribe:

58.  Juan Pablo II, Lettera agli Artisti, 9.


59.  Juan Pablo II, Lettera agli Artisti, 11.
60.  Juan Pablo II, Lettera agli Artisti, 13.
61.  Juan Pablo II, Lettera agli Artisti, 16-17.
62.  Juan Pablo II, Lettera agli Artisti, 28. Hay que destacar la referencia que hace el texto
al discurso de Pablo VI a los artistas reclamando una nueva alianza entre Iglesia y arte y que
hemos visto anteriormente.
94 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

Ciertamente en este espíritu de profunda estima por la belleza, la


Constitución sobre la Sacra Liturgia Sacrosanctum Concilium había ya
recordado la histórica amistad entre Iglesia y arte […] y no deja de con-
siderar el «noble ministerio» de los artistas cuando sus obras son capaces
de reflejar, de alguna manera, la infinita belleza de Dios, y elevar a Él las
mentes de los hombres 63.

El discurso del Papa manifiesta que «la Iglesia tiene necesidad del
arte» (12) porque «el arte tiene una capacidad propia para tomar uno u
otro aspecto del mensaje, traduciéndolo en colores, formas, sonidos que
hablan a la intuición del que mira o escucha» 64. Y más concretamente
dice:
La Iglesia tiene necesidad de los músicos. ¡Cuántas composiciones
sagra­das han sido elaboradas en el curso de los siglos por personas pro-
fundamente impregnadas del sentido del misterio! Innumerables creyen-
tes han alimentado su fe con melodías esbozadas por el corazón de otros
creyentes y convertidas en parte de la liturgia […]. En el canto, la fe se
experimenta como exuberancia de gozo, de amor, de confiada espera de
la intervención salvífica de Dios 65.

Los párrafos que siguen son una llamada que el Papa hace a los
artistas para moverlos a reflexionar sobre si el arte tiene necesidad de la
Iglesia (13) y sobre la obra del Espíritu Creador en la inspiración artísti-
ca (15). La llamada del Papa se concreta en las palabras: «Mi invitación
es una llamada a redescubrir la profundidad de la dimensión espiritual y
religiosa que ha caracterizado en todo tiempo el arte en sus más nobles
formas expresivas» 66.
El último apartado de la carta (16) es un canto exhortativo para
hacer comprender cómo, en el tercer milenio, el arte ha de ser reflejo
de Aquel que es «Belleza» que salva: «vuestro arte –dice el Papa– con-
tribuye a la afirmación de una belleza auténtica que, casi eco del Espí-
ritu de Dios, transfigure la materia, abriendo las almas al sentido de lo
eterno» 67.
La vigencia del diálogo entre fe y arte, Iglesia y arte, muestra un
amplio campo abierto a la reflexión. Este campo tiene que abrirse al es-
tudio y a la especial atención de los teólogos. La lectura de los parágrafos
anteriores ya deja entrever que nuestra principal conclusión es que el

63.  Juan Pablo II, Lettera agli Artisti, 30. SC 112; Gaudium et Spes, 62.
64.  Juan Pablo II, Lettera agli Artisti, 31.
65.  Juan Pablo II, Lettera agli Artisti, 32.
66.  Juan Pablo II, Lettera agli Artisti, 34.
67.  Juan Pablo II, Lettera agli Artisti, 39.
TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO 95

papel de la música en la liturgia va mucho más allá de una simple cues-


tión estética o de gustos, incluso más allá de compromisos pastorales o
catequéticos.
Apuntábamos al principio que el MP no era un punto final, sino
que marcaba un inicio caracterizado por la visión post-romántica de
la historia, la Iglesia y la liturgia, y por una reflexión profunda y seria
sobre la música sacra. El MP respondía, sin duda, a problemas prácticos
concretos pero, con gran intuición, llevaba la reflexión más allá de las
limitaciones de lo inmediato.
Creo que la única forma de ahondar en la reflexión y práctica musi-
cal en la liturgia, ahora mismo, pasa por llevar el estudio y la discusión
a un nivel más alto que el mero solucionar problemas: una profunda
teología de la liturgia nos puede ayudar en este camino; la reflexión
teológica sobre el arte y del arte en la liturgia nos permitirá valorar su
función mucho más allá de gustos, modas, filias o fobias, y nos alejará
de todo personalismo, que ahoga la praxis musical y limita los frutos
de la gracia a la que, como decía S. Pío X, la música verdaderamente
litúrgica, ligada íntimamente a la Palabra celebrada, nos abre, prepa-
rando nuestro corazón y nuestro interior a recibir la gracia de los miste-
rios celebrados. Recogiendo la exhortación de los últimos Papas, estoy
convencido que el arte, belleza imagen de Belleza, puede hablar a los
hombres y mujeres de nuestro tiempo y nuestro mundo eminentemen-
te dialógico, comunicarles el Evangelio y la proximidad del Misterio
de Dios celebrado en la liturgia, quizás en modo más elocuente, que
con cualquiera de los discursos o moniciones que tantas veces ahogan
nuestras celebraciones.

3. Palabra y música: propuesta para definir una auténtica


música litúrgica

Ante los temas expuestos hasta aquí, la relación del sonido con el
espacio y la visión magisterial de la música en su función litúrgica, ca-
bría preguntarse finalmente qué elementos definen una música como
litúrgica en general y especialmente hoy, cincuenta años después de Sa-
crosanctum Concilium. Por los mismos principios hasta aquí tratados el
tema se escapa de cualquier limitación estética, de moda o de finalidad.
La música litúrgica solo se corresponde con los mismos fines de la litur-
gia, como hemos visto. En tanto que es un lenguaje se somete a los cam-
bios de mentalidad, gusto y técnicas del sonoro. Un análisis significante
tiene que saltar los límites del inmediato y situarse en la comprensión
teológica de la música en la liturgia.
96 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

3.1.  La palabra: sonus vocis

El elemento principal que define una música como litúrgica es su


íntima relación con la Palabra. En la primera parte describía cómo la Pa-
labra revelada toma formas concretas de lenguajes semánticos incultura-
dos. Esta primera «encarnación» forma y da cuerpo al canto con el cual
se proclama la palabra. Por tanto, el paso de la palabra hablada –propia
del mundo terreno– a la palabra cantada –propia del diálogo divino– su-
pone un salto cualitativo hacia la dimensión más trascendente del hecho
musical en sí. La Palabra al ser cantada adquiere una nueva dimensión
que la hace audible y comprensible. Ya escribí una vez que el cantor del
a Palabra se convierte en el primer hermeneuta para sí y para los que le
escuchan 68. Ahora hay que añadir un elemento más: la cuadridimensio-
nalidad de la Palabra cantada.
Precisamente por ello en toda la liturgia cristiana siempre se propone
la Palabra en forma cantada. Así cuando es leída directamente de la Bi-
blia como lectura o epístola; cuando es proclamada como salmo gradual
o responsorial; cuando es proferida solemnemente en forma de evan-
gelio (cabría hacer mención especial a la lectura de la Pasión el Viernes
Santo cuando la proclamación se hace con tres diáconos o incluso con
coro que caracterizan los diferentes actores del drama evangélico); en
forma de colecta, himno, cántico, aclamación respuestas, etc., tal como
indica ya Sacrosanctum Concilium y bien lo hemos visto con Pío X.
Esta Palabra no solo es transmitida o leída. Es cantada en forma
simple o solemne, pero adquiere este estadio de Palabra hecha sonido
para ser proferida y mejor recibida. La relación de esta proclamación
con el espacio arquitectónico y el lugar litúrgico está a la luz de todos:
baste aquí señalar el ambón como lugar de la Palabra y los elementos
acústicos –elevación del lugar, torna-voz; semitonados– para entender la
importancia del canto en el momento litúrgico.
El arte y la arquitectura siempre han recogido estas directrices y se
han traducido en verdaderas obras de arte. ¿Es así también hoy?
Pero no quiero eludir un segundo e importante aspecto del canto
de la Palabra. El hecho de que el canto nace para ser escuchado. Ya los
Padres admiten el canto para comprender mejor la palabra. Si el musical
atrae al oyente más que lo que se canta, se puede considerar el canto
como disgregador. Así pues canto y Palabra estarán en el locus liturgicus
tan íntimamente unidos hasta determinar el espacio y la percepción del

68.  Piqué, Jordi-Agustí, «La música en los monasterios: alabanza a Dios y acogida/diá-
logo con los hombres y mujeres. La experiencia estética del Misterio», en López-Tello,
Eduardo – Zorzi, Benedetta Selene (eds.), Church, Society and Monasticism, (Studia Ansel-
miana 146), Roma 2009, 283-315.
TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO 97

sentido profundo de la Palabra. Igualmente la música instrumental –sin


palabra– tendrá una relación directa con la Palabra celebrada si quiere
ser realmente litúrgica 69.

3.2.  Tanquam Sonum: el Espíritu

Desde la fenomenología del canto podemos considerar el hálito


como el que pone en vibración el aparato fonador y el aire para producir
el sonido. Este simple ejemplo adquiere en la liturgia dimensiones sim-
bólicas y teológicas.
El aliento es asociado al espíritu Creador de Dios en el Génesis y a la
fuerza recreadora y dadora de vida en los profetas. El hálito, en el mun-
do antiguo era el símbolo y la constatación de la vida. Incluso en nuestro
lenguaje habitual es así: dar el último hálito. Pentecostés pasa por el hali-
tar de Jesús sobre sus discípulos sobre los cuales se posa el Espíritu Santo.
La liturgia recoge esta dinámica en algunos de sus gestos epicléticos.
El obispo sopla sobre el crisma par su consagración; el presbítero sopla
el hálito sobre el agua bautismal para darle la fuerza del Espíritu; se sopla
sobre las orejas del neófito para abrirlas a la fe cristiana (rito del efatá
en el bautismo). Incluso algunos comprenden el hálito del celebran-
te mientras dice las palabras de la consagración sobre el pan y el cáliz
cuando se inclina sobre las especies para que se conviertan en Cuerpo y
Sangre de Cristo.
Pero no olvidemos que este hálito es base del canto. Antropológi-
camente el tener hálito es signo de vida, de curación (soplar sobre una
herida), de salvación (dar aliento al que no lo tiene; recordar la resu-
rrección que realiza Pedro). Este halitus es también el que da fuerza y
vida a la palabra proclamada en la liturgia. El cantar exige un esfuerzo,
incluso muscular, superior al de la palabra hablada. El inspirar y expirar
forman una dinámica dadora de vida. Por ello el cantar está reservado
en la liturgia a aquellos que pueden hacerlo (recordar Rabanno Maurus
y San Benito).
La proclamación de la Palabra a través del canto no es solo una cues-
tión estética, es realmente una cuestión teológica. El Espíritu inspira y
da fuerza para poder cantar la palabra misma de Dios. No olvidemos
que los grandes personajes de la Biblia cantan las maravillas de Dios de-
volviendo a éste la mismas palabra que él ha revelado (María; Zacarías;
Jesús mismo en la cruz canta el salmo 21).

69.  Piqué, Jordi-Agustí, «Vidimus e audivimus: Déu que es revela. Experiència i/o Intel.
ligència de La Fe», Revista Catalana de Teologia 39/1 (2014) 49-60.
98 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

La liturgia recoge esta dinámica y asigna a cada actor una tarea como
cantor de la Palabra. El que preside debe cantar los elementos que le son
propios: desde los diálogos con la asamblea, el prefacio, las oraciones y
las bendiciones. El diácono recibe el gran encargo de cantar el Evange-
lio, las preces y misionar la asamblea. Los lectores tienen la misión de
proclamar las lecturas. La Schola y el coro tienen el grave ministerio de
cantar la liturgia y de ser alma y voz de la asamblea. La asamblea tiene el
ministerio de responder los diálogos, cantar los «amén» y aclamaciones
y cantar las grandes oraciones de la liturgia, entre ellas el Padrenuestro.
Todos ellos tienen, que ser habilitados para esta misión. Esta habilita-
ción la reciben del Bautismo, por la cual reciben la fuerza del Espíritu
Santo. Cantar o no cantar la liturgia pone la dinámica del Espíritu en
juego.

3.3.  La liturgia: el locus/el espacio

Todo lo expuesto anteriormente tiene lugar en la liturgia. Ésta es


el espacio natural donde canto y música se encuentran con la Palabra.
Este encuentro necesita de un tiempo y un espacio para desarrollarse y
expandirse. Y esta expansión depende de un elemento fundamental. El
silencio (cf. SC).
La liturgia da un tiempo para cada uno de los elementos descritos.
Un tiempo para la Palabra y un tiempo litúrgico adaptado a la mis-
ma. En cada período de la celebración del Misterio de Cristo la Iglesia
nos proporciona el alimento de la Palabra de acuerdo con el misterio
celebrado. Así en Pascua cantamos las perícopas de las apariciones y
en Adviento los grandes anuncios del Mesías. Al amanecer cantamos
el Benedictus y al atardecer el Magnificat. Cada alabanza tiene su tiem-
po y cada tiempo su particular relación con la Palabra. Esta Palabra da
forma, también, al elemento sonoro y lo conforma. En Navidad canta-
mos Villancicos, o el admirable Puer natus; en Pascua cantamos Aleluya,
mientras en Cuaresma omitimos el Aleluya y el Gloria; en Semana Santa
cantamos las Lamentaciones de Jeremías y en el tiempo Pentecostés el
Veni creator. La identificación temporal se prolonga hacia los símbolos
de las estaciones y también a los símbolos de la vida. El tiempo toma
una dimensión litúrgica y por tanto también teológica: no celebramos
el tiempo cronológico sino el tiempo escatológico. Cada Hodie de la
liturgia actúa esta trasposición.
El espacio lo proporciona la liturgia para que cada elemento encuen-
tre su lugar. El altar de la Palabra y el altar de la eucaristía subraya SC.
Cada espacio es adaptado a la forma sonora para el que es dedicado. El
ambón como elemento espacial y artístico ha recibido la atención de
TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO 99

grandes artistas. Pero solo los verdaderos artistas litúrgicos han sabido
dotarlo de una verdadera dimensión sonora. Cada gran construcción
tiene su propio «sonoro», el cual se adapta a las condiciones acústicas
de cada arquitectura. Incluso el espacio para los desplazamientos ac-
túa como elemento litúrgico. El ir y el venir se convierte, normalmente
siempre acompañados de canto, en actuaciones del momento salvífico:
el introito, la procesión a las fuentes bautismales de la Vigilia Pascual
con el canto de las letanías de los santos; la procesión de Ramos (Puer
Hebraeorum) con los cantos litúrgicos, especialmente el salmo 23, etc.
Así pues el espacio toma dimensiones sonoras para permitir el desa-
rrollo del canto de la Palabra o bien su peroración instrumental. Cada
elemento encuentra su «locus» y este lugar toma dimensiones teológi-
cas. Todas las liturgias definen sus espacios. La misma dedicación de las
iglesias delimita el espacio y lo distingue del espacio profano. Una de
las características de este espacio y que se requiere en todo lo que hasta
aquí hemos dicho es el silencio. Una arquitectura que genere el silencio,
será más litúrgica que una que fomente el ruido. Un arte que favorezca
la comprensión de la Palabra será más litúrgico que uno que no lo fa-
vorezca.
Una música será tanto más litúrgica en tanto que tenga una adecua-
ción/relación directa con la Palabra celebrada, se mueva en el ámbito
espacio-temporal de la liturgia y permita la comprensión/participación
en los divinos misterios celebrados. Naturalmente la calidad del musical
se supone para poder llegar a estas categorías e igualmente la compe-
tencia de los encargados del ministerio litúrgico de la música. Si estas
condiciones se dan, podemos hablar de una condición litúrgica que se
aboca a una dimensión sacramental y eminentemente teológica.

3.4.  Los creyentes: audientes-comprehendentes-participantes

Pero todos estos elementos no son abstractos o absolutos en sí. Un


espacio, un tiempo una proclamación de la Palabra, una celebración li-
túrgica, una música litúrgica necesitan de una dimensión comunicativa.
Efectivamente todo en la liturgia va dirigido a la gloria de Dios, pero
también a la santificación de los fieles. Ya he señalado que la habilitación
al ministerio del canto en la liturgia viene del bautismo. Así pues una
asamblea que cante y deje resonar en si el canto litúrgico dará frutos de
santidad y de caridad.
Una asamblea que celebra con canto la liturgia escucha y comprende
dinámicamente la Palabra celebrada y se hace participante de ella a tra-
vés de la emoción empática. Pero hay algo más grave: una asamblea que
canta es una imagen elocuente de su comprensión de Dios y de cómo se
100 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

relaciona con él. Ya san Agustín lo señalaba en sus Confesiones al descri-


bir su encuentro con la Iglesia de Milán, poco antes de su conversión 70.
Así pues cantar o no cantar en la liturgia no es simplemente una
cuestión estética o de habilidades. Tiene una dimensión teológica. San
Pío X hablaba de participación intensa a través del canto en la liturgia.
El peso teológico de esta participación sonora pasa por comprender algo
de nuestro de Dios. Esta comprensión pasa, a su vez, a través del «sono-
ro», es decir a través de lo que escuchamos e interiorizamos y expresa-
mos en forma de canto en la liturgia. Si este elemento ha encontrado en
el arte y especialmente en la música, modos universales y perennes de
trasmitir sensiblemente algo de la comprensión de Dios, podemos negar
hoy esta dimensión a nuestras asambleas a nuestra cultura y a nuestros
contemporáneos. La pregunta queda servida. La participación activa en
la liturgia pasa hoy como siempre por el «sonoro»: no lo abandonemos a
corrientes estéticas o lo reduzcamos a elementos de inculturación o mo-
dernidad. Debemos a Dios un culto digno y sonoro, hoy como siempre.

Conclusiones

El fenómeno musical como elemento dialogal entre el ser huma-


no y Dios encuentra, como hemos visto sumariamente, su fundamento
antropológico en las expresiones religiosas de toda cultura y tiempo. Su
fundamento cristiano se encuentra en el ámbito bíblico, especialmente,
en el canto de los salmos y en la profunda relación que el texto bíblico
otorga a la relación del hombre que canta con Dios a quien canta. La
íntima relación entre Palabra revelada y lo musical nos hace ver cómo el
«excesus» de significatividad de la música se interrelaciona íntimamente
con la palabra a la que se une y proyecta al cantor y al auditor hacia
un comprensión trascendente. Por tanto como primera conclusión po-
demos afirmar que si el Dios se manifiesta en la Palabra, la música,
que compar­te la intangibilidad, la inmaterialidad, la incorporeidad, la
inefabilidad del Misterio, se une íntimamente a ella para dar cuerpo a

70.  En las Confesiones encuentra Agustín el espacio para recordar, revivir y dejar resonar
los cantos que tanto le conmovieron en su experiencia de Milán. El contacto con los himnos
ambrosianos, de los cuales Agustín cita fragmentos literales en diversas de sus obras, impre-
sionan íntimamente al filósofo. La percepción de la forma, estructurada en ritmos largos y
breves del cursus latino, incide en el ánimo del impresionado Agustín, que es llevado de la
escucha de la melodía de estos cantos a la conmoción de las lágrimas. El efecto catártico in-
cide en la memoria del Agustín que escribe las Confesiones. Dos de los momentos catárticos
fundamentales que se reflejan en las Confesiones, el pasaje de Milán y el pasaje de Cassicia-
cum, encuentran un lugar en el relato traspasado por la común experiencia de lo musical.
Cf. San Agustin, Confessiones, (edición de L. Verheijen): CCL 27, Turnholti 1981, X, 50.
TANQUAM SONUM: LA MÚSICA LITÚRGICA ENTRE PALABRA, ESPACIO Y TIEMPO 101

la manifestación epifenómica que se hace comprensión, adhesión, par-


ticipación y empatía.
La historia de la teología muestra cómo grandes teólogos han pres-
tado atención al estudio del hecho musical. Hay una intensa relación
entre el evolucionar –en el sentido de devenir histórico– de la teología
y el avanzar de las artes. He enumerado las íntimas relaciones entre el
mundo del arte y el de la comprensión del Misterio. La unión de estos
dos caminos ha dado grandes frutos materializados en verdaderas obras
de arte reveladoras del Misterio. Me pregunto si este admirable connu-
bio ha sido esterilizado por nuestro mundo actual, o simplemente es la
distracción del hombre post-postmoderno lo que la hace infructuosa. La
alianza cristianismo-arte, Iglesia-cultura ¿se ha vuelto estéril o sola­mente
es que estamos obnubilados y no somos capaces de analizar, admirar,
entender, la gracia que se revela en esa admirable unión?
El magisterio de la Iglesia, especialmente desde Pío X y Pablo VI
hasta el concilio Vaticano II, no ha eludido estas preguntas y hemos vis-
to con cuán alta estima y cuidado se ha tratado siempre el hecho musical
dentro de la liturgia, y el papel del arte en la predicación del Evange-
lio. La dureza del mundo contemporáneo, la crueldad de las guerras, la
irrupción de un gusto y un pensar global, parece que no deja lugar a un
lenguaje de arte que, dentro de la Iglesia, en especial en la acción litúr-
gica, se constituya en lugar por excelencia de la percepción sacramental
del Misterio de Dios que se revela.
Creo que en este punto urge emprender el estudio de lo musical en
la teología y lo teológico en la música. Cabría adentrarnos en el intento
de estudiar la percepción del Misterio y determinar la función «quasi»
sacramental de la música en esta percepción. Llegaría el momento de
plantear cómo estudiar la dinámica de la emoción de lo sacro en la mú-
sica litúrgica. De hecho no es una cuestión tan nueva la de intento de
analizar el arte, la belleza, como lugar de epifanía del Misterio de Dios.
Grandes teólogos lo han hecho: san Agustín, Hans Urs von Balthasar,
Pierangelo Sequeri o Joseph Ratzinger. La experiencia de lo bello, po-
dríamos decir la experiencia mística de lo bello, parece un camino di-
recto a la experiencia del Misterio. Identificar este camino con el hecho
musical ya no es tan común ni tan fácil de tratar. La relación entre arte,
en este caso musical, y teología queda de manifiesto.
Un acento especial tiene que hacerse en el estudio de la música en la
liturgia. He dado algunas claves para comprender las características de
una verdadera música litúrgica. La relación de la música con la Palabra,
con sus tiempos y sus espacios litúrgicos está por estudiar a nivel teo-
lógico, fenomenológico y musicológico. Los grandes compositores de
la antigüedad (Palestrina, Victoria, Mozart) e incluso contemporáneos
(Penderesky, Messiaen, Pärt) nos han dejado obras eminentes de identi-
102 P. JORDI-AGUSTÍ PIQUÉ I COLLADO OSB

ficación entre música y liturgia con referencia indisociable a la Palabra.


Analizarlos en su contexto litúrgico primigenio es una tarea urgente.
¿De qué sirve escuchar una Misa de Mozart en una sala de conciertos
si la primera condición de esas creaciones eran totalmente litúrgicas?
¿Cómo puede un músico cantar un Magnificat si no conoce el uso de
este texto en la liturgia cristiana? ¿Cómo podrán las nuevas generaciones
decodificar las obras de arte si no tiene una mínima formación bíblica?
La búsqueda de esta belleza y de su comprensión continúa hoy viva
incluso en su dimensión más trascendente. La experiencia estética es una
de las pocas vías que aún quedan al hombre y la mujer contemporáneos
para experimentar la trascendencia comunicativa de Dios. La expresión
estética es uno de los pocos lenguajes que poseemos para comunicar con
los hombres y mujeres de hoy, tan alejados de la experiencia interior. La
vía del arte y en particular del arte litúrgico permanece como uno de los
pocos caminos para decir la maravilla de Dios que se revela y habla y
que a través del lenguaje de la belleza artística, a través de la emoción de
la expe­riencia que mueve a «afecto», puede irrumpir de forma transfigu-
rante en la realidad cotidiana.
Algunos autores 71 han hablado del arte como transacción simbólica,
como lugar donde se puede percibir lo que no es percibible. La música,
de manera especial, posee esta cualidad. La inefabilidad de la música,
la invisibilidad de la misma, la intangibilidad del arte de los sonidos, la
convierten en metáfora viva del lenguaje del Misterio. La experiencia
musical es de hecho la única manera de poder entender alguna cosa de
ella misma. Esta experiencia musical se realiza en lo más íntimo, en la
región donde algo interior al ser humano vibra después de experimentar
el movimiento, la con­moción, de todos los sentidos. Es el mismo lugar
donde vibra el espíritu humano ante la percep­ción de Dios y en la litur-
gia va siempre unida a la Palabra.
La liturgia cristiana pone la música y el arte siempre en relación con
la Palabra. De esta unión fecunda e inmensamente rica nace una com-
prensión de la música que podemos llamar «sacramental», en tanto que
permite una percepción trascendental del Misterio del dios que se reve-
la. Podemos decir, pues, que la música nos permiten hacer experiencia
de esta comunicación, nos permiten entender, a pesar de que a veces fi-
jemos nuestra atención en el canal, alguna cosa del Misterio de Dios que
en nuestro interior se manifiesta a través de la vibración sonora del arte.

71.  Harth, Trevor, Through the Arts: Hearing, Seeing, and Touching the Truth, en Begbie,
Jeremy (ed.), Beholding the glory. Incarnation through the Arts, Grand Rapids: DLT/Baker
Books, 2000, 5.
LA IDENTIDAD DEL ARTE CRISTIANO:
CRITERIOS PARA SU ESPECIFICACIÓN
EN LA HISTORIA DEL ARTE

Ralf van Bühren


Facoltà di Comunicazione – Facoltà di Teologia
Pontificia Università della Santa Croce
Roma

1.  Conceptos fundamentales

Para un congreso interdisciplinar sobre «Arte y Teología» parece


muy adecuado el tema de las características básicas del arte cristiano. Es
la cuestión de los criterios que lo distinguen. Para obtener en lo siguien-
te una posible aclaración sobre esta cuestión compleja, los puntos de
partida serán la praxis artística, los principios teológicos y la terminolo-
gía magisterial en la historia de la Iglesia.
El problema aquí planteado es determinar el sentido propio del arte
cristiano. Exponer el tema en español parece un desafío, porque en este
ámbito lingüístico no existe todavía una amplia tradición de investigar
la cuestión. De todas formas, el debate sobre la identidad del «arte cris-
tiano» no es nuevo. Surge ya al inicio de la época contemporánea en
Francia, Inglaterra y Alemania, teniendo en cuenta que antes del siglo
XIX no existía el concepto de «arte cristiano» 1.
En la praxis de la Iglesia, sin embargo, existía ya desde el siglo III
un arte vinculado con el cristianismo, como se puede ver en los murales
paleocristianos del baptisterio de la «domus ecclesiae» (entre 232/33 y

1.  Este texto es la versión revisada de mi conferencia en el congreso «Arte y Teología».


Querría dar las gracias al Prof. Fernando López Arias (Instituto de Liturgia, Pontificia Uni-
versidad de la Santa Cruz, Roma) por su revisión teológica, además a Antonio Olivié y José
Andrés Noguera (Roma) por su amable revisión del texto español. A los profesores Fermín
Labarga y Elisabeth Reinhardt (Facultad de Teología, Universidad de Navarra) doy las gra-
cias por ayudar en cuestiones particulares de la traducción.
Cfr. Kemp, Wolfgang, Christliche Kunst. Ihre Anfänge, ihre Strukturen, München: Schir-
mer-Mosel, 1994, 9; Koch, Laurentius, «Christliche Kunst», Lexikon für Theologie und Kir-
che, 3 edición, vol. II, Freiburg im Breisgau: Herder, 1994, 1142-1146, aquí 1142-1143.
104 RALF VAN BÜHREN

256/57) en Dura Europos (Siria) 2. Hasta hoy, en esta tradición de casi


1800 años de cooperación productiva entre los artistas y la Iglesia, se
puede encontrar una amplia multiplicidad iconográfica y variedad esti-
lística, por lo menos en la tradición occidental de la Iglesia 3. Siendo así
la diversidad del arte cristiano, ¿cuál es entonces su propiedad?
En primer lugar y antes de entrar en el análisis de las características,
parece oportuno distinguir entre los conceptos fundamentales de «arte
religioso», «arte cristiano», «arte sacro» y «arte litúrgico» dentro de la ter-
minología oficial de la Iglesia, para poder entrar después en la cuestión
de los criterios (2.), determinar sucesivamente sus razones (3.–10.) y por
último proponer una hermenéutica teológica del arte (11.).
El concepto de «arte cristiano» es muy reciente. Nació en la prime-
ra mitad del siglo XIX. Uno de los primeros que usó este término fue
Alexis-François Rio en su publicación «De l’art Chrétien» (1861-1867),
una parte ya fue publicado en forma reducida en 1836 4. A este lo si-
guieron Alexander William Crawford en 1847 y Johann Neumaier en
1856 5. Según la historia intelectual-cultural, la noción «arte cristiano»
nació solo después de la ruptura de la unidad cultural entre sociedad,
Estado e Iglesia.
En el siglo XIX el uso del término «arte cristiano» por historiado-
res y filósofos presupone la existencia de un arte no inspirado por la fe
cristiana 6. En esta situación, para los cristianos del siglo XIX el empleo
del concepto «arte cristiano» podría expresar su reacción ante la ruptura
contemporanea de la tradición iconográfica y cultural. Así «arte cristia-

2. Cfr. Peppard, Michael, «New Testament Imagery in the Earliest Christian Baptistery»,
en Brody, Lisa R. y Hoffman, Gail L., Dura Europos. Crossroads of antiquity, Chestnut Hill,
Massachusetts: McMullen Museum of Art at Boston College, 2011, 169-187; Weitzmann,
Kurt (ed.), Age of Spirituality. Late Antique and Early Christian Art, Third to Seventh Century.
Catálogo de la exposición en Nueva York (Metropolitan Museum of Art), 19 de noviembre
de 1977 – 12 de febrero de 1978, New York: Metropolitan Museum of Art, 1979, 404-405
(n. 360), 648 (n. 580).
3. Cfr. Boespflug, François, Dieu et ses images. Une histoire de l’éternel dans l’art, Mon-
trouge: Bayard, 2008 (2 edición 2011); Guardini, Romano «Das religiöse Bild und der
unsichtbare Gott», en Arte liturgica in Germania 1945-1955. Catálogo de la exposición en
Roma (Palazzo Pontificio Lateranense), 1 de marzo-18 abril 1956, München: Schnell &
Steiner, 1956, 13-25, aquí 23.
4. Cfr. Rio, Alexis-François, De l’art Chrétien, 4 vols., Paris: [s.n.], 1861-1867; Id., De la
poésie chrétienne, Paris: [s.n.], 1836.
5.  Neumaier, Johann, Geschichte der christlichen Kunst, der Poesie, Tonkunst, Malerei,
Architektur und Sculptur, 2 vols., Schaffhausen: Verlag der Buchhandlung Franz Hurter,
1856 ; Crawford, Alexander William (Earl of Crawford Lindsay), Sketches of the history of
christian art, 3 vols., London: John Murray, 1847.
6. Cfr. Bühren, Ralf van, Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert. Die Rezeption des Zwei-
ten Vatikanischen Konzils (Konziliengeschichte, Reihe B: Untersuchungen), Paderborn: Fer-
dinand Schöningh, 2008, 44.
Criterios para su especificación en la historia del arte 105

no» era un término de distinción, es decir, una noción para diferenciarse


y distinguir –dentro de la misma área cultural– el arte propio del arte no
cristiano 7. Por tanto el concepto «arte cristiano», en sentido estricto, es
solo aplicable a la tardía Antigüedad y la Edad Contemporánea 8.
Demos un paso adelante. El concepto de «arte cristiano» es bastan-
te amplio: se refiere generalmente a todo aquel arte cuyo contenido y
fuentes corresponden a la fe cristiana. En cambio, el término «arte sacro»
es más concreto haciendo alusión a los sagrados misterios de Dios, ya
que las instancias eclesiásticas que encargaron obras del «arte sacro» eran
conscientes de que éstas serían colocadas en el interior de una iglesia.
Sabían que este espacio está consagrado para la celebración de la liturgia
y, además, tiene funciónes espirituales vinculadas a la doctrina de la fe y
a la piedad popular.
Así la peculiaridad del arte «sacro» hace referencia al misterio pas-
cual de Cristo. Por lo tanto las obras del «arte sagrado» contienen una
dimensión mistagógica. Tradicionalmente las imágenes encima o detrás
del altar se refieren al misterio de Dios. Un ejemplo medieval es el Cristo
Pantocrátor en el ábside central de San Clemente en Tahull (ca. 1123) 9.
El Pantocrátor o «Cristo en Majestad» está bendiciendo. En su mano
izquierda sostiene un libro en que se puede leer «Ego svm lvx mvndi».
Está flanqueado por ángeles y por los símbolos escatológicos de los cua-
tro evangelistas. En Tahull, como también en las basílicas tardoantiguas
en Roma con sus mosaicos del ábside, se manifiesta visualmente la ana-
logía entre la liturgia sacramental en la tierra y la liturgia celestial. En
este sentido celeste y mistagógico –uso de imágenes como alusión a la
realidad trascendente y, más en concreto, al misterio de Cristo y, fre-
cuentemente, con referencia visual a la celebración litúrgica– se puede
usar la noción «arte sacro» como sinónimo de «arte litúrgico».
Teniendo presente la historia del dogma, es comprensible que la
Iglesia usara la noción «arte sacro» con el antes mencionado significa-

7. Cfr. Koch, Laurentius, «Christliche Kunst. Zur Genese und Klärung eines Begriffs»,
en Künstlerseelsorge der Erzdiözese München und Freising (ed.), Begegnung. He-
fte für den Dialog zwischen Kirche und Kunst, 1995 (n. 1), 6-10; Id., «Christliche Kunst»
(1994), 1142; Stephany, Erich, «Die Kirche braucht die Künste. Über die Kontinuität der
christlichen Kunst», en Dohmen, Christoph y Sternberg, Thomas (eds.), ... kein Bildnis
machen. Kunst und Theologie im Gespräch, Würzburg: Echter, 1987, 205-221, aquí 211-212;
Braunfels, Wolfgang, «Kunst (Entstehung und Entwicklung, Grundsätzliches zur kirchli-
chen Kunst, Kunst und Ethos / geschichtlich)», Lexikon für Theologie und Kirche, 2 edición,
vol. VI, Freiburg im Breisgau, 1961, 683-687, aquí 684.
8. Cfr. Koch, «Christliche Kunst» [Lexikon für Theologie und Kirche], 1143.
9.  Las pinturas originales fueron trasladadas 1919-1923 al Museo Nacional de Arte de
Cataluña en Barcelona, en 1934 a la sede actual en el Palacio Nacional; cfr. Castiñeiras,
Manuel, y Camps, Jordi, El románico en las colecciones del MNAC, Barcelona: Museu Nacio-
nal d’Art de Catalunya, 2008.
106 RALF VAN BÜHREN

do mistagógico. Los tres concilios ecuménicos de Nicea II (787), Tren-


to (1545-1563) y Vaticano II (1962-1965) con su doctrina sobre las
imágenes emplearon el término «sagrada imagen» o «arte sacro». En su
«Definición sobre las sagradas imágenes» (787) el Concilio de Nicea II
habló de «sagradas y santas imágenes« 10. También el Concilio de Trento
promulgó, en su «Decreto sobre las imágenes» (1563), normas e instruc-
ciones sobre el uso de las «sagradas imágenes». En el texto del decreto
tridentino se leen dos exigencias pastorales para ellas: deben «recordar
los artículos de la fe» y «exponer los ejemplos de los santos» 11. Con estos
criterios el uso del término «imagen sagrada» aparece en un contexto
religioso de la fe cristiana.
La tradición dogmática de los Concilios de Nicea y Trento deter-
mina de este modo el significado oficial del concepto de «sagradas imá-
genes». A nivel dogmático, aquellos dos concilios hacen referencia a un
arte de contenido religioso y dirigido a un fin devocional-práctico: las
imágenes valen como instrumentos de la vida cristiana. El Concilio Va-

10. Cfr. Concilio de Nicea II, Definitio de sacris imaginibus, 23.10.787: «… definimos


(…) que (…) han de exponerse las sagradas y santas imágenes, tanto las pintadas como las
de mosaico y de otra materia conveniente, en las santas iglesias de Dios, en los sagrados vasos
y ornamentos, en las paredes y cuadros, en las casas y caminos (…)»; cfr. Uphus, Johannes
Bernhard, Der Horos des Zweiten Konzils von Nizäa 787. Interpretation und Kommentar auf
der Grundlage der Konzilsakten mit besonderer Berücksichtigung der Bilderfrage (Konzilienges-
chichte, Reihe B: Untersuchungen), Paderborn: Schöningh, 2004; Giakalis, Ambrosios,
Images of the divine. The theology of icons at the Seventh Ecumenical Council, con un prefacio
de Henry Chadwick (Studies in the history of Christian thought, 54), Leiden - New York:
Brill, 1994; Davis, Leo D., The first seven ecumenical councils (325-787). Their history and
theology, Wilmington, Delaware: Glazier, 1987, 290-322; Boespflug, François y Lossky,
Nicolas (eds.), Nicée II, 787-1987. Douze siècles d’images religieuses. Actes du Colloque Inter-
national Nicée II, tenu au Collège de France, Paris 2.-4.10.1986, Paris: Cerf, 1987.
11. Cfr. Concilio de Trento, De invocatione, veneratione et reliquiis sanctorum, et de
sacris imaginibus, 3.12.1563: «Enseñen con esmero los Obispos que por medio de las his-
torias de nuestra redención, expresadas en pinturas y otras copias, se instruye y confirma el
pueblo recordándole los artículos de la fe, y recapacitándole continuamente en ellos: además
que se saca mucho fruto de todas las sagradas imágenes, no solo porque recuerdan al pueblo
los beneficios y dones que Cristo les ha concedido, sino también porque se exponen a los
ojos de los fieles los saludables ejemplos de los santos, y los milagros que Dios ha obrado
por ellos …»; cfr. Lecler, Joseph, Holstein, Henri, Adnès, Pierre y Lefebvre, Charles
(eds.), Trente (Histoire des conciles œcuméniques, 11), Paris: Orante, 1981, 492-496; Je-
din, Hubert, Geschichte des Konzils von Trient, vol. IV: Dritte Tagungsperiode und Abschluss,
Freiburg im Breisgau: Herder, 1975 (tomo 1: Frankreich und der neue Anfang in Trient
bis zum Tode der Legaten Gonzaga und Seripando, 276; tomo 2: Überwindung der Krise
durch Morone, Schließung und Bestätigung, 164-165, 180-184, 290); Id., «Das Tridenti-
num und die Bildenden Künste. Bemerkungen zu Paolo Prodi, Ricerche sulla teorica delle
arti figurative nella Riforma Cattolica (1962)», Zeitschrift für Kirchengeschichte 74 (1963)
321-339; Id., «Entstehung und Tragweite des Trienter Dekrets über die Bilderverehrung»,
Tübinger Theologische Quartalschrift 116 (1935) 143-188, 404-429 (reimpresión en Id., Kir-
che des Glaubens, Kirche der Geschichte. Ausgewählte Aufsätze und Vorträge, vol. II: Konzil und
Kirchenreform, Freiburg im Breisgau: Herder, 1966, 460-498).
Criterios para su especificación en la historia del arte 107

ticano II empleó la palabra «arte sacro», por ejemplo en su constitución


sobre la liturgia (1963) 12. Los padres conciliares usaron también el con-
cepto «de imágenes sagradas» con aquel significado tradicional 13.
Distinta a todo lo anterior, la noción «arte religioso» tiene un signi-
ficado bastante general. En la historia de las religiones, «arte religioso»
denomina una obra –imagen o arquitectura– que hace presente una
realidad trascendente 14. La obra de «arte religioso» tiene una función
simbólica, así remite estéticamente a un invisible poder divino, como
es el caso de la figura del «Baal» de Ugarit (Siria) de los siglos XIV/
XII a.C. (Paris, Louvre) 15. De esta manera, el «arte religioso» tiene una
función mediadora y simbólica, en sentido amplio y muy variado. El
«arte cristiano» tiene también esta cualidad mediadora, aunque en él las
verdades y la vida de la fe cristiana caracterizan la dimensión religiosa de
la imagen de un modo más específico: cristológico. Así se ve en el Cristo
Pantocrátor (ca. 1190) del ábside en la catedral de Monreale 16.

2.  La cuestión de los criterios del arte «cristiano»

En este punto es necesario plantear la pregunta de cuál es la diferen-


cia entre «arte cristiano» y el contemporáneo arte «no cristiano». Cabe
plantearse, por ejemplo, si los cuadros «Catedral de Rouen» (1892-1894)
de Claude Monet y «Crucifixión» (1930) de Pablo Picasso son obras del
arte cristiano.
A ésta le pueden seguir también otras preguntas sobre la arquitectura
sacra. Por ejemplo, respecto a la iglesia del Corpus Christi (1928-1930)
de Rudolf Schwarz en Aquisgrán se puede preguntar: ¿qué es «cristiano»
en espacios celebrativos como éste? ¿Qué rasgos pueden considerarse
esenciales para la arquitectura sagrada? ¿Es suficiente con que haya un

12. Cfr. Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium. Constitución sobre la Sagrada


Liturgia, 4.12.1963: «Entre las actividades más nobles del ingenio humano se cuentan, con
razón, las bellas artes, principalmente el arte religioso y su cumbre, que es el arte sacro» (n.
122). «Los ordinarios, al promover y favorecer un arte auténticamente sacro, busquen más
una noble belleza que la mera suntuosidad» (n. 124); cf. Bühren, Kunst und Kirche im 20.
Jahrhundert, 218-232, aquí 226, 228.
13.  Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium: «Manténgase firmemente la prácti-
ca de exponer imágenes sagradas a la veneración de los fieles» (n. 125).
14. Cfr. Bürkle, Horst, «Kunst. Religions und kulturgeschichtlich», Lexikon für Theo-
logie und Kirche, 3 edición, vol. 6, Freiburg im Breisgau: Herder, 1997, 531-533, aquí 531.
15. Cfr. Schroer, Silvia, Die Ikonographie Palästinas / Israels und der Alte Orient. Eine
Religionsgeschichte in Bildern, vol. 3: Die Spätbronzezeit, Fribourg: Academic Press, 2011.
16. Cfr. Abulafia, David y Naro, Massimo, Il duomo di Monreale. Lo splendore dei
mosaici, Castel Bolognese: Itacalibri - Città del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, 2009,
45, 66­-67.
108 RALF VAN BÜHREN

altar? ¿Y nada más? La gente que visita la iglesia en Aquisgrán puede ver,
tras el altar elevado, solo una pared lisa, blanca y sin imagen. Cuando se
construyó el edificio, a muchos ciudadanos este espacio les pareció de
una desconcertante sencillez y desnudez. No obstante Rudolf Schwarz
quiso crear un espacio que fuera imagen de un vacío que debe ser col-
mado por la presencia de Dios 17, sobre todo durante la celebración li-
túrgica.
Se podría decir algo semejante del interior de la iglesia del convento
de Sainte-Marie-de-la-Tourette en Arbresle (1953-1960). En este conven-
to de dominicos cerca de Lyon, el arquitecto Le Corbusier aplicó el hor-
migón crudo («béton brut»), dejando a la vista los materiales constructi-
vos sin revestimiento 18. Seguramente son exageradas las críticas irónicas
que dicen: «Esta iglesia tiene el encanto de un garaje subterráneo». Sin
embargo parece que estas voces echan de menos alguna peculiaridad
esencial del espacio sagrado. Por lo visto, el altar o la sublime distri-
bución de luz no son suficientes para que los visitantes del edificio lo
reconozcan como iglesia, también fuera de las celebraciones litúrgicas.

Altares

A lo largo de la historia de la arquitectura sacra, los altares eran sin


duda esenciales. Seguirán siéndolo en el futuro para poder señalar un
espacio como lugar cristiano, donde se realicen las funciones litúrgicas,
espirituales, estéticas, sociales, simbólicas y tal vez también de la piedad

17.  Schwarz, Rudolf, «Eucharistischer Bau», Das Münster 13 (1960) 296-299, aquí
297; Id., Kirchenbau. Welt vor der Schwelle, Heidelberg, 1960 (reimpresión Regensburg,
2007), 16-30, aquí 20 y 29; cfr. Marín Navarro, Víctor, «La renovación de la arquitectura
cristiana contemporánea. El funcionalismo litúrgico alemán», en Espacio, Tiempo y Forma
(Serie VII, Historia a del Arte, t. 25) 2012, 201-222, aquí 208-209; Gerhards, Albert,
«Die Aktualität der Avantgarde. Katholische Liturgie und Kirchenbau von 1900 bis 1950»,
en Stock, Wolfgang Jean (ed.), Europäischer Kirchenbau 1900-1950. Aufbruch zur Moderne
/ European church architecture 1900-1950. Towards modernity, München - New York: Prestel,
2006, 70-147, aquí 82; Pehnt, Wolfgang y Strohl, Hilde (eds.), Rudolf Schwarz. 1897-
1961, Milano: Electa, 2000, 81-88, aquí 85; Plazaola, Juan, Arte sacro actual. Estudio,
panorama, documentos, Madrid: La editorial católica, 1965, 308-309; Id., Arte sacro actual
(BAC maior, 82), Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2006, 239.
18. Cfr. Burriel Bielza, Luis y Fernández-Cobián, Esteban, Le Corbusier. Proyec-
tos para la Iglesia católica, Buenos Aires: Diseño, 2015, 178-187; Nerdinger, Winfried,
«Architektur ist Bewegung. Le Corbusiers Sakralbauten», en Stock, Wolfgang Jean (ed.),
Europäischer Kirchenbau 1950-2000 / European Church Architecture 1950-2000, München
- New York: Prestel, 2002, 52-83, aquí 62-68; Potie, Philippe, Le Corbusier. Le Couvent
Sainte Marie de la Tourette / The Monastery of Sainte Marie de La Tourette, Paris: Fondation
Le Corbusier - Basel: Birkhauser, 2001; Casali, Valerio, «Santa Maria de La Tourette e il
“Convento radioso”», en Gresleri, Giuliano y Gresleri, Glauco (ed.), Le Corbusier. Il
programma liturgico, Bologna: Compositori 2001, 122-147.
Criterios para su especificación en la historia del arte 109

popular 19. Esta polifuncionalidad del espacio sacro, que incluye las di-
mensiones extralitúrgicas, era lo usual hasta el siglo XX, sobre todo las
devociones eucarísticas. Por eso en la basílica de Nuestra Señora del Pilar
en Zaragoza hay un «camarín» tras el altar (1509-1518, Damián For-
ment). Tal «camarín», que solo existe en España, es una forma particular
del sagrario colocado en un lugar elevado del retablo y visible para los
fieles a través de un óculo 20.
Desde los inicios de la Edad Media casi todas las iglesias tenían va-
rios o muchos altares 21. Así la ex colegiata de St. Mariae Himmelfahrt en
Diessen am Ammersee (Alemania, 1732-1739, Johann Michael Fischer)
no es una excepción. En cambio, desde el siglo XX casi todas las iglesias
nuevas tienen solo un único altar: en algunos países a causa del Movi-
miento litúrgico de antes del Concilio Vaticano II, y después en todo el
mundo católico como consecuencia de la reforma litúrgica postconciliar.

Imágenes en el espacio litúrgico

En resumen se puede decir que el altar, como elemento funcional


y simbólico, puede valer como signo distintivo del espacio como lugar
cristiano. ¿Se puede decir lo mismo de las imágenes? Por ejemplo, ¿se-
ría importante una cierta cantidad de imágenes para definir un espacio
como «cristiano»? Así se ve desde el siglo IV hasta cerca de 1950, cuando
la mayoría de las iglesias tenía muchas imágenes.
Hoy la situación es muy diferente. Así por ejemplo, las autoridades
eclesiásticas que encargaron la construcción de la Catedral de Cristo la
Luz en Oakland (California, 2002-2008, Craig W. Hartman) optaron
por una única imagen de Cristo detrás del altar, aunque en formato

19. Cfr. Bühren, Ralf van, «Kirchenbau in Renaissance und Barock. Liturgiereformen


und ihre Folgen für Raumordnung, liturgische Disposition und Bildausstattung nach dem
Trienter Konzil«, en Heid, Stefan, Operation am lebenden Objekt. Roms Liturgiereformen von
Trient bis zum Vaticanum II, Berlin: Be.bra Wissenschaft, 2014, 93-119; Brandenburg,
Hugo, «Kirchenbau und Liturgie. Überlegungen zum Verhältnis von architektonischer Ges-
talt und Zweckbestimmung des frühchristlichen Kultbaues im 4. und 5. Jahrhundert», en
Fluck, Cäcilia (ed,), Divitiae Aegypti. Koptologische und verwandte Studien zu Ehren von
Martin Krause, Wiesbaden: Reichert, 1995, 36-69; Bandmann, Günter, «Früh und hoch-
mittelalterliche Altaranordnung als Darstellung», en Elbern, Victor H., Das erste Jahrtau-
send. Kultur und Kunst im werdenden Abendland an Rhein und Ruhr, Textband I, Düsseldorf:
Schwann, 1962, 371-411.
20. Cfr. Nussbaum, Otto, Die Aufbewahrung der Eucharistie, Bonn: Hanstein, 1979,
438-439, 474.
21. Cfr. Kroesen, Justin E. A., Seitenaltäre in mittelalterlichen Kirchen. Standort −
Raum − Liturgie, Regensburg: Schnell & Steiner 2010; Kosch, Clemens, Kölns romanische
Kirchen. Architektur und Liturgie im Hochmittelalter, Regensburg: Schnell und Steiner, 2000
(2 edición, mejorada 2005).
110 RALF VAN BÜHREN

colosal 22. En cambio, en el monasterio trapense de Nuestra Señora de Novy


Dvur (República Checa), la comunidad que encargó la iglesia (2000-2004,
John Pawson) prefirió una imagen de la Virgen de formato reducido 23.
Partiendo de las indicaciones de Sacrosanctum Concilium (1963) y
de las disposiciones de la reforma litúrgica (desde 1964), parece que
la reducción del número de imágenes es el ideal postconciliar para la
configuración del espacio litúrgico. Esto vale tanto para la construcción
de iglesias nuevas como para la adaptación de iglesias ya existentes 24 a la
liturgia renovada.
No obstante, en la historia de la Iglesia las funciones kerigmática,
simbólica y representativa de las imágenes tienen una amplia tradición.
Ya en los monumentos de los siglos III y IV se conservan imágenes
cristianas. Muchas eran representaciones bíblicas de la historia de la
salvación, como en el baptisterio de Dura Europos, ya mencionado al
principio. Las pinturas de las catacumbas y los relieves de los sarcófagos
paleocristianos expresan esperanza. Se pueden interpretar como para-
digmas de salvación («tekmeria theou»: Noé, Daniel, Susana, los tres
jóvenes en el horno, etc.), y así como oraciones materializadas de los
primeros cristianos, comparables a las oraciones fúnebres («commenda-
tio animae») 25. Son alusiones metafóricas a la esperanza de los cristianos
de ser liberados de la finitud por la muerte 26.

22.  Cfr. las ilustraciónes en The Cathedral of Christ the Light. The making of a 21st Century
Cathedral. Skidmore, Owings & Merrill LLP, Ostfildern: Hatje Cantz, 2011, 25, 33, 63-67.
23. Cfr. Höber Caspary, Ingid y Donath, Philipp, «Sakrale Räume in der zeitgenössis-
chen Architektur», en Zahner, Walter (ed.), Baukunst aus Raum und Licht. Sakrale Räume
in der Architektur der Moderne. Catálogo de la exposición en Passau (Museum Moderner
Kunst – Stiftung Wörlen), 24 marzo – 10 junio 2012, y en Nürnberg (Caritas Pirckheimer-
haus) 6-28 septiembre 2012, Lindenberg: Kunstverlag Fink, 2012, 42-75, aquí S. 64-67;
Tavares Martins, Ana Maria, «Minimalismo cisterciense. Del Cister del siglo XII al Mini-
mum del siglo XXI», en Fernández-Cobián, Esteban (ed.), Entre el concepto y la identidad.
Actas del II Congreso Internacional de Arquitectura Religiosa Contemporánea, Ourense
12-14 de noviembre de 2009, vol. 2-II: Comunicaciones, [s.l.]: [s.n.], 2011, 112-117 [en lí-
nea, como archivo PDF] <http://www.arquitecturareligiosa.es/index.php/AR/article/down-
load/109/65> [consulta: 1.8.2016].
24. Cfr. Duthilleul, Jean-Marie, Espace et liturgie. Aménager les églises, Paris: Mame-
Desclée, 2015; Ghirelli, Tiziano, Ierotopi cristiani alla luce della riforma liturgica del Con-
cilio Vaticano II. Dettami di Conferenze Episcopali nazionali per la progettazione di luoghi
liturgici. Prime indagini, Città del Vaticano: Libreria editrice Vaticana, 2012, 279-414.
25. Cfr. Finney, Paul Corby, The invisible God. The earliest Christians on art, New York -
Oxford: Oxford University press, 1994, 282-286; Thümmel, Hans Georg, «Bild und Wort
in der Spätantike«, en Stock, Alex (ed.), Wozu Bilder im Christentum? Beiträge zur theolo-
gischen Kunsttheorie, St. Ottilien: EOS, 1990, 1-15, aquí 9-10; Réau, Louis, Iconographie
de l’art Chrétien. Introduction générale, Paris: Presses Universitaires de France, 1955 (edición
española: Iconografia del arte cristiano. Introduccion general, Barcelona: Serbal, 2000 (2 edi-
ción, 2008, 296).
26. Cfr. Jensen, Robin M., «Verso una vera arte cristiana? Evidenze stilistiche e icono-
grafiche dell’adattamento cristiano dell’arte figurativa tardo antica», en Guastini, Daniele
Criterios para su especificación en la historia del arte 111

Este mensaje de fe y esperanza lo transmiten también las representa-


ciones individuales y no narrativas, como más tarde hicieron los iconos.
En las Catacumbas de Priscila en Roma está representada la Virgen con el
niño Jesús en sus brazos. En la figura que aparece junto a María se puede
reconocer al profeta Balaam apuntando a una estrella («Álzase de Jacob
una estrella, surge de Israel un cetro...», Nm 24, 15-17). Es una de las
representaciones más antiguas de la Virgen María.
Otro tanto se puede decir de los ábsides en basílicas tardoantiguas 27
y –en Italia y el área cultural bizantina– iglesias medievales 28. Sus mo-
saicos sobre el altar representan la expectación cristiana de la futura
parusía de Cristo en la comunión de los santos. Un ejemplo antiguo
es Santa Pudenciana en Roma con su mosaico (ca. 400) de «Cristo en
el trono», rodeado por los apóstoles (abajo) y los cuatro símbolos de
los evangelistas (arriba) 29. La iconografía de los mosaicos del ábside
hace visualmente presente la liturgia celeste, mientras abajo se celebra-
ba la liturgia de modo sacramental, como se pensó en Sant‘Apollinare
in Classe en Rávena (después del 534-549) 30. Altar de la celebración y
la imagen se complementaron entre sí, mientras la imagen encima del
altar era visible de modo permanente, también fuera de la celebración
litúrgica.
Por eso, las iglesias desde la Edad Media hasta el Movimiento litúr-
gico del siglo XX tenían una gran cantidad de imágenes, señalando los
respectivos lugares de celebración, representación y veneración dentro
del espacio 31. Pero cuando faltan tales imágenes, ¿el espacio celebrativo

(ed.), Genealogia dell’immagine cristiana. Studi sul Cristianesimo antico e le sue raffigurazioni,
Lucca - Firenze: La Casa Usher, 2014, 39­59, aquí 56.
27. Cfr. Stierlin, Henri, Ravenne. Capitale de l’Empire romain d’Occident, Paris: Im-
primerie nationale - Arles: Actes sud, 2014; Morbidelli, Monica, L’abside di S. Giovanni
in Laterano. Una questione controversa, Roma: Viella, 2010; Nilgen, Ursula «Die Bilder
über dem Altar. Triumph- und Apsisbogenprogramme in Rom und Mittelitalien und ihr
Bezug zur Liturgie», en Bock, Nicolas, Blaauw, Sible de, Frommel, Christoph Luitpold y
Kessler, Herbert, Kunst und Liturgie im Mittelalter. Actas del congreso internacional de la
Bibliotheca Hertziana y del Nederlands Instituut en Roma, Roma, 28-30 septiembre 1997
(Römisches Jahrbuch der Bibliotheca Hertziana, anejo al vol. 33, 1999 /2000), München:
Hirmer, 2000, 75-89.
28. Cfr. Andaloro, Maria y Romano, Serena, «L’immagine nell’abside», en Id. (ed.),
Arte e iconografía a Roma. Dal tardoantico alla fine del Medioevo, Roma: Palombi - Milano:
Jaca Book, 2002, 73-102; Gerstel, Sharon E. J., Beholding the sacred mysteries. Programs of
the Byzantine sanctuary (Monograph on the fine arts, 56), Seattle, Washington: College Art
Association en asociaciòn con University of Washington Press, 1999.
29. Cfr. Andaloro, Maria y Romano, Serena, «L’immagine nell’abside», 76 (fig. 56).
30. Cfr. Stierlin, Henri, Ravenne. Capitale de l’Empire romain d’Occident, 202 y 204-
205 (fig.).
31. Cfr. Gerhards, Albert y Wintz, Klaudius, «Bild, Bilderverehrung, Bilderverbot,
Bilderstreit. V. Praktisch-theologisch», en: Lexikon für Theologie und Kirche, 3 edición, vol.
II, Freiburg im Breisgau: Herder, 1994, 446-447 (aquí 447).
112 RALF VAN BÜHREN

ya no es cristiano? Se podría plantear esta pregunta con respecto a algu-


nos edificios de los años sesenta, por ejemplo las iglesias abaciales de St.
Louis Abbey en Creve Coeur (Missouri, acabado en 1962, Gyo Obata, en
la que trabajó como consultor Pier Luigi Nervi) 32 y de Santa Maria de la
Abadía Sint-Benedictusberg en Vaals (1967-1968, Hans van der Laan) 33.
¿Las imágenes son necesarias, o la Iglesia católica podría fácilmente pres-
cindir de ellas?
Para ser reconocido un lugar como cristiano, el uso litúrgico del
espacio es sin duda lo esencial. Pero cuando las celebraciónes litúrgicas
no tienen lugar, ¿tal espacio ya no es cristiano? Aparece un problema
práctico de las iglesias, construidas durante la fase de la –así llama-
da– «desacra­lización» durante los años sesenta y setenta, que no tenían
imágenes 34. Una de las iglesias ejemplares de tal orientación pastoral es
aquella del convento de Saint-Jacques (1965-1968/69, Joseph Belmont)
de los dominicos en París (Rue des Tanneries 20).

Iconografía

En este ámbito surge otra pregunta: ¿la iconografía de las imágenes


es en cualquier caso determinante? Por ejemplo, ¿es «cristiano» el dibujo
caricaturesco «Cristo con máscara de gas» (1927) de George Grosz? Esta
imagen posee un componente de crítica social a las autoridades políti-
cas. El artista presentó la figura de Cristo crucificado con una máscara
de gas y botas militares; la cruz corre el riesgo de caer. Al pie de la ima-
gen se lee: «Mantente firme y continúa sirviendo.» La ambigüedad ne-
gativa del mensaje total es un síntoma de la primera mitad del siglo XX,
cuando las autoridades civiles eran objeto de fuertes críticas. También la

32. Cfr. Debuyst, Frédéric, Chiese. Arte, architettura, liturgia dal 1920 al 2000, Cinisella
Balsamo: Silvana, 2003, 46­47, 49 (fig. 27).
33. Cfr. Tummers, Leo J. M. y Tummers-Zuurmond, Joke M., Abdijkerk Vaals. Studie-
cahier ter herdenking van de 100ste geboortedag Dom Hans van der Laan, Leuth: Van der
Laanstichting, 2005.
34. Cfr. Kunzler, Michael, «Der Verlust der Stille. Theologische Überlegungen zu ei-
nem bedrohlichen Symptom», Liturgisches Jahrbuch 52 (2002) 158-183, aquí 177-178;
Brentini, Fabrizio, Bauen für die Kirche. Katholischer Kirchenbau des 20. Jahrhunderts in
der Schweiz, Luzern: SSL (Schweizerische St. Lukasgesellschaft), 1994, 217-224; Kahle,
Barbara, Deutsche Kirchenbaukunst des 20. Jahrhunderts, Darmstadt: Wissenschaftliche Bu-
chgesellschaft, 1990, 82, 214-224; Schnell, Hugo, Der Kirchenbau des 20. Jahrhunderts
in Deutschland. Dokumentation, Darstellung, Deutung, München - Zürich: Schnell und
Steiner, 1973, 181-189; Isambert, François-André, «La sécularisation interne du christia-
nisme», Revue française de sociologie 17 (1976) 573-589, aquí 584-586; Lengeling, Emil
Joseph, «Sakral – Profan. Bericht über die gegenwärtige Diskussion», Liturgisches Jahrbuch
18 (1968) 164-188; aquí 165, 169-174; Tewes, Ernst, «Für wen bauen wir heute Kirchen?»,
Liturgisches Jahrbuch 16 (1966) 146-155, aqui 152,155.
Criterios para su especificación en la historia del arte 113

Iglesia católica ha sido objeto de críticas por parte de diversas corrientes


filosóficas y artísticas 35.
La pintura «Resurrección» (1908-1909; Stuttgart, Staatsgalerie) de
Max Beckmann ¿es cristiana? El cuadro contiene un autorretrato del
artista, abajo a la izquierda. Adopta la composición del Juicio Final. Pero
no hay ningún juicio ni tampoco un Cristo que llama a la resurrección.
Los muertos se levantan hacia el cielo envueltos en una anónima luz me-
tafísica. ¡Todos se salvan! En este contexto se ha indicado la influencia de
teorías vitalistas y de doctrinas teosóficas, como la teoría del «apocatásta-
sis, que consiste en la convicción de que al final todos los hombres serán
salvados y glorificados por medio de un ascenso espiritual 36.
Para caracterizar toda la imagen como «cristiana», la mera cita de
algunos motivos cristianos parece insuficiente. El conjunto iconográfico
es más bien decisivo, es decir el mensaje total de la imagen, como se pue-
de ver en la pintura «El descendimiento de la cruz» (1917; New York, The
Museum of Modern Art) del mismo Beckmann. El cuadro representa la
figura de un «Cristo de rostro cadavérico con los brazos extendidos en
forma de cruz. Las tonalidades amarillentas encajan bien con la escena
mortuoria» 37. Como Max Beckmann y George Grosz, muchos artistas
del siglo XX recurrieron a motivos de la iconografía cristiana, pero te-
nían una visión nihilista o atea de la vida y del hombre, incompatible
con la actitud positiva y llena de la esperanza propria de la fe cristiana 38.
En el ámbito de la iconografía, la cuestión sobre si la representación
resalta una visión cristiana del mundo, es importante. El «Retrato de Ino-
cencio X» (1650) de Diego Velázquez (Roma, Galleria Doria-Pamphili)
¿contiene características del arte cristiano? En este caso nos encontramos
ante el retrato de un papa, pero ¿cualquier imagen se puede calificar
como «cristiana» solo por el hecho de representar una persona cristiana

35.  Bühren, Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert, 16, 28-29, 100, 102, 340-342.
36. Cfr. Ibid., 92; Kohle, Hubertus, «Transzendieren ohne Transzendenz. Bemerkun-
gen zu Max Beckmanns frühem Auferstehungsbild», Das Münster 51 (1998) 135-146; Ne-
fzger, Ulrich, «Beckmann, Max», en Lexikon für Theologie und Kirche, 3 edición, vol. II,
Freiburg im Breisgau: Herder, 1994, 115-116.
37.  Blázquez Martínez, José María, «La pintura religiosa en los expresionistas ale-
manes», Goya. Revista de arte, nº 289-290, julio-octubre (2002), 254-266, aquí 258; cfr.
Krischel, Roland, Morello, Giovanni y Nagel (eds.), Tobias, Ansichten Christi. Christus-
bilder von der Antike bis zum 20. Jahrhundert. Catálogo de la exposición en Köln (Wallraf-
Richartz-Museum - Foundation Corboud), 1 de julio - 2 de octubre 2005, Köln: DuMont,
2005, 173 (fig.), 175; Rombold, Günter y Schwebel, Horst, Christus in der Kunst des 20.
Jahrhunderts. Eine Dokumentation, Freiburg im Breisgau: Herder, 1983, 132 (fig.).
38.  El papa Pío XII se confrontó a menudo con esta problemática, por ejemplo en el
3 de septiembre de 1950 en su discurso C’est une opportune durante la audiencia para los
participantes en el primer «Congresso Internazionale degli Artisti Cattolici» (en Discorsi e
Radiomessaggi di Sua Santità Pío XII, vol. XII, Città del Vaticano: Libreria editrice Vaticana,
1951, 181-183, aquí 182-183); cfr. Bühren, Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert, 16, 190.
114 RALF VAN BÜHREN

de modo «realista»? Por lo menos se puede decir que el arte figurativo


de este tipo respeta la tradición iconográfica y la idea metafísica del cris-
tianismo. Tal respeto se ha puesto en cuestión varias veces en la historia
del arte contemporáneo, en particular en el ámbito del arte autónomo.

Autonomía y abstracción contra reproducción de cánones clásicos


de la figuración

Desde finales del siglo XIX, en torno a las teorías estéticas del «L’art
pour l’art» 39 y de la autonomía artística, había debates sobre si las obras
de arte «autónomo» podrían ser aceptadas en iglesias. A continuación
hubo –pocas– iglesias desde el período post-conciliar que expusieron
obras autónomas sin que una instancia eclesiástica las haya encargado
para el uso litúrgico.
Un ejemplo conocido es la «Kunst-Station Sankt Peter» en Colonia,
iniciada en 1987 por P. Friedhelm Mennekes SJ con exposiciones e ins-
talaciones de obras de arte autónomo dentro de la iglesia, en el patio y
en la casa parroquial 40. Otro ejemplo es la iglesia Pax-Christi en Krefeld
donde se han instalado más de 30 obras de arte autónomo de forma
permanente en la sala de la parroquia, en el baptisterio, en el vestíbulo
y las habitaciones contiguas («Chichicastenango», 1980, Günther Uec-
ker). Solo cuatro obras fueron creadas especialmente para la iglesia:
el altar, el ambón, la pila de agua bendita y el altar en la Capilla del
Santísimo 41.
La discusión en el siglo XX sobre la inclusión de la autonomía artís-
tica en las iglesias se relaciona con otro debate sobre la abstracción en el
arte sagrado. A este respecto se debe plantear también la cuestión de si
las alusiones generales a la espiritualidad o a una latente trascendencia
serían suficientes para calificar una obra como «arte cristiano«. La «Co-

39. Cfr. Cousin, Victor, Du vrai, du beau et du bien, Paris: Didier, 1836 (22 edición
1879).
40. Cfr. Schlimbach, Guido, Für einen lange währenden Augenblick. Die Kunst-Station
Sankt Peter Köln im Spannungsfeld von Religion und Kunst, Regensburg: Schnell & Steiner,
2009, aquí 86-96; Schlimbach, Guido (ed.): Für Friedhelm Mennekes. Kunst-Station Sankt
Peter Köln, Köln: Wienand, 2008; Weiser, Nicolas T., Offenes Zueinander. Räumliche Di-
mensionen von Religion und Kunst in der Kunst-Station Sankt Peter Köln (Bild – Raum – Feier.
Kirche und Kunst im Gespräch, 4), Regensburg: Schnell und Steiner, 2002.
41. Cfr. Schlimbach, Guido, «Glaubwürdig und nicht vereinnahmt. Karl-Josef Maßen
und zeitgenössische Kunst in Pax Christi Krefeld», Kunst und Kirche 72 (2009, n. 2), 50-54;
Pax-Christi-Gemeinde Krefeld (ed.), Im Dialog. Zeitgenössische Kunst in Pax Christi Kre-
feld, Krefeld: Pfarrei Pax Christi Krefeld, 2004; Massen, Karl Josef, «Kunst im liturgischen
Raum. Die Pax-Christi-Gemeinde in Krefeld», en Mertin, Andreas, Kirche und moderne
Kunst. Eine aktuelle Dokumentation, Frankfurt am Main: Athenäum, 1988, 41-54.
Criterios para su especificación en la historia del arte 115

lor Field painting» de Mark Rothko (1903-1970) 42, pinturas de cam-


pos de color, posee por lo menos una pretensión espiritual. Las grandes
composiciones de Rothko, como «Brown, Orange, Blue on Maroon»
(1963; Bochum, Galerie m), con finas capas de color están orientadas a
favorecer la meditación. Estas pinturas tienen la finalidad de hacer en-
trar en una experiencia mística, teniendo en cuenta que Rothko mismo
daba un sentido espiritual a sus cuadros 43.
Algo semejante se puede decir de Yves Klein (1928-1962). Sus pin-
turas monocromáticas a finales de los años cincuenta estaban marcadas
por un color azul intenso («Azul Klein Internacional, IKB») 44. Espiri-
tualmente, la obra pictórica de Klein se desarrolló bajo la influencia de
la filosofía zen. Hasta 1952 el artista era miembro del movimiento eso-
térico «Rosacruz» («Rosenkreutzer»), cuyo concepto de espíritu parece
demasiado indeterminado e incompatible con la idea personal de Dios
por parte de la fe cristiana.
El tercer caso es Barnett Newman (1905-1970) 45. Sus pinturas mo-
nocromáticas «Stations of the Cross» (1958-1966; Washington, National
Gallery of Art) son una serie de composiciones en blanco y negro. Fue-
ron subtituladas por el artista «Lema sabachthani» («¿Por qué me has
abandonado?») 46. Los cuadros de Newman se han calificado como un

42. Cfr. Mark Rothko. Catálogo de la exposición «Mark Rothko. A Consummated Expe-


rience between Picture and Onlooker» en Riehen (Fondation Beyeler), 18 de febrero – 29
abril 2001, redacción Delia Ciuha, Ostfildern-Ruit: Hatje Cantz, 2001; Anfam, David,
Mark Rothko. The works on canvas. Catalogue raisonné, New Haven, Connecticut: Yale Uni-
versity Press - Washington, DC, National Gallery of Art, 1998 (4 edición 2008).
43. Cfr. Lavergne, Sabine de, «Le regard et le souffle de l’être. Rothko et Tal Coat
(Bulletin d’art sacré. Regards et célébrations)», La Maison-Dieu, n. 219 (1999) 187-194;
Hofmann, Werner, Die Moderne im Rückspiegel. Hauptwege der Kunstgeschichte, Mün-
chen: Beck, 1998, 330; Schmied, Wieland (ed.), Zeichen des Glaubens, Geist der Avant-
garde. Religiöse Tendenzen in der Kunst des 20. Jahrhunderts. Catálogo de la exposición en
Berlín (Schloss Charlottenburg, Große Orangerie), 31 de mayo – 13 de julio de 1980,
organizado por el 86. Deutscher Katholikentag, Stuttgart: Electa-Klett-Cotta, 1980, 182-
183 (fig.), 284.
44. Cfr. Morineau, Camille y Cusimano, Rita (eds.), Yves Klein. Corps, couleur, immaté-
riel. Catálogo de la exposición en París (Centre Pompidou), 5 de octubre 2006 – 5 febrero
2007 y Vienna (Museum Moderner Kunst Stiftung Ludwig) 9 de marzo – 3 de junio de
2007, Paris: Éditions du Centre Pompidou, 2006;Weitemeier, Hannah, Yves Klein. 1928-
1962. International Klein Blue, Köln: Taschen, 1994.
45. Cfr. Allison, Ellyn Childs (ed.), Barnett Newman. A catalogue raisonné, New York:
Barnett Newman Foundation - New Haven, Connecticut: Yale University Press, 2004.
46. Cfr. Hoppe-Sailer, «Richard, Meditation oder Reflexion? Über das prekäre Verhält-
nis von moderner Kunst und Religion», en Hoeps, Reinhard (ed.), Religion aus Malerei?
Kunst der Gegenwart als theologische Aufgabe, Paderborn: Schöningh, 2005, 165-194, aquí
185-194; Sternberg, Thomas: ««Und laß mich sehn dein Bilde.« Der Kreuzweg als litur-
gisches und künstlerisches Thema», Liturgisches Jahrbuch 53 (2003) 166-191, aquí 183-184;
Meyer, Franz, Barnett Newman. The Stations of the Cross. Lema Sabachthani, Düsseldorf: Ri-
chter, 2003; Boehm, Gottfried, «Die Epiphanie der Leere. Barnett Newmans Vir heroicus
116 RALF VAN BÜHREN

«tratado en blanco y negro sobre una cuestión antigua del hombre» 47.


Su objetivo es la contemplación meditativa del cuadro, con un impacto
sugestivo-emocional. Newman se interesó por la experienca de lo subli-
me, por la conciencia del efecto que tiene la imagen en el espectador 48.
Las Estaciones de la Cruz dependen «únicamente del color», como dijo
el artista en 1966, y «la impresión visual es total e inmediata» 49. De esta
manera los cuadros intensifican la conciencia del «yo» que se está perci-
biendo. Las imágenes de Barnett Newman se presentan como una pro-
pia forma de revelación: una revelación en imágenes «out of ourselves«,
como el artista aclaró ya en 1948 en su tratado «Lo sublime es ahora»
(«The sublime is now») 50.
Teniendo presente las declaraciones del Concilio Vaticano II sobre
el carácter de servicio que tiene el arte litúrgico (cfr. 7. Criterios de la
celebración litúrgica), parece dudoso que la estética de Rothko, Klein y
Newman, con su evidente autorreferencialidad, sea compatible con una
colocación de las obras cerca del altar, siendo un lugar litúrgico suma-
mente sensible 51. Sobre esta cuestión volveremos más adelante (cfr. 8.
Valoración teológica de la abstracción en el espacio litúrgico; 9. Equilibrio
entre figuración y abstracción).
A la inversa, se podría plantear la pregunta de si solo la reproducción
de cánones clásicos de la figuración garantizaría que las imágenes en el
espacio sacro pudieran definirse como «cristianas». Quizá mantienen
dicha posición las personas que encargaron los frescos del ábside de la
Catedral de la Almudena en Madrid, acabados en 2004 por Kiko Ar-
güello 52. Otro ejemplo es la imagen colosal de «Cristo en Majestad» que

sublimis», en Nordhofen, Eckhard (ed.), Bilderverbot. Die Sichtbarkeit des Unsichtbaren,


Paderborn: Schöningh, 2001, 39-57.
47.  Weitemeier-Steckel, Hannah, «Pilger zum Absoluten. Geheimnisse und Ver-
führungen der Abstrakten«, en Schmied, Zeichen des Glaubens, Geist der Avantgarde. Reli-
giöse Tendenzen in der Kunst des 20. Jahrhunderts, 137-142, aquí 141.
48. Cfr. Boehm, Gottfried, «Die Epiphanie der Leere. Barnett Newmans Vir heroicus
sublimis«, 2001; Rauchenberger, Johannes, Biblische Bildlichkeit. Kunst – Raum theologis-
cher Erkenntnis, Paderborn: Schöningh 1999, 254-258; Hoeps, Reinhard, Das Gefühl des
Erhabenen und die Herrlichkeit Gottes. Studien zur Beziehung von philosophischer und theolo-
gischer Ästhetik, Würzburg: Echter, 1989, 173-202; Imdahl, Max, Barnett Newman. Who’s
afraid of red, yellow, and blue III, Stuttgart: Reclam, 1971.
49.  Citado en Schmied, Zeichen des Glaubens, Geist der Avantgarde. Religiöse Tendenzen
in der Kunst des 20. Jahrhunderts, 274; cfr. Hoppe-Sailer, «Richard, Meditation oder Re-
flexion? Über das prekäre Verhältnis von moderner Kunst und Religion», 2005, 185.
50. Cfr. Hoeps, Reinhard, «Gebirgslandschaft mit Bilderstreit. Braucht die Theologie
die Kunst?», Theologische Revue 96 (2000) 355-366, aquí 361-362, 365-366; Schmied,
Zeichen des Glaubens, Geist der Avantgarde. Religiöse Tendenzen in der Kunst des 20. Jahrhun-
derts, 274.
51. Cfr. Bühren, Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert, 181-185, 210-212, 436, 508.
52.  Argüello, Kiko, Catedral de la Almudena. Corona mistérica y vidrieras del ábside,
Madrid: [s.n.], 2005; cfr. Montoya Alonso, Carlos: La pintura mural religiosa en el Madrid
Criterios para su especificación en la historia del arte 117

está detrás del altar en la Catedral de Cristo la Luz («Christ the Light»,
2002-2008) en Oakland (California). Para su realización el artista Lon-
ny Israel ha reproducido una escultura medieval de la fachada occidental
de la catedral de Chartres 53. Cabe plantearse si estas opciones fueron
motivadas por razones estéticas 54 o se deben más bien al interés por la
oración de los cristianos en el espacio litúrgico.

El interés por la oración de los cristianos

La idoneidad del arte para la oración cristiana parece ser un criterio


que lo distingue. Esta cuestión trata la vida espiritual y la dimensión
antropológica de la fe. Teniendo en cuenta las experiencias pastorales de
le Iglesia, la oración es un componente de máxima importancia para la
fe cristiana y para el anuncio de su mensaje. Por lo tanto, la idoneidad
del arte para la oración es también esencial en el espacio sacro, como ha
recordado el Vaticano II 55. Dentro de las iglesias las imágenes sagradas
siguen siendo consideradas, en la tradición eclesial hasta hoy, como «tra-
ducción iconográfica del mensaje evangélico, en el que imagen y palabra
revelada se iluminan mutuamente» 56.
A la vez hay argumentos antropológicos, porque la percepción hu-
mana se inicia con los sentidos. Por eso, el uso de imágenes como medio
de visualización de la «buena nueva» corresponde a la naturaleza sensible
de la percepción. La observación pausada de una imagen podría realizar-
se como «oración de meditación», es decir, para meditar a través de ella.
Este método facilita perfectamente la elevación de la mente a Dios o a
los santos. Pero no todas las obras de arte cristiano son recursos adecua-

del siglo XX, Tesis inédita de la Universidad Complutense de Madrid [recurso electrónico,
disco CD-ROM], Madrid: Universidad Complutense, Servicio de Publicaciones. 2006, 582
(nota 1932), 757, 759.
53. Cfr. Hartman, Craig W., «Designing the Cathedral», en The Cathedral of Christ the
Light. The making of a 21st Century Cathedral. Skidmore, Owings & Merrill LLP, Ostfildern:
Hatje Cantz, 2011, 109-135, aquí 130-134.
54.  Respecto a los frescos por Kiko Argüello en la Catedral de Madrid se ha preguntado
si sería posible hoy olvidar diez siglos de cultura occidental y volver a modelos del Medioevo;
cfr. Fernández-Cobián, Esteban, «Arquitectura religiosa contemporánea. El estado de la
cuestión», en Id. (ed.), Arquitecturas de lo sagrado: Memoria y proyecto. Actas del Congreso
Internacional de Arquitectura Religiosa Contemporánea, Ourense, 27-29 de septiembre de
2007, A Coruña: Netbiblo, 2009, 8-37, aquí 32.
55. Cfr. Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 111, 122, 124­125, 127;
Lumen Gentium. Constitución dogmática sobre la Iglesia, 21.11.1964,n. 67; Presbyterorum
ordinis. Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, 7.12.1965, n. 5.
56.  Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos,
Directorio sobre la piedad popular y la Liturgia. Principios y orientaciones, Ciudad del Vaticano
17.12.2001, n. 240.
118 RALF VAN BÜHREN

dos para la oración. En efecto, algunas tienen otra función, por ejemplo
las imágenes narrativas o simbólicas para la instrucción catequética o el
razonamiento teológico. Sin embargo, hay imágenes que tienen gran
valor para una reflexión orante acerca del Evangelio realizada ante ellas,
o para la oración vocal del Rosario.
De todas formas, cabe señalar que la idoneidad de una imagen para
la oración no puede tomarse como criterio objetivo para caracterizar
una obra de arte como «cristiana», porque tal idoneidad incluye tam-
bién el parecer subjetivo. Hay quien puede meditar ante cualquier tipo
de imagen, mientras a otras personas les resulta difícil rezar incluso ante
una imagen explícitamente creada para facilitar la oración.
Los aspectos iconográficos y estilísticos de la imagen son, sin duda,
criterios objetivos y relevantes para la identidad cristiana de una ima-
gen. Pero preguntar si se puede o no rezar bien ante ciertas imágenes,
en realidad, no es referirse a una experiencia universal, sino más bien a
experiencias subjetivas de cada observador. Depende mucho de la com-
petencia de la persona, así como de su formación teológica, gusto, espi-
ritualidad y actual estado de ánimo.
Sin embargo, a pesar de estos componentes subjetivos, es evidente
que la contemplación de imágenes puede contribuir a la experiencia
religiosa de muchas personas, también de no creyentes. Con mayor
razón se puede decir de los fieles cristianos. Para ellos la oración es
esencial, aunque se precisa una grande experiencia espiritual y visión
de fe para poder realizar una auténtica «oración de meditación» o «de
contemplación». Intervienen también la reflexión y emoción, la ima-
ginación y el deseo. Aquí se podría hablar de un especial valor pastoral
de las imágenes, porque cuando una persona orante reza delante una
imagen, puede fácilmente –en caso de distracción– volver su corazón
hacia Dios.
La mística bajomedieval y moderna ha reflexionado mucho sobre
esta relación espiritual-comunicativa entre la imagen y el observador.
En el contexto de las experiencias místicas se ha cultivado la compa-
sión («compassio») y la oración («colloquium») ante una imagen 57. Tres
ejemplos serían la oración de san Francisco de Asís ante el «Crucifi-
jo de San Damián» (1205) y el pesebre en Greccio (1223), la oración
de los dominicos y cistercienses en Alemania (siglo XIV) marcada por
las emociones ante las «imágenes de devoción« («Andachtsbilder»), y la
contemplación viva en la mística española del siglo XVI (san Ignacio de
Loyola, san Juan de la Cruz, y santa Teresa de Jesús).

57. Cfr. Stock, Alex, Bilderfragen. Theologische Gesichtspunkte, Paderborn: Schöningh,


2004, 12-13.
Criterios para su especificación en la historia del arte 119

Éstas experiencias místicas en la historia de la espiritualidad, tam-


bién los mencionados principios antropológicos, siguen siendo válidos
hoy, por lo menos en teoría. En la práctica, no obstante, parece que
durante el siglo XX se ha perdido en gran parte el interés de los artistas
contemporáneos por crear imágenes de devoción, tanto como el de los
fieles cristianos por hacer oración ante imágenes, con excepción de los
pocos santuarios cristianos donde se puede venerar una imagen de culto.
Ya a partir del Renacimiento aumentó considerablemente la percep-
ción de las imágenes sagradas como objetos estéticos 58. Era la mirada
estética de algunas élites culturales, que pudo popularizarse a partir del
siglo XIX gracias a los museos públicos con su exclusiva orientación
pedagógica, y aún más en el siglo XX a causa de la gran difusión de los
medios de reproducción 59 y de la expansión del turismo cultural 60.
De este modo, podría tener razón Hegel, diciendo «proféticamente»
que había llegado el periodo en el que «por espléndidas que pudieran
parecernos las efigies de los dioses griegos, y por mucha perfección que
hallemos en las imágenes de Dios Padre, de Cristo y de la Virgen María,
de nada sirve; ya no caemos de rodillas» 61. Por consiguiente, recuperar la
sensibilidad perdida de hacer oración con una imagen será para la Iglesia
un gran proyecto cultural y espiritual en el siglo XXI.

Intentio auctoris e intentio operis

Otra pregunta es, si las intenciones, la inspiración o piedad personal


del artista son decisivas para caracterizar una obra. En la tradición de
las iglesias orientales es así, desde luego. «Para los orientales», afirma
Plazaola, «un icono es un «misterio». La lógica de la pintura icónica, no
solo exige santidad de vida, sino que lleva a ella» 62.
En Occidente, en cambio, las instancias eclesiásticas tienen un pro-
blema, porque la mayoría de los artistas y arquitectos contemporáneos

58. Cfr. Belting, Hans, Bild und Kult. Eine Geschichte des Bildes vor dem Zeitalter der
Kunst, München: Beck, 1990 (7 edición 2011; edición española: Imagen y culto. Una historia
de la imagen anterior a la edad del arte, Madrid: Akal, 2009; reimpresión 2012).
59. Cfr. Benjamin, Walter, «Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Repro-
duzierbarkeit» [1935], en Tiedemann, Rolf, y Schweppenhäuser, Hermann (eds.), Walter
Benjamin. Gesammelte Schriften, vol. I/2, Frankfurt am Main; Suhrkamp, 1980, 431-469
(«L’œuvre d’art à l’époque de sa reproduction mécanisée» [1936], en Ibid., 709-739).
60. Cfr. Stock, Bilderfragen. Theologische Gesichtspunkte, 11.
61.  Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, Vorlesungen über die Ästhetik, 1835-1838 («Lec-
ciones sobre la estética»); traducción citado por García Mahíques, Rafael, Iconografía e
iconología, vol. 1: La Historia del Arte como Historia cultural, Madrid: Encuentro, 2008, 328.
62. Cfr. Plazaola, Arte sacro actual [2006], 43.
120 RALF VAN BÜHREN

no son cristianos. Muchas veces no comparten la visión sobrenatural de


la Iglesia. A causa de la progresiva secularización de la sociedad y la cul-
tura en el siglo XX, muchos artistas de vanguardia carecen de una forma-
ción cristiana básica, además de, no pocas veces, la adecuada disposición
personal de afrontar el contenido de los temas bíblicos y teológicos 63.
Ciertamente, se pueden encontrar algunos artistas de una profunda acti-
tud cristiana, también en la época contemporánea, por ejemplo Antoni
Gaudí 64. No obstante hoy es mucho más difícil de encontrar prototipos
de artista cristiano como Fra Angelico o Andréi Rubliov al comienzo de
la época moderna.
Entre 1998 y 2003 se construyó, según un proyecto de Richard
Meier, la iglesia parroquial de Dio Padre Misericordioso en Roma (Tor
Tre Teste) 65. El arquitecto combinó paredes rectas y curvas, inclinadas y
verticales, de cristal, madera u hormigón blanco. Renunció, siguiendo
el modo minimalista, a la decoración con imágenes. En el vestíbulo se
puede leer una dedicatoria programática de Richard Meier: «This struc-
ture is a testament to the monumental work of men in the service of
spiritual aspirations. Richard Meier, architect» 66.
Muchos visitantes de la iglesia Dio Padre Misericordioso aprecian la
pureza de la luz y de las formas (como el autor de estas líneas). Al mismo
tiempo hay cristianos que no aprecian este edificio con el argumento de
que se nota demasiado la intención del autor, expresada en la dedicatoria
atrás mencionada. Según ellos el arquitecto no ha plasmado suficiente-
mente la experiencia de la fe cristiana. Para crear una iglesia, dicen, la
«sensibilidad espiritual» sería demasiado imprecisa. Estas voces suponen
que existe una estrecha relación entre la «intentio auctoris» y «intentio
operis».
Una pregunta retórica del actual párroco de Tor Tre Teste en el año
2011 volvió a esta cuestión: «Un lugar de culto, nacido para expresar
una trascendencia sin rostro, ¿podrá acoger a la «Santa Faz» de la tras-
cendencia personal de Cristo sin traicionar su originaria vocación?» 67.

63. Cfr. Bühren, Ralf van, Los Papas y los artistas modernos. La renovación de la actividad
pastoral con los artistas después del Concilio Vaticano II (1962-1965), San José [Costa Rica]:
Promesa, 2012, 9-21, aquí 11.
64. Cfr. Bergós, Joan, Gaudí. L’home i l’obra, Barcelona: Lunwerg, 1999, 42-44.
65. Cfr. Jodidio, Philip, Richard Meier & Partners. Complete works 1963-2013, Köln:
Taschen, 2013, 370-383; Cassarà, Silvio (ed.), Richard Meier. Opere recenti, Milano: Ski-
ra, 2004; Falzetti, Antonella, La chiesa Dio Padre Misericordioso di Richard Meier, Roma:
Clear, 2003.
66.  Citado según Bühren, Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert, 610-612, aquí; cfr. la
ilustración en Roth, Ulrich, Die Kirche Dio Padre Misericordioso von Richard Meier. Das
Schiff ins dritte Jahrtausend, Frankfurt: [s.n.], 2016, 19.
67.  «Un luogo di culto nato per esprimere una trascendenza senza volto, potrà accogliere
in sé il «Santo Volto» della trascendenza personale di Cristo senza tradire la sua originaria vo-
Criterios para su especificación en la historia del arte 121

En Alemania, ya en los años sesenta, esta relación entre la obra y las


intenciones del artista ha suscitado extensas discusiones. Varios auto-
ren propiciaron debates sobre las cuestiones fundamentales, si existe en
realidad un «arte cristiano» y, en caso afirmativo, si solamente artistas
«creyentes» podrían realizarlo. En este contexto Hugo Schnell advirtió
que la propiedad cristiana «no puede ser causada por una persona o una
época. Cuando surgen una edad cristiana o un arte y cultura cristianos,
el hombre solamente da una respuesta a una llamada. Nos hacemos cris-
tianos (…) cuando Cristo toma posesión de nosotros y nos abrimos a
Él. En todos los tiempos el arte cristiano nace, cuando (…) el artista se
somete a Cristo y a su ley, de modo que su vida y la obra, que de ella
brota, pertenecen al cristianismo» 68.
Desde el Concilio Vaticano II, y hasta hoy, solo pocos autores afir-
maron de forma tan explícita la intención cristiana de los artistas como
criterio que distingue el arte cristiano. Esta tendencia general de infrava-
lorar 69 la «intentio auctoris» tenía sus antecedentes durante los debates
en Francia en los años cincuenta del siglo XX.

Appel aux Grands

El sacerdote dominico Marie-Alain Couturier (1897-1954), artista


y amigo de artistas contemporáneos, fue un importante mediador entre
los vanguardistas y la Iglesia. Facilitó varios encargos de construir y deco-
rar nuevas iglesias en Assy (1946-1950), Vence (1947-1952), Audincourt
(1949-1954), Ronchamp (1950-1954) y La Tourette (1953-1960) 70. A
partir de aquellas nuevas construcciones y conformaciones artísticas en
Francia, se denominó «Appel aux Grands» al encargo eclesiástico a fa-
mosos e importantes artistas, aunque no fueran cristianos. Couturier
era un convencido de su necesidad: «A los grandes hombres los grandes

cazione?», Corrubolo, Federico, «Il problema dell’intentio auctoris e dell’interpretazione


cattolica nella Chiesa di Dio Padre Misericordioso a Tor Tre Teste» [en línea], en Gli Scrit-
ti. Il Centro Culturale, 26.10.2011, <http://www.gliscritti.it/blog/entry/1086> [consulta:
20.4.2016]; cfr. Id., Una porta aperta nel cielo. Nuova guida spirituale alla chiesa di Dio Padre
Misericordioso, Tor Tre Teste (Roma), Roma: Trullo Comunicazione, 2015, 46-­47.
68.  Schnell, Hugo, «Das Wesen der christlichen Kunst», en Id., Zur Situation der
christlichen Kunst der Gegenwart, München - Zürich: Schnell & Steiner, 1962, 7-30, aquí
24, cf. 7, 13-15, 19-22.
69. Cfr. Plazaola, Arte sacro actual [2006], 37.
70. Cfr. Crippa, Maria Antonietta, «Romano Guardini y Marie-Alain Couturier. Los oríge-
nes de la arquitectura y del arte para la liturgia católica en el siglo XX», en Fernández Cobián,
Esteban (ed.), Arquitecturas de lo sagrado. Memoria y proyecto. Actas del I Congreso Internacional
de Arquitectura Religiosa Contemporánea, Ourense 27-29 de septiembre de 2007, Oleiros (La
Coruña): Netbiblo 2009, 178-205, aquí 190-203 [en línea, como archivo PDF] <http://www.
arquitecturareligiosa.es/index.php/AR/issue/download/1/2> [consulta: 1.8.2016].
122 RALF VAN BÜHREN

encargos» («Aux grands hommes, les grandes choses») 71. La motivación


para sus encargos fue la siguiente: «Para el arte religioso siempre será el
ideal, encontrar personas geniales que sean santos. Pero si éstos no están
disponibles, es más seguro y más eficaz llamar a los genios no creyentes,
en lugar de creyentes sin talento» 72.
Sin embargo surge la pregunta: ¿Es suficiente el mero encargo ecle-
siástico? Las obras del arte ¿son «cristianas» ya en virtud de tal encargo
oficial? 73. En el caso de la iglesia Notre-Dame-de-Toute-Grâce en Assy, el
encargo se realizó a artistas muy diferentes. El resultado parece ser un con-
junto ecléctico de obras individuales demasiado distintas. Así, a pesar de
valiosos detalles, se echa de menos la unidad formal e interior. También
falta la orientación de las obras hacia la función litúrgica del espacio. El
interior del edificio, además, tiene un diseño arquitectónico impreciso 74.
Hasta hoy continúan el así llamado «Appel aux Grands» y la discu-
sión pública sobre encargos a artistas famosos. En Francia y Alemania
varias instancias eclesiásticas encargaron nuevas vidrieras para iglesias
ya existentes. Cabe citar ejemplos de los últimos decenios. En Fran-
cia se encargaron nuevas vidrieras a Marc Chagall para las catedrales
de Metz (1958-1968) y Reims (1973-1974), a Pierre Soulages para la
iglesia abacial de Sainte-Foy en Conques (1986-1994) y a Imi Knoebel
para la catedral de Reims (2008-2011) 75. En iglesias del casco antiguo de
Colonia (Alemania) se encargaron nuevas vidrieras a artistas destacados
para el transepto de dos edificios: en 2006/07 a Gerhard Richter 76 para

71.  Couturier, Marie-Alain, «Aux grands hommes, les grandes choses», L’Art Sacré n.
9-10, mayo/junio (1950) 2.
72.  Citado según Lützeler, Heinrich, Christliche Bildkunst der Gegenwart, Freiburg im
Breisgau: Herder, 1962, 28.
73. Cfr. Hofmann, Friedhelm, «Christliche Kunst im Kontext der Gegenwartskunst»,
Das Münster 51 (1998) 64-68, aquí 65; Id., «Adoratio oder negatio? Zur Begriffsbestim-
mung von christlicher Kunst», Die neue Ordnung 42 (1988) 404-410, aquí 406-407.
74.  Lützeler, Heinrich, Christliche Bildkunst der Gegenwart, 26; cfr. Boespflug,
François, «La liturgia cristiana, una sfida per l’arte contemporanea», en Boselli, Goffre-
do (ed.), Liturgia e arte. La sfida della contemporaneità. Atti dell’VIII Convegno liturgico
internazionale, Bose, 3-5 giugno 2010, Magnano: Qiqajon, 2011, 77-100, aquí 90; Och-
senreither, Sven, Kunst und Kirche am Ende der klassischen Moderne. Eine kunsthistorische
Untersuchung am Beispiel der art sacré in Frankreich, Frankfurt am Main : Lang, 2004, 71.
75.  Markiewicz, Philippe, «Incarnare la luce nella materia. Vetrate contemporanee nelle
chiese di Francia», en Boselli, Goffredo (ed.), Liturgia e arte. La sfida della contempora-
neità. Atti dell’VIII Convegno liturgico internazionale, Bose, 3-5 giugno 2010, Magnano:
Qiqajon, 2011, 133-143 (láminas 42-59); Ollivier, Jean-Paul, Imi Knoebel. Vitraux de la
cathédrale de Reims, Bielefeld: Kerber, 2011; Heck, Christian, Conques. Les vitraux de Sou-
lages, Paris: Seuil, 1994.
76. Cfr. Büttner, Gerhard, Kirche sein als communio. Das neue Kirchenfenster im süd-
lichen Querhaus des Kölner Domes von Gerhard Richter (Ästhetik – Theologie – Liturgik,
62), Berlin: LIT, 2015; Hammes, Axel y Schlimbach, Guido, «Einleuchtendes Zeugnis.
Das Südquerhausfenster von Gerhard Richter im Kölner Dom und seine ursprüngliche
Criterios para su especificación en la historia del arte 123

la Catedral y en 2005-2010 a Markus Lüpertz 77 para la iglesia parro-


quial San Andrés.
Ahora bien, después de todas estas preguntas quizá desconcertantes,
hace falta concretar todavía más (3.–11.) para obtener una perspectiva
adecuada sobre posibles soluciones en el ámbito complejo del significa-
do propio del arte cristiano.

3.  Presencia de imágenes en las iglesias

Se podría plantear la pregunta, ¿de qué tipo de arte y de arquitectura


necesita hoy la Iglesia? En la historia del arte cristiano, tanto en la arqui-
tectura sacra como en las artes visuales, se nota una gran productividad
durante casi 1800 años 78. Es cierto que en esta larga tradición también
habían discontinuidades. En cuanto a las imágenes del ámbito cristiano
hubo algunos movimientos iconoclastas en el Imperio bizantino duran-
te los siglos VIII y IX 79, y luego en el ámbito de los protestantes calvinis-
tas durante el siglo XVI 80.
En el resultado y por analogía, tal aniconismo en las iglesias se pue-
de comparar con la ausencia de imágenes inmediatamente después del
Concilio Vaticano II. Al menos ocurrió así en la fase pastoral de la «des-
acralización» de la liturgia y del arte litúrgico durante los años sesenta y
setenta, cuando muchos arquitectos e instancias eclesiásticas renuncia-
ron a la decoración con imágenes en el espacio litúrgico 81.
Sin embargo, esta reciente renuncia post-Vaticano o bien aquella ico-
noclastia bizantina al inicio de la Edad Media duraron poco tiempo. En

Widmung», Das Münster 64 (2011) 282-287; Museo Ludwig y Cabildo metropolitano de


la Catedral de Colonia (eds.), Gerhard Richter – Zufall. Das Kölner Domfenster und 4900
Farben / Gerhard Richter – Zufall. The Cologne Cathedral window and 4900 colours, Köln:
Verlag Kölner Dom – Köln, König, 2007.
77. Cfr. Gohr, Siegfried: «Markus Lüpertz in St. Andreas, Köln», en Förderverein
Romanische Kirchen Köln (ed.), Malen mit Glas. Kolloquium zu Ehren des Vorsitzen-
den des Fördervereins Romanische Kirchen Köln e.V. Helmut Haumann anlässlich seines
70. Geburtstages, Redaktion und Layout Margrit Jüsten-Mertens, Köln: Greven, 2012, 17-
28: Schürkamp, Bettina, «Ambivalenz zwischen Figuration und Abstraktion. Der Fenster-
zyklus von Markus Lüpertz in St. Andreas in Köln», Kunst und Kirche 73 (2010, n. 3) 61-62;
Struck, Martin, «Für die Ewigkeit», Das Münster 63 (2010) 302-305.
78. Cfr. Verdon, Timothy, Breve storia dell’arte sacra cristiana, Brescia: Queriniana,
2012: Id., L’arte nella vita della chiesa, Città del Vaticano: Libreria editrice vaticana, 2009.
79. Cfr. Thümmel, Hans Georg, Die Konzilien zur Bilderfrage im 8. und 9. Jahrhundert.
Das 7. Ökumenische Konzil in Nikaia 787 (Konziliengeschichte, Reihe A: Darstellungen),
Paderborn: Schöningh, 2005.
80. Cfr. Freedberg, David, Iconoclasm and painting in the revolt of the Netherlands.
1566-1609, New York - London: Garland, 1988.
81.  Cfr. nota 34.
124 RALF VAN BÜHREN

general y hasta hoy, el interior de las iglesias estuvo y está marcado por la
presencia de imágenes, aunque su número es obviamente reducido en los
actuales espacios celebrativos. Tres concilios confirmaron, a nivel dogmá-
tico, la legitimidad del uso de las imágenes (cfr. 1. Conceptos fundamen-
tales). Por tanto el uso oficial de las imágenes en iglesias católicas y orto-
doxas se puede ver como fenómeno de una larga duración histórica, es
decir como una categoría muy estable en la vida eclesial. Tal continuidad
podría ser considerada como –por así decirlo– «factum Ecclesiae», o sea
una «unánime conciencia de fe en la doctrina y práctica de la Iglesia» 82.
En resumen, una característica de las iglesias católicas y ortodoxas es
la presencia de imágenes. Debería ser considerada como criterio objeti-
vo para su especificación como arquitectura «cristiana». Además de este
criterio, con vistas a la historia del arte cristiano y al Magisterio eclesiás-
tico, se pueden constatar otras características. Se trata de una serie de
criterios que distinguen el arte cristiano, en particular las imágenes.

4.  El estilo artístico de las imágenes


La Iglesia católica romana, en sus declaraciónes magisteriales, era
muy cauta respecto a prescripciones normativas acerca de la cuestión
del estilo, a excepción de indicaciones al inicio del siglo XX por algunos
Obispos diocesanos 83 en la última fase del historicismo. La opción por
un estilo concreto en la historia del arte cristiano era más bien el resul-
tado de un proceso socio-cultural por parte de los fieles (a través de la
recepción de elementos de la cultura contemporánea) y jurídico-pastoral
a nivel del Magisterio (por sus normas litúrgicas y doctrinales de la fe).
Dentro de aquel marco jurídico-pastoral, la Iglesia católica romana
ha admitido mucha variedad estilística en el arte 84, en particular desde el

82.  El «factum Ecclesiae» era un argumento decisivo durante el proceso probatorio teo-
lógico en las antecedentes de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción (1854);
cfr. Ziegenaus, Anton, Maria in der Heilsgeschichte (Katholische Dogmatik, vol. 5: Mario-
logie), Aachen 1998, 287-309, aquí 304-305; Seybold, Michael, «Unbefleckte Empfäng-
nis, I. Dogmatik», en Bäumer, Remigius y Scheffczyk, Leo (eds.), Marienlexikon, vol. 6,
St. Ottilien: EOS, 1994, 519-525, aquí 519-520, 522-523.
83. Cfr. Bühren, Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert, 44-49, aquí 48-49; Fussbroich,
Helmut, Architekturführer Köln. Sakralbauten nach 1900, Köln: Bachem, 2005, 287; Stoc-
kmann, Peter, «Artis sacrae leges – Sakrale Kunst und kanonisches Recht im 20. Jahrhun-
dert», Das Münster 50 (1997) 324-332, aquí 329-330; Kahle, Deutsche Kirchenbaukunst des
20. Jahrhunderts, 25; Schnell, Hugo, Der Kirchenbau des 20. Jahrhunderts in Deutschland,
7; Bandmann, Günter «Kirchliche Kunst im 19. und 20. Jahrhundert», en Jedin, Hu-
bert (ed.), Handbuch der Kirchengeschichte, vol. VI/2: Die Kirche in der Gegenwart, tomo 2:
Die Kirche zwischen Anpassung und Widerstand (1878-1914), Freiburg im Breisgau: Herder,
1973, 297-315, aquí 312.
84. Cfr. Boespflug, François, Dieu et ses images; Plazaola, Arte sacro actual [2006],
319; Stock, Bilderfragen. Theologische Gesichtspunkte, 95; Finaldi, Gabriele (ed.), The ima-
Criterios para su especificación en la historia del arte 125

periodo gótico. En este punto hay una gran diferencia con la tradición
de las iglesias católicas orientales y de la iglesia ortodoxa, cuyos edificios
y imágenes desde la Edad Media hasta hoy mantienen esencialmente
los criterios estilísticos del arte tardoantiguo. En cambio, en 1963, el
Concilio Vaticano II afirmó retrospectivamente sobre el libre ejercicio
de estilo artístico, que se aceptaron las formas de cada tiempo:
«La Iglesia nunca consideró como propio ningún estilo artístico, sino
que acomodándose al carácter y condiciones de los pueblos y a las necesi-
dades de los diversos ritos, aceptó las formas de cada tiempo, creando en
el curso de los siglos un tesoro artístico digno de ser conservado cuidado-
samente. También el arte de nuestro tiempo, y el de todos los pueblos y
regiones, ha de ejercerse libremente en la Iglesia, con tal de que sirva a los
edificios y ritos sagrados con el debido honor y reverencia; para que pueda
juntar su voz a aquel admirable concierto que los grandes hombres ento-
naron a la fe católica en los siglos pasados.» 85
Efectivamente, teniendo presente la historia del arte, se confirma
dicha variedad estilística que es una muestra de la tolerancia de la Iglesia.
Durante más de mil años, desde el siglo III hasta el siglo XIV, dominaba
una tendencia estilística hacía la tipificación simbólica de las imágenes:
al inicio con un estilo ascético, como se puede ver en las pinturas de las
catacumbas y en los relieves de los sarcófagos paleocristianos en Roma y
Nápoles, y desde el siglo IV más bien idealizante, theophánico e hierático,
así se contempla en los mosaicos y frescos del ábside o de las paredes en
las basilicas tardoantiguas y medievales de Europa y de la área bizan-
tina 86. Distinto a esto, el arte figurativo en Occidente desde los siglos
XIV-XV hasta ca. 1850 era generalmente marcado por un estilo mimé-
tico y retórica-narrativo 87.
Luego, en la cultura occidental desde 1860-1900, se desarrolló un
gran pluralismo estilístico del arte, también en el ámbito cristiano. Bas-
ta con comparar las representaciones muy diferentes de la «Pietà» de
Vincent van Gogh (1890, Museos Vaticanos, Colección de Arte Religio-
so Moderno 88) y de William-Adolphe Bouguereau (1876; Dallas, Texas,

ge of Christ. Catálogo de la exposición en London (National Gallery), 26 de febrero – 7 de


mayo de 2000, con una introducción de Neil MacGregor, London: National Gallery, 2000.
85.  Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 123.
86. Cfr. Thümmel, «Bild und Wort in der Spätantike», 6-7.
87. Cfr. Goldstein, Carl, «Rhetoric and Art History in the Italian Renaissance and
Baroque», The Art Bulletin 73 (1991) 641-652; Warncke, Carsten-Peter, Sprechende Bilder
– sichtbare Worte. Das Bildverständnis in der frühen Neuzeit, Wiesbaden: Harrassowitz, 1987;
Baxandall, Michael, Giotto and the orators. Humanists observers of painting in Italy and the
discovery of pictorial composition, 1350-1450, Oxford: Clarendon Press, 1971.
88. Cfr. Ferrazza, Mario, Collezione d’arte religiosa moderna, presentación por Frances-
co Buranelli, Città del Vaticano: Monumenti Musei e Gallerie Pontificie, 2000, 76 (fig.)
126 RALF VAN BÜHREN

Museum of Fine Arts). Durante el siglo XX esta creciente diversidad


estilística se expresó en una amplia gama de composiciones oscilando
entre la abstracción absoluta y el figurativismo puro. Este pluralismo
estilístico desconcertó a mucha gente no especializada y dificultó la
aceptación general de nuevas obras en las iglesias. Hasta hoy habían
opciones muy variadas para la abstracción figurativa. Un ejemplo muy
conseguido es el cuadro «Ecce Homo» (1952) de Georges Rouault en los
Museos Vaticanos (Colección de Arte Religioso Moderno) 89.
En conjunto, ante esta grande variedad estilística en la historia resul-
ta imposible reconocer en el estilo un único criterio objetivo para el arte
cristiano. Debe estar complementado por otras características, como es
el valor semántico de la iconografía.

5.  Valor semántico de la iconografía


Al pluralismo estilístico del siglo XX se añadió la religiosidad subje-
tiva y la espiritualidad esotérica 90 de muchos artistas contemporáneos.
Sin encargo y sin compromiso con la iglesia institucional crearon sus
iconografías privadas. Otros artistas realizaron enigmas surrealistas que
incluyen a veces motivos cristianos, por ejemplo Salvador Dalí. Su cua-
dro «Christus Hypercubus» de 1954 («Corpus Hypercubus»; New York,
Museum of Modern Art) es una visión pictórica difícil de entender para
el público no experto.
Por otro lado, el motivo iconográfico de Cristo en la mayoría de
las obras contemporáneas ya no hace referencia al misterio pascual o
la naturaleza divina, sino que es más bien una expresión de la propia
situación del artista o la ocasión de un puro ejercicio artístico. En el caso
de la pintura «El Cristo rojo» de Lovis Corinth (1922, Bayerische Staats-
gemäldesammlungen / München, Pinakothek der Moderne) la «estética
de lo feo» se ha interpretado como representación expresionista de la
situación política en la Alemania de entonces, así como del estado de
ánimo y salud del artista 91.

89. Cfr. Ibid., 70­75, 184, aquí 72 (fig.).


90. Cfr. Loers, Veit (ed.), Okkultismus und Avantgarde. Von Munch bis Mondrian 1900-
1915. Catálogo de la exposición en Frankfurt am Main (Schirn-Kunsthalle), 3 de junio – 20
agosto 1995, Ostfildern: Tertium, 1995; Weisberger, Edward (ed.), The Spiritual in Art.
Abstract Painting 1890-1985. Catálogo de la exposición en Los Angeles (County museum
of art), 23 noviembre 1986 – 8 de marzo 1987, New York: Abbeville Press, 1986; Schmied,
Wieland (ed.), Gegenwart Ewigkeit. Spuren des Transzendenten in der Kunst unserer Zeit.
Catálogo de la exposición en Berlin (Martin-Gropius-Bau), 7 de abril – 24 de junio 1990,
Stuttgart: Cantz, 1990; Schmied, Zeichen des Glaubens, Geist der Avantgarde. Religiöse Ten-
denzen in der Kunst des 20. Jahrhunderts.
91. Cfr. Bärnreuther Andrea, «Der rote Christus», en Schuster, Peter-Klaus, Vitali,
Christoph y Butts, Barbara (eds.), Lovis Corinth, München: Prestel, 1996, 266-267; Lo-
Criterios para su especificación en la historia del arte 127

Un caso particular es Max Ernst, artista dadá y surrealista. Su pin-


tura «La Virgen María castigando al niño delante de tres testigos: André
Breton, Paul Éluard y Max Ernst» (1926; Colonia, Museum Ludwig) es
una imagen figurativa, pintada en estilo tradicional. Permite reconocer
la Virgen con el Niño, representada correctamente según la anatomía e
iconografía. No obstante, valorar solo los motivos y el estilo sería insufi-
ciente para la interpretación del cuadro. De facto, sus detalles iconográ-
ficos son más bien esenciales para descodificar el mensaje total.
Max Ernst provocó conscientemente, ironizando la expresión esti-
lística de los Nazarenos, pintores del Romanticismo alemán en el siglo
XIX. Pero no solo esto, su cuadro trivializa también la tradición icono-
gráfica. En concreto atenta contra las normas básicas en el sistema co-
municativo del Cristianismo. Para ello las fuentes bíblicas y dogmáticas
valen como una categoría constante de referencia. Ahora bien, la escena
de la Virgen que pierde el autodominio y da una buena paliza al Niño
–¡cuyo nimbo se ha caído!– se desvía de la milenaria religiosidad popular
del Cristianismo, y sobre todo del testimonio bíblico («en él no hay pe-
cado», 1 Jn 3, 5) y de las enseñanzas dogmáticas de la Cristología y Ma-
riología: la filiación divina de Jesús (Concilio de Nicea I, 325) así como
la maternidad divina de María (Concilio de Éfeso, 431) y su inmaculada
concepción (Pío IX, Bulla Ineffabilis Deus, 8.12.1854).
En realidad, el tema o mensaje general del cuadro de Max Ernst
no es específicamente cristiano, sino casi una caricatura blasfema, cuya
hermenéutica no puede basarse en los fundamentos de la tradición. En
este caso es evidente que la iconografía determina el tema, esto es el
mensaje total, o sus diversos motivos, es decir sus elementos individua-
les. Una ruptura tan radical con la tradición iconográfica, en el ámbito
cristiano, no es cosa de poca importancia. La razón es que la Iglesia, en
sus imágenes dentro del espacio sagrado, retiene como imprescindible
la transmisión de contenidos teológicos. Así, una iconografía sin respeto
a las normas básicas del Cristianismo plantea problemas en el espacio
público.
Como se muestra a continuación, la cuestión de la manifestación
de lo divino en el acto artístico es un problema artistico y teológico a la
vez 92. Los contenidos son una característica distintiva del arte cristiano,

renz, Ulrike, Salm-Salm, Marie-Amélie y Schmiedt, Hans-Werner (eds.), Lovis Corinth


und die Geburt der Moderne, Bielefeld: Kerber, 2008, 146-147.
92. Cfr. Schoberth, Wolfgang, «Kunst und Religion. IV. Christliche Theologie. 1.
Fundamentaltheologisch», en Religion in Geschichte und Gegenwart. Handwörterbuch für
Theologie und Religionswissenschaft, 4 edición enteramente revisada, vol. 4, Tübingen: Mohr
Siebeck, 2001, 1884-1185; Elbern, Victor H., «Kunst und Kirche», en Görres-Gesells-
chaft (ed.), Staatslexikon, 7 edición revisada por completo, vol. 3, Freiburg im Breisgau:
128 RALF VAN BÜHREN

y no solo los aspectos formales, porque ya desde sus albores las imáge-
nes cristianas comunicaron su mensaje en la expresión estilística de su
proprio tiempo 93. Al inicio del arte cristiano ya se discutía si el uso de
imágenes de Dios era lícito o no, y también sobre el modo de cómo
representar a Dios 94. Con el tiempo, particularmente en el uso privado,
las necesidades prácticas crearon una opinión pública favorable al uso
de signos y símbolos 95. A ellos se añadieron desde finales del siglo III las
pinturas y los relieves de las artes funerarias –debido al creciente deseo
de una mayor visibilidad cultural de la fe cristiana en el espacio públi-
co 96–, y los mosaicos en las basílicas en el siglo IV 97.
Estas imágenes paleocristianas visualizaron el anuncio verbal y escri-
to del Evangelio. Así evolucionó la iconografía como una componente
de la comunicación visual del Cristianismo 98. Las fuentes principales de
la iconografía paleocristiana eran la narración bíblica y el valor semán-
tico de la catequesis, liturgia y teología. Durante el siglo III el reperto-
rio del arte cristiano contenía, por lo general, una iconografía bíblico-
alegórica. A partir del siglo IV, a causa de las disputas dogmáticas y de
las respectivas decisiones conciliares, la iconografía se preocupaba más
de las materias doctrinales 99. Desde entonces, y hasta el siglo XX, los
cristianos consideraron la iconografía explícitamente «cristiana» como

Herder, 1987, 795-800, aquí 795; Paul Tillich, «Zur Theologie der bildenden Kunst und
der Architektur», en ID., Die religiöse Substanz der Kultur. Schriften zur Theologie der Kultur
(Gesammelte Werke, IX), Stuttgart: Evangelisches Verlagswerk, 1967, 345-355.
93. Cfr. Guastini, Daniele, «Parola, immagine, figura», en Id. (ed.), Genealogia
dell’immagine cristiana. Studi sul Cristianesimo antico e le sue raffigurazioni, Lucca - Firenze:
La Casa Usher, 2014, 7­36, en particular 19, 34­35; Russo, Eugenio, «Dal punto di vista
formale esiste un’arte cristiana?», en Guastini, Daniele (ed.), Genealogia dell’immagine cris-
tiana, 99-107.
94. Cfr. Jensen, Robin M., «Verso una vera arte cristiana? Evidenze stilistiche e ico-
nografiche dell’adattamento cristiano dell’arte figurativa tardo antica», 44­48; Sternberg,
Thomas, «Vertrauter und leichter ist der Blick auf das Bild. Westliche Theologen des 4. bis
6. Jahrhunderts zur Bilderfrage», en Dohmen y Sternberg, ... kein Bildnis machen. Kunst
und Theologie im Gespräch, 25-57.
95. Cfr. Baudry, Gérard-Henry: Les symboles du christianisme ancien. Ier− VIIe siècle, Pa-
ris: Editions du Cerf - Toronto: Novalis, 2009.
96. Cfr. Jensen, Robin M., «Verso una vera arte cristiana? Evidenze stilistiche e iconogra-
fiche dell’adattamento cristiano dell’arte figurativa tardo antica», 56-59.
97. Cfr. Finney, Paul Corby, The invisible God. The earliest Christians on art, 1994,
286-293; Thümmel, Hans Georg, «Bild, Bilderverehrung, Bilderverbot, Bilderstreit. III.
Historisch-theologisch», en Lexikon für Theologie und Kirche, 3 edición, vol. II, Freiburg im
Breisgau: Herder, 1994, 444-445; Koch, «Christliche Kunst» [Lexikon für Theologie und
Kirche], 1143; Thümmel, «Bild und Wort in der Spätantike«, 1-15; Elbern, «Kunst und
Kirche», 795-796.
98. Cfr. Boespflug, François, «Die bildenden Künste und das Dogma. Einige Affären
um Bilder zwischen dem 15. und 18. Jahrhundert», en Dohmen y Sternberg, ... kein
Bildnis machen. Kunst und Theologie im Gespräch, 149-166, aquí 149.
99. Cfr. Jensen, Robin M., «Verso una vera arte cristiana», 40­42, 55-59.
Criterios para su especificación en la historia del arte 129

un rasgo esencial de su vida cultural. Especialmente en los siglos IV y


V, el programa iconográfico de las basílicas, con sus imágenes teofánico-
escatológicas en el ábside y bíblico-narrativas en la nave, era un modo
estético de manifestar el significado cristiano y de narrar la historia de
la salvación.
A continuación surgían tres tipos fundamentales de la imagen: sým-
bolon, historíai y charactéres 100. El modo simbólico era adecuado para
poder representar el misterio divino –que por naturaleza es trascendente
e invisible– y los aspectos mistagógicos de la liturgia. Esto se puede ver
en los mosaicos (ca. 540-547) de San Vitale en Rávena. El «Agnus Dei»
en la bóveda sobre el altar representa el género del «symbolon». En el
mismo presbiterio, en el ábside, está el mosaico de «Cristo en compañía
de ángeles y santos». Esta imagen, con una composición simétrica, es
del tipo «charactéres»; la representación frontal de cada figura individual
asemeja a los iconos, que surgían en el mismo siglo VI. Por último, en
las paredes laterales del presbiterio hay escenas del Antiguo Testamento
que son imágenes narrativas según el modelo «historíai»: las «Ofrendas
de Abel y Melquisedec» y las «Historias de Abraham (Visión de Mambré
y Sacrificio de Isaac)» 101.
Esta variedad de tipos de imagen en San Vitale no se encuentra en
todas las iglesias tardoantiguas. En la basílica romana de Santa María la
Mayor hay sobre todo mosaicos narrativos (432-440), tanto en el arco
triunfal («Infancia de Cristo» y «Epifanía de Cristo») como en las pare-
des de la nave central («Historia de los patriarcas y del pueblo de Israel).
Las imágenes narrativas y de acción en Santa María la Mayor correspon-
den al modelo «historíai».
En general la iconografía paleocristiana y tardoantigua tenía tres ti-
pos de imagen: sýmbolon, historíai y charactéres. Aquella tradición inicial
está presente todavía hoy en las iglesias orientales y en la iglesia orto-
doxa. En cambio en la Iglesia católica romana solo continuó hasta el arte
románico, particularmente en Italia donde la influencia bizantina era
grande. La catedral de Monreale es un ejemplo, donde el programa ico-
nográfico de sus mosaicos (ca. 1190) manifiesta el centro cristológico,
con la imagen del Cristo Pantocrátor en el ábside, como signo distintivo
de la iconografía bíblica-narrativa en toda la nave.
La cualidad compositiva de estos mosaicos en Monreale y la riqueza
de sus materiales, sobre todo el oro, remiten simbólicamente a Dios
trascendente que, a la vez, se hace presente de modo sacramental en la

100. Cfr. Barasch, Moshe, Icon. Studies in the History of an Idea, New York, New York
University Press, 1992; Elbern, «Kunst und Kirche», 795.
101. Cfr. Stierlin, Henri, Ravenne. Capitale de l’Empire romain d’Occident, 133, 154,
158-159, 174-177, 182 (fig.).
130 RALF VAN BÜHREN

celebración litúrgica. Esta comprensión mistagógica del arte cristiano


es evidente en el mosaico del Pantocrátor del ábside. En conjunto los
dos tipos de imagen en Monreale –historíai y charactéres– participan
en la «repraesentatio» ceremonial de la litúrgia. Pueden traer la obra de
salvación a la memoria y, al mismo tiempo pueden complementar el
anuncio de la Palabra de Dios y suscitar los afectos religiosos. Así Mon-
reale contiene una iconografía mistagógica como muchas otras iglesias
tardoantiguas 102.
En la práctica artística y la teoría teológica de la Edad Media el
valor catequético del arte sacro era notable 103. La finalidad de las imá-
genes medievales, tal vez organizadas en programas complejos, era
hacer presente visualmente la doctrina de la fe, y eso de modo evan-
gelizador. En su mayor parte, la iconografía medieval se realizó como
narración bíblica y hagiográfica y, según la tradición patrística, unida
muchas veces a la interpretación tipológica y espiritual. Era un modo
específicamente cristiano de pensar la historia y el mundo, sobre todo
en la interpretación del texto bíblico. Respecto a la hermenéutica bí-
blica era habitual, por una parte, la tipología como concordancia en-
tre el Antiguo y Nuevo Testamento 104; por otra parte la distinción
entre dos sentidos, el sentido literal («sensus litteralis») y el espiritual
(«sensus spiritualis», subdividiéndose en los sentidos alegórico, moral
y anagógico) 105.
El valor creativo de esta hermenéutica bíblica consiste en poder in-
terpretar las narraciones, personas, hechos y objetos como signos de lo
trascendente o espiritual («quia aliud dicitur et aliud significatur» 106).
Este método tipológico y espiritual fue aplicado a la iconografía cristia-
na. Por eso las imágenes podían desvelar y manifestar un amplio valor
semántico, en particular el significado teológico del mundo. En gene-
ral, las iglesias de la Edad Media tenían imágenes en abundancia, que
proporcionaron –por así decirlo– una «teología monumental» al espa-
cio. Al final de la Edad Media se agregó el nuevo tipo de la «imagen
de devoción» («Andachtsbild»), marcada por emociones y creado para

102. Cfr. Elbern, «Kunst und Kirche», 796.


103. Cfr. Réau, Iconografia del arte cristiano. Introduccion general (2 edición, 2008, 16).
104. Cfr. Réau, Iconografia del arte cristiano. Introduccion general (2 edición, 2008, 230-
264); Neuheuser, Hanns Peter, Zugänge zur Sakralkunst. Narratio und institutio des mit-
telalterlichen Christgeburtsbildes, Köln - Weimar - Wien: Böhlau, 2001, 252-254; Iking,
Thomas, «Vom Sakrament der Schrift. Typologisches Denken am Beispiel der Biblia Paupe-
rum», en Dohmen y Sternberg, ... kein Bildnis machen. Kunst und Theologie im Gespräch,
83-94
105. Cfr. Neuheuser, Zugänge zur Sakralkunst, 252-254; Ohly, Friedrich, «Vom geis-
tigen Sinn des Wortes im Mittelalter», en Id., Schriften zur mittelalterlichen Bedeutungsfors-
chung, Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1977 (2 edición 1983), 1-31.
106.  Hugo de San Víctor, De scripturis et scriptoribus sacris 3 (Migne PL 175, 12).
Criterios para su especificación en la historia del arte 131

suscitarlas 107. Todavía se mantenía el amplio contenido semántico de la


iconografía.
La iconografía cristiana de la época moderna (siglos XIV/XV–XVIII)
se desarrolló, al inicio del Renacimiento, en iglesias cuya sobriedad la
marcaba el gris como color básico de las paredes y bóvedas (Florencia,
Santo Spirito, 1434-1487, Filippo Brunelleschi), solo las capillas latera-
les eran coloreadas. En el siglo XVII, y en concreto en Roma ya en 1580,
este espacio central de la iglesias renacentistas, sin imágenes y gris, fue
decorado con grandes murales y pinturas de la bóveda, además de con
decoraciones de estuco 108. Así en el ámbito católico, el uso moderno de
las imágenes con su respectiva iconografía era por lo menos tan variado
e intenso como en la Edad Media 109.
Desde el siglo XVII los artistas concebían lo sagrado en lo natural.
Estaban muy atentos a los efectos escénicos que incluyen la confusión
entre realidad e ilusión, así potenciaron dinámicamente la representa-
ción del misterio 110. El Concilio de Trento determinó la responsabilidad
de los obispos («doceant Episcopi«) para que no se expusieran imágenes
de doctrinas falsas en las iglesias («ut nullae falsi dogmatis imagines,
et rudibus periculosi erroris occasionem prabentes, statuantur») 111. No
obstante surgían nuevas posibilidades artísticas, algunos subjetivistas,
que parcialmente encubrieron el núcleo del misterio cristiano, aunque
el depósito de la fe todavía fue conocido. En general, los artistas desa-
rrollaron sus nuevos tipos iconográficos y géneros pictóricos dentro del
contexto cultural y social del cristianismo, hasta la Ilustración 112.
El arte cristiano del siglo XIX, en gran parte, fue un resultado de
las rupturas en la unidad sociocultural, como ya se ha mencionado al

107. Cfr. Sander, Jochen (ed.), «Kult Bild, cult image – Städel-Museum». Das Altar- und
Andachtsbild von Duccio bis Perugino. Catálogo de la exposición en Fráncfort del Meno (Stä-
del-Museum), 7 de julio – 22 de octubre 2006, Petersberg: Imhof, 2006; Elbern, «Kunst
und Kirche», 797.
108. Cfr. Bühren, «Kirchenbau in Renaissance und Barock,  116-118; Ganz, David,
Barocke Bilderbauten. Erzählung, Illusion und Institution in römischen Kirchen 1580-1700,
Petersberg: Imhof, 2003; Kummer, Stefan: ««Doceant Episcopi«. Auswirkungen des Trien-
ter Bilderdekrets im römischen Kirchenraum», Zeitschrift für Kunstgeschichte 56 (1993)
508-533.
109. Cfr. Stock, Bilderfragen. Theologische Gesichtspunkte, 11-12.
110. Cfr. Elbern, «Kunst und Kirche», 797.
111.  Concilio de Trento, De invocatione, veneratione et reliquiis sanctorum, et de sacris
imaginibus, 3.12.1563: «Enseñen con esmero los Obispos que por medio de las historias de
nuestra redención, expresadas en pinturas y otras copias, se instruye y confirma el pueblo
recordándole los artículos de la fe ...»; cfr. Bühren, Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert,
634-640, aquí 636-637; Kummer, ««Doceant Episcopi«. Auswirkungen des Trienter Bilder-
dekrets» ; Boespflug, François, «Die bildenden Künste und das Dogma», 150-152.
112.  Cfr. Koch, «Christliche Kunst» [Lexikon für Theologie und Kirche], 1142; El-
bern, «Kunst und Kirche», 797.
132 RALF VAN BÜHREN

principio (cfr. 1. Conceptos fundamentales). También era la consecuencia


de una reacción estética de muchos cristianos ante el racionalismo de la
Ilustración. Al inicio del siglo XIX y muy unido al movimiento cultural
del Romanticismo, la iconografía del arte cristiano se basó en temas histó-
ricos –sobre todo en la iconografía narrativa de la Edad Media–, y su es-
tética se dirigió a la interioridad, el sentimiento y la emoción subjetivos.
En la segunda mitad del siglo XIX el ideal romántico, en especial por
parte de los Nazarenos, resultó demasiado estereotipado en comparación
con los nuevos movimientos pictóricos: el Naturalismo (Realismo) y el
Impresionismo. No obstante el idealismo romántico pudo sobrevivir en
el romanticismo tardío, en particular a través de los prerrafaelitas («Pre-
Raphaelites») con su iconografia y estilo realista (o bien medievalista),
también a través de los simbolistas (Maurice Denis, James Ensor) con su
interés por realidades que están más allá de los sentidos, por las fantasías
y sueños y por el estado de ánimo 113.
Al inicio del siglo XX los artistas del expresionismo compartían este
interés por el estado de ánimo y por las ideas del individuo. En el ámbito
de las artes visuales, dentro de las iglesias, no todos los expresionistas
consiguieron una «sumisión al objeto» –el mistero cristiano–, y tal vez
el extremo subjetivismo resultó ofensivo para un cierto sector de los
fieles 114. Algunos artistas emplearon la iconografía cristiana, en especial
para la decoración de iglesias. Englobaron la tradicional iconografía cris-
tiana con los traumas de la Primera Guerra Mundial, tal vez con una
crítica social al capitalismo. En sus representaciones de Cristo, Georges
Rouault consiguió una luminosidad comparable a los vidrios de color
según la tradición de las catedrales medievales. Pero Rouault recibió solo
después de 1945 algunos encargos eclesiásticos (dos vidrieras en Assy,
Notre-Dame-de-Toute-Grâce).
La autonomía absoluta de la producción artística siguió siendo deter-
minante, en parte también en la segunda mitad del siglo XX. La imagen
era considerada como fin estético en sí mismo así como autoexpresión
de los artistas que, en el fondo de su corazón, estaban distantes mu-
chas veces de la experiencia eclesial de la fe y la liturgia. Muchos artistas
contemporáneos aportaban una visión no trascendente y centrada en sí
mismos. En la Edad Contemporánea, esta renuncia a la trascendencia y
a la representación del misterio divino dentro del hombre aumentaron
las rupturas de la colaboración entre Iglesia y artistas vanguardistas. Así
la iconografía del arte cristiano no podía evolucionar 115.

113. Cfr. Plazaola, Arte sacro actual [2006], 351, 355-359; Koch, «Christliche Kunst»
[Lexikon für Theologie und Kirche], 1143-1144.
114. Cfr. Plazaola, Arte sacro actual [2006], 22-23, 318, 381.
115. Cfr. Bühren, Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert, 74-103, 210-212.
Criterios para su especificación en la historia del arte 133

A finales del segundo milenio cristiano resultaba difícil hablar so-


bre «arte cristiano» o incluso poder definirlo. «Moderno» y «cristiano»
parecían una contradicción en sí mismo. Esto sucede en especial en las
sociedades que, de modo pluralista, están progresivamente diferencián-
dose. Sin embargo, según las declaraciones del Concilio Vaticano II, no
existe motivo alguno para tal visión 116. Después de todo, los comenta-
dos fenómenos de crisis en el arte cristiano del siglo XX pueden enseñar
mucho, también hoy. La mera recepción de modelos convencionales,
derivados de las épocas históricas, parece insuficiente. Para renovar el
arte cristiano actual es más bien necesaria una complementariedad entre
iconografía y estilo.

6.  Complementariedad entre iconografía y estilo

La amplia práctica de la Iglesia de crear, exponer y custodiar imáge-


nes sagradas se encuentra entre los grandes logros estéticos universales.
En su historia bimilenaria, la Iglesia desarrolló una amplia variedad ico-
nográfica y estilística. De este modo puede contribuir a la promoción de
la cultura estética contemporánea. A la vez la Iglesia es consciente de que
las imágenes sagradas tienen una importante función pastoral, porque
son también objetos o lugares para la piedad cristiana.
En las iglesias de tradición oriental los iconos siguen siendo consi-
derados, desde el siglo VI, objeto de la piedad popular 117. Respecto a la
estética de la recepción y la perspectiva espiritual, esta veneración de los
iconos en el cristianismo oriental es comparable con la veneración de
imágenes de culto en el catolicismo occidental 118, porque también éstas
fueron –y son– objeto de una profunda piedad cristiana, sobre todo las
imágenes milagrosas.
Así lo ha recordado en 2001 el Directorio sobre la piedad popular y la
Liturgia, al señalar que las imágenes sagradas pertenecen, por su misma
naturaleza, tanto a la esfera de los signos sagrados como a la del arte.
Pero «la función principal de la imagen sagrada no es procurar el deleite
estético, sino introducir en el Misterio», aunque «a veces la dimensión
estética se pone en primer lugar y la imagen resulta más un «tema», que
un elemento transmisor de un mensaje espiritual» 119.

116. Cfr. Koch, «Christliche Kunst» [Lexikon für Theologie und Kirche], 1145-1146.
117. Cfr. Thümmel, Die Konzilien zur Bilderfrage im 8. und 9. Jahrhundert, 1-10, 297-
312; Belting, Imagen y culto. Una historia de la imagen anterior a la edad del arte.
118. Cfr. Thümmel, Die Konzilien zur Bilderfrage im 8. und 9. Jahrhundert, 304; Stock,
Bilderfragen. Theologische Gesichtspunkte, 12.
119.  Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio
sobre la piedad popular y la Liturgia, n. 243.
134 RALF VAN BÜHREN

El Directorio recuerda que sobre las sagradas imágenes hay normas


y directrices, principalmente en iglesias de la tradición oriental, pero
también en la iglesia latina. Así la Iglesia católica ha seguido atenta a
la producción iconográfica. Varias veces ha «prohibido exponer en los
templos imágenes contrarias a la fe, indecorosas, que podían dar lugar
a errores en los fieles, o que son expresiones de un carácter abstracto
descarnado y deshumanizador», cuanto más que algunas imágenes se-
rían «ejemplo de un humanismo antropocéntrico, más que de auténtica
espiritualidad» 120.
En esta perspectiva eclesial se puede decir que los aspectos estéticos y
pastorales de una obra de arte, dentro del espacio sagrado, tienen funcio-
nes diferentes y a la vez complementarias. Esto vale, por cierto, como una
categoría fundamental de cualquier tipo de arte religioso 121. Pero, más en
concreto, es necesario preguntar cómo se puede reconocer en las imágenes
cristianas dicha «auténtica espiritualidad», que puede conducir al Miste-
rio. ¿Se nota en la iconografía? ¿En el estilo de la imagen? ¿O en ambos?
En la historia del arte existen diversos modos de representar la reali-
dad espiritual. Contemplando el cuadro de «Cristo Crucificado» (1631-
1632) de Diego Velázquez (Madrid, Museo del Prado) se podría pre-
guntar: ¿qué representa la imagen? ¿Solo la fisonomía, como un retrato
anatómico? ¿O hace también alusión a propiedades espirituales, como
dolor, consuelo o esperanza? Para los artistas ¿en qué color podrían re-
presentar las realidades divinas o la santidad cristiana?
En todo caso, las representaciones deberían resaltar explícitamente,
tanto en la iconografía como en el estilo, la visión cristiana del mundo,
por ejemplo la concepción del hombre como unidad de alma y cuer-
po. En la iconografía clásica del Cristianismo era obvio que el signifi-
cado cristiano de las imágenes trasciende las características puramente
fisiológicas. Es importante, sin duda, que la iconografía de una ima-
gen sagrada se refiera a textos básicos de la Iglesia, como la Biblia y los
decretos dogmáticos de los Concilios. Pero la ilustración superficial de
estos textos sería insuficiente. Más bien el contenido iconográfico de las
imágenes debe estar complementado por características estilísticas –por
ejemplo con la semántica espiritual de la luz–, para que el arte pueda
aludir también a realidades espirituales o trascendentes, que no son in-
mediatamente perceptibles.
Por eso El Greco empleó el color y la luz para remitir a las propie-
dades espirituales de las personas (Adoración de los pastores, 1612-1614;
Madrid, Museo del Prado). Además, los cuerpos de sus figuras son muy

120.  Ibid.
121. Cfr. Bürkle, «Kunst. Religions- und kulturgeschichtlich», 531.
Criterios para su especificación en la historia del arte 135

largos, tal vez tienen distorsiones extremas (Resurrección de Cristo del


«Retablo de doña María de Aragón», 1596-1599, Madrid, Museo del
Prado). Estas estilizaciones son signos mediadores y tienen la función de
manifestar la presencia divina. Así los cuadros de El Greco parecen un
«teatro» sacro y visionario.
También la cultura protestante conocía esta semántica espiritual de
la luz. Rembrandt, aplicando la luz natural, intensificó el rostro y las
manos de sus protagonistas con una luz adicional para insinuar el es-
tado de ánimo de las figuras (Cristo en Emaús, 1648, Paris, Museo del
Louvre). Esta luz de Rembrandt trasciende la mera apariencia de una
luz refleja, porque tiene un significado espiritual. Con esta unión entre
el realismo psicológico y la dimensión espiritual Rembrandt remitía a la
mediación entre el orden natural y el divino.
Aquí se reconoce claramente un principio fundamental para evaluar
obras artísticas en sentido «cristiano»: es el criterio de la mediación sim-
bólica, que tiene una tradición centenaria en la Iglesia. La fe cristiana,
refiriéndose a un Dios encarnado, requiere necesariamente un arte que
corresponda a la esencia misma de su creencia: un Dios ni puramente
trascendente ni puramente carnal, siendo Creador y en cierto modo
«creado», trascendente y a la vez encarnado, visible en sus aspectos hu-
mildes e invisible en su gloria 122.
Artistas encargados por la Iglesia deberían ofrecer una respuesta ade-
cuada a estas exigencias, porque solo un arte inspirado por la fe es capaz
de actuar como inspirador para el público cristiano. El intento artístico
de mediar entre lo invisible y lo visible solo puede ser eficaz si la icono-
grafía y las cualidades formales se complementan entre sí.
Este criterio de la complementariedad entre iconografía y estilo vale
también para el arte contemporáneo. Un ejemplo muy conseguido es la
imagen de la «Madonna» (2010) detrás del altar, en la pared trasera en
St. Hedwig en Essen, iglesia parroquial en el barrio Altenessen. Según
el modelo de la «Virgen Anunciada» (1476) de Antonello da Messina
(Palermo, Galleria regionale di Palazzo Abatellis), el artista Johann Hen-
drix ha reducido toda la composición a una estructura estrictamente
geométrica y de planos de color 123. No obstante, se ha mantenido el
carácter original de la iconografía mariana, también gracias al material
y la técnica que facilitan una sublime expresión estilística del rostro. La
firmeza de la mirada de la Virgen, llena de esperanza, alude al proceso
espiritual dentro de su alma.

122. Cfr. Guastini, «Parola, immagine, figura», 35.


123. Cfr. Fendrich, Herbert: «“O eilet, sie zu schauen...” − Die “Madonna” von Johann
Hendrix für St. Hedwig in Essen-Altenessen», Das Münster 63 (2010) 255-256 (fig.).
136 RALF VAN BÜHREN

La expresión estilística de la imagen puede estar influenciada por


su tamaño, técnica y material, como es el caso de la imagen gigante
de «Cristo en Majestad» detrás del altar de la Catedral de Cristo la Luz
(2002-2008) en Oakland, ya mencionada 124. El artista Lonny Israel, re-
interpretando una escultura de la catedral de Chartres, ha «cortado» la
imagen con láser en paneles de aluminio con noventa y cuatro perfo-
raciones de varios tamaños a modo de píxeles. La imagen, de casi die-
ciocho metros de alto, «nace» cuando la luz pasa a través de estas per-
foraciones. El «Cristo» de Oakland tiene un aspecto hierático, pero en
sentido austero y sobrio, causado por la elaboración técnica de la imagen
en metal. Aquí se nota la falta de contacto inmediato de la mano del
artista. Hace aparecer el rostro y la figura de Cristo como realidad virtual
que «flota» en el aire.
Se podría decir algo semejante del relieve en la iglesia Santo Volto en
Turín (2004-2006, Mario Botta). Fuera de las celebraciones litúrgicas,
el centro de atención son el espacio y la imagen detrás del altar. Ésta
última representa la Síndone, el Santo Sudario de Turín. La imagen, ela-
borada por ordenador, fue realizada con pequeños ladrillos, estilizados
como relieve en forma de píxeles. Decir que este relieve mural, con as-
pecto granular, tiene una aura fantasmal, parece exagerado. No obstante
la rigidez de los rasgos de Cristo, causada por el material y la elaboración
técnica de la imagen, hace que ésta carezca de la expresión serena y con-
soladora que tiene el famoso rostro original de la Sábana Santa.
Como se ve en los tres últimos ejemplos, la mera recepción icono-
gráfica de textos y modelos artísticos no es suficiente. En el resultado es
decisiva también la expresión estilística de la iconografía. Esta comple-
mentariedad entre iconografía y estilo es un criterio importante para la
conformación estética del espacio litúrgico, que supone un gran reto
para los artistas.

7.  Criterios de la celebración litúrgica (Vaticano II)

El Concilio Vaticano II trató la arquitectura sacra y las artes visua-


les desde puntos de vista funcionales, resultantes de la condición de la
Iglesia como lugar de celebración litúrgica y como lugar de oración.
Tradicionalmente, esta doble misión religiosa de la arquitectura sacra
–apta para la liturgia y para la oración personal de los fieles− se podía
reconocer a través de la conformación artística del interior de la iglesia.
Las imágenes en el espacio sacro han de guiarse por la fe cristiana y res-

124.  Cfr. nota 22.


Criterios para su especificación en la historia del arte 137

ponder a la práctica litúrgica y extralitúrgica de la vida cristiana. En este


punto, el Vaticano II da varias orientaciones 125.
El Concilio deseaba que la «casa de oración» fuera «limpia y dispues-
ta para la oración y para las funciones sagradas» 126 y «que las cosas desti-
nadas al culto sagrado fueran en verdad dignas, decorosas y bellas, signos
y símbolos de las realidades celestiales» 127. Por eso, el arte en las iglesias
debe ordenarse a la liturgia, ser apropiado para la oración, y remitir con
sus signos a la fe cristiana, es decir, al misterio de Cristo –Encarnación,
redención por la Cruz y la Resurrección, venida en la gloria– y a la gracia
sacramental.
En esto, según el Vaticano II, consiste la dignidad doxológica y kerig-
mática del arte sagrado: estar «relacionado con la infinita belleza de Dios»
y poder «dedicarse a Dios y contribuir a su alabanza y a su gloria» 128. A
esta función doxológico-kerigmática está unida la función pastoral del
arte sacro para «orientar santamente los hombres hacia Dios» 129, hacer
así experimentable la presencia de lo sagrado («sacrum») y conducir, en
una mistagogia sacramental, al misterio divino de la salvación.
El Concilio señaló que la celebración de la Eucaristía es central en la
vida de la Iglesia 130. Por eso, la «actuosa participatio», concepto clave en
la constitución sobre la liturgia 131, aparecía como prioritaria. El Vaticano
II dirigió el arte sagrado a esta «participación plena, consciente y activa»
de todos los fieles en la celebración litúrgica. Como el arte sacro sirve a
las acciones sagradas, el Concilio señala su dignidad en relación con los
sacramentos salvíficos 132.
Esta relación con los sacramentos supone un gran reto para los artis-
tas y arquitectos. Dado que la liturgia es celebración de toda la Iglesia,
con todos sus miembros, el espacio sagrado debe estar al servicio de la
liturgia y, según la convicción del Concilio 133, fomentar la «participa-
ción activa» de todos los fieles en la celebración. La arquitectura sacra

125. Cfr. Bühren, Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert, 215-251, aquí 244.
126.  Concilio Vaticano II, Presbyterorum ordinis, n. 5.
127.  Id., Sacrosanctum Concilium, n. 122.
128.  Ibid; cfr. Boespflug, «La liturgia cristiana, una sfida per l’arte contemporanea»,
82, 88, 96.
129.  Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 122; cfr. Bühren, Ralf van,
«La dimensión mistagógica del arte sacro, según el Concilio Vaticano II», Palabra (Madrid),
n. 593 (2012, noviembre) 80-81, aquí 80.
130.  Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 7, 10; Ad gentes. Decreto sobre
la actividad misionera de la Iglesia, 7.12.1965, n. 9; Presbyterorum ordinis, n. 6; Christus
Dominus. Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos, 28.10.1965, n. 30; Lumen
Gentium,n. 11.
131.  Id., Sacrosanctum Concilium, n. 11, 14, 19, 21, 27, 30, 41, 48, 50, 114.
132.  Id., Presbyterorum ordinis, n. 5.
133.  Id., Sacrosanctum Concilium, n. 124.
138 RALF VAN BÜHREN

ha de ayudar a hacer presente el acontecimiento salvífico invisible que


se realiza en la liturgia, y conducir a los hombres a la participación en
ella 134. En esto radica el «ministerio» del arte sacro y su tarea potencial-
mente teologal 135.
Así con el arte dentro de la iglesia sucede algo análogo a los sacra-
mentos, que lo convierte en un elemento del desarrollo de la acción
litúrgica. Por ese motivo, el Concilio deseaba que el arte sagrado no
solo tuviera calidad artística –es decir, idoneidad estética–, sino tam-
bién idoneidad litúrgica: la referencialidad simbólica 136 y especialmente
la aptitud para referirse a la trascendencia 137. Con estas características, el
arte sagrado puede ser una forma estética y concreta en que se exprese el
culto cristiano a Dios 138.

8. Valoración teológica de la abstracción


en el espacio litúrgico
La precedente exposición sobre los aspectos litúrgicos de la doctrina
del Concilio Vaticano II permite reconocer que las propiedades estéticas
y pastorales deberían complementarse en las obras de arte en el espacio
sagrado. Parece incluso, según el Concilio, que las exigencias doxológi-
co-kerigmáticas y pastorales deberían tener una cierta prioridad sobre
las dimensiones estéticas, de modo que el arte sacro esté al servicio de
fines religiosos principalmente. A causa de esta primacía pastoral de la
Iglesia, los responsables eclesiásticos durante el siglo XX se enfrentaron,
a veces, con problemas en un entorno de predominio estilístico de la
abstracción en el arte contemporáneo.
El anuncio kerigmático del acontecimiento de Cristo (Mt 28, 19-20;
Jn 20,21; 1 Co 9,16-18) es esencial para la acción pastoral de la Iglesia 139.
Por eso la realidad representada en obras de arte cristianas, muy cerca del
altar, está estrechamente vinculada con los contenidos de la fe. La rela-

134.  Ibid.; Presbyterorum ordinis, n. 5; cfr. Bühren, Ralf van, «La «participación activa»
del arte sacro, según el Concilio Vaticano II», Palabra (Madrid), n. 594 (2012, diciembre),
76-77, aquí 76; Id., Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert, 244-246; Mannion, M. Francis,
«Toward a New Era in Liturgical Architecture», en Carr, Ephrem (ed.), Architettura e arti
per la liturgia. Atti del V Congresso Internazionale di liturgia, Roma, Pontificio Istituto
Liturgico, 12.-15.10.1999, Pontificio Ateneo S. Anselmo (Studia Anselmiana, 131), Roma:
Pontificio Ateneo S. Anselmo, 2001, 45-76, aquí 46­48; Nussbaum, Otto, «Kirchenbau im
Dienst der Liturgie«, Liturgisches Jahrbuch 19 (1969) 1-26, aquí 5.
135. Cfr. Boespflug, «La liturgia cristiana, una sfida per l’arte contemporanea», 83.
136.  Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 111, 122.
137.  Ibid., n. 122, 124, 127.
138. Cfr. Bühren, Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert, 247.
139. Cfr. Concilio Vaticano II, Inter Mirifica. Decreto sobre los medios de comunica-
ción social, 4.12.1963, n. 3; Lumen Gentium, n. 17, 24-25, 35; Presbyterorum ordinis, n. 2.
Criterios para su especificación en la historia del arte 139

ción íntima entre iconografía y contenido espiritual es una característica


fundamental de cualquier clase de arte religioso 140.
Conforme a dicha misión kerigmática de la Iglesia, el arte en el es-
pacio litúrgico está invitado a participar en ella. Así puede promover
«un contenido real y concreto, algo para leer, para ver, para descodificar,
para interpretar» 141 esto es, en sentido cristiano, la narración de la histo-
ria de la salvación, anunciado por la Sagrada Escritura. También puede
asegurar la –reconocible– representación de Cristo, de los santos y de las
enseñanzas teológicas.
Sin embargo, las composiciones con abstracción total de la imagen
(por ejemplo «Improvisación», «Unformed figure», «Ritmos en azul y
rojo», «Sin título», etc.) se niegan –a sí mismas y al público– su capaci-
dad de definir los contenidos. La pura abstracción, desde luego, puede
estimular espiritualmente a las personas y mover al silencio y la medita-
ción. De esta manera podría abrirlos hacia la expericencia religiosa. No
obstante, en la abstracción total desaparecen los contenidos de cosas,
hechos y personas, y solo quedan los contenidos formales.
Así la abstracción absoluta se refiere solo a sí misma, al material ar-
tístico (las formas y los colores), y reduce los elementos narrativos y
figurativos al mínimo. Esta concepción estética hace bastante difícil la
mediación de –o al menos la alusión a– la doctrina bíblica y teológica
de la fe cristiana, porque en la abstracción pura ya no hay más narra-
ción. La fe cristiana, en cambio, vive de un mensaje: del mensaje de
la salvación en Cristo. La Iglesia puede y debe anunciarlo y narrarlo,
también de modo estético. En este sentido los papas postconciliares, en
particular Pablo VI, invitaron a los artistas contemporáneos al diálogo
y la cooperación 142.
Por otra parte, la abstracción total hace que desaparezca el rostro hu-
mano. La fe cristiana, al contrario, vive de la presencia de una persona:
Jesucristo, Dios encarnado con un rostro humano. Por dichas razones
–de la teología bíblica sobre la creación y la encarnación– la Iglesia en su
anuncio del mensaje cristiano a través del arte no puede prescindir de un
mínimo de elementos narrativos y de figuración 143, salvo que se niegue

140. Cfr. Bürkle, «Kunst. Religions- und kulturgeschichtlich», 532.


141.  Boespflug, «La liturgia cristiana, una sfida per l’arte contemporanea», 89.
142. Cfr. Pablo VI, Discurso después de la «Misa de los artistas» en la Capilla Sixtina,
7.5.1964 (en Insegnamenti di Paolo VI, vol. II: 1964, Ciudad del Vaticano: Libreria editrice
Vaticana, [s. a.], 312-318). Con respecto a este discurso Bühren, Los Papas y los artistas
modernos, 13-14, 29-38 (apéndice, n. 4); Id., «Paul VI. und die Kunst», 269-271; Begni
Redona, Pier Virgilio (ed.), Paolo VI. Su l’arte e agli artisti. Discorsi, messaggi e scritti (1963-
1978), Brescia: Istituto Paolo VI - Roma: Studium, 2000, XVII-XIX.
143. Cfr. Boespflug, «La liturgia cristiana, una sfida per l’arte contemporanea», 97.
140 RALF VAN BÜHREN

al arte su participación activa en dicha misión kerigmática y apostólica


de la Iglesia. Así, la abstracción absoluta «no puede ser el medio para
crear una amplia comunión entre los hombres», como ya ha acentuó
en 1952 Pie-Raymond Régamey, OP 144. Falta la referencia concreta a
la fe y a la piedad de los fieles. Las imágenes sagradas están destinadas
especialmente a ellos.
La Iglesia fue calificada con mucha razón como «depositaria de una
larga memoria» 145. Según Romano Guardini, los artistas son los encar-
gados de interpretar dicha memoria de la Iglesia. Por tanto no es tan
importante lo que subjetivamente opinan, sino trabajar con el «sensus
fidei» de la Iglesia, que por su parte cumple el encargo de Cristo 146. Así
la obra de arte religiosa:

«Tiene que trasmitir un mensaje; tiene que preparar el camino a la


imagen sagrada, tal como ésta habla al creyente desde la memoria de la
Iglesia. Y, asimismo, tiene que señalar, a los ojos y al corazón de ese mismo
creyente, el camino que lleva a Cristo, el cual, a su vez, guía hacia el Padre.
Podemos, pues, afirmar que la auténtica obra de arte religiosa es, por su
esencia, un camino, una vía. Vía de anuncio y de actualización, hacia el
hombre; vía de devoción y de amor, hacia Dios. Por ello, esa obra corre
peligro cuando el carácter de vía se vuelve problemático; cuando el movi-
miento no atraviesa la obra en ambas direcciones, sino que se detiene en
ella. Tal vez habría que decir que, cuando esto ocurre, la obra se convierte
en ídolo.» 147

En el diálogo entre la Iglesia y los artistas es preciso señalar esta ex-


periencia cristiana del recuerdo, «porque la fe cristiana es preexistente,
es mucho más antigua que todas las formas de arte contemporáneo» 148.
Este argumento vale no solo para la experiencia histórica de la Iglesia
y su comprensión del mundo, sino también con respecto a la «anam-
nesis» litúrgica y estética. En este contexto el cristianismo se puede
considerar como «religión de la memoria» 149, basada en la palabra fun-
dacional de Cristo («Haced esto en memoria mía», Lc 22,19). A través
de sus textos y ritos, también con el arte y la arquitectura, la Iglesia ha

144.  Régamey, Pie-Raymond, Art sacré au XXe siècle?, Paris: Cerf, 1952 (edición alemá-
na: Kirche und Kunst im 20. Jahrhundert, Graz: Styria, 1954, 271).
145.  Boespflug, «La liturgia cristiana, una sfida per l’arte contemporanea», 81.
146. Cfr. Guardini, «Das religiöse Bild und der unsichtbare Gott», 22.
147.  Ibid., 24; traducción (revisada por el autor) citado en Guardini, Romano, «La
imagen religiosa y el Dios invisible», en Id., El talante simbólico de la liturgia (Cuadernos
phase, 113), Barcelona: Centre de Pastoral litúrgica, 2001, 48-62 aquí 61.
148.  Boespflug, «La liturgia cristiana, una sfida per l’arte contemporanea», 81.
149. Cfr. Weinrich, Harald, «Gedächtniskultur – Kulturgedächtnis», en Merkur. Deuts-
che Zeitschrift für europäisches Denken 45 (1991, Heft 508) S. 569-582, aquí 572-573.
Criterios para su especificación en la historia del arte 141

creado una gran «memoria cultural». Y esto vale tanto para las iglesias
medievales, como para los testimonios de una inmensa «cultura de la
memoria» 150.
Desde la antigüedad tardía hasta el inicio del siglo XX, los progra-
mas iconográficos de los espacios sagrados respondieron al misterio de
Dios revelado. A través de la celebración litúrgica la Iglesia vuelve a ac-
tualizar, «aquí» y «ahora», en el signo sacramental la historia de la salva-
ción. Las imágenes podían continuar la anamnesis litúrgica. El interior
de las iglesias era así considerado como «espacio del recuerdo». Las imá-
genes sagradas prolongan, de modo estético, la mediación sacramental
del misterio divino. Configuran las iglesias como espacio anamnético
permanente. El contenido de esta «anamnesis» son los hechos salvíficos
de Cristo y la vida de los santos.
Sobre esta cuestión incidieron también algunos papas del siglo
XX, destacando las funciones religiosas y los aspectos estéticos del arte.
Aconsejaron un equilibrio entre figuración y abstracción.

9.  Equilibrio entre figuración y abstracción

Durante el Movimiento litúrgico y la reforma litúrgica, los papas


Pío XII y Pablo VI han aconsejado un equilibrio entre la figuración y
la abstracción 151. Al respecto, en su encíclica Mediator Dei (1947) Pío
XII desaconsejó desviaciones en las obras de arte en el espacio litúrgico:
«Las imágenes y formas modernas, efecto de la adaptación a los ma-
teriales de su confección, no deben despreciarse ni prohibirse en general
por meros prejuicios, sino que es del todo necesario que, adoptando un
equilibrado término medio entre un servil realismo y un exagerado sim-
bolismo, con la mira puesta más en el provecho de la comunidad cristiana
que en el gusto y criterios personales de los artistas, tenga libre campo el
arte moderno para que también él sirva dentro de la reverencia y decoro
debidos a los sitios y actos litúrgicos» 152.

150. Cfr. Kohlschein, Franz: «Der mittelalterliche Liber Ordinarius in seiner Bedeu-


tung für Liturgie und Kirchenbau», en Id. y Wünsche, Peter (eds.), Heiliger Raum. Archi-
tektur, Kunst und Liturgie in mittelalterlichen Kathedralen und Stiftskirchen (Liturgiewissens-
chaftliche Quellen und Forschungen, 82), Münster: Aschendorff, 1998, 1-24, aqui 1, 11,
24.
151. Cfr. Bühren, Ralf van, «Sakralkunst und Moderne. Versuch einer Bilanz aus Si-
cht des katholischen Lehramts im 20. und 21. Jahrhundert», en Gerl-Falkovitz, Hanna-
Barbara (ed.), Sakralität und Moderne, Dorfen (München): Hawel, 2010, 231-330, aquí
237 y 259.
152.  Pío XII, Mediator Dei. Encíclica sobre la sagrada liturgia, 20.11.1947, n. 239; en
AAS 39 (1947) 521-595; aquí 590.
142 RALF VAN BÜHREN

También en su discurso a artistas franceses en 1948, Pío XII alentó


de encontrar un equilibrio entre el realismo material y la abstracción
absoluta:

«El arte ... es hijo de la naturaleza. ... De ninguna manera la convierte


en su esclava, torturándola para plegarla, desfigurada, a los caprichos de
su pensamiento abstruso. Distante igualmente de un realismo exagerado,
puramente material y de mala calidad, como de un falso idealismo que lo
sacrifica a una fantasía egoísta y orgullosa...» 153.

Durante el pontificado de Juan XXIII, la «Comisión preparato-


ria para la Liturgia» del Concilio Vaticano II seguía esta línea. Una de
sus Declarationes del Esquema litúrgico, elaboradas por la «Comisión
preparatoria» para la futura «Sacrosanctum Concilium», aconsejó un
«equilibrio entre los elementos figurativos y abstractos». Sabido es que
estas «declaraciones» contienen los motivos y aclaraciones concretos,
redactados por la Comisión preparatoria y necesarios para entender
la intención de los redactores del Esquema. Así las «declaraciones» co-
mentan los artículos del Esquema que contiene las normas generales y
los principios.
Respecto a las artes visuales en el espacio sagrado (pintura, escultu­
ra) 154, la «Declaratio» que comenta el artículo 104 del Esquema II (que se
convirtió después en el artículo 128 de la constitución litúrgica) men-
ciona en su apartado «Ordenación de la decoración» dos tareas de las
imágenes: una función iconográfica y una decorativa. Entre ambas de-
bería haber un equilibrio, y esto valdría también para la relación entre
las expresiones estilísticas figurativas y abstractas («cum duplex sit …
artis pictoricae vel sculptoricae munus, iconographicum nempe et orna-
tivum, aequilibrium inter ambo, necnon inter elementa figurativa et sic
dicta abstracta») 155.
Después del Concilio Vaticano II, las mismas posturas equilibradas
entre la representación figurativa y abstracta fueron propuestas también

153.  Pío XII, «Discurso a un grupo de artistas de la «Académie de France» de la Villa


Medici a Roma», 19.5.1948, en Discorsi e radiomessaggi di Sua Santità Pío XII, vol. X, Città
del Vaticano: Libreria editrice Vaticana, 1949, 87­88, aquí 87.
154. Cfr. Bühren, Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert, 229-230; Lengeling, Emil
Joseph, «Tendenzen des deutschen katholischen Kirchenbaus aufgrund der Beschlüsse des
Zweiten Vatikanischen Konzils», Liturgisches Jahrbuch 17 (1967) 144-160, aquí 145, 158-
159.
155. Vgl. Declaratio del Esquema II (para el artículo 104), n. 13; en Archivo del Con-
cilio Vaticano II, Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, 4 vols. (según
los cuatro periodos de sesiones) en 25 tomos, Città del Vaticano: Librería Editrice Vaticana,
1970-1978, aquí vol. II: Periodus secunda, Pars IV: Congregationes Generales LIX-LXIV,
1972, 23.
Criterios para su especificación en la historia del arte 143

por Pablo VI 156. Tal parecer del papa se manifestó, de hecho, en sus di-
versos encargos artísticos en la Ciudad del Vaticano 157.
Aquellas afirmaciones del Magisterio probablemente no se referían
tanto a la parte exterior de las iglesias, sino más bien al interior, con
vistas a los concretos lugares litúrgicos, como es el espacio en torno al
altar. La cuestión no parece que sea un problema de estilo o de gusto
libre y personal, sino más bien pastoral y teológico-kerigmático, como
se ha explicado anteriormente (8. Valoración teológica de la abstracción en
el espacio litúrgico).

10.  Principios teológicos del arte cristiano

El debate sobre las imágenes se reanimó entre algunos teólogos du-


rante los años noventa 158. Eran dos generaciones después del Concilio
Vaticano II. Fue impulsado ya durante los años ochenta por diversos
documentos magisteriales y pastorales de la Conferencia Episcopal Ita-
liana 159 y de la Sede Apostólica 160, pero sobre todo por la praxis artística
durante los años noventa, es decir por el «retorno» de la imagen dentro
de las iglesias 161.

156. Cfr. León Tello, Francisco José, «El pensamiento estético de Pablo VI. El arte
como camino abierto al descubrimiento de Dios», en El Hombre Moderno a la Búsqueda
de Dios, según el Magisterio de Pablo VI, Jornadas de estudio en Pamplona, Universidad
de Navarra, Brescia: Istituto Paolo VI, 2002, 73-156, aquí 142-145; Chenis, Carlo, Fon-
damenti teorici dell’arte sacra. Magistero postconciliare (Biblioteca di scienze religiose, 94),
Roma: LAS, 1991, 153-155.
157. Cfr. Bühren, Ralf van, «Paul VI. und die Kunst. Die Bedeutung des Montini-Pon-
tifikates für die Erneuerung der Künstlerpastoral nach dem Zweiten Vatikanischen Konzil»,
Forum Katholische Theologie 24 (2008) 266-290, aquí 274-282; Id., Kunst und Kirche im 20.
Jahrhundert, 310-319 (fig. 53-54, 58-59).
158. Cfr. Bühren, Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert, 506-518.
159.  Conferencia Episcopal Italiana, Il rinnovamento liturgico in Italia a vent’anni
dalla costituzione conciliare «Sacrosanctum Concilium». Nota pastoral de la Comisión Epis-
copal de Liturgia, 23.9.1983 (en Notiziario CEI 1983, n. 6, 183-200), n. 13; cfr. Bühren,
Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert, 359-360, 361-367, 509.
160.  Juan Pablo II, «Den Künstlern». Discurso a los artistas y publicistas en el «Herku-
les-Saal der Residenz» de Munich, 19.11.1980 (en Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol.
III/2: 1980, Ciudad del Vaticano: Libreria editrice Vaticana, 1980, 1354-1364), n. 6; Id.,
«I am honoured by your visit». Discurso durante la audiencia para los participantes en el
congreso de la «Società Internazionale degli artisti cristiani» (SIAC) en Roma, 14.10.1986
(en Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. IX/2: 1986, Ciudad del Vaticano: Libreria edi-
trice Vaticana, 1986, 1024-1028), n. 5; Congregación para las Iglesias Orientales,
Il Padre incomprensibile. Instrucción para la aplicación de las prescripciones litúrgicas del
Código de Cánones de las Iglesias Orientales, 6.1.1996, brochure, Ciudad del Vaticano:
Libreria editrice Vaticana, 1996, n. 108; cfr. Bühren, Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert,
339-353, 509-510.
161. Cfr. Bühren, Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert, 601-623, 626.
144 RALF VAN BÜHREN

En este contexto cultural el cardenal Joseph Ratzinger, en su libro «El


espíritu de la liturgia» (2000), propuso cinco principios fundamentales
de un arte asociado a la liturgia 162. Dentro de la obra completa de Ra-
tzinger, estos criterios se explican a la luz de sus numerosas afirmaciones
teológicas sobre el espacio litúrgico, ya publicadas desde 1977 163. En
dicho libro, en la parte final del capítulo «La cuestión de las imáge-
nes», afirmó el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina
de la Fe, que –por una parte– el arte cristiano es imprescindible para la
Iglesia a causa de la Encarnación: «La ausencia total de imágenes no es
compatible con la fe en la Encarnación de Dios. Dios, en su actuación
histórica, ha entrado en nuestro mundo sensible para que el mundo se
haga transparente hacia Él. Las imágenes de lo bello en las que se hace
visible el misterio del Dios invisible forman parte del culto cristiano» 164
Así «la iconoclastia no es una opción cristiana» 165.
En segundo lugar, el arte cristiano debe basar sus contenidos en las
imágenes de la historia de la salvación: «Forman parte de él, sobre todo,
las imágenes de la historia bíblica, pero también la historia de los santos
como concreciones de la historia de Jesucristo» 166. Tercero, el principal
punto de referencia del arte sacro es el misterio pascual de Cristo, cuyos
tres aspectos esenciales (Cruz, Resurrección, segunda venida en la Paru-
sía) deberían estar relacionados entre sí 167.
En cuarto lugar Ratzinger hizo notar la dimensión contemplativa y
eclesial del arte sacro. Habría que partir «de una contemplación inte-
rior y, por esto mismo», llevar «a una contemplación interior. El arte
tiene que ser fruto de esa contemplación interior, de un encuentro cre-
yente con la nueva realidad del Resucitado y, de este modo, remitir
de nuevo hacia la contemplación interior, hacia el encuentro con el
Señor en la oración» 168. Partiendo de dicha «contemplación interior»,
que es una «nueva forma de mirar» 169 y un «ver a Cristo (…) según el

162. Cfr. Ratzinger, Joseph, Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Freiburg im Breis-
ga: Herder, 2000, 99-116, aquí 113-116 (edición española: El espíritu de la liturgia. Una
introducción, Madrid: Ediciones cristiandad, 2001, 137-157, aquí 153-157).
163. Cfr. López Arias, Fernando, «Il contributo di Joseph Ratzinger alla teologia dello
spazio liturgico», en Annales theologici 30/I (2016) 67-100; Id., Espacio litúrgico. Teología y
arquitectura cristiana en el siglo XX (Cuadernos Phase, 230), Barcelona: Centre de Pastoral
Litúrgica, 2016, 105-142; Id., El espacio litúrgico de la Iglesia en la reflexion contemporánea
y a tráves de las celebraciones del Misterio cristiano, Roma: Pontificia Università della Santa
Croce, 2013, 177-229.
164.  Ratzinger, Joseph, El espíritu de la liturgia, 154.
165.  Ibid.
166.  Ibid.
167.  Ibid., 154-155.
168.  Ibid., 155-156.
169.  Ibid., cfr. 143.
Criterios para su especificación en la historia del arte 145

Espíritu» 170, la dimensión eclesial del arte sacro sería evidente, es decir


su «relación interior con la historia de la fe, con la Sagrada Escritura y
con la Tradición» 171.
Como quinto principio fundamental, Ratzinger señaló la relación
conveniente entre las normas de la Iglesia y la libertad del arte, que no
sea arbitrariedad, sino consecuencia de los criterios indicados en los
cuatro primeros principios (Encarnación, historia de la salvación, mis-
terio pascual de Cristo, oración y eclesialidad) 172, porque «sin fe no
existe un arte adecuado a la liturgia» 173. Tanto la puesta en práctica
de estos cinco principios como la «renovación del arte en la fe no se
consigue ni con dinero ni con comisiones», según el cardenal Ratzin-
ger, sino gracias al «don del nuevo modo de ver» y a una «fe capaz de
contemplar» 174.
En 1999, Crispino Valenziano ya había publicado una relación seme-
jante de criterios para el arte en el uso litúrgico 175. Valenziano, entonces
vicepresidente de la «Consulta Nazionale per i Beni Culturali Eccle-
siastici» de la Conferencia Episcopal Italiana, proponía seis exigencias
para el arte litúrgico: 1) la referencia cristológica (alusión al misterio
de Cristo) 176; 2) la relación eclesiológica con el anuncio kerigmático
de la Iglesia (memoria eclesial: «el artista litúrgico profetiza de manera
homilética» 177); 3) la referencia litúrgica a la simbolización sacramental
de la relación entre la trascendencia del misterio trinitario y su inmanen-
cia teándrica en Cristo, el Verbo encarnado 178; 4) la referencia pneuma-
tológica a la santidad 179; 5) la relación ecuménica con lo específicamente
cristiano, que todas las confesiones cristianas tienen en común 180; 6) la
responsabilidad pastoral para transmitir la belleza del mensaje cristiano
a través de los bienes culturales de la Iglesia 181.
En conjunto, el modo particular de Crispino Valenziano de exponer
los criterios resulta un poco especulativo, aunque sus argumentos tienen
un gran valor para realizar una futura hermenéutica teológica del arte.

170.  Ibid., 144.


171.  Ibid., 156.
172.  Ibid., 156-157.
173.  Ibid., 157.
174.  Ibid.
175. Cfr. Valenziano, Crispino, «Arte e Liturgia», Seminarium. Nova Series 39 (1999)
323-340.
176.  Ibid., 329-330.
177.  Ibid., 330-332, aquí 331.
178.  Ibid., 332-333.
179.  Ibid., 333-334.
180.  Ibid., 334-336.
181.  Ibid., 336-340.
146 RALF VAN BÜHREN

11.  Hacia una hermenéutica teológica del arte

Las tres jornadas del Simposio se centraron en el Misterio de Dios,


de Cristo, de la Iglesia, y en sus respectivas expresiones artísticas. To-
marse en serio el arte cristiano como fuente de reflexión no es habitual
entre teólogos. Por eso merece ser recordada la reciente idea de una «her-
menéutica teológica de la historia del arte», propuesta ya en 1987 por
François Boespflug: «Rara vez se animan los teólogos a reflexionar sobre
el patrimonio artístico. Ciertamente es motivo de alegría el incremento
de investigaciones iconográficas por parte de historiadores e historiado-
res del arte, pero también los teólogos tienen algo que decir, lo que sin
ellos no diría nadie. (…) Quienes en la Iglesia tienen encargos docentes
podrían contribuir a que se expongan cosas excelentes y se destaquen
aquellos casos en los que se da un encuentro entre la belleza visual y la
verdad de la doctrina» 182.

El arte cristiano como «lugar teológico»

La teología, como toda ciencia, está interesada en su propio progre-


so. Pero cabe plantearse «¿cómo se pueden alcanzar nuevos conocimien-
tos? ¿A partir de qué fuentes y con qué métodos se pueden obtener? La
pregunta por los fontes theologiae (la Sagrada Escritura, el Magisterio
eclesiástico, los escritos de los Padres de la Iglesia y de los teólogos, la Li-
turgia, etc.) es un tema obligado de la Teología fundamental. El arte no
pertenece a este sector reconocido de fuentes. ¿Acaso podría incluirse?
¿Debería ser incluido?» 183.
Tal utilidad del arte para la teología es evidente cuando se trata de
obras inspiradas explícitamente por la Sagrada Escritura y la liturgia.
Pero en la teología francesa y alemana de los últimos años se ha im-
puesto de modo más general la convicción de que la cultura visual del
Cristianismo podría ser útil también en su conjunto como una fuente
para la reflexión teológica («locus theologicus») 184. Incluso Juan Pablo II

182.  Boespflug, François, «Die bildenden Künste und das Dogma», 162.
183.  Stock, Bilderfragen. Theologische Gesichtspunkte, 15.
184. Cfr. Larcher, Gerhard, «Theologie – Kunst – Ästhetik. Eine Hinführung», en Id.
(ed.), Theologie – Kunst – Ästhetik. Kommunikationschancen in Moderne und Gegenwart,
Wien: LIT, 2015, 7-14, aquí 9; Bühren, Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert, 29, 531-
532, 567, 570; Stock, Bilderfragen. Theologische Gesichtspunkte, 9-16; Boespflug, François,
«L’art chrétien comme «lieu théologique»», en Revue de théologie et de philosophie 131 (1999)
385-396; Stock, Alex, «Ist die bildende Kunst ein locus theologicus?», en Id. (ed.), Wozu
Bilder im Christentum? Beiträge zur theologischen Kunsttheorie, 175-181.
Criterios para su especificación en la historia del arte 147

reconoció, en 1999, el arte como posible «lugar» de conocimiento teo-


lógico 185.

Facultad crítica de la teología y su servicio de asesoramiento a los artistas

Simultáneamente, teniendo en cuenta la «teoría de la imagen», la


utilidad de la reflexión teológica es significativa para los mismos artistas.
En su reflexión sobre Dios, «más allá del cual no se puede pensar algo
más grande», la teología confronta a los artistas con los límites de la re-
presentabilidad y con la relación entre la visibilidad y la invisibilidad 186.
Aquí la teología podría impulsar una auto-reflexión de las artes visuales,
y al mismo tiempo debería ser consciente de su propio potencial, que es
artísticamente relevante 187.
En línea con el Concilio Vaticano II, la teología podría –a través de
su posible servicio de asesoramiento pastoral y doctrinal– contribuir a
que el arte cristiano contemporáneo no solamente tuviera calidad ar-
tística, sino también la capacidad simbólica para referirse a la trascen-
dencia (cfr. 7. Criterios de la celebración litúrgica). Esta referencialidad
simbólica es uno de los criterios esenciales del arte cristiano 188.
Aquí la teología podría desarrollar su potencial crítico, por ejemplo
en la valoración teológica del arte contemporáneo, en donde se perciben
en ocasiones signos de una sublimación religiosa, tal y como ha sido
mencionado anteriormente en la pintura de Newman, Rothko y Klein
(cfr. 2. La cuestión de los criterios del arte «cristiano»). En estos casos se
entiende la «obra de arte misma como una manifestación de lo absoluto,
y se pretende así que reciba la herencia de la religión. Tal «sobrecarga» no
solo es teológicamente precaria, sino también aporética, porque cuando
el arte se vuelve subjetivo, no es capaz de aceptar ni de producir marcos
hermenéuticos de validez general» 189.
Aquí la teología podría actuar positivamente como un correctivo,
reclamando el carácter propio del arte cristiano, y tomando en consi-

185.  Juan Pablo II, Carta a los Artistas, 4.4.1999, n. 11, en AAS 91 (1999) 1155-1172;
aquí 1168.
186.  Hoeps, Reinhard, «Nützt die Theologie der Kunst?», en Kunst und Kirche 70
(2007) 5-12, aquí 8.
187. Cfr. Ibid., 6, 12.
188.  «La orientación sobre el camino como transitividad semántica de la sagrada imagen
es un bien específicamente cristiano» (Neuheuser, Zugänge zur Sakralkunst, 259: «Die We-
gweisung als Wegverweis des Sakralbildes ist genuin christliches Gut»); cfr. Plazaola, Arte
sacro actual [2006], 307.
189.  Schoberth, «Kunst und Religion. IV. Christliche Theologie. 1. Fundamentaltheo-
logisch», 1885.
148 RALF VAN BÜHREN

deración el valor semántico de la iconografía (cfr. 5.), la complementa-


riedad entre iconografía y estilo (cfr. 6.), los criterios de la celebración
litúrgica (cfr. 7.), el justo equilibrio entre figuración y abstracción (cfr.
9.) y los principios teológicos del arte cristiano (cfr. 10.).

Propuesta de renovación de la iconografía bíblica

Esto incluye la renovación de la iconografía bíblica, como varias ve-


ces se ha propuesto, para que el arte contemporáneo no pierda su vita-
lidad 190. La Biblia es «piedra fundamental del arte cristiano» 191, declaró
en 1881 en Francia un teórico del arte, y su «constante categoría de
referencia y orientación» 192, afirmó en 1994 en Alemania un historiador
del arte. También Juan Pablo II recordó que «la Sagrada Escritura (…)
ha dado lugar a inagotables filones de inspiración» 193.
El Concilio Vaticano II consideró la importancia de una lectura más
abundante y variada de la Sagrada Escritura 194. En consecuencia, tam-
bién el arte cristiano contemporáneo debería tomar en consideración
las fuentes de inspiración bíblica –incluso más que en el período pre-
conciliar–, sugerido esto por el capítulo séptimo de la la constitución
litúrgica, si bien solo implícitamente 195. Por lo menos se abre aquí una
perspectiva para la renovación de la iconografía bíblica en las artes visua-
les. Al respecto, los teólogos podrían exponer los fundamentos bíblicos
de una «teología del arte cristiano» 196.

Inclusión del arte en los estudios teológicos

Una última consideración se refiere al retraso en la recepción de


un aspecto del Vaticano II. El Concilio deseaba que el arte fuera par-
te integrante de la formación teológica, especialmente en la formación
de los sacerdotes 197. Pero esta llamada no tuvo gran repercusión en el
Postconcilio. Hasta hoy las conferencias episcopales y las facultades de

190. Cfr. Boespflug, «La liturgia cristiana, una sfida per l’arte contemporanea», 97;
Plazaola, Arte sacro actual [2006], 47.
191.  Cartier, Étienne, L’art chrétien. Lettres d’un solitaire, Paris: Poussielgue frères, 1881, 9.
192.  Kemp, Christliche Kunst. Ihre Anfänge, ihre Strukturen, 18-20, aquí 18.
193.  Juan Pablo II, Carta a los Artistas, 4.4.1999, n. 5.
194.  Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 24, 35, 51 («mesa de la palabra
de Dios»); 92.
195.  Ibid., n. 122, 127.
196. Cfr. Guardini, «Das religiöse Bild und der unsichtbare Gott», 13-25.
197.  Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 129.
Criterios para su especificación en la historia del arte 149

Teología no incluyen el arte cristiano –de modo obligatorio– en el plan


académico de los estudios teológicos 198.
Sin embargo, según el Vaticano II, el plan académico debía incluir la
historia del arte cristiano y la doctrina de los principios del arte sacro 199.
De este modo, pueden transmitirse dos formaciones específicas. Por
un lado, los teólogos –el Concilio menciona solo a los futuros clérigos,
pero sin duda la constitución litúrgica se refiere a todos los estudian-
tes de Teología católica– estarían capacitados para apreciar y conservar
el arte sagrado. Por otro, quienes han de construir o reformar iglesias
podrían reflexionar y planificar a partir de la celebración litúrgica, así
como «orientar» a los artistas y facilitarles el acercamiento al espíritu de
la liturgia 200.
Esto es algo urgente. Solo si los artistas y los arquitectos entienden
la fe cristiana desde dentro, como algo vivo, sus obras de arte y sus edi-
ficaciones serán idóneas para expresar el sentido teológico y espiritual de
la liturgia de manera comprensible para todos y perceptible por vía de
los sentidos.

198. Cfr. Capanni, Fabrizio, «Formazione all’arte e alla liturgia. Una panoramica«, en


Boselli, Goffredo (ed.), Nobile semplicità. Liturgia, arte e architettura del Vaticano II. Atti
dell’XI Convegno liturgico internazionale «Il Concilio Vaticano II. Liturgia, architettura,
arte», Bose, 30 de mayo - 1 de junio 2013, Magnano: Qiqajon, 2014, 219-233; Bühren,
Kunst und Kirche im 20. Jahrhundert, 367­372, 526­532.
199.  Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 129; cfr. Bühren, Ralf van,
«La libertad creativa del artista, según el Concilio Vaticano II», Palabra (Madrid), n. 595
(2013, enero), 80-81, aquí 81.
200.  Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 129.
ICONOS: ARTE Y TEOLOGÍA

Federico Aguirre Romero


Pontificia Universidad Católica de Valparaíso
Facultad Eclesiástica de Teología
www.xamist.com

1. Introducción

El tema que nos convoca es la relación entre los ámbitos del arte y la
teología. En concreto se me solicitó hablar de los iconos, de la tradición
pictórica de la Iglesia que comienza a tomar cuerpo a partir del siglo V
en la región oriental del Imperio romano, hoy conocido como Imperio
bizantino.
Después de vivir ocho años en Grecia, donde he realizado estudios
de teología ortodoxa y he tenido la suerte de aprender el maravilloso ofi-
cio de los iconos junto al pintor y teólogo Giorgos Kordis, tuve también
la oportunidad de conocer de cerca la realidad actual de esta tradición
milenaria. En Grecia pude constatar que la pintura de iconos no cons-
tituye un hecho del pasado sino que es una tradición viva y un modo
eficaz de transmitir la experiencia histórica de la Iglesia.
En este sentido, más que presentar el itinerario histórico de la tradi-
ción del icono, sus diferentes estilos, escuelas y periodos, querría situar
esta tradición respecto a la problemática de nuestra época, y en particu-
lar, me gustaría describir cómo el icono constituye un caso paradigmáti-
co de la relación fecunda entre los ámbitos del arte y la teología. Así, he
estructurado mi presentación de la siguiente manera:
En primer lugar, haré una breve introducción respecto a qué son
los iconos, cómo surge esta tradición, su vínculo con la denominada
civilización bizantina y el interés que presenta para nuestra época. En
segundo lugar, intentaré plantear de qué modo el cruce entre el arte y
la teología en general responde a una necesidad de nuestra época. En
tercer lugar, describiré cómo se da este cruce en el caso de la tradición
del icono en particular, estableciendo, por una parte, la relación entre
el icono y el acontecimiento de la Encarnación y, por otra, el carácter
eminentemente estético de esta relación.
152 FEDERICO AGUIRRE ROMERO

Desde una perspectiva puramente histórica, podríamos decir que


el icono hunde sus raíces en la pintura de época helenística, cuando
los principales logros de la civilización griega se habían convertido en
patrimonio común de todas las culturas de la cuenca del Mediterráneo.
De este modo, en términos formales, la pintura cristiana de los primeros
siglos casi no se distingue de la pintura mural romana o los retratos de
el Fayum en Egipto.


Fresco pompeyano, s. I a.C. El buen pastor,
Catacumbas de san Calixto, s. II-V


Retrato funerario San Pedro, Monasterio
de el Fayum, Egipto , s. II de Santa Catalina de Sinaí, s. VI
Iconos: Arte y Teología 153

Para la tradición de la Iglesia, sin embargo, el surgimiento de los


iconos y su veneración están íntimamente relacionados con el aconteci-
miento de la Encarnación y la conformación del culto cristiano.
En este sentido, la tradición de la Iglesia señala como primer icono
la imagen de su rostro que el mismo Jesucristo habría enviado al rey Ab-
gar de Edesa, ante la solicitud de éste de conocerlo personalmente para
ser sanado de la enfermedad que le aquejaba (el denominado icono de la
Santa Faz o ἀχειροποίητο, es decir, no hecho por la mano del hombre) 1.
Por otro lado, como padre y patrono del oficio iconográfico, la tradición
de la Iglesia señala a san Lucas, quien es representado pintando del
natural el icono de la Virgen con el Niño.


El rey Abgar recibe San Lucas pinta
la imagen de Cristo el icono de la Virgen y el Niño

El icono de la Santa Faz

1.  El relato de esta historia se encuentra recogido en Eusebio de Cesarea, Historia Ecle-
siástica, I, XIII.
154 FEDERICO AGUIRRE ROMERO

Ambos temas iconográficos, el icono de la Santa Faz y el icono de la


Virgen y el Niño, se encuentran en la base del posterior desarrollo de un
completo programa iconográfico que a lo largo de los siglos dará cuerpo
a los relatos del Evangelio y, en último término, a la experiencia histórica
de la Iglesia.
A su vez, en el carácter fundacional que asumen el icono de la San-
ta Faz y el icono de la Virgen y el Niño queda sintetizado el sentido
teológico que adopta la representación artística en el contexto de la ex-
periencia cristiana: en primer lugar, el icono aparece como testimonio
histórico de la Encarnación; en segundo lugar, se constituye en medio
de transmisión de la experiencia del Evangelio; y, en tercer lugar, deviene
ámbito de acción de la gracia divina.
De este modo, en el icono se condensa aquello que propiamente
da origen a la comunidad cristiana, es decir, el paso del culto a la Ley al
culto de la persona histórica de Cristo.
El desarrollo de la tradición del icono será paralelo a la discusión
filosófico-teológica que tendrá lugar durante los primeros siglos de la
era cristiana. Así, después del IV Concilio Ecuménico que se celebra en
Calcedonia en el año 451, cuando se establece la doble naturaleza de la
Palabra encarnada, perfecto hombre y perfecto Dios, aparecen las pri-
meras representaciones del Pantocrátor, imagen que muestra a Jesucristo
como Señor todopoderoso que corona la Creación.


Pantocrátor, Monasterio de San Salvador Pantocrátor, Sant Climent de Taüll,
de Chora, Constantinopla, s. XIV Cataluña s. XII

Se suele señalar el siglo IX como el momento en que la tradición del


icono ya ha alcanzado una relativa madurez. En este periodo, además
de haber superado la querella iconoclasta y de haberse vinculado estre-
chamente al desarrollo de la teología, la pintura de iconos se encuentra
Iconos: Arte y Teología 155

orgánicamente incorporada a la concepción del espacio arquitectónico,


a la práctica litúrgica y a la vida cultural del denominado Imperio bi-
zantino.
En este punto, sin embargo, me parece importante aclarar que
el término «bizantino» tiene un carácter puramente convencional, es
decir, aparece por primera vez a mediados del siglo XVI a efectos de
periodización histórica 2.
En este sentido y como destaca el historiador alemán Hans Belting,
por lo menos hasta los albores de la pintura del Renacimiento, la
tradición del icono constituye una tradición ecuménica, cuya presencia
se detecta en toda la orbe cristiana 3.
Del mismo modo, limitar la tradición en cuestión al ámbito de
la Iglesia ortodoxa supone una confusión histórica, si consideramos
que durante toda la Edad Media Roma y otras regiones occidentales
constituyeron foco de veneración de los iconos y que la doctrina de la
imagen que resulta del VII Concilio Ecuménico no solo fue reconocida
sino también promovida con entusiasmo por la Iglesia romana.


Virgen de la Salute, icono atribuido a san El papa Francisco venera
Lucas, venerado en Roma desde el s. IV el icono de la Virgen de la Salute

2.  El término en cuestión en su empleo moderno aparece por primera vez en la obra
Corpus Historiae Byzantinae del monje y humanista alemán Hieronymus Wolf, publicada a
partir de 1557.
3.  «Hoy nos hacemos una idea de su historia a partir de piezas conservadas desde el siglo
V hasta el siglo XV, pero la historia de su alcance y su influencia en Occidente sobrepasa con
creces estos límites». (Belting, Hans, Imagen y culto: una historia de la imagen anterior a la
edad del arte, Madrid: Akal, 2009, 38).
156 FEDERICO AGUIRRE ROMERO

Ahora bien, es un hecho que a partir del siglo XV esta tradición de la


Iglesia se debilitará poco a poco y se terminará asociando exclusivamente
al ámbito de la Ortodoxia. Esta situación se debe principalmente a dos
factores, interrelacionados entre sí: por un lado, a la fractura geopolítica
que se consolida con la aparición del Imperio carolingio en el siglo IX
y, por otro lado, a la aparición de un nuevo paradigma cultural que se
fraguará en el siglo XV en Europa central con el comienzo de la Edad
Moderna.
El análisis de las causas y las consecuencias del Cisma entre Oriente
y Occidente supera ampliamente los límites de esta presentación. Tam-
poco es mi objetivo examinar a fondo las diferencias entre la imagen
cultual de la Edad Media y la obra de arte moderna.
Sin embargo, es importante tener presente que aquello que hoy se
denomina «icono bizantino» en el fondo se trata de la expresión artística
más representativa del arte europeo durante más de mil años 4 y que este
modo de expresión hunde sus raíces en el acontecimiento histórico de
la Encarnación.
A esta realidad obedece, por una parte, el interés que despertó el
icono a principios del siglo XX en importantes representantes del arte
moderno, tales como Gustav Klimt, Kazimir Málevic o Rainer Maria
Rilke 5. Por otra parte, y de manera mucho más determinante en mi opi-
nión, testimonio de la relevancia de la tradición del icono en nuestros
días es el hecho de que ha superado todo límite territorial y confesional,
cultivándose en ámbitos católicos y protestantes de todo el mundo.
Este redescubrimiento moderno de la tradición del icono, a mi pa-
recer, se revela como una oportunidad única para reflexionar acerca del
rol del arte en la transmisión de la experiencia de fe.
En este sentido, y más que desde una perspectiva puramente dog-
mática o histórica, querría concentrar mi presentación en las siguientes
cuestiones hermenéuticas que plantea la tradición del icono en nuestros
días: en primer lugar, ¿en qué medida el cruce entre arte y teología res-
ponde a una profunda necesidad de nuestra época?; en segundo lugar,
¿de qué modo se realiza este cruce en el caso de la tradición del icono?

4.  Belting, Imagen y culto, 38.


5.  Sobre la historia del descubrimiento del icono vid. Belting, Imagen y culto, 27-38.
Iconos: Arte y Teología 157

2.  El cruce entre arte y teología

Si bien es casi indiscutible el origen ritual de toda práctica artística,


la relación entre los ámbitos del arte y la teología se presenta especial-
mente problemática para nuestra época, sobre todo si consideramos que
uno de los fenómenos que sienta las bases de la civilización contempo-
ránea es la secularización.
De este modo, a simple vista podría parecer delirante plantear una
relación intrínseca entre el arte y la teología en nuestros días: mientras
que el primero aparece como el reino de la libertad individual, de la
158 FEDERICO AGUIRRE ROMERO

exhaltación de la sensualidad y un espacio de innovación, la segunda se


muestra a la opinión común como una disciplina eminentemente teóri-
ca, dogmática y conservadora.
Hay que tener en cuenta que esta aparente contraposición entre el
arte y la teología se enmarca en el enfrentamiento general entre moder-
nidad y tradición, figura dialéctica que constituye uno de los tópicos de
la cultura occidental.
Sin embargo, la pérdida del carácter eminentemente revelador del
arte y la secularización de la cultura son dos fenómenos que no siempre
han ido de la mano.
Ya en la época del Renacimiento, cuando los principales artistas eu-
ropeos todavía producen arte «religioso» bajo el auspicio de la Iglesia,
la obra de arte se ha despojado de su función cultual adquiriendo un
carácter principalmente decorativo. Por otro lado, a principios del si-
glo XX, en el momento culminante del proceso de secularización, la
búsqueda artística de las Vanguardias adoptará un cariz marcadamente
«teológico».

Los desposorios de la Virgen, Rafael Sanzio, 1504


Iconos: Arte y Teología 159


«De lo Espiritual en el arte», «Jesús y los apóstoles»,
publicado por Kandinski en 1911 G. Rouault, 1937

Bajo este prisma, la pérdida de la función cultual de la obra de arte


no encuentra su causa principal en la secularización de la cultura del
mismo modo que la secularización, como fenómeno histórico, no im-
plica necesariamente la abolición de la experiencia de fe.
Aun cuando hay infinidad de eventos que, vistos desde los tópicos
de nuestra época, nos conducen a pensar en una disociación natural
entre el arte y la teología, entre modernidad y tradición, es importante
tener en cuenta que este enfrentamiento no es más que una figura retó-
rica, relativamente reciente y, más encima, pasada de moda.
Como pone de relieve el filósofo alemán Hans Georg Gadamer, la
denominada «Querella de los antiguos y los modernos» que surge du-
rante el clasicismo europeo entre los siglos XVI y XVII, pronto dejará de
constituir una clave para la interpretación de la cultura 6.
En este sentido, la crisis que origina el proceso histórico de la Mo-
dernidad presenta infinidad de matices y relaciones cruzadas que des-
bordan una lectura puramente lineal o histórica 7.
De hecho, según el autor alemán, la pérdida del carácter cultual de
la obra de arte no tiene relación inmediata con la secularización sino
sobre todo con la pérdida de la aspiración ontológica del arte o, en otras
palabras, con la pérdida de su pretensión de verdad 8.
Cuando el arte deja de constituir un ámbito donde se revela el sen-
tido de la existencia, un ámbito que nos concierne en lo más profundo

6.  Gadamer, Hans Georg, Verdad y método I, Salamanca: Sígueme, 1991, 17.
7.  Para un análisis del concepto de «modernidad» en esta línea vid. Calinescu, Matei,
Cinco caras de la modernidad, Madrid: Tecnos, 1991.
8. Vid. Gadamer, Verdad y método I, 31-142.
160 FEDERICO AGUIRRE ROMERO

de nuestro ser, inmediatamente se convierte en un sustituto engañoso de


la realidad y, en último término, en un capricho. Y esto puede suceder
tanto en una sociedad secularizada como en una sociedad teocéntrica.
Gadamer responsabiliza de la desnaturalización del arte de nuestra
época, en primer lugar, al dogmatismo de la ciencia moderna. El mode-
lo gnoseológico de la ciencia moderna, cuyo objetivo original era separar
el conocimiento de la superstición, pronto termina convirtiéndose en
una nueva forma de absolutismo que priva de validez a toda experiencia
que no se pueda comprobar a través de sus métodos, es decir, experien-
cias como las del arte y la teología 9.
Ante el asedio del método científico, las disciplinas humanistas
(entre las que se cuentan el arte y la teología) tendrán que elegir entre
someterse a él o relegarse a la esfera de lo subjetivo, generándose un
enfrentamiento ficticio entre áreas de conocimiento que en el fondo se
encuentran íntimamente relacionadas. De esta manera, la teología (al
igual que la filosofía) terminará legitimándose únicamente a través de la
razón, mientras que el arte lo hará a través del buen gusto.
Las consecuencias de esta deformación las vivimos todavía en nues-
tros días, en nuestra época de desencanto y desconfianza respecto a todo
proyecto de sentido. Una época en la que el discurso humanista o bien
peca de extremadamente filológico o bien de arbitrario; o bien se hace
frío y lejano, o bien renuncia a comprometerse con el misterio.
En este sentido, en una lectura profunda la secularización aparece no
como mero rechazo de ciertas instituciones del pasado sino sobre todo
como un remezón, como un síntoma de la enfermedad de la cultura, es
decir, la abolición de su horizonte ontológico y la instrumentalización
ideológica de la misma.
Lo dramático de nuestra situación es que, si bien hace tiempo nos
apercibimos de ella, cada intento de subvertirla termina reproduciendo
aquello que se quería evitar, y a veces de manera más violenta. Un buen
ejemplo de ello es el dogmatismo en el que concluyen las grandes ideo-
logías del siglo XX y la apatía en la que se consumen las apasionadas
búsquedas del arte moderno.
A estas alturas posmodernas en las que vivimos, hay suficientes in-
dicios de que los principales senderos que abrió la Modernidad (no solo
como proceso histórico sino como requerimiento ontológico), todavía
no han sido explorados. Y es que, en gran medida, todavía no hemos

9.  Es importante destacar que la crítica de Gadamer al método científico tiene ya una
historia de más de medio siglo que, pasando por Heidegger, se remonta hasta Husserl. El
núcleo de esta crítica no es, en absoluto, la negación de las evidencias de la ciencia sino la
delimitación de su ámbito de conocimiento respecto a otras posibilidades de conocer.
Iconos: Arte y Teología 161

asumido el auténtico desafío que implica el proceso de Modernidad,


esto es, la restitución del horizonte ontológico de la cultura. Pero no ya
como sistema sino como acontecer, como una experiencia.
A lo largo de la segunda mitad del siglo veinte, y con especial vigor
en las últimas décadas, el cruce entre el arte y la teología se muestra
como un posible punto de partida para remontarnos a este horizonte
ontológico. Además de la filosofía hermenéutica y sus ramas afines, la
obra de autores como Hans Urs von Balthasar o Jean Luc Marion dan
cuenta de esta posibilidad 10.
La clave de este cruce, por lo menos en perspectiva cristiana, es el
acontecimiento de la Encarnación: desde el momento en que Dios mis-
mo, el principio causal de lo existente, se hace ver, oír y tocar, la expe-
riencia de la verdad se afinca en el ámbito de lo sensible.
En este sentido, el conocimiento de la verdad no se da al nivel de las
convicciones intelectuales, por muy científicamente que se respalden.
Tampoco se trata de un sentimiento etéreo, válido solo en la esfera del
individuo. En perspectiva cristiana, el conocimiento de la verdad es ante
todo comunión, participación directa del acontecer salvífico de la En-
carnación a través de la experiencia de la relación interpersonal.
En mi opinión, solo a este nivel, al nivel de la relación, podemos ha-
cer frente a la desconfianza que nos asola en la actualidad y remontarnos
adecuadamente al horizonte ontológico de la cultura.
Un paso fundamental para avanzar en esta dirección es liberar el
problema del arte y el problema de la teología de todo intelectualismo
y trasladarlos a una dimensión propiamente estética que es, en último
término, ontológica. La estética no entendida como una «gnoseología
inferior», claro está, sino como abono de toda posibilidad de conocer.
La estética, en definitiva, como fusión absoluta entre experiencia y len-
guaje. La estética como encarnación.

3.  El carácter esencialmente encarnatorio del icono

Hasta aquí he tratado de perfilar en términos generales la relevancia


que tiene el cruce entre el arte y la teología para nuestra época. En lo
que sigue intentaré describir de qué modo se da este cruce en el caso de
la tradición pictórica del icono.
En primer lugar, querría insistir en el hecho de que en perspectiva
encarnatoria el problema de la verdad (el problema ontológico y, en úl-

10. Vid. Balthasar, Hans Urs von, Gloria I: la percepción de la forma, Madrid: Encuen-
tro, 1985 y Marion, Jean Luc, El cruce de lo visible, Castellón: Ellago, 2006.
162 FEDERICO AGUIRRE ROMERO

timo término, el problema de la Salvación) se revela como un problema


eminentemente estético. Y con «estético», repito, no quiero decir «sub-
jetivo», «irracional» o «arbitrario» sino que me refiero al hecho de que,
por una parte, la verdad es ante todo una experiencia y, por otra, que
esta experiencia se juega en el ámbito de lo sensible:
«Si alguien dice que ama a Dios y odia a su hermano es un mentiroso.
El que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a
quien no ha visto». (1 Jn, 4: 20)

Los padres de la Iglesia toman conciencia muy pronto de esta di-


mensión estética de la experiencia cristiana. Ya en el siglo II, Ireneo de
Lyon plantea que la clave hermenéutica para interpretar la venida de
Cristo no se encuentra en el más allá del pensar abstracto, no da lugar a
una ciencia secreta, sino que se juega en el aquí y ahora de la existencia
corporal: la reflexión cristiana, en este sentido, adopta el carácter de una
«Sarcología», literalmente, una «ciencia de la carne» 11.
La discusión sobre el carácter real y no ilusorio de la Encarnación
de Dios será tema de todos los concilios ecuménicos, de manera más o
menos directa.
Durante la querella iconoclasta, cuando se pone en duda la posibili-
dad de venerar las imágenes de Cristo, también se plantea esta cuestión:
la prohibición de representar la imagen del Dios encarnado significa
poner en entredicho la perfección de su naturaleza humana y, por tanto,
despojar de su rol salvífico al acontecimiento histórico de la Encarna-
ción.
En una primera instancia, la argumentación teológica de los ico-
noclastas, formulada brillantemente por el emperador Constantino V,
parece razonable: ¿cómo puedo venerar una imagen de Dios que es im-
perfecta, que solo muestra su aspecto humano?
Si prestamos atención, la postura iconoclasta no niega la naturaleza
humana de Cristo pero sí menoscaba su rol salvífico poniendo en segun-
do plano el acontecimiento de la Encarnación. Del mismo modo que el
arrianismo o el nestorianismo, la iconoclasia reconoce que Dios se hizo
hombre, que adquirió una apariencia humana, pero no reconoce en este
hecho la clave de nuestra redención.

11.  Vid. Zizioulas, Ioannis, «Ελληνισμός και Χριστιανισμός: η συνάνδηση


των δύο κόσμων. Ο Ελληνισμός στις ιστορικές καταβολές του Χριστιανισμού», en
Paparrigópoulos, Konstantinos (ed.), Ιστορία του ελληνικού έθνους. Ελληνισμός
και Ρώμη, τόμος ΣΤ΄, Αθήνα: Εκδοτική Αθηνών, 1976, 567-568, donde además de la
referencia a la Sarcología de Ireneo de Lyon, se puede encontrar una reseña sobre el proceso
de formación de la gnoseología cristiana.
Iconos: Arte y Teología 163

El contraargumento de Juan Damasceno es claro: si Dios se hizo


hombre, si se secó el sudor con un paño, si se sentó a una mesa con
otros, si habló, se rió y se enojó con ellos, si fue crucificado en un made-
ro, la existencia material constituye el medio a través del cual tiene lugar
nuestra salvación.
Y esto sin perjuicio alguno de la naturaleza divina del Dios encarna-
do, naturaleza que de todos modos, con materia o sin ella, trasciende las
posibilidades del conocimiento humano.
Dice el Damasceno: «Y [además de los iconos] respeto toda la ma-
teria y la considero sagrada en tanto que a través de ella tuvo lugar mi
salvación, a través de materia que está llena de gracia y acción de Dios» 12.
En este sentido, es fundamental comprender que el reconocimiento
de la materia como ámbito de Revelación y como lugar privilegiado para
la realización del plan de Salvación no va en desmedro de la grandeza
de Dios.
Muy por el contrario, testimonia la magnitud de su amor, que adop-
ta nuestra condición, que se nos muestra y nos permite tocarlo; que, en
definitiva nos da la posibilidad de ser llamados «hijos de Dios».
Por esta razón, aun cuando sea una madera pintada que solo repro-
duce el aspecto corporal de Cristo y los santos, la Iglesia reconoció en
el icono un «sacramental», un lugar concreto para la acción de la gracia
divina.
Para la teología ortodoxa actual, en efecto, la defensa de las imágenes
constituye una recapitulación de toda la doctrina cristiana. En palabras
del iconógrafo ruso Leonidas Uspensky:
«No hay ninguna rama de la enseñanza teológica que pueda aislarse
del problema de la imagen sin correr el riesgo de separarse del tronco vivo
de la tradición cristiana […] Por la Encarnación –hecho dogmático fun-
damental del cristianismo–, «imagen» y «teología» guardan un vínculo tan
estrecho que la expresión «teología de la imagen» podría casi convertirse
en un pleonasmo (…)» 13.

La importancia de la tradición del icono para la vida de la Iglesia y


para la conformación de la doctrina cristiana también ha sido puesta de
relieve en el ámbito del catolicismo actual.

12.  «Τὴν δέ γε λοιπὴν ὓλην σέβω καὶ δι’ αἰδοῦς ἂγω, δι’ ἧς ἡ σωτηρία μου γέγονεν, ὡς
θείας ἐνεργείας καὶ χάριτος ἒμπλεων». (Juan Damasceno, De imaginibus orationes I: PG
99, 1245B).
13.  Uspensky, Leonidas, La teología del icono, Madrid: Sígueme, 2013, 496-497; vid. tb.
Schönborn, Christoph, El icono de Cristo. Una introducción teológica, Madrid: Encuentro,
1999 y Janeras, Sebastián, «Introducción a la teología ortodoxa», en González Montes,
Adolfo (dir.), Las Iglesias Orientales, Madrid: BAC, 2000, 133-254, donde se expresa la
misma opinión.
164 FEDERICO AGUIRRE ROMERO

Además del interés que despiertan los iconos en comunidades de


todo el mundo, entre religiosos y laicos, el papa Juan Pablo II nos in-
vita a conocer la riqueza de la «luz de oriente», patrimonio de la Iglesia
Universal, y plantea la tradición del icono como una instancia privile-
giada para el desarrollo del ecumenismo 14. En mi opinión, además de
iluminar la vida de la Iglesia, la tradición del icono constituye una eficaz
herramienta evangelizadora.
De hecho, si consideramos que vivimos en una civilización de la
imagen, una civilización donde a través de las redes sociales la imagen
se ha convertido en el principal medio de transmisión de la experiencia,
una «teología de la imagen» tiene mucho que decir.
En este sentido, en el contexto de la experiencia de la Iglesia la re-
presentación artística no cumple una función simplemente ilustrativa
o decorativa, ni una mera «biblia de los analfabetos», como tampoco
se agota en una exacerbación sensual. Por el contrario, el arte asume
un rol fundamental en el conocimiento de la verdad y, por tanto, en la
conformación del horizonte ontológico de la cultura, convirtiéndose en
una respuesta a la quimera del arte moderno.
Como puntualiza el cardenal y arzobispo de Viena Christoph
Schönborn: «La Encarnación fundamenta el icono, y el icono muestra
la Encarnación» 15. En clave secular, podríamos añadir: la palabra funda-
menta la imagen y la imagen da cuerpo a la palabra.
Por todo esto, es importante subrayar que el icono no es sencilla-
mente una pintura de tema religioso sino que es una lengua en sí misma,
un «modo de decir» eminentemente estético, un modo de emplear la
línea y el color que responde a un requerimiento muy concreto: dar a
conocer y transmitir el acontecimiento histórico de la Encarnación.
Es en este nivel «estético» donde las búsquedas del arte moderno se
encuentran con la teología de la imagen.

4.  El carácter eminentemente estético del icono

Como apuntamos más arriba, el conocimiento de la verdad en clave


encarnatoria es ante todo comunión, relación interpersonal.
La Encarnación pone en evidencia que Dios no constituye una rea-
lidad individual, aislada en su trascendencia, sino que Dios es un Dios
trinitario, su modo de ser es la relación.

14.  Juan Pablo II, Carta Apostólica Duodecimum Saeculum (4-XII-87): AAS 80, 1988,
241-252 (especialmente I, 4); Carta Apostólica Orientale Lumen (2-V-97): AAS 87, 1995,
745-774.
15.  Schönborn, El icono de Cristo. Una introducción teológica, 250.
Iconos: Arte y Teología 165

Dios no es Dios por una simple necesidad lógica –no es una mera
causa primera– sino que es Dios porque es Padre, porque en un acto de
infinita libertad y donación engendró al Hijo y envió al Espíritu. Dios,
en definitiva, no se da a conocer como concepto sino como relación.
Esta relación trinitaria es caracterizada por los Padres de la Iglesia
como una relación de περιχώρησις, una relación de compenetración
mutua en la que aquello que diferencia a cada uno de los términos rela-
cionados es a su vez aquello que los une.
El Padre es otra cosa que el Hijo, pero es padre porque es Padre del
Hijo.
En el caso del cristianismo, el conocimiento de la verdad viene dado
por la participación directa en esta realidad de la existencia.
Por esta razón, aquello que define el comiezo del cristianismo no
es el establecimiento de un conjunto de normas sino la aparición de
la Iglesia, de un modo de vivir y conocer cuyo núcleo es justamente la
comunión.
En el ámbito de la Iglesia toda la creación se da a conocer como un
hecho relacional. El teólogo y filósofo griego Christos Giannarás descri-
be del siguiente modo esta auténtica gnoseología de la relación:

«Cada cosa que existe se relaciona conmigo, en virtud de una relación


que se da, de entrada, a través de las energías naturales ob-jetivas: la energía
de la luz (que hace de los ob-jetos fenómenos), o del sonido (que los hace
audibles), o la energía que encuentra el tacto (y que hace los objetos tan-
gibles); pero esta relación también se da a través de nuestra energía (acto)
perceptiva subjetiva. La relación perceptual es el resultado de la respuesta
energética del sujeto a la energía natural (de la luz, del sonido, etc.), concor-
dancia de dos energías igualmente originales, aunque diferenciadas. Esta
concordancia se constituye en relación en la medida en que la «impresión»
natural da lugar a una función significante» 16.

Como subraya Giannarás, aquella atracción sensorial, aquella con-


cordancia entre sujeto y objeto se constituye en relación solo en la medi-
da en que la impresión da lugar a una función significante, es decir, solo
en la medida en que se «encarna» como lenguaje.
Sin embargo, para que la lengua funcione como encarnación debe
funcionar «estéticamente», es decir, no puede desligarse de la esfera de la
relación, no puede aislarse respecto a la experiencia, no puede abstraerse
del contenido vivencial del que surgió. De lo contrario corre el riesgo de
convertirse en una mera ilusión.

16.  Giannarás, Christos, Προτάσεις κριτικής οντολογίας, Αθήνα: Δόμος, 1991, 17.
166 FEDERICO AGUIRRE ROMERO

En este sentido, advierte Giannarás:


«Por esto es difícil (quizá lo más difícil) que el hombre diferencie la
experiencia de lo real respecto a las sustituciones psicológicas de la misma,
que distinga lo real del deseo o de la convicción intelectual. Especialmen-
te trabajoso para el hombre es salvaguardar la relación como relación: no
tergiversarla convirtiéndola en sumisión, en empoderamiento, en priva-
tización del segundo término (del opuesto) de la relación. Y dado que la
lengua articula y da forma a las relaciones del hombre con la realidad, su
ámbito delimita (por excelencia) el campo de batalla de la distinción de lo
real respecto a la ilusión» 17

La lengua plástica del icono se conforma a partir de esta exigencia.


Es decir, en primer lugar, responde a la necesidad de significar, de
dar cuerpo a la experiencia de comunión que se da en la Iglesia y, en se-
gundo lugar, salvaguarda el carácter relacional de esta experiencia. Aquí
estriba su carácter eminentemente estético.
Si observamos un icono, nos llamarán la atención una serie de ra-
rezas, sobre todo si lo comparamos con una pintura naturalista o con
una fotografía. Se suele indicar como rasgo fundamental de los iconos
la denominada «perspectiva invertida», es decir, el punto de fuga de la
imagen no se encuentra en el «interior» del cuadro generando una ilu-
sión del espacio natural sino que se proyecta desde la superficie pictórica
hacia el espacio del espectador.


Pintura de iconos Pintura naturalista

17.  Giannarás, Christos, Το ρητό και το άρρητο, Αθήνα: Ίκαρος, 1999, 21.
Iconos: Arte y Teología 167

Sin embargo, en el icono no se trata sencillamente de una inversión


de la perspectiva naturalista. Si nos fijamos bien, además de proyectar
los objetos hacia el espacio del espectador la perspectiva en el icono es
multifocal, es decir, no existe un solo punto de fuga como en el cuadro
naturalista sino que cada objeto posee su propio punto de fuga.
Como pone de relieve el iconógrafo y teólogo griego Giorgos Kordis,
la perspectiva en el icono y en general todas las operaciones pictóricas
que se observan en él, no se desarrollan como una simple contraposición
a la pintura naturalista. En el icono no se trata de llevar a cabo la repre-
sentación de un mundo «espiritual» contraspuesto al mundo «natural»,
como se suele afirmar 18.
De hecho, esta apreciación limita peligrosamente con una postura
iconoclasta, donde el mundo material representa un obstáculo para el
conocimiento de Dios.
Como subraya Kordis, la perspectiva en el icono no es una perspec-
tiva invertida sino una perspectiva relacional (σχετικὴ προοπτική), es
decir, una operación plástica que apunta a poner en relación los objetos
representados con los sentidos del espectador 19. Para estos efectos, los
iconógrafos bizantinos echan mano al principio plástico del ritmo, prin-
cipio rector de toda la plástica de la Antigüedad griega.
El gran paso del arte de periodo clásico respecto al arte arcaico es
justamente la sustitución de una composición estática, en una sola di-
rección (ἰσόρροπη), por una composición dinámica, en dos direcciones
(ἀμφίρροπη), denominado también «esquema cruzado» 20.
Los griegos a través del arte no buscaban simplemente reflejar la
naturaleza sino sobre todo que la forma artística generara la sensación
de lo vivo, dado que «lo que más persuade a los hombres a través de la
vista es aquello que parece vivo» 21.
Para dar una solución plástica a este requerimiento los elementos de
la composición se dispondrán de manera cruzada, de modo que no yaz-
can simplemente uno al lado del otro sino que funcionen como vectores
de fuerza que se relacionan y dialogan entre sí, dando lugar a una forma
equilibrada y dinámica a la vez.

18.  Vid. Kordis, Giorgos, Αυγοτέμπερα με υποζωγράφιση, Αθήνα: Αρμός, 2009, 82-87.
19.  Kordis, Αυγοτέμπερα με υποζωγράφιση, 124.
20. Vid. Karouzos, Christos, Αρχαία τέχνη. Ομιλίες-Μελέτες, Αθήνα: Ερμής, 2000 y
Pollitt, Jerome, Art and experience in classical Greece. Cambridge: University Press, 1972.
21.  «ὃ δἐ μάλιστα ψυχαγωγεῖ διὰ τῆς ὂψεως τοὺς ἀνθρώπους, τὸ ζωτικὸν φαίνεσθαι»
([Ξενοφ., Απομν. Γ’ 10, 6] en Karouzos, Αρχαία τέχνη. Ομιλίες-Μελέτες, 12.
168 FEDERICO AGUIRRE ROMERO

Según Kordis, este principio plástico del «ritmo» será adoptado por
los maestros bizantinos de manera natural, y lo emplearán no solo para
componer las formas sino también para referirlas al espectador 22.

Composición estática Composición dinámica


o «esquema cruzado»

Pintura naturalista

Sombra de
color cálido Luz de color
(rojo) frío (azul)

Pintura de iconos

22.  Kordis, Αυγοτέμπερα με υποζωγράφιση, 154.


Iconos: Arte y Teología 169

De esta manera, además de la composición general, podemos apre-


ciar que el funcionamiento mismo de la línea, en cada detalle, responde
a este «esquema cruzado». En el caso del rostro, esta operación se re-
marca contraponiendo la dirección de la mirada a la dirección en que
se mueve la cabeza, lo que da la sensación de que la figura representada
siempre está mirando al espectador, en cualquier punto que éste se sitúe.
Por otro lado, si nos fijamos en el empleo del color, nos daremos
cuenta de que en el icono no funciona solo tonalmente, no se limita
a plasmar la dialéctica entre la luz y la sombra, como en el caso de un
cuadro naturalista.
El uso del color en el icono, además de modelar los volúmenes, per-
sigue generar una vibración cromática, alternando capas de colores fríos
y cálidos. Un claro ejemplo de este efecto son las balizas de las ambulan-
cias, las cuales, con el fin de hacerse inmediatamente perceptibles, alter-
nan una luz de color cálido –el rojo– con una luz de color frío –el azul.
Como podemos apreciar, la lengua plástica del icono presenta ca-
racterísticas muy concretas, que la distinguen de otros modos de pintar
y cuyo principal objetivo es hacer de la forma representada una forma
perceptible.
De esta manera, las operaciones plásticas que se observan en el icono
no buscan solo imitar lo que vemos como tampoco persiguen simboli-
zar lo que no vemos. La razón de ser de esta lengua de la Iglesia no es pu-
ramente semiótica sino sobre todo estética, es decir, intenta hacer de la
figura representada una figura en función de los sentidos del espectador.
Y esta razón eminentemente «estética» del icono, a su vez, no se ago-
ta en un simple «esteticismo» sino que encuentra su sentido profundo
en la naturaleza participativa del acontecimiento de la Encarnación, en
el hecho de que Dios se hizo hombre para que el hombre se haga Dios.

Cristo y san Minás, icono copto, s. VI


170 FEDERICO AGUIRRE ROMERO

En virtud de la Encarnación, pues, el conocimiento de la verdad se


revela como un hecho relacional donde se hace imprescindible el domi-
nio de lo sensible.
A partir de la Encarnación, en definitiva, el mundo del Espíritu y
el mundo de la carne constituyen un continuum por el que el hombre
transita libremente al encuentro del Dios de la vida.

5.  «Deisis» o plegaria

Para finalizar, querría referirme brevemente a los iconos que se me


invitó a exponer con ocasión del Simposio.
La verdad es que cuando se me ofreció la posibilidad de montar una
pequeña exposición no disponía de suficiente material, dado que dentro
de poco me mudaba y estaba desmontando mi taller.
Por otro lado, como no quería desaprovechar esta invitación, pensé
en preparar un conjunto de iconos que, si bien no serían suficientes para
una exposición, pudieran funcionar como una suerte de instalación en
el espacio donde se situaran.
Así fue como se me ocurrió elaborar una «Deisis», un breve progra-
ma iconográfico muy frecuente no solo en el arte bizantino, sino tam-
bién en el arte románico y en el arte gótico.

«Deisis». Monasterio de Vatopedi, Iconsotasio


Monte Atos, s. XII-XIII de la Catedral de Moscú, s. XV

La palabra griega «Deisis» (Δέησις) significa «plegaria» y se aplica a la


composición iconográfica que representa a Cristo en majestad, acompa-
ñado de la Virgen María, la madre de Dios, y Juan el Bautista, también
llamado el Precursor.
Iconos: Arte y Teología 171

Esta versión resumida de la «Deisis» se suele situar en lugares de


tránsito como el nártex, el vestíbulo situado a la entrada de las Iglesias, y
representa la elevación de nuestra plegaria a Cristo, a través de la Virgen
María y Juan Bautista.
Pero hay otras versiones de la «Deisis» que contemplan, además de
las tres figuras centrales, al arcángel Gabriel y al arcángel Miguel, como
también al santo patrono de la Iglesia y a los apóstoles.
En esta versión enriquecida de la «Deisis» o «gran Deisis», a la inter-
cesión de la Virgen y Juan Bautista se suma todo el cuerpo místico de la
Iglesia, y constituye el tema central del «iconostasio», la membrana que
separa el altar del resto del espacio en las iglesias ortodoxas.
De esta manera, pensando en un formato lo más neutro posible
de cara a la neutralidad de un espacio cualquiera, escogí un módulo
cuadrado de 50 x 50 cm como unidad básica para elaborar las figuras
que compondrían la «Deisis», situando en primer lugar los rostros de la
Virgen, de Cristo y de Juan el Bautista en una franja horizontal.

A continuación, dispuse verticalmente los iconos del arcángel Ga-


briel y el arcángel Miguel, el primero en la parte superior como mensa-
jero de Dios, portador de la noticia de la Encarnación, y el segundo en
la parte inferior como representante de la lucha contra el mal.
172 FEDERICO AGUIRRE ROMERO

Finalmente, en los cuarteles de la cruz griega que conforman las


imágenes anteriores, situé las figuras de los cuatro evangelistas, como
presencia de la Iglesia histórica, testigos del acontecimiento de la Encar-
nación y difusores de la Buena Nueva por los cuatro puntos cardinales.
Con la disposición de estas nueve imágenes de manera cuadrangu-
lar, a su vez, quise reproducir el trazado elemental de las Iglesias orto-
doxas, que consiste en una cruz simétrica que se inscribe dentro de un
cuadrado.

En el centro de este trazado se encuentra la cúpula con la imagen del


Pantocrátor, apoyada sobre cuatro pechinas donde justamente se suele
representar las figuras de los cuatro evangelistas.
Como programa iconográfico, la «Deisis» presenta dos particulari-
dades: por una parte, constituye una suerte de resumen de la iconografía
de toda la Iglesia, dado que contempla los tres niveles en los que ésta se
desarrolla, el nivel de la Encarnación, el nivel de los órdenes angélicos,
y el nivel de la vida de la Iglesia. Por otro lado, el programa en cuestión
define el espacio donde se sitúa como un lugar de oración pero también
de tránsito.
En este sentido, el programa iconográfico de la «Deisis» me pareció
perfecto ante la necesidad de presentar un conjunto de iconos que, si
bien no alcanzarían a llenar una sala de exposiciones, pudieran hacerse
cargo de la totalidad del espacio como una instalación de carácter litúr-
gico, que pudieran funcionar como una suerte de oración al paso.
EL ROSTRO DE CRISTO EN EL ARTE

Fermín Labarga
Universidad de Navarra
Facultad de Teología

Vultum tuum requiram, Domine!

Nadie en toda la historia de la humanidad ha suscitado tanto interés


como Jesucristo. Todo lo que se refiere a Él resulta interesante: sus he-
chos, sus palabras, los lugares donde vivió, … Y también, por supuesto,
su aspecto físico. ¿Cómo era? ¿Alto o bajo, rubio o moreno, guapo o
feo? Curiosamente, los relatos evangélicos nada dicen al respecto. Así
como es posible inferir de dichos relatos numerosos rasgos de la perso-
nalidad humana del Señor, sin embargo nada puede extraerse que haga
referencia a su aspecto y figura. Seguramente muchas veces nos hemos
planteado el interrogante de porqué los evangelistas no nos han legado
una descripción física de Cristo. Probablemente por varios motivos re-
lacionados entre sí:
1) Los evangelistas no dieron importancia a este detalle. Como
señala Leclercq, en el ambiente judío de la época de Jesús existía una
auténtica aversión a la representación artística de las personas; por lo que
sostiene que de haber nacido Cristo en ambiente helénico habría sido
muy verosímil contar con retratos y estatuas que habrían transmitido
sus rasgos físicos a la posteridad 1. Afirmación arriesgada porque, aunque
es cierto que existía en el ámbito greco-latino la costumbre del retrato,
ésta se relacionaba casi siempre con la función representativa oficial o,
más frecuentemente, con los rituales funerarios 2.
2) Lo cierto es que en la antigüedad no existía el mismo interés
que hoy poseemos por el aspecto físico de una persona; este interés es

1.  Leclerq, Henri, «Jesu-Christ», en Dictionnaire d´Archéologie chretienne et de Liturgie


VII/2 (1927) col. 2394.
2.  Sobre el retrato en la antigüedad y su uso en el cristianismo primitivo, vide Grabar,
André, Las vías de la creación en la iconografía cristiana, Madrid: Alianza, 1998, 65-87.
174 FERMÍN LABARGA

reciente y se ha incrementado espectacularmente a partir de la aparición


de la fotografía. El retrato, como tal, salvo algunas raras excepciones, no
comienza a difundirse hasta el siglo XIV.
3) De hecho, tampoco resulta habitual en las biografías de la época
antigua encontrar descripciones físicas del protagonista. Como señala
Amato, «éste es un requisito de las vidas modernas. El método antiguo
recababa el carácter del personaje de sus dichos y de sus hechos (…)
Como los autores de los bioi [género literario], también los evangelistas
tienden a caracterizar su personaje no ofreciendo una fotografía de Jesús,
sino (…) una imagen interpretada y meditada» 3.
Por tanto, si bien es cierto que los evangelistas no aportan esa des-
cripción física de Cristo, sí aportan numerosos detalles de su persona-
lidad, de manera que no resulta difícil construir una fisonomía muy
precisa que resulta imprescindible encajar en los usos y costumbres de
la Palestina del siglo I. A pesar de lo cual, parece que pronto las primiti-
vas comunidades cristianas demostraron gran interés por conocer, entre
otros, los rasgos físicos del Maestro, tal y como se puede comprobar en
algunos evangelios apócrifos.
En cualquier caso, podemos asegurar que, tanto desde el punto de
vista de la Teología como de la historia del Arte, ha resultado muy con-
veniente que no exista un retrato de Cristo. Gracias a ello, los artistas
han tenido una libertad casi absoluta a la hora de representar al Señor,
cada uno desde su perspectiva, estilo, mentalidad, experiencia espiritual
y época. Lo que, en si mismo, no deja de ser un reto apasionante porque
se trata de representar de forma plástica nada menos que a Dios hecho
hombre. Vasari refiere que Leonardo da Vinci no conseguía culminar
el lienzo de la Última Cena, en el que la figura central de Cristo estaba
solo abocetada. Urgido por el prior del convento dominicano de Santa
María de las Gracias para el que estaba destinado, «Leonardo expuso con
toda seriedad las razones que tenía para demorar su trabajo. La principal
consistía en el escrúpulo que se le había colado de pronto en el cerebro
respecto a la figura de Jesucristo. Consideraba una profanación indigna
pintar a éste de cualquier manera, como si no hubiese sido más que un
hombre vulgar. La expresión, la actitud, el contorno, la postura de las
manos y el manto que vestía el Redentor en la solemnísima ocasión de
la cena con sus discípulos requería para pintarlos no solo una profunda
meditación, sino el hallazgo de un modelo que, según iba comprendien-
do, no era posible encontrar en el mundo. La belleza y la gracia celeste
que debía tener la Divinidad, encarnada en figura humana, sobrecogían
su ánimo e inmovilizaban sus pinceles» 4.

3.  Amato, Angelo, Jesús el Señor, Madrid2: BAC, 2009, 84.


4.  Vasari, Giorgio, Vida de grandes artistas, Madrid: Edime, 1976, 70-71.
El rostro de Cristo en el arte 175

Para la Teología, la ausencia total de un verdadero retrato de Cristo


concuerda plenamente con la propuesta del misterio de Cristo a cada
persona de cada época y de cada lugar como un descubrimiento perso-
nal que, en la Tradición de la Iglesia, se sustenta en la fe legada por los
apóstoles. No existen pruebas científicas para demostrar la verdad del
cristianismo, ni debe buscarse en la ciencia una seguridad experimental
que haga innecesaria la apuesta de la fe. Por ello no hay, ni habrá, certi-
ficados científicos para las verdades de fe. Tampoco un retrato oficial de
Cristo que nos impida imaginárnoslo a cada uno como mejor nos pa-
rezca. El verdadero rostro de Cristo hay que buscarlo en los Evangelios y
no en reliquia alguna, por desconcertante que ésta resulte para los cien-
tíficos y atractiva para quienes buscan seguridades. De la misma manera
que la peregrinación a los Santos Lugares sirve para comprender mejor
el Evangelio y, de alguna forma, experimentar más cercano a Cristo, así
las diversas plasmaciones que los artistas han ofrecido a lo largo de tan-
tos siglos, nos ayudan a comprender mejor la grandeza del que es Dios
y hombre verdadero. Ninguna lo abarca en su totalidad, de modo que
todas resultan complementarias. Y en una suerte de gran y rico collage
reflejan aspectos diferentes del mismo misterio de Cristo. Porque, como
señala Evdokimov, «todos los iconos de Cristo dan la impresión de una
semejanza fundamental, se la reconoce inmediatamente, pero esta seme-
janza no es retratística» 5.

1. Las primeras representaciones de Cristo:


entre el símbolo y la figura

El cristianismo surge en el seno del judaísmo. El pueblo judío enten-


día, y entiende, de manera radical la prohibición veterotestamentaria de
construirse imágenes de seres vivos que puedan inducirle a la idolatría.
Por eso, en el cristianismo primitivo no se percibe la necesidad de imá-
genes. Sin embargo, con el transcurrir de los siglos se plantea el proble-
ma de su conveniencia y licitud que, al menos, presenta dos vertientes
diversas aunque estrechamente relacionadas entre si.
Por una parte, aparece la dimensión práctica: si se representa a la
divinidad bajo la forma de seres vivos, animales o personas, existe un
riesgo real y muy próximo de caer en la idolatría. Así había sucedido en
numerosos pueblos, incluidos Israel (becerro de oro), Grecia y Roma.
Este peligro era el que pretendían evitar, en primer término, las prohibi-
ciones veterotestamentarias (Ex 20,4; Dt 4, 15) que siguen vigentes en
las primitivas comunidades cristianas.

5.  Evdokimov, Paul, El arte del icono. Teología de la belleza, Madrid: Publicaciones cla-
retianas, 1991, 213.
176 FERMÍN LABARGA

Ahora bien, bajo dicha prohibición subyace otro asunto de mayor


calado y de naturaleza exclusivamente intelectual o teórica. ¿Es posible
representar a la divinidad, al margen del hipotético riesgo idolátrico? Es
decir, aunque estuviéramos convencidos de que no hay riesgo ninguno
de idolatría, ¿podríamos representar bajo formas figurativas y sensibles
a Dios? Este segundo problema, de carácter teórico, tiene una respuesta
clara y rotunda: no es posible, porque Dios es completamente trascen-
dente y está más allá de cualquier posibilidad de ser representado por el
hombre. Siguiendo la terminología de Rudolf Otto, Dios es el myste-
rium tremendum et fascinans, y con Kierkegard podemos referirnos a Él
como el totalmente otro. A este convencimiento también llegó el pueblo
de Israel que eludía, incluso, el pronunciar el nombre de Dios.
Por tanto, no es conveniente desde un punto de vista práctico y no
resulta posible desde el punto de vista teórico. Sin embargo, todo este
planteamiento se resquebraja a partir de la irrupción de Dios en medio
de los hombres. La novedad que plantea el cristianismo es que Dios,
el totalmente otro, se ha encarnado y ha asumido la naturaleza humana
(kénosis), entrando de esta forma en la historia de los hombres. Desde
el mismo momento en que Dios asume la humanidad en la persona de
Cristo, ya es posible representar a Dios bajo el aspecto humano que Él
ha asumido. Por tanto, se diluye la cuestión teórica o intelectual y ya
solo permanece la más práctica del riesgo de idolatría. Vencer esta difi-
cultad será un objetivo del cristianismo tardo-antiguo pues la represen-
tación figurativa desagradaba a los cristianos de origen judío y constituía
una tentación real para los de origen pagano.
A pesar del riego, se sabe fehacientemente que ya en el siglo IV y, de
manera generalizada, durante los dos siguientes, las imágenes se integra-
ron en la vida cristiana de los fieles, aun cuando en muchos casos susci-
taran recelo en los pastores. La doctrina de la Iglesia sobre las imágenes
resulta muy tardía y, por el contrario, abundan los pasajes de los Santos
Padres en los que alertan frente a los riegos que conllevan. La reflexión
teológica ayudó a clarificar este punto. Una vez que los concilios de Ni-
cea (325), Éfeso (431) y Calcedonia (451) han definido solemnemente
que Jesucristo es Dios y hombre verdadero y que ambas naturalezas con-
viven en una única persona sin confusión, es posible llegar al conven-
cimiento de la posibilidad de representar figurativamente a Cristo bajo
su aspecto humano, encarnado. En dicha representación también ha de
ser posible descubrir el destello de su condición divina, y de ahí que se
haga habitual el uso del nimbo crucífero y de la mandorla mística que,
al igual que el fondo de oro o luz de la iconografía ortodoxa, simbolizan
la doxa, el resplandor divino.
Dejando al margen el riesgo práctico –en ningún caso teórico− de
la idolatría, en realidad, el verdadero problema de la representación fi-
El rostro de Cristo en el arte 177

gurativa de la divinidad se concentra en la imagen destinada al culto, a


la veneración. No ofrece ninguna resistencia la posibilidad de utilizar
símbolos ya que difícilmente pueden llegar a ser considerados divinos.
Tampoco ofrece peligro, salvo para los rudos, la representación de es-
cenas narrativas, pues queda muy patente su función catequética. El
problema aparece cuando se individualiza una imagen y comienza a ser
objeto de culto específico. Y, por encima de cualquier otra, la de Jesu-
cristo. Porque a los demás personajes representados, incluida la Virgen,
no puede atribuírseles otra condición que la de seres vivos creados por
Dios, por tanto, meras criaturas. No es éste, sin embargo, el problema
suscitado al representar a Cristo, que es Dios y hombre a la vez. ¿Es
posible representar su naturaleza divina? Evidentemente no, si no es por
medio de una simbología que es fruto de un mero acuerdo iconográfico
(y por lo general, muy poco satisfactorio) asentado por el uso. Ahora
bien, la naturaleza humana de Cristo concretada en su persona, única y
real, sí es posible representarla.
Las representaciones figurativas más antiguas de Cristo son el resul-
tado de la adaptación del cristianismo a los usos y costumbres del mun-
do en el que vive y, según Grabar, muestran «una gran variedad en la
utilización de los rasgos que servían para caracterizar[lo]» 6. Para Belting,
lo mismo que antes para Dobsbutz se trata, sin duda, de una prueba
evidente de la helenización del cristianismo 7. En este proceso, se aprove-
chan tipos iconográficos habituales en la sociedad romana otorgándoles
una significación específicamente cristiana. Así tenemos el pastor y el
filósofo.
El pastor con el ternero (moscóforo) o el cordero (crióforo) sobre sus
hombros era una iconografía habitual en el mundo greco-romano, que
el primitivo cristianismo adoptó sin ninguna dificultad identificándolo
como el Buen Pastor. Era, sin más, una imagen decorativa que mostraba
a un muchacho joven cargando una res sobre sus hombros. Inmediata-
mente, los cristianos lo interpretaron en clave cristológica y adoptaron
su uso, como se comprueba ya en las catacumbas 8.

6.  Grabar, Las vías de la creación en la iconografía cristiana, 114.


7.  Belting, Hans, Imagen y culto. Una historia de la imagen anterior a la era del arte, Ma-
drid: Akal, 2009, 77-81. Dobschütz, Erst von, Christusbilder.Untersuchungen zur christ-
lichen Legende, Leipzig: J. C. Hinrichs, 1899. Tuvo una segunda edición en 1909, que se
ha traducido al italiano: Immagini di Cristo, Milano: Medusa, 2006, 29-42. Esta última
es la que he utilizado. También va en este sentido Bernardi, Piergiuseppe, I colori di Dio.
L´immagine cristiana fra Oriente e Occidente, Genova: Bruno Mondadori, 2007, 8-12, si
bien señala que la imagen cristiana logra una identidad propia que integra siempre realismo
y simbolismo.
8.  Tristan, Frédérick, Les primières images chrétiennes. Du symbole à l´icône, IIe s. – Ve s.,
Ligugé – Poitiers: Fayard, 1996, 123-141.
178 FERMÍN LABARGA

Figura 1.  Buen Pastor. Siglo IV.


Museos Vaticanos. Ciudad del Vaticano

De manera similar, la representación de Cristo como filósofo o


maestro tiene su origen en la costumbre habitual de hacer imágenes del
fundador de una escuela o academia para colocarlas en un lugar desta-
cado y perpetuar así su memoria, singularmente tras su fallecimiento.
También en este caso los cristianos entendieron que era una manera
apropiada para representar a Cristo que es el Maestro de una nueva y
sublime doctrina 9. No es infrecuente que, a su lado, aparezcan los dis-
cípulos, generalmente reducidos en la estatuaria a Pedro y Pablo como
representantes de los demás.

9.  San Ireneo de Lyon (Adversus haereses I, 26, 6) refiere la existencia de una secta gnóstica
dirigida por Carpócrates en la que afirmaban poseer una imagen auténtica de Cristo, man-
dada hacer por Poncio Pilatos, y que había colocado junto a las de otros grandes pensadores
de la historia, como Pitágoras, Platón o Aristóteles. Citado por Gharib, Georges, Le icone
di Cristo. Storia e culto, Roma: Città Nuova Editrice, 1993, 27.
El rostro de Cristo en el arte 179

Figura 2.  Cristo como Maestro. Sarcófago de Junio Basso.


Siglo IV. Museo de la Sacristía de San Pedro. Ciudad del Vaticano

Sobre todo en el caso del moscóforo-Buen Pastor, la representación


de Cristo con aspecto de hombre joven, semidesnudo, de cabello corto
e imberbe, que asume en cierta manera el ideal helenístico de belleza
masculina, hoy nos resulta un tanto extraña, a pesar de que fue la que
prevaleció hasta el siglo IV. Según Jensen, «the predominance of this
Jesus type in the earliest iconography suggests that visual art, at least,
emphasized Jesus´role as healer and wonderworker during his earthly
ministry, which, according to early theologians, showed forth the power
and glory of God as well as Christ´s role of savior» 10. Según indica Male,
esta representación triunfal de Cristo tiene su origen en las villas griegas
del Asia Menor, donde resultaba familiar dicho tipo iconográfico, que
luego pasó a Roma. Como era preciso indicar de algún modo el carácter
divino de Cristo se adoptó la convención de situar un nimbo sobre su
cabeza 11. No obstante, algunos autores sostienen que esta representación
obedece, más bien, al deseo explícito de evitar cualquier similitud con
la representación plástica de los dioses paganos, como Zeus o Júpiter,
provistos siempre de poblada barba 12.

10.  Jensen, Robin Margaret, Face to face. Portraits of the Divine in Early Christianity,
Minneapolis: Fortress Press, 1989, 152.
11.  Male, Emile, L´art religieux du XIIe siecle en France. Étude sur les origines de l’icono-
graphie du moyen age, París 1922, 48-51.
12.  Gharib, Le icone di Cristo. Storia e culto, 16, ofrece el testimonio de Teodoro el lector,
testigo de cómo un pintor vio paralizada su mano al intentar pintar a Cristo con la aparien-
cia, sobre todo en cabello y barba, de Zeus. Lo mismo relata san Juan Crisóstomo. Por el
contrario, Grabar, Las vías de la creación en la iconografía cristiana, p. 114 sostiene que «es
hora de denunciar el error de quienes atribuyen a una influencia oriental, siria o aramea, las
imágenes de Cristo barbado de largos cabellos».
180 FERMÍN LABARGA

De todos modos, esta iconografía desaparece pronto al imponerse


la que conocemos hasta hoy, de origen sirio. Cristo aparece en la pleni-
tud de la edad, con pelo largo y barba (normalmente de color negro),
poniendo de relieve su virilidad y una pose majestuosa. Por otro lado,
siempre aparece vestido con una larga túnica, que le confiere un induda-
ble carácter sacerdotal. Cree Male que este tipo iconográfico se originó
en Siria y de allí pasó a Egipto y a Mesopotamia, llegando finalmente
también a Roma 13.
Estas primitivas imágenes no recibían ninguna veneración porque
desempeñaban otra función, «no abordan el tema de la personalidad
de Jesús, sino el de su misión. No pretenden aclarar el misterio de su
persona, sino expresar lo que Jesús era para el creyente de aquellos tiem-
pos heroicos: Salvador ante todo, protector y guía de los que van a la
muerte» 14. Efectivamente, se representan episodios de la Escritura, tanto
del Antiguo como del Nuevo Testamento, pero otorgándoles una signi-
ficación simbólica relacionada con las celebraciones sacramentales y con
la vida eterna que aguardaban los fieles. En su núcleo, todas resultan
expresión de la fe en Cristo que obra la salvación.
Con todo, existen símbolos específicamente referidos a Cristo, a
cuya imagen sustituyen. Así aparecen el crismón o el pez, pero también
el cordero que prolifera especialmente en el siglo V, situado sobre un
montículo (en referencia al Calvario) y con el nimbo crucífero. Ésta fue
la manera típica y oficial de representar a Cristo hasta el concilio qui-
nisexto o trulliano celebrado en Constantinopla en el año 692 (aunque
no reconocido oficialmente como tal por la Iglesia Católica), en cuyo
canon 82 se determina que deje de representarse a Cristo de manera
simbólica, por medio de un cordero, y que se le represente bajo la forma
de hombre que asumió en la Encarnación 15. Todavía en el ábside de la
basílica de San Apolinar in clase, en Ravenna, aparece la Cruz en el lugar
que debería ocupar la imagen de Cristo.
Tras el edicto de Milán (313), por el que el emperador Constantino
otorgaba al cristianismo la condición de religión lícita en el Imperio,
la Iglesia comenzó a plantearse la necesidad de contar con espacios ce-
lebrativos. No hay ninguna duda de que en la liturgia comenzaron a
introducirse ritos procedentes del ceremonial de la corte imperial, entre
ellos la gran procesión de entrada; también se incorporaron algunos usos
referidos al modo de vestir y al uso de insignias. Todo ello deparó que a

13.  Male, L´art religieux du XIIe siecle en France, 52.


14.  Plazaola, Juan, La Iglesia y el arte, Madrid 2001: BAC, 71.
15.  Mansi, Johannes Dominicus, Sacrorum conciliorum nova et amplissima collectio, XI,
Florencia, 1795, 977. Sobre esta cuestión, y sus implicaciones, puede verse Grabar, André,
La iconoclastia bizantina, Madrid2: Akal, 1988, 92-93.
El rostro de Cristo en el arte 181

la hora de representar a Cristo se le revistiera de los atributos imperiales.


Esta forma se puede apreciar en los magníficos mosaicos de San Vitale
de Ravenna (medidados del siglo VI), así como en el ábside de la basíli-
ca de Santa Pudenziana en Roma, una de las mejores plasmaciones del
Cristo imperator.

Figura 3.  Mosaico del ábside. Siglo IV. Basílica de Santa Pudenziana. Roma

En San Vitale de Ravenna, Cristo aparece sentado sobre el globo


terráqueo y, siguiendo la tradición griega, con aspecto juvenil, risueño,
con cabellos ondulantes e imberbe; viste a la usanza romana, con toga
y manto de color oscuro (probablemente púrpura) decorado con ricas
cenefas doradas. En torno a su cabeza aparece el nimbo crucífero. Tanto
en el conocido mosaico de Cristo Buen Pastor del mausoleo de Gala
Placidia (425-430) como en los mosaicos de la zona más alta de la basí-
lica de San Apolinar Nuevo, que son de la época de Teodorico, también
se mantiene esta misma iconografía del Cristo helenizante.
No obstante, dicha forma de representación va a ir cediendo paso
paulatinamente al tipo iconográfico procedente de Siria, según se ha
indicado. De este modo aparece ya en la misma basílica de San Vitale en
la clave (o intradós) del arco triunfal. En la misma ciudad de Ravenna,
en la basílica de San Apolinar Nuevo, aparece esta misma iconografía de
Cristo como emperador, recalcada al ocupar majestuosamente el trono y
portar en su mano el cetro. Cuatro ángeles custodian el trono y hacia él
182 FERMÍN LABARGA

se encamina una procesión que recuerda a los desfiles de la corte, si bien


corresponde ya a la época del exarcado bizantino.

Figura 4.  Mosaico del ábside. Año 525. San Vital. Rávena

Figura 5.  Mosaico de la nave central. Mediados del s. VI. San Apolinar Nuevo. Rávena

Estas dos formas de representación iconográfica pueden deberse, en


el fondo, a un trasfondo teológico diferente, que apunta a la profesión
de fe sobre la divinidad de Jesucristo. Arrio había sostenido que Cristo
El rostro de Cristo en el arte 183

no era verdaderamente Dios sino un hombre divinizado, y por tanto no


tenía más que una sola naturaleza, la humana. Este hombre divinizado,
asimilado a Dios pero que no es Dios por esencia, se percata de su mi-
sión salvífica a lo largo de su vida, especialmente en el bautismo. En el
baptisterio de los arrianos de Ravenna, el tema del bautismo de Cristo
sirve para decorar la cúpula de este edificio centralizado; y, al igual que
ocurre en los casos antes mencionados, en ella se representa a Cristo
como un joven imberbe sobre el que se posa la paloma del Espíritu
Santo. ¿Quiere esto significar la mera condición humana de Cristo se-
gún sostenían los arrianos? Hay quienes así opinan, señalando que, por
el contrario, en el baptisterio de los Ortodoxos, o Neoniano, la misma
escena presenta a Cristo en edad adulta y barbado 16.

Figura 6.  Mosaico. Baptisterio de los Ortodoxos o Neoniano. Fines s. V. Rávena

16.  Jensen, Face to face, 162-165.


184 FERMÍN LABARGA

Figura 7.  Mosaico. Baptisterio de los Arrianos. Comienzos s. VI. Rávena

Según Leclerq, frente a los arrianos, se insistió exageradamente en


la divinidad de Cristo. «Algunos historiadores del arte y de la liturgia
han subrayado este hecho, aunque, a veces, de una manera no exenta
de cierta exageración: el Salvador no sería ya el Hombre Jesús, el pri-
mogénito de sus hermanos y nuestro Sumo Sacerdote, sino solo el Dios
a quien se teme y a quien se mira de lejos; ya no se le representa, como
era el caso en las catacumbas, con los rasgos del Buen Pastor, sino con
los de un juez temible en los mosaicos nuevos. Es preciso evitar, en este
campo, toda simplificación» 17. Lo cual, sin embargo, no puede hacernos
olvidar –como subraya Schönborn− que «como consecuencia de las lu-
chas contra los arrianos, surgieron las primeras grandes representaciones
del Pantócrator: si en la conciencia de la fe no cabe la menor duda de

17.  Leclerq, Jean, Consideraciones monásticas sobre Cristo en la Edad Media, Bilbao: Des-
clée de Brouwer, 1999, 64.
El rostro de Cristo en el arte 185

la divinidad de Cristo, entonces el arte puede atreverse a contemplar su


divinidad como la imagen perfecta del Padre» 18.

2.  El rostro del Señor. A la búsqueda de la Vera Icona

Las representaciones de Cristo respondían, por el momento, a un


propósito fundamentalmente simbólico y teológico. No buscaban, por
tanto, representar el aspecto que Cristo tuvo en su vida terrena. Sin
embargo, poco a poco, se va a notar un deseo cada vez mayor de contar
con el verdadero retrato de Cristo, lo que dio lugar a un proceso retros-
pectivo de búsqueda de la Vera Icona.
Como ya se ha indicado, los evangelios no ofrecen una descripción
física de Cristo. A pesar de lo cual, se certifica ya desde antiguo el deseo
de saber cómo era físicamente. Los Santos Padres plantean esta cuestión
y se decantan por dos vías dispares, al afirmar unos que la apariencia de
Cristo no tenía atractivo alguno y otros, por el contrario, que poseía una
belleza única e impactante.
Aquellos que sostenían que Cristo era feo e, incluso, malformado se
basaban en una afirmación del profeta Isaías (53,3), que al refirse al Me-
sías −en su Pasión− dice que «lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado
y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado
a sufrimientos». En esta línea se sitúan san Justino (deforme), Clemente
de Alejandría (de feo rostro), Orígenes (no refuta a Celso que éste consi-
dere a Cristo de baja estatura y sin belleza alguna) y Tertuliano.
En una línea completamente opuesta, tomando pie del salmo 44,3
que invoca al Señor como «el más bello de los hombres», san Juan Cri-
sóstomo, san Jerónimo, san Gregorio Nacianceno, san Juan Damasce-
no, Teodoreto de Ciro y Epifanio aseguraban que la apariencia física de
Cristo había sido majestuosa, con un porte elegante y unos rasgos de
gran belleza varonil. Romano el meloda resume los argumentos de todos
ellos señalando que debía ser perfecta la belleza de quien es el mismo
autor de la belleza.
Esta vía, asumida también por la liturgia, se vio reforzada ya en la
Edad Media con la aparición de una supuesta carta dirigida por el go-
bernador romano de Jerusalén, Publio Léntulo, al Senado informando
sobre el caso del predicador galileo en el que ofrecía una completa des-
cripción: «Es de estatura alta, mas sin exceso; gallardo; su rostro vene-
rable inspira amor y temor a los que le miran; sus cabellos son de color

18.  Schönborn, Christoph von, El icono de Cristo. Una introducción teológica, Madrid:
Encuentro, 1999, 26.
186 FERMÍN LABARGA

de avellana madura y lasos, o sea lisos, casi hasta las orejas, pero desde
éstas un poco rizados, de color de cera virgen y muy resplandecientes,
desde los hombros lisos y sueltos, partidos en medio de la cabeza, según
la costumbre de los nazarenos. La frente es llana y muy serena, sin la
menor arruga en la cara, agraciada por un agradable sonrosado. En su
nariz y boca no hay imperfección alguna. Tiene la barba poblada, mas
no larga, partida igualmente en medio, del mismo color que el cabello,
sin vello alguno en lo demás del rostro. Su aspecto es sencillo y grave;
los ojos garzos, o sean blancos y azules claros. Es terrible en el reprender,
suave y amable en el amonestar, alegre con gravedad. (…) La conforma-
ción de su cuerpo es sumamente perfecta; sus brazos y manos son muy
agradables a la vista».
Este texto, cuyo carácter apócrifo o mera falsificación ya denunció
Lorenzo Valla en 1440, influyó decisivamente a través de la literatura
espiritual, singularmente de la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia, el
Cartujano, y tiene una gran repercusión en la iconografía, que adopta
sin dificultad el estereotipo occidental latino de Cristo, como muestra el
retrato de Cristo de Jan van Eyck, tantas veces copiado 19.

Figura 8.  Vera Icona. Jan van Eyck.


1439. Alte Pinakothek. Munich

19.  Freedberg, David, El poder de las imágenes, Madrid: Cátedra, 1992, 248-249. Biz-
zarri, Hugo O. y Sainz de la Maza, Carlos N., «La Carta de Léntulo al Senado de Roma:
Fortuna de un retrato de Cristo en la Baja Edad Media castellana», Rilce. Revista de Filología
Hispánica 10 (1994) 43-58.
El rostro de Cristo en el arte 187

Por otra parte, la opción de la belleza física de Cristo se acomoda


mejor a la reflexión teológica, que tiene de fondo una fuerte impronta
filosófica, según la cual los trascendentales son entre sí intercambiables;
por tanto, si sabemos que Cristo es la suma perfección, la suma verdad
y el sumo bien, también le corresponde lógicamente la suma belleza.
Además, como afirma Pelikan, «dentro de la tríada clásica de lo bueno,
lo verdadero y lo bello, ha sido lo bello lo que ha servido para retratar a
Jesús de una forma más efectiva y más atrayente» 20.
Se suele afirmar que una imagen vale más que mil palabras. Muchos
no se contentaron con oír hablar de Cristo, quisieron también verle, evi-
dentemente, por medio de un retrato; querían contemplar su verdadero
retrato, la vera icona. Y a partir de aquí surgen diversas leyendas, algunas
de las cuales son recogidas por los Evangelios apócrifos y los escritores
de la antigüedad cristiana. Como ya señaló Erst von Dobschütz a finales
del siglo XIX, son tres los relatos principales que, a su vez, constituyen
la justificación histórica y/o milagrosa de otras tantas representaciones
iconográficas del rostro de Cristo, si bien existen otros ejemplares de
antigua y larga tradición como, por ejemplo, el icono de Cristo de la
ciudad de Camulia 21.

1)  El retrato para el rey Abgar de Edesa 22

Según relata una antiquísima leyenda, recogida en un texto apócri-


fo 23, el rey Abgar de Edesa (actualmente, la ciudad de Urfa en Turquía,
muy cerca de la frontera con Siria), habiendo oído hablar de Cristo y
deseando conocerle –algunas versiones añaden que esperando de él la
curación de una enfermedad incurable– habría mandado a un emisario
rogándole que accediera a su petición de visitarle en Edesa. Siendo esto
imposible, al menos solicitaba contar con un retrato del Señor, para lo
que envió también un pintor. Éste fue incapaz de reflejar en el lienzo el
rostro de Cristo, quien deseando complacer al rey Abgar, tomó un paño
(el mandylion) y se lo colocó sobre la faz, quedando impresas de manera
milagrosa sus facciones. A este retrato auténtico y milagroso, acompañó
una carta. Al regresar el emisario y mostrar al rey la santa faz, éste quedo
restablecido de inmediato. Tanto el mandylion como la carta se conser-
vaban en Edesa como sus más preciados tesoros, hasta que fueron trasla-

20.  Pelikan, Jaroslav, Jesús a través de los siglos. Su lugar en la historia de la cultura, Bar-
celona: Herder, 1999, 169.
21.  Dobschütz, Immagini di Cristo, 51-64; Belting, Imagen y culto, 277-299.
22.  Guscin, Mark, The Image of Edessa, Leiden – Boston: Brill, 2009. Una síntesis en
Dobschütz, Immagini di Cristo, 91-148; Gharib, Le icone di Cristo. Storia e culto, 41-57.
23.  Santos Otero, Aurelio de, Los Evangelios Apócrifos, Madrid5: BAC, 1985, 662-669.
188 FERMÍN LABARGA

dados a Constantinopla. El mandylion ha dado lugar a una iconografía


muy precisa, con ejemplares tan insignes como la Santa Faz de Laon o el
keramion de Novgorod de la Galería Tretiakov de Moscú.

Figura 9.  Tríptico de la leyenda


del rey Abgar. S. X.
Monasterio de santa Catalina del Monte Sinaí

Figura 10. 
Christos
Acheiropoietos o
Keramion. Escuela
de Nóvgorod.
Siglo XII. Galería
Tretiakov. Moscú
El rostro de Cristo en el arte 189

2)  La Verónica 24

Según refiere otro relato apócrifo, una piadosa mujer llamada Bere-
nice o Verónica, que no quería verse privada de la presencia de Cristo,
mandó que le pintaran «un retrato para que, mientras no pudiera gozar
de su compañía, me consolara a lo menos la figura de su imagen. Y, yen-
do yo a llevar el lienzo al pintor para que me lo diseñase, mi Señor salió
a mi encuentro (…), me pidió el lienzo y me lo devolvió señalado con la
imagen de su rostro venerable» 25.
Más adelante, el relato se acomodó en la secuencia del camino al
Calvario, modificándose un tanto pues, a partir de ahora, Verónica con-
movida por el sufrimiento de Cristo mientras cargaba la cruz, limpió
con un lienzo su faz dolorosa, sucia por la mezcla de sangre, sudor, lá-
grimas y polvo. Como agradecimiento a tan piadoso gesto, en el lienzo
quedó impresa la santa faz. Esta tradición se difundió con gran éxito,
hasta el punto de conformar la cuarta estación del viacrucis.
En la basílica de San Pedro del Vaticano se conservaba el lienzo de
la Verónica como una de sus más preciadas reliquias, pero también en
otros lugares se guardaban otros tantos presuntos lienzos. Para justificar
la existencia de al menos tres de ellos, se explicó que el lienzo de la Ve-
rónica estaba doblado en tres pliegues y en todos ellos habría quedado
impresa la santa faz.

Figura 11. 
La Verónica del Vaticano.
Grabado. Siglo XV

24.  Dobschütz, Immagini di Cristo, 156-189; Cenini, Massimo, Alla ricerca della Vero-
nica, Milano: San Paolo, 2002; Wolf, Gerhard, «Or fu si fatta la sembianza vostra?» Sguardi
alla «vera icona» e alle sue copie artistiche», en Morello, Giovanni y Wolf, Gerhard, Il
volto di Cristo, Milano: Electa, 2000, 103-114.
25.  Santos Otero, Los Evangelios Apócrifos, 497-498.
190 FERMÍN LABARGA

3)  La estatua mandada erigir por la hemorroisa

Por último, y teniendo también como protagonista a la misma mu-


jer que se idéntica con la hemorroisa curada por el Señor, se refiere que
ésta mandó erigir en su localidad natal, Paneas, una estatua conmemora-
tiva en la que estaba representado Cristo con sus rasgos verdaderos. Así,
esta imagen no tendría, desde luego, un origen milagroso, pero cuenta
a su favor una tradición constante que recoge la Historia Eclesiástica de
Eusebio de Cesaréa (VII, 18: PG 20, col. 680), si bien se pierde su rastro
a finales del siglo VI 26.

Figura 12.  La Hemorroisa. Comienzos del s. IV.


Catacumba de los Santos Marcelino y Pedro. Roma

Estas imágenes presuntamente auténticas de Cristo marcaron el de-


sarrollo de la iconografía. Pero, antes de continuar, y teniendo en cuenta
que muchos autores sostienen que existe una reliquia auténtica que ha
conservado los rasgos físicos de Jesús de Nazaret, y ha sido la verdadera
fuente de la iconografía más extendida desde antiguo, conviene decir

26.  Dobschütz, Immagini di Cristo, 149-155; Gharib, Le icone di Cristo. Storia e culto,
28-34 aporta numerosos testimonios antiguos sobre dicha imagen que, con toda seguridad,
no fue de Cristo sino, probablemente, de Asclepio.
El rostro de Cristo en el arte 191

algo sobre la Sábana Santa 27, la más fa-


mosa de las reliquias de la Pasión, sobre
todo desde que a finales del siglo XIX
se comprobó que actuaba como un
negativo fotográfico y, de esta manera,
presentaba la figura y el rostro de Cristo
de una manera absolutamente realista.
Ciertamente, el rostro del hom-
bre de la Sábana Santa coincide en sus
rasgos fundamentales con el prototipo
iconográfico del mandylion, surgido en
la zona de Siria y trasmitido posterior-
mente con gran fidelidad. Una intere-
sante hipótesis sugiere que el mismo
mandylion no sería otra cosa que el ros-
tro de la Sábana Santa, estando ésta con-
venientemente doblada en los pliegues
necesarios, expuesto en un relicario.
Habría pasado de Edesa a Constantino-
pla, donde se custodiaba en la cámara
de las reliquias hasta que fue sustraída
probablemente durante la IV Cruzada,
momento en el que pasó a poder de un
caballero francés quien luego la habría
entregado de forma secreta a los Tem-
plarios. Tras la supresión del Temple, los
descendientes se la habrían entregado a Figura 13.  Santa Síndone.
los duques de Saboya 28. Catedral. Turín
Sea de ello lo que fuere, caben dos
posibles soluciones. Si se da por cierta esta hipótesis, entonces se debe
afirmar que el rostro del hombre de la Sábana Santa, conocido desde
antiguo, es el origen de la iconografía de Cristo según el denominado
modelo sirio-palestino, que ha tenido una fortuna excepcional, llegan-
do prácticamente inalterado hasta nuestros días 29. Cabe, no obstante,
otra solución. Si no se da por cierta la hipótesis anterior ni se admite
la identificación de la Sábana Santa con aquella que, según los relatos
evangélicos, se utilizó para amortajar a Cristo, entonces podría hablarse

27.  La bibliografía sobre la Sábana Santa es ingente, por lo que renuncio siquiera a indi-
car algunos títulos; sirva como compendio el volumen de Cappi, Mario, La Sindone dalla A
alla Z. Storia-Scienza-Fede, Padova: Edizioni Messaggero, 1997.
28.  Frale, Barbara, Los Templarios y la Sábana Santa, Madrid: Alianza, 2011.
29.  Manservigi, Flavia, L´uomo della Sindone e il volto di Cristo nell´arte. Viaggio nella
storia di due immagini uguali, Patti: Casa Editrice Kimerik, 2013.
192 FERMÍN LABARGA

no ya del origen de la iconografía ulterior, sino de un producto (¿medie-


val?) más de ésta, que sigue fielmente los rasgos del mencionado modelo
sirio-palestino.

3.  La fijación del icono

Existen una serie de constantes iconográficas que determinan la re-


presentación de Cristo, singularmente de su santa faz. Estas constantes
se corresponden con el modelo aparecido en el mandylión, que puede
por tanto considerarse como una especie de arquetipo de larga trayecto-
ria e induvitable éxito iconográfico.
Como asegura Fogliadini, «la comprensione, e il relativo riconosci-
mento della natura teológica e dogmatica delle icone, trova il suo fonda-
mento nell´icona di Cristo, e, più specificamente, nella convinzione da
parte della tradizione dell´Ortodossia che lo stesso Cristo, sia nel corso
della sua vita terrena che del suo apparire postpasquale sulla terra, abbia
voluto lasciare ad alcune persone dele particolarissime immagini del suo
volto: non immagini frutto di creatività artística o di emozione spiritua-
le, bensì immagini che egli stesso ha in vario modo miracolosamente
impresso» 30. En último término, el icono de Cristo sería una prueba
de la realidad de su Encarnación, querida y dejada por él mismo. Del
mismo modo que el Evangelio constituye el testimonio oral y escrito de
la vida y la enseñanza de Cristo, análogamente los iconos serían un tes-
timonio gráfico. De ahí que no puedan ser correctamente interpretados
solo a partir de una clave estética, sino desde la teología.
A este tipo de imagen se denomina aqueropita (del griego
ἀχειϱοποίητοϚ) 31, es decir, no hecha por mano humana, antes por el
contrario de origen divino o, al menos, milagroso. En un primer mo-
mento sirvió para referirse fundamentalmente al icono de la verdadera
efigie de Cristo, impreso por contacto en el mandilyon. Luego se aplicó a
otros iconos cuyo origen estaba envuelto en la oscuridad de los tiempos,
creyéndose que eran venidos del cielo, pintados milagrosamente o eje-
cutados por san Lucas o Nicodemo, cuya cercanía a Cristo y a la Virgen
les habrían permitido retratarlos.
Resulta, con todo, del mayor interés comprobar cómo este término
era utilizado ya por Platón para referirse al mundo de las ideas, que él
consideraba el auténtico, de forma que «llega a asumir el significado de

30.  Foglidiani, Emanuela, Il volto di Cristo. Gli Acheropiti del Salvatore nella Tradizione
dell´Oriente cristiano, Foligno: Jaca Book, 2011, 14.
31.  Ibid., pp. 47-70.
El rostro de Cristo en el arte 193

verdadero, eterno» 32. Ya en la antigua Grecia existía la convicción de que


algunas imágenes famosas, como el Palladium de Troya o de Atenas, ha-
bían sido envíadas por Zeus desde el cielo. Esta línea se desarrolló luego
en Roma por medio de la imago efficiens.
En el cristianismo oriental estas imágenes aqueropitas adquieren
también esa misma condición de retrato auténtico, por lo que no cabe
otra solución que copiarlo una y otra vez. Esto se hace por medio del
icono, que incluso etimológicamente (εικών) refiere a la imagen, al re-
trato. A diferencia de lo que ocurre en Occidente, en el Oriente cristiano
se fija un arquetipo iconográfico que luego se repite con muy pocas
variaciones por medio de la copia. De hecho, la justificación de este
procedimiento surge del convencimiento de que el original plasma los
rasgos auténticos del prototipo, en este caso, de Cristo. Por tanto, ya
no resta más que reproducirlo lo más fielmente posible, no cabe in-
troducir la imaginación personal del artista porque, en ese caso, solo
contribuiría a distorsionar la imagen auténtica. Así, «la rappresentabilità
iconica di Cristo, come ben spiega Giovanni Damasceno nei suoi Dis-
corsi sulle immagini sacre, si configura come conseguenza irrinunciabile
dell´autenticità della sua incarnazione» 33.
Se advierte, por tanto, que el icono es mucho más que una mera
imagen sagrada, aproximándose más al concepto occidental de reliquia;
constituye una suerte de presencialización material de aquel a quien re-
presenta y, por tanto, posee también algo de su propio poder, una virtus
que se sitúa en la línea de la sacramentalidad. Y de ahí que alcancen
también un papel importante dentro de la celebración litúrgica.
El icono tiene siempre unas características muy marcadas. No busca
representar de forma realista sino que introduce unas claves simbólicas
que permiten su correcta interpretación: hieratismo, estaticismo (imá-
genes sin movimiento, rígidas), frontalidad (no hay perspectiva ni vo-
lumen), estilización de líneas, geometrización orientada hacia la belleza
plástica, etc. Puede afirmarse que el icono utiliza un lenguaje simbólico,
que también afecta al uso de los diferentes colores. Por tanto, no se
busca una imagen que copie lo más fielmente posible la naturaleza sino
aquella que, por medio de unos usos establecidos en los sagrados canó-
nes, consiga desvelar la esencia y abrir una puerta a la trascendencia para
hacer presente a quien representa.
Los iconos más antiguos aparecen en el ámbito oriental de la Iglesia
en los siglos V y VI y rápidamente alcanzan el favor popular, si bien la

32.  Bianco, M. G., «Aqueropita», en Bernardino, Angelo di (dir.), Diccionario Patrís-


tico y de la Antigüedad Cristiana, I, Salamanca: Sígueme, 1991, 185.
33.  Foglidiani, Il volto di Cristo, 44.
194 FERMÍN LABARGA

jerarquía se mostró mucho más reacia temiendo el peligro de la idola-


tría. En muy poco tiempo, los iconos se difundieron de manera extraor-
dinaria, sirviendo para la devoción personal pero logrando introducirse
también en los templos hasta desempeñar una función destacada en la
propia liturgia. La crisis iconoclasta de los siglos VIII y IX contribuyó a
elaborar una teología que precisó la doctrina cristiana sobre la imagen
sagrada, destacando en esta tarea san Germán de Constantinopla y san
Juan Damasceno. La doctrina quedó recogida en el II Concilio de Nicea
celebrado en el año 787.
Debido a la destrucción de la mayor parte de los iconos durante la
persecución iconoclasta de los siglos VIII y IX, apenas se han conservado
ejemplares más antiguos. Quedan algunos que lograron sobrevivir, fun-
damentalmente en Egipto donde los monjes, principales defensores del
uso de las imágenes, tenían gran fuerza. Así, en el monasterio de Santa
Catalina del Monte Sinaí se conservan algunos iconos de gran antigüe-
dad, entre los que destaca uno del Cristo pantocrátor, elaborado a la
encaústica probablemente en el siglo VI, que le muestra ya con todos los
rasgos del modelo siriaco. La excepcional calidad de dicho icono sugiere
ser obra de talleres constantinopolitanos y, con gran probabilidad, rega-
lo del emperador Justiniano a este monaterio por él fundado 34. Con una
fuerza expresiva enorme y en forma de retrato frontal de medio cuerpo,
presenta a Cristo en la edad adulta, sentado en un trono (cuyo remate
se adivina al fondo) con túnica y manto (maphorion), que debieron ser
originariamente de color púrpura, bendiciendo con la mano derecha
mientras que en la izquierda sostiene un rico evangeliario. Por tanto, nos
encontramos ante una representación de Cristo como basileus o empera-
dor, que algunos autores no dudan en considerar una copia del famoso
icono de la puerta del palacio de Chalké, destruido durante la primera
revuelta iconoclasta por orden del emperador León III el isaúrico. El
rostro, solemne y enjuto, posee un extraño magnetismo, incrementado
por su notoria asimetría, que se manifiesta especialmente en la cejas,
los grandes ojos muy abiertos, la nariz y el bigote, quedando su mejilla
izquierda más hundida que la otra. Según Belting, «la boca tiene un
rasgo sentimental, ligeramente melancólico» 35. La poblada barba y sus
largos cabellos son de color oscuro, que contrastan singularmente sobre
el dorado y gran nimbo crucífero que orla la cabeza de Cristo. Velmans
destaca la dulzura de la imagen, fruto de una técnica de pintura suave y
difuminada 36. Esta iconografía se repite posteriormente de manera ha-

34.  Paliouras, Athanasios, St. Catherine´s Monastery, Glyka Nera Attikis, 1985, 21.
35.  Belting, Imagen y culto, 180.
36.  Velmans, Tania (dir.), El mundo del icono. Desde los orígenes hasta la caída de Bizan-
cio, Madrid: San Pablo, 2003, 14.
Figura 14.  Cristo Pantócrator. Siglo VI. Monasterio de Santa Catalina del Sinaí
El rostro de Cristo en el arte 197

bitual y llega hasta la actualidad. Kurt Weitzmann, uno de los mayores


especialistas en los iconos del Sinaí, afirma que «poniendo la figura de
Cristo en posición frontal, sobre el eje perpendicular de la pintura, con
los ojos muy abiertos, de modo que no se fijan en ningún punto concre-
to, el artista acierta a producir un efecto de lejanía y atemporalidad, una
expresión figurativa de la naturaleza divina». Por otra parte, «conjugan-
do, de modo sutil, rasgos abstractos con otros más naturalistas, el artista
ha conseguido plasmar figurativamente el dogma de la doble naturaleza
de Cristo: la naturaleza divina y la naturaleza humana» 37.
Puede afirmarse que para el siglo X los rasgos específicos de la re-
presentación de Cristo ya se han fijado de forma definitiva. El icono
contribuye a esa fijación que se extendió también al Occidente europeo.
El tipo iconográfico canónico es el siriaco, con la única excepción de la
desnudez de Cristo, en el caso de la representación del Crucificado, que
se toma del modelo griego o helenístico. Según apunta Male, fueron los
monjes huidos del Oriente al extenderse el Islam quienes más contribu-
yeron a difundir esta iconografía 38 que pervivió con gran fortuna du-
rante siglos, singularmente en el ámbito mediterráneo, alcanzando una
monumentalidad sin precedentes en los grandes ábsides de las catedrales
sicilianas de Cefalú y Monreale.
En Oriente la devoción se concentró en los iconos, que también
adquirieron un papel importante dentro de la liturgia, a diferencia de
Occidente. Según indican los tratadistas, los iconos se prestan a ello más
fácilmente que la escultura (imagen de tres dimensiones) que se desarro-
lló en el Occidente. No obstante, cabe señalar que existen también tallas
sagradas que han cumplido una función semejante a la de los iconos,
y a las que Guardini denominó «imágenes de culto». Son aquellas que
tienen la capacidad de hacer experimentar la presencia de Dios y que
suscitan, por tanto, en el ser humano «una actitud especial: respeto,
conmoción, adoración, temor y, a la vez, tendencia a acercarse». Por lo
general, se trata de imágenes muy antiguas y no suelen ser las más bellas
ni ajustadas estrictamente a los canónes estéticos, lo cual contribuye a
dotarlas de un aura de misterio y sacralidad 39.

37.  Weitzmann, Kurt, The Monastery of Saint Catherine at the Mount Sinai. The Icons, I,
Princeton: Princeton University Press, 1973, 15.
38.  Male, L´art religieux du XIIe siecle en France, 80.
39.  Guardini, Romano, «Imagen de culto e imagen de devoción. Carta a un historiador
del arte», en La esencia de la obra de arte, Madrid: Guadarrama, 1960, 15-35, donde expone
su ya clásica distinción entre ambos tipos de imágenes. La cita en la p. 22.
198 FERMÍN LABARGA

Figura 15.  Cristo Pantócrator. Mosaico del ábside. Siglo XII. Catedral de Monreale

4.  El Románico o la majestad del juez universal

El románico es el primer estilo artístico que se difunde por toda


Europa. Surge en Francia en el siglo XI y se impone a lo largo de unos
doscientos años. Si hubiera que destacar un rasgo que define a este esti-
lo, sin duda habría que señalar su carácter simbólico. Por otra parte, y en
cuanto se refiere a la iconografía, cada vez resulta más obvia la influencia
que la pintura de iconos ejerció en el arte románico.
A la hora de representar a Cristo, destacan dos formas: como Juez
omnipotente, el Pantocrátor, y Cristo crucificado en majestad. Ambos
El rostro de Cristo en el arte 199

modelos iconográficos están transidos de un contenido teológico que se


manifiesta muy eficazmente por medio de su simbolismo. A estos, aún
podría añadirse un tercero, al que sin embargo no nos vamos a referir:
Cristo Niño en los brazos de su Madre. La Virgen theotokos ejerce aquí la
función de trono, de sedes sapientiae. El Niño no está representado como
correspondería a su edad; se trata casi de un adulto con tamaño infantil,
y refleja de manera evidente su condición divina.
Aunque no conviene exagerar, la llegada del año 1000 produjo in-
quietud y temor pues se relacionaba con el fin del mundo. Sin embar-
go, tras superar esa barrera psicológica, se produjo en toda Europa un
optimismo vital apoyado por la ausencia de epidemias mortíferas y por
la prosperidad económica que dio origen a numerosos núcleos urbanos
e hizo posible una red viaria de suma importancia para el intercambio
comercial y cultural. En este movimiento pueden englobarse también
las cruzadas a partir del año 1075 y el espectacular auge del Camino de
Santiago.
Durante los siglos del Medioevo, el feudalismo es el sistema político
por el que se rige Europa. Este sistema, que proporciona seguridad a
cambio de vasallaje, afectó también a la Iglesia y tuvo su repercusión en
la iconografía cristiana, singularmente a la hora de representar a Cristo,
al que se reviste de los atributos del señorío temporal pues no en vano
es «Rey de reyes y Señor de señores» (Ap. 19, 16). Es el Pantocrátor
(del griego παντοκράτωρ), el Dios todopoderoso, que en su majestad
infinita infunde respeto e, incluso, temor, por lo que también recibe la
denominación de Maiestas Domini.
Así, «el fiel que adora al Señor se parece a un vasallo o a un caballero,
arrodillado ante su soberano, le rinde homenaje y le presta juramento de
fidelidad. Es en el contexto de esta sociedad feudal, en la que «la actitud
religiosa normal, para los fieles, era la adoración, el homenaje rendido
con temor y respeto», donde adquiere todo su sentido la expresión Nues-
tro Señor», utilizada desde antiguo por la liturgia 40.
Cristo en su majestad aparece tanto en el interior de los templos,
ocupando los grandes ábsides de la nave central, como en las portadas
que se abren al Occidens, el lugar donde cada día muere el sol y recuerda
lo corta y frágil que es la vida humana.
Uno de los ejemplares más elocuentes del Cristo Pantocráctor es el
del ábside de la iglesia de San Clemente de Tahull (Lérida), hoy en el
Museo Nacional de Arte de Cataluña (Barcelona), fechado en el año

40.  Leclerq, Consideraciones monásticas sobre Cristo en la Edad Media, 54-55. Se inspira
en Nguyen Van Khani, Norbert, Le Christ dans la pensé de saint François d´Assise d´après ses
écrits, Paris: Éditions Franciscaines 1989, 46-55.
Figura 16.  Cristo Pantocrátor. Año 1123.
San Clemente de Tahüll (Lérida), hoy en el Museo Nacional de Arte de Cataluña
El rostro de Cristo en el arte 201

1123 y de autor desconocido. El programa iconográfico incluye un


friso en el que aparecen la Virgen y los apóstoles, sobre el que se sitúa
la imponente imagen del Cristo juez, al que escoltan los cuatro evan-
gelistas con sus correspondientes vivientes del Apocalipsis, así como los
querubines.
Fijándonos en la imponente imagen de Cristo, vemos en ella algu-
nos de los rasgos más típicos de la pintura románica. En primer lugar, es
patente su hieratismo y su frontalidad (heredada de la pintura de iconos)
a la par que un fuerte dramatismo y expresividad (de influencia occiden-
tal y mozárabe). Su dibujo preciso y contundente refleja un esquematis-
mo (en rostros, ropajes, etc.) que no es tosquedad sino rasgo de estilo.
Por último, el pintor ha hecho gala de un antinaturalismo evidente pues
no pretende reflejar la apariencia externa sino captar la idea inmanente
–en la línea del (neo)platonismo que había difundido la doctrina de san
Agustín–), el concepto, la idea. Así, el románico tiende a la abstracción
y la emplea como recurso muy apto para su finalidad simbólica, dejando
siempre abierta la puerta que remite a la trascendencia.
De tamaño imponente, mucho mayor que cuantos le rodean, apa-
rece enmarcado por la mandorla, o almendra mística, que le encuadra,
sobre un fondo azul que representa el cielo. Si bien parece estar sentado
sobre una especie de arco profusamente decorado, el trono queda oculto
bajo las ricas vestiduras, típicamente romanas: la túnica larga con cene-
fas en los bordes, sobre la que viste el manto azul, también con ribetes
en los que aparecen recamados purpúreos. Sobre el pecho luce el palio.
Los pies de Cristo, calzados con sandalias, descansan, o se apoyan sobre
una especie de jardín abovedado que representa el mundo. Con la mano
derecha, Cristo bendice a la manera griega mientras que con la izquier-
da, y sujetándolo sobre la rodilla, muestra un libro en el que aparece la
leyenda: Ego sum lux mundi (Jn 8, 12). Se trata, por tanto, del libro de la
vida, que le acredita como juez supremo y universal. Idea que refuerzan
las letras Alfa (Α) y Omega (Ω) que flanquean a Cristo, ya que es «el
primero y el último, principio y fin» (Ap 22,13). En este sentido, la ico-
nografía mantenía los rasgos fundamentales del Cristo emperador que
había surgido en los siglos del tardo imperio romano.
El rostro de Cristo resulta un auténtico prodigio de expresividad; con
muy pocos recursos, su autor ha conseguido plasmar un rostro severo
pero atrayente, lleno de fuerza y dignidad. Destacan por su expresividad
los grandes ojos abiertos, que simbolizan la vida y la misión de Cristo, el
juez al que nada se le oculta. Con poderosa nariz, boca pequeña sobre la
que surgen simétricos los bigotes, la barba remata en una airosa perilla
que se traza como una flor de lis, mientras que las cejas asemejan tallos
de rosal. El pelo largo cae, formando bucles, hasta la espalda. En torno a
la cabeza aparece un gran nimbo crucífero de fondo blanco.
202 FERMÍN LABARGA

Todo el conjunto, diseñado sobre figuras geométricas que guardan


entre si una rigurosa simetría con el fin de conseguir «un todo extrema-
damente armonioso basado en la belleza suprema de lo geométrico» 41,
subraya la condición divina de Cristo, que aparece como señor del tiem-
po y de la historia. Su ubicación, en el ábside, justo encima de donde se
celebraba la Eucaristía debía provocar una fuerte impresión en los fieles,
al contemplar a un mismo tiempo el misterio de la presencia real de
Cristo oculto bajo las especies eucarísticas y la monumental representa-
ción pictórica que evocaba el día del juicio, en el que Cristo se presenta-
rá de nuevo revestido de gloria y majestad.
Incluso en la cruz, durante la época del románico Cristo aparece
triunfante y majestuoso. Sereno, con los ojos abiertos (simbolizando la
vida), y sin sufrimiento alguno, Cristo se muestra como Señor de la
vida y de la muerte, como aquel que entrega su vida voluntariamente y
puede, de nuevo, recuperarla (Jn 10,18). En muchas ocasiones aparece
revestido con túnica talar, con mangas largas (manicata) o sin ellas (co-
lobium), y ceñida por un cíngulo o cinturón, todo lo cual contribuye a
conferirle un cierto carácter sacerdotal. También era frecuente que estu-
viera coronado con corona regia, como manifestación de su condición
de Kyrios, Señor. Finalmente, por lo que se refiere a la propia cruz, se
concibe más como trono que como instrumento de suplicio; de ahí que
aparezca lisa e, incluso, finamente decorada. Cristo aparece suspendido
sobre ella, o clavado por cuatro clavos (según referían las visiones más
acreditadas de la época), a veces apoyado sobre el subpedaneum, que
contribuye a realzar el porte majestuoso y lleno de fuerza de Cristo. La
posición de los brazos es de absoluta horizontalidad, configurando un
gesto de oblación y, al tiempo, de acogida.
Existen muchos Crucificados que siguen este modelo denominado
Majestad, que tiene en la zona catalana-pirenaica el mayor y mejor con-
junto conservado 42. Uno de los más conocidos es la Majestad Batlló del
Museo Nacional de Arte de Cataluña (Barcelona), pieza extraordinaria
que puede fecharse en torno a 1150 y en la que se conjuntan admira-
blemente la nobleza, la elegancia y la sobriedad de la talla con la riqueza
de la policromía (especialmente por lo que se refiere a la túnica, que
imita tejidos orientales, y a la cruz, en cuyo reverso aparece pintado el
Agnus Dei). La cabeza es la parte más cuidada, mostrando una admirable
armonía; la faz serena y triste del Cristo (acentuada por los párpados

41.  Sureda, Joan, «El arte románico», en Ramírez, Juan Antonio (dir.), Historia del Arte,
2, Madrid: Alianza, 2003, 190.
42.  Bastardes, Rafael, Les talles romàniques del Sant Crist a Catalunya, Barcelona: Artes-
tudi, 1978. Sobre la Majestad Batlló, 100-104; sobre la de Caldes, 94-100.
El rostro de Cristo en el arte 203

Figura 17.  Majestad Batlló.


Hacia 1150. Museo Nacional de Arte de Cataluña
204 FERMÍN LABARGA

semicaídos) si bien ha perdido algo de fuerza en su expresión, en cambio


ha ganado en unción sacra al inspirar una gran paz y recogimiento.
Otros ejemplares insignes son el Cristo Majestad de Baget o el de
Caldes de Mombui (que, si bien fue destruido casi en su totalidad du-
rante la Guerra Civil, pudo reconstruirse, manteniendo su bello arcaís-
mo; se conserva la cabeza original, imponente por su realismo y su hie-
ratismo) y, muy relacionado estilísticamente, el famoso Volto Santo de la
catedral de Lucca (del siglo XI). Estas dos últimas imágenes se dotaron
de ricas vestiduras y coronas, configurándose una iconografía que cada
vez acentúa más la condición sacerdotal, incluso mediante la utilización
de bandas o estolas cruzadas sobre el pecho. A este propósito, no es des-
deñable la consideración de este carácter dúplice de Cristo, remarcado
también en la iconografía: Cristo es, en palabras de san Pedro Damiani,
«rey y sacerdote a la vez, a fin de que el poder eminente de su realeza nos
gobernara y el oficio de su sacerdocio nos purificara» 43.
Así representado, Cristo es el señor de la vida que se entrega en el
sacrificio de la cruz y manifiesta su gloria alcanzada tras su resurrección.
Es siempre el Dios vivo, en el que resplandece su gran poder y majestad.
Es el Cristo triunfante, cuya humanidad gloriosa es percibida tan clara-
mente como su divinidad. Y, ésta mucho mejor a través de aquélla. Por
tanto, se plasma de manera iconográfica el dogma cristológico que afir-
ma la unión en la persona de Cristo de la naturaleza divina y la humana
sin mezcla ni confusión.
Cabe indicar que estas representaciones de Cristo no buscaban
principalmente infundir temor sino más bien representar la gloria in-
marcesible y tremenda del que es Dios y Hombre. Como acertadamen-
te señala Leclerq, «se ha creado en ocasiones un contraste fácil entre
estas imágenes de Cristo majestuoso y las formas sentimentales que
dominarán la piedad a partir del siglo XIII, como si Cluny y el mo-
nacato hubieran venerado a Jesucristo como un señor feudal al que
hubiera que temer sin amarle. Una simple lectura de los textos de san
Odón, de san Odilón y de tantos otros, hubiera bastado para evitar
tales simplificaciones» 44.
«El Pantocrator bizantino o el Cristo de Vezelay, aunque parece dife-
rir del Cristo humilde de los Evangelios, revela su divinidad y conmueve
por una presencia que lo llena todo». Mientras que Oriente seguirá gra-
vitando «alrededor de la gloria de Dios», a partir de ahora Occidente lo
hará «alrededor de la Cruz» 45. «Conforme se va haciendo más humano

43.  San Pedro Damiani, Sermo 49, 8: CCCM 57, 312.


44.  Leclerq, Consideraciones monásticas sobre Cristo en la Edad Media, 121.
45.  Evdokimov, El arte del icono. Teología de la belleza, 174.
El rostro de Cristo en el arte 205

[el modo de representar a Cristo, singularmente en la cruz] se va alejan-


do en proporción del símbolo» 46.

5.  El Cristo sufriente del Gótico


Al románico le sucedió desde mediados del siglo XII el arte gótico,
nacido en la Isla de Francia; concretamente en la abadía de San Dennis
(1137-1144). Desde allí se difundió por toda Europa hasta finales del
siglo XV (según las zonas). El nombre, impuesto por los autores rena-
centistas (Giorgio Vasari), era claramente despectivo, pues lo relaciona-
ba con los godos, es decir, con los pueblos bárbaros llegados del norte.
El arte gótico se desarrolla en una época de gran prosperidad para
Europa, que se prolonga hasta casi mediada la centuria decimotercia. Al
tiempo que se advierte el declive del feudalismo, se comienza a reafir-
mar el poder regio, de forma que empiezan a consolidarse los futuros
estados centralistas. Por otro lado, es una época de expansión en la que
las comunicaciones se fomentan de manera evidente, siendo éste uno de
los factores de la prosperidad económica que, entre otras consecuencias,
depara el ascenso imparable de la burguesía urbana.
Es en este contexto urbano se van a desarrollar y extender de manera
asombrosa las nuevas órdenes mendicantes, singularmente franciscanos
y dominicos. La Teología se revitaliza gracias también al esfuerzo inte-
lectual de los frailes, entre los cuales destaca con luz propia santo Tomás
de Aquino, con el que la escolástica alcanza su cumbre. Al Aquinate se
debe la rehabilitación de Aristóteles en el campo de la filosofía, abrién-
dose paso un nuevo realismo que tendrá notable repercusión no solo en
el desarrollo intelectual de la época sino también en las artes. Los men-
dicantes difunden una nueva espiritualidad, de carácter marcadamente
afectivo, que se centra en la humanidad de Cristo, al igual que la de san
Bernardo y la reforma cisterciense.
A san Bernardo se atribuye habitualmente el nuevo método de acer-
carse a Cristo por la vía afectiva, fijándose en su sagrada humanidad.
Leclerq sostiene, sin embargo, que no siendo ésta una novedad abso-
luta, pues por esa senda había caminado toda la tradición monástica
y especialmente la cluniacense, sí lo es que el gran místico y elocuente
predicador contribuyó decididamente a difundir entre el pueblo cris-
tiano el deseo de imitar a Cristo. San Bernardo propone la humanidad
de Cristo para ser imitada: «Los dos momentos de la existencia terrestre
de Cristo en los que se detiene con preferencia la contemplación de san
Bernardo, porque constituyen, por así decirlo, los símbolos perfectos

46.  Sanz, A., Historia de la Cruz y del Crucifijo, Palencia, [1951], 189.
206 FERMÍN LABARGA

de su humanidad y de su caridad, son su nacimiento y su pasión» 47.


También san Francisco de Asís centrará su atención en esos mismos mo-
mentos de la vida de Cristo: «Un corolario directo del descubrimiento
de la naturaleza y de identificar los sufrimientos de su cuerpo con los
sufrimientos de Cristo fue una nueva y más profunda conciencia de la
humanidad de Cristo, tal como se revelaba a través de su nacimiento y
de sus padecimientos».
Esta nueva sensibilidad religiosa tiene su repercusión inmediata en
el arte: «En el Cristo de Francisco la presencia y el poder de la divinidad
no anestesiaban su naturaleza humana de manera que el dolor de la cruz
no le afectase. (…) La experiencia de Francisco como otro Cristo, y en
especial su conformidad con la cruz, sirvió para conceder un nuevo rea-
lismo a la pintura y a la poesía» 48. Por eso, Réau no duda en afirmar que
«san Francisco debe ser considerado el renovador de la pintura italiana.
Es el padre espiritual de Giotto y de sus discípulos. La basílica de Asís es
la cuna del nuevo arte» 49.
En efecto, si Cimabue (1240-1302) todavía refleja una gran influen-
cia de los modelos bizantinos y solo timidamente introduce el naturalis-
mo, es un genio de la talla de Giotto (1267-1337) quien lo consolida.
Le hizo célebre su «extraer toda figura y acto del natural», junto con su
maestría para lograr la sensación de la perspectiva. Como afirma Gom-
brich, Giotto «en lugar de emplear los procedimientos de la pintura-
escritura, podía crear la ilusión de que el tema religioso pareciese estar
acaeciendo delante de nuestros mismos ojos» 50. El Crucifijo que pintó
para la iglesia florentina de Santa María Novella fue revolucionario en
su tiempo porque mostraba «un Cristo humano, verdadero, de cuerpo
pesado, clavado en la cruz» 51.
Por otra parte, se comprueba un interés creciente por la figura histó-
rica de Cristo. Las Cruzadas lo impulsan de manera evidente: Se desea
reconquisar los Santos Lugares, meta de la peregrinación más codiciada
para todo cristiano. De allí se traen reliquias que estuvieron en contacto
directo con el Salvador, destacando la corona de espinas que –a cambio
de una gran suma– adquiere el rey san Luis de Francia. De Tierra Santa
se importa, por iniciativa de los peregrinos y bajo el amparo de la orden
franciscana, la costumbre de recorrer el Viacrucis, práctica devota que
incide sobre la imitatio Christi.

47.  Leclerq, Consideraciones monásticas sobre Cristo en la Edad Media, 198-199.


48.  Pelikan, Jesús a través de los siglos, 179.
49.  Réau, Louis, Iconografía del arte cristiano. Introducción general, Barcelona: Ediciones
del Serbal, 2000, 322.
50.  Gombrich, Ernst H., Historia del Arte, Madrid3: Alianza, 1981, 165.
51.  Baragli, Sandra, El siglo XIV, Sant Quirze del Vallès: Electa, 2006, 302.
El rostro de Cristo en el arte 207

Figura 18.  Giotto. Hacia 1290-1295.


Iglesia de Santa María Novella. Florencia

Poco a poco, la filosofía platónica, basada en el mundo de las ideas,


va a ser sustituida en el Occidente europeo por la de Aristóteles, «el
filósofo», que vuelve a poner de actualidad santo Tomás de Aquino.
Frente al idealismo y el simbolismo del románico, ahora se impondrá
el realismo, que en las bellas artes da paso a un naturalismo que intenta
representar la realidad tal y como se presenta a los sentidos. Buena prue-
ba de ello es el creciente interés por dominar la técnica de la perspecti-
va. Se produce, así, «el deslizamiento hacia el realismo perceptivo y el
sensualismo acentúa el significante en detrimento del significado hasta
llegar incluso a evacuarlo, y ésta es la imagen naturalista. La poética de
Aristóteles se apropia del terreno estético de las artes, pero esta poética
reposa en la imitación; el arte para Aristóteles es mímesis, imitación de
la naturaleza» 52.
De todas formas, todavía no se tiende a lo particular o a lo individual
(aunque ya se ha abierto el camino para ello). En el caso de la persona

52.  Evdokimov, El arte del icono. Teología de la belleza, 172.


208 FERMÍN LABARGA

humana, se la representa como tal, pero a la vez como individualización


del género humano, de la humanidad en general (los universales). Por
otra parte, es evidente la importancia que se confiere a la persona, no
solo en su dimensión espiritual sino también corporal, lo cual bien pue-
de considerarse un avance debido a la espiritualidad mendicante que
muestra un renovado aprecio por la obra de la creación de Dios, de la
cual la persona humana es la culminación. Y, entre todas, la cumbre es
el mismo Cristo, que ha asumido la naturaleza humana al encarnarse.
No puede afirmarse de una manera taxativa que la espiritualidad
cristiana no se hubiera fijado en la humanidad de Cristo hasta la apa-
rición de san Bernardo y san Francisco de Asís, como algunos autores
sostienen de una manera un tanto simplificadora. Las obras de los San-
tos Padres, en la época antigua, y la propia espiritualidad benedictina,
y singularmente cluniacense, desmienten semejante afirmación. Pero sí
resulta acertado señalar que ambos santos inciden de manera particular
en la importancia de esa Humanidad de Cristo como medio para ac-
ceder a la Divinidad, al tiempo que –aun sin pretenderlo– ejecen una
positiva influencia en la revalorización del cuerpo humano y, en general,
de todo lo corporal (incluidos los animales, la naturaleza, etc.).
Un buen ejemplo lo constituye la nueva concepción del Cristo cru-
cificado, que se muestra desnudo una vez que ha culminado un largo
proceso iniciado, en honor a la verdad, en plena época románica. Como
apuntaba Clark, «no es un hecho fortuito el que el cuerpo formaliza-
do del «hombre perfecto» se convirtiera en el símbolo supremo de la
fe europea» 53. El cuerpo humano, que en las imágenes del Crucifica-
do constituye la única excepción al horror medieval por el desnudo, se
muestra ahora con un realismo desconcertante. ¿Qué explicación puede
darse a este fenómeno?
Desde el trasfondo de la teología y de la espiritualidad hay dos he-
chos que pueden dar respuesta adecuada. En el sur de Francia y en otros
territorios europeos se produce durante el siglo XII un resurgir del an-
tiguo gnosticismo en la herejía cátara (y albigense). Uno de los rasgos
definitorios de todo planteamiento gnóstico es la minusvaloración de
lo corporal frente a lo intelectual. Los cátaros, por tanto, sostenían que
la salvación llegaba por la participación en un conocimiento (gnosis) se-
creto al alcance tan solo de unos pocos elegidos, los denominados puros
o cátaros (en griego καθαρός). Dentro de este planteamiento y con un
acusado maniqueísmo y docetismo de fondo, se desfigura por completo
la persona y la misión de Jesucristo dado que, al considerar intrínse-
camente perverso todo lo material (en tanto que obra del demonio),

53.  Clark, Kenneth, El desnudo. Un estudio de la forma ideal, Madrid2: Alianza, 1984, 39.
El rostro de Cristo en el arte 209

incluida la carne, habían de negar la posibilidad y, consecuentemente,


la realidad de la Encarnación de Dios. Hablan, por tanto, de Jesucristo
como del ser espiritual que ha tomado la apariencia de ser humano al
venir al mundo para transmitir su mensaje (secreto) de salvación. Se
niega, en el fondo y de manera radical, la Encarnación y, por tanto, la
Redención.
Este panorama es conocido por las autoridades eclesiásticas y, de
modo particular, por el fundador de la Orden de Predicadores, santo
Domingo de Guzmán, que precisamente para combatir la herejía co-
mienza a propagar la devoción del rezo del avemaría (que con el tiempo,
dará lugar al rosario), es decir, el relato evangélico de la Encarnación. De
manera similar, podemos entender que tras «el largo destierro del cuerpo
(que se prolongó desde la antigüedad tardo romana y durante toda la
Edad Media)» 54, la proliferación de imágenes del Crucificado desnudo,
es decir, con el cuerpo bien visible, constituye también una respuesta
efectiva a dicha herejía. Cristo, realmente encarnado en el seno de la
Virgen María, lleva a cabo la redención del género humano entregando
a la muerte en la cruz su cuerpo, un cuerpo real y semejante al de los
demás hombres como dejan ver bien a las claras las imágenes.
Por otro lado, san Bernardo había invitado a los cistercientes al se-
guimiento de Cristo, «obediente, humilde, pobre y desnudo». En esta
misma línea, san Francisco de Asís, «amante de la pobreza», invita igual-
mente a seguir a Cristo, humilde, despojado y desnudo. En este caso
me parece que no influye solo la tierna piedad del Santo a la hora de
promover las imágenes del Crucificado, al igual que las representaciones
del portal de Belén. San Francisco acomete una auténtica reforma de
la Cristiandad proponiendo retornar a la autenticidad de los orígenes.
Frente a la Iglesia rica, frente a las opulentas órdenes monásticas y a los
prelados de vida fastuosa, san Francisco propone de nuevo la imagen del
Cristo pobre y desnudo. Sospecho que gran parte del éxito iconográfico
de los Cristos crucificados del Gótico responde a una sincera identi-
ficación con este nuevo modelo de vida cristiana y, en el fondo, de la
nueva concepción de la Iglesia que propone el Poverello (en cuyo cuerpo
lucen los estigmas de la Pasión) y sus frailes. Cada una de las imágenes
de Cristo desnudo en la cruz supone, por tanto, un grito que llama a la
conversión; la plasmación visual del ideal cristiano que los franciscanos
predican por doquier.
Hasta la irrupción del nuevo estilo gótico, salvo rarísimas excepcio-
nes, todas las imágenes de Cristo, incluso en la Cruz, le presentan vivo y
con los ojos abiertos. Incluso el magnífico Crucificado del obispo Gerón

54.  Ibid., 224.


210 FERMÍN LABARGA

de la catedral de Colonia, fechable hacia el año 976, que constituye una


de las primeras representaciones de Cristo en la cruz en el arte occidental
y que, paradojicamente, tiene los ojos cerrados, manifiesta por medio
de todos los demás rasgos, singularmente el nimbo crucífero ricamente
decorado con gemas y la propia cruz que debió estar originalmente re-
cubierta de láminas de oro, un deseo de subrayar la divinidad de Cristo.
Por el contrario, ahora se trata de reafirmar su verdadera humanidad.
Algo que también sucede en el Oriente cristiano. «Hacia el siglo XI, en
Bizancio, en los iconos, el Cristo vestido con una túnica de mangas cor-
tas, vivo, con los ojos abiertos, erguido en la cruz, herencia transmitida
de Palestina, de Siria y Capadocia, se substituye por el Cristo desnudo y
muerto, con la cabeza inclinada y el cuerpo ligeramente flexionado. (…)
Los ojos cerrados indican la verdadera muerte».
Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en Occidente, donde por
influencia franciscana se produce un tránsito hacia el naturalismo en la
representación de la imagen de Cristo, subrayándose el sufrimiento, «el
Crucificado en Oriente nunca presenta el realismo de la carne agota-
da y muerta, ni del dolorismo de la agonía. Muerto y sosegado, no ha
perdido nada de su nobleza real y conserva siempre su majestad, como
dice san Juan Crisóstomo: «Lo veo crucificado y lo llamo Rey» (PG 49,
413)» 55.
Tras una centuria de excepcional optimismo, la peste del año 1348
abre un periodo oscuro para la civilización, en el que una sucesión de
desgracias sume a Europa en una crisis generalizada. La altísima tasa de
mortalidad supuso además el cese de la producción agrícola, la crisis del
comercio y devaluciones constantes. Todo ello deparó una continuada
tensión social, a la que se sumaron abundantes conflictos bélicos (como
la guerra de los cien años) y una incertidumbre, desconocida hasta en-
tonces en el mismo seno de la Iglesia, vapuleada por el destierro de Avig-
non (1309-1367) y, rota, por el denominado cisma de Occidente.
Evidentemente, en una situación semejante, la espiritualidad se con-
tagia de todos estos elementos negativos y manifiesta una alta dosis de
dramatismo e, incluso, de miedo. Lo cual también quedará reflejado en
el arte de la época, como expresión sintética de la angustia generalizada.
Por otro lado, el avance de la individualidad y del subjetivismo también
marcará su impronta en las expresiones artísticas.
Por influencia franciscana, pero sobre todo a partir de las representa-
ciones del teatro religioso, singularmente de las que tenían lugar durante
la Semana Santa referidas a la Pasión, se acentúa el patetismo. Esto se ad-
vierte tanto en los temas representados como en las actitudes y la misma

55.  Evdokimov, El arte del icono. Teología de la belleza, 313-314.


El rostro de Cristo en el arte 211

Figura 19.  Crucifijo del obispo Gerón.


Hacia el 976. Catedral de Colonia
212 FERMÍN LABARGA

escenografía y atrezzo. Surge así un nuevo tipo iconográfico, el Varón de


Dolores 56, inspirado en Is. 53, 3, que alcanza un gran éxito no solo en el
amplio universo de la piedad popular sino también en el más reducido
y exclusivo de las clausuras como sugieren los textos de los místicos que
reflejan en auténticas «imágenes literarias» la nueva sensibilidad. San-
ta Gertrudis, santa Brígida, Suson, o los místicos renanos y flamencos
porporcionan abundantes ejemplos de este patetismo concentrado en la
imagen de Cristo, en la que ya no solo interesa su aspecto físico, cada vez
de mayor verismo, sino también la dimensión psicológica que depara
un interesante expresionismo, que en muchos casos aporta una elevada
dosis de patetismo. El Varón de Dolores se convierte en ocasiones en el
Cristo de la Piedad (Imago pietatis) de la Misa de San Gregorio, que dará
paso luego a la representación del Señor de la Humildad y Paciencia.

Figura 20.  Devoto Cristo.


Hacia 1307.
Iglesia de San Juan Bautista.
Perpignan

Esta tendencia occidental hacia lo patético se adentra en ocasiones


por la vía de lo macabro. Así, aparece también un nuevo tipo de imagen
que podríamos denominar «horrenda», en la que el aspecto resulta real-
mente repulsivo, lo cual no obsta –paradojicamente– para que sea obje-
to de una profunda veneración. Existe el caso muy conocido del devoto
Cristo de Perpignan, en el que el cuerpo del Crucificado semeja una
pura llaga, al que podrían añadirse el Cristo yacente de las Claras (Pa-
lencia), en su aspecto muy similar a una momia. También los de Burgos,

56.  Puglisi, Catherine R. y Barcham, William L., New perspectives on the Man of So-
rrows, Kalamazoo: Western Michigan University Press, 2013.
El rostro de Cristo en el arte 213

Orense o Finisterre, realizados con piel, rellena de lana, para asemejar la


carne humana, y dotados de un artefacto interno (a veces, simplemente,
una calabaza) con el fin de provocar que la herida del costado manara
sangre fresca. La veracidad se aumenta al dotarles de cabelleras de pelo
humano (normalmente femenino).

6.  El otoño de la edad media: la devotio moderna

El siglo XV, que Huizinga denominó con gran fortuna el otoño de


la Edad Media, tiene unas características propias que hacen de él un
tránsito entre el mundo medieval y la modernidad, que irrumpe en la
Florencia de los Médici. Esta familia de comerciantes, clérigos, huma-
nistas y políticos resulta bien representativa de una nueva clase social,
cada vez más poderosa: la burguesía. El desarrollo del capitalismo y el
declive paulatino de la antigua nobleza, sitúan a la burguesía en una po-
sición decisiva en la que se apoyan los monarcas para asentar su poder,
con lo que comienzan a configurarse los nuevos estados centralistas y
absolutistas en Europa.
Poco a poco, el humanismo se difunde, aunque bien es cierto que
solo entre algunas élites culturales, fundamentalmente eclesiásticos y al-
gunos laicos salidos de las universidades, que gracias a su buena forma-
ción irán ocupando los puestos de gobierno anteriormente reservados a
aquéllos. Comienza así la edad de los laicos, fruto de la secularización de
la sociedad, que tiene también otras muchas consecuencias.
A partir del siglo XIV, el gótico presta una atención cada vez más
acentuada a los sentimientos y, por tanto, un mayor dramatismo. Como
ya se ha referido, probablemente influyó el teatro religioso de la época,
las representaciones de la Pasión, que constituían un reflejo y, a la vez,
un motivo de inspiración para los artistas. En la representación del Cru-
cificado, se observa una evolución tendente a acentuar progresivame-
tente su petetismo, de forma que las llagas y heridas de Cristo alcanzan
un protagonismo nunca antes visto. En la espiritualidad sucede un fe-
nómeno semejante, hasta dar lugar al culto a las Cinco Llagas, de la que
se independiza la del costado para dar origen a la devoción al Sagrado
Corazón de Jesús.
El Cristo llagado nos remite indefectiblemente al retablo de Isen­heim
(ahora en el Museo de Colmar), pintado por Mathis Grünewald entre
1513 y 1515, y que según Evdokimov, constituye «ya casi un sermón de
Lutero» que «conmueve, pero da la sensación trágica de la ausencia» 57
por su realismo hiriente. El pintor muestra un cuerpo «contorsionado

57.  Evdokimov, El arte del icono. Teología de la belleza, 174.


214 FERMÍN LABARGA

por la tortura de la cruz; las púas de los flagelos perduran en las heridas
ulceradas que cubren toda la figura; la oscura sangre coagulada contrasta
fuertemente con el verde exangüe de cuerpo». No ha temido sacrificar
«la belleza agradable en aras del mensaje espiritual» 58 porque su objetivo
primordial es representar el tremendo y trágico drama del Calvario, en
el que Cristo en la cruz vence la oscuridad del mal y del pecado (fondo
negro), momento en el que se convierte en el verdadero cordero de Dios
que quita el pecado del mundo, al que señala san Juan Bautista. Cabe
referirse también a la distorsión premeditada que provoca la diferencia
de tamaño de las figuras pintadas, todas ellas empequeñecidas ante la
colosal representación del Cristo muerto tras una horripilante agonía,
como señalan quizás de manera un tanto exagerada los tensos dedos de
las manos.
Le Goff sostiene que «el humanismo del final de la Edad Media
está marcado por un tema cada vez más insistente: la imitación de
Jesucristo» 59. En efecto, la religiosidad del siglo XV, aunque todavía
conserva mucho de medieval, se abrirá paso a nuevas formas, cada vez
menos comunitarias y más individualizadas, entre las que destaca, por
su influjo posterior, la devotio moderna, con la que se imponen la subje-
tividad, la interioridad y la emotividad. Aparece con fuerza la imagen de
pequeñas dimensiones, pensada no ya para un templo, sino para satis-
facer la devoción particular en la intimidad. Kempis recomienda: «Ten
siempre ante ti la imagen del crucifijo» (1.25). Ciertamente, la devotio
moderna es cristocéntrica y, al margen de lo racional, fomenta una reli-
giosidad afectiva que caló en los fieles.
Este movimiento espiritual nació y se desarrolló en los Países Bajos,
donde tiene un reflejo artístico en el arte flamenco. Según Plazaola, «es
evidente que de las pinturas de Van der Weyden y de Dierik Bouts se
desprende un sentimiento de piedad conmovedora, que refleja la espiri-
tualidad de la devotio moderna, desprovista de toda exhibición grandiosa
de santidad, de todo preciosismo decorativo y, en cambio, transida de
concentración afectiva y silenciosa» 60.

58.  Gombrich, Historia del Arte, 290-291.


59.  Le Goff, Jacques, El Dios de la Edad Media, Madrid: Trotta, 2004, 72.
60.  Plazaola, Juan, Historia y sentido del arte cristiano, Madrid: BAC, 1996, 603.
Figura 21.  Retablo de Isemheim. Matthias Grünewald.
1512-1516. Museo de Unterlinden. Colmar
216 FERMÍN LABARGA

Figura 22.  Christus Salvator Mundi. Dieric Bouts.


Hacia 1464. Museum Boijmans Van Beuningen. Rotterdam

La consideración social del artista se desarrolló, probablemente por


la gran influencia de los gremios a partir del de constructores de catedra-
les. Frente a la mano de Dios, o la imagen aqueropoieta, cada vez queda
más clara la intervención humana, la mano del hombre, del artista y
también, por tanto, su nombre. Un caso paradigmático es el que ofrece
Alberto Durero, quien de modo completamente inusual se retrata a sí
mismo en diversas ocasiones, una de ellas imitando la iconografía me-
dieval de la vera icona de Cristo. Resulta difícil precisar la motivación
profunda de este autorretrato fechado en el año 1500 y conservado en
la Alte Pinakothek de Munich, pero quizás más que una manifestación
(casi idolátrica) de autoestima, haya que considerarlo como una manera
de enfatizar «el carácter divino de la creación artística (una idea que
comenzaba a abrirse paso sobre todo en círculos italianos), a la vez que
se concibe como una declaración religiosa del autor, inspirada en la teo-
logía de la imitatio Christi» 61.

61.  Checa Cremades, Fernando, «La difusión europea del Renacimiento», en Ramírez,
Juan Antonio (dir.), Historia del Arte, III: La Edad Moderna, Madrid: Alianza, 2003, 110.
El rostro de Cristo en el arte 217

Figura 23.  Autorretrato. Alberto Durero. Año 1500. Alte Pinakothek. Munich

7.  El hombre perfecto del Renacimiento

A finales del siglo XIV en Florencia nacía el Renacimiento, que lue-


go se difundiría por la península italiana y, desde allí, por toda Europa a
lo largo del siglo XV, alcanzando su plenitud en el XVI. El Renacimien-
to exalta la civilización antigua griega y romana, frente a la Edad Media.
Y se recupera el canon estético clásico, en el cual el ideal es la belleza, la
proporción y el equilibrio. En suma: la perfección.
Como afirma Delumeau, «el cuerpo humano, despreciado por el
Medievo, se vio, por el contrario, exaltado por el arte y el humanismo
neoplatónicos. Les pareció a los hombres del Renacimiento «como la
punta avanzada del esplendor divino en la naturaleza» (A. Chastel), no
habiendo ningún otro aspecto sensible tan apto para darnos la revela-
ción de la belleza» 62. En efecto, el «hombre vitruviano» (h. 1490) de

62.  Delumeau, Jean, La civilización del Renacimiento, Barcelona: Editorial Juventud,


1977, 498.
218 FERMÍN LABARGA

Leonardo da Vinci muestra el singular dominio de la anatomía y de la


proporción del cuerpo humano, pero a la vez constituye la mejor repre-
sentación del antropocentrismo, el hombre como medida de todas las
cosas, en el que se revela la belleza y la perfección.
El Renacimiento se construye sobre una nueva mentalidad, el hu-
manismo que pone al hombre como centro del universo; frente a la
extinta Edad Media, con su fuerte carácter teocéntrico, se impone ahora
el antropocentrismo. Con todo, y reconociendo que existen rebrotes
paganizantes, tampoco se puede afirmar que el Renacimiento sea an-
ticristiano. Por el contrario, existe un Renacimiento y un humanismo
plenamente cristiano que exalta a Cristo, el Hombre Nuevo y perfecto,
como centro de la creación, renovando la corriente cristocéntrica que
ya se había despertado con los mendicantes y, luego de nuevo, con la
devotio moderna. Así, «la figura de Cristo no es la del Varón de Do-
lores humillado y escarnecido, no es el fracaso de un hombre, sino la
victoria de la humanidad en la Cruz» 63. Y al artista del Renacimiento
se le presenta una posibilidad realmente fascinante: «Dire l´uomo e la
sua grandeza, facendola emergere niente meno che in un Dio divenuto
uomo», en Cristo en quien la perfección emerge de una manera plena y
totalmente nueva 64.
No faltan autores que sostienen que, a partir del Renacimiento, se
produce una completa secularización del arte, que pierde la trascenden-
cia de las imágenes antiguas (normalmente anónimas) para dar paso a
las imágenes de autor. Guardini señala que, frente a la imagen de culto,
«la imagen de devoción» es aquella ante la cual «se siente la personalidad
de un hombre determinado» 65. Ciertamente, el Renacimiento es la edad
de los genios, de las personalidades artísticas más notorias. Casi todos
ellos aceptaron, sin embargo, el reto de legar su propia percepción de
Cristo.
Miguel Ángel, cristiano inquieto y artista genial «destinado –según
afirma Vasari– a dar a conocer al mundo la Suma Belleza» 66, ofrece en
el Cristo muerto de la Pietà del Vaticano una versión insuperable, de
belleza absoluta y armonía perfecta. Sin embargo, es en el imponente
fresco del Juicio Final de la Capilla Sixtina donde quizás muestra mejor
su propia comprensión de Cristo. Se trata de un Cristo con un aspecto
juvenil y vigoroso, del que no está ausente la terribilitá del Juez de vivos
y muertos, pero alejado por completo de la tradición iconográfica más

63.  Martínez Medina, Francisco Javier, Cultura religiosa en la Granada Renacentista y


Barroca, Granada: Universidad de Granada, 1989, 224.
64.  Bernardi, I colori di Dio, 109-110.
65.  Guardini, La esencia de la obra de arte, 22.
66.  Vasari, Vida de grandes artistas, 85.
El rostro de Cristo en el arte 219

Figura 24.  Cristo juez. Miguel Ángel. 1537-1541. Detalle del fresco del Juicio Final.
Capilla Sixtina. Ciudad del Vaticano

asentada, «pues la concepción divina que le distingue está tomada de un


modelo pagano». A la hora de representar a Cristo, Buonarroti recupera
el canon clásico de la antigüedad y se inspira directamente en dos escul-
turas conservadas en el Vaticano: la figura y el rostro los toma del Apolo
Beldevere, mientras que el poderoso ademán de Cristo refleja el muscu-
loso Torso Belvedere, que en aquellos tiempos se denominaba de forma
común Hércules Belvedere, por el que el pintor y escultor sentía una
verdadera pasión 67. De alguna forma, Miguel Ángel cristianiza el canon
estético de la Antigüedad griega y dota a Cristo de las formas que tenía
el dios Apolo. Su religiosidad atormentada, como toda su personalidad,
se mueve indecisa entre la consideración de la misericordia de Dios y su

67.  Pfeiffer, Heinrich W., La Capilla Sixtina. Iconografía de una obra maestra, Barcelo-
na: Lunwerg, 2007, 269.
220 FERMÍN LABARGA

justicia, que sus contemporáneos habían sentido de modo particular du-


rante il saco di Roma (1527), interpretado por muchos como un castigo
divino por los pecados cometidos en la ciudad eterna.
Otros genios del Renacimiento también nos han legado su propia
visión de Cristo, siendo enorme la influencia posterior de Rafael, quien
con su elegancia exquisita presenta la figura de Cristo con una belleza
formal absolutamente idealizada. Con todo, no puede dejar de plantear-

Figura 25.  Lamentación sobre Cristo muerto. Andrea Mantegna. 1480-1490.


Pinacoteca de Brera. Milán
El rostro de Cristo en el arte 221

se la cuestión de si, a partir del Renacimiento, los temas representados


conforme a la tradición cristiana, incluyendo por supuesto la imagen de
Cristo, no constituyen una mera ocasión para el lucimiento del artista,
que los trata desde una perspectiva más bien profana, casi como un pre-
texto para la exhibición de una belleza formal inspirada en los modelos
de la antigüedad clásica. Así lo creen, desde perspectivas bien distintas,
Réau y Evdokimov. Réau no duda en afirmar que, «al mismo tiempo
que restituye al arte religioso la dignidad, un poco comprometida por
las familiaridades de la Edad Media que tocaba a su fin, el Renacimiento
lo despoja demasiado a menudo de todo carácter religioso. Lo seculariza
hasta tal punto que los temas tomados de la Biblia y de los Evangelios ya
solo son pretextos para representar banquetes, baños o cocinas, donde
los artistas no tienen claramente más intención que desplegar su vir-
tuosimo en las proezas de anatomía, perspectiva e ilusionismo». Y pone
como ejemplo el Cristo muerto pintado por Mantegna, que no sería
otra cosa que un ejercicio de escorzo, una obra totalmente experimental.
Así, lo que se consigue es «vaciar el arte cristiano de su contenido místico
y quitarle su razón de ser» 68. De este modo, como sostiene Evdokimov,
el arte occidental más allá del gótico «sigue tratando plásticamente los
temas religiosos, pero pierde la antigua lengua sagrada de los símbolos y
de las presencias» 69.
Por tanto, «el culto a la belleza formal se acentúa a expensas del sen-
tido del misterio». Solo en España el Renacimiento consigue mantener-
se al margen de esa tendencia a la profanidad porque sigue siendo fuerte
el peso de la tradición que lleva «a ver en el arte, con esencial prioridad
a cualquier otra función, un medio destinado a dar forma expresiva al
sentimiento religioso» 70. Azcárate, citando a Schnürer, sostiene que «en
España no se intenta que el Renacimiento constituya una solución de
continuidad respecto a la vigencia de los principios esenciales que han
informado la cultura medieval; se intenta, por el contrario, la fusión,
la incorporación de lo que en definitiva es solo considerado como un
mejor, más apto y más bello lenguaje formal al servicio del espíritu, de
la idea religiosa que lo informa» 71. Por eso se logra atraer la sensibilidad
del pueblo, que no extraña estas nuevas formas pues mantienen una
perfecta continuidad con lo anterior y sirven igualmente para canalizar
la devoción. Así, por ejemplo, Luis de Morales, el divino, conjuga el
realismo renacentista con una emotividad de cuño nórdico, «a veces in-

68.  Réau, Iconografía del arte cristiano. Introducción general, 525.


69.  Evdokimov, El arte del icono. Teología de la belleza, 173.
70.  Plazaola, Historia y sentido del arte cristiano, 667-668.
71.  Azcárate, José María, Escultura del siglo XVI, vol. XIII de Ars Hispaniae, Madrid:
Plus-Ultra, 1958, 11.
222 FERMÍN LABARGA

trovertida y enfermiza» 72, sustentada en la devotio moderna, que produce


lienzos de un subido patetismo.

Figura 26.  Cristo presentado al pueblo. Luis de Morales. Hacia 1570. Museo de la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando. Madrid

Probablemente por los mismos motivos, aunque también por al-


gunos otros, tampoco en Alemania triunfó la maniera italiana, más allá
de los elementos que el propio Durero incorporó a su estilo propio y
peculiar. Ni Grünewald ni Lucas Cranach ni los demás artistas de la
época adoptan el canon estético del Renacimiento italiano en el que
priman la armonía y la belleza ideal. Por el contrario, y probablemente
motivados por la profunda crisis religiosa del momento, reflejan en sus
creaciones una crudeza casi salvaje. Sirva como muestra la predela del
Altar Oberreid de Basilea en la que el pintor Hans Holbein, amigo de
Erasmo, ofrece hacia 1521/2 una versión de Cristo muerto sobre la losa
del sepulcro en la que brilla por su ausencia cualquier concesión a la
belleza formal, resultando de un naturalismo extremo y casi perturba-
dor; de hecho, no es otra cosa que «un estudio de anatomía a partir del
cadáver de un ahogado» 73.

72.  Rodríguez G. de Ceballos, Alfonso, «Arte sacro», en Diccionario de Historia Ecle-


siástica de España, I, Madrid: CSIC, 1972, 129.
73.  Réau, Iconografía del arte cristiano. Introducción general, 525.
Figura 27.  Cristo muerto. Altar Oberreid. Hans Holbein, el joven. Hacia 1521-1522.
Kunstmuseum. Basilea

Por el contrario, la pintura italiana presenta a Cristo bajo una fac-


tura de gran belleza formal pero no exenta, al mismo tiempo, de cierta
voluptuosidad, como se aprecia en el cuadro del Resucitado aparecién-
dose a la Magdalena (Noli me tangere), pintado hacia 1525 por Corre-
ggio, el iniciador de «la corriente emocional, sensual y popular» de la
pintura religiosa del siglo XVI dentro y fuera de Italia 74. En esta misma
línea, influido poderosamente por la pintura de Rafael, Juan de Juanes
importa a las tierras valencianas el modelo del Cristo elegante, atractivo
y luminoso, pero que bordea ya peligrosamente el amaneramiento. El
Cristo exquisito de mirada triste degenera en manos de copistas con
escaso talento y da lugar a figuras menos nobles aunque muy apetecidas
por la piedad sentimentalista.

Figura 28.  Noli me tangere. Correggio. Hacia 1525. Museo del Prado. Madrid

74.  Nieto Alcaide, Víctor y Chueca Cremades, Fernando, El Renacimiento. Forma-


ción y crisis del modelo clásico, Madrid: Itsmo, 1980, 330.
224 FERMÍN LABARGA

Otro panorama bien distinto es el que se plantea con el Greco, pin-


tor de Creta que, tras un fructífero paso por Venecia y Roma, recala en
España donde desarrolla un estilo absolutamente peculiar, en el que se
conjuga la espiritualidad del icono bizantino con la luminosidad de la
pintura veneciana y la maniera de Miguel Ángel.
La pintura del Greco, completamente única y personal, está transida
de un hondo sentimiento religioso. En numerosas ocasiones pintó la
figura de Cristo, muchas de ellas de manera aislada, constituyendo una
especie de imagen de devoción, más que narrativa, aunque sea forman-
do parte de un conjunto, como en el caso de la Resurrección del retablo
de María de Aragón. Retratos de Cristo, denominados genéricamente
«el Salvador», o como Nazareno cargando la cruz, o el paño de la Veró-
nica tantas veces repetido, reflejan la rica espiritualidad de su autor.

Figura 29.  Última Cena. Juan de Juanes. Hacia 1562. Museo del Prado. Madrid

Se trata de figuras estilizadas, como alargadas, idealizadas, casi des-


materializadas, que destellan luz. Imágenes en las que prima la serenidad
y la belleza aunque se trate de temas pasionistas, siempre muy difumina-
dos en los detalles más hirientes. En el famoso lienzo del Expolio, pinta-
do entre 1577 y 1579 para la sacristía de la catedral de Toledo, el Greco
presenta a Cristo con una serena belleza y una dignidad tal (incidiendo
en el color púrpura de la túnica, el color exclusivo de la majestad impe-
rial en el Oriente) que le aíslan de la escena, aún estando completamente
rodeado de figuras.
Figura 30.  El Expolio. Doménikos Theotokópoulos, el Greco. 1577-1579.
Sacristía. Catedral de Toledo
226 FERMÍN LABARGA

Al contemplar las representaciones de Cristo surgidas de los pinceles


del Greco es necesario detenerse en un detalle muy significativo: el res-
plandor, la luz que no solo adorna la cabeza sino todo el cuerpo, como
una especie de resplandor divino. Sin duda, tiene unas reminiscencias
evidentes en la pintura de iconos que el pintor griego conocía desde su
niñez, pero ese resplandor, esa luz no es patrimonio exclusivo de este
artista genial. Otros muchos pintores del Renacimiento y del Barroco
inciden en el uso de la luz para revestir de un carácter divino a la figura
de Cristo, desde su nacimiento hasta su resurrección y ascensión al cielo,
incluso durante los momentos más oscuros de la pasión, como pone
de manifiesto –por señalar un caso– la crucifixión de Tintoretto de la
Scuola di San Rocco de Venecia.

Figura 31.  Crucifixión. Jacopo Tintoretto. 1565.


Scuola di San Rocco. Venecia
El rostro de Cristo en el arte 227

8.  El Dios triunfante del Barroco

La crisis protestante hizo desaparecer las imágenes allí donde triun-


faron las ideas de Zwinglio, Calvino y otros líderes más radicales aún en
este punto. Sin embargo, Lutero permitió la existencia de algunas pocas
imágenes, fundamentalmente de Cristo en la cruz. Le Goff sostiene que
«las reformas recuperarán al menos en parte al Dios de cólera del Anti-
guo Testamento; pero los católicos heredarán esta idea del Buen Dios» 75.
La Iglesia sale muy fortalecida del concilio de Trento. Para propagar
la doctrina auténtica, se sirve también del arte: «Por los caminos del arte
la religión debía llegar a los afectos del pueblo. Representación vibrante
de belleza, arte puro al servicio de la fe» 76. El barroco es un estilo artístico
en el que «las verdades son hondas y precisas y los modos de su expresión
claros y contundentes» 77. Para ello se recurre a la belleza incuestionable, a
la magnificencia, a la grandiosidad e, incluso, a la suntuosidad. Y se pro-
cura desterrar todo aquello que resulta indecoroso o se aparta de la ver-
dad histórica y de la tradición más asentada. De esta forma, los tipos ico-
nográficos quedan absolutamente regulados conforme a un canon, como
se observa en los criterios y repertorios ofrecidos por Johannes Molanus
en De picturis et imaginibus sacris (1570), los cardenales Gabriele Paleotti
en su Discorso intorno alle immagini sacre e profane (1582) y Federico
Borromeo en De pictura sacra (1624), Francisco Pacheco en su Arte de la
Pintura (1649) o fray Juan Interián de Ayala en Pictor christianus (1730).
Así se asegura que las imágenes que van a ser expuestas en público a la
veneración de los fieles no ofrezcan nada contrario a la fe y a la tradición,
aunque se constriña la creatividad del artista. A pesar de lo cual, artistas
geniales lograron algunas de las más altas cimas de la creación con pinturas
y esculturas igualmente geniales. Es el tiempo de los «dioses de madera»,
como Martínez Montañés, Juan de Mesa, o Gregorio Fernández, a los que
se podrían añadir otros nombres más tardíos como Alonso Cano, Pedro
de Mena o Salzillo, por no salir del ámbito hispano.
Todos ellos son artistas y hombres de fe, en cuyas obras se refle-
ja ésta de manera patente. Las imágenes procesionales constituyen una
manifestación suprema de la percepción que artistas y devotos tenían
de Cristo. El Cristo de la clemencia o el Señor de Pasión, de Martínez
Montañés, o el Gran Poder de Juan de Mesa, reflejan la grandiosidad
del sufrimiento de un Dios hecho hombre. A pesar de la diferencia de

75.  Le Goff, El Dios de la Edad Media, 48.


76.  San José, OCD, Eduardo de, Lumbre de lo barroco, Burgos: El Monte Carmelo,
1952, 25-26.
77.  Ibid., p. 34.
228 FERMÍN LABARGA

Figura 32.  N. P. Jesús de la Pasión. Juan Martínez Montañés. 1615.


Capilla Sacramental. Iglesia del Salvador. Sevilla

estilo y época, nada existe tan parecido al significado y función del icono
como estas imágenes procesionales.
Martínez Montañés, «hombre de sentimiento mesurado, supo so-
breponerse a toda nota trágica de estirpe gotizante, y con su arte sublime
«supo sumar a la emoción de la obra bella, la emoción religiosa y pro-
funda carente de estridencias»». Esta noble belleza que Martínez Monta-
ñés es capaz de infundir a las imágenes se suele poner de relieve con una
anécdota de la que él mismo es protagonista. Se cuenta que cada año,
en la noche del Jueves Santo sevillano, acudía a contemplar al Nazareno
de la Hermandad de Pasión que el mismo tallara. Reporta Palomino,
«cómo el propio Montañés quedó asombrado al verlo en procesión. (…)
Absorto y sorprendido, le contemplaba por las calles, en los días de Se-
mana Santa»; corría para verlo otra vez y le parecía imposible que fuese
obra suya, no daba crédito a lo que veía y se le hacía increíble el prodigio
logrado: tanta expresión de sufrimiento junto a belleza tanta» 78.

78.  Subias Gualter, Juan, Imágenes españolas de Cristo. El Cristo Majestad. El Cristo del
Dolor, Barcelona: Ediciones Selectas, 1943, 76-78.
El rostro de Cristo en el arte 229

La gloria del Crucificado es la gloria del Dios escondido en la Eu-


caristía. Creo que la dimensión eucarística, negada por los protestantes
y reafirmada solemnemente en el concilio de Trento, está omnipresente
en el arte barroco católico y constituye una clave esencial para su correc-
ta interpretación.
De modo singular durante el barroco, las imágenes de Cristo cruci-
ficado constituyen la expresión plástica de su cuerpo transubstanciado
sacramentalmente. Una de las cimas señeras la constituye, sin duda al-
guna, el famoso Cristo de Velázquez (1599-1660), lienzo pintado hacia
1632 para el convento de San Plácido de Madrid por encargo del rey
Felipe IV. En este lienzo, «la intención de Velázquez fue investir a la fi-
gura de una belleza divina e inefable» 79 con el fin de transmitir «la fuerza
redentora del martirio de Cristo, cuyos beneficios se ofrecen a los fieles
a través de la inefable belleza y perfección de su cuerpo» 80. En efecto,
con su contundente clasicismo, el cuerpo muerto de Cristo refleja en su
hermosura, serenidad y luminosidad la gloria del Resucitado presente en
la Eucaristía, recalcando la realidad del cuerpo («demasiado verídico»,
según opinión de algunos críticos) y de la sangre, que se muestran de
manera evidente 81. Al igual que en la Eucaristía, el Cristo de Velázquez
presenta su rostro velado, como queriendo manifestar simultáneamente
su condición humana y divina, el misterio de su doble naturaleza. La luz
que dimana del cuerpo apolíneo de Cristo, especialmente de la cabeza,
constituye un reflejo de su gloria, y en este sentido se recupera el sim-
bolismo oriental y románico. Sobre las tinieblas del fondo casi negro,
Cristo aparece de nuevo como Lux mundi.
En Italia destaca la figura controvertida de Caravaggio (1573-1610),
que hace triunfar el claroscuro o tenebrismo. Caravaggio se revela contra
la belleza ideal y los modelos canónicos y se inspira en tipos de la calle a
la hora de representar a los personajes sacros, por lo que fue severamente
reprendido en varias ocasiones, incluso por la Inquisición. Como señala
Gombrich, «fue uno de los grandes artistas, como Giotto y Durero antes
de él, que desearon ver los acontecimientos sagrados ante sus ojos, como
si hubieran acaecido en las proximidades de su casa» 82. La genialidad de
Caravaggio es capaz de alcanzar obras maestras sin parangón, en las que
el realismo más descarnado queda sublimado. Pinta escenas en las que
el centro de interés no suele estar en lo más importante sino desplazado

79.  Finaldi, Gabriele, Fábulas de Velázquez. Mitología e Historia Sagrada en el Siglo de


Oro, Madrid: Museo Nacional del Prado, 2007, 321.
80.  Brown, Jonathan, Velázquez: pintor y cortesano, Madrid: Alianza, 1986, 161.
81.  Y en su origen, aún más ya que el propio pintor veló algunas manchas sanguíneas,
probablemente siguiendo la recomendación de su suegro Pacheco, de que no convenía abu-
sar de la sangre en las imágenes de la Pasión.
82.  Gombrich, Historia del Arte, 328.
230 FERMÍN LABARGA

hacia un detalle; quizás por ello no hay cuadros en los que Cristo se
muestra a la manera de un retrato, sino escenas en las que aparece más
o menos destacado.

Figura 33.  Cristo crucificado (de San Plácido).


Diego Velázquez. Hacia 1632. Museo del Prado. Madrid
El rostro de Cristo en el arte 231

Figura 34.  Cena de Emaús. Michelangelo Merisi da Caravaggio.


Hacia 1596-1602. National Gallery. Londres

Así sucede, por ejemplo, en el famoso lienzo de la vocación de san


Mateo de la iglesia romana de San Luis de los Franceses, en el que el
potente foco de luz que ilumina la estancia, sin embargo, apenas deja
ver el rostro de Cristo. Como afirma Valenciano, «la luce nelle tenebre è
Gesù-luce che si fa presente a chi è nell´ombra, il Caravaggio le dialet-
ticizza dipingendo la «luce della Maestà» e la «dolcezza del Volto», dis-
tinte l´una dall´altra eppure misteriosamente unite» 83. En este lienzo, el
pintor ha retratado a Cristo según el modo convencional, aunque resal-
tando una juventud que aún queda más de relieve en la Cena de Emaús
de la National Gallery (Londres), en la que rompiendo con la tradición
más asentada y volviendo a los usos del arte paleocristiano, representa a
Cristo joven e imberbe, probablemente para indicar así su condición de
resucitado, que ha triunfado sobre el tiempo (que hace envejecer el cuer-
po) y la muerte (que, al fin, lo destruye). Más problemático resulta el
aspecto claramente andrógino de Cristo bajo «formas casi femeninas» 84,
que según Calvesi es la manera que Caravaggio utiliza para reflejar la
«unión de los contrarios» en que se realiza la perfecta armonía» según

83.  Valenziano, Crispino, Bellezza del Dio di Gesù Cristo, Gorle: Servitium editrice,
2000, 107.
84.  Langdon, Helen, Caravaggio, Barcelona: Edhasa, 2002, 274-276.
232 FERMÍN LABARGA

habría sugerido Escoto Eríugena (lo que difícilmente sabría el pintor) o,


siguiendo las recomendaciones del cardenal Federico Borromeo, quien
«recomendaba que le rostro de Cristo asumiera formas similares a las del
rostro de María», su madre 85.
Otro de los grandes genios de la pintura barroca es Peter Paul Ru-
bens (1577-1640), quien imprime unos rasgos específicos a su visión de
Cristo, al igual que al resto de su pintura, siempre aparatosa, solemne,
abigarrada y dinámica, sin perder por ello la armonía. La figura de Cris-
to es musculosa, poderosa incluso en las escenas de la Pasión, como la
Elevación de la Cruz de la catedral de Amberes.

Figura 35.  Elevación de la Cruz. Peter Paul Rubens.


1610-1611. Catedral de Amberes

85.  Calvesi, Maurizio, Caravaggio, Barcelona: Planeta De Agostini, 2004, 25.


El rostro de Cristo en el arte 233

Figura 36.  Cabeza de Cristo. Rembrandt van Rijn. 1648.


Gemäldegalerie. Berlín

Sin salir de los Países Bajos, pero en el ámbito radicalmente distinto


del calvinismo, Rembrandt (1606-1669) aspira a pintar a Cristo con el
mayor realismo posible. «El Salvador, tal y como lo concibe, no tiene
nada de apolíneo. Ninguna preocupación por la belleza formal, ningún
efecto teatral» 86. Aprovechando la circunstancia de que en Amsterdam
existía una amplia comunidad judía, busca como modelos a hombres jó-
venes judíos suponiendo que su semejanza racial les acercaba a la posible

86.  Réau, Iconografía del arte cristiano. Introducción general, 539. Muy interesante su
reflexión sobre la adhesión poco estricta del pintor al calvinismo.
234 FERMÍN LABARGA

fisonomía del Salvador. Existen varias versiones, entre ellas la de la Ge-


mäldegalerie de Berlin, pintada en 1648, pero quizás resulta más intere-
sante otra conservada en la Alte Pinakothek de Munich, ya de 1661 en
la que, tomando los rasgos del retrato pintado en ese mismo año y que
lleva por título Joven judío con cuello cerrado, conservado en la Horne
Collection de Montreal, representa a Cristo resucitado; evidentemente
son el mismo modelo, pero en el segundo caso «mediante una sutilísima
modificación en la composición y la expresión –y no tanto por la ideali-
zación del vestido y del pelo–, Rembrandt ha creado un Cristo cuyo ca-
rácter divino resulta convincente (…) que emana sabiduría y compasión
divinas». Como en la pintura de iconos y en el Pantocrátor medieval, «la
pintura ha perdido su inmediatez física y refleja una lejanía infinita» 87.
Antes de concluir conviene señalar que tampoco el arte barroco se
vio ajeno a la profusión de una imaginería patética, en la que prima
el impacto visual. Especialmente en los episodios de la Pasión se fue
difundiendo un interés creciente por la exacerbación del dolor, como
se manifiesta de manera ejemplar en muchas imágenes de Cristo atado
a la columna elaboradas en Hispanoamérica, en las que se incide en las
múltiples heridas del cuerpo de Cristo, absolutamente maltratado y hu-
millado. Esta tendencia alcanza su paroxismo en la iconografía del Niño
Jesús de Pasión, difundida sobre todo en Guatemala.

9.  De la dulzura del Corazón al idealismo orientalizante


El arte barroco fue dando paso al rococó. Su reflejo en la iconografía
cristiana no resulta muy determinante porque escaseó el genio y simple-
mente se repitieron modelos cada vez más edulcorados.
Esto es lo que sucede con un nuevo tipo iconográfico muy en boga
a partir del siglo XVIII, como es el del Corazón de Jesús, difundi-
do sobre todo por los jesuitas. Se cree que la primera representación
fue la que realizó Pompeo Batoni en 1767 para la iglesia del Gesù de
Roma. Como se ha afirmado, la aparición de esta novedad iconográ-
fica «coincidió con una época muy poco afortunada en cuestiones de
expresión religiosa. Esta se encontraba dominada por el sentimenta-
lismo». Poco a poco, fue poniéndose a la devoción de los fieles una
imaginería de «rasgos anodinos, sensibleros en exceso, y no raras veces
incluso feminoides» 88. Esta iconografía languideciente alcanza uno de

87.  Rosenberg, Jakob, Rembrandt. Vida y obra, Madrid: Alianza, 1987, 122-124 (la cita
se encuentra en la última página).
88.  Pérez Gutiérrez, Francisco, La indignidad en el Arte Sagrado, Madrid: Guadarra-
ma, 1961, 97.
El rostro de Cristo en el arte 235

Figura 37.  Sagrado Corazón de


Jesús. Siglo XVIII. Monasterio de
MM. Clarisas. Arcevia (Ancona)

sus puntos álgidos en el lienzo de autor desconocido, pero pintado a


finales de esa misma centuria, que se conserva en el monasterio de las
Clarisas de Arcevia (Ancona).
Puede afirmarse sin temor a la equivocación que la iconografía cris-
tiana, incluida la del mismo Cristo, se adentró desde finales del siglo
XVIII en un desolado desierto en el que son pocas las excepciones me-
morables. De algún modo, la temática cristiana dejó de interesar a los
artistas, quizás porque a raíz de la Ilustración la increencia y el raciona-
lismo se habían puesto de moda en los ambientes cultos e intelectuales.
Por otro lado, la Iglesia había sido despojada de sus bienes y ya no podía
afrontar el papel de principal comitente de la actividad artística que
había venido desempeñado desde la Edad Media.
Quizás resulte interesante mencionar que el potente genio de Goya,
que tiene más pintura de temática religiosa de la que se cree, nos ha
legado una versión personal del Crucificado que, siguiendo «los pre-
supuestos de belleza ideal y de armonía clásica establecidos por Anton
Raphael Mengs y por Francisco Bayeu en sus propias interpretaciones
del mismo tema», constituye una especie de homenaje del pintor arago-
nés al famoso Cristo de Velázquez, en la que se acerca sin embargo a los
postulados del neoclasicismo 89.

89.  Jiménez-Blanco, María Dolores (ed.), La Guía del Prado, Madrid: Museo del Pra-
do, 2008, 170-171.
236 FERMÍN LABARGA

Habitualmente se afirma que la centuria decimonónica constituye


un erial por lo que se refiere al arte de inspiración cristiana; sin embar-
go, de forma casi paralela al renovado interés por la figura histórica de
Cristo en el ámbito teológico aparece también un original movimiento
de artistas surgido en Europa con el ánimo, transido de romanticismo,
de recuperar el estilo de las artes según se cultivaba en el Trecento y en
el Quattrocento italiano al tiempo que repudiaban el academicismo im-
perante, siendo uno de sus principales motivos de inspiración la Sagrada
Escritura.
En 1809 se fundaba en Viena la hermandad de san Lucas por los
pintores Friedrich Overbeck y Franz Pforr, siendo luego trasladada a
Roma, donde se les unieron otros artistas como Wilhelm von Schadow,
Peter von Cornelius y Julius Schnorr von Carolsfeld; se les conoce como
escuela de los Nazarenos porque sus miembros llevaban una vida en co-
mún similar a la de los antiguos monasterios y buscaban promover la
piedad sencilla del pueblo cristiano por medio de sus creaciones artís-
ticas, un tanto idealizadas, inspiradas en la fe católica y en las leyendas
medievales.
La escuela de los Nazarenos fue precursora de la hermandad prerra-
faelita, fundada en Londres en 1848 por John Everett Millais, Dante
Gabriel Rossetti y William Holman Hunt, unidos para recuperar un
arte auténtico, sencillo y sincero, sin artificio. Muchos la consideran
como el primer movimiento de vanguardia artística, si bien sus miem-
bros adoptaron con el tiempo posturas diversas. De todos ellos, nos in-
teresa especialmente Holman Hunt (1827-1910), que fue quien puso
mayor interés en resaltar la significación espiritual del arte; movido por
el deseo de representar de la manera más próxima posible los relatos
evangélicos, viajó a Egipto y Palestina, donde se documentó cuidado-
samente sobre los usos y costumbres y pudo copiar modelos reales que
luego le servirían para pintar a Cristo, a la Virgen y a los demás perso-
najes bíblicos.
Hunt tiene varios lienzos de gran interés en cuanto atañe a la re-
presentación de Cristo, como The Light of the World (1854), pero entre
todos ellos destaca, a mi modo de ver, La sombra de la muerte (The Sha-
dow of Death), pintado entre 1870 y 1873, similar en muchos aspectos
al titulado Christ and the two Marys (1847), y en el que se conjuntan
bella y armoniosamente realismo y simbolismo. Su autor insistió en que
buscaba el mayor realismo posible pero nunca a costa de la vulgaridad;
quería representar a Cristo incidiendo en su condición de trabajador,
con un aspecto viril, hombre en todo igual a los otros menos en el pe-
cado, tal y como le pudieron haber visto los habitantes de Nazaret que
acudían a su taller.
El rostro de Cristo en el arte 237

Figura 38.  Jesús lava los pies a Pedro. Ford Madox Brown.
Hacia 1856. City of Manchester Art Galleries. Manchester

Hunt representa a Cristo como un joven hebreo, delgado, muscu-


loso y de tez morena, como ya había hecho Ford Madox Brown casi
dos décadas antes en el lienzo Jesus washing Peter’s feet (City of Man-
chester Art Galleries) y siguiendo probablemente la recomendación de
Thomas Carlyle de que «retratara a Cristo como maestro y hombre del
pueblo» 90. Pero, de manera novedosa y sorprendente, lo sitúa en el taller
de Nazaret –como un «divino obrero»– a la caída de la tarde, iluminado
por el resplandor de un sol mortecino pero todavía potente, cuya cálida
tonalidad ha sido minuciosamente estudiada por el pintor. Cuando fi-
naliza la tarea, Cristo levanta los brazos para relajarlos, en lo que puede
interpretarse como una especie de baile ritual, de alabanza al Padre por
el gozo de la tarea concluida. Este gesto proyecta su sombra sobre la
pared cayendo sobre una especie de cruz simbólicamente conformada
por un madero que sirve para colgar los instrumentos de trabajo. La

90.  Birchall, Heather, Prerrafaelitas, Köln: Taschen, 2010, 80.


238 FERMÍN LABARGA

Figura 39.  La sombra de la muerte. William Holman Hunt.


Hacia 1870-1873. City of Manchester Art Galleries. Manchester
El rostro de Cristo en el arte 239

ventana arqueada hace la función de nimbo o aureola sobre la cabeza de


Cristo. Mientras tanto, la Virgen María, de espaldas abre un cofre en el
que aparecen los regalos traídos por los Magos: oro, incienso y mirra,
para significar la condición divina y regia del recién nacido así como la
realidad de su futura muerte y sepultura; pasaje al que vuelve a aludir la
estrella del tímpano de la ventana. Es entonces cuando descubre la som-
bra en la pared como una premonición de la muerte de su Hijo en una
cruz, ante la que ella misma ya se encuentra arrodillada.
Todo el cuadro está lleno de elementos simbólicos muy ricos en
sugerencias: en el fondo, a la derecha, aparecen unos juncos que nos
remiten a la caña con la que los soldados utilizaron para burlarse de
Cristo, colocándosela entre las manos a modo de cetro, y para pegarle
en la cabeza; la cinta roja de la Kufiya alude, sin duda, a la corona de
espinas pero también a la cinta escarlata del chivo expiatorio, convir-
tiéndose así también en un tipo del sacrificio redentor de Cristo (como
ya había querido representar en el cuadro así titulado, The Scapegoat,
pintado por Hunt entre 1854 y 1855, actualmente en el Lady Lever Art
Gallery de Liverpool); la sombra del hacha sobre la pared prefigura la
lanza que le traspasó el costado, que se dirige hacia el corazón simboliza-
do sobre la sombra por una ampolla cobriza que cuelga del panel de las
herramientas; la túnica ceñida en torno a la cintura y recogida dejando
el torso al descubierto, en esencia, queda reducida a la misma función
que ejerce el perizoma o paño de pureza… El propio hecho de enlazar
simbólicamente el taller de Nazaret con el Calvario habla del valor re-
dentor del trabajo, desempeñado por el propio Cristo, pero también del
dolor y sufrimiento que conlleva en ocasiones. Con todo, el simbolismo
no se limita a la pasión ya que bajo la sombra y conformando el madero
vertical de la cruz dos palos dibujan un pez, símbolo paleocristiano de
Cristo y referencia clara a la Eucaristía; finalmente, el rollo de papiro
sobre el alfil de la ventana junto con las granadas evocan la Resurrección
anunciada ya por las Sagradas Escrituras.
Hunt era consciente de que la mayor parte de quienes vieran el
cuadro no serían capaces de captar todo su significado profundo, pero
tampoco le importaba demasiado puesto que de él podrían hacerse tan-
to una lectura meramente histórica, con una respuesta emocional in-
mediata, como otra alegórica mucho más ambiciosa, plena de riquezas
simbólicas asentada en la tradición de la tipología bíblica 91.
El gusto por lo orientalizante y lo arqueológico hizo que muchos
pintores del siglo XIX, al igual que Hunt, volvieran su mirada a la Biblia

91.  http://www.victorianweb.org/painting/whh/replete/shadow.html, consultado el 4 de


agosto de 2015.
240 FERMÍN LABARGA

como fuente de inspiración. Por lo general, se busca la exactitud si bien


hay aspectos que quedan al margen, como paradójicamente la misma
representación de Cristo que sigue realizándose bajo rasgos rasgos cau-
cásicos y no semitas.
La novedosa técnica de la cromolitografía contribuyó en gran medi-
da a una gran difusión de algunas obras. Destaca por su volumen y, en
algunos casos, también por su calidad el trabajo de Carl Heinrich Bloch
(1834-1890) para la capilla del Castillo de Frederiksborg (Copenhage).
Dentro del más puro realismo historicista, Bloch presenta la imagen
tradicional de Cristo, un tanto idealizada sin caer, en el exceso. Nor-
malmente construye escenas convincentes que luego han tenido una
notable influencia incluso en el cine.
En el panorama artístico ruso del siglo XIX, inclinado también hacia
el realismo, aparecen artistas como Alexander A. Ivanov (1806-1858),
quien en el lienzo Noli me tangere (1835) de la Galería Tretiakov (Mos-
cú) retrata a Cristo con unos rasgos muy afines al estilo renacentista;
con todo, su obra maestra es La aparición de Cristo ante el pueblo, que
presentó en 1857 tras veinte años de trabajo minucioso y en el que la
figura de Cristo aparece en lontananza con las mismas facciones de un
buen amigo del pintor, el escritor Nikolai Gogol. Por su parte, Nikolaj
A. Koshelev (1840-1918) se sitúa también dentro del historicismo ruso,
si bien a la hora de pintar a Cristo se advierte todavía una influencia de
la pintura de iconos, especialmente en las facciones del rostro, para las
que sigue remitiéndose al mandilyon.

Figura 40.  Dejad que los niños


se acerquen a mí. Carl Heinrich
Bloch. Entre 1865 y 1879.
Frederiksborgmuseet. Copenhage
El rostro de Cristo en el arte 241

Las últimas décadas de la centuria decimonónica, por lo que atañe a


la representación de Cristo, mantienen el modelo consolidado, de larga
tradición, que reinterpretan desde un realismo amable, que tiende poco
a poco hacia un hiperrealismo, que tiene mucho que ver ya con los lo-
gros de la fotografía. El pintor ruso Nikolai Ge (1831-1894) ofrece un
caso paradigmático; evoluciona desde el género historicista hasta el más
crudo realismo influido en parte por las nuevas posibilidades que ofrece
la fotografía. En 1861 se atreve, por ejemplo, a tomar como referencia
para la figura de Cristo de un cuadro de la Última Cena un retrato foto-
gráfico obtenido por el conde Sergei Lvovich Levitsky, cuyo modelo era
su sobrino, el escritor revolucionario exiliado en Londres Aleksandr I.
Herzen. No resulta sorprendente, por tanto, que al presentarse el lienzo,
la prensa rusa recalcara que era «un triunfo del materialismo y del nihi-
lismo». Casi al final de su vida pintó el cuadro Quod Est Veritas? Christ
and Pilate (1890), en el que el rostro de Cristo queda velado por la
sombra, en un ejercicio pictórico encaminado hacia el impresionismo.
El lienzo no gustó; mientras Ernest Renan opinaba que no aportaba
nada por su resuelto conservadurismo, las autoridades prohibían su ex-
hibición por blasfemo.

Figura 41.  Quod Est Veritas? Christ


and Pilate. Nikolai Ge. 1890. Galería
Tretiakov. Moscú

El deseo de un hiperrealismo crudo y seco provoca obras como el


Crucificado de Léon Bonnat (h. 1874) del Musée du Petit Palais (París),
que tanto escandalizó en su presentación, pero sobre todo el de Thomas
Eakins (1880) del Philadelphia Museum of Art, cuyo rostro es casi una
mancha negra.
Por otro lado, se observa también una tendencia a resituar los epi-
sodios evangélicos en la actualidad, si bien Cristo sigue manteniendo su
242 FERMÍN LABARGA

apariencia multisecular, aunque no los demás personajes que se atavían


según la moda contemporánea. Aquí podemos englobar tanto a Léon
Augustin L´Hermitte, con su Supper at Emmaus (1892) del Museum of
Fine Arts de Boston en la que ofrece una version actualizada de la cena
de Emaús sustituyendo a los discípulos por unos obreros de su época,
como a Albert Edelfelt que en su Christ and Mary Magdalene (1890)
del Athenaeum Museum de Helsinky, viste a ésta a la moda finisecular.
Finalmente, cabe indicar que a partir de 1898, cuando Secondo Pía
hace la primera fotografía de la Sábana Santa de Turín y se percata de
que actúa como un negativo, el rostro reflejado en ella influirá decisiva-
mente en la representación figurativa de Cristo.

10.  Cristo según los artistas del siglo XX

Desde mediados del siglo XIX triunfaba la iconografía creada por


los talleres parisinos de San Sulpice, difundida hasta en los rincones más
remotos del planeta. En el ámbito hispanoamericano este mismo papel
lo desempeñaron los talleres de arte cristiano asentados en Cataluña y
Valencia, fundamentalmente en la localidad gerundense de Olot. Imá-
genes en serie, de escasa calidad artística, elaboradas conforme a unos
tipos iconográficos de estética languideciente y colorista, muy cercana
a lo kitsch. Con todo, esta decadencia iconográfica no era patrimonio
exclusivo de la Iglesia Católica; de igual modo, los templos protestantes
habían ido adoptando en su escasa iconografía una estética muy similar,
que se difundía también en libros y revistas.
Como reacción a este tipo de iconografía que presentaba la figura
de Cristo con rasgos delicuescentes no solo –conviene recalcarlo– en el
ámbito católico, en 1915 un doctor norteamericano, Robert Warren
Conan, se quejaba amargamente de las imágenes de Cristo en las que
solo se percibían rasgos de languidez, melancolía y resignación, en de-
finitiva, una imagen afeminada de Cristo, bien diferente a la que tuvo
en realidad, atendiendo a los Evangelios. Conan reivindicaba para las
imágenes de Cristo la apariencia de virilidad que percibieron claramente
quienes le trataron durante sus años terrenos, de manera que produjera
ahora también una impresión combinada de dignidad, poder y atracti-
vo 92. Estaba convencido de que tanto la predicación como el arte cris-

92.  Conan, Robert Warren, The virility of Christ. A new view, Chicago, 1915, 12, 92 y
passim. De hecho, advertía de que estas representaciones poco viriles de Cristo eran uno de los
motivos por los que los varones se alejan de la práctica religiosa. Se le puede relacionar con el
movimiento del cristianismo muscular (Muscular Christianity) muy difundido en la Inglaterra
victoriana y en los Estados Unidos, singularmente en los ambientes anglicanos y protestantes.
El rostro de Cristo en el arte 243

tiano necesitaban un potente tónico de virilidad ante la proliferación de


imágenes tiernas, difundidas en estampas y libros piadosos.
Algo así había tratado de alcanzar el pintor alemán Heinrich Hoff-
man, quien retrata a Cristo como un varón de complexión atlética, ges-
to decidido y mirada poderosa, según aparece en su lienzo más famoso,
Cristo y el joven rico, pintado en 1889 y regalada por Rockefeller a la igle-
sia baptista de Riverside (New York). Luego, otros pintores y escultores
optarán también por apartarse de ese estilo melifluo de caracterización y
ofrecerán versiones personales muy sugerentes, aunque en su momento
no fueran bien comprendidas ni aceptadas, especialmente en los sectores
más piadosos y tradicionales.

Figura 42.  Cristo y el joven rico. Heinrich Hoffman. 1889.


Iglesia baptista de Riverside. New York
244 FERMÍN LABARGA

Como afirma Jover, «en el siglo XX, la iconografía referente a Cristo,


para continuar creible, debe doblegarse a las revoluciones artísticas y
tener en cuenta los trastornos del mundo moderno. Ya no es un Cristo
individualizado sino un símbolo, a veces portador de significados es-
pecíficamente religiosos –la esperanza cristiana arde todavía en la obra
de Rouault– o, más frecuentemente, reflejo de una conciencia afligida,
referida a Cristo solo para mejor acusar las carencias e incertidumbres
de una realidad irremediablemente perturbada y hecha opaca por la
historia» 93. Buena parte de los artistas que se atreven a plasmar el rostro y
la figura de Cristo no tienen fe ni tan siquiera son hombres religiosos en
algún sentido. Sin embargo, les atrae poderosamente la representación
de Cristo, al que dotan de significados muy diferentes de acuerdo con la
ideología de cada uno de ellos.
No es éste el caso de George Desvallières (1861-1950), pintor de es-
tilo potente y refinado, que apuesta por una nueva iconografía cristiana,
especialmente después de su vuelta a la fe tras la dolorosa experiencia de
la I Guerra Mundial, por cuya violencia queda marcado para siempre.
Apuesta por un nuevo arte cristiano realizado a la luz del Evangelio;
con esta finalidad funda con Maurice Denis los Ateliers d’Art Sacré. El
centro de toda la obra de Desvallières es la figura humana, encarnación
heroica de una espiritualidad ardiente, también en el caso de Cristo,
cuyo cuerpo realmente humano pretende destacar. Y lo consigue −nada
menos− que en una renovada iconografía del Sagrado Corazón de Jesús,
inserta en la Pasión, en la que Cristo aparece como un varón musculoso
que se abre el pecho de forma completamente realista para dejar ver sus
entrañas de misericordia (Sacre Cœur, 1905). También en el Cristo ata-
do a la columna del Musée d´Orsay (París), pintado en 1910, en el que
quiere plasmar sin falsedad la crudeza de la flagelación del Señor al que
el propio pintor suplica tenga piedad, como se lee en el fondo oscuro en
letras mayúsculas. Se trata de un cuerpo maltrecho, pero no hundido,
que mantiene la dignidad y la belleza. Como afirmó el P. Couturier,
se trata de una «obra magnífica y atormentada, hecha de violencia, de
ternura y de libertad» 94.
Lovis Corinth (1858-1925), uno de los principales representantes
del movimiento artístico Sezession, plasma en su Ecce Homo de la Kunst-
museum (Basilea), concluido un mes antes de su muerte, la imagen de
Cristo entre un médico y un soldado, con un expresionismo dramático
y visionario pocas veces igualado. Se trata, en efecto, de una especie de
visión onírica en la que Pilatos desaparece para dejar paso a un médico

93.  Jover, Manuel, Cristo en el arte, Milano: Editorial Regina, 1995, 7.


94.  Plazaola, Historia y sentido del arte cristiano, 939.
Figura 43.  Ecce Homo. Lovis Corinth. 1925.
Kunstmuseum. Basilea
246 FERMÍN LABARGA

de bata blanca que señala a Cristo, mientras un bizarro soldado le man-


tiene sujeto. El color prima sobre el dibujo; la gran mancha púrpura
del manto de Cristo es un tributo libre al arte clásico a la vez que con-
sigue llamar poderosamente la atención sobre la fisonomía de Cristo,
retratado sin barba como en la antigüedad cristiana, para la que tomó
como modelo a su amigo Leo Michelson. La pincelada violenta con-
sigue ofrecer un retrato velado de Cristo, paradigma de todo hombre
que sufre injustamente. En la línea de la ferocidad salvaje y morbosa
del Gran Mártir (1907) que alcanza su plenitud de horror en el Cristo
Rojo (1923) 95, casi nada queda ya del realismo sensual y algo vulgar del
Descendimiento de la Cruz (1895).
El expresionismo (que busca, ante todo, expresar el sentimiento pro-
pio del artista) y el fauvismo (que se caracteriza por el empleo provocati-
vo del color) se introduce en la galería de retratos de Cristo con Georges
Rouault (1871-1958), «a veces revestido del desvalido o del que sufre;
muchas veces explicitado en el velo de la Verónica, la «vera imago»: la
imagen que está en el velo: el velo que vela (oculta) y que des-vela (ma-
nifiesta), «la imagen del Dios invisible» (Col 1,15)» 96. De manera sin-
gular, la Santa Faz (1933) del Centre Pompidou de París constituye una
soberbia conjunción de dibujo y color; resaltando las líneas del dibujo se
relaciona con la iconográfica románica repleta de significación teológica,
mientras que la potencia del color habla de un expresionismo que busca
suscitar fundamentalmente sensaciones.
El expresionismo triunfó fundamentalmente en la pintura, pero
también alcanzó a la escultura con artistas como Jacob Epstein, que en
su Cristo Resucitado (1917-1919) de la The Scottish National Gallery de
Edimburgo recupera el canon helenístico a la hora de retratar a Cristo.
En esta misma estela del expresionismo deben mencionarse otros nom-
bres ilustres como Pablo Serrano cuyos Cristos, según Camón Aznar,
resultan «más dramáticos que los medievales» 97, Venancio Blanco con su
Nazareno (1963) o Josep Maria Subirachs en la fachada de la Pasión de
la Sagrada Familia de Barcelona (1987-2009).
Las nuevas tendencias del arte giraban hacia la abstracción o la no
figuración, lo que se refleja también en la representación del ser humano
y, en particular, de su rostro. Boespflug señala con agudeza que «como un
río majestuoso la tradición de las imágenes centradas sobre la mirada de
Cristo y su santa faz ha atravesado los siglos. Ha conocido, sin embargo,

95.  Según algunos críticos, esta pintura ha influido decisivamente en la configuración


estética de la crucifixión en la película La Pasión de Mel Gibson.
96.  Llach, María Josefina, «Cuatro contemporáneos pintan Teología», Teología. Revista de
la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica Argentina 104 (abril 2011) 129.
97.  Plazaola, Historia y sentido del arte cristiano, 957.
El rostro de Cristo en el arte 247

Figura 44.  Santa Faz. Georges Rouault. 1933.


Centre Pompidou. París

un eclipse durante el siglo de la Ilustración. Y si ha podido reemprender


su curso durante el siglo XIX, parece que el fenómeno global de la des-
aparición del rostro en la historia del arte occidental en el siglo XX le ha
asestado un duro golpe; golpe que no serían capaces de hacer olvidar las
felices excepciones que debilitan esta regla confirmándola, por ejemplo
248 FERMÍN LABARGA

las santas faces de Rouault» 98. Porque, en palabras de Plazaola, «resu-


miendo los rasgos que mejor caracterizan la expresión plástica del rostro
de Cristo en el arte de nuestro tiempo, habría que señalar los siguientes:
una tendencia a humanizar lo divino, identificando a Dios con el hom-
bre; y paradójicamente, una mayor conciencia y sensibilidad para evocar
lo trascendente; un mayor pudor ante la necesidad de expresar lo sagrado;
un respeto profundo a la materia, evidenciado en la misma técnica em-
pleada; una cierta marginación de las formas aparenciales de la realidad
natural; y una preferencia por el símbolo, intensificando el lenguaje y re-
cordándonos que el arte de hoy no quiere ser «ilusión» sino «alusión»» 99.
Viene a confirmar lo antedicho el pintor norteamericano converso
al catolicismo William Congdon (1912-1988), seguidor del expresio-
nismo de tendencia abstracta surgido tras la II Guerra Mundial bajo
la influencia de Kandisky, cuya seña de identidad es la virulencia del
gesto y la voluntad de expresar estados anímicos muy intensos. Así, a
pesar de haber representado en tantas ocasiones al Crucificado con una
fuerza expresiva enorme, nunca se ha atrevido a plasmar su rostro, de-
jándolo siempre solamente sugerido. «Porque éste es el icono de Cristo
que Congdon sufre: el del abandono radical. Más aún: él no pinta una
imagen, sino el grito del abandono. Esa criatura cuyos rasgos se van
deshaciendo, cuyo dolor delira desde el límite de su carne para transfor-
marse en dolor del cuerpo del mundo. (…) Congdon vio un «agujero»
en su Crucifijo: un abismo, exactamente. (…) Este vacío es el único
«objeto» del cuadro. Y, sin embargo, (…) éste es el drama que sorprende
y llena de estupor: todo parece precipitarse en ellos, la tesitura cromática
está lacerada catastróficamente y, precisamente esto es lo que habla de
anastasis, precisamente el hundimiento en el «agujero» de ese «dolor
convertido en cuerpo» habla de resurrección» 100.
No es posible, en un trabajo de estas características, reflejar las reper-
cusiones que los diferentes ismos del arte contemporáneo han ejercido
sobre la imagen sagrada y, en concreto, sobre la representación de Cristo,
un tema que ha seguido ejerciendo, aunque en menor medida, un atrac-
tivo sobre los artistas, incluso entre los que no se consideran cristianos
ni, tan siquiera, abiertos a la trascendencia. Evidentemente, las visiones
de Cristo son, en casi todos los casos, un reflejo de la propia angustia
vital. El arte del siglo XX, singularmente el europeo, refleja el dolor y
la angustia de las grandes guerras y los totalitarismos que destruyen al
hombre. Una serie de nombres ilustran un panorama rico y muy variado.

 98. Boespflug, François, «Le regard de Dieu fait homme. À propos de la Tète de Wisen-
bourg», en De Jèsus à Jèsus-Crist. I: Le Jèsus d l´Histoire, París: Mame-Desclée, 2010, 163.
 99. Plazaola Artola, Juan, «El rostro de Cristo en el arte contemporáneo», Ars sacra
6 (1998) 30-40.
100.  Cacciari, Massimo, «William Congdon: analogía del icono», Revisiones 2 (2006) 116.
El rostro de Cristo en el arte 249

Figura 45.  Crocefisso 41. William G. Congdon. 1966.


The William G. Congdon Foundation. Milán

Stanley Spencer, dentro del figurativismo, aporta una visión muy


original del horror de la Pasión en su The deposition and the rolling
away of the stone (1956) de la York City Art Gallery, en la que Cris-
to recupera su aspecto helenista de joven sin barba. Con este mismo
aspecto aparece también en la pintura de Salvador Dalí, uno de los
principales representantes del surrealismo, que acepta el reto de pintar
a Cristo y para ello se inspira en el arte del Renacimiento italiano,
que tanto admiraba, como puede apreciarse en su Crucifixión o Cor-
pus hypercubus (1954) del Metropolitan Museum de New York, en el
que pretende adecuarse a los preceptos del cubismo, según él mismo
confesó: «Pinté una cruz hipercúbica en la que el cuerpo de Cristo se
250 FERMÍN LABARGA

convierte metafísicamente en el noveno cubo, siguiendo los preceptos


del discurso sobre la forma cúbica de Juan Herrera, constructor de El
Escorial, inspirado en Ramón Llull» 101. También en El Sacramento de
la Última Cena (1955) de la National Gallery of Art de Washington,
obra enmarcada en su denominada etapa «atómica», recurre a la hora
de inspirarse a Leonardo, y presenta un Cristo idealizado cuyo cuerpo,
en parte, resulta transparente evocando el misterio de la presencia real
en la Eucaristía.
Del mismo modo, otros artistas de la pasada centuria han acudido
a diversas etapas de la tradición iconográfica cristiana como fuente de
inspiración. Así, por ejemplo, Duncan Grant se inspira en el arte paleo-
cristiano, retomando el tipo del Buen Pastor, como puede verse en la
catedral de Lincoln (1958). Más recientemente, la huella de la tradición
iconográfica bizantina se percibe en la obra musivaria de Marko Ivan
Rupnik y del Centro Aleti, así como también es perceptible la influencia
del Cristo en majestad del románico en la producción de Peter Eugene
Ball.

Figura 46.  El Sacramento de la Última Cena. Salvador Dalí. 1955.


National Gallery of Art. Washington

101.  Perera Rodríguez, Margarita, «De vuelta a Portlligat», en Díaz, María Jesús,
Dalí, Madrid: Tikal, [2010], 233.
El rostro de Cristo en el arte 251

Figura 47.  Nazareno. Antonio Sicurezza. 1977. Colección particular

En la línea del Nazareno de Antonio Sicurezza (1977), algunos au-


tores contemporáneos –como Giuseppe Antonio Lomuscio y Goyo
Domínguez– dentro de un realismo amable muestran la imágen de un
Cristo joven, sonriente, atractivo, cercano. Con un semblante melancó-
lico lo retrata Chris Gollon en su Man of sorrows (2002) mientras que
la interpretación más cruda, a la vez que plena de simbolismo, es la que
aporta el polaco Jerzy Duda Gracz con su impresionante Golgota Jasno-
górska (2000-2001) del santuario de Czestochowa. El realismo de cuño
barroco resurge una vez más con Giovanni Gasparro, Roberto Ferri (con
una clara impronta caravaggista), Raúl Berzosa o Neilson Carlin, por
señalar tan solo algunos nombres del panorama actual. Este mismo rea-
lismo se percibe dentro del campo escultórico en el ámbito de la imagi-
nería procesional española que, moviéndose dentro de un neobarroco,
aporta tallas de Cristo que van desde las versiones más idealizadas de
Figura 48.  Golgota Jasnogórska. XI estación: Jesús es despojado de sus vestiduras.
Jerzy Duda Gracz. 2000-2001. Santuario de Czestochowa
El rostro de Cristo en el arte 253

José Mª Ruiz Montes hasta otras absolutamente cruentas como puede


ser el Cristo sindónico de Miñarro.
Cabe señalar, por último, que a lo largo del siglo XX el cine ha
ofrecido también una imagen de Cristo que ha ido evolucionando con
el paso del tiempo y de las ideologías, pero su análisis excede nuestros
propósitos 102.

* * *

Para concluir, no estará de más recordar de nuevo que cada artista es


hijo de su tiempo y de sus circunstancias. Su obra refleja su experiencia
personal de fe y la espiritualidad del momento. Con todo, le resultará
difícil plasmar el rostro de Cristo si no tiene fe. A este propósito, Miguel
Ángel dijo que «non basta ad un pittore, per imitare in parte la vene-
rabile immagine del Signor Nostro, essere un grande maestro, ma deve
tener buona vita e, se possibile, essere santo, acciocchè il suo intelletto
sia ispirato dallo Spirito Santo» 103.

102.  Méndiz, Alfonso, Jesucristo en el cine, Madrid: Rialp, 2009.


103.  Cit. por Menozzi, Daniele, La Chiesa e le immagini. I testi fondamentali sulle arti
figurative dalle origini ai nostri giorni, Torino: San Paolo, 1995, 264.
IL MISTERO DELLA CHIESA,
CORPO DI CRISTO E TEMPIO
DELLO SPIRITO SANTO

Maria Antonietta Crippa


Politecnico di Milano

Entrare nel Mistero della Chiesa

«É solo dal di dentro dell’esperienza di fede e di vita ecclesiale che


vediamo la Chiesa così come è veramente: inondata di grazia, splen-
dente di bellezza, adorna dei molteplici doni dello Spirito» 1. Tuttavia,
non è facile oggi attrarre in questo «mistero di luce», dal momento che
viviamo «in un mondo incline a guardare la Chiesa, come quelle finestre
istoriate, ‘dal di fuori’: un mondo che sente profondamente il bisogno di
spiritualità, ma trova difficile entrare nel mistero della Chiesa» 2.
Questa riflessione del 2008 di papa Benedetto XVI a New York,
nella cattedrale di Saint Patrick durante una celebrazione della messa,
esprime plasticamente l’attuale condizione, di evidenza per alcuni e di
difficoltà per altri, nella comprensione del tema che mi è stato affidato
per questo convegno, che fa perno sul rapporto tra le arti e la teolo-
gia. L’evidenza è frutto dell’appartenenza; le difficoltà emergono dove la
Chiesa viene ridotta a fenomeno solo sociale. Il luogo nel quale il papa
parlava è un edificio il cui nome, chiesa, è metonimia della realtà – vi-
sibile e invisibile, terrena e celeste – della ‘vera’ Chiesa. L’occasione in
cui emerse la sua riflessione era quella di una celebrazione eucaristica,
centro della liturgia che il Concilio Vaticano II ha definito fons e culmen
della Chiesa. Il riferimento simbolico, stimolo efficace all’immaginazio-
ne, è stato trovato nelle vetrate istoriate: frammentate dai piombi, scure
e piatte, se viste dall’esterno; fonte di luce vibrante, colorata, filtrante
racconti di storia sacra, se viste dall’interno.

1.  Benedetto XVI, «Omelia alla messa nella cattedrale di Saint Patrick a New York, 19
aprile 2008», in Vigini, Giuliano (ed.), Credere. Enchiridion della Fede e della Vita Cristiana,
Città del Vaticano: LEV, 2012, 81
2.  Ivi, 82
256 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

Detto altrimenti: la comprensione della natura della Chiesa, del vol-


to divino trinitario che essa svela e insieme vela, esige, nel singolo e nella
communio del popolo di Dio, che il Mistero, identificato dalla polarità
dottrinale ‘corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo’, venga vissuto
nelle dinamiche dell’incarnazione e della redenzione tramite liturgia, sa-
cramenti, ordine gerarchico, comunione e carismi. La vertiginosa sintesi
della formula dottrinale, ‘corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo’,
può apparire lontana anni luce dall’esperienza ecclesiale del cristiano
semplice, non teologo, quale è la maggior parte dei credentii. Ma il
Mistero, che essa addita, ha un corrispettivo antropologico facilmente
a tutti accessibile nel «continuo confronto della fede con tutto l’uomo:
emozione, ragione, percezione, azione, espressione, condivisione, come
pure poesia, musica, scultura, pittura, architettura» 3. Corpo e tempio
sono infatti metafore che additano e preannunciano il destino dell’uo-
mo: Cristo tutto in tutti nella vita eterna e, fin d’ora, sua anticipazione
nel corpo della Chiesa, nella città-tempio, luogo d’azione dello Spirito
Santo.
Ogni forma d’arte, secondo proprie potenzialità espressive, in
modi grandiosi o umili, può concorrere a questa presa di coscienza
in un’esperienza di certezza che anticipa il compimento del destino
di salvezza offerto da Dio all’uomo. Tramite l’arte l’uomo è chiamato
a sperimentare un’emozionante percezione di Dio, della sua bellezza
grande, disinteressata, vicina, incarnata, attuale. Nella communio, come
in una cattedrale sempre aperta sulla città, l’uomo viene avvolto dalla
luce della Chiesa. Quest’ultima, per ricordare la celebre immagine di s.
Ambrogio, vescovo di Milano nel IV secolo, richiamata di recente da
papa Francesco, è luce di luna illuminata da Gesù sole che sorge, da lui
sempre dipendente 4.
Nel XX secolo si è discusso a lungo della ‘morte dell’arte’, intesa
hegelianamente come superamento del suo carattere elitario, o prete-
so tale, tramite prodotti estetici fruibili da tutti perché industrialmente
riproducibili. Non vera morte, non annientamento dell’arte ha avuto
luogo, bensì una lunga agonia nel drammatico scontro, al fondo delle
coscienze, tra sensibilità e ragione. Nella complessità in cui oggi ci tro-
viamo, il rischio più grave è quello di subire la debilitazione di creatività
e il disorientamento dei sensi, causati da questa lunga agonia effettiva-
mente in corso, occorre ammetterlo.

3.  Bonaccorso, Giorgio, L’estetica del rito. Sentire Dio nell’arte, San Paolo, Cinisello
Balsamo (Milano): San Paolo, 2013, 8.
4.  Conferenza stampa di papa Francesco durante il volo di ritorno dalla Turchia,
30.11.2014, http://w2.vatican.va/content/francesco/it/speeches/2014/november.index.html (no-
vembre 2015)
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 257

Nell’attuale smarrimento è responsabilità del cristiano, ha scritto


von Balthasar iniziando la sua estetica teologica, scegliere come pro-
pria parola iniziale la bellezza, intesa come ‘corpo-parola’, ‘fenomeno
originario’ espresso e rappresentato ogni volta e non risolto in elabora-
zione critica, perché: «Cos’è l’uomo senza la forma che lo segna, che lo
circonda come corazza inesorabile e tuttavia lo rende malleabile, libero
da qualsiasi insicurezza […]?» 5. Porre il problema della forma, principio
genetico dell’arte, è dunque porre il problema dell’uomo.
Si può inoltre affermare che la grande parola arte, ancora circolante
nonostante tutto, continui a segnalare l’insopprimibile bisogno di un
anticipo di compimento positivo del nostro destino, in parole, segni,
forme, spazi, suoni, carichi di evidenza. Di fronte alle molte opere con-
temporanee, identificate come artistiche, possiamo anche non concor-
dare sul loro riconoscimento caso per caso, ma non possiamo permet-
terci di scansare il problema che esse pongono: la ricerca di un senso
dell’esistenza coincidente con la forma in cui esso affiora. Non possono
farlo, soprattutto, gli uomini che coltivano la propria religiosità.
Per esplorare il tema dei luoghi di culto costruiti nel mondo in due-
mila anni di storia, monumenti spesso di commovente bellezza e poli
di centralità urbane e luoghi di pubblica presenza delle comunità dei
credenti, occorrono diverse coordinate: storiche, antropologiche, archi-
tettoniche, artistiche, estetiche, teologiche. Non è quindi facile costruire
quadri di sintesi adeguati. É in corso tuttavia, insieme al ripensamento
dell’assetto storiografico dell’architettura per grandi fenomenologie sti-
listiche ereditato dall’Ottocento, una selezione ampia in molte nazioni,
per ora dai tratti incerti, ai fini di una valutazione di valore delle migliori
realizzazioni, oltre che di trasmissione al futuro del patrimonio edilizio
ecclesiale del Novecento 6.
L’entità di questo patrimonio non è paragonabile, per quantità e re-
lativa omogeneità di espressione nelle diverse culture oggi vive nel mon-
do, a quello precedentemente realizzato.
Nelle accreditate fenomenologie stilistiche pre-contemporanee, ai
luoghi di culto viene riconosciuta una reale preminenza, di carattere sia
formale che costruttivo e simbolico. L’opposto è accaduto fino ad oggi
per le chiese del Novecento, lasciate a lungo al margine, se non escluse,
dagli inquadramenti storici degli habitat contemporanei, benché molte
siano le realizzazioni anche imponenti e, in non pochi casi, di qualità

5.  Von Balthasar, Hans Urs, La percezione della forma, Milano: Jaca Book, 1971, 15.
6.  Per la Francia, ma con ampi riferimenti a situazioni di altri paesi, si veda ad esempio
il recente: Blanchet, Christine e Verot, Pierre, Architecture et art sacré de 1945 à nos jours,
Paris: Archibooks+Sautereau, 2015.
258 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

oltre che luoghi di riferimento per vasti gruppi sociali. In questo scarto
di valutazione critica, tra passato e presente, la coscienza storica con-
temporanea è sottoposta a una perturbazione quasi violenta, faticosa da
sopportare, essendo costretta ad assumere una cesura fittizia, di natura
ideologica, non corrispondente alla realtà dei fatti.
Sembra inoltre che le più recenti modificazioni d’ambiente, cornice
instabile dell’attuale vita quotidiana, superino le capacità di controllo da
parte di architetti, ingegneri, pianificatori, anche per la vertiginosa me-
scolanza in corso di popolazioni, che trascina con sé il rischio di eclaves
sociali, tra loro indifferenti se non ostili. Non meno turbata è l’energia
inventiva di quanti si coinvolgono in tali compiti pianificatori. In que-
sto contesto, la frammentazione del fenomeno sociale unitario chiamato
popolo e il dilagante relativismo religioso indeboliscono il senso comu-
ne, fondato su certezze condivise, e imprigionano progettisti e pianifi-
catori entro la gabbia dell’efficacia istantanea di pulsioni immaginative,
facendo loro dimenticare il dovere del servizio agli uomini e al loro be-
nessere, materiale e spirituale. Ne soffre in particolare la natura emi-
nentemente simbolica dell’architettura e della città, quel loro esprimere,
nella propria conformazione, valori condivisibili perché a tutti evidenti
e senso storico dei modi di vita, individuale e associata. Il dar forma a
nuove architetture, tra queste a quelle di chiese e dei centri parrocchiali,
non può non risentire di questa situazione magmatica.
Personalmente temo l’assuefazione a questa sempre più caotica e
generalizzata instabilità. Giustamente papa Francesco, in documenti
ufficiali, stimola a ripensare a scala planetaria il rapporto tra uomini e
ambiente. Il caos è informe; nella linea della riflessione qui sviluppata,
in continuità con il pensiero di von Balthasar, possiamo ritenere che
esso è inumano, è abolizione dell’uomo. All’opposto il luogo di culto,
la chiesa, è principio di formazione dell’uomo in rapporto con gli altri
uomini e con Dio. Come tale è questione di arte, oggi come nel passato.
Per questo l’edificio cultuale, il suo programma iconografico in pitture,
il suo ‘arredo’ liturgico, le sue suppellettili, la musica, il linguaggio litur-
gico, tutto concorre o dovrebbe concorrere a introdurre al Mistero di cui
si fa immagine o metonimia.

Teologia e architettura

All’inizio del XX secolo, lo svizzero Alexandre Cingria (1879-1945)


e il francese Paul Claudel (1868-1955), aprirono un vasto dibattito, ri-
spettivamente nel 1917 e 1919, con un breve scritto del primo e la rispo-
sta del secondo, sull‘arte sacra intesa da loro come arte delle e per le chie-
se, segnalando il divorzio avvenuto tra fede, del popolo cristiano e con
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 259

esso del clero, e potenza immaginativa dell‘artista 7. Essi ritenevano che


a partire dal XIX secolo, si era affermata una spiritualità disincarnata. Il
popolo cristiano aveva dimenticato che «chi è stato battezzato e chi resu-
sciterà nell’ultimo giorno è l’uomo intero, nell’integrale e indissolubile
unità della sua doppia natura» 8. Si era estenuato il coinvolgente vigore
dell’arte, mentre era stata ferita gravemente l’immaginazione dell’artista.
Conseguentemente ebbe luogo una vera eliminazione dell’arte autentica
dai luoghi di culto; la Chiesa, nelle sue chiese, apparve come «un uomo
spogliato degli abiti, vale a dire che il suo corpo sacro, costituito da
uomini al contempo credenti e peccatori, si è mostrato materialmente
nudo per la prima volta agli occhi di tutti, in una specie di esposizione,
in una permanente esposizione delle sue infermità e delle sue piaghe. Per
chi osa guardarle, le chiese moderne hanno l’interesse e il pathos di una
pesante confessione», scrisse Claudel 9.
Una lunga catena di vivaci dibattiti, attorno al tema dell’edificio
ecclesiale di contesto cristiano, si è sviluppato da allora lungo tutto il
XX secolo trovando snodo importante, nel mondo cattolico, negli esiti
del Concilio Vaticano II. Esso è tuttora aperto, in un contesto sociale
e culturale in continua evoluzione. Nella mia professione di architetto
esercitata saltuariamente, in quella di professore universitario e storico
dell’architettura svolta in modo più costante, ho dato grande attenzione
all’arte, della e per la Chiesa nella sua bimillenaria storia fino ad oggi,
come campo di ricerca non unico ma rilevante. La mia appartenenza ec-
clesiale, d’altra parte, ha potuto essere approfondita nella collaborazione
in più occasioni con diversi teologi, in convegni ma soprattutto nella
partecipazione ventennale alla redazione della rivista internazionale di
teologia e cultura «Communio».
Riflettendo sul percorso fatto e organizzando la relazione per que-
sto convegno, mi sono resa conto di aver messo a fuoco, soprattutto
nell’ultima produzione storico-critica, alcuni semi di positività, di co-
struttività, dell’arte nella e per la Chiesa, nella storia del secolo che ci
sta alle spalle. Questi voglio offrire alla riflessione, tralasciando una di-
sanima più ‘tradizionale’ e pur sempre importante, relativa a protagoni-
sti di progetti di chiese, orientamenti critici, assetti storiografici, di cui
comunque mi sono occupata. Parlando di semi intendo indicare nodi
concreti, fatti che documento e che restituiscono clima, intenzioni e
contingenze storiche all’interno delle quali i costruttori di chiese hanno

7.  Crippa, Maria Antonietta, «L’avventura di una primavera che ancora attende la sua
estate», en Couturier, Marie-Alain, Un’avventura per l’arte sacra. Testi in L’Art sacré scelti da
P.-R. Régamey, ed. it. M. A. Crippa, Milano: Jaca Book, 2011, XXV-XXX.
8. Ivi, XXVIII.
9. Ivi, XXIX.
260 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

operato. Sono semi positivi e produttivi nelle ricerche d’architettura del


XX secolo, troppo poco ascoltati, sorti dall’intreccio fecondo e libero
tra teologia e architettura, e tra architettura, fede e pastorale cattoliche.
Il seme chiede cure specifiche, occorre conoscerne la natura e at-
tenderne pazientemente la fioritura. Coltivarlo implica fiducia nella
sua fioritura e speranza nella sua bellezza e utilità. Così è per i semi di
cultura cristiana. Con garbo lo ha ricordato il cardinal Ratzinger: «Chi
crede sa che si va ‘avanti’, non si gira intorno. Chi crede sa che la storia
non assomiglia alla tela di Penelope, continuamente ritessuta per venire
continuamente disfatta […]. Il mondo nuovo, raffigurato nell’immagi-
ne della nuova Gerusalemme con cui termina la Bibbia, non è utopia,
ma certezza cui andiamo incontro nella fede. C’è una redenzione del
mondo: ecco la ferma fiducia che sostiene il cristiano e che lo convince
che anche oggi vale la pena di essere cristiano» 10.
L’architettura, in modo esemplare quella di chiese, porta speranza
là dove si innesta in un clima di libera e vissuta religiosità. Non occorre
piegarne poetica e logiche interne a dettati dottrinari o teologici in senso
stretto, in forma di meccanico rimando. É invece necessario perseguire,
nel dialogo tra architettura teologia e pastorale, analogie tra significati
e forme, isomorfismi tra edificio e spiritualità collettive, nel rispetto di
esigenze proprie della fede e della vita cristiana.
Concomitante conditio sine qua non, per il perseguimento di questo
esito, è però che l’architetto, il progettista, sappia sviluppare una propria
poetica 11, un proprio modo di sentire e ‘formare’. Non pochi recen-
ti progetti d’architettura, invece, accreditano l’insignificanza di questa
ricerca, sull’onda di un aggiornamento tecnologico o di un’espressività
sostanzialmente gestuale. Dove si persegue qualità d’arte tuttavia, oc-
corre saper portare una paziente gestazione delle proprie intuizioni e dei
propri saperi disciplinari, affondandola nel terreno del patrimonio vitale

10.  Ratzinger, Joseph, Introduzione al cristianesimo. Lezioni sul Simbolo apostolico, Bre-
scia: Queriniana, 2005, 348-349.
11.  Poetica è, secondo L. Pareyson, programma operativo riconosciuto a seguito di un
percorso di ricerca, non dunque a-priori teorico ma esito di lucida e sorvegliata concretez-
za del fare. Precisa inoltre: «All’arte è bensì necessaria una poetica che, nel suo concreto
esercizio, operosamente animi e sorregga la formazione dell’opera, ma non è essenziale una
poetica piuttosto che un’altra […]. L’essenziale è che arte ci sia, e che nessuna di queste
poetiche si assolutizzi in modo da pretendere di contenere essa sola l’essenza dell’arte, mo-
nopolizzandone l’esercizio ed erigendosi così a falsa estetica». Cfr. Pareyson, Luigi, Estetica.
Teoria della formatività, Firenze: Sansoni, 1974, 314. Il dar forma in architettura è oggi
problema aperto che affonda le radici nel superamento e/o evoluzione dei caratteri della
stagione del Movimento Moderno e della pluralità di tendenze in esso inscritte. Per un
suo primo inquadramento, espresso in modi equilibrati, cfr.: Moneo, Rafael, Inquietudine
teorica e strategia progettuale nell’opera di otto architetti contemporanei, Milano: Mondadori
Electa, 2005; Moneo, Rafael, L’altra modernità. Considerazioni sul futuro dell’architettura,
Milano: Marinotti, 2012.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 261

ereditato dal contesto e coltivato nella propria interiorità. Vi è poeti-


ca, dunque, là dove questa gestazione matura in programma operativo.
Ogni autentica poetica, inoltre, è proposta di libertà, mette in campo
una tendenza fra le altre dando proprie ragioni, consente di valutare e
scegliere, provoca all’assenso o alla presa di distanza, è condizione di
dialogo tra mondi diversi perché espressione incarnata in forme, per
l’architettura in organismi fisici, di un ideale filtrato attraverso tutte le
mediazioni che una consapevole professionalità impone. Essa è dunque
termine medio tra teologia e arte; suo tramite vedono la luce opere con
carattere testimoniale, aperte alla decifrazione possibile a tutti nella con-
divisione del loro significato.
Il progetto di una chiesa, il suo’ decoro’ sono, oggi, incarichi ambiti
da architetti e artisti. Il tema offre infatti possibilità espressive altrove
compresse. Occorre chiedersi, però, se tale interesse, vivissimo tra gli
architetti in particolare, sia sostenuto da adeguata comprensione del
Mistero della Chiesa, da parte loro e da parte di chi ne risulta ‘fruitore’.
Per addentrarci nel problema così posto non basta esaminare la qua-
lità di una chiesa dal punto di vista formale, tecnologico, urbanistico;
né soltanto individuare l’adeguatezza della disposizione dei poli liturgici
per le celebrazioni e l’amministrazione dei sacramenti. Non bastano cioè
alte espressioni poetiche e rispondenza a programmi che, tuttavia, sono
indispensabili. Occorre che i fedeli colgano, nel luogo, la proposta di
una familiarità a loro possibile con il Mistero ecclesiale, in un’esperienza
che potremmo sintetizzare con le parole: invito, accoglienza, sorpresa,
distacco dal mondo esterno, intimità. Il fattore esperienziale d’altro can-
to, benché fondamentale non è riducibile al livello di una corrisponden-
za immediata, irriflessa, di gusto, pena la caduta in sentimentalismi o
deviazioni di senso.
Scrive l’architetto spagnolo Rafael Moneo: «É ancora capace l’ar-
chitettura di offrire quegli spazi che chiedono di essere, in questo caso,
caricati di contenuto simbolico, di accompagnare chi ha una visione
trascendentale del mondo? La risposta a questa domanda è più difficile
e può non soddisfare tutti […] L’architetto non è solo strumento della
società, ma, in quanto soggetto, è responsabile di ciò che sarà il tem-
pio, del suo carattere. La risposta in questo caso scaturisce da ciò che è
più intimo e personale» 12. La domanda di Moneo è oggi cruciale. Non
meno importante tuttavia è cercare di non chiudere, nel legittimo oriz-
zonte intimo e personale da lui indicato, la risposta.
Benché non si possieda un quadro sufficientemente ampio e storica-
mente consolidato delle realizzazioni in questo campo nel corso del XX

12.  Moneo, L’altra modernità, 80.


262 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

secolo nel mondo, quanto si conosce consente di ritenere che si sono


troppo spesso ritenute scontate, per varie ragioni, le intenzioni di proget-
tisti e committenti e la loro attenzione o disattenzione alle comunità dei
fedeli. Non è neppure ben messo a fuoco quale sia stato l’apporto della
teologia e il suo aggancio con la dimensione pastorale, che fa capo ai ve-
scovi che reggono le diocesi. Molto resta da fare nel campo della ricerca.
Fortunatamente tuttavia non mancano alcune piste già delineate, sia
pure per frammenti; il XX secolo non è infatti privo di segnali che indi-
cano prospettive per il prossimo futuro. Li propongo qui come preziosi
semi che segnalano la strada da percorrere.

L’amicizia tra teologi e architetti – il primo seme

Mi soffermo sul dialogo amicale tra il teologo italo tedesco Romano


Guardini (1881-1968), e due architetti, Rudolf Schwarz (1897-1961) e
Ludwig Mies van der Rohe (1886-1969), sviluppato nella prima metà
del XX secolo. La loro amicizia creò tra loro un clima di intima condi-
visione del senso dell’architettura, nel rispetto reciproco di compiti, di
esercizio disciplinare e di ruoli. Vi osservo condivisioni e differenze; dai
loro scritti emergono le premesse di quella celebre offerta e richiesta di
amicizia espressa, da parte di papa Paolo VI, nel messaggio rivolto agli
artisti a conclusione del Concilio Vaticano II. Più precisamente, il clima
di amicizia comportò, nell’attività degli architetti, un documentabile
intreccio fra talento, esercitato in poetiche personali, e libera assunzione
di suggestioni di natura teologica e pastorali. In quella del teologo fece
emergere la consapevolezza dei problemi implicati nel dar ‘forma allo
spazio’ e della necessità di nuove forme d’arte e d’architettura soprattut-
to, insieme a una eccezionale capacità educativa, volta a far cogliere il
legame tra dati antropologici universali e caratteri del messaggio evan-
gelico, anche nei suoi aspetti dottrinali e liturgici.
Evidenzio qui l’importanza del contesto amicale in ragione di que-
sto presupposto: ritengo che non si debba, da parte della committenza,
piegare poetica e logiche interne di un progetto, architettonico e artisti-
co, a dettati dottrinari in senso stretto, con pretesa di meccanico rispec-
chiamento; è invece necessario dar luogo a un clima in cui fioriscano
analogie, o isomorfismi, tra senso della Chiesa e opere d’architettura e
d’arte, tra edificio e spiritualità comunitarie, nel rispetto di varietà di
culture e sensibilità, oltre che in una libertà di messa in gioco di connes-
sioni, le più diverse e legittime, delle nuove realizzazioni con tradizioni
conformative preesistenti e/o locali.
Nella filosofia del XX secolo l’amicizia, virtù che incrementa auto-
coscienza e socievolezza e che secondo Antonio Rosmini (1797-1855)
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 263

può assumere un carattere decisamente intellettuale, è ritenuta habitus


che attraversa la cultura occidentale, da quella precristiana e dai Padri
della Chiesa fino ad oggi. Per il filosofo scienziato russo Pavel Florenskij
(1882-1937) essa è uno dei modi per contemplare «la profondità dell’e-
sistenza» 13. Per Hans Gadamer (1900-2002): «con i nostri amici che
condividono le nostre prospettive e i nostri intenti, ma che sono anche
in grado di rettificarli e di rafforzarli, ci avviciniamo al divino, ossia
all’ideale dell’esistenza» 14. «Ama veramente il suo amico chi ama Dio nel
suo amico» 15, aveva affermato s. Agostino.
Il XX secolo è segnato in effetti da profonde amicizie tra filosofi, te-
ologi, vescovi, artisti e architetti. Eclatanti sono state, per citarne alcune:
l’avventura artistica, a cavallo tra Ottocento e Novecento, del grande
architetto catalano Antoni Gaudì (1852-1926), condivisa con sacerdoti
e vescovi suoi committenti, con i quali si è ripetutamente confronta-
to 16; l’amicizia dei coniugi Maritain (Jacques, 1882-1973; Raïssa, 1883-
1960) con molti artisti 17, in particolare con i pittori Rouault (1871-
1958), Severini (1883-1966), Chagall (1887-1985); il grande combat
pour l’art sacré dei padri domenicani francesi in solidarietà con grandi
artisti, negli esiti celebri della Cappella di Vance di Matisse 18 e di quella
di Ronchamp di Le Corbusier 19. Esplorandoli, si scopre in tutti un’in-
tima vibrazione amicale, in un intreccio di forte realismo e di passione
ideale, fonte di energia profetica oggi a nostra disposizione.
Gli anni venti-quaranta del XX secolo sono, in modo unanime, ri-
tenuti periodo eroico e fase di cristallizzazione dell’architettura chiamata
moderna in senso attualistico e programmatico. Il contributo di area
tedesca fu al riguardo di primaria rilevanza; svolse infatti ruolo ideologi-
co direttivo, proponendo un’inedita ‘estetica della fabbrica’, che intaccò
radicalmente il primato degli edifici tradizionali con funzione pubblica,

13.  Florenskij, Pavel A., La colonna e il fondamento della verità, Milano: Rusconi, 1974,
504.
14.  Danani, Carla, L’amicizia degli antichi. Gadamer in dialogo con Platone e Aristotele,
Milano: Vita e pensiero, 2003, 251.
15.  Baldini, Massimo, La storia dell’amicizia, Roma: Armando, 2001, 41.
16.  Giralt-Miracle, Daniel (Ed.) Gaudì, La Sagrada Familia, cura dell’ed. it. di M. A.
Crippa, Milano: Jaca Book, 2010.
17. DE Carli Sciumé, Cecilia, «Montini/Maritain e gli artisti contemporanei», in
AA.VV., Montini e Maritain tra religione e cultura, Città del Vaticano: LEV, 2000, 204-14;
Viotto, Piero, Grandi amicizie. I Maritain e i loro contemporanei, Roma: Città Nuova,
2008; Radin, Giulia (ed.), Il carteggio Gino Severini – Jacques Maritain (1923-1966), Firen-
ze: Olschki, 2011.
18.  Pulvenis DE Seligny, Marie-Thérèse, Matisse Vence. La cappella del Rosario, Mila-
no: Jaca Book, 2013.
19.  Crippa, «L’avventura di una primavera che ancora attende la sua estate», IX-XLVI;
Crippa, Maria Antonietta e Caussé, Françoise, Le Corbusier. Ronchamp, Milano: Jaca Book,
2014.
264 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

con incisività particolare quelli cultuali e religiosi. In due contributi può


essere sintetizzato l’apporto tedesco tra le due guerre: nell’esperienza del-
la Bauhaus 20 e nel tema del rapporto tra architettura e liturgia cristiana,
di contesto sia cattolico che protestante.
A Romano Guardini, teologo italo-tedesco guida del movimento
giovanile Quickborn, fece lì capo la promozione di un dialogo tra cat-
tolicesimo e modernità, il cui tema per noi interessante fu quello della
costruzione di nuove chiese. Attento alle innovazioni in corso, a Berli-
no singolarmente eversive, il teologo colse l’urgenza che sconvolgeva «il
mondo della creatività dell’uomo» 21, riconobbe il valore antropologico
dell’arte. «L’opera d’arte ‘fa mondo’ » 22, scrisse valorizzandone la capa-
cità di situare gli uomini in una storia con destino ogni volta peculia-
re. L’architettura ‘fa mondo’, si può ritenere, quando ospita l’esistenza
individuale e collettiva in una sintesi armonica di ordine e bellezza che
configura luoghi di vita.
In La formazione liturgica 23 anticipò la consapevolezza della fine
della modernità 24 emergente nel radicale e lacerante dilemma, soprat-
tutto giovanile, tra «liturgia cattolica o pagana religiosità del corpo e
del cosmo» 25, provocato dal nazismo. La liturgia opus Dei, nel doppio
significato di opera compiuta da Dio e di opera per Dio, è per lui sintesi
di creatività, nella linea della conoscenza, e di obbedienza, nella linea
della trascendenza; è potenziamento della religiosità che conserva attiva,
nell’esercizio simbolico, la polarità della coscienza tra familiarità e alte-
rità col Mistero, con Dio; è «disciplina dura e ardente» che deve saper
evitare i due scogli dell’irrequieto riformismo e del «legame del Regno di
Dio al temporale» 26. Alla conclusione della seconda guerra mondiale, ne
La fine dell’epoca moderna 27 costatò, in un’Europa sempre più indifferen-
te alle proprie radici cristiane, un inaridimento espressivo e una diffu-
sa fragilità di coscienza, uno smarrimento del senso religioso, catturato
dai «tiranni dell’epoca da poco trascorsa, per fondare la loro potenza in

20.  La Staatliches Bauhaus, scuola di architettura, arte e design, operò a Weimar dal 1919
al 1925, a Dessau dal 1925 al 1932 e a Berlino dal 1932 al 1933, quando venne chiusa dai
nazisti. Il termine Bauhaus fu voluto dal fondatore Walter Gropius, ricordava il medievale
Bauhütte, loggia dei muratori. Dal 1930 fino alla chiusura fu suo direttore Ludwig Mies van
der Rohe, che le diede un carattere disciplinare incentrato sull’architettura.
21.  Guardini, Romano, «L’uomo. Fondamenti di una antropologia cristiana», in Opera
omnia III/2, Brescia: Morcelliana, 2009, 198.
22. Ivi,197.
23.  Per esplicita dichiarazione di Guardini essi vennero pubblicati, per la prima volta, nel
1919 e nel 1922 il primo e il secondo, il terzo nel 1923.
24.  Guardini, Romano, La formazione liturgica, Milano: OR, 1988, 34.
25.  Ivi, 38.
26.  Ivi, 102.
27.  Guardini, Romano, La fine dell’epoca moderna, Brescia: Morcelliana, 1979.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 265

modo definitivamente religioso […in] una forma, che poteva avere solo
il senso di estinguere Cristo […]» 28.
Guardini ha lasciato tracce profonde in architetti a lui contempo-
ranei, di grande talento e levatura spirituale. Molti dovrebbero essere
qui richiamati 29; per ragioni di spazio mi soffermo sul suo rapporto con
Rudolf Schwarz, il più noto, e su quello con Ludwig Mies van der Rohe,
il meno conosciuto.
Il dialogo amicale tra Guardini e Schwarz è stato approfondito da
Pehnt, Sthol 30 e Gerl 31. Essi concordano nel segnalarne il profondo re-
ciproco rispetto per le specifiche competenze. Schwarz, scrive Pehnt,
si lasciò provocare e esplorò con originalità le indicazioni del maestro
teologo; costruire chiese non fu mai per lui ‘costruire edifici funzionali
alla liturgia’, fu ‘porre dinanzi a Dio grandi forme comunitarie’ 32. Si
oppose al cristocentrismo tradotto in spazialità rigidamente centrica, in
nome di un ‘teocentrismo attraverso Cristo’ che comportò un’articolata
concezione dello spazio interno della chiesa. Fu attento anche all’abita-
re, inteso come «essere-in-armonia con la vita della natura, sedare il caos
che è in essa, sanare ciò che è deviante» 33.
Differenziarono Schwarz da Guardini 34 la radicale adesione del pri-
mo all’innovazione tecnica e una sensibilità religiosa nordica, espressa
nella chiesa di Sankt Fronleichnam ad Aquisgrana del 1929-30, «archi-
tettura della povertà», non meschina ma solenne, dove «la presenza e
simultanea assenza di Dio divenne visione», ha scritto Pehnt; ‘un’archi-

28.  Guardini, Romano, «Scritti politici», in Opera Omnia VI, Brescia: Morcelliana,
2005, 340.
29.  Siamo ancora in attesa di una precisa ricostruzione dell’influsso di Guardini su molti
architetti. Mi pare qui importante ricordare almeno Emil Steffann, per il quale cfr.: Grisi,
Tino, ««L’azione è tutto. La forma è nulla». Omaggio a Emil Steffann e a Romano Guardi-
ni», in AA.VV., Arte Architettura Liturgia. Esperienze internazionali a confronto, Lavis (Tren-
to): AlcionEdizioni, 2010, 139-46; Grisi, Tino, Konnen wir noch Kirchen bauen?/Possiamo
ancora costruire chiese?, Regensburg: Schnell+Steiner, 2014. Qualche annotazione sulla cer-
chia di architetti che si possono ritenere collegati a Guardini anche in: Crippa, Maria Anto-
nietta, «Romano Guardini e l’architettura», Communio 134 (1994) 97.
30.  Pehnt, Wofgang e Strohl, Hilde, Rudolf Schwarz. 1897-1961, Milano: Electa,
2000.
31.  Gerl, Hanna Barbara, Romano Guardini. La vita e l’opera, Brescia: Morcelliana,
1988, ivi in particolare interessante il rapporto tra Guardini e Schwarz e gli interventi di
quest’ultimo al Castello, 249-264.
32.  Von Balthasar, Hans Urs, Romano Guardini. Riforma dalle origini, Milano: Jaca
Book, 1970, 17: il teologo vi segnala che ‘riforma’ per Guardini non è ritorno al passato in
chiave archeologica, ma, in analogia con la grande arte, riscoperta di luoghi e momenti nei
quali «emerge in modo creativo, con la vita originante, la forma valida».
33.  Pehnt e Strohl, Rudolf Schwarz, 1897-1961, 48.
34.  Segnalò queste differenze lo stesso teologo: Guardini, Romano, «Per accompagnare
il lettore», in Schwarz, Rudolf, Costruire la Chiesa. Il senso liturgico nell’architettura sacra,
Brescia: Morcelliana, 1999, 29-31.
266 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

tettura del silenzio’, più riuscita all’interno che all’esterno, disse Guar-
dini 35. D’altro canto per Schwarz, autore di molti edifici di culto tra i
più sobri e importanti del Novecento, «la costruzione della chiesa è […]
unicamente ‘opera orante’, sostenuta dal movimento della grazia» 36, da
un mestiere cioè chiamato a divenire preghiera e che si stacca persino
dalla finalità liturgica, non per negarla o per ridurne l’importanza, bensì
per meglio individuare il contributo specifico del progetto architetto-
nico. Intendeva in questo modo segnalare che tra liturgia e architettura
sussiste una complessa relazione che implica componenti disciplinari
diverse.
Anche il celebre architetto Mies van der Rohe 37 ammirò Schwarz,
più giovane di lui, ritenendolo grande Baumeister per il quale il costruire
era intrinsecamente dominato da ordine, forma e senso 38. Mies è stato
progettista di molte ville, di celebrati grattacieli e di una sola piccola
cappella universitaria. I testi di storia dell’architettura contemporanea lo
presentano come uno dei massimi architetti del XX secolo, un pioniere
e protagonista di alta levatura, in Europa e in America. Di sé, del com-
pito assunto dopo il 1910 in architettura, da lui sempre denominata
Baukunst, di fronte ad un mondo caotico, in disordine e dominato dalla
tecnica, segnalò l’accettazione costante di una sfida. Scrisse: «Scoprim-
mo che la tecnica era una forza civilizzatrice con cui misurarsi […].
Avvertivo che doveva essere possibile armonizzare forze nuove e antiche
nella nostra civiltà. […]. La vera architettura è sempre obiettiva ed è
l’espressione della struttura interna dell’epoca in cui essa vede la luce» 39.
L’analisi accurata, del suo archivio e della sua biblioteca, condotta
dallo studioso Fritz Neumeyer. ha fatto emergere un Cahier de notes che
raccoglie fogli volanti scritti a mano; tra essi, in quelli stesi tra 1927 e
1928 sono numerosissimi i riferimenti a scritti di Guardini, in questi
anni a Berlino, dove Mies 40 lo conobbe. In essi si riconosce un eserci-
zio mentale di selezione, memorizzazione, interpretazione del pensiero
del teologo, nella ricerca di caratteri architettonici fondativi, originari
e ‘universali’. «La questione dell’architettura – scrive Neumeyer – è per
lui inseparabile da quella dell’essere. Essa deve mettersi al servizio della
vita sul piano pratico e spirituale: deve sostenere una concezione globale
dell’esistenza umana» 41.

35.  Pehnt e Strohl, Rudolf Schwarz, 1897-1961, 81-88.


36.  Schwarz, Costruire la chiesa, 230.
37.  Schulze, Franz e Windhorst, Edward, Mies van der Rohe, Milano: Jaca Book, 1989.
38.  Mies Van Der Rohe, Ludwig, «Premessa», in Schwarz, Costruire la Chiesa, 27.
39.  Neumeyer, Fritz, Ludwig Mies van der Rohe. Le architetture e gli scritti, Milano: Skira,
1997, 332-333.
40.  Gerl, Romano Guardini, 321.
41.  Neumeyer, Ludwig Mies van der Rohe. Le architetture e gli scritti, 29.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 267

In un certo senso, si può dire che Guardini e Mies lavoravano a


distanza e all’unisono negli stessi anni, ognuno nel proprio campo. Nel
1926, infatti, si chiedeva il primo: «dobbiamo considerare il caos che si
è scatenato negli ultimi cinquant’anni, caos del tramonto o caos della
crisi?», e subito aggiungeva: «Il caos che ci circonda è l’espressione di un
movimento di rimpasto, di riassetto. L’ordine mondiale si dissolve, ma
ne nasce uno nuovo» 42. Il secondo, nel 1928, scriveva: «L’architettura è
sempre in verità la realizzazione spaziale di decisioni spirituali. É legata
alla propria epoca e non può emergere che in compiti di vita e con mezzi
del proprio tempo. […] Deve essere possibile aumentare la coscienza
distinguendola da ciò che è solo intellettuale. Deve essere possibile ab-
bandonare le illusioni, vedere con precisione i nostri limiti e insieme
aspirare a una nuova infinitudine di natura spirituale. Deve essere pos-
sibile risolvere il problema del dominio della natura e insieme dar luo-
go a una nuova libertà. […] La strada indica il trapasso dall’estensione
all’intensità. Ma tutto ciò sarà possibile solo se ritroveremo fiducia nelle
nostre forze creative e se confideremo nella forza della vita» 43.
Nel 1938 annotava: «Niente chiarisce meglio il significato del nostro
lavoro che la frase profonda di Sant’Agostino: ‘La bellezza è lo splendore
della verità’ » 44, era in sintonia con Guardini che, da parte sua, affer-
mava: «Non si può creare arte dalla mera arte; ne deriva una virtuosità
vuota e ogni sorta di insignificanza puramente decorativa». Della sua
cappella del 1950 nell’università di Chicago, Mies disse: «Spesso pen-
siamo all’architettura in termini spettacolari. Nulla vi è di spettacolare
in questa cappella. Doveva essere e è effettivamente semplice. Ma non
è primitiva, è nobile; nella sua piccolezza si impone – è monumentale.
Non l’avrei costruita in altro modo se avessi avuto a disposizione un
milione di dollari» 45.

L’esperimento pastorale del cardinale Giovan Battista


Montini – il secondo seme

Avverto sempre profondo disagio quando si formulano giudizi su


nuove chiese prescindendo dalla conoscenza delle intenzioni di proget-
tisti e committenti, dalla poetica in esse espressa, dal confronto, in esse
leggibile, con il messaggio cristiano approfondito in dialoghi amicali
come quelli qui ricordati. Mi mettono a disagio sia il rifiuto di misurarsi

42.  Guardini, Romano, «La minaccia alla personalità vivente», in Opera Omnia IV, 217.
43.  Neumeyer, Ludwig Mies van der Rohe. Le architetture e gli scritti, 295.
44.  Ivi, 313.
45.  Ivi, 325.
268 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

con esigenze e modi contemporanei di espressione, sia l’appiattimento


ovvio su di essi; in una parola l’ignoranza o, peggio, l’indifferenza nei
confronti del tentativo di incarnazione del senso religioso attuale, che
ogni seria professione e lo stesso talento artistico, se coltivato, portano
con sé. Non casualmente Paolo VI, già lo si è accennato, nel celebre
messaggio agli artisti a conclusione del Concilio Vaticano II, li invitò
a essere amici della Chiesa offrendo la propria amicizia; espresse allora
un’apertura consapevole, fondata sulla sua formazione e sull’esperienza
di arcivescovo nella diocesi di Milano, oggetto ora della mia attenzione.
Per comprendere a fondo la posizione assunta da papa Paolo VI
nei confronti dell’arte contemporanea e dei suoi artisti e architetti, con-
fermata dai papi successori, occorre conoscerne la lunga formazione,
ecclesiale e culturale, e l’impegno, da lui stesso chiamato «campo spe-
rimentale di tipica e positiva importanza pastorale», a dotare di chiese
parrocchiali le periferie in crescita vertiginosa, negli anni del suo gover-
no arcivescovile.
I profondi mutamenti, intervenuti a tutti i livelli nel contesto socio-
culturale internazionale e nazionale negli ultimi decenni, impongono
una distanza non più solo cronologica rispetto a quanto venne messo
in moto, negli anni tra 1955 e 1963, dal governo episcopale del cardi-
nale Giovanni Battista Montini (1897-1978) nella diocesi ambrosiana.
Nella loro approfondita comprensione si è ora favoriti dalla possibilità
di consultare, presso l’Archivio storico della Diocesi ambrosiana, docu-
mentazione importante di recente resa accessibile 46. Si apre pertanto la
possibilità di una riflessione puntuale, criticamente fondata e documen-
tata, sul contributo globale di Montini ai temi dell’arte sacra e dei suoi
legami con la liturgia. Essa consente di gettare nuova luce sullo sviluppo
costante di un’attenzione emersa fin dalla giovinezza, messa anche ope-
rativamente a fuoco nel periodo di attività nella Fuci, ramo giovanile
dell’Azione Cattolica italiana, divenuta obiettivo pastorale determinate
durante gli anni del governo episcopale e, infine, espressa in un’apertura
all’arte contemporanea, saldamente ancorata a senso e valori ecclesiali e
nello stesso tempo contrassegnata da profondo carattere amicale.

46.  Il 15 ottobre 2013, presso il Centro Studi dell’Istituto Paolo VI di Concesio, con la
partecipazione dell’Opera per l’Educazione Cristiana, con l’Istituto Paolo VI di Brescia e
con l’Archivio storico diocesano di Milano (d’ora in poi ASDM), si rese noto che 26.000
documenti sull’episcopato milanese di G. B. Montini, rinvenuti nel 2011, venivano messi
a disposizione degli studiosi. Precedono le riflessioni qui svolte: Crippa, Maria Antonietta,
«Il comune impegno di Giovanni Battista Montini e Enrico Mattei nella diocesi di Mila-
no», Rivista per la Storia dell´Arte Lombarda 13 (2014) 37-50; Crippa, Maria Antonietta,
«L’arcidiocesi di Milano. Campo sperimentale della pastorale di Giovanni Battista Montini.
Il sistema di parrocchie e nuove chiese», in Tiberia, Vitaliano (ed.), Annali della Pontificia
Insigne Accademia di Belle Arti e Lettere dei Virtuosi al Pantheon, Tivoli (Roma): Scripta
Manent Ed., 2015, 49-75.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 269

Il contributo di Montini risulta pertinente, io credo, anche al pro-


cedimento, assunto con rilevante impegno nel XX secolo, in Italia, dalla
Chiesa cattolica che ha puntato a conservare, come fattore portante della
propria presenza pubblica anche se non l’unico, il tradizionale nesso tra
evangelizzazione e territorialità. La sua articolazione in chiave moderna,
in corrispondenza pertanto all’esponenziale crescita urbana dell’ultimo
secolo, ha comportato soprattutto la moltiplicazione delle parrocchie,
complessi nei quali alcuni edifici residenziali, per il clero e per attività
educative, culturali e di servizio, si raggruppano attorno al loro centro,
la chiesa, luogo della celebrazione del culto e segno eminente della pre-
senza pubblica di comunità legate all’intera Chiesa cattolica.
Fu il cardinale Ildefonso Schuster (1880-1954), primo presidente
della Pontifica Commissione per l’Arte sacra a Roma, attento e colto li-
turgista, predecessore di Montini alla cattedra arcivescovile ambrosiana,
ad avviare, nella diocesi e innanzi tutto in Milano, l’incremento di com-
plessi parrocchiali. Già all’inizio del proprio mandato, nel 1929, attivò
la Commissione diocesana per l’arte sacra come organo consultivo delle
proprie direttive, alla quale nel 1931 affiancò, quale organo esecutivo,
un Ufficio diocesano. Della prima fecero parte architetti appartenenti
alla corrente architettonica tradizionalista denominata Novecento, au-
tori di una o più chiese, e il sacerdote artista e architetto Giuseppe Pol-
vara (1884-1950), fondatore nel 1921 della Scuola Beato Angelico non-
ché costruttore di molte chiese in un razionalismo di sapore romantico.
Nel 1937, allarmato per la carenza di parrocchie nella periferia mi-
lanese già popolata, Schuster costituì il Comitato per i Nuovi Templi,
lo volle coinvolto con l’Amministrazione comunale per il rapido reperi-
mento di aree per l’ubicazione di nuovi complessi nelle zone più povere.
Nello stesso anno istituì anche una giornata per la raccolta fondi a favore
delle nuove quattordici chiese che intendeva far realizzare nella periferia
milanese.
Dopo la sospensione delle attività a causa della guerra e della prima
fase di ricostruzione, nel 1950 il Comitato riprese i propri lavori. Nel
1953, in ragione dell’impennata di immigrazioni in città e della urgente
esigenza di costruzione di ulteriori parrocchie periferiche, il cardinale
ottenne che ne assumesse la presidenza l’ing. Enrico Mattei (1906-62),
partigiano e politico cattolico di vaglia, imprenditore che in quello stesso
anno riuscì a istituire l’ENI, Ente Nazionale Idrocarburi di cui fu primo
presidente, facendo compiere un passo importante all’economia italia-
na. Mattei portò con sé nel Comitato persone di primo piano dell’ENI
e avviò un’ampia campagna di reperimento fondi.
L’attività di Comitato e Uffici di curia, nel periodo del governo
Schuster, strutturò una logica procedurale che sarebbe stata assunta in
totale continuità di metodo da Montini, benché con più flessibile ca-
270 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

pacità di adattamento al caso per caso, dovendo la diocesi far fronte


all’esplosione del fenomeno di crescita dei quartieri periferici, e non solo
in Milano. In questa continuità di metodo, sussistono tuttavia profonde
differenze ad altri livelli, tra i due periodi di governo che qui segnalo in
estrema sintesi.
Schuster mirò alla restaurazione della civitas christiana; sensibile al
movimento liturgico europeo e suo protagonista in Italia, concepì l’arte
e l’architettura come ‘ancelle’ strettamente dipendenti dalla liturgia; si
tenne a distanza dall’arte contemporanea perché, disse: «l’eccessivo spi-
rito di libertà e di individualismo è contrario all’arte cristiana la quale,
come pure la liturgia, è sociale» 47; ebbe inoltre come importante riferi-
mento Polvara, che nel volume Domus Dei veicolò le proprie proposte;
chiese infine, a architetti e ingegneri progettisti di chiese, uno stretto
rapporto con le Instructionum fabricae borromaiche del 1577, ritradotte
e pubblicate nel 1952 a cura di C. Castiglione e C. Marcora.
Da queste ultime prese le distanze Montini, che inscrisse il proprio
orientamento riformistico in un atteggiamento aperto alle novità. D’al-
tro canto, nel secondo dopoguerra già con Schuster non si puntò più a
realizzare chiese molto grandi come quelle costruite nel periodo tra le
due guerre mondiali. Nuove forme di planimetrie e volumi, tecniche
aggiornate di fabbricazione, rapporti inediti tra le arti, sperimentazio-
ni nell’ordinamento liturgico qualificano invece le chiese del tempo di
Montini, senza esplosione tuttavia di fenomeni dirompenti come, fra
tutti, il celebre sito di pellegrinaggio con cappella a Ronchamp di Le
Corbusier del 1952-55 48.
Negli anni dell’episcopato montiniano, successivi alla difficile fase
della ricostruzione postbellica 49, l’impennata della crescita economica
italiana ebbe epicentro in Milano, che divenne rapidamente metropoli e
attrasse a ritmo sostenuto singoli e nuclei familiari da altre parti del pa-
ese. Vi ebbe luogo un boom, occupazionale e demografico, che implicò
radicali trasformazioni territoriali, delle quali richiamo qui le più rile-
vanti. La crescita impetuosa di imprese come Falck, Pirelli, Montecatini,
Ercole Marelli, Magneti Marelli e altre ancora, comportò l’estensione

47.  Colombo, Giovanni, Ferrari, Andrea Carlo, Montini, Giovanni Battista, Schu-
ster, Ildefonso, Discorsi sull’arte, a cura di L. Crivelli, Ancora, Milano, 2005, 65-74; Crippa,
Maria Antonietta, «Committenza ecclesiastica e architettura per il culto», Susani, Elisabetta
(ed.), Antonio Cassi Ramelli. L’eclettismo della ragione, Milano: Jaca Book, 2005, 134-149.
48.  Sul rapporto di Le Corbusier con la Commissione d’arte sacra di Besançon, sua com-
mittente per Ronchamp: Crippa e Caussé, Le Corbusier. Ronchamp, 9-40.
49.  Recente indagine, esito di ricerca universitaria, con interessanti saggi anche per gli
aspetti economici e di cultura dell’abitare in: De Stefani Lorenzo e Coccoli, Carlotta,
(eds.), Guerra monumenti ricostruzione. Architettura e centri storici italiani nel secondo conflit-
to mondiale, Venezia: Marsilio, 2011.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 271

sempre più ampia di aree fortemente industrializzate e di intere città


operaie; fra tutte merita un richiamo Sesto San Giovanni, la Stalingrado
d’Italia, oggi vastissima area industriale in gran parte dismessa.
Inoltre, se fino all’inizio degli anni cinquanta la maggior parte delle
industrie milanesi restò insediata entro la cerchia dei navigli, da allora
esse si spostarono, dapprima nella fascia tra navigli 50 e bastioni, cinta
muraria di età spagnola, in seguito oltre i bastioni fino a formare una
cintura industriale periferica che si consolidò, intorno al 1963, intorno
alla rete ferroviaria. Nel frattempo il sistema della Fiera Campionaria
milanese, volano decisivo dello sviluppo industriale italiano, aveva ac-
quisito rilevanza europea e si era affermato all‘estero come vetrina nota
e prestigiosa del made in Italy.
Contemporaneamente, in tutta la periferia milanese si svilupparono
i quartieri della residenza operaia, per iniziativa sia dell’amministrazio-
ne comunale milanese che dell’Istituto Autonomo Casa Popolari, con
ulteriore libero incremento a opera di privati. Entro la metà degli anni
sessanta la Milano storica, respinti all’esterno i ceti più poveri, divenne
città terziaria e di servizi. La lunga fase, di continua espansione in ter-
mini occupazionali e insediativi, conosciuta direttamente dal cardinale
Montini, a metà anni sessanta circa si concluse; si aprì allora il primo
ciclo di locale ristrutturazione industriale e urbana 51, accompagnato da
eventi civili e religiosi della nazione intera e del mondo, condivisi da
Montini come papa.
Del governo di Montini nella diocesi lombarda, la studiosa Gi-
selda Adornato ha sottolineato: la tenace determinazione operativa;
la chiarezza del progetto pastorale, articolato sui due poli della fedeltà
alla tradizione ambrosiana e del suo rinnovamento nell’orizzonte di un
«umanesimo buono»; i due criteri d’azione espressi nello slogan «appro-
fondire e allargare», chiave della dinamica antropologica tra sacro e pro-
fano, quindi del rapporto tra Chiesa e mondo, nonché di un «perenne
riformismo cristiano»; la capacità di dialogo, come stile comunicativo
per avvicinare gli indifferenti e i lontani nell’ancoraggio a una precisa
concezione ecclesiologica, che «non prevede la contrapposizione fron-
tale tra Chiesa e mondo» ma postula l’esistenza di «due società con lo

50.  Con il termine ‘navigli’ si indica il sistema di canali irrigui e navigabili costruiti tra
XII e XIX secolo, attorno a Milano. In città si costituì la cerchia di navigli, coperti solo nel
1929, che per secoli furono utilizzati per traporto merci. Col regime regolare delle loro
acque fuori Milano si resero produttive vastissime aree.
51.  Ampia trattazione del periodo, nelle componenti economiche e infrastrutturali, in
DE Carolis, G., Pisani, I., D’Agostini S., e Pozzi, E.P., «Sviluppo urbano ed evoluzione
del sistema produttivo e infrastrutturale», Campodall’Orto, Sergio (ed.), Innovazione e
sviluppo a Milano. Dal 1860 ad oggi le conquiste della ricerca tecnologica che hanno fatto grande
l’industria milanese, Milano: Abitare Segesta, 1996, 281-313.
272 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

stesso fondamento», individuando inoltre entro la Chiesa «due piani


complementari ma distinti, laici e clero» 52; un’attenzione concreta e una
conoscenza diretta dei diversi contesti ecclesiali e laici, dal politico al
culturale in tutte le sue forme, al lavoro.
Montini, è fondamentale ricordarlo, formulò inoltre una propria
diagnosi su base spirituale della condizione dell’uomo moderno, man-
cante, a suo parere, di senso del soprannaturale, vale a dire di senso
religioso prima ancora che di fede in Dio 53. Egli portò in primo piano la
dinamica tra religiosità e fede, vale a dire tra antropologico e universale
senso del mistero, inscritto della realtà, e contenuto specifico delle con-
fessioni religiose, dinamica ancora oggi di difficile declinazione benché
fondamentale per la pacifica convivenza tra i popoli. L’impegno costan-
te, a favore dell’uno e dell’altra e della reciproca loro integrazione, lo rese
pienamente consapevole, d’altro canto, della secolarizzazione già allora
dilagante, che gli fece affermare con lucidità, a conclusione della pur
imponente Missione cittadina straordinaria tra 5 e 24 novembre 1957:
«Siamo minoranza!» 54.
Nell’esperimento di carattere pastorale, sviluppato nella diocesi lom-
barda per l’erezione di nuove parrocchie, l’obiettivo di dare un luogo di
culto, un’assistenza religiosa efficace e spazi per catechesi e oratori il più
facilmente accessibili a ogni fedele, fu il risvolto concreto più capillare
e insieme oneroso, sotto molti aspetti, di tutto il progetto, della cui in-
dispensabilità egli fu profondamente convinto. Ci ha lasciato un’eredità
di rete e di organismi parrocchiali di cui, a mio parere, troppo si ignora-
no l’importanza, l’effettivo peso storico e le potenzialità, tuttora evidenti
benché misconosciute, di caposaldi non esclusivi ma necessari di evan-
gelizzazione e di socializzazione. La documentazione relativa al periodo
montiniano presente nell’Archivio storico della diocesi è molto vasta, ne
ho personalmente scorsa solo una parte, lasciando ad un secondo mo-
mento l’esame di quella relativa a singoli complessi parrocchiali e chiese 55.

52.  Adornato, Giselda, «L’episcopato milanese», in Toscani, Xenio (ed.), Paolo VI. Una
biografia, Roma: Istituto Paolo VI di Brescia – Studium, 2014, 260.
53.  Ivi, 291.
54.  Ivi, 304.
55.  Ho potuto costatare che essa permette di esplorare temi rilevanti quali: i rapporti
nazionali e internazionali, sul tema delle nuove chiese della curia milanese, comprendenti
anche scambi culturali in convegni; i contatti con il Vicariato di Roma e con altre diocesi; il
dibattito sulla legislazione per la ricostruzione postbellica e più in generale per i contributi
statali alla costruzione di chiese; i rapporti con la rivista bolognese «Chiesa e Quartiere»; la
costante attenzione alla stampa segnalata dalle molte veline degli articoli pubblicati; l’ag-
giornamento continuo degli elenchi delle parrocchie e chiese messe in cantiere e realizzate;
le modalità di reperimento delle loro dotazioni per la liturgia; in sintesi l’attività eccezio-
nalmente intensa del Comitato e degli Uffici della curia. Il tutto costituisce un insieme di
informazioni che richiedono graduale decantazione e verifiche puntuali negli archivi.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 273

Facendo il punto, in un accurato volumetto a cura del Comitato per


le nuove chiese, sulle costruzioni attuate tra 1950 e 1960, stabilendo in
questo modo anche una tacita continuità tra l’ultima fase costruttiva di
Schuster e la propria, Montini segnalava che, «per lo stile, l’originalità,
l’impressione estetica, la collocazione urbanistica, la funzionalità litur-
gica», le nuove chiese evidenziavano «il distacco, ormai voluto e pro-
fondo, dalle forme tradizionali e convenzionali delle Chiese del passato,
antico o recente che sia»; ma questo livello, proseguiva: «Il giudizio è
libero». Più importanti erano per lui il «ponderoso aspetto di difformità
economica», vale a dire l’enorme rischio finanziario messo in campo,
e l’emergere nel popolo, grazie al moltiplicarsi delle parrocchie, di una
«spiritualità religiosa […] vivace e possente per nuovo impulso». Con-
cludeva: «Nessun genere di edifici […] ha, come questo, origine popo-
lare, collettiva, veramente sociale; e nessun altro ha maggior apertura a
tutta la gente dei nostri nuovi quartieri. Questi edifici non sono perciò
soltanto monumenti decorativi nelle prospettive, spesso monotone e
opprimenti, dell’odierna urbanistica; sono vere case del popolo, per la
sua consolazione, per la sua concordia, per la sua fede e la sua bontà» 56.
La dizione ‘vera casa del popolo’, introdotta da Montini per far emer-
gere il senso cristiano di popolo e il suo ‘dimorare’ nella chiesa, non era
certo coincidente con quella relativa a comunità con alta valenza civile.
L’espressione non era priva di vis polemica seppure accennata con di-
screzione, dal momento che di essa si faceva uso in Europa dalla fine
dell’Ottocento, dapprima per indicare centri associativi socialisti, poi, in
casi più sporadici, quelli anarchici e le sedi sociali nell’Unione sovietica
dopo il 1917. Questa formula del cardinale Montini è di capitale impor-
tanza, anche perché segnala una sua globale attenzione all’habitat moder-
no in costituzione, come potenziale contesto di ‘vero’ popolo cristiano.
Di questo libro nel quale, in corrispondenza alle sei storiche suddi-
visione a raggera dal centro della città di Milano, vengono presentate,
in brevi schede, le nuove chiese del decennio, comprendendovi anche le
cappelle prefabbricate provvisorie e le domus o chiese domestiche, rica-
vate in edifici residenziali, ho trovato nelle carte d’archivio le correzio-
ni apportate a Montini nelle bozze, l’annotazione delle imprecisioni, la
cura straordinaria e insospettabile per ogni particolare 57.
Di questo tipo era del resto la dedizione con cui l’arcivescovo se-
guiva tutto ciò che riguardava l’argomento nuove parrocchie e chiese:
voleva essere informato di tutto e il più possibile quotidianamente sugli

56.  Montini, Giovanni Battista, «Introduzione», in Comitato per le Nuove Chiese. Ar-
civescovado di Milano, Le nuove chiese di Milano 1950 –1960, Milano: IGAP, 1962, 7-9.
57.  ASDM, Copie relazioni Arcivescovo 2, 22, 28.5.1962.
274 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

esiti dell’attività degli Uffici interni alla Curia; prendeva egli stesso con-
tatti diretti con imprenditori e banchieri per avere fondi; accoglieva le
richieste dei parroci; ringraziava con lettere personali per le donazioni;
stimolava pubblicazioni e comunicazione, indicata col termine allora in
uso di ‘propaganda’, con la stampa locale e nazionale; chiedeva tempe-
stive chiarificazioni da parte dei suoi uffici là dove emergevano giudizi
negativi sull’attività messa in atto. Nell’Archivio diocesano si rinviene
un numero impressionante di fogli di appunti, per comunicazioni varie
tra lui e Mons. Maini e Mons. Milani, suoi collaboratori in Curia, rela-
tive a segnalazioni ricevute e da verificare, messe a punto di problemi,
promemoria, richieste di indagini.
All’interno del volumetto vennero proposte e descritte: 7 cappelle
provvisorie; 7 chiese domestiche (sale, in edifici civili); 5 chiese prefab-
bricate; 34 chiese costruite ex-novo; 3 chiese costruite prima del 1950
ma aperte al culto successivamente. Il libro ha carattere di inquadra-
mento generale; fornisce informazioni importanti per cogliere la logica
secondo la quale le parrocchie sorgevano: erano più fitte nelle zone di
più rapida espansione; si tendeva in questo decennio a perseguire una
capienza media delle chiese di 1000-1500 posti; le parrocchie coprivano
il fabbisogno di 15.000 abitanti circa; si attingeva per la loro costruzione
a fondi diversi, raccolti dall’Azione cattolica, dagli Ordini religiosi, dal
clero, da donatori; venivano incaricati architetti di importanza diversa,
alcuni dei quali soltanto erano figure di primo piano nel contesto archi-
tettonico coevo.
Altri due volumi, oltre a quello del 1960 sopra richiamato, costitui-
scono fonte di conoscenza importante per questa attività edilizia monti-
niana. Nell’anno successivo alla elezione a papa di Montini il successore,
il cardinale Giovanni Colombo, volle una pubblicazione che desse testi-
monianza del suo impegno: il volume Le sue chiese, del 1964 58, segnalò
che Montini ne aveva fatte realizzare 123; successivamente una raccolta
di più saggi, del 1969, dal titolo Ventidue Chiese per ventidue Concilii 59,
ricordò la sua iniziativa per le ventidue nuove chiese collegate al Con-
cilio Vaticano II, da poco annunciato da papa Giovanni XXIII. I criteri
di localizzazione dei centri parrocchiali e degli incarichi degli architetti
sono gli stessi indicati per le nuove parrocchie costruite tra 1950 e 1960.
In questo ultimo volume venne ripubblicato il celebre discorso allo-
ra pronunciato dall’arcivescovo. «Milano cresce, –disse – cresce; conti-
nuamente, rapidamente, oltre ogni previsione, oltre la nostra già tesa e

58.  Comitato per le Nuove Chiese di Milano, Le sue chiese, Milano: Scuole Grafiche
Artigianelli, 1964.
59.  Comitato per le Nuove Chiese di Milano, Ventidue Chiese per ventidue Concilii, Mi-
lano: Scuole Grafiche Artigianelli, 1969.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 275

sofferente possibilità di pareggiare con la dovuta proporzione l’assisten-


za pastorale ai bisogni dei nuovi quartieri. […]. Sentiamo il dovere di
concorrere senza stanchezza e senza lamento, anzi con civile e cristiana
solidarietà allo sviluppo eccezionale della nostra Metropoli, offrendole
l’assistenza religiosa e morale di tante nuove Parrocchie quanti sono i
centri urbani, che si vengono moltiplicando alla sua periferia. Dovere,
diciamo, non ambizione; e Dio sa quanto ci pesi questo dovere. Riu-
sciremo a compierlo? […]. Intendiamo collegare spiritualmente questo
piano con l’avvenimento storico che si sta preparando nella Chiesa e
nel mondo, e cioè col prossimo Concilio ecumenico. […] Tutto questo
sappiamo non è che un’intenzione, non è che un pensiero; ma non è un
sogno, non è una follia […], prenderemo per primi anche noi la nostra
parte di sacrificio […]. Poi faremo ancora prestiti, fin che regga la nostra
compromessa capacità di garantirli […]. Poi, come al solito, tenderemo
la mano agli amici, ai buoni, a quanti vogliono bene a Cristo ed hanno
a cuore le sorti spirituali di Milano» 60.
Attenzione particolare, per l’intensità e la razionale strutturazio-
ne del lavoro svolto, merita il milanese Comitato per le nuove chiese.
Ripercorro qui alcune delle sue tappe più significative. Il 10 novem-
bre 1954, nell’indirizzo di saluto ai suoi membri ricevuti in udienza a
Roma, poco dopo la nomina ad arcivescovo, Montini affermò: «quello
delle Nuove Chiese è veramente un problema urgente, imponente e di
indilazionabile soluzione, a Milano come in molte altre città. Tema di
capitale importanza, esso richiama l’attenzione responsabile e l’interven-
to costruttivo d’ogni cittadino che abbia a cuore l’avvenire di Milano
nel solco della più luminosa tradizione ambrosiana, e ne sappia atten-
tamente proiettare le strutture umane e morali nella suggestiva visione
del domani. […]. L’attività del Comitato è tra le cose a me più care e
occupa il primo posto fra le tante che si presentano al nuovo Pastore
della nostra città. Responsabilità enormi che la Provvidenza ha voluto ri-
servare per questo suo umile servo: tra tutte, ripeto, merita la mia pronta
considerazione l’inesauribile necessità delle chiese di Milano e in tutta
l’Arcidiocesi dei Santi Ambrogio e Carlo» 61. La consapevolezza, espressa
dal neo arcivescovo, dell’urgente necessità di nuovi centri parrocchiali,
si estese dapprima all’intera nazione; presto avrebbe preso atto di quanto
essa fosse impellente in area lombarda, a Milano in particolare.
Con immediata sintonia scrisse subito Mattei, introducendo una
pubblicazione a cura del Comitato – alla cui presidenza venne subito

60.  Montini, Giovanni Battista, «Aiutateci a salvare spiritualmente la città», Nuove chie-
se per i nuovi quartieri – il programma 1962-63, 11 (1961) 590-591.
61.  Montini, Giovanni Battista, Discorsi e scritti milanesi, (pref. Carlo Maria Martini, in-
trod. Giovanni Colombo, coordinam. Toscani, Xenio), Brescia: Istituto Paolo VI, vol. I, 1997, 8.
276 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

confermato dal nuovo arcivescovo – pubblicata il 6 gennaio 1955, gior-


no dell’ingresso di Montini in Milano: i membri del Comitato «deside-
rano mettere al passo col vorticoso sviluppo dei quartieri urbani anche
la penetrazione religiosa, colmando dapprima l’arretrato di tante chiese
[…]. Occorre far presto affinché ovunque sia disposto un altare per gli
sposi che si giurano reciproca fede ed un fonte battesimale ove i neonati
possano ricevere il nome cristiano» 62.
La ragione esauriente dell’impegno straordinario in questo campo,
di Montini e del gruppo di collaboratori, ecclesiastici e laici raccolti
intorno a lui, venne espressa nel celebre saluto a settantadue sacerdo-
ti incaricati nella periferia milanese, a convegno in arcivescovado il 21
ottobre 1955. Affermò allora: «voi siete i miei più vicini collaboratori
in questo che è il più grande problema pastorale della città: le nuove
chiese. […]. Io ringrazio Monsignor Maini, Padre Milani per la quo-
tidiana loro collaborazione, come ringrazio il Comitato Nuove Chiese
con il suo illustre Presidente ingegnere Enrico Mattei, affiancato da Sua
Eccellenza il professor Boldrini per la collaborazione amministrativa e
tecnica in un campo in cui essi sono così competenti e noi invece così
felicemente incompetenti. Ma il ringraziamento va anche a tutti i be-
nefattori, che hanno dato o promesso di dare grandi aiuti e più ancora
va a quegli umili benefattori, che sono i vostri fedeli […]. Milano deve
salvare Milano. La Milano antica salvi la nuova. Milano cristiana salvi
la Milano pagana. La Milano delle tradizioni cristiane informi lo spirito
della Milano che sorge, che attualmente nella sua periferia lontana da
Dio appare soffocata dall’irreligiosità, e ritorni anche la città dove il cat-
tolicesimo in Italia trova la sua più alta espressione. Gli aspetti positivi
di questo problema, apparentemente negativo, ci riempiono di grande
speranza» 63.
In questo grido – «Milano cristiana salvi la Milano pagana» – e nella
fiducia in un rinnovamento della vita della Chiesa attorno a liturgia e
dogma a partire dalla periferia urbana, è tutta la modernità e l’attualità
di Montini, io credo. Il grido infatti percorre e sottende ogni suo inter-
vento sul tema.
Montini presiedeva alle riunioni plenarie dell’Assemblea del Comi-
tato per le nuove chiese, intervenendo con proprie direttive e confer-
mandone l’attività. Mi limito, in questa sede e per ragioni di spazio, a
esplorare almeno per qualche aspetto l’attività di quest’ultimo e l’impor-
tante ruolo in esso svolto da Mattei. Rimando a un saggio da pubblicato

62.  Mattei, Enrico, «Introduzione», in Comitato per le Nuove Chiese, In nomine Domi-
ni. Scritti in onore dell’Arcivescovo di Milano S. E. Mons. Giovanni Battista Montini, Milano:
Arti grafiche Bertieri, 1955, 7.
63.  Montini, Discorsi e scritti milanesi, vol. I, 1997, 465-467.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 277

da mons. Santi 64 per la comprensione dell’organizzazione degli uffici in-


terni alla Curia milanese che, con il Comitato, sostennero l’arcivescovo
nella sua davvero ‘eroica impresa’.
In archivio si trova un dattiloscritto col resoconto dell’assemblea
del Comitato del 1956 65, il primo del governo Montini relativo all’at-
tività svolta nel 1955, che dà un idea di come l’incontro si svolgeva
normalmente. Vi erano presenti circa quaranta membri tra le quali il
Presidente Mattei, i due vicepresidenti prof. Marcello Boldini e mons.
Vittore Maini, gli industriali ing. Carlo Pesenti e ing. Giuseppe Torno,
il prof. Giordano Dell’Amore, il sen. Avvocato Mario Longoni, il dott.
Giuseppe Fassina, amico di Mattei, attivo con lui all’Agip e poi nella
S.E.A l’ing. Camillo Ripamonti, presidente dell’Istituto Case Popolari.
La seduta venne aperta e conclusa dall’arcivescovo, mentre Mattei diede
lettura della relazione dell’attività annuale cui segue vivace discussione.
In ogni seduta annuale il Presidente del Comitato descriveva l’atti-
vità svolta articolandola nei seguenti capitoli: modalità di raccolta dei
fondi e risultati ottenuti; rassegna delle chiese costruite e finite o an-
cora in cantiere, di quelle in attesa di prossimo appalto e di quelle in
previsione; atti di acquisto dei terreni e relativi costi, in Milano e in
diocesi; comunicazione o propaganda, comprendente l’organizzazione
della giornata nuove chiese, le pubblicazioni, i servizi televisivi, la co-
stituzione di Comitati di aiuto nelle zone di futura edificazione o nelle
parrocchie esistenti.
Nel documento per l’assemblea del 25 aprile 1956 66, la prima con
l’arcivescovo Montini, vennero precisate da Mattei: la continuità con i
propositi del cardinal Schuster e la riorganizzazione generale degli uffici
di curia per le nuove chiese, attuata per perseguire la maggior efficacia
possibile del progetto generale; l’invio di 1305 lettere individuali a enti
grandi e piccoli, per raccogliere fondi (in anni successivi il numero di
lettere inviate verrà superato, nel 1959 si arriva a spedirne 4000); una
settimana di predicazione sul tema nel civico Tempio di San Sebastiano;
due convegni per il clero presieduti dall’arcivescovo; due documentari,
Milano ha sete di Dio e Quattro passi per Milano, il primo trasmesso in
televisione in occasione dell’arrivo in diocesi di Montini, il secondo da
far girare nelle sale cinematografiche; un cortometraggio sulle cappelle
volanti, cioè provvisorie; la stampa di centomila cartoline e di una serie
di francobolli, pubblicazioni, manifesti, striscioni, volantini. Ricordò
inoltre i positivi rapporti del Comitato con la rivista «Chiesa e Quar-

64.  Santi, G., «Il ruolo della committenza ambrosiana», in De Carli, Cecilia, Le nuove
chiese della Diocesi di Milano, 1945 –1993, Milano: Vita e Pensiero, 1978, 27-38.
65.  ASDM, Cartella Presidenza del Comitato, record 1665.
66.  ASDM, Cartella Presidenza del Comitato, record 1628.
278 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

tiere» di Bologna e propose l’istituzione di un Centro studi analogo a


quello bolognese, presieduto dal giovane architetto V. Gandolfi, che sa-
rebbe in effetti stato costituito di lì a poco con la partecipazione dei più
importanti architetti milanesi e lombardi: L. Belgioioso, G. Boschetti,
L. Caccia Dominioni, P. G. Castiglioni, C. De Carli, L. Figini, L. Frati-
no, I. Gardella, A. Mariani, R. Menghi, V. Magistretti, G. Romano, M.
Tedeschi, don E. Villa. Inoltre L. Barbiano di Belgioioso e F. Reggiori
vennero nominati dall’arcivescovo consultori della Pontificia Commis-
sione per l’arte sacra.
Mattei concluse l’assemblea del 1956 affermando: «non soltanto
chiese vogliamo costruire, ma edifici che dicano ai contemporanei e so-
prattutto ai posteri che la nostra epoca, tanto travagliata materialmente
e spiritualmente, ha saputo trovare un suo linguaggio ed una sua espres-
sione anche nel tentativo di esprimere il difficile mondo del sopranna-
turale». Essendo il Comitato semplice associazione segnalava di aver av-
viato il riconoscimento giuridico; nella relazione del 1959 per l’attività
del 1958, Mattei ne registrava l’ottenimento con decreto presidenziale
n. 1261 del 1958.
Sue interessanti riflessioni si trovano anche nella relazione per
l’assemblea del Comitato del 1959 67 per illustrare l’attività dell’anno
precedente. L’ingegnere dichiarava di aver esaminato il volume Dieci
anni di architettura sacra in Italia 68 del 1956 per scoprire le ragioni de-
gli alti costi dell’edilizia sacra, nonostante l’assimilazione dei principi
moderni. Poiché in nessuno dei progetti presentati rinveniva «il sano
precetto galileano di attenersi alle vie e ai mezzi espressi più ovvi e più
semplici» 69, propose la ricerca di una chiesa che potesse essere completa-
ta integralmente, dall’arredo all’organo e alle campane, rispondente alla
«concezione integrale che il Gropius ha imposto per l’edilizia civile» 70,
«una grande aula rettangolare» alta, luminosa, semplice per una «chie-
sa moderna, economica, nobile, che non diventerà presto fatiscente e
che potrà essere terminata nel giorno stesso della consacrazione»; solo
raggiungendo questo obiettivo, concludeva: «pur rimanendo sempre
gigantesco, il problema delle Nuove Chiese potrà dirsi, almeno per ciò

67.  Attività del Comitato Nuove Chiese (1958), Milano: Arti grafiche Cisalpine, 1959. Il
fascicolo contiene anche: Montini, Giovanni Battista, «Lettera pastorale dell’Arcivescovo
per la giornata Nuove Chiese»; Gandolfi, Vittorio e Vincenti, Antonello, «Esperienze mi-
lanesi: Rapporto sociologico; Sviluppo della Pianificazione Parrocchiale a Milano, relazioni
presentate al Congresso internazionale di pianificazione parrocchiale e di costruzione di
Chiese, tenutosi a Bruxelles l’8 maggio 1958».
68.  Centro di studio e informazione per l’architettura sacra di Bologna (ed.), Dieci anni
di architettura sacra in Italia 1945-1955, Bologna: Ufficio tecnico organizzativo arcivesco-
vile, 1956.
69.  Attività del Comitato Nuove Chiese (1958), 21.
70.  Ivi, 22.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 279

che riguarda le soluzioni architettoniche, avviato su una strada che si sa


dove conduce» 71.
La pressione per rispondere alle necessità, individuate nella propor-
zione di cinque chiese all’anno, rimase infatti enorme, inscritta inoltre
nella vergognosa disparità «fra il sacrificio fatto ogni anno dalla povera e
umile gente e l’apporto delle classi produttive e abbienti» 72. Conclude-
va: «É nella periferia delle grandi città che si deciderà domani la grande
lotta ingaggiata da quindici anni tra la democrazia e il totalitarismo; e
noi siamo convinti che la chiesa qui deve mettere in campo tutte le sue
riserve, impegnando i suoi uomini migliori in una coraggiosa e agguerri-
ta avanguardia» 73. La stessa convinta dedizione l’ingegnere espresse nella
relazione dell’assemblea del 1960 per l’anno precedente, ricordò l’elogio
impegnativo espresso per l’attività edilizia della diocesi ambrosiana dalla
celebre rivista «L’Art sacré» dei domenicani francesi, nel numero speciale
del 1959 Miracle à Milan 74.
Come è noto, Mattei morì tragicamente nella notte tra 27 e 28 ot-
tobre del 1962 insieme al pilota dell’areo su cui si trovava. In più occa-
sioni mons. Milani ne ricordò l’impegno, la profonda religiosità espres-
sa, oltre che nell’attività del Comitato, anche nella costruzione di chiese
per propria iniziativa, a Metanopoli, Ravenna, Gela, Borca di Cadore, e
di un monastero per clarisse nel paese d’origine.
L’attività del Comitato proseguì dopo di lui sotto la presidenza dello
stesso cardinal Montini, avendo come referenti principali in curia mons.
Milani e l’architetto don Villa. Dai molti scritti del primo 75 si evince che
l’esperimento pastorale, della erezione di nuove parrocchie e costruzione
di centri parrocchiali e chiese, ebbe immediati esiti positivi: le chiese si
riempirono immediatamente, la vita associata nelle parrocchie divenne
vivace, adolescenti e giovani trovarono lì ambiti di svago e formazione
sicuri. Venne ritenuta ancora valida, come riferimento ideale, la dimen-
sione di 10.000 mq per l’estensione dell’area parrocchiale, ma si preferi-
rono soluzioni degli edifici di culto di minori dimensioni, piuttosto che
attese troppo lunghe per la loro costruzione.
Mons. Milani e i suoi collaboratori concentrarono la propria atten-
zione sulla relazione tra parrocchia e quartiere; crescente fu la loro preoc-

71.  Ivi, 26.


72.  Ivi, 29.
73.  Ivi, 31.
74.  Attività del Comitato Nuove Chiese (1959), Milano: Arti grafiche Cisalpine, 1960.
Il fascicolo contiene anche: Montini, Giovanni Battista, «Lettera del cardinale per la gior-
nata Nuove Chiese», del 1959; «La parrocchia nella realtà del quartiere, presentata a Roma
nell’incontro di studio sui problemi delle periferie il 2 giugno 1960».
75.  Comitato per le Nuove Chiese, Nuove chiese per nuovi quartieri, Milano: IPSE, 1960.
280 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

cupazione per la sempre più grave carenza di sacerdoti; i temi sociali e


urbani occuparono grande spazio nei loro scritti, tuttavia non in termini
di vere e proprie indagini disciplinari, ma sfruttando indici numerici per
razionalizzare la presenza capillare di cappelle e chiese sul territorio.
Il cardinal Montini, da parte sua, attribuì molta importanza alla de-
dicazione delle chiese, legando ad essa l’impegno, di gruppi religiosi,
del clero diocesano (per la chiesa parrocchiale in Milano dedicata al
curato d’Ars) e dell’Azione Cattolica in tutti i suoi gradi, a reperire fon-
di: il suo scopo principale fu sempre quello di aprire i fedeli ambrosiani
all’universalità del messaggio cristiano.
Nei primi sguardi retrospettivi al suo impegno durato otto anni,
tracciati nel 1964 per volontà del suo successore, il cardinale Giovanni
Colombo, nel già citato volume affettuosamente dedicato alle sue 123
chiese e, nel 1966, nel saggio di don Villa sulle sue ‘chiese del dialogo’ 76,
emerge il loro stupore per l’enormità dell’impresa da lui condotta con
indefessa determinazione.
Di proposito non ho affrontato in questa sede temi architettonici e
artistici connessi all’attività di Montini cardinale nella diocesi milanese,
benché li ritenga molto importanti. Ho voluto invece far emergere le ca-
ratteristiche salienti dell’impegno sperimentale e pastorale da lui messo
in moto e da lui stesso individuato come dato di fatto centrale della sua
esperienza di arcivescovo. Mi interessa infatti favorire una ricostruzione
storica che metta a fuoco gli intrecci tra attività di governo, cultura e
sensibilità montiniana e contributi di artisti e architetti, a partire dalla
loro cultura e sensibilità, come due componenti di un dialogo non scon-
tato né chiuso, a mio parere, in una saldatura tra orientamenti del primo
e dei secondi senza soluzione di continuità. Con Montini arcivescovo
di Milano si è aperto un dialogo con l’arte contemporanea il cui senso
non può essere ritenuto noto in modo scontato, da mettere inoltre in
rapporto con la sua successiva espressione in sede di pontificato, con il
Concilio Vaticano II e dopo di esso.
Molto nota è la sua sensibilità per l’arte, per quella contemporanea
in particolare e per i molti artisti a lui vicini; molto si è scritto al riguardo
e molto dovrà ancora essere detto. Si trattò di una sensibilità profonda-
mente radicata nella sua formazione sacerdotale, per questo strettamen-
te connessa con il suo impegno pastorale, nel quale si sono intrecciate
attenzione per la cultura moderna, attraverso filtri culturali meditati a
lungo – si pensi in particolare al rapporto con Maritain e con la sua
filosofia – e preoccupazione evangelizzatrice, attenta alle mutazioni an-

76.  Villa, Erminio, «Le nuove chiese di Milano: chiese per il dialogo. Metodologia
dell’Urbanistica pastorale», Nuove chiese 3-4 (1966) 3-31.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 281

tropologiche in corso e animata dalla volontà di proporsi come amico


dell’uomo contemporaneo. L’esperienza milanese è stata probabilmente
fase cruciale di verifica; costituì, io credo, un riferimento fondamentale
per le successive azioni del pontificato montiniano.
Montini divenuto papa affermò la necessità assoluta dell’arte, nella
vita di tutti gli uomini in un legame senza mediazioni tra bellezza, ve-
rità e bene. Riteneva infatti necessario che tutti potessero comprende-
re, tramite la luce che dall’arte promana, la propria nobiltà di uomini.
«La bellezza è l’uomo intimo: è l’io nella sua sintesi più larga (la più
penosa, se si vuole) ma anche la più gioiosa», disse a Jean Guitton 77.
Ne dedusse inoltre, confidandola sempre a Guitton, l’ineludibile neces-
sità dell’artista e della sua attiva presenza, nella Chiesa, apparentanola a
quella del sacerdote, affermando «Se venisse a mancarci il supporto degli
artisti il ministero sacerdotale mancherebbe di sicurezza […]. Sì, per es-
primere appieno il mistero della bellezza che è intuizione, bisognerebbe
far coincidere il sacerdozio e l’arte» 78. A me pare che questa vertiginosa
ipotesi di stretto rapporto, quasi coincidenza, tra sacerdozio e arte sia da
intendere come consapevolezza di una urgenza di testimonianza, ma-
turata in un lungo e sofferto percorso, del senso stesso della Chiesa nel
mondo contemporaneo.
Nella breve stagione montiniana si realizzarono alcune tra le più
belle chiese milanesi. Lo sono, in particolare quelle di Gio Ponti (1897-
1979), architetto dagli intensi slanci religiosi che reinterpretò, con gran-
de originalità ed eleganza, la tipologia spaziale e le suggestioni figurative
dell’architettura gotica nella grande Cappella del milanese Ospedale di
S. Carlo (1964-69), dove le preziose figure gemmate dei Santi, realizzate
dall’artista padre francescano Costantino Ruggeri (1925-2007), stan-
no ieraticamente incastonate nella lungo fianco murato. Sua è anche la
chiesa di S. Francesco al Fopponino (1961-63) di Milano; sua la svet-
tante torre-diaframma-vela sopra il presbiterio della Concattedrale di
Taranto (1964-71), che ribadisce i ritmi della facciata a trafori. Per Ponti
«costruire un tempio é come ricostruire in noi stessi prima di tutto la
religione, restituirla alla sua essenza», è andare altre i problemi di stile
di un’epoca per far aderire la costruzione a quella «espressione della fede
che ogni epoca accentua» 79.
Attenti sia ai principi del razionalismo che ai valori dell’edificio ec-
clesiale tradizionale si dimostrarono due architetti milanesi G. Figini
(1903-1984) e G. Pollini (1903-1991) nel progetto della chiesa par-

77.  Guitton, Jean, Dialoghi con Paolo VI, Milano: Mondadori, 1967 236.
78.  Ivi, 239.
79.  Crippa, Maria Antonietta e Capponi, Carlo (eds.), Gio Ponti e l’architettura sacra.
Finestre aperte sulla natura, sul mistero, su Dio, Cinisello Balsamo (Milano): Silvana, 2005.
282 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

rocchiale della Madonna dei Poveri di Milano (1952-54), che recuperò


il significato dell’articolazione spaziale paleocristiana, nella sequenza di
quadriportico-aula-navata-abside, rinvigorita dalla efficace modulazio-
ne simbolica della luce. Il presbiterio, in particolare, è inondato dalla
luce spiovente dal tiburio, in modo da risultare principale polo visivo
dell’interno, il cui fuoco è una preziosissima croce di padre Ruggeri.
Questa stessa impostazione globale venne rielaborata, da Figini e Pol-
lini, anche per l’interno della milanese chiesa dei SS. Giovanni e Paolo
(1964-68), dalle forme esterne turrite e imponenti.
Giovanni Muzio (1893-1982) 80 ha dato un contributo di eccezio-
nale coerenza anche nel campo delle architetture del sacro, tra le quali
emergono quelle che gli sono state richieste dalla committenza fran-
cescana. In Milano devono essere ricordate almeno la Chiesa di Santa
Maria Annunciata in Chiesa Rossa (1932), la Chiesa dei Santi Quattro
Evangelisti (1954-55) Chiesa di San Giovanni Battista alla Creta (1956-
1958). In particolare, nell’ambito della riconosciuta rilevanza storica
della Custodia di Terra Santa da parte dei Francescani (Minori), la sua
realizzazione della Basilica dell’Incarnazione Nazareth, è testimone di
un sentito impegno spirituale, al tempo stesso professionale e religioso.
La sua profonda cultura di respiro europeo, il rigore del suo ‘mestiere’, il
suo senso vivo della tradizione, la sua capacità di mediazione tra antico
e nuovo, la sua competenza tecnica e di gestione del cantiere, ne fanno
un architetto di alta levatura da accostare con adeguato metodo storio-
grafico e con puntuale esplorazione delle fonti, tuttora carente anche nei
migliori studi fino qui condotti.
I due ‘semi’ sopra proposti come introduzione al Mistero della Chie-
sa percorsa nel XX secolo, evidenziano l’esigenza viva, in architetti e
in uomini di Chiesa, di dare il loro contributo alla dignità della vita
degli uomini; più precisamente, nel caso oggetto di queste riflessioni,
di comunicare il messaggio evangelico. Non mi nascondo la peculiarità
degli episodi richiamati, la loro ‘parzialità’ e, per certi aspetti, fragilità, la
loro connessione a specifiche contingenze di storia e di luogo. Ritengo
tuttavia che dialogo amicale e prossimità agli uomini di luoghi di vita
comunitaria e di culto (piccoli o grandi, domestici o monumentali) si-
ano questioni oggi da porre al centro di un lavoro storico critico, che
ricostruisca la storia del XX secolo e ne indichi le aperture feconde al
futuro prossimo.

80.  AA.VV., Muzio. L’architettura di Giovanni Muzio, Milano: Abitare Segesta cataloghi,
1994; sull’architettura religiosa: Mezzanotte, Gianni, Giovanni Muzio. Architetture fran-
cescane, Modena: Eris, 1974.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 283

I monasteri nel XX secolo 81

L’architettura, nel suo significato più ampio, è una forma di saggezza


pratica, un modo di essere presente sulla scena del mondo, di modifi-
carla per poter vivere al meglio, personalmente e nel rapporto con gli
altri, il proprio destino. Il suo fine principale è dunque di costituire lo
scenario attivamente favorevole allo svolgimento felice della vita degli
uomini. Abitante e architetto, committente e costruttore sono insieme
protagonisti del progetto. Progetto e costruzione, a loro volta, sono ter-
mine di riferimento di una capacità operativa, che sintetizza più disci-
pline, finalizzata allo scopo di dar luogo a dimore. Essi concorrono a dar
forma ai modi di vita personali e associati, le cui componenti variano al
variare delle tradizioni e delle identità sociali.
S. Agostino ci ha abituati a riflettere su differenze e analogie tra città
di Dio e città degli uomini. I popoli hanno elaborato questa polarità,
potremmo dire, in città e paesi da una parte e monasteri, dall’altra, in
accentramenti di vita comune e in luoghi di libera aggregazione di uo-
mini e donne dediti in modo esclusivo alla venerazione e al culto di
Dio. Le chiese cattedrali e parrocchiali si innestano da sempre in un
tessuto urbano e rurale che si intende come ‘profano’, oggi diremmo
laico, non contrassegnato cioè da esplicito orientamento cultuale. Tutte
le confessioni religiose hanno però dato luogo anche a unità insediative,
ad habitat globalmente ordinate dal culto, piccole o grandi cittadelle
che, in contesto cattolico, vengono denominate monasteri, conventi,
eremi in qualche caso.
Nell’orizzonte di quanto fino ad ora ho qui segnalato, ritengo essen-
ziale concludere, quasi a controcanto con i due temi/semi sopra propo-
sti, con il fenomeno insediativo, di diversa fortuna nei secoli ma sempre
esemplare perché testimone dell’ideale cristiano vissuto radicalmente,
al cui centro sta la stabile formazione di ogni persona al Mistero della
Chiesa: il monachesimo.
Un singolare architetto italo americano recentemente scomparso,
Paolo Soleri (1919-2013), si è genialmente interrogato sul rapporto tra
monastero e città. Ha scritto: «Quale è la corrispondenza tra mona-
stero e città? In un certo senso, da una posizione secolare, si potreb-

81.  Sintetizzo in questa sezione quanto con più ampiezza ho esaminato in due saggi
sull’architettura monastica benedettina e cistercense e in altre pubblicazioni. Cfr.: Crippa,
Maria Antonietta, «Architettura benedettina tra XIX e XX secolo», Cassanelli, Roberto
e Lopez-Tello García, Eduardo (eds.), Benedetto. L’eredità artistica, Milano: Jaca Book,
2007, 407-422; Crippa, Maria Antonietta, «L’architettura cistercense nel XX secolo», in
Kinder, Terryl e Cassanelli, Roberto (eds.), Cistercensi. Arte e storia, Milano: Jaca Book,
2015, 375-397.
284 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

be chiamare il monastero una proto-città; da una posizione religiosa


si potrebbe chiamare la città un proto-monastero. […]. Ciò che pare
necessario attualmente è che la città e il monastero divengano consape-
voli dell’esistenza reciproca, di quello che ognuno dice e fa. Allora essi
potrebbero divenire complementari ovvero rinforzare reciprocamente le
loro strutture e le loro azioni». Per lui l’affollamento, lo stare insieme di
molti uomini o di molte donne in un monastero, è teologico, mentre la
congestione urbana è patologica. Aggiunge: «La natura della congestio-
ne è descritta come quel fenomeno di affollamento in cui la confusione
ha preso il posto dell’informazione, la volgarità il posto della grazia, la
complicatezza il posto della complessità, lo sciupio il posto dell’efficien-
za, la frustrazione il posto dell’accaparramento, lo squallore il posto della
fertilità, e il risentimento e l’intolleranza il posto della partecipazione e
della riverenza»  82.
Le sue suggestive analogie tra monastero e città segnalano l’impor-
tanza del primo per il vitale rinnovamento contemporaneo della secon-
da. Danno ragione, inoltre, della sorprendente vitalità del monachesi-
mo, ancorato alla figura di S. Benedetto, in tutto l’Occidente, che ha
investito la seconda metà del XIX e il XX secolo con l’insorgere di molte
nuove, talvolta anche vaste, comunità capaci di gemmare filiazioni in
varie parti del mondo.
L’architettura di tali grandi complessi, in tutte le componenti speci-
fiche del monastero –chiostro, chiesa, spazi comuni, celle, attrezzature
per opere all’intorno-, è stata chiamata in causa nell’impulso espansivo
secondo programmi funzionali e dettati compositivi che hanno seguito
le diverse stagioni di cultura progettuale coeva, dall’eclettismo al razio-
nalismo, con carattere di spiccata internazionalità. Sono tuttavia costru-
zioni entrate da poco e non ancora del tutto nella storia dell’architettura.
Si tratta di un oblio difficile da superare per molte, diverse ragioni. La
clausura, totale o parziale, dei monaci destina i loro ambienti di vita ad
una riservatezza che ne impedisce la normale divulgazione, a parte casi
del tutto eccezionali. Le chiese, monastiche o abbaziali, realizzate da
architetti celebri sono state pertanto escluse dai manuali e dagli inqua-
dramenti storiografici.
E’ solo possibile per ora cogliere un intreccio fitto di rapporti tra
filosofi o teorici cattolici, artisti e architetti e monasteri attorno a que-
stioni o temi puntuali. Basta ricordare, a titolo esemplificativo, che Jac-
ques Maritain è stato oblato benedettino e che i suoi scritti sull’arte sono
stati meditati a fondo nei monasteri, non solo europei; analogamente il
movimento di riforma liturgica che ha trovato conferma nel Concilio

82.  Soleri, Paolo, Itinerario di architettura. Antologia di scritti, Milano: Jaca Book, 2003, 222.
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Vaticano II si è articolato, dalla metà circa dell’Ottocento in poi, a par-


tire da personalità monastiche e ecclesiastiche, strettamente collegate ai
monasteri benedettini e alla loro esperienza quotidiana. Una fitta rete
di movimenti e associazioni per l’arte sacra si è mossa attorno alle realtà
monastiche dell’Europa e delle Americhe, lo attestano molte tracce ed
eventi che affiorano, nelle cronache o nei racconti più vari, quasi casual-
mente.
Soprattutto in Europa, accanto al fenomeno delle nuove costruzio-
ni monastiche, è rilevante, nel corso del XIX e del XX secolo, quello
del reinsediamento delle comunità in monasteri preesistenti, anche di
straordinario valore, con interventi diversi, di restauro, adeguamento,
ampliamento. Nella maggioranza dei casi, i nuovi monasteri, realizzati
tra Ottocento e Novecento, sono stati edificati in contesti isolati dalle
città e di grande qualità e suggestione paesaggistica. Solo per esigenze
precise i monaci si sono insediati molto vicino o all’interno della città.
Il monastero, ha ricordato il benedettino dom Frédérick Debuyst, è
«luogo umano e cristiano completo», che gode spesso del «beneficio di
partecipare di un ‘genio del luogo’ veramente degno di questo nome»,
tanto esplicito da investire chiunque si avvicini con una «sensazione di
‘totalità’ (…) come se il genius loci del monastero simboleggiasse da sem-
pre, e per sempre, la pienezza della vita» 83. É quanto aveva già segnalato
il cardinale J. Henry Newmann, a parere del quale «il benedettino co-
struisce ispirandosi all’ambiente naturale», «con semplicità, senza artifi-
cio», adattando «alle sue necessità le risorse disponibili», senza ostenta-
zione e con una specie di «bellezza libera, imprevedibile, simile a quella
dei boschi che lo avevano accolto all’inizio» 84.
Dal punto di vista tipologico sono individuabili tre tipi di insedia-
menti monastici, ovviamente dovuti a volontà comunitarie non a opzio-
ni di singoli progettisti. Il primo è il monastero tradizionale, caratteriz-
zato dalla doppia polarità del chiostro chiuso e della chiesa monastica,
normalmente aperta agli ospiti. Esso esige, perché l’immagine unitaria
identifichi il luogo monastico, una completezza costruttiva dell’insieme,
impegno non da poco nel caso di monasteri di grandi dimensioni e re-
alizzati con risorse occasionali, non continue, talvolta scarne. Per queste
ragioni la gran parte dei maggiori monasteri del XIX e XX secolo di
questo tipo è stata realizzata in fasi diverse e con diversi apporti stilistici,
tendenzialmente nel rispetto della matrice planimetrica e volumetrica
fondamentale.

83.  Debuyst, Frédéric, Il genius loci cristiano, introd. M.A. Crippa, Milano: Sinai, 1997,
55-56.
84.  Ivi, 71.
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La maggior parte degli insediamenti monastici rispondenti alla pri-


ma tipologia, di carattere per lo più eclettico dal punto di vista formale, è
stata realizzata nel corso del XIX secolo, con prosecuzione talvolta lungo
anche nel XX, sia in Europa che in America. Richiamo in questa sede,
a titolo di esempio: nel XX secolo, in Belgio, le abbazie di Maredsous e
di Zevenkerken Sint-Andries; nel XIX, soprattutto la vasta produzione
di progetti per nuovi monasteri o completamento di quelli esistenti, di
dom Paul Bellot (1876-1944), la cui recente ricomposizione è stata resa
possibile grazie a un’équipe internazionale di studiosi, diretti da Culot
e Meade, e alla collaborazione delle comunità monastiche benedettine
presso le quali egli aveva lavorato 85. La disseminazione geografica delle
sue realizzazioni nei Paesi Bassi, in Inghilterra, in Francia, in Belgio, in
Portogallo, in Canada, ha impedito, fino a tempi recenti, di coglierne in
modo unitario la genialità. Caduta l’euforia storiografica esclusivamen-
te a favore delle architetture ‘Movimento moderno’, si apprezza oggi il
suo importante contributo, che si può accostare per qualità a quello di
Antoni Gaudì e di Petrus Berlage (1856-1934).
Meritevole di particolare attenzione è la produzione del monaco
architetto olandese Hans van der Laan (1904-1991), autore anche di
densi scritti, di cui tre tradotti in italiano 86, e di una autobiografia 87.
Singolari sono stati: il suo metodo progettuale, che intendeva il co-
struire come processo in primo luogo intellettuale; l’individuazione dei
‘primordi d’ogni architettura’, avente come modello di riferimento il
monumento di Stonehenge, e di ‘strumenti d’ordine’, in grado di met-
tere in relazione tra loro casa, chiesa, monastero, città; l’utilizzo di un
sistema proporzionale inedito, fondato sul ‘numero plastico’ o spaziale;
l’applicazione del principio analogico nella relazione fra natura, archi-
tettura, liturgia.
Per lui, ragione del declino dell’architettura nel XX secolo era il venir
meno del fondamento intellettuale del costruire. Scriveva nell’autobio-
grafia: «E in effetti la civiltà occidentale si è accontentata di determinare
la dimensione di manufatti su una base permanente sensoriale e istin-
tiva. A questo fatto abbiamo dato il nome di ‘ispirazione’ e l’abbiamo
associato con l’immagine dell’artista; si tratta di una cosa che va vista
come una sorta di idolatria occidentale. L’immagine dell’artista ispirato

85.  Culot, Maurice e Meade, Martin (eds.), Dom Bellot, Moine Architecte 1876-1944,
Paris: Norma, 1995.
86.  Van Der Laan, Hans, La forma. Natura, cultura e liturgia nella vita umana, Milano:
Sinai, 2000; Van Der Laan, Hans, Il numero plastico, Milano: Sinai, 2002; Van Der Laan,
Hans, Lo spazio architettonico, Milano: Sinai, , 2002.
87.  Van Der Laan, Hans, «Il quadro liturgico dell’abbazia di Vaals. Un’autobiografia.
1988», in Ferlenga, Alberto e Verde, Paola (eds.), Dom Hans van der Laan. Le opere, gli
scritti, Milano: Electa, 2000, 31-44.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 287

ci porta a vedere l’arte non soltanto come qualcosa di analogo alla crea-
zione naturale, ma come qualcosa di identico ad essa» 88.
Grazie anche al sostegno del fratello architetto, poté esercitare la
propria professione, sia in ambito benedettino sia in contesto civile, nel-
la formazione degli architetti chiamati, nel suo paese, alla ricostruzione
e costruzione di chiese nel secondo dopoguerra. Il capolavoro, l’opera
nella quale ha sintetizzato le conquiste raggiunte nel campo dell’archi-
tettura e in quello della liturgia, è l’ampliamento della sua abbazia di
S. Benedetto a Vaals, in Olanda, tra 1956 e 1986, costruita nel 1920-
1 dall’architetto Dominikus Böhm (1880-1955) celebre costruttore di
chiese 89. Da questa discesero i progetti per il convento delle suore fran-
cescane di Waldsmunster-Rosemberg in Belgio, del 1972-5, e l’abbazia
benedettina delle Sorelle di Maria Madre di Gesù a Mariavall-Tomelilla
in Svezia, del 1987-95.
La sua nuda architettura, controllata con rigore nella articolazione
gerarchica dei volumi, nel rapporto tra pieni e vuoti, nei minimi det-
tagli costruttivi, nell’azzeramento quasi totale dei dati emotivi tramite
eliminazione di colori e di decoro, invita al silenzio e suggerisce, per
vie percettive, l’esistenza di rapporti armonici, di cui la costruzione è
rivelazione, tra macrocosmo e microcosmo umano. Tale esito percettivo
perseguito instancabilmente, in una condizione di autodisciplina espres-
siva che raggela ogni facile emotività, risulta coinvolgente: l’esasperato
nitore funzionalistico, infatti, svela l’elaborazione intellettuale, pertanto
la piena consapevolezza della ideazione costruttiva.
Nel suo monastero, sia negli spazi di vita quotidiana che nella chie-
sa, l’ideazione costruttiva evidenzia la fondamentale priorità liturgica del
luogo. Dom Van der Laan riteneva che la liturgia fosse «tutta segno»,
«un insieme di forme eterne che serve ad esprimere la fede», nella quale
l’insieme di parole, gesti e oggetti di utilità quotidiana –casa, vesti, arre-
do, libri dipinti-, viene «ridotto ad alcune parole specifiche e ad alcuni
oggetti specifici», tutti espressi e raccolti «in una sola aula, in cui la for-
ma essenziale della dimora umana si esprime in tutta la sua pienezza»
 90
. Il «tipo di comunicazione» che essa attua, tuttavia, non è «tra spirito
e spirito delle creature umane», ma «tra spirito e spirito della umanità
intera con l’Ente Supremo, il suo Creatore increato» 91.
Essa consente pertanto di legare tra loro ‘cose visibili’ e ‘cose invisibi-
li’; grazie ad essa «tutto il mondo delle forme visibili» può essere ritenuto

88.  Ivi, 195.


89.  Hoff, August, Muck, Herbert e Thoma, Raimund, Dominikus Böhm, München-
Zürich: Schnell und Steiner, 1962.
90.  Van Der Laan, La forma. Natura, cultura e liturgia nella vita umana, 47.
91.  Ivi, 89.
288 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

«sfondo sul quale si delineano le cose invisibili, ed entrambe insieme


–cose visibili e cose invisibili– come sfondo sul quale si delinea la nostra
conoscenza di Dio» 92. Ne consegue, per lui come già per Dionigi l’A-
reopagita, che tutto il mondo visibile può essere colto «come un’unica
grande liturgia» che si svolge nella vita quotidiana. Perciò, conclude:
«Iniziando i suoi lavori con la stesura della Costituzione sulla liturgia, il
Concilio [Vaticano II] non ha fatto altro che quello che fece San Bene-
detto, quando iniziò la sua regola per i monaci con un chiaro e preciso
ordinamento dell’Opus Dei, cioè della preghiera liturgica cristiana» 93.
Una seconda tipologia di monastero benedettino, sviluppata so-
prattutto a partire da casi esemplari dell’America del nord negli anni
cinquanta e sessanta del Novecento, è quella a struttura planimetrica
aperta, che affida il ruolo di centralità del sito solo alla chiesa e, in essa
all’area presbiteriale, più propriamente all’altare. Dove è ancora presen-
te, il chiostro perde la funzione accentrante del modello tradizionale.
In questo caso il monastero è spesso collegato a vaste attività –agricole
e non– imprenditoriali, pubblicistiche, a collegi o campus universitari,
gestiti dai monaci. Implica pertanto una relazione, di separatezza/conti-
guità con ambienti e persone che svolgono attività diverse, rispetto alle
quali il centro di riferimento è sempre la chiesa.
La presa di distanza dal modello tradizionale comporta un guada-
gno di relazioni, della nuova architettura con il paesaggio circostante,
più libere e meno obbligate ad una compattezza che implichi monu-
mentalità dimensionale. Debuyst ha segnalato che con questi mona-
steri di nuova fondazione negli USA, a partire dagli anni cinquanta del
Novecento, è scattata una apertura del mondo monastico nei confronti
della cultura contemporanea, che ha anticipato il Concilio Vaticano II
e ha comportato il coinvolgimento di architetti di fama, consentendo,
oltre che la realizzazione di costruzioni interessanti, una notorietà del-
la presenza benedettina (fino a quel momento debolissima) nel campo
dell’architettura religiosa moderna 94.
Ne è classico esempio l’abbazia americana di Portsmouth con annes-
so collegio, nel Rhode Island, costruita tra il 1958 e il 1960 su progetto
dell’architetto Pietro Belluschi, recuperando come sede per i monaci un
complesso settecentesco preesistente. L’altare, nella chiesa che planime-
tricamente è definita da due vani distinti –rettangolare quello che ospita
il coro dei monaci, ottagonale quello per gli studenti-, è il cuore di tutto
il complesso architettonico composto da monastero e collegio. Il suo

92.  Ivi, 98.


93.  Ivi, 104.
94.  Debuyst, Il genius loci cristiano, 75.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 289

vano interno è unificato e suggestivamente impreziosito dai rivestimenti


in legno dell’architetto, americano ma di origine giapponese, George
Nakashima. A lui, convertito al cattolicesimo, si deve anche il progetto
del piccolo monastero di Cristo nel Deserto a 2000 metri di altezza nel
Nuovo Messico, USA.
Soluzione centralizzante, analoga a quella di Portsmouth, è sta-
ta realizzata nel priorato di Saint-Luis nel Missouri tra 1960 e 1962,
dove, nella chiesa a pianta centrale progettata sul colmo di una collina
dall’architetto Gyo Obata 95, l’altare è perno tra le due comunità, quella
monastica e quella degli studenti. Al volume della chiesa inoltre è stato
affidato il compito di distinguere gli edifici per la vita quotidiana delle
due comunità, allineati su assi paralleli.
Per l’abbazia di Saint John nel Minnesota, fondata nel 1961, centro
di cultura celebre soprattutto per il complesso universitario di Collegvil-
le da essa dipendente e focolaio del rinnovamento liturgico in America,
l’architetto Marcel Breuer ha disegnato l’edificio della chiesa come cuore
dell’intero complesso monastico e universitario. Gli edifici conventuali,
alle spalle e lungo un asse ortogonale alla planimetria della chiesa, , af-
facciata sul bel lago vicino, sono stati isolati in modo da consentire alle
centinaia di monaci un ritmo di vita regolare, distinto da quello delle
migliaia di studenti,. Il chiostro è scomparso.
La nuova grande chiesa, a un tempo abbaziale e universitaria e con
capienza di circa duemila persone, è, in pianta un grande trapezio at-
traversato da un asse liturgico e sacramentale che parte dal battistero,
collocato nello spazio dell’entrata, attraversa tutta l’assemblea, arriva
all’altare e, oltre l’altare, al grande semicerchio degli stalli monacali, al
cui centro è situato il sedile dell’abate. Sul piano visivo l’altare si trova in
una disposizione che rende il coro il vero centro dello spazio. Breuer ha
costruito strutture possenti in cemento armato a vista. All’esterno della
chiesa ha innalzato una robusta struttura a sostegno di una grande croce
e di un insieme folto di campane.
La terza tipologia, infine, del monastero-casa o villaggio, è l’assetto
prediletto da dom Debuyst, che lo definisce soluzione a piccoli edifici
sparsi, non molto alti e privi di spazi puramente rappresentativi, favo-
revoli ad una vera economia domestica, in contesti naturali ben scelti.
Essa, in primo luogo, «corrisponde al duplice imperativo di contenere
le spese e di collocare il monastero in modo misurato su un terreno dif-
ficile. Ripreso dall’architettura, il ‘genio del luogo’ è presente ovunque,
all’interno come all’esterno del complesso». La forma, sorprendente se

95.  Guy Obata (1923-), architetto americano, ha lavorato in Arabia Saudita e in varie
città d’America.
290 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

paragonata a quella tradizionale, non cancella «l’identità del monaste-


ro», la quale anzi «appare chiara e non solleva perplessità», poiché vi si
ritrova, vivendola, «il senso immediato di una ‘totalità’ di vita». Inoltre le
costruzioni presentano «grande flessibilità, permettendo nel corso degli
anni di ridistribuire certe funzioni e di svilupparne di nuove»; fatto che
consente di scoprire che «l’identità profonda di un luogo non è fissa e
immutabile. Essa è soggetta a cambiamenti e ogni anno può migliorare
il suo aspetto» 96.
Il tipo è stato attuato a Clerlande, in Belgio, grazie alla collaborazio-
ne tra dom Debuyst e l’architetto Jean Cosse 97, sulla cima di una collina
e ai margini di un vasto bosco confinante, sul bordo opposto a quello
del monastero, con il campus universitario di Louvain-la-Neuve. A par-
tire dal 1971 sono state costruite due case, ognuna con propria cappella
per la liturgia quotidiana, una per i monaci, l’altra oggi per novizi all’i-
nizio per studenti. Solo nel 1981 si è realizzata una cappella per tutta la
comunità, anch’essa in semplici forme domestiche.
Contributi di architettura monastica di grande valore nel XX se-
colo sono stati realizzati anche in ambito cistercense. Negli ultimi due
secoli, la vita dei due rami dell’ordine, quello della Stretta Osservanza o
dei Trappisti e quello della Comune Osservanza, che raccoglie diverse
famiglie ognuna con propri statuti, è stata tumultuosa, caratterizzata da
cambiamenti radicali, soprattutto negli anni immediatamente successivi
al Concilio Vaticano II. Nei monasteri trappisti femminili e maschili
maturò, negli anni trenta del Novecento, un risveglio di interesse per
la storia e la teologia dei Padri cistercensi che consentì, grazie anche
all’azione di forti personalità, una decisa presa di distanza dall’identi-
ficazione della contemplazione con l’esercizio penitenziale a favore di
una più ricca vita fraterna, di una attenzione più viva alla vita liturgica e
al monastero, di cui si perseguì una maggiore semplicità e più modeste
dimensioni.
Già fin dall’inizio del Novecento i Trappisti avevano messo in moto
uno straordinario movimento di espansione geografica che ha ora rag-
giunto tutti i continenti. Dalla metà del secolo, inoltre, le comunità
americane erano cresciute grazie soprattutto dell’influsso esercitato da
Thomas Merton (1915-1968), la cui autobiografia, La montagna delle
sette balze pubblicata nel 1948, fu potente calamita che attrasse centina-
ia di giovani, molti dei quali non resistettero a lungo, tuttavia, al regime
di vita monastico.

96.  Debuyst, Il genius loci cristiano, 90-91.


97.  Jean Cosse ha progettato due monasteri francesi: uno a Chauveroche, denominato
La Pierre-qui-Vire, e l’altro ad Anduze nelle Cévennes, per una comunità cistercense fem-
minile.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 291

Personalità dotata di straordinaria sensibilità estetica e di grande


cultura, Merton ha segnalato nei suoi scritti, sia pure solo per cenni, lo
scarto tra l’ideale medievale cistercense e le realizzazioni a lui coeve, o di
poco precedenti. Riteneva che: «La purezza del gusto in un monastero
non è solamente questione di tirocinio artistico. Deriva da qualcosa di
molto più alto: la purezza del cuore […], l’arte del monaco è il frutto
di un albero le cui radici sono la carità, la povertà, la preghiera» 98. Ne
consegue, ed è fondamentale, che il monaco non deve mai essere un
esteta, qualcuno che coltiva l’arte per l’arte, ma un artifex, un artigiano,
un uomo al lavoro, e che condizione ideale per la vita monastica è che
siano gli stessi monaci a costruire i propri monasteri.
Alla produzione del XII e XIII secolo riconosceva «energia, sempli-
cità e purezza», «ingegnosità nell’equilibrare i blocchi di pietra a mezz’a-
ria», capacità di invito «alla contemplazione in una atmosfera di sempli-
cità e di povertà». Ha scritto: «La dottrina dell’umiltà di San Benedetto,
la base del suo insegnamento, era scritta nelle pietre di queste chiese.
[…] Il fondersi dell’ascetismo cistercense con l’intelligenza franca, del-
la spiritualità pura con la genialità tecnica, portò ad una rivoluzione
nell’architettura, quando i monaci bianchi trovarono che, mediante
un’accorta combinazione di pesi, di spinte, di archi, lo spessore delle
mura e di conseguenza la spesa, potevano essere ridotti della metà. […]
In ambienti come questi, la purificata liturgia dei cistercensi acquistò
un effetto straordinario. […] Ora che l’occhio non si perdeva più in
una folla di officianti, in un mare di vesti in movimento, mente e cuore
potevano concentrarsi sull’unico fatto realmente importante» 99. La vita
monastica cistercense era, a suo parere, un ideale pienamente attuale ma
di non facile comprensione. «E’ noto –ricordava Merton– che, ai nostri
giorni, la vita cistercense ha suscitato numerose vocazioni in America,
ma si può dire senza esagerazione che non tutti coloro i quali hanno
scelto questa vita sapevano esattamente quello che cercavano e che pa-
recchi non l’hanno trovato» 100.
Numerose sono le fondazioni maschili e femminili americane da lui
ricordate: dall’abbazia, dove egli ha vissuto, di Gethsemani nel Kentu-
chi, a quella di Nostra Signora della Valle, dapprima nel Rhode Island,
poi, in seguito alla distruzione causata da un incendio, a Spencer nel
Massachussetts; all’abbazia di Nostra Signora di Guadalupe, fondata nel
New Mexico nel 1947 e trasferita nel 1955 nell’Oregon; alle fondazioni
nel South Carolina, in un grande territorio donato da Henry R. Luce
e Clare Booth Luce; a molte altre in California, nello Iowa, in Geor-

 98. Merton, Thomas, Vita nel silenzio, Brescia: Morcelliana, 49.


 99. Merton, Thomas, Le acque di Siloe, Milano: Garzanti, 2001, 43-44.
100.  Merton, Vita nel silenzio, 136.
292 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

gia, nell’Utah, nel Missouri, nel Colorado, in Virginia. Monasteri di


trappiste importanti sono quelle di Wrentham nel Massachussetts e di
Redwoods in California. Nessuna delle moderne architetture cistercensi
ricordate ha però meritato un elogio da parte sua; ne ha anzi criticato
l’inutile vastità e il mesto carattere, spoglio e poco luminoso.
Scomparso negli anni immediatamente successivi al Concilio Va-
ticano II, Merton non ha potuto conoscere la ricca fioritura di piccole
comunità e il profondo rinnovamento che le regge, maturati negli ulti-
mi decenni del secolo. Dai casi italiani, di Vitorchiano e di Valserena, ad
altri sparsi nel mondo visitabili sui siti internet, le scelte architettoniche
sembrano per lo più di estrema semplicità, prossima ai caratteri elemen-
tari dell’architettura rurale.
Due recentissime fondazioni cistercensi europee possono essere rite-
nute casi esemplari dell’intreccio di questioni, di vita, liturgia e architet-
tura, alle quali intendono oggi rispondere le comunità cistercensi. Sono:
il monastero cistercense Dominus tecum di Pra’d Mill, presso Bagnolo,
in provincia di Cuneo, realizzato tra 1989 e 2005, e quello trappista
di Nostra Signora di Novy Dvur in Boemia, nella Repubblica Ceca,
costruito tra 2002 e 2007.
Il primo è sorto per sollecitazione della comunità ecclesiale piemon-
tese nei confronti dell’abbazia cistercense di Sant’Onorato dell’isola di
Lérins, nella baia di Cannes, uno dei luoghi europei di più antica pre-
senza monastica, e grazie alla donazione di un vasto terreno della fami-
glia Oreglia d’Isola 101, in una valle silenziosa del cuneese inserita nella
catena del Monviso. Il territorio cuneese era già ricco di storia cistercen-
se a partire dalla fondazione del monastero di Staffarda nel XII secolo,
oggi nel comune di Revello (Cuneo), il cui primo nucleo fu costruito in
terreni donati dal marchese Manfredo di Saluzzo a monaci provenienti
da La Ferté. La valle ha un suggestivo carattere selvaggio: è attraversata
dal torrente Infernotto che ne incide il fondo, disegnandovi balze d’ac-
qua improvvise e numerose pozze.
Vi si trovano antiche e semplici case in pietra sbozzata, a vista sia
all’esterno che all’interno, con tetti definiti da essenziali orditure il legno
di castagno e coperti da lose, lastre piatte in pietra di varie dimensioni.
Il preesistente insediamento di Pra’d Mill, situato su un pendio collinare
tra 850 e 900 metri sul livello del mare, era composto da due nuclei: in
basso un castello settecentesco nobiliare con cappella autonoma dedica-
ta all’Annunciazione; in alto un borgo circondato da prati e da boschi di
castagni e costituito da case di uno o due piani, abbandonate, allineate

101.  Le vicende sono narrate in Possenti Ghiglia, Nora, Leletta d’Isola. La portinaia del
buon Dio, Milano: Ancora, 2009.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 293

a schiera su una strada poderale antica che corre lungo le isoipse del
terreno, che accolgono sia modestissime abitazioni in forma di piccole
cellule abitative che stalle e fienili.
I monaci provenienti da Lérins optarono subito per un monastero
che facesse proprie qualità e sapienza costruttiva del luogo. Occuparono
provvisoriamente il castello, rapidamente restaurato; nella baita vicina
allocarono la foresteria, utilizzarono la cappella isolata nel prato. Qui
avrebbero, in un primo tempo, voluto le nuove costruzioni monastiche.
Al progetto lavorarono l’architetto Maurizio Momo 102, con la collabo-
razione del collega Franco Brugo e la consulenza del noto professore e
architetto Aimaro Oreglia d’Isola (1928-), celebre per la costante e intel-
ligente attenzione all’architettura sacra e monastica, insieme a Roberto
Gabetti (1925-2000). Il primo progetto, disteso sul prato e articolato
su un lungo chiostro rettangolare allungato per la clausura, non parve
adeguato ai monaci, che optarono per un insediamento collocato più
in alto, in corrispondenza del borgo di baite, coinvolte nel monastero.
Tramite sapiente rimaneggiamento vennero ricavate: la clausura, la
foresteria, la chiesa, distribuite su tre piani sfalsati e collegati tra loro
tramite percorsi porticati orizzontali, trasversalmente connessi con rac-
cordi, talvolta con scale. Le due fondamentali e classiche zone funziona-
li, la clausura composta da volumi attorno a due chiostri –quello della
preghiera e quello di servizio con l’affaccio di cucina, laboratori, centrale
termica, refettorio e, al piano superiore, biblioteca– e la foresteria, an-
ch’essa due piani, risultavano autonome, servite da percorsi e affacci di-
versificati, oltre che ricalcati sulle strade preesistenti e convergenti verso
il polo centrale della chiesa.
Quest’ultima, poco emergente all’esterno sia perché non molto alta
e con basso campanile sia perché molto simile, nei materiali, agli altri
edifici prevalentemente in pietra grezza, è stata concepita ad aula unica,
dilatata in corrispondenza del coro dei monaci, simmetricamente allun-
gato tra presbiterio e spazio per i fedeli, in modo da fare spazio ad una
cappella per l’adorazione eucaristica. Una specie di matroneo scherma-
to, per monaci e ospiti anziani o infermi, ricavato nel sottotetto affaccia
sull’interno della chiesa, dove lo spazio maggiore è destinato all’aula dei
fedeli. La voluta compenetrazione tra interno ed esterno è rimarcata
dall’insistente utilizzo della pietra nuda in blocchi poco lavorati, la stessa
di ambone e altare. Quest’ultimo è immerso nella luce spiovente dal so-
vrastante lucernario. Per non disturbare la liturgia quotidiana, l’ingresso
alla chiesa più utilizzato non è posto in posizione centrale, ma su un

102.  De Rossi, Antonio, Architettura alpina moderna in Piemonte e valle d’Aosta, Torino:
Allemandi, 2005.
294 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

fianco. Una nuda, grande croce all’esterno della chiesa e un’altra al suo
interno sono gli unici forti segni cristiani visibili.
Il monastero risulta nell’insieme un armonioso e poco appariscente
ampliamento dell’insediamento preesistente, nella conservazione accu-
rata delle parti antiche, nella ripresa delle tecnologie costruttive contadi-
ne messe a punto negli edifici nuovi, nel disegno complessivo rispettoso
della conformazione del suolo e dei caratteri ambientali. Una identica
cura è stata riservata al contesto circostante di boschi, radure e prati,
che hanno ricevuto un globale riassetto, con riattivazione dei canali ir-
rigui, delle chiuse, delle antiche sorgive, dei sentieri., tuttora in corso.
Segnala una sentita consapevolezza di continuità tra passato e presente,
una sensibilità per l’identità del luogo capace di innestare la vita mona-
stica nell’abitato rurale senza soluzioni di continuità, una voluta presa
di distanza da opzioni estetiche forti a favore di un senso dell’abitare
che si distingue da quello civile, il più povero oltretutto, solo sul piano
tipologico/funzionale.
Carattere molto diverso ha il monastero trappista di Novy Dvur
nella foresta boema, progettato dall’architetto inglese John Pawson, re-
alizzato in collaborazione con la comunità monastica coinvolta in una
vera esperienza di autocostruzione, il primo monastero cattolico nei pa-
esi da poco sottratti al giogo sovietico, regime che aveva soppresso tutti
i monasteri e posto fuori legge gli ordini religiosi. Nel 1999 maturò,
nell’antica abbazia francese di Sept Fonts, a seguito della richiesta di
due giovani cechi di essere accolti in comunità, il proposito di inviare
in Boemia quaranta monaci. Raccolti i fondi per l’acquisto di un ter-
reno anche con l’aiuto di altre comunità monastiche, l’abbazia di Sept
Fonts poté disporre di un vasto terreno agricolo isolato, di cento ettari,
nella Boemia a pochi chilometri dal confine con la Germania, occupato
solo dai resti di un complesso barocco del 1760, forse opera di Killian
Dientzenhofer (1689-1751), affiancato da fabbricati agricoli organizzati
attorno ad un vasta aia.
Affidò l’incarico del progetto ad un architetto noto per la sua scel-
ta estetica minimalista; Pawson disse alla posa della prima pietra della
chiesa, nel 2002: «questo monastero rappresenta una occasione unica
nella mia carriera […]. Oggi noi posiamo questa stessa pietra nelle fon-
damenta dell’edificio che, più degli altri, incarna la vera vita di Novy
Dvur: la sua Chiesa. Quando ci siamo ritrovati l’anno passato, il lavoro
era concentrato sul restauro dell’edificio nobile. Oggi vediamo che co-
mincia a prendere forma l’architettura moderna. […] Per un architetto,
questi sono momenti di forte impatto emotivo. Quando ho ricevuto
questa commessa da parte dei monaci, sapevo ciò che volevo ottenere a
Novy Dvur: ritrovare l’ideale architettonico cistercense del dodicesimo
secolo di San Bernardo, con il suo senso del ruolo importante della luce,
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 295

delle proporzioni corrette, della semplicità, delle altezze sobrie e dei det-
tagli. Ero convinto che la forma perfetta di una espressione contempo-
ranea potesse balzare fuori da una comprensione rigorosa dell’essenza
di questa antica idea. […] L’associazione del vecchio con il nuovo ha
certamente reso il progetto più difficoltoso, rompendo quell’unità ar-
chitettonica che è normale per un monastero. […] Lo scopo è l’armonia
completa tra il monastero e la comunità che lo abita, caratteristica ar-
chitettonica che si esprime in una assenza di aggiunte o di pezzi collegati
artificialmente ed è ben più che qualità estetica. Si tratta piuttosto di
eliminare i motivi di distrazione, sia quelli visibili che quelli funzionali,
per permettere ai monaci di perseguire lo scopo di concentrarsi in Dio.
[…] Sono profondamente riconoscente ai monaci per avermi offerto
un’occasione tanto unica. Sono fiero di aver potuto giocare un ruolo
nella realizzazione del loro sogno» 103.
Il Monastero di Nostra Signora di Novy Dvur sorge ora bianchis-
simo nel bosco, unitario nella sua volumetria elementare, poiché il lato
del chiostro barocco si distingue molto poco dagli altri tre; il possente
volume esterno della chiesa emerge, ma senza differenziarsi dal resto nei
caratteri formali. La concezione modulare ad quadratum di matrice ci-
stercense unifica anche spazialmente l’insieme, nodo geometrico di vera
sintesi, in chiave di estetica minimalista, tra matrice storica cistercense
e sua attuale interpretazione. Ancor più, esso si propone come figura
consapevole di voluta continuità estetica tra passato e presente.
Il chiostro, coperto da volte a botte e chiuso da grande vetrata, è del
tutto privo di colonne che ne ritmino la spazio e lo arricchiscano nar-
rativamente, non è inoltre disposto su un unico piano: risulta in questo
modo un grande vano luminoso e unitario e una promenade con leggere
pendenze: chi la percorre ha la percezione di un netto stacco posto in
essere tra interno ed esterno, che tuttavia godono anche di una reciproca
compenetrazione visiva. In essa vengono esaltati, oltre che la presenza
dei monaci che si staccano dal biancore dei piani costruttivi, il movi-
mento degli steli d’erba nel prato, delle pozze d’acqua, del cielo, di una
natura ricondotta ai suoi elementi fondamentali al di là della parete in
cristallo.
La chiesa è un rettangolo molto allungato e molto alto coperto da
volte a botte, nel quale i movimenti dei laici e dei monaci risultano net-
tamente distinti. Il coro monastico è in posizione centrale, tra area pre-
sbiteriale, invasa dalla luce spiovente dall’alto, e spazio dei fedeli. L’area
presbiteriale, a sua volta, è preceduta, nel vano dell’abside semicircolare,
da una larga scalinata, salendo la quale i monaci vengono costantemente

103.  www.euroamerican.cc/novusvur/ (dicembre 2012).


296 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

attratti dalla stele che ospita la custodia eucaristica e sostiene la figura


delle Vergine, di molto modeste dimensioni.
Ovunque l’elemento mobile dominante è la luce, modulata con di-
screzione lungo le pareti ove si trovano monaci e fedeli, altisonante in
corrispondenza del semplice altare: è luce, inoltre, indiretta, spiovente
dall’alto in camere apposite ricavate nei muri laterali a doppio spessore
e aperte, tramite tagli rettangolari, nel muro interno. Essa invade un
grande vuoto bianco la cui consistenza volumetrica è del tutto preva-
lente sulle immagini –la croce, l’anta della custodia eucaristica, la statua
della Vergine– che acquistano valore di punti di riferimento più che di
figurazioni. Il rinnovamento dell’ intenzionalità bernardina, intessuta di
ricerca di qualità di luce e proporzioni, viene espresso con rigore intellet-
tuale sia per quanto riguarda la spazialità che le immagini.
Costruito tra 2000 e 2005, il monastero lancia una provocazione
intensa, drammaticamente rappresentata dal minimalismo segnico,
all’immaginario contemporaneo, lasciando al solo spazio, vibrante di
luce e regolato da proporzioni armoniche, il rimando alla sacralità della
vita monastica e, di conseguenza, del luogo.
Le differenze tra i monasteri di Pra’d Mill e di Novy Dvur, inoltre,
ambedue ancorati ma in modi diversi all’eredità cistercense e in parti-
colare alle intenzionalità, morali ed estetiche, di S. Bernardo di Chia-
ravalle, riguardano sostanzialmente, io credo, il modo di concepire la
formatività del processo artistico ed architettonico: caratterizzato da una
intellettualità fortemente emotiva e aderente al contesto il primo, più
astrattamente concettuale il secondo. Ambedue comunque risultano
esito di processi compositivi e formali altamente selettivi nei confronti
dell’eredità storica, soprattutto rispetto alle immagini, due modalità di
adesione sine glossa ad un lascito esigente e tuttora provocatorio.
In occasione di un convegno milanese sul grande santo cistercen-
se 104, avevo proposto una interpretazione del suo ascetismo figurativo,
che si fondava sia sulla celebre Apologia del 1135 che sui successivi Ser-
mones super Cantica Canticorum di circa dieci anni dopo, nei quali egli
inclinava decisamente, per l’architettura, verso la scelta di una bellezza
razionale, caratterizzata da ordine e armonia di proporzioni, e, per le im-
magini, verso una loro spiritualis effigies nella quale fissare lo sguardo. E’
proprio dell’immagine non solo svelare ma anche nascondere, indicare
dunque un moto di ricerca del vero che la oltrepassi. In un’immagine,
quella di Cristo, Bernardo aveva fissato lo sguardo e voleva che i suoi
monaci lo fissassero: è l’immagine che svela e insieme nasconde il Padre.

104.  Crippa, Maria Antonietta, «L’immagine artistica in San Bernardo», Zerbi, Pietro
(ed.), San Bernardo e l’Italia, Milano: Vita e Pensiero, 1993, 217-226.
Il mistero della Chiesa, corpo di Cristo e tempio dello Spirito Santo 297

L’orientamento del grande cistercense non può essere superficial-


mente definito un astratto razionalismo ante litteram, perché la ricerca
di una spiritualis effigies lo spinse a porre la questione della percezione
del bello e delle sue relazioni con le teorie della conoscenza, dunque
della comprensione umana del senso della realtà, che per il monaco ci-
stercense trovava un vertice nella contemplazione del mistero di Dio
fatto uomo, pertanto nella consapevolezza del mistero di Dio visibile/
invisibile, vissuta nel contesto monastico.
Forse Bernardo fu preso, nella contemplazione divina, in quella re-
lazione misteriosa tra visione e sua non traducibilità in concetti, ben
analizzata nel trentatreesimo canto del Paradiso da Dante. Il poeta è qui
folgorato dalla visione della Trinità, cui Bernardo stesso, per il tramite
della Vergine, lo ha introdotto; vede un’immagine che non può descri-
vere né disegnare. E tuttavia egli può dire che coglie l’unità del tutto;
gli pare di cogliere l’unità e la trinità di Dio, gli pare di cogliere se stesso
a immagine e somiglianza di quella sacra effigie. Ma l’alta fantasia non
ha la forza di tradurre, né in immagine né in concetto, la folgorazione
ricevuta; tuttavia Dante, nella contemplazione, è definitivamente coin-
volto nel movimento di vita di quel Dio che è «l’Amor che move il sole
e l’altre stelle».
Forse è qui, nell’esperienza mistica cui Dante dà figura esemplare
e che i cistercensi richiamano di continuo tuttora come loro specifico
compito, esperienza che coinvolge sensibilmente nella vita divina oltre
il sensibile, il movimento di ascesa tentato da Bernardo dalla imago na-
turalis a quella spiritualis.
Alla dinamica della presenza/assenza propria dell’immagine, dina-
mica della presenza divina in mezzo agli uomini, di Cristo dunque, si
volgeva l’abate cistercense; egli comprendeva che tutte le cose significa-
no, ma che per coglierle nel loro significato occorre anche trascenderle.
La tensione a questo cammino di unione mistica con Dio, oltre le realtà
create, lo metteva in opposizione ad una loro autonoma dimensione
estetica e all’immagine estetica del mondo tesa nella affermazione del-
la propria autonomia, di cui già avvertiva qualche traccia nel proprio
mondo monastico e che avrebbe preso forza già nel secolo successivo al
suo. È dunque ben diversa la sua ricerca di un bellezza razionale dal ra-
zionalismo dell’architettura del XX secolo e dai suoi fondamenti esclu-
sivamente empirici e antropologici.

Per concludere. Agonia e speranza

A conclusione del racconto fin qui intessuto torno alla segnalazione


iniziale della drammatica situazione in cui versano le diverse espressioni
298 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

d’arte contemporanea, al loro stato agonico. Maria Zambrano (1904–


1991) pubblicò nel 1945, quando si chiudevano le tragiche vicende del-
la seconda guerra mondiale, il breve saggio dal titolo L’agonia dell’Euro-
pa 105. Meditando sull’identità del continente, di ciò che fosse da ritenere
irrinunciabile nella sua grandiosa e complessa attualità densa di storia,
ella vi scoprì, continuamente in agonia ma senza mai morire, la potente
presenza in molti della speranza, resa tuttavia fragile più che mai nel No-
vecento per la malattia che dall’Ottocento l’attraversava: quell’utopismo
rivoluzionario che, come un’ubriacatura, mirava a cancellare somiglian-
za e insieme inevitabile differenza tra le due città, quella di Dio e quella
degli uomini.
La speranza cristiana, da tempo in agonia eppure sempre viva, è
virtù propria, a suo parere, di un tipo d’uomo singolare, di una «strana
creatura a cui non basta nascere una sola volta», perché segnata dal biso-
gno di «venire riconcepita» 106. In questa singolarità di coscienza creatu-
rale, negata più volte ma poi continuamente ritrovata, la nostra identità
europea e occidentale può trovare ancora enormi riserve di energia che
l’allontanino dall’estinzione nonostante la terribile malattia: «Ogni cul-
tura – concludeva – viene a essere conseguenza del bisogno di nascere di
nuovo. E così la speranza è il fondo ultimo della vita umana» 107.
Questa speranza, fragile ma resistente, in rapporti umani d’amicizia,
in impegni a rendere vivibile e religiosamente ricca la vita di tutti gli uo-
mini, in forme di vita sociale contrassegnate da totale devozione a Dio,
ho voluto rintracciare nello sviluppo del XX secolo, intendendola come
preziosa eredità da valutare prospetticamente, in uno sguardo rivolto
con fiducia al prossimo futuro.

105.  Zambrano, María, L’agonia dell’Europa, Venezia: Marsilio, 2009.


106.  Ivi, 53.
107. Ivi.
IMMAGINI

L’amicizia tra teologi e architetti – il primo seme

Dida n. 1.  R. Schwarz, S. Fronleichnam (Corpus Domini)


Aquisgrana (Aachen, est), 1929-1930
300 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

Dida n. 2.  R. Schwarz R. Schwarz, St. Maria Königin, Saarbrucken, 1952-1954

Dida n. 3.  R. Schwarz, schemi per la disposizione dei fedeli, in diagrammi


immagini 301

L’esperimento pastorale
del cardinale Giovan Battista Montini – il secondo seme

Dida n. 4.  Foto dell’arcivescovo Giovanni Battista Montini, cardinale in Milano, con
l‘ingegner Enrico Mattei in una riunione del Comitato per le Nuove Chiese

Dida n. 5.  Planimetria con la localizzazione delle chiese legate all’iniziativa delle Ventidue
Chiese per ventidue Concili lanciata da G. B. Montini cardinale (AA. VV., Ventidue Chiese per
ventidue Concilii, Comitato per le Nuove Chiese di Milano, Scuole Grafiche Artigianelli,
Milano, 1969) Le chiese sono: 1– Beata Vergine Addolorata, 2– Madonna della medaglia
miracolosa, 3– Ognissanti, 4– Sacro Cuore; 5– S. Alberto Magno, 6– S. Ambrogio ad fontes,
7– SS. Angeli custodi; 8– S. Curato d’Ars, 9– S. Domenico Savio, 10– S. Filippo Neri, 11– S.
Francesco d’Assisi, 12– S. Gerolamo Emiliani, 13– S. Giuseppe Calasanzio, 14– S. Gregorio
Barbarigo; 15– S. Ignazio di Loyola, 16– S. Leone Magno, 17– S. Lorenzo, 18– S. Lucia, 19–
S. Maria Goretti, 20– S. Matteo, 21– S. Spirito, 22– S. Vincenzo de’ Paoli
302 MARIA ANTONIETTA CRIPPA


Dida n. 6/7.  Tabelle esplicative dell’avanzamento dei lavori di costruzione di nuovi
centri parrocchiali in Milano, presentati dal presidente del Comitato per le Nuove
chiese, ing. Enrico Mattei, all’arcivescovo Montini nella riunione annuale del 1958
(Fascicolo del Comitato)
immagini 303

Dida n. 8.  Chiesa parrocchiale di S. Maria Nascente, nel quartiere sperimentale di


Milano QT8. Foto area del 1960. Fototeca Isal, (Istituto per la Storia dell’Arte Lombarda),
Fondo Pezzani

Dida n. 9.  Chiesa parrocchiale della Madonna dei Poveri a Baggio (Milano) , 1952-1955.
Foto area del 1960. Fototeca Isal, Fondo Pezzani
304 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

Dida n. 10.  Chiesa parrocchiale della Madonna dei Poveri a Baggio (Milano), 1952-1955.
Progettisti: arch. Luigi Figini e Gino Pollini. Tabernacolo e croce di padre Costantino Ruggeri

Dida n. 11.  Chiesa parrocchiale di S. Barbara a Metanopoli (Milano). Foto area del
1960. Fototeca Isal, Fondo Pezzani
immagini 305

Dida n. 12/13.  Chiesa parrocchiale S. Curato d’Ars,


Milano, 1961-1964, esrterno e interno
306 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

Dida n. 14/15.  Chiesa parrocchiale S. Francesco d’Assisi,


Milano, 1964, arch. Gio Ponti, esterno e interno
immagini 307

Dida n. 16/17.  Basilica dell’Annunciazione a Nazareth,


1959-1969, arch. Giovanni Muzio
308 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

I monasteri nel XX secolo

Dida n. 18.  Il volume di dom Hans Van Der Laan, La forma.


Natura, cultura e liturgia nella vita umana, Sinai, Milano 2000
immagini 309

Dida n.19.  Vedura aerea dell’abbazia di Vaals, costruita dall’arch. Dominikus Böhm e
ampliata da dom Hans Van Der Laan
310 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

Dida n. 20.  Chiesa dell’abbazia di Vaals,


progetto di dom Hans Van Der Laan

Dida n. 21.  Scala di accesso alle celle dell’abbazia di Vaals,


progetto di dom Hans Van Der Laan
immagini 311

Dida n. 22.  Monastero cistercense Dominus tecum, Pra’d Mill , presso Bagnolo,(Cuneo),
1988-1995. Progetto dell’arch. M. Momo con consulenza dell’arch. A. D’Isola

Dida n. 23.  Monastero cistercense Dominus tecum, Pra’d Mill , il chiostro


312 MARIA ANTONIETTA CRIPPA

Dida n. 24.  Monastero cistercense Dominus tecum, Pra’d Mill, interno della chiesa
LAS OBRAS DE MISERICORDIA:
MURILLO EN LA IGLESIA DE LA CARIDAD

Juan Miguel González Gómez


Universidad de Sevilla

El papa Francisco, por la bula Misericordiae vultus, dada en Roma


el 11 de abril de 2015, convoca el Jubileo Extraordinario de la Mise-
ricordia.Fijó como fecha de apertura el 8 de diciembre del año 2015,
festividad litúrgica de la pura y limpia concepción de María. Ese día, de
especial significación en la historia reciente de la Iglesia católica, se abrió
la Puerta Santa. Y lo hizo así para recordar el quincuagésimo aniversa-
rio de la clausura del Concilio Vaticano II (1962-1965), que supuso
entonces una nueva etapa de mayor entusiasmo y comprensión en la
evangelización de siempre. Dicho Año jubilar finalizó el 20 de noviem-
bre de 2016, solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. En esa jornada
se cerró la Puerta Santa, agradeciendo a la Trinidad Beatísima el tiempo
de gracia concedido. El Santo Padre dijo al respecto: «¡Cómo deseo que
los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al
encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios! A
todos, creyentes y lejanos, pueda llegar el bálsamo de la misericordia
como signo del reino de Dios presente ya en medio de nosotros» 1.Por
ello, al ser invitado para participar en el XXXIV Simposio sobre Arte y
Teología, organizado por la Facultad de Teología de la Universidad de
Navarra, entre los días 14 y 16 de octubre del año 2015, hemos pre-
sentado una ponencia sobre las obras de Misericordia representadas a
través de las artes plásticas. Y como no podía ser de otra forma, al ser
y venir de Sevilla, optamos por exponer una amplia panorámica sobre
el importante protagonismo de la misericordia divina en el programa
iconográfico concebido por el venerable Miguel Mañara y Vicentelo de

1.  Papa Francisco, Misericordiae Vultus. El rostro de la misericordia. Bula de convocación


del Jubileo Extraordinario de la Misericordia. Dada en Roma, 11 de abril de 2015, Madrid:
Ed. San Pablo, 2015, 15-16.
314 JUAN MIGUEL GONZÁLEZ GÓMEZ

Leca para la iglesia hospitalaria de la Santa Caridad, obra cumbre del


Barroco hispalense.
De esta forma, podemos contribuir, desde el punto de vista docente,
a poner de relieve cómo el magisterio de la Iglesia desde sus orígenes ha
recurrido a las artes para difundir la belleza del misterio de la fe cris-
tiana y proclamar el mensaje salvífico de Cristo, que es el rostro de la
misericordia de Dios Padre. En consecuencia, no haremos otra cosa más
que insistir en la línea marcada por los últimos papas. Desde el beato
Pablo VI hasta Francisco I, pasando por san Juan Pablo II y Benedicto
XVI, los sucesivos pontífices han fomentado el diálogo con los artistas
contemporáneos, para que –hoy como ayer– sea una incontestable rea-
lidad la «alianza fecunda entre Evangelio y arte» 2. Solo así podremos
facilitar la apetecida reflexión doctrinal sobre la misericordia. Dicho lo
cual, abordaremos, sin más, la génesis y evolución de la Hermandad de
la Santa Caridad de Sevilla.

I.  La Santa Caridad

Sus orígenes son bastante confusos. Algunos se remontan a los co-


medios del siglo XV, hacia 1450, y lo relacionan con D. Pedro Martínez
de la Caridad, racionero de la Santa Iglesia Catedral de Sevilla 3. Y otros,
por el contrario, apuntan que fue en 1565 cuando se estableció, pues el
19 de agosto de dicho año se inscriben de una sola vez ciento veinte her-
manos. El listado lo principia Francisco de Santa Cruz. Con tal motivo,
se supone que éstos pudieron ser los fundadores. Sus Reglas se aprueban
en 1578. Su primera sede conocida estuvo junto a la parroquia de San
Isidoro, en la capilla del antiguo hospital del mismo nombre. Allí cele-
bran el primer cabildo conocido el 21 de febrero de 1588 4. Unos meses
después, el 21 de octubre del referido año, ya radica en la capilla de San
Jorge, extramuros de la ciudad, en las Atarazanas Reales construidas por
Alfonso X el Sabio en 1252 5. Su finalidad era enterrar a los muertos. Por
entonces, los vagabundos, gitanos, pobres, pícaros, holgazanes y lisiados

2.  Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los artistas, Madrid: Conferencia Episcopal Es-
pañola, 1999, 10-12.
3.  Sebastián y Bandarán, José, Breve noticia histórica de la Hermandad de la Santa Ca-
ridad de Nuestro Señor Jesucristo y descripción de su iglesia y hospital, Sevilla: Tipografía anda-
luza, 1966, 5-8 y Valdivieso, Enrique. y Serrera, José Miguel, El Hospital de la Caridad
de Sevilla, Sevilla, 1980, 15-16.
4.  Granero, Jesús María, Muerte y Amor. Don Miguel Mañara, Madrid, 1981, 103.
5.  Sebastián y Bandarán, Breve noticia histórica, 6. González Gómez, Juan Miguel,
«El arte del bordado y los paños mortuorios de las Sacramentales y de la Santa Caridad de
Sevilla», en Estudios sobre Miguel de Mañara. Su figura y su época, santidad, historia y arte,
Sevilla: Hermandad de la Santa Caridad de Sevilla, 2011, 271.
Las obras de Misericordia: Murillo en la Iglesia de la Caridad 315

vivían entre la mendicidad y la delincuencia. Con frecuencia morían de


hambre o frío en cualquier punto de la urbe.
Al mismo tiempo, en Sevilla, el Guadalquivir sembraba el pánico
con sus frecuentes y catastróficas riadas. Los cadáveres de los ahogados
flotaban sobre sus aguas o eran lanzados a sus orillas. También los sal-
teadores y bandoleros ajusticiados, en pago a sus delitos, se pudrían en
la horca de Tablada. Solo conociendo estas circunstancias concretas se
puede comprender el sentido fundacional de la Hermandad de la Santa
Caridad y el valor de la obra de misericordia de enterrar a los muertos.
Además de esta práctica piadosa con los difuntos abandonados ha-
bía otra que no sabemos si constaba en los primitivos estatutos de dicha
corporación, hoy desaparecidos. En el cabildo del 8 de junio de 1620,
un hermano ofreció costear «todo el gasto de las sillas de los pobres»
para trasladarlos al hospital correspondiente. Esta actividad constituye
el segundo objetivo de tan señera hermandad, que desde entonces no se
ocupa solo de los muertos, sino también de los vivos. Así, a los deshere-
dados, como auténticos «retratos de Cristo», se les confiere la más alta
dignidad. Baste recordar que, en 1604, Felipe III promulga una prag-
mática para limitar el exorno personal a los miembros de los tribunales
y a la nobleza. En la Regla de 1661 pasó a ser obligatorio. Y Mañara lo
mantuvo en la de 1675.
Sabido es que estas dos finalidades, cuidar a los enfermos y dar se-
pultura a los difuntos, la quinta y la última de las siete obras de miseri-
cordia corporales, se recogen en las Reglas de 1661. Dicho reglamento
fue el que se encontró, al ingresar en la Hermandad de la Santa Caridad
el 10 de diciembre de 1662, el noble y hacendado caballero sevillano
D. Miguel Mañara Vicentelo de Leca (1627-1679), del hábito de Cala-
trava, viudo y sin descendencia de D.ª Jerónima Carrillo de Mendoza,
señora de Montejaque y Benaoján († 1661). A partir de ese momento,
tan singular personaje, al que los románticos injustamente han intenta-
do identificar con el mito de D. Juan Tenorio, pasó a ser el gran apóstol
y servidor de los pobres y marginados de la sociedad sevillana del si-
glo XVII 6.
Al año siguiente, Mañara fue elegido Hermano Mayor de la Santa
Caridad. Desempeñó el cargo con total entrega desde 1663 hasta su
óbito, acaecido en 1679. De inmediato, su generosidad sin límites en
ayuda de los más necesitados fructificó entre las clases dirigentes. Y, gra-
cias a ello, fundó el Hospital para incurables y ancianos y el Hospicio

6.  Piveteau, Olivier, D. Miguel Mañara frente al mito de D. Juan, Sevilla: Fundación
Cajasol, 2007, 2 vols.; Vila Villar, Enriqueta, «Don Miguel Mañara, un caballero instruido
y culto», en Estudios sobre Miguel de Mañara, 103.
316 JUAN MIGUEL GONZÁLEZ GÓMEZ

para pobres peregrinos. Para albergar ambos establecimientos construyó


el modélico edificio actual 7. En dicho establecimiento de caridad, en
1677, dos años antes de su muerte, ocupó una humilde celda que se
conserva como preciada reliquia. Y, además, concluyó la reconstrucción
del templo con su consabida magnificencia. En su interior mandó desa-
rrollar un programa iconográfico único sobre las obras de misericordia.
La iglesia, a pesar de su riqueza ornamental, rezuma el severo ascetis-
mo de Mañara. Su única nave, abovedada, y la media naranja se decoran
con importantes yeserías barrocas y pinturas murales de Valdés Leal.
En la bóveda semiesférica hay ocho ángeles pasionistas, en las pechinas
los cuatro Evangelistas y en las paredes del antepresbiterio aparecen san
Martín, santo Tomás de Villanueva, san Julián y san Juan Limosnero,
que se distinguieron por la práctica de la Caridad. Valdés Leal y Murillo
acometen las restantes pinturas que ennoblecen los demás retablos y los
paramentos interiores del edificio. La elección de estos grandes maestros
no fue fortuita. Todos formaron parte de la Academia de pintura, erigi-
da por Murillo en 1660, con sede en la antigua Casa Lonja, hoy Archivo
General de Indias. Documentalmente se sabe que tanto el fundador
como Valdés Leal y Pedro Roldán fueron amigos de Mañara 8. Y es más,
este último y Valdés Leal fueron incluso compadres de Murillo.
En particular, Bartolomé Esteban Murillo, por su delicadeza emo-
cional, gracia expresiva y sonriente amabilidad, consigue una pintura
gratificante, colorista y popular; pero de innegables valores plásticos y
estéticos. La belleza formal, la dulzura narrativa y la humanizada temá-
tica de sus obras son el contrapunto al apasionado, intuitivo y fecundo
quehacer de Valdés Leal. Por eso, uno y otro, como cualificados cronis-
tas, captan con auténtico verismo la realidad social del siglo XVII en
Andalucía.

7.  Cruz Isidoro, Fernando, «Don Miguel Mañara, impulsor de la construcción de la


Iglesia y Hospital de la Caridad», en Miguel Mañara. Espiritualidad y Arte en el Barroco sevil-
lano (1627-1679), Sevilla: Hermandad de la Santa Caridad, 2010, 51-59.
8.  Muro Orejón, Antonio, Apuntes para la historia de la Academia de Bellas Artes de
Sevilla, Sevilla: Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría, 1961, 3-9; El Ma-
nuscrito de la Academia de Murillo, transcripción paleográfica de Manuel Romero Tallafigo,
Sevilla: Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría – Confederación Espa-
ñola de Centros de Estudios Locales, 1982, 23; de la Banda y Vargas, Antonio, «Síntesis
histórica de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría de Sevilla», en La
Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría, su historia, su organización y su
estado en el año 2006, Sevilla: Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría,
2006, 9; Corzo, Ramón, La Academia del Arte de la Pintura de Sevilla 1660-1674, Sevilla:
Instituto de Academias de Andalucía, 2009; Vila Vilar, Don Miguel Mañara, un caballero
instruido y culto, 103; González Gómez, Juan Miguel y Rojas-Marcos González, Jesús,
Juan de Dios Fernández y la serie pictórica de san Francisco en La Rábida, Sevilla: Universidad
Internacional de Andalucía y Excmo. Ayuntamiento de Palos de la Frontera, 2015, 34.
Las obras de Misericordia: Murillo en la Iglesia de la Caridad 317

I.1.  Las vanidades del mundo

El naturalismo de la pintura sevillana del momento llega al paroxis-


mo con Juan de Valdés Leal, que hacia 1672 ultima Las Postrimerías o
Jeroglíficos de la Muerte. Son dos lienzos inquietantes, In ictu oculi y Finis
gloriae mundi, cuya narrativa expresa con aplastante crudeza el triunfo
de la Parca sobre las mezquindades humanas 9. Ambos cuadros (220 x
216 cm), de riguroso e impresionante verismo, responden al sombrío
pensamiento que Mañara recoge en sus escritos y, de forma especial,
en su Discurso de la Verdad. El primer capítulo se inicia con las siguien-
tes palabras: «Memento homo, quia pulvis es, in pulverem reverteris. Es la
primera verdad que ha de reynar en nuestros corazones: polvo y ceni-
za, corrupción, y gusanos, sepulcro y olvido. Todo se acaba…» 10.Una
y otra pintura dan principio, en el sotocoro, al programa iconográfico
del templo de la Santa Caridad. Su impactante contemplación propicia,
per se, una sentida meditación sobre los Novísimos, que son las cuatro
últimas situaciones del hombre: Muerte, Juicio, Infierno y Gloria. La
primera, In ictu oculi, se cuelga en el flanco del evangelio bajo la tribuna
del coro (Fig. 1). Intenta advertir al espectador de que, la muerte nos
puede sorprender «en un instante, en un abrir y cerrar de ojos» (1Cor
15,52). La escena, de factura suelta y colorido pastoso y brillante, es
una clara recordación del fallecimiento súbito que triunfa sobre la vida,
las vanidades y los placeres mundanos. Por eso, aparece un esqueleto,
pisando el globo terráqueo, que porta un ataúd, una guadaña y una
mortaja. Y, además, apaga la luz de una vela con su diestra, símbolo de
la existencia humana 11. A sus plantas, y en una tumba contigua, hay
distintos atributos: una tiara trirregna y una cruz pontificia, una mitra
y un báculo episcopal, dos coronas y un cetro real, una armadura, una
espada, y un bastón de mando, el Toisón de Oro, ricas vestiduras civiles
y eclesiásticas, varios libros religiosos, científicos e históricos, etc. En
definitiva: ese totum revolutum pregona lo efímero de la riqueza, la gloria
y el poder terrenal.
La otra pintura, intitulada Finis gloriae mundi, ocupa el paramento
opuesto del sotocoro (Fig. 2). La puesta en escena es más truculenta
que la precedente. Valdés Leal se hace eco, casi ad pedem litterae, de las
lúgubres palabras de Mañara: «Mira una bóveda, entra en ella con la
consideración, y ponte a mirar tus padres, ó tu muger (si la has perdido)

 9. Valdivieso, Enrique, Pintura barroca sevillana, Sevilla: Guadalquivir Ediciones,


2003, 454; Ídem, Valdés Leal, Sevilla: Ediciones Guadalquivir, 1988, 161-166.
10.  Mañara Vicentelo de Leca, Miguel, Discurso de la Verdad, Sevilla: Imprenta de
Don Luis Bexines y Castilla, 1778, cap. I, 1-2.
11.  Cirlot, Juan Eduardo, Diccionario de símbolos, Barcelona: Editorial Labor, 1985, 457.
318 JUAN MIGUEL GONZÁLEZ GÓMEZ

Figura 1

los amigos, que conocías: Mira qué silencio! No se oye ruido; solo el roer
de las carcomas, y gusanos, tan solamente te percibe. (…) ¿Y la Mitra,
y la Corona? También acá la dexaron» 12. Por consiguiente, en el interior
de una cripta destaca, al primer golpe de vista, un cadáver episcopal en
su ataúd, corroído por nauseabundos insectos. Próximo al anterior hay
otro difunto, un caballero de Calatrava, amortajado con el hábito de la
orden. Su rostro es un retrato del propio Mañara 13. Y, en el fondo, más
sombrío, aparece un rey momificado y múltiples calaveras, acentuan-
do la nota macabra del conjunto. Refuerzan tan tétrica ambientación

12.  Mañara Vicentelo de Leca, Discurso de la Verdad, 8-9.


13.  Guerrero Lovillo, José, Sevilla. Guías artísticas de España, Barcelona: Editorial
Aries, 1962, 163.
Las obras de Misericordia: Murillo en la Iglesia de la Caridad 319

Figura 2

un murciélago, cuyas alas son un atributo infernal; y una lechuza que,


como ave de mal agüero, se asocia a la nocturnidad, a la oscuridad y a
la muerte 14. En lo más alto, asoma la mano llagada de Cristo resucitado
con una balanza nivelada por dos platillos. En el izquierdo, con símbo-
los de los siete pecados capitales, se lee: «NI MÁS». Por contra, en el de-
recho, con emblemas de la oración, penitencia y caridad, se escribe: «NI
MENOS». Este jeroglífico manifiesta la igualdad del ser humano ante
el Juicio de Dios. Por tanto, la práctica del bien o del mal desnivelará la
balanza, salvando o no el alma del creyente 15.

14.  Revilla, Federico, Diccionario de iconografía, Madrid: Cátedra, 1990, 223; Mora-
les y Marín, José Luis, Diccionario de iconología y simbología, Madrid: Taurus, 1986, 229.
15.  Sánchez-Mesa Martín, Domingo, El arte del Barroco. Escultura, Pintura y Artes De-
corativas, en Historia del Arte en Andalucía, vol. VII, Sevilla: Ediciones Gever, 1991, 420-421.
320 JUAN MIGUEL GONZÁLEZ GÓMEZ

Estas dos efectistas pinturas, que no dejan indiferente a nadie,


también fueron motivo de meditación para san Josemaría Escrivá de
Balaguer. Sabido es que el fundador del Opus Dei, a su paso por Se-
villa, el 19 de abril de 1938, acompañado por Carlos Andrés, visitó el
Hospital de la Caridad para contemplar personalmente dichos lien-
zos 16. A posteriori contrastó la visión pesimista de las mismas con la
respuesta positiva de san Francisco de Borja, heredero de la casa ducal
de Gandía, virrey de Cataluña y tercer general de la Compañía de Jesús,
que renunció al mundo al contemplar en Granada los despojos mor-
tales de la emperatriz Isabel de Portugal, la bella esposa de Carlos V 17.
Estas reflexiones le dieron pie para escribir el punto 742 de Camino.
Textualmente dice, sobre el particular, lo siguiente: «Aquellos cuadros
de Valdés Leal, con tanta carroña distinguida –obispos, calatravos– en
viva podredumbre, me parece imposible que no te muevan. Pero ¿y el
gemido del duque de Gandía: no más servir a señor que se me pueda
morir?» 18.

I.2.  La labor hospitalaria

Con estas premisas y con la sana intención de facilitar la salvación


eterna, Mañara recuerda, en las restantes pinturas del templo y en el
motivo central del retablo mayor del mismo, las obras de Misericordia
de indispensable práctica para ello. Sin embargo, antes, en el primer
tramo de la nave hay dos retablos-marcos del siglo XVII, cuyos formatos
de medio punto centran interesantes pinturas de Murillo. La temática
elegida por Mañara y ejecutada por el mencionado pintor sevillano es
alusiva a las funciones que han de realizar los hermanos de la Santa Ca-
ridad: trasladar a los pobres enfermos al hospital y procurar su pronta
recuperación. Tan espléndidas pinturas están dedicadas, por tanto, a san
Juan de Dios y a santa Isabel de Hungría.
El cuadro de San Juan de Dios transportando a un enfermo fue ejecu-
tado por Murillo hacia 1670-1672. Esta pintura tenebrista (325 x 245
cm) se ubica en el referido retablo del lado del evangelio de la iglesia
(Fig. 3). Hace pareja con el retablo frontero consagrado a santa Isabel
de Hungría. Con ellos, como se sabe, el artista abunda en la práctica

16.  Escrivá de Balaguer, Josemaría, Obras completas, I/1: Camino, edición crítica-his-
tórica de Pedro Rodríguez, Madrid: Rialp, 2002, 823-825.
17.  Ferrando Roig, Juan, Iconografía de los santos, Barcelona: Ediciones Omega, 1950,
114; Dalmases, Cándido de, El Padre Francisco de Borja, Madrid: Biblioteca de Autores
Cristianos, 1983, 4-24.
18.  Escrivá DE Balaguer, Josemaría, Camino, 23 ed., Madrid: Ediciones Rialp, 1965,
235, punto 742.
Las obras de Misericordia: Murillo en la Iglesia de la Caridad 321

Figura 3

piadosa de recoger a los enfermos callejeros para asistirlos en el Hospital


de la Caridad, como ya consta documentalmente desde 1620.
El portugués san Juan de Dios (1495-1550) se estableció en Grana-
da, donde recoge y cuida a los enfermos abandonados en el hospitalito
fundado por él. Su representación en este establecimiento hispalense se
justifica por sí mismo. Pero, además, debemos considerar lo presente que
322 JUAN MIGUEL GONZÁLEZ GÓMEZ

Mañara, casado con una dama granadina, le tenía en sus escritos y cómo
sus pasajes biográficos parecen ilustrar las recomendaciones que como
Hermano Mayor hace a los restantes miembros de la Santa Caridad. En
la Regla de 1675 dice que si encuentran en las calles un pobre desvalido y
enfermo «con entrañas de padre lo socorra en su aflicción, y luego busque
en qué traello a nuestra Casa, y si no hallare, acuérdese que debajo de
aquellos trapos está Christo pobre, su Dios y Señor, y cogiéndole acuestas
tráigalo a esta santa Casa; y bienaventurado él, si tal le sucediere» 19.
Murillo pinta, bien entrado el último tercio del Seiscientos, este cua-
dro tenebrista que, si no fuera por su avanzada factura y por conocerse
la fecha de ejecución, podría datarse con anterioridad. Narra el pasaje
milagroso en la oscuridad de la noche, para acentuar la sensación de
soledad y abandono. En esa lúgubre ambientación del callejero grana-
dino, san Juan de Dios, arrodillado, carga sobre su hombro izquierdo a
un pobre moribundo, ayudado por un ángel. El acertado juego de luces
y sombras de este grupo, de efectista composición triangular, lo destaca
del fondo. Y constituye, un magnífico ejemplo a seguir, como se ha
dicho ya, por los hermanos de la Santa Caridad 20.Frente por frente, en
el lado de la epístola, está el retablo de santa Isabel de Hungría. Murillo
pintó este lienzo hacia 1672. Hace pareja con el de san Juan de Dios,
estudiado anteriormente. En esta pintura (328 x 245 cm) se representa
a Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos (Fig. 4). El artista, en tan
afamada obra, consigue una perfecta síntesis entre el apasionado idealis-
mo y el descarnado realismo de los personajes 21. La belleza y feminidad
de la Santa (1207-1231) y de las dos damas que le acompañan, en su
labor asistencial con los enfermos, contrastan con el verismo expresivo y
gesticulación popular de los mismos. La escena tiene lugar en el interior
de una estancia palatina, que comunica con un amplio e iluminado
espacio abierto. Al fondo, bajo una logia de marcado clasicismo, se de-
sarrolla una escena secundaria.
En esta ocasión, la protagonista con su servidumbre da de comer
a los pobres que ha sentado a su mesa. La interpretación de este
recurso expresivo resalta el grupo principal, tomado por Murillo de
la estampa de Sadeler, publicada en Múnich en la Bavaria Santa
(1614-1624). Es obvio que se trata, como en la representación de
san Juan de Dios, de recordar a los hermanos de la Santa Caridad sus

19.  Mañara, Miguel de, Regla de la muy humilde Hermandad de la Ospitalidad de la S.


Caridad de Nuestro Señor Jesu Christo sita en su casa y hospital del señor San Jorge de la ciudad
de Sevilla, Sevilla: en casa de Juan Cabeças, 1675, cap. Xii. Hay varias reediciones, entre ellas
la de la Editorial Edelce, Sevilla 1955.
20.  Angulo Íñiguez, Diego, Murillo, vol. I, Madrid: Espasa-Calpe, 1981, 398-400.
21.  Guerrero Lovillo, Sevilla. Guías artísticas de España, 163.
Las obras de Misericordia: Murillo en la Iglesia de la Caridad 323

Figura 4

obligaciones 22. El propio Mañara, en este sentido, recomienda un


trato afectuoso con los enfermos del Hospital. Apunta que durante

22.  Angulo Íñiguez, Murillo, vol. I, 400-404; y vol. III, lám. 285. Sánchez-Mesa
Martín, El arte del Barroco, 402.
324 JUAN MIGUEL GONZÁLEZ GÓMEZ

las curas, «cuando lleguen al pobre se hinquen de rodillas, respetan-


do en él a N.S. Jesuchristo, y por muy llagado y asqueroso que esté
no vuelvan el rostro, sino con fortaleza ofrézcanle a Dios aquella
mortificación» 23.

II.  Las obras de misericordia en las pinturas de Murillo

A continuación, en lo más alto de los muros laterales del templo


cuelgan seis óleos que reproducen sendas alegorías sobre las Obras de
Misericordia. Llegado este momento debemos recordar que la Miseri-
cordia es la virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los trabajos
y miserias ajenos. De ahí que las obras de Misericordia sean cada uno
de aquellos actos con que se socorre al necesitado, corporal o espiritual-
mente (cf. Is 58,6-7; Hb 13,3). En total son catorce: siete corporales y
otras tantas espirituales. Para el creyente, el primero y más importante
mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti
mismo. En este sentido puede plantearse un interrogante: ¿cómo amar
al prójimo para obtener la salvación eterna? La respuesta no se hace es-
perar. El propio Jesucristo, en la descripción del Juicio Final, dice al res-
pecto: «Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis
de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis,
enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25,35-36).
A partir de ese texto evangélico, la Iglesia de Roma confecciona el
listado de obras de Misericordia corporales, que son:
1. Dar de comer al hambriento.
2. Dar de beber al sediento.
3. Vestir al desnudo.
4. Acoger al forastero.
5. Asistir a los enfermos.
6. Visitar a los presos.
7. Enterrar a los muertos.
En cambio, las espirituales las entresaca de otros textos bíblicos y, es-
pecialmente, de las actitudes y enseñanzas del mismo Cristo: el perdón,
la corrección fraterna, el consuelo, soportar el sufrimiento, etc. Así se
fijaron las obras de Misericordia espirituales, que son otras siete:
1. Dar buen consejo al que lo necesita.
2. Enseñar al que no sabe.

23.  Mañara, Regla de la muy humilde Hermandad de la Hospitalidad de la Santa Caridad,


cap. XVI.
Las obras de Misericordia: Murillo en la Iglesia de la Caridad 325

3. Corregir al que yerra.


4. Consolar al triste.
5. Perdonar las ofensas.
6. Soportar con paciencia los defectos del prójimo.
7. Rogar a Dios por los vivos y por los difuntos 24.
En el presente trabajo se ilustra perfectamente con las pinturas de
Murillo, en el interior del templo de San Jorge del Hospital de la Santa
Caridad de Sevilla, cómo mostrar el amor al prójimo en algunos aspec-
tos materiales. En definitiva, «al que mucho se le dio, mucho se le recla-
mará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá» (Lc 12,48). Por
eso, la Parábola de los talentos (Mt 25,14-30) no se narra por casualidad
justo antes del Juicio Final, donde ya, como expuesto queda, se habla de
las obras de Misericordia. Así lo prueban los siguientes cuadros:

II.1.  El milagro de la multiplicación de panes y peces

Esta obra, apaisada (575 de ancho y 236 cm de alto), se expone des-


de 1670 en el antepresbiterio de la iglesia, en el flanco de la epístola (Fig.
5). Con ella, Murillo representa la obra de Misericordia de dar de comer
al hambriento, pasaje recogido en los cuatro evangelios (Mt 14,13-21;
Mc 6,30-44; Lc 9,10-17; Jn 6,1-14). Según el relato joánico, Jesús pasó
al otro lado del lago Tiberíades. Subió a la montaña con sus discípulos.
Estaba próxima la Pascua, la fiesta de los judíos. Al observar la muche-
dumbre que le seguía, dijo a Felipe: «¿Con qué compraremos panes para
que coman estos?». Andrés, hermano de Simón Pedro, le dice: «Aquí
hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero
¿qué es eso para tantos?». Jesús dispuso que todos se sentaran en el suelo,
sobre la hierba. Solo los hombres, sin contar mujeres y niños, eran unos
cinco mil. Cristo, tomando los panes y peces, pronunció la acción de
gracias y lo repartió. Cuando se saciaron todos, recogieron doce canastos
con lo sobrante (Jn 6,1-14).
La composición general se articula en varios planos en profundidad.
La escenificación del milagro de la multiplicación de panes y peces, se-
gún el Conde del Águila, está copiada del mismo tema de Herrera. En
efecto, Murillo tomó de dicho maestro las características principales;

24.  Martínez de Ripalda, Jerónimo, Catecismo y exposición breve de la Doctrina Cristia-


na, Toledo, 1618, reimpreso, ordenado y graduado por el P. Severino Peque Iglesias, agusti-
no, Burgos: Editorial Monte Carmelo, 2008, 13-14. Astete, Gaspar, Catecismo de la Doc-
trina Cristiana, 3 ed. actualizada por el P. Arturo Alonso Lobo, OP, Burgos: Editorial Monte
Carmelo, 2008, 52-53.
326 JUAN MIGUEL GONZÁLEZ GÓMEZ

Figura 5

pero enriqueció la escena con notable diafanidad, mayor detallismo y


refinamiento de actitudes. El pasaje se desarrolla al pie de la ladera, y no
en una montaña.
En primer plano, en el ángulo inferior izquierdo, Cristo, sedente,
está rodeado por sus discípulos. Bendice los panes, que quizás le entrega
Felipe. Entretanto, tal vez, Andrés toma los peces que trae un niño.
La ponderada ordenación de las figuras de la zona delantera, a través
del claroscuro, permite contemplar en lontananza una gran afluencia
de personas que esperan saciar su hambre con dichos alimentos. Las
primeras quedan protegidas por la sombra proyectada por la ladera. En
cambio, el resto, de diminutas dimensiones, se distribuye en la luminosa
llanura. En definitiva, tan consumado maestro de la pintura barroca
sevillana logra la impresión de grandes multitudes, gracias al dominio
de la perspectiva y gradación de términos 25.Pero, asimismo, tras lo ya
comentado líneas atrás, en este relato evangélico se intuye otra impor-
tantísima matización, digna de ser reseñada. El milagro de la multiplica-
ción de los panes y los peces, además de ser una clara expresión plástica
de la primera de las obras de misericordia corporales, es también un
anuncio profético de la institución de la Eucaristía, incluso en los gestos
de Jesucristo. Este prodigio de los panes y los peces, según san Juan Cri-
sóstomo, «ocurrió con vistas a la instrucción de los discípulos (…) Fue
por el mismo motivo que el número de canastas coincidió exactamente
con el de los discípulos» 26.

25.  Angulo Íñiguez, Murillo, vol. I, 383-386; vol. III, lám. 264.
26.  San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan (30-60), Madrid:
Ciudad Nueva, 2001, vol. II, 143.
Las obras de Misericordia: Murillo en la Iglesia de la Caridad 327

II.2.  Moisés en la roca de Horeb

Esta pintura, de prolongado formato rectangular (236 cm de alto y


575 cm de ancho), se exhibe también en el antepresbiterio del templo
de la Caridad, en el lado del evangelio (Fig. 6). Hace pendant, desde
1670, con el lienzo frontero del Milagro de la multiplicación de los panes
y los peces. Ambos forman parte del ciclo de las obras de Misericordia,
programado por el propio Miguel Mañara. En este caso se trata de la
alegoría bíblica de dar de beber al sediento. Razón por la que Bartolomé
Esteba Murillo escenifica el pasaje del Antiguo Testamento en que Moi-
sés, acompañado por algunos ancianos de Israel, conforme al mandato
divino, golpea con su bastón la roca de Horeb y salió «agua para que
beba el pueblo» (Éx 17,1).

Figura 6

La composición general, donde se mueve con mucha gracia y arte


un gran número de personajes en los primeros planos, se debe al genial
pintor sevillano. No obstante, hay motivos que recuerdan el tema ori-
ginal de Gioacchino Assereto 27. En la muchedumbre se capta, al primer
golpe de vista, dos características propias de Murillo: el tema infantil y
el popular. Pero, además, se deja sentir la dramática tensión de los que
beben o recogen agua en los recipientes y la relajada alegría de los que
han saciado la sed. Entre todos ellos, solo Moisés y Aarón dan gracias
a Dios por el maravilloso portento 28. Al igual que en la pintura prece-
dente, en este pasaje veterotestamentario afloran sugestivas alusiones a
los sacramentos de la iniciación cristiana. En este caso, la roca de Horeb
prefigura al mismo Jesucristo, pues de ella brota un manantial para que
Israel, «el pueblo que escapó de la espada», beba y halle gracia en el de-

27.  Guerrero Lovillo, José, «Murillo y Assereto», Archivo Español de Arte 90 (1950) 133.
28.  Angulo Íñiguez, Murillo, vol. I, 386-391; vol. Iii, lám. 266.
328 JUAN MIGUEL GONZÁLEZ GÓMEZ

sierto (Jn 31,2). Pero, como se sabe, del costado abierto del Crucificado,
la roca de nuestra fe, mana una fuente de vida y de luz. «Un río y sus
canales alegran la ciudad de Dios» (Sal 45,5). La segunda de las obras
de misericordia corporales –dar de beber al sediento– trasciende la sed
meramente física; y va más allá para calmar la sed de justicia con un
agua, como la del bautismo, «que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,14).

II.3.  El hijo pródigo

Este cuadro se exhibe en lo más alto del muro del evangelio del va-
lioso recinto eclesiástico al que nos referimos (236 x 262 cm) (Fig. 7).
Poco antes de 1660, Murillo ya había pintado el Regreso del hijo pródigo
al hogar, recordando las estampas de ese tema de Jacques Callot (1635),
para la colección Alfred Beit 29. Pero, el pintor sevillano superó al francés
en la composición, originalidad y elocuencia narrativa de la historia.
Años después, hacia 1668, cuando Mañara le encarga interpretar de
nuevo la escena, no se repite. Su inagotable creatividad le hace superarse
a sí mismo. Ahora, en esta versión de la Caridad, comenta la obra de
misericordia de vestir al desnudo. Por ello, en una distribución tripartita,
sitúa en el centro al padre que acoge amorosamente al hijo arrepentido.
Sin embargo, no enfatiza ese momento. Va más allá e incluye dos
grupos de personajes secundarios que ilustran a la perfección esta pará-
bola. A la derecha, los sirvientes portan la indumentaria y complemen-
tos que lucirá el joven; y a la izquierda, otros traen el ternero que se sa-
crificará para la fiesta de bienvenida. Ambos completan, sin más, el texto
evangélico en el que el progenitor dice a sus servidores: «Sacad enseguida
la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en
los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos
un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba
perdido y lo hemos encontrado» (Lc 15,22-24). El original de Murillo
se conserva en la National Gallery de Washington.

II.4.  Abraham y los tres ángeles

Esta pintura (236 x 261 cm) se expone en el lado del evangelio del
templo de la Caridad (Fig. 8). Reproduce el pasaje del Antiguo Testa-
mento en el que el Señor se le apareció a Abraham «junto a la encina de
Mambré, mientras él estaba sentado a la puerta de la tienda, en lo más

29.  Angulo Íñiguez, Murillo, vol. I, 304-306; vol. Iii, lám. 274.
Las obras de Misericordia: Murillo en la Iglesia de la Caridad 329

Figura 7

Figura 8
330 JUAN MIGUEL GONZÁLEZ GÓMEZ

caluroso del día. Alzó la vista y vio tres hombres frente a él». El patriarca
los atendió con generosidad. Después de comer le dijeron: «¿Dónde está
Sara, tu mujer?». Contestó: «Aquí, en la tienda». Y uno añadió: «Cuan-
do yo vuelva a verte, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido
un hijo» (Gén 18,1-10). Y, a pesar de la risa de Sara, así fue. Razón por
la que el nombre de Isaac significa «aquél que hará reír» o «Aquél con el
que Dios se reirá».
Murillo, en 1667, hizo su personal interpretación del referido pasaje
bíblico. La tienda la transformó en una sencilla edificación, situando
ante ella la encina bajo la que invita a descansar a los tres mancebos. Esta
escena, en el programa iconográfico del templo de la Caridad, recuer-
da la obra de misericordia de dar posada al necesitado. Los tres jóvenes
ostentan los bordones propios de los viajeros, a los que se identifican,
¡nada menos, que con la Santísima Trinidad! Ante ellos, Abraham, arro-
dillado y solícito, les invita a su casa para agasajarles. Contrasta la amo-
rosa expresión de las figuras celestes con la valiente factura del patriarca.
Y el paisaje de fondo, además, hace gala del virtuosismo técnico de este
gran pintor sevillano del siglo XVII. En la actualidad, el original está en
la National Gallery de Ottawa 30.

II.5.  Curación del paralítico de la piscina

En el flanco de la epístola de la nave de la iglesia que nos ocupa se


muestra esta copia de Murillo (237 x 261 cm) (Fig. 9). Esta narración
joánica es una clara alegoría de la obra de misericordia correspondiente
a la de asistir a los enfermos y, por extensión, curar sus males. El tex-
to sagrado dice que «hay en Jerusalén, junto a la Puerta de las Ovejas,
una piscina que llaman en hebreo Betesda. Esta tiene cinco soportales»,
donde había muchos enfermos, ciegos, cojos y paralíticos. Uno de ellos
llevaba allí treinta y ocho años. Jesús, al verle, le pregunta: «¿Quieres
quedar sano?». El enfermo le contestó: «Señor, no tengo a nadie que me
meta en la piscina cuando se renueve el agua; para cuando llego yo, otro
se me ha adelantado». Jesús le dice: «Levántate, toma tu camilla y echa a
andar». Y, al momento, el hombre quedó sano… (Jn 5,2-10).
El fondo arquitectónico de la escena, conforme al pasaje evangélico
citado, adquiere un gran protagonismo. En esta obra Murillo estudia la
luz y la perspectiva al gusto velazqueño. En primer plano, en el ángulo
inferior izquierdo, Cristo, en compañía de los tres apóstoles dilectos,

30.  Angulo Íñiguez, Murillo, vol. I, 391-392; vol. Iii, lám. 279. Valdivieso, E., Muri-
llo: catálogo razonado de pinturas, Madrid: Ediciones El Viso, 2010, 414.
Las obras de Misericordia: Murillo en la Iglesia de la Caridad 331

Figura 9

dialoga con el paralítico que yace, en escorzo, sobre la parihuela. Tan


hermoso y elocuente grupo, respaldado por la monumentalidad clásica
de las edificaciones, capta de inmediato la atención del espectador. El
cuadro original de Murillo, de hacia 1668, se conserva en la National
Gallery de Londres 31.

II.6.  Liberación de san Pedro

Esta obra, también copia del original de Murillo, de 1667, aparece


en el costado de la epístola (238 x 260 cm) (Fig. 10). Se trata de otra
alegoría que ejemplifica la obra de misericordia de visitar a los presos,
aunque también significa rescatar a los inocentes y secuestrados. En la esce-
na, como es usual, san Pedro aparece aún dentro de una oscura prisión
iluminada, en parte, por el resplandor del ángel que le libera. Ambas
figuras, tratadas con gracia, ligereza y dinamismo, se componen con-
forme a la diagonal barroca. El Príncipe de los Apóstoles, sedente en el
suelo, desprovisto de cadenas y grilletes, se intenta levantar. Entretanto,

31.  Angulo Íñiguez, Murillo, vol. I, 394-396; vol. Iii, lám. 271.
332 JUAN MIGUEL GONZÁLEZ GÓMEZ

Figura 10

el mensajero celestial le tiende la diestra, mientras que con la otra mano


le indica la salida. Sus alas explayadas subrayan el ritmo sesgado del con-
junto. A la izquierda, un soldado, sumido en la penumbra, completa un
grupo de tres personajes, cuyas livianas y menudas facturas predicen el
cambio estético del Setecientos 32. Ahora, el original está en el museo del
Hermitage en San Petersburgo.

II.7.  Santo Entierro de Cristo

Por fin se completan las representaciones plásticas de las obras corpo-


rales de Misericordia en el presbiterio, con el magnífico retablo mayor,
obra maestra del Barroco sevillano. Tan suntuoso conjunto arquitectó-
nico, cuyas trazas son de Bernardo Simón de Pineda, se ejecutó entre
1670 y 1675. Con solemne grandiosidad reproduce, pues, la última

32.  Angulo Íñiguez, Murillo, vol. I, 392-393; vol. III, lám. 282.
Figura 11
334 JUAN MIGUEL GONZÁLEZ GÓMEZ

obra de Misericordia: Enterrar a los muertos. En el centro, sintetizando el


espíritu fundacional de la Santa Caridad, se escenifica el Santo Entierro
de Cristo, gubiado por el insigne escultor Pedro Roldán y policromado
por el no menos afamado pintor Valdés Leal (Fig. 11) 33. Al fondo de tan
dramática escenografía, se reproduce con acertado alarde de perspectiva
el monte Calvario. Preside la composición la cruz de Cristo vacía. En-
tretanto, los sayones se afanan en bajar de sus respectivos maderos los
cuerpos difuntos de los dos ladrones.
En los intercolumnios salomónicos laterales del retablo, sobre sen-
das repisas, se yerguen los espléndidos simulacros de san Jorge y san
Roque. El primero se incluye por ser el modelo medieval del caballero
cristiano y el titular de la antigua ermita, sobre la que se edifica el templo
actual de la misma advocación; y el segundo, por ser el santo protector
contra las epidemias de peste que periódicamente diezmaban el número
de habitantes de las ciudades 34. El total resultante se remata con las efi-
gies de la Fe, Esperanza y Caridad, virtudes teologales que Dios infunde
en los fieles para que actúen como hijos suyos y sean merecedores de la
vida eterna (cf. 1Co 13,13).
Con el grupo escultórico del Entierro de Cristo se ultima la represen-
tación plástica de las siete obras de misericordia. Sin embargo, Miguel
Mañara, al fallecer en 1679, no vio concluido el interesante programa
iconográfico que ideó para ilustrar la iglesia de San Jorge Mártir. Pero,
obviamente, la principal finalidad de dichas pinturas y esculturas fue la
de mover y conmover la piedad de los fieles, en general; y la de los her-
manos de la Santa Caridad, en particular. Por fortuna, antes de su óbito,
dispuso por escrito lo que faltaba y debía concluirse. Por eso, entre 1684
y 1685, Juan de Valdés Leal realizó el gran medio punto del coro alto
con la Exaltación de la Cruz (Fig. 12). Ese óleo sobre lienzo (120 cm x
990 cm) se basa en el tema que narra La leyenda dorada 35. La aparatosa
composición general, la teatralidad de los múltiples personajes, la vigo-
rosa pincelada de la factura y el brillante cromatismo de la paleta son
características propias del autor.

33.  Guerrero Lovillo, Sevilla. Guías artísticas de España, 159-169; Halcón, Fátima,
– Herrera, Francisco y Recio, Álvaro, El retablo barroco sevillano, Sevilla: Universidad de
Sevilla y Fundación El Monte, 2000, 28-32; Guía artística de Sevilla y su provincia, Sevilla:
Fundación José Manuel Lara, 2004, vol. I, 129-136.
34.  Ferrando Roig, Iconografía de los santos, 151-152 y 240. Otra escultura de san Jor-
ge, en madera policromada de hacia 1600-1625, se conserva en la Sala de Cabildo alto de
dicho Hospital, según González Gómez, Juan Miguel, «Anónimo. San Jorge», en Miguel
Mañara. Espiritualidad y Arte en el Barroco sevillano, 268-269.
35.  De La Vorágine, Santiago, La leyenda dorada, traducción del latín de fr. José Manuel
Macías, Madrid: Alianza, 1984, 585-590.
Las obras de Misericordia: Murillo en la Iglesia de la Caridad 335

Figura 12

El emperador Heraclio fue a Jerusalén, con un lujoso séquito, para


devolver la reliquia del madero de Cristo, que había robado Cosroas, rey
de los persas. Cuando iba a cruzar la puerta, por la que ingresó Jesucristo
el Domingo de Ramos, el arco se desplomó impidiéndole el paso. En
ese momento se produce un rompimiento de gloria, donde asoman la
Fe y el arcángel san Miguel. Según el referido relato, un ángel le aclaró:
«Cuando el rey de los cielos poco antes de su Pasión entró por esta puer-
ta, no lo hizo con regio boato, sino modestamente, montado sobre un
borriquillo y dando un claro y perpetuo ejemplo de humildad a todos
los que pretenden considerarse discípulos suyos» 36.
De inmediato, Heraclio captó el mensaje. Bajó del caballo, se quitó
la armadura, la ostentosa indumentaria y cargó con la cruz. Y, sin obs-
táculo alguno, a través de un camino expedito, accedió con su cortejo
a la ciudad. Por eso, al fondo, se vislumbra una idealizada estampa de
Jerusalén, con la puerta de la muralla abierta para darle paso al Empe-
rador. Esta pintura, cuyo eje de simetría es una gran cruz plana y cepi-
llada, exalta la importancia de la humildad en la práctica de las obras de
misericordia. Tan piadoso ejercicio debe quedar solo entre las personas
que lo efectúan y el Señor. En caso contrario pueden caer en pecado de
soberbia. De ahí que la humildad sea una condición y una obligación
sine qua non para los hermanos de la Santa Caridad 37.
* * *

36.  Ibídem, p. 587.


37.  Sánchez-Mesa Martín, El arte del Barroco, 421-422.
336 JUAN MIGUEL GONZÁLEZ GÓMEZ

En 1810, las pinturas de Murillo, objeto prioritario del presente


estudio, fueron expoliadas por el mariscal Soult pero, en 1815, se re-
cuperaron las del Milagro de la multiplicación de panes y peces, Moisés en
la roca de Horeb y San Juan de Dios transportando a un enfermo. Por el
contrario, el cuadro de Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos no
se pudo rescatar hasta mucho después, tras vencer múltiples obstáculos y
dificultades. En 1947 le ofrecieron a la Hermandad de la Santa Caridad
de Sevilla la compra de los cuadros correspondientes a La curación del
paralítico y a Abraham y los tres ángeles. Pero a la referida hermandad, al
carecer de fondos y ante la oposición oficial, le fue imposible la adqui-
sición de esos originales de Murillo. Por consiguiente, estos dos lienzos
más los de El hijo pródigo y la Liberación de san Pedro, cuatro pinturas
en total, permanecen hoy en diferentes museos extranjeros: Londres,
Ottawa, Washington y San Petersburgo. Por tal motivo, ocuparon su
lugar otros tantos lienzos con escenas bíblicas atribuidas a Miguel de
Luna que alteraban el ornato y la narración iconográfica primigenia de
la iglesia 38. Desde 2008, estos cuadros han sido sustituidos por sendas
copias, a tamaño natural, de los originales. El trabajo fue encargado por
la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía y la Hermandad de la
Caridad. Sus autores fueron los pintores y restauradores Juan Luis Coto,
Fernando García y Gustavo Domínguez 39. De esta forma se ha recupe-
rado la unidad decorativa y el discurso iconográfico que ideó Mañara
sobre las obras de Misericordia para enriquecer el conjunto monumen-
tal y artístico que nos ocupa.
Y nada más, concluimos nuestra exposición haciendo especial hin-
capié en que la serie de las obras de Misericordia pintadas por Murillo,
a instancias de Mañara, para la iglesia de la Caridad, despiertan en el
espectador la apetecida meditación sobre el misterio de la Misericordia,
condición indispensable para la salvación. El arte sacro, en esta ocasión,
presenta la Misericordia como la vía de unión entre Dios y el hombre,
cuyo corazón se abre a la esperanza del amor a pesar de las limitaciones
del pecado. Es, de algún modo, un reflejo de la perfecta hermosura y
una manera de encauzar el pensamiento humano hacia la divinidad.
Gracias a ello, el creyente asume que, después de cada extravío, puede
reanudar su camino hacia la eternidad. En este sentido, san Juan Pablo
II, haciéndose eco de Fiódor Dostoievski, recuerda con total convicción
que «la belleza salvará al mundo» 40.

38.  Guía artística de Sevilla y su provincia, vol. I, 131.


39.  Molina, Margot, «Murillo vuelve a Sevilla, o casi», en El País, 4 de noviembre de
2008.
40.  Dostoievski, Fiódor, El Idiota, p. III, cap. V. Carta del Papa Juan Pablo II a los
artistas, 25.
III.  SIMPOSIOS INTERNACIONALES DE TEOLOGÍA
DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA

34. Arte y Teología. XXXIV Simposio Internacional de Teología (2015). Edición dirigida por
Fermín Labarga, 338 pp. Eunsa, 2017.
33. En torno al Concilio Vaticano II: claves históricas, doctrinales y pastorales. XXXIII Simposio
Internacional de Teología (2013). Edición dirigida por Antonio Aranda, Miguel Lluch y
Jorge F. Herrera, 564 pp. Eunsa, 2014.
32. Religión, sociedad moderna y razón práctica. XXXII Simposio Internacional de Teología
(2011). Edición dirigida por Rodrigo Muñoz, Javier Sánchez Cañizares y Gregorio Guitián,
384 pp. Eunsa, 2012.
31. Conversión cristiana y evangelización. XXXI Simposio Internacional de Teología (2010).
Edición dirigida por Juan Alonso y J. José Alviar, 400 pp. Eunsa, 2011.
30. La «Communio» en los Padres de la Iglesia. XXX Simposio Internacional de Teología
(2009). Edición dirigida por Juan Antonio Gil-Tamayo y Juan Ignacio Ruiz Aldaz, 376 pp.
Eunsa, 2010.
29. Palabra de Dios, Sagrada Escritura, Iglesia. XXIX Simposio Internacional de Teología
(2008). Edición dirigida por Vicente Balaguer, Juan Luis Caballero, 280 pp. Eunsa, 2008.
28. La transmisión de la fe en la sociedad contemporánea. XXVIII Simposio Internacional de
Teología (2007). Edición dirigida por Javier Sesé y Ramiro Pellitero, 272 pp. Eunsa, 2008.
27. La liturgia en la vida de la Iglesia. Culto y celebración. XXVII Simposio Internacional de
Teología (2006). Edición dirigida por José Luis Gutiérrez-Martín, Félix María Arocena y
Pablo Blanco, 325 pp. Eunsa, 2007.
26. Sociedad Contemporánea y Cultura de la Vida. Presente y futuro de la Bioética. XXVI
Simposio Internacional de Teología (2005). Edición dirigida por Enrique Molina y José
M.ª Pardo, XIV+293 pp. Eunsa, 2006.
25. La sagrada escritura, palabra actual. XXV Simposio Internacional de Teología (2004).
Edición dirigida por Gonzalo Aranda y Juan Luis Caballero, XXIX + 547 pp. Servicio de
Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2005.
24. El caminar histórico de la santidad cristiana. De los inicios de la época contemporánea
hasta el Concilio Vaticano II. XXIV Simposio Internacional de Teología (2003). Edición
dirigida por Josep-Ignasi Saranyana, Santiago Casas, M.ª Rosario Bustillo, Juan
Antonio Gil-Tamayo y Eduardo Flandes, XVIII + 660 pp. Servicio de Publicaciones de la
Universidad de Navarra, 2004.
23. El cristiano en el mundo. En el Centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá
(1902-2002). XXIII Simposio Internacional de Teología (2002). Edición dirigida por José
Luis Illanes, José Ramón Villar, Rodrigo Muñoz, Tomás Trigo y Eduardo Flandes, XX + 580
pp. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2003.
22. Escatología y Vida Cristiana. XXII Simposio Internacional de Teología (2001). Edición
dirigida por César Izquierdo, Jutta Burggraf, José Luis Gutiérrez y Eduardo Flandes, XVIII +
700 pp. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2002.
21. Dos mil años de evangelización. Los grandes ciclos evangelizadores. XXI Simposio
Internacional de Teología (2000). Edición dirigida por Enrique de la Lama, Marcelo
Merino, Miguel Lluch y José Enériz, XXIV + 705 pp. Servicio de Publicaciones de la
Universidad de Navarra, 2001.
20. El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo. XX Simposio Internacional de Teología
(1999). Edición dirigida por José Luis Illanes, Javier Sesé, Tomás Trigo, Juan Francisco
Pozo y José Enériz, XXII + 716 pp. Servicio de Publicaciones de la Universidad de
Navarra, 2000.

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La iconografía cristiana ha experimentado una evolución significativa desde el arte paleocristiano hasta la época moderna. En el arte paleocristiano, la iconografía se centraba principalmente en la narración bíblica y el simbolismo doctrinal, reflejando la catequesis y teología de la época. Las imágenes visualizaban el Evangelio y los temas doctrinales tras las disputas conciliares, especialmente en las basílicas del siglo IV y V, donde se buscaba manifestar el significado cristiano y narrar la historia de la salvación . Durante la Edad Media, el arte cristiano adoptó un enfoque evangelizador, utilizando imágenes como narraciones bíblicas e hagiográficas con un complejo valor semántico y typológico . Al final de la Edad Media, surgieron las "imágenes de devoción", enfocadas en provocar emoción . En la transición al Renacimiento y épocas modernas (siglos XIV al XVIII), la iconografía se adaptó a las nuevas sensibilidades estéticas y espirituales, buscando expresar una espiritualidad auténtica dentro del arte sacro, diferenciándose con estilo y iconografía . El Barroco intensificó la expresión emocional, mientras que el Rococó se destacó por su sentimentalismo . En la modernidad, el enfoque ha sido más introspectivo y emocional, influenciado por el Romanticismo y movimientos posteriores como el Expresionismo, aunque a menudo en tensión con las necesidades litúrgicas y la espiritualidad tradicional . La iconografía cristiana en el siglo XX y XXI ha enfrentado desafíos para mantener su relevancia e inspiración bíblica respecto a la tradición de la Iglesia, en parte debido a la creciente autonomía y abstracción del arte contemporáneo . Tanto el Concilio Vaticano II como el contexto postconciliar han abierto un diálogo para revitalizar la iconografía bíblica en el arte contemporáneo .

Moneo plantea que el diseño de iglesias modernas desafía a los arquitectos contemporáneos al requerir un equilibrio entre formas estéticas y contenido simbólico que acompañe una visión trascendental del mundo. Aboga por una arquitectura que fomente un sentido de intimidad, sorpresa y distanciamiento del mundo exterior, mientras se integra funcionalmente a la comunidad. Estos espacios deben facilitar una experiencia espiritual que revele la relación entre formas arquitectónicas, teología y la experiencia comunitaria del misterio eclesial .

El contexto cultural y pastoral durante el siglo XX influyó notablemente en la evolución de la música litúrgica, principalmente a través del Concilio Vaticano II, que promovió una mayor integración de la música en la liturgia, subrayando su función ministerial y comunitaria . El Motu Proprio 'Tra le sollecitudini' de Pío X comenzaba ya en 1903 a mostrar una inclinación hacia la renovación de la música sacra, enfatizando la responsabilidad pastoral en su uso . El Concilio Vaticano II, en el capítulo VI de 'Sacrosanctum Concilium', promovió la conservación del patrimonio musical sagrado, la participación activa de los fieles y la adaptación de la música litúrgica a contextos culturales locales . También se destacó la importancia del canto gregoriano y se fomentó la creación de nuevos repertorios que reflejen una mayor interacción entre el pueblo y los artistas, subrayando así una conexión estrecha entre la música y la acción sagrada . La música litúrgica se vio, entonces, como un vehículo para expresar y profundizar la experiencia de lo sagrado, manteniendo una atención a la tradición mientras se abría a nuevas influencias culturales .

La promulgación del Motu Proprio 'Tra le sollecitudini' por el Papa Pío X en 1903 representó un avance significativo en la música litúrgica al subrayar la necesidad de restaurar el canto gregoriano y la polifonía clásica, destacando su importancia litúrgica y espiritual. Este documento fue un catalizador para el resurgimiento del Canto Gregoriano, gracias a los esfuerzos de los monjes de Solesmes, y promovió una música litúrgica más adecuada y digna en las celebraciones eclesiásticas . 'Tra le sollecitudini' fomentó la creación de Scholae Cantorum, lo que impulsó la participación activa de los fieles y una mayor integración de la música en el rito litúrgico, reforzando así el papel ministerial de la música en el servicio divino . Esta intervención de Pío X también marcó el inicio de un movimiento más amplio de renovación litúrgica, que perduró hasta y después del Concilio Vaticano II ."}

En los siglos IV y V, los argumentos teológicos para representar iconográficamente a Cristo oscilaron entre la tradición de no representar imágenes divinas por miedo a la idolatría y la permeabilidad cultural que permitió nuevas representaciones. 1. **Prohibiciones y la cuestión de la idolatría**: Siguiendo la estricta prohibición veterotestamentaria de crear imágenes, las primeras comunidades cristianas evitaban representaciones visuales que pudieran llevar a la idolatría, muy presentes en esa época como ocurrió con el becerro de oro en Israel . 2. **Dimensiones filosóficas y teológicas**: Algunos teólogos se preguntaban si era teológicamente posible representar a lo divino, dado que Cristo es percibido como el "más bello de los hombres", aun cuando no hay descripciones físicas en los Evangelios, lo que llevó a distintas especulaciones iconográficas . Esta discusión derivó en representaciones simbólicas más que retratísticas, reflejando la divinidad y humanidad de Cristo . 3. **Reacción al Arianismo**: Frente a las doctrinas arrianas que negaban la plena divinidad de Cristo, comenzaron a surgir representaciones que enfatizaban su divinidad frente a su humanidad, como las del Pantócrator, mostrando a Cristo con rasgos poderosos y majestuosos . 4. **Influencias del Renacimiento y el Clasicismo**: Artistas como Miguel Ángel, influidos por el clasicismo, plasmaron a Cristo con formas idealizadas basadas en modelos paganos, lo que reflejaba no solo su interpretación artística sino una comprensión teológica de Cristo como figura poderosa y divina . Así, las representaciones iconográficas de Cristo en estos siglos no solo reflejaban las disputas teológicas en torno a su naturaleza, sino que también incorporaban influencias culturales y artísticas del momento, resultando en una iconografía variada que buscaba capturar el misterio de la fe cristiana.

La Instrucción "De musica sacra" de 1958 estableció un enfoque claro para la música litúrgica, resaltando su rol como parte integral de la acción litúrgica misma. Reconoció la importancia de varios tipos de música sacra como el canto gregoriano y la polifonía, diferenciando tres clases de misa: con canto, solemne, y rezada, y recomendando no mezclar las acciones litúrgicas con los ejercicios de piedad. Se subrayó la necesidad de que la música sagrada sirva al ministerio divino, insistiendo en la participación activa del pueblo en las celebraciones, así como en el papel distintivo del coro y los instrumentistas . Además, el documento fija la música litúrgica como un medio para expresar lo religioso de manera más clara y elevar espiritualmente a la congregación .

El manejo espacial en la arquitectura de iglesias actuales refleja la interacción entre lo moderno y lo tradicional a través de un diálogo entre elementos arquitectónicos y teológicos que permiten una integración sinérgica de ambos estilos. Por un lado, se mantiene el uso de elementos tradicionales como la "Deisis" en iconostasis, que es común en la arquitectura de iglesias ortodoxas, representando una rica tradición iconográfica . Por otro lado, se busca introducir elementos contemporáneos que capturen la esencia de la fe con un lenguaje estético y simbólico accesible al fiel moderno. Esto se manifiesta en la manera en que la composición arquitectónica es utilizada para evocar una conexión espiritual profunda, al mismo tiempo que se adapta a las necesidades actuales de la liturgia y la comunidad . La integración de ambos estilos busca servir como un puente que facilite la experiencia religiosa en el contexto contemporáneo, respetando la herencia histórica y artística de la Iglesia .

El Concilio Vaticano II promovió la incorporación de estilos artísticos contemporáneos en el arte sacro con el objetivo de que el arte en las iglesias fuera verdaderamente digno, decoroso y bello, actuando como signos y símbolos de las realidades celestiales . Las obras de arte debían tener una calidad artística y una idoneidad litúrgica, asegurando una referencialidad simbólica orientada hacia la trascendencia . Aunque no se prohibieron los estilos contemporáneos, el Concilio insistió en que el arte sacro debía servir principalmente a fines pastorales y teológico-kerigmáticos, priorizando así su aptitud para expresar contenidos de fe sobre la mera estética . El Vaticano II también aconsejó un equilibrio entre elementos figurativos y abstractos, siempre que sirvieran a la función iconográfica y decorativa del arte sagrado .

El Concilio Vaticano II, a través de la constitución Sacrosanctum Concilium, estableció un enfoque renovado sobre la música litúrgica, otorgándole un papel más integral dentro de la liturgia . La música fue reconocida como un patrimonio de gran valor, siendo esencial para la gloria de Dios y la santificación de los fieles, subrayando su función ministerial dentro del servicio divino . Se enfatizó la "participación activa" de toda la asamblea en las celebraciones litúrgicas, promoviendo no solo el canto gregoriano como propio de la Iglesia, sino también el canto popular religioso y autóctono . Adicionalmente, el Concilio instó a la creación de Scholae Cantorum para facilitar la participación activa en las celebraciones sagradas . Este cambio refuerza la dimensión comunitaria de la liturgia y la función pastoral de la música al integrar profundamente a los fieles en la acción litúrgica .

El artículo 114 de la Sacrosanctum Concilium propuso la conservación y promoción del patrimonio musical sacro, la creación de "Scholae Cantorum" y la participación activa de toda la asamblea en las acciones sagradas celebradas con canto .

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