EL REY BURGUÉS
Cuento alegre
Rubén Darío
¡Amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Un cuento alegre... así como para
distraer las brumosas y grises melancolías, helo aquí:
Había en una ciudad inmensa y brillante un rey muy poderoso, que tenía trajes
caprichosos y ricos, esclavas desnudas, blancas y negras, caballos de largas crines,
armas flamantísimas, galgos rápidos, y monteros con cuernos de bronce que llenaban el
viento con sus fanfarrias. ¿Era un rey poeta? No, amigo mío: era el Rey Burgués.
Era muy aficionado a las artes el soberano, y favorecía con gran largueza a sus músicos,
a sus hacedores de ditirambos, pintores, escultores, boticarios, barberos y maestros de
esgrima.
Cuando iba a la floresta, junto al corzo o jabalí herido y sangriento, hacía
improvisar a sus profesores de retórica canciones alusivas; los criados llenaban las
copas del vino de oro que hierve, y las mujeres batían palmas con movimientos rítmicos
y gallardos. Era un rey sol, en su Babilonia llena de músicas, de carcajadas y de ruido de
festín. Cuando se hastiaba de la ciudad bullente, iba de caza atronando el bosque con
sus tropeles; y hacía salir de sus nidos a las aves asustadas, y el vocerío repercutía en lo
más escondido de las cavernas. Los perros de patas elásticas iban rompiendo la maleza
en la carrera, y los cazadores, inclinados sobre el pescuezo de los caballos, hacían
ondear los mantos purpúreos y llevaban las caras encendidas y las cabelleras al viento.
El rey tenía un palacio soberbio donde había acumulado riquezas y objetos de arte
maravillosos. Llegaba a él por entre grupos de lilas y extensos estanques, siendo
saludado por los cisnes de cuellos blancos, antes que por los lacayos estirados. Buen
gusto. Subía por una escalera llena de columnas de alabastro y de esmaragdita, que tenía
a los lados leones de mármol como los de los tronos salomónicos. Refinamiento. A más
de los cisnes, tenía una vasta pajarera, como amante de la armonía del arrullo, del trino;
y cerca de ella iba a ensanchar su espíritu, leyendo novelas de M. Ohnet, o bellos libros
sobre cuestiones gramaticales, o críticas hermosillescas. Eso sí: defensor acérrimo de la
corrección académica en letras, y del modo lamido en arte; alma sublime amante de la
lija y de la ortografía.
¡Japonerías! ¡Chinerías! Por moda y nada más. Bien podía darse el placer de un
salón digno del gusto de un Goncourt y de los millones de un Creso: quimeras de
bronce con las fauces abiertas y las colas enroscadas, en grupos fantásticos y
maravillosos; lacas de Kioto con incrustaciones de hojas y ramas de una flora
monstruosa, y animales de una fauna desconocida; mariposas de raros abanicos junto a
las paredes; peces y gallos de colores; máscaras de gestos infernales y con ojos como sí
fuesen vivos; partesanas de hojas antiquísimas y empuñaduras con dragones devorando
flores de loto; y en conchas de huevo, túnicas de seda amarilla, como tejidas con hilos
de araña, sembradas de garzas rojas y de verdes matas de arroz; y tibores, porcelanas de
muchos siglos, de aquellas en que hay guerreros tártaros con una piel que les cubre
hasta los riñones, y que llevan arcos estirados y manojos de flechas.
Por lo demás, había el salón griego, lleno de mármoles: diosas, musas, ninfas y
sátiros; el salón de los tiempos galantes, con cuadros del gran Watteau y de Chardin;
dos, tres, cuatro, ¿cuántos salones?
Y Mecenas se paseaba por todos, con la cara inundada de cierta majestad, el
vientre feliz y la corona en la cabeza, como un rey de naipe.
Un día le llevaron una rara especie de hombre ante su trono, donde se hallaba rodeado
de cortesanos, de retóricos y de maestros de equitación y de baile.
—¿Qué es eso?- preguntó.
—Señor, es un poeta.
El rey tenía cisnes en el estanque, canarios, gorriones, senzontles en la pajarera:
un poeta era algo nuevo y extraño.
—Dejadle aquí.
Y el poeta: —Señor, no he comido.
Y el rey:
—Habla y comerás.
Comenzó:
—Señor, ha tiempo que yo canto el verbo del porvenir. He tenido mis alas al
huracán; he nacido en el tiempo de la aurora; busco la raza escogida que debe esperar
con el himno en la boca y la lira en la mano la salida del gran sol. He abandonado la
inspiración de la ciudad malsana, la alcoba llena de perfumes, la musa de carne que
llena el alma de pequeñez y el rostro de polvos de arroz. He roto el arpa adulona de las
cuerdas débiles; contra las copas de Bohemia y las jarras donde espumea el vino que
embriaga sin dar fortaleza; he arrojado el manto que me hacía parecer histrión o mujer,
y he vestido de modo salvaje y espléndido: mi harapo es de púrpura. He ido a la selva,
donde he quedado vigoroso y ahíto de leche fecunda y licor de nueva vida; y en la ribera
del mar áspero, sacudiendo la cabeza bajo la fuerte y negra tempestad, como un ángel
soberbio, o como un semidiós olímpico, he ensayado el yamdo dando al olvido el
madrigal.
"He acariciado a la gran naturaleza, y he buscado al calor del ideal, el verso que
está en el astro en el fondo del cielo, y el que está en la perla en lo profundo del océano.
¡He querido ser pujante! Porque viene el tiempo de las grandes revoluciones, con un
Mesías todo luz, todo agitación y potencia, y es preciso recibir su espíritu con el poema
que sea arco triunfal, de estrofas de acero, de estrofas de oro, de estrofas de amor.
"Señor, el arte no está en los fríos envoltorios de mármol, ni en los cuadros lamidos, ni
en el excelente señor Ohnet. ¡Señor! El arte no viste pantalones, ni habla en burgués, ni
pone los puntos en todas las íes. Él es augusto, tiene mantos de oro o de llamas, o anda
desnudo, y amasa la greda con fiebre, y pinta con luz, y es opulento, y da golpes de ala
como las águilas, o zarpazos como los leones. Señor, entre un Apolo y un ganso,
preferid el Apolo, aunque el uno sea de tierra cocida y el otro de marfil.
"¡Oh, la Poesía!
"¡Y bien! Los ritmos se prostituyen, se cantan los lunares de las mujeres, y se
fabrican jarabes poéticos. Además, señor, el zapatero critica mis endecasílabos, y el
señor profesor de farmacia pone puntos y comas a mi inspiración. Señor, ¡y vos lo
autorizáis todo esto!... El ideal, el ideal...
El rey interrumpió:
—Ya habéis oído. ¿Qué hacer?
Y un filósofo al uso:
—Si lo permitís, señor, puede ganarse la comida con una caja de música;
podemos colocarle en el jardín, cerca de los cisnes, para cuando os paseéis.
—Sí— dijo el rey, y dirigiéndose al poeta: —Daréis vueltas a un manubrio.
Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas y galopas,
como no prefiráis moriros de hambre. Pieza de música por pedazo de pan. Nada de
jerigonzas, ni de ideales. Id.
Y desde aquel día pudo verse a la orilla del estanque de los cisnes, al poeta
hambriento que daba vueltas al manubrio: tiririrín, tiririrín... ¡avergonzado a las miradas
del gran sol! ¿Pasaba el rey por las cercanías? ¡Tiririrín, tiririrín!... ¿Había que llenar el
estómago? ¡Tiririrín! Todo entre la burla de los pájaros libres, que llegaban a beber
rocío en las lilas floridas; entre el zumbido de las abejas, que le picaban el rostro y le
llenaban los ojos de lágrimas; ¡tiririrín!... ¡lágrimas amargas que rodaban por sus
mejillas y que caían a la tierra negra!
Y llegó el invierno, y el pobre sintió frío en el cuerpo y en el alma. Y su cerebro
estaba como petrificado, y los grandes himnos estaban en el olvido, y el poeta de la
montaña coronada de águilas, no era sino un pobre diablo daba vueltas al manubrio,
tiririrín.
Y cuando cayó la nieve se olvidaron de él el rey y sus vasallos; a los pájaros se
les abrigó, y a él se le dejó al aire glacial que le mordía las carnes y le azotaba el rostro,
tiriririn!
Y una noche en que caía de lo alto la lluvia blanca de plumillas cristalizadas, en
el palacio había festín, y la luz de las arañas reía alegre sobre los mármoles, sobre el oro
y sobre las túnicas de los mandarines de las viejas porcelanas. Y se aplaudían hasta la
locura los brindis del señor profesor de retórica, cuajados de dáctilos, de anapestos y de
piriquios, mientras en las copas cristalinas hervía el champaña con su burbujeo
luminoso y fugaz. ¡Noche de invierno, noche de fiesta! Y el infeliz cubierto de nieve,
cerca del estanque, daba vueltas al manubrio para calentarse ¡tirirín, tirirín! Tembloroso
y aterido, insultado por el cierzo, bajo la blancura implacable y helada, en la noche
sombría, haciendo resonar entre los árboles sin hojas la música loca de las galopas y
cuadrillas; y se quedó muerto, tiririrín... pensando en que nacería el sol del día venidero,
y con él el ideal, tiririrín..., y en el que el arte no vestiría pantalones sino manto de
llamas, o de oro... Hasta que al día siguiente, lo hallaron el rey y sus cortesanos al pobre
diablo de poeta, como gorrión que mata el hielo, con una sonrisa amarga en los labios, y
todavía con la mano en el manubrio.
¡Oh, mi amigo! el cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Flotan brumosas y
grises melancolías...
¡Pero cuánto calienta el alma una frase, un apretón de manos a tiempo! ¡Hasta la vista!