Las Camaras Del Horror de Jules de Grandin - Seabury Quinn
Las Camaras Del Horror de Jules de Grandin - Seabury Quinn
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Seabury Quinn
ePub r1.0
orhi 02.03.17
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Título original: Las cámaras del horror de Jules de Grandin
Seabury Quinn, 2004
Traducción: José Luis Moreno-Ruiz
Ilustración de cubierta: Óscar Sacristán
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INTRODUCCIÓN
EL EXTRAÑO CASO DEL DR. (JULES) DE GRANDIN Y MR. (SEABURY)
QUINN
1. Durante la segunda mitad del siglo XIX, el gran progreso técnico que trajo
consigo el afianzamiento de la Revolución Industrial —especialmente en Inglaterra y
Estados Unidos—, comportó notables mejoras en los sectores agrícolas y
comerciales, innovaciones en los transportes y en las comunicaciones, nuevas formas
de organización económica, social y política, la generalización de la educación, y
cambios en el comportamiento humano relativos a la higiene, la sanidad y la
movilidad geográfica de la población, los cuales dibujaron una idea del mundo y del
hombre mucho más pragmática y materialista. De ahí que la medicina realizara
importantes avances gracias al descubrimiento de los procesos bioquímicos del
metabolismo, la formulación definitiva de la teoría celular y la vinculación de la
fisiología con la farmacología; la historia, la sociología, la psicología y la economía
perdieron progresivamente sus raíces filosóficas y especulativas para adquirir las
estructuras de las ciencias positivas. Además, el concepto de microcosmos empezó a
abrirse paso gracias a hallazgos vedados hasta entonces para la física clásica, como el
descubrimiento de los rayos X, la radiactividad y la desintegración del átomo.
Y, como era de esperar, en medio de este ambiente de exaltado racionalismo, las
creencias en torno a lo sobrenatural y, más específicamente, la ficción sobre lo
fantástico, sufrieron profundas transformaciones. Para darle una mayor verosimilitud
a la entraña inquietante y extraordinaria de la ghost story, se recurrió a toda clase de
teorías seudocientíficas y seudofilosóficas e incluso a supuestos testimonios directos.
De esta manera el cuento de terror renacía bajo un tratamiento realista. Tendencia,
según la historiadora Edith Birkhead[1], en la cual se advierten dos claras influencias.
La primera es la difusión de las actividades de la Society for Psychical Research; la
segunda, la novela policíaca en su forma más elemental: la novela-problema, donde
prevalecen, por encima de los matices psicológicos, los mecanismos científicos y
lógicos que conducen a la resolución del misterio.
2. La Society for Psychical Research, fundada en 1882 para estudiar toda clase de
fenómenos paranormales, contó entre sus miembros con once premios Nobel, cuatro
presidentes de la Royal Society y ocho presidentes de la British Association for the
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Advancement of Science. Prácticamente todas las ramas del conocimiento humano
estuvieron representadas en la institución, desde la astronomía —Camille
Flammarion y John Couch Adams, descubridor de Neptuno— a la psicología —
William James, Gardner Murphy y C. G. Jung…—, pasando por la literatura —sir
Arthur Conan Doyle, Mark Twain, Lewis Carroll, Aldous Huxley o lord Tennyson—,
la filosofía —Henry Sidgwick, Henri Bergson, H. H. Price…—, la física —Albert
Einstein—, la zoología —sir Alister Hardy— y la política —los primeros ministros
W. E. Gladstone y A. J. Balfour— Su doctrina queda bien patente en el fragmento de
una carta que escribió Sigmund Freud, otro insigne miembro de la Society for
Psychical Research: «No me identifico con aquellos que rechazan los llamados
fenómenos ocultos como si se tratase de algo anticientífico, indigno o nocivo. Si me
encontrase al comienzo de mi carrera científica en lugar de estar al final, como estoy
ahora, ciertamente no elegiría otro campo de estudio a pesar de todas las
dificultades…»[2]. Está claro que fantasmas y duendes, espectros y hadas, podían ser
analizados y catalogados por los miembros de la SPR como cualquier espécimen
animal, mineral o vegetal, forjando así una auténtica panoplia de argumentos técnicos
a favor o en contra de su existencia. Ello suscitó un notable aluvión de relatos de
estilo sobrio y realista, a modo de memorándum más o menos técnico[3] cuya máxima
aspiración era poseer un valor documental, rechazando todo intento de explicación
que, sin duda, competía a las altas instancias de la Society for Psychical Research.
Por otra parte, la popularidad de la novela policíaca finisecular —que contribuyó
en gran medida a la divulgación de los últimos avances en antropometría, medicina
forense, balística, y otras ciencias íntimamente ligadas a la persecución del crimen…
—, unida al auge del espiritismo, del esoterismo y de las sociedades teosóficas, hizo
surgir lo que podríamos denominar una variante de la clásica ghost story, conocida
popularmente como «cuentos de los detectives de lo oculto», también llamados
ghostfinders, ghostbreakers, ghostcatchers, ghostseekers o phantom fighters. Sus
principales inspiradores fueron Edgar Allan Poe (1809-1849), quien creó el personaje
de C. August Dupin, protagonista de «Los crímenes de la calle Morgue» (1841), «La
carta robada» (1845) y «El misterio de Mary Rogêt» (1850), Joseph Sheridan Le
Fanu (1814-1873), artífice del misterioso Dr. Martin Hesselius[4] y, muy
especialmente, Arthur Conan Doyle (1859-1930), padre literario de Sherlock Holmes
—cuya novela corta, «El sabueso de los Baskerville» (1901) se encuadra hasta cierto
punto en la categoría de detectives de lo oculto— y asimismo del excéntrico profesor
Challenger, héroe de novelas como El mundo perdido (1912) o La zona ponzoñosa
(1913). La personalidad literaria de Conan Doyle, enigmática y ambigua[5] fue, para
bien y para mal, la que mejor contribuyó a plasmar el lenguaje, la estructura y las
directrices básicas del género de los detectives de lo oculto. Como bien definió Jesús
Palacios, a éstos «no se les debe confundir, por lo tanto, con descubridores de farsas
ocultistas, fraudes espiritistas o de bandidos a lo Ann Radcliffe, que ocultan sus
crímenes tras una fachada aparentemente sobrenatural. Se trata de auténticos
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ocultistas, expertos en fenómenos paranormales, investigadores de huellas psíquicas
(…) auténticos pioneros de la nueva ciencia y de la codificación metodológica de lo
fantástico»[6]. De ahí que varios de sus más prestigiosos continuadores, como
William Hope Hodgson (1877-1918), creador de Carnacki «el cazafantasmas», o
Algernon Blackwood (1869-1951), autor de John Silence[7], hayan sido denominados
«los Sherlock Holmes de lo sobrenatural»[8]. De cualquier forma, lo fantástico, lo
terrorífico —al revitalizarse arquetipos góticos como el vampiro, el licántropo y el
espectro vengador— prevalece sobre las tácticas deductivas, tal y como ponen de
manifiesto otros memorables escritores, injustamente olvidados. Tal es el caso de
Rose Champion de Crespigny (1857-1935), prolífica novelista sobre temas históricos
que frecuentó la narrativa fantástica mediante una serie de historias escritas en 1919
para Premier Magazine sobre Norton Vyse, psychic investigator, o del matrimonio
Alice y Claude Askew, quienes imaginaron a Aylmer Vanee, The Ghost-Seer,
aguerrido estudioso de lo paranormal que protagonizó ocho historias publicadas en
las revistas Weekly Tale-Teller y Premier Magazine durante el verano de 1914, y cuya
vida artística se vio truncada por la trágica desaparición de los Askew en 1917,
durante la Primera Guerra Mundial, mientras trabajaban en Francia en calidad de
corresponsales para un rotativo británico[9].
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similar a Lovecraft (o incluso aún más instruido) en el conocimiento y la lectura de
leyendas sobrenaturales, religiones bárbaras, misticismo, brujería, necromancia y
ritos fúnebres, ya que poseía una enorme biblioteca con viejos libros versados en la
materia»[12].
Este dato nos permite aventurar que entre el detective/ocultista galo y el literato
estadounidense existe algo más que una prudente similitud personal. Volviendo al
estudio de Peter Ruber, éste revela que Seabury Quinn poseía un carácter muy
dominante. En opinión de Ruber, el escritor solía abrumar con sus «sugerencias» a
uno de los mejores ilustradores que tuvo Weird Tales, Virgil Finlay (1914-1971) —
quien empezó a trabajar para la publicación en octubre de 1937—, y siempre tenía
algún consejo que dar al astuto editor de la revista, Farnsworth Wright (1888-1940),
quien dirigió con gran acierto Weird Tales durante su época dorada, entre 1924 y
1940. «La gran cantidad de cartas que nos han quedado de su correspondencia con
Finlay deja bien a las claras estas tendencias autoritarias»[13]. En consecuencia, no
sorprende que Jules de Grandin, en uno de los relatos de la presente antología, «La
broma macabra de Warburg Tantavul», demuestre rasgos de ese autoritarismo que el
Dr. Trowbridge describe de la siguiente manera: «Mi amigo De Grandin se mostraba
enfadado. En jarras, con las manos en las caderas, con su batín negro de seda que le
hacía parecer el oficiante de un funeral (…) Antes de que transcurrieran quince
minutos debía salir para presenciar una función de teatro, y esa hija y nieta de
gentes malditas que era la florista aún no había llegado con la gardenia encargada
para ponérsela en el ojal de la chaqueta. ¿Cómo no iba a resultarle un fastidio cosa
semejante a un caballero como él? (…) Era Jules de Grandin, ni más ni menos…».
Por otra parte, Seabury Quinn, seguidor de las teorías empíricas y materialistas de
entidades como la Society for Psychical Research, se tomaba lo fantástico, lo
paranormal, de manera muy seria y calculadamente escéptica. En su cuento «And
Gives Us Yesterday»[14], el característico pacto con el Diablo es puesto en cuestión
por un final ambiguo donde cabe la posibilidad de que todo sea un sueño —fruto del
punzante dolor de una madre ante la pérdida de su hijo— o de un auténtico fenómeno
ultraterreno. Por ello, la reflexión que Jules de Grandin desarrolla a propósito de lo
sobrenatural en otro de los cuentos que integran este volumen, «Poltergeist», ilustra
inmejorablemente cuáles eran las ideas de Seabury Quinn sobre el particular: «Umm
—dejó escapar De Grandin—, nada hay en este mundo, o fuera de él, amigo mío, que
pueda calificarse de sobrenatural. Ni los más grandes sabios de nuestro tiempo
pueden decir dónde comienzan los poderes de las fuerzas de la naturaleza y dónde
concluyen. Por eso siempre decimos eso de “a la luz de la experiencia que hemos
acumulado”, y cosas así… Pero ¿qué sabemos en realidad de la naturaleza? ¿Hemos
llegado a dominarla en toda su poderosa extensión? Yo creo que no… Yo mismo,
Monsieur, he sido testigo de cosas que ningún hombre creería ciertas si se las
contara. Me llamarían mentiroso; hasta mi buen amigo Trowbridge, que tiene una
imaginación difícil de superar incluso por un escritor que se dedique a la ficción,
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diría lo mismo… En cualquier caso, no creo que quepa la posibilidad de hablar de
fenómenos sobrenaturales, cuando aún no hemos alcanzado a comprender una
mínima parte de la expresión con que se manifiestan las fuerzas naturales».
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castillo de Broussac: «Uno de sus brazos estaba levantado en un gesto de abandono;
la otra mano acariciaba algo que ondulaba ante ella… ella cantaba —una melodía
sensual, hechicera»[20]. A pesar de ello —o quizás, precisamente, por ello— De
Grandin muestra un carácter un tanto puritano. En la única novela que protagonizó,
«The Devil’s Bride», el detective se refiere a unas muchachas que han sido
secuestradas como «de una naturaleza independiente», que «se complacen en la
emancipación de su sexo» vinculada con «la Liga militante de los ateos financiada
por el gobierno soviético»[21]. Por otro lado, Jules de Grandin se revela también
homófobo: si el atormentado espíritu de Anna acosa a su amiga Julie Loudon en
«Poltergeist», es porque en vida había sido «víctima de una oscura pasión de la
carne, estaba dominada por ese amor prohibido propio de las legendarias mujeres de
Lesbos… Sólo podía manifestarse, pues, de manera oculta».
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redactaran encendidas cartas de protesta contra Farnsworth Wright, escandalizados
por la truculencia del relato y su mórbido tratamiento estilístico, atento a los detalles
más espeluznantes[27]. Sin embargo, ello no imposibilitó que las revistas pulp de la
época y, sobre todo, Weird Tales, se decidieran a romper tabúes estéticos y morales a
través de obras más o menos efectistas y siniestras.
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literatura fantástica de su generación, que incluye a los más osados a la hora de
mostrar el terror de manera gráfica —H. P. Lovecraft, Robert E. Howard, Clark
Ashton Smith, Joseph Payne Brennan…—, el creador de Jules de Grandin sabía que
la línea que separa el arte de lo macabro de la mera brutalidad escatológica es muy
delgada. Por eso, los relatos que componen Las cámaras del horror de Jules de
Grandin en ocasiones prefieren sugerir en lugar de mostrar, en todo su escalofriante
esplendor, el horror, evocando una turbadora terribilità que nunca acaba de
manifestarse totalmente, reptando entre las sombras gracias al estilo literario de
Seabury Quinn. En su momento, hubo críticos que tacharon sus relatos de
«simplistas», juicio a todas luces tan erróneo como verdaderamente «simplista».
Quinn era un consumado storyteller: sencillo, directo, sutil a veces, hábil modulador
de ritmos y texturas narrativas, consciente de que sus historias alrededor de lo
fantástico suponen para el lector una especie de viaje iniciático, manteniendo libre de
explicaciones y de innecesarias florituras estilísticas el argumento que se reproduce.
De ahí que su obra, en la actualidad, suponga el gozoso descubrimiento de un clásico
poseedor de aquella recia moral del narrador a la que hacía referencia Walter
Benjamin: el narrador es un hombre que da un consejo a quien lo escucha. ¿Y cuál es
el consejo que nos da Seabury Quinn? Pues que hay algo más en el cielo y en la tierra
de lo que la filosofía o la ciencia, ya sea la de Horacio o la de Albert Einstein, puedan
soñar…
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DIOSES DEL ORIENTE Y DEL OCCIDENTE
—Tiens, amigo Trowbridge; trabajó usted anoche hasta muy tarde.
Jules de Grandin, elegante con su impecable traje de etiqueta, con una gardenia
blanca compartiendo ojal con su Orden de la Legión de Honor, se detuvo ante la
puerta de mi despacho mirando la caja de cigarros Corona que había sobre la mesa.
Avanzó lentamente hacia ella y escogió con gran pausa y recreo en los gestos un
cigarro negro, largo; lo hizo con el mismo placer que un niño que seleccionara un
bombón en una caja de dulces.
Tenía conmigo un ejemplar del Diagnosis in Disease of the Blood[29], de
Baring[30], que había estado estudiando, mas hice una pausa para regalarme también
yo con un buen cigarro.
—¿Lo ha pasado bien en la cena de la Sociedad Médica? —le pregunté algo
burlón.
—Desde luego que sí —aceptó moviendo la cabeza afirmativa y vigorosamente
mientras sus pequeños ojos azules brillaban de entusiasmo—. Hay un montón de
tipos interesantes, todos esos médicos de Nueva York… Lamento que no quisiera
acompañarme. Había un caballero en particular, un indio del tipo sanguíneo, digamos
que un auténtico piel roja… Pero veo que no me presta atención, amigo mío, me
parece que está usted distraído… ¿Cuál es el problema?
—Digamos que se trata de un gran problema, sin más —le dije abandonando mi
tono de burla anterior—. Se me está muriendo una paciente y no acierto a
comprender nada, salvo que se muere irremisiblemente.
—Bien, eso me interesa… ¿No ha podido hacer siquiera un diagnóstico
aproximado?
—Tengo al menos media docena de ellos, pero ninguno válido, ni siquiera digno
de debate. La he examinado y vuelto a examinar, y sólo rengo la certeza de que se me
irá de las manos antes de que mis ojos puedan advertirlo. No acierto a comprender el
porqué ni de lejos.
—¿Tisis, quizás?
—Ni rastro de eso… Le he examinado los esputos en numerosas ocasiones, con
resultados negativos; cabe descartar la tisis, por ello… Estoy completamente
convencido de que la paciente no sufre ninguna disfunción orgánica; su temperatura
es siempre normal, prácticamente invariable; incluso ahora, nunca ofrece diferencias
más allá de un par de grados. Le he tomado frecuentes muestras de sangre, y lo
mismo; no hay en su sangre ni un leve indicio alarmante. Lo único que he podido
percibir en ella en los últimos tiempos es una evidente pérdida de peso y una palidez
progresiva, síntomas acompañados de ausencia de apetito, dolor de cabeza y una gran
lasitud por las mañanas.
—Umm… —fue todo lo que le oí decir mientras parecía considerar gravemente
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lo que acababa de referirle, al tiempo que echaba bocanadas de humo por los orificios
de su pequeña nariz y contemplaba la ceniza del cigarro como si fuese algo digno del
mayor interés—. ¿Y desde cuándo muestra dichos síntomas? —me preguntó al fin.
—Desde hace tres meses, aproximadamente… Se trata de Mrs. Chetwynde, la
esposa de ese joven y encantador caballero que supervisa las obras de construcción
del ferrocarril en Birmania, llevadas a cabo por una compañía inglesa. Lleva lejos
unos seis meses; ella ansiaba el momento de reunirse con su esposo —apenas llevan
casados un par de años— cuando la sorprendió esa enfermedad a mediados del mes
de agosto.
—Umm… —y sacudió al fin la ceniza muy cuidadosamente, con la uña de su
dedo meñique, para volver a inhalar una honda bocanada de humo de aquel fragante
cigarro que fumaba con la mayor delectación—. Es un caso que me interesa, querido
Trowbridge… Esas enfermedades de difícil diagnóstico son lo que más alienta a un
médico. Con su permiso, me gustaría acompañarle cuando vaya a visitar de nuevo a
Madame Chetwynde… ¿Quién sabe? Quizás podamos hallar juntos el felpudo de la
puerta en el que está escondida la llave que nos franquee el acceso al conocimiento de
esa misteriosa enfermedad… Mientras, sin embargo, creo que debo irme a dormir.
—Yo también —dije mientras cerraba el libro.
Después apagué la luz y lo acompañé escaleras arriba hasta su habitación.
La casa de los Chetwynde era una de las más pequeñas y de reciente construcción
de Rockwood[31], una casita adorable que brillaba como una joya entre las otras. No
obstante, tenía un total de siete habitaciones, había cuadros valiosos en las paredes y
miniaturas de marfil por todas partes, y la decoración y el mobiliario de la casa
denotaban un claro espíritu artístico en sus moradores. Jules de Grandin parecía
disfrutar contemplando las casas, la perfecta armonía de aquella zona residencial,
mientras llegábamos en mi automóvil a la casa de mi paciente. Aparqué frente a la
puerta.
—Y bien, amigo mío, adelante —me susurró cuando en lo alto de las escaleras
que conducían a la puerta de entrada a la casa apareció una doncella perfectamente
uniformada—. Sea la que sea esa enfermedad que afecta a Madame Chetwynde, he
ahí que se nos presenta una bon gout, ¿cómo dicen ustedes?, ¿una piedra de toque,
quizás?
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alargada, sugería el color de las aceitunas maduras, como lo hubo de tener en los días
de buena salud, pero en el presente se veían sus mejillas tan apagadas como el marfil
viejo; su fina y alta frente, más que pálida, era translúcida y sugería la textura de la
cera de las velas. Su boca hermosa, sus labios perfectos y tan expresivos, tenían más
el tono de una rosa a punto de marchitarse que el propio del coral rojo; sus grandes
ojos grises, levemente rasgados para darle un cierto aire oriental, mostraban una
paciente resignación a la que parecían oponerse, sin embargo, sus bien perfiladas
cejas negras. Tenía corto el cabello, casi como un muchacho, y peinado con raya, de
derecha a izquierda, cruzándole la frente un leve flequillo, además de fijado con
alguna brillantina aromática. Contrastaba con su rostro tan pálido, pues parecía el
cabello ponerle un turbante de seda con el color del ébano. En el lóbulo de las orejas
lucía unos diamantes caros, pequeños y muy brillantes. Algunas mujeres parecen
poseer un aura de feminidad exquisita pues exudan un bouquet de rosas único.
Idoline Chetwynde era una de ellas.
—Hoy no me encuentro muy bien, gracias, doctor —respondió a mi pregunta—.
Me siento más débil que otras veces y encima he tenido esta noche una pesadilla
horrible.
—¿Una pesadilla? Bueno, oigámosla —le dije tratando de mostrarme divertido—.
¿Qué soñó usted?
—Yo… Yo… La verdad es que no lo sé —dijo lánguidamente, como si le costara
expresarse, como si hablar le supusiera un cansancio infinito—. Sólo recuerdo que
soñé algo terrible, pero no puedo decir qué; he perdido por completo la noción de ese
sueño… Bueno, da igual, no creo que tenga mucha importancia.
—Pardonnez-moi, Madame, pero sí tiene importancia, los sueños tienen una gran
importancia —la contradijo De Grandin muy educadamente—. Eso a lo que
llamamos sueños no es otra cosa que la expresión de nuestros más secretos
pensamientos; a través del análisis de los sueños, pues, podemos aprender cosas que
nos conciernen muy directamente y que nunca hubiéramos sospechado. ¿Podría hacer
un esfuerzo, por favor, para intentar recordar esa pesadilla y contárnosla?
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queda mucho; quizás, por ello, fuese mejor para todos que…
—Zut! —exclamó De Grandin cerrando de golpe la libreta en la que acababa de
anotar lo concerniente al reconocimiento de la enferma—. No diga eso, Madame.
Tiene usted la obligación de vivir. Parbleu, los jardines del mundo están necesitados
de flores como usted; es necesario cultivarlas para el disfrute de la humanidad entera.
—Gracias, doctor —sonrió Mrs. Chetwynde deliciosamente para agradecer el
cumplido; luego tomó la campanilla de plata que había sobre la mesita de noche.
—¿Ordena algo, Madame? —preguntó la sirvienta que acudió a la alcoba tan
prontamente que no pude por menos que sospechar que había estado escuchando todo
el tiempo tras la puerta y acaso mirando también por el ojo de la cerradura.
—Sí, acompañe al doctor Trowbridge y al doctor De Grandin —dijo la dama con
voz cansada.
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—Parbleu, ma vierge, cuán cierto es que son muchas las cosas extrañas que hay
en el mundo —dijo con uno de sus habituales respingos sarcásticos—; no obstante, lo
que más me extraña es que alguien me niegue información.
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origen oriental… Acaso en un origen turco, hindú… sí…, pero…
—Nada de eso, no es hindú ni turca —lo atajé también yo entre dientes—. Es lo
que quizás llamaría usted una americana al ciento diez por ciento…
—¿Cómo? —dijo secamente—. Bueno, eso no excluye que en ese ciento diez por
ciento haya igualmente algún porcentaje de sangre europea, ¿no? Lo cierto, querido
amigo, es que tenemos entre manos un caso merecedor de muy concienzudo análisis
y de un no menos severo estudio.
—¿Tiene alguna hipótesis? —le pregunté con gesto de sorpresa.
—Tarea difícil, amigo… Podría ser, pero no tengo el valor suficiente, aún, para
hablar de hipótesis, ni de probabilidades. Quizás sea preferible que no adelantemos
acontecimientos y vayamos paso a paso…
Quiero pensar en todo esto, quiero conocer, colegir, extraer conclusiones, valorar
todos los datos… No quiero decidir sobre bases simples ni aventurar teorías que no
sean más que un zumbido de abejorro con su pequeño cerebro entusiasmado ante la
visión de un platanero de los que crecen en las aceras de las calles de nuestra pequeña
y hermosa ciudad.
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Irlanda. Creo, Nora, que hace cosas sucias, cosas que no están bien… No quiero ir a
trabajar a esa casa ni un día más, lo juro por todos los santos.
De Grandin la miró sin decir nada por unos momentos, y sonrió al fin con una de
esas sonrisas tan suyas.
—¿He oído antes que decía usted algo acerca de Mrs. Chetwynde y cierta
estatua? preguntó a la muchacha.
—Sí, eso es, la estatua, ¡por Dios! —dijo Katy—. Pero ella no me ha dejado
hablar de eso, que es lo mejor de todo… El esposo de Mrs. Chetwynde, como sabrá
usted, señor, trabaja como ingeniero en la India; manda muchos regalos a la casa,
constantemente… Algunos son bonitos y otros muy feos. Hará unos tres meses, un
poco antes de que yo entrara a trabajar como cocinera en esa casa, mandó esa estatua,
que por lo que he oído decir es algo así como una antigua divinidad o no sé qué de
esa tierra extraña… Mrs. Chetwynde la puso en el pedestal donde sigue, como si se
tratase de un santo digno de que se le rezara. Ahí la tiene, doctor. Y le digo, señor,
que huele muy mal; es un olor horrible que llena toda la casa… Esa estatua me da
miedo, doctor. Sus ojos parecen seguirme siempre que paso por el hall, como si me
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vigilaran. No me atrevo ya a mirarle a los ojos… Podrá creerme o no, doctor, pero le
aseguro que esa estatua crece día a día; desde que llegó, ha crecido por lo menos un
pie. Yo lo he visto, doctor, créame.
—¿Es posible? —dijo De Grandin muy políticamente—. ¿Y qué más?
—Pues… me armé de valor, doctor… A la noche siguiente, cuando nadie podía
verme, salí de mi habitación, fui al hall, tomé la estatua y salí de la casa a meterla en
la pila de agua bendita de la iglesia, para ver si al menos se le quitaba ese olor tan
repugnante.
—¿Sí? ¿Y qué pasó entonces? —siguió preguntando De Grandin, que sonría
gentilmente, con los ojos muy pequeños, a la muchacha.
—¡Puaf! Doctor, si no lo veo no lo creo. El agua bendita se tiñó completamente
de rojo.
—¡Parbleu! —exclamó para sí el médico francés.
—Cuando volví a pasar al día siguiente ante la estatua, que puse de nuevo en su
sitio, al volver a la casa, le juro, doctor, que me miró con odio…
—¡Dios mío!, ¿es verdad eso? ¿Y entonces…?
—Bueno, eso fue ayer mismo… No aguanto más, así que me largo de esa casa.
—¿Dijo usted algo acerca de que Madame Chetwynde adoraba…?
—Doctor —lo atajó la muchacha tomando entre sus dedos pulgar e índice las
solapas de su chaqueta—, doctor, le aseguro que no soy miedosa y que me sé muchos
cuentos que ponen los pelos de punta, pero le juro que lo que oí y vi me provocó un
escalofrío que me recorrió todo el cuerpo, desde los dedos de los pies a mis dientes…
Yo estaba tranquilamente en mi habitación, en paz como el cordero más pastueño que
haya podido nacer, cuando escuché un grito de terror que me hizo creer que ya le
estaba a punto de llegar la muerte a la pobre señora; se me pasó por la cabeza,
incluso, que quizás alguien quisiera matarla, así que salí corriendo con la intención de
ayudarla… Doctor De Grandin, señor, le juro por lo más sagrado que le digo la
verdad, que no miento… Cuando bajé a toda prisa la escalera vi a Mrs. Chetwynde
descalza, completamente desnuda, con algo en la cabeza, una especie de turbante un
poco ridículo; estaba de rodillas y con los brazos abiertos; gritaba espantosamente
algo que me pareció una oración ofrecida a esa maldita estatua, a cuyos pies había
unas varitas de las que salía humo… Katy Hooney[32], me dije en esos momentos,
tratando de mantener la calma, esta casa no es la más apropiada para ti, una mujer
cristiana, una buena católica, así que lárgate cuanto antes, no vayas a volverte loca
por culpa de la locura de esta gente… Así que, doctor, en cuanto me fue posible le
dije a Mrs. Chetwynde que me iba, me pagó y adiós; no quiero volver por nada del
mundo a esa casa, señor.
—Me parece normal —dijo el menudo francés moviendo elocuentemente su rubia
cabeza—. Comprendo perfectamente que no quiera volver a la casa… Pero,
considere, por favor, si no sería capaz de hacerlo por algo más que dinero, por algo de
suma importancia…
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—Seguro que no, doctor. No pienso volver allí ni por…
Katy parecía tomar aire para exponer sus razones de nuevo, pero la interrumpió
De Grandin con un gesto imperativo que demandaba silencio.
—Escuche, por favor —le dijo—. Es usted cristiana, ¿verdad?
—Claro que lo soy.
—Muy bien. Pero si yo le pidiera que volviese a la casa de Mrs. Chetwynde para
convertirse en el instrumento de lo que es la primera obligación de un buen cristiano,
salvar almas, y en este caso concreto salvar también un cuerpo, ¿aceptaría el encargo?
—Le aseguro, doctor, que haría cuanto me fuese posible por salvar a alguien —
dijo llorosa—, pero me da mucho miedo volver a vivir bajo el mismo techo que esa
mujer, cerca de esa maldita estatua, señor… Bien saben todos los benditos santos del
cielo que haría todo lo que fuese, pero… sólo pensar en una noche más en esa casa…
De Grandin acarició la barbilla de la muchacha con su pequeña mano, mientras
parecía meditar. Después se dirigió raudo hacia la puerta.
—Espéreme aquí, ahora mismo vuelvo —le dijo.
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cosa que venga de O’Donohue será más poderosa que la más odiosa estatua que haya
salido de la India, creo yo, señor.
—Perfecto —dijo él con una sonrisa—. Regrese usted a la casa de Madame
Chetwynde esta misma tarde y permanezca allí hasta que reciba noticias mías, ¿de
acuerdo?
Cuando nos dirigíamos al salón de la casa me dijo el doctor De Grandin:
—Debo confesarle que todo esto es una añagaza piadosa, querido Trowbridge. La
fe, la creencia en algo, es lo que a menudo nos da la fuerza que requerimos en trances
difíciles… Esos supuestos pelos de la cola del caballo blanco no son más que hebras
de lana de mi colchón, las acabo de tomar de allí… Pero nuestra supersticiosa Katy es
ahora tan brava como un león pues cree que pertenecieron en efecto al caballo de
O’Donohue.
—¿Debo entender que se ha creído usted toda esa historia de esta pobre loca
irlandesa, doctor De Grandin? —le pregunté incrédulo ante lo que estaba ocurriendo.
—Eh bien —dijo encogiendo sus hombros estrechos—, ¿quién sabe realmente lo
que piensa? Puede que haya imaginado buena parte de lo que contó, puede que esa
buena parte no sea otra cosa que una sugestión derivada de la acción de su mente
supersticiosa… Pero si por una casualidad se diese la circunstancia de que todo lo
que nos ha dicho es cierto, le aseguro, amigo mío, que no me resultaría extraño; y le
aseguro igualmente que podríamos dar por finalizado este caso.
—¡Bien! —me limité a decir, porque en realidad no se me ocurría nada con que
ofrecerle una réplica conveniente.
—Trowbridge, querido amigo —me dijo a la mañana siguiente, mientras
desayunábamos—, he pensado mucho en el caso de Madame Chetwynde, y creo que
debemos ir a visitar de nuevo a esa infortunada dama, sin dilación… Hay unas
cuantas cosas que me gustaría inspeccionar, por decirlo claramente, en esa casa tan
aparentemente encantadora… Creo sinceramente que lo que me contó ayer nuestra
querida Katy arroja bastante luz sobre unos aspectos que hasta ahora permanecían
sumidos en la oscuridad.
—De acuerdo —asentí—. Aunque me parece que adopta usted un punto de vista
excesivamente fantasioso acerca del caso que nos ocupa. No obstante, le pido que no
vaya más allá de lo que es decente hacerlo; le pido que no se valga de sus trucos.
—Morbleu! Descuide, amigo mío, que no haré nada de eso —me dijo
sorprendido—. Salgamos, no hay tiempo que perder.
La sirvienta perfectamente uniformada y de piel oscura que el día anterior nos
había acompañado a la puerta salió de inmediato apenas pulsé el timbre de la calle;
saludó a De Grandin con una mueca que pretendió ser sonrisa, pero que denotaba su
profundo desprecio hacia el doctor. No obstante, respondió con mucha cortesía a la
que nosotros le mostramos.
Y de inmediato ocurrió algo sorprendente:
—¡Mon Dieu, me mareo, estoy enfermo, creo que estoy sufriendo un colapso,
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amigo Trowbridge! —gritó el doctor De Grandin cuando comenzábamos a subir los
peldaños de la escalera que conducía a la puerta de entrada a la casa—. ¡Agua, por
favor! ¡Deme un vaso de agua, se lo ruego!
Pedí a la sirvienta que atendiera el ruego de mi amigo, y en cuanto fue a buscar el
agua De Grandin, que se había doblado sobre su estómago, se incorporó con la
presteza de un felino y se dirigió raudo al hall, donde estaba la estatua.
—Obsérvela bien, amigo Trowbridge —me pidió en voz baja que, no obstante,
denotaba su gran excitación—. Mire con detenimiento su tamaño, su perímetro,
calcule su peso. Póngase a su lado y compare su altura y la de la estatua, tomando
como referencia el marco de la puerta; trace una línea visual y haga una señal en el
marco de la puerta para comprobar si crece o no. Rápido, que esa siniestra fámula
regresará pronto, no tenemos tiempo que perder.
Aunque un tanto anonadado, obedecí sus órdenes. Acabé antes de que aquella
mujer regresara con un gran vaso de agua muy fría. De Grandin simuló que buscaba
una píldora en su chaqueta y que se la tomaba con el agua que bebió gustosamente.
Después subimos las escaleras en dirección a los aposentos de Mrs. Chetwynde.
—Madame —comenzó sin más preliminares una vez nos hubo dejado solos con
ella la sirvienta—. Hay algunas cosas acerca de las que me gustaría preguntarle…
Tenga la bondad de responderme, se lo ruego… Primero, ¿sabe usted algo sobre esa
estatua que hay abajo, en el hall?
Una mirada de sorpresa se dibujó en el pálido rostro de nuestra paciente.
—No, la verdad es que no puedo decir que sepa algo sobre esa estatua —dijo
lentamente, con mucho abatimiento—; me la hizo llegar mi esposo desde la India
hace unos meses, con otras cosas muy interesantes. La verdad es que nada más verla
me produjo una sensación de desagrado, por no decir que de aversión; aunque
también debo confesarle que me sentí fascinada. Después de ponerla en el pedestal y
situarla en el hall, he sentido varias veces un impulso que me pedía derribarla,
romperla; lo habré sentido docenas de veces, pero por alguna razón no he sido capaz
de hacerlo, no he podido satisfacer lo que me pedía mi mente, no he sido capaz de
hacer lo que pensaba… Ahora me gustaría haberla destrozado, porque tengo una
sensación extraña, como si esa estatua se fuera posesionando de mí, no sé si entiende
lo que le digo… A menudo me descubro pensando en esa figura; pienso
invariablemente que es adorablemente fea, ya sabe… Lo pienso de día, naturalmente;
pero creo que de noche sueño también con ella. Todas las mañanas despierto con la
horrible sensación de haber sufrido una pesadilla cuyos incidentes no puedo recordar
por mucho que lo intento; sólo sé que esa estatua preside mis malos sueños.
—Vaya… —murmuró primero para sí el doctor De Grandin y luego dijo—: Eso
es muy interesante, Madame… Otra cosa que me gustaría saber, si tiene la bondad de
responder a mi pregunta, y le ruego que no se sienta ofendida, por cuanto se trata de
algo seguramente muy personal… Noto que huele usted a esencia de rosas… ¿Utiliza
algún otro perfume?
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—No —respondió turbada.
—¿No usa incienso para llenar de fragancia el ambiente de la casa, por ejemplo?
—No, me molesta mucho el incienso, me produce dolor de cabeza; más aún —
dijo arqueando las cejas en un gesto de profundo disgusto—, a veces siento el olor de
una especie de incienso chino, esa basura, en esta casa… Es un olor muy fuerte y
desagradable… Un olor que percibo sobre todo por las mañanas, cuando me despierto
tras una de esas pesadillas que sufro.
—Bien —dijo De Grandin—. Creo que empezamos a ver, aunque débilmente, un
rayo de luz… Muchas gracias, Madame, eso es todo lo que quería preguntarle.
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Despacio, sin hacer ruido, con una cautela extraordinaria, subimos los escalones
que conducían a la puerta de entrada de la casa; mi amigo introdujo aquella llave
traidora en la cerradura, una llave que se me antojó llamar entonces la llave de Judas,
y accedimos a la casa de Mrs. Chetwynde, al hall.
—Por aquí, amigo Trowbridge, por favor —me indicó De Grandin tirando de una
de las mangas de mi chaqueta—. Sentémonos tranquilamente en el salón; ahí
tendremos una visión completa de lo que ocurra en el hall y en las escaleras,
amparados por la oscuridad… Al fin y al cabo hemos venido para ver, no para ser
vistos…
—Me siento un perfecto malhechor… —protesté nervioso, pero me interrumpió
dando un fuerte tirón a la manga de la que me asía.
—¡Cállese! —me ordenó en voz muy baja pero enérgica—. Mire, puede
tranquilizarse, si lo precisa, contemplando la luna a través de los cristales de la
ventana.
Miré hacia la ventana del hall que había justo a espaldas del pedestal con la
estatua y observé que el filo del disco lunar lanzaba rayos de plata que iluminaban el
suelo encerado del hall con una especie de refulgencia heladora. La estatua,
contemplada bajo esa luz, representaba una figura femenina no precisamente en
actitud delicada sino tensa, como anudada, como articulada de forma que pudiera
sugerir la deformidad más horrible. Parecía hecha de piedra negra o de alguna
materia tan dura como oleaginosa. De sus hombros le salían cuatro brazos que se
abrían de derecha a izquierda. Una especie de pañuelo tallado le cubría parcialmente
la cabeza, y sobre los pechos colgantes y los brazos espantosamente curvados se
enrollaban serpientes; en el cuello lucía un collar con calaveras humanas. Mostraba la
figura una desnudez que incluso a mí, un médico para el que el cuerpo humano no
tiene secretos, me resultó obscena. Tuve ciertamente la impresión de que la figura,
bajo aquella luz de plata heladora que bañaba el suelo del hall, crecía de manera
apenas perceptible pero constante. Todo en ella, en su más absoluta y repugnante
obscenidad aterradora, semejaba cobrar vida por momentos.
Cerré y abrí varias veces los ojos convencido de que era víctima de alguna ilusión
óptica provocada por los rayos de la luna que bañaban cuanto circundaba a la estatua
negra, pero un sonido proveniente de lo alto de la escalera me sacó de mi
aturdimiento, obligándome a alzar la vista.
Lento pero inequívoco, aproximándose, un leve paso se dejaba sentir en los
escalones sin alfombra, cerca, cada vez más cerca, para dejar ver al fin una silueta
alta e hierática, la persona que bajaba con una gran lentitud, pero a la vez con una
gran firmeza, las escaleras. Era una figura femenina cubierta del cuello a los pies por
un camisón de seda negra y llevaba en los pequeños y delicados pies zapatillas de
tocador. Sobre la cabeza, ocultándole el rostro, un velo. Era Idoline Chetwynde quien
bajaba lenta e impresionantemente por la escalera. Sus pasos parecían muy cautos,
muy precavidos, como si no pudiera ver, como si tuviese miedo de rodar por los
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peldaños. Una mano iba caída, el brazo pegado al cuerpo, la palma abierta. En la otra
mano llevaba, atenazadas por sus «dedos férreamente, unas varillas de ese incienso
chino de olor tan penetrante y denso; eran en total siete las varillas que llevaba ya
prendidas y humeantes, las cuales expandían espirales de humo que poco a poco
comenzaban a llenar el ambiente y a ponerle alrededor de su figura y muy
especialmente de su cabeza una suerte de halo nimbado en forma de nube demoníaca.
Cuando estuvo ante la imagen de la deidad hindú inclinó ceremoniosamente la
cabeza, siempre hierática, despaciosa, con unos movimientos que, aun no pareciendo
deliberados, denotaban hallarse inspirados por una voluntad de sumisión inequívoca.
Puso entonces las siete varitas de incienso chino en un estrecho y alargado jarrón que
dejó a los pies de la estatua. Después dio cinco pasos muy lentos hacia atrás, sin
necesidad de volver la cabeza para comprobar que los dirigía bien, deslizando sobre
el suelo las sandalias con gran lentitud, y se dejó caer de rodillas de golpe, casi con
violencia, en un movimiento que contrastaba fuertemente con la lentitud y la
solemnidad con que hasta entonces la había visto producirse, como si sus piernas y
sus pies fuesen ahora ingobernables por su voluntad y respondieran a unas órdenes a
las que no podía sustraerse.
Así estuvo unos instantes, prosternada ante aquella negra imagen mientras las
espirales de humo que expandían las varillas de incienso chino la envolvían por
completo. Con un gesto convulso descubrió entonces su rostro, quitándose el velo
que llevaba en la cabeza; no menor convulsión hubo en el siguiente gesto que hizo,
para desgarrarse ahora el negro camisón de seda y descubrir sus pechos y ofrecérselos
a la estatua con los brazos abiertos mientras se inclinaba lentamente hasta tomar con
la frente el suelo una y otra vez. Primero quedaba así unos segundos, inclinada, con la
frente en el suelo, apoyándose sobre las manos, antes de reincorporarse. Después se
hizo más brutal ese movimiento de postración absoluta, que repetía una y otra vez en
cada ocasión con mayor violencia, rápidamente. Estoy convencido de que al menos lo
hacía treinta veces por minuto, si no cuarenta… El blando golpeteo de sus manos en
el suelo, ese pat-pat que acompañaba su respiración agitada —todo lo que se oía en el
hall— llegó a convertirse, así, en un acompañamiento rítmico, en una cadencia propia
de tambores. No tardó mucho en ser, efectivamente, el acompañamiento más idóneo
para el cántico que inició Mrs. Chetwynde violentamente, entregada a aquella
exaltación apenas sin aliento pero no por ello menos brutal:
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¡Oh, Kali, la Negra!
¡Oh, Kali, la de los brazos todopoderosos, la de la forma aterradora!
¡Oh, tú, que en tu pecho luces un collar de calaveras humanas como el
adorno más precioso, tú, maligna imagen de la destrucción!
Hizo una pausa, como si necesitara tomar aire, como si precisara atemperar su
trepidante excitación, abriendo mucho la boca como si fuese a lanzarse de inmediato
a una pileta llena de agua helada, y prosiguió:
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vez una sombra negra que se movía desde un rincón del hall. Un fenómeno que
percibí al menos tres o cuatro veces, pero que se desvanecía de inmediato en cuanto
intentaba fijar la vista. Puede que no fuese más que el efecto de alguna nube que en el
cielo del otoño cruzaba ante la luna, pues de inmediato cedía, como digo, apenas
intentaba yo contemplarlo con la más absoluta independencia de criterio, para dar
paso a la plateada claridad lunar que bañaba la escena.
Al fin, sin embargo, cedió Mrs. Chetwynde a su inevitable cansancio. Oímos
entonces, no ya su respiración dificultosa, sino algún lamento, algún quejido muy
tenue que salía de sus labios en tanto quería tomar aire. Allí estaba nuestra pobre
paciente, agotada, aún a los pies de la estatua; contrastando gravemente su pálida
desnudez con el camisón de seda negra y desgarrado, caído en el suelo, a un lado.
De nuevo quise dejar mi asiento y acudir a prestarle auxilio, y de nuevo me lo
impidió De Grandin.
—Todavía no, amigo mío —me susurró, sujetándome—. Aún no hemos visto
cómo concluye este drama.
Estuvimos así, en el más completo silencio, casi sin respirar, varios minutos. Poco
después, Mrs. Chetwynde pareció recuperar el dominio de sí misma, se levantó
lentamente, calzó sus pies desnudos con las zapatillas de tocador, recogió del suelo el
negro camisón de seda desgarrado y comenzó a subir muy lentamente, presa de un
agotamiento indecible, las escaleras.
Deslizándose silencioso y ágil como un gato, De Grandin salió tras ella llevando
una silla, apenas a tres pasos de distancia, sin que pudiera notar su presencia nuestra
paciente, y la siguió; cuando se aproximaba ya a la escalera, puso ante ella la silla,
contra la que se golpeó, no obstante lo cual no se dejó sentir el menor lamento ni se le
vio un gesto que denotase que era consciente de la presencia de aquel obstáculo.
Inalterable, pero con gran lentitud, invirtió mucho tiempo la dama en subir las
escaleras, siempre con De Grandin detrás. El francés no daba un paso sin que ella lo
hiciese; parecía seguir un sendero que trazasen los pies de Mrs. Chetwynde en los
peldaños de la escalera. La respiración de la dama parecía cada vez más sosegada. Ya
no se le oía el menor lamento, no obstante aquella cruel y agotadora exposición
rendida que de sí misma había hecho poco antes a la estatua.
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encendía un cigarrillo francés que comenzó a fumar ansiosamente—. Si cree que
ayudaría a esta pobre criatura internándola en un asilo para dementes, se equivoca; es
más, cometería usted un auténtico crimen, amigo mío, sólo eso… Puede que su
manera de producirse no sea normal, es cierto; pero su anormalidad es algo
puramente subjetivo… En cuanto a lo de la silla, bien, ahí tiene una prueba de cuál es
realmente el estado mental de esta pobre mujer. Estoy de acuerdo con usted en que el
comportamiento de la paciente ofrece síntomas inequívocos de trastorno mental
grave… ¿Pero se fijó usted en cómo caminaba? ¿Era su forma de caminar la propia
de una persona en posesión de sus facultades mentales? ¡No, señor! Comprobaría
usted el golpe que se dio contra esa silla… Pues bien, permaneció inmutable; se llevó
por delante, como quien dice, la silla, sin reparar en el obstáculo que le ofrecía, sin
dolerse del golpe que se dio contra ella… ¿La oyó usted gritar de dolor? ¡Pues no,
señor! Digamos que la maquinaria que conecta sus piernas con su cerebro, y que
hubiera debido enviar un telegrama dando cuenta del dolor, tras el golpe, sufrió un
cortocircuito… Querido amigo, esa pobre mujer se hallaba en un estado de anestesia
profunda; nada en el mundo podía alterarla. Estaba, como sin duda diría usted…
—¿Hipnotizada? —sugerí.
—Umm, quizás… O algo parecido… Quizás la diferencia radique en que el
agente causante de su estado no puede ser identificado en un laboratorio de
investigación psicológica, querido amigo…
—Entonces…
—Entonces será mejor que no especulemos mucho hasta disponer de evidencias
suficientes, que es como decir de las piezas necesarias para completar este puzle que
nos ofrece el caso en que nos ocupamos… Mañana temprano iremos de nuevo a casa
de Madame Chetwynde, si le parece bien.
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había errado el día anterior al señalar la marca, o bien me había equivocado ahora en
mis cálculos. Lo cierto es que, si dábamos por buena la señal hecha el día anterior en
aquella primera medición, la estatua había crecido al menos un par de pulgadas.
De Grandin, sin embargo, me animó, atajando mis disculpas de inmediato:
—Usted no ha cometido ningún error, querido amigo, téngalo por seguro…
Ocurre, simplemente, que esa estatua infernal ha crecido.
—Pero… —protesté, sin mucha convicción—. Eso no puede ser…
—Pues así ha sido, créalo.
—¡Por todos los cielos, hombre…! Si esa cosa sigue creciendo…
—No se asuste, eso no ocurrirá… Por mucho que el Diablo se empeñe en sus
tretas le aseguro que Jules de Grandin sabrá cómo derrotarlo y salir triunfante…
Bien, hemos librado un primer combate; ya estamos perfectamente preparados para el
segundo.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué podemos hacer?
—Pues le aseguro que tanto por el amor de Dios, como por su benéfico imperio,
tenemos mucho que hacer y podremos hacerlo… Le aseguro que haremos lo que se
debe; ni más ni menos. Y, ya puestos, querido Trowbridge, le sugiero que diga a la
magnífica Nora que nos prepare una tarta de manzana como postre de nuestra cena de
esta noche, a la que sin duda haré los honores propios del más educado de los
huéspedes. Volaré de inmediato hacia Nueva York para entrevistarme con un
caballero al que conocí en la cena de la Sociedad Médica. Supongo que estaré de
regreso en breve, espero encontrar vuelo para hacerlo… Le sugiero por ello que, para
mi vuelta, tenga dispuesto un cubierto más, pues es posible que no regrese solo; si no
lo hago a tiempo, no lo tome como un incumplimiento de palabra por parte de Jules
de Grandin, sino por algo debido a los imponderables… Adieu, amigo mío, y
deséeme suerte en mi empresa. Seguro que voy a necesitarla.
—Doctor Trowbridge, ¿puedo presentarle al doctor Wolf? —oí que me
preguntaba horas después, ya de noche, Jules de Grandin desde la puerta de mi
despacho. Iba acompañado por un hombre alto, de aspecto impresionante; un hombre
de porte magnífico, joven—. Me lo he traído desde el centro más trepidante de Nueva
York para que cene con nosotros, y acaso, así lo espero, para que nos ayude a hacer lo
que debemos, sin falta; quizás esta misma noche.
—Encantado de conocerle, doctor Wolf —le dije estrechando su mano y sin poder
dejar de hacerle objeto de mi curiosidad, impresionado ante su presencia.
Su apellido[33] no parecía el más apropiado para con su aspecto, pues nada de
fiereza había en él, sino de gran calma. Era muy alto, un hombre de más de dos
metros, muy ancho de hombros y poderoso de pecho. Su rostro, desproporcionado
incluso, de tan grande, para con su altura y corpulencia, era sin embargo noble, de
frente despejada, de grandes mejillas lisas en las que se comprobaba perfectamente
que se trataba de un hombre joven. Tenía las mandíbulas tan perfectas que parecían
cinceladas; sus ojos, de un color marrón oscuro, poseían una mirada tan noble como
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penetrante… Especialmente penetrante… Había algo en su actitud que diría de
absoluta impasibilidad, que le dotaba de una elegancia armónica, de un aspecto
incorruptible. Me recordó la figura central de esa alegórica obra maestra de Franz
Stuck[34] titulada Guerra.
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—Sólo como alumno, por así decirlo. Hago un curso de posgrado sobre
enfermedades pulmonares y otro sobre poliomielitis. En cuanto concluya dichos
cursos regresaré al oeste para ejercer la medicina entre las gentes de mi pueblo, tan
necesitadas de ayuda.
—¡Muy bien! —intervino entonces De Grandin, a quien resultaba especialmente
difícil mantenerse al margen de cualquier conversación que se produjese—. El doctor
Wolf y yo hemos cambiado impresiones durante nuestro viaje desde Nueva York,
amigo Trowbridge… Y ahora, dígame… ¿Está preparada la cena?
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para dirigirnos a la casa de los Chetwynde en mitad de una noche apacible y bañada
por la luz de la luna. Media hora más tarde entrábamos como si tal cosa en aquella
casa, gracias al duplicado de la llave que había encargado De Grandin, y tomábamos
asiento en el salón, amparados por la oscuridad.
Observé, sin embargo, que apenas nos habíamos sentado, De Grandin dijo algo al
joven doctor indio, y que éste extraía varios objetos de su bolsa de viaje, se levantaba
y salía al porche tras cruzar el hall.
Desde donde me hallaba, a la luz de la luna que se filtraba por la ventana del hall
y a través de ésta, vi pasar su sombra varias veces de un lado a otro, hasta que me
pareció ver que hacía un movimiento brusco y dejé entonces de percibir su presencia.
Dirigí mi vista entonces hacia la escalera que conducía a la segunda planta de la casa.
Idoline Chetwynde comenzaría a bajar en breve para entregarse de nuevo a sus ritos
secretos.
No se dejaba sentir otro ruido que no fuese el del tictac del reloj del salón, que en
aquel absoluto silencio retumbaba como un trueno. Desde muy lejos llegaba alguna
vez el sonido del motor de un automóvil que atravesaba la calle desierta. Noté que
mis nervios se tensaban como las cuerdas de un violín, como cuando el músico las
afina antes de comenzar el concierto, en contra de lo que me había sucedido la noche
anterior, cuando me mantuve a la espera perfectamente tranquilo, y un escalofrío me
corría de continuo por la espina dorsal.
El gran reloj francés de pared de aquel salón estaba a punto de señalar las doce
horas con sus agujas plateadas. Esa hora incierta en la que se hace el nuevo día aun
sin que se hayan despejado las horas de la noche, y a la que llamamos la medianoche
sólo porque nos parece un término idóneo, que no inspira terror. La luz de la luna, a
través de los cristales de la ventana que había en el hall, tras el pedestal sobre el que
estaba la estatua hindú, me pareció más mortecina que la noche anterior.
—Mon Dieu —dijo De Grandin y noté que estaba inquieto—. Espero no haber
cometido un error en mis cálculos.
Pero no se había equivocado. De inmediato percibimos la presencia de Mrs.
Chetwynde en lo alto de la escalera. Comenzaba a descender lentamente, como la
noche anterior, para postrarse ante el ídolo repugnante.
Vimos a Idoline Chetwynde hacer lo mismo, ofrecerse con mortal entrega otra
vez a la negra estatua. Oímos cómo su voz, con un timbre metálico ahora, entonaba
aquellos cánticos en los que pedía le fueran destrozados, devorados, su cuerpo y su
alma… Sólo sucedió una cosa diferente a cuanto había ocurrido la noche anterior: de
repente sonó un clic en la puerta de entrada de la casa y se hizo presente en el hall la
figura imponente del joven doctor Wolf, el llamado Johnny Curly Wolf, medicine
man de los indios dakota, al que bañaba la luz de la luna.
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sofisticada elegancia. No era el joven inteligente y educado, el médico de gran
vocación, el estudioso capaz de estarse horas y más horas ante los libros después de
haber pasado las otras horas del inevitable y necesario reconocimiento de los
enfermos. Quien estaba en el hall de la casa de los Chetwynde era un hechicero de la
primera raza de indios que pobló América, ataviado como lo habían hecho sus
ancestros desde siglos atrás. Desnudo de cintura para arriba como lo estaba, su torso
parecía el de una estatua de bronce. Sus piernas, igualmente musculadas, quedaban al
aire pues apenas se cubría con el taparrabos tradicional. En los pies llevaba los
mocasines de su tribu, y en la cabeza el penacho de plumas de águila, que hacía más
impresionante su rostro cruzado por gruesas líneas amarillas, blancas y negras. En la
mano derecha llevaba el pequeño tambor ceremonial de piel de toro; la determinación
de su mirada era la propia de aquellos guerreros de su tribu, temibles en otro tiempo.
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Escucha mi plegaria, Espíritu sagrado,
escucha mi ruego, Gran Espíritu de mis antepasados,
y salva a esta mujer que pertenece a tu pueblo.
Haz igualmente que nada puedan los demonios que vengan de las aguas,
haz que nada puedan los demonios que vengan por la tierra o por los aires,
haz que sólo sea devota contigo esta mujer que pertenece a tu pueblo.
Tan solemne como monocorde cántico cesó ahí, pero el medicine man siguió
danzando alrededor de la dama. Después hizo lo mismo alrededor del pedestal en el
que estaba la mortífera deidad hindú.
Algo, quizás una nube, hizo que se apagase el brillo de la luna que hasta entonces
había percibido con su sempiterna luz helada. Todo en el hall quedó sumido en
sombras. De ser aquello una nube, creo que fue tan grande como un gigante montado
en un caballo no menos gigantesco. Seguramente, un gigantesco guerrero dakota,
tocado con plumas de águila. La nube, o lo que fuese aquello, se fue haciendo más y
más densa, pues los rayos de plata que había lanzado hasta entonces se desvanecieron
al fin por completo hasta que el hall quedó sumido en una oscuridad absolutamente
negra.
Se dejó sentir entonces un fuerte viento del oeste que pareció sacudir la casa en
sus cimientos e hizo que temblaran las paredes. Un viento que no hacía ruido, un
viento sordo pero fuerte, como si el cielo se hubiera puesto botas de hierro para
pisotear la casa; un viento que llevaba truenos cada vez más próximos; un viento que
parecía ir a derribar la casa de un momento a otro y arrancarnos las cabezas. Un
viento, en fin, que se generaba en la negra garganta de los cielos. Cayeron al suelo
copas y vasos de fino cristal, además de otros muchos objetos; gritó aquella pobre
mujer enferma, aterrorizada, pero apenas pude oírla a causa de un gran trueno que se
dejó sentir como si se produjese en el mismo hall de la casa.
Durante un breve espacio de tiempo, a la luz de un relámpago que iluminó el
salón, pude contemplar una escena más impresionante aún que las sugeridas por
Dante en su visión del mundo subterráneo. Una forma de mujer, grande y feroz como
una tigresa, se abalanzaba sobre la postrada Idoline Chetwynde, mientras a través de
la ventana vi otra silueta, la de un bravo guerrero indio con sus armas, dispuesto para
la guerra.
¿Era Johnny Curly Wolf? ¡No! Johnny Curly Wolf seguía haciendo la danza
fantasmagórica de su tribu, sin dejar de golpear con fuerza, muy rítmicamente, su
pequeño tambor ritual. Fue, ya digo, una escena que pasó veloz ante mis ojos, en el
breve espacio de tiempo en que aquel relámpago iluminó roda la planta baja de la
casa. Después volvió a quedar sumido todo en la más absoluta oscuridad, que
entonces me pareció aterradora, inmovilizándome, incapacitándome siquiera para
articular unas palabras… Aún retumbaba el eco de aquel estruendo, que asocié con
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un gran trueno y que parecía hacer llover fragmentos de una gran piedra sobre el
suelo de tarima de la casa.
—¡Luz, Grand Dieu, Luz! —gritó De Grandin—. ¡Encienda una luz, amigo
Trowbridge! —me gritó con una voz que me pareció histérica, si no aterrada.
Corrí hacia el interruptor de la luz eléctrica que había visto en el hall, encendí y
contemplé a Johnny Curly Wolf aún vestido como los hombres de su tribu, empapado
en sudor, de pie y quieto ante el cuerpo de Idoline Chetwynde, que permanecía
inconsciente. El suelo del hall estaba lleno de trozos de cristales de la ventana que
parecían fragmentos de rayos lunares. Y caía de su pedestal, hecha añicos, hecha mil
pedazos, la imagen de Kali, diosa oriental.
—Llévela a su habitación, amigo mío —me dijo De Grandin señalando a Mrs.
Chetwynde, cuyo cuerpo parecía desprovisto de vida—. Acuéstela y permanezca a su
lado, debemos observar su evolución… La verdad es que esta noche, por así decirlo,
hemos asistido al nacimiento de una nueva criatura… Pero me temo que acaso hayan
sufrido sus nervios un shock del que tarde en recuperarse.
Después subió él. Estuvimos junto a Mrs. Chetwynde toda la noche y buena parte
de la mañana, atentos a cualquier modificación que se produjese en el tono de sus
mejillas, atentos a las oscilaciones de su temperatura. De vez en cuando, al hacer ella
un leve movimiento, le dábamos palmaditas en las mejillas para intentar que volviera
en sí, mas parecía a punto de extinguirse de un momento a otro.
Sobre las diez de la mañana De Grandin se levantó una vez más de su butaca,
tomó el pulso a nuestra paciente y luego se estiró, para desentumecer sus músculos,
como un gato que despertara tras un largo sueño.
—Bon, tres bon! —exclamó—. Ahora sí podemos considerar que duerme en paz,
sin la menor alteración. Ya tiene un pulso normal, igual que su temperatura, todo está
en orden. Creo que podemos decir que la hemos salvado, amigo mío… Cuando
despierte tendremos que felicitarla por su curación, evidentemente milagrosa. Pero
creo que deberíamos irnos ahora, ya vendremos a visitarla. Mi pobre estómago
comienza a pedirme alimento. Estoy hambriento y agotado, al borde de la inanición.
Creo que si no ingiero algún alimento prontamente voy a convertirme en una mera
sombra de lo que soy.
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cuál fue, repito, esa enfermedad? ¿Qué la llevó a ese estado de locura en que la
vimos? ¿Y qué hemos visto esta noche? ¿Una tormenta? Sí, díganme… ¿Fue un gran
trueno, un rayo, un relámpago acaso, lo que destrozó esa maldita estatua? ¿De veras
me pueden asegurar ustedes que todo lo que he visto ocurrió?
—Naturalmente, querido y admirado amigo —me respondió el doctor De Grandin
mientras encendía con gran delectación un cigarrillo—. Puede estar completamente
seguro de que cuanto vio ocurrió realmente, ni más ni menos, tal cual lo percibimos,
y tal cual lo percibió usted.
—Pero…
—No hay peros que valgan, amigo mío, por favor… Comprendo que pida usted
una explicación racional, como los garitos piden comida a sus dueños cuando los ven
cenar… En fin, trataré de explicarle lo que ha pasado de la manera más
convincente… Cuando me habló usted por vez primera acerca de la enfermedad que
aquejaba a Madame Chetwynde, no me hice la menor composición de lugar. Algunos
de los síntomas que usted me comunicó me hicieron temer, sin embargo, que podía
tratarse de un caso de envenenamiento, pero por lo que usted me decía la paciente
estaba sometida a frecuentes análisis de sangre en los que no se observaba nada
parecido, así que deseché ese posible diagnóstico. Sin embargo, aquel día en que lo
acompañé por primera vez a reconocerla, cuando bajábamos las escaleras para salir
de la casa no pude por menos que fijarme, naturalmente, en esa abominable estatua
negra, en la que apenas había reparado cuando entramos. Lógicamente, me pregunté
qué demonios hacía aquella figura diabólica en una casa tan encantadora y limpia. Y
no menos lógicamente me respondí que acaso radicara en la estatua el porqué de la
enfermedad de Madame Chetwynde… Naturalmente, me acerqué cuanto pude a la
maldita estatua para examinarla como era debido hacerlo.
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las formas de una mujer amarilla montada en un tigre, que a su vez es Chandi, la
Fiereza. Todo eso, en sí, es Kali, la Negra, la que precisa de la sangre, la que lleva
colgadas del cuello serpientes y calaveras humanas, la que exige a sus fieles súbditos
obscenos ceremoniales asesinos. Sus más fieles súbditos son los thugs, ante cuya sola
mención tiembla toda la India, pues las leyes inglesas no se bastan para contener la
expansión terrible de sus acciones.
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Rooney había bañado la imagen en agua bendita y la pila de la iglesia se había teñido
de sangre. Evidentemente, eso quería decir que poco podía hacer la religión católica
contra el perverso influjo de la estatua negra… La sangre llama a la sangre, y no
había, pues, otra solución que llamar a ese combate a la sangre que corría
torrencialmente por las venas de Madame Chetwynde, la sangre de una de las tribus
primigenias de los indios americanos… ¿Qué hacer? Cómo no, recordé de inmediato
a nuestro amigo el doctor Wolf, al que había conocido en aquella cena de la Sociedad
Médica, en Nueva York, un indio dakota al cien por cien de su sangre. Sólo él podría
evitar, por ello, que alguien de su propia sangre fuera parasitado por otra sangre
ajena. Sólo él podría ofrecer la protección necesaria, y por ende la sanación completa,
a nuestra paciente.
»Por ventura logré convencer a Monsieur Wolf de que me acompañase. Con él
vino, como era natural, el Gran Espíritu de los indios, el único capaz, en este caso, de
hacer frente y presentar combate a la diabólica Kali, diosa de los guerreros thugs…
¿Quién vencería en la batalla? Sólo Le bon Dieu podía saberlo… Pero tenía la firme
esperanza de que resultase triunfante el Gran Espíritu que acompañaba a nuestro
amigo, el doctor Wolf.
El doctor Jules de Grandin se nos quedó mirando un rato con una sonrisa de
satisfacción y a la vez de elegante sarcasmo, y procedió a resumir en los siguientes
términos:
—Un indio de América, amigos míos, es realmente un sauvage noble. Los
colonos españoles, sin embargo, no vieron en ellos más que bestias de carga a las que
explotar hasta su aniquilamiento. Los ingleses, por su parte, los contemplaron sólo
como una barrera que impedía su expansión por el nuevo país, por lo que los
combatieron con la idea de exterminarlos. Para nosotros los franceses, sin embargo,
el indio americano era hombre de carácter nobilísimo… Así lo dijeron compatriotas
míos tan notables como Sieurs, La Salle[36] y Frontenac[37], que tanto ponderaron la
nobleza del indio, su valentía, la limpieza de sus creencias religiosas… ¿Cómo no
invocar por todo ello al Gran Espíritu de los indios, para resolver el caso que se nos
presentaba, caballeros?
»Sabemos bien, amigos míos, o al menos estamos convencidos de ello, que hay
un solo Dios verdadero, todopoderoso y lleno de bondad; un dios que no posee
forma, que no tiene miembros ni pasiones. ¿Pero podemos asegurar que ese Dios se
muestra ante todos los seres humanos que pueblan la tierra del mismo modo? Mais
non… Para los árabes es Alá; para muchos que se dicen cristianos es una especie de
Santa Claus celestial; mucho me temo, querido Trowbridge, que para innumerables
fieles a los que usted trata como médico, Dios, sin embargo, no es más que una
especie de anciano cascarrabias que no hace más que repetirles eso de «¡No lo
hagas!», un mensaje que acaban grabándose en su cerebro de tal forma que se les
trasluce en la frente. Bien, pues así y todo, a pesar de tan distintas concepciones, ese
Dios es el Dios único.
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»¿Pero qué hay acerca de las deidades paganas? —hizo aquí De Grandin una
pausa muy teatral, mirándonos a la espera de nuestra reacción; como nada dijimos ni
el doctor Wolf ni yo, prosiguió su discurso—: Bien, amigos míos; esas deidades no
son nada y a la vez son todo. Son la expresión de un poder que se concentra en la
manera de pensar y de sentir, y a la vez una creencia errónea, una concepción infantil.
Mas ocurre que, como los pensamientos son verdades en tanto que formulaciones
concebidas como necesarias por la gente, devienen en poder. Un poder, mis queridos
amigos, del que no cabe reírse, pues resulta evidente y a menudo trágico. Durante
años, durante siglos, quizás, esa pérfida estatua negra de Kali ha sido idolatrada
merced a rituales de sangre y a sus pies se han prosternado miles de individuos cuya
expresión poco difiere de la de los monos… Son ellos quienes han dotado a la imagen
de ese poder omnímodo, llamados por su naturaleza influenciable a expresar una
explicación convincente del mundo y de sus propias y salvajes acciones. Se trata de
un proceso, en suma, que llevó a los hombres del agnosticismo primigenio de las
edades primitivas a la creencia que supuso un avance de las distintas civilizaciones.
Fueron esas sus concepciones piadosas las que dieron a los hombres un sentido de
posesión del mundo.
»Muy bien —prosiguió el doctor De Grandin—; por otra parte, el Gran Espíritu
de los indios americanos nace de esas mismas concepciones, pero de manera acaso
mucho más noble que en otras culturas; podemos decir que el Gran Espíritu de los
indios americanos responde a las concepciones que todos los hombres nos hacemos
de ese Dios supremo. Es, pues, Dios en sí mismo. Para incontables generaciones de
pieles rojas, es un Dios en el que mirarse, pues creen haber sido creados a su imagen
y semejanza, de ahí esa nobleza de los indios americanos sobre la que ya he
hablado… ¿Cómo iban a perder con el paso del tiempo tan nobilísima concepción de
su deidad suprema? No, amigos míos, no… ¡No y mil veces no! No podían perder esa
concepción de su Gran Espíritu, de su Dios verdadero, los indios americanos, porque
hacerlo hubiera supuesto acabar con su propia alma. Así, pues, el Gran espíritu y el
alma de los indios americanos son inmortales.
»Tales son las razones, excuso señalarlo, por las que acudí al buen doctor Wolf;
sólo él, con su preclara mente de médico y con su conocimiento de los arcanos
ancestrales de su tribu, podía ayudarnos a que la voz de la sangre, que es la voz del
espíritu, triunfase sobre la perfidia de otras concepciones ajenas a la sangre y al
espíritu de nuestra paciente. ¡Fue un combate magnífico, caballeros!
—¿Me está diciendo que vi al Gran Espíritu de los indios? —pregunté incrédulo
al doctor De Grandin.
—Bueno, querido amigo —me dijo—, no sé por qué tengo la sensación de que no
ha entendido bien lo que acabo de expresar a propósito de la tradición ancestral, a
propósito de cómo se incardinan las creencias en la concepción del mundo que tienen
los hombres… Evidentemente, a quien vio usted fue al doctor Wolf, que invocaba al
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Gran Espíritu… ¿Cómo podré convencerlo a usted de que el pensamiento es algo
inmaterial, querido amigo, óigame, inmaterial, intangible… O por decirlo mejor, para
que me entienda, es como su calavera que, de momento, queda oculta por su cabeza,
a despecho de que le escasee ya el cabello.
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POLTERGEIST
—Así, pues, doctor De Grandin —concluyó nuestro visitante—, he aquí un caso
en el que puede emplear usted sus más que reconocidos poderes.
Jules de Grandin escogió meticulosamente un buen cigarro de la caja de plata,
calibró la consistencia del mismo con sus dedos cuidados con manicura, y dirigió a
quien le había hablado una de esas miradas suyas, a veces tan desconcertantes como
sus palabras:
—¿Debo entender, Monsieur, que todos los intentos de curación han sido vanos?
—Totalmente. Hemos intentado todo lo razonable, sin el menor éxito —dijo el
capitán Loudon—. Le diré que hemos consultado con los mejores neurólogos; le diré
igualmente que hemos acudido a curanderos de gran fama, a médiums espirituales, y
lo mismo, nada. Todos nos han fallado; todos los tratamientos a que ha sido sometida
han resultado un fiasco.
—La verdad, caballero, no creo que se me deba incluir entre toda esa gente, no
me considero uno de ellos; Monsieur —dijo el médico francés fríamente—, creí que
acudía a mí para consultar a un acreditado médico…
—Sí, precisamente por eso —le interrumpió el capitán—. Todos los médicos a los
que hemos acudido han sido incapaces de obtener la curación de Julia, una chica
adorable, y no lo digo porque sea mi hija; una muchacha deliciosa que iba a contraer
matrimonio el próximo otoño… Pero, ahora… Ahora, ese… ese desorden que ha
tomado posesión completa de ella… ese desorden de sus nervios que le ha destrozado
totalmente la vida… Roben —el teniente Proudfit, su prometido— y yo, hemos
hecho cuanto estaba a nuestro alcance para obtener la curación de mi hija, puede
usted estar seguro de ello. Ahora, doctor, mucho me temo que su mente esté tan
destruida que pueda acabar destruyendo también su cuerpo, salvo que alguien pueda
hacer algo.
—¿Seguro? —dijo el menudo francés arqueando sus cejas, que de tan negras
contrastaban fuertemente con su cabello y sus mostachos rubios—. ¿Por qué no dijo
eso antes, Monsieur le Capitaine? Ya veo que no pretende sólo que cure la alteración
nerviosa que padece su joven hija, sino que me ocupe de salvar igualmente su
romántica historia de amor. Bien, muy bien, caballero… Acepto hacerme cargo del
caso, siempre y cuando me ayude el doctor Trowbridge, pues además de hallarse en
posesión de la licencia necesaria para trabajar aquí como médico, sus conocimientos
servirán de mucho a esos mis poderes, a los que usted ha aludido. Ambos pondremos
nuestra ciencia a su entera disposición.
—¡Magnífico! —exclamó el capitán Loudon con expresión feliz, levantándose de
su asiento—. Bien, no hace falta decir más… Sólo espero que usted…
—Un momento, por favor —lo interrumpió De Grandin, juntando las manos
como para pedir silencio y atención—. Supondrá usted que antes de hacernos cargo
del caso que atañe a su hija debemos conocer algunos datos, no por básicos menos
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fundamentales.
Tomó papel y lápiz y comenzó a preguntar al capitán Loudon.
—¿Qué edad tiene Mademoiselle Julie, su hija?
—Veintinueve.
—La edad más encantadora —apostilló De Grandin mientras apuntaba—.
Supongo que es su única hija.
—Así es, señor.
—Bien, y dice usted que esas extrañas manifestaciones comenzaron tan violenta
como inopinadamente hace unos seis meses…
—Aproximadamente… No puedo precisarlo.
—No importa. Imagino que dichas manifestaciones no son siempre idénticas…
Unas veces se niega a ingerir alimentos, otras dice tener visiones, ahora canta y grita
enloquecida y después de sume en el silencio; y a menudo golpea fieramente cuanto
la rodea, y habla con una voz que jamás le oyó usted antes, una voz que no parece la
suya, ¿me equivoco? Y también parece en un trance próximo a la muerte en
ocasiones mientras de la garganta le brotan más voces extrañas, voces de hombre, por
ejemplo, o de mujer anciana, y hasta la voz de un niño de corta edad…
—Efectivamente, señor.
—Y en ocasiones acontecen también cosas inexplicables a su alrededor,
fenómenos físicos, ¿verdad? Quiero decir que se mueven los cuadros de las paredes,
y las sillas, y las mesas, y hasta el gran piano de la casa y otros muebles aún más
pesados… Pero sólo cuando ella está próxima a esos objetos… Y hay un sonido
metálico constante, como de piezas de joyería que se entrechocan… Y se ve cómo
flotan en el aire diversos objetos, y a menudo lo atraviesan como si fueran flechas…
—Sí, doctor, así es… Y cosas aún peores… He visto cómo de su costurero salían
agujas y alfileres para clavársele a mi hija en las mejillas y en los brazos —dijo el
capitán—. Y también la he visto amanecer llena de heridas y cicatrices
sanguinolentas hechas por algún monstruo, como si alguna bestia la hubiese atacado
con sus garras. Y la he oído gritar por la noche espantosamente, doctor; y cuando
acudí a su habitación vi que tenía alrededor del cuello la marca de unos dedos, como
si alguien hubiera querido estrangularla… Todo esto, señor, es una auténtica locura,
una desgracia que me tiene aterrorizado. A veces me parece que es un caso de
posesión demoníaca de los que se refieren en la Biblia. Menos mal que yo no creo en
esas historias, en todos esos cuentos sobrenaturales.
—Umm —dejó escapar De Grandin—, nada hay en este mundo, o fuera de él,
amigo mío, que pueda calificarse como sobrenatural. Ni los más grandes sabios de
nuestros tiempo pueden decir dónde comienzan los poderes de las fuerzas de la
naturaleza y dónde concluyen. Por eso, siempre decimos eso de que «a la luz de la
experiencia que hemos acumulado», y cosas así… ¿Pero qué sabemos en realidad de
la naturaleza? ¿Hemos llegado a dominarla en toda su poderosa extensión? Yo creo
que no… Yo mismo, Monsieur, he sido testigo de cosas que ningún hombre creería
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ciertas si se las contara. Me llamarían mentiroso; incluso mi buen amigo Trowbridge,
que tiene una imaginación difícil de superar incluso por un escritor que se dedique a
la ficción, diría lo mismo… En cualquier caso, no creo que quepa la posibilidad de
hablar de fenómenos sobrenaturales, cuando aún no hemos alcanzado a comprender
una mínima parte de la expresión con que se manifiestan las fuerzas naturales.
»Sea como fuere —prosiguió De Grandin—, no estamos para perder el tiempo en
disquisiciones… Vayamos a su casa, caballero, que deseo reconocer a Mademoiselle
Julie cuanto antes… Es preciso que vea con mis propios ojos todos esos signos
aterradores que me ha descrito usted… Y le recuerdo, caballero —dijo enfrentándose
al capitán y alzando mucho el dedo índice, como para prevenirlo severamente—, que
yo no soy un curandero, ni cualquiera de esos charlatanes que no le han servido de
nada… No puedo asegurarle la curación de su hija, al menos por el momento, pero sí
prometerle que lo voy a intentar denodadamente… ¿De acuerdo? Très bon. Pues
partamos de una vez hacia su casa.
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soberbia prestancia de una princesa. Una de sus manos se deslizaba lentamente,
según bajaba, por la balaustrada de caoba; a medias por miedo a caerse y a medias
para mantenerse erguida, imponente en su digno esfuerzo de presentarse ante
nosotros con toda su distinción y elegancia. Todo eso fue lo primero que vimos,
impresionados ante su presencia. Después no pudimos sino reparar en su palidez, tan
mortal como dulce.
Una palidez extrema afea a muchas mujeres sin remedio; a ella, empero, no le
marchitaba ni un ápice su belleza, su elegancia de buena cuna; a despecho de la
enfermedad que la consumía, sus labios de un color escarlata luminoso, al contrastar
con la palidez de sus mejillas, incrementaban su hermosura. Me pareció que miraba
los escalones que tenía ante sí, aunque sin bajar para ello la cabeza, manteniendo su
elegancia en todo momento; cuidadosa, pero sin hacer la menor concesión a la
enfermedad nerviosa que la consumía. No obstante, en un momento dado observé que
o estaba dormida y caminaba en estado de sonambulismo, o pasaba por un trance que
me atrevo a llamar sobrenatural, a pesar de lo que dijera el doctor De Grandin sobre
todo esto. Mi impresión había sido errónea pues tenía los ojos semicerrados.
—La pauvre petite —musitó De Grandine tras suspirar profundamente—. Grand
Dieu, amigo Trowbridge, ¡qué muchacha más hermosa! ¿Por qué no se me habrá
presentado la ocasión de venir antes a esta casa, sólo por el placer de contemplar
tanta belleza?
Entonces, como para responder a lo que en voz baja me acababa de decir el
doctor De Grandin, en el aire, como desde el techo, como sobrevolando a la joven
enferma, se dejó sentir una risa burlona, una risa maniática, una risa infernal, cuando
Julia bajaba el último escalón y pisaba ya la alfombra roja del hall. Tuve la sensación
de que ahora sí nos veía aunque parecían pesarle mucho los párpados.
—Hélas —dijo De Grandin mirando piadosamente al padre de la enferma—.
Nom de Dieu! —exclamó sacudiendo su cabeza como para quitarse de la mente unos
pensamientos funestos.
A unos veinte pasos de donde nos encontrábamos había una gran panoplia con
distintas armas de fuego, dos espadas antiguas, unos bolos[42] y diversas
condecoraciones y trofeos obtenidos por el capitán Loudon en las Filipinas. De
repente, como si una mano invisible lo tomara, uno de los bolos salió de la panoplia,
atravesó el hall y fue a incrustarse en la pared del otro lado. Sólo impidió que se
clavase en la cara del menudo doctor francés el rápido movimiento que hizo éste para
esquivarlo.
Se hizo un gran silencio. Desapareció ese murmullo, que antes había sido risa
burlona y que parecía sobrevolar a la muchacha. Julia abrió entonces los ojos, que
parecieron totalmente despiertos, y dio unos pasos dubitativos en dirección a
nosotros. Me fijé entonces en que sus ojos eran increíblemente grandes, más de tono
púrpura que de color azul. Nos miró con una melancolía infinita en ellos, una
melancolía que nunca antes había observado en una joven de su edad. Era la mirada
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de alguien que está a punto de morir sin remisión posible.
—¿Por qué, padre? —preguntó con esa expresión del que acaba de despertarse
abruptamente—. Estaba reposando tranquilamente en mi habitación cuando me
pareció oír la voz de Robert… Traté de responderle, pero no pude… Algo me lanzó
de mi lecho al suelo y me desperté.
—Hija mía —dijo el capitán Loudon con la voz temblorosa, haciendo un esfuerzo
evidente para que no le asomaran las lágrimas—, estos caballeros que me acompañan
son el doctor De Grandin y el doctor Trowbridge… Han venido para…
—¡Oh, no! —protestó lánguidamente la muchacha—, más médicos no… ¿Por
qué los has traído, padre? Seguramente serán como los otros… Nadie puede
ayudarme, padre, nadie…
—Pardonnez-moi, Mademoiselle —intervino De Grandin con gran solemnidad—.
Estoy seguro de que de aquí a no mucho tiempo comprobará usted que no somos
como los otros que la han visitado… Para empezar, queremos devolverle a usted la
salud para que pueda contraer matrimonio con el hombre al que ama; en segundo
lugar, tengo un gran interés personal en este caso.
—¿Un interés personal, dice usted? —se extrañó la joven alzando las cejas en un
gesto de incrédulo sarcasmo.
—Así es, Mademoiselle… Y no me refiero sólo a sus problemas de salud y a la
posible solución que pueda hallárseles… ¿No ha visto ese bolo que ha estado a punto
de matarme? Mademoiselle, le aseguro que no ha sido un fantôme, ni un lutin, quien
le ha tirado ese machete a Julos de Grandin. Sería muy simplón achacar semejante
cosa a cualquier fantasma… Pero no.
»Mademoiselle —prosiguió De Grandin—, debo pedirle perdón por venir a
importunarla, pero dados los antecedentes que nos ha comunicado su padre, tengo
que hacerle unas preguntas, que le pido por favor me responda… Díganos, se lo
ruego, cuándo comenzó a percatarse usted de estos extraños fenómenos.
La joven lo miró en silencio durante unos largos segundos, mientras nos
dirigíamos al salón y tomábamos asiento. Sus ojos parecieron traslucir, en su tono
púrpura, un resentimiento mayor del que son capaces de expresar unos ojos azules.
Respiró profundamente, sin embargo, y comenzó a decir:
—Hará unos seis meses —comenzó a decir monótonamente, con hartazgo, como
un niño que se viera obligado una vez más a repetir una lección especialmente
fastidiosa—; volvía a casa tras asistir a un baile en New Brunswick[43] con el teniente
Proudfit. Serían las tres de las madrugada —habíamos abandonado el baile pasada la
una—, pero una fuerte tormenta nos obligaba a ir despacio en el automóvil por la
carretera. Llegamos por fin, y el teniente Proudfit, como estamos prometidos, o al
menos lo estábamos, se quedó a pasar la noche con nosotros, en la habitación de
invitados. Yo subí a mi cuarto para acostarme. Aún no me había dormido cuando
sentí que algo golpeaba los cristales de la ventana; algo parecido a un aleteo, como si
fuese un pájaro atraído por la luz, o como si se tratase de un murciélago; no sé qué
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me hizo pensar en eso, pues nada vi, pero fue también la impresión que tuve.
»Al principio sentí miedo y luego mucha pena por el pobre pajarillo o por el
pobre murciélago. El tiempo era frío y seguía lloviendo; pensé que no tendría un
lugar en el que guarecerse lo que fuera, pajarillo o murciélago… Abrí entonces la
ventana para ver de qué se trataba… Yo… yo —dudó unos instantes mas prosiguió—
estaba medio desnuda y hacía mucho frío; una ráfaga de viento me hizo casi daño,
creo que incluso grité, pero seguí mirando con la intención de ver de qué se trataba, si
de un pájaro o de… —volvió a callarse, respirando agitadamente ahora.
—Continúe, por favor, Mademoiselle —le dijo De Grandin con una voz
absolutamente neutra—. ¿Qué hizo usted?
—Me asomé a la ventana, a pesar del fuerte viento, y dije «ven conmigo, entra,
pobre criatura».
—¿Así que lo invitó usted a entrar? —dijo De Grandin, ahora con un tono de voz
más alto y sorprendido, no sé si como consecuencia del impacto que le causó oír
aquello.
—Naturalmente… Ya sé que parece una estupidez hablar con un pajarillo, y sobre
todo decirle eso, pero bueno, sabe usted que todos hablamos a los animales en
muchas ocasiones como si pudieran entendernos… En cualquier caso, podía haberme
ahorrado esa tontería, pero la hice; no obstante, no vi nada; cerré la ventana y creo
que no volví a escuchar ese ruido, ese aleteo contra los cristales.
—Claro, seguro que no… —dijo De Grandin secamente—. Continúe, por favor.
—De eso estoy segura, de que no había nada en la ventana… Pero fue cerrarla y
comencé a experimentar una sensación rara; era como si mi habitación estuviese
ocupada por una presencia que me resultaba imposible determinar, y mucho menos
ver… Supuse que se trataba de aquel frío del exterior, que había penetrado en mi
cuarto al abrir yo la ventana, así que terminé de desvestirme, me puse rápidamente la
ropa de cama y me acosté… Entonces… —y se interrumpió de nuevo la joven con el
gesto alterado.
—¿Sí? ¿Qué ocurrió entonces? —la animó a proseguir el doctor De Grandin,
achicando muchos sus ojos, contemplándola con un interés superlativo mientras
golpeaba nerviosamente con sus finos dedos los brazos del butacón en el que estaba
sentado.
—Entonces —siguió diciendo la gentil Julia— ocurrió la primera cosa realmente
extraña que recuerdo. Según me iba quedando dormida sentí claramente cómo me
acariciaba una mano, primero, y me agarraba Inertemente por el brazo, después…
Una mano delgada y fría, mortalmente fría…
Julia nos miró desafiante, como para escudriñar nuestras expresiones, como para
comprobar si creíamos o no su relato, intentando saber si nos mostrábamos escépticos
o no. Tras unos segundos, pareció menos susceptible y dijo al doctor De Grandin:
—Ya veo que me cree… ¿Me creerá también si le digo que esa misma mano me
tiene asida ahora mismo por el brazo? —preguntó.
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—No tiene usted por qué hacerme esa pregunta, Mademoiselle; soy yo el que las
hace —le dijo De Grandin un tanto irritado ahora, pero con mucha cortesía—.
Prosiga, por favor.
—Todos los doctores que me han visto decían invariablemente que era imposible
que alguien me asiera por un brazo mientras hablaba con ellos, pues se hubieran
percatado del fenómeno —insistió la joven.
—¡Mademoiselle, por favor! —exclamó De Grandin perdiendo por unos instantes
su habitual flema—. No perdamos el tiempo en tonterías, se lo ruego… Estamos aquí
para escucharle cuanto nos tenga que decir y estudiar el caso a través de sus propias
palabras; lo que le hayan dicho o dejado de decir esos a los que usted llama doctores,
sinceramente, me interesa tan poco como los métodos diagnósticos que utilicen…
Bien, nos estaba contando usted…
—Les estaba diciendo que sentí cómo una mano fría, mortalmente fría, me
agarraba del brazo… Tras percibir claramente esa sensación, cuando angustiada,
aterrorizada, iba a gritar para pedir auxilio, sentí que la piel se me desgarraba… Era
como si se me clavase una uña larga y dura, la uña de un dedo humano, no la garra de
un animal, ya sabe… Una uña que se me clavaba con mucha tuerza. Doctor De
Grandin, muda de espanto vi cómo en él la piel comenzaban a aparecer unas letras,
las letras que me hacía de manera tan hiriente aquella uña que sentía pero no veía.
—Umm… Supongo que esas letras formaron una palabra… ¿Cuál?
—Ninguna, esas letras no formaron una palabra. No significaban nada; eran como
una ouija cuando va de letra a letra del tablero sin el menor sentido… Pude identificar
una D y una r minúscula, y una a y luego una c… y una u… Eso fue todo… Me
parece que es imposible sacar de ahí una palabra.
De Grandin estaba sentado entonces en el borde mismo de la butaca, ahora con
las manos cruzadas sobre sus brazos, tenso, expectante… Me pareció que podía
caerse al suelo de un momento a otro.
—Esas letras dicen Dracu —dijo en voz muy baja, impresionado—. Dieu de Dieu
de Dieu de Dieu! Sí tiene sentido, sí que lo tiene… Pero, ¿por qué?
—¿Por qué? ¿A qué se refiere usted, doctor? —preguntó la joven tensa, con los
ojos desmesuradamente abiertos ahora, con una expectación aprensiva.
El doctor de Grandin agitó la cabeza como un spaniel que acabara de salir del
agua.
—Nada, Mademoiselle, en realidad no he dicho nada digno de tener en cuenta…
Creí reconocer un nombre formado por esas letras, pero debo confesar que me he
equivocado, no hay tal nombre… ¿Está segura de que fueron las letras que me ha
dicho y no otras?
—Totalmente segura. Fueron esas cinco letras, no otras, las vi en mi propia piel.
—Claro, claro… ¿Y qué sucedió después?
—Después sucedieron cosas que me parece no se pueden calificar de otra manera
que como diabólicas… ¿Le ha contado mi padre que en esta casa las sillas y las
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mesas se desplazan de un lado a otro sin que nadie las mueva, y que un sinfín de
objetos vuelan por el aire sin que nadie los levante y lance desde donde están?
—Sí, por supuesto que nos lo ha contado… Excuso señalar, además, que yo
mismo he visto volar uno de esos bolos… que, por cierto, estuvo a punto de poner en
cierto peligro mi integridad física. Dígame, ¿y esas pesadillas que sufre mientras
duerme?
—Las padezco cada vez con mayor frecuencia, doctor… A veces me parece que
las sufro porque de tanto temerlas espero que me asalten a cada momento, aunque no
duerma… Otras veces me quedo como aletargada y tengo pesadillas, aun cuando no
me haya dormido del todo… Una vez… —hizo una pausa, avergonzada— venía en
tren desde Nueva York y me pasó eso… El revisor pensó que estaba borracha…
—Bête! —dijo De Grandin para maldecir a tan maleducado revisor—. ¿Y no oye
usted ni esas voces, ni ese ruido que suelen envolverla a usted, Mademoiselle?
—No, doctor; me han hablado de ello, pero la verdad es que yo no oigo nada de
eso, aunque desde luego soy la primera afectada. Lo mismo me pasa, en cierto modo,
con los sueños; sé que los tengo, pero desde hace algún tiempo no los recuerdo
cuando despierto, siendo así que podría decir, por ello, que ya no los tengo… Sin
embargo, sigue pasándome que a veces, mientras estoy despierta, me llega una
impresión extraña; de repente siento una sensación de letargo y me parece estar en un
lugar extraño en el que nunca antes había estado, un lugar del que lo desconozco
todo. Una vez creí que iba en taxi; estaba perfectamente despierta, aunque sentía eso
que le acabo de decir… Pues bien, de repente fue como si me despertara de golpe.
Me vi en mitad de la calzada y a punto de ser arrollada por los automóviles.
—¡Eso es terrible, una villanía! —clamó De Grandin, francamente enojado, como
herido en su caballerosa dignidad—. ¡Eso que padece usted, Mademoiselle, es por
completo infamante! ¡No lo permitiré, se lo prometo! ¡Tiene usted mi palabra de
honor!
La joven pareció reaccionar ante la indignación caballerosa del médico francés.
Algo de sus maneras de princesa volvió a ella cuando, con una sonrisa encantadora,
le preguntó:
—¿Y qué hará usted para evitarme esos padecimientos, doctor? Los que me han
reconocido dicen que…
—¡Malditos sean esos farsantes! No hablemos de ellos, Mademoiselle… Yo soy
yo, Julie, y nada tengo que ver con todos ellos… Yo soy Jules de Grandin.
Hizo una pausa, tomó aire, y ya con gran calma se dirigió a mí:
—Querido amigo, le encargo busque usted compañía para Mademoiselle Julie;
busque una buena enfermera de carácter tan discreto como probada profesionalidad.
¿Conoce a una dama que responda a estas características? Très bien, amigo mío…
Pues no perdamos más tiempos; volemos en busca de esa joya, es preciso que haga
compañía a Mademoiselle Julie cuanto antes.
»No obstante —dijo mientras escribía una receta—, quiero que Monsieur le
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Capitaine busque este remedio, unas gotas que habrán de serle administradas a la
paciente en agua caliente… Se llama Somnol, un excelente compuesto hecho a base
de diferentes drogas que templan los nervios y ayudan a dormir, y que además tienen
buen sabor… Es mucho mejor que el cloral[44].
—¡Yo no quiero tomar doral ni nada de eso! —protestó la joven—. Ya lo he
probado. Bastantes problemas tengo con mis sueños como para que…
—Mademoiselle —dijo De Grandin con un brillo burlón en los ojos ahora—,
¿nunca ha oído hablar de cómo se combate al Diablo con el fuego? Tome ese
remedio. El doctor Trowbridge y yo volveremos a visitarla muy pronto… Tenga por
seguro que no descansaremos hasta lograr su curación completa.
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Escuché sorprendido, y confieso que aterrorizado por momentos, su explicación,
que en realidad era más que una sucesión de especulaciones. Dijo De Grandin algo
que no pudo por menos que grabarse en mi mente.
—Ha dicho usted que esas letras grabadas en su piel constituyen un mensaje —le
dije—. Cuando ella contaba eso me pareció que reconocía usted perfectamente el
nombre… ¿Hay alguna relación entre eso y los síntomas que presenta Julia? ¿Cómo
era esa palabra, o ese nombre? ¿Dakboo, algo así?
—Dracu —dijo De Grandin estremeciéndose—. Sí, amigo mío, ésa es la palabra,
ése es el nombre… El nombre con que en la lengua rumana se designa al Diablo, o al
Demonio, si así lo prefiere… ¿Empieza a comprender la relación que hay entre ese
nombre y los síntomas que muestra nuestra paciente?
—Prefiero no verlo; creo que se me podría escapar de las manos el caso, si lo
hiciera.
—Yo temo lo mismo —me respondió De Grandin lacónicamente.
Bajo los efectos sedantes de la droga recetada por De Grandin, Julia Loudon pasó
bien aquella noche. Por la mañana tenía mucho mejor aspecto, incluso parecía de
mejor ánimo cuando acudimos a visitarla.
—Mademoiselle —comenzó a decirle De Grandin después de tomarle el pulso, la
temperatura y auscultarla—, hace un día estupendo; le recomiendo que salga a dar un
paseo; es más, le prescribo, en mi calidad de médico, que lo haga; el doctor
Trowbridge tiene unas cuantas visitas que hacer entre sus pacientes, así que
acompañémosle… Iremos en coche, pero también podremos caminar un rato. Quiero
observar el efecto, sin duda beneficioso, que le hace a usted tomar el aire y recibir un
poco de sol… Tengo la impresión de que lleva mucho tiempo sin salir de paseo, Julie.
—Así es, doctor —admitió ella con una sonrisa triste—. Compréndalo… Desde
que empezaron a ocurrirme esas cosas que ya le he contado, me da miedo salir, sufro
una gran aprensión, temo que vuelva a pasarme en cualquier momento… Incluso me
niego a salir de paseo con mi padre y con Rob, mi prometido, el teniente Proudfít…
Temo ponerlos en ridículo si me da otro de esos ataques de pánico… Pero acepto…
Iré con usted y con el doctor Trowbridge; supongo que salir de paseo en compañía de
dos médicos me protege de todo mal —dijo con una lánguida sonrisa encantadora.
—Puede estar segura —apostilló De Grandin mientras se retorcía las guías de los
mostachos.
Subió Julia las escaleras en dirección a su cuarto, con la intención de cambiarse
de ropa, ágilmente, como si hubiera recuperado la salud y la primavera incipiente la
llenase de vigor y gracia. De Grandin se dirigió complacido a su padre:
—Caballero, Creo que la enfermedad de su hija, felizmente, no es tan grave como
supuse en un primer momento —trató de tranquilizar al capitán—. Me parece, como
le dije, que no podemos hablar de cuestiones relacionadas con lo sobrenatural… Bien
sabía yo que con sólo acutí ir a la ciencia médica, a los remedios que se nos
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brindan…
No pudo terminar el doctor De Grandin sus palabras. De repente, un absoluto
pandemónium, una cacofonía disonante, como de doce bandas de jazz tocando a la
vez piezas distintas, interrumpió su discurso. Parecían sonar instrumentos de cuerda
torturados, campanas rotas, instrumentos de viento agujereados… Y como fondo de
todo ello, una risa demoníaca que se hizo más perceptible cuando en lo alto de la
escalera apareció una figura de mujer absolutamente bizarra, por no decir grotesca,
que bajaba lentamente, como para mejor exhibirse, hacia el hall.
Creí reconocer a Julia Loudon en aquella mujer, en aquel ser grotesco, aunque no
se parecía a la que había visto unos minutos antes, con el cabello recogido en una
suerte de corona griega. Ahora llevaba el pelo suelto y despeinado. Nada expresaban
sus ojos, teñidos por una mirada más de idiota que vacía. La serenidad anterior que
mostraba su rostro, tras aquella noche en la que había podido descansar bien gracias a
la droga que le recetó el doctor De Grandin, había desaparecido por completo:
sonreía como una imbécil; su color, más que rosáceo ahora, era verdoso como el del
fungus. Lleva desnudos los brazos y las piernas… En realidad se cubría sólo con una
mantilla española que dejaba prácticamente al aire su torso, sus senos. Aquel sonido
infernal iba incrementándose a medida que la horrenda criatura en que se había
convertido Julia Loudon bajaba hasta el hall.
—¡Ai, ai, ai-ee! —comenzó a gritar enloquecida, como si siquiera el ritmo de una
música que la poseía diabólicamente; su voz era extraña—. ¡Admirad mi obra,
estúpidos! ¡Admirad mi poder! ¡Nunca podréis sacarme del cuerpo de esta mujer,
imbéciles! Puedo causarle las mayores desgracias, puedo convertirla en la mujer más
escandalosa que se haya visto… ¡Puedo quitarle la vida esta misma noche, si así se
me antoja! ¡Ai, ai, ai-ee!
No sabíamos qué hacer. Nos miramos angustiados De Grandin y yo, pues era
evidente que la voz que así nos había insultado no era la de Julia, aunque la profiriese
ella… Ni era una sola voz… En realidad, cada sílaba de todas las palabras que dijo
pertenecía a una voz diferente, pero todas con la misma diabólica acritud, tan ajena al
habitual tono dulce y melancólico de Julia.
—Cordieu! —exclamó De Grandin, alterado e incluso tembloroso, como pocas
veces le había visto.
De repente, desde todos los puntos del hall, comenzaron a volar piezas de metal,
agujas, pequeños pinchos… Se clavaron en los brazos, en los muslos, en las mejillas,
en la garganta de la joven, que lo aceptó sin un lamento, cual si fuese un penitente
derviche o un faquir de la India. Era como si Julia poseyera una fuerza
electromagnética que atraía hacia sí los metales más acerados, cualquier cosa
susceptible de clavársele en la piel.
Por un instante siguió erguida, como ajena a lo que le sucedía, como si tan cruel
ataque no le afectara ni hiriese su carne. Mas unos pocos segundos después salió de
su garganta un auténtico alarido de dolor, un grito salvaje y descontrolado. Y abrió
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los ojos desmesuradamente, unos ojos aterrorizados, unos ojos que inspiraban piedad
y consternación ante lo que le sucedía. En su estremecimiento dejó caer la mantilla
que la cubría y quedó completamente desnuda, retorciéndose sobre sí misma,
tambaleándose de dolor.
—¡Rápido, amigo Trowbridge! —me gritó De Grandin mientras se dirigía a ella
—. No dejemos que caiga al suelo; si le ocurriera, todos esos malditos pinchos se le
clavarían profundamente.
Evitamos que se desplomase. Mientras yo la sujetaba fuertemente con mis brazos,
el médico francés examinaba detenidamente aquellos objetos y comenzaba a
extraérselos de la carne con sumo cuidado, mientras hablaba mezclando a un tiempo
expresiones inglesas y francesas.
—¡Parbleu, Cordieu, maldita sea! Esto es obra del Demonio, estoy seguro…
¡Maldita sea! Tendré que tener unas palabras con ese execrable Dracu que ha herido
de tan mala manera a esta pobre infeliz y quiso atravesarme la cabeza con un bolo.
¡Ya se enterará de quién es Jules de Grandin!
Comenzó a subir la escalera y lo seguí llevando en mis brazos a Julia, que apenas
estaba consciente y seguía quejándose. La deposité con el mayor cuidado en su lecho,
cubrí su desnudez y descargué después mi furia contra la enfermera… ¿Cómo había
permitido aquella mujer que la paciente abandonara su habitación con aquellas
trazas?
—¡Miss Stanton! —grité muy enfadado—. ¡Miss Stanton! ¿Dónde está usted?
Un lamento ahogado, una especie de sonido gutural que pretendía ser un grito de
auxilio, unos golpecitos que venían del interior del armario empotrado de la
habitación, fue cuanto recibí por respuesta. Abrí el armario y la encontré tirada, casi
cubierta por un montón de ropa, amordazada con una toalla turca, con las muñecas
atadas, al igual que los tobillos, con unas medias de seda.
—¡Ay, señor! —acertó a decir cuando le quité la mordaza, la desaté y ayudé a que
se levantara—. No pude resistir, doctor; me venció como si no tuviese yo más fuerza
que un bebé.
De Grandin echó un vistazo sorprendido a Julia.
—¿Quién le hizo eso, Mademoiselle? —preguntó acercándose a la cama para
subir un poco más la colcha y tapar mejor a Julia—. ¿Quizás Mademoiselle Loudon?
—¡No, señor! —dijo la mujer a la que aún temblaban las manos nerviosamente
—. No, señor, no fue Miss Loudon… Fue… No lo sé, señor, no sé qué fue… Miss
Loudon acababa de entrar en la habitación, muy contenta, diciéndome que usted y el
doctor Trowbridge la llevaban de paseo y tenía que vestirse adecuadamente.
Comenzó a buscar la ropa que deseaba ponerse, y de repente… de repente… ella…
—calló de nuevo empavorecida aquella mujer, tratando de tomar aire, aguantándose
las lágrimas.
—Sé a qué se refiere —intervino entonces De Grandin—. ¿Quiere decir usted,
Mademoiselle, que la señorita Loudon lo que hizo fue desnudarse y tomar esa
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mantilla española en vez de una ropa adecuada para salir a la calle?
—Eso es, señor —prosiguió la enfermera—. Le iba a preguntar si me permitía
ayudarla a escoger un vestido, cuando se volvió, me miró y vi en su cara la expresión
del Demonio… Entonces, algo, una fuerza extraña, me echó por encima una manta…
No, no fue una manta, porque era transparente y casi podía ver a su través… Era,
señor, como una gran medusa, muy fría y viscosa, fuerte como cien hombres… Quise
gritar y esa cosa horrible se me metió en la boca, a punto de ahogarme, ¡ugh! —la
pobre mujer estuvo a punto de vomitar al recordarlo—. Todo se volvió oscuro; no
recuerdo ya más que la voz del doctor Trowbridge llamándome, y que traté de
responderle…
—Comprendo, Mademoiselle, tranquilícese —le dijo el doctor De Grandin—. No
quiero que siga usted mostrándose más nerviosa que un conejo acorralado… Está
usted realmente nerveux… ¿Y quién no lo estaría, en su caso? ¡Yo también, no le
quepa la menor duda!
Luego respiró hondo, metió las manos en los bolsillos y se dirigió a mí:
—Escuche, amigo Trowbridge —me pidió—. Le ruego que permanezca aquí,
junto a Mademoiselle Stanton y la paciente… Cuídenla bien, vigílenla… Creo que
requiere una atención mayor de la que habíamos supuesto.
—Todo esto es realmente execrable, amigos míos —nos dijo minutos después en
el hall al capitán Loudon y a mí—. Nos encontramos, caballeros, ante un poltergeist,
ante un caso de posesión de la que es víctima la pobre Mademoiselle Julie; un caso de
posesión del que también ha sido víctima, en cierto modo, Mademoiselle Stanton…
Si llegamos a determinar de dónde procede una fuerza tan maligna, y por qué ha
hecho presa en nuestra paciente, estaremos en la mejor de las disposiciones para
presentar batalla al misterio que ahora nos angustia, a eso que llega, golpea y
permanece… No sabemos a qué hemos de enfrentarnos, si a una medusa, como dice
Mademoiselle Stanton, o a un bullfrog[45] dispéptico… Les aseguro que aún no puedo
hacerme una idea exacta, sólo sé que estamos ante una fuerza en verdad maligna —se
retorció nerviosamente las guías de su rubio mostacho a tal punto que me pareció que
acabaría por arrancárselo, y siguió diciendo—: Si sólo fuéramos capaces —dijo
deteniéndose, dejando de caminar nervioso por el hall como hasta entonces lo había
hecho—, ¿pero qué es eso, Monsieur le Capitaine?
Su dedo índice de la mano derecha, fino y con una manicura perfecta, señaló
entonces una exquisita miniatura que reposaba en un dorado caballete de pintor, al
fondo.
Miré por encima de su hombro y vi la pintura, que representaba a una niña de
cabello negro, de óvalo facial perfecto, de ojos color púrpura, con unos labios rojos
que contrastaban fuertemente con su blanco cutis. Su expresión era lógicamente más
aniñada en la miniatura, pero reconocí de inmediato a Julia Loudon, evidentemente
retratada unos años atrás.
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—¿Es que no reconoce usted a Miss Julia en ese cuadro, doctor De Grandin? —le
pregunté extrañado.
Me ignoró por completo. Siguió contemplando la preciosa miniatura unos
segundos y se dirigió entonces al padre de nuestra paciente:
—Mon Capitaine, dígame quién es esa pequeña, si hace el favor.
—Es un retrato de una sobrina, una prima de Julia —dijo con bastante sequedad
el capitán—. Pero no creo que le interese a usted perder el tiempo en estas
minucias…
—¿Minucias, Monsieur? —se extrañó De Grandin—. En casos como el que nos
ocupa nada puede considerarse una minucia, caballero; todo, por el contrario,
adquiere una importancia superlativa. Hábleme de esa joven, se lo ruego… Tiene un
claro parecido con su hija; en realidad, sólo se distinguen en que su mirada no es
como la de Mademoiselle Julie… Cuénteme, por favor, quiero saberlo todo sobre
ella.
—Era mi sobrina, Anna Wassilko —comenzó a decir el capitán, no obstante su
reluctancia—. Ese retrato se lo hicieron en Bucarest antes de la guerra.
—¿Ajá? —se sorprendió el menudo francés, pasándose ahora un dedo por el
mostacho, con mucha suavidad, sin la violencia con que un poco antes se había tirado
de las guías—. Ha dicho usted que era su sobrina, Monsieur… ¿Quiere decir con eso
que ya no lo es, o que ya no tiene trato con ella? —preguntó mientras se volvía de
nuevo para contemplar el retrato—. Me llama la atención su nombre; es muy distinto
al de ustedes, a pesar de su gran parecido con su hija, mon Capitaine… ¿Me lo puede
explicar, por favor?
El capitán Loudon lo miró como si deseara agarrar por el cuello a tan
impertinente hombrecillo.
—Mi esposa era rumana —contestó, sin embargo—. La conocí cuando estuve
destinado en nuestra legación de Bucarest, poco antes de que estallara la Primera
Guerra Mundial. Nos casamos el primer día de julio de 1914, aquel mes fatídico en el
que fue asesinado en Sarajevo Francisco Fernando. Una semana después de que
contrajéramos matrimonio, lo hicieron también Zoë, la hermana gemela de mi esposa,
y el teniente Leonidas Wassilko, de la Armada Imperial rusa.
»Recibí la orden de regresar a mi país cuando estalló la guerra; mi cuñada y su
esposo partieron hacia Rusia. Posteriormente, consiguieron escapar de los
bolcheviques cuando se inició la Revolución rusa, y tras muchas penalidades llegaron
aquí. Su hija Anna nació el mismo día que nuestra hija, Julia… Las niñas fueron
inseparables desde sus primeros días. Cuando Leonidas murió de tuberculosis en
1919, y Zoë falleció igualmente del mismo mal dos años después, nos hicimos cargo
de Anna. Julia y ella crecieron juntas; incluso las mandamos al mismo colegio, con
las religiosas de Lakeland[46].
»Años más tarde, cuando Robert, el teniente Proudfit, comenzó a cortejar a Julia,
Anna pareció tomárselo como una afrenta personal… Era como si se hubiese hecho
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una idea extraña, que Julia y ella eran más que primas, que iban a permanecer
vírgenes de por vida, en una suerte de entrega de la una a la otra… A decir verdad,
creo que fue eso, más que la preferencia que Proudfit mostró por Julia, lo que
realmente la sumió en un estado que no sé cómo calificar… de rabia, de disgusto…
—¿Ah, sí? —dijo De Grandin con un brillo súbito en los ojos, como si comenzara
a percibir algo—. ¿Dónde está Anna ahora?
—Murió… ¡Pobre criatura!
—¿Quizás se suicidó? —hizo la pregunta el médico francés con delicadeza, pero
sus palabras sonaron hirientes.
—Yo no he dicho eso…
—Pardonnez-moi, Monsieur le Capitaine, usted no ha dicho eso, en efecto…
Pero ha hecho una pausa, tras contarnos que su sobrina falleció, una pausa, digo, que
me hace suponer que hay en su evocación de Anna algo más que lástima.
—Umm, tiene usted razón… Se quitó la vida hace unos seis meses.
—¡Seis meses! Se quitó la vida hace seis meses… ¿Cuánto tiempo hace que se
anunció el compromiso entre su hija y el teniente Proudfit?
—El mismo tiempo, más o menos… Unos días antes de que ella…, pero mire, por
favor…
De Grandin lo interrumpió mirándole con ojos no precisamente alegres.
—No puedo dejar de mirar ese retrato, mon Capitaine, y créame que al hacerlo
contemplo el pasado en todo su trágico significado. De manera que seis meses… sí,
seis meses… Todo ocurre, en realidad, desde hace seis meses… La muerte de
Mademoiselle Anna, el anuncio del compromiso de Mademoiselle Julie, aquel
siniestro golpeteo nocturno en los cristales de la ventana de su habitación, el inicio de
esos extraños sucesos… Todo, todo, desde hace seis meses… Amigo mío, creo que
empiezo a ver la luz al final del túnel.
Giró sobre sus talones y comenzó a subir de nuevo la escalera, haciéndome un
gesto para que le siguiese.
—¡Mademoiselle Julie, Mademoiselle Julie! —dijo ya ante la puerta de la
habitación de la paciente, tras golpearla suavemente con los nudillos. Abrió la
enfermera—. Mademoiselle, creo que no me lo ha contado usted todo —reprochó a
Miss Julia nada más verla—; me parece que tenía usted que haberme hablado de
Mademoiselle Anna, de cómo era, del tipo de relación que mantuvo con usted, al
parecer muy estrecha… Creo, incluso, que tenía que haberme hablado usted de sus
desavenencias últimas, del odio que al parecer le tomó a usted, Mademoiselle Julie…
Aunque quizás le cueste entenderlo, se trata de algo de gran importancia.
—¿Por qué? —preguntó Miss Loudon mirándolo extrañada, como si acabara de
despertarse—. Era mi prima, eso es todo.
—Ya, ya lo sé; y resulta que sé más cosas, a ese respecto… Lo que quiero es que
me diga si hubo algún secreto entre ustedes, algo que acabase en un enfrentamiento, o
en un simple malentendido.
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La joven se lo quedó mirando fijamente; al cabo de unos segundos, con voz muy
baja, comenzó a responder al doctor De Grandin:
—Sí, señor; hubo algo entre nosotras —dijo—. Anna me amaba; no como se ama
a una prima, o como se quiere a una hermana… Ni siquiera me amaba como pudiera
hacerlo la madre más posesiva… Me amaba como aman los hombres a las mujeres,
doctor… Un día me dijo que jamás podría soportar que la dejase para arrojarme a los
brazos de un hombre; me amenazó con quitarse la vida el mismo día que me casara
con Robert. Yo me eché a reír, tomándomelo a broma, aunque sus palabras me habían
asustado; siempre en broma, traté de quitarle importancia a lo que decía. Unos días
después, cuando ella volvió a insistir en su idea de quitarse la vida, le dije «si te
suicidas, yo también lo haré; nos moriremos las dos y ninguna podrá ser feliz».
El menudo médico francés la escuchaba con interés creciente.
—¿Y entonces? —preguntó.
—Se me quedó mirando fijamente —prosiguió Julia—, como sólo miraba ella,
con los ojos llenos de lágrimas, con los ojos más tristes del mundo, y me dijo «quizás
deba tomarte la palabra, querida prima… Jizn kopyeka (que quiere decir la vida es un
cópec); si nos matáramos al tiempo seguiríamos juntas por toda la eternidad, solas tú
y yo». Eso me dijo entonces, doctor… Dos meses después, justo después de que
Robert y yo hiciéramos público nuestro compromiso matrimonial, encontré en mi
cuarto, por la noche, una nota escrita por ella, que decía: «Voy a gastar mi cópec…
Recuerda la promesa que me hiciste y actúa en consecuencia». Y a la mañana
siguiente…
—¿Sí, Mademoiselle? ¿A la mañana siguiente?
—A la mañana siguiente… se arrojó a la bahía…
—¡Ah! —exclamó De Grandin y pareció que no iba a decir nada más, pero siguió
hablando como si dejara salir las sílabas entre los dientes—: Creo que lo comprendo
todo, Mademoiselle…
—Quiere decir que…
—No quiero decir nada más… Sólo que aguardaremos la llegada de la noche…
¿Que ocurre esta noche? ¡Pues sea! Ya veremos qué pasa; se hará lo que se tenga que
hacer, descuide… Ni más ni menos.
Se dirigió de nuevo a mí:
—Amigo Trowbridge, quédese aquí, por favor… Tengo que ir en busca del
matériel necesario, por si se nos presenta batalla.
Comenzaba a oscurecer cuando regresó a la casa. De Grandin llevaba consigo un
pequeño maletín. Tenía una expresión nerviosa, de clara excitación.
—¿Algún cambio notable en la paciente? —me preguntó—. ¿Alguna
manifestación propia del poltergeist?
—No —le dije—; todo ha estado especialmente tranquilo esta tarde, nada que
reseñar.
—¿Sí? Pues eso me hace temer que la noche va a ser dura, amigo mío… Creo que
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vamos a tener que combatir denodadamente.
Dio unos pasos por la habitación, sin decir nada, como si meditase, y luego tomó
asiento junto a la cama de la paciente.
—Regardez-vous, Mademoiselle Julie! —dijo abriendo su maletín con una mirada
extraña en los ojos, como si quisiera comunicar un plan secreto—. Esto es una
novedad que he comprado en el magasin de joujoux, ¿cómo lo llaman ustedes?, sí, en
la juguetería…
Era un juguete con ruedas, del que salían tres alas, y que después de presionarlo
contra el suelo con la palma de la mano salía a gran velocidad, ayudando a su
propulsión esas tres alas, una a cada lado y otra detrás. Aunque las alas eran de
colores, a la luz de la lámpara del cuarto el juguete todo mostraba un fulgor plateado.
También se le podía dar cuerda, en vez de presionarlo contra el suelo, y entonces, al
soltarlo en el aire, volaba en redondo, abarcando un corto diámetro.
—Fíjese bien en esto, por favor —dijo a la paciente, mientras con un gesto me
pedía que apagase la luz.
Cuando me disponía a apagar la luz vi en el espejo la mirada lánguida y
expectante de Julia, que atendía al muy activo De Grandin, quien ya daba cuerda al
juguete para que volase en el cuarto de la enferma.
—Regardez, s’il vous plait! —pidió casi en un susurro que no ocultaba su tensión.
El juguete salió disparado hasta casi alcanzar el techo, mientras aquellas tres alas
comenzaban a lanzar destellos de luz, muy brillantes y vertiginosos. La joven pareció
contemplar todo eso sin mayor interés; De Grandin repitió la operación entonces, y
ahora sí, la mirada de Julia se concentró en aquel objeto… Era la suya una mirada
tensa, la propia de alguien que está presto a acometer una prueba definitiva, a dar un
gran salto muy arriesgado.
Emitió un lamento, como de dolor; De Grandin se acercó a ella y le dijo:
—¡No le preste atención, Mademoiselle! ¡No le haga caso! ¡Concéntrese en este
juguete y no atienda a las órdenes que reciba! ¡Atienda sólo a lo que yo le diga!
Poco a poco fue relajándose el rostro de nuestra paciente; poco a poco fueron
perdiendo sus labios la tensión del dolor; poco a poco fueron cayendo sus párpados
hasta que Julia quedó sumida en un sueño evidentemente plácido.
—Bien. Très bien —dijo el doctor De Grandin.
El juguete aún surcaba los aires de la habitación, dando vueltas sobre sí mismo,
mientras se le agotaba la cuerda. Fue disminuyendo su ruido, fueron apagándose sus
destellos, y cayó lentamente al suelo.
—¿Pero qué es todo esto? —pregunté, mas De Grandin me ordenó callar.
—En otro momento, amigo mío —me dijo muy bajo—. Ahora, mejor que no
hablemos… No podemos distraernos en nuestra vigilia.
Toda la noche estuvo junto al lecho de Julia, echando a volar de vez en cuando su
juguete y pidiendo a la muchacha que no prestase atención a otra cosa que no fueran
sus órdenes, e invitándola a continuar durmiendo, a poco que ella se moviese en el
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lecho o a poco que despegara la cabeza de su almohada.
Al fin, cuando comenzó a clarear el cielo con las primeras y leves luces del
amanecer, me dijo:
—Es la hora.
Y sacó de su maletín entonces un buen manojo de muérdago, que goteaba…
¡Muérdago! Nada me hubiera podido llamar tanto la atención.
Comenzó entonces a salpicar agua con el muérdago, como si fuese un hisopo,
agua que llevaba en un recipiente guardado también en el maletín, recordándome a
las mujeres del campo que en el verano tratan de espantar a las moscas, o de matarlas,
con un matamoscas. O con un manojo de muérdago, si no tienen un matamoscas.
—¡Anna Wassilko! ¡Anna Wassilko! —decía el doctor De Grandin—. ¡Anna
Wassilko, la que pena más allá de su tumba! ¡Te ordeno que vuelvas al lugar del que
has salido! ¡Te ordeno que regreses a la muerte! ¡Te lo ordeno en el nombre de
Nuestro Señor! ¡Nada tienes que ver ya con nuestro mundo ni con las gentes que en
él viven, Anna Wassilko! ¡Vuelve, pues, al mundo de las tinieblas al que tú misma
quisiste ir cuando te arrojaste a las aguas del mar!
Ante la ventana abierta, a través de la cual comenzábamos a contemplar el
amanecer del nuevo día, el doctor De Grandin dijo la misma letanía, agitando en el
aire el trozo de muérdago como si quisiera hacer llegar sus gotas al mar, que estaba a
un cuarto de milla de distancia.
Vi entonces que algo pasaba junto a él, casi rozándole. Algo que me atrevo a
llamar invisible, algo que cortó el aire, algo que bien podría haber sido una sombra
que huyera de la pared; algo, en fin, que se me antojó monstruoso; algo que, a pesar
de su invisibilidad, puedo describir —y no se tome esto por la creación fantástica de
mi imaginación— como un ser monstruoso, mitad murciélago y mitad zorra, con
garras y alas desplegadas de manera amenazante.
—¡Lárgate de una vez, monstruo infame! —gritó de nuevo De Grandin
salpicando con su muérdago aquella forma—. ¡Tú, pobre alma en pena que creíste oír
una promesa que nadie te hizo, vuelve a tu tumba y descansa en paz! ¡Te lo ordeno en
el santo nombre de Dios!
Aún vi aquella sombra unos segundos más junto a la ventana, muy cerca de donde
estaba De Grandin. Y apenas sin que pudiese percatarme de ello, observé igualmente
que algo que bien podía ser humo era aventado por la brisa de la mañana, hasta hacer
que se desvaneciera en el aire por completo.
—¡Ya se ha ido! —murmuró aliviado y victorioso el doctor De Grandin mientras
cerraba lentamente la ventana—. Llame a la enfermera, si es usted tan amable, amigo
Trowbridge, para que suba a hacer compañía a Mademoiselle Julie, aunque ya no
precisará de sus servicios por mucho más tiempo… Sólo necesita para recuperarse
por completo unas medicinas, algún tónico y mucho descanso… Y a Monsieur
Robert, por supuesto —añadió con una sonrisa pícara.
Bajamos despacio hasta el hall cuando ya la enfermera acompañaba a Miss Julia.
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—Supongo que ahora me contará todo lo que no quiso comunicarme anoche —le
dije mientras conducía de regreso—. La verdad es que no me dio usted la menor
explicación de lo que hacía; parecía mudo, a pesar de lo mucho que hablaba… ¿Me
hablará al fin, o tendré que torturarle para que confiese?
—Quizás así acabemos antes —dijo de muy buen humor mientras encendía un
cigarrillo y expulsaba la primera bocanada de humo con absoluta delectación—. Lo
que ocurrió, amigo mío, fue bastante simple, como todo en esta vida una vez que se
conoce cuál es la respuesta precisa para cada caso.
»Primero, como creo haberle dicho ya, pensé que se trataba de un caso más de
histeria, una vez oída la primera versión del capitán Loudon; algo muy propio de un
médico, es una interpretación que haría cualquiera ante los hechos expuestos… No
obstante, no pude sino preguntarme por qué el capitán requería los servicios de Jules
de Grandin… No soy precisamente un gran médico, en el sentido convencional del
término; para tratar determinados males hay médicos mucho más capaces que yo…
Así que rehusé en principio encargarme de la paciente, como recordará usted.
»Sin embargo, amigo mío, cuando el capitán siguió hablándonos del mal que
aquejaba a su hija, creció mi interés… Supe, además, que ese buen padre intuía algo
que no podía atajarse con la mera ciencia médica, por eso acudía a mí… Y ni que
decir tiene que en cuanto oí aquellos extraños sonidos que acompañaban la presencia
de Mademoiselle Julie, supe que Jules de Grandin era el más adecuado para
devolverle la salud. Naturalmente, también tuvo mucho que ver con mi interés el
hecho de que aquel maldito bolo estuviese a punto de hacerme pasar a mejor vida.
Jules de Grandin no podía pasar por alto una afrenta semejante, ¡por lo más sagrado!
»Por otra parte, querido Trowbridge, hay palabras que se extienden más allá de
las riberas del Rin, por esas tierras que han sido testigo de una guerra brutal,
devastadora; palabras que son, puede estar seguro, mucho más que significativas…
Una de ellas es poltergeist, que significa literalmente fantasma que ataca. Un
fantasma que arroja cosas, que levanta y vuelca muebles… Que hace, en fin, todas
esas tonterías, las cuales, por cierto, no dejan de ser una manifestación bastante
infantil de su rabia, pero que pueden sobrecoger a cualquiera, como hemos podido
comprobarlo. Digamos que se trata de un tipo de fantasma bastante maniático…
Bueno, en realidad no es un fantasma en el sentido estricto del término, sino un ente
demoníaco que se complace especialmente en atacar a las mujeres… No ha sido en
vano, querido amigo, que desde la antigüedad se haya presentado a Satán, por ello,
como el príncipe de los poderes del aire… Y no es en vano que haya en el aire tantas
cosas que no podemos ver… Pensemos, como médicos, en los gérmenes, en todas
esas enfermedades que se transmiten por el aire.
»Bien… Cuando Mademoiselle Julie nos habló de aquellas letras grabadas en su
piel, reconocí de inmediato la palabra rumana con que se designa al Demonio… Eso,
claro está, me hizo recordar muchas más cosas y meditar profundamente acerca de
todas ellas… Y cuando nos habló del pájaro, o del murciélago, en la ventana, que sin
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embargo no vio, reconocí de inmediato unos hechos comunes a todos estos
fenómenos, que ya había conocido antes.
»Sólo los tontos, o quienes no poseen la suficiente información, abren sus
ventanas y piden que entre al primer ruido que escuchen, pensando la mayoría de las
veces que se trata del viento, y que el viento es siempre sano… No siempre lo es,
amigo mío, y menos por la noche. ¿Quién sabe realmente a qué está invitando a
entrar? Escúcheme, por favor, amigo Trowbridge… Rara vez el Demonio entra en la
casa de alguien, si no ha sido invitado, eso es incontestable; el Demonio actúa
siempre a favor de corriente; no hace prosélitos, busca fieles… Todas esas cosas me
bullían en la mente, y llegado el momento de tomar una decisión, me dije que
estábamos ante un poltergeist… Y así fue.
»Sin embargo, me faltaba lo más importante: ¿por qué era víctima de un
poltergeist Mademoiselle Julie? Realmente, es una joven muy bella, muy gentil…
Pero eso no respondía a mi pregunta; hay muchas jóvenes hermosas y gentiles en el
mundo entero, a las cuales no ataca un poltergeist… Así, pues, cuando el Demonio
nos dijo que la tenía en su poder, que podía hacer con ella lo que deseara; cuando, en
fin, el Demonio hizo que se presentara desnuda y grotesca ante nosotros, humillada y
lacerada, comprendí lo que pretendía: matar a Mademoiselle Julie, vengarse de ella…
¿Por qué? No sabe usted cuántas veces me hice esta pregunta… ¿Qué había hecho
esa pobre infeliz para merecer la muerte?
»Entonces descubrieron mis ojos el retrato miniado de Anna Wassilko. Por un
momento también creí yo que era Mademoiselle Julie de joven. Mas escrutándolo con
mayor atención me di cuenta de que no era así… Por otra parte, recordará usted la
turbación de Monsieur le Capitaine cuando le pregunté quién era la niña del retrato…
Ahí, también, vi un poco más de luz en el caso… Ahí, amigo mío, comenzaron a
desvanecerse las sombras. Una niña mitad rumana, mitad rusa… Quel mélange! Y
había ido al colegio con Mademoiselle Julie, en realidad se habían criado juntas,
compartiéndolo todo… Y amaban al mismo hombre, aparentemente, por lo que dejó
entrever el capitán… Très bien… Esa pobre muchacha se había suicidado… Tant
mieux… Sólo me faltaba hallar el motivo real, la razón de su acto fatal.
»Cuando Julie nos habló del amor posesivo, carnal, que sentía su prima por ella,
de los celos que tenía de su prometido, de sus confesas intenciones de cometer
suicidio, de cómo tomó por una auténtica promesa aquello que le dijo Mademoiselle
Julie para quitar importancia al momento, la pintura cobró ante mis ojos una
dimensión nueva; por expresarlo claramente, fue como si el caballo cambiara de
color.
»El Demonio que hacía sufrir de manera tan cruel a Julie era el poltergeist, el
alma en pena de Anna. Y estaba dispuesto a quitarle la vida a nuestra paciente…
¿Cómo protegerla? He ahí la cuestión. Tuve en cuenta que la pobre joven solía caer
en trance y no era consciente de lo que sucedía a su alrededor; a veces, ni de lo que le
sucedía, por hiriente que fuese; únicamente lo sufría en lo más profundo de su ser…
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¿Por qué no intentarlo con la hipnosis? Ya ha visto usted el magnífico resultado de
dicho intento.
»Muy bien. Me procuré ese juguete volador tan luminoso, en el que nada hay de
mágico, por supuesto; simplemente, sirvió para que la paciente fijase en él su
atención. Lo utilicé para sumir a Julie en un trance hipnótico antes de que el
poltergeist tuviera la ocasión de conquistar su consciencia… El hipnotismo, como
todo el mundo sabe, anula la mente objetiva del paciente, dejando su control en
manos del hipnotizador. El poltergeist, esa alma en pena de la pobre Anna, había
controlado hasta entonces la mente de Julie. Había que evitar que lo hiciera de nuevo,
y en eso consistió mi trabajo. Fui yo, y no el poltergeist quien influyó con su mente
en el cerebro de nuestra paciente. Digamos, para expresarlo convenientemente, que
Jules de Grandin fue el guardián de la casa más secreta de Julie, cual lo es su mente.
Fui yo quien puso ese cartel que decía PROHIBIDO EL PASO. Y dio resultado, claro
que sí.
—¿Y toda esa historia ridícula con el muérdago? —le pregunté.
—Tiens, amigo mío… ¿Ha olvidado usted lo que simboliza el muérdago en la
festividad de Noel, en la Navidad?
—¿El beso?
—¿Y qué más? Sí, es la planta sagrada de los amantes en esos días; mas en
tiempos remotos el muérdago fue el arbusto sagrado de los druidas. El muérdago los
protegía de los malos espíritus, lo que es como decir de los demonios… De ahí viene
que sea símbolo del amor; de ahí viene que los amantes lo asocien al beso; el
muérdago, desde la antigüedad, se asocia a la buena ventura de los amantes…
Nuestra paciente era la víctima de una amante despechada… Voilà… Nada mejor que
el muérdago para protegerla de ese amor demoníaco… ¿Lo comprende ahora?
—La verdad es que jamás había oído hablar de eso… Bueno, en realidad jamás
había oído hablar de algo parecido, aunque… —como no podía ser menos, De
Grandin me interrumpió.
—Ma foi, amigo Trowbridge; me parece que son muchas las cosas de las que
jamás ha oído hablar usted… Pero tenga por seguro que le he dicho la verdad.
—¿Y aquella sombra, aquella forma bestial? —le pregunté.
Jules de Grandin se encogió de hombros, suspirando.
—¿Quién lo sabe, querido Trowbridge? La verdad es que Mademoiselle Anna,
por lo que se puede observar en ese retrato, debió de ser una joven tan hermosa como
Mademoiselle Julie… Pero, amigo mío, era víctima de una oscura pasión de la carne,
estaba dominada por ese amor prohibido propio de las legendarias mujeres de
Lesbos… Sólo podía manifestarse, pues, de manera oculta… Y el Demonio le prestó
amparo para que lo hiciera a su sombra… ¿Quién sabe qué forma tiene la infausta
Anna en el otro mundo? ¿Quién sabe si esa sombra que lo espantó a usted no es la
forma de esa pobre alma en pena que una vez habitó un bello cuerpo enamorado? Lo
mejor que podemos decir de todo eso, se lo aseguro, es que no nos va a quitar el
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sueño en lo sucesivo, puede estar tranquilo.
»Bien, querido amigo, estamos llegando a su casa… Tomemos un brandy y
brindemos invocando la mejor ventura para ambos. Luego, durmamos en paz.
Mordieu, me siento tan agotado que tengo la sensación de que no he vuelto a dormir
en una buena cama desde que cumplí cinco años.
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LA CASA DE LAS MÁSCARAS DE ORO
—Y eso es todo, doctor De Grandin, señor —concluyó el sargento detective
Costello mientras miraba de reojo, con mucha compasión, al joven irlandés—. Si
pudiera hacer usted algo por este infortunado amigo yo le estaría agradecido toda la
vida… No quiero ni pensar cómo me sentiría yo si a mi Maggie le hubiera ocurrido lo
mismo… ¡Me da tanta pena ver sufrir a este muchacho! El jefe, sin embargo, no
quiere ni oír hablar de reabrir el caso; cuando alguien le sugiere que quizás
deberíamos seguir investigando, nos tira a la cara el informe del forense y el dictamen
del juez… Yo, la verdad, no sé qué decirle, doctor Jools de Grandin… Estoy lleno de
dudas… Por una parte veo cosas que no cuadran, pero por otra no me queda más
remedio que aceptar el veredicto del forense, ratificado por el juez… Sólo espero que
caiga usted sobre este caso como lo haría un ratón hambriento sobre una familia de
ratones.
Jules de Grandin echó una mirada sagaz al hombre alto, de tez blanca, al irlandés
que estaba sentado a su lado y repetía una y otra vez que no aceptaba la versión del
suicidio.
—¿Qué le hace pensar eso? El informe del forense y el dictamen del juez han sido
claros, hablan de suicidio…
—Le digo, señor, que ni el forense ni el juez se han enterado de nada, no saben lo
que han hecho.
El joven Everett Wilberding se levantó de su asiento y se dirigió al menudo
francés, apoyando los nudillos sobre el borde de la mesa.
—Mi Ewell no se suicidó… No lo hizo, señor. Y tampoco lo hizo Mazie. Tiene
que creerme, doctor.
Volvió a sentarse, aparentemente en calma; sin embargo la tensión de sus dedos
entrelazados daba cuenta del sufrimiento que lo embargaba, de la terrible angustia
nerviosa en la que estaba sumido.
—El jueves por la noche —prosiguió— Ewell y yo quedamos para ir a bailar al
Club de Campo. Mi amigo, Bill Stimpson, acompañaría a Mazie, la hermana gemela
de Ewell… Ambas habían partido poco antes hacia Reynoldstown para visitar a su
tía; nos reuniríamos después en la estación de Monmouth para ir desde allí al club en
el coche de Ewell.
»Las chicas se habían vestido para el baile en Reynoldstown. Habíamos quedado
a las nueve en la estación; como Ewell siempre suele retrasarse, no me extrañó que
aún no hubiese llegado a las nueve y media. Sin embargo, cuando dieron las diez y
seguían sin aparecer, fui al Drugstore próximo para llamar por teléfono a
Reynoldstown, a casa de la tía de las chicas; así me enteré de que, en efecto, habían
salido de allí a las ocho y cuarto, para llegar a las nueve a la estación; no se tarda más
tiempo en cubrir esa distancia en coche… Naturalmente, me inquietó oír eso. A las
once ya no pude aguantarme los nervios, era en vano seguir esperando, y me puse en
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marcha.
»Bill también estaba nervioso y asustado; suponía que una de las dos quizás
hubiese enfermado, dirigiéndose por ello ambas a su casa de Harrisonville sin pasar
por la estación. Llamamos por teléfono a su casa. Allí tampoco sabían nada de ellas.
»Tomamos de inmediato un autobús que llevaba a Harrisonville y nos plantamos
en la casa de los Eaton… Aguardamos en una tensa espera. Cuando a las cuatro de la
madrugada seguíamos sin tener noticias de las chicas, Mr. Eaton notificó el asunto a
la policía.
—¿Umm? —pareció extrañarse De Grandin—. Continúe, Monsieur, por favor.
—Las partidas que se organizaron para dar con ellas no encontraron nada
significativo hasta el día siguiente, cuando ya anochecía —dijo el joven Wilberding
—. Entonces, uno de los grupos halló el abrigo de Ewell a los pies de un árbol, a más
de media milla de distancia del río, pero no se observó en la prenda el menor rastro
de sangre. Un poco después, dos cazadores hallaron sus medias, sus zapatos y un
jirón de su vestido de baile, en las rocas que se alzan junto a las cataratas Shaminee…
Y Mazie…
—Bueno —intervino entonces Costello—; encontramos su cuerpo destrozado no
muy lejos de allí, al día siguiente… Su cuerpo, que parecía destrozado por las
turbinas del molino, señor.
—Así fue —dijo Wilberding—. Pero Mazie llevaba puesto su vestido para el
baile… Puede que Ewell se quitara la ropa y los zapatos para lanzarse al agua,
admitamos que pudo ocurrir así, ya que no disponemos de otras pruebas, pero
evidentemente Mazie no lo hizo.
El sargento Costello sacudió la cabeza.
—Ese forense y el informe que dio al juez…
Pero lo interrumpió el joven:
—¡Maldito sea el forense y maldito sea el juez! Escuche, doctor —dijo
dirigiéndose a De Grandin—; usted es médico y sabe de estas cosas… El cuerpo de
Mazie apareció en los rápidos que hay bajo las cataratas Shaminee; estaba destrozado
por las turbinas y por los golpes recibidos contra las rocas; sólo se la pudo identificar
precisamente por el vestido de baile que llevaba, de tan desfigurada como estaba la
pobre… Así que nadie puede decir, me parece a mí, si cayó al agua viva o si fue
arrojada ya sin vida, por alguien… De lo que estoy completamente seguro es de que
no se suicidó, señor.
—Perdone, ¿qué quiere decir? —dijo De Grandin enderezándose en su silla,
como si algo le despertara alguna idea nueva—. Continúe, por favor, Monsieur… Me
interesa mucho lo que sugiere.
—Quiero decir lo que he dicho, nada más… Reconoce el propio informe de ese
forense que no se le encontró ni una pequeña taza de agua en los pulmones cuando le
hicieron la autopsia… Además, estamos en marzo, el agua aún está muy fría… La
encontraron flotando a la mañana siguiente, lo que quiere decir…
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—Tiene usted toda la razón, garçon; con la temperatura que tiene el agua ahora
mismo, un cadáver tarda bastantes días, incluso puede que semanas, en ocasiones, en
corromperse; y es la corrupción del cuerpo lo que hace que aparezca flotando al cabo,
como consecuencia de los gases que se liberan en el proceso… Naturalmente, pues,
lo que hizo que el cuerpo de esa infeliz flotase antes fue el aire acumulado en sus
pulmones; de haber tenido agua en ellos, no lo hubiera hecho sin iniciarse al menos el
proceso de descomposición. Está usted en lo cierto, joven amigo. Evidentemente, esa
desdichada estaba muerta cuando su cuerpo entró en contacto con el agua.
—¿Está usted seguro de que su teoría es válida? —preguntó Costello—. Eso
cambiaría tanto las cosas… El informe del forense dice que la muerte se debió a un
shock debido…
De Grandin se volvió hacia él reprochándole aquella interrupción, como
diciéndole que ya sabían de sobra qué había escrito el forense, y sin responder al
sargento volvió a preguntar al joven Everett:
—¿Cree usted que tenía alguna razón para quitarse la vida, esa pobre joven?
—No, señor, ninguna, estoy seguro… Ella y Bill habían contraído matrimonio en
secreto en Hacketstown las pasadas Navidades… No querían que se supiese hasta que
Bill se licenciara, lo que ocurrió la semana pasada… Iban a decir a todos que se
habían casado el domingo… Imagínese, no podrían mantener el secreto mucho más
tiempo pues ella estaba embarazada.
—¡Ajá! —exclamó sorprendido De Grandin—. ¿Y cree usted que eran felices?
—Sí, señor, muy felices, sin la menor duda… Es difícil ver a una pareja de
enamorados como ellos… No puede imaginarse usted…
—Tiens, amigo mío —le pidió De Grandin con uno de esos gestos de altivez tan
suyos—. No podría imaginarse usted lo que soy capaz de imaginarme… Pero será
mejor que nos centremos en los hechos y dejemos de lado lo imaginario…
Se levantó Jules de Grandin de la silla y comenzó a pasear por la habitación,
alrededor de la mesa, mientras hablaba:
—Bien, así que tenemos a dos mujeres, jóvenes, felices y hermosas; una, casada y
enamorada de su esposo; la otra, enamorada y comprometida en firme con otro
hombre. No acuden a la cita que tienen con ellos. Aparece su coche al día siguiente,
en un estado que sugiere a las claras que ha sufrido un accidente. Pero no hay rastro
de sangre en el interior que pueda hacer pensar que quienes lo ocupaban resultaron
heridas. Alors… ¿Con qué nos encontramos? Encontramos parte de la ropa de una de
las mujeres que iban en ese coche, a considerable distancia de las márgenes del río en
el que, por el contrario, apareció flotando el cuerpo de la otra… Al día siguiente,
varias millas más abajo de las cataratas Shaminee aparece en efecto el cuerpo
destrozado de esta joven, una mujer casada que espera un hijo, en circunstancias tales
que nos hacen estar convencidos de que no cometió suicidio, a pesar del informe
forense. ¿Entonces? El probable accidente de automóvil se produjo a más de media
milla de distancia del río… ¿Debemos suponer que una de ellas caminó desde allí al
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río tras desnudarse y que la otra lo hizo completamente vestida? ¿Y por qué habrían
de hacer tal cosa? ¿Para restañar sus heridas en el agua? Tampoco había sangre en el
automóvil, ni en las ropas encontradas. ¿Y por qué iba a desnudarse uña de ellas?
»No, señores, no… Todo eso es absurdo; se trata de una relación de hechos sin el
menor sentido… ¡Una pésima investigación y un pésimo análisis forense, eso es lo
que tenemos! Las mujeres pueden suicidarse porque tienen buenas razones, porque
las tienen malas o porque no tienen ninguna razón… Pero lo hacen de forma muy
característica; diría que lo hacen incluso con delicadeza, a pesar del grado de
desesperación que pueda llevarlas a quitarse la vida… He visto cuerdas con las que se
han ahorcado mujeres, a las cuales habían puesto un pañuelo de seda para que no les
dejasen feas marcas en el cuello… ¿De veras cree alguien que una joven delicada,
elegante y hermosa se arrojaría a las aguas en un frío mes de marzo? ¿De veras cree
alguien que una joven delicada, elegante y hermosa se desnudaría para que la
encontraran así una vez muerta, y que otra se arrojaría a una zona en la que hay un
molino y después unas cataratas y luego unos rápidos entre rocas? No, señores, no…
Eso es imposible.
—Eso mismo pienso yo —se dejó sentir ahora más fuerte que antes la voz de
Costello—. Sin embargo, lo que usted dice, doctor De Grandin, señor, hace que este
caso sea aún más enrevesado. Para mí, nada de todo esto tiene el menor sentido, ni
desde el comienzo ni desde su final… Por eso creo que es mejor rendirse de una vez
y dar por bueno el informe del forense.
—Zut! —exclamó De Grandin con una mueca sarcástica—. ¿Acaso es usted, mon
sargent, un pobre jugador de póquer, un perdedor que abandona a poco mal que le
vaya? ¿O es que no se ha enterado usted de que el juego se acaba sólo cuando
concluye la partida? Amigo mío, lo siento mucho por usted pero para mí este caso se
ha convertido en algo personal. Me interesa, me intriga y me fascina a partes iguales.
Vaya usted a su casa, Monsieur Wilberding —le ordenó entonces De Grandin— y
esté localizable en todo momento; me gustaría hacerle algunas preguntas, a su debido
tiempo.
—Trowbridge, mon vieux —me dijo De Grandin a la mañana siguiente, cuando
me lo encontré en el comedor—. Le confieso que estoy perplejo… Le confieso
igualmente que estoy hecho un auténtico lío; a veces creo que este puzle va a
volverme loco… Esta noche han ocurrido cosas que me hacen contemplar otras
posibilidades. Escuche, por favor: hace media hora recibí una llamada del buen
Costello… Me ha contado que otras tres mujeres, jóvenes todas ellas, han
desaparecido igualmente… Me parece que están las cosas, pues, como para pensar
que hay algo más, en todo esto, que una mera coincidencia. Mire, en la casa de un tal
Monsieur Mason, en West Fells, se celebraba una reunión de la hermandad a la que
pertenece su hija. Había allí reunidas, por eso, varias jóvenes. Tres de ellas,
Mesdemoiselles Weaver, Damroche y Honrbury, partieron, una vez concluida la
reunión, en el automóvil de Mademoiselle Weaver. Abandonaron la casa un poco
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después de la medianoche. A las seis de la madrugada del día de hoy aún no habían
aparecido en sus respectivas casas. Eso, naturalmente, alarmó a sus padres, que
dieron parte a la policía… Entonces… —hizo una pausa para tomar aliento y
prosiguió—: Bien, un policía local descubrió el automóvil en el que viajaban, cerca
de la ciénaga que hay junto a la Albermale Road. Sólo eso. Ni rastro de las
muchachas… ¿Qué le parece todo este asunto, amigo mío?
—Me pregunto por qué… —comencé a decir, pero me interrumpió la llamada del
teléfono.
—Allo? —respondió De Grandin—. Sí, sargento… ¡Oh, no, grand Diable! ¿Otra
más? No me diga eso…
Tras colgar se dirigió a mí para decirme:
—¿Lo oye, amigo mío? Otro caso más. Una empleada de los almacenes
Braunstein, Sarah Thompford… Salió de su trabajo a las cinco y media de la tarde y
no se ha vuelto a saber de ella. Encontraron su sombrerito y el abrigo en los muelles
unos diez minutos después. Estoy anonadado, ¡por todos los diablos! Esto parece una
epidemia de desapariciones… Eso, o es que las mujeres jóvenes de esta ciudad han
caído todas en la misma manía de desaparecer… O algo mucho peor: quizás haya por
ahí un maníaco que las hace desaparecer… Un maníaco que además quiere convertir
a Jules de Grandin en una especie de mono del que reírse… Se trate de lo que sea, le
digo a usted, amigo mío, que no me rindo, que me dispongo a dar batalla… ¡Ya
veremos quién ríe de verdad cuando todo esto haya acabado!
—¿Qué piensa hacer? —le pregunté tratando de mantenerme serio, aunque su
indignación me daba la risa.
—¿Hacer? —repitió—. ¿Qué quiere que haga? Investigar, analizar hasta lo
imposible la menor prueba… No dejaré sin remover una sola piedra de cuantas
encuentre en mi camino; todo el mundo sabe que yo… —mas se calló en cuanto Nora
McGuinnis, mi sirvienta, se presentó en el comedor con una bandeja que contenía dos
excelentes servicios de desayuno—. Bueno, desayunemos primero —dijo De Grandin
—, que con el estómago vacío pocas cosas bien hechas salen…
Otro tipo de epidemia me tuvo todo el día atado a mi consulta y yendo de una
casa a otra para hacer mis visitas: la de una fuerte gripe. Llovía y comenzaba a
oscurecer cuando regresaba a mi casa. Pensaba en cenar y acostarme pronto, dando
gracias al cielo porque al fin se había acabado una dura jornada de trabajo… Pero
algo me hizo no estar del todo seguro de que pudiera descansar…
—¡Trowbridge, Trowbridge, mon vieux! —oí una voz fuerte y nerviosa que me
gritaba cuando esperaba en mi coche que cambiase la luz de un semáforo.
Era De Grandin, claro, que se acercó a mi ventanilla.
—Vamos, aparque y venga conmigo, que tengo cosas muy importantes que
contarle.
Cubierto del cuello a los pies por un impermeable, su sombrero chorreaba agua
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pero le protegía lo suficiente como para que no se le apagase el cigarrillo que llevaba
en los labios. Allí lo tenía, de pie, con sus pequeños ojos azules mostrando una
excitación increíble.
—¡Bien, por todos los cielos! —exclamó cuando me vio aparcar, apagar el motor
y bajarme del coche—. Qué magnífica casualidad este nuestro encuentro… Iba a
llamarlo por teléfono ahora mismo, suponiendo que ya estaría de vuelta a casa…
Escuche, amigo mío; creo que me traigo entre manos un descubrimiento de
importancia, no quiero dejarlo volar.
Me tomó del brazo con fuerza para conducirme hacia un café próximo, muy bien
iluminado y famoso por las excelentes viandas que allí se servían, así como por su
decoración del XVIII.
—El joven Monsieur Wilberding estaba en lo cierto —comenzó a decirme
mientras tomábamos asiento a una mesa y hacía una seña al camarero para que se
acercase—. Ese muchacho, aun sin disponer de los conocimientos científicos
necesarios intuyó perfectamente la verdad, que Madame Mazie fue asesinada…
Regardez-vous: en el laboratorio de la policía, y gracias a los buenos oficios del
excelente Costello, pude examinar las muestras de tejido tomadas al cadáver y los
jirones de ropa que se le encontraron. Ahora puedo decir sin miedo a equivocarme
que el informe del forense no es sólo superficial, sino indigno de que se denomine
informe forense. Parece como si al tipo le hubiera bastado con echar un vistazo. Los
jirones del vestido de la infortunada, un vestido rosa, presentaban un tono mucho más
fuerte del que tenía la prenda después de su confección. Bien, pues he podido hacer la
prueba del bencidam[47], ¿sabe lo que es, no?
»Muy bien —prosiguió De Grandin—; en uno de los jirones de tela puse un filtro
de papel blanco y sobre éste una solución de bencidam al ciento por ciento y después
una parte más de bencidam mezclada con diez partes de hidrógeno peróxido[48].
Luego, ayudándome de una pipeta fui dejando caer pequeñas cantidades de la
solución obtenida sobre el jirón de seda del vestido… ¡Bien! ¿Sabe qué apareció ante
mis ojos? Un azul luminoso y perceptible incluso a través del blanco filtro de papel.
Voilà, ¿qué significa todo esto? Pues ni más ni menos que el tono rosáceo fuerte que
presentaban los jirones se debía al entintamiento en sangre del vestido, que gracias al
test hecho resultaba evidente no obstante la permanencia del cadáver en el agua y a
merced de la corriente. He ahí una evidencia, científicamente demostrada.
—¿Y esa emisión de sangre no pudo deberse a que el cuerpo de Mazie se
golpeara contra las rocas? —objeté.
—¡Vamos, amigo Trowbridge! ¿Cómo puede usted decir eso? —me replicó De
Grandin—. Le suponía hombre de mayor sentido común… Limítese a considerar los
hechos: ¿Qué hace usted cuando sufre un corte en un dedo? ¿Le da tiempo a meterlo
en el agua de inmediato, antes de que comience a brotar la sangre de la herida? ¡Pues
no! Cuando lo hace la sangre ya ha impregnado en buena parte la piel del dedo
herido… Por lo demás, excuso señalar que al meter el dedo en el agua no se corta de
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inmediato la emisión de sangre. ¿O no?
»Très bon… Pues consideremos entonces que, si Madame Mazie hubiera sido
arrojada al agua ya muerta, no habría sangrado por mucho que se golpeara contra las
rocas más hirientes de los rápidos… Pero es que, si hubiera sido asesinada justo antes
de que la arrojaran al agua, la hemorragia, igualmente, se habría producido
violentamente, y se hubiera detenido en el instante de su muerte, de tal suerte que
apenas habría dado tiempo para que impregnara su vestido. Amigo mío, mi teoría es
otra: fue llevada al río sangrando y agonizante. Así se impregnó la seda de su vestido;
el agua, posteriormente, se encargaría de darle al color rosa un tono más fuerte,
perfectamente uniforme, ya que no de eliminar la sangre por completo, cosa que
sabemos imposible. Recuerde lo que nos dijo ese pobre muchacho, Monsieur
Wilberding: el coche fue hallado a más de media milla de distancia. Mi tesis es que
fueron asesinadas probablemente por dos hombres, allí mismo, donde fue hallado el
automóvil; y a Mazie la trasladaron después hasta el río… Pero Jules de Grandin
sigue investigando, sí señor…
»Aguarde, amigo, que hay más… La verdad es que he tenido un día de lo más
atareado… He ido de acá para allá como un Satán cualquiera en busca de almas.
También he estado en esas ciénagas que se extienden a los lados de la Albemarle
Road, donde fue hallado el coche de la infortunada Mademoiselle Weaver… Bueno,
aquello es un barrizal, donde resultaría difícil distinguir las huellas de los cerdos de
las huellas de los hombres, pero, grâce à Dieu, he podido descubrir unas cuantas
cosas fundamentales para la investigación y que confirman mis peores sospechas.
»Digamos que me despreocupé de mirar justo en el lado donde apareció el
automóvil, para centrar mis investigaciones en el opuesto, cosa perfectamente lógica
en un caso como el que nos ocupa: tiende el criminal a apartarse en línea recta del
lugar donde comete su fechoría y en sentido totalmente opuesto. Durante un trecho vi
huellas de hombre y otras inequívocas de mujer, de un zapato de tacón, mucho más
pequeño. Las huellas denotaban apresuramiento. Y se interrumpían de golpe.
»Como bien sabe usted, después de la ciénaga se alza una hilera de árboles, tras
una leve depresión del terreno, casi un bosque. Bien, pues allí volvían a verse huellas
de mujer, pero de pies descalzos.
»Lógicamente, me pregunté por qué tres mujeres jóvenes abandonaban su coche,
corrían por la ciénaga y después seguían sin dejar huellas hasta llegar a los árboles
detrás de los cuales hay un viejo pabellón de caza abandonado. En cualquier caso, ni
que decir tiene que procedí a hacer un examen visual detenido de todo eso, a pesar de
lo mucho que sufrían mis ropas y mi calzado, y yo mismo… Pero mereció la pena y
hasta la indignidad de mancharme de barro. Junto a la huella de un pie desnudo de
mujer encontré esto.
Sacó De Grandin de su bolsillo una fina tela de color marrón, que me alargó a
través de la mesa.
—¿Qué es esto? —le pregunté.
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—Arpillera —respondió—. Sí, comprendo que todo esto le parezca un
rompecabezas, amigo… A mí también me lo pareció cuando hallé este pedacito, pero
casi de inmediato me di cuenta de que aquí podía haber una explicación, o una pista
para llegar a la resolución del caso. En circunstancias como las que debemos afrontar
ahora no se puede desechar nada. Como ya le he dicho, había un largo tramo sin
huellas de mujeres… Hube de ponerme de rodillas, casi hube de meter las narices en
el barro para calcular la incidencia de las sucesivas depresiones del terreno y hallar en
esos tramos alguna huella… Vi así unas que me parecían excesivas para ser las de un
hombre, pero que tampoco eran las huellas de ningún animal, de una bestia… Así
que, midiéndolas, y pensando en el trozo de arpillera que había encontrado, llegué a
la conclusión de que aquellas huellas eran humanas; pero, amigo mío, los pies de
quienquiera que fuese habían sido envueltos en arpillera, como en tiempos remotos
hacían los caballeros que padecían de gota.
»El asunto cada vez se me presentaba más claro, pero Jules de Grandin no puede
conformarse con unas evidencias, con unas pistas que lleven a la resolución del
enigma, sino con ésta; había que seguir investigando.
»Está claro que unos pies envueltos en arpillera no hacen ruido; tampoco dejan
una huella notable, sino un leve trazo que a muchos policías occidentales les resulta
difícil seguir. Si además se trata de una zona de caza, por la que habitualmente
transitan los cazadores en persecución de sus piezas, el lío que se arman al intentar
discriminar las huellas es aún más grande. Lo comprendo. Son hombres de recursos
limitados. Sin embargo, Jules de Grandin, amigo mío, ha viajado por todo el mundo y
para él no hay secretos ni en el Occidente ni en el Oriente. He visto en la India cómo
son las huellas de los salteadores de caminos, difíciles de rastrear; aquí, en este
pacífico Estado de Nueva Jersey, reconocí de inmediato la huella maldita. Amigo
Trowbridge, lo que le voy a decir es terrible, pero estamos ante unos auténticos
villanos, unos asesinos, peores que apaches[49], que secuestran mujeres para violarlas
y asesinarlas, No me cabe la menor duda —concluyó con tanta solemnidad como
dolor.
—Pero… —comencé a decir cuando volvió a interrumpirme, como de costumbre.
Esta vez, con un gesto, pidiéndome atención.
En una mesa próxima a la nuestra había dos hombres jóvenes que daban cuenta
de su cena con aparente disfrute. Cuando yo iba a comenzar a hablar y me
interrumpió con su gesto el médico francés, se les acercó un tercero hablando en
términos muy elogiosos de un espectáculo pícaro que acababa de presenciar y del que
tenía que escribir una crónica.
—¡Bah!, cállate, hombre, eso no es nada comparado con lo que vimos anoche —
dijo uno de los que cenaban—. Muchacho, hasta que no veas lo que nosotros vimos
no podrás hablar de cosas realmente impactantes… En realidad es como si no
hubieras visto nada… Venga, dinos… ¿Qué sabes tú del chonkina?
—Dieu de Dieu! —murmuró De Grandin francamente asombrado mientras el
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otro replicaba:
—¿Chonkina? ¿Qué demonios es eso de chonkina?
—Ya veo que no tienes ni idea… Vaya sorpresa, ¿eh? —dijo el otro—. Bueno, te
lo contaré… Hay un lugar, en las afueras de la ciudad, bueno, casi en las afueras del
estado, un lugar muy especial, te lo aseguro, donde verías cosas que no serías capaz
de escribir para contarlas… Claro que, para verlas, tienes que pagar cierto precio…
—Estoy dispuesto a pagarlo; sabéis que me encanta jugar… ¿Por qué no vamos
esta misma noche? Si puedo presenciar algo que jamás he visto, algo de lo que sería
incapaz de escribir, según vosotros, pagaré gustoso, además, una cena en donde os
apetezca.
—De acuerdo —le dijeron los otros dos echándose a reír de buena gana.
—Rápido, amigo Trowbridge —me dijo en voz baja De Grandin—. Paguemos
rápido y vayamos a ver de qué se trata todo esto, tengo un presentimiento…
En un instante estuve ante la caja, pagando lo que habíamos tomado a la
muchacha que se encargaba de cobrar las cuentas. El doctor De Grandin comenzó a
salir del local, dando leves tumbos como si estuviera borracho, para no llamar más de
lo necesario la atención de aquellos tres jóvenes. En su gusto por las situaciones
teatrales, hasta se tropezó con la mesa de la que comenzaban a levantarse los jóvenes,
pidiéndoles perdón de manera muy cómica, como un perfecto borracho.
Unos momentos después nos reuníamos en la calle; ni que decir tiene que ya no
simulaba hallarse intoxicado por el alcohol, aunque la excitación que mostraba le
encendía los pequeños ojos azules como si estuviese borracho.
—C’est glorieux! —dijo guiñándome un ojo—. Esos tres cabezas huecas nos van
a conducir hasta algo que, si no me equivoco gravemente, nos va a resultar del mayor
interés… Me he quedado bien con sus caras, no lo dude. Y cuando me hice el
borracho y tropecé contra su mesa les oí decir algo más acerca de ese espectáculo
nocturno que tanto ponderaban… Tenemos que ir allí, amigo mío, pero pase usted
antes por su casa, tome un par de pistolas, por si acaso, así como una linterna y la
daga que encontrará en mi maleta… Nos reuniremos después en la comisaría, no más
tarde de las doce y cuarto… Me encantaría acompañarle, pero será mejor que me
quede vigilando a esos pájaros… Creo que esta noche Jules de Grandin tampoco
podrá darse el gusto de dormir como se merece… Allez, amigo mío; no hay tiempo
que perder.
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continuásemos en el vehículo de la policía podríamos alertarlos… Despacio, por
favor; hable lo menos posible, de ahora en adelante; y si tiene algo que decirme,
susúrremelo al oído.
Silencioso como un rastreador indio, doblado sobre sí mismo, comenzó a caminar
sobre los links. Yo le seguía, procurando imitar todos sus movimientos. De vez en
cuando se detenía y parecía escuchar el menor rumor que viniese de cualquiera de los
cuatro puntos cardinales, para discriminarlo; en realidad, más que escucharlo parecía
olerlo… Desde allí, procediendo siempre con la misma cautela, nos dirigimos a la
cuneta de la Albermale Road y caminamos después hasta donde se iniciaba la
ciénaga.
—Esperaremos aquí hasta que lleguen esos tres —me susurró al oído mientras
apoyaba la espalda en un árbol—. La verdad es que me gustaría mucho fumarme
tranquilamente un cigarrillo mientras aguardamos, pero, ya sabe… La lumbre de un
cigarrillo, en la oscuridad del campo, puede percibirse a gran distancia y alertar sobre
nuestra posición; por lo tanto… —y se encogió de hombros con resignación—. Habrá
que aguantarse las ganas de fumar, amigo mío… Esto me recuerda aquellas noches en
las trincheras, procurando no ser vistos por los alemanes, que estaban a corta
distancia.
Pasaba el tiempo muy lentamente. Nos manteníamos expectantes, silenciosos, con
los ojos bien abiertos. Sentí de repente un susurro en mi oído y la mano del doctor De
Grandin tomándome del brazo. Eso me hizo suponer que entraríamos en acción de
inmediato.
Desde donde estábamos, agachándonos y protegiéndonos tras el tronco del árbol,
vimos llegar un lujoso automóvil que de inmediato apagó luces y motor, tras echarse
a un lado de la carretera. Vimos que los tres tipos hablaban muy bajo; se hablaban
también al oído. Y hasta decían algo al chófer que los había conducido hasta allí, que
volvió a poner el motor en marcha y avanzó carretera adelante muy despacio mientras
ellos se perdían campo a través, señalándonos el camino a seguir.
—Vaya, esos pájaros de mal agüero también adoptan precauciones —me dijo
comenzando a caminar muy lentamente, siempre doblado por la mitad, en sentido
contrario ahora al que llevaban los tres jóvenes.
Me resultó difícil no gritar de espanto cuando vi que salían de la zona más
boscosa una docena de sombras fantasmagóricas que nos rodeaban.
—¿Está usted ahí, mon lieutenant? —oí gritar a De Grandin.
Vi que salían más sombras, uniformadas como los hombres de la policía local.
Las mandaba el teniente al que se había dirigido De Grandin, un joven oficial que
parecía muy celoso cumplidor de su deber.
Salieron también motos con sidecares desde las cunetas y más hombres de la
policía local. Todo lo necesario, pues, para montar un cerco.
Se abría ante nosotros aquel gran coto salvaje de caza y los agentes de la policía
que nos acompañaban poseían máquinas potentes como para avanzar por allí, sobre
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aquel terreno ora de barro, ora de piedras, ora boscoso, al que circundaban desde una
gran distancia las montañas de Nueva Jersey. Además, había ahora patrullas de la
policía batiendo la carretera en ambas direcciones, abarcándola en su práctica
totalidad. Aunque lo pareciera, aquel auténtico páramo no estaba desierto.
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—Me temo, viejo loco, que nos está llevando usted a ninguna parte —me atreví a
decirle a De Grandin en un susurro, un poco en broma y bastante asustado—. Todo
esto me parece una gran chanza de esos muchachos… Ya verá como ahí no hay nada
de nada… Y le aseguro, por lo demás, que me encantaría que así fuese.
—Chist! —me mandó callar—. Manténgase mirando siempre a su derecha, amigo
mío, y comuníqueme lo que ve.
Obedecí. Estábamos ya muy cerca de la casa y escrutaba yo cuanto me era posible
la zona que me encomendaba el francés, tratando de descubrir cualquier señal de
vida, algo… Así vi, casi a la altura del suelo, una leve luz… Tenía que ser, por fuerza,
la luz de un sótano, pero nada se oía; era, por lo demás, una luz muy débil. Se lo
comuniqué a De Grandin.
—Bien, vayamos a ver de qué se trata, amigo Trowbridge… Puede que veamos
algo.
Los policías que habían partido con nosotros se acababan de abrir, cada uno por
un flanco, para mejor abarcar la casa y darnos la escolta conveniente.
Muy juntos, siempre sobre nuestras rodillas y manos, De Grandin y yo
avanzamos hacia el lugar donde había visto yo aquella luz; pero a medida que lo
hacíamos me sentía más confuso. La luz, como he dicho, parecía estar a la altura del
suelo, lo que hacía pensar que se trataba de la luz de un sótano. Hacia allí, como digo,
nos dirigíamos. Pero de repente algo se interpuso entre la luz y nuestra dirección;
algo que nos ocultó esa luz por un instante; fue una fracción de segundo, pero lo
suficiente como para que dejásemos de contemplar su brillo amarillento y leve,
cuando sin embargo no habíamos podido discernir nada que se interpusiera entre
nosotros y aquella luz. Seguimos nuestro lento avance, y al poco volvió a suceder lo
mismo. Y así una y otra vez. Veíamos la luz y al momento se hacía la oscuridad. Y
otra vez lo mismo. Con una regularidad que no pudo por menos que parecerme
metódica; esto es, inducida por alguien. Se me ocurrió pensar que podía tratarse de
algún sistema de alarma que hubieran desarrollado los moradores de la casa, para
avisar de la presencia de extraños. Eso hizo que se me acelerase el corazón y me
rechinaran los dientes, temeroso de que fuésemos descubiertos de un instante a otro.
Todo, sin embargo resultó mucho más fácil de explicar. En realidad se trataba de
una vieja lámpara de aceite, puesta sobre el suelo, junto al muro externo de la casa.
No se trataba, pues, de la luz de ningún sótano. Y el fenómeno de la aparición y
desaparición de la luz, que me había hecho pensar en algún sistema de alarma muy
elaborado, no se debía más que a los accidentes del terreno por el que prácticamente
reptábamos; si teníamos ante nosotros un leve montículo, la luz desaparecía de
nuestra vista; si gateábamos sobre llano, de nuevo la veíamos.
No tuve tiempo de comunicarle ninguna de estas impresiones a De Grandin,
porque de inmediato, cuando apenas nos hallábamos a veinte pasos de distancia de la
lámpara de aceite, nos percatamos ambos de la presencia de un hombre alto que
parecía afanarse en un duro trabajo un poco más allá. No hizo falta que pasara mucho
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tiempo de observación para saber qué hacía. Aquel hombre cavaba una tumba; el
hoyo que hacía, por su longitud, anchura y la profundidad que me fue dado calcularle,
no podía servir para otra cosa que para acoger un cadáver. Peor aún: era tan grande el
hoyo que podían caber en él varios cadáveres.
«Ese hombre parece estar cavando una trinchera», me dije. Ese pensamiento me
repicaba una y otra vez en la mente, con el eco de un gran trueno, ensombreciéndome
los pensamientos. La única respuesta lógica que se me ocurría ante lo que
contemplaba no podía sino hacer que se me pusiera la carne de gallina y me
temblaran de espanto las piernas y los brazos.
De Grandin debió de tener una impresión tan funesta como la mía, porque casi al
instante me susurró:
—Parece, amigo Trowbridge, que ese sujeto prepara una tumba que pueda
albergar a más de una persona… ¿Quizás piense meternos ahí, por ejemplo? Si es así,
le prometo que haré todo lo posible para que ese tipo no nos haga pasar a la región de
las sombras, por mucho que nos esté preparando una tumba digna, por su tamaño, de
los reyes de la antigüedad.
Aquel hombre cavaba con una furia propia de quien está sediento de sangre,
vesánicamente sediento de sangre.
Metido en el hoyo, veíamos subir y bajar sus manazas empuñando el pico con una
violencia inusitada, con una fuerza terrible. Desde un montículo al cual llegamos, lo
observábamos mejor ahora; era altísimo, dada la profundidad del hoyo y lo que aún
sobresalía él; tenía unas espaldas impresionantes, unos hombros robustos, unos
brazos fuertes y larguísimos, como los de un gorila. Observé su cara, y era muy
oscura; hubiera dicho que negra, pero no era el rostro de un negro. Lucía una barba
igualmente negra, pero rala. A la luz que le daba aquella vieja lámpara de aceite que
había en el suelo parecía, más que sudoroso, impregnado por alguna sustancia
oleaginosa. Algo me sorprendió especialmente: no se le veía el cabello porque
llevaba un turbante hecho de una pieza que me pareció de lana.
De Grandin también se extrañó de ese detalle.
—¿Umm? —me susurró al oído—. La verdad es que parece un auténtico patán,
amigo Trowbridge… No me hubiera imaginado que podríamos encontrarnos con
alguien así, pero… En la India dicen «fíate de una serpiente, y hasta de un tigre, pero
jamás confíes en un patán». Eso, como podrá imaginarse, no es otra cosa que la
experiencia derivada de siglos de observación y padecimiento de las acciones debidas
a caballeros como el que tenemos ante nosotros… Pero, sigamos; alcancemos la casa
y cumplamos con el plan previsto… Veamos si podemos capturar a este sujeto antes
de que acabe de cavar esa tumba, que ojalá sea la suya propia en vez de la nuestra.
Completamente embarrados, mojados ahora además por la llovizna que volvía a
caer, reptando como las serpientes, más que gateando ahora, seguimos nuestro
avance, pero distanciándonos ahora cuanto nos era posible de la dirección en la que
estaba aquel hombre. Al hacerlo, en un movimiento de circunvalación, pudimos verle
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mejor la cara, imponente, aterradora bajo la luz de la lámpara de aceite. En las
ventanas de la casa, algunas de las cuales tenían barrotes, no se percibía luz alguna.
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—Un petit chat! —dijo De Grandin con la voz enternecida—. Pobre gatito, aquí
encerrado… A ver, a ver dónde está —y alumbraba la habitación con su linterna—.
Pero, no, Dieu de Dieu de Dieu… Regardez, mon ami! ¿Ve usted lo mismo que yo?
El rayo de luz de su linterna buscaba un gatito, pero lo que descubrió fue muy
distinto. No era un felino, sino una mujer joven quien se lamentaba.
Yacía en un camastro y estaba atada de manos y pies a cada uno de los cuatro
postes del camastro, pero con los brazos y las piernas abiertas, como en la cruz de
San Andrés. Las ligaduras eran fuertes, de nudos difíciles de deshacer, por estar
hechas con finas cuerdas entrelazadas que la herían en las muñecas y en los tobillos.
Era, aquella pobre torturada, la víctima de un ser violento y sanguinario como no lo
habíamos supuesto. La pobre criatura, completamente desnuda, tenía el cuerpo lleno
de heridas sanguinolentas que denotaban que había sido flagelada en una viciosa
sesión de tortura.
El tormento que sufría la mujer se incrementaba por ser el camastro bastante más
corto que su estatura, con lo cual el cuello le colgaba hacia atrás y se veía obligada a
levantarlo a cada poco para aliviar siquiera momentáneamente el dolor que eso le
provocaba, pero sin poder mantener esa posición por mucho tiempo. Aquella tortura
estaba a punto de llevar a la mujer a la locura, mas aún mantenía un alto grado de
dignidad en su agonía.
—¡Dios mío! —se lamentaba implorante—. ¡Llévame de una vez, Señor, haz que
acabe este tormento, no puedo soportarlo más, no puedo, Dios mío!
Acabó aquella súplica en un llanto callado, agotado en su propia desesperación
mientras intentaba levantar de nuevo la cabeza para hacer más llevadera su posición,
pero sin conseguir mantenerse así unos pocos segundos.
—La pauvre créature! —dijo De Grandin mientras sacaba rápidamente su daga.
Me entregó la linterna y procedió a cortar las ligaduras que la ataban por muñecas
y tobillos al lecho de tortura. Las cuerdas que ataban a la mujer, de tan tensas, al
cortarlas él hicieron un sonido semejante a las de un banjo cuando se rompen.
Mientras De Grandin liberaba a la mujer me fijé en las huellas perceptibles de su
devastación. El sufrimiento había hecho que apenas fuera ya más que piel pegada a
los huesos; las costillas parecían pugnar por salírsele de la carne y romperle la piel.
En el suelo, junto al camastro, estaba su ropa: un vestido de baile estampado, el
sujetador, las bragas de algodón blanco… Tenía sin embargo el pañuelo en la cabeza,
que le cubría el cabello; su rostro me pareció más brillante que macilento, lo que me
extrañó. Me fijé con mayor atención y descubrí que tenía puesta una máscara dorada
y metálica que le ocultaba las facciones; una máscara que le dejaba al descubierto
únicamente los labios, la nariz y la barbilla.
Grandin terminó de cortar las ligaduras e intentó incorporarla, tomándola por los
hombros. También él reparó entonces en la máscara, e intentó retirársela con los
dedos, pero no lo consiguió.
Volvió a intentarlo, haciendo mayor presión esta vez. Vimos entonces que, por la
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fuerza con que presionaba De Grandin, el pañuelo que cubría la cabeza y las orejas de
la mujer caía hacia atrás… De Grandin quiso entonces quitarle las cuerdas que le
sujetaban la máscara a los lóbulos de las orejas, y la mujer exhaló un grito ahogado
de dolor. Comprobamos para nuestro horror que no llevaba puesta la máscara, sino
que estaba injertada en su piel. Vimos que tenía unos orificios hechos en los lóbulos y
en el justo centro de las orejas, por donde se introducía la cuerda que le adhería la
máscara a la carne. Era imposible quitarle la máscara dorada sin un preciso
instrumental quirúrgico.
—¡Malditos sean los asesinos que le han hecho esto! ¡Bestias infernales! —clamó
De Grandin entre dientes, desistiendo de quitarle la máscara dorada a la mujer, para
no aumentar su padecimiento—. No creo que el propio Satán, hecho hombre y
vagando por el mundo como un mortal cualquiera, hubiera sido capaz de una infamia
como la que padece esta pobre mujer… Amigo Trowbridge, conjurémonos para
acabar con el monstruo responsable de esta atrocidad esta misma noche, un monstruo
peor que la hidra de la fábula.
No recuerdo qué más cosas dijimos, ante la contemplación de una escena tan
horrorosa.
Aquella pobre mujer, a la que De Grandin sostenía en sus brazos, volvió a
lamentarse muy quedamente.
—Beba un sorbo, ma pauvre —le dijo De Grandin poniéndole en los labios la
caneca de plata con licor que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta.
Ella bebió un poco, al sentir en sus labios exangües el brandy y se dejó caer
débilmente en los brazos de quien la sostenía.
De Grandin, sin embargo, la obligó a tomar otro sorbo.
—¿Quién es usted, ma petite? —le preguntó—. No tema, háblenos, somos
amigos…
La mujer pareció ir a decir algo, pero se abandonó de nuevo en los brazos del
médico francés, sin fuerza. No obstante, tras hacer un esfuerzo indecible para tomar
aire y hablar, consiguió decirnos:
—Me llamo Ewell Eaton —respondió con la voz muy débil.
—¡Dios mío, no puedo creerlo! —exclamó gozoso De Grandin—. Glorie à Dieu
que la hemos encontrado, ma petite…
Y volviéndose a mí añadió:
—La puerta, amigo Trowbridge… Encárguese de vigilar la puerta, no vayamos a
ser sorprendidos antes de que podamos alertar a nuestros amigos… Tenga esto —dijo
poniendo en mi mano una de las pistolas—, por si la necesita.
Salí de inmediato a la puerta de aquella cámara de tortura mientras De Grandin
trataba de cubrir la desnudez de aquella pobre criatura de la mejor manera posible
antes de sacarla de allí. Oí que la mujer comenzaba a hablar algo más reconfortada,
gracias a los sorbitos de licor que el médico francés seguía dándole, así como a los
masajes que le hacía en los tobillos y en los brazos para recobrar la circulación de su
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sangre y la fuerza de sus músculos. Sin embargo, nada entendí de lo que decían.
Como me pareció que no había el menor peligro, estaba ya a punto de volver
junto a ellos, para ayudar al doctor De Grandin, cuando ocurrió todo.
Apenas me dio tiempo de oír los pasos que se aproximaban, cuando sentí un
empujón que me metió de golpe en aquella cámara del horror y el portazo con que
cerraron de nuevo. Y apenas me dio tiempo a ver a los tres sujetos que allí estaban,
pues uno me golpeó tan fuerte como si me hubiera coceado una mula justo cuando
observé lo último, antes de desmayarme: que De Grandin les hacía frente tratando de
sacar la otra pistola que llevaba. Creí escuchar también, mientras perdía el
conocimiento, el grito de horror de Ewell Eaton. No recuerdo nada más. Sólo que
tuve la vaga sensación de que intentaba echar mano a la pistola que me había dado
De Grandin para abrir fuego contra aquellos hombres. Y otra sensación que luego
pude confirmar: que uno de ellos, para dormirme del todo, me golpeaba con su arma
en la cabeza.
—Trowbridge, amigo mío… ¿Está usted vivo aún? —oí después que me
susurraba De Grandin.
Acabé de recuperar entonces el conocimiento. Estaba tirado en el suelo, de
espaldas, con las muñecas y los tobillos fuertemente atados. Sentía que en la cabeza,
de los golpes, me habían crecido chichones como huevos de ganso. A través del
ventanuco de la celda en la que nos habían arrojado contemplé una o a lo sumo dos
estrellas del cielo; aquel lugar, por lo demás, estaba oscuro como una tumba. No
podría decir cuánto tiempo llevábamos allí… Llegué a suponer que la policía había
asaltado al fin aquel lugar, deteniendo a los infames que nos habían golpeado y
liberando a Ewell, y que, por no encontrarnos, se habían ido preguntándose dónde
demonios estaríamos. Un pensamiento, como se ve, de lo más funesto.
Una docena más de cosas, por lo menos, me corrían por la mente, como pequeñas
luces que se apagaban sucesivamente al instante, pues de inmediato pasé a concentrar
mis pensamientos en el fuerte dolor que me causaban las ligaduras en manos y pies.
—Trowbridge, mon vieux, ¿está usted vivo o no? ¿Puede escucharme? —oí decir
de nuevo a De Grandin en un susurro que me parecía lo llenaba todo, aquella tiniebla
en la que me sentía sumido.
—¿Dónde está usted, De Grandin? —conseguí preguntarle, levantando la cabeza
con gran esfuerzo e intentando localizar el lugar exacto del que provenía su voz.
—Aquí estoy, amigo mío, tirado en el suelo y atado de pies y manos —me dijo—.
Me siento como un capón a punto de ser sacrificado… La verdad es que esos asesinos
saben utilizar muy bien las cuerdas… No se puede hacer una idea de cómo me
gustaría darles un buen escarmiento a esos malditos monos… Trate de rodar hacia mí,
amigo Trowbridge, y alárgueme las manos, a ver qué podemos hacer… Grâce à
Dieu, creo que conservo los dientes, ninguno de esos canallas me los ha roto, a pesar
de los muchos golpes que llevo encima… ¡Vamos, amigo mío, haga lo que le digo!
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Rodé sobre mí mismo, no sin bastante dificultad por hallarme atado de pies y
manos, al tiempo que De Grandin, profiriendo un montón de palabras gruesas tanto
en inglés como en francés, hacía lo mismo, en dirección hacia el lugar de donde había
salido mi voz, para ahorrarme esfuerzos.
No tardé mucho en sentir sus bigotes, que me hacían cosquillas en las muñecas,
mientras con sus dientes iba deshaciendo los nudos de las varias y finas cuerdas
entrelazadas con que me habían amarrado.
Mucho antes de lo que suponía sentí libres las manos. Las agité, me las froté para
recuperar la circulación, y procedí a desatarme los tobillos y después a liberar a De
Grandin.
—Morbleu —dijo De Grandin—, cómo lamento que no llevemos encima nuestras
armas; mucho me temo que vamos a tener que defendernos de algo más que de otra
paliza… En cualquier caso, lo que es seguro es que no han acabado los sufrimientos
de Mademoiselle Ewell. Antes de que me apalearan hasta dejarme inconsciente, oí
decir a uno de esos asesinos que la estrangularían mañana… Pero, bueno… Como
dicen los españoles, mañana será otro día, así que aún hay tiempo… Pero démonos
prisa, o mucho me temo, querido amigo, que contribuiremos en breve, también
nosotros, a aumentar la población del infierno… Por cierto, ¿no tendrá usted por ahí
una cajita de fósforos, algo así?
Busqué de inmediato en mis bolsillos, y hallé en efecto lo que me pedía, que le
entregué rápidamente. Encendió un fósforo, que a modo de pequeña antorcha sostuvo
por encima de su cabeza para que pudiéramos ver dónde nos encontrábamos. Era una
habitación no muy grande, sin duda en un sótano, con un pequeño ventanuco y el
piso de cemento. No había en ella, aparte de nosotros dos, más que una vieja caldera
de calefacción. La puerta de la celda parecía gruesa, de pino, y tenía una cerradura
muy moderna. Naturalmente, estaba perfectamente cerrada. La verdad es que sentí un
gran abatimiento. Supuse que no saldríamos con vida de allí.
—Vaya —murmuró De Grandin echando un vistazo a la caldera—. Puede que
esto nos sirva de algo, querido amigo, si aún mantengo parte de mi proverbial
fortaleza y habilidad, aquella de la que tanta gala hice en los días de mi juventud…
Bien, habrá que intentarlo, no nos queda otro remedio, querido Trowbridge.
—¿Piensa hacer algo con esa caldera? —le pregunté con absoluta extrañeza.
—Mais oui, ¿por qué no? Veamos… —dijo.
Abrió la puerta de aquel armatoste de hierro, encendió otro fósforo para ver su
interior y lo examinó detenidamente, metiendo allí casi la mitad de su menudo
cuerpo. De la caldera partía un tubo que comunicaba con la habitación superior.
—Es una oportunidad y hay que tratar de aprovecharla —me anunció—. Bien
sabe el buen Dios que, de no intentarlo, esos canallas dejarán que nos pudramos aquí
hasta que no seamos más que un par de esqueletos… Espéreme aquí, amigo
Trowbridge… Au revoir… O vuelvo pronto para liberarlo, o quizás mañana nos
veamos en el cielo…
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No me dio tiempo a decirle nada. Se metió en la caldera y desapareció. A través
del amplio tubo me llegaba un sonido inequívoco. Había comenzado a subir a la
planta superior.
Esperé, por supuesto, porque además no podía hacer otra cosa. Pero estaba
muerto de miedo y de aprensión. De Grandin era menudo y estrecho como una
muchacha, es verdad, y por eso podía meterse allí y deslizarse… Pero a la vez tenía la
terrible impresión de que no volvería a verlo, de que no volveríamos a vernos…
Quizás no pudiera hallar la salida que él suponía. Quizás aquellos bestias lo
descubrieran… Era, desde luego, probablemente la única oportunidad que se nos
presentaba para escapar de allí, como él mismo había dicho, pero en cualquier caso se
trataba de un plan suicida, ni más ni menos.
¡Clic!, sonó un rato después la cerradura de la puerta y me estremecí de terror,
suponiendo que nuestros carceleros iban a buscarme. Es imposible que alguien pueda
imaginar mi sensación de alivio cuando vi a la luz de un fósforo al pequeño francés
con una sonrisa de triunfo, invitándome a salir de aquella lóbrega celda.
—Mordieu, no ha sido tan difícil como me temía —me dijo—. El primer tubo, y
los otros dos de más arriba, eran suficientemente espaciosos como para que pudiera
deslizarme por ellos sin mayor problema… Gracias a Dios, en la planta de arriba hay
una trampilla, por la que pude salir tranquilamente a la habitación. Y no había nadie
en ella, querido amigo… Pero, salgamos de aquí, larguémonos, que corremos el
peligro de que nos pase algo peor que contraer reumatismo aquí abajo.
Tan silenciosamente como pudimos caminamos por el largo pasillo, subimos por
una escalera de peldaños que crujían, por lo que nos esmerábamos más que antes aún
en no hacer ruido, y de repente desembocamos en un amplio salón lujosamente
decorado según los usos de la India más oriental, y también con varias armaduras
medievales europeas con sus correspondientes yelmos y cotas de malla. Una gran
panoplia con armas antiguas presidía aquel salón enorme.
De Grandin lo observaba todo con gran atención, aprovechando que nadie había
allí, salvo un gato que se marchó nada más percatarse de nuestra presencia.
—¡Ya lo tengo! —me dijo De Grandin—. Pero, c’est joli…
Seguimos recorriendo aquel salón, contemplando de cerca las armaduras. Y de
repente, me dijo:
—¡Vamos, mon ami, métase en una, rápido!
Con su ayuda me metí en una de aquellas armaduras, me ajusté la golilla y la
cota, me aseguré brazos y piernas, eché la visera del yelmo, y en fin, parecí pronto
dispuesto para un extraño combate. El francés, riéndose bajo, me dijo que todo estaba
perfecto y fue a meterse él en otra armadura próxima.
Así, firmes, contra la pared, ocultos en nuestras armaduras, esperamos. Nadie que
no nos hubiese visto meternos en ellas podría sospechar que estuviéramos allí.
Antes, De Grandin había tomado de la panoplia una muy afilada misericordia[50]
que contemplaba con auténtico embeleso.
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Comprendí poco después que hubiera tenido la precaución de armarse, cuando
oímos pasos apresurados. Y cuando casi al instante vimos entrar en aquel lugar a un
hombre muy alto y musculoso, barbado y vestido a la manera oriental, que
prácticamente arrastraba de un brazo a una muchacha menuda y medio desnuda,
cubierta sólo por algunas sedas… Era una trágica versión hindú de una bailarina
parisina de cualquier night club.
—¡Tienes que hacerlo, por Vishnu! —le gritó aquel hombre, apretándola el cuello
con ambas manos como si fuese a estrangularla—. ¡Tienes que bailar como lo ordena
el Maestro, o te reventaré a puñetazos la nariz! ¿Que te da vergüenza? ¿Pero es que
no te ves, criatura? ¿Para qué quieres ya la vergüenza? ¡Tú, hija de mil iniquidades, o
bailas con las demás, o mañana harás compañía a dos muertos en la celda del sótano,
ya verás qué lecho de rosas tan bonito!
—Eh bien, querido amigo —se dejó sentir entonces la voz del doctor De Grandin,
desde el interior de su armadura—; puede que tengas razón, pero te aseguro que no
vivirás para contarlo.
El tipo miró en derredor suyo, sorprendido; dio unos pasos hacia la armadura
donde estaba el francés, quizás intuyendo que de allí había salido la voz, pero se
volvió desconcertado… Nunca lo hubiera hecho. Con la precisión de un cirujano De
Grandin le clavó su misericordia en el lugar exacto de la espina dorsal que podría
dejarlo sin vida. Se tambaleó y cayó muerto al instante.
—¡Silencio, pequeña odalisca! —ordenó De Grandin a la muchacha que había
abierto la boca como para gritar—. Vuelve corriendo al lugar de donde te sacó este
canalla, y espera, pues no tardarás en ser liberada… Antes, debemos acabar con estos
auténticos hijos de unos puercos, y si es posible, meter en la cárcel a los que queden
con vida… ¡Vamos, date prisa, desaparece, que en breve habrá aquí más gente!
La muchacha se marchó aprisa del salón, silenciosos no obstante sus pequeños
pies descalzos. De Grandin salió entonces de su armadura para hacerse con algunas
armas más de las que había en la gran panoplia. Cuando volvía a guarecerse en la
armadura, me dijo:
—Desde aquí podremos observarlo todo como si estuviéramos en un balcón…
Quizás se nos presente la ocasión, amigo mío, de tomar parte activa en los siniestros
juegos que aquí se hacen.
Transcurría el tiempo, sin embargo, y como nada pasaba, De Grandin sugirió que
fuéramos a inspeccionar el lugar. Salimos del salón y al final del pasillo vimos la
escalera que llevaba a la planta inferior. Supimos así que abajo estaba el salón
principal de la casa, y con el mismo cuidado que antes, paso a paso y sin hacer ruido,
tarea harto difícil toda vez que lo hacíamos con nuestras armaduras puestas, fuimos
descendiendo los peldaños de madera de la escalera hasta situarnos a la altura precisa
para ver sin ser vistos.
El salón era aún más grande que el de arriba y estaba decorado de modo
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fantástico, con butacas de ensueño, sofás, cojines de seda, alfombras
extraordinariamente ricas… Había varios hombres, vestidos de etiqueta todos ellos,
que conversaban en un corrillo de pie, en el justo centro del salón.
—Me parece que está a punto de comenzar la representación —dijo De Grandin
en un susurro a través de su yelmo—. ¿Oyó usted lo que me contó Mademoiselle
Ewell en la cámara de tortura donde la descubrimos?
—No.
—Mordieu, es una historia que te pone los pelos de punta. Esta casa, amigo mío,
es la más auténtica mansión del Demonio, créalo; esto es una auténtica cárcel de
esclavas, ni más ni menos, querido Trowbridge… Aquí hay gente que secuestra a
mujeres jóvenes para someterlas a una vida de degradación; gente que se dedica a
cazar a jóvenes mujeres como si fueran animales salvajes para llevarlos al circo. El
jefe, el Maestro, como le llaman, de tan sucio negocio, es un hindú que ya se había
dedicado a lo mismo en la India hasta que los británicos lo metieron en prisión. Mas
en cuanto cumplió condena, reorganizó las redes de sus sicarios y una vez se hubo
trasladado aquí volvió al negocio de los harenes… Me temo, por lo que pudimos
comprobar con esa infeliz, que tan infame Maestro ha perfeccionado sus técnicas de
sometimiento y tortura de las mujeres.
»El cuartel general de su organización, por así decirlo, está en España, cosa de la
que ya había oído hablar, por cierto; pero el negocio tiene ramificaciones en varios
países. Explotan hasta la práctica consunción a las muchachas, y cuando ya no les
sirven más en un lugar, las envían a otro, previo pago. Tienen intermediarios en
Sudamérica, en África y hasta en China. Venden mujeres, pues, para los harenes de
todo el mundo.
»Naturalmente, por lo general convierten en sus víctimas a pobres muchachas sin
más relevancia que la de su juventud y hermosura; dependientas, criadas… Mas
también, como hemos visto, en ocasiones raptan a otras que han tenido un accidente
de carretera, o que se han extraviado en un cruce de caminos. Llegan incluso a
socorrer a una mujer accidentada, para después secuestrarla… Estamos, así, ante un
nuevo esquema, ante un nuevo planteamiento en sus actuaciones, muy distinto de
aquel por el que se conducía la organización cuando radicaba en la India… Excuso
decirle que las mujeres que se niegan a servir a los propósitos de estos canallas son
salvajemente violadas y torturadas hasta que no les queda más remedio que rendirse
para evitarse mayores crueldades e incluso la muerte.
»También hemos comprobado, Mordieu, una de sus nuevas tácticas: ese injerto
quirúrgico de las máscaras de metal dorado en la carne de las mujeres, para que no
puedan ser reconocidas y para que no puedan descubrir su faz… Y la forma de
vestirlas, y los pañuelos o turbantes en las cabezas… En realidad tratan de
convertirlas en una especie de gemelas a todas ellas, con la intención, igualmente, de
que no puedan reconocerse… Añada a eso que las vigilan estrictamente para que
apenas puedan dirigirse la palabra… A Mademoiselle Ewell, por ejemplo, la llevaron
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al lecho de tortura donde la hallamos por romper esa regla que exige silencio.
—Pero todo esto es horrible, parece increíble que pueda ocurrir en nuestra ciudad
—le interrumpí.
—¿Increíble? —me dijo irritado—. ¿Es que acaso no hemos visto con nuestros
propios ojos lo suficiente como para saber de la maldad que alberga esta casa?
¿Acaso no hemos visto a la pobre Mademoiselle Ewell? ¿Es que no sabemos que su
hermana, la infeliz Madame Mazie, apareció flotando en el río con el cuerpo
destrozado?… Le digo más: estos canallas, al descubrir que la pobre criatura estaba
embarazada, y no sirviéndoles por ello para sus propósitos, la mataron y arrojaron
después al río suponiendo que el agua se encargaría de borrar todo rastro de su
crimen.
»¿Y qué me dice de ese execrable capataz de esclavos al que he tenido que matar?
¿No vio usted cómo ordenaba que bailase a esa otra pobre muchacha? —hizo una
pausa y prosiguió, ahora más con un sonido sibilante que con un susurro—: Así como
nosotros enviamos a Argelia a cumplir el servicio militar a nuestros jóvenes, a estas
pobres mujeres las destinan a cumplir un servicio aún más brutal e indigno que el
militar en estos harenes frecuentados por hombres corruptos, para los cuales nada
vale la vida de estas criaturas.
Avisé entonces a De Grandin del movimiento que se producía entre aquellos
hombres vestidos de etiqueta que conversaban en el salón, pues se habían vuelto
hacia una puerta del mismo comunicada con otra estancia.
Con andares propios de un bailarín de rangos apareció entonces un hombre
ataviado al modo de los ricos cortesanos hindúes, luciendo una capa rutilante de satén
púrpura, que llevaba atada al cuello con leves lazos unidos por un gran zafiro rojo y
le caía hasta las rodillas. Lucía también un calzón blanco de Marruecos anudado a los
tobillos y babuchas rojas, también de Marruecos. Se tocaba con un gran turbante de
seda color melocotón, adornado con brillantes y dos hileras de perlas, como las de los
collares que le caían hasta la mitad del pecho. Llevaba una mano negligentemente
pegada al pecho, mientras con la otra se acariciaba de continuo sus largos y muy
negros mostachos.
—Caballeros —anunció aquel hombre con una voz y una actitud lánguidas—, si
están preparados, en breve podrán presenciar algo que les resultará insólito y
alucinante, como dicen en su lengua vernácula.
Se apartó del corrillo de los hombres vestidos de etiqueta, con cierta actitud
insolente, y con los mismos andares con que se había hecho presente en el salón salió
por donde había llegado… Entonces lo reconocí: era uno de los que nos había
sorprendido y golpeado bestialmente en la cámara de tortura.
De Grandin también lo identificó al momento, pues le oí decir a través de su
yelmo:
—Canalla, malnacido, hijo de los infiernos… Pavonéate cuanto puedas antes de
que te ponga la mano encima… Te juro que ha de llegarte la hora en que Jules de
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Grandin te deje hecho un guiñapo a tal punto que nadie de quienes ahora te adulan
pueda reconocerte.
Apenas desapareció aquel tipo hizo su entrada en el salón una mujer alta, de
formas angulosas, con la cara cubierta por un pañuelo negro y con un pequeño
instrumento[51] japonés de cuerda en las manos. Saludó a la concurrencia con una
lenta y profunda inclinación de cabeza, se arrodilló no menos lentamente sobre un
gran cojín de seda, y comenzó a tañer las cuerdas de su instrumento muy
delicadamente, extrayéndole unas notas sublimes.
Mientras la instrumentista hacía aquella música deliciosa, apareció de nuevo el
tipo del turbante de antes, que era evidentemente el maestro de ceremonias, o el jefe
de pista de aquel circo siniestro, dio unas palmadas, y desde cuatro puertas distintas
que daban al salón entraron cuatro muchachas que se reunieron en el centro, mientras
los asistentes tomaban asiento en los sofás y en las butacas. Lucían aquellas
muchachas brillantes quimonos en rojo, blanco y azul con pájaros y flores bellamente
bordados a la espalda; en los pies llevaban las zori, las típicas sandalias japonesas.
Tenían en los rostros las siniestras máscaras de oro y llevaban el cabello cubierto por
pañuelos como el que le habíamos visto a Ewell, señal inequívoca de que eran
esclavas, víctimas de secuestros… Bajo sus pañuelos, sin embargo, se adivinaba
merced a su volumen que iban peinadas al modo japonés… Y en sus labios pintados
de un rojo muy brillante mostraban sonrisas forzadas, poco naturales.
Un poco más allá del centro del salón, a poca distancia de la escalera donde
estábamos De Grandin y yo, había una tarima cubierta por completo por una
alfombra indescriptible. Hasta allí fueron, con pasos exageradamente cortos, muy
fingidos, aquellas cuatro mujeres. Nada más subir se despojaron de sus sandalias para
ponerse de rodillas e hicieron una reverencia dirigida a los caballeros que las
contemplaban, hasta tocar la alfombra con sus frentes. Volvieron a ponerse en pie e
inclinaron la cabeza, en afectación de modestia, hasta ocultar sus rostros, o sus
máscaras, en los quimonos.
De nuevo apareció el maestro de ceremonias, dio otras dos palmadas, y la mujer
encargada de la música, ahora con más brío, con mayor ritmo, tañó de nuevo su
instrumento… Comenzaba el baile. O algo parecido, porque, más que bailar, aquellas
mujeres ofrecían posturas obscenas a medias entre el ritual y el ofrecimiento de sí
mismas, lentamente, acompañando cada una de sus posturas de un movimiento en ola
de sus manos.
El maestro de ceremonias se unió entonces al espectáculo: con una voz grave,
honda, casi de bajo, comenzó a cantar al ritmo de la música: «Chonkina, chonkina».
Y remataba tras dar una palmada: «Hoi!» Y vuelta a empezar.
Al cabo cesaron de golpe música, canto y danza. Las danzarinas quedaron
entonces en la postura inicial, como si se hubiera rebobinado la cinta de una película.
Se hizo un gran silencio. Sólo se escuchaba la respiración agitada de los hombres
que asistían al espectáculo, que parecían muy complacidos con la danza de las
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muchachas. El silencio era expectante, pues parecía evidente que no podrían
mantener por mucho tiempo las danzarinas aquella postura.
Así fue. De nuevo se dejó sentir la voz grave del maestro de ceremonias, que dio
una orden incomprensible pero perfectamente audible, un gruñido gutural.
De inmediato produjeron las danzarinas un revuelo multicolor con sus quimonos,
una ola roja, azul y blanca que parecía enmarcar el fulgor de sus máscaras de oro…
Pero no variaban su gesto, la tristeza de aquella sonrisa forzada en sus labios.
Cuanto más las observaba, más tristes me parecían, no obstante la
espectacularidad de sus movimientos, que cada vez eran más obscenos. Sabían que su
vida dependía de cuán complacida dejaran a la concurrencia vestida de etiqueta, y al
maestro de ceremonias. Así, a una nueva voz del maestro de ceremonias, se
despojaron de sus quimonos para bailar sólo con sus bragas de algodón puestas, lo
que hizo aplaudir de gozo a los hombres que contemplaban aquello.
Cesó la música y las pobres criaturas volvieron a arrodillarse y a inclinar la
cabeza, en señal de sumisión, hasta alcanzar con la frente la alfombra que cubría la
tarima… Después, tras una palmada del maestro de ceremonias, se dirigió cada una a
la puerta por la que había salido, con los mismos y exagerados cortos pasos de antes,
avergonzadas, cubriéndose apenas los senos con las manos mientras los caballeros
asistentes les decían toda clase de obscenidades.
—Dieu de Dieu —oí mascullar a De Grandin—. ¿Por qué no asalta esta casa de
una vez por todas la tropa del teniente? ¿Hasta cuándo durará este degradante
espectáculo?
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gauchos de la Pampa argentina enlazan a los toros de sus manadas.
—¡Maldito diablo! —dijo De Grandin entre dientes con una indignación creciente
—. Sé bien lo que va a hacer… Lo llaman la danza del látigo y las boleadoras…
Golpeará a esa pobre criatura hasta la extenuación… He visto estos shows en Buenos
Aires, amigo Trowbridge, pero que Satán me achicharre en sus calderas si consiento
en verlo de nuevo… Vamos, amigo mío, ha llegado el momento de que entremos en
acción, no podemos seguir impávidos ante lo que aquí sucede… Quédese aquí y
golpee a todo el que le pase por delante con su brazo de hierro. Yo empiezo a actuar.
Como un ingenio de otro tiempo De Grandin, oculto en su armadura, echó a
caminar entonces hacia el centro del salón, bajando la escalera con un ruido que no se
molestaba en atenuar.
Los que allí estaban se volvieron sorprendidos para mirarlo como si viesen que lo
hacía un sofá, una mesa, una silla… cualquier objeto inanimado que cobrara vida de
improviso.
—¿Pero qué es esto, qué demonios es esto? —preguntó divertido uno de aquellos
sujetos vestidos de etiqueta que presenciaban el espectáculo, el cual daba muestras de
hallarse muy borracho, mientras sacaba del bolsillo su caneca de licor para echarse un
nuevo trago.
De Grandin alargó hacia él el brazo izquierdo de su armadura, tomó con sus
dedos de hierro la caneca del tipo, la apretó hasta convertirla en una bola y sacudió
después un puñetazo terrible en la cara del borracho.
Aquel hombre cayó patas arriba sangrando por la nariz y la boca, ya que el golpe
le rompió varios dientes.
—¡Bhut[52]! ¡Un bhut! —gritó uno de los sirvientes hindúes que había en cada
puerta.
El pánico se apoderó de todos los allí presentes. Dos de los hombres que asistían
al espectáculo corrieron a la panoplia del salón y tomaron de allí sendas espadas con
las que atacar al médico francés.
¡Clang!, sonaban sus espadazos contra el yelmo de la armadura, que sin embargo
estaba más templado en buen acero que aquel que lució Enrique de Inglaterra cuando
se alzó victorioso en Agincourt. De Grandin no corría el menor peligro. Desde donde
me encontraba oía su risa despectiva para con quienes le atacaban con saña inútil.
Aquellos tipos seguían descargando golpes de espada contra él, y De Grandin
como si nada, continuaba riéndose, llenándoles de improperios, unos dichos en
francés y otros en inglés. Ellos se enfurecían como perros de presa burlados, pero
nada podían contra él.
De Grandin, en un momento, harto de la estupidez de aquellos sujetos, alzó sus
puños de hierro y los golpeó terriblemente, haciéndoles caer sin sentido al suelo.
Otros más tomaron el lugar de los anteriores para atacar a De Grandin, con el
mismo resultado.
Pero algo me alertó, haciendo que mi respiración se agitase. Vi que dos sirvientes
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hindúes descolgaban un gran cortinón y se aproximaban lentamente por detrás hacia
De Grandin para echárselo por encima como si fuera una red y derribarlo. Cuando lo
vi en el suelo, sobre la espalda de su armadura, me precipité tan rápido como me fue
posible para socorrerle, pero no lo hice con la diligencia suficiente pues ya
comenzaban a descargar golpes contra la armadura, sin duda con la intención de
reducir a quien se guarecía tras ella y descubrirlo. En ese momento lo vi todo perdido.
De repente, sin embargo, ocurrió algo que no pudo sino hacer que me palpitara
gozoso el corazón. Oí un estruendo de ventanas y cristales rotos, de puertas
derribadas, de pasos fuertes y seguros en la escalera, en el pasillo, en el salón… Y
una voz que daba el alto en nombre de la ley a los que allí estaban.
Aparecieron hindúes, sin embargo, por todas partes, armados con picas y espadas,
dispuestos a enfrentarse a los agentes. Todo cesó, en cualquier caso, cuando se dejó
sentir el rat-ta-ta-ta-ta de un rifle automático que hizo caer a aquellos salvajes como
las hojas de los árboles bajo el fuerte viento de una tormenta de verano. Poco después
no hubo más que silencio y un fuerte olor a pólvora.
—Nom d’un porc, mon lieutenant —dijo De Grandin mientras se arreglaba de la
mejor manera posible sus ropas para volver a casa—, llegó usted en el momento
oportuno para interrumpir a estos canallas su gran noche. Diez segundos más, y
mucho me temo que no hubiera encontrado otra cosa que el cuerpo del finado Jules
de Grandin.
Recuperamos la ropa de todas las mujeres allí secuestradas en las habitaciones
secretas de la casa; manos expertas, con el instrumental preciso, les quitaron las
máscaras de oro clavadas en la carne, descubriendo sus rostros heridos y necesitados
de tratamiento. Pero estaban vivas. Quedaron en libertad Ewell Eaton, las tres amigas
de la hermandad, la pobre dependienta de los almacenes… Todas fueron conducidas
hasta sus respectivos domicilios en vehículos policiales.
—Bueno, ahora hay que poner a buen recaudo a todos estos malditos monicacos
—dijo el joven oficial señalando a la clientela de aquella maldita casa—. Hay que
verlos, tan elegantes ellos, y pagando el precio infame que exigían aquí para
presenciar un espectáculo criminal… Me parece que les sentará bien la condena a
trabajos forzados que seguramente les caerá encima, seis meses, como poco, dándole
al pico y a la pala… Y ardo en deseos de ver los periódicos de mañana, cuando den
cuenta de la noticia y echen por tierra la reputación de gente elegante y noble que
tienen estos malhechores.
—Tiene usted razón, teniente —dijo De Grandin—. Realmente, me parece
deplorable que la ley no nos consienta ver qué hay en el interior de sus estúpidos
cuerpos que les lleve a comportarse como lo hacen… Le aseguro que me encantaría
hacerles una especie de autopsia muy especial, para averiguarlo, y sin utilizar
anestesia… Mientras tanto…
Estrechó con agradecimiento la mano del joven oficial y se lo llevó en un aparte,
conversando ambos confidencialmente.
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Dos minutos después se reunió conmigo, con un brillo muy especial en los ojos y
oliendo un poco a whisky.
—Barbe d’un chameau, ese joven oficial es un hombre realmente atento e
inteligente —dijo mientras se limpiaba los labios con su pañuelo de seda que olía a
lavanda y llevaba bordadas sus iniciales.
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LA BROMA MACABRA DE WARBURG TANTAVUL
Warburg Tantavul se estaba muriendo. Poco más que piel y huesos, yacía sobre
los almohadones de su gran cama y sonreía como si estar a punto de morirse le
resultara lánguidamente divertido.
Sin embargo, ni siquiera cuando gozó de buena salud aquel hombre había
resultado precisamente atractivo. Ahora, hecho una ruina humana por la enfermedad,
su sonrisa, aunque demostraba bastante autosuficiencia a pesar de su cara de
moribundo, no resultaba más espantosa.
Aquellos ojos que le había dado la naturaleza eran pequeños, hundidos, crueles e
inhumanos. Su boca, a la que sus propios pensamientos e ideas sobre la vida habían
llenado de arrugas a lo largo de toda una vida, era grande pero de labios muy finos,
apenas tenía color e incluso cuando estaba a punto de agostarse su vida mostraba la
misma violencia de siempre, más allá de que se le vieran los dientes, que los tenía
perfectos. A punto de morirse, su sonrisa hacía aún más siniestra la expresión de sus
ojos amarillentos; una sonrisa que obligaba a mirarle la fila inferior de sus dientes,
que ofrecía la sugestión de que de un momento a otro iba a soltar alguna de sus
bromas profundamente antipáticas.
—¿Sigues decidido a casarte con Arabella? —preguntó a su hijo, mirándolo con
expresión sardónica, acrecentando su sonrisa de autosuficiencia.
—Sí, padre, pero…
—No hay peros, hijo mío —dijo ahora con una expresión más de hartazgo que de
sarcasmo—, no hay peros que valgan… Ya sabes que no puedo mostrarme de
acuerdo con esa boda porque estoy seguro de que lamentarás casarte hasta el día que
te mueras… No obstante —hizo una pausa, carraspeo y tomó aire antes de proseguir
—, haz lo que te venga en gana, cásate con ella… si eso es lo que te pide tu
corazón… He tratado de avisarte por todos los medios del peligro que corres
haciéndolo, muchacho, por lo que nunca podrás decir que tu padre no se preocupó de
ti.
Pareció hundirse por un momento en sus almohadones, agitado por un
movimiento convulso, mas después de tomar aire y mostrarse recuperado, soltó a su
hijo abruptamente:
—Lárgate de aquí… Fuera de mi vista, pobre tonto… Y ten bien presente en todo
momento lo que te he dicho.
—Padre —comenzó a decir el joven Tantavul aún junto a la cama del moribundo,
pero la mirada de furia que le lanzaba el anciano le cortó las palabras.
—He dicho que te largues de aquí —repitió lentamente su padre moribundo.
El muchacho salió en silencio, cerrando tras de sí suavemente la puerta de la
habitación.
—Enfermera —ordenó entonces el anciano Tantavul—, alcánceme usted esa foto.
Su respiración era por momentos más lenta y dificultosa; no obstante, sus dedos
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señalaban con firmeza lo que pedía, con el gesto imperativo de siempre: aquella
fotografía enmarcada en plata en la que se veía a una mujer, que estaba sobre la
cómoda del cuarto.
Cuando la enfermera le llevó hasta la cama el marco de plata que contenía la foto,
lo agarró con dedos ávidos y a la vez solemnes, como si fuese una reliquia, y tras
mirar largamente la foto entornó los ojos, ahora con un gesto menos cruel.
—Lucy —susurró con la voz baja y apenas audible—, esos dos van a casarse,
Lucy, a pesar de todo lo que le he dicho… Van a casarse, Lucy, ¿me oyes? —su voz,
quejumbrosa ahora como la de un niño a punto de llorar, pareció adquirir mayor vigor
mientras se ponía lentamente la fotografía enmarcada ante los ojos—, van a casarse,
Lucy, amor mío, van a casarse…
Y abruptamente, como si la última sílaba que dijo fuese una nota musical que se
desvanecía, el viejo Tantavul se echó a llorar. La fotografía, aún atenazada por sus
dedos, cayó sobre la colcha de la cama mientras trataba de hallar mejor postura sobre
los almohadones. Aún mostraba, a pesar del llanto, una leve sombra de aquella
sonrisa autosuficiente y sardónica de antes.
Entre las obligaciones de la enfermera que lo atendía estaba la de llamar al
médico ante cualquier cambio en el estado del paciente que se presentara. Pero como
yo también me hallaba en ese instante en la habitación del moribundo, Miss
Williamson no tuvo necesidad de hacerlo, limitándose a observarme cuando le
tomaba el pulso sólo para certificar su defunción. Miss Williamson, sin decir palabra,
con los movimientos mecánicos de tantos años de práctica, buena cumplidora de su
deber, procedió de inmediato a sujetarle las mandíbulas con un pañuelo, así como a
atarle con una venda las manos y los tobillos, dejándolo preparado para cuando
llegaran los de la Funeraria Martin a llevárselo.
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habitación del doctor De Grandin—. Acaban de llegar el señor y la señorita Tantavul,
y…
—Pues dígales usted que se vayan por donde han venido, ma charmeuse… No sé;
dígales que se tiren a la bahía, qué sé yo… Lo que me fallaba ahora, esos enfants
dans le bois…
La verdad es que ni la menor reminiscencia del cuento de los niños perdidos en el
bosque había en la pareja que acudía a mi casa, y cuyos componentes, para colmo, en
vez de quedarse aguardando tranquilamente en el vestíbulo, habían seguido a mi
criada hasta la habitación que ocupaba el entonces colérico médico francés.
Dennis Tantavul, curiosamente, parecía más joven que la última vez que lo había
visto; la joven dama que iba con él tenía tal pinta de desamparo, que no pude sino
experimentar un fuerte sentimiento de piedad hacia ella; incluso me pareció bastante
simplona. Parecían temerosos. Iban de la mano, sin soltarse en ningún momento,
como niños que se dispusieran a cruzar un cementerio; en sus ojos se percibía
claramente una mirada de pánico, un terror que los enfermaba. La misma expresión
que tantas veces me había sido dado observar en gentes a las que, tras un examen de
rayos X y un análisis de sangre, tenía que confirmar el diagnóstico de un carcinoma.
—¡Monsieur, Mademoiselle! —dijo sin embargo De Grandin al percatarse de que
estaban en la puerta de su habitación, con toda la dignidad que le fue posible, aun
hallándose con su batín y tras haber dicho lo que sin duda ellos le habían oído decir
cuando mi criada le comunicó su presencia—. Disculpen mis palabras, tengan la
bondad… Paso por una situación realmente calamitosa, que me ha sacado de mis
casillas… No sé cómo he podido decir cosas tan impropias…
La joven sonrió inocentemente, dándole a entender que no hacía falta que se
disculpara.
—No se preocupe, le comprendemos —dijo—. Es que tenemos un grave
problema y hemos venido a ver al doctor Trowbridge…
—Ah, ¿entonces no precisan de mis servicios? —dijo complacido y aliviado.
Yo, que acababa de llegar y me había percatado de lo que ocurría, dije desde
abajo:
—Quizás pueda usted ayudarnos, doctor De Grandin.
Subí e hice las oportunas presentaciones.
—El honor es todo mío, Mademoiselle —dijo De Grandin llevándose los dedos
de la joven dama a sus labios—. Supongo que usted y su hermano sabrán
perdonarme…
—No es mi hermano —lo interrumpió ella con una sonrisa—. Somos primos…
Por eso acudimos al doctor Trowbridge.
No pudo evitar De Grandin un gesto de sorpresa, o de no comprender lo que
ocurría.
—Pardonnez-moi? —dijo pasándose un dedo por sus rubios bigotes encerados—.
Llevo poco tiempo viviendo en su ciudad, y quizás aún no domino del todo su
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idioma… ¿Quiere decir que vienen a ver al doctor Trowbridge porque usted y
Monsieur son primos? Mire, quizás sea más tonto que un cerdito, pero le aseguro que
no entiendo una palabra de todo esto…
Dennis Tantavul, aunque tímidamente, se vio en la necesidad de intervenir:
—No se trata de nuestra relación familiar en sí, doctor —dijo—. Al menos, no del
todo, aunque… —se dirigió entonces a mí y prosiguió—: Usted, doctor, estaba junto
al lecho de muerte de mi padre cuando exhaló su último suspiro… Por eso le oyó
decir poco antes lo que opinaba sobre mi matrimonio con Arabella…
Asentí muy serio.
—Pues hay algo, doctor —siguió diciendo el joven Tantavul—, algo realmente
espantoso que quiero comunicarle; es como si me siguiera vigilando… Doctor, tengo
la impresión desazonadora de que, aún muerto, sigue haciéndome befa, sigue
reprochándome que me quiera casar con ella. Esté donde esté, sigue considerándome
un imbécil, no me puedo quitar de la cabeza este pensamiento.
—¿Se ha leído ya el testamento? —pregunté.
El joven respondió:
—Sí, señor, mire, aquí lo tengo.
Sacó nerviosamente de su bolsillo un papel plegado, que abrió y me entregó,
señalándome el siguiente párrafo:
«Lego a mi hijo Dennis Tantavul todas las posesiones que deje en el momento de
mi muerte, así como la parte que me corresponde en aquellas de las que soy
accionista con otras personas, así como todos mis activos bancarios, siempre y
cuando no contraiga matrimonio con Arabella Tantavul. En caso de hacerlo, recibirá
mi hijo sólo la mitad de mis pertenencias, debiendo ir a parar la otra mitad a la
mencionada Arabella Tantavul, pues vive en mi casa desde los primeros días de su
niñez, por lo que la considero como a una hija».
—Realmente —le dije—, todo esto es muy extraño… Parece como si en el fondo
aprobara esa boda, a pesar de todo… Se muestra muy generoso con ambos, en
cualquier supuesto.
—Mire esto, señor —me interrumpió Dennis—; encontré este sobre entre los
papeles de mi difunto padre.
Era un sobre lacrado, en el que se podía leer perfectamente:
«Para mis queridos niños, Dennis y Arabella Tantavul, que deberán abrir este
sobre sólo cuando haya nacido su primogénito».
Los pequeños ojos azules del doctor De Grandin se abrieron como nunca se los
había visto, sorprendidos. Y le comenzaron a brillar como lo hacían cuando algo le
interesaba de verdad.
—Monsieur Dennis —dijo tomando aquel sobre entre sus manos y examinándolo
cuidadosamente, exponiéndolo a la luz—, el doctor Trowbridge me ha contado algo
de todo esto… quiero decir, acerca de lo que su padre de usted le dijo en el lecho de
muerte, poco antes de fallecer… La verdad es que este asunto, habida cuenta de esa
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dramática escena a la que aludo, parece verdaderamente misterioso… Le sugiero, sin
más, que abra ese sobre y lo lea ahora mismo, no importa lo que indicara su padre.
—No, señor, no podría hacer eso… No puedo hacerlo… Sé que mi padre nunca
me quiso; es más, alguna vez llegué a pensar que me odiaba, pero no soy capaz de
desobedecer su voluntad… Sería como profanar su memoria… Aunque —y sonrió
avergonzado—, el abogado de mi padre, Mr. Bainbridge, está hiera de la ciudad por
un asunto de trabajo, por lo que no puedo entregarle este sobre… Preferiría, en
cualquier caso, que estuviera en manos de una persona neutral, en vez de en las
mías… Por eso hemos venido a ver al doctor Trowbridge, para pedirle que se haga
cargo de la custodia de este sobre, en tanto regresa Mr. Bainbridge a la ciudad…
Mientras…
—Sí, Monsieur, ¿mientras? —dijo De Grandin acuciando al joven Tantavul.
—Bueno, ya sabe usted cómo es la naturaleza humana, doctor —dijo Dennis
volviéndose hacia mí—; nadie sabe de lo que es capaz un hombre cuando decide
quitarse la máscara con que habitualmente se presenta ante los otros… ¿No podría ser
que mi padre delirase, apenas unos momentos antes de expirar, cuando me pidió que
no me casara con Arabella? —su voz sonó apagada, pero sus ojos eran muy
elocuentes.
—Sinceramente —le dije revolviéndome incómodo en mi asiento—, no veo
razones para preocuparse, Dennis… Dijera lo que dijese su padre, tanto el testamento
como lo que pone en ese sobre indican que aceptaba su matrimonio con Arabella…
Me parece que ahí están sus sentimientos al desnudo, por mucho que poco antes de
morir expresara todo lo contrario.
Trataba de ser convincente, pero lo cierto es que, mientras hablaba, me venía a la
cabeza el recuerdo del viejo Tantavul muriéndose, diciendo a su hijo aquellas duras
palabras, que parecían resonar de nuevo en mis oídos claramente… También tenía
muy vivo el recuerdo de cómo confesó su desazón a la foto de aquel retrato, cuando
le habló de la inminente boda de su hijo con su sobrina.
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y dorado, la misma timidez en la mirada…
Allí, sin soltarse de la mano ni un segundo, juntos en el sofá del salón, mientras
Dennis hablaba observé que en sus ojos había un gran temor, un velo de auténtico
pánico.
—¿Usted nos recuerda cuando éramos niños, doctor? —me preguntó.
—Sí, creo que hará unos veinte años que los vi a ustedes por primera vez… Me
llamaron para que lo atendiera a usted, porque se había caído y hecho una herida
poco después de que comenzaran a vivir en la vieja casa de los Stephens, que acababa
de comprar su padre… Sí, fue la primera vez que los vi a ustedes… Recuerdo
también que tenían un cocinero chino que jamás habló con nadie del vecindario…
—¿Y qué pensó al vernos, doctor?
—Umm… Pues, sinceramente, creí que eran hermanos… La verdad es que lo
parecían totalmente.
—¿Cuántos años teníamos entonces, lo sabe?
—Bueno, hace unos veinte años de aquello… No sé exactamente qué edad tienen
ahora, pero creo recordar que cuando los vi por primera vez usted tenía tres años y su
prima, creo, la mitad, algo así, un año y medio, aproximadamente.
—¿Recuerda cuándo nos volvió a ver?
—Sí, más o menos… Recuerdo que usted era algo mayor que ella; usted tendría
entonces ocho, quizás diez años… Creo recordar que estaba usted empachado y le
pregunté si le gustaba el escabeche… Me respondió que no, que le ardía mucho y le
picaba…
—Es verdad, doctor… Mi padre nos hacía comer pescado en escabeche a diario…
Se ponía de pie ante nosotros hasta que nos lo acabábamos, amenazándonos con una
vara…
—¿Cómo?
Los jóvenes asintieron tristemente, moviendo la cabeza y bajando los ojos al
mismo tiempo.
—Sí, señor —repitió Dennis—. Todos los días nos hacía comer pescado en
escabeche… Decía que le gustaba observar los progresos que hacíamos, lo
rápidamente que nos lo comíamos sin dejar un bocado, aunque nos repugnase.
El joven Tantavul hizo un alto y nadie se atrevió a romper aquel silencio.
—Doctor Trowbridge —siguió diciendo al cabo de unos segundos—, si alguien te
trata con una crueldad tan estúpida, tan sin sentido, a lo largo de tu vida, si nadie te
dice jamás una palabra de cariño, ni juega contigo, ni te dice que te quiere, y si te
hace sentir culpable de todo, ¿cómo no sospechar que hay algo extraño? ¿Cómo no
sospechar que detrás de tanta crueldad no puede haber más que locura, un afán de
disfrutar haciendo daño? ¿Pero por qué?
—Creo no entender del todo… —confesé.
—Entonces, escúcheme, por favor… No recuerdo haber visto sonreír a mi padre
ni una sola vez en todos los años que viví a su lado; hablo, por supuesto, de una
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sonrisa bondadosa, amable, de buen humor… Mi vida, como la de Arabella, fue una
sucesión de persecuciones desatadas por él… Persecuciones y castigos… Yo tenía
unos dos años cuando vinimos a vivir a Harrisonville, creo, pero aún guardo
recuerdos, aunque vagos, de nuestra casa del oeste, una casa en una colina que se
asomaba al océano, una casa con un jardín en el que crecían los viñedos y las flores…
Recuerdo también que una mujer preciosa me acunaba en sus brazos con mucha
dulzura y me apretaba contra su pecho, para darme a tomar helado con una
cucharita… Creo que también me cuidaba entonces una niñera, pero su recuerdo es
mucho más impreciso… Bueno, qué más da; quizás más que recuerdos sean
ilusiones; los días de la primera niñez muchas veces se nos presentan como realmente
no fueron, simplemente porque deseamos tener un recuerdo feliz de ellos. Le aseguro
sin embargo, doctor, que siento todo lo que le he dicho en lo más profundo de mi
corazón, como si hubiese ocurrido realmente.
»Mis recuerdos de verdad, por así decirlo, esos recuerdos de los que puedo hablar
con absoluta certeza de no equivocarme ni de fantasear, comienzan con aquel terrible
viaje en tren que hicimos para venir aquí, con aquel calor, con aquella continua
sequedad en la garganta, acompañados mi padre y yo por el cocinero chino del que
hablaba usted antes y por una niña, más pequeña que yo, que según me dijo mi padre
era mi prima Arabella.
»La verdad es que mi padre nos trataba, a Arabella y a mí, con absoluta
imparcialidad. Nos golpeaba sin miramientos por cualquier tontería, nos castigaba
por las cosas más inimaginables, por niñerías… Imagínese que, como niños que
éramos, hacíamos las trastadas lógicas… Y si nos estábamos quietos y sin hacer nada,
nos reñía y nos pegaba por no ir a jugar. Y si jugábamos, nos reñía y nos pegaba por
alborotar…
»Como no nos permitía relacionarnos con los demás niños del vecindario,
jugábamos siempre juntos, inventándonos a veces nuestros propios juegos. Por
ejemplo, yo podía ser el rey Arturo en su castillo y ella la Dama del Lago, la que le
devuelve su espada… Aunque nada decíamos de eso, ambos sabíamos que en
realidad el gigante monstruoso al que me enfrentaba en nuestros juegos era mi
padre… No obstante, cuando ese gigante nos castigaba o nos golpeaba, yo no podía
mostrar precisamente un comportamiento heroico. Estaba aterrado.
»Debía de tener yo doce o trece años cuando hice mi última trastada, por así
decirlo… Como sabe, tras el jardín de nuestra casa hay un terreno en declive que los
antiguos propietarios habían convertido en un campo de lilas muy bonitas, pero las
flores se habían extinguido años atrás por falta de cuidados. Al allanarse de nuevo el
terreno había una pequeña alberca, que era nuestro lugar favorito para jugar en
verano. Allí nadábamos, quizás no tan bien como lo hacían los demás niños, pero
nadábamos; como mi padre no nos había comprado trajes de baño, lo hacíamos con
nuestra ropa interior. Una tarde, mientras nadábamos y jugábamos a salpicarnos agua,
felices como dos cachorros, riéndonos y ajenos a todos como nunca antes, apareció
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de repente mi padre con una varilla de acero en la mano.
»Nos dijo muy serio que saliéramos de inmediato del agua. Su voz era más agria,
seca y agresiva que nunca. “De manera que es así como desperdiciáis el tiempo… O
sea, que a pesar de todos mis esfuerzos porque seáis personas decentes, os dedicáis a
bañaros medio desnudos”, nos dijo.
»Yo le contesté que sólo nadábamos… Y él, por toda respuesta, me soltó una
patada en la boca. “¡Cállate, pequeño canalla! ¡Ya te enseñaré yo a ser un hombre de
verdad!”, me dijo.
»Me sacó del agua tirándome de los pelos, metió mi cabeza entre sus rodillas, y
comenzó a pegarme con la varilla de acero que llevaba consigo, hasta hacer que toda
mi espalda estuviese ensangrentada y se tiñeran de rojo mis calzoncillos blancos de
algodón. Luego me volvió a tirar al agua de una patada, como si fuera un perro.
»Como ya le he dicho, doctor, mi comportamiento no era precisamente heroico.
Estaba aterrorizado, me dolía todo el cuerpo. Fue Arabella quien salió en mi defensa;
fue ella quien me ayudó a salir de la alberca y a sentarme en el borde. Fue ella quien
me estrechó entre sus brazos brindándome consuelo. “Pobre Dennie… Ha sido por mi
culpa, Dennie, no debí pedirte que nos bañáramos”, recuerdo que me decía…
Entonces me besó… Era la primera vez que alguien me besaba, al menos desde que
podía tener esos recuerdos ciertos de los que antes hablaba… “No te preocupes,
Dennie, que nos casaremos cuando el tío Warburg se muera”, me prometió aquel día
aciago, que dejó de serlo al oír lo que me dijo a continuación: “Seré siempre dulce y
buena contigo, te cuidaré en todo momento… Y tú me querrás tanto que nuestro amor
será suficiente para que nos olvidemos de estos días horribles”.
»Creíamos que mi padre se había ido, pero no, sólo estaba escondido por allí para
escuchar lo que hablábamos. Nada más decirme Arabella esas enternecedoras
palabras, salió desde un rododendro… Fue la primera vez que le oí reírse con ganas,
pero lo hacía burlándose de nosotros… “Vaya, vaya… De manera que os vais a casar,
¿eh? Eso sí que tiene gracia… Es lo más divertido que he oído decir en toda mi
vida… Muy bien, pues nada, adelante, ya veremos en qué acaba todo esto”, dijo
volviéndose a reír de nosotros despiadadamente.
»Fue la última vez que me pegó, que nos pegó, pero le aseguro, doctor, que no
paró ni un momento, en lo sucesivo, de inventar torturas mentales con las que
castigarnos… No íbamos al colegio, pero teníamos un tutor, un tipo medio enano y
con cara de rata llamado Ericson, que acudía todos los días a darnos la lección y
después nos hacía leer de pie y en voz alta largo rato, o nos obligaba a recitar de
corrido lo que él mismo nos había leído… Si cometíamos el menor fallo en un
problema de aritmética, o si conjugábamos mal los verbos en francés o en latín, se
reía de nosotros, nos insultaba, y luego bromeaba también con lo de nuestro
matrimonio, cosa de la que evidentemente le había hablado mi padre, llamándonos
las peores cosas que alguien pueda imaginarse.
»Así, pues, doctor Trowbridge, comprenderá usted que ni siquiera ahora pueda
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hallar paz, que incluso ahora que mi padre ha muerto siga teniendo la sensación
espantosa de que continúa vigilándome, riéndose de mí… Tengo por ello la sospecha
de que esas sus disposiciones testamentarias no sean más que otra broma siniestra,
otra forma de tratar de hacernos daño… Creo que se fue a la tumba con la intención
de seguir mortificándonos desde allí.
—Sé bien cómo se siente, muchacho, y créame que le comprendo —le dije—,
pero…
—¡Pero ojalá se cueza su maldito padre en las cocinas del infierno, querido
joven! —intervino entonces De Grandin, así de vehementemente—. El funeral por el
alma de ese depravado se celebrará mañana a las dos de la tarde, n’est-ce pas? Très
bien… Pues les aseguro, queridos jóvenes, que mañana, a las ocho de la tarde, estarán
casándose ustedes… Sólo les pido que me permitan ser el testigo de su boda; yo lo
acompañaré a usted, muchacho, y el doctor Trowbridge será quien lleve a la novia
ante el altar. Después disfrutarán de una merecida luna de miel en la que descubran
cuán dulces y deleitosos pueden llegar a ser los juegos del amor… Sobre todo para
ustedes, privados durante tanto tiempo de cariño, respeto y comprensión… Por lo
demás, no se preocupen; nosotros nos encargaremos de velar por sus papeles, hasta
que vuelva ese abogado… ¿Así que cree usted que su padre sigue burlándose,
verdad? Bueno, pues Jules de Grandin le asegura que también en este caso, quien ría
el último reirá mejor, o que serán otros rostros los que exhiban una sonrisa triunfal.
Nadie llegó a conocer bien a Warburg Tantavul en vida; su soledad hizo que se le
revistiera con un halo de misterio. Ahora, rotas las barreras, ido al otro mundo aquel
ser que tanto temor o simple rechazo inspiraba a sus vecinos, la capilla de la
Funeraria Martin estaba llena de gente, sobre todo mujeres, para asistir a los oficios
por el difunto.
El suave sol de la tarde iluminaba el interior de la capilla a través de los cristales
de las ventanas, y resaltaba la pulida madera de caoba del ataúd. Aquí y allí, una nota
de color, puesta por lo general por el sombrerito de alguna dama del vecindario o por
la corbata de algún caballero. Algunas preguntas rompían de vez en cuando el
respetuoso silencio:
—¿De qué murió?
—¿Deja mucho dinero?
—¿Esos dos jóvenes son sus únicos herederos?
Y empezó a decir el oficiante:
—Señor, tú que ofreces amparo a una generación tras otra… Desde hace miles de
años que sin embargo nos parecen ayer mismo… Oh, tú, señor, ilumínanos con tu
gracia para que seamos capaces de llegar a la comprensión de tu inmensa sabiduría…
El amén final sonó en la capilla de la Funeraria Martin como dicho por un coro de
ranas y sapos. Unos jóvenes empleados se dispusieron alrededor del ataúd para
sacarlo de allí en breve, y dijo monótono y aburrido el oficiante otro de los
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estereotipos del ritual:
—Aquellos que deseen dar el último adiós a Mr. Tantavul, pasen ahora ante sus
restos mortales.
La gente, siempre curiosa en estos casos, lo hizo, aunque ninguno de ellos le
había dado ni un hola ni un adiós en vida. Yo deseaba largarme cuanto antes de allí,
no tenía el menor interés en ver muerto a quien había visto morir. De Grandin, sin
embargo, me sujetó fuertemente por el brazo, reteniéndome… Cuando la última de
aquellas mujeres pasó ante el difunto para darle su adiós, me llevó casi de un tirón
ante el ataúd.
Me pareció ver cierta ironía en su rostro mientras contemplaba al muerto,
mientras se repasaba los mostachos con un dedo…
—Eh bien, viejo amigo… Creo que hemos descubierto el secreto, ¿verdad? Pero
estese tranquilo, que no se lo diremos a nadie… Es un secreto entre nosotros, ¿de
acuerdo? —decía burlón al cadáver que tenía ante sí.
No sé si estuve a punto de gritar de terror o de desmayarme. Quizás fue una
ilusión visual creada por aquel agradable sol de la tarde que se filtraba a través de los
cristales de las ventanas, o quizás fue una de esas cosas que les ocurren a menudo a
los cadáveres, algo que no tenía por qué haberme asustado aunque se trate de cosas
que tienen mucho de fantasmagórico, pues todos los médicos y todos los
embalsamadores las hemos presenciado, o quizás fueran los efectos del formol
utilizado en la disecación del cuerpo, o acaso los gases que acumulan los muertos y
que a veces incluso hacen que parezca que eructan, o porque me impresionó aquella
manera francamente desvergonzada con que se dirigió De Grandin al cadáver, pero lo
cierto es que por un momento, por una fracción de segundo, me pareció que se le
levantaban los párpados en una leve rayita y brillaba aquel amarillo de sus ojos como
poco antes de que muriese. En una mirada que encima se me antojó de odio y de
furia.
—¡Por Dios, vámonos de aquí! —rogué al francés—. ¡Parece que nos ha mirado,
De Grandin!
—Et puis… ¿Y qué? Me importa un bledo, amigo mío… Le aseguro que puedo
soportarle la mirada tranquilamente… Sabemos que este tipo, aunque mala persona,
era listo… Pero le aseguro que Jules de Grandin no es ningún imbécil y le tiene bien
tomada la medida.
Unos meses más tarde, cuidadoso pero firme, el doctor De Grandin extraía al niño
ensangrentado del interior de la madre, mientras yo me apresuraba a envolverlo en
una toalla caliente. Poco después, aquella pequeña boca desdentada del recién nacido
prorrumpía en ese llanto con que se inicia la vida.
—Yo tampoco entiendo nada —le dije cuando salíamos del hospital—. Si ese
viejo gruñón simuló dejar un mensaje a sus herederos, sin duda lo hizo para
mantenerlos en ascuas, como si quisiera tenerlos en tensión haciéndoles pensar que
ahí podría haber una cláusula por la cual los desheredaba, no lo sé… Y al final, ¡un
regalo de bienvenida para el bebé! Confieso mi sorpresa, sigo sin entender una
palabra, no comprendo ese perverso sentido del humor.
No obstante, acaso por la tensión contenida, nos echamos a reír. De Grandin se
reía de tal manera que hasta le resbalaban las lágrimas por las mejillas.
—¡Ya veo cuán sorprendido está usted, amigo mío! —me dijo cuando al fin logró
contener sus carcajadas—. Cordieu, querido Trowbridge… Me parece, sin embargo,
que no está usted ni la mitad de sorprendido de lo que acabará estándolo ese maldito
Warburg Tantavul.
No tengo la menor idea de cuánto tuvimos que esperar. Quizás una hora, acaso
menos… En cualquier caso, aquella vigilia se me hizo eterna. Estaba cansado… Me
iba a recostar contra la pared, buscando un punto de apoyo en el que descargar el
peso enorme que sentía, cuando oímos que Arabella decía:
—Sí, tío Warburg, te oigo —respondió con una voz muy suave.
Entramos con el mayor sigilo. Arabella estaba ante la ventana; tras el cristal
vimos la cara encendida de Warburg Tantavul.
Estaba muerto. No había la menor duda a ese respecto. A pesar de que algo
parecido a una llama interna le encendía su rostro, tenía la nariz afilada de los
muertos, la palidez amarillenta y verdosa de los muertos, incluso algunos signos
evidentes de putrefacción. Pero por muy muerto que estuviese, una forma de vida
inexplicable lo mantenía. Su mirada era siniestra y terrible; sus labios lucían un color
rojo muy fuerte, como si acabara de succionar sangre.
—¿Me oyes? —volvió a decir a la mujer—. Entonces, escucha, hija mía… Has
roto la promesa que me hiciste, así que aquí estoy de nuevo. Y re digo más: cada vez
que beses a tu esposo —interrumpió sus palabras para soltar una carcajada espantosa
y prosiguió—: o cada vez que beses a tu hijo, al que tanto amas, mi sombra caerá
sobre ti… Seguiré apareciéndome ante ti todas las noches… Y puede que una noche
entre en vuestra habitación y…
Se calló de golpe. Aquella cara comenzó a flotar en el aire, subiendo y bajando
ante la ventana, ahora con un gesto de sorpresa e incredulidad.
—¿Por qué tienes la ventana abierta esta noche? Y has puesto una persiana
nueva… ¡Puedo entrar, si quiero! —dijo la cara flotante del muerto y no pude evitar
que un estremecimiento me recorriera de parte a parte la espina dorsal.
Arabella se tapó los ojos, espantada por la sonrisa de triunfo del muerto.
—Vamos, canalla —murmuró De Grandin—, acércate, viejo maldito, acércate
sólo un poco…
La cara del muerto flotaba aproximándose cada vez más, como dispuesto a entrar
de una vez por todas en la alcoba matrimonial. Vimos que su nariz afilada se dirigía
frontalmente al espacio abierto… Y entonces De Grandin activó uno de los
mecanismos que había dispuesto, y cayó la persiana de cobre… Recuerdo sólo un
destello parecido al de un flash de una máquina fotográfica y una leve llamarada azul
y blanca, parecida a la que sale de los soldadores de metal… Y recuerdo también un
quejido sordo pero brutal… Y el inequívoco olor acre de la carne quemada.
—Arabella, amor mío, ¿estás bien? —preguntaba Dennis mientras subía aprisa
Una hora más tarde estábamos en mi despacho, cara a cara, ante el buen fuego de
la chimenea.
—Quizás se decida usted en algún momento a explicarme todo lo que he visto
esta noche, ¿no? —le dije sarcásticamente.
—Sí, quizás lo haga —me respondió sonriente—. Lo que me parece claro es que
ha podido comprobar usted que ese Monsieur muerto no lo estaba del todo, ¿verdad?
Bien, pues también ha visto cómo se le aparecía a la pobre Madame Arabella, para
mortificarla. No era la primera vez, desde luego… Recuerde además lo que ocurrió
en el hospital, poco después de que Madame diera a luz al pequeño Dennis…
Siempre hablaba a Arabella a través de los cristales de la ventana…
—Y esta vez la ventana estaba abierta…
—Desde luego… Porque tenía una persiana muy especial —dijo riéndose.
—Sí, ya lo sé, ya lo he observado… Pero…
Mas viendo De Grandin mi anonadamiento, comenzó a explicarse:
—El hierro es el metal más incardinado en la tierra de todos; el hierro y los
metales que de él se obtienen en aleación contiene en sí una esencia terrenal contra la
que nada pueden las criaturas espirituales. La leyenda nos refiere que cuando
Salomón construyó su templo no utilizó ni el hierro ni cualquier herramienta de dicho
metal, para que no fueran anulados los espíritus a los que deseaba convocar allí… Se
sabe desde siempre que una bruja demuda el rostro si se la amenaza con un hierro,
por ejemplo.
»Muy bien. Sabía por todo eso que el maldito espíritu del viejo Tantavul se
mantenía a una prudencial distancia de las ventanas, cuando se aparecía. ¿Por qué?
Pues porque el cristal, aparentemente tan frágil, contiene una mínima cantidad de
Harold Pancoast yacía sin vida en una cuneta, con el uniforme ensangrentado,
muy cerca de la Academia. Estaba boca abajo. Mostraba una gran herida
incisocontusa en la base de la nuca, con una trayectoria transversal, donde la sangre
comenzaba a coagularse. Había perdido masa cerebroencefálica. Tenía seccionado el
cuello a la altura de las vértebras cervicales. Sus manos demostraban que había
sufrido un gran estertor, una convulsión terrible antes de fallecer. Quien lo había
herido de muerte, además de hacerlo con un objeto contundente, poseía una fuerza
absolutamente brutal; un golpe mucho menor del que presentaba el cadáver en la base
de la nuca hubiera bastado para matarlo. ¿O sería ensañamiento? Pero el cuerpo no
mostraba mayores señales de violencia… Aunque quizás un examen más detenido
demostrara que quien lo había golpeado de aquella manera bestial, primero lo había
empujado por la espalda para derribarlo, atacándolo posteriormente para seccionarle
el cuello. Una guillotina no lo hubiese matado con mayor eficacia.
Contemplaba su cuerpo francamente horrorizado, cuando otro horror creció en
mí. Yo no había visto el cadáver de su padre, pero poco después, Parnell, el coronel
médico de la Academia, a quien corrí a avisar en cuanto descubrí el cuerpo sin vida
del cadete, me lo describió con todo lujo de detalles, pues acababa de recibir la
información necesaria; me lo describió incluso recreándose al hacerlo… Parnell me
dijo, pues, que el joven Harold había sido asesinado exactamente igual que como lo
fuera su padre apenas veinticuatro horas antes.
—¡Dios mío! —exclamé sintiendo que el corazón me palpitaba con tal fuerza que
me impedía respirar bien—. Esto es auténticamente diabólico.
Poco después volvía sobre mis pasos, en compañía de Parnell, para reunirme con
Jules de Grandin.
—Seguro que sí, doctor De Grandin, señor; esto sólo puede ser obra de la mente
más diabólica que haya habido en el mundo; es más, señor, me atrevo a decir que esto
es cosa del propio Demonio —decía el sargento detective Jeremiah Costello mientras
Frente a la casa de los Pancoast estaban ya aparcados los negros coches fúnebres.
Muchos caballeros y damas vestidos de riguroso y elegante luto subían las escalinatas
de acceso a la casa, que estaba repleta de coronas de flores cuyo colorido contrastaba
con ese luto generalizado entre los allí reunidos. El ambiente en el gran salón de la
casa era denso, muy cargado.
—Buenas tardes, doctor Trowbridge, ¿cómo está usted? ¿Doctor De Grandin? —
nos recibió en el hall el dueño de la funeraria Martin, que parecía oficiar como
representante de la familia—. Tienen dos asientos libres allí —y señaló hacia una de
las ventanas del salón—. Sigan mi consejo y siéntense junto a la ventana, que el
ambiente es un tanto irrespirable.
—Bien merci —dijo De Grandin en voz muy baja.
Nos dirigimos hacia esas dos sillas que había cerca de la ventana, aprisa,
temerosos de que alguien nos las quitara.
De Grandin tomó asiento muy recto, con los ojos muy abiertos, con su sombrero
descansando sobre las rodillas. Vi que miraba alternativamente a los féretros de caoba
que habían sido puestos justo en mitad del salón y a la gente que allí estaba,
silenciosa, circunspecta. Supe que escudriñaba a todo el mundo, como si poseyera la
capacidad de acceder a los secretos más ocultos de cada cual.
Comenzó el funeral.
El oficiante, un hombre de mediana edad y movimientos tan pausados que daba la
sensación de que se creía nimbado él mismo de la mayor gloria, fue mucho más que
amable con los muertos. No sólo recitó los textos habituales de las Escrituras, sino
otros debidos a varios poetas, en tono evidentemente artístico y en ocasiones
emocionado, por no decir que un tanto grandilocuente, para mejor expresar sus
sentimientos hacia «estos dos queridos seres que acaban de dejarnos». Así durante
Mejor no haberlo esperado para la cena, desde luego. Llegó bastante más tarde,
con una amplia sonrisa y ese brillo especial de sus pequeños ojos azules cuando
descubría algo.
—¿Está con usted el buen Costello? —me preguntó mientras miraba por todas
partes, buscando al sargento detective irlandés.
—Aún no ha llegado, aunque… —el timbre de la puerta interrumpió mis palabras
y poco después entraba en mi casa aquel hombre alto, que ante la alegre sonrisa del
doctor De Grandin lo interrogó alzando las cejas.
—¿Y bien, doctor De Grandin? —dijo—. Me parece que tiene usted algo bueno
que decirnos, ¿a que sí? Seguro que se guarda una carta en la manga, lo veo en sus
ojos…
—Pues sí, querido amigo, tiene usted razón —respondió De Grandin, siempre
sonriente—. ¿No le había dicho que lo peor era no hallar un móvil para los crímenes?
Pues bien, escuche… Esta tarde, durante el funeral celebrado en casa de los Pancoast,
vi un par de muebles de esos que ni siquiera se pueden contemplar en los museos…
Jules de Grandin ha viajado mucho y por eso sabe lo que sabe… Se trata de unos
muebles difíciles de encontrar en América porque valen en oro lo que pesan, y
también, y espero sepan disculparme ustedes por lo que digo, amigos míos, porque
ustedes, los americanos, no poseen la educación necesaria como para valorar ciertas
piezas… Sólo, quizás, quienes hayan vivido largo tiempo en Oriente podrían apreciar
tanta belleza e intentar por todos los medios traérsela a casa. Bien, pues he tenido una
entrevista con cierta anciana gárrula, que al fin, cuando pude hacerme entender por
ella, me contó que Monsieur Pancoast compró esas piezas únicas en la India… Esa
pobre anciana, Madame Hussé, me ha contado infinidad de cosas interesantes,
caballeros.
»Por ejemplo, me contó que Monsieur Pancoast, en sus días de juventud, estudió
—¿Qué? —prosiguió De Grandin—. ¿Empieza a ver algo? Pues allí, amigo mío,
en Birmania, donde lo peor es como lo mejor, los roles y costumbres del hombre
blanco caen rotos ante el contacto inmediato con la vida. O si lo prefiere, el santo se
convierte en pecador apenas acaba de llegar. Allí, amigos míos, los hombres no son
mejores que los demonios, y las mujeres… Pero consideremos que es habitual morir
de hambre y sed en aquellas tierras, por lo que quizás no cabe exigir a sus moradores
decencia… Sí, queridos, cosas muy extrañas suceden en Oriente… Las leyes de los
hombres pueden intentar cambiar las cosas, pero imperan las leyes de los dioses. El
hombre más respetable en su casa no duda en andar por ahí con mujerzuelas que
llevan en la piel el beso del sol, y llenarlas de oro, para volver a su casa después
como si nada hubiera pasado. Pancoast no hizo en Birmania lo que se espera de un
ministro. Un sacerdote latino, o uno griego, o incluso un anglicano, difícilmente
La sirvienta con la que había hablado De Grandin después del funeral nos recibió
en el hall de la misma casa en cuanto llegamos.
—No, señor —respondía invariablemente a las preguntas que le hacía Costello—,
la verdad es que no puedo responder a eso, no lo sé… Mrs. Pancoast volvió del
cementerio muy abatida, en un estado lamentable; no es que llorase, ni siquiera
hablaba, pero se la veía… ya sabe, como quien está a punto de derrumbarse… Creo
que sólo la oí hablar una vez… Nada más llegar, subió a su habitación y se dejó caer
sobre la cama; yo, que la había seguido, salí discretamente…
»Sobre las cuatro de la tarde subí de nuevo, llevándole una taza de té pues pensé
que le haría bien. La encontré de pie, mirando fijamente una foto de Mr. Harold
vestido con su uniforme, una foto que tiene enmarcada en la pared de la habitación.
4.- LA AMENAZA
—No, señor, Mr. Dalky no está aquí —dijo el mayordomo para responder a la
impaciente pregunta del doctor De Grandin—. Ha salido hace unos quince o veinte
minutos, y… no, señor, Mr. Dalky no me comunicó adónde iba, no tiene por qué
hacerlo —las maneras tan dignas y casi aristocráticas del mayordomo hicieron
cambiar el tono a De Grandin.
—Dix mille moustiques… ¿Cómo podríamos saber por dónde anda Monsieur
Dalky? —dijo el francés—. Se trata de un asunto de capital importancia, caballero…
Si pudiera aventurar usted al menos…
—Realmente no puedo, señor, es que no lo sé ni me lo imagino —volvió a decir
aquel mayordomo con pinta de experimentado sumiller, disponiéndose a cerrar ya la
puerta.
—Escucha, muchacho —le soltó entonces Costello, con menos contemplaciones
y metiendo rápidamente el pie para evitar que cerrase la puerta—. ¿Ves esto,
Vimos de camino las luces de una ambulancia municipal, acompañadas del ulular
de su sirena. Vimos más luces, de los coches de los policías, en la esquina de ambas
calles. Vimos también que comenzaba a congregarse en la acera una buena cantidad
de curiosos.
—Sí, sargento, es horrible —dijo el agente que montaba guardia junto al hombre
caído en la acera—. Nunca había visto nada igual, échele un vistazo.
Se agachó para levantar la manta que habían echado sobre el cadáver de Mr.
El shock fue mucho más fuerte de lo que Mrs. Dalky podía soportar. De Grandin
5.- ALLURA
El otro era una de mis recetas, en la que De Grandin había escrito con letra
apresurada pero legible lo siguiente:
«Amigo Trowbridge:
De nada sirve la red contra el pájaro que es más listo que el cazador. No
me voy a dejar atrapar, naturalmente. Parece que los asesinos sospechan que
estoy a punto de descubrirlos, por lo que han decidido eliminarme. Pero,
créame, dudo mucho que tengan una mínima oportunidad de éxito.
Espérenme. Volveré.
J. De G.»
—Bien, mes amis, no hace falta que les diga que deben ser precavidos y
mantenerse en constante alerta —dijo De Grandin a los dos agentes que nos enviaron
tras la llamada de Costello—. Seguramente habremos de enfrentarnos a alguien de
veras retorcido y perverso… Alguien para quien cometer un crimen es lo mismo que
para ustedes o para mí matar un mosquito; alguien, además, capaz de asesinar con
una rapidez pocas veces vista. Irá con cuidado, cosa lógica, por otra parte, porque no
son éstas horas de cursar visita. Uno de ustedes estará atento a la entrada, apostado en
el hall y con el arma presta, y el otro se quedará en esa habitación, también con el
arma amartillada… Cuando el inevitable visitante venga a esta casa, el que esté
apostado en el hall le saldrá al paso, repito, con el arma presta, para inquirir el porqué
de su presencia… Ante el menor movimiento que vean, un movimiento digamos
hostil, abran fuego sin pensárselo dos veces… Recuerden que nos enfrentamos a
alguien que ha matado a tres hombres y a una pobre mujer indefensa… No tengan
piedad, no tengan escrúpulos con alguien de semejante calaña.
Los agentes asintieron con la cabeza y nos aprestamos a realizar la operación en
un orden que podríamos llamar de combate. Costello, De Grandin y yo, nos
relevamos por turnos para acompañar a cada uno de los policías que montaban
guardia, haciendo igualmente turnos de hora en hora.
De Grandin había decidido que uno de los policías hiciera guardia en la
habitación donde dormía la joven, pues suponía que seguramente el asesino o los
asesinos tratarían de dar con ella antes de liquidarnos.
—Nos es tan necesaria esta Mademoiselle como a ese criminal, señores —dijo el
médico francés—. Y recuerden lo que les he dicho, caballeros: no tengan el menor
aprecio por la vida de quien o quienes puedan tratar de tomar esta casa, porque les
aseguro que ellos no guardan el menor aprecio por nuestras respectivas existencias.
Pasó la medianoche y dio la una de la madrugada. Seguía sin pasar nada. Ni la
menor señal de la visita que esperábamos. Costello había acudido a hacer compañía
al policía apostado en el hall. Yo estaba sentado en una butaca junto a la cama donde
Allura seguía durmiendo profundamente; De Grandin se hallaba muy cerca de mí,
fumando un cigarrillo tras otro, dando golpecitos con la mano libre en el brazo de su
sillón y mirando impaciente su reloj de pulsera a cada poco.
—Me parece que aguardamos en vano —le dije al fin—; ese sujeto, me temo, ha
debido de adoptar ciertas precauciones al ver que su chófer no llegaba con la presa
que esperaba… Quizás ahora mismo esté poniendo distancia a toda velocidad entre él
y esta casa…
¡Bang!, se oyó la detonación como un trueno, que tapó mis últimas palabras. Un
tiro que entró por la ventana de la habitación en la que estábamos. Di un grito y me
»Pero no me fui a casa. Me fui a la playa, que estaba a pocos pasos de nuestras
casas, y me senté en la arena. Era una noche muy clara y agradable de septiembre; la
luna brillaba tanto que parecía de día, por lo que me resultó fácil ver muy pronto qué
pasaba de verdad. Creo que estuve sentada en la arena unos quince minutos, mirando
hacia el mar. Pero de repente me dio por volverme y mirar hacia la habitación de los
chicos, que estaba junto a la biblioteca, y ante la que había que pasar para ir a ella.
Parte del porche estaba cubierto con un tejadillo, por lo que permanecía en sombras;
el resto tenía un tejado más alto, como el de una pagoda, muy bonito, por lo que la
luz de la luna lo iluminaba perfectamente, al igual que las habitaciones de la segunda
planta y buena parte de la planta baja… Me giré, como digo, para mirar hacia allí, no
sé por qué, quizás buscando una respuesta… Y vi dos siluetas que se dirigían raudas
hacia la habitación de los hermanos… Sobre una de ellas albergué dudas, pues no la
pude reconocer en un primer momento; la otra silueta era la de Lonny, ahí estuve
completamente segura… Miré con mayor atención; la figura que no había
reconocido, entonces me di cuenta perfectamente, era de mujer; no vestía más que
una bata cortita y sandalias… Me quedé estupefacta; temía hasta moverme y hacer
ruido y seguí mirando; gracias a la luz de la luna descubrí entonces el hermoso
cabello rubio de Charlotte Dey. Era ella, sin la menor duda.
Entre los dos la subimos a la segunda planta; De Grandin fue luego a mi consulta
en busca de un frasco de sales volátiles que le dimos a oler después de tumbarla en un
diván.
—Madame —le dijo De Grandin mientras la joven comenzaba a volver en sí—,
creo que debemos llevarla a su casa.
—¿A mi casa? —dijo aún con la voz débil, como si aquella palabra, casa, le
pareciera extraña—. Yo no tengo casa, doctor… La casa en la que vive mi marido no
puede seguir siendo la mía.
—No importa, Madame; es a esa casa a la que debemos llevarla… Comprenda
que, si queremos hacer bien las cosas no podemos proceder de manera
inconveniente… Debe usted volver a esa casa, hacer como si nada y no despertar en
él ninguna sospecha… Se lo ruego, Madame.
—¿Por qué, doctor? —dijo temerosa, dolida—; total, yo sólo acepté retrasar mi
suicidio hasta que Lonny… hasta que Lonny… ya no me necesite… ¿Por qué he de
No eran aún las diez de la mañana del día siguiente cuando llegamos a la casa de
Cardener. El doctor Obeyid, ricamente ataviado según los usos de las tradiciones de
su pueblo, destacando especialmente su estatura no sólo al lado del doctor De
Grandin, sino incluso a mi lado, se dirigía pausadamente hacia la casa, caminando
entre el francés y yo con su bastón de caña y empuñadura de marfil entre las manos.
Alonzo Cardener estaba sentado ante la pequeña mesa de su celda del corredor de
la muerte. No jugaba a las cartas precisamente, sino que tenía ante sí un ejemplar de
la Biblia; pero parecía ausente, sumido en sus funestos pensamientos, con los codos
sobre las rodillas y la cabeza entre las manos. No levantó la mirada cuando entramos.
—Monsieur —le dijo De Grandin—. ¡Monsieur Lonny! —alzó la voz el francés y
el condenado lo miró entonces, pero sin expresión—. Estamos aquí porque nos lo ha
pedido Madame Beth.
El cambio que se operó en el condenado, al oírnos, pareció milagroso.
Rejuveneció de golpe y le brillaron los ojos como sólo les brillan a los enamorados
cuando oyen decir el nombre de su amada.
—¿Vienen de verdad de parre de Beth? —nos preguntó aún incrédulo—.
Díganme por favor que está bien… ¿Lo está?
—Está perfectamente, mon pauvre, y feliz, mucho más esperanzada después de
habernos contado toda esta lamentable historia —le respondió De Grandin—. Beth
nos ha pedido que vengamos a verle, y aquí hemos venido, a ver qué se puede
hacer…
Cardener sonrió levemente, de nuevo entristecido.
—Mucho me temo que nada hay que hacer… Un hombre en la situación que yo
me encuentro… —se lamentó—. Pero…
—Hermano —le dijo entonces el doctor Obeyid con su voz profunda, como en un
susurro, pero poderosa, una voz que retumbaba como las notas bajas de un órgano—,
no desespere usted… ¿Tiene miedo a morir?
—¿Morir? —un espasmo de dolor contrajo los músculos faciales del condenado
—. No, señor; no creo que se pueda llamar miedo a lo que siento… He visto de cerca
la cara de la muerte muchas veces y jamás sentí miedo; lo que de verdad me aterra es
separarme de Beth para siempre, y además hacerlo ahora, justo cuando nos habíamos
reencontrado… Eso es lo que realmente me duele… Si pudiera verla de nuevo…
—La verá —dijo Hussein Obeyid—. Ahora, hermano, sólo tiene que confiar en
mi palabra… Le prometo que pasará esta noche por esa puerta, pero no será sino para
poder abrazar a su amada… Esa puerta lo llevará a usted a una larga vida de felicidad
junto a la mujer que ama…
El rostro del condenado a muerte palideció de horror, sin embargo, al escuchar
aquellas palabras.
—¿Usted… usted quiere decir que Beth… ha muerto? —preguntó angustiado—.
¡Oh, Beth, amor mío, mi único amor verdadero!
—Ella no ha muerto; está viva y en perfecto estado… Beth lo espera —le dijo
Obeyid con una voz aún más honda—. Beth lo espera a usted justo detrás de esa
puerta, hermano… Manténgase, pues, con el mayor coraje y no se rinda; ni siquiera
muestre abatimiento, que su premio será el mayor: reencontrarse con ella tras cruzar
Iban a ejecutarlo a las diez y veinte minutos de la noche. Era difícil obtener la
autorización para presenciar la ejecución, pero Jules de Grandin, además de energías
suficientes como no cejar en el intento de cualquier cosa que se le metiera en la
cabeza, tenía bastantes influencias… Hussein Obeyid, De Grandin y yo conseguimos,
pues, la autorización necesaria para obtener asiento en aquella especie de siniestra
capilla desde la que se presenciaban las ejecuciones. No puedo negar que verme allí
me causaba una aprensión indecible. Un escalofrío me subía y bajaba continuamente
por la espalda; un nudo en la garganta me dificultaba la expresión; mi corazón
parecía ir a salírseme por la boca de un momento a otro. Aquello nada tenía que ver
con la necesaria guardia que uno hace a la cabecera de un moribundo al que atiende
en sus últimos momentos. Allí íbamos a presenciar cómo se extinguía violentamente
la vida de un hombre joven y saludable. Eso me horrorizaba.
El verdugo, un tipo también con pinta de cadáver, un tipo que se me antojó podía
ser un miembro renegado de la iglesia evangélica, se mantenía firme a la izquierda de
la silla eléctrica. El director de la prisión, su ayudante y el médico de la penitenciaría
estaban de pie en el breve espacio que había entre la silla eléctrica y la puerta de
entrada a la tétrica habitación. No parecían nerviosos, aunque me fijé en que el
médico no dejaba de dar golpecitos con un dedo a su estetoscopio, que llevaba
colgado del cuello como si se dispusiera a pasar consulta tranquilamente. Una cortina
negra, al fondo de la habitación, sugería que allí estaba la mesa en la que se haría
posteriormente la autopsia del ejecutado y el instrumental quirúrgico necesario para
que el médico de la penitenciaría pudiera certificar al fin el completo éxito de la
ejecución.
Desde donde nos hallábamos, no podía dejar de contemplar todo eso tras el cristal
que separaba las sillas de los testigos de la sala de ejecución. Oímos un ruido y
supusimos que de inmediato veríamos cómo era conducido el convicto a la silla
eléctrica. Así fue. Con un leve chirrido, como si le faltara engrase, se abrió la puerta
fatídica y vimos entrar a Alonzo Cardener para hacer frente al momento más crucial
de su existencia. Llevaba la camisa de algodón completamente abierta y la pernera
derecha de los pantalones rasgada hasta la rodilla; una implacable, indecente y nada
piadosa luz blanca caía sobre su cabeza. Observé que le habían hecho una tonsura en
la cabeza. Dos guardias lo llevaban por los codos, si bien sin hacer mayor presión,
aprensivos también ellos. Otro guardia iba detrás… Entonces abrió el capellán de la
penitenciaría su libro de oraciones y empezó a decir:
—Sí, camino ya por el valle en sombras de la muerte, pero no temo al Maligno
porque en ti confío, Señor…
Los ojos de Cardener parecían desorbitados, en rapto de dolor. Pero los dedos de
su mano derecha mostraban que a pesar de llevarlos cerrados no tenían una tensión
convulsa… Parecía como si en realidad llevara tiernamente de la mano a alguien…
Beth Cardener salió a abrirnos la puerta. Tenía un leve tono violeta en la cara,
pero no era más que el reflejo del pijama de seda de ese color que llevaba puesto.
publicó en In a Glass Darkly (1872): «Té verde» —relato epistolar en el que el doctor
Hesselius investiga el caso de las diabólicas visiones que llevan a un clérigo al
suicidio—. «El familiar» (1851), «El juez Harbottle» (1872) narración de los extraños
sucesos acaecidos en una casa encantada de Westminster—. «La habitación del
Dragón Volador» (1872) y su magistral «Carmilla» (1871) —inquietante relato de
vampirismo entre una mujer y una adolescente—. «La habitación del Dragón
Volador» fue publicado en La habitación del «Dragón Volador» y otros cuentos de
terror y misterio (Col. Gótica nº 28, Editorial Valdemar, Madrid, 1998), con
traducción de Bernardo Moreno Carrillo, mientras que los restantes relatos están
reunidos en Los archivos del doctor Hesselius (Col. Gótica nº 45, Editorial Valdemar,
Madrid, 2002), traducidos por José Luis Moreno-Ruiz y Juan Antonio Molina Foix.
<<
(Col. Gótica nº 46, Editorial Valdemar, Madrid, 2002), traducido por Francisco Torres
Oliver, Santiago García y Javier Sánchez García-Gutiérrez. <<
aventuras del Profesor Bernard Quatermass, obra del guionista y novelista inglés de
origen gaélico Nigel Kneale (n. 1922), primero como un serial radiofónico y luego
como serial televisivo, el cual pronto se convirtió en el mayor éxito de público de la
televisión inglesa de los años cincuenta. Éxito que se repitió en el cine bajo la égida
de Hammer Films, con El experimento del Dr. Quatermass (The Quatermass
Xperiment, 1955), Quatermass II (1957), ambas dirigidas por Val Guest, y ¿Qué
sucedió entonces? (Quatermass and the Pit, 1967), de Roy Ward Baker. Películas que
sirvieron de inspiración al productor, guionista y realizador estadounidense Chris
Cárter, según declaración propia, para elaborar las bases dramáticas de su famosa
serie televisiva Expediente X. <<
Existe una edición completa de la novela en inglés —de fácil adquisición en algunas
librerías Online de Internet— a cargo de Warner Books (Nueva York-Londres, 1976).
<<
Ruber. (Col. Gótica nº 46, Editorial Valdemar, Madrid, 2002. Traducido por José
María Nebreda. Págs. 461-467). <<
obra de Jorge Ferreiro, en Cuentos fantásticos del Más Allá, edición de Kurt Singer.
Organización Editorial Novaro S. A., México DF, 1971. Págs. 166-185. <<
enero de 1928; «Poltergeist» («The Poltergeist»), Weird Tales, octubre de 1927; «La
casa de las máscaras de oro» («The House of Golden Masks»), Weird Tales, junio del
929; «La broma de Warburg Tantavul» («The Jest of Warburg Tantavul»), Weird
Tales, septiembre de 1934; «Muerte furtiva» («Stealihy Death»), Weird Tales,
noviembre de 1930; «El juego de las almas» («A Gamble in Souls»), Weird Tales,
enero de 1934. <<
irlandeses, cual hace en su relato con toda la conversación de las dos mujeres. (N. del
T.) <<
1687). Quinn se equivoca al hablar en primer lugar de Sieurs, pues no es otro que el
propio La Salle, que firmó algunos escritos de información etnográfica como
Cavelier Sieur. Explorador, partió de Francia hacia Canadá en 1666. Con el apoyo
económico y militar del gobernador de Canadá, conde de Frontenac, exploró el curso
del río Mississippi y tomó en nombre del rey de Francia esas tierras a las que llamó
en su honor Luisiana. (N. del T.) <<
es sinónimo del llamado estilo rococó anglicano, del que son acaso la mejor
expresión las sillas de comedor y los butacones hechos en caoba que llevan su
nombre. (N. del T.) <<
que caía malherido en combate, evitándole así sufrimientos mayores. (N. del T.) <<
miembros por el rio Ganges para cometer sus robos y asesinatos, las dak. (N. del T.)
<<
1937, cuando pasó a ser territorio autónomo. (N. del T.) <<
Jules de Grandin approaches solving cases with a blend of rational detective methods and a willingness to embrace the supernatural. He utilizes a mix of traditional investigative techniques and accepts supernatural phenomena as plausible explanations, setting him apart from conventional detectives who adhere strictly to logical reasoning. For instance, in the investigation of Mme. Chetwynde’s case, he uses psychological manipulation by leveraging belief systems to empower individuals, illustrating his understanding of human psychology along with his supernatural inclinations . He also applies unconventional methods, such as creating duplicate keys for covert entry and patiently observing rituals to gather evidence of supernatural involvement, showcasing his unique blend of science and mysticism in problem-solving .
Jules de Grandin's character and methods distinguish themselves from classic Western literary detectives by blending scientific expertise with a deep knowledge of the supernatural. Unlike traditional detectives such as Sherlock Holmes, who rely mainly on logical reasoning and deduction, De Grandin combines empirical science with the study of mystical and occult practices. He uses tools like radio waves to combat apparitions and employs hypnosis and drugs for cases involving demonic possession, demonstrating a unique fusion of scientific and mystical approaches to problem-solving . Additionally, De Grandin approaches mysteries with a flamboyant personality, using dramatic and colorful language peppered with French interjections, which contrasts with the more stoic demeanor of traditional detectives . His methods often incorporate elements of dark mythologies and folklore, such as Egyptian religion and Druidic rituals, allowing him to interpret supernatural phenomena through pragmatic and materialist lenses . Moreover, his loyalty to promises, such as seeking vengeance for victims, shows a personal commitment that goes beyond detached investigation, adding an emotional dimension to his detective work .
Supernatural beliefs are central to both the investigative techniques and the personal ethos of Jules de Grandin. His openness to supernatural explanations allows him to approach cases with a broader perspective than conventional detectives, helping him identify solutions that might otherwise be dismissed. This perspective is demonstrated in his handling of cases where psychological and mystical elements are prominent, such as using a "benevolent deceit" to inspire courage in a superstitious character . De Grandin’s willingness to incorporate supernatural insights demonstrates his belief that unexplained phenomena can be valid and practical components of solving mysteries, reinforcing his character as both a scientist and a mystic, thus challenging the rationalist ethos predominant in traditional detective narratives .
In "La broma macabra de Warburg Tantavul," moral complexities arise from the themes of incest and family deception. The story explores societal norms through the tale of two siblings, who, unaware of their true relationship, marry and have a child, believing themselves to be cousins. This situation challenges the traditional family values and societal ethics. Jules de Grandin, the protagonist, approaches the moral dilemma with a pragmatic attitude, dismissing concerns about the incestuous nature of the marriage and focusing instead on the well-being of the child, suggesting historical precedents of similar familial relationships in noble families to mitigate the perceived immorality . Warburg Tantavul's enactment of a cruel family curse, designed to punish his children and the mother, highlights the destructive impact of adhering rigidly to vendettas and societal judgments on personal happiness and familial unity . The story critiques rigid societal norms by emphasizing individual well-being over conventional moral strictures, inviting readers to question the validity of absolute moral judgments in complex human situations.
Seabury Quinn's writings on supernatural and paranormal themes were guided by his extensive knowledge of legends, religions, mysticism, and other esoteric topics. He owned a vast library on these subjects, indicating a deep-seated interest and thorough understanding. Quinn's pragmatic approach to writing primarily for financial reasons also influenced his choice to write sensational and appealing stories featuring captivating occult detective characters, like Jules de Grandin, which were commercially successful. His modest nature and reverence for peers like Lovecraft also suggest that while he prioritized economic gain, he respected and was possibly inspired by the literary quality of his contemporaries' works .
Seabury Quinn's approach to writing was notably pragmatic as he openly admitted to writing for financial gain, leading to a prolific output across various genres, unlike his contemporaries who might have sought more literary prestige or focused on particular genres. Quinn valued the work of others above his own, demonstrating modesty, particularly in his praise of H. P. Lovecraft's genius. This attitude resulted in a diverse literary catalog, ranging from Western stories to detective tales, which was unusual compared to the focused mythological and horror-themed works of authors like Lovecraft and Clark Ashton Smith. Quinn's modesty and prolific nature allowed him to eclipse peers in popularity, as evidenced by his frequent cover features in Weird Tales .
Jules de Grandin played a crucial role in the popularity of Weird Tales. The character was featured in ninety-two short stories and a serialized novel, "The Devil's Bride," authored by Seabury Quinn, which contributed significantly to making Quinn the most celebrated writer of Weird Tales. The stories about Jules de Grandin intrigued readers, sparking reactions and overwhelming the magazine with fan mail full of praise. Quinn's work featuring de Grandin received some of the best cover illustrations and attracted more attention than those of other famous writers of the time, such as H. P. Lovecraft .
Thematic elements that contribute to the allure of Seabury Quinn's Jules de Grandin stories include their macabre, disturbing, cruel, and slightly amoral nature. The stories often involve solving supernatural and bizarre cases that evoke both fascination and horror. For instance, "La broma macabra de Warburg Tantavul" deals with taboo subjects like incest, while "La casa de las máscaras de oro" includes elements like sexual abuse and sadism. These themes appeal to fans of fantasy literature by merging suspense with the thrill of horror .
Weird Tales consistently challenged social taboos by publishing controversial and provocative stories. For example, "The Loved Dead" by Clifford Martin Eddy, co-authored by H. P. Lovecraft, stirred public outrage due to its necrophilic insinuations, leading to some states withdrawing the issue from retail. Another story, "The Copper Bowl" by George Fielding Elliot, was infamous for its graphic depiction of torture, prompting reader protests. Additionally, stories like "The Jest of Warburg Tantavul" delved into themes such as incest, inciting attention from literary critics for its boldness. These narratives often pushed the boundaries of acceptable content, reflecting an intent to break aesthetic and moral taboos .
The narratives in Weird Tales, especially those by Seabury Quinn featuring Jules de Grandin, reflect and challenge societal values by deliberately incorporating themes that defy contemporary taboos. Stories like "La broma macabra de Warburg Tantavul" explore incestuous relationships benignly, while "La casa de las máscaras de oro" portrays excessive violence and moral deviation. These themes push against the moral and aesthetic values of the early 20th century, provoking discomfort among readers and eliciting strong reactions. Quinn's inclusion of amoral and provocative content in his storytelling echoes the broader trend in Weird Tales to question and often criticize prevailing societal norms, using horror and fantasy to challenge and expand the audience's understanding of morality and human nature .