100% encontró este documento útil (3 votos)
799 vistas243 páginas

Las Camaras Del Horror de Jules de Grandin - Seabury Quinn

Seabury Quinn nació en 1889 en Washington D.C. y desde niño se interesó en temas sobrenaturales tras leer Drácula. Estudió derecho y combatió en la Primera Guerra Mundial, tras lo cual se dedicó al periodismo y la escritura de cuentos de terror para revistas pulp como Weird Tales, donde publicó 159 cuentos entre 1923 y 1952, 92 protagonizados por el detective sobrenatural Jules de Grandin. Las cámaras del horror de Jules de Grandin es una selección de las historias más perturbadoras de este

Cargado por

Rubén Mamani
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
100% encontró este documento útil (3 votos)
799 vistas243 páginas

Las Camaras Del Horror de Jules de Grandin - Seabury Quinn

Seabury Quinn nació en 1889 en Washington D.C. y desde niño se interesó en temas sobrenaturales tras leer Drácula. Estudió derecho y combatió en la Primera Guerra Mundial, tras lo cual se dedicó al periodismo y la escritura de cuentos de terror para revistas pulp como Weird Tales, donde publicó 159 cuentos entre 1923 y 1952, 92 protagonizados por el detective sobrenatural Jules de Grandin. Las cámaras del horror de Jules de Grandin es una selección de las historias más perturbadoras de este

Cargado por

Rubén Mamani
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 243

Seabury

Quinn nació el día de año nuevo de 1889 en Washington. A los once


años, tras la lectura de «Drácula», comenzó a interesarse en las leyendas
sobrenaturales, religiones primitivas, misticismo, brujería, necromancia y ritos
fúnebres, temas en los que llegó a ser un auténtico erudito.
Estudió Derecho en Washington y fue alistado para combatir en la Primera
Guerra Mundial. De regreso a su país, empezó a trabajar como periodista y
escritor de relatos, la mayor parte de terror, que enviaba a las revistas pulp
de la época, como la famosa Weird Tales, que entre 1923 y 1952 le publicó
159 cuentos 92 de ellos protagonizados por Jules de Grandin, convirtiéndose
así Seabury Quinn en el autor más popular de la historia de esta revista.
«Las cámaras del horror de Jules de Grandin» es una selección de las
historias más horripilantes y escabrosas de este singular investigador, Jules
de Grandin, uno de los mejores anatomistas y fisiólogos de la Facultad de
Medicina de París, que formó parte de los servicios de información durante la
Gran Guerra, y cuyo principal pasatiempo consiste en investigar el mundo de
lo oculto. De Grandin aborda el mundo sobrenatural con la eficacia de un
científico. Así, utiliza el radio para combatir las apariciones, o la hipnosis y
ciertas drogas contra la posesión diabólica; posee vastos conocimientos
místicos acerca de la religión egipcia, sobre viejos rituales druidas,
hechicería cristiana, o sobre la magia negra practicada por los Templarios.
Los cuentos reunidos en esta antología son macabros, perturbadores,
crueles, perversos, ligeramente amorales en algunos casos y, en
consecuencia, un extraordinario deleite para los aficionados a la literatura
fantástica.

www.lectulandia.com - Página 2
Seabury Quinn

Las cámaras del horror de Jules de


Grandin
Valdemar: Gótica - 52

ePub r1.0
orhi 02.03.17

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Las cámaras del horror de Jules de Grandin
Seabury Quinn, 2004
Traducción: José Luis Moreno-Ruiz
Ilustración de cubierta: Óscar Sacristán

Editor digital: orhi


ePub base r1.2

www.lectulandia.com - Página 4
INTRODUCCIÓN
EL EXTRAÑO CASO DEL DR. (JULES) DE GRANDIN Y MR. (SEABURY)
QUINN

Por Antonio José Navarro

“Hay algo más en el cielo y en la tierra, Horacio, de lo que ha soñado tu filosofía”


—Hamlet, Acto I, Escena V—

1. Durante la segunda mitad del siglo XIX, el gran progreso técnico que trajo
consigo el afianzamiento de la Revolución Industrial —especialmente en Inglaterra y
Estados Unidos—, comportó notables mejoras en los sectores agrícolas y
comerciales, innovaciones en los transportes y en las comunicaciones, nuevas formas
de organización económica, social y política, la generalización de la educación, y
cambios en el comportamiento humano relativos a la higiene, la sanidad y la
movilidad geográfica de la población, los cuales dibujaron una idea del mundo y del
hombre mucho más pragmática y materialista. De ahí que la medicina realizara
importantes avances gracias al descubrimiento de los procesos bioquímicos del
metabolismo, la formulación definitiva de la teoría celular y la vinculación de la
fisiología con la farmacología; la historia, la sociología, la psicología y la economía
perdieron progresivamente sus raíces filosóficas y especulativas para adquirir las
estructuras de las ciencias positivas. Además, el concepto de microcosmos empezó a
abrirse paso gracias a hallazgos vedados hasta entonces para la física clásica, como el
descubrimiento de los rayos X, la radiactividad y la desintegración del átomo.
Y, como era de esperar, en medio de este ambiente de exaltado racionalismo, las
creencias en torno a lo sobrenatural y, más específicamente, la ficción sobre lo
fantástico, sufrieron profundas transformaciones. Para darle una mayor verosimilitud
a la entraña inquietante y extraordinaria de la ghost story, se recurrió a toda clase de
teorías seudocientíficas y seudofilosóficas e incluso a supuestos testimonios directos.
De esta manera el cuento de terror renacía bajo un tratamiento realista. Tendencia,
según la historiadora Edith Birkhead[1], en la cual se advierten dos claras influencias.
La primera es la difusión de las actividades de la Society for Psychical Research; la
segunda, la novela policíaca en su forma más elemental: la novela-problema, donde
prevalecen, por encima de los matices psicológicos, los mecanismos científicos y
lógicos que conducen a la resolución del misterio.

2. La Society for Psychical Research, fundada en 1882 para estudiar toda clase de
fenómenos paranormales, contó entre sus miembros con once premios Nobel, cuatro
presidentes de la Royal Society y ocho presidentes de la British Association for the

www.lectulandia.com - Página 5
Advancement of Science. Prácticamente todas las ramas del conocimiento humano
estuvieron representadas en la institución, desde la astronomía —Camille
Flammarion y John Couch Adams, descubridor de Neptuno— a la psicología —
William James, Gardner Murphy y C. G. Jung…—, pasando por la literatura —sir
Arthur Conan Doyle, Mark Twain, Lewis Carroll, Aldous Huxley o lord Tennyson—,
la filosofía —Henry Sidgwick, Henri Bergson, H. H. Price…—, la física —Albert
Einstein—, la zoología —sir Alister Hardy— y la política —los primeros ministros
W. E. Gladstone y A. J. Balfour— Su doctrina queda bien patente en el fragmento de
una carta que escribió Sigmund Freud, otro insigne miembro de la Society for
Psychical Research: «No me identifico con aquellos que rechazan los llamados
fenómenos ocultos como si se tratase de algo anticientífico, indigno o nocivo. Si me
encontrase al comienzo de mi carrera científica en lugar de estar al final, como estoy
ahora, ciertamente no elegiría otro campo de estudio a pesar de todas las
dificultades…»[2]. Está claro que fantasmas y duendes, espectros y hadas, podían ser
analizados y catalogados por los miembros de la SPR como cualquier espécimen
animal, mineral o vegetal, forjando así una auténtica panoplia de argumentos técnicos
a favor o en contra de su existencia. Ello suscitó un notable aluvión de relatos de
estilo sobrio y realista, a modo de memorándum más o menos técnico[3] cuya máxima
aspiración era poseer un valor documental, rechazando todo intento de explicación
que, sin duda, competía a las altas instancias de la Society for Psychical Research.
Por otra parte, la popularidad de la novela policíaca finisecular —que contribuyó
en gran medida a la divulgación de los últimos avances en antropometría, medicina
forense, balística, y otras ciencias íntimamente ligadas a la persecución del crimen…
—, unida al auge del espiritismo, del esoterismo y de las sociedades teosóficas, hizo
surgir lo que podríamos denominar una variante de la clásica ghost story, conocida
popularmente como «cuentos de los detectives de lo oculto», también llamados
ghostfinders, ghostbreakers, ghostcatchers, ghostseekers o phantom fighters. Sus
principales inspiradores fueron Edgar Allan Poe (1809-1849), quien creó el personaje
de C. August Dupin, protagonista de «Los crímenes de la calle Morgue» (1841), «La
carta robada» (1845) y «El misterio de Mary Rogêt» (1850), Joseph Sheridan Le
Fanu (1814-1873), artífice del misterioso Dr. Martin Hesselius[4] y, muy
especialmente, Arthur Conan Doyle (1859-1930), padre literario de Sherlock Holmes
—cuya novela corta, «El sabueso de los Baskerville» (1901) se encuadra hasta cierto
punto en la categoría de detectives de lo oculto— y asimismo del excéntrico profesor
Challenger, héroe de novelas como El mundo perdido (1912) o La zona ponzoñosa
(1913). La personalidad literaria de Conan Doyle, enigmática y ambigua[5] fue, para
bien y para mal, la que mejor contribuyó a plasmar el lenguaje, la estructura y las
directrices básicas del género de los detectives de lo oculto. Como bien definió Jesús
Palacios, a éstos «no se les debe confundir, por lo tanto, con descubridores de farsas
ocultistas, fraudes espiritistas o de bandidos a lo Ann Radcliffe, que ocultan sus
crímenes tras una fachada aparentemente sobrenatural. Se trata de auténticos

www.lectulandia.com - Página 6
ocultistas, expertos en fenómenos paranormales, investigadores de huellas psíquicas
(…) auténticos pioneros de la nueva ciencia y de la codificación metodológica de lo
fantástico»[6]. De ahí que varios de sus más prestigiosos continuadores, como
William Hope Hodgson (1877-1918), creador de Carnacki «el cazafantasmas», o
Algernon Blackwood (1869-1951), autor de John Silence[7], hayan sido denominados
«los Sherlock Holmes de lo sobrenatural»[8]. De cualquier forma, lo fantástico, lo
terrorífico —al revitalizarse arquetipos góticos como el vampiro, el licántropo y el
espectro vengador— prevalece sobre las tácticas deductivas, tal y como ponen de
manifiesto otros memorables escritores, injustamente olvidados. Tal es el caso de
Rose Champion de Crespigny (1857-1935), prolífica novelista sobre temas históricos
que frecuentó la narrativa fantástica mediante una serie de historias escritas en 1919
para Premier Magazine sobre Norton Vyse, psychic investigator, o del matrimonio
Alice y Claude Askew, quienes imaginaron a Aylmer Vanee, The Ghost-Seer,
aguerrido estudioso de lo paranormal que protagonizó ocho historias publicadas en
las revistas Weekly Tale-Teller y Premier Magazine durante el verano de 1914, y cuya
vida artística se vio truncada por la trágica desaparición de los Askew en 1917,
durante la Primera Guerra Mundial, mientras trabajaban en Francia en calidad de
corresponsales para un rotativo británico[9].

3. Entre octubre de 1925 y septiembre de 1951, el escritor norteamericano


Seabury Quinn (1889-1969) publicó en la revista Weird Tales noventa y dos relatos
cortos y una novela por entregas —«The Devil’s Bride»[10]— sobre el que es, sin
duda, uno de los más estimados ghostfinders de la literatura anglosajona, Jules de
Grandin. A lo largo de todos estos años Quinn fue el autor más célebre de Weird
Tales: sus narraciones fueron acreedoras de las mejores ilustraciones de portada —un
total de treinta y tres, más que ningún otro prosista de la publicación—, pues sus
obras suscitaban todo tipo de reacciones y polémicas entre los lectores, quienes
colapsaban la redacción de la revista con sus cartas, generalmente repletas de
encendidos elogios.
La popularidad de Seabury Quinn eclipsó a escritores hoy míticos, como H. P.
Lovecraft, Clark Ashton Smith, Robert E. Howard y Robert Bloch. No obstante, a
Quinn no le importaba admitir que escribía por dinero —de ahí su prolífíca obra,
integrada por unos 550 textos, que reúne narrativa de todos los géneros imaginables,
desde historias del Oeste hasta relatos de detectives, incluyendo ensayos sobre
personajes como Barbazul (1923) o el hombre-lobo de St. Bonnot (1924)—, y solía
valorar el trabajo de sus colegas muy por encima del suyo. Por ejemplo, acerca del
creador de los mitos de Cthulhu escribió: «Lovecraft, a quien he tenido el placer de
conocer personalmente es, a la vez, un erudito y un caballero, y sus escritos revelan
su erudición y su caballerosidad tanto como su genio, el cual no ha sido visto desde
la muerte de Poe y Hawthorne»[11]. Un elogio que evidencia la natural modestia del
escritor, del que según el historiador Peter Ruber, «podría decirse que Quinn era

www.lectulandia.com - Página 7
similar a Lovecraft (o incluso aún más instruido) en el conocimiento y la lectura de
leyendas sobrenaturales, religiones bárbaras, misticismo, brujería, necromancia y
ritos fúnebres, ya que poseía una enorme biblioteca con viejos libros versados en la
materia»[12].
Este dato nos permite aventurar que entre el detective/ocultista galo y el literato
estadounidense existe algo más que una prudente similitud personal. Volviendo al
estudio de Peter Ruber, éste revela que Seabury Quinn poseía un carácter muy
dominante. En opinión de Ruber, el escritor solía abrumar con sus «sugerencias» a
uno de los mejores ilustradores que tuvo Weird Tales, Virgil Finlay (1914-1971) —
quien empezó a trabajar para la publicación en octubre de 1937—, y siempre tenía
algún consejo que dar al astuto editor de la revista, Farnsworth Wright (1888-1940),
quien dirigió con gran acierto Weird Tales durante su época dorada, entre 1924 y
1940. «La gran cantidad de cartas que nos han quedado de su correspondencia con
Finlay deja bien a las claras estas tendencias autoritarias»[13]. En consecuencia, no
sorprende que Jules de Grandin, en uno de los relatos de la presente antología, «La
broma macabra de Warburg Tantavul», demuestre rasgos de ese autoritarismo que el
Dr. Trowbridge describe de la siguiente manera: «Mi amigo De Grandin se mostraba
enfadado. En jarras, con las manos en las caderas, con su batín negro de seda que le
hacía parecer el oficiante de un funeral (…) Antes de que transcurrieran quince
minutos debía salir para presenciar una función de teatro, y esa hija y nieta de
gentes malditas que era la florista aún no había llegado con la gardenia encargada
para ponérsela en el ojal de la chaqueta. ¿Cómo no iba a resultarle un fastidio cosa
semejante a un caballero como él? (…) Era Jules de Grandin, ni más ni menos…».
Por otra parte, Seabury Quinn, seguidor de las teorías empíricas y materialistas de
entidades como la Society for Psychical Research, se tomaba lo fantástico, lo
paranormal, de manera muy seria y calculadamente escéptica. En su cuento «And
Gives Us Yesterday»[14], el característico pacto con el Diablo es puesto en cuestión
por un final ambiguo donde cabe la posibilidad de que todo sea un sueño —fruto del
punzante dolor de una madre ante la pérdida de su hijo— o de un auténtico fenómeno
ultraterreno. Por ello, la reflexión que Jules de Grandin desarrolla a propósito de lo
sobrenatural en otro de los cuentos que integran este volumen, «Poltergeist», ilustra
inmejorablemente cuáles eran las ideas de Seabury Quinn sobre el particular: «Umm
—dejó escapar De Grandin—, nada hay en este mundo, o fuera de él, amigo mío, que
pueda calificarse de sobrenatural. Ni los más grandes sabios de nuestro tiempo
pueden decir dónde comienzan los poderes de las fuerzas de la naturaleza y dónde
concluyen. Por eso siempre decimos eso de “a la luz de la experiencia que hemos
acumulado”, y cosas así… Pero ¿qué sabemos en realidad de la naturaleza? ¿Hemos
llegado a dominarla en toda su poderosa extensión? Yo creo que no… Yo mismo,
Monsieur, he sido testigo de cosas que ningún hombre creería ciertas si se las
contara. Me llamarían mentiroso; hasta mi buen amigo Trowbridge, que tiene una
imaginación difícil de superar incluso por un escritor que se dedique a la ficción,

www.lectulandia.com - Página 8
diría lo mismo… En cualquier caso, no creo que quepa la posibilidad de hablar de
fenómenos sobrenaturales, cuando aún no hemos alcanzado a comprender una
mínima parte de la expresión con que se manifiestan las fuerzas naturales».

4. El nombre del popular detective de Weird Tales provenía de la calle Jules, en


Washington DC, donde había nacido Seabury Quinn, mientras que «de Grandin»
aludía al segundo apellido del literato, descendiente de una familia de hugonotes. Ya
en el primer relato en que apareció[15], el personaje revelaba sus rasgos
inconfundibles. Jules de Grandin es presentado en el lugar del crimen como «De
Grandin, de la policía parisina», «un extranjero» decidido a ayudar a las fuerzas del
orden, y más concretamente al agente Costello —una especie de holmesiano
inspector Lestrade—, detective de policía en Harrisonville, Nueva Jersey. El doctor
Trowbridge —médico inquieto y observador, de mente abierta y lúcida— lo reconoce
como «el profesor Jules de Grandin, autor de L’évolution accélerée», convirtiéndose
a partir de ese instante en su fiel amigo y compañero de pesquisas, así como en el
cronista de sus aventuras, cumpliendo una función similar, obviamente, a la del Dr.
Watson respecto a Sherlock Holmes. De ahí que De Grandin nos sea descrito a través
de la mirada del galeno: Trowbridge lo define como un hombre de estatura por debajo
de la media pero de compostura casi militar, de cabello «rubio», bigote engominado y
«cejas castaño oscuro», ojos de gato al acecho —que pueden convertirse en
«feroces»— y unos andares felinos[16]. Suele llevar un sombrero verde, inclinado
sobre la oreja derecha, un abrigo de «tweed gris con cuello de chinchilla» y un bastón
de ébano, y calza en su habitación unas «pantuflas violeta de piel de serpiente»[17].
Por su parte, De Grandin se proclama «científico» antes que criminólogo. Sus
reflexiones en lengua inglesa se hallan continuamente salpicadas de interjecciones
francesas del estilo «n’est-ce pas» o «hein», y de vehementes juramentos, ya sea
antiguos —«diantre» o «nom d’une pipe»— o decididamente surrealistas —«nom
d’un fusil», «nom d’un rat mort», «par la barbe d’un bouc vert», «mort d’un
crapaud» o «par la barbe d’un druide»—.
Descubriremos también que Jules de Grandin es uno de los mejores anatomistas y
fisiólogos de la Facultad de Medicina de París, que formó parte de los servicios de
información durante la Gran Guerra y que su principal pasatiempo consiste en
investigar el mundo de lo oculto, gracias al cual es muy conocido[18]. En sus
aventuras, en las que asume el rol principal, aparece dotado de un «ego fenomenal»
que se manifiesta sobre todo en su necesidad irrefrenable de discursear, pero
igualmente en ocasiones una sorprendente jovialidad: es capaz de «danzar
literalmente de impaciencia» y sabe explicar «historias chistosas». Una «maravillosa
ama de llaves», Nora MacGinnis, le prepara postres dulces que él devora con infantil
ansiedad. Se declara soltero, pero su rechazo a ligarse sentimentalmente no le impide
apreciar la belleza femenina[19]. Por ejemplo, no esconde una ávida mirada masculina
cuando observa el cuerpo «desnudo y brillante» de Mademoiselle Adrienne, del

www.lectulandia.com - Página 9
castillo de Broussac: «Uno de sus brazos estaba levantado en un gesto de abandono;
la otra mano acariciaba algo que ondulaba ante ella… ella cantaba —una melodía
sensual, hechicera»[20]. A pesar de ello —o quizás, precisamente, por ello— De
Grandin muestra un carácter un tanto puritano. En la única novela que protagonizó,
«The Devil’s Bride», el detective se refiere a unas muchachas que han sido
secuestradas como «de una naturaleza independiente», que «se complacen en la
emancipación de su sexo» vinculada con «la Liga militante de los ateos financiada
por el gobierno soviético»[21]. Por otro lado, Jules de Grandin se revela también
homófobo: si el atormentado espíritu de Anna acosa a su amiga Julie Loudon en
«Poltergeist», es porque en vida había sido «víctima de una oscura pasión de la
carne, estaba dominada por ese amor prohibido propio de las legendarias mujeres de
Lesbos… Sólo podía manifestarse, pues, de manera oculta».

5. Las historias de Jules de Grandin se mueven dentro de un universo dominado


por creencias de tipo científico o mitológico fácilmente comprensibles para el lector.
En lo concerniente a la ciencia, introducen referencias a las fuerzas físicas que
dominan el limbo donde moran los fantasmas —revelado por datos tan simples como
el descenso súbito de la temperatura ambiental en los lugares encantados—, al doble
bestial, primitivo, que posee todo ser humano —subrayado por las teorías evolutivas,
los tratados éticos y las disecciones cerebrales— o a manifestaciones mentales que
sobrepasan el plano físico —Cf. los experimentos alrededor de la telepatía a inicios
del siglo XX—, lo cual incita a De Grandin a utilizar el radio para combatir las
apariciones o al empleo de la hipnosis y de ciertas drogas para luchar contra la
posesión diabólica. En cuanto a la dimensión mitológica, sus vastos conocimientos
místicos acerca de la religión egipcia en «Children of Ubasti»[22] o sobre viejos
rituales druidas en «The Druid’s Shadow»[23], sin olvidar su sapiencia relacionada
con la hechicería cristiana en «The Tenants of Broussac»[24] o acerca de la magia
negra practicada por los Templarios en «The Chapel of Mystic Horror»[25], logran
que el personaje interprete correctamente, desde una óptica sumamente materialista,
cuál es el mejor procedimiento a seguir para erradicar el mal. En todos los casos, la
conclusión del relato es eufórica: Jules de Grandin ha vencido de nuevo al Mal,
disponiéndose a emprender nuevas aventuras.
A lo largo de sus más de treinta años de existencia Weird Tales publicó un elevado
número de narraciones polémicas. Por ejemplo, el cuento «The Loved Dead», obra de
Clifford Martin Eddy (1896-1967) —y reescrito generosamente por H. P.
Lovecraft[26]— y publicado en el número de mayo-julio de 1924, provocó que en
diversos estados de la Unión ese número de Weird Tales fuera retirado de algunos
puntos de venta, pues contenía insinuaciones más que evidentes sobre pasiones
necrófilas. También la historia narrada por «The Copper Bowl», de George Fielding
Elliot (1894-1971), aparecida en Weird Tales en diciembre de 1928, que describía la
«más horrible historia de tortura jamás escrita» (sic), hizo que muchos lectores

www.lectulandia.com - Página 10
redactaran encendidas cartas de protesta contra Farnsworth Wright, escandalizados
por la truculencia del relato y su mórbido tratamiento estilístico, atento a los detalles
más espeluznantes[27]. Sin embargo, ello no imposibilitó que las revistas pulp de la
época y, sobre todo, Weird Tales, se decidieran a romper tabúes estéticos y morales a
través de obras más o menos efectistas y siniestras.

6. Efectivamente, los cuentos contenidos en Las cámaras del horror de Jules de


Grandin[28], que abarcan la mejor época creativa de Seabury Quinn —la comprendida
entre 1927 y 1933—, son macabros, perturbadores, crueles, perversos, ligeramente
amorales en algunos casos y, en consecuencia, un extraordinario deleite para los
aficionados a la literatura fantástica. Uno de ellos, «La broma macabra de Warburg
Tantavul», aborda de manera abierta el tema del incesto, un atrevimiento que en su
momento mereció la especial atención de la revista literaria Author and Journalist, en
su número de octubre de 1934. Sus protagonistas, acosados por una extraña
maldición familiar, son dos hermanos que ignoran su verdadero parentesco y,
creyéndose primos, se enamoran, contraen matrimonio y tienen un hijo. De Grandin,
una vez solucionado el caso, desmonta los escrúpulos morales de su amigo, el Dr.
Trowbridge, de la siguiente manera: «Para mí no hay peros que valgan (…) Y son
también un hombre y una mujer, esposo y esposa, padre y madre (…) Ya sé lo que le
pasa por la mente… ¿su hijo? ¡Bah! ¿Cuántos niños de la antigüedad, incluso en
tantas familias nobles, no eran hijos de sus propias hermanas, por ejemplo? (…)
Fíjese en el pequeño Dennis y no se ciegue usted por esos valores y esas tradiciones
que nos quieren hacer creer lo contrario… Olvídese usted de que ese niño es hijo de
dos hermanos y contemple su buena salud y su belleza». En otro relato de Las
cámaras del horror de Jules de Grandin titulado «La casa de las máscaras de oro»,
vejaciones sexuales, trata de blancas y sadismo se dan la mano con un estilo narrativo
sumamente cuidado, capaz de excitar a partes iguales la fascinación y la repulsión del
lector ante el espectáculo. «Más que bailar, aquellas mujeres mostraban posturas
obscenas entre el ritual y el ofrecimiento de sí mismas (…) Cuanto más las observaba
—explica el Dr. Trowbridge— más tristes me parecían, no obstante la
espectacularidad de sus movimientos, que cada vez eran más obscenos». Mujeres
desnudas inmovilizadas con grilletes, azotamiento con boleadoras o las máscaras de
oro clavadas en la carne de las desventuradas esclavas sexuales, entre otras lindezas
semejantes, completan el relato. Curiosamente, en la redacción de Weird Tales nunca
se recibieron —al menos, hoy por hoy, no se tiene constancia de ello— cartas que
reprobaran el contenido y el tono de estas aventuras de Jules de Grandin.
A pesar de la escabrosidad de algunos de los asuntos abordados en sus relatos,
Seabury Quinn da por sentado que sus lectores sienten apetencia por «ver» la
degradación, el dolor y la mutilación; en suma, el horror. Un interés que está lejos de
ser supervisado por la razón y la conciencia, que conforta ciertos intereses lascivos,
fuente de constantes tormentos interiores. Empero, como muchos de los escritores de

www.lectulandia.com - Página 11
literatura fantástica de su generación, que incluye a los más osados a la hora de
mostrar el terror de manera gráfica —H. P. Lovecraft, Robert E. Howard, Clark
Ashton Smith, Joseph Payne Brennan…—, el creador de Jules de Grandin sabía que
la línea que separa el arte de lo macabro de la mera brutalidad escatológica es muy
delgada. Por eso, los relatos que componen Las cámaras del horror de Jules de
Grandin en ocasiones prefieren sugerir en lugar de mostrar, en todo su escalofriante
esplendor, el horror, evocando una turbadora terribilità que nunca acaba de
manifestarse totalmente, reptando entre las sombras gracias al estilo literario de
Seabury Quinn. En su momento, hubo críticos que tacharon sus relatos de
«simplistas», juicio a todas luces tan erróneo como verdaderamente «simplista».
Quinn era un consumado storyteller: sencillo, directo, sutil a veces, hábil modulador
de ritmos y texturas narrativas, consciente de que sus historias alrededor de lo
fantástico suponen para el lector una especie de viaje iniciático, manteniendo libre de
explicaciones y de innecesarias florituras estilísticas el argumento que se reproduce.
De ahí que su obra, en la actualidad, suponga el gozoso descubrimiento de un clásico
poseedor de aquella recia moral del narrador a la que hacía referencia Walter
Benjamin: el narrador es un hombre que da un consejo a quien lo escucha. ¿Y cuál es
el consejo que nos da Seabury Quinn? Pues que hay algo más en el cielo y en la tierra
de lo que la filosofía o la ciencia, ya sea la de Horacio o la de Albert Einstein, puedan
soñar…

www.lectulandia.com - Página 12
DIOSES DEL ORIENTE Y DEL OCCIDENTE
—Tiens, amigo Trowbridge; trabajó usted anoche hasta muy tarde.
Jules de Grandin, elegante con su impecable traje de etiqueta, con una gardenia
blanca compartiendo ojal con su Orden de la Legión de Honor, se detuvo ante la
puerta de mi despacho mirando la caja de cigarros Corona que había sobre la mesa.
Avanzó lentamente hacia ella y escogió con gran pausa y recreo en los gestos un
cigarro negro, largo; lo hizo con el mismo placer que un niño que seleccionara un
bombón en una caja de dulces.
Tenía conmigo un ejemplar del Diagnosis in Disease of the Blood[29], de
Baring[30], que había estado estudiando, mas hice una pausa para regalarme también
yo con un buen cigarro.
—¿Lo ha pasado bien en la cena de la Sociedad Médica? —le pregunté algo
burlón.
—Desde luego que sí —aceptó moviendo la cabeza afirmativa y vigorosamente
mientras sus pequeños ojos azules brillaban de entusiasmo—. Hay un montón de
tipos interesantes, todos esos médicos de Nueva York… Lamento que no quisiera
acompañarme. Había un caballero en particular, un indio del tipo sanguíneo, digamos
que un auténtico piel roja… Pero veo que no me presta atención, amigo mío, me
parece que está usted distraído… ¿Cuál es el problema?
—Digamos que se trata de un gran problema, sin más —le dije abandonando mi
tono de burla anterior—. Se me está muriendo una paciente y no acierto a
comprender nada, salvo que se muere irremisiblemente.
—Bien, eso me interesa… ¿No ha podido hacer siquiera un diagnóstico
aproximado?
—Tengo al menos media docena de ellos, pero ninguno válido, ni siquiera digno
de debate. La he examinado y vuelto a examinar, y sólo rengo la certeza de que se me
irá de las manos antes de que mis ojos puedan advertirlo. No acierto a comprender el
porqué ni de lejos.
—¿Tisis, quizás?
—Ni rastro de eso… Le he examinado los esputos en numerosas ocasiones, con
resultados negativos; cabe descartar la tisis, por ello… Estoy completamente
convencido de que la paciente no sufre ninguna disfunción orgánica; su temperatura
es siempre normal, prácticamente invariable; incluso ahora, nunca ofrece diferencias
más allá de un par de grados. Le he tomado frecuentes muestras de sangre, y lo
mismo; no hay en su sangre ni un leve indicio alarmante. Lo único que he podido
percibir en ella en los últimos tiempos es una evidente pérdida de peso y una palidez
progresiva, síntomas acompañados de ausencia de apetito, dolor de cabeza y una gran
lasitud por las mañanas.
—Umm… —fue todo lo que le oí decir mientras parecía considerar gravemente

www.lectulandia.com - Página 13
lo que acababa de referirle, al tiempo que echaba bocanadas de humo por los orificios
de su pequeña nariz y contemplaba la ceniza del cigarro como si fuese algo digno del
mayor interés—. ¿Y desde cuándo muestra dichos síntomas? —me preguntó al fin.
—Desde hace tres meses, aproximadamente… Se trata de Mrs. Chetwynde, la
esposa de ese joven y encantador caballero que supervisa las obras de construcción
del ferrocarril en Birmania, llevadas a cabo por una compañía inglesa. Lleva lejos
unos seis meses; ella ansiaba el momento de reunirse con su esposo —apenas llevan
casados un par de años— cuando la sorprendió esa enfermedad a mediados del mes
de agosto.
—Umm… —y sacudió al fin la ceniza muy cuidadosamente, con la uña de su
dedo meñique, para volver a inhalar una honda bocanada de humo de aquel fragante
cigarro que fumaba con la mayor delectación—. Es un caso que me interesa, querido
Trowbridge… Esas enfermedades de difícil diagnóstico son lo que más alienta a un
médico. Con su permiso, me gustaría acompañarle cuando vaya a visitar de nuevo a
Madame Chetwynde… ¿Quién sabe? Quizás podamos hallar juntos el felpudo de la
puerta en el que está escondida la llave que nos franquee el acceso al conocimiento de
esa misteriosa enfermedad… Mientras, sin embargo, creo que debo irme a dormir.
—Yo también —dije mientras cerraba el libro.
Después apagué la luz y lo acompañé escaleras arriba hasta su habitación.

La casa de los Chetwynde era una de las más pequeñas y de reciente construcción
de Rockwood[31], una casita adorable que brillaba como una joya entre las otras. No
obstante, tenía un total de siete habitaciones, había cuadros valiosos en las paredes y
miniaturas de marfil por todas partes, y la decoración y el mobiliario de la casa
denotaban un claro espíritu artístico en sus moradores. Jules de Grandin parecía
disfrutar contemplando las casas, la perfecta armonía de aquella zona residencial,
mientras llegábamos en mi automóvil a la casa de mi paciente. Aparqué frente a la
puerta.
—Y bien, amigo mío, adelante —me susurró cuando en lo alto de las escaleras
que conducían a la puerta de entrada a la casa apareció una doncella perfectamente
uniformada—. Sea la que sea esa enfermedad que afecta a Madame Chetwynde, he
ahí que se nos presenta una bon gout, ¿cómo dicen ustedes?, ¿una piedra de toque,
quizás?

Adorable como una pieza de porcelana china, e igual de frágil, Idoline


Chetwynde se hallaba recostaba en los almohadones de su cama estilo Luis XIII,
cubierta por un camisón de seda china y color nacarado que le moldeaba sus formas
exquisitas desde el cuello a los tobillos, mas sin ocultar por ello el delicado tono
marfileño de su cuerpo. Llevaba en los pies desnudos unas pequeñas zapatillas
francesas de color escarlata ribeteadas en negro. La urdimbre de sus venas, en los
pies y en los tobillos, era de un color violeta pálido. Su fino rostro, de barbilla

www.lectulandia.com - Página 14
alargada, sugería el color de las aceitunas maduras, como lo hubo de tener en los días
de buena salud, pero en el presente se veían sus mejillas tan apagadas como el marfil
viejo; su fina y alta frente, más que pálida, era translúcida y sugería la textura de la
cera de las velas. Su boca hermosa, sus labios perfectos y tan expresivos, tenían más
el tono de una rosa a punto de marchitarse que el propio del coral rojo; sus grandes
ojos grises, levemente rasgados para darle un cierto aire oriental, mostraban una
paciente resignación a la que parecían oponerse, sin embargo, sus bien perfiladas
cejas negras. Tenía corto el cabello, casi como un muchacho, y peinado con raya, de
derecha a izquierda, cruzándole la frente un leve flequillo, además de fijado con
alguna brillantina aromática. Contrastaba con su rostro tan pálido, pues parecía el
cabello ponerle un turbante de seda con el color del ébano. En el lóbulo de las orejas
lucía unos diamantes caros, pequeños y muy brillantes. Algunas mujeres parecen
poseer un aura de feminidad exquisita pues exudan un bouquet de rosas único.
Idoline Chetwynde era una de ellas.
—Hoy no me encuentro muy bien, gracias, doctor —respondió a mi pregunta—.
Me siento más débil que otras veces y encima he tenido esta noche una pesadilla
horrible.
—¿Una pesadilla? Bueno, oigámosla —le dije tratando de mostrarme divertido—.
¿Qué soñó usted?
—Yo… Yo… La verdad es que no lo sé —dijo lánguidamente, como si le costara
expresarse, como si hablar le supusiera un cansancio infinito—. Sólo recuerdo que
soñé algo terrible, pero no puedo decir qué; he perdido por completo la noción de ese
sueño… Bueno, da igual, no creo que tenga mucha importancia.
—Pardonnez-moi, Madame, pero sí tiene importancia, los sueños tienen una gran
importancia —la contradijo De Grandin muy educadamente—. Eso a lo que
llamamos sueños no es otra cosa que la expresión de nuestros más secretos
pensamientos; a través del análisis de los sueños, pues, podemos aprender cosas que
nos conciernen muy directamente y que nunca hubiéramos sospechado. ¿Podría hacer
un esfuerzo, por favor, para intentar recordar esa pesadilla y contárnosla?

Mientras hablaba iba reconociendo a la paciente, primero tocándole los tobillos y


las rodillas con sus dedos expertos y rápidos, después las muñecas y los brazos, y al
cabo la frente y los párpados, procediendo luego a examinar sus pupilas y a mirarle la
garganta, el cuello y el pecho, en busca de alguna alteración cardiaca.
—Eh bien, morbleu, c’est estrange! —le oí decir para sí un par de veces, pero no
quise interrumpir el reconocimiento que hacía de la paciente, preguntándole.
—¿Sabe, doctor Trowbridge? —me dijo entonces Mrs. Chetwynde mientras De
Grandin guardaba su fonendoscopio y apuntaba con letra rápida algo en su libreta—.
Muchas veces he pensado, he tenido la sensación, más bien, de que me estaba
muriendo… Me parece que se toman ustedes demasiadas molestias inútiles, y acaso
fuera mejor que me dejaran morir tranquilamente de una vez… Siento que no me

www.lectulandia.com - Página 15
queda mucho; quizás, por ello, fuese mejor para todos que…
—Zut! —exclamó De Grandin cerrando de golpe la libreta en la que acababa de
anotar lo concerniente al reconocimiento de la enferma—. No diga eso, Madame.
Tiene usted la obligación de vivir. Parbleu, los jardines del mundo están necesitados
de flores como usted; es necesario cultivarlas para el disfrute de la humanidad entera.
—Gracias, doctor —sonrió Mrs. Chetwynde deliciosamente para agradecer el
cumplido; luego tomó la campanilla de plata que había sobre la mesita de noche.
—¿Ordena algo, Madame? —preguntó la sirvienta que acudió a la alcoba tan
prontamente que no pude por menos que sospechar que había estado escuchando todo
el tiempo tras la puerta y acaso mirando también por el ojo de la cerradura.
—Sí, acompañe al doctor Trowbridge y al doctor De Grandin —dijo la dama con
voz cansada.

—Adieu, Madame —dijo De Grandin despidiéndose, mientras tomaba la delicada


mano de Mrs. Chetwynde para besarla—. Volveremos pronto y confío, salvo que me
equivoque gravemente, en que tendremos buenas noticias que darle… Todo tiene
remedio, salvo…
—¿Salvo la innombrable? —lo interrumpió Mrs. Chetwynde con una de sus
bellísimas sonrisas cansadas.
El menudo médico francés volvió a besarle los delicados dedos de la mano y
salimos de la habitación, precedidos por la sirvienta.
—Cuidado, señor —reprendió a De Grandin la criada cuando ya estábamos a
punto de bajar los peldaños que conducían a la calle. Se lo dijo con mucho respeto,
pero no por ello dejé de tener la impresión de que le odiaba, y todo porque De
Grandin estuvo a punto de derribar una estatua con la que se tropezó en el hall tras
resbalar en el brillante y encerado piso de tarima de la casa—. Por aquí, por favor —
dijo la criada mientras nos ofrecía muy ceremoniosamente los sombreros, con la
puerta de la calle abierta para que saliéramos cuanto antes.
—Sí, sí, claro —dijo azorado De Grandin, sin dejar de mirar aquella estatua con
la que había estado a punto de tropezarse—. Una pregunta, Mademoiselle… ¿Hay
mosquitos por aquí en esta época del año?
—¿Mosquitos? —repitió la criada como si se aguantara la risa ante aquella
estúpida pregunta que le hacía ese extranjero bajito.
—Sí, mosquitos —dijo él, alzando las cejas y sonriendo, sabedor de que a la
criada parecía cómica su pregunta—. Ya sabe, Mademoiselle, esa pequeña peste
voladora, que zumba… Los mosquitos, en fin.
—No, señor —respondió secamente la criada y parecía claro que no había más
que decir al respecto.
—Bien… ¿Quizás la señora quema algún tipo de incienso para alejar a los
mosquitos? ¿Acaso tiene en la habitación algún otro producto contra las polillas?
—¡No, señor!

www.lectulandia.com - Página 16
—Parbleu, ma vierge, cuán cierto es que son muchas las cosas extrañas que hay
en el mundo —dijo con uno de sus habituales respingos sarcásticos—; no obstante, lo
que más me extraña es que alguien me niegue información.

La sirvienta no le respondió; se limitó a echarle una mirada con la que le decía


que el único favor que podría concederle no sería otro que el de no asesinarlo.
—La, la, la… —canturreaba mientras nos dirigíamos a mi automóvil—. Creo que
le he metido el dedo en el ojo, como dicen los ingleses, ¿verdad, amigo mío?
—Tengo la completa seguridad de que ha dicho usted la palabra más
inconveniente, a juzgar por la reacción de esa mujer —le dije titubeante—, pero estoy
seguro de que sabrá resarcirla cuando volvamos, para que nos trate mejor, más que
nada; tengo la impresión de que lo ha mirado a usted bastante mal, la verdad.
—¡Ah, bah! —exclamó De Grandin sonriendo burlón—. ¿A quién le puede
importar eso? Esa harpía me miró tan mal sólo porque acerté… ¿No se fijó en su
alarma cuando le pregunté eso tan evidente, porque el olor a incienso llenaba toda la
casa? La verdad es que no hay ninguna razón para que no puedan quemar incienso…
Pero por alguna causa que no acierto a adivinar, esa solterona reaccionó como si
hubiera invadido su privacidad.
—¿Usted cree? —le dije.
—Estoy completamente seguro, amigo mío; pero he tomado nota de lo que me ha
sugerido —me dijo riéndose entre dientes—. Ahora dígame algo de nuestra
paciente… Quién es, quiénes fueron sus antepasados, cuánto tiempo hace que vive en
esta casa…
—Es la esposa de Richard Chetwynde, de nacionalidad inglesa, quien se
desempeña como ingeniero en la India, como ya le dije anoche —comencé a
contestar a sus preguntas—. Antes de contraer matrimonio, y por lo que se refiere a
nuestra paciente, debo decirle que su nombre de soltera era Miss Millatone, así como
que los Millatone llevan muchos años arraigados entre nosotros, si bien son de origen
indio e incluso pertenecientes a una antigua estirpe de guerreros. Pero comenzaron a
formar parte de nuestra sociedad por los tiempos en que suecos y holandeses
combatían por el control de una parte del país. Es una familia más que respetable, y
por lo tanto…
—No hace falta que siga, querido amigo, me parece que ya me ha dicho
suficiente —me interrumpió—. Esa información suya acerca de los antepasados
hindúes de nuestra paciente me dice mucho de ella… Madame Chetwynde es una
mujer de extraña belleza; hay en ella algo indefinido y atrayente, algo que sugiere
nada más contemplarla que no estamos ante una persona de sangre completamente
caucásica. Eso no es ninguna desgracia, por supuesto, al contrario; ni es algo que
vaya en detrimento de su belleza, no… A menudo es la mezcla de sangres lo que
determina la hermosura… Pero hay en ella algo… ¿cómo lo diría? Algo extraño, o
extranjero, si se prefiere; algo que me hizo pensar nada más verla en un posible

www.lectulandia.com - Página 17
origen oriental… Acaso en un origen turco, hindú… sí…, pero…
—Nada de eso, no es hindú ni turca —lo atajé también yo entre dientes—. Es lo
que quizás llamaría usted una americana al ciento diez por ciento…
—¿Cómo? —dijo secamente—. Bueno, eso no excluye que en ese ciento diez por
ciento haya igualmente algún porcentaje de sangre europea, ¿no? Lo cierto, querido
amigo, es que tenemos entre manos un caso merecedor de muy concienzudo análisis
y de un no menos severo estudio.
—¿Tiene alguna hipótesis? —le pregunté con gesto de sorpresa.
—Tarea difícil, amigo… Podría ser, pero no tengo el valor suficiente, aún, para
hablar de hipótesis, ni de probabilidades. Quizás sea preferible que no adelantemos
acontecimientos y vayamos paso a paso…
Quiero pensar en todo esto, quiero conocer, colegir, extraer conclusiones, valorar
todos los datos… No quiero decidir sobre bases simples ni aventurar teorías que no
sean más que un zumbido de abejorro con su pequeño cerebro entusiasmado ante la
visión de un platanero de los que crecen en las aceras de las calles de nuestra pequeña
y hermosa ciudad.

Cuando llegamos a mi casa se producía allí un altercado que definiré como de


orden espiritual. Aprovechando que no había pacientes a la espera de mi llegada,
Nora McGuinnis, mi ama de llaves y auténtico factótum de mi casa y consulta,
discutía con toda la elocuencia propia de una irlandesa con una muchacha.
—Ya puedes tener cuidado, Katy Rooney, no tengas que avergonzarte después de
tus palabras —decía a su sobrina cuando De Grandin y yo abríamos la puerta—; ten
cuidado, o me veré obligada a prohibirte que pongas los pies en mi cocina para que
no me vengas más con esas tonterías, parece mentira… Vergüenza debería darte
hablar así de esa pobre dama enferma… Anda, a ver si te atreves a decirle al doctor lo
que me has contado, desvergonzada… No sabes los esfuerzos que tiene que hacer
Nora McGuinnis, tu tía, para aguantarse los nervios y no cruzarte la cara de una
bofetada.
—¡Vergüenza debería darte decirme eso! —le respondió otra voz con el mismo
acento irlandés e idéntica elocuencia—. ¿Y qué sabes tú de lo que ocurre en esa casa,
si nunca has estado allí? ¡Yo sí! Yo he vivido bajo su mismo techo y la he visto
arrastrarse de rodillas por el suelo, a los pies de esa estatua tan fea que tienen en el
hall. Te digo que esa mujer es peor que una protestante, no hace las cosas propias de
una buena cristiana; para mí que es atea, o una bruja… Ya la primera vez que fui a
casa de Mrs. Chetwynde me pareció que esa maldita estatua no hacía más que
vigilarme; siempre que pasaba por el hall, allá que se me pegaban sus ojos al cogote;
miedo me da acercarme a ella, con tantos brazos y tantas manos como tiene; podría
estrangularme… Créeme lo que te digo, Nora, cariño… Esa estatua negra que tienen
en el hall ha crecido, estoy segura; se hace más grande cada día que pasa… No me
gustan esas cosas que hace esa mujer impía, a mí, que desciendo como tú de reyes de

www.lectulandia.com - Página 18
Irlanda. Creo, Nora, que hace cosas sucias, cosas que no están bien… No quiero ir a
trabajar a esa casa ni un día más, lo juro por todos los santos.

Ya me disponía a entrar en la cocina de mi propia casa, para informarme bien


acerca del asunto del que trataban las irlandesas, y reprenderlas por las voces que
daban, llegado el caso, pero noté los dedos del doctor De Grandin en mi brazo,
reteniéndome.
—No, querido Trowbridge, no —me susurró al oído—; oigamos todo lo que tiene
que decir esa muchacha, sin asustarla. Esa información es un regalo del cielo, no lo
dude.
Un segundo después era él quien abría la puerta de acceso a la cocina y saludaba
a las mujeres, muy enfurruñadas la tía y la sobrina, con una sonrisa por completo
desprovista de gracia.
—Doctor De Grandin, señor… —comenzó a decir Nora, quien lejos de callarse y
cambiar de conversación se mostró dispuesta a ganar para sus argumentos la opinión
de mi huésped—. Mire, esta sinvergüenza, que parece mentira que sea de mi
familia…, pues que no quiere volver a la casa de Mrs. Chetwynde, la pobre. Cuando
cayó enferma, el doctor Trowbridge la envió allí para que le cocinara buenos
alimentos, que eso sí que sabe hacerlo, porque yo no podía ir… Y ahora, pues mire,
que la deja plantada, a la pobre Mrs. Chetwynde, que no quiere volver a su casa,
como si fuera una escandinava o como si le fuese a echar mal de ojo, o algo así…
Dígale usted, doctor, que no tiene razón, y perdone, señor…
—Créame, doctor —le dijo entonces la acusada Kathleen, disculpándose—,
nunca había tenido un trabajo tan bueno como éste, pero le digo que esa casa de los
Chetwynde no es cristiana… Para mí que es un lugar infernal, o una casa de locos,
algo así.

De Grandin la miró sin decir nada por unos momentos, y sonrió al fin con una de
esas sonrisas tan suyas.
—¿He oído antes que decía usted algo acerca de Mrs. Chetwynde y cierta
estatua? preguntó a la muchacha.
—Sí, eso es, la estatua, ¡por Dios! —dijo Katy—. Pero ella no me ha dejado
hablar de eso, que es lo mejor de todo… El esposo de Mrs. Chetwynde, como sabrá
usted, señor, trabaja como ingeniero en la India; manda muchos regalos a la casa,
constantemente… Algunos son bonitos y otros muy feos. Hará unos tres meses, un
poco antes de que yo entrara a trabajar como cocinera en esa casa, mandó esa estatua,
que por lo que he oído decir es algo así como una antigua divinidad o no sé qué de
esa tierra extraña… Mrs. Chetwynde la puso en el pedestal donde sigue, como si se
tratase de un santo digno de que se le rezara. Ahí la tiene, doctor. Y le digo, señor,
que huele muy mal; es un olor horrible que llena toda la casa… Esa estatua me da
miedo, doctor. Sus ojos parecen seguirme siempre que paso por el hall, como si me

www.lectulandia.com - Página 19
vigilaran. No me atrevo ya a mirarle a los ojos… Podrá creerme o no, doctor, pero le
aseguro que esa estatua crece día a día; desde que llegó, ha crecido por lo menos un
pie. Yo lo he visto, doctor, créame.
—¿Es posible? —dijo De Grandin muy políticamente—. ¿Y qué más?
—Pues… me armé de valor, doctor… A la noche siguiente, cuando nadie podía
verme, salí de mi habitación, fui al hall, tomé la estatua y salí de la casa a meterla en
la pila de agua bendita de la iglesia, para ver si al menos se le quitaba ese olor tan
repugnante.
—¿Sí? ¿Y qué pasó entonces? —siguió preguntando De Grandin, que sonría
gentilmente, con los ojos muy pequeños, a la muchacha.
—¡Puaf! Doctor, si no lo veo no lo creo. El agua bendita se tiñó completamente
de rojo.
—¡Parbleu! —exclamó para sí el médico francés.
—Cuando volví a pasar al día siguiente ante la estatua, que puse de nuevo en su
sitio, al volver a la casa, le juro, doctor, que me miró con odio…
—¡Dios mío!, ¿es verdad eso? ¿Y entonces…?
—Bueno, eso fue ayer mismo… No aguanto más, así que me largo de esa casa.
—¿Dijo usted algo acerca de que Madame Chetwynde adoraba…?
—Doctor —lo atajó la muchacha tomando entre sus dedos pulgar e índice las
solapas de su chaqueta—, doctor, le aseguro que no soy miedosa y que me sé muchos
cuentos que ponen los pelos de punta, pero le juro que lo que oí y vi me provocó un
escalofrío que me recorrió todo el cuerpo, desde los dedos de los pies a mis dientes…
Yo estaba tranquilamente en mi habitación, en paz como el cordero más pastueño que
haya podido nacer, cuando escuché un grito de terror que me hizo creer que ya le
estaba a punto de llegar la muerte a la pobre señora; se me pasó por la cabeza,
incluso, que quizás alguien quisiera matarla, así que salí corriendo con la intención de
ayudarla… Doctor De Grandin, señor, le juro por lo más sagrado que le digo la
verdad, que no miento… Cuando bajé a toda prisa la escalera vi a Mrs. Chetwynde
descalza, completamente desnuda, con algo en la cabeza, una especie de turbante un
poco ridículo; estaba de rodillas y con los brazos abiertos; gritaba espantosamente
algo que me pareció una oración ofrecida a esa maldita estatua, a cuyos pies había
unas varitas de las que salía humo… Katy Hooney[32], me dije en esos momentos,
tratando de mantener la calma, esta casa no es la más apropiada para ti, una mujer
cristiana, una buena católica, así que lárgate cuanto antes, no vayas a volverte loca
por culpa de la locura de esta gente… Así que, doctor, en cuanto me fue posible le
dije a Mrs. Chetwynde que me iba, me pagó y adiós; no quiero volver por nada del
mundo a esa casa, señor.
—Me parece normal —dijo el menudo francés moviendo elocuentemente su rubia
cabeza—. Comprendo perfectamente que no quiera volver a la casa… Pero,
considere, por favor, si no sería capaz de hacerlo por algo más que dinero, por algo de
suma importancia…

www.lectulandia.com - Página 20
—Seguro que no, doctor. No pienso volver allí ni por…
Katy parecía tomar aire para exponer sus razones de nuevo, pero la interrumpió
De Grandin con un gesto imperativo que demandaba silencio.
—Escuche, por favor —le dijo—. Es usted cristiana, ¿verdad?
—Claro que lo soy.
—Muy bien. Pero si yo le pidiera que volviese a la casa de Mrs. Chetwynde para
convertirse en el instrumento de lo que es la primera obligación de un buen cristiano,
salvar almas, y en este caso concreto salvar también un cuerpo, ¿aceptaría el encargo?
—Le aseguro, doctor, que haría cuanto me fuese posible por salvar a alguien —
dijo llorosa—, pero me da mucho miedo volver a vivir bajo el mismo techo que esa
mujer, cerca de esa maldita estatua, señor… Bien saben todos los benditos santos del
cielo que haría todo lo que fuese, pero… sólo pensar en una noche más en esa casa…
De Grandin acarició la barbilla de la muchacha con su pequeña mano, mientras
parecía meditar. Después se dirigió raudo hacia la puerta.
—Espéreme aquí, ahora mismo vuelvo —le dijo.

No habían pasado dos minutos cuando estuvo de regreso en la cocina. Llevaba en


la mano un pequeño paquete envuelto en papel de seda y atado con un lazo rojo.
—Supongo que habrá estado alguna vez en el lago Killarney —dijo a Katy,
estirándose mucho, como para ponerse a su altura.
—Sí, claro que he estado allí —respondió ella con entusiasmo—. Muchas veces,
me encanta ese lugar, esas aguas azules, y…
—¿Y quién sale del lago una vez al año, y cabalga por las aguas azules sobre un
hermoso caballo blanco, y es conocido como…?
Ella lo interrumpió con un grito de fervor que hizo que su mirada pareciera la de
una santa en éxtasis.
—¡Es O’Donohue, el valiente O’Donohue, que cabalga sobre las aguas para
llegar a tierra y luchar por la libertad de Irlanda!
—Precisamente —dijo complacido De Grandin—, yo también he estado en ese
lago con varios y muy buenos amigos nacidos y crecidos en Irlanda. Uno de ellos, por
cierto, me regaló un recuerdo muy preciado de una de esas cabalgadas de O’Donohue
por el agua. ¡Mire!
Abrió parcialmente el paquetito envuelto en papel de seda y mostró a la
muchacha un fino anillo hecho con dos o tres hebras entrelazadas que parecían
tomadas de la cola de un caballo blanco.
—Imagine que le digo que pertenecen a la cola del caballo de O’Donohue —dijo
De Grandin—. ¿Lo llevaría usted como un amuleto que la protegiese de todo mal en
su regreso a la casa de Madame Chetwynde hasta que yo le pida que se vaya?
—¡Claro que lo haría, por lo más sagrado! —exclamó ella—. Con un amuleto
hecho con tres hebras de la cola del caballo de O’Donohue sería capaz de entrar en el
servicio de la cocina del Diablo y beber del propio caldo que él tome… Cualquier

www.lectulandia.com - Página 21
cosa que venga de O’Donohue será más poderosa que la más odiosa estatua que haya
salido de la India, creo yo, señor.
—Perfecto —dijo él con una sonrisa—. Regrese usted a la casa de Madame
Chetwynde esta misma tarde y permanezca allí hasta que reciba noticias mías, ¿de
acuerdo?
Cuando nos dirigíamos al salón de la casa me dijo el doctor De Grandin:
—Debo confesarle que todo esto es una añagaza piadosa, querido Trowbridge. La
fe, la creencia en algo, es lo que a menudo nos da la fuerza que requerimos en trances
difíciles… Esos supuestos pelos de la cola del caballo blanco no son más que hebras
de lana de mi colchón, las acabo de tomar de allí… Pero nuestra supersticiosa Katy es
ahora tan brava como un león pues cree que pertenecieron en efecto al caballo de
O’Donohue.
—¿Debo entender que se ha creído usted toda esa historia de esta pobre loca
irlandesa, doctor De Grandin? —le pregunté incrédulo ante lo que estaba ocurriendo.
—Eh bien —dijo encogiendo sus hombros estrechos—, ¿quién sabe realmente lo
que piensa? Puede que haya imaginado buena parte de lo que contó, puede que esa
buena parte no sea otra cosa que una sugestión derivada de la acción de su mente
supersticiosa… Pero si por una casualidad se diese la circunstancia de que todo lo
que nos ha dicho es cierto, le aseguro, amigo mío, que no me resultaría extraño; y le
aseguro igualmente que podríamos dar por finalizado este caso.
—¡Bien! —me limité a decir, porque en realidad no se me ocurría nada con que
ofrecerle una réplica conveniente.
—Trowbridge, querido amigo —me dijo a la mañana siguiente, mientras
desayunábamos—, he pensado mucho en el caso de Madame Chetwynde, y creo que
debemos ir a visitar de nuevo a esa infortunada dama, sin dilación… Hay unas
cuantas cosas que me gustaría inspeccionar, por decirlo claramente, en esa casa tan
aparentemente encantadora… Creo sinceramente que lo que me contó ayer nuestra
querida Katy arroja bastante luz sobre unos aspectos que hasta ahora permanecían
sumidos en la oscuridad.
—De acuerdo —asentí—. Aunque me parece que adopta usted un punto de vista
excesivamente fantasioso acerca del caso que nos ocupa. No obstante, le pido que no
vaya más allá de lo que es decente hacerlo; le pido que no se valga de sus trucos.
—Morbleu! Descuide, amigo mío, que no haré nada de eso —me dijo
sorprendido—. Salgamos, no hay tiempo que perder.
La sirvienta perfectamente uniformada y de piel oscura que el día anterior nos
había acompañado a la puerta salió de inmediato apenas pulsé el timbre de la calle;
saludó a De Grandin con una mueca que pretendió ser sonrisa, pero que denotaba su
profundo desprecio hacia el doctor. No obstante, respondió con mucha cortesía a la
que nosotros le mostramos.
Y de inmediato ocurrió algo sorprendente:
—¡Mon Dieu, me mareo, estoy enfermo, creo que estoy sufriendo un colapso,

www.lectulandia.com - Página 22
amigo Trowbridge! —gritó el doctor De Grandin cuando comenzábamos a subir los
peldaños de la escalera que conducía a la puerta de entrada a la casa—. ¡Agua, por
favor! ¡Deme un vaso de agua, se lo ruego!
Pedí a la sirvienta que atendiera el ruego de mi amigo, y en cuanto fue a buscar el
agua De Grandin, que se había doblado sobre su estómago, se incorporó con la
presteza de un felino y se dirigió raudo al hall, donde estaba la estatua.
—Obsérvela bien, amigo Trowbridge —me pidió en voz baja que, no obstante,
denotaba su gran excitación—. Mire con detenimiento su tamaño, su perímetro,
calcule su peso. Póngase a su lado y compare su altura y la de la estatua, tomando
como referencia el marco de la puerta; trace una línea visual y haga una señal en el
marco de la puerta para comprobar si crece o no. Rápido, que esa siniestra fámula
regresará pronto, no tenemos tiempo que perder.
Aunque un tanto anonadado, obedecí sus órdenes. Acabé antes de que aquella
mujer regresara con un gran vaso de agua muy fría. De Grandin simuló que buscaba
una píldora en su chaqueta y que se la tomaba con el agua que bebió gustosamente.
Después subimos las escaleras en dirección a los aposentos de Mrs. Chetwynde.
—Madame —comenzó sin más preliminares una vez nos hubo dejado solos con
ella la sirvienta—. Hay algunas cosas acerca de las que me gustaría preguntarle…
Tenga la bondad de responderme, se lo ruego… Primero, ¿sabe usted algo sobre esa
estatua que hay abajo, en el hall?
Una mirada de sorpresa se dibujó en el pálido rostro de nuestra paciente.
—No, la verdad es que no puedo decir que sepa algo sobre esa estatua —dijo
lentamente, con mucho abatimiento—; me la hizo llegar mi esposo desde la India
hace unos meses, con otras cosas muy interesantes. La verdad es que nada más verla
me produjo una sensación de desagrado, por no decir que de aversión; aunque
también debo confesarle que me sentí fascinada. Después de ponerla en el pedestal y
situarla en el hall, he sentido varias veces un impulso que me pedía derribarla,
romperla; lo habré sentido docenas de veces, pero por alguna razón no he sido capaz
de hacerlo, no he podido satisfacer lo que me pedía mi mente, no he sido capaz de
hacer lo que pensaba… Ahora me gustaría haberla destrozado, porque tengo una
sensación extraña, como si esa estatua se fuera posesionando de mí, no sé si entiende
lo que le digo… A menudo me descubro pensando en esa figura; pienso
invariablemente que es adorablemente fea, ya sabe… Lo pienso de día, naturalmente;
pero creo que de noche sueño también con ella. Todas las mañanas despierto con la
horrible sensación de haber sufrido una pesadilla cuyos incidentes no puedo recordar
por mucho que lo intento; sólo sé que esa estatua preside mis malos sueños.
—Vaya… —murmuró primero para sí el doctor De Grandin y luego dijo—: Eso
es muy interesante, Madame… Otra cosa que me gustaría saber, si tiene la bondad de
responder a mi pregunta, y le ruego que no se sienta ofendida, por cuanto se trata de
algo seguramente muy personal… Noto que huele usted a esencia de rosas… ¿Utiliza
algún otro perfume?

www.lectulandia.com - Página 23
—No —respondió turbada.
—¿No usa incienso para llenar de fragancia el ambiente de la casa, por ejemplo?
—No, me molesta mucho el incienso, me produce dolor de cabeza; más aún —
dijo arqueando las cejas en un gesto de profundo disgusto—, a veces siento el olor de
una especie de incienso chino, esa basura, en esta casa… Es un olor muy fuerte y
desagradable… Un olor que percibo sobre todo por las mañanas, cuando me despierto
tras una de esas pesadillas que sufro.
—Bien —dijo De Grandin—. Creo que empezamos a ver, aunque débilmente, un
rayo de luz… Muchas gracias, Madame, eso es todo lo que quería preguntarle.

—Ahora mismo tenemos la luna en cuarto creciente, amigo Trowbridge —me


dijo como si hablara a propósito de nada, cuando iban a ser las once de la noche—.
¿No le parece que hace una noche ideal para montarnos en su automóvil y dar una
vuelta por ahí?
—Sí, por qué no —admití—. Estoy cansado, es cierto, hemos paseado mucho hoy
y le confieso que me gustaría meterme en la cama cuanto antes, pero supongo que,
como de costumbre, se guarda usted una carta en la manga…
—Mais oui —me respondió con una de sus más traviesas sonrisas—. Sigamos
codo con codo, amigo mío, y acaso descubramos algo de valor… Suponga que nos
dirigimos en su coche hasta la casa de Madame Chetwynde…
Protesté, pero sin mostrar la menor oposición.
—Bueno, aquí estamos —dije cuando aparcábamos ante la casa—. ¿Y lo
siguiente?
—Entrar, naturalmente —me respondió.
—¿Entrar, dice usted? ¿Pero ha reparado en la hora que es?
—Pues sí; pero salvo que me equivoque de manera imperdonable, estoy seguro de
que, si entramos en esa casa, asistiremos a unos hechos que resultaría del todo
improcedente perderse.
—Pero esto es indigno, ajeno a las normas de educación más elementales…
¿Cómo molestar a una dama enferma a estas horas de la noche?
—No la molestaremos, querido amigo —me prometió—. Mire, tengo la llave de
la casa. Nos colaremos como un par de ladrones, pero para apalancamos ahí tan
confortablemente como nos sea posible y ver lo que sin duda veremos, eso es todo.
—¿Que tiene usted la llave de la casa? —dije francamente sorprendido—. ¿Y
cómo se hizo con ella?
—Fue sencillo. Cuando esa sirvienta tan malcarada fue a buscarme el vaso de
agua, mientras usted contemplaba la estatua… Aproveché para tomar entonces la
llave y moldearla en una pastilla de jabón que compré precisamente para eso… Esta
misma tarde me ha entregado un ferretero el duplicado pedido… Querido amigo,
Jules de Grandin se ha visto obligado a hacer lo mismo en tantas ocasiones, que no es
para él una novedad eso de introducirse subrepticiamente en las casas de los demás.

www.lectulandia.com - Página 24
Despacio, sin hacer ruido, con una cautela extraordinaria, subimos los escalones
que conducían a la puerta de entrada de la casa; mi amigo introdujo aquella llave
traidora en la cerradura, una llave que se me antojó llamar entonces la llave de Judas,
y accedimos a la casa de Mrs. Chetwynde, al hall.
—Por aquí, amigo Trowbridge, por favor —me indicó De Grandin tirando de una
de las mangas de mi chaqueta—. Sentémonos tranquilamente en el salón; ahí
tendremos una visión completa de lo que ocurra en el hall y en las escaleras,
amparados por la oscuridad… Al fin y al cabo hemos venido para ver, no para ser
vistos…
—Me siento un perfecto malhechor… —protesté nervioso, pero me interrumpió
dando un fuerte tirón a la manga de la que me asía.
—¡Cállese! —me ordenó en voz muy baja pero enérgica—. Mire, puede
tranquilizarse, si lo precisa, contemplando la luna a través de los cristales de la
ventana.
Miré hacia la ventana del hall que había justo a espaldas del pedestal con la
estatua y observé que el filo del disco lunar lanzaba rayos de plata que iluminaban el
suelo encerado del hall con una especie de refulgencia heladora. La estatua,
contemplada bajo esa luz, representaba una figura femenina no precisamente en
actitud delicada sino tensa, como anudada, como articulada de forma que pudiera
sugerir la deformidad más horrible. Parecía hecha de piedra negra o de alguna
materia tan dura como oleaginosa. De sus hombros le salían cuatro brazos que se
abrían de derecha a izquierda. Una especie de pañuelo tallado le cubría parcialmente
la cabeza, y sobre los pechos colgantes y los brazos espantosamente curvados se
enrollaban serpientes; en el cuello lucía un collar con calaveras humanas. Mostraba la
figura una desnudez que incluso a mí, un médico para el que el cuerpo humano no
tiene secretos, me resultó obscena. Tuve ciertamente la impresión de que la figura,
bajo aquella luz de plata heladora que bañaba el suelo del hall, crecía de manera
apenas perceptible pero constante. Todo en ella, en su más absoluta y repugnante
obscenidad aterradora, semejaba cobrar vida por momentos.
Cerré y abrí varias veces los ojos convencido de que era víctima de alguna ilusión
óptica provocada por los rayos de la luna que bañaban cuanto circundaba a la estatua
negra, pero un sonido proveniente de lo alto de la escalera me sacó de mi
aturdimiento, obligándome a alzar la vista.
Lento pero inequívoco, aproximándose, un leve paso se dejaba sentir en los
escalones sin alfombra, cerca, cada vez más cerca, para dejar ver al fin una silueta
alta e hierática, la persona que bajaba con una gran lentitud, pero a la vez con una
gran firmeza, las escaleras. Era una figura femenina cubierta del cuello a los pies por
un camisón de seda negra y llevaba en los pequeños y delicados pies zapatillas de
tocador. Sobre la cabeza, ocultándole el rostro, un velo. Era Idoline Chetwynde quien
bajaba lenta e impresionantemente por la escalera. Sus pasos parecían muy cautos,
muy precavidos, como si no pudiera ver, como si tuviese miedo de rodar por los

www.lectulandia.com - Página 25
peldaños. Una mano iba caída, el brazo pegado al cuerpo, la palma abierta. En la otra
mano llevaba, atenazadas por sus «dedos férreamente, unas varillas de ese incienso
chino de olor tan penetrante y denso; eran en total siete las varillas que llevaba ya
prendidas y humeantes, las cuales expandían espirales de humo que poco a poco
comenzaban a llenar el ambiente y a ponerle alrededor de su figura y muy
especialmente de su cabeza una suerte de halo nimbado en forma de nube demoníaca.
Cuando estuvo ante la imagen de la deidad hindú inclinó ceremoniosamente la
cabeza, siempre hierática, despaciosa, con unos movimientos que, aun no pareciendo
deliberados, denotaban hallarse inspirados por una voluntad de sumisión inequívoca.
Puso entonces las siete varitas de incienso chino en un estrecho y alargado jarrón que
dejó a los pies de la estatua. Después dio cinco pasos muy lentos hacia atrás, sin
necesidad de volver la cabeza para comprobar que los dirigía bien, deslizando sobre
el suelo las sandalias con gran lentitud, y se dejó caer de rodillas de golpe, casi con
violencia, en un movimiento que contrastaba fuertemente con la lentitud y la
solemnidad con que hasta entonces la había visto producirse, como si sus piernas y
sus pies fuesen ahora ingobernables por su voluntad y respondieran a unas órdenes a
las que no podía sustraerse.
Así estuvo unos instantes, prosternada ante aquella negra imagen mientras las
espirales de humo que expandían las varillas de incienso chino la envolvían por
completo. Con un gesto convulso descubrió entonces su rostro, quitándose el velo
que llevaba en la cabeza; no menor convulsión hubo en el siguiente gesto que hizo,
para desgarrarse ahora el negro camisón de seda y descubrir sus pechos y ofrecérselos
a la estatua con los brazos abiertos mientras se inclinaba lentamente hasta tomar con
la frente el suelo una y otra vez. Primero quedaba así unos segundos, inclinada, con la
frente en el suelo, apoyándose sobre las manos, antes de reincorporarse. Después se
hizo más brutal ese movimiento de postración absoluta, que repetía una y otra vez en
cada ocasión con mayor violencia, rápidamente. Estoy convencido de que al menos lo
hacía treinta veces por minuto, si no cuarenta… El blando golpeteo de sus manos en
el suelo, ese pat-pat que acompañaba su respiración agitada —todo lo que se oía en el
hall— llegó a convertirse, así, en un acompañamiento rítmico, en una cadencia propia
de tambores. No tardó mucho en ser, efectivamente, el acompañamiento más idóneo
para el cántico que inició Mrs. Chetwynde violentamente, entregada a aquella
exaltación apenas sin aliento pero no por ello menos brutal:

¡Oh, Devi, consorte de Shiva e hija de Himavat!


¡Oh, Sakti, principio más fructífero del Universo!
¡Oh, Devi, gran divinidad!
¡Oh, Gauri, la Amarilla!
¡Oh, Uma, la Luminosa!
¡Oh, Durga, la Inaccesible!
¡Oh, Chandi, la Fiereza, a ti dedico mi mantra!

www.lectulandia.com - Página 26
¡Oh, Kali, la Negra!
¡Oh, Kali, la de los brazos todopoderosos, la de la forma aterradora!
¡Oh, tú, que en tu pecho luces un collar de calaveras humanas como el
adorno más precioso, tú, maligna imagen de la destrucción!

Hizo una pausa, como si necesitara tomar aire, como si precisara atemperar su
trepidante excitación, abriendo mucho la boca como si fuese a lanzarse de inmediato
a una pileta llena de agua helada, y prosiguió:

¡Toma el cuerpo y el alma de esta mujer postrada ante ti!


¡Toma su cuerpo y su espíritu, que te ofrece libre y voluntariamente!
¡Lleva su cuerpo y su alma a ese lugar en el que moran los espíritus y los
dioses para que nadie pueda arrebatártela!
¡Esta mujer se entrega a ti libre y voluntariamente, Destructora divina!
¡Esta mujer se entrega a ti sin la menor reserva!
¡Esta mujer sólo anhela pasar a formar parte de ti misma, Suprema
Destructora!
¡Oh, Kali, la de la forma aterradora!
¡Oh, Maligna imagen de la Destrucción!
¡Oh, Devoradora de todo lo que es puro!
¡Oh, tú, que expandes cuanto es malo!
¡Escucha mi mantra!

—Grand Dieu —dijo De Grandin—, perdónala, pues ignora cuanto dice.


No hizo nada, empero, para interrumpir aquel ritual blasfemo al que se entregaba
nuestra paciente.
Yo intenté levantarme del asiento en el que estaba, para dirigirme a ella y
despertarla, dando por finalizado de una vez por todas aquel desagradable
espectáculo, pero De Grandin me retuvo. En realidad me dio un tirón tan fuerte que
volvió a sentarme en la butaca.
—¡Ahora no! —me conminó en voz baja pero no obstante imperativa—. ¡No sea
usted estúpido!
No me quedó más remedio que obedecerle de nuevo. Contemplamos hasta su fin
tan espantoso ceremonial.

Aquello se extendió durante un cuarto de hora, aproximadamente. Idoline


Chetwynde siguió postrándose todo ese tiempo ante el horripilante ídolo, y acaso
porque la nube que hacían las espirales de humo de las varillas de incienso chino y la
luz de la luna que se filtraba a través de los cristales de la ventana del hall provocaba
visiones que no diré ilusionadas, sino confusas, y acaso también porque mis ojos no
podían sino resultar heridos ante el espectáculo que veían, me pareció percibir alguna

www.lectulandia.com - Página 27
vez una sombra negra que se movía desde un rincón del hall. Un fenómeno que
percibí al menos tres o cuatro veces, pero que se desvanecía de inmediato en cuanto
intentaba fijar la vista. Puede que no fuese más que el efecto de alguna nube que en el
cielo del otoño cruzaba ante la luna, pues de inmediato cedía, como digo, apenas
intentaba yo contemplarlo con la más absoluta independencia de criterio, para dar
paso a la plateada claridad lunar que bañaba la escena.
Al fin, sin embargo, cedió Mrs. Chetwynde a su inevitable cansancio. Oímos
entonces, no ya su respiración dificultosa, sino algún lamento, algún quejido muy
tenue que salía de sus labios en tanto quería tomar aire. Allí estaba nuestra pobre
paciente, agotada, aún a los pies de la estatua; contrastando gravemente su pálida
desnudez con el camisón de seda negra y desgarrado, caído en el suelo, a un lado.
De nuevo quise dejar mi asiento y acudir a prestarle auxilio, y de nuevo me lo
impidió De Grandin.
—Todavía no, amigo mío —me susurró, sujetándome—. Aún no hemos visto
cómo concluye este drama.
Estuvimos así, en el más completo silencio, casi sin respirar, varios minutos. Poco
después, Mrs. Chetwynde pareció recuperar el dominio de sí misma, se levantó
lentamente, calzó sus pies desnudos con las zapatillas de tocador, recogió del suelo el
negro camisón de seda desgarrado y comenzó a subir muy lentamente, presa de un
agotamiento indecible, las escaleras.
Deslizándose silencioso y ágil como un gato, De Grandin salió tras ella llevando
una silla, apenas a tres pasos de distancia, sin que pudiera notar su presencia nuestra
paciente, y la siguió; cuando se aproximaba ya a la escalera, puso ante ella la silla,
contra la que se golpeó, no obstante lo cual no se dejó sentir el menor lamento ni se le
vio un gesto que denotase que era consciente de la presencia de aquel obstáculo.
Inalterable, pero con gran lentitud, invirtió mucho tiempo la dama en subir las
escaleras, siempre con De Grandin detrás. El francés no daba un paso sin que ella lo
hiciese; parecía seguir un sendero que trazasen los pies de Mrs. Chetwynde en los
peldaños de la escalera. La respiración de la dama parecía cada vez más sosegada. Ya
no se le oía el menor lamento, no obstante aquella cruel y agotadora exposición
rendida que de sí misma había hecho poco antes a la estatua.

—Très bon! —exclamó De Grandin cuando volvió a mi lado, puso en donde


estaba la silla contra la que se había golpeado Mrs. Chetwynde, y me tomó del codo
para levantarme de la butaca y conducirme a la puerta de la calle.
—¿Qué significa todo esto que acabamos de ver, por el amor de Dios? —dije
cuando ya estábamos en mi automóvil—. Creo que, tras lo que hemos presenciado,
no precisaría de mayores trámites para recluir a la pobre Mrs. Chetwynde en un asilo
para enfermos mentales… Esa mujer sufre de manía masoquista, no me cabe la
menor duda… ¿Por qué hizo usted que se golpeara contra esa silla?
—Vayamos por partes, querido amigo —me respondió De Grandin mientras

www.lectulandia.com - Página 28
encendía un cigarrillo francés que comenzó a fumar ansiosamente—. Si cree que
ayudaría a esta pobre criatura internándola en un asilo para dementes, se equivoca; es
más, cometería usted un auténtico crimen, amigo mío, sólo eso… Puede que su
manera de producirse no sea normal, es cierto; pero su anormalidad es algo
puramente subjetivo… En cuanto a lo de la silla, bien, ahí tiene una prueba de cuál es
realmente el estado mental de esta pobre mujer. Estoy de acuerdo con usted en que el
comportamiento de la paciente ofrece síntomas inequívocos de trastorno mental
grave… ¿Pero se fijó usted en cómo caminaba? ¿Era su forma de caminar la propia
de una persona en posesión de sus facultades mentales? ¡No, señor! Comprobaría
usted el golpe que se dio contra esa silla… Pues bien, permaneció inmutable; se llevó
por delante, como quien dice, la silla, sin reparar en el obstáculo que le ofrecía, sin
dolerse del golpe que se dio contra ella… ¿La oyó usted gritar de dolor? ¡Pues no,
señor! Digamos que la maquinaria que conecta sus piernas con su cerebro, y que
hubiera debido enviar un telegrama dando cuenta del dolor, tras el golpe, sufrió un
cortocircuito… Querido amigo, esa pobre mujer se hallaba en un estado de anestesia
profunda; nada en el mundo podía alterarla. Estaba, como sin duda diría usted…
—¿Hipnotizada? —sugerí.
—Umm, quizás… O algo parecido… Quizás la diferencia radique en que el
agente causante de su estado no puede ser identificado en un laboratorio de
investigación psicológica, querido amigo…
—Entonces…
—Entonces será mejor que no especulemos mucho hasta disponer de evidencias
suficientes, que es como decir de las piezas necesarias para completar este puzle que
nos ofrece el caso en que nos ocupamos… Mañana temprano iremos de nuevo a casa
de Madame Chetwynde, si le parece bien.

Lo hicimos. Encontramos mucho más desmejorada a nuestra paciente. Tenía


grandes ojeras; su rostro, el más pálido que había visto hasta entonces en cualquiera
de mis muchos pacientes tratados, mostraba una consunción absoluta. Parecía tan
débil que apenas podía levantar una mano y su voz apenas lograba comunicar algo en
un susurro. En la pierna derecha, bajo la rodilla, tenía un gran hematoma como
consecuencia del golpe brutal que se había dado contra la silla. En su alcoba
encantadora, confortable y bien decorada, se dejaba sentir el penetrante olor del
incienso chino.
—Supongo que se habrá fijado usted muy bien en todo —me dijo en un susurro
De Grandin cuando bajábamos la escalera, tras reconocer a la paciente—. Ahora,
fíjese en la marca que hizo ayer y dígame si la altura de esa imagen se sigue
correspondiendo con dicha señal.
Me detuve ante la horrible estatua, cerré un ojo para hacer convenientemente la
medición requerida por mi amigo y establecí mentalmente el cálculo. Comuniqué el
resultado de la medición a De Grandin, un tanto molesto conmigo mismo… O bien

www.lectulandia.com - Página 29
había errado el día anterior al señalar la marca, o bien me había equivocado ahora en
mis cálculos. Lo cierto es que, si dábamos por buena la señal hecha el día anterior en
aquella primera medición, la estatua había crecido al menos un par de pulgadas.
De Grandin, sin embargo, me animó, atajando mis disculpas de inmediato:
—Usted no ha cometido ningún error, querido amigo, téngalo por seguro…
Ocurre, simplemente, que esa estatua infernal ha crecido.
—Pero… —protesté, sin mucha convicción—. Eso no puede ser…
—Pues así ha sido, créalo.
—¡Por todos los cielos, hombre…! Si esa cosa sigue creciendo…
—No se asuste, eso no ocurrirá… Por mucho que el Diablo se empeñe en sus
tretas le aseguro que Jules de Grandin sabrá cómo derrotarlo y salir triunfante…
Bien, hemos librado un primer combate; ya estamos perfectamente preparados para el
segundo.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué podemos hacer?
—Pues le aseguro que tanto por el amor de Dios, como por su benéfico imperio,
tenemos mucho que hacer y podremos hacerlo… Le aseguro que haremos lo que se
debe; ni más ni menos. Y, ya puestos, querido Trowbridge, le sugiero que diga a la
magnífica Nora que nos prepare una tarta de manzana como postre de nuestra cena de
esta noche, a la que sin duda haré los honores propios del más educado de los
huéspedes. Volaré de inmediato hacia Nueva York para entrevistarme con un
caballero al que conocí en la cena de la Sociedad Médica. Supongo que estaré de
regreso en breve, espero encontrar vuelo para hacerlo… Le sugiero por ello que, para
mi vuelta, tenga dispuesto un cubierto más, pues es posible que no regrese solo; si no
lo hago a tiempo, no lo tome como un incumplimiento de palabra por parte de Jules
de Grandin, sino por algo debido a los imponderables… Adieu, amigo mío, y
deséeme suerte en mi empresa. Seguro que voy a necesitarla.
—Doctor Trowbridge, ¿puedo presentarle al doctor Wolf? —oí que me
preguntaba horas después, ya de noche, Jules de Grandin desde la puerta de mi
despacho. Iba acompañado por un hombre alto, de aspecto impresionante; un hombre
de porte magnífico, joven—. Me lo he traído desde el centro más trepidante de Nueva
York para que cene con nosotros, y acaso, así lo espero, para que nos ayude a hacer lo
que debemos, sin falta; quizás esta misma noche.
—Encantado de conocerle, doctor Wolf —le dije estrechando su mano y sin poder
dejar de hacerle objeto de mi curiosidad, impresionado ante su presencia.
Su apellido[33] no parecía el más apropiado para con su aspecto, pues nada de
fiereza había en él, sino de gran calma. Era muy alto, un hombre de más de dos
metros, muy ancho de hombros y poderoso de pecho. Su rostro, desproporcionado
incluso, de tan grande, para con su altura y corpulencia, era sin embargo noble, de
frente despejada, de grandes mejillas lisas en las que se comprobaba perfectamente
que se trataba de un hombre joven. Tenía las mandíbulas tan perfectas que parecían
cinceladas; sus ojos, de un color marrón oscuro, poseían una mirada tan noble como

www.lectulandia.com - Página 30
penetrante… Especialmente penetrante… Había algo en su actitud que diría de
absoluta impasibilidad, que le dotaba de una elegancia armónica, de un aspecto
incorruptible. Me recordó la figura central de esa alegórica obra maestra de Franz
Stuck[34] titulada Guerra.

Quizás se reflejaban en mi cara todos estos pensamientos que me cruzaban


vertiginosos por la mente, pues el joven doctor sonrió como si me los descubriese,
iluminándose aún más su rostro de piel roja.
—Mi apellido —dijo— es una concesión al mundo civilizado, doctor… Vine al
mundo con el muy poco común nombre, para los indios, de Johnny Curly Wolf, pero
debo admitir que ese nombre me ha servido para poder crecer y prosperar en el
mundo civilizado y conseguir así que la gente se olvidase de que soy un auténtico
indio dakota, ciento por ciento puro.
—¿De verdad? —pregunté sin saber muy bien qué decir.
—Sí. Soy un ciudadano más, como no han podido serlo muchos de mi pueblo a lo
largo de los años; son evidentes las limitaciones con que se topan muchos de los míos
que pretenden seguir viviendo según las tradiciones de la tribu. Yo he tenido más
suerte. Mi padre hizo fortuna gracias a sus negocios con los blancos y a la demanda
de petróleo de éstos, y tuvo el buen juicio de enviarme a una universidad de la costa
este en cuanto acabé mis años de escolarización en una escuela india. Uno de mis tíos
era hechicero, brujo, un médico tradicional, en suma; yo, desde muy pequeño, seguí
sus pasos, interesándome por los arcanos mágicos de su mundo, pero en cuanto
estuve en el mejor uso de mi razón decidí convertirme en un médico como los
blancos. No obstante, le aseguro, doctor, que aquel aprendizaje primero recibido de
mi tío me ha servido de ayuda inestimable en numerosas circunstancias, ante los
casos más difíciles que se me presentaban. Obtuve mi título de médico en 1914; me
especializaba en enfermedades del pulmón cuando estalló la guerra en Europa y fui
movilizado poco después.
Volvió a sonreírme, aunque ahora con una cierta tristeza en la expresión.
—Mi pueblo —siguió diciendo— es famoso por ciertas acciones muy
sanguinarias que cometió en el pasado, ya sabe a qué me refiero. Supongo que, como
perteneciente a su linaje, no soy del todo ajeno a esa historia y debo cargar con el
peso de semejante baldón. En cualquier caso, lo cierto es que me vi vistiendo el
uniforme militar canadiense, por cuestiones relacionadas con los distintos destinos en
Europa, y acabé enrolado en un destacamento británico. Fui herido gravemente.
Llevo tres clavos de plata en los huesos de mis piernas, y como excombatiente herido
cobro una asignación mensual del Gobierno. Envío ese cheque puntualmente a la
Asociación de Indios Veteranos de la Guerra, que no tuvieron la oportunidad de
estudiar como yo lo hice gracias a los negocios de mi padre con la Standard Oil
Company.
—¿Ejerce usted la medicina en Nueva York, doctor? —le pregunté.

www.lectulandia.com - Página 31
—Sólo como alumno, por así decirlo. Hago un curso de posgrado sobre
enfermedades pulmonares y otro sobre poliomielitis. En cuanto concluya dichos
cursos regresaré al oeste para ejercer la medicina entre las gentes de mi pueblo, tan
necesitadas de ayuda.
—¡Muy bien! —intervino entonces De Grandin, a quien resultaba especialmente
difícil mantenerse al margen de cualquier conversación que se produjese—. El doctor
Wolf y yo hemos cambiado impresiones durante nuestro viaje desde Nueva York,
amigo Trowbridge… Y ahora, dígame… ¿Está preparada la cena?

El joven indio fue un excelente invitado a la cena. Hombre de gran cultura y


mucha y muy buena educación, contó un sinfín de anécdotas de la guerra, de
aventuras en las trincheras, de combates cuerpo a cuerpo en tierra de nadie, de la
sangre y el lodo, de los innumerables actos de heroísmo que presenció, desconocidos
para la mayor parte de la gente, cuando fue movilizado para combatir en batallones
inciertos, compuestos por hombres de innumerables procedencias, no obstante
comandados por los británicos. Cuanto nos contó era tan vívido como las escenas de
los tapices españoles.
La cena se extendió más allá de las once de la noche; después pasamos al salón,
encendimos unos buenos cigarros, tomamos café y licores… Allí siguió el médico
indio contando muchas cosas acerca de los duros combates librados en Europa en
1915. De Grandin, sin embargo, intervino para llevar la conversación al asunto que
más nos interesaba.
—Parbleu, amigos míos —dijo—, me parece que ya ha llegado el momento de
que hablemos de nuestra profesión, antes de que la luna cruce el meridiano…
Refirámonos al trabajo, por favor.
Yo eché a De Grandin una mirada con la que pretendía decirle que no había que
llevar las cosas al extremo de mostrarse como un maleducado, pero el joven indio
pareció totalmente de acuerdo con él. Se levantaron ambos, el doctor Wolf altísimo,
el doctor De Grandin muy bajo, y juntos se dirigieron al hall de mi casa, del que
regresaron al poco hasta el salón donde les aguardaba, portando el joven indio una
gran bolsa de cuero de viaje con la que sin duda se había recorrido Flandes y
Picardía, entre otros muchos lugares.
—Ya veo que me tienen preparado todo un programa… ¿Y bien? —pregunté.
No recibí respuesta. O sí: el doctor De Grandin me puso en las manos mi abrigo y
mi sombrero.
—Ahora nos vamos a casa de Madame Chetwynde, amigo Trowbridge.
¿Recuerda lo de anoche? Pues bien, si hoy no ocurre algo más, algo que nos ponga en
el camino para la resolución definitiva del enigma que nos ocupa, no tendré más
remedio que admitir que Jules de Grandin se ha equivocado gravemente en esta
ocasión.
Mis dos acompañantes se acomodaron en el asiento de atrás y me puse al volante

www.lectulandia.com - Página 32
para dirigirnos a la casa de los Chetwynde en mitad de una noche apacible y bañada
por la luz de la luna. Media hora más tarde entrábamos como si tal cosa en aquella
casa, gracias al duplicado de la llave que había encargado De Grandin, y tomábamos
asiento en el salón, amparados por la oscuridad.
Observé, sin embargo, que apenas nos habíamos sentado, De Grandin dijo algo al
joven doctor indio, y que éste extraía varios objetos de su bolsa de viaje, se levantaba
y salía al porche tras cruzar el hall.
Desde donde me hallaba, a la luz de la luna que se filtraba por la ventana del hall
y a través de ésta, vi pasar su sombra varias veces de un lado a otro, hasta que me
pareció ver que hacía un movimiento brusco y dejé entonces de percibir su presencia.
Dirigí mi vista entonces hacia la escalera que conducía a la segunda planta de la casa.
Idoline Chetwynde comenzaría a bajar en breve para entregarse de nuevo a sus ritos
secretos.
No se dejaba sentir otro ruido que no fuese el del tictac del reloj del salón, que en
aquel absoluto silencio retumbaba como un trueno. Desde muy lejos llegaba alguna
vez el sonido del motor de un automóvil que atravesaba la calle desierta. Noté que
mis nervios se tensaban como las cuerdas de un violín, como cuando el músico las
afina antes de comenzar el concierto, en contra de lo que me había sucedido la noche
anterior, cuando me mantuve a la espera perfectamente tranquilo, y un escalofrío me
corría de continuo por la espina dorsal.
El gran reloj francés de pared de aquel salón estaba a punto de señalar las doce
horas con sus agujas plateadas. Esa hora incierta en la que se hace el nuevo día aun
sin que se hayan despejado las horas de la noche, y a la que llamamos la medianoche
sólo porque nos parece un término idóneo, que no inspira terror. La luz de la luna, a
través de los cristales de la ventana que había en el hall, tras el pedestal sobre el que
estaba la estatua hindú, me pareció más mortecina que la noche anterior.
—Mon Dieu —dijo De Grandin y noté que estaba inquieto—. Espero no haber
cometido un error en mis cálculos.
Pero no se había equivocado. De inmediato percibimos la presencia de Mrs.
Chetwynde en lo alto de la escalera. Comenzaba a descender lentamente, como la
noche anterior, para postrarse ante el ídolo repugnante.
Vimos a Idoline Chetwynde hacer lo mismo, ofrecerse con mortal entrega otra
vez a la negra estatua. Oímos cómo su voz, con un timbre metálico ahora, entonaba
aquellos cánticos en los que pedía le fueran destrozados, devorados, su cuerpo y su
alma… Sólo sucedió una cosa diferente a cuanto había ocurrido la noche anterior: de
repente sonó un clic en la puerta de entrada de la casa y se hizo presente en el hall la
figura imponente del joven doctor Wolf, el llamado Johnny Curly Wolf, medicine
man de los indios dakota, al que bañaba la luz de la luna.

Comprendí entonces el porqué de su bolsa de piel, el porqué de su salida al


porche… Ahora no vestía su traje de hombre culto y civilizado, incluso con cierta

www.lectulandia.com - Página 33
sofisticada elegancia. No era el joven inteligente y educado, el médico de gran
vocación, el estudioso capaz de estarse horas y más horas ante los libros después de
haber pasado las otras horas del inevitable y necesario reconocimiento de los
enfermos. Quien estaba en el hall de la casa de los Chetwynde era un hechicero de la
primera raza de indios que pobló América, ataviado como lo habían hecho sus
ancestros desde siglos atrás. Desnudo de cintura para arriba como lo estaba, su torso
parecía el de una estatua de bronce. Sus piernas, igualmente musculadas, quedaban al
aire pues apenas se cubría con el taparrabos tradicional. En los pies llevaba los
mocasines de su tribu, y en la cabeza el penacho de plumas de águila, que hacía más
impresionante su rostro cruzado por gruesas líneas amarillas, blancas y negras. En la
mano derecha llevaba el pequeño tambor ceremonial de piel de toro; la determinación
de su mirada era la propia de aquellos guerreros de su tribu, temibles en otro tiempo.

Majestuosamente, dio varias vueltas alrededor de la mujer prosternada, y


acercándole el pequeño tambor de piel de toro a la cabeza lo golpeó varias veces con
los dedos.
Tam-tam, tam-tam, tam-tam… Las notas secas, duras, profundas, retumbaban en
el hall. Entonces, sin dejar de tocar el tambor, comenzó a danzar alrededor de la
dama; era una danza muy hermosa, lenta, cadenciosa. Y mientras la hacía repetía
estas palabras:
—Manitú, Gran Espíritu de mis antepasados —decía con voz muy grave y honda
—. Gran Espíritu de los habitantes de los bosques y de los que viven en las praderas,
escucha el ruego que te hace el último de tus guerreros.
Y siguió diciendo:

Oye mi plegaria, Espíritu sagrado.


Danzo para ti
la danza que me enseñaron mis ancestros,
danzo como lo hicieron ellos antes que yo,
danzo como aún lo hacen en sus casas,
como aún danzan en sus consejos,
danzo como lo hacen todos los que quieren rendirte pleitesía.

Mira, Gran Espíritu, a esta pobre mujer postrada,


mírala, pues es víctima de un gran suplicio,
mírala, pues un espíritu extraño y maligno se ha apoderado de ella,
mírala, pues pertenece a tu linaje,
mírala pues tiene la sangre de nuestros antepasados.
Haz que eleve sus súplicas a ti a través del limpio aire de los cielos,
haz que se olvide de esa estatua obscena,
de ese Dios de gentes extrañas.

www.lectulandia.com - Página 34
Escucha mi plegaria, Espíritu sagrado,
escucha mi ruego, Gran Espíritu de mis antepasados,
y salva a esta mujer que pertenece a tu pueblo.
Haz igualmente que nada puedan los demonios que vengan de las aguas,
haz que nada puedan los demonios que vengan por la tierra o por los aires,
haz que sólo sea devota contigo esta mujer que pertenece a tu pueblo.

Tan solemne como monocorde cántico cesó ahí, pero el medicine man siguió
danzando alrededor de la dama. Después hizo lo mismo alrededor del pedestal en el
que estaba la mortífera deidad hindú.
Algo, quizás una nube, hizo que se apagase el brillo de la luna que hasta entonces
había percibido con su sempiterna luz helada. Todo en el hall quedó sumido en
sombras. De ser aquello una nube, creo que fue tan grande como un gigante montado
en un caballo no menos gigantesco. Seguramente, un gigantesco guerrero dakota,
tocado con plumas de águila. La nube, o lo que fuese aquello, se fue haciendo más y
más densa, pues los rayos de plata que había lanzado hasta entonces se desvanecieron
al fin por completo hasta que el hall quedó sumido en una oscuridad absolutamente
negra.

Se dejó sentir entonces un fuerte viento del oeste que pareció sacudir la casa en
sus cimientos e hizo que temblaran las paredes. Un viento que no hacía ruido, un
viento sordo pero fuerte, como si el cielo se hubiera puesto botas de hierro para
pisotear la casa; un viento que llevaba truenos cada vez más próximos; un viento que
parecía ir a derribar la casa de un momento a otro y arrancarnos las cabezas. Un
viento, en fin, que se generaba en la negra garganta de los cielos. Cayeron al suelo
copas y vasos de fino cristal, además de otros muchos objetos; gritó aquella pobre
mujer enferma, aterrorizada, pero apenas pude oírla a causa de un gran trueno que se
dejó sentir como si se produjese en el mismo hall de la casa.
Durante un breve espacio de tiempo, a la luz de un relámpago que iluminó el
salón, pude contemplar una escena más impresionante aún que las sugeridas por
Dante en su visión del mundo subterráneo. Una forma de mujer, grande y feroz como
una tigresa, se abalanzaba sobre la postrada Idoline Chetwynde, mientras a través de
la ventana vi otra silueta, la de un bravo guerrero indio con sus armas, dispuesto para
la guerra.
¿Era Johnny Curly Wolf? ¡No! Johnny Curly Wolf seguía haciendo la danza
fantasmagórica de su tribu, sin dejar de golpear con fuerza, muy rítmicamente, su
pequeño tambor ritual. Fue, ya digo, una escena que pasó veloz ante mis ojos, en el
breve espacio de tiempo en que aquel relámpago iluminó roda la planta baja de la
casa. Después volvió a quedar sumido todo en la más absoluta oscuridad, que
entonces me pareció aterradora, inmovilizándome, incapacitándome siquiera para
articular unas palabras… Aún retumbaba el eco de aquel estruendo, que asocié con

www.lectulandia.com - Página 35
un gran trueno y que parecía hacer llover fragmentos de una gran piedra sobre el
suelo de tarima de la casa.
—¡Luz, Grand Dieu, Luz! —gritó De Grandin—. ¡Encienda una luz, amigo
Trowbridge! —me gritó con una voz que me pareció histérica, si no aterrada.
Corrí hacia el interruptor de la luz eléctrica que había visto en el hall, encendí y
contemplé a Johnny Curly Wolf aún vestido como los hombres de su tribu, empapado
en sudor, de pie y quieto ante el cuerpo de Idoline Chetwynde, que permanecía
inconsciente. El suelo del hall estaba lleno de trozos de cristales de la ventana que
parecían fragmentos de rayos lunares. Y caía de su pedestal, hecha añicos, hecha mil
pedazos, la imagen de Kali, diosa oriental.
—Llévela a su habitación, amigo mío —me dijo De Grandin señalando a Mrs.
Chetwynde, cuyo cuerpo parecía desprovisto de vida—. Acuéstela y permanezca a su
lado, debemos observar su evolución… La verdad es que esta noche, por así decirlo,
hemos asistido al nacimiento de una nueva criatura… Pero me temo que acaso hayan
sufrido sus nervios un shock del que tarde en recuperarse.
Después subió él. Estuvimos junto a Mrs. Chetwynde toda la noche y buena parte
de la mañana, atentos a cualquier modificación que se produjese en el tono de sus
mejillas, atentos a las oscilaciones de su temperatura. De vez en cuando, al hacer ella
un leve movimiento, le dábamos palmaditas en las mejillas para intentar que volviera
en sí, mas parecía a punto de extinguirse de un momento a otro.
Sobre las diez de la mañana De Grandin se levantó una vez más de su butaca,
tomó el pulso a nuestra paciente y luego se estiró, para desentumecer sus músculos,
como un gato que despertara tras un largo sueño.
—Bon, tres bon! —exclamó—. Ahora sí podemos considerar que duerme en paz,
sin la menor alteración. Ya tiene un pulso normal, igual que su temperatura, todo está
en orden. Creo que podemos decir que la hemos salvado, amigo mío… Cuando
despierte tendremos que felicitarla por su curación, evidentemente milagrosa. Pero
creo que deberíamos irnos ahora, ya vendremos a visitarla. Mi pobre estómago
comienza a pedirme alimento. Estoy hambriento y agotado, al borde de la inanición.
Creo que si no ingiero algún alimento prontamente voy a convertirme en una mera
sombra de lo que soy.

Jules de Grandin apuró su tercera taza de café de un golpe y la llenó de nuevo.


—Bueno, amigos míos —dijo mirándonos con gesto de gran satisfacción, con
gesto de triunfo, en realidad, al doctor Wolf y a mí—. Ha sido una aventura
extraordinaria, ¿verdad?
—Podría haberlo sido —objeté—, sí, podría haber sido una aventura
extraordinaria, en efecto, pero no sé si debiéramos cantar victoria… ¿Qué le pasó
realmente a esta mujer? ¿Cuál fue, realmente, su enfermedad? Confieso que, en mi
calidad de médico, el asunto sigue constituyendo para mí un misterio, desde su inicio
a su final. Sí, díganme… ¿Qué causó la extraña enfermedad de Mrs. Chetwynde, y

www.lectulandia.com - Página 36
cuál fue, repito, esa enfermedad? ¿Qué la llevó a ese estado de locura en que la
vimos? ¿Y qué hemos visto esta noche? ¿Una tormenta? Sí, díganme… ¿Fue un gran
trueno, un rayo, un relámpago acaso, lo que destrozó esa maldita estatua? ¿De veras
me pueden asegurar ustedes que todo lo que he visto ocurrió?
—Naturalmente, querido y admirado amigo —me respondió el doctor De Grandin
mientras encendía con gran delectación un cigarrillo—. Puede estar completamente
seguro de que cuanto vio ocurrió realmente, ni más ni menos, tal cual lo percibimos,
y tal cual lo percibió usted.
—Pero…
—No hay peros que valgan, amigo mío, por favor… Comprendo que pida usted
una explicación racional, como los garitos piden comida a sus dueños cuando los ven
cenar… En fin, trataré de explicarle lo que ha pasado de la manera más
convincente… Cuando me habló usted por vez primera acerca de la enfermedad que
aquejaba a Madame Chetwynde, no me hice la menor composición de lugar. Algunos
de los síntomas que usted me comunicó me hicieron temer, sin embargo, que podía
tratarse de un caso de envenenamiento, pero por lo que usted me decía la paciente
estaba sometida a frecuentes análisis de sangre en los que no se observaba nada
parecido, así que deseché ese posible diagnóstico. Sin embargo, aquel día en que lo
acompañé por primera vez a reconocerla, cuando bajábamos las escaleras para salir
de la casa no pude por menos que fijarme, naturalmente, en esa abominable estatua
negra, en la que apenas había reparado cuando entramos. Lógicamente, me pregunté
qué demonios hacía aquella figura diabólica en una casa tan encantadora y limpia. Y
no menos lógicamente me respondí que acaso radicara en la estatua el porqué de la
enfermedad de Madame Chetwynde… Naturalmente, me acerqué cuanto pude a la
maldita estatua para examinarla como era debido hacerlo.

—Queridos amigos —prosiguió diciendo el menudo francés—. Jules de Grandin


ha recorrido mucho mundo con sus pequeños pies. He pisado las nieves del ártico y
las selvas ecuatoriales; en muchas tierras, por ello, me ha sido dada la oportunidad de
estudiar las supersticiones, las locuras propias de cada mundo; así he conocido todo
acerca de las distintas creencias de los hombres, acerca de las acciones de sus dioses.
Pronto recordé qué simbolizaba esa estatua, qué suponía, quién era… Kali, la deidad
bajo cuya invocación los thugs[35] de la India cometían sus crímenes, sus ofrendas de
sangre a la diosa. Kali, amigos míos, tiene muchos nombres, cada cual más mortífero.
A veces la llaman Devi, la consorte de Shiva e hija de Himavat, las montañas del
Himalaya, que a su vez es Sakti, quien da a Shiva su energía femenina. Actúa, pues,
de diferentes maneras, pero, fundamentalmente, en dos formas: la benéfica y la
mortífera; como divinidad capaz de hacer el bien, y capaz, al tiempo, de los más
terribles castigos. Cuando se la representa como Devi, la divinidad suprema, es
también Gauri, la Amarilla, y Uma, la Luminosa. Y en esa misma esencia, como
Devi, mas en su forma maligna, es Durga, la Inaccesible, a la que se representa con

www.lectulandia.com - Página 37
las formas de una mujer amarilla montada en un tigre, que a su vez es Chandi, la
Fiereza. Todo eso, en sí, es Kali, la Negra, la que precisa de la sangre, la que lleva
colgadas del cuello serpientes y calaveras humanas, la que exige a sus fieles súbditos
obscenos ceremoniales asesinos. Sus más fieles súbditos son los thugs, ante cuya sola
mención tiembla toda la India, pues las leyes inglesas no se bastan para contener la
expansión terrible de sus acciones.

—Entonces —prosiguió De Grandin tras una breve pausa—, cuando vi esa


pérfida imagen en el pedestal, en el hall de la casa de Madame Chetwynde, comencé
a sospechar muchas cosas… Esas sospechas alentaron en mí la esperanza de acceder
a la verdad y dar una solución conveniente al caso que se nos presentaba, muy grave,
desde luego… Había un enigma, empero, que precisaba igualmente de una solución:
determinar por qué los dioses del Oriente podían influir en las gentes del Occidente.
Hay algo evidente, amigos míos; aunque pueda parecer que trescientos mil ingleses
someten a millones de hindúes, lo cierto es que éstos, amparados en sus dioses, en sus
más sagrados arcanos, invocan a las fuerzas de la naturaleza para combatirlos e
impedir su completo dominio. Es una teoría que he podido comprobar perfectamente
en todas sus manifestaciones, por lo que me atrevo a llamarla evidencia. En cualquier
caso, una vez establecida la relación entre la presencia de ese ídolo infame y la
enfermedad de Madame Chetwynde, vi abiertas las puertas de acceso a una posible
solución del enigma cuando usted, querido Trowbridge, me habló de los ancestros
indios de la paciente… Es más, me dijo que era americana de sangre india en un
ciento diez por ciento… Así, pues, me dije que aunque corriera, no obstante, sangre
europea por sus venas, cosa por lo demás probable, quizás los dioses del Occidente,
en este caso los dioses indios americanos, pudieran devolverle la salud merced a la
afinidad clara de sangres. Había otra evidencia incontestable, para determinar el
grado de posesión del que era víctima Madame Chetwynde: en su casa se percibía el
penetrante hedor del incienso oriental, un perfume, por cierto, que no es el que más
agrada a las damas occidentales; la propia paciente así nos lo comunicó. Recordará
usted, amigo Trowbridge, que la examiné con detenimiento, y que besé sus dedos dos
veces, en nuestra despedida… El hedor de ese incienso impregnaba su piel; era una
prueba de posesión evidente. Comencé en ese momento a tratar de completar el
difícil puzle que se nos presentaba.
»Recordará usted, amigo Trowbridge, que pregunté a la dama por ese olor, y
también a la sirvienta, que me respondió con malos modos… No pude por menos que
decirme que ahí había gato encerrado. Por eso me las ingenié para hacerme con un
duplicado de la llave; había que entrar allí y desentrañar el misterio.
»Eh bien, amigos míos… me pareció, repito, que el caso de posesión era
evidente… Algo en lo que me ratifiqué al comprobar aquella maldita noche cómo se
ofrecía la pobre Madame Chetwynde a la diosa, en cuerpo y alma. Eso me llevó a
preguntarme cómo neutralizar la furia asesina de la deidad oriental… La buena Katy

www.lectulandia.com - Página 38
Rooney había bañado la imagen en agua bendita y la pila de la iglesia se había teñido
de sangre. Evidentemente, eso quería decir que poco podía hacer la religión católica
contra el perverso influjo de la estatua negra… La sangre llama a la sangre, y no
había, pues, otra solución que llamar a ese combate a la sangre que corría
torrencialmente por las venas de Madame Chetwynde, la sangre de una de las tribus
primigenias de los indios americanos… ¿Qué hacer? Cómo no, recordé de inmediato
a nuestro amigo el doctor Wolf, al que había conocido en aquella cena de la Sociedad
Médica, en Nueva York, un indio dakota al cien por cien de su sangre. Sólo él podría
evitar, por ello, que alguien de su propia sangre fuera parasitado por otra sangre
ajena. Sólo él podría ofrecer la protección necesaria, y por ende la sanación completa,
a nuestra paciente.
»Por ventura logré convencer a Monsieur Wolf de que me acompañase. Con él
vino, como era natural, el Gran Espíritu de los indios, el único capaz, en este caso, de
hacer frente y presentar combate a la diabólica Kali, diosa de los guerreros thugs…
¿Quién vencería en la batalla? Sólo Le bon Dieu podía saberlo… Pero tenía la firme
esperanza de que resultase triunfante el Gran Espíritu que acompañaba a nuestro
amigo, el doctor Wolf.
El doctor Jules de Grandin se nos quedó mirando un rato con una sonrisa de
satisfacción y a la vez de elegante sarcasmo, y procedió a resumir en los siguientes
términos:
—Un indio de América, amigos míos, es realmente un sauvage noble. Los
colonos españoles, sin embargo, no vieron en ellos más que bestias de carga a las que
explotar hasta su aniquilamiento. Los ingleses, por su parte, los contemplaron sólo
como una barrera que impedía su expansión por el nuevo país, por lo que los
combatieron con la idea de exterminarlos. Para nosotros los franceses, sin embargo,
el indio americano era hombre de carácter nobilísimo… Así lo dijeron compatriotas
míos tan notables como Sieurs, La Salle[36] y Frontenac[37], que tanto ponderaron la
nobleza del indio, su valentía, la limpieza de sus creencias religiosas… ¿Cómo no
invocar por todo ello al Gran Espíritu de los indios, para resolver el caso que se nos
presentaba, caballeros?
»Sabemos bien, amigos míos, o al menos estamos convencidos de ello, que hay
un solo Dios verdadero, todopoderoso y lleno de bondad; un dios que no posee
forma, que no tiene miembros ni pasiones. ¿Pero podemos asegurar que ese Dios se
muestra ante todos los seres humanos que pueblan la tierra del mismo modo? Mais
non… Para los árabes es Alá; para muchos que se dicen cristianos es una especie de
Santa Claus celestial; mucho me temo, querido Trowbridge, que para innumerables
fieles a los que usted trata como médico, Dios, sin embargo, no es más que una
especie de anciano cascarrabias que no hace más que repetirles eso de «¡No lo
hagas!», un mensaje que acaban grabándose en su cerebro de tal forma que se les
trasluce en la frente. Bien, pues así y todo, a pesar de tan distintas concepciones, ese
Dios es el Dios único.

www.lectulandia.com - Página 39
»¿Pero qué hay acerca de las deidades paganas? —hizo aquí De Grandin una
pausa muy teatral, mirándonos a la espera de nuestra reacción; como nada dijimos ni
el doctor Wolf ni yo, prosiguió su discurso—: Bien, amigos míos; esas deidades no
son nada y a la vez son todo. Son la expresión de un poder que se concentra en la
manera de pensar y de sentir, y a la vez una creencia errónea, una concepción infantil.
Mas ocurre que, como los pensamientos son verdades en tanto que formulaciones
concebidas como necesarias por la gente, devienen en poder. Un poder, mis queridos
amigos, del que no cabe reírse, pues resulta evidente y a menudo trágico. Durante
años, durante siglos, quizás, esa pérfida estatua negra de Kali ha sido idolatrada
merced a rituales de sangre y a sus pies se han prosternado miles de individuos cuya
expresión poco difiere de la de los monos… Son ellos quienes han dotado a la imagen
de ese poder omnímodo, llamados por su naturaleza influenciable a expresar una
explicación convincente del mundo y de sus propias y salvajes acciones. Se trata de
un proceso, en suma, que llevó a los hombres del agnosticismo primigenio de las
edades primitivas a la creencia que supuso un avance de las distintas civilizaciones.
Fueron esas sus concepciones piadosas las que dieron a los hombres un sentido de
posesión del mundo.

»Muy bien —prosiguió el doctor De Grandin—; por otra parte, el Gran Espíritu
de los indios americanos nace de esas mismas concepciones, pero de manera acaso
mucho más noble que en otras culturas; podemos decir que el Gran Espíritu de los
indios americanos responde a las concepciones que todos los hombres nos hacemos
de ese Dios supremo. Es, pues, Dios en sí mismo. Para incontables generaciones de
pieles rojas, es un Dios en el que mirarse, pues creen haber sido creados a su imagen
y semejanza, de ahí esa nobleza de los indios americanos sobre la que ya he
hablado… ¿Cómo iban a perder con el paso del tiempo tan nobilísima concepción de
su deidad suprema? No, amigos míos, no… ¡No y mil veces no! No podían perder esa
concepción de su Gran Espíritu, de su Dios verdadero, los indios americanos, porque
hacerlo hubiera supuesto acabar con su propia alma. Así, pues, el Gran espíritu y el
alma de los indios americanos son inmortales.
»Tales son las razones, excuso señalarlo, por las que acudí al buen doctor Wolf;
sólo él, con su preclara mente de médico y con su conocimiento de los arcanos
ancestrales de su tribu, podía ayudarnos a que la voz de la sangre, que es la voz del
espíritu, triunfase sobre la perfidia de otras concepciones ajenas a la sangre y al
espíritu de nuestra paciente. ¡Fue un combate magnífico, caballeros!
—¿Me está diciendo que vi al Gran Espíritu de los indios? —pregunté incrédulo
al doctor De Grandin.
—Bueno, querido amigo —me dijo—, no sé por qué tengo la sensación de que no
ha entendido bien lo que acabo de expresar a propósito de la tradición ancestral, a
propósito de cómo se incardinan las creencias en la concepción del mundo que tienen
los hombres… Evidentemente, a quien vio usted fue al doctor Wolf, que invocaba al

www.lectulandia.com - Página 40
Gran Espíritu… ¿Cómo podré convencerlo a usted de que el pensamiento es algo
inmaterial, querido amigo, óigame, inmaterial, intangible… O por decirlo mejor, para
que me entienda, es como su calavera que, de momento, queda oculta por su cabeza,
a despecho de que le escasee ya el cabello.

—Y dígame… ¿Qué opina de la sirvienta de Mrs. Chetwynde? ¿En ningún


momento le pareció sospechosa? —le pregunté—. A mí, sí; siempre tuve por cierto
que esa mujer tan malencarada sabía más de lo que aparentaba, en lo que a la
enfermedad de su señora se refiere.
—Sí, señor, está usted en lo cierto —dijo moviendo la cabeza en sentido
afirmativo con mucha gravedad—. Yo también sospeché de ella, al menos al
principio… Por eso pedí a la buena de Katy que volviera a formar parte del servicio
de la casa, encomendándole de manera muy especial que vigilase a esa sirvienta.
Katy, como buena irlandesa, cumplió perfectamente su cometido. Así pude descartar
como sospechosa a la sirvienta de inmediato… Esa pobre mujer actuó en todo
momento movida por el amor y el respeto que profesa a su señora. Quiero decir con
ello que, habiéndola visto una noche entregándose a ese ritual blasfemo y obsceno, se
sumió en un gran estado de lástima por Madame Chetwynde, y desde ese instante no
miró por otra cosa que no fuese protegerla, según su leal saber y entender. La
sirvienta, querido amigo, temía en realidad que alguien descubriese la locura de
Madame Chetwynde. Repito que no tenía otras miras que las de velar por su señora.
Tenga por cierto, doctor Trowbridge, que si Madame Chetwynde le hubiese pedido
que se cambiara por ella, que fuese ella quien se diera a tan obsceno ritual, librándola
así del maléfico influjo de la estatua repugnante, lo hubiese hecho sin dudarlo un
momento. Esa pobre sirvienta malcarada no ha hecho otra cosa en todo este tiempo
que demostrar su amor por su señora.
—Bien, yo quería… Mire esto… —comencé a decir.
—No más, querido Trowbridge —me interrumpió De Grandin, mientras con un
gesto nos pidió al doctor Wolf y a mí que nos levantáramos de nuestros asientos, cosa
que él hacía en ese instante—. Hace ya un buen rato que deberíamos estar durmiendo,
queridos amigos… Retirémonos a descansar, por favor… Les aseguro que estoy
dispuesto a dormir hasta que sus muy cultas sociedades me supongan, y comuniquen
oficialmente el hallazgo, un hermano gemelo de Monsieur Rip Van Winkle.

www.lectulandia.com - Página 41
POLTERGEIST
—Así, pues, doctor De Grandin —concluyó nuestro visitante—, he aquí un caso
en el que puede emplear usted sus más que reconocidos poderes.
Jules de Grandin escogió meticulosamente un buen cigarro de la caja de plata,
calibró la consistencia del mismo con sus dedos cuidados con manicura, y dirigió a
quien le había hablado una de esas miradas suyas, a veces tan desconcertantes como
sus palabras:
—¿Debo entender, Monsieur, que todos los intentos de curación han sido vanos?
—Totalmente. Hemos intentado todo lo razonable, sin el menor éxito —dijo el
capitán Loudon—. Le diré que hemos consultado con los mejores neurólogos; le diré
igualmente que hemos acudido a curanderos de gran fama, a médiums espirituales, y
lo mismo, nada. Todos nos han fallado; todos los tratamientos a que ha sido sometida
han resultado un fiasco.
—La verdad, caballero, no creo que se me deba incluir entre toda esa gente, no
me considero uno de ellos; Monsieur —dijo el médico francés fríamente—, creí que
acudía a mí para consultar a un acreditado médico…
—Sí, precisamente por eso —le interrumpió el capitán—. Todos los médicos a los
que hemos acudido han sido incapaces de obtener la curación de Julia, una chica
adorable, y no lo digo porque sea mi hija; una muchacha deliciosa que iba a contraer
matrimonio el próximo otoño… Pero, ahora… Ahora, ese… ese desorden que ha
tomado posesión completa de ella… ese desorden de sus nervios que le ha destrozado
totalmente la vida… Roben —el teniente Proudfit, su prometido— y yo, hemos
hecho cuanto estaba a nuestro alcance para obtener la curación de mi hija, puede
usted estar seguro de ello. Ahora, doctor, mucho me temo que su mente esté tan
destruida que pueda acabar destruyendo también su cuerpo, salvo que alguien pueda
hacer algo.
—¿Seguro? —dijo el menudo francés arqueando sus cejas, que de tan negras
contrastaban fuertemente con su cabello y sus mostachos rubios—. ¿Por qué no dijo
eso antes, Monsieur le Capitaine? Ya veo que no pretende sólo que cure la alteración
nerviosa que padece su joven hija, sino que me ocupe de salvar igualmente su
romántica historia de amor. Bien, muy bien, caballero… Acepto hacerme cargo del
caso, siempre y cuando me ayude el doctor Trowbridge, pues además de hallarse en
posesión de la licencia necesaria para trabajar aquí como médico, sus conocimientos
servirán de mucho a esos mis poderes, a los que usted ha aludido. Ambos pondremos
nuestra ciencia a su entera disposición.
—¡Magnífico! —exclamó el capitán Loudon con expresión feliz, levantándose de
su asiento—. Bien, no hace falta decir más… Sólo espero que usted…
—Un momento, por favor —lo interrumpió De Grandin, juntando las manos
como para pedir silencio y atención—. Supondrá usted que antes de hacernos cargo
del caso que atañe a su hija debemos conocer algunos datos, no por básicos menos

www.lectulandia.com - Página 42
fundamentales.
Tomó papel y lápiz y comenzó a preguntar al capitán Loudon.
—¿Qué edad tiene Mademoiselle Julie, su hija?
—Veintinueve.
—La edad más encantadora —apostilló De Grandin mientras apuntaba—.
Supongo que es su única hija.
—Así es, señor.
—Bien, y dice usted que esas extrañas manifestaciones comenzaron tan violenta
como inopinadamente hace unos seis meses…
—Aproximadamente… No puedo precisarlo.
—No importa. Imagino que dichas manifestaciones no son siempre idénticas…
Unas veces se niega a ingerir alimentos, otras dice tener visiones, ahora canta y grita
enloquecida y después de sume en el silencio; y a menudo golpea fieramente cuanto
la rodea, y habla con una voz que jamás le oyó usted antes, una voz que no parece la
suya, ¿me equivoco? Y también parece en un trance próximo a la muerte en
ocasiones mientras de la garganta le brotan más voces extrañas, voces de hombre, por
ejemplo, o de mujer anciana, y hasta la voz de un niño de corta edad…
—Efectivamente, señor.
—Y en ocasiones acontecen también cosas inexplicables a su alrededor,
fenómenos físicos, ¿verdad? Quiero decir que se mueven los cuadros de las paredes,
y las sillas, y las mesas, y hasta el gran piano de la casa y otros muebles aún más
pesados… Pero sólo cuando ella está próxima a esos objetos… Y hay un sonido
metálico constante, como de piezas de joyería que se entrechocan… Y se ve cómo
flotan en el aire diversos objetos, y a menudo lo atraviesan como si fueran flechas…
—Sí, doctor, así es… Y cosas aún peores… He visto cómo de su costurero salían
agujas y alfileres para clavársele a mi hija en las mejillas y en los brazos —dijo el
capitán—. Y también la he visto amanecer llena de heridas y cicatrices
sanguinolentas hechas por algún monstruo, como si alguna bestia la hubiese atacado
con sus garras. Y la he oído gritar por la noche espantosamente, doctor; y cuando
acudí a su habitación vi que tenía alrededor del cuello la marca de unos dedos, como
si alguien hubiera querido estrangularla… Todo esto, señor, es una auténtica locura,
una desgracia que me tiene aterrorizado. A veces me parece que es un caso de
posesión demoníaca de los que se refieren en la Biblia. Menos mal que yo no creo en
esas historias, en todos esos cuentos sobrenaturales.
—Umm —dejó escapar De Grandin—, nada hay en este mundo, o fuera de él,
amigo mío, que pueda calificarse como sobrenatural. Ni los más grandes sabios de
nuestros tiempo pueden decir dónde comienzan los poderes de las fuerzas de la
naturaleza y dónde concluyen. Por eso, siempre decimos eso de que «a la luz de la
experiencia que hemos acumulado», y cosas así… ¿Pero qué sabemos en realidad de
la naturaleza? ¿Hemos llegado a dominarla en toda su poderosa extensión? Yo creo
que no… Yo mismo, Monsieur, he sido testigo de cosas que ningún hombre creería

www.lectulandia.com - Página 43
ciertas si se las contara. Me llamarían mentiroso; incluso mi buen amigo Trowbridge,
que tiene una imaginación difícil de superar incluso por un escritor que se dedique a
la ficción, diría lo mismo… En cualquier caso, no creo que quepa la posibilidad de
hablar de fenómenos sobrenaturales, cuando aún no hemos alcanzado a comprender
una mínima parte de la expresión con que se manifiestan las fuerzas naturales.
»Sea como fuere —prosiguió De Grandin—, no estamos para perder el tiempo en
disquisiciones… Vayamos a su casa, caballero, que deseo reconocer a Mademoiselle
Julie cuanto antes… Es preciso que vea con mis propios ojos todos esos signos
aterradores que me ha descrito usted… Y le recuerdo, caballero —dijo enfrentándose
al capitán y alzando mucho el dedo índice, como para prevenirlo severamente—, que
yo no soy un curandero, ni cualquiera de esos charlatanes que no le han servido de
nada… No puedo asegurarle la curación de su hija, al menos por el momento, pero sí
prometerle que lo voy a intentar denodadamente… ¿De acuerdo? Très bon. Pues
partamos de una vez hacia su casa.

Robert Beauregard Loudon era capitán retirado de la Armada; un viudo con


mucho más que lo necesario para satisfacer sus gustos sibaríticos, por no decir
declaradamente epicúreos.
Su residencia era una de las más hermosas del moderno y distinguido suburbio en
el que vivían el padre y la hija. Los muebles de la casa eran evidentemente caros;
modernos unos y antiguos otros, heredados indudablemente de sus antepasados éstos,
denotaban el buen gusto y la mejor educación y la mayor cultura de su propietario.
Era, en suma, una casa propia de ese tipo de personas a las que decimos de buena
cuna. Había diversos muebles de caoba, originales de Sheraton[38] y Chippendale[39],
y pequeñas esculturas de los hermanos Adam[40], así como retratos debidos a
Benjamin West[41] y enmarcados en plata, según la tradición dieciochesca europea.
En resumen, que al padre de la que iba a ser nuestra paciente se le podía calificar en
puridad de criterios como oficial y caballero.
—Hezekiah se hará cargo de sus abrigos y sombreros —dijo el capitán Loudon
ante la solemne presencia del mayordomo negro, vestido de librea, que salió a
recibirnos—. Iré a decirle a mi hija que están ustedes aquí… Seguro que se alegra de
su presencia.
Un leve sonido, parecido al gemido de un perro al que le pisan la cola, llegó hasta
nosotros; nos volvimos en dirección a la amplia escalera que conducía a la segunda
planta, desde donde volvía a oírse el mismo lamento, ahora tan leve como
continuado. Fueron unos segundos y cesó de golpe, como se había iniciado. De
inmediato vimos en lo alto de la escalera a la joven, que comenzaba a bajar
lentamente los escalones de madera, en dirección a donde nos encontrábamos.
Era más alta de lo que se tiene por una mujer de talla media; delgada y
distinguida, cubierta con un camisón blanco de seda sobre el que llevaba una bata de
satén igualmente blanca y un precioso chal de China sobre los hombros, tenía toda la

www.lectulandia.com - Página 44
soberbia prestancia de una princesa. Una de sus manos se deslizaba lentamente,
según bajaba, por la balaustrada de caoba; a medias por miedo a caerse y a medias
para mantenerse erguida, imponente en su digno esfuerzo de presentarse ante
nosotros con toda su distinción y elegancia. Todo eso fue lo primero que vimos,
impresionados ante su presencia. Después no pudimos sino reparar en su palidez, tan
mortal como dulce.
Una palidez extrema afea a muchas mujeres sin remedio; a ella, empero, no le
marchitaba ni un ápice su belleza, su elegancia de buena cuna; a despecho de la
enfermedad que la consumía, sus labios de un color escarlata luminoso, al contrastar
con la palidez de sus mejillas, incrementaban su hermosura. Me pareció que miraba
los escalones que tenía ante sí, aunque sin bajar para ello la cabeza, manteniendo su
elegancia en todo momento; cuidadosa, pero sin hacer la menor concesión a la
enfermedad nerviosa que la consumía. No obstante, en un momento dado observé que
o estaba dormida y caminaba en estado de sonambulismo, o pasaba por un trance que
me atrevo a llamar sobrenatural, a pesar de lo que dijera el doctor De Grandin sobre
todo esto. Mi impresión había sido errónea pues tenía los ojos semicerrados.
—La pauvre petite —musitó De Grandine tras suspirar profundamente—. Grand
Dieu, amigo Trowbridge, ¡qué muchacha más hermosa! ¿Por qué no se me habrá
presentado la ocasión de venir antes a esta casa, sólo por el placer de contemplar
tanta belleza?
Entonces, como para responder a lo que en voz baja me acababa de decir el
doctor De Grandin, en el aire, como desde el techo, como sobrevolando a la joven
enferma, se dejó sentir una risa burlona, una risa maniática, una risa infernal, cuando
Julia bajaba el último escalón y pisaba ya la alfombra roja del hall. Tuve la sensación
de que ahora sí nos veía aunque parecían pesarle mucho los párpados.
—Hélas —dijo De Grandin mirando piadosamente al padre de la enferma—.
Nom de Dieu! —exclamó sacudiendo su cabeza como para quitarse de la mente unos
pensamientos funestos.
A unos veinte pasos de donde nos encontrábamos había una gran panoplia con
distintas armas de fuego, dos espadas antiguas, unos bolos[42] y diversas
condecoraciones y trofeos obtenidos por el capitán Loudon en las Filipinas. De
repente, como si una mano invisible lo tomara, uno de los bolos salió de la panoplia,
atravesó el hall y fue a incrustarse en la pared del otro lado. Sólo impidió que se
clavase en la cara del menudo doctor francés el rápido movimiento que hizo éste para
esquivarlo.
Se hizo un gran silencio. Desapareció ese murmullo, que antes había sido risa
burlona y que parecía sobrevolar a la muchacha. Julia abrió entonces los ojos, que
parecieron totalmente despiertos, y dio unos pasos dubitativos en dirección a
nosotros. Me fijé entonces en que sus ojos eran increíblemente grandes, más de tono
púrpura que de color azul. Nos miró con una melancolía infinita en ellos, una
melancolía que nunca antes había observado en una joven de su edad. Era la mirada

www.lectulandia.com - Página 45
de alguien que está a punto de morir sin remisión posible.
—¿Por qué, padre? —preguntó con esa expresión del que acaba de despertarse
abruptamente—. Estaba reposando tranquilamente en mi habitación cuando me
pareció oír la voz de Robert… Traté de responderle, pero no pude… Algo me lanzó
de mi lecho al suelo y me desperté.
—Hija mía —dijo el capitán Loudon con la voz temblorosa, haciendo un esfuerzo
evidente para que no le asomaran las lágrimas—, estos caballeros que me acompañan
son el doctor De Grandin y el doctor Trowbridge… Han venido para…
—¡Oh, no! —protestó lánguidamente la muchacha—, más médicos no… ¿Por
qué los has traído, padre? Seguramente serán como los otros… Nadie puede
ayudarme, padre, nadie…
—Pardonnez-moi, Mademoiselle —intervino De Grandin con gran solemnidad—.
Estoy seguro de que de aquí a no mucho tiempo comprobará usted que no somos
como los otros que la han visitado… Para empezar, queremos devolverle a usted la
salud para que pueda contraer matrimonio con el hombre al que ama; en segundo
lugar, tengo un gran interés personal en este caso.
—¿Un interés personal, dice usted? —se extrañó la joven alzando las cejas en un
gesto de incrédulo sarcasmo.
—Así es, Mademoiselle… Y no me refiero sólo a sus problemas de salud y a la
posible solución que pueda hallárseles… ¿No ha visto ese bolo que ha estado a punto
de matarme? Mademoiselle, le aseguro que no ha sido un fantôme, ni un lutin, quien
le ha tirado ese machete a Julos de Grandin. Sería muy simplón achacar semejante
cosa a cualquier fantasma… Pero no.
»Mademoiselle —prosiguió De Grandin—, debo pedirle perdón por venir a
importunarla, pero dados los antecedentes que nos ha comunicado su padre, tengo
que hacerle unas preguntas, que le pido por favor me responda… Díganos, se lo
ruego, cuándo comenzó a percatarse usted de estos extraños fenómenos.
La joven lo miró en silencio durante unos largos segundos, mientras nos
dirigíamos al salón y tomábamos asiento. Sus ojos parecieron traslucir, en su tono
púrpura, un resentimiento mayor del que son capaces de expresar unos ojos azules.
Respiró profundamente, sin embargo, y comenzó a decir:
—Hará unos seis meses —comenzó a decir monótonamente, con hartazgo, como
un niño que se viera obligado una vez más a repetir una lección especialmente
fastidiosa—; volvía a casa tras asistir a un baile en New Brunswick[43] con el teniente
Proudfit. Serían las tres de las madrugada —habíamos abandonado el baile pasada la
una—, pero una fuerte tormenta nos obligaba a ir despacio en el automóvil por la
carretera. Llegamos por fin, y el teniente Proudfit, como estamos prometidos, o al
menos lo estábamos, se quedó a pasar la noche con nosotros, en la habitación de
invitados. Yo subí a mi cuarto para acostarme. Aún no me había dormido cuando
sentí que algo golpeaba los cristales de la ventana; algo parecido a un aleteo, como si
fuese un pájaro atraído por la luz, o como si se tratase de un murciélago; no sé qué

www.lectulandia.com - Página 46
me hizo pensar en eso, pues nada vi, pero fue también la impresión que tuve.
»Al principio sentí miedo y luego mucha pena por el pobre pajarillo o por el
pobre murciélago. El tiempo era frío y seguía lloviendo; pensé que no tendría un
lugar en el que guarecerse lo que fuera, pajarillo o murciélago… Abrí entonces la
ventana para ver de qué se trataba… Yo… yo —dudó unos instantes mas prosiguió—
estaba medio desnuda y hacía mucho frío; una ráfaga de viento me hizo casi daño,
creo que incluso grité, pero seguí mirando con la intención de ver de qué se trataba, si
de un pájaro o de… —volvió a callarse, respirando agitadamente ahora.
—Continúe, por favor, Mademoiselle —le dijo De Grandin con una voz
absolutamente neutra—. ¿Qué hizo usted?
—Me asomé a la ventana, a pesar del fuerte viento, y dije «ven conmigo, entra,
pobre criatura».
—¿Así que lo invitó usted a entrar? —dijo De Grandin, ahora con un tono de voz
más alto y sorprendido, no sé si como consecuencia del impacto que le causó oír
aquello.
—Naturalmente… Ya sé que parece una estupidez hablar con un pajarillo, y sobre
todo decirle eso, pero bueno, sabe usted que todos hablamos a los animales en
muchas ocasiones como si pudieran entendernos… En cualquier caso, podía haberme
ahorrado esa tontería, pero la hice; no obstante, no vi nada; cerré la ventana y creo
que no volví a escuchar ese ruido, ese aleteo contra los cristales.
—Claro, seguro que no… —dijo De Grandin secamente—. Continúe, por favor.
—De eso estoy segura, de que no había nada en la ventana… Pero fue cerrarla y
comencé a experimentar una sensación rara; era como si mi habitación estuviese
ocupada por una presencia que me resultaba imposible determinar, y mucho menos
ver… Supuse que se trataba de aquel frío del exterior, que había penetrado en mi
cuarto al abrir yo la ventana, así que terminé de desvestirme, me puse rápidamente la
ropa de cama y me acosté… Entonces… —y se interrumpió de nuevo la joven con el
gesto alterado.
—¿Sí? ¿Qué ocurrió entonces? —la animó a proseguir el doctor De Grandin,
achicando muchos sus ojos, contemplándola con un interés superlativo mientras
golpeaba nerviosamente con sus finos dedos los brazos del butacón en el que estaba
sentado.
—Entonces —siguió diciendo la gentil Julia— ocurrió la primera cosa realmente
extraña que recuerdo. Según me iba quedando dormida sentí claramente cómo me
acariciaba una mano, primero, y me agarraba Inertemente por el brazo, después…
Una mano delgada y fría, mortalmente fría…
Julia nos miró desafiante, como para escudriñar nuestras expresiones, como para
comprobar si creíamos o no su relato, intentando saber si nos mostrábamos escépticos
o no. Tras unos segundos, pareció menos susceptible y dijo al doctor De Grandin:
—Ya veo que me cree… ¿Me creerá también si le digo que esa misma mano me
tiene asida ahora mismo por el brazo? —preguntó.

www.lectulandia.com - Página 47
—No tiene usted por qué hacerme esa pregunta, Mademoiselle; soy yo el que las
hace —le dijo De Grandin un tanto irritado ahora, pero con mucha cortesía—.
Prosiga, por favor.
—Todos los doctores que me han visto decían invariablemente que era imposible
que alguien me asiera por un brazo mientras hablaba con ellos, pues se hubieran
percatado del fenómeno —insistió la joven.
—¡Mademoiselle, por favor! —exclamó De Grandin perdiendo por unos instantes
su habitual flema—. No perdamos el tiempo en tonterías, se lo ruego… Estamos aquí
para escucharle cuanto nos tenga que decir y estudiar el caso a través de sus propias
palabras; lo que le hayan dicho o dejado de decir esos a los que usted llama doctores,
sinceramente, me interesa tan poco como los métodos diagnósticos que utilicen…
Bien, nos estaba contando usted…
—Les estaba diciendo que sentí cómo una mano fría, mortalmente fría, me
agarraba del brazo… Tras percibir claramente esa sensación, cuando angustiada,
aterrorizada, iba a gritar para pedir auxilio, sentí que la piel se me desgarraba… Era
como si se me clavase una uña larga y dura, la uña de un dedo humano, no la garra de
un animal, ya sabe… Una uña que se me clavaba con mucha tuerza. Doctor De
Grandin, muda de espanto vi cómo en él la piel comenzaban a aparecer unas letras,
las letras que me hacía de manera tan hiriente aquella uña que sentía pero no veía.
—Umm… Supongo que esas letras formaron una palabra… ¿Cuál?
—Ninguna, esas letras no formaron una palabra. No significaban nada; eran como
una ouija cuando va de letra a letra del tablero sin el menor sentido… Pude identificar
una D y una r minúscula, y una a y luego una c… y una u… Eso fue todo… Me
parece que es imposible sacar de ahí una palabra.
De Grandin estaba sentado entonces en el borde mismo de la butaca, ahora con
las manos cruzadas sobre sus brazos, tenso, expectante… Me pareció que podía
caerse al suelo de un momento a otro.
—Esas letras dicen Dracu —dijo en voz muy baja, impresionado—. Dieu de Dieu
de Dieu de Dieu! Sí tiene sentido, sí que lo tiene… Pero, ¿por qué?
—¿Por qué? ¿A qué se refiere usted, doctor? —preguntó la joven tensa, con los
ojos desmesuradamente abiertos ahora, con una expectación aprensiva.
El doctor de Grandin agitó la cabeza como un spaniel que acabara de salir del
agua.
—Nada, Mademoiselle, en realidad no he dicho nada digno de tener en cuenta…
Creí reconocer un nombre formado por esas letras, pero debo confesar que me he
equivocado, no hay tal nombre… ¿Está segura de que fueron las letras que me ha
dicho y no otras?
—Totalmente segura. Fueron esas cinco letras, no otras, las vi en mi propia piel.
—Claro, claro… ¿Y qué sucedió después?
—Después sucedieron cosas que me parece no se pueden calificar de otra manera
que como diabólicas… ¿Le ha contado mi padre que en esta casa las sillas y las

www.lectulandia.com - Página 48
mesas se desplazan de un lado a otro sin que nadie las mueva, y que un sinfín de
objetos vuelan por el aire sin que nadie los levante y lance desde donde están?
—Sí, por supuesto que nos lo ha contado… Excuso señalar, además, que yo
mismo he visto volar uno de esos bolos… que, por cierto, estuvo a punto de poner en
cierto peligro mi integridad física. Dígame, ¿y esas pesadillas que sufre mientras
duerme?
—Las padezco cada vez con mayor frecuencia, doctor… A veces me parece que
las sufro porque de tanto temerlas espero que me asalten a cada momento, aunque no
duerma… Otras veces me quedo como aletargada y tengo pesadillas, aun cuando no
me haya dormido del todo… Una vez… —hizo una pausa, avergonzada— venía en
tren desde Nueva York y me pasó eso… El revisor pensó que estaba borracha…
—Bête! —dijo De Grandin para maldecir a tan maleducado revisor—. ¿Y no oye
usted ni esas voces, ni ese ruido que suelen envolverla a usted, Mademoiselle?
—No, doctor; me han hablado de ello, pero la verdad es que yo no oigo nada de
eso, aunque desde luego soy la primera afectada. Lo mismo me pasa, en cierto modo,
con los sueños; sé que los tengo, pero desde hace algún tiempo no los recuerdo
cuando despierto, siendo así que podría decir, por ello, que ya no los tengo… Sin
embargo, sigue pasándome que a veces, mientras estoy despierta, me llega una
impresión extraña; de repente siento una sensación de letargo y me parece estar en un
lugar extraño en el que nunca antes había estado, un lugar del que lo desconozco
todo. Una vez creí que iba en taxi; estaba perfectamente despierta, aunque sentía eso
que le acabo de decir… Pues bien, de repente fue como si me despertara de golpe.
Me vi en mitad de la calzada y a punto de ser arrollada por los automóviles.
—¡Eso es terrible, una villanía! —clamó De Grandin, francamente enojado, como
herido en su caballerosa dignidad—. ¡Eso que padece usted, Mademoiselle, es por
completo infamante! ¡No lo permitiré, se lo prometo! ¡Tiene usted mi palabra de
honor!
La joven pareció reaccionar ante la indignación caballerosa del médico francés.
Algo de sus maneras de princesa volvió a ella cuando, con una sonrisa encantadora,
le preguntó:
—¿Y qué hará usted para evitarme esos padecimientos, doctor? Los que me han
reconocido dicen que…
—¡Malditos sean esos farsantes! No hablemos de ellos, Mademoiselle… Yo soy
yo, Julie, y nada tengo que ver con todos ellos… Yo soy Jules de Grandin.
Hizo una pausa, tomó aire, y ya con gran calma se dirigió a mí:
—Querido amigo, le encargo busque usted compañía para Mademoiselle Julie;
busque una buena enfermera de carácter tan discreto como probada profesionalidad.
¿Conoce a una dama que responda a estas características? Très bien, amigo mío…
Pues no perdamos más tiempos; volemos en busca de esa joya, es preciso que haga
compañía a Mademoiselle Julie cuanto antes.
»No obstante —dijo mientras escribía una receta—, quiero que Monsieur le

www.lectulandia.com - Página 49
Capitaine busque este remedio, unas gotas que habrán de serle administradas a la
paciente en agua caliente… Se llama Somnol, un excelente compuesto hecho a base
de diferentes drogas que templan los nervios y ayudan a dormir, y que además tienen
buen sabor… Es mucho mejor que el cloral[44].
—¡Yo no quiero tomar doral ni nada de eso! —protestó la joven—. Ya lo he
probado. Bastantes problemas tengo con mis sueños como para que…
—Mademoiselle —dijo De Grandin con un brillo burlón en los ojos ahora—,
¿nunca ha oído hablar de cómo se combate al Diablo con el fuego? Tome ese
remedio. El doctor Trowbridge y yo volveremos a visitarla muy pronto… Tenga por
seguro que no descansaremos hasta lograr su curación completa.

—Es el caso más extraño al que me he enfrentado —me confió mientras


regresábamos en mi automóvil—. En un principio, los síntomas que muestra esta
joven aluden inequívocamente a una histeria violenta… Pero, amigo mío, las
evidencias son las evidencias, y no puedo considerar como válido este diagnóstico
después de haber visto lo que en esta noche se nos ha ofrecido a la vista, y tras haber
oído esos ruidos extraños, esa risa frenética… Todas esas manifestaciones, en fin, que
la acompañaron mientras bajaba por la escalera… ¿Y ese maldito bolo que estuvo a
punto de partir en dos la cabeza de Jules de Grandin? —dijo haciendo un gesto de
disgusto—. ¿Recuerda usted aquella antigua teoría médica sobre el icterus?
—¿Se refiere a la ictericia?
—Exacto.
—¿Habla usted de los síntomas que se toman por una enfermedad en sí, como
tantas veces ha ocurrido con la ictericia?
—A eso me refiero, precisamente… Hace doscientos, cien años, se creía que el
color amarillento de la piel de un paciente se producía por una invasión de bilis en el
organismo… Ésa era la enfermedad. Pero nadie se preguntaba qué la causaba, a qué
obedecía en cualquier caso esa invasión biliosa… Fue una cuestión que tardó mucho
en clarificarse. Bien, pues algo así acontece con la enfermedad que consume a esa
pobre criatura… Reconozco muchos de sus síntomas, pero no puedo darme por
satisfecho, no los puedo tomar por la enfermedad en sí. ¿Por todos los diablos del
mundo, sean mil o cientos de miles, sean grandes o pequeños, a santo de qué viene
esa persecución que padece nuestra gentil Julie? He ahí la pregunta que debemos
hacernos, al margen de la sintomatología que muestra. Nadie, amigo mío, abre la
ventana en una cruda noche de tormenta para invitar a que entre en su habitación un
pájaro al que ni siquiera ha visto aletear contra los cristales de su ventana, sólo ha
creído oírlo… Y tampoco sabe, en realidad, si era un pájaro o un murciélago… Eso
sólo lo hace alguien que ha sido escogido como víctima propiciatoria. Y tiene que
haber una razón para ello, créame, querido Trowbridge. Y está lo de esas letras
grabadas artera y dolorosamente en su piel, con ese mensaje… ¡No se trata de una
casualidad, no puede serlo, se lo aseguro!

www.lectulandia.com - Página 50
Escuché sorprendido, y confieso que aterrorizado por momentos, su explicación,
que en realidad era más que una sucesión de especulaciones. Dijo De Grandin algo
que no pudo por menos que grabarse en mi mente.
—Ha dicho usted que esas letras grabadas en su piel constituyen un mensaje —le
dije—. Cuando ella contaba eso me pareció que reconocía usted perfectamente el
nombre… ¿Hay alguna relación entre eso y los síntomas que presenta Julia? ¿Cómo
era esa palabra, o ese nombre? ¿Dakboo, algo así?
—Dracu —dijo De Grandin estremeciéndose—. Sí, amigo mío, ésa es la palabra,
ése es el nombre… El nombre con que en la lengua rumana se designa al Diablo, o al
Demonio, si así lo prefiere… ¿Empieza a comprender la relación que hay entre ese
nombre y los síntomas que muestra nuestra paciente?
—Prefiero no verlo; creo que se me podría escapar de las manos el caso, si lo
hiciera.
—Yo temo lo mismo —me respondió De Grandin lacónicamente.

Bajo los efectos sedantes de la droga recetada por De Grandin, Julia Loudon pasó
bien aquella noche. Por la mañana tenía mucho mejor aspecto, incluso parecía de
mejor ánimo cuando acudimos a visitarla.
—Mademoiselle —comenzó a decirle De Grandin después de tomarle el pulso, la
temperatura y auscultarla—, hace un día estupendo; le recomiendo que salga a dar un
paseo; es más, le prescribo, en mi calidad de médico, que lo haga; el doctor
Trowbridge tiene unas cuantas visitas que hacer entre sus pacientes, así que
acompañémosle… Iremos en coche, pero también podremos caminar un rato. Quiero
observar el efecto, sin duda beneficioso, que le hace a usted tomar el aire y recibir un
poco de sol… Tengo la impresión de que lleva mucho tiempo sin salir de paseo, Julie.
—Así es, doctor —admitió ella con una sonrisa triste—. Compréndalo… Desde
que empezaron a ocurrirme esas cosas que ya le he contado, me da miedo salir, sufro
una gran aprensión, temo que vuelva a pasarme en cualquier momento… Incluso me
niego a salir de paseo con mi padre y con Rob, mi prometido, el teniente Proudfít…
Temo ponerlos en ridículo si me da otro de esos ataques de pánico… Pero acepto…
Iré con usted y con el doctor Trowbridge; supongo que salir de paseo en compañía de
dos médicos me protege de todo mal —dijo con una lánguida sonrisa encantadora.
—Puede estar segura —apostilló De Grandin mientras se retorcía las guías de los
mostachos.
Subió Julia las escaleras en dirección a su cuarto, con la intención de cambiarse
de ropa, ágilmente, como si hubiera recuperado la salud y la primavera incipiente la
llenase de vigor y gracia. De Grandin se dirigió complacido a su padre:
—Caballero, Creo que la enfermedad de su hija, felizmente, no es tan grave como
supuse en un primer momento —trató de tranquilizar al capitán—. Me parece, como
le dije, que no podemos hablar de cuestiones relacionadas con lo sobrenatural… Bien
sabía yo que con sólo acutí ir a la ciencia médica, a los remedios que se nos

www.lectulandia.com - Página 51
brindan…
No pudo terminar el doctor De Grandin sus palabras. De repente, un absoluto
pandemónium, una cacofonía disonante, como de doce bandas de jazz tocando a la
vez piezas distintas, interrumpió su discurso. Parecían sonar instrumentos de cuerda
torturados, campanas rotas, instrumentos de viento agujereados… Y como fondo de
todo ello, una risa demoníaca que se hizo más perceptible cuando en lo alto de la
escalera apareció una figura de mujer absolutamente bizarra, por no decir grotesca,
que bajaba lentamente, como para mejor exhibirse, hacia el hall.
Creí reconocer a Julia Loudon en aquella mujer, en aquel ser grotesco, aunque no
se parecía a la que había visto unos minutos antes, con el cabello recogido en una
suerte de corona griega. Ahora llevaba el pelo suelto y despeinado. Nada expresaban
sus ojos, teñidos por una mirada más de idiota que vacía. La serenidad anterior que
mostraba su rostro, tras aquella noche en la que había podido descansar bien gracias a
la droga que le recetó el doctor De Grandin, había desaparecido por completo:
sonreía como una imbécil; su color, más que rosáceo ahora, era verdoso como el del
fungus. Lleva desnudos los brazos y las piernas… En realidad se cubría sólo con una
mantilla española que dejaba prácticamente al aire su torso, sus senos. Aquel sonido
infernal iba incrementándose a medida que la horrenda criatura en que se había
convertido Julia Loudon bajaba hasta el hall.
—¡Ai, ai, ai-ee! —comenzó a gritar enloquecida, como si siquiera el ritmo de una
música que la poseía diabólicamente; su voz era extraña—. ¡Admirad mi obra,
estúpidos! ¡Admirad mi poder! ¡Nunca podréis sacarme del cuerpo de esta mujer,
imbéciles! Puedo causarle las mayores desgracias, puedo convertirla en la mujer más
escandalosa que se haya visto… ¡Puedo quitarle la vida esta misma noche, si así se
me antoja! ¡Ai, ai, ai-ee!
No sabíamos qué hacer. Nos miramos angustiados De Grandin y yo, pues era
evidente que la voz que así nos había insultado no era la de Julia, aunque la profiriese
ella… Ni era una sola voz… En realidad, cada sílaba de todas las palabras que dijo
pertenecía a una voz diferente, pero todas con la misma diabólica acritud, tan ajena al
habitual tono dulce y melancólico de Julia.
—Cordieu! —exclamó De Grandin, alterado e incluso tembloroso, como pocas
veces le había visto.
De repente, desde todos los puntos del hall, comenzaron a volar piezas de metal,
agujas, pequeños pinchos… Se clavaron en los brazos, en los muslos, en las mejillas,
en la garganta de la joven, que lo aceptó sin un lamento, cual si fuese un penitente
derviche o un faquir de la India. Era como si Julia poseyera una fuerza
electromagnética que atraía hacia sí los metales más acerados, cualquier cosa
susceptible de clavársele en la piel.
Por un instante siguió erguida, como ajena a lo que le sucedía, como si tan cruel
ataque no le afectara ni hiriese su carne. Mas unos pocos segundos después salió de
su garganta un auténtico alarido de dolor, un grito salvaje y descontrolado. Y abrió

www.lectulandia.com - Página 52
los ojos desmesuradamente, unos ojos aterrorizados, unos ojos que inspiraban piedad
y consternación ante lo que le sucedía. En su estremecimiento dejó caer la mantilla
que la cubría y quedó completamente desnuda, retorciéndose sobre sí misma,
tambaleándose de dolor.
—¡Rápido, amigo Trowbridge! —me gritó De Grandin mientras se dirigía a ella
—. No dejemos que caiga al suelo; si le ocurriera, todos esos malditos pinchos se le
clavarían profundamente.
Evitamos que se desplomase. Mientras yo la sujetaba fuertemente con mis brazos,
el médico francés examinaba detenidamente aquellos objetos y comenzaba a
extraérselos de la carne con sumo cuidado, mientras hablaba mezclando a un tiempo
expresiones inglesas y francesas.
—¡Parbleu, Cordieu, maldita sea! Esto es obra del Demonio, estoy seguro…
¡Maldita sea! Tendré que tener unas palabras con ese execrable Dracu que ha herido
de tan mala manera a esta pobre infeliz y quiso atravesarme la cabeza con un bolo.
¡Ya se enterará de quién es Jules de Grandin!
Comenzó a subir la escalera y lo seguí llevando en mis brazos a Julia, que apenas
estaba consciente y seguía quejándose. La deposité con el mayor cuidado en su lecho,
cubrí su desnudez y descargué después mi furia contra la enfermera… ¿Cómo había
permitido aquella mujer que la paciente abandonara su habitación con aquellas
trazas?
—¡Miss Stanton! —grité muy enfadado—. ¡Miss Stanton! ¿Dónde está usted?
Un lamento ahogado, una especie de sonido gutural que pretendía ser un grito de
auxilio, unos golpecitos que venían del interior del armario empotrado de la
habitación, fue cuanto recibí por respuesta. Abrí el armario y la encontré tirada, casi
cubierta por un montón de ropa, amordazada con una toalla turca, con las muñecas
atadas, al igual que los tobillos, con unas medias de seda.
—¡Ay, señor! —acertó a decir cuando le quité la mordaza, la desaté y ayudé a que
se levantara—. No pude resistir, doctor; me venció como si no tuviese yo más fuerza
que un bebé.
De Grandin echó un vistazo sorprendido a Julia.
—¿Quién le hizo eso, Mademoiselle? —preguntó acercándose a la cama para
subir un poco más la colcha y tapar mejor a Julia—. ¿Quizás Mademoiselle Loudon?
—¡No, señor! —dijo la mujer a la que aún temblaban las manos nerviosamente
—. No, señor, no fue Miss Loudon… Fue… No lo sé, señor, no sé qué fue… Miss
Loudon acababa de entrar en la habitación, muy contenta, diciéndome que usted y el
doctor Trowbridge la llevaban de paseo y tenía que vestirse adecuadamente.
Comenzó a buscar la ropa que deseaba ponerse, y de repente… de repente… ella…
—calló de nuevo empavorecida aquella mujer, tratando de tomar aire, aguantándose
las lágrimas.
—Sé a qué se refiere —intervino entonces De Grandin—. ¿Quiere decir usted,
Mademoiselle, que la señorita Loudon lo que hizo fue desnudarse y tomar esa

www.lectulandia.com - Página 53
mantilla española en vez de una ropa adecuada para salir a la calle?
—Eso es, señor —prosiguió la enfermera—. Le iba a preguntar si me permitía
ayudarla a escoger un vestido, cuando se volvió, me miró y vi en su cara la expresión
del Demonio… Entonces, algo, una fuerza extraña, me echó por encima una manta…
No, no fue una manta, porque era transparente y casi podía ver a su través… Era,
señor, como una gran medusa, muy fría y viscosa, fuerte como cien hombres… Quise
gritar y esa cosa horrible se me metió en la boca, a punto de ahogarme, ¡ugh! —la
pobre mujer estuvo a punto de vomitar al recordarlo—. Todo se volvió oscuro; no
recuerdo ya más que la voz del doctor Trowbridge llamándome, y que traté de
responderle…
—Comprendo, Mademoiselle, tranquilícese —le dijo el doctor De Grandin—. No
quiero que siga usted mostrándose más nerviosa que un conejo acorralado… Está
usted realmente nerveux… ¿Y quién no lo estaría, en su caso? ¡Yo también, no le
quepa la menor duda!
Luego respiró hondo, metió las manos en los bolsillos y se dirigió a mí:
—Escuche, amigo Trowbridge —me pidió—. Le ruego que permanezca aquí,
junto a Mademoiselle Stanton y la paciente… Cuídenla bien, vigílenla… Creo que
requiere una atención mayor de la que habíamos supuesto.

—Todo esto es realmente execrable, amigos míos —nos dijo minutos después en
el hall al capitán Loudon y a mí—. Nos encontramos, caballeros, ante un poltergeist,
ante un caso de posesión de la que es víctima la pobre Mademoiselle Julie; un caso de
posesión del que también ha sido víctima, en cierto modo, Mademoiselle Stanton…
Si llegamos a determinar de dónde procede una fuerza tan maligna, y por qué ha
hecho presa en nuestra paciente, estaremos en la mejor de las disposiciones para
presentar batalla al misterio que ahora nos angustia, a eso que llega, golpea y
permanece… No sabemos a qué hemos de enfrentarnos, si a una medusa, como dice
Mademoiselle Stanton, o a un bullfrog[45] dispéptico… Les aseguro que aún no puedo
hacerme una idea exacta, sólo sé que estamos ante una fuerza en verdad maligna —se
retorció nerviosamente las guías de su rubio mostacho a tal punto que me pareció que
acabaría por arrancárselo, y siguió diciendo—: Si sólo fuéramos capaces —dijo
deteniéndose, dejando de caminar nervioso por el hall como hasta entonces lo había
hecho—, ¿pero qué es eso, Monsieur le Capitaine?
Su dedo índice de la mano derecha, fino y con una manicura perfecta, señaló
entonces una exquisita miniatura que reposaba en un dorado caballete de pintor, al
fondo.
Miré por encima de su hombro y vi la pintura, que representaba a una niña de
cabello negro, de óvalo facial perfecto, de ojos color púrpura, con unos labios rojos
que contrastaban fuertemente con su blanco cutis. Su expresión era lógicamente más
aniñada en la miniatura, pero reconocí de inmediato a Julia Loudon, evidentemente
retratada unos años atrás.

www.lectulandia.com - Página 54
—¿Es que no reconoce usted a Miss Julia en ese cuadro, doctor De Grandin? —le
pregunté extrañado.
Me ignoró por completo. Siguió contemplando la preciosa miniatura unos
segundos y se dirigió entonces al padre de nuestra paciente:
—Mon Capitaine, dígame quién es esa pequeña, si hace el favor.
—Es un retrato de una sobrina, una prima de Julia —dijo con bastante sequedad
el capitán—. Pero no creo que le interese a usted perder el tiempo en estas
minucias…
—¿Minucias, Monsieur? —se extrañó De Grandin—. En casos como el que nos
ocupa nada puede considerarse una minucia, caballero; todo, por el contrario,
adquiere una importancia superlativa. Hábleme de esa joven, se lo ruego… Tiene un
claro parecido con su hija; en realidad, sólo se distinguen en que su mirada no es
como la de Mademoiselle Julie… Cuénteme, por favor, quiero saberlo todo sobre
ella.
—Era mi sobrina, Anna Wassilko —comenzó a decir el capitán, no obstante su
reluctancia—. Ese retrato se lo hicieron en Bucarest antes de la guerra.
—¿Ajá? —se sorprendió el menudo francés, pasándose ahora un dedo por el
mostacho, con mucha suavidad, sin la violencia con que un poco antes se había tirado
de las guías—. Ha dicho usted que era su sobrina, Monsieur… ¿Quiere decir con eso
que ya no lo es, o que ya no tiene trato con ella? —preguntó mientras se volvía de
nuevo para contemplar el retrato—. Me llama la atención su nombre; es muy distinto
al de ustedes, a pesar de su gran parecido con su hija, mon Capitaine… ¿Me lo puede
explicar, por favor?
El capitán Loudon lo miró como si deseara agarrar por el cuello a tan
impertinente hombrecillo.
—Mi esposa era rumana —contestó, sin embargo—. La conocí cuando estuve
destinado en nuestra legación de Bucarest, poco antes de que estallara la Primera
Guerra Mundial. Nos casamos el primer día de julio de 1914, aquel mes fatídico en el
que fue asesinado en Sarajevo Francisco Fernando. Una semana después de que
contrajéramos matrimonio, lo hicieron también Zoë, la hermana gemela de mi esposa,
y el teniente Leonidas Wassilko, de la Armada Imperial rusa.
»Recibí la orden de regresar a mi país cuando estalló la guerra; mi cuñada y su
esposo partieron hacia Rusia. Posteriormente, consiguieron escapar de los
bolcheviques cuando se inició la Revolución rusa, y tras muchas penalidades llegaron
aquí. Su hija Anna nació el mismo día que nuestra hija, Julia… Las niñas fueron
inseparables desde sus primeros días. Cuando Leonidas murió de tuberculosis en
1919, y Zoë falleció igualmente del mismo mal dos años después, nos hicimos cargo
de Anna. Julia y ella crecieron juntas; incluso las mandamos al mismo colegio, con
las religiosas de Lakeland[46].
»Años más tarde, cuando Robert, el teniente Proudfit, comenzó a cortejar a Julia,
Anna pareció tomárselo como una afrenta personal… Era como si se hubiese hecho

www.lectulandia.com - Página 55
una idea extraña, que Julia y ella eran más que primas, que iban a permanecer
vírgenes de por vida, en una suerte de entrega de la una a la otra… A decir verdad,
creo que fue eso, más que la preferencia que Proudfit mostró por Julia, lo que
realmente la sumió en un estado que no sé cómo calificar… de rabia, de disgusto…
—¿Ah, sí? —dijo De Grandin con un brillo súbito en los ojos, como si comenzara
a percibir algo—. ¿Dónde está Anna ahora?
—Murió… ¡Pobre criatura!
—¿Quizás se suicidó? —hizo la pregunta el médico francés con delicadeza, pero
sus palabras sonaron hirientes.
—Yo no he dicho eso…
—Pardonnez-moi, Monsieur le Capitaine, usted no ha dicho eso, en efecto…
Pero ha hecho una pausa, tras contarnos que su sobrina falleció, una pausa, digo, que
me hace suponer que hay en su evocación de Anna algo más que lástima.
—Umm, tiene usted razón… Se quitó la vida hace unos seis meses.
—¡Seis meses! Se quitó la vida hace seis meses… ¿Cuánto tiempo hace que se
anunció el compromiso entre su hija y el teniente Proudfit?
—El mismo tiempo, más o menos… Unos días antes de que ella…, pero mire, por
favor…
De Grandin lo interrumpió mirándole con ojos no precisamente alegres.
—No puedo dejar de mirar ese retrato, mon Capitaine, y créame que al hacerlo
contemplo el pasado en todo su trágico significado. De manera que seis meses… sí,
seis meses… Todo ocurre, en realidad, desde hace seis meses… La muerte de
Mademoiselle Anna, el anuncio del compromiso de Mademoiselle Julie, aquel
siniestro golpeteo nocturno en los cristales de la ventana de su habitación, el inicio de
esos extraños sucesos… Todo, todo, desde hace seis meses… Amigo mío, creo que
empiezo a ver la luz al final del túnel.
Giró sobre sus talones y comenzó a subir de nuevo la escalera, haciéndome un
gesto para que le siguiese.
—¡Mademoiselle Julie, Mademoiselle Julie! —dijo ya ante la puerta de la
habitación de la paciente, tras golpearla suavemente con los nudillos. Abrió la
enfermera—. Mademoiselle, creo que no me lo ha contado usted todo —reprochó a
Miss Julia nada más verla—; me parece que tenía usted que haberme hablado de
Mademoiselle Anna, de cómo era, del tipo de relación que mantuvo con usted, al
parecer muy estrecha… Creo, incluso, que tenía que haberme hablado usted de sus
desavenencias últimas, del odio que al parecer le tomó a usted, Mademoiselle Julie…
Aunque quizás le cueste entenderlo, se trata de algo de gran importancia.
—¿Por qué? —preguntó Miss Loudon mirándolo extrañada, como si acabara de
despertarse—. Era mi prima, eso es todo.
—Ya, ya lo sé; y resulta que sé más cosas, a ese respecto… Lo que quiero es que
me diga si hubo algún secreto entre ustedes, algo que acabase en un enfrentamiento, o
en un simple malentendido.

www.lectulandia.com - Página 56
La joven se lo quedó mirando fijamente; al cabo de unos segundos, con voz muy
baja, comenzó a responder al doctor De Grandin:
—Sí, señor; hubo algo entre nosotras —dijo—. Anna me amaba; no como se ama
a una prima, o como se quiere a una hermana… Ni siquiera me amaba como pudiera
hacerlo la madre más posesiva… Me amaba como aman los hombres a las mujeres,
doctor… Un día me dijo que jamás podría soportar que la dejase para arrojarme a los
brazos de un hombre; me amenazó con quitarse la vida el mismo día que me casara
con Robert. Yo me eché a reír, tomándomelo a broma, aunque sus palabras me habían
asustado; siempre en broma, traté de quitarle importancia a lo que decía. Unos días
después, cuando ella volvió a insistir en su idea de quitarse la vida, le dije «si te
suicidas, yo también lo haré; nos moriremos las dos y ninguna podrá ser feliz».
El menudo médico francés la escuchaba con interés creciente.
—¿Y entonces? —preguntó.
—Se me quedó mirando fijamente —prosiguió Julia—, como sólo miraba ella,
con los ojos llenos de lágrimas, con los ojos más tristes del mundo, y me dijo «quizás
deba tomarte la palabra, querida prima… Jizn kopyeka (que quiere decir la vida es un
cópec); si nos matáramos al tiempo seguiríamos juntas por toda la eternidad, solas tú
y yo». Eso me dijo entonces, doctor… Dos meses después, justo después de que
Robert y yo hiciéramos público nuestro compromiso matrimonial, encontré en mi
cuarto, por la noche, una nota escrita por ella, que decía: «Voy a gastar mi cópec…
Recuerda la promesa que me hiciste y actúa en consecuencia». Y a la mañana
siguiente…
—¿Sí, Mademoiselle? ¿A la mañana siguiente?
—A la mañana siguiente… se arrojó a la bahía…
—¡Ah! —exclamó De Grandin y pareció que no iba a decir nada más, pero siguió
hablando como si dejara salir las sílabas entre los dientes—: Creo que lo comprendo
todo, Mademoiselle…
—Quiere decir que…
—No quiero decir nada más… Sólo que aguardaremos la llegada de la noche…
¿Que ocurre esta noche? ¡Pues sea! Ya veremos qué pasa; se hará lo que se tenga que
hacer, descuide… Ni más ni menos.
Se dirigió de nuevo a mí:
—Amigo Trowbridge, quédese aquí, por favor… Tengo que ir en busca del
matériel necesario, por si se nos presenta batalla.
Comenzaba a oscurecer cuando regresó a la casa. De Grandin llevaba consigo un
pequeño maletín. Tenía una expresión nerviosa, de clara excitación.
—¿Algún cambio notable en la paciente? —me preguntó—. ¿Alguna
manifestación propia del poltergeist?
—No —le dije—; todo ha estado especialmente tranquilo esta tarde, nada que
reseñar.
—¿Sí? Pues eso me hace temer que la noche va a ser dura, amigo mío… Creo que

www.lectulandia.com - Página 57
vamos a tener que combatir denodadamente.
Dio unos pasos por la habitación, sin decir nada, como si meditase, y luego tomó
asiento junto a la cama de la paciente.
—Regardez-vous, Mademoiselle Julie! —dijo abriendo su maletín con una mirada
extraña en los ojos, como si quisiera comunicar un plan secreto—. Esto es una
novedad que he comprado en el magasin de joujoux, ¿cómo lo llaman ustedes?, sí, en
la juguetería…
Era un juguete con ruedas, del que salían tres alas, y que después de presionarlo
contra el suelo con la palma de la mano salía a gran velocidad, ayudando a su
propulsión esas tres alas, una a cada lado y otra detrás. Aunque las alas eran de
colores, a la luz de la lámpara del cuarto el juguete todo mostraba un fulgor plateado.
También se le podía dar cuerda, en vez de presionarlo contra el suelo, y entonces, al
soltarlo en el aire, volaba en redondo, abarcando un corto diámetro.
—Fíjese bien en esto, por favor —dijo a la paciente, mientras con un gesto me
pedía que apagase la luz.
Cuando me disponía a apagar la luz vi en el espejo la mirada lánguida y
expectante de Julia, que atendía al muy activo De Grandin, quien ya daba cuerda al
juguete para que volase en el cuarto de la enferma.
—Regardez, s’il vous plait! —pidió casi en un susurro que no ocultaba su tensión.
El juguete salió disparado hasta casi alcanzar el techo, mientras aquellas tres alas
comenzaban a lanzar destellos de luz, muy brillantes y vertiginosos. La joven pareció
contemplar todo eso sin mayor interés; De Grandin repitió la operación entonces, y
ahora sí, la mirada de Julia se concentró en aquel objeto… Era la suya una mirada
tensa, la propia de alguien que está presto a acometer una prueba definitiva, a dar un
gran salto muy arriesgado.
Emitió un lamento, como de dolor; De Grandin se acercó a ella y le dijo:
—¡No le preste atención, Mademoiselle! ¡No le haga caso! ¡Concéntrese en este
juguete y no atienda a las órdenes que reciba! ¡Atienda sólo a lo que yo le diga!
Poco a poco fue relajándose el rostro de nuestra paciente; poco a poco fueron
perdiendo sus labios la tensión del dolor; poco a poco fueron cayendo sus párpados
hasta que Julia quedó sumida en un sueño evidentemente plácido.
—Bien. Très bien —dijo el doctor De Grandin.
El juguete aún surcaba los aires de la habitación, dando vueltas sobre sí mismo,
mientras se le agotaba la cuerda. Fue disminuyendo su ruido, fueron apagándose sus
destellos, y cayó lentamente al suelo.
—¿Pero qué es todo esto? —pregunté, mas De Grandin me ordenó callar.
—En otro momento, amigo mío —me dijo muy bajo—. Ahora, mejor que no
hablemos… No podemos distraernos en nuestra vigilia.
Toda la noche estuvo junto al lecho de Julia, echando a volar de vez en cuando su
juguete y pidiendo a la muchacha que no prestase atención a otra cosa que no fueran
sus órdenes, e invitándola a continuar durmiendo, a poco que ella se moviese en el

www.lectulandia.com - Página 58
lecho o a poco que despegara la cabeza de su almohada.
Al fin, cuando comenzó a clarear el cielo con las primeras y leves luces del
amanecer, me dijo:
—Es la hora.
Y sacó de su maletín entonces un buen manojo de muérdago, que goteaba…
¡Muérdago! Nada me hubiera podido llamar tanto la atención.
Comenzó entonces a salpicar agua con el muérdago, como si fuese un hisopo,
agua que llevaba en un recipiente guardado también en el maletín, recordándome a
las mujeres del campo que en el verano tratan de espantar a las moscas, o de matarlas,
con un matamoscas. O con un manojo de muérdago, si no tienen un matamoscas.
—¡Anna Wassilko! ¡Anna Wassilko! —decía el doctor De Grandin—. ¡Anna
Wassilko, la que pena más allá de su tumba! ¡Te ordeno que vuelvas al lugar del que
has salido! ¡Te ordeno que regreses a la muerte! ¡Te lo ordeno en el nombre de
Nuestro Señor! ¡Nada tienes que ver ya con nuestro mundo ni con las gentes que en
él viven, Anna Wassilko! ¡Vuelve, pues, al mundo de las tinieblas al que tú misma
quisiste ir cuando te arrojaste a las aguas del mar!
Ante la ventana abierta, a través de la cual comenzábamos a contemplar el
amanecer del nuevo día, el doctor De Grandin dijo la misma letanía, agitando en el
aire el trozo de muérdago como si quisiera hacer llegar sus gotas al mar, que estaba a
un cuarto de milla de distancia.
Vi entonces que algo pasaba junto a él, casi rozándole. Algo que me atrevo a
llamar invisible, algo que cortó el aire, algo que bien podría haber sido una sombra
que huyera de la pared; algo, en fin, que se me antojó monstruoso; algo que, a pesar
de su invisibilidad, puedo describir —y no se tome esto por la creación fantástica de
mi imaginación— como un ser monstruoso, mitad murciélago y mitad zorra, con
garras y alas desplegadas de manera amenazante.
—¡Lárgate de una vez, monstruo infame! —gritó de nuevo De Grandin
salpicando con su muérdago aquella forma—. ¡Tú, pobre alma en pena que creíste oír
una promesa que nadie te hizo, vuelve a tu tumba y descansa en paz! ¡Te lo ordeno en
el santo nombre de Dios!
Aún vi aquella sombra unos segundos más junto a la ventana, muy cerca de donde
estaba De Grandin. Y apenas sin que pudiese percatarme de ello, observé igualmente
que algo que bien podía ser humo era aventado por la brisa de la mañana, hasta hacer
que se desvaneciera en el aire por completo.
—¡Ya se ha ido! —murmuró aliviado y victorioso el doctor De Grandin mientras
cerraba lentamente la ventana—. Llame a la enfermera, si es usted tan amable, amigo
Trowbridge, para que suba a hacer compañía a Mademoiselle Julie, aunque ya no
precisará de sus servicios por mucho más tiempo… Sólo necesita para recuperarse
por completo unas medicinas, algún tónico y mucho descanso… Y a Monsieur
Robert, por supuesto —añadió con una sonrisa pícara.
Bajamos despacio hasta el hall cuando ya la enfermera acompañaba a Miss Julia.

www.lectulandia.com - Página 59
—Supongo que ahora me contará todo lo que no quiso comunicarme anoche —le
dije mientras conducía de regreso—. La verdad es que no me dio usted la menor
explicación de lo que hacía; parecía mudo, a pesar de lo mucho que hablaba… ¿Me
hablará al fin, o tendré que torturarle para que confiese?
—Quizás así acabemos antes —dijo de muy buen humor mientras encendía un
cigarrillo y expulsaba la primera bocanada de humo con absoluta delectación—. Lo
que ocurrió, amigo mío, fue bastante simple, como todo en esta vida una vez que se
conoce cuál es la respuesta precisa para cada caso.
»Primero, como creo haberle dicho ya, pensé que se trataba de un caso más de
histeria, una vez oída la primera versión del capitán Loudon; algo muy propio de un
médico, es una interpretación que haría cualquiera ante los hechos expuestos… No
obstante, no pude sino preguntarme por qué el capitán requería los servicios de Jules
de Grandin… No soy precisamente un gran médico, en el sentido convencional del
término; para tratar determinados males hay médicos mucho más capaces que yo…
Así que rehusé en principio encargarme de la paciente, como recordará usted.
»Sin embargo, amigo mío, cuando el capitán siguió hablándonos del mal que
aquejaba a su hija, creció mi interés… Supe, además, que ese buen padre intuía algo
que no podía atajarse con la mera ciencia médica, por eso acudía a mí… Y ni que
decir tiene que en cuanto oí aquellos extraños sonidos que acompañaban la presencia
de Mademoiselle Julie, supe que Jules de Grandin era el más adecuado para
devolverle la salud. Naturalmente, también tuvo mucho que ver con mi interés el
hecho de que aquel maldito bolo estuviese a punto de hacerme pasar a mejor vida.
Jules de Grandin no podía pasar por alto una afrenta semejante, ¡por lo más sagrado!
»Por otra parte, querido Trowbridge, hay palabras que se extienden más allá de
las riberas del Rin, por esas tierras que han sido testigo de una guerra brutal,
devastadora; palabras que son, puede estar seguro, mucho más que significativas…
Una de ellas es poltergeist, que significa literalmente fantasma que ataca. Un
fantasma que arroja cosas, que levanta y vuelca muebles… Que hace, en fin, todas
esas tonterías, las cuales, por cierto, no dejan de ser una manifestación bastante
infantil de su rabia, pero que pueden sobrecoger a cualquiera, como hemos podido
comprobarlo. Digamos que se trata de un tipo de fantasma bastante maniático…
Bueno, en realidad no es un fantasma en el sentido estricto del término, sino un ente
demoníaco que se complace especialmente en atacar a las mujeres… No ha sido en
vano, querido amigo, que desde la antigüedad se haya presentado a Satán, por ello,
como el príncipe de los poderes del aire… Y no es en vano que haya en el aire tantas
cosas que no podemos ver… Pensemos, como médicos, en los gérmenes, en todas
esas enfermedades que se transmiten por el aire.
»Bien… Cuando Mademoiselle Julie nos habló de aquellas letras grabadas en su
piel, reconocí de inmediato la palabra rumana con que se designa al Demonio… Eso,
claro está, me hizo recordar muchas más cosas y meditar profundamente acerca de
todas ellas… Y cuando nos habló del pájaro, o del murciélago, en la ventana, que sin

www.lectulandia.com - Página 60
embargo no vio, reconocí de inmediato unos hechos comunes a todos estos
fenómenos, que ya había conocido antes.
»Sólo los tontos, o quienes no poseen la suficiente información, abren sus
ventanas y piden que entre al primer ruido que escuchen, pensando la mayoría de las
veces que se trata del viento, y que el viento es siempre sano… No siempre lo es,
amigo mío, y menos por la noche. ¿Quién sabe realmente a qué está invitando a
entrar? Escúcheme, por favor, amigo Trowbridge… Rara vez el Demonio entra en la
casa de alguien, si no ha sido invitado, eso es incontestable; el Demonio actúa
siempre a favor de corriente; no hace prosélitos, busca fieles… Todas esas cosas me
bullían en la mente, y llegado el momento de tomar una decisión, me dije que
estábamos ante un poltergeist… Y así fue.
»Sin embargo, me faltaba lo más importante: ¿por qué era víctima de un
poltergeist Mademoiselle Julie? Realmente, es una joven muy bella, muy gentil…
Pero eso no respondía a mi pregunta; hay muchas jóvenes hermosas y gentiles en el
mundo entero, a las cuales no ataca un poltergeist… Así, pues, cuando el Demonio
nos dijo que la tenía en su poder, que podía hacer con ella lo que deseara; cuando, en
fin, el Demonio hizo que se presentara desnuda y grotesca ante nosotros, humillada y
lacerada, comprendí lo que pretendía: matar a Mademoiselle Julie, vengarse de ella…
¿Por qué? No sabe usted cuántas veces me hice esta pregunta… ¿Qué había hecho
esa pobre infeliz para merecer la muerte?
»Entonces descubrieron mis ojos el retrato miniado de Anna Wassilko. Por un
momento también creí yo que era Mademoiselle Julie de joven. Mas escrutándolo con
mayor atención me di cuenta de que no era así… Por otra parte, recordará usted la
turbación de Monsieur le Capitaine cuando le pregunté quién era la niña del retrato…
Ahí, también, vi un poco más de luz en el caso… Ahí, amigo mío, comenzaron a
desvanecerse las sombras. Una niña mitad rumana, mitad rusa… Quel mélange! Y
había ido al colegio con Mademoiselle Julie, en realidad se habían criado juntas,
compartiéndolo todo… Y amaban al mismo hombre, aparentemente, por lo que dejó
entrever el capitán… Très bien… Esa pobre muchacha se había suicidado… Tant
mieux… Sólo me faltaba hallar el motivo real, la razón de su acto fatal.
»Cuando Julie nos habló del amor posesivo, carnal, que sentía su prima por ella,
de los celos que tenía de su prometido, de sus confesas intenciones de cometer
suicidio, de cómo tomó por una auténtica promesa aquello que le dijo Mademoiselle
Julie para quitar importancia al momento, la pintura cobró ante mis ojos una
dimensión nueva; por expresarlo claramente, fue como si el caballo cambiara de
color.
»El Demonio que hacía sufrir de manera tan cruel a Julie era el poltergeist, el
alma en pena de Anna. Y estaba dispuesto a quitarle la vida a nuestra paciente…
¿Cómo protegerla? He ahí la cuestión. Tuve en cuenta que la pobre joven solía caer
en trance y no era consciente de lo que sucedía a su alrededor; a veces, ni de lo que le
sucedía, por hiriente que fuese; únicamente lo sufría en lo más profundo de su ser…

www.lectulandia.com - Página 61
¿Por qué no intentarlo con la hipnosis? Ya ha visto usted el magnífico resultado de
dicho intento.
»Muy bien. Me procuré ese juguete volador tan luminoso, en el que nada hay de
mágico, por supuesto; simplemente, sirvió para que la paciente fijase en él su
atención. Lo utilicé para sumir a Julie en un trance hipnótico antes de que el
poltergeist tuviera la ocasión de conquistar su consciencia… El hipnotismo, como
todo el mundo sabe, anula la mente objetiva del paciente, dejando su control en
manos del hipnotizador. El poltergeist, esa alma en pena de la pobre Anna, había
controlado hasta entonces la mente de Julie. Había que evitar que lo hiciera de nuevo,
y en eso consistió mi trabajo. Fui yo, y no el poltergeist quien influyó con su mente
en el cerebro de nuestra paciente. Digamos, para expresarlo convenientemente, que
Jules de Grandin fue el guardián de la casa más secreta de Julie, cual lo es su mente.
Fui yo quien puso ese cartel que decía PROHIBIDO EL PASO. Y dio resultado, claro
que sí.
—¿Y toda esa historia ridícula con el muérdago? —le pregunté.
—Tiens, amigo mío… ¿Ha olvidado usted lo que simboliza el muérdago en la
festividad de Noel, en la Navidad?
—¿El beso?
—¿Y qué más? Sí, es la planta sagrada de los amantes en esos días; mas en
tiempos remotos el muérdago fue el arbusto sagrado de los druidas. El muérdago los
protegía de los malos espíritus, lo que es como decir de los demonios… De ahí viene
que sea símbolo del amor; de ahí viene que los amantes lo asocien al beso; el
muérdago, desde la antigüedad, se asocia a la buena ventura de los amantes…
Nuestra paciente era la víctima de una amante despechada… Voilà… Nada mejor que
el muérdago para protegerla de ese amor demoníaco… ¿Lo comprende ahora?
—La verdad es que jamás había oído hablar de eso… Bueno, en realidad jamás
había oído hablar de algo parecido, aunque… —como no podía ser menos, De
Grandin me interrumpió.
—Ma foi, amigo Trowbridge; me parece que son muchas las cosas de las que
jamás ha oído hablar usted… Pero tenga por seguro que le he dicho la verdad.
—¿Y aquella sombra, aquella forma bestial? —le pregunté.
Jules de Grandin se encogió de hombros, suspirando.
—¿Quién lo sabe, querido Trowbridge? La verdad es que Mademoiselle Anna,
por lo que se puede observar en ese retrato, debió de ser una joven tan hermosa como
Mademoiselle Julie… Pero, amigo mío, era víctima de una oscura pasión de la carne,
estaba dominada por ese amor prohibido propio de las legendarias mujeres de
Lesbos… Sólo podía manifestarse, pues, de manera oculta… Y el Demonio le prestó
amparo para que lo hiciera a su sombra… ¿Quién sabe qué forma tiene la infausta
Anna en el otro mundo? ¿Quién sabe si esa sombra que lo espantó a usted no es la
forma de esa pobre alma en pena que una vez habitó un bello cuerpo enamorado? Lo
mejor que podemos decir de todo eso, se lo aseguro, es que no nos va a quitar el

www.lectulandia.com - Página 62
sueño en lo sucesivo, puede estar tranquilo.
»Bien, querido amigo, estamos llegando a su casa… Tomemos un brandy y
brindemos invocando la mejor ventura para ambos. Luego, durmamos en paz.
Mordieu, me siento tan agotado que tengo la sensación de que no he vuelto a dormir
en una buena cama desde que cumplí cinco años.

www.lectulandia.com - Página 63
LA CASA DE LAS MÁSCARAS DE ORO
—Y eso es todo, doctor De Grandin, señor —concluyó el sargento detective
Costello mientras miraba de reojo, con mucha compasión, al joven irlandés—. Si
pudiera hacer usted algo por este infortunado amigo yo le estaría agradecido toda la
vida… No quiero ni pensar cómo me sentiría yo si a mi Maggie le hubiera ocurrido lo
mismo… ¡Me da tanta pena ver sufrir a este muchacho! El jefe, sin embargo, no
quiere ni oír hablar de reabrir el caso; cuando alguien le sugiere que quizás
deberíamos seguir investigando, nos tira a la cara el informe del forense y el dictamen
del juez… Yo, la verdad, no sé qué decirle, doctor Jools de Grandin… Estoy lleno de
dudas… Por una parte veo cosas que no cuadran, pero por otra no me queda más
remedio que aceptar el veredicto del forense, ratificado por el juez… Sólo espero que
caiga usted sobre este caso como lo haría un ratón hambriento sobre una familia de
ratones.
Jules de Grandin echó una mirada sagaz al hombre alto, de tez blanca, al irlandés
que estaba sentado a su lado y repetía una y otra vez que no aceptaba la versión del
suicidio.
—¿Qué le hace pensar eso? El informe del forense y el dictamen del juez han sido
claros, hablan de suicidio…
—Le digo, señor, que ni el forense ni el juez se han enterado de nada, no saben lo
que han hecho.
El joven Everett Wilberding se levantó de su asiento y se dirigió al menudo
francés, apoyando los nudillos sobre el borde de la mesa.
—Mi Ewell no se suicidó… No lo hizo, señor. Y tampoco lo hizo Mazie. Tiene
que creerme, doctor.
Volvió a sentarse, aparentemente en calma; sin embargo la tensión de sus dedos
entrelazados daba cuenta del sufrimiento que lo embargaba, de la terrible angustia
nerviosa en la que estaba sumido.
—El jueves por la noche —prosiguió— Ewell y yo quedamos para ir a bailar al
Club de Campo. Mi amigo, Bill Stimpson, acompañaría a Mazie, la hermana gemela
de Ewell… Ambas habían partido poco antes hacia Reynoldstown para visitar a su
tía; nos reuniríamos después en la estación de Monmouth para ir desde allí al club en
el coche de Ewell.
»Las chicas se habían vestido para el baile en Reynoldstown. Habíamos quedado
a las nueve en la estación; como Ewell siempre suele retrasarse, no me extrañó que
aún no hubiese llegado a las nueve y media. Sin embargo, cuando dieron las diez y
seguían sin aparecer, fui al Drugstore próximo para llamar por teléfono a
Reynoldstown, a casa de la tía de las chicas; así me enteré de que, en efecto, habían
salido de allí a las ocho y cuarto, para llegar a las nueve a la estación; no se tarda más
tiempo en cubrir esa distancia en coche… Naturalmente, me inquietó oír eso. A las
once ya no pude aguantarme los nervios, era en vano seguir esperando, y me puse en

www.lectulandia.com - Página 64
marcha.
»Bill también estaba nervioso y asustado; suponía que una de las dos quizás
hubiese enfermado, dirigiéndose por ello ambas a su casa de Harrisonville sin pasar
por la estación. Llamamos por teléfono a su casa. Allí tampoco sabían nada de ellas.
»Tomamos de inmediato un autobús que llevaba a Harrisonville y nos plantamos
en la casa de los Eaton… Aguardamos en una tensa espera. Cuando a las cuatro de la
madrugada seguíamos sin tener noticias de las chicas, Mr. Eaton notificó el asunto a
la policía.
—¿Umm? —pareció extrañarse De Grandin—. Continúe, Monsieur, por favor.
—Las partidas que se organizaron para dar con ellas no encontraron nada
significativo hasta el día siguiente, cuando ya anochecía —dijo el joven Wilberding
—. Entonces, uno de los grupos halló el abrigo de Ewell a los pies de un árbol, a más
de media milla de distancia del río, pero no se observó en la prenda el menor rastro
de sangre. Un poco después, dos cazadores hallaron sus medias, sus zapatos y un
jirón de su vestido de baile, en las rocas que se alzan junto a las cataratas Shaminee…
Y Mazie…
—Bueno —intervino entonces Costello—; encontramos su cuerpo destrozado no
muy lejos de allí, al día siguiente… Su cuerpo, que parecía destrozado por las
turbinas del molino, señor.
—Así fue —dijo Wilberding—. Pero Mazie llevaba puesto su vestido para el
baile… Puede que Ewell se quitara la ropa y los zapatos para lanzarse al agua,
admitamos que pudo ocurrir así, ya que no disponemos de otras pruebas, pero
evidentemente Mazie no lo hizo.
El sargento Costello sacudió la cabeza.
—Ese forense y el informe que dio al juez…
Pero lo interrumpió el joven:
—¡Maldito sea el forense y maldito sea el juez! Escuche, doctor —dijo
dirigiéndose a De Grandin—; usted es médico y sabe de estas cosas… El cuerpo de
Mazie apareció en los rápidos que hay bajo las cataratas Shaminee; estaba destrozado
por las turbinas y por los golpes recibidos contra las rocas; sólo se la pudo identificar
precisamente por el vestido de baile que llevaba, de tan desfigurada como estaba la
pobre… Así que nadie puede decir, me parece a mí, si cayó al agua viva o si fue
arrojada ya sin vida, por alguien… De lo que estoy completamente seguro es de que
no se suicidó, señor.
—Perdone, ¿qué quiere decir? —dijo De Grandin enderezándose en su silla,
como si algo le despertara alguna idea nueva—. Continúe, por favor, Monsieur… Me
interesa mucho lo que sugiere.
—Quiero decir lo que he dicho, nada más… Reconoce el propio informe de ese
forense que no se le encontró ni una pequeña taza de agua en los pulmones cuando le
hicieron la autopsia… Además, estamos en marzo, el agua aún está muy fría… La
encontraron flotando a la mañana siguiente, lo que quiere decir…

www.lectulandia.com - Página 65
—Tiene usted toda la razón, garçon; con la temperatura que tiene el agua ahora
mismo, un cadáver tarda bastantes días, incluso puede que semanas, en ocasiones, en
corromperse; y es la corrupción del cuerpo lo que hace que aparezca flotando al cabo,
como consecuencia de los gases que se liberan en el proceso… Naturalmente, pues,
lo que hizo que el cuerpo de esa infeliz flotase antes fue el aire acumulado en sus
pulmones; de haber tenido agua en ellos, no lo hubiera hecho sin iniciarse al menos el
proceso de descomposición. Está usted en lo cierto, joven amigo. Evidentemente, esa
desdichada estaba muerta cuando su cuerpo entró en contacto con el agua.
—¿Está usted seguro de que su teoría es válida? —preguntó Costello—. Eso
cambiaría tanto las cosas… El informe del forense dice que la muerte se debió a un
shock debido…
De Grandin se volvió hacia él reprochándole aquella interrupción, como
diciéndole que ya sabían de sobra qué había escrito el forense, y sin responder al
sargento volvió a preguntar al joven Everett:
—¿Cree usted que tenía alguna razón para quitarse la vida, esa pobre joven?
—No, señor, ninguna, estoy seguro… Ella y Bill habían contraído matrimonio en
secreto en Hacketstown las pasadas Navidades… No querían que se supiese hasta que
Bill se licenciara, lo que ocurrió la semana pasada… Iban a decir a todos que se
habían casado el domingo… Imagínese, no podrían mantener el secreto mucho más
tiempo pues ella estaba embarazada.
—¡Ajá! —exclamó sorprendido De Grandin—. ¿Y cree usted que eran felices?
—Sí, señor, muy felices, sin la menor duda… Es difícil ver a una pareja de
enamorados como ellos… No puede imaginarse usted…
—Tiens, amigo mío —le pidió De Grandin con uno de esos gestos de altivez tan
suyos—. No podría imaginarse usted lo que soy capaz de imaginarme… Pero será
mejor que nos centremos en los hechos y dejemos de lado lo imaginario…
Se levantó Jules de Grandin de la silla y comenzó a pasear por la habitación,
alrededor de la mesa, mientras hablaba:
—Bien, así que tenemos a dos mujeres, jóvenes, felices y hermosas; una, casada y
enamorada de su esposo; la otra, enamorada y comprometida en firme con otro
hombre. No acuden a la cita que tienen con ellos. Aparece su coche al día siguiente,
en un estado que sugiere a las claras que ha sufrido un accidente. Pero no hay rastro
de sangre en el interior que pueda hacer pensar que quienes lo ocupaban resultaron
heridas. Alors… ¿Con qué nos encontramos? Encontramos parte de la ropa de una de
las mujeres que iban en ese coche, a considerable distancia de las márgenes del río en
el que, por el contrario, apareció flotando el cuerpo de la otra… Al día siguiente,
varias millas más abajo de las cataratas Shaminee aparece en efecto el cuerpo
destrozado de esta joven, una mujer casada que espera un hijo, en circunstancias tales
que nos hacen estar convencidos de que no cometió suicidio, a pesar del informe
forense. ¿Entonces? El probable accidente de automóvil se produjo a más de media
milla de distancia del río… ¿Debemos suponer que una de ellas caminó desde allí al

www.lectulandia.com - Página 66
río tras desnudarse y que la otra lo hizo completamente vestida? ¿Y por qué habrían
de hacer tal cosa? ¿Para restañar sus heridas en el agua? Tampoco había sangre en el
automóvil, ni en las ropas encontradas. ¿Y por qué iba a desnudarse uña de ellas?
»No, señores, no… Todo eso es absurdo; se trata de una relación de hechos sin el
menor sentido… ¡Una pésima investigación y un pésimo análisis forense, eso es lo
que tenemos! Las mujeres pueden suicidarse porque tienen buenas razones, porque
las tienen malas o porque no tienen ninguna razón… Pero lo hacen de forma muy
característica; diría que lo hacen incluso con delicadeza, a pesar del grado de
desesperación que pueda llevarlas a quitarse la vida… He visto cuerdas con las que se
han ahorcado mujeres, a las cuales habían puesto un pañuelo de seda para que no les
dejasen feas marcas en el cuello… ¿De veras cree alguien que una joven delicada,
elegante y hermosa se arrojaría a las aguas en un frío mes de marzo? ¿De veras cree
alguien que una joven delicada, elegante y hermosa se desnudaría para que la
encontraran así una vez muerta, y que otra se arrojaría a una zona en la que hay un
molino y después unas cataratas y luego unos rápidos entre rocas? No, señores, no…
Eso es imposible.
—Eso mismo pienso yo —se dejó sentir ahora más fuerte que antes la voz de
Costello—. Sin embargo, lo que usted dice, doctor De Grandin, señor, hace que este
caso sea aún más enrevesado. Para mí, nada de todo esto tiene el menor sentido, ni
desde el comienzo ni desde su final… Por eso creo que es mejor rendirse de una vez
y dar por bueno el informe del forense.
—Zut! —exclamó De Grandin con una mueca sarcástica—. ¿Acaso es usted, mon
sargent, un pobre jugador de póquer, un perdedor que abandona a poco mal que le
vaya? ¿O es que no se ha enterado usted de que el juego se acaba sólo cuando
concluye la partida? Amigo mío, lo siento mucho por usted pero para mí este caso se
ha convertido en algo personal. Me interesa, me intriga y me fascina a partes iguales.
Vaya usted a su casa, Monsieur Wilberding —le ordenó entonces De Grandin— y
esté localizable en todo momento; me gustaría hacerle algunas preguntas, a su debido
tiempo.
—Trowbridge, mon vieux —me dijo De Grandin a la mañana siguiente, cuando
me lo encontré en el comedor—. Le confieso que estoy perplejo… Le confieso
igualmente que estoy hecho un auténtico lío; a veces creo que este puzle va a
volverme loco… Esta noche han ocurrido cosas que me hacen contemplar otras
posibilidades. Escuche, por favor: hace media hora recibí una llamada del buen
Costello… Me ha contado que otras tres mujeres, jóvenes todas ellas, han
desaparecido igualmente… Me parece que están las cosas, pues, como para pensar
que hay algo más, en todo esto, que una mera coincidencia. Mire, en la casa de un tal
Monsieur Mason, en West Fells, se celebraba una reunión de la hermandad a la que
pertenece su hija. Había allí reunidas, por eso, varias jóvenes. Tres de ellas,
Mesdemoiselles Weaver, Damroche y Honrbury, partieron, una vez concluida la
reunión, en el automóvil de Mademoiselle Weaver. Abandonaron la casa un poco

www.lectulandia.com - Página 67
después de la medianoche. A las seis de la madrugada del día de hoy aún no habían
aparecido en sus respectivas casas. Eso, naturalmente, alarmó a sus padres, que
dieron parte a la policía… Entonces… —hizo una pausa para tomar aliento y
prosiguió—: Bien, un policía local descubrió el automóvil en el que viajaban, cerca
de la ciénaga que hay junto a la Albermale Road. Sólo eso. Ni rastro de las
muchachas… ¿Qué le parece todo este asunto, amigo mío?
—Me pregunto por qué… —comencé a decir, pero me interrumpió la llamada del
teléfono.
—Allo? —respondió De Grandin—. Sí, sargento… ¡Oh, no, grand Diable! ¿Otra
más? No me diga eso…
Tras colgar se dirigió a mí para decirme:
—¿Lo oye, amigo mío? Otro caso más. Una empleada de los almacenes
Braunstein, Sarah Thompford… Salió de su trabajo a las cinco y media de la tarde y
no se ha vuelto a saber de ella. Encontraron su sombrerito y el abrigo en los muelles
unos diez minutos después. Estoy anonadado, ¡por todos los diablos! Esto parece una
epidemia de desapariciones… Eso, o es que las mujeres jóvenes de esta ciudad han
caído todas en la misma manía de desaparecer… O algo mucho peor: quizás haya por
ahí un maníaco que las hace desaparecer… Un maníaco que además quiere convertir
a Jules de Grandin en una especie de mono del que reírse… Se trate de lo que sea, le
digo a usted, amigo mío, que no me rindo, que me dispongo a dar batalla… ¡Ya
veremos quién ríe de verdad cuando todo esto haya acabado!
—¿Qué piensa hacer? —le pregunté tratando de mantenerme serio, aunque su
indignación me daba la risa.
—¿Hacer? —repitió—. ¿Qué quiere que haga? Investigar, analizar hasta lo
imposible la menor prueba… No dejaré sin remover una sola piedra de cuantas
encuentre en mi camino; todo el mundo sabe que yo… —mas se calló en cuanto Nora
McGuinnis, mi sirvienta, se presentó en el comedor con una bandeja que contenía dos
excelentes servicios de desayuno—. Bueno, desayunemos primero —dijo De Grandin
—, que con el estómago vacío pocas cosas bien hechas salen…

Otro tipo de epidemia me tuvo todo el día atado a mi consulta y yendo de una
casa a otra para hacer mis visitas: la de una fuerte gripe. Llovía y comenzaba a
oscurecer cuando regresaba a mi casa. Pensaba en cenar y acostarme pronto, dando
gracias al cielo porque al fin se había acabado una dura jornada de trabajo… Pero
algo me hizo no estar del todo seguro de que pudiera descansar…
—¡Trowbridge, Trowbridge, mon vieux! —oí una voz fuerte y nerviosa que me
gritaba cuando esperaba en mi coche que cambiase la luz de un semáforo.
Era De Grandin, claro, que se acercó a mi ventanilla.
—Vamos, aparque y venga conmigo, que tengo cosas muy importantes que
contarle.
Cubierto del cuello a los pies por un impermeable, su sombrero chorreaba agua

www.lectulandia.com - Página 68
pero le protegía lo suficiente como para que no se le apagase el cigarrillo que llevaba
en los labios. Allí lo tenía, de pie, con sus pequeños ojos azules mostrando una
excitación increíble.
—¡Bien, por todos los cielos! —exclamó cuando me vio aparcar, apagar el motor
y bajarme del coche—. Qué magnífica casualidad este nuestro encuentro… Iba a
llamarlo por teléfono ahora mismo, suponiendo que ya estaría de vuelta a casa…
Escuche, amigo mío; creo que me traigo entre manos un descubrimiento de
importancia, no quiero dejarlo volar.
Me tomó del brazo con fuerza para conducirme hacia un café próximo, muy bien
iluminado y famoso por las excelentes viandas que allí se servían, así como por su
decoración del XVIII.
—El joven Monsieur Wilberding estaba en lo cierto —comenzó a decirme
mientras tomábamos asiento a una mesa y hacía una seña al camarero para que se
acercase—. Ese muchacho, aun sin disponer de los conocimientos científicos
necesarios intuyó perfectamente la verdad, que Madame Mazie fue asesinada…
Regardez-vous: en el laboratorio de la policía, y gracias a los buenos oficios del
excelente Costello, pude examinar las muestras de tejido tomadas al cadáver y los
jirones de ropa que se le encontraron. Ahora puedo decir sin miedo a equivocarme
que el informe del forense no es sólo superficial, sino indigno de que se denomine
informe forense. Parece como si al tipo le hubiera bastado con echar un vistazo. Los
jirones del vestido de la infortunada, un vestido rosa, presentaban un tono mucho más
fuerte del que tenía la prenda después de su confección. Bien, pues he podido hacer la
prueba del bencidam[47], ¿sabe lo que es, no?
»Muy bien —prosiguió De Grandin—; en uno de los jirones de tela puse un filtro
de papel blanco y sobre éste una solución de bencidam al ciento por ciento y después
una parte más de bencidam mezclada con diez partes de hidrógeno peróxido[48].
Luego, ayudándome de una pipeta fui dejando caer pequeñas cantidades de la
solución obtenida sobre el jirón de seda del vestido… ¡Bien! ¿Sabe qué apareció ante
mis ojos? Un azul luminoso y perceptible incluso a través del blanco filtro de papel.
Voilà, ¿qué significa todo esto? Pues ni más ni menos que el tono rosáceo fuerte que
presentaban los jirones se debía al entintamiento en sangre del vestido, que gracias al
test hecho resultaba evidente no obstante la permanencia del cadáver en el agua y a
merced de la corriente. He ahí una evidencia, científicamente demostrada.
—¿Y esa emisión de sangre no pudo deberse a que el cuerpo de Mazie se
golpeara contra las rocas? —objeté.
—¡Vamos, amigo Trowbridge! ¿Cómo puede usted decir eso? —me replicó De
Grandin—. Le suponía hombre de mayor sentido común… Limítese a considerar los
hechos: ¿Qué hace usted cuando sufre un corte en un dedo? ¿Le da tiempo a meterlo
en el agua de inmediato, antes de que comience a brotar la sangre de la herida? ¡Pues
no! Cuando lo hace la sangre ya ha impregnado en buena parte la piel del dedo
herido… Por lo demás, excuso señalar que al meter el dedo en el agua no se corta de

www.lectulandia.com - Página 69
inmediato la emisión de sangre. ¿O no?
»Très bon… Pues consideremos entonces que, si Madame Mazie hubiera sido
arrojada al agua ya muerta, no habría sangrado por mucho que se golpeara contra las
rocas más hirientes de los rápidos… Pero es que, si hubiera sido asesinada justo antes
de que la arrojaran al agua, la hemorragia, igualmente, se habría producido
violentamente, y se hubiera detenido en el instante de su muerte, de tal suerte que
apenas habría dado tiempo para que impregnara su vestido. Amigo mío, mi teoría es
otra: fue llevada al río sangrando y agonizante. Así se impregnó la seda de su vestido;
el agua, posteriormente, se encargaría de darle al color rosa un tono más fuerte,
perfectamente uniforme, ya que no de eliminar la sangre por completo, cosa que
sabemos imposible. Recuerde lo que nos dijo ese pobre muchacho, Monsieur
Wilberding: el coche fue hallado a más de media milla de distancia. Mi tesis es que
fueron asesinadas probablemente por dos hombres, allí mismo, donde fue hallado el
automóvil; y a Mazie la trasladaron después hasta el río… Pero Jules de Grandin
sigue investigando, sí señor…
»Aguarde, amigo, que hay más… La verdad es que he tenido un día de lo más
atareado… He ido de acá para allá como un Satán cualquiera en busca de almas.
También he estado en esas ciénagas que se extienden a los lados de la Albemarle
Road, donde fue hallado el coche de la infortunada Mademoiselle Weaver… Bueno,
aquello es un barrizal, donde resultaría difícil distinguir las huellas de los cerdos de
las huellas de los hombres, pero, grâce à Dieu, he podido descubrir unas cuantas
cosas fundamentales para la investigación y que confirman mis peores sospechas.
»Digamos que me despreocupé de mirar justo en el lado donde apareció el
automóvil, para centrar mis investigaciones en el opuesto, cosa perfectamente lógica
en un caso como el que nos ocupa: tiende el criminal a apartarse en línea recta del
lugar donde comete su fechoría y en sentido totalmente opuesto. Durante un trecho vi
huellas de hombre y otras inequívocas de mujer, de un zapato de tacón, mucho más
pequeño. Las huellas denotaban apresuramiento. Y se interrumpían de golpe.
»Como bien sabe usted, después de la ciénaga se alza una hilera de árboles, tras
una leve depresión del terreno, casi un bosque. Bien, pues allí volvían a verse huellas
de mujer, pero de pies descalzos.
»Lógicamente, me pregunté por qué tres mujeres jóvenes abandonaban su coche,
corrían por la ciénaga y después seguían sin dejar huellas hasta llegar a los árboles
detrás de los cuales hay un viejo pabellón de caza abandonado. En cualquier caso, ni
que decir tiene que procedí a hacer un examen visual detenido de todo eso, a pesar de
lo mucho que sufrían mis ropas y mi calzado, y yo mismo… Pero mereció la pena y
hasta la indignidad de mancharme de barro. Junto a la huella de un pie desnudo de
mujer encontré esto.
Sacó De Grandin de su bolsillo una fina tela de color marrón, que me alargó a
través de la mesa.
—¿Qué es esto? —le pregunté.

www.lectulandia.com - Página 70
—Arpillera —respondió—. Sí, comprendo que todo esto le parezca un
rompecabezas, amigo… A mí también me lo pareció cuando hallé este pedacito, pero
casi de inmediato me di cuenta de que aquí podía haber una explicación, o una pista
para llegar a la resolución del caso. En circunstancias como las que debemos afrontar
ahora no se puede desechar nada. Como ya le he dicho, había un largo tramo sin
huellas de mujeres… Hube de ponerme de rodillas, casi hube de meter las narices en
el barro para calcular la incidencia de las sucesivas depresiones del terreno y hallar en
esos tramos alguna huella… Vi así unas que me parecían excesivas para ser las de un
hombre, pero que tampoco eran las huellas de ningún animal, de una bestia… Así
que, midiéndolas, y pensando en el trozo de arpillera que había encontrado, llegué a
la conclusión de que aquellas huellas eran humanas; pero, amigo mío, los pies de
quienquiera que fuese habían sido envueltos en arpillera, como en tiempos remotos
hacían los caballeros que padecían de gota.
»El asunto cada vez se me presentaba más claro, pero Jules de Grandin no puede
conformarse con unas evidencias, con unas pistas que lleven a la resolución del
enigma, sino con ésta; había que seguir investigando.
»Está claro que unos pies envueltos en arpillera no hacen ruido; tampoco dejan
una huella notable, sino un leve trazo que a muchos policías occidentales les resulta
difícil seguir. Si además se trata de una zona de caza, por la que habitualmente
transitan los cazadores en persecución de sus piezas, el lío que se arman al intentar
discriminar las huellas es aún más grande. Lo comprendo. Son hombres de recursos
limitados. Sin embargo, Jules de Grandin, amigo mío, ha viajado por todo el mundo y
para él no hay secretos ni en el Occidente ni en el Oriente. He visto en la India cómo
son las huellas de los salteadores de caminos, difíciles de rastrear; aquí, en este
pacífico Estado de Nueva Jersey, reconocí de inmediato la huella maldita. Amigo
Trowbridge, lo que le voy a decir es terrible, pero estamos ante unos auténticos
villanos, unos asesinos, peores que apaches[49], que secuestran mujeres para violarlas
y asesinarlas, No me cabe la menor duda —concluyó con tanta solemnidad como
dolor.
—Pero… —comencé a decir cuando volvió a interrumpirme, como de costumbre.
Esta vez, con un gesto, pidiéndome atención.
En una mesa próxima a la nuestra había dos hombres jóvenes que daban cuenta
de su cena con aparente disfrute. Cuando yo iba a comenzar a hablar y me
interrumpió con su gesto el médico francés, se les acercó un tercero hablando en
términos muy elogiosos de un espectáculo pícaro que acababa de presenciar y del que
tenía que escribir una crónica.
—¡Bah!, cállate, hombre, eso no es nada comparado con lo que vimos anoche —
dijo uno de los que cenaban—. Muchacho, hasta que no veas lo que nosotros vimos
no podrás hablar de cosas realmente impactantes… En realidad es como si no
hubieras visto nada… Venga, dinos… ¿Qué sabes tú del chonkina?
—Dieu de Dieu! —murmuró De Grandin francamente asombrado mientras el

www.lectulandia.com - Página 71
otro replicaba:
—¿Chonkina? ¿Qué demonios es eso de chonkina?
—Ya veo que no tienes ni idea… Vaya sorpresa, ¿eh? —dijo el otro—. Bueno, te
lo contaré… Hay un lugar, en las afueras de la ciudad, bueno, casi en las afueras del
estado, un lugar muy especial, te lo aseguro, donde verías cosas que no serías capaz
de escribir para contarlas… Claro que, para verlas, tienes que pagar cierto precio…
—Estoy dispuesto a pagarlo; sabéis que me encanta jugar… ¿Por qué no vamos
esta misma noche? Si puedo presenciar algo que jamás he visto, algo de lo que sería
incapaz de escribir, según vosotros, pagaré gustoso, además, una cena en donde os
apetezca.
—De acuerdo —le dijeron los otros dos echándose a reír de buena gana.
—Rápido, amigo Trowbridge —me dijo en voz baja De Grandin—. Paguemos
rápido y vayamos a ver de qué se trata todo esto, tengo un presentimiento…
En un instante estuve ante la caja, pagando lo que habíamos tomado a la
muchacha que se encargaba de cobrar las cuentas. El doctor De Grandin comenzó a
salir del local, dando leves tumbos como si estuviera borracho, para no llamar más de
lo necesario la atención de aquellos tres jóvenes. En su gusto por las situaciones
teatrales, hasta se tropezó con la mesa de la que comenzaban a levantarse los jóvenes,
pidiéndoles perdón de manera muy cómica, como un perfecto borracho.
Unos momentos después nos reuníamos en la calle; ni que decir tiene que ya no
simulaba hallarse intoxicado por el alcohol, aunque la excitación que mostraba le
encendía los pequeños ojos azules como si estuviese borracho.
—C’est glorieux! —dijo guiñándome un ojo—. Esos tres cabezas huecas nos van
a conducir hasta algo que, si no me equivoco gravemente, nos va a resultar del mayor
interés… Me he quedado bien con sus caras, no lo dude. Y cuando me hice el
borracho y tropecé contra su mesa les oí decir algo más acerca de ese espectáculo
nocturno que tanto ponderaban… Tenemos que ir allí, amigo mío, pero pase usted
antes por su casa, tome un par de pistolas, por si acaso, así como una linterna y la
daga que encontrará en mi maleta… Nos reuniremos después en la comisaría, no más
tarde de las doce y cuarto… Me encantaría acompañarle, pero será mejor que me
quede vigilando a esos pájaros… Creo que esta noche Jules de Grandin tampoco
podrá darse el gusto de dormir como se merece… Allez, amigo mío; no hay tiempo
que perder.

De Grandin, en efecto, no había parado un segundo. Ya lo tenía todo previsto


cuando me reuní con él en la comisaría. Un coche de policía nos esperaba, dispuesto
para que partiéramos, conduciendo yo mismo, en cuanto lo deseáramos. Salimos bajo
la lluvia de marzo en dirección a un punto no muy lejano de donde estaban los links
de golf del Club de Campo. Un corto trecho más, y ante la indicación del menudo
francés me detuve.
—Ahora, amigo Trowbridge —me previno—, será mejor que sigamos a pie; si

www.lectulandia.com - Página 72
continuásemos en el vehículo de la policía podríamos alertarlos… Despacio, por
favor; hable lo menos posible, de ahora en adelante; y si tiene algo que decirme,
susúrremelo al oído.
Silencioso como un rastreador indio, doblado sobre sí mismo, comenzó a caminar
sobre los links. Yo le seguía, procurando imitar todos sus movimientos. De vez en
cuando se detenía y parecía escuchar el menor rumor que viniese de cualquiera de los
cuatro puntos cardinales, para discriminarlo; en realidad, más que escucharlo parecía
olerlo… Desde allí, procediendo siempre con la misma cautela, nos dirigimos a la
cuneta de la Albermale Road y caminamos después hasta donde se iniciaba la
ciénaga.
—Esperaremos aquí hasta que lleguen esos tres —me susurró al oído mientras
apoyaba la espalda en un árbol—. La verdad es que me gustaría mucho fumarme
tranquilamente un cigarrillo mientras aguardamos, pero, ya sabe… La lumbre de un
cigarrillo, en la oscuridad del campo, puede percibirse a gran distancia y alertar sobre
nuestra posición; por lo tanto… —y se encogió de hombros con resignación—. Habrá
que aguantarse las ganas de fumar, amigo mío… Esto me recuerda aquellas noches en
las trincheras, procurando no ser vistos por los alemanes, que estaban a corta
distancia.
Pasaba el tiempo muy lentamente. Nos manteníamos expectantes, silenciosos, con
los ojos bien abiertos. Sentí de repente un susurro en mi oído y la mano del doctor De
Grandin tomándome del brazo. Eso me hizo suponer que entraríamos en acción de
inmediato.
Desde donde estábamos, agachándonos y protegiéndonos tras el tronco del árbol,
vimos llegar un lujoso automóvil que de inmediato apagó luces y motor, tras echarse
a un lado de la carretera. Vimos que los tres tipos hablaban muy bajo; se hablaban
también al oído. Y hasta decían algo al chófer que los había conducido hasta allí, que
volvió a poner el motor en marcha y avanzó carretera adelante muy despacio mientras
ellos se perdían campo a través, señalándonos el camino a seguir.
—Vaya, esos pájaros de mal agüero también adoptan precauciones —me dijo
comenzando a caminar muy lentamente, siempre doblado por la mitad, en sentido
contrario ahora al que llevaban los tres jóvenes.
Me resultó difícil no gritar de espanto cuando vi que salían de la zona más
boscosa una docena de sombras fantasmagóricas que nos rodeaban.
—¿Está usted ahí, mon lieutenant? —oí gritar a De Grandin.
Vi que salían más sombras, uniformadas como los hombres de la policía local.
Las mandaba el teniente al que se había dirigido De Grandin, un joven oficial que
parecía muy celoso cumplidor de su deber.
Salieron también motos con sidecares desde las cunetas y más hombres de la
policía local. Todo lo necesario, pues, para montar un cerco.
Se abría ante nosotros aquel gran coto salvaje de caza y los agentes de la policía
que nos acompañaban poseían máquinas potentes como para avanzar por allí, sobre

www.lectulandia.com - Página 73
aquel terreno ora de barro, ora de piedras, ora boscoso, al que circundaban desde una
gran distancia las montañas de Nueva Jersey. Además, había ahora patrullas de la
policía batiendo la carretera en ambas direcciones, abarcándola en su práctica
totalidad. Aunque lo pareciera, aquel auténtico páramo no estaba desierto.

—Ahora, teniente —dijo De Grandin al oficial que estaba al mando de aquella


tropa—, dígame que está por completo al corriente de los planes.
—Seguro que sí, señor —respondió el joven oficial ordenando con un gesto de la
mano que se le acercaran varios de sus hombres.
En resumen, el médico francés pasó una rápida revista a la tropa que nos
acompañaba, le dio el visto bueno con un gesto y el teniente dispuso a sus hombres
en orden de batalla, por así decirlo.
—Procedamos según el plan establecido —les dijo—, pero hagámoslo
meticulosamente, con mucha precaución… No permitan que nadie les vea, no varíen
la posición de avance salvo si reciben órdenes mías en sentido contrario, y por
supuesto, que nadie haga nada que no haya sido previsto. ¿De acuerdo?
Sus hombres asintieron.
—¿Preparados? —dijo el teniente.
La tropa lo estaba. Todos los hombres llevaban su revólver y la porra a la cintura,
además de acunar entre los brazos sus rifles, en posición de «prevenidos».
—A cubierto todo el mundo y a la espera. Si ven la señal convenida desde la casa,
avancen; de lo contrario, pase lo que pase y oigan lo que oigan, permanezcan en sus
puestos, durante las dos próximas horas. Pongamos en hora nuestros relojes, pues…
El doctor De Grandin irá en avanzadilla; en realidad es él quien nos guía, así que
atentos a su linterna, pues con ella hará la señal convenida para que avancen ustedes;
o si no, hará sonar dos tiros de pistola, de manera que…
—Procedamos de una vez, teniente, que todo está más que claro, ya sabemos en
qué dirección van esos tres sujetos —dijo el doctor De Grandin impacientándose.
—Bien —dijo el teniente—; son las tres de la madrugada, nuestra hora cero.
Pongan en hora sus relojes… Recuerden que cuando se entra en acción ha de hacerse
de manera coordinada.
Dos de aquellos jóvenes policías se pusieron a la altura del doctor De Grandin y
yo. Empezamos a caminar hacia delante, pisando un barro en el que nos hundíamos
casi hasta las rodillas, sin que se oyese nada más que aquella leve pisada que
hacíamos al dirigirnos a la casa de la que habían hablado aquellos tres petulantes.
Llegó un momento en que, para proceder con la mayor seguridad, hubimos de
marchar a cuatro manos. Lo hacíamos, además, con el mayor sigilo y atentos a
cualquier movimiento, a cualquier sonido que viniera de aquella casa a la que cada
vez estábamos más próximos; aquel oscuro pabellón de caza abandonado al que se
dirigían los jóvenes del café y donde se producían lo que ellos consideraban
espectáculos insólitos.

www.lectulandia.com - Página 74
—Me temo, viejo loco, que nos está llevando usted a ninguna parte —me atreví a
decirle a De Grandin en un susurro, un poco en broma y bastante asustado—. Todo
esto me parece una gran chanza de esos muchachos… Ya verá como ahí no hay nada
de nada… Y le aseguro, por lo demás, que me encantaría que así fuese.
—Chist! —me mandó callar—. Manténgase mirando siempre a su derecha, amigo
mío, y comuníqueme lo que ve.
Obedecí. Estábamos ya muy cerca de la casa y escrutaba yo cuanto me era posible
la zona que me encomendaba el francés, tratando de descubrir cualquier señal de
vida, algo… Así vi, casi a la altura del suelo, una leve luz… Tenía que ser, por fuerza,
la luz de un sótano, pero nada se oía; era, por lo demás, una luz muy débil. Se lo
comuniqué a De Grandin.
—Bien, vayamos a ver de qué se trata, amigo Trowbridge… Puede que veamos
algo.
Los policías que habían partido con nosotros se acababan de abrir, cada uno por
un flanco, para mejor abarcar la casa y darnos la escolta conveniente.
Muy juntos, siempre sobre nuestras rodillas y manos, De Grandin y yo
avanzamos hacia el lugar donde había visto yo aquella luz; pero a medida que lo
hacíamos me sentía más confuso. La luz, como he dicho, parecía estar a la altura del
suelo, lo que hacía pensar que se trataba de la luz de un sótano. Hacia allí, como digo,
nos dirigíamos. Pero de repente algo se interpuso entre la luz y nuestra dirección;
algo que nos ocultó esa luz por un instante; fue una fracción de segundo, pero lo
suficiente como para que dejásemos de contemplar su brillo amarillento y leve,
cuando sin embargo no habíamos podido discernir nada que se interpusiera entre
nosotros y aquella luz. Seguimos nuestro lento avance, y al poco volvió a suceder lo
mismo. Y así una y otra vez. Veíamos la luz y al momento se hacía la oscuridad. Y
otra vez lo mismo. Con una regularidad que no pudo por menos que parecerme
metódica; esto es, inducida por alguien. Se me ocurrió pensar que podía tratarse de
algún sistema de alarma que hubieran desarrollado los moradores de la casa, para
avisar de la presencia de extraños. Eso hizo que se me acelerase el corazón y me
rechinaran los dientes, temeroso de que fuésemos descubiertos de un instante a otro.
Todo, sin embargo resultó mucho más fácil de explicar. En realidad se trataba de
una vieja lámpara de aceite, puesta sobre el suelo, junto al muro externo de la casa.
No se trataba, pues, de la luz de ningún sótano. Y el fenómeno de la aparición y
desaparición de la luz, que me había hecho pensar en algún sistema de alarma muy
elaborado, no se debía más que a los accidentes del terreno por el que prácticamente
reptábamos; si teníamos ante nosotros un leve montículo, la luz desaparecía de
nuestra vista; si gateábamos sobre llano, de nuevo la veíamos.
No tuve tiempo de comunicarle ninguna de estas impresiones a De Grandin,
porque de inmediato, cuando apenas nos hallábamos a veinte pasos de distancia de la
lámpara de aceite, nos percatamos ambos de la presencia de un hombre alto que
parecía afanarse en un duro trabajo un poco más allá. No hizo falta que pasara mucho

www.lectulandia.com - Página 75
tiempo de observación para saber qué hacía. Aquel hombre cavaba una tumba; el
hoyo que hacía, por su longitud, anchura y la profundidad que me fue dado calcularle,
no podía servir para otra cosa que para acoger un cadáver. Peor aún: era tan grande el
hoyo que podían caber en él varios cadáveres.
«Ese hombre parece estar cavando una trinchera», me dije. Ese pensamiento me
repicaba una y otra vez en la mente, con el eco de un gran trueno, ensombreciéndome
los pensamientos. La única respuesta lógica que se me ocurría ante lo que
contemplaba no podía sino hacer que se me pusiera la carne de gallina y me
temblaran de espanto las piernas y los brazos.
De Grandin debió de tener una impresión tan funesta como la mía, porque casi al
instante me susurró:
—Parece, amigo Trowbridge, que ese sujeto prepara una tumba que pueda
albergar a más de una persona… ¿Quizás piense meternos ahí, por ejemplo? Si es así,
le prometo que haré todo lo posible para que ese tipo no nos haga pasar a la región de
las sombras, por mucho que nos esté preparando una tumba digna, por su tamaño, de
los reyes de la antigüedad.
Aquel hombre cavaba con una furia propia de quien está sediento de sangre,
vesánicamente sediento de sangre.
Metido en el hoyo, veíamos subir y bajar sus manazas empuñando el pico con una
violencia inusitada, con una fuerza terrible. Desde un montículo al cual llegamos, lo
observábamos mejor ahora; era altísimo, dada la profundidad del hoyo y lo que aún
sobresalía él; tenía unas espaldas impresionantes, unos hombros robustos, unos
brazos fuertes y larguísimos, como los de un gorila. Observé su cara, y era muy
oscura; hubiera dicho que negra, pero no era el rostro de un negro. Lucía una barba
igualmente negra, pero rala. A la luz que le daba aquella vieja lámpara de aceite que
había en el suelo parecía, más que sudoroso, impregnado por alguna sustancia
oleaginosa. Algo me sorprendió especialmente: no se le veía el cabello porque
llevaba un turbante hecho de una pieza que me pareció de lana.
De Grandin también se extrañó de ese detalle.
—¿Umm? —me susurró al oído—. La verdad es que parece un auténtico patán,
amigo Trowbridge… No me hubiera imaginado que podríamos encontrarnos con
alguien así, pero… En la India dicen «fíate de una serpiente, y hasta de un tigre, pero
jamás confíes en un patán». Eso, como podrá imaginarse, no es otra cosa que la
experiencia derivada de siglos de observación y padecimiento de las acciones debidas
a caballeros como el que tenemos ante nosotros… Pero, sigamos; alcancemos la casa
y cumplamos con el plan previsto… Veamos si podemos capturar a este sujeto antes
de que acabe de cavar esa tumba, que ojalá sea la suya propia en vez de la nuestra.
Completamente embarrados, mojados ahora además por la llovizna que volvía a
caer, reptando como las serpientes, más que gateando ahora, seguimos nuestro
avance, pero distanciándonos ahora cuanto nos era posible de la dirección en la que
estaba aquel hombre. Al hacerlo, en un movimiento de circunvalación, pudimos verle

www.lectulandia.com - Página 76
mejor la cara, imponente, aterradora bajo la luz de la lámpara de aceite. En las
ventanas de la casa, algunas de las cuales tenían barrotes, no se percibía luz alguna.

Alcanzamos la casa por un flanco en el que no podía descubrirnos aquel hombre.


Suponíamos que los policías que nos habían brindado escolta, por lo demás, se
habrían percatado igualmente de su presencia y estarían al acecho para intervenir en
caso de que fuera necesario. Muy pegados al muro, buscamos un lugar por el que
introducirnos, una ventana que no tuviese reja ni barrotes. No la hallábamos; en vista
de eso, estábamos a punto de hacer la señal convenida con la linterna, para que se
produjese el asalto directo de los hombres que mandaba el teniente, cuando De
Grandin dio al fin a tientas con una ventana sin reja ni barrotes, pero cerrada.
Eso era lo de menos. De Grandin iba provisto de lo necesario, así que podíamos
proseguir con nuestra investigación antes de dar la alarma. De su impermeable
extrajo un rollo de papel adhesivo que pegó a uno de los cristales de la ventana. Lo
golpeó luego con el codo, con un golpe seco y fuerte, y el cristal cedió sin hacer
ruido. Luego, mientras introducía la mano por ese hueco para abrir la ventana, me
dijo:
—Uno sabe más triquiñuelas que cualquiera de esos tipos que se relacionan con
les apaches —susurró ahora con un tono burlón, satisfecho consigo mismo.
No tardamos ni un segundo en entrar. De Grandin encendió entonces su linterna,
que apuntaba al suelo desde corta distancia, para poder guiarnos por la casa sin llamar
la atención.
Más que un salón, aquello parecía un almacén de muebles viejos y rotos, cajas,
cajones e innumerables objetos, más propios de una almoneda que de una casa. La
puerta estaba cerrada por un pasador tan grande como viejo y herrumbroso, que
descorrimos muy despacio para que no chirriase.
Salimos a un largo pasillo polvoriento, a cuyos lados había varias habitaciones,
abiertas todas. No vimos una escalera que condujese desde allí a la segunda planta.
—¿Umm? —se extrañó el francés—. Habría que averiguar dónde está esa maldita
escalera que nos lleve arriba; mire usted a ver si aparece por algún lado, amigo
Trowbridge.
Seguimos avanzando por el pasillo, mientras comprobábamos que en aquellas
habitaciones no había nada digno de mención. Al final había una puerta cerrada, pero
a su lado, en un clavo de la pared, estaba la llave. De Grandin la tomó, la introdujo en
la cerradura, la giró, y tras hacer un clic que me heló la sangre pues temí que pudiera
oírlo el hombre que cavaba la rumba, se abrió.
Era otra habitación, en la que no penetraba ni un rayo de la luz de la luna, pues
los cristales estaban cubiertos por paneles interiores de madera. Entonces, mientras
caminábamos con mucho cuidado pues teníamos la sensación de hallarnos en el
interior de un cul-de-sac, un lamento, algo que parecía un maullido, llamó nuestra
atención.

www.lectulandia.com - Página 77
—Un petit chat! —dijo De Grandin con la voz enternecida—. Pobre gatito, aquí
encerrado… A ver, a ver dónde está —y alumbraba la habitación con su linterna—.
Pero, no, Dieu de Dieu de Dieu… Regardez, mon ami! ¿Ve usted lo mismo que yo?
El rayo de luz de su linterna buscaba un gatito, pero lo que descubrió fue muy
distinto. No era un felino, sino una mujer joven quien se lamentaba.
Yacía en un camastro y estaba atada de manos y pies a cada uno de los cuatro
postes del camastro, pero con los brazos y las piernas abiertas, como en la cruz de
San Andrés. Las ligaduras eran fuertes, de nudos difíciles de deshacer, por estar
hechas con finas cuerdas entrelazadas que la herían en las muñecas y en los tobillos.
Era, aquella pobre torturada, la víctima de un ser violento y sanguinario como no lo
habíamos supuesto. La pobre criatura, completamente desnuda, tenía el cuerpo lleno
de heridas sanguinolentas que denotaban que había sido flagelada en una viciosa
sesión de tortura.
El tormento que sufría la mujer se incrementaba por ser el camastro bastante más
corto que su estatura, con lo cual el cuello le colgaba hacia atrás y se veía obligada a
levantarlo a cada poco para aliviar siquiera momentáneamente el dolor que eso le
provocaba, pero sin poder mantener esa posición por mucho tiempo. Aquella tortura
estaba a punto de llevar a la mujer a la locura, mas aún mantenía un alto grado de
dignidad en su agonía.
—¡Dios mío! —se lamentaba implorante—. ¡Llévame de una vez, Señor, haz que
acabe este tormento, no puedo soportarlo más, no puedo, Dios mío!
Acabó aquella súplica en un llanto callado, agotado en su propia desesperación
mientras intentaba levantar de nuevo la cabeza para hacer más llevadera su posición,
pero sin conseguir mantenerse así unos pocos segundos.
—La pauvre créature! —dijo De Grandin mientras sacaba rápidamente su daga.
Me entregó la linterna y procedió a cortar las ligaduras que la ataban por muñecas
y tobillos al lecho de tortura. Las cuerdas que ataban a la mujer, de tan tensas, al
cortarlas él hicieron un sonido semejante a las de un banjo cuando se rompen.
Mientras De Grandin liberaba a la mujer me fijé en las huellas perceptibles de su
devastación. El sufrimiento había hecho que apenas fuera ya más que piel pegada a
los huesos; las costillas parecían pugnar por salírsele de la carne y romperle la piel.
En el suelo, junto al camastro, estaba su ropa: un vestido de baile estampado, el
sujetador, las bragas de algodón blanco… Tenía sin embargo el pañuelo en la cabeza,
que le cubría el cabello; su rostro me pareció más brillante que macilento, lo que me
extrañó. Me fijé con mayor atención y descubrí que tenía puesta una máscara dorada
y metálica que le ocultaba las facciones; una máscara que le dejaba al descubierto
únicamente los labios, la nariz y la barbilla.
Grandin terminó de cortar las ligaduras e intentó incorporarla, tomándola por los
hombros. También él reparó entonces en la máscara, e intentó retirársela con los
dedos, pero no lo consiguió.
Volvió a intentarlo, haciendo mayor presión esta vez. Vimos entonces que, por la

www.lectulandia.com - Página 78
fuerza con que presionaba De Grandin, el pañuelo que cubría la cabeza y las orejas de
la mujer caía hacia atrás… De Grandin quiso entonces quitarle las cuerdas que le
sujetaban la máscara a los lóbulos de las orejas, y la mujer exhaló un grito ahogado
de dolor. Comprobamos para nuestro horror que no llevaba puesta la máscara, sino
que estaba injertada en su piel. Vimos que tenía unos orificios hechos en los lóbulos y
en el justo centro de las orejas, por donde se introducía la cuerda que le adhería la
máscara a la carne. Era imposible quitarle la máscara dorada sin un preciso
instrumental quirúrgico.
—¡Malditos sean los asesinos que le han hecho esto! ¡Bestias infernales! —clamó
De Grandin entre dientes, desistiendo de quitarle la máscara dorada a la mujer, para
no aumentar su padecimiento—. No creo que el propio Satán, hecho hombre y
vagando por el mundo como un mortal cualquiera, hubiera sido capaz de una infamia
como la que padece esta pobre mujer… Amigo Trowbridge, conjurémonos para
acabar con el monstruo responsable de esta atrocidad esta misma noche, un monstruo
peor que la hidra de la fábula.
No recuerdo qué más cosas dijimos, ante la contemplación de una escena tan
horrorosa.
Aquella pobre mujer, a la que De Grandin sostenía en sus brazos, volvió a
lamentarse muy quedamente.
—Beba un sorbo, ma pauvre —le dijo De Grandin poniéndole en los labios la
caneca de plata con licor que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta.
Ella bebió un poco, al sentir en sus labios exangües el brandy y se dejó caer
débilmente en los brazos de quien la sostenía.
De Grandin, sin embargo, la obligó a tomar otro sorbo.
—¿Quién es usted, ma petite? —le preguntó—. No tema, háblenos, somos
amigos…
La mujer pareció ir a decir algo, pero se abandonó de nuevo en los brazos del
médico francés, sin fuerza. No obstante, tras hacer un esfuerzo indecible para tomar
aire y hablar, consiguió decirnos:
—Me llamo Ewell Eaton —respondió con la voz muy débil.
—¡Dios mío, no puedo creerlo! —exclamó gozoso De Grandin—. Glorie à Dieu
que la hemos encontrado, ma petite…
Y volviéndose a mí añadió:
—La puerta, amigo Trowbridge… Encárguese de vigilar la puerta, no vayamos a
ser sorprendidos antes de que podamos alertar a nuestros amigos… Tenga esto —dijo
poniendo en mi mano una de las pistolas—, por si la necesita.
Salí de inmediato a la puerta de aquella cámara de tortura mientras De Grandin
trataba de cubrir la desnudez de aquella pobre criatura de la mejor manera posible
antes de sacarla de allí. Oí que la mujer comenzaba a hablar algo más reconfortada,
gracias a los sorbitos de licor que el médico francés seguía dándole, así como a los
masajes que le hacía en los tobillos y en los brazos para recobrar la circulación de su

www.lectulandia.com - Página 79
sangre y la fuerza de sus músculos. Sin embargo, nada entendí de lo que decían.
Como me pareció que no había el menor peligro, estaba ya a punto de volver
junto a ellos, para ayudar al doctor De Grandin, cuando ocurrió todo.
Apenas me dio tiempo de oír los pasos que se aproximaban, cuando sentí un
empujón que me metió de golpe en aquella cámara del horror y el portazo con que
cerraron de nuevo. Y apenas me dio tiempo a ver a los tres sujetos que allí estaban,
pues uno me golpeó tan fuerte como si me hubiera coceado una mula justo cuando
observé lo último, antes de desmayarme: que De Grandin les hacía frente tratando de
sacar la otra pistola que llevaba. Creí escuchar también, mientras perdía el
conocimiento, el grito de horror de Ewell Eaton. No recuerdo nada más. Sólo que
tuve la vaga sensación de que intentaba echar mano a la pistola que me había dado
De Grandin para abrir fuego contra aquellos hombres. Y otra sensación que luego
pude confirmar: que uno de ellos, para dormirme del todo, me golpeaba con su arma
en la cabeza.

—Trowbridge, amigo mío… ¿Está usted vivo aún? —oí después que me
susurraba De Grandin.
Acabé de recuperar entonces el conocimiento. Estaba tirado en el suelo, de
espaldas, con las muñecas y los tobillos fuertemente atados. Sentía que en la cabeza,
de los golpes, me habían crecido chichones como huevos de ganso. A través del
ventanuco de la celda en la que nos habían arrojado contemplé una o a lo sumo dos
estrellas del cielo; aquel lugar, por lo demás, estaba oscuro como una tumba. No
podría decir cuánto tiempo llevábamos allí… Llegué a suponer que la policía había
asaltado al fin aquel lugar, deteniendo a los infames que nos habían golpeado y
liberando a Ewell, y que, por no encontrarnos, se habían ido preguntándose dónde
demonios estaríamos. Un pensamiento, como se ve, de lo más funesto.
Una docena más de cosas, por lo menos, me corrían por la mente, como pequeñas
luces que se apagaban sucesivamente al instante, pues de inmediato pasé a concentrar
mis pensamientos en el fuerte dolor que me causaban las ligaduras en manos y pies.
—Trowbridge, mon vieux, ¿está usted vivo o no? ¿Puede escucharme? —oí decir
de nuevo a De Grandin en un susurro que me parecía lo llenaba todo, aquella tiniebla
en la que me sentía sumido.
—¿Dónde está usted, De Grandin? —conseguí preguntarle, levantando la cabeza
con gran esfuerzo e intentando localizar el lugar exacto del que provenía su voz.
—Aquí estoy, amigo mío, tirado en el suelo y atado de pies y manos —me dijo—.
Me siento como un capón a punto de ser sacrificado… La verdad es que esos asesinos
saben utilizar muy bien las cuerdas… No se puede hacer una idea de cómo me
gustaría darles un buen escarmiento a esos malditos monos… Trate de rodar hacia mí,
amigo Trowbridge, y alárgueme las manos, a ver qué podemos hacer… Grâce à
Dieu, creo que conservo los dientes, ninguno de esos canallas me los ha roto, a pesar
de los muchos golpes que llevo encima… ¡Vamos, amigo mío, haga lo que le digo!

www.lectulandia.com - Página 80
Rodé sobre mí mismo, no sin bastante dificultad por hallarme atado de pies y
manos, al tiempo que De Grandin, profiriendo un montón de palabras gruesas tanto
en inglés como en francés, hacía lo mismo, en dirección hacia el lugar de donde había
salido mi voz, para ahorrarme esfuerzos.
No tardé mucho en sentir sus bigotes, que me hacían cosquillas en las muñecas,
mientras con sus dientes iba deshaciendo los nudos de las varias y finas cuerdas
entrelazadas con que me habían amarrado.
Mucho antes de lo que suponía sentí libres las manos. Las agité, me las froté para
recuperar la circulación, y procedí a desatarme los tobillos y después a liberar a De
Grandin.
—Morbleu —dijo De Grandin—, cómo lamento que no llevemos encima nuestras
armas; mucho me temo que vamos a tener que defendernos de algo más que de otra
paliza… En cualquier caso, lo que es seguro es que no han acabado los sufrimientos
de Mademoiselle Ewell. Antes de que me apalearan hasta dejarme inconsciente, oí
decir a uno de esos asesinos que la estrangularían mañana… Pero, bueno… Como
dicen los españoles, mañana será otro día, así que aún hay tiempo… Pero démonos
prisa, o mucho me temo, querido amigo, que contribuiremos en breve, también
nosotros, a aumentar la población del infierno… Por cierto, ¿no tendrá usted por ahí
una cajita de fósforos, algo así?
Busqué de inmediato en mis bolsillos, y hallé en efecto lo que me pedía, que le
entregué rápidamente. Encendió un fósforo, que a modo de pequeña antorcha sostuvo
por encima de su cabeza para que pudiéramos ver dónde nos encontrábamos. Era una
habitación no muy grande, sin duda en un sótano, con un pequeño ventanuco y el
piso de cemento. No había en ella, aparte de nosotros dos, más que una vieja caldera
de calefacción. La puerta de la celda parecía gruesa, de pino, y tenía una cerradura
muy moderna. Naturalmente, estaba perfectamente cerrada. La verdad es que sentí un
gran abatimiento. Supuse que no saldríamos con vida de allí.
—Vaya —murmuró De Grandin echando un vistazo a la caldera—. Puede que
esto nos sirva de algo, querido amigo, si aún mantengo parte de mi proverbial
fortaleza y habilidad, aquella de la que tanta gala hice en los días de mi juventud…
Bien, habrá que intentarlo, no nos queda otro remedio, querido Trowbridge.
—¿Piensa hacer algo con esa caldera? —le pregunté con absoluta extrañeza.
—Mais oui, ¿por qué no? Veamos… —dijo.
Abrió la puerta de aquel armatoste de hierro, encendió otro fósforo para ver su
interior y lo examinó detenidamente, metiendo allí casi la mitad de su menudo
cuerpo. De la caldera partía un tubo que comunicaba con la habitación superior.
—Es una oportunidad y hay que tratar de aprovecharla —me anunció—. Bien
sabe el buen Dios que, de no intentarlo, esos canallas dejarán que nos pudramos aquí
hasta que no seamos más que un par de esqueletos… Espéreme aquí, amigo
Trowbridge… Au revoir… O vuelvo pronto para liberarlo, o quizás mañana nos
veamos en el cielo…

www.lectulandia.com - Página 81
No me dio tiempo a decirle nada. Se metió en la caldera y desapareció. A través
del amplio tubo me llegaba un sonido inequívoco. Había comenzado a subir a la
planta superior.
Esperé, por supuesto, porque además no podía hacer otra cosa. Pero estaba
muerto de miedo y de aprensión. De Grandin era menudo y estrecho como una
muchacha, es verdad, y por eso podía meterse allí y deslizarse… Pero a la vez tenía la
terrible impresión de que no volvería a verlo, de que no volveríamos a vernos…
Quizás no pudiera hallar la salida que él suponía. Quizás aquellos bestias lo
descubrieran… Era, desde luego, probablemente la única oportunidad que se nos
presentaba para escapar de allí, como él mismo había dicho, pero en cualquier caso se
trataba de un plan suicida, ni más ni menos.
¡Clic!, sonó un rato después la cerradura de la puerta y me estremecí de terror,
suponiendo que nuestros carceleros iban a buscarme. Es imposible que alguien pueda
imaginar mi sensación de alivio cuando vi a la luz de un fósforo al pequeño francés
con una sonrisa de triunfo, invitándome a salir de aquella lóbrega celda.
—Mordieu, no ha sido tan difícil como me temía —me dijo—. El primer tubo, y
los otros dos de más arriba, eran suficientemente espaciosos como para que pudiera
deslizarme por ellos sin mayor problema… Gracias a Dios, en la planta de arriba hay
una trampilla, por la que pude salir tranquilamente a la habitación. Y no había nadie
en ella, querido amigo… Pero, salgamos de aquí, larguémonos, que corremos el
peligro de que nos pase algo peor que contraer reumatismo aquí abajo.
Tan silenciosamente como pudimos caminamos por el largo pasillo, subimos por
una escalera de peldaños que crujían, por lo que nos esmerábamos más que antes aún
en no hacer ruido, y de repente desembocamos en un amplio salón lujosamente
decorado según los usos de la India más oriental, y también con varias armaduras
medievales europeas con sus correspondientes yelmos y cotas de malla. Una gran
panoplia con armas antiguas presidía aquel salón enorme.
De Grandin lo observaba todo con gran atención, aprovechando que nadie había
allí, salvo un gato que se marchó nada más percatarse de nuestra presencia.
—¡Ya lo tengo! —me dijo De Grandin—. Pero, c’est joli…
Seguimos recorriendo aquel salón, contemplando de cerca las armaduras. Y de
repente, me dijo:
—¡Vamos, mon ami, métase en una, rápido!
Con su ayuda me metí en una de aquellas armaduras, me ajusté la golilla y la
cota, me aseguré brazos y piernas, eché la visera del yelmo, y en fin, parecí pronto
dispuesto para un extraño combate. El francés, riéndose bajo, me dijo que todo estaba
perfecto y fue a meterse él en otra armadura próxima.
Así, firmes, contra la pared, ocultos en nuestras armaduras, esperamos. Nadie que
no nos hubiese visto meternos en ellas podría sospechar que estuviéramos allí.
Antes, De Grandin había tomado de la panoplia una muy afilada misericordia[50]
que contemplaba con auténtico embeleso.

www.lectulandia.com - Página 82
Comprendí poco después que hubiera tenido la precaución de armarse, cuando
oímos pasos apresurados. Y cuando casi al instante vimos entrar en aquel lugar a un
hombre muy alto y musculoso, barbado y vestido a la manera oriental, que
prácticamente arrastraba de un brazo a una muchacha menuda y medio desnuda,
cubierta sólo por algunas sedas… Era una trágica versión hindú de una bailarina
parisina de cualquier night club.
—¡Tienes que hacerlo, por Vishnu! —le gritó aquel hombre, apretándola el cuello
con ambas manos como si fuese a estrangularla—. ¡Tienes que bailar como lo ordena
el Maestro, o te reventaré a puñetazos la nariz! ¿Que te da vergüenza? ¿Pero es que
no te ves, criatura? ¿Para qué quieres ya la vergüenza? ¡Tú, hija de mil iniquidades, o
bailas con las demás, o mañana harás compañía a dos muertos en la celda del sótano,
ya verás qué lecho de rosas tan bonito!
—Eh bien, querido amigo —se dejó sentir entonces la voz del doctor De Grandin,
desde el interior de su armadura—; puede que tengas razón, pero te aseguro que no
vivirás para contarlo.
El tipo miró en derredor suyo, sorprendido; dio unos pasos hacia la armadura
donde estaba el francés, quizás intuyendo que de allí había salido la voz, pero se
volvió desconcertado… Nunca lo hubiera hecho. Con la precisión de un cirujano De
Grandin le clavó su misericordia en el lugar exacto de la espina dorsal que podría
dejarlo sin vida. Se tambaleó y cayó muerto al instante.
—¡Silencio, pequeña odalisca! —ordenó De Grandin a la muchacha que había
abierto la boca como para gritar—. Vuelve corriendo al lugar de donde te sacó este
canalla, y espera, pues no tardarás en ser liberada… Antes, debemos acabar con estos
auténticos hijos de unos puercos, y si es posible, meter en la cárcel a los que queden
con vida… ¡Vamos, date prisa, desaparece, que en breve habrá aquí más gente!
La muchacha se marchó aprisa del salón, silenciosos no obstante sus pequeños
pies descalzos. De Grandin salió entonces de su armadura para hacerse con algunas
armas más de las que había en la gran panoplia. Cuando volvía a guarecerse en la
armadura, me dijo:
—Desde aquí podremos observarlo todo como si estuviéramos en un balcón…
Quizás se nos presente la ocasión, amigo mío, de tomar parte activa en los siniestros
juegos que aquí se hacen.

Transcurría el tiempo, sin embargo, y como nada pasaba, De Grandin sugirió que
fuéramos a inspeccionar el lugar. Salimos del salón y al final del pasillo vimos la
escalera que llevaba a la planta inferior. Supimos así que abajo estaba el salón
principal de la casa, y con el mismo cuidado que antes, paso a paso y sin hacer ruido,
tarea harto difícil toda vez que lo hacíamos con nuestras armaduras puestas, fuimos
descendiendo los peldaños de madera de la escalera hasta situarnos a la altura precisa
para ver sin ser vistos.
El salón era aún más grande que el de arriba y estaba decorado de modo

www.lectulandia.com - Página 83
fantástico, con butacas de ensueño, sofás, cojines de seda, alfombras
extraordinariamente ricas… Había varios hombres, vestidos de etiqueta todos ellos,
que conversaban en un corrillo de pie, en el justo centro del salón.
—Me parece que está a punto de comenzar la representación —dijo De Grandin
en un susurro a través de su yelmo—. ¿Oyó usted lo que me contó Mademoiselle
Ewell en la cámara de tortura donde la descubrimos?
—No.
—Mordieu, es una historia que te pone los pelos de punta. Esta casa, amigo mío,
es la más auténtica mansión del Demonio, créalo; esto es una auténtica cárcel de
esclavas, ni más ni menos, querido Trowbridge… Aquí hay gente que secuestra a
mujeres jóvenes para someterlas a una vida de degradación; gente que se dedica a
cazar a jóvenes mujeres como si fueran animales salvajes para llevarlos al circo. El
jefe, el Maestro, como le llaman, de tan sucio negocio, es un hindú que ya se había
dedicado a lo mismo en la India hasta que los británicos lo metieron en prisión. Mas
en cuanto cumplió condena, reorganizó las redes de sus sicarios y una vez se hubo
trasladado aquí volvió al negocio de los harenes… Me temo, por lo que pudimos
comprobar con esa infeliz, que tan infame Maestro ha perfeccionado sus técnicas de
sometimiento y tortura de las mujeres.
»El cuartel general de su organización, por así decirlo, está en España, cosa de la
que ya había oído hablar, por cierto; pero el negocio tiene ramificaciones en varios
países. Explotan hasta la práctica consunción a las muchachas, y cuando ya no les
sirven más en un lugar, las envían a otro, previo pago. Tienen intermediarios en
Sudamérica, en África y hasta en China. Venden mujeres, pues, para los harenes de
todo el mundo.
»Naturalmente, por lo general convierten en sus víctimas a pobres muchachas sin
más relevancia que la de su juventud y hermosura; dependientas, criadas… Mas
también, como hemos visto, en ocasiones raptan a otras que han tenido un accidente
de carretera, o que se han extraviado en un cruce de caminos. Llegan incluso a
socorrer a una mujer accidentada, para después secuestrarla… Estamos, así, ante un
nuevo esquema, ante un nuevo planteamiento en sus actuaciones, muy distinto de
aquel por el que se conducía la organización cuando radicaba en la India… Excuso
decirle que las mujeres que se niegan a servir a los propósitos de estos canallas son
salvajemente violadas y torturadas hasta que no les queda más remedio que rendirse
para evitarse mayores crueldades e incluso la muerte.
»También hemos comprobado, Mordieu, una de sus nuevas tácticas: ese injerto
quirúrgico de las máscaras de metal dorado en la carne de las mujeres, para que no
puedan ser reconocidas y para que no puedan descubrir su faz… Y la forma de
vestirlas, y los pañuelos o turbantes en las cabezas… En realidad tratan de
convertirlas en una especie de gemelas a todas ellas, con la intención, igualmente, de
que no puedan reconocerse… Añada a eso que las vigilan estrictamente para que
apenas puedan dirigirse la palabra… A Mademoiselle Ewell, por ejemplo, la llevaron

www.lectulandia.com - Página 84
al lecho de tortura donde la hallamos por romper esa regla que exige silencio.
—Pero todo esto es horrible, parece increíble que pueda ocurrir en nuestra ciudad
—le interrumpí.
—¿Increíble? —me dijo irritado—. ¿Es que acaso no hemos visto con nuestros
propios ojos lo suficiente como para saber de la maldad que alberga esta casa?
¿Acaso no hemos visto a la pobre Mademoiselle Ewell? ¿Es que no sabemos que su
hermana, la infeliz Madame Mazie, apareció flotando en el río con el cuerpo
destrozado?… Le digo más: estos canallas, al descubrir que la pobre criatura estaba
embarazada, y no sirviéndoles por ello para sus propósitos, la mataron y arrojaron
después al río suponiendo que el agua se encargaría de borrar todo rastro de su
crimen.
»¿Y qué me dice de ese execrable capataz de esclavos al que he tenido que matar?
¿No vio usted cómo ordenaba que bailase a esa otra pobre muchacha? —hizo una
pausa y prosiguió, ahora más con un sonido sibilante que con un susurro—: Así como
nosotros enviamos a Argelia a cumplir el servicio militar a nuestros jóvenes, a estas
pobres mujeres las destinan a cumplir un servicio aún más brutal e indigno que el
militar en estos harenes frecuentados por hombres corruptos, para los cuales nada
vale la vida de estas criaturas.
Avisé entonces a De Grandin del movimiento que se producía entre aquellos
hombres vestidos de etiqueta que conversaban en el salón, pues se habían vuelto
hacia una puerta del mismo comunicada con otra estancia.
Con andares propios de un bailarín de rangos apareció entonces un hombre
ataviado al modo de los ricos cortesanos hindúes, luciendo una capa rutilante de satén
púrpura, que llevaba atada al cuello con leves lazos unidos por un gran zafiro rojo y
le caía hasta las rodillas. Lucía también un calzón blanco de Marruecos anudado a los
tobillos y babuchas rojas, también de Marruecos. Se tocaba con un gran turbante de
seda color melocotón, adornado con brillantes y dos hileras de perlas, como las de los
collares que le caían hasta la mitad del pecho. Llevaba una mano negligentemente
pegada al pecho, mientras con la otra se acariciaba de continuo sus largos y muy
negros mostachos.
—Caballeros —anunció aquel hombre con una voz y una actitud lánguidas—, si
están preparados, en breve podrán presenciar algo que les resultará insólito y
alucinante, como dicen en su lengua vernácula.
Se apartó del corrillo de los hombres vestidos de etiqueta, con cierta actitud
insolente, y con los mismos andares con que se había hecho presente en el salón salió
por donde había llegado… Entonces lo reconocí: era uno de los que nos había
sorprendido y golpeado bestialmente en la cámara de tortura.
De Grandin también lo identificó al momento, pues le oí decir a través de su
yelmo:
—Canalla, malnacido, hijo de los infiernos… Pavonéate cuanto puedas antes de
que te ponga la mano encima… Te juro que ha de llegarte la hora en que Jules de

www.lectulandia.com - Página 85
Grandin te deje hecho un guiñapo a tal punto que nadie de quienes ahora te adulan
pueda reconocerte.
Apenas desapareció aquel tipo hizo su entrada en el salón una mujer alta, de
formas angulosas, con la cara cubierta por un pañuelo negro y con un pequeño
instrumento[51] japonés de cuerda en las manos. Saludó a la concurrencia con una
lenta y profunda inclinación de cabeza, se arrodilló no menos lentamente sobre un
gran cojín de seda, y comenzó a tañer las cuerdas de su instrumento muy
delicadamente, extrayéndole unas notas sublimes.
Mientras la instrumentista hacía aquella música deliciosa, apareció de nuevo el
tipo del turbante de antes, que era evidentemente el maestro de ceremonias, o el jefe
de pista de aquel circo siniestro, dio unas palmadas, y desde cuatro puertas distintas
que daban al salón entraron cuatro muchachas que se reunieron en el centro, mientras
los asistentes tomaban asiento en los sofás y en las butacas. Lucían aquellas
muchachas brillantes quimonos en rojo, blanco y azul con pájaros y flores bellamente
bordados a la espalda; en los pies llevaban las zori, las típicas sandalias japonesas.
Tenían en los rostros las siniestras máscaras de oro y llevaban el cabello cubierto por
pañuelos como el que le habíamos visto a Ewell, señal inequívoca de que eran
esclavas, víctimas de secuestros… Bajo sus pañuelos, sin embargo, se adivinaba
merced a su volumen que iban peinadas al modo japonés… Y en sus labios pintados
de un rojo muy brillante mostraban sonrisas forzadas, poco naturales.
Un poco más allá del centro del salón, a poca distancia de la escalera donde
estábamos De Grandin y yo, había una tarima cubierta por completo por una
alfombra indescriptible. Hasta allí fueron, con pasos exageradamente cortos, muy
fingidos, aquellas cuatro mujeres. Nada más subir se despojaron de sus sandalias para
ponerse de rodillas e hicieron una reverencia dirigida a los caballeros que las
contemplaban, hasta tocar la alfombra con sus frentes. Volvieron a ponerse en pie e
inclinaron la cabeza, en afectación de modestia, hasta ocultar sus rostros, o sus
máscaras, en los quimonos.
De nuevo apareció el maestro de ceremonias, dio otras dos palmadas, y la mujer
encargada de la música, ahora con más brío, con mayor ritmo, tañó de nuevo su
instrumento… Comenzaba el baile. O algo parecido, porque, más que bailar, aquellas
mujeres ofrecían posturas obscenas a medias entre el ritual y el ofrecimiento de sí
mismas, lentamente, acompañando cada una de sus posturas de un movimiento en ola
de sus manos.
El maestro de ceremonias se unió entonces al espectáculo: con una voz grave,
honda, casi de bajo, comenzó a cantar al ritmo de la música: «Chonkina, chonkina».
Y remataba tras dar una palmada: «Hoi!» Y vuelta a empezar.
Al cabo cesaron de golpe música, canto y danza. Las danzarinas quedaron
entonces en la postura inicial, como si se hubiera rebobinado la cinta de una película.
Se hizo un gran silencio. Sólo se escuchaba la respiración agitada de los hombres
que asistían al espectáculo, que parecían muy complacidos con la danza de las

www.lectulandia.com - Página 86
muchachas. El silencio era expectante, pues parecía evidente que no podrían
mantener por mucho tiempo las danzarinas aquella postura.
Así fue. De nuevo se dejó sentir la voz grave del maestro de ceremonias, que dio
una orden incomprensible pero perfectamente audible, un gruñido gutural.
De inmediato produjeron las danzarinas un revuelo multicolor con sus quimonos,
una ola roja, azul y blanca que parecía enmarcar el fulgor de sus máscaras de oro…
Pero no variaban su gesto, la tristeza de aquella sonrisa forzada en sus labios.
Cuanto más las observaba, más tristes me parecían, no obstante la
espectacularidad de sus movimientos, que cada vez eran más obscenos. Sabían que su
vida dependía de cuán complacida dejaran a la concurrencia vestida de etiqueta, y al
maestro de ceremonias. Así, a una nueva voz del maestro de ceremonias, se
despojaron de sus quimonos para bailar sólo con sus bragas de algodón puestas, lo
que hizo aplaudir de gozo a los hombres que contemplaban aquello.
Cesó la música y las pobres criaturas volvieron a arrodillarse y a inclinar la
cabeza, en señal de sumisión, hasta alcanzar con la frente la alfombra que cubría la
tarima… Después, tras una palmada del maestro de ceremonias, se dirigió cada una a
la puerta por la que había salido, con los mismos y exagerados cortos pasos de antes,
avergonzadas, cubriéndose apenas los senos con las manos mientras los caballeros
asistentes les decían toda clase de obscenidades.
—Dieu de Dieu —oí mascullar a De Grandin—. ¿Por qué no asalta esta casa de
una vez por todas la tropa del teniente? ¿Hasta cuándo durará este degradante
espectáculo?

No tardó mucho en hacerse presente de nuevo el maestro de ceremonias:


—Caballeros, pido muy especialmente su atención para el próximo número de
que se compone nuestro programa de esta noche —dijo suavemente.
Hubo un revuelo de telas blancas bajo la arcada de la puerta que tenía ante sí el
maestro de ceremonias. Una muchacha desnuda, cubierta sólo por una corta capa de
seda blanca anudada al cuello y que hacía aletear con las manos, apareció en una
breve carrera para subirse a la tarima. Ésa fue la primera impresión, que nos llegó
hasta el lugar desde el que espiábamos con un tintineo metálico. Pero en cuanto se
exhibió en la tarima, abriéndose por completo la corta capa blanca para mostrar su
desnudez, lo comprendimos todo: llevaba grilletes con cadenas en las muñecas y en
los tobillos. Y mientras así se exhibía, con la misma sonrisa forzada en los labios que
las otras, cubierta la mitad de su cara por la infamante máscara de oro, apareció
también en la escena un sujeto, ataviado como los vaqueros de la América del Sur,
enseñoreándose de la tarima como un pavo… Lucía altas botas de cuero, un ancho
cinturón con una hebilla imponente, pantalones muy amplios, camisa desabrochada y
anudada a la cintura… Y un látigo en sus manos, que hacía sonar
estremecedoramente golpeándolo contra la alfombra que cubría la tarima. En la otra
mano llevaba las boleadoras, unas cuerdas rematadas en gruesas bolas con las que los

www.lectulandia.com - Página 87
gauchos de la Pampa argentina enlazan a los toros de sus manadas.
—¡Maldito diablo! —dijo De Grandin entre dientes con una indignación creciente
—. Sé bien lo que va a hacer… Lo llaman la danza del látigo y las boleadoras…
Golpeará a esa pobre criatura hasta la extenuación… He visto estos shows en Buenos
Aires, amigo Trowbridge, pero que Satán me achicharre en sus calderas si consiento
en verlo de nuevo… Vamos, amigo mío, ha llegado el momento de que entremos en
acción, no podemos seguir impávidos ante lo que aquí sucede… Quédese aquí y
golpee a todo el que le pase por delante con su brazo de hierro. Yo empiezo a actuar.
Como un ingenio de otro tiempo De Grandin, oculto en su armadura, echó a
caminar entonces hacia el centro del salón, bajando la escalera con un ruido que no se
molestaba en atenuar.
Los que allí estaban se volvieron sorprendidos para mirarlo como si viesen que lo
hacía un sofá, una mesa, una silla… cualquier objeto inanimado que cobrara vida de
improviso.
—¿Pero qué es esto, qué demonios es esto? —preguntó divertido uno de aquellos
sujetos vestidos de etiqueta que presenciaban el espectáculo, el cual daba muestras de
hallarse muy borracho, mientras sacaba del bolsillo su caneca de licor para echarse un
nuevo trago.
De Grandin alargó hacia él el brazo izquierdo de su armadura, tomó con sus
dedos de hierro la caneca del tipo, la apretó hasta convertirla en una bola y sacudió
después un puñetazo terrible en la cara del borracho.
Aquel hombre cayó patas arriba sangrando por la nariz y la boca, ya que el golpe
le rompió varios dientes.
—¡Bhut[52]! ¡Un bhut! —gritó uno de los sirvientes hindúes que había en cada
puerta.
El pánico se apoderó de todos los allí presentes. Dos de los hombres que asistían
al espectáculo corrieron a la panoplia del salón y tomaron de allí sendas espadas con
las que atacar al médico francés.
¡Clang!, sonaban sus espadazos contra el yelmo de la armadura, que sin embargo
estaba más templado en buen acero que aquel que lució Enrique de Inglaterra cuando
se alzó victorioso en Agincourt. De Grandin no corría el menor peligro. Desde donde
me encontraba oía su risa despectiva para con quienes le atacaban con saña inútil.
Aquellos tipos seguían descargando golpes de espada contra él, y De Grandin
como si nada, continuaba riéndose, llenándoles de improperios, unos dichos en
francés y otros en inglés. Ellos se enfurecían como perros de presa burlados, pero
nada podían contra él.
De Grandin, en un momento, harto de la estupidez de aquellos sujetos, alzó sus
puños de hierro y los golpeó terriblemente, haciéndoles caer sin sentido al suelo.
Otros más tomaron el lugar de los anteriores para atacar a De Grandin, con el
mismo resultado.
Pero algo me alertó, haciendo que mi respiración se agitase. Vi que dos sirvientes

www.lectulandia.com - Página 88
hindúes descolgaban un gran cortinón y se aproximaban lentamente por detrás hacia
De Grandin para echárselo por encima como si fuera una red y derribarlo. Cuando lo
vi en el suelo, sobre la espalda de su armadura, me precipité tan rápido como me fue
posible para socorrerle, pero no lo hice con la diligencia suficiente pues ya
comenzaban a descargar golpes contra la armadura, sin duda con la intención de
reducir a quien se guarecía tras ella y descubrirlo. En ese momento lo vi todo perdido.
De repente, sin embargo, ocurrió algo que no pudo sino hacer que me palpitara
gozoso el corazón. Oí un estruendo de ventanas y cristales rotos, de puertas
derribadas, de pasos fuertes y seguros en la escalera, en el pasillo, en el salón… Y
una voz que daba el alto en nombre de la ley a los que allí estaban.
Aparecieron hindúes, sin embargo, por todas partes, armados con picas y espadas,
dispuestos a enfrentarse a los agentes. Todo cesó, en cualquier caso, cuando se dejó
sentir el rat-ta-ta-ta-ta de un rifle automático que hizo caer a aquellos salvajes como
las hojas de los árboles bajo el fuerte viento de una tormenta de verano. Poco después
no hubo más que silencio y un fuerte olor a pólvora.
—Nom d’un porc, mon lieutenant —dijo De Grandin mientras se arreglaba de la
mejor manera posible sus ropas para volver a casa—, llegó usted en el momento
oportuno para interrumpir a estos canallas su gran noche. Diez segundos más, y
mucho me temo que no hubiera encontrado otra cosa que el cuerpo del finado Jules
de Grandin.
Recuperamos la ropa de todas las mujeres allí secuestradas en las habitaciones
secretas de la casa; manos expertas, con el instrumental preciso, les quitaron las
máscaras de oro clavadas en la carne, descubriendo sus rostros heridos y necesitados
de tratamiento. Pero estaban vivas. Quedaron en libertad Ewell Eaton, las tres amigas
de la hermandad, la pobre dependienta de los almacenes… Todas fueron conducidas
hasta sus respectivos domicilios en vehículos policiales.
—Bueno, ahora hay que poner a buen recaudo a todos estos malditos monicacos
—dijo el joven oficial señalando a la clientela de aquella maldita casa—. Hay que
verlos, tan elegantes ellos, y pagando el precio infame que exigían aquí para
presenciar un espectáculo criminal… Me parece que les sentará bien la condena a
trabajos forzados que seguramente les caerá encima, seis meses, como poco, dándole
al pico y a la pala… Y ardo en deseos de ver los periódicos de mañana, cuando den
cuenta de la noticia y echen por tierra la reputación de gente elegante y noble que
tienen estos malhechores.
—Tiene usted razón, teniente —dijo De Grandin—. Realmente, me parece
deplorable que la ley no nos consienta ver qué hay en el interior de sus estúpidos
cuerpos que les lleve a comportarse como lo hacen… Le aseguro que me encantaría
hacerles una especie de autopsia muy especial, para averiguarlo, y sin utilizar
anestesia… Mientras tanto…
Estrechó con agradecimiento la mano del joven oficial y se lo llevó en un aparte,
conversando ambos confidencialmente.

www.lectulandia.com - Página 89
Dos minutos después se reunió conmigo, con un brillo muy especial en los ojos y
oliendo un poco a whisky.
—Barbe d’un chameau, ese joven oficial es un hombre realmente atento e
inteligente —dijo mientras se limpiaba los labios con su pañuelo de seda que olía a
lavanda y llevaba bordadas sus iniciales.

www.lectulandia.com - Página 90
LA BROMA MACABRA DE WARBURG TANTAVUL
Warburg Tantavul se estaba muriendo. Poco más que piel y huesos, yacía sobre
los almohadones de su gran cama y sonreía como si estar a punto de morirse le
resultara lánguidamente divertido.
Sin embargo, ni siquiera cuando gozó de buena salud aquel hombre había
resultado precisamente atractivo. Ahora, hecho una ruina humana por la enfermedad,
su sonrisa, aunque demostraba bastante autosuficiencia a pesar de su cara de
moribundo, no resultaba más espantosa.
Aquellos ojos que le había dado la naturaleza eran pequeños, hundidos, crueles e
inhumanos. Su boca, a la que sus propios pensamientos e ideas sobre la vida habían
llenado de arrugas a lo largo de toda una vida, era grande pero de labios muy finos,
apenas tenía color e incluso cuando estaba a punto de agostarse su vida mostraba la
misma violencia de siempre, más allá de que se le vieran los dientes, que los tenía
perfectos. A punto de morirse, su sonrisa hacía aún más siniestra la expresión de sus
ojos amarillentos; una sonrisa que obligaba a mirarle la fila inferior de sus dientes,
que ofrecía la sugestión de que de un momento a otro iba a soltar alguna de sus
bromas profundamente antipáticas.
—¿Sigues decidido a casarte con Arabella? —preguntó a su hijo, mirándolo con
expresión sardónica, acrecentando su sonrisa de autosuficiencia.
—Sí, padre, pero…
—No hay peros, hijo mío —dijo ahora con una expresión más de hartazgo que de
sarcasmo—, no hay peros que valgan… Ya sabes que no puedo mostrarme de
acuerdo con esa boda porque estoy seguro de que lamentarás casarte hasta el día que
te mueras… No obstante —hizo una pausa, carraspeo y tomó aire antes de proseguir
—, haz lo que te venga en gana, cásate con ella… si eso es lo que te pide tu
corazón… He tratado de avisarte por todos los medios del peligro que corres
haciéndolo, muchacho, por lo que nunca podrás decir que tu padre no se preocupó de
ti.
Pareció hundirse por un momento en sus almohadones, agitado por un
movimiento convulso, mas después de tomar aire y mostrarse recuperado, soltó a su
hijo abruptamente:
—Lárgate de aquí… Fuera de mi vista, pobre tonto… Y ten bien presente en todo
momento lo que te he dicho.
—Padre —comenzó a decir el joven Tantavul aún junto a la cama del moribundo,
pero la mirada de furia que le lanzaba el anciano le cortó las palabras.
—He dicho que te largues de aquí —repitió lentamente su padre moribundo.
El muchacho salió en silencio, cerrando tras de sí suavemente la puerta de la
habitación.
—Enfermera —ordenó entonces el anciano Tantavul—, alcánceme usted esa foto.
Su respiración era por momentos más lenta y dificultosa; no obstante, sus dedos

www.lectulandia.com - Página 91
señalaban con firmeza lo que pedía, con el gesto imperativo de siempre: aquella
fotografía enmarcada en plata en la que se veía a una mujer, que estaba sobre la
cómoda del cuarto.
Cuando la enfermera le llevó hasta la cama el marco de plata que contenía la foto,
lo agarró con dedos ávidos y a la vez solemnes, como si fuese una reliquia, y tras
mirar largamente la foto entornó los ojos, ahora con un gesto menos cruel.
—Lucy —susurró con la voz baja y apenas audible—, esos dos van a casarse,
Lucy, a pesar de todo lo que le he dicho… Van a casarse, Lucy, ¿me oyes? —su voz,
quejumbrosa ahora como la de un niño a punto de llorar, pareció adquirir mayor vigor
mientras se ponía lentamente la fotografía enmarcada ante los ojos—, van a casarse,
Lucy, amor mío, van a casarse…
Y abruptamente, como si la última sílaba que dijo fuese una nota musical que se
desvanecía, el viejo Tantavul se echó a llorar. La fotografía, aún atenazada por sus
dedos, cayó sobre la colcha de la cama mientras trataba de hallar mejor postura sobre
los almohadones. Aún mostraba, a pesar del llanto, una leve sombra de aquella
sonrisa autosuficiente y sardónica de antes.
Entre las obligaciones de la enfermera que lo atendía estaba la de llamar al
médico ante cualquier cambio en el estado del paciente que se presentara. Pero como
yo también me hallaba en ese instante en la habitación del moribundo, Miss
Williamson no tuvo necesidad de hacerlo, limitándose a observarme cuando le
tomaba el pulso sólo para certificar su defunción. Miss Williamson, sin decir palabra,
con los movimientos mecánicos de tantos años de práctica, buena cumplidora de su
deber, procedió de inmediato a sujetarle las mandíbulas con un pañuelo, así como a
atarle con una venda las manos y los tobillos, dejándolo preparado para cuando
llegaran los de la Funeraria Martin a llevárselo.

Mi amigo De Grandin se mostraba enfadado. En jarras, con las manos en las


caderas, con su batín negro de seda que le hacía parecer el oficiante de un funeral,
soltaba unos cuantos improperios en voz baja, mientras se paseaba de un lado a otro
de la habitación.
Antes de que transcurrieran quince minutos debía salir para presenciar una
función de teatro, y esa hija y nieta de gentes malditas que era la florista aún no había
llegado con la gardenia encargada para ponérsela en el ojal de su chaqueta. ¿Cómo no
iba a resultarle un fastidio cosa semejante a un caballero como él? ¿Cómo era posible
que aquella mala bruja aún no hubiera llegado con su gardenia, a tales horas? Era
Jules de Grandin, ni más ni menos… Y se veía menospreciado por aquella especie de
cabra loca que era la florista, o que pretendía serlo, pues su proceder no era, ni mucho
menos, el de las buenas floristas que saben atender a tiempo los encargos que se les
hacen… No, señor… Eso no podía ser, no podía consentirse… Ya se encargaría él de
afearle su proceder como era debido, qué se había creído aquella descarada…
—Perdone, señor —dijo entonces Nora McGuinnis, mi criada, entrando en la

www.lectulandia.com - Página 92
habitación del doctor De Grandin—. Acaban de llegar el señor y la señorita Tantavul,
y…
—Pues dígales usted que se vayan por donde han venido, ma charmeuse… No sé;
dígales que se tiren a la bahía, qué sé yo… Lo que me fallaba ahora, esos enfants
dans le bois…
La verdad es que ni la menor reminiscencia del cuento de los niños perdidos en el
bosque había en la pareja que acudía a mi casa, y cuyos componentes, para colmo, en
vez de quedarse aguardando tranquilamente en el vestíbulo, habían seguido a mi
criada hasta la habitación que ocupaba el entonces colérico médico francés.
Dennis Tantavul, curiosamente, parecía más joven que la última vez que lo había
visto; la joven dama que iba con él tenía tal pinta de desamparo, que no pude sino
experimentar un fuerte sentimiento de piedad hacia ella; incluso me pareció bastante
simplona. Parecían temerosos. Iban de la mano, sin soltarse en ningún momento,
como niños que se dispusieran a cruzar un cementerio; en sus ojos se percibía
claramente una mirada de pánico, un terror que los enfermaba. La misma expresión
que tantas veces me había sido dado observar en gentes a las que, tras un examen de
rayos X y un análisis de sangre, tenía que confirmar el diagnóstico de un carcinoma.
—¡Monsieur, Mademoiselle! —dijo sin embargo De Grandin al percatarse de que
estaban en la puerta de su habitación, con toda la dignidad que le fue posible, aun
hallándose con su batín y tras haber dicho lo que sin duda ellos le habían oído decir
cuando mi criada le comunicó su presencia—. Disculpen mis palabras, tengan la
bondad… Paso por una situación realmente calamitosa, que me ha sacado de mis
casillas… No sé cómo he podido decir cosas tan impropias…
La joven sonrió inocentemente, dándole a entender que no hacía falta que se
disculpara.
—No se preocupe, le comprendemos —dijo—. Es que tenemos un grave
problema y hemos venido a ver al doctor Trowbridge…
—Ah, ¿entonces no precisan de mis servicios? —dijo complacido y aliviado.
Yo, que acababa de llegar y me había percatado de lo que ocurría, dije desde
abajo:
—Quizás pueda usted ayudarnos, doctor De Grandin.
Subí e hice las oportunas presentaciones.
—El honor es todo mío, Mademoiselle —dijo De Grandin llevándose los dedos
de la joven dama a sus labios—. Supongo que usted y su hermano sabrán
perdonarme…
—No es mi hermano —lo interrumpió ella con una sonrisa—. Somos primos…
Por eso acudimos al doctor Trowbridge.
No pudo evitar De Grandin un gesto de sorpresa, o de no comprender lo que
ocurría.
—Pardonnez-moi? —dijo pasándose un dedo por sus rubios bigotes encerados—.
Llevo poco tiempo viviendo en su ciudad, y quizás aún no domino del todo su

www.lectulandia.com - Página 93
idioma… ¿Quiere decir que vienen a ver al doctor Trowbridge porque usted y
Monsieur son primos? Mire, quizás sea más tonto que un cerdito, pero le aseguro que
no entiendo una palabra de todo esto…
Dennis Tantavul, aunque tímidamente, se vio en la necesidad de intervenir:
—No se trata de nuestra relación familiar en sí, doctor —dijo—. Al menos, no del
todo, aunque… —se dirigió entonces a mí y prosiguió—: Usted, doctor, estaba junto
al lecho de muerte de mi padre cuando exhaló su último suspiro… Por eso le oyó
decir poco antes lo que opinaba sobre mi matrimonio con Arabella…
Asentí muy serio.
—Pues hay algo, doctor —siguió diciendo el joven Tantavul—, algo realmente
espantoso que quiero comunicarle; es como si me siguiera vigilando… Doctor, tengo
la impresión desazonadora de que, aún muerto, sigue haciéndome befa, sigue
reprochándome que me quiera casar con ella. Esté donde esté, sigue considerándome
un imbécil, no me puedo quitar de la cabeza este pensamiento.
—¿Se ha leído ya el testamento? —pregunté.
El joven respondió:
—Sí, señor, mire, aquí lo tengo.
Sacó nerviosamente de su bolsillo un papel plegado, que abrió y me entregó,
señalándome el siguiente párrafo:
«Lego a mi hijo Dennis Tantavul todas las posesiones que deje en el momento de
mi muerte, así como la parte que me corresponde en aquellas de las que soy
accionista con otras personas, así como todos mis activos bancarios, siempre y
cuando no contraiga matrimonio con Arabella Tantavul. En caso de hacerlo, recibirá
mi hijo sólo la mitad de mis pertenencias, debiendo ir a parar la otra mitad a la
mencionada Arabella Tantavul, pues vive en mi casa desde los primeros días de su
niñez, por lo que la considero como a una hija».
—Realmente —le dije—, todo esto es muy extraño… Parece como si en el fondo
aprobara esa boda, a pesar de todo… Se muestra muy generoso con ambos, en
cualquier supuesto.
—Mire esto, señor —me interrumpió Dennis—; encontré este sobre entre los
papeles de mi difunto padre.
Era un sobre lacrado, en el que se podía leer perfectamente:
«Para mis queridos niños, Dennis y Arabella Tantavul, que deberán abrir este
sobre sólo cuando haya nacido su primogénito».
Los pequeños ojos azules del doctor De Grandin se abrieron como nunca se los
había visto, sorprendidos. Y le comenzaron a brillar como lo hacían cuando algo le
interesaba de verdad.
—Monsieur Dennis —dijo tomando aquel sobre entre sus manos y examinándolo
cuidadosamente, exponiéndolo a la luz—, el doctor Trowbridge me ha contado algo
de todo esto… quiero decir, acerca de lo que su padre de usted le dijo en el lecho de
muerte, poco antes de fallecer… La verdad es que este asunto, habida cuenta de esa

www.lectulandia.com - Página 94
dramática escena a la que aludo, parece verdaderamente misterioso… Le sugiero, sin
más, que abra ese sobre y lo lea ahora mismo, no importa lo que indicara su padre.
—No, señor, no podría hacer eso… No puedo hacerlo… Sé que mi padre nunca
me quiso; es más, alguna vez llegué a pensar que me odiaba, pero no soy capaz de
desobedecer su voluntad… Sería como profanar su memoria… Aunque —y sonrió
avergonzado—, el abogado de mi padre, Mr. Bainbridge, está hiera de la ciudad por
un asunto de trabajo, por lo que no puedo entregarle este sobre… Preferiría, en
cualquier caso, que estuviera en manos de una persona neutral, en vez de en las
mías… Por eso hemos venido a ver al doctor Trowbridge, para pedirle que se haga
cargo de la custodia de este sobre, en tanto regresa Mr. Bainbridge a la ciudad…
Mientras…
—Sí, Monsieur, ¿mientras? —dijo De Grandin acuciando al joven Tantavul.
—Bueno, ya sabe usted cómo es la naturaleza humana, doctor —dijo Dennis
volviéndose hacia mí—; nadie sabe de lo que es capaz un hombre cuando decide
quitarse la máscara con que habitualmente se presenta ante los otros… ¿No podría ser
que mi padre delirase, apenas unos momentos antes de expirar, cuando me pidió que
no me casara con Arabella? —su voz sonó apagada, pero sus ojos eran muy
elocuentes.
—Sinceramente —le dije revolviéndome incómodo en mi asiento—, no veo
razones para preocuparse, Dennis… Dijera lo que dijese su padre, tanto el testamento
como lo que pone en ese sobre indican que aceptaba su matrimonio con Arabella…
Me parece que ahí están sus sentimientos al desnudo, por mucho que poco antes de
morir expresara todo lo contrario.
Trataba de ser convincente, pero lo cierto es que, mientras hablaba, me venía a la
cabeza el recuerdo del viejo Tantavul muriéndose, diciendo a su hijo aquellas duras
palabras, que parecían resonar de nuevo en mis oídos claramente… También tenía
muy vivo el recuerdo de cómo confesó su desazón a la foto de aquel retrato, cuando
le habló de la inminente boda de su hijo con su sobrina.

De Grandin, sin embargo, se percató de todo esto, de lo que ocultaba el tono


convincente con que había pretendido yo decir lo que dije.
—Monsieur —preguntó a Dennis—, ¿por qué no nos pone en antecedentes, a
propósito de la oposición de su padre a la boda? Quizás el doctor Trowbridge no
pueda cobrar la distancia necesaria para hacerlo, toda vez que ha seguido muy de
cerca la enfermedad de su padre. Yo, sin embargo, no he tenido la menor relación ni
con usted, ni con su padre ni con el resto de su familia… Tanto usted como
Mademoiselle son unos auténticos extraños para mí… Bien; el testamento dice que
también ella es heredera, puesto que se crió con usted… ¿Podría hablarme de eso?
Los jóvenes Tantavul eran muy parecidos. Podría incluso tomárselos por gemelos,
de ahí que no resultaba extraño que De Grandin los hubiera creído hermanos.
Parecían hechos con un mismo molde. Idéntica nariz, bocas sensuales, el cabello fino

www.lectulandia.com - Página 95
y dorado, la misma timidez en la mirada…
Allí, sin soltarse de la mano ni un segundo, juntos en el sofá del salón, mientras
Dennis hablaba observé que en sus ojos había un gran temor, un velo de auténtico
pánico.
—¿Usted nos recuerda cuando éramos niños, doctor? —me preguntó.
—Sí, creo que hará unos veinte años que los vi a ustedes por primera vez… Me
llamaron para que lo atendiera a usted, porque se había caído y hecho una herida
poco después de que comenzaran a vivir en la vieja casa de los Stephens, que acababa
de comprar su padre… Sí, fue la primera vez que los vi a ustedes… Recuerdo
también que tenían un cocinero chino que jamás habló con nadie del vecindario…
—¿Y qué pensó al vernos, doctor?
—Umm… Pues, sinceramente, creí que eran hermanos… La verdad es que lo
parecían totalmente.
—¿Cuántos años teníamos entonces, lo sabe?
—Bueno, hace unos veinte años de aquello… No sé exactamente qué edad tienen
ahora, pero creo recordar que cuando los vi por primera vez usted tenía tres años y su
prima, creo, la mitad, algo así, un año y medio, aproximadamente.
—¿Recuerda cuándo nos volvió a ver?
—Sí, más o menos… Recuerdo que usted era algo mayor que ella; usted tendría
entonces ocho, quizás diez años… Creo recordar que estaba usted empachado y le
pregunté si le gustaba el escabeche… Me respondió que no, que le ardía mucho y le
picaba…
—Es verdad, doctor… Mi padre nos hacía comer pescado en escabeche a diario…
Se ponía de pie ante nosotros hasta que nos lo acabábamos, amenazándonos con una
vara…
—¿Cómo?
Los jóvenes asintieron tristemente, moviendo la cabeza y bajando los ojos al
mismo tiempo.
—Sí, señor —repitió Dennis—. Todos los días nos hacía comer pescado en
escabeche… Decía que le gustaba observar los progresos que hacíamos, lo
rápidamente que nos lo comíamos sin dejar un bocado, aunque nos repugnase.
El joven Tantavul hizo un alto y nadie se atrevió a romper aquel silencio.
—Doctor Trowbridge —siguió diciendo al cabo de unos segundos—, si alguien te
trata con una crueldad tan estúpida, tan sin sentido, a lo largo de tu vida, si nadie te
dice jamás una palabra de cariño, ni juega contigo, ni te dice que te quiere, y si te
hace sentir culpable de todo, ¿cómo no sospechar que hay algo extraño? ¿Cómo no
sospechar que detrás de tanta crueldad no puede haber más que locura, un afán de
disfrutar haciendo daño? ¿Pero por qué?
—Creo no entender del todo… —confesé.
—Entonces, escúcheme, por favor… No recuerdo haber visto sonreír a mi padre
ni una sola vez en todos los años que viví a su lado; hablo, por supuesto, de una

www.lectulandia.com - Página 96
sonrisa bondadosa, amable, de buen humor… Mi vida, como la de Arabella, fue una
sucesión de persecuciones desatadas por él… Persecuciones y castigos… Yo tenía
unos dos años cuando vinimos a vivir a Harrisonville, creo, pero aún guardo
recuerdos, aunque vagos, de nuestra casa del oeste, una casa en una colina que se
asomaba al océano, una casa con un jardín en el que crecían los viñedos y las flores…
Recuerdo también que una mujer preciosa me acunaba en sus brazos con mucha
dulzura y me apretaba contra su pecho, para darme a tomar helado con una
cucharita… Creo que también me cuidaba entonces una niñera, pero su recuerdo es
mucho más impreciso… Bueno, qué más da; quizás más que recuerdos sean
ilusiones; los días de la primera niñez muchas veces se nos presentan como realmente
no fueron, simplemente porque deseamos tener un recuerdo feliz de ellos. Le aseguro
sin embargo, doctor, que siento todo lo que le he dicho en lo más profundo de mi
corazón, como si hubiese ocurrido realmente.
»Mis recuerdos de verdad, por así decirlo, esos recuerdos de los que puedo hablar
con absoluta certeza de no equivocarme ni de fantasear, comienzan con aquel terrible
viaje en tren que hicimos para venir aquí, con aquel calor, con aquella continua
sequedad en la garganta, acompañados mi padre y yo por el cocinero chino del que
hablaba usted antes y por una niña, más pequeña que yo, que según me dijo mi padre
era mi prima Arabella.
»La verdad es que mi padre nos trataba, a Arabella y a mí, con absoluta
imparcialidad. Nos golpeaba sin miramientos por cualquier tontería, nos castigaba
por las cosas más inimaginables, por niñerías… Imagínese que, como niños que
éramos, hacíamos las trastadas lógicas… Y si nos estábamos quietos y sin hacer nada,
nos reñía y nos pegaba por no ir a jugar. Y si jugábamos, nos reñía y nos pegaba por
alborotar…
»Como no nos permitía relacionarnos con los demás niños del vecindario,
jugábamos siempre juntos, inventándonos a veces nuestros propios juegos. Por
ejemplo, yo podía ser el rey Arturo en su castillo y ella la Dama del Lago, la que le
devuelve su espada… Aunque nada decíamos de eso, ambos sabíamos que en
realidad el gigante monstruoso al que me enfrentaba en nuestros juegos era mi
padre… No obstante, cuando ese gigante nos castigaba o nos golpeaba, yo no podía
mostrar precisamente un comportamiento heroico. Estaba aterrado.
»Debía de tener yo doce o trece años cuando hice mi última trastada, por así
decirlo… Como sabe, tras el jardín de nuestra casa hay un terreno en declive que los
antiguos propietarios habían convertido en un campo de lilas muy bonitas, pero las
flores se habían extinguido años atrás por falta de cuidados. Al allanarse de nuevo el
terreno había una pequeña alberca, que era nuestro lugar favorito para jugar en
verano. Allí nadábamos, quizás no tan bien como lo hacían los demás niños, pero
nadábamos; como mi padre no nos había comprado trajes de baño, lo hacíamos con
nuestra ropa interior. Una tarde, mientras nadábamos y jugábamos a salpicarnos agua,
felices como dos cachorros, riéndonos y ajenos a todos como nunca antes, apareció

www.lectulandia.com - Página 97
de repente mi padre con una varilla de acero en la mano.
»Nos dijo muy serio que saliéramos de inmediato del agua. Su voz era más agria,
seca y agresiva que nunca. “De manera que es así como desperdiciáis el tiempo… O
sea, que a pesar de todos mis esfuerzos porque seáis personas decentes, os dedicáis a
bañaros medio desnudos”, nos dijo.
»Yo le contesté que sólo nadábamos… Y él, por toda respuesta, me soltó una
patada en la boca. “¡Cállate, pequeño canalla! ¡Ya te enseñaré yo a ser un hombre de
verdad!”, me dijo.
»Me sacó del agua tirándome de los pelos, metió mi cabeza entre sus rodillas, y
comenzó a pegarme con la varilla de acero que llevaba consigo, hasta hacer que toda
mi espalda estuviese ensangrentada y se tiñeran de rojo mis calzoncillos blancos de
algodón. Luego me volvió a tirar al agua de una patada, como si fuera un perro.
»Como ya le he dicho, doctor, mi comportamiento no era precisamente heroico.
Estaba aterrorizado, me dolía todo el cuerpo. Fue Arabella quien salió en mi defensa;
fue ella quien me ayudó a salir de la alberca y a sentarme en el borde. Fue ella quien
me estrechó entre sus brazos brindándome consuelo. “Pobre Dennie… Ha sido por mi
culpa, Dennie, no debí pedirte que nos bañáramos”, recuerdo que me decía…
Entonces me besó… Era la primera vez que alguien me besaba, al menos desde que
podía tener esos recuerdos ciertos de los que antes hablaba… “No te preocupes,
Dennie, que nos casaremos cuando el tío Warburg se muera”, me prometió aquel día
aciago, que dejó de serlo al oír lo que me dijo a continuación: “Seré siempre dulce y
buena contigo, te cuidaré en todo momento… Y tú me querrás tanto que nuestro amor
será suficiente para que nos olvidemos de estos días horribles”.
»Creíamos que mi padre se había ido, pero no, sólo estaba escondido por allí para
escuchar lo que hablábamos. Nada más decirme Arabella esas enternecedoras
palabras, salió desde un rododendro… Fue la primera vez que le oí reírse con ganas,
pero lo hacía burlándose de nosotros… “Vaya, vaya… De manera que os vais a casar,
¿eh? Eso sí que tiene gracia… Es lo más divertido que he oído decir en toda mi
vida… Muy bien, pues nada, adelante, ya veremos en qué acaba todo esto”, dijo
volviéndose a reír de nosotros despiadadamente.
»Fue la última vez que me pegó, que nos pegó, pero le aseguro, doctor, que no
paró ni un momento, en lo sucesivo, de inventar torturas mentales con las que
castigarnos… No íbamos al colegio, pero teníamos un tutor, un tipo medio enano y
con cara de rata llamado Ericson, que acudía todos los días a darnos la lección y
después nos hacía leer de pie y en voz alta largo rato, o nos obligaba a recitar de
corrido lo que él mismo nos había leído… Si cometíamos el menor fallo en un
problema de aritmética, o si conjugábamos mal los verbos en francés o en latín, se
reía de nosotros, nos insultaba, y luego bromeaba también con lo de nuestro
matrimonio, cosa de la que evidentemente le había hablado mi padre, llamándonos
las peores cosas que alguien pueda imaginarse.
»Así, pues, doctor Trowbridge, comprenderá usted que ni siquiera ahora pueda

www.lectulandia.com - Página 98
hallar paz, que incluso ahora que mi padre ha muerto siga teniendo la sensación
espantosa de que continúa vigilándome, riéndose de mí… Tengo por ello la sospecha
de que esas sus disposiciones testamentarias no sean más que otra broma siniestra,
otra forma de tratar de hacernos daño… Creo que se fue a la tumba con la intención
de seguir mortificándonos desde allí.
—Sé bien cómo se siente, muchacho, y créame que le comprendo —le dije—,
pero…
—¡Pero ojalá se cueza su maldito padre en las cocinas del infierno, querido
joven! —intervino entonces De Grandin, así de vehementemente—. El funeral por el
alma de ese depravado se celebrará mañana a las dos de la tarde, n’est-ce pas? Très
bien… Pues les aseguro, queridos jóvenes, que mañana, a las ocho de la tarde, estarán
casándose ustedes… Sólo les pido que me permitan ser el testigo de su boda; yo lo
acompañaré a usted, muchacho, y el doctor Trowbridge será quien lleve a la novia
ante el altar. Después disfrutarán de una merecida luna de miel en la que descubran
cuán dulces y deleitosos pueden llegar a ser los juegos del amor… Sobre todo para
ustedes, privados durante tanto tiempo de cariño, respeto y comprensión… Por lo
demás, no se preocupen; nosotros nos encargaremos de velar por sus papeles, hasta
que vuelva ese abogado… ¿Así que cree usted que su padre sigue burlándose,
verdad? Bueno, pues Jules de Grandin le asegura que también en este caso, quien ría
el último reirá mejor, o que serán otros rostros los que exhiban una sonrisa triunfal.

Nadie llegó a conocer bien a Warburg Tantavul en vida; su soledad hizo que se le
revistiera con un halo de misterio. Ahora, rotas las barreras, ido al otro mundo aquel
ser que tanto temor o simple rechazo inspiraba a sus vecinos, la capilla de la
Funeraria Martin estaba llena de gente, sobre todo mujeres, para asistir a los oficios
por el difunto.
El suave sol de la tarde iluminaba el interior de la capilla a través de los cristales
de las ventanas, y resaltaba la pulida madera de caoba del ataúd. Aquí y allí, una nota
de color, puesta por lo general por el sombrerito de alguna dama del vecindario o por
la corbata de algún caballero. Algunas preguntas rompían de vez en cuando el
respetuoso silencio:
—¿De qué murió?
—¿Deja mucho dinero?
—¿Esos dos jóvenes son sus únicos herederos?
Y empezó a decir el oficiante:
—Señor, tú que ofreces amparo a una generación tras otra… Desde hace miles de
años que sin embargo nos parecen ayer mismo… Oh, tú, señor, ilumínanos con tu
gracia para que seamos capaces de llegar a la comprensión de tu inmensa sabiduría…
El amén final sonó en la capilla de la Funeraria Martin como dicho por un coro de
ranas y sapos. Unos jóvenes empleados se dispusieron alrededor del ataúd para
sacarlo de allí en breve, y dijo monótono y aburrido el oficiante otro de los

www.lectulandia.com - Página 99
estereotipos del ritual:
—Aquellos que deseen dar el último adiós a Mr. Tantavul, pasen ahora ante sus
restos mortales.
La gente, siempre curiosa en estos casos, lo hizo, aunque ninguno de ellos le
había dado ni un hola ni un adiós en vida. Yo deseaba largarme cuanto antes de allí,
no tenía el menor interés en ver muerto a quien había visto morir. De Grandin, sin
embargo, me sujetó fuertemente por el brazo, reteniéndome… Cuando la última de
aquellas mujeres pasó ante el difunto para darle su adiós, me llevó casi de un tirón
ante el ataúd.
Me pareció ver cierta ironía en su rostro mientras contemplaba al muerto,
mientras se repasaba los mostachos con un dedo…
—Eh bien, viejo amigo… Creo que hemos descubierto el secreto, ¿verdad? Pero
estese tranquilo, que no se lo diremos a nadie… Es un secreto entre nosotros, ¿de
acuerdo? —decía burlón al cadáver que tenía ante sí.
No sé si estuve a punto de gritar de terror o de desmayarme. Quizás fue una
ilusión visual creada por aquel agradable sol de la tarde que se filtraba a través de los
cristales de las ventanas, o quizás fue una de esas cosas que les ocurren a menudo a
los cadáveres, algo que no tenía por qué haberme asustado aunque se trate de cosas
que tienen mucho de fantasmagórico, pues todos los médicos y todos los
embalsamadores las hemos presenciado, o quizás fueran los efectos del formol
utilizado en la disecación del cuerpo, o acaso los gases que acumulan los muertos y
que a veces incluso hacen que parezca que eructan, o porque me impresionó aquella
manera francamente desvergonzada con que se dirigió De Grandin al cadáver, pero lo
cierto es que por un momento, por una fracción de segundo, me pareció que se le
levantaban los párpados en una leve rayita y brillaba aquel amarillo de sus ojos como
poco antes de que muriese. En una mirada que encima se me antojó de odio y de
furia.
—¡Por Dios, vámonos de aquí! —rogué al francés—. ¡Parece que nos ha mirado,
De Grandin!
—Et puis… ¿Y qué? Me importa un bledo, amigo mío… Le aseguro que puedo
soportarle la mirada tranquilamente… Sabemos que este tipo, aunque mala persona,
era listo… Pero le aseguro que Jules de Grandin no es ningún imbécil y le tiene bien
tomada la medida.

La boda prometida por el doctor Jules de Grandin se produjo, efectivamente, a la


hora anunciada. En la capilla del rectorado de San Crisóstomo, oficiando la
ceremonia el doctor Bentley ante la sola presencia de los contrayentes, el doctor De
Grandin y yo. El doctor Bentley fue muy gentil y hasta cariñoso con los novios:
—Amados míos —les dijo—, estamos reunidos aquí, ante la presencia del Señor,
para que contraigáis santo matrimonio —entonces su gesto amable se tornó más
severo y dijo—: Si alguien de los aquí presentes tuviera algo que decir acerca de la

www.lectulandia.com - Página 100


inconveniencia de este matrimonio, que hable ahora o calle para siempre.
Hizo la pausa acostumbrada, ese momento inevitablemente dramático en todas las
bodas, mientras yo miraba a De Grandin y me parecía observar en él una expresión
ahora ceñuda, impaciente.
Como desde muy lejos se dejó sentir entonces un sonido extraño, difícil de
identificar en un primer momento, pero que al menos yo asocié al poco, a medida que
se incrementaba, con el de las locomotoras a vapor de los trenes cuando se acercan a
la estación. Hubo un instante en que aquello pareció estruendoso y cesó de golpe…
En mitad del silencio subsiguiente se dejó sentir una suerte de risa, llegada también
como desde muy lejos, una risa casi sin fuelle, atosigante y ahogada, que quizás por
resultarme conocida me pareció diabólica:
—Huh, hu-hu-uh… Huh, hu-hu-hu…
—Es el viento, Monsieur le Curé, sólo el viento —dijo De Grandin entonces,
muy tranquilo, y acució al clérigo—: Sigamos con la ceremonia, si tiene usted la
bondad…
—¿El viento? —dijo el doctor Bentley sobrecogido—. Yo hubiera jurado que
alguien se reía, pero…
—Créame, es sólo el viento, Monsieur —insistió De Grandin—. El viento a veces
hace que nos imaginemos cosas, es muy burlón… —apostilló el menudo francés con
su sonrisa más irónica—. Siga, por favor, le estamos esperando…
—En tanto Dennis y Arabella acuden ante ti, Señor, libre y voluntariamente, para
contraer nupcias, en tu sagrado nombre yo los declaro marido y mujer —concluyó al
fin el doctor Bentley, aunque un tanto nervioso.
De Grandin, siempre galante, besó a la novia en los labios, luego dio tres besos al
novio en las mejillas, y volvió a besar a la novia, también tres veces e igualmente en
las mejillas.
—Cordieu, por un momento creí que íbamos a tener algún problema —me dijo
cuando salíamos de la capilla del rectorado.
—¿Qué fue ese maldito ruido que, se lo confieso, me heló la sangre en las venas?
—le pregunté.
—El viento, amigo mío, sólo eso, créame usted también —me dijo en un tono
muy bajo y enigmático—. Un viento diez veces maldito, pero sólo eso, viento, al fin
y al cabo… Así que, amigo mío, querido pecador, no se preocupe más por eso, por
mucho que haya asumido usted la idea de la inmortalidad… Dejemos que el viento, si
le da la gana, se ría, llore, grite, maldiga… ¿No le parece? Recuerde que no es más
que viento.

Unos meses más tarde, cuidadoso pero firme, el doctor De Grandin extraía al niño
ensangrentado del interior de la madre, mientras yo me apresuraba a envolverlo en
una toalla caliente. Poco después, aquella pequeña boca desdentada del recién nacido
prorrumpía en ese llanto con que se inicia la vida.

www.lectulandia.com - Página 101


—Bien, eso está muy bien, mon petit ami —dijo De Grandin celebrando el llanto
de la criatura—. Todo ha salido perfectamente, de lo que naturalmente me alegro…
Uno nunca sabe en estos casos cómo acabará todo… ¡Hay a veces una distancia tan
grande entre la teoría y la práctica! Mas cuidémonos ahora de Mademoiselle.
Puso De Grandin a la criatura recién nacida en los brazos de la enfermera,
mientras yo procedía a examinar a Arabella, tumbada en el paritorio.
—¿Cómo está la madre, amigo Trowbridge? —me preguntó De Grandin.
—Umm… Venga y écheme una mano, por favor… Presenta un desgarro en el
perineo, que debemos restañarle de inmediato.
—Mañana por la mañana estará como nueva, se habrá olvidado de todos sus
dolores —dijo con una sonrisa franca De Grandin mientras examinaba el desgarro—.
En cuanto estreche en sus brazos a esa criatura, que es como un monito adorable, la
sentirá carne de su carne y la querrá como Dios quiere que sean amadas las adorables
criaturas que vienen al mundo… Ya verá con qué sonrisa pone esa pequeña boca
desdentada a sus pechos, amigo mío… Es el milagro de la vida… Es el Sacré nom
d’un rat vert… ¿Pero qué demonios es eso?
Desde la habitación donde estaban los nidos de los recién nacidos se oyó un grito
de terror de la enfermera que se había llevado allí unos momentos antes a la criatura
recién nacida.
Salimos corriendo hacia allí por el pasillo, nos pegamos literalmente al amplio
ventanal a través de cuyo cristal se contemplaban las cunitas, y luego abrimos la
puerta lo necesario para entrar rápidamente sin que nada pudiese contaminar aquel
ambiente mantenido a una temperatura constante gracias al aire acondicionado.
La enfermera tenía la espalda pegada a la pared y una expresión de horror en la
cara que nos estremeció… Nada más vernos volvió a lanzar otro grito de pánico.
—¡Cállese, mujer, ma bonne, que va a hacer llorar a estas pobres criaturas! —le
dijo De Grandin tomando a la mujer por los hombros y abrazándola para que se
calmase, luego de sacudirla enérgicamente—. ¿Qué le ocurre, Mademoiselle? —le
preguntó con una voz que pretendía fuese tranquilizadora—. Hable sin miedo,
mujer… Sabremos guardarle el secreto, si es que hay que hacerlo, no se preocupe…
—Es que… es que… allí —señalaba con su dedo tembloroso hacia la cunita en la
que estaba la criatura de Arabella—, allí, doctor, cuando fui a dejar al bebé Tantavul
en su cunita, allí mismo, ¿ve la luz?… oí una risa… que no sé… Me pareció histérica
o malvada, la risa de un criminal… o de un loco… ¿Ha oído usted alguna vez reírse a
un loco, señor? Pues así fue… No, un loco no… Creo que así se ríen los demonios
del infierno, doctor…
—Bien, bien, comprendo, no se preocupe… Ahora, díganos qué ocurrió después
de que oyera esa risa —le pidió De Grandin.
—Miré a mi alrededor pero no vi a nadie… Sólo estábamos los niños y yo, como
antes… Y volví a escuchar esa risa, primero como muy lejana y después muy
próxima, impresionante, amenazadora; ya le he dicho que era la risa de un loco…

www.lectulandia.com - Página 102


Parecía venir de la luz del techo, señor… Entonces, alcé los ojos y allí estaba… Era
una cara, doctor, una cara, le digo, pero no, en realidad estaba tras el cristal de la
ventana que da a la calle y se reflejaba en el techo, junto a la luz… Sin cuerpo, sólo
una cara que parecía flotar como un globo que el viento le hubiera arrebatado a un
niño… Descendía un poco y su reflejo parecía casi alcanzarme, y luego hacía lo
mismo sobre la cunita del bebé Tantavul… Y se reía, doctor, se reía como los locos
detrás del cristal de la ventana…
—¿Una cara, dice usted, Mademoiselle?
—Sí, doctor, una cara, créame, señor… La cara más espantosa que jamás haya
visto… Una cara seca, muy delgada… como la cara de un mono sin pelos… Cuando
se acercaba al bebé Tantavul, abría los ojos, que eran entonces todo blancos… Y
abría también la boca, señor, como si succionase algo… O como si masticara, no
sé… Y se volvía a reír, doctor, se volvía a reír de esa manera que… ¡Era como si esa
cara sin cuerpo fuese la de un demonio que celebraba su triunfo, doctor De Grandin!
—Umm —murmuró el francés mientras repasaba ahora con las dos manos los
bigotes bien encerados—. Bien, no se preocupe, Mademoiselle, tranquilícese y no
hable con nadie de esto —luego, dirigiéndose a mí, prosiguió—: Iré a ver al
supervisor y le pediré que ponga otra enfermera más en el nido para que haga
compañía a esta pobre mujer… Quiero que el bebé Tantavul sea vigilado con especial
esmero de ahora en adelante… No me parece, sin embargo, que corra peligro, al
menos de momento… Pero es evidente que un pequeño ratón no puede estar seguro
mientras ande rondando por ahí un gato enloquecido.

—¿Verdad que es adorable? —preguntó Arabella mirando extasiada a su hijo


mientras le daba el pecho—. Nunca imaginé que yo pudiera traer al mundo una
criatura tan hermosa.
—Madame, tiene usted un hijo maravilloso, fuerte y sano —dijo De Grandin—.
Y también con un excelente apetito, por lo que observo.
Arabella sonrió mientras se ponía contra el hombro al pequeño, que parecía ya
satisfecho.
—Imagínese, doctor… Jamás tuve una muñeca para jugar —dijo la madre—, y
ahora, de repente me veo con esta pequeña preciosidad en mis brazos, sangre de mi
sangre… ¡Me hace sentir tan feliz! Ahora me gustaría que el tío Warburg viviese para
que pudiera ver a mi hijo… Estoy segura tic que esta criatura enternecería su duro
corazón…
Pero… Bueno, quizás sea mejor no hablar más de él… Y además, me parece que
en el fondo quería que Dennis y yo nos casáramos, ¿no? He ahí sus disposiciones
últimas… ¿No le parece, doctor?
—Estoy seguro, Madame… En realidad, su boda fue su último deseo, por no
decir que fue su última disposición testamentaria… Y su última esperanza —dijo con
cierto aire misterioso y solemne el médico francés.

www.lectulandia.com - Página 103


—Sí, claro que sí, eso es lo que siento, doctor… Es verdad que fue muy duro y
muy cruel con nosotros cuando éramos niños, y no es menos cierto que se esforzó
siempre por parecer un hombre con el corazón de piedra, pero también lo es que se
preocupaba por nuestro futuro y por nuestro bienestar, lo que demuestra que en el
fondo nos quería mucho, tanto a Dennis como a mí… De lo contrario, creo que nunca
hubiera escrito esa cláusula en su testamento…
—Me parece, sin embargo, que no pensaba precisamente en usted al hacer esa
especie de memorándum, Mademoiselle —dijo De Grandin sacando del bolsillo
interior de su chaqueta aquel sobre que Dennis nos había entregado el día antes de
que se celebrara el funeral por su padre.
Ella se revolvió en el lecho como un escorpión, abrazando más fuerte a su hijo,
como si quisiera protegerlo instintivamente de algún peligro que intuía.
—Esa… esa carta —titubeó Arabella con la respiración entrecortada—. Me había
olvidado por completo de esa carta, doctor De Grandin… Quizás fuese mejor que
usted la quemara… No quiero ver lo que dice… Tengo mucho miedo, doctor…
Era una hermosa mañana de mayo. Una leve brisa mecía las ramas de los árboles,
que a través de los cristales de la ventana parecían deleitarse en su vaivén placentero
y suave… Mientras De Grandin sacaba el sobre de su bolsillo, me pareció oír sin
embargo un viento más fuerte, un viento otoñal que presagiara tormenta. Un viento,
en fin, que más bien parecía una risa lejana y sarcástica, un ulular de los infiernos.
También lo oyó el médico francés, que miró a la ventana un instante… Me
pareció que se le erizaban las guías de su bigote encerado.
—Abra usted este sobre, Madame —dijo sin alteración aparente a la mujer—. No
estaría bien que lo hiciera yo, pues se trata de una carta dirigida a usted, a su esposo y
al pequeño Monsieur Bébé que tiene en sus brazos…
—Yo… No puedo, doctor, me siento incapaz de hacerlo…
—Tenez, Madame… Bien, no se preocupe, lo hará Jules de Grandin.
Sacó su pequeña pluma, que era también un abrecartas, y lentamente procedió a
abrir el sobre… Cuando lo hizo, miró en el interior del mismo y observé su gesto de
sorpresa… Luego extrajo lo que contenía: diez billetes de cincuenta dólares. Nada
más que eso.
—¡Quinientos dólares! —exclamó extrañada Arabella—. ¿Pero qué significa eso?
—Supongo que es un regalo para el petit Monsieur Bébé —aventuró De Grandin
echándose a reír—. Eh bien, ese maldito viejo tenía un sentido del humor bastante
especial, me parece, a pesar de ese caparazón tan severo tras el que se escondía. Creo
que sólo quería meterles miedo una vez más a usted y a Dennis, cuando en realidad
no hacía otra cosa que felicitarles.
—¿Y cree usted que de veras se trata de un regalo del tío Warburg para nuestro
hijo? Me cuesta tanto creerlo, doctor… No lo entiendo, no entiendo nada.
—Quizás no haya nada que entender, Madame. Alégrese del regalo y ya está… Y
piense que su anciano tío en realidad tenía un buen corazón, deje de preocuparse,

www.lectulandia.com - Página 104


mujer, y alegre esa cara… Au ’voir.

—Yo tampoco entiendo nada —le dije cuando salíamos del hospital—. Si ese
viejo gruñón simuló dejar un mensaje a sus herederos, sin duda lo hizo para
mantenerlos en ascuas, como si quisiera tenerlos en tensión haciéndoles pensar que
ahí podría haber una cláusula por la cual los desheredaba, no lo sé… Y al final, ¡un
regalo de bienvenida para el bebé! Confieso mi sorpresa, sigo sin entender una
palabra, no comprendo ese perverso sentido del humor.
No obstante, acaso por la tensión contenida, nos echamos a reír. De Grandin se
reía de tal manera que hasta le resbalaban las lágrimas por las mejillas.
—¡Ya veo cuán sorprendido está usted, amigo mío! —me dijo cuando al fin logró
contener sus carcajadas—. Cordieu, querido Trowbridge… Me parece, sin embargo,
que no está usted ni la mitad de sorprendido de lo que acabará estándolo ese maldito
Warburg Tantavul.

Pocos días después Dennis Tantavul mostraba idéntica extrañeza.


—Yo tampoco entiendo una palabra —dijo—. Es todo tan extraño… Me parece
que hay algo oculto que aún no hemos descubierto.
—Perdonnez-moi —lo interrumpió De Grandin desde la puerta de mi despacho
—. No he podido evitar oírle, y si me disculpa la intromisión…
—No, por favor, señor —dijo el joven—, al contrario, quiero saber qué opina
usted, doctor. Arabella y yo seguimos estando muy asustados, tememos que…
—No se preocupe, mon ami, que no hay motivos para ello. Usted comuníquenos
los síntomas, pero permita que seamos nosotros quienes hagamos el diagnóstico. El
paciente que se pretende su propio médico no es más que un iluso…
—Bien, entonces he aquí los hechos… Esta misma mañana Arabella me despertó
llorando como si se le estuviera rompiendo el corazón. Le pregunté qué le sucedía y
me miró, sin embargo, como si fuera un extraño. No exactamente un extraño, sino
como si fuera un objeto desconocido que se encontrase en la cama. Vi el horror en sus
ojos, doctor… Y cuando intenté abrazarla me rechazó como si fuese un apestado.
«No, Dennie, no lo hagas», me pidió entonces echándose a llorar de nuevo y
apartándose de mí. Se levantó de la cama, se puso su bata como si no quisiera que la
viese en pijama, y salió de la habitación.
»Entonces la oí llorar en la habitación de nuestro hijo, por lo que salí de la alcoba
para dirigirme allí… Escuché lo que decía ante la omita del bebé —hizo una pausa y
sus ojos se llenaron de lágrimas—. Estaba de pie ante la cunita del pequeño Dennis,
sí, y tenía en la mano un abridor de cartas. Oí que decía: “Pobrecito niño, pobrecita
flor nacida de un pecado imperdonable… Ambos tenemos que abandonar esta vida,
hijo mío; tú, para ir al Limbo de los justos; yo, para irme al infierno… ¡Oh, Dios mío!
¿Cómo has podido ser tan cruel con nosotros? ¿Por qué no evitaste que cometiéramos
este sucio pecado? ¡No lo sabíamos, Dios mío!” Vi que ponía entonces la punta del

www.lectulandia.com - Página 105


abrecartas justo en el pecho de nuestro hijo, dispuesta a atravesarle su corazoncito…
Me abalancé rápidamente sobre ella, arrancándole el abrecartas y apretándola contra
mi pecho, pero me rechazó de nuevo. “¡No me roques, apártate de mí, Dennis, por
favor, no me toques!”, gritaba y lloraba al tiempo. “Sé que hemos cometido un
pecado mortal, pero te amo, cariño, y no podré resistir a mi deseo si me tocas”, me
dijo.
»Traté de besarla, pero escondió su cara en mi pecho, sollozando
desconsoladamente. La besé en el cuello y sentí que se estremecía, a la vez de placer
y de dolor… Y entonces se abandonó en mis brazos. La llevé desmayada a nuestra
habitación y la deposité en la cama. Pedí a Sarah, nuestra niñera, que cuidase de ella,
con órdenes estrictas de que no la dejara sola ni un momento… ¿Qué opina de todo
esto, doctor?
El cigarrillo que De Grandin tenía en los labios, consumido ya, estaba a punto de
chamuscarle los mostachos. Sus pequeños ojos azules tenían una expresión clara de
espanto.
—Bête! —soltó entre dientes, rabioso, mientras se quitaba la colilla de la boca—.
¡Maldito sea mil veces ese horrendo macho cabrío! Salgamos de inmediato, amigos
míos… Tengo que hablar cuanto antes con Madame Arabella.

—Se ha ido —dijo asustada la niñera cuando le preguntamos por Arabella—. El


niño comenzó a llorar nada más irse Mr. Dennis y la señora dijo que pedía su
desayuno, así que se fue a la habitación del pequeño para dárselo… Me dijo que no
me preocupase de nada, que atendiera a mis cosas mientras ella daba de comer al
bebé… Cuando volví ya no estaba, señor, lo siento mucho, no me di ni cuenta, sólo vi
al niño durmiendo en su cunita…
—¡Lo sabía, mire que le dije que no se despegara de mi esposa ni un momento!
—dijo Dennis a la niñera, furioso, pero De Grandin lo sujetó por un brazo,
apartándole de ella.
—No la asuste más de lo que está, mon ami, no servirá de nada… Pensemos en la
situación que se nos ofrece e intentemos reaccionar de la manera más racional…
Bien, su esposa ha abandonado la casa, sin llevarse al pequeño… En principio, la
situación parece menos grave que lo que vio usted esta misma mañana…
—Sí, pero mucho me temo que Arabella… —dijo Dennis.
—Tratemos de averiguar hacia dónde ha podido dirigir sus pasos Arabella —lo
interrumpió De Grandin—. Eche un vistazo a su armario y dígame si falta algo.
Dennis miró cuidadosamente en el armario donde su esposa tenía la ropa.
—Sí —dijo—. Se ha vestido completamente. Lleva un vestido, medias y zapatos.
—De acuerdo —asintió De Grandin con un movimiento afirmativo de su cabeza
—. Eso quiere decir que conserva el grado de razón necesario como para haber
reparado en la necesidad de vestirse antes de abandonar la casa, lo que no haría una
persona enloquecida… Amigo Trowbridge, tenga la bondad de llamar a la policía

www.lectulandia.com - Página 106


para comunicarles la situación. Pídales que vigilen todas las salidas de la ciudad.
Mientras yo telefoneaba a la policía, De Grandin y Dennis recorrían
detenidamente las habitaciones de la casa.
—¿Han encontrado algo significativo? —pregunté después de colgar el teléfono
tras haber hablado con el departamento de personas desaparecidas.
—Corbleu, creo que sí, un lugar ideal —respondió De Grandin mientras subía yo
por la escalera hacia la segunda planta—. Eche un vistazo, amigo mío, por favor.
Aquella habitación era una especie de estudio privado, quizás el salón más íntimo
de toda la casa. Lámparas lujosas y sillones y sofás de piel; una gran biblioteca en las
paredes y figuritas de marfil sobre los muebles y la mesa baja de caoba que había
entre el sofá y las butacas. Lujosas cajas con buenos cigarros. Exquisitas figuritas
chinas en las estanterías de la biblioteca. Una alfombra persa tan rica y hermosa como
antigua. Un piano al fondo de la habitación.
Justo en el lado opuesto de la entrada, entre dos estanterías, se veía en la pared un
crucifijo. Era una pieza italiana de anticuario, de ébano la cruz y de purísimo marfil
antiguo el cuerpo del crucificado; una representación perfecta en la que se percibía la
tensión de los músculos torturados de aquel cuerpo clavado a la cruz, el gesto agónico
de la tara, los sudores de sangre del tormento. Sobre la corona de espinas, una suerte
de halo hecho en platino, como el anillo de compromiso de una mujer.
—Hélas, un crucifijo magnífico, una extraordinaria representación de la
crucifixión, una obra hecha con evidente amor —dijo De Grandin, admirado.

Pasaron tres meses y aunque en ningún momento cesó la búsqueda de Arabella


seguíamos sin tener la menor noticia de ella. Dennis Tantavul no dejaba de visitar una
tras otra todas las comisarías, en busca de noticias, y las redacciones de los
periódicos, mientras la niñera cuidaba del pequeño. En apenas noventa días envejeció
diez años; caminaba con los hombros caídos, con la cabeza baja, arrastrando los pies;
mostrando siempre, en fin, un aspecto de absoluta desolación, una tristeza que le
hundía los ojos. Era un hombre destrozado.
—Nunca había visto a un hombre tan acabado como éste —dije a De Grandin
mientras caminábamos desde el embarcadero oeste de la calle 42, donde atracaba el
ferry. Habíamos ido a Nueva York en barco para comprar material médico, pues no
me gusta conducir en la gran ciudad. Me asustan los conductores de los grandes
camiones que circulan por las autopistas de acceso, y en fin, la velocidad a la que van
todos los automovilistas.
—Aún me pregunto cómo puede desaparecer sin dejar rastro una mujer adulta…
A veces he llegado a pensar que pudo subirse a un ferry y tirarse al agua… —dije.
—Calle, por favor —dijo De Grandin, interrumpiendo mis palabras—. Mire a esa
mujer, amigo, mírela bien —añadió tras una breve pausa, señalándome a una mujer
que caminaba unos veinte pasos delante de nosotros.
Me fijé en aquella mujer. Iba llamativamente vestida pero desastrada, con zapatos

www.lectulandia.com - Página 107


baratos de tacón de aguja, falda de seda raída y ajustada, muy maquillada, con los
labios rojos de carmín y los ojos exageradamente pintados. Era, evidentemente, una
de esas mujeres que practican el oficio más antiguo del mundo.
—Bueno —dije—, ¿qué le parece tan interesante en ella? ¿Nunca ha visto a
una…?
—No camine tan aprisa, vaya más despacio —me dijo De Grandin sujetándome
por el codo—. Y no hable tan alto, caramba, podría creer que la seguimos, no quiero
asustarla.
Como no me gusta la gran ciudad, me sentía incómodo; más aún, siguiendo a
aquella mujer, a instancias del doctor De Grandin, que se aprestaba ya a desembocar
en la Undécima Avenida con su provocativo movimiento de caderas. Continuamos
siguiéndola hasta que entró en un edificio que tenía toda la pinta de albergar una casa
de citas.
Bien, pues también allí la seguimos, a pesar de mis protestas. Y atravesamos el
hall de aquel lugar medio en ruinas, y subimos por la estrecha escalera no menos
ruinosa, y llegamos a una planta en la que había un largo pasillo, nada acogedor, con
puertas que necesitaban una buena mano de pintura a cada lado. En cada puerta,
clavada con una chincheta, había una tarjeta con el número de la habitación y un
nombre de mujer, escrito con esa caligrafía relamida que algunos utilizan aún en
nuestras calles para ganarse la vida escribiendo cartas a quienes se lo piden. Hacía
calor allí; el ambiente era denso y el olor a cerrado no resultaba precisamente
agradable. Olía también a whisky y a beicon frito. Y a cebolla.
Dimos un paseíto por tan desagradable lugar, mirando con atención los nombres
escritos en las tarjetas que había en las puertas. En la última habitación del largo
pasillo vimos una en la que ponía Miss Sieglinde.
—Mon Dieu! —exclamó De Grandin al leerlo—, c’est le mot propre…
—¿Cómo?
—Sieglinde, ¿no lo recuerda?
—No, no sé a qué se refiere… La única Sieglinde que recuerdo es el personaje de
Wagner en Las Walkirias, la que ama a su hermano… y… y… le da un hijo…
—Précisément… Entremos, si le parece.
Ni siquiera golpeó en la puerta con los nudillos. Valiéndose de sus artes la abrió y
entramos rápidamente en aquella miserable habitación.
La mujer estaba echada sobre la cama, como descansando, vestida y con el
sombrerito caído sobre las cejas. En una mano tenía una taza desconchada y en la otra
una botella de whisky. Se había descalzado; se había quitado también la medias y
vimos por ello que tenía muy sucios los pies, negras las uñas… Igual que las de las
manos.
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Ahora no recibo a nadie! —gritó con voz de borracha
al percatarse de nuestra presencia—. ¡Lárguense de aquí, hijos de perra! ¿Con qué
derecho se creen a entrar en la habitación de una señorita? ¡Fuera, largo de aquí!

www.lectulandia.com - Página 108


De Grandin, sin alterarse lo más mínimo, con una voz grave y a la vez suave, dijo
entonces:
—Madame Arabella, vamos a llevarla a casa.
—¿Está usted loco, hombre de Dios? —protestó la mujer—. ¿Arabella? ¿Quién
demonios es Arabella?
—Usted, Madame. Usted es Arabella Tantavul, a la que llevamos buscando tanto
tiempo.
Se adelantó rápido, sacudió a la mujer por los hombros, haciendo que se levantara
y la llevó justo bajo la luz para verle bien la cara. Cuando lo hizo, la miré con
atención… Tuve serias dificultades para aguantarme las náuseas.
De Grandin no se había equivocado, era ella. Flaca y macilenta, su cara mostraba
todas las huellas de la más absoluta depravación. El brusco cambio operado en
Arabella Tantavul en apenas tres meses hacía que apenas pudiera reconocérsela a
simple vista.
—Vamos a llevarla a su casa, Madame, ma pauvre —volvió a decirle De Grandin
—. Su esposo…
—¿Mi esposo? ¡Por Dios! ¡Como si pudiera llamarle mi esposo! —se lamentó la
pobre piltrafa humana.
—La espera también ese pequeño que tanto necesita de usted, Madame…
¿Cree de verdad que puedo cuidar de él? ¿Es que no ve en lo que me he
convertido? Se equivoca usted, doctor… No podré volver a cuidar de mi hijo nunca
más, no podré siquiera mirarlo, ni en esta vida ni en la otra… Por favor, váyanse y
olviden que me han visto, o no tendré más remedio que quitarme la vida de una vez
por todas… Ya lo he intentado en dos ocasiones; la primera vez me salvaron a tiempo
y la otra me faltó el valor… Pero, ahora… Ahora… Si intentan llevarme a casa, si le
dicen a Dennis que me han visto…
—Dígame, Madame —intervino de nuevo De Grandin—, si toda su aflicción se
debe a cierta visita que le cursó el muerto…
Abrió aquellos ojos sin vida para mirar sorprendida al menudo francés mientras
su palidez mortal se incrementaba.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó en un susurro atormentado y tembloroso.
—Tiens, uno a veces tiene ciertas intuiciones… ¿Por qué no nos cuenta qué
ocurrió exactamente? Creo que, además, le hará bien hablarnos de eso.
—No, no… No puedo hacerlo, doctor… En realidad, no debo hacerlo —dijo con
gran abatimiento—. Lo planeó todo perfectamente… A mí, en realidad, no me hizo
otro legado que el de la desesperación y la muerte en vida.
—¿Y si hubiera una forma de cambiar el rumbo de las cosas y su trágico sino,
Madame?
—¿Acaso puede usted derogar las leyes de Dios, doctor De Grandin?
—Me tengo por una persona de cierta inteligencia, Madame, por lo que no intento
jamás algunas cosas… Pero sí dar solución a problemas que la tienen… Ahora,

www.lectulandia.com - Página 109


díganos dónde y cuándo se le apareció su tío.
—La noche antes… La noche anterior a mi huida… Me desperté en mitad de la
noche pues me pareció que el pequeño Dennis lloraba. Cuando entré en su habitación
vi sin embargo que dormía en paz. Miré aquí y allá, para cerciorarme de que todo
estaba en orden, y entonces vi la cara de mi tío pegada al cristal de la ventana del
cuarto del niño… Era su cara, estoy segura, que le brillaba con un fuego infernal; era
como una linterna en mitad de la noche, una linterna de luz roja, una luz roja que se
reía con su maldita sonrisa de siempre, que miraba con sus ojos odiosos de siempre…
Me quedé paralizada, no pude ni gritar porque no me salía la voz, doctor… Entonces,
con la burlona sonrisa en sus labios finos, con los dientes que parecían de fuego,
comenzó a decirme: «Arabella, he venido para decirte que tu matrimonio es una burla
y una mentira, además de un gran pecado… El hombre con el que te has casado es tu
propio hermano, por lo que el hijo que has alumbrado no puede ser legítimo… No
debes seguir viviendo bajo el mismo techo que ellos, Arabella… No puedes seguir
pecando de manera tan grave, no puedes seguir contraviniendo las leyes de Dios y de
los hombres… Vete cuanto antes de esta casa, o de lo contrario… Cuando el niño
crezca lo suficiente como para comprenderlo le diré quiénes sois sus padres…
Aprovecha la oportunidad que te brindo, hija mía, y vete. Sólo si te vas de esta casa
podré descansar en paz en mi tumba… Si no, seguiré visitándote cada noche, y ten
por seguro que diré a vuestro hijo, cuando crezca, quiénes sois. Tu hijo os odiará
entonces. Tu hijo maldecirá el día en que lo trajiste al mundo».
—Y usted le prometió obedecer, ¿verdad? —le dije.
—Sí, lo hice… Volví a la cama y creo que me desmayé… Cuando desperté de
madrugada creí haber tenido una pesadilla. Pero en cuanto vi a Dennis a mi lado, lo
recordé todo, la cara de mi tío en el cristal… Supe que no había sido un mal sueño
sino una aparición del más allá, una visita de la muerte.
»Me volví loca, doctor. Traté de matar a mi hijo, y cuando lo impidió Dennis supe
que no podía hacer otra cosa que cumplir la promesa de huir que le había hecho al
muerto… Vine a Nueva York, y ya me ven —hizo un gesto significativo, señalando el
cuartucho infecto donde estábamos—. Supuse que nadie me buscaría entre las putas
de la ciudad… Me creí tan a salvo como si me hubiera ido a Europa o a la China.
—Pero, Madame —dijo De Grandin con una voz compasiva—, lo que usted cree
que vio no fue más que un mal sueño, en efecto, como supuso en un primer
momento… Se lo aseguro, fue sólo una pesadilla, créame… Míreme a los ojos, se lo
ruego…
Alzó Arabella sus ojos para clavarlos en los del médico francés y vi que la pobre
mujer tenía las pupilas más dilatadas que las de un gato en noche cerrada.
—Escuche, por favor, Madame Arabella, y no deje de mirarme a los ojos —le
ordenó suavemente De Grandin—. Creo que está usted muy cansada, grand Dieu, sí,
está muy cansada, muy cansada… Necesita usted reposar, necesita mucho reposo…
No piense más en aquella noche, no recuerde más aquel mal sueño… Le prometo que

www.lectulandia.com - Página 110


muy pronto se habrá borrado de su mente tan aciaga noche… Debe descansar, y
luego caminar un poco, y alimentarse bien, y respirar hondo… Le ordeno que no
vuelva a pensar más en aquella noche… ¿Me oye, Madame Arabella?
—Le oigo, doctor —dijo dulcemente, con la voz muy cansada.
—Très bon… Túmbese, querida, duerma en paz, descanse… Le prometo que
ahora tendrá sueños encantadores… Duerma, duerma, descanse… Sueñe y olvide…
—¿Podría ir a telefonear al doctor Wyckoff, por favor? —me pidió entonces De
Grandin en voz muy baja—. Seguro que está en su clínica… Luego la llevaremos a
casa, pero hay que advertir a la niñera y a Dennis de que nunca le hablen de lo
sucedido… Conseguiremos borrar de su mente esta historia infamante. Hemos de
borrar este siniestro capítulo de su pobre existencia… Yo, por mi parte, la someteré
todos los días, mientras sea necesario, a una sesión de hipnosis como la que acabo de
hacerle, para lograr que su mente vuelva a ser pura… Pero me es preciso recabar
antes el consejo del doctor Wyckoff, una autoridad en enfermedades mentales…
Quizás deba permanecer internada un tiempo en su clínica, para que podamos tratarla
mejor… Espero obtener su curación completa, amigo mío; espero dejarle la mente tan
limpia como antes para que pueda ser feliz de una vez por todas.

Arabella Tantavul descansaba en el sofá de la exquisita habitación de su casa, con


una negligée color orquídea y un edredón cubriéndole las piernas y los pies. De
nuevo lucía el anillo matrimonial. Recuperada, aunque aún pálida y con ojeras,
tomaba una taza de té. El ambiente, encendida la chimenea con chisporroteantes
ramas de manzano, era muy grato, tibio, ideal para el reposo. Tras dos meses
ingresada en la clínica del doctor Wyckoff comenzaban a borrarse de su rostro las
huellas de la podredumbre y la miseria moral que tenía cuando la encontramos en
aquel cuartucho de la casa de citas. Los cuidados recibidos, los buenos alimentos y la
administración de los remedios convenientes le habían devuelto ya el brillo a sus
cabellos, cosa que comenzaba a restituirle su belleza. Aún, sin embargo, tendría que
pasar cierto tiempo para que pudiéramos considerarla completamente restablecida,
pues seguía padeciendo accesos febriles.
—Soy incapaz de recordar nada acerca de mi enfermedad, doctor Trowbridge —
me dijo con una débil sonrisa—. Creo, aunque vagamente, que tuvo algo que ver con
un mal sueño que sufrí… Y —frunció el entrecejo como si hiciera un gran esfuerzo
por recordar— me parece que también he tenido otra pesadilla anoche, pero…
—¿Ajá? —dijo De Grandin sentándose de golpe en el borde de la butaca que
ocupaba—. ¿Qué soñó usted, Madame?
—No lo sé —respondió Arabella lentamente—. Algo raro… ¿No le ha ocurrido
nunca, doctor, que tras despertar de un mal sueño no recuerda los detalles aunque
sepa que sufrió una pesadilla? No sé, quizás soñé con el tío Warburg, aunque…
Parbleu, como dice usted… Se pronuncia así, ¿no? ¡Bah!, no puede ser…

www.lectulandia.com - Página 111


—Es hora de irnos, querido amigo —me dijo De Grandin cuando el gran reloj del
salón de mi casa dio las diez—. Tenemos que hacer unas cuantas cosas por ahí…
—¡Por Dios! —protesté—. ¿A estas horas de la noche?
—Precisamente —me respondió—. Es una hora ideal para ir a casa de Monsieur
Tantavul, por ejemplo, así que salgamos cuanto antes.
—¿Está Madame Arabella dormida? —preguntó a Dennis cuando nos abrió la
puerta.
—Sí, duerme como un bebé —respondió el joven esposo—. He estado un buen
rato a su lado, haciéndole compañía, y no creo que despierte en toda la noche.
—Habrá observado usted la precaución de mantener bien cerrada la ventana,
como le dije…
—Claro, doctor. La ventana está cerrada y con los visillos y las cortinas corridos.
—Bien… Espérenos aquí, mon brave, en breve nos reuniremos con usted.
De Grandin se dirigió entonces a la habitación matrimonial, donde dormía
Arabella, con el voluminoso maletín que había tomado cuando salíamos de mi casa.
Antes de entrar en la alcoba, lo abrió y comenzó a desenrollar una persiana con un
aire de orgullo sorprendente.
—¿Verdad que es magnífica?
—Pero… Por todos los demonios… ¿No es una vulgar persiana? —me extrañé.
—Claro que sí, amigo mío… Pero no es una persiana cualquiera, no se crea…
¿Acaso no se ha fijado en que está hecha de cobre?
—Bien, sí… ¿Y qué?
—Parbleu, ya le he dicho que no es una persiana cualquiera… ¿Cuántas ha visto
usted que sean de cobre? —protestó—. Ya verá usted para qué sirve, amigo…
Sacó más cosas de su maletín: un rollo de cinta aislante, un transformador de la
corriente eléctrica, varias herramientas… Procediendo con una habilidad manual que
me dejó sorprendido, pues no imaginaba que tuviera tales conocimientos y tanta
práctica en asuntos relacionados con la electricidad, colocó la persiana en la ventana,
por su parte exterior, conectándola al cable que a su vez conectó al transformador y a
uno de los enchufes de la alcoba. Luego salpicó agua en la persiana de cobre, la
enrolló en lo alto de la ventana, que dejó entreabierta.
—Y ahora, Monsieur le Revenant —sonrió malicioso—, ya lo tengo todo
preparado para darle una bienvenida de lo más cálida…
Esperamos aproximadamente durante una hora. Entonces, para mi sorpresa, se
levantó de la butaca, se dirigió al lecho donde dormía Arabella, le dio unos golpecitos
en los hombros y en las mejillas y la despertó.
—¡Madame!
La mujer murmuró algo ininteligible, se restregó los ojos y nos miró sorprendida.
—Madame, se levantará usted en media hora —le dijo De Grandin—. Entonces
se acercará a la ventana, pero no la toque; tampoco es preciso que se aproxime a los

www.lectulandia.com - Página 112


cristales, basta con que se acerque a una distancia prudencial. Si alguien le dice algo
desde fuera, responda… Después volverá a la cama, se quedará dormida de nuevo y
no recordará nada de lo que haya pasado esta noche.
Luego me pidió el francés que lo acompañara y salimos de la habitación,
quedándonos muy cerca de la puerta.

No tengo la menor idea de cuánto tuvimos que esperar. Quizás una hora, acaso
menos… En cualquier caso, aquella vigilia se me hizo eterna. Estaba cansado… Me
iba a recostar contra la pared, buscando un punto de apoyo en el que descargar el
peso enorme que sentía, cuando oímos que Arabella decía:
—Sí, tío Warburg, te oigo —respondió con una voz muy suave.
Entramos con el mayor sigilo. Arabella estaba ante la ventana; tras el cristal
vimos la cara encendida de Warburg Tantavul.
Estaba muerto. No había la menor duda a ese respecto. A pesar de que algo
parecido a una llama interna le encendía su rostro, tenía la nariz afilada de los
muertos, la palidez amarillenta y verdosa de los muertos, incluso algunos signos
evidentes de putrefacción. Pero por muy muerto que estuviese, una forma de vida
inexplicable lo mantenía. Su mirada era siniestra y terrible; sus labios lucían un color
rojo muy fuerte, como si acabara de succionar sangre.
—¿Me oyes? —volvió a decir a la mujer—. Entonces, escucha, hija mía… Has
roto la promesa que me hiciste, así que aquí estoy de nuevo. Y re digo más: cada vez
que beses a tu esposo —interrumpió sus palabras para soltar una carcajada espantosa
y prosiguió—: o cada vez que beses a tu hijo, al que tanto amas, mi sombra caerá
sobre ti… Seguiré apareciéndome ante ti todas las noches… Y puede que una noche
entre en vuestra habitación y…
Se calló de golpe. Aquella cara comenzó a flotar en el aire, subiendo y bajando
ante la ventana, ahora con un gesto de sorpresa e incredulidad.
—¿Por qué tienes la ventana abierta esta noche? Y has puesto una persiana
nueva… ¡Puedo entrar, si quiero! —dijo la cara flotante del muerto y no pude evitar
que un estremecimiento me recorriera de parte a parte la espina dorsal.
Arabella se tapó los ojos, espantada por la sonrisa de triunfo del muerto.
—Vamos, canalla —murmuró De Grandin—, acércate, viejo maldito, acércate
sólo un poco…
La cara del muerto flotaba aproximándose cada vez más, como dispuesto a entrar
de una vez por todas en la alcoba matrimonial. Vimos que su nariz afilada se dirigía
frontalmente al espacio abierto… Y entonces De Grandin activó uno de los
mecanismos que había dispuesto, y cayó la persiana de cobre… Recuerdo sólo un
destello parecido al de un flash de una máquina fotográfica y una leve llamarada azul
y blanca, parecida a la que sale de los soldadores de metal… Y recuerdo también un
quejido sordo pero brutal… Y el inequívoco olor acre de la carne quemada.
—Arabella, amor mío, ¿estás bien? —preguntaba Dennis mientras subía aprisa

www.lectulandia.com - Página 113


las escaleras—. Me ha parecido oír un lamento…
—Dice usted bien, amigo mío —le respondió De Grandin—, pero no creo que
vuelva a oír nada parecido, salvo que tenga la desgracia de irse al infierno cuando
muera…
—¿Qué ha sido eso?
—Eh bien, un tipo que quiso hacer tantas bromas macabras, que al final fue
víctima de una que ni se le había pasado por la cabeza… Pero, querido joven, mire a
su esposa, observe cuán plácidamente duerme en su lecho… Le aseguro que el
tratamiento ha sido por completo exitoso, ya no volverá a sufrir esos sueños horribles
que estuvieron a punto de acabar con ella… Sea usted siempre cariñoso con ella, mon
jeune… Y no olvide que las mujeres adoran ser amadas; las mujeres, amigo mío,
aman tener un amante, siempre… aunque se trate de su propio esposo…
Jules de Grandin se acercó al lecho y besó a la joven en la frente.
—Au ‘voir, encantadora jovencita —oí que le decía muy bajo, y luego,
volviéndose hacia mí—: Vamos, querido Trowbridge… Ya hemos hecho cuanto
teníamos que hacer… Dejemos que disfruten de la felicidad que tanto merecen.

Una hora más tarde estábamos en mi despacho, cara a cara, ante el buen fuego de
la chimenea.
—Quizás se decida usted en algún momento a explicarme todo lo que he visto
esta noche, ¿no? —le dije sarcásticamente.
—Sí, quizás lo haga —me respondió sonriente—. Lo que me parece claro es que
ha podido comprobar usted que ese Monsieur muerto no lo estaba del todo, ¿verdad?
Bien, pues también ha visto cómo se le aparecía a la pobre Madame Arabella, para
mortificarla. No era la primera vez, desde luego… Recuerde además lo que ocurrió
en el hospital, poco después de que Madame diera a luz al pequeño Dennis…
Siempre hablaba a Arabella a través de los cristales de la ventana…
—Y esta vez la ventana estaba abierta…
—Desde luego… Porque tenía una persiana muy especial —dijo riéndose.
—Sí, ya lo sé, ya lo he observado… Pero…
Mas viendo De Grandin mi anonadamiento, comenzó a explicarse:
—El hierro es el metal más incardinado en la tierra de todos; el hierro y los
metales que de él se obtienen en aleación contiene en sí una esencia terrenal contra la
que nada pueden las criaturas espirituales. La leyenda nos refiere que cuando
Salomón construyó su templo no utilizó ni el hierro ni cualquier herramienta de dicho
metal, para que no fueran anulados los espíritus a los que deseaba convocar allí… Se
sabe desde siempre que una bruja demuda el rostro si se la amenaza con un hierro,
por ejemplo.
»Muy bien. Sabía por todo eso que el maldito espíritu del viejo Tantavul se
mantenía a una prudencial distancia de las ventanas, cuando se aparecía. ¿Por qué?
Pues porque el cristal, aparentemente tan frágil, contiene una mínima cantidad de

www.lectulandia.com - Página 114


hierro. Eso era lo que mantenía esa cara flotando a cierta distancia… Me dije, por
ello, que no se trataba realmente de un fantasma, de un alma en pena, sino de un
espíritu, de la manifestación de un pensamiento, que en este caso era de odio, aunque
en cierto modo materializado físicamente, expresado con la cara del difunto. Un
espíritu en parte, también, liberado por las emanaciones de la propia putrefacción del
cuerpo del muerto… Voilà; si el espíritu poseía en alguna medida propiedades físicas,
pues, podía ser destruido definitivamente mediante una aplicación igualmente física.
»Y a partir de ese razonamiento le tendí la trampa… Nada mejor que una persiana
de cobre… electrificada, eso sí… Incrementar la potencia eléctrica fue muy sencillo;
algo tan simple como acudir a un transformador de corriente… Ya vio que me limité
a esperarlo como la araña espera que caiga la mosca en su red… Electrocutarlo fue lo
más sencillo de todo…
—¿Cree que lo ha destruido por completo? —pregunté aún con cierta aprensión.
—Bueno, ya vio usted el fogonazo… Quedó… ¿cómo dicen ustedes?
Cortocircuitado, ¿no es eso? Está más destruido que cualquiera de los malhechores a
los que han sentado en la silla eléctrica, amigo mío, se lo aseguro.
—Ya ve usted, con lo seguro que estaba él de hacer la vida imposible a esos dos
muchachos cuando le viniera en gana —dije recordando todo lo que había pasado—.
Con lo seguro que estaba él de que podría destruir su matrimonio.
—Sí, se divertía como los tramperos que están seguros de su caza…
—¿Y por qué les hizo aquel regalo cuando nació el pequeño Dennis?
—La, la, mi querido amigo… ¡Hay que ver qué naifes usted! Ese dinero lo puse
yo mismo en el sobre…
—¿Y qué contenía realmente aquel sobre?
—Un mensaje siniestro, amigo Trowbridge. Una historia de lo más desgraciada…
Naturalmente, aquella misma noche en que el joven Tantavul depositó su confianza
en mí entregándome el sobre, lo abrí y procedí a la lectura de lo que contenía…
Explicaba algunas cosas que Dennis creía recordar, o que recordaba vagamente.
»Muchos, muchos años atrás, Monsieur Tantavul había vivido en San Francisco.
Su esposa era treinta años más joven que él, una mujer deliciosa, amable y bellísima.
Le dio dos hijos espléndidos, un niño y una niña, a los que amaba aquella mujer casi
con delirio… Un amor que lo hacía sentir celoso, que era incapaz de apreciar.
Tantavul comenzó por ello a distanciarse de su esposa, a maltratarla, a zaherirla
cuanto podía… Ella acabó pidiendo el divorcio.
»Era tan malvado el viejo Tantavul, que urdió una venganza para que la madre no
volviese a ver a sus hijos… Se los llevó lejos, diciéndoles que eran primos. Como
tales crecieron, pues en el fondo Tantavul quería hacerles daño, y como ya sabemos,
se enamoraron… Era el momento que tanto había esperado Tantavul, no sólo para
vengarse de la que fue su esposa, sino para vengarse de sus hijos, que según su sentir
le habían robado el amor de ella. Era el momento de hacer que se sintieran pecadores,
culpables ante las leyes de Dios y los hombres.

www.lectulandia.com - Página 115


»Antes, sin embargo, se había encargado de dar la noticia de aquella relación
incestuosa a su esposa, que al saberlo se volvió loca… Consiguió entonces que la
recluyeran en un manicomio, donde la pobre mujer murió no mucho tiempo
después… Ya sabemos lo que ocurrió merced al frecuente contacto de esos jóvenes
que se creían primos, aquí, mientras crecían en Nueva Jersey… Sólo faltaba la boda,
para que pudiera sentirse satisfecho de su venganza.
—Pero, bien mirado, amigo mío… ¡Son hermanos, parece que nos hemos
olvidado de eso! ¡Y se han casado y han tenido un hijo! —exclamé súbitamente
aterrorizado.
—Perfectamente —dijo De Grandin con una frialdad que me dejó atónito—. Y
son también un hombre y una mujer, esposo y esposa, padre y madre…
—Pero… pero… —el horror que sentía impedía que encontrase las palabras
necesarias.
—Para mí no hay peros que valgan, tal y como es esta historia, querido
Trowbridge… Ya sé lo que se le pasa por la mente… ¿Su hijo? ¡Bah! ¿Cuántos niños
de la antigüedad, incluso en tantas familias nobles, no eran hijos de sus propias
hermanas, por ejemplo? ¿Y cuántos hermanos y hermanas no se casaron y tuvieron
hijos saludables? ¿Es que no acabaron, tanto Darwin como Wallace, merced a sus
descubrimientos, con la falsa doctrina de que los hijos de idénticas sangres son de una
progenie inferior? Fíjese usted en el pequeño Dennis y no se ciegue usted por esos
valores y esas tradiciones que nos quieren hacer creer lo contrario… Olvídese usted
de que ese niño es hijo de dos hermanos y contemple sólo su buena salud y su
belleza.
»Después de todo —añadió enternecido—, esos dos se aman, y no precisamente
como hermanos, sino como un hombre y una mujer. Él es la felicidad de ella, y ella la
felicidad de él… Y el pequeño Monsieur Dennis es la felicidad de ambos al mismo
tiempo… ¿Por qué destruir esa felicidad? Le bon Dieu sabe que pocos niños crecerán
tan felices como éste… Yo estoy dispuesto a salvaguardar la felicidad de esa familia,
con algo tan simple como lo es guardar el necesario silencio.

www.lectulandia.com - Página 116


MUERTE FURTIVA

1.- EL SEGUNDO ASESINATO

—¡Compañía, descanso! ¡Silencio en la banda!


A paso rápido, la banda de música de la Academia militar había ejecutado una
marcha a través del campo de instrucción y se situaba ya a la derecha de los cadetes
en formación.
Nada más silenciar al unísono sus instrumentos los miembros de la banda de
música, sonaron trompetas y tambores de órdenes reclamando atención y se dejó
sentir la voz del comandante ayudante:
—¡Batallón, atentos! ¡Presenten! ¡Armas!
Y de nuevo sonó perfectamente empastada la banda de música, que interpretaba
ahora el Barras y Estrellas mientras lentamente se arriaba la enseña nacional.
Jules de Grandin se había llevado a la altura de la oreja la mano derecha cubierta
por un guante blanco, para saludar la interpretación del himno nacional
estadounidense con una perfecta actitud marcial francesa, firme, recto, con la barbilla
apuntando al frente, mientras el sol en poniente extraía sus últimos brillos a las
bayonetas de los fusiles que presentaban armas a la bandera.
—Parfait, exquis; magnifique! —decía—. C’est très beau, amigo mío. Estos
jóvenes a los que instruyen aquí son extraordinarios, realmente.
Asentí sin decir nada. La verdad es que mis pensamientos no estaban ni en el
desfile que acabábamos de contemplar ni en los en verdad magníficos cadetes de la
Academia militar de Westover. Estaba allí para comunicarle a Harold Pancoast que su
padre había muerto de manera horrible.
—Nadie mejor que usted para decírselo a mi hijo, doctor Trowbridge —me había
dicho la viuda con la voz trémula y los labios temblorosos.
—Pobre muchacho, ¡qué tragedia! —dijo el oficial jefe cuando le hablé del
porqué de mi presencia en la Academia—. ¿Tendría la bondad de esperar a que
concluya el desfile para darle esa noticia terrible? Estoy seguro de que Pancoast
preferiría cumplir como es debido con sus obligaciones, sin que nada le turbara el
ánimo de hacerlo.
«¡Maldita sea!», no paraba de decirme para mis adentros. «¿Por qué me habrán
encomendado esto? ¿Por qué no lo hace el abogado de la familia, o…»
—Mais non, amigo mío —dijo entonces De Grandin como si me leyera los
pensamientos y tratase de confortarme—. Así es la vida… Como médicos, debemos
aliviar el dolor de los demás, por mucho que en ocasiones eso nos incomode; entre la
vida y la muerte de los otros, amigo mío, estamos nosotros… Ayudamos a venir al
mundo a la gente y ayudamos en lo posible a que dejen este mundo con el menor

www.lectulandia.com - Página 117


dolor; permanecemos en la cabecera de la cama de los enfermos el tiempo que haga
falta y además debemos dar consuelo a los deudos del difunto… Ésas son nuestras
obligaciones fundamentales, así de simple… Le aseguro —prosiguió tras una pausa
— que si los cielos hubieran querido darme un hijo, le habría convencido por todos
los medios para que no estudiase medicina… Creo que incluso le hubiese roto el
cuello, de haberme desobedecido…
Los últimos rayos de sol de aquel final del mes de octubre fueron ocultándose tras
los árboles del bosque en el centro del cual estaba la Academia, mientras nos
dirigíamos a la Plana Mayor de la Compañía para hablar con el joven Pancoast.
Tras aguardar un rato lo vimos llegar por el sendero de arena roja que conducía a
las oficinas del cuartel, contento, sonriente como es propio en un joven fuerte y
saludable, conversando con la muchacha que lo acompañaba, que había ido a
presenciar el desfile: una hermosa muchacha; hermosa y elegante como pocas veces
pueda verse. Tenía un brillo indescriptible en sus bonitos ojos, una gran finura en sus
maneras, un cabello negro brillante y una piel blanca y sana que parecía irradiar luz
en torno suyo. La finísima chaqueta china de satén negro que lucía, entreverada de
bordados color naranja y rosa, hacía que pareciese una bendita aparición en aquel
atardecer, el mejor ejemplo de la perfección femenina absoluta.
—Parbleu, ese muchacho sabe escoger bien su compañía —dijo De Grandin
observando desde la ventana del despacho en el que nos encontramos cómo se
despedían los jóvenes.
El cadete Pancoast comenzó a subir después las escaleras de acceso al edificio.
Tomé aire, me di los ánimos que precisaba para comunicar la triste y trágica
noticia a aquel joven, todo un caballero, y tras decirle por qué estaba allí aguardé sus
palabras.
—¿Papá? ¿Mi padre? —susurró sin aliento, como si le pareciese imposible lo que
acababa de oír—. ¿Cómo ha sido? ¿Dónde ha ocurrido?
—Anoche, mon pauvre —me ayudó De Grandin, pues me costaba seguir dándole
malas noticias—. No sabemos exactamente cuándo, pero lo que es irreparable, sin
duda, es la pérdida de su padre, caballero… Suponemos, en cualquier caso, que el
asesino actuó rápidamente, sin causarle mayor dolor, mon brave, y que murió
instantáneamente, sin ocasión de defenderse ni de ser consciente de su fatal e
inminente destino… Es asunto nuestro, caballero, y al decir nuestro me refiero a
usted y a nosotros dos, dar con el victimario de su padre y ponerlo a disposición de la
justicia… ¿Acepta usted el reto? ¡Bien, sí, señor! No esperaba menos de usted, todo
un soldado y un caballero. Es para mí, por ello, un honor saludarle —y se cuadró
militarmente De Grandin, procediendo a saludarlo militarmente a la francesa,
llevándose los dedos a la altura de la oreja y mostrando la palma de la mano.
Me admiró la completa actitud marcial de aquel galo; vi también que el
muchacho, no obstante la desagradable noticia que le habíamos comunicado, quedaba
gratamente sorprendido por el francés menudo y enérgico.

www.lectulandia.com - Página 118


Yo, al darle la noticia, había procurado ahorrarle los hechos más terribles de la
misma. El enjuto pero muy marcial francés, sin embargo, los había sugerido brutal y
explícitamente. Pero comprobé que era lo mejor que podía haber hecho, pues el joven
pareció reaccionar de inmediato, superando su aflicción y disponiéndose a cobrar la
necesaria venganza por lo que intuía ya que había sido un cobarde y horroroso
asesinato.
—Tiene usted razón —dijo el joven cadete con gesto decidido—. No tengo la
menor idea de quién ha podido matar a mi padre, ni por qué lo ha hecho, pues era un
hombre incapaz de causarle daño a una mosca… Pero cuando encontremos al
asesino… ¡Por Dios, señor, deberíamos colgarlo del árbol más alto que encontremos!
Decidimos partir de inmediato para llevarlo junto a su madre, hasta su desolado
hogar. Aparqué mi automóvil ante el pabellón, mientras Harold recogía sus cosas.
Como tardaba en bajar, subí a ver qué ocurría, mientras De Grandin aguardaba en
el coche.
—¿Pancoast? No está aquí, señor —me dijo su compañero de habitación—. Vino
hace una hora, aproximadamente; recogió muy rápido sus cosas, mientras me contaba
lo que había sucedido, las metió ahí —señaló una maleta de piel de cerdo que había
en un rincón del cuarto— y dijo que salía un momento para ver a una persona, antes
de recoger su equipaje y dirigirse a su casa… Justo cuando ha subido usted a
preguntar por él me estaba preguntando si no habría decidido marcharse sin la maleta,
pues quizás mandara a por ella después… Qué terrible, ¿verdad, señor? El asesinato
de su padre, quiero decir…
—Ciertamente —respondí un tanto molesto ante aquella situación extraña que se
nos presentaba—. ¿No tiene idea de a qué persona iba a ver, ni dónde pueda estar, ni
para qué iba a ver a esa persona?
Noté que el joven cadete se ponía colorado.
—Yo… yo… —comenzó a decir, pero se detuvo con una evidente expresión de
embarazo.
—¡Suéltelo ya, hombre! —me sorprendió oírme dándole una orden a un cadete—.
La madre de su compañero, no es que esté atribulada, muchacho, es que está a punto
de sufrir un colapso nervioso… Necesita a Harold a su lado… Nosotros lo llevaremos
en apenas tres horas.
—Es que no estoy muy seguro, señor —me respondió el cadete, dudando si
decírmelo todo de una vez, o si mantener esa ley no escrita, propia de los escolares de
secundaria, según la cuál no se puede romper un secreto ni en caso de extrema
necesidad—. Le digo que no estoy muy seguro de dónde puede encontrarse Harold,
señor… Él… Bueno, él tiene una historia con una chica desde que comenzó el
semestre, y quizás haya ido a decirle adiós… Claro que, estoy pensando que eso no
podría llevarle tanto tiempo, y…
—De acuerdo —lo interrumpí bruscamente—. No hace falta que revele los
detalles, seamos caballeros; pero dígame dónde podría encontrar a esa joven; es un

www.lectulandia.com - Página 119


asunto muy serio, como bien sabe usted —tomé la maleta que había hecho Harold y
la puse junto a la puerta, en un gesto que quise fuera significativo.
—No sé dónde vive, señor, si es a lo que se refiere —me respondió el muchacho
—. Pero quizás pueda encontrar usted a Harold en Rogation Walk, un pequeño
bosque que hay al sur del campamento, junto a la antigua carretera militar… Ya
sabe… Allí… suelen encontrarse, después de toque de retreta…
—Bien, muy bien; trataré de localizarlo donde me ha dicho —respondí al
muchacho, que ahora estaba completamente rojo—. Muchas gracias por la
información, caballero, y buenas noches.

Harold Pancoast yacía sin vida en una cuneta, con el uniforme ensangrentado,
muy cerca de la Academia. Estaba boca abajo. Mostraba una gran herida
incisocontusa en la base de la nuca, con una trayectoria transversal, donde la sangre
comenzaba a coagularse. Había perdido masa cerebroencefálica. Tenía seccionado el
cuello a la altura de las vértebras cervicales. Sus manos demostraban que había
sufrido un gran estertor, una convulsión terrible antes de fallecer. Quien lo había
herido de muerte, además de hacerlo con un objeto contundente, poseía una fuerza
absolutamente brutal; un golpe mucho menor del que presentaba el cadáver en la base
de la nuca hubiera bastado para matarlo. ¿O sería ensañamiento? Pero el cuerpo no
mostraba mayores señales de violencia… Aunque quizás un examen más detenido
demostrara que quien lo había golpeado de aquella manera bestial, primero lo había
empujado por la espalda para derribarlo, atacándolo posteriormente para seccionarle
el cuello. Una guillotina no lo hubiese matado con mayor eficacia.
Contemplaba su cuerpo francamente horrorizado, cuando otro horror creció en
mí. Yo no había visto el cadáver de su padre, pero poco después, Parnell, el coronel
médico de la Academia, a quien corrí a avisar en cuanto descubrí el cuerpo sin vida
del cadete, me lo describió con todo lujo de detalles, pues acababa de recibir la
información necesaria; me lo describió incluso recreándose al hacerlo… Parnell me
dijo, pues, que el joven Harold había sido asesinado exactamente igual que como lo
fuera su padre apenas veinticuatro horas antes.
—¡Dios mío! —exclamé sintiendo que el corazón me palpitaba con tal fuerza que
me impedía respirar bien—. Esto es auténticamente diabólico.
Poco después volvía sobre mis pasos, en compañía de Parnell, para reunirme con
Jules de Grandin.

2.- EL TERCER ASESINATO

—Seguro que sí, doctor De Grandin, señor; esto sólo puede ser obra de la mente
más diabólica que haya habido en el mundo; es más, señor, me atrevo a decir que esto
es cosa del propio Demonio —decía el sargento detective Jeremiah Costello mientras

www.lectulandia.com - Página 120


sacudía la ceniza del cigarrillo que se fumaba y clavaba sus espantados ojos azules en
los pequeños e igualmente azules del menudo y enjuto médico francés—. Pues sí
que… ¡Vaya puzle endiablado, señor! Primero, el asesinato de Mr. Pancoast, también
obra de una mente diabólica, no hay duda; después, lo de este pobre chico… Por
todos los santos del cielo, y mire que pienso en los más dignos de alabanza, señor, le
digo que este caso en el que nos vemos envueltos, estos dos casos, más bien, aunque
se haya producido el segundo fuera de mi jurisdicción, se han convertido para mí en
un reto… ¿cómo diría usted? ¿Académico? Pues eso. No pararé de trabajar en su
resolución, tanto si me dicen que no es mi negocio como si no…
Jules de Grandin asentía lentamente con la cabeza ante las palabras del sargento
detective Costello.
—Su disposición me parece excelente, amigo mío… Es más, me parece
admirable —dijo a Costello—. Pero, analicémoslo todo de la manera más fría
posible… Veamos los hechos… ¿Con qué nos encontramos? Piense con la mente en
frío, por favor… —levantó su pequeña mano derecha y comenzó a despegar los
dedos lentamente, uno a uno, mientras hacía la enumeración—. Primero tenemos el
asesinato de Monsieur Pancoast, un caballero respetable, honesto a más no poder,
según todos los que lo conocieron en vida… Muy bien. La noche anterior a su
muerte, tras cenar frugalmente en su casa, salió para asistir a una reunión de su logia.
Según todos los que allí lo vieron, se mostraba como siempre, sonriente, afable, sin el
menor signo de abatimiento ni de preocupación. Justo a las once en punto de la
noche, tras serle concedido el tercer grado en su logia, y puesto que por hallarse a
dieta ya había cenado en casa, no compartió la mesa con los demás, despidiéndose
feliz de todos ellos. Muy bien… Dos miembros de la logia lo vieron subirse a su
sedán y marcharse conduciendo sin el menor problema hacia su casa… Lo que
ocurrió después, amigo mío, es cosa que no sabemos a ciencia cierta, mas sigamos
con los hechos, no hagamos especulaciones en el vacío… Lo encuentran al día
siguiente por la mañana, a hora temprana, junto a la puerta del garaje de su casa,
ensangrentado y de bruces… Muerto. Tiene una gran herida, muy profunda, en la
cabeza, y seccionado el cuello a la altura de la espalda… Se le aprecia el corpus
dentatum de su cerebro —el sargento Costello asentía muy solemnemente a cuanto le
decía De Grandin.
»¿Qué hacer con las evidencias, con los hechos desnudos?, me pregunto… Creo,
amigo mío, que para encontrar al criminal, pues no ha dejado la menor huella, será
necesario hallar primero el motivo del crimen. Pero ¿cómo dar con el motivo del
crimen? De momento, no podemos decirlo, simplemente porque lo ignoramos. He ahí
otro hecho incontestable, sargento… Monsieur Pancoast era un miembro respetable
de la comunidad, un miembro activo de su iglesia y del Rotary Club… Todo un
director de un banco importante, que además participó en política tiempo atrás, como
concejal del Ayuntamiento… Pues bien, lo han asesinado… Estamos ante un caso,
me parece, rodeado de misterio.

www.lectulandia.com - Página 121


»Eh bien —prosiguió De Grandin—, pero si el asesinato del padre se nos muestra
rodeado de oscuridad, ¿qué decir del crimen cometido en la persona de su joven hijo?
Un muchacho de tan buenos principios morales como su padre; un muchacho que
jamás hizo mal a nadie, y que es muy difícil, por lo que dicen todos los que le
conocieron, que tuviera enemigos… Bueno, pues ahí lo tiene… Muerto. Y con la
misma y brutal técnica empleada contra su padre. De algo sí podemos estar casi
seguros: de que el asesino fue el mismo.
»Pero, escuche, sargento, que hay más… Usted, sin duda, ha visto muchos
cuerpos de asesinados, tanto en la paz como en la guerra; Trowbridge, amigo mío —
se dirigió ahora a mí—, usted es un reputado fisiólogo y anatomista, además de un
cirujano de los mejores… ¿Había visto alguna vez heridas semejantes a las que
causaron la muerte a esos dos pobres hombres?
Negué con la cabeza.
—No, ciertamente no —respondí después—. No es fácil, desde luego, seccionar
el cuello de un hombre a la altura de las vértebras cervicales a tal extremo; quiero
decir, partiéndoles la espina dorsal y haciéndoles perder masa cerebroencefálica…
Nunca había visto nada parecido… Parnell me ha dicho que las heridas causantes de
la muerte tanto del padre como del hijo son idénticas. Según él, tuvieron que
hacérselas cuando estaban ya en posición de prono, una vez fueron derribados, cosa
que yo también supuse al contemplar la postura del cuerpo del joven Harold… Eso,
según Parnell, lleva a pensar en que fueron golpeados primero en la nuca, y
seccionados después sus cuellos a la altura de la espalda, con una hoz o con cualquier
otro instrumento, o arma, de filo curvo… Según Parnell, y yo también lo creo, es
imposible causar semejantes heridas incisocontusas y mortales de necesidad con otro
tipo de arma blanca y hallándose de pie la víctima.
—¡Bah, Parnell! Es como una vieja con pantalones —dijo De Grandin—. Me
parece que podría desarrollar sus talentos, mucho mejor que como médico, como
dependiente de una carnicería… Veamos lo que dice: que las víctimas ya estaban en
posición prona cuando se les seccionó el cuello… Grand Dieu des cochons! ¿Es que
no examinamos el cadáver del petit Monsieur? Pues sí, lo examinamos… No se deje
llevar por las opiniones de Parnell, amigo Trowbridge… ¿Que lo vimos con la cara
pegada a la tierra? Pues, sí, ciertamente… ¿Pero y qué hay de la tensión que
demostraban sus manos? ¿Qué hay de la proximidad de esas manos a su cabeza? ¿Era
la postura lógica en alguien que había sido derribado justo antes de ser herido
mortalmente? ¿Alguien que cae al suelo y al que luego le seccionan el cuello a la
altura de las vértebras cervicales, como a él, tiene tiempo de intentar siquiera llevarse
las manos a la región occipital herida? No, amigos míos… Voilà, lo hirieron
mortalmente cuando aún estaba de pie; antes de caer a tierra, en un acto reflejo al
sentir la herida, se echó las manos a la nuca. Probablemente, acaso durante una
fracción de segundo, su sistema nervioso le hizo tensar la musculatura para tratar de
sostenerse, para asirse al último hálito de vida que le quedaba, que le exigía su

www.lectulandia.com - Página 122


cerebro… No hay más que observar la contracción de sus músculos faciales. La
rigidez de sus manos responde a esa fracción de segundo de lucha por la vida a la que
me he referido y a la reacción de su propio cerebro al sentirse herido y desprovisto de
la necesaria irrigación sanguínea… Estoy seguro de que incluso fue capaz de dar uno
o dos pasos más antes de caer sin vida. Hay diez posibilidades contra una, créame,
Trowbridge, de que las cosas fueron como le digo, y no como asegura Parnell y como
acepta usted que ocurrieron. Quienes hemos visto morir en la guillotina a un
condenado, sabemos bien que la actividad nerviosa cerebral se mantiene durante unas
centésimas de segundo, e incluso más, antes de que el cuerpo se vea sometido al
estertor definitivo… La decapitación, amigos míos, supone precisamente el
seccionamiento de las vértebras cervicales. El cerebro, hasta que se ve privado por
completo de sangre, trata de mantener su dignidad, por así decirlo… Es una
resistencia tan breve como baldía, pero resistencia al fin y al cabo, eso es indudable.
—Bien, tratemos de ser más precisos, señor —dijo entonces Costello—. Según
usted, lo más probable es que el asesino del padre y del hijo sea el mismo, en eso
parece estar de acuerdo todo el mundo… Y parece demostrar usted sin el menor
género de duda que el joven fue muerto cuando aún estaba de pie, que no lo
derribaron para matarlo… ¿Y qué más? ¿Dónde está la respuesta al enigma último?
—Hélas, ése es el problema… No tenemos aún el móvil, lo más importante —
dijo De Grandin—; el resto es sólo una sucesión de detalles; el puzle sólo se
solucionará si damos con el móvil del crimen… De los crímenes… Mañana, durante
el funeral, les aseguro que estaré bien atento, que investigaré como debe hacerse en
estos casos… Quizás tras la ceremonia pueda al menos aventurar una hipótesis. Hasta
ese momento, no podemos sino seguir haciendo especulaciones en el vacío acerca de
los motivos que alguien pudiera tener para asesinar al padre y al hijo, o simples
consideraciones técnicas sobre la manera de matarlos, que de momento nos sirven de
muy poco. Sí, tengo la certeza de que los mató un mismo criminal… ¿Pero qué hay
de sus motivos? ¿Por qué a los dos?
—Eso es lo peor de todo, señor —intervino Costello—. Es que no parece haber
un móvil.
—Précisément, mon vieux —respondió De Grandin—. Como ya he dicho, parece
que no hay el menor motivo para que los mataran, que se trata de dos crímenes tan
horrendos como gratuitos, lo que no ayuda nada a nuestras investigaciones, desde
luego… En ese sentido, estamos más perdidos que si nos halláramos a mitad de la
noche en pleno desierto y sin instrumento alguno de orientación… Pero… Puede que
no sea ése el caso… Armémonos de paciencia y comencemos por donde se debe
comenzar toda investigación, por el principio… Como dicen los atletas, no se puede
llegar a la meta si no se parte de la línea de salida… Es un buen principio, también
para la investigación de un crimen, señores…
—Usted… usted, doctor, parece sugerir que precisamente porque no hay motivos
aparentes, un móvil claro, el caso podrá resolverse tan fácilmente como otros en los

www.lectulandia.com - Página 123


que el móvil salta a la vista nada más comenzar la investigación…, ¿no? —preguntó
Costello.
—Me acaba de quitar usted las palabras de los labios, mon brave.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó Jerry Costello con su fuerte acento irlandés—.
No sabe cómo me tranquiliza, doctor, verlo tan seguro, tan convencido de que este
caso, por muy enrevesado que parezca, también quedará plenamente resuelto.
El francés sonrió complacido.
—Perdone si le piso un callo mientras investigo, amigo mío… No crea que es una
simple intromisión, le mantendré informado de todo lo que vaya descubriendo… En
fin —dijo el menudo francés, muy pagado ahora de sí mismo—. Nos reuniremos
mañana de nuevo, en este mismo lugar. Seguro que tenemos cosas más interesantes
que comunicarnos… Seguro que ya habremos comenzado a estrechar el cerco al
asesino… La verdad es que de momento no sabemos mucho…
—Adelante, doctor, confío plenamente en que todo saldrá como usted dice —dijo
Costello muy satisfecho, en tono optimista.

Frente a la casa de los Pancoast estaban ya aparcados los negros coches fúnebres.
Muchos caballeros y damas vestidos de riguroso y elegante luto subían las escalinatas
de acceso a la casa, que estaba repleta de coronas de flores cuyo colorido contrastaba
con ese luto generalizado entre los allí reunidos. El ambiente en el gran salón de la
casa era denso, muy cargado.
—Buenas tardes, doctor Trowbridge, ¿cómo está usted? ¿Doctor De Grandin? —
nos recibió en el hall el dueño de la funeraria Martin, que parecía oficiar como
representante de la familia—. Tienen dos asientos libres allí —y señaló hacia una de
las ventanas del salón—. Sigan mi consejo y siéntense junto a la ventana, que el
ambiente es un tanto irrespirable.
—Bien merci —dijo De Grandin en voz muy baja.
Nos dirigimos hacia esas dos sillas que había cerca de la ventana, aprisa,
temerosos de que alguien nos las quitara.
De Grandin tomó asiento muy recto, con los ojos muy abiertos, con su sombrero
descansando sobre las rodillas. Vi que miraba alternativamente a los féretros de caoba
que habían sido puestos justo en mitad del salón y a la gente que allí estaba,
silenciosa, circunspecta. Supe que escudriñaba a todo el mundo, como si poseyera la
capacidad de acceder a los secretos más ocultos de cada cual.
Comenzó el funeral.
El oficiante, un hombre de mediana edad y movimientos tan pausados que daba la
sensación de que se creía nimbado él mismo de la mayor gloria, fue mucho más que
amable con los muertos. No sólo recitó los textos habituales de las Escrituras, sino
otros debidos a varios poetas, en tono evidentemente artístico y en ocasiones
emocionado, por no decir que un tanto grandilocuente, para mejor expresar sus
sentimientos hacia «estos dos queridos seres que acaban de dejarnos». Así durante

www.lectulandia.com - Página 124


mucho rato… Cuando aún no había concluido estaba a punto de dormirme.
—Capote d’une anguille —murmuró De Grandin con bastante acritud—. ¿Por
qué se empeña en tomar al buen Dios por un idiota? Alguien debería decirle que esos
dos hombres no nos han dejado sin más, sino que han sido asesinados… ¿O es que se
cree que le bon Dieu aún no sabe lo que conoce todo el mundo en Harrisonville?
Bueno, a ver si dice amén de una vez por todas… Me duele el cuello y quiero salir a
respirar un poco.
—Chist… —le ordené que callara, al tiempo que le daba un leve golpe con el
codo en las costillas—. ¡No sea usted irreverente, hombre!
—Mordieu, soy algo más que eso, soy impaciente, querido —me dijo al oído a la
vez que alzaba su sombrero para que nadie le viera hablarme, mientras el oficiante
seguía con su exhibición poética—. ¿Ajá? ¿Y eso? —le oí entonces que decía para sí
mientras volvía la cabeza hacia el lado contrario al mío y me pareció que se fijaba en
alguien que estaba más allá, o en algo.
Cuando al fin concluyó el interminable oficio y comenzaban a desfilar los
asistentes después de que los féretros fueron depositados en los furgones fúnebres,
mientras un par de personas comenzaban a devolver al salón de la casa su aspecto de
siempre, De Grandin llamó mi atención en el hall.
—Mire qué pieza, amigo mío —era un mueble, una especie de cómoda lacada en
color bermellón—. ¿No le parece precioso? Y eso de ahí también —y señaló otro
mueble bajo, un adorno, que a mí se me antojó una especie de caparazón de tortuga
—. ¡Auténticas obras de arte, querido Trowbridge!
Tomé aquello por una excentricidad improcedente.
—¿Le parece apropiado hacer un inventario de los muebles de la casa, por muy
artísticos que sean, en un momento así? —le dije bastante molesto.
—Uno no puede dejar de observar cosas así de extraordinarias —dijo como si
ignorase lo incómodo que me encontraba—. Eso, y alguna otra cosa —dijo señalando
discretamente a una sirvienta que comenzaba a barrer—. Señora, por favor —se
dirigió entonces a ella—. ¿Podría decirme desde cuándo están en la casa estos
muebles?
La sirvienta, una mujer de algo más que mediana edad, pareció sorprendida por la
pregunta de Jules de Grandin y le echó una mirada que me atrevo a calificar como
una de esas que se les dedican a los locos… Él, sin embargo, le devolvió una sonrisa
de lo más gentil, que la obligó a bajar los ojos.
—Sí, señor —respondió la sirvienta—. Mr. Carlin, quiero decir Mr. Pancoast, a
quien Dios tenga en su gloria, trajo estos muebles cuando volvió de la India… Trajo
otros más, pero los vendió; sólo se quedó con éstos, según me dijeron.
—Así que Monsieur Pancoast solía viajar…
—Bueno, no sé mucho de eso, señor… Yo sólo limpio, como puede ver, y eso
parece que fue hace mucho tiempo… Yo sólo llevo aquí veinte años y el señor, según
parece, viajaba antes de que yo llegase a esta casa, por lo que me dijo Mrs. Hussy, la

www.lectulandia.com - Página 125


cocinera, que llevaba mucho tiempo en el servicio, desde mucho antes de que yo
ingresara en la casa.
—Bien, muy bien —dijo pensativo De Grandin mientras ponía un billete en la
mano de la sirvienta—. ¿Y por una feliz casualidad podría decirnos usted dónde sería
posible encontrar a esa reina de las cocinas, a Madame… ¿Hussé?
—Sí, señor, sí puedo… Vive en una casita en Bellefield, que se compró con el
retiro…
—¿El qué?
—El retiro, señor, el dinero… Se la compró cuando dejó el servicio… Tiene más
de ochenta años.
—Parbleu, entonces tenemos que darnos prisa, amigo mío, a esas edades… —me
dijo y salimos a la calle—. Puede que encontremos algo, o puede que no; todo
depende de cómo esté de memoria esa Madame Hussé, y de cómo se exprese… En
cualquier caso, quizás sea mejor que no me espere usted para cenar.

Mejor no haberlo esperado para la cena, desde luego. Llegó bastante más tarde,
con una amplia sonrisa y ese brillo especial de sus pequeños ojos azules cuando
descubría algo.
—¿Está con usted el buen Costello? —me preguntó mientras miraba por todas
partes, buscando al sargento detective irlandés.
—Aún no ha llegado, aunque… —el timbre de la puerta interrumpió mis palabras
y poco después entraba en mi casa aquel hombre alto, que ante la alegre sonrisa del
doctor De Grandin lo interrogó alzando las cejas.
—¿Y bien, doctor De Grandin? —dijo—. Me parece que tiene usted algo bueno
que decirnos, ¿a que sí? Seguro que se guarda una carta en la manga, lo veo en sus
ojos…
—Pues sí, querido amigo, tiene usted razón —respondió De Grandin, siempre
sonriente—. ¿No le había dicho que lo peor era no hallar un móvil para los crímenes?
Pues bien, escuche… Esta tarde, durante el funeral celebrado en casa de los Pancoast,
vi un par de muebles de esos que ni siquiera se pueden contemplar en los museos…
Jules de Grandin ha viajado mucho y por eso sabe lo que sabe… Se trata de unos
muebles difíciles de encontrar en América porque valen en oro lo que pesan, y
también, y espero sepan disculparme ustedes por lo que digo, amigos míos, porque
ustedes, los americanos, no poseen la educación necesaria como para valorar ciertas
piezas… Sólo, quizás, quienes hayan vivido largo tiempo en Oriente podrían apreciar
tanta belleza e intentar por todos los medios traérsela a casa. Bien, pues he tenido una
entrevista con cierta anciana gárrula, que al fin, cuando pude hacerme entender por
ella, me contó que Monsieur Pancoast compró esas piezas únicas en la India… Esa
pobre anciana, Madame Hussé, me ha contado infinidad de cosas interesantes,
caballeros.
»Por ejemplo, me contó que Monsieur Pancoast, en sus días de juventud, estudió

www.lectulandia.com - Página 126


para clérigo, y que como tal viajó a la India para luego predicar la palabra de Dios allí
y en Birmania. Según ella, aquello la dejó muy sorprendida, pues el entonces joven
Pancoast era lo que se dice un chico alegre, amante de la juerga y bastante
irresponsable… Según parece, su carácter turbulento y apasionado no casaba muy
bien con el color negro del traje de ministro de Dios.
»Eh bien, puede que el entonces joven Monsieur Pancoast no viese la luz, pero
desde luego sí se dejó deslumbrar por unas cuantas cosas de las que contempló en la
India; quiere eso decir que no mostró mayor resistencia a las tentaciones que le hizo
el Maligno, por mucho que vistiera de clerygman…
»De lo que hizo por Oriente, no sabe mucho esta anciana; sí recuerda
perfectamente que un buen día regresó a casa, y no precisamente con los bolsillos
vacíos, para sorpresa de todo el mundo. Colgó el clerygman de inmediato y se dedicó
a los negocios, con bastante éxito, como sabemos… Un éxito muy rápido. Parece que
todo cuanto tocaba se convertía en oro. No le fue difícil, por ello, desposar a
Mademoiselle Griggsby, joven de una de las mejores familias de la ciudad, hija de un
caballero de tan buen nombre como fortuna. Ella le dijo un hijo, Harold… ¿No
comienza a colegir lo suficiente, sargento, como para elaborar una hipótesis?
—¿Porque se casó con la hija de Mr. Griggsby y tuvieron un hijo llamado
Harold? —dijo Costello con cierto sarcasmo—. Pues no, señor, la verdad es que no
veo que eso pueda empezar a explicarme los crímenes…
—Zut! —exclamó De Grandin—. Todo el mundo tiene derecho a ser estúpido,
pero usted está abusando de ese privilegio, amigo mío —le soltó el menudo francés,
con no menor sarcasmo—. Supongo que sabe usted algo acerca de Oriente… Bueno,
le recordaré unos versos de Monsieur Kipling:

«En algunos lugares al Oriente de Suez,


donde lo mejor es como lo peor,
y donde no rigen los Diez Mandamientos…»

—¿Qué? —prosiguió De Grandin—. ¿Empieza a ver algo? Pues allí, amigo mío,
en Birmania, donde lo peor es como lo mejor, los roles y costumbres del hombre
blanco caen rotos ante el contacto inmediato con la vida. O si lo prefiere, el santo se
convierte en pecador apenas acaba de llegar. Allí, amigos míos, los hombres no son
mejores que los demonios, y las mujeres… Pero consideremos que es habitual morir
de hambre y sed en aquellas tierras, por lo que quizás no cabe exigir a sus moradores
decencia… Sí, queridos, cosas muy extrañas suceden en Oriente… Las leyes de los
hombres pueden intentar cambiar las cosas, pero imperan las leyes de los dioses. El
hombre más respetable en su casa no duda en andar por ahí con mujerzuelas que
llevan en la piel el beso del sol, y llenarlas de oro, para volver a su casa después
como si nada hubiera pasado. Pancoast no hizo en Birmania lo que se espera de un
ministro. Un sacerdote latino, o uno griego, o incluso un anglicano, difícilmente

www.lectulandia.com - Página 127


hubiera consumado ciertos actos, al menos vistiendo sus sagrados hábitos. Pero un
clérigo protestante bien puede dedicarse a cualesquiera negocios vestido con su
clerygman. Pancoast lo hizo. Y a su vuelta, puede que llevado del peso de su
conciencia, confesó todos sus pecados a Madame Hussé, sabedor de que ella le
guardaría el secreto de sus confidencias. Le conocía desde muy niño y lo quería.
Bien, ¿qué significa todo esto?
—Bueno, señor —comenzó a decir Costello, dubitativo—. Sé que habla usted de
Oriente… Yo serví en el ejército, en las Filipinas, y vi que en efecto muchos hombres
de los nuestros eran capaces de cometer allí actos inmorales que aquí jamás habrían
hecho… Pero no sé si el mismo sol que cae sobre Birmania es el que calienta en las
Filipinas… Creo que intuyo algo, pero no tengo las ideas muy claras.
—Hay un amigo de Monsieur Pancoast, un amigo de sus días de niñez y
juventud, con el que se asoció para unos negocios a su regreso de la India —siguió
diciendo De Grandin—… Creo que, por suerte, usted le conoce, se llama Dalky, y
estuvo asociado a Pancoast mucho tiempo, hasta hace diez años. Tuvieron una fuerte
discusión y rompieron. Cada uno siguió por su lado… Quizás este Monsieur Dalky…
El estridente timbre del teléfono interrumpió a De Grandin.
—Preguntan por usted —dije a Costello después de atender la llamada.
—¿Sí? Sí, claro… Seguro, sí, aquí… ¿Y cómo, señor? De acuerdo, voy para allá.
Colgó el auricular y nos dijo:
—Caballeros, creo que tenemos más trabajo y no hay tiempo que perder…
Mientras nosotros estábamos aquí sentados, charlando tranquilamente como tres
tontos que no tienen nada más que hacer, se ha cometido otro crimen… Han
asesinado a la señora Pancoast… Sí, señores, se la han cargado también a ella… Que
Dios nos ayude e ilumine… Han matado a toda la familia… Señores, creo que
tenemos que meter las narices definitivamente en este asunto.

3.- MENSAJE EN UNA TARJETA

La sirvienta con la que había hablado De Grandin después del funeral nos recibió
en el hall de la misma casa en cuanto llegamos.
—No, señor —respondía invariablemente a las preguntas que le hacía Costello—,
la verdad es que no puedo responder a eso, no lo sé… Mrs. Pancoast volvió del
cementerio muy abatida, en un estado lamentable; no es que llorase, ni siquiera
hablaba, pero se la veía… ya sabe, como quien está a punto de derrumbarse… Creo
que sólo la oí hablar una vez… Nada más llegar, subió a su habitación y se dejó caer
sobre la cama; yo, que la había seguido, salí discretamente…
»Sobre las cuatro de la tarde subí de nuevo, llevándole una taza de té pues pensé
que le haría bien. La encontré de pie, mirando fijamente una foto de Mr. Harold
vestido con su uniforme, una foto que tiene enmarcada en la pared de la habitación.

www.lectulandia.com - Página 128


Es una foto muy grande, señor, casi de tamaño natural. Yo había entrado en la
habitación sin llamar a la puerta, pues no quería despertarla si dormía, y oí que decía:
“¡Pobre hijo mío, pobre niño mío!”, nada más que eso, señor… Lo decía en voz baja,
con mucho sentimiento… Pero no lloraba ni gritaba… Entonces, al verme me dijo:
“Muchas gracias, Jane, déjelo en la mesa, por favor”, y se volvió a tumbar en la
cama, de la que no había retirado la colcha. A pesar de estar tan abatida, parecía en
calma, como siempre… Pero puedo asegurarle que noté cómo le palpitaba el corazón,
se lo veía en el pecho.
»Tampoco bajó a cenar, por lo que volví a subir a su habitación para llevarle una
tostada y huevos… No se había tomado el té, que seguía sobre la mesa,
completamente frío, señor… No había tomado ni un sorbo… Me dio las gracias por
llevarle algo para cenar, me dijo también que dejara el servicio sobre la mesa, y me
fui… Eran poco más de las nueve de la noche, cuando vino a preguntar por ella esa
joven…
—¿Cómo? ¿Qué joven? Hable, por favor, eso puede ser interesante… ¿Podría
describirla? —dijo De Grandin.
—No estoy segura de describirla bien, señor —respondió la sirvienta—. No era
muy alta, pero tampoco lo que entendemos por baja… Era de mediana estatura,
vamos… Y más delgada que gorda. Su pelo, hasta donde pude ver, era oscuro, quizás
negro, o no, más bien castaño oscuro, no sé… Pero sí me di cuenta de que era muy
blanca; quizás, más que blanca, es que estaba muy pálida… Supongo que para
ustedes sería una mujer bonita… Tenía una forma de expresarse, unos gestos, así,
¿cómo decirlo? Elegantes, un poco raros, eso es… Pensé, señor, bueno, ya sabe cómo
son los jóvenes de hoy, que organizan esas fiestas para burlar la ley seca y beber…
Bueno, pues me pareció que esa joven era del tipo de las que van a esas fiestas… No
es que oliera a alcohol, ¿sabe? Nada de eso… Pero tuve la completa seguridad de que
había bebido mucho… Claro que quizás no pudiera notarle el olor a alcohol porque
olía a perfume caro…
»Me preguntó por Mrs. Pancoast, y cuando le dije que quizás no estuviera en
disposición de recibir a nadie, me dijo que era necesario que la viese, que se trataba
de algo muy urgente… Me dijo que Mrs. Pancoast seguro que la recibía, si le
entregaba la tarjeta que me dio… Entonces sacó de su bolso un pequeño sobre con
una tarjeta, no exactamente una tarjeta de visita, sino algo más grande, y la tomé en
mis manos aunque no sabía muy bien qué hacer con aquello.
»Tras dudar un poco, subí. Mrs. Pancoast al principio no quiso recibirla, me dijo
que echara de casa a esa joven… Pero en cuanto leyó la tarjeta, cambió por completo.
Pareció nerviosa, incluso de mal humor… Entonces me pidió que la hiciera subir.
»Estuvieron hablando allí, en la habitación de la señora, por lo menos quince
minutos… Después bajaron las dos, la joven con sus ojos azules llorosos y Mrs.
Pancoast con una expresión que me pareció de temor… Estaba más alterada que en
ningún otro momento… Es más, nunca la había visto así en los veinte años que llevo

www.lectulandia.com - Página 129


en la casa… Noté que temblaba, incluso que le fallaban las piernas al caminar,
señor… Luego vi que se subían en el taxi y…
—¿Que tomaron un taxi, dice usted? ¿Y quién lo llamó? —preguntó Costello.
—¿No le había dicho que esa joven llegó en un taxi?
—Pues no, señora; lo recordaría muy bien, se lo aseguro… En fin, eso quiere
decir que la joven llegó en un taxi, y que el taxi se quedó esperando…
—Sí, señor, así fue… El taxi se quedó esperando…
—Supongo que no tomaría usted nota de la matrícula…
—No, señor, no lo hice, pero…
—¿Y era un taxi amarillo, azul, o…?
—No lo recuerdo… Bueno, es que en realidad no sé si era un taxi, señor… Me ha
dado por decir ahora que ese coche era un taxi, pero la verdad es que no estoy
segura… Era oscuro… Sí, de algún color oscuro, y…
—Y tenía cuatro ruedas con sus correspondientes tapacubos, supongo… Bueno,
no se preocupe, señora —trató de tranquilizarla Costello—, que nos está sirviendo de
mucha ayuda… Olvide lo de ese coche y díganos qué ocurrió después.
—Nada, señor… Se fueron y yo volví a mis cosas, a mi trabajo… Subí a la
habitación de la señora y retiré el servicio con la cena, que Mrs. Pancoast no había ni
tocado. Bajé las escaleras y…
—¡Por Santa Brígida! —se impacientó Costello—. ¿Podría ir usted al grano,
señora? Sabemos que es usted una buena mujer, y que por ello cumple perfectamente
con sus obligaciones, entre las que se cuentan poner la cena y retirarla… Vale…
Ahora trate, por favor, de decirnos cómo, cuándo y de qué manera encontró sin vida a
Mrs. Pancoast, por favor.
La mujer lo miró ahora muy enojada.
—Eso era precisamente lo que iba a decirle —respondió cortante—. Bajaba con
el servicio para lavar los platos que había subido a Mrs. Pancoast, iba a dirigirme ya
al sótano, donde está la cocina, cuando oí el timbre de la puerta trasera de la casa, la
puerta de servicio, ya sabe… Fui a abrir, pues la cocinera ya se había marchado, y
entonces… ¡Dios mío! ¡Pobre María! ¡Fue espantoso!
»Allí estaba, señores, en el suelo, al pie de los tres escalones que llevan hasta la
puerta… Y había un gran charco de sangre en esos escalones y en el suelo, donde
estaba la señora. Por suerte no perdí los nervios y acerté a telefonear a la funeraria
para que viniese… Les aseguro que jamás podré volver a pisar esos escalones, nunca
volveré a salir por esa puerta.
—¡Por todos los cientos de miles de diablos azules! —dijo De Grandin
masticando las palabras—. ¿Quiere decir que los de la funeraria decidieron levantar
el cadáver antes de que pudiéramos verlo nosotros?
—Sí, señor, así fue… Yo sé bien que eso no se debe hacer… Llamé a la funeraria
porque fue lo primero que se me ocurrió…
—¡Claro, qué bien! —dijo molesto Costello—. Supongo que alguna vez habrá

www.lectulandia.com - Página 130


oído hablar usted de que la ciudad paga a los policías precisamente para que se hagan
cargo de este tipo de investigaciones… Para que se hagan cargo de los casos de
asesinato, vamos… Bueno, llamó usted a la funeraria y ellos decidieron qué había
que hacer, sin tener en cuenta que… ¡Ya da igual!
La mujer volvió a mirar furiosa a Costello.
—La ciudad paga a los policías para que capturen a los asesinos —dijo—, no para
que los dejen sueltos por ahí… ¿Sabe usted quién mato a Mr. Carlin? ¡No! ¿Sabe
usted quién mató a Mr. Harold? ¡No! ¿Sabe usted quién mató a la pobre e inocente
Mrs. Pancoast? ¡No! Así que no me haga reír, señor, que no estoy para risas… Usted
no coge ni un resfriado en un día de lluvia… ¡Como para coger a quienes mataron a
esta pobre gente! Usted y sus amigos no hacen más que hablar y hablar… Y
preguntar y preguntar —se rió sarcásticamente—. O sea, que a usted le hubiera
gustado que la pobre señora estuviese ahí tirada un montón de tiempo, para tomar
huellas, ¿eh? ¿Y qué? ¡Toda la policía de Harrisonville no ha sido capaz de evitar tres
crímenes seguidos!
—Tiens, amigo mío, esto puede que no sea muy instructivo, pero no deja de ser
interesante —dijo De Grandin a Costello, y añadió dirigiéndose ahora a la sirvienta
—: Tiene usted razón en sus apreciaciones, señora, pero admita que debió llamar
también a la policía, no sólo a la funeraria… Por lo demás, Mademoiselle —trató de
ser lisonjero ahora—, incluso yo podría suscribir alguna de las críticas que nos ha
hecho… Pero sigamos trabajando en lo que nos compete —dijo dirigiéndose de
nuevo a Costello—. No por mucho lamentarse se recoge la leche vertida… Inspector,
subamos a la habitación de Madame Pancoast… Quizás encontremos algo de interés.

Un excelente fuego en la chimenea hacía que el ambiente fuera el más grato en la


habitación —que en realidad era una especie de estudio— de María Pancoast; fotos
enmarcadas y retratos de familia en las paredes. Cortinas exquisitas y visillos
impecables en las ventanas. Una mirada a la mesa de caoba no mostraba nada de
aparente interés. En un revistero había papeles y cuadernos; el escritorio de estilo
colonial, situado entre las ventanas, tampoco mostraba nada de interés. Ni una agenda
abierta, ni una tarjeta de visita sobre su verde tafilete…
—Voilà, amigos míos, creo que ahí está lo que buscábamos —dijo De Grandin
acercándose muy lentamente a la chimenea y acuclillándose ante el fuego, como si
quisiera ver algo entre las llamas—. Tengo la completa seguridad de que lo que podía
sernos de mayor interés ha ardido aquí… Alguien tuvo la precaución de quemarlo.
No obstante, pidió con un gesto a Costello que le acercara unos atizadores que
había a un lado de la chimenea. Cuidadosamente, como si fuese un alquimista, tomó
con ellos un trocito de cartulina entre gris y negra, pero aún consistente, que procedió
a examinar con gran detenimiento.
—Prie Dieu, menos mal que esta mujer escribe con tinta —dijo mientras llevaba
cuidadosamente hacia la mesa lo que había sacado de las llamas, y lo depositaba en

www.lectulandia.com - Página 131


una hoja en blanco que Costello se apresuró a poner allí.
Pidió a la sirvienta más luz, y la mujer le subió de inmediato dos lámparas
eléctricas de mesa. Mientras, sacó del bolsillo interior de su chaqueta unas finísimas
pinzas de orfebre y una pequeña lupa de las que usan los relojeros, que se puso en el
ojo derecho.
Con un cuidado extraordinario, como si temiera que su propia respiración pudiese
echar a perder aquello que examinaba, parecía calibrar el valor de una auténtica
reliquia.
—M-i-s-s-A-l-l —comenzó a deletrear lentamente aquella cartulina prácticamente
quemada—. Imposible, señores… El fuego ha borrado lo que estaba escrito, al menos
lo que venía después… Lo que sí está claro es que esa mujer escribió su mensaje con
tinta… Observen los pigmentos metálicos que se aprecian… Si lo hubiera escrito con
lápiz, sin embargo, habría sido peor, entonces no tendríamos nada de nada…
Veamos…
Estuvo varios minutos en silencio, examinando de nuevo aquello con sus
pequeños instrumentos de precisión, bajo la luz de las lámparas de mesa que le había
subido Jane. Después, con gran paciencia y sin que le temblase el pulso, tomó aquel
pedacito de cartulina con sus pinzas, lo sostuvo en el aire, y mojándose los dedos en
el agua de un vaso dejó caer con gran precisión una gota. La cartulina, o lo que
quedaba de ella, tembló al recibir la gota como si fuese una auténtica tortura para su
fragilidad. Repitió la misma operación dos veces más, haciendo mayor presión con
sus pinzas allá donde dejaba caer las gotas de agua. Vimos que, en efecto, la
superficie quemada de la tarjeta ganaba volumen y que el papel se resquebrajaba en
parte.
—¡Ajá! —exclamó exultante De Grandin—. No hay duda, caballeros… Por
suerte el mensaje estaba escrito con tinta… ¡Gracias a Dios!
De nuevo se ajustó la lupa de relojero y comenzó a deletrear lentamente:
—Lp-ho-ban-so… ¡Dios mío, pero qué fácil! ¡Si es como hacer palabras con una
sopa de letras! Ha sido en vano que alguien quisiera quemar esta prueba, amigos…
Aquí tenemos una evidencia concreta; aquí tenemos, ni más ni menos, el móvil al
menos de un crimen, el que segó la vida de la pobre Madame Pancoast… ¿Lo ven?
Nos miró con ojos brillantes.
—Yo no veo nada —le dije.
—Ni yo —apuntó Costello.
—Mordieu… ¡Al final tendré que meterlos en un colegio, tontos, parecen dos
niños! A ver, consideremos los antecedentes: una mujer joven viene a visitar a la
pobre Madame Pancoast, apenas cuatro horas después de que haya enterrado a su
esposo y a su hijo, muertos ambos en circunstancias terribles… ¿Sería normal que en
esos momentos la señora quisiera recibir visitas? Evidentemente, no… Mademoiselle
Jane, la sirvienta, creyó que no la recibiría, con toda razón. Pero Madame Pancoast
decidió entrevistarse con la extraña. ¿Por qué? Pues evidentemente por algo que la

www.lectulandia.com - Página 132


joven escribió en su tarjeta de presentación. Ahora bien, ¿qué pudo mover a una
dama con el corazón destrozado por una tragedia familiar, no sólo a verla sino a salir
con esa extraña de su casa? Amigos míos, la respuesta salta a la vista… Miren, en las
pocas letras de este mensaje quemado que he conseguido descifrar hay dos
inequívocas: lp… Añadámosles otras dos letras y obtendremos una palabra que es una
excelente hipótesis, una magnífica premisa de trabajo: help. N’est-ce-pas? Creo
sinceramente que no yerro… Y no lo digo más que por una constatación… Si a esto
añadimos la sopa de letras que he conseguido reconocer en este trocito de cartulina,
sale lo siguiente: help… who… husband… son[53]… Ya sé que la oración no es
perfecta, pero tampoco hace falta mucha imaginación para descifrar el mensaje,
señores… Hay un tal quien que podría ofrecer información, es decir, prestar auxilio
para el esclarecimiento del asesinato del esposo y del hijo de Madame Pancoast.
¿Qué otra cosa podría haber convencido a la señora para abandonar su casa en
compañía de una extraña?
»Madame Pancoast —se volvió hacia un gran retrato de la dama que había en la
pared y abrió los brazos De Grandin mientras le dedicaba una cortés reverencia—, su
sacrificio no ha sido en vano. Aunque ese villano que también ha segado su vida no
lo sepa, descuide usted, que Jules de Grandin se encargará de darle su merecido…
¡Se lo prometo, Madame!
Hizo una pausa, como embargado, y luego nos dijo:
—¡Pongámonos en marcha, caballeros!
—¿Para ir a…? —preguntamos a dúo Costello y yo.
—Para ir a ver a Monsieur Dalky, por supuesto… Creo que podrá ayudarnos…
Sólo espero que no sea demasiado tarde… Allez-vous-en!

4.- LA AMENAZA

—No, señor, Mr. Dalky no está aquí —dijo el mayordomo para responder a la
impaciente pregunta del doctor De Grandin—. Ha salido hace unos quince o veinte
minutos, y… no, señor, Mr. Dalky no me comunicó adónde iba, no tiene por qué
hacerlo —las maneras tan dignas y casi aristocráticas del mayordomo hicieron
cambiar el tono a De Grandin.
—Dix mille moustiques… ¿Cómo podríamos saber por dónde anda Monsieur
Dalky? —dijo el francés—. Se trata de un asunto de capital importancia, caballero…
Si pudiera aventurar usted al menos…
—Realmente no puedo, señor, es que no lo sé ni me lo imagino —volvió a decir
aquel mayordomo con pinta de experimentado sumiller, disponiéndose a cerrar ya la
puerta.
—Escucha, muchacho —le soltó entonces Costello, con menos contemplaciones
y metiendo rápidamente el pie para evitar que cerrase la puerta—. ¿Ves esto,

www.lectulandia.com - Página 133


amiguito? —le mostró su placa—. Muy bien, pues ahora nos vas a decir dónde
diablos está Dalky, y además me lo vas a decir rápidamente y sin mentirme, ¿verdad
que sí, muchachito?
El mayordomo comprendió que no tenía otra alternativa.
—Se lo preguntaré a la señora Dalky, señor… —comenzó a decir.
—Tranquilo, no te vayas de mi vista —lo atajó Costello—. Mira, mejor nos llevas
ante Mrs. Dalky y yo se lo pregunto, ¿vale?
El mayordomo nos hizo pasar y nos condujo al salón en el que se hallaba Mrs.
Dalky, que leía plácidamente el New Yorker.
—Mil perdones, Madame —se disculpó De Grandin—, pero tenemos necesidad
urgente de hablar con su esposo, Monsieur Dalky, acerca de las trágicas muertes de
Monsieur Pancoast y…
—¡Mr. Pancoast! —exclamó la señora soltando la revista—. Precisamente para
recabar noticias sobre lo ocurrido ha salido Herbert de casa.
—¡Por mil monos locos! —exclamó De Grandin, si bien trató de contenerse, lo
noté por su manera de respirar—. ¿Y adónde ha ido, Madame? Es importante que lo
sepamos.
—Mire, caballero… Estábamos los dos aquí, sentados tranquilamente, leyendo
ambos —comenzó a decir Mrs. Dalky—, cuando sonó el teléfono. Alguien quería
hablar con mi esposo sobre lo sucedido, en privado… Quiero decir, sobre los
asesinatos de Mr. Pancoast y su hijo. Me dio la impresión, por lo que Herbert me
contó de pasada, de que se trataba de alguien que quería comunicarle alguna novedad
al respecto antes de dirigirse ambos a la policía. Mi marido pidió a esa persona que
viniera a casa, para hablar tranquilamente y en privado, pero quien fuese le dijo que
no había tiempo que perder, que tenían que actuar cuanto antes pues podrían suceder
nuevos asesinatos, así que se citaron en la confluencia de las calles Tunlaw y
Emerson, en veinte minutos… Desde allí, según me dijo mi esposo, irían
directamente a la policía, así que…
—Perdone, Madame, tenemos que irnos —dijo De Grandin, y tomando a Costello
de una mano, y a mí de la otra, nos sacó de allí a toda prisa.
—Corramos, volemos, lo que haga falta, amigos míos —nos dijo bastante
nervioso—. Quizás nos queden cinco minutos para evitar otro crimen… Vayamos
como un rayo hasta la confluencia de las calles Tunlaw y Emerson, por favor.

Vimos de camino las luces de una ambulancia municipal, acompañadas del ulular
de su sirena. Vimos más luces, de los coches de los policías, en la esquina de ambas
calles. Vimos también que comenzaba a congregarse en la acera una buena cantidad
de curiosos.
—Sí, sargento, es horrible —dijo el agente que montaba guardia junto al hombre
caído en la acera—. Nunca había visto nada igual, échele un vistazo.
Se agachó para levantar la manta que habían echado sobre el cadáver de Mr.

www.lectulandia.com - Página 134


Dalky y casi vomito al verlo… La parte izquierda de la cabeza de aquel hombre
prácticamente no existía, como si se la hubieran segado. Ni que decir tiene que, junto
al cuerpo, además de un charco de sangre enorme se veía una gran parte de la masa
encefálica de su cerebro.
—Creo que no necesitamos ya sus servicios —dijo Costello al médico de la
ambulancia, que había conseguido llegar hasta el cadáver abriéndose paso entre la
multitud de curiosos—. Será mejor que venga el furgón de la morgue.
—¿Tiene una idea aproximada de lo que ha pasado? —preguntó el sargento
Costello al agente.
—Bueno, señor, la verdad es que fue todo tan rápido que no podría decírselo —
respondió el agente—. El caso es que yo hacía mi ronda por la acera y pasé una vez
junto a este hombre, que estaba de pie aquí mismo, como si esperase a alguien, dando
pasitos cortos por la esquina… Y de repente, un coche, señor, que aparece a toda
velocidad por la esquina, y me vuelvo al oírlo, y cuando el coche se aleja ya sin
darme tiempo de retener siquiera unos números de su matrícula, veo a este hombre
tirado en la esquina, sobre la acera, y que le falta la mitad de la cabeza —dijo el
agente de la policía haciendo un gesto significativo con su mano, como si se
desprendiera de la mitad de su cabeza—. Puede que ese coche se lo llevara por
delante y que una de las ruedas le aplastase la mitad de la cabeza… Pero también,
sargento, puede que alguien que iba en ese coche lo golpease con algo que podría ser
una espada; tengo la sensación de haber visto brillar algo, como un flash, aunque no
estoy muy seguro, todo fue muy rápido…
—Bien, mon vieux— dijo De Grandin—. ¿Podría concentrarse en esa visión
momentánea, como de un flash, que tuvo del coche, por favor?
—Es difícil, señor, pero lo intentaré… En cualquier caso, no digo que lo vi, sino
que me pareció ver algo así…
—Très bien, adelante, lo escuchamos…
—Bueno, señor… No crea que soy un imbécil, si no logro explicarme bien…
Tengo la impresión de que del lado de las ventanillas del coche que pasaban a la
altura de la acera, salió un brillo largo, como la hoja de una espada… Y está claro que
a este hombre no le han hecho precisamente una foto con flash, ¿no? Quiero decir,
señor, que tuve esa impresión de un brillo metálico… Fue un poco como esas escenas
rápidas que se ven en el cine… No puedo asegurar que lo golpearan, ya les digo,
pero… mi impresión es que…
—¿Recuerda al menos cómo era el coche? —preguntó Costello.
—Parecía un taxi, sargento… Uno de esos taxis nuevos que hay ahora, oscuros,
que tienen una banda roja y tapacubos dorados en las ruedas, ya sabe… Pero la
verdad es que nunca he visto a uno de esos taxis ir a tanta velocidad. Fue visto y no
visto, desapareció casi al tiempo que aparecía… Tengo buena vista, señor, créame…
Quizás cometí el fallo de fijarme más en este pobre hombre, para tratar de
comprender lo que le pasaba, que en ese coche…

www.lectulandia.com - Página 135


—Muy bien, dígale lo mismo que nos ha contado al juez y al forense cuando
vengan a levantar el cadáver —le ordenó Costello—. ¿Quiere hacer más preguntas,
doctor De Grandin?
—Creo que no —dijo el médico francés—. Pero, si me lo permite, le sugeriría
que pusiera una vigilancia discreta alrededor de la casa de Madame Dalky… Y sería
necesario igualmente alertar a su servidumbre, que no le pasen a esa dama ninguna
llamada telefónica. ¿Lo hará?
—Lo intentaré, señor… Aunque puede que Mrs. Dalky se moleste si descubre
que la vigilamos… Podría entender que la consideramos culpable de asesinato,
¿comprende? Y tampoco podemos prohibirle que salga de su casa cuando le venga en
gana… Habrá que hacerlo todo muy discretamente… La verdad, doctor, este asunto
me tiene bastante quemado… Y me duele personalmente, desde un punto de vista
profesional… Justo cuando pretendíamos proteger a este pobre hombre, y van y… lo
asesinan también… ¡Para qué demonios tendría que aceptar salir de su casa! ¡Si
hubiéramos llegado a tiempo de verle!
—No lo piense más, sargento —le dijo De Grandin—. Está claro que salió de su
casa porque quiso, porque alguien le convenció de ello con argumentos
incontestables… Lo que es evidente es que el asesino siempre se nos adelanta…
Habría que pensar cómo consigue hacerlo… Si pudiéramos anticiparnos por una
vez…
—¿Qué le hace pensar que la siguiente víctima vaya a ser Mrs. Dalky? —
preguntó Costello mientras nos dirigíamos en coche hacia la residencia de Mrs. Dalky
para comunicarle que acababa de quedarse viuda.
—Es una intuición, que acaso me venga de algo que observé en el funeral de los
Pancoast —respondió De Grandin—. Mientras hablaba el clérigo, giré la cabeza un
momento hacia la ventana, para cerciorarme de que estaba abierta ya que hacía
mucho calor y el ambiente era irrespirable, y justo entonces vi algo de manera fugaz;
me pareció que una mano arrojaba un papelito a los pies de Mr. Dalky, que estaba allí
cerca. No pareció darse cuenta en un primer momento, pero luego observé que lo
recogía del suelo y se lo guardaba.
»Ahora lamento mi negligencia, caballeros… Dadas las circunstancias —
prosiguió De Grandin—, tenía que haberme acercado a él una vez concluida la
ceremonia, para tratar de obtener información sobre lo que había visto. Ahora me
parece evidente que aquello era una nota. Pero entonces, aunque llamó mi atención el
hecho, no supe atar los cabos necesarios, fui incapaz de adelantarme a los
acontecimientos… Un fallo imperdonable por mi parte, amigos míos, les confieso mi
tristeza… Y eso que me decía que había que tener los ojos bien abiertos para tratar de
descubrir el menor indicio, la pista más oculta y hasta improbable… No fue basta que
pude entrevistarme con la anciana Madame Hussé cuando comencé a atar esos cabos
que se me habían escapado. No obstante, tampoco tuve la sensación entonces de que
corriera peligro el pobre Monsieur Dalky… Al fin y al cabo, nunca había estado en la

www.lectulandia.com - Página 136


India; se asoció a Monsieur Pancoast cuando éste regresó de allí… Sólo comencé a
alarmarme cuando mataron a quien probablemente sea la víctima más inocente de
todos estos crímenes, la pobre Madame Pancoast. Entonces temí por Monsieur Dalky.
Bien, fuimos a su casa… y… bueno, lo hicimos tarde… hélas.
Se hizo un gran silencio durante unos segundos; sólo se escuchaba el motor del
automóvil. Al fin nos sacó Jules de Grandin de nuestras abstracciones:
—Lo que acabamos de ver, señores, confirma mis sospechas.
—¿Umm? —casi gruñó Costello.
—Sí, precisamente, creo que no hay que darle más vueltas… Ese machete
curvo… ¿lo conoce?
—Me temo que no… —dijo Costello.
—Bien, yo sí… He practicado con él en alguna ocasión, y le aseguro que requiere
de un auténtico arte para hacerlo… Lo llaman Couteau de table du diable, el cuchillo
de la mesa del Diablo… Se parece al bolo filipino, aunque es algo más grande y tiene
curva; no la de un sable, pero sí una curvatura bastante afilada; si se arroja con
destreza, su vuelo puede ser mortífero; es un machete corto pero diabólico. Es el
arma favorita de los dakait[54], una hermandad de fanáticos… Lo arrojan con una
destreza tal, y con una velocidad tan impresionante, que parece describir la
trayectoria de un rayo horizontal… De ahí el brillo, ese flash, ese fogonazo blanco
del que nos habló el agente… Ese machete, amigos míos, es capaz de partir un trozo
de hierro, y hasta… un cráneo humano; los dakait suelen lanzarlo atado a una fina
cuerda, para recuperar su arma una vez cometido el crimen y no dejar huellas… Esté
usted seguro, amigo Trowbridge, de que ese dichoso cuchillito puede despegarle a un
hombre la cabeza de la espina dorsal como si nada… ¿Sabe a qué me refiero?
—Dice usted que fue con ese machete con lo que…
—Précisément… Ni más ni menos. Tuve mis primeras sospechas cuando vi el
cadáver del joven Pancoast, pero también es cierto que podía haber sido asesinado
con cualquier otro tipo de arma, o de herramienta, por ejemplo con una hoz… Pero en
cuanto vi lo que le habían hecho al pobre Monsieur Dalky, cuando vi cómo le habían
seccionado la mitad de la cara… ya no me cupieron dudas… Mis recuerdos me
llevaron entonces a Birmania; y mis recuerdos de Birmania me llevaron de inmediato
a esa maldita secta asesina de los dakait, los temibles lanzadores de machete,
compuesta a partes iguales de hindúes y de birmanos… La conclusión me parece tan
obvia que no creo necesario hablar más del asunto… No hay más que proceder a la
localización y detención del asesino, o asesinos.
—¿Cómo? —preguntó angustiado Costello.
—Atienda cuidadosamente a lo que hago y verá… Jules de Grandin ha prometido
venganza a la infortunada Madame Pancoast, y le aseguro que Jules de Grandin
jamás incumple una promesa. Por nada del mundo. No, señor…

El shock fue mucho más fuerte de lo que Mrs. Dalky podía soportar. De Grandin

www.lectulandia.com - Página 137


y yo tardamos más de una hora en recuperarla; después hubimos de administrarle
varios sedantes y permanecer a su lado hablándole, tratando de infundirle fuerzas.
Luego llegó a la casa una policía que además estaba diplomada en enfermería, para
cuidar de ella. Recibió órdenes, no sólo de velar por la salud de la señora, sino de
permanecer en una constante actitud de vigilancia, atenta a la menor incidencia que
se produjese tanto en el interior como en el exterior de la casa, así como de contestar
a todas las llamadas telefónicas que se registraran. Un policía vestido de paisano se
instaló además en el hall.
—Ahora, mon vieux —dijo De Grandin al mayordomo de la casa—, si tiene usted
la bondad, me gustaría que me enseñara el traje y el abrigo que Monsieur Dalky llevó
al funeral de los Pancoast… Rápido, por favor, que tengo poco tiempo y me empieza
a escasear la paciencia…
Obedeció el mayordomo. De Grandin procedió a examinar los bolsillos del traje y
del abrigo. Encontró el papel que buscaba. Estaba convenientemente doblado, como
con furia, y lo abrió. Era parecido al que utilizan para envolver en los comercios
orientales, un papel grueso, de un color indefinido, no se sabe si es gris o blanco… Al
abrirlo De Grandin vimos dibujada con lápiz rojo una figura grotesca; una especie de
hombrecillo que amenazaba con sus puños a otras tres figuras más pequeñas; un
hombrecillo con pantalones amplios y una especie de gorro en forma de cono. Parecía
evidente que las tres figuras a las que amenazaba eran masculinas, pues llevaban
pantalones. Pero había dos más que lucían faldas de mujer, aunque toscamente
dibujadas. Dos de las figuras masculinas mostraban una posición yacente; la tercera,
y las dos figuras femeninas, estaban de pie.
—¡Ajá! —exclamó De Grandin—. Aquí está, bien a las claras, el plan completo.
¿Lo ven? Esto es una amenaza, que el pobre Monsieur Dalky no supo descifrar, por
lo que parece… Observen… Las dos figuras yacentes son el padre y el hijo Pancoast;
y ahí, aún de pie, objetivos inmediatos de los asesinos, aparecen Madame Pancoast y
Monsieur Dalky… Ahora bien, ¿quién es la otra mujer? ¿Y quién podría serlo sino
Madame Dalky, amigos míos? Todos ellos fueron condenados a muerte; bien, aquí
vemos que ya habían consumado su amenaza contra dos de los condenados. —De
Grandin giró sobre sus talones entonces, como para dirigirse a un ser invisible y
prosiguió—: ¡Ah, Monsieur asesino! No sabía usted que se toparía con Jules de
Grandin, ¿eh? Pero mire lo que son las cosas, resulta que Jules de Grandin se ha
hecho cargo de estos casos y también se hará cargo de usted, no lo dude… Juro que lo
haré caer en su propia trampa; juro que la mayor de las venganzas caerá sobre su
cabeza. Le aseguro que en situaciones como ésta a la que nos ha abocado usted actúo
como si fuera guiado por el propio Satán.

5.- ALLURA

www.lectulandia.com - Página 138


—Martin ha hecho un buen trabajo en su funeraria con el pobre Mr. Dalky —dijo
el sargento Costello mientras ponía los pies cerca del fuego de mi despacho, para
calentárselos, y fumaba con gusto el cigarrillo que le había ofrecido De Grandin—.
Sí, señores, ha hecho un excelente trabajo; apenas se le nota lo que le hicieron en la
cara con el cuchillo ese que usted dice, doctor… ¿Cómo se hace eso, doctor
Trowbridge?
—No lo sé bien —dije—. Martin es un excelente funerario y sabe maquillar muy
bien a los muertos, es uno de los mejores que he visto, y…
—Perdone, señor —entró entonces en mi despacho Nora McGuinnis, mi sirvienta
y cocinera, la que en realidad gobernaba mi casa, en ocasiones con mano de hierro—.
Hay aquí una señorita que quiere ver al doctor De Grandin, la he pasado a la consulta.
—¿A mí? —se extrañó el médico francés—. ¿Está usted segura? Nunca he
practicado aquí la medicina, es difícil por ello que alguien requiera mis servicios…
Quizás sea mejor que la examine el doctor Trowbridge…
—¡Que el demonio me lleve, doctor! —exclamó molesta la irlandesa—. Le digo
que es a usted a quien desea ver esa señorita; ha preguntado por un médico francés
bajito, con bigote y el pelo rubio… Que yo sepa, el doctor Trowbridge no es francés
ni tiene pelo, rubio o negro o pelirrojo, no, señor, el doctor Trowbridge en realidad no
tiene pelo, así que…
—Usted gana, ma belle; parece que preguntan por mí, ciertamente —dijo De
Grandin sonriente y salió de mi despacho, siguiendo a mi sirvienta.
Un instante después, sin embargo, lo vimos regresar sobre sus pasos, silencioso
como un gato, para decirnos en voz baja a Costello y a mí:
—Vengan, amigos; vengan despacio y con mucho cuidado y verán de quién se
trata… Peguen sus orejas a la puerta y miren por el ojo de la cerradura… Escuchen
todo lo que podamos hablar.
Volvió a irse para atender a su visita y nosotros hicimos lo que nos había
sugerido.
De Grandin movió la lámpara que había sobre mi escritorio de la consulta, de
forma que se pudiera ver mejor la cara de aquella mujer, aunque sin incomodarla.
Tras la puerta que comunicaba mi consulta con mi despacho nos apostamos Costello
y yo, pegando bien nuestras orejas y mirando alternativamente, ahora yo, después él,
a través del ojo de la cerradura.
A pesar del rojo carmín con el que aquella mujer llevaba pintados los labios,
destacaba su palidez, propia de un muerto; la textura de su fina piel denotaba que era
rubia, aunque lucía el cabello muy oscuro, más negro que castaño. Tenía una nariz
perfecta, de línea muy delicada; estaba tan nerviosa que se le notaba cómo le
palpitaban las aletas de la nariz al respirar. Su cara poseía un gesto extraño, pues
aunque se la notaba relajada, ni temerosa ni con el pánico pintado en los ojos, parecía
aletargada. No obstante, seguía siendo muy bella y encantadora.
—Es ella, sin duda —murmuré, olvidando que Costello no sabía a quién me

www.lectulandia.com - Página 139


refería.
La había reconocido de inmediato. Era la muchacha a la que vi junto a Harold
Pancoast cuando aguardaba en las dependencias de la Academia militar para darle la
noticia del trágico asesinato de su padre. Una hora antes, apenas, de que él mismo
perdiera también la vida.
—Se trata de mi tío, señor —oí que le decía a De Grandin—. Sufre una terrible
enfermedad que contrajo en Oriente años atrás… Tiene ataques muy violentos, sobre
todo con los cambios de estación, y especialmente en la primavera y en el otoño…
Ahora mismo se encuentra realmente mal… Hemos visitado a varios médicos, pero
ninguno de ellos ha podido acertar con un remedio… Hemos oído hablar de usted, y
por eso he venido a solicitar su ayuda —reposó entonces, con gran parsimonia, las
manos sobre sus piernas cruzadas, y miró tranquila al francés. Su mirada me pareció,
empero, muy extraña; la mirada de alguien a quien le pesan mucho los párpados,
como si tuviera sueño… O como si estuviese narcotizada.
El menudo francés se retorció levemente las guías de los mostachos encerados,
aparentemente alegre por las lisonjas que le dedicaba la mujer.
—O sea, Mademoiselle, que ha oído usted hablar de mí como médico…
—Sí, doctor; bueno, en realidad ha sido mi tío quien ha oído decir que es usted
uno de los doctores más sabios, todo un experto en enfermedades orientales… Según
mi tío, usted es el único médico que podría tratarle como es debido y darle una
solución a sus males…
Había en su manera de hablar algo extraño y a la vez encantador, algo indefinible,
como si sus palabras, que decía con una voz muy sugerente, tuviesen poco que ver
con sus pensamientos. Era el suyo, pues, un encantamiento derivado de una actitud
que parecía pose estudiada.
Observé que De Grandin la observaba discretamente, pero con toda su capacidad
de profundizar en las gentes. Vi que, aunque mostraba una actitud confiada y de
sentirse muy halagado, la miraba como pocas veces le había visto clavar en alguien
sus escrutadores ojos azules. Una mirada que ella, a su vez, le sostenía casi
despiadadamente, también con sus ojos azules, pero de un azul muy oscuro.
—Muy bien, Mademoiselle… Iré a examinar a su tío —dijo De Grandin—.
Llevaré conmigo las recetas, por si tengo que prescribirle algún remedio.
Alargó su mano hacia el extremo de la mesa, donde tenía yo las recetas, y
entonces…
¡Crash! Mi consulta pareció sacudida por una leve detonación y quedó a oscuras.
Temiéndome lo peor abrí la puerta que comunicaba con mi despacho, pero de
inmediato sentí la mano del doctor De Grandin empujándome hacia atrás, para que no
entrase. De Grandin fue después hasta el interruptor de la lámpara del techo y dio la
luz. Mi consulta volvió a iluminarse. Simplemente, se había fundido la bombilla de la
lámpara de mi mesa, provocando un leve cortocircuito.
En calma e inmóvil, allí seguía sentada la joven, con sus ojos clavados en los del

www.lectulandia.com - Página 140


francés cuando éste, tras disculparse por el incidente, volvió a tomar asiento ante la
mesa. Nada había cambiado en la expresión de aquella mujer; parecía por completo
ajena al hecho de que la lámpara de mi escritorio, totalmente chamuscada, hubiese
caído al suelo hecha unos cuantos pedazos humeantes.
—Muy bien, Mademoiselle, vayámonos —dijo De Grandin como si tampoco
diera la menor importancia a lo que había pasado—. Vamos, démonos prisa.
Un gran taxi negro, con una banda roja y dorada en las puertas, y con los
tapacubos de las ruedas igualmente dorados, esperaba ante la puerta de mi casa.
Había estado con el motor encendido en todo momento, pues en cuanto De Grandin y
la mujer subieron partió a gran velocidad.
—¿Qué es lo que ha pasado, doctor Trowbridge? —me preguntó Costello cuando
entramos en mi consulta para echar un vistazo.
—Me temo que no lo sé bien —le dije—, pero lo que sí está claro es que acabo de
perder una lámpara de veinte dólares… En cualquier caso… —reparé entonces en
dos papelitos blancos que había sobre el tafilete verde de la mesa de mi consulta…
Uno era la tarjeta de visita de aquella mujer, en la que podía leerse:

Miss Allura Bata

El otro era una de mis recetas, en la que De Grandin había escrito con letra
apresurada pero legible lo siguiente:

«Amigo Trowbridge:
De nada sirve la red contra el pájaro que es más listo que el cazador. No
me voy a dejar atrapar, naturalmente. Parece que los asesinos sospechan que
estoy a punto de descubrirlos, por lo que han decidido eliminarme. Pero,
créame, dudo mucho que tengan una mínima oportunidad de éxito.
Espérenme. Volveré.
J. De G.»

—Bien sabe Dios cuánto ansió que su confianza no traicione al doctor De


Grandin —dije fervientemente—. La sola idea de que esos asesinos despiadados
puedan acabar con él me pone enfermo.
—No teníamos que haberle permitido que saliera con esa… —dijo Costello—. Si
le pasa algo a un tipo tan excelente como el doctor De Grandin, le aseguro, doctor
Trowbridge, que no pararé hasta que… que cogeré a esos malditos… y los… los…
—Merci, amigos míos, no saben cómo les agradezco lo mucho que me aprecian…
Yo también los aprecio muchísimo a ustedes… —oímos entonces la voz alegre del
doctor De Grandin en la puerta—. ¿Acaso pensaron por un momento que era yo un
gorrión en la boca del gato? Eh bien, supongo que este gorrión les ha causado una

www.lectulandia.com - Página 141


indigestión terrible a esos canallas, he sido un bocado nada grato para ellos, queridos
amigos.
»Si por casualidad salen a la calle y miran hacia la próxima esquina, amigos míos,
verán un taxi francamente hecho una pena; creo que costará mucho repararlo… No
creo que el chófer pueda preguntarle a ese árbol por qué demonios se puso en su
camino… Ni creo que pueda preguntarle al motor de su automóvil cómo no pudo
tirar el árbol, con toda su fuerza…
—¿Dónde está? —preguntó Costello—. Como intente alguna estupidez, ese
maldito mono…
—Tiens, amigo; lo hizo… Pero no es menos cierto que lo intentó con menos
fortuna de la que hubiera tenido el más idiota de los monos. Digamos que ahora
mismo está —y se encogió de hombros con indiferencia—, pues… en el cielo, si
queremos ser caritativos, aunque sospecho que si decimos eso nos mostraremos más
optimistas que caritativos… La verdad es que no me gustó cómo puso en marcha el
automóvil nada más subirnos… Aceleró muy bruscamente, y temí que pronto pusiera
excesiva distancia entre ustedes y nosotros, así que, cuando doblaba la esquina, saqué
esta pequeña porra que llevaba guardaba y le golpeé con ella en la nuca… Me temo
que le di muy fuerte, pues perdió por completo el control de su vehículo y se estrelló
contra ese árbol, como ya les he dicho… Ese sujeto, a la vez, se golpeó contra el
volante… La última vez que lo vi no mostraba un aspecto muy saludable… No
obstante, pude observar que el tipo es un extranjero, un hindú… Pero creo no
equivocarme si digo que es natural de Birmania… Bien, como ven, señores, conseguí
escapar sano y salvo, a pesar del trompazo que nos pegamos.
»Eh bien, esos canallas son inteligentes, no hay duda… En efecto, y como lo
pudieron observar ustedes, me monté en un taxi con sus correspondientes bandas y
con esos llamativos tapacubos en las ruedas… Pues bien, caballeros, eran unas
bandas y unos tapacubos adhesivos; en cuanto el taxi arrancó con tanta velocidad, se
desprendieron. No era un taxi, en realidad, sino una limusina… Si no llego a regresar
con vida, ustedes habrían perdido el tiempo tratando de localizar ese taxi, pues no era
tal… Recuerden lo que dijo la sirvienta de Madame Pancoast: que la esperaba un taxi.
Recuerden lo que dijo igualmente el policía que vio el asesinato de Monsieur Dalky:
que era un taxi. Ninguno, sin embargo, pudo identificarlo como tal, no estaban
seguros… Ya ven que son arteros, n’est-ce-pas?
—Bueno, señor, iré a… —comenzó a decir Costello.
—¿Y la mujer? —pregunté yo.
Nos miró un tanto burlón, semejando sorpresa ante nuestra pregunta.
—¿Es que no se dieron cuenta de que se quedó como si nada cuando provoqué el
cortocircuito en su lámpara, querido Trowbridge? ¿No se dieron de cuenta de que se
quedaba en la silla tranquilamente, con menos voluntad que un pedrusco? ¿No vieron
que ni siquiera preguntó qué había pasado, y siguió la conversación tranquilamente,
hablando sólo de lo que había venido a decirme cuando encendí la luz del techo?

www.lectulandia.com - Página 142


—Sí, de acuerdo… ¿Pero qué ha sido de ella?
—Parbleu, me parece que o no se enteran de nada, o se enteran de muy poco,
queridos amigos… Vengan conmigo.
La joven estaba plácidamente sentada en el sofá de mi salón, ante la chimenea.
Tenía una expresión absolutamente propia de un bóvido en sus ojos, que ahora
parecían, a la luz de las llamas, de color violeta.
De Grandin le dio unas palmaditas en la cara.
—¿Doctor De Grandin? —dijo mostrando una mirada como de no saber dónde
estaba.
—Sí, Mademoiselle.
—He venido a verle —comenzó a decir la joven— porque mi tío sufre desde hace
tiempo una terrible enfermedad que contrajo en Oriente años atrás… Tiene ataques
muy violentos, sobre todo con los cambios de estación, y especialmente en la
primavera y en el otoño… Ahora mismo se encuentra realmente mal… Hemos
visitado a varios médicos, pero ninguno de ellos ha podido acertar con un remedio…
Hemos oído hablar de usted, y por eso he venido a solicitar su ayuda…
El sargento Costello y yo la miramos como si no diéramos crédito a lo que
oíamos, y luego nos miramos como pidiéndonos una explicación, atónitos, sin saber
qué decirnos.
La muchacha repetía todo lo que ya había dicho a De Grandin en mi consulta
apenas media hora antes.
De Grandin alzó los ojos hacia nosotros, después de acariciar la cabeza de aquella
pobre mujer, y me pidió:
—Morfina.
De Grandin me hizo entonces un gesto significativo y me dirigí al armario de mi
consulta para preparar una inyección.
—Sí, doctor; bueno, en realidad ha sido mi tío quien ha oído decir que es usted
uno de los doctores más sabios, todo un experto en enfermedades orientales… Según
mi tío, usted es el único médico que podría tratarle como es debido y darle una
solución a sus males… —repetía la joven mientras le inyectaba la solución narcótica
que decidimos administrarle.

6.- EL MERCADER DE LA MUERTE

—Ahora, mi querido y excelente amigo —dijo De Grandin a Costello cuando


volvimos de acostar a la joven sumida en el profundo sueño causado por el narcótico
—, telefonee usted a la comisaría y dígales, por favor, que nos envíen a dos de sus
mejores hombres con un chien de police, sin demora. Los vamos a necesitar, esté
convencido… No quiero que se nos escape la araña cuando vean que no llega esa
mosca a su red… Me refiero a la joven que duerme ahora profundamente.

www.lectulandia.com - Página 143


—Ahora mismo, señor; ya verá cómo nos mandan a unos tipos capaces de cazar
moscas a puñetazos, si hace falta —dijo Costello con mucha energía y muy sonriente
mientras descolgaba el teléfono.

—Bien, mes amis, no hace falta que les diga que deben ser precavidos y
mantenerse en constante alerta —dijo De Grandin a los dos agentes que nos enviaron
tras la llamada de Costello—. Seguramente habremos de enfrentarnos a alguien de
veras retorcido y perverso… Alguien para quien cometer un crimen es lo mismo que
para ustedes o para mí matar un mosquito; alguien, además, capaz de asesinar con
una rapidez pocas veces vista. Irá con cuidado, cosa lógica, por otra parte, porque no
son éstas horas de cursar visita. Uno de ustedes estará atento a la entrada, apostado en
el hall y con el arma presta, y el otro se quedará en esa habitación, también con el
arma amartillada… Cuando el inevitable visitante venga a esta casa, el que esté
apostado en el hall le saldrá al paso, repito, con el arma presta, para inquirir el porqué
de su presencia… Ante el menor movimiento que vean, un movimiento digamos
hostil, abran fuego sin pensárselo dos veces… Recuerden que nos enfrentamos a
alguien que ha matado a tres hombres y a una pobre mujer indefensa… No tengan
piedad, no tengan escrúpulos con alguien de semejante calaña.
Los agentes asintieron con la cabeza y nos aprestamos a realizar la operación en
un orden que podríamos llamar de combate. Costello, De Grandin y yo, nos
relevamos por turnos para acompañar a cada uno de los policías que montaban
guardia, haciendo igualmente turnos de hora en hora.
De Grandin había decidido que uno de los policías hiciera guardia en la
habitación donde dormía la joven, pues suponía que seguramente el asesino o los
asesinos tratarían de dar con ella antes de liquidarnos.
—Nos es tan necesaria esta Mademoiselle como a ese criminal, señores —dijo el
médico francés—. Y recuerden lo que les he dicho, caballeros: no tengan el menor
aprecio por la vida de quien o quienes puedan tratar de tomar esta casa, porque les
aseguro que ellos no guardan el menor aprecio por nuestras respectivas existencias.
Pasó la medianoche y dio la una de la madrugada. Seguía sin pasar nada. Ni la
menor señal de la visita que esperábamos. Costello había acudido a hacer compañía
al policía apostado en el hall. Yo estaba sentado en una butaca junto a la cama donde
Allura seguía durmiendo profundamente; De Grandin se hallaba muy cerca de mí,
fumando un cigarrillo tras otro, dando golpecitos con la mano libre en el brazo de su
sillón y mirando impaciente su reloj de pulsera a cada poco.
—Me parece que aguardamos en vano —le dije al fin—; ese sujeto, me temo, ha
debido de adoptar ciertas precauciones al ver que su chófer no llegaba con la presa
que esperaba… Quizás ahora mismo esté poniendo distancia a toda velocidad entre él
y esta casa…
¡Bang!, se oyó la detonación como un trueno, que tapó mis últimas palabras. Un
tiro que entró por la ventana de la habitación en la que estábamos. Di un grito y me

www.lectulandia.com - Página 144


puse en pie.
—¡Quítese de la ventana, amigo mío, o lo matarán, no se ponga de pie! —me dijo
De Grandin tirando de la manga de mi chaqueta—. Manténgase siempre lejos de la
línea de fuego y así estará a salvo.
Bajamos a toda prisa las escaleras mientras se escuchaban más tiros de revólver,
espaciados, disparados contra mi casa. Entre tiro y tiro se oía una risa propia de un
loco, una risa asesina.
De Grandin abrió la puerta y gateando sobre sus manos y sus rodillas salió al
jardín junto con uno de los policías. Sonó otro disparo de revólver en el jardín y a
continuación un grito de dolor… Oímos entonces los gruñidos feroces del perro
policía que habíamos dejado en el jardín, oculto tras los rododendros, lo que nos hizo
suponer que había atrapado a alguien.
—¿Lo tienes, Clancy? ¿Estás bien? —gritó Costello saliendo al jardín.
—¡Sígalo usted, sargento, no se preocupe por mí, aunque me parece que
Ludendorff le ha saltado encima! —gritó Clancy.
Costello se dirigió entonces hacia el lugar de donde provenían los gruñidos del
perro.
—¡Está allí, sargento! —gritó el herido.
—¡Voy a echarle un vistazo! —dijo Costello—. ¿Estás malherido, Clancy?
—No mucho, señor —contestó el policía—. Alguien me tiró un cuchillo o algo
así, pero no me dio de lleno; creo que Ludendorff lo ha atrapado, señor… Mire a ver
cuántos mordiscos le ha metido…
Mientras Costello sujetaba al perro furioso para ver al tipo al que había capturado
y dejado inconsciente, De Grandin y yo corrimos a prestar los primeros auxilios
médicos a Clancy. Sangraba profusamente por una herida que tenía en el hombro
derecho, pero superficial, por fortuna. Una conveniente limpieza con ácido bórico y
con ácido salicílico bastaron para reducir la hemorragia y proceder a coser la herida.
—Puedo asegurar que ese cuchillo tiene buen filo, señor —decía Clancy a De
Grandin mientras le curábamos—. La verdad es que no sospechaba que anduviera por
el jardín; supuse que estaría pegando tiros contra la casa desde lejos, pero debió de
ponerse a cuatro patas y entrar así en el jardín, porque no oí ni un paso… Después de
sentir cómo me rozaba ese cuchillo, disparé hacia el lugar desde donde me pareció
que me lo habían tirado… ¡Bang! Antes de sentir el corte del cuchillo en el hombro,
doctor, oí una risa… Disparé cuando comencé a sentir la humedad caliente de la
sangre… Menos mal que Ludendorff estaba cerca y salió tras ese maldito mono, de lo
contrario supongo que me habría destrozado con su cuchillo… Pero Ludendorff le
olió bien, señor, es capaz de oler a alguien a cuarenta pasos.
De Grandin asintió:
—Sí, ha tenido usted mucha suerte, realmente… En pocos minutos vendrá la
ambulancia para llevárselo, aunque le aseguro que le hemos cosido la herida
perfectamente… Mientras… ¿Gusta?

www.lectulandia.com - Página 145


—¡Claro que sí, doctor! Nunca digo que no a un buen trago —dijo el agente
Clancy al ver que De Grandin tenía una botella de brandy en una mano y un vaso en
la otra—. Merece la pena que le peguen un corte a uno, si luego le dan esta
medicina…
—Mon vieux, su camarada le espera en la consulta —dijo De Grandin después al
policía que hacía guardia en la habitación donde seguía durmiendo la joven—. Está
herido, pero contento; supongo que le gustará verle —se saludaron los dos policías,
con mucha alegría por el buen éxito de la operación en la que habían participado y
Clancy procedió a contarle al otro lo del cuchillo—. Hay que seguir trabajando,
amigos —añadió De Grandin saliendo de la consulta para ir a ver al prisionero que
había hecho Ludendorff.

Puse un frasco de sales volátiles ante la nariz de aquel tipo y de inmediato


supimos que volvía en sí. Intentó levantarse, pero le resultó imposible porque tenía
puestas las esposas.
—Despacio, muchacho —le dijo De Grandin poniéndole el cañón de la pistola en
las costillas—; ya le llegará el momento de irse, pero le aseguro que no lo hará solo…
De manera que levántese con cuidado, tome asiento en esa silla y póngase lo más
cómodo que pueda… Creo que precisamos cierta información que sólo usted podrá
ofrecernos, y espero que tenga la bondad de responder a nuestras preguntas.
—Sí, y recuerde que cualquier cosa que diga podrá utilizarse en su contra —
añadió Costello rutinaria y oficialmente.
—¿Pero se ha vuelto usted loco o es más tonto que el más tonto de los padres de
una cabra tonta? —soltó De Grandin al sargento detective.
—Está bien señor —dijo entonces el detenido—. Me parece que el juego ha
terminado y he perdido la partida… ¿Qué quieren que les diga?
Era un tipo extraño. Uno de los más extraños que he visto en mi vida. Se cubría
con un gran abrigo que le tapaba desde el cuello a los pies, y al abrírselo vimos que
llevaba unos pantalones grises comunes, una chaqueta igualmente común y una
camisa de colorines. Era alto, de hombros anchos y fuertes, igual que su pecho, pero
lucía un abdomen más obsceno, por gordo, que generoso. Tenía una gran cabeza,
incluso para un hombre de su estatura y volumen. Su cara me recordaba una de esas
máscaras japonesas de caoba pintada; tenía unos bigotes largos, caídos y
deshilachados. Su rostro, en fin, no inspiraba confianza. En la sonrisa con que se
había dirigido a De Grandin había más falsedad, un aire maligno, en suma, que una
petición de clemencia. Algo que resultaba más evidente cuando uno le miraba a los
ojos pequeños, levemente rasgados y negros como el ónix. Sólo con mirarlo tuve la
impresión de que era el asesino de aquellas pobres cuatro personas. No me cabía la
menor duda de que el jurado lo condenaría a la pena capital. Se llevaba de vez en
cuando las manos esposadas a la cabeza, para retirarse el cabello muy negro que le
caía sobre la frente. Observé así que llevaba en el dedo anular de la mano derecha un

www.lectulandia.com - Página 146


anillo con una gran esmeralda tallada como un octaedro, una gema propia de alguien
de mucho rango.
—¿Qué quieren que les diga? —repitió—. ¿Puedo fumar?
De Grandin asintió, pidiendo que le quitaran las esposas. No obstante, volvió a
encañonarle para cerciorarse de que lo único plateado que sacaba del bolsillo era su
pitillera.
—Pues, como se dice en estos casos, empiece usted por el principio, por favor,
Monsieur —le dijo De Grandin—. Sabemos cómo mató a Monsieur Pancoast y a su
pobre hijo… Y sabemos igualmente de qué forma tan despiadada segó la vida de la
infeliz Madame Pancoast y de otro inocente, Monsieur Dalky… Bien, en primer lugar
queremos saber por qué lo hizo… ¿Por qué mató usted a esas cuatro personas, que
seguramente no le habían hecho nada? Responda, que no hay tiempo que perder.
El detenido sonrió de nuevo y otro escalofrío me recorrió la espalda.
—Oriente es Oriente y Occidente es Occidente, y jamás podrán encontrarse ni
entenderse —dijo irónicamente—. Pero supongo que no podrán ustedes comprender
mis puntos de vista.
—Depende de cuáles sean sus puntos de vista —respondió De Grandin—, pero
en cualquier caso, lo que nos interesa es saber por qué mató a esas cuatro personas.
—Porque se lo merecían, simplemente —respondió con una frialdad enorme—.
Escuche la encantadora historia que voy a contarle, si no le importa perder un poco
más de tiempo:
»Nací en Mangadone… Mi padre era un prestamista, un bania, como los llaman
en la India; si lo prefieren, un usurero. Ya saben cómo actúan los usureros: prestan
dinero a un interés del treinta y hasta del cuarenta por ciento, con lo cual endeudan a
generaciones enteras que se ven obligadas a pagar la deuda contraída… Sí, mi padre
era un usurero.
»Era hindú de nacimiento pero comenzó a negociar en Birmania[55], yéndole las
cosas de manera tan floreciente como el árbol que crece cerca de la bahía, según el
proverbio… Sus ideas para conmigo, sin embargo, eran distintas; quería que yo fuese
un burra sahib, alguien importante, un señor, como dicen ustedes… Así que cuando
tuve la edad suficiente me envió a un internado de Inglaterra donde estudié a
Shakespeare, y donde también estudié música, pero sobre todo leyes y finanzas. En
suma, me licencié en Derecho y obtuve un master en ciencias económicas.
»Pero —de nuevo se dibujó en su cara esa diabólica sonrisa que tanto me
estremecía— cuando volví de Inglaterra me encontré con mi casa en ruinas; mi padre
había tenido una hija de su segundo matrimonio, una niña preciosa llamada Mumtaj,
que significa Flor de luna… Mi padre la adoraba como no es normal que adoren los
padres hindúes a sus hijas, y precisamente por ser él un hombre de fortuna quería
brindarle el futuro más espléndido.
»Pero, como dicen ustedes, el hombre propone y Dios dispone… En este caso, el
que dispuso fue el Dios de los blancos, a través de uno de sus ministros, un misionero

www.lectulandia.com - Página 147


americano, un joven sahib al que conocían todos como el reverendo Carlin Pancoast;
un hombre joven y ambicioso, sí, señores, que en realidad se comportaba como un
ministro de Satán, y precisamente porque se trataba de un ser absolutamente
desaprensivo logró amasar así una gran fortuna. Mi padre era un hombre confiado,
liberal y de buen carácter; no dudó en ningún momento de la bondad del sahib blanco
y creía que era necesario abrirse a las costumbres occidentales, pues quizás las
orientales estaban un poco anticuadas… No le resultó difícil al reverendo Pancoast,
por ello, que mi padre enviara a su hija Flor de Luna a la escuela de la misión que
había fundado.
»No obstante esos sus pensamientos sobre la necesidad de cambiar algunas cosas,
mantenía mi padre ciertas tradiciones antiguas, como la de atesorar gran parte de sus
riquezas no en dinero ni en valores bancarios, sino en oro, en plata y joyas; ya saben
ustedes que en Oriente se hacen a menudo las transacciones comerciales así,
cambiando oro, plata y joyas por aquello que se precisa en cada momento… Por lo
tanto, caballeros, no le resultó muy difícil al reverendo Pancoast convencer a mi
joven hermana de que le fuera entregando poco a poco pero de continuo ciertas
cantidades de oro, plata y joyas que guardaba mi padre, hasta hacerse con un valor
total de rupias equivalente a cien mil dólares, una bonita suma, como ven… También
convenció a Flor de Luna para que se escapara con él.
»Huyeron por mar hasta China, donde nadie preguntaría por ellos, donde las
autoridades británicas tampoco podrían hacer valer su petición de extradición, que
sólo hubiera podido tener algún éxito, por lo demás, en las grandes ciudades. Tras
llegar a China en barco, se separaron. O, mejor dicho, el reverendo Pancoast
abandonó a mi hermana en Shanghai, pues podía resultar sospechoso que un blanco
viviera con una joven de piel oscura, casi una niña, como si fuera su esposa. Sí,
señores; el reverendo Pancoast abandonó en aquella tierra extraña a mi hermana,
después de haber abusado de ella, pero no abandonó el dinero que había robado a mi
padre, como podrán imaginarse.
»Bien, ¿cómo abandonó el reverendo Pancoast a mi pobre hermana? ¿Qué creen
ustedes que le hizo? La vendió al propietario de un burdel. En aquella tierra los
propietarios de los burdeles no tienen muchos miramientos, sólo les interesa tener
siempre carne fresca en sus negocios… Las muchachas van pasando así de burdel en
burdel, del interior del país a los burdeles de la costa… Como ven, este yanki, este
reverendo Pancoast, era un excelente hombre de negocios.
»Mi padre hizo todo lo posible por capturar al sahib blanco que le había robado y
que además había raptado a su joven hija, pero quiso hacerlo a la manera propia de
los sahibs, es decir, según lo que dictan las leyes. No tuvo el menor éxito,
lógicamente, y decidí actuar a mi manera. Empecé con mucha paciencia, reuniendo el
dinero suficiente para adentrarme en el mundo de los negocios; apliqué para ello,
como es natural, los conocimientos sobre finanzas que obtuve de mis años de
estudios en Inglaterra. No pasaron muchos años hasta que me convertí en un próspero

www.lectulandia.com - Página 148


hombre de negocios… Y en quince años superé esa fortuna que el reverendo
Pancoast robó a mi padre.
»Mas, como dicen los chinos, no podemos olvidar una cara; quiero señalar con
esto que jamás me olvidé de la cara del reverendo Pancoast ni del robo que hizo a mi
padre, ni del ultraje que supuso para nosotros el rapto, abuso y posterior venta de mi
hermana a los mercaderes de mujeres. Inicié entonces mis investigaciones. De los
faquires, señores, aprendí el arte de la hipnosis y la resistencia al dolor, y de los
dakait aprendí todas sus tretas, o estrategias de ataque, así como el arte de manejar el
machete… Para ello tuve que pagar mucho dinero, pero les aseguro que mereció la
pena… Ya lo han visto ustedes… Bien, no creo que hubiera en toda Birmania, tras
ese largo aprendizaje mío, alguien con la capacidad de matar que desarrollé tratando
con los dakait, tanto con los indios como con los birmanos.
»Cuando llegó el momento me trasladé a América. Ante el altar de Durga, o Kali,
como dirían ustedes, la divinidad suprema de los thugs, juré acabar con Pancoast y
toda su estirpe, lo que es como decir su tribu… También con todo aquel que se
hubiera beneficiado del dinero que robó a mi padre.
»Así —pero no espero, sinceramente, que ustedes puedan comprenderme— me
serví de otra arma, tan útil como el machete de los dakait: Allura… El nombre se lo
puse yo. No está nada mal, ¿eh? Realmente es atractiva y complaciente[56]…
»La encontré en un arrabal de Londres, donde vivía miserablemente con la que
era su madre, una mujer despreciable que ni sabía quién era el padre de su hija… No
me costó mucho convencer a su madre para que me vendiera a la muchacha, una
hermosa joven: bastó con mostrarle cierta cantidad de dinero que le permitiría beber
alcohol hasta caer muerta… Sólo tuve que pagar treinta chelines por Allura…
Aquella asquerosa nunca había visto tanto dinero junto.
»A medida que crecía respondía por completo a lo que pretendí hacer de ella.
Además de hermosa, según los conceptos estéticos occidentales, era maleable,
discreta, obediente… No muy inteligente, pero lo justo para aceptar y cumplir una
orden sin rechistar. Creo que supe anular en ella cualquier iniciativa; creo que supe
matar en su mente cualquier ánimo rebelde. Al fin y al cabo, y hasta los doce años,
edad en que se la compré a su madre, era una especie de robot, un mecanismo de
carne pero sin alma ni mente… Ideal, pues, para mis propósitos, como me lo
demostró el paso del tiempo. El solo instinto animal que la asiste, como a todos los
humanos, unido a la educación que le di, bastó para hacer de ella lo que es, un
instrumento perfecto para llevar a cabo cualquier fin. La he enviado a más de cinco
mil millas de distancia para que me trajera cualquier objeto que había en cierta tienda,
y me lo ha traído en el plazo de tiempo previsto. Cuando tiene que actuar, lo hace
cumpliendo perfectamente las instrucciones recibidas. Y cuando concluye su tarea,
vuelve a sumirse en su idiotez habitual.
»Fue una especie de divertido deporte enseñarle cómo tenía que hacer el amor
con el joven Pancoast… Y ese pobre imbécil se enamoró de ella como un loco;

www.lectulandia.com - Página 149


incluso se creyó que ella también le amaba, aunque les aseguro que Allura no era más
que una especie de gramófono: decía las cosas que yo le había enseñado a decir y
hacía las cosas que yo le había enseñado a hacer, nada más… Por eso me fue de gran
utilidad Allura para acabar con la vida del hijo después de haber mandado al otro
mundo a su padre. Ella lo llevó al lugar más preciso para que yo pudiera dar a ese
tonto muchacho… ¿cómo dicen ustedes los franceses, doctor? ¡Ah, sí, el coup de
grâce! Sin embargo, debo confesarles que la reacción posterior de Allura me
sorprendió, fue como si algo comenzara a torcerse en ese su interior que yo tan bien
había encaminado… Tras ver al cadete Pancoast muerto, yacente, la oí murmurar:
“Pobre Harold, mi amor… Lo siento mucho, cariño”.
»No obstante, volvió a comportarse según lo esperado cuando le encomendé la
misión de hacer salir de su casa a la viuda Pancoast… Me la sirvió en bandeja sin el
menor problema.
»A Dalky lo engañé yo mismo, a través del teléfono. Lo hice con un perfecto
acento americano; incluso hablando como lo hacen sus gangsters, diciéndole que lo
iba a poner en la pomada. Esa frase suya tan expresiva…
»Ustedes, sin embargo, y muy especialmente usted, doctor De Grandin, se
convirtieron pronto en un auténtico obstáculo para mis planes… Así que, a pesar de
la admiración que me produjo, decidí eliminarlo, doctor De Grandin… Pero,
dígame… ¿Cómo llegó a descubrirme? ¿Es que se lo dijo Allura? Yo creí que esta
mujer nunca lo haría…
—Creo que subestima usted mi capacidad deductiva y mis conocimientos del
mundo oriental y sus maneras de ver las cosas, amigo mío —dijo De Grandin
secamente—. No hizo falta que Allura confesara… pues lo hizo la tarjeta con que se
presentó ante Madame Pancoast… Fue relativamente fácil; rescaté del fuego de la
chimenea esa tarjeta y me las ingenié científicamente, si se puede decir así, para
descifrar el mensaje… Eso y el dibujo que hallé en las ropas de Monsieur Dalky me
bastó para atar los cabos que aún estaban sueltos… Ahora, si no tiene nada más de
interés que contarnos, vayámonos. La gendarmerie de Harrisonville se encargará de
usted como se merece, se lo aseguro.
—¿Puedo fumar otro cigarrillo? —pidió el detenido, sacando de nuevo su pitillera
de plata.
—Mais oui, por supuesto —le concedió De Grandin, dándole fuego él mismo.
—Pues yo me temo, doctor De Grandin, que ha sido usted quien ha subestimado
la forma de pensar de los orientales —dijo aquel hombre echándose a reír, y de
inmediato engulló el cigarrillo que le acababa de encender De Grandin, tragándoselo.
—¡Mille diables, nos la ha jugado! —gritó el médico francés mientras el humo de
las primeras caladas llenó la atmósfera de un hedor venenoso y aquel ser comenzaba
a experimentar estertores mortales; en unos pocos segundos tuvo en los ojos la
opacidad de los muertos—. Este canalla era en verdad inteligente, tomó sus
precauciones —dijo De Grandin—. Había camuflado en un cigarrillo ácido

www.lectulandia.com - Página 150


hidrociánico[57]; con menos de un gramo se provoca una muerte instantánea… Eh
bien, querido amigo —se volvió entonces hacia Costeño con un cierto aire que se me
antojó filosófico—, quizás haya sido mejor así, por mucho que el jurado lo hubiese
condenado a la silla eléctrica… Imagínese todas las cosas que podrían haber salido a
la luz en el juicio…
—¿Y qué vamos a hacer con la joven Allura? —pregunté entonces.
De Grandin pareció meditar profundamente.
—Evidentemente, actuó bajo inducción sugestiva —dijo al fin—. Pero creo que,
si fue capaz de cumplir órdenes y mostrarse astuta, inteligente e incluso artera, bajo la
inducción hipnótica, como nos refirió este malhechor, creo que puede ser recuperada
perfectamente mediante psicoterapia… No creo que sea una idiota… Creo que
merece la pena intentarlo… Es más, empezaré a tratarla mañana mismo… Ahora
tengo que salir un momento.
—¿Adónde? —le preguntamos al unísono Costeño y yo.
—¿Adónde? —repitió De Grandin, como sorprendido de nuestra estupidez, o por
lo menos de nuestra sorpresa—. Señores, voy a ver si esos cabañeros de la policía,
tan sedientos, han dejado al menos un par de dedos de brandy en la botella, para que
se los beba Jules de Grandin, pardieu.

www.lectulandia.com - Página 151


EL JUEGO DE LAS ALMAS
Fuimos a través de la gran sala con barrotes en las ventanas, suelo de cemento y
paredes pintadas de blanco. Nos detuvimos al final, ante la puerta de hierro que daba
paso a un estrecho corredor que más bien parecía un túnel. Nuestro acompañante se
hizo a un lado y nos miró como pidiendo disculpas.
—Los visitantes rara vez pueden ir más allá —nos dijo—; esto es una especie de
punto sin retorno; los tipos que hay detrás de esta puerta son convictos peligrosos, por
lo cual…
—De acuerdo, Monsieur —lo interrumpió Jules de Grandin, aunque muy
educadamente, en tono bajo—; le comprendo perfectamente, pero tenga usted en
cuenta que no somos unos visitantes cualesquiera; ya sabe usted que me hallo en
posesión de credenciales del Service Sûreté francés, y por si eso fuera poco, tengo
esta carta de Monsieur le Gouverneur, lo que significa que…
—Bien, está bien —dijo el asistente del director secamente; en efecto, ya sabía
que estaba ante un visitante, ante un eminente criminalista acreditado por la policía
secreta francesa y que además tenía una carta de recomendación del gobernador del
Estado, pero sólo quería decirnos que los tipos que había en aquel corredor de la
muerte eran en verdad peligrosos—. Abre la puerta, Casey —ordenó a un guardia
uniformado, haciéndose a un lado para que le precediéramos.
Era la sección L del corredor de la muerte, un lugar en donde todo lo presidían los
barrotes, de una anchura de no más de seis metros; entre una celda y otra la distancia
no era superior al medio metro; frente a las celdas sólo se veía la pared salpicada de
ventanucos igualmente con barrotes, de tal manera que apenas se filtraba la luz
natural en el corredor; cada pocos pasos se veía un guardia uniformado de azul, con
ojos soñolientos todos ellos, sin dejar de vigilar un instante a los hombres que
ocupaban las pequeñas celdas. Y al fondo, otra puerta metálica más, perfectamente
cerrada, sobre la cual se leía SILENCIO. Era la puerta a la que llamaban de dirección
única, o sin retorno… La puerta por donde se conducía al lugar de ejecución a los
condenados y por donde se iba también a la habitación contigua, en la que se
verificaban las autopsias. Ahí finalizaba la sección L el corredor de la muerte.
El ambiente era muy denso; se percibía bien el peso del aire. La ventilación, muy
pobre, apenas ayudaba a deshacer la humareda de un gris oscuro provocada por los
cigarrillos, que hacía parecer aquel lugar en el que no cabía la esperanza como
invadido por las sombras de las alas de los buitres.
Nada más adentrarnos en aquel ambiente sentimos que nuestras fosas nasales
quedaban saturadas por el acre olor de la carne humana, y que nuestros oídos
parecían a punto de reventar por la brutal entrada a su través de un silencio
desconocido.
—¡Cariño, mi amor! —nos llegó la voz llorosa de una mujer desde una de las

www.lectulandia.com - Página 152


últimas celdas del corredor de la muerte—. No creí que pudiera pasarnos esto; no fue
hasta anoche cuando supe… ¿Qué podemos hacer? ¡Iré a ver al gobernador, se lo
contaré todo! Seguro que él, cuando se lo cuente…
El hombre al que se dirigía la mujer la interrumpió con una voz grave:
—No hay nada que hacer, cariño… Será tu palabra contra la de Larry, nada más;
él lo negará todo, y sin pruebas… Déjalo, amor mío; hemos perdido, no hay nada que
hacer —golpeó levemente su frente contra los barrotes de su celda—. Sería fácil,
Beth, amor mío, pero… ¿Qué podemos hacer contra la perfidia de mi hermano? Eso
es lo que más me duele, que precisamente él… Pero ya da igual, amor mío, no hay
nada que hacer.
—Te amo, Lonny —dijo la mujer sin poder contener su llanto—. ¿Te ayuda al
menos oírmelo decir?
—¿Ayudarme? —dijo el condenado con una sonrisa seráfica que iluminó por un
momento su rostro cansado—. ¿Que si me ayuda oírtelo decir? Amor mío, cuando
pase por esa puerta sólo me dará valor saber que tu amor me acompaña; será como si
me llevaras de la mano para darme fuerza —y rompió a llorar silenciosamente, sin
que se le pudieran entender las palabras que seguía diciendo. Su emoción me provocó
un auténtico nudo en la garganta y hube de hacer grandes esfuerzos para que no
asomaran las lágrimas a mis ojos.
Aquel hombre alargó sus manos —muy finas, manos de artista— a través de los
barrotes, pero entre la mujer con la que hablaba y él mismo se había situado un
guardia, para impedirles todo contacto. Y además había una mampara de fina rejilla
metálica. Ella intentó acercarse, como si quisiera tomarle las manos.
—Por favor… —imploró al hombre uniformado de azul que se interponía entre
ella y su amado—. Deje que me acerque a él, será sólo un momento; permita que nos
besemos por última vez.
El guardia pareció dudar un segundo pero se retiró de inmediato para permitir que
la mujer se acercara a los barrotes de la celda, disponiéndose a abrir la mampara
metálica.
—¡No! —le gritó entonces el asistente del director, nuestro guía, y el hombre se
interpuso de nuevo entre el preso y la mujer.
Entonces vi cómo el brazo del doctor De Grandin, su mano pequeña y blanca, en
realidad, se posaba en su espalda, a la altura del cuello, produciéndole una leve
presión que, no obstante, a mí me pareció podría troncharle la medulla oblongata,
impidiéndole dar una orden más.
—Monsieur —le dijo entonces el menudo francés con bastante sarcasmo—, si no
permite usted que ese hombre y esa mujer se besen, tendré que matarle…
—Va contra el reglamento —dijo nuestro guía—. El guardia sabe perfectamente
que no puede permitir…
—Me da lo mismo —dijo De Grandin—. Ordénele que se haga a un lado y que
abra la mampara… ¿Cómo puede impedir usted que se besen, cuando él ya no espera

www.lectulandia.com - Página 153


más que la muerte?
Aceptó el asistente del director la sugerencia del francés, y el hombre y la mujer
se abrazaron y besaron a través de los barrotes de la celda, unidos sus labios y sus
corazones en una larga y emocionada despedida.
—Ahora —dijo el condenado a muerte separando sus labios de los de la mujer
por un instante—, besémonos otra vez, amor mío; que sea un beso muy largo, el
último, el de nuestro adiós definitivo… Cerraré los ojos y me taparé los oídos
después, para no ver ni oír cómo te marchas de aquí… Luego me quedaré con tu
recuerdo, con el sabor de tus labios… Y cuando… cuando… —pero no pudo
continuar.
—¡Amor mío! —exclamó la mujer, echándose a llorar también ella y besándole al
tiempo.
—Parbleu, nuestras miradas son una profanación, es un sacrilegio que no puedan
despedirse en la intimidad —dijo De Grandin pasando de largo ante la celda, sin
querer mirarlos.
El asistente del director y yo le seguimos. Poco después oíamos los tacones de la
mujer alejándose hacia la salida. Nos volvimos entonces para mirar al condenado.
Había tomado asiento a la pequeña mesa que, junto a la silla y el camastro,
constituían todo el mobiliario de la celda. Estaba sentado con la cabeza baja, los
codos apoyados en las rodillas y las manos contra la boca. No lloraba pero tenía los
ojos húmedos. Parecía querer darse la respuesta más precisa a la que sin duda era su
pregunta más acuciante: cómo sería la eternidad a la que habría de enfrentarse en
cuando llegara la medianoche.
Una larga fila de convictos con el uniforme de la prisión pasó ante nosotros,
desde el patio al interior, cuando nos dirigimos de nuevo al edificio principal de la
penitenciaría. Cada uno llevaba un plato y una taza metálicos en cada mano. Iban en
busca del rancho nocturno.
—¿Quieren verlos en el comedor? —nos preguntó el asistente del director del
presidio como si nos ofreciera presenciar un gran espectáculo.
—Mais non —respondió De Grandin—. Mire, la verdad es que me gustaría cenar
esta noche, y no creo que pudiera hacerlo después de ver a estos pobres hombres
hacinados, comiendo un rancho infame como si fueran bestias… Muchas gracias,
Monsieur, por acompañarnos; y le ruego que no dé parte del guardia que iba a
permitir que esa pobre mujer se despidiera de su amado… No se puede sancionar a
un hombre por mostrarse piadoso.

El velocímetro de mi coche seguía devorando millas mientras nos alejábamos


cada vez más de la penitenciaría hacia mi casa. De Grandin iba todo el trayecto
silencioso, extrañamente silencioso, fumando uno tras otro esos cigarrillos franceses
que huelen a rayos… Vi que alguna vez sacó su pañuelo y se secó discretamente los
ojos; o furtivamente, como si no quisiera que me diese cuenta de que se le escapaba

www.lectulandia.com - Página 154


alguna lágrima… Cuando ya avistábamos la entrada a Harrisonville, se dirigió a mí
para decirme con sus pequeños ojos encendidos, con un gesto de rabia en sus labios:
—¡Por todas las furias, y por todos los diablos y por todos los infiernos, amigo
Trowbridge! ¿Cómo pueden ocurrir cosas como las que hemos visto? ¿Por qué ha de
ser a veces tan despiadada la justicia? ¿Por qué se da a los inocentes, en tantas
ocasiones, el mismo trato que a los culpables? Yo, maldita sea… —se interrumpió
unos segundos para seguir diciendo—: ¡Mordieu, querido amigo, tenga cuidado! —y
puso su mano izquierda en mi brazo derecho para llamar mi atención sobre una figura
que caminaba por la carretera, a la que vi entre las sombras de la noche, bajo la luz de
los faros de mi coche—. ¡Cordieu, esa mujer no morirá de senilidad si continúa
desplazándose de noche por las carreteras!
Frené y De Grandin se bajó del coche para dirigirse a la mujer. Ella, al verlo,
comenzó a correr despavorida en dirección al puente. De Grandin siguió tras ella; la
mujer, cuando se vio a punto de ser alcanzada, se subió al pretil y amenazó con tirarse
a la corriente que saltaba entre las rocas a unos veinticinco metros de distancia más
abajo.
—¡Deténgase, Mademoiselle, por favor! ¡No lo haga! —le gritó De Grandin
mientras llegaba justo a tiempo de sujetarla con una fuerza que no pudo dejar de
sorprenderme en aquel hombre de manos tan pequeñas y hombros tan estrechos.
Ella luchó como una gata salvaje por liberarse de él, que ya la había bajado del
pretil.
—¡Déjeme en paz! —decía, pero De Grandin seguía abrazándola con fuerza hasta
que poco a poco fue entregándose—. ¡Déjeme, por favor, no quiero vivir, tengo que
morir, déjeme acabar con mi vida!
De Grandin, no obstante, seguía reteniéndola como un terrier que hubiera hecho
presa en una rata.
—Calle, Mademoiselle, tranquilícese, se lo suplico —le dijo cortés pero enérgico
—. Deje de hacer tonterías, por Dios, o me veré obligado a darle una bofetada.
Me bajé del coche para ayudarle a reducirla y entre los dos la llevamos hasta mi
automóvil.
De Grandin tomó del suelo el sombrero de la mujer para entregárselo. Ella, muy
nerviosa, se cubrió de nuevo la reluciente cabellera negra. Seguía mostrándose
agresiva.
—¿Nos promete, Mademoiselle, que no hará más tonterías si la dejamos en paz?
—le preguntó De Grandin tras unos segundos de silencio en los que no dejó de
escrutarla.
La muchacha —era poco más que una muchacha— nos miró como burlándose de
nosotros unos instantes y luego dijo riéndose de manera hiriente:
—¿Que si se lo prometo? ¿Y qué? Les puedo decir que sí y después matarme en
cuanto hayan desaparecido de mi vista… Harían mejor en ocuparse de sus asuntos…
—¿Umm? —oí a De Grandin—. Bueno, Mademoiselle, es que es precisamente

www.lectulandia.com - Página 155


eso lo que hacemos… Somos médicos… ¿Qué se cree usted? ¿Que somos un par de
cerdos dispépticos, unos asesinos? Pues no… Díganos dónde vive y concédanos el
honor de acompañarla a su casa.

Nos miró mientras le palpitaban tumultuosamente el pecho y las aletas de la nariz.


Tenía una miraba brillante y rabiosa en los ojos, que no obstante era incapaz de
arruinarle una cierta ternura, por mucho que esa mirada pareciese una auténtica
diatriba contra los dos que intentábamos socorrerla, diatriba que parecía ir a soltar a
través de sus labios gordezuelos en cualquier instante… Era, por lo demás, muy
bonita. Poseía un rostro ovalado perfecto, el cabello y los ojos muy negros; éstos
parecían más grandes de lo que ya de por sí eran, por llevarlos pintados con una raya
violeta. La blancura de su rostro contrastaba extraordinaria y bellamente con su
cabello muy negro y sedoso, muy brillante, que le caía bajo el sombrero en una corta
melena, hasta un poco más abajo de las mejillas.
Aun en la oscuridad, había algo que me resultaba familiar en ella; quizás fuera el
suave contralto de su voz; quizás la manera de mover las manos al hablar, para hacer
el necesario énfasis en lo que deseaba resaltar… Trataba yo por todos los medios de
recordar dónde había visto a aquella hermosa muchacha, me preguntaba si no habría
pasado alguna vez por mi consulta, cuando oí la voz del doctor De Grandin:
—Mademoiselle —dijo en un tono muy galante—, opino que es usted demasiado
joven y bella para morir, y… ¡Parbleu, ya la recuerdo! Es la dama a la que vimos en
la penitenciaría, amigo Trowbridge —y dirigiéndose otra vez a ella—: Al haberse
cambiado de ropa no la reconocía, ma pauvre.
Dio un paso atrás como para verla mejor y prosiguió:
—Me reafirmo en lo dicho… Es usted misma la mejor razón como para no querer
abandonar este mundo, por muchas que sean las injusticias de la vida y de los
hombres, Mademoiselle… No crea que soy un estúpido moralista que trata de
convencerla con argumentos falaces, pero… —hizo un gesto en el que me pareció
observar abatimiento—, no es éste el momento, Mademoiselle, ni el lugar, ni la
manera más digna de morir… Ver su cuerpo estrellado contra esas rocas sería la más
grande blasfemia que pudieran contemplar los ojos de un hombre… No sería justo…
Usted merece ser enterrada debidamente, cuando le llegue su hora, cuando la vida le
haya hecho justicia.
—¿Justicia? —dijo furiosa la mujer—. ¿Justicia, dice usted? La justicia no es más
que una cruel mentira… Le diré más: la justicia no es más que un crimen cruel, y…
—Sin duda —asintió De Grandin—. A menudo es como usted dice… ¿Pero qué
hacer? La ley…
—¡La ley! —se echó a reír ella—. La ley, tantas veces, no es otra cosa que el peor
de los pecados… La ley no se ha hecho más que para proteger al criminal y castigar
al inocente… ¿O no? ¿Por qué no deja en libertad la ley a Lonny y condena al que
cometió el crimen? Yo se lo diré: porque la ley dice que una esposa no puede

www.lectulandia.com - Página 156


testificar contra su marido… Y porque, dada esa premisa, un perjuro puede enviar a
la muerte a un inocente… ¡Así son las cosas!
De Grandin me miró significativamente y echó después otra mirada, furtiva y no
menos significativa, al coche.
—Tiene usted razón, Mademoiselle; las leyes no siempre se aplican con justicia…
¿Por qué no permite que la acompañemos? Así podrá contarnos el caso con todo
detalle, y si hay algo que podamos hacer para ayudarla, no dude que nos pondremos
en marcha de inmediato. Si después de eso me sigue diciendo usted que prefiere
morir, le prometo que la asistiré en su deseo de quitarse la vida… Ya le he dicho que
somos médicos; por ello disponemos de medicinas suficientes para que pueda usted
abandonar este mundo sin dolor ni angustia… ¿de acuerdo? ¡Bien! ¡Magnífico! Por
favor, Mademoiselle —dijo abriendo la portezuela del coche para que subiera.

Sentada ante nosotros, mostraba un gran abatimiento, una terrible desesperanza,


con las manos en el regazo y las palmas hacia arriba. Había algo monótono, blando y
atonal en su voz hastiada… He oído declarar a varias mujeres que habían cometido
crímenes con una voz como la suya, y también a otras que han sido condenadas a
muerte… La conmoción primera da paso a una especie de anestesia de los sentidos,
con lo cual el énfasis resulta imposible.
—Me llamo Beth Cardener, Elizabeth Cardener —comenzó a decir—, y soy la
esposa de Lawrence Cardener, el escultor… ¿Le conocen? ¿No? Bueno, no
importa…
»Tengo veintinueve años y llevo tres casada. Mi esposo y yo nos conocemos
desde que éramos niños. Nuestras familias vivían casa con casa antes de que
naciéramos y también tenían casas vecinas fuera de la ciudad, en Seagirt. Mi esposo y
yo, y su hermano gemelo, Alonzo, jugábamos juntos en la playa, en verano, e íbamos
igualmente juntos a la escuela en el invierno, aunque a cursos diferentes porque eran
mayores que yo, me llevan tres años… Siempre han sido tan idénticos, que ni su
familia ni yo misma, que siempre estaba con ellos, como si fuera su hermana
pequeña, acertábamos a distinguirlos, cuando Larry y Lonny se proponían que no
supiéramos quién era el uno y cuál el otro… Ya de adolescentes, a veces hacían
bromas como cambiarse la ropa para que uno fuera a buscar a la novia del otro…
Ninguna de ellas supo jamás que la estaban tomando el pelo… Yo, sin embargo, a
medida que fueron pasando los años, logré distinguirlos al descubrir un timbre
distinto en sus voces, si bien con una diferencia muy leve… Pero había otra cosa, que
recordé un día: cuando yo tenía tres años y ellos seis, di un día un golpe a Lonny con
una pala para jugar en la arena y le hice una herida en el lóbulo de la oreja izquierda.
Con el tiempo observé que le había quedado una cicatriz, apenas perceptible, pero
suficiente para alguien que recordaba el incidente, debido a que un día me estaban
tomando el pelo, me enfadé y le pegué con aquella pala de latón… También recordé
que, al verlo sangrar, había llorado del susto mucho más que él por el dolor

www.lectulandia.com - Página 157


causado… Ellos se mostraban muy sorprendidos de que siempre supiera quién era
cada cual, cuando trataban de engañarme… Yo me limitaba a mirarles
disimuladamente la oreja izquierda y lo adivinaba, si por lo que fuese no acertaba a
diferenciar el timbre de sus voces. En suma, que siempre he sabido quién era Lonny y
quién Larry.
»Cuando estalló la guerra tenían diecisiete años. Quisieron alistarse pero su padre
se lo impidió. Larry se escapó, sin embargo, y se alistó en las tropas canadienses, que
en aquellos días y en aquellas circunstancias, por otra parte, no eran muy
escrupulosas en respetar que sus reclutas hubieran cumplido los dieciocho años. Tres
semanas después de que Larry huyera a Canadá, Lonny hizo lo mismo… Al final
coincidieron en el mismo regimiento. Tras el periodo de instrucción, antes de partir
hacia Francia, Larry alcanzó el grado de teniente y Lonny el de suboficial.
»Ambos sufrieron los efectos de los gases lanzados en la segunda batalla del
Marne y hubieron de ser trasladados a un hospital de campaña hasta el cese de las
hostilidades. Regresaron juntos, vestidos de uniforme, por supuesto, en 1919. Yo
estaba encantada con su vuelta; los tenía por dos héroes, por mis héroes… Me
enamoré bestialmente de los dos a la vez. Ellos también se enamoraron de mí, y cada
uno me pidió en matrimonio… Me resultaba imposible decidirme por uno o por otro,
pero Lonny, al que yo había hecho aquella herida en la oreja cuando éramos niños,
siempre me pareció más dulce, más complaciente y dócil que su hermano, así que
finalmente lo acepté… Larry no mostró la menor amargura por ello, sin embargo, y
los tres seguimos tan unidos como siempre, incluso después de que Lonny y yo nos
comprometiéramos formalmente.
»Lonny quería ser pintor, estaba totalmente decidido a ello, mientras que Larry
optó por hacerse escultor. Partieron juntos hacia París, para estudiar allí un año.
Siempre juntos… Nos casaríamos cuando regresaran, así lo decidimos. Pensábamos
casarnos en junio, pero sus estudios no concluyeron hasta agosto, así que decidimos
posponer la boda hasta el día de Acción de Gracias.
»Había una chica llamada Charlotte Dey, que desde poco antes vivía en el
vecindario; era una criatura adorable, guapísima, muy sensible y exquisita, con los
ojos como topacios y rubia como el oro, con una piel tan blanca como la leche…
Larry se enamoró de ella nada más verla, y Charlotte de él… Lonny y yo nos
alegramos mucho de que hubiera tenido esa suerte… Llegamos a hablar, incluso, de
casarnos los cuatro el mismo día y en la misma ceremonia, en noviembre.
»Ya les he dicho que siempre habíamos vivido, como quien dice, puerta con
puerta, ¿no? Prácticamente, yo era una Cardener desde niña, mucho antes de
comprometerme con Lonny. No teníamos ni que llamar a nuestras puertas, pues
siempre estaban abiertas; si yo necesitaba algo de los Cardener, o ellos de nuestra
casa, entrábamos tranquilamente y lo cogíamos.
»Una noche, después de que Lonny y yo nos dijéramos hasta mañana, recordé que
me había dejado un libro de cocina en casa de los Cardener, un libro que necesitaba

www.lectulandia.com - Página 158


llevar conmigo al día siguiente, así que me dije que entraría en la casa de los
Cardener por la mañana, a hora temprana, para recuperarlo y de paso darle una
sorpresa a Lonny a la hora del desayuno… Pero cambié de intención; decidí que
mejor recuperaba el libro aquella misma noche para echarle un vistazo en la cama.
Fui a la casa de los Cardener, con la intención de subir a la biblioteca por la escalera
de madera que tenían contra la fachada, para entrar directamente por la ventana y
bajar después e irme a la cama, cuando me lo encontré en pijama en el porche.
»—¡Beth! —gritó asustado, muy nervioso.
»—Sí, soy yo —dije acercándome a él y tomándole una mano, para llevarlo
conmigo a la biblioteca, entrando ya por la puerta de la casa.
»—No creo que sea buena idea que entres —me dijo deteniéndose en seco y
apretándome fuertemente la mano, dándome un tirón hacia atrás, en realidad—. Creo
que debes irte a casa, Beth…
»—¿Y eso, Lonny? —me extrañé, pues era la primera vez en toda mi vida que
alguien me decía algo así en aquella casa, y también porque su comportamiento me
parecía cada vez más raro, tenía el pánico pintado en la cara.
»—Será mejor que te vayas, de verdad —me dijo muy turbado, con la voz
temblorosa—. Por favor, Beth; no puedo explicártelo ahora, cariño, pero hazme caso,
vete a tu casa…
»Era evidente que no valía la pena protestar ni pedirle explicaciones. Además, me
sentía tan triste que no podía ni hablar; y como no quería que me viese llorando, me
largué de allí a toda prisa, sin poder decirle siquiera cuánto daño me hacía.

»Pero no me fui a casa. Me fui a la playa, que estaba a pocos pasos de nuestras
casas, y me senté en la arena. Era una noche muy clara y agradable de septiembre; la
luna brillaba tanto que parecía de día, por lo que me resultó fácil ver muy pronto qué
pasaba de verdad. Creo que estuve sentada en la arena unos quince minutos, mirando
hacia el mar. Pero de repente me dio por volverme y mirar hacia la habitación de los
chicos, que estaba junto a la biblioteca, y ante la que había que pasar para ir a ella.
Parte del porche estaba cubierto con un tejadillo, por lo que permanecía en sombras;
el resto tenía un tejado más alto, como el de una pagoda, muy bonito, por lo que la
luz de la luna lo iluminaba perfectamente, al igual que las habitaciones de la segunda
planta y buena parte de la planta baja… Me giré, como digo, para mirar hacia allí, no
sé por qué, quizás buscando una respuesta… Y vi dos siluetas que se dirigían raudas
hacia la habitación de los hermanos… Sobre una de ellas albergué dudas, pues no la
pude reconocer en un primer momento; la otra silueta era la de Lonny, ahí estuve
completamente segura… Miré con mayor atención; la figura que no había
reconocido, entonces me di cuenta perfectamente, era de mujer; no vestía más que
una bata cortita y sandalias… Me quedé estupefacta; temía hasta moverme y hacer
ruido y seguí mirando; gracias a la luz de la luna descubrí entonces el hermoso
cabello rubio de Charlotte Dey. Era ella, sin la menor duda.

www.lectulandia.com - Página 159


»No podía dejar de mirarles. Vi así que él la tomaba en sus brazos y se besaban;
luego ella se subía a caballito sobre la espalda de Lonny, que la bajaba hasta el
porche. Allí volvieron a besarse largo rato. Después oí perfectamente cómo se
despedía de él Charlotte; “Te veo mañana, Lonny”, le dijo.
»¡Lonny! No podía creerlo, me parecía imposible… Tenía que haberme
equivocado, no podía ser; los gemelos se parecían tanto entre sí como esa imagen que
vemos los demás cuando nos miramos al espejo… Pero Charlotte le había dicho ese
“te veo mañana, Lonny”, que comenzó a retumbar en mi cabeza sacudiéndome de
rabia y dolor hasta los pies.
»Él se quedó un rato en el porche, mirando cómo se iba Charlotte hacia su casa.
Después encendió un cigarrillo, salió del porche y dio unos pasos en dirección a la
playa… Me vio mirándole… ¿Qué hizo? Se giró rápidamente y se metió en la casa.
»Lo que había visto me puso enferma, y no lo digo por decir; enfermé
físicamente, me puse muy mal, doctor… Sólo tenía ganas de correr hacia mi casa,
tirarme de bruces en la cama y llorar hasta que se me secaran los ojos… Pero me
faltaron las fuerzas. No pude ni levantarme. Me dejé caer en la arena y comencé a
llorar ocultando la cara entre mis manos… No tengo ni idea de cuánto tiempo estuve
así; sólo sabía que tenía el corazón destrozado, que me dolía todo el cuerpo; tenía
además la sensación, y a la vez la esperanza, de que no volvería a contemplar un
nuevo amanecer, de que para mí se había ocultado el sol para siempre… Entonces
sentí una mano en el hombro.
»—¿Por qué lloras, Beth? ¿Qué te ha ocurrido? —me preguntó una voz.
»Era uno de ellos; en ese instante me encontraba tan rota, tan abatida, tan dolorida
en alma y cuerpo, que no supe de cuál de los dos se trataba… Vi que llevaba unos
pantalones de pana, un suéter y una gorra de esas que se pusieron tan de moda hace
algún tiempo.
»—¿Quién eres? —le pregunté sin dejar de llorar, con la visión haciéndoseme
difícil por las lágrimas—. ¿Eres Larry o…?
»—Soy Larry, por supuesto —me dijo riéndose—. Soy el viejo Larry en carne y
hueso, dispuesto a hacer su buena acción de chico de los Boys Scout’s, dando
consuelo a una chica con problemas… O sea, que me voy por ahí, a dar una vuelta
por la playa, aprovechando la noche tan estupenda que hace, una noche ideal para
caminar románticamente a solas, y cuando vuelvo a casa te encuentro aquí, llorando
desconsoladamente… Quizás pienses que la arena de la playa no tenga suficiente con
el agua salada con que la baña el mar y por eso la riegas con tus lágrimas, ¿eh?
¿Dónde está Lonny?
»—Lonny… —comencé a decir pero Larry me cortó al instante.
»—Bueno, déjalo… No tengo por qué inmiscuirme en vuestras peleas… No me
digas más… Seguro que lloras porque crees que se ha largado por ahí a correrse una
buena juerga… Tranquila, mujer… Me dijo que hoy quería acostarse pronto cuando
le pregunté si le apetecía dar un paseo por la playa… También se lo pregunté a mi

www.lectulandia.com - Página 160


encantadora Charlotte y me respondió que había tenido un día agotador y prefería
acostarse pronto… Así que, bueno, pues a caminar yo solo por ahí, a contemplar
millas y millas de océano negro, o levemente plateado… Oye, ¿por qué no
aprovechamos y nadamos un poco, ya que al parecer somos los únicos que estamos
aún despiertos y no excesivamente agotados? Ve a buscar tu traje de baño y nos
reunimos aquí mismo en un segundo, yo voy a buscar el mío.
»Lo llamé antes de que echara a correr hacia su casa.
»—Larry, ¿estás seguro de que Lonny te dijo eso, que quería estar solo y
acostarse pronto?
»—Claro que sí… Te digo la verdad, mujer… Que me caiga muerto ahora mismo
si te miento… Tenía tantas ganas de echarse a dormir que no veas la prisa que me
metió para que me fuese…
»—¿Charlotte te dijo si había quedado con alguien esta noche?
»—Pues no, chica… Tenía ganas de irse a dormir pronto, ya te lo he dicho…
Anda, venga, vamos a nadar un poco antes de irnos a dormir también nosotros… No
temas, mujer, que Lonny sólo tiene ojos para ti, puedes estar tranquila…
»—¿Tú crees? —insistí.
»—No tengo la menor duda… Tú eres la única mujer en su vida, como Charlotte
es la única mujer en la mía… No sabes cómo se alegró cuando le pedí que se
convirtiera en la esposa de Lawrence Cardener. Tanto como tú, cuando Lonny te
pidió que fueras su esposa.
»—No puedo soportarlo más… Lonny nos ha traicionado a los dos, a ti y a mí; se
ha burlado de todo el amor que siento por él y ha seducido a la mujer a la que amas
tú, su hermano.
»Después me abracé a él llorando. Larry también se echó a llorar mientras yo le
contaba todo lo que había visto aquella noche. Sin embargo, se recuperó pronto.
»—No mojes con tus lágrimas las alubias que vas a comerte, como decíamos en
la guerra —me dijo—. Charlotte y él pueden estar juntos, si les da la gana… ¿Cómo
impedírselo? Ya veremos hasta dónde llegan las cosas. Ya les miraré a la cara para
tratar de comprender algo… Y tú, pequeña, levanta la cabeza, no te humilles; no le
hagas ver cuánto daño te ha causado, cuánta humillación… No le hagas ver que lo
sabes todo… Limítate a devolverle el anillo de pedida que te dio, sin más… No le
exijas una explicación.
»—¿Tú harás lo mismo? —le pregunté.
»—No lo sé, no me obligues a pensar en ello ahora —me respondió—. Pero
mañana mismo me largo a París y quizás… Adiós, cariño; y que tengas más suerte la
próxima vez.
»Naturalmente, con el amanecer aún estaba despierta; a primeras horas de la
mañana me planté en Harrisonville para arreglar los papeles necesarios, coger mis
cosas y largarme de Seagirt. Por la tarde ya tenía en regla mi pasaporte y mi visado;
tres días después partía por mar hacia Inglaterra en el Vauban.

www.lectulandia.com - Página 161


»Una tía mía se había casado en Londres con un abogado y viví en su casa un
tiempo… Lonny me escribía a diario, pero yo le devolví todas sus cartas, una por
una, sin abrirlas. Finalmente viajó hasta Londres y fue a verme, pero me negué a
recibirlo. Insistió e hice lo mismo. Y antes de que volviera a intentarlo una tercera
vez, hice el equipaje y me marché al campo, lejos de Londres.
»Larry, con quien me escribía con cierta frecuencia, me contó un tiempo después
que Lonny se había enrolado en la Legión española para combatir en la guerra del
Rif, aprovechando de paso para hacerse un nombre como pintor de paisajes orientales
y como retratista… Cuando regresé a América cuatro años después ya gozaba de
cierto nombre como pintor. Lonny trató por todos los medios de volver a verme, pero
siempre le negué una cita; sólo nos vimos alguna vez porque coincidimos en alguna
exposición, en alguna fiesta, pero rodeados de gente en todo momento. Al fin
desistió.
»Me casé hace tres años con Larry Cardener. No volvimos a tener trato con
Lonny durante un tiempo, hasta que un día, después de volver de un viaje, fue a
visitarnos.
»Larry parecía haberse olvidado de todo, no mostraba ya el menor rencor hacia
Lonny, que siempre era bien recibido en nuestra casa. Yo recelaba de él al principio,
trataba de mantener las distancias, pero poco a poco sus buenas maneras, su
caballerosidad y su buen fondo, en fin, me cautivaron de nuevo, a tal punto que,
aunque me dijera que no podría olvidar jamás lo que me hizo, aunque me lo repitiera
de continuo, no podía evitar sentirme atraída por él de nuevo.
—¿Era otro hombre, Madame, había cambiado? —le preguntó entonces De
Grandin mientras ella seguía manteniendo su actitud de antes, las manos abiertas y
hacia arriba sobre su regazo, en gesto de evidente abandono, o de entrega.
—No —respondió con el mismo tono carente de emoción y fuerza con que nos
había referido todo lo anterior—. Había cambiado mucho menos que Larry. Parecía
mayor, claro; y más serio… Pero seguía siendo dulce, ingenuo, el muchacho al que
yo había adorado… Larry, por el contrario, se había hecho más adusto; incluso había
encanecido, como suelen hacerlo los Cardener, jóvenes… Lonny apenas tenía unas
pocas canas en el flequillo que le caía sobre la frente, donde tenía una pequeña
cicatriz como consecuencia de una bala que le rozó cuando combatía en el Rif…
Lucía un gran mostacho que se acariciaba de continuo con cierto orgullo, y nos contó
que se lo había dejado crecer porque todos los oficiales españoles de la Legión lo
llevaban. Era un mostacho grande, salvaje; muy distinto del que lucen, por ejemplo,
los oficiales británicos; sin embargo, nos dijo que nunca le gustó dejarse crecer la
barba como hacían muchos oficiales españoles… Conservaba no obstante, junto a sus
encantadoras maneras y su elegante caballerosidad, algunos rasgos típicos de los
legionarios, una cierta rudeza que lo hacía más atractivo… Le observaba cuando
conversaba con Larry sobre arte, o sobre diferentes técnicas pictóricas, y cada vez me
cautivaba más, aunque Larry era mucho más inteligente que él… Pero aquella manera

www.lectulandia.com - Página 162


suya de retorcerse una guía del bigote, primero, y después la otra…
—Umm —intervino De Grandin, y acaso inconscientemente, mientras hablaba, se
retorcía también él las guías de sus mostachos encerados—, creo que la comprendo,
Madame… ¿Y qué más?
—A Larry no le iba mal en el mundo del arte. Tenía por aquel entonces varios
encargos importantes… Pero a la vez que los cumplía con gran diligencia y excelente
ejecución artística, se fue sumiendo en una cierta desesperación… Aun hallándonos
en plena ley seca, se las ingeniaba para hacerse con bebida y vaciar botellas y más
botellas… Por lo general, después de cenar se metía en su estudio y se bebía media
pinta de cerveza y una botella de whisky.
—Quel magnifique! —exclamó De Grandin, mas recuperando su tono mesurado
de siempre añadió de inmediato—: Perdone, Madame, continúe…
—La verdad es que, aunque Larry ganaba mucho dinero, vivíamos un poco por
encima de nuestras posibilidades. Llegó un momento en que, por tener varios
encargos importantes, Larry dejó el estudio que había habilitado en nuestra casa para
alquilar otro más pretencioso en pleno centro de la ciudad… Cada vez fue más
frecuente que se quedara a pasar la noche allí… Al principio no me daba cuenta, pero
no transcurrió mucho tiempo hasta que supe que allí organizaba fiestas nocturnas tan
sofisticadas como salvajes… Fiestas que al cabo costaban mucho más de lo que
podíamos pagar.
»Nunca pude comprender, por otra parte, que a Larry le costara tanto presentarme
a sus amistades; ahora sé que lo hacía no tanto porque se avergonzara de mí como por
el temor a alguna indiscreción, a que supiera yo con qué tipo de gente andaba… Más
recientemente pude comprobar que nos hallábamos en una situación francamente
difícil, que Larry necesitaba dinero urgente. Me enteré de que anduvo buscando ese
dinero por todas partes, sin que nadie se lo diera a ganar, y sin que nadie, ninguno de
sus amigos, se lo prestase siquiera… Al final tuvo que recurrir a su padre.
»Mr. Cardener siempre fue un buen hombre, generoso y complaciente en muchas
cosas, aunque duro en otras… Se negó en redondo a darle a Larry el dinero que le
pedía, ni siquiera un centavo, aunque le ofreció, sin embargo, un adelanto de lo que le
correspondería en el momento en que hubiera de hacerse público su testamento… Mr.
Cardener había dispuesto que cada uno de los gemelos heredase la mitad de cuanto
legaba, siendo así coherederos por ley ambos… Larry aceptó de inmediato el
ofrecimiento de su padre… Mas eran tan grandes sus deudas que en poco tiempo
gastó cuanto le correspondía en herencia… Entonces… —hizo una pausa, no sin que
le asomaran las lágrimas, pero dio muestras de rehacerse pronto.
—¿Sí, Madame? —la animó a seguir De Grandin.
—Entonces se produjo el escándalo —dijo ella—. Mr. Cardener apareció muerto
una mañana, asesinado, en la biblioteca de su casa… Le habían clavado una espátula
de pintor entre las costillas… Un sirviente que llevaba poco tiempo en la casa, el
último que había visto con vida a Mr. Cardener, y que a su vez había visto en varias

www.lectulandia.com - Página 163


ocasiones a Larry, pero sólo una vez a Lonny, declaró que Lonny había acudido a la
casa de su padre sobre las diez de la noche y que había discutido con él duramente,
marchándose violentamente unos veinte o treinta minutos más tarde. Identificó a
Lonny sin ninguna duda por el color de su cabello y por sus mostachos, que según el
sirviente se acariciaba de esa manera tan peculiar cuando llegó a la casa y preguntó
por su padre… Después de que Lonny se marchara, siempre según el sirviente, fue
hasta la biblioteca y preguntó desde la puerta a Mr. Cardener si necesitaba algo. No
recibió respuesta pero supuso que estaba ocupado, o molesto por la fuerte discusión
que había tenido con su hijo, así que no insistió, ni osó entrar en la biblioteca… A la
mañana siguiente, sin embargo, al observar que Mr. Cardener no había dormido en su
habitación, y viendo que la puerta de la biblioteca estaba cerrada, abrió y entró,
descubriendo el cadáver.
—¿Umm? —pareció extrañarse De Grandin—. ¿Y hallaron los investigadores
alguna prueba?
—Sí, por desgracia… En la mesa de la biblioteca estaba la huella completa de la
mano izquierda de Lonny, manchada de sangre… La palma, los dedos… No era sólo
una huella digital… Las huellas digitales de Lonny, para colmo, estaban en la
espátula de pintor con que Mr. Cardener había sido asesinado.
—¿Umm? —seguía mostrando extrañeza De Grandin—. Para asesinarlo así tuvo
que haberlo agarrado por el cuello, atacándole primero por la espalda…
—Supongo —dijo ella—. Lonny negó haber estado en casa de su padre aquella
noche, ni cualquier otra noche en todo un mes… Pero no tenía manera de probarlo…
Vivía solo, tenía el estudio en su casa, y sus sirvientes, un hombre y una mujer, se
iban cada noche a la suya una vez le dejaban preparada la cena. No tenía, pues,
coartada… Y, por el contrario, allí estaba la huella de su mano manchada de sangre…
Y sus huellas digitales en la espátula…
—Eh bien, Madame —dijo De Grandin—; un nudo muy difícil de deshacer, para
tirar luego de la madeja; eso es lo que tenemos… Hay que nadar muy fuerte para
llegar a tierra firme, ante esa corriente… Los testigos a veces mienten, es algo que se
comprueba con relativa frecuencia, o no aciertan a decir qué vieron en realidad,
porque la mente humana es impresionable y por lo tanto imprecisa, pero las huellas
digitales no mienten… Jamás he visto que lo hagan, en todo el tiempo que trabajé con
el Service Sûreté… He aprendido, por el contrario, que eso que los hombres de leyes
llaman «evidencias circunstanciales» son, sin embargo, las evidencias fundamentales
en la mayoría de los casos, incluso en los más intrincados… Si pudiera usted ofrecer
otro testimonio, aunque fuese de evidencias circunstanciales…
—Claro que puedo —dijo la joven, dando muestras de vitalidad por primera vez
en toda la noche—. Escuche, doctor… El año pasado, seis meses antes del crimen y
tres meses antes de que Larry acudiera a su padre para pedirle dinero, se le ocurrió la
idea de hacer moldes de manos de diversas personalidades, artistas, escritores,
políticos, gente notable, en fin, según dijo para proceder luego a esculpirlas con la

www.lectulandia.com - Página 164


intención de exponer esas manos algún día… Pidió a Lonny que se prestase, y
accedió, aunque aquello le parecía una tontería… Yo no sé mucho de esas cosas, pero
me parece que esos moldes se hacen con yeso de París, ¿puede ser?
—¿Yeso de París? Sí, puede ser, un yeso muy fino para hacer moldes… ¿Por qué
lo pregunta? —inquirió el francés.
—Porque Larry hizo el molde de la mano de Lonny con una sustancia
gelatinosa… Algo así como la plastilina.
—Grand Dieu des artichauts! —exclamó De Grandin—. ¿Una sustancia
gelatinosa? ¿Como la plastilina? ¡Ah, maldito canalla, insuficientemente
anatematizado! Creo que empiezo a ver un leve rayo de luz iluminándome en este
caso tan oscuro, Madame… Siga, por favor, que la escucho con muchísimo interés,
no lo dude, parbleu.
Por primera vez se removió en su asiento, adoptando una posición más firme,
mirando a De Grandin directamente.
—Durante el juicio Larry admitió que su padre le había adelantado dinero, pero
dijo que también que lo había hecho a través de Lonny, y lo probó…
—¿Que lo probó? —preguntó De Grandin—. ¿Qué quiere decir, Madame?
—Pues lo que digo… Ante el tribunal estaban esos cheques, que según todos los
indicios habían sido endosados y cobrados por Lonny, quien, según Larry, le dijo que
sería mejor hacerlo así para evitar que se pudiera seguir el rastro de ese dinero y no
tener que pagar los impuestos, como ocurriría si el trasvase de fondos se hacía
mediante depósito bancario en su cuenta.
De Grandin dio una palmada con sus pequeñas manos y luego se golpeó
levemente con los nudillos en los parietales.
—Mon Dieu! Este caso podría acabar conmigo, Madame —dijo—. Veamos si la
he comprendido bien… Así que Monsieur Lawrence, tras aceptar el adelanto que
sobre su herencia le ofrecía su padre, involucró a su hermano para que fuese él quien
cobrara el dinero y se lo diese luego en efectivo… Y consiguió probar que Monsieur
Alonzo fue quien dispuso, en última instancia, del dinero… Bien, ¿pero por qué
hemos de creer que las cosas no fueron de otra manera? Se lo pregunto porque
estamos ante un caso sobre el que ya se ha pronunciado un jurado, y del que hay una
grave sentencia… No es que dude de su intuición, Madame, pero para seguir un
procedimiento legal necesitamos pruebas.
—Tengo esas pruebas —respondió la joven—. Cuando Lonny fue sentenciado a
morir y el gobernador rehusó aceptar la apelación que pedía que le fuera conmutada
la pena por la de prisión perpetua, creí que me volvería loca… Fue como si me
cayeran encima de golpe todos esos años en los que maldije a Lonny por lo que me
había hecho. No podía soportar el peso de mi conciencia y acudí a verle. Me di
cuenta entonces de que en realidad nunca había odiado a Lonny; siempre, por el
contrario, le había amado, nunca dejé de amarle; en realidad sólo me había sentido
herida en mi orgullo… Lo que me hizo, lo que me hicieron él y Charlotte Dey, bueno,

www.lectulandia.com - Página 165


ya sabe; muchos hombres tienen historias con otras mujeres, y en fin, no pasa nada, la
vida sigue y el mundo no se detiene por eso, ni se acaba el amor entre los
matrimonios… ¿Por qué tenía que ser yo tan excepcional como para pedir que un
hombre no se fijase en otra mujer? En definitiva, que lo perdoné, si es que tenía que
hacerlo… En definitiva, doctor, que nunca dejé de amarle… Así que, cuando vi que
no había la menor esperanza para Lonny, me volví loca y pedí a Larry que hiciéramos
algo, pues no podíamos consentir que mataran a su hermano.
»Larry había bebido más que nunca, seguramente; estaba muy borracho.
»—¿Por qué tengo que hacer algo para salvar a ese pobre imbécil? —me dijo—.
¿Qué te crees? ¿Que no me ha costado un montón que esté donde está, como para
intentar sacarlo ahora del hoyo?
»Eso fue lo que me dijo, doctor… Estaba tan borracho, tan bestialmente borracho,
que no se pudo contener y me lo contó absolutamente todo.
»Resulta que no fue a Lonny a quien yo vi aquella noche con Charlotte Dey, en
Seagirt, sino a Larry… Cuando me encontré a Lonny en el porche y me dijo que sería
mejor que me fuese, lo hizo porque había oído a Larry y a Charlotte, que se amaban
en la habitación y no quería yo me enterase de que hacían algo que Mr. Cardener no
hubiera consentido en su casa… A quienes vi después despidiéndose fue a Larry y a
Charlotte… Fue Larry quien me vio en la arena de la playa… Y a partir de ahí se le
ocurrió todo… Pidió a Charlotte que lo llamara Lonny, en broma, cuando le diese las
buenas noches, y ella lo hizo. Después volvió a su habitación, se vistió con la ropa
que llevaba cuando se me acercó después y salió a dar un paseo, no tan largo como
me dijo, para hacerse el encontradizo conmigo y montar toda aquella comedia.
»En realidad odiaba a Lonny porque me había conquistado, porque me había
arrancado de sus brazos; supongo que conocerá usted ese proverbio según el cual
quien ha sido herido es quien más irracionalmente odia… Pues así fue el odio de
Larry; no sólo no se atemperó con el paso de los años, sino que aumentó… Hacer el
molde de las manos de Lonny no fue más que el punto culminante de su odio, la
decisión última de quitarse de en medio a su hermano de una vez por todas, alentada
por la furia que sintió cuando su padre le dijo que no le daría dinero, que sólo le podía
adelantar lo que le correspondería en herencia. Habló, pues, con Lonny. Y cada vez
que éste cobraba uno de aquellos cheques y le entregaba el dinero, Larry lo guardaba
en algún lugar secreto… Finalmente, su padre se negó a seguir adelantándole más
dinero de la herencia, por temor a que en su momento se quedara sin nada, y
discutieron. Aprovechó para hacerse pasar por Lonny. Ya que no estaba en la casa el
sirviente que los conocía desde niños y había otro nuevo, entró caracterizado como
Lonny, con mostacho postizo, discutió una vez más con su padre y le dijo con toda
tranquilidad que había ido a matarle y que conseguiría que culparan a Lonny del
crimen. Lo mató con una espátula que se llevó del estudio de Lonny, apuñalándole
sin piedad, y usó después el molde de la mano de Lonny en plastilina para imprimirla
en la mancha de sangre que había en la mesa… Las huellas de la espátula eran lo más

www.lectulandia.com - Página 166


lógico, puesto que Lonny la utilizaba para pintar. Larry se puso unos guantes para
matar a su padre.
»Como ve, doctor, Larry ha ganado… Ahora pasará a él la herencia de su padre
destinada a Lonny, toda vez que lo han condenado a muerte precisamente por matar a
su padre; la ley le impide, por ello, disponer de esa herencia… Y una esposa no puede
declarar contra su marido en un proceso judicial por crimen… Estoy atada de pies y
manos, doctor… Y además, si contase ante un juez lo que le acabo de referir a usted,
¿quién me creería? Larry podría decir tranquilamente que estoy loca, podría negarlo
todo sin el menor problema; incluso me dejaría en ridículo y hasta me condenarían
por prestar falso testimonio… Los periódicos hablarían de la esposa loca que se
enamoró de su cuñado asesino… Esto es terrible, de verdad… Un inocente va a morir
ejecutado mientras que un villano absolutamente perverso quedará en libertad y
disfrutando de la herencia que corresponde al que va a ser ejecutado… Es como si
Dios no existiera, señores… Si de verdad hubiera un Dios, no consentiría que pasaran
estas cosas, auténticamente infernales.
—Madame —dijo De Grandin—, no adelantemos acontecimientos; no sabemos, a
fin de cuentas, qué ha dispuesto Dios como final de este embrollado asunto… Y me
parece que quizás podamos hacer algo para que el verdadero culpable se vaya
derechito al infierno…
—¿Y qué podemos hacer, doctor? —preguntó la joven abatida de nuevo—. Nadie
me creerá; esta historia parece cosa de locos… Un mal cuento de un folletín barato…
—La verdad es que se trata de un caso difícil y extraño —dijo De Grandin,
meditabundo.
—¿Cree usted que me lo he inventado? —se desesperó la mujer—. ¡Oh, Dios, si
de veras existes, ayúdame, te lo suplico!
—¡Vamos, amigo Trowbridge; ayúdeme, que esta pobre mujer se ha desmayado!

Entre los dos la subimos a la segunda planta; De Grandin fue luego a mi consulta
en busca de un frasco de sales volátiles que le dimos a oler después de tumbarla en un
diván.
—Madame —le dijo De Grandin mientras la joven comenzaba a volver en sí—,
creo que debemos llevarla a su casa.
—¿A mi casa? —dijo aún con la voz débil, como si aquella palabra, casa, le
pareciera extraña—. Yo no tengo casa, doctor… La casa en la que vive mi marido no
puede seguir siendo la mía.
—No importa, Madame; es a esa casa a la que debemos llevarla… Comprenda
que, si queremos hacer bien las cosas no podemos proceder de manera
inconveniente… Debe usted volver a esa casa, hacer como si nada y no despertar en
él ninguna sospecha… Se lo ruego, Madame.
—¿Por qué, doctor? —dijo temerosa, dolida—; total, yo sólo acepté retrasar mi
suicidio hasta que Lonny… hasta que Lonny… ya no me necesite… ¿Por qué he de

www.lectulandia.com - Página 167


sufrir la tortura añadida de pasar mis últimas horas al lado de ese ser tan pérfido que
es mi marido? ¿Por qué hacer que estos momentos, ese poco tiempo que falta para
que Lonny sea ejecutado, me resulte más tortuoso aún? Le aseguro que Larry me hará
sufrir mucho más todavía, por poco tiempo que me quede de vida.
—Quizás, Madame, se sorprenda usted de cómo acabará este caso tan terrible
como enrevesado —la interrumpió el francés—. No puedo asegurarle ni prometerle
nada todavía, pues eso sería muy cruel por mi parte, pero sí puedo decirle que voy a
hacer cuanto esté en mi mano, y le aseguro que es mucho, para que al final
resplandezca la justicia… Se preguntará usted cómo… Bien, no estoy seguro de
cómo, pero repito que lo voy a intentar en todo lo que puedo.
»Venga conmigo y atienda con cuidado a todo lo que voy a decirle —la ayudó a
levantarse del diván y se dirigió a mi consulta; Beth lo seguía con los ojos muy
abiertos; después tomó De Grandin un pequeño vial en su mano y le dijo—: ¿Sabe
qué es esto?
—No —respondió la joven.
—Es mercurio cianídico, un veneno mucho más poderoso que el potasio cianídico
o que el mercurio clorhídrico, a pesar de su gran capacidad de corrosión… Usted no
podría comprar esto en ninguna parte, pues la ley prohíbe que se venda si no es con
una receta muy especial… Bien, pues aquí lo tiene. Una simple pizca de este polvo
blanco en su lengua, Madame, y ¡pumba!, al suelo inconsciente y poco después
muerta… ¿Lo quiere?
—Oh, sí… claro que sí —dijo alargando su mano temblorosa para hacerse con el
vial, como un niño trataría de que le dieran un caramelo.
—Muy bien… Pues hágame caso… Vaya a su casa y disimule tanto como sea
capaz sus sentimientos, si quiere que las cosas salgan como todos deseamos… Sea
paciente, que no durará mucho su tortura; aguante la crueldad a la que pueda
someterla su esposo… Pero prométame que, pase lo que pase, no intentará quitarse la
vida antes de que todo haya acabado, como lo iba a intentar cuando la encontramos
esta noche… Ya nos encargaremos nosotros de hacer cuanto esté en nuestra mano,
que le repito que es mucho, para que resplandezca la justicia y quede en libertad
Monsieur Lonny. Si no lo conseguimos, Madame, ese vial será suyo, se lo prometo…
¿De acuerdo?
—Sí —dijo la joven fervientemente, como convencida de que al fin le llegaría el
momento de consumar el ansiado suicidio—. Haré lo que usted me diga, iré a
cualquier lugar que usted quiera que vaya, incluso a esa casa.

La gran casa de Cardener estaba a oscuras cuando llegamos en mi coche.


—Seguro que está en la biblioteca —dijo la mujer—. Da a la parte de atrás, por
eso no vemos las luces en la ventana desde aquí… Gracias, caballeros, por todo lo
que pretenden hacer y por lo que ya han hecho por mí… Buenas noches.
Se bajó del coche y tras caminar unos pasos en dirección a la casa se volvió y nos

www.lectulandia.com - Página 168


dijo adiós con la mano.
Sin embargo, De Grandin la llamó con un gesto; se llevó el dedo índice de su
mano derecha a los labios, y cuando ella se acercó de nuevo al coche le dijo en tono
confidencial, con aire meditabundo:
—Sería muy interesante, Madame, que pudiéramos observar cómo se
desenvuelve su esposo… ¿Cuál sería el mejor momento?
—Bueno, seguramente ya no saldrá hasta mañana… Por lo general se levanta
tarde.
—Bien, Madame… Quizás se vea obligado en esta ocasión a levantarse un poco
antes de lo previsto —dijo en tono enigmático mientras se retorcía con los dedos de
ambas manos las guías de sus mostachos encerados.

—¿Qué diablos pretende? —le pregunté mientras conducía de regreso a mi casa


—. Bien sabe usted que no podrá hacer nada por ese pobre hombre que ha sido
condenado a muerte ni por esta pobre muchacha… Me parece muy cruel por su parte
que haya alentado en ella tales esperanzas, De Grandin… Y si hay algo que me ha
asombrado por sobre todas las cosas, no hace falta que le diga que es su promesa de
darle el veneno… Eso va en contra de la ética más elemental, querido amigo, no sé si
lo sabe… En realidad, si usted le diera esa sustancia estaría incurriendo en un delito
de homicidio, como poco… Y me haría a mí cómplice, encima… Mucha suerte, pero
mucha, tendríamos si no acabáramos los dos en prisión.
—Creo que no —me replicó con mucha tranquilidad—. Es difícil de entender,
pero créame que le digo que sólo pretendo una especie de juego de las almas, amigo
mío… Y quizás lo ganemos, con la ayuda de Hussein Obeyid.
—¿Y quién diantres es ese tal Hussein Obeyid?
—Otro buen amigo mío —me respondió crípticamente—. Ya veo que nadie los
ha presentado a ustedes… Bueno, lo haré yo… ¿Está usted lo suficientemente
despejado como para conducir hasta East Melton Street? No recuerdo exactamente el
número de la calle, pero estoy seguro de que reconoceré su casa en cuanto la vea,
según lleguemos…
East Melton Street era una de esas calles oscuras, olvidadas, traseras y hasta
peligrosas, por así decirlo, que hay en todas las ciudades; una calle de una de esas
zonas en las que se aglomera una heterogénea población de origen extranjero a
medida que los nativos las van abandonando precisamente porque comienzan a vivir
en ellas los foráneos… Italianos, polacos, húngaros y un montón de europeos más
vivían en la zona donde estaba East Melton Street, y en concreto en esta calle larga y
desolada. Cada una de dichas nacionalidades se había apropiado prácticamente de
una zona, por pequeña que fuese, en la que imperaban.
La zona estaba más allá del confín de la bahía, en una sucia marisma grasienta
donde confluían todos los vertidos de los barcos, llenando el ambiente de un hedor
insoportable. Había que añadir a eso la suciedad terrible de las calles, la basura

www.lectulandia.com - Página 169


amontonada en las esquinas… Y ya al final de todo eso, donde no parecía que
pudiese haber nada más, estaba la zona que llamaban siria, en la que vivían griegos,
armenios, árabes, un pequeño grupo de persas y una horda infinita más de gentes del
Levante que se hacinaban en casas que antaño fueron mansiones y ahora parecían
cuadras. Aquí y allá se veía una casa, aparentemente en buen estado por fuera, pero
en cuanto te asomabas a su interior con un simple cálculo establecías que al menos la
habitaban diez y hasta doce familias. Por doquier, a pesar de las altas horas, se veía
gente desastrada y sucia, niños que hablaban muy alto y necesitaban más de una
pastilla de jabón cada uno, mujeres que hacían la calle en las esquinas, o se apostaban
a la espera de un cliente en las escaleras para incendios de los edificios de varios
pisos, taconeando ruidosamente.
De Grandin me hizo aparcar ante un edificio en cuya planta baja había un
restaurante con terraza en la acera, donde varios hombres jugaban al dominó y daban
cuenta de grandes cantidades de comida grasienta; en ese restaurante había lo que
podríamos llamar una academia de billar, allí, jóvenes con cara de rata y pantalones
con tirantes golpeaban las bolas con el taco o miraban revistas ilustradas llegadas de
sus países. Caminamos hasta detrás del edificio donde estaba aquel restaurante y
llegamos a una casa que me pareció totalmente a oscuras. Mas cuando entramos y
comenzamos a subir los peldaños que llevaban a la puerta vi que alguna iluminación
había en el interior… De Grandin golpeó la gran aldaba que había en la puerta.
—Esto parece la casa de nadie, o de un fantasma —dije mientras De Grandin
golpeaba la aldaba varias veces más.
—Salaam aleikum —oí que decía una voz suave al tiempo que al fin se abría la
puerta, no mucho, lo justo para que pudiéramos entrar.
Vi a un hombre tan menudo como De Grandin, pero de piel oscura, que vestía una
bata de satén negro, pantalones muy anchos, también de satén, pero rojos, varias
tallas más grandes de la que hubiera necesitado.
—Aleikum salaam —respondió De Grandin para devolverle el saludo—. Nos
gustaría ver a tu tío, tenemos que consultarle acerca de un asunto de la máxima
importancia.
—Bissahi! —llamó aquel hombrecillo ahora con una voz aguda mientras corría
desde la entrada al interior de la casa.
—¿Su amigo es el tío de ese hombre? —pregunté con gran curiosidad a De
Grandin, porque el tipo que nos había abierto la puerta tendría entre sesenta y cinco y
setenta años, una edad en la que a uno ya no le suele quedar vivo ni un tío, me
parece…
El francés me miró burlón.
—No lo crea del todo —me dijo—. Tío es un eufemismo que utilizan en vez de
decir señor, es una cortesía de los sirvientes hacia sus señores…
Iba a solicitarle alguna información más cuando aquel hombrecillo regresó para
pedirnos que lo acompañáramos.

www.lectulandia.com - Página 170


—Salaam, Hussein Obeyid —saludó De Grandin cuando pasamos a un salón a
través de una gran cortina roja que hacía las veces de puerta y añadió—: Es salat wes
salaam aleik! (que la paz y la gloria sean contigo).
Un hombre de buen porte, con barba negra y vestido con una chilaba marroquí de
color rosa, sentado en un gran almohadón junto a la ventana, se levantó para darnos la
bienvenida, tocándose el pecho, los labios y la frente mientras se dirigía a nosotros
para estrechar con fuerza y alegría la mano del doctor De Grandin, que de inmediato
nos presentó.
Era, me dijo, el doctor Hussein Obeyid, «uno de los diez filósofos más grandes
del mundo», según De Grandin, y un amigo muy especial del médico francés.
El doctor Obeyid era muy alto y fuerte, y a la vez poseía unos modales elegantes;
su barba negra y muy bien recortada le hacía un perfil de esfinge asiria.
La habitación en la que estábamos se correspondía bien con el porte de aquel
hombre, por amplia y bien ornamentada. Tres grandes ventiladores eléctricos
mantenían una buena temperatura y hacían que el ambiente fuese agradable. Había
alfombras persas en el suelo y sobre ellas almohadones y cojines de seda. Dos
grandes lámparas turcas iluminaban tenuemente la estancia. El mobiliario estaba
compuesto por una extraña pero agradable mezcla de pequeñas piezas chinas lacadas
y grandes muebles otomanos así como otros indios de distintos tamaños. Sobre uno
de ellos había un acuario con peces dorados, los más dorados y brillantes que jamás
había visto hasta entonces… Junto a la ventana vi un antiguo armario de consulta con
redomas de laboratorio, probetas y otros utensilios. Del suelo al techo, las paredes
estaban cubiertas por estanterías repletas de libros, y entre éstas, algún pequeño
mueble más a través de cuyos cristales podían verse cosas tan curiosas como alguna
cabeza momificada, pies y manos, tablillas de arcilla con escritura cuneiforme, armas
antiguas y unos cuantos trastos más a los que sólo había que echar un vistazo para
darse cuenta de lo muy antiguos que eran. Más de un conservador de nuestros museos
hubiera querido tener en el suyo todo aquello… Un esqueleto humano,
completamente articulado, parecía a punto de saludarnos desde el rincón en el que
estaba… Aquél era, evidentemente, no sólo el salón de estar sino el cuarto de trabajo
del doctor Hussein Obeyid, uno de los diez filósofos más grandes del mundo, según
mi amiga francés.
De Grandin no se anduvo con rodeos a la hora de explicar el porqué de nuestra
presencia. De manera concisa pero elocuente refirió a Hussein Obeyid la historia de
Beth Cardener, comenzando por aquella escena que presenciamos en la penitenciaría
y terminando en el instante en que la dejamos frente a la casa que compartía con su
esposo.
—Recuerdo que hace años, amigo —concluyó así su exposición de los hechos
Jules de Grandin—, en el antiguo Djebel de los drusos, predio de esas gentes místicas
a las que no pueden comprender ni los turcos ni los franceses, lo vi a usted hacer un
milagro… ¿Lo recuerda? Había cierto prisionero y…

www.lectulandia.com - Página 171


—Lo recuerdo perfectamente —dijo Obeyid y su voz pausada y grave retumbó en
la habitación—. Sí, lo recuerdo muy bien… Pero no mezclemos las cosas, querido
amigo… El inefable, el que rige los destinos del hombre, sólo Él, hace planes para
nosotros, signa cuándo debemos venir al mundo y cuándo hemos de abandonarlo…
El juego de las almas no es cosa en la que el hombre tenga mucho que hacer, cuando
su destino ya ha sido escrito.
—Misère de Dieu! —exclamó De Grandin—, ¿acaso no le parece suficiente pena,
la de la pobre Madame Cardener, como para intentar al menos ese juego de las almas
que le pido, mon vieux? Su dolor estremece, se lo aseguro, invita a la mayor piedad
sólo verla… Esa mujer tiene el corazón destrozado desde hace tiempo y puede que
los sucesos por los que ahora pasa acaben rompiéndoselo del todo… Pero no es sólo
por ella por lo que le pido ayuda… Lo hago igualmente para que impere la justicia…
¿Puede tolerarse que muera ejecutado un inocente? «La venganza es mi privilegio, yo
la ejecutaré para reparar la injusticia, dice el Señor»… Es verdad, amigo mío, eso
dicen las Escrituras… Pero consideremos algo que me parece importante… ¿Acaso
no tiene Él, tantas veces, que inmiscuirse entre los hombres, como un hombre más,
para llevar a cabo sus milagros? ¡Por supuesto que sí! Si no hubiera una mínima
posibilidad de conseguir que ese pobre inocente no sea ejecutado, le aseguro que no
habría acudido a usted… Tengo la convicción plena de que ese infeliz ha sido víctima
de las malas artes de un ser diabólico. Las pueriles leyes anglosajonas mediante las
cuales los ingleses y norteamericanos creen desde antiguo hacer justicia, a menudo no
hacen más que ocultar su deseo de no preguntarse por qué, su afán por castigar
ejemplarmente, no siempre de manera justa, ni siquiera racional. Castigan sin más y
ya está. Se conforman con evidencias realmente dudosas, con pruebas a menudo
falaces. No deberíamos aceptar tan tranquilamente como lo hacemos ese estado de
cosas, amigo mío, esa terrible injusticia que supone dicha aplicación,
pretendidamente ejemplar, de la ley.
El doctor Obeyid hizo un leve gesto de afirmación con la cabeza y dijo:
—Mañana a primera hora.
Entonces, su viejo y diminuto «sobrino» apareció con una bandeja en la que
llevaba un exquisito servicio de café aromático, y unos pastelitos elaborados con
pistachos, nueces, dátiles y miel… Tomamos café y degustamos aquellas delicias;
después fumamos charlando relajadamente unos cigarrillos extraordinariamente
dulces que nos ofreció nuestro anfitrión, hasta que el reloj de la iglesia católica del
barrio sirio dio las campanadas de las doce y cuarto de la noche.

No eran aún las diez de la mañana del día siguiente cuando llegamos a la casa de
Cardener. El doctor Obeyid, ricamente ataviado según los usos de las tradiciones de
su pueblo, destacando especialmente su estatura no sólo al lado del doctor De
Grandin, sino incluso a mi lado, se dirigía pausadamente hacia la casa, caminando
entre el francés y yo con su bastón de caña y empuñadura de marfil entre las manos.

www.lectulandia.com - Página 172


Más grande que un bastón común, aquello le daba un aire más georgiano[58] que
moderno. Debo señalar que la empuñadura de marfil de su bastón representaba la
figura de una serpiente tan perfectamente labrada en la noble materia que parecía
viva; pintada de verde, su cabeza había sido labrada, sin embargo, no en marfil, como
el resto, sino en jade. No puedo definir bien sus ojos. Eran a medias verde oliva y
color piedra de granito, pero impresionantes en cualquier caso.
—Queremos ver a Monsieur Cardener —comenzó a decir De Grandin, y fue
aquella la primera vez en la que lo vi dubitativo y hasta nervioso en una situación
semejante, a punto de perder el control de la situación.
—Dígale que el doctor Obeyid desea hablar con él —terció nuestro acompañante
con su voz lenta y grave—. Vaya y dígaselo, por favor.
—Es que está desayunando, señor —respondió el sirviente—. Si quieren esperar
en el recibidor…
—No, vaya y dígale que quiero hablar con él —insistió el doctor Obeyid en un
tono que demostraba su costumbre de ser obedecido de inmediato, sin dilación y sin
que se cuestionaran sus órdenes.
—Sí, señor —dijo el sirviente haciéndonos pasar.
A través de la ventana abierta del salón donde desayunaba el dueño de la casa, en
aquella plácida mañana de finales del verano, vimos hermosas hileras de geranios,
levemente mecidos por la brisa tibia, que procuraban una gran sensación de paz. Al
final de la gran mesa de caoba reluciente que había justo en el centro de aquel salón,
un hombre nos miraba atónito. No nos cupo la menor duda, por las descripciones que
nos había hecho Beth, de que se trataba de Lawrence Cardener. Rasgo a rasgo, línea a
línea, su cara era idéntica a la del condenado al que habíamos visto en la
penitenciaría, con los leves matices comunicados por la joven. Salvo por el hecho de
que ahora lucía un mostacho de verdad, mientras el condenado estaba completamente
afeitado, y salvo por su cabello plateado, mientras que el convicto lo mantenía aún de
color castaño en su mayor parte, el parecido entre ambos era realmente
extraordinario.
—¿Pero qué demonios…? —comenzó a decir mirando furioso a su criado.
El doctor Obeyid atajó de inmediato su protesta:
—Estamos aquí para hablar acerca de su hermano —anunció abruptamente.
—¿Ah, sí? —dijo con una fea, desagradable sonrisa que pretendía ser sarcástica
—. Vaya, así que es eso… Muy bien… ¿Y qué? —dijo dejando a un lado los
cubiertos de plata con los que daba cuenta de un plato de huevos con jamón y una
tostada con mantequilla—. Adelante, ustedes dirán… De manera que quieren hablar
de mi hermano…
—No, más bien será usted quien hable de su hermano —le dijo pausado pero
imperativo el doctor Obeyid—. Puede que aún no sea tarde para que diga usted la
verdad.
—¿La verdad? —dijo mientras ponía azúcar apresuradamente en su café y lo

www.lectulandia.com - Página 173


revolvía con una cucharita.
—Sí, la verdad… Aún puede hacer usted una enmienda completa a los hechos…
Bastará con que se presente ante el gobernador del Estado y declare…
—¿Así que se trata de eso, eh? Supongo que ha sido mi encantadora esposa quien
ha acudido a ustedes con el cuento… Pobrecita… Es una embustera compulsiva, una
embaucadora… Una…, bueno, ya saben… —hizo un gesto tan vulgar como
significativo—. Siempre estuvo enamorada de Lonny, con quien me engañó, y ahora
pretende… en fin, imagínense lo que pretende…
—Amigo mío —lo interrumpió Obeyid—, hemos venido a hablar de su alma
inmortal, no de su esposa… ¿Sería posible borrar de su alma ese estigma indecente
que ahora tiene, el estigma de su culpa? Su alma…
Cardener soltó una carcajada.
—¿Se trata de mi alma? —preguntó sin dejar de reírse—. Vamos, hombre, no me
venga con esa tontería… No la fastidie con mi alma, caramba… Si tanto le interesa el
alma, vaya a la penitenciaría de Trenton y hable con Lonny… Le aseguro que
también tiene alma, y esta misma noche, con toda seguridad, hará su inevitable
transmigración hacia los infiernos… Vaya y sálvesela, hombre… Esta noche lo van
a… sí, lo van a…
No pudo seguir y volvió a remover el café con la cucharilla. No era temor, sino
algo a medias entre la angustia y la resignación, lo que dejó traslucir su voz, también
su mirada, que bajó de inmediato hasta la taza, como fascinado por los ojos duros e
inquisitivos con que le contemplaba Obeyid.
Miré entonces a nuestro acompañante y no pude evitar que se me escapara una
exclamación de sorpresa. Su cara semítica y grata de contemplar mostraba ahora una
transformación extraña: se le desorbitaban los ojos hasta adquirir el tamaño de una
cebolla y más que con el color del bronce le brillaba la frente con un fulgor verde.
Pero sobre todo me impresionaban sus ojos: eran como los de los cadáveres que
tantas veces había contemplado en el inicio de su putrefacción, cuando el semblante
humano comienza a descarnarse y los ojos adquieren una inmensidad blanca
aterradora. Nunca había visto un fenómeno semejante en alguien vivo. Observé, sin
embargo, que los labios del doctor Obeyid se movían, aunque nada entendí de lo que
decían. Era algo monótono, extraño; una suerte de cántico o recitado rítmico, gutural
y hondo. Algo que sugería el viento marino levantando la arena de la playa; algo que
aumentaba y decrecía en su intensidad, alternativamente, de manera tan majestuosa
como subyugante.
No podría decir cuánto duró aquel extraño cántico. Puede que un minuto. Puede
que una hora… El reloj de la eternidad pareció detenerse entonces, como si la fuerza
de las sílabas que desgranaba el doctor Obeyid detuvieran sus agujas. Sólo sé que,
cuando acabó, sentí la mano de mi amigo De Grandin sujetándome de un brazo.
—Salgamos —me susurró al oído—. Ya están las cartas de la partida sobre la
mesa… Acaba de comenzar la primera parte del juego de las almas. Prie Dieu,

www.lectulandia.com - Página 174


¡confío en que ganemos!

Alonzo Cardener estaba sentado ante la pequeña mesa de su celda del corredor de
la muerte. No jugaba a las cartas precisamente, sino que tenía ante sí un ejemplar de
la Biblia; pero parecía ausente, sumido en sus funestos pensamientos, con los codos
sobre las rodillas y la cabeza entre las manos. No levantó la mirada cuando entramos.
—Monsieur —le dijo De Grandin—. ¡Monsieur Lonny! —alzó la voz el francés y
el condenado lo miró entonces, pero sin expresión—. Estamos aquí porque nos lo ha
pedido Madame Beth.
El cambio que se operó en el condenado, al oírnos, pareció milagroso.
Rejuveneció de golpe y le brillaron los ojos como sólo les brillan a los enamorados
cuando oyen decir el nombre de su amada.
—¿Vienen de verdad de parre de Beth? —nos preguntó aún incrédulo—.
Díganme por favor que está bien… ¿Lo está?
—Está perfectamente, mon pauvre, y feliz, mucho más esperanzada después de
habernos contado toda esta lamentable historia —le respondió De Grandin—. Beth
nos ha pedido que vengamos a verle, y aquí hemos venido, a ver qué se puede
hacer…
Cardener sonrió levemente, de nuevo entristecido.
—Mucho me temo que nada hay que hacer… Un hombre en la situación que yo
me encuentro… —se lamentó—. Pero…
—Hermano —le dijo entonces el doctor Obeyid con su voz profunda, como en un
susurro, pero poderosa, una voz que retumbaba como las notas bajas de un órgano—,
no desespere usted… ¿Tiene miedo a morir?
—¿Morir? —un espasmo de dolor contrajo los músculos faciales del condenado
—. No, señor; no creo que se pueda llamar miedo a lo que siento… He visto de cerca
la cara de la muerte muchas veces y jamás sentí miedo; lo que de verdad me aterra es
separarme de Beth para siempre, y además hacerlo ahora, justo cuando nos habíamos
reencontrado… Eso es lo que realmente me duele… Si pudiera verla de nuevo…
—La verá —dijo Hussein Obeyid—. Ahora, hermano, sólo tiene que confiar en
mi palabra… Le prometo que pasará esta noche por esa puerta, pero no será sino para
poder abrazar a su amada… Esa puerta lo llevará a usted a una larga vida de felicidad
junto a la mujer que ama…
El rostro del condenado a muerte palideció de horror, sin embargo, al escuchar
aquellas palabras.
—¿Usted… usted quiere decir que Beth… ha muerto? —preguntó angustiado—.
¡Oh, Beth, amor mío, mi único amor verdadero!
—Ella no ha muerto; está viva y en perfecto estado… Beth lo espera —le dijo
Obeyid con una voz aún más honda—. Beth lo espera a usted justo detrás de esa
puerta, hermano… Manténgase, pues, con el mayor coraje y no se rinda; ni siquiera
muestre abatimiento, que su premio será el mayor: reencontrarse con ella tras cruzar

www.lectulandia.com - Página 175


el umbral de esa puerta.
—¿Cómo? —seguía sin volver el brillo a los ojos del convicto—. ¿Me está
diciendo entonces que se suicidará en cuanto me ejecuten? No, eso no puede ser…
No debe hacerlo… El suicidio es un pecado, un terrible pecado… Yo moriré siendo
inocente; bien sabe Dios que lo soy… Pero ella no debe perder la vida de ninguna
manera, pues si hay alguien inocente en este mundo no puede ser otra persona que
Beth… Si se suicida no podremos estar juntos en la otra vida, Dios no se lo permitirá
por haber pecado quitándose la vida… Díganle, por favor, que no lo haga; díganle
que yo le pido que siga viviendo, aunque ya no pueda estar a su lado… Díganle que
la esperaré en la otra vida hasta que le llegue su hora, hasta que Dios quiera
llevársela.
—Míreme —le pidió Obeyid de repente; tanto, que aquel hombre desesperado se
relajó, cesó en sus protestas y en sus súplicas y quedó mirando subyugado a los ojos
de Obeyid.
El oriental alargó su bastón hacia los barrotes, y la celda se abrió ante la sorpresa
de los guardianes. Ante los ojos maravillados de los que allí estábamos aquel bastón
cobró vida, la vida de una serpiente que se enroscaba lentamente al pecho del doctor
Obeyid y a sus muñecas, alzando la cabeza lentamente y mostrando su lengua bífida.
—Bismillah al-rahman al-rahim (en el nombre de Dios todopoderoso y
compasivo) —susurró Hussein Obeyid e inició acto seguido un cántico hondo, muy
grave y monótono pero hermoso, mientras la serpiente en que se había convertido su
bastón se movía al ritmo del cántico, como encantada.
Sólo alteró el tono de su voz cuando pronunció el nombre del hermano del
convicto; de tan concentrado en su cántico, como nimbado de una fuerza que ninguno
de los allí presentes podíamos explicarnos, subyugados como estábamos todos por su
muy sugestiva voz, vimos que empalidecía y que su frente se perlaba de gotas de
sudor, tal era la intensidad del sentimiento con que hacía aquella invocación mágica.
El rostro del condenado parecía hallarse en trance místico. En sus ojos brillaban
dos llamaradas alimentadas por el soplo de su alma, que lo llevó a hacer la
invocación del nombre más deseado:
—¡Beth! ¡Beth! —susurró enfebrecido.
Me volví asustado hacia el guardia que teníamos justo detrás. Me sorprendió
verlo sin expresión, sin una mínima reacción en el rostro. Comprendí entonces que no
podía dejar de mirar el bastón de Obeyid convertido en serpiente. Aquel guardia,
sentado en su silla, ni oía, ni veía, ni pensaba. Estaba completamente hipnotizado,
sometido a la sugestión más profunda.
—Hasta esta noche, hermano —oí que decía al condenado Hussein Obeyid
lentamente, suavemente—. Recuerda lo que te he dicho: sé valiente, no te rindas, sé
paciente… Que ella te estará esperando.
—Vamos —oí que me decía Jules de Grandin mientras me tomaba del brazo—.
El juego de las almas ha terminado… Sólo nos queda esperar confiados en nuestra

www.lectulandia.com - Página 176


victoria.

Iban a ejecutarlo a las diez y veinte minutos de la noche. Era difícil obtener la
autorización para presenciar la ejecución, pero Jules de Grandin, además de energías
suficientes como no cejar en el intento de cualquier cosa que se le metiera en la
cabeza, tenía bastantes influencias… Hussein Obeyid, De Grandin y yo conseguimos,
pues, la autorización necesaria para obtener asiento en aquella especie de siniestra
capilla desde la que se presenciaban las ejecuciones. No puedo negar que verme allí
me causaba una aprensión indecible. Un escalofrío me subía y bajaba continuamente
por la espalda; un nudo en la garganta me dificultaba la expresión; mi corazón
parecía ir a salírseme por la boca de un momento a otro. Aquello nada tenía que ver
con la necesaria guardia que uno hace a la cabecera de un moribundo al que atiende
en sus últimos momentos. Allí íbamos a presenciar cómo se extinguía violentamente
la vida de un hombre joven y saludable. Eso me horrorizaba.
El verdugo, un tipo también con pinta de cadáver, un tipo que se me antojó podía
ser un miembro renegado de la iglesia evangélica, se mantenía firme a la izquierda de
la silla eléctrica. El director de la prisión, su ayudante y el médico de la penitenciaría
estaban de pie en el breve espacio que había entre la silla eléctrica y la puerta de
entrada a la tétrica habitación. No parecían nerviosos, aunque me fijé en que el
médico no dejaba de dar golpecitos con un dedo a su estetoscopio, que llevaba
colgado del cuello como si se dispusiera a pasar consulta tranquilamente. Una cortina
negra, al fondo de la habitación, sugería que allí estaba la mesa en la que se haría
posteriormente la autopsia del ejecutado y el instrumental quirúrgico necesario para
que el médico de la penitenciaría pudiera certificar al fin el completo éxito de la
ejecución.
Desde donde nos hallábamos, no podía dejar de contemplar todo eso tras el cristal
que separaba las sillas de los testigos de la sala de ejecución. Oímos un ruido y
supusimos que de inmediato veríamos cómo era conducido el convicto a la silla
eléctrica. Así fue. Con un leve chirrido, como si le faltara engrase, se abrió la puerta
fatídica y vimos entrar a Alonzo Cardener para hacer frente al momento más crucial
de su existencia. Llevaba la camisa de algodón completamente abierta y la pernera
derecha de los pantalones rasgada hasta la rodilla; una implacable, indecente y nada
piadosa luz blanca caía sobre su cabeza. Observé que le habían hecho una tonsura en
la cabeza. Dos guardias lo llevaban por los codos, si bien sin hacer mayor presión,
aprensivos también ellos. Otro guardia iba detrás… Entonces abrió el capellán de la
penitenciaría su libro de oraciones y empezó a decir:
—Sí, camino ya por el valle en sombras de la muerte, pero no temo al Maligno
porque en ti confío, Señor…
Los ojos de Cardener parecían desorbitados, en rapto de dolor. Pero los dedos de
su mano derecha mostraban que a pesar de llevarlos cerrados no tenían una tensión
convulsa… Parecía como si en realidad llevara tiernamente de la mano a alguien…

www.lectulandia.com - Página 177


Vi que sus labios se movían una y otra vez. Me fijé bien en el movimiento que
hacían. Y pude así leer el nombre que repetía sin desmayo: «Beth, Beth, Beth».
Lo sentaron en la silla eléctrica pero no pareció darse cuenta. Lo hizo
tranquilamente, sin que tuvieran que empujarlo para que diese el último paso.
Observé entonces que tenía los ojos en calma. Observé que se relajaba su gesto, como
confortado por la mano de la amada que llevaba entrelazada en la suya.
Pero en cuanto cruzaron las duras correas sobre su pecho y las muñecas y los
tobillos, y le pusieron en la cabeza el siniestro yelmo de la descarga fatal, se produjo
en él un cambio espantoso. Comenzó a pugnar violentamente por soltarse; su piel se
le pegaba a la calavera espantosamente; sus labios adquirieron un tono oscuro,
amoratado; de su boca salió un grito de horror:
—¡Yo no soy Lonny! ¡Yo no soy Lonny! ¡Yo soy…!
Con su cuaderno abierto y el lápiz en ristre, el médico de la penitenciaría
comenzaba a anotar las primeras observaciones para su memorándum frente a la silla
eléctrica. El convicto seguía gritando y el doctor movía el lápiz como si anotara
aquellas reacciones, aquellas transformaciones terribles que mostraba el rostro del
reo. Y se dejó sentir un sonido extraño, como el latido del corazón de un bestia, un
sonido eléctrico, rápido, agónico… El grito de angustia y pánico de aquel hombre
cesó. Había sido ejecutado. Cesó también su resistencia en un estertor último. Su
cuerpo seguía en la silla, sujeto por las correas que lo aprisionaban. Vi que sus
mejillas y su barbilla se encendían de repente, como la cara de alguien que lleva
mucho tiempo aguantando la respiración. Vi que sus manos se tornaban rígidas bajo
la férrea presión de las correas que las sujetaban por las muñecas.
Me pareció oír también un sonido último, metálico; una especie de chasquido de
interruptores. Y el cuerpo de aquel hombre quedó completamente yerto en la silla.
Vi que de nuevo el médico de la penitenciaría apuntaba algo. Después guardaba
lápiz y cuaderno y se acercaba a la silla eléctrica. Puso su estetoscopio en el pecho
del ejecutado, escuchó unos segundos, y con la satisfacción de quien acaba su tarea
diaria anunció a las presentes:
—Certifico que este hombre está muerto.
Unos hombres vestidos con batas blancas entraron entonces en la sala de
ejecución, desataron el cadáver y lo condujeron a la mesa de autopsias.
Nosotros firmamos en el libro de los testigos de la ejecución y salimos de la
cárcel realmente sobrecogidos.
—Conduzca rodo lo más aprisa que pueda, amigo Trowbridge; salgamos de aquí
cuanto antes, dejemos atrás el aire viciado de esta penitenciaría —me dijo Jules de
Grandin cuando montamos en mi automóvil—. Vayamos en busca de Madame
Cardener cuanto antes. ¡Rápido!

Beth Cardener salió a abrirnos la puerta. Tenía un leve tono violeta en la cara,
pero no era más que el reflejo del pijama de seda de ese color que llevaba puesto.

www.lectulandia.com - Página 178


—Ha ocurrido veinte minutos después de las diez —nos dijo en el hall nada más
vernos.
Los pequeños ojos del doctor De Grandin mostraron sorpresa.
—Précisément, Madame —dijo atónito—. ¿Cómo lo sabe?
Un auténtico puzle se reflejaba en sus ojos mientras decía:
—Naturalmente, no podía dormirme… ¡Cómo iba a hacerlo en estas
circunstancias! Estaba mirando las agujas del reloj sin poder quitarles la vista de
encima, preguntándome qué le pasaría por fin a mi amado, a mi pobre muchacho…
¿Aún sigue vivo, como yo? ¿Aún está a mi lado? Todo eso me preguntaba. Entonces
sentí un ruido extraño, parecido al del motor de un vehículo cuando arranca, pero no
exactamente igual, un ruido difícil de precisar… Y me sacudió de la cabeza a los pies
algo semejante a un escalofrío, pero que más bien sentí como una descarga, como
cuando tocas una lámpara y te da calambre. Fue como si un fuego ardiera en mis
venas y de repente lo vi todo de color rojo, primero, y después negro como la tinta…
Y sentí que todos mis músculos y todos mis nervios quedaban rígidos, como
anudados en el interior de mi cuerpo. Y al tiempo experimenté una sensación
sobrecogedora, como si en mi interior hubiera alguien, un ser extraño que me quería
arrancar el corazón y las entrañas, y que me abría el cuerpo en canal para secármelo
con dos lenguas monstruosas. Creí por un momento que me estaba muriendo, pero al
poco empecé a sentir mi cuerpo relajado, más libre… Entonces abrí la ventana y me
asomé para que me diera el aire. Me sentí mejor. En el cielo vi algo que parecía una
estrella fugaz, que lo cruzaba… Me dije entonces que era Lonny, que abandonaba
esta vida, dejándome sola, con el corazón roto como lo había sentido hacía sólo unos
instantes. Eso fue lo que sentí cuando vi cruzar el ciclo esa estrella fugaz… Nunca he
tenido un hijo, pero si lo tuviera y se me muriese, creo que sentiría la misma
sensación espantosa que les he descrito, un desgarro íntimo brutal.
»Entonces —hizo una pausa y vimos que sus ojos mostraban realmente el mayor
de los horrores—, entonces oí una voz que me repetía: “ve con Larry, ve con Larry”.
Pero yo no quería ni verlo ni estar cerca de él… Aquella voz no cesaba de repetirme
lo mismo, sin embargo, y al fin accedí a lo que me pedía.
»Larry estaba en el sillón en el que siempre se sienta en la biblioteca. Tenía la
cabeza caída hacia atrás y sus manos estaban rígidas, con los dedos aferrados a los
brazos del sillón. Tenía la boca abierta y una palidez mortal. Me di cuenta, a medida
que me acercaba a él, de que sus piernas y sus pies estaban desprovistos de fuerza,
abiertos, abandonados… Era… —hizo una pausa— era como si lo acabasen de
ejecutar en la silla eléctrica.
—Umm… ¿Le tocó usted, Madame? —preguntó De Grandin.
—Sí… Tenía las manos frías. Estaba muerto, doctor… ¡Estaba muerto, gracias a
Dios! Él mató a su pobre hermano, había matado a su pobre padre, y ahora moría él
mismo; ya no podrá jactarse de eso, señores… ¡Larry ha muerto como Lonny, en la
silla eléctrica! Ninguna justicia humana podría haber sido tan bendita como esta

www.lectulandia.com - Página 179


justicia de los cielos que ha acabado de una vez por todas con su miserable y pérfida
existencia… Por eso me siento feliz… ¿Me oyen? Soy feliz, caballeros… Y de buena
gana saldría a las calles para gritarle al mundo entero que soy feliz gracias a la muerte
de ese canalla.
De Grandin lanzó una mirada cómplice a Hussein Obeyid, que asintió en silencio.
—Muy bien, Madame, la comprendo perfectamente —dijo—. ¿Tendría la bondad
de conducirnos hasta donde está el cuerpo de Larry? Podría ser interesante
comprobar…
—Claro, claro, cómo no… Se lo enseñaré, señores, con mucho gusto —dijo con
una risa casi histérica—. Vengan por aquí, por favor…
Con el rostro cianótico, con las mandíbulas desencajadas, con esa sensación de
desmembramiento que producen los muertos, Lawrence Cardener estaba sentado en
su sillón favorito de la biblioteca. Le eché un vistazo y asentí para comunicar a mis
acompañantes que estaba muerto. No hacía falta proceder a examinarlo con más
detenimiento. Ni los médicos, ni los soldados ni los embalsamadores necesitan más
para saber que un tipo está muerto. Basta con mirarlo.
Pero Hussein Obeyid no parecía estar tan seguro.
Cruzó lentamente la biblioteca hasta llegar junto al sillón, miró detenidamente al
cadáver, le levantó los párpados, se apartó, volvió a mirarlo aún con mayor
detenimiento y comenzó entonces a entonar su cántico:
—Bismillah al-rahman al-rahim…
Sacó entonces un pequeño envoltorio que llevaba entre sus ropas, del que tomó
una pizca de un polvo que no reconocí, para ponérselo en las palmas de las manos y
comenzar a restregárselas como si se las hubiese enjabonado. Observé en la leve
penumbra de la biblioteca, entre las sombras, que sus manos comenzaban a
encenderse como si fueran puro fósforo, en una llamarada roja que al poco se
convirtió en azul. Sus dedos parecían velas.
Alargó sus manos hacia el bastón, que había dejado apoyado en la mesa, y al
instante cobró vida de nuevo convirtiéndose en la serpiente; reptando, mostrando su
lengua bífida, la serpiente fue acercándose lentamente hasta el muerto y subió por su
cuerpo; su lengua bífida tocaba los labios del hombre, sus párpados, sus fosas
nasales… Entonces Hussein Obeyid la apartó del cadáver, la tiró al suelo y volvió a
ser el bastón con empuñadura de marfil.
Pasó entonces sus manos encendidas por las cejas del muerto, luego por su pecho,
después a la altura de su ombligo… Las llamas azules que expelían sus manos
parecieron menguar así, como si las absorbiera el cadáver, como una tierra sedienta
absorbe el agua.
Vi atónito entonces que el cadáver se movía, que aquel cuerpo en el que poco
antes no había un hálito de vida parecía sólo el de un hombre que comenzara a
despertar de un mal sueño. Su cabeza antes inequívocamente envarada se movía
ahora lentamente de un lado a otro, oscilando sobre el cuello en el que era perceptible

www.lectulandia.com - Página 180


la tensión muscular propia de la vida. Cerró la boca y sus mandíbulas parecieron
relajarse; sus ojos, antes vacíos como sólo vacía los ojos la muerte, dieron muestra,
en fin, de una vitalidad impensada.
Beth Cardener soltó un grito de horror.
—¡Está vivo! —exclamó espantada, con la voz rota, y se volvió a Hussein Obeyid
en tono de reproche—. ¿Por qué ha hecho eso? ¿Por qué le ha revivido? Tenía que
morir, debía morir, y usted no tiene derecho a…
Se le rompió la voz a la joven entre un auténtico torrente de lágrimas; la sonrisa
exultante y nerviosa de antes dio paso a una severidad angustiada en su rostro, a una
profunda desazón… El hombre que había cometido la infamia de hacer que
condenaran a muerte a su propio hermano, el hombre que la había hecho víctima de
sus desprecios y traiciones, el hombre al que creía al fin muerto, volvía a la vida para
su mayor desesperación… No podía resistirlo, y se dejó caer en un sofá, hundiendo
su rostro en los cojines para descargar el más terrible de los llantos y los más
desesperados lamentos que jamás me había sido dado oírle a una mujer.
—Madame —le dijo entonces De Grandin con voz imperiosa—. ¡Madame Beth,
venga aquí inmediatamente, por favor, y dígame qué ve en realidad!
La mujer alzó la cabeza lentamente; después se levantó, pero como una
sonámbula, y con los brazos caídos y un andar pesado se acercó hasta aquel hombre
que poco a poco recuperaba el conocimiento.
—Bien, obsérvelo usted, voilà —le dijo el médico francés mientras tomaba entre
sus delicados dedos la oreja izquierda de Cardener. Allí, imborrable, seguía aquella
pequeña cicatriz de la herida que ella le hiciera, un poco más abajo del retrahens
aurem, en los días de su infancia.
—¿Cómo? —se extrañó, mas sobresaltada ahora de gozo, lanzando después un
grito ahogado que parecía risa y parecía exaltación de sus fuerzas recobradas.
El menudo francés le pidió silencio con un gesto de sus manos.
—Está volviendo en sí, Madame —dijo a la joven en un susurro.
La vida, en suma, le había sido devuelta al cadáver mediante el cántico del doctor
Obeyid. Poco a poco fueron desapareciendo los rasgos inequívocamente mortales que
presentaba Cardener, y lejos ya del rigor mortis de antes sus dedos mostraban ahora
la necesaria flexibilidad, el tono propio de la piel viva.
—¡Jodo! —susurró Cardener emocionado, moviendo la cabeza de lado a lado en
un intento último de recobrarse por completo, como quien desea espantar una
pesadilla.
—¡Jodo! —repitió ella en un susurro tan emocionado como de voz carente de
resuello—. Nunca me ha llamado así desde que éramos niños… De pequeños, Lonny
y yo jugábamos a ponernos nombres que sólo sabíamos nosotros… Yo nunca le dije
el que era mi favorito a nadie, ni a mis padres, ni a mi esposo… ¿Cómo es posible…?
—Jodo, Beth, amor mío —dijo Cardener aún semiinconsciente, moviendo los
dedos como si buscara algo—. ¿Estás ahí? No puedo verte, cariño, pero…

www.lectulandia.com - Página 181


—¡Lonny! —gritó Beth, aún incrédula pero feliz, de esa manera con que gritan
las mujeres encendidas de alegría.
—¡Beth! ¡Mi amada Beth! —gritó entonces Cardener abriendo definitivamente
los ojos y volviéndolos a cerrar para abrirlos de nuevo, acostumbrándose otra vez al
brillo, a la luz de la vida—. Beth, mi amor, ellos me dijeron que estarías
esperándome… y es verdad… Porque estás ahí, ¿verdad?
—¡Sí, amor mío, aquí estoy! —le respondió ella llorando ahora de alegría y
dejándose de caer de rodillas para poner su cabeza en las del hombre, y levantándose
luego para apoyar su cara en el pecho de Lonny, y abrazarlo y mecerlo como si fuera
un niño—. ¡Oh, amor mío! ¿Cómo has vuelto de…?
—¿He estado muerto? —preguntó él tímidamente, con aprensión—. ¿Esto es el
cielo, o…?
—¿El cielo? Sí, claro que sí, cariño… Puedes llamar el cielo al inmenso amor que
siento por ti, —dijo Beth Cardener llenándole de besos, impidiendo con sus besos que
él pudiera decir ninguna palabra más.
—Bien, ¿me dirá ahora qué demonios ha sido todo esto? —pregunté a De
Grandin cuando volvíamos a mi casa, después de llevar hasta la suya al doctor
Obeyid.
Jules de Grandin se alzó de hombros, de cejas y de codos, como dándome a
entender que hay cosas que ni siquiera un francés puede explicar convenientemente.
—Usted sabe lo mismo que yo, amigo mío —me respondió—. Usted lo vio todo
con sus propios ojos… ¿Qué más puedo decirle, si vio lo mismo que yo vi?
—Seguro que puede contarme un montón de cosas —le dije—. Usted jamás se
cansa de repetir que ha visto lo que nadie…
—Y puedo jurarlo —me soltó—. Sí, querido amigo, he visto cosas, muchas
cosas… Pero créame si le digo que no siempre he podido desentrañar su significado,
su misterio último… Par example… Yo puedo decirle a usted, amigo Trowbridge,
que me lleve a tal o a cual sitio en su coche, pero aunque le vea poner los pies en esos
pedales y tomar entre las manos el volante, la verdad es que no sé qué hará hasta que
lo haya hecho… Es más, no sé ni lo que hace, aunque lo vea hacerlo… Sólo sé que el
coche se mueve y que al fin llegamos al lugar al que le pedí que me llevara… No sé
si me comprende…
—No, la verdad es que no —le dije francamente, incluso un poco molesto—.
Mire, lo que quiero saber es cómo ese villano llamado Lawrence Cardener llegó a
ocupar el lugar que la ley había destinado a su pobre hermano, y cómo éste acabó
ocupando el sillón de la biblioteca donde al otro le gustaba sentarse a leer… Y todo,
en el instante justo en que se produjo el cumplimiento de la sentencia de muerte…
El francés comenzó a retorcerse las guías de sus mostachos encerados con tanta
fuerza que supuse acabaría dejándose los dedos en el empeño.
—La verdad es que no puedo explicárselo, porque no lo sé, sólo por eso —me
dijo muy pensativo, en un tono que me pareció de absoluta sinceridad—. Los árabes

www.lectulandia.com - Página 182


dicen que el alma crece en el cuerpo como la flor en el tallo… Creo que tienen
razón… ¿Pero quién lo sabe? ¿Quién puede decir qué es el alma? ¿Quién la ha visto?
¿Es quizás eso tan vago, tan indefinido, a lo que llamamos personalidad? Puede que
sí…
»Bien, supongamos que así sea y aceptemos el proverbio árabe de la flor… Según
eso, un jardinero diestro puede sacar de la tierra una flor, sin romperle el tallo, y
plantarla para hacer que brote un hermoso rosal… En pura metafísica, lo mismo
podría hacerse con el alma: extraerla del cuerpo que muere y trasladarla a otro cuerpo
que ya ha exhalado su alma, creando así un individuo nuevo compuesto de dos partes
diferentes, el alma, o su personalidad, si así lo prefiere, y el cuerpo revitalizado… Ya
sé que todo esto suena raro, incluso que parece una locura… Pero ¿quién hubiera
creído posible la anestesia o la radio hace doscientos años? Lo de la cicatriz, se
preguntará usted… Bueno, eso es lo más sencillo… Usted habrá visto a personas que,
bajo hipnosis, no sangran, así se les haga cualquier incisión en los brazos o en las
manos. Y habrá visto también a otras que, bajo la impresión histérica religiosa,
muestran estigmas propios de las heridas de los santos mártires… Son
manifestaciones mentales que trascienden del plano puramente físico, n’est-ce-pas?
Bien, así, pues, ya me dirá qué puede impedir que unos signos físicos propios de una
personalidad concreta se transfieran a otra en un plano de pensamiento espiritual…
Pardieu, estoy a punto de pensar que todo eso es posible, sí señor…
—Pero ¿cuánto puede durar esa especie de injerto espiritual del que me habla? —
le pregunté—. ¿Podemos considerar entonces que el alma de Lonny Cardener tomó
posesión del cuerpo de Larry Cardener definitivamente?
—Eso, amigo mío, únicamente lo sabe le bon Dieu —me respondió—. Yo espero
que así haya sido… Y si no, acaso no me quede otro remedio que cumplir con mi
promesa de darle a esa pobre joven el veneno… El tiempo dirá…

El tiempo lo dijo, en efecto. Ha pasado un año. Estamos a finales de otro verano


en el Sedgemoor Country Club. Los muros blancos del edificio del club social brillan
como si quisieran rendir el mejor homenaje al azul espléndido del cielo de septiembre
cuando se aproxima la puesta de sol. Comienzan a encenderse las luces y todos los
salones del club ofrecen una decoración brillante y alegre, con sus farolillos de
colores pendientes del techo. En los jardines, los farolillos chinos comienzan a
irradiar sus luces azules, rojas, blancas, violetas, como para rivalizar desde la tierra
con el fulgor que en breve presentarán las estrellas del cielo. La música de una banda
de jazz llena el ambiente.
Jules de Grandin y yo nos hallamos justo en la plaza central que forman los
jardines que hay frente a las dependencias del club social. Estamos confortablemente
sentados en unos amplios sillones de mimbre y hacemos que tintineen los cubitos de
hielo de nuestros vasos.
—Mordieu, amigo mío —me dice entusiasmado el francés—. Esto es lo que usted

www.lectulandia.com - Página 183


llamaría una maravilla, ¿no? Estoy de acuerdo, aquí se está divinamente —y bebió un
poco más de lo que tenía en su vaso con gran placer, mas de inmediato, muy
sorprendido, llamó mi atención—: Mort de ma vie, amigo mío, mire —dijo señalando
con el dedo.
Desde donde nos encontrábamos miré a una balconada de la segunda planta del
Country Club, en dirección a donde me señalaba el dedo del doctor De Grandin. Vi a
un hombre vestido de etiqueta que se acariciaba el bigote con un dedo mientras del
gran cigarro que llevaba en la boca y al que acababa de dar fuego ascendía el humo
lento, denso. Lo reconocí de inmediato; era el Lawrence Cardener al que yo había
conocido, sin duda, pero un Lawrence Cardener con el aspecto algo cambiado. Tenía
el cabello uniformemente castaño, más que gris, aunque se le seguía viendo el
flequillo entreverado de leves mechones blancos.
Una mujer salió a reunirse con él. Era alta, de gran finura, morena; se le advertía
la belleza desde donde estábamos. Tenía los labios muy rojos y parecía evidente su
sonrisa. Sus adorables brazos y sus no menos adorables hombros ponían un punto de
blanca luminosidad a la noche incipiente, gracias al muy escotado vestido que lucía.
Claro está, la reconocí de inmediato: era Beth Cardener, aunque se mostrase tan
cambiada. Nada tenía que ver con aquella joven presa de la desesperación a la que
salvamos del suicidio una noche, doce meses atrás… Esta Beth era mucho más
hermosa y hasta más joven. Nunca le hubiera supuesto una figura tan deliciosa… Ni
una sonrisa tan extraordinariamente feliz. Él le ofreció un cigarrillo de su pitillera,
ella aceptó y comenzó a fumarlo. Vi que de su boca roja salía un hilo de humo.
Después el hombre le puso las manos en sus maravillosos hombros. Vi que los
blancos brazos de la mujer le rodeaban el cuello. Vi también que sus rostros se
aproximaban… Vimos, en fin, que sus labios se unían y permanecían así largo rato,
en un beso arrebatado.
—Tête bleu, amigo mío —dijo De Grandin—. Me parece que voy a tirar de una
vez por todas mi mercurio cianídico… No creo que esa joven vaya a necesitarlo —
entonces se levantó, dio unos pasos y me dijo—: Vámonos, querido Trowbridge,
dejémosles a solas con su felicidad.

www.lectulandia.com - Página 184


Notas

www.lectulandia.com - Página 185


[1] The Tale of Terror, por Edith Birkhead. Russell & Russell, Nueva York, 1963. <<

www.lectulandia.com - Página 186


[2] The Life and the Work of Sigmund Freud, por Ernest Jones. Basic Books, Nueva

York, 1957. <<

www.lectulandia.com - Página 187


[3] En este sentido resultan muy ilustrativos los trabajos de uno de los más destacados

miembros de la Society for Psychical Research, Elliott O’Donnell (1872-1965),


como, por ejemplo, The Screaming Skulls: and Other Ghost Stories; The Collected
True Tales and Legends of Elliott O’Donnell (Foulsham Eds. Londres, 1964) y Elliott
O’Donnell’s Casebook of Ghosts (Foulsham Eds. Londres, 1969). <<

www.lectulandia.com - Página 188


[4] Entre 1851 y 1872, Martin Hesselius protagonizó las cinco historias que Le Fanu

publicó en In a Glass Darkly (1872): «Té verde» —relato epistolar en el que el doctor
Hesselius investiga el caso de las diabólicas visiones que llevan a un clérigo al
suicidio—. «El familiar» (1851), «El juez Harbottle» (1872) narración de los extraños
sucesos acaecidos en una casa encantada de Westminster—. «La habitación del
Dragón Volador» (1872) y su magistral «Carmilla» (1871) —inquietante relato de
vampirismo entre una mujer y una adolescente—. «La habitación del Dragón
Volador» fue publicado en La habitación del «Dragón Volador» y otros cuentos de
terror y misterio (Col. Gótica nº 28, Editorial Valdemar, Madrid, 1998), con
traducción de Bernardo Moreno Carrillo, mientras que los restantes relatos están
reunidos en Los archivos del doctor Hesselius (Col. Gótica nº 45, Editorial Valdemar,
Madrid, 2002), traducidos por José Luis Moreno-Ruiz y Juan Antonio Molina Foix.
<<

www.lectulandia.com - Página 189


[5] La muerte de su hijo en la Gran Guerra hará que Arthur Conan Doyle dedique sus

energías a la legitimación intelectual de las prácticas espiritistas. Como otros


distinguidos intelectuales y científicos de su época, conocidos por su actitud escéptica
frente a la religión y por su racionalismo pragmático, el escritor sufrió una crisis
anímica que lo condujo al espiritismo, en busca de respuestas ante la angustia de la
muerte. Así, Conan Doyle consagró a este tema una de sus últimas obras, History of
Spiritualism, escrita en 1926, donde recoge el testimonio y las experiencias de
personajes como Emmanuel Swedenborg, Edward Irving, D. D. Home, sir William
Crookes o Eusapia Palladino. Dentro de esta línea, también publicó unos años antes,
en 1922, el controvertido libro Cottingley Fairies, un apasionado ensayo alrededor de
la posible «veracidad» de las polémicas fotografías de Lisie Wright y Frances
Griffith, donde podían verse claramente Hadas y Gnomos. <<

www.lectulandia.com - Página 190


[6] Los vigilantes del más allá, introducción y selección por Jesús Palacios. (Col.

Antologías, Editorial Valdemar, Madrid, 1990. Pág, 11). <<

www.lectulandia.com - Página 191


[7] Cuyas aventuras han sido publicadas en John Silence, investigador de lo oculto

(Col. Gótica nº 46, Editorial Valdemar, Madrid, 2002), traducido por Francisco Torres
Oliver, Santiago García y Javier Sánchez García-Gutiérrez. <<

www.lectulandia.com - Página 192


[8] En esta línea, varios especialistas en literatura fantástica han destacado las notables

similitudes —estructura de la narración, tipología de personajes, el método deductivo


como base fundamental para resolver enigmas, la personalidad del héroe perfilada a
través de sus peculiares costumbres, las aventuras narradas por un tercer personaje
que, si bien participa en la acción, no interviene decisivamente en ella…— entre
Jules de Grandin y Sherlock Holmes. En Francia, por ejemplo, Éditions Fleuve Noir
publicó en 1996, dentro de su colección Super Poche nº 28, una antología sobre el
personaje bajo el elocuente título Jules de Grandin, le Sherlock Holmes du
Surnaturel. Por otra parte, Seabury Quinn jamás ocultó su admiración por Conan
Doyle. <<

www.lectulandia.com - Página 193


[9] Al respecto cabe destacar el relevo tomado por el cine y la televisión, gracias a las

aventuras del Profesor Bernard Quatermass, obra del guionista y novelista inglés de
origen gaélico Nigel Kneale (n. 1922), primero como un serial radiofónico y luego
como serial televisivo, el cual pronto se convirtió en el mayor éxito de público de la
televisión inglesa de los años cincuenta. Éxito que se repitió en el cine bajo la égida
de Hammer Films, con El experimento del Dr. Quatermass (The Quatermass
Xperiment, 1955), Quatermass II (1957), ambas dirigidas por Val Guest, y ¿Qué
sucedió entonces? (Quatermass and the Pit, 1967), de Roy Ward Baker. Películas que
sirvieron de inspiración al productor, guionista y realizador estadounidense Chris
Cárter, según declaración propia, para elaborar las bases dramáticas de su famosa
serie televisiva Expediente X. <<

www.lectulandia.com - Página 194


[10] «The Devil’s Bride» se publicó en Weird Tales entre febrero y junio de 1932.

Existe una edición completa de la novela en inglés —de fácil adquisición en algunas
librerías Online de Internet— a cargo de Warner Books (Nueva York-Londres, 1976).
<<

www.lectulandia.com - Página 195


[11] The Weird Hiles Story, por Robert Weinberg. Wildside Press, Berkeley Heights

(Nueva Jersey, 1999. Pág. 128). <<

www.lectulandia.com - Página 196


[12] Maestros del horror de Arkham House, edición con notas históricas de Peter

Ruber. (Col. Gótica nº 46, Editorial Valdemar, Madrid, 2002. Traducido por José
María Nebreda. Págs. 461-467). <<

www.lectulandia.com - Página 197


[13] Maestros del horror de Arkham House. Op. cit., nº 12. <<

www.lectulandia.com - Página 198


[14] Publicado en Weird Tales en enero de 1948. Existe una traducción al castellano,

obra de Jorge Ferreiro, en Cuentos fantásticos del Más Allá, edición de Kurt Singer.
Organización Editorial Novaro S. A., México DF, 1971. Págs. 166-185. <<

www.lectulandia.com - Página 199


[15] «Terror in the Links». Weird Tales, octubre de 1925. <<

www.lectulandia.com - Página 200


[16] «The Chapel of Mystic Horror». Weird Tales, diciembre de 1928 <<

www.lectulandia.com - Página 201


[17] Op. cit… nº 16. <<

www.lectulandia.com - Página 202


[18] «The Tenants of Broussac». Weird Tales, diciembre de 1925. <<

www.lectulandia.com - Página 203


[19]
En «The Devil’s Bride», Jules de Grandin explica que solamente estuvo
enamorado una vez en la vida, de Héloïse, pero como él es ateo y ella era católica, se
separaron. Héloïse tomó los hábitos de la orden de las Carmelitas, mientras que De
Grandin se convirtió en célibe por libre elección para vivir solo una vida que define,
en un momento de profunda amargura, «sin objetivo». <<

www.lectulandia.com - Página 204


[20] Op. cit., nº 18. <<

www.lectulandia.com - Página 205


[21] Op. cit., nº 10. <<

www.lectulandia.com - Página 206


[22] «Children of Ubasti». Weird Tales, diciembre de 1929. <<

www.lectulandia.com - Página 207


[23] «The Druid’s Shadow». Weird Tales, octubre de 1930. <<

www.lectulandia.com - Página 208


[24] Op. cit., nº 18. <<

www.lectulandia.com - Página 209


[25] Op. cit., nº 16. <<

www.lectulandia.com - Página 210


[26] Existe una traducción al castellano, realizada por Antonio-Prometeo Moya, en

Horror en el museo (Biblioteca Universal Caralt. Luis de Caralt Editor, Barcelona,


1977), cuidada selección de los trabajos de Lovecraft como corrector/co-autor para
otros escritores, la mayoría de ellos aficionados. Como explica el propio traductor en
su introducción, «Lovecraft conocía a la familia de Eddy por carta. Cierto día de
1918, la madre de Lovecraft, Susan, se encontró con la madre de Eddy en un mitin
feminista. Enterada de los trabajos del escritor, instó a su hijo a un encuentro
personal con H. P. L. De este encuentro surgieron viajes en común en busca de
paisajes inspiradores y cuentos como «El zampamuertos», «Amor a la muerte» y
«Sordo mudo y ciego». En 1930 se enfriaron las relaciones por discrepancias en
materia de colaboración». Pág. 13. <<

www.lectulandia.com - Página 211


[27] La tortura en cuestión consiste en un recipiente cónico, atado al abdomen de la

víctima, con carbones encendidos en un extremo mientras en su interior una rata


intenta escapar del calor abrasador desgarrando las entrañas del hombre al que se
tortura. «The Copper Bowl» fue traducida al castellano en Narraciones terroríficas,
Vol. 3º. Selección de José A. Llorens. (Ediciones Acervo, Barcelona, 1966. Págs.
303-316). <<

www.lectulandia.com - Página 212


[28] «Dioses de Oriente y de Occidente» («Gods of East and West»), Weird Tales,

enero de 1928; «Poltergeist» («The Poltergeist»), Weird Tales, octubre de 1927; «La
casa de las máscaras de oro» («The House of Golden Masks»), Weird Tales, junio del
929; «La broma de Warburg Tantavul» («The Jest of Warburg Tantavul»), Weird
Tales, septiembre de 1934; «Muerte furtiva» («Stealihy Death»), Weird Tales,
noviembre de 1930; «El juego de las almas» («A Gamble in Souls»), Weird Tales,
enero de 1934. <<

www.lectulandia.com - Página 213


[29] Diagnosis de las enfermedades de la sangre. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 214


[30] Daniel Baring (1690-1753), historiador, teólogo y médico alemán. Algunos
autores, equivocadamente, le dicen inglés y perteneciente a la conocida familia de
banqueros y comerciantes ingleses del mismo apellido. Seabury Quinn cita,
evidentemente, la traducción al inglés de una de sus obras más conocidas e
interesantes, al menos desde un punto de vista literario, en tanto que refiere Baring en
ella numerosos casos de transmisión del vampirismo. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 215


[31] Hay una ciudad llamada Rockwood, en Tenessee, condado de Roane, y otra en

Canadá, próxima a New Brunswick, en la frontera con el Estado norteamericano de


Maine, aparte de otras muchas de menor importancia, como una pequeña localidad en
Nueva Jersey, a la que parece referirse Quilín puesto que es en Nueva Jersey donde
reside Trowbridge y donde se desarrolla la acción de todos los relatos de este
volumen, frente al puerto de Newark, que desde los años 50 forma parte del de Nueva
York. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 216


[32] El apellido es Rooney, pero aquí los transcribe el autor tal y tomo lo dicen los

irlandeses, cual hace en su relato con toda la conversación de las dos mujeres. (N. del
T.) <<

www.lectulandia.com - Página 217


[33] Wolf, lobo. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 218


[34] Franz von Stuck (1863-1928), pintor y escultor alemán fuertemente influido por

el impresionismo, autor de caprichos humorísticos inspirados en la vida cotidiana, así


como de obras alegóricas entre las que se cuentan la citada por el autor, y otras de
gran fama como Lucifer, La caza fantástica, El exilio de Ovidio y La muerte de
Orfeo. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 219


[35] Véase el libro Confesiones de un asesino thug, de Meadows Taylor, publicado en

esta editorial. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 220


[36] Renato Cavelier Sieur de La Salle (nacido en Ruán en 1643 y muerto en Texas en

1687). Quinn se equivoca al hablar en primer lugar de Sieurs, pues no es otro que el
propio La Salle, que firmó algunos escritos de información etnográfica como
Cavelier Sieur. Explorador, partió de Francia hacia Canadá en 1666. Con el apoyo
económico y militar del gobernador de Canadá, conde de Frontenac, exploró el curso
del río Mississippi y tomó en nombre del rey de Francia esas tierras a las que llamó
en su honor Luisiana. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 221


[37] Louis de Buade, conde de Frontenac (nacido en Saint-Germain-en Laye en 1620 y

muerto en Quebec en 1698). Nombrado gobernador de Nueva Francia (Canadá) en


1672, tuvo que luchar denodadamente contra los indios, en los que halló gran
resistencia. Por su buen gobierno, sin embargo, se hizo con la amistad de los
iroqueses, firmando un tratado de paz con ellos. Eso, no obstante, unido a la
enemistad de los jesuitas, y muy especialmente a la enemistad del obispo de Quebec,
le valió la destitución en 1682. En 1689, cuando se produjeron las invasiones inglesas
del Canadá, fue nombrado de nuevo gobernador para hacer frente a la guerra contra
Inglaterra. Artífice de la victoria, reafirmó con ella el dominio francés sobre Quebec.
(N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 222


[38] Thomas Sheraton (1751-1806), inglés, ebanista de gran refinamiento, uno de los

mayores exponentos del neoclasicismo en las artes decorativas. Gran adelantado de


su tiempo, publicó en 1791 el libro Drawing Book, que contenía sus mejores diseños
y explicaciones sobre cómo hacer los muebles de su estilo. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 223


[39] Thomas Chippendale (1718-1779), inglés, otro gran ebanista del XVIII. Su nombre

es sinónimo del llamado estilo rococó anglicano, del que son acaso la mejor
expresión las sillas de comedor y los butacones hechos en caoba que llevan su
nombre. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 224


[40] Los hermanos Adam fueron tres y esculpieron monumentos e hicieron tallas

decorativas en caoba para palacios y grandes residencias, tanto en Francia como en


Prusia. Trabajaron especialmente para Luis XV de Francia y Federico el Grande de
Prusia. Lambert-Sigisbert Adam (1700-59); Nicolas-Sébastien Adam (1705-78);
François-Gaspard-Balthasar Adam (1710-61). Nacieron y murieron los tres en Nancy,
Francia. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 225


[41] Es el autor del exquisito cuadro La educación de Cupido. Benjamin West (1738-

1820), norteamericano, residió muchos años en Londres, donde murió. En 1792


accedió a la presidencia de la Royal Academy. Se le considera adelantado del
realismo pictórico. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 226


[42] En Filipinas, el machete de los campesinos. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 227


[43] Capital de una de las cuatro provincias atlánticas canadienses. Limita al oeste con

el estado norteamericano de Maine. No consta una ciudad o pueblo con el mismo


nombre en Nueva Jersey. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 228


[44] O tricloroacetaldehído, principio activo del cloroformo. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 229


[45] Literalmente, sapo-toro. Es la rana llamada catesbiana, que omite un graznido

estruendoso, parecido a un eructo. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 230


[46] En Florida, Estados Unidos, a 51 kilómetros de Tampa. Evidentemente, al hablar

de un colegio de religiosas, probablemente el Florida Southern College, de enseñanza


secundaria y superior, cuyo edificio fue diseñado por Frank Lloyd Wright, indica
Quinn que la familia Loudon es de religión católica. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 231


[47] Anilina. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 232


[48] Óxido continente de la mayor cantidad de oxígeno. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 233


[49] Se refiere Quinn a una banda de atracadores y asesinos que a finales del XIX y

comienzos del XX actuaba en París, banda que tomó su nombre de la tribu


norteamericana. En francés, apache es, por ello, sinónimo de malhechor. (N. del T.)
<<

www.lectulandia.com - Página 234


[50] Un pequeño puñal que se utilizaba en la Edad Media para dar muerte al caballero

que caía malherido en combate, evitándole así sufrimientos mayores. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 235


[51] En el original dice banjo japonés, (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 236


[52] Demonnio. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 237


[53] Socorro… quien… esposo… hijo. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 238


[54] Antigua secta que tomó su nombre de las embarcaciones con que navegaban sus

miembros por el rio Ganges para cometer sus robos y asesinatos, las dak. (N. del T.)
<<

www.lectulandia.com - Página 239


[55] Birmania fue convertida por Gran Bretaña en una provincia más de la India hasta

1937, cuando pasó a ser territorio autónomo. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 240


[56] En el original, allure. Allure: halagar, atraer. De ahí el nombre de la mujer, Altura.

(N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 241


[57] O Cianhídrico. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 242


[58] En el original, Georgian: perteneciente a los reinados de los cuatro Jorges de

Inglaterra. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 243

Common questions

Con tecnología de IA

Jules de Grandin approaches solving cases with a blend of rational detective methods and a willingness to embrace the supernatural. He utilizes a mix of traditional investigative techniques and accepts supernatural phenomena as plausible explanations, setting him apart from conventional detectives who adhere strictly to logical reasoning. For instance, in the investigation of Mme. Chetwynde’s case, he uses psychological manipulation by leveraging belief systems to empower individuals, illustrating his understanding of human psychology along with his supernatural inclinations . He also applies unconventional methods, such as creating duplicate keys for covert entry and patiently observing rituals to gather evidence of supernatural involvement, showcasing his unique blend of science and mysticism in problem-solving .

Jules de Grandin's character and methods distinguish themselves from classic Western literary detectives by blending scientific expertise with a deep knowledge of the supernatural. Unlike traditional detectives such as Sherlock Holmes, who rely mainly on logical reasoning and deduction, De Grandin combines empirical science with the study of mystical and occult practices. He uses tools like radio waves to combat apparitions and employs hypnosis and drugs for cases involving demonic possession, demonstrating a unique fusion of scientific and mystical approaches to problem-solving . Additionally, De Grandin approaches mysteries with a flamboyant personality, using dramatic and colorful language peppered with French interjections, which contrasts with the more stoic demeanor of traditional detectives . His methods often incorporate elements of dark mythologies and folklore, such as Egyptian religion and Druidic rituals, allowing him to interpret supernatural phenomena through pragmatic and materialist lenses . Moreover, his loyalty to promises, such as seeking vengeance for victims, shows a personal commitment that goes beyond detached investigation, adding an emotional dimension to his detective work .

Supernatural beliefs are central to both the investigative techniques and the personal ethos of Jules de Grandin. His openness to supernatural explanations allows him to approach cases with a broader perspective than conventional detectives, helping him identify solutions that might otherwise be dismissed. This perspective is demonstrated in his handling of cases where psychological and mystical elements are prominent, such as using a "benevolent deceit" to inspire courage in a superstitious character . De Grandin’s willingness to incorporate supernatural insights demonstrates his belief that unexplained phenomena can be valid and practical components of solving mysteries, reinforcing his character as both a scientist and a mystic, thus challenging the rationalist ethos predominant in traditional detective narratives .

In "La broma macabra de Warburg Tantavul," moral complexities arise from the themes of incest and family deception. The story explores societal norms through the tale of two siblings, who, unaware of their true relationship, marry and have a child, believing themselves to be cousins. This situation challenges the traditional family values and societal ethics. Jules de Grandin, the protagonist, approaches the moral dilemma with a pragmatic attitude, dismissing concerns about the incestuous nature of the marriage and focusing instead on the well-being of the child, suggesting historical precedents of similar familial relationships in noble families to mitigate the perceived immorality . Warburg Tantavul's enactment of a cruel family curse, designed to punish his children and the mother, highlights the destructive impact of adhering rigidly to vendettas and societal judgments on personal happiness and familial unity . The story critiques rigid societal norms by emphasizing individual well-being over conventional moral strictures, inviting readers to question the validity of absolute moral judgments in complex human situations.

Seabury Quinn's writings on supernatural and paranormal themes were guided by his extensive knowledge of legends, religions, mysticism, and other esoteric topics. He owned a vast library on these subjects, indicating a deep-seated interest and thorough understanding. Quinn's pragmatic approach to writing primarily for financial reasons also influenced his choice to write sensational and appealing stories featuring captivating occult detective characters, like Jules de Grandin, which were commercially successful. His modest nature and reverence for peers like Lovecraft also suggest that while he prioritized economic gain, he respected and was possibly inspired by the literary quality of his contemporaries' works .

Seabury Quinn's approach to writing was notably pragmatic as he openly admitted to writing for financial gain, leading to a prolific output across various genres, unlike his contemporaries who might have sought more literary prestige or focused on particular genres. Quinn valued the work of others above his own, demonstrating modesty, particularly in his praise of H. P. Lovecraft's genius. This attitude resulted in a diverse literary catalog, ranging from Western stories to detective tales, which was unusual compared to the focused mythological and horror-themed works of authors like Lovecraft and Clark Ashton Smith. Quinn's modesty and prolific nature allowed him to eclipse peers in popularity, as evidenced by his frequent cover features in Weird Tales .

Jules de Grandin played a crucial role in the popularity of Weird Tales. The character was featured in ninety-two short stories and a serialized novel, "The Devil's Bride," authored by Seabury Quinn, which contributed significantly to making Quinn the most celebrated writer of Weird Tales. The stories about Jules de Grandin intrigued readers, sparking reactions and overwhelming the magazine with fan mail full of praise. Quinn's work featuring de Grandin received some of the best cover illustrations and attracted more attention than those of other famous writers of the time, such as H. P. Lovecraft .

Thematic elements that contribute to the allure of Seabury Quinn's Jules de Grandin stories include their macabre, disturbing, cruel, and slightly amoral nature. The stories often involve solving supernatural and bizarre cases that evoke both fascination and horror. For instance, "La broma macabra de Warburg Tantavul" deals with taboo subjects like incest, while "La casa de las máscaras de oro" includes elements like sexual abuse and sadism. These themes appeal to fans of fantasy literature by merging suspense with the thrill of horror .

Weird Tales consistently challenged social taboos by publishing controversial and provocative stories. For example, "The Loved Dead" by Clifford Martin Eddy, co-authored by H. P. Lovecraft, stirred public outrage due to its necrophilic insinuations, leading to some states withdrawing the issue from retail. Another story, "The Copper Bowl" by George Fielding Elliot, was infamous for its graphic depiction of torture, prompting reader protests. Additionally, stories like "The Jest of Warburg Tantavul" delved into themes such as incest, inciting attention from literary critics for its boldness. These narratives often pushed the boundaries of acceptable content, reflecting an intent to break aesthetic and moral taboos .

The narratives in Weird Tales, especially those by Seabury Quinn featuring Jules de Grandin, reflect and challenge societal values by deliberately incorporating themes that defy contemporary taboos. Stories like "La broma macabra de Warburg Tantavul" explore incestuous relationships benignly, while "La casa de las máscaras de oro" portrays excessive violence and moral deviation. These themes push against the moral and aesthetic values of the early 20th century, provoking discomfort among readers and eliciting strong reactions. Quinn's inclusion of amoral and provocative content in his storytelling echoes the broader trend in Weird Tales to question and often criticize prevailing societal norms, using horror and fantasy to challenge and expand the audience's understanding of morality and human nature .

También podría gustarte