LaPracticaDeLoSalvaje - Gary Snyder
LaPracticaDeLoSalvaje - Gary Snyder
práctica de lo salvaje
Originally published in the English
language by Counterpoint under the title
The Practice of The Wild, by Gary Snyder
© 1990 by Gary Snyder
© Gary Snyder, 2016
© de esta edición y derechos en
castellano, Varasek Ediciones
© de la traducción,
Nacho Fernández R.
y José Luis Regojo Borrás
© de la foto de portada, Justine Kurland
título: Fool of Moxie in Tin Canoe
Dirección creativa:
Beatriz Ruibal
Diseño de la colección:
Jaime Narváez
C/ Toledo, 73
28005 Madrid
www.varasekediciones.es
1.ª edición, Madrid, 2015
ISBN (e-book): 978-84-943353-5-8
DL: M-35740.2015
NARRATIVA
PRÓLOGO.... 9
EL PROTOCOLO DE LA LIBERTAD.... 13
EL LUGAR, LA REGIÓN Y EL PROCOMÚN.... 33
GRAMÁTICA PARDA.... 53
BUENA, SALVAJE, SAGRADA .... 79
EL ETERNO CAMINAR DE LAS MONTAÑAS AZULES.... 97
LOS BOSQUES ANTIGUOS DEL LEJANO OESTE .... 115
EN EL CAMINO, FUERA DEL SENDERO .... 141
LA MUJER QUE SE CASÓ CON UN OSO .... 153
SUPERVIVENCIA Y SACRAMENTO .... 171
BIBLIOGRAFÍA .... 183
AGRADECIMIENTOS DEL AUTOR .... 187
AGRADECIMIENTOS DE LOS TRADUCTORES .... 191
Sobre el autor .... 192
Notas al pie .... 193
Este libro es para Carole
en el sendero
PRÓLOGO
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enseñando la disciplina, el conocimiento y las destrezas que creía necesarias para
apreciar la feroz ordenación de lo salvaje.
Trabajar con personas de lugares remotos de Alaska, o del centro de
Manhattan o de Tokio en cuestiones relacionadas con la ecología y las
estrategias medioambientales, las especies amenazadas, las culturas primarias y
las religiones de Asia oriental es lo que ha dado pie a estos ensayos.
También plantean un enfoque espiritual. Mi propio camino es una suerte de
budismo arcaico, que no ha perdido su vínculo con las raíces animistas y
chamánicas. El respeto por todos los seres vivos es una parte primordial de esta
tradición. He intentado enseñar a otros a meditar y adentrarse en las zonas
salvajes de la mente. Como sugiere uno de estos ensayos, incluso el lenguaje
puede ser visto como un sistema salvaje.
Un término clave es la práctica, entendida como un esfuerzo sostenido,
deliberado y consciente por acompasarnos con mayor sutileza con nosotros
mismos y la verdadera condición del mundo existente. El mundo, exceptuando
una mínima intervención humana, es en última instancia un lugar salvaje. Es esa
la parte de nuestro ser que dirige la respiración y la digestión, y cuando se
observa y aprecia es una fuente de lúcida inteligencia. Las enseñanzas del
budismo son realmente sobre la práctica y muy poco teóricas, aunque la teoría es
tan atrayente que a lo largo de su historia ha provocado una ligera y sugerente
desorientación en muchos.
La práctica de lo salvaje propone que nos ocupemos de algo más que de la
ética medioambiental, la acción política o un activismo útil e ineludible.
Debemos enraizarnos en la oscuridad de nuestro ser más profundo. Una
recopilación de ensayos posterior, A place in Space, sugiere que la mayor parte
de ese arraigo tiene lugar en comunidades, que existen, lo sepamos o no, en
“naciones naturales” conformadas por cadenas de montañas, cursos de ríos,
planicies y humedales.
Nada de lo que aquí se dice pretende poner en duda la elegancia, el
refinamiento, la belleza o la llamativa complejidad de eso que llamamos
civilización, particularmente aquella que prima la cualidad sobre la cantidad y
que no es solo una excusa para la piratería global internacional. Me atrae la idea
de que la cultura misma tenga un sesgo salvaje. Como manifestó hace años
Claude Lévi-Strauss, las artes son el territorio salvaje que sobrevive en la
imaginación, como parques nacionales en el interior de las mentes civilizadas. El
abandono y el deleite al hacer el amor, tantas veces cantado, es parte de nuestro
gozoso carácter salvaje. ¡Sexo y arte por igual! Lo que quizás no vimos con tanta
claridad era que la realización personal, e incluso la iluminación, es otro aspecto
de nuestra condición salvaje, un vínculo de esa cualidad que hay en nosotros con
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los procesos (salvajes) del universo.
Mi motivación debe mucho a ser un euroamericano viviendo en el Nuevo
Mundo, en un lugar semisalvaje. Considerando el planeta en su conjunto, se
observa que los problemas no son muy diferentes en cualquier lugar de la Tierra.
El mundo entero tenía buenos bosques y mucha fauna salvaje hasta hace unos
cuantos siglos. Las comunidades humanas disfrutaban de un gran espacio,
excelente agua y buena tierra. Y sumando o restando unos pocos miles de años,
todos hemos estado viviendo en pequeñas comunidades de subsistencia durante
la mayor parte de la historia humana. Ese tipo de vida tenía sus inconvenientes,
pero hay lecciones y destrezas relativas a esa larga historia que todavía no hemos
asumido ni incorporado a nuestras actuales ocupaciones.
Lo salvaje, tantas veces despachado como caótico y brutal por los
pensadores civilizados, responde en realidad a un orden imparcial, implacable y
hermoso, a la vez que libre. Su expresión, la plenitud de la vida animal y vegetal
en el planeta, que incluye las tormentas, los vendavales, las serenas mañanas de
primavera y a nosotros mismos, es el mundo real, al que todos pertenecemos.
Estoy profundamente agradecido por haber podido recorrer este sendero,
estudiando con maestros en Oriente y Occidente, y haber disfrutado de la
oportunidad de escribir y expresar mis ideas para todo aquel que ha querido
escuchar.
GARY SNYDER
25.10.98
12.05.10
*Todas las notas que aparecen en el libro son de los traductores.
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EL PROTOCOLO DE LA LIBERTAD
El pacto
Una tarde de junio a principios de los años setenta, caminaba entre
rumorosos pastos dorados hacia una cabaña, cuidada pero sin pintar, en el confín
de un rancho en la cuenca del río Yuba del Sur, al norte de California. La cabaña
no tenía puerta ni cristales en las ventanas. Estaba a la sombra de un gran roble
negro y parecía deshabitada. Mi amigo, un estudioso de los idiomas y la
literatura nativos de California, entró sin llamar. A un lado, ante una mesa de
madera vacía y con un tazón de café, se sentaba un recio indio viejo y canoso.
Nos recibió y saludó a mi amigo, ofreciéndonos solemnemente café soluble y
leche condensada. Nos dijo que estaba bien, pero que nunca más volvería al
hospital de veteranos. De ahora en adelante, en caso de enfermar, se quedaría
donde estaba. Le gustaba su casa. Charlamos un buen rato sobre la gente y los
lugares a lo largo de la ladera occidental del norte de la Sierra Nevada, el
territorio de los concow y los nisenan. Finalmente, mi amigo le anunció la buena
noticia: “Louie, encontré a alguien que habla nisenan”. Es posible que no
hubiera más de tres personas vivas que lo hablaran entonces, y Louie era uno de
ellos. “¿Quién?”, preguntó Louie. Mi amigo le dijo el nombre de una mujer:
“Vive detrás de Oroville. Si quiere, la traigo y los dos podrán conversar”. “La
conozco desde hace mucho tiempo”, dijo Louie. “No querrá venir aquí. No creo
que deba verla. Además, su familia y la mía nunca se llevaron bien”.
Aquello me dejó sin aliento. Estaba frente a un hombre que no permitía que
la mera amenaza de extinción cultural se cruzara en el camino de sus valores, o
los de ella. Entre blancos corteses y bienintencionados su respuesta es casi
incomprensible; pero en el mundo de su gente, nunca superpoblado, lleno de
bellotas, ciervos, salmones y plumas de pájaro carpintero, aferrarse a semejante
pureza, ser escrupulosos en temas de familia y clan, eran lujos asumibles. Louie
y su paisana nisenan tenían asuntos más importantes entre ellos que entablar
conversación. Creo que él lo veía como un modo de preservar su dignidad, su
orgullo y su propio destino –sin importar las estrecheces que padecían– hasta el
final.
Coyote y ardilla de tierra no quiebran el pacto que los une, en el que uno
debe jugar a ser depredador y el otro presa. En la naturaleza salvaje un lebrato de
cola negra quizá no tenga más de una oportunidad de cruzar una pradera a la
carrera sin levantar la vista. No existirá la segunda. Cuanto más afilado el
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cuchillo, más limpia la línea del corte. Podemos valorar la elegancia de las
fuerzas que conforman la vida y el mundo, dando forma a cada uno de los
perfiles de nuestro cuerpo: dientes y uñas, pezones y cejas. También entendemos
que hay que intentar vivir sin causar daño innecesario, no solamente a nuestros
semejantes, sino a todos los seres. Debemos intentar no ser codiciosos ni
aprovecharnos de los demás. Ya habrá suficiente dolor en el mundo tal como es.
Tales son las lecciones de lo salvaje. La escuela en que pueden ser
aprendidas, los feudos del caribú y el alce, del elefante y el rinoceronte, de la
orca y la morsa, menguan cada día que pasa. Seres que han viajado con nosotros
a través de los tiempos están ahora aparentemente condenados, a medida que su
hábitat –el viejo, el antiguo hábitat de los humanos– se colapsa frente a la
explosión ralentizada de las rampantes economías mundiales. Si está entre
nosotros el muchacho o la muchacha que conoce dónde se oculta el secreto
corazón de este monstruoso crecimiento, que por favor diga hacia dónde apuntar
la flecha que lo contenga. Y si el corazón secreto permaneciera escondido y
nuestra labor en nada se aliviara, yo, por mi parte, trabajaré día a día a favor de
lo salvaje. Salvaje y libre. Una frase del sueño americano que pierde imágenes:
un semental de largas crines galopando a través de la pradera, la uve de las
barnaclas canadienses graznando en las alturas, una ardilla chachareando
mientras salta de rama en rama sobre nosotros en un roble. También suena a un
anuncio de Harley-Davidson. Ambas palabras, profundamente políticas y
delicadas, se han convertido en fruslerías del mercado. Espero investigar el
significado de salvaje y cómo se relaciona con libre y lo que uno podría hacer
con esto. Ser verdaderamente libre es aceptar las condiciones esenciales tal como
son: dolorosas, transitorias, abiertas e imperfectas, y al mismo tiempo, agradecer
esa transitoriedad y la libertad que nos concede, porque la libertad no existiría en
un universo preestablecido. Con esa libertad mejoramos el campamento,
educamos a los niños, derrocamos a tiranos. El mundo es naturaleza,
inevitablemente salvaje a la larga, ya que lo salvaje, como proceso y esencia de
lo natural, también es una ordenación de lo transitorio.
A pesar de que naturaleza sea un término que en sí no resulta amenazante, la
concepción de “salvaje” que tienen las sociedades civilizadas, tanto en Europa
como en Asia, se asocia comúnmente con desorden, desobediencia y violencia.
La palabra china para naturaleza es zi-ran; en japonés, shizen, que significa “el
ser, así ”. Se trata de una palabra banal y genérica. En chino, la palabra para
naturaleza es ye (en japonés, ya), que básicamente quiere decir “campo abierto”,
aunque tiene un amplio abanico de acepciones: en diferentes combinaciones el
término significa “conexión ilícita”, “territorio desierto”, “hijo ilegítimo” (niño
de campo abierto), “prostituta” (flor de campo abierto) y demás. En un caso
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interesante, ye-man zi-yu (“campo abierto, persona-sureño-tribal-libertad”)
significa “licencia salvaje”. En otro contexto, “cuento de campo abierto” se torna
en “ficción y amoríos ficticios”. También son frecuentes las asociaciones con lo
rústico y lo inculto. De alguna manera, ye viene a significar “la naturaleza en su
peor expresión”. A pesar de que los chinos y los japoneses han alabado de
boquilla a la naturaleza desde antiguo, es probable que solo los primeros taoístas
hayan pensado que la sabiduría emana de lo salvaje.
Thoreau dice: “Dadme una naturaleza salvaje que ninguna civilización
pueda soportar”. Lo cual, claramente, no es difícil de encontrar. Más difícil es
imaginar una civilización que lo salvaje pueda soportar, aunque esto sea,
justamente, nuestra obligación. Lo salvaje no es solo la “preservación del
mundo”, es el mundo. Todas las civilizaciones, ya sean orientales u occidentales,
hace tiempo que siguen un rumbo de colisión con la naturaleza salvaje, y hoy
existen naciones desarrolladas que tienen el insensato poder de erradicar de la
faz de la tierra no solo seres, sino especies y procesos completos. Necesitamos
una civilización que pueda convivir entera y creativamente con lo salvaje. Y
debemos comenzar a hacerla crecer aquí, en el Nuevo Mundo.
Cuando hoy en día evocamos la naturaleza salvaje en América, solemos
pensar en regiones remotas y quizás categorizadas que casi siempre son alpinas,
desérticas o pantanosas. Hace solo unos siglos, cuando virtualmente todo era
salvaje en el con- tinente, la naturaleza no era algo particularmente severo. Los
berrendos y los bisontes recorrían las praderas, los ríos estaban llenos de
salmones, las almejas cubrían hectáreas, y el oso pardo, el puma y el muflón
eran comunes en las tierras bajas. También existían los seres humanos:
Norteamérica estaba completamente poblada. Se podría afirmar que sin gran
densidad, pero eso depende de quién lo diga. De hecho, había gente por todas
partes. Después de que el soldado de infantería Alvar Núñez Cabeza de Vaca y
sus dos compañeros –uno de los cuales era africano– naufragaran en la playa de
lo que hoy es Galveston, caminaron los tres, entre 1528 y 1536, hasta el valle del
Río Grande y luego hacia el sur y México. En contadas ocasiones durante esos
ocho años no descansaron en poblados o campamentos nativos. Y siempre
siguieron senderos.
Vivir en una cultura de naturaleza salvaje ha sido siempre parte de la
experiencia esencial de los seres humanos. No ha existido entorno salvaje sin
algún tipo de presencia humana durante cientos de miles de años. La naturaleza
no es un sitio que se visita, es nuestro hogar, y en ese territorio hay lugares que
nos son menos o más familiares. A veces hay áreas que son difíciles y remotas,
pero todas son conocidas y hasta tienen nombre. Un día de agosto me encontraba
en un puerto de la cordillera de Brooks, al norte de Alaska, en el nacimiento del
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río Koyukuk, un paso verde en la tundra a 900 metros de altura entre amplias y
suaves cordilleras que divide las aguas que van al océano Ártico desde el Yukón.
Se trata de un lugar tan remoto como el que más en Norteamérica, donde no hay
caminos y las sendas son las que abren los caribúes en sus migraciones. Sin
embargo, este paso ha sido usado sistemáticamente por los inupiaq de la ladera
norte y por los atabascanos del Yukón como su ruta comercial de norte a sur,
desde hace al menos siete mil años.
Todos y cada uno de los collados y lagos de Alaska fueron nombrados en
alguno de los doce o más idiomas hablados por los nativos, como demuestran las
investigaciones de Jim Kari (1982; l985) y otros. Por su parte, los cartógrafos
euroamericanos les dieron los nombres de exploradores de paso, sus propias
novias o sus lugares de nacimiento en el resto de Estados Unidos. Básicamente,
todo está en la historia nativa y, sin embargo, solo se vislumbra una mínima
huella de la presencia humana a lo largo de ese dilatado periodo. Las historias
basadas en lugares que relata la gente y los nombres que pusieron son su
arqueología, su arquitectura y su título sobre la tierra. Eso sí que es vivir ligeros.
Las culturas de los entornos salvajes viven de acuerdo con las lecciones de la
vida y la muerte de las economías de subsistencia. Pero ¿qué queremos decir hoy
con las palabras salvaje e, incluso, naturaleza? Los idiomas trazan meandros
como los grandes ríos, dejando cursos curvos sobre lechos olvidados, solo
visibles desde el aire o por los estudiosos. El lenguaje es como una familia de
especies infinitamente híbrida que se expande o declina misteriosamente con el
tiempo, cruzándose de forma desvergonzada e inagotable, y que cambia sus
propias reglas a medida que avanza. Las palabras se utilizan como signos, como
sustitutos, de forma arbitraria y temporal, incluso cuando la lengua refleja e
informa de los valores cambiantes de las gentes cuyas mentes habita y recorre.
Tenemos fe en el “significado” de la misma manera en que podemos creer en los
glotones, confiando en los informes ocasionales de terceros o en la autoridad que
nos concede haber visto una vez una piel; pero a menudo vale la pena rastrear de
vuelta a esos pícaros.
Las palabras naturaleza, salvaje [wild] y selva [wilderness]{1}
Comencemos por naturaleza. La palabra naturaleza proviene del latín
natura, “nacimiento, constitución, carácter, curso de las cosas”, originalmente de
nasci, nacer. De ella derivan nación, natal, nativo, preñada. La probable raíz
indoeuropea (a través del griego gna, de ahí cognado y agnado) es gen, que
proviene del sánscrito jan, que a su vez nos da generar y género, y las palabras
kin y kind en inglés.
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La palabra tiene dos significados ligeramente diferentes. Uno es “el
exterior”, el mundo físico, que incluye a todos los seres vivos. Por definición, la
naturaleza es un ordenamiento del mundo que se aparta de las características o
creaciones de la civilización y la voluntad humana. Se dice que son
“antinaturales” la máquina, el artefacto, lo inventado o lo extraordinario (como
una ternera bicéfala). El otro significado, más amplio, es “el mundo material o
el conjunto de sus objetos y fenómenos”, incluyendo los productos de la acción e
intención humana. En tanto agente, la naturaleza se define como “la acción física
creadora y reguladora que opera en el mundo material y es causa inmediata de
todos sus fenómenos”. El pensamiento científico y algunos tipos de misticismo
proponen correctamente que todo es natural. En este marco la ciudad de Nueva
York no tiene nada de antinatural, ni tampoco los desechos tóxicos o la energía
atómica, y por definición nada de lo que hacemos o experimentamos en la vida
es “antinatural”.
¿Qué constituye entonces lo “sobrenatural”? Una manera de abordarlo es
decir que designa fenómenos ocurridos a tan pocas personas que se duda de su
existencia. Sin embargo, estos hechos –fantasmas, dioses, transformaciones
mágicas y demás– se describen con suficiente frecuencia como para que sigan
intrigándonos y, para algunos, sean creíbles.
Preferiría usar la palabra naturaleza referida al universo físico y todas sus
propiedades. Pero, a veces, incluso aquí, aparecerá con el significado de “aire
libre” o “lo no humano”.
La palabra wild es como un zorro gris alejándose al trote por el bosque,
ocultándose tras los arbustos, apareciendo y desapareciendo. De cerca, a primera
vista, es “wild” [salvaje]; observado nuevamente más lejos entre los árboles será
wyld, y por vía del antiguo noruego villr y el antiguo teutónico wilthijaz,
retrocede a un vago y preteutónico ghweltijos, que aún significa “salvaje” y
quizás “boscoso” (wald). Ahí se esconde, con conexiones posibles con will, con
el latín silva (selva, salvaje) y con su raíz indoeuropea ghwer, origen del latín
ferus, del cual provienen feral y feroz (que nos lleva nuevamente a lo que
Thoreau llama “la terrible ferocidad”, que comparten los amantes y las personas
virtuosas). El Oxford English Dictionary describe el término de la siguiente
manera:
Animales: sin domar, sin domesticar, rebeldes.
Plantas: sin cultivar.
Tierra: deshabitada, inculta.
Cosechas: producidas o surgidas sin labranza.
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Sociedades: incivilizadas, rudimentarias, que se resisten al
Gobierno constituido.
Individuos: sin restricciones, insubordinados, licenciosos, viciosos, rústicos .
(“Viudas salvajes y maliciosas”, 1614).
Conductas: violentas, destructivas, crueles, rebeldes.
Conductas: simples, libres, espontáneas. (“[...] trina las salvajes notas de sus
bosques nativos”. john milton)
Salvaje se define principalmente en nuestros diccionarios por lo que, desde
el punto de vista humano, no es. Con esa perspectiva no puede revelarse lo que
sí es. Veámoslo de otra manera:
Animales: agentes libres, cada uno con sus propias cualidades, viviendo
dentro de los sistemas naturales.
Plantas: que proliferan y se mantienen por sí mismas, creciendo de acuerdo a
sus cualidades innatas.
Tierra: un lugar en el que la vegetación y la fauna originales y potenciales
están intactas, en interacción plena, y en el que los accidentes del terreno son
enteramente el resultado de fuerzas no humanas. Prístino.
Cosechas: suministro de alimentos provisto y sostenible por la abundancia y
la fertilidad naturales de las plantas silvestres en su crecimiento y producción de
frutas y semillas.
Sociedades: aquellas cuyo orden surge intrínsecamente y se mantiene por la
fuerza del consenso y la costumbre, en contraposición a una legislación
explícita. Las culturas primigenias, que se consideran a sí mismas moradoras
originales y eternas de su territorio. Sociedades que confrontan la dominación
económica y política de la civilización. Sociedades cuyo orden económico está
en relación cercana y sostenible con el ecosistema local.
Individuos: que siguen los hábitos, estilos y protocolo locales sin
preocuparse por los estándares de la urbe o de los lugares de intercambio más
cercanos. Valeroso, autosuficiente, independiente. “Orgulloso y libre”.
Carácter: que resiste ferozmente cualquier opresión, confinamiento o
explotación; atrevido, escandaloso, “malo”, admirable.
Conducta: natural, libre, espontánea, no condicionada. Expresiva, física,
abiertamente sexual, extática.
La mayoría de los sentidos de esta segunda lista se acerca a la manera en que
los chinos definen el término tao, “el camino” de la gran naturaleza; supone
eludir el análisis, ir más allá de las categorías, ser auto-organizado, auto-
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informado, lúdico, sorprendente, transitorio, insustancial, autónomo, completo,
ordenado, sin mediaciones, con legitimidad y disposición propias, complejo,
bastante simple. Simultáneamente vacío y lleno. En algunos casos lo
llamaríamos sagrado y no está lejos del término budista dharma en sus sentidos
originales de formarse y afirmarse.
La palabra selva [wilderness], antes wyldernesse, del inglés antiguo
wildeornes, quizás derivado de wild-deer-ness –deor: ciervos y otros animales
del bosque–, aunque más probablemente de wildern-ness, tiene estas acepciones:
Una extensión amplia de tierra salvaje, con flora y fauna originales, que
puede ser desde una jungla cerrada o bosque húmedo hasta terrenos árticos y
alpinos de “selva blanca”.
Tierra baldía, un área sin uso o inservible como pasto o tierra de labor.
Un espacio de mar o aire, como en la cita de Shakespeare, “Ahora soy como
aquel que está sobre una roca, rodeado por un desierto de mar” (Tito Andrónico).
Los océanos.
Un lugar peligroso y difícil donde se asumen riesgos, se depende de la
propia pericia y no se cuenta con ser rescatado.
El mundo, en contraposición al cielo. “Caminé a través de la selva de este
mundo” (El progreso del peregrino).
Un lugar de abundancia, como en la frase de John Milton “una selva de
bienes”.
El uso que Milton hace de la palabra selva captura las verdaderas cualidades
de energía y riqueza presentes tan a menudo en los sistemas salvajes. “Una selva
de bienes” se asemeja a los billones de pequeños arenques o caballas en el
océano, a los kilómetros cúbicos de kril, a las semillas de la hierba de las
praderas salvajes, que llevan al pan de nuestros días, hecho de los gérmenes de
las hierbas, y a la increíble fecundidad de todos los pequeños animales y plantas
que alimentan la red. Pero, por otra parte, lo selvático sugiere el caos, el eros, lo
desconocido, el ámbito del tabú, el hábitat tanto de lo extático como de lo
demoníaco. En ambos sentidos es un lugar arquetípico de poder, enseñanza y
desafío.
La condición salvaje
De manera que podemos afirmar que las ciudades de Nueva York y Tokio
son “naturales” sin ser “salvajes”. No se desvían de las leyes de la naturaleza,
pero se trata de hábitats tan exclusivos en cuanto a quién y a qué dan cobijo –
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además de tan intolerantes para con otros seres– que constituyen una verdadera
rareza. Un entorno salvaje es un lugar en el cual el potencial salvaje se expresa
de lleno, como en la diversidad de seres vivos y no vivos que florecen de
acuerdo a su propio sentido del orden. En ecología hablamos de “sistemas
salvajes”. Cuando un ecosistema funciona plenamente, todos sus miembros
están presentes en la asamblea. Hablar de naturaleza salvaje es hablar de
totalidad. Los seres humanos surgieron de ella, y considerar la posibilidad de
reactivar nuestra pertenencia a la asamblea de todos los seres no es en absoluto
retrógrado.
Llegado el siglo XVI, las tierras de Occidente, los países de Asia y todas las
civilizaciones y ciudades desde el subcontinente indio hasta la costa del norte de
África se estaban empobreciendo ecológicamente. La población se tornaba
rápidamente analfabeta en cuanto a la naturaleza. Mucha de la vegetación
original había sido destruida por la expansión del pastoreo o la agricultura, y la
tierras restantes no tenían gran valor económico: eran baldíos, regiones
montañosas y desiertos. Los animales que quedaban –grandes felinos, borregos
cimarrones, seraus{2} y otros– lograron sobrevivir retirándose a los hábitats más
hostiles. Los líderes de estas civilizaciones crecieron con cada vez menos
conocimiento sobre el comportamiento animal y no fueron educados en el
amplio espectro de sabiduría botánica que había sido universal. En su lugar
aprendieron “gestión de recursos humanos”, administración y habilidades
retóricas. Solo los campesinos más marginales, gente de la tierra, conservaron el
conocimiento práctico sobre plantas y animales y la memoria de los antiguos
hábitos. Quienes crecieron en pueblos y ciudades, o en grandes haciendas, tenían
menos oportunidades de aprender cómo operaban los sistemas salvajes. Más
tarde, amplias esferas de mitologías ciudadanas (la cristiandad medieval y,
después, el auge de las ciencias) negaron primero el alma; luego, la conciencia y,
finalmente, hasta la cualidad sentiente del mundo natural. En ese clima de
ideología mecanicista y negadora de la naturaleza, multitudes de europeos
perdían la oportunidad de tener una experiencia directa de ella.
Apareció así una nueva especie de viajero de la naturaleza: hombres que
partieron como buscadores de recursos, financiados por compañías o familias
aristocráticas, y que penetraban en los territorios levemente poblados de quienes
vivían inmersos en la naturaleza salvaje. Se trataba de conquistadores y
sacerdotes. Europa había exterminado los lobos y los osos, había deforestado
regiones enteras y agotado los pastos. La búsqueda de esclavos, pescado, azúcar
y metales preciosos sobrepasó los límites del horizonte hasta abarcar Asia,
África y el Nuevo Mundo. Estos estados licenciosos y beligerantes se levantaron
de nuevo contra la naturaleza salvaje y las sociedades naturales: gentes que
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habían vivido sin Iglesia ni Estado. En retribución, a cambio de oro o azúcar
crudo, los hombres blancos tuvieron que entregar algo de sí mismos e indagar lo
que para ellos significaba considerarse un ser humano, ponderar sobre la
naturaleza de las jerarquías y preguntarse si la vida valía el honor de un monarca
o el precio del oro (un hombre perdido y hambriento se detiene y examina el filo
mellado de su espada y su raída capa española en una ciénaga de Florida).
Algunos, como Nuño de Guzmán, se volvieron locos y sádicos. “Cuando
comenzó a gobernar esta provincia, había en ella 25.000 indios, sojuzgados y
pacíficos. De ellos vendió 10.000 como esclavos, y los otros abandonaron sus
aldeas temiendo la misma fortuna”. (Todorov, 1985, 134). Cortés, el
conquistador de México, terminó su vida derrotado y deprimido, mendigando un
trono. Alvar Núñez, que durante ocho años caminó desnudo a través de Texas y
Nuevo México, salió transformado en una persona del Nuevo Mundo. Había
retomado las antiguas costumbres y nunca volvió a ser el mismo. Su corazón se
tornó compasivo y adquirió el gusto por la autosuficiencia y la simplicidad, y el
don de la sanación. Los tipos de Guzmán y Núñez aún se encuentran entre
nosotros. Hubo otra persona que también cruzó el escenario noh de la historia de
Isla de la Tortuga para estrecharle la mano a Alvar Núñez en el extremo opuesto
del mismo proceso: Ishi el yaki, que entró en la civilización con tanta
desesperación como Alvar Núñez cuando salió de ella. Núñez fue el primer
europeo en encontrar América del Norte y su mente mítica original; Ishi fue el
último nativo norteamericano que conoció esa mente, y hubo de dejarla atrás. El
espacio dentro de ese paréntesis no está muerto ni perdido. Está perennemente
dentro de nosotros, dormido como una semilla de dura cáscara, esperando el
fuego o la riada que lo despierte de nuevo.
En el transcurso de aquellos siglos, decenas de millones de indios de ambos
continentes americanos sufrieron muertes tempranas y violentas, al igual que
innumerables europeos. Se extinguió la manada de mamíferos más grande del
mundo –la de búfalos–, y desaparecieron quince millones de berrendos. La
mayoría de las praderas y el suelo que las sustentaba ya no existen, y solo
quedan fragmentos de los antiguos bosques primarios de árboles de hoja caduca
del Este y coníferas del Oeste. Todos podríamos añadir cosas a esta lista.
Se suele decir que la frontera dio un giro particular a la historia
norteamericana. Una frontera es un borde ardiente, un jirón, una rara zona de
comercio entre dos mundos absolutamente diferentes. Es una franja en la que
hay pieles, lenguas y pezones a mansalva. Existe una línea casi perceptible que
la persona de una cultura invasora podría atravesar, saliendo de la historia y
adentrándose en un presente perpetuo, en una forma de vida acompasada con la
lentitud y la continuidad de los procesos naturales. La posibilidad de entrada en
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un mundo definido por un tiempo mítico había sido prácticamente olvidada en
Europa. Su redescubrimiento –la angustiosa visión de un yo natural– ha
perseguido a los pobladores euroamericanos a medida que desbrozaban y
pavimentaban los muchos rincones salvajes del continente norteamericano.
La naturaleza salvaje es hoy, en la mayor parte de Norteamérica, lugares que
han sido oficialmente preservados en terreno público, predios del Servicio
Forestal o la Oficina de Administración de Tierras, o parques estatales y
nacionales. Algunas áreas –mínimas pero críticas– están en manos de grupos
privados sin ánimo de lucro, como The Nature Conservancy o el Trust for Public
Land. Son los santuarios preservados de todo un territorio que en tiempos fue
conocido y habitado por sus pobladores primigenios, pequeños fragmentos que
se dejaron tal y como eran, los últimos lugares en los que la naturaleza esencial
gime, florece, anida y centellea sin cesar. Constituyen solo el dos por ciento del
territorio de los Estados Unidos.
Pero lo salvaje no se restringe al dos por ciento de las tierras formalmente
catalogadas como tales. Si cambiamos de escala, está en todas partes:
poblaciones imposibles de erradicar de hongos, musgos, moho, levaduras y
similares que nos rodean y habitan. También hay ratones en el porche trasero,
ciervos que atraviesan la carretera a saltos, palomas en el parque y arañas por las
esquinas. Había grillos en la taquilla de la pintura del petrolero Sappa Creek, en
el que trabajé de limpiador en medio del Pacífico lavando brochas en la sala de
máquinas. Seres de una complejidad exquisita, integrados en sus redes
energéticas, habitan las esquinas fértiles del mundo urbano de acuerdo a las
reglas de los sistemas salvajes: las recias matas y tallos visibles en los solares
abandonados y entre las vías de los ferrocarriles, las constantes hordas de
mapaches, las bacterias en la marga y en nuestro yogur. La palabra cultura, tanto
en la acepción de “una vida estética e intelectual deliberadamente sostenida”,
como en su significado de “la totalidad de las pautas de comportamiento que se
transmiten socialmente”, nunca está demasiado lejos de una raíz biológica que
significa, al igual que en la “cultura del yogur”, un hábitat nutricio. La
civilización es permeable y podría estar tan habitada como lo está lo salvaje.
La condición salvaje puede menguar temporalmente, pero su esencia no
desaparece. Una naturaleza salvaje fantasma sobrevuela la totalidad del planeta:
los millones de semillas minúsculas de la vegetación original están escondidas
en el barro de la patita de un charrán ártico, en la seca arena del desierto o en el
viento. Cada una de estas semillas está específicamente adaptada a un suelo o
una circunstancia particular, con su pequeña forma y pelusa, lista para flotar,
congelarse o ser engullida, preservando siempre el germen. La naturaleza salvaje
24
volverá irremediablemente, pero no será a un mundo tan magnífico como aquel
que brillaba en la mañana temprana del Holoceno. Se habrá perdido mucha vida
en la estela de la actividad humana sobre la Tierra, la de los siglos XX y XXI.
Mucho se ha perdido ya, como revelan los suelos y las aguas:
“¿Qué es esa cosa oscura en el agua?
¿No es una nutria cubierta de petróleo?”.
¿Dónde empezamos a resolver la dicotomía entre lo civilizado y lo salvaje?
¿Realmente piensas que eres un animal? Hoy esto se aprende en el colegio.
Es una fracción de información maravillosa: la he disfrutado toda la vida y
vuelvo a ella una y otra vez, como algo que investigar y comprobar. Crecí en una
granja pequeña con vacas y gallinas y un bosque secundario lindando con la
valla trasera, por lo que tuve la suerte de ver al animal y al ser humano en el
mismo dominio. Sin embargo, muchos de los que han escuchado esta noticia
desde la infancia no han absorbido sus implicaciones. Quizás se sienten distantes
del mundo no humano, y no están seguros de ser animales. Les gustaría sentir
que tal vez sean algo mejor que un animal. Es comprensible, ya que también
otros animales pueden sentir que son algo más que “solo animales”. Pero
debemos observar el territorio compartido de nuestro ser biológico antes de
hacer hincapié en las diferencias.
Nuestros cuerpos son salvajes: el rápido giro involuntario de la cabeza ante
un grito, el vértigo al mirar sobre un precipicio, el corazón en la garganta en un
instante de peligro, la recuperación del aliento, los silenciosos momentos
reponiéndose, observando, reflexionando... Todas son respuestas universales del
cuerpo mamífero y están presentes en el conjunto de nuestra clase biológica. El
cuerpo no requiere la intercesión de un intelecto consciente para hacerlo respirar
o mantener el latido del corazón. Es en gran medida autónomo y tiene vida
propia. Las sensaciones y la percepción no provienen exactamente del exterior, y
el insistente flujo de pensamientos e imágenes no se encuentra completamente
en el interior. El mundo es nuestra conciencia y nos rodea. Hay más cosas en la
mente, en la imaginación, de las que “tú” puedas llevar cuenta: pensamientos,
recuerdos, imágenes, enojos y gozos surgen espontáneamente. Las
profundidades de la mente, el inconsciente, son nuestras áreas salvajes interiores,
y es ahí donde ahora hay un lince. No me refiero a linces personales en psiques
particulares, sino al lince que deambula de sueño en sueño. El ego consciente y
planificador ocupa un territorio muy restringido, un pequeño habitáculo cerca de
la verja de acceso que lleva la cuenta de parte de lo que entra y sale –a veces
25
intentando conspiraciones expansionistas–, pero el resto se ocupa de sí mismo.
El cuerpo se encuentra, por así decirlo, en la mente. Ambos son salvajes.
Algunos dirán: “Hasta aquí, de acuerdo, somos mamíferos primates, pero
tenemos lenguaje, y los animales no”. Quizás tengan razón en función de ciertas
definiciones, pero también los animales se comunican profusamente, y a través
de sistemas de llamadas que solo comenzamos a entender ahora.
Sería un error pensar que los seres humanos se volvieron “más listos” en
algún momento e inventaron primero el lenguaje y luego la sociedad. El lenguaje
y la cultura brotan de nuestra existencia biológica, social y natural, como
animales que fuimos y somos. El lenguaje es un sistema de la mente y el cuerpo
que coevolucionó con nuestras necesidades y nervios. Como lo hacen la
imaginación y el organismo, el lenguaje surge de manera espontánea y tiene una
complejidad que elude nuestra capacidad racional e intelectual. Todos los
intentos de descripción científica de los lenguajes naturales se han quedado
cortos, como confiesan sin ambages los lingüistas descriptivos, y, sin embargo,
el niño aprende su lengua materna muy temprano y a los seis años de edad
prácticamente la domina. La lengua se aprende en casa y en el campo, no en el
colegio. Sin haber estudiado nunca gramática formal, pronunciamos frases
sintácticamente correctas, una tras otra, todas las horas de vigilia de los años de
nuestra vida. Sin mediación consciente, recurrimos sin cesar al vasto tesoro de
vocablos en las profundidades del inconsciente salvaje. Ni como individuos ni
como especie podemos reclamar mérito alguno por este poder. Vino de otro sitio;
de la forma en que se dividen y agrupan las nubes (y de las espirales de energía
que se enroscan primero hacia atrás y después hacia delante), de la manera en
que los muchos brotes de una inflorescencia se dividen y redividen, de la
caligrafía centelleante de los antiguos lechos del río Yukón bajo los actuales que
fluyen desde la meseta del Yukón, del viento en las agujas de los pinos, de los
cantos del urogallo entre los arbustos de ceanoto.
La enseñanza del idioma en las escuelas pretende acotar una pequeña parte
del territorio del proceder del lenguaje y cultivar algunos atributos predilectos:
modalidades elitistas culturalmente definidas que ayudan a postularse para un
trabajo o a facilitar la aceptación social en una fiesta; hasta es posible aprender a
producir ese artefacto bizantino denominado “ensayo académico”. Hay muchas y
excelentes razones para dominar tales cosas, pero el poder, la virtus, sigue
estando del lado salvaje.
El orden social está presente a través de la naturaleza y es muy anterior a los
libros y los códices legales. Es parte inherente de lo que somos, y sus modelos
siguen los mismos pliegues, controles y equilibrios que la piel y la piedra. Lo
que llamamos “organización social” y “buen gobierno” son un conjunto de
26
normas de las que la mente analítica se ha apropiado a partir de los principios
operativos de la naturaleza.
El mundo observa
En la costa noroeste de Estados Unidos hay un dicho: “El mundo es tan
afilado como la hoja de un cuchillo”. ¿Cuál es la perspectiva de las comunidades
para las que no existe una gran dicotomía entre su cultura y la naturaleza,
aquellos que viven en sociedades cuyas economías se nutren de sistemas
incultos? El mundo sin senderos de la naturaleza salvaje es una escuela sin par, y
quienes la han resistido pueden ser maestros rigurosos y a la vez divertidos. Aquí
afuera uno está en constante relación con innumerables plantas y animales. Ser
bien educado significa haber aprendido los cantos, proverbios, cuentos, dichos,
mitos y, también, tecnologías, que llegan al reparar en los miembros no humanos
de la comunidad ecológica local. Es primordial la práctica en el campo, “al aire
libre”. Caminar es la gran aventura, la primera meditación, un ejercicio de
vitalidad y alma esencial para la humanidad. Caminar representa el equilibrio
exacto de espíritu y humildad. Al caminar uno descubre dónde hay comida. Y se
topa con historias reales de primera mano, del tipo “tu culo es la pitanza de algún
otro”, que es una manera brusca de decir “interdependencia”, “interconexión”,
“ecología”, allí donde cuentan. También es un aprendizaje para estar
mentalmente alerta y preparado. Hay un maravilloso conocimiento sobre plantas
y animales específicos y sus usos, empírico y cabal, que nunca los reduce a ser
objetos ni mercancía.
Al parecer, no hace mucho, la historia de las ideas occidentales se bifurcó.
La línea de pensamiento representada por autores como Descartes, Newton y
Hobbes –todos ellos urbanitas que sostienen que la vida en una sociedad
primaria es “desagradable, brutal, y corta”– entrañaba un profundo rechazo del
mundo orgánico. Sustituyeron el universo reproductivo por un modelo
mecanicista estéril y una economía de “producción”. Estos pensadores se
mostraban tan histéricos frente al “caos” como sus antecesores, los inquisidores
de apenas un siglo antes, lo eran ante “las brujas”. No solo no disfrutaban de la
posibilidad de que el mundo fuese tan afilado como la hoja de un cuchillo;
querían quitarle ese filo a la naturaleza. En lugar de hacer el mundo más seguro
para los seres humanos, la insensata manipulación del científico-ingeniero-
gobernante occidental de los poderes de la vida y de la muerte pone al planeta
entero al borde de la degradación. La mayor parte de la humanidad, los
recolectores, campesinos o artesanos, siempre tomó un ramal diferente; es decir,
comprendió el juego del mundo real, con todo su sufrimiento, no ya en los
27
términos simples de “una naturaleza de garra y colmillo rojo”, sino a través de la
celebración del carácter de don e intercambio de nuestro toma y daca. “¡Somos
todos partícipes de un enorme potlatch!”{3}. Reconocer que cada uno de los
congregados a la mesa constituirá eventualmente parte de la comida no solo es
“realista”, sino que también permite incluir lo sagrado, y que aceptemos el
aspecto sacramental de nuestro transitorio y frágil ser personal.
El mundo observa. Uno no puede atravesar un prado o un bosque sin que
una onda de información se propague a su paso. El zorzal desaparece como un
dardo, el arrendajo chilla, un escarabajo se escabulle bajo la hierba… La señal se
transmite. Cada criatura sabe cuándo sobrevuela un halcón o camina un ser
humano. La información que recorre el sistema es inteligencia.
En las iconografías hindú y budista, se inscribe la forma de un animal en las
imágenes de las deidades o en budas y bodhisattvas{4}. Manjushri, el
bodhisattva de la sabiduría discriminadora, cabalga sobre un león;
Samantabhadra, el bodhisattva de la bondad, lo hace sobre un elefante; Sarasvati,
la diosa de la música y el aprendizaje, cabalga sobre un pavo real; Shiva
descansa en compañía de una serpiente y un toro. Algunos llevan pequeños
animales en las coronas o el pelo. Esta ecología espiritual y ecuménica sugiere
que los otros animales también ocupan tanto nichos espirituales como
“termodinámicos”. Que su conciencia sea o no idéntica a la de los seres humanos
es discutible. ¿Por qué han de ser las peculiaridades de la conciencia humana el
estrecho patrón con el que juzgar a otros seres? “¿Quién ha dicho que mente
signifique pensamientos, opiniones, ideas y conceptos? Mente significa árboles,
postes de una cerca, tejas y hierbas”, dice Dogen, el filósofo y fundador de la
escuela soto del zen japonés, con su divertido y críptico estilo.
Todos somos capaces de transformaciones extraordinarias. En los mitos y las
historias esos cambios son de animal a ser humano, de ser humano a animal, de
animal a otro animal, o incluso saltos aún mayores. La naturaleza esencial se
mantiene clara y constante a través de tales cambios. Así, los iconos animales
del pueblo inupiat (esquimales) del mar de Bering llevan una pequeña cara
humana cosida en la piel –en este caso es al revés–, o bajo las plumas, o grabada
en la espalda o el pecho, o incluso dentro del ojo, mirando furtivamente. Es el
inua, a menudo llamado “espíritu”, pero también podría denominarse la
“naturaleza esencial” de ese animal. Siempre se conserva la misma cara, sin
importar cambios lúdicos y pasajeros. Al igual que el budismo eligió representar
nuestra condición mostrando la imagen sólida, afable y constante de una figura
humana sentada, meditando en medio del mundo de los fenómenos, los inupiat
presentan una panoplia de criaturas diferentes, cada cual con un pequeño rostro
humano disimulado. Esto no equivale a antropocentrismo o arrogancia humana.
28
Es una forma de decir que cada criatura es un espíritu que ostenta una
inteligencia tan lúcida como la nuestra. Los pintores de iconos budistas esconden
una pequeña cara animal entre los pelos del ser humano para recordarnos que
también miramos con ojos arquetípicamente salvajes.
El mundo no solo observa, también escucha. Un comentario ordinario y
desatento sobre una ardilla de tierra, un pájaro carpintero o un puercoespín no
pasará desapercibido. Los demás seres, tal y como nos dicen los maestros de las
viejas costumbres, no lamentan que se les dé muerte y servir como alimento,
pero esperan que digamos “por favor” y “gracias”, y odian ser desperdiciados. El
precepto contrario a arrebatar la vida sin necesidad es inevitablemente el primero
y el más difícil de los mandamientos. En su práctica de matar y comer con
gentileza y agradecimiento, los miembros de las culturas primarias son nuestros
maestros. La actitud hacia los animales y la forma de tratarlos que predomina
hoy en la producción de carne en el mundo occidental son francamente
enfermizas y antiéticas, y una fuente ilimitada de mala suerte para esta sociedad.
Una vida ética es considerada, y tiene buenas maneras y estilo. De todos los
defectos morales y las imperfecciones de carácter, el peor es la mezquindad de
pensamiento, que incluye la maldad en todas sus formas. La descortesía en el
pensamiento o la acción hacia otros, o hacia la naturaleza, reduce la probabilidad
de la convivencia y la comunicación entre especies, ambas esenciales para
nuestra supervivencia física y espiritual. Richard Nelson, estudioso de las
costumbres nativas, ha dicho que una madre atabascana puede decirle a su hijita:
“¡No señales la montaña! ¡Es una impertinencia!”. No se debe ser descuidado ni
desperdiciar los cuerpos o las partes de cualquier criatura que se haya cazado o
recogido. Ni tampoco vanagloriarse ni mostrar excesivo orgullo por los logros
propios, ni dar nuestras habilidades por descontadas. El derroche y el descuido
son causados por la mezquindad de espíritu y una falta de inclinación descortés
para completar el intercambio de dones (estas reglas son particularmente vitales
para sanadores, artistas y jugadores).
Quizás uno no debería hablar –ni escribir– demasiado sobre el mundo
salvaje: puede que a otros animales les resulte incómodo que se llame la
atención sobre ellos. Este tipo de sensibilidad podría ayudar a entender por qué
hay tan poca “poesía del paisaje” en las culturas primarias. La descripción de la
naturaleza es un tipo de escritura que llega con la civilización y sus hábitos de
coleccionar y clasificar. La poesía china del paisaje comienza alrededor de siglo
v de nuestra era con la obra de Xie Lingyun. Hay mil quinientos años de
canciones y poesía china previa (considerando que la primera colección de
poemas y canciones de China, el Shi-jing o Libro de los cantos, podría incluir
29
cinco siglos de folclore anterior a su escritura) y se hace mención a mucha
naturaleza, pero no de grandes paisajes. Se habla de las moreras, de vegetales
silvestres comestibles, de la trilla, del mundo del campesinado y del recolector
en detalle. En la época de Hsieh los chinos ya se habían apartado tanto de sus
propias montañas y ríos como para tratarlos estéticamente. Esto no significa que
las comunidades primarias no apreciaran el paisaje, sino que tenían otro punto de
vista.
La misma precaución debe aplicarse a las historias o canciones que versan
sobre uno mismo. Malcom Margolin, editor de News from Native California{5},
señala que los pobladores originales de California no relataban con facilidad una
“autobiografía”. Decían que los detalles de sus vidas particulares no tenían nada
de extraordinario; los únicos hechos que merecían contarse eran descripciones de
algunos de sus sueños más señalados y momentos de encuentro con el mundo de
los espíritus y sus transformaciones. El relato de las historias de su vida, por lo
tanto, era muy corto. Hablaban de sueños, de conocimiento, de sanación.
De vuelta en casa
El protocolo del mundo salvaje requiere no solo generosidad, sino también
una fortaleza bienhumorada que tolere la incomodidad jovialmente, comprensión
de la fragilidad de todos y cierta modestia. Cosechar arándanos rápido y bien, el
talento de la baquía, saber llegar donde la pesca es buena –“un hombre enfadado
no puede pescar”–, leer la superficie del cielo o el mar, son logros que no se
alcanzan con el mero esfuerzo. El montañismo tiene las mismas cualidades. Se
trata de acciones que conllevan práctica, lo que requiere cierto grado de
abnegación e intuición que llama a vaciarse de uno mismo. Algunos han
alcanzado grandes conocimientos solo después de que llegaran al extremo en el
que ya no tenían nada más. Alvar Núñez Cabeza de Vaca ahondó en sí mismo
de forma indescriptible después de perderse y pasar varias noches de invierno
durmiendo desnudo en un agujero en el desierto tejano, azotado por un viento
del norte. Había realmente alcanzado ese punto en el que no tenía nada (Lord
Buckley dice sobre ese momento: “¡Para no tener nada, debes no tener nada!”).
Más tarde se sintió capaz de sanar a nativos enfermos que encontró en su
camino hacia el oeste. La fama le precedía, pero una vez que llegó a México y
fue de nuevo un español civilizado, descubrió que había perdido su poder para
sanar. No ya la capacidad de curar, sino la voluntad de curar, que es la voluntad
de ser completo, puesto que, como él mismo dijo, había “médicos verdaderos”
en la ciudad, y empezó a dudar de su poder. Para resolver la dicotomía entre lo
civilizado y lo salvaje debemos primero proponernos ser completos.
30
Uno puede alcanzar la situación de Alvar Núñez perdiendo, literalmente,
todo. Las experiencias dolorosas y peligrosas a menudo transforman a quienes
sobreviven a ellas. Los seres humanos son osados; se entregan a la aventura y
quizás tratan de llegar más lejos de lo que deben. Por eso, practicando la
austeridad yóguica o las disciplinas monásticas, algunas personas hacen el
intento de desprenderse estructuradamente de todo. Algunos de nosotros hemos
aprendido mucho caminando día tras día por laderas nevadas, terraplenes,
puertos, torrentes y bosques en valles profundos, “colocándonos ahí fuera”. Otra
forma –sofisticada en extremo– es la de Vimalalakirti, el legendario laico
budista que enseñaba que intuyendo directamente nuestra condición en el actual
mundo existente comprendemos que jamás tuvimos nada desde el principio. Hay
un dicho tibetano que lo expresa así: “La experiencia del vacío engendra
compasión”.
Para quienes exploren directamente adentrándose en el templo primario, la
naturaleza salvaje puede ser un mentor feroz que desnuda rápidamente al incauto
o al novato. Es fácil cometer errores que lleven al extremo. En términos
prácticos, una vida comprometida con la simplicidad, una audacia apropiada, el
buen humor y la gratitud, pródiga en el trabajo y el juego, y también caminar
mucho, nos acercan al mundo existente y su compleción.
Los miembros de las culturas salvajes raramente buscan la aventura. Si se
arriesgan de manera deliberada, lo hacen por motivos espirituales más que
económicos. En última instancia, todos estos viajes se hacen por el bien común y
no como una búsqueda privada. La serena dignidad que caracteriza a tantos de
los así llamados primitivos es un reflejo de ello. Florence Edenshaw, una anciana
haida coetánea que ha vivido una larga vida de trabajo y familia, fue entrevistada
por una joven antropóloga; esta, impresionada por su coherencia, presencia y
dignidad, le preguntó: “¿Qué puedo hacer para respetarme a mí misma?”. La
señora Edenshaw le respondió: “Vístase bien y quédese en casa”. “La casa” es,
por supuesto, tan amplia como uno quiera hacerla.
Las lecciones que aprendemos de lo salvaje se convierten en el protocolo de
la libertad. Podemos gozar de nuestra condición humana, con su llamativo
cerebro y su regocijo sexual, sus caprichos sociales y obstinados enojos, y
considerarnos ni más ni menos que cualquier otro ser de la gran cuenca fluvial.
Podemos aceptarnos todos mutuamente como iguales descalzos que duermen
sobre el mismo suelo. Podemos perder la esperanza de ser eternos y dejar de
luchar contra la suciedad. Podemos espantar a los mosquitos y levantar una valla
contra las alimañas sin odiarlas. Carentes de expectativas, alertas y
autosuficientes, agradecidos y cuidadosos, generosos y francos. La calma y la
31
claridad nos alcanzan en el momento en que nos limpiamos la grasa de las
manos entre un trabajo y otro, mientras levantamos la vista contemplando las
nubes que pasan. Otro placer será sentarse, por fin, a tomar un café con un
amigo. Lo salvaje requiere que aprendamos el terreno, saludemos a las plantas,
los animales y las aves, vadeemos los arroyos y crucemos las sierras, y contemos
una buena historia al volver a casa.
Y cuando los niños estén recogidos en la cama, en una de esas grandes
fiestas como el 4 de Julio, el día de Año Nuevo o el de víspera de Todos los
Santos, podremos sacar los licores y poner música, y los hombres y mujeres que
sigan entre los vivos podrán soltarse y ser realmente salvajes. Este es el sentido
último de “salvaje”, su sentido esotérico, el más profundo e intimidante. Los que
estén preparados llegarán a ello. Por favor, no divulgar entre los no iniciados.
32
EL LUGAR, LA REGIÓN Y EL PROCOMÚN
35
Todos llevamos dentro una imagen del territorio que aprendimos
aproximadamente entre los seis y los nueve años, y esto es igualmente válido
tanto para un barrio urbano como para un entorno rural. Puedes recordar casi
por completo el lugar en el que caminabas, jugabas, nadabas o andabas en
bicicleta. Visualizar ese espacio con sus olores y texturas, recorrerlo de nuevo
en tu imaginación, provoca una sensación de arraigo y sosiego. Como reflexión
contemporánea podemos también pregun- tarnos cómo será esa vivencia para
aquellos cuyo paisaje infantil fue roturado por excavadoras o desdibujado por las
mudanzas familiares. Tengo un amigo que aún se emociona recordando cómo
las huertas de aguacates del paisaje de su juventud en el sur de California se
transformaron en cerro tras cerro de suburbios.
Nuestro lugar es parte de lo que somos. Sin embargo, incluso cada “lugar”
tiene una cierta fluidez y transita por el espacio y el tiempo, un “tiempo
ceremonial”, en palabras de John Hanson Mitchell. Un lugar puede haber sido
pradera, luego coníferas y más adelante hayas y olmos. Habrá ocupado medio
lecho de un río para ser después raído y roturado por el hielo, y más tarde
cultivado, pavimentado, regado, represado, nivelado, urbanizado. Pero cada
transformación es pasajera y será únicamente otra serie de líneas en el
palimpsesto. El mundo entero es una gran tablilla que contiene la superposición
múltiple de rastros antiguos y recientes de las fuerzas vitales. Cada lugar es
particular y, llegado el momento, eternamente salvaje. Cualquier lugar de la
Tierra es un mosaico integrado en otros más grandes: todo el territorio está
hecho de pequeños lugares, cada uno, un entorno preciso y reducido que
reproduce modelos mayores y menores. Los niños comienzan a aprender un
lugar a través de esos pequeños entornos en las inmediaciones de la casa, la
comunidad y los alrededores.
Nuestra percepción de la escala del lugar se amplia a medida que se conoce
la región. Los jóvenes escuchan más historias y salen en exploraciones que son
también de subsistencia, para recoger leña, pescar o visitar ferias y mercados.
Los rasgos de esa región más amplia se inscriben en la conciencia. En el ensayo
Caminar,{7} Thoreau dice que un territorio de treinta y tantos kilómetros
cuadrados alcanza para ocupar una vida de minuciosa exploración a pie, ya que
uno nunca agotará sus detalles.
El tamaño específico de la región que una comunidad llama su hogar
depende del tipo de terreno. Todas las comunidades son territoriales y cada una
se desplaza dentro de una zona dada. Incluso los nómadas se atienen a fronteras.
Los pueblos que habitan desiertos o praderas, con grandes espacios visibles que
invitan a salir y caminar hasta la línea del horizonte, recorrerán miles de
36
kilómetros cuadrados. Un frondoso bosque primario puede que muy rara vez se
transite. Las comunidades recolectoras en bosques de ribera y prados se moverán
mucho y a menudo, mientras que quienes habiten en valles de suelos fértiles,
ideales para huertas, quizás no se desplacen más allá de las cumbres de la sierra
más cercana. Las fronteras regionales fueron grosso modo conformadas por el
clima, que es lo que determina las diferentes zonas de flora, además del tipo de
suelo y los accidentes geográficos. Los baldíos desérticos, las cordilleras o los
grandes ríos fijan el límite más amplio de una región. Caminamos o vadeamos a
través de barreras grandes o pequeñas, y, como niños que comienzan a conocer
su territorio nativo, podemos detenernos en la margen de un gran río o sobre la
cima de una cordillera mayor y observar que al otro lado el suelo es distinto, hay
otras plantas y animales, el techo de un pajar tiene una forma diferente y quizás
llueva más, o menos. Los límites entre regiones naturales nunca son sencillos ni
claros, sino que varían en función de la biota, la divisoria de las aguas, los
accidentes geográficos o la elevación (véase Jim Dodge, 1981). Cuando las
regiones se observan de acuerdo a criterios naturales se las llama, a veces,
biorregiones.
En la América precolombina la gente estaba acostumbrada a recorrer
grandes distancias. Se dice que los mojave del bajo Colorado pensaban que por
lo menos una vez en la vida cualquiera debía viajar a pie a las mesas de los hopi,
al este, al golfo de California, al sur, y caminar hasta el Pacífico.
Cada región tiene su territorio salvaje. Está el fuego en la cocina y también
el lugar menos frecuentado. En la mayoría de las regiones habitadas solía haber
alguna combinación de tierra fértil para la agricultura, zonas de frutales y
viñedos, pastizales, arboledas, bosque y desierto o montaña “baldía”. El entorno
salvaje existente era campo adentro, las zonas más extremas y menos transitadas
de ese territorio, “donde están los osos”. Este territorio es accesible a pie, quizás
a tres días de camino o quizás a diez. Se encuentra en el confín más alto, lejano y
agreste, en el extremo del bosque y del marjal, lejos de donde vive y trabaja la
mayoría. La gente va hasta allí a recoger hierbas alpinas, colocar cepos o en
busca de soledad. Viven entre los polos del hogar y su territorio salvaje.
Evocar que hubo un tiempo en que vivimos en lugares es parte del
redescubrimiento contemporáneo de nuestro ser. Nos arraiga en lo que significa
ser “humanos” (etimológicamente, algo parecido a “terrícola”). Tengo un amigo
que siente, a veces, que el mundo es hostil para la vida humana: dice que nos
hiela y nos mata. Sin embargo, ¿cómo podríamos existir si no fuera por este
planeta que nos dio la constitución que tenemos? Dos condiciones, la gravedad y
un rango de temperaturas tolerable –entre el punto de congelación y el de
37
ebullición–, son las que nos han provisto de los fluidos y la carne. Los árboles
que trepamos y el suelo que pisamos nos dieron los cinco dedos en cada mano y
pie. El “lugar” –place en inglés, cuya raíz es plat: amplio, vasto, llano– nos dio
ojos que pueden divisar la lejanía, y los arroyos y las brisas nos dieron lenguas
versátiles y orejas como caracolas. La tierra nos dio la zancada, y el lago, un
chapuzón. El asombro nos dio el tipo de conciencia que nos es propia.
Deberíamos estar agradecidos por ello y aceptar las lecciones más rigurosas de la
naturaleza con la gracia apropiada.
Comprender el procomún
Me encontraba junto a mi compañero de cordada (Allen Ginsberg) en la
cumbre del pico Glacier y mirábamos a nuestro alrededor, cordillera tras
cordillera de montañas y cima tras cima, hasta donde alcanzaba la vista. Hacia el
oeste, cruzando el estrecho de Puget, se encontraban las cumbres más distantes
de las montañas Olímpicas. Me dijo: “¿De verdad que hay un congresista que
representa a todo esto?”. Al igual que en la Gran Cuenca, después de cruzar
innumerables desiertos y cordilleras, es fácil pensar que en la Tierra todavía
existen vastos espacios sin gobierno, quizás olvidados o desconocidos (como la
interminable extensión de bosques de píceas de Alaska y Canadá), pero todo ha
sido cartografiado y registrado bajo algún dominio. En Norteamérica, una gran
parte es de titularidad pública, lo que conlleva ciertos problemas, pero al menos
todos estamos llamados a ocuparnos de ellos. David Foreman, fundador del
colectivo Earth First!,{8} precisó recientemente cuáles eran sus orígenes
radicales. “No procedo de la justicia social, ni de la izquierda, ni del feminismo
–afirmaba Foreman–, sino del movimiento por la conservación de las tierras
públicas”, un movimiento recio y ponderoso que se remonta a antes incluso de
los años treinta. Sin embargo, fueron las controversias sobre el territorio y la
vida salvaje y los abusos infligidos al dominio público lo que politizó a John
Muir, John Wesley Powell y Aldo Leopold.
Las tierras públicas norteamericanas son la encarnación actual de una
institución mucho más antigua conocida a través de Eurasia y llamada
“procomún”, commons en inglés, que era la forma tradicional tanto de proteger
como de administrar las zonas salvajes de regiones con Gobierno propio.
Funcionaron eficazmente hasta la época de las economías de mercado, el
colonialismo y el imperialismo. Examinemos un modelo de cómo operaban los
procomunes.
Entre los extremos de entornos salvajes apartados y las tierras de labor
privadas hay un territorio que no es apto para el cultivo. En el pasado era
38
utilizado colectivamente por los miembros de cualquier tribu o aldea. Este
espacio, que incluía zonas salvajes y semisalvajes, tenía una importancia crítica;
era necesario para la salud del entorno salvaje, ya que añadía un amplio hábitat,
territorio deslindado y espacioso, donde la fauna podía correr y volar. Es un
espacio esencial incluso para una economía agrícola comunitaria, porque su
diversidad natural abastece de muchas necesidades y provechos que las parcelas
privadas no pueden ofrecer. Enriquece la dieta campesina con caza y pesca. La
tierra compartida proporciona leña, madera y piedra para la construcción, arcilla
para el horno, hierbas, tintes vegetales y mucho más, igual que en una economía
recolectora. Y es especialmente importante en ciclos estacionales o durante todo
el año como tierra de pastos para yeguadas y cabañas de vacas, cabras, ovejas y
cerdos.
En abstracto, se podría pensar que compartir una región natural significa
tener acceso a “una fuente compartida de recursos”, sin límites ni controles para
la explotación individual. Pero es un hecho que este reparto se desarrolló durante
miles de años, siempre dentro de un contexto social y territorial. En las
sociedades campesinas tanto de Asia como de Europa existían modos
tradicionales que ordenaban el uso compartido de la tierra. No se permitía el
libre acceso a los forasteros, y había controles de entrada y utilización para los
hogares partícipes. El procomún se ha definido como “la tierra indivisa que
pertenece al conjunto de los miembros de una comunidad local”. Esta definición
no incluye el hecho de que las tierras comunales son al mismo tiempo el
territorio concreto y, también, la institución tradicional comunitaria que
determina la capacidad de carga de sus varias subunidades, y que establece los
derechos y deberes de quienes la utilizan, incluyendo sanciones de faltas. Porque
es tradicional y local, es diferente a nuestro actual “dominio público”, que es
tierra bajo la custodia y administración de un Gobierno central. Bajo un estado
nacional esa administración puede ser dañina –como comienza a suceder en
Canadá y en los Estados Unidos– o benigna, como sucedió a menudo en el
pasado; pero en ninguno de los dos casos es administrada localmente. Una de las
propuestas en el actual debate sobre cómo reformar nuestras tierras públicas
propone devolver el control a la región.
Tomemos un ejemplo de administración tradicional: ¿qué evita que una
unidad familiar lleve más ganado y provoque en los demás la tentación del
sobrepastoreo? En Inglaterra, en el pasado –al igual que hoy en algunas aldeas
suizas– (Netting, 1976), el comunero solo podía soltar en los pastos comunales
tanto ganado como le fuera posible alimentar durante el invierno en sus propios
establos. Esto significaba que nadie podía incrementar su cabaña con vacas solo
para el pastoreo estival, lo que se conocía en el lenguaje legal normando como la
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regla de levant et couchant: solo se permitía manejar el ganado que se tenía “de
pie y durmiendo” dentro de los establos en invierno.
El procomún es el contrato que un pueblo establece con su propio sistema
natural. La palabra inglesa commons tiene una interesante historia; está formada
por ko (“junto”) y el griego moin (“tenido en común”), pero la raíz indoeuropea
mei significa “moverse, ir, cambiar”. Tenía un sentido arcaico particular que
significaba “intercambio de bienes y servicios en una sociedad, ajustado a
costumbres y leyes”. Creo que podría atañer al viejo principio de las economías
del don, donde “el obsequio debe circular siempre”. La raíz llega al latín como
munus,“servicio prestado a la comunidad”, y de ella nace “municipalidad”.
Existe una historia bien documentada de los procomunes en relación con la
economía rural europea e inglesa. Desde la conquista normanda de Inglaterra,
los enfeudados caballeros y señores comenzaron a controlar gran parte de las
tierras comunales locales. La ley los apoyó, como el Estatuto de Merton de 1235.
Desde el siglo XV en adelante, la clase terrateniente, de acuerdo con los gremios
mercantiles urbanos y los cuerpos del Gobierno, cercó paulatinamente las tierras
controladas por las aldeas, y las entregó a intereses privados. El proceso de los
cercamientos fue apoyado por las grandes asambleas de la lana, que
descubrieron que las ovejas eran mucho más rentables que la agricultura. Los
negocios lanares, con sus exportaciones al continente, fueron un prematuro
agronegocio que tuvo consecuencias nocivas para el suelo y provocó el
desarraigo campesino. Los argumentos en favor de los cerramientos en
Inglaterra, como la eficiencia y la mayor productividad, desestimaban los
impactos sociales y ecológicos y sirvieron para mutilar la agricultura sostenible
de algunos concejos. El proceso de los cercamientos se aceleró de nuevo en el
siglo xviii y, entre 1709 y 1869, alrededor de dos millones de hectáreas se
entregaron a particulares, una séptima parte de la superficie existente. Después
de 1869 hubo un súbito cambio de opinión agrupado alrededor del “movimiento
de los espacios abiertos”, que acabó por impedir los cercamientos y consiguió
amparar al bosque de Epping por medio de un pleito espectacular contra los
terratenientes de catorce señoríos.
Karl Polanyi (1975) afirma que los cercamientos del siglo XVIII generaron
una población de desarraigados rurales que se vieron forzados, por pura
desesperación, a convertirse en la primera clase trabajadora de la historia. Los
cercamientos fueron un suceso trágico tanto para la sociedad como para los
ecosistemas naturales. El hecho de que hoy en día Inglaterra posea la menor
cantidad de bosque y fauna de todas las naciones europeas tiene mucho que ver
con ellos. La apropiación de los terrenos comunales en la llanura europea
también comenzó hace aproximadamente quinientos años, pero una tercera parte
40
del continente sigue sin ser privado. Prácticas reminiscentes del procomún en la
ley sueca permiten a cualquiera entrar en granjas particulares a recoger frutos o
setas, cruzarlas a pie y acampar fuera de la vista de la casa. La mayor parte de
los antiguos procomunes está hoy bajo la administración de oficinas
gubernamentales del territorio.
Un modelo de procomún todavía existe en Japón, donde hay aldeas rurales
encajonadas en estrechos valles, arroz creciendo en el tambo{9} de las planicies
y hortalizas y legumbres en terrazas ligeramente más elevadas. Las colinas
boscosas muy por encima de los valles son los procomunes, en japonés llamados
iriai, “entrada común”. La frontera entre una aldea y la siguiente es a menudo la
cumbre misma de las sierras. En las laderas del monte Hiei, en la prefectura de
Kioto, al norte del remoto templo de formación budista tendai de Yokokawa, me
topé con hombres y mujeres de la aldea de Ohara recogiendo hatos de leña para
el fuego. Estaban dentro de las tierras del pueblo. En las montañas más remotas
del interior de Japón hay bosques que se hayan demasiado lejos para ser
utilizados por ninguna aldea. Durante los primeros tiempos feudales estaban
todavía habitados por una población residual de cazadores, quizás supervivientes
de una mezcla de raza japonesa y ainu. Más adelante algunos de estos territorios
salvajes fueron confiscados por el gobierno y declarados “bosques imperiales”.
Los osos se extinguieron en Inglaterra en el siglo XIII, pero todavía campean por
las montañas japonesas más distantes, y en ocasiones incluso al norte de Kioto.
En China, la administración de las tierras de montaña se solía dejar en manos
de los consejos de aldea y el Gobierno central solo exigía el pago de impuestos.
Se recaudaban en especie porque los productos locales eran muy valiosos. La
capital demandaba arroz, madera y seda, y esquilmó las plumas de martín
pescador, las glándulas de almizcle de los venados y las pieles de rinoceronte, así
como otros productos exóticos de montañas y arroyos. Los consejos de aldea
quizás hubieran resistido la sobreexplotación de sus recursos, pero su
administración sucumbió cuando la creciente deforestación alcanzó sus
territorios. El siglo xiv parece haber sido el punto de inflexión para los bosques
de China continental. Históricamente, la confiscación de los procomunes – tanto
en Oriente como en Occidente– por parte de los Gobiernos centrales o los
empresarios de las economías urbanas provocó la degradación del entorno
salvaje y de las tierras de labor. A veces hay buen motivo para matar la gallina
de los huevos de oro: el beneficio inmediato se puede reinvertir en otra parte y
aumentar la ganancia.
En los Estados Unidos, en cuanto los invasores euroamericanos desplazaban
por la fuerza a los nativos de sus propios modelos de procomunes tradicionales,
41
la tierra se abría a los nuevos pobladores. Sin embargo, en el árido Oeste, gran
parte del territorio nunca fue cultivado por colonos, y menos aún registrado. Los
nativos que habían conocido y amado los desiertos blancos y las montañas
azules vagaban dispersos o estaban encerrados en reservas, y los nuevos
habitantes, mineros y algunos rancheros, no tenían ni principios ni
conocimientos para cuidar de la tierra. Una extensión enorme era de facto de
dominio público, y el Servicio Forestal, la Administración de Parques y la
Oficina de Administración de Tierras se concibieron para administrarla. El
mismo tipo de tierras se conocen en Canadá y Australia como “tierras de la
Corona”, reflejo de la historia de los gobernantes británicos que trataban de
arrebatar los procomunes a la gente.
En el Oeste norteamericano actual, podría parecer que la gente que habla de
una “rebelión de la artemisa” está luchando por la recuperación del control local
del procomún. Lo cierto es que los rebeldes de la artemisa tienen todavía mucho
que aprender del lugar: son comparativamente recién llegados, y no los motiva
el asentamiento cuidadoso, sino el desarrollo. Algunos habitantes del Oeste
comienzan a pensar más a largo plazo y no defienden la privatización, sino una
mejor administración del territorio y mayor protección de la naturaleza salvaje.
La historia medioambiental de Europa y Asia parece indicar que la mejor
administración de la tierra comunal era la local. La antigua y severa
deforestación –a menudo irreversible– de la cuenca del Mediterráneo fue una
consecuencia extrema del mal uso de los procomunes por los poderes que
retiraron su gestión del control de las comunidades regionales (Thirgood, 1981).
La situación en los Estados Unidos en el siglo xix y comienzos del siglo XX era
la inversa. Los verdaderamente autóctonos, los nativos norteamericanos, estaban
diezmados y desmoralizados, y la nueva población se componía de aventureros y
emprendedores. Sin presencia estatal, los furtivos, los ganaderos y los barones de
la madera lo hubieran tenido fácil. A partir de 1960 la situación volvió a cambiar.
Las agencias que una vez fueron responsables de la conservación son percibidas,
cada vez con mayor frecuencia, como cómplices de las industrias extractivas, y
la población local –que está empezando a ser realmente local– busca el apoyo de
las organizaciones ecologistas y se agrupa para defender las tierras públicas.
La destrucción se extiende por todo el mundo y cerca los procomunes y a los
habitantes locales. Los naturales de aldeas y comunidades tribales que viven en
los bosques tropicales son literalmente expulsados de sus hogares por las
excavadoras de los consorcios madereros internacionales en connivencia con los
Gobiernos estatales. Se emplea una bien conocida retórica para desposeer a los
pobladores autóctonos al sentenciar que los bosques de propiedad tribal son, o
bien de titularidad privada, o bien de dominio público.
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Cuando los procomunes se cierran, los campesinos se empobrecen al estar
abocados a comprar la energía, la leña y los medicamentos en la tienda de la
compañía. Es una de las consecuencias de lo que Iván Illich llama “una guerra
de quinientos años contra la subsistencia”.
¿Qué significa entonces la llamada “tragedia de los procomunes”? Esta
teoría, en su actual interpretación popular, parece sostener que cuando se brinda
acceso libre a un recurso, por ejemplo una zona de pastos, todo el mundo trata
de maximizar sus beneficios, y el sobrepastoreo será la consecuencia inevitable.
Lo que plantean Garrett Hardin y sus colegas debería llamarse “el dilema de los
recursos de fuente común”. Se trata de un problema de sobreexplotación de
recursos “sin dueño” por parte de individuos y empresas atrapadas en la red del
“si no lo hago yo, lo hará otro” (Hardin & Baden, 1977). Los caladeros
oceánicos, el ciclo del agua, el aire y la fertilidad de la tierra entran todos en
esta categoría. Cuando estos autores intentan aplicar su modelo al procomún
histórico, no funciona, ya que olvidan mencionar que se trataba de una
institución social que nunca, en toda su historia, careció de reglas ni permitió el
acceso ilimitado (Cox, 1895).
En Asia y partes de Europa, aldeas que en muchos casos se remontan al
Neolítico siguen manejando los procomunes a través de algún tipo de consejo.
Cada procomún es una entidad con límites, y los efectos del abuso son evidentes
para quienes dependen de él. Hay tres posibles destinos contemporáneos para los
recursos de fuente común: uno es la privatización; otro, la administración a cargo
de una entidad gubernamental, y el tercero –cuando sea viable–, es pasar a
formar parte de un verdadero procomún de tamaño razonable y administrado por
los nativos del lugar. Quizás esta tercera opción sea hoy impracticable tal como
aquí se plantea. Parece que subsisten aquí y allá algunas cooperativas de tierras
tribales o comunitarias de raigambre local, como en Alaska, pero funcionando
tal como exige el mercado global, se debaten para equilibrar tradición y
sostenibilidad con éxito económico. La corporación Sealaska de la comunidad
tlingit en el sudeste de Alaska fue duramente criticada –incluso desde dentro–
por consentir la tala de zonas de bosque primario.
Debemos establecer un “contrato natural” de escala planetaria con los
océanos, el aire y las aves del cielo. El reto es convocar al mundo explotado de
los “recursos de fuente común” a la conciencia del procomún. Hoy en día,
cualquier recurso natural de la tierra que no esté bajo control será considerado
botín por los comerciantes de madera o los prospectores de petróleo de Osaka,
Róterdam o Boston. La presión de una población en aumento y el poder de un
43
consolidado sistema económico –aunque también frágil, desnortado y carente de
liderazgo– echan a perder cualquier posibilidad de ver con claridad. Incluso
nuestra percepción sobre cuán consolidado está este sistema puede que tenga
algo de espejismo.
A veces parece improbable que una sociedad en su conjunto pueda tomar
decisiones sensatas. Y, sin embargo, no hay alternativa posible salvo la de llamar
a una “recuperación del procomún”, incluso en un mundo moderno que no
entiende del todo lo que perdió. Recuperemos, como la noche, aquello que todos
compartimos, lo que constituye nuestro ser más completo. Ninguna “tragedia del
procomún” será mayor que esta: si no recuperamos el procomún, retomando el
compromiso personal, local y comunitario y la implicación directa de la gente en
compartir y ser parte del tejido del mundo salvaje, ese mundo continuará
replegándose. Llegará un momento en que nuestras complejas componendas de
capitalismo y socialismo industrial destruirán muchos de los sistemas vivos que
nos sustentan. No hay duda de que la pérdida del procomún local señala el fin de
la autosuficiencia y anuncia la desaparición de las culturas vernáculas de la
región; todavía sucede así en los rincones más apartados del planeta.
El procomún es una curiosa y elegante institución social dentro de la cual los
seres humanos mantuvieron existencias políticas libres entretejidos en la red de
los sistemas naturales. Se trata de un nivel de ordenación de las sociedades
humanas que integra lo no humano. El nivel superior al procomún local es la
biorregión. Comprender el procomún y su función dentro de una cultura regional
a mayor escala constituye un paso más en la integración de la ecología con la
economía.
Perspectivas biorregionales
“La región es el otro lugar de la civilización”. (MAX CAFARD)
Las pequeñas naciones del pasado vivían dentro de territorios que se ceñían
a diferentes pautas de orden natural. Las áreas culturales de las poblaciones
mayores de nativos de Norteamérica se solapaban, tal como es de suponer, casi
exactamente con la conformación general de las biorregiones más grandes
(Kroeber, 1947). La vieja experiencia humana de una región doméstica abierta e
indefinida, pero también auténtica, fue progresivamente reemplazada en toda
Eurasia por fronteras arbitrarias y, a menudo, impuestas a la fuerza por los
nuevos estados nacionales. Muchas veces estas nuevas fronteras fragmentaban
tanto áreas bióticas como étnicas. La población perdió erudición ecológica y
solidaridad comunitaria. Según las antiguas costumbres, la flora, la fauna y los
44
accidentes geográficos son parte de la cultura. El mundo de la cultura y la
naturaleza, siempre real, es hoy casi un mundo de sombras, y un mundo
insustancial de soberanía política y economías enrarecidas pasa por ser real.
Vivimos tiempos retrógrados. Podemos recuperar una ligera impresión de
aquella vieja pertenencia descubriendo la ordenación primordial de nuestra tierra
y guiándonos por ella –al menos en el territorio propio y en la imaginación– y no
por las fronteras arbitrarias de naciones, estados y provincias.
Las regiones son “cuerpos en interpenetración mutua en espacios
semisimultáneos” (Cafard, 1989). Los biomas, las divisorias de aguas, los
accidentes geográficos y las elevaciones del terreno no son más que algunas de
las características que conforman una región.
De igual forma, las áreas culturales tienen subconjuntos, como dialectos,
religiones, modos de disparar las flechas, tipos de herramientas, motivos míticos,
escalas musicales y estilos artísticos. Un criterio posible para delimitar una
región sería, por ejemplo, la flora. Es el caso del abeto Douglas como árbol
paradigmático de la costa del Noroeste del Pacífico. Lo conocía íntimamente de
niño porque crecí en una granja entre el lago Washington y el estrecho de Puget.
Los snohomish, nativos locales, lo llamaban lukta tciyats, que significa “agujas
anchas”. Su frontera norte se sitúa alrededor de río Skeena, en la Columbia
Británica, y se encuentra al oeste de la cordillera a lo largo de Washington,
Oregón y el norte de California. El límite costero meridional del abeto Douglas
es muy parecido al del salmón, que no remonta corrientes al sur del río Big Sur.
En el interior desciende a lo largo de la ladera oeste de la Sierra, llegando a
zonas tan meridionales como el brazo norte del río San Joaquín. Este contorno
conforma los límites de un área natural de gran tamaño que cruza tres estados y
una frontera internacional.
La presencia de este árbol revela un rango de temperaturas y precipitaciones,
lo que sirve de indicativo para saber cuáles podrían ser los cultivos, qué
inclinación deberían tener los tejados y qué tipo de impermeable es aconsejable.
No hace falta conocer tantos detalles para arreglárselas en ciudades modernas
como Portland o Bellingham, pero, si sabes lo que enseñan las plantas y el clima,
estarás en la onda y te sentirás realmente en casa. La suma de un campo de
fuerzas se convierte en lo que llamamos, de manera algo imprecisa, “el espíritu
del lugar”. Conocer el espíritu de un lugar es comprender que eres una parte de
una parte y que esa totalidad está compuesta también por partes, cada una de las
cuales también es completa. Se empieza por la parte en la que tú estás completo.
Por quijotescas que parezcan estas ideas, son un filón de energía y
posibilidades. Una semana después del equinoccio, Gary Holthaus y yo
viajamos en coche de Anchorage a Haines, en Alaska. Bordeamos la margen
45
septentrional de la cuenca del río Copper, sorteamos algunos afluentes del Yukón
y cruzamos la cumbre de Haines. Era todo una taiga de píceas blancas y negras
aún congeladas. Al descender desde el puerto hasta el océano en la bahía de
Chilkat nos adentramos inmediatamente en bosques de enormes píceas de Sitka,
con col de mofeta asomando en las marismas, típica de la primavera. Era un
salto sobre una divisoria biorregional. Al día siguiente me honraron invitándome
a tomar café en la Casa del Cuervo con Austin Hammond y otros ancianos tlingit
para escuchar largas y elaboradas reflexiones sobre la responsabilidad de la
gente para con sus lugares. Al mirar hacia fuera desde la ventana principal
veíamos los glaciares colgados de los picos allende la bahía. Hammond habló de
los glaciares como metáforas de imperios y civilizaciones. Explicó cómo
grandes y extrañas fuerzas avanzan y retroceden, en este caso, la civilización
industrial, y cómo la gente asentada puede esperar a que pasen.
En algún momento de los años sesenta, durante una conferencia de
dirigentes y activistas indígenas norteamericanos en Bozeman, Montana,
escuché decir algo parecido a un anciano crow: “¿Sabe? Creo que si la gente se
queda el tiempo suficiente en un lugar, incluso los blancos, los espíritus les
empezarán a hablar. Es el poder de los espíritus que viene de la tierra. Los
espíritus y los viejos poderes no se perdieron, solo necesitan que la gente se
quede lo suficiente y comenzarán a hacer notar su influencia”.
La conciencia biorregional nos enseña de una manera específica. No es
suficiente “amar la naturaleza” o querer estar “en armonía con Gaia”. Nuestro
vínculo con el mundo natural transcurre en un lugar, y debe enraizarse en un
sustrato de información y experiencia. Por ejemplo, la “gente real” está
sinceramente familiarizada con las plantas locales. Es un conocimiento tan
común que todos en Europa, Asia y África lo daban por descontado. Muchos
norteamericanos contemporáneos ni siquiera son conscientes de no “conocer
las plantas”, lo que ya indica un grado de alienación. Conocer algo la flora nos
permitiría disfrutar de preguntas como “¿dónde se topan Alaska y México?”.
Sería alrededor de la costa norte de California, donde los arrendajos grises y la
pícea de Sitka se mezclan con la manzanita y el roble azul.
En vez de “el norte de California”, llamémosle la biorregión de Shasta. El
actual estado de California, antiguo territorio de la Alta California, se
corresponde al menos con tres divisiones naturales. El tercio septentrional mira
claramente al norte, como bien indica el ejemplo del abeto Douglas. Los límites
de este tercio cubrirían aproximadamente desde la divisoria de los ríos Klamath
y Rogue, alcanzando por el sur la bahía de San Francisco y ascendiendo hasta el
delta donde se juntan los ríos Sacramento y San Joaquín. La línea seguiría hacia
el este hasta la cresta de la Sierra Nevada y, tomando esta como un límite
46
definido, se prolongaría en dirección norte hasta Susanville. Desde ahí la
divisoria de aguas se abre en un ángulo amplio hacia el noreste, siguiendo el
borde de la meseta de Modoc hasta la cordillera Warner y el lago Goose.
Al este de la divisoria se encuentra la Gran Cuenca. La región de Cascadia y
Columbia está al norte de la de Shasta, y más al norte está lo que llamamos la
región del río Ish, donde drenan el estrecho de Puget y el de Georgia. ¿Y por
qué habríamos de preocuparnos con todo esto? Yo repetiría que nos prepara para
comenzar a sentirnos en casa en este paisaje. Hay decenas de millones de
personas en Norteamérica que nacieron físicamente aquí pero no habitan este
territorio en conciencia, con su imaginación y su moral. No hay duda de que los
pobladores originales tienen un derecho anterior a la palabra “nativo”, pero,
dado que aman esta tierra, darán la bienvenida a la conversión de millones de
psiques inmigrantes en “compañeros nativos americanos”. Para que el americano
no nativo se sienta en su casa en este continente, él o ella han de renacer en este
hemisferio y en este continente, llamado con propiedad, Isla de la Tortuga.
Con ello quiero decir que debemos aceptar y reconocer conscientemente que
es aquí donde vivimos y comprender el hecho de que nuestros descendientes
también lo harán en los milenios venideros. Después debemos honrar la gran
antigüedad de esta tierra, aprender y defender su esencia salvaje, y trabajar para
entregarla a los niños del futuro –y a todos los seres– con su salud y
biodiversidad intactas. Europa, África y Asia serán así vistos como los lugares
de los que llegaron nuestros ancestros, lugares que quizás querremos visitar y
conocer, sin que sean nuestro “hogar”. El hogar, en términos profundos y
espirituales, ha de estar aquí. Llamar a este lugar “América” es darle un nombre
foráneo. “Isla de la Tortuga” es el nombre que le fue dado a este continente por
los nativos americanos basándose en un mito originario (Snyder, 1974). Estados
Unidos, Canadá y México son entidades políticas temporales; sin duda, tienen su
legitimidad, pero perderán su autoridad si continúan abusando de la tierra. “El
estado ha sido destruido, pero las montañas y los ríos permanecen”.
Pero esta labor no es solo para los recién llegados al hemisferio occidental,
Australia, África o Siberia. Se precisa una purificación mental planetaria, la
práctica de mirar la superficie de la Tierra tal como es por naturaleza. Con esta
conciencia la gente se presenta en las comisiones y frente a los camiones y las
excavadoras para defender la tierra o los árboles. ¡Mostrar solidaridad con una
región! Qué idea tan extraña al principio. El biorregionalismo es el acceso del
“lugar” en la dialéctica de la historia. También podríamos decir que hay “clases”
a las que no se ha considerado hasta ahora –animales, ríos, rocas y praderas– y
que están hoy entrando en la historia.
Estas ideas suelen provocar reacciones previsibles y respuestas a menudo
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desinformadas. La gente teme a las pequeñas sociedades y las críticas al Estado.
Cuando se ha crecido bajo uno es difícil darse cuenta de que se trata de una
institución intrínsecamente codiciosa, desestabilizadora, entrópica, desordenada
e ilegítima. Se cita la mentalidad provinciana, los conflictos regionales,
expresiones “intolerables” de diversidad cultural y cosas parecidas. Nuestras
filosofías, religiones globales e historias privilegian la uniformidad, la
universalización y la centralización, o, lo que es lo mismo, la ideología del
monoteísmo. Es indudable que bajo determinadas circunstancias comunidades
vecinas han rivalizado durante siglos, con un rencor y una hostilidad
interminables, hirviendo como desechos radioactivos. Sucede en Oriente Medio:
las miserias políticas y étnicas contemporáneas de esa región –y partes de
Europa– se remontan a veces hasta el Imperio romano. Pero no se trata de algo
que pueda atribuirse a la beligerancia de la “naturaleza humana” per se. Antes
de la expansión de los primeros imperios los conflictos ocasionales de tribus y
naciones naturales eran prácticamente domésticos, pero, con el desarrollo del
Estado, la escala de la destrucción y la malevolencia de los conflictos bélicos
da un paso de gigante.
En los tiempos en que la gente no tenía demasiado excedente acumulado, no
existía una gran tentación de ocupar otras regiones. Daré un ejemplo de mi
propio rincón del mundo. Yo describo mi ubicación así: “ladera oeste de la Sierra
Nevada, en la cuenca del río Yuba, al norte del brazo sur del río en la cota de los
900 metros, en una comunidad de roble negro, cedros de incienso (Caloedrus),
madroños, abetos Douglas y pinos ponderosa”. En la ladera oeste de la sierra
llueve y nieva en invierno, y hay una variedad de plantas diferente a la de la
ladera este, más seca. En tiempos precoloniales las comunidades nativas que
vivían en la cordillera no albergaban gran deseo de cruzar a la otra vertiente,
porque tenían habilidades que se correspondían con su zona y podían pasar
hambre en un bioma inexplorado. Conocer las plantas comestibles, saber dónde
encontrarlas y cómo prepararlas, exige una completa educación. Los washo de la
ladera este de la sierra intercambiaban sus piñones y obsidiana por bellotas,
arcos de madera de tejo y orejas de mar con los miwork y maidu del oeste.
Ambas partes se encontraban y acampaban juntas en las praderas estivales de la
Sierra, su procomún compartido (las culturas del saqueo, los “bárbaros”, se
desarrollan como respuesta a los tesoros de las civilizaciones vecinas. Se dice
que Gengis Khan, en una audiencia en su yurta{10} cerca del lago Baikal, habría
afirmado: "El cielo se enfurece con la decadencia y el lujo de China”).
Hay numerosos ejemplos en todo el mundo de la coexistencia relativamente
apacible entre pequeñas culturas. Siempre han existido personas multilingües,
recorriendo grandes extensiones e intercambiando bienes de forma pacífica. Las
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diferencias se salvaban a menudo por visiones espirituales compartidas,
instituciones ceremoniales y por la variedad de mitos e historias que superan la
barrera del idioma. ¿Y qué hacemos con las profundas divisiones causadas por la
religión? Hay que decir que la exclusividad religiosa es la especialidad
característica de las fes judía, cristiana e islámica, que tienen un desarrollo
reciente y, globalmente, minoritario en el mundo. Las religiones asiáticas, la
totalidad de la religiosidad popular, el animismo y el chamanismo estiman o,
cuanto menos, toleran la diversidad. Parece que las diferencias en los hábitos
alimenticios son causa de las disputas culturales más graves. Cuando trabajaba
como peón maderero en el este de Oregón, uno de los hombres en mi grupo era
wasco, y su mujer, chehalis de la ladera oeste. Me contó que cuando se peleaban
ella le llamaba “maldito comesaltamontes”, y él le gritaba: “¡Comepeces!”.
El pluralismo cultural y el multilingüismo son la nor- ma planetaria.
Buscamos el equilibrio entre un pluralismo cosmopolita y una profunda
atención a lo local. Nos preguntamos cómo la raza humana al completo puede
recuperar la autodeterminación sobre el lugar después de siglos de haber sido
desposeída de ese derecho por las jerarquías y el poder centralizado. Este
ejercicio no debe confundirse con el nacionalismo, que es exactamente su
opuesto: el impostor, el títere del Estado, el fantasma de sonrisa bufa de la
comunidad perdida.
Aquí tenemos un posible comienzo. El movimiento biorregional no es solo
un programa rural, sino que pretende igualmente la reparación de la vida en los
barrios urbanos y potenciar criterios sostenibles para las ciudades. Todos nos
movemos con comodidad entre distintas esferas que incluyen distritos de riego,
jurisdicciones administrativas de gestión de la basura, zonas con diferentes
códigos telefónicos y demás. La Fundación Planet Drum, con sede en la bahía de
San Francisco, colabora con muchos otros grupos locales en la recuperación de
la ciudad como espacio habitable, con proyectos tales como la identificación y
restauración de arroyos urbanos (Berg y otros, 1989). Hay grupos trabajando por
todo el planeta con comunidades del tercer y cuarto mundo para visualizar de
nuevo el territorio y encontrar jovialmente los nombres apropiados para antiguas
regiones recién redescubiertas (Raise the Stakes, 1987). Diversos congresos
biorregionales se han llevado a cabo desde entonces en la Isla de la Tortuga.
Con la misma certeza de lo transitorio, las naciones del mundo se
sensibilizarán llegado el día y los principios del planeta azul empezarán a
redefinir la política. Las necesidades de las economías sostenibles, la agricultura
ecológicamente viable, una vida comunitaria pujante y vital, el hábitat salvaje y,
también, el segundo principio de la termodinámica van en esa línea. No se me
escapa que, en el momento presente, esto es tanto teatro como política ecológica;
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pero no es solo teatro callejero, sino un visionario teatro de corrientes, campos y
montañas. Como afirma Jim Dodge: “Las posibilidades de que el
biorregionalismo tenga éxito no es la cuestión. Si una persona, o unas cuantas, o
una comunidad, llevan una existencia más plena como consecuencia de una
práctica biorregional, entonces será un éxito”. Que todo continúe precipitando la
destrucción de los suprapoderes. Como dice el Manifiesto Surre(gion)alista:
“Las políticas regionales no se desarrollan en Washington, Moscú u
otra,'sedes del poder'. El poder regional no se 'sienta', sino que fluye por
todas partes, por cuencas fluviales y riegos sanguíneos, por sistemas
nerviosos y cadenas alimenticias. Las regiones están en todas partes y en
ninguna. Todos somos ilegales. Somos nativos y somos errantes. No
tenemos país, vivimos en el país. Estamos fuera de la interestatal. La
región se opone al régimen, a cualquier régimen. Las regiones son
anárquicas”. (CAFARD, 1989).
Encontrar el “condado de Nisenan”
Burt Hybart se jubiló después de conducir durante muchos años camiones
volquetes, excavadoras, motoniveladoras y orugas. Las carreteras, estanques y
plataformas son sus esculturas, formas que quedarán sobre la tierra mucho
después de que desaparezcan las casas. ¿Cuánto tarda un estanque en llenarse de
sedimento? Pero Burt todavía se conjuraba contra los pozos. Se quejaba de los
pulmones la última vez que le vi. “En aquellos años, cuando trabajaba en la
costa manejando la oruga, el polvo bullía de tal manera detrás que no se veía a
tres pasos, y también me tragaba el humo del diésel”.
Salimos un grupo a caminar por las montañas Warner. Se encuentran en el
extremo noreste de California, el límite real de la cuenca fluvial entre la cabecera
del río Pit y los nors {11} de la Gran Cuenca. Desde lo alto de los escarpados
picos a más de 2.700 metros de altitud se puede divisar Oregón, el lago Goose y,
siguiendo el contorno de las montañas hacia el oeste, el extremo norte del valle
Surprise. Al este hay colinas áridas y desérticas.
Se trata de una cordillera montañosa desértica. Tiene un toque de la flora de
las Montañas Rocosas que salta por encima de las cuencas desérticas desde las
montañas Steen del sureste de Oregón, las montañas azules y, quizá, las
Wallowa. Se trae ganado desde Eagleville, en el lado este, un pueblo anclado en
la década de 1880. El dueño del bar Egleville me contó cómo los pastores arrean
los rebaños desde Lovelock, en Nevada, a comienzos de marzo, camino de las
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montañas Warner, con las hembras pariendo por el camino. Llegan a los pies de
la cordillera a finales de junio y suben con las ovejas a los prados a más de 2.000
metros en la ladera oeste. En septiembre, los rebaños bajan a Madeline y los
corderos van directos al matadero. Las hembras se devuelven en camión a
Lovelock a pasar el invierno. Nos encontramos con el rebaño en las
interminables y paradisíacas praderas salpicadas con flores de orejas de mula
(Wyethia). Todos los segmentos del negocio bovino lo controlan los vascos. Hay
viejas arboledas de álamos junto al camino con inscripciones y dibujos hechos
por los pastores en los troncos que se remontan a la década de 1880.
El lago Patterson es la joya de las Warner, y anega un viejo circo bajo las
paredes del pico más alto. Hay muchas repisas en los cantiles, que son el hogar
de los halcones. Las rapaces jóvenes están solemnemente posadas junto a sus
nidos. La vista hacia el oeste está dominada por la montaña Shasta, el eje de esta
inmensa vastedad kilométrica de pinos contorta y pinos de Jeffrey, rocas
volcánicas, lirios de día, ríos que desaparecen bajo la tierra. ¡Maravilloso! Este
es el punto más alto del lugar al que nos referimos como “río arriba” y cerca de
donde el territorio drena hacia ambos lados, una parte de la meseta gravitando
hacia el río Klamath y la otra hacia el Pit y el Sacramento. La montaña Shasta es
visible desde muy lejos –desde la cordillera de la Costa, desde Sierra Buttes,
junto a Downielle– y resplandece sobre las cabeceras de los ríos de todo el norte
de California.
El viejo John Hold solía caminar junto a la ribera de un arroyo hablando con
él: “¡Así que esto es lo que has estado haciendo!”. Leer la geología, el lavado y
depósito del metal denso que se hunde bajo la arena, que nunca se empaña ni
oxida, el oro. Los mineros con sus nuevas técnicas también aparecen y
desaparecen. Durante un tiempo, la empresa St. Joseph Minerals estuvo
explorando “los yacimientos” entre los cantos rodados del Terciario. Al final, los
supervisores de este condado aprobaron el estudio de impacto ambiental y
comenzaron las perforaciones exploratorias. Dijeron que volverían en dieciocho
meses con su gran propuesta. Durante un tiempo hubo una pequeña torre y una
caravana perdidas entre los barrancos y simas de grava que quedaron tras la
época de la minería hidráulica. Los yacimientos se convirtieron de nuevo en el
patio de recreo de los quads y las motos todoterreno. Después otra compañía,
Siskon Gold, llegó y puso vallas a lo largo de la única carretera de gravilla.
Siskon quebró, y de nuevo los yacimientos permanecen, manzanita, bonsáis
naturales de pino y grava bajo la luz de la luna, esperando el destino que les
llegue.
51
Hay dos viejos caballeros en la estación de autobuses de Sacramento. Yo
estoy junto a un anciano que mece su bastón ligeramente adelante y atrás, la
punta girando en el suelo, y mira alrededor de la sala, sin fijarse demasiado.
Tiene huevo en la barbilla, y, de vez en cuando, me llega olor a orina rancia.
Otro anciano cruza delante de mí y sale. Es muy pulcro: lleva una manta
impermeable enrollada y con un forro de plástico sujeta sobre el hombro, un
gorro de fieltro, barba blanca en el mentón, como un amish. Viste pantalones
vaqueros de peto y lleva un pañuelo rojo anudado al cuello. Bajo el peto se
asoman otros pantalones, quizás de traje. Me digo que es así como se abriga, ¡y
mantiene parte de la ropa limpia! Durante mis años viajeros la gente solía decir:
“Sí, he pasado el invierno en Sac”.
Cogí el autobús para Oakland. En Berkeley, en una pared del edificio Lucas
Books, hay un mural que muestra un corte transversal de Alta California, desde
la costa noroeste hasta el desierto de Mojave. caminé hacia atrás en el
aparcamiento para poder verlo entero: leones marinos, coyote, halcón de cola
roja y arbustos de Creosote. Vi que había un hombre en una de las esquinas,
retocándolo. Hablé con él; era Lou Silva, el autor.
Estaba rehaciendo un ratón. Me dijo que venía de vez en cuando para pintar
fauna más pequeña.
La sierra de San Juan se encuentra entre los brazos medio y sur del río Yuba,
en una entidad política llamada el condado de Nevada. Hasta aquí han llegado
nuevos residentes desde finales de los años sesenta. Los condados de la Sierra
son un desbarajuste. Una rosario de condados rebasan la cresta de la montaña, y
en invierno las carreteras entre ambos lados se cierran con frecuencia a causa de
la nieve. Un realineación sensata aunaría la parte de la Sierra, del estado de
Nevada y de los condados de Placer que están al este en un nuevo “condado del
río Truckee”, cuya sede podría ser Truckee. La parte oeste de los condados de
Placer y Nevada, al sur del brazo meridional del Yuba, podrían constituir un
buen nuevo condado. La parte occidental del condado de Sierra, junto a una
pequeña división del condado de Yuba y el norte del condado de Nevada estarían
contenidos en la cuenca fluvial de los tres brazos del río Yuba. Yo lo llamaría “el
condado de Nisenan”, retomando el nombre de los nativos que vivieron aquí. La
mayoría fueron desterrados o murieron a manos de los mineros durante la fiebre
del oro.
La gente vive en las sierras porque los valles tienen roca y breña, y no son
llanos. En la Sierra Nevada el hábitat humano óptimo no es el fondo del valle,
sino una ancha y amable serranía entre barrancos.
52
GRAMÁTICA PARDA
La misma vieja canción y el baile
Una tarde de sábado estival de 1943 estaba en la puerta del nuevo centro
social de St. Johns Woods, un barrio de viviendas de protección oficial en
Portland, Oregón. Todo palpitaba, brillaba y gemía como si fuera una medusa
gigante: se celebraba un baile. La mayoría de la gente que había venido a vivir a
St. Johns Woods trabajaba en los astilleros, pero también estaban algunos
soldados de permiso y un montón de adolescentes del instituto. Casi todos eran
del Medio Oeste o del Sur. Yo era de más al norte, de la zona del estrecho de
Puget, y nunca antes había oído hablar con acento sureño. Di una vuelta y
finalmente me atreví a entrar a escuchar en directo al grupo musical de swing y
jitterbug. En un momento dado, se pusieron a tocar la canción de las Andrews
Sisters Drinking Rum and Coca-Cola. Una chica del instituto St. Johns se fijó en
mí. Yo era un chiquillo de trece años más bien bajito y ella una delicada chica-
mujer que, por alguna razón que nunca sabré, me sacó inclemente a la pista y me
hizo bailar con ella.
Yo no tenía confianza ni experiencia social. Mi pasatiempo habitual era
observar aves acuáticas migratorias en los marjales a lo largo del río Columbia o
coser mocasines. La guerra y sus nuevos trabajos habían apartado a mi familia
de la granja y la habían llevado a la ciudad. Al principio, pletórico y luego,
aterrorizado, al abrazar a aquella chica que conocía a medias –más alta que yo–,
sentí sus pechos contra mis costillas. Mi mano se posó en el desconocido
triángulo en la base de su ancha espalda y noté su dulce olor corporal. Casi me
aturdió la intuición de la sexualidad, la feminidad y las diferencias entre nuestros
cuerpos. Nunca antes había bailado ni abrazado a una mujer y apenas podía
respirar. Ella simplemente me movía, giraba y columpiaba con una paciencia
infinita, y en cuanto recuperé la respiración supe que estaba, en ese momento,
bailando. Me entusiasmó ver que podía hacerlo. Era “nuestra época, nuestro
baile, nuestra canción”. No volví a bailar con ella; enseguida se fue con un chico
mayor. Pero me introdujo al baile y, con una suerte sorprendente, superé una
barrera de temor y nerviosismo ante la calidez de una mujer madura. Me había
dado entrada a la sociedad adulta y su momento.
Cada baile y su música pertenecen a un tiempo y a un lugar. Pueden usarse
en otro sitio o más adelante, pero nunca será lo mismo. Cuando estos pequeños
brotes culturales se agostan, se convierten en étnicos o nostálgicos, pero nunca
vuelven a estar presentes, mostrando la red de sus conexiones y significados
55
originarios en su totalidad.
El maíz, el arroz, el reno, el boniato…, todos indican lugares y culturas.
Como plantas, representan la tierra y la lluvia, y como fuentes de alimentación
son reflejo de la sociedad y su gestión productiva. Otro indicador es “la música y
el baile” autóctonos. La reunión de cantantes, músicos, cuentacuentos, bailarines
y artesanos que hacen máscaras es la flor de la vida diaria. No solo se baila lo
humano, sino que el cuervo, el ciervo, la vaca y la tormenta también hacen su
aparición. El baile nos permite presentarnos con nuestras múltiples facetas
humanas y no humanas unos a otros y ante nuestro lugar. El lugar se ofrece a sí
mismo. Tanto el arte como la economía son cuestiones de ofrenda e intercambio,
y la danza-ofrenda en particular ha sido una buena forma de canje para obtener
frutos, cereales o caza. Esta forma de entrega también nos ayuda a superar
nuestra tendencia a la mezquindad y la arrogancia.
Cada cultura tradicional tiene su baile. Los jóvenes que se esfuerzan en
aprenderlo siempre aportan su imperecedera e incomparable gracia y energía.
Deben aprender a seguir el ritmo, memorizar los cantos, identificar ciertas
plantas, observar las estaciones, asimilar los gestos de los animales y moverse
con la precisión de un halcón cayendo en picado. El yoga de la danza (tal y
como lo llamó Balasaraswati, la gran bailarina y profesora de bharata natyam)
puede ser uno de los caminos hacia la realización personal.
Pero esa solo es la parte espiritual. La parte central o principal es la
reencarnación perpetua de un sentido sacramental del mundo, y la danza lo lleva
consigo. Es cierto que hoy en día muchas personas no tienen una danza y una
canción propias. La música actual es una mercancía demasiado cambiante y
nunca llegamos a impregnarnos de ella. No estamos muy seguros de cuál es
nuestra propia música. En Japón, cuando los hombres beben juntos, llega un
momento determinado de la noche en el que empiezan a turnarse para cantar
canciones populares de sus pueblos de origen. Cuando le toca el turno al
estadounidense del grupo, lo tiene difícil para saber qué cantar. Yo solía entonar
la balada por antonomasia del estrecho de Puget, Acres of Clams.
Como la danza tiene una clara importancia cultural y religiosa, a menudo es
atacada por los gestores de los poderes imperialistas, los predicadores
fundamentalistas o los ayatolás. Cuando los misioneros llegaron al territorio
esquimal de los inupiaq –en la ribera de los mares de Bering y Chukchi y la
costa norte de Alaska– durante los últimos años del siglo XIX, una de las
primeras cosas que prohibieron fue bailar. Hoy en día, esos pueblos todavía
cazan, pescan, cosen mukluks (botas hechas de piel de foca) y hacen cajas de
madera de abedul, pero no bailan. Un poco más al sur, en la costa del mar de
56
Bering, está el territorio esquimal yupik. A los pueblos que hablaban yupik
llegaron misioneros de la iglesia ortodoxa rusa que no prohibieron bailar. Ahora
se ha producido un resurgimiento de la danza en esos pueblos; un fuerte
renacimiento cultural que los aparta de los televisores y los devuelve a los
recintos publicos para ensayar y bailar.
En Hawái, el renacimiento político de la tradición nativa tiene dos fuertes
polos culturales: el renovado interés por la técnica tradicional del cultivo del taro
{12} y la danza antigua o kahiku hula. Los profesores aceptan a estudiantes de
todas las razas en sus escuelas, llamadas halau, pero insisten en que estos
dominen la terminología de la danza en lengua vernácula. Deben memorizar
poemas épicos transmitidos de forma oral en hawaiano, hacerse sus propios
trajes y aprender a presentar ofrendas a Laka, la diosa de la danza. Su apertura a
la multiculturalidad permite que también los recién llegados tengan acceso al
sentido tradicional hawaiano de las islas.
El bharata natyam, la danza del sur de la India, es una confluencia de
tradiciones populares arcaicas, ceremonias de cortejo, devoción religiosa
originaria del norte, danza-ofrenda profesional del templo y resurgimiento
cultural del siglo xx. Esta tradición es de una calidad excepcional y solamente la
música requiere toda una vida de estudio. Las categorías y cualidades del gesto y
la expresión son otra formación aparte, y la percusión que la acompaña es una
especialidad en sí misma. Las narraciones originarias de origen mitológico que
se cantan como acompañamiento a algunas danzas evocan un cosmos amplio y
atemporal. No sabía todo esto la primera vez que vi bailar bharata natyam a
Padma Bhushan Shrimati Balasaraswati en Jaipur, India, en marzo de 1962. Era
un día de tormenta y nos sentamos en el suelo bajo una carpa que se agitaba por
el viento. Entonces empezó a llover torrencialmente agua caliente y la mitad de
la gente se marchó. La actuación no se detuvo. Vi actuar y bailar a Bala en el
instante preciso en que la madre de Krishna –al intentar sacar un trozo de tierra
de la boca de su bebé– mira y no ve tierra, sino las profundidades del universo
entero y todas sus estrellas. Se incorpora y retrocede con respeto reverencial, al
son de la música (fue una travesura de Krishna a su madre). Se me puso la piel
de gallina.
Seguí a Bala hasta Bombay para volver a verla y, una vez allí, me invitaron
a un concierto privado en un piso bien entrada la noche. Le pregunté: “Al bailar,
cuando se acerca el momento en que miras dentro de la boca de Krishna, ¿ya ves
las estrellas?”. Se rio con sarcasmo y me dijo:
“¡Claro que no! Debo empezar con tierra. Se ha de convertir en estrellas.
57
A veces, lo único que veo es tierra y la danza no funciona. Aquella
noche vi estrellas”.
De vuelta a la Costa Oeste de Norteamérica diez años después, descubrimos
que Balasaraswati –que significa “la infante Saraswati”; la diosa Saraswati es la
esposa de Brahma y patrona de la poesía, la música y el conocimiento– iba a dar
clases en Berkeley. Nos pusimos en contacto con ella y aprendí más sobre su
tradición. Bajo la dominación inglesa, el bharata natyam prácticamente se
declaró ilegal porque algunas bailarinas servían como devadasis, “siervas de
Dios”. Eran chicas jóvenes que desde su niñez aprendían a bailar en los templos
hindúes.
Balasaraswati y su círculo batallaron para que el bharata natyam volviese a
tener una posición respetable en la sociedad india. Los conservadores puritanos
del sur de la India temían el componente erótico, que Bala defendió, purificó y
santificó de nuevo. Era una yogui de la danza. Después de un inicio precoz a los
diecisiete, tuvo una época oscura durante varios años. Su deseo más ferviente fue
bailar ante Shiva, conocido en el sur como Murugan, en el templo de Tiruttani.
Sobornó al vigilante, entró en la cámara interior durante la noche y bailó sola en
el santuario. Cuenta que esa noche ofreció su arte, y a sí misma, a Shiva y el
mundo. Bala se hizo famosa primero en la India y después en Europa y América.
Ella se remonta a esa danza en el santuario para explicar su buena fortuna
posterior. En el repertorio de Bala había una danza popular que completaba el
rizo que iba del mito cósmico a la vida rural. En el sur de la India se encarga a
los adolescentes que mantengan a los loros alejados de las cosechas. Se sabe que
el trabajo de espantar pájaros es una oportunidad para los encuentros amorosos.
La bailarina canta y se pasea de arriba abajo por los jardines agitando un palo,
ahuyentando bandadas de pájaros al ritmo de un coro de antiguas canciones
populares en telugu. Las cosechas, la tierra, los loros, el trabajo, la danza y el
primer amor se funden. Toda la cultura vernácula del sur de la India se condensa
en esta pequeña representación.
Los kuuvangmiut y las humanidades
El supermercado de Safeway en Fairbanks, Alaska, está abierto 24 horas al
día, sea verano o invierno. Prácticamente toda la comida a la venta en Alaska
llega por avión. La segunda semana de abril, a las dos de la madrugada,
estábamos comprando piñas, mangos, brócoli y kiwis como regalo para amigos
de los poblados inupiaq de Shungnak y Kobuk. Temprano a la mañana siguiente,
Steve Grubis y yo ayudamos a Tom George a repostar su avioneta Cessna 182 y
58
a empujarla, cruzando la carretera de tierra, desde su plaza en el muelle de
Chena hasta la pista de aterrizaje. Volamos hacia el norte atravesando el río
Yukón para después virar al oeste siguiendo la cara sur de la cordillera de Brooks
y descender sobre la ancha cuenca del río Kobuk, que desemboca en el mar de
Chukotka. Todo estaba cubierto de nieve. Me había informado sobre el
yacimiento arqueológico Onion Portage y por eso nuestro entendido piloto voló
río abajo unos treinta y cinco kilómetros de más y giró sobre un gran meandro
del río. Cuando el avión se ladeó, miré hacia el suelo y pude echar un vistazo al
emplazamiento de ese campamento y morada de 15.000 años de antigüedad que
posiblemente acogió a quienes llegaron a pie por una lengua de tierra desde
Siberia. El valle del río Kobuk nunca ha estado bajo hielo glacial. Hay artemisa
del Prepleistoceno, Artemisia borealis, y una leguminosa, Oxytropus kobukensis,
que no crecen en ningún otro lugar del mundo.
El avión giró río arriba y planeó por encima de un solitario alce. Aterrizamos
en la pista nevada de Kobuk sobre ruedas, no esquís. Iba a encontrarme con
algunos maestros y dirigentes nativos para intercambiar opiniones sobre cuál
podría ser el papel del mito, el folclore, la poesía y la filosofía occidentales entre
las nuevas generaciones. Steve Grubis y yo habíamos trabajado en estos temas
antes. Él pertenece al programa de orientación multicultural de la Universidad de
Alaska y también tenía antiguos conocidos a lo largo del río Kobuk. Unos veinte
años antes había navegado por el río en una balsa de troncos que se destrozó en
los rápidos. Durante varias semanas y con penoso esfuerzo consiguió abrirse
camino río abajo hasta el pueblo de Kobuk, donde lo alimentaron, lo vistieron y
pudo descansar. Steve también era amigo de Hans y Bonnie Boenish, que
enseñaban en la escuela de Kobuk y nos iban a hospedar. El pueblo estaba a unos
cientos de metros. Nos acompañó la motonieve que arrastraba el trineo con el
correo. El sol brillaba sobre la ropa infantil roja y amarilla colgada de los
tendederos, completamente congelada. Los perros sujetos al trineo armaban una
feliz algarabía y, una vez acabado el recreo, unos niños subían por la escalera
hasta el módulo metálico que utilizaban como aula. El termómetro de la escuela
marcaba diez bajo cero. El aula sobre pilares parecía un mundo aparte del resto
de cabañas bajas de troncos, cada una con un almacén de madera para la carne
sobre unos pilotes, y una columna de humo subiendo recta desde cada chimenea.
Aun siendo tan remota la parte alta del río Kobuk, solo accesible por avión o
trineo de perros en invierno y a duras penas por barco durante el corto verano,
hay una mina en las cercanías. La zona se llama Bornite y se supone que
contiene uno de los mayores depósitos de cobre del mundo. Se han planificado
carreteras y vías de ferrocarril y la compañía ha estudiado la logística durante
años. Las gentes de Kobuk, kuuvangmiut en inupiaq, todavía mantienen una
59
economía de subsistencia. Muchos reciben ayudas gubernamentales, pero todos
dependen de la pesca –salmón chum y blanco, pez negro de Alaska y tímalo– y
de la primordial caza del caribú. En temporada hay sopa de pato. Algunos ponen
trampas; todos recolectan grandes cantidades de arándanos en otoño y tienen
muchos trucos para cogerlos, prepararlos y guardarlos. Los llaman asriaviich.
La minería, cuando llegue –si llega–, traerá grandes cambios a su vida social
y económica, y lo saben. Por eso, Hans, Bonnie, Steve y yo enseguida nos
enfrascamos en el eterno debate sobre qué tipo de educación sería la mejor. Hans
y Bonnie llevan muchos años allí. Hans incluso tiene sus propios trineos y
equipos de perros. Tienen un gran respeto y preocupación por sus vecinos y
patronos kuuvangmiut.
Nosotros hablábamos como forasteros, por supuesto. Estábamos de acuerdo
en que sería útil programar el horario escolar para que los estudiantes pudiesen
salir de la escuela en determinadas épocas del año y aprender las técnicas de
subsistencia de padres y ancianos. Esto les permitiría mantener una economía
relativamente autónoma y sostenible en el siglo XXI. Los vecinos con los que
hablé estaban divididos; algunos querían mantener las técnicas tradicionales
mientras que otros creían que ya era demasiado tarde y que la educación de sus
hijos debería ser útil tanto en Los Ángeles como en Alaska. “Técnicas
tradicionales” no significa usar únicamente la tecnología anterior al contacto con
los europeos. Las herramientas y máquinas modernas son muy prácticas y
funcionan al servicio de los nativos de todo el norte, ayudándolos a vivir en su
entorno. Una economía de subsistencia actualizada en el Ártico circumpolar es
viable. Pero también hay una gran probabilidad de que las ganas y la satisfacción
de tener bienes de consumo, y la necesidad de más dinero, sean una tentación
para que la próxima generación prefiera el papel de asalariada en una economía
minera.
Entonces, ¿deberían estos niños prepararse para ser ingenieros de minas? La
empresa traerá sus propios expertos. ¿Operadores de maquinaria pesada? Quizás.
¿Ordenadores? Hay ordenadores y cámaras de vídeo en todas las escuelas del
remoto norte. Puede que los estudiantes de las escuelas del noroeste de Alaska
tengan más conocimientos de informática que los de Los Ángeles. Aun así,
ninguna escuela del mundo puede garantizar una educación que sea útil dentro
de veinte años, porque es tanto lo que está cambiando tan rápido; excepto, tal
vez, las migraciones de caribúes y la maduración de las bayas. Durante los
últimos años, el objetivo de los nativos del noroeste de Alaska ha sido definir su
propio sistema de valores. Este esfuerzo se denomina “movimiento del espíritu
inupiaq”. En la pared del aula de la escuela de Kobuk había un póster con la lista
de los “valores inupiaq”:
60
HUMOR
GENEROSIDAD
UMILDAD
TRABAJO DURO
ESPIRITUALIDAD
COOPERACIÓN
ROLES FAMILIARES
EVITAR CONFLICTOS
BUENA CAZA
HABILIDADES DOMÉSTICAS
AMAR A LOS NIÑOS
RESPETAR LA NATURALEZA
RESPETAR A LOS OTROS
RESPETAR A LOS MAYORES
RESPONSABILIDAD CON LA TRIBU
CONOCER LA LENGUA
CONOCER EL ÁRBOL GENEALÓGICO
Estos valores viables y acogedores son como “sabiduría de la abuela”,
valores fundamentales y eternos de nuestra especie. Ajustándolos un poquito por
aquí y allá, funcionarían en cualquier parte. Quizá lo único que falta es articular
más claramente qué valores aplicar a los vecinos difíciles o diferentes. Su interés
son las realidades dentro de la comunidad inupiaq, no versan sobre cómo
llevarse bien con forasteros.
Hoy en día, la gente se encuentra atrapada entre los restos todavía en uso de
la “sabiduría de la abuela” que permanecen en los pueblos del mundo (entre los
que incluyo varios de los diez mandamientos y los primeros cinco de los diez
grandes preceptos budistas) y los códigos que funcionan para centralizar y
jerarquizar. Los niños crecen recibiendo enseñanzas contradictorias: las que
dicen que cojas lo que es tuyo y las que enseñan que debes ser honrado. El
maestro de escuela, que debe mantener separados Iglesia y Estado, solo puede
presentar el término medio: la filosofía humanista liberal que sale de “la
universidad”. Es una forma de pensar que empieza –para Occidente– con el
esfuerzo griego por indagar la verdad literal del mito contrastando historias y
teorías con la experiencia. Los primeros filósofos hacían que las personas fue-
ran conscientes de su capacidad para razonar y consideraban que la objetividad
era posible. Del filósofo se espera que dirija la discusión con transparencia; no
puede pedir que te tomes ninguna droga, sigas una dieta especial o cualquier
61
régimen fuera de lo normal, aparte de la reflexión inteligente, para proceder con
tu argumento. Creo que se trataba de un necesario correctivo en algunos casos.
Así, sin descartar necesariamente el mito, se podría conseguir una cierta
claridad intelectual. Para mantener vivo al mito hace falta pasión por las
honduras de la metáfora y el rito, y necesidad de historias. Interpretar y
racionalizar el mito lo mata. Eso fue lo que pasó más tarde en la historia griega.
Sin embargo, los griegos del siglo v no inventaron la actitud crítica. El mito,
el teatro y, también, los debates comunitarios y la discusión intelectual, son
prácticamente universales. Lo que sí hicieron los griegos fue exteriorizar su vida
intelectual, hacerla social y explícita, definir la coherencia del pensamiento y
disfrutarlo públicamente. Percibieron que una posición intelectual activa y
expresada con propiedad podía ser algo actual y práctico al mismo tiempo, que
mejoraba y perfeccionaba sus capacidades para cumplir las obligaciones
ciudadanas en una sociedad donde los debates claros y convincentes eran muy
importantes. El toma y daca de sus amistades y escuelas sentó las bases de una
actitud continuada de estudio que con el tiempo se convirtió en textual y
archivística. Pero una inteligencia práctica y analítica no necesariamente
requiere de una dialéctica formal. La cerámica temprana y el horno, la primera
metalurgia, el diseño elegante del kayak y del umiak {13} y la navegación de los
melanesios son todos el resultado final de un pensamiento riguroso y práctico.
Las personas que ya tienen todas las respuestas arguyen que la actitud
humanística carece de firmeza moral. Siempre hay quien cree que los juicios
deben ser rigurosos. Según el pensamiento de la India, el mundo es resultado de
muchos puntos de vista –darshan o “visión”–, cada uno de los cuales parece
completo y autosuficiente de manera concluyente para el que lo habita. Uno de
los sistemas budistas determinó no tener “un punto de vista concreto” y practicar
así una sublime imparcialidad. No obstante, esta escuela de pensamiento –la
madhyamaka– no dio la espalda al primer precepto, ahimsa, la no violencia (este
precepto está implícito en la lista inupiaq bajo los términos de “humildad”,
“cooperación”, “compartir” y “respeto a la naturaleza”). No hay lugar en el
mundo del filósofo donde se reconozca o apruebe la avaricia o el odio. También
ha de quedar claro que el humanista no es necesariamente un agnóstico. El
último acto de Sócrates fue pedir que se llevara a cabo su ofrenda prometida al
reino del espíritu: “Le debo un gallo a Asclepios”. El filósofo puede
menospreciar la mistificación, pero respeta los misterios.
Los días en el Ártico durante el mes de abril son ya bastante largos. Había
luz crepuscular a las once de la noche, cuando se fue relajando la conversación,
con el sol justo bajo el horizonte. A la mañana siguiente nos prestaron una moto
62
de nieve a Steve y a mí, y fuimos a dar una vuelta sobre la costra de hielo y
nieve a través de la tundra de píceas blancas y turbera, en dirección a las
montañas y las minas de Bornite. Hay un paso bajo y, justo después, nos
encontramos la torre de madera y las casetas cerradas de una vieja mina de
cobre. Cables, cuerdas y cadenas pendían de ganchos en las paredes de tablas,
con las montañas de la cordillera Schwatka al norte, bajo una neblina helada, de
fondo. Caminamos por la nieve entre las construcciones de la mina y volvimos a
bajar hacia el rastro que había dejado la moto de nieve, con una vista maravillosa
de la ancha cuenca y sus arboledas heladas. La taiga subboreal alberga pícea
blanca, pícea negra, turberas sin árboles, sauces y abedules. En un par de
semanas, había comentado uno de los hombres, puede que regresen los patos.
Cuando Steve Grubis apareció medio muerto en Kobuk veinte años atrás, el
cartero, Guy Moyers, lo acogió y se hicieron amigos. Fuimos a visitarlo. Tenía
unos ochenta años, todavía era el cartero y la oficina de correos era el recibidor
de su pequeña casa: el suelo era de linóleo, había una estufa nueva de hierro, una
hilera de estanterías y balanzas para el correo. Una niña pequeña de rasgos
orientales y pelo negro estaba colgada en un columpio saltador y se impulsaba
junto a la estufa. “Mi nieta”, dijo él. Una adolescente entró detrás de nosotros,
recién llegada de la escuela, y Guy nos la presentó; era Wanda, otra nieta. Wanda
entró en una habitación pequeña separada por una manta y puso una cinta con la
música que escuchan los jóvenes desde los trópicos hasta Groenlandia. La
esposa de Guy trabajaba de rodillas junto a la estufa. Estaba descarnando un
trozo de piel con una rasqueta hecha con una tubería de hierro afilada. Sonrió y
se presentó como Faith. En una pared se alineaban estanterías de cestas
elaboradas con corteza de abedul arqueada, doblada y cosida, que es una
artesanía de la región.
Guy solo recordaba vagamente a Steve, pero eso no afectó a nuestra
conversación mientras tomábamos café. Nos dijo que había llegado por
accidente; un avión lo había dejado en el lago equivocado hacía cincuenta años.
Encontró el camino a Kobuk y vivía allí desde entonces. Una foto de Guy y su
esposa recién casados colgaba en la pared: una sonriente y hermosa joven
inupiaq, de rasgos delicadamente angulosos, y Guy, un muchacho guapo, con
todo el pelo. “Nací aquí hace setenta y dos años”, dijo ella, “y aquí me quedé”.
Qué haría yo si fuese profesor en Kobuk o Shungnak, pensé, y tuviera que
enseñar la cultura e historia de la civilización que los está invadiendo. Quizá
leeríamos a Shakespeare, un poco de Homero, uno de los Diálogos de Platón (ya
conocen bien el cristianismo protestante). “Esto ha sido lo que han considera- do
importante a lo largo de los siglos”, tendría que decirles. Y a continuación
vivirían para ver cómo se abre una mina en los alrededores. Las formas y
63
actitudes habituales de empresarios e ingenieros son poco representativas de la
supuesta cultura occidental de nadie. La experiencia de la contradicción, como si
fuera una pequeña dosis de veneno, les prepararía para sobrevivir en esta
complicada sociedad pluralista. ¿Serían capaces de conservar un mínimo de
respeto por las leyendas griegas que surgieron en las largas sobremesas entre
amigos clarividentes?¿Y de recordar también sus propias leyendas de dioses-
animales relacionándose con hombres y mujeres? ¿No deberían los profesores
desvelar la avaricia y la corrupción de los sucesivos imperios, escondidas tras
el arte y la filosofía? Estar sentado en medio de tales conversaciones en casas de
troncos en Alaska me ayudó a entender aquello a lo que se enfrentan mis hijos y
las hijas e hijos de mis vecinos de la sierra de San Juan en California. Parece
que todo quedará obsoleto, excepto las matemáticas, la lingüística y el mito.
La sociedad americana –como cualquier otra– tiene su propio conjunto de
supuestos incuestionables. Todavía mantiene una fe ciega en la noción del
progreso en continuo desarrollo. Se aferra a la idea de que puede haber una
objetividad científica intachable. Y, sobre todo, opera bajo el engaño de que cada
uno de nosotros somos una especie de “conocedor solitario”, que existimos
como inteligencias desarraigadas sin sucesivas capas de contexto localizado.
Simplemente un “yo” y el “mundo”. Así no existe un reconocimiento verdadero
de que nuestros abuelos, el entorno, la gramática, las mascotas, los amigos, los
amantes, los niños, las herramientas y los poemas y canciones que recordamos
son con lo que pensamos. Una mente tan solitaria –si pudiese existir– sería una
aburrida prisionera de las abstracciones. Sin alrededores no hay camino, y sin
camino no se llega a la libertad. No es de extrañar que los padres de los niños
esquimales de toda la cuenca de Kotzebue divulguen los “valores inupiaq” en las
paredes de sus escuelas.
Pobres intelectuales, pensaba yo. ¿Han sido siempre los filósofos, escritores
y similares testigos inútiles ante los poderes fácticos de la Iglesia, el Estado y el
mercado? En una cronología cortoplacista, esto es verdad. Si lo medimos en
siglos y milenios, se ve que la filosofía siempre se entrelaza con el mito, tanto
para explicarlo como para criticarlo, y que el mito fundamental al que un pueblo
se adscribe avanza a la velocidad de un glaciar, pero es implacable. Los mitos
profundos se modifican de forma parecida a la deriva de la lengua. En cualquier
época, las fuerzas sociales pueden manipular y dar forma a ciertos usos durante
un tiempo, como la Academia Francesa al intentar mantener a raya los préstamos
lingüísticos del inglés. Pero, finalmente, las lenguas vuelven a tomar un rumbo
propio e inexplicable.
Lo mismo ocurre con el incluso mayor ámbito de las filosofías del mundo.
Nosotros, meros espectadores, nos situamos en la morrena lateral del glaciar que
64
Newton y Descartes contribuyeron a mover lentamente. La revivificada diosa
glaciar Gaia desciende por otro valle, desde nuestro lejano pasado pagano, y otro
brazo de hielo se desliza desde otro ángulo: el concepto práctico de la
meditación budista que pone énfasis en la compasión y la percepción de un
universo vacío. Algún día convergerán y aun así las señales en cada fracción
confirmarán el lugar de origen de cada uno (como en el grandioso glaciar
Baltoro en la cordillera del Karakórum). Algunos historiadores mantienen que
detrás de cada idea y mitología por las que los pueblos se guían hay
“pensadores”. Yo creo que también se remontan al maíz, al reno, la calabaza, los
boniatos y al arroz. Y a sus canciones. Es bueno ser leal a un glaciar en concreto;
es aconsejable estudiar todo el ciclo del agua; y es extraño y maravilloso saber
que los glaciares no siempre fluyen y que las montañas caminan sin cesar.
Mis abuelos no nos contaban cuentos alrededor de una hoguera de
campamento antes de irnos a dormir. En vez de eso, en su casa había una estufa
de fueloil y una pequeña biblioteca (mi abuelo me dijo una vez: “¡Lee a Marx!”).
Así que, en la civilización, la gente lee libros. Durante siglos, la “biblioteca” y
la “universidad” han sido nuestro repositorio de sabiduría tradicional. En esta
inmensa y vieja cultura occidental los libros son nuestros ancianos maestros.
¡Los libros son nuestros abuelos! Este encantador pensamiento se me ocurrió
mientras iba en el trineo de perros de John Cooper desde Kobuk a Shungnak
bajando por el helado río Kobuk, subiendo por sus laderas y cantiles y atajando
por caminos de sirga. Tenía la nariz y los dedos de las manos y los pies
entumecidos. Oía el chirrido de las correas de cuero sin curtir que ensamblan el
trineo y le dan flexibilidad, el complejo tamborileo parecido al gamelán de las
pisadas desacompasadas de los perros y el sonido sibilante de la nieve. Los
perros jadeaban felices, con los ojos brillantes y la respiración humeante. Nos
deslizábamos gracias a la alegre energía del perro lobo que corre en manada solo
por correr y correr.
Desde esta perspectiva, las bibliotecas parecen un poco más interesantes.
Tenemos a nuestra disposición a ancianos y útiles maestros, exigentes y
amigables; pienso en Bartolomé de las Casas, Baruch Spinoza, Henry David
Thoreau. Siempre me han gustado las bibliotecas: están calientes y abiertas hasta
tarde.
Al llegar a Shungnak, cruzando el río helado, unos chicos nos saludaron
gritando el nombre de cada uno de los perros de John. Había participado en la
carrera Iditarod el año anterior y era un héroe local. Hans y Bonnie Boenish
llegaron detrás de nosotros en otro trineo y con otro tiro. Sacamos los arreos a
los perros y encadenamos a cada uno a su caseta. A continuación hervimos
65
pescado blanco congelado dentro de un barril de petróleo de 200 litros en una
hoguera de pícea (ahí recordé cómo los hawaianos cocinaban barriles de taro
para alimentar a los cerdos). Al servir una cucharada de estofado de pescado en
el cuenco metálico de cada perro, me sorprendí cantando para mis adentros los
versos zen previos a la comida. Yo era el sirviente. Era como volver a estar en
casa, en el zendo,{14} círculo de hueso, a la hora de comer.
¡El estofado de pescado es bueno de diez maneras para ayudar a los
perros que tiran de los trineos no hay límite a los buenos resultados
consumando el regocijo eterno!
Los perros de trineo me acompañaban cantando los gathas {15}con un coro
desordenado de dulces y tristes aullidos.
Llegamos andando hasta la casita de nuestros anfitriones, los profesores Bob
y Cora McGuire, bajo un cortado en la ribera del helado río Kobuk. Debíamos de
estar a unos cero grados, pero las niñas de los McGuire, Jennifer y Arlene,
jugaban bajo la débil luz del sol.
Dentro de la casa, la cocina de fueloil se mantenía templada y la estufa de
leña estaba siempre encendida. Con ropa interior larga y camisas gruesas de lana
sobre los jerséis, no pasábamos frío. Habían bajado unos contenedores rojos de
plástico llenos de agua desde la colina donde estaba la escuela, y los guardaban
en la cocina para que el agua no se congelase. Nos dedicamos a contar anécdotas
mientras tomábamos café; Bob había sido profesor muchos años. Tiempo atrás
se marchó del norte de Alaska durante un año para visitar y estudiar escuelas
rurales por el mundo. Cora también es profesora y sus alumnos son atabascanos.
Bob y Cora se conocieron en la universidad.
“Si lo único que intentáramos enseñar fueran los valores de la civilización
occidental, solo difundiríamos la ideología del individualismo y de la
singularidad humana, su privativa dignidad, el potencial infinito del hombre y la
gloria del éxito”, dije, mirándolo desde otra perspectiva. ¿No es esa la filosofía
de las compañías petrolíferas? (“El introspectivo carácter judío, el narcisismo
griego, la dominación cristiana” es como lo cataloga el experto en osos grizzlies
Doug Peacock). Después del protestantismo, el capitalismo y la conquista del
mundo, quizás sea ese el resumen la cultura occidental.
Pero no era así cuando la sabiduría griega se abrió de nuevo paso en la
historia. Desde el punto de vista de las vivaces mentes italianas de los siglos XV
y XVI, el mensaje de los textos griegos era que los seres humanos son
soberanamente inteligentes, imaginativos, fuertes, audaces y hermosos;
“paganos” y “poéticos”. Quizás no era tanto una jactancia de la raza humana
66
(excepto a los ojos de la iglesia) como un redescubrimiento de la cultura secular
y de los seres humanos como entes orgánicos en un mundo natural. En todo
caso, el estudio apasionado y en profundidad de la Antigüedad –por el que los
pensadores occidentales han pasado varias veces– es como un aprendizaje con
los ancianos de las culturas tradicionales. La frescura del Renacimiento se coló
en el aburrido plan de estudios de latín, cultura y lengua de las clases medias
europeas. Pero la fascinación por la personalidad y las nuevas posibilidades se
diluyeron frente al autoritarismo y la pedantería.
Los maestros infantiles –nativos o blancos– agradecen la oportunidad de
enseñar un poco de historia, filosofía o literatura, sea de la cultura que sea. Los
maestros rurales que he conocido en el norte organizan voluntariamente visitas
de los ancianos de las tribus a las aulas y apoyan la enseñanza de la cultura
tradicional. Algunos líderes locales dijeron que habían llegado a sentir que
estamos todos en el mismo barco: la cultura occidental, con su capitalismo
avasallador y su anticuado socialismo, así como los jirones supervivientes de los
grandes linajes de cazadores y recolectores del Paleolítico.
Quizá los humanistas europeos no estuvieron precisamente del lado de las
élites de poder. A simple vista, sirvieron a los poderosos de las ciudades, pero su
“proyecto”, tanto si lo sabían como si no, era en el fondo una defensa de lo
vernáculo, porque hay que evitar intereses estrechos y atrincherarse en las
opiniones para pensar con claridad: los valores vernáculos se oponen
incondicionalmente a los intereses particulares de las multinacionales, el capital,
los empresarios, la burocracia religiosa centralizada y otras instituciones
similares. Ser de una región, ser de un sitio, tiene su propio sesgo, pero no puede
ser exagerado porque se arraiga en los procesos inviolables del mundo natural.
Así, la filosofía es un ejercicio enraizado en un lugar. Viene del cuerpo y del
corazón y se ratifica comparándola con la experiencia compartida (“la sabiduría
de las abuelas” sospecha de los hombres que pasan mucho tiempo hablando en la
casa comunal cuando deberían estar cosiendo redes o haciendo otras cosas.
Acabarán metiéndose en líos, y quizás inventando el Estado). Cerramos el
círculo al admitir que es necesario prestar atención a los ancianos del pueblo y
también a los sabios de Occidente que han sido preservados milagrosamente
gracias a la frágil institución de la biblioteca.
Una noche di un recital de poesía en la escuela de Kobuk. Fue ahí cuando
John Cooper apareció por primera vez. Había conducido sus perros sesenta
kilómetros hacia el sur desde su cabaña en el río Ambler para escuchar unos
poemas. La voz se había corrido por radio. Cuando llegó su trineo, todos los
perros del mundo se pusieron a ladrar. Conocí a John en la Universidad de
67
Colorado a principios de los setenta cuando estudiaba gestión forestal y se
convirtió en un defensor de la naturaleza salvaje. El auditorio estaba compuesto
por nativos locales y unos pocos profesores blancos, muchos de los cuales nunca
habían oído recitar poesía. Más tarde esa noche hablamos de los cantantes-
percusio- nistas que acompañaban a los bailarines y la similitud de su fun- ción
con el oficio de los poetas. Una pareja inupiaq que también había venido a la
lectura desde otro pueblo habló de la antigüedad del mito. Nuestros ancestros,
dijeron, contaban las mismas historias que los griegos, que los pueblos de la
India y que el resto de la América indígena. Todos teníamos una cultura clásica.
Hubo preguntas sobre las civilizaciones del lejano Oriente y le presté un
ejemplar del Tao Te Ching de Lao Tse a una reflexiva líder de la comunidad,
activa tanto en la defensa de la cultura nativa como en la iglesia. Dos días más
tarde, a la hora del café, me lo devolvió diciendo: “Antiguo. El libro es muy
sabio y antiguo. No sabía que los chinos se remontaban a tanto tiempo atrás”. Le
pregunté sobre su labor con la iglesia, porque sabía que también estaba muy
implicada en el renacimiento del espíritu inupiaq. “Es agradable formar parte de
algo internacional”, me dijo. “No conocía nada de China ni de la India ni de sus
filosofías. Pero, como estoy en la iglesia, tengo amigos en todas partes y gente a
la que voy a ver cuando viajo a Seattle”.
Steve y yo nos marchamos de Shungnak una mañana muy temprano. Fuimos
en un par de motos de nieve hasta la pista de despegue; dos cuervos saltaban
alrededor de un perro dormido en la nieve, el aire glacial soplaba sobre la
montaña Old Man y más allá, hasta el desfiladero entre las colinas donde el
sendero conduce a Bornite. La noche anterior se había disputado un partido de
baloncesto en la escuela y las chicas del pueblo estaban allí para despedir al
equipo visitante. Dos de ellas rondaban alrededor del avión de las líneas aéreas
Ambler llorando y gimoteando por sus nuevos novios, mientras otras chicas más
mayores las reprendían por no mostrar indiferencia. En el avión había otro
equipo que iba a un partido en Fairbanks. Eran todo chicas. Mientras el precio
del petróleo se mantuviera alto en Alaska, las líneas aéreas locales podían cubrir
gastos con el baloncesto escolar.
“La bahía de Prudhoe –dijo John Cooper–. Solía trabajar ahí en verano. La
gente de la bahía de Prudhoe trabaja el día completo, doce horas al día, siete días
a la semana. Se lo funden en cocaína”.
La escritura de la naturaleza
Uno de los criterios que debe cumplir el estudio de las humanidades es el
interés por el análisis de textos. Un texto es información almacenada a lo largo
68
del tiempo. La estratigrafía de las rocas, las capas de polen en una marisma, los
anillos concéntricos en el tronco de un árbol también pueden considerarse textos.
La caligrafía de los ríos zigzagueando por la tierra mientras dejan trazo sobre
trazo de lechos anteriores es texto. Las capas de historia en la lengua son a su
vez un texto de esta. En el libro Proto-Indoeuropean Trees, Paul Friedrich
identifica los “primitivos semánticos” de las lenguas tribales indoeuropeas
mediante un grupo de palabras que no han cambiado demasiado en doce mil
años, y son nombres de árboles: especialmente abedul, sauce, aliso, olmo,
fresno, manzano y haya (bher, wyt, alysos, ulmo, os, abul, bhago) (Friedrich,
1970). Semillas de sílabas, bija{16}, de la vida occidental.
En la antigua China, los adivinos calentaban un caparazón de tortuga sobre
una llama hasta que se resquebrajaba para después interpretar las grietas. La
escritura empezó, según los propios chinos, copiando estas grietas. Todas las
formas de escritura se relacionan con materiales naturales. Los caracteres chinos
actuales, con sus pequeñas curvas y ángulos, aparecieron cuando los chinos de la
dinastía Han dejaron de usar un punzón para grabar símbolos en cañas de bambú
peladas y pasaron a escribir con un pincel de pelo de conejo empapado en tinta
de hollín de madera de pino sobre un papel absorbente de fibra de mora. Las
formas de los caracteres chinos varían en función de la manera en que la punta
del pincel se mueve cuando se eleva de la página. Levantar un pincel, un buril,
un bolígrafo o un punzón es como dejar de morder o levantar una garra.
Aviones ligeros como cometas bailan en el viento. Durante los largos días de
la primavera ártica, la gente vuela a cualquier hora del día o de la noche.
Volamos dejando Bettles al sur, para aterrizar deslizándonos sobre la nieve en
Fairbanks. Allí visité a Erik Granquist, un paleotaxidermista finés, para echar un
vistazo a su reconstrucción del cuerpo de un antiguo tipo de bisonte que había
muerto hacía 36.000 años. Por entonces todavía estaba en el laboratorio de la
universidad. Era un animal pequeño, hermosamente compacto y relleno, y cuya
piel tiene ahora un tono azulado. El proyecto anterior de Erik había sido un
mamut lanudo en Polonia, encontrado en el depósito de sal en el que había caído.
Erik me enseñó a leer la historia de este bisonte del Pleistoceno: “Está sobre
sus cuatro patas, desplomado hacia delante, porque cuando se mata a un bisonte,
no cae de costado como un alce, se desploma sobre sí mismo. El león que le
atacó desde atrás le hizo estos arañazos en la piel. No era distinto a un león
africano actual. Se pueden ver las marcas de las garras y las incisiones de los
colmillos: tienen exactamente la anchura de los dientes de un león moderno.
También tiene arañazos en el morro y marcas de garras bajo la mandíbula y en el
cuello, que muestran como un segundo león lo tenía agarrado por el morro y le
mantenía la cabeza agachada. A continuación, la forma en que la piel estaba
69
abierta muestra que se lo comieron desde atrás, arrancando la carne alrededor de
la cola y el espinazo, para abandonarlo después. No se comieron ni el cuello ni la
cabeza, por eso quedó colapsado tal cual lo dejaron, con una sola tira de piel
desgarrada a lo largo de la columna. Poco después de que los leones acabaran
con él, bajó la temperatura y se congeló. Era otoño. Durante la primavera
siguiente –se encontraba en la cara norte de la ladera–, el barro que se fue
deshelando en la parte superior de la pendiente cayó encima del bisonte
congelado, todavía sobre sus cuatro patas, y lo cubrió. Fue arrastrado hasta el
permafrost, donde quedó sellado de forma anaeróbica y se mantuvo congelado
hasta que la minería hidráulica lo afloró hace unos años”.
Erik también me explicó cómo, el día de su cumpleaños, y coincidiendo con
el fin de la reconstrucción, se comió sacramentalmente un pequeño trozo de la
carne que había estado helada durante milenios y trasladada después en
helicóptero a un congelador. Ese cuerpo de bisonte, un texto rescatado de un
antiguo manuscrito, puede verse hoy expuesto en el museo de la Universidad de
Alaska, donde se le conoce como Babe.
La cultura occidental es muy breve si la comparamos con el cadáver de un
bisonte que trasciende el tiempo, con la sinuosa caligrafía de un río que
desciende por las llanuras del Yukón o con el arcaico cosmopolitismo
circumpolar de la tradición que conecta los pueblos kuuvangmiut. El humanismo
euroamericano ha sido la historia de unos escritores y académicos
profundamente conmovidos y transformados por su inmersión en literaturas e
historias previas. Sus escritos nos han dado una útil perspectiva cultural –más
que teológica o biológica– sobre la condición humana. Los griegos de los
tiempos de Pericles asimilaron la sabiduría tradicional homérica, que databa de
la Edad del Bronce e incluso antes. Estudiar a los griegos engrandeció a los
romanos. Los investigadores del Renacimiento se alimentaron de Grecia y
Roma. Hoy, una nueva generación de poshumanistas estudia y experimenta las
diversas pequeñas naciones del planeta llegando a apreciar lo “primitivo”, y
descubriendo que la prehistoria es un área de conocimiento de gran riqueza y en
continua expansión. Obtenemos así un destello de la profundidad de nuestra
primordial raíz humana. La naturaleza salvaje está inextricablemente trenzada
con el ser y la cultura. El pos- en el término poshumanismo se debe a la palabra
humano. Nuestro próximo diálogo será entre todos los seres, hacia un discurso
de relaciones ecológicas. Esto no implica menospreciar lo humano: “el estudio
correcto de la humanidad” es qué significa ser humano. No basta enseñar en la
escuela que somos semejantes al resto, hemos de sentirlo completamente. Solo
entonces podremos ser únicamente “humanos” sin considerarlo un privilegio
especial. El agua es el koan del agua, como dice Dogen, y los seres humanos son
70
su propio koan. Los osos grizzlies, las ballenas, los macacos o las Rattus
preferirían mil veces que los humanos (especialmente los euroamericanos) se
conocieran a sí mismos en profundidad antes de pretender investigar a los osos o
los cetáceos.
Cuando los humanos se conocen a sí mismos, el resto de la naturaleza está
ahí. Es parte de lo que los budistas llaman dharma.
Madres leopardo
Los estudiosos del lenguaje usan la palabra gramática para describir la
estructura de una lengua y el sistema de normas que la regula. Una gramática es
como una cesta que contiene oraciones que funcionan todas en una lengua
determinada. Al principio, los estudiosos del lenguaje confundían la escritura
con el habla. Es evidente en la propia palabra gramática: gramma en griego
significa “letra”, con la raíz gerebh o grebh, “rayar”. Gramática, viene de
gramma techne, “rayas tejidas”. Pero es bastante obvio que la existencia
primaria de la lengua está en el suceso, en el habla. El lenguaje no es una talla,
es un bucle de aliento, una brisa entre pinos.
Las metáforas del tipo “la naturaleza es como un libro” no solo son
inexactas, sino perniciosas. El mundo puede estar repleto de signos, pero no es
un texto fijo al que se le añada un archivo de comentarios críticos. El excesivo
apego a un modelo basado en el estudio libresco va emparejado con asumir que
no sucedió realmente nada interesante antes de que empezara la historia escrita.
Es cierto que los sistemas escritos dan cierta ventaja. Los pueblos con escritura
se han creído superiores a los otros, y quienes tenían un libro sagrado se han
colocado por encima de aquellos con una religión popular, independientemente
de la riqueza de sus mitos y ceremonias.
Desde Fairbanks retrocedí hacia el sur hasta Anchorage. Una noche Ron
Scollon y yo fuimos al bar Pioneer en Anchorage: yo le explicaba nuestro viaje
por el río Kobuk y él me ponía al día de lo que había sucedido en el campo de la
lingüística. Ron y Suzanne Scollon son lingüistas profesionales. Han estudiado
la familia de lenguas atabascanas durante años y publicado trabajos basados en
la observación del aprendizaje del lenguaje, tanto de niños atabascanos como
caucásicos, en los pueblos subárticos. Así que compartí con él mi idea; que el
lenguaje pertenece a nuestra naturaleza biológica, mientras que la escritura es
como las huellas de un alce en la nieve. “Ron-le dije-, ¿no pertenece el lenguaje,
de alguna forma, a la biología?”.
La respuesta de Ron fue básicamente la siguiente disertación: “Wilhelm von
71
Humboldt –probablemente con alguna influencia de su hermano Alexander–
creó la metáfora de la “especiación”, tanto para los fenómenos orgánicos como
para el lenguaje. Desde entonces, las lenguas se han visto como si cada una fuera
una especie diferente, y los primeros lingüistas históricos solían hablar de cierta
competición darwiniana entre ellas. Pero en biología, las especies nunca
convergen, solo divergen. Todas las lenguas pertenecen a la misma especie y
pueden cruzarse entre sí, por tanto, pueden converger. La dinámica entre
lenguas no es solo competitiva, sino también familiar y ecológica. Tampoco se
puede inferir de la historia del lenguaje que haya un tipo de mejora evolutiva:
todas las lenguas funcionan igual de bien y cada una tiene su propia elegancia.
No existe la lengua ‘más fuerte’ de todas. El inglés se convirtió en una lengua
internacional solo gracias al afán aventurero de los británicos y americanos (el
inglés es un rico muladar de palabras a medio fermentar que más tarde se
embarulló por la derro- ta a manos de los normandos: una lengua genuinamente
crio- lla que tuvo la suerte de convertirse en la segunda del mundo). Lo cierto es
que los cambios lingüísticos –vocálicos, consonánticos, hacia gramáticas más
simples o más complejas–, no responden a ninguna necesidad práctica”. “Vale,
entonces no se le aplican los principios de la evolución. ¿Y los de las fuerzas
ecológicas? Los seres humanos son todavía una especie salvaje, nunca se ha
controlado nuestra reproducción para conseguir un rendimiento específico.
¿Estás de acuerdo en que el lenguaje también es salvaje? Sus estructuras básicas
no se domestican o educan. Pertenecen al lado salvaje de la mente”. “Por
supuesto -dijo-. Pero si el lenguaje es solo una especie, debe de haber otras
criaturas en el entorno salvaje de tu mente con las que interactúe, porque un
hábitat salvaje es un sistema. Si el lenguaje es el bisonte del Pleistoceno, ¿qué es
el león?”.
“¡Ja! Si el lenguaje es un herbívoro” –dije yo–, no está en la parte superior
de la cadena. Se podría decir que 'la poesía' es el león porque la poesía
claramente se come e intensifica el habla natural. Pero, como el lenguaje colorea
casi todo nuestro pensamiento y la poesía es un subconjunto del uso del
lenguaje, no puede ser. Yo diría que es 'la mente en el momento', incondicionada,
la que come, transforma y va más allá del lenguaje. El arte, o el juego creativo, a
veces lo hace yendo directamente a la frescura y la singularidad del momento, y
a la experiencia sin intermediarios”.
Ron me puso a prueba con un desafío whorfiano: “¿Hay alguna experiencia,
sea la que sea, que no necesite la mediación del lenguaje?”. Golpeé la mesa con
mi pesada jarra de cerveza y media docena de personas dieron un respingo y nos
miraron. Tuvimos que reírnos y dejarlo en este punto de la conversación, ya que
parece que siempre acaba volviéndose al misterio de lo ordinario. Nuestra mesa
72
estaba debajo de la cabeza astada de un caribú.
Todos los intelectuales que conozco en Alaska, tanto nativos como blancos,
participan activamente en el intento de mantener vivas las lenguas autóctonas.
Michael Krauss, James Kari, Gary Holthaus, los Scollon, Katherine Peters,
Richard y Nora Dauenhauer, Elsie Mather, Steve Grubis y profesores como los
Boenish y el ecólogo-antropólogo Richard Nelson, se han tomado el tema de la
supervivencia de la lengua como algo personal. Krauss, que dirige el Centro de
Lenguas Nativas de Alaska, no es optimista; los hablantes más jóvenes de las
lenguas nativas envejecen cada año que pasa. El pueblo de Kobuk es uno de los
más fuertes, pero incluso allí me dijeron que los hablantes más jóvenes eran
adolescentes, y los niños en el patio de la escuela jugaban en inglés. Aunque hay
un programa estatal de apoyo a la educación bilingüe y excelentes textos
bilingües y libros de texto en todas las lenguas nativas, parece que están
desapareciendo. Es como si la mayoría de las familias nativas percibiera el
inglés como el futuro y la fuente del potencial éxito económico de sus hijos, y
por eso no se esfuerzan en hablar “la Lengua” en casa (en Australia siempre oí
que cuando se debatía sobre cualquier lengua local se la llamaba “la Lengua”;
“¿habla la Lengua?”).
Puede que sea una fase pasajera. Puede que las lenguas nativas vuelvan a
tener fuerza. Ayudaría si los profesores y los directores de centros educativos
educados en los Estados Unidos, que son –a excepción de en unas pocas áreas–
mayoritariamente monolingües, entendieran que el bilingüismo no es ni raro ni
difícil. Un director para quien el español en la escuela secundaria era una
pesadilla no se cree que una niña esquimal pueda ser bilingüe con facilidad. En
el pasado, el multilingüismo prácticamente universal garantizaba el
cosmopolitismo del mosaico mundial de pequeñas naciones basadas en
biorregiones. Se dice que un viejo yupik que murió cazando un caribú hace
algunos años –se ahogó cruzando un río– fue uno de los últimos de la generación
más antigua de hablantes multilingües. Se sabía que hablaba yupik, dena’ina
(una lengua atabascana), ruso, inglés y un poco de inupiaq.
Para hablar de una “ecología del lenguaje” podríamos empezar por
reconocer, en un solo hablante, la coexistencia habitual de niveles, códigos,
jergas, dialectos y lenguas completas, incluso algunas de familias diferentes.
John Gumperz (1964) describe la situación de un pueblo en el norte de la India
donde “los dialectos locales son la lengua vernácula para la mayoría de sus
habitantes. Puede que haya algunos grupos de intocables con lenguas vernáculas
propias. Además de las vernáculas, hay diversas jergas. Una forma del dialecto
73
subregional se utiliza para negociar con los comerciantes de los mercadillos de
ciudades vecinas; con artistas ambulantes o con los ascetas religiosos pueden
utilizarse otras formas diferentes… Es posible que los ascetas ambulantes del
culto a Krishna usen el braj bhasa mientras los devotos de Rama utilizan el
avadhi. El hindi estándar sirve para relacionarse con forasteros cultos; el urdu,
para transacciones empresariales o para hablar con musulmanes cultos. Además,
la gente con estudios habla inglés y hay otros que al menos saben algo de
sánscrito”.
Volvamos a los pueblos: la mezcla local de dialectos y lenguas estándar es
particular a cada lugar. Todas están arraigadas en la naturaleza; pero su
ramificación llega al mundo entero (aunque esta noche la gente de las zonas
remotas de Alaska, en McGrath, Kobuk o Kiana, quizás verá en la televisión por
satélite el mismo programa que ahora se oye en la otra punta del bar).
Y aquí es donde entran los clásicos. Lo clásico proporciona una especie de
norma. No la normalidad estadística del conductismo, sino un canon que se
constituye por su permanencia y por un amplio e instruido consenso. La
permanencia a lo largo de la historia tiene relación con el grado de
intencionalidad, intensidad, concienciación, juego e incorporación de estrategias
y modelos anteriores del propio medio, más la reutilización o reinterpretación
creativa de las formas recibidas. A esto se suma la coherencia intelectual, la
relevancia humana a largo plazo que trasciende el tiempo y una resonancia con
las imágenes profundas del inconsciente. Para conseguir este estatus, es
necesario que muchas naciones acepten el texto o historia durante unos cuantos
milenios, lo representen y lo traduzcan en múltiples ocasiones.
El marco temporal inmediato de la experiencia humana son los climas y
ecologías del Holoceno, es “el momento presente”, los diez u once mil años
desde la última edad de hielo. Entre las literaturas tradicionales hay
probablemente algunas historias completas que son tan antiguas, al igual que una
cantidad enorme de literatura más reciente compuesta de elementos prestados de
la tradición anterior. Durante la mayor parte del tiempo al que nos referimos, las
poblaciones humanas fueron relativamente pequeñas y se viajaba a pie, a caballo
o en barco. Tanto en Grecia, Germania Magna como en la China de la dinastía
Han, siempre había áreas boscosas cercanas y animales salvajes, aves acuáticas
migratorias, mares llenos de peces y ballenas, y todo formaba parte de la
experiencia de cualquier persona activa. Aparecen animales como caracteres
literarios y presencias universales en la imaginación y en los arquetipos
religiosos porque estaban ahí. Las ideas e imágenes de páramos, tempestades,
entornos salvajes y montañas no son una abstracción: surgen de la experiencia
cisalpina, hiperbórea, circumpolar, transpacífica, ulterior al límite civilizado. Es
74
el mundo en que la gente habitaba hasta finales del siglo XIX. (¿Cuándo fue la
población del planeta la mitad de la que es hoy? Alrededor de la década de
1950).
Las condiciones de vida en el lejano Norte todavía se aproximan bastante a
la experiencia del universo de los cazadores-recolectores, el tipo de mundo que
no fue solo la cuna, sino también la joven edad adulta de la humanidad. El Norte
aún tiene una comunidad salvaje, con la mayor parte de sus poblaciones intactas.
Hay un grupo relativamente pequeño de individuos resistentes que viven de la
caza y la recolección y han aprendido a moverse con la conciencia plena
imprescindible en la antigua experiencia humana. No es la “frontera” sino el
final del Pleistoceno en pleno apogeo del salmón, el oso, el caribú, el ciervo, los
patos y gansos, las ballenas, las morsas y los alces. Por supuesto, no durará
mucho más. El Refugio de Vida Silvestre del Ártico será perforado en busca de
petróleo y el bosque Tongass del sudeste de Alaska se ha llenado de carreteras y
talado hasta lo inconcebible.
El Nuevo Mundo del Norte es una ventana al pasado europeo: ¿de dónde
vienen el salmón sagrado de los celtas, los Bjorns y Brauns y Brun (hilde)
[bhar: oso] de la literatura nórdica de Europa, los delfines del Mediterráneo, las
danzas del oso de Artemisa y la piel de león de Heracles sino de los sistemas
salvajes en que vivían los humanos? La persistencia de estas criaturas
maravillosas en la literatura y en nuestra imaginación nos explica lo importantes
que son para la salud de nuestras almas. Ron y yo cambiamos de conversación y
hablamos de China. Ambos compartimos esta doble visión: valoramos que
Alaska es el sitio más abierto y salvaje del Norte –y uno de los lugares más
salvajes que quedan en la tierra– y China es la civilización más
concienzudamente literaria de todas. No están tan alejadas la una de la otra en el
globo terráqueo. Ambas parecen ir acercándose a su propio final. Pero China,
con todo lo destructiva que su historia medioambiental reciente pueda ser, es una
gran civilización que quizá se mantenga vital gracias a un pequeño hilo
sobreviviente de su carácter salvaje (llamémoslo canciones miao y poemas
chan),{17} y algo de Alaska puede que sobreviva si convierte a su recién llegada
población euroamericana en amante de la naturaleza salvaje posindustrial,
gracias a la magia de su peligro ocasional, noche polar y sol de medianoche, su
vacío, inutilidad y anonimato, su aliento helado y su pescado ahumado. El
periódico de Anchorage publicó que se había visto de nuevo a dos alces
paseando por el aparcamiento de un centro comercial, justo frente al bosque de
abetos que lleva a las montañas Chugach.
Una joven blanca me preguntó (esto fue en otra ocasión): “Nosotros hemos
75
echado mano de los animales para todo: los comemos, cantamos sobre ellos, los
dibujamos, los cabalgamos y los soñamos. Mientras tanto, ¿qué obtienen ellos de
nosotros?”. Una pregunta excelente, pertinente y elegante, planteada desde el
punto de vista de los animales. Los ainu dicen que al ciervo, al salmón y al oso
les gusta nuestra música y que están fascinados por nuestras lenguas. Por eso
cantamos a los peces o a los animales de la caza, les hablamos, y bendecimos la
mesa. Periódicamente bailamos para ellos; una canción a cambio de tu cena:
actuar es la moneda en la economía del don del mundo profundo. Las otras
criaturas probablemente nos encuentran un poco frívolos: nos cambiamos
continuamente la vestimenta y comemos demasiadas cosas diferentes. No puedo
evitar sentir que la naturaleza no humana es bien intencionada con la humanidad
y solo desearía que la gente moderna fuera más recíproca y no tan sanguinaria.
Bajé a desayunar con Gary Holthaus, alaskeño desde hace mucho tiempo y
director del Fórum de Humanidades de Alaska, al sótano del Hotel Capitan
Cook. Yo había asistido a su asamblea anual el día anterior para presentar un
informe sobre el tiempo que había pasado junto a los kuuvangmiut. (Durante los
años setenta viajamos juntos a Aleknagik, pueblo yupik del sudeste de Alaska, y
le vi empaquetar un libro de Marco Aurelio). Todavía seguíamos comentando
algunas ideas de días anteriores en la asamblea, y no estábamos de humor como
para ser benévolos con el proyecto humanístico. Decíamos que tampoco se había
preocupado tanto por la vida real del mito, la poesía y los valores. Los
pensadores griegos tuvieron para empezar un fondo oral de canciones e historias
asombrosamente vitales, los poemas homéricos y Hesíodo. Pero sus estudios
humanísticos se convirtieron en una preocupación por el lenguaje extrañamente
formalista y estrecho.
Se había abierto un hueco entre los espacios del chamán, el sacerdote, el
poeta y el mitógrafo. Ese hueco era la ciudad, la pequeña ciudad-estado. El
pensamiento en la ciudad era el reflejo de una especie de competición: la forma
poética y mítica de mirar, común en los pueblos, frente a la discusión y el
reportaje diario que dominaba la vida urbana. En el fondo era una competición
entre la economía de subsistencia y la de excedente, con su centralización del
comercio. Por eso los filósofos –los sofistas– enseñaban a los jóvenes ricos
cómo discutir eficazmente en público. Hicieron un buen trabajo; son los
maestros fundadores de toda la estirpe intelectual occidental. El noventa por
ciento de todo lo que han hecho los llamados humanistas a lo largo de la historia
ha sido enzarzarse con el lenguaje: gramática, retórica y, luego, filología.
Durante dos mil quinientos años, no solo creyeron en “la palabra”, sino también
en que tenía un formato correcto. Y si algunos franceses están intentando ahora
desarmar la palabra, es porque siguen en la misma tradición y con la misma
76
obsesión. Pero hubo gente interesante en esa tradición: Hipatia, con su
paganismo intelectual matemático, y Petrarca, el primer montañero moderno y
primer poeta lírico en lengua vernácula, por mencionar solo a dos.
No hay nada malo en hablar claro y con una argumentación honesta. “Hablar
bien no tiene relación con ser occidental, de clase alta o con estudios”, dijo
Holthaus. “He estado en cientos de reuniones, muchas de ellas en zonas rurales.
Las gentes yupik, inupiaq o kutchin, hablan todos con libertad y van al grano.
Las mujeres también son unas potentes oradoras. No aprendieron a serlo leyendo
a Cicerón en la escuela”.
Thoreau escribió sobre “nuestra inmensa, salvaje, aulladora madre, la
Naturaleza, presente por doquier con tanta belleza y tanto afecto hacia sus hijos
como el leopardo; y, sin embargo, qué pronto hemos abandonado su pecho para
entregarnos a la sociedad”.{18} ¿Es posible que el conjunto de una sociedad
pueda estar en paz con la naturaleza y no simplemente vivir a su costa? Thoreau
contesta: “Los españoles tienen un buen término para expresar esta sabiduría
salvaje y oscura: gramática parda, una forma de sentido común que proviene del
mismo leopardo al que he hecho referencia”. La gramática no solo del lenguaje,
sino de la cultura y la civilización misma, es del mismo orden que un arroyuelo
musgoso en el bosque o una piedra del desierto.
En una de sus charlas, Dogen dijo: “Avanzar y experimentar innumerables
cosas es una ilusión. Pero, cuando las cosas innumerables avanzan y se
experimentan a sí mismas, es un despertar”. Si aplicamos esto a la teoría
lingüística, creo que sugiere que cuando los filósofos occidentales centrados en
el logos promueven sin sentido crítico que el lenguaje es un don humano único
que sirve para organizar un universo caótico, se trata de una ilusión. Los
multifacéticos y sutiles cosmos del universo han encontrado su enlace en las
estructuras simbólicas, dejándonos miles de gramáticas pardas del lenguaje
humano.
77
BUENA, SALVAJE, SAGRADA
Erradicar lo salvaje
Mi familia y yo llevamos veinte años viviendo en la cordillera de la Sierra
Nevada al norte de California. Las laderas de esta cadena montañosa son de
alguna manera “salvajes” y no especialmente “buenas”. A sus habitantes
originales, los nisenan (o maidu del sur), se les desplazó o aniquiló durante las
primeras décadas de la fiebre del oro. No parece que quede nadie para podernos
enseñar qué lugares de este entorno se consideraban “sagrados”, aunque con
tiempo y atención, creo que seremos capaces de sentirlos y encontrarlos otra vez.
Tierra salvaje, buena tierra, tierra sagrada. En casa trabajando en nuestra
granja, en reuniones políticas en el pueblo, y más lejos, estudiando los
problemas de los pueblos indígenas, escucho cómo esas palabras emergen.
Examinando estas tres categorías quizá podamos conseguir entender los
problemas de habitar un entorno rural, la vida de subsistencia, la preservación de
la naturaleza salvaje y la resistencia del tercer y cuarto mundo a las exigencias
de la civilización industrial.
Nuestra idea de “buena tierra” viene de la agricultura. Aquí el significado de
buena –como en "buen suelo"– se reduce a tierra que produce algunas
variedades elegidas y, por tanto, prima lo opuesto de salvaje, que es lo cultivado.
Para cultivar, luchas contra los bichos, espantas los pájaros y arrancas las malas
hierbas. Lo salvaje que sigue volando, creciendo y trepando es pura frustración.
Aun así, la naturaleza salvaje no puede catalogarse como improductiva. No hay
planta fuera de lugar en los mosaicos casi infinitos de ninguna micro o macro
comunidad. Para los pueblos cazadores y recolectores que basan su economía en
ese despliegue de riqueza –un sistema salvaje natural–, un pedazo de tierra
cultivada puede parecer extraño y nada bueno, al menos al principio. Los
recolectores aprovechan todo el territorio, recorriendo diariamente grandes
distancias. Los pueblos agricultores basan su vida en un mapa de nodos muy
productivos (los campos desbrozados) conectados por líneas (senderos a través
del temible bosque). Es un inicio de lo “lineal”.
Para los pueblos preagrícolas, los lugares considerados sagrados, y a los que
se dedicaba especial atención, eran, por supuesto, salvajes. En las civilizaciones
agrarias tempranas, a veces se imaginaba sagrada la tierra cultivada mediante un
rito o los campos junto a los templos. Los cultos a la fertilidad de esa época no
necesariamente celebraban la de toda la naturaleza, si no que se centraban en la
cosecha propia. La idea de lo cultivado se extendió conceptualmente para
81
describir un tipo de formación en pautas sociales que garantizase la pertenencia a
una élite. Según la metáfora del “cultivo espiritual”, un hombre santo ha
arrancado lo salvaje de su naturaleza. Se trata de teología agrícola; pero eliminar
lo salvaje de la naturaleza de miembros de los clanes bos y sus –vacas y cerdos–
transformó gradualmente a animales inteligentes y despiertos en un entorno
salvaje en indolentes máquinas productoras de carne.
Algunas arboledas del bosque original perduraron a lo largo de los tiempos
clásicos como “templos” bajo la mirada recelosa de los dirigentes de la
metrópoli. Sobrevivieron porque la gente que trabajaba la tierra todavía
escuchaba el eco de hábitos antiguos, y aún se susurraba la sabiduría tradicional
anterior a la agricultura. Los reyes de Israel empezaron a talar las arboledas
sagradas y los cristianos remataron el trabajo. La idea de que “salvaje” podía
significar también “sagrado” regresó a Occidente solo con el Romanticismo.
Este redescubrimiento de la naturaleza salvaje en el siglo XIX es un complejo
fenómeno europeo, una reacción contra el racionalismo formalista y el
despotismo ilustrado que apelaba a la sensibilidad, al instinto, a los nuevos
nacionalismos y a una cultura popular sentimentalizada. Solo por culturas muy
antiguas enraizadas en su entorno sabemos de arboledas sagradas y tierra
sagrada, en un contexto de práctica y creencia genuinas. Parte de ese contexto es
la tradición del procomún: la “buena” tierra se convierte en propiedad privada; lo
salvaje y lo sagrado se comparte.
En todo el mundo, los habitantes originarios de desiertos, junglas y bosques
se enfrentan periódicamente a una inacabable marea de incursiones en sus
territorios más remotos. Les habían permitido el uso de esas tierras mediante
tratados o por omisión, porque la sociedad dominante decidió que la tundra
ártica, el árido desierto o la selva no eran “buenos”. Ahora, los pueblos nativos
de todas partes llevan a cabo una lucha desfavorable y sin recursos contra
corporaciones increíblemente ricas para evitar la deforestación, la explotación
petrolífera o la extracción de uranio de sus tierras. Mantienen su lucha no solo
porque esa tierra siempre ha sido su hogar, sino también porque para ellos
algunos de esos lugares son sagrados. Este último aspecto les hace luchar de
forma desesperada para resistir la poderosa tentación de vender, coger el dinero
y aceptar ser desplazados. A veces la tentación y la confusión son demasiado
fuertes; se rinden y se marchan.
Por tanto, surgen cuestiones políticas muy convincentes y actuales respecto
al tradicional uso religioso de algunos lugares. Estaba en la Universidad de
Montana la primavera de 1982 en un panel con Russell Means, fundador y
activista del Movimiento Indígena Estadounidense, que intentaba recabar ayuda
82
para el Yellow Thunder Camp{19} de los lakota y otras tribus indias de las
Colinas Negras. Thunder Camp estaba en tierra tribal tradicional, en aquel
momento bajo jurisdicción del Servicio Forestal. Estas personas querían parar la
expansión de la minería en las Colinas Negras con el argumento de que aquel
lugar concreto que habían reocupado no solo era ancestral, sino también sagrado.
Durante su mandato, el gobernador de California, Jerry Brown, creó la
Native American Heritage Commission{20} específicamente para los indios de
California, y se dio a un grupo de ancianos la responsabilidad de localizar y
proteger los sitios sagrados y las tumbas nativas en ese estado. Fue en parte
para atajar los enfrentamientos entre nativos y propietarios o gestores públicos,
cuando estos últimos empezaban a urbanizar tierras en lo que hoy se considera
su propiedad. A menudo, el problema atañe a los cementerios tradicionales. Fue
un gesto de comprensión y a los votantes blancos les costó entenderlo, pero
envió un mensaje de reconocimiento a todas las comunidades nativas. Aunque
los fundadores cristianos blancos de Estados Unidos probablemente no tuvieron
en cuenta las creencias amerindias cuando garantizaron la libertad religiosa,
algunas decisiones judiciales a lo largo de los años han apoyado a determinadas
iglesias nativas. Sin embargo, tanto la cultura dominante como los tribunales se
han opuesto a la conexión de la religión a la tierra. Este antiguo aspecto de
culto religioso sigue siendo prácticamente incomprensible para los
euroamericanos. Y puede que siempre sea así, porque, si pe- queños pedazos de
tierra se consideran sagrados, no se podrían vender ni considerar tributables. Y
esto implicaría una seria amenaza al supuesto de una economía materialista de
expansión ilimitada.
Charcas
En un estilo de vida cazador y recolector, todo el grupo tiene prácticamente
la misma experiencia de la totalidad del territorio. Los lugares salvajes y
sagrados tienen muchos usos: hay lugares donde las mujeres van a recluirse,
otros donde se llevan los cuerpos de los muertos, y sitios para instruir a los
jóvenes. Esos lugares son numinosos, están cargados de significado y poder. Los
recuerdos de dichos lugares vienen de muy atrás. Nanao Sakaki, John Stokes y
yo estuvimos en Australia en el otoño de 1981 invitados por la Comisión del
Arte Aborigen para dar algunas clases, leer poemas y hacer talleres, tanto con
dirigentes como con niños aborígenes. Una buena parte del tiempo lo pasamos
en el desierto australiano central, al sur y al oeste de Alice Springs, primero en el
territorio de la tribu pitjantjara y luego 450 kilómetros al noroeste, en las tierras
de los pintubi. Todos los aborígenes del desierto central hablan todavía sus
83
lenguas. Su religión está bastante intacta, y la mayoría de los jóvenes continúan
iniciándose a los catorce años, incluso los que van a la escuela de Alice Springs.
Abandonan la escuela durante un año y se les envía al bosque australiano para
aprender rutas a pie, dominar la sabiduría ancestral de paisajes, plantas y
animales, y, por último, someterse a la iniciación.
Viajábamos en furgoneta por un camino de tierra al oeste de Alice Springs
en compañía de un anciano pintubi llamado Jimmy Tjungurrayi. Circulando por
la carretera polvorienta, sentados en la parte posterior de la furgoneta, empezó a
hablarme muy rápidamente. Hablaba de una montaña de allí cerca, contándome
una historia de unos ualabíes{21} que fueron a esa montaña en el “tiempo del
sueño”{22} y se metieron en líos con unas chicas lagarto. Apenas hubo acabado
esa historia, empezó con otra sobre una colina por aquí y otra historia por allá.
No le podía seguir. Después de media hora me di cuenta de que todas eran
historias que se debían contar a pie, y que yo estaba experimentando una versión
acelerada de lo que se debía desgranar sin prisa durante varios días de caminata.
El señor Tjungurrayi se sintió obligado, por gentileza, a compartir el conjunto de
esa sabiduría ancestral conmigo en virtud de mi presencia allí.
Así que recuerda una época en que viajabas a pie cientos de kilómetros,
caminando rápido y a menudo por la noche, viajando toda la noche y dormitando
bajo la sombra de una acacia durante el día, y esas historias te las contaban sobre
la marcha. En tus viajes con una persona mayor, se te daba un mapa para
memorizar, lleno de canciones, sabiduría ancestral y también información
práctica. Cuando ya estabas solo, podías cantar esas canciones para conseguir
regresar. Y quizá incluso podías viajar a un lugar en el que nunca habías estado,
guiado solo por las canciones que habías aprendido.
Acampamos junto a una charca llamada Ilpili, donde habíamos acordado
encontrarnos con un grupo de gente pintubi del desierto circundante. La charca
de Ilpili tiene un metro de ancho y quince centímetros de profundidad y estaba
en una pequeña zanja entre arbustos llenos de pinzones. La gente acampa a
medio kilómetro escaso. Es la única charca que permanece llena durante los años
de sequía en miles de kilómetros cuadrados a la redonda. Un lugar que, por
costumbre, se mantiene abierto a todo el mundo. Sentados alrededor de un
pequeño fuego de espinos, Jimmy y los otros ancianos cantaron un ciclo de
canciones de viajes, recorriendo una parte del desierto con la imaginación y la
música hasta bien entrada la noche. Acompañaban los cantos con el ritmo
regular de dos bumeranes golpeados entre sí. Paraban entre canción y canción,
tarareaban una o dos frases, discutían un poco acerca de la letra y volvían a
comenzar. Cada uno daba preferencia al otro y le dejaba empezar. Jimmy me
explicó que tienen tantos ciclos de canciones de viaje que no pueden recordarlos
84
todos, y deben ensayar constantemente.
Todas las noches empezaban la velada diciendo: “¿Qué cantaremos?”, y
alguien respondía: “Cantemos el camino hasta Darwin”. Empezaban y discutían,
cantaban y palmeaban todo el rato. Fue durante la fase de luna llena: unas pocas
nubes flotaban en la luz serena del desierto empujadas por un viento suave y
fresco. Me había dado cuenta de que a los ancianos les gustaba el té negro y
varias veces cada noche preparaba al fuego una tetera, con mucho azúcar
blanco, como ellos lo hacían. Los cantantes paraban cuando les apetecía. Yo le
preguntaba a Jimmy: “¿Hasta dónde habéis llegado esta noche?”, y él me
contestaba: “Bueno, hemos hecho dos tercios del camino a Darwin”. Esto puede
verse como un ejemplo de las muchas formas en que paisaje, mito e
información se entrelazan en las sociedades preliterarias.
Un día, al pasar cerca de Ilpili, paramos la furgoneta; Jimmy y los otros tres
ancianos bajaron y él dijo: “Te llevaremos a ver un lugar sagrado. Creo que ya
eres lo bastante mayor”. Se giraron hacia los muchachos y les dijeron que
esperaran. Mientras subíamos la colina de roca, estos aborígenes, que
normalmente eran alegres y ruidosos, empezaron a bajar la voz. A medida que
ascendíamos, empezaron a susurrar y su comportamiento cambió. Casi de forma
inaudible, uno dijo: “Ya estamos cerca”. Entonces se agacharon y empezaron a
gatear. Gateamos los últimos sesenta metros y subimos a un pequeño
promontorio para descender a continuación a una pequeña cuenca de rocas rotas
con formas extrañas. Nos susurraron lo que allí había con respeto y asombro.
Luego nos retiramos. Bajamos la colina y, en un punto determinado, nos
pusimos de pie y caminamos. Un poco más adelante comenzamos a subir la voz.
De regreso, en la camioneta, todos volvimos a hablar más alto y el lugar sagrado
no se mencionó.
Muy poderoso. Lo tengo muy presente. Más tarde supimos que era un lugar
ceremonial adonde se llevaba a los jóvenes.
Viajé en camioneta a lo largo de cientos de kilómetros por duros caminos de
tierra y subí por zonas de pedregal y montaña allí donde no llegaba la carretera.
Me guiaron hasta lugares especiales. Vimos peñascos inmensos y particulares,
con una sorpresa en cada cara y faceta. Había una súbita apertura tras un
escondido y escarpado desfiladero, donde dos paredes se juntaban con solo un
pequeño lecho de arena en medio, algunos arbustos verdes y unos loros
llamando. Descendimos por un acantilado desde una meseta hasta una charca
que nunca hubieras pensado que estaba ahí, donde una lancha de roca de nueve
metros se mantiene en equilibrio. Cada uno de estos sitios era fuera de lo común,
incluso fantástico, y a veces lleno de vida. A menudo había pictogramas en las
85
inmediaciones. Fueron descritos como lugares de aprendizaje. Algunos eran
“sitios del tiempo del sueño”{23} para ciertos antepasados totémicos, arraigados
en canciones e historias a lo largo de miles de kilómetros cuadrados.
“El sueño” o “el tiempo del sueño” se refiere a un tiempo de fluidez, cambio
de apariencia, conversación y encuentro sexual entre especies, actos creativos
radicales, paisajes enteros en mutación. A menudo se considera un “pasado
mítico”, pero en realidad no acaece en ninguna época determinada. También
podríamos decir que sucede ahora mismo. Es el modo del eterno instante del
crear, del ser, en contraste con el modo de causa y efecto ligado al tiempo. El
tiempo es el ámbito en que principalmente vivimos las personas y en que
imaginamos tienen lugar la historia, la evolución y el progreso. Dogen dio una
charla ardua y traviesa sobre la resolución de estos dos modos a principios del
invierno de 1240. Se titula Ser-Tiempo.
En la sabiduría popular australiana, el lugar del sueño de un tótem es
especial, primero, para la gente de ese tótem, que a veces peregrina hasta allí.
Segundo, es sagrado, pongamos, para las hormigas melíferas que habitan en el
lugar, que son cientos de miles. Tercero, es como una pequeña caverna platónica
de hormiguería melífera ideal, quizás el lugar de creación de todas las hormigas
melíferas. Conecta misteriosamente la esencialidad de la hormiga melífera con
los arquetipos de la psique humana y construye puentes entre la humanidad, las
hormigas y el desierto. El lugar de la hormiga melífera está en historias, danzas y
canciones, y es un lugar real que resulta ser también el hábitat óptimo para un
mundo de hormigas. Consideremos ahora el lugar del sueño de un loro verde: las
historias narran huellas de ancestros cruzando el paisaje y se detienen en ese
lugar del sueño; es un lugar perfecto para los loros. Todo esto constituye una
manera radicalmente diferente de expresar lo que dice la ciencia, como
igualmente lo hace otra colección de metáforas para las enseñanzas de la
doctrina Huayan o las del Sutra Avatamsaka.{24}
Esta sacralidad implica una sensación de hábitat óptimo para una cierta
parentela que tenemos ahí fuera: los ualabíes, el canguro rojo, los pavos de
matorral y los lagartos. Geoffrey Blainey (1976, 202) dice: “La tierra misma fue
su capilla; las colinas y arroyos, sus altares; los animales, plantas y pájaros, sus
reliquias. Por eso, aunque impulsadas por la necesidad económica, las
migraciones de los aborígenes siempre fueron, también, peregrinaciones”. Buena
(productora de mucha vida), salvaje (natural) y sagrada era todo uno.
Esta forma de vida, aunque débil y maltratada, todavía existe. Ahora está
amenazada por los proyectos japoneses, y de otros, de extracción de uranio, la
minería de cobre a gran escala y las exploraciones petroleras. La cuestión de lo
sagrado se ha politizado mucho; tanto, que la Oficina Australiana de Asuntos
86
Aborígenes ha contratado a algunos antropólogos y aborígenes bilingües para
trabajar con los ancianos de las diversas tribus e intentar identificar los lugares
sagrados y cartografiarlos. Hay grandes esperanzas de que el Gobierno
australiano actúe de buena fe y declare vedadas ciertas áreas antes de que ningún
equipo de prospección pueda siquiera acercarse a ellas. Enfrentamientos como
los de Nincoomba o Kimberly, a consecuencia de las exploraciones petroleras,
han espoleado este esfuerzo. Las comunidades nativas locales se alzaron,
formando cadenas humanas frente a las excavadoras y las plataformas de
perforación, y la repercusión mediática de esta resistencia puso de su lado a parte
del público australiano. En Australia “La Corona” se reserva siempre los
derechos mineros de cualquier propiedad, por lo que puede explotar incluso un
rancho particular. Otorgar una categoría especial a la tierra sagrada, aunque sea
en teoría, es una decisión audaz, aunque también precaria. Se excavó en un
“lugar registrado” cerca de Alice Springs, supuestamente siguiendo
instrucciones de un ministro de tierras del Gobierno, ¡y esto bajo una
jurisdicción federal relativamente favorable!
Santuarios
Los habitantes originales de Japón, los ainu, tenían una determinada forma
de expresión para la sacralidad y aquello que hace que todo un ecosistema sea
especial. Su término iworu significa “campo” e implica una cuenca fluvial,
comunidades de plantas y animales, y fuerza espiritual; es el poder tras la
máscara o la coraza, hayakpe, de cada ser. El iworu del Gran Oso Pardo sería el
hábitat de la montaña –vinculado al sistema de valles de tierras bajas– donde el
oso domina, y también significaría el mito y el mundo espiritual del oso. El
iworu del salmón serían las cuencas fluviales más bajas con todos sus afluentes
(y sus comunidades de plantas) y, más allá, el mar extendiéndose hacia los reinos
oceánicos solo imaginados, donde los salmones zigzaguean. El campo del oso, el
campo del ciervo, el campo del salmón, el campo de la orca.
En el mundo ainu hay unas pocas casas humanas en un valle junto a un
pequeño río. Las entradas siempre miran al este. En el centro de cada casa hay
un fuego. Los rayos de sol se cuelan por la puerta del este todas las mañanas
hasta tocar la lumbre y se dice que la diosa sol visita a su hermana la diosa fuego
en la hoguera. No deberíamos cruzar los rayos de sol que brillan sobre las
llamas, ya que interrumpiríamos su contacto. A menudo, la comida se recolecta
en las proximidades, pero algunos de los seres bajan desde las montañas
interiores y suben desde el fondo del mar. Se llama “visitante”, marapto, al
animal, pez o planta que se deja matar o recolectar y entra en la casa para su
87
consumo.
La dueña del mar es Orca; el señor de las montañas interiores es Oso. Oso
envía a sus amigos los ciervos a visitar a los humanos. Orca manda a sus amigos
los salmones a remontar las corrientes de los ríos. Al llegar, “su coraza se
rompe” –se les mata– y esto les permite liberarse de su piel o escamas y alejarse
como espíritus invisibles. Entonces les encanta ser testigos de los
entretenimientos humanos: el sake y la música (les fascina la música). La gente
les canta canciones y come su carne. Una vez que han disfrutado de su visita,
vuelven al fondo del mar o a las montañas interiores e informan: “Nos lo
pasamos estupendamente con los seres hu- manos”. Los demás se apresuran a
seguir con esas visitas. Por eso, si los humanos no descuidamos nuestra
hospitalidad –música y buenas maneras– en el momento de entretener al ciervo,
al salmón o a la planta salvaje marapto, los seres renacerán y regresarán una y
otra vez. Se trata de una especie de gestión cinegética espiritual.
El Japón moderno es otro tipo de ejemplo: un próspero país industrializado
con vestigios intactos de una conciencia de la sacralidad del paisaje. Hay
santuarios sintoístas por todas las islas japonesas. Sinto es “el camino de los
espíritus”. Los kami son una “energía” sin forma que habita en todo hasta un
cierto grado, pero más intensa en fuerza y presencia en algunos objetos
sobresalientes, tales como grandes peñascos curiosamente retorcidos, árboles
muy viejos o cataratas atronadoras y vaporosas. Todas las singularidades y
curiosidades del paisaje son señales de kami; espíritu-poder, presencia, forma de
la mente, energía. El centro más grande de kami es el monte Fuji. Ahora se cree
que el nombre Fuji deriva del de la diosa del fuego ainu, la única que está por
encima y puede regañar y corregir al kimun kamui, deidad de la montaña u Oso.
Todo el monte Fuji es un santuario sintoísta, el más grande de la nación, desde
mucho antes del límite de los árboles hasta la cima (hoy en día aún se mantienen
en Japón los topónimos que dejaron atrás los ainu cuando fueron desplazados).
El sintoísmo tuvo una mala reputación durante los años treinta y la segunda
guerra mundial porque los japoneses habían creado un “estado sintoísta”
artificial al servicio del militarismo y el nacionalismo. En las mentes de muchos
euroamericanos se confundió con el tradicional. Mucho antes de que surgiera
ningún estado, pequeños santuarios –jinja y omiya– que eran parte de la cultura
neolítica local salpicaban las islas de Japón. Incluso inmersos en el hervidero de
energía industrial de nuestro sistema actual, las tierras de los santuarios todavía
siguen siendo intocables. Pone los pelos de punta ver cómo un constructor
japonés lleva las excavadoras a una hermosa pendiente de viejos pinos y la
nivela para construir una nueva población. Para crear New Island en el puerto de
88
Kobe y convertirlo en el segundo puerto más importante del mundo (después de
Róterdam), se elevó el fondo de la bahía con tierra obtenida a base de rebajar
toda una cadena de colinas quince kilómetros al sur de la ciudad. Se llevó en
barcazas a la obra a lo largo de doce años, un flujo constante de gabarras
transportando tierra desde cintas transportadoras gigantes que erosionaron por
completo dos hileras de colinas frente a la costa. La nueva zona nivelada se
convirtió en una urbanización. En el Japón industrial no es que “nada sea
sagrado”; lo sagrado es sagrado y eso es todo lo que es sagrado.
Agradecemos los rastros microscópicos de tierra preservada en Japón
porque la norma en los santuarios es que –aparte de edificios y caminos– nunca
se corta nada, ni se mantiene nada, ni se desbroza o poda nada. Prohibido cazar,
pescar, podar, quemar, impedir que se queme, dejándonos unas mínimas zonas
de bosque primario en el interior mismo de las ciudades. Se puede entrar en un
pequeño jinja{25} y estar ante un ejemplar de árbol Cryptomeria (sugi) de 800
años de edad. Sin los santuarios no conoceríamos tan bien cómo pudo haber sido
el bosque japonés nativo. Pero tal compartimentación no es saludable: en este
modelo patriarcal se rescata algo de tierra como si fuera una sacerdotisa virgen,
otra es explotada hasta el infinito al igual que una esposa, y una parte se
remodela brutalmente en público, como una chica exuberante a la que declararan
promiscua y castigaran. Lo bueno, lo salvaje y lo sagrado no podrían estar más
lejos entre sí.
Hubo un tiempo en que santuarios parecidos salpicaban Europa y Oriente
Medio. Incluso se catalogaron como “arboledas sagradas”. Quizás, en un pasado
remoto, el lugar más sagrado de toda Europa estuvo bajo los Pirineos, donde se
encuentran las grandes pinturas en cuevas. Sospecho que eran parte de un núcleo
religioso, treinta mil años atrás, donde los animales se “engendraban” bajo tierra.
Tal vez, un lugar del “tiempo del sueño”. Quizás se pensaba que así, los
corazones secretos de los animales se ocultaban bajo la tierra, evitando su
extinción. Pero muchas especies se extinguieron, algunas incluso antes del fin de
la era de las pinturas rupestres. Muchas más lo hicieron en los últimos dos mil
años, víctimas de la civilización. La expansión occidental aceleró la degradación
de hábitats en todo el planeta, pero es interesante señalar que incluso antes de
esa expansión tales métodos políticos y económicos estaban ya bien
establecidos. La eliminación de especies, el empobrecimiento y la esclavización
de la gente del campo, y la persecución de tradiciones que adoraban la naturaleza
han sido parte de Europa desde hace mucho tiempo.
Así, los exploradores franceses e ingleses de Norteamérica, los primeros
comerciantes de pieles, no habían recibido ningún tipo de enseñanza en las
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sociedades que habían dejado atrás que les impeliera a tratar la naturaleza salvaje
con veneración. Mucho de lo que encontraron fue impresionante, y algunos
supieron expresarlo bien. Incluso hubo quienes se unieron a los indios y se
convirtieron en gente del Nuevo Mundo. Estas pocas excepciones, casi
olvidadas, fueron superadas con creces por el número de comerciantes
emprendedores y, más tarde, de colonos. Aun así, durante toda la historia
americana hubo algunos que siguieron uniéndose a los indios, de hecho o en
estilo de vida, y quienes, incluso en el siglo XVIII, se dieron cuenta de que el
mundo ante sus ojos desaparecería. En Oriente, o en Europa, la idea de un
bosque primario o una pradera original y todos los seres maravillosos que podían
llegar a vivir allí es ahora un cuento que habla del Neolítico. En el oeste de los
Estados Unidos, era el mundo de nuestras abuelas. A muchos de nosotros hoy
esta pérdida nos causa de dolor. Para los nativos americanos fue la pérdida de la
tierra, de la vida tradicional y de la fuente de su cultura.
Naturaleza verdadera
Thoreau se propuso “hacer que la tierra dijera judías” mientras vivía junto a
su estanque. Conseguir que la tierra sea productiva según nuestros propios
criterios no es malo. Pero también debemos preguntarnos: ¿qué hace la madre
naturaleza cuando se la deja seguir su propia estrategia a largo plazo? Esto
equivale a preguntarse cuál sería el máximo potencial de la vegetación en un
lugar determinado. Toda tierra, por más agotada y explotada que esté, si se deja
en manos de la naturaleza (zi-ran, por sí misma), llegará a un punto de equilibrio
entre productividad biológica y estabilidad. Una agricultura posindustrial
“primitiva futura” se preguntará: ¿hay alguna manera de poder ir a favor y no en
contra de la tendencia de la naturaleza? Ir, pongamos, en Nueva Inglaterra, hacia
bosques de hoja caduca y madera noble o, como donde yo vivo, hacia una
mezcla de pino y roble con un sotobosque de kitkitdizze.{26} Practicar la
horticultura, agricultura o silvicultura de acuerdo con la naturaleza, y no en su
contra, sería lo mejor para los intereses humanos, y no solo a largo plazo.
Las investigaciones de Wes Jackson sugieren que una agricultura diversa y
basada en plantas perennes constituye una promesa real de mantener
comunidades adecuadas a su entorno local en el futuro. Esto implica reconocer
que, en última instancia, la fuente de la fertilidad es “salvaje”. Se ha dicho que
“la buena tierra es buena por su carácter salvaje”. ¿Cómo podría haber
garantizado semejante idea un rey victorioso que reparte su botín? Esa es la
soberbia de las “mercedes de tierra españolas” y los “bienes raíces”. El poder
que nos da una buena tierra no es otro que el de la red completa de Gaia. Es
90
posible que casi toda la agricultura civilizada tomara un rumbo equivocado
desde el principio, confiando como lo hace en el monocultivo anual. En New
Roots for Agriculture,{27} Wes Jackson desarrolla este argumento. Coincido con
su punto de vista, entendiendo que surgen entonces preguntas mayores sobre la
civilización misma, algo sobre lo que he reflexionado otras veces. Baste
mencionar que los tipos de organización económica y social a que nos referimos
cuando decimos civilización ya no se pueden aceptar acríticamente como un
modelo útil. Sin embargo, escrutar la civilización no supone negar todos los
significados de “cultivado”.
La palabra cultivo, que remonta su etimología a “labrar” y “girar”,{28}
implica generalmente un movimiento para alejarse del proceso natural. En la
agricultura consiste en “detener la sucesión ecológica y establecer el
monocultivo”. Si lo aplicamos al plano espiritual, ha significado austeridad,
obediencia a la autoridad religiosa, gran erudición libresca o, en algunas
tradiciones, una devoción dualista –que distingue abruptamente entre “creación”
y “creador”– y una imagen predominante de la divinidad como “centro”: un
punto de perfección distante y único al que aspirar. Los esfuerzos que genera tal
práctica espiritual son a veces una batalla contra la naturaleza, colocando lo
humano sobre lo animal y lo espiritual sobre lo humano. La variedad moderna
más sofisticada de jerarquía espiritual es la obra del padre Teilhard de Chardin,
que proclama un exclusivo destino evolutivo espiritual para la humanidad que él
llama “superconciencia”. Algunos de los más extremistas de estos darwinistas
espirituales estarían dispuestos a dejar atrás la vida terrenal y vegetal vinculada a
la Tierra para entrar en un reino fuera del planeta que trascendiera la biología. El
antropocentrismo de algunos pensadores de la nueva era es contrarrestado por la
reflexión radical del movimiento de ecología profunda.{29}
En el aspecto social, cultivar ha significado asimilar un lenguaje, un
conocimiento popular y un comportamiento que garantiza la pertenencia a una
élite, en contraste con unos modales “locales”. La verdad es, por supuesto, que
las buenas maneras de los aldeanos o los nómadas (Charles Doughty tomando
café con sus anfitriones beduinos en Arabia Deserta) pueden ser tan elaboradas,
complejas y arbitrarias como las de cualquier habitante de una ciudad.
Sin embargo, existe lo que llamamos formación. El mundo se mueve en base
a complementarios como joven y viejo, tonto y listo, maduro o verde, crudo o
cocinado. Los animales también aprenden autodisciplina y cautela ante el deseo
y la disponibilidad. Hay aprendizaje y formación en consonancia con la
tendencia natural de las cosas, y lo hay también en su contra. En el taoísmo
chino temprano, la “formación” no significaba desbrozar el carácter salvaje en
uno mismo, sino deshacerse de condicionantes arbitrarios y engañosos. Zhuangzi
91
parece decir que todos los valores sociales son falsos y generan un ego
autocomplaciente. El budismo toma un camino intermedio aceptando la avaricia,
el odio y la ignorancia como intrínseco al ego, mientras considera que el ego
mismo es un reflejo de la ignorancia y el engaño que viene de no ver quiénes
somos “realmente”. Una sociedad organizada puede exacerbar, consentir o
explotar tales debilidades, o bien alentar la generosidad, la amabilidad y la
confianza. Hay motivos, por tanto, para comprometerse con una actitud honrada,
aunque dependa de cada uno el pequeño voto individual de trabajar a favor de la
compasión y el discernimiento, o pasar por alto esa posibilidad. La actualización
diaria del voto requiere práctica: una formación que nos ayude a darnos cuenta
de nuestra naturaleza verdadera, y de la naturaleza en sí.
La avaricia revela la imprudencia tanto de la persona como del pollo ante el
siempre atento halcón de la red trófica y la temprana transitoriedad. Las culturas
preliterarias de cazadores y recolectores estaban altamente adiestradas y vivían
bien en virtud de la observación aguda y las buenas formas; como hemos
señalado antes, la mezquindad era el peor de los vicios. También sabemos que
las economías prehistóricas modificaban su entorno más de lo que a menudo
creemos. Los habitantes de la Gran Bretaña mesolítica desbrozaban o quemaban
selectivamente en el valle del Támesis para favorecer el cultivo de la avellana.
En la jungla de Guatemala se practicó un sistema casi invisible de cultivo de
árboles frutales. Una forma particular de formación y cultura puede enraizarse en
un entorno salvaje.
Todos podemos estar de acuerdo en que el egoísmo humano es un problema.
¿Es un reflejo de lo salvaje y de la naturaleza? No lo creo, porque la civilización
misma es el ego echado a perder que se ha institucionalizado en la forma del
Estado, tanto oriental como occidental. No es la naturaleza como espejo del caos
lo que nos amenaza, sino la presunción del Estado de haber creado el orden.
Además, una casi autocomplaciente ignorancia del mundo natural invade los
círculos empresariales, políticos y religiosos euroamericanos. La naturaleza es
ordenada. Lo que parece caótico en la naturaleza simplemente sigue un orden
más complejo.
Ahora podemos repensar qué podría ser la tierra sagrada. Un pueblo de
cultura ancestral considera que todo su territorio, mutuamente compartido,
contiene vida y espíritu numinosos. En algunos lugares se percibe una alta
concentración espiritual por la intensidad del hábitat animal o vegetal, porque se
asocian con una leyenda o con ancestros totémicos humanos, por anomalías
geomorfológicas o como consecuencia de la combinación de varias cualidades.
Estos lugares son puertas a través de las que uno puede –se diría– ser tocado con
más facilidad por una visión mayor que la humana, mayor que la personal.
92
La preocupación por el medio ambiente y el destino de la Tierra se está
extendiendo por todo el mundo. En Asia, se percibe el ecologismo
principalmente como un movimiento preocupado por la salud, y no sorprende,
viendo en qué condiciones están el aire y el agua. En el hemisferio occidental
tenemos problemas parecidos. Pero aquí somos afortunados de tener unos pocos
restos de tierra salvaje, una herencia a preservar para las personas de todo el
mundo. Conservamos un número mínimo de edificios que puedan denominarse
templos o santuarios; los templos de nuestro hemisferio serán algunas de las
zonas salvajes que queden en el planeta. Al entrar en ellas a pie podemos sentir
que el kami o el kukini (en maidu) todavía tienen fuerza. Se han convertido en el
refugio de los pumas, los borregos cimarrones y los osos grizzlies, tres animales
norteamericanos de la época anterior a la llegada de los europeos que fueron
comunes en colinas bajas y praderas. La rocosa y helada grandeza de la alta
montaña y las umbrosas marismas sureñas, colmadas de peces y de aves, nos
recuerdan los sistemas salvajes globales que nos alimentan a todos y sostienen la
economía industrial. En la yerma belleza de los neveros y glaciares de montaña
nacen los pequeños arroyos que riegan los campos de la industria agropecuaria
del Gran Valle Central de California. El paso a paso, “suspiro a suspiro” del
peregrino de lo salvaje cuando asciende por un sendero en la montaña nevada,
llevando todo a la espalda, es un conjunto de gestos tan antiguo que conlleva una
profunda alegría para el cuerpo y la mente.
Por supuesto, no solo son los mochileros. Les sucede lo mismo a quienes
navegan por el océano, reman en kayak por los fiordos o ríos, cultivan un jardín,
pelan un ajo o incluso se sientan a meditar. Lo importante es contactar
íntimamente con el mundo real, el ser real. Lo sagrado se refiere a aquello que
nos ayuda a salir de nuestra pequeña individualidad (no solo a los seres
humanos), al mandala universal completo de montañas y ríos. La inspiración, la
exaltación y el discernimiento no acaban cuando se cruzan las puertas de la
iglesia. La naturaleza salvaje como templo es solo un inicio. No deberíamos
recrearnos en la exclusividad de la experiencia extraordinaria ni tener esperanza
en dejar atrás el fracaso de la política para alcanzar un estado de perpetuo e
intenso conocimiento. El mejor objetivo de tales estudios y travesías es ser
capaces de regresar a la planicie y reconocer toda la tierra –agrícola, suburbana,
urbana– a nuestro alrededor, como parte del mismo territorio, nunca totalmente
devastada, nunca completamente antinatural. Puede recuperarse, y ser en gran
parte habitable para un buen número de personas. El gran Oso Pardo camina y el
Salmón remonta la corriente con nosotros mientras paseamos por las calles de
una ciudad.
93
Volviendo a mi situación personal: la tierra donde mi familia y yo vivimos
en la Sierra Nevada de California “no es muy buena” desde un punto de vista
económico. Con la ayuda de nutrientes, mucho trabajo y la construcción de
balsas para almacenar agua durante la temporada seca produce ciertas verduras y
unas cuantas buenas manzanas. Es mejor como bosque; a lo largo de milenios se
ha destacado por el crecimiento de robles y pinos. Creo que debería admitir que
lo mejor sería dejar la tierra salvaje. La mayor parte se gestiona ahora con esa
premisa. Los pinos se hacen grandes y algunos de los robles ya crecían aquí
antes de que los euroamericanos llegaran a California. Los ciervos y el resto de
animales la transitan, excepto los osos grizzlies y los lobos, por ahora no tienen
su hogar en California. Algún día los traeremos de nuevo.
Estas colinas en las estribaciones de la Sierra Nevada no son llamativas por
nada especial. No hay paisajes de postal, pero los ciervos se sienten tan a sus
anchas por aquí que creo que podría ser un “área de ciervos”. El hecho de que
mis vecinos y yo, y todos nuestros hijos, hayamos aprendido tanto al habernos
asentado en estas laderas de la Sierra (esta tierra que se deforestó y ahora renace,
que se quemó y se recupera, considerada inservible durante décadas) comienza a
convertirla en nuestra educadora. Es el lugar del mundo con el que trabajamos,
luchamos, y donde nos quedamos en verano y en invierno. Nos ha mostrado un
poco de su belleza.
¿Y sagrada? Uno podría darse un poco el gusto y ponerse místico diciendo
que sí se han encontrado recientemente lugares sagrados en nuestro territorio
rehabitado. Sé que mis hijos (como todos los niños) tienen algunos lugares
secretos en el bosque. Hay una colina cercana donde muchas personas van a
pasear, por la vista o el amplio cielo nocturno, un lugar donde mirar la Luna y
soplar una caracola al alba del Rohatsu.{30} Hay kilómetros de graveras
explotadas por la minería, donde hemos celebrado ceremonias para pedir perdón
porque se arrancaron los árboles y se desnudó la tierra, y para ayudar a acelerar
la recuperación de la sucesión vegetal. Hay algunas arboledas profundas donde
la gente se ha casado.
Incluso esta conexión con el lugar basta para inspirar a nuestra comunidad
local a resistir. La reactivación de la minería del oro y el incremento de la tala
comercial nos acosa. La gente se presenta voluntaria para formar parte de
comités que estudian las propuestas mineras, analizan los informes de impacto
medioambiental, desafían las chapuceras conjeturas de las corporaciones y se
plantan ante cierto tipo de funcionarios del condado que venderían a sus
habitantes y ofrecerían toda la zona para cualquier proyecto rimbombante. Es un
trabajo duro, no remunerado y frustrante para quienes ya tienen que trabajar a
94
tiempo completo manteniendo a sus fa- milias. El mismo trabajo se lleva a cabo
sobre temas forestales, sacando a la luz cómo la gestión de nuestro cercano
Bosque Nacional favorece de forma escandalosa a la industria maderera,
mientras sus gestores tratan de apaciguar a la opinión pública con bellas palabras
y estadísticas frívolas. Se explota cualquier zona poco poblada y con “recursos”
como si fuera un país del Tercer Mundo, incluso en los Estados Unidos.
Estamos defendiendo nuestro propio espacio e intentamos proteger el
procomún. Lo que inspira esta actitud va más allá de la lógica del interés propio;
un amor verdadero y abnegado por la tierra es la fuente del indómito empuje de
mis vecinos.
No hay prisa por llamar a las cosas sagradas. Creo que deberíamos tener
paciencia y dar a la tierra mucho tiempo para que nos hable o lo haga a la gente
del futuro. El canto de un pájaro carpintero, la cháchara divertida y apresurada
de una ardilla gris, el sonido de una bellota sobre el tejado de un granero son
señales suficientes.
95
EL ETERNO CAMINAR DE LAS MONTAÑAS AZULES
Fudo y Kannon
“Las montañas y los ríos de hoy son la actualización de las actitudes de
los antiguos budas. Cada uno, de acuerdo con su propia expresión
fenoménica, alcanza la plenitud. Las montañas y las aguas están vivas en
este instante porque han estado activas desde antes de los eones del
vacío. Están liberadas y realizadas porque han sido el ser antes del surgir
mismo de las cosas”.
Este es el párrafo inicial del extraordinario ensayo de Dogen Kigen titulado
Sansui-kyo (El sutra de las montañas y las aguas), escrito en el otoño de 1240,
trece años después de retornar de su visita a la China de la dinastía Song. Kigen
había abandonado su hogar en Kioto a los doce años para ascender por
transitados senderos a través de los oscuros bosques de cipreses hinoki y sugi
(similares a los cedros y secuoyas) de la montaña Hiei. Esta cordillera de 900
metros de altura en el rincón noreste de la cuenca del río Kamo –el ancho valle
ahora ocupado por la enorme ciudad de Kioto– era el cuartel general de montaña
de la doctrina budista tendai. Kigen ingresó como novicio en uno de los umbríos
templos de madera, pintados de rojo, que se reparten por las laderas.
“Las montañas azules caminan constantemente”.
En aquellos tiempos, los viajeros caminaban. El abad del monasterio zen de
Daitoku-ji me mostró en una ocasión el texto manuscrito del monasterio con las
“tareas anuales” del siglo xix (había sido reemplazado por otro volumen
manuscrito con algunas actualizaciones menores para el siglo XX). Son los
anales a los que acuden los superiores a lo largo del año para dejar constancia de
ceremonias, sesiones de meditación y recetas. Los templos vinculados a esta
escuela de formación estaban enumerados de acuerdo con el tiempo que se
tardaba en llegar a ellos: entre un día y cuatro semanas de trayecto. Aun desde
los templos más distantes, los novicios solían regresar a sus casas por lo menos
una vez al año.
Casi todo Japón son colinas escarpadas y montañas cortadas por arroyos
someros de aguas rápidas que se abren a valles angostos, y algunas llanuras
fluviales más anchas que conducen al mar. Las colinas están cubiertas de
coníferas bajas y arbustos. En tiempos estuvieron densamente pobladas por
99
grandes frondosas, así como por pinos retorcidos y altos y rectos cipreses hinoki
y sugi. Todavía pueden encontrarse por todo el territorio restos de una vasta red
de senderos bien señalizados. Por ellos marchaban músicos, monjes, mercaderes,
porteadores y, periódicamente, ejércitos.
A pie y con la imaginación, de niños nos familiarizamos con un lugar y
aprendemos a visualizar las relaciones espaciales. Lugar y escala espacial deben
ser medidos en relación con nuestros cuerpos y sus capacidades. Originalmente,
una “milla” era una medida romana de mil pasos. Poco pueden enseñarnos los
viajes en automóvil y en avión que podamos traducir con facilidad a
percepciones espaciales. Saber que para atravesar la Isla de la Tortuga
(Norteamérica) se necesita caminar a paso sostenido pero cómodo la jornada
entera todos los días durante seis meses nos da cierta idea de la distancia. Los
chinos hablaban de las “cuatro dignidades”: levantarse, acostarse, sentarse y
caminar. Son “dignidades” en tanto constituyen formas de ser cabalmente
nosotros mismos, en armonía con nuestros cuerpos y sus modalidades
fundamentales. Creo que muchos de nosotros pensamos que sería maravilloso
poder viajar de nuevo caminando, con un pequeño hospedaje o un campamento
limpio aproximadamente cada dieciséis kilómetros y sin los peligros del tráfico,
para recorrer un vasto territorio como toda China o toda Europa. Así es como
conocemos el mundo: en nuestros propios cuerpos.
Las montañas sagradas y el peregrinaje a estas son dos características
firmemente arraigadas en las religiones populares de Asia. Cuando habla de
montañas, Dogen es perfectamente consciente de esas tradiciones previas. Hay
cientos de famosas cumbres taoístas y budistas en China, y montañas asociadas
con el budismo y el sintoísmo en Japón. En Asia existen diferentes tipos de
montañas sagradas: los “lugares sagrados”, en los que residen los espíritus o las
deidades, son los más sencillos y quizá los más antiguos. A estos les siguen las
“áreas sagradas” –tal vez de decenas de kilómetros cuadrados– propias de la
mitología y de las prácticas de sectas con sus correspondientes deidades taoístas
o budistas; hay miles de senderos, e innumerables pequeños templos y
santuarios. Un peregrino puede ascender cientos de metros, dormir en modestos
hospedajes de madera, comer gachas de arroz y alguna verdura en salmuera y
circular por rutas establecidas, quemando incienso e inclinándose
reverentemente en un lugar tras otro.
Por último, existen unas pocas zonas sagradas previamente determinadas que
siguen deliberadamente el modelo de un diagrama simbólico –un mandala– o el
de un texto sacro. También estas pueden tener grandes dimensiones. Se piensa
que caminar en ese paisaje canónico propicia logros específicos en el plano
espiritual (Grapard, 1982). En una ocasión recorrí con algunos amigos la antigua
100
ruta de peregrinaje de los Omine Yamabushi (ascetas de las montañas de Omine)
de Yoshino a Kumano, en la provincia de Nara. Al hacerlo, cruzamos el centro
tradicional del “Mandala del Reino del Diamante” en la cúspide de la montaña
Omine, a más de 1.800 metros de altitud, y tras cuatro días de caminata
descendimos al centro del “Mandala del Reino del Útero Materno” del santuario
de Kumano (“campo del oso”), en las profundidades de un valle. Era la estación
de lluvias, a finales de junio, florida y neblinosa. Había pequeños santuarios de
piedra –y miles de cumbres– a lo largo todo el recorrido, y a todos los
saludábamos sinceramente con una inclinación. Esta proyección en el paisaje de
complejos diagramas pedagógicos proviene de la variedad japonesa del budismo
Vajrayana, la secta shingon, y de su interacción con la tradición chamánica de las
fraternidades de la montaña.
Hoy conoce un gran auge la costumbre de peregrinar a la montaña Omine
desde la vertiente de Yoshino. Cientos de coloridos yamabushi{31} vestidos con
atuendos montañeros medievales escalan riscos, ascienden a la cima y soplan
caracolas, mientras otros cantan sutras en el brumoso templo de suelo de tierra
que hay en la cumbre. La práctica de las largas caminatas se había abandonado
en los últimos años, y el sendero estaba tan oculto que era casi imposible
encontrarlo. Seguir ese sendero por las cumbres a 1.200 metros de altitud tiene
su lógica, y sospecho que durante el Paleolítico y el Neolítico fue el recorrido
acostumbrado desde la costa hacia el interior. Fue el único lugar de Japón donde
me topé con ciervos salvajes y monos.
En Asia oriental, montañas es a menudo sinónimo de naturaleza salvaje.
Hace tiempo que los estados agrarios drenaron, aterrazaron e irrigaron los valles.
Los bosques y el hábitat salvaje comienzan justo donde terminan los cultivos.
Las tierras bajas, con sus aldeas, mercados, ciudades, palacios y tabernas, se
identifican con lugares de codicia, lujuria, competencia, comercio e intoxicación:
el “mundo polvoriento”. Quienes huyen de ellas en busca de pureza encuentran
cuevas o construyen ermitas en las colinas, y se dedican a prácticas que
conducen a la realización o, por lo menos, a una vida más sana. Con el tiempo,
estas ermitas se transforman en el núcleo de conjuntos monásticos y, a la postre,
en sedes de órdenes religiosas. Dice Dogen:
“Son muchos los gobernantes que han visitado las montañas para
homenajear a los sabios o pedir consejo a los grandes ascetas: los tratan
como a maestros, sin importarles ya el protocolo del mundo cotidiano.
El poder imperial carece de autoridad sobre los sabios en las montañas”.
De esta manera, las “montañas” no solo iluminan el espíritu, sino que
101
también son –o eso se espera– independientes del control del Gobierno central.
Quienes huyen de la cárcel, de los impuestos y del servicio militar se unen a los
ermitaños y a los monjes en las colinas (en las sierras remotas del sudoeste chino
sobreviven tribus de montañeses que adoran a los perros y a los tigres, y entre
hombres y mujeres hay gran igualdad, pero eso ya es otra historia). Las
montañas o los territorios salvajes han servido en todas partes como refugio de la
libertad espiritual y política.
Las montañas también tienen asociaciones míticas con la verticalidad, el
espíritu, la altura, la trascendencia, la dureza, la resistencia y la masculinidad.
Los chinos las consideran manifestaciones del yang: seco, duro, masculino y
brillante. Las aguas son femeninas: húmedas, suaves, oscuras, el yin, que se
asocia con lo fluido aunque fuerte, con buscar –y excavar– en lo más hondo, con
lo espiritual, lo fértil, las formas cambiantes. La iconografía del budismo popular
–y Vajrayana– personifica “montañas y aguas en las rupas o imágenes de Fudo
Myo-o (el Rey Inmóvil de la Sabiduría) y Kannon Bosatsu (el Bodhisattva que
Mira las Olas). Tuerto y con un colmillo, Fudo muestra una ferocidad casi
cómica, sentado o de pie sobre una laja de roca y envuelto en llamas. Se le
conoce como aliado de los ascetas de la montaña. Por su parte, Kannon (Kuan-
yin o Avalokitesvara), imagen de la compasión, se inclina graciosamente hacia
delante con su flor de loto y su vasija de agua. A ambos se les considera socios
en el trabajo búdico: la disciplina ascética y la espiritualidad incansable
equilibrada por la tolerancia compasiva y el perdón desprendido. Montañas y
aguas son una díada que, reunida, hace posible la plenitud; la sabiduría y la
compasión son los dos componentes de la realización. Dice Dogen:
“Wenzi afirmó: ‘El camino del agua es tal que, cuando sube hacia el
cielo, se convierte en gotas de lluvia, y se hace ríos al caer al suelo [...].
El camino del agua no es percibido por el agua, pero lo hace el agua’. ”.
Existe el hecho evidente del ciclo del agua y el de que las montañas y los
ríos se forman mutuamente: las aguas se precipitan desde las alturas, excavan o
depositan masas de tierra en su flujo descendente y lastran las plataformas
continentales mar adentro con sedimentos hasta que acaban por provocar nuevas
elevaciones. En el lenguaje común la combinación “montañas y aguas” –shan-
shui, en chino– es la forma común de referirse al paisaje. La pintura de paisaje es
“estampas de montañas y ríos” (a veces a una cordillera se le llama mai, que
significa “pulso” o “vena”, como, por ejemplo, la red de venas en la parte
anterior de la mano). No hay que ser un especialista para observar que un paisaje
es obra de la excavación de los ríos contra la resistencia de las cordilleras, y que
102
aguas y sierras se entrecruzan en una cadencia interminable. El sentimiento
chino con respecto a la tierra siempre ha incorporado esta dialéctica entre agua y
roca, entre flujo descendente y ascenso rocoso, y el del dinamismo y “lento
fluir” de las formas terrestres. Se conservan varios grandes rollos apaisados de
pintura china premoderna cuyo nombre es algo así como “Montañas y ríos sin
fin”. Algunos abarcan las cuatro estaciones y parecen retratar el mundo entero.
“Montañas y aguas” es una forma de referirse a la totalidad de los procesos
naturales: va más allá de las dicotomías de puro o contaminado, natural o
artificial. La plenitud, con sus ríos y valles, incluye, sin lugar a dudas, granjas,
campos, aldeas, ciudades y el mundillo polvoriento de los asuntos humanos, que
en otro tiempo fue relativamente pequeño.
Esto mismo
“Las montañas azules caminan constantemente”.
Dogen cita al maestro chan Furong. Veía probablemente esas montañas de
Asia cuyas veredas había recorrido a lo largo de los años: cumbres entre los
1.000 y los 2.800 metros, de un azul vaporoso o verdoso, cubiertas en su mayor
parte de árboles, tal vez el laberinto de escarpadas montañas de la costa
meridional de China, donde había vivido y practicado trece años antes. En esas
latitudes hay árboles hasta los 2.800 metros, no se trata de montañas alpinas.
Había caminado miles y miles de kilómetros: “La mente estudia el camino
corriendo descalza”.
“Si dudas de que las montañas caminan, desconoces tu propio caminar”.
A Dogen no le interesan las “montañas sagradas”, ni los peregrinajes, ni los
espíritus amigos, ni la naturaleza salvaje como cualidades especiales. Sus
montañas y arroyos son los procesos de esta Tierra, la totalidad de la existencia,
curso, esencia, acción y ausencia; entrelazan y convierten en uno el ser y el no
ser. Son lo que somos, somos lo que son. Para aquellos que miran la naturaleza
esencial sin pestañear, la idea de lo sagrado no es más que una ilusión engañosa
y un obstáculo; nos distrae de lo que tenemos ante los ojos: una absoluta
mismidad. Las raíces, los tallos y las ramas pinchan todos por igual. No existe
jerarquía ni igualdad, nada hay oculto o esotérico, no hay niños dotados y otros
de aprendizaje lento. No hay salvaje ni doméstico, atado ni libre, natural ni
artificial. Cada totalidad en su propia y endeble esencia. A pesar de estar
interconectadas, e incluso quizás porque están interconectadas.
103
Esta mismidad es la naturaleza de la naturaleza de la naturaleza. Lo salvaje
en lo salvaje.
Así las montañas azules caminan hasta la cocina y vuelven al taller, al
escritorio, a la estufa. Nos sentamos en un banco del parque y dejamos que el
viento y la lluvia nos empapen. Las montañas azules bajan a la calle para meter
otra moneda en el parquímetro y pasarse por la tienda de la esquina; avanzan
desde el mar, llevan el cielo a cuestas un rato y vuelven de nuevo a sumergirse
en las aguas.
Sin hogar
Los budistas llaman “sin hogar” a los monjes y sacerdotes (shukke, en
japonés, significa literalmente “fuera de la casa”). La expresión se refiere a quien
supuestamente ha abandonado la vida de los que habitan un hogar y las
tentaciones y obligaciones mundanas. Otra expresión, “dejar el mundo”,
significa apartarse de las imperfecciones de la conducta humana, en concreto las
reforzadas por la vida urbana. No quiere decir alejarse del mundo natural. Para
algunos ha significado vivir como ermitaños en la montaña o integrarse en
comunidades religiosas. La “casa” se concibe como algo opuesto a “montañas” o
a “pureza”. Ampliando la escala del mundo de los “sin hogar”, el poeta del siglo
v Zhianyan dijo que el ermitaño cabal debe “hacer de los cielos púrpura su
choza; del mar circundante, su estanque, rugir de risa en su desnudez, caminar
cantando con el pelo ondeando al viento” (Watson, 1971, 82). El poeta Han-
shan, de comienzos de la época Tang, es considerado como el verdadero modelo
de ermitaño, porque su espacioso hogar alcanza el fin del universo:
“Me establecí en la Montaña Fría hace tiempo,
parecen haber pasado ya años y años.
Errando libremente, vagabundeo por bosques y arroyos
y me detengo a mirar las cosas en sí mismas.
Los hombres no se aventuran tanto en las montañas,
las nubes blancas se congregan e hinchan.
Los pastos tiernos me sirven de colchón,
el cielo azul es una buena manta.
Feliz con una piedra bajo la cabeza
dejo que cielo y tierra se afanen en sus mudanzas”.
En este sentido, “sin hogar” significa aquí “sentirse en casa en el universo
entero”. De igual forma, los pueblos independientes cuyos enclaves se conservan
104
íntegros pueden concebir los hogares, montañas y bosques de su región bajo el
mismo prisma.
Hace años asistí a las ceremonias del santuario del volcán de la isla
Suwanose, en el Mar de China oriental. El sendero a través de la jungla estaba
sin desbrozar, así que había poca gente que llegase hasta allí. Dos de nosotros
pertenecíamos al ashram de Banyan{32} e íbamos como ayudantes de tres
ancianos. Pasamos la mañana cortando maleza, barriendo el suelo, abriendo y
limpiando la estructura de madera despintada del altar –más o menos del tamaño
de un palomar– para luego colocar ofrendas de batatas, frutas y shochu{33} en el
estante frente al espacio vacío, que, de hecho, enmarcaba la montaña. Uno de los
mayores se encaró entonces con la cima, que había estado vomitando cenizas, y
le dirigió un breve parlamento u oración personal en su dialecto. Sudorosos, nos
sentamos en el suelo y, mientras los ancianos contaban viejas historias de otras
jornadas en las islas, abrimos sandías con una hoz y bebimos el potente shochu.
Altos y lustrosos troncos verdes se arqueaban sobre nosotros, llenos del fragor
de las cigarras. No fue un momento trivial. Su equivalente doméstico se
consigue en cada hogar con las fotos de antepasados, ofrendas de arroz y
aguardiente y una vasija con ramitas de alguna hoja perenne silvestre. La casa
misma, con su vistosa cocina, el baño, el pozo y los altares de la entrada, se
transforma en un santuario familiar.
Y la “casa” propiamente dicha, cuando se percibe solo como una parte más
del universo en sí misma transitoria y hecha de agregados, es por derecho
propio, una pobre cosa “sin hogar”. Las casas se hacen amontonando tablones de
pino, tejas de arcilla, listones de cedro, pilares de cantos rodados, ventanas
rescatadas de demoliciones, pomos de puertas de supermercados, esteras de
mercadillos, suelo de arenisca de algún talud de montaña y un felpudo de la
ferretería, todo hecho a partir de la misma realidad que tú, yo y los ratones del
campo.
“Las montañas azules no son sensibles ni insensibles. Tú no eres
sensible ni insensible. En este instante, no puedes dudar de que las
montañas azules caminen”.
No solamente los brotes de ciruelo y las nubes, o los conferenciantes y
roshis,{34} enseñan la verdad de las cosas tal como son, sino también los
buriles, los clavos torcidos, las carretillas y las puertas chirriantes. La verdadera
condición del “sin hogar” es la madurez de confiar en nada y responder a lo que
aparezca ante el umbral. Dogen nos alienta: “Una montaña practica siempre y en
todas partes”.
105
Mayor que un lobo, menor que un alce
Me he pasado toda la vida en la naturaleza salvaje o muy cerca de ella,
trabajando, o explorando, estudiándola incluso cuando vivía en la ciudad. Y, sin
embargo, hace unos años me di cuenta de que no me había convertido en un
botánico, un zoólogo o un ornitólogo tan bueno como mucha gente del campo a
la que admiro. Recordando en qué había concentrado mi energía intelectual a lo
largo de los años, caí en la cuenta de que había hecho de los seres humanos mi
disciplina, que me había convertido en un naturalista de mi propia especie. Yo
mismo había sido objeto de mi indagación. Me divierte conocer cómo cada
sociedad resuelve los detalles de la subsistencia y la celebración en su propio
paisaje. La ciencia, la tecnología y los usos económicos de la naturaleza no se
oponen necesariamente a la celebración. De hecho, es muy fina la línea divisoria
entre uso y mal uso, entre reificación y celebración.
La línea divisoria está en los detalles. Una vez asistí a la consagración de un
templo japonés que había sido desmontado y transportado a través del océano
Pacífico para renacer en la Costa Oeste de los Estados Unidos. La ceremonia de
la consagración se hizo al estilo sintoísta e incluía ofrendas de flores y plantas.
La dificultad estaba en que eran las plantas que se habrían utilizado en una
ceremonia japonesa tradicional y habían sido enviadas desde Japón: no eran
plantas del lugar del nuevo emplazamiento. Los ritualistas habían cumplido con
las formas, pero evidentemente no habían captado la esencia. Cuando todo el
mundo se había ido a casa, traté de hacer las presentaciones por mi cuenta:
“Edificio japonés de madera hinoki, te presento a manzanita y a los pinos
ponderosa. Por favor, cuídate en este clima seco. Manzanita, esta construcción
está acostumbrada al aire húmedo y a mucha gente. Por favor, acéptala en tus
laderas polvorientas”. Los seres humanos aportan sus propias formas de entender
la naturaleza y lo natural.
La diversidad humana de estilos y costumbres y las transformaciones
constantes de la cultura popular constituyen un tipo de especiación en el ámbito
simbólico, como si los seres humanos eligieran imitar los colores y los dibujos
del plumaje de los pájaros. En concreto, las civilizaciones avanzadas han
desarrollado nociones muy elaboradas de separación y diferencia, así como
decenas de maneras de declararse “fuera de la naturaleza”. Como pasatiempo,
sería algo inofensivo. Podríamos imaginarnos al grupo de los cordados
declarando: “Constituimos un salto cualitativo en la evolución que representa
algo que trasciende completamente lo que hasta ahora había sido mera biología”.
106
Pero semejante apelación a un destino especial por parte de los seres humanos
puede ser también interpretada, cuando menos, como un caso de multiplicación
innecesaria de teorías –la navaja de Occam–. Y los resultados, en lo que se
refiere a la relación entre los humanos y el resto de la naturaleza, han sido
perniciosos.
Existe un rollo manuscrito llamado “Montañas y arroyos sin fin” atribuido a
Lu Yuan, de la dinastía Ching; hoy está en el museo Freer. En el marco de un
paisaje de rocas, árboles, cortados, montañas y cursos de agua, vemos a gente y
lo que la gente hace. Hay campesinos y chozas con techo de paja, sacerdotes y
conjuntos de templos, estudiosos tras sus ventanitas, pescadores en botes,
mercaderes ambulantes con sus cargas, matronas y niños. Mientras que la
tradición budista del norte de la India y del Tíbet hizo del mandala –diagramas
pintados o dibujados de las posiciones de la conciencia y de las cadenas de
causa-efecto– su representación visual para el aprendizaje, la tradición chan de
China, y especialmente la song del sur, hizo algo similar, me atrevo a sugerir,
con la pintura paisajística. Si se considera un rollo como una especie de mandala
chino, entonces todas sus figuras representan nuestras pequeñas y diversas
identidades, y los acantilados, árboles, cascadas y nubes son nuestras mudanzas
y estaciones. Un cañaveral en las ciénagas junto al río, ¿qué nos dice? Cada tipo
de ecosistema es un mandala diferente, una imaginación diferente. De nuevo
viene a la mente el término ainu iworu, “campo de seres”.
“No todos los seres perciben las montañas y las aguas de la misma
manera... Algunos ven el agua como una maravillosa floración. Los
fantasmas hambrientos ven el agua como fuego furioso o pus y sangre.
Los dragones ven el agua como un palacio o un pabellón... Algunos
seres ven el agua como si fuera un bosque o un muro. Los seres
humanos ven el agua como agua... La libertad del agua depende solo del
agua”.
Un mes de julio, bajando desde el nacimiento del río Koyukuk hacia la
cordillera de Brooks, en Alaska, tuve la oportunidad de vislumbrar el reino de
las ovejas de Dall. Las verdes y neblinosas montañas estivales de la tundra –en
las que yo era un frágil visitante– fueron todo lo hospitalarias que pueden llegar
a ser con un primate lampiño. Sin embargo, los largos y oscuros inviernos no
intimidan a las ovejas de Dall, que ni siquiera emigran hacia el sur. Los vientos
arrastran la escasa nieve, y las flores y la hierba seca del verano ártico sirven de
alimento todo el año. Las docenas de ovejas estivales destacaban, blancas contra
el verde: jugando, sesteando, comiendo, embistiéndose, dando vueltas, sentadas
107
o dormitando en sus altos y tersos lechos sobre cortados “al borde de la vida y la
muerte”. Las ovejas de Dall, llamadas dibee en atabascano, ven las montañas –
podría decir Dogen– “como un palacio o un pabellón”. Pero esa frase
provisional, “palacio o pabellón”, es demasiado urbana, aristocrática y humana
como para mostrar realmente de qué manera total y singular cada forma de vida
está “en casa” en su propio “campo búdico”.
Paredes de montañas verdes entre nubes henchidas
puntos blancos en laderas lejanas, constelaciones
que cambian lentamente, no estrellas, no rocas,
"dispersas por las brisas de la medianoche",
jirones de nubes, luz lavanda del Ártico
sobre ovejas salvajes que pastan
en calma las hierbas de la tundra, asidas en la red del clan
y la familia por balidos y olores en la lenta
rotación de su orden viviendo
a medias en el cielo. Viento húmedo que sube
de la ladera norte y sabor del campo de hielo,
y ahora ruge el hornillo:
ven, tómate un té.
Y ahí abajo, en el riachuelo ártico al pie de las laderas, los tímalos de cuerpo
tornasolado están –para nosotros– en su propio paraíso de hielo. Cito de nuevo a
Dogen:
“Ahora bien, cuando los dragones y los peces ven el agua como un
palacio, es lo mismo que cuando los seres humanos ven un palacio. No
creen que fluya. Si un extraño les dijera: ‘lo que veis como un palacio es
agua que corre', los dragones y los peces se sorprenderían, así como
nosotros nos sorprenderíamos si nos dijeran: 'las montañas fluyen’. ”.
Podemos comenzar a imaginar y visualizar las jerarquías y redes afincadas
en el actual universo no dualista. La teoría de sistemas nos ofrece ecuaciones,
pero pocas metáforas. En El sutra de las montañas y las aguas, encontramos lo
que sigue:
“No se trata solamente de que haya agua en el mundo, sino de que hay
un mundo en el agua. No está solo en el agua. Hay un mundo de seres
sensibles en las nubes, hay un mundo de seres sensibles en el aire, hay
108
un mundo de seres sensibles en el fuego..., hay un mundo de seres
sensibles en una brizna de hierba”.
A veces parece que la idea aceptada de “evolución” es la de una suerte de
carrera entre especies rivales a lo largo del tiempo en el planeta Tierra: todas en
la misma pista, algunas abandonando, otras perdiendo fuelle, otras victoriosas a
la cabeza. Si intercambiamos fondo y primer plano y asumimos la perspectiva de
las “condiciones” y sus posibilidades creativas, se nos revelarían multitud de
interacciones a través de cientos de ojos ajenos. Podríamos decir, por ejemplo,
que un alimento genera una forma de existencia. Los arándanos y los salmones
llaman a los osos; las nubes de plancton del Pacífico Norte llaman a los
salmones, y los salmones llaman a las focas y, por tanto, hay orcas. El cachalote
es arrastrado a la existencia por la fluctuación y el latido de las praderas de
calamares, y los nichos disponibles de las islas Galápagos llamaron a una
diversidad de funciones y formas aviares que evolucionaron a partir de una sola
rama de pinzones.
Los biólogos de la conservación hablan de “especies indicadoras”, animales
o aves tan característicos de una región natural y su ecosistema que su situación
es índice del estado general. Los bosques primarios de coníferas pueden ser
medidos por la presencia del cárabo manchado, y las Grandes Llanuras dijeron
una vez –y repetirán– “bisonte”. Por tanto, la pregunta que me he estado
haciendo es la siguiente: ¿quién dice “humanos”? ¿Quién da forma a nuestra
especie? Son, sin duda, las “montañas y ríos sin fin”, la totalidad de esta Tierra
en la que nos sentimos propiamente en casa. Las bayas, las bellotas, las semillas
del cereal, las manzanas y las patatas llaman a la existencia de diestras criaturas
parecidas a nosotros. Mayores que el lobo, menores que el alce, los seres
humanos no ocupan mucho espacio en el paisaje. Desde el aire, los trabajos de la
humanidad son rasguños, lagunas y cuadrículas, y, de hecho, la mayor parte de la
Tierra parece, a lo lejos, campo abierto. Ahora sabemos que nuestro impacto es
mucho mayor de lo que aparenta. En cuanto a los pueblos y ciudades, son –para
los que saben ver– viejos troncos de árboles, grava de los ríos, charcos de
petróleo, quemas y desguaces, restos de crecidas, colonias de corales, nidos de
avispas, colmenas de abejas, leños podridos, capas de estratos, pilas de guano,
banquetes, cenadores para el cortejo y el pavoneo, atalayas de roca y
apartamentos para topillos. Y para unos pocos también hay palacios.
La descomposición
“Los fantasmas hambrientos ven el agua como fuego furioso, o pus y
109
sangre...”.
La vida en la naturaleza salvaje no es solo comer moras al sol. Me gusta
imaginar una “ecología profunda” que se adentre en el lado oscuro de la
naturaleza: la bola de huesos aplastados en un excremento, las plumas en la
nieve, las historias de un insaciable apetito. Los sistemas naturales están, en un
sentido noble, por encima de toda crítica, pero también pueden considerarse
irracionales, mohosos, crueles y parasitarios. Jim Dodge me contó que había
visto, con horror y fascinación, cómo un grupo de orcas golpeaba
metódicamente hasta matarla a una ballena gris en el Mar de Chukchi. La vida
no es solo el feudo diurno de grandes y atractivos vertebrados, sino también una
cocina en las tinieblas: nocturna, anaeróbica, caníbal, microscópica y
fermentante. La vida se sostiene bien a una profundidad de seis kilómetros por
debajo de la superficie del océano, se sustenta y espera en una pared congelada
de roca, se aferra y alimenta a temperaturas de cincuenta grados en un desierto.
Hay un mundo natural del lado de la podredumbre, un mundo de seres que se
pudren y descomponen en la oscuridad. Los seres humanos han privilegiado la
pureza y les repele la sangre, la contaminación y la putrefacción. El otro lado de
lo “sagrado” es ver a quién amas en el infierno, rezumando gusanos. Coyote,
Orfeo e Izanagi no pueden evitar mirar, y pierden a su ser amado. La vergüenza,
el dolor, la humillación y el miedo son los combustibles anaeróbicos de la
imaginación oscura. Las energías menos familiares del mundo salvaje y sus
equivalentes imaginarios nos han provisto de ecologías de la mente.
Ahí encontramos las particulares condiciones que necesita el hábitat de los
dioses. Se establecen en las cumbres de las montañas, como en el Olimpo, tienen
sus cámaras en las profundidades de la Tierra o son invisibles a nuestro
alrededor (se rumorea que una de las deidades mayores habita completamente
fuera de nuestra Tierra). Los yana decían que el Monte Lassen, un volcán de
3.000 metros en el norte de California –Waganupa en la lengua de Ishi–, es el
hogar de innumerables kukini{35} que avivan un fuego en el interior (el humo
sale por la abertura, como en el tipi). Piensan seguir divirtiéndose con el juego
del palo mágico hasta que los seres humanos se reformen y conviertan en “gente
verdadera”, con la que los espíritus quizás quieran vincularse de nuevo.
El mundo de los espíritus recorre y atraviesa el de las especies. No necesita
preocuparse por la reproducción, no teme a la muerte ni es práctico. Sin
embargo, los espíritus parecen tener un interés ambivalente y selectivo en la
comunicación entre diferentes mundos. Jóvenes vestidas con túnicas blancas y
rojas danzan para llamar a los dioses, para ser poseídas por ellos, para hablar con
sus voces. Los sacerdotes que las emplean solo pueden esperar una palabra suya.
110
Creo que fue D. H. Lawrence el que dijo: "Bebe y diviértete con Baco o come
pan seco con Jesús, pero no te sientes nunca si no es en compañía de algún dios".
(En cuanto al carácter personal de los sueños en las montañas: estaba medio
dormido sobre el suelo rocoso junto al lago Tower, en la Sierra Nevada. Había
cuatro bandas horizontales de roca color crema rielando en la pared de un talud,
y el sueño me dijo: “Esas bandas de roca son tus hijas”.).
Mientras Dogen y la tradición zen caminaban, cantaban un sutra o se
sentaban a meditar, los viejos artesanos autóctonos del alma y el espíritu tocaban
la flauta y el tambor, bailaban, soñaban, prestaban atención para escuchar un
canto, ayunaban y alentaban el temple necesario para comunicarse con pájaros,
animales o rocas. Hay un cuento en el que Coyote miraba las otoñales hojas del
álamo mientras flotaban y caían livianamente al suelo. Era tan hermoso ver ese
espectáculo que les preguntó a las hojas si acaso él podría hacer lo mismo. Ellas
le advirtieron: “Pesas demasiado, Coyote, y tu cuerpo son huesos, vísceras y
músculos. Nosotras somos livianas, el viento nos arrastra, pero tú caerías y te
harías daño”. Coyote no quiso escuchar, insistió en trepar por el álamo y,
asomándose tan lejos como pudo sobre una rama, se soltó. Cayó y murió. He
aquí una advertencia: no nos apresuremos a “fusionarnos”. Por otra parte, tal y
como se nos cuenta, Coyote se revolverá, recompondrá su costillar, se palpará
las garras, encontrará un guijarro con un puntito negro que le sirva de ojo y
saldrá de allí trotando.
Las narraciones son una de las huellas que dejamos en el mundo. Todas
nuestras literaturas son restos, del mismo orden que los mitos de los nativos, que
solo dejan tras de sí historias y alguna herramienta de piedra. Las demás formas
de seres vivos tienen su propia literatura. Las narraciones del mundo de los
venados son el rastro de los olores que se transmite de ciervo a ciervo con un
arte instintivo para su interpretación. Una literatura de manchas de sangre, algo
de orín, el aroma del estro, un golpe de celo, el rasguño en un tronco joven..., y
hace tiempo que se fueron. Puede incluso que haya una “teoría de la narrativa”
entre esas criaturas, y que rumien sobre la “intersexualidad” o la “crítica de la
descomposición”.
Sospecho que las sociedades primarias saben que, de alguna forma, sus
mitos han sido “imaginados”. No los aceptan literalmente y, sin embargo,
estiman mucho tales narraciones. Solo al ser invadidos por la historia y
doblemente engañados con valores ajenos comienza un pueblo a declarar que sus
mitos son "literalmente verdaderos”. Esta literalidad, a su vez, provoca
cuestionamientos escépticos y el ejercicio del pensamiento crítico. Qué refinada
confusión sobre el papel de los mitos supone declarar que, a pesar de que no
deben ser creídos, son, sin embargo, ensoñaciones estéticas y psicológicas que
111
ordenan un mundo que de otro modo sería caótico, con las cuales debemos
voluntariamente comprometernos. Un buen antídoto es esta frase de Dogen:
“Deberías saber que, aunque todas las cosas se han liberado y no están ligadas a
nada, aceptan su propia expresión fenoménica”. El sutra de las montañas y las
aguas se denomina sutra no ya para aseverar que “las montañas y ríos de este
momento” son un texto, un sistema de símbolos, un universo referencial de
espejos, sino que el mundo en su existencia actual es una representación
completa, una puesta en escena que, sin embargo, no representa nada.
Caminar sobre las aguas
Hay muchas maneras de caminar, desde avanzar en línea recta atravesando
un desierto hasta tejer un sinuoso recorrido en la maleza. Una manera de hacerlo
consiste en descender de cumbres escarpadas y por laderas de taludes. Es una
danza irregular, de pasos cambiantes, sobre losa y pedregal. La respiración y la
vista siguen siempre esa cadencia irregular. No es nunca rítmica ni acompasada,
sino tensa, a pequeños saltos, con pasos laterales, eligiendo un lugar bien a la
vista para colocar el pie sobre la roca, pisar firme, continuar, avanzando en
zigzag e intencionadamente. El ojo alerta mirando hacia delante, eligiendo los
apoyos siguientes, a la vez que se afianza el siguiente paso. Cuerpo y mente se
aúnan de tal forma con ese mundo abrupto que consiguen moverse sin esfuerzo
una vez que tienen algo de práctica. La montaña se iguala con la montaña.
En 1225 Dogen pasaba su segundo año en el sur de China. En esa fecha
abandonó las montañas en su viaje hacia el norte y pasó por Hangzhou, capital
de la dinastía Song del sur, camino del monasterio de Wan-Shou en la montaña
Jing. El único registro sobre China que nos legó Dogen son unas anotaciones
sobre las charlas del maestro Ru Jing (Kodera,1980). Me pregunto qué hubiera
dicho Dogen sobre nuestro caminar urbano. Hangzhou tenía calles llanas, anchas
y rectas, paralelas a canales. Debió de conocer las casas de varias plantas, las
limpias calles de adoquines, los teatros, los mercados y los numerosos
restaurantes. Había tres mil baños públicos. Marco Polo, que la llamaba Quinsai,
la visitó veinticinco años más tarde y la consideraba la ciudad más poblada –
tenía al menos un millón de habitantes– y rica del mundo (Gernet, 1962). Aún
hoy la gente de Hangzhou recuerda al gran poeta del siglo XI, Su Shi, que
cuando era gobernador construyó el viaducto que cruza el Lago Occidental. En
la época de la peregrinación de Dogen, el norte de China estaba dominado por
los mongoles, y cincuenta y cinco años más tarde Hangzhou también caería bajo
su poder.
El sur de China de esa época exportó a Japón la pintura de paisajes y la
112
caligrafía, las escuelas de zen soto y rinzai y la visión de esa gran capital del sur.
La evocación de Hangzhou influyó en la evolución tanto de Osaka como de
Tokio durante el periodo Tokugawa. Estas dos actitudes –por un lado, la práctica
austera del zen, con sus salas limpias y sobrias; por el otro, la posibilidad de una
vida de convivencia urbana con abundantes festivales, representaciones teatrales
y restaurantes– son dos poderosos legados de Asia oriental al resto del mundo.
Si el zen refleja el amor por la naturaleza del Lejano Oriente, Hangzhou
representa el ideal urbano. Ambos desbordan energía y vida, y puesto que la
mayoría de las ciudades del mundo están hoy atrapadas en la pobreza, el
hacinamiento y la contaminación, mayores son los motivos para recuperar este
sueño. Como sugiere James Hillman (1989, 169), sería suicida desatender la
ciudad en nuestro corazón y nuestra mente.
El sutra de las montañas y las aguas prosigue:
“Todas las aguas aparecen al pie de las montañas orientales. Sobre todas
las aguas están todas las montañas. Se camina dentro y se camina más
allá sobre las aguas. Todas las montañas caminan con los dedos de los
pies sobre todas las aguas y chapotean allí”.
Dogen termina su meditación sobre las montañas y las aguas del siguiente
modo: “Cuando estudias en profundidad las mon- tañas, ese es el trabajo de las
montañas. Tales montañas y aguas se convierten en personas sabias y maestros”;
se transforman en vendedores ambulantes y cocineros de pasta, en marmotas,
cuervos, tímalos, carpas, serpientes de cascabel y mosquitos. Todos los seres
son “dichos” por las montañas y las aguas, incluso el estruendo de un tractor y el
brillo de las teclas de un clarinete.
113
LOS BOSQUES ANTIGUOS DEL LEJANO OESTE
“Al contrario, destruiréis sus altares, romperéis sus estelas y talaréis sus
bosques”. (ÉXODO, 34:13)
Tras la tala rasa
Teníamos una pequeña granja lechera situada entre el estrecho de Puget y el
norte del lago Washington, en medio de una zona talada. Los biorregionalistas
llaman a esa parte del noreste del estado de Washington Ish, porque este sufijo
significa “río” en salish.{36} Los ríos que fluyen hasta el estrecho de Puget son
el Snohomish, el Skykomish, el Samamish, el Duwamish y el Stillaguamish.
Recuerdo ver a mi padre y a su cuadrilla dinamitar tocones y arrancar los
restos con un tiro de caballos. Desbrozó casi una hectárea y la valló para tres
vacas guernsey. Después construyó un establo de dos plantas con pesebres y
zona de almacén: las vacas abajo y las gallinas arriba. Él y mi madre plantaron
árboles frutales, criaron gansos y vendieron leche. Los bosques estaban detrás de
la valla de la parte de atrás: una selva de segundo crecimiento con alisos y
cáscara sagrada, y las zarzamoras autóctonas extendiéndose sobre los tocones.
Algunos tenían hasta tres metros de altura y de dos a tres metros de diámetro en
la base. En la parte alta, a los lados, se podían ver las muescas que los leñadores
había hecho para apoyar los tablones con puntas de acero, los trampolines desde
los que talaban. Así se situaban por encima de la colosal circunferencia de la
base. Dos o tres árboles viejos habían sobrevivido –pequeños en comparación a
los anteriores– y yo me subía a ellos, especialmente a un cedro rojo occidental
(xelpai'its en snohomish) que imaginaba que era mi consejero. Con el paso de
los años vagué por el bosque de segundo crecimiento, con sus cedros, tsugas del
Pacífico y abetos Douglas, más allá de los pastos del ganado, detrás de la
marisma, subiendo por una larga ladera hasta una plantación de pinos secos. El
bosque era mi hogar, más incluso que mi propia casa. Tenía una zona de
acampada permanente donde a veces cocinaba y pasaba la noche.
Cuando crecí, hice excursiones hasta los bosque primarios en los valles al
pie de las montañas Cascades y Olímpicas, donde la col de mofeta, que se da
bien a la sombra, y el sotobosque de maza del diablo (Oplopanax) son más altos
que uno, y la alfombra de musgo llega a los treinta centímetros de espesor.
Siempre hay un olor penetrante a organismos húmedos aplastados –hongos–,
rojos troncos podridos y algunos arbustos de frutos ácidos de zarza purpúrea. En
el límite del bosque hay matorrales de salal con bayas insípidas llenas de
semillas, frambuesas amarillas y una maraña de arbustos de arce enredadera.
Desde la umbría miras la tierra quemada y talada y ves la adelfilla en flor.
Siendo algo mayor llegué hasta la alta montaña. Las cimas nevadas se veían
117
desde cerca de nuestra casa: en particular el monte Baker y el pico Glacier, al
norte, y el monte Rainier, al sur. Al oeste, al otro lado del estrecho de Puget,
estaban las montañas Olímpicas. Las sobrenaturales cimas nevadas, flotantes y
resplandecientes, son una promesa para el espíritu. La primera vez que
experimenté de cerca una de esas lejanas cumbres fue a los quince años, cuando
subí a la montaña Saint Helens. Me levanté a las tres de la mañana junto al límite
de los árboles y desmonté el campamento para llegar al glaciar a las seis.
Presenciar el alba rosa a dos mil setecientos metros en una ladera helada
acompañado por el nítido tintineo de las puntas de los crampones sobre el hielo
es uno de los placeres esotéricos del montañismo. Adentrarse en el hielo y la
roca y estar en lo más alto es experimentar una rigurosa e inquietante
transformación iniciática. Situarse por encima de las nubes con la única
compañía de unas pocas altas cumbres, también bajo el sol, mientras el mundo
humano aún duerme en el amanecer bajo una sábana de nubes grises, es un
pequeño paso hacia el “pensar como una montaña”, en palabras de Aldo
Leopold. Ascendí a la mayoría de las cimas del noroeste –las montañas Hood,
Baker, Rainier, Adams, Stuart y otras– durante los años que siguieron.
Al mismo tiempo, me hice más consciente de las tierras bajas. Los camiones
bajaban sin cesar carretera abajo desde las Cascades a los valles fluviales,
cargados con inmensas trozas.{37} Caminando por las montañas bajas alrededor
de nuestra casa cerca de Lake City me di cuenta de que yo había crecido justo
después de una tala rasa, que solo habían pasado treinta y cinco o cuarenta años
desde la deforestación de todas aquellas montañas. Ahora sé que esa zona había
albergado algunos de los árboles más grandes y hermosos que el mundo haya
visto jamás: un antiguo bosque de tsuga, abetos Douglas y una zona templada de
bosque húmedo anterior a los glaciares. Sospecho que, de alguna forma, me
instruyeron los fantasmas de esos antiguos árboles cuando rondaban entre sus
tocones. Me apunté a la Wilderness Society{38} a los diecisiete años, me
suscribí a Living Wilderness y escribí cartas al Congreso sobre controversias
forestales en las montañas Olímpicas.
Pero también me formé gracias al tipo de trabajo que hacían mis tíos, mis
vecinos y los trabajadores de todo el Noroeste del Pacífico. Mi padre me puso en
el extremo de un tronzador cuando tenía diez años y me dio las instrucciones
clásicas: “No te montes sobre la sierra” –no empujes, solo tira–. Me encantaba el
zumbido y el siseo nítido de la hoja, el ritmo, la camaradería, el rizo blanco de
madera que salía de las cuchillas, el ritual de colocar los mangos y rociar
queroseno sobre la cuchilla y en el corte para disolver la resina. Serrábamos
secciones de troncos caídos para cortarlos y utilizarlos como leña. Los parados
118
durante los años de la Depresión talaban los enormes tocones de cedro que
quedaban después de la primera tala para hacer bloques y después cortarlos con
un hendedor para fabricar tejas de cedro y venderlas. Nosotros talábamos para
aclarar pastos, quemando enormes pilas de maleza.
A la gente le encanta trabajar duro en equipo y sentir que su trabajo es
verdadero, que es igual a decir primario, productivo, necesario. Conocer las
habilidades de nuestras manos y disfrutar de las cualidades de herramientas bien
diseñadas es primordial. Es un dilema trágico que una parte importante del
mejor trabajo que los hombres hacen juntos ya no sea del todo bueno. Hoy
sabemos que la precisa información sobre las técnicas de caza manual de
ballenas y todos los pasos de despiece y limpieza descritos en Moby Dick ya no
pueden obviar al terrible fantasma de la extinción de las ballenas. Hasta el
granjero y el carpintero están inquietos: pesticidas, herbicidas, espeluznantes
subvencio- nes, agua subvencionada, materiales baratos, subdivisiones
horrorosas, muros que no duran. ¿Quién puede estar orgulloso? Y nuestra
indignación ética y ecológica a menudo señala –por pura frustración– al leñador
o al ganadero, cuando el poder real está en manos de gente que gana sumas de
dinero inimaginables, hombres y mujeres vestidos impecablemente, y con la
exquisita educación de las mejores universidades, que comen alimentos de
primera y leen literatura culta mientras van orquestando las inversiones y la
legislación que arruinarán al mundo. Al entrar en la mayoría de edad en el
Noroeste del Pacífico, aconsejado por un cedro, conociendo la historia de mi
región, practicando montañismo, estudiando las culturas nativas y concibiendo
los pequeños rituales que mantuvieron mi espíritu cuerdo, a menudo me ganaba
la vida gracias a las destrezas de leñador que aprendí en una granja de tocones
durante la Depresión.
Trabajar en el bosque
Los años de 1952 y 1953 trabajé como vigía para el Servicio Forestal en las
montañas Cascades del Norte. El verano siguiente, como quería ver nuevas
montañas, solicité plaza en un Bosque Nacional de la zona del monte Rainier. Ya
había llegado hasta la estación de guardas de Packwood y comprado mi
provisión de víveres para llevar al mirador forestal cuando llegó la notificación
de mi despido (desde Washington, D. C.). Era la época del macartismo y las
sesiones del Comité Veld{39}e tuvieron lugar en Portland. Mencionaban a
muchos de mis conocidos en la televisión. Fue el fin de mi carrera como
trabajador forestal estacional para el Gobierno.
Estaba totalmente arruinado y decidí volver a trabajar en el negocio forestal.
119
Hice autoestop desde el este de las Cascades de Oregón hasta la reserva india de
Warm Springs y me puse en contacto con la compañía maderera Warm Springs.
El verano de 1951 ya había trabajado allí de cubicador y ahora me contrataron de
estrobero.{40} En la meseta de lava al sur del río Columbia, en la cuenca del
Deschutes, cerca del nacimiento del río Warm Springs. Talábamos un bosque
primario de pinos ponderosa en las faldas del lado este, una aromático bosque
abierto con árboles inmensos de troncos rectilíneos que crecían en suelo
volcánico. El extremo superior lindaba con la zona alpina y el inferior –
adentrándose más y más en el desierto– se convertía progresivamente en
artemisa. La tala estaba bajo contrato con el consejo tribal nativo. Las ganancias
se repartían entre el conjunto de la comunidad.
11 de agosto de 1954
Hoy, estrobero. Por la noche, cerveza en Madras. Bajo la sombra del
monte Jefferson. Largos troncos de color canela. Esto es “pino” y
pertenece a los “indios”, qué unión más curiosa. Que estos indios y
estos árboles, que coexistieron durante siglos, de repente sean poseedor
y poseído. Nuestros conceptos, sin lugar a dudas.
No tuve grandes dilemas con aquel trabajo. A diferencia de los bosques
húmedos de abetos Douglas de crecimiento rápido al oeste de las Cascades,
donde existen argumentos plausibles a favor de la tala rasa, los bosques de pinos,
más secos, son perfectos para la tala selectiva. Aquí las pendientes eran suaves y
no se talaba más de un cuarenta por ciento del dosel forestal. Se dejaban en pie
unos cuantos árboles semilleros sanos de tamaño medio. Los tractores de oruga
zigzagueaban entre ellos sin descortezarlos.
Los estroberos son parte de la operación de transporte de troncos. En el
bosque, primero llegan los que hacen el inventario forestal, calculan el total de
metros de tabla por árbol y los marcan. A continuación, aparecen las orugas y las
motoniveladoras. Y, pisándoles los talones, están los leñadores gypo –a los que
se les paga por lo que producen a destajo, en lugar de un sueldo fijo–; y, por
último, entra el equipo de transporte de troncos. Normalmente, el desembosque
al oeste de las montañas es una operación realizada mediante un sistema con un
cable aéreo de acero donde se agrupan las trozas y, utilizando un sistema de
eslingas, se arrastran en línea desde un árbol que hace de mástil. En los bosques
de pinos de la zona este el transporte se hace con tractores oruga de gran tamaño.
El tractor tira de un remolque con oruga que tiene un “arco” del que cuelga un
cable que va del cabrestante a la popa del tractor pasando por la rueda de la
120
polea que está en la parte alta del arco. A continuación, el cable baja hasta donde
la eslinga se divide en tres grandes cadenas que acaban en unos enormes
ganchos de acero, los ganchos de cierre. Yo estaba en un equipo de dos que
trabajábamos detrás de un tractor oruga. Era cosa de dos.
Cada tractor arrastra los troncos talados y desramados hasta los cargaderos –
donde se suben en camiones– desde las propias vías de arrastre. Mientras se
arrastran los troncos, los estroberos –que se quedan detrás– van estudiando la
siguiente carga. Seleccionan los troncos que amarrarán al tractor para el
siguiente viaje y determinan la secuencia en que deben ir enganchados para que
no se crucen, volteen, giren o rompan otros árboles vivos, para que no se traben
con los tocones ni hagan ningún movimiento extraño o peligroso. Los estroberos
deben ser delgados y fibrosos. Yo llevaba botas de leñador embreadas y con
puntas de acero en la suela, parecidas a dientecillos de comadreja. Era el calzado
perfecto para correr entre las enormes trozas y subir por ellas mientras observaba
su disposición y preveía la dinámica de su masa en movimiento. El tractor volvía
por la vía de arrastre con las eslingas vacías y se colocaba donde yo le señalaba.
Entonces yo sacaba dos o tres eslingas de los ganchos de cierre y arrastraba los
cables de cinco metros detrás de mí hasta las trozas y las colocaba. El tractor
continuaba hasta el otro estrobero, que sacaba sus eslingas y hacía lo mismo.
Como el tractor se iba moviendo y girando, los estroberos acabábamos
totalmente llenos de polvo y mantillo, embutiendo el extremo de la eslinga bajo
la troza, rodeándola y enganchándola al cierre metálico corredizo llamado “de
campana”, que enlaza la troza cuando la eslinga se tensa. El tractor daba marcha
atrás con el remolque y el arco hasta donde yo estaba sujetando en alto las
eslingas. Yo enganchaba la primera “D” –el agujero en el extremo libre de la
eslinga– por encima del gancho de cierre y enviaba el tractor a por la siguiente
troza. Se podía adelantar y arrastrarlo mientras yo saltaba hasta la siguiente carga
y enganchaba la siguiente eslinga al gancho de cierre. Entonces el cabrestante de
la parte posterior del tractor lo acababa de sujetar y los extremos de las trozas se
alzaban limpiamente del suelo colgando del arco entre las dos ruedas de oruga.
De pie
sostenía la eslinga en alto
Mientras el tractor daba marcha atrás con el remolque de arco
cayeron abetos blancos,
Las ramas chasqueando contra el casco
el brillante cable D enganchado
Los ganchos de cierre se balanceaban
repiqueteando contra el frío acero.
121
(de Myths and Texts){41}
La siguiente pregunta era: ¿cómo se iban a desplegar las trozas? El
conductor del tractor que me tocaba era Little Joe, de diecinueve años y recién
casado; mascaba tabaco y siempre estaba de broma. Le hacía una señal con el
dedo pulgar y al mismo tiempo salía corriendo de entre las trozas saltando
detrás, a veces incluso cuando él ya empezaba a tirar y estas se elevaban desde el
arco. Nunca te quedes en medio de un despliegue de trozas. Cuando el tractor
tira, pueden balancearse y juntarse con un chasquido. “Así pierden los estroberos
las piernas”. Y tampoco permanezcas cerca de un árbol muerto cuando salga la
carga. Por poco que la carga lo roce, la parte superior, o todo el árbol, puede
caerse. Yo vi a una maestra muerta –un árbol con una horcadura en la tercera
rama más alta– resquebrajarse y caer como si nada, rozando el casco de un
estrobero llamado Stubby. Tuvo suerte.
El tractor D8 acelera ligero entre abetos blancos
Roza el pino semillero
las ardillas rayadas huyen,
Una hormiga negra lleva un huevo
sin rumbo fijo por la maltrecha tierra.
Avispas amarillas en movimiento rodean
el tronco muerto destrozado, su hogar.
La resina rezuma de los árboles
sin corteza aún en pie,
extraño olor a arbustos triturados.
Los pinos contorta son frágiles.
Los cascanueces revolotean y observan.
De los estroberos experimentados aprendí trucos, asientos y tiros; maneras
de que una eslinga volteara una troza o incluso que saltara desde debajo de otra.
Formas y secuencias para enganchar eslingas. Una vez colocadas, parecían un
telaraña enmarañada, pero cuando el tractor tiraba, se deshacía el revoltijo como
por arte de magia sin que las eslingas se cruzasen, y cada troza se colocaba en su
sitio. De vez en cuando enganchábamos un árbol de dos metros y medio de
diámetro y a menudo otros de casi dos metros: nunca antes había visto pinos
ponderosa tan perfectos. También había abetos blancos, abetos Douglas y
algunos alerces.
Pronto me acostumbré al rugido y el fragor rechinante del tractor, al polvo, a
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los ricos olores que ascendían del suelo herido y revuelto de vida vegetal. A la
hora de comer, cuando toda la maquinaria estaba en silencio, aparecían ciervos
buscando el camino entre el bosque devastado. Un oso negro se metía una y otra
vez en nuestra destartalada furgoneta para hacerse con la comida hasta que
alguien le pegó un tiro y sirvió de cena para todo el campamento. No había
rencor contra el oso, y no había sensación de conquista en el trabajo de los
leñadores. Los hombres eran estoicos, diestros, trabajaban de más y sabían un
montón de chistes y dichos horribles, ¡pero también muy divertidos! Muchos de
ellos vivían en la reserva, compartida entre los pueblos wasco, wishram y
shoshone. La compañía maderera daba prioridad a la contratación de nativos
americanos de la zona.
Ray Wells, un nisqually grande, y yo
pusimos una eslinga cada uno
En los ganchos de cierre de dos grandes alerces
En un espesura de estramonio y un pantano.
esperando a que volviera el tractor,
“Ayer capamos unos ponis
Mi suegro les cortó las pelotas
Es wasco y no habla inglés
Agarra un manojo de tubos y de alguna manera
corta los correctos.
La pelota salta, el caballo chilla
Pero está completamente amarrado”.
Bajó el tractor rechinando.
A la sombra del estruendo de metal y diésel
y su huella metálica
Pensé en el tipi de Ray Wells en la llanura de salvia
Los ponis castrados
Sanando y pastando a pleno sol.
También había viejos blancos que trabajaron toda la vida en la industria
maderera; uno había sido activista en el sindicato Industrial Workers of the
World, “los wobblies”,{42} y despreciaba los sindicatos posteriores. Le hablé de
mi abuelo, que había dado mítines a favor de los wobblies en la plaza Yesler de
Seattle, y de mi tío Roy, cuya esposa, Anna, fue la cocinera jefa de un inmenso
campamento de leñadores en Gray's Harbor durante la primera guerra mundial.
Le conté sobre el renovado interés por el anarcosindicalismo en algunos círculos
en Portland. Me dijo que no había conocido a nadie con quien hablar en wobbly
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en los últimos veinte años y que le encantaba. Su trabajo de cortador de nudos le
hacía estar en los cargaderos donde los tractores oruga soltaban las trozas.
Aunque las palas cortaban las ramas, a veces se dejaban nudos que hacían difícil
cargar y apilar las trozas. Cortaba tocones con un hacha de doble filo. Ed tenía
una marca circular desgastada en el bolsillo posterior de sus tejanos recortados:
era de la piedra redonda para afilar el hacha. Entre carga y carga, la afilaba
constantemente: con ella podía hasta cortar láminas de su pastilla de tabaco de
mascar.
Ed McCullough, leñador durante treinta y cinco años
Relegado por la llegada de las motosierras
A cortar nudos en los cargaderos:
“No tengo que aceptar esta mierda,
Veinte años más
y les diré que les den por el culo”
(tenía entonces sesenta y cinco años)
En 1934 vivían en casuchas
En Hooverville, Sullivan's Gulch.
Cuando el tren a Portland empezó a pasar por allí
Los ferroviarios les tiraban carbón.
“A miles de chicos les dispararon y golpearon
Por querer una buena cama, una buena paga,
comida decente, en el bosque”
Nadie sabía lo que significaba:
“Soldados del descontento”.
En una ocasión un tractor oruga fue hasta los cargaderos tirando solo de un
tronco, y no era el típico de diez metros de longitud, sino uno de cinco. Aun
siendo la mitad, el tractor apenas podía arrastrarlo. Tuvimos que aparejar dos
eslingas alrededor de él sin que sobrara mucho cable. Ahora sé que ese árbol
estuvo a punto de batir un récord de tamaño. El pino ponderosa más grande del
mundo, cerca del monte Adams, que fui a ver tras recorrer kilómetros de
carreteras polvorientas, no tenía un diámetro mucho mayor que aquel árbol.
¿Cómo no lamentarse al ver un árbol tan grande convertirse en madera? Era
un anciano, un ser de gran presencia, un testigo de los siglos. Guardé algunos
fragmentos irregulares y de color tostado de la corteza y los coloqué en un
pequeño altar sobre una caja junto a mi litera en el campamento. Esa y otras
ofrendas –una pluma de pájaro carpintero, un trozo de huevo de pájaro roto, un
poco de obsidiana y una foto del bodhisattva de la sabiduría trascendental,
124
Manjusri– no eran “mis” ofrendas al bosque, sino las que nos hacía el bosque a
todos nosotros. Supongo que era mi manera de recordármelo.
Todos los árboles del bosque de Warm Springs eran primarios. También eran
perfectos para madera, la mayoría sin ninguna podredumbre. No tengo la menor
duda de que muchos de los árboles semilleros y los más pequeños que se dejaron
en pie crecieron, y que el bosque volvió a recuperarse. Un silvicultor que
trabajaba para la Oficina de Asuntos Indios y para el consejo tribal planificó esa
tala.
¿Realmente volvió a recuperarse? No sé si las madereras de Warm Springs
los han vuelto a talar. No deberían haberlo hecho, pero…
Había una retórica tranquilizadora y conservacionista en el mundo forestal y
maderero desde mediados de los años treinta hasta finales de los cincuenta. Aún
no había empezado la brutal tala rasa que ha devastado ya toda la vertiente del
Pacífico desde el río Kern hasta Sitka, en Alaska. En aquellos días, los
profesionales forestales todavía creían en la tala selectiva y, de hecho, ejercían la
producción sostenible. Fueron, si echamos la vista atrás, los últimos años de una
correcta gestión de los bosques en Estados Unidos.
Perenne
La tierra seca y árida del Oeste americano tuvo un extraño efecto en la
política de Estados Unidos. Transformó, radicalizando incluso, a algunos
individuos. Una vez que se cerró a los colonos y las tierras no reclamadas
pasaron a ser de titularidad pública, unas cuantas personas se dieron cuenta de
que el futuro de esas tierras dependía de un debate público. Algunas cambiaron
la exploración y el gusto por la naturaleza salvaje por el activismo político.
Los filósofos taoístas nos cuentan que la sorpresa y la enseñanza sutil
pueden llegar de lo inútil. Así sucedió con la tierra baldía del Oeste americano:
era inaccesible, inhóspita, árida e intimidatoria a los ojos de la mayoría de los
primeros euroamericanos. Estas tierras inútiles se convirtieron en el “lugar del
sueño” de unos cuantos hombres y mujeres del siglo XIX y principios del XX –
John Wesley Powell en materia de agua y terrenos públicos, Mary Austin en lo
concerniente a los nativos americanos, el desierto y las mujeres– que se
adentraron en soledad en los grandes espacios y volvieron de sus expediciones
no solo para criticar la política y los supuestos que se daban por buenos en
aquellos Estados Unidos en expansión, sino también para izar las velas, hoy
henchidas de viento, en nombre de lo salvaje y el procomún. Algunos de los
terrenos de dominio público recién establecido tenían un uso potencial para la
explotación maderera, el pastoreo y la minería, pero en lo que se refiere a
125
madera y praderas, las mejores tierras estaban ya en manos privadas. Lo que
pasó a ser de titularidad pública u ocasionalmente reserva india era –desde el
punto de vista de entonces– tierra marginal. Las zonas restringidas para campos
de tiro y pruebas nucleares de la Gran Cuenca también son de dominio público,
aunque el BLM{43} las haya cedido a los militares.
Por eso, los bosques que en esa época se protegieron como tempranas
reservas forestales no se consideraban tierra óptima para la explotación
maderera. La primera industria maderera del Noroeste del Pacífico se centró en
los espesos bosques de coníferas de baja elevación, como los que había
alrededor de la casa donde me crie, o junto al océano, o en las riberas de los ríos.
Ese territorio accesible, tras la tala rasa, se convirtió en bienes raíces, pero las
grandes empresas se quedaron también con tierras más alejadas para explotarlas
comercialmente. La mayor parte del bosque de la península Olímpica es privado.
Solo por suerte o casualidad son de dominio público algunas zonas de arbolado a
baja elevación, como el bosque del río Hoh en el Parque Nacional de las
Montañas Olímpicas, o las secuoyas del parque Jedediah Smith en California. Es
gracias a estas reservas de bosques supervivientes que todavía podemos
reconocer cómo fue el bosque original de la Costa Oeste, en su versión más
espesa y densa. Primero se le llamó “bosque virgen”, un término revelador.
Después, “bosque primario”, o, en algunos casos, “clímax”. Ahora empezamos a
llamarlo “bosque antiguo”.
En la lluviosa vertiente del Pacífico hubo bosques de millones de hectáreas
que coevolucionaron a lo largo de milenios, es posible incluso que durante más
de un millón de años. Esos bosques son el ejemplo más completo de los procesos
ecológicos, pues contienen ingentes cantidades de materia muerta en
descomposición junto a la fertilidad reciente, y preservan los flujos de energía
tanto del detritus como de la vida en desarrollo. Un bosque antiguo tiene muchos
árboles viejos verdaderamente grandes; algunos tendrán las copas desiguales,
rotas y musgosas, “sucias” con considerable acumulación orgánica y, la mayoría,
agujeros con podredumbre en el interior. Habrá árboles muertos en pie y un buen
número de troncos caídos. Aunque estas peculiaridades no atraigan a los
madereros por “exceso de madurez”, hacen que un bosque antiguo sea algo más
que madera: un palacio de organismos, un cielo para muchos seres, un templo
donde la vida investiga a conciencia su propio rompecabezas. La actividad vital
cae directamente para hundirse bajo el suelo (putrefacción y mantillo). Hay
termitas, larvas, milpiés, ácaros, gusanos de tierra, colémbolos, cochinillas y
finos hilillos de hongos enhebrados entre sí. “Existen hasta unos 5.500
individuos –sin contar los gusanos de tierra y los nematodos– por cada 30 cm2
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de terreno de aproximadamente 30 centímetros de profundidad. Se han recogido
hasta 70 especies diferentes en menos de 30 cm2 de fértil tierra forestal. La
población animal conjunta en el suelo y el humus probablemente ”. (Robinson,
1988, 87).
Las coníferas dominantes de este bosque son longevas y crecen llega a
10.000 animales en 30 cm2 hasta alcanzar un gran tamaño: el abeto Douglas, el
cedro rojo del Pacífico, la tsuga del Pacífico, el abeto noble, la pícea de Sitka y
la secuoya roja. Son con frecuencia las más longevas de su género. Los antiguos
bosques de las laderas occidentales mantienen uno de los mayores porcentajes de
biomasa –materia viva total– por hectárea de bosque del mundo, y solamente
algunos de los bosques australianos de eucaliptos se les acercan. Los antiguos
bosques templados de frondosas, y también los bosques tropicales, tienen un
promedio de 61.916 toneladas por hectárea. Los bosques de la ladera occidental
de las Cascades de Oregón promediaron 175.228 toneladas por hectárea. En la
máxima categoría, los bosques de secuoyas rojas llegan hasta 740.979 toneladas
de biomasa por hectárea (Waring y Franklin,1979).
Los ecólogos y paleoecólogos forestales especulan sobre cómo pudo
establecerse un bosque tan inmenso. Al parecer, el bosque del Oeste estaba
conformado mayoritariamente por frondosas caducifolias hace unos veinte
millones de años: había fresnos, arces, hayas, robles, castaños, olmos y gingkos,
con coníferas solo en los puntos más altos. Entre doce y dieciocho millones de
años atrás, las coníferas empezaron a ocupar grandes áreas y después conectaron
entre sí en las tierras altas. Hace un millón y medio de años, durante el
Pleistoceno inferior, las coníferas lo habían invadido todo y el bosque era
esencialmente como es ahora. El tipo de bosques que había prevalecido
anteriormente, los bosques de frondosas, sobreviven hoy en la zona este de los
Estados Unidos y también fueron vegetación original –antes de la agricultura y
de las primeras explotaciones madereras– de China y Japón. Visitar el Parque
Nacional Great Smoky Mountains{44} hoy puede darnos una idea de cómo
fueron en el siglo IX los bosques montañosos de los alrededores de la vieja
capital china de Xian, conocida antiguamente como Ch'ang-an.
En las demás zonas de bosque templado del mundo, las coníferas tienen una
presencia secundaria u ocasional. Parece ser que el aumento de las coníferas en
la Costa Oeste se puede atribuir a una combinación de factores: veranos
relativamente fríos y bastante secos (que no van tan bien a los árboles de hoja
caduca) combinado con inviernos húmedos y suaves (durante los cuales las
coníferas continúan con el proceso de la fotosíntesis), y una ausencia casi total
de tifones. El enorme tamaño de los troncos ayuda a almacenar humedad y
nutrientes para los años de sequía. Mientras son jóvenes, los bosques tienen un
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crecimiento estable y productivo –desde una perspectiva maderera–, y estas
especies en particular siguen creciendo y acumulando biomasa incluso mucho
tiempo después de que la mayoría de los árboles de otras zonas húmedas hayan
alcanzado su equilibrio.
En este bosque se encuentra la ardilla voladora del norte –que se alimenta de
las trufas– y su sagrado enemigo, el cárabo manchado. La ardilla de Douglas, o
pillillooeet,{45} vive aquí, como también su sagrada enemiga la marta de los
pinos, tan ágil sobre las copas de los árboles que puede dar caza a una ardilla. La
osa negra deambula sin cesar rebuscando larvas en los troncos que llevan tiempo
muertos. Estos y otros muchos seres ocupan las galerías sombrías, profundas y
de condiciones estables –menos viento, menos cambios de temperatura,
humedad constante– de las enormes arboledas. Los campañoles rojos, que
habitan en las copas de los árboles, llevan centenares de generaciones a sesenta
metros entre el follaje, y algunos de ellos nunca han descendido al suelo
(Maser,1989). De alguna manera, la red que mantiene todo unido es el micelio:
los filamentos de los hongos que median entre las puntas de las raíces de las
plantas y la química de los suelos, captando nutrientes. Esta asociación es tan
vieja como las plantas con raíces. El bosque se sostiene gracias a esa red
soterrada.
Los bosques costeros del Noroeste del Pacífico son los últimos de este tipo
en una zona templada. Un fragmento de Critias, de Platón (111 a-d) dice:
“Entonces, cuando aún no se había desgastado [Attica], tenía montañas
coronadas de tierra y las llanuras que ahora se dicen de suelo rocoso estaban
cubiertas de tierra fértil. En sus montañas había grandes bosques de los que
persisten signos visibles, pues en las montañas que ahora solo tienen alimento
para las abejas se talaban árboles no hace mucho tiempo para techar las
construcciones… Había otros muchos altos árboles... Además, gozaba
anualmente del agua de Zeus, sin perderla, como sucede en el presente que fluye
del suelo desnudo al mar”.{46} La aleccionadora historia de los bosques
mediterráneos es bien conocida. Una parte importante de la destrucción de estos
ha tenido lugar en los últimos siglos, pero ya había comenzado, en particular en
las tierras bajas, durante el periodo clásico. En el Neolítico toda la cuenca habría
tenido más de doscientos millones de hectáreas de bosque. Los bosques más
altos son los únicos que sobreviven, y únicamente ocupan el treinta por ciento de
la zona, alrededor de dieciocho millones de hectáreas. Aproximadamente dos
millones de hectáreas de tierra antiguamente cubiertas de pino, roble, fresno,
laurel y mirto solo tienen hoy restos de vegetación. En el arco mediterráneo
existe un vocabulario más sofisticado para las comunidades de plantas que
128
ocupan antiguas zonas de bosque y también áreas no forestales. En California, a
cualquier arbusto se le llama chaparral. Maquis es el término para el roble, el
acebuche, el mirto y el enebro. Al conjunto de arbustos bajos, de hoja lustrosa y
resistentes a la sequía se le llama garriga. Batha es roca expuesta, suelo
erosionado con matorral disperso y plantas estacionales.
Las personas que ahora viven allí ni siquiera saben que esas montañas
rocosas y grises tuvieron abundantes árboles y fauna salvaje. La destrucción se
intensificó como resultado del tipo de agricultura. Los grandes latifundios de
propietarios ausentes mantenidos por esclavos y concebidos para surtir a los
mercados centrales fueron reemplazando las pequeñas granjas autosuficientes y
los procomunes de los agricultores. Los nuevos propietarios exterminaron la
fauna salvaje que quedaba en el procomún, el bosque se vendió a cambio de
dinero y los campos de cultivo se extendieron por lo que valían. “Las ciudades
del litoral mediterráneo se implicaron en un intenso comercio interregional, con
productos fabricados de forma barata, mercados crecientes y formas de
producción similares a la industrial… Este desarrollo de la colonización, la
economía planificada, las divisas y el intercambio de medios tuvo
consecuencias drásticas para toda la vegetación natural desde España hasta la
India”. (Thirgood,1981, 29).
Los bosques de frondosas de las tierras bajas de China disminuyeron
gradualmente a medida que la agricultura fue avanzando, y prácticamente habían
desaparecido hace unos tres mil quinientos años (el filósofo chino Mencio ya
mencionaba los riesgos de la tala rasa en el siglo IV a. C.) La composición del
bosque japonés se ha alterado durante siglos por la tala continua. Los aserraderos
japoneses han reducido su capacidad para ajustarse a troncos de alrededor de
veinte centímetros y los bosques de hoja caduca primigenios solo se encuentran
ya en las montañas más remotas. El apreciado y aromático falso ciprés hinoki (el
Chamaecyparis japonés), esencial para las edificaciones de templos y santuarios,
es ahora tan escaso que, para renovar las construcciones tradicionales, se tienen
que importar troncos lo bastante grandes desde la Costa Oeste de Estados
Unidos. Aquí se le conoce como el ciprés de Port Orford y solo se encuentra en
el sur de Oregón y en las montañas Siskiyou, al norte de California. Durante
muchos años se utilizó para hacer los astiles de las flechas. Ahora los americanos
no se lo pueden permitir. Ninguna otra conífera en el mundo se cotiza tanto
como esta, y solo los compradores japoneses están dispuestos a pagar por ella.
La explotación comercial de la madera en la Costa Oeste comenzó alrededor
de 1870. Durante décadas se realizaba por debajo de los 1.200 metros. Fue la
época de los tronzadores (sierra para dos personas), el hacha de doble filo, los
129
cortes direccionales, los trampolines, la lámpara de queroseno con un garfio
como asa para colgar de la corteza. Los leñadores gypo que talaban en los
alrededores de las bahías marinas del estrecho Puget bajaban los troncos por el
agua hasta los aserraderos. Después llegó la maquinaria forestal a vapor y el tiro
de bueyes para arrastrar enormes trozas por caminos de troncos o utilizando
grandes ruedas de madera que mantenían un extremo del tronco en alto para
facilitar el arrastre. Las máquinas a vapor reemplazaron a los bueyes, y el diésel,
al vapor. La tala rasa de las tierras bajas de la Costa Oeste fue absoluta.
Chris Maser (1989, XVIII) escribe: “Cada avance en tecnología forestal y en
el uso de fibra de madera ha acelerado la explotación de los bosques; por eso,
desde 1935 hasta 1980, el volumen anual de madera talada ha aumentado
exponencialmente un 4,7% por año… Desde la década de 1970 el 65% de la
madera se ha talado por encima de los 1.200 metros de altitud. Como en los
últimos cuarenta años el árbol medio recogido ha sido cada vez más joven y
pequeño, el aumento anual de hectáreas taladas es cinco veces superior al
aumento en volumen talado”.
En esos años los camiones reemplazaron a los trenes, y los tractores oruga
más versátiles, que llamamos cats, reemplazaron a las grúas fijas de cables.
Desde finales de los cuarenta en adelante, los elegantes y melodiosos
tronzadores Royal Chinook colgaron de las paredes en los graneros, y la
motosierra de gasolina empezó a ser la herramienta preferida del leñador. A
finales de la segunda guerra mundial las grandes compañías madereras habían
conseguido –con algunas notables excepciones– esquilmar y gestionar tan mal su
propia tierra que se fijaron en las tierras federales, los bosques de la gente, en
busca de rescate. No se puede alabar mucho la virtud de los propietarios de
bosques privados –su historia es catastrófica–, pero todavía hay románticos de
la privatización mal informados que argumentan que las tierras públicas deberían
venderse al mejor postor.
Las tablas de San Francisco
fueron los bosques alrededor de Seattle:
Se mató y se construyó, una casa,
un bosque, arruinado o cepillado
Toda América colgada de un gancho
y quemada por hombres para su mayor gloria.
Antes de la segunda guerra mundial, el Servicio Forestal de los Estados
Unidos se comportó como una verdadera agencia conservacionista, oponiéndose
a la era temprana de la tala rasa. Normalmente se exigía a los contratistas que
130
hicieran una tala selectiva altamente profesional. La tala permitida era mucho
menor. Iba de los 8,26 millones de metros cúbicos a en 1950 a los 31,85 millones
en 1970. A partir de 1961, los nuevos responsables del Servicio Forestal
acogieron a la industria con los brazos abiertos y durante las décadas de 1960 y
1970 se fue eliminando sucesivamente al personal más veterano y
conservacionista. En los ochenta, el Servicio Forestal de los Estados Unidos se
embarcó en un ingente programa de construcción de carreteras. Los silvicultores
hablan de “fibra vegetal”, con ánimo de desmarcarse profesionalmente y
marginalizar la realidad de los bosques, y algunos manifiestan que no ven
ninguna diferencia entre un monocultivo de plantas de la misma edad y un
bosque salvaje. Los nuevos responsables de comunicación de la agencia todavía
repiten la retórica conservacionista de los años treinta, como si el Servicio
Forestal nunca hubiese permitido talas rasas controvertidas ni vendido madera de
árboles primarios incluso con pérdidas económicas.
El mandato legal del Servicio Forestal no deja lugar a dudas sobre su
responsabilidad en la gestión de las tierras forestales “como bosques”, lo que
quiere decir que la madera es solo uno de los bienes a tener en cuenta. Está claro
que los bosques se deben gestionar de forma permanentemente sostenible. Pero
el Congreso, el Ministerio de Agricultura y las compañías se confabulan para
sortear los controles. Renovable se confunde con sostenible: simplemente porque
algunos organismos vivos continúen renovándose no quiere decir que siempre
será así, especialmente si se abusa. Y “siempre” –el lapso de tiempo que un
bosque debería seguir madurando– se modifica para reducirlo a “entre cien y
cincuenta años”. A pesar de la abrumadora evidencia de la mala gestión del
burocrático Servicio Forestal que aportaron los grupos ecologistas, este se
resistió de forma arrogante y tozuda a lo que se ha convertido en una clara
petición pública de cambio. Ya está bien de etiquetar como “gestión” tanto a la
sumisión al vertiginoso viaje económico de los tiempos modernos –generando
rotaciones forestales cada vez más rápidas en los bosques– como a lo contrario:
se precisan ciclos lentos.
La turba de los grupos de activistas del bosque (que incluye a los refinados
de Washington D. C. ) pedía rotaciones más lentas, protección auténtica de las
riberas, menos carreteras, fin de las talas en las laderas empinadas, solo talas
ocasionales de regeneración y la más prudente aplicación de pequeños y
apropiados clareos. Solicitamos volver a la tala selectiva, a la presencia de
árboles de diferentes edades y a una protección real de las especies amenazadas
(el cárabo manchado, la marta pescadora y la marta de los pinos son solo algunas
de ellas). Decían, y dicen todavía, que no debería talarse más en absoluto en los
bosques antiguos que todavía quedan. Además, todos pedimos que se
131
establezcan corredores biológicos para evitar que las arboledas maduras se
conviertan en islas ecológicamente empobrecidas.
Muchos empleados del Servicio Forestal de los Estados Unidos estarían hoy
de acuerdo en que estas medidas son vitales para una verdadera sostenibilidad.
Pero están atrapados en la espesa red de leyes expoliadoras impuestas por el
Congreso, las empresas y algunos funcionarios públicos. Con buenas prácticas,
América del Norte podría mantener una industria forestal y proteger al mismo
tiempo una extensión medio decente de bosque salvaje durante diez mil años. Es
aproximadamente la edad de la cultura de los pueblos del valle del río Wei en
China: un periodo de tiempo que no resulta excesivo para que los humanos lo
consideren y planifiquen de acuerdo a él. Los bosques profundos retornan una y
otra vez. Todavía nos rodean los bosques antiguos del Oeste. Todas las casas de
San Francisco, Eureka, Corvallis, Portland, Seattle o Longview se han
construido con esos cuerpos antiguos: las maderas, la tablas y los revestimientos
exteriores provienen de las talas de las décadas de 1910 y 1920. Si rascas la
pintura de un apartamento viejo de San Francisco encontrarás debajo paneles de
primera calidad de secuoya roja. Pasamos nuestra vida diaria cobijados por
árboles antiguos. Nuestros biznietos tendrán seguramente que ampararse bajo el
conglomerado de un lecho fluvial. Para entonces los bosques del pasado ya
habrán desaparecido por completo. En medio del bosque, un árbol caído tarda
aproximadamente los años que ha vivido en volver por completo a la tierra. Si
las sociedades pudiesen aprender a vivir a ese ritmo, no habría escasez ni
extinciones; habría arroyos limpios y el salmón siempre retornaría a desovar.
Un bosque
Virgen
Es antiguo; amamantó
A muchos,
Estable; en el
Clímax.
Excursus: Pradera de Sailor, Sierra Nevada
A mediados de octubre bajábamos hacia la pradera de Sailor (a unos 1.800
metros) para ver un viejo bosque en un ancho bancal por encima del brazo norte
del río American en la Sierra Nevada occidental. Primero descendimos desde la
cresta de una serranía entre arbustos de chinquapin y manzanita, dejando al norte
la ancha cumbre de la montaña Snow y los taludes sobre la garganta Royal.
Cuando el desvanecido sendero se niveló, lo abandonamos para encaminarnos
132
hacia las colinas rocosas en el extremo norte de la abrupta cuenca. Comimos
sentados bajo un cedro que crecía en la cima de las rocas.
Luego nos dirigimos hacia el sudoeste atravesando ondulantes formaciones
rocosas con arbolado, y después laderas más suaves, para adentrarnos en un
universo de árboles cada vez mayores. Los ancianos nos acompañaron durante
horas.
Predominan los pinos de azúcar. Hay árboles simétricos perfectamente
maduros de cuarenta y cinco metros de altura que se mantienen rectos, con las
ramas perfectamente ordenadas. Pero entonces, detrás y por encima de ellos,
acechan los árboles antiguos: enormes, sinuosos, desaliñados e irregulares. Su
corteza es más roja y más ancha, conservan menos ramas y las que han
sobrevivido tienen un contorno inmenso y están furiosamente retorcidas. Cada
una es única y rara. Un cedro de incienso maduro, grandes abetos rojos, un
extraño abeto Douglas, unos cuantos y enormes pinos de Jeffrey. Algunos cedros
tienen cicatrices en la base como resultado de algún antiguo incendio. Todos
están en la cara noroeste; ninguno de los demás árboles muestra estas marcas de
quemaduras.
Y hay muchos árboles muertos, de todo tipo: algunos acababan de morir y
aún les colgaban agujas muertas rojas o marrones. Otros, muertos hace más
tiempo, con trozos de corteza colgando del tronco donde anidan los murciélagos;
otros muertos son de un blanco puro, lisos, prácticamente sin ramas, pero con
algún perfecto agujero de pájaro carpintero; y, por último, el muerto antiguo:
completamente blando y podrido, pero aún en pie.
Muchos han caído. Hay árboles muertos recién vencidos (que a menudo se
llevan otros árboles al caer) y otros que ya estaban desde hace tiempo en el
suelo. Hay troncos sobre los que debes trepar para cruzarlos, o, si no, rodearlos,
y otros que se desmenuzan cuando los pisas. Troncos de otra época que se han
vuelto más blandos y empiezan a desaparecer, dejando únicamente como
muestra el oscuro núcleo de madera dura y las resinosas puntitas de algunas
ramas, resistentes a la podredumbre. Y luego encuentras unos cuantos
montículos alargados, casi imperceptibles, que son el último rastro de un tronco
que desapareció hace mucho tiempo. La línea recta de hongos brotando a lo
largo de una superficie lisa en el suelo es la última señal, el último fantasma, de
un árbol que “murió” hace siglos.
A continuación, una alfombra de árboles jóvenes –de quince centímetros a
seis metros de altura, ejemplares de todos los tamaños– espera en la superficie
baja del bosque a que los grandes muertos que permanecen en pie se venzan y
creen más espacio entre el follaje. Llega el sol, corre la brisa, la temperatura es
cálida, hay aperturas y luz, pero los grandes árboles nos rodean. Sus troncos
133
llenan el cielo y reflejan una cálida luz dorada. Todo el follaje transmite esa
imagen vigorosa de los árboles antiguos. Sus agujas son un pequeño y peculiar
estampado en el cielo; el pino rojo es el más recto y delgado.
Los bosques de la Sierra Nevada, como los de más al norte en la Costa
Oeste, datan de la época en que los primeros bosques caducifolios de frondosas
empezaban a desaparecer, antes del éxito expansionista de las coníferas. Esta
“familia” también lleva un millón de años aquí. Y cada bosque local alcanza una
altura y composición que viene determinada por las fluctuaciones de temperatura
en el periodo glacial, avanzando o retrocediendo hacia arriba o abajo y de norte a
sur por las laderas, pero manteniendo la unión de muchas comunidades vegetales
a pesar de los cambios en altitud y terminación de las zonas a lo largo de los
siglos. Absorben el fuego, se adaptan a la sequía estival, sobreviven a los años
de plaga del escarabajo del pino de montaña, siempre retejiendo la red. Las
bellotas alimentan a los ciervos, la manzanita alimenta a los petirrojos y a los
mapaches, los madroños alimentan a las palomas de collar, los puercoespines
mordisquean cortezas de cedro joven, los ciervos macho baten sus astas contra
los sauces.
El bosque de mediana elevación de la Sierra se compone de pino de azúcar,
pino ponderosa, cedro de incienso, abeto Douglas y, en terrenos ligeramente más
altos, pino de Jeffrey, abeto del Colorado y abeto rojo. Todos estos árboles son
longevos. Los pinos más grandes son el de azúcar y el ponderosa. El roble negro,
la encina, el roble de Tanoak y el madroño del Pacífico son los caducifolios más
comunes.
El bosque de la Sierra combina sol y sombra y es seco durante la mitad del
año. La materia en descomposición, el polvo del mantillo, las retorcidas hojas
secas del madroño en el suelo, las moneditas de las hojas de manzanita caídas,
todo crepita. El suelo de agujas de pino es crujiente, el aire es ligeramente
resinoso y aromático; hay delicadas pinceladas de tela de araña por todas partes.
El bosque en verano: sol radiante y vegetación de presencia fija e inalterable, sin
ceder agua, sin marchitarse, sin tensión, solo aguantando tranquilamente.
Matorrales con duras y brillantes hojitas aromáticas; su color es a menudo azul
grisáceo.
El bosque se ha adaptado al fuego durante milenios y es sumamente
resistente a los incendios espontáneos una vez que la maleza más grande ha
muerto o se ha quemado. Los primeros colonos describieron cómo descendían
por la ladera oeste de la cordillera con sus carretas, entre bosques de grandes
árboles. A las primeras talas les siguieron incendios devastadores. Luego llegó la
supresión de incendios por parte de las agencias forestales, y se desarrolló el
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sotobosque de matorral que hoy es tan común en la Sierra. La pradera de Sailor
es un bosque espacioso, abierto y adaptado al fuego, como los de antes.
En el extremo sur de la pequeña pradera que le da nombre y más allá de una
espesura de álamos, inclinado en medio de una arboleda de hermosos abetos, hay
un árbol muerto impresionante. Llegó a ser un pino de más de sesenta metros de
altura. Ahora, toda la albura se ha despegado y está alrededor de la base, y lo que
mantiene en alto el enorme tronco es una fina columna de duramen que está
seca, desnuda y exhausta. ¡Y esa estupenda cosa podrida también está inclinada!
Caerá en cualquier momento.
¡Qué curioso debe ser morir y después permanecer en pie uno o dos siglos
más! Disfrutar “verticalmente muerto”. Si los humanos lo pudieran hacer,
oiríamos noticias como, “finalmente Henry David Thoreau se derrumbó”. La
comunidad humana, cuando está sana, es como un bosque antiguo. Los pequeños
están a la sombra y al abrigo de los mayores, aún arraigados a sus cuerpos viejos
y caducos. Todos juntos, de todas las edades, creciendo y muriendo. Lo que
algunos silvicultores llaman “ordenación de masas coetáneas” –plantaciones de
árboles del mismo tamaño que crecen juntos– se antoja un utópico totalitarismo
racionalista. Nunca se nos ocurriría dejar a nuestros hijos en instituciones
reglamentadas, sin visitas familiares, para que un colectivo de profesionales
moldeara todos sus pensamientos siguiendo manuales oficiales, escritos por
gente que nunca ha educado a niños. ¿Por qué lo deberíamos hacer con nuestros
bosques?
“El desorden de todas las edades” es una comunidad natural, humana o de
otro tipo. La industria valora los árboles jóvenes y de mediana edad que
mantienen su simetría y presentan ramas con una longitud y ángulos uniformes.
Pero dejemos que también haya árboles realmente viejos que abandonan todo
sentido de la propiedad y empiecen a echar ramas de manera extravagante, con
poses de bailarina, mostrando su despreocupación ante la mortalidad y
manteniéndose dispuestos a todo lo que el mundo o la meteorología les depare.
Los admiro: son como los chinos inmortales, personajes al estilo de Han Shan y
Shide. Vivir tanto tiempo les da licencia para ser excéntricos, para ser poetas y
pintores entre los árboles, risueños, andrajosos y audaces. Casi hacen que desee
la vejez.
En la arboleda de abetos se pueden oler las setas, y después descubrirlas a
los pies de los troncos podridos. Un grupo de políporos de invierno, un
Cortinarius y, en medio del campo, empujando las agujas secas, montones de
rúsula y boletos. Hay algunos huecos escarbados, donde el ciervo las arrancó. A
los ciervos les encantan las setas.
Intentamos cruzar la parte sur de la pradera en línea recta, pero estaba
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húmeda y blanda bajo plantas y hierbas muertas que parecían secas. Así que
rodeamos la parte sur a través de los álamos y encontramos –y guardamos– más
setas. Empezaron a acercarse las nubes desde el sur y la brisa llenó el cielo de
una lluvia de agujas de pino secas. Era media tarde, así que atajamos campo a
través por pendientes muy empinadas siguiendo sendas de ciervos una hora
seguida, hasta encontrar una vereda cubierta de vegetación hacia una mina
abandonada que nos llevó de vuelta a la camioneta.
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amarillo, el arbusto yimpi yimpi, claros azul oscuro se inclinan
hacia delante.
Luz de un arco verde de hojas allí arriba
Bebo el agua que fluye por la raíces
Del bosque, el arroyo Terania, viene de Pangea,
Directo de Gondwana,
Suelo rocoso,
Sombra desde el fondo del cielo.
Tiempo atrás dentro de las rocas
Raíces del cielo
El agua clara atraviesa las raíces
De los árboles que llegan alto en la sombra
El canto de los pájaros nos mantiene despiertos
El latigazo de los trinos nos despierta riendo.
Booyong, carabeen, boj del cepillo, tocón negro,
acacia de bohemia
(tierra seca de eucaliptus vencedores del suelo desnudo
Buscando entre la tierra áspera durante setenta millones de años)
Pero estas viejas tribus de árboles
Siempre viajan en grupo.
Vigilando desde los acantilados
En la cresta sobre la copa de los árboles,
Sentados en la cornisa de polvo del refugio
Donde vivimos todas esas vidas.
Queensland, 1981
Una multitud de multinacionales son partícipes de la deforestación de los
trópicos. Algunas empezaron talando en Míchigan o en el Noroeste del Pacífico.
Las empresas Georgia Pacific y Scott Paper trabajan ahora en Filipinas, en el
Sudeste asiático o en Latinoamérica con los mismos tractores oruga de colores
brillantes e idénticas motosierras estridentes y amarillas. Durante el verano de
1987 en el territorio occidental brasileño de Rondonia, a consecuencia de la
caótica “conversión” de la Amazonia para otros usos, se incendió una zona de
bosque del tamaño del estado de Oregón. A veces se escucha la opinión ingenua
de que todo el mundo vive hoy en ciudades. Puede que llegue ese momento, pero
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por ahora el mayor grupo específico de población mundial lo forma la gente de
diversos tonos de piel que cultiva las zonas cálidas. Hasta hace bien poco, una
gran parte de ese ámbito estaba entre los árboles, y las culturas que habitaban en
la profundidad del bosque tenían formas de vida diversas y útiles para ese
entorno. En esa época de menor población, la agricultura de largas rotaciones de
roza y quema mezclada con la recolección no suponía una amenaza ecológica.
Hoy en día, la combinación de la tala a gran escala, el desarrollo de la industria
agropecuaria y los proyectos de presas mastodónticas amenazan todos los
rincones del mundo rural.
En Brasil hay un complejo abanico de adversarios. Por un lado, el Gobierno
nacional con sus planes desarrollistas se ha aliado con las multinacionales, los
prósperos intereses ganaderos y el común de los agricultores empobrecidos. En
el lado contrario, resistiéndose a la deforestación, están los profesionales
forestales, públicos y privados, y los científicos, unidos en la causa con las
pequeñas empresas madereras locales, los campesinos asentados al borde de la
jungla, las organizaciones ecologistas y las tribus que viven en el bosque. Los
Gobiernos del Tercer Mundo normalmente niegan el derecho a la “titularidad
nativa” de la tierra por parte de los indígenas. No reconocen la validez de los
propietarios ancestrales del bosque comunitario, como el sistema adat de los
penan de Sarawak, un sofisticado tipo procomún multidimensional. Los penan se
tumban en la carretera para protestar frente a los camiones de las empresas
madereras en su propia tierra y después van a la cárcel como si fueran
delincuentes.
Las políticas del Tercer Mundo respecto a la naturaleza salvaje a menudo
siguen la dirección marcada por India en 1938, cuando permitió los
asentamientos externos en los bosques tribales de Assam argumentando que “los
indígenas solos, sin la ayuda de los colonos inmigrantes, no serían capaces de
desarrollar los inmensos recursos de los páramos de la provincia en un plazo de
tiempo razonable” (Richards y Tucker, 1988, 107). Demasiadas personas con
poder en los gobiernos y en las universidades del mundo parecen tener prejuicios
contra el mundo natural, y también contra el pasado, contra la historia. Parece
que los norteamericanos se guían por un creacionismo de Cámara de Comercio
que se declara satisfecho ante la divina presencia de un centro comercial. La
integridad y carácter de nuestros propios ancestros se desestima con un “yo no
podría vivir así” por personas que no saben vivir en absoluto. Se ve al bosque
antiguo como si fuera basura podre, igual que a un grupo de ancianos que nos
avergüenza.
Silvicultura. “¿Cuántas
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Vidas
Se segaron
En Vietnam?”.
Tala rasa. “Algunos
Eran niños,
Algunas estaban demasiado maduras”.
Las sociedades que viven de acuerdo a las viejas costumbres (Snyder, 1977)
tienen destrezas notables. Para los que viven de la recolección –los zoólogos y
botánicos forestales originales– la jungla es una rica reserva de fibra, veneno,
medicina, estupefacientes, desintoxicantes, contenedores, impermeabilizantes,
comida, tintes, pegamentos, incienso, diversión, compañía, inspiración y,
también, picaduras, golpes y mordiscos. Estas sociedades primarias son como
los bosques antiguos de nuestra historia humana, con profundidades y
diversidades similares (“antiguas” y “vírgenes” al mismo tiempo). La “sabiduría
tradicional” de la naturaleza salvaje va desapareciendo al mismo tiempo que las
culturas humanas pobladoras. Cada una tiene su propio humus de costumbres,
mitos y sabiduría tradicional que ahora se desvanece con rapidez, una tragedia
para todos nosotros.
Brasil proporciona incentivos para este tipo de desarrollo destructivo. Al
tiempo que se promete mitigarlo, se impulsan políticas localizadas que favorecen
activamente a las grandes multinacionales y desplazan a los nativos, pero no se
hace nada por la mayoría pobre. Estados Unidos usurpa el poder de los granjeros
del Tercer Mundo al dar subsidios al exceso de producción propia. El
capitalismo, sumado a un gobierno enorme, a menudo parece prestar beneficios
sociales para los ricos, concediendo ayudas a las empresas dedicadas a la tala
rasa con pérdidas financieras para el erario público. El mayor importador de
frondosas tropicales del mundo es Japón (Mazda, Mitsubishi), y el segundo es
Estados Unidos.
Debemos recalcar a las economías capitalistas que sean al menos lo bastante
capitalistas como para controlar que las multinacionales que compran madera de
nuestras tierras públicas paguen un precio de mercado justo. Debemos dejar
claro de manera firme que, en la práctica, los árboles del mundo son más
valiosos en pie que como madera, porque sirven también para evitar catástrofes
fruto de la deforestación, como las inundaciones que destruyen vidas en
Bangladesh y Tailandia, la extinción de millones de especies de animales y
plantas y el calentamiento global. Y, finalmente, cuando hablamos de integridad
ecológica y sostenibilidad, no solo nos referimos a las culturas que viven en los
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bosques o a las especies en peligro como los topillos o los lémures, también
estamos pensando en el futuro de nuestra actual sociedad urbana e industrial. No
hace tanto, los bosques fueron nuestra hondura, un mundo moteado de sol, una
fuente inagotable e infinita. Ahora están desapareciendo. Todos somos garrulos
en peligro de extinción (Yokel:{47} en dialecto inglés significa originalmente
“pájaro carpintero verde o dorado”).
140
EN EL CAMINO, FUERA DEL SENDERO
Trabajo en un lugar, sobre un lugar
El lugar es uno concreto. Otra vertiente es el trabajo que hacemos, nuestra
vocación, nuestro camino en la vida. La pertenencia a un lugar incluye la
pertenencia a una comunidad. La pertenencia a una asociación de trabajadores –
tanto si es un gremio, un sindicato, una orden religiosa o una sociedad
mercantil– supone pertenecer a una red. Las redes trascienden las comunidades
con su propio tipo de territorialidad, análogas a las largas migraciones de gansos
y halcones.
Las metáforas de camino y sendero se remontan a la época de cuando los
viajes eran a pie o a caballo con albarda, cuando todo el mundo humano era una
red de caminos. Había caminos por todas partes: fáciles, trillados, despejados, a
veces incluso marcados con postes o mojones para medir las li, verstas o
ioyanas.{48} En las boscosas montañas del norte de Kioto me topé con mojones
cubiertos de musgo casi perdidos entre la floresta de ramas de bambú. Indicaban
–como averigué mucho más tarde– la ruta comercial del arenque desecado
transportado en talegas desde el mar de Japón hasta la vieja capital. Existen
senderos famosos: el de John Muir sobre las cimas de la Alta Sierra, la Senda de
Natchez,{49} la Ruta de la Seda.
Un camino se puede seguir, te lleva a alguna parte; es “lineal”. ¿Que sería lo
opuesto del camino? “El no camino”. Fuera del camino, fuera del sendero.
Entonces, ¿qué hay fuera del camino? En cierto sentido todo lo demás está fuera
del sendero. La implacable complejidad del mundo no está en el sendero
marcado, sino en los márgenes. Para los cazadores y pastores, los senderos no
siempre fueron útiles. Un recolector no se queda largo rato en el camino. Las
plantas salvajes, los bulbos, las codornices, las hierbas colorantes están más allá
del camino. La extensa variedad de artículos que colman nuestras necesidades
está ahí fuera. Debemos deambular para conocer y memorizar el campo, que es
ondulante, irregular y árido, con quebradas y riscos –arrugado como el cerebro–
y mantener el mapa en mente. Este es el ejercicio de economía, meditación y
visualización de los inupiaq y los atabascanos de Alaska en la actualidad. Para el
recolector, el camino trillado no muestra nada nuevo, y puedes volver a casa con
las manos vacías.
En el imaginario de China, la más antigua de las civilizaciones agrícolas, se
ha dado un lugar predominante al camino o la calzada. Los procesos naturales y
prácticos se han descrito en términos de camino o senda desde los primeros días
143
de la civilización china. Esta conexión es explícita en el críptico texto que parece
reunir toda la sabiduría tradicional primaria y reafirmarla para la historia
posterior, el Tao Te Ching, “El clásico del Camino y el Poder”. La palabra tao
significa “camino, calzada, recorrido”, y guiar y seguir. En términos filosóficos
significa “la naturaleza y el camino de la verdad” (los primeros traductores
budistas chinos adoptaron la terminología del taoísmo. Ser budista o taoísta, era
ser una “persona del camino”). Otra acepción significativa de tao es la práctica
de un arte u oficio. En japonés, tao se pronuncia do, como en kado, “el camino
de las flores”, bushido, “el camino del guerrero”, o sado, “la ceremonia del té”.
El aprendizaje era habitual en todas las artes y oficios tradicionales.
Alrededor de los catorce años, los chicos o las chicas se convertían en aprendices
de ceramistas, carpinteros, tejedores, tintoreros, farmacéuticos, metalúrgicos,
cocineros y demás. Los jóvenes se marchaban de casa y se iban a la alfarería,
donde dormían en la parte posterior. Pongamos que a lo largo de tres años
seguidos, se les encargaba únicamente mezclar arcilla o afilar los formones de
los carpinteros. A menudo era desagradable. El aprendiz tenía que someterse a la
idiosincrasia y la absoluta mezquindad del profesor sin quejarse. Se aceptaba que
el profesor pusiera a prueba continuamente la paciencia y la fortaleza del
aprendiz. Este ni siquiera podía plantearse abandonar, sino aceptarlo,
profundizar, y no tener otro interés. Para un aprendiz no había ninguna otra
posibilidad de estudio. Más tarde, se le iniciaba gradualmente en habilidades
más complejas y los criterios y trucos secretos del oficio. También empezaban a
experimentar –justo entonces, al principio– qué significaba ser “uno con tu
trabajo”. El estudiante no solo espera aprender la mecánica del oficio, sino
también absorber algo de la energía del profesor, el mana, una energía que va
más allá de cualquier comprensión o habilidad ordinaria.
En El libro de Zhuangzi (Chuang-tzu), un texto de pensamiento taoísta
radical del siglo III a. C. –quizás posterior al Tao Te Ching en un siglo–, hay una
serie de párrafos dedicados a los “trucos” de los oficios:
“El cocinero Ting despedazaba un buey para el señor Wenhui con
tanta gracia y destreza como si estuviese bailando. ‘Avanzo siguiendo su
constitución natural, golpeo las grandes zonas huecas, llevo el cuchillo
hacia las grandes hendiduras y sigo las cosas tal como son. Nunca toco
el menor ligamento o tendón, y mucho menos una articulación mayor…
Tengo este cuchillo desde hace diecinueve años y he descuartizado miles
de bueyes con él; sin embargo, la hoja sigue tan afilada como si acabara
de pasar por la muela. Hay espacios entre las articulaciones, y la hoja del
cuchillo no tiene grosor. Si insertas lo que carece de grosor en tales
144
espacios, sobra sitio... Es por eso que después de diecinueve años, la
hoja de mi cuchillo sigue tan afilada como cuando llegó de la muela’.
‘¡Excelente! – dijo el señor Wenhui–. ¡He escuchado las palabras del
cocinero Ting y he aprendido cómo cuidar de la vida!’.”. (WATSON,
1968, 50-51)
Estas historias no solo establecen un puente entre lo espiritual y lo práctico,
también nos provocan con el reflejo de lo realizados que nos podríamos sentir si
pusiésemos la vida entera en el trabajo que hacemos.
La visión occidental de las artes –si así lo queremos, desde el nacimiento de
la burguesía– minusvalora el aspecto del logro y empuja a la gente a que haga
algo nuevo continuamente. Esto supone una carga considerable para los
trabajadores de cada generación, una carga doble desde el momento en que creen
que deben renunciar al trabajo de la generación anterior y a continuación hacer
algo supuestamente mejor y diferente. El énfasis en conocer bien el uso de las
herramientas, a base de práctica y aprendizaje, ha perdido importancia. En una
sociedad que sigue la tradición, la creatividad se entiende como algo que llega
casi por accidente y es impredecible, un don solo para algunas personas. No
puede programarse en el currículo educativo y es mejor en pequeñas dosis.
Deberíamos dar las gracias cuando llega, pero no contar con ella. Cuando
aparece, es auténtica. El aprendiz-estudiante de artesanía tradicional de barro a
quien le han repetido “hazlo como siempre” durante ocho o diez años necesita
un fuerte impulso para hacer algo nuevo. ¿Qué sucede entonces? Los veteranos
de esa tradición lo miran y le dicen: “¡Vaya!, ¡hiciste algo nuevo! ¡Felicidades!”.
Cuando los maestros artesanos llegan a los cuarenta, empiezan a coger
aprendices y a transmitir el oficio. Puede que se interesen también por otras
cosas –como algo de caligrafía–, peregrinen o amplíen sus horizontes. Si hay un
paso posterior (y en rigor no hace ninguna falta, porque es fruto de una vida
entera conseguir la destreza de un artesano dotado y la ejecución de un trabajo
impecable que refleje lo mejor de la tradición), ese sería ir “más allá de la
formación” en busca de la flor definitiva, que no viene garantizada
exclusivamente por el esfuerzo. Hay un punto más lejano, al que no puede
llevarte ni la formación ni la práctica. Zeami, el excepcional dramaturgo y
director de teatro noh del siglo XIV, que también fue monje zen, calificó ese
momento como “sorpresa”. Es la sorpresa de encontrarse a uno mismo sin
necesidad de ser sí mismo, siendo uno con su trabajo, moviéndose con
disciplinada facilidad y gracia. Sabes qué significa ser una bola de arcilla que
gira, un rizo de pura madera blanca que sale del borde del formón o una de las
muchas manos de Kannon, el bodhisattva de la compasión. Llegados a este
145
punto, uno puede ser libre, con el trabajo y desde el trabajo.
Por humilde que sea su estatus social, el trabajador o trabajadora con oficio
tiene dignidad y orgullo; se necesita y respeta su destreza. Esto no debe
entenderse como una justificación del feudalismo: es simplemente una
descripción de un aspecto concreto del funcionamiento de las cosas en el pasado.
Con el tiempo, la mística del aprendizaje del oficio en el Extremo Oriente
impregnó toda la cultura japonesa: desde cómo cocinar fideos (la película
Tampopo) a los grandes negocios, las artes y la cultura con mayúsculas. Uno de
los vectores de su difusión fue el budismo zen.
El zen es el ejemplo más claro de la rama de la “autosalvación” (jiriki) del
budismo Mahayana. Su vida en comunidad y su disciplina son similares al
programa de aprendizaje de un oficio tradicional. Las artes y oficios han
admirado siempre la formación zen como un modelo de educación duro, limpio
y valioso. Describiré mi experiencia durante los años sesenta como koji
(miembro laico) en el monasterio de Daitoku-ji, un templo de la escuela zen
Rinzai en Kioto. Nos sentábamos con las piernas cruzadas y meditábamos un
mínimo de cinco horas diarias. En los descansos, todos hacíamos trabajo
manual: ocuparnos del huerto, escabechar, cortar troncos, limpiar los baños,
hacer turnos en la cocina. Nos entrevistábamos con el profesor, el Roshi Oda
Sesso, al menos dos veces al día. En ese momento se esperaba de nosotros que
hiciéramos una presentación de lo que habíamos entendido del koan que nos
habían asignado.
Teníamos que memorizar algunos sutras y seguir unos cuantos rituales
menores. La vida diaria se desarrollaba de acuerdo a un protocolo y un
vocabulario realmente arcaicos. Teníamos un horario fijo de meditación y trabajo
dividido por ciclos semanales, mensuales y anuales de ceremonias y
contemplación que databan de la dinastía china Song y se remontaban, en parte,
hasta la India de la época de Sakyamuni. Dormíamos poco, la comida era escasa
y las habitaciones sobrias y frías, pero esto, en los sesenta, era así tanto en el
mundo de los trabajadores y agricultores como en el monasterio.
A los novicios se les pedía dejar atrás su pasado, afinar su atención y hacerse
ordinarios en todo excepto en su intención de acceder mediante su koan por la
estrecha puerta de la concentración. Hone o oru, “pártete el espinazo”, que dice
la expresión; unas palabras que en Japón también utilizan los trabajadores
manuales y los practicantes de artes marciales, y que hoy pueden escucharse en
los deportes modernos y el montañismo.
También trabajábamos con adeptos laicos, a menudo granjeros, con
franqueza y simpatía. Nos dejábamos ver en los huertos de los lugareños,
hablando con ellos de todo: las nuevas especies de semillas, el béisbol o los
146
funerales. Cada semana salíamos a mendigar por las calles de la ciudad y las
carreteras entonando cánticos mientras caminábamos, con las caras escondidas
bajo grandes sombreros de paja impermeables y teñidos de marrón con zumo de
caqui. En otoño, la comunidad emprendía viajes a distantes provincias situadas
detrás de tres o cuatro cordilleras de montes, para mendigar rábanos o arroz.
Pero, a pesar de toda su rutina, el horario monástico se podía romper en
ocasiones especiales: una vez viajamos todos en tren a una reunión de centenares
de monjes en un pequeño y hermoso templo rural para conmemorar su
fundación, hacía exactamente quinientos años… A nuestro grupo le tocó trabajar
en la cocina: estuvimos muchos días troceando, cocinando, lavando y
distribuyendo comida con las esposas de los granjeros de la región. Al comenzar
el festín, fuimos los sirvientes. Esa noche, cuando los centenares de invitados se
habían marchado, los trabajadores de la cocina y los jornaleros celebramos
nuestro propio banquete y su fiesta. Los viejos granjeros con sus esposas y los
monjes zen aprendieron unos de otros danzas y canciones disparatadas y
divertidas.
Libertad en el trabajo
Durante uno de los largos retiros de meditación, llamados sesshin, el Roshi
nos dio una charla sobre esta frase: “El camino perfecto no tiene dificultades;
¡esfuérzate!”. Esta es la paradoja fundamental del camino. Se nos puede exigir
no escatimar una gota de sudor en la intensidad del esfuerzo mientras nos
recuerdan que no hay obstáculos en el camino y que incluso el propio esfuerzo
nos puede llevar a extraviarnos. El esfuerzo por sí solo puede hacer que se
acumule aprendizaje y energía, o se consigan logros formales. La disciplina
puede alimentar el talento natural, pero por sí sola no llevará a nadie al territorio
del “paseo libre y fácil” (una frase de Zhuangzi). Hay que procurar no ser
víctima de la inclinación personal a la autodisciplina y el trabajo duro. Un
talento menor puede conducirnos al éxito en nuestro oficio o en los negocios,
pero quizá entonces nunca descubramos qué capacidades lúdicas nos habrían
dado las mayores alegrías. “Estudiamos el yo para olvidar el yo –dijo Dogen–.
Cuando olvidas el yo, eres uno con las diez mil cosas”. Las diez mil cosas quiere
decir todo el mundo fenoménico. Cuando estamos abiertos, ese mundo puede
llenarnos.
Aun así, estamos llamados a luchar con el curioso fenómeno de la compleja
esencia humana, necesaria pero desmedida, que se resiste a dejar entrar al
mundo. La práctica de la meditación nos enseña formas para rasparla, ablandarla
y darle color. El propósito del koan es proporcionar al estudiante un ladrillo con
147
el que llamar al portón para atravesarlo y cruzar esa primera barrera. Después
hay otros muchos koans que profundizan en el ver y el ser no dualista,
permitiendo al estudiante –tal y como le gustaría a la tradición– llegar a ser
consciente, elegante, agradecido y diestro en la vida diaria; para ir más allá de la
dicotomía entre lo natural y lo elaborado. Es en cierta medida la práctica de “un
arte de la vida”.
El propio Tao Te Ching nos ofrece la interpretación más sutil de lo que el
camino puede querer decir. Empieza diciendo así: “El camino que puede
seguirse (caminarse) no es el camino constante”. Dao ke dao fei chang dao. Es la
primera línea del primer capítulo. Está diciendo: “Una senda que puede seguirse
no es una senda espiritual”. La realidad de las cosas no puede confinarse en una
imagen tan lineal como una calzada. El objetivo del aprendizaje solo se alcanza
cuando se olvida al “seguidor”. El camino no tiene dificultades, no propone
obstáculos, está abierto a todas las direcciones. Sin embargo, nosotros nos
interponemos en nuestro propio camino, y por eso el viejo maestro dijo:
“¡Esfuérzate!”.
También hay maestros que dicen: “No intentes demostrarte algo difícil a ti
mismo, es una pérdida de tiempo; tu ego y tu intelecto se meterán por el medio;
deja que esas aspiraciones fantásticas desaparezcan”. Te dirán: “En este preciso
momento, simplemente sé la mente misma que lea esta palabra y la conozca sin
esfuerzo, y habrás entendido ‘la gran materia’. Tales fueron las instrucciones de
Ramana Maharshi, Krishnamurti y el maestro zen Bankei. Esta fue la versión de
Alan Watts del zen. Toda una escuela de budismo acepta esta postura, Jodoshin,
o budismo de la Tierra Pura, de la que el anciano y elegante maestro Roshi
Morimoto –que hablaba el dialecto de Osaka– dijo: “Es la única escuela de
budismo que puede sermonear al zen”. Puede sermonearlo, dijo, por ser tan duro,
por considerarse tan especial y por ser orgulloso. Uno debe respetar la desnudez
y la radical corrección de esta enseñanza. El budismo de la Tierra Pura es el más
puro. Se resiste con firmeza a todos y cada uno de los programas de superación
personal y sigue solamente el tariki, que quiere decir “ayuda de otro”. El otro
que puede ayudar se describe mitológicamente como el “buda Amida”. Amida
no es más que el “vacío”, la mente sin concepción ni intención; la mente búdica.
En otras palabras: “Deja de intentar mejorarte, deja que el yo verdadero sea tu
yo”. Esta enseñanza es frustrante para las personas motivadas porque no ofrece
instrucción, en sentido estricto, al desventurado peregrino espiritual.
Siempre ha habido infinidad de bodhisattvas desconocidos que no siguieron
ninguna instrucción formal o búsqueda filosófica. Se moldearon y curtieron en
medio de la confusión, el sufrimiento, la injusticia, las promesas y las
contradicciones de la vida. Son desinteresados, generosos, valientes,
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misericordiosos, humildes, gente corriente que, de hecho, siempre ha mantenido
a la familia humana unida.
Hay caminos a seguir, y hay uno que no se puede seguir, no es un camino, es
la naturaleza salvaje. Hay un “ir”, pero no un caminante: no hay destino, solo el
campo abierto. Yo me salí un poco del sendero en las montañas del Noroeste del
Pacífico, con veintidós años, cuando era vigía forestal en las Cascades
Occidentales. Entonces tomé la determinación de estudiar zen en Japón. Tuve
otro vislumbre parecido echando un vistazo al pasillo de la biblioteca de un
monasterio zen cuando tenía treinta años: aquello me ayudó a darme cuenta de
que no debía vivir como un monje. Me mudé a las cercanías del monasterio y
participaba en la meditación, las ceremonias y el trabajo de la huerta como
laico.
Regresé a los Estados Unidos en 1969 con la que era mi esposa en aquel
momento y nuestro primer hijo, y pronto nos trasladamos a la Sierra Nevada.
Además del trabajo en granjas, con los árboles y en política, mis vecinos y yo
hemos intentado seguir algo de práctica budista formal. La mantenemos laica y
no profesional a propósito. El mundo zen japonés de los últimos siglos es tan
versado y riguroso en cuanto a la instrucción estricta que ha perdido, en gran
medida, la capacidad de sorprenderse a sí mismo. Los generosos sacerdotes de
Japón, consagrados por completo al zen, defienden su papel de especialistas,
señalando que la gente corriente no puede profundizar tanto en las enseñanzas
porque no les dedican el tiempo suficiente. No tiene por qué ser así para el laico,
cuya práctica budista es como la de cualquier trabajador, artesano o artista con su
oficio.
La estructura del orden budista original se inspiró en la gobernanza tribal de
la nación Sakya (“Roble”), una diminuta república parecida a la Confederación
Iroquesa, con normas democráticas para el voto (Gard, 1949; 1956). El buda
Gautama nació en Sakia, de ahí su apelativo Sakiamuni, “sabio de los sakias”.
Por tanto, la comunidad budista (shanga) se modeló siguiendo las características
políticas de una comunidad procedente del Neolítico.
Es por eso que nuestros modelos en la práctica, la enseñanza y la dedicación
no se limitan a los monasterios o a una orientación vocacional, sino que también
podemos seguir a comunidades primigenias en la tradición del trabajo y el
reparto. Hay conocimientos añadidos que solo llegan a través de la experiencia
no monástica del trabajo, la familia, la pérdida, el amor o el fracaso. Y también
están todas las conexiones ecológicas y económicas de los humanos con otros
seres vivos, que no pueden ser siempre ignoradas y nos alientan a considerar con
rigor los procesos de plantar y cosechar, criar y matar. Todos nosotros somos
aprendices de la misma maestra con la que las instituciones religiosas trabajaron
149
originalmente: la realidad.
La realidad examinada nos dice: trata de comprender la historia y la política
inmediata, aprende a controlar tu tiempo; domina las veinticuatro horas. Hazlo
bien, sin autocompasión. Cuesta tanto meter a los niños en el coche compartido
que los lleva hasta el autobús del cole como cantar sutras en la sala de
meditación una mañana fría. Una cosa no es mejor que la otra, las dos pueden
llegar a ser bastante aburridas, y ambas tienen la virtuosa cualidad de la
repetición. La repetición y el ritual, y sus buenos resultados, se presentan de
muchas maneras. No te dejes convencer de que cambiar el filtro, limpiar los
mocos, ir a reuniones, ordenar la casa, fregar los platos o comprobar el nivel de
aceite te está alejando de objetivos más serios. Todas esas tareas no son un
conjunto de dificultades de las que deseemos escapar para poder dedicarnos a la
“práctica” que nos pondrá en el “camino”, son nuestro camino. Pueden ser un
objetivo en sí mismas, porque, ¿quién iba a querer contraponer iluminación y no-
iluminación cuando cada una de ellas es su propia realidad al completo, su
propia y perfecta quimera? A Dogen le gustaba decir que “la práctica es el
camino”. Es más fácil entenderlo cuando vemos que el “camino perfecto” no es
un recorrido hasta un sitio fácilmente definido para alcanzar un objetivo al que
se llega tras una evolución. Los montañeros suben cimas por las fantásticas
vistas, la cooperación y la camaradería, la dificultad gozosa, pero, sobre todo,
porque “te coloca ahí fuera” donde tiene lugar lo desconocido, donde te
enfrentas a la sorpresa.
La persona verdaderamente experimentada, la persona refinada, disfruta con
lo corriente. Ese tipo de persona encontrará el trabajo tedioso de la casa o de la
oficina tan entretenido y lleno de retos como cualquier metáfora sugerida por el
montañismo. Yo diría que el verdadero juego consiste en salirse completamente
del sendero, alejarse de cualquier rastro de uniformidad humana o animal
dirigida a algún objetivo práctico o espiritual. Uno sale al “sendero que no se
puede seguir”, que lleva a todas partes y a ninguna, un entramado infinito de
posibilidades, con millones de elegantes variaciones sobre los mismos temas,
siendo cada una única. Cada roca en un talud es diferente; ni siquiera hay dos
agujas de abeto idénticas. ¿Cómo puede ser una parte más crucial o importante
que cualquier otra? Nunca te encontrarás con un nido de rata cambalachera de
cola peluda hecho con ramitas, piedras y hojas amontonadas a un metro de altura
a menos que te adentres en los matorrales de manzanita. ¡Esfuérzate!
Encontramos algo de paz y comodidad en nuestra casa, junto a la chimenea,
y en los caminos cercanos. También hallamos ahí el tedio de las labores
rutinarias y el hastío de los asuntos repetitivos y triviales. Sin embargo, nada
dura una eternidad según la norma de la transitorio. Lo efímero de todos nuestros
150
actos nos sitúa en una especie de “territorio salvaje en el tiempo”. Vivimos
dentro de redes de procesos inorgánicos y biológicos que lo alimentan todo,
descendiendo a saltos por ríos subterráneos o brillando como telas de araña en el
cielo. Vida y materia en juego, heladas y bastas, peludas y sabrosas. Tales cosas
constituyen un orden mayor que los pequeños enclaves de ordenación
provisional que conocemos como sendas. Son el Camino.
Nuestras habilidades y trabajos no son más que pequeños reflejos del mundo
salvaje, cuyo orden es innato y libre. No hay nada como salirse de la calzada y
adentrarse en una parte nueva de la divisoria de aguas. No por la novedad en sí,
sino por la sensación de llegar a casa, a todo nuestro territorio. “Abandonar el
sendero” es otra forma de llamar al Camino, y deambular alejándose del sendero
es la práctica de lo salvaje. Es ahí también donde, paradójicamente, damos lo
mejor de nosotros mismos. Aun así, necesitamos caminos y senderos, y los
mantendremos siempre. Primero debes estar en el camino, antes de poder echar a
andar en otro sentido y adentrarte en lo salvaje.
151
LA MUJER QUE SE CASÓ CON UN OSO
La historia
Había una vez una niña; tenía alrededor de diez años. Solía salir a recoger
bayas todos los veranos. Todos los veranos salía con su familia y recogían bayas
y las secaban. En ocasiones veían excrementos de oso en el sendero. Las niñas
debían ser prudentes con los excrementos de oso y no caminar sobre ellos. Los
hombres podían caminar sobre ellos, pero las niñas jóvenes debían rodearlos. A
ella le encantaba saltar sobre los excrementos de oso y darles patadas.
Desobedecía a su madre. Se topaba con ellos a menudo y les daba patadas y los
pisaba. Continuaba viéndolos a su alrededor. Hacía esto desde pequeña.
La niña creció. Un verano salieron todos a recoger bayas, secar pescado y
acampar. Estuvo todo el día con su madre, sus tías y sus hermanas recogiendo
bayas. Fue hacia el final del día cuando vio algunos excrementos de oso. Les
dijo todo tipo de cosas, les dio patadas y saltó sobre ellos. Las mujeres se
estaban preparando para volver a casa, levantando sus pesadas cestas cargadas
de arándanos. La joven vio unas bayas de muy buen aspecto y se paró a
recogerlas mientras las demás se adelantaban. Cuando les estaba dando alcance,
resbaló y se le cayeron al suelo algunas. Se agachó para recogerlas. Las demás
continuaron su camino.
Un hombre estaba allí parado, vestido elegantemente, la cara pintada de rojo.
Lo vio entre las sombras. Nunca lo había visto antes. Él dijo: “Yo sé dónde hay
muchas bayas grandes, mejores que esas. Vamos a llenar tu cesta. Te acompañaré
a casa”. Estuvieron recogiendo un rato. Comenzaba a oscurecer, pero él dijo:
“Hay otro buen sitio”; y pronto se hizo de noche. Él dijo: “Es demasiado tarde
para ir a casa; vamos a preparar la cena”. Y cocinó sobre un fuego; parecía un
fuego. Comieron un poco de ardilla de tierra. Luego prepararon una cama entre
las hojas. Cuando se fueron a dormir, él dijo: “No me mires al levantar la cabeza
por la mañana, ni siquiera si te despiertas antes que yo”.
A la mañana siguiente, cuando se levantaron, el hombre le dijo: “Podemos
continuar. Comeremos ardilla de tierra fría y no haremos fuego. Vayamos a
recoger muchísimas bayas”. La joven habló de ir a casa, de su padre y de su
madre, y él dijo: “No tengas miedo. Yo iré a casa contigo”. Después le dio una
palmada justo en lo alto de la cabeza e hizo un círculo alrededor de la cabeza de
la chica con su dedo, en el sentido del sol. Entonces ella olvidó y nunca más
volvió a hablar de su casa.
Ella se olvidó completamente de volver. Sencillamente permaneció con él,
155
recogiendo bayas. Cada vez que acampaban, a ella le parecía que pasaba un mes,
cuando en realidad era un solo día. Continuaron viajando de montaña en
montaña. Por fin ella reconoció un sitio. Parecía un lugar donde solía ir con su
familia a secar carne. Él se detuvo allí, al comienzo del bosque, y le dio una
palmada en la cabeza e hizo un círculo en la dirección del sol y después otro en
la tierra donde estaba sentada. Le dijo: “Espera aquí, voy a cazar ardillas de
tierra. No tenemos carne. Espera hasta que vuelva”. Volvió con las ardillas de
tierra. Al anochecer acamparon y prepararon la cena.
A la mañana siguiente se levantaron y continuaron el viaje. Por fin lo supo.
Se estaba acercando el otoño y hacía frío. Supo que era un oso. Él dijo: “Es el
momento de hacerse una casa”; y comenzó a cavar una osera. Entonces supo de
verdad que era un oso. Llegó bastante profundo cavando la osera y luego dijo:
“Vete a coger algunas ramas de abeto y algo de maleza”. Ella rompió ramas altas
y le llevó un haz. Él vio aquello y dijo: “Esas ramas no sirven. Dejaste una señal
y la gente la verá y sabrá que estuvimos aquí. No podemos quedarnos en este
lugar”. Y se fueron.
Subieron al inicio del valle. Ella conocía este valle. Era donde sus hermanos
solían ir a cazar y comer oso. En abril llevarían allí los perros y cazarían un oso.
Mandarían a los perros a entrar en la osera y entonces el oso saldría. Allí era
donde solían ir sus hermanos, y ella lo sabía.
Su marido cavó una nueva osera y la mandó a por maleza. Le dijo: “Coge
algo de maleza que encuentres en la tierra, no ramas altas. Nadie verá de dónde
la cogiste, y la nieve cubrirá el lugar”. Ella la recogió del suelo, pero también
dobló algunas ramas altas. Las dejó colgando para que sus hermanos las vieran.
También se restregó arena encima, por todo el cuerpo. Después la restregó por
los árboles a su alrededor, para que los perros encontraran su rastro. Luego se fue
a la osera con sus haces de maleza.
Cuando el hombre escarbaba parecía un oso. Esa fue la única vez. Pero el
resto del tiempo parecía un ser humano. La mujer no sabía cómo sobrevivir de
otra manera, y, mientras fuera bueno con ella, seguiría a su lado.
“Esto está mejor”, dijo él, y acarreó la maleza al interior y preparó la osera.
Después de que preparara la osera se marcharon. El oso grizzli{50} es el último
en entrar en la osera; les gusta andar por la nieve. Pasaron algunos días más
cazando ardillas de tierra para el invierno. Ella nunca lo vio hacerlo; se sentaba
al sol del otoño tardío y miraba valle abajo. Él no quería que lo viera escarbando
en busca de ardillas de tierra como un grizzly.
Casi a diario cazaba ardillas de tierra y recogían bayas. Para ella él era igual
que un ser humano.
El otoño estaba ya muy avanzado. Él dijo: “Creo que es el momento de
156
irnos. Tenemos suficiente comida y bayas. Bajaremos a casa”. Entraron en la
osera y se quedaron allí durmiendo. Se despertaban una vez al mes para comer, y
luego volvían a la cama. Cada mes parecía otra mañana, igual que otro día
cualquiera. En realidad nunca salían fuera, solo lo parecía.
Muy pronto la mujer se dio cuenta de que estaba esperando un bebé. Y a
mitad del invierno, en la osera, tuvo dos bebés; uno era una niña y el otro, un
niño. Los tuvo cuando las osas tienen sus oseznos.
Su marido solía cantar por la noche y ella se despertaba para escucharlo. El
oso se convirtió en un chamán cuando empezó a vivir con la mujer. La canción
le era dictada, como a un chamán. La cantó dos veces. Lo escuchó la primera
vez. La segunda hizo un sonido, “¡wuf! ¡wuf!”, y ella se despertó.
“¡No lo hagas! ¡Son tus cuñados! Si de verdad me quieres, los querrás
también a ellos. No los mates. ¡Deja que te maten! ¡Si de verdad me quieres, no
pelees! Has sido bueno conmigo. ¿Por qué has vivido conmigo, si ahora vas a
matarlos?”. “De acuerdo –dijo–. ¡No pelearé, pero quiero que sepas lo que
sucedería!”. Sus grandes dientes caninos parecían espadas. “Esto es con lo que
peleo”, dijo. Ella continuó suplicando. “No hagas nada. ¡Todavía tendré a mis
hijos si te matan a ti!”. Ahora sabía de verdad que era un oso.
Se fueron otra vez a dormir. Cuando volvió a despertarse, él estaba cantando
su canción. “Es verdad –dijo–. Están acercándose. Si me matan, quiero que les
quites mi cráneo y mi cola. Allí donde me maten prepara un gran fuego y quema
mi cabeza y mi cola, y canta esta canción mientras la cabeza arda. ¡Cántala hasta
que todo esté quemado!”. Y volvió a cantar la canción.
Después comieron un poco y volvieron a dormir. Pasó otro mes. No
durmieron bien ese mes. Él se despertaba a menudo. “El momento está cerca –
dijo–. No puedo dormir bien. La tierra está quedando al descubierto. Sal y mira
si la nieve se ha derretido delante de la osera”. Ella se asomó, y vio que fuera
había barro y arena. Recogió un poco e hizo una bola y se la frotó por encima.
Estaba llena de su olor. La hizo rodar colina abajo; así los perros podrían olerla.
Volvió a entrar y dijo: “Hay tierra al descubierto en algunos sitios”. Él le
preguntó por qué había dejado las señales. “¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¡Nos
encontrarán con facilidad!”.
Durmieron durante medio mes y después se despertaron. Él estaba cantando
de nuevo. “Esta es la última vez –dijo–. No volverás a oírme. De un momento a
otro los perros estarán por la puerta. Andan muy cerca. ¡Pelearé! ¡Voy a hacer
algo terrible!”. Su mujer dijo: “¡Tú sabes que son mis hermanos! ¡No lo hagas!
¿Quién cuidará de mis hijos si los matas? Debes pensar en los niños. Mis
hermanos me ayudarán. ¡Si mis hermanos te dan caza, déjales hacer!”. Volvieron
a la cama por muy poco tiempo. A la mañana siguiente él dijo: “¡El momento
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está cerca! ¡Está muy cerca! ¡Despierta!”.
Justo cuando se estaban levantando, oyeron un ruido. “Los perros están
ladrando, debo ir. ¿Dónde están mis cuchillos? ¡Los quiero!”. Los descolgó. Ella
lo vio ponerse los dientes. Era un gran oso grizzly.
“Por favor, no pelees. Si me querías para ti, ¿por qué has llegado hasta aquí?
Piensa en los niños. ¡No hagas daño a mis hermanos!”. Él dijo: “¡No volverás a
verme!”, y salió. En la entrada gruñó, y de un zarpazo lanzó algo al interior de la
osera. Era un perrillo, un pequeño perro cazador de osos. Cuando lanzó el perro
al interior, ella lo agarró y lo arrinconó entre la maleza bajo el lecho. Puso allí al
perro para retenerlo. Se sentó encima de él y lo mantuvo allí para que no pudiera
escapar. Tenía una razón para hacerlo.
Durante un largo rato no se oyó ningún ruido. Salió de la osera y oyó a sus
hermanos ladera abajo. Ya habían matado al oso. Se sintió mal y decidió
sentarse. Encontró una flecha en el suelo y la recogió. Después ajustó una cuerda
a la espalda del perrillo. Ató la flecha al perrillo y este corrió hacia sus dueños.
Los chicos estaban abajo despiezando al oso. Reconocieron al perro, y al ver la
flecha se la quitaron.
“Qué curioso –dijeron–. ¡Nadie en una osera le ataría esto!”. Hablaron sobre
ello y decidieron que el hermano más joven subiera a la osera. Un hermano
pequeño podría hablar con su hermana, pero un hermano mayor no podría. Los
hermanos mayores le dijeron al más joven: “Perdimos a nuestra hermana hace un
año. Podría haber sucedido algo. Puede que un oso se la llevara. Tú eres el más
joven, no debes temer. Allí arriba no hay nadie más que tu hermana. Ve y mira si
está allí. ¡Averígualo!”.
Él fue. La encontró allí sentada, llorando. El niño se acercó y ella lloró
cuando lo vio. Le dijo: “¡Vosotros matasteis a vuestro cuñado! Me fui con él el
verano pasado. Lo matasteis, pero dile a los otros que conserven el cráneo y la
cola. Dejadlos allí para mí. Cuando lleguéis a casa, dile a madre que zurza un
vestido para mí y así podré volver a casa. Que zurza un vestido para la niña,
pantalones y una camisa para el niño, y mocasines. Y dile que venga a verme”.
Él volvió a bajar y les dijo a sus hermanos: “Es nuestra hermana. Quiere que
conservemos la cabeza y la cola del oso”.
Así lo hicieron, y después volvieron a casa. Se lo dijeron a su madre. Su
madre se puso a la tarea y cosió. Tenía un vestido y mocasines y ropa para los
niños. Al día siguiente subió allí. La madre fue al lugar y vistió a los niños.
Después bajaron al sitio donde habían dado muerte al oso. Los chicos habían
dejado una gran fogata. La mujer quemó la cabeza y la cola, y después cantó la
canción hasta que todo fueron cenizas.
Después volvieron a su casa, pero ella no entró inmediatamente. No estaba
158
acostumbrada al olor humano. Dijo: “Dile a los chicos que preparen un
campamento. Todavía no puedo entrar en la casa. Pasará algún tiempo”. Estuvo
fuera una larga temporada. Hacia el otoño entró por fin y se quedó junto a su
madre. Ese invierno los niños crecieron.
Durante la primavera siguiente sus hermanos querían que se comportara
como una osa. Habían matado a una osa que había tenido oseznos, un macho y
una hembra. Querían que su hermana se cubriera con la piel y actuara como una
osa. Prepararon pequeños arcos. La acosaron para que jugara con ellos, y querían
que sus dos hijitos jugaran también. Ella no quería. Le dijo a su madre: “¡No
puedo hacerlo! Si lo hago, me convertiré en una osa. Ya lo soy a medias. Me ha
empezado a crecer pelo en los brazos y las piernas, y es muy largo”. Si se
hubiera quedado allí con su marido oso otro verano, se habría convertido en una
osa. “Si me cubro con la piel de la osa, me convertiré en una”, dijo.
Pero continuaron insistiendo para que jugara. Un día los chicos entraron a
hurtadillas y lanzaron las pieles de oso sobre ella y sus pequeños. ¡Ella salió a
cuatro patas! ¡Se sacudió como una osa! Era una osa grizzly. No pudo hacer
nada. Tenía que defenderse de las flechas y los mató a todos, incluso a su madre.
No mató a su hermano menor, a él no. No pudo evitarlo. Las lágrimas le corrían
por el rostro.
Después se marchó. Tenía con ella a sus dos oseznos. Caminaron ladera
arriba y se adentraron de nuevo en las montañas.
Por eso un oso grizzly es en parte humano. Ahora la gente come carne de
oso negro, pero siguen sin comer carne de grizzly, porque los grizzlies son medio
humanos.
Sobre “La mujer que se casó con un oso”
Arándano, frambuesa negra, zarzamora, serbal, manzanita, arándano rojo...
Las bayas salmón maduran pronto, y casi todas las demás lo hacen hacia el final
del verano. El brillo de las bayas, su aroma, su pequeña punzada de sabor, su
dulzura, todo nos ha sido dado desde un tiempo muy lejano. ¿Para quién es? Las
bayas incitan a las aves y los osos a alimentarse. Es una ofrenda, pero también
hay una compensación, ya que de este modo las semillas serán diseminadas.
Pequeñas semillas enterradas en dulces glóbulos que viajarán en el buche de las
aves, en intestinos de mapaches, sobre las rocas, a través del aire, sortearán el
río, para ser depositadas en la tierra de otros bosques y brotar de nuevo.
Para recoger bayas hace falta paciencia. Los osos se acercan a los brotes y
arañan delicadamente entre los racimos con sus zarpas. La gente hace rastrillos
de madera que se asemejan a zarpas de oso y las recogen en una cesta, o varean
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los arbustos con una cuchara de madera sobre un canasto que sostienen en la otra
mano. ¡Algunas mujeres son muy rápidas! Las arrancan con todos los dedos de
ambas manos, sin estropearlas nunca. Cuando están maduras, la gente sale a
recogerlas todos los días, y después las secan o las escabechan para el invierno.
El comérselas no hace ningún mal al arbusto ni a la semilla. Quizá esta historia
comienza con las bayas.
Desde un tiempo muy lejano, los osos pardos, los grizzlies (aunque no nos
referiremos a ellos directamente con nombres tan bruscos), han llegado a los
campos de bayas. Llevan fuera vagando y alimentándose desde la primavera,
recorriendo docenas o cientos de kilómetros, a menudo en solitario. Cuando se
reúnen en las laderas más abundantes en bayas, puede haber muchos osos
recogiéndolas a poca distancia, y se las arreglan para no enfrentarse.
Comen durante todo el verano acumulando grasa para el invierno. Si por
alguna razón no consiguen el suficiente peso llegado el final del otoño, los
cuerpos de las madres abortarán los pequeños fetos, ya que la lactancia durante
el rigor del invierno puede agotar sus fuerzas. Cuando han acabado con los
arándanos y otras bayas en las montanas, bajan a los ríos y arroyos a por los
salmones que remontan la corriente en otoño.
Durante mucho tiempo solo hubo osos y pájaros en los ríos y junto a los
matorrales de bayas. Los humanos llegaron más tarde. Al principio todos se
llevaban bien; siempre había algo de alimento para compartir. Los animales
pequeños pueden ser tan poderosos como los grandes. Algunos, y algunos
humanos, podían cambiar de piel, cambiar de máscaras. De vez en cuando todos
se adentraban en el mundo del espíritu para un gran encuentro o una contienda.
En los tiempos primigenios los seres humanos no eran tan malos. Más adelante
parecieron distanciarse. Se ocupaban solo de sí mismos y pasaban todo su
tiempo juntos. Dejaron de ir a las reuniones, y eran cada vez más tacaños.
Aprendieron un montón de menudencias y olvidaron de dónde venían.
Algunos animales empezaron a evitar a los seres humanos. Otros estaban
preocupados, ya que les gustaban los humanos y disfrutaban de su compañía y
de su divertido comportamiento. Los osos todavía les tenían cierto aprecio.
Todavía querían ser vistos por las personas, sorprenderlas de vez en cuando,
incluso que les cazaran y dieran muerte, para poder entrar en las casas y oír su
música. Quizás por eso los osos dejan excrementos en las sendas. Es una manera
de decirle a la gente que están cerca y así evitan asustarles. Si osos o personas se
llevan un susto, alguien puede resultar herido. Cuando la gente encuentra
cagadas puede examinarlas y ver si son recientes, y comprobar qué se ha
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comido. Si esta semana tocan bayas, deberías saberlo. Las cagadas son una
ventana a la vida de un oso: indican dónde ha estado. Así, cuando la gente va a
la montaña puede silbar y ocuparse de lo suyo, porque todo el mundo sabe lo que
están pensando los humanos.
A las niñas pequeñas les gusta correr, saltar y cantar. A algunas de ellas les
gusta hacer burla, pero generalmente no es una burla cruel. Juegan a la comba:
saltan y cantan; juegan a la raya: saltan y cantan. Aun así, una niña o una mujer
no deberían saltar nunca sobre excrementos de oso; en realidad, no debería
hacerlo sobre ningún excremento, y tampoco los hombres. Está bien observarlos
y pensar en tales señales, pero sería una tontería opinar al respecto. Sin embargo,
esta niña siempre los pisaba y no dejaba de hablar de ello. Quizás estaba siendo
traviesa, aunque también debemos decir que era una niña excepcional que de
alguna manera se sentía atraída por un lugar salvaje.
Atraída por lo salvaje. Los osos son tan tranquilos y poderosos. Al mismo
tiempo son los animales más cercanos al hombre. Todo el mundo lo dice:
“Cuando le sacas el abrigo a un oso, es igual que un hombre”. Y actúan como
humanos: juguetean, educan a sus oseznos –que son traviesos y curiosos– y
recuerdan. Confían en sí mismos. Engullen un pequeño bocado o tumban a un
alce con la misma elegancia. Sus zarpas son delicadas y precisas: pueden coger
un fruto entre dos uñas. Hacen el amor durante horas. Son gruñones después de
la siesta. Pueden recorrer más de ciento cincuenta kilómetros en una noche.
Parecen indestructibles. Saben qué está pasando, a dónde ir y cómo llegar allí.
No son rencorosos. Pueden ponerse furiosos, y cuando pelean es como si no
sintieran dolor. No tienen enemigos ni miedos, pueden ser cómicos y tienen un
gran corazón. El mundo es su casa. Les gustan los seres humanos, y decidieron
hace tiempo dejar que los humanos les acompañaran en los ríos salmoneros y en
los campos de bayas.
Esta niña debía de saber algo de todo esto, y en cierta manera estaba
llamando a los osos. La mayoría de la gente sabe que romper las reglas es malo,
y cuando lo hacen a escondidas sienten que están haciendo algo reprobable. Hay
gente que rompe las reglas por codicia y por tener un oscuro corazón. Ciertas
personas son claras y rompen las reglas porque quieren saber. También
entienden que hay que pagar un precio, y no se quejarán.
Las reglas son cuestiones de comportamiento que tienen que ver con el
poder y el conocimiento, con la vida y la muerte, dado que versan sobre quitar la
vida y sobre la propia alimentación y muerte. Los seres humanos, en su
ignorancia, son proclives a ofender. Hay un mundo detrás del mundo que vemos,
que es el mismo mundo, pero más abierto, más transparente y sin barreras. Al
igual que dentro de una gran mente, todos los hombres y los animales pueden
161
hablar, y aquellos que pasan por él reciben el poder de ayudar y sanar. Aprenden
a comportarse y a evitar ofender. Tocar este mundo, no importa con qué
brevedad, es una ayuda en la vida. La gente lo busca, pero la búsqueda no es
sencilla. Aquí las formas fluyen. Para un oso todos los seres parecen osos. Para
un humano todos parecen humanos. Cada criatura tiene sus historias y sus
rarezas; todos los animales con su graciosa naturaleza representando diferentes
papeles. “Cuando dragones y peces ven el agua como un palacio, es igual que si
un ser humano viera un palacio. No piensan que fluya. Si un forastero les dice:
‘Lo que veis como un palacio es agua que corre’, los dragones y peces se
quedarían perplejos, al igual que nosotros lo estamos cuando oímos las palabras:
‘Las montañas fluyen’.” (Dogen). Y en ocasiones aquellos que tienen el poder, o
una razón, o simplemente son curiosos, cruzan las fronteras.
Esta joven mujer ya había crecido, y recogía bayas con su familia. Los osos
sabían que estaba allí. Cuando se quedó atrás para recoger las bayas que se le
habían caído de la cesta, un hombre joven se aproximó para presentarse y
ayudarla. Llevaba su mejor ropa, vestido como alguien que va de visita. Para ella
era un ser huma- no, y así se adentró en un mundo intermedio, no del todo hu-
mano, no del todo animal, donde la lluvia puede parecer fuego y el fuego puede
resultar lluvia. Y él la asentó allí con más firmeza y rigor dándole una palmada
en la cabeza para que olvidara. Se adentraron bajo la maraña de ramas, y cuando
salieron habían cruzado una cadena de montañas. Cada día es un mes, o años.
Pero no se olvidó del todo. Siempre estamos en ambos mundos, porque no
son realmente dos. Y aunque recordara que había dejado atrás una casa y una
familia, no era un impulso demasiado fuerte porque estaba enamorada. Él era un
hombre fuerte y guapo, y además la amaba. Se paseaban por las montañas más
hermosas, en el grandioso clima dorado del final del verano, con bayas maduras
en todas las laderas. Sus sueños de joven doncella se habían cumplido. Si ella
aprendió a amar a un oso, él tuvo que superar sus prejuicios contra los humanos,
que son débiles, livianos, impredecibles y malolientes. Se unieron en la pasión y
la conversación. Vivían en la frontera de los bosques.
Pero llega el invierno. Los osos ganan peso y les crece mucho el pelo. Si
están preparando una nueva osera, seleccionan un lugar en una ladera, cavan
hacia abajo y luego hacia arriba, situando la cámara bajo una alfombra de raíces
de algún árbol alpino o una gran losa de piedra. El túnel de entrada puede ser de
uno a tres metros de largo, y la cámara, de dos y medio a tres y medio de ancho.
Y después los osos arrancan ramas: las doblan sobre un brazo y las rompen con
el otro, recogiéndolas para usarlas de lecho en la osera. Con la osera lista los
grizzlies merodean, todavía de caza, mientras el tiempo continúe siendo
162
apacible. Cuando la nieve comienza a ser intensa, justo cuando está cayendo con
más fuerza, el oso entra en la osera y la nevada cubrirá sus huellas.
En la osera los osos dejan de beber, comer, orinar o defecar durante meses.
Permanecen alerta y pueden despertarse con bastante rapidez. Sus cuerpos
encuentran la manera de metabolizar sus propios desechos. Aun perdiendo grasa,
aumentan su masa muscular y conservan su volumen óseo como si estuvieran
despiertos y en activo. Sueñan. Quizás sueñen con encuentros en las “montañas
interiores”, donde El Oso, como “Señor de la Montaña”, ofrece una gran
celebración para todos los demás animales. Para la joven mujer, este es un
tiempo de relampagueantes idas y venidas entre sus dos seres. El paisaje retorna
a su historia: reconoce un valle. Ve a su amante, a su marido, primero como un
oso cavando la osera, después como un ser humano que se sienta y conversa con
ella. Le ayuda a recoger ramas de abeto balsámico para la osera y no puede
evitar dejar marcas, señales para sus hermanos, que la buscarán. Con disgusto,
tristeza y cierto fatalismo, él ve todo esto, y, sin irritarse con ella, simplemente se
aleja y cava una nueva osera; pero ella continuará dejando su rastro.
Y llega el momento de bajar a la osera. Ella todavía no es un osa, así que
preparan comida para cuando la necesite. Pare los bebés durante el invierno, al
igual que lo hacen los osos, y después llega el momento en que deben confrontar
sus destinos, su tarea. “Él se convirtió en un chamán cuando empezó a vivir con
la mujer”. No era un oso común, dado que fue capaz de cambiar de forma y
aceptar lo humano, pero el poder todavía seguía llegándole. ¿Osos ancianos
velando por él en la distancia, sabiendo que los poderes serían necesarios? Un
chamán canta canciones de poder, y él cantó una de esas canciones. Si antes no
sabía lo que iba a llegar, ahora lo intuye: los hermanos de ella y una batalla. Sin
duda podría matarlos, conservando a su mujer e hijos, y adentrarse más en la
montañas para estar seguro. Esa es la tentación: viaja entre dos dominios con sus
enormes dientes caninos de grizzly, que aparecen como espadas o dientes,
dientes o espadas, a los ojos de ella.
Pero, habiendo llegado hasta aquí en el dominio de lo humano, también se
ha obligado a sí mismo a la costumbre humana, y existe una férrea ley que dice
que los cuñados nunca deben pelear. El nombre de familia que los niños reciben
es el de la madre, y serán criados más por los hermanos de ella que por su padre.
¡Si solo pudieran aceptarlo como cuñado! Esa sería una unidad familiar ideal,
extraña solo en cuanto que la mitad de la familia serían osos –ya que ella se está
convirtiendo en una– y la otra mitad humanos. Qué momento de sueño utópico
debió de ser para él.
Ella es práctica. Sabe que sus hermanos nunca lo aceptarán y siente que sus
hijos deben ser criados como humanos. Pero ama a su marido, no solo al hombre
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guapo, también el cuerpo de oso. Ella misma está empezando a ser peluda.
Durante varias semanas deben convivir con estas alternativas y el destino que se
va acercando. Él canta otra vez por la noche: es la canción que debe cantarse
cuando se ha cazado y dado muerte a un oso. Le da las instrucciones: “Allí
donde me maten, prepara un gran fuego, quema mi cabeza y mi cola y canta esta
canción mientras la cabeza arda. ¡Cántala hasta que todo esté quemado!”.
Esta es la razón por la que se encontraron: para que él pasara esa enseñanza,
a través de ella, del dominio de los osos al de los hombres. Ahora los dos lo
saben. Pero él no puede dejarse llevar del todo; pregunta: “¿Por qué? ¿Por qué?”;
y aun el último día un pensamiento más le incita a defenderse. Ella siempre
insiste en la palabra hermanos y él no puede rebelarse contra eso. Sale por la
puerta camino de su muerte, lanzando de un zarpazo detrás de él al pequeño
perro tahlan cazador de osos. Este perro doméstico es medio animal salvaje y
medio humano, y la ayuda a prepararse para regresar a lo humano. Su marido
muere fuera de su vista, pero ella puede oír el ladrido de los perros. Se sienta y
llora, dejando que aflore la pérdida y el dolor que estaba conteniendo, y lo vierte
sobre su hermano pequeño: “¡Vosotros, chicos, acabáis de matar a vuestro
cuñado!”, lo que también es para ellos algo doloroso.
(Los osos salen de la osera en primavera flacos y hambrientos, y se sacian
con primores de primavera -Claytonia- o plantas similares si no pueden
encontrar un cadáver de alce o caribú al que haya matado el invierno).
Ella quema la cabeza y la cola y canta la canción.
No puede volver a casa de su madre. Pasa todo el verano de luto y
habituándose al olor humano. Durante el otoño y el invierno, viviendo en el
poblado, enseña a sus familiares lo que aprendió –a quemar el cráneo y la cola
de un oso después de matarlo– y les enseña la canción. Aprendió mucho más de
su marido sobre la ceremonia del oso y la manera apropiada de cazar, y todo lo
enseña: a ser discretos, a no fanfarronear, a no señalar nunca a un oso, a hablar
despacio.
No es un invierno fácil. Los niños no se acostumbran, y ella tampoco. La
gente no le habla con confianza. Los hermanos tienen oscuros e intrincados
pensamientos sobre su hermana, que sabe tanto de osos. La siguiente primavera
se ponen en marcha para la caza anual del oso y vuelven con la piel de una
hembra y dos oseznos. Quieren forzar a su hermana para que se disfrace y haga
de oso. Secretos que no deben contarse les acechan: su hermana, una osa. ¿Qué
comían? ¿De qué hablaban? ¿Con qué sueña? ¿Cómo fue? ¿Cuánto poder tiene
ahora? ¿Pueden fiarse de ella? ¿En qué se convertirán sus hijos? El poder y el
misterio que ahora la rodean ya no es cómodo para los humanos.
Ella intenta que su madre los detenga, sabiendo lo que ocurrirá, su pelo cada
164
vez más largo. Pero ocurre: los hermanos no pueden soportar esta ambigüedad y
la fuerzan a cruzar la raya. Ella se vuelve otra vez osa y los mata a todos,
excepto a su hermano pequeño. Ahora ya han pagado por matar a su cuñado, y
pagado por burlarse y atormentarla, y la madre también ha muerto. La joven
mujer y sus hijos son ahora irrevocablemente osos; el mundo de los humanos no
los aceptará. Deberán retornar a la naturaleza salvaje habiendo cumplido su
tarea: enseñar a los humanos las actitudes correctas respecto a los osos. Quizás
todo esto estaba planeado por los Osos Padres y Madres, que escogieron a un
macho joven e intrépido para ser el mensajero. Para cada uno de los actores
había un precio: el oso y la familia de la mujer perdieron la vida. No se puede
cruzar entre dominios sin pagar un alto precio. Ella perdió a su amante y su
humanidad para convertirse en una osa con dos traviesos oseznos, sola entre
bosques y montañas.
Esto sucedió hace mucho tiempo. Desde entonces, los hombres han tenido
buenas relaciones con los osos. Todos los años a mitad de invierno, en bosques
nevados alrededor del mundo, muchas gentes han cazado, celebrado y festejado
junto con los osos. Osos y hombres han compartido verano tras verano los
campos de bayas y los ríos salmoneros sin grandes dificultades. Los osos han
sido cuidadosos de no cazar ni elegir a humanos como presas, si bien pelearán si
son atacados.
Su historia tuvo otras consecuencias: la esposa del oso fue recordada como
una diosa bajo muchos nombres y se contaron muchas historias sobre sus hijos y
lo que les aconteció en el mundo. Pero ese tiempo se ha acabado. Los osos están
siendo diezmados, los humanos están en todas partes y el mundo verde está
siendo desgarrado, arrasado y reducido a cenizas por el avance de un mundo gris
que parece no tener fin. Si no fuera por unas cuantas gentes ancianas de los
tiempos de antaño, ni siquiera conoceríamos este cuento.
Maria Johns y la narración de esta historia
Esta versión de “La mujer que se casó con un oso” está basada en la
narración de Maria Johns a Catherine McClellan, antropóloga y etnohistoriadora.
Hay muchas versiones de esta historia, y once de ellas están recogidas en el
estudio de McClellan The Girl Who Married the Bear: A Masterpiece of Indian
Oral Tradition{51} (1970). Sobre Maria Johns escribió:
“Probablemente Maria Johns nació durante la década de 1880. La
primera vez que vio a un hombre blanco fue cuando ella y su familia
165
retaron a los chilkoot de la costa y cruzaron el Paso de Chilkoot para
comerciar en Wilson's Store en Dyea. Esto sucedió en los ochenta, y
Maria era entonces una mujercita. Maria pertenecía al clan tuq’wedi o
dicitan y remontaba su ascendencia en último término al pueblo costero
tlingit de Angoon. Aunque su primera lengua era el dialecto tagish del
atabascano, también hablaba bastante tlingit, que, de hecho, se convirtió
en la principal lengua nativa de los tagish. Tenía muy poco dominio del
inglés.
Aunque parece que llevó una vida bastante rica y activa, pasó la mayor
parte de sus días de adulta con poca salud y parcialmente ciega. Cuando
la conocí en 1948 estaba totalmente ciega y pasaba la mayor parte del
tiempo en la cama, cubierta con una manta de piel de ardilla de tierra.
Maria compuso por lo menos tres canciones propias y evidentemente
contó muchas historias a sus hijos, a juzgar por el repertorio de sus dos
hijas adultas.
Maria se ofreció a contar la historia del oso la mañana del 16 de julio de
1948. La había visitado en casa de su hija Dora y le pregunté si existían
observancias rituales para con los osos.
Maria era obviamente una buena contadora. Gesticulaba con frecuencia,
cambiaba la voz para indicar que se trataba de diferentes personajes
hablando, e imitaba el sonido de perros y osos. Apresuró un poco el final
del cuento porque le preocupaba que yo pudiera perder el tren para salir
de Carcross.
Dora Austin Wedge, la intérprete, había ido al colegio, y hablaba un
excelente inglés. La hija de Dora, Annie, era la otra persona presente.
Estaba muy interesada en la historia, que, evidentemente, no había oído
antes”.
Arcadia
Oso pardo: Ursus arctos.
Arktos, “oso” en griego; en latín llamado urs; en sánscrito, rksha; en galés,
arth (rey Arturo). El sánscrito probablemente conduce a Rakshasas: “errantes
demonios nocturnos que rugen y aúllan y comen cadáveres”. D. Pawda sugiere
que la protorraíz es “¡Rrrrrr!”.
El “Ártico” es donde están los osos.
Arcade era el hijo de Zeus y de la diosa osa Calisto. Supuestamente él era el
progenitor de los arcades, gentes de la Arcadia, “hombres oso”. Veneraban a
Pan, Hermes y Artemisa, la dama de las cosas salvajes, también asociada con los
166
osos.
Arcadia: las altiplanicies y cordilleras en las tierras altas e interiores del
Peloponeso central, con picos de dos mil trescientos metros a lo largo del
extremo norte. Originariamente había bosques de pino y roble, y praderas. Los
otros griegos pensaban que los arcadios eran una población aborigen que
siempre había estado allí, y, de hecho, se mantuvieron como un pueblo fuerte e
independiente a lo largo de toda la historia de Grecia. No les afectaron las
invasiones dóricas. Fueron hortelanos, ganaderos y cazadores. Para los romanos
y los griegos urbanos eran el modelo de una cultura de subsistencia vernácula y
fuerte que no perdió sus conexiones con la naturaleza. En los primeros siglos
después de Cristo, la deforestación y el agotamiento de la tierra redujeron la
población, y en el siglo octavo los inmigrantes eslavos propiciaron el fin de esta
vieja cultura. Sin duda, algunos de los primitivos arcadios conocían y contaban
alguna versión de la historia de la mujer que se casó con un oso.
En la Danza del Oso
Una mujer con apariencia de abuela y vestido estampado está hablando con
un anciano curtido que viste pantalones de leñador y tirantes. “Hay espíritus en
todo, ¿verdad?”. Él asiente. Ella sonríe: “No pareces muy convencido”.
El viejo es alto y poderoso, aunque un poco cargado de espaldas. El pelo,
rizado y gris metálico, le llega a la altura de los hombros, lleva los pantalones
medio salidos de unas botas rancheras altas, y sus manos son pesadas y ásperas,
con un pulgar roto. Comenta: “Las viejas gentes no tenían todas las palabras
apropiadas de la ciencia que ahora tenemos; o sea, que llamaban a los rayos del
sol ‘espíritus’. Llamaban a muchas cosas ‘espíritus’. No es que fueran tontos,
pero llamaban a esas cosas de poder y energía ‘espíritus’.”.
Un blanco joven está escuchando. La mujer es intensa, de ojos claros,
bienhumorada, y continúa con su propio razonamiento: “Se han olvidado
muchas cosas. He averiguado mucho sobre esto. No es para todo el mundo, es
para nuestra gente. Necesitamos enseñar a los jóvenes”.
En la polvorienta zona de danza se está formando un círculo de niños.
Marvin Potts, con un viejo sombrero de fieltro, chaqueta y vaqueros de dril, y
gastadas botas de trabajo, los sitúa e instruye con ternura. Hay un poste de dos
metros y medio en la zona de baile, del que cuelga una piel de oso. En la base
del poste hay un montoncito de hojas y tallos de artemisa recién recogidos,
todavía húmedos después del lavado. Todo el mundo está cogiendo un puñadito.
Un trecho más arriba de la ladera hay un sombrajo donde se juega una partida,
con el ritmo incesante del tamborileo en los troncos y el canto que asciende y
167
cae.
La mujer y los dos hombres siguen de pie bajo un caluroso sol, un torrente
de gente pasando a su alrededor, la voz del hombre viejo tan baja que casi no se
le puede oír. El joven escucha y solo pregunta de vez en cuando.
“La ciencia ha subido tanto –dice el hombre viejo– que ahora está
empezando a bajar. Nosotros estamos ascendiendo con nuestra vieja sabiduría, y
muy pronto nos encontraremos con la ciencia bajando”. Una nativa joven se ha
sumado al grupo, y la mujer mayor le dice: “No me llames maidu o concow. Soy
una tai. Ese es nuestro nombre para nosotros”. El hombre viejo se vuelve hacia
ella y dice: “¿Qué es una tai?”. “Eso es lo que yo soy, pero tú no lo sabes”.
“Bueno, yo soy un maidu igual que tu”, dice él. Ella se ríe con franqueza, y
le responde: “Lo cierto es que tú eres un...”, y pronuncia un sonoro nombre
nativo. “Significa Montaña Mediana”. Él repite la palabra con facilidad; está
claro que la conoce: “Sí, significa Montaña Mediana. O sea, ¿que eso es lo que
éramos?”. “Sí, tu grupo. El antropólogo blanco nos dio a todos el nombre de
maidu”. “De acuerdo”, dice, y se vuelve otra vez hacia el hombre joven. “Ahora
voy a bailar. Venga a visitarnos alguna vez. Tenemos muchos problemas tratando
de evitar que la gente robe nuestro cementerio”. “¿A qué se dedica?”, pregunta el
hombre blanco. “Trabajo media jornada en un aserradero”. Y se va, recogiendo a
tres nietos pequeñitos y conduciéndolos al círculo interior de los niños en la
Danza del Oso.
Marie Potts está en su silla de ruedas junto a un poste adornado con tiras de
corteza de arce que penden alrededor. Un sistema de megafonía portátil está
encendido y Frank empieza a cantar: “Weda..., weda..., weda...”. Hay dos
círculos: uno interior de niños y un corro exterior de adultos. Ambos comienzan
a girar despacio, en la dirección de las agujas del reloj, la gente agitando sus
pequeños puñados de ajenjo rítmicamente. Hay jóvenes y viejos, muchos
blancos, muchos nativos, muchos colores entre unos y otros.
Muy pronto es el propio oso el que aparece, la gran cabeza sostenida delante,
la gruesa piel negra cubriéndole la espalda. Las dos patas delanteras son brazos
con bastones. La parte baja del cuerpo del oso lleva unos vaqueros blancos
cortados con las costuras medio descosidas. Se mueve con soltura, como lo haría
un oso, deslizándose dentro y fuera del corro, desplazándose en círculos entre los
danzantes, abriéndose paso hacia dentro, volviendo a salir. Coge a un niño y lo
conduce consigo bajo la piel de oso, y después lo deja marchar. Un pequeño
rompe a llorar cuando se le acerca, mientras un niño detrás de él le azota la
espalda con la artemisa. Él corre hacia las mujeres, las asedia, ellas chillan y le
pegan con la artemisa. De vez en cuando la canción deja de oírse por un
momento y el cantante toma aliento. El oso se acerca a Marie en su silla de
168
ruedas, le pone la zarpa alrededor de los hombros y la acaricia con el hocico. A
ella le brillan los ojos, y su sonrisa es intensa y complacida.
Mientras tanto, Marvin lidera el corro de los danzantes, enarbolando el poste
con las cortezas de arce (había dicho que los enroscados trozos de corteza eran
como cascabeles de serpiente de cascabel y que jugamos con Serpiente y Oso y
les ofrecemos diversión y buen humor para que todos nos llevemos bien durante
el verano).
La danza circular continúa con sus majestuosas rotaciones. Finalmente,
Marvin conduce al corro fuera de la zona de danza. La fila de los danzantes,
mujeres y hombres nativos, niños, rancheros blancos de mediana edad con
vaqueros y sombreros tejanos, zigzaguea entre la profusión de furgonetas y
coches aparcados. Desciende entre los troncos marrón canela de los umbrosos
pinos de Jeffrey y alrededor del sombrajo donde se juega la partida (todavía
suenan con fuerza las canciones, mano a mano con la música de la Danza del
Oso), para después subir una pendiente de hierba que lleva a un veloz torrente,
donde todo el mundo se dispersa a lo largo de las márgenes y se lava las manos y
la cara con agua fresca. Dejan flotar libremente en el arroyo sus ramos de
artemisa. Los ramos fluirán entre el bosque de pinos, de vuelta a la vegetación, y
desaparecerán en la Gran Cuenca.
Este es el final de la Danza del Oso. La piel se cuelga otra vez del poste, la
gente se dirige hacia la barbacoa y el salmón, que fue un regalo de un grupo de
la costa. Las canciones de poder de los jugadores de la partida continúan sin
interrupción.
Wepamkun, en Notokkoyo, Shasta, junio de 40077{52}
169
SUPERVIVENCIA Y SACRAMENTO
“En una ocasión, mientras el maestro lavaba sus cuencos, vio a dos pájaros
peleándose por una rana. Un monje que también observaba preguntó: ‘¿Por qué
se llega a algo así?’. El maestro le respondió: ‘Es solo por tu bien’.”.
(DONGSHAN)
El fin del nacimiento
En plena rebelión de An Lushan, tras la destrucción de la capital Ch’ang, Du
Fu escribió un poema, “Paisaje de primavera”, que es un lamento por Ch’ang y
toda China. Comienza así:
“El estado ha sido destruido,
pero las montañas y los ríos permanecen”.
Es uno de los poemas chinos más famosos, muy conocido también en Japón.
El poeta japonés Nanao Sakaki ha invertido recientemente este verso para darle
una lectura contemporánea:
“Las montañas y los ríos han sido destruidos,
pero el estado permanece”.
Uno debe viajar fuera de Norteamérica para valorarlo. Hablando con un
grupo de escritores e intelectuales en Beijing en 1984 sobre la necesidad de
incluir las riberas de los ríos y los bosques en los consejos de los trabajadores y
los campesinos, cité la versión de Nanao de este magnífico verso; respondieron
con una risa amarga.
Se ha dicho que alrededor de un millón y medio de especies animales y
vegetales han sido científicamente descritas, y que existen entre diez y treinta
millones de organismos en la Tierra. Se cree que más de la mitad de estas
especies viven en los bosques tropicales húmedos (Wilson, 1989, 108).
Alrededor de la mitad de estos bosques, en Asia. En África y América del Sur ya
han desaparecido. (Al mismo tiempo, hay siete millones de niños sin hogar en
las calles de Brasil. ¿Están los árboles desvanecidos reencarnándose en niños
abandonados?). Una tala rasa, o incluso una mina a cielo abierto de un kilómetro
y medio de extensión, cicatrizarán en tiempo geológico. La extinción de
cualquier especie, peregrinas todas ellas de cuatro mil millones de años de
173
evolución, es una pérdida irreparable. El final de la sucesión de tantas criaturas
con las que hemos viajado hasta aquí es motivo de profunda tristeza y pesar. La
muerte puede ser aceptada y, hasta cierto punto, transformada, pero la pérdida de
un linaje y su futura descendencia es algo que no puede aceptarse. Deberá ser
rigurosa e inteligentemente resistida.
¿Defender todas las plantas, insectos y animales de la misma manera?
¿Pequeños invertebrados que nunca han sido vistos en un zoo o en una revista de
naturaleza salvaje? ¿Especies cuyas diferencias son mínimas? No es solo la vida
de un linaje específico, sino la de ecosistemas completos –una forma de cuasi
organismos de mayor tamaño– la que está en juego. Hay quien argumenta con
cierta suficiencia que la extinción ha sido siempre el destino último tanto de
especies como de comunidades, y nos responden citando una enseñanza budista:
“Todo es transitorio”. Sin duda; razón de más para actuar con gentileza y causar
menos daño. Los grandes vertebrados altamente adaptados, una vez que
desaparezcan, nunca volverán en la forma en que los hemos conocido. Podrían
transcurrir cientos de millones de años antes de que el equivalente de una ballena
o un elefante aparezca de nuevo, si es que vuelve a aparecer. La magnitud de la
pérdida sobrepasa cualquier medida jamás conocida en el planeta. “La muerte es
una cosa, poner fin al nacimiento es otra”. (Soule y Wilcox, 1980, 8).
Pero cuando hablamos de seres humanos, el fin del nacimiento no parece
próximo. La población mundial se ha doblado desde 1950, y supera los 5.000
millones; se convertirá en 8.500 millones en el año 2025. Se estima que 1.500
millones de personas en el Tercer Mundo carecerán pronto de leña, mientras que
los habitantes de los países desarrollados conducen quinientos millones de
coches (Keyfitz, 1989, 121). A lo largo de la última parte del siglo xx el
crecimiento de la población superó al crecimiento económico en el Tercer
Mundo, y no se observa en el horizonte una “transición demográfica” que
estabilice el índice de natalidad en esa parte del mundo.
Existen criterios para debatir la capacidad de carga del planeta. Proponer un
índice de población humana ecológicamente óptimo no significa una demanda
inmediata de que se mate a nadie o de que el aborto se convierta en obligatorio,
tal como algunos parecen pensar. Es una propuesta a debate. Si se actúa
conforme a ella, la reducción de la población se conseguiría por medio de un
índice de natalidad más bajo a lo largo de décadas e incluso siglos. Yo mismo
argumenté que el diez por ciento de la población del planeta en el 2000, de más
de 5.000 millones, podría ser la meta propuesta. Esto garantizaría espacio y
hábitat para todos, incluida la vida salvaje. Mi persona ha sido citada con cierto
descreimiento, mencionando mi “obsesión por la naturaleza salvaje” (Guha,
1989, 73). ¡La población humana era alrededor del diez por ciento de lo que es
174
hoy en el año 1650! En aquel momento, aproximadamente 550 millones de
almas vivían rodeadas de exquisita arquitectura, arte y literatura, y debatiendo
sobre filosofías y religiones largamente establecidas, las mismas sobre las que
continuamos discutiendo hoy.
Nuestro problema más inmediato, nuestra disputa, es con nosotros mismos.
Sería presuntuoso pensar que Gaia está especialmente necesitada de nuestros
rezos y buenas vibraciones: son los seres humanos los que están en peligro. No
solo en el plano de la supervivencia de la civilización, sino, más esencialmente,
en el plano del corazón y del alma. Corremos el riesgo de perder nuestras almas.
Ignoramos nuestra propia naturaleza y nos sentimos desorientados ante lo que
significa un ser humano. Este libro propone imaginar de nuevo lo que hemos
sido y hecho, y también la vigorosa sabiduría de nuestras antiguas formas de
vida. Como en el libro de Ursula Le Guin El eterno regreso a casa –un texto
genuinamente instructivo–, he pretendido meditar sobre las implicaciones de
existir como seres humanos.
Este momento presente, los más o menos doce mil años transcurridos desde
la última glaciación y los aproximadamente doce mil años todavía por llegar
constituyen nuestro pequeño territorio. Seremos juzgados o nos juzgaremos
nosotros mismos por cómo hemos convivido entre nosotros y con el mundo en
estos veinte mil años. Si estamos aquí por algún propósito beneficioso –aparte de
cotejar textos, navegar ríos o conocer la estrellas– sospecho que es para
entretener al resto de la naturaleza. Somos una panda de primates payasos y
seductores. Todas las pequeñas criaturas se acercan sigilosamente a escuchar
cuando los humanos están de buen humor y dispuestos a tocar y cantar
canciones.
Cultivada o silvestre
Pero todavía sabemos solo lo que sabemos. “Los sabores del melocotón y el
albaricoque no se pierden de una generación a otra. Tampoco se transmiten a
través de la lectura de un libro”, escribió Ezra Pound. El resto son habladurías.
Hay fortaleza, libertad y autosuficiencia en el hecho de ser un morador experto
en tus propios alrededores, consciente de lo que sabes.
Existen dos clases de conocimiento; el primero es aquel que te enraíza y
ubica en tu actual condición. Distingues el norte del sur, el pino del abeto, en qué
dirección se puede encontrar la luna nueva, de dónde viene el agua, a dónde va
la basura, cómo dar la mano, cómo afilar una navaja, cómo funciona un tipo de
interés. Este género de conocimiento puede, en sí mismo, mejorar la vida
pública y salvar especies amenazadas. Lo aprendemos restableciendo cultura,
175
que es como rehabitar: volver a un territorio que ha sido explotado y medio
olvidado, y replantar árboles, retirar la canalización de los cauces de los ríos,
roturar el asfalto. Algunos preguntarán: ¿y qué pasa si no queda cultura?
Siempre la hay, en la misma medida en que siempre existen –no importa dónde–
el lugar y la lengua. La cultura de cada uno está en la familia y la comunidad, y
se ilumina cuando juntos acometemos algún trabajo real, o jugamos, o contamos
historias, o actuamos, o alguien enferma, o muere, o nace, o nos reunimos en un
día como el de Acción de Gracias. Una cultura es una red de vecinos o
comunidades, enraizada y atendida; tiene límites, es cotidiana. “Muy culta” no
debería significar “elitista”, sino “bien abonada”.
El término cultura se remonta a significados latinos –a través de colere–
tales como adorar, dar atención, cultivar, respetar, labrar, cuidar. La raíz kwel,
que significa esencialmente “dar vueltas alrededor de un centro”, es cognado de
wheel, “rueda” en inglés y el griego telos, “compleción de un ciclo”, de ahí
teleología. En sánscrito es chakra, “rueda” o “gran rueda del universo”. La
palabra moderna en hindi es charkha, “rueca”, con la que Ghandi meditó sobre
la independencia de la India mientras estaba encarcelado.
La otra clase de conocimiento viene de errar por el exterior. Sobre la
manzana silvestre escribía Thoreau: “Nuestra manzana silvestre es silvestre solo
en la misma medida en que yo lo soy; no pertenezco a la raza autóctona de este
lugar, pero he errado por los bosques, siendo de género cultivado”. John Muir
lleva más allá estas reflexiones. En Wild Wool{53} cita a un amigo agricultor
que le dice: “La cultura es una manzana de pomar, la naturaleza es la silvestre”.
Retornar a la naturaleza salvaje significa tornarse áspero, austero, silvestre, duro,
resistente, sin abono y sin poda, y todas las primaveras, escandalosamente
hermoso al florecer. Prácticamente toda la población contemporánea es de
género cultivado, pero podemos errar de nuevo por los bosques.
Uno abandona el hogar para sumirse en la búsqueda adentrándose en un
entorno salvaje arquetípico que resulta peligroso, amenazante, repleto de
alimañas y de enemigos hostiles. Este tipo de encuentro con el otro, tanto
interior como exterior, requiere renunciar a la comodidad y a la seguridad,
aceptar el frío y el hambre, y estar dispuesto a comer cualquier cosa. Puede que
nunca vuelvas a tu hogar. La soledad es tu pan. Tus huesos pueden aparecer un
día entre el limo de la orilla de algún río. Garantiza libertad, apertura y
liberación; estar desatado, libre, enloquecido por un tiempo. Rompe tabúes, se
acerca a la frontera de la transgresión, enseña humildad. Hace salir afuera,
ayunar, cantar en soledad, conversar a través de la barrera de las especies, rezar,
dar gracias, retornar.
En el plano mítico, esta es la fuente de la narrativa del héroe a lo largo y
176
ancho del mundo. En el plano espiritual, requiere aceptar al otro como a uno
mismo, y cruzar la línea; no “fundirse con” y confundir las cosas, sino mantener
delicadamente tanto la diferencia como la igualdad. Puede significar ver las
casas, las carreteras y a las gentes de tu lugar de origen como si las vieras por
primera vez. Significa que toda palabra se escucha hasta su eco más profundo.
Puede significar misteriosas lágrimas de gratitud. El “alma” propia es nuestro
sueño del otro.
Existe una tendencia hacia la creación de una “cultura de la naturaleza
salvaje” dentro de la civilización contemporánea. Los filósofos de la ecología
profunda, los debates y discusiones que han tenido lugar entre ellos y el
movimiento verde, el ecologismo social y el ecofeminismo son parte de esta
reciente comprensión. Los pensadores de la ecología profunda insisten en que el
mundo natural tiene valor por derecho propio, que la salud de los sistemas
naturales debería ser nuestra primera preocupación y que esto supone también el
mejor servicio a los intereses humanos. Saben perfectamente que las culturas
primarias de todo el mundo son nuestros maestros en estos valores. La aparición
de Earth First! sitúa al ecologismo en un nuevo nivel de apremio, audacia, osadía
y humor. Técnicas de acción directa, que se remontan a los días de los derechos
civiles y el movimiento obrero, son utilizadas en conflictos ecológicos. Estos
disidentes obligan a las organizaciones medioambientales establecidas a volverse
más activistas. Al mismo tiempo, se extienden con rapidez movimientos de base
en Asia, Borneo, Brasil, Siberia... Es esperanzador que tanta gente a lo largo y
ancho del mundo –desde intelectuales checos a madres de los bosques lluviosos
de Sarawak– estén despertando a esta llamada.
La tradición primera de defensa del medio ambiente en América surge de la
política de ordenación del territorio público y la conservación de la vida salvaje
(gansos, peces, patos; de ahí la Audubon Society, la liga Izaak Walton y Ducks
Unlimited).{54} Durante décadas, una dedicación reducida pero indispensable a
la protección de la vida salvaje ocupó el tiempo de voluntariado de toda la
población. Con la llegada de la década de 1970, “conservación” se convirtió en
“ecologismo”, al tiempo que las preocupaciones se extendían fuera del territorio
de la naturaleza hacia cuestiones más amplias, como la gestión de los bosques, la
agricultura, la contaminación del aire y el agua, la energía nuclear y todos los
demás asuntos que conocemos tan bien.
La problemática y política ecológica se han difundido por todo el mundo. En
algunos países, el interés se centra casi por entero en la salud humana y
cuestiones de bienestar social. Lo apropiado sería que el radio de acción del
movimiento incluyera desde la vida salvaje a la salud urbana. Pero no puede
haber salud para el ser humano y las ciudades que prescinda del resto de la
177
naturaleza. Una postura ecológica apropiadamente radical no es en modo alguno
antihumana. Comprendemos el sufrimiento de nuestra condición en toda su
complejidad y le añadimos la conciencia de cómo algunas especies y entornos
clave han entrado en una desesperada situación de peligro. Paradójicamente,
recibimos gran cantidad de información sobre nosotros desde el núcleo de la
civilización, a través las ciencias biológicas y sociales. El debate vigente en estos
momentos en los círculos ecológicos se sitúa entre aquellos que operan desde
una mentalidad que llama a administrar los recursos considerando el interés
humano y aquellos cuyos principios reflejan una conciencia de la integridad de
toda la naturaleza. Este último posicionamiento, el de la ecología profunda, es
más vivaz políticamente, más valiente y sociable, más arriesgado y científico.
Todo esto nos acerca otra vez a la sutil pero crítica diferencia entre los
términos natural y salvaje. La naturaleza es el objeto, dicen, de la ciencia. La
naturaleza se puede investigar a fondo, como demuestra la microbiología. Lo
salvaje no debe hacerse sujeto ni objeto de esa forma; para acercarse a ello hay
que aceptarlo desde dentro, como una cualidad intrínseca a quienes somos. La
naturaleza no está de ningún modo en peligro, la naturaleza salvaje sí lo está. Lo
salvaje es indestructible, pero puede que no veamos lo salvaje.
La civilización es parte de la naturaleza, nuestro ego juega en los prados del
inconsciente, la historia tiene lugar en el Holoceno, la cultura humana está
enraizada en lo primitivo, nuestro cuerpo es un ser mamífero vertebrado, y
nuestra alma vaga por territorio salvaje.
Todos juntos en otro lugar, vastas
manadas de renos avanzan a través
de millas y millas de musgo dorado
en silencio y muy rápido.
W. H. AUDEN, “La caída de Roma”
La Gracia
Existe un verso que los budistas zen recitan llamado “Los cuatro grandes
votos”. La primera estrofa dice: “Los seres sensibles son incontables. Me inclino
para salvarlos”. Shoju muhen seigando. Anunciar diariamente tal intención al
universo –en voz alta– es ligeramente estremecedor. Este voto me acechó
durante varios años y finalmente me dio caza. Me di cuenta de que yo mismo me
ofrecía para dejar que los seres sensibles me salvaran a mí. De la misma manera,
el precepto en contra de quitar la vida, causar daño, no se detiene en lo negativo.
178
Nos urge a dar vida, a deshacer el daño.
Aquellos que alcanzan el entendimiento último de estas cuestiones, son
llamados “budas”, que significa “los iluminados”. La palabra está conectada con
el verbo inglés to bud, que significa "brotar". En una ocasión escribí una
pequeña parábola:
Quiénes son los budas
Todos los seres del universo están ya realizados. Esto es así con la
excepción de uno o dos seres. En estos extraños casos, las ciudades,
pueblos, arroyos y bosques, con todas sus aves, flores, animales, ríos,
árboles y humanos que rodean a dicha persona, colaboran para educarla,
servirla, cuestionarla e instruirla, hasta que la persona también se
convierte en un nuevo ser iluminado. Los seres recientemente realizados
se entusiasman instruyendo y enseñando, creando escuelas y prácticas.
Ser capaces de ello desarrolla su confianza y su visión, hasta el punto en
que están totalmente listos para integrarse en el intachable mundo del
juego interdependiente. A estos nuevos seres iluminados se les llamas
“budas”, y les gusta decir este tipo de cosas: “Estoy iluminado junto con
todo el universo”.
Barco en la tormenta, 1987.
Podríamos decir ¡buena suerte! Para saber a qué sabe hay que probarlo. Se
puede condensar si observamos la conducta que se relaciona con los alimentos.
A la hora del almuerzo, sentados en el suelo en fila, los monjes zen cantan:
Las gachas son efectivas de diez maneras
Para ayudar al estudiante del zen
No hay límite a los buenos resultados
Consumando la felicidad eterna.
Oh, todos vosotros demonios y espíritus
Os ofrecemos ahora esta comida
Que todos vosotros en cualquier lugar
La compartáis junto con nosotros.
Lavamos nuestros cuencos en esta agua
Tiene el sabor del rocío de ambrosía
179
Lo ofrecemos a todos los demonios
Que todos se alimenten y satisfagan
Om makula sai svaha{55}
Seguidos de otros muchos versos. Estas viejas fórmulas de eco supersticioso
no se mencionan nunca en conferencias, pero son el corazón del aprendizaje. Su
importancia es anterior al budismo o a cualquier otra religión del mundo. Son
parte de la primera y última práctica de lo salvaje: la Gracia.
Todo aquel que haya vivido privó de la vida a otros animales, arrancó
plantas, recogió frutas y se alimentó. Las culturas primitivas tenían sus propias
maneras de tratar de entender el precepto de no dañar. Sabían que privar de la
vida requería gratitud y cuidado. No hay muerte que no sea el alimento de
alguien, vida que no sea la muerte de alguien. Hay quien entiende esto como una
señal de que el universo es esencialmente imperfecto. Esto conduce a una
aversión del ser, la humanidad y la naturaleza. Las filosofías del otro mundo
acaban haciendo más daño al planeta (y a la psique humana) que el dolor y el
sufrimiento presentes en las circunstancias existenciales que pretenden
trascender.
La religión arcaica es matar a dios y comérselo. O comérsela. La trémula
cadena alimenticia, la red trófica, es la escalofriante y hermosa condición de la
biosfera. Las culturas de la subsistencia viven sin excusas. Te manchas las
manos de sangre mientras separas la vejiga del hígado; has visto desaparecer el
color en el brillo de la trucha. Una economía de subsistencia es una economía
sacramental, dado que ha confrontado uno de los problemas más críticos de la
vida y la muerte: tomar la vida de otros para alimentarse. Las personas que viven
en el mundo actual no necesitan cazar, muchos ni siquiera pueden permitirse
comprar carne, y en el mundo desarrollado, la variedad de alimentos disponibles
hace de la abstinencia de carne una elección sencilla. Los bosques de los trópicos
están siendo talados para crear pasto donde criar vacuno de carne para el
mercado americano. Nuestra distancia respecto al origen de los alimentos nos
permite permanecer superficialmente más cómodos y ser decididamente más
ignorantes.
Comer es un sacramento. La bendición que musitamos limpia nuestros
corazones, guía a los niños y da la bienvenida a los invitados, todo al mismo
tiempo. Observamos los huevos, las manzanas y el guiso. Son evidencia de
plenitud, fecundidad, exuberancia reproductiva. Millones de granos de semillas
de hierba que se convertirán en arroz o harina, millones de pequeños bacalaos
fritos que nunca llegarán, y nunca deben llegar a la madurez. Incontables
180
pequeñas semillas que son sacrificios a la cadena alimenticia. Una chirivía a
nuestros pies es maravillosa química viva, creando azúcares y sabores de la
tierra, el aire y el agua. Y si comemos carne, lo que nos comemos es la vida, el
brinco, el siseo de un gran ser alerta, de fino oído y amorosos ojos, de cuatro
firmes patas y un gigantesco corazón palpitante; no nos engañemos.
También nosotros seremos ofrendas; todos somos comestibles. Y si no nos
devoran rápidamente, somos lo suficientemente grandes –como los viejos
árboles caídos– para proporcionar una larga y lenta comida a las pequeñas
criaturas. Los cadáveres de ballena, que se hunden a varios kilómetros de
profundidad en el océano, alimentan a organismos en la oscuridad durante
quince años. Se estima que son necesarios alrededor de dos mil años para agotar
los nutrientes de una civilización avanzada.
En nuestra casa decimos esta pequeña oración budista:
“Veneramos los tres tesoros: a los maestros, lo salvaje y a los amigos, y
damos gracias por esta comida,
trabajo de muchas gentes
y entrega de otras formas de vida”.
Cualquiera puede usar una oración de su propia tradición y darle realmente
significado, o crear la suya. Decir algún tipo de oración no es nunca inapropiado,
y se le pueden añadir noticias y avisos. Es una cosita sencilla, común y de vieja
raigambre que al hacerla nos conecta con todos nuestros ancestros.
Un monje preguntó a Dongshan: “¿Existe una práctica que la gente pueda
seguir?”. Este contestó: “Cuando te conviertes en una persona verdadera, esa
práctica existe”.
Sarvamangalam, buena suerte para todos.
181
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185
AGRADECIMIENTOS DEL AUTOR
La mayor parte de los ensayos de este libro se originaron en charlas, talleres
y conversaciones que tuvieron lugar durante los últimos quince años. Debo
mucho a un buen número de personas y entidades que promovieron estas
reflexiones. Aunque mi trabajo y mi curiosidad me han llevado lejos de casa, soy
ante todo una persona del entorno del río Yuba en la Sierra Nevada del norte de
California. Las gentes de la Sierra de San Juan y muchas personas con las que
comparto trabajo, rituales e ideas han sido primordiales para la consecución de
este proyecto. En primer lugar, quiero dar gracias a la persona a la que he
dedicado este libro, mi esposa y compañera, Carole Koda, que leyó y debatió
conmigo su contenido a medida que lo escribía. Jerry Tecklin, Bob Greensfelder,
Jean Greensfelder, Jim Pyle, Pat Ferris, Gen Snyder, Kai Snyder, Chuck
Dockham, Bruce Boyd, Holly Tornheim, Steve Beckwitt, Eric Beckwitt, David
Tecklin, Steve Sanfield, Lennie Brackett, Don Harkin, Michael Killigrew, Robin
Martin, Arlo Acton, Tony Mociun, David Samuels, Nelson Foster, Masa Uehara,
Paul Noel, DeOnne Noel, Will Staple, Michael Brackney, Bob Erickson, Moth
Lorenzon, Robbie Thompson, Ann Greensfelder, Sara Greensfelder y Jacquie
Bellon me han dado todos buenas pistas, a menudo no verbales. La comunidad
de la Sierra de San Juan ha sido a la vez compañera y maestra.
He aprendido mucho de mis diversos viajes a Alaska. Gary Holthaus, del
Alaska Humanities Forum, me indicó qué sitios visitar y me hizo partícipe de su
profundo aprecio por esa tierra durante reuniones comunitarias en lugares tan
diversos como Aleknagik, Fort Yukon, Juneau, Homer, Sitka y Bethel. Steve
Grubis me guió por el río Kobuk y Bonnie y Hans Boenish nos alojaron. Ron y
Suzie Scollon me dieron a conocer su trabajo con el atabascano y otras familias
lingüísticas de Alaska, y las nevadas montañas al norte de Haines. Dick
Dauenhauer y Nora Marks Dauenhauer me ayudaron a comprender parte del
contexto cultural del sudeste de Alaska. Jim Kari compartió conmigo las
187
sutilezas de la toponimia. Dick Nelson me guió por las ciénagas y rompientes
hasta entornos salvajes sin senderos. Agradezco a Roger Rom que se asociase
con la Universidad de Alaska para promover dos viajes estivales sucesivos a la
cordillera de Brooks, y a James Katz que organizara un seminario fluvial en el
río Tatshenshini. Jan Straley nos llevó a avistar ballenas yubarta –como parte de
su investigación– en el estrecho de Icy, y Jonathan White navegó el Crusader
por los fiordos de Ford’s Terror solo para que viéramos un Yosemite repleto de
hielo y agua.
Muchos de mis compañeros de la Universidad de California en Davis
comparten el interés por lo salvaje y por la interacción entre naturaleza y cultura.
Agradezco especialmente la erudición de David Robertson, Jack Hicks, Will
Baker, Scott McLean y David Scofield Wilson. Los estudiantes que han asistido
a mis charlas y seminarios han puesto a prueba mis ideas y ampliado mi visión
con puntos de vista novedosos e inteligentes. También la cooperación amistosa y
participativa de mis compañeros en el departamento de inglés, y varias ayudas
económicas de la universidad a la investigación –pequeñas, pero oportunas–, me
fueron de gran utilidad.
Algunos de estos ensayos se concibieron inicialmente como conferencias
para el Instituto Jung de San Francisco (a veces en estimulantes colaboraciones
con James Hillman, Gioia Timpanelli y Ursula Le Guin), y una parte del libro
sirvió también como base para trabajos como las charlas en la Teton Science
School de Jackon Hole, las convenciones de la Lindisfarne Association y la
asamblea anual de la Schumacher Society en Bristol, Inglaterra, la Wilderness
Conference de 1984, a cargo de la Universidad de Montana, la Hudson Valley
Watershed Conference en Hollyhock Farm, Columbia Británica, y otros. John
Stokes y el Australian Arts Council hicieron posible que Nanao Sakaki y yo
viajásemos a lo largo de Australia y visitásemos zonas del desierto central que
no están abiertas al público.
Muchos amigos leyeron partes del libro a lo largo de su redacción y me
dieron oportunos consejos. David Padwa y Peter Coyote me animaron sin
concesiones cuando lo necesitaba, así como Jim Dodge y Peter Berg. Max
Oelschlager y Wendell Berry me hicieron atinadas sugerencias.
Nanao Sakaki, de Japón y la Isla de la Tortuga; Lee Swenson, George
Sessions y Tom Lyon, de Utah y las Montañas Rocosas; Paul Shepard y Drum
Hadley; de Guadalupe Canyon Ranch; Dave Foreman, de Earth First!; Dolores
La Chapelle, Sherman Paul, Malcolm Margolin y Bob Uhl, de Kotzebue, Alaska;
Jerry Martien, de Arcata; Kurt Hoelting, de Petersburg, Alaska; Jerry Gotsline,
de Port Towsend; Fraser y Ali Lang, de Bridge River, Columbia Británica; Kelly
Kindscher, de Kansas; Gary Lawless, de Maine; Dale Pendell, ahora de Santa
188
Cruz; Greg Keeler, de Bozeman; Allen Ginsberg, de Nueva York y Boulder; Jack
Turner, de la cordillera Teton; Jack Loeffler, de Santa Fe; Jim Snyder, de
Yosemite; Ed Grumbine y Jaan Kaplinski, de Estonia; Julia Martin, de Ciudad
del Cabo, Sudáfrica; John Seed, de Nueva Gales del Sur; Sansei Yamao, de
Yakushima, Japón; Peter Bluecloud, de Akwesasne; Paul Winter, Lewis
MacAdams, de The Friends of the L. A. River, Non y Bird, de las montañas
cerca de Trinidad, Colorado; Dan Kozlowsky, de Wisconsin; Clayton Eshleman,
de Sulfur; Michael McClure, de la clase Mmamalia y Morinaga Soko Roshi, de
Daishu, son unos cuantos entre los muchos grandes amigos cuyas vidas y
trabajos he tenido en mente mientras escribía este libro. Agradezco a Catherine
McClellan, profesora emérita de antropología de la Universidad de Wisconsin, el
permiso para adaptar la versión de “La mujer que se casó con un oso” que
escuchó de Maria Johns en los primeros años de su carrera, así como sus
recuerdos de esta.
Agradezco a Gary Capshaw el regalo del escritorio y sus recuerdos de Lew
Welch. Quiero agradecer especialmente a Yvon y Malinda Chouinard y a la
Patagonia Corporation su generosa e inmediata ayuda económica durante el
último año de redacción.
Con tantos amigos y críticos cuesta creer que puedan existir errores o
infidelidades. De haberlos, serían únicamente mi responsabilidad.
189
AGRADECIMIENTOS DE LOS TRADUCTORES
José Luis Regojo Borrás agradece a Concepción Catalán Giménez sus atinados y
puntillosos comentarios a la traducción, que han ayudado a mejorar el resultado
final. Nacho Fernández Rocafort agradece el apoyo recibido de la Fundación
Galsen a su proyecto de dar a conocer la obra de Gary Snyder en España.
También a Carlos Altschul por su versión del ensayo “El eterno caminar de las
montañas azules”, que sirvió de base para la traducción que aquí se incluye.
Ambos traductores dan gracias al autor por las detalladas respuestas a cuantas
preguntas y dudas se le han planteado.
191
Sobre el autor
Gary Snyder (San Francisco, 1930) poeta esencial de la generación beatnik
que inspiró Los vagabundos del Dharma de Kerouac y ganador de premios como
el Pulitzer (1975) o el Ruth Lilly Poetry Price (2008). Es autor de una extensa
obra traducida a diversas lenguas, pero La práctica de lo salvaje (Varasek
Ediciones, 2016) es la primera edición en castellano de un libro completo de sus
ensayos. En la misma colección, encontramos también su mítico diario Viaje por
la India (Varasek Ediciones, 2014). Peón forestal, novicio budista en Japón,
activista, poeta, académico e íntimo conocedor de su entorno en la Sierra Nevada
californiana o de fronteras remotas como Alaska, Snyder propone en estas
páginas la recuperación de una condición esencial que nos vincule
verdaderamente con el territorio, la comunidad natural y con nuestro propio ser
salvaje.
192
Notas al pie
193
{7} Henry David Thoreau, Caminar. Árdora Ediciones, Madrid, 1998.
Traducción de Federico Romero.
194
{17} Canciones miao y poemas chan: las primeras, canciones de la
tradición oral de la minoría miao, en China, cuyo tema principal es la
creación del mundo. Chan es la palabra china para una escuela del
budismo Mahayana. La palabra japonesa zen deriva de chan.
{19} Las Colinas Negras de Dakota del Sur, en Estados Unidos, son
tierra sagrada para la nación nativa lakota. Anexionadas por el Gobierno
desde 1868, Yellow Thunder Camp fue un asentamiento lakota
establecido en 1981 que reivindicaba la recuperación de la tierra.
195
{25} Jinja: santuario sintoísta y el área natural que lo circunda.
{30} Rohatsu: día en que los budistas celebran la iluminación del buda
histórico, Sidarta Gautama.
196
{34} Roshi: en japonés, “viejo maestro”. Título asignado a los maestros
principales de la tradición zen del budismo.
{35} Kukini: en la cultura nativa maidu, ubicada entre el valle del río
Sacramento y las montañas de la Sierra Nevada de California, espíritus
guardianes frecuentemente asociados a la geografía particular que
habitan.
{41} Myths and Texts [Mitos y textos]: el segundo poemario del autor,
publicado en 1960. Una sección está inspirada en su trabajo como peón
forestal. Otros poemas de este libro traducidos al castellano pueden
leerse en: Snyder, Gary, La mente salvaje: Nueva antología, Árdora
Ediciones, 2016.
197
{42} Industrial Workers of the World [Trabajadores Industriales del
Mundo]: un histórico sindicato anarcosindicalista fundado en Chicago
en 1905. Sus simpatizantes era conocidos como wobblies.
{47} Yokel: voz coloquial en inglés para pájaro carpintero, pero también
“garrulo o paleto”. El autor juega con la polisemia de la palabra,
utilizada en el título de la sección: As Yokels.
198
{50} Oso grizzly: una subespecie americana del oso pardo, Ursus arctos
horribilis. Es uno de los osos más grandes del mundo, y el peso de los
machos puede alcanzar los 600 kilos.
{51} En castellano, “La mujer que se casó con un oso: una obra maestra
de la tradición oral amerindia”.
{52} Junio de 40077: Esta datación toma como punto de partida la fecha
aproximada –hace entre 40.000 y 50.000 años– en la que diversos
paleontólogos sitúan la aparición de los primeros artefactos no
utilitarios, como huesos y astas tallados o pinturas rupestres, indicios del
pensamiento simbólico.
{55} Om makula sai svaha: parte de un sutra del budismo zen cuyo
recitado es previo al acto de comer.
199
The text emphasizes human ecological responsibility as a profound acknowledgment of humanity's interconnectedness with the natural world and the necessity for sustainable coexistence. It proposes that this responsibility be enacted through adopting ecological consciousness, such as recognizing the significance of non-violence and respect towards all forms of life, as articulated by Eastern philosophies. Additionally, it suggests practical steps like preserving wild habitats, valuing the intrinsic worth of ecosystems, and fostering dialogues that integrate scientific and cultural paradigms toward achieving ecological balance. These approaches aim to shift the human role from dominators of nature to stewards and collaborators within it .
The document illustrates how cultural narratives and legends, such as stories of human-bear transformations, highlight the complex relationships between humans and nature. These tales often serve as symbolic representations of human understanding and respect for nature's power. The story of a woman becoming a bear after living with one reflects themes of identity, esoteric knowledge shared between species, and the consequences of crossing natural boundaries. Such narratives provide insights into cultural perceptions of nature, instilling moral lessons and ecological wisdom, emphasizing the interconnectedness and reverence for nature within cultural contexts .
The document describes a long history of mutual influence where civilization modifies and encroaches upon wild nature while simultaneously being shaped by it. For instance, the history of the Warner Mountains encompasses a continuous human engagement with wild landscapes for livestock grazing. These areas have seen practices that both use and preserve natural resources, evidencing a complex interaction where human activity alters ecosystems, yet remains intertwined with the dictates of natural environments . The text suggests that although civilizations have highly influenced nature, they remain innately dependent on natural systems for survival and cultural identity .
The text argues that wild nature is an intrinsic component of human culture, drawing on the example of urban environments that host complex organisms integrated into energy networks resembling wild systems. The document suggests that wildness is a persistent essence, even as the condition of wild nature temporarily diminishes, and posits that our human civilization is deeply connected to this wild aspect. Hence, the text implies that just as cultured environments support life, civilization should nurture and integrate with wild nature to sustain itself .
The text critiques modern technological advancements by highlighting their significant disruptions to natural landscapes. It points out that while technology has provided many benefits, it has also enabled extensive exploitation of natural resources, leading to habitat destruction, environmental degradation, and a loss of biodiversity. The critique encompasses the notion that technology often prioritizes human convenience and short-term gains over the health and sustainability of ecosystems. The document calls for a re-evaluation of technological progress through an ecological lens, advocating for innovations that support regeneration and sustainability of the natural world rather than its degradation .
Historically, human civilizations have followed a path of collision with wild nature, with developed nations having the power to eradicate species and entire processes from the earth. The document suggests a need for a civilization that coexists creatively with the wild, noting that the wild is not just the preservation of the world but is the world itself. Traditionally, human populations existed in harmony with wild nature, as illustrated by historical accounts such as the journey of Alvar Núñez Cabeza de Vaca in early America, where native populations thrived by living in wild environments .
The document implies that civilization should not be seen as separate from nature but rather as an integral part of it. This perspective suggests that human activities and cultural developments are extensions of natural processes, which necessitates adopting a holistic view of environmental stewardship. By viewing civilization as part of nature, there is an implicit call to harmonize urban and rural development within ecological frameworks. This notion challenges traditional views of human dominion over nature, proposing instead that human achievements and societal progress are sustainable only when aligned with ecological balance and the preservation of natural environments .
The document contrasts Eastern ecological philosophy, which views the world as a result of numerous perspectives and emphasizes concepts like non-violence and humility, with Western traditions that often focus on resource management centered around human interests. Eastern traditions, particularly as expressed by Buddhist and Inupiaq values, advocate a harmonious coexistence with nature, highlighting humility and cooperation. In contrast, the Western approach often revolves around domination and exploitation of nature for economic gain. The text suggests that Eastern philosophies offer an alternative view that could inform more sustainable and respectful interactions with the environment .
The text addresses the tension between the commodification of nature and the need for ecological integrity by discussing the unsustainable economic activities that have historically led to ecological degradation. It critiques the reduction of nature to merely a resource for economic benefit, reflecting on the adverse consequences such as deforestation and biodiversity loss that result from prioritizing short-term economic gains. The document argues for an awareness of nature's intrinsic value and advocates for ecological approaches that maintain the integrity of natural systems, suggesting that civilization's survival depends on balancing economic interests with ecological sustainability .
The text describes ancient forests as intricate ecosystems that embody significant ecological processes, maintaining vast quantities of biomass and rich biodiversity, including complex interactions between fungi and plants. These forests, like those of the Pacific Northwest, support exceptionally high levels of live and decomposing biomass, which makes them critical for carbon storage and biodiversity. However, such forests face threats from deforestation and ecological degradation due to human activity, with many ancient forest types dwindling globally. The text underscores the importance of preserving these ecosystems for their ecological services and intrinsic environmental value .