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El Ayuwoki

Este documento presenta el testimonio de una persona sobre un suceso traumático de su infancia relacionado con la muerte de su padre y el desarrollo de un miedo irracional. También describe sus experiencias compartiendo habitación con un amigo y algunos eventos extraños que experimentó durante la noche.

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El Ayuwoki

Este documento presenta el testimonio de una persona sobre un suceso traumático de su infancia relacionado con la muerte de su padre y el desarrollo de un miedo irracional. También describe sus experiencias compartiendo habitación con un amigo y algunos eventos extraños que experimentó durante la noche.

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Lo dije hace poco: cualquier tema es susceptible a convertirse en un cuento de horror.

Lo
único que podría impedirlo es que el autor trate al tema en cuestión con desprecio o
condescendencia. Justo, dicho sea de paso, como hacen algunos escritores profanos al
género cuando de repente deciden incursionar en él sin conocerlo.

A manera de experimento, aquí presento, por primera vez en detalle, la transcripción


completa de una narración contenida en un cassette, grabada en el Hospital Santa Betsabé
de Montecruz, Jalisco, el día 11 de marzo de 1996. Aún queda por explicar por qué hasta
ahora escuchamos al respecto, pero en el testimonio que sigue se encuentra cuanto se
puede publicar por el momento acerca del origen del mito moderno de…

EL AYUWOKI

“Aunque muchas personas creen que se trata de una especie de demonio o fantasma de la
red, no hay nada sobrenatural con relación al tema”

-Coordinación de la Policía Estatal Cibernética de Baja California Sur; Marzo de 2019

Únicamente he compartido habitaciones con Mario durante poco menos de cuatro meses,
pero ya le conocía de un par de años atrás, cuando ambos estábamos por concluir la
preparatoria. Éramos prácticamente vecinos en el mismo vecindario, y nuestros intereses
comunes generaron una rápida amistad; por ello, me propuso compartir su nueva vivienda
sin pensarlo dos veces cuando mi vieja motocicleta –legada por Rogelio, mi hermano
mayor, cuando se consiguió una mejor- se averió. Ambos estudiábamos en el CUCSH, yo
Sociología y él Filosofía; a mí no me molestaba realizar el largo trayecto desde mi casa en
la colonia del Fresno, por el contrario lo disfrutaba, pero ya que no sabía cuándo podría
costear las reparaciones de mi motocicleta, compartir espacio y gastos con Mario a unas
calles del CUCSH era una gran opción.

Me advirtió de antemano que tendría que tolerar sus hábitos algo singulares, pero ya
conocía bien estos; sobre todo su reciente interés por el budismo y la meditación oriental,
para lo que me insistió que necesitaría quietud a ciertos horarios, aparte de su costumbre de
hacer extensas sesiones meditando antes de dormir. Esto por supuesto no era problema para
mí; lo único que encontré incómodo, de hecho, fue un detalle nimio que me recibió apenas
crucé la puerta por primera vez.

No es nada fuera de lo común que algunos jóvenes tengan los objetos más extravagantes y
caprichosos en un esfuerzo por personalizar sus hogares; sencillamente, él había elegido,
entre otras cosas tan diversas como portadas de viejos discos de acetato colgadas de los
muros y algunos títeres de calavera de cartón obtenidos en las vendimias de día de muertos,
una fea máscara de hule, pintada de blanco, con rasgos disformes que imitaban el rostro
victimado por exceso de cirugías de Michael Jackson. Era sencillamente mi propia mala
fortuna que éste tuviese desagradables… no, terribles… connotaciones para mí.

***

Smooth Criminal.

Era la canción con la que había nacido mi aversión a un artista que, aunque después me
sería difícil recordarlo, de pequeño me gustaba escuchar, incluso había imitado torpemente
sus bailes durante una fiesta familiar a los ocho años. Pero fue al cumplir diez que esto
cambió.

Mi hermano Rogelio y nuestro padre acostumbraban alternar sus discos en el tornamesa de


la cochera, mientras éste trabajaba en el motor del auto; a veces papá me explicaba algunas
cosas acerca de lo que hacía; como siempre, al inicio yo ponía mucha atención y luego de
los primeros veinte minutos perdía todo interés en lo que decía y observaba mientras fingía
escuchar, pasándoles ocasionalmente tal o cual herramienta, o limpiando la grasa con un
trapo (algo que pienso que era totalmente innecesario pero papá lo ideó para hacerme sentir
útil).

En esta ocasión, Rogelio y yo sacamos algunas cajas de cartón y limpiamos los restos y
polvo detrás de ellas en el proceso de rescatar un destornillador que había caído al rincón;
una de esas tareas que se habían postergado demasiado tiempo. El esfuerzo me había
dejado sucio y fatigado, y papá me dijo que me sentara un rato en la silla de jardín donde
ahora descansaba su chamarra. Así lo hice, y me quedé allí, a cargo de cambiar los LPs en
el tornamesa cuando fuese necesario, pero sólo lo hice una vez antes de quedar
profundamente dormido. Quité el disco de Jimi Hendrix de papá, y puse uno de los de
Rogelio, uno de Michael Jackson.

Seguramente fue por eso que eventualmente la música invadió mi sueño. En él, me
encontraba sentado frente al televisor, y en éste se mostraba un video musical de Jackson,
que acompañaba a la melodía. Pero me era difícil enfocar las imágenes; las figuras
danzantes se volvían borrones antropomórficos cada vez que intentaba centrarme en los
detalles de alguna. Esto me resultaba cada vez más frustrante. Mi hermano me llamaba
desde a mis espaldas, desde la cocina suponía yo, pero yo lo ignoraba, concentrado como
estaba en conseguir mirar el video clip con claridad. Entonces Rogelio gritó mi nombre con
fuerza y me sentí mal, agredido; iba apenas a volverme para ver qué deseaba, cuando
escuché junto a mi oído, con fuerza aturdidora, el característico “HIII-hiii” de Michael
Jackson, y al voltear vi, borroso de nuevo, el rostro blancuzco y angular de éste, muy cerca
del mío, no en un monitor sino como si se hallara agachado junto a mí.
El shock me hizo despertar, y me incorporé, perdí el equilibrio y apoyé el codo en el
tornamesa, lo que hizo saltar la aguja como una piedra que haces rebotar en el agua,
produciendo chirridos mezclados con estática de la bocina. Mi confusión creció al ver una
figura de rodillas frente a mí, junto al auto, con la cabeza hundida hacia el suelo, el cabello
se veía mojado y oscuro, como si escurriera lodo, y sus hombros se sacudían de una manera
rítmica, espasmódica, que me hizo esperar de manera estúpida que en cualquier momento
alzara el rostro hacia un lado, mostrando el inequívoco perfil de Michael Jackson, y se
pusiera un sombrero sacado de la nada con su típico “HIIIhiii”. Pero la voz de Jackson se
reanudó en mitad de una canción cuando la aguja detuvo su brincoteo por el disco en
movimiento:
“…Are you okay, Annie…”

Rogelio gritó mi nombre una vez más; su voz sonaba ronca, incierta, casi como una súplica
y reclamo mezclados. La figura frente a mí no vestía un traje blanco, sino una camisa
arremangada y pantalones; era papá. Me pregunté si le había dado por bailar… Pero miré el
lodo en su cabello, escurría al suelo…

“…so, Annie are you okay…” –la canción se cortó en un chasquido y la aguja saltó,
repitiendo el último fragmento: el disco se había rayado. “-are you okay – are you okay –
are you okay”… pero ese alarido que se volvía cada vez más fuerte confundía las palabras,
que sonaban como una especie de “ayowuki – ayowuki – ayowuki”… y mientras me decía
a mí mismo que ese lodo en la cabeza de papá no podía ser sangre, no podía tener coágulos
y carne mezclados, no me daba cuenta todavía de que ese alarido lo producía yo, hasta que
intenté tomar aliento y en lugar de seguir, dije tosiendo: “No, no, no, no…”

Después de eso debí desmayarme, pero mi hermano me dice que todavía seguía
murmurando “no, no, no, no, no” sin parar mientras me conducía a la sala y buscaba el
teléfono para llamar a mamá. Yo sólo recuerdo tener los ojos cerrados hasta dolerme los
párpados, y taparme los oídos para no escuchar ese “ayowuki – ayowuki – ayowuki –
ayowuki” que parecía estar poniendo en sílabas todo lo horrible e imposible de lo que
acababa de presenciar.

La repisa donde se hallaba un viejo carburador había cedido, y éste había caído sobre la
cabeza de papá. Esta repisa se hallaba justo arriba de mí, y había sido un simple truco de la
inclinación de la tabla y de la escuadra de metal cuyos tornillos se habían zafado el que el
carburador no hubiese caído sobre mí, matándome al instante. Claro que nadie tuvo el
atrevimiento de llamarme “afortunado”. Durante el velorio permanecí sentado en un rincón
del sofá, al fondo de la estancia, eludiendo los abrazos y consuelo tanto como me fue
posible. Algunas veces lloraba, pero acabé reprimiendo casi todo con tal de no atraer a las
tías ansiosas de prodigar odiosas palabras de aliento y abrazos que sólo me hacían sentir
más miserable.

***
De todo esto no dije una palabra a Mario cuando vi su rudimentaria máscara de hule, que
colgaba de un clavo en el muro, junto a un cartel de Megadeth. Mi aversión irracional a un
viejo artista no era algo cómodo de explicar. Por ello guardé silencio, aunque acabé
dándome cuenta de que diariamente evitaba mirar la fea máscara; al pasar desviaba la
mirada, y cuando me sentaba en la estancia que hacía las veces de sala, comedor y cocina,
le daba la espalda. Fuera de esto, que no tardó en volverse hábito, me acomodé a la
perfección en el espacio compartido.

No estoy seguro de cuándo fue la primera vez que desperté por la madrugada; de repente
me encontraba con los ojos abiertos en las tinieblas, con el oído atento, seguro de que algún
sonido me había despertado, aunque sin recordar lo que había sido. En la otra cama, detrás
de la pequeña estantería llena de libros que Mario tenía colocada entre las dos camas para
aprovechar al máximo el reducido espacio, escuché su pesada respiración. La repisa se
alzaba apenas unos diez centímetros por encima de las camas, impidiéndome ver más que
un poco del bulto que conformaba Mario detrás del borde irregular de libros, llaves y un par
de latas de cerveza vacías. No había sido él quien me despertó, pensé.

En esa primera ocasión, extendí la mano para mirar la hora en el reloj eléctrico que se
hallaba sobre la repisa más alta: 3:36. Aunque cansado, tardé un poco en conciliar el sueño,
ya que me sentía incómodo, aunque sin razón aparente.

Hubo un par de noches de sueño ininterrumpido, pero luego volvió a ocurrir dos veces más
dentro de la misma semana. En la tercera ocasión, al mirar el reloj y ver que, justo como la
noche anterior, éste marcaba las 3:33 exactamente, me incorporé y miré hacia atrás de mí, a
la puerta del dormitorio. Estaba abierta, y más allá se veía el contorno del viejo sofá en la
otra estancia. Un manchón pálido e indiscernible marcaba el sitio donde la máscara colgaba
por encima de éste. Permanecí unos minutos escrutando las sombras en el otro cuarto, pero
no había ningún movimiento. Por fin volví a dormir, intentando olvidar la cuestión.

Pasó una semana antes que volviera a ocurrir. Esta vez abrí los ojos y me quedé inmóvil, de
nuevo en espera de escuchar algo, pero fuera de la respiración de Mario, y de ruidos
ocasionales que venían de la calle, no había nada. Miré el reloj –el cual había dejado en una
posición que me permitiera mirarlo sin necesidad de manipularlo- y aunque había
transcurrido un minuto, no me quedó duda de que había vuelto a despertar a las 3:33
exactas.

En mi mente quedaba también el rezago desagradable de un mal sueño: los ritmos de una
canción familiar pero que no sabría identificar, y la voz odiosa de Michael Jackson
pronunciando algunas silabas y soltando su breve grito habitual.

Recordé esto un par de días después cuando llegué al depa y me encontré con Bad de
Michael Jackson sonando mientras Mario anotaba algo en una libreta. Le bajé un poco al
volumen, reprimiendo el impulso de apagarlo por completo, y Mario dijo:
-Ahh se me había olvidado que no te gustaba, sorry.

-¿Cómo sabes? –pregunté, mientras él se ponía de pie y cambiaba el CD de Jackson por


uno de The Doors.

-Tú me habías dicho, hace tiempo –no insistí, pero sí me quedé intentando en vano recordar
cuándo pudo suceder esto, mirando los ojos perdidos de la máscara de hule; no era algo que
mencionara comúnmente, ya que no tenía sentido hacerlo sin tener que explicarlo narrando
la desagradable experiencia que lo motivaba, y yo había estado seguro de que nunca le
había hablado de eso a Mario. ¿O sí?

***

El viernes decidí investigar la causa de mi despertar recurrente.

Había ocurrido en una ocasión más, dos noches después del breve diálogo con Mario que
acabo de mencionar, y de nuevo mis ojos se habían abierto para encontrarse con la cifra
luminosa 3:33; el ambiente era tenso, y por fin reconocí que me daba la impresión como de
sentir que alguien estaba allí, aguardando para hacer algo, o quizá aguardando mi reacción.
Debía ser algo causado por la extrañeza, el entorno oscuro y callado, mi mente adormilada.
Pero una vez más, el único sonido dentro de la habitación era la respiración apenas
perceptible de Mario. El sonido hizo una pausa prolongada, seguida de un suspiro
prolongado, y reanudó su ritmo.

Tenía que hacer algo al respecto. Por ello el viernes por la tarde me permití echarme una
larga siesta, y luego de cenar bebí un par de tazas de café mientras miraba una película.
Estaba decidido a permanecer despierto hasta las 3:33 AM.

Mario salió con su novia y regresó pasada la medianoche; yo me quedé viendo una segunda
película hasta pasada la 1:00 AM. Luego me di un baño y me fui a la cama, como lo habría
hecho en cualquier otro sábado similar. Pero en esta ocasión, permanecí despierto, tendido
entre las sábanas. Aguardando. No sabría decir con certeza por qué lo hice así; alguna
sospecha no formulada rondaba en el fondo de mi cabeza, en cierto modo era como si
estuviese tendiendo una trampa para tomar desprevenido a… ¿qué? A lo que fuera que solía
despertarme a las 3:30. Sabía que era absurdo; ni siquiera era algo que sucediera todas las
noches sin falta, y no había el más mínimo motivo para suponer que fuera lo que fuese, el
que las luces estuvieran apagadas y yo en la cama constituyeran factores a favor de que se
presentara. Como si fuera alguna persona decidida a interrumpir mi sueño, o un fantasma, o
algo así. Pero, por otra parte, ¿acaso podía descartar esta posibilidad… la de que estas
condiciones fuesen necesarias, quiero decir? Después de todo, si se trataba de un ratón o
algún otro animal que interrumpía mi sueño con su ruido, al encontrarme levantado podría
no mostrarse. Claro que pensar en un ratón con horario predeterminado era absurdo; aunque
¿no había visto documentales acerca de insectos y aves que se ceñían a ciertos hábitos con
extrema regularidad?

Tenía más de una hora para cavilar en ello largo y tendido; al principio temí que me ganaría
el sueño, pues empecé a adormilarme, pero luego de un rato mi mente se despejó. Miré el
reloj con sus números de luz roja: 1:52. Un mecanismo regular también puede tener sus
fallas. ¿Y si el propio reloj era la causa de mi pequeño misterio? Quizá algo en su
mecanismo hacía que produjese cierto ruido o alarma adelantada al marcar las 3:30;
lamenté no haber pensado antes en ello, para estar junto al aparato al marcar esa misma
hora durante la tarde.

O podía tratarse en efecto de un fantasma. Lo pensé sin tomármelo en serio, pero no dejaba
de tener su encanto imaginar a uno de esos espíritus que, según algunas leyendas, se
aparecían siempre a la misma hora. Al sonar las doce campanadas, o bien a la hora en que
habían muerto…

Hubo un instante en que sí caí dormido; abrí los ojos de nuevo con ansiedad, y busqué el
reloj con la mirada, temiendo lo peor, pero apenas eran las 2:49. Había dormitado unos
ocho minutos. Poco después, Mario empezó a roncar, un sonido bajo que terminaba de
manera sibilante. Trece minutos más tarde, el ronquido cesó: Mario se reacomodó en su
cama, volviéndose boca arriba, y tosió un par de veces. Su respiración se regularizó, casi
silenciosa.

Nos hallábamos a inicios de marzo, y las noches eran cálidas, pero el sol nunca daba en
forma directa a nuestra ventana, de manera que el dormitorio era relativamente fresco. Por
ello dormíamos cada uno con una sábana delgada encima. Yo me hallaba completamente
envuelto en la mía. Me di cuenta de que llevaba tanto tiempo recostado de manera que
pudiese mirar el reloj, que el brazo se me había entumecido. Me puse boca arriba, y la piel
me empezó a punzar desde el codo hasta la punta de los dedos.

Miré el reloj de nuevo: 2:59 se transformó justo entonces en 3:00. Al fin sentía que se
aproximaba la hora. Aunque sospechaba que iba a llevarme una gran decepción. ¿Y si eso
pasaba? Mañana intentaría de nuevo; pero esta vez me dormiría temprano, para despertar
como 20 a las 3, para no pasar tanto tiempo esperando. Pero estaba decidido a resolver el
asunto, así tuviera que pasar una semana de velar a mitad de la madrugada; de todas formas
me despertaba una y otra vez, cuando menos esto sería deliberado, y me permitiría
averiguar la razón. Y, esperaba, ponerle un alto.

En alguna parte, lejos, sonaba música de radio. Depeche Mode. Al ser fin de semana, era
incluso inusual que no hubiese música y ruido más próximos y fuertes; había corrido con
suerte. ¿Alguno de mis momentos de despertar a las 3:33 había ocurrido en viernes o en
sábado? No conseguía recordarlo. ¿Y cuánto tiempo llevaba escuchándose esta música? Ni
siquiera la había notado de manera consciente. O tal vez acababa de iniciar. Depeche Mode
dio paso a Madonna. Empecé a desear que subiesen el volumen; era menos aburrido velar
con música. Una rola de Police comenzó y concluyó, seguida de otra que me era familiar
aunque no supe identificar de quién era. 3:18. ¡Faltaba poco! Tenía que ponerme alerta para
cualquier sonido o movimiento. Me pregunté entonces: ¿sería que en un cuarto vecino, o tal
vez en los pisos de arriba o abajo, tenían una alarma que sonaba a esa hora? Nada más
faltaba que la solución fuese tan simple como esa. ¿Pero qué propósito tendría? Un velador
podría tener su despertador puesto a deshora, cuando menos alguien que tuviese que
presentarse a su trabajo a las 4 o 4:30… pero tenía entendido que en el edificio todos -¿o
casi todos?- éramos universitarios. Quizá había una excepción. O bien podría ser una
alarma puesta para tomar de manera rigurosa un medicamento. Algo que debía tomarse a
las 3:33 AM, por supuesto; eso también era absurdo.

Vi cómo 3:21 daba paso a 3:22.

Como suele pasar en cualquier espera prolongada, los últimos minutos se extendieron más
que todo el lapso precedente. Miré el reloj cinco veces antes que 3:23 apareciera en él, y me
obligué a mí mismo a no volver a mirar tan pronto, resistiendo la sensación irracional de
que si no lo hacía, se me pasaría la hora esperada. Miré: 3: 24 todavía. Lo observé hasta que
avanzó al siguiente minuto, deseando tener un reloj con segundero, que cuando menos me
diese una noción del tiempo que transcurría. La respiración de Mario era honda y sonora,
prolongada y estable; envidié su sueño profundo. Aunque si estuviera dormido,
probablemente faltarían unos minutos para que algo me hiciese despertar. En fin; pronto
llegaría la hora, seguramente pasaría sin la más mínima eventualidad dejándome con la
misma frustración de un estornudo que se disipa en el último instante, y podría entregarme
al sueño finalmente.

3:26. Me pregunté si los murmullos del aliento de Mario serían aspiraciones o


exhalaciones… no, inhalaciones era la palabra correcta, ¿verdad?, y no aspiraciones. Estoy
pensando tonterías para no volverme loco de impaciencia, me dije. Allá a lo lejos, Lionel
Richie empezó a bailar en los techos, según una canción ochentera que apenas recordaba y,
de hecho, me sorprendió poder identificar. Alguna vez había visto el video clip
correspondiente, en un programa de nostalgia de MTV. La respiración de Mario era más
fuerte que su voz. 3:28 llevaba rato. Sentí una picazón detrás de la oreja izquierda, y casi al
mismo tiempo, en el tobillo derecho. Me rasqué con el otro pie, mas aguardé casi un minuto
sin decidirme a mover la mano y rascar mi oreja; sentía como si ya tan cerca de la hora, si
lo hacía, delataría que me hallaba despierto y lo que fuera que esperaba que ocurriese, no
se… manifestaría. Pensé con un resoplido -que de inmediato lamenté haber soltado, debido
a esa misma sensación paranoica de que la causa del fenómeno estaría vigilando, al
pendiente de mi sueño, para poder interrumpirlo- en los fenómenos paranormales de los
que hablaba el ovnílogo Téllez en aquel programa de radio que le gustaba escuchar a mi
hermano. Tendría que contarle todo esto a Rogelio; nos reiríamos por días de mis locuras.
Por otra parte, lo imaginé -3:30- reprochándome por no tener una cámara fotográfica lista
para capturar cualquier cosa, una grabadora, algo. ¿Para registrar… ¿qué evidencia? En el
remotísimo caso de que hubiese algo que registrar, podría obtener el equipo necesario y
hacerlo más adelante. Diablos, si así fuera, llamaría a Rogelio mañana mismo y
seguramente él vendría a montar guardia noche tras noche jugando al cazafantasmas.

3:29… 3:29… este minuto parecía prolongarse cerca de cinco minutos. ¿Cuánto tiempo
llevaba Richie con Dancing on the Ceiling? Justo al preguntármelo, la hora cambió y la
canción empezó a debilitarse: en fade out. Faltaba muy poco.

Mario gruñó ligeramente, pero su respiración prosiguió sin pausa. Sonora. Honda. 3:30 en
trazos rojos luminosos. Estos últimos dos minutos serían como horas, estaba seguro. La
nueva melodía atravesó su inicio instrumental y al oír el primer verso estuve a punto de
soltar una mentada en voz alta. Por supuesto, era tan obvio que debí haberlo esperado.
Michael Jackson. Smooth Criminal. De alguna manera absurda, esto fue para mí como una
señal de corroboración, disipando mis temores de que la hora llegaría y pasaría sin que nada
ocurriera. Claro que esto era todavía más estúpido; sólo podría ser así si me encontrara
dentro de un sueño, dictado por mi propia lógica de pesadilla. Annie baby… Apreté la
mandíbula hasta que me dolíó. Ayuwoki, dijo mi imaginación mórbida, a coro con Michael
Jackson. Ayuwoki. Ayuwoki. Superpuesto a la melodía que era tan asquerosa, tan horrible,
para mí. 3:32. ¿Tan rápido? De repente, mi coraje al escuchar la canción había hecho que el
tiempo transcurriera con demasiada rapidez. Mario respiraba lento y sonoro, acallando a
ratos la música, lo que era una bendición. 3:32. Mi cuerpo estaba tenso bajo la sábana. HII-
hii, chilló a lo lejos el maldito rey del pop.

3:33.

Contuve el aliento: nada; ningún sonido ni movimiento en las tinieblas, salvo la música
distante. Ayuwoki. Se escuchaba con algo más de claridad. ¿Por qué…?

Mario. Su respiración había dejado de sonar. Por eso la quietud se había coagulado al dar la
hora. ¿Por qué había cesado justo entonces? Me arriesgué a mirar alrededor, pero claro, no
había nada que ver más que el cuarto a oscuras.

-¿Mario? –arriesgué, musitando. Nada-. ¡Mario! –un poco más fuerte. Enderecé la cabeza:
aún no se oía nada. Me senté, y miré a mi alrededor, sobre todo a mis espaldas; por
supuesto que no esperaba encontrar a nadie acechando allí justo detrás de mí, pero
confiarme a lo racional era el tipo de cosa que siempre me decía que haría al ver a los
estúpidos protagonistas de las películas cometer errores tan obvios, y no lo cometería yo.
Sólo por el bien de la escena tan irreal, me dije.

Nada en las sombras del cuarto; ninguna figura dramática en el rincón; no había ninguna
sombra vampírica enmarcada en la puerta abierta, únicamente el contorno del sillón y…

Y la mancha pálida de la máscara no estaba allí.


Me quedé mirando, escrutando: estaba seguro que no estaba. Ayuwoki, decía Jackson
en la distancia. Me obligué a mí mismo a controlarme; primero que nada, ¿había estado allí
la máscara como siempre antes de venir a la cama? Seguramente habría notado una
ausencia semejante; aun si evitaba mirarla como siempre. Sí… estaba seguro de haberla
visto allí antes de bañarse. Pero ¿en verdad? Realmente no me sentía seguro.

Desplacé mis pies fuera de la cama, y me senté en el borde; miré el bulto oscuro de Mario
del otro lado de la repisa. Vuelto dándome la espalda. Me puse de pie y rodeé el pequeño
mueble. HII-hii, escuché, y apreté los puños.

Me detuve frente a la cama de Mario, mirando su forma ensabanada, su cabeza de cabello


revuelto y negro que sobresalía de la sábana. Entonces un arranque de pánico y uno de furia
se mezclaron dentro de mí. Hijo de la chingada, tomó la máscara y se la puso, y está
esperando a que lo mueva para darme un susto. Eso es.

¿Pero tenía sentido eso? ¿Sabía Mario acerca de mi trauma con Michael Jackson? ¿Y cómo
sabía entonces que me acercaría yo ahora mismo, justo esta noche? Ni siquiera le había
dicho de la manera en que despertaba por las noches. Aun así, estuve a punto de dar media
vuelta y volver a mi cama, sin hacer nada. Seguramente sería mucho mejor para todos.
Dormiría, y mañana…

Pero no, tenía que saber ahora mismo, salir de dudas.

Tiré de la sábana –Ayuwoki, pensé sin contenerme- y ésta se atoró un poco bajo el cuerpo
de Mario; lo sacudí, y lo volví boca arriba, aprestándome para ver el rostro horrendo con
rasgos de hule. Pero no fue así: era el rostro de Mario; aunque sí estaba muy pálido. Sus
labios entreabiertos, igual que sus párpados, con los ojos en blanco.

Algo estaba muy mal. No hacía ruido su respiración… no respiraba.

-¡Mario! –exclamé, sacudiéndole, y lo tomé de los hombros para levantarlo: era muy
pesado, flojo. Inerte- ¡MARIO!

¿Qué hago? ¿Qué hago? me preguntaba frenético. Entonces decidí presionar su pecho,
tratar de hacerlo respirar, reaccionar, aunque nunca había practicado estos métodos de
resucitación para emergencias. Pero tenía que hacer algo. En un momento, Mario
seguramente reaccionaría, furioso, reclamando por mis torpes esfuerzos; sí, así sería. Pero
presioné el pecho una, dos veces con ambas manos. Nada cambió. Sus labios y sus ojos
continuaban entreabiertos de manera falsa, antinatural. Como un maniquí. Titubeé.
¿Debería intentar respiración de boca a boca? ¿Realmente sabía cómo? Mario… hacía un
minuto todavía respiraba. Apreté los labios; oprimí sus fosas nasales con una mano y tomé
aliento. Presioné mi boca alrededor de la suya y soplé con fuerza: no había imaginado lo
difícil que era eso, fue como soplar dentro de una botella de vidrio, que no cedía; el aire se
negó a salir de mis pulmones y mi boca, excepto un poco que escapó por las comisuras.
Esto no iba a funcionar. ¿Qué cosa me fallaba?

Me incorporé; tenía que conseguir ayuda. Los dueños del edificio; don Fernando era muy
gentil y muy hábil para varias cosas, seguramente sabría qué hacer, en lo que llegaba una
ambulancia. Me volví, notando apenas que la música había cesado. Ayuwoki, pensé de
nuevo, sin razón, y corrí hacia la puerta.

Casi tropiezo y caigo con un intento por frenar de golpe, al ver la figura de ropas pálidas
que obstruía la puerta. Una forma delgada, algo disforme, de cabellera larga y revuelta.
Recortada en la penumbra de la sala, toda ella se veía cargada de oscuridad.

HII-hii, pensé; pero lo que salió de mis labios fue más ronco e irracional. Lo miré como si
así lo pudiera mantener inmóvil. Supe que ese hombre –esa cosa- lo había matado, había
matado a Mario a las 3:33; tal vez había estado a punto de matarme a mí desde noches
atrás. Y esa cabeza de cabello enmarañado… Es la máscara, pensé; la tiene puesta.
Porque sabe que me horroriza. Pero eso no tenía sentido; ¿quién haría eso? ¿Cómo podría
saber de su aversión? ¿Y todo lo demás?

La figura retrocedió, desapareció más allá del marco de la puerta, como si se deslizara, sin
un solo sonido.

Tengo que buscar ayuda, pensé de nuevo, y seguí adelante, preguntándome si tenía algo
que me sirviera para defenderme, para atacar a ese hijo de puta. Llegué hasta la puerta y me
obligué a mí mismo a no parar.

Atravesé la puerta, mirando hacia donde la figura se había retirado: nada. No parecía haber
dónde se hubiera escondido. Acaso junto al pe queño refrigerador, pero aun así…

-¡HII-hii!

La voz chilló justo a mis espaldas. Me volví y retrocedí a la vez, haciéndome tropezar, y caí
hacia el suelo mientras alcanzaba a ver apenas aquellos ojos desviados en un rostro
demasiado blanco, de piel ahulada. Empecé a gritar, pero no sé si habré sido escuchado
antes de impactar en el suelo con mi cabeza, un estallido rojo que invadió mis párpados
cerrados y cedió paso a la inconsciencia.

***

Ahora mismo estoy en mi cama del hospital. Mario no está aquí; seguramente lo llevaron a
la morgue. Yo tengo una contusión, según me dicen, y a eso atribuyen lo que les he
narrado; pues dicen que no hay nada que indique la presencia de ningún intruso en el
departamento la noche pasada.
Luego de mucho insistir, uno de los paramédicos me dijo que estaba seguro de que no había
ninguna máscara de hule colgada en el muro cuando llegaron por mí; él es fan de
Megadeth, dice, así que se fijó en el póster, y habría notado la máscara si hubiese estado
colgada en ese sitio.

Pero esta noche no voy a tener más compañía que la de un pobre sujeto canalizado que ha
estado durmiendo o inconsciente desde que llegué, salvo durante una breve merienda. Y ya
son las 2:26 AM; pienso estar despierto, y llamar a los enfermeros con cualquier pretexto
antes que dé la hora que temo. Rogelio había estado aquí; muy preocupado. Prometió
regresar mañana en cuanto amanezca y comiencen las horas de visita. Incluso accedió a
dejarme esta pequeña grabadora de bolsillo que me ha servido para describir todo lo que ha
pasado.

2:32 AM. Estaré despierto; llamaré a los enfermeros, pues sus visitas son tan horriblemente
esporádicas. Cuando lleguen las 3:33, no estaré solo. Eso no me encontrará dormido, ni sin
compañía. Siento pesadez en mis ojos, en mi cabeza; son los analgésicos, los
medicamentos. Pero no dormiré.

No lo haré.

-Luis G. Abbadie, 11 de marzo de 2019, 1:48 AM

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