Séfora
se convirtió en carne de mi carne. Le di todo lo que estaba en mi
mano, sobre todo sabiduría, pues desde la infancia se mostró más
perspicaz y sensata que sus hermanas. Todos la tenían en gran
consideración, sin celos y sin reservas. Por desgracia, Séfora tiene la
piel negra. ¿Cómo iban a reconocer su valía los hombres de Madián, si
sus prejuicios les ciegan más que el sol? (Jetro, padre de Séfora, a
Moisés) Hace más de tres mil años, una niña negra es recogida a orillas
del mar Rojo. Lleva por nombre Séfora, pequeño pájaro, y el color de su
piel ha decidido ya su futuro: nadie la querrá por esposa. Sin embargo,
un día, cerca de un pozo, un hombre la mira como a ninguna otra mujer.
Su nombre es Moisés y huye de Egipto. Amante apasionada y esposa
generosa, Séfora, la negra, la extranjera, la no judía, tiene en sus manos
el destino de Moisés. Olvidando sus temores y sus dudas, él
comprenderá gracias a ella el mensaje de Dios y legará a la humanidad
las leyes que, todavía hoy, protegen a los débiles del poder de los más
fuertes.
Marek Halter
Séfora
Heroínas de la Biblia - 2
ePub r1.0
Titivillus 26.12.16
Título original: Tsippora. La Bible au féminin
Marek Halter, Enero de 2000
Traducción: Carmen de Celis
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Si un extranjero viene a vivir a tu tierra, no lo humilles. El extranjero
que mora contigo será para ti como uno de vosotros y lo querrás como
a ti mismo, pues fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto.
Levítico, 19, 33—34
Moisés no llegó a Canaán no porque su vida fuera demasiado breve,
sino porque era una vida humana.
FRANZ KAFKA, Diario íntimo,
19 de octubre de 1921
Hijos de Israel, ¿no sois para mí semejantes a los hijos de los cusitas?
Palabra de Yahvé
¿No hice subir a Israel de la tierra de Egipto, como a los filisteos de
Caftor y a los arameos de Kir?
Amós, 9, 7
Soy negra y bella,
hijas de Jerusalén.
Como las tiendas de Cedar,
como las colgaduras de Salomón.
No reparéis en que soy negra.
El que me ha tostado es el sol.
Cantar de los Cantares, 1, 5—6
El antiguo Próximo Oriente
PRÓLOGO
H oreb, dios de mi padre Jetro, acepta mis ofrendas.
En el lado norte pongo las tortas de cebada que he elaborado con mis
propias manos; en el lado sur vierto el vino obtenido de la uva.
Horeb, dios glorioso que haces retumbar el trueno, escúchame, soy Séfora,
la negra, la cusita, la que ha venido hasta aquí desde el otro lado del mar de los
Juncos. He tenido un sueño.
Se me ha aparecido un pájaro en la noche. Volaba alto. Era un pájaro con
plumaje pálido, y yo miraba risueña cómo volaba. Volaba por encima de mí y
gritaba como si me llamara. Y de pronto comprendí que ese pájaro era yo. Mi
piel es tan negra como la madera quemada, pero en mi sueño yo era un pájaro
blanco.
Sobrevolé el patio[1] de mi padre. Vi sus casas de adobe encaladas, sus
grandes higueras, sus tamariscos en flor y el dosel emparrado bajo el cual dicta
sus sentencias. En los jardines, vi las tiendas de los criados a la sombra de los
terebintos, las palmeras, los rebaños, los caminos de polvo rojo y el gran
sicomoro de la ruta de Efa. En el camino que conduce a la montaña, ¡oh,
Horeb!, vi el círculo de casas de adobe, los hornos y los fosos incandescentes de
la aldea de los herreros. Tuve que volar bastante lejos para ver el pozo de Irmna
y las rutas que conducen a los cinco reinos de Madián.
Y volé hacia el mar.
Una lámina de oro lo recubría. Su resplandor era tan intenso que no pude
posar mi mirada en ningún sitio. Todo me deslumbraba: el cielo, el agua, la
arena… El aire que me envolvía no me refrescaba en absoluto. Entonces deseé
dejar de ser un pájaro para volver a ser yo misma. Toqué el suelo con los pies y
recobré mi sombra. Me protegí los ojos con el manto y así fue como la vi.
Entre los juncos que sobresalían a lo lejos en el mar, se balanceaba una
barca. Se trataba de una barca robusta y perfecta. La reconocí sin dificultad:
era la que nos había traído, a mi madre y a mí, desde la tierra de los cusitas
hasta el país de Madián, de una orilla a la otra, y nos había mantenido con vida
a pesar del sol, de la sed y del miedo. Y allí, en mi sueño, nos esperaba para
volver a llevarnos al país donde nací.
Llamé a mi madre para que viniera sin tardanza.
No estaba en la playa ni a lo largo del acantilado.
Me metí en el cenagal. Los juncos, con hojas punzantes, me hicieron cortes
en los brazos y en las palmas de las manos. Me tendí en la barca: tenía el mismo
tamaño que yo. Los juncos se separaron delante del estrave y el mar se abrió
ante mí. La barca avanzaba entre dos inmensas paredes líquidas. Estaban tan
cerca que podría haber tocado el agua verde y turbulenta con la punta de los
dedos.
El miedo me encogió las entrañas. Me acurruqué y grité, aterrada.
Sabía que los acantilados de agua se unirían pronto en lo alto, como los
bordes de una herida, y me engullirían.
Gritaba, pero la queja que oía era la del mar, doliente y desgarrada.
Cerré los ojos antes de que el agua me sepultara. En el mismo momento en
que la barca tocaba violentamente el fondo, allí, de pie sobre las algas, un
hombre me estaba esperando. Iba vestido con el faldellín plisado que utilizaban
los príncipes de Egipto y sus brazos estaban adornados con brazaletes de oro,
desde las muñecas hasta los codos. Tenía la piel blanca y la frente cubierta de
bucles morenos. Detuvo la barca con una mano. Después me alzó en sus brazos
y atravesó a pie el mar de los Juncos. En la orilla opuesta, me apretó contra su
pecho, posó su boca en la mía y me devolvió el aliento que el mar había
intentado arrebatarme.
Abrí los ojos. Era de noche.
La verdadera noche, la de la tierra.
Estaba en mi lecho y había tenido un sueño.
Pregunté: «Horeb, ¿por qué me has enviado este sueño?
»¿Es un sueño de muerte o un sueño de vida?
»¿Mi lugar está aquí, cerca de mi padre Jetro, el gran sacerdote de Madián,
o en el país de los cusitas que me vio nacer? ¿Está entre mis hermanas de piel
blanca que me quieren, o al otro lado del mar, entre los nehesy,[2] sometidos al
yugo del faraón?
»¡Oh, Horeb, escúchame! En tu mano vuelvo a poner mi aliento. Bailaré de
alegría si me respondes, tú que conoces mi angustia.
»¿Por qué me esperaba el egipcio en el fondo del mar?
»¿Por qué tengo borrado de mi memoria el nombre de mi madre e incluso su
rostro?
»¿Qué camino me muestra el sueño que has interrumpido?
»¡Oh, Horeb! ¡No hagas que me sienta decepcionada por haberte llamado!
¿Por qué permaneces en silencio?
»¿Qué va a ser de mí, de Séfora, la extranjera?
»Aquí, ningún hombre me tomará por esposa, pues mi piel es negra. Sin
embargo, mi padre me quiere. A sus ojos, soy una mujer digna de respeto.
¿Quién sería yo entre los cusitas? No hablo su lengua ni tomo sus alimentos.
¿Cómo viviría allí? Sólo el color de mi piel me haría semejante a mis
semejantes.
»¡Oh, Horeb! Tú eres el dios de mi padre Jetro. ¿Quién será mi dios si no lo
eres tú?»
PRIMERA PARTE
LAS HIJAS DE JETRO
EL FUGITIVO
H oreb permaneció en silencio aquel día y también los siguientes.
El sueño se mantuvo largo tiempo en el ánimo de Séfora, como la ponzoña
de una enfermedad.
Durante varias lunas temió la noche. Se quedaba en el lecho sin moverse, sin
cerrar los ojos, sin atreverse siquiera a rozar los labios con la lengua por miedo a
encontrar el sabor de la boca de lo desconocido.
Pensó por un momento en confiarse a su padre Jetro. ¿Quién podría
aconsejarla mejor que el sabio de los reyes de Madián? ¿Quién la quería más que
él y comprendería mejor sus tormentos?
Sin embargo, se mantuvo en silencio. Temía parecer demasiado débil,
demasiado infantil, semejante a las demás mujeres, que siempre estaban
dispuestas a confiar más en lo que les dictaba su corazón que en lo que veían sus
ojos. Ante su padre, que tan orgulloso se sentía de ella, deseaba mostrarse fuerte,
razonable y fiel a todo lo que le había enseñado.
Con el tiempo, las imágenes del sueño se desdibujaron. El rostro del egipcio
se tornó borroso. Transcurrió una estación sin que pensara en él ni una sola vez.
Después, una mañana, Jetro anunció a sus hijas que al día siguiente iría a
visitarlos el joven Reba, hijo del rey de Saba, uno de los cinco reyes de Madián.
—Viene a buscar mi consejo. Llegará al atardecer y lo acogeremos como se
merece.
La noticia provocó risas y cuchicheos entre las mujeres de la casa. Las hijas
y las criadas de Jetro sabían a qué atenerse. Desde hacía casi un año, apenas
transcurría una luna sin que el apuesto Reba no acudiera a pedir consejo a Jetro.
Mientras se organizaba cuidadosamente el festín del día siguiente —unos
preparando la comida, y otros, la tienda para la recepción, las alfombras y los
almohadones que había que disponer en el patio—, Sefoba, la mayor de las tres
hijas de Jetro que todavía vivían en la casa paterna, comentó en voz alta, con su
franqueza habitual, lo que todos pensaban y no se atrevían a decir:
—Reba ha recibido ya más consejos de los que va a necesitar en toda su
vida; si no, es que detrás de su bello semblante se oculta la mayor necedad que
Horeb haya entregado jamás a un hombre. Quiere cerciorarse de que sigue
siendo del agrado de nuestra querida Orma y de que nuestro padre encuentra
sabiduría en su paciencia y lo acepta como yerno.
—Sabemos por qué viene —reconoció Orma, encogiéndose de hombros—;
pero ¿para qué hace estas visitas? Me aburren. Todas son iguales. Reba se sienta
delante de nuestro padre, pasa la mitad de la noche charlando y bebiendo vino, y
luego se marcha sin decidirse a pronunciar las palabras precisas.
—Me pregunto por qué se comporta de ese modo —susurró Sefoba,
falsamente pensativa—. ¿Tal vez no le pareces lo suficientemente bella?
Orma le dirigió una mirada sombría, mientras Sefoba reía sin parar,
satisfecha de su broma. Séfora percibió la amenaza de una disputa habitual entre
las dos hermanas. Acarició la nuca de Orma de manera tranquilizadora y recibió
una palmada en la mano como muestra de agradecimiento.
Aunque habían nacido de la misma madre, Sefoba y Orma eran
completamente distintas. Sefoba no deslumbraba por su belleza: era bajita y
regordeta, y poseía una sensualidad llena de ternura. Su sonrisa revelaba la
sencillez y la rectitud de sus pensamientos y de sus sentimientos. Se podía
confiar plenamente en ella, y Séfora le había confesado en más de una ocasión lo
que no se hubiera atrevido a contarle a nadie más. Orma, por su parte, poseía
algo de esos astros que siguen brillando cuando el cielo ya se ha inundado de sol.
No había mujer más bella en casa de Jetro y posiblemente en todo Madián, ni,
por supuesto, mujer más orgullosa de ese don de Horeb.
Sus pretendientes habían dedicado largos poemas al esplendor de sus ojos, a
la gracia de su boca y a la elegancia de su cuello. Los cantos de los pastores, sin
atreverse a pronunciar su nombre, alababan sus senos y sus caderas,
comparándolos con frutas fabulosas, animales inauditos y sortilegios de diosa.
Orma disfrutaba de esta gloria con un entusiasmo inextinguible, y parecía estar
satisfecha con el deseo que despertaba en los hombres. En cambio, ningún
hombre había conseguido despertar en ella un interés superior al que Orma
sentía por sí misma. Todo ello para desesperación de Jetro, que la observaba
cuidar su ropa, su maquillaje y sus joyas como si en el mundo no existiera nada
más preciado, pero, sin embargo, no veía el momento de que se convirtiera en
esposa y madre. A pesar del cariño que le tenía a su hija menor, algunas tardes
no podía evitar pronunciar duras palabras; él, que raramente perdía la calma:
—Orma se asemeja al viento del desierto —estallaba en presencia de Séfora
—. Sopla en una dirección y luego en otra; infla los pellejos para después
reventarlos en el aire. Su espíritu es un cofre vacío. Ni siquiera se acumula en él
el polvo de la memoria. Sin duda es cada día más bella, y me pregunto si Horeb,
encolerizado, no querrá convertir esta joya en una prueba y una carga para mí.
Séfora replicaba con delicadeza:
—Eres muy duro. Orma sabe perfectamente lo que quiere y tiene una gran
voluntad, pero es joven.
—Tiene tres años más que tú —argüía Jetro—. Ha llegado el momento de
que Orma se preocupe más por fructificar que por sembrar.
En realidad, no faltaban candidatos para casarse con Orma. Sin embargo,
Jetro, que le había prometido que no le escogería esposo sin su consentimiento,
esperaba, al igual que los pretendientes. En adelante se cantarían nuevos poemas
en todo Madián, asegurando que la bella Orma, hija del sabio Jetro, había nacido
para romper los corazones más duros y que pronto, intacta y virgen como el día
de su nacimiento, Horeb la transformaría en una soberbia roca de su montaña
que únicamente acariciaría el viento. En esas condiciones, Reba había decidido
aceptar el desafío, acudiendo a inclinarse ante Jetro con la impaciencia de un jefe
guerrero antes del asalto. Nadie dudaba de que esa tenacidad debía recibir su
recompensa.
—Esta vez deberás decidirte, hermanita —prosiguió Sefoba.
—¿Por qué?
—Porque Reba lo merece.
—No más que cualquier otro.
—¡Vaya! ¿A qué hombre preferirías? —preguntó Sefoba, irritada, sin
bromear ya—. Él tiene todo lo necesario para gustar.
—Para gustar a una mujer vulgar.
—Para gustarte a ti, princesa. ¿Quieres un hombre digno de tu belleza?
Pregunta a cualquiera de nosotras, sea joven o vieja. Reba es el hombre más
guapo al que una mujer pueda desear mimar: alto y delgado, con una piel del
color de los dátiles frescos y unas nalgas duras.
Orma asintió con una risa contenida:
—Es cierto.
—¿Quieres un hombre poderoso y rico? —continuó Sefoba—. Pronto
sustituirá a su padre como rey. Poseerá los pastos más fértiles y las mejores
caravanas que comunican el levante con el poniente. Dispondrás de tantos
criados como días tiene el año, y te colmará de oro y de telas de Oriente.
—¿Por quién me tomas? Casarse con un hombre porque posee magníficas
caravanas… ¡Qué aburrimiento!
—Se cuenta que Reba puede permanecer una semana entera sobre la joroba
de un camello sin cansarse. ¿Sabes qué significa eso?
—Yo no soy una camella. No necesito, como tú, que me monten todas las
noches y dar chillidos que impidan dormir a los demás.
Las redondas mejillas de Sefoba se ruborizaron.
—Tú eso no lo sabes.
Pero, como las risas aumentaron, añadió con arrogancia:
—Es cierto. Cuando mi esposo no tiene que ir detrás de los rebaños, todas las
noches me posee, No tengo el corazón seco de Orina. Soy feliz saciándolo.
Hacer esto, noche tras noche, no es tan fácil como reavivar el fuego para
preparar las tortas —acabó riendo también.
—La cuestión es que las estaciones pasan —intervino suavemente Séfora
cuando retornó la calma—. Mi querida Orma, ya has rechazado a todos los
hombres que querían convertirte en su esposa. Si haces lo mismo con Reba,
¿quién se va a atrever a esperarte?
Orma consideró sus palabras, algo sorprendida. Su bonita nariz se arrugó con
una mueca obstinada.
—Si Reba sólo viene para charlar con nuestro padre, y no se declara,
entonces yo, mañana, me quedaré en mi habitación —aseguró—. Ni siquiera me
verá.
—¡Vamos! Sabes perfectamente por qué Reba no pide tu mano a nuestro
padre. Teme tu rechazo. Él también tiene su orgullo. Incluso tu silencio se
convierte en una afrenta. Quizá sea la última vez…
—Le dirás que estoy enferma —la interrumpió Orma—. Pondrás cara de
tristeza e inquietud, y te creerá…
—No le diré nada en absoluto —protestó Séfora—. Y mucho menos una
mentira.
—¡No será una mentira! Estaré enferma; ya lo verás.
—¡Bah! —exclamó Sefoba—. Sé de antemano lo que veremos. Te
maquillarás, te pintarás los labios de rojo y resplandecerás. Como de costumbre,
estarás más bella que una diosa, y Reba sólo tendrá ojos para ti. Ni siquiera
cerrará la boca para tomar la excelente comida que le serviremos. Ahí radica la
enorme tristeza de ser tu hermana. Contigo siempre hay que contemplar el
semblante bobalicón de los hombres más guapos y orgullosos.
Las criadas, que eran todo oídos, rompieron a reír, y Orma con ellas. Séfora
se levantó y dijo con autoridad:
—Vamos a llevar las ovejas al pozo. Hoy es nuestro día y nos estamos
retrasando. Eso nos hará olvidar los esposos que son y los que no son.
El pozo de Irmna estaba a una hora larga de camino del patio de Jetro. A lo lejos
se alzaba, poderosa, la montaña del dios Horeb, que estaba recubierta de una
larga corriente de lava petrificada en la que se reflejaba el sol de la tarde. A sus
pies, entre los pliegues y repliegues de rocas rojas, las llanuras cubiertas de
maleza, que el invierno a veces mantenía verde, se extendían hasta el mar. Así
era el país de Madián, amplio, duro y tierno, invadido de arena quemada y de
cenizas de volcán, donde flotaban los oasis como barcas sobre el calor ondulante
del desierto. Allí, los pozos con agua abundante y milagrosa eran fuente de vida
y lugares de encuentro.
Cada siete días, los que habían levantado sus tiendas a menos de dos o tres
horas de camino o poseían, como en el caso de Jetro, jardines, rebaños y casas de
adobe, tenían derecho a llenar sus odres en el pozo de Irmna. Además, durante el
tiempo que tardaba el sol en desplazar las sombras seis codos, podían dejar beber
al ganado pequeño, independientemente de lo numeroso que fuera el rebaño.
En el final del verano, los hombres habían abandonado el patio de Jetro con
el ganado mayor para venderlo en los mercados del país de Moab, junto con las
armas de hierro fabricadas por los herreros. Mientras esperaban su regreso, que
tenía lugar en pleno invierno, correspondía a las mujeres llevar hasta el pozo a
los animales restantes. Séfora y sus hermanas, con la indolencia de costumbre,
condujeron hasta allí a las ovejas. Bajo el pisoteo de las pezuñas, el polvo del
camino se levantaba como si de harina se tratase.
Cuando ya se veía la larga pértiga del chadouf[3], las hijas de Jetro
descubrieron una manada de vacas, con largos cuernos, apretujadas en tomo a
los abrevaderos que prolongaban el pozo.
—¡Eh! ¡Se están bebiendo nuestra agua! —exclamó Sefoba, con el entrecejo
fruncido—. ¿De quién son esos animales?
En ese instante aparecieron cuatro hombres entre las vacas, a las que
empujaban con sus bastones. Vestían viejas túnicas, remendadas y llenas de
polvo, y una hirsuta barba les cubría el rostro. Se plantaron en medio del camino
e hincaron sus bastones en el suelo.
Orma y Sefoba permanecieron donde se encontraban y dejaron que las
ovejas avanzaran solas. Séfora, que iba detrás, se unió a ellas y se protegió los
ojos del sol para ver mejor a aquellos hombres.
—Son los hijos de Husenek —dijo—. Reconozco al mayor, el que lleva
alrededor del cuello un collar de cuero.
—Hoy no es su día —añadió Orma, echando a andar hacia ellos—. Tienen
que marcharse.
—Pues no parece que tengan intención de hacerlo —señaló Sefoba.
—Sea cual sea su intención, hoy no es su día y tienen que marcharse —se
impacientó Orma.
Las ovejas habían detectado el agua y ya no era posible detenerlas. Echaron a
correr hacia el pozo, balando y atropellándose con brío. Séfora sujetó a Sefoba
por el brazo.
—Hace menos de una luna, nuestro padre emitió una sentencia desfavorable
contra Husenek. Ni él ni sus hijos aprecian la justicia…
Sefoba la miró detenidamente, con las cejas arqueadas, para pedirle que se
explicara mejor. De repente, ambas se sobresaltaron.
—¿Qué hacéis? —gritaba Orma—. ¿Os habéis vuelto locos?
Con agilidad, lanzando pequeños gritos sordos, los hijos de Husenek
corrieron al encuentro de las ovejas para dispersarlas. Los animales,
enloquecidos, echaron a correr en todas direcciones, y en unos pocos segundos
se dispersaron. Mientras Séfora y Sefoba intentaban inútilmente detener a las
ovejas, algunas bajaron la pendiente, con el riesgo de romperse el cuello contra
las rocas. Detrás de ellas, los hijos de Husenek reían y hacían girar sus bastones.
Sefoba, jadeante, dejó de correr. Con los ojos ensombrecidos de furor, señaló
con el dedo el rebaño diseminado.
—Si un solo animal sufre algún daño, os arrepentiréis. Somos las hijas de
Jetro, y este rebaño le pertenece.
Los cuatro hombres dejaron de reírse.
—Sabemos perfectamente quiénes sois —masculló el que Séfora había
identificado como el primogénito.
—Entonces también debéis de saber que no os corresponde estar en el pozo
—gritó Orma—. Largaos y dejadnos en paz. Además, apestáis como viejos
machos cabríos. Es repugnante.
Acomodándose, con un gesto cargado de desprecio, la túnica que había
resbalado de su hombro y subrayando con un gesto su repulsión, Orma se acercó
a Séfora. Insensibles al insulto, los hombres observaban, fascinados, cada uno de
sus movimientos. Después uno de ellos dijo:
—Hoy es nuestro día. Y mañana, e incluso pasado mañana, si nos parece
bien.
—¡Bestia salvaje! —silbó Orma—. Sabes perfectamente que eso no es
posible.
Séfora le puso una mano en el brazo para hacerla callar, mientras el hijo de
Husenek volvía a reír burlonamente.
—Es nuestro día cuando queramos. Hemos decidido que este pozo nos
pertenece.
Sefoba lanzó un grito de rabia. Séfora avanzó unos pasos.
—Te conozco, hijo de Husenek. Mi padre ha dictado una sentencia contra ti
y tus hermanos por haber robado una camella. Es estúpido por tu parte querer
vengarte impidiéndonos llegar al pozo. Tu castigo será más duro todavía.
—No hemos robado la camella. Nos pertenecía —exclamó uno de los
hermanos.
—¿Quién eres tú, morena, para decirme lo que puedo y no puedo hacer? —
se burló el mayor de los cuatro.
—Soy hija de Jetro, y sé que mientes.
—¡Séfora! —dijo en voz baja Sefoba.
Demasiado tarde. Sacudiendo el aire con los bastones, los hombres se habían
acercado y separado a Séfora de sus hermanas. El mayor de los hijos de Husenek
la empujó dándole un golpe en el pecho.
—Si es cierto que tu padre es quien dices que es, entonces ha besado el culo
de un macho cabrío negro —bromeó.
Séfora lo abofeteó en la mejilla con tanta fuerza que el hombre se tambaleó.
Sus hermanos dejaron de reírse y la observaron, sorprendidos. Séfora quiso
aprovechar el momento para huir, pero uno de los hombres fue más rápido, le
lanzó el bastón entre las piernas y ella cayó al suelo cuan larga era.
Antes incluso de que intentara levantarse, un cuerpo pesado, que apestaba a
sudor y mascullaba odio, se desplomó sobre ella. Séfora gritó de miedo y de
dolor. Unos dedos fuertes se agarraron a su pecho. La tela de su ropa se desgarró
y una rodilla se clavó entre sus muslos. Le ardía la cabeza. Percibía a lo lejos los
gritos de sus hermanas. La náusea le subió a la garganta mientras sus brazos
desfallecían. El hombre parecía tener mil manos; sus dedos le arañaban los
muslos, la boca y el vientre, y le aplastaban las muñecas y los senos.
Después Séfora, con los ojos cerrados, oyó un ruido sordo, parecido al de
una sandía al partirse. El hombre gimió y rodó a un lado. Sobre Séfora
únicamente quedó su olor.
No se atrevía a moverse. A su alrededor sólo oía gritos, y ruidos de lucha.
Sefoba gritó y Séfora abrió finalmente los ojos. Su hermana estaba
empujando a Orma hacia el pozo. Cerca, el primogénito de los hijos de Husenek
parecía dormir, con la mejilla aplastada contra una piedra, la boca llena de
sangre y el brazo insólitamente torcido.
Séfora se levantó de un salto, dispuesta a huir, pero entonces lo vio.
Estaba frente a los tres hombres que permanecían aún en pie y sostenía su
bastón a la altura de los hombros. No se trataba de un simple bastón de pastor,
sino de una verdadera arma, provista de una pesada punta de bronce. Vestía un
faldellín plisado, y llevaba los pies y el pecho desnudos. Tenía la piel muy
blanca, y el cabello largo y ensortijado.
De pronto, el bastón pivotó describiendo una curva perfecta. Con un
chasquido sordo, alcanzó las piernas del más joven de los hijos de Husenek, que
cayó profiriendo un alarido de dolor. Los otros dos dieron un salto atrás, pero no
lo suficientemente rápido para escapar del arma, que se abatió sobre su nuca y
los hizo arrodillarse.
El desconocido señaló con el dedo al primogénito, que no había recobrado el
conocimiento, y ordenó:
—Llevaos eso.
La voz era seca y el acento hacía las palabras extrañas. «Viene de Egipto»,
pensó Séfora.
El desconocido empujó con la punta de su lanza a los hijos de Husenek, que
estaban levantando a su hermano herido. Y con el mismo tono de voz,
arrastrando las palabras, ordenó:
—Ahora, marchaos en seguida; si no, os mataré.
Séfora oyó los gritos alborozados de sus hermanas y sus pasos, cada vez más
cerca. Pronunciaron su nombre, pero ella se sentía incapaz de volver la cabeza y
responderles. El desconocido la miraba. La estaba mirando con unos ojos que le
resultaban familiares. Reconocía su expresión, su seguridad y su boca. Vio sus
brazos extendidos hacia ella para sujetarla por la cintura, y los reconoció, aunque
no estaban cubiertos de oro.
Por primera vez después de tantas lunas, el sueño que había tenido y que la
había perturbado tanto, volvía a revivir en ella.
Una vez desaparecidos los pastores, hubo un instante de incomodidad. Sefoba
corrió a estrechar a Séfora entre sus brazos y se estremeció al ver su túnica
desgarrada. Juntó los pliegues de la misma e intentó sujetarlos con el broche de
plata, al tiempo que murmuraba:
—¿Cómo estás? ¿Te han herido? ¡Oh! ¡Que Horeb los reduzca a cenizas!
Séfora no respondió. Se sentía incapaz de apartar la mirada de aquel
extranjero de piel tan blanca, de sus ardientes ojos y de su boca. Sólo la
incipiente barba lo distinguía del egipcio de su sueño. Era algo rojiza y rala, y
dejaba entrever la piel de las mejillas; era una barba de un hombre habituado a
afeitarse, muy diferente de la de los hombres de Madián.
Él también la observaba, aferrando todavía el bastón entre sus puños como si
temiera tener que pelear de nuevo. Séfora suponía que anteriormente ya debía de
haber visto mujeres negras, puesto que su rostro no expresaba sorpresa, sino más
bien admiración. Nadie la había escudriñado de aquella manera, y se sintió
turbada.
Orma rompió la tensión.
—Quienquiera que seas, te debemos mucho.
El extranjero se volvió y miró a Orma como si la descubriera en aquel
instante. Séfora se percató del temblor de sus labios mientras su sonrisa se
ensanchaba. Sus dedos aflojaron finalmente el bastón. Sus hombros se irguieron
y su pecho se hinchó. Ante el esplendor de una mujer, se comportaba como todos
los demás hombres.
—¿Quién eres? —le preguntó Orma con una voz tan dulce como su mirada.
Él frunció el entrecejo y se apartó de la joven. Sus ojos recorrieron las
colinas tornasoladas, las ovejas que volvían a formar el rebaño y subían de
nuevo ruidosamente la pendiente hasta el pozo. Séfora pensó que aquel hombre
era un solitario.
Levantó el bastón para señalar el mar.
—Vengo de allí. De allá abajo. Del otro lado del mar.
Arrastraba las palabras y las pronunciaba de una en una con tanto esfuerzo
como si levantara piedras. La risa de Orma brotó, miel de caricia y pimienta de
ironía a un tiempo.
—¿Del mar? ¿Has atravesado el mar?
—Sí.
—Entonces, vienes de Egipto. Al menos, eso parece.
«Es un fugitivo», pensó Séfora.
Sefoba unió las manos en señal de respeto y de agradecimiento.
—Te doy las gracias de todo corazón, extranjero —dijo—. Sin tu ayuda, esos
pastores habrían mancillado a mi hermana, y es probable que nos hubieran
violado a las tres.
—Y después nos habrían matado —aseguró Orma.
El extranjero no parecía impresionado. Dirigió una mirada a Séfora, que en
ese momento estaba tan tiesa como una estatua. Él hizo un leve gesto de
modestia, y a continuación señaló el brocal del pozo, donde había dejado un odre
de piel lisa, muy bella.
—Ha sido el azar. Buscaba el pozo para llenar el odre.
—¿Viajas solo, sin escolta ni rebaño? —quiso saber Orma—. ¿Buscas agua
al azar?
La turbación se apoderó al instante del rostro del extranjero. Sefoba acudió
en su ayuda:
—¡Orma! ¡No hagas tantas preguntas!
Orma borró el reproche con su más bella sonrisa. Se alejó un poco, avanzó
hasta el brocal del pozo y anunció que el nivel del agua estaba muy bajo. Séfora
sabía que la agitación de su hermana se debía al deseo de que el extranjero
siguiera sus movimientos fascinado, como una abeja que no puede apartarse de
una flor en la que se reflejan los rayos del sol.
Orma lanzó la cuerda, de la que colgaba una pequeña bolsa de cuero que
servía para apagar la sed, al interior del pozo.
—¡Séfora! —exclamó—. Ven a beber un poco de agua. No dices nada.
¿Estás segura de que te encuentras bien?
El extranjero la observó de nuevo. Séfora sintió de repente en su cuerpo los
arañazos del hijo de Husenek. Le dolían los muslos y el vientre. Fue a coger el
odre que subía Orma. A su espalda, Sefoba explicaba:
—Somos las hijas de Jetro. Mi nombre es Sefoba, y éstas son Orma y Séfora.
Nuestro padre es el sabio y el juez de los reyes de Madián…
El extranjero meneó la cabeza.
—¿Sabes al menos que te encuentras en las tierras de los reyes de Madián?
—preguntó Orma, frunciendo los labios.
Sefoba estuvo a punto de protestar, pero el extranjero no pareció percibir la
ironía que encerraban sus palabras.
—No, no lo sé. ¿Madián? Apenas conozco vuestra lengua. La aprendí en
Egipto. Un poco…
Orma iba a continuar hablando, pero él levantó la mano. Su mano no era la
de un pastor; tampoco la de un pescador ni la de un hombre que trabaja la tierra
y amasa la arcilla de los adobes. Era una mano capaz de sostener armas y de
hacer los gestos sencillos de los poderosos: dar órdenes y reclamar silencio y
atención.
—Me llamo Moisés. En Egipto este nombre significa «sacado de las aguas».
Y se echó a reír. Era una risa que, extrañamente, lo hacía parecer más viejo.
Posó una mirada rápida en Séfora, como si esperara que ella fuera a hablar
finalmente; observó su cintura, sus finos muslos que se dibujaban bajo la túnica
y sus firmes senos, pero no se atrevió a mirar las pupilas de un negro luminoso
que lo examinaban con insistencia.
—Los animales tienen sed —dijo, señalando las ovejas—. Os ayudaré.
Lo observaron durante unos instantes, en silencio, sorprendidas, seguras de que
aquel hombre era un príncipe. Un príncipe fugitivo.
Su torpeza, su fuerza, la finura de sus manos y la elegancia de su cinturón
denotaban que podía tratarse de un príncipe. Se notaba que no tenía costumbre
de sacar agua del pozo. Sujetaba el balancín muy alto y lo deslizaba a
continuación demasiado cerca del pivote. Cuando se elevaban los odres,
chorreando y tan pesados como una mula muerta, necesitaba descargar todo su
peso en la viga de cedro para mantener el equilibrio y hacerla pivotar por encima
del abrevadero, donde esperaban las ovejas, balando con impaciencia. ¡Cuántos
esfuerzos inútiles! Bajo los pliegues del faldellín, los muslos se le hinchaban,
fuertes y duros; los músculos de los hombros y de los riñones se le tensaban,
visibles bajo la piel brillante de sudor.
A pesar de su falta de tino, o a causa de ella, insistió en seguir sacando agua
del pozo. Finalmente, él solo abrevó los animales, sin que Séfora ni sus
hermanas hiciesen el menor gesto para ayudarlo, hasta que el balancín de cedro,
liberado de repente de su carga, se detuvo con una vibración sorda. Los hombros
del egipcio se estremecieron y a punto estuvo de perder el equilibrio. Orma soltó
una risita burlona. Séfora tuvo la suficiente presencia de ánimo para atrapar el
odre vacío que batía el aire. Cuando se dio la vuelta, vio la fina mano de Orma
en el aparejo de los poleos, muy cerca de la del extranjero.
—Las ovejas tienen suficiente agua de momento. Muchas gracias por tu
ayuda, pero se ve que en tu país no tienes la costumbre de manejar el chadouf.
Moisés soltó la viga.
—Es cierto —se limitó a decir.
Se frotó las manos para desentumecerlas, y acto seguido rodeó el pozo para
ir a buscar su propio odre y sumergirlo en el agua.
—Esta tarde hay una fiesta en la casa de nuestro padre —añadió Orma—.
Recibe al hijo del rey de Saba, que viene a pedirle consejo. Le alegrará poder
darte las gracias por habernos salvado de los pastores. Ven a compartir nuestra
comida.
Sefoba asintió ruidosamente:
—¡Oh, sí! ¡Qué buena idea! Tiene que darte las gracias. Sin duda, a nuestro
padre lo hará muy feliz verte.
—Te aseguro que nuestra cerveza y nuestro vino son los mejores de Madián.
La risa de Orma era como el vuelo de un pájaro. El egipcio alzó el rostro y la
contempló en silencio.
—No tienes nada que temer —insistió Sefoba—. No hay nadie más amable
que nuestro padre Jetro.
—Gracias, pero no —contestó él.
—¡Sí! —exclamó Orma—. Estoy segura de que no tienes donde dormir,
probablemente ni siquiera una tienda.
Moisés rió. Sus cabellos brillaban en la nuca. Deseaba pasarse los dedos por
la mejilla para borrar la sombra rugosa de la incipiente barba. Su bastón señaló
una vez más el mar.
—No necesito tienda. Allá abajo no hay tiendas. No se utilizan.
Deslizó la correa del odre sobre los hombros, les dio la espalda y se alejó.
—¡Eh! —gritó Orma, sorprendida—. ¡Extranjero! ¡Moisés! ¡No puedes irte
así!
Se volvió y miró a las tres mujeres como si no las entendiera bien, como si
vislumbrara una amenaza en la protesta de Orma. Finalmente, una nueva sonrisa,
ligera y feliz, desveló la blancura regular de sus dientes.
—Soy yo quien tiene que daros las gracias por el agua. Sois bellas. Las tres.
Las tres hijas de un hombre sabio.
Séfora, al oír decir «las tres», se serenó y levantó el brazo a manera de
despedida.
—¿Y tú qué? —exclamó Orma dirigiéndose a Séfora—. ¿Así le das las gracias?
¿Te salva la vida y no dices ni palabra?
La decepción la hizo adoptar una expresión sombría. Observó una vez más la
parte baja del sendero. En el polvo ocre, Moisés se confundía en la sombra.
Caminaba de prisa.
—Podrías haberlo llamado, decirle cualquier cosa —seguía refunfuñando
Orma—. Habitualmente no te faltan las palabras.
Séfora siguió sin responder. Sefoba dejó escapar un suspiro y le agarró el
brazo.
—¡Qué guapo es! Es un príncipe.
—Un príncipe de Egipto —admitió Orma—. ¿Os habéis fijado en sus
manos? Y, volviéndose hacia Séfora, añadió: ¿Qué pasa? ¿El hijo de Husenek le
ha comido la lengua?
—No.
—¡Por fin! ¿Por qué no le has dicho nada?
—Ya hablabas tú bastante por mí —replicó Séfora.
Su voz había enronquecido. Sefoba rió y Orma accedió a sonreír. Incluso
hizo un pequeño gesto para arreglar el broche de Séfora que apenas sujetaba su
túnica desgarrada.
—¿Y su ropa? ¿Te fijaste en su cinturón?
—Sí.
—Su faldellín está gastado y sucio porque nadie cuida de él, pero su
cinturón… Nunca he visto nada igual.
—Es cierto —reconoció Sefoba—. Ninguna mujer de Madián sabe tejer un
lino tan fino ni teñirlo tan bien.
Buscaron con la mirada a Moisés entre el follaje gris de los olivos, pero ya
no lo vieron.
Sefoba frunció el entrecejo.
—Quizá no sea un príncipe…
—Estoy segura de que lo es —la cortó Orma.
—Probablemente lo sea, pero, príncipe o no, ¿qué hace aquí?
—Pues… —comenzó Orma.
—Ha huido y se esconde —dijo Séfora con voz neutra.
Sus hermanas la miraron intrigadas, pero, como Séfora permanecía en
silencio, hicieron un mohín.
—¿Acaso sabes algo y no quieres decírnoslo? Quizá esté de viaje —objetó
Orma, recelosa.
—Un príncipe egipcio no viaja solo al país de Madián. Sin criado, sin nadie
que le lleve los cofres y las tinajas del agua, sin mujer y sin tienda.
—Es probable que viaje con una caravana…
—¿Sí? Entonces, ¿dónde está? Ningún jefe de caravana ha venido a saludar a
nuestro padre. No, es un fugitivo que se esconde.
—¿De quién se esconde? —preguntó Sefoba.
—No lo sé.
—¡Un hombre como él no le teme a nada! —exclamó Orma, exasperada.
—Creo que se esconde y no sé si tiene miedo —insistió Séfora.
—¿Olvidas con qué facilidad les partió los huesos a los hijos de Husenek?
Sin él…
Orma movió la barbilla ligeramente, de una manera amenazante. Séfora no
respondió. Delante de ellas, al pie de la pendiente que conducía al pozo, sólo se
vislumbraba la tierra dorada y blanca, el surco del camino que se sumergía en los
olivos plateados y en las rocas sombrías, caóticas, que se acumulaban por
encima de los acantilados suspendidos sobre el azul deslumbrante del mar.
Sefoba, pensativa, afirmó:
—Séfora tiene razón: huye de algo; si no, ¿por qué se ha negado a ir a
saludar a nuestro padre?
Orma se encogió de hombros y se alejó. Sefoba y Séfora la siguieron y
comenzaron a reunir las ovejas. Una detrás de otra, levantaron el balancín para
llenar por última vez el abrevadero. Cada vez que lo elevaban, subían menos de
la mitad de agua que el egipcio, aunque con mucho menos esfuerzo. Llevaban a
cabo su tarea en silencio, sin dejar de pensar en él, en el extranjero, en su
belleza, en su fuerza, en sus manos sobre el polipasto, en su sonrisa y en su
manera de entornar los párpados para mirar de reojo.
Fue como si esos pensamientos las separaran. Incluso Sefoba, la joven
esposa, no podía dejar de pensar en aquel hombre como lo haría cualquier otra
mujer.
Séfora estuvo a punto de confesar: «Soñé con Moisés hace más de una luna.
¡Ya me había salvado la vida una vez! Me cogió en sus brazos para sacarme del
fondo del mar, donde iba a ahogarme».
Pero ¿quién la habría creído? No había sido más que un sueño.
Al otro lado del abrevadero, Orma reunía a los animales con pequeños gritos
agudos, acuciándolos inútilmente. Poseía una gran belleza y una piel blanca y
tornasolada. Se adivinaba en su rostro endurecido y en su mirada ardiente que
deseaba tener al egipcio a sus pies, por lo que a sus hermanas no les sorprendió
que en el camino de regreso anunciara:
—Contaremos a nuestro padre lo que ha ocurrido en el pozo. Querrá conocer
al egipcio y mandará a buscarlo. El extranjero no podrá negarse a venir.
—¡No!
El tono de Séfora fue tan perentorio que sus hermanas se sobresaltaron y se
quedaron inmóviles, dejando que las ovejas avanzaran solas.
—No es necesario decirle nada —se apresuró a añadir, esta vez con más
suavidad.
—¿Por qué? —preguntó Sefoba.
—Porque nuestro padre querrá castigar a los hijos de Husenek y, como
habéis podido comprobar, eso no sirve de nada.
Orma rió a carcajadas.
—Eso espero, que los castigue con el látigo y el bastón, que los deje al sol
sin agua.
—Sin duda merecen una lección —aprobó Sefoba.
—Ya han recibido la lección —insistió Séfora—. Es probable que el mayor
ya esté muerto. Deseaban mostrar su fuerza y encontraron a alguien más fuerte
que ellos. ¿Para qué enfurecerlos más y emponzoñar nuestros pastos con sus
gritos y sus deseos de venganza?
—¡Séfora cree que es nuestro padre! —se burló Orma riéndose.
Volvió a echarse el manto sobre los hombros y se puso de nuevo en marcha
balanceando las caderas.
—Me importan un bledo Husenek y sus hijos. Quien me interesa es el
egipcio, y voy a hablarle de él a nuestro padre en cuanto lleguemos.
—¿Tan necia eres?
La voz de Séfora restalló en el aire cálido. Sefoba abrió unos ojos como
platos. Con tres zancadas, Séfora se puso delante de Orma.
—¡El extranjero ha dicho que no! Lo has oído igual que yo, ¿verdad? ¿Su
palabra no tiene ningún valor para ti? ¿Acaso no puedes respetar su voluntad?
Orma buscó la ayuda de Sefoba con la mirada.
—¡Su voluntad! ¿Qué sabes tú de su voluntad? Únicamente estaba confuso.
No habla correctamente nuestra lengua.
—La habla lo suficiente para decir sí o no. Conoce la diferencia entre las dos
palabras.
—Ni siquiera le has dado las gracias. Ni una palabra…
—¿Y qué?
—No está bien. Por tu culpa le debemos…
—Sé muy bien lo que le debo. Recuerda que era a mí a quien tenía en sus
manos el hijo de Husenek.
—Nuestro padre debe darle las gracias.
—Lo hará cuando sea preciso, te lo prometo.
—Él… Sefoba, di algo…
—¿Qué quieres que diga? —suspiró ella—. Séfora tiene razón: ha dicho que
no.
—Sus ojos me juraban lo contrario. Sé mejor que vosotras lo que dicen los
ojos de un hombre.
—Orma, escúchame.
—No vale la pena. Te he oído y mi respuesta es que hablaré con nuestro
padre porque nadie puede impedírmelo, ni siquiera tú.
Séfora aferró las muñecas de Orma y las apretó con fuerza, obligándola a
volverse hacia ella.
—Ese hombre me ha salvado de la deshonra. Es posible que incluso me haya
salvado la vida. Sé lo que le debo tan bien como tú, pero también sé que no
quiere llamar la atención; no desea zalamerías ni alabanzas. No habla bien
nuestra lengua y tiene miedo de las palabras que pronuncia. Quiere mantenerse
en la sombra. ¿No te has dado cuenta del modo en que ha desaparecido hace un
momento? Sólo hay una manera de agradecerle su ayuda: dejándolo en la
sombra tal como desea. ¿Eres capaz de comprender esto?
Siempre que la cólera se apoderaba de Séfora, sus palabras adquirían una
fuerza que recordaba la de Jetro. Orma apretó los labios y bajó la frente.
—Dale tiempo para cambiar de opinión, ¿quieres? —prosiguió Séfora con
calma, como ante una niña terca—. Orma, por favor, dale tiempo. No olvidará tu
belleza. ¿Qué hombre lo haría?
El halago se reflejó en los labios de Orma.
—¿Tú qué sabes? Siempre te crees en posesión de la verdad, pero ¿tú qué
sabes?
Sefoba se acercó y deslizó los brazos alrededor de la cintura de su hermana.
—Se acabó la discusión, ¿eh? Tu príncipe no va a escaparse. Mañana será
otro día.
Orma rechazó sus caricias.
—Para ti, Séfora siempre tiene razón.
Sefoba insistió, amablemente burlona:
—Además, ¿qué ibas a hacer con el extranjero esta tarde? Vas a estar muy
ocupada. Recuerda que viene Reba.
—¡Oh! Ése…
—«¡Oh! Ése…». Justamente ése acaba de cruzar el desierto para que lo
colmes con tu belleza.
—Me aburre de antemano.
—Ya lo veremos.
LOS BRAZALETES DE ORO
L a aldea de Jetro semejaba un pequeño fortín. Una veintena de casas de
adobe, con tejados planos, formaban un recinto cerrado que medía un millar de
codos. Disponía de una sola puerta, un pesado portón de acacia con adornos de
bronce que permanecía abierto desde el amanecer y permitía ver llegar a los
viajeros de lejos.
En el interior, las ventanas y las puertas, pintadas de azul, amarillo y rojo,
daban a un patio de tierra. Los criados se afanaban entre los camellos, las mulas
y los asnos que habían transportado hasta allí a los visitantes del gran sacerdote,
según su riqueza y su rango. Desde el más lejano de los cinco reinos de Madián,
poderosos y humildes acudían a pedir consejo y justicia al sabio Jetro. Éste los
recibía al fondo del patio, frente a su habitación, sobre un estrado que se alzaba
bajo un amplio dosel con vigas de sicomoro, a la sombra de una hermosa parra.
En honor del joven Reba, se recubrió el estrado con magníficas alfombras
púrpura, raras y muy valiosas, procedentes de Canaán. Se dispusieron
almohadones bordados con oro alrededor de enormes bandejas de madera de
olivo chapadas en cobre, en las que se depositaron carneros asados rellenos de
berenjenas, calabazas y puerros pequeños, y decorados con flores de terebinto.
Las jarras estaban repletas de vino y de cerveza, y las copas de bronce, con
azuritas engarzadas, rebosaban de frutos.
Músicos y bailarines, ataviados con túnicas multicolores, se impacientaban
sobre un estrado cercano, levantado para la ocasión. El repiqueteo de los
címbalos y el tintineo de las campanillas que resonaban a intervalos regulares
multiplicaban la agitación que reinaba en la casa.
La velada se desarrollaba como Sefoba había predicho. Sin embargo, Séfora
permanecía alerta: Orma podía mostrarse incapaz de mantener la boca cerrada.
Por suerte, la presencia y el fasto del que se rodeaba el hijo del rey de Saba
captaron su atención.
Reba llegó a lomos de una camella blanca, seguido de un grupo de criados
que desplegaron para él, en el suelo del patio, una magnífica alfombra de
Damasco comprada a unos caravaneros de Acad. Se acercó a Jetro. Después de
los saludos de rigor y de dar las gracias a Horeb por el viaje efectuado sin
contratiempos, ofreció al viejo sabio jaulas con palomos y palomas. Ante Orma
abrió un cofre de cedro, taraceado con bronce y marfil, que contenía una tela
fabulosa. Los criados la desplegaron; en la punta de sus dedos, flotó en el aire
como si fuera humo, mostrando todos los colores del universo. El tejido pasó de
mano en mano y todos los dedos palparon su extraordinaria finura. Séfora estaba
sopesando el suave contacto de la tela en la palma de su mano cuando Orma
preguntó:
—¿Esto procede de Egipto?
Séfora se quedó sin aliento. Reba, orgulloso del interés que despertaba su
regalo, se tomó su tiempo para beber un trago de vino muy fresco antes de
contestar que no; al contrario, aquella maravilla había sido tejida en el Oriente
lejano. Por hombres —dijo—, no por mujeres.
No hubo ninguna otra pregunta sobre Egipto, y Séfora volvió a respirar con
normalidad.
El regalo de Reba era tan deslumbrante y había costado tantas riquezas —tal
vez todo un rebaño de hermosas camellas blancas— y esfuerzos para ser
extendido a los pies de Orma que, por una vez, la muchacha pareció conmovida.
Hizo lo que su padre y sus hermanas esperaban desde hacía tiempo: se arrodilló
en la alfombra delante de Reba. Con las manos cruzadas sobre el pecho, cada
vez más henchido y palpitante, se inclinó y murmuró:
—Bien venido seas a la casa de mi padre, Reba. Tu visita me hace feliz y
alegra mi corazón. Que Horeb proteja tu destino y no te oprima con su cólera.
El rostro de Reba resplandeció. Jetro, cosa muy rara en él, se ruborizó de
emoción. Séfora buscó la mirada de Sefoba, que le guiñó un ojo. ¿Aquella
velada iba a ser la más bienaventurada? Al día siguiente, Reba podría pedir por
fin la mano de la más bella de las hijas de Jetro sin miedo al ridículo.
Sin embargo, ante la inquietud de sus anfitriones, cuando comenzó el festín
Reba apenas prestó atención a Orma. Parecía que lo único que le producía placer
era la música y la conversación de Jetro. Todos se preguntaban si aquello era un
juego o una demostración de prudencia.
Después, cuando las jarras de vino y de cerveza se vaciaron, la fiesta se
animó, y se hizo más ruidosa y alegre. Las antorchas de nafta crepitaban cuando
Sefoba empezó a bailar delante de las mujeres que esperaban, como ella, el
regreso del esposo. Aquello era una señal. Acto seguido, Orma llamó a unas
criadas jóvenes, que se pusieron a bailar a su alrededor, ante los ojos de Reba.
Jetro dejó de hablar y se limitó a sonreír.
Cuando Reba tenía toda su atención puesta en las bailarinas, Orma se
apareció.
A la luz de las antorchas, todos pudieron ver que no llevaba ya la túnica: se
había cubierto con la magnífica tela que le había regalado Reba. Desde más
arriba del busto hasta los pies, sujeta con broches, se ceñía a su cuerpo de tal
manera que desplegaba a su alrededor una aura ondulante, dejándole desnudos
los hombros, los brazos y la nuca. Collares y brazaletes empezaron a tintinear en
su delicioso cuerpo, al ritmo cadencioso de la danza.
Jetro levantó una mano en la que se adivinaba la amenaza de una reprimenda
y la orden de una censura. Sin embargo, lo pensó dos veces y volvió a apoyar la
mano sobre la rodilla. La mirada del viejo sabio, chispeante de malicia, se apartó
simulando recato. Al igual que los demás, había visto cómo Reba abría la boca y
no podía cerrarla.
Séfora esperaba este momento con impaciencia. Nadie le prestaba atención y,
como una sombra en la sombra, se alejó del círculo de bailarines.
Se deslizó hasta el cobertizo que hacía las veces de cocina. Allí sólo había
dos niñas dormidas cerca de un cesto de higos, puesto que las criadas estaban
participando de la fiesta. Encontró unas alforjas de lino grueso que se utilizaban
para transportar distintos objetos a lomos de asnos y mulas. En la penumbra
apenas horadada por las brasas del hogar, las llenó con toda la comida que pudo
encontrar: carne cocida, sémola, pan de cebada, sandías, abundantes dátiles,
higos, almendras, nísperos…, todo lo que las alforjas podían albergar y sus
hombros cargar.
Encorvada por el peso, salió de la cocina y se dirigió a la puerta del recinto,
que estaba cuidadosamente cerrada, como todas las noches, y allí cerca ocultó
las alforjas.
Descansó un momento en cuclillas. En el patio vibraban los trinos de las
flautas, los redobles de los tambores y los tintineos de las campanillas en los
tobillos de las bailarinas. De vez en cuando, las risas se elevaban en el aire.
Seguramente, nadie se percataría de su ausencia. Séfora se sumergió un poco
más en la oscuridad, se deslizó hasta la bodega de Jetro y retiró con precaución
el pesado madero que bloqueaba la puerta. Cogió a tientas una jarra de cerveza y
fue a ocultarla cerca de las alforjas.
Cuando regresó a la fiesta, Orma ya no bailaba: estaba recostada en una pila
de almohadones frente a Reba, escuchando los susurros del príncipe de Saba. A
unos pasos de ellos, dos viejas nodrizas dormían la una en brazos de la otra:
hacía mucho rato que habían renunciado a su vigilancia.
Sefoba había desaparecido. Para alegría de los hombres del séquito de Reba,
únicamente las criadas más jóvenes bailaban todavía hasta perder el aliento,
intentando apurar la fiesta hasta el final. Jetro daba cabezadas, aparentemente
vencido por los efectos del alcohol. Séfora deslizó los brazos bajo los hombros
de su padre, le acarició la mejilla para despertarlo un poco y lo ayudó a
levantarse.
—Ya es hora de que te acuestes, padre. Apóyate en mí.
—¡Hijita mía! —murmuró Jetro con agradecimiento.
Se dejó conducir hasta su lecho. Mientras Séfora lo cubría con una manta, él
le cogió la mano y masculló:
—No es el vino.
—¿No es el vino? —repitió Séfora sin comprender.
—No, no…
—Quizá sí —objetó Séfora—. Aparentemente, incluso mucho vino.
—¡No! —Hizo un gesto con la mano. Después preguntó—: ¿Están hablando
todavía?
Esta vez, Séfora entendió sin dificultad.
—Reba habla y habla sin cesar. Por una vez, Orma no parece cansarse de
escucharlo.
Jetro cerró los ojos y sonrió. Su viejo rostro estaba tan relajado como el de
un bebé.
—¡Cuántos esfuerzos para que una hija bella y tonta se case con un
muchacho guapo, rico y poderoso!
Séfora también rió.
—Él no es tonto. Regalarle esa tela de Oriente ha sido una maniobra
soberbia. Esta vez, mi hermana pequeña no podrá resistirse. ¿Cómo iba a
hacerlo? ¿Acaso alguien ha visto nunca una maravilla semejante?
Jetro masculló palabras inaudibles. Sus dedos buscaron los de Séfora.
—Que Horeb te oiga, hija.
Séfora se inclinó para besarle la frente. Cuando se levantó, él se incorporó
bruscamente.
—Séfora…
—Padre…
—Antes o después tú también conocerás al hombre de tu vida. Lo sé. Lo sé.
Mi razón y mi corazón me lo dicen. Serás feliz, hijita; te lo prometo.
Los labios de Séfora temblaron. Jetro se hundió en los almohadones y
comenzó a roncar. Séfora le acarició la frente.
—Quizá —murmuró.
Mientras atravesaba el patio, los pensamientos y las imágenes bailaban en su
cabeza con más pasión que las jóvenes criadas. Ahora tenía que soportar el
suplicio de la espera.
Pensando en el regreso de Orma durante la noche y en el relato agotador que
sin duda crearía a raíz de los susurros de Reba, Séfora no tuvo el valor de entrar
en la habitación que compartía con ella. Cogió una manta y se tumbó en la paja
del silo, cerca de las alforjas que había escondido.
La música lancinante parecía que no iba a cesar nunca, y las estrellas le
quemaban los párpados. A fuerza de mantener los ojos abiertos, se deslumbró,
buscando con dificultad espacios de oscuridad absoluta en los que quizá
permaneciera la mirada de Horeb.
Se levantó antes de que despuntara el día, y en silencio, midiendo sus gestos y
sus pasos, se dirigió al cercado para desatar una mula.
Los criados jóvenes de Jetro y de Reba dormían en serones no lejos de los
animales. Ellos también habían participado en la fiesta y roncaban
tranquilamente. El rebuzno de la mula, cuando Séfora le deslizó las alforjas por
el lomo, no los despertó. Ató la jarra de cerveza con ayuda de una correa de
cuero, cerró con cuidado la puerta tras de sí y se alejó sin vacilar camino del mar.
En el pozo de Irmna, cuando Moisés había señalado la orilla y afirmado que
no precisaba tienda, Séfora había adivinado dónde se refugiaba. El viento, el
paso del tiempo y quizá los hombres habían abierto numerosas cuevas en los
acantilados que dominaban la playa. A veces, los pescadores descansaban allí
antes de arrastrar sus barcos hacia el mar. La propia Séfora, cuando era pequeña,
se había escondido en aquel lugar después de una reprimenda de Jetro. No le
cabía ninguna duda de que allí encontraría al extranjero.
Sin embargo, una vez que hubo llegado a la escarpadura que bordeaba el
mar, se percató de que conseguir su propósito no sería tan fácil como había
previsto. El acantilado se extendía más lejos de lo que la vista alcanzaba, y en
algunas zonas había decenas de cuevas. Además, desde donde ella se encontraba
no podía aventurarse con la mula por los estrechos senderos que descendían por
la ladera de la roca.
Ató el animal a unos matorrales y echó a correr por el primer camino que
encontró. Un poco más lejos, tuvo que coger otro camino. Lo que le había
parecido tan fácil se revelaba casi imposible.
El sol subía rápidamente y las sombras se acortaban. Séfora empezó a dudar.
Pensó en su padre y en Orma. Había imaginado que estaría de regreso a media
mañana. Después de la noche de fiesta, todos se levantarían tarde y podría
reaparecer sin que nadie hubiera advertido su ausencia. El tiempo pasaba muy de
prisa. ¿Debía regresar ya?
Sabía que eso era lo que tenía que hacer, pero haber llegado hasta allí para
nada…
De pronto se acordó de un camino, más largo, que los pescadores utilizaban
para bajar la madera necesaria para construir las barcas. La mula podría pasar
por allí y, una vez que hubieran llegado a la playa, divisaría la entrada de todas
las cuevas. Y Moisés también podría verla a ella…
Así lo llamaba para sí misma: Moisés.
Desde que había abandonado el recinto, había dejado de pensar en él como
en el extranjero. Era Moisés.
Y ella…, ella estaba cometiendo una locura. Algo que no había hecho nunca,
en lo que no se reconocía, pero que la impulsaba hacia adelante como si ya no
pudiera decidir sobre sus actos.
Apretó el paso y golpeó nerviosamente la cuerda sobre la grupa de la mula.
Después se detuvo de golpe.
Abajo, a una decena de codos de la orilla, había un hombre de pie, con el
agua hasta la cintura.
Sólo era una silueta. Se encontraba demasiado lejos para distinguir su rostro,
pero percibió el claro reflejo de sus cabellos.
Después de una larga espera, el hombre balanceó los hombros y los brazos, y
entonces Séfora tuvo la certeza de que se trataba de Moisés.
Estaba pescando. Recuperó la red y la dobló con cuidado antes de
suspenderla con el brazo y de esperar, de nuevo inmóvil. Luego volvió a lanzarla
con un gesto amplio y enérgico.
Séfora adivinó el centelleo plateado de un pez en la malla sombría. Moisés
salió del agua y lanzó la presa sobre las piedras, lejos del oleaje. La playa se
transformaba allí en una faja estrecha de guijarros de color rosa y ocre, lindante
con el azul intenso del mar, que parecía una inmensa joya.
El calor era cada vez más intenso. Séfora abrió la boca para coger aire. Una
imagen de su sueño cruzó por su mente: el momento en que la barca se alejaba
de la orilla y las salpicaduras de las olas le refrescaban la frente y las mejillas.
Durante un instante le pareció que su felicidad estaba allí abajo, junio a
Moisés, que en aquel momento volvía al agua para buscar pacientemente otro
emplazamiento donde pescar.
Era evidente que Moisés no tenía problemas para buscar su sustento. La
comida que le llevaba no le resultaría tan indispensable como había creído.
¿Acaso se burlaría de ella?
La noche anterior, Séfora había escogido cuidadosamente las frases que
quería decirle, pero ahora ya no deseaba pronunciar palabra.
Debía transportar la comida a su cueva y marcharse antes de que subiera con
la pesca. Moisés imaginaría quién se la había llevado, aunque probablemente
pensaría en Orma. Mala suerte.
Tras descubrir la cueva a media altura del acantilado, cogió la jarra de cerveza y
se dirigió hacia ella. El sendero se ensanchaba y se transformaba en una terraza
bastante amplia, recubierta de una bóveda rocosa. Al fondo se abría la boca
oscura de una caverna.
En un lado de la pared había un horno de piedra. En el otro, un grueso saco
de tela azul y blanca y una túnica recubrían viejas esteras con bordes
deshilachados que servían de camastro. El emplazamiento era perfecto,
protegido tanto del sol como de las tormentas de arena y de polvo que llegaban
de la montaña.
Séfora se acercó al fuego. Bajo una piedra ancha y lisa, las brasas
blanquecinas habían dejado de humear y los rescoldos desprendían el aroma
picante del terebinto. Moisés, además de pescar, sabía mantener el fuego
encendido. Se había instalado en una cueva en la que se podía vivir largo tiempo.
Lo imaginó comiendo y durmiendo en aquel lecho. Él, un príncipe, un
hombre acostumbrado al lujo de los poderosos. Allí ya no era un príncipe, sino
sólo un fugitivo. Aquel jergón constituía una buena prueba de ello.
¿Por qué huiría? ¿Qué falta podía haber cometido un prohombre de Egipto
para tener que vivir en condiciones tan duras?
Séfora se dispuso a dejar la jarra en la terraza, pero vaciló: quizá era mejor
mantenerla al fresco en la cueva. Franqueó el umbral. La oscuridad la sorprendió
tanto como la estrechez de la caverna. El bastón con la punta de bronce, que
Moisés había utilizado contra los pastores, estaba apoyado en la pared. Su odre
también estaba allí. Dejó la jarra junto a ellos, como un regalo.
En la playa, Moisés seguía pescando con gestos lentos y mesurados. Ni por
un momento levantó los ojos en dirección al acantilado. Séfora subió de nuevo el
camino corriendo. El sol le quemaba la frente y la boca.
Cuando la muchacha emprendió el descenso, encorvada bajo el peso de las
alforjas, Moisés había dejado de lanzar la red. Estaba abriendo y limpiando el
pescado, moviéndose entre los guijarros y el agua para lavar los peces y
extraerles las entrañas.
Resoplando y sudando a causa del esfuerzo, Séfora transportó el fardo tan de
prisa como fue capaz.
De regreso en la cueva, no pudo evitar echar otra ojeada a la playa. Entonces,
un reflejo más duro y amplio que los otros ondeó sobre el mar.
Un viento de luz cubrió la playa.
Durante un instante, Moisés pareció suspendido en él, como si el cielo y la
tierra se uniesen bajo sus pies. Ya no había playa, ni agua, ni aire, sino
únicamente un chorro de luz en el que se movían sus pantorrillas y sus brazos, y
en el que flotaban sus caderas y su pecho.
Séfora no podía moverse siquiera: sentía fascinación, pero también terror, y
se había olvidado del peso que le aplastaba el hombro. Una sensación
desconocida se apoderó de ella: invadió hasta sus más mínimos pensamientos y
emociones, y todo su cuerpo se estremeció.
Al cabo de un rato, el reflejo cesó.
El mar volvía a ser transparente, suavemente azul, punteado de agujas
resplandecientes. Moisés juntó los peces y ensartó un tallo de junco a través de
sus agallas.
Séfora dejó resbalar finalmente el fardo a sus pies. Dudó acerca de lo que
acababa de ver; probablemente no se trataba de otra cosa que de un
deslumbramiento debido al esfuerzo y al calor. Sin embargo, sabía que no había
sido sólo eso. El temblor de su piel y la sequedad de su boca se lo confirmaban.
No podía apartar los ojos de Moisés. Él estaba colocando los peces en una
cavidad de la roca donde entraba el agua y luego los cubría con unas piedras.
Después regresó al mar: se metió en el agua y nadó con soltura, alejándose de la
orilla y sumergiéndose aún más.
Séfora vio su cuerpo a través del agua: parecía un pájaro. Olas oceladas se
deslizaban por su espalda y por sus blancos muslos que el faldellín había
protegido del sol.
Y de pronto experimentó un vértigo violento. El vientre y el pecho se le
endurecieron, y los hombros y la espalda se tornaron más pesados. Las rodillas
se le doblaron ligeramente. Apretó las manos contra los muslos para sostenerse.
Debería haber apartado la vista: bastaba con retroceder un paso o dos, o con
bajar los párpados, pero se sentía incapaz de hacerlo. Su vértigo no tenía nada
que ver con el vacío del acantilado.
Nunca había visto a un hombre así. Y no era simplemente porque estuviera
desnudo.
Moisés sacó por fin la cabeza del agua, se apartó los cabellos a un lado, se
pasó la mano por el rostro, nadó lentamente de espaldas y, en medio de unos
reflejos centelleantes, trazó un amplio círculo para alcanzar la playa.
Lo que Séfora no podía ver —sus ojos, su boca y el golpe del agua en sus
sienes— se lo imaginaba. De súbito se apoderó salvajemente de ella el deseo de
entrar en el mar, nadar hacia él, mirar sus ojos y rozar sus hombros. Le dolía el
cuerpo, y la piel se le tornó tan sensible como si hubiera rozado unas ortigas.
Tuvo miedo.
Finalmente apartó la vista, sobreponiéndose a la fascinación que sentía.
Permaneció unos segundos doblada por la cintura como si la hubieran golpeado
con un palo. Con la boca completamente abierta y los párpados apretados,
consiguió recuperar el aliento. Su corazón le golpeaba el pecho violentamente.
Se maldijo en silencio, pensó que debía de estar loca y se irguió con rabia.
Cogió las alforjas de la comida con las dos manos y las arrastró hasta la
entrada de la cueva, bastaba con dejarlo allí, a la sombra, y después huir de prisa.
La idea de encontrarse cara a cara con Moisés la aterrorizaba. Cuando viera
la cerveza y la comida, adivinaría lo ocurrido. Lo entendería y diría: las
muchachas del pozo. Quizá pensaría en ella, la negra, a la que los pastores
habían intentado violar y por la que él se había peleado.
O probablemente no pensaría nada de todo eso, se dijo Séfora. Sin embargo,
no debía ser impaciente como Orma. No dudaba de que el príncipe de Egipto se
ocultaría en aquella cueva largo tiempo.
Arrastró las alforjas por el suelo irregular hasta el interior de la cueva. Se
detuvo, cegada por la oscuridad. El frescor le congelaba el sudor en la frente y
en la nuca. Su hombro chocó contra la pared, gritó de dolor y estuvo a punto de
caerse, y acto seguido tropezó con un objeto duro que cayó al suelo y produjo un
ruido sordo contra la piedra.
Se puso en cuclillas y tanteó a su alrededor con la punta de los dedos. Su
corazón latía nuevamente con fuerza. El mal sabor de la culpa le secaba la
garganta.
—¡Horeb, Horeb! —murmuró Séfora—. ¡No me abandones!
Palpó una forma angulosa y reconoció el tacto de la madera. Era un cofre
largo y estrecho. Con la luz que llegaba de la entrada vio la pintura azul y ocre
que recubría los lados. En la tapa había unos dibujos, minuciosamente
realizados, que representaban hileras de figurillas, siluetas de pájaros, plantas o
simples líneas.
¡La escritura de los egipcios!
Jetro le había trazado algunos esbozos en la arena e incluso, utilizando tinta
de pulpo, en un tejido de junco machacado. Aquellos dibujos le habían parecido
torpes, pero éstos eran ligeros, puros y de una absoluta sencillez.
Recordó el ruido que había resonado después de volcarlo: aquel cofre no
estaba vacío. El miedo a que regresara Moisés la invadió, por lo que aguzó el
oído, dispuesta a huir en cualquier momento, pero sólo oyó el ruido de las olas
que chocaban contra el acantilado. Tenía tiempo de volver a ponerlo todo en su
sitio.
Febril, gateando, despellejándose las rodillas con las aristas de la roca,
moviendo las manos a derecha e izquierda, descubrió un reflejo. ¿Era una forma
alargada y cilíndrica? Y otra, idéntica, al lado. Era algo pesado. Era… Séfora
soltó un grito de sorpresa, se puso en pie y se dirigió hacia la entrada para
observarlo mejor, sin dar crédito a lo que veían sus ojos.
De oro. Eran dos brazaletes de oro.
Dos brazaletes al menos del tamaño de sus propios antebrazos. En cada uno
de ellos, en relieve, una serpiente abrazaba la gruesa placa de oro pulido. Entre
los anillos de la serpiente había signos grabados, extrañas cruces y minúsculas
siluetas, mitad hombres, mitad bestias.
Una piedra rodó y resonó contra el acantilado.
Moisés subía.
Séfora pensó en el brazo recubierto de oro del hombre que la había abrazado
en el fondo del mar.
Se apresuró para poner de nuevo las joyas en su sitio y volvió a salir de la
cueva con la cabeza a punto de estallar.
No vio a nadie en la playa. Moisés se encontraba allí, a unos quince pasos de
ella. El pescado se balanceaba en el junco que colgaba descuidadamente de su
hombro. Se detuvo sorprendido, quizá incluso atemorizado.
Séfora dudó. Moisés estaba todavía bastante lejos y podía correr hasta lo alto
del acantilado. Sabía que vería la comida y lo comprendería todo. Él levantó la
mano para protegerse los ojos del sol y poder verla mejor.
Séfora sintió vergüenza por haber deseado huir. ¿Acaso no les decía a sus
hermanas que era necesario aprender a afrontar el destino? En realidad, no había
tenido otra opción; sus pies se resistían a moverse.
Él sonrió. Apartó la mano de la frente para hacer un leve gesto de saludo y se
acercó.
Durante mucho tiempo, en los días, las semanas y los años que siguieron, Séfora
recordó a menudo aquel instante. Pero, sin duda, no fue ni tan intenso ni tan
prodigioso como le pareció al principio.
Moisés se encontraba delante de ella, que estaba muerta de miedo: como el
día anterior, aterrorizada por ser incapaz de pronunciar una sola palabra. Miraba
los labios de aquel hombre como si fuera a arrancar de ellos sus propias frases.
En lugar de ello, se daba cuenta de que en el pozo de Irmna no había prestado
atención al perfil de su boca en la barba incipiente, al lóbulo de sus orejas, a la
irregularidad de sus párpados, uno más bajo que el otro, aunque sí recordaba su
nariz y sus altos pómulos.
Séfora permaneció en silencio. Él la observaba, menos sorprendido ahora,
con el rostro franco y las cejas ligeramente levantadas, esperando que ella
explicara su presencia allí.
La muchacha había olvidado el cofre y los brazaletes de oro, pero el recuerdo
del vértigo que la había embargado al ver nadar a Moisés le oprimía fuertemente
el pecho. Era imposible que aquella emoción no se reflejara en su rostro.
Probablemente Moisés lo estaría advirtiendo. A Séfora no le gustaba la
imagen de una mujer cautivada por la presencia de un hombre y por la visión de
su cuerpo. Sin duda, él conocería bien esa imagen y no le interesaría demasiado.
¿Cuántas mujeres habrían manifestado ya aquel estúpido asombro? Bellas
egipcias, reinas, criadas… Estaba furiosa consigo misma.
Sin embargo, aunque hubiera querido mostrar otra imagen de sí misma, no
habría podido.
Moisés parecía aprobar su silencio. Movió ligeramente la cabeza y se
encaminó a dejar el pescado cerca del horno. Levantó la piedra que cubría el
fuego, retiró el junco de la cabeza de los peces y lo cortó en trozos de igual
tamaño que dispuso encima de las piedras del horno. Luego colocó encima el
pescado y se inclinó para avivar un poco las brasas, que empezaron a humear
suavemente.
Séfora se había tranquilizado, pero el hecho de que Moisés se ocupara de
aquella manera de los peces mientras ella permanecía allí, de pie, la ofendió,
aunque no por mucho tiempo. Moisés se levantó y le dirigió una sonrisa.
—Se asarán muy despacio —dijo—. Después puedo conservarlos durante
mucho tiempo.
Moisés hablaba de peces, pero la mirada que paseaba sobre Séfora temblaba
como una arpa cuyas cuerdas estuvieran a punto de romperse.
Entonces Séfora se irguió, esforzándose en mantener la cabeza alta, y
después se dirigió a Moisés, lentamente, para que la entendiera bien:
—He venido porque temía que no dispusieras de comida. No tienes rebaño,
ni nadie para… Sin embargo, sabes pescar… No he pensado en tu lecho.
Necesitas tela y una estera nueva… No he pensado en ello… La verdad, no he
venido únicamente por la comida. Quería darte las gracias… Por lo de ayer. Te
debo…
Se detuvo. No encontraba las palabras para calificar lo que le debía.
Moisés siguió sus gestos y los rizos de su cabellera que se desparramaban
por sus hombros como plumas negras; dirigió una mirada a las alforjas y a la
jarra, pero volvió en seguida los ojos hacia los labios de Séfora para entender
bien lo que le decía.
Esperó a que acabara la frase, pero ella no la terminó.
Oyeron el oleaje y respiraron el aroma de las brasas de terebinto mezclado
con el olor del pescado. Con un movimiento muy natural, Moisés se acercó a
Séfora, en el límite del sol y la sombra, a dos codos del vacío.
Ella inspiró una bocanada de aire y hasta su aliento llegó el olor de Moisés;
percibió la sal marina. Lo vio cruzar los brazos, como solía hacer Jetro. Esta vez
pensó en los brazaletes de oro y en el sueño.
—Estoy contento. Oigo tu voz —dijo Moisés con su acento, su lentitud y sus
vacilaciones, moviendo levemente la cabeza—. Ayer no dijiste nada. Ni una
palabra. Pensé: ¿qué sucede? ¿No sabe hablar? ¿Acaso es extranjera?
—¿Pensaste eso porque tengo la piel negra?
Hizo la pregunta riendo, de prisa, como si aquella cuestión llevara tiempo
esperando en su garganta.
—No. Sólo porque no decías nada.
Séfora lo creyó.
—No dijiste nada, pero escuchaste. Comprendiste dónde me encontraba. Hay
muchas cuevas aquí. Me has visto pescar, si no…
«Si no, para buscarte, habría caminado a lo largo de la playa hasta que
anocheciera», pensó Séfora, pero no dijo nada. Moisés siguió hablando:
Tengo que decirte algo. No soy egipcio; lo parezco, pero no lo soy. Soy
hebreo.
—¿Hebreo?
—Sí. Hijo de Abraham y de José.
De nuevo se le oprimió el pecho, recordó el cofre y los brazaletes y pensó:
«Los ha robado. Por eso huye. Es un ladrón». La sangre le golpeaba en las
sienes. Maquinalmente respondió:
Mi padre Jetro, el sabio de los reyes de Madián, también es hijo de Abraham.
Si Moisés se preguntó cómo un hijo de Abraham podía tener una hija con la
piel negra, no lo exteriorizó.
—En Egipto, los hebreos no son reyes ni sabios de los reyes. Son esclavos.
—No pareces un esclavo.
Moisés vaciló, y dejó de mirarla momentáneamente para decir:
—Ya no soy de Egipto.
Volvió el silencio. Las palabras de Moisés eran lo suficientemente sugerentes
para que Séfora necesitara ordenarlas en su mente. Quizá Moisés no había
robado. Quizá ya no era un príncipe. ¿Sería solamente el hombre de su sueño?
Este pensamiento la asustó. Retrocedió un paso y se apartó de él, que la
estaba observando.
—Debo volver —anunció Séfora.
Moisés movió la cabeza, señalando el interior de la cueva, y le dio las
gracias.
—En casa de mi padre siempre serás bienvenido —le dijo, tratando de leer
en su rostro—. Le alegrará verte.
Luego le volvió la espalda y se internó en el calor del acantilado. Moisés la
llamó:
—Espera. No puedes irte sin beber nada.
Sin demora, fue a coger el odre, que descansaba en el umbral de la cueva.
Regresó, quitó el tapón de madera del gollete y se lo tendió.
—Todavía está fresca.
Séfora sabía perfectamente beber a chorro de un odre. Sin embargo, en esos
momentos se sentía incapaz de levantarlo. Moisés lo hizo por ella. El agua le
salpicó la barbilla y las mejillas, y Séfora se echó a reír. Moisés rió también y
bajó el odre.
Séfora no sabía cómo se seducía a un hombre, aunque había visto hacerlo a
Orma. No sabía lo que era el amor, aunque había observado a Sefoba. Y en aquel
momento sentía que la invadía el amor y el deseo de seducir. Sin embargo, se
defendió contra ambos sentimientos.
—He malgastado el agua.
Moisés levantó la mano derecha. Sus dedos rozaron la mejilla de Séfora y
enjugaron suavemente el agua fresca en su piel oscura. Se deslizaron hasta la
barbilla y tocaron ligeramente el labio. Séfora le agarró la muñeca.
¿Cuánto tiempo permanecieron así?
Probablemente, no más de lo que dura el paso de una golondrina, pero lo
suficiente para que Séfora percibiera la caricia de Moisés, sensación que recorrió
todo su cuerpo. Era como si él la hubiera rodeado con sus brazos y levantado en
el aire, al igual que había hecho el hombre de su sueño. Y sintió que ese sueño
podía hacerse realidad.
Después volvió a abrir los ojos y vio el mismo deseo en el rostro de Moisés.
Adivinó los gestos que iba a hacer y pensó incluso en el lecho que los aguardaba
allí cerca. Sin embargo, sólo le quedaron fuerzas para sonreír, soltar la muñeca
de Moisés y huir.
Cuando Séfora regresó al patio de Jetro, hacía rato que el sol había franqueado
su cénit. Reinaba un silencio que el calor de la tarde no explicaba. Las tiendas,
los criados y las camellas de Reba habían desaparecido.
Llevó la mula al cercado. Los hombres tuvieron buen cuidado de no cruzar
su mirada con ella, y las criadas le dirigían ojeadas inquietas antes de
encaminarse rápidamente hacia la sombra de la casa. Estaba claro que su
ausencia no había pasado inadvertida.
Soñaba con el frescor de una habitación y de un cántaro de agua que vertería
en su cuerpo antes de cambiarse de túnica, ya que la que llevaba puesta estaba
pegajosa de sudor. Sin embargo, el temor a la presencia de Orma en su propio
cuarto hizo que se dirigiera hacia la gran habitación común de las mujeres. Ya
casi estaba llegando y percibía los gritos de los niños que jugaban, cuando
resonó su nombre. Sefoba, con el rostro turbado, atravesaba el patio. Al llegar
junto a ella, saltó a sus brazos; luego la estrechó contra su tembloroso pecho y
murmuró:
—¿Dónde estabas? ¿Dónde estabas?
Séfora no tuvo tiempo de responder. Sin recobrar el aliento, la dulce Sefoba
le explicó que habían temido por ella, que habían pensado en los hijos de
Husenek, en todos los horrores de los que eran capaces aquellos salvajes para
vengarse del castigo que les había infligido el extranjero el día anterior, ¡que la
cólera de Horeb sea aplacada!
—Oh, Séfora, si tú supieras… No he podido evitar imaginarte entre sus
manos: los veía acabando lo que no pudieron hacer ayer.
Séfora sonrió, acarició la frente y la nuca de su hermana, besó sus mejillas
húmedas y evitó decir una mentira asegurándole que no le había ocurrido nada
terrible, que no había ningún motivo de preocupación.
Sefoba no tuvo tiempo de hacerle más preguntas, porque una risa burlona
resonó a su espalda:
—¡Seguro que no! ¡Seguro que no ha ocurrido nada terrible! No temas,
Séfora; aquí, Sefoba es la única que tiene tanta imaginación.
Orma, con toda la belleza de su furia, agarró a Séfora por los brazos y la
separó de Sefoba. El veneno de los celos se esparcía por sus facciones mientras
señalaba con la barbilla.
—En el lugar donde estabas no te arriesgabas a nada, ¿no es cierto? Y mucho
menos a la venganza de los hijos de Husenek.
A Séfora no le cabía la menor duda de que su hermana había adivinado de
dónde venía. Orma sólo era tonta para ciertas cosas. No obstante, se limitó a
replicar con voz tranquila:
—¿Se ha marchado ya Reba?
Orma, desconcertada, cerró los párpados como para dilucidar las intenciones
de su hermana. Sin embargo, la deslumbraron los rayos del sol y sacudió el aire
con las manos.
—¿Qué importa Reba?
—Le ha devuelto la tela esta mañana —suspiró Sefoba.
—¿Le has devuelto la tela? —dijo Séfora, sinceramente sorprendida.
—¡La tela! ¿A quién le importa eso? ¿Acaso tengo que casarme por un trozo
de tela?
—Anoche parecías muy orgullosa de llevarla.
—Me convenía. Era una buena tela para bailar. Únicamente para eso. Me la
puse y bailé. ¿Y qué? La noche es la noche. A la luz de las antorchas tenía
bonitos colores. Esta mañana, a la luz del día, me he dado cuenta de que ya no
me gustaba; no me gustaba en absoluto. Se la devolví a Reba, eso es todo. Estoy
segura de que si hubieras estado aquí me lo habrías impedido.
Orma sonreía, orgullosa de su provocación. Sefoba se secó las lágrimas con
el dorso de la muñeca y le hizo un mohín.
—Reba se sentía tan humillado que sacó el cuchillo y rompió esa maravilla
en trocitos —explicó—. Pidió sus camellas y saludó a nuestro padre sin siquiera
abrir la boca. Nuestro pobre padre estaba ya enfermo por haber bebido
demasiado anoche. Imagina lo que debe de haber pensado de todo esto. Y, es
cierto, tú no estabas aquí…
Se interrumpió para suavizar sus últimas palabras con una sonrisa:
—He recuperado los trozos de tela. Están bajo mi cama.
—Me importa un bledo Reba —refunfuñó Orma, que sentía que la disputa se
le iba de las manos—. No hablemos más de Reba. Por otra parte, todo esto es
culpa tuya, Séfora.
—¿Culpa mía?
—No pongas esa cara. Has encontrado el escondite del egipcio, ¿verdad?
El titubeo de Séfora significaba un sí.
—Estaba segura de ello —se vanaglorió Orma—. ¡Vienes de allí!
—¿Es eso cierto? ¿Has ido a verlo?
La sorpresa de Sefoba, teñida con una sombra de reproche, turbó más a
Séfora que los gritos de Orma.
—Sí —admitió finalmente.
Orma, que hasta ese momento no estaba del todo segura de lo que había
aventurado, parecía engullir la noticia como un caldo difícil de tragar. Sefoba
puso los ojos en blanco y su boca expresó asombro:
—¿Lo has encontrado? ¿Lo has visto?
—Lo he visto.
—¡Naturalmente! ¡Qué hipócrita eres, Séfora! Ayer nos pediste que no
dijéramos nada a nuestro padre, que dejáramos al egipcio en paz: el pobre, no
debíamos perturbar su misterio. Pero tú ni siquiera has tardado un día en ir tras
él.
—Le he llevado comida y bebida. Eso es todo.
—¡Ah! ¡Qué bondad!
—Le he agradecido lo que hizo ayer.
Orma rió de tal manera que Séfora enrojeció.
—¿Dónde está?
—Allí donde está.
—Oh… —susurró Orma con desdén—. No vale la pena que me digas nada.
Nuestro padre también quiere darle las gracias al extranjero. Esperaba tu regreso
para saber dónde ir a buscarle.
—¿Qué le has contado?
—La verdad. Yo no soy como tú; yo no aparento ser lo que no soy.
Jetro estaba tumbado en su lecho, donde Séfora lo había dejado la noche
anterior. Habían colocado a su alrededor varios almohadones más. La habitación
estaba muy oscura y su blanca cabellera brillaba como un bloque de cal. Tenía
los párpados cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho. Los ágiles dedos de
una joven criada le daban un masaje en el vientre a través del lino ligero de su
túnica, mientras otra, tan entrada en años que su rostro no era más que un
conjunto de arrugas, le preparaba una tisana en el umbral de la habitación.
De vez en cuando, sin que se supiera si era por efecto del sufrimiento o del
alivio, un breve murmullo se escapaba de los labios del sabio de Madián. Las
manos de la joven criada suavizaban su esfuerzo y sus ojos vigilaban el rostro de
su amo, que únicamente mostraba la palidez excesiva de un anciano con las
entrañas revueltas.
Ni la una ni la otra interrumpieron su tarea cuando Séfora se acercó a su
padre. Antes de penetrar en la oscuridad de la habitación, mientras esperaba que
la anciana criada la dejara pasar, observó con cierta repulsión cómo rezumaba el
líquido pardo que estaba colando. Cuando por fin la dejó entrar, Jetro adivinó el
movimiento a pesar de la sombra que oscurecía sus párpados. Abrió mucho los
ojos, con el entrecejo fruncido. Sus labios temblaron con un suspiro de
satisfacción.
—Por fin has regresado, hija.
—Buenos días, padre.
—Deja que beba primero la tisana —intervino la vieja criada—. Hablaréis
después. La tisana no debe reposar; si no, pierde el efecto.
Apartó a su joven compañera sin contemplaciones y, con un gesto autoritario,
colocó el cuenco de madera entre las manos de Jetro. Éste se incorporó
refunfuñando y apenas se fijó en el brebaje antes de beberlo de un trago. Luego
tendió el cuenco vacío.
—¡Uf! —exclamó con desdén.
La anciana rió con ganas.
—¿Qué pensabas? ¿Que Horeb iba a rejuvenecerte las vísceras en un abrir y
cerrar de ojos?
Después guardó sus enseres en una cesta.
—Dentro de un momento te sentirás mejor, y esta tarde estarás perfectamente
—anunció con un tono que no admitía ninguna protesta—. La próxima vez,
antes de engullir lo que no conoces, consúltame.
Jetro se abstuvo de responder. Sus apergaminados dedos rozaron el muslo de
la joven criada.
—Ya tengo suficiente, pequeña. Tus manos han sido bendecidas por Horeb.
Mientras ambas desaparecían en la luz deslumbrante del patio, los párpados
arrugados de Jetro volvieron a caer. Palpó a un lado del lecho para buscar la
mano de Séfora, que apretó con firmeza.
—Reba me ha hecho probar un brebaje de Oriente, una especie de alquitrán
que debe quemarse sobre las brasas y del que se respira el humo. Parece que, si
se toma bien, procura todo tipo de imágenes en el pensamiento. Los gustos, los
olores y los objetos cambian completamente. Es posible que sea demasiado viejo
o que haya tomado mal el preparado…
Una risita hizo desaparecer su boca en su barba suave y blanca y se
transformó en seguida en un mohín que acabó, en el borde de los labios, en un
suspiro:
—Conozco muy bien las sensaciones que tengo. Me parece que he bebido
todas las jarras de vino y de cerveza de la casa, y que Horeb, para castigarme,
me golpea amigablemente en la cabeza con las rocas de su montaña.
—¿Quieres agua, o más almohadones?
—Nada. Me basta tu presencia.
Volvió a abrir los ojos y sus pupilas brillaron en la sombra.
—Reba es un buen muchacho, digno del deber que le espera. Siente
curiosidad por el mundo e interés por la justicia. Sabe separar la ilusión de la
realidad. Esta mañana he sentido vergüenza al verlo marchar. Yo, Jetro, por
primera vez desde hace mucho tiempo, he sentido vergüenza. De mí y de mis
hijas.
—Padre, no tenía la intención de…
Los duros dedos apretaron aún más la mano de Séfora.
—No hables tan alto. Las palabras también se convierten en piedras si me las
lanzas con demasiada fuerza.
—No creas que yo podría haber impedido que Orma devolviera la tela a
Reba. En este momento, me odia más que a nadie.
Jetro refunfuñó sin que Séfora supiera si se debía a su cuerpo dolorido o a las
palabras de ella.
—El extranjero —suspiró—. ¿Es cierto que hay un extranjero entre nosotros,
que te salvó de las manos de los hijos de Husenek?
—Sí.
—¿Ayer?
—Sí, en el pozo de Irmna.
—No me dijiste nada.
—Estábamos a salvo y ayer por la tarde llegaba Reba. Tenía la intención de
hablar hoy contigo.
—Ja, ja… —La risa sacudió el pecho de Jetro—. ¿Después de tu largo
paseo?
La anciana había dicho la verdad. La tisana ya comenzaba a surtir efecto. Las
mejillas del anciano sabio volvían a recobrar su color, y su voz, la claridad hasta
en el tono burlón. Séfora apretó los labios y no respondió. No se sentía culpable,
pero sí molesta. Jetro se percató de ello y le dio unos golpecitos en la mano.
—Según Orma, el extranjero es un príncipe de Egipto. ¿Qué hace un príncipe
de Egipto en las tierras de Madián?
—Es probable que sea príncipe, pero no es egipcio.
—¿No?
Jetro esperaba que ella prosiguiera. Séfora tardó unos instantes, pues allí,
delante de su padre, el recuerdo de los dedos de Moisés en su rostro la turbó.
—Me lo ha dicho esta mañana.
—Una buena noticia: Orma no sólo dice tonterías.
—Le he llevado comida y cerveza.
—¿Por qué no viene aquí para que yo pueda darle las gracias por lo que ha
hecho por mis hijas?
—No lo sé.
Jetro le dirigió una mirada acerada. Ella repitió:
—No lo sé.
Séfora vaciló. Durante el camino de regreso, había pensado que no podía
ocultarle nada a su padre, que debía confiar plenamente en él. Nunca había
intentado esconderle nada, fuera lo que fuese. Sin embargo, en aquel momento,
no se decidía a hablar. Las frases, las confesiones, ni siquiera sus temores…,
nada conseguía franquear sus labios. Sólo fue capaz de revelar una única verdad:
—Esta mañana no te he dicho dónde iba para evitar que Orma me
acompañase.
Jetro soltó un gemido antes de sacudir la cabeza, precavido.
—¡Mis hijas!
—Orma es Orma. Yo no soy como ella.
—En lo que respecta al orgullo, cualquiera creería que habíais tenido el
mismo padre y la misma madre.
Séfora se encogió de hombros y su larga túnica formó suaves pliegues hasta
los pies.
—¿Qué es entonces ese extranjero, si no es egipcio? —insistió Jetro.
—Hebreo.
—¡Oh!
—Él me lo ha dicho.
La estupefacción sacó a Jetro de su embotamiento.
—¿Un hijo de Abraham? —preguntó.
—De Abraham y de José, dijo.
—De Abraham y de José, seguro —confirmó Jetro—. Un hebreo de Egipto.
Durante un momento, sus ojos miraron fijamente la sombra de los travesaños
y de las palmas de su lecho, donde algunas moscas se impacientaban. Después se
inclinó, cogió el vaso de agua que le había dejado la criada y bebió a pequeños
sorbos.
—Es posible. Los que comercian con el faraón cuentan que en Egipto los
hebreos son esclavos a los que se trata duramente. Si ese Moisés es un esclavo
de Egipto, Orma es más tonta de lo que yo pensaba por haberlo tomado por un
príncipe.
—No —respondió suavemente Séfora—. No creo que sea un esclavo.
—¿No?
—Sefoba y yo también lo tomamos por un príncipe. Tiene aspecto de serlo.
Su modo de pelear no es el de un esclavo.
—Habéis hablado. ¿Qué te ha dicho?
Las pupilas de Jetro, tranquilas y poderosas, observaron a su hija.
—Me dijo: «Ya no soy de Egipto».
—¿Qué más?
—Eso es todo.
—Una sola frase. ¿Has ido a verlo y sólo ha pronunciado una frase?
La risa de Séfora no sonaba muy afinada.
—No se encuentra a gusto con las palabras, con nuestra lengua.
—¿Un hebreo?
—Así es.
—Pero tú sí te sientes contenta con la tuya —sonrió Jetro.
«Con él, no —pensó Séfora—. Con Moisés no».
—Orma asegura que le prohibiste hablarme de él.
—Nadie le prohíbe nada a Orma —suspiró Séfora.
Jetro se limitó a esperar.
—Al verlo… En sus modales… Orma y Sefoba le propusieron en el acto que
viniera a verte, pero él se negó. Así que pensé: el extranjero es un fugitivo.
Quiere permanecer en la sombra. Es un hombre que se esconde. Y yo, que le
debo tanto, tengo que respetar su voluntad y no forzarlo a decir lo que quiere
callar.
Jetro la observó durante un momento antes de menear la cabeza, con más
admiración que ironía.
—Has hecho bien, pero yo soy tu padre y está en mis tierras… Soy curioso.
Envíale a dos muchachos con un camello y una oveja que pueda ordeñar. El
camello es para que venga a verme. Que le digan que iría a visitarlo
personalmente para testimoniarle mi reconocimiento, pero que debo mirar por
mis huesos. Que le digan que me sentiría muy honrado si se sentara cerca de mí,
bajo el cenador.
Séfora permaneció en silencio con la frente baja y los dedos ocupados en el
pliegue de su túnica.
—¿Qué contestas? ¿Acaso no soy lo bastante refinado para un príncipe de
Egipto? ¿He olvidado algo?
—¿Y si sigue negándose?
—Esperemos a ver qué decide.
—Estoy segura de que no ha hecho nada malo.
—Has despertado mi curiosidad.
—Orma querrá acompañar a los muchachos.
El dedo de Jetro se agitó delante de sus ojos brillantes de alegría.
—Desde luego que no. Ni tú ni Orma. He dicho dos muchachos y serán dos
muchachos.
LA FURIA DE ORMA
M oisés no volvió con los jóvenes pastores.
—Ha dado las gracias por los animales. Lo único que nos ha pedido es que le
enseñáramos a ordeñar a la oveja, eso es todo.
Jetro permaneció pensativo, pero se guardó de hacer cualquier comentario.
Los días pasaron y nadie vio aparecer por el camino del oeste a un príncipe
de Egipto montado en un camello. Las horas transcurrieron con una lentitud
completamente nueva para Séfora. A medida que el tiempo pasaba, su inquietud
iba en aumento. Finalmente tuvo que aceptar que el miedo ya no la abandonaría;
miedo de la llegada de Moisés y, al mismo tiempo, de que no llegara, todo era lo
mismo. Además, también tenía miedo del recuerdo de su último instante en la
cueva.
Le resultaba difícil dormir. Debía soportar los suspiros de Orma, que daba
vueltas y más vueltas en su lecho. De vez en cuando, se incorporaba ligeramente
y susurraba:
—Séfora, ¿duermes?
Séfora permanecía inmóvil. Orma seguía cuchicheando:
—Sé que no duermes. Piensas en él.
Séfora seguía sin moverse.
—Yo también pienso en él —refunfuñaba Orma—. No vale la pena que
finjas.
Séfora dejaba que el silencio agotara a su hermana y, cuando por fin Orma se
adormecía, se entregaba a sus propios pensamientos, en los que la semilucidez lo
mezclaba todo. Bajo sus párpados cerrados, se embelesaba con los momentos
compartidos con Moisés, tanto en sueños como en la realidad.
En la segunda mañana de la espera, perdió la paciencia. Al amanecer, se
precipitó a la puerta del patio para escrutar el camino del oeste. Estaba aún tan
pálido como la leche, y vacío. Séfora esperó a que las rocas y los matorrales
recuperaran sus colores polvorientos y después sus sombras, pero el camino
seguía estando vacío.
Cansada, apretando los dientes para aplacar el deseo que sentía de saltar
sobre el lomo de una mula para trotar hasta la cueva de Moisés, regresó a la
habitación de las mujeres. Todos los rostros se volvieron hacia Séfora con la
misma pregunta reflejada en ellos: «¿No viene el egipcio?».
Entonces llegó Orma y presintió algo.
—¿Qué ocurre?
Hubo un silencio y después una voz respondió:
—Séfora ha ido a esperar el despuntar del día en la puerta del patio, pero eso
no ha hecho que el egipcio viniera.
Aquí y allá brotaron risas contenidas y ahogadas. La furia que ya recubría los
pómulos de Orma se transformó en una sonrisa burlona que aumentaba su
belleza. Séfora abandonó la habitación con una actitud de desafío y se prometió
a sí misma no volver a manifestar ningún signo de impaciencia.
En la tarde del tercer día, mientras el resplandor del cielo iluminaba el oeste
sin que se distinguiese la menor silueta de un hombre o de una montura, Orma
pidió permiso a Jetro para ir a buscar ella misma a Moisés al día siguiente.
—¿Para qué quieres hacer eso? —preguntó Jetro fingiendo sorpresa.
—Para que venga tal como se lo has pedido.
—No, yo no le he pedido tal cosa. Lo he invitado a sentarse a mi lado, lo que
sería para mí un placer y un honor, pero, si no desea hacerlo, respetaré tanto su
rechazo como su venida. Se quedará con el camello y la oveja que le he enviado,
y así no me sentiré en deuda con él.
La respuesta desconcertó brevemente a Orma, pero no lo suficiente para
convencerla.
—Te equivocas, padre —afirmó frunciendo sus bellas cejas—. No vendrá, y
yo sé por qué.
—¿Sí?
—Es un príncipe de Egipto.
—Eso parece.
—Un hombre acostumbrado a que se le muestre un gran respeto.
—¿Quieres decir que un camello y una oveja no bastan para expresar mi
gratitud?
—No. Quiero decir que mandarle a dos muchachos para transmitirle tu deseo
de verlo aquí no basta para aplacar su orgullo herido.
—¿Su orgullo está herido?
—Si no lo estuviera, el egipcio ya habría venido.
—¿Eso crees?
—Nos ha salvado y se ha peleado por nosotras, tus hijas. Él solo contra
cuatro hombres, corriendo el riesgo de que lo mataran. ¿Y después nos evita?
Padre, eso no tiene sentido. ¿Acaso algún otro extranjero se ha negado a sentarse
contigo en tu patio? Es evidente que alguien ha dicho o ha hecho algo que no le
ha gustado.
—¿Quién?
—Séfora. Ya conoces las palabras y el tono que emplea a veces. ¡Como si
ella fuera tú! O bien no dice nada cuando habría que hablar. ¿Sabes que en el
pozo no pronunció ni una sola palabra, ni siquiera «gracias»?
—Ha ido a verlo para excusarse por ello y le ha llevado comida y cerveza.
Sólo faltaba mi invitación.
—¿Ha conseguido hacerle olvidar su orgullo y suavizar la dureza de sus
palabras?
—Séfora no tenía ningún motivo para ser dura con él. ¿No le has preguntado
lo que se dijeron?
La risa de Orma era mordaz.
—A Séfora no se le preguntan esas cosas… Sólo sé lo que he visto: cuando
regresó de allá abajo, su aspecto era el de alguien que tiene algo que ocultar.
Jetro tardó en contestar el tiempo de un suspiro.
—En cambio, si hubieras ido tú a la cueva, él habría reaccionado de otra
manera.
—Exacto, ya estaría aquí. —La sonrisa de Orma era realmente irresistible.
Jetro se mesó la barba pensativamente con los dedos. Por una vez, Orma
mostraba una perspicacia sorprendente. Pensó en apagar su entusiasmo
confiándole que aquel príncipe de Egipto sólo era un hebreo, quizá incluso un
esclavo fugitivo. Sin embargo, se contuvo, temiendo los disgustos que su hija
podría tener ante semejante noticia. En realidad, él mismo comenzaba a
experimentar la irritación de la espera y la curiosidad. Orma tenía razón: ¿acaso
algún extranjero había rechazado sentarse con él en su patio? ¿Por qué aquel
hombre no aceptaba su invitación? ¿Qué era lo que lo hacía tan extraordinario?
Aunque era normal que Orma no tuviese otro deseo que deslumbrar a un
extranjero, las cosas no eran muy diferentes en el caso de Séfora, la más sabia de
todas, al menos hasta ese día.
Sin embargo, afirmó con dureza:
—No irás. El patio de Jetro acoge a todos aquellos que quieran franquear su
puerta amistosamente, pero nada más. Por muy altivo que sea tu príncipe de
Egipto, hago lo que tengo que hacer y basta.
Pasaron varios días más, uno tras otro, crepúsculo tras crepúsculo.
Se podría haber pensado que el hastío de la espera agobiaría a las hijas de
Jetro, pero en cambio ocurrió lo contrario. La impaciencia se apoderó de todas
las mujeres de la casa como si de una enfermedad se tratara. Los pocos hombres
—esposos, hermanos y tíos— que no habían partido con el rebaño se
preguntaron si verían alguna vez a aquel extranjero que ocupaba una gran parte
de las conversaciones de las mujeres.
Ya estuvieran trabajando, en el patio o fuera, o durmiendo la siesta bajo los
terebintos o los tamariscos, no había momento en que sus miradas no se
dirigieran maquinalmente hacia el camino del oeste. Sin embargo, allí no
encontraban más que el azul cambiante del cielo, el vuelo de los zarapitos o de
los cormoranes, o a veces algún burro suelto.
Y, de buenas a primeras, ocurrió.
Sin que nadie lo hubiese visto llegar en el calor asfixiante de la tarde, Moisés
apareció de pronto en la puerta del patio.
Se oyó un grito, de chica o de niño. Con los ojos como platos y una mueca
de sorpresa en la boca, todos se quedaron estupefactos durante unos instantes,
para precipitarse acto seguido hacia la puerta. Sí, allí estaba el egipcio.
Nadie se atrevió a decir una sola palabra.
No llevaba túnica, sino únicamente un faldellín plisado, ceñido a la cintura
mediante aquel cinturón, confeccionado con una magnífica trama, que las hijas
de Jetro ya habían admirado en los pozos de Irmna. Un tocado de rayas púrpura
le cubría la cabeza. La piel desnuda de su torso parecía soportar el sol sin
dificultad. Su barba, tan poblada como la de un madianita, no ocultaba la belleza
de su boca. Sus ojos poseían una agudeza difícil de calificar, tímida y poderosa
al mismo tiempo.
Las mujeres comprendieron en seguida por qué Séfora y Orma habían
cambiado después del encuentro con aquel extranjero. A los hombres los irritó
un poco su dureza.
Desde lo alto del camello, con un acento que proporcionaba a las palabras
una sonoridad nueva, preguntó si se encontraba en casa de Jetro, el sabio de los
reyes de Madián. Nadie le respondió, pero entre los rostros levantados hacia él
vio a Séfora y le sonrió.
Golpeó el cuello del camello con el largo bastón con la punta de bronce. Con
la flema de un animal que confía en quien lo lleva, el camello estiró el cuello y
dobló las patas delanteras. Cuando Moisés estuvo de pie en el suelo, todos
advirtieron que era más alto que los hombres de Madián, a pesar de sus pies
desnudos.
La voz de Orma resonó:
—¡Moisés! ¡Moisés!
Y la algarabía de la acogida comenzó.
—Perdóname, sabio Jetro, por haber tardado en venir a saludarte. No quiero que
pienses que soy grosero, pero nunca había montado en un camello; he tenido que
aprender antes de venir.
Pronunciaba las frases de un tirón; se adivinaba que las había repetido varias
veces antes de decirlas. La boca de Jetro formó una sombra en su barba y
permaneció en suspenso por encima del higo que iba a comer.
—¿Has tenido… que aprender a montar en camello?
Moisés se inclinó muy serio.
—Era preciso. Me diste un animal para que viniera.
La boca de Jetro volvió a cerrarse en el momento en que las risas tintineaban
a su alrededor.
Estaban cómodamente sentados en unos almohadones a la sombra, con los
cántaros de cerveza y las fuentes de fruta al alcance de la mano. De pie, detrás de
Jetro, Sefoba, Orma y Séfora calmaban su nerviosismo retorciendo las asas de
los cestos llenos de tortas y pastelillos. Más apartados, a pleno sol, las criadas y
los niños formaban un gran círculo. Reían hasta llorar, sin perder ni una sílaba de
lo que se decía.
Jetro alzó la mano para reclamar silencio, y amenazó con enviarlos a todos a
sus tareas si no mostraban más respeto hacia el extranjero.
Moisés suavizó la reprimenda con una sonrisa modesta.
—Tienen motivos para reírse. Aquí es estúpido no saber montar en camello.
—Ahora ya sabes, y has aprendido de prisa —replicó Jetro con sincera
admiración.
Moisés se mojó los labios en el vaso de cerveza y recibió el cumplido con
tanta humildad como había aceptado las risas. La curiosidad de Jetro por el
extranjero aumentó aún más, si es que eso era posible.
—¿Sabes montar a caballo? Dicen que hay muchos caballos en Egipto.
La pregunta pareció turbar a Moisés.
—Hay caballos.
Calló. Jetro esperó a que continuara.
—Para el faraón o para luchar.
—¿El faraón va a caballo?
—No, va de pie.
—¿De pie?
En un carro uncido a cuatro caballos. Los generales y los grandes guerreros
que lo acompañan montan a caballo. El resto van a pie y corren cuando es
preciso. También hay barcos en el Gran Río Iteru. Sí. Muchos barcos. A veces,
incluso caballos.
Con cada frase, la voz de Moisés se iba haciendo más sorda, cada vez menos
segura de su capacidad para conseguir su propósito. Su acento oscurecía el
sentido de las palabras y diluía su confianza, porque no sabía si hablaba
demasiado o tal vez no lo suficiente.
En el patio, los niños y las jóvenes criadas apenas disimulaban sus burlas y la
severidad de su juicio. El extranjero conocía menos la lengua de aquel lado del
mar Rojo que las ovejas y los camellos. Sin duda, era una novedad muy
seductora, pero más le valía permanecer en silencio.
Jetro intentó pasar por alto esas carencias. La cortesía lo exigía, tanto como
su avidez de conocimientos, que le permitía imaginar cómo se vivía lejos de su
desierto. Abrió la boca para formular nuevas preguntas, pero un roce en el brazo
lo hizo levantar la cabeza. Séfora se arrodilló entre él y Moisés.
Les llenó los vasos, aunque todavía no era necesario hacerlo. Al tenderle a
Jetro el suyo, lo miró con tanta firmeza que él no dudó de la orden muda que ella
le dirigía: «Deja de hacer preguntas. ¿No ves que le turban? Dale las gracias,
pues ha venido para eso».
Jetro no dudó ni un momento acerca de la conducta que debía seguir.
Entonces Orma empujó a Séfora para arrodillarse también ante Moisés, y le
tendió un cesto de pastelillos de miel y todo el esplendor de su persona.
Con una humildad desconocida en ella, todos oyeron a la más bella de las
hijas de Jetro anunciar lo feliz que era de poder ofrecerle aquellos presentes, casi
nada en realidad, teniendo en cuenta lo que Moisés había hecho por ella y sus
hermanas, y los fastos a los que un señor de Egipto debía de estar acostumbrado.
Jetro percibió al mismo tiempo la cólera que crispaba los puños de Séfora y
la incomodidad de Moisés, y al instante entrevió la disputa vergonzosa que iba a
estallar entre sus hijas. Sin embargo, Moisés, de manera completamente
inesperada, se levantó, empuñó el bastón y exhibió toda su altura. Un extraño
silencio recorrió el patio. Orma retrocedió y puso una mano delante de su bello
rostro. Las mujeres estrecharon los hombros de los niños.
Moisés se inclinó como si fuera a despedirse y, esta vez, con una voz
límpida, declaró:
—Te equivocas, hija de Jetro. Te equivocas.
Orma rió tontamente, incrédula.
—No te rías. No debes decir eso.
En la voz de Moisés había una especie de ruido de guijarros que
entrechocaban. Orma lanzó miradas estupefactas a su alrededor, buscando ayuda.
Todos los ojos estaban puestos en la boca de Moisés y no querían perderse nada
de lo que iba a salir de ella.
—No soy un señor de Egipto, hija de Jetro. Crees que soy un príncipe de
Egipto —repitió Moisés—, pero no lo soy.
¿Era su acento el que expresaba la furia? No era posible saberlo. Orma se
puso en pie, con las mejillas enrojecidas. Con la boca temblorosa, retrocedió un
paso y se encontró sin quererlo al lado de Séfora. La mirada dorada de Moisés se
deslizó sobre las dos, al igual que sobre Jetro. Se volvió para hacer frente a los
que estaban en el patio y abrió un poco los brazos. Su voz no era en absoluto
amenazante.
Es la verdad. No soy un egipcio de Egipto. Soy hebreo, hijo de esclava, de
Abraham y de José.
Jetro se levantó; los pliegues de su túnica se agitaron en torno a su cuerpo
delgado. Cogió a Moisés por el codo para obligarlo a que se sentara de nuevo.
—Sí, ya lo sé, ya lo sé. Siéntate, Moisés, te lo ruego. Lo sé. Séfora me lo ha
contado.
Orma dirigió una mirada llena de estupor hacia su hermana, que no le prestó
atención. Moisés y su padre volvieron a sentarse en los almohadones, y Jetro le
dio unos golpecitos en la rodilla con una tierna familiaridad.
—Es una buena noticia para mí. Estoy muy contento de acogerte, Moisés.
Nosotros, los madianitas, somos hijos de Abraham y de su segunda esposa,
Cetura.
—¿De veras?
—Considérate aquí como en tu casa y quédate el tiempo que quieras. Te
debo todo lo que te deben mis hijas.
—Sólo he luchado. Los pastores no eran fuertes.
—Pero no lo sabías antes de hacerlos huir. A partir de hoy, el nombre de
Moisés y el de Jetro están unidos por la amistad.
—Eres bueno. Sin embargo, ignoras el motivo que me ha conducido a la
tierra de Madián.
Moisés sonrió con tristeza; parecía querer obstinarse en una humildad que no
era necesaria. Jetro se embarcó con vigor en una larga perorata:
—Lo ignoro tanto como el modo en que has venido. Ya me lo contarás, si así
lo deseas, pues me gusta conocer la historia de los hombres, pero esto no tiene
nada que ver con lo que he de decirte. Estás aquí solo, sin compañeros, sin
rebaño, sin siquiera una tienda donde resguardarte del calor del día y del frío de
la noche. Por lo que parece, no tienes ni criados, ni esposa, ni nadie que te cueza
el pan, te prepare la cerveza y te teja la ropa. Acepta que te acoja en mi patio
como si fueras uno de los míos. No es otra cosa que justicia por lo que has
hecho. Mis hijas y yo agradecemos a Horeb tu llegada. Elige veinte cabezas de
ganado menor para iniciar tu rebaño y coge la lona necesaria para levantar una
tienda a la sombra de uno de los grandes árboles que rodean mi patio. Insisto:
esto me proporcionará una gran alegría. Como ya te habrás dado cuenta, y por
una razón que te explicaré más tarde, por el momento prácticamente sólo hay a
mi alrededor mujeres: hijas, sobrinas y criadas. Entre ellas encontrarás manos
que te cuidarán. Y yo, estoy seguro de ello, tendré un compañero para mis
charlas en la noche.
En lugar de la sonrisa de sosiego que esperaba leer en el semblante de
Moisés, Séfora percibió la extraordinaria rigidez que estaba apoderándose de
todo su cuerpo.
—He venido a Madián porque he matado —confesó.
Un murmullo recorrió el patio. Todo lo que había sido hasta ese momento
risa y ligereza se esfumó en un instante. Séfora sintió que su pecho se quedaba
sin aliento. A su derecha y a su izquierda, las manos de Sefoba y de Orma
cogieron sus muñecas del modo como uno se agarra a la rama de un árbol
durante una caída. Jetro fue el único que permaneció impasible: su rostro no
expresó ni un fulgor de sorpresa.
Moisés depositó el bastón sobre sus rodillas, tomó aliento y prosiguió:
—He matado. No a un pastor, sino a un grande del faraón: un poderoso
arquitecto y capataz. Llevo nobles vestidos, pero no son míos: los he robado para
huir. Y el bastón también pertenece al faraón. Esto es lo que debes saber antes de
acogerme.
Jetro, con una voz que mantenía la calma y la ternura intactas, respondió:
—Si has matado, habrás tenido una razón para hacerlo. ¿Quieres
contárnoslo?
Moisés no era hombre de relatos largos. Además, su torpeza con la lengua de
Madián lo forzaba a acortar lo que podía haber descrito con más detalle. Sin
embargo, a todos, incluso a los niños, pues los del patio se habían acercado, su
historia les pareció terrible. Llenaron los silencios con su imaginación, viendo
con sus propios ojos la fantástica vida que bullía al otro lado del mar Rojo. Los
nombres con consonancias extranjeras, Thinis, Uaset, Djeser-djeseru, Amón y
Osiris, que evocaban de vez en cuando el paso de los caravaneros, adquirieron
en la boca de Moisés una realidad nueva.
Vieron con sus propios ojos el esplendor de las ciudades, las carreteras y los
templos, los palacios fabulosos, los gigantescos animales de piedra esculpidos
que afirmaban el poderío de unos hombres que ya casi no eran humanos. No
obstante, una vez dispuesto este decorado, Moisés, con sus frases cortantes,
habló de nekhakha, el látigo del faraón, un látigo que apretaba contra su pecho
incluso en los centenares de esculturas con su efigie que se alzaban por todo el
país, en los templos y en las sepulturas. Era un látigo que se abatía sobre los
miles de esclavos hebreos, pues era así, con su sangre, sus gritos y su muerte,
con el incesante chasquido del látigo, como se levantaban las asombrosas
construcciones del dios viviente, la Vida de la Vida, ese poder siempre
resucitado que reinaba allá abajo, en el inmenso país del Gran Río.
—El esclavo que levanta los ojos para protestar es hombre muerto —dijo
Moisés—, y la muerte de un hebreo vale menos que una tabla rota.
Desde el amanecer hasta la noche, los insultos, los gritos, los accidentes y la
permanente humillación eran la comida más abundante de los esclavos. Como
castigo, se los hacía trabajar en la elaboración de adobe hasta la extenuación, y
los más débiles chapoteaban en la mezcla de barro y paja hasta que no podían
levantar un pie.
—Al que no puede pisotear más, se lo azota. Cae en el barro y se ahoga.
Entonces el capataz sigue golpeándolo para que no pisotee más. Si sus
compañeros quieren ayudarlo, también reciben golpes.
Todos allí, en el calor de Madián, oyeron el chasquido del látigo del faraón.
Incluso parecía que las moscas habían dejado de zumbar.
—El que no puede tirar de la cuerda de los trineos en los que se cargan las
piedras es azotado —insistió Moisés con una voz cada vez más ronca—. El que
tiene sed, el que se equivoca y el que quiere curarse las heridas, todos ellos, son
azotados. No importa que sean viejos o jóvenes, hombres o mujeres.
Durante un instante, Moisés guardó silencio, con la mirada perdida en los
cestos de frutas que tenía delante. Los presentes respetaron su mutismo,
intentando averiguar lo que veía en el interior de sí mismo. Las largas cordadas
de hombres enganchados a las piedras; los miles de brazos que golpeaban la
piedra, tallándola, puliéndola y levantándola; los días de esfuerzos sin fin para
extraer las rocas de las canteras, transportarlas de un extremo al otro de un
inmenso país y finalmente apilarlas unas encima de otras en vertiginosas
construcciones.
Después Moisés sacudió la cabeza y murmuró:
—No siempre ha sido así, pero ahora el látigo del faraón está más ávido de
sangre que los mosquitos.
Buscó miradas y encontró la de Jetro y la de Séfora. En su rostro no se leía
dolor, ni siquiera cólera, sino más bien incomprensión.
—Estuve junto a un hombre que gozaba con el sufrimiento de los esclavos y
se enorgullecía causándoles dolor con golpes redoblados; su nombre era
Mem P’ta. Estar cerca de él era una afrenta insoportable. Yo vivía avergonzado
por lo que hacía y porque no podía impedírselo. Todo ocurrió una mañana sin
que yo lo hubiera decidido de antemano. Mem P’ta se alejó solo hacia el río y yo
lo seguí por los juncos. Esperé a que estuviera distraído. No fue difícil. ¡Me
aliviaba tanto la idea de que no volvería a levantar el látigo! ¡Tenía tal deseo de
matarlo!
Moisés sonrió levemente.
—Temía que se descubriera su cuerpo en seguida si el río lo arrastraba, así
que lo llevé hasta la arena para enterrarlo. Creo que fue entonces cuando me
vieron.
De nuevo guardó silencio. No era difícil imaginar lo que no decía.
Dio vueltas al bastón en las manos y observó los rostros que lo rodeaban sin
detenerse en ninguno en particular. Curiosamente, parecía más contento y seguro
de sí mismo que hacía un instante. Se encogió de hombros con cierta ligereza y
prosiguió:
—Fue un error matar al egipcio, puesto que no ha aliviado el sufrimiento de
un solo hebreo; al contrario, ha acrecentado la cólera del faraón contra sus
esclavos. Atacar a los arquitectos o a los capataces del faraón es atacar al propio
faraón. ¿Quién se atrevería a hacer eso?
Jetro no sabía si se trataba de una pregunta retórica, y permaneció en
silencio, sin mover ni una pestaña. La sonrisa fatigada de Moisés se ensanchaba,
aunque su mirada mantenía su seriedad.
—Robé la ropa y un barco que me trajo hasta aquí. Ignoraba dónde me
encontraba hasta que tus hijas me dijeron: «Estás en la tierra de Madián y en
casa de Jetro, el sabio de los reyes de Madián».
Jetro sacudió la cabeza.
—Estás en la tierra de Madián, en casa de Jetro. Nada de lo que acabas de
contar me produce el deseo de desdecirme de mis palabras. Ya te he dicho que
estás en tu casa. Si esto concuerda con tu deseo y crees que te conviene llevar
una vida modesta, mañana mismo puedes levantar tu tienda y escoger las
primeras cabezas de tu rebaño.
El azul del cielo había oscurecido. En la cumbre de la montaña de Horeb, el
penacho permanente de nubes y humo se teñía de un rosa que parecía líquido.
Hacía largo tiempo que la silueta de Moisés, muy erguida sobre el camello, se
había empequeñecido y había desaparecido por el oeste.
Un murmullo de palabras, entre las que surgía la voz de Orma en oleadas
cortantes, había seguido a su marcha. Temiendo herir sus prolijos sentimientos,
Séfora se había mantenido apartada. Le bastaba con cerrar los párpados para ver
de nuevo moverse los músculos de la espalda del extranjero mientras se adaptaba
al balanceo rítmico del animal. Asimismo, podía revivir, uno a uno, los instantes
del reencuentro. Todo estaba dentro de ella: la voz de Moisés, tanto sus
expresiones como sus confusiones, y, a fin de cuentas, lo que no había dicho.
Por la tarde, cuando disponía con sus hermanas la comida delante de su
padre, él manifestó con asombro:
—¡Qué hombre tan extraño! ¿Es solamente por el hecho de que no habla
bien nuestra lengua por lo que parece lleno de contradicciones? ¿Os habéis
fijado en cómo responde a las preguntas y, sin embargo, no responde? Estoy
seguro de que sabe montar a horcajadas en un caballo y de que ha estado muy
cerca del faraón. Un hombre como él debería mostrar más seguridad. Su mirada
brilla de orgullo, pero es humilde. No creo que haya sido un esclavo. Sin
embargo, ama a los esclavos más que a sí mismo. Sí, ¡qué hombre tan extraño,
ese Moisés! Es una cosa y, a la vez, la contraria. No sabe decidir entre la sombra
y la luz. Me gusta.
Estas palabras bastaron para abrasar a Orma como a una hierba seca.
—¡Ha matado y te gusta!
—Desde luego ha matado, pero ya has oído sus motivos.
—¿Y cómo sabes que no miente?
—Es cierto, padre —intervino Sefoba, manifestando preocupación—.
Moisés tiene cualidades, pero todas sus vacilaciones… ¿Cómo estar seguros de
que no dice una cosa y la contraria para encubrir una mentira?
Echó una ojeada a Séfora, pero sólo encontró un rostro frío y atento.
—Un hombre que ha matado puede mentir fácilmente —aseguró Orma.
—Estoy contenta de que lo ayudemos —añadió Sefoba—, pero ¿es necesario
que levante la tienda tan cerca del patio?
Jetro sonrió meneando la cabeza.
—Un hombre que ha matado puede mentir para disimular su culpa, pero un
hombre que confiesa su crimen sin que nadie se lo haya pedido, ¿por qué iba a
mentir? Su confesión prueba que su sentido de la justicia no puede satisfacerse
con una mentira.
—Miente al menos en apariencia —replicó Orma, imperturbable—. Tú
mismo lo has dicho, padre: se muestra tal como no es.
—No, no es eso lo que ha dicho nuestro padre —intervino Séfora, dejando
traslucir su irritación Moisés es sincero. Únicamente tiene modales de extranjero
y no debemos juzgarlo por lo que ha hecho en Egipto.
¡Oh, tú! —se indignó Orma—. Seguro que ahora irás a defenderlo y, antes
que nada, para llevarme la contraria.
—Orma, hija…
—¡Tú también, padre! ¡Tú también! Sabías que no era ni egipcio ni príncipe
y dejaste que me pusiera en ridículo ante él, que me arrodillara… y que dijera
aquellas tonterías delante de todo el mundo.
Unas lágrimas contenidas desde hacía largo tiempo brotaron de los bellos
ojos de Orma. Su boca tembló, un estremecimiento agitó sus sienes y su rostro se
animó de una manera infinitamente más viva que de costumbre. Jetro la observó
con ternura. Sin embargo, llevada por su resentimiento, luchando contra la
vergüenza de sus lágrimas que se añadía a la que ya sufría, Orma comenzó a
imitar a Moisés diciendo: «No te rías. No debes decir eso. No soy un señor de
Egipto, hija de Jetro». La imitación se aproximaba tanto a la realidad que Jetro
olvidó su ternura y, al igual que Sefoba y Séfora, no pudo contener la risa.
Entonces Orma explotó y, señalando con un dedo a su padre y a Séfora, gritó:
—¡Reíd, reíd! ¡Burlaos de mí! ¡Eso es lo que os gusta! ¡Todo os parece bien!
Al oír sus gritos, las criadas salieron al umbral de las habitaciones y en todo
el patio resonaron las palabras que Orma, fuera de sí, pronunciaba con toda la
violencia de que era capaz:
—¡No me quieres! Sé que me consideras una necia, padre. Sólo Séfora
cuenta para ti. Y por eso no me sorprende tanto que te guste el extranjero; es un
bribón y simula ser un esclavo. ¡Que se pongan de acuerdo los dos! Dejando a
un lado el color de la piel, él tendrá el mismo destino que la que nos impones
como hermana, aunque yo nunca la he considerado como tal.
Sefoba dejó escapar un murmullo. Orma se alejó hasta el otro extremo del
patio, dejando un silencio ensordecedor tras ella.
Cuando desapareció en la habitación de las mujeres, Jetro suspiró
amargamente:
—Hija, hija…
Sefoba deslizó su mano en la de Séfora.
—Realmente no piensa lo que ha dicho.
La mirada de Séfora brillaba con intensidad en la luz del crepúsculo. Hizo un
gesto de aprobación con la cabeza.
—No piensa eso —repitió Sefoba—. Está decepcionada porque hoy ha
perdido a un príncipe.
Jetro meneó la cabeza con tristeza.
—Sí lo piensa, al menos en cierto modo. Y quizá haya dicho la verdad con
respecto a una cosa: no la quiero lo suficiente.
Sefoba y Séfora bajaron los ojos, turbadas. Jetro tocó el hombro de su
primogénita.
—Ve a su lado. Necesita cariño. Hoy no sólo ha perdido a un príncipe, sino
también un poco de su vanidad.
Después de que Sefoba se hubo alejado, Séfora y Jetro permanecieron largo
tiempo en silencio. Las terribles palabras de Orma los acercaban y los
intimidaban al mismo tiempo. Tanto el uno como el otro percibían bajo la furia
la sinceridad del dolor, y se sentían más culpables que ofendidos. Hija y padre,
sí, lo eran tan profundamente y con tanta fuerza, y eso les producía una felicidad
tan inmensa porque ni la sangre ni el color de la piel se mezclaban en ello.
¿Quién podía comprender eso? Nadie en las tierras de Madián, ni siquiera
Sefoba era capaz de entenderlo.
La cima de la montaña de Horeb se había vuelto gris. La brisa de la tarde se
elevaba en pequeñas bocanadas, llevando los aromas de los jardines y los gritos
de los niños que intentaban escapar del sueño. Las criadas encendieron las
lámparas, y las falenas se acercaron para iniciar su baile obstinado.
Séfora había olvidado los gritos de Orma. Pensaba en los brazaletes de oro
que había descubierto en la cueva de Moisés y de los que todavía no había
hablado con Jetro. No obstante, no estaba segura de querer hacerlo, incluso en
aquel momento, en el calor de la tarde que los unía tan estrechamente. Lo que
había descubierto en la cueva era un secreto que no debía desvelar y que sólo
pertenecía a Moisés.
Como si hubiera captado el camino seguido por su pensamiento, Jetro afirmó
en voz baja:
—Tengo la impresión de que Moisés no nos lo ha contado todo. Hablaba de
los esclavos del faraón como un hombre cuyos ojos contemplan la verdad desde
hace poco tiempo, no como quien ha nacido en medio de ese dolor y lo ha vivido
desde siempre.
—Sin embargo, no miente.
—¡No, no! No miente.
—Es hebreo, y no egipcio.
La voz de Jetro adquirió un tono pensativo:
—Creo que es hijo de Abraham, pero parece que los hebreos de Egipto
ignoran quiénes somos nosotros, la gente de Madián.
—Moisés lo ignora —lo corrigió Séfora—. Del mismo modo que no habla
correctamente nuestra lengua.
Jetro esbozó una ligera sonrisa de aprobación.
—Tienes razón.
—No le has preguntado quién es su dios. Habitualmente, es lo primero que
preguntas a los extranjeros.
—Era inútil: no tiene dios. Ni el de los egipcios ni el de los hebreos. Por eso
no sabe qué hacer.
Séfora no le preguntó a Jetro cómo podía estar tan seguro de lo que afirmaba.
Ya era noche cerrada; los niños y las criadas se deslizaban como sombras a lo
largo de los muros. Jetro atrapó una falena que revoloteaba cerca de su barba.
—Cuando dijo que había matado, no parecías sorprendido —señaló Séfora.
—No tenía por qué estarlo. ¿Qué motivo puede impulsar a un hombre a
cruzar el mar, sin saber adónde se dirige y sin otra compañía que su miedo?
Así, igual que ella, Jetro había percibido el miedo de Moisés. A Séfora la
hacía feliz que él no albergara ninguna desconfianza. Pensó en la expresión de
Moisés cuando subió al camello. No le dijo nada. No le dijo «Adiós» ni «Hasta
mañana»; simplemente la miró con la firmeza y la turbación que lo
caracterizaban. Era una mirada que decía: «Sabes el tipo de hombre que soy. No
te equivoques conmigo».
De repente, como si las palabras se anticiparan a su voluntad, murmuró:
—Hace casi una luna tuve un sueño, un sueño que me ha atraído tanto como
espantado. He pedido a Horeb que me ayudara a comprenderlo, pero él ha
permanecido en silencio. A ti no me he atrevido a revelártelo. Era como Orma:
tenía miedo de hacer el ridículo y perder la dignidad.
Séfora le contó el sueño a su padre y le explicó cómo había debatido con su
razón para intentar comprender su significado. ¿Realmente debía embarcarse y
atravesar el mar para ir a vivir al país de los cusitas? ¿Debía perder todo lo que
tenía allí, todo lo que Jetro le había dado, y, por encima de todo, su amor de
padre? No podía imaginarlo siquiera.
—En cambio, ambos sabemos lo que me espera aquí. Sefoba acaba de
encontrar un esposo y pronto Orma aceptará a Reba o a cualquier otro. Aquí
terminará todo porque no tendrás ninguna otra hija que casar. Ningún señor de
Madián, ni siquiera un pastor, acudirá a tu patio para convertirse en mi esposo.
Yo no te daré ningún nieto.
Pronunció estas palabras con tanta ligereza como le fue posible. Sin
embargo, pareció que caían de su boca como piedras.
Jetro dejó que el silencio borrara el resabio de la tristeza.
—Nadie sabe con certeza lo que nos transmiten los sueños. Vienen de noche
y poseen una parte de oscuridad, pero también pueden deslumbrar tanto como el
día a la hora del cénit. La sabiduría dice: «Vive tu sueño en el sueño, pero no
dejes que tu vida se convierta en un sueño».
Por su parte, Séfora esperó un poco antes de preguntar:
—¿Crees que vendrá mañana a levantar su tienda?
No era necesario pronunciar el nombre de Moisés.
—Estoy seguro de ello —respondió Jetro. Reflexionó unos instantes y
añadió—: Habrá que tener paciencia. Lleva encima una carga muy pesada y no
puede liberarse de ella de golpe.
—Que Horeb acuda en su ayuda.
—El todopoderoso Horeb está para cumplir lo que no esperamos de él. Nos
sorprende y, con esa sorpresa, nos corrige, nos anima y nos muestra hacia dónde
encaminar nuestros pasos. Deja que te sorprenda y no te precipites. Tienes toda
la vida por delante.
LA CRIADA
J etro estaba en lo cierto.
Al día siguiente, Moisés llegó pronto. Detrás del camello, sujeta con un
ronzal, iba la oveja. Sus escasas posesiones ocupaban las alforjas que le había
llevado Séfora. A lo largo de la jornada, levantó la tienda bajo el gran sicomoro
que marcaba el inicio de la ruta de Efa. Era un buen emplazamiento, lo
suficientemente lejos del patio de Jetro para preservar la soledad que amaba
Moisés y, al mismo tiempo, lo bastante cerca para no dar la impresión de que se
mantenía apartado.
Moisés había aprendido en seguida a conducir un camello y, con la misma
facilidad, aprendió a vivir en una tienda y a ocuparse de un rebaño de ganado
menor. En menos de una luna, ya sabía reunir a los animales por sí mismo,
encerrarlos en el corral y distinguir los que necesitaban cuidados. Le enseñaron a
fabricar las herramientas necesarias para tallar láminas de sílex y conseguir que
estuvieran tan afiladas como valiosas hojas de metal, escasas y muy apreciadas.
Aprendió a cortar y a coser el cuero, a confeccionar cómodas sillas de montar, a
conservar la carne, y a desafiar a escorpiones y serpientes reconociendo de lejos
las sombras y los lugares frescos que éstos frecuentaban.
Día tras día, su presencia y sus modales se fueron haciendo más naturales.
Incluso llegó a caminar sobre las piedras ardientes con los pies calzados en vez
de desnudos.
Imperceptiblemente, también en el patio de Jetro empezó una nueva vida.
Al principio, a las jóvenes criadas les agradaba su compañía por el atractivo
de ver un rostro nuevo y por la rareza de su acento. Moisés no vacilaba en reírse
de sí mismo y en burlarse de sus torpezas, y todas reían con él. Sin embargo, lo
que a sus ojos diferenciaba más aquellos días de los anteriores a su llegada era el
saber de Egipto que poseía.
Los niños de la casa —al principio los mayores en pequeños grupos, y luego
los más pequeños— adquirieron la costumbre de reunirse en el crepúsculo
delante de su tienda. Le formulaban mil preguntas y Moisés, sin mostrar jamás el
menor cansancio, les respondía con una voz cada vez menos vacilante. Les
contaba, con gestos y con palabras, cómo tallaban los canteros los bloques de
piedra en la montaña y los transportaban por el Gran Río. A veces, las rocas eran
tan grandes que hacían falta más de cien barcos y miles de hombres para
arrastrarlas desde las montañas y llevarlas ante las explanadas de los templos, a
diez días de marcha.
Moisés trazaba en la arena el plano de las ciudades y de los palacios.
Dibujaba los jardines y a veces la corola de diversos tipos de flores que ni
siquiera tenían nombre en la lengua de Madián.
Los ojos de los niños adquirían las dimensiones de las maravillas que oían.
Sus noches se poblaban de sueños fabulosos. Nadie pensaba en los esclavos ni
en el látigo del faraón, sino sólo en las ciudades inauditas, en los jardines
paradisíacos, y en los animales esculpidos en la roca extraída del corazón de las
montañas y tan grandes que una sola de sus uñas era más alta que un hombre.
Muy pronto, las jóvenes criadas se sumaron a los niños. Como por arte de
magia, llegaba el crepúsculo y el patio de Jetro se llenaba de un silencio nuevo
hasta que el cielo, por encima de la montaña de Horeb, desaparecía en la noche.
Durante una luna entera, aplicándose a sí mismo el consejo que le había dado
a Séfora acerca de que tuviera paciencia, Jetro había procurado compartir en
muy pocas ocasiones su comida con Moisés. Por otra parte, las veces en que lo
había hecho habían sido momentos sombríos y con poca charla; Moisés parecía
aplastado bajo el peso del respeto y el reconocimiento, y Jetro bajo el de la
prudencia.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que llegara a oídos de Jetro el
placer que Moisés dispensaba delante de su tienda a los niños y a las criadas. Y
una tarde decidió que le llevaran allí su comida y una jarra grande de vino
aclarado con miel.
Tan pronto como se hubo sentado, diluyó la previsible turbación de Moisés
en las copas de madera de olivo. Hizo que los niños se acercaran y, por así
decirlo, los lanzó a los brazos de Moisés. Con gran sorpresa descubrió la soltura
que Moisés había adquirido con las palabras: su acento ya no era un obstáculo
para comprenderlo, sino una seducción, el estuche de un perfume nuevo para la
lengua de Madián. Jetro experimentó la misma estupefacción que los niños
cuando explicó cómo los sacerdotes de Egipto transformaban los cuerpos de los
reyes y los príncipes difuntos en esculturas de carne, vaciadas de sus entrañas y
dispuestas a afrontar la eternidad. Rió al igual que ellos cuando Moisés imitó los
chillidos de los monos, que allí se tenían por compañeros caprichosos.
Al amanecer del día siguiente, cuando Séfora le llevó las tortas y la leche
fresca de su primera comida, Jetro le cogió una mano y se la estrechó con una
extraña emoción.
—Ayer por la tarde escuché a Moisés e hice muchos descubrimientos. Es
más sabio que yo. Ha visto con sus propios ojos más cosas del cielo y de la tierra
de las que yo he visto jamás. Posiblemente, nunca ha sido esclavo del faraón.
Además, estoy seguro de que, antes de huir del país del río Iteru, no tuvo otro
orgullo y otra felicidad que ser súbdito suyo.
Séfora no respondió. Jetro dejó transcurrir un momento y después, con los
ojos chispeantes de malicia, le preguntó si Moisés no le había confiado nada de
su pasado desde que vivía en la tienda.
—No. Desde luego que no. ¿Por qué habría de hacerlo? Además, está muy
ocupado con los niños.
Se adivinaba la amargura en su voz. La mirada de Jetro se posó en la de ella.
Para escapar de preguntas que temía oír, Séfora añadió riendo con ganas:
—Si sigue teniendo tanto éxito, pronto nadie se acordará de que Jetro es el
amo de este patio. Toda la casa está a su servicio; le basta con levantar una ceja
para que las criadas acudan al instante.
—Toda la casa, excepto tu hermana —refunfuñó Jetro, mojándose los dedos
en la copa de agua fresca que le tendía Séfora.
Era cierto: Orma era la única que se mantenía alejada de Moisés. Desde su
primera visita, su rostro presentaba un aspecto colérico. Nunca se acercaba a la
tienda que estaba bajo el sicomoro de Efa. Una mueca de desprecio crispaba sus
labios cuando se evocaba el nombre de Moisés. Cuando él penetraba en el patio
de Jetro, lo cual ocurría pocas veces, ponía todo su empeño en no dirigirle ni una
mirada. Y si alguna vez sus caminos se cruzaban fuera del patio, no pensaba en
otra cosa que en volver la cabeza.
Al verla, Sefoba y Séfora reían tanto como las criadas, que se daban codazos
y se hacían guiños. No obstante, esas risas revelaban, en realidad, no tanto la
alegría de Séfora como su desasosiego y su pesadumbre. Ahora que Moisés
estaba allí, tan cerca, cuidado por la gente de la casa, ella, de repente, se sentía
como una extraña ignorada. Aunque hacía dos lunas que la tienda de Moisés
estaba levantada, no había ocurrido nada de lo que esperaba en lo más profundo
de su alma. Al contrario.
En los días que siguieron a la instalación de Moisés, temiendo parecer
demasiado impaciente e incluso impúdica, Séfora se había conformado con las
palabras de Jetro: «No te precipites. Tienes toda la vida por delante». Con toda la
voluntad de que era capaz, se había resistido al deseo ardiente de hacer un gesto
que podría haber recordado el breve instante de intimidad que habían tenido en
la cueva. Se había prohibido llevarle la comida de la mañana y había dejado a
otras personas el placer de iniciarlo en su nueva existencia; de recibir su sonrisa
y su agradecimiento, y de estar a su lado, como por arte de magia, cuando él
necesitaba ayuda.
Había conseguido que su presencia junto a Moisés fuera escasa y anodina.
Los acontecimientos siguieron su curso. Pronto, Moisés se vio ocupado en una
tarea o en otra, captando la atención de las criadas y los niños. Apenas se
cruzaban. Y cuando esto por fin ocurrió, Séfora sólo experimentó vacío y
decepción. Aunque había imaginado que él sentiría una gran felicidad al verla, y
quizá al amarla, se dio cuenta de que Moisés no le prestaba más atención que la
que ofrecía a cualquier otra persona de la casa.
Comenzó a dudar del deslumbramiento que había sentido al ver a Moisés
pescando, de que un día le había rozado la boca con los dedos e incluso de que el
extranjero fuese lo que decía y lo que parecía ser.
Se adormecía con el recuerdo del cuerpo de Moisés, desnudo en el mar, y de
los brazaletes de oro guardados en el cofre pintado, cubierto de escrituras.
¿Existía realmente aquello? ¿Acaso ya no sabía distinguir entre el sueño y la
realidad?
El deseo de un momento de soledad cerca de Moisés se transformó en dolor:
el dolor de los celos. Séfora se volvió excesivamente torpe. Nunca un hombre
había ocupado tanto sus pensamientos, lo cual la desconcertaba y la
avergonzaba. No se atrevía a manifestar su dolor ni a confiarse, ni siquiera a
Sefoba.
Por fin, una mañana se levantó decidida a barrer sus tormentos. Había
llegado el momento de volver a ser ella misma y de romper la ya demasiado
larga paciencia.
El sol apenas tocaba el sicomoro de la ruta de Efa cuando divisó la tienda de
Moisés. No fue más lejos, puesto que en esos momentos la lona de la puerta se
levantó y de su interior apareció una criada. Séfora la reconoció y murmuró su
nombre:
—¡Murti!
Era una muchacha muy bonita, algo más joven que Orma. Su fina silueta
mostraba toda su gracia cuando se apoyaba en el grueso tronco del sicomoro.
Séfora creyó que su sangre se transformaba en arena. Pensó que había sido
una estúpida por no pensar en ello. Había advertido cómo miraban las criadas
jóvenes a Moisés; no faltaban mujeres atractivas alrededor de Jetro. Lo que
acababa de producirse era inevitable, así que no debía sentir resentimiento hacia
Moisés.
Sin embargo, allí, delante de la tienda, Murti se arrodilló como si se
derrumbara, con las manos en el suelo, y después se levantó en seguida.
Corriendo como una loca, con la boca muy abierta y los ojos surcados de
lágrimas, se aproximó a Séfora.
Ésta se plantó en medio del camino.
—¡Murti! ¡Murti!
La cogió del brazo. El ímpetu de Murti era tan violento que las dos
estuvieron a punto de perder el equilibrio.
—¡Murti! ¿Qué ocurre? ¿Adónde vas tan de prisa?
Murti hipó. Séfora repitió su nombre suavemente. Los sollozos de la criada
aumentaron, acompañados de un lamento que hacía vibrar su pecho. Séfora la
atrajo hacia sí y la rodeó con sus brazos. Bajo el sicómoro, la lona de la puerta
de la tienda permanecía inmóvil.
—¡Murti! ¿Qué ha ocurrido?
La criada agitó la cabeza y sus manos empujaron los hombros de Séfora,
intentando deshacerse del abrazo.
—No, no te marches —murmuró Séfora reteniéndola—. Puedes hablar
conmigo: no diré nada. Ya sabes que quedará entre nosotras.
Murti lo sabía, pero necesitaba tiempo para recobrar el aliento. Tenía la
frente apoyada en el hombro de Séfora y su cuerpo se sacudía por los espasmos.
Por fin, con una voz apenas audible, preguntó:
—¿A nadie?
—Te lo prometo ante Horeb. A nadie.
Murti se tapó el rostro con las manos.
—Hacia días que lo deseaba —comenzó—. El deseo era más fuerte que yo.
Me despertaba pensando en ello…
A Séfora no le costó nada creerla y comprenderla. La sinceridad de Murti
estaba fuera de toda duda. Le recordaba sus tormentos y su impotencia para
resistirse a la fuerza que la empujaba hacia el extranjero.
Se había deslizado en la tienda mientras Moisés dormía y lo había despertado
con sus caricias. En sueños, hacía muchas noches que él había aceptado ya esas
caricias, y no dudaba de que la acogería gozoso. Sin embargo, al abrir los ojos,
mostró más sorpresa que placer. Retuvo las manos de Murti, pero ella era
obstinada. Se quitó la túnica y se quedó desnuda. Luego acercó las palmas de las
manos de Moisés a su pecho.
A Murti le costaba continuar el relato. Había sido terrible. La mirada de
Moisés, la túnica que no lograba ponerse y el estrépito de su llanto que la cubría
de vergüenza.
Séfora le acarició la nuca y los hombros. Después le preguntó:
—¿Qué te dijo?
Murti se encogió de hombros.
—¿Te expulsó de la tienda sin una palabra? —insistió Séfora.
Murti aspiró por la nariz y se apartó secándose las mejillas. Lanzó una
mirada inquieta en dirección a la tienda y declaró:
—No lo sé, no lo escuché. Debo irme.
—Trata de recordarlo.
La criada no respondió y comenzó a caminar vivamente hacia el patio de
Jetro. Séfora la siguió. No sentía cólera alguna contra Murti, sino más bien una
ternura cómplice, estupefacta y aciaga. Y también un extraño alivio.
¿Qué habría ocurrido si ella hubiera despertado a Moisés?
Cuando se aproximaban al cercado de las mulas, Séfora retuvo a Murti. La
criada ya no lloraba. Su rostro estaba extrañamente desfigurado. Sin esperar la
pregunta de Séfora, señaló el horizonte lechoso del amanecer. Con una voz ronca
por la furia, explicó:
—Me dijo que era bella y que no debía quererlo a él, que él no podía. Me
dijo: «No puedo». No porque no fuera un hombre, sino porque había algo que se
lo impedía. Quise burlarme de él y le pregunté: «¿Qué? ¿Qué? ¿Qué puede
impedir a un hombre tomar a una mujer?».
Murti se interrumpió y agarró las muñecas de Séfora.
—¿Me prometes que no dirás nada a nadie, ni siquiera a tus hermanas?
—No temas —le aseguró Séfora—. Y él tampoco dirá nada. Lo sé.
Murti suspiró. Su mirada dejaba traslucir la incomprensión.
—Intentaba ponerme de nuevo la túnica y no lo conseguía. Deseaba arañarle
las mejillas. Él volvió a colocarme el broche en el hombro y me dijo: «Los
recuerdos. Eso impide a un hombre tomar a una mujer». Ni siquiera entendí de
qué me estaba hablando.
SEGUNDA PARTE
LA LLAMADA DE YAVHÉ
EL MERCADER DE EGIPTO
L legó el invierno y con él las lluvias que todos los años reverdecían las
llanuras entre la montaña de Horeb y el mar. El rebaño de Moisés ya estaba
formado; era pequeño, como el que se reunía para los hijos jóvenes a fin de que
aprendieran los rudimentos de la ganadería y la trashumancia.
Jetro llamó a Moisés y le dijo que ya había llegado el momento de partir para
realizar su primer pastoreo.
—Mi hijo Hobab, mis yernos y mis sobrinos han ido a Moab a vender
nuestros animales más gordos. En el camino de regreso, aprovecharán las lluvias
para que los carneros y los terneros pasten en las colinas de Efa y Saba. Son
infinitamente más ricas y verdes que las nuestras. El ganado joven se alimenta
allí. Los señores de estos territorios me retribuyen así los consejos que les doy y
las ofrendas que hago a Horeb en su nombre. Reúnete con ellos y diles que
vienes del patio de Jetro.
Jetro se quitó un disco de metal grueso que llevaba colgado del cuello con un
cordón de lana.
—Les mostrarás esto y sabrán que dices la verdad. Te acogerán
amigablemente y te enseñarán lo que todavía ignoras.
La emoción de Moisés se manifestaba hasta en el temblor de sus dedos, que
alisaban la pieza de metal.
—¿Cómo los encontraré? No conozco todavía los caminos de Madián.
Jetro no pudo contener una risa alegre.
—No irás solo, Moisés. Criadas y pastores te acompañarán y te mostrarán el
camino.
Moisés iba a pasarse la medalla alrededor del cuello cuando interrumpió su
gesto.
—Hace tiempo que ya no estás en deuda conmigo, Jetro. Me has pagado
sobradamente por lo que hice por tus hijas. ¿Por qué continúas siendo tan bueno
conmigo?
Jetro entrecerró los párpados, y un pequeño bufido, agudo e irónico, brotó de
su garganta.
—Creo que no puedo responder todavía a esa pregunta, muchacho.
Ante la expresión desconcertada de Moisés, que no sabía cómo interpretar
esa respuesta, Jetro rió francamente y, apoyando una mano sobre la suya,
declaró:
—Puedes irte sin miedo, muchacho. Te diré solamente que me gustas y que
ya estoy un poco harto de estar rodeado de tantas chicas.
Todos los niños querían acompañar a Moisés, por lo que Jetro tuvo que ponerse
serio y designar él mismo a los felices elegidos. La pequeña caravana formada
por el rebaño, las mulas y los camellos desapareció bajo un cielo cubierto de
nubes bajas. En el crepúsculo, una especie de languidez se precipitó sobre el
patio de Jetro con el viento del invierno.
Al día siguiente, una lluvia fina comenzó a transformar el patio y los
caminos en lodo viscoso. Sefoba le dijo a su hermana Séfora:
—Ven, vamos a tejer una túnica de lana para que se la ofrezcas a Moisés
cuando regrese.
Séfora vaciló y adujo que la esperaban otras tareas.
—¡Vamos! —se burló Sefoba—. ¿Acaso crees que puedes ocultarme algo?
Como Séfora se puso rígida y apretó los labios con orgullo, su hermana
añadió hábilmente que, de cualquier modo, era el momento de tejer la lana.
Séfora debía ponerse a hacerlo como las demás y nada había más agradable que
trabajar así, cerca del fuego, mientras el viento glacial retorcía las palmeras por
encima de los tejados.
Se pusieron manos a la obra y durante varios días no se pronunció el nombre
de Moisés. Por el contrario, se habló extensamente sobre el nuevo regalo que
Reba había enviado a Orma: un cinturón hecho de piedras, piezas de plata y
plumas.
—Esta vez, Reba no ha querido arriesgarse a venir a ofrecérselo él mismo,
pero ¡qué constancia! ¿Habéis visto alguna vez tanta perseverancia? Y el
cinturón es muy bello.
Al igual que la tela que Orma había despreciado, procedía del Oriente lejano.
Sefoba y las demás reían y calculaban el tiempo que necesitaría todavía Reba
para declararse.
—¿Quién lo sabe? —dijo Sefoba, desencadenando un ataque de risa—. Es
posible que el cinturón acabe hecho pedacitos debajo de mi lecho, como la tela
de la última vez.
Aquel mismo día, un poco más tarde, cuando las dos hermanas se quedaron
solas, Sefoba confesó de repente:
—Soy feliz. Soy feliz por ti.
Séfora la miró con insistencia, desconcertada.
—Durante mucho tiempo —prosiguió Sefoba, con los ojos llenos de malicia
—, durante mucho tiempo pensé, como todas nosotras, que no encontrarías
esposo, y hete aquí que…
—¿Qué?
—Los hombres de Madián son tontos. Peor para ellos. En cambio, viene uno
de Egipto y mira a la cusita como a una joya de oro. Y con toda la razón del
mundo.
—¿Pero qué estás diciendo?
La risa de Sefoba se agudizó.
—¡Séfora! No disimules, al menos conmigo; si no, pensaré que ya no me
quieres.
Séfora bajó la mirada a su labor.
—Tengo ojos para ver —prosiguió Sefoba con entusiasmo—. Orma no es la
única que sabe leer en el rostro de un hombre. Y de una mujer.
Los dedos de Séfora temblaron; apoyó las manos en el marco del telar.
—¿Y qué lees en mi rostro?
—Que amas a Moisés.
—¿Tanto se me nota?
Sefoba rió.
—Sí. Y a él también, niña, te lo prometo.
—No, te equivocas.
Sefoba protestó riendo de nuevo.
—Te equivocas, Sefoba, eso lo dices porque me quieres.
—¿Me equivoco? ¿Te atreves a decirme que no estás enamorada de él?
Atrévete a asegurarme que no te duermes todos los días pensando en él, que no
te despiertas por la noche esperando que esté muy cerca de ti en la oscuridad…
Dime, ¿no es cierto?
Sefoba subrayaba cada una de sus frases moviendo ligeramente la barbilla.
—Era cierto, pero ya no lo es.
—¿Qué estás diciendo? ¡Que Horeb nos proteja! ¿Te volverás tan loca como
Orma?
Séfora intentó reír también, pero no pudo evitar que unas lágrimas, que
brotaban de lo más profundo de su ser, se deslizaran por sus párpados. La risa de
Sefoba se apagó como si se hubiera soplado una llama.
—¡Eh! ¿Qué ocurre? Séfora, querida…
Sefoba se arrodilló al lado de su hermana y le levantó el rostro.
—No me estaba burlando de ti. Os he visto a los dos y… No con frecuencia,
de acuerdo, pero es cierto, estoy segura de lo que he visto.
Séfora rechazó las manos de su hermana y se enjugó las lágrimas con el
borde de la manga.
—Te equivocas.
—Quizá… Explícamelo, entonces.
—Déjalo. No tiene importancia.
—Vamos… Cuéntamelo.
Séfora vaciló. Le había hecho una promesa a Murti, pero Sefoba era como
una parte de sí misma.
—Prométeme que no dirás nada. Ni a nuestro padre ni a… nadie.
—Ante Horeb —prometió Sefoba levantando las manos.
Entonces Séfora le contó sus días y sus noches de tormento desde que
Moisés se había instalado en la tienda y cómo una mañana se encontraba delante
del sicomoro de Efa cuando Murti huía del rechazo de Moisés.
—¡Pobre Murti! —exclamó Sefoba, haciendo un mohín—. ¡Qué tontería! Se
hace algo así con un pastor, no con un hombre como Moisés…
Después guardó silencio y deslizó la punta de sus dedos bajo los ojos de
Séfora para retirarle las últimas lágrimas.
—Temía que Murti te hubiera dicho que era por causa de Orma —suspiró.
—Yo también —admitió Séfora—. Yo también tenía miedo de que Murti me
dijera: «Moisés quiere a tu hermana y sólo a ella».
—Es demasiado inteligente para eso —rió Sefoba—. Hace falta ser Reba
para querer a Orma y sólo a Orma.
—Al principio sentí alivio. Después comprendí que era una estúpida. Seguro
que tenía una vida antes de venir aquí. Una vida, una esposa y quizá también
niños. O no una esposa, pero sí una mujer. Mujeres. Bellas mujeres. Como dicen
que son las egipcias. Y sin duda está esperando el momento de poder regresar a
Egipto. ¿Qué soy yo a sus ojos? La hija negra de Jetro.
Sefoba escuchaba en silencio. La cólera se apoderó al mismo tiempo de su
boca y de sus ojos.
—Escúchame: «¡No una esposa, pero sí una mujer! ¡Mujeres! ¡Bellas
mujeres! ¡Como dicen que son las egipcias!». ¿Y por qué no diosas con cabeza
de gato o de pájaro, o las mismísimas hijas del faraón ya puestos? Que Horeb y
mi padre me perdonen: es la primera vez que estás enamorada y seguramente eso
ha echado a perder tu inteligencia. Moisés ha rechazado a una criada, ¿y qué?
Moisés piensa en su pasado, tiene recuerdos… ¿Acaso eso va a impedir que una
mujer comparta su lecho? Deja que me ría. No lo creo, la verdad. Yo también he
mirado bien a tu Moisés; estoy casada y quizá esto hace que me vuelva más
lúcida. Y no he visto a un hombre como los demás. De arriba abajo, e incluso en
el medio…
—Sefoba…
—¡Déjame hablar! Moisés es como todos los hombres. Es posible que piense
en su pasado, pero su pasado está a punto de desaparecer como el agua de un
odre en el desierto. Y mañana, cuando ese odre esté vacío, Moisés será una
persona nueva, con deseos de amor y de mujer, como cualquier otro hombre. O,
más bien, como el señor que revela su porte, que al despertar no se dejará
acariciar por unas manos cualesquiera. Por las de una criada no, desde luego.
Pero por las de la hija de Jetro…, la más fina, la más inteligente, la preferida de
su padre…, eso es otra cosa. ¡No! No, no protestes. Es así. Es hora de que tomes
la verdad como viene. No has sabido interpretar la mirada de Moisés. Estás
enamorada, y eso es peor que tener la sangre de la luna. No se sabe distinguir
entre el día y la noche. Pero yo, y pongo a Horeb por testigo, afirmo: Moisés no
se ha limitado a ocuparse de los niños desde que está con nosotros. Ha
observado tu piel, tus senos, tu cintura y tus muslos adorables. Ha escrutado tus
palabras y tus silencios, tu sabiduría y tu orgullo. Ha tenido tiempo de evaluarte
por completo y lo que ha visto le ha gustado. Pondría la mano en el fuego al
asegurar que no piensa en sus recuerdos cuando te ve. Espera su regreso: lo
comprobarás por ti misma.
Cuando veinte días después regresó la caravana del hijo, los yernos y los
sobrinos de Jetro, Séfora no pudo verificar la exactitud de las palabras de
Sefoba, puesto que Moisés no estaba con ellos. Una mañana, al amanecer, a
varios días de camino del patio de Jetro, había desaparecido.
Por la tarde, Jetro llegó polvoriento del viaje que lo traía del palacio del rey Hur,
a quien había desaconsejado emprender una expedición punitiva contra unos
prohombres de Moab que habían robado un rebaño de ganado menor y matado a
tres pastores. Al enterarse de la noticia, frunció el entrecejo.
—¿Desaparecido? ¿Moisés?
Hobab sacudió la cabeza y bebió un gran trago de cerveza. Como todos sus
compañeros, el hijo de Jetro parecía tan sediento como si hubiese atravesado el
desierto sin un odre de agua en la mano.
—Una mañana me acerqué a su tienda, pues pensaba ir a cazar con él. En los
días anteriores habíamos divisado una pequeña manada de gacelas zybum —
explicó, tendiéndole el vaso a una criada—. Pero la tienda estaba vacía. Lo
esperamos dos días enteros antes de ponernos en marcha. Todos estaban
impacientes por volver.
Se calló y sonrió mirando cómo la cerveza caía de la jarra.
Conmovido por la sonrisa de su hijo, Jetro esperó a que bebiera otro trago.
Séfora se mordió los labios para contener el grito de impaciencia que brotaba de
su garganta.
Ya era casi de noche y la inquietud la carcomía. A lo largo del día había
tenido que interrumpir varias veces su tarea con lágrimas en los ojos y casi sin
aliento. Los disparatados pensamientos engendrados por el descubrimiento de la
ausencia de Moisés le desgarraban las entrañas como lo haría una lámina de
hierro. Las criadas la miraban con inquietud y hablaban en voz baja cuando ella
se acercaba, como se hacía con las mujeres que lloraban a sus muertos. Sefoba la
había abrazado dos o tres veces, estrechando sus hombros temblorosos y
buscando palabras que no acudían en su ayuda. Sabía perfectamente que a
Séfora no la satisfaría una charla inconsistente, pero para saber más cosas había
que esperar a que Jetro se decidiera por fin a formular la pregunta que ellas
esperaban como una liberación. Y Jetro, embriagado por la felicidad de ver de
nuevo a su hijo, parecía haber olvidado a Moisés.
Desde el comienzo del día se entregaba sin descanso a la felicidad del
reencuentro con su amado hijo. No se separaban ni un instante, y recibían uno al
lado del otro el saludo de los miembros de la casa y de la caravana. A los que
regresaban del largo viaje, Jetro les pedía información sobre el trayecto, los
intercambios y el comercio, y les preguntaba por las mujeres, los niños, los
nacimientos y las muertes. Hobab llamaba uno a uno a sus compañeros, y los
saludos volvían a empezar cada vez ante el padre y el hijo, que tanto se parecían.
Ambos poseían el mismo rostro fino, la misma mirada incisiva. El largo viaje
desde el país de Moab, el polvo y el fuego del desierto habían hecho más
profundas las arrugas de Hobab, lo habían envejecido. Las siluetas de ambos se
podrían haber confundido. Lo único que los distinguía era el pelo del cabello y la
barba, uno blanco y abundante, y el otro negro y corto. Hobab parecía
enclenque, como Jetro. Sin embargo, cualquier persona en Madián lo creía capaz
de soportar las más largas travesías por el desierto. Nadie mejor que él sabía
orientarse en los duros valles de arena o de piedra de Esion o del Neguev, así
como en los repliegues calcinados de la montaña de Horeb. Desde luego, no
poseía la sabiduría ni la aguda inteligencia de Jetro, pero su padre, con gran
orgullo, afirmaba:
—Hobab conoce la fuerza del desierto y el poder de la montaña de Horeb. Es
una buena sabiduría.
Finalmente, arrugando la frente y calentándose las manos en el hogar, dijo:
—Sin duda existe una razón. Un hombre no desaparece de esa manera sin
motivo, sobre todo un hombre como Moisés.
Hobab observó a su padre con una sonrisa; luego, su mirada se deslizó hasta
sus hermanas. Orma se mantenía algo apartada, haciendo ostentación de una
indiferencia excesiva.
—Por lo que veo, se trata de un hombre que no es como los demás —aprobó
finalmente Hobab, sin abandonar su sonrisa—. Y que parece ser que os preocupa
mucho, a ti y a mis hermanas.
—¡Habla por ellos, no por mí! —protestó Orma—. Hace tiempo que tengo
mi propia opinión sobre él: el esclavo egipcio. No me sorprende que haya
desaparecido sin pronunciar una palabra de agradecimiento. Llegó hasta nosotros
como un perro rabioso del desierto, y se habría quedado allí si Séfora y nuestro
padre no se hubieran encaprichado de él.
Sefoba agitó la cabeza y suspiró. Jetro, como si no hubiera oído nada, cogió
un pedazo del carnero asado que tenía delante y empezó a masticarlo lentamente.
Séfora no manifestó tanta desenvoltura:
—¿Lo acogisteis bien tú y los tuyos? —preguntó con voz vibrante.
—Con tantas atenciones como debíamos, puesto que nos lo recomendaba
nuestro padre.
—¿Y os dijo quién era? —se burló Orma.
Hobab bebió un trago largo antes de responder con ternura:
—Orma, belleza de nuestros días, no hables así. Yo sé lo mismo que tú sabes
de él. Sé también que te encuentra bella y que lamenta mucho haberte
decepcionado por no ser un príncipe de Egipto.
—¿Que me ha decepcionado? ¡Lo que hay que oír!
—Lo he visto en el desierto, cazando, charlando con los herreros y
reuniéndose con nosotros al atardecer —prosiguió Hobab, haciendo caso omiso
de los gritos de Orma—. Nos ha hablado de Egipto y de los motivos que lo
impulsaron a huir. Me gusta esa manera de poner su verdad delante de él, sin
rodeos. Padre, soy feliz de que le hayas otorgado tu confianza. Moisés no forma
parte de mi mundo, pero en seguida he deseado ser amigo suyo. Sin embargo, es
así: se marchó sin decir adiós.
—Quizá no contaba con alejarse por mucho tiempo —sugirió Séfora.
—Lo dudo, hermana.
—¿Por qué?
—Anteayer, unos herreros que regresaban de las canteras de la montaña de
Horeb se unieron a nuestra caravana. Habían divisado la silueta de un hombre
sobre un camello apartándose del camino de Yz a Alcyon.
—Hacia el oeste —masculló Jetro.
—Sí, hacia poniente. Al principio los herreros pensaron que era un ladrón de
metales que buscaba su cantera. Uno de ellos volvió sobre sus pasos y lo siguió
casi media jornada. No obstante, no se puede certificar que se tratara de
Moisés…
Se produjo un silencio: todos pensaban en lo que se acababa de decir. Hobab
comió un poco de carne y luego añadió con voz pensativa:
—Apartándose del camino de Yz a Alcyon, si no se pierde o no se cae por un
acantilado, puede rodear la montaña y llegar al mar de los Juncos. Sin embargo,
es un viaje muy largo e incierto para un hombre solo.
—¿Eso quiere decir que regresa a Egipto? —preguntaron al mismo tiempo
Séfora y Sefoba.
—Sí —aseguró Jetro—. A Egipto, sin duda.
—¿Sin duda? —intervino Orma—. ¿Por qué sin duda? Si ha matado a una
persona, ¿por qué regresa a Egipto? ¿Para recibir su castigo?
Jetro chasqueó su lengua:
—Moisés va camino de Egipto. Es probable que en este momento se
encuentre en una barca en el mismísimo centro del mar del faraón.
—Si sabe cuidar al camello… dijo Hobab.
—No me habéis contestado —insistió Orma—. ¿Qué va a hacer en Egipto?
—¿Ver al faraón tal vez? —replicó Hobab con una risita.
Todos lo miraron. Séfora adivinó que la burla de su hermano ocultaba algún
otro pensamiento.
—¡Tú sabes algo más que no nos has contado! —refunfuñó, dejando traslucir
su cólera.
—No pongas ojos de leona, hermanita —bromeó Hobab.
Jetro levantó la mano para pedir silencio y se dirigió a Hobab:
—Explícate.
Hobab contó lo que había ocurrido la víspera de la desaparición de Moisés. Casi
a la hora en la que el sol alcanzaba su cénit, la caravana conducida por Hobab se
había encontrado con unos mercaderes de Acad, procedentes de Egipto.
Formaban una larga columna de un centenar de camellos pesadamente cargados
y otros tantos animales que apenas alcanzaban el tamaño adulto. Regresaban a
las ricas ciudades de las orillas del Éufrates que habían dejado un año antes. Las
alforjas de los camellos estaban llenas de telas, piedras grabadas, madera del país
de los cusitas e incluso canoas de juncos que sólo se construían en el país del
faraón.
Como de costumbre, las dos caravanas se detuvieron y levantaron las tiendas
para pasar la noche antes de reunirse para beber algo e intercambiar noticias. Los
mercaderes, al encontrarse con los herreros, habían mostrado su interés en
adquirir armas con largas hojas de hierro, pero su decepción había sido grande al
enterarse de que lo habían vendido todo en los mercados de Moab y Edom.
—Yo me sentía tan decepcionado como ellos —suspiró Hobab—. Los
mercaderes de Acad nos ofrecieron animales jóvenes: camellos de pelo gris
procedentes del delta del Gran Río Iteru e, indiscutiblemente, mejores que los
que llevábamos. Al ver la decepción en mi semblante, prometieron pasar algún
día por aquí para realizar los negocios que no pudimos hacer.
—¿Y Moisés?
—Moisés… Nos habíamos reunido hacía casi una luna. Se sentó con
nosotros para beber leche con los mercaderes. No dijo nada ni pareció mostrar
curiosidad. Escuchaba e incluso sonreía cuando ellos bromeaban. Cuando todos
hubieron hablado, les preguntó si tenían noticias de las ciudades sagradas del
norte del Gran Río. Un hombre dijo: «Sí, los muros de piedra crecen de día en
día, palacios para los vivos y para los muertos donde los esclavos trabajan más
que nunca bajo el látigo del nuevo faraón, es joven pero más temible que todos
los que lo precedieron». «¿Un joven faraón?», se extrañó Moisés. Y
tranquilamente, preguntó: «¿Estás seguro de que el faraón es joven?». «Los
egipcios dicen que la última crecida del Gran Río lo eligió a él. Ahora está
ordenando destruir las estatuas del faraón que lo precedió». Al oír esto, Moisés
se puso rígido, y le preguntó al mercader como si hubiera olvidado que nosotros
estábamos allí: «¿Lo has visto con tus propios ojos o te lo han contado?». «No,
no», protestó otro. «Lo he visto con mis propios ojos. Estaba en la ciudad de los
reyes durante la última crecida».
El mercader explicó que había remontado el Gran Río Iteru hasta Uaset, la
ciudad de los reyes, donde iba a vender las piedras azules de las montañas de
Aram, muy apreciadas por las princesas de Egipto para sus joyas. Nada más
llegar se enteró de que no podría comerciar hasta la estación siguiente. El faraón
acababa de suceder a su vieja esposa —que también era su tía y que había sido
faraón antes que él—, y los extranjeros no estaban autorizados a entrar en los
palacios.
—¿Qué dices? —exclamó Jetro—. ¿Su esposa era faraón?
—Así hablaba el mercader —contestó divertido Hobab—. El nuevo faraón
era sobrino y después se convirtió en esposo del antiguo faraón, que era una
mujer. Pronunció su nombre, pero no sabría repetirlo. Todo parece muy
complicado en Egipto.
—Una mujer —repitió Jetro con curiosidad.
—Sí —rió Hobab—. Pero escucha esto: antes de convertirse en faraón, esa
mujer había sido hija de un faraón y después esposa de otro faraón, que era
hermano suyo. ¡Que Horeb ría con nosotros, padre! Así viven los prohombres en
el país del Gran Río Iteru.
—Y Moisés…
—Todo esto no pareció sorprenderlo. En cambio, sí se sorprendió cuando el
mercader de Akkad explicó que las gentes de Uaset no habían vuelto a ver a la
vieja esposa del faraón, que la habían encerrado en un palacio de los muertos sin
darle la sepultura que merecía.
Entonces Moisés se había incorporado; tenía la frente pálida, los ojos
brillantes y los puños apretados sobre el bastón. Le había preguntado al
mercader si conocía la lengua egipcia. Al contestarle el otro afirmativamente, le
había hecho preguntas en esa lengua. Hablaba muy de prisa y duramente, con
voz imperiosa y nítida. El mercader respondía, a veces prolijamente, con el
respeto que los comerciantes imprimen a sus modales cuando tienen negocios
con los poderosos.
A Hobab y los suyos, desde luego, podría haberlos ofendido que se hablara
delante de ellos una lengua que no entendían, pero allí descubrieron a un nuevo
Moisés, seguro de sí mismo, autoritario, grave y también lleno de emoción, así
que nadie pensó en protestar.
—Cuando terminaron la conversación —concluyó Hobab—, parecía que
Moisés acabara de ingerir el veneno de un áspid.
—¿Y no sabes qué le contaba el mercader? —lo interrogó Orma, que ya no
fingía indiferencia.
—Acabo de decirlo: hablaba la lengua de Egipto.
—¿Y no le preguntaste a Moisés lo que lo afligía de aquella manera? —se
extrañó Sefoba.
—No deseaba hacerlo.
—¿Y el mercader? —insistió Orma—. Podías haberle preguntado luego al
mercader.
—Hobab actuó bien —intervino Jetro—. Habría estado fuera de lugar
comportarse con tanta curiosidad.
—No hay que hacerle preguntas a Moisés —dijo Séfora, desdeñosa y con el
rostro duro—. Lo que quiere decir lo dice, ya tenemos pruebas de ello.
Hobab le dirigió una mirada afilada. Sonrió y aprobó con la cabeza.
—Tienes razón, hermanita. Por lo demás, después de haber reflexionado
durante un momento, se levantó y se excusó por haber hablado en una lengua
que no entendíamos. Dijo: «Mi grosería es grande, pero mi conocimiento de la
lengua de Madián es de una mediocridad aún mayor. Quería estar seguro de que
entendía lo que oía». Nos deseó una buena noche, y al día siguiente al amanecer
ya no estaba entre nosotros.
—¡Hum! —remugó Jetro—. Eso sólo era un pretexto. Moisés conoce ya
bastante bien nuestra lengua.
—¿Entonces?
Hobab miró a Séfora fijamente a los ojos.
—Entonces es que no quería que escuchásemos lo que le iba a decir el
mercader.
EL HIJO DE LA REINA-FARAÓN
H acía tiempo que la cima de la montaña de Horeb había desaparecido entre
las nubes que arrojaban humo y ceniza hacia el sur. En algunos momentos,
Séfora se subía el manto para protegerse el rostro de las ráfagas de arena y polvo
que se levantaban del camino. Mantenía en equilibrio sobre su hombro una jarra
de cerveza. La furia del viento la obligaba a inclinarse hacia adelante para
resistir mejor sus embates, con los pliegues de su túnica ondeando en torno a sus
caderas y sus muslos.
Al franquear la cresta de un peñasco cubierta de maleza, se vio, abajo, la
aldea de los herreros.
Encajonados en la cavidad de una larga falla que serpenteaba de acantilado
en acantilado al pie de la montaña, los muros de la aldea trazaban una especie de
inmenso círculo estirado. Los muros de adobe y los techos de palma recubiertos
de tierra se confundían con los desprendimientos naturales y los barrancos que
los rodeaban. El patio, cinco o seis veces más grande que el de Jetro, bullía de
actividad, oculta a medias por el humo hediondo de los fuegos y las fraguas, que
atenazaba ya la garganta de Séfora y que el viento enrollaba alrededor de un
dedo invisible antes de dispersarlo en el caos de las nubes.
El lienzo de la muralla, al que se adosaban todas las casas, sólo disponía de
una pesada puerta de madera. De este modo, el aspecto de la aldea respondía a lo
que era: un fortín en el que únicamente penetraban las personas a las que los
herreros deseaban acoger. Ocurría lo mismo con los hombres de la fragua. Nadie
más que ellos estaba autorizado a conservar los secretos del hierro y de la
fabricación de las preciosas armas, tan buscadas por los poderosos, desde el
Éufrates hasta el Iteru.
Entre las ráfagas que inclinaban los matorrales espinosos, Séfora percibió el
ruido de las mazas. Penetró con paso firme en el camino cortado por las lluvias
recientes, y en seguida oyó el sonido grave y lancinante de un cuerno de carnero
que anunciaba su cercanía. Continuó el descenso y se deslizó el manto sobre la
nuca para dejar su rostro al descubierto. Cuando acabó de bajar la pendiente,
bordeó el cercado de las mulas, animales de pelo largo y capaces de transportar
pesadas cargas de madera o de tierra ferrosa desde que salía el sol hasta que se
ocultaba.
Se abrió la puerta de la muralla y de su interior salieron dos hombres, con los
puños apretados sobre largas láminas de hierro; acto seguido, la puerta de
madera recubierta de tierra se cerró tras ellos. Séfora sólo había dado unos pasos
cuando oyó que gritaban su nombre.
—¡Séfora! ¡Hija de Jetro! —exclamó el más bajo y gordo de ellos—. ¡Sé
bienvenida a la casa de los herreros!
La boca desdentada de Ewi-Tsur sonrió abiertamente, mostrando una lengua
y unas encías rosadas.
—¿Cómo estás, Ewi-Tsur? Que Horeb te conserve la sonrisa.
Los ojos de Ewi-Tsur miraron fijamente la jarra de cerveza que Séfora
llevaba al hombro.
—¡Séfora! Nos alegramos de recibir tu visita, más aún cuando vienes en tan
grata compañía.
Rió, y golpeó el hombro de su compañero.
—Libera a Séfora de su peso —ordenó antes de darse la vuelta y gritar—:
¡Vosotros! ¡Abrid la puerta! La hija del sabio Jetro viene a regalarnos la cerveza
de su padre.
Un instante después, Séfora atravesaba el enorme patio. Mujeres y criadas
aparecieron en el umbral de las casas. Se acercaron unos niños, que la
reconocieron, la llamaron por su nombre y se empujaron para cogerle la mano.
De una bolsa de tela que llevaba bajo la túnica sacó unas tortas de miel, cuya
distribución provocó gritos de alegría. Ewi-Tsur movió la cabeza, falsamente
burlón:
—Tú, al menos, sabes hacerte querer —dijo, antes de alejar a los niños.
—Mi padre te comunica que tenemos jarras de miel para vosotros.
—Tu padre es sabio y bueno —afirmó Ewi-Tsur, entornando los párpados—.
Pero supongo que no has venido hasta aquí solamente para ofrecernos cerveza y
miel.
Séfora explicó el motivo de su visita en pocas palabras. Ewi-Tsur meneó la
cabeza y lanzó una ojeada hacia la parte norte del patio.
—Sígueme —le pidió, señalando el inmenso patio.
En la curva este se alzaban los hornos, parecidos a los silos en los que se
conservaba habitualmente grano y aceite. Sin embargo, la gruesa capa de arcilla
roja que los recubría acababa en un cuello de botella. Se escapaban espirales de
humo pardo, reemplazadas en algunos momentos por una explosión de llamas
crepitantes, tan claras que se volvían transparentes. Alrededor, los hombres se
afanaban metiendo juncos huecos en los orificios que atravesaban la base de los
hornos, en los cuales soplaban a pleno pulmón. Ante un orificio de mayor
tamaño que terminaba en un pitorro de vasija calcinado, dos hombres con túnica
de cuero, que manejaban largas varillas con puntas planas, guiaban en unas
piedras huecas el hilillo al rojo vivo del mineral de hierro.
A veinte pasos de allí, bajo un amplio tejadillo, había otros herreros también
vestidos de cuero. Tenían los desnudos brazos negros y brillantes de sudor, y
golpeaban con la maza unos lingotes deformes que luego volvían a calentar en
las brasas ardientes. El ruido de las mazas era tan violento que Séfora tuvo la
sensación de que le atravesaba el pecho. Estuvo a punto de taparse los oídos,
pero no se atrevió a hacerlo. El olor a tierra quemada impregnaba el aire y lo
hacía prácticamente irrespirable. De vez en cuando, una lluvia de chispas saltaba
por encima de los hornos, mariposas de fuego que el viento dispersaba en
arabescos amenazantes hacia el cielo grisáceo. Ewi-Tsur vio el gesto de Séfora.
—No es tu día de suerte —gritó para que lo oyera—. Hoy esto apesta de
veras: los muchachos están haciendo carbón en el pozo y señaló con el dedo un
pequeño grupo de adolescentes que se afanaban alrededor de un brocal de adobe
donde serpenteaba un humo pardo y opaco.
Con una sonrisa, Ewi-Tsur descubrió sus encías rosadas y se encaminó hacia
una gran sala semicubierta. Unos hombres, sentados en el suelo, pulían láminas
de hierro con arena y tiras de piel de vaca de las que todavía colgaban trozos de
grasa. Alzaron la vista hacia Séfora. Una vez terminados los saludos, Ewi-Tsur
se dirigió a un hombre todavía joven, que tenía medio rostro devorado por el
fuego. La cicatriz, parecida a una vieja piel tirante, en algunas zonas
resquebrajada y sembrada de monstruosos bubones endurecidos, hacía
irreconocible lo que habían sido labios, mejilla, sien, párpado y oreja. Como el
hombre se dejaba crecer la barba en la parte intacta de su cara, parecía realmente
que uno se encontraba delante de un ser con dos cabezas, una normal y otra
salida de los infiernos.
—Elchem —dijo Ewi-Tsur—, la hija de Jetro quiere que le digas dónde viste
al extranjero de Egipto.
—Hablaste de ello con mi hermano Hobab —añadió Séfora, esforzándose en
sostener la mirada del único ojo—. Cree que Moisés se dirigía a Egipto cuando
tú lo divisaste.
Elchem asintió con un gruñido, y Ewi-Tsur le hizo un gesto de aliento. Con
una ligera torsión del busto que parecía ser habitual en él, el hombre se volvió,
mostrando el lado más agradable de su rostro destruido.
—Sí, hablé con Hobab —asintió con una voz que sorprendió a Séfora por lo
joven y clara que era—. Seguí al extranjero. Dirigió su camello fuera de los
caminos y pensé que era un ladrón. A veces van a merodear cerca de nuestras
canteras; pero no: las dejó atrás. Tu hermano Hobab me dijo: «Va hacia el norte.
Quiere buscar el camino del país del Gran Río a través del desierto». Es posible,
si se es muy valiente, pero ha tenido que renunciar a ello. Anteayer lo vi de
nuevo en el camino de Yz a Alcyon.
—¿Volviste a verlo?
Elchem asintió. Su boca dejaba entrever lo que sin duda había sido una bella
sonrisa.
—Estaba a una milla de distancia. Iba a pie, junto a su camello, lo que
significa que el animal estaba agotado.
—Eso es una gran distancia —no pudo evitar murmurar Séfora.
El único ojo se clavó en ella con insistencia.
—Estaba gris, había mucho viento y sólo tengo un ojo, pero todo el mundo te
dirá que veo perfectamente. Créeme, hija de Jetro: era él. Pregúntales si lo
deseas —dijo, señalando a sus compañeros, que asintieron con la cabeza.
—No temas —dijo Ewi-Tsur—. Las palabras de Elchem son tan seguras
como el metal que fabricamos.
—Llevaba el torso desnudo, como un egipcio —prosiguió Elchem—.
Ninguno de nosotros iría así, sobre todo en esta época de frío.
—Te creo, Elchem. Simplemente estoy sorprendida. Entonces, ¿ha regresado
a la tierra de mi padre?
—No, no iba en dirección al patio del sabio. Se dirigía directamente hacia el
mar, hacia los grandes acantilados.
—¡Oh! —exclamó Séfora con una amplia sonrisa—. ¡Oh, sí! ¡Desde luego!
¡Tienes razón!
Su rostro expresó la alegría que sentía, y en un gesto que impresionó a los
rudos herreros y que los hizo bajar los ojos, cogió las manos de Elchem, se
inclinó y se las acercó a su propia frente.
—Que Horeb te ofrezca el descanso de su cólera, Elchem.
Oyó la voz de Moisés.
Era un murmullo, una especie de canturreo.
Se detuvo en el sendero, a unos pasos de la terraza que había delante de la
cueva.
Necesitaba tomar aliento antes de ver a Moisés y acercarse a él.
Retrocedió un poco y pegó la espalda al acantilado. Abajo, en la playa, el
mar grisáceo, salpicado de olas y de reflejos verdes, arrastraba los guijarros con
un crujido regular.
El miedo al vértigo la sacudió. Cerró los ojos y se sujetó a la roca con las
palmas de las manos. El viento, áspero y fuerte, soplaba sin cesar. La voz de
Moisés se modulaba, unas veces débil y otras nítida. Entonces Séfora se dio
cuenta de que no hablaba la lengua de Madián: los sonidos eran largos,
imperiosos y suaves. De pronto, oyó la voz de Moisés muy cerca y abrió los
ojos.
Estaba allí, a tres o cuatro codos de ella, avanzando hacia el extremo de la
terraza y acercándose al vacío con los ojos cerrados. Tenía los antebrazos
extendidos, recubiertos de pesados brazaletes de oro, y las palmas de las manos
abiertas. Séfora sintió deseos de gritar; el miedo de verlo caer al vacío la
desgarró.
Moisés se detuvo a unos pasos del borde. Tenía una postura extraña: los
riñones hundidos y el busto inclinado hacia atrás. Con los párpados cerrados,
salmodió de nuevo, con una voz más ronca y ardiente, como si quisiera lanzar su
oración al otro lado del mar con toda la fuerza de sus pulmones.
«Habla la lengua de Egipto. Reza a los dioses de Egipto», se dijo Séfora.
Moisés todavía no se había percatado de su presencia. La muchacha se
avergonzó de ser una espectadora involuntaria, pero estaba demasiado
deslumbrada para alejarse. La fascinaba su rostro, la nueva transparencia de sus
rasgos. Nunca había visto de aquella manera el rostro de Moisés: se había
afeitado, aunque torpemente, pues unos finos cortes le enrojecían las mejillas y
la barbilla.
Por primera vez veía el rostro desnudo de un hombre, y el de Moisés
revelaba una juventud y una fragilidad inesperadas, atractivas, y tan impúdicas…
Bajó los párpados, pensando nerviosamente en la suavidad que palparía si
pusiera la punta de los dedos sobre aquellas mejillas rasuradas, sobre la barbilla
y el cuello descubiertos.
Moisés dobló bruscamente los brazos sobre el pecho, y los brazaletes
entrechocaron con un estallido de oro. El tono de su voz descendió, haciéndose
casi inaudible. Luego calló.
El silencio, unido a la cadencia del viento y del oleaje, los envolvía.
Séfora se apartó de la roca sin atreverse a echar una nueva ojeada, y
comenzó a subir el camino evitando que las piedras rodaran bajo sus sandalias.
La voz de Moisés resonó tras ella en el viento frío:
—¡Séfora!
Era la voz que conocía, la que siempre había oído cuando Moisés hablaba la
lengua de Madián.
—¡Vuelve, no te vayas!
Apretó el manto contra el pecho y se volvió. De frente, su rostro desnudo era
aún más turbador. La nariz parecía más fuerte, las mandíbulas más anchas y los
ojos más sombríos. Le tendió un brazo ceñido de oro. El recuerdo del hombre de
su sueño la asaltó: el deseo y el temor recorrieron su cuerpo hasta la punta de los
dedos.
—Soy muy feliz al verte —dijo Moisés muy suavemente, dando un paso
hacia ella.
Séfora a duras penas podía sostener su mirada y se sentía incapaz de realizar
el menor movimiento.
—¡Ah! —exclamó Moisés con una ligera sonrisa y pasándose la mano por
las mejillas—. ¡Te ha sorprendido mi cara! Es la costumbre en Egipto: hay que
dirigirse a Amón con el rostro rasurado.
Rió más abiertamente, lo que le dio a Séfora coraje para mirarlo y sonreír
también. Farfulló una excusa por haberlo molestado mientras rezaba, pero
Moisés hizo un gesto que significaba que eso carecía de importancia. Luego, sin
mostrar sorpresa, murmuró:
—Así que has sabido dónde encontrarme.
Parecía feliz y los ojos le brillaban.
—Temíamos que hubieras regresado a Egipto.
—Tu hermano debe de estar enfadado. No he sido cortés con él.
—¡No, no! No lo está —repuso Séfora con una voz demasiado fuerte y
aguda—. Ni él, ni mi padre, ni tampoco yo…
Séfora temía no parecerle lo bastante bella y que pensara que su piel era
demasiado negra. Tenía miedo del rostro de cusita que ofrecía a aquel Moisés, de
nuevo extranjero y desconocido, con las mejillas rasuradas y brazaletes de
príncipe. Su garganta apagó a medias las palabras que murmuró:
—Todos deseamos tu regreso.
En el horizonte, entre el cielo y el mar, una franja sin nubes se teñía de rojo
con la proximidad del crepúsculo. Unos reflejos palpitaban en el mar como
charcos de sangre espesa.
—Es cierto —dijo Moisés—. Quería ir a Egipto sin saber qué camino debía
tomar. El camello que me dio tu padre tuvo más cabeza que yo. Lo conducía por
arenas blandas y supo salir de ellas, pero en seguida se negó a avanzar hacia el
norte. Le hice caso y volvimos aquí. En realidad, no deseaba ir al país del gran
Maat. No me apetecía en absoluto.
Hizo un gesto inesperado de violencia, de cólera. Se volvió para contemplar
el horizonte teñido de rojo, meneó la cabeza y repitió como si hablara consigo
mismo:
—No, no tenía nada que hacer allá abajo.
—¿Por qué has venido a esta cueva antes que al patio de mi padre? —
preguntó Séfora.
Moisés le lanzó una mirada fría, pero no respondió en seguida.
—Ven, no te quedes en el camino. Si tienes sed, en la cueva tengo agua en
mi odre.
El oro centelleó en el brazo extendido que señalaba la cueva, y Moisés
pareció reparar entonces en los brazaletes que llevaba puestos. Se los quitó
explicando:
—Necesitaba hablarle a Amón, el dios del faraón y de mi madre. Aquí estaba
bien. En casa de tu padre, esto podría haber ofendido a Jetro y al altar de Horeb
en el que hace sus ofrendas.
Llegó al fondo de la terraza. Sus alforjas y su bastón estaban allí, así como el
cofre pintado, que abrió para dejar en él los brazaletes de oro. Séfora pensó que
Moisés no le ocultaba nada. Esto no calmaba ni el miedo ni el deseo que se
disputaban el fuego de su sangre. La luz disminuyó en seguida. El horizonte lo
iluminaba todo, como el fuego de los herreros. Pronto sería de noche, pero a
Séfora le quedaba suficiente tiempo para regresar. Conocía bastante bien el
camino para guiarse en la oscuridad. Permanecer allí, cerca de Moisés… Intuía
lo que significaba y la hacía estremecerse, pero el pudor y la vergüenza le
producían un estremecimiento mayor. Bajó los ojos y giró las manos para
examinar las palmas como si contuvieran la respuesta. Moisés adivinó sus
pensamientos, se acercó y dijo:
—Es tarde para que regreses a casa de tu padre, pero sin duda conoces el
camino, incluso de noche. Claro que también podría acompañarte.
Séfora cerró los ojos. Los dos callaron, intimidados, conscientes de que cada
instante de quietud y de silencio contenía una promesa.
Moisés fue el primero que murmuró:
—Quédate conmigo. Quiero que sepas quién soy en realidad.
—¿Por qué?
Séfora vio cómo le palpitaba la sangre bajo la piel desnuda de su cuello. En
ese momento podría haber encontrado la fuerza para regresar, para subir el
sendero hasta lo alto del acantilado. Pensó por última vez en sus hermanas y en
Jetro, sobre todo en Jetro. Le habría gustado verlo para que le infundiera ánimos.
Con una voz parecida a la que tenía cuando rezaba al dios del faraón, Moisés
dijo:
—Porque tú eres la única que puede comprenderlo.
Su mirada era difícil de sostener. Séfora bajó los párpados. Rompió el
sortilegio y el silencio demasiado pesado dando un paso a un lado y afirmando
un poco secamente:
—Va a hacer frío. Hay que encender fuego y preparar leña antes de que
llegue la noche.
—El mercader de Acad que encontré con tu hermano Hobab me informó de que
mi madre había muerto —comenzó explicando Moisés—. La que siempre había
sido para mí como mi madre, aunque en realidad no lo era. No salí de su vientre.
Nunca he visto el rostro de mi verdadera madre ni sé su nombre.
Las altas llamas eran maltratadas por el jadeo brutal del viento que azotaba el
acantilado. Aparte de la hornacina de luces movedizas que reflejaban las paredes
de la cueva, la oscuridad era total: no había estrellas ni puntos de referencia. La
noche parecía vacía de vida. Daba la sensación de que entre todos los hombres y
mujeres que habitaban en el mundo sólo quedaban ellos dos, protegidos y
perdidos en el halo de luz vacilante suspendida entre el cielo y la tierra. El
murmullo del oleaje se perdía en el mar. Moisés hablaba con calma, vacilando a
veces cuando no encontraba la palabra adecuada o la emoción de un recuerdo
vibraba en su garganta. Séfora escuchaba envuelta en una gruesa manta,
impregnada de olor a camello y a arena. De vez en cuando, atizaba las brasas y
añadía una rama seca a la danza de las llamas.
Hace años, en el país del río Iteru reinaba un faraón llamado Tutmosis
Aajeperkare, que estaba considerado como uno de los más sabios y poderosos
hijos divinos y protectores de Maat. Jamás había flaqueado su alianza con
Anión, el dios más importante, y las crecidas del río Iteru nunca faltaron y
siempre fueron abundantes. Era un gran guerrero y conquistó tierras tanto al
norte como al sur, que le permitieron recuperar la fuerza y las riquezas que se
habían perdido como consecuencia de la debilidad de sus padres y de sus
ancestros. Utilizó abundantes esclavos hebreos para ampliar ciudades y templos,
y construyó urbes enteras surgidas de la arena y las montañas.
Sin embargo, un buen día se dieron cuenta de que los descendientes de
Abraham y de José eran cada vez más numerosos, y se multiplicaban las manos
que debían soportar la pesada carga que cada día los abrumaba más. Al faraón le
pedían constantemente que escuchara los temores de sus visires: «¿Qué ocurrirá
cuando los hebreos igualen en número al pueblo del río Iteru? ¿Qué sucederá si
advierten su fuerza? Si hay guerra, se unirán a nuestros enemigos. Seamos
sensatos: ahoguemos este conato de revuelta antes de que fructifique. ¡Hemos de
extenuarlos con el trabajo e impedir que se multipliquen!».
De esa manera, Tutmosis Aajeperkare decidió que todos los primogénitos de
los hebreos fueran degollados al nacer.
¿Cómo describir los gritos, las lágrimas y los llantos de las mujeres que
llevaban un hijo en su vientre? Muchas se escondieron y mintieron para
salvarlos; otras inventaron todo tipo de subterfugios para que escaparan de la
muerte, y entre ellas estaba la mujer que llevaba en su vientre a Moisés.
—¿Quién era?, ¿dónde vivía?, ¿cómo me encontraron? Todavía lo ignoro. Lo
que sé es que aquella a la que di el nombre de madre no me trajo al mundo.
Esta vez, el silencio de Moisés duró mucho tiempo. Séfora permaneció
inmóvil con el rostro iluminado por el fuego.
—La mujer a la que llamaba «madre» era la hija predilecta de Tutmosis
Aajeperkare —prosiguió Moisés con una voz más fría—. Hatsepsut. Madre
Hatsepsut, así la llamaba. Por muy lejano que sea el recuerdo, su nombre y su
rostro siempre están unidos a la persona que acallaba mis rabietas y alimentaba
mis juegos infantiles. Es el rostro de una soberana tierna y sabia.
Desde el nacimiento de su hija predilecta, Tutmosis Aajeperkare quiso
convertirla en reina. Los sacerdotes se oponían a ello. Entonces, después de una
serie de artimañas, el faraón la casó con un hijo endeble que había tenido con su
segunda esposa, hijo y yerno que lo sucedería y recibiría el nombre de
Tutmosis II.
—De esta manera, mi madre pudo gobernar en secreto el país sin atraer la
cólera de los sacerdotes. Sin embargo, sabía que no podría tener un hijo con su
enclenque esposo. ¿Fue ésta la razón por la que, contraviniendo la orden de su
padre, acogió en su seno a un recién nacido de los hebreos e hizo creer que salía
de su vientre por voluntad de Isis y Neftis, y me convirtió en el hijo del faraón?
Entonces —pensó Séfora, uniendo las manos para dominar el temblor—,
Moisés era lo que Orma había adivinado desde el primer instante: un príncipe. Y
también, sin lugar a dudas, el hombre de su sueño: un ser que no se parecía a
ningún otro.
—Hatsepsut fue conmigo tan tierna como lo es una madre. Mi frente
conserva el roce de sus labios y mi garganta el recuerdo de su perfume. Sólo ella
y una criada sabían de dónde procedía yo. Hacer creer a su esposo, al que
despreciaba, que yo era hijo suyo le resultaba muy fácil, pero mentirle al faraón,
su padre, antes de que muriera y subiera a la barca de Amón no le era tan
sencillo… Me dio el nombre de Moisés y todo cuanto podía desear. Me
enseñaron todo lo que debía saber un «escogido de Amón». Aprendí los
rudimentos de la escritura; el orden de las estrellas, del tiempo y de las
estaciones; a amar y ser amado; a combatir, refrenar y menospreciar todo lo que
no respondía a la voluntad de los poderosos y de los dioses del río Iteru.
Moisés buscó la mirada de Séfora, que ella evitó devolverle. Él esperó un
poco, como si extrajera sus recuerdos del viento y del oleaje.
—Vivía y pensaba no sólo como el hijo de Hatsepsut y del faraón, sino
también como un hombre del Gran Río. A veces, veía a los esclavos cuando iba
a admirar nuevos templos o columnas. En realidad, no pensaba en ellos como si
fueran hombres y mujeres. Eran los hebreos, esclavos. Fue necesario que el odio
y las intrigas me abrieran los ojos y me condujeran a la verdad.
Pocos años después, Tutmosis II murió. Moisés, que ya era un hombre, no
había sufrido por ello. Había observado con indiferencia sus restos mortales en
la barca de Amón. Sin embargo, tan pronto como las piedras de la tumba se
sellaron, las intrigas inflamaron los palacios y los templos. Hatsepsut se había
aproximado bajo el sol, con ropa de hombre, estrechando contra su pecho los
cetros de Osiris, el látigo y el báculo de oro. Resplandeciente de belleza y
decidida, como no lo había estado desde la muerte de su padre, había recibido
sobre su peluca de oro la tiara de los reyes del Alto y del Bajo Egipto. Para ello
había contado con la ayuda y el apoyo de los sacerdotes de Amón. Los
sacerdotes de Osiris habían protestado, pero bajaron la nuca e hincaron la rodilla.
Las prósperas cosechas que siguieron le procuraron la confianza y el
reconocimiento del pueblo. Los prohombres, que no soportaban que el faraón
fuera una mujer, se enfurecieron cada vez más. Con la esperanza de aplacar su
ira, ella tomó por esposo a un sobrino de la edad de Moisés, con la promesa de
que en el futuro se convertiría en Tutmosis III. Sin embargo, lo que debía
convertirse en un gesto de paz desencadenó el odio.
—¿Cómo podría haber sido de otra manera? Tutmosis es guapo, fuerte,
amado por los sacerdotes y temido por los soldados. Tenemos la misma edad y lo
aprendimos todo juntos. Compartimos los mismos juegos y los mismos
maestros. Combatimos y rezamos a Amón juntos. De repente, hete aquí que nos
encontramos los dos en la habitación de mi madre; él, su esposo, y yo, su hijo.
¡Era tan evidente que ella sólo quería a uno de los dos! Los pasillos de los
palacios se llenaron de rumores y suposiciones. Se había hecho creer a Tutmosis
que no se convertiría en hijo divino y protector de Maat, que el deseo de mi
madre Hatsepsut era maniobrar para que Amón me escogiera a mí. Sin duda, lo
creyó. ¿Quién no lo habría creído?
Todos se acordaban de la debilidad de Tutmosis II y se dudaba de que
pudiera ser el padre de Moisés. Habían interrogado y sin duda azotado y
torturado a las criadas para que recordaran las noches de Hatsepsut y revelaran el
nombre de los que habían frecuentado su lecho. No habían descubierto amantes,
sino un profundo secreto.
Un día, Tutmosis llamó a Moisés a la gran sala de su palacio. Con
frecuencia, habían comido juntos y admirado a las bailarinas y a los magos.
Aquel día, la habitación de altas columnas no contenía otro asiento que el de
Tutmosis. Había guardias armados detrás de todas las puertas. El joven esposo
de Hatsepsut llevaba en la frente la insignia real de Ka, la serpiente de oro. En
sus ojos bailaba el fuego de la alegría y de la amargura.
Moisés se había acercado, sosteniendo su mirada. Tutmosis, con una voz que
llegaba desde arriba, le había ordenado:
—No te acerques, Moisés. Sé quién eres.
Sinceramente sorprendido, Moisés había preguntado:
—¿Quién soy? ¿Qué quieres decir, hermano?
—¡No soy tu hermano! —había vociferado Tutmosis—. ¡No vuelvas a
pronunciar esa palabra!
—Tutmosis, ¿qué significa esa cólera?
—Calla y escucha. Los sacerdotes han consultado a Hemet, Jnum y Thot, y
han preguntado a una criada de tu madre… —Se interrumpió con una risa
chirriante antes de proferir—: ¡Tu «madre Hatsepsut», mi estimada esposa, hija
divina de Amón, reina del Alto y del Bajo Egipto! Ésta es la conclusión a la que
han llegado: no eres nada, Moisés.
Moisés había comprendido al instante que los que intrigaban contra
Hatsepsut habían encontrado por fin su arma. Tutmosis reía. Moisés esperó a que
finalizara su regocijo y declaró con calma:
—Nunca he pretendido ser lo que tú eres, Tutmosis.
—¡Cállate, cállate! ¡No abras la boca, criatura inmunda!
Las mejillas de Tutmosis estaban rojas y sus falanges blancas de tanto apretar
los brazos del asiento.
—¡Esclavo! ¡Esclavo, hijo de esclavo! ¡Hebreo, hijo de la muchedumbre,
deshonra de nuestros palacios! Eso es lo que eres, Moisés. Hatsepsut no te trajo
al mundo. ¡Eres un impostor, un primogénito de los hebreos, y no debes vivir!
Moisés, consternado, deseaba hacer preguntas, pero Tutmosis profirió
nuevos insultos y finalmente llamó a los guardias. Aquella misma tarde, Moisés
fue arrojado a la fosa de los cautivos.
—Me sacaron unos días después y me condujeron al sur del Gran Río Iteru
—dijo Moisés, retirando con suavidad la leña de las manos de Séfora para
echarla él mismo en el fuego—. Trabajé entre los esclavos de mi pueblo, sin
siquiera entender su lengua. Allí maté al arquitecto y capataz Mem P’ta, y tuve
que huir sin que pudiera volver a ver el rostro de mi madre Hatsepsut. No volví a
saber nada de ella hasta que el mercader de Acad se cruzó con nuestra caravana
y me explicó: «En el país del río Iteru, el faraón es de nuevo un hombre. El
nombre de Tutmosis III es divino y el nombre de Hatsepsut está proscrito. Se
hacen añicos las piedras en las que está escrito, se derriban sus estatuas y se
destruyen sus templos, Ella misma ha muerto sin que se haya dado sepultura a la
barca que debía conducirla cerca de Amón».
Séfora se estremeció. La voz de Moisés se había apagado con sus últimas
palabras. Con estupor, oyó un sollozo. Moisés estaba ya de pie, con el rostro en
la frontera de la sombra. Le volvió la espalda, caminó nerviosamente hasta el
borde del acantilado y empezó a gritar, frente a la noche y el viento:
—He crecido y he sido amado ignorando la existencia de esos esclavos que
levantaban los palacios en los que dormía. Creía que era un hombre distinto del
que soy. ¡No soy nada! Tutmosis tiene razón, pero los de mi pueblo… ¡Los de
mi pueblo! ¿Cómo pueden vivir así? ¿Cómo pueden soportarlo?
Séfora se levantó. La manta cayó de sus hombros; apenas sentía el frío.
Moisés se puso frente a ella. Las llamas hacían brillar las lágrimas en sus
mejillas, en sus ojos muy abiertos por la furia. Abrió los brazos para gritar, pero
en ese instante un estruendo martilleó el aire. Era un largo y sordo fragor que
parecía proceder del fondo de la cueva tanto como del mar. Un sonido denso,
feroz y poderoso que volvía y giraba sobre sí mismo, provocando en ellos un
grito de espanto. Después cesó.
Séfora murmuró con voz sofocada:
—¡Horeb!
Y aquello volvió, como un lamento nacido en el corazón del acantilado. Esta
vez pareció que las rocas respondían con una vibración.
—¿Qué es eso? —preguntó Moisés con voz clara.
—Horeb —repitió Séfora con un tono más sosegado—. Horeb habla.
Horeb muestra su cólera.
Gesticulando con la boca, Moisés se volvió hacia la oscuridad y después de
nuevo hacia Séfora. Ella había cruzado las manos bajo su pecho, mostrando las
palmas y cerrando los párpados. Ambos guardaron silencio.
No se oía más que el ruido del viento y del oleaje.
Siguieron escuchando y percibieron en la oscuridad el inmenso vacío por
donde se había arrastrado la cólera de Horeb. Pero el estruendo no volvió. Séfora
se relajó y sonrió.
—Esta tarde su cólera es breve. Quizá te haya oído y te ha contestado. ¿Es
posible que tu cólera sea la suya?
Moisés la miró con recelo. ¿Se estaba burlando de él?
—¡No! Horeb no es mi dios. Yo no tengo dios. ¿Quién es el dios de los
hebreos? No lo conozco.
—Te he visto rezar por la que fue tu madre —replicó suavemente Séfora.
Moisés se encogió de hombros, y la tensión de su rostro se esfumó.
—No me dirigía a Amón, sino a ella.
Séfora no encontró respuesta. En aquel momento sentía el frío del viento a
través de su túnica. Moisés, por su parte, no parecía preocupado. Ella pensó en el
calor que la envolvería si él la estrechara en sus brazos. Moisés se acercó, pero la
muchacha dio un paso atrás sin querer. Él se detuvo y dijo:
—Ahora ya sabes quién soy. No te he ocultado nada. Mi alma está tan
desnuda como mi rostro.
Séfora continuó retrocediendo, hasta que sus hombros chocaron con la roca.
—Y yo… —dijo ella—, ¿sabes quién soy?
—La hija de Jetro.
Séfora rió. Estiró los brazos y las manos para que su color se confundiera
con la oscuridad.
—¿Lo crees de veras? ¿Con esta piel?
Antes de que ella pudiera reaccionar, Moisés le aprisionó los dedos y la
atrajo hacia sí.
—Eres Séfora la cusita, la que Moisés libró de las manos de los pastores en
el pozo de Irmna. Eres la que siempre sabe dónde encontrarme y la que me trajo
comida sin saber quién era yo.
Estaban junto a la pared, apenas sin aliento y con el rostro deformado por el
vaivén de las llamas. A pesar de las aristas de la roca que se le incrustaban en los
muslos y en los hombros, Séfora no sentía que el cuerpo de Moisés la
aprisionara. Lo que estaba ocurriendo lo había deseado con tanto miedo y ardor
que quería vivir y morir envuelta en aquella felicidad. Pensó en rechazarlo, pero
se engañaba. Entonces oyó a Moisés, que repetía:
—¡Ahora ya sabes quién soy! ¡Séfora, no me mires como si fuera un príncipe
de Egipto! ¡No te comportes como tu hermana! ¡No poseo nada! Soy un hebreo
sin dios y sin familia a quien tu padre ha regalado su primer camello y sus
primeras cabezas de ganado. Tú eres rica y yo sólo soy el reflejo que veo en tus
ojos. Tú deseas que te bese y yo…, yo tengo sed de ti.
El aliento violento de Moisés avivaba el fuego de su boca. El calor de su
cuerpo la protegía del viento y de la inmensidad de la noche del exterior. Él
decía la verdad: ella sólo era eso, la mujer que deseaba su beso. Él decía la
verdad: ella no podía evitar pensar en él como en un príncipe. No podía evitar
pensar en su poder como hijo de faraón, en lo distintos que eran, él tan blanco y
ella tan negra, en sus enormes diferencias; ella, que era aún más débil que los
propios hebreos.
Los dedos claros de Moisés acariciaron sus labios como lo había hecho ya,
en aquella cueva, un día de deslumbramiento, y Séfora quiso decir: «¡No,
Moisés! ¡No podemos! ¡Somos culpables! ¡Soy una mujer a la que ningún
hombre ha tocado!».
Pero la dureza del sexo apretado contra su vientre le vació la garganta de
palabras. Con violencia, sin poder contenerse más, se agarró al cuello de Moisés,
atrajo su rostro hacia sí y abrió los labios para que él pudiera depositar allí su
lamento. Aunque Horeb hubiera descargado su estruendo, no lo habrían oído.
Rodaron sobre la manta. Las llamas brillaban con menos fuerza, pero todavía
podían verse.
—¡Te veo, te veo! —declaró Moisés—. El negro de tu piel no es como el de
la noche.
Séfora lo atrajo hacia sí para que sus besos borraran las lágrimas que
perlaban sus párpados.
Pero Moisés se apartó, quitó los broches, desató la túnica, besó sus hombros
y puso su mejilla desnuda en la curva tersa de sus senos. Ella lo empujó,
aturdida, sin poder resistirse ya a la piel que se deslizaba bajo sus dedos de
cusita, y cerró los ojos.
Moisés la desnudó por completo sin preocuparse por el viento glacial. Cerró
también los ojos y susurró:
—Te veo con mis dedos.
Le acarició las caderas, el vientre y los muslos como si esculpiera la
oscuridad. Séfora sentía y veía los dedos afilados de Moisés, sus manos blancas
de príncipe de Egipto que modelaban su deseo.
Él se inclinó y le dijo:
—Te veo con mis labios. Eres mi luz.
Séfora veía su frente luminosa, sus labios anchos que besaban el hueco de
sus senos, buscando el pezón como si ofreciera su boca a una embriaguez
tenebrosa, abriendo sus muslos y extrayendo placer como el agua de un pozo.
Ella le entregaba todo su cuerpo, agarrándole los hombros, anudando las
manos en su cintura y gritando para respirar mejor. Sintió un relámpago de dolor
cuando entraba dentro de ella, una llama que no procedía del fuego que crecía en
su pecho. Séfora temblaba como un niño. El vértigo le recorría la columna
vertebral y se arremolinaba alrededor del dolor cada vez más tenue, agudo y
tierno, mezclado con el placer que abría su pecho a la boca de Moisés, que,
cabalgando encima de ella, murmuraba palabras que Séfora no entendía.
Mientras, ella se aferraba a sus muslos como si se agarrara al que iba a salvarla
de ahogarse en el fondo del mar, y a transportarla del sueño a la luz. Y en ese
instante, en un estertor llevado por el viento, sintieron su primer aliento juntos.
Pasaron la noche amándose, sin apenas dormir, cansados pero no saciados.
Cuando llegó el amanecer, el viento seguía soplando, pero el cielo estaba
adquiriendo un tinte azulado entre las nubes turbulentas que la montaña de
Horeb vomitaba como si fuera una fragua.
Séfora fue la primera en levantarse. Se lavó en la cueva con el agua del odre,
lejos de la mirada de Moisés, y pronto volvió a ser la persona que había llegado
allí el día anterior.
Abajo, en la playa, el oleaje también parecía el mismo, aunque el mar fuese
más transparente. Ahora que la luz lo descubría todo, el hueco de la terraza y de
la cueva parecía tan minúsculo como un nido. Ellos mismos no eran otra cosa
que un hombre y una mujer en la inmensidad.
Moisés se le acercó por detrás sin hacer ruido y la cogió por la cintura.
Todavía estaba desnudo. Con la boca cerca de su oreja, murmuró:
—Voy a ir a ver a Jetro. Hablaré con él y le pediré que me conceda a su hija
más preciosa.
Séfora no se movió ni contestó. No acarició los brazos y las manos que la
enlazaban. Tampoco se apoyó en el cuerpo del que conservaba la marca del
deseo en cada poro de su piel. No dejó de observar el horizonte en el que
permanecía invisible la costa de Egipto. Permaneció erguida, inmóvil y
silenciosa. Moisés le soltó los brazos y se apartó. Con un gesto de inquietud, dio
un paso a un lado para verla mejor.
—¿Qué le decías ayer a tu dios? —le preguntó ella.
La decepción de Moisés se acentuó. Sin dejar de contemplar el mar, Séfora
rozó con la mano el pecho de Moisés, le acarició el vientre, deslizó la punta de
sus dedos por su sexo y luego buscó su mano, que estrechó repitiendo con una
voz muy suave:
—Ayer rezabas por tu madre. Me gustaría conocer las palabras que dirigías
al mar.
—No estoy seguro de poder decirlas en la lengua de Madián.
—Sí que puedes.
Él vaciló, y Séfora hizo un movimiento de impaciencia con la mano. Moisés,
como ella, volvió los ojos hacia la orilla invisible de Egipto:
»Soy una momia perfecta.
»Soy una momia que vive de verdad.
»Soy pura, soy pura.
»Aquí están mis manos, en mis palmas está el corazón de mi madre.
»Es puro, es puro.
»Que su corazón sea pesado en la balanza de la Verdad.
»Soy una momia alimentada con la verdad, no he conocido la dureza del
corazón, he dado agua fresca al que tenía sed, trigo al que le faltaba y lino al
que iba desnudo.
»¡Oh, Eternidad! Cubre con tus alas los ojos de una tierna madre.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Séfora. Sin soltarle la mano, Moisés la
abrazó con más fuerza.
—Esto no significa que yo venere el poder de Amón o de los otros dioses de
Egipto. Ya no les pertenezco y su cielo ya no es para mí. Esta oración acompaña
a la barca que lleva al difunto hacia el cielo del renacimiento. Mi madre
Hatsepsut era muy devota de Amón.
Una lágrima llegó hasta los labios de Séfora, nítida, con la transparencia del
día sobre la sombra de su piel. Esperó a que se le quitara el nudo de la garganta y
luego murmuró:
—Mi madre murió en este mar mientras me conducía a los brazos de Jetro.
Moisés la observó, esperando que continuara su relato, dispuesto a escuchar.
Sin embargo, ella se volvió hacia él y le dijo:
—Tenías razón al querer regresar a Egipto. Tu sitio está allí.
Si ella le hubiera abofeteado, no lo habría sorprendido tanto. Le soltó la
mano y se apartó.
—¿Qué quieres decir?
De repente parecía más desnudo. Ella le sonreía pacientemente sin responder.
—¡Séfora! Mi sitio está aquí, contigo, y cerca de tu padre. ¿Qué voy a hacer
en Egipto?
—Al matar al capataz, iniciaste la lucha contra el faraón, y ahora debes
continuarla.
Hablaba con una voz clara, con la voz que desagradaba tanto a su hermana
Orma. Moisés la miró fijamente, sin comprenderla. El dolor comenzó a invadir
su semblante.
—¿Quieres que me marche? ¿Después de esta noche? Ya te he dicho que voy
a ir contigo al patio de Jetro. Esta misma mañana, en el camello que me regaló.
Hablaré con él y recuperaré mi sitio bajo el sicomoro del camino de Efa.
Séfora meneó la cabeza. Moisés extendió un brazo en dirección al patio de
Jetro.
—Le diré: «Jetro, dame a tu hija Séfora como esposa. Es el sarmiento de mi
vida futura. Seré tu hijo y te devolveré con creces lo que me has dado…».
—Moisés…
—… Aumentaré mi rebaño. Recorreré todos los pastos de Madián. Venderé
los animales el próximo invierno. Tendremos varias tiendas. Serás Séfora, la
esposa de Moisés, una mujer respetada. No se hablará más de la cusita. Nadie se
atreverá a levantarte la mano.
Podría haber seguido hablando hasta quedarse sin aliento. Séfora apoyó sus
manos en el pecho de él.
—¡Moisés! ¡Moisés! ¡No te estoy mintiendo! Sabes lo que tienes que ser a
partir de ahora. No es cierto que no seas nada, como pretende tu falso hermano
de Egipto. Eres un hebreo, un hijo de Abraham y de José.
—¿Qué importa eso? —gritó—. Dime, ¿qué importa eso? ¡Tú tampoco eres
lo que aparentas ser!
Séfora vio reflejado el espanto en sus ojos dorados. ¿Cómo había podido
provocar tanto temor en un hombre como él? Hundió las uñas en el pecho de
Moisés, unió sus caderas a las de él y susurró:
—Ayer por la tarde, cuando gritabas al viento, no llorabas por tu madre
Hatsepsut. Gritabas de cólera por el sufrimiento de los esclavos. Eso fue lo que
oyó Horeb.
—¿De qué estás hablando? Horeb no es mi dios y le soy indiferente.
—¡No blasfemes! No sabes nada de Horeb. Es la cólera y la justicia. Tú has
nacido entre los esclavos, pero has adquirido la sabiduría y la fuerza del faraón.
¿Por qué mataste, si no, al capataz?
Moisés se apartó de ella y gritó de nuevo:
—¡Tonterías! ¡No sabes nada del poderío del faraón! ¡No sabes nada de la
crueldad de Tutmosis! ¡No se lucha contra el elegido de Amón!
—Sabes que debes ponerte los brazaletes de oro y acudir junto a los que
forman tu pueblo. Tienes que detener el látigo que los flagela.
—Mi cólera me llevó a matar a un hombre. Y huí como un niño. Ésa es la
verdad, y no otra. Ningún hombre puede detener el látigo del faraón. ¡No sabes
lo que dices!
Séfora dejó que Moisés siguiera vociferando y no respondió. Su silencio
acrecentó su furia.
—¿Por quién me tomas? Ya te he dicho que no soy un príncipe. Pensaba que
no eras tan necia como tu hermana. ¿No quieres ver lo que soy?
Los gritos de Moisés resonaban en el acantilado. Séfora le cogió las
muñecas:
—¡Sé quién eres! Te vi en mis sueños antes de conocerte. Sé quién eres y lo
que puedes llegar a ser. Lo que te espera no está en los pastos de Madián.
La risa de Moisés se acentuó, pero en ella había más burla que cólera. Movió
la cabeza y acercó las manos de Séfora a sus labios para besarlas.
—Si tu padre Jetro no te otorgara tanta confianza, creería que la mujer a la
que quiero por esposa no es sólo una cusita, sino que está un poco loca.
Séfora se apartó bruscamente. Su mirada era tan negra como su piel.
—Si no me crees, es inútil que vuelvas al patio de mi padre.
—¡Séfora! ¿Cómo puedes estar tan segura de mi futuro?
—Te repito que te he visto en sueños. Eres la salvación cuando la vida está a
punto de ser engullida.
Moisés meneó la cabeza; la ironía asomó a sus labios.
—Cuéntame ese sueño.
—Es inútil; no lo entenderías.
Séfora lo evitó para enfilar el camino del acantilado, pero Moisés la detuvo
poniéndole la mano en el vientre.
—¡No me rechaces! Cuéntame ese sueño. Déjame ir junto a tu padre.
Séfora le apartó el brazo, sin dureza, sin poder evitar deslizar una caricia en
su mejilla, en la que la barba apenas despuntaba.
—Tienes que comprender primero quién eres.
—Lo sé: no soy nadie. Los que huyen ante el faraón pierden hasta la sombra.
—Entonces yo tampoco soy nadie. Mi piel es del color de la sombra y,
aunque me hayas poseído, nunca nos casaremos. Las sombras no se casan.
LA CÓLERA DE HOREB
¿ Le has dicho eso? ¿En serio? ¿Entonces no vas a casarte con él?
La voz de Sefoba expresaba incredulidad. La mirada de Jetro también.
Además, se percibía en ella un reproche que el anciano sabio intentaba mitigar.
Cuando regresó, todos tenían la vista fija en los nubarrones que se agitaban
en la cima de la montaña de Horeb. Séfora se fue directamente a ver a su padre y
le relató la historia de Moisés: cómo había sido el hijo del faraón antes de
convertirse en el hebreo proscrito por el odio y la envidia de su falso hermano.
—Su cólera contra la injusticia del faraón es mayor de lo que cree —añadió
—. El solo pensamiento de los sufrimientos infligidos a los esclavos lo hace
gritar de rabia. Lo ha hecho, ha gritado, y Horeb ha bramado con él, pero no sabe
nada de nuestro dios y tiene miedo.
Sus hermanas acudieron a escucharla y Jetro permitió que se quedaran.
—¿Has dormido allí? —preguntó Orma—. ¿En la gruta, cerca de él?
La voz de Séfora no tembló. Con la mirada fija en la de Jetro, respondió:
—Deseaba poseerme y fui muy feliz dejando que lo hiciera.
La estupefacción las dejó sin voz.
—Moisés no es como los demás hombres —aseguró—. Lo sé. Lo veo en su
rostro y lo siento cuando estoy cerca de él. Sin embargo, no es consciente de la
fuerza que posee. Todos sus pensamientos están centrados en su pasado con el
faraón. No ve el futuro que se abre ante él.
Jetro observaba a su hija sin pestañear. Sin embargo, Séfora lo conocía lo
suficiente para adivinar la turbación, la alegría, la desaprobación e incluso la
esperanza que alternativamente aclaraban y velaban su mirada. Estaba dispuesta
a oír su juicio y quizá a someterse a él, pero Jetro no había tenido tiempo de
pronunciar una sola palabra. Orma se puso de pie, con los labios lívidos:
—¡Escuchadla! Escuchadla… ¿Cómo se atreve a hablar así? Ella, que acaba
de deshonrarnos. Padre, ¿cómo puedes dejarla decir cosas tan horribles? Se ha
entregado al egipcio y tú… no dices nada.
Sefoba también se levantó con lágrimas en los ojos. Era la primera vez que
no comprendía a Séfora, y la cólera de Orma le parecía justificada. Jetro no les
dirigió ni siquiera una mirada. De repente, parecía de piedra. La boca le había
desaparecido bajo la barba y tenía los párpados cerrados y lisos como el marfil.
Orma interpretó su silencio como un signo de debilidad y comenzó a vociferar
de nuevo:
—¡Yo fui la primera! ¡Yo fui la primera que os dije que era un príncipe!
Aquí, bajo el dosel, te lo dije, padre. Me oíste cuando te aseguré que mentía al
hacerse pasar por esclavo. Lo descubrí en el pozo de Irmna. Y Séfora y tú me
habéis humillado tomándome por una embustera.
En el patio, las criadas prestaban oídos sin atreverse a acercarse. Parecían
más inquietas que curiosas, e incluso un poco asustadas por la voz estridente de
Orma, como si la cólera de Horeb, con sus negros nubarrones, descendiera del
cielo a la tierra.
Séfora se levantó con las manos temblorosas y la garganta seca. El odio que
desprendía Orma tenía la fuerza de una reacción animal. Sentía que se le
aferraba al rostro y al pecho, que laceraba en todo su cuerpo el recuerdo de las
caricias de Moisés. Y ella también comenzó a sentir odio. Fue a responder a
Orma, pero su hermana gritaba cada vez más:
—¡Cállate! ¡Cállate porque cada una de tus palabras mancillan este patio!
¡Nos deshonras a todos! ¡A eso se debe la cólera de Horeb!
—¡Silencio!
La voz de Jetro restalló, pesada y grave. Con los brazos en alto y una fuerza
que no se correspondía con el tamaño de su cuerpo, tronó:
—¡Silencio, hija estúpida! ¡Cierra esa boca que vomita tanto odio!
Orma se tambaleó como si Jetro la hubiera abofeteado.
En el desconcertante silencio que siguió, se oyó el extraño lamento que
precedió a sus primeras lágrimas.
Sefoba se mordió los labios, sin atreverse a consolarla, y dirigió una mirada
angustiada a Séfora, que se había tapado la boca con las manos. Ninguna de las
dos hermanas había visto nunca a Jetro de aquella manera. La furia le envolvía
los ojos y las mejillas; la piel de las sienes estaba tan tensa que parecía
transparente, y tan pálida como los huesos que recubría. Dirigió hacia Orma un
dedo imperioso:
—Deja de chillar de ese modo. ¡No utilices el nombre de Horeb delante de
mí! No nombres su cólera, tú, que no sabes nada de nada —siguió vociferando,
con el dedo señalando hacia la montaña.
Los que permanecían en el patio se volvieron hacia la cumbre amenazante
que, desde el amanecer, les ponía los pelos de punta.
Orma gimió de nuevo, dobló las rodillas y se hundió en los almohadones. Ni
Sefoba ni Séfora se atrevieron a tocarla. Nadie del patio se arriesgó siquiera a
parpadear. Jetro estaba de pie, terrible de repente hasta en su delgadez,
dominando a su hija, que estaba acurrucada.
—Eres la hija de mis entrañas, pero también mi vergüenza. ¡Sólo despides
envidia y despecho! No comprendo tu parloteo estúpido.
A Orma se le estremecían los hombros con los sollozos, pero no estaba
dispuesta a darse por vencida. Con la agilidad de una joven leona, de pronto se
dio la vuelta y aferró las rodillas de su padre para besarlas con ardor.
—¡No seas injusto, padre! ¡No seas injusto!
Jetro gesticuló y le cogió el hombro para apartarla, pero Orma se agarró a él
con más fuerza.
—Déjate de tonterías —rezongó Jetro.
—¿Séfora fornica con el egipcio sin estar casada con él y yo soy la culpable?
¿Dónde está tu justicia, padre?
—Donde no puedes comprenderla.
Orma lanzó un grito agudo y se soltó de Jetro como si una serpiente la
hubiera mordido. Una risa de alegría deformó lo que quedaba de su belleza.
—¡Séfora se ha abierto de piernas con Moisés sólo para quitármelo! Yo fui la
primera que supo quién era, y en sus ojos leí que era yo la escogida. ¡Yo!
—¡No! —gritó Séfora—. ¡No! ¡Mientes!
Amagó un gesto de violencia cuando un crujido desgarró el aire. La cima de
la montaña de Horeb se asemejaba a un horno con mil bocas que escupían nubes
blancas y amarillas en el cielo infinito, donde un puño invisible las retorcía.
Unos alaridos resonaron por todas partes en el patio, mientras se amplificaba el
estruendo, cada vez más sordo y violento.
—¡Horeb! ¡Horeb!
Sefoba se precipitó en los brazos de Séfora, y Orma se aferró a las piernas de
Jetro. Esta vez, su padre, que contemplaba la extraordinaria convulsión de la
montaña, le estrechó los hombros con calma. El suelo se estremeció. Un nuevo
estruendo recorrió el desierto. La boca de la montaña vomitó una noche
abrasadora, moteada de chorros incandescentes.
—¡El fuego de Horeb! ¡El fuego de Horeb!
Se cogían los unos a los otros, mezclaban las lágrimas con el terror, corrían
como insectos y caían de rodillas. Unos animales bramaron y derribaron las
barreras de junco de su cercado. Una lengua roja centelleó en la oscuridad que
recubría en aquel momento la montaña y una luz gris avanzó sobre Madián,
engullendo las sombras y los colores.
Sefoba temblaba y lloraba murmurando con los demás:
—¡El fuego de Horeb! ¡El fuego de Horeb!
Jetro extendió el brazo libre, atrajo a Sefoba tiernamente hacia sí y corrigió
sus palabras con una voz dulce y sosegada:
—La cólera de Horeb.
Séfora buscó su mirada, y sacudiendo la cabeza, anunció:
—Espera nuestras ofrendas.
La voz de Séfora no mostraba temor ni angustia, sino todo lo contrario: una
impenetrable satisfacción.
Durante todo el día, se sucedió el estruendo de Horeb. Chorros de hollín rodaban
por las pendientes de la montaña, ocultándolas hasta el mar. Brotó fuego, y los
matorrales se incendiaron aquí y allá. El aire apestaba y se oscurecía con cenizas
que, como una polvareda delicada, ahogaban las llamas como a las crías en un
nido. Por suerte, un poco antes de finalizar el día, se levantó un fuerte viento del
este, que empujó sin cesar hacia Egipto las nubes que vomitaba la montaña y
protegió a Madián del desastre de los incendios.
El sol se ocultó en el ocaso, esparciendo una sombra extraña que no era la de
la noche ni la del crepúsculo, y entonces vieron que la lengua que fluía desde la
cima de la montaña había dejado de avanzar y se había transformado en un lodo
humeante. En aquellos repliegues caóticos centelleaban por momentos débiles
explosiones, similares al parpadeo de los mil ojos de un monstruo que se
adormecieran con pesar. Por encima, la boca de la montaña se mantenía
incandescente y muy abierta frente al cielo tumultuoso.
Moisés llegó al patio de Jetro poco después de las primeras ráfagas de viento.
Con las imberbes mejillas grises de polvo y los puños aferrados a su bastón y al
pelo cubierto de ceniza de su camello, se había visto envuelto en el torbellino
irrespirable, y estuvo a punto de equivocarse de camino. Todavía tenía los ojos
desorbitados por el pavor.
Hobab, que enderezaba con Sicheved los devastados cercados, lo acogió con
grandes manifestaciones de alegría.
—¡Horeb sea loado! Temíamos por ti.
Le ofrecieron agua para lavarse, vino, dátiles y tortas impregnadas en aceite
para hacer desaparecer el gusto a ceniza de la boca.
—Llegas a tiempo —dijo Hobab cuando Moisés estuvo saciado—. Algunos
animales han huido, asustados por el ruido. Tenemos que ir a buscarlos antes de
que se pierdan y mueran de sed paciendo ceniza. No estará de más que vengas
con nosotros. Los demás se encuentran con mi padre, dirigiendo sus ofrendas y
sus oraciones a Horeb.
Hasta la caída de la noche corrieron detrás de las mulas y de las ovejas,
recuperándolas por aquí y por allá, agotadas y temerosas. Las enlazaban con
rapidez y reemprendían en seguida la persecución. Cuando estuvo demasiado
oscuro para continuar, se encontraban demasiado lejos para volver al patio de
Jetro. Sicheved había tenido la prudencia de albardar su camello con lona de
tienda y estacas. Se instalaron para pasar la noche, y compartieron el odre y los
dátiles que había llevado Hobab. El estruendo de la montaña había cesado, pero
de noche se apreciaban mejor los reflejos rojos de su boca que el viento
continuaba avivando. Hobab y Sicheved, de pie, con las palmas de las manos
abiertas, dirigieron a Horeb una plegaria que Moisés escuchó, apartando la vista
y con la cabeza inclinada. Un fragor, ronco y lejano, pareció responderles.
Moisés tuvo, más que en cualquier otro momento del día, el extraño sentimiento
de que la montaña se parecía a una fiera. Ni Hobab ni Sicheved pestañearon, y la
tranquilidad del hijo y del yerno de Jetro lo impresionaron. Aquel día, todo el
mundo había parecido que estaba a punto de estallar y ellos llevaban a cabo su
tarea sin mostrar el menor temor. Un poco más tarde, cuando estaban sentados
delante de la tienda masticando lentamente unos dátiles, Moisés señaló:
—No tenéis miedo. Sin embargo, la montaña sigue rugiendo y pueden brotar
llamas que lo destruyan todo.
—No creo que ésa sea la voluntad de Horeb —replicó Hobab—. Se ha
levantado un viento que nos protege de las cenizas y éstas se dirigen al mar. No
mancharán los pastos ni los pozos. La cima de la montaña ha dejado de arrojar
fuego.
En la oscuridad, Sicheved señaló el cielo del este.
—Mira, las estrellas brillan allí, por encima de Moab y de Canaán. Es una
buena señal. Cuando Horeb monta en cólera y el cielo permanece claro en el
este, su furor pasa sin abatirnos.
Moisés se sorprendió. ¿Aquello ocurría con frecuencia? Sicheved y Hobab
rivalizaron en elocuencia para describir las más terribles furias de Horeb, que en
ocasiones habían semidestruido Madián.
—Yo sólo he conocido cóleras suaves —concluyó Sicheved—. Se dice que
es gracias a Jetro; él ha impuesto la suficiente justicia en los reinos de Madián
como para que Horeb no nos ataque demasiado.
Hobab asintió con un gruñido cargado de orgullo.
—¿Por qué todos vosotros hacéis sacrificios a Horeb y no al Dios de
Abraham? —siguió preguntando Moisés—. Jetro afirma, sin embargo, que sois
hebreos, e incluso hijos del hijo de Abraham.
Hobab sonrió.
—Ésa es una pregunta que deberías plantearle a Jetro. Él es el sabio.
Permanecieron en silencio durante largo rato, y de repente aumentaron los
ronquidos de Sicheved. Se había quedado dormido antes de entrar en la tienda.
Mientras se tumbaban uno junto al otro, Hobab afirmó en voz baja:
—Mañana, cuando regresemos, hablarás con mi padre de Séfora.
Moisés se incorporó rápidamente, pero la mano de Hobab se posó en su
hombro:
—No temas, estoy contigo. Tu elección me hace feliz. Quiero a Séfora.
Durante mucho tiempo he creído, como todos, que no tendría esposo. Nada
puede complacerme más que saber que pronto seremos hermanos. Sabrás hacerla
feliz, aunque ella no sea siempre la más complaciente de las mujeres.
Moisés negó con la cabeza y suspiró.
—¡Desengáñate, Hobab! Séfora no me quiere. Le dije: «Hablaré con tu padre
porque quiero ser tu esposo», y ella me dijo que no, así que no sé qué hacer. Me
siento culpable ante ella, ante tu padre y ante todos vosotros, pero no deseo a
ninguna otra mujer.
Hobab rió.
—Ten paciencia. A Séfora le gusta hacer las cosas a su manera, pero no dejes
que las dudas te entristezcan. Ella te quiere, y mi padre también. Es raro que
Séfora y él estén en desacuerdo en algo y ella termina siempre obedeciéndolo.
Moisés continuó suspirando, poco convencido.
—Habla con mi padre mañana —insistió Hobab—. Él pondrá orden en todo
este asunto. Parece el más amable de los hombres, pero, cuando toma una
resolución, la toma. Con Orma ya lo ha hecho.
Hobab se interrumpió con una risita afectuosa y divertida:
—Jetro ha pedido a las criadas que aplaquen sus gemidos con caricias,
pastelillos y bebidas dulces en abundancia, pero, cuando sea posible, la
conduciré a casa de Roba, el hijo del rey de Saba, que la hará su esposa dentro
de unas lunas. ¡Compadéceme, Moisés! Tendré que soportar sus lloriqueos
durante días y noches. Sin duda me hablará de ti hasta perder el aliento. Sin
embargo, déjame que te diga una cosa: es una suerte que no tengas en tu lecho a
la hija más bella de Jetro. ¡Que Horeb perdone a Reba de antemano! Tampoco
tendrás a la más dulce, pues su marido ronca a nuestro lado. Te queda la más
sabia y despierta. Ya lo verás: te mantendrá lo suficientemente ocupado para que
no desees a ninguna otra.
Moisés no pudo evitar reír también.
El viento que soplaba del este no amainó, y el estruendo de la montaña se
espació. El sol atravesó los nubarrones, menos densos, formando extraños
crepúsculos, como si todo el cielo del oeste estuviera ensangrentado.
Jetro había realizado sacrificio tras sacrificio sin descanso. Había pedido a
Séfora que permaneciera cerca de él, ayudándolo con las ofrendas de cebada y
de vino, moliendo la harina, preparando las tortas según los ritos, abriendo los
frutos y llenando los cántaros de aceite. Séfora no se apartó cuando Jetro rajó el
cuello de los carneros y terneros nacidos ese año, y abrió el pecho de veinte
palomas.
Ni un instante dejó de pensar en Moisés. Sabía que Hobab y el esposo de
Sefoba lo habían recibido y llevado consigo a buscar a los animales que habían
huido. Le estaba muy agradecida a su hermano mayor, puesto que aquello era
una manera discreta de mostrar a todos su confianza y su afecto para con el hijo
del faraón.
Séfora se enteró de que habían regresado y temió no poder resistir el deseo
de reunirse con Moisés en la tienda levantada de nuevo bajo el sicómoro. Le
contaron que Orma había hecho avergonzarse a Hobab cuando la conducía a
casa de Reba: al pasar ante la tienda de Moisés, le había suplicado, llorando y
vociferando, que la escuchara. Moisés no había pronunciado ni una palabra ni
hecho el menor gesto de apaciguamiento antes de volver a entrar en la tienda.
Después, no habían vuelto a verlo, ya que se había marchado con Sicheved a los
pozos para asegurarse de que las cenizas no los habían contaminado.
Finalmente, al tercer día —que amaneció con la montaña tranquila, pues ésta
había dejado de retumbar el día anterior—, Sefoba se reunió con su hermana
Séfora. Estaba lavando, con las criadas, unos vestidos tan llenos de mugre que
había temido no disponer de agua suficiente.
Sefoba, con las mejillas sonrosadas y la sonrisa radiante, se arrodilló junto a
Séfora. Colocó en un cesto la túnica que habían tejido para Moisés y miró a su
hermana:
—Pareces agotada. Deja que ocupe tu lugar y descansa un poco.
Séfora le devolvió la mirada.
—Por tus ojeras, se diría que no estás más despejada que yo.
Sefoba rió ahogadamente.
—Ayer regresó Sicheved. Anochecía, tenía hambre y sed, y estaba tan
gruñón… ¡Ah, los hombres! Horeb gruñe y chisporrotea, pero nosotras no nos
ocupamos lo suficiente de ellos. He tenido que demostrarle mi amor durante toda
la noche.
Se echaron a reír. Antes de que su alegría se apagara, Sefoba cogió la mano
de su hermana y la puso sobre la túnica al tiempo que le susurraba:
—Moisés acaba de llegar al patio y está con nuestro padre. Descansa y ponte
guapa para ofrecerle esta túnica cuando te llamen.
Séfora se puso rígida.
—¡Vamos! —murmuró suavemente Sefoba—. Olvida lo que nos has dicho.
La cólera de Horeb ha venido y ha pasado. Tranquilízate. ¡Seremos todos tan
felices!
Jetro acogió a Moisés lo mejor que pudo, teniendo en cuenta la confusión que
reinaba todavía en el patio. Le pidió que se sentara cerca de él, bajo el dosel, y
ordenó a las criadas que llevaran cántaros de cerveza, vasos y algo para comer.
Comieron y bebieron observando las nubes blancas que aprisionaban la cima de
la montaña y ascendían retorcidas hacia el cielo, donde un soplo seguía
empujándolas hacia poniente.
El rostro de Jetro expresaba fatiga, pero en su mirada se leía la astucia.
Pronto, el faraón vería oscurecerse el cielo y las cosechas no serían tan
abundantes. ¿Moisés había presenciado eso en la época en que vivía en el país
del Gran Río Iteru?
Moisés eludió la pregunta. Sólo deseaba hablar del asunto de Séfora, pero,
después de tres frases, las palabras largamente sopesadas le fallaron. Suspiró,
furioso y avergonzado:
—¡Ya lo ves! Creía que había progresado algo con la lengua de Madián,
pero, en cuanto intento decir algo importante, de mi boca sólo sale ruido.
Jetro meneó la cabeza riendo.
—Entonces, déjame hablar a mí, pues tengo que preguntarte algo.
Jetro lo miró fijamente. Sus pupilas brillaban con tanta fuerza que parecía
que el humo de las ofrendas a Horeb las mantenía irritadas, todavía.
—Sé lo que siente tu corazón; Séfora me lo ha contado. También me ha
explicado tu vida en casa del faraón.
Moisés fue a interrumpirlo, pero Jetro le hizo una señal para que guardara
silencio.
—Quiero que sepas que no me sorprende ni me disgusta ninguna de las cosas
de las que me he enterado. Deseo olvidar las confidencias que un padre prefiere
ignorar. Séfora es la joya de mi corazón. Es así y, como me ha señalado
cruelmente Orma, me he convertido en un padre injusto. Tú sólo has visto a tres
de mis hijas; otras cuatro viven con sus esposos en los reinos de Madián. Todas
te dirán que las quiero con ternura y que les concedo todo lo que merecen. Pero
Séfora es distinta…
Suspiró brevemente y bebió un largo trago de cerveza antes de dirigir de
nuevo el rostro hacia la cúspide de la montaña. Cabeceó un poco y su boca
tembló con un murmullo inaudible. Moisés se preguntó si estaría rezando o
quizá ligeramente ebrio. Sin embargo, las dos viejas pupilas de aquel hombre
que había visto tantas cosas se clavaron en él, y Moisés descubrió asombrado
que estaban húmedas por la emoción.
—Me acuerdo como si fuera ayer del día en que la barca las depositó en la
playa, a su madre y a ella. Horeb quiso que yo me encontrara allí en aquellos
momentos. Raramente me acercaba a la orilla del mar, pero aquel día Hobab, que
era todavía muy pequeño, quería pescar. Desde lo alto del acantilado vimos la
barca vuelta del revés sobre los guijarros y, en medio de la playa, una especie de
gran alga negra. La madre cusita, a pesar de lo agolada que estaba, se había
colgado a su hija en la espalda y, con la fuerza de una leona, se había arrastrado
por las piedras para situarse fuera del alcance de las olas. Murió antes de poder
pronunciar una palabra, pero en sus ojos vi lo que quería decirme. Su hija apenas
era más grande que mi mano, y lloraba de hambre y de sed…
»Ése fue el día más triste y, a la vez, el más hermoso de mi vida. Mi amada
esposa llevaba demasiados años muerta y he aquí que Horeb me brindaba la
oportunidad de dar la vida. Desgraciadamente, para concederme esta
recompensa, tuvo que perecer la que la había llevado en su vientre…
»Estreché a la recién nacida contra mi pecho. Unas golondrinas revoloteaban
por encima de nosotros, y dije: «Te llamarás Séfora, “pequeño pájaro”».
Jetro se interrumpió unos instantes, como para permitir que el silencio
redujera el poder de los recuerdos.
—A su manera, Séfora se convirtió en carne de mi carne. La crié como a mis
propias hijas. Como si hubiera sido fruto de mi placer, le di todo lo que estaba en
mi mano: alimento, joyas, confianza y sabiduría. Sobre todo sabiduría, pues
desde la infancia se mostró más perspicaz y sensata que sus hermanas, e incluso
que Hobab. Con excepción de Orma, todos la tenían en gran consideración, sin
celos y sin reservas. Por desgracia, Séfora tiene la piel negra, y los hombres de
Madián son los hombres de Madián. ¿Cómo iban a reconocer su valía, si sus
prejuicios los ciegan más que el sol?
—¡Jetro! —lo interrumpió Moisés, agitando el bastón que tenía sobre las
rodillas—. ¡Jetro! Liberé a tu hija de manos de los pastores sin verla. Sin ver su
belleza o su fealdad, sin ver el color de su piel y de sus ojos. Sin embargo, en el
mismo instante en que se puso en pie, que tu dios me aniquile si miento, no tuve
otra esperanza que verla convertida en la mujer de mis días y mis noches. En
realidad, es como los sortilegios que los magos practican en casa del faraón.
Bajo su mirada me siento seguro. Cuando está a mi lado, ni siquiera el más frío
de los vientos me pone la carne de gallina. Desde que se ha alejado de mí, soy
frágil y siento frío. Mis sueños están poblados de pesadillas, y paso las noches
con los ojos abiertos pensando en ella. Jetro, no es a mí a quien tienes que
convencer, sino a ella. Es Séfora quien no quiere saber nada de mí. Pregúntaselo
y sabrás su respuesta.
Jetro rió mientras sopesaba con sus delgados dedos el espesor de su barba.
—Al oírte hablar así, muchacho, constato dos cosas: que te expresas en
nuestra lengua con más soltura de lo que piensas y que tu ignorancia respecto de
las mujeres es muy grande. ¿Acaso quieres hacerme creer que no conociste a
ninguna en casa del faraón?
Moisés bajó los párpados. Jetro dejó de reír y llamó a una criada.
—Dile a mi hija Séfora que se reúna con nosotros.
Moisés se agitó, abriendo y cerrando la boca como un pez fuera del agua, lo
que volvió a provocar la hilaridad de Jetro.
—Da crédito a lo que ven mis ojos, muchacho. Mi hija Séfora te mira como
jamás ha mirado a ningún otro hombre. Ella misma te dirá que no tiene otro
deseo que convertirse en tu esposa.
—Si se trata de mi deseo —replicó secamente Séfora cuando Jetro le formuló la
pregunta—, tienes razón, padre: no deseo otra cosa que ser la esposa de Moisés.
Incluso, me ha hecho sentirme como tal, y que no siguiera siendo una naditre,
una mujer yerma, como se dice en Madián, lo que constituiría una vergüenza
para ti.
—¡Muy bien! —exclamó Jetro, palmoteándose el muslo—. Así pues, pronto
celebraremos la fiesta de vuestros esponsales.
—¡Que no!
—¿Cómo?
—Por el momento no es posible.
El rostro de Séfora era tan duro como sus palabras.
—¿Cómo? —repitió Jetro sin excesiva emoción—. Siéntate, te lo ruego, y
explícame tus razones.
Sin dirigir ni siquiera una mirada a Moisés, que hacía girar febrilmente el
bastón entre las manos, Séfora se arrodilló sobre un almohadón.
—¿Para qué explicarte lo que ya sabes, padre? —suspiró.
—¿Moisés también conoce tus razones?
Moisés lo sabe, pero se cree una sombra. No es capaz ni de regresar a su
pasado ni de abrazar su destino. ¿Qué haría él con una cusita? ¿Y qué haría una
cusita con una sombra de más? ¡Qué carga tan pesada!
Moisés había alzado ya dos veces el bastón, crispando los dedos como si
quisiera levantarse y partir. Buscaba el apoyo de Jetro, pero el anciano sabio
parecía encontrar un placer malicioso en las réplicas de su hija. Hobab se había
equivocado: Jetro no iba a resolver el asunto y forzar a Séfora a acatar su
voluntad. Se limitó a enrollar unos pelos de la barba en torno a sus dedos y a
subrayar:
—Eres muy dura, hijita.
—No es dura, Jetro; está equivocada —dijo Moisés, exasperado—. Quiere
que vaya ante el faraón y le explique que es injusto el castigo que inflige a los
esclavos hebreos. ¡Jetro! ¡Jetro! Si me presento delante del faraón, me matará.
No tendré tiempo ni de abrir la boca. Ni siquiera los propios esclavos luchan
contra el faraón. Hay miles y miles que sufren dificultades. ¿Quién soy yo para
ayudarlos? ¿Por qué voy a tener yo éxito en lo que esa multitud fracasa?
—Porque tú eres tú, Moisés —contestó Séfora—. Eres hijo de la reina de
Egipto tanto como de una esclava.
Moisés agitó el bastón como si quisiera partirlo por la mitad y tronó casi tan
fuerte como Horeb:
—¡Jetro! Explica a tu hija que está equivocada. Tutmosis ha negado la barca
de Amón a la que fue mi madre, ha derribado sus estatuas. ¿Por qué iba a
escucharme? ¿Qué ganarían los hebreos si avivara su cólera?
—Hay verdad y sabiduría en tus palabras —admitió Jetro.
—¡Desde luego! —exclamó Moisés con alivio.
Séfora no pestañeó ni despegó los labios. Jetro dejó que el silencio se hiciera
más denso.
—¿Qué piensas de esto, hija? —preguntó al fin, inclinando la cabeza.
Séfora volvió la cabeza hacia Moisés. Parecía igual de firme, pero la ternura
le limaba los labios y las mejillas.
—Las razones para no hacer lo que nos asusta son siempre numerosas.
Adoptan con frecuencia la apariencia de la sabiduría, pero lo que engendra el
temor es negativo. Alza tu mirada hacia la cima de la montaña, Moisés. Mira
hacia dónde dirige Horeb los nubarrones de su cólera.
—¡Horeb no es mi dios! —se quejó Moisés.
—Es cierto —intervino Jetro, que había opinado sobre todas las frases de
Séfora—. Horeb no es tu dios. Es el nuestro, el de los hijos de Abraham y el de
los que sufren el látigo del faraón.
Moisés enrojeció y bajó la cabeza. Séfora le cogió la mano.
—Moisés, he tenido un sueño y durante varias lunas le he buscado el sentido.
Cuando llegaste comprendí por fin su significado. Horeb se ha levantado
gruñendo para saludar tu llegada entre nosotros. Te habla.
—¡Vaya! —se burló Moisés—. ¿Estoy escuchando a la sabia hija de Jetro o a
una vieja comadre supersticiosa?
Séfora se irguió, muy rígida, con los labios temblorosos.
—Entonces, escucha esto: por muchos años que viva, ningún otro hombre
me tocará ni será mi esposo, pero tú sólo serás el yerno de Jetro el día en que
tomes el camino de Egipto.
—¡Sabes perfectamente que eso no es posible!
Había gritado. Jetro aferró con presteza las manos de ambos.
—Vamos, vamos… ¿Afirmar hoy lo que puede ser falso mañana? La vida se
compone de tiempo, y el amor también.
EL PRIMER HIJO
J etro había dicho «Tomaos tiempo», y realmente comenzó una época muy
animada. Durante más de un año, Séfora y Moisés alternaron las disputas con el
sosiego.
Al principio, se evitaron cuidadosamente durante días y días. Después, una
noche de luna llena, el suelo tembló de nuevo. El patio de Jetro se sobresaltó y
todos se precipitaron a la oscuridad exterior, con los ojos y los oídos al acecho.
Se oyó un fragor débil, bastante suave. Un resplandor rosáceo dibujó un
gigantesco halo en la cima de la montaña. Se temía el regreso del tiempo de la
cólera, y los hombres permanecían a la expectativa. Moisés también estaba de
pie delante de la tienda, bajo el sicomoro, y no divisó la silueta de Séfora hasta
que la muchacha estuvo muy cerca.
Mantuvieron el rostro dirigido hacia la montaña sin pronunciar una palabra.
Por fin, Séfora dijo en voz baja:
—¡Escucha, escucha! Horeb te habla.
Moisés soltó una risa desde el fondo de la garganta. Se volvió hacia ella:
ambos temblaban de deseo. Moisés acarició el borde fino que dibujaba los labios
de Séfora.
—Es tu boca la que me habla. Es a ella a la que quiero oír. Su silencio devora
mis noches.
Los dedos de Moisés se deslizaron desde los labios hasta la base del cuello.
Séfora le cogió la muñeca como para rechazarlo, pero no pudo evitar agarrarse a
él y recibir el aliento de su beso.
No pasó mucho tiempo antes de que sus caricias los llevaran al interior de la
tienda, con los vientres unidos e indiferentes a todo lo que no fuera su propio
placer.
Por la mañana, Sefoba, que había adivinado esa pasión amorosa, se la
reprochó, pero Séfora le respondió riendo que posiblemente esa pasión era lo
que había aplacado a Horeb. En realidad, al amanecer, Moisés se había
despertado sólo en la tienda y había salido gritando el nombre de Séfora. Los
pájaros que anidaban en el sicomoro se asustaron y se dispersaron, piando, por el
cielo límpido y azul hasta los confines del horizonte. Apenas unos hilillos de
humo bailaban todavía en la cima de la montaña; Horeb ya no gruñía. Jamás en
Madián había habido tanta tranquilidad.
Por la tarde, Moisés se presentó delante de Jetro, y le planteó la pregunta que
le había hecho a Hobab los días de las cenizas:
—¿Por qué hacéis más sacrificios a Horeb que al Dios de Abraham si sois
hijos suyos?
Jetro aprobó la pregunta con un movimiento de la cabeza, y reflexionó un
momento antes de responder con otra pregunta:
—¿Sabes quién era el Dios de Abraham y de Noé?
—No. En Egipto sólo oí gemir y llorar a los hebreos porque Él los había
abandonado.
Jetro suspiró.
—Nos ha abandonado porque ya no somos dignos de su confianza. Hace
mucho tiempo, ofreció su Alianza a Abraham. Le dijo: «Haré de ti una gran
nación. Reafirmaré mi Alianza contigo, con tus hijos y con todos sus
descendientes…». Y Abraham se inclinó ante Él y engendró hijos y naciones. De
esta manera, hubo un tiempo en que por todas partes, en las cuatro líneas del
horizonte, hombres y mujeres estaban protegidos por el Dios de Abraham, al que
llamaban el Padre Eterno. Sin embargo, pasaron las generaciones; los hombres
se volvieron hombres, y sembraron el odio y la maldad tanto entre las naciones
como entre hijos y hermanos. A cambio de su Alianza, no ofrecieron al Dios de
Abraham otra cosa que arena. Entonces el Padre Eterno se apartó lleno de cólera.
Esto es lo único que nos ha quedado de Él: esta cólera que brama por encima de
nosotros, a la que llamamos Horeb.
Jetro se interrumpió. Cerró los ojos, levantó las manos con las palmas
abiertas y aplaudió vigorosamente.
—Ésta es la verdad, muchacho. De la gran Alianza de nuestros ancestros con
el Padre Eterno, que los sacó de la nada, sólo queda la sombra y la cólera. Cada
día que pasa, la furia de Horeb se sacia con nuestras faltas, reclama justicia y
rectitud. Nos mira y se impacienta. Conoce nuestro pasado tan bien como el
futuro que nos espera. Ve que caminamos en la oscuridad. ¡Se impacienta, se
impacienta! Ruge para sacudir nuestro letargo. Sin embargo, sólo consigue que
retorne el miedo, cuando lo que desea es un poco de coraje y de dignidad.
El rostro de Jetro se había animado de una manera extraordinaria. Moisés lo
escuchaba con temor. En el discurso del sabio de Madián encontró el eco de las
palabras de Séfora. Moisés no tenía la menor duda de que el padre y la hija
pensaban lo mismo.
A finales de la primavera, Séfora anunció que pronto tendría un hijo. Jetro fue el
único que no se sintió turbado. A los demás, a Sefoba, a Hobab y a todos los que
la presionaban para que aceptara a Moisés como esposo a fin de que no trajera al
mundo un niño en soledad, Séfora respondió:
—¿Qué soledad? Mi madre, al depositarme en la barca que nos condujo a
Madián, estaba más sola que yo. Ahora, todos vosotros estáis aquí, y mi padre
Jetro también está conmigo.
Como protestaron, añadió:
—A Moisés le espera una gran tarea. ¿Quién sabe si podrá cumplirla? Es
ardua y terrible, pero mi promesa sigue en pie: el día en que tome el camino de
Egipto, seré su esposa.
Como veía que gesticulaban y murmuraban que Moisés jamás tendría el
coraje para hacer eso, afirmó:
—¡No creeréis de verdad que es tan cobarde! Si se niega a regresar a Egipto
es únicamente porque todavía ignora quién es. Quizá lo sepa por fin cuando vea
a su hijo.
Por su parte, Moisés estaba irritado. A pesar del deseo que le quemaba el
cuerpo, no se atrevía a acercarse a Séfora por temor a oír sus reproches. Le
decían que se encontraba bien y que su vientre crecía suavemente. Sin embargo,
también le relataban conversaciones sobre él que lo enfurecían. Entonces se
marchaba con su rebaño durante varios días seguidos, pero siempre acababa
echando de menos a Séfora y volvía a merodear cerca del patio de Jetro con la
esperanza de que lo viera y entrara anhelante en su tienda con el vientre redondo,
pero siempre erguida; así podría grabar en sus ojos la nueva silueta de su amada.
Por la noche no podía saciarse con su rostro entrevisto, unos reflejos del sol de la
tarde que cubrían las sombras de su piel, que subrayaban sus ojos almendrados y
la delicadeza de las aletas de la nariz. Con los puños apretados, gruñendo como
un animal enjaulado, se desesperaba por no poder acariciar sus senos abultados y
sus riñones hundidos.
A Hobab y a Sicheved, con los que frecuentemente compartía la comida y
que lo abrumaban con preguntas, les decía:
—Me he convertido en un pastor consumado. ¿Es eso malo? ¿Acaso las
mujeres de Madián menosprecian a los pastores? ¿Qué otra cosa puede esperar
una madre para su hijo que un buen pastor que vele por ella?
Reían y bromeaban sobre lo que querían y no querían las mujeres, madres y
esposas. Sicheved se burlaba de los caprichos de Sefoba, que lo despertaba a
media noche para preguntarle si la quería. Después de esos instantes de alegría,
Moisés recobraba la seriedad y refunfuñaba de una manera sombría:
—Todavía no ha nacido el que se alce contra el faraón y sea capaz de
vencerlo. ¡Oh, sí! Puedo tomar el camino del oeste con mi bella esposa cusita, y
seremos capturados antes de alcanzar las orillas del río Iteru. ¡Habremos sido de
gran ayuda para los hebreos! ¿Acaso mi gran destino es conducir a mi esposa a
la fosa de los leones?
Un amanecer, no pudo resistir por más tiempo y, antes de que los demás se
levantaran, acudió junto al lecho de Séfora. Ella abrió los ojos y lo vio allí,
arrodillado. La barba había vuelto a crecerle, más tupida que nunca, y se la había
cortado a la manera de Madián. Ya no se parecía mucho al hombre que la había
poseído en la cueva.
Séfora sonrió. Sin decir una palabra, le cogió la mano y la acercó a su piel
suave, tensa, en la que vibraba el poderoso trabajo de la vida. Moisés se deleitó
con caricias muy esperadas. Fue un instante de felicidad, pero las caricias
cesaron y se observaron con incomodidad. Séfora, todavía sonriente, murmuró:
—Cuando desees verme el vientre, no necesitas ir corriendo a los pastos con
el ganado. Ven a mi lado.
Moisés se ruborizó.
—Es que somos culpables. Ni siquiera me atrevo a compartir la comida con
tu padre. Él, que dice que ya no actuamos con justicia y que nadie se comporta
como sus ancestros…
Séfora no pudo contener la risa.
—Los ancestros de Jetro sabían mucho de faltas de esta naturaleza.
Le contó que Abraham le había hecho creer al faraón que Sara era su
hermana.
—Él también tenía miedo del faraón, y a éste le gustó tanto Sara que no
quería otra mujer, aunque en realidad sólo pasó una noche con ella.
—¿Y qué hizo cuando descubrió la verdad?
—Los expulsó de Egipto y los maldijo por su felicidad perdida, lo que no
quiere decir que Abraham fuera castigado por su Dios por esta falta, una de las
más graves que se pueden cometer —concluyó Séfora.
Moisés se quedó tan estupefacto que pidió a Séfora que le contara todo lo
que sabía sobre Abraham. De esta manera, se vieron con frecuencia al amanecer
y a la caída de la tarde, antes y después del trabajo cotidiano. Moisés acariciaba
el vientre de Séfora y ella le contaba lo que Jetro le había enseñado sobre los
hebreos. Moisés no daba crédito a sus oídos. A veces dudaba de las palabras de
Séfora: pensaba que embellecía las historias o que, por el contrario, las
ensombrecía para provocarlo. Corrió a ver a Jetro y le preguntó:
—¿Es cierto que Noé y su familia fueron los únicos supervivientes en la
tierra? ¿No había ninguna otra persona con vida? ¿Es eso posible?
Jetro reía, meneaba la cabeza y contestaba:
—¡Escucha a mi hija! ¡Escucha a mi hija!
Sin embargo, Moisés volvía con otras preguntas:
—Séfora afirma que Lot tuvo hijos con sus hijas. ¿Es cierto?
Otras veces era la cólera de Abraham contra su padre, Téraj, que le parecía
insostenible. O los celos de los hermanos de José. Lo conmovía más que nada
que José, después de ser vendido a Putifar, se hubiera vuelto como un hermano
para el faraón y salvara al país del hambre.
Jetro, ante cada una de sus preguntas, respondía riendo:
—¡Escucha a mi hija! ¡Escucha a mi hija!
A Séfora la hacía feliz la atención que Moisés prestaba a sus relatos, pero,
ante su padre, se impacientaba:
—Lo único que hace es escuchar. Nacerá su hijo y no se habrá decidido a ser
lo que debe ser.
Jetro la tranquilizaba:
—Paciencia. Moisés escucha y aprende. El tiempo trabaja en su cabeza al
igual que lo hace en tu vientre.
Un día, Séfora se interrumpió en medio de la historia que estaba contando,
apenas sin aliento y con los ojos desorbitados. Su cuerpo tembló y gritó. Moisés
se puso en pie al tiempo que el grito percutía en su pecho. Séfora recobró la
respiración y sacó un poco de fuerza para sonreír al verlo tan pálido y perdido.
—¡Llama a Sefoba y a las criadas!
Un momento después, la anciana que hacía de partera dio órdenes en el
patio. Sefoba y las siervas corrieron a buscar a Séfora y permanecieron a su lado
hasta que el sol recorrió más de la mitad del cielo.
Moisés, Hobab, Sicheved y algunos otros rezaron alrededor de Jetro.
Bebieron cerveza y vino mientras los gemidos de Séfora atravesaban las paredes.
El sudor brillaba en la frente de Moisés. Con cada grito que oía, tomaba un sorbo
de vino. Cuando el grito de Séfora se confundió con el de un recién nacido, no lo
oyó, ebrio y dormido como estaba.
El niñito que reposaba entre sus senos tenía el rostro alargado de Séfora, pero la
piel rosada de Moisés.
—Está bien —afirmó Séfora con voz ronca—. Cuanto más se parezca a
Moisés, mejor.
Séfora apenas durmió. Por la mañana apareció Jetro, que le acarició las
manos con los ojos brillantes de alegría.
—Escogerás el nombre de mi hijo y le cortarás el prepucio según la tradición
de Madián —le dijo ella.
—El nombre es fácil —respondió Jetro, levantando al niño—. Lo
llamaremos Guersom, el Extranjero.
Cuando Moisés se enteró de que su hijo iba a perder un trozo de su sexo
minúsculo y a sangrar en el altar de Horeb, protestó:
—¿Queréis matar al que acaba de abrir los ojos? ¿Queréis volverlo
impotente?
Sin ofuscarse, Jetro replicó:
—A mí me lo hicieron al nacer y, ya lo ves, todavía sigo con vida y he tenido
siete hijas y un hijo.
Sus palabras no tranquilizaron a Moisés. Entonces Jetro le explicó que el
Dios de Abraham había exigido esta señal a fin de que su Alianza se inscribiera
en la carne de todos sus hijos.
—Y esto lo seguimos haciendo en Madián, pues es el último vínculo que nos
une a nuestros ancestros.
—¡Esto no es válido para mi hijo! Yo no soy de Madián, y Séfora mucho
menos.
Luego fue a ver a Séfora.
—¡No puedes hacerle esto a mi hijo! —le dijo.
—¿Quién eres tú para hablar en nombre de tu hijo? —replicó Séfora, furiosa
—. ¿Acaso crees que basta con haber gozado entre mis piernas para decidir
acerca de su suerte? Mientras no seas mi esposo, Jetro será el padre del niño
salido de mi vientre.
Moisés sintió tanta vergüenza que se mantuvo alejado del patio de Jetro
durante cien días sin ver a Guersom.
Siguió la circuncisión de lejos, con lágrimas en los ojos, y oyó gritar a Jetro
ante el altar de Horeb el nombre de su primogénito: «¡Extranjero! ¡Extranjero!».
Como un eco de la voz del sabio de los reyes de Madián, Moisés fue
repitiendo el nombre de Guersom como si estrechara a su hijo contra su pecho.
LA ESPOSA DE SANGRE
S éfora aprendió a ser madre. Guersom pobló sus noches de gritos y de
llantos calmados con prontitud, y sus días, de muecas adorables que poco a poco
se fueron convirtiendo en sonrisas. Aprendió a abrocharse la túnica de tal
manera que pudiera llevar a su hijo en cualquier circunstancia. Aprendió a
adivinar cuándo tenía hambre o sed con el solo contacto de su piel, a pensar en él
sin descanso, y a reír y a tener miedo con él. Las mujeres la rodeaban
constantemente; le prodigaban mil consejos y a veces suaves reproches.
Ese torbellino femenino mantuvo a Moisés a distancia, y Séfora no pidió
nunca que lo dejaran acercarse a ella o a su hijo. Durante algunas lunas, no se
prestaron la menor atención el uno al otro. Una sola vez, Sefoba recalcó con un
poco de acritud que Guersom llevaba demasiado bien su nombre.
—Extranjero… De seguro que lo es con su padre. Cualquiera diría que ha
nacido de los buenos cuidados de un ángel de Horeb.
Las criadas rieron por lo bajo, y Séfora las cortó con una mirada más negra
que su piel. Por la noche, se lo contó a su esposo refunfuñando. Sicheved le
recomendaba tener paciencia con Jetro y con su hermana:
—Saben lo que hacen. Moisés es el mejor de los hombres. Las circunstancias
cambiarán. Al propio Hobab le divierte este espectáculo. Dice: «Moisés asegura
que todavía no ha nacido el que puede levantarse contra el faraón, pero ignora
que tampoco ha nacido el que se oponga a la voluntad de mi padre y de Séfora».
En realidad, si alguien criticaba las extrañas condiciones en las que se criaba
Guersom lo hacía lejos de los oídos de Jetro y de su hija.
Llegó el invierno y con él la época del comercio. Moisés acompañó a los
hombres por los caminos de Edom, Moab y Canaán. Ewi-Tsur, el jefe de los
herreros, se unió a ellos con su larga caravana. Sus carros iban tan cargados con
cuchillos con mangos de hueso, dagas con hojas curvas y mazos con largos
mangos que había que uncir las mulas de cuatro en cuatro para arrastrarlos.
Cuando anunciaron su regreso, Séfora se subió a un silo para ver de lejos la
polvareda de la caravana. Como todas las esposas de la casa, corrió a acicalarse.
Se puso una túnica de un vivo color amarillo, bordada con hilos de lana rojos y
azules que dibujaban las alas de un pájaro. Se engalanó con collares y brazaletes
y, por una vez, dio brillo a sus ojos con kohl. La propia Sefoba, esplendorosa
bajo su largo manto, le llevó una piedra de ámbar. Séfora se frotó con ella las
muñecas, aspirando el aroma fuerte y picante antes de envolverla en un pañuelo
de lino.
—¿Por qué no te perfumas ya? —protestó Sefoba.
Su hermana rió con ternura:
—Moisés no ha llegado todavía y no sé qué pensamientos tiene, pero, si es
necesario, mis caderas y mis muslos olerán a ámbar para él.
Durante tres días, el patio de Jetro se llenó de festines, danzas y juegos. El aire
se perfumó con el aroma de la cuscuta, el cilantro y el eneldo. Piando como
bandadas de zarapitos, las jóvenes criadas llenaron las grandes jarras de leche
agria y de cerveza, y batieron el vino con romero y zumo de dátiles. Las más
entradas en años rellenaron con almendras, granadas y uvas las gacelas que
habían cazado en el desierto, para ensartarlas luego en largos asadores que daban
vueltas lentamente en los hogares durante todo un día. Se encendieron otros diez
fuegos para cocer pastelillos de miel con un picadillo de puerros e hinojo;
hogazas rellenas de dátiles, cebada y vísceras de carnero, así como caldos de
kippu y tortas crujientes, doradas con grasa de carnero.
Hobab, Sicheved y los herreros estaban muy orgullosos de sus ventas. Al
otro lado de los grandes desiertos del Neguev y de Chur, en Canaán y Edom, se
temían las razias del faraón. Los ricos y poderosos señores de las ciudades de
Bocra, Qir y Tamar habían comprado armas y ganado sin regatear. El propio
Moisés, que había partido con su escaso rebaño de ganado menor, no volvía con
las manos vacías.
Apenas hubo levantado la tienda bajo el sicomoro, se precipitó en el patio de
Jetro. Encontró a Séfora, que lo esperaba a la puerta de su habitación, ocupada
con las criadas cerca de la cuna de Guersom. Al volver a ver a la que todavía no
era su esposa, se quedó sin aliento.
Séfora había recobrado la esbeltez que tenía antes del nacimiento de su hijo.
Además, desprendía una calma que parecía resaltar su cuerpo y colmar sus
caderas y su pecho. Su abundante y corta cabellera afinaba la gracia de su rostro,
y agrandaba sus sienes y la elegante curva de sus pómulos. Todo en ella
mostraba una fuerza nueva y serena; incluso la sonrisa de sus labios, gruesos y
sosegados, como si los hubieran modelado todas las palabras que había
susurrado para aplacar los temores de su hijo.
Séfora saludó a Moisés con cierta ceremonia y ordenó a las criadas que se
alejaran antes de levantar a Guersom de la cuna. Por primera vez, lo depositó en
los brazos de Moisés, que se echó a reír, ronroneó como una fiera amansada y,
finalmente, blandió a Guersom entre sus manos, sorprendido del tamaño del
pequeño ser que se agitaba entre sus anchas palmas.
—Tengo la sensación de que llevo tanto tiempo fuera que mi hijo debería ya
ponerse de pie y ser capaz de decir el nombre de su padre —se burló.
Séfora meneó la cabeza y retrocedió hasta el umbral de la habitación. Los
dos estaban turbados. No sabían qué hacer con su mirada, con su cuerpo y con
las palabras que se habían murmurado el uno al otro en la soledad de la espera.
Moisés deseaba dejara su hijo en la cuna. Lo colocó allí torpemente y Séfora lo
ayudó, acompañando el gesto con una sonrisa que los hizo temblar a ambos.
Moisés hurgó precipitadamente en el talego que le colgaba de la espalda, del que
sacó una tela larga y estrecha. Franjas púrpura alternaban con tejidos dorados y
finas rayas de color añil, cobrizas y brillantes.
—En las grandes ciudades de Canaán, en Guerar y Bersabee, las mujeres
nobles se envuelven la cabeza con estas telas. Les sientan bien, pero me pareció
que su piel era demasiado clara. He pensado en tu rostro y he comprado ésta para
ti.
Moisés depositó la tela entre los dedos de Séfora, que en seguida apretó entre
los suyos para llevárselos a la boca. La muchacha trató por todos los medios de
resistirse al deseo de enroscarse contra su cuerpo, exigir sus caricias y respirar en
su cuello el perfume casi olvidado del amor.
—Ve a ver a mi padre —farfulló Séfora con una voz sin timbre—. Te espera
con impaciencia.
Moisés intentó atraerla hacia sí, pero ella se apartó suavemente
aprovechando un ronroneo de Guersom. Se inclinó sobre la cuna de mimbre y
arrulló al niño con una canción. Luego volvió el rostro hacia Moisés y repitió:
—Ve a ver a Jetro.
Resplandeciente de felicidad, Jetro celebraba el regreso de su hijo y de su yerno.
Cuando Moisés se inclinó ante él, le manifestó toda su alegría agitando su
cuerpo enclenque y acariciando el brazo del que aún no era el esposo de su hija,
como si quisiera asegurarse de que estaba vivo. Moisés depositó delante de él
una alta copa de plata cincelada.
—Quizá te resulte útil tanto para realizar las ofrendas de vino a Horeb como
para aplacar la sed —manifestó afectuosamente burlón.
—¡Para las dos cosas! —exclamó el anciano sabio—. ¡Que Horeb te proteja!
¡Realmente es útil para ambas cosas!
—Junto a mi tienda hay una joven camella que podría reemplazar a la que
me ofreciste a mi llegada —añadió Moisés.
Ante la sorpresa de Hobab y de Sicheved, Jetro aceptó la camella sin vacilar.
El vino le sonrosaba los pómulos y los ojos le brillaban mientras acariciaba con
la punta de los dedos los hábiles grabados de la copa. Nada parecía hacerlo más
feliz que el comportamiento de Moisés. Después de que hubieron intercambiado
las noticias esenciales del viaje, sin cambiar de tono, preguntó:
—¿Habéis encontrado caravanas procedentes de Egipto?
—No —respondió Hobab, negando con la cabeza—. Los mercaderes que
van al país del faraón no pasan por Canaán. Temen los pillajes de los soldados
llegados de Egipto.
Jetro asintió.
—Por eso han pasado por aquí en vuestra ausencia. Es un camino más largo
rodear la montaña de Horeb y se necesitan buenos guías, pero parece que ahora
es la ruta más segura para llegar a las llanuras del río Iteru.
Guardó silencio, y Hobab y Sicheved lo imitaron. Conocían lo suficiente a
Jetro para saber que no los había interrogado únicamente para mover la
curiosidad de Moisés. Éste se limitó a dar vueltas a su largo bastón entre las
palmas de las manos con el movimiento desenvuelto que ya les resultaba
familiar. Jetro movió la cabeza y dejó la copa de plata delante de él. Chasqueó la
lengua y, con el tono que utilizaba en las ceremonias, explicó:
—Muchacho, los mercaderes aseguran que el país del río Iteru está lleno de
rumores y de intrigas. Se dice que la reina-faraón no ha muerto. Unos afirman
que vive en la oscuridad de uno de sus palacios. Otros creen que su anterior
esposo la retiene en la tumba de su padre. También se asegura que es
contraproducente haberse ganado el afecto de la reina o haber estado a su
servicio. Los mercaderes dicen también que los esclavos hebreos viven más
duramente que nunca. Se los obliga a producir gran cantidad de adobes, a cargar
grandes cantidades de piedras y a construir gran cantidad de muros. Todos los
días mueren centenares de personas realizando estas tareas, pero el látigo del
faraón no se aligera.
Moisés se había puesto en pie. Su rostro, bronceado por el largo viaje, estaba
lívido. Jetro no se ofendió por su descortesía.
—Interrogué a los mercaderes como tú lo habrías hecho, muchacho. Les
pregunté si se hablaba allí de un hombre llamado Moisés. Me respondieron:
«Nunca hemos oído ese nombre». Les pregunté a mi vez: «¿Ni siquiera entre los
esclavos hebreos?». Y me contestaron: «¿Cómo saber los nombres que
cuchichean los esclavos? No dejan que nadie se les acerque».
Moisés se había alejado, y Jetro añadió alzando la voz:
—Moisés, piensa en esto: la que fue tu madre está viva, y vive bajo el yugo
del mismo odio que te alejó de Egipto. Aunque los hebreos no te necesiten, ella,
que sufre la humillación de los suyos por haberte convertido en hijo del faraón,
no tiene otra esperanza que ver tu rostro antes de cerrar los ojos. Lo sé. Te ha
dado tu nombre y te quiere. Si no fluye por tú cuerpo por la fuerza de la sangre,
sí lo hace por las caricias que te prodigó en la infancia. También sé que un
hombre vive mejor y más libre cuando puede despedirse de su madre.
Moisés se había vuelto de espaldas antes de que la voz de Jetro retumbara.
Se detuvo; se volvió, furioso, y gritó:
¡Nadie tiene derecho a decirme cuál es mi deber! —Blandió el bastón y lo
dirigió hacia la montaña de Horeb—. ¡Ni siquiera esas rocas, esas piedras y ese
polvo estéril que consideras tu dios, Jetro!
Y dando grandes zancadas que restallaban en su túnica, desapareció en el
otro extremo del patio, de repente invadido por el silencio.
Sicheved, estupefacto y disgustado, hizo intención de levantarse.
—¡No puede decir una cosa así!
Jetro, con un gesto tranquilo, le ordenó que se sentara de nuevo.
—Grita y chirría como una puerta mal ajustada —sonrió con ternura—.
Todavía se niega a comprender que la construcción en la que ha fijado sus
goznes ya no se tiene en pie.
—Eso no es motivo para que insulte a Horeb —insistió Sicheved.
—A menos que implore su ayuda ocultándose tras su orgullo…
—Lo que me entristece —declaró Hobab, decepcionado— es que se niegue a
hablar con nosotros. Durante todo el viaje no se ha hablado ni de Egipto ni de
Séfora, y ahora huye como un ladrón.
—¡Porque piensa que es un ladrón! —exclamó Jetro—. Cree que ha robado
lo que es. Lucha contra su sombra y contra su propio corazón.
Jetro parecía feliz, admirando de nuevo la copa que le había regalado
Moisés. Hobab y Sicheved mantuvieron el mismo semblante. El anciano sabio
los miró con astucia y palmeó el muslo de su yerno:
—Tranquilízate, hijo, y dale tiempo. Horeb es lo bastante poderoso para
responder él mismo al insulto si lo considera necesario. Es bueno que Moisés
esté enfadado consigo mismo; eso significa que sabe que le falta la fuerza de la
eternidad. El deber y la vergüenza hierven en su corazón como la sopa de cebada
en un fuego muy vivo. Acaba de añadirse la hierba de la cólera, sentimiento que
domina Horeb.
Séfora abandonó discretamente el patio de Jetro, llevando a su hijo en un serón.
Las flautas y los tambores daban ritmo a las risas y a los bailes. Las antorchas
lanzaban destellos sordos sobre la tela de Canaán, que llevaba anudada a la
cabeza. No había ningún fuego ante la tienda de Moisés. Éste permanecía
sentado, inmóvil, sobre un almohadón gastado. Oyó sus pasos, se levantó y
dirigió hacia ella su rostro, endurecido por la luz de la luna. La observó en
silencio mientras depositaba el serón a su lado. La cara del niño apenas era
visible en la oscuridad.
Séfora se alejó sin pronunciar ni una palabra. Finalmente oyó la voz de
Moisés:
—¿Adónde vas?
—A buscar leña para el fuego —respondió, volviéndose ligeramente.
Cuando regresó, Guersom ya no dormía. Parloteaba y profería grititos
alegres mientras Moisés lo mecía torpemente.
Séfora encendió el fuego con la llama de la lámpara de aceite. A
continuación, se desabrochó la túnica y dio el pecho al niño. Moisés la observó
como un hombre que despierta de un sueño lleno de pesadillas. Las llamas se
elevaron, desvelando la gracia de Séfora, los reflejos cobrizos de su rostro
inclinado hacia el niño, la frente en la que los colores sedosos de la tela de
Canaán adquirían reflejos de diadema.
Con una voz algodonosa, como si temiera asustar a su hijo, dijo por fin:
—Tu padre me ha dicho lo que quería que supiera.
Séfora asintió con la cabeza. Separó a Guersom de su pecho, se abrochó
hábilmente la túnica y se colocó al niño en el hombro. Como un animalillo, éste
reclinó la cabeza sobre el cuello de su madre. Ella se balanceó suavemente hacia
adelante y hacia atrás canturreando muy bajo, tan bajo que sólo Guersom podía
percibir la vibración de su voz a través de sus cuerpos abrazados.
Moisés no le quitaba los ojos de encima. Manteniendo el semblante
preocupado, hizo un gesto de aprobación. Esperó un rato antes de preguntar,
mientras señalaba la música y la algarabía en el patio de Jetro:
—¿Por qué no te has quedado a celebrar la fiesta con ellos?
Séfora sonrió y su bella sonrisa brilló en la llama del fuego. Besó la mano del
niño.
—Porque tú estás aquí.
—¿Eso quiere decir que aceptas por fin ser la esposa de Moisés?
Séfora negó con la cabeza sin dejar de sonreír.
—No.
Moisés bajó los párpados y apretó los puños contra su pecho. Séfora pensó
que iba a estallar de cólera. Sin embargo, Moisés volvió a abrir los ojos y miró
fijamente el fuego como si quisiera arder en él.
Permanecieron así durante largo rato, extrañamente pacientes y reservados,
esperando que el niño se durmiera. En una ocasión, Moisés estiró el brazo y
alimentó el fuego, esparciendo las llamas por las altas ramas del sicomoro.
Guersom por fin se durmió. Séfora lo dejó con cuidado en el serón y volvió a
arrodillarse junto a Moisés. Lo abrazó y, con la boca cerca de su oído, susurró:
—No me he dormido una sola noche sin pensar en ti, y Guersom no ha
abierto los ojos ni un solo día sin que le susurrara al oído el nombre de su padre.
—Entonces, ¿por qué eres tan terca? Es como si estuviésemos en guerra.
Séfora le cerró la boca con la mano, apretó los labios en su cuello, y sus
dedos y su boca se convirtieron en seguida en caricias febriles. Luego se levantó,
atrajo a Moisés hacia sí y le besó el pecho por encima de la túnica. Él susurró su
nombre —«¡Séfora! ¡Séfora!»— a modo de oración y de protesta. Ella lo abrazó
con tanto ímpetu que los hizo tambalearse, lo condujo al interior de la tienda y lo
desnudó en un abrir y cerrar de ojos. Cuando le cogió el sexo, él hizo un gesto de
rechazo.
—Hiciste ese gesto con la criada Murti. ¿Lo vas a repetir conmigo? —le
preguntó Séfora.
—¿Lo sabías?
—Cuando ella salía de la tienda yo estaba fuera.
Séfora se había apartado. Moisés la atrajo hacia sí y la desnudó. Ambos
cayeron de rodillas y él la tendió bajo su peso, con la boca y las manos ávidas.
Séfora le ofreció anhelante el perfume de ámbar de sus muslos y de su cintura,
con la misma impaciencia voraz con que en el patio de su padre se arrojaban en
aquel momento sobre el festín.
Más tarde, todavía abrazados, Moisés declaró:
—Tu padre y tú os equivocáis. ¿Por qué iba a enfrentarme al faraón para
volver a ver a mi madre Hatsepsut? Es posible que, entre los millares de
esclavos, mi verdadera madre también siga con vida. Es a ella a quien debería
ayudar y no a la que le robó a su hijo. Sin embargo, ella está perdida entre la
multitud de los que sufren, como un grano de arena en el desierto… Y Tutmosis
se alegrará de capturarme y de servirse de mí para acrecentar la humillación de
Hatsepsut.
Séfora lo escuchó, pero no respondió. Moisés prosiguió:
—En Edom, Moab y Canaán se preparan para la guerra contra el faraón. Se
ven forzados a ella y la temen. Date cuenta, Séfora: naciones enteras tiemblan
ante el poderío del faraón, mientras que tu padre y tú me decís: regresa junto a
Tutmosis y pídele que alivie la pena de los hebreos. Es absurdo.
Séfora no contestó, pero escuchó para asegurarse de que el niño seguía
durmiendo. Su silencio desconcertó a Moisés. Esperó un instante y después se
incorporó. Con una voz más fuerte, en la que crecía la irritación, preguntó:
—No temo mi muerte, sino el uso que hará de ella Tutmosis. Y tú y
Guersom, ¿qué haréis con mi cadáver? No te comprendo. Estás aquí como mi
esposa y basta con que digas una palabra. ¿Por qué te empeñas en no
pronunciarla?
Séfora le acarició el vientre y el pecho, y respondió muy bajo, con una
suavidad que atenuaba la violencia del reproche:
—Porque todavía no eres el hombre digno de ser mi esposo. El que vi en
sueños.
Moisés suspiró, exasperado, y volvió a dejarse caer sobre el lecho boca
arriba. Séfora se sentó, con una sonrisa tierna en los labios, prosiguiendo sus
caricias.
—Lo que dices está cargado de razón. Estás cargado de razón —dijo,
divertida, al tiempo que le besaba los hombros, la barbilla y los ojos—. Piensas
que todo lo que no forma parte de tu razón es locura, ¿no es así? Sin embargo, tu
razón no te permite estar en paz.
Moisés intentó rechazarla cuando ya se avivaba su deseo.
—Si no estoy en paz, es a causa de ti y de Guersom. Somos culpables: él no
tiene padre. Ante todos, en Madián y en la casa de tu padre, somos culpables.
Séfora se aferró a él y lo hizo deslizarse sobre ella mientras le preguntaba:
—¿Cómo sabes que eres culpable, tú, que no crees ni siquiera en la cólera de
Horeb y no obedeces su voluntad?
Menos de una luna después, Séfora anunció a Moisés que no le había bajado la
sangre y que iba a ser padre por segunda vez.
Él abrió los brazos para acogerla y la estrechó fuertemente murmurando en
su oído:
—Somos culpables.
Séfora apretó su frente contra el fuerte cuello de Moisés y respondió:
—Mi voluntad es la de Horeb. ¡Escúchalo!
Moisés la apartó con suavidad, pero había dureza en su boca. Se limitó a
volverse hacia la montaña de Horeb, como sopesando las fuerzas del enemigo
antes de una batalla.
Al día siguiente, Sicheved anunció que Moisés había desmontado la tienda y
había partido con su rebaño, sus mulas y sus camellas en dirección a la montaña.
Jetro fue el único que acogió la noticia con una sonrisa. Al día siguiente,
Hobab regresó de los pastos del oeste. Cuando Jetro le preguntó si había visto a
Moisés caminando hacia la montaña, respondió:
—Ayer, cuando regresaba, nuestros caminos se cruzaron. Lo acompañé hasta
la caída de la noche y lo previne contra lo que lo esperaba. No despegó los labios
y me hizo comprender que no tenía nada que hacer a su lado.
—Está bien —aprobó Jetro—. Está bien.
—¿Cómo puedes decir que está bien? —preguntó Hobab, exasperado, con un
vigor que sorprendió a Jetro—. Los pastos de la montaña son miserables, y las
pendientes, peligrosas para las ovejas y para las camellas.
—No va allí a alimentar a su rebaño —replicó Jetro.
—Entonces, hay que impedírselo. Es una locura que lo dejes partir así.
Jetro acalló su protesta dando un manotazo en el aire.
—No conoce ni los senderos ni los manantiales de la montaña —insistió
Hobab—. Se perderá irremediablemente.
Jetro posó la mano en el hombro de su hijo y señaló las nubes vaporosas que
se arremolinaban en torno a la cima de Horeb.
—Tranquilízate. Horeb cuidará de él y hará que encuentre su camino.
Hobab se encogió de hombros sombríamente, muy poco convencido por la
seguridad de su padre.
Unos días después, Moisés todavía no había vuelto. Séfora pasaba todo su
tiempo con Guersom. Ni una sola vez ayudó a Jetro en las ofrendas. Cuando
Sefoba le servía la comida de la mañana, le preguntó a su hija:
—¿Está enferma Séfora?
—Si se trata de una enfermedad que la hace no despegar los labios y valerse
de su orgullo para contener las lágrimas, sí, se puede decir que está enferma.
—¿Por qué?
—¡Oh! No te hagas el despistado —se impacientó Sefoba—, Moisés se ha
marchado, está de nuevo embarazada y sigue sin marido. Incluso las criadas
empiezan a preguntarse qué será de ella. Éste es el resultado de tu obstinación.
—¡Vaya! —exclamó Jetro—. Recuerda que cuando Moisés vino a pedirme
su mano fue ella la que lo rechazó, no yo.
—Os conozco a los dos. Si no la hubieras apoyado y alentado en esta locura,
hace tiempo que habríamos comido el pan de sus esponsales.
Jetro se limitó a refunfuñar.
Moisés no volvía. Pasaron días, noches y más días, y el nerviosismo y la
inquietud se apoderaron de todos. Los rostros se volvían sin cesar hacia la
montaña y no transcurría ningún día sin que se temiera oír explotar la cólera de
Horeb.
Todos los días, con los primeros resplandores del amanecer, Séfora salía para
escudriñar el cielo y las masas sulfurosas sobre la montaña, a fin de asegurarse
de que no iban a rodar por las pendientes y abrasar el aire. Su vientre crecía
suavemente y de prisa al mismo tiempo, como si encerrase no sólo la vida que
Moisés le había dejado en prenda, sino también la implacable medida del tiempo
que no dejaba de crecer desde su partida.
Una tarde, mientras alentaba los esfuerzos de Guersom, que intentaba dar sus
primeros pasos, Sefoba se reunió con ella. Tenía una sonrisa en los labios y
Séfora se levantó precipitadamente, dispuesta a recibir la buena nueva. Por
desgracia, no oyó las palabras que tanto esperaba. La alegría de Sefoba era otra:
por fin se había quedado embarazada.
—Lo aguardaba tanto… —rió—. Créeme, no he hecho otra cosa que esperar,
pero nada de nada, mientras que tú…
Sefoba levantó a Guersom para comerlo a besos.
—Ahora puedo confesar que durante todo este tiempo he tenido miedo de ser
estéril como la esposa de Abraham.
Estaba exultante. Séfora no tenía fuerzas para compartir su felicidad: la
decepción era demasiado grande. Se agarró a los hombros de Sefoba como si se
estuviera ahogando y estalló en sollozos.
Al día siguiente, cuando salía como de costumbre para vigilar la cumbre de
la montaña, Hobab acudió a su lado.
—El cielo nunca ha estado tan limpio como desde que se marchó Moisés —
remarcó, perplejo.
Permanecieron un momento en silencio y después Hobab murmuró:
—¿Dónde estará?
Señaló la montaña y, con la misma sonrisa suave que hacía cuando
compartían de pequeños las tareas y los juegos, afirmó:
—Tú vigila la cima y yo vigilaré las pendientes. Si alguna vez enciende
fuego, quizá tengamos la suerte de divisar el humo.
—No hará fuego —replicó Séfora con el rostro desencajado—. Incluso aquí,
no tenía fuego delante de la tienda si no se lo encendían.
Hobab le lanzó una mirada pesarosa, como si lamentara la menor crítica de
Séfora hacia Moisés. Volvió hacia él sus brillantes ojos y, con los labios
temblorosos, añadió:
—De todas formas, se ha marchado sin llevarse nada para encender fuego.
Ni eslabón de madera, ni piedra. Estoy segura.
Hobab la agarró por los hombros:
—Hay bocas de fuego en la montaña: sale de las fallas de la roca —declaró
tranquilamente—. Basta con que eche allí unas brozas para calentarse cuando las
noches sean demasiado frías.
Al día siguiente por la mañana, Hobab volvió al lado de Séfora. Después de
contemplar las pendientes, de las que la noche se retiraba lentamente, cogió la
mano de su hermana.
—¿Por qué no vas a ayudar a nuestro padre, en el altar de Horeb, con las
ofrendas de la mañana?
Séfora accedió con una simple presión de los dedos. Cuando llegó junto a
Jetro, el anciano sabio no ocultó su alegría, pero no supo disimular la inquietud
que también se había apoderado de él. Moisés estaba en la montaña desde hacía
demasiado tiempo.
Pasó la primavera y comenzó el verano sin que hiciese un calor sofocante. Ni
una sola vez retumbó la montaña de Horeb, y la cima permaneció despejada y
tranquila. Las cosechas de cebada fueron las mejores desde hacía años, ninguna
enfermedad mermó los rebaños, y las caravanas, que pasaban cada vez con más
regularidad por el camino de Efa, regresaban llenas de riquezas por las ventas de
incienso realizadas en Egipto. Los mercaderes compraban sin regatear todo lo
que los herreros podían venderles.
Todos estaban de acuerdo en que el cielo de Madián jamás había estado tan
radiante como durante aquellas lunas. Sin embargo, fue como si una nube
invisible y lúgubre envolviera el patio de Jetro. Las risas eran poco frecuentes,
las fiestas estaban prohibidas, y la preocupación se reflejaba en los rostros de
todos.
Jetro montó en cólera al descubrir que las criadas de más edad habían
empezado a tejer vestidos de duelo, y de inmediato ordenó que los deshicieran y
que quemaran los hilos utilizados. Sin embargo, no podía luchar contra los
pensamientos y los silencios. ¿Quién podía creer aún que Moisés seguía vivo?
Un amanecer, Séfora le preguntó a Hobab:
—¿Sabrías encontrar su rastro en la montaña?
Su hermano vaciló antes de responder, y luego posó los ojos en el vientre de
Séfora, ya abultado y pesado.
—Hace algunos días, no habría sido demasiado complicado —suspiró—,
pero ahora… ¿Quién puede saber hasta dónde ha subido Moisés? Quizá esté en
la otra vertiente, y allá abajo no hay manantiales.
—Es probable que esté herido y no pueda regresar. Hace días y noches que
lo imagino así, esperando a que acudamos en su ayuda.
Hobab escrutó durante largo rato la montaña, sin pronunciar palabra. Sabía lo
que su hermana cusita no se atrevía a decir. Si Moisés había muerto de hambre,
de sed o a causa de un accidente, había que encontrar su cadáver antes de que los
animales lo hiciesen desaparecer por completo. Asintió con la cabeza y admitió:
—Sí. Es hora de averiguarlo.
Siete días después, Hobab estaba de regreso. Su anuncio sembró la
desolación.
Al oeste de la montaña, había encontrado primero la mitad de los animales
de Moisés, solos y extraviados. A continuación, a una distancia de quinientos
codos, los despeñaderos y los barrancos estaban cubiertos de cadáveres de los
animales restantes, que habían sido devorados por las fieras y por las aves de
presa.
—El rebaño debe de haberse dispersado en todas las direcciones, asustado y
sin que nadie lo retuviera —explicó Hobab.
Había proseguido su ascenso, desgarrándose la voz llamando a Moisés. En el
crepúsculo, apenas a media altura, donde las pendientes no eran otra cosa que
rocas, desprendimientos, polvo y zarzas, había divisado su tienda.
—… Lo que quedaba de ella. Estacas destrozadas y la lona desgarrada por el
viento.
Hobab no podía proseguir sin arriesgarse a perder la vida.
—¿Has visto su mula o su camella? —preguntó Jetro.
—Ni la una ni la otra.
Y adivinando el pensamiento de su padre, se apresuró a añadir:
—Allá arriba no hay nada, padre. No brota ni una hierba ni el más delgado
hilillo de una fuente.
Jetro le dirigió una dura mirada.
—Desengáñate, hijo. Allá arriba sí hay algo. ¡Allá arriba está Horeb!
El sabio de los reyes de Madián no se separaba del altar de Horeb. Ayudado
con frecuencia por Séfora, cumplía escrupulosamente todos los ritos y
depositaba ofrendas cada vez más valiosas. Sacrificó diez de las mejores ovejas
de su rebaño de ganado menor, dos becerras y un ternero joven. Aunque Hobab
veía que su padre gastaba sus riquezas por un hombre que no era ni un hijo, ni un
hermano, ni siquiera un esposo, no protestó ni una sola vez. El propio Sicheved
llevó a su suegro animales de su rebaño para que los ofreciera en su nombre a
Horeb.
Pronto, el patio y los pastos de alrededor se cubrieron del humo negro, graso
y pestilente de la carne calcinada. Nadie protestó por tener que vivir con la nariz
tapada. Un día, en la hora más calurosa, Séfora sintió los primeros dolores y
prepararon la ropa y los demás enseres para el parto.
El alumbramiento fue más rápido que en el caso de Guersom. El sol se
estaba ocultando en el horizonte cuando lanzó el último grito. Sefoba, que ya
estaba próxima a dar a luz, salió al patio para anunciar el nacimiento de un
varón. Sin embargo, antes incluso de que la partera cortara el cordón y dejara al
recién nacido sobre el pecho de Séfora, se oyeron voces cada vez más elevadas.
Eran tan violentas y terribles que todas las criadas que habían asistido al parto se
estremecieron. Séfora, todavía acalorada por el esfuerzo, se incorporó gimiendo.
Sefoba abrió la puerta y una criada gritó:
—¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto!
Séfora se dejó caer boca arriba, con el recién nacido junto a su boca.
Un sudor frío empapó su cuerpo. Hobab, Sicheved y los jóvenes pastores
gritaron al unísono:
—¡Moisés ha vuelto! Está aquí. Está vivo. ¡Moisés! ¡Moisés está aquí! ¡Está
vivo!
Séfora murmuró junto a la pequeña mejilla de su hijo:
—Ha vuelto. Tu padre ha venido para estar contigo.
Hobab rió diciendo:
—Su mula lo ha conducido de vuelta. Ella sola ha encontrado el camino con
él tumbado encima. El estado del animal no es mejor que el de Moisés: tiembla
de fiebre y de sed.
—Moisés respira, aunque apenas puede abrir los ojos. Es increíble —
exclamó Sicheved—. ¿Cómo puede estar vivo? ¿Cuánto tiempo lleva sin beber?
Sefoba derramaba gruesas lágrimas y murmuraba:
—Ni siquiera se lo reconoce. Su túnica está hecha jirones. ¡Ay, Séfora!
Parece hecho de polvo, pero está vivo.
Jetro tenía los ojos brillantes y le temblaba la barba. Escuchaba a unos y a
otros y repetía:
—Horeb nos lo ha devuelto. Ya os lo había dicho.
Aunque los dolores del parto le sacudían todavía los riñones, Séfora quiso
dirigirse a la habitación en la que estaba tumbado Moisés, pero la anciana criada
se lo prohibió.
—Está allí y vivo. Ahora me ocuparé de él. Tu sitio está aquí —ordenó
dejando a su lado al bebé, con los pañales limpios—. Ten confianza, sonríe y
duerme. Mañana verás a Moisés.
Sin embargo, al amanecer del día siguiente, cuando Séfora llegó junto a
Moisés, estrechando al niño contra su pecho, tuvo que morderse los labios para
no gritar. Moisés estaba tan delgado que parecía que los huesos de las sienes
iban a desgarrarle la piel. El torso estaba lleno de arañazos con heridas
hinchadas. Los labios se le habían reventado, y la barba y los cabellos tenían
varios mechones quemados. Costras oscuras le recubrían los brazos. Sangre y
humores supuraban en sus pies, atravesando los emplastos y las telas que los
envolvían. Su respiración silbaba, aguda, como si tuviera la garganta desgarrada.
Séfora se arrodilló y le tocó la frente, que ardía. Moisés se estremeció. Pensó
que iba a abrir los párpados ensombrecidos, pero sólo era un efecto de la fiebre.
—Las llagas de los pies y los arañazos del pecho no son tan graves como
parece —explicó la matrona—. No son profundos, y los emplastos los
cicatrizarán en seguida. Lo que me preocupa es la sed. Sólo debe beber pequeños
sorbos. La fiebre es mala: le abrasa el interior y hace que lo que bebe se evapore
rápidamente.
Séfora no lo pensó dos veces. Mandó buscar mantas, se desnudó, se tumbó
junto a Moisés y pidió que le acercaran al niño. La anciana protestó, pero Séfora
ordenó:
—Prepara un caldo de verduras y carne. Cuélalo y luego déjalo enfriar.
—Lo vas a matar. Un hombre no debe tocar a una mujer que acaba de dar a
luz.
—No lo voy a matar. Mi calor y el de su hijo recién nacido consumirán su
fiebre.
La anciana puso el grito en el cielo.
—¡Haz lo que te digo! —le ordenó Séfora.
Un instante después, la anciana estaba de vuelta con Jetro y Sefoba,
quejándose hasta blasfemar y poniendo por testigo a toda la gente de la casa que
estaba congregada delante de la puerta.
Jetro la hizo callar y Hobab cerró la puerta. Ambos contemplaron con
estupor la extraña masa que formaban bajo las mantas Séfora, Moisés y su hijo.
Una risita salió del pecho de Jetro, y sus ojos fatigados se entrecerraron.
—Haz lo que te pide Séfora —ordenó a la partera.
Ésta salió a regañadientes, mientras Sefoba ayudaba a Séfora a mojar un
paño limpio en el agua fresca de un cántaro. Séfora lo presionó por encima de
los labios resquebrajados de Moisés. El agua le entró en la boca y él la tragó con
un leve gruñido. En ese momento, el recién nacido se despertó y soltó un grito
para reclamar la leche. Sefoba intentó cogerlo, pero Séfora la retuvo.
—Déjalo. Voy a darle lo que pide.
Jetro se echó a reír.
—¿Mi hija cusita ambiciona dar a luz a su esposo después de haber dado la
vida a su hijo?
Durante cuatro días y tres noches, Moisés luchó contra la fiebre, deliró y, por fin,
recobró la vida. Séfora no se apartó de él ni un instante: lo alimentó al mismo
tiempo que a su hijo, y aplacó su sed y el ardor de sus recuerdos.
Durante la segunda noche, Séfora, que estaba adormilada, se despertó con un
dolor en la mano. Moisés se aferraba a ella, con los ojos muy abiertos. Una
mecha de aceite brillaba en la habitación, pero su luz era demasiado parca para
que Séfora pudiese saber si Moisés había recobrado realmente la conciencia.
Mientras Séfora se aseguraba, con la mano que tenía libre, de que su hijo no
estaba despierto, Moisés empezó a gritar:
—¡No me creerán! ¡No me escucharán! Dirán: «¿Cómo te atreves a
pronunciar el nombre de Yahvé?».
Apoyado en la mano de Séfora, y tirando tan fuerte que ella cayó contra él
gimiendo de dolor, siguió gritando:
—¡Cualquier otro!
La puerta se abrió con un chillido, y Séfora vislumbró la silueta de Hobab.
—¡Se ha despertado! ¡Habla! —exclamó su hermano, arrodillándose cerca
de ellos—, ¡Moisés! Moisés…
Sin embargo, Moisés había vuelto a caer en su sueño febril, aflojando por fin
la muñeca de Séfora. Hobab vio que se la frotaba gesticulando.
—Ha recobrado las fuerzas, ¿no es así? —dijo Hobab sonriendo.
Séfora le devolvió la sonrisa, y esbozó una caricia en la frente de Moisés,
que respiraba aceleradamente.
—Mañana estará todavía mejor.
El niño, que estaba a su lado, gimió; Séfora acercó la cuna. Hobab siguió
sonriendo y volvió a salir para ocupar su sitio fuera, en el lecho levantado
delante de la puerta.
Séfora había dicho la verdad. Al día siguiente, Moisés estaba mejor. Por la
noche se despertó. Con los ojos como platos, un poco asustado y aliviado, y con
dificultades para distinguirla en la sombra, descubrió a Séfora a su lado.
—¿Séfora?
—¡Sí! Sí, Moisés; soy yo.
La tocó, apretó sus labios secos contra su cuello y la abrazó hablando
atropelladamente:
—¡Así que he regresado!
Séfora rió. Tenía los ojos llorosos.
—Lo que quedaba de ti volvió a lomos de una mula.
—¡Ah!
Se estremeció con un escalofrío y Séfora temió el retorno de la fiebre.
—Me ha hablado. —Le agarró los hombros y repitió—: ¡Me ha llamado!
¡Me ha hecho ir a Él!
Séfora no tuvo necesidad de preguntarle de qué hablaba. Lo apartó
suavemente, pero él la retuvo:
—Tengo que contártelo. Hizo brotar fuego en la montaña y me llamó:
«¡Moisés! ¡Moisés!».
Se agitaba, con las manos y la boca temblándole. Séfora posó los dedos en
sus labios.
—Más tarde. Mañana me lo cuentas. Ahora tienes que descansar. Necesitas
comer y beber un poco para recobrar las fuerzas y poder contármelo.
Y para forzarlo a tener paciencia, depositó al recién nacido en sus brazos.
—Salió de mi vientre mientras tú entrabas en el patio a lomos de la mula.
Finalmente, Moisés pareció tranquilizarse. Vaciló y se acercó el niño a los
labios:
—A éste le pondré yo el nombre —anunció con un movimiento de la cabeza
—. Se llamará Eliezer, «Dios es mi sostén».
Una risita recorrió la garganta de Séfora y el alivio se esparció, como una
embriaguez salvaje, por todo su cuerpo. Abrazó a Moisés y al niño Eliezer,
mientras él susurraba en su oído:
—Tenías razón. Debo volver a Egipto. Finalmente lo he comprendido.
El día siguiente fue un día como nadie había vivido nunca en la casa de Jetro.
Séfora abandonó por fin el lecho de Moisés. Le cambió las esteras y la
túnica, lo afeitó y lo perfumó, y un poco antes de que el sol alcanzara su cénit,
todos acudieron a escucharlo.
Jetro estaba allí, sentado en la misma habitación, sobre los almohadones que
había pedido que le llevaran. Hobab y Sicheved se encontraban a su lado, al
igual que Sefoba. Tenía a Guersom en sus rodillas y apretaba la mano de Séfora,
que mecía a Eliezer. Los demás, los pastores, los criados, los jóvenes y los
viejos, se arremolinaban delante de la puerta, de tal manera que la luz del día
penetraba a duras penas en la habitación. La voz de Moisés no era muy fuerte y a
veces había que aguzar el oído.
—La llama brotó a veinte pasos de mí. Era una auténtica llamarada, ¡Yo, que
no había vuelto a tener fuego desde el que Séfora encendió para mí bajo el
sicomoro! No tenía fuego. En realidad, en aquel momento, no tenía nada: ni
rebaño, ni leche, ni dátiles. Sólo las sandalias en los pies. Pero allí había fuego.
Tenía tanta hambre que, al verlo, únicamente pensé en lo que podría asar en él.
Entonces me di cuenta de que las llamas ardían, pero no consumían las zarzas
que había delante. «¿Cómo es posible?», pensé. «¿Habré perdido la razón?».
Entonces me acerqué y confirmé lo que estaba viendo: las llamas eran llamas,
pero no quemaban las zarzas. Brotaban de la tierra, azules y transparentes, con
un suave zumbido.
Moisés se interrumpió y bajó la mirada. No se oyó otro suspiro que el suyo.
Luego alzó el rostro y se pasó el pulgar por la boca, aún dolorida. Sus ojos se
posaron en Séfora, que no se movió. A su lado, Jetro asintió, alentándolo con un
ligero movimiento de la cabeza, al que Moisés respondió.
—Las llamas eran llamas, y entonces oí la voz: «¡Moisés! ¡Moisés! Estoy
aquí. ¡No te acerques! Quítate las sandalias porque esta tierra es sagrada. Soy el
Dios de tu padre. Soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob».
Moisés se interrumpió de nuevo, esta vez mirando con insistencia a los que
tenía frente a sí, como si las palabras que acababa de pronunciar pudieran
desencadenar risas o gritos. Sólo captó el temblor de la barba de Jetro y el
golpeteo con las palmas de las manos en el muslo. Después, una voz de mujer
preguntó con impaciencia desde la puerta:
—Y entonces, ¿qué hiciste?
—Me tapé los ojos —respondió Moisés, imitando el gesto—. Las llamas no
consumían las zarzas, pero me quemaban los ojos. Sí, los ojos.
—¡No lo interrumpáis! —gruñó Jetro—. Dejadlo que siga su relato. El
próximo que hable se va.
Miraron a Jetro con reproche, pero éste veía que Moisés tenía un aspecto aún
débil y, si su historia era tan larga como su ausencia, más valía no abusar de sus
fuerzas. Por tanto, dejaron que siguiera con su relato y no volvieron a
interrumpirlo.
Habló del estruendo de la cólera en la voz que decía:
«He visto el látigo en los hombros de mi pueblo en Egipto. He oído los gritos
bajo los golpes de los cabos de vara. He bajado para liberarlo. Ve, Moisés. Te
envío al faraón. Saca a mi pueblo del país del faraón. Saca de Egipto a los hijos
de Israel. Voy a liberarlos del yugo de los egipcios para conducirlos a una tierra
fértil y espaciosa, que mana leche y miel. Anda, te envío al faraón».
Y Moisés, asustado, respondió:
«Me dirigiré a los esclavos hebreos y les diré: “El Dios de vuestros padres
me envía a vosotros”. Me preguntarán: “¿Cuál es su nombre?”. Y yo, ¿qué les
diré?».
«Ehye asher ehyeh, soy el que soy», respondió la voz.
«Pero yo no quería y seguí protestando —continuó Moisés—. Dije: “¡No me
creerán! ¡No me escucharán!”. Me preguntarán: “¿Cómo te atreves a pronunciar
el nombre de Yahvé?”».
«Sin embargo, eso es lo que les dirás a los hijos de Israel», respondió la voz.
Moisés había seguido objetando que no sabía hablar, que se expresaba
torpemente en la lengua de los hijos de Abraham y que ciertamente había
hebreos más sabios y eruditos que él para llevar a cabo una misión tan
importante y tan seria.
«¿Por qué yo? ¿Por qué yo?», había gemido, exactamente como cuando
Séfora le repetía: «Debes volver a Egipto. Lo sé desde que te vi en sueños».
Entonces la voz se enfureció:
«¿Quién ha dado al hombre la boca? ¿Quién hace al sordo y al mudo, al que
ve y al ciego? —había clamado—. ¿Quién sino Yo, Yahvé? Así que vete. Yo seré
tu boca y te enseñaré lo que ignoras».
Y Yahvé le había explicado con detenimiento a Moisés lo que ocurriría
cuando regresara junto al faraón Tutmosis.
«Conozco al rey de Egipto —había dicho la voz de Yahvé—. Conozco su
corazón endurecido y no os dejará marchar hasta que Yo no lo obligue a hacerlo.
Y Yo golpearé a Egipto con todos mis prodigios».
—Yo estaba aún muy asustado para entender eso —contó Moisés—.
Rechinaba los dientes y suplicaba: «¡No me creerán! ¡No me escucharán!».
Entonces la voz me dijo: «¡Tira el bastón que tienes en la mano!». Y yo tiré el
bastón, así.
Moisés cogió el bastón que todo el mundo conocía, el bastón con el que le
había abierto la cabeza al hijo de Husenek, y lo arrojó al suelo de la habitación,
delante de los criados.
Y entonces se produjo una desbandada. En el suelo no había un bastón, sino
una serpiente. ¡Y qué serpiente! Toda negra y más alta que un hombre. El animal
levantó la cabeza, entornó los ojos hendidos, sacó la lengua y silbó en medio de
los gritos. Todos se habían puesto de pie, Séfora con el niño en sus brazos,
Sefoba, Hobab, Sicheved, todos estaban de pie, con los niños que gritaban. Sólo
Jetro permanecía sentado, riendo con la boca muy abierta, mesándose la barba de
placer. La serpiente, enloquecida por aquella agitación, se enroscó sobre sí
misma y desplazó el cuerpo a la manera de un látigo, amenazando con morder a
alguien o con escaparse. Moisés, por su parte, empezó a gritar tanto como pudo:
—¡No la dejéis escapar! ¡No la dejéis escapar! ¡Tengo que cogerla por la
cola!
No obstante, estaba demasiado débil para levantarse y no llegaba con el
brazo hasta la serpiente. Sicheved tuvo la idea de lanzar un almohadón sobre el
animal, obligándolo a retroceder mientras arrugaba siniestramente las escamas, y
Moisés pudo por fin ponerle la mano encima. Se oyó una exclamación de
asombro, seguida de un silencio jadeante.
Moisés tenía de nuevo el bastón en la mano. Sólo el bastón. Se oyeron otras
exclamaciones, otros gritos de incredulidad, mientras dejaba a un lado,
suspirando, aquel extraordinario bastón. Pero, antes de que volvieran a su sitio,
con el corazón todavía palpitando, Moisés levantó la mano derecha para que
todos la vieran, y empezó a golpearse el torso con los dedos.
—Yahvé también me hizo poner la mano en el pecho. Creedme, entró entera
en mi cuerpo y, cuando volví a sacarla, estaba cubierta de lepra. Me dijo:
«Vuelve a metértela en el pecho». Lo hice, cuando la saqué, ya no tenía lepra,
estaba como la veis ahora. No puedo volver a hacerlo, pero es la verdad.
En la estupefacción del silencio se oyó el golpeteo de la mano de Jetro sobre
su muslo. Cogió el brazo de Séfora para obligarla a sentarse de nuevo y ordenó a
todos:
—Sentaos, sentaos, y dejad que Moisés prosiga su relato.
Esta vez Moisés ya casi había terminado.
Como todavía intentaba zafarse, la cólera de Yahvé había ardido contra él,
quemándole la barba y el espíritu, y lo había derribado contra las piedras
gritando: «¡Haz lo que te ordeno! Coge tu bastón y ve a Egipto. No estarás solo.
Tu hermano Aarón, el levita, saldrá a tu encuentro. ¡Hablarás por la boca de él!
Yo seré tu boca y él también lo será si así lo deseas, pues te convertirás en un
dios para él».
Moisés suspiró y sacudió la cabeza.
—No sé cómo me trajo la mula hasta aquí. Tampoco sabía que yo tuviera un
hermano llamado Aarón. Me avergüenza haber deseado tanto escapar de la
voluntad de Yahvé. Era más fuerte que yo. Vosotros sabíais que Horeb estaba ahí
arriba, pero yo… ¿cómo podía saberlo?
Cogió el bastón. Se oyeron murmullos y nuevos gritos de espanto. Sonrió,
con una media sonrisa que suavizó su rostro fatigado, y dejó de nuevo el bastón
sobre sus muslos. Miró a Séfora y luego a Jetro:
—Ahora tenemos que preparar a nuestros hijos para emprender el camino de
Egipto.
La enorme agitación que precedió a la partida evitó a unos y otros languidecer
con las emociones de la cercana separación. Había que seleccionar y separar a
los animales que iban a constituir el rebaño de ganado menor. Séfora y Moisés
podrían obtener leche y carne de ellos. También podrían vender y comprar, y
aparecer así como simples pastores a los ojos de los soldados del faraón que
encontrarían en el camino. Había que cargar mulas y camellos con alforjas que
contuvieran grano, dátiles, tinajas con aceitunas, ropa, grandes odres de agua, y
las lonas y las estacas de las tiendas.
La impaciencia de Moisés era tan grande que Hobab y Sicheved sólo
dispusieron de dos jornadas para trenzar dos barquillas de junco que ciñeron al
lomo de los camellos. Provistas de almohadones y recubiertas de amplios
doseles, ofrecían una buena protección contra el sol y una comodidad aceptable
para un largo viaje. Hobab, al mostrar su obra a Séfora, insistió en acompañarlos.
—Moisés está todavía muy débil y no conoce el camino. ¿Qué harás en caso
de que os topéis con mala gente?
—Tu sitio está aquí —replicó Séfora—. Nuestro padre Jetro te necesita más
que nosotros. Si te vas, ¿quién conducirá sus rebaños a Edom y a Moab?
Quédate aquí, ayúdalo y búscate una esposa.
Pero en vez de reír, Hobab se exasperó.
—Sicheved puede ocupar mi lugar aquí: sabe tanto como yo. Y a Jetro lo
hará feliz que os acompañe.
Séfora siguió negándose, con suavidad pero con firmeza:
—No tenemos nada que temer, Hobab: el dios de Moisés lo protege. ¿Acaso
crees que lo envía a la tierra del faraón para que perezca en el camino?
Hobab acató a regañadientes la voluntad de su hermana. El camino de Egipto
no era tan inseguro desde que las caravanas de los mercaderes de Acad lo
tomaban con regularidad. Con todo, buscó buenos guías para que los
acompañaran. Apenas tuvo dificultades para encontrar a cuatro jóvenes pastores
entre los que habían seguido a Moisés los inviernos anteriores. Además, Murti y
otra media docena de criadas acudieron a besar las manos de Séfora:
—Déjanos ir contigo. Seremos tus doncellas y cuidaremos de tus hijos.
Moisés será pronto rey y necesitarás criadas.
—Id a preguntar a mi padre Jetro —respondió Séfora, riendo—. Él tomará la
decisión.
Jetro les concedió todo lo que querían sin apenas escucharlas; que unas
doncellas acompañaran a Séfora era la última de sus preocupaciones. Por
primera vez en su larga existencia, las palabras lo abandonaban, demasiado
inseguras e insuficientes para expresar la alegría que lo había invadido después
de que Moisés le repitió, una y otra vez y para él solo, todas y cada una de las
palabras que había pronunciado la Voz. Tras escucharlas con toda su sabiduría,
se entusiasmaba, abrazaba a Moisés y acto seguido prorrumpía en aplausos.
—¡Nos recuerda! El Padre Eterno no ha olvidado nuestra Alianza. Ya no
estamos sometidos a su cólera. La mano de Yahvé descansa sobre los hijos de
Abraham.
Pero por desgracia, su alegría se tiñó muy pronto de tristeza. La víspera de la
partida, cayó en la cuenta de repente de que Séfora ya no iba a estar allí. No le
serviría las comidas de la mañana, no estaría a su lado durante las ofrendas y no
compartiría con ella largas y sabias charlas. Durante todo el día, no pudo
separarse de su hija ni un paso: la seguía a izquierda y a derecha mientras se
afanaba con los últimos preparativos. La observaba como si tuviera que grabar
su rostro en su cerebro. Sus labios esbozaban una sonrisa, su barbilla temblaba y
sus párpados se cerraban sobre unas pupilas demasiado brillantes. De vez en
cuando, la tocaba, posaba su mano en su brazo, o rozaba sus hombros o su nuca.
En una ocasión, incluso, como un hombre joven, la sujetó por la cintura. Séfora
le cogió los dedos y los besó con infinita ternura.
—Volveremos a vernos, padre. Ya sabes que volveremos a vernos. Ahora tus
días serán más apacibles y seguirás envejeciendo.
La risa infantil de Jetro resonó en el patio.
—¡Que Yahvé te oiga! ¡Que el Padre Eterno te escuche! —exclamó, feliz de
poder pronunciar estas palabras por su boca.
Al amanecer del día de la partida, mientras amamantaba a Eliezer, dos manos
taparon los ojos de Séfora. Ella reconoció sin dudar su fresco perfume.
—¡Sefoba!
Ésta se deslizó a su lado y cubrió al niño y las piernas de Séfora con una
magnífica manta tejida con franjas coloreadas y motivos sutilmente dispuestos.
—¡Qué hermosa! —exclamó Séfora, separando a Eliezer de su pecho para
tocar el tejido.
El niño lloró y Sefoba lo cogió en brazos y lo estrechó riendo contra su
mejilla húmeda de lágrimas. Eliezer, sorprendido por ese contacto, calló. Séfora
había desplegado la manta y dejaba al descubierto el dibujo que, sobre el fondo
del lino oscuro, centelleaba en la luz de la mañana.
—¡Un árbol de la vida!
—¿Te acuerdas de la hermosa tela que Reba le ofreció a Orma? —preguntó
Sefoba, meciendo a Eliezer—. La que destrozó al día siguiente de la llegada de
Moisés…
Séfora asintió acariciando con la punta de los dedos los pájaros de color
púrpura y dorado, las flores ocre, las mariposas añil posadas en los finos
ramajes.
—La había conservado para ti bajo mi lecho —dijo Sefoba, embargada por la
emoción—. Hacía tiempo que sabía que mi hermana cusita se marcharía y me
dejaría sola.
Durante mucho rato, mientras fuera crecía el ruido de los animales que
formaban la caravana, Séfora y Sefoba se mantuvieron fundidas en un abrazo,
estrechando contra sí a Guersom y a Eliezer.
Más tarde, cuando Moisés ya estaba en una de las barquillas, Séfora y sus
hijos en la otra, y la caravana a punto de abandonar el patio de Jetro, toda la casa
los acompañó al son de flautas y tambores, cantos y gritos. Después se dijeron el
último adiós. Las barquillas desaparecieron finalmente, balanceándose al ritmo
de los pasos de los camellos, con los doseles levantados por la brisa que llegaba
del mar y que parecía esparcir por todo Madián una calma que no habían
conocido desde hacía mucho tiempo.
Después de cuatro días de viaje, sucedió lo siguiente. Los camellos habían sido
desalbardados y los pastores montaban las tiendas. Como tenía por costumbre,
Moisés se alejó para levantar un altar de piedras para Yahvé, tal como Jetro le
había enseñado. Regresó cuando el sol ya estaba muy bajo, y Séfora se dio
cuenta de que caminaba de un modo extraño, por lo que se levantó para verlo
mejor. Las sombras eran largas y la luz deslumbrante.
—¡Moisés! —gritó.
En ese momento, Moisés tropezó. Hincó una rodilla en tierra y tuvo que
sujetarse al bastón para no caer. Séfora corrió hacia él cuando volvía a ponerse
en pie tambaleándose, y lo abrazó para que no se desplomara.
—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?
Sólo le respondió el aliento ronco de Moisés. Estaba pálido, con los ojos
cerrados y los labios desencajados, con un aspecto que le recordó al que tenía a
su regreso de la montaña. Los jóvenes pastores acudieron en su ayuda y
acostaron a Moisés en la tienda. Séfora posó la cabeza sobre sus rodillas y pidió
agua y paños.
Mientras le refrescaba la frente, Moisés abrió los ojos, e hizo un gesto
desagradable al verla inclinada sobre él.
—Yahvé me arrebata el aliento —susurró—. Me arde el pecho.
Y gimió apretando las manos contra el pecho como si quisiera arrancarse los
pulmones. Séfora le rasgó el cuello de la túnica con un golpe seco y sofocó un
grito. Las heridas, que hacía días que sólo eran cicatrices claras, apenas visibles,
se estaban extendiendo por el torso de Moisés, rojas e hinchadas.
—¿Todavía soy culpable? —murmuró Moisés—. ¿Qué falta he cometido?
El espanto despojaba a Séfora de todos sus pensamientos. Acarició el rostro
de Moisés.
—No, no, no hay ninguna falta. Te voy a curar las heridas.
Pidió los aceites y los ungüentos que las ancianas criadas habían guardado
con precaución en unos sacos de cuero antes de su partida. Moisés buscó su
mano, la cogió y reunió todas sus fuerzas para preguntar:
—¿Cómo vamos a ir a Egipto si Yahvé me arrebata la vida?
La cólera y el miedo se apoderaron de Séfora.
—¡No, eso no es posible! —exclamó—. Yahvé ha vuelto para impartir
bondad y justicia, no para quitarte la vida.
Moisés mantuvo un instante la boca muy abierta, como un animal que se
asfixia, y después recobró el aliento y esbozó una sonrisa.
—Yahvé puede hacer lo que quiera —dijo con la voz rota.
—No —siguió protestando Séfora—. Sé que te quiere vivo delante del
faraón. ¿De qué serviría la muerte de Moisés en este momento?
Ella intentó levantarse y suplicar al dios de Moisés, pero le salieron las
palabras que había pronunciado delante de Hobab: «El dios de Moisés lo
protege. ¿Acaso crees que lo envía a la tierra del faraón para que perezca en el
camino?».
—Nada se ha cumplido todavía. Eso no es posible, lo sé —repitió—. Debes
vivir.
¿Por qué se mantenía la cólera de Horeb en Yahvé? Debía averiguarlo, y no
dejarse impresionar por el dolor y las llagas. ¿Qué falta habían cometido?
Ah, si su padre Jetro estuviera allí…
Moisés sintió un escalofrío. Con una voz apenas audible, próxima al delirio,
gimió:
—Yahvé castiga las injusticias. Viene a recordarnos su Alianza.
Entonces Séfora abrió desmesuradamente los ojos.
—¡La Alianza! —exclamó. Lágrimas de risa se mezclaban con lágrimas de
espanto—. Moisés, recuerda que el Padre Eterno dijo: «Éste será el signo de mi
Alianza entre tú y Yo».
Pero Moisés no tenía fuerzas para escuchar y comprender. Séfora se precipitó
fuera de la tienda y dijo a las sorprendidas criadas:
—¡Eliezer! ¡Eliezer! ¡Traedme a mi hijo Eliezer! Y también un cuchillo, el
más fino, el que más corta.
Moisés, jadeante, abrió los párpados cuando oyó que volvía. Séfora,
abrazando a su hijo, ordenaba a unos y otros:
—Verted aceite de menta y de romero en esta escudilla. Murti, ve a buscar
una piedra lisa. Y tú, trae agua hirviendo; he visto que hay en el fuego. Hay que
sumergir el cuchillo. Y paños, traed más paños; éstos no son suficientes.
Sin dejar de hablar, le quitó los pañales al niño. Los gritos de Eliezer
inquietaron a Moisés más aún que su propio dolor.
—¿Qué haces? ¿Qué haces? —gimoteó.
Mientras las criadas se apresuraban a su alrededor, Séfora depositó el
cuerpecito desnudo de Eliezer sobre la piedra que acababan de llevar junto a
Moisés.
—¿Qué haces? —jadeó Moisés.
Séfora le mostró el cuchillo de sílex y cogió con ternura el minúsculo sexo
de Eliezer.
—Tu Dios anunció a Abraham: «Vuestro prepucio será circuncidado en señal
de la Alianza entre vosotros y Yo. De generación en generación, serán
circuncidados todos los niños a los ocho días de nacer. Mi Alianza atravesará
vuestra carne, una Alianza eterna entre vosotros y Yo». Tu hijo Eliezer tiene más
de ocho días y ni mi padre ni tú lo habéis circuncidado. El Padre Eterno te ha
llamado para que renazca la Alianza entre tu pueblo y Él. ¿Cómo puede
producirse esto si tu hijo no lleva la señal según su voluntad?
Con mano firme y segura, como si lo hiciera a menudo, Séfora bajó el sílex
sobre el prepucio de su hijo después de haberlo remojado en aceite perfumado
con hierbas. El grito de Eliezer apenas fue más fuerte que los que daba
habitualmente.
Sin detenerse, cogió a Eliezer, levantó los brazos y alzó a su hijo por encima
de Moisés.
—¡Señor Yahvé, Dios de Abraham, Dios de Isaac y de Jacob, Dios de
Moisés! Oh, Señor Yahvé, escucha los gritos de Eliezer. Tu Alianza atraviesa su
carne, una Alianza eterna. Mira, Señor Yahvé. El hijo de Moisés, el segundo,
está circuncidado según tu ley. Oh, Señor Yahvé, escucha la voz de Séfora, la
esposa de Moisés. Yo no soy lo que soy, pero recibe a mi hijo, hijo de Moisés,
entre tu pueblo. Señor Yahvé, que la sangre de Eliezer, que el prepucio cortado
de su hijo, borre la culpa de Moisés. Tú lo necesitas y yo lo necesito. Yo, que soy
su esposa por la sangre de Eliezer. Oh, Señor Yahvé, escúchame. Soy tu sierva y,
bajo mi piel negra, soy tu pueblo.
Cuando calló, se produjo un curioso silencio que sorprendió a todos antes de
que se dieran cuenta de que Eliezer había dejado de gritar.
Después se oyó el aliento de Moisés, brutal como una ráfaga de viento; como
si la vida, con todo su poder, penetrara en su pecho.
Séfora bajó a Eliezer muy cerca del rostro de Moisés, que, con los párpados
cerrados, respiraba aceleradamente. Apretó el rostro de Eliezer contra la mejilla
de su padre y, durante un breve instante, ambos respiraron juntos. El niño lanzó
un nuevo grito, y luego otro más. Séfora sonrió. La criada Murti y otra, muy
joven, se echaron a reír. Séfora les tendió a Eliezer.
—De prisa —dijo.
Se lo llevaron corriendo para untarle la herida con bálsamo y envolverlo en
paños.
La sangre enrojecía los dedos y la palma de Séfora. Levantó la túnica de
Moisés y le cogió el sexo como había hecho con el de su hijo. Con una caricia
untó el miembro de Moisés con la sangre de su hijo. Moisés se incorporó y de su
pecho salió un suspiro rápido. Antes de que pudiera preguntar nada y sin
interrumpir su caricia de sangre, Séfora murmuró:
—Tampoco hemos llevado a cabo nuestros esponsales. Como te había
prometido, este día es el de nuestras nupcias. Que el Padre Eterno nos vea y nos
bendiga, esposo querido. Tú eres al que quiero y al que he escogido. Eres el
esposo de mi sueño, el que me salva y me lleva, aquel al que siempre he querido,
aquel al que esperaba sin siquiera conocer su rostro. Oh, Moisés, eres el que
debes ser, y esta noche será la de nuestros esponsales. Yo, Séfora, la cusita, la
extranjera en todos los países, desde este instante soy tu esposa de sangre. Ya no
somos culpables, puesto que Guersom y Eliezer tienen padre y madre. Soy tu
esposa de sangre, oh, amado esposo.
Moisés sonreía y tendía con dificultad los brazos hacia ella. Séfora se deslizó
en ellos, se tumbó junto a él, besó su pecho herido, y unió su boca y su aliento
con los de él.
Cuando anocheció, Séfora pudo comprobar a la luz de una mecha encendida que
las heridas de Moisés se habían borrado tan prodigiosamente como habían
aparecido. Le acarició y le besó el torso con deleite, pero no consiguió
despertarlo ni sacar de él ni un gruñido. Rió y se durmió a su lado, también
agotada.
A medianoche, Moisés la despertó a fuerza de caricias. Moisés volvía a ser
Moisés: despertó su deseo y murmuró palabras roncas de pasión:
—¡Oh, esposa mía! ¡Mi esposa de sangre, que me alimenta de vida, me da y
me sigue dando la vida! Despierta: ésta es la noche de nuestros esponsales.
Y mientras le besaba los senos, el vientre y los muslos, susurraba:
—Eres mi jardín, mi mirra y mi miel, mi gota de noche y mi paloma negra.
Oh, Séfora, eres mi amor y las palabras que me salvan.
Los esponsales duraron hasta el amanecer.
TERCERA PARTE
LA ESPOSA RECHAZADA
MIRIAM Y AARÓN
S éfora era feliz. Se dirigía a Egipto con su amado esposo. Hacía tiempo que
deseaba con todas sus fuerzas vivir aquellos días. Ya no la movía un sueño, sino
la impaciencia por lo que iba a suceder en el país del faraón. La monotonía de
los días, el continuo balanceo de los camellos que parecía un oleaje sin fin, el
ardor del sol y las heladas de las noches carecían de importancia. En el horizonte
de las llanuras sombrías que se extendían todas las mañanas ante sus ojos se
elevaba la magnitud de la misión confiada a su esposo por Yahvé. A Séfora le
bastaba con poner la mano en la muñeca, el pecho o la nuca de Moisés para
colmarse de alegría; le bastaba con ver disfrutar a sus hijos entre los brazos de su
esposo para convencerse de que no era un hombre como los demás. Él era, con
todo su cuerpo y toda su alma, la esperanza.
Así, en aquel largo viaje, los días eran felices y estaban llenos de promesas.
Sin embargo, la felicidad se acabó antes de que las promesas llegaran a
cumplirse.
Al no poder atravesar el mar de los Juncos con el rebaño, tuvieron que rodearlo.
Durante cinco lunas, bordearon los pliegues desolados de las montañas sin que
ni una sombra los resguardarse del polvo y de las piedras. Habían avanzado
mucho, pero el río Iteru no aparecía.
La lentitud de los días impacientaba a Moisés y la extensión de las noches lo
irritaba. La risa y el parloteo de sus hijos ya no desviaban su mirada, clavada en
el oeste, y no relajaban su ceño. A veces, Séfora percibía el hastío bajo sus
caricias.
Pronto, no hubo tarde en que la inquietud no lo atormentara. ¿Seguían el
camino correcto? ¿No se estarían equivocando los pastores, que no habían ido
nunca a Egipto? Pero ellos respondían, sonrientes:
—No temas, Moisés. Sólo hay un camino y podrías encontrarlo sin nosotros.
Basta con seguir el sol hacia poniente.
Entonces Moisés encontraba otros motivos para atormentarse. ¿Saldría a su
encuentro su hermano Aarón, como Yahvé le había prometido? ¿Cómo lo
reconocería? Y después, ¿cómo llegarían a Uaset, la reina de las ciudades?
¿Cómo se presentarían ante el faraón? ¿Lo aceptarían los hijos de Israel? ¿Lo
creerían? ¿Seguiría hablándole el Señor Yahvé?
—Levanto altares como me enseñó tu padre —le confesaba Moisés a Séfora
—. Grito su nombre y hago ofrendas, pero sólo me responden las langostas y los
saltamontes.
—Confía en tu Dios —replicaba Séfora pacientemente—. No tienes nada
que temer. ¿Acaso no es el Padre Eterno la misma voluntad?
Moisés asentía, reía, jugaba con Guersom y le dibujaba animales imaginarios
en la arena. Después volvía a fruncir el entrecejo y se inquietaba.
En una ocasión arrojó el bastón como había hecho en el patio de Jetro. El
bastón se transformó en una serpiente que sembró el terror entre las criadas,
provocó risas entre los pastores y despertó la admiración en Guersom, al ver a su
padre hacer prodigios semejantes.
Un día atravesaron una colina similar a los centenares de colinas que habían
dejado atrás, pero esta vez, sin embargo, los pastores se detuvieron en seco.
Señalaron con el dedo y gritaron:
—¡Egipto! ¡Egipto!
Séfora y Moisés estaban ya de pie, sujetos a las cintas de sus barquillas.
Delante de ellos, una sombra verde trazaba una raya en la inmensidad ocre y
gris, y unía el cielo y la tierra hasta los confines del horizonte. Moisés levantó a
Guersom y lo sentó en sus hombros. Una vez arrodillado su camello, bailó y
cogió a Séfora en sus brazos, con las mejillas empapadas de lágrimas. Aquella
tarde, la ofrenda a Yahvé fue larga, y el fuego de la celebración duró toda la
noche.
Después de una sola jornada de marcha, apareció el río Iteru en medio de la
corriente verde, como una serpiente sin cabeza ni cola. Se dirigieron a la llanura,
y el verde creció, cruzando el horizonte de norte a sur. Allí, en la linde del
desierto y delante de la opulencia inimaginable de la tierra del faraón, en la
bruma de un amanecer, un grupo de hombres salió al encuentro de su caravana.
Llevaban amplias túnicas de lino beige que les llegaban hasta los pies. Los
turbantes les cubrían el rostro y sólo dejaban ver sus ojos, y todos tenían un
bastón en la mano. Se colocaron delante del ganado, los pastores silbaron y la
caravana se detuvo.
Los recién llegados apartaron el ganado y avanzaron hasta los camellos.
Moisés tenía ya una sonrisa en los labios. Séfora cogió a Eliezer y lo estrechó
entre sus brazos. «Por fin veremos al hermano desconocido», pensó. Ella tenía
ya también una sonrisa en los labios, dispuesta a compartir la alegría que
aguardaba a Moisés. Sin embargo, un temor inesperado la hizo abrazar a Eliezer
con más fuerza y ajustar con cuidado su turbante de colores antes de hacer
arrodillarse a su montura.
Los recién llegados avanzaron, con paso ligero y rígido, hasta el hocico del
camello. Moisés saltó de la barquilla, y Séfora oyó una voz de hombre que
preguntaba:
—¿Eres tú mi hermano Moisés, el que nos envía el Dios de Abraham, de
Jacob y de José? —Como el turbado Moisés no hacía otra cosa que abrir los
brazos y levantar el bastón, añadió—: Yahvé, el Dios de los hijos de Israel, me
ha visitado para anunciarme tu llegada.
Séfora no conocía el acento, pero en la potencia, la soltura y la autoridad de
su voz vislumbró a un hombre acostumbrado a hablar y a valorar la fuerza de las
palabras. El tono de Moisés, comparado con el de su hermano, era humilde y
casi inaudible cuando balbuceó:
—Sí, sí, desde luego. Soy yo. Yo soy Moisés. Me siento muy feliz. Hace
días… Hace días… Desde luego que soy Moisés.
Se miraron durante un instante, asombrados tanto de sus respectivas
apariencias como de la realidad que se presentaba ante ellos. Los pastores y las
criadas, apiñadas en torno a Séfora, escrutaron a los desconocidos y buscaron su
mirada entre los pliegues de los turbantes. Los desconocidos los miraron de hito
en hito, vacilantes, apretando el bastón en la mano como si temieran una
amenaza.
—Yo soy Aarón —respondió finalmente el desconocido.
Cogió el extremo del turbante y, con un hábil movimiento, se descubrió el
rostro. Era un rostro muy delgado que infundía respeto, con los párpados y los
ojos oscuros, la mirada severa y la boca roja bajo una barba en desorden. Su
frente, prematuramente surcada de arrugas, quizá recordaba la de Moisés,
aunque era más ancha, y la abundante y ensortijada cabellera nacía más arriba
que la de su hermano. Era un rostro que la llama de la pasión invadía en seguida,
y que hacía que Aarón aparentara más edad, aunque tenía varios años menos que
Moisés.
Moisés dio rienda suelta a su felicidad y acogió efusivamente a su hermano
en sus brazos. Los pastores, por su parte, lanzaron gritos de alegría. Séfora dejó a
Guersom en brazos de la criada Murti y mantuvo a Eliezer descansando junto a
su pecho. Antes de que llegaran junto a Moisés, uno de los acompañantes de
Aarón se acercó y se desató el turbante. El abundante torrente de cabellos negros
y sedosos que se desparramó pertenecía a una mujer. Cogió las manos de Moisés
y exclamó con energía:
—¡Oh, Moisés! ¡Moisés! Hoy es un día muy feliz para mí. Soy tu hermana
Miriam.
Moisés se quedó petrificado, incapaz de responder al arrebato de afecto de la
mujer que tenía frente a él.
Séfora descubrió con estupor el motivo de su silencio: el rostro de Miriam
era de una enorme belleza. Su boca era perfecta y carnosa. El arco de sus cejas
se extendía sobre una mirada brillante de emoción e inteligencia. La frente lisa y
suave, la delicadeza de las aletas de la nariz…, no había un solo rasgo que
careciera de elegancia o encanto. Al contrario que Aarón, ella, que
probablemente tenía quince o dieciséis años más que Moisés, parecía
encontrarse en plena juventud. Sin embargo, bastaba con que el viento levantara
su abundante cabellera para que se revelara la terrible cicatriz que la desfiguraba.
Era irregular, con rebordes extrañamente doblados, y se extendía desde la sien
hasta el ojo, como si la herida hubiera sido martirizada. La cicatriz, gruesa y con
reflejos violáceos, marcaba un lado entero de la cara como una cuchillada.
—Tengo una hermana —balbuceó por fin Moisés—. Miriam, hermana. No
sabía que tuviera una hermana.
Se echó a reír y apretó las manos de Miriam contra sus mejillas.
—La verdad es que hasta hace poco yo tampoco sabía que tuviera un
hermano.
Quizá sólo Séfora percibió la turbación bajo la vehemencia.
—¡Así es, Moisés, así es! —exclamó Aarón, levantando las manos hacia el
cielo—. Yahvé vino a mi encuentro y me dijo: «Ve al encuentro de tu hermano
Moisés. Ayúdalo, pues va a liberar a los hijos de Israel del yugo del faraón». Lo
abandonamos todo y partimos. «Lo encontrarás en el desierto, en el camino de
Meidum», me dijo. Vinimos a esperarte en la linde del desierto, en el camino de
Meidum, y aquí estamos.
—¡Ah! —rió Moisés—. ¡Estaba tan inquieto! Me preguntaba: «¿Vendrá mi
hermano? ¿Lo reconoceré?». ¡Ah! ¡Qué tontería tener miedo! Séfora tenía razón
una vez más, y se burlaba de mí.
—¿Querrás creerlo? —intervino Miriam devorándolo con la mirada y como
si no hubiera oído—. No sé si lo creerás, pero te tuve de niño en mis brazos.
Moisés siguió riendo, algo desconcertado, con un brillo de seriedad en la
mirada.
—¿Yo, niño? —se extrañó.
Aarón se había vuelto hacia la que Moisés había escogido. Frunció el
entrecejo, con la sorpresa en el semblante, y posó en Séfora y en Eliezer su
vehemente mirada.
—¿Séfora? —inquirió antes de que Miriam contestara a Moisés.
—¡Sí, Séfora! —asintió Moisés cálidamente—. Mi querida Séfora, mi esposa
de sangre. ¡Que sea bendecida aquella a la que se lo debo todo, incluso seguir
con vida! Éste es mi primogénito Guersom, y éste, mi segundo hijo, al que he
llamado Eliezer, «Dios es mi sostén», pues llegó al mismo tiempo que la voz del
Señor Yahvé.
Séfora sonrió, pero, en reciprocidad, no vio otra cosa que estupor. Miriam,
con la mirada aún más dura por la terrible marca de su rostro, recorría la silueta
de Séfora como si pudiera verla desnuda bajo su ropa. Los párpados de Aarón se
entrecerraron y su boca tembló.
—¿Tu esposa? —dijo, volviéndose incrédulo hacia Moisés.
Miriam avanzó un paso, levantó la mano y la dirigió hacia la criada Murti,
como si esperara todavía haberse equivocado.
Moisés tuvo un ataque de risa. Con un solo movimiento, abrazó a Séfora y a
Eliezer.
—La hija de Jetro, el sabio y sumo sacerdote de los reyes de Madián. A él
también le debo mucho. Hermano, todo lo que ves detrás de nosotros, el ganado,
las mulas, los camellos, e incluso la túnica y las sandalias que llevo, se lo debo a
la bondad de Jetro. Estos pastores que me acompañan viven en su casa. Sin
embargo, el mayor don que me ha concedido es el de entregarme a su hija. Oh,
sí, vuelvo a deciros que Moisés no sería Moisés sin Séfora y Jetro.
Había intentado poner un poco de calor en su discurso, pero apenas se caldeó
el frío que emanaba de Aarón y de Miriam. Aarón se volvió hacia su hermano.
—¿Estabas en casa de los madianitas? ¿Su sacerdote es cusita?
Moisés rió con ganas, expresando burla y diversión. Séfora también rió,
intentando imprimir a su voz suavidad y cortesía.
—No, Aarón; no temas. Mi padre Jetro es como todos los madianitas, hijo de
Abraham y de Cetura.
La hermana y el hermano acentuaron su sorpresa. Unas sonrisas corteses se
posaron en Séfora, que bajó la frente ante el peso de su mirada, aunque en
seguida se avergonzó de su sumisión.
Moisés apretó el hombro de Séfora. En la presión de la palma de su mano,
descubrió su inquietud, las palabras de silencio que atravesaban sus cuerpos
cómplices y murmuraban: «No te enfades. Todavía no te conocen. No saben
nada. Son de Egipto y están acostumbrados al látigo del faraón. Pronto
abandonaran sus recelos».
En voz alta, explicó:
—Es una larga historia que tendría que contaros. Pongámonos en marcha
otra vez, pues hay que apresurarse para llegar a Uaset. Hablaremos por el
camino. Tenemos mucho que aprender los unos de los otros.
Aarón exclamó que sí, que mucho, pero, en el rostro de sufrimiento de
Miriam, Séfora leyó el desencanto y la incomprensión. Y un sufrimiento nuevo.
La enorme alegría del reencuentro con su hermano, tan querido y esperado, ya se
había marchitado.
Durante treinta días marcharon hacia el sur, tomando caminos húmedos y
estrechos, apartados de las rutas más importantes. Séfora no había visto jamás
nada parecido: una inmensidad de verdes campos, jardines, bosquecillos, y el
verde de las orillas de un enorme río, sembrado de islas frondosas y recorrido
por innumerables barcas cuyas velas se deslizaban, semejantes a gigantescas
mariposas, por la poderosa corriente.
Algunos palmerales y jardines eran tan amplios y prósperos que podrían
haber alimentado por sí mismos a todo el reino de Madián. Séfora descubrió
frutas, granos y follaje con una apariencia y un sabor desconocidos. De vez en
cuando, entre los setos que formaban los juncos, los ficus y el laurel, entre los
troncos cargados de dátiles de las palmeras, aparecían los muros de una ciudad.
Estaba impaciente por entrar en ellas, pero Aarón y Miriam alejaban la caravana
a fin de evitar la curiosidad de sus habitantes.
—Siempre hay espías —explicaban—. Pronto descubrirán que no sois de
Egipto y correrán a prevenir a los soldados del faraón.
Más de una vez, Séfora estuvo tentada de decir lo que le había repetido
constantemente a Moisés a lo largo del viaje: «¿Por qué estáis asustados si
actuáis de acuerdo con la voluntad de vuestro Dios?». Sin embargo, temiendo
molestar a Moisés, guardó silencio. En realidad, veía tan poco a su esposo que
habría tenido que reclamar su atención, arriesgándose a irritar el humor ya de por
sí irascible de sus hermanos.
Moisés le había dicho a Aarón que tenían que contarse muchas cosas. De hecho,
no se separaron durante todo el viaje. Primero hablaron en la barquilla. Después
Aarón se sintió indispuesto por el balanceo del camello y cabalgaron en dos
mulas uno al lado del otro. De la mañana a la noche se oían murmurar sus voces,
sobre todo la de Aarón, seca y nítida, pues, al cabo de unos días, Séfora se dio
cuenta de que era él quien hablaba. Moisés escuchaba y asentía con la cabeza.
Cuando acampaban, se alejaban para ofrecer juntos sacrificios a su Dios
Yahvé. Después comían separados de los demás, y Aarón siempre tenía algo más
que decir. Moisés volvía a la tienda a medianoche, cuando Séfora dormía. Por la
mañana, con las primeras luces del amanecer, Aarón los despertaba, siempre
apremiando a Moisés para ir a realizar las ofrendas de la mañana, siempre con
prisa para levantar las tiendas y volver a emprender el camino, siempre inquieto
por temor a que fueran sorprendidos por los soldados o los espías del faraón.
Durante los primeros días, Moisés le había confiado a Séfora:
—Aarón es como tu padre Jetro. Quiere saberlo todo sobre el fuego y la voz
de Yahvé. Tengo que repetirle cientos de veces lo que me dijo. También quiere
que aprenda la historia de los hijos de Isaac y Jacob, y sobre todo lo que le
ocurrió a José. Sí, es como Jetro, pero, en cuanto a contar historias, está menos
dotado que tú.
Todavía había alegría en su voz. Sin embargo, Séfora descubrió pronto cómo
la tristeza y la preocupación se adueñaban de él.
—Creía que sabía algo sobre nuestro pasado, pero veo que no sé lo suficiente
—explicó un día—. Creía que conocía el sufrimiento de los hebreos en esta
tierra, sometidos a la maldad y al odio del faraón, pero no sé nada.
Séfora evitó hacerle preguntas y él no le pidió ayuda. Por la tarde, con las
tiendas levantadas, ella pasaba todo el tiempo con Guersom y Eliezer en
compañía de las criadas. Era raro que Moisés fuera a ver a sus hijos. Y,
sorprendentemente, muy raro también que Miriam les concediera un poco de
atención. Murti fue la primera en mostrar su extrañeza:
—¿No es raro que la hermana de Moisés no venga nunca a ver a tus hijos? El
otro día se acercó, y desde entonces se ha mantenido alejada.
Como Séfora no parpadeaba ni daba muestras de haberla escuchado, Murti
insistió con una pizca de rencor:
—¿Son ésas las costumbres de las mujeres de aquí? ¿Mantenerse apartadas
de los niños y de las criadas, alejarse por la noche para dormir, y estar rodeadas
todo el día de sus hermanos y de sus compañeros como si tuviéramos la peste?
Séfora forzó una sonrisa.
—No nos conocemos: somos unas extrañas la una para la otra. Además,
Moisés ha estado con nosotros mucho tiempo. Miriam tiene avidez de su
hermano y ahora quiere saciarse.
—¡Oh! —exclamó Murti—. Realmente se sacia de él. Si pudiera devorarlo,
lo haría. Me asombra que no tenga nada que objetar cuando viene a dormir a la
tienda contigo.
—¿Una celosa hablando de celos? —se burló Séfora.
—¡Oh, no! —exclamó Murti sinceramente—. Cometí esa falta de la que me
salvaste, pero ahora Moisés sólo es para mí un maestro al que admiro. Es a ti a
quien quiero.
—Pronto todo irá mejor —le prometió Séfora, acariciándole la nuca—.
Aarón tendrá menos cosas que decir y Moisés pasará más tiempo con nosotros.
—¿Realmente lo crees? —preguntó Murti, dándole la vuelta hábilmente a
Eliezer para extender por sus nalgas una fina capa de polvos calizos—. No veo
el día en que Aarón hable menos.
Séfora rió y ocultó el temblor de sus labios. ¿Para qué mostrar el dolor que le
emponzoñaba el corazón antes incluso de que llegaran a Uaset? Las palabras de
Murti no encerraban otra cosa que la verdad.
Una de las primeras tardes del viaje en común, la bella Miriam, con un velo
que le ocultaba la mejilla derecha y forzando una sonrisa, se había acercado a la
tienda de Séfora, que en ese momento estaba quitándole los pañales a Eliezer.
Mientras retiraba el último paño del cuerpecito regordete, había observado la
expresión de Miriam: el rostro de su cuñada reflejaba auténtico espanto.
Eliezer, desnudo, no ocultaba su ascendencia. Miriam quería asegurarse de
que estaba bien circuncidado, pero sobre todo descubrió el color de su piel. A
diferencia de Guersom, Eliezer era a sus ojos más hijo de su madre que de su
padre, y al ir perdiendo su apariencia de niño de pecho, su piel, aunque más clara
que la de Séfora, iba adquiriendo un tono negro suave y luminoso, quizá algo
parduzco. En realidad, hacía pensar en un panecillo relleno de hierbas, tan
crujiente que daban ganas de pasarse el día comiéndolo, afirmaban las criadas,
conmovidas.
Sin embargo, Miriam no pensaba en comerse a Eliezer y el bebé no la
enternecía lo más mínimo. No intentó disimular su repulsión y su cólera, no
pronunció ni una palabra, sino que se alejó, dejando en el silencio, tras de sí,
toda su amargura.
En realidad, Séfora no necesitaba palabras para comprenderla. Ya conocía la
repulsa y la aversión que su cuerpo podía provocar. Miriam, bañada siempre en
la tradición y en el saber de los que tanto hablaba su hermano Aarón, no había
podido imaginar ni por un solo momento que Moisés, aquel Moisés al que
parecía adorar como el dios que Yahvé había anunciado, pudiera tener un hijo
tan extraño a su pueblo.
Una mañana, cuando se disponían a partir, como todos los días, Aarón afirmó:
—Uaset está a cinco días de marcha. A partir de aquí tendremos que ir a pie,
sin rebaño, camellos ni mulas, sin pastores ni criadas.
—¿Por qué, hermano? —se extrañó Moisés.
—Si te acercas a la ciudad del faraón con toda esta comitiva, sus soldados se
nos echarán encima antes del atardecer. Somos esclavos. Los esclavos no poseen
nada ni tienen derecho a poseer nada.
Moisés miró a los que habían hecho tan largo viaje con él, que lo
observaban, incrédulos. Aarón se adelantó a su protesta:
—Pueden regresar siguiendo el río y esperar en el lugar donde nos
encontramos. No corren ningún peligro.
—¿Esperar qué? —preguntó uno de los pastores, con voz encolerizada.
—Esperar a que Moisés y yo hayamos hablado con el faraón y conduzcamos
a nuestro pueblo fuera de Egipto.
¡Eso puede durar tanto tiempo! —se quejó Murti—. Es ahora cuando mi
señora y los hijos de Moisés necesitan a sus criadas.
—Entre nosotros —intervino Miriam con dureza en la voz—, las mujeres y
los niños no tienen criados. Las esposas cuidan de sus hijos con sus propias
manos.
Murti intentó replicar, pero Séfora le ordenó con un gesto que se callara.
Moisés le dirigió una mirada llena de turbación, pero también permaneció en
silencio. Entonces Séfora sonrió y posó sus ojos con calma en Miriam y Aarón.
—Moisés no es un esclavo, como tampoco lo es su esposa, no ha venido a
ver al faraón para dirigir la vida de los esclavos, sino para liberarlos.
Se produjo un extraño silencio. Aarón y Miriam miraron fijamente a Séfora
tan desconcertado como si la vieran por primera vez.
Moisés se inclinó y cogió a Guersom en brazos, y este simple gesto animó a
Séfora a decir por fin lo que callaba desde hacía días:
—El Padre Eterno quiere ver a Moisés delante del faraón. ¿Acaso creéis que
un par de camellos, unas mulas y un rebaño de ganado menor contrariarán su
voluntad? ¿No es mejor que Moisés llegue entre los vuestros como lo que es: un
hombre libre que no teme ni la fuerza, ni el odio, ni los caprichos del faraón?
¿Debe pensar el pueblo de los hebreos que el que va a liberarlos es una persona
sumisa y temerosa?
Aarón y Miriam vibraron de indignación.
—¡Hija de Jetro! —exclamó Aarón alzando las cejas—. Sabemos quiénes
son los nuestros y qué esperan. Resulta muy presuntuoso para una hija de
Madián hablar de la voluntad de Yahvé.
—Aarón, Miriam… —intervino Moisés con una sonrisa que no reflejaban
sus ojos—. Comprendo vuestra preocupación; está llena de buenos sentimientos
y os lo agradezco. Sin embargo, no debéis olvidar que conozco bastante bien a
Tutmosis, sus caminos y su poder.
—¡Naturalmente! ¡Naturalmente! —exclamó Aarón, confuso.
Moisés dejó a su hijo en los brazos de Séfora y siguió sonriendo dulcemente
a sus hermanos.
—No dudo de tu gran sabiduría, Aarón, hermano; pero, si estoy ante ti, es
por haber escuchado a Séfora. Ella es sensata y sabia como yo no lo soy. ¿No os
he dicho ya que Moisés no sería Moisés sin Séfora? ¿No os he dicho que su
pensamiento es mi pensamiento, y que por eso se ha convertido en mi esposa?
La confusión se adueñó de todos los rostros, excepto del de Miriam, pues,
mientras Aarón bajaba la cabeza como muestra de humildad, Miriam, con el
párpado deformado por la palpitación rabiosa de su cicatriz, clavaba en Séfora
toda la dureza de su mirada.
—Iremos todos juntos hasta el pueblo de los obreros —decidió Moisés con
un tono apaciguador—. Comprobaremos si somos bienvenidos.
Aquella noche, Moisés volvió antes a la tienda y estrechó a Séfora en sus brazos.
Al principio permanecieron en silencio, saboreando aquel sencillo momento de
ternura. Después Moisés murmuró:
—No estés resentida con ellos. Aarón sabe muy bien quién eres, pero
necesita un poco de tiempo para aceptar…
Moisés vaciló.
—Para aceptar a tu esposa extranjera —concluyó Séfora por él.
Moisés esbozó una leve sonrisa que sofocó besando las sienes y los ojos de
Séfora.
—Además, a Aarón apenas le gustan los madianitas. Tiene sabias
prevenciones contra ellos. Está convencido de que vendieron a nuestro
antepasado José al faraón.
Rieron juntos. Después Moisés suspiró, ya sin alegría.
—Las cosas se complican, pero he venido por ellos. Han sufrido, y el
sufrimiento modela su espíritu. Sin embargo, son fuertes y sinceros. Dales
tiempo para que aprendan a quererte y a juzgarte por el bien que les harás.
Séfora pensó en la mirada que les había dirigido Miriam, a Eliezer y a ella,
besó el cuello de Moisés como le gustaba hacerlo y después respondió, tan
dulcemente como pudo:
—No temas por mi impaciencia. No debes tener miedo de nada. Ni de
Aarón, ni de Miriam, ni del propio faraón. Eres Moisés y tu Dios te ha dicho:
«Ve. Estaré contigo». Para mí no puede haber otra felicidad que la de
acompañarte con nuestros hijos.
DOS MADRES
B ordearon el río durante dos días. Las velas de las embarcaciones se
apretujaban como un rebaño. Las orillas estaban rodeadas de casas de adobe con
paredes encaladas, a menudo con dos pisos bajo los tejados llanos y cuadrados.
En ellas se abrían numerosas ventanas, más anchas que las puertas de las
habitaciones de Madián. Las rodeaban espaciosos jardines, adornados con
columnatas, en los que se habían plantado palmeras, vides, granados, higueras y
sicómoros. Todas las casas estaban rodeadas por un muro, hecho de adobes
perfectamente apilados, que se alzaba hasta una altura de diez o quince codos.
Las paredes perfilaban calles anchas y rectas que desembocaban en otros
jardines, más amplios y rebosantes de hortalizas y frutas. Por todas partes se
apresuraban hombres, mujeres y niños. Los hombres eran lampiños y llevaban el
torso desnudo. Las mujeres vestían cortas túnicas ceñidas bajo el pecho; a veces,
una cofia de paja cubría sus largos cabellos negros, lisos y sueltos. Unos
ancianos tiraban apaciblemente de unos asnos muy cargados, y unos jóvenes
transportaban nasas de pescado fresco.
Más lejos, cerca de la capital, la caravana se apartó de la orilla. Se
encontraron ante una vasta extensión de palmerales que unían el río a las colinas
y a los acantilados de color ocre que anunciaban el desierto. Y allí, como
queriendo tocar el cielo, aparecieron los templos del faraón.
Había una decena de templos, los mayores rodeados por los pequeños, como
si fueran animales protegiendo a sus camadas. Roca en la roca, desafiando el
entendimiento y con las aristas cortando el horizonte, eran tan enormes que, a su
lado, los propios acantilados no parecían otra cosa que vagos montículos. El
calor danzaba sobre sus caras reverberantes y ondeaba como aceite en la
transparencia del cielo. La cuidada carretera que conducía hasta allí ardía.
Séfora recordó las palabras de Moisés que describían el esplendor de los
templos del faraón, pero la desmesura que se alzaba delante de ella sobrepasaba
todo lo imaginado. Allí, nada tenía un tamaño humano. Incluso los guardianes de
piedra que se alzaban por doquier eran monstruos con rostro de hombre y cuerpo
de león.
Un poco más adelante, descubrieron amplias obras inacabadas por debajo de
las pirámides. Columnatas y agujas de caliza blanca, y muros esculpidos y
pintados, con miles de dibujos, se alzaban como fachada de palacios excavados
en los acantilados. Allí, los monstruos no tenían todas sus alas, ni las esculturas
todas sus cabezas; en algunos puntos, las carreteras no se habían acabado de
construir y los adobes se apilaban en el arcén. Por todas partes trabajaban
innumerables esclavos. Por todas partes había un hormigueo de siluetas que
acarreaban, daban forma y golpeaban en un tumulto que ascendía con el calor
del día y que llegaba hasta ellos por muy lejos que estuviesen las construcciones.
Moisés, que se reencontraba con un espectáculo familiar, permaneció
impasible. Por el contrario, Séfora, al igual que los pastores y las criadas, no
pudo contener una exclamación de asombro. Aarón esperaba sin duda sus
muestras de admiración y, con un golpe seco, tiró de la brida de la mula, se dio la
vuelta y levantó su demacrado rostro. Parecía más viejo todavía. Bajó de su
montura y agitó furiosamente las manos en dirección a los templos del faraón:
—¡Todo esto, todo esto que es del faraón y que admiráis, lo hemos
construido nosotros! —gritó—. Nosotros, los hijos de Israel, sus esclavos. El
faraón se enorgullece de lo que ha construido con nuestra sangre desde hace
generaciones y generaciones. Pero mirad…
Saltó a un lado de la carretera para coger dos viejos adobes abandonados.
Frotó uno contra otro con vigor, de ellos se desprendió un polvo muy fino y los
adobes parecieron fundirse entre las palmas de sus manos.
—Lo que construye el faraón no es otra cosa que polvo —clamó.
Con un grito que podía ser una risotada, tiró lo que quedaba de los adobes,
que fue a romperse a los pies de los camellos.
—Un solo soplo del Señor Yahvé bastaría para barrer todo esto que os parece
tan prodigioso —concluyó Aarón con desprecio.
Todos los que un instante antes habían contemplado, con embeleso infantil,
la desmesura del faraón bajaron la frente, avergonzados. Séfora miró a Moisés,
que observaba a su hermano con ferviente admiración. El Padre Eterno le había
dicho que Aarón sabía hablar y que hablaría por su boca.
La aldea de los esclavos se extendía al fondo de una cantera abandonada. Un
muro de tres codos de ancho y cinco de alto rodeaba largas y estrechas
callejuelas. Las casuchas de adobe estaban adosadas las unas a las otras, todas
idénticas. Tenían una puerta como única abertura y un agujero en el tejado por el
que salía el humo de los hogares.
Moisés ordenó a los pastores que levantaran las tiendas en una de las laderas
de la cantera, donde ya había una caravana de mercaderes. Sólo Murti y otras
dos criadas fueron detrás de Séfora cuando siguió a su esposo por un camino de
tierra. Miriam los observó, pero no dijo nada. Aarón marchaba orgulloso delante
de su pequeña comitiva. Moisés se extrañó al no ver por ninguna parte soldados
del faraón.
—No, aquí ya no nos vigilan —explicó Aarón—. ¿Para qué? Saben que no
tenemos otro lugar donde ir que estas casuchas. Se contentan con venir cada dos
o tres lunas a contar a las mujeres embarazadas y a los recién nacidos.
Tras recorrer rápidamente una calle polvorienta que parecía la central, Aarón
y Miriam se metieron en un laberinto de callejuelas llenas de inmundicias que
desembocaban en una plaza. Allí había un estanque poco profundo, cubierto por
un tejado de junco. Unas niñas lavaban la ropa y unos niños trenzaban esteras
con paja. Todos ellos alzaron el rostro hacia los recién llegados, y al reconocer a
Miriam y a Aarón se pusieron en seguida de pie.
—¡Ya están aquí! ¡Madre Yokeved! ¡Aarón y Miriam han regresado!
Alertada por los gritos, una muchedumbre invadió la placita. Se oyeron
breves exclamaciones de alegría. Una mujer entrada en años se acercó a Miriam,
que le cogió la mano sonriendo.
—Madre…
Pero Yokeved la dejó atrás, fue derecha hacia Moisés y se detuvo a unos
pasos de él.
La belleza que su hija había heredado seguía viva en ella, a pesar de la edad
y de las adversidades, que habían blanqueado la abundante cabellera. Bajo las
arrugas de fatiga y sufrimiento se mantenía la elegancia de sus rasgos y la
poderosa dulzura de su mirada, cuya serenidad conmovió a Séfora. En aquel
instante, casi sin aliento y con la punta de los dedos temblando sobre los labios
entreabiertos, Yokeved conservaba una dignidad que contenía su emoción. Con
una voz apenas audible, simplemente dijo:
—Moisés.
No era un grito, ni una pregunta, ni una duda. Séfora descubrió que aquella
mujer, aquella madre, saboreaba la extraordinaria felicidad de pronunciar aquel
nombre por primera vez después de tanto tiempo:
—¡Moisés!
Moisés había percibido aquella felicidad antes incluso de saborear la suya.
Sonrió y meneó la cabeza con precaución.
—Sí, madre; soy Moisés.
Sin que ni una lágrima mojara sus párpados, respondió a su sonrisa
murmurando:
—Me llamo Yokeved.
Solamente entonces los dos avanzaron el paso que los separaba y se
abrazaron. Esta vez, acurrucada en los brazos de Moisés, con los párpados
cerrados sobre un dolor que ya no tenía edad, Yokeved dejó escapar un sollozo:
—¡Mi hijo, mi primogénito!
Séfora se estremeció, se dio cuenta de que estaba apretando con demasiada
fuerza a Eliezer contra su pecho y aflojó el abrazo riendo con emoción.
Toda la aldea se apiñó alrededor de ellos, y un tropel ruidoso ocupó el
estrecho espacio. Moisés cogió la mano de Yokeved y llevó a su madre frente a
Séfora. Yokeved la miró con arrobamiento y exclamó:
—¡Mi hija! ¡Eres mi hija!
Su mirada se ensanchó aún más al ver a Guersom y Eliezer. Su risa tuvo la
suavidad de una bendición.
—¡Y aquí están mis nietos! —exclamó, abriendo los brazos—. ¡Mi hija y
mis nietos! ¡Que el Padre Eterno sea alabado!
Estas palabras, que Séfora esperaba desde hacía mucho tiempo, inflamaron
su pecho como un fuego, y sin la presencia de ánimo de Yokeved, no pudo
contener las lágrimas. Estuvo a punto de dejar caer a Eliezer cuando se agarró a
los hombros de la madre de Moisés como nunca había podido abrazarse a su
propia madre.
Durante diez días, en la aldea no hubo otra cosa que esperanza y felicidad.
Moisés sacrificó la mitad del ganado que había llevado de Madián y las
mujeres molieron el grano que no habían consumido durante el viaje. Se
encendieron los hornos. Por la noche se improvisaban unas mesas y algunos
hombres se apostaban en el camino para dar la alerta en caso de que divisaran a
los soldados del faraón. Moisés hablaba ante los fuegos. Cuando su voz se hacía
pastosa por la fatiga, Aarón proseguía con vigor y más detalladamente. Al
amanecer, los que debían regresar a las obras del faraón volvían a formar las
filas de la esclavitud después de unas horas de descanso.
Pero la tarde siguiente, otros hombres, mujeres y niños se acercaban
discretamente a la aldea y a la placita, delante de la casa de Yokeved, para
intentar ver y escuchar al que había recibido la extraordinaria promesa del Padre
Eterno: «Os liberaré de los egipcios y os conduciré a una tierra fértil y espaciosa,
un país donde mana leche y miel».
La noticia se extendió entre todos los esclavos como un perfume floral en
primavera. Los propios rostros parecían flores de primavera, como si la fatiga los
hubiese abandonado.
Durante aquellos días, Séfora apenas vio a Moisés. Siempre lo retenían los
unos o los otros, y se concedía muy pocas horas de sueño. Ella pasaba su tiempo
en compañía de Yokeved, cuidando de sus hijos y ocupada en tareas reservadas a
las mujeres. Era raro que Miriam estuviera con ellas, y cuando esto sucedía,
permanecía en silencio y distante. Lo más frecuente era que atendiera
solícitamente a mujeres de la aldea o a recién llegadas, que la trataban con gran
respeto y reclamaban sus consejos.
Yokeved, cuya mayor felicidad era atender a Guersom y a Eliezer, no se
percató de la frialdad de Miriam hacia Séfora; no advirtió la sequedad de sus
miradas y el fruncimiento de sus labios cuando Yokeved besaba y acariciaba
entre grandes risas la piel negra de Eliezer. En cambio, ni una sola vez la piel
negra de Séfora contuvo a Yokeved de llamarla tiernamente «hija».
Séfora reía al escucharla. No se hartaba de oír una y otra vez aquellas
palabras maravillosas: «Ven, hija. Séfora, hija, ¿dónde estás, mi niña?», que se
deslizaban dentro de ella como la miel, como si ya se cumpliera la promesa de
un mundo más dulce y más justo que había sido hecha a Moisés.
Pronto llegaron a la aldea unos ancianos venerables. Fueron recibidos con
grandes atenciones y una familia les cedió su casa para que se instalaran en ella.
Séfora se dio cuenta de que algunos habían hecho un largo viaje desde las zonas
más alejadas de Uaset, tanto en el norte como en el sur, hasta donde había
llegado, como una semilla transportada por el viento, el nombre de Moisés.
Séfora fue al principio muy feliz, pues todo se desarrollaba como el Dios de su
esposo había anunciado.
Sin embargo, una mañana, mientras compartía como todos los días la comida
con Moisés, oyó con sorpresa a Aarón, que decía:
—Todos quieren conseguirlo en seguida, Moisés. Te escucharán y después
oirás su opinión sobre la mejor manera de dirigirte al faraón. Entonces
decidiremos lo que hay que hacer.
Con el semblante cansado y la fatiga revelándose en las ojeras que
sombreaban sus ojos, Moisés apenas escuchaba. Dejó transcurrir un instante
antes de preguntar:
—¿Decidir lo que hay que hacer? ¿Qué quieres decir?
—Decidir el mejor momento para abordar al faraón, cómo llegar hasta él.
Mucha gente de su entorno querrá impedírnoslo. También tenemos que pensar en
lo que vamos a decirle.
Moisés pareció sorprendido.
—¿No crees que hay demasiados ancianos para llegar a un acuerdo?
Aarón protestó, ofuscado, asegurando que ésa era la mejor conducta que se
podía seguir.
—Nuestros ancianos siempre han actuado así y debemos seguir su ejemplo.
Hay que reunir a los ancianos, escuchar sus consejos y llevarlos a la práctica.
Eso es lo que se ha hecho siempre; es nuestra ley. No hay nada más grande que
la misión que nos aguarda y la cumpliremos según la costumbre. Los ancianos
decidirán.
Séfora se quedó helada al oír la respuesta. No daba crédito a sus oídos.
¿Acaso había olvidado Aarón las palabras de su Dios, que había repetido él
mismo durante días y días? El Señor Yahvé no le había dicho a Moisés: «Iréis, tú
y los ancianos de Israel, delante del rey de Egipto». Había dicho: «Estaré en tu
boca y os instruiré sobre lo que haréis. Y para tu hermano Aarón serás como un
dios». ¿No habían sido ésas las palabras de la Voz en la montaña de Horeb?
¿Qué debía decidirse que no estuviese ya dispuesto? En cuanto a la dificultad
de presentarse delante de Tutmosis que tanto preocupaba a Aarón, ¿Moisés no
era Moisés? Séfora no dudaba de que bastaba con que se presentara delante del
palacio del faraón para que los guardias se convirtieran en instrumentos de la
voluntad del Señor Yahvé.
Estuvo a punto de dejar estallar su irritación, pero se mordió los labios y se
contuvo. Esperaba que Moisés levantara los ojos hacia ella, pero se limitó a
aprobar con resignación las palabras de Aarón asintiendo con la cabeza.
Entonces, en ese momento, Séfora supo hasta qué punto los acontecimientos
precedentes habían agotado a su esposo, y que las constantes intervenciones de
Aarón estaban destruyendo su espíritu y su voluntad.
El remordimiento le oprimió el corazón. Entusiasmada con aquella fiesta de
esperanza en la que estaba participando, había creído que Moisés no necesitaba a
su esposa. Se había entregado sin reservas a la dulzura de Yokeved, sin ser
consciente de que abandonaba a Moisés al deseo de mando de Aarón y a la
intransigencia de sus creencias. Y Moisés había vuelto a sumergirse en sus
tormentos y sus dudas. La seguridad de Aarón minaba la audacia y la autoridad
que había adquirido durante el viaje.
Sin embargo, para tratar de evitar un enfrentamiento con Aarón, Séfora
guardó silencio, pensando que pronto encontraría un momento de intimidad en
que podría hablar con Moisés. No tuvo tiempo de hacerlo.
A media tarde, mientras Moisés dormía, llegaron unos niños gritando:
—¡Un espía del faraón! ¡Han cogido a un espía del faraón!
El patio se llenó de gente. Condujeron delante de Aarón a un hombre de edad
madura, bajito y con las cejas muy pobladas. Vestía la túnica característica de los
hebreos, aunque sus cabellos, su boca y sobre todo sus mejillas, apenas
sombreadas por la barba, traicionaban sin dificultad al egipcio. Séfora se acercó
con Yokeved. En la mirada del hombre, negra y profunda, leyó el miedo. Éste
fue ligeramente zarandeado antes de que Aarón le preguntara quién era. Se
irguió y observó al que tenía enfrente, todos advirtieron en su gesto que aquel
hombre estaba habituado a ser obedecido. Respondió sin tardanza, y apenas sin
acento:
—Senemiah, guardián del pasillo de la poderosa Hatsepsut.
Estas palabras y el aplomo con el que fueron pronunciadas intimidaron a los
que gritaban un instante antes, incluso el propio Aarón pareció vacilar. Buscó el
apoyo de Miriam, que ya se acercaba, miró al egipcio de arriba abajo y, con un
movimiento seco, se apartó los cabellos y descubrió la cicatriz, como si quisiera
que el hombre la contemplara todo el tiempo. Acto seguido, soltó una risotada en
la que se mezclaban el desprecio y la indignación.
—Entonces comprendo que te hayas extraviado, espía del faraón, pues tu
reina está muerta.
¡Está viva! —protestó Senemiah—. Tutmosis ha propagado el rumor de su
muerte, pero le juro por Anión que está viva.
—¡No jures aquí con el fango de tu dios! —gritó Aarón.
Senemiah agitó las manos como para borrar sus palabras.
—¡Perdón, perdón! Hatsepsut no quiere haceros daño.
Miriam rió una vez más.
—Conozco a Hatsepsut y sé cuánto nos quiere, si es que vive todavía, como
pretendes.
Al igual que Séfora y otras personas que estaban allí, Senemiah la observó,
atónito. Después se volvió hacia Aarón y declaró:
—No estoy aquí para espiar. He venido a ver a Moisés.
Un murmullo de estupor recorrió el patio. Séfora sintió la mano de Yokeved
que se cerraba en su brazo. Se volvió hacia la anciana y descubrió el miedo que
deformaba su semblante, pero, antes de que pudiese reaccionar, la voz de Moisés
resonó, alegre y cálida:
—¡Senemiah! ¡Senemiah! ¡Amigo!
Moisés, con los ojos todavía hinchados por el sueño interrumpido, franqueó
el umbral de la casa con paso ligero, y sin mirar a nadie, se precipitó hacia el
recién llegado. Todos, petrificados, pudieron ver lo impensable: Moisés acogió al
egipcio en sus brazos y lo estrechó contra su pecho con exclamaciones de
alegría, caricias y abundantes muestras de afecto.
El estupor mantenía todavía las bocas abiertas cuando Moisés se percató del
pesado silencio que lo rodeaba. Recorrió los rostros con una sonrisa, al principio
vacilante y después divertida.
—No temáis —dijo—. No tengáis miedo. Senemiah es un amigo. Fue mi
maestro cuando yo era niño y me enseñó muchas cosas. Me reñía y me castigaba
como un buen profesor.
Moisés movió la cabeza riendo; después apretó con la mano el hombro de
Senemiah y su voz se tornó más grave:
—Y, sobre todo, Senemiah me ayudó a huir de Tutmosis, arriesgando su
propia vida.
Sus palabras no disminuyeron en absoluto la confusión que lo rodeaba. Su
mirada buscó la de Séfora. Ella se apartó con suavidad de Yokeved, que todavía
le sujetaba el brazo, y se acercó a su esposo.
—Moisés, nosotros no tenemos amigos entre los egipcios —señaló Miriam.
Un día parecen ayudarnos y al día siguiente nos traicionan.
Aarón asintió con un gesto de sospecha:
—¿Por qué lleva ropa como la nuestra?
—Porque huí de Tutmosis y de sus espías —replicó secamente Senemiah, sin
mostrar ya ningún temor—. Y porque era la única manera de llegar hasta
Moisés.
—¿Y qué quieres de Moisés, que te vuelve tan animoso que te deslizas hasta
nosotros, los esclavos, como una anguila? —preguntó Miriam.
Hubo risas y chirigotas para apoyar el sarcasmo de Miriam. Moisés levantó
la mano; había dureza en su rostro cuando dijo:
—¡He dicho que Senemiah es amigo mío! Dejadlo hablar y no le faltéis al
respeto.
Miriam bajó los párpados como si Moisés acabara de abofetearla. Séfora,
fascinada, no podía apartar los ojos de aquel rostro duro y terrible, en el que la
cicatriz parecía ensombrecerse, viva y amenazante.
Los ancianos rodeaban ahora a Aarón y formaban alrededor de su severa
silueta un halo majestuoso de barbas blancas. Senemiah se dirigió a Moisés con
voz apremiante:
—Hatsepsut está viva. Te espera; quiere verte.
Moisés sofocó un grito.
Es una trampa del faraón —intervino Miriam señalando a Senemiah—.
¿Cómo sabes que no miente?
Moisés no dio muestras de haberla oído y tampoco sintió cómo Séfora
deslizaba las manos entre las suyas.
—Así, es cierto —murmuró—. ¿Está viva?
Tutmosis la tiene en el palacio de las boswellias[4], que está tan cerrado como
una tumba, pero está viva… Por ahora. Espera verte para morir, Moisés.
El silencio a su alrededor se hizo más pesado. Séfora percibió el temblor en
las manos de Moisés, indiferente a la animosidad que lo rodeaba, así como su
estremecimiento cuando Miriam afirmó:
—No puedes ir allí; es imposible.
Los ancianos asintieron con la cabeza y un murmullo de aprobación.
—Ya no es el momento —intervino Aarón a su vez—. Todo eso pasó,
Moisés; tú ya no eres de Egipto.
Séfora leyó el horror y la incomprensión reflejados en los rostros de todos
los presentes, en los de los ancianos, en los de Aarón y Miriam, y también en los
de los lugareños. ¿Cómo podía dudar Moisés? ¿Cómo podía escuchar al egipcio
y prestar atención a sus palabras?
Sin embargo, Moisés miró a Senemiah y le preguntó:
—Entonces, ¿ella se ha enterado de mi regreso?
—Hace más de una luna —respondió Senemiah con voz apremiante—. Eso
es lo que la mantiene con vida. Sin embargo, debemos partir sin tardanza. Todo
está arreglado para que puedas entrar en la villa esta misma noche. Mañana será
demasiado tarde.
—¡Moisés! ¡Moisés! —gritó Miriam—. ¿Qué tienes que hacer con la que te
robó a Yokeved, tu madre? ¿Qué tienes que hacer junto a la que robó tu vida y a
la que Yahvé castigará mañana?
Moisés retrocedió ante la violencia de sus palabras. Se percató de la mano de
Séfora en la suya y la agarró, mientras Aarón avanzaba un paso con un brazo
levantado.
—Miriam tiene razón, Moisés. Hermano, ¿olvidas tu deber? ¿Qué
importancia tiene ahora la mujer que fue faraón? Todo ha terminado. Tú ya no
perteneces a aquel lugar.
En torno a Aarón, los ancianos manifestaron su acuerdo, y uno de ellos
declaró:
—Eso sería un insulto para todos nosotros.
—¿Un insulto? —replicó Moisés, con la voz pesada como una piedra—. ¿Un
insulto que vea a la mujer que me recogió y me mantuvo con vida cuando era un
recién nacido?
Levantó la mano, que seguía apretando la de Séfora, y la agitó presa del
furor.
—¿Acaso no se opuso mi madre Yokeved a la muerte ordenada por el faraón
para que yo viviera? Y, para que yo viviera, ¿no era necesario el amor de otra
madre? ¿Dónde veis el insulto en tanto amor, venerables ancianos?
Un silencio helado le respondió. Miriam, con fuego en los ojos, juntó los
puños como si quisiera golpear con ellos como con un martillo. La mano de
Yokeved se posó en las de ella. La anciana se volvió hacia Aarón y los ancianos.
—Escuchad la palabra de Moisés. Lo que dice es justo. Confié a mi
primogénito al agua del río, recé para que una mujer se asomara a él, y rogué
para que ella lo quisiera como yo lo quería. ¡Acuérdate, Miriam! Aplaca tu
cólera, hija; tú rezaste conmigo. Escuchad a Moisés. Su madre Hatsepsut está a
punto de marcharse junto a su dios y quiere llevarse el rostro de Moisés en su
memoria. Eso es de justicia y no hay nada malo en ello.
—¿Nada malo? ¿En qué piensas, mujer? —gritó un anciano—. ¿Dices que la
de Egipto va a marcharse junto a su dios? Su dios no es otra cosa que mentira y
maldad, una vergüenza en presencia de Yahvé.
La cólera iba a apoderarse de nuevo de Moisés. La de Séfora, largo tiempo
contenida, estalló:
—¿Sois incapaces de confiar? Os llenáis la boca con el nombre de Moisés y
del Señor Yahvé, pero es como si bebierais leche cortada con agua podrida. Hace
días y días que os embriagáis con las palabras de Moisés y con las que le dirigió
Yahvé. ¡Ah, sí! Estáis embriagados, pero también sordos. Cualquier gesto y
cualquier palabra de Moisés son fruto de la voluntad del Señor Yahvé. El Padre
Eterno dijo a Moisés: «Ve. Te envío ante el faraón. Estaré contigo. Estaré en tu
boca…». ¿Acaso creéis que tenéis derecho a dar constantemente vuestra opinión
acerca de ello? Desde hace días, Moisés os está anunciando la voluntad del
Señor Yahvé y continuáis actuando como si sus palabras no fueran más que
palabras. ¿No entendéis que desde hace tiempo, incluso desde antes de que
Moisés llegara a la tierra de Madián, lo que tiene que ocurrir está en marcha, y
nada podrá impedirlo? ¡Tened confianza! Si el Padre Eterno no quisiera que
Moisés volviera a ver a su madre Hatsepsut, ¿estaría ella aún con vida? ¿O acaso
creéis que vuestro Dios no goza de ese poder?
Tras las últimas palabras, el estupor petrificó los rostros, y la ira y la
exasperación se adueñaron de todos los presentes. Miriam se desahogó sin
reservas:
—¿Cómo te atreves a hablar así, tú, que no perteneces a nuestro pueblo? ¿Tal
vez te gustaría darnos lecciones, extranjera? ¿Es que no sabes que los de tu raza
duermen ante la puerta del faraón y usan las armas cuando él lo ordena?
—¡Miriam! —gritó Moisés—. Guarda tus palabras.
—Hace tiempo que te dejas llevar por los sueños de Madián, hermano —
replicó Miriam, que no tenía intención de callar—. Es posible que éstos hayan
sido dulces, pero ahora has regresado a tu pueblo y es a él al que debes escuchar.
Moisés, abre los ojos, escucha a los ancianos y corrige los errores que te han
enseñado. Los de Madián no fueron el pueblo de José, y ahora ya tampoco son el
tuyo.
—No te dejes deslumbrar por las historias de un pasado demasiado tiempo
repetido, Miriam —intervino Séfora para evitar que Moisés se enredara en las
argucias de su hermana—. ¿Crees que el que debe ser un dios a los ojos de
Aarón tiene una esposa al margen de la voluntad del Señor Yahvé? ¿Acaso la
mirada del Señor Yahvé pasaría a través de mí como la brisa atraviesa un árbol
sin hojas? Yo, la esposa de Moisés, la madre de sus hijos, la que circuncidó a
Eliezer, ¿iba a ser una sombra a la que el Padre Eterno no prestaría atención?
Todos bajaron los ojos, pero Miriam sostuvo la mirada, aunque esta vez
guardó silencio.
Moisés se volvió hacia Senemiah.
—Llévame hasta Hatsepsut. Te seguiré.
Su mano estrechaba todavía la de su esposa.
Séfora sintió el extraño olor cuando estaban aún en el río, agazapados en el
fondo de la barca. Era un perfume picante, carnal, animal, que despertó en ella
un curioso sentimiento de atracción y de repulsa.
Se hacía de noche. Centenares de antorchas y copas de pez encendidas se
reflejaban en la superficie ondulante del río. En el resplandor se adivinaban los
muros y los tejados de palacios inmensos, pórticos y muelles; el alineamiento
regular de esculturas cuyos rostros pintados y grandes ojos abiertos parecían
sostener la noche.
Senemiah pronunció en voz baja algunas palabras en la lengua de Egipto.
Los dos hombres que maniobraban la barca sin vela respondieron con un único
sonido. El estrave de la embarcación apuntó hacia una zona en la que no brillaba
ninguna luz.
Moisés acercó la boca al oído de Séfora y murmuró:
—Ya llegamos. No te preocupes: todo saldrá bien.
Y Séfora le respondió en la penumbra con una sonrisa que no mostraba
ninguna inquietud.
Sin embargo, en ese mismo instante, Senemiah cuchicheó:
—¡Cuidado, una vela!
Moisés y Séfora se apretujaron un poco más en el fondo de la embarcación y
los dos marineros mantuvieron su cadencia. Mientras, costeando la otra orilla y
llevada por la corriente, una falúa se deslizaba hacia el sur de la ciudad. Séfora
aventuró una mirada por encima de la borda de la barca y vio siluetas que
bailaban entre las antorchas que iluminaban completamente el barco. Las risas,
el son de las flautas y el repiqueteo de los timbales resonaron en el río.
Un instante después, la barca penetró en la zona de oscuridad y los marineros
aceleraron su movimiento. Como una sombra en la sombra, la barca se deslizó a
lo largo del muelle. Se oyó un ladrido y aparecieron dos siluetas que detuvieron
la barca.
—De prisa, de prisa —apremió Senemiah.
Moisés levantó en brazos a Séfora y la depositó en el muelle. Cuando se unió
a ella, los marineros ya se alejaban. La mano de Moisés estrechó la cintura de su
esposa, y ambos echaron a correr sobre baldosas en las que resonaban sus
sandalias. Séfora sólo tuvo tiempo de ver la barca que penetraba en el halo
atenuado de las antorchas. El extraño olor, más intenso y acre, se apoderó de su
garganta mientras una puerta se cerraba sin ruido tras ellos.
—Esperad —cuchicheó Senemiah—. Voy a asegurarme de que todo marcha
bien.
Luego desapareció en la noche. Séfora, que estaba habituada a la oscuridad,
se dio cuenta de que se encontraban en un amplio jardín. Se oía el murmullo de
una fuente y el susurro de las hojas movidas por las sacudidas de una brisa
ligera. Contuvo un acceso de tos; tenía la garganta irritada por el perfume, que
dejaba un sabor polvoriento en la boca.
—¡El olíbano! —susurró Moisés. Intuyó que Séfora levantaba el rostro hacia
él y añadió sin elevar la voz, pero con una ternura alegre—: Eso que hueles es el
incienso de olíbano. Mi madre Hatsepsut siempre le ha encontrado grandes
virtudes. En el jardín que tenemos delante hay plantadas treinta bowellias.
Parece que Tutmosis no ha tenido el coraje de arrancarlas…
Séfora no tuvo tiempo de hacerle la pregunta que afloraba a sus labios. Un
pabilo se balanceaba ante ellos, y en esos momentos oyeron pasos.
—Venid, venid, todo está bien —cuchicheó Senemiah.
El jardín era lo bastante grande para perderse si Senemiah no los hubiera
guiado. Se abrió una puerta que daba a un vestíbulo apenas iluminado por las
antorchas que blandían dos criadas muy jóvenes, quienes se inclinaron delante
de Moisés bisbiseando palabras que Séfora no comprendió. Senemiah se había
adelantado y empujaba ya otra puerta, dos veces más alta y forrada de oro. La
franquearon y entraron en una antecámara, medio iluminada y tapizada con telas.
Unos pilares sostenían unas esculturas de madera pintada: las efigies, mitad
hombre, mitad mujer, estaban ataviadas con túnicas transparentes y adornadas
con collares de piedras azules. Sus brazos alzados parecían querer alcanzar un
techo que se perdía en la oscuridad.
El olor era casi irrespirable y un humo azul volvía el aire opalescente, pero a
las criadas y a Senemiah no parecía molestarlos. Este último caminó sobre las
alfombras púrpura, rodeó los pilares y descorrió una colgadura. Un haz de luz
iluminó el suelo. Senemiah dobló el busto y permaneció un rato así, sin moverse.
Moisés tiró de Séfora con una mano temblorosa. Cuando llegaron al umbral
de la habitación que se abría ante ellos, Séfora, aunque se tapó la boca con las
manos, no pudo contener un grito.
En el centro de la habitación, inmensa y vacía, Hatsepsut estaba medio
incorporada sobre una losa de granito verde. Estaba desnuda: sólo tenía el pubis
cubierto con una placa dorada. Su cuerpo brillaba con una capa gruesa de aceite
de olíbano, perfumado con ámbar como una resina, que recubría cada centímetro
de su piel.
En la incandescencia violenta de las antorchas, parecía estar hecha de
bronce, y mostraba sin discreción la decrepitud de su avanzada edad; por el
contrario, su rostro, que se volvía con dificultad hacia Moisés y Séfora, era
sorprendentemente joven. Los ojos almendrados, subrayados con un grueso trazo
negro, eran perfectos; la frente, ceñida con un tocado de espigas azul y rojo y
con un copete de avestruz, era completamente lisa, y la barbilla, tan redondeada
y suave que Séfora creyó al principio que se trataba de una máscara. Sin
embargo, los párpados se cerraron, la boca se abrió y de la garganta salió un
suspiro que infundió un poco de vida.
Como un espejo, frente a la mujer que había sido faraón, sobre una piedra
idéntica a la que la soportaba, reposaba una efigie. Era una escultura de madera
pintada, también desnuda pero en posesión de la juventud del cuerpo; como
tocado, llevaba un casco de cuero del que salían largos y ondulados cuernos de
carnero y dos plumas de avestruz. Unos pasos más atrás, entre las piletas donde
se consumía el incienso de olíbano, una decena de criadas rodeaban a Hatsepsut,
con la nuca inclinada, inmóviles a pesar del asfixiante olor.
Hatsepsut suspiró una vez más, y articuló un sonido suave que vibró en el
aire como una llamada. Moisés movió la cabeza y se acercó.
Séfora, muy impresionada por cuanto la rodeaba, se quedó petrificada
Moisés se detuvo a unos pasos del cuerpo brillante de la anciana reina y dijo con
suavidad:
—Sí, soy yo, madre Hatsepsut. Soy Moisés.
Hatsepsut se quedó boquiabierta. Séfora pensó que iba a gritar, pero la boca
de la reina permaneció en silencio y se cerró lentamente, y entonces se dio
cuenta, asombrada, de que Hatsepsut acababa de reír.
Durante un largo instante, el rostro de la reina, con los ojos clavados en
Moisés, pareció de nuevo una máscara. Sin embargo, su pecho se levantaba
tumultuosamente, resplandeciente bajo las llamas de las antorchas, y sus dedos,
extrañamente cortos, temblaron junto a sus caderas. Séfora se preguntó si la
agitación que la recorría se debía al sufrimiento o al placer. Después la garganta
de la reina vibró y unas palabras se deslizaron entre sus labios entreabiertos.
—Amón es grande, hijo, y me trae tu luz para unirme a él.
Moisés asintió con una sonrisa forzada, Hatsepsut recobró el aliento y
preguntó con una voz aún más clara:
—¿La has encontrado?
—Sí —respondió Moisés sin vacilación.
—¡Qué suerte tiene!
Séfora se dio cuenta de que hablaban de Yokeved. Moisés movió levemente
el torso.
—Me hace muy feliz verte, madre Hatsepsut.
El rostro que no parecía pertenecer al cuerpo hizo un breve gesto de
denegación.
—Habría querido estar bella para ti, hijo de mi corazón, pero el incienso de
olíbano ya no puede hacer nada por Hatsepsut. —Se interrumpió para coger aire
y añadió—: Tú también estás diferente.
—Soy Moisés el hebreo —explicó él.
De nuevo Hatsepsut hizo la mueca que parecía una sonrisa, y Séfora fue de
pronto consciente de la extraordinaria complicidad que iba de la mirada de
Moisés a la de la anciana reina.
—Tutmosis es cruel y astuto —murmuró Hatsepsut.
—Lo sé.
—Sabes mejor que nadie que no cederá.
—Tendrá que hacerlo.
—Te odia.
—Será débil.
—Que tu Dios te oiga.
De nuevo, tuvo que interrumpirse para tomar aliento. En la habitación no
había otro ruido que el chisporroteo del incienso. De repente, Hatsepsut
parpadeó. Su mirada se clavó en Séfora y le dijo con voz clara:
—Acércate, hija del país de Kush.
Moisés se sobresaltó al mismo tiempo que Séfora, se volvió hacia ella y le
tendió la mano. Séfora avanzó con reticencia, evitando mirar el cuerpo de la
reina, pero temiendo sus ojos y su boca.
—Es mi esposa —anunció Moisés.
Hatsepsut movió los párpados en señal de comprensión. Levantó un poco las
manos, haciendo brillar el denso aceite que recubría sus dedos.
—Esposa de Moisés, el olíbano procede de tu tierra. Hatsepsut vive del
olíbano desde hace tiempo. El olíbano es el don de Amón para Hatsepsut y tú
eres el don de Amón para Moisés, pero Amón ya no es nada para él.
Se quedó sin aliento y abrió mucho la boca; luego hizo una mueca para
esbozar una sonrisa.
Séfora, que sentía náuseas a causa del perfume, con las sienes palpitándole y
horrorizada por aquella escena, sintió que se le debilitaban las piernas. Ahogó un
gemido y se agarró a la túnica de Moisés.
Hatsepsut cerró los párpados. Reunió todas sus fuerzas durante un instante y
ordenó, con los ojos clavados en Moisés:
—Supe que habías regresado, y Tutmosis también. Ahora, aléjate.
Moisés asintió con la cabeza. Después de una breve vacilación, pronunció
unas palabras en egipcio. Los ojos de Hatsepsut, aunque idénticos a los de la
estatua que tenía enfrente, no parecían tener más vida que los de ésta.
Tan rápidamente como los había introducido en el palacio, Senemiah los acució
para salir. Con el pabilo en la mano, los guió por el jardín.
Todavía conmovida por la impresión que le había causado Hatsepsut, y con
la boca pastosa por haber inhalado demasiado los efluvios del olíbano, Séfora
acogió con alivio el frescor de la noche. Mientras Senemiah y Moisés se alejaban
en la oscuridad, ella se detuvo un instante para recobrar el aliento. Percibió en la
oscuridad que Moisés se volvía hacia ella y lo oyó susurrar:
—¡Séfora!
Se lanzó tras ellos, pero el pabilo de Senemiah estaba demasiado lejos para
iluminar sus pasos. Forzada a avanzar con prudencia para no tropezar con las
zarzas en las que se enganchaban los faldones de su túnica, pronto se quedó
atrás. En lugar de acercarse, en unos segundos el halo de luz que se agitaba en la
mano de Senemiah se alejó. Empezó a aparecer y a desaparecer entre lo que ella
imaginaba que eran árboles, vago punto de referencia que la despistaba más que
la guiaba. Inquieta de repente, extendió los brazos delante de ella para evitar los
obstáculos, y en voz baja llamó:
—¡Moisés!
Pero él no la oyó. Intuyó el tronco rugoso de un árbol con la punta de los
dedos. Se apartó y llamó con voz más fuerte. En aquel momento, y mucho más
cerca de lo que imaginaba, la puerta del jardín que daba al río y al muelle se
abrió con un leve chirrido. Hubo gritos y el reflejo rojo de antorchas que se
agitaban. En el fulgor vio a Moisés, que levantaba el bastón como si se
dispusiera a pelear. Unos hombres, con cascos de cuero y armados con lanzas, lo
rodearon y lo ocultaron a la vista de Séfora. La voz de Senemiah se elevó,
tapando la de los demás. Séfora se oyó a sí misma gritar: «¡Moisés! ¡Moisés!».
Su grito la sacó del embotamiento en que la había sumergido la sorpresa de la
emboscada.
Se precipitó hacia la puerta del jardín, y apenas estaba a unos pasos de ella
cuando apareció una silueta. Un brazo vigoroso la detuvo y una mano le tapó la
boca. Sintió la dureza de los músculos que la sujetaban contra un pecho de
hombre, todavía impregnado de agua del río. El desconocido la atrajo sin
miramientos hacia lo más profundo de la noche. En el muelle gritaban todavía, y
las antorchas que se agitaban despedían sombras enloquecidas contra la puerta,
que se cerró con violencia.
La oscuridad volvió a apoderarse del jardín. Séfora, presa del furor y del
miedo, cogió la túnica húmeda de su agresor, clavó las uñas en un brazo o en un
hombro, y propinó patadas al azar. Durante un instante que le pareció eterno, se
contorsionó en balde. Ya sin aliento y forzada a detener su lucha inútil, percibió
un susurro en su oreja:
—Tranquila, Séfora, tranquila. No quiero hacerte daño. Soy Josué, un amigo
de Aarón. Tranquilízate.
Séfora soltó la túnica que estaba desgarrando y el abrazo que la retenía se
aflojó. El desconocido le liberó la boca y repitió:
—No temas; estoy aquí para ayudarte.
Séfora no podía ver su semblante y apenas vislumbraba su silueta. No
obstante, la voz y la fuerza le decían que se trataba de un hombre joven. Al otro
lado del muro del jardín se oían gritos y ruidos de armas. Dos resplandores
anaranjados se movían en el cielo. Josué agarró por el codo a Séfora e intentó
empujarla, pero ella protestó:
—Tenemos que ayudar a Moisés y a Senemiah.
Josué le tapó de nuevo la boca con la mano, esta vez con suavidad e incluso
con cierta timidez.
—¡Chis! ¡No grites! Sígueme…
La atrajo hacia el muro y la condujo a la parte opuesta de la puerta. La tomó
de la mano, le hizo tocar una especie de escalón y murmuró:
—Es el pedestal de una estatua; sus brazos son lo bastante sólidos para poder
sujetarse a ellos. —Cuando ya estaba poniendo el pie en el pedestal, añadió—:
Antes de llegar a lo alto del muro, hay un reborde en el que agarrarse.
Séfora subió a tientas. Intuyó, más que vio, a Josué trepando por el otro lado
de la escultura. Cuando sus ojos llegaron a la parte alta del muro, no pudo evitar
una exclamación: cuatro grandes barcos con puente formaban un semicírculo
delante del palacio de Hatsepsut. Varias antorchas de nafta, situadas en la proa y
en la popa, iluminaban intensamente el río. Unos soldados metieron a Moisés en
una barca, donde permaneció de pie; luego los remeros la alejaron del muelle.
Séfora pensó en las últimas palabras de Hatsepsut: «Supe que habías
regresado, y Tutmosis también». A su lado, Josué emitió un gruñido que bien
podía ser una risa apagada.
—El faraón invita a Moisés a su palacio. Al menos, no se equivoca en cuanto
a la grandeza de tu esposo: necesita cuatro barcos y doscientos soldados para
conducirlo hasta allí.
Séfora se volvió hacia él, sorprendida por su tranquilidad. En la luz
amortiguada de las antorchas de nafta, descubrió el fino rostro de un muchacho
más joven que ella. Sus francos ojos poseían los mismos reflejos metálicos que
la corta barba, que acentuaba una barbilla puntiaguda y voluntariosa. Respondió
al gesto sorprendido de Séfora levantando las cejas, lo que le confería un aspecto
aún más joven.
—¿No es eso lo que nos dijiste tú misma? Moisés no tiene nada que temer.
El Señor Yahvé lo conduce delante del faraón.
Josué señaló con la barbilla las barcas llenas de soldados que escoltaban la
de Moisés hasta los navíos y añadió:
—Todo esto es pura fanfarronería. El faraón sólo intenta impresionar.
Séfora no respondió. Su mirada se sintió atraída por una forma oscura que
permanecía inmóvil y abandonada en el muelle.
—¡Senemiah!
La luz era suficiente para ver la mancha de sangre en su túnica.
—No tan alto. Las voces llegan lejos en el río.
—Lo han matado.
—Tenían que matar a alguien —replicó Josué sin conmoverse—. Es mejor
que sea él, el egipcio.
—¡Era amigo de Moisés! —se indignó Séfora, disgustada por su cinismo.
Josué pareció turbado.
—¡Perdóname! Quería decir que si los soldados te hubieran cogido a ti,
podrían haberte matado. El faraón no puede tocar ni un cabello de Moisés, pero
acabar con su esposa… Habría sido una buena manera de debilitarlo antes de
conducirlo a su lado.
Séfora observó la barca, que se acercaba tranquilamente al navío. Moisés se
mantenía erguido, sujetando firmemente el bastón. Luego, con el corazón en un
puño, vio a su esposo agarrarse a la escala de cuerda desplegada a lo largo del
casco. En aquel momento, a pesar de lo que opinaba Josué y de lo que ella
misma había afirmado, no pudo evitar pensar que quizá veía a Moisés por última
vez.
—Mira quién está allí —dijo Josué.
Mientras los soldados empujaban a Moisés, en el puente apareció una silueta
muy conocida.
—¡Aarón!
Se acercó a Moisés con los brazos abiertos y lo estrechó contra sí antes de
que los soldados los separaran.
—Los soldados llegaron a la aldea a la caída de la noche —explicó Josué—.
Fueron a casa de Yokeved y le preguntaron por Aarón, no por Moisés. Le ataron
las muñecas y se lo llevaron. Y yo los seguí.
En los barcos se impartieron órdenes. Oyeron el ruido de los pesados remos,
un repiqueteo de tambor y un nuevo grito. Los centenares de remos se elevaron a
la vez y se hundieron en el agua. Con una lentitud que se transformó pronto en
potencia, los barcos llegaron al centro del río y se dirigieron hacia el sur. Moisés
y Aarón ya no se hallaban a la vista. Las antorchas de nafta estuvieron pronto lo
bastante lejos para sumergir de nuevo en la sombra el palacio de Hatsepsut.
—¡Qué raro huele aquí! —exclamó Josué, arrugando la nariz como si
acabara de percibirlo—. ¡Y qué lugar tan extraño también! ¿Es el palacio de
Hatsepsut?
Séfora no respondió, incapaz de apartar la mirada de los barcos.
—¿Sabes nadar? —preguntó Josué, cogiéndole la mano para asegurarse su
atención.
—Sí.
—Mejor. Allá abajo tengo una pequeña barca de juncos, más arriba del
muelle. Cuando vi que los soldados conducían a Aarón hasta un barco, no vacilé.
Tuve que remontar la corriente, pero esta vez será más fácil: bastará con
seguirla. Apenas correremos riesgos: las barcas de juncos son tan pequeñas que
de noche nos confundirán con troncos de árboles a la deriva. O con cocodrilos.
—¿Cocodrilos?
Josué rió.
—No temas. En esta estación no los hay aquí.
—Pareces muy contento. Moisés está en manos de los soldados del faraón y
tú estás aquí, bromeando tranquilamente.
—Gracias a ti —replicó Josué con todo el entusiasmo de su juventud—. Te
escuché en la aldea y me gustó lo que decías. Me gustó que nos mostraras tu
confianza en Moisés. Y te creo. Sí, creo que tienes razón. Moisés va a cumplir la
misión para la que Yahvé lo ha enviado entre nosotros. Y nuestro deber es
ayudarlo todo lo posible, sin temor. Los ancianos no acaban de entenderlo, pero
todo se andará.
Con unas pocas palabras y una sonrisa luminosa, Josué acababa de borrar la
tristeza y las dudas que Séfora arrastraba desde que había visto a su esposo entre
los soldados del faraón. Incluso la dolorosa despedida de su madre Hatsepsut
parecía ya lejana.
—Te doy las gracias.
—¡Oh, de nada! —respondió Josué, riendo—. ¿Acaso hay algo más
agradable que saber que pronto el mundo será menos injusto?
Se puso de cuclillas en lo alto del muro y se deslizó al otro lado.
—Vamos. Tenemos que darnos prisa.
No obstante, cuando llegaron a la barca de juncos, Josué apoyó una mano en
el hombro de Séfora, esta vez muy serio:
—Tienes que saber… En la aldea, no todo el mundo piensa como yo.
Además, los soldados han aprovechado la ocasión para saquear algunas casas.
Ten por seguro que Miriam estará furiosa.
LA CICATRIZ
J osué no se equivocaba. La furia de Miriam era terrible, tan terrible como si
ella sola hubiera querido igualar la cólera de Horeb.
Séfora y Josué llegaron a la puerta de la aldea un poco después del amanecer.
Desde que se adentraron en las callejuelas, los acogió el silencio y la mirada de
gente que volvía la cabeza. Cuando llegaron a la placita, Séfora vio a los
ancianos: estaban en cuclillas sobre unas esteras dispuestas a lo largo de las
casas. Con los labios apretados y el bastón levantado entre sus huesudos y
manchados dedos, dirigieron hacia ella miradas amenazadoras.
Si Josué no la hubiera animado a seguir adelante con un amistoso empujón,
probablemente Séfora no habría tenido la valentía de ir hasta la puerta de
Yokeved. Por suerte, ésta la acogió con su inagotable ternura:
—¡Séfora, hija! Por fin has vuelto. ¡Qué feliz soy!
En el abrazo, con risas teñidas de lágrimas, Yokeved murmuró:
—No tenía miedo por mis hijos, pero por ti sí. Los soldados del faraón odian
a los cusitas. «Ve a ver si Séfora te necesita», le dije a Josué. No hay nadie más
espabilado y servicial que este guapo muchacho.
Yokeved, con una amplia sonrisa, acarició a Josué, que se puso rojo como un
tomate. Antes incluso de preguntarle qué les había ocurrido a Aarón y a Moisés,
Yokeved le pidió que fuera a ver a los niños.
—Guersom ha estado tranquilo, como una estrella del Padre Eterno. Ni una
risa ni un mohín. Sin embargo, Eliezer te reclama. Sin ti, nada en el mundo logra
contentar a ese principito.
Mientras Séfora consolaba a Eliezer, mimándolo y besando sus risas y sus
lágrimas, en la habitación apareció Miriam hablando a voces:
—Y bien, hija de Jetro, ¿eres feliz?
Séfora se irguió tan violentamente por la sorpresa que estuvo a punto de
dejar caer a su hijo.
¿Estás satisfecha? —repitió Miriam, con hiel en los ojos y en los labios—.
Mis hermanos están ahora en la prisión del faraón.
La violencia del reproche tuvo en Séfora el mismo efecto que el vinagre.
Dejó a Eliezer en los brazos de Yokeved, que hizo un gesto de aliento que
significaba: «Tranquila, hija, tranquila. Sólo son palabras dictadas por el miedo».
Séfora, aunque no estaba segura de poder obrar con tanta sabiduría, se obligó
a sí misma a intentarlo y, secamente, respondió:
—Ya sabes lo que pienso, Miriam. ¿A qué viene esta disputa?
—¡Oh! ¡Qué fácil es para ti! A nosotros nos encarcelan, nos matan,
destruyen nuestras casas, pero tú…
Miriam dirigió una malvada sonrisa en dirección a Josué, que bajó la cabeza.
—Pero tú siempre tienes una alma caritativa que te ayuda.
Séfora le sostuvo la mirada, pero se negó a replicar.
—Miriam —intervino suavemente Yokeved—, la inquietud te hace ser
injusta, y la injusticia no cura ninguna herida.
Miriam le dirigió una mirada dura, que reflejaron también sus labios. Sin
embargo, se contuvo y simplemente se encogió de hombros. A su espalda, en el
umbral de la habitación, Séfora vio que los ancianos se habían levantado de las
esteras para escuchar.
Mi esposo y Aarón regresarán esta tarde —aseguró—. No están en la prisión
del faraón, sino hablando con él.
¿Y qué sabrás tú? El egipcio era un traidor, como yo imaginaba. Tú has
conducido a Moisés a la trampa, pero siempre pretendes saber más que nosotros.
—El egipcio no nos ha traicionado, Miriam. Ha muerto a manos de los
soldados del faraón.
—Es cierto —confirmó Josué con voz casi firme.
La exasperación de Miriam aumentó. Su cicatriz palpitaba con la fuerza de
un animal enfurecido. En aquel instante, su belleza era tan grande y tan terrible
que Séfora tuvo que darse la vuelta.
Oyó el grito de despecho de la hermana de Moisés y el roce de sus sandalias
en el suelo cuando se precipitó fuera de la habitación. Séfora corrió tras ella y,
desde el umbral de la casa, gritó con tanta rabia que los ancianos retrocedieron:
—¡Miriam! ¡Miriam! Cuando me ves a mí, Séfora, la cusita, la hija adoptiva
de Jetro, ves a una extranjera, a una mujer con la piel negra, que no es hija ni de
Abraham, ni de Jacob, ni de José. Sí, es cierto. Sin embargo, no tienes delante de
ti a una criatura del faraón, ni a una enemiga, sino a la esposa de tu hermano.
Al atardecer se oyeron gritos, una algarabía de voces: Moisés y Aarón habían
llegado, y eran festejados por toda la aldea. Pasó un largo momento antes de que
Moisés, medio arrastrado por la muchedumbre, pudiera llegar a la casa de
Yokeved y estrechar a Séfora entre sus brazos.
—He tenido miedo, mucho miedo por ti —murmuró en su oído, mientras lo
requerían a su alrededor.
—Josué estaba allí y se ocupó de mí, pero Senemiah…
—Sí, no dudó en ponerse delante de las lanzas, pero era inútil. No
comprendió que yo no temía nada.
—El faraón lo habría matado de todas formas.
—Tutmosis se ha vuelto cruel y no tiene remordimientos. Es peor que sus
antepasados.
Moisés la abrazó con más fuerza y, en el pesado aliento de su pecho, Séfora
advirtió que el encuentro con el faraón había sido un fracaso.
—Es terrible —murmuró, consciente de que ella lo había adivinado—.
¡Terrible! ¿Qué puedo decirles? No lo entenderán. Aarón no lo comprende.
Séfora no tuvo tiempo de responderle con un beso y de infundirle ánimos.
Todos los que querían escuchar a Moisés estaban allí: los ancianos, los jóvenes,
las mujeres, los niños y todos los que volvían del trabajo con el rostro hundido.
Éstos tenían las manos y los pies cubiertos de lodo, oscurecidos en ocasiones con
sangre seca en las zonas donde la piel había sido desgarrada por las estacas, las
piedras y las cuerdas de los aparejos y de los tornos de mano. Arrancaron a
Moisés de los brazos de Séfora gritando:
—Cuéntanos lo que te ha dicho el faraón, Moisés.
Él los observó con los ojos brillantes y los otros tuvieron la certeza de que
las noticias eran malas. Los gritos se aplacaron.
—Aarón os lo contará. Es él quien ha hablado delante del faraón —declaró
Moisés.
Aarón lo contó y lo hizo bien. Sin omitir ni un detalle, explicó cómo los
habían empujado frente al trono de oro de Tutmosis y cómo él, Aarón, había
anunciado la voluntad de Yahvé, a lo que el faraón había respondido:
«¿Quién es ese Yahvé para que yo escuche su voz y libere a mis esclavos?
No conozco a ningún rey con ese nombre y nadie puede darme órdenes, sea
quien sea».
Luego había seguido gritando, diciendo que Moisés quería llevar a los
hebreos, a esa chusma, a la holgazanería. Moisés se había enervado y había
amenazado al faraón con la cólera de Yahvé, la peste y la espada del Padre
Eterno, que lo castigaría si persistía en su negativa a liberar a los hijos de Israel,
a raíz de lo cual el faraón se había burlado:
«Moisés, te conozco. Te conozco tan bien que ha faltado poco para que
fueras mi hermano. Incluso revestido de oro por la loca de Hatsepsut, que te
quería como a un hijo, eras tan tímido con una oveja. ¡Vamos, Moisés! ¿Te
presentas ante mí con una túnica de esclavo y me amenazas? La risa me va a
ahogar».
Entonces Moisés había subido los peldaños hasta el trono del faraón. Para
ultraje de los visires y los notables, había cogido la muñeca de Tutmosis y la
había levantado por encima de su cabeza, gritando:
«En este caso, Tutmosis, si no me tienes miedo, mátame. Haz caer sobre mí
tu látigo, el que mata a los hebreos. Vamos, valiente Tutmosis, bórrame de la faz
de este mundo, puesto que tú eres su dios».
El faraón había reído sin ganas. Había ordenado a sus guardias que lo
cogieran, pero les había prohibido que lo maltrataran.
«Me conviene que vivas. Así podrás constatar los efectos de la nueva ley que
voy a dictar para tu pueblo. Desde mañana no se dará más paja a los que fabrican
los adobes. ¡Que vayan a buscarla ellos mismos! ¡Que la recojan ellos mismos!
Si tienen pies para pisar el lodo, tienen también manos para recoger la paja. ¡Y
que fabriquen el mismo número de adobes que ayer y que anteayer! Ni uno
menos; si no, el látigo restallará».
Cuando Aarón se calló después de esta frase, en la aldea no hubo otra cosa
que silencio y miradas de espanto.
Aquella noche, era muy tarde cuando Moisés se acostó. Séfora lo esperaba. Lo
abrazó y lo acarició durante mucho tiempo, y por primera vez en su vida, recibió
contra su pecho las lágrimas de su esposo.
—Recuerda —murmuró ella—, recuerda las palabras de Yahvé en la
montaña de Horeb. «Conozco al faraón y no os dejará marchar si no es por mi
mano fuerte. Extenderé la mano y golpearé a Egipto con todos mis prodigios. Y
el corazón del faraón se endurecerá».
—No lo he olvidado —murmuró Moisés después de un largo momento—,
pero ¿quién va a creer esas palabras después de esta noche? ¿Quién las creerá
mañana cuando tengan que buscar la paja? «Ah, Moisés, ¡cómo nos has liberado
del yugo del faraón!». Eso es lo que dirán, Séfora. Y yo, ¿qué les responderé?
Moisés tenía razón. A partir del día siguiente, lo que había sido esperanza se
había convertido en abatimiento y rencor. El trabajo se hizo más duro y el látigo
del faraón más afilado. Por la tarde, los más agotados volvían, y los demás
tenían que continuar prensando los adobes durante toda la noche. Moisés daba
vueltas, abrumado, y Aarón le decía:
—Deberíamos haber decidido con los ancianos la manera de hablar con el
faraón.
—¿Para qué fuiste a ver a la loca de Hatsepsut? —añadía Miriam—. El
faraón te odia aún más y nunca te escuchará.
—No es a mí a quien debe escuchar. ¿No lo comprendéis? —replicaba
Moisés, dejándose llevar a su vez por la cólera—. Debe oír la voz de Yahvé por
mi boca y por la de Aarón. Así deben ocurrir las cosas. Y es la voluntad de
Yahvé endurecer el corazón del faraón para con nosotros.
—Eso es lo que pretende tu esposa —argumentó Miriam—. Ésa es su
manera de ver las cosas, pero ella no pertenece a nuestro pueblo. ¿Cómo puedes
escuchar semejante tontería? ¿Quién puede creer que el Señor Yahvé quiera
aplastarnos aún más? ¿Por qué iba a hacerlo si quiere que seamos libres?
Entonces empezó a circular un rumor por la aldea, gustosamente propagado
por los ancianos: si el faraón se endurecía, si no escuchaba ni se dejaba
convencer por las palabras de Moisés, la culpable era su esposa. ¿Cómo podía
ser Moisés el elegido por el Padre Eterno, cómo podía ser su palabra y su guía si
tenía por esposa a una cusita? Sabían perfectamente que ella era la hija de un
pueblo sobre el que Yahvé no había posado su mirada y con el cual no había
establecido su Alianza.
Cuando el rumor se extendió, Moisés amenazó con su bastón a cualquiera
que profiriera aquella mentira delante de él:
—Ella me dio la vida cuando yo sólo era un fugitivo y me condujo hasta la
voz de Yahvé. Circuncidó a mi hijo Eliezer porque yo había olvidado hacerlo y
Yahvé me había cortado el aliento para castigarme. ¿Y ése es todo el
reconocimiento que os merece?
Sin embargo, los ancianos murmuraban a sus espaldas que Moisés no
conocía lo suficiente la historia de su pueblo para tener la mente clara acerca de
sus deberes. ¿Qué valor tenían en realidad unos niños cuya madre no era bija de
Israel? Miriam no escondía el desprecio que sentía por Séfora.
—No los escuches, mi amor; no les prestes atención —suplicaba Moisés por
la noche abrazando a Séfora—. Están perdidos. Ya no saben lo que dicen y yo no
sé cumplir la promesa que les he hecho.
Sin embargo, Séfora le devolvía las caricias y susurraba:
—Sí, hay que escucharlos. No me quieren. Están decepcionados por tu
elección. Yo no soy la esposa de Moisés que desean. Quizá Miriam tenga razón.
Ella, los ancianos y todos los demás: sí, el Moisés que necesitan debe
pertenecerles más a ellos que a su esposa.
Una mañana, Yokeved le dijo a Séfora con ternura:
—No culpes a Miriam, hijita. Moisés también le debe mucho a ella. Cuando
lo confié a las aguas del río para evitarle la muerte de los primogénitos, Miriam
era una joven criada en el palacio de Hatsepsut, que no compartía el odio de su
padre para con los hebreos. Fue ella, Miriam, quien condujo la mirada de la hija
del faraón hacia la cesta en la que yo había depositado a Moisés. Todos sabían
que la reina tenía un esposo débil, incapaz de darle un hijo, y cuando ella vio a
mi Moisés, no dudó ni un instante en acogerlo.
El recuerdo hizo sonreír a Yokeved. Después su rostro se ensombreció.
—Por desgracia, Hatsepsut envejeció y con ella su poder. Los prohombres de
palacio se dividieron. Tutmosis se acordó del extraño nacimiento de Moisés y
ordenó buscar a todas las antiguas criadas de Hatsepsut…
—Y me encontró.
La voz de Miriam las sobresaltó.
—Madre, haces bien en contarle esto a la esposa de mi hermano. Ella, que se
cree tan sabia, ignora lo que significa pertenecer al pueblo del Señor Yahvé bajo
el yugo del faraón.
Erguida y con fuego en la mirada, Miriam se acercó a Séfora. Su voz
quemaba como la lava.
—Tutmosis sospechaba que Moisés no había nacido del vientre de su
hermana; todo el mundo lo sospechaba. Y me encontraron. Los soldados me
condujeron a los sótanos del palacio. Durante veinte días me interrogaron sobre
el que se llamaba Moisés. Al principio respondí: «No sé nada. ¿Quién es
Moisés?». Las preguntas se convirtieron en golpes, y luego los golpes se
transformaron en otra cosa. Una y otra vez me preguntaban: «¿Quién es Moisés?
¿De qué vientre nació?». Y yo decía: «¿Qué Moisés? ¿Quién se llama Moisés?».
Entonces llevaron hierros y hornos.
Temblando, la mano de Miriam rozó su cicatriz.
—Pensaron que esto sería suficiente, pero yo seguí respondiendo: «¿Qué
Moisés? ¿Por qué iba a conocer ese nombre?».
Entonces, Miriam se desabrochó la túnica. Se abrió los faldones y se ofreció
a las miradas. Séfora se tapó la boca con la mano y soltó un gemido de horror.
El pecho, las caderas y el vientre de Miriam estaban lacerados con una
decena de cicatrices tan espantosas como la de su rostro. Eran violáceas y
cortaban el seno derecho, formando repliegues similares a los del cuero viejo,
que le daban un aspecto informe.
—Ésta es la consecuencia de pertenecer al pueblo de Yahvé bajo el látigo del
faraón —concluyó Miriam—. Mírame bien, hija de Kush. Mira la marca de los
esclavos. Entiende que sólo eres la esposa de Moisés. Comprende que debes
contentarte con eso y mantener en silencio tu felicidad, pues algunos de nosotros
no conoceremos nunca caricias y besos semejantes a los que mi hermano te
prodiga.
CUARTA PARTE
LA PALABRA DE SÉFORA
H abía tenido un sueño y éste se había realizado.
Sin embargo, ante el cuerpo de Miriam, se borraba.
Había llamado al dios de mi padre Jetro: «¿Quién será mi dios si no lo eres
tú?». Y el de Moisés había respondido: «Estoy aquí. Yo soy el que soy, Yahvé».
Y he aquí que, ante el cuerpo martirizado de Miriam, el Dios de Moisés me
era prohibido. Ante el vientre y el pecho de Miriam, ante su belleza destruida y
su piel violada, mi piel intacta y suave para amar me devolvía a la sombra de
las mujeres sin pasado.
Séfora, la extranjera; Séfora, la esposa cuya opinión no contaba.
Miriam no necesitaba repetir la lección: yo la había comprendido. La esposa
de Moisés no podía unir su palabra a la de los que endurecían el odio del faraón
porque ellos pertenecían al pueblo de Moisés y de Yahvé. La esposa de Moisés
no era de ningún pueblo, execrado o glorioso; era como el polvo de la cizaña
después de aventar la cebada.
Yahvé se había mostrado a Moisés para que se hiciera oír por el pueblo al
que ya pertenecía, del mismo modo que hablaban las cicatrices de Miriam a
todas las heridas que soportaban los hijos de Israel bajo el yugo de Egipto.
¡Qué poco importaba el parecer de Séfora en esa batalla!
¡Qué duras eran las palabras de Miriam, que me prohibían recibir el amor
de mi esposo e incluso apoyarlo de otra manera que mediante mi silencio y la
partida de mi cuerpo demasiado negro!
Y yo gemía, ignorando aún los días de tumulto y de sangre que me
aguardaban, ignorando el sufrimiento por la pérdida que hoy me mata tanto
como la sangre que fluye de mi vientre cortado, de mi herida, tan abierta como
la de Miriam.
EL REGRESO
N ecesité muchas palabras y caricias para convencer a Moisés de que la
sabiduría me imponía volver a casa de Jetro. Su furia resonó en la casa de
Yokeved tanto como en las calles de la aldea.
—¡Yahvé habla para ti tanto como para los demás! —gritó.
Suplicaba:
—Quédate conmigo. No podré hacer nada sin ti.
Iba ante los ancianos y exclamaba:
—¿El Padre Eterno sería el Padre Eterno si sólo amparara a los que tienen
nuestro color de piel? ¿Acaso creéis que se apartará de mis hijos porque su
madre es cusita?
Los ancianos le respondían incansables y seguros de su sabiduría:
—Olvidas la Alianza, Moisés. El Padre Eterno tiende la mano a los que ha
elegido en su Alianza, no a los otros.
Esto aumentaba aún más la irritación de Moisés.
—La Alianza y los deberes que olvidasteis durante tanto tiempo y que
pusieron a José en manos del faraón.
Su rabia era tan violenta por la certeza que tenía de mi marcha. Entonces,
volvía su pena contra mí:
—¿Es ése el amor que me tienes? ¿Sales corriendo para amarme más? ¿Tú,
mi esposa de sangre, cuando aquí, ante esta multitud, soy más débil que en el
desierto, donde me devolviste la vida?
Necesitaba tranquilizarlo con besos y caricias, de los que me embriagaba
como miel a punto de agotarse. También intentaba tranquilizarme a mí misma
porque lo que más deseaba era concederle lo que me pedía y decirle: «¡Sí! Sí,
por supuesto que me quedaré contigo».
Sin embargo, Miriam estaba allí y pasaba por delante de mí. El solo hecho
de verla me hacía volver a la razón.
Finalmente, una tarde en la que el látigo del faraón acababa de diezmar a
un grupo agotado e incapaz de proporcionar el montón de adobes que
reclamaban los capataces, los que regresaron a la aldea fueron a hablar con
Moisés.
—¡Mira, Moisés! ¡Mira los cadáveres que traemos! Despojos de hombres.
¡Ah! ¡Que Yahvé se dirija a vosotros, a ti y a tu hermano! Habéis conseguido
que nuestro olor apeste en la nariz del faraón y de sus príncipes. Habéis puesto
en su mano la hoja que nos está cercenando. Y tú…, ¿chillas porque vas a
perder a tu esposa?
Moisés pasó la noche siguiente de pie en la cresta de la cantera que
dominaba la aldea. Temiendo por él, Josué y yo lo habíamos seguido. Ocultos
tras una roca, lo oímos llamar a Yahvé a voz en cuello:
—¿Por qué me has enviado aquí? Desde que fui a hablar con el faraón en tu
nombre, maltrata a este pueblo y tú no lo liberas. ¿Por qué has hecho que dé
este paso si es para peor?
Gritaba tan fuerte que abajo, en la aldea, también lo oyeron. Sin embargo,
nadie, ni siquiera Moisés, oyó la respuesta de Yahvé.
Josué me contó que desde el amanecer del día siguiente los ancianos y
Aarón murmuraban:
—El Padre Eterno no responde a Moisés. La presencia de la cusita lo vuelve
impuro. Yahvé no se le revelará hasta que no solucione ese problema.
Ya no podía quedarme más tiempo, por lo que ordené a Murti, mi criada,
que fuera a avisar a los pastores.
—Que preparen los camellos y todo lo necesario para el viaje. Mañana al
amanecer emprenderemos el regreso a Madián.
Moisés no protestó. En realidad, ni siquiera se atrevió a mirarme.
Cogió a sus hijos y los mantuvo abrazados mucho tiempo, ante la sorpresa
de los niños al verse estrechados de aquella manera por su padre.
Más tarde, por la noche, sus caricias ya no eran las que yo conocía. Aunque
era yo la que me marchaba, Moisés ya estaba muy lejos de mí, como el que se
aleja para realizar un largo viaje.
En el momento de la despedida, sólo Yokeved y Josué tenían los ojos
brillantes.
Durante dos días, no abrí la boca. Si lo hubiera hecho, no podría haber
respirado. Si hubiera tenido la piel clara, todo el mundo habría visto el rubor de
mi humillación. Me había convertido en Séfora, la esposa rechazada.
Dos días terribles.
Después, mientras bordeábamos el río Iteru en dirección al norte, oí
pronunciar mi nombre desde una barca. El río estaba lleno de velas desplegadas
y tardé en verlo. ¡Era Josué! Josué movía los brazos riendo.
Un instante después, estaba ante mí, muy agitado.
—Esperaba alcanzarte. Me metí en una barca en cuanto pude. Los barcos
van mucho más de prisa que las jacas y las mulas.
—¿Y para qué has cogido la barca? ¿Quieres huir de Egipto y conocer
Madián?
Mi voz era más áspera y burlona de lo que deseaba, pero Josué reía sin
preocuparse por ello y me acariciaba las manos.
—Yahvé ha vuelto a aparecerse a Moisés. Ayer le habló, y le dijo: «Verás lo
que voy a hacerle al faraón. El rey de Egipto resistirá, pero mi mano será más
fuerte. Se hartará, expulsará a mi pueblo y no querrá volver a oír hablar de él.
Os conduciré al país donde alcé la mano para dárselo a Abraham, a Isaac y a
Jacob. Ya lo verás. Volveré inflexible el corazón del faraón y multiplicaré mis
señales y mis prodigios».
La alegría de Josué era incontenible. ¿Acaso no era consciente de que
aquello era como una bofetada para mí?
Desde luego, tenía que alegrarme. Al menos, el Señor Yahvé libraba a
Moisés de su tormento.
Sin embargo, mientras lo escuchaba, el corazón me pesaba en el pecho.
Apenas había vuelto la espalda y Yahvé se comunicaba con mi esposo. ¿Era una
lección que me daba porque yo no había creído con absoluta sinceridad en los
beneficios de mi partida? ¿Quizá quería subrayar Yahvé que Miriam tenía
razón?
¿También él decía: «Quitemos de en medio a la cusita»?
Las lágrimas me empañaron los ojos, y Josué adivinó lo que me
atormentaba.
—¡No, no! Estoy seguro de que te equivocas.
Me abrazó y me consoló con todo el vigor de su entusiasmo.
—Moisés nos conducirá. Los ancianos ya no dudan de él. Volverás a verlo lo
sé. Nosotros también volveremos a vernos. Estoy tan seguro de ello como si lo
viera escrito en esas nubes —dijo, señalando con el dedo una larga y fina raya
suspendida sobre el horizonte del norte.
Deseé reír con él.
—¿Sabes al menos leer las escrituras? —me burlé.
—¡Perfectamente! ¡Leer y escribir! Casi tan bien como Aarón. No las
escrituras del faraón, sino las de nuestros antepasados.
—Entonces, sé valioso para Moisés —murmuré, abrazándolo por última vez
—. Cuida de él, quiérelo y no dejes que Aarón sea el único que lo instruya.
Apenas estaban comenzando las lluvias del invierno cuando volví a ver los
muretes encalados del pozo de Irmna.
Aunque me había refugiado en mi tristeza durante el largo viaje desde
Egipto, la sola visión del muro de adobes que rodeaba el patio de mi padre fue
como una caricia para mí. La felicidad de volver a casa me tranquilizó. Abracé
a Guersom y a Eliezer y murmuré:
—Ya estamos de vuelta.
Guersom, que comenzaba a poner nombres a las cosas, reconoció riendo el
enorme sicomoro del camino de Efa, y Eliezer aplaudió delante de los cercados
de las mulas, las chivas y las ovejas.
Sin duda, no había nada allí del esplendor de Egipto. El verde de los oasis
no era más que una mancha en la inmensidad del desierto, mientras que las
orillas verdosas del río Iteru formaban un horizonte de un extremo al otro de la
tierra. Sin embargo, aquí, los adobes que habían servido para construir muros y
casas habían sido prensados con la alegría de edificar y resguardar la sencilla
alegría de la paz, el afecto y la justicia.
Mi corazón latió de antemano por los gritos de alegría que sabía que me
acogerían en cuanto traspasase con mis niños la pesada puerta con herrajes de
bronce. Y ocurrió precisamente así.
Sefoba acudió con una niñita en los brazos haciendo tanto alboroto como si
se estuviera quemando su casa. Mi hermano Hobab me levantó del suelo como
si todavía fuera una niña. Mi padre Jetro, temblando de los pies a la cabeza,
alzó los brazos al cielo agradeciendo al Padre Eterno que le hubiera permitido
volver a ver a su hija Séfora. Las criadas ulularon gritos de alegría que
asustaron a Guersom y a Eliezer. Hubo multitud de besos, risas, lágrimas y
abrazos. Hubo un festín como los que yo solía preparar en otro tiempo para los
invitados de mi padre.
La esperada pregunta de Jetro llegó cuando estuvimos sentados en los
confortables almohadones bajo su dosel. La formuló a su manera y con su
inmutable dulzura:
—¿A qué se debe tu regreso, hijita? ¿Se encuentra bien Moisés?
Necesité lo que quedaba de ese día y parte del siguiente para contar lo que
había ocurrido en la tierra del faraón.
Jetro no había perdido su modo atento de escuchar. Planteaba siempre mil
cuestiones: por qué Moisés había hecho aquello, cómo Aarón había declarado
lo otro, si las casas de los esclavos eran auténticas casas, cómo se llamaba
realmente la resina que cubría el cuerpo de la reina Hatsepsut…
—Ah, que Yahvé me bendiga, qué horror, qué horror —exclamó después de
que le respondí.
Fue el único juicio que emitió, aunque seguía preguntándome sin parar por
Miriam y los ancianos.
Hizo que le llevaran a Eliezer para ver con sus propios ojos la circuncisión
que había realizado su hija. Acarició tiernamente el sexo de su nieto; después
me cogió la mano y, con sus dedos retorcidos por la vejez, me la estrechó hasta
hacerme daño.
—¡Que el Padre Eterno te bendiga, hija! —exclamó, pletórico de alegría—.
Que te bendiga hasta el fin de los tiempos. ¡Qué cosa tan inaudita! Oh, sí,
inaudita, algo que se recordará por toda la eternidad, os lo dice Jetro.
Cuando por fin le conté mi partida, cómo Josué me había alcanzado y el
consejo que le había dado, mi padre aplaudió, feliz.
—Reconozco a mi Séfora. Estoy orgulloso de ti, hija de Jetro. Por esto y por
todo lo que me has contado, estoy orgulloso de ti.
Éste fue su único comentario.
Dos o tres días después ya había vuelto a habituarme a la vida en el patio, y
tuve que gastar mucha más saliva para contar a Sefoba y a las criadas las
maravillas del país del faraón. Después, igual que hacía antes cuando quería
hablarme de algo importante, Jetro me pidió que le sirviera su primera comida
del día.
Mientras dejaba el cántaro de leche delante de él, hizo un gesto hacia los
almohadones.
—Siéntate cerca de mí, hija.
Y señaló la cima de la montaña de Horeb haciendo un guiño con sus
párpados arrugados.
—No ha retumbado ni una sola vez desde que Moisés y tú os marchasteis. Ni
el más mínimo rugido desde el gran alboroto con tu hermana Orma y Moisés.
Rió y chasqueó la lengua.
—¿Sabes que es reina? Dama Orma, así la llamamos. Dama Orma, esposa
de Reba, rey de Saba. Siempre tan bella, tan atolondrada y a expensas de sus
caprichos. El poder la maravilla. Lo utiliza con tanto vigor que aterroriza a
todos los que se le acercan; incluso los herreros la temen. ¿Quién creería que es
la hija de Jetro? Quizá venga a visitarte. O quizá no. Al parecer, sigue
queriéndote, y mucho, pero podría alegrarse de saber que te has separado de
Moisés y no resistir el placer de hacer alarde de su riqueza y de sus criadas ante
tus narices. ¡Bah!
Jetro me indicó con una mirada que todo eso carecía de importancia y que
tenía que confiarme otra cosa. Bebió lentamente la leche antes de seguir
hablando.
—Moisés está en el camino por el que lo conduce Yahvé. Está firmemente
unido a él. Nada está acabado; al contrario. Ha llevado a cabo la tarea que vino
a realizar aquí.
La mano de mi padre abarcó el patio y la montaña de Horeb con el mismo
gesto.
—Sé lo que piensas, hija. Aarón y Miriam, los hermanos de Moisés, te han
rechazado sin miramientos. Tu piel de cusita se ha convertido en el estandarte
de sus celos. También te han repudiado los ancianos del pueblo de Moisés, e
incluso el Padre Eterno. Él también. Eso es lo que piensas.
Meneó la cabeza y levantó una ceja tal como hacía antaño cuando me reñía
por haberme equivocado al leer.
—Séfora, eres más hábil y más fuerte que todo eso. No dejes que la
apariencia de las cosas y las penas de tu corazón te hagan creer que es de noche
cuando ha amanecido ya. Piensa en esto: ¿quiénes son actualmente los hijos de
Israel? Unos pobres diablos que sufren. Unos pobres diablos a los que, desde
hace lustros, el faraón no considera otra cosa que unos pares de pies y unos
pares de manos. No saben lo que saben. Su corazón está endurecido por el
sufrimiento. Van de un mal a otro, como moscas encerradas en un cántaro, y no
son capaces de imaginar que el cuello del cántaro está abierto. Ven a una
extranjera y exclaman: «¡Qué horror! No es como nosotros. Tiene la piel negra.
El Señor Yahvé la ha cubierto de oscuridad. No nos acerquemos a ella». Es
como si, al ver una flor desconocida, preguntaran: «¿Qué veneno tiene?»
Séfora, hijita, no olvides que están perdidos en sí mismos, pues el faraón ha
destruido, a golpes de látigo y bajo el peso de sus adobes, su inocencia en el
corazón de Yahvé. Esa Miriam tiene razón. Si algunos se mantienen todavía
derechos, como el hombre y la mujer lo estaban al nacer, es porque se agarran a
las grietas de sus heridas como nos aferramos a las rocas para subir la montaña
de Horeb.
Se interrumpió un momento para recobrar el aliento, me puso la mano en el
muslo y continuó:
—Los esclavos son esclavos en su corazón tanto como en su cuerpo.
Necesitarán tiempo para alejarse del látigo del faraón, pero también para
liberarse de las cuerdas que han atado a su mente. No obstante, el Padre Eterno
sabe esperar. Se han puesto en camino siguiendo a Moisés. No dudes de ello,
hijita. Y ese joven, Josué, tiene razón: volverás a ver a tu esposo. Ten confianza,
querida Séfora. Deja que el tiempo de Yahvé engendre vida.
Escuché las sabias palabras de mi padre Jetro y dejé que transcurriera el
tiempo; un tiempo muy extraño.
Al principio, no hice otra cosa que esperar. Durante lunas y lunas, en las
que vi crecer a Guersom y a Eliezer. Durante cientos de amaneceres, en los que
el nombre de Moisés estaba en mis labios, y mi preocupación por él en mis
ofrendas al Señor Yahvé. Y durante otras tantas noches, en las que el deseo y el
hambre de él me despertaban bañada en lágrimas.
Transcurrió un año sin que llegara ninguna noticia de Egipto.
—¿Han desaparecido los mercaderes de Acad? —preguntaba mi padre.
—Las caravanas pasan de nuevo por Moab y Canaán —explicaba mi
hermano Hobab—. Estos países son más prósperos que nunca. Es allí donde hay
que vender y comprar.
Sin embargo, en lo más cálido del verano, el jefe de una caravana vino a
pedirnos permiso para sacar agua del pozo de Irmna. Jetro se apresuró a
preguntarle por su viaje y sus negocios, y el hombre alzó los brazos al cielo y
explicó que regresaba de Egipto, donde había perdido casi todos sus bienes por
el caos que reinaba allí.
—¡Ah! —exclamó mi padre con una amplia sonrisa—. Háblanos de ello.
Así nos enteramos de los prodigios que el Señor Yahvé esparcía por la tierra
del faraón de manos de Moisés.
—De pronto, el río Iteru se llena de sangre —contó el mercader moviendo
los ojos—. Y cuando vuelve a haber agua, los peces están muertos. Parece
increíble, pero es la verdad, y una verdad que apesta. ¡Ah! ¡Qué hedor! Incluso
la arena del desierto huele mal. Pero eso no es todo. Apenas disipada la
pestilencia, el país entero se llena de sapos, que se hinchan bajo el sol y
revientan con pedos del demonio. Y aún hay más: mosquitos, granizo,
langostas… Cada nueva estación aporta su calamidad al faraón. ¿Cómo
comerciar en un país así? Huí con lo poco que me quedaba sin poder ver el sol.
Tres días con nubarrones en todo el país. Tres días de noche. ¡Increíble! Si no lo
hubiese visto con mis propios ojos, no lo creería.
Jetro reía. Era una risa tan franca, tan alegre, que el mercader se ofendió.
Cuando recobró el aliento, mi padre me dirigió una mirada que significaba: «Ya
lo ves, hijita. ¿No tenía yo razón?». Yo me frotaba con fuerza las manos para
evitar que temblaran.
Jetro recuperó la compostura y preguntó al mercader:
—¿Y qué hace el faraón para combatir esas desgracias?
—Nada. Por lo que se sabe, nada en absoluto. Ha comunicado a su pueblo
que todo pasará, que son cosas de magia y que sus sacerdotes acabarán con
ellas.
—¿Es eso posible? —exclamó asombrado Jetro, guiñándome un ojo con el
semblante burlón y la barba temblorosa.
—Sí, es inexplicable —masculló el mercader—. Quizá pasen esas magias,
pero, al paso al que van, el faraón se arriesga a pasar con ellas.
—¿Y sabe el faraón por qué ocurre todo eso? Las cosas ordinarias tienen
una causa, y lo mismo puede decirse de las cosas extraordinarias.
—¡Bah! Se dice cualquier cosa y, al mismo tiempo, la contraria. Se dice que
es Amón, el dios del faraón, que está enfadado con él porque se enfrentó a la
mujer que fue faraón, su esposa y su tía, a la que Amón otorgaba su protección.
Se dice también que es a causa de los esclavos, pero yo me pregunto: ¿cómo
podrían los esclavos realizar esos prodigios? Lo único que hacen ellos es
pisotear el fango de los adobes.
Al día siguiente, Jetro invitó a toda su gente a escucharlo bajo su dosel y les
contó los prodigios de Egipto. El nombre de Moisés brotó de todos los labios.
Me felicitaban:
—¡Qué orgullosa y feliz te sentirás de ser la esposa de Moisés y la madre de
sus hijos!
Sí, así me sentía, pero más desgraciada todavía por estar separados, tan
lejos de él.
Llegaron otras caravanas. Los mercaderes ahora huían de Egipto, y
contaban a todo el que quisiera escucharlos los nuevos prodigios, que ya no
producían ningún temor.
—Los esclavos han encontrado un jefe que es casi un dios. Se llama Moisés,
y es el que inflige estas plagas al faraón, pues quiere conducir a todos los hijos
de Israel fuera de Egipto.
En Madián se comenzó a divulgar que el tal Moisés había sido acogido en el
patio de Jetro y que se había convertido en su yerno, el marido de su hija cusita.
Los visitantes afluyeron para oír las noticias de Egipto de la voz de Jetro. Mi
padre siempre sentaba a Guersom y a Eliezer en los almohadones que estaban
dispuestos a su lado.
—Éstos son mis nietos, hijos de Moisés y de Séfora, mi hija. Es bueno que
escuchen y que sepan los prodigios que ha realizado su padre allí, al otro lado
del mar.
Y volvía a contar la historia del río de sangre, los mosquitos, el graneo, el
hollín pustuloso, las tinieblas… Cogía su bastón, lo blandía y lo hundía entre los
almohadones:
—Vuestro padre Moisés oye la voz de Yahvé que le dice: «Ve delante del
faraón y dile: “Sé justo, rey de Egipto. Libera a los esclavos de tus trabajos y
permítenos salir de tus dominios”». El faraón se ríe burlonamente. Su boca sin
barba se tuerce de maldad. Está sentado en su asiento de oro, con las serpientes
en la cabeza y los ojos negros de desprecio, y le responde a Moisés: «¡No!
Haced adobes para mí, escoria de esclavos». Entonces Moisés toca el polvo con
el bastón, así. Y de repente se levanta el viento. En un momento. En el norte, en
el sur, uuuhhh. Un fuerte viento glacial. El faraón corre a la terraza, a su
magnífico jardín, y ve las nubes que se amontonan. Se oye la explosión de un
trueno. Grandes relámpagos cruzan el cielo, y el granizo cae y sigue cayendo
hasta cubrir todo el verde país del faraón.
Mi hijo Guersom, asustado y embelesado, preguntaba:
—¿Qué es el granizo, abuelo?
Todos reíamos y éramos felices. Como Eliezer y Guersom, todos deseábamos
escuchar una y otra vez los prodigios que realizaba mi esposo.
—Pronto serás reina como Orma —me decían todos—. Incluso más que ella.
Y yo respondía:
—Moisés no es ni rey ni príncipe. Moisés es la voz de su Dios para su
pueblo. Y yo estoy aquí.
Sin embargo, un día, Eliezer, que empezaba a saber utilizar las palabras,
preguntó:
—¿Cómo es mi padre, Moisés? ¿Es como tú, abuelo, viejo y todo blanco, o
como mamá, negro y sin barba?
Las criadas lloraban de risa. Yo lloraba sin reírme.
Jetro había dicho la verdad. El tiempo de Yahvé surtía efecto. Moisés llevó a
cabo su tarea, pero el tiempo era demasiado largo. La ausencia de Moisés se
prolongó tanto que mis hijos ya no sabían cómo era el rostro de su padre.
De todos los prodigios que realizaba Moisés, había uno que no oí que se
cumpliera: que pudiésemos al fin volver a estar juntos, que pudiese besar de
nuevo su cuello como me gustaba hacerlo, que pudiese ver cómo abrazaba a sus
hijos, contra su pecho.
Al final del invierno siguiente, llegó una noticia más extraordinaria aún que las
anteriores.
Los esclavos de Egipto se habían puesto finalmente en marcha y habían
abandonado los mares de lodo y las aldeas. Miles y miles de ellos, hombres y
mujeres de todas las edades, fuertes y débiles, todos, todo el pueblo de los hijos
de Israel. Incluso el resto de los esclavos, capturados en las conquistas. Las
obras que estaba construyendo el faraón se habían quedado en silencio, como si
el tiempo se hubiera detenido.
Moisés había conducido a esos miles de seres hacia el mar de los Juncos, y
Tutmosis había ordenado a su ejército que fuese tras ellos. Cuando llegaron a la
orilla, amenazaba una tempestad y las lanzas de los soldados del faraón ya eran
visibles en los valles que conducían al mar.
Entonces Moisés había sumergido el bastón en las olas, y las aguas se
habían abierto delante de él: el mar de los Juncos se había dividido en dos. Las
olas se habían detenido y el fondo del mar se había convertido en un camino que
conducía a la otra orilla.
Los miles y miles de esclavos que seguían a Moisés se precipitaron por él.
Cuando llegaron a la otra orilla, vieron cómo las aguas se unían y engullían los
carros de guerra del faraón. ¡Eran libres!
Hacía años que no pensaba en ello.
Vi mi sueño. Vi cómo el mar se abría ante mí y la barca se hundía entre las
inmensas paredes líquidas. Vi los acantilados de agua que amenazaban con
unirse, como los bordes de una herida, y que me engullirían.
También vi, en el fondo del mar seco, al hombre que me tendía los brazos y
me devolvía el aliento que las aguas habían querido arrebatarme. Moisés, que
yo no sabía todavía que era Moisés.
Era la persona que el Señor Yahvé había elegido para devolver el aliento de
la libertad a su pueblo.
Mi padre Jetro me vigilaba. Vio mi mirada, mi cuerpo tembloroso, mis
manos que acariciaban los hombros de mis hijos, y adivinó mis pensamientos.
—¿No te lo había asegurado yo? —dijo suavemente—. Están de camino
Yahvé hace avanzar el tiempo. Pronto recibiremos noticias suyas. Ahora
comienza otra historia.
Unas lágrimas se deslizaron desde sus párpados, rodaron por sus arrugas y
desaparecieron en la barba. Siguió hablando:
—Mañana iremos a ver el mar. Quiero ver si ha cambiado algo.
Sin embargo, antes de llegar a los acantilados que encerraban tantos
recuerdos, divisamos a un hombre envuelto en un manto de gruesa lana que el
polvo hacía más grueso todavía. Una capucha que le llegaba hasta la frente le
ocultaba el rostro. A duras penas hacía trotar a un asno extenuado. Pensamos
en un salteador solitario, pero, cuando me vio con Guersom y Eliezer, el hombre
saltó del asno y se precipitó hacia mí.
—¡Séfora!
La capucha cayó en su espalda.
—¡Séfora!
Gritaba y agitaba los brazos. Reconocí la voz antes que el rostro, más
delgado y con la barba llena de polvo y suciedad.
—¡Josué! ¡Josué!
Cuando me abrazó, riendo los dos, la promesa del cuerpo de Moisés me hizo
temblar.
LOS DÍAS DE TUMULTO Y DE SANGRE
C omenzaron entonces los días de tumulto y de sangre.
Josué anunció que Moisés y la muchedumbre habían levantado las tiendas
en una llanura del desierto llamada Refidim, a sólo cinco días de marcha del
patio de Jetro.
—Menos si se va corriendo —afirmó, señalando las laderas de la montaña
de Horeb, casi blancas por la bruma que cubría el oeste. ¡Moisés estaba tan
cerca y yo lo imaginaba tan lejos!
—He venido a buscaros —continuó Josué—. A ti, Séfora, y a ti también,
sabio Jetro. Moisés os necesita. Su madre Yokeved ha muerto y él está muy mal.
La gente, allá abajo, ha enloquecido. Las cosas no marchan: riñen unos con
otros, protestan, tienen hambre y sed, no disponen de pastos para los animales…
Y cuando no tienen hambre y sed, se cansan de montar y desmontar las tiendas.
El desierto les parece demasiado desértico, las rocas demasiado ardientes y el
país de la miel y la leche demasiado lejano. Podría pensarse que han traído con
ellos el caos de Egipto. El otro día, uno lamentaba a voces no estar ya bajo el
látigo del faraón. «Allí, al menos había comida, bebida y sombra», dijo. Si no lo
hubiese sujetado, Moisés le habría partido el cráneo con su bastón: «¿Qué voy a
hacer con vosotros? Os saco de Egipto y, si me descuido, me tiráis piedras a la
cabeza». Gritó tan fuerte que podríais haberlo oído. Además, Aarón y Miriam
quieren dirigirlo todo. Yahvé habla con Moisés y lo aconseja, pero Aarón le
asegura después que no comprende el sentido de sus palabras. Discute de todo y
por todo, y esta confusión no hace sino acrecentar el descontento. Además,
ahora han divisado a los guerreros de Amaleq avanzando hacia el campamento,
y nosotros no tenemos armas. Moisés me ha dicho: «Corre a casa de Jetro. Él te
llevará hasta los herreros».
Sabía que mi padre Jetro ya había tomado la decisión, por lo que no me
sorprendió cuando dijo:
—Partiremos al amanecer. Tú descansa, Josué. Mi hijo Hobab irá a ver a los
herreros. Su jefe Ewi-Tsur os suministrará hojas de hierro.
Me guiñó un ojo.
—Si puede, de todo lo que le pida Séfora, Ewi-Tsur nos proporcionará el
doble. Durante este tiempo, Sicheved dividirá en dos mitades mis rebaños.
Cuidará de una mitad y de mi casa, y el resto se lo llevaremos a Moisés.
En realidad, si hubiera podido, me habría marchado en el acto.
A Guersom y a Eliezer les dije:
—Vamos a volver a ver a vuestro padre Moisés.
—¿Va a hacer prodigios para nosotros con su bastón?
Y, riendo de felicidad, les aseguré que sí.
Que el Padre Eterno me perdone, pero Josué estaba en lo cierto: su pueblo
había llevado consigo el caos de Egipto a través del mar de los Juncos.
Hasta donde alcanzaba la vista había tiendas, humo, una multitud
hormigueante, animales aquí y allá, un estrépito incesante, inmundicia que
apestaba con el calor, miles de rostros que sobrecogían, ancianos sombríos,
niños tristes, mujeres inquietas, unos que morían y otros que nacían. Una
multitud, sí, una multitud que cubría los campos de hierba seca en la linde del
desierto y que parecía perdida entre el ayer y el mañana. Cuando llegamos, al
estrépito que nos agobiaba se añadió el de la batalla con Amaleq, que había
comenzado el día anterior en el lindero norte del campamento.
Allí volví a ver a Moisés. Me quedé estupefacta y como petrificada, incluso
aterrada.
Estaba sobre una roca, desde donde se dominaba la contienda. El sol hacía
brillar los escudos y las lanzas de Amaleq. En las manos de los combatientes de
Yahvé sólo se veían bastones y piedras. Y, a sus pies, muchos cadáveres. Moisés,
sobre una enorme piedra lisa, alzaba los brazos al cielo, blandiendo el bastón.
Como yo no pronunciaba ni una palabra, Jetro les dijo a los niños:
—Ahí tenéis a vuestro padre. El que tiene los brazos levantados es Moisés.
Eliezer, intimidado por todo lo que lo rodeaba, se agarró con las dos manos
al brazo de Guersom, que preguntó:
—¿Por qué tiene los brazos levantados de esa manera?
Más tarde se supo: cuando Moisés bajaba los brazos, Amaleq conseguía la
victoria; cuando los levantaba, Amaleq era derrotado.
—¡Mirad, Hobab y Josué! —gritó Guersom.
Encabezando el grupo formado por Ewi-Tsur y los herreros que habían
accedido a acompañarnos, descendían la pendiente hacia la batalla. Se oyó el
rugido que los acogió. Las mulas fueron desalbardadas en un abrir y cerrar de
ojos y las hojas de hierro brillaron en los puños de los hebreos.
Allá abajo, en la piedra, vi a Aarón que iba a sostener el brazo derecho de
Moisés; otro hombre al que no conocía hizo lo propio con el brazo izquierdo.
La batalla duró hasta el atardecer.
Desde que había regresado a Madián no había vuelto a ver a mi esposo.
Al caer la noche, Josué había vencido y volvió al campamento aclamado con
canciones.
Yo, perfumada con ámbar, adornada con joyas, vestida con la túnica más
bella que tenía y con mis dos hijos a mi lado, esperaba a Moisés delante de la
tienda que acababa de levantar. Mi corazón latía con tanta fuerza que temía que
todos lo oyeran.
Como Moisés tardaba, ocupado como estaba con Aarón dándole gracias a
Yahvé, centenares de personas pasaron delante de nosotros. Querían asegurarse
del rumor que se había extendido de un extremo al otro del campamento con
más rapidez que la victoria sobre Amaleq: la esposa de Moisés había regresado.
Sí, era extranjera, y con una piel tan negra como se decía. Una hija del país
de Kush.
Por fin se oyeron gritos, sonidos de trompas y de cuernos de carnero,
tambores y cantos. Mis hijos no se equivocaron cuando dijeron:
—Ahí está nuestro padre Moisés. Ahí está.
La multitud subía hacia nosotros, muy juntos. De pronto, se separaron.
«Señor Yahvé, ¿qué le has hecho a mi esposo?», dije para mis adentros.
Avanzaba tambaleándose como un viejo. Se diría que más viejo que mi padre
Jetro. Sostenido por Aarón y Miriam, ellos derechos y fuertes, con la mirada
viva y victoriosa.
Guersom y Eliezer se quedaron desconcertados. El frío me subió a la
garganta y me heló los riñones.
Mi esposo tan amado. Mi Moisés.
Un rostro fatigado, un rostro agotado.
—¿Qué te han hecho? —murmuré—. ¿Qué te han hecho? ¿Cómo es posible?
Guersom cuchicheó:
—¿Es mi padre?
Su voz llegó hasta Moisés, que abrió mucho los párpados y se irguió con las
pocas fuerzas que le quedaban.
Miriam y Aarón, como unos grandes señores, se apartaron unos pasos y
dejaron que nos recibiera.
Alrededor, la multitud del pueblo de Yahvé nos miraba.
La multitud vio a Eliezer, con piel de mestizo, en los brazos temblorosos de
su padre, que apenas podía sostenerlo; a Séfora, chorreando lágrimas que
hacían brillar aún más sus negras mejillas; a Guersom, que se colgaba de la
cintura de mi esposo y ocultaba el rostro en su vientre. Esto es lo que vieron: la
familia de Moisés al completo.
—Estáis aquí. Por fin habéis venido —gimió Moisés.
Su voz era débil, pero todos lo oyeron. En el campamento, el estrépito se
había apagado. No había ni un ruido, ni un tambor, ni un cuerno, ni un viva.
Sólo el silencio.
El silencio que celebraba que la familia de Moisés estaba de nuevo reunida.
Entonces Jetro, con su vieja voz, gritó:
—¡Moisés, Moisés, hijo! ¡Gloria a ti, gloria a Yahvé! ¡Que Él sea loado por
toda la eternidad, y tú con Él!
Josué hizo sonar la trompa y el ruido regresó al campamento. Mi padre Jetro
abrazó a Moisés.
—He traído todo lo necesario para organizar un festín de victoria. Esta
noche, los que han combatido podrán saciarse.
Moisés todavía me tenía cogida de la mano. Rió de un modo que por fin
reconocí y dijo:
—Vamos a la gran tienda del consejo. Verás a los ancianos.
Caminé a su lado, llevando a mis hijos, pero Miriam se puso delante de mí y
me interceptó el paso:
—¡No! Tú no puedes ir a la tienda del consejo. Allí está prohibida la entrada
a las mujeres, y más aún a las extranjeras. Tienes que aprender. Aquí no es como
en la tierra del faraón y mucho menos como en Madián. Las mujeres deben
mantenerse en su sitio: nunca se mezclan en los asuntos de los hombres. Si tu
esposo quiere verte, él deberá ir a tu tienda.
Y Moisés así lo hizo.
A medianoche, sostenido por Josué. Lo acosté en mi lecho.
Como un ciego, me tocó el rostro, la frente y los labios con la punta de los
dedos, y con una sonrisa en la voz, repitió:
—Por fin has venido. Mi esposa de sangre, mi amada cusita.
Di las gracias a la oscuridad, que ocultaba mi desesperación.
Moisés se durmió antes de que pudiera responderle. Tan de prisa, tan
bruscamente, que sentí miedo. Creí que había un cadáver a mi lado. Necesitaba
gritar, pedir ayuda, pero por fin suspiró. En su pecho, mi mano subía y bajaba.
Un fuerte suspiro de sueño. El suspiro de un hombre que sueña a pesar de su
fatiga.
Rompí en sollozos contra él, abrazándolo y llamándolo:
—¡Moisés! ¡Moisés!
Y en ese instante supe que Séfora la fuerte había llegado a su fin. En lo
sucesivo y para siempre sería Séfora la débil. La débil entre las débiles.
Todavía ignoraba hasta qué punto era incapaz de retener la vida y hacerla
crecer, pero era consciente de mi impotencia. Había que ser Moisés para resistir
la locura de aquella multitud, la locura del éxodo y la esperanza. Había que ser
como Miriam, Aarón, Josué… Ser del pueblo de Yahvé. Haber soportado el yugo
del faraón durante generaciones y generaciones, y tener el cuerpo y el corazón
destrozados.
Más tarde, con más calma, a la luz del pabilo, admiré el rostro de mi esposo.
En realidad, casi no lo reconocía ya a causa de las arrugas. Las arrugas de
la frente, largas y duras, que desaparecían bajo el cabello y eran más profundas
en las cejas. Las arrugas de las sienes, agrupadas en el rabillo de los ojos como
ríos antes de desembocar en el mar. Las arrugas de la nariz, de los labios, de los
párpados, de la barbilla… Como si mi amado Moisés necesitara tener en el
rostro tantas arrugas como hombres, mujeres y niños había en el turbulento
pueblo que arrastraba tras él.
Moisés se despertó bruscamente antes del amanecer y me descubrió con
sorpresa. Le besé los párpados y cada una de sus arrugas; le besé el cuello. Y
entonces, suavemente, me apartó.
—Tengo que levantarme. Me esperan.
—¿Cómo?
—Todos ellos me están esperando. Delante de la tienda.
No lo entendía. Lo acompañé y lo vi.
Formaban ya largas columnas. ¿Doscientas, trescientas, mil? ¿Quién podría
haberlas contado? Estaban esperándolo y todos querían ponerse delante de él
para decirle:
—Mi vecino de tienda ha atado su cabra delante de la mía, y ahora mi
tienda apesta. Ordénale que la ate en otra parte.
—Me han robado la piedra en la que mi esposa molía la cebada. Era una
buena piedra, la mejor. Aquí sólo hay polvo y piedras malas. ¿Qué hacemos?
—Moisés, las tiendas de las tribus están esparcidas por todo el campamento
y no sabemos dónde está cada uno. ¿No es posible hacer nada con este
desorden?
—Moisés, las mujeres dan a luz sin partera. Los niños nacen y no sabemos
cuándo hay que cortar el cordón. ¿Qué podemos hacer?
—Me han robado el almohadón que traje de Egipto. Sé quién lo ha hecho.
Moisés, ordénale que me lo devuelva.
Entonces comprendí de dónde procedía el agotamiento de Moisés; éste no se
debía al hecho de haber tenido los brazos levantados durante la batalla contra
Amaleq.
Me acerqué corriendo a Jetro.
—Ve a ver a Moisés, padre. Ve a verlo y aconséjale.
Aquella misma tarde, en la tienda del consejo, Jetro gritó:
—¿Pero es que te has vuelto loco, Moisés? ¿Acaso quieres perderlo todo?
Vas a acabar extenuado, y ellos también. ¡Días enteros esperando al sol que les
respondas!
Aarón intervino:
—¿Qué otra persona que no sea Moisés puede juzgar las faltas, establecer el
bien y el mal, y mostrar el camino por el que cada uno debe caminar? Sólo él
puede hacerlo. Sólo él, a través de la voz de Yahvé.
—¿Acaso Yahvé necesita hablar para encontrar un almohadón y barrer el
excremento de las cabras? Vamos, sed razonables. Tenéis que véroslas con una
multitud y Moisés no puede hacerlo solo. Que indique el camino y las reglas,
que nombre a los que sean capaces de aplicarlas. Entre todo este gentío, ¿sólo
Moisés tiene buen corazón y un poco de sentido común?
—¿Acaso sabrías tú hacerlo mejor? Los madianitas están llenos de maldad.
En el pasado vendieron a José al faraón.
—Y de esa manera le salvaron la vida. Con gran pesar de sus hermanos, que
habrían preferido que el pobre José muriera y se pudriera en el pozo al que lo
habían arrojado. ¡Vamos, Aarón! No busques disputas por historias del pasado:
tendría respuestas para darte hasta que se nos hubieran caído los dientes.
Aarón, sabio del pueblo de Yahvé, lo que cuenta es el presente y el mañana.
Aligerad la carga de Moisés y nombrad hombres capaces de secundarlo.
Designad jefes de decena, de centena y de millar. Ellos solos solucionarán los
pequeños hurtos, las trifulcas de celos y los problemas con los excrementos de
las cabras. Moisés resolverá los asuntos verdaderamente importantes. Ésta es
mi propuesta.
Sin embargo, al día siguiente Josué me anunció:
—El campamento clama contra Jetro. Aarón y los que lo siguen recorren las
tiendas para quejarse y contar que Moisés escucha demasiado a tu padre y que
los madianitas son ladrones por naturaleza. Todo eso son tonterías: la verdad es
que tienen miedo de perder su influencia.
—¡Que se quejen! ¿Acaso no fuiste a buscarnos por eso?
—Desde luego. Moisés aplicará el consejo de tu padre. Razón de más: si
Jetro quiere seguir ayudando a Moisés, es mejor que no continúe con nosotros.
Antes de despedirse, mi padre y Moisés permanecieron un rato en mi tienda,
fuera del alcance de las miradas y los oídos indiscretos.
—¿Sentiste ayer temblar el suelo? —le preguntó Jetro a Moisés.
—No, por desgracia, sólo siento temblar mis rodillas de lo fatigado que
estoy, pero me lo han dicho.
Entonces, acuérdate de la cólera de Horeb, hijo, la que conociste en mi
patio. Esto es lo que ocurrirá: mañana la montaña de Horeb retumbará, durante
tres días, cuatro a lo sumo, se cubrirá de nubarrones y arrojará fuego.
Moisés pareció enloquecer. Jetro sonrió.
—No tengas miedo. Yahvé viene a ayudarte. Es preciso que te oigan todos
esos oídos que están ahí fuera. Mañana, o dentro de poco, ante el primer
estruendo de Yahvé, ordena el ayuno, las purificaciones y los sacrificios.
Ordénales que desmonten las tiendas y marchen al pie de la montaña de Horeb.
Cuando hayan llegado allí, los dejarás y subirás hasta la cima, como ya hiciste
una vez, cuando creímos que te habías perdido.
—¿Subir, para qué?
—Para conseguir que te escuchen cuando vuelvas. Ahora te sientas delante
de la tienda y les dices: ésta es nuestra ley. Entonces, tienes cien bocas que pían
y charlan, que reclaman que tal ley sea más suave, mientras que otras mil
quieren que sea más severa. ¡Menudo caos! ¿Cómo esperas que reine la justicia
de los hombres libres entre este pueblo, si sólo entienden el significado del látigo
y del miedo? No olvides que han nacido y crecido en la esclavitud, Moisés, y que
en su corazón todavía son esclavos en tanto que hijos de Israel.
—Pero los nubarrones, las cenizas, el fuego… Van a morir.
—Confía en el Señor Yahvé. Nadie perecerá bajo las cenizas. Ya es hora de
que este pueblo reciba sus leyes y abra bien los oídos para escucharlas. Tu sola
voz no bastará, pero el terror de las cenizas y los nubarrones los doblegará.
Mi padre tenía razón, y Moisés estaba equivocado al temer por su pueblo. Era
yo quien debía tener miedo.
—El Señor Yahvé va a descender a la cumbre de la montaña y quiere que
suba para escuchar sus mandamientos —anunció Moisés—. Si alguno de
vosotros me sigue, morirá. Esperadme y, a mi regreso, tendremos reglas y leyes
que harán que seamos un pueblo libre hasta la eternidad.
Y, como los demás, vi que desaparecía entre los nubarrones y los rugidos de
Horeb.
Como los demás, lo esperé. Mis hijos y yo estábamos acostumbrados a la
espera.
Aarón, Miriam y la multitud, no. No soportaban la espera.
Pero Moisés tardaba en descender de la montaña y Josué vino a verme para
decirme:
—¿Cuándo va a volver? El campamento retumba más fuerte que la montaña.
Los nubarrones no los hacen callar, pero los embriagan tanto como si bebieran
vino durante todo el día.
Así, bastó con que uno solo afirmara: «Moisés no volverá: ha muerto allí
arriba», para que todos lo creyeran.
Recorrí todo el campamento suplicando:
—Esperad, seguid esperando. La montaña es muy alta. Dadle tiempo; va a
volver. Sé que mi esposo no ha muerto. Moisés no puede morir: está con el
Señor Yahvé.
Pero sólo oí risas y estas respuestas:
—¿Y qué sabrás tú, cusita?
—¿Cómo te atreves a hablar del Señor Yahvé? ¿Desde cuándo es el Dios de
los extranjeros?
Miriam me cogió por el brazo y me llevó a mi tienda.
—¡No quiero volver a oírte! ¡Mancillas nuestra tierra y nuestros oídos!
Aprende de una vez dónde está tu sitio.
Como Moisés seguía sin bajar de la montaña, centenares y después miles de
personas acudieron ante Aarón suplicando:
—Moisés ha desaparecido. Ya no nos guía nadie. Haznos dioses a los que
podamos ver, tocar y admirar.
Entonces vi a esos miles de madres e hijas, esposos y amantes, y padres. Los
vi sacar su oro, a ellos que no tenían nada. Los vi fundir las joyas en el molde de
arcilla modelado por Aarón. Los vi reír exultantes cuando el becerro de oro
tomó forma, vi la frente de Miriam chorrear sudor y alegría, y vi su cicatriz
palpitar de felicidad cuando Aarón dijo delante de la multitud:
—Aquí están tus dioses, Israel.
Sí, los vi bailar y disfrutar de la muerte de Moisés. Los vi, con el rostro y el
cuerpo brillantes como el oro que acababan de fundir, bailar desnudos en la
noche, cantar y abrazarse, entregados al fuego de sus entrañas y de su miedo, y
postrarse delante de Aarón y del becerro de oro como si se postraran delante del
horror del faraón.
No tenía voz para gritar. No tenía manos para retener a mis hijos, que
disfrutaban con la hermosa fiesta. También ellos querían participar y pasarlo
bien.
—¡Deja bajar a Moisés! ¡Deja bajar a Moisés! —suplicaba yo al Señor
Yahvé.
Josué, que estaba tan asustado como yo, dijo:
—Voy a subir a su encuentro, cueste lo que cueste. Mala suerte, si no lo
consigo.
Sin embargo, no necesitó subir hasta la cima. Moisés estaba tan cerca que
ya percibía el mal olor de la culpa. Lo veo allí: sale de la nube y desciende el
camino que permanecía vacío desde hacía varias lunas. Se detiene y descubre la
locura de su pueblo, y el oro del becerro que domina el altar. Oigo su rugido, ¿o
tal vez es el rugido de Horeb? Llamo a Guersom y a Eliezer.
—Moisés está allí. Vuestro padre está allí.
Mi dedo lo señala. Los niños brincan y gritan:
—¡Mi padre Moisés ha regresado!
Corren hacia el camino para buscarlo y se internan entre el gentío, riendo.
—¡Nuestro padre Moisés ha descendido de la montaña!
La muchedumbre los oye y los engulle. No se abre como el mar ante el
bastón de Moisés. Los engulle. No se abre como ante el estrave de la barca de
mi sueño, sino que forma un oleaje denso, sombrío y furioso. Oye el rugido de
Moisés y su furia. Tiene miedo y tritura a mis hijitos. La muchedumbre oye la
furia de Yahvé y se pisotea, y pisotea a mis hijos. Corro y los llamo:
—¡Guersom! ¡Eliezer!
Pero allá arriba, Moisés hace añicos lo que ha subido a buscar de manos de
su Dios. Aquí, la tierra se abre y se incendia. El gentío corre sobre el cuerpo de
mis hijos. La muchedumbre huye con espanto ante la tierra que se abre y engulle
su becerro de oro. Corre y pisotea a los hijos de Moisés.
Ellos ya no son más que dos cuerpecitos ensangrentados que estrecho contra
mi pecho gritando.
Guersom y Eliezer.
Moisés llora, furioso, y quiere destruir a su pueblo, que ha matado a sus hijos.
Y así lo hace. Pone las armas de los herreros en las manos de los
descendientes de Aarón, los hijos de Leví, y les ordena:
—Matad a los hermanos, a los compañeros, al prójimo. Matadlos.
El campamento está empapado de sangre, como si la sangre de mis hijos lo
recubriera con una sola herida.
Moisés llora en mis brazos, llora contra mi pecho aún ensangrentado por los
cuerpecitos de Guersom y Eliezer. Es la segunda vez que mi esposo llora
abrazado a mí. Es la segunda vez que lo marco con la sangre de sus hijos.
—Sube a la montaña, sube cerca de tu Dios y no vuelvas con las manos
vacías —le digo—. Tu esposa es la débil entre las débiles. Ni siquiera ha podido
defender a sus hijos. Es más débil que los esclavos que guías. Necesita leyes de
tu Dios para respirar y dar a luz en paz. Necesito leyes de tu Dios para que
Miriam no me sermonee. La extranjera necesita leyes para no ser reducida al
simple papel de extranjera. Vuelve, Moisés. Vuelve por tus hijos. Vuelve por mí.
Vuelve, esposo mío, para que el débil no esté indefenso delante del fuerte.
—Si regreso, ¿qué otra locura llevarán a cabo?
—Ninguna. Hay bastante sangre en el campamento para hacerlos vomitar
durante generaciones.
Moisés cogió el bastón y desapareció de nuevo entre las nubes.
—Me voy —le dije a Josué—. Ya no puedo quedarme aquí.
—¿Adónde vas?
—A Madián, junto a mi padre. No tengo otro lugar. Allí pediré comida para
vosotros, grano y animales. Al menos tu pueblo tendrá comida y ya no se
alimentará de violencia.
—Te acompaño. Traeré lo que nos den. Ewi-Tsur y sus herreros vendrán con
nosotros. Hobab se quedará aquí para ayudar a Moisés cuando descienda de la
montaña.
Pero me equivocaba. Ya no había lugar para mí en Madián y en el patio de
Jetro.
Cuando llegamos al pozo de Irmna, un grupo de gente nos esperaba.
Ewi-Tsur exclamó:
—Ahí está Elchem. Ha venido a nuestro encuentro.
Sonreía y reconocí el rostro quemado y deforme de Elchem, que me
recordaba al de Miriam. Pensé que la cicatriz que yo llevaba en el corazón no se
veía desde fuera.
Sin embargo, Elchem no sonreía por el regreso de Ewi-Tsur. Entre el grupo
de herreros que conducía, se alzó una voz que reconocí.
—¿Adónde vais? ¿Quién os ha autorizado a acercaros a este pozo?
—¡Orma!
Mi hermana Orma se aproximó. El tiempo no había hecho estragos en su
belleza, sino todo lo contrario. Tampoco había cambiado el negro de sus ojos y
el desprecio que reflejaba su boca.
—Vuelvo a casa de nuestro padre y a buscar comida para el pueblo de
Moisés —anuncié—. Se mueren de hambre en el desierto.
—Jetro ha muerto. Yo, esposa de Reba y reina de Saba, dirijo ahora su patio.
Y no voy a permitir que la multitud de tu Moisés caiga como saltamontes sobre
nuestros bienes.
—¡Orma, hermana!
—No soy tu hermana, y mi padre Jetro no era tu padre.
—Orma, tienen hambre. Mis hijos han muerto aplastados por su furia.
—¿Quién se empeñó en ser la esposa de Moisés?
A Orma le bastó una sonrisa para que Elchem y los suyos desenvainaran las
armas y se abalanzaran sobre nosotros.
Cuando Elchem hundió el hierro en mi vientre, todavía vi palpitar su cicatriz
como la de Miriam delante del becerro de oro.
¿Qué importaba? Ya estaba muerta: mi vida se había quedado en el cuerpo
de mis hijos.
EPÍLOGO
J osué volvió a las tiendas de Israel.
Moisés descendió de la montaña. No llevaba las manos vacías. En la piedra
de las leyes estaba escrito: «Acogerás al extranjero porque tú has sido extranjero
en la tierra del faraón».
Yahvé descendió sobre el campamento y castigó a Miriam con siete días de
lepra por haber despreciado tan duramente a Séfora.
El hijo de Aarón dijo:
—Tenemos que ir a Madián y castigarlos por la muerte de Séfora.
—¿Para qué? —respondió Moisés—. Ella reclamaba confianza, respeto y
amor, no guerras. Esperaba caricias que embellecieran el negro de su piel.
¿Cuánto tiempo hacía que no la acariciaba? Yo también la he matado.
Sin embargo, el hijo de Aarón convenció a los demás y terminaron
declarando la guerra a Madián.
Moisés dijo delante del pueblo:
—No somos leche y miel; somos un corazón desierto en el desierto. Canaán
no es todavía para nosotros.
Y como los de su pueblo, que había sacado de Egipto, Moisés dio vueltas por
el desierto hasta su muerte, donde se convirtió en polvo del polvo.
Sin tumba de piedra, sin caverna sagrada para sus huesos, pero
permaneciendo para siempre en el inmenso sepulcro de las palabras y la
memoria.
Sin embargo, de Séfora, la negra, la cusita, ¿quién se acuerda? ¿Quién
recuerda lo que ella hizo, y quién pronuncia todavía su nombre?
MAREK HALTER (Varsovia, 1936). Huyó con su familia de Polonia cuando el
país fue ocupado por los nazis, y residió en Moscú y Uzbekistán, antes de
instalarse definitivamente en París en 1950. Abandonando su vocación inicial, la
pintura, emprendió una exitosa carrera como periodista y escritor que le ha
llevado a frecuentar tanto el ensayo como la novela histórica. Entre sus obras
destacan La memoria de Abraham (1983), que fue traducida a cuarenta lenguas y
por la que obtuvo el premio Inter, Les Fils d’Abraham (1989), Un homme, un cri
(1991), La memoire inquiète (1993), La force du bien (1995), Les mistères de
Jérusalem (1999,premio Océanes), Le Judaïsme raconté à mes filleuls (1999),
Los jázaros. La leyenda de los caballeros de Sión (2002) y Sarah (2004).
Notas
[1] Las viviendas del Próximo Oriente se organizaban a partir de un patio central
que servía como punto de reunión y zona de trabajo al que se abrían las
diferentes estancias, (N. de la t.) <<
[2] Nombre dado por los antiguos egipcios a las tribus negras que habitaban el
territorio de Kush (Nubia, Sudán). (N, de la t.) <<
[3] Sistema tradicional para la irrigación de los palmerales en el Antiguo Egipto
que aún se emplea en la actualidad. <<
[4] La boswellia (Comniphora pedunculata), conocida también como incienso de
la India, fue una de las sustancias aromáticas más apreciadas en el Antiguo
Egipto (N de la t.) <<