Independiente, mi viejo y yo
Eduardo Sacheri
“Mirá que esta noche es el partido”, me dijo él. Hizo bien porque uno, a los cinco años, no
tiene una conciencia cabal de la periodización del tiempo. Como mucho distingue el sábado
y el domingo, porque esos días no hay que ir al jardín, y papá se queda en casa a jugar con
uno. Pero con los otros días y las otras noches, la cosa se complica. Por eso sin la
advertencia de papá, hecha con el beso de recién llegado del atardecer, yo habría pasado
por alto la infinita importancia de esa noche.
Los preparativos fueron los de siempre. Mientras él encendía el Stromberg-Carlson con
suficiente antelación para darle tiempo a las válvulas, yo le pedí a mamá la ropa apropiada
para el evento. Primero se negó a lo del pantaloncito corto, aduciendo que era invierno y
que hacía mucho frío. Yo argüí hasta el cansancio que los jugadores juegan con pantalones
cortos, y al aire libre. Una salomónica intervención de papá desempantanó por fin el pleito:
con pantalón corto, pero sentado cerca de la estufa de kerosene del comedor. Después me
puse la camiseta roja con el cuellito blanco, con el once de cuero cosido en la espalda,
igualito que Daniel Bertoni. Papá, mientras tanto, iba trayendo la colección de trapos rojos
que colgábamos a modo de banderas. Había pañuelos, una frazada, un pulóver, un par de
camisas chillonas. La lámpara de pie, el timón de barco que adornaba la pared, varias de
las sillas, todos terminaron ocultos en nuestro rito ornamental y futbolero. Cuando llegué,
rigurosamente ataviado con los colores reglamentarios, me llené los ojos de banderas rojas.
Lo único que nos faltaba era el viento para que flamearan, como en la cancha.
Papá se negaba, pese a mis acaloradas argumentaciones, a vestir también el atuendo
correspondiente. Nada de camiseta. Y mucho menos de pantalones cortos. A mi me parecía
un desperdicio, con tanto trapo rojo disponible y tan a mano. Pero él prefería verlo con su
bata de siempre, calzado con sus chinelas ruidosas, con el paquete de Kent y el cenicero,
pobrecito, para fumarse los nervios uno por uno.
Mientras daban las últimas propagandas, y antes del aviso de “minuto cero del primer
tiempo, es tiempo para una ginebra Bols” (o cosa por el estilo) que marcaba la hora
señalada, papá se sintió en la obligación de preservarme de desilusiones demasiado
abruptas. Me miró como me miraba siempre que tenía algo importante que decirme, con
una mezcla de solemnidad y de ternura, con un bosquejo de sonrisa iluminándole los ojos.
“Mirá, tipito –empezó, porque él me llamaba de esa manera cuando teníamos que aclarar
cosas importantes-, que la cosa viene difícil.” Y volvió a enumerarme todas las dificultades
que nos esperaban en esa noche de invierno. Que ellos habían ganado en Brasil, que nos
habían pegado un peludo bárbaro, que no sólo teníamos que ganar, sino que debíamos
hacerlo por no se qué diferencia de gol. Pero para mi sus argumentos sonaban confusos.
¿Acaso él mismo no me había dicho que Independiente era el rey de copas, que la copa, la
copa se mira y no se toca, que los brasileños nos tenían un miedo descomunal, y que en
Avellaneda y de noche se morían de frío, y no podían ni levantar las patas del paso? El trató
de convencerme de que, pese a la absoluta veracidad de lo dicho en otras ocasiones, esta
noche las cosas iban a ser muy difíciles y peliagudas.
De todos modos, nos entonamos cantando un par de veces el “si, si señores, yo soy del
Rojo”, y algún otro estribillo para ir matando el tiempo. Cuando finalmente se acabaron las
propagandas, papá encendió la radio Phillips, con su estuche de cuero, que debía ser la
primera portátil de Sudamérica (y la teníamos en casa). Le bajó el volumen a la tele: ambos
sabíamos que los relatores de radio son mejores que los otros. Cada uno ocupó su sitio de
siempre. El en la cabecera de la mesa, y yo sobre el arcón de mirar la tele. Acercó la estufa
de kerosene de ese lado para cumplir lo pactado en cuanto a temperatura corporal con la
madre del win izquierdo en el bolsillo.
Pero la carne es débil. No importa cuánta preocupación ocupe nuestro pensamiento, ni
cuánta angustia agobie nuestro espíritu. Uno siempre termina teniendo hambre, o teniendo
sueño, y sucumbiendo a esas necesidades poco altruistas. Empecé a cabecear apenas
empezado ese partido inolvidable. Mamá me dijo varias veces que me fuera a la cama. Pero
yo seguía ahí, impertérrito, sentado en el arcón, con las patas colgando y pateando en el
aire como si estuviese en plena cancha en los escasos momentos de lucidez que tenía en
medio de mi mar de sueño.
Papá esperó un rato y después me dijo que me fuera, que me quedara tranquilo. Yo
protesté que de ninguna manera, que teníamos que seguir ahí los dos, haciendo fuerza con
los cantitos y las banderas. Él me dijo con aire confiado que no hacía falta, que igual sin mí
íbamos a salir campeones, que me quedara tranquilo, que los teníamos de hijos. Ante
semejante desparramo de confianza le hice caso y me dormí.
A la mañana siguiente mamá me despertó para ir al jardín. Embotado de sueño me dejé
vestir, abrigar y conducir a la cocina a tomar la leche. Después ella me sentó en el sillón del
living para atarme los cordones, como hacía siempre mientras esperábamos que pasara el
micro. Apenas me despabilé un poco recordé la noche de la víspera, y me desesperé
preguntándole el resultado del partido. A la luz del día, y después de un sueño reparador, mi
deserción de la noche me parecía imperdonable. Ella me miró y dijo no saberlo. Le pregunté
por papá, y respondió que aún no se había levantado.
Han pasado veinticinco años, pero aunque pasen sesenta voy a recordarlo como si hubiese
sucedido hoy. La casa estaba iluminada por uno de esos soles oblicuos y tibios del invierno.
Yo tenía el guardapolvo cuadrillé lila y blanco, y la bolsita en el regazo, bien agarrada a la
diestra, para no olvidármela (otras veces me había pasado, y me había quedado sin el
Jorgito de dulce de leche y sin la taza de plástico para el mate cocido; así que ahora la
cuidaba más que a mi vida). De repente oí abrirse la puerta del dormitorio. Y enseguida
escuché el clásico arrastrar de las chinelas en el parquet del pasillo. El corazón me dio un
vuelco. Lo llamé a los gritos. Entró a las carcajadas, preguntándome el motivo de mi
ansiedad. Yo lo interrogué por el resultado, ya totalmente despierto, ya absolutamente
pendiente de lo que dijeran sus labios, ya indiferente a mamá terminando de atarme los
cordones.
El se acercó, se inclinó, me dio un beso de buenos días, y se me quedó mirando con
expresión jubilosa. Recién cuando volví a preguntarle me dijo que sí, que claro, que
habíamos salido campeones de nuevo, y que no me olvidara en el jardín de decirle a todo el
mundo que Independiente había vuelto a salir campeón de América. Yo, aún en medio de
mi alegría, me hice el tiempo de preguntarle cómo habíamos hecho, si él me había dicho
que era muy difícil, que en Brasil nos habían dado un baile bárbaro, que teníamos que
hacerles como tres goles, que en el campeonato de acá andábamos como la mona. El me
miró risueño, y sembró una semilla más en el fértil potrero de mis sueños de pibe.
“Pero, tipito –empezó, como enunciando una verdad ya reiterada hasta el cansancio-, ¿no
te dije que los brasileños ven la camiseta del Rojo y se asustan tanto que no pueden ni
mover las patas? ¿No te dije que, con el frío, se quieren volver a su casa a comer bananas
para entrar en calor? Por eso te dejé dormir. Porque era tan fácil que nos las rebuscamos
sin tu aliento.” Y en medio de mi maravilla impávida, terminó: “Menos mal que te dormiste.
Imagináte si te quedás despierto y gritás conmigo: les hacemos veinte goles y no quieren
venir a jugar nunca más, y nos quedamos sin nadie a quien ganarle la copa”. Después me
levantó en brazos y cantamos “la copa, la copa, se mira y no se toca”, y dimos la vuelta
olímpica a los saltos, por toda la casa. Vino el micro y me fui al jardín de infantes.
Supongo que ésos son los recuerdos que se le meten a uno en los recovecos del corazón, y
echan cría y se nutren de su propio néctar, y nos marcan para toda la vida. Por lo menos así
ocurrió conmigo. Y no me avergüenza reconocer que ahora, ya grande, cuando tengo un
problema que me agobia, o cuando me toda sufrir por radio y por televisión un partido de
Independiente y me como los codos por la ansiedad y la angustia (la vida me enseñó lo
inconveniente que puede resultar fumarse los nervios), siento un impulso difícil de dominar,
una tentación casi irresistible que me invita a irme a dormir, a abrigarme en la certeza de
que mientras yo sueño, mi papá e Independiente, como duendes laboriosos, van a
arreglarme el mundo para que yo lo encuentre refulgente en la mañana.
Y queda en mí el mandato inexorable que dictan las fidelidades eternas. Cuando
Independiente gana un campeonato –al fin y al cabo, Dios y sus milagros evidentemente
existen- lo primero que hago, en la cancha o en mi casa, es levantar los brazos y los ojos
hacia el cielo, abrazándolo a mi viejo a través de todos los rigores del destino, y por encima
de todas las traiciones de la muerte. Lo que pasa es que tratándose del Rojo, de mi viejo y
de mí, hay veces que la muerte es una señora que nos tiene un miedo bárbaro. Una vieja
podrida a la que, de locales en Avellaneda, le tiramos la camiseta y podemos, de vez en
cuando, llenarle la canasta.
Todavía me acuerdo de ese número once de cuero blanco, cosido en la camiseta como el
de Bertoni. Pero ahora también veo, cuando me fijo con suficiente atención, que mi viejo
también lleva lo suyo. Lo tiene ahí, en la espalda, justo a la altura del nacimiento de las alas:
un diez de cuero blanco, igualito igualito al de Bochini.”