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Apologia Del Taoismo - Giusseppe Tucci

Este documento resume las ideas fundamentales del Taoísmo según el autor Giuseppe Tucci. En pocas oraciones, explica que el Taoísmo primitivo se formuló como un sistema filosófico pero luego se modificó en una religión, y que Lao-Tse y Chuang-Tse fueron sus sistematizadores más importantes a pesar de que se conoce poco sobre sus vidas. Finalmente, contrasta el Taoísmo con el Confucianismo dominante en China, señalando que el Taoísmo buscaba comprender el misterio de la

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Apologia Del Taoismo - Giusseppe Tucci

Este documento resume las ideas fundamentales del Taoísmo según el autor Giuseppe Tucci. En pocas oraciones, explica que el Taoísmo primitivo se formuló como un sistema filosófico pero luego se modificó en una religión, y que Lao-Tse y Chuang-Tse fueron sus sistematizadores más importantes a pesar de que se conoce poco sobre sus vidas. Finalmente, contrasta el Taoísmo con el Confucianismo dominante en China, señalando que el Taoísmo buscaba comprender el misterio de la

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APOLOG ÍA DEL TAO ÍSMO

GIUSSEPPE TUCCI

Erraría quien quisiera encontrar la expresión genuina del Taoísmo en los


ritos de masiado groseros, en las vu lgares supersticiones, en los usos
mágicos que absorben y constituyen gran parte de la vida religiosa del
pueblo chino. Este Taoísmo no tiene mayores relaciones con el Taoísmo
primitivo que las que pueden existir entre las creencias lamaísticas y el
Budismo de Cakya muny. Y por lo de más, este hecho se e xplica. Taoísmo y
Budismo, en su esencia originaria, fueron for mulaciones de pensamientos
filosóficos que, por el contacto cada vez más intimo con la vida, se modifi-
caron a la vez en siste mas religiosos, los cuales tanto más se bastardea-
ron cuanto mayor fue la fortuna que tuvieron.
Y esto debía ocurrir mucho me jor en el Taoísmo , en donde el elemento es-
peculativo tiene tanta preponderancia, que ha hecho creer a algunos críti-
cos que se trata de un siste ma metafí sico puro y simple, que e xcluye co m-
pletamente toda e xigencia ética. Equivocada mente, co mo vere mos; porque
la indagación me tafísica sólo sirve d e propedéutica a aquellos preceptos
de carácter y valor puramente prácticos que constituyen, en realidad, el
objetivo esencial del Taoís mo antiguo; para el cual el conocer sólo es un
necesario instrumento para obrar bien.
El Taoísmo debe su más co mpleta y alta formulación a algunos sistemati-
zadores, entre los que se distinguen Lao-tze y Chuang-tze; el primero está
considerado erróneamente, co mo el fu ndador del sistema; el segundo vivió
algunos siglos después que el maestr o, y, sin temor de exageración, es el
más profundo, sutil y ardiente apóstol de la fe taoísta, que en sus páginas,
ad mirables por la expresividad artística y la originalidad del pensamiento,
ha encontrado la más alta y co mpleta sistematización. De uno y otro cono-
ce mos muy poco, co mo si el hado mismo no hubiera querido oponerse a
aquel vivo deseo de olvido y a aquella modestia que ani man la obra de los
dos misteriosos filósofos. Cuando el no mbre de ambo s se hizo célebre, la
leyenda se apoderó de ellos, sobre todo de Lao-tze, y se ingenió, en múlti-
ples obras, para narrar eventos milagrosos y extrañas aventuras, querien-
do de tal modo suplir la escasez de los datos históricos.
Por eso, cuando, introducido en China el Budismo, las dos fes intentan
una alianza en la lucha contra la ortodoxia confuciana, se tiende a hacer
de Lao-tze una encarnación de Buda, con grave escándalo de los budistas
más intransigentes, quienes, consolidada la nueva doctrina en el suelo
chino, no de jaron de responder a los secuaces de Lao-tze con vivas y no
siempre serenas obras polé micas. Se a lo que fuere, pode mos, sin e mbar-
go, afirmar que de la biografía más an tigua debida a Sse-ma Ts'ien, resulta
que Lao-tze nació en la China meridional y fue conte mporáneo, si bien un
poco más vie jo, de Confucio.
Vivió, pues, en el siglo VI a. C., y parece que fue bibliotecario de la corte
de los Chou, hasta que, cansado de la vida al lado de los poderosos, se
retiró a una soledad especulativa, durante la cual escribe el Tao-te-king,
colección de sentencias y pensamientos que encierran en forma concisa y
alegórica su sistema filosófico. Parece ta mbién que e mprendió largos via-
jes por el Occidente, que tanta materia ofrecieron a la ulterior literatura le-
gendaria; así, cuando comenzaron a establecerse frecuentes y constantes
relaciones con el Asia Central, se quiere encontrar en Kotan, en el templo
de P'i-mo, un recuerdo de la conversión de los Hu-o-Trani, debida a Lao-
tze, devenido Buda en aquel lugar. Episodio éste que se encuentra en un
apócrifo famo so y que tiene una histo ria por de más afortunada. Me refiero
al Hoa Hu King de Wang-fu.
De Chuang-tze se sabe todavía men os. Del mismo Sse- ma Ts'ien se des-
prende que fue ho mbre de singular sabiduría y de no co mún inteligencia.
Su fa ma crece pronto, a tal punto, que muchos príncipes lo invitaron repe-
tidamente a que to mase parte activa en la cosa pública; pero, fiel a sus
convicciones, responde con desdeñosa negativa a todas las oferta s, y pre-
fiere vivir oscuro y pobre y seguir filosofando. Vivió en el siglo IV a. C. Por
cuanto la corriente taoísta tuvo en China viejísi mas tradiciones, suele con-
siderarse el Tao-te-king como el punto de partida de la escuela, y a Lao-
tze, co mo fundador de ésta. Entre los sinólogos, no faltaron ni faltan quie-
nes propenden a negar la existencia de Lao-tze y la autenticidad del Tao-
te-king; aparte de que sus argument os no resisten una critica severa, la
cuestión, de cualquier modo que se resuelva, tiene una importancia harto
secundaria. No puede negarse, en efecto, que el Tao-te-king es el primer
docu mento literario en que encontra mos la expresión e xacta de un pensa-
miento filosófico que toca alturas hasta ahora no alcanzadas por la espe-
culación china.
Esto no hubiera podido ocurrir si a las varias corrientes que vaga mente lo
preanunciaron no hubiese dado for ma orgánica una mente selecta y una
poderosa individualidad, que logró formar un siste ma de aquellos simples
esbozos y tentativas mistico rreligiosos que le precedieron. Solamente así,
pueden explicarse las citas que del Tao-te- king se encuentran en el seudo
Lieh-tze, en Chuang-tze y en Han Fei-tze y el mismo estilo de la obra. El
Tao-te-king refleja un pensa miento lógicamente coherente, pero que, e x-
presado como está por medio de met áforas, alusiones, símbolos y elipsis,
se deja más bien intuir que demostrar racionalmente, por cuanto suscita en
quien lee una serie de conceptos, cuyo sentido nos corresponde a nosotros
reconstruir con aproxi mación, que ser á mayor o menor, según la mayor o
menor afinidad espiritual que tengamos con el orden de ideas que se ex-
pone en el libro. Éste requiere, ademá s, ser leído co mo los libros de todos
los místicos. Es decir, que es necesario superar la forma para intuir y revi-
vir en una inmediatez espontánea su real contenido. Punto de partida es,
sin duda, la hermenéutica filológica; mas quien quiera entender el Tao-te-
king con sólo la ayuda de ésta, correrá el riesgo de equivocar el sentido,
co mo ha o currido tantas veces a los intérpretes filólogos. Otros, por el con-
trario, imaginando que poseen una luz interior capaz de alumbrar el arcano
sentido del más oscuro te xto mí stico, creen poder aferrar el significado
oculto del Tao-te-king tomando, basa dos en sus propias especulaciones,
las traducciones preexistentes incapaces, sin embargo, de juzgar el mérito
intrínseco de las mis mas; o, más auda ces aún, con un escaso e insuficien-
te conocimiento del chino, proponiendo nuevas interpretaciones. Y ocurre
lo que inevitablemente tenía que su ceder: una equivocación del pensa-
miento de Lao-tze; e s decir, un Lao-tze disfrazado de occidental, una pro-
yección de toda nuestra experiencia filosófica, una creación de nuestra
fantasía y de nuestros preconceptos d e escuela. Porque si hay razón para
decir que todos los místicos se ase me jan, no es menos verdad que existen
entre unos y otros místicos, según tiempos y lugares, diferencias irreducti-
bles. Chuang-tze es, sin duda, un místico; mas para Chuang-tze hubiera
sido absolutamente inco mprensible el pensa miento de un To más de Ke mpis
o de un Ruysbroech. Así, para entend er a Lao-tze es necesario, sin duda,
co mo pri mera providencia, una cierta afinidad espiritual con el gran pensa-
dor chino, que haga posible aquella perfecta fusión con el autor que ningún
medio e xtrínseco y pura mente filológico podrá nunca provocar; pero ta m-
bién es necesario no sólo dominar la lengua en que el Tao-te-king fue es-
crito, sino, además, no ignorar las interpretaciones que los indígenas le
han dado, tener cierta fa miliaridad con la muchedu mbre de co mentadores
y, cuando menos, una idea de las formas asu midas por el pensamiento de
Lao-tze y de las influencias ejercidas por éste a través de los siglos sobre
la literatura, sobre el arte, sobre el alma china, en su ma.
A mi juicio, el Taoís mo tiene un valor intrínseco que le hace digno por sí
mismo: de la simpatía y del estudio de cualquiera que aprecie todo genero-
so vuelo hacia un ideal de perfección y de bien, toda noble tentativa por
desgarrar el angustioso misterio de la vida, y tiene, ade más, un valor sin-
gularísimo cuando se lo confronta con la concepción de la vida dominante
en China. Las exigencias espirituales y las características intelectuales de
dicha nación están representadas por el Confucianismo, el cual debe al
maestro de que se habla la definitiva sistematización, en la que el pueblo
chino asciende, por decirlo así, a una clara conciencia de sí mismo, encon-
trando reflejadas y codificadas sus esenciales particularidades de raza y
de pensa miento; una visión práctica y antihistórica de la vida, que, incul-
cando el sacro respeto por las tradiciones, pone en el lejano pasado un
ideal de virtud supre ma, al que debe volver la Hu manidad, si quiere parti-
cipar de nuevo de la prosperidad de que se gozó un tiempo. Ideal práctico
y bonachón, sin í mpetus ni entusiasmos, que hace de la obediencia y de la
piedad filial los deberes supremos de l hombre que no siente el ansia del
misterio, y de lo divino, que no se preocupa de Dios ni de metafísica y que
a toda práctica religiosa atribuye un contenido social, que riendo, al mis mo
tiempo, regularla y dirigirla según minuciosos preceptos, los cuales más
bien que a un contenido religioso miran, sobre todo, a consolidar los víncu-
los familiares y civiles. Y desea vincular la más pequeña acción a un cere-
monial complejo y severo, pero al mismo tie mpo, considerado tan esencial,
que pronto se acaba por confundir el contenido con la for ma, haciendo de-
generar la virtud, el precepto, moral verdadero y propio en un formulis mo
exterior y tal vez no siempre sincero. Ésta es en sustancia la mentalidad
confuciana que si está indiscutibleme nte llena de orden, de sentido prácti-
co, de virtud política, tiene ta mbién notables defectos, por cuanto contribu-
ye a sofocar toda aspiración que trascienda de la cotidiana contingencia y
de las exigencias prácticas, y mientras entorpece con un formulismo que
puede degenerar en ficción, confirma a los espíritus en una visión harto
limitada y angosta, y, celebrando con e xceso al pa sado, refrena toda ten-
dencia al progreso y toda libre indagación.
El Taoís mo, por el contrario, considera los preceptos confucianos co mo
de masiado superficiales y extrínsecos para que puedan realmente me jorar
el alma hu mana. La doctrina de los literatos quiere mirar fuera del hombre,
construye esque mas y for ja preceptos, afanándose por guiar a la trabajada
Hu manidad por un recto sendero que no puede conducir más que a un ra-
cional acomoda miento social y político; el Taoísmo, por el contrario, co mo
vere mos, no sólo se preocupa de indagar qué puesto ocupa el ho mbre en
el angustiado misterio del universo, sino que dirige, sobre todo, su aten-
ción hacia el mundo interior, inculcando que ninguna victoria tiene tanto
valor como la victoria sobre sí mismo, y que todavía más que predicar a los
de más vale pensar directa mente por nosotros mismo s en nuestro perfec-
cionamiento.
Ningún discurso quizá podría contraponer me jor y distinguir los pensa-
mientos de las dos escuelas antagónicas que el episodio, contado por Sse-
ma Ts'ien, del encuentro de los dos maestros, Lao-tze y Confucio; cierto
que el episodio es legendario, por lo mismo que e s de antiguo origen; pero,
sin e mbargo, tiene para nosotros un indiscutible valor, por cuanto caracte-
riza exacta mente las expresiones asu midas por las dos direcciones del
pensa miento desde su iniciación: “Habiendo llegado Confucio al estado de
los Chou para oír la opinión de Lao-tze sobre los ritos, Lao-tze le respon-
de: «Los hombres de que hablas han muerto y de ellos sólo queda hoy su
palabra. Cuando el sabio encuentra favorables los tiempos, va adelante; en
caso contrario, vaga errabundo de aquí para allá. A mi parecer, ópti mo co-
merciante es aquel que, cargado de riquezas parece un pobre; sumo sabio,
aquel que, aun siendo de perfecta virtud, parece un estulto. Deja estar a
tus vanos espíritus, a tus mu chos deseos, a tus for mas e xteriores y a tus
licenciosos propósitos. Son cosas to das que no te podrán ayudar»”. El
aserto no es nuevo: es, en el fondo, la expresión propia de todos los místi-
cos, que han preferido siempre las serenas meditaciones y las contempla-
ciones plácidas a la actividad inquieta de la vida. El mundo se ha burlado y
se sigue burlando de ellos. Acaso porque ignora que los más grandes
ho mbres de la historia fueron esencialmente místicos; y de la renuncia que
ellos supieron imponerse, del aislamiento indagador en que se encerraron,
de los éxta sis en que gustaron su mirse, surgieron renovaciones espiritua-
les que transformaron la Hu manidad. Por lo demás, la lucha entre Confu-
cianismo y Taoís mo no es tan sólo u n aconteci miento que deba interesar
únicamente a la historia de la sociedad china y quedar confinado en el le-
jano paí s de los pequeños ho mbres a marillos. En el fondo, en el antago-
nismo de las dos corrientes, vemos r eflejarse una disensión que podemos
apreciaren la vida contemporánea. Co nfucio afirmó que prefería el estudio
a todo lo demás (Lun-yün, XV, 30). Y por eso el Confucianismo se trueca
pronto en sinónimo de erudición; una erudición quizá un tanto excesiva-
mente ho mogénea, bien definida en los límites de una tradición inexpugna-
ble y que, co mo co mprendía los preceptos de gobierno y las vicisitudes
históricas de la China antigua, inclina ta mbién hacia las nor mas pura mente
morales.
De tal modo, no podía de jar de esta blecerse un conductor que coartaba
las conciencias obligándolas a una for ma mentis consagrada por la tradi-
ción y a una inerte receptividad de cuanto el pasado supo codificar de los
dichos atribuidos a aquellos sabios antiguos que se proponen como mode-
los insuperables a las generaciones posteriores. Algo de la mentalidad
confuciana lo hallamos ta mbién entre nosotros. Quizá nos falten libros
canónicos, pero tenemos esque mas q ue apenas osa mos violar por miedo a
ofender a la tradición, al mundo acadé mico, a los usos y las costumbres
del ambiente, por un irrazonable temor al qué dirán. Hay un pasa je de
Chuang-tze que, aun escrito en China trescientos años antes de Cristo, pa-
rece de tan viva actualidad, que no p uedo por menos de dar aquí su tra-
ducción: “Se cree hijo ideal al que no aprueba una obra mala del padre,
ministro ideal, a quien no adula al príncipe; en cambio, todo el mundo vitu-
pera al hijo que acepta incondicionalmente cuanto el padre dice o hace y
califica de inepto al ministro que da su anuencia a cuanto el príncipe sos-
tiene o realiza. Tal es la creencia de todos los hombres, sin que ellos mis-
mos sepan, e mpero, por qué motivo. Sin embargo, cuando siguen la opi-
nión universal y aprueban cuanto ha sido aprobado por los demá s, no
piensan por esto que son aduladores o lisonjeros. Luego, la costu mbre es
mucho más terrible y respetable que los progenitores y los príncipes. Si
dices a cualquiera que es un adulador o un lisonjero, le verás al punto in-
co modarse y ca mbiar de color, pero sin que deje por eso de serlo efecti-
va mente. Todos tienen los mismos gu stos y ninguno se da cuenta por eso
de los defectos comunes. Los ho mbre s siguen pedestremente en el vesti-
do, en los gestos, en el movi miento, las costu mbres del tiempo; pero no se
creen por ello aduladores, y dicen que es buena o mala una cosa según la
opinión común, y no por ello piensan que son ho mbres vulgares.
” Para que el hombre pueda rebelarse contra el yugo de la tradición y la
coerción de la costu mbre, el mundo de creencias, a que desde niño lo
habituaron abuelos y padres, que ha oído repetir a maestros y a migos año
tras año, es necesario que posea no sólo dotes de espíritu fuera de lo
co mún, sino ta mbién el hábito de la reflexión, que se determina, sobre to-
do, extrañándose de los hombres. Mie ntras nuestra actividad esté absorbi-
da por completo, o casi por completo, por preocupaciones contingentes y
materiales, nunca tendremos la posibilidad y el tiempo de per mitirnos el
pensativo recogimiento, mediante el cual se consigue una me jor conciencia
de nosotros mis mos y una más clara noción de nuestra propia personali-
dad.
El a mbiente confuciano trataba de r efrenar y coartar las personalidades
singulares bajo el yugo de una tradición considerada como sagrada, i mpon-
ía la rendición completa del individuo al grupo social, consideraba la cos-
tu mbre co mo inviolable herencia de los antepasados y miraba con malos
ojos toda ten tativa innovadora. Pero a eso se opone abierta y ta mbién vio-
lentamente al Taoís mo, que por bo ca de sus profetas afir ma el valor de la
individualidad y de la libertad hu man a, sustituyendo, co mo afir maciones
que puedan parecer ta mbién de ma siado radicales, a la visión centrifuga del
Confucianismo, una visión centrípeta. No ya prodigar todas las energías
propias en la comunidad, sino el aislamiento, el e xtraña miento para alcan-
zar eficazmente por medio de la meditación y del ascetismo a esa selfcul-
ture que única mente podrá hacernos p erfectos y, por lo tanto, felices (Tao-
te-king, capítulo 19): “Repudiad a todos los sabios, echad a todos los doc-
tores, y el pueblo será mil veces má s afortunado; renunciad a todos los
preceptos de la moral, y el pueblo reconquistará su piedad y su bondad;
abolid todo artificio y todo lujo, y los ladrones y brigantes desaparecerán
de la faz de la tierra. Estas tres cosas que yo os aconse jo que abandonéis
no son más que puro artificio y, por lo tanto, inútiles. He aquí, por el con-
trario, lo que hay que hacer: sed si mp les, tened pocos intereses particula-
res y poquísi mos de seos”. (Ibíd., ca p. 46.) "Si todos vivieran según los
principios del tao, los caballos de carreras serían destinados al cultivo de
los campos; cuando no se vive según estos principios, los caballos de gue-
rra se adiestran en los burgos. No hay mayor culpa que ceder a los propios
deseos, desventura má s grande que b uscar la ganancia. Por eso quien sa-
be contenerse está siempre contento.
” Ya preveo las objeciones que se harán a esta indicación. En sustancia,
serán las mis mas que en China no dejaron de for mular nunca los literatos
contra la escuela rival y que, en mayor escala, suelen otros lanzar contra
el Budismo.
Esto es: que se me jantes pensa mie ntos son inconciliables con la vida
práctica; que quererse encerrar en la beatitud indiferente del éxtasis, mien-
tras alrededor acomete la te mpestad más trágica, es signo del más frío
egoís mo; que la renuncia al mundo se debe con harta frecuencia a la debi-
lidad o a vileza, como quien desprecia cuanto sabe que no puede obtener.
Pero a estas críticas, de las que se h icieron portavoces en la China orto-
doxa confucianos célebres como Ha n-yü y Chu Hi, se puede responder
siempre que en la realización de todo ideal filosófico o religioso hay un
má xi mo y un míni mo. El santo o el sabio realizarán un grado de perfección
que no puede alcanzar el hu milde adepto. Pero en la convencida ad mira-
ción de éste por aquéllos y en el continuo esfuerzo que haga por mante-
nerse dentro de una regla de conducta que no contradiga los preceptos
funda mentales de los elegidos, inculcados por el eje mplo, debe mos reco-
nocer otros tantos motivos capaces d e me jorar al individuo cuando la fe
seguida tenga, como en el caso del Taoísmo, un intrínseco valor moral. Por
lo demás, esta negación de la vida práctica me jor parece en el Taoís mo
una exageración retórica enca minada a desviar a los espíritus de la exce-
siva afición por las cosas materiales que un precepto para cu mplirlo al pie
de la letra. Según la leyenda - que tiene orígenes harto re motos -, Lao-tze
estuvo e mpleado en los archivos del príncipe de Chou; Hoi-nan-tze tomó
parte en intrigas políticas que acabaron por costarle la vida. Muchos trata-
distas de la llamada "escuela jurídica" (Takia), que con la reforma y la rígi-
da y escrupulosa aplicación de las leyes creyeron poder refor mar al mun-
do, tuvieron decisivo contacto con el Taoísmo: Han-tei-tze, por e je mplo.
Ade más, esa apatía que mueve a algunos a no inmiscuirse en las turbias
vicisitudes políticas, no siempre es un frío egoísmo, sino más bien la apat-
ía del espíritu superior que contempl a con sentimiento de serena piedad
las convulsas pasiones no siempre honestas ni sinceras que trastornan in-
dividuos y pueblos con las avalanchas turbias del odio, y que, por lo regu-
lar, no son justificables ni aun mirándolas como un mo mento transitorio en
el devenir de la humanidad. Si es verdad que ta mbién en el Oriente son
nu merosísi mos los conventos, por lo mis mo que la vida del claustro ofrece
lustre, decoro y co modidades a costa de los fieles, es innegable asimis mo
que nunca podrá atribuirse a vileza o debilidad la admirable renuncia de
Buda, quien, nacido y criado entre los regalos de una vida principesca, en
la flor de los años, arroja la corona re al para vestir el sayal del mon je; co-
mo ta mpoco en la plácida sonrisa, cargada de benévola ironía, con que un
Lao-tze o un Chuang-tze conte mplan la vana contienda humana, podrá ver-
se el guiño de quien finge no desear o no to mar en cuenta cuanto sabe que
le es imposible conseguir.
Pero es preciso entenderse bien ace rca de esta pretendida renuncia a la
vida atribuida al Taoísmo. Cierta mente , no equivale al “cupio dissolvi et es-
se cu m Deo” de nuestros mí sticos me dievales. El Taoísmo, en su for mula-
ción originaria, no conoce a Dios, ni el creyente debe pensar en su salud
ultraterrena. El contraste entre éste y el otro mundo, entre un mundo de
pecado y otro de beatitud, era desconocido por Lao-tze y por sus discípu-
los. Sus preocupaciones se refieren únicamente a la vida que se vive en el
breve espacio de años que el destino asigna; su doctrina, co mo luego se
verá, no quiere ser otra cosa que una terapéutica moral, intelectual y tam-
bién física que ponga a los individuos en condiciones de vivir su vida más
co mpleta y plena, verdadera mente felices, por enci ma de todas las pasio-
nes. ¿Hay motivo para escandalizarse tanto por las invectivas del Taoísmo
contra la sociedad? Se suele repetir que la vida del individuo seria imposi-
ble como no e xistiese la mu tua colaboración, la reciprocidad de derechos y
deberes que crean el equilibrio social, sin el cual no podría realizarse el
libre desarrollo de nuestra personalidad. Todo ello puede ser cierto; pero
ta mbién resulta innegable que cuanto má s inviolables son las relaciones
sociales, cuanto más las castas i mperantes, te merosas de perder su domi-
nio, imponen nor ma s y sanciones, tanto más el individuo está sacrificado
por el estado, sea éste aquella abstracción ética a que algunos teorizantes
lo quieren reducir, o más concreta men te, las voluntades de las clases diri-
gentes. Pero cuanto más progresa la conciencia, más quiere el individuo
conservar toda su independencia y su libertad, modelando su obrar según
las leyes supremas y universales que constituyen la característica funda-
mental del alma hu mana, y que no es raro que puedan ser contrapuestas a
los deberes y obligaciones impuestos por el Estado. Frente a la mentalidad
política confuciana, para quien el Estado lo es todo y el individuo nada, la
crítica del Taoís mo, que en Chuang-tze asu me el tono de verdadera polé-
mica, representa la protesta de los e spíritus más selectos, que tolerando
mal los vínculos, despreciadores de toda servidumbre y de todo co mpro mi-
so, buscan en la soledad y en el silencio de las serenas meditaciones
aquella libertad que el tumulto y las obligaciones de la vida social no les
consentiría.
Se cuenta que un príncipe envió a Chuang-tze varias veces e mba jadores
con ricas ofertas y dones para que se decidiese a aceptar importantes ser-
vicios en su corte. El filósofo se mant uvo en su fir me negativa, y cansado
al fin de tanta insistencia, despidió de este modo a los petulantes mensa je-
ros: “Grande es la paga que me pro metéis e importante el oficio de que
queréis investirme; pero, ¿habéis visto alguna vez al toro que se inmola en
los sacrificios? Cuando está bien apacentado durante un año, se le reviste
con suntuosa gualdrapa y se le lleva al templo. ¡Bien quisiera él entonces
trocarse en un lechoncillo extraviado; pero es en vano! Id por vuestro ca-
mino y no me perturbéis. Yo prefiero revolcarme a mi placer en el estiércol,
a de jar me opri mir por mis a mos. Mientras viva, no quiero entrar al servicio
del Estado, sino libremente seguir mis inclinaciones.
” Tales doctrinas son consecuencia de la concepción del equilibrio cósmi-
co, que constituye una de las principales características del Taoísmo, y
que establece una perfecta ecuación entre la vida del individuo y la vida
del universo. El mundo es, en efe cto, un in menso organismo cuya s partes
singulares están coaligadas por una simpática y misteriosa corresponden-
cia, por la cual el equilibrio de las partes deter mina el equilibrio del todo.
Todo cuanto ocurre en el mundo qu e es, co mo en Bruno, no ya materia
inmóvil, sino vida, la órbita de los astros, la alterna sucesión de las esta-
ciones, la conservación de las especies a través de la muerte de los indivi-
duos, de muestra la existencia de algo que todo lo gobierna y todo lo rige y
por razón del cual todo es. Y este algo es el Tao. Co mo el öv de Par méni-
des o el at ma upanishádico, este principio de todas las cosas es indefinible
y capaz sólo de atributos negativos, porque trasciende los límites de lo
cognoscible: toda su determinación no puede ser otra que la negación de
los atributos que solemos predicar de la realidad sensible y empírica. Pero
otro significado del Tao, que podemo s llamar me tafísico, se encuentra en
los escritores taoístas: Tao puede ser, ante todo, sinónimo de Universo,
que, siendo el Tao en acción, se identifica con él; pero eso indica también
aquella ley inmanente en Él, aquella intrínseca necesidad por la cual Él
crea y reabsorbe en si la infinita variedad de la realidad contingente. Esta
concepción debía conducir, co mo de h echo conduce, a un taopanismo, por
el cual el individuo siente en sí mismo, co mo en toda cosa creada, la pre-
sencia inmanente del Tao, en el cual todo es y deviene. Insensiblemente,
se llega a una forma de pensa miento que recuerda el tat tvam asi (“eso
eres tú”) del advaíta Vedanta, con e sto , sin e mbargo, de característico: que
mientras el Vedanta niega toda realidad a las for mas transitorias que cons-
tituyen la experiencia cotidiana, entendida como maya o ilusión, el taoísta
cree y está convencido de esta realidad, en la cual, precisamente, en sus
manifestaciones perenne mente muda bles, actúa el mismo Tao. No debe
sorprender, pues, que en los textos taoístas encontre mos el í mpetu religio-
so a que el frío cere monialismo confu ciano, sólo preocupado por las cosas
de este mundo, había des habituado, y que el taoísta hable del Tao con la
misma con movida reverencia con que el creyente habla de su dios.
“Aquel que yo he tomado co mo mae st ro mío socorre a todos los seres, sin
que la preocupación de ser justo sea la causa de su obrar; difunde sobre
todos sus beneficios, sin querer por ello ser humano; es anterior a la anti-
güedad más re mo ta, pero no por esto es viejo; recubre el cielo, sostiene la
tierra, plasma for mas infinitas, pero sin arte. Ése es el principio en el que
yo me sitúo”. (Chuang-tze, cap. 6.) Pues si en todo está el Tao, todo es di-
vino, así en nosotros como fuera de nosotros. Nace de esto esa intima y
profunda comprensión de la naturaleza que está fatalmente vedada a las
almas frías y mezquinas, a todos los espíritus que no saben apreciar el
ritmo divino que hay en el universo. El mundo es, co mo dice Chuang-tze,
un gran concierto, en el cual las más variadas notas se funden en una su-
blime ar monía, que suscita dulzuras infinitas en el espíritu del contempla-
dor: estado inefable en que, frente a la inmensidad de la naturaleza, en el
gran te mplo del infinito, el alma parece dilatarse, en el universo en una as-
censión luminosa, y, rotos los confines de la vida individual, salir mediante
la conte mplación a la unidad del todo. En uno de estos estupores e xtáticos
había caído precisa mente aquel maest ro Tze-k'i, de que nos habla Chuang-
tze en el segundo capítulo de su libro. "El filósofo Tze-k'i estaba sentado,
apoyado en una mesita. Miró al cielo, suspiró y cayó en é xtasis, co mo si el
alma y los sentidos lo hubieran abandonado. Yen Ch'en Tze-yu, que es taba
a su vera, excla mó: «¿Qué ha sucedido? Un árbol seco parece tu cuerpo,
ceniza esparcida tu espíritu; ahora no estás apoyado en la mesita, co mo lo
estabas antes». Tze-k'i responde: «Tu pregunta es oportuna. Súbitamente
me he olvidado de mí mis mo...; pero co mprénde me tú, que oyes sólo la
música de los hombres, pero no la de la tierra, o, si logras entender ésta,
¿no sabes entender la del cielo?» Después, invitado por el discípulo, aña-
de: «El aliento del universo es el viento, el cual por si es inactivo; pero
cuando se desata, todas las aberturas resuenan. ¿No has oído nunca su
fragor por todos los ángulos de los montes y de las florestas, en las cavi-
dades má s defor mes de los árboles gigantescos? El viento corre por todos
los parajes y grita, resuena, sopla, gime, cla ma, vocea; la ar monía es per-
fecta: débiles notas, cuando el viento es débil, un continuo crescendo,
cuando es impetuoso».
” Este sentirse uno con el todo, esta facultad de poder entender el miste-
rioso lenguaje con que nos hablan criaturas y cosas, esa trépida excitación
frente al misterio del universo, la serena alegría de la virtud que se revela,
el dulce naufragio en el gran mar del ser, constituyen las notas do minantes
de toda la literatura taoísta, en la cual palpita el soplo de la naturaleza,
soplo ignorado por la prosaica menta lidad confuciana, soplo místico que
predisponía me jor al taoís ta a una má s ínti ma y eficaz e xpresividad artísti-
ca. Donde exista un esquema i mpuesto por la tradición, allí hay una pre-
ocupación moralizadora; donde falte un vivo y espontáneo senti miento de
la naturaleza, allí la fantasía no puede producir arte, y verdadero arte no
encontra mos has ta que no se afir ma y e xpande la corriente taoísta que, si
no surgida realmente, al menos, difundida por el sur de China, lleva en el
estilo una exuberancia de i mágenes y una vivacidad de for ma de las que
Chuang-tze es el e je mplo más característico. Mencio, uno de los más
grandes intérpretes del Confucianismo (siglo IV antes de Cristo) es, sin
duda, uno de los primeros escritores de China: sobrio, terso, preciso, ele-
gante. Pues cuando se le co mpara con Chuang-tze y aun con algunos capí-
tulos del seudo Lieh-tze y con Yang-chu, ¡cuán frío y monótono resulta! Y
es que el contenido mismo casi e xclusivamente político, ético y social, se
refleja en la forma. Los taoístas, por el contrario, presa de sus místicas
e mbriagueces, agitados por con mocio nes insólitas, parece que se co mpla-
cen en oponerse a la tradición aun en el estilo vario, nervioso, personal.
Ora conciso hasta la obscuridad, ora amplio hasta parecer prolijo; unas ve-
ces con e xpresiones lapidarias y otras, de pronto, co mo un río de palabras,
una muchedu mbre de i mágenes que se a montonan y se condensan por per-
íodos enteros. La discusión filosófica se interrumpe a cada instante con
parábolas y anécdotas, mientras que basta una fugaz advertencia de las
doctrinas adversarias para dar lugar a no larvadas ironías contra los daños
de Confucio y de sus escolares. En tanto que no es raro que los escritores
confucianos representen lecturas penosísima s, los taoístas - cuya prosa,
co mo sucede con frecuencia con Chu ang-tze, llega a lo sublime - se leen
con verdadero agrado y sostenida atención.
No hay en sus páginas educativos amaestra mientos, sino toda su libre e
inquieta individualidad. Y el influjo que ejercieron en la literatura no fue
modesto ni transitorio: cuando la inme nsa mole del canon taoísta sea me jor
estudiada, estoy seguro de que podrá de mostrarse con la seguridad de las
pruebas la durable huella que esta corriente del pensamiento ha dejado en
el alma, la cultura y el arte del pueblo chino.
La nueva poesía que surge al final de la dinastía Chou y durante los Han,
está evidentemente influida por las concepciones taoístas. De espíritu ex-
clusivamente taoís ta son los “cantos de Ch'u”, entre los que se distingue el
Li sao, el fa moso la mento lírico-elegíaco de K'iu Yuen. ¡Cuánta diferencia
existe entre estas poesías y las viejas canciones del Sheking, que, en su
origen cantos populares y rústicos, dichos acaso, aun ligeramente, en las
fiestas ca mpe sinas, Confucio recogió y co mentó, haciendo co mposiciones
alegóricas, en las que la crítica ortodoxa se obstinó en ver respuestas
aleccionadoras de gobierno y preceptos de moral! La concepción taoísta es
por lo tanto, una concepción mística. Tiene de común con el misticismo el
desdén por la dialéctica, por los sofismas y los conceptos contradictorios
de que se alimentan la ciencia y los ho mbres. La verdadera ciencia - dice
Chuang-tze - no es la analítica, sino la sintética; es decir, es la unión de
todos los contrarios, porque el Tao, co mo todo, no puede ser ni "esto” ni
“aquello”, puesto que esto y aquello están en él y son por él. Los concep-
tos contrarios son relativos, puesto que están condicionados; lo bello pre-
supone lo feo; lo grande, lo pequeño, y así sucesiva mente. Ni habría ma-
nera de que nos conciliáramos en la muchedu mbre de opiniones discordan-
tes de individuo a individuo, de tiemp o a tiempo, pues cada cual está casi
siempre con vencido de aquello que cree; ni la ciencia, de la que tanto se
vanaglorian los hombres, podrá nunca hacer callar de un modo definitivo y
satisfactorio las interminables discusiones: “Imagine mos que yo discuto
contigo: si tú me vences, es cierto que yo no he vencido; pero, ¿es acaso
seguro que tú tengas real mente razón y que yo esté equivocado? Si yo te
venzo, es seguro que tú no me has ve ncido; pero, ¿acaso es seguro que yo
tenga realmente razón y que tú e sté s equivocado? ¿0, en parte, los dos
tene mos razón y esta mos, en parte, equivocados? ¿O los dos esta mos
equivocados y los dos tenemos razón? Ni yo ni tú podemos saberlo con
seguridad, y por eso, nosotros, los ho mbres, esta mos condenados a vivir
en la ignorancia. Si nombra mos un árbitro para que resuelva la cuestión, si
tiene las mis mas ideas que tú, la resolverá en tu favor. ¿Se podrá decir en-
tonces que la haya resuelto efectivamente? Si tiene mis mismas ideas, la
resolverá en favor mío. Pero, ¿có mo se podrá decir en tal caso que la haya
resuelto? Si elegimos uno que piense de modo distinto a ti y a mí, ¿có mo
será, a su vez, co mo yo y co mo tú, capaz de resolverla? Así que, ni yo ni
tú, ni nadie en el mundo, es ca paz de conocer, desde el instante en que se
basa siempre sobre algo extrínseco”. Pero en el Tao, que es lo absoluto,
no se puede poner lo relativo, o, me jor dicho, lo relativo se anula en él y
desaparece. Para nosotros un monte es grande y una hebra de yerba pe-
queña; pero en el Tao, el monte puede ser más pequeño que la hebra de
yerba, y la hebra de yerba más grand e que el monte, porque en el Tao no
hay lugar para unidad de medida. En él se encuentran y armonizan todos
los contrarios, así como los radios de la rueda convergen en el centro. La
unificación de los contrarios es para el taoísta la verdadera ciencia, la in-
tuición, a la que Chuang-tze ha consagrado algunas de las páginas más
bellas y profundas de su libro, y con las que quisiera que los cultivadores
de los estudios filosóficos adquiriesen un poco de fa miliaridad. Sé bien que
poner la intuición sobre la razón no lo aceptan hoy muchos teóricos de la
filosofía. Se dice que ella es el suicidio del pensamiento, la negación del
espíritu. Yo no quiero ni puedo entrar en la difícil cuestión, pero noto sólo
que quien disecciona el estado místico e intuitivo a la fría luz de la razón
suele tener un te mpera mento en antít esis co mpleta con el que se requiere
para esos éxtasis arcanos que con frecuencia satisfacen y serenan el espí-
ritu me jor que las sutiles contiendas de la dialéctica. El estado místico es
de breve duración y de por sí, inefable. ¿Quién podrá nunca describir ese
mundo de imágenes, de deseos, de abandonos, de emociones, de indes-
criptibles impresiones que, co mo dice Amiel, ponen al alma “en co munión
con la propia esencia, en paz y en ef usión con el universo y con Dios”, y
que en algunos espíritus surgen espontáneos y prepotentes al conte mplar
un tramonto o una noche de verano que nos mira con su miríadas de estre-
llas, o uno de esos maravillosos espectáculos naturales que conquistan y
con mueven? Pero la ciencia y la filosofía se aprestan a negarnos aún es tas
dulces ilusiones y repiten que todo eso es sueño y delirio y quieren que
marche mo s a la fuerza por sus camino s luminosos, en donde todo está cla-
ro y demostrado. Pero el misterio se presentará nuevamente, obstinada-
mente mudo a todas nuestras indagaciones, velo de Isis tormentoso que
nadie podrá nunca levantar, y el aviso de Ha mlet:
" De masiadas cosas hay en el mundo , que tu filosofía no descubre" re-
sonará co mo un vaticinio fatal a los con exceso celosos sostenedores de la
o mnipotencia de la razón humana. Chuang-tze precisamente niega la pri-
macía de la ciencia y afirma la superioridad de la intuición, tratando de re-
habilitar entre los hombres la vida interior, de abrir esos ojos internos que
las pasiones ciegan y cierran, de restablecer ese contacto entre la natura-
leza y nosotros, que la humanidad par ece estar en ca mino de perder defini-
tivamente.
“Viajando la Ciencia hacia el Norte, superado el océano tenebroso y tras-
pasadas las montaña s de la oscuridad, se encontró con la Inacción silen-
ciosa y le preguntó:
“Deseo saber si el Tao puede ser conocido con la reflexión o la medita-
ción. ¿Cómo pode mo s regular nuestra vida para acercarnos a él? ¿Por qué
senderos pode mos alcanzarlo? Por tres veces repitió la misma de manda, y
otras tantas, la Inacción no respondió, no ya porque no quiera responder,
sino porque no sabe responder. La Ciencia, cuyo deseo no se apagó, se
volvió hacia el sur, má s allá del mar Blanco, traspasó la montaña de la in-
dagación, vio a la Abstracción y le hizo las mismas preguntas.
“- Yo lo sé - responde la Abstracción -: ya te e xplicaré.
“Mas apenas había co menzado a ha blar, cuando de súbito olvidó cuanto
tenía intención de decir.
“La Ciencia, todavía ilusionada, marchó al Palacio imperial e hizo la mis-
ma pregunta a Huang-ti.
“¡No razonar, no refle xionar! Sólo entonces se co menzará a conocer el
Tao. No fijarse en ningún lugar, no seguir ningún precepto. Sólo entonces
se podrá llegar al Tao. Se alcanzará sin recorrer ningún camino deter mina-
do.
“- Yo y tú - replica la Ciencia - pensamos así; pero la Inacción silenciosa y
la Abstracción no saben nada.
¿Quién tiene razón?
“- La Inacción silenciosa - responde Huang-ti - está en la verdad; próxima
a la verdad está la Abstracción; yo y tú esta mos muy alejados, porque
quien sabe no habla, y quien habla no sabe.
” He mos visto ya có mo todos los contr arios están recíproca mente condicio-
nados y son por eso relativos, y có mo desaparecen en la intuición del Tao,
porque en el Tao no pueden coe xistir un tuyo y un mío, un esto y un aque-
llo. Por otra parte, el Tao, que es infinito y eterno, es el mismo devenir, que
deviene por necesidad inmanente. No se trata ya de un Dios que crea un
mundo fuera de sí, al que impri me un a impulsión inicial, que en sus fases
ulteriores más o menos depende de él, sino que es el universo mismo en
sus for mas infinitas y sucesivas, en su continuidad, en su infinita y es-
pontánea energía creadora. Por eso no existe una voluntad consciente en
el Tao, sino sólo una intrínseca necesidad, por la cual todos los seres y
todas las cosas no pueden dejar de se r lo que son.
Hablar de fines predeterminados significa no haber intuido el Tao. Y el ta-
oísta, fiel a estas premisas, aparta de su sistema toda teología, sea con
respecto del hombre, o con respecto d el universo. Los varios sistemas reli-
giosos se ase me jan un poco a las formas pri mitivas que el concepto de na-
ción asu me entre los pueblos. Cada grupo social, en efecto, cree que el
mundo se li mita al territorio por él habitado: más allá de la cintura de
“bárbaros”, con los que se está en relaciones de co mercio o de guerra, el
mundo acaba. Así pensaban ta mbién los chinos, así pensaban los pueblos
clásicos. En las religiones sucede algo parecido. En un sentido estrecho, el
creyente; en un sentido más lato, el ho mbre; las demás criaturas que pulu-
lan por el universo no interesan. Como má xi mo, se decreta su eterna es-
clavitud y se afir ma que fueron hech as por Dios en provecho único del
ho mbre. Estas concepciones por las cuales se ha creído casi sie mpre la
hu manidad la elegida de Dios, dependen acaso del hecho de que cuanto el
ho mbre hace en su vida cotidiana tiende siempre a un fin, que constituye
precisamente la justificación y el mó vil de todas sus a cciones. Y del mis mo
modo que el hombre crea a los dioses a su imagen y se me janza, es evi-
dente que el mecanismo del mundo p or aquél ideado y realizado se cree
debido a un único fin, que no puede ser otro que el bienestar de la huma-
nidad. Más tarde - co mo la historia del Cristianismo puede docu mentar a m-
pliamente- concernirá a los teólogos espiritualizar estas concepciones ori-
ginarias, especulando sobre la beatitud que Dios prueba en el reflejo de su
exteriorización, que es lo creado, o sobre su deseo de que el ho mbre, con-
te mplando la magnificencia del universo, intuya la omnipotencia y le adore.
No es misión mía hacer aquí la crítica de se me jante s teorías, ya, por otra
parte, pro movida nada menos que por Spinoza en su fa moso apéndice a la
Primera Parte de la Ética, en el cual refuta largamente el concepto de las
causas finales. Dirá tan sólo que si en los filósofos taoístas no encontra-
mos cierta mente una crítica tan mate mática mente precisa y silogísticamen-
te desarrollada, el principio teológico está igualmente co mbatido, co mo en
el gran pensador holandés, con singular franqueza. Ya hemos visto un pa-
saje de Chuang-tze en que se habla d e la espontánea obra del Tao, que lo
hace todo sin proponerse nada: me se ría fácil citar otros muchos en que se
habla del mis mo te ma.
En el seudo Lieh-tze encontramos un gracioso apólogo que tiende a poner
en ridículo esa falsa opinión, según la cual el hombre ha creído siempre
ser el rey del universo y la criatura predilecta de Dios. Porque allí donde
por un instante se haga abstracción de nuestra cualidad de hombres, si-
tuándose en un punto de vista superior, esto es, donde se identifique con
el Tao, según el cual todos los seres son iguales, puesto que todos son el
Tao, aparecerá de súbito la evidente estulticia de seme jante pretensión.
Todos, ad mitido que tenemos la facultad de razonar, serán llevados por su
propio yo a considerarse igualmente e l centro del universo. Pero leamos el
apólogo de Lieh-tze, que, mutatis mutandi, tiene también su correlativo en
la literatura europea, en el conocidísimo frag mento de Senofane del Alta
Troll, de Heine (cap. VIII).
“Un tal Tien de Ts'i, en ocasión de unos feste jos en honor de sus abuelos,
invitó a un banquete a un centenar de a migos. Uno de los invitados llevó
co mo presentes peces y aves. Tien, cuando lo vio, suspiró y dijo: «¡Gran-
de, en verdad, es la benevolencia del cielo para con los hombres, puesto
que ha creado en su provecho toda suerte de cereales y dado vida a los
peces y las aves! » Todos los co mensales aplaudieron estas palabras, con
excepción de un tal Pao, niño, de doce años, el cual, dando un paso hacia
adelante, dijo:
« - No soy de tu parecer, oh señor. Todos los seres son iguales. De hecho
no existen seres inferiores ni seres superiores. Claro que, según el tama-
ño, la astucia y la fuerza, los individuos luchan y se devoran recíproca men-
te, pero esto no quiere decir que hayan sido creados los unos para prove-
cho de los otros. El ho mbre captura aquellos animales de que puede ali-
mentarse; pero, ¿es acaso el cielo quien ha creado los demás seres para
su provecho? Los mosquitos viven succionando la sangre humana; los ti-
gres y los lobos se alimentan con nuestra carne; ¿debemos por esto decir
que el cielo ha creado al hombre para provecho de esos insectos y de esos
animales?».” Así, pues, todo en el mu ndo sigue su línea de desarrollo, dic-
tada por el Tao, que en todo habla y en todo se efectúa y todo, desaparece
en el Tao, el cual es y es por todas partes inmanente, así en el pecador
co mo en el héroe, en el ho micida co mo en el asceta: son tantas las grada-
ciones que del hombre superior que ha intuido la verdad y a ella conforma
toda su vida colaborando al gran devenir cósmico, se desciende al delin-
cuente, el cual, ahogando los supre mo s principios que ta mbién están laten-
tes en su alma, infringe las leyes universales en cuya obediencia puede
sólo residir la felicidad. Porque la adversidad, a cuyo encuentro va el ho m-
bre, y el dolor que experi menta, son e l me jor signo con que el Tao nos ad-
vierte de nuestras culpas cuando nuestra vida deja de estar de acuerdo
con sus leyes. Mister Eckart dice que la me jor cabalgadura para llegar al
cielo es el dolor: los taoístas afirman que el que experimen ta dolor no es
perfecto. El santo, el hombre superior, está más allá de todo dolor, no sólo
porque ha vencido, superado todas las e mociones y todas las pasiones,
sino también porque ha realizado en su nor ma de vida la perfección; y es
perfecto, en cuanto vive en plena consonancia y ar monía con todo. Este
concepto de la conexión íntima del orden moral con el orden físico y
cós mico constituye uno de los ejes so bre los que gira toda la filosofía chi-
na. Ta mbién la confuciana. Ésta, sin e mbargo, al afirmar tal principio, no
sólo se movía por preocupaciones prácticas, sino que, en sustancia, se re-
fería al príncipe, o, en general, a los responsables de la cosa pública, los
cuales, siendo en la tierra los representantes del T'ien, cielo o providencia,
co mo quiera decirse, debían obrar confor me a las leyes por aquél estable-
cidas. Por eso, cuando su conducta se alejaba de los ca minos debidos, el
desequilibrio moral repercutía en el or den físico: las estaciones no seguir-
ían ya el curso de costu mbre, sequía s y diluvios atormentarían al pueblo
ha mbriento, y sucedería a sí hasta que haciéndose intérpretes de los dese-
os del T'ien, no en mendaban lo que e ra la única causa de sus males. Por
el contrario, para el Taoísmo, la preo cupación es co mpleta mente distinta:
el encontrarse en desacuerdo con los supre mos principios cósmicos, con el
Tao, por lo tanto, que está en nosotro s, y en el cual nosotros esta mo s, sig-
nifica crearse un orden de vida que es co mpleta mente contrario a nuestras
tendencias naturales, por medio de q uienes se realiza y manifiesta el te,
literalmente, la virtud, es decir, la energía del mismo Tao, esa fuerza innata
en nosotros, y por la cual todo ser e s lo que es y hace lo que hace. De
donde el ho mbre se parecería a un ca minante que hubiese perdido su ca-
mino, creándose un mundo de artificiosas ilusiones, en las cuales irreme-
diablemente madura el dolor; porque, en el .fondo, a dolor se reducen to-
das nuestras pa siones, por las cuales la mayor parte de los ho mbres ve
destruida la propia serenidad de espíritu y consu midas ta mbién las propias
energías vitales, constreñidas al uso sin descanso, que la continua lucha
contra la naturaleza lleva consigo necesariamente. Pero quien haya intuido
la verdad y a ella conforme la conducta de la vida, podrá realizar una per-
fecta fusión con el todo, que, identificándolo con el Tao, no sólo le hará
posible aquella serena beatitud que está más allá de las pasiones, sino
que le dará también aptitudes y capacidades que ja má s podrá tener el
ho mbre vulgar.
Así, insensiblemente casi, se abría la puerta a la magia y a lo maravilloso.
En efecto, los posteriores taoístas se aprovecharon de esos presupuestos
de sus mae stros, para atraerse a las muchedu mbres con los relatos de las
extraordinarias virtudes que posee el santo. Pero aunque en Lao-tze y
Chuang-tze no falten, este ele mento de lo maravilloso está, sin embargo,
un poco atenuado, y, por decirlo así, en germen, y se insinúa solamente
para de mostrar las reales ventajas qu e el vivir al unísono con el Tao lleva
consigo, no sólo en cuanto nuestra individualidad, anulada en el Tao, se
libera de aquellas limitaciones de tie mpo y de lugar que vinculan toda rea-
lidad contingente, sino, sobre todo, porque reprime los enfer mizos i mpul-
sos del espíritu y de la mente, que sirven siempre de obstáculo para el
pleno y espontáneo desarrollo de nuestra actividad.
Y no es difícil la cosa: la misma natu raleza constituye un modelo viviente
que nos otros debe mos i mitar en lo p osible; es decir, hacer, pero no con-
tender; evitar lo excesivo y lo demasiado poco; mantenerse, por lo tanto,
en ese justo limite en que consiste el equilibrio que vemos refle jarse en la
ar monía universal.
"Si tú quieres de verdad el bien del mundo - hace decir Chuang- tze a Lao-
tze en un imaginado coloquio entre éste y Confucio -, mira: ahí tienes el
cielo y la tierra, que están sujetos a leyes in mutables; ahí tienes el sol y la
luna, que eterna mente resplandecen; ahí tienes las revoluciones bien de-
ter minadas de las estrellas y de los planetas; ahí tienes los animales, que,
por una natural necesidad, se unen en asociaciones; ahí tienes los árboles,
que están destinados a crecer. Obra to mando co mo guía la energía (del
Tao), obra educándote en el Tao.” Ningún artificio, pues, sino espontanei-
dad y naturalidad en todo: el artificio es sinónimo de i mperfección, es
error. La verdad está en la sencillez, el éxito, en la ingenuidad.
Co mo los maestros taoístas co mbatía n todo cuanto en la vida es exterior y
artificioso, denodados defensores de la simplicidad y la frugalidad que la
cere moniosa po mpa de los “literatos” a menazaba con matar, ta mbién trata-
ban de suprimir todo cuanto no fuera natural, pretendiendo instaurar la es-
pontaneidad de conducta, que es la respuesta inmediata de la interna voz
del Tao que habla en nosotros. Cuanto má s en la mente tene mos los crite-
rios y los detalles a seguir para que nuestra obra tenga é xito, tanto más
preocupados nos mostra mos por el resultado a conseguir, cuanto más que-
re mos alardear de habilidad, tanto más e mbrollados estamos; cuanto más
expertos quere mos parecer, tanto má s seguro es el engaño. Afir maciones
son éstas que de muestran en los ma estros taoístas un profundo conoci-
miento del al ma hu mana y una verdad era seguridad de indagación psicoló-
gica.
Probad a ca minar por el borde de un abismo obsesionado por el terror del
vacío y con la más ansiosa atención para no poner el pie en falso: la caída
será inevitable. O, ta mbién, probad a atravesar un espacio vacío entre dos
hileras de personas que os miren: si os dejáis impresionar por las miradas
que se fijan en vosotros, no sabréis mover un pie. Lo mismo suele suceder
en mil otras circunstancias de la vida, en que nuestra obra está destinada
a fallir, porque nuestro espíritu ha estado distraído en el mo mento de la
acción o preocupado o incierto. La seguridad en sí mismo y la espontanei-
dad irreflexiva en el obrar son por lo corriente, los me jores coeficientes del
éxito.
En Chuang-tze se lee (21-9) que una vez Lieh-tze se e jercitaba al tiro de
arco en presencia del maestro Pai-hum W u-jen, dando pruebas de una e x-
traordinaria valentía. Pero Pai-hun Wu-jen, que había alcanzado el wei-wu-
wei fa moso, del cual hablaremos den tro de poco, en vez de elogiarlo, lo
vituperó. “Ese modo de tirar el arco es de quien estudia tirar (con arte),
pero no de quien tira como si no tirase, naturalmente, sin reflexiones. Si
vinieses conmigo a la ci ma de aquel monte y pusieses el pie sobre una
piedra peligrosa, junto al borde de un abismo profundo, ¿podrías tirar aca-
so co mo tiras ahora?”
Entonces, seguido por Lieh-tze, fue a la cima de una montaña y se detuvo
sobre una piedra peligrosa, junto al borde de un precipicio profundo. Sus
pies sobresalían dos tercios en el vacío. Se volvió hacia Lieh-tze, le hizo
una reverencia y lo invitó a que se pu siese a su lado. Pero Lieh-tze, presa
del vértigo, estaba encogido en el suelo, sudando de la cabeza a los pies
(invadido por el miedo al vacío). Pai-hun Wu-jen le dijo así: “El hombre su-
perior levanta la mirada hacia el cielo azul o escruta los abismos de la tie-
rra, o mira los puntos del espacio con la misma i mperturbable calma. Para
mí tienes ahora el aspecto de quien está fuera de sí por el espanto. ¿Có mo
podrás dar en el blanco?” Hemos llegado con esto al punto que más con-
troversias ha suscitado en el Taoísmo, y contra el cual han dirigido sus
hachazos los críticos indígenas y europeos; esto es, el principio del wei-
wu- wei. ¿Qué significan estas palabras? Traducidas literalmente rezan:
hacer el no hacer. Y co mún mente han sido traducidas a los idiomas euro-
peos co mo obrar el no obrar o la práctica de la inacción, burdo contrasen-
tido éste, que repugna atribuir a ment es, en verdad, superiores, como fue-
ron las de Lao-tze y Chuang-tze.
La acción - como dice la Bhagavadgita, afirmando un principio no del todo
disímil del taoísta - no puede suprimirse, por el hecho simplícisimo de que
la vida mis ma e s acción. El mismo Tao , en el cual so mos y que, al par, está
en nosotros mis mos, ¿no es, acaso, impulso, devenir, y, por lo tanto, ac-
ción? Pues entonces, ¿qué se debe entender por wei-wu-wei? Precisa men-
te, ese operar del Tao, que es un operar irreflexivo, espontáneo y o mnipo-
tente, y que en el ho mbre será renuncia a todo artificio; ese enfrenta miento
de las pasiones, esa ingenuidad natural, en suma, que hace de los ho m-
bres simples criaturas, co mo niños, d e los niños que con tanta frecuencia
se recuerdan y son to mados co mo modelos en los escritos taoístas. "Las
leyes celestes benefician, pero no perjudican a nadie - dicen las últimas
palabras del Tao-te-king -. El camino del santo es operar, pero no conten-
der.
” Este ideal quietístico y ascético puede repugnar a nuestras más invetera-
das convicciones, por las cuales el valor del hombre está e sti mado en
razón directa de su laboriosidad. El Renacimiento, en efecto, ha habituado
a considerar a la humanidad, no ya co mo esclava de una providencia su-
pre ma y co mo una fuerza bruta que obedezca a leyes imperiosas y necesa-
rias, sino como una libre actividad capaz, no sólo de sufrir la naturaleza,
sino, me jor, de do minarla.
Nadie dejará de reconocer las innegables ventajas que una con cepción
se me jante ha traído. A ella se deben las conquistas de la ciencia, el me jo-
ra miento de las condiciones de la vida. Pero por todo esto que hemos ga-
nado, ¿cuánto no hemos perdido? Y los progresos técnicos o científicos
¿representan verdaderos progresos cuando no van acompañados de una
refinada sensibilidad ética, un me jor a miento de costu mbres, un reaviva-
miento del sentido religioso? En el fondo, hay más que te mer de la viquia-
na barbarie de la reflexión que del plácido ascetismo del mon je budista o
taoísta. La cruel última guerra mundial demuestra cuán distintos son los
ca minos de la inteligencia y del corazón y cómo la ciencia, puesta al servi-
cio de las malas causas, merece que se la desprecie antes que se la cele-
bre. Es bien cierto que hoy se va de Ro ma a Pe kín en un tiempo por lo
menos diez veces menor que en el pasado; pero ¿han me jorado por esto
las almas? Por mi parte, lo dudo mucho. Este correr, este afanarse, este
anhelar, no tiene, en el fondo, otro ob jeto que hacer la cartera más pingüe
y la vida más có moda y ba jo el hálito de ese craso materialismo que pare-
ce a menazar con ahogar los i mpulsos de toda noble y desinteresada idea-
lidad, de la que el grupo de los poderosos está sie mpre dispuesto a reírse,
pierde valor todo cuanto no tenga una utilidad práctica e inmediata.
Las mismas leyes, que se han hecho tan casuísticas y minuciosas, atesti-
guan, en sustancia, que ha aumentado en nosotros la voluntad y la capaci-
dad de pecar, las estadí sticas de la d elincuencia prosiguen en un crescen-
do aterrorizador su ascensión, y no hay casi otro ca mpo en donde los
ho mbres den muestra de su codicia y de su refinada astucia como en el
arte de engañar al próji mo. Nuestra so ciedad, con todos sus filantropismo s
y sus humanitaris mos, etc., es, en el fondo, profundamente egoísta, y las
vestiduras que asu me son de pura hipocresía. Cuando tanto preocu pan los
problemas morales es que la moral falta; cuando preocupa la for ma, falta la
sustancia. Con la rectitud se gobierna un estado - dice Lao-tze (cap. 57) -;
con las estratage mas se co mbate; con refrenar toda actividad se obtiene el
do minio sobre el mundo entero.
“Cuanto más nu merosas son las leyes, más miserable está el pueblo;
cuanto más au mentan las fuentes de lucha, más crece la corrupción. Cuan-
to má s perfectas son las artes y la habilidad práctica, con tanta mayor fre-
cuencia se fabricarán objetos e xtraños e inútiles; cuanto más leyes se ela-
boran, tanto má s frecuentes son los delitos. Por eso, el sabio recomienda
reducir al míni mo toda actividad, para que el pueblo pueda libremente edu-
carse; estarse quietos y tranquilos, para que el pueblo se haga virtuoso por
si mismo; no darse e xcesivo quehacer para que el pueblo por sí mis mo
pueda enriquecerse; reducir al mínimo los propios deseos, para que el
pueblo pueda mantenerse sincero.” Y ta mbién (cap. 18): “Cuando el Tao
perdió entre los ho mbres su eficacia, entonces se co menzó a hablar de
Hu manidad y de jus ticia, y cuando surgió la ciencia, nació el error; cuando
los parientes dejaron de vivir de acuerdo, se inventaron la piedad filial y el
a mor fraterno; cuando el estado e stuvo revuelto por desórdenes interiores,
se predicó la lealtad de los ministros”.
Por eso, dejando a un lado la forma paradojal, queda del principio del wei-
wu- wei esta profunda verdad: que mucho más que la inquieta actividad
práctica, la cual, arrojándonos en el turbión de la lucha por la vida y por el
éxito, desarrolla en nosotros las tendencias egoístas y consu me la mis ma
resistencia física, así co mo debilita nuestro sentido religioso y moral y nos
roba a nosotros mis mos, vale la pena reconcentrarse en nuestro e spíritu,
dejar hablar en nosotros las voces arcanas, dejar libre el curso a las inspi-
raciones naturales, que nunca sabemos de dónde vienen, pero que suelen
valer más que cualquier ponderado consejo. Y por lo demás, despo jada de
sus e xageraciones verbales, resta ot ro lado positivo y esencial y moral-
mente útil en esta concepción: quiero decir ese espíritu de modestia, de
moderación y de tolerancia que Lao-tze llama sus tres ge mas. La toleran-
cia, sobretodo, una virtud casi rara en esta nerviosísima Europa, que no es
ciertamente la resignada inercia del fatalista. El hado es una fuerza ciega
contra la cual choca y se rompe tod a voluntad humana, es una coerción
que el hombre ha de sufrir quiera o no por parte de una fuerza extrínseca y
necesaria.
Para el Taoís mo, por el contrario, el ho mbre es libre artífice de su propia
felicidad, si sabe ahogar las insanas pasiones y aco modar su vida en los
principios universales que rigen todas las cosas. Cuando esa confor ma ción
se haya realizado, será entonces completa mente libre; poseedor de una
libertad que los taoístas, condescend iendo, acaso, con ese deseo de lo
maravilloso y lo legendario que tanto place a las muchedu mbres, acaban
frecuente mente con confundir con una milagrosa omnipotencia, con lo que
hacen del adepto un tau maturgo. En ca mbio, faltar a aquellas leyes, ofen-
der el orden cósmico, que, en sustancia, coincide después con el orden
moral, significa caer en la red de la infelicidad: y aquí sí que todo está de-
ter minado, con una deter minación tanto más dolorosa mente sentida cuanto
más el ho mbre, en su perniciosa ilusión, cree ser libre.
Tolerancia, pues, y no a mbición de supre macía, ese pretender i mponer el
propio yo a toda costa y contra todos. En el patriarcal ambiente confucia-
no, estos principios de Lao-tze debían sonar co mo verdadera refor ma. A un
escolar, quien verosímil mente, debió haber oído hablar de los nuevos pre-
ceptos éticos afirmados por Lao-tze, y le preguntaba si se debía pagar con
el bien al que había cometido el mal, co mo precisa mente se lee en el Tao-
te-king, Confucio responde que si así se hiciese en la vida, no se sabría ya
có mo pagar a nuestros benefactores; se debe, pues, hacer el bien con
quien ha hecho el bien, y con justicia castigar al que ha ofendido. Es, en
su ma, no ya el filósofo, que perdona y absuelve sino el legislador, que, se-
vero custodio del orden social, no conoce debilidad ni excitación para cas-
tigar al culpable. La palabra de Lao-tze es cálida, de amor, co mo la de Bu-
da o la de Cristo, y basta por sí sol a para refutar la opinión de cuantos
quieren ver en él a un metafísico so lamente. Cierto es que fue un gran
pensador y por eso, co mo Buda, no podía limitarse a la sola enunciación
de preceptos morales, sin haber enco ntrado una justificación en las leyes
universales, sin antes haber intentado resolver el gran problema del ser.
Pero una vez ante el ho mbre, la fría y aco mpasada preceptiva confuciana,
que confunde cere monialismo con mo ral, el imperativo ético con las san-
ciones jurídicas, no le podía parecer aceptable. Y la sustituye con un espí-
ritu de fraternidad y de benevolencia que anima la laconicidad nerviosa de
las breves sentencias del Tao-te-king. No odio ni lucha, sino impulso de
a mor por todas las criaturas; no guerra, sino paz; no soberbia, sino hu mil-
dad. Y he aquí que el mis mo estilo del precioso librito se anima y adquiere
la expresiva elocuencia de algunas de las más bellas sentencias del
Dha mmapada con el que el Tao-te-king y Chuang-tze tienen muchas ana-
logías y afinidades, no sólo de concepto, sino ta mbién de expresión (Cap.
49). “El santo no tiene un al ma particular y suya propia: el alma de todo el
pueblo es su alma. Yo pago el bien con el bien y el mal con el bien. Y ob-
tengo bondad. Soy sincero con quien es. sincero y con el que no es since-
ro. Y obtengo sinceridad. El sabio vive quieto y tranquilo en este mundo
abrazando a todos con su alma. El pueblo tiene fijos en él los ojos y los
oídos, y él lo trata como si tratara a niños.
” En este siglo, en que tanto nos afe rramo s a la conquista de la vida en
una lucha que no siempre es leal, y que está caracterizado por un egoísmo
descarado, la moral de Lao-tze no puede ser, en verdad, fácilmente co m-
prendida. Tal vez nadie acepte hoy co mo buenas las afirmaciones en que
el vidente chino gusta insistir de preferencia; es decir, que vale más ser
débil que fuerte, ceder el propio puesto antes que empeñarse en ir adelan-
te a toda costa, y a sí suce siva mente. Sin e mbargo, sería mucho me jor para
nosotros no obstinarse en ver en estas sentencias extrañas paradojas. Que
no son parado jas, sino profundas verdades que la vida tormentosa y
extrínseca de nuestros días nos i mpide apreciar con justeza: no pocas ve-
ces la ira más feroz fue aplacada por la sonrisa de un niño, o por la mirada
de una mu jer i mplorante, o por la serenidad de la víctima que se ofrece sin
injurias y sin la mentos al ar ma del homicida. En ca mbio, es innegable que
cuanto más fuerte se es, tanto más fá cil es la caída; el vértice de la poten-
cia es la iniciación de la ruina; y esto vale tanto para los individuos como
para los imperios. Ta mbién, pues, el Taoísmo ha recordado a las criaturas
que se arruinan en los odios y las luchas; que el hombre ha sido hecho pa-
ra a mar y no para odiar, casi conte mporáneamente con Buda, insistiendo
igualmente en una verdad que hoy parece desconocida; es decir, que quien
siembra odio recoge odio y que la en e mistad no se aplaca con la ene mis-
tad o con la represalia, sino con la benevolencia y con el amor. Y este
a mor lo extiende el taoísta a todas las cosas creadas.
Ta mbién a los ani males. Sin llegar a la exageración del mon je Jaina, que
por te mor de matar los microbios bebí a sólo agua filtrada, o barría con una
escobilla, de la que siempre iba provisto, el terreno que atravesaba para
que su pie no aplastase a ningún ser viviente. Antes bien, renovando la
concepción heráclita de la lucha cósmica, co mo en el pasaje antes recor-
dado de Lieh-tze, está firme mente co nvencido de que la conservación de
los individuos, por lo regular, lleva a una inevitable superabundancia, fatal
necesidad por la que, mediante la mu erte de los individuos, se desarrolla
el eterno devenir del cosmos. Mas si las mismas leyes del universo impo-
nen con frecuencia el sacrificio de un individuo a otro, no por esto el ho m-
bre deberá proceder contra las Criaturas. Ese a mor por las bestias, que es
uno de los ele mentos característicos de las civilizaciones orientales, no
falta ta mpoco en el Taoísmo . El Cristianismo, salvo la sublime e xcepción
de San Francisco, parece no tener por el mundo ani mal más que desdén, y
por boca de uno de sus filósofos, Malebranche, se nos habitúa a creer que
las bestias no son ni más ni me nos que cosas. Y es lógico en cuanto se
ad mita que Dios ha creado al hombre , señor del Universo, a su imagen y
se me janza, dotándolo de un alma racional e inmortal. Las religiones orien-
tales, por el contrario, aun aquellas que no han aceptado la teoría de la
transmigración de las almas - y el taoísmo está entre ellas -, no han traza-
do nunca una línea de demarcación bien definida entre el hombre y la bes-
tia.
La ciencia moderna, con su pithecantropus Dubois y otras criaturas geme-
las, parece que se acerca más a la concepción del taoísta que a la fe cris-
tiana, al hacer entrar la creación del ho mbre en las vías de una evolución
natural, extraña a toda intervención divina y en poner así, al menos genéti-
ca mente, al mis mo nivel los hombres y los animales. En tanto, los famosos
caballos de Elberfed, cualquiera que sea la verdadera explicación del por-
tento, siempre os cura en las contradictorias hipótesis de los innumerables
científicos que les han hecho objeto d e estudio, no puede negarse que han
dado un solemne mentís a cuanto hasta ayer se creía sobre la facultad in-
telectiva de las bestias; que no se reducen exclusiva mente a simples im-
pulsos instintivos, sino muy frecuent e mente a verdaderas co mbinaciones
de elementos dispares con subsiguiente elección y decisión. Por lo demás,
si ponemo s en contraste nuestra inteligencia con la de un chimpancé, la
diferencia nos podría parecer insuperable; pero la distancia disminuiría
más si co mo tér mino de co mparación, no to máse mos al inteligente europeo
del siglo XX, sino qué sé yo, un pigmeo, un australiano, un bantú, que
ta mbién, al menos hasta prueba en contrario, pertenecen al género “hom-
bre”. Mas para ilustrar me jor la posición tomada por el Taoísmo frente al
mundo ani mal, creo que vale más que mis palabras este pasa je del seudo
Lieh-tze, harto característico y notable para que yo me calle y le ceda la
palabra: “El aspecto humano no implica inteligencia humana y, viceversa,
la inteligencia humana no i mplica que se deba tener necesaria mente un
cuerpo hu mano. A los sabios i mporta sólo la inteligencia, de ser cierto que
dan poca importancia a las apariencias, mientras que, al contrario, los
ho mbres vulgares se atienen sólo al aspecto e xterior y no piensan en la
inteligencia. Aquellos que tienen una apariencia seme jante a la propia se
aproxi man y a man; aquellos que se diferencian, huyen y temen. Llámese
ho mbre a un ser que tenga siete pies de alto, posea manos y pies, tenga
pelo y dientes y ca mine sobre do s piernas; no está e xcluido, sin embargo,
el que tenga alma de bruto. Pero, aun en este ca so, basta sólo su aspecto
para que reciba la simpatía a jena.
"Los ani males están provistos de plumas, de cuernos, de col millos o de
garras, vuelan por los espacios celestes, o se agazapan, o corren; no está
excluido el que tengan inteligencia hu mana. Y aun así, los ho mbres les
huyen igualmente, aterrados tan sólo por su aspecto e xterior... (Siguen al-
gunos eje mplos para de mostrar la inteligencia en los animales.) Luego la
inteligencia es co mún a los ani males y los ho mbres. Cierto es que por su
aspecto y los sones que e miten aquéllos se diferencian de éstos; ¿pero no
existen del mis mo modo medios para poderse entender con ellos? Los sa-
bios, que en todo triunfan, son capace s de atraerse y a mansar a los anima-
les.
"Que la inteligencia de los animales sea igual a la de los hombres, que
ta mbién ellos aman igualmente la vida, es cosa de todos advertida: el amor
de la hembra y el macho, el afecto entre madre e hijo, el buscar lugares
tranquilos donde habitar, el evitar el frío y desear climas te mplados, el
unirse en grupos, el ca minar según un deter minado orden, los pequeños en
el centro y los grandes a los lados, el andar juntos en cantidad para beber,
el reunirse voceando para come r.
“En la más re mo ta antigüedad, los animales vivieron juntos con los hom-
bres. Cuando éstos se crearon e mpera dores y reyes, co menzaron a ate mo-
rizarse y alejarse. En las edades sucesivas, en fin, se escondieron para
sustraerse a los peligros con que el hombre les a menazaba.
” Pues bien; todo esto no es retórica solamente. No puede negarse que hay
allí elementos fantásticos, co mo suce de siempre en los inicios de las más
dispares construcciones científicas; pero ta mbién es verdad que en el Oc-
cidente antiguo son rarísimas observaciones tan agudas sobre la vida de
los animales y su afinidad con los hombres. Y es que el taoísta no mira so-
lamente con la fría mirada del naturalista, sino con esa tierna simpatía que
tiende a establecer arcanas relaciones entre él y la criatura contemplada, y
que es la única que puede permitirnos la más co mpleta e ínti ma co mpren-
sión.
No se diga que es poco decoroso pa ra nosotros el que se nos ponga en
tan ba jo lugar, al par de las bestias, privadas del origen divino, de que
otros sistemas religiosos se burlan. El hombre, que, para el Taoísmo, no
goza de especiales preferencias, no tiene por qué avergonzarse si se le
parangona con los de más seres, aun los má s hu mildes y má s dese me jan-
tes a él, que el Tao ha llamado a la vida, como a él. Es, por el contrario,
harto verdad que mu chos de su s prete ndidos privilegios se suelen convertir
en su daño y en su vergüenza.
No faltan en la historia dolorosos exceso s que prueban con cuánta fre-
cuencia esta criatura de Dios, como gusta llamarse el hombre, hace tan
pésimo uso de su razón, que resulta mucho más despreciable que los bru-
tos. Llegados a este punto, alguien podría objetar que la moral taoísta no
dice nada acerca de los imperativos categóricos que las distintas escuelas
filosóficas y religiosas codifican asu miendo en ellos las normas éticas con-
sideradas co mo esenciales, ya para l a estabilidad de los grupos sociales
co mo para nuestra salud espiritual. Pero esta objeción no me parece justa.
Cierto es que en los te xtos taoí stas no encontra mos los diez manda mientos
cristianos ni las cinco “restricciones” del Budismo. Pero ya he mo s visto qué
alto contenido ético existe en el conju nto de la doctrina taoísta y có mo se
presenta en muchos aspectos superior, aun no ocupándose e x profeso de
se me jantes proble mas, a la demasiado fría, formalística y minuciosa moral
confuciana. El Taoís mo no enu mera las acciones que no se deben co meter,
ni con una casuística minuciosa prescribe cómo hay que co mpor tarse en
las varias circunstancias de la vida. Y es lógico. La moral es mucho más
vasta que un limitado nú mero de imp erativos, los cuales, por fundamenta-
les que sean, ja más podrán acotar el ca mpo. Ante s bien, son ellos de una
tan evidente generalidad, que de normas morales acaban por ser, con el
tiempo, sanciones jurídicas, cuya violación en los órdenes sociales impor-
ta, con daño para los transgresores, serias e inevitables consecuencias.
¡Pero cuánta s personas que no caen bajo las penas con minadas por los
códigos no son por eso de indudable moralidad! Miles y miles son las oca-
siones de la vida diaria en que nuestras relaciones con la sociedad ponen
a prueba nuestra rectitud y nuestra sinceridad. Y es precisa mente el con-
junto de estos actos singulares, de estas continuas reacciones frente al
a mbiente, lo que hace aparecer como persona de bien o no. Pero estos ac-
tos y estos co mporta miento s son tanto s y tantos, que un catálogo que qui-
siese intentar el moralista no los abarcaría nunca; y tan dependientes de
las más varias circunstancias de lugar y de tiempo, tan distintos según los
individuos, tan mudables, tan elásticos, tan relativos son, que se escapan a
cualquier definición. Aquello que hoy es para mí apropiado y justo, maña-
na, o para otro, no lo será ya. Por e so no creo que yerren los taoísta s, si
no se preocupan de legislar en materia de moral. Sólo insisten en una cosa
y nunca se cansan de volver sobre ella: en la necesidad de ser dueño de sí
mismo para no ser esclavo de los se ntidos y de las pasiones. Porque por
muchas vueltas que se den, sie mpre volvemos al mismo punto: fuera de las
pasiones, fuera del desenfreno de los sentidos, no existe pecado ni existe
mal. La virtud es, pues, la Óã÷ä íåéá , que libertando al individuo de todo
impulso desenfrenado y contradictorio, lo pone más allá del bien y del mal.
Y más allá del bien y del mal está, en efecto, el sabio taoísta, co mo el yo-
gui de la India. Y seguro de esta supe rioridad suya parece que algunas ve-
ces se divierte en confundir a los necios y los presuntuosos, que quisieran
con dema siada facilidad y rápidament e, llegar sin preparación a su perfec-
ción.
“Un cierto Kuo de Ts'i era muy rico, y un tal Hiang de Sung, muy pobre.
Éste de jó su país y marchó a Ts'i para aprender el secreto de la fortuna de
Kuo. «Yo - le dice Kuo - soy un solemnísimo ladrón: cuando co mencé a ro-
bar, al cabo de un año tuve lo necesario; al cabo de dos, la comodidad, y
después de los tres fui rico.» Hiang, sin haber co mprendido el sentido de
las palabras dichas por Kuo, fuera de sí por la alegría, creyendo tener en
las manos el arte de la riqueza, co men zó a escalar muros, horadar paredes
y robar cuanto caía ba jo sus o jos. Mas a poco fue apresado y ca stigado,
viéndose constreñido a perder aun lo poco que antes tenía. Creyendo
haber sigo engañado, fue nueva ment e a ver a Kuo, y áspera mente se la-
mentó ante él. Pero Kuo le dijo: «Tú no has co mprendido lo que significa
ser ladrón. Yo he sabido robar al cielo y a la tierra, a las nubes y a la llu-
via, a los montes y a las llanuras, apropiándome de cuanto ellos hacen na-
cer y desarrollar: hierbas y ani males. Yo he robado, pues, lo que es de la
naturaleza y por eso no esto y incurso en ningún delito. El oro y los ob jetos
preciosos no son cosas del cielo, sino propiedad de los hombres. Quien se
los quiera apropiar, será necesariame nte castigado por éstos. ¿Por qué te
lamentas?».
La innovación traída por el Taoísmo n o fue, sin embargo, me tafísica y éti-
ca solamente : tiene un interés y un contenido científico real, que sería
error obstinarse en no reconocer. Sería absurdo pretender que los maes-
tros taoístas que vivieron muchos sig los antes de nuestra era tuvieran la
severidad de método o las e xacta s concepciones físicas, astronómicas y
biológicas que constituyen la gloria de nuestra má s joven ciencia. Pero no
pode mos negar al Taoís mo algunas geniales intuiciones que se anticiparon
con mucho a las ulteriores evoluciones de la ciencia en China y atestiguan,
si no otra cosa, la profundidad y la originalidad de sus maestros. A ellos
corresponde, co mo ya se indicó, el mérito indiscutible de haber intentado
liberar las conciencias del yugo de la tradición con que a menazaba enca-
denarlas la mentalidad confuciana, favoreciendo la libre indagación y e jer-
ciendo un agudo examen crítico de los prejuicios de las convicciones impe-
rantes. Precisa mente ba jo el influjo del pensamiento taoísta, Han Fei-tze
niega todo valor a las leyendas comú n mente aceptadas y más o menos al-
teradas por las distintas escuelas con fines éticos y educativos, conside-
rando primero la historia como una experiencia a posteriori, que, mostran-
do con e je mplos vividos có mo algunos príncipes en deter minadas circuns-
tancias triunfaron o fracasaron, puede llegar a ser válida ayuda para el
ho mbre político en la resolución de las dificultades prácticas. Ade más, nie-
ga todo valor al pasado legendario, que los confucianos se obstinaban en
magnificar con el aserto de que el mejora miento de las costu mbres podría
sólo verificarse cuando las antiguas instituciones y las antiguas costum-
bres tornaran a estar en vigor. Han Fei-tze no quiere oír hablar de esos
laudatores temporis acti, que son los más perniciosos ene migos de todo
progreso, y muestra el lado débil deteniéndose en señalar irónicamente los
múltiples puntos en que la apreciación de la antigüedad difiere según las
escuelas.
Se afana por co mbatir este tradicionalismo que considera absurdo, por
cuanto se obstina en mantener en vida instituciones y príncipes que han
llegado a ser inactuales por no estar d e acuerdo con la mudan za de espíri-
tu de los tie mpos. En cierto modo, aunque más e xtensa y meno s genial, en
Han Fei-tze se anuncia la crítica y el sarcasmo de Wang Ch'ung, ese Vol-
taire de la China antigua que no escatimó los mordaces golpes a la escuela
confuciana. La historia pierde el carácter moralizador que le habían impre-
so los confucianos y se trueca en sencillas narraciones de los hechos
hu manos, en los cuales no hay que ver ya la obra de la Providencia o del
T’ien, o cielo, como quiera decirse, sino la espontánea, contradictoria y
con frecuencia también irracional explicación del insondable misterio que
es nuestra al ma. La historia, pues, co mo todo en el equilibrado y cone xo
organismo universal, deviene tambi én necesariamente: e s el espíritu
hu mano actuando a través de los siglos siempre mudable en sus for mas,
pero sustancialmente idéntico en sus motivos. ¿De qué sirve que los con-
fucianos hablen de sus modelos, de esa: legendaria edad de oro que pasó
para sie mpre y que nunca más podrá volver? El mundo sigue su ca mino y
es vano pretender detenerle. La obra del sabio no consiste tanto en coartar
la propia actividad para obedecer a categorías extrínsecas, cuanto en
aco modar su conduc ta a la espontánea naturaleza, que nunca puede fallir,
puesto que es la voz mis ma del Tao.
El Confucianismo ha dado a la literatura china las crónicas y los anales; el
Taoísmo ha creado la verdadera y propia historia. Y no es ciertamente ca-
sualidad que, además, de Han Fei-tze, de quien ya se hizo mención, Sse-
ma Tan, que escribió la primera gran historia de China, seguida y comple-
tada por su ilustre hijo Sse- ma Ts'ien, fuese un ferviente taoísta; aunque
no hiciese otra cosa, su crítica documenta a las de má s escuelas conte m-
poráneas y el capítulo CXXX del She ki está consagrado a celebrar la me-
tafísica y la moral taoístas. Taoístas fueron los alquimistas chinos, quie-
nes, en edades má s recientes, se afan aron tanto en hallar el elixir de larga
vida y la piedra filosofal co mo en especular sobre los signos so máticos,
que se creía podían presagiar el porvenir y la fortuna de los hombres. Pues
a estas investigaciones, que la ortodoxia confuciana no ve con buenos ojos
en teoría, puesto que en la práctica recurre a las consultas del bonzo, del
Tao-sse y del geo mante, a pesar de tantos ele mentos fantásticos, a pesar
de las vulgares supersticiones y los pueriles errores, se debe el descubri-
miento de mucho s principios científicamente e xactos. Y la ciencia no puede
ignorar que si no lograron siempre af irmarse con un valor independiente,
quedaron asegurados como fines prácticos y religiosos. La alquimia china -
nacida en ambientes y escuelas taoístas - está con respecto a la ciencia en
la misma relación que nuestra alquimia medieval, a través de cuyas abe-
rraciones y fantasías se fueron lentamente desarrollando y preparando la
quí mica y la física de los tiempos mod ernos. No cabe duda de que cuando
se puede hacer un vasto sondaje en la inmensa mole del canon taoísta,
aun casi co mpleta mente ine xplorado, nos encontrare mos con muchas sor-
presas. No ya la limitada concepción del T'ien-hia que en los escritos con-
fucianos es casi universalmente sinónimo de China, sino una visión mucho
más va sta y científica. Los confines se a mplían y el T’ien-hia se trueca en
el Universo, el Universo constituido por una infinidad de mundos eterna-
mente e xistentes, aunque sujetos a u na continua evolución. (Liet-tze, cap.
5.) “Tang (antiguo emperador de la dinastía Yin) preguntó a Hia-ko: «¿Más
allá de los cuatro mares, qué hay?» «Lo mismo que entre nosotros», res-
ponde T’ang. «¿Cómo lo puedes asegurar?» «Dirigiéndome hacia el Orien-
te, llegué a Ying (donde encontré) hombres en todo se me jantes a nosotros.
Allí pregunté qué había al Oriente de Ying y me respondieron (que había
tierras y pueblos) como en Ying. Dirigiéndo me hacia el Occidente, llegué al
país de Pin, en donde encontré hombres en todo seme jantes a nosotros.
Allí pregunté qué había al Oriente de Pin y se me dijo que (había tierras y
pueblos) co mo en Pin. Por eso e stoy convencido de que por todos los pun-
tos del Universo debe ocurrir lo mismo ».
” Esta original concepción del mundo, a la que el ulterior progreso de la
ciencia debía dar tan espléndida confirmación, no queda co mo pura diva-
gación literaria, sino que, unida al espíritu ávido de saber y curioso de no-
vedad que distingue a los taoístas, acabó pronto por estimular a algunos
audaces navegantes a cruzar el océa no para tener una idea más precisa
de aquellos continentes que los pensadores ascetas taoístas afir maban
que existían más allá del horizonte y para ver de cerca las maravillas que
se decían opulentas y de las que una literatura surgida e inspirada en es-
tas creencias, hacia amplias y minuciosas descripciones. En el Shan-hai-
king, por eje mplo - obra célebre en China -, uno de los principales libros
filosóficos, aunque contiene mucho de fantástico y legendario, conserva
indicaciones geográficas y etnográficas precisas, si bien, por lo regular,
irreconocibles, y en cierto modo, contrahechas. La manía de los viajes ins-
pirada por estos a mbientes taoístas se difunde y encuentra a mparo aun en
los mismos e mperadores. W uti, por eje mplo, el célebre fundador de la di-
nastía Han, tuvo la imperdonable debilidad de mostrarse de masiado crédu-
lo con la chus ma de bru jo s y charlatanes que hábilmente e speculaba sobre
su espíritu inquieto y curioso. Quizá no e xista misterio que haya ator men-
tado más las mentes co mo el angustioso y torturante misterio de la muerte.
Pocos serán los que, próximos a la hora del tránsito, puedan afrontarlo con
serena tranquilidad. El adiós a un orden de cosas que má s o menos se co-
noce, a un mundo que nos obstina mo s en a mar a pesar de todos los dolo-
res y las desilusiones de que está tod a la vida, y la incertidumbre del du-
doso más allá, sobre el cual todas las filosofías han especulado de diverso
modo y que toda s las religiones pretenden hacer descubierto, no pueden
dejar de turbar aun al alma más seren a.
En las religiones - en las cuales el más allá varía según la conducta terre-
na -, el individuo no puede tener otro escudo que la fe en la misericordia
divina, que tiene un
brazo tan largo,
que coge cuanto a ella se vuelve,
o en la tranquila conciencia del deber cu mplido. ¿Pero qué criatura, aun
confiando ciegamente en la bondad de su dios, podrá estar segura nunca
de que el arrepentimiento de la hora extre ma será válido para la remisión
de todas sus culpas? ¿O quién podrá afrontar el juicio divino con el absolu-
to convencimiento de estar limpio de toda mancha? La angustia del paso
fatal pone en crisis muchas con vicciones que, mientras se está sano y se
vegeta, parecen nuestro más válido refugio. Por eso, cuanto má s firme s
son los principios religiosos, tanto má s, pienso yo, debe e star lleno de agi-
taciones el mo mento de la partida. El escéptico y el ateo, habituados a bur-
larse groseramente de cuanto no ven ni tocan con la mano, sienten que se
estre mecen en un mo mento con in decible turbación sus exclusivas y
apriorísticas negaciones. Unicamente el filósofo es el que está acorazado
para afrontar el difícil mo mento; pero aun entre los filósofos, acaso no se-
an muchos los que hayan realizado una tan perfecta fusión del pensar y del
sentir que acalle toda duda y todo temor al acercarse la hora suprema.
Bien pocos son los Marco Aurelio y los Plotino, eje mplos clásicos de esa
euthanasia, que si bien no es desconocida para nosotros los occidentales,
es mu cho más frecuente hallar en el Oriente remoto, en la India de los yo-
guis y de Buda o en la China de Lao-tze y Chuang-tze. La concepción bu-
dista de la muerte no está, en el fondo, libre de preocupaciones morales: el
nirvana sólo se consigue cuan do hayan sido destruidas todas las pasiones
y eliminada toda causa de renacimiento. Cuando no se haya conseguido
eso, el Karma se consu me y la rueda del samsara sigue rodando de exis-
tencia en existencia. Para el Taoísmo, por el contrario, no hay ninguna
preocupación moral, puesto que la muerte no es más que una concepción
científica.
El taoísta - entendiendo, como ya he dicho, el taoísta de las grandes y no-
bles tradiciones antiguas, no el supersticioso alquimista de los tie mpos
posteriores - está seguro de no ir en contra de ningún dios; sabe que bien
y mal no son ya cosas reales, sino que existen sólo en la mente de quienes
no han intuido la verdad y que, por lo tanto, nada pueden influir en la suer-
te que aguarda a los ho mbres en su partida. La muerte del individuo es un
hecho natural, ni más ni menos co mo el nacimiento y co mo la vida: la
muerte sucede a la vida, y la vida a la muerte en un continuo devenir fatal,
a través del cual se desenvuelven las leyes del Tao. Por lo tanto, no debe
sentirse alegría por la vida ni dolor por la muerte, co mo ta mpoco se debe
lanzar lamentos por la caducidad de las cosas hu manas. El lucreciano:
Quidve mali fuerat nobis non esse creatis? parecería blasfemia a los oídos
del taoísta, co mo blasfe mia sería para él la colérica imprecación de la “Gi-
nestra” leopardiana. Su filosofía, precisa mente porque es filosofía, no es ni
triste ni alegre: su concepto de la vida es un concepto científico, que, des-
cubiertas las leyes que regulan el universo todo, le sugiere una norma de
conducta que es serena su misión a aquéllas. El taoísta no tiene miedo ante
la muerte, porque, en realidad, la mu erte no existe para él, co mo no e xis-
ten todos los contrarios. Un poco de serenidad taoísta no nos sentarla mal
a los occidentales, que nunca hemos puesto en peligro la vida tan frecuen-
te mente co mo ahora, y quizá nunca estuvimo s tan poco preparados co mo
ahora para afrontar la muerte.
En nosotros vive aún el miedo a la muerte. Yo mismo conozco muchas
personas instruidas, y ciertamente sup eriores a lo común, que cuando oyen
hablar de muerte pierden su buen hu mor y prefieren ca mbiar de conversa-
ción.
El espectáculo de la muerte suscita e n nosotros un senti miento confuso de
dolor por las cosas de que inexorable mente nos separa, de terror por lo
ignorado, de locas rebeliones contra este destino ciego que sabe mo s que
nadie podrá nunca evitar y que tan desconsoladas lágrimas no s hace verter
cuando se abate sobre nuestros afect os. Pero aca so, co mo dice Séneca,
es más el aspecto de la muerte que la muerte misma lo que nos conturba;
porque renunciando a pensar sobre esta suerte co mún que incu mbe a todo
cuanto ha nacido, esta mos a la vez poco habituados a considerar la muerte
no ya co mo un hecho natural, co mo un a de las leyes que regulan la estabi-
lidad mis ma del universo, sino como u na fuerza oculta y a medrentadora, o
co mo obra de misteriosas potencias. Pero entre el espanto del occidental y
la plácida serenidad del taoísta, yo no dudo en procla mar co mo superior a
ésta, aunque parezca de masiado fría y harto difícil de conseguir, puesto
que presupone el desapego de las cosas del mundo y de los afectos, que
muy pocos de nosotros sabría realizar.
Por lo demás , ese llamado desapego no significa, como antes señalába-
mos, abandono y renuncia a las cosa s de este mundo, no; sino sólo esa
firme convicción, que es fruto de muy meditadas reflexiones y de repetidas
experiencias, de que nada sobre la tierra nos pertenece, en realidad, para
siempre; de que personas y cosas, a un las más queridas, están suje tas a
destinos casi siempre muy distintos a los nuestros, y de que el afecto más
grande que podamos dedicarles no puede hacernos olvidar que podemos
perderlas de un mo mento a otro; porqu e todo transita en este eterno río del
ser, mediante el cual y en el cual el Tao se realiza y es. Pero me jor que
mis palabras, pienso que para ilustrar la actitud del taoísta frente a la
muerte, valdrá un pasaje ju sta mente fa moso de Chuang-tze (cap. XIII):
"Cuando se murió la mu jer de Chuan g-tze, Hoei-tze fue a verle, y lo en-
contró sentado en tierra, al lado del cadáver, cantando al mis mo tie mpo
que daba golpes rít micos sobre una e scudilla. «Tu mu jer vivió contigo mu-
cho tiempo - le dijo -. El mayor de los hijos que con ella tuviste está ya a
las puertas de la vejez. Ahora está mu erta. Que llores, lo admito; pero que
cantes y toques, me parece inoportuno.»
“«Te equivocas respondió Chuang-tze. Apenas murió, no pude por menos
de entristecerme. Pero luego reflexioné sobre su origen, y reconocí que se
derivaba de un estado anterior a la vida, especulando sobre el cual intuí
que esto fue precedido a su vez de un estado de incorporeidad y esto de la
inmaterialidad. Por una mu tación incon mensurable e infinita, ella recibió
una sustancia, y por sucesivas evoluciones, un cuerpo y una vida. Ahora,
por una ulterior me ta morfosis, ha mue rto: no otra cosa ocurre en la vicisi-
tud de las cuatro estaciones. Cuando un ser hu mano reposa en la eterni-
dad, si yo gi miese y llorase, de mostrar ía no conocer las leyes que presiden
el devenir universal.
Y por eso canto»”.
Pero ¿qué sucede con los individuos una vez muertos? La respuesta del
Taoísmo, si mis conoci mientos biológicos no son inexactos, no está en
gran desacuerdo con los resultados de la ciencia moderna, contra la cual
esgrimen sus ar mas teólogos y filósofos. No me corresponde juzgar de qué
parte está la razón en este eterno debate entre naturalistas y espiritualis-
tas; me bas ta sólo con señalar que el Taoísmo no sostiene cosas antitéti-
cas con lo que es tá afir mando la ciencia del siglo XX y para probarlo basta
con re mitirse a los mis mos te xtos tao ístas, aunque hoy son pocos los ac-
cesibles en buenas traducciones europeas.
Todo ser está compuesto de materia ató mica mente divisible y de energías
y fuerzas que ningún cuchillo podrá nunca seccionar y ningún instrumento
medir: materia y fuerzas por las que n ace y vive el universo infinito y eter-
no, en el que se desarrolla el Tao y son, por ello, el Tao mismo. Todo indi-
viduo, por lo tanto, no es más que una onda en este océano sin orillas, una
onda de la mis ma agua de que están hechas las de más ondas infinitas que
encrespan la superficie del océano, que se diferencian sólo en forma y du-
ración; forma y duración impresas por el viento, que de vez en vez las sus-
cita y las hace desaparecer. Con la muerte la materia retorna a la materia,
la energía a la energía, para e manar de nuevo nuevas e xistencias eterna-
mente.
Por eso se desarrolla una eterna transfor mación en el cosmos, y e sta
transfor mación es el Tao, cuya fuerza arrastra las cosas de i mpulso en i m-
pulso, de estado en estado, eterna me nte. Los seres nacen de la indistinta
materia del todo para asu mir for mas más o menos transitorias y efí meras y,
por lo tanto, para volver a entrar en el todo. Lo que los hombres llama mo s
muerte no es otra cosa que un retorno para los ojos del sereno taoísta, el
cual gusta de parangonar es ta contin ua vicisitud de manifestaciones y re-
absorciones en el Tao, en el eterno movi miento de un fuelle. A quien le
plazcan las confrontaciones piense en el concepto nietzscheano del retor-
no. Pero yo no recuerdo haber encon trado en ningún escrito taoísta algo
que se ase me je a la fa mosa intuición que en Sils-María tuvo Nietzsche, en
1881. Y es e xplicable: si la materia e s infinita, eterno el devenir del Tao,
que no sufre interrupciones, co mo ocurre, por el contrario, en la teoría de
los Kalpa indianos o del ×éëéï÷äï ïé de la filosofía griega, en los cuales se
inspiró quizá Nietzsche, e ilimitadas son ta mbién las formas que la ma teria
puede asu mir, no podrá nunca retornar el mismo individuo. Como ocurre en
los contrarios, sucede en los seres; entre individuo e individuo no existe,
en efecto, más que una diversidad pura mente i maginaria y aparente; es
decir, que puede parecer desde un punto de vista humano y sub jetivo
cuando, en realidad, son uno en el Tao, porque son el Tao mismo. Concep-
to éste que, por analogía con la fa mo sa “conversión de los contrarios”, co-
mo se intitula uno de los más bellos y profundos capítulos de Chuang-tze,
podría mos llamar “conversión de los seres”, que el mismo grande taoísta
tan ingeniosamente e xpresó en el cap. II de su Nan-hoa-Chen-king. "Soñé
una vez que era mariposa que volaba tranquilamente sin tener en absoluto
conciencia de Chuang-tze. De pronto me desperté y me encontré Chuang-
tze, con la imposibilidad de decidir si soñé que era mariposa o si era una
mariposa que había soñado ser Chuang-tze ...”
Por eso, en es te perenne mudar de f or mas, en este devenir y fluctuar que
no tiene fin, la vida individual no tiene mayor consistencia que un sueño. El
pensa miento del filósofo taoísta se encuentra con algunas voces solitarias
que ta mbién en Occidente hablaron un lenguaje que parece la revelación
de arcana sabiduría, inaccesible al común de los mortales. Es el áíäñùðïæ
ïíáñ ïðéáæ de Píndaro, que encuentra su eco en el Oriente lejano casi al
mismo tie mpo que la hierática musa d el poeta tebano entonaba su s cantos
órficos, y al que, a distancia de siglos, debía responder la angustiosa duda
de Ha mlet. “La bella Ki, de Li, era hija de un vasallo. Cuando el príncipe de
Tsin la raptó para hacerla su mu jer, ella lloró, y sus lágrimas hu medecieron
sus vestidos. Mas apenas llegó a la corte del rey y co mpartió con él las de-
licias del amor y de la mesa, se arrepintió de su llanto. ¿Cómo pode mos
saber si los muertos no se arrepienten de haber un día insultado a la vida?
Quien sueña con alegrarse, al alba puede llorar y sufrir; quien sueña estar
triste y llorar, al alba puede confortarse con la caza. Algunos sueñan, pero
no saben soñar; otros, aun prosiguiendo en soñar, pueden razonar sobre
su sueño, y una vez despiertos, reconocer que han soñado. Solamente
después del gran despertar podre mos reconocer si esta vida fue sólo un
gran sueño. Cree mos estar sie mpre despiertos y saberlo todo. Quién es
rey, quién es un pobre hombre... ¡So mos necios! ”
Tal se nos muestra en sus líneas generales el Taoísmo antiguo, que, cier-
ta mente, tiene muy poco en co mún con las posteriores degeneraciones
mágicas que lo inundaron y acabaron por ahogarlo cuando aquéllas se
aliaron con las supersticiones populares. Éstas, cuando no podían encon-
trar acogida en el Confucianismo, esta ban en contacto con el Taoísmo, por
lo mismo que éste, desde sus co mien zos, fue penetrado por el senti miento
de lo maravilloso y de lo sobrenatural, que no deja mos de advertir ta mpoco
en sus principales maestros, y, en tan to, se estaba elaborando en los am-
bientes y escuelas taoístas la doctrina del shen y del p'o, del alma celeste
y del alma terrestre, de la racional y de la vegetativa, sobre la cual se apo-
yan las más e xtrañas pretensiones de las prácticas mágicas y supersticio-
sas posteriores. Y así se instigó a los críticos del Taoísmo para que pusie-
ran en ridículo las absurdas afirmaciones y las evidentemente charlatanes-
cas degeneraciones, que brindaban la oportunidad de explayarse a sus an-
chas y aun de conquistar fuerza y riqueza a los verdaderos embusteros y
e mbrollones, que tanto pulularon en tiempos del emperador W u, de la di-
nastía Han. Éste, co mo ya se ha dicho, fue engañado por una muchedu m-
bre de pretendidos y astutos bru jo s, que se jactaban de haber fundido en
sus ala mbiques un oro tan puro, que con servirse de él en los usos domés-
ticos podría prolongarse la vida, o narraban sus peligrosos viajes a islas
re motas y sus ascensiones a las cumbres más altas de las montañas sa-
gradas, en donde, junto con los severos consejos de los inmortales, les fue
co municada la fórmula secreta capaz de librar de la muerte a las criaturas,
y tan do minado estuvo el e mperador por ellos, que no titubeó en matar a
su propio hijo siguiendo las instigaciones de tales embaucadores. Pero na-
die podrá achacar la culpa de estas aberraciones a Lao-tze y sus discípu-
los inmediatos. Eso sería, por lo men os, tan in justo co mo atribuir a Cristo
las culpas harto frecuentes de la Iglesia de Ro ma, o a Buda, las groseras
brujerías del Tantris mo o el vacío cere monial de la iglesia Lamaística.
Cuando e xa mina mo s el carácter originario de la doctrina, encontramos un
concepto de la vida, que no dudo en proclamar co mo superior al confucia-
no, y que bien poco contiene que pueda estar en absoluta antí tesis con
nuestra propia men talidad occidental. En efecto, el Taoísmo habla má s a la
mente que al corazón: es una religión, co mo la de Buda, accesible sólo a
los espíritus cultos y educados. No quiere la fides qua creditur, sino la in-
vestigación y la iluminación. Ante todo, el conocimiento del Tao, que sólo
se alcanza con el estudio, la contemplación y el recogimiento: después nos
corresponde modelar nuestra conducta según las verdades que se nos han
revelado. Perfecta coordinación, pues, de ciencia y práctica; entender es
para el taoísta la base del hacer. La filosofía inviste al hombre y le infor ma
de todos los aspectos de la vida. Conviene que detengamos la atención en
este aspecto del Taoísmo, que es casi su característica fundamental, y lo
que tiene de común con otras religiones del Oriente, el Budismo por e je m-
plo. Co mo es sabido, éstas son al mi smo tie mpo religiones y filosofías, y
una y otra cosa e stán tan ínti ma ment e unidas y fundidas, que a juicio de
los estudiosos occidentales no se sabe nunca discernir cuál de los dos as-
pectos es el que prevalece. Probablemente, ninguno de los dos, por cuanto
se me jantes religiones se apoyan sobre concepciones que son, en el fondo,
harto distintas a las nuestras, aparte de que los límites entre filosofía y re-
ligión no son tan claramente distinguibles en el pensamiento del oriental
co mo entre nosotros. Pero eso no impide que la ciencia sirva a la fe, como
ocurrió en nuestro Medievo y por lo que sufrió el Renacimiento con sus
mártires y sus audaces rebeliones. Ciencia y fe pueden actuar en Oriente
al unísono: y puede de mostrarlo el hecho de que tanto China co mo la India
no han conocido, salvo contados casos, esas persecuciones religiosas con
las que otras iglesias se mancharon de sangre. Aparte motivos más pro-
fundos que corresponden a una mentalidad distinta y a una diversa con-
cepción de la religión por parte de los pueblos orientales, hay un hecho
importante que no se puede olvidar. Dichos sistemas religiosos, como el
Taoísmo y el Budis mo, no son revelaciones de un ser divino venido al
mundo para predicar una verdad de salvación que se contrapone por su
origen sagrado a la ciencia de los hombres, sino simples doctrinas dicta-
das por filósofos y sabios, los cuales parten del supuesto, fácilmente e xpe-
rimentable, ¡ay! , de que la Humanidad, por lo regular, por su propia culpa,
es incapaz de enca minarse por las vías del bien, y por eso se resuelven a
buscar para sí mis mo s y para sus se me jantes una posibilidad de me jora-
miento y un medio de liberación. Medio de liberación que no puede ser otro
que una ciencia, esto es: la ciencia del alma hu mana y de la real naturale-
za de este mundo en que vivimos y de las causas que provocan nuestro
dolor y nuestra infelicidad. El fin del ho mbre es la beatitud, y esta beatitud
sólo se podrá conseguir cuando la ciencia que se ha logrado llegue a tro-
carse en norma de vida de nuestra conducta; es decir, que se lleve a la
práctica. Por lo tanto, el summu m bon u m, o, en otras palabras, la felicidad,
no es ya una problemática gracia divina ni el favor de un dios aplacado por
nuestras plegarias y nuestros sacrificios, sino exclusiva obra nuestra, el
fruto de nuestra sabiduría. El ho mbre que por su propia culpa ha caído en
el sufrimiento se redime por sí mismo con las fuerzas únicas de su razón y
de su voluntad. No se diga que el Taoísmo, en último análisis, establece el
suicidio del espíritu, por así decirlo. Ni más ni meno s que en el Budismo, la
vía de la salvación es larga: la ciencia es la base de nuestras edificaciones
espirituales. Sin ella, no se podrá nunca alcanzar la intuición, porque so-
lamente después de haber razonado y discutido sobre las manifestaciones
frag mentarias, sobre las apariencias efí meras y materiales, sobre reflejos,
en su ma, del Tao, podrá y deberá el espíritu acallar y adorar, sintiendo que
todas las palabras serían incapaces de decir esa suprema entidad que es
el universo y más que el universo. Y esta beatitud a que los ho mbres han
aspirado siempre y que todas las religiones han pro metido a sus fieles,
frecuente mente a co sta de martirios o de maceraciones penosas, el Taoís-
mo no la pone en un ultratumba miste rioso, en problemáticos Ca mpos Elí-
seos en donde las almas, libres de los cuerpos, viven al lado de su dios
una eterna felicidad. Como pode mos ver, esto es fantasía de poetas, fruto
del profundo terror que la Humanidad ha sentido siempre por el aniquila-
miento y que la llevó a crearse esta s ilusiones de inmortalidad, en co m-
pensación por su efímera y transitoria existencia. La liberación es libera-
ción de las pasiones y del mal; por eso es cosa de este mundo, y por con-
seguir lo más pronto posible, en este breve curso de años que nos ha
asignado el destino. Y coincide con la tranquilidad de espíritu - con la
áðáñáîéá , podríamos decir, tomando en préstamo la palabra a Epicuro,
cuyo siste ma tiene tantas analogías con el pensa miento taoísta -, tranquili-
dad de espíritu que es la única y la suma felicidad deseable para el sabio.
De igual forma que Lao-tze definió la virtud como una no-virtud, es decir,
una virtud que no está dentro de los esque mas éticos de los moralistas
usuales, así sus discípulos, Chuang-tze entre ellos, afirman que la felici-
dad del taoísta no es ninguna de esas felicidades que los hombres se fin-
gen y desean. ¿La riqueza? Es un bien extrínseco y frágil, fatuo, como el
capricho de la fortuna. Causa de continuos trabajos del espíritu y de un
asiduo desgaste del cuerpo, hasta que no se ha conseguido; fuente de
enojosas preocupaciones, cuando se l a posee, por el deseo de au mentarla
y el temor de perderla. El sabio, pues, no sabe qué hacer con el oro, por-
que el oro está en su espíritu, y como no conoce deseos, su riqueza no
tiene fin. ¿Honores y poder? No otra cosa que palabras y pro mesa s vanas
con las que se complacen las almas vulgares, triunfos efímeros a los que,
por lo regular, sucede la caída y que no es raro que cuesten la vida. ¿La
longevidad? Es cosa que depende de l destino y no de nosotros; y, por lo
de más, es locura desearla cuando se vive, co mo los más de los ho mbres
viven, gastando sus energías de mil modos y, por lo tanto, apresurando
inevitablemente la muerte. ¿La fa ma ? ¿Qué utilidad podrá acarrearnos
cuando ya no sea mos? Por lo de más, la fama interesa más a cuanto hace-
mos que a nosotros mi s mos , pues ba jo el ala del tiempo, que todo lo devo-
ra, bien pocos hay cuyo no mbre al revisar cualquier siglo no sea más que
una curiosidad histórica. “Cuatro son las cosas por las que no tiene paz la
gente - dice Yang-chu, un filósofo taoísta, que sostiene puntos de vista al-
go personales y, por lo tanto, heterodoxos-, a saber: la longevidad, la fa-
ma, la dignidad, la riqueza. Quien posee el deseo de estas cosas te me a
muertos y vivos, príncipes y castigos, y no tiene un minuto de paz. ¿Pero
quién que no se rebele contra el curso natural de las cosas puede desear
vivir largo tiempo? Quienes no tienen en cuenta los honores no se preocu-
pan de la fama. Quienes no tienen ambición de poder no buscan cargos
públicos. Quienes no saben qué hacer con la riqueza no acumulan oro. So-
lamente éstos se puede decir que viven según las naturales inclinaciones.
No hay quienes les igualen en esta vida, puesto que regulan la suya inter-
na mente”.
No se diga que de esta manera se qu iere suprimir la emulación de nobles
a mbiciones que ponen en e videncia el valor real de los co mpetidores y
per miten esa selección de las fuerzas me jores sin la que no sería posible
la vida social. ¿Para qué objeta el ta oísta afanarse por superar a los de-
más, ir adelante a cualquier costa, “arribar”, como hoy se dice, cuando to-
do se convierte en perjuicio de los mismos individuos, quienes, arrastrados
por el orgullo o por las ambiciones, acaban por vivir una vida de continuas
aprensiones y ansias, en con traste completo con el ideal de serena activi-
dad deseado por el taoísta, y alimen tan las tendencias egoístas que tan
fatalmente perniciosas son tanto para ellos co mo para la colectividad?
El verdadero mérito - es cuestión de tiempo - no puede dejar de ser reco-
nocido. El mis mo orden de las cosas así lo exige, y no hay fuerza humana
que lo impida. Quien con intrigas o violencias ha ocupado un puesto que
no le pertenece, deberá en día más o menos pró xi mo retirarse ante el más
merecedor, aunque éste nada pida ni nada quiera. El sabio - dice Lao-tze -
podrá vivir en la sombra, ignorado por todos, hu mildemente so metido, ser
considerado un ho mbre menos que mediocre; pero hoy o mañana, de un
modo fatal, deberá imponerse definitiva mente y preceder a todos.
(Cap. 67.) “Todo el mundo me dice que soy un grande ho mbre, aunque pa-
rezco persona carente de méritos; pero precisamente porque soy grande,
parezco persona carente de méritos. Por el contrario, quien parece noble,
es harto mediocre.
” (Cap. 78.) “Nada hay en el mundo más leve que el agua; pero ta mpo co
hay cosa, por dura y fuerte que sea, q ue pueda resistirla. Lo tierno vence a
lo duro; lo débil vence a lo fuerte.
” No contender, sino dejar hacer. El verdadero tesoro que el sabio no se
cansa de ambicionar está en nosotros mismos, y consiste en sentirse y ser
superior a todo el enfermizo mundo de deseos y pa siones que infaliblemen-
te engendran angustias y dolores para nosotros, pobres mortales, vana-
mente ilusionados con poder llegar por ellos a una felicidad que tanto más
se aleja cuanto más, cree mos haberla alcanzado. Éste - co mo ya se ha di-
cho - es el punto culminante de toda la doctrina taoísta. Que no por eso
reniega de la vida; antes bien, desea el goce más pleno, porque es natural,
ese sano y regulado desarrollo de todas nuestras actividades físicas y
mentales que cuadran y coinciden con las leyes universales. De aquí esa
superioridad serena que caracteriza al sabio taoísta; que vive en este
mundo, dese mpeña entre su s inquietos se me jantes las funciones más
hu mildes o los oficios más i mportante s con igual naturalidad, sin perder la
calma, esa paz sonriente que la pintura china, por mano de sus maestros,
ha sabido representar tan bien en sus célebres cuadros inspirados en
asuntos taoístas.
Así considerado, resulta evidente la superioridad del Taoísmo sobre mu-
chas otras for ma s religiosas. No conoce la absurda teoría respecto de lu-
gares de beatitud y pena eterna que arrojan una dudosa luz sobre la pre-
tendida justicia del dios de las gentes. No hay ninguna relación entre la
brevedad de la vida humana y la eternidad del premio o del castigo. ¡Cuán-
to más agudo y racional es el Budismo, que, reconociendo justa men te que
no hay ningún ho mbre tan malo que no haya hecho algún bien y ninguno
tan bueno que no haya co metido o p ensado algún mal, concibe la teoría
del Karma, que es maduración en destinos futuros de lo que ahora se rea-
liza, y al mis mo tie mpo, libertad de deter minación!
Los antiguos doctores taoístas, que son los más filósofos entre los funda-
dores de religiones, ignoran por comp leto esta vida ultraterrena en que se
descuenta el mal y se goza del bien realizado en la tierra. Para ellos, co mo
ya se ha dicho, la personalidad humana acaba en la muerte. El Taoís mo
posterior sí tiene su infierno y su paraíso: el primero, pintado en miles de
co mpilaciones piísimas con tan negros colores, que nada tienen que envi-
diar a nuestras visiones medievales; el segundo, imaginado co mo la celes-
te asa mblea de los inmortales. Pero é stos son añadidos posteriores, debi-
dos, sin duda, al influjo que por tanto tiempo e jerció sobre el Taoísmo el
Budismo, introducido en China, co mo se sabe, en el siglo I después de
Cristo, si no antes. A mi parecer, no es magro indicio de la superioridad del
Taoísmo el hecho de que no admita n ingún dios personal. Tiene una idea
de masiado pura y profunda de lo divino co mo para confinar en los angos-
tos lí mites de una proyección de nuestro imperfecto yo, el infinito e inefa-
ble misterio que el espíritu puede tácita mente adorar, pero que la razón no
podrá nunca anato mizar.
¿Se puede decir por eso que el Taoísmo es pura y si mple filosofía más
bien que una religión? Acaso sea ve rdad, pero sólo hasta cierto punto;
pues si comenzó por una indagación filosófica, acaba por ser algo más que
una simple especulación teorética. Los presupuestos filosóficos del Taoís-
mo no sólo sirven para satisfacer la inagotable curiosidad del intelecto
hu mano, sino para librar a nuestra alma de todo lo que es falso y vano y
para hacer posible a nuestro espíritu la serena beatitud, que constituye la
anhelada meta de todas las escuelas.

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