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Cuento La Luna No Es Pan de Horno

Este documento es un relato sobre la pérdida de una persona querida. El autor expresa la tristeza y sensación de vacío que siente desde que la persona falleció. Recuerda varios momentos y objetos que le recuerdan a esa persona y la extraña mucho. A pesar del dolor, menciona que las hijas de la persona fallecida están aprendiendo a vivir sin su presencia.

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Cuento La Luna No Es Pan de Horno

Este documento es un relato sobre la pérdida de una persona querida. El autor expresa la tristeza y sensación de vacío que siente desde que la persona falleció. Recuerda varios momentos y objetos que le recuerdan a esa persona y la extraña mucho. A pesar del dolor, menciona que las hijas de la persona fallecida están aprendiendo a vivir sin su presencia.

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República Bolivariana de Venezuela

Ministerio del Poder Popular para las relaciones de interiores justicia y paz

Ministerio del Poder Popular para la educación universitaria, ciencia y tecnológica

universidad nacional experimental de la seguridad

cefo-Carabobo

La luna no es pan de
horno.

Profesora: discente: Carlos


Guevara Martínez * 05 Eva mileidy vallejo Mendoza: 25874450
La luna no es pan de horno.
La luna no es pan de horno trata de El mal sabor de boca que queda tras perder a un ser querido.
Acá se lee como una persona habla de la persona fallecida diciendo: Usted Señora mía, me dejó
como regalo el desgarre, y siempre tuvo la victoria final. Usted, Señora, no tenía derecho a
dejarnos la desesperanza como legado eterno, con este ahogarse en su ausencia y con ella, con
esta sensación eterna de lo inconcluso. Indicando que haría ahora con esa sensación como podría
vivir sin su presencia, ya que entre ellos había mucho porque vivir tenían muchas cosas que pasar
en compañía. Y sin embargo, ahí estaba, vestida de blanco, con el vestido blanco de florecitas
menudísimas, y su perfil siempre digno, sereno, y el cabello negro-azabache, acostada en un
ataúd, el cual no tenía nada que ver con ella, como tampoco tenía nada que ver con esa sala de
funeraria que tenían cortinas de terciopelo oscuro, y las sillas pegadas a la pared, todas
circunspectas, los trajes negros, el café, aquellos rostros casi todo conocidos por historias
distintas, y las coronas de flores secas, con anotaciones hechas en escarcha sobre la cinta.
Recalcando así que ese no era su mundo, que simplemente esa era una obra teatral donde era de
actriz principal. Usted pertenece a otras latitudes, a una luz de cielo suavecito, a un sol quemante,
al mercado viejo de Maracaibo, a los que traen el plátano de Bobures en la madrugada, al
periquito que está sobre la nevera y sufre de los nervios, las canciones de Agustín Lara, Toña La
Negra, Leo Marini, Los Panchos y Guty Cárdenas, Clark Gable, las florecitas de bellalasonce, los
encurtidos en su frasco mostrando todos los colores, el vino Sagrada Familia, los cromos de niños
comprados en el mercado de Las Pulgas. cuando se bañaba en el aljibe del patio, la enredadera de
nomeolvides, con sus flores amarillas, las dos trinitarias, su risa. Una risa rara, de pocas veces, pero
hermosa risa, como un estallido, con los ojotes arrugaditos en los extremos, y los dientes blancos,
con toda la apertura de los labios y esa sonoridad, toda muy suya.

Decía nuevamente Usted, Señora, se llevó a la tumba el último despojo de la esperanza, la


posibilidad de creer que puede tragarse la amargura y volcarse en un río de aguas turbias, para
renacer alegres y gozosos como una vida que empieza. dejó a cambio una habitación, llena de
muñecas de porcelana, muñecas de rostros antiguos y ojos vidriosos, que parecen buscarla con la
mirada y lamentan su partida. Nos dejó una hermosa jaula vacía. Una La mesa de dibujo, los
pinceles, los tubos de las acuarelas italianas, los dibujos inconclusos. Los libros del aduanero
Rousseau y los primitivos. Nos dejó sus juguetes de cuerda, las fotografías, sus trenzas, su mirada
de niña de los años cuarenta. (porque usted, Señora, nunca creció, siempre fue esa niña que fue
por los años cuarenta). Cabe destacar que en esta parte se le vienen todos los recuerdos diciendo
así No sabe cómo la busco, madre, no sabe. No tiene idea, usted está en todas partes, como nos
dijeron que estaba el ojo de Dios, cuando estudiábamos catecismo en la escuela, entiéndame bien,
no se trata de hacer un poema, ni de caer en lugares comunes, entiéndame bien, Señora, usted
está en todas partes, con decirle que me ha tenido varios días preguntando por ahí quien podrá
conseguirme una matica de malabar.

Dio y dio hasta que una señora del mercado libre después de venderle un ramito de esas flores
blancas y aromáticas, un ramito redondo, el cual parecía bouquet de novia, se decidió a venderle
una matica, la que con que la recuerda y dice tener una parte de ella en casa, aunque nunca hayan
tenido una mata de malabar. Hace poco decidió cortarse el cabello tal vez para distraerse en la
peluquería ya que allí hablan de los maridos o también comentarios íntimos o simples, allí
esperando su turno escucha diferentes tipos de conversaciones, observando los gestos,
inventando mentalmente la historia de cada cliente. En ese momento entro una señora con su hija
pequeña, A la niña la sentaron frente al espejo. Apenas sus deditos tocaban el brazo del sillón, se
miraba al espejo sin querer mirarse. La peluquera cogió tijeras, navaja y peine, y comenzó su tarea.
La madre estaba de pie justo a ella, conservando la seriedad que parecía habitual, el cabello
cortado comenzó a caer al piso, y la imagen del rostro de la niña a transformarse frente al espejo,
no se movía, parecía una estatura, a lo mejor temía por las tijeras, a la vez era latente su timidez,
no quería mirarse, y de pronto su cabeza se movía mimosa cuando el movimiento de las tijeras
parecía producirle algún cosquilleo detrás de las orejas, entonces sonreía a medias, y su rostro
todo se ruborizaba, la madre la miraba e impedía que ella levantara las manos previendo algún
movimiento brusco inconsciente, largo rato estuvieron cayendo al piso los mechones de cabello
castaño, esa escena tomo toda su atención ya yo no pudo cambiar el centro de su mirada desde
que las vio llegar: porque, obviamente en su mente esa niña era ella, y por supuesto, esa mamá
tenía que ser la señora. Ya no pudo y dice: Me levanté, olvidando la razón por la que me
encontraba en ese lugar, y salí aceleradamente a la calle, necesitaba respirar el sol, volver a atajar
la realidad del presente.

Luego ocurrió en un consultorio médico, esperaba mi turno ojeando algunas de esas revistas viejas
y desteñidas que adornan los consultorios (y que usted a veces se llevaba de regreso a casa por
haber descubierto un artículo que podría interesarnos, como aquel que me consiguió sobre la vida
de Selma Lagerlöf, la poetisa sueca), estaba pues en la espera, cuando en la sala contigua, la de
espera en pediatría, descubrí una señora, con las mismas señas, el mismo gesto de resignación, la
misma tristeza, y esa belleza extraña casi serena, acompañada de dos niñas, muy parecidas,
vestidas con trajes iguales, casi del mismo tamaño, con el cabello largo, las piernas colgando del
asiento porque no alcanzan el piso, sentadas una a cada lado de la madre, las tres calladas, como
suspendidas en un hilo, y una luz blanca en el fondo, entra por el balcón. Allí Recordó el
consultorio del doctor Mendoza, las esperas largas, el tratamiento de la dieta de adelgazamiento,
la balanza de peso, la toma de las medidas, la paletica de madera dentro de la boca, la calva del
doctor auscultando, sus preguntas. Recordó aquel sarampión y una larga noche de fiebre en que,
entre neblinas veía el rostro de ella con el termómetro en la mano, recordó la lechina, en la que
todos caían a la vez y ella tenía que pasar de una cama a la otra, con el frasco de loción fría
mentolada y el polvo boricado. Como comprenderá, aquella señora sentada, tan serena, le hizo
olvidar la razón de la espera en el consultorio y abandono el edificio de la clínica, sin ninguna
seguridad de dónde quería dirigirse.

Ella a veces piensa en ir al cementerio, pero dice: usted para mí no está ahí dentro, está más bien
en todas partes como ya le digo, y sentarme, pues, ante esa tumba que debe o debería estar
cubierta de malabares, y digo sentarme porque es ésa la posición del reposo más digno y reflexivo,
la soledad junto a usted, Señora, que siempre fue la soledad. La veo en esas largas noches de
insomnio, bajando a oscuras las escaleras de la vieja casa de El Milagro, la veo sentarse
pausadamente, sacar el cigarrillo de la cajetilla, encenderlo, colocar el fósforo en el cenicero, y con
un brazo cruzando el frente de su cintura, y el otro apoyado en él, provocar las humaredas
silenciosas, y esos ojos suyos siempre ausentes, siempre flotando en espacios desconocidos e
insondables para los que la rodeábamos. Quería decirle, Señora, que ahora puedo saber con
certeza lo que usted sentía y pensaba en esos momentos largos; ahora, como le digo, lo sé, porque
de pronto me tocó ser usted, y mi inconsciente me llevó a encender igualmente ese cigarrillo y
sentirme tan ausente. Aquí Le cuenta que las niñas están bien. bien, las menores un poco
confundidas por su ausencia, pero ya viven lo cotidiano, ya regresaron a la escuela, ya comen otra
vez tres veces al día, ya hay que reñirlas para que se bañen y sentarse con ellas para que hagan la
tarea de la escuela. Los primeros días de la ausencia de usted, cuando regresamos a casa, pasado
el entierro, los reencuentros familiares, y con todo ese peso muy dentro, haciendo “de tripas
corazón”, como diría usted, comenzamos la vida cotidiana.

Quisiera ir de verdad, y sentarme un rato en el cementerio y conversar con usted estas cosas, y
preguntarle otras que nunca me atreví a preguntarle, como, por ejemplo, qué fue lo que sintió
exactamente aquel día en que papá regresó de la cárcel, y usted estaba tendiendo mis pañales en
el balcón de la D16 de El Silencio, y lo vio desde allá arriba, quedándose con una pañal suspendido
entre las manos por la emoción, y mirándolo bajarse del carro, y pagarle al chofer, así, con un
paquetico de ropa entre las manos, con la camisa medio abotonada, sin chaqueta, flaco, barbudo,
desgarbado, humillado tantas y tantas veces; yo quisiera saber lo que usted sintió mirándolo,
paradita en el balcón, con el pañal muy húmedo entre las manos. Quisiera saber por qué rompió
su diario de los veinte años, aquel librito azul cerrado con llave, que yo le pedí tanto, cada vez que
bajaba todas las cosas de su closet, para revisarlas y limpiarlas de polvo y recordar. ¿Por qué lo
rompió?, yo sólo quería corroborar si lo que usted pensaba a los quince o veinte años era lo
mismo que yo pensaba, nada más que eso. Ella Quería saber tantas cosas, tantas cosas que se
quedó sin decirle. Ella en su vida cotidiana a veces suele escaparse del papel de profesora
universitaria, y dice: me voy por ahí, a caminar, y busco una plaza, una que tenga muchos árboles
y donde pueda encontrar una banca tranquila y solitaria donde sentarme y pensar en usted. Sus
cosas las estamos embalando poco a poco, papá no quiere tocar nada (parece un cristal a punto
de estallarse), y entonces, cuando hablamos de limpiar el polvo, envolver en tela las muñecas,
guardar su ropa en un baúl... él coge un libro de poemas y se pone a leerlos en voz alta, o a mirar
por la ventana los barcos que atraviesan el lago como si los descubriera por primera vez, o habla
de que hay que llevar los gatos al veterinario, o se busca los tomos de la revista Élite y se sienta a
hojearlos lentamente... Entonces nos miramos y sabemos que él no podrá ayudarnos por ahora;
hacemos nuevamente de “tripas corazón”, y tratamos de tocar todo por encima, de no mirar, de
no pensar, de despersonalizar la tarea necesaria. Desde su ventana se sigue viendo el lago, Señora,
y las matas del patio tienen quien las riegue, el periquito sigue siendo un histérico, y de vez en
cuando hay que poner góticas para los nervios en el agua que toma.

Yo tengo un recurso final: escapar a la cocina y ponerme a limpiar los closets, la despensa (usted
hacía eso acaso una vez al mes, ¿recuerda?); Vivo la imagen de la abuela, bordando, sentada al
lado de la radio, mientras yo jugaba debajo de la mesa, metida en una jungla imaginaria. La veo a
usted, sentadita en la mesa de dibujo, construyendo su mundo de personajes diminutos, haciendo
total abstracción de esta realidad que rechazaba. Y me pregunto si dentro de unos años habrá una
cuarta de nosotras que nuevamente lave, con suavidad y nostalgia, cada objeto, y a éstos que
ahora yo veo estén sumados los míos, y ella tenga también esta sensación de vidas inconclusas, e
tristezas ancestrales...

En el velorio decían “Esa tiene que ser su hija y es innegable la mirada, el tono bajo, la sensación
de estar flotando en otras galaxias”; usted y yo nos parecemos hasta en eso, Señora; son cosas del
destino, de la historia. Y nunca nos detuvimos a medir ni siquiera nuestras posibilidades de
rebelión, porque debe usted saber que lo fue a su manera y yo a la mía y que es casi ley del
contexto esto de la dialéctica; un acuerdo total entre las dos hubiera sido historia falsa, puro
artificio, pero, en el fondo, usted debió saber siempre que yo era su prolongación, la continuación
de la anécdota. Qué difícil se nos hizo todo, madre, qué difícil, hablarse, entenderse, qué de claves
tuvimos que inventarnos, cómo no es dulce ni bondadoso el amor cuando se trata de seres
nacidos para las más tortuosas pasiones, cómo somos duras cuando amamos y suaves frente a los
que nos son indiferentes. Ese escape del mundo cálido. La ventura de aprender a vivir, Y aquella
frase suya retumbando fuerte: “La luna no es de pan-de-horno”; claro que no es, mamá, ahora sé
lo mucho que no es; es de piedra y fuego, y dura, con un palo, con todo, hay que estar de pie, y
con “el ánima bien templada”, porque como dice el poeta: “el ánima bien templada salva la
doliente criatura...”. algo muy importante era que a ellas le costaba decirse que se querían la
señora nunca pudo, en ese entonces, hablarle como lo que ella era, una muchacha de veinte años,
que descubría al mundo como un gran circo, con equilibristas, payasos y también empresarios.
Pero ella tampoco era capaz de dilucidar todo el amor que podía haberla llevado a subir los cinco
pisos de aquella escalera, húmeda y oscura. Continúa diciendo En unas horas nos la entregan a
usted, metida en una caja gris. En unas horas nos hacen reconocer que ya no hablará más del
aljibe de la casa de Clarines, ni de los caballitos sanjuaneros, ni de las muñecas de trapo, no de la
no me olvides, ni cantará Perfume de gardenias, ni servirá la cena de año nuevo, ni cuidará los
gatos, ni se reirá, ni construirá esos encajes dibujados de muñequitos, oficio de alquimista, de
artesano chino. En unas horas, en un puñadito chiquito de horas, quieren enseñarnos, de una vez
por todas, que “La luna no es pan-de-horno” ¿Se imagina, Señora mía? Ella se demuestra con
palabras dolorosas ese sentimiento en que siente un desgarre total, es que lo agarren a uno y le
den palo y palo, es como si lo rasgaran con una hojilla desde el centro mismo de la cabeza, es
como si de pronto la ciudad se vaciara y no te quedara ni un alma conocida. Es el vacío. El silencio
infinito y blanco. Es como quedarse mudo y tragarse el grito. Por eso, ella pidió que cerraran el
ataúd; no pude seguir viéndola así, con el vestido blanco y su rictus de seriedad, porque uno tiene
sus límites, Señora mía, y sabe cuándo está a punto de desgranarse en filamentos de vidrio
incinerable, porque uno se empeña en eso de que “el ánima bien templada salva la doliente
criatura”. Ella le decía que se pusiera en su lugar por un segundo...Tiene ahora que comprender,
por qué le dice que nos dejó como legado la desesperanza, porque no ha habido nada como
ahogarse en esta ausencia, en esta sensación de lo inconcluso.

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