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Estetica Del Cine

Este documento presenta una introducción a la estética del cine. Explica que una película está compuesta de fotogramas en serie que crean una ilusión de movimiento cuando se proyectan. Define el espacio fílmico como la porción de espacio tridimensional imaginario que parece percibirse dentro del cuadro bidimensional de la pantalla. Describe cómo el fuera de campo se define en relación al campo visual a través de entradas y salidas del cuadro, miradas y gestos de los personajes, entre otros medios. Concluye que el campo

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Estetica Del Cine

Este documento presenta una introducción a la estética del cine. Explica que una película está compuesta de fotogramas en serie que crean una ilusión de movimiento cuando se proyectan. Define el espacio fílmico como la porción de espacio tridimensional imaginario que parece percibirse dentro del cuadro bidimensional de la pantalla. Describe cómo el fuera de campo se define en relación al campo visual a través de entradas y salidas del cuadro, miradas y gestos de los personajes, entre otros medios. Concluye que el campo

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Jacques Aumont

Alain Bergala & Michel Marie & Marc Vernet

Estética del cine

Espacio fílmico, montaje, narración, lenguaje

2a edición, revisada y ampliada


Título original: Esthetique du film

Jacques Aumont, 1983

2a edición, revisada y ampliada, 1996

Con Alain Bergala & Michel Marie & Marc Vernet

Traducción: Núria Vidal

Traductora de la adaptación de los capítulos actualizados: Silvia Zierer

Editor digital: Titivilus

ePub base r1.2


1. El filme como representación visual y sonora

1. El espacio fílmico

Un filme, según se sabe, está constituido por un gran número de imágenes


fijas, llamadas fotogramas, dispuestas en serie sobre una película transparente; esta
película, al pasar con un cierto ritmo por un proyector, da origen a una imagen
ampliada y en movimiento. Evidentemente hay grandes diferencias entre el
fotograma y la imagen en la pantalla, empezando por la impresión de movimiento
que da esta última; pero tanto una como otra se nos presentan bajo la forma de una
imagen plana y delimitada por un cuadro.
Estas dos características materiales de la imagen fílmica —que tenga dos
dimensiones y esté limitada— representan los rasgos fundamentales de donde se
deriva nuestra aprehensión de la representación fílmica. Fijémonos de momento en
la existencia de un cuadro, análogo en su función al de las pinturas (de donde toma
su nombre), y que se define como el límite de la imagen.
Este cuadro, cuya necesidad es evidente (no se puede concebir una película
infinitamente grande), tiene sus dimensiones y sus proporciones impuestas por
dos premisas técnicas: el ancho de la película-soporte y las dimensiones de la
ventanilla de la cámara; el conjunto de estas dos circunstancias define lo que se
denomina el formato del filme. Desde les orígenes del cine han existido formatos
muy diversos. Aunque cada vez se utilice menos en favor de imágenes más
amplias, aún se llama formato estándar al que se basa en la película de 35 mm de
ancho y una relación de 4/3 (es decir, 1,33) entre el ancho y el alto de la imagen.
Esta proporción de 1,33 es la de todas las películas rodadas hasta la década de
1950, o de casi todas, y aún hoy lo es de las filmadas en los formatos llamados
«subestándar» (16 mm, Super 8, etcétera).
El cuadro juega, en diversos grados según los filmes, un papel muy
importante en la composición de la imagen, en especial cuando ésta permanece
inmóvil (tal como se la ve, por ejemplo, cuando se produce un «paro de imagen») o
casi inmóvil (en el caso en que el encuadre permanezca invariable: lo que se llama
un «plano fijo»). Ciertas películas, particularmente de la etapa muda, como por
ejemplo La pasión y la muerte de Juana de Arco, de Carl Theodor Dreyer (1928),
demuestran un cuidado en el equilibrio y en la expresividad de la composición en
el encuadre, que no desmerece en nada al de la pintura. De manera general, se
puede decir que la superficie rectangular que delimita el cuadro (y que, a veces,
por extensión, también se llama así) es uno de los primeros materiales sobre los
que trabaja el cineasta.
Uno de los procedimientos más evidentes del trabajo en la superficie del
cuadro es el que se llama split screen (reparto de la superficie en varias zonas,
iguales o no, ocupadas cada una por una imagen parcial). Pero recurriendo a
procedimientos más sutiles se puede obtener un verdadero découpage del cuadro,
como lo demuestra, por ejemplo, Jacques Tati con Playtime (1967), donde varias
escenas yuxtapuestas y «encuadradas» se desarrollan simultáneamente en el
interior de una misma imagen.
Por supuesto, la experiencia, por pequeña que sea, de la visión de películas
basta para demostrar que reaccionamos ante esta imagen plana como si viéramos
una porción de espacio en tres dimensiones, análoga al espacio real en el que
vivimos. A pesar de sus limitaciones (presencia del cuadro, ausencia de la tercera
dimensión, carácter artificial o ausencia del color, etcétera), esta analogía es muy
viva y conlleva una «impresión de realidad» específica del cine, que se manifiesta
principalmente en la ilusión del movimiento (véase capítulo 3) y en la ilusión de
profundidad.
En realidad, la impresión de profundidad nos resulta tan intensa porque
estamos habituados al cine (y a la televisión). Los primeros espectadores de
películas eran, sin duda, más sensibles al carácter parcial de la ilusión de
profundidad y a la superficie plana real de la imagen. Así, en su ensayo (escrito en
1933, pero dedicado esencialmente al cine mudo), Rudolf Arnheim escribe que el
efecto producido por el filme se sitúa «entre» la bi-dimensionalidad y la tri-
dimensionalidad, y que percibimos la imagen a la vez en términos de superficie y
de profundidad: si, por ejemplo, filmamos un tren que se acerca a nosotros, se
percibirá en la imagen obtenida un movimiento a la vez hacia nosotros (ilusorio) y
hacia abajo (real).
Lo importante en este punto es observar que reaccionamos ante la imagen
fílmica como ante la representación realista de un espacio imaginario que nos
parece percibir. Más precisamente, puesto que la imagen está limitada en su
extensión por el cuadro, nos parece percibir sólo una porción de ese espacio. Esta
porción de espacio imaginario contenida en el interior del cuadro es lo que
llamamos campo.
Como muchos de los elementos del vocabulario cinematográfico, la palabra
campo es de uso muy corriente sin que su significación se haya fijado nunca con
gran rigor. En un plato de rodaje, frecuentemente los términos «cuadro» y
«campo» se toman casi como equivalentes, sin que eso represente un problema. En
cambio, según la idea de este libro, en el que nos interesamos menos en la
fabricación de películas que en el análisis de las condiciones de su visión, es muy
importante evitar toda confusión entre los dos vocablos.
La impresión de analogía con el espacio real que produce la imagen fílmica
es tan poderosa que llega normalmente a hacernos olvidar, no sólo el carácter
plano de la imagen, sino, por ejemplo, si se trata de una película en blanco y negro,
la ausencia del color, o del sonido si es una película muda, y también consigue que
olvidemos, no el cuadro, que está siempre presente en nuestra percepción, más o
menos conscientemente, sino el que más allá del cuadro ya no hay imagen. El
campo se percibe habitualmente como la única parte visible de un espacio más
amplio que existe sin duda a su alrededor. Esta idea traduce de forma extrema la
famosa fórmula de André Bazin (tomada de Leon-Battista Alberti, el gran teórico
del Renacimiento), al calificar el cuadro de «ventana abierta al mundo»; si, como
una ventana, el cuadro deja ver un fragmento de un mundo (imaginario), ¿por qué
éste debería acabarse en los límites del cuadro?

Una foto de El hombre de la cámara, de Dziga Vertov (1929).

Otra foto del mismo filme, en la que se ve un fragmento de la película donde


aparece el primer fotograma.

Hay mucho que criticar en esta concepción que hace participar demasiado a
la ilusión; pero tiene como mérito indicar por exceso la idea, siempre presente
cuando vemos una película, de este espacio invisible que prolonga lo visible y que
se llama fuera-campo: El fuera-campo está esencialmente ligado al campo, puesto
que tan sólo existe en función de éste; se podría definir como el conjunto de
elementos (personajes, decorados, etcétera) que, aun no estando incluidos en el
campo, sin embargo le son asignados imaginariamente, por el espectador, a través
de cualquier medio.
Tres encuadres muy compuestos:
Nosferatu, de F. W. Murnau (1922)

Muriel, de A. Resnais (1963)

Psicosis, de A. Hitchcock (1961). Se puede destacar en este último ejemplo el


reforzamiento del encuadre por otros cuadros.
El cine aprendió muy pronto a dominar un gran número de estos medios de
comunicación entre el campo y el fuera-campo, o más exactamente, de constitución
del fuera-campo desde el interior del campo. Sin pretender dar una lista
exhaustiva, señalemos los tres tipos principales:
— en primer lugar las entradas en campo y las salidas de campo, que se
producen casi siempre por los bordes laterales del cuadro, pero que también
pueden aparecer por arriba o por abajo, por «delante» o por «detrás» del campo, lo
que demuestra que el fuera-campo no está restringido a sus lados, sino que puede
situarse axialmente, en profundidad con respecto a él;
— a continuación, las diversas interpelaciones directas del fuera-campo por
un elemento del campo, comúnmente un personaje. El medio que más suele usarse
es la «mirada fuera de campo», pero se pueden incluir aquí todos los medios que
tiene un personaje en campo para dirigirse a otro fuera de campo, ya sea por la
palabra o por el gesto;
— finalmente, el fuera-campo puede estar definido por los personajes (o por
otros elementos del campo) que mantienen una parte fuera del cuadro: por tomar
un caso muy corriente, todo encuadre de aproximación a un personaje, implica casi
automáticamente la existencia de un fuera-campo que contiene la parte no visible
de aquél.
Así, a pesar de que hay entre ellos una diferencia importantísima (el campo
es visible, el fuera-campo no), se puede considerar en cierto modo que campo y
fuera-campo pertenecen ambos, con todo derecho, a un mismo espacio imaginario
perfectamente homogéneo, que denominamos espacio fílmico o escena fílmica. Parece
un poco extraño calificar por igual de imaginarios el campo y el fuera-campo, pese
al carácter más concreto del primero, que está sin interrupción ante nuestros ojos;
por eso algunos autores (Noël Burch por ejemplo, que se ha preocupado de esta
cuestión con interés), reservan el término imaginario al fuera-campo, e incluso
únicamente al fuera-campo que no se ha visto nunca, y califican justamente de
concreto el espacio que está fuera de campo después que se ha visto. Si no seguimos
a esos autores es deliberadamente para insistir, 1.o, sobre el carácter imaginario del
campo (que es ciertamente visible, «concreto» si se quiere, pero no tangible) y 2. o,
sobre la homogeneidad, la reversibilidad entre campo y fuera-campo, que son uno
y otro tan importantes para la definición del espacio fílmico.
Tal importancia tiene, además, otra razónala escena fílmica no se define
únicamente por los rasgos visuales. Primero, el sonido juega un gran papel, ya que,
entre un sonido emitido «en campo» y un sonido emitido «fuera de campo», el
oído no distingue la diferencia; esta homogeneidad sonora es uno de los grandes
factores de unificación del espacio fílmico en su totalidad. Por otro lado, el
desarrollo temporal de la historia contada, de la narración, impone la toma en
consideración del paso permanente del campo al fuera-campo y por tanto su
comunicación inmediata. Volveremos sobre este punto en relación con el sonido, el
montaje y la idea de diégesis.
Queda por precisar, evidentemente, un hecho implícito hasta aquí: todas
estas consideraciones sobre el espacio fílmico (y la definición correlativa de campo
y fuera-campo) tan sólo tienen sentido cuando tratamos de lo que se denomina
cine «narrativo y representativo», es decir, películas que de una u otra forma
cuentan una historia y la sitúan en un cierto universo imaginario que materializan
al representarlo.
De hecho, las fronteras de la narratividad, como las de la representatividad,
son a menudo difíciles de trazar. Igual que una caricatura o un cuadro cubista
pueden representar (o al menos evocar) un espacio tridimensional, hay filmes en
que la representación, por ser más esquematizada o más abstracta, no está menos
presente y eficaz. Es el caso de muchos dibujos animados, y de ciertas películas
«abstractas».
Desde los inicios del cine, los filmes llamados «representativos» forman la
inmensa mayoría de la producción mundial (incluidos los «documentales»),
aunque desde muy pronto este tipo de cine fue muy criticado. Entre otras cosas, se
reprochaba a la idea de «ventana abierta al mundo» y otras fórmulas análogas el
vehicular presupuestos idealistas, tendentes a mostrar el universo ficticio del cine
como si fuera real. Volveremos más adelante sobre los aspectos psicológicos de
esta ilusión, que se puede más o menos considerar constitutiva de la concepción
hoy dominante del cine. Destaquemos, de momento, que otros críticos han
intentado proponer diferentes enfoques a la idea de fuera-campo. Así, Pascal
Bonitzer, que se ha preocupado a menudo de esta cuestión, propone la idea de un
fuera-campo «anti-clásico», heterogéneo al campo, y que podría definirse como el
espacio de la producción (en el sentido más amplio de la palabra).
Con independencia de la expresión polémica y normativa que pueda
revestir, este punto de vista no deja de ofrecer interés; tiene, en particular, la virtud
de poner el acento en la ilusión que constituye la representación fílmica, al ocultar
de modo sistemático cualquier huella de su propia producción. Sin embargo, esta
ilusión —de la que es preciso desmontar los mecanismos— sirve tanto para la
percepción del campo como espacio en tres dimensiones, como en la manifestación
de un fuera-campo no obstante invisible. Es preferible, por tanto, conservar el
término fuera-campo en el sentido restringido definido antes; en cuanto a este
espacio de la producción del filme, donde se despliega y juega todo el aparato
técnico, todo el trabajo de realización y metafóricamente todo el trabajo de escritura,
sería mejor definirlo como fuera de cuadro: este término, que tiene el inconveniente
de utilizarse poco, ofrece, en cambio, el interés de referirse directamente al cuadro,
es decir, de entrada nos sitúa en la producción del filme, y no en el campo, que está
plenamente situado en la ilusión.
El concepto de fuera de cuadro tiene algunos precedentes en la historia de la
teoría del cine. En particular, en las obras de S. M. Eisenstein se encuentran
numerosos estudios sobre la cuestión del encuadre y la naturaleza del cuadro, que
le llevan a preferir un cine en el que el cuadro tiene valor de cesura entre dos
universos radicalmente heterogéneos. Aunque no utiliza formalmente el término
de fuera de cuadro, en el sentido que lo proponemos, sus planteamientos
confirman ampliamente los nuestros.
fig. 1 - fig. 2

fig. 3 - fig. 4

fig. 5 - fig. 6

Estos fotogramas extraídos de planos sucesivos de La chinoise, de Jean-Luc


Godard (1967), ilustran algunas maneras de comunicación entre el campo y el
fuera-campo: entrada de un personaje (fig. 1), miradas fuera de campo (en todos
los otros fotogramas), interpelación más directa aún, por el índice de un personaje
que apunta (fig. 6); en fin, la amplitud de los planos, que varía del primer plano al
plano americano, nos ofrece una serie de ejemplos de definición del fuera de
campo por encuadre «parcial» en un personaje.
Otros ejemplos de comunicación entre el campo y el fuera de campo:
Los personajes se preparan a salir de campo atravesando el espejo que
coincide con el borde inferior del cuadro (Orfeo, de Jean Cocteau, 1950).

La escena se ve por reflexión en un espejo; la mujer mira al otro personaje


del que tan sólo se ve una parte, de espaldas, en el espejo (Ciudadano Kane, de
Orson Welles, 1940).
2. Técnicas de la profundidad

La impresión de profundidad no es exclusivamente propia del cine, que está


muy lejos de haberlo inventado todo en ese terreno. Sin embargo, la combinación
de procedimientos utilizados en el cine para producir esta aparente profundidad es
singular, y demuestra de modo elocuente la inserción particular del cine en la
historia de los medios de representación. Además de la reproducción del
movimiento, que ayuda mucho a la percepción de la profundidad —y sobre la que
volveremos a propósito de «la impresión de realidad»—, dos series de técnicas son
esencialmente utilizadas:
2.1. La perspectiva

Se sabe que la idea de perspectiva apareció muy pronto en la representación


pictórica, pero es interesante destacar que la palabra misma no apareció en su
sentido actual hasta el Renacimiento (el francés la tomó del italiano prospettiva,
«inventada» por los pintores-teóricos del Quattrocento). Así, la definición de
perspectiva que se puede encontrar en los diccionarios es inseparable de la historia
de la reflexión acerca de la perspectiva, y sobre todo de la gran conmoción teórica
que sobre este punto marcó el Renacimiento europeo.
Se puede definir someramente la perspectiva como «el arte de representar
los objetos sobre una superficie plana, de manera que esta representación se
parezca a la percepción visual que se puede tener de los objetos mismos». Esta
definición, por simple que parezca en su enunciado, no deja de ofrecer problemas.
Supone, entre otras cosas, que se sabe definir una representación parecida a una
percepción directa. Esta idea de analogía figurativa es, como se sabe, bastante
extensa y los límites de la semejanza ampliamente convencionales. Como han
observado, entre otros (desde puntos de vista muy diferentes), Ernst Gombrich y
Rudolf Arnheim, las artes representativas se apoyan sobre una ilusión parcial que
permite aceptar la diferencia entre la visión de lo real y de su representación; por
ejemplo, la perspectiva no da cuenta de la binocularidad. Consideramos, pues, esta
definición como intuitivamente aceptable, sin intentar precisarla. Sin embargo, es
importante ver que si nos parece admisible, o sea, «natural», es porque estamos
masivamente habituados a una cierta forma de pintura representativa. En efecto, la
historia de la pintura ha conocido muchos sistemas representativos y de
perspectiva que, muy alejados de nosotros en el tiempo y en el espacio, nos
parecen más o menos extraños. En realidad, el único sistema que acostumbramos a
considerar como propio, puesto que domina toda la historia moderna de la
pintura, es el que se elaboró a principios del siglo XV bajo el nombre de perspectiva
artificialis, o perspectiva monocular.
Este sistema de perspectiva, hoy tan dominante, no es más que uno de los
que se estudiaron y propusieron por los pintores y teóricos del Renacimiento. Si se
acabó eligiéndolo unánimemente sobre todos los demás, es esencialmente sobre la
base de dos tipos de consideraciones:
— en primer lugar su carácter «automático» (artificialis), más precisamente,
el que dé lugar a construcciones geométricas simples, que se pueden materializar
en aparatos diversos (tal como los propuestos por Alberto Durero);
— en segundo lugar, el que en su construcción, copie la visión del ojo
humano (de ahí su nombre de monocular), intentando fijar sobre el lienzo una
imagen obtenida con las mismas leyes geométricas que la imagen retiniana (hecha
la abstracción de la curva retiniana, que, por otro lado, nos es estrictamente
imperceptible).
— De ello se deduce una de las características esenciales del sistema, que es
la institución de un punto de vista: tal es en efecto, el término técnico con el que se
designa el punto que corresponde en el cuadro al ojo del pintor.
Si insistimos sobre este proceder y las especulaciones teóricas que han
acompañado su nacimiento, es evidentemente porque la perspectiva fílmica tan
sólo es la continuación exacta de esta tradición representativa. La historia de la
perspectiva fílmica se confunde prácticamente con la de los diferentes aparatos de
filmación que se han ido inventando sucesivamente. No entraremos en el detalle
de esos inventos, pero conviene recordar que la cámara cinematográfica es la
descendiente más o menos lejana de un dispositivo bastante simple, la cámara
oscura (o camera obscura), que permitía obtener, sin la ayuda de la «óptica», una
imagen que respondía a las leyes de la perspectiva monocular. Desde el punto de
vista que nos ocupa ahora, en efecto, la cámara fotográfica y, más tarde, la cámara
moderna, sólo son pequeñas «camera obscura» en las que la abertura que recibe los
rayos luminosos está provista de un aparato óptico más o menos complejo.
Lo importante, sin embargo, no es tanto observar esta filiación del cine con
la pintura, sino evaluar sus consecuencias. Por ello, no es indiferente que el
dispositivo de representación cinematográfica esté históricamente asociado, por la
utilización de la perspectiva monocular, al resurgimiento del humanismo. Si está
claro que la antigüedad de esta forma de perspectiva y el hábito profundamente
afianzado que nos han dejado tantos siglos de pintura, están en la base del buen
funcionamiento de la ilusión de tridimensionalidad producida por la imagen del
filme, no es menos importante constatar que esta perspectiva incluye en la imagen,
a través del «punto de vista», una señal de que está organizada por y para un ojo
colocado delante de ella.
Este esquema muestra cómo se pinta, en perspectiva artificialis, un tablero de
ajedrez de tres casillas por tres, colocado plano sobre el suelo. Se ve que cada
grupo de líneas paralelas contenidas en el objeto que hay que pintar está
representado en el cuadro por un grupo de líneas convergentes en un punto de
fuga.
El punto de fuga correspondiente a las líneas perpendiculares al plano del
tablero se llama punto de fuga principal o punto de vista: como queda claro en el
esquema, su posición varía con la altura del ojo (está a la misma altura) y la fuga en
perspectiva es más pronunciada cuanto más abajo está el ojo.
Los puntos A y B (puntos de fuga correspondientes a las líneas de 45o en
relación al plano del tablero) se llaman puntos de distancia; su distancia al punto
de vista es igual a la distancia del ojo al cuadro.
Simbólicamente esto equivale, entre otras cosas, a decir que la
representación fílmica supone un sujeto que la mira, a cuyo ojo se asigna un lugar
privilegiado.
2.2. La profundidad de campo

Consideremos ahora otro parámetro de la representación, que juega


igualmente un gran papel en la ilusión de profundidad: la nitidez de la imagen. En
pintura la cuestión es relativamente simple: incluso si un pintor ha de preocuparse
de mantener una cierta ley de perspectiva, cuenta con diversos grados de libertad
en lo que se refiere a la nitidez de la imagen; en particular el flou tiene, sobre todo
en pintura, un valor expresivo que se puede utilizar a discreción. En el cine es muy
diferente. La construcción de la cámara impone una cierta correlación entre
diversos parámetros (la cantidad de luz que entra en el objetivo, la distancia focal,
entre otras)[1] y el mayor o menor grado de nitidez de la imagen.
De hecho, estas notas se pueden contradecir doblemente:
— en primer lugar, porque los pintores del Renacimiento intentaron
codificar la relación entre la nitidez de la imagen y la proximidad del objeto
representado. Véase especialmente el concepto de «perspectiva atmosférica» en
Leonardo da Vinci, que le lleva a tratar la lejanía como ligeramente confusa,
— en segundo lugar porque, a la inversa, muchas películas utilizan lo que se
denomina a veces «flou artístico», que es una pérdida voluntaria del enfoque en
todo o en parte del cuadro, con unos fines expresivos.
Aparte de estos casos especiales, la imagen fílmica es nítida en una parte del
campo, y para caracterizar la extensión de esta zona de nitidez se define lo que se
llama la profundidad de campo. Se trata de una característica técnica de la imagen —
que se puede modificar haciendo variar la focal del objetivo (la profundidad de
campo es más grande cuando la focal es más corta) o la abertura del diafragma (la
profundidad de campo es más grande cuando el diafragma está menos abierto)—
y que se define como la profundidad de la zona de nitidez.
Este concepto y esta definición surgen de un hecho que se deriva de la
construcción de los objetivos, y que todo fotógrafo aficionado ha experimentado:
en una «puesta a punto», es decir en una posición determinada por el anillo de
distancias del objetivo, se obtendrá una imagen muy nítida de los objetos situados
a una cierta distancia del objetivo (la distancia que se lee en el anillo); los objetos
situados algo más lejos o más cerca tendrán una imagen menos nítida y cuanto
más se alejen hacia el «infinito», o por el contrario, cuanto más se acerquen al
objetivo, más nitidez perderá la imagen. Lo que se define como profundidad de
campo es la distancia, medida según el eje del objetivo, entre el punto más cercano
y el más alejado que permite una imagen nítida (para un ajuste determinado).
Destaquemos que esto supone una definición convencional de la nitidez; en el
formato 35 mm se considera como nítida la imagen de un punto objeto (de
dimensión infinitamente pequeña) cuando el diámetro de esta imagen es inferior a
1/30 mm.
Lo importante aquí es, sin duda, el papel estético y expresivo que juega este
dato técnico. En efecto, la profundidad de campo que acabamos de definir, no es la
profundidad del campo: ésta, fenómeno que intentamos abarcar en este capítulo, es
una consecuencia de diversas condiciones de la imagen fílmica, entre otras, del uso
de la profundidad de campo. La profundidad de campo (P.D.C). es un importante
medio auxiliar de la institución del artificio de profundidad: si es grande, el
escalonamiento de los objetos sobre el eje vistos nítidamente vendrá a reforzar la
percepción del efecto perspectivo; si es pequeña, sus mismos límites manifestarán
la «profundidad» de la imagen (personaje que se vuelve nítido al «acercarse» a
nosotros, etcétera).
Además de esta función fundamental de acentuación del efecto de
profundidad, la P.D.C. se aprovecha a menudo por sus virtudes expresivas. En
Ciudadano Kane, de Orson Welles (1940), el uso sistemático de lentes de focal corta
produce un espacio muy «profundo», como vaciado, en el que todo se ofrece a la
percepción en imágenes violentamente organizadas. Por el contrario, en los
westerns de Sergio Leone se usan abundantemente lentes de largo focal, que
«aplanan» la perspectiva y privilegian un solo objeto o personaje puesto en
evidencia por el fondo borroso en el que está enmarcado.
Si la P.D.C. en sí misma es un factor permanente de la imagen fílmica, la
utilización que se ha hecho de ella ha variado enormemente en el curso de la
historia del cine. El cine primitivo, el de los hermanos Lumière por ejemplo, tenía
una gran P.D.C., consecuencia técnica de la luminosidad de los primeros objetivos
y de la elección de temas en exteriores muy iluminados; desde un punto de vista
estético, esta nitidez casi uniforme de la imagen, sea cual fuere la distancia del
objetivo, no es indiferente y contribuye a acercar estas primeras películas a sus
ancestros pictóricos (véase la famosa boutade de Jean-Luc Godard, según la cual
Lumière era un pintor).
Pero la evolución ulterior del cine complicó las cosas. Durante el período del
fin del mudo y principios del sonoro, la P.D.C. «desapareció» de las pantallas; las
razones, complejas y múltiples, se produjeron por los cambios violentos en el
conjunto de los aparatos técnicos, impulsados por las transformaciones en las
condiciones de credibilidad de la representación fílmica; esta credibilidad, como ha
demostrado Jean-Louis Comolli, se vio transferida a las formas de la narración, al
verosímil psicológico, a la continuidad espacio-temporal de la escena clásica.
Por esto, la utilización masiva y ostensible en ciertas películas de la década
de 1940 (empezando por Ciudadano Kane), de una gran P.D.C., se tomó como un
verdadero (re)descubrimiento. Esta reaparición (acompañada, también, de cambios
técnicos) es históricamente importante como signo de la reapropiación de un
medio expresivo esencial y un poco «olvidado» por parte del cine, pero también
porque estos filmes y el uso, esta vez muy consciente, de la filmación en
profundidad, han dado lugar a la elaboración de un discurso teórico sobre la
estética del realismo (Bazin) del que ya hemos hablado y del que volveremos a
hablar.
Ciudadano Kane, de Orson Welles (1940)

La dama de Shanghai, de Orson Welles (1948)

Pero ¿quien mató a Harry?, de Alfred Hitchcock (1955).

Tout va bien, de Jean-Luc Godard y Jean Pierre Gorin (1972).

3. El concepto de «plano»

Al considerar hasta aquí la imagen en términos de «espacio» (superficie del


cuadro, profundidad ficticia del campo), la hemos tratado un poco como una
pintura o una fotografía; en todo caso como una imagen única fija, independiente
del tiempo. Y no es así como se muestra al espectador de cine, para quien:
— no es única: sobre la película, un fotograma está siempre colocado en
medio de otros innumerables fotogramas;
— no es independiente del tiempo: tal como la percibimos sobre la pantalla,
la imagen del filme, producida por un encadenado muy rápido de fotogramas
sucesivamente proyectados, se define por una cierta duración —ligada a la
velocidad de proyección de la película— la cual se ha normalizado desde hace
tiempo;[2]
— finalmente, está en movimiento: movimientos internos al cuadro, que
inducen a la aprehensión del movimiento en el campo (personajes, por ejemplo),
pero también movimientos del cuadro en relación al campo o, si se considera el
momento de la producción, movimientos de la cámara.
Se distinguen clásicamente dos grandes familias de movimientos de cámara:
el travelling es un desplazamiento de la base de la cámara en el que el eje de la
toma de vistas permanece paralelo en una misma dirección; la panorámica, al
contrario, es un giro de la cámara, horizontalmente, verticalmente o en cualquier
otra dirección, mientras que la base queda fija. Existen, naturalmente, toda clase de
combinaciones de estos dos movimientos: se habla entonces de «plano-
travellings». Recientemente se ha introducido el uso del zoom, u objetivo de focal
variable. En un emplazamiento de la cámara, un objetivo con focal corta da un
campo amplio (y profundo); el paso continuado a una focal más larga, cerrando el
campo, lo «aumenta» en relación al cuadro, y da la impresión de que nos
acercamos al objeto filmado: de ahí el nombre de «travelling óptico» que a veces se
da al zoom (digamos que al mismo tiempo que se produce esta ampliación se
produce una disminución de la profundidad de campo).
Todo este conjunto de condiciones: dimensiones, cuadro, punto de vista,
pero también movimiento, duración, ritmo, relación con otras imágenes, es lo que
forma la idea más amplia de «plano». Se trata también, una vez más, de un término
que pertenece plenamente al vocabulario técnico, y que es de uso corriente en la
práctica de la fabricación (y de la simple visión) de filmes.
Durante el rodaje, se utiliza como equivalente aproximativo de «cuadro»,
«campo», «toma»: designa a la vez un cierto punto de vista sobre el acontecimiento
(encuadre) y una cierta duración.
Durante el montaje, la definición de plano es más precisa: se convierte en la
verdadera unidad del montaje, el fragmento de película mínima que, ensamblada
con otros fragmentos, producirá el filme.
Generalmente, este segundo sentido domina sobre el primero. Lo más
normal es definir el plano implícitamente (y de forma casi tautológica) como «todo
fragmento de filme comprendido entre dos cambios de plano»; y por extensión, en
el rodaje el «plano» designa el fragmento de película que corre de forma
ininterrumpida en la cámara, entre la puesta en marcha del motor y su detención.
El plano, tal como aparece en el filme montado es, pues, una parte del que se
ha impresionado por la cámara durante el rodaje; prácticamente una de las
operaciones más importantes del montaje consiste en separar los planos rodados,
librándolos por una parle de una serie de apéndices técnicos (claqueta, etc)., y por
otra de todos los elementos registrados pero que se consideran inútiles en el
conjunto definitivo.

En esta escena de La règle du jeu, de Jean Renoir (1939), la cámara se acerca


cada vez más a los personajes; se pasa de un plano de conjunto a un plano
«americano», después a un plano medio y finalmente a un primer plano.
Aunque se trata de una palabra muy utilizada y muy cómoda en la
producción efectiva de películas, es importante subrayar en cambio, que en una
aproximación teórica del filme es una idea muy delicada de manejar, precisamente
en razón de su origen empírico. En estética del cine, el término plano se utiliza al
menos en tres tipos de contexto:
a. En términos de tamaño: se definen clásicamente diferentes «tallas» de
planos, generalmente en relación con los diversos encuadres posibles de un
personaje. Esta es la lista más comúnmente admitida: plano general, plano de
conjunto, plano medio, plano americano, primer plano, gran primer plano. Esta
cuestión de la «amplitud de plano» encierra en realidad dos problemáticas
diferentes:
— en primer lugar una cuestión de encuadre, que no es en esencia diferente
de los otros problemas ligados al cuadro, y que pone de manifiesto más
ampliamente la institución de un punto de vista de la cámara sobre el
acontecimiento representado;
— por otro lado un problema teórico-ideológico más general, dado que esta
amplitud está determinada en relación al modelo humano. Se puede ver en ello un
eco de las investigaciones del Renacimiento sobre las proporciones del cuerpo del
hombre y las reglas de su representación. Más concretamente, esta referencia
implícita del «tamaño» del plano al modelo humano, funciona siempre, más o
menos, como reducción de toda figuración a la de un personaje: esto es
particularmente claro en el caso del primer plano, casi siempre utilizado (al menos
en el cine clásico) para mostrar rostros, es decir, para borrar lo que un punto de
vista «en primerísimo plano» puede tener de inhabitual, excesivo o turbador.
b. En términos de movilidad: el paradigma estaría aquí compuesto del «plano
fijo» (cámara inmóvil durante todo un plano) y los diversos tipos de «movimientos
de aparato», incluido el zoom: problema exactamente correlativo del precedente,
que participa por igual de la institución de un punto de vista.
Anotemos, en relación a esto, las interpretaciones que con frecuencia se dan
a los movimientos de cámara: la panorámica sería el equivalente del ojo girando en
su órbita, el travelling sería un desplazamiento de la mirada; en cuanto al zoom,
difícilmente traducible en términos de simple posición del supuesto sujeto que
mira, se ha tratado de traducirlo como «focalización» de la atención de un
personaje. Estas interpretaciones a veces exactas (sobre todo en el caso de lo que se
llama «plano subjetivo», es decir, un plano visto «por los ojos de un personaje»), no
tienen ninguna validez general; todo lo más ponen de manifiesto la propensión de
cualquier reflexión sobre el cine a asimilar la cámara al ojo. Volveremos a ello
cuando tratemos la cuestión de la identificación.
c. En términos de duración: la definición del plano como «unidad de montaje»
implica, en efecto, que sean igualmente considerados como planos fragmentos
muy breves (del orden de un segundo o menos) y fragmentos muy largos (varios
minutos); a pesar de que la duración sea, según la definición empírica de plano, su
rasgo principal, los problemas más complejos que plantea el término surgen de ahí.
El problema más estudiado es el que se relaciona con la aparición y el uso de la
expresión «plano-secuencia», por la que se designa un plano suficientemente largo
para contener el equivalente de varios acontecimientos (es decir, un
encadenamiento, una serie de diversos acontecimientos distintos). Algunos autores,
particularmente Jean Mitry y Christian Metz, han mostrado claramente que este
«plano» era el equivalente de una suma de fragmentos muy cortos —y más o
menos fácilmente delimitables (volveremos a ello en el capítulo siguiente al hablar
del montaje)—. Así, el plano-secuencia, si bien es formalmente un plano (está
delimitado, como todo plano, por dos «cortes»), no será considerado en muchos
casos como intercambiable con una secuencia. Naturalmente, todo depende de lo
que se busque en el filme: si intentamos simplemente delimitar y numerar los
planos, si queremos analizar el desarrollo de la narración o, en cambio, queremos
examinar el montaje, el plano-secuencia se tratará de forma diferente.
Por todas estas razones —ambigüedad en el sentido mismo de la palabra,
dificultades teóricas ligadas a todo desglose de un filme en unidades más
pequeñas— la voz «plano» debe emplearse con precaución y evitarla siempre que
sea posible. Como mínimo, se debe ser consciente al emplearla de lo que abarca y
de lo que oculta.
El plano secuencia final de Muriel, de Alain Resnais (1963). La cámara sigue
al personaje que explora el apartamento vacío:
4. El cine, representación sonora

Entre las características a las que el cine, en su forma actual, nos tiene
acostumbrados, la reproducción del sonido es sin duda una de las que parecen más
«naturales» y, quizá por esta razón, la teoría y la estética se han preocupado
relativamente poco de ella. Sin embargo, se sabe que el sonido no es un hecho
«natural» de la representación cinematográfica y que el papel y la concepción de lo
que se llama la «banda sonora» ha variado, y varía aún enormemente según los
filmes. Dos determinaciones esenciales, muy interrelacionadas, regulan esas
variaciones:
4.1. Los factores económico-técnicos y su historia

Sabemos que el cine existió en primer lugar sin que la banda-imagen


estuviera acompañada de un sonido registrado. El único sonido que a veces
acompañaba una proyección era la música tocada por un pianista, un violinista o
una pequeña orquesta.[3]
La aparición del cinematógrafo en 1895 como dispositivo desprovisto de
sonido sincrónico, pero también el que hubiera que esperar más de treinta años
hasta el primer filme sonoro (cuando desde 1911-1912 los problemas técnicos
estaban resueltos en lo esencial), se explican en buena medida en función de las
leyes del mercado: si los hermanos Lumière comercializaron tan de prisa su
invento, fue para adelantarse a Thomas Edison, inventor del Kinetoscopio, que no
quería explotarlo sin haber resuelto la cuestión del sonido. De todos modos, a
partir de 1912 el retraso comercial en la explotación de la técnica del sonido se
produce, en buena parte, por la inercia bien conocida de un sistema que tiene
interés en utilizar el máximo de tiempo posible las técnicas y los materiales
existentes sin inversiones nuevas.
La aparición de los primeros filmes sonoros sólo se explica por
determinantes económicas (en particular, la necesidad de un efecto de
«relanzamiento» comercial del cine, en el momento en que la gran crisis de la
preguerra amenazaba con alejar al público).
La historia de la aparición del cine sonoro es bastante conocida (incluso ha
originado algunas películas, entre las que destaca la célebre Cantando bajo la lluvia,
de Stanley Donen y Gene Kelly, 1952); de un día a otro, el sonido se convirtió en
elemento irreemplazable de la representación fílmica. En realidad, la evolución de
la técnica no se detuvo en el «salto» que representó el sonido; esquemáticamente,
se puede decir que, desde sus orígenes, la técnica avanzó en dos direcciones. De
entrada buscando un aligeramiento del equipo de registro del sonido: las primeras
instalaciones necesitaban un material muy pesado que se transportaba en unos
«camiones de sonido» especialmente concebidos para ello (en los rodajes en
exteriores); en este sentido, el hecho más señalado ha sido la invención de la banda
magnética. Por otro lado, la aparición y el perfeccionamiento de las técnicas de
post-sincronización y de mezcla, es decir, a grosso modo, la posibilidad de reemplazar el
sonido registrado en directo, en el momento del rodaje, por otro sonido que se
juzga «mejor adaptado», y agregar a éste otras fuentes sonoras (ruidos
suplementarios, músicas, …). Existe actualmente una gama de técnicas sonoras que
van de la más compleja (banda de sonido post-sincronizada con añadidos de
ruidos, música, efectos especiales, etcétera) a la más ligera (sonido sincronizado en
el momento mismo del rodaje —lo que se llama a veces «sonido directo»—; esta
última técnica conoció un espectacular renacer hacia finales de la década de 1960
gracias a la invención de materiales portátiles y cámaras muy silenciosas).
4.2. Los factores estéticos e ideológicos

Esta determinación, que parece más esencial a nuestros planteamientos, es


en realidad inseparable de la precedente. Simplificando mucho y con riesgo de
caricaturizar un poco las posiciones de unos y otros, se puede decir que ha habido,
desde siempre, dos posiciones respecto a la representación fílmica, dos grandes
actitudes encarnadas en dos tipos de cineastas: André Bazin les ha caracterizado en
un célebre texto («L’évolution du langage cinématographique») como «los que
creen en la imagen» y «los que creen en la realidad», dicho de otra manera, los que
hacen de la representación un fin (artístico, expresivo) en sí mismo, y los que la
subordinan a la restitución lo más fiel posible de una supuesta verdad, o de una
esencia, de lo real.
Las implicaciones de estas dos posiciones son múltiples (volveremos a tratar
sobre el montaje y la idea de «transparencia»); respecto a la representación sonora,
esta oposición se ha traducido rápidamente en diversas formas de exigencia hacia
el sonido. Por tanto, podemos decir, sin forzar demasiado las cosas, que, al menos
durante la década de 1920, existían dos tipos de cine sin palabras:
— un cine auténticamente mudo (es decir, literalmente privado de la palabra)
al que, por tanto, le faltaba la palabra y que reclamaba la invención de una técnica de
reproducción sonora que fuera fiel, veraz, adecuada a una reproducción visual
supuestamente análoga a la realidad (a pesar de sus defectos, en especial la falta de
color);
— un cine que, por el contrario, asumía y buscaba su especificidad en el
«lenguaje de las imágenes» y la expresividad máxima de los medios visuales; fue el
caso, se puede decir que sin excepción, de todas las grandes «escuelas» de la
década de 1920 (la «primera vanguardia» francesa, los cineastas soviéticos, la
escuela «expresionista» alemana…) para las que el cine debía intentar desarrollar
al máximo el sentido del «lenguaje universal» de las imágenes, cuando no
postulaban la utopía «cine-lengua», que flota como un fantasma en tantos escritos
de la época (véase más adelante, capítulo 4).
A menudo se ha señalado que el cine sin palabras, cuyos medios expresivos
estaban provistos de un cierto coeficiente de irrealidad (sin sonido, sin color)
favorecía de alguna manera la irrealidad de la narración y de la representación. En
efecto, la época del apogeo del «mudo» (década de 1920) vio, por un lado, culminar
el trabajo sobre la composición espacial, el cuadro (la utilización del iris, de las
reservas, etc), y más generalmente el trabajo sobre la materialidad no figurativa de
la imagen (sobreimpresiones, ángulos de toma «trabajados»…), y por otra parte,
desarrolló una gran atención en los argumentos de los filmes hacia el sueño, lo
fantástico, lo imaginario, y también hacia una dimensión «cósmica» (Barthélémy
Amengual) de los hombres y sus destinos.
Por tanto, no sorprende que la llegada del «sonoro» haya generado, a partir
de estas dos actitudes, dos respuestas radicalmente diferentes. Para unos, el cine
sonoro, más que hablado, se recibió como la culminación de una verdadera
«vocación» del lenguaje cinematográfico, vocación que hasta entonces había estado
«suspendida» por falta de medios técnicos. En su actitud límite, se llegó a
considerar que el cine empezaba en realidad con el sonoro, y que debía intentar
abolir al máximo posible todo lo que le separara de un reflejo perfecto del mundo
real: esta posición fue formulada por críticos y teóricos, entre los que destacan (por
ser los más coherentes hasta en sus excesos) André Bazin y sus epígonos (década
de 1950).
Para otros, por el contrario, el sonido se recibió como un auténtico
instrumento de degeneración del cine, como una incitación a hacer justamente del
cine una copia, un doble de la realidad a expensas del trabajo sobre la imagen o
sobre el gesto. Esta posición se adoptó —a veces de forma en exceso negativa— por
muchos directores, algunos de los cuales tardaron mucho en aceptar la presencia
del sonido en sus filmes.
A finales de la década de 1920 florecieron los manifiestos sobre el cine
sonoro, como el que co-firmaron, en 1928, Alexandrov, Eisenstein y Pudovkin, en
el que insistían en la no coincidencia del sonido y de la imagen como exigencia
mínima para un cine sonoro que no estuviera sometido al teatro.
Por su parte, Charlie Chaplin rechazó con vehemencia aceptar un cine
hablado que atacaba «a las tradiciones de la pantomima, que hemos conseguido
imponer con tanto trabajo en la pantalla, y sobre las que el arte cinematográfico
debe ser juzgado». De forma menos negativa se pueden citar las reacciones de Jean
Epstein o Marcel Carné (entonces periodista), al aceptar como un progreso la
aparición del sonido, pero insistiendo en la necesidad de devolver a la cámara, lo
más rápidamente posible, su movimiento perdido.
Actualmente, y a pesar de todos los matices que se podrían agregar a este
juicio, parece que la primera concepción, la de un sonido fílmico que se orienta en
la dirección de reforzar y acrecentar los efectos de lo real, se ha impuesto y el
sonido, a menudo, se considera como un simple apoyo de la analogía escénica
ofrecida por los elementos visuales.
De todos modos, desde un punto de vista teórico no hay ninguna razón para
que sea así. La representación sonora y la visual no son en absoluto de la misma
naturaleza. Esta diferencia, que proviene lógicamente de las características de
nuestros órganos de sentido correspondientes, oído y vista, se traduce en un
comportamiento muy diferente en relación al espacio. Si la imagen fílmica es, como
hemos comprobado, capaz de evocar un espacio parecido al real, el sonido está casi
totalmente desprovisto de esta dimensión espacial. Por tanto, ninguna definición
de «campo sonoro» podría igualarse a la de campo visual, aunque no fuera más
que en razón de la dificultad de imaginar lo que podría ser un fuera-campo sonoro
(es decir, un sonido no perceptible, pero sugerido por los sonidos percibidos: lo
cual no tiene sentido).
Todo el trabajo del cine clásico y de sus sub-productos, hoy dominantes, ha
tendido a espacializar los elementos sonoros, ofreciéndoles una correspondencia en
la imagen y, por tanto, a asegurar entre imagen y sonido una relación bi-unívoca,
podríamos decir «redundante». Esta espacialización del sonido, que va paralela a
su diegetización, no deja de ser paradójica si pensamos que el sonido fílmico, al salir
de un altavoz generalmente escondido y a veces múltiple, está, de hecho, poco
fijado en el espacio real de la sala de proyección (está «flotando», sin una fuente de
origen bien definida).
Desde hace algunos años se asiste a un renacer del interés por formas de
cine en las que el sonido no estaría ya, o por lo menos no siempre, sometido a la
imagen, sino que sería tratado como un elemento expresivo autónomo del filme,
pudiendo situarse en diversos tipos de combinación con la imagen.
Un ejemplo sorprendente de esta tendencia es el trabajo sistemático
realizado por Michel Fano para los filmes de Alain Robbe-Grillet; así, en L’Homme
qui ment (1968), durante los créditos oímos ruidos diversos (chapoteo de agua,
roces de maderas, ruidos de pasos, explosiones de granadas, etcétera) que recibirán
su justificación más tarde en la película, mientras que otros sonidos (redoble de
tambor, silbidos, chasquidos de látigo, etcétera) no recibirán ninguna.
En otra dirección, citemos entre los directores que conceden una gran
importancia al sonido directo a Daniéle Huillet y Jean Marie Straub, que integran
los «ruidos» en sus adaptaciones de una pieza de Corneille (Othon, 1969) o de una
ópera de Schönberg (Moses und Aron, 1975), o los filmes de Jacques Rivette (La
religiosa, 1965; L’amour fou, 1968), de Maurice Pialat (Passe ton bac d’abord, 1979;
Loulou, 1980), de Manuel de Oliveira (Amor de perdiçao, 1978).
Paralelamente, los teóricos del cine han empezado por fin a preocuparse más
de modo sistemático sobre el sonido fílmico, o más exactamente sobre las
relaciones entre sonido e imagen. Hoy estamos en una fase poco formalizada, en la
que el trabajo teórico consiste en esencia en clasificar los diferentes tipos de
combinación audio-visual según los criterios más lógicos y generales posible, y en
la perspectiva de una futura formalización.
Así, la tradicional distinción entre sonido in y sonido off —que durante
mucho tiempo fue la única manera de distinguir las fuentes sonoras en relación
con el espacio del campo y que simplemente se calcaba de la oposición
campo/fuera-campo de forma insuficiente— está en vías de ser reemplazada por
análisis más ajustados, obtenidos a priori del cine clásico. Numerosos
investigadores se han preocupado de esta cuestión, pero aún es pronto para
proponer la mínima síntesis de estos estudios, todos diferentes y aún poco
trabajados. Como mucho, podemos señalar que las diversas clasificaciones
propuestas aquí y allí, y a las que nos remitimos, nos parecen tropezar (a pesar de
su interés real por eliminar de una vez la visión simplista in/off) con una cuestión
central, la de la fuente sonora y la de la representación de la emisión del sonido. Sea cual
fuere la tipología propuesta, supone siempre que se sabe reconocer un sonido
«cuyo origen está en la imagen», lo que, por muy ajustada que sea la clasificación,
desplaza, sin resolverlo, el tema de la fijación espacial del sonido fílmico. Por ello, la
cuestión del sonido fílmico y del sonido en su relación con la imagen y la diégesis
es aún una cuestión teórica a la orden del día.
Lecturas sugeridas

1. La analogía figurativa

ECO, U.
1970 «Sémiologie des messages visuels», en Communications, n.o 15, París
(trad. cast. «Semiología de los mensajes visuales», en Ed. Tiempo Contemporáneo,
Análisis de las imágenes, Buenos Aires, 1972).
GAUTHIER, G.
1982 Vingt leçons sur l’image et le sens, París, Edilig.
METZ, C.
1970 «Au delà de l’analogie, l’image», en Communications, n.o 15, París
(editado en Análisis de las imágenes, Ed. Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires,
1972).
2. El efecto de profundidad

ARNHEIM, R.
1957 Film as Art, cap. «Film and Reality», Berkeley-Los Ángeles, págs. 8-34, o
mejor el texto alemán original, Film als Kunst, reeditado en 1979 (trad. cast. El cine
como arte, Buenos Aires, Ed. Infinito, 1971).
GOMBRICH, E. H.
1971 L’art et l’illusion, París (traducción castellana en Gustavo Gili, Arte e
ilusión, Barcelona, 1982).
MÜNSTERBERG, H.
1916 The Film, A Psychological Study, reedición Nueva York, 1970, págs. 18-30.
SOURIAU, E. y otros.
1953 L’univers filmique, París.
3. La perspectiva y la profundidad de campo

BAZIN, A.
1970 Orson Welles, París, págs. 53-72 (traducción castellana en Fernando
Torres, Editor, Orson Welles, Valencia, 1973).
COMOLLI, J.-L.
1971 «Technique et idéologie» en Cahiers du cinéma, números 229 y 230, París.
FLOCON, A. y TATON, R.
1963 La perspective, París (3.a edición, 1978).
FRANCASTEL, P.
1950 Peinture et société, París (traducción castellana en Cátedra, Pintura y
sociedad, Madrid, 1984).
PANOFSKY, E.
1975 La perspective comme «forme symbolique» (traducción castellana en
Tusquets Editores, La perspectiva como «forma simbólica», Barcelona, 1978, 2.a
edición).
4. El «fuera-campo» y el «fuera-cuadro»

BAZIN, A.
1975 «L’évolution du langage cinématographique», en Qu’est-ce que le
cinéma?, Ed. du Cerf, París (traducción castellana en Ediciones Rialp, ¿Qué es el
cine?, Madrid, 1966).
BONITZER, P.
1976 Le regard et la voix, París.
BURCH, N.
1969 Praxis du cinéma, París, págs. 30-51 (traducción castellana en Editorial
Fundamentos, Praxis del cine, Madrid, 1970).
EISENSTEIN, S. M.
1969 «Hors-cadre», traducción francesa en Cahiers du cinéma, n.o 215, París.
5. El paso del mudo al sonoro

N.o especial de Cahiers de la cinémathèque, n.os 13-14-15, Perpiñán, 1974.


6. Los problemas teóricos del sonido fílmico

AUMONT, J.
1978 «Analyse d’une séquence de La chinoise», en Linguistique et sémiologie,
n. 6, Lyon.
o

AVRON, D.
1973 «Remarques sur le travail du son dans la production
cinématographique standardisée», en Revue d’esthétique, n.o especial.
BURCH, N.
1969 «De l’usage structural du son», en Praxis du cinéma, págs. 132-148
(traducción castellana en Editorial Fundamentos, Praxis del cine, Madrid, 1970).
CHATEAU, D. y JOST, F.
1979 Nouveau cinéma, nouvelle sémiologie, París.
DANEY, S.

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