Historia de La Salvación 1
Historia de La Salvación 1
NDC
«Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por
medio de los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien
constituyó heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo» (Heb 1,1-2). La
historia de la revelación de Dios a los hombres y en el mundo tiene un proceso evolutivo, lento
y progresivo; el credo cristiano no se basa en esquemas abstractos de filosofía sobre la vida,
sino en el hecho de que Dios se ha manifestado en la historia y nos ofrece la salvación. Dios
habla en la creación, Dios habla en las situaciones más diversas de Israel, Dios habla en
Jesucristo, Dios habla por medio de la Iglesia, Dios habla dentro de nuestras vidas.
En efecto, la historia de Dios no es paralela a la historia humana, sino que se hace tangencial a
ella. El espacio y el tiempo, en cuanto coordenadas históricas, han sido en el pasado, son en el
presente y serán en el futuro, momentos de la revelación de Dios (cf DCG 44); momentos donde
Dios se hace tangencial al hombre, manifestándole y ofreciéndole su proyecto de salvación,
esperando de él la respuesta de la fe en obediencia y acogida (cf CCE 144-149). De ello son
testigos cualificados Abrahán en el Antiguo Testamento, María de Nazaret en el Nuevo y
tantos evangelizadores en la Iglesia hoy. La novedad del espacio-tiempo constituye el lugar
teológico para escuchar el designio salvífico de Dios para con el hombre. El cristiano, más aún
el catequista, ha de percibir ese designio en la palabra escrita (Biblia) y en la palabra
acontecida (vida diaria).
Hay en la Sagrada Escritura una especie de vocación general que está definida con palabras
claras y bellas: «Dios quiere que todos los hombres se salven» (ITim 2,3-4). Esa vocación se
presenta siempre como una llamada teñida de resonancias salvadoras, liberadoras, para el
hombre y en el mundo. Así, la revelación del Exodo, la liberación de los madianitas, la pascua
de Jesús o la acción misionera de la Iglesia en pentecostés constituyen un misterio para el
pueblo creyente. Y es que cada vez que Dios manifiesta al hombre sus cualidades, que son la
misericordia y la fidelidad, cada vez que Dios se manifiesta como Dios en medio de la historia
de los oprimidos por cualquier causa y de los hombres que no encuentran sentido a sus vidas,
eso es un misterio (cf DV 2; CCE 39-43).
1. EL MISTERIO DE SALVACIÓN. Así pues, podemos decir que el misterio de salvación entreteje
las páginas de la Biblia, los siglos de la tradición y los documentos del magisterio, a través de
sus múltiples tradiciones, en ellos recogidas, y en su numerosa y rica variedad de géneros
literarios y de autores, cuyo objetivo no es otro que el de manifestar la acción de Dios en la
historia de unos determinados hombres, la intervención en sus vidas. Intervención dirigida
siempre a sacarlos de la situación penosa en que se encuentran; a librarlos de la condición de
esclavitud en que viven como herencia de su misma existencia humana, como consecuencia de
su propia equivocación y malicia a lo largo de la historia; a hacerlos salir de su desesperada
condición de hombres abocados a la muerte y a la ruina total. Esta es la intención primera y
última del Dios que se revela y actúa en Jesucristo, y es el que pone en marcha toda la acción
en la historia.
Esta intención, voluntad y deseo de salvación en relación a los hombres, no es algo recóndito
en el seno misterioso de Dios, no es algo abstracto, etéreo, espiritualista. Es algo concreto,
palpable. Es una intención eficaz, que lanza a la acción, que pone manos a la obra, y que se
realiza no precisamente en la nebulosa de los tiempos, sino en la historia concreta de los
hombres y, actuándose en ella, se hace presente, visible, experimentable: «Lo que existía desde
el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos
contemplado, lo que han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida, pues la vida
se ha manifestado, la hemos visto, damos testimonio de ella... eso que hemos visto y oído, os lo
anunciamos» (Jn 1,1-3).
Así ocurrió con la emigración de los patriarcas, con la salida de los descendientes de Jacob de
Egipto, con la alianza del Sinaí, la peregrinación por el desierto, la entrada en Canaán, la
instauración de la monarquía en David y su posterior destrucción; con la existencia de esos
voceros de Dios que han sido los profetas, con el destierro a Babilonia y su retorno del mismo.
Así aconteció también con el nacimiento de Jesús de Nazaret, su manifestación y aparición por
los caminos de Palestina como pregonero de la llegada del reino de Dios, con su labor de
aliviador de las necesidades de los hombres, con su pasión y muerte bajo Poncio Pilato y con su
resurrección de entre los muertos.
Así es también vivida y vista la experiencia de envío y recepción del Espíritu Santo por parte de
la comunidad de discípulos, con la transformación de los mismos en testigos de Cristo vivo y
resucitado; la del envío de estos testigos hasta los confines de la tierra, guiados por el mismo
Espíritu, para anunciar a los hombres la salvación obrada por Cristo y hacer-los beneficiarios de
la misma incorporándolos a él. Estos hechos y otros semejantes son los que resumen la fe de
Israel y de la Iglesia; en cuanto tales, se hallan concentrados y expresados en las confesiones
de fe o credos formulados una y otra vez y proclamados constantemente en la liturgia.
Las intervenciones salvíficas de Dios en la historia de los hombres tienen su centro y culmen en
Cristo. La salvación, en efecto, se orienta a «recapitular todas las cosas en Cristo», a hacer de
todos los hombres una sola familia, la familia de Dios, haciéndolos «hijos en el Hijo»,
insertándolos íntimamente en él, incorporándolos a él (cf Ef 1,3-10; Col 1,13-20).
Así pues, el hecho de que «el plan de la revelación se realiza por obras y palabras», da origen al
importante concepto teológico de historia de la salvación. La razón profunda de la historia
bíblica radica en el hecho, único entre las religiones del Antiguo Próximo Oriente, de que
el yavismo es una religión histórica. La Iglesia siempre ha afirmado el carácter histórico de su
fe (Jesucristo se encarnó de María Virgen... fue muerto y sepultado... resucitó al tercer día de
entre los muertos...). El Vaticano II restableció en toda su fuerza el realismo funcional y
existencial, histórico y cósmico, de la salvación cristiana tal como la presenta la Biblia.
Las manifestaciones de Dios en la historia comienzan con los progenitores del género humano,
prosiguen con los períodos históricos sucesivos, y alcanzan su culminación en Cristo (cf CCE 54-
67). Dios decidió entrar de un modo nuevo y definitivo en la historia humana al enviar a su Hijo
con un cuerpo semejante al nuestro. La historia de la salvación se encuentra íntimamente
relacionada con el misterio de Cristo (LG 1-2; DV 2; SC 5 y 102; GS 15-27). «Quiso Dios, con su
bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio (sacramento) de su voluntad
(cf Ef 1,9). Por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar
hasta el Padre y participar de la naturaleza divina (cf Ef 2,18; 2Pe 1,1)» (DV 2). Con estas
palabras manifiesta el Concilio la unidad concreta existente entre la revelación y la salvación,
y al mismo tiempo da a conocer el doble objeto de la revelación: por un lado, hacer que
tengamos acceso al Padre y seamos partícipes de su naturaleza divina; y por otro, mostrarnos
el camino que lleva a la felicidad eterna, a la salvación.
El plan divino de la salvación denota y comprende todo cuanto Dios ha dispuesto, ordenado y
hecho para la salvación de la humanidad en el Antiguo y Nuevo Testamento, y su modo de
proceder en este sentido. Dios realizó esta economía de la salvación con hechos que se
tradujeron en obras y en palabras íntimamente conexas entre sí, de manera que las obras que
Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades
que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican el misterio
contenido en ellas (DV 2).
En todas las páginas de la Biblia aparece Dios en contacto con los hombres a los que había
creado (Adán) y escogido (Abrahán, Moisés, profetas, etc.), a los que se revela y a favor de los
cuales interviene (vocación de Abrahán, salida de Egipto, vuelta del exilio...). Así pues, a Dios se
le conoció «por la experiencia histórica de su presencia». Por eso Dios aparecía como el Dios
viviente y actuante. Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se
nos manifiesta por la revelación de Cristo, que es, a un tiempo, mediador y plenitud de toda la
revelación (DV 1-2). En él se cumplieron todas las Escrituras, en él se realizó el designio divino.
Dios fue preparando a través de los siglos el camino del evangelio (cf Heb 1,1). Jesucristo, con
su presencia y manifestación, con sus palabras y obras... lleva a plenitud la revelación, y la
confirma con el testimonio divino: a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las
tinieblas del pecado y de la muerte y para hacernos resucitar a la vida; en definitiva, para
salvarnos.
3. FUNCIÓN DE LA COMUNIDAD CREYENTE. Los hechos aislados no forman una historia, sólo
forman historia si se graban en la memoria de los hombres y se transmiten a las generaciones
venideras. De ahí que únicamente pueda hablarse de historia de la salvación cuando los hechos
salvíficos y su significación de conjunto, conocidos por los hombres como tales, son reconocidos
como significativos para la propia generación y para los que han de venir y que, por esto
mismo, se retransmiten. Sólo se da historia de salvación cuando una comunidad se considera a
sí misma como pueblo de Dios, que evoca a la memoria los hechos salvíficos del pasado para
comprenderse a sí misma y comprender la relación que tiene con Dios, con el fin de recorrer el
camino que la lleva a la salvación prometida. La comunidad que se considera pueblo de Dios,
así como aquellos a los que está confiada la obligación de transmitir la tradición, escogen
aquellos hechos que consideran importantes para la historia de la salvación, y los interpretan
de manera que muestren a los venideros el camino que lleva a la salvación. Esta tradición e
interpretación es susceptible de un progreso histórico si tenemos en cuenta nuestra situación
existencial.
En la historia humana y en la historia de la salvación llegamos hasta los hechos sólo a través de
testimonios y de documentos que siempre dan una interpretación de los hechos. Si queremos
comprender la historia de la salvación, debemos tener confianza en los que fueron testigos de
la misma y en los que nos la transmitieron, considerar atentamente la interpretación que le
dieron y examinar qué nos dice a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, lo que nos ha sido
transmitido.
4. FUNCIÓN DE LOS TRANSMISORES. En los relatos sobre los hechos, los que los transmiten no
solamente exponen su pensamiento y el de la comunidad, sino que en sus palabras manifiesta
Dios su propia obra. Dios se sirve de transmisores o hagiógrafos humanos para dirigirnos, a
través de ellos, su propia palabra; por ejemplo Isaías, Oseas, Juan Bautista, etc. Los que nos
han retransmitido la historia de la salvación hablan no sólo como testigos de la obra de Dios
en la historia, sino también en nombre del Dios que obra en la historia. Las palabras de los
mensajeros bíblicos (profetas, hombres de Dios) y hagiógrafos son profecía, esto es, una
palabra del mismo Dios dirigida a nosotros, que nos coloca en una disyuntiva y exige nuestra
respuesta.
La acción salvífica de Dios en el pasado y el hecho salvífico de la Iglesia, que durará hasta el
segundo advenimiento de Cristo, dan al hombre la seguridad de que Dios está siempre
dispuesto a dar la salvación sin limitaciones. Lo que Dios ha hecho en la historia del pasado es
una sombra, un tipo de lo que Dios hará. El que fundamentalmente reconoce el plan salvífico y
una economía de salvación como historia de salvación, no podrá rechazar la tipología como
categoría exegética. El concepto de plan salvífico presupone que los acontecimientos salvíficos
posteriores acontecen según un plan preconcebido.
Presupuesto todo lo dicho, podemos describir la historia de la salvación como la historia de los
hechos salvíficos de Dios, en los cuales manifiesta su plan salvador, prometiendo al hombre la
salvación que perdió por el pecado para el tiempo escatológico, a cuya promesa puede el
hombre responder con fe o sin ella. Es la historia que han transmitido los órganos de la
tradición que Dios mismo escogió y que han hablado en su nombre. Es la historia que contiene
los hechos salvíficos del pasado, que por las categorías de promesa-cumplimiento, tipo-
antitipo, enlazan con la salvación que recibirá su culminación con la segunda venida de Cristo.
Aun sin anteponer a la intervención especial de Dios trabas racionalistas, la Biblia nos ofrece
las maravillas de Dios (mirabilia Dei) más bien como realidades que sólo la conciencia creyente
reconoce como tales en los acontecimientos de la historia, y que por lo mismo necesitan de la
interpretación profética. Por otro lado, una observación semejante vale para las palabras, pues
la palabra de Dios se encarna, por vía ordinaria, en los procesos humanos de la reflexión y de la
oración, en la búsqueda apasionada que la conciencia religiosa, de Israel y de la Iglesia,
emprende para captar en su propia existencia las intervenciones de Dios. En este sentido, la
catequesis tiene la gran tarea de educar en la experiencia religiosa.
1. HECHOS Y PALABRAS. El Directorio general para la catequesis afirma que «el carácter
histórico del mensaje cristiano obliga a la catequesis a presentar la historia de la salvación por
medio de una catequesis bíblica que dé a conocer las obras y palabras con las que Dios se ha
revelado a la humanidad» (DGC 108). Revelación-acontecimiento y revelación-palabra
acaecen, por tanto, en el interior de esa compleja experiencia religiosa que lleva a Israel y a la
Iglesia, bajo el impulso del Espíritu, a leer en su historia los signos de la presencia y de la acción
de Dios. La palabra de Dios sólo se realiza a través de una experiencia de Dios, que permite
que el pensamiento humano sea iluminado por Dios y que en las formas humanas del lenguaje
se convierta en vehículo de la revelación. Palabras y acontecimientos tienen sentido en la
conciencia de los hombres que se abren a la llamada personal de Dios y que responden
activamente a ella.
Algunos autores distinguen los tres tiempos, destinándolos a cada una de las personas de la
Trinidad: el tiempo anterior a Cristo constituye el evangelio del Padre; el contemporáneo a
Cristo, el evangelio del Hijo; y el posterior a Cristo, el evangelio del Espíritu Santo. En cada uno
de los tres grandes tiempos históricos hay algunos momentos especialmente
significativos (kairoi) de intervención de Dios. Son de señalar en el Antiguo Testamento: la
creación, el pecado, la promesa, el éxodo, la alianza y el profetismo. La revelación de Dios en
tiempos anteriores a Cristo era progresiva, preparatoria.
En la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, la Palabra eterna..., para que habitara entre
los hombres y les contara la intimidad del Padre (cf Jn 1,1-18). Jesucristo, la Palabra hecha
carne, hombre enviado a los hombres, habla las palabras de Dios y realiza la obra de la
salvación que el Padre le encargó. El, con su presencia y manifestación, con sus palabras y
obras, con signos y milagros y, sobre todo, con su muerte y resurrección y con el envío del
Espíritu de la verdad, lleva a la plenitud toda la revelación. Después de Cristo, en el tiempo de
la Iglesia, los apóstoles transmitieron de palabra, y algunos por escrito, el evangelio que
habían recibido de Jesucristo, y nombraron como sucesores suyos a los obispos, dejándoles su
encargo en el magisterio. Esta tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del
Espíritu Santo y va caminando, a través de los siglos, hacia la plenitud de la verdad, hasta que
llegue la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor (DV 1).
1. EL TIEMPO DE ISRAEL. Se inicia con la creación del mundo por Dios, con la que se prepara el
escenario de la acción y se ponen en escena los personajes de la historia. Con ella se pone en
marcha y comienza a actuar el plan de salvación.
Tiene una primera etapa en su realización. Dios elige a Abrahán y, en él, a su descendencia,
como el ámbito privilegiado de su actuación salvífica. El es «el Dios de Abrahán, el Dios de
Isaac y el Dios de Jacob» (Ex 3,6). Los descendientes de Abrahán experimentan la acción
salvífica de Dios especialmente en la liberación de la esclavitud de Egipto (Ex 12-15) y en la
alianza del Sinaí (Ex 19-20), que constituyen como el acta de nacimiento de Israel como pueblo.
Entonces, miran al pasado y describen su prehistoria de salvación: creación, pecado y promesa.
Después, y a lo largo de trece siglos, este pueblo va siendo testigo de múltiples y continuas
intervenciones de Dios. El se les va haciendo presente en su historia de múltiples maneras, les
habla, los dirige y guía por medio de personas —jueces, reyes y, especialmente, por medio de
sus siervos los profetas–, los va acostumbrando a sus caminos, los va llevando a descubrir y
aceptar sus procedimientos, los va encaminando hacia Cristo. Es el Antiguo Testamento,
la alianza antigua, la etapa de preparación.
2. EL TIEMPO DE JESUCRISTO. «Al llegar la plenitud de los tiempos» (Gál 4,4), la etapa de
preparación deja paso a la de la realización de la salvación, que tiene lugar en Jesucristo, en su
vida y en su muerte-resurrección. Después de haber hablado Dios muchas veces y en diversas
formas, habla a los hombres en su Hijo, que es su Palabra, la última, la perfecta, la definitiva
(cf Heb 1,1-2; Jn 1,1-14). Después de haber realizado salvaciones parciales, pequeñas,
numerosas, deficientes, provisionales, «Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo
la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la condición
de hijos adoptivos. Y como prueba de que sois hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el
Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre! De suerte que ya no eres esclavo, sino hijo; y si
eres hijo, eres también heredero por la gracia de Dios» (Gál 4,4-7; cf Rom 8,14-17). Con él
queda instaurado el reinado de Dios en el mundo, objeto de la promesa y de la esperanza de
Israel desde la época de David (cf Mt 3,2; 4,17; 12,28; Lc 10,9; 17,21; 23,42; Col 1,13). Después
de haber recibido Dios parciales y siempre deficientes glorificaciones por parte de los hombres,
que tienen tendencia a arrebatarle constantemente esa gloria para atribuírsela a sí mismos y a
las obras de sus manos (cf Is 43,23; 29,13; Rom 2-3), Cristo, hecho obediente hasta la muerte y
muerte de cruz, le ofrece reverencia consumada y glorificación perfecta, realizando así también
la salvación de los hombres (cf Flp 2,6-11; Heb 5,5-10; Rom 5,19; Jn 14,13; 17,1-10). Es el
Nuevo Testamento, es la hora del reino de Dios; es la etapa de realización de la salvación.
El sínodo sobre catequesis, convocado por Pablo VI en 1977, buscó una relación más fecunda
entre la palabra de Dios y la vida del hombre, donde se le ofrece la salvación. Las orientaciones
de aquella asamblea sinodal, profundizadas y proyectadas a través de los planes trienales de la
conferencia episcopal, quedaron pergeñadas en el documento La catequesis de la
comunidad (1983).
La historia de la salvación, cuya cumbre está constituida por el misterio pascual de Jesucristo,
ha venido a ocupar su lugar central en la catequesis, donde la revelación de Dios no aparece
como un manojo de verdades abstractas que se enseñan de manera académica con el deber de
aprenderlas, sino que Dios mismo se automanifiesta y se da a los hombres gratuitamente en
Jesucristo para salvarlos. Ya no bastará con transmitir el mensaje del Señor sin más —corriente
kerigmática—, sino que, al hacerlo, hay que tener en cuenta al hombre concreto con su
mentalidad y situación —corriente antropológica—; adaptarse al sujeto al que se dirige el
mensaje y partir de su realidad cotidiana, que es el lugar donde Dios se manifiesta; el hombre,
en su experiencia y cultura, no es objeto, sino sujeto responsable en el diálogo con Dios, y en
esa relación el hombre es libre para aceptar o rechazar la salvación que Dios le ofrece. La
catequesis, interpretando la experiencia humana, deberá ayudar a que resuene la Palabra y, al
escucharla, provoque respuestas de obediencia y acogida en los destinatarios.
Como hemos podido observar a lo largo de nuestra exposición, Dios tiene un estilo propio, un
talante específico para acercarse a los hombres: es la pedagogía divina, centrada en el don, la
historicidad y los signos (cf CC 205-217). Pues bien, la pedagogía catequética, inspirándose en
aquella y utilizando cuantos medios le son propios, tiende a despertar el sentido de la
trascendencia, de la gratuidad y de la confianza, a posibilitar el encuentro con Dios y a
desplegarlo en el tiempo, consolidándolo. No podemos olvidar que los hombres y mujeres de
hoy somos agentes y pacientes de la historia de la salvación. En este sentido, la catequesis
busca acercar y acompañar a los niños, jóvenes y adultos al encuentro de Dios, que se revela en
la historia —en la suya propia y en el mundo—; asimismo se esfuerza en cuidar sus oídos en
orden a que el mensaje salvífico resuene en el corazón del oyente para convertirlo en creyente
y transformarlo en agente.
Y así, con ayuda del método inductivo, que «es conforme a la economía de la revelación», la
catequesis puede presentar los hechos (acontecimientos bíblicos, actos litúrgicos, la vida de la
Iglesia y de la vida cristiana), considerándolos y encaminándolos atentamente, a fin de
descubrir en ellos el significado que pueden tener en el misterio de la salvación revelado en
Jesucristo (DCG 72). En este sentido, y teniendo presentes las distintas edades de los
catequizandos, ofrecemos algunas indicaciones metodológicas:
b. En la preadolescencia, se buscará relacionar a los hombres bíblicos con los hechos más
importantes de la revelación divina y, mediante la pedagogía del héroe, descubrir, en
los hechos y palabras, las actitudes de esos hombres ante Dios, ante sí mismos y ante
los demás; por ejemplo: la obediencia de Abrahán, la fidelidad de los profetas, etc.
En cada una de las edades es muy importante la figura del catequista, pues en la línea de los
testigos, el catequista ha de sentir la historia de la salvación, viviéndola desde dentro y
contagiándola por fuera, haciendo suyas aquellas palabras de Juan a sus destinatarios: «Lo
que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos,
lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la
vida..., eso que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros... y
vuestra alegría sea completa» (Jn 1,1-4).
Conclusión
Así pues, confesamos que, después de todo lo expuesto, entendemos la historia de salvación
como la historia de amor que el Padre ha hecho, hace y hará con la humanidad y en el mundo
entero. Esa historia está entretejida con hechos y palabras; en ella, los hechos hablan y las
palabras hacen. Pero en realidad sólo hay un hecho y una palabra, sólo hay una historia, la
del Padre que se revela plenamente en «Jesucristo, salvador del mundo, ayer, hoy y siempre»
(cf Heb 13,8). Con él ha llegado el reino de Dios que, en palabras sencillas, significa: «todos
vosotros sois hermanos porque tenéis un solo Padre; amaos unos a otros más, mejor y de otra
manera». A esta tarea está convocada la Iglesia que, a través de la catequesis, anuncia y
trabaja para que el misterio del Reino, iniciado ya por Cristo, pero todavía no consumado,
llegue a su plenitud y «todos los hombres se salven» (1Tim 2-4).