Cuentos de Un Sonador, y Otras Fantasias
Cuentos de Un Sonador, y Otras Fantasias
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Lord Dunsany
ePub r1.0
orhi 08.06.2021
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Título original: Cuentos de un soñador, y otras fantasías
Lord Dunsany, 1905
Traducción: Juan Antonio Molina Foix & Francisco Torres Oliver
Editor digital: orhi
ePub base r2.1
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PRESENTACIÓN
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viven en el bosque, a los que más vale no robar; de la Ciudad de Nunca Jamás, y los
ojos que vigilan en los Abismos Inferiores; y de similares criaturas de las tinieblas. A
Dreamer’s Tales habla del misterio que arrojó al desierto a todos los hombres de
Bethmoora; de la enorme puerta de Perdóndaris, que fue tallada de una sola pieza de
marfil; y del viaje del bueno de Bill, cuyo capitán maldijo a la tripulación e hizo
escala en unas islas de aspecto peligroso recién salidas del mar, con chozas bajas de
techo de paja que tenían horribles ventanas oscuras.
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Pero ninguna descripción puede transmitir más que una ínfima parte del encanto
omnipresente de Lord Dunsany. Sus ciudades prismáticas y sus ritos inauditos están
trazados con una firmeza que sólo la maestría puede suscitar, y nos estremecen
dándonos la sensación de que participamos realmente en sus misterios secretos.
Dunsany es un talismán y una llave que abre a los verdaderamente imaginativos
magníficas reservas de ensueños y recuerdos fragmentarios; hasta el punto de que
podemos considerarlo no solamente un poeta, sino alguien que hace también un poeta
de cada lector.
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LOS DIOSES DE PEGÃNA
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LOS DIOSES DE PEGÃNA
PREFACIO
Hay islas en el Mar Central, cuyas aguas no confina ningún litoral ni surca nave alguna: esa es la
fe de su pueblo.
Antes que los dioses ocupasen el Olimpo, y que Alá fuese Alá, había trabajado
MANA-YOOD-SUSHAI, y se había retirado a descansar.
En Pegãna están Mung, Sish y Kib, y el hacedor de los dioses menores, que es
MANA-YOOD-SUSHAI. Además, creemos en Roon y en Slid.
Y se dice de antiguo que todas las cosas que han existido y existen han sido
hechas por los dioses menores; con la sola excepción de MANA-YOOD-SUSHAI que
hizo a los dioses y descansa desde entonces.
Y nadie puede rezar a MANA-YOOD-SUSHAI, sino sólo a los dioses que él ha
hecho.
Pero al Final, MANA-YOOD-SUSHAI olvidará su descanso, y volverá a hacer
nuevos dioses y otros mundos, y destruirá a los dioses que ha hecho.
Y desaparecerán los dioses y los mundos, y sólo quedará MANA-YOOD-SUSHAI.
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DE SKARL, EL TAÑEDOR DEL TAMBOR
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Y Pegãna estaba sin calor, y sin luz, y sin sonido, salvo el constante batir del
tambor de Skarl; por lo demás, Pegãna ocupaba el Centro de Todas las Cosas, pues
había debajo de Pegãna lo mismo que sobre ella, y delante se extendía lo mismo que
detrás.
Entonces hablaron los dioses —haciendo los signos de los dioses y expresándose
con la mano, no fuese a ruborizarse el silencio de Pegãna—, y se dijeron, hablando
con las manos: «Hagamos mundos para divertirnos mientras MANA descansa.
Hagamos mundos, y Vida y Muerte, y colores en el cielo; pero cuidemos de no
quebrar el silencio que hay sobre Pegãna».
Entonces, alzando la mano cada dios según su signo, hicieron los mundos y los
soles, y encendieron una luz en cada casa del cielo.
A continuación se dijeron los dioses: «Hagamos a uno que busque, que busque y
no encuentre jamás, el porqué de la creación de los dioses».
Y alzando la mano cada cual según su signo, hicieron al Lucífero, de cola
llameante, para que buscase de un extremo al otro de los mundos, y regresase pasados
cien años.
Hombre: cuando veas el cometa, sabe que hay otro que busca, además de ti, que
tampoco encontrará.
Entonces dijeron los dioses, hablando otra vez con las manos: «Haya ahora una
Vigilante que observe».
E hicieron la Luna, con la cara arrugada de montañas y surcada por mil valles,
para que observase con ojos pálidos el juego de los dioses menores, y se encargase de
vigilar el descanso de MANA-YOOD-SUSHAI, de mirar y observar todas las cosas, y
permaneciese en silencio.
Luego se dijeron los dioses: «Hagamos a una que esté quieta. A una que no
busque como el cometa, que no orbite como los mundos, que descanse mientras
MANA descansa».
E hicieron la Estrella Permanente, y la pusieron en el Norte.
Hombre: cuando veas en el Norte la Estrella Permanente, sabe que esa estrella
descansa como MANA-YOOD-SUSHAI, y que en algún lugar entre los Mundos hay
descanso.
Por último se dijeron los dioses: «Hemos hecho mundos y soles, y a uno que
busque y a otra que observe; hagamos ahora a alguien que se pregunte».
Y alzando cada dios la mano según su signo, hicieron la Tierra para que se
preguntase.
Y la Tierra Existió.
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DEL JUEGO DE LOS DIOSES
Un millón de años transcurrió con el primer juego de los dioses. Y aún descansaba
MANA-YOOD-SUSHAI en medio del Tiempo, mientras los dioses jugaban con los
Mundos. La Luna observaba, y el Lucífero buscaba y regresaba de su búsqueda.
Entonces Kib se cansó del primer juego de los dioses; y alzó su mano en Pegãna,
haciendo el signo de Kib, y la Tierra se pobló de animales con que jugar Kib.
Y Kib jugó con los animales.
Pero los otros dioses se dijeron, hablando con la mano: «¿Qué ha hecho Kib?»
Y preguntaron a Kib: «¿Qué son esos seres que se mueven sobre La Tierra,
aunque no en círculo como los Mundos, que mira como la Luna, y sin embargo no
brillan?»
Y Kib dijo: «Son Vida».
Pero los dioses se dijeron: «Si Kib ha hecho animales, con el tiempo hará
Hombres, y pondrá en peligro el secreto de los dioses».
Y Mung tuvo celos de la obra de Kib, y envió a la Muerte entre los animales; pero
no pudo aniquilarlos.
Un millón de años transcurrió con el segundo juego de los dioses, y aún era la
Mitad del Tiempo.
Y Kib se cansó de este segundo juego, y alzó la mano en El Centro de Todas las
Cosas, haciendo el signo de Kib, e hizo a los Hombres; de los animales los hizo, y la
Tierra se pobló de Hombres.
Entonces los dioses tuvieron gran temor por la suerte que podía correr el Secreto
de los dioses, y extendieron un velo entre el Hombre y lo que ignoraba, para que no
pudiese comprender. Y Mung encontró ocupación entre los Hombres.
Pero cuando los otros dioses vieron a Kib jugar a su nuevo juego, acudieron a
jugar también. Y seguirán haciéndolo hasta que MANA se levante para amonestarlos,
diciendo: «¿Qué hacéis jugando con los Mundos y los Soles y los Hombres y la Vida
y la Muerte?» Y entonces se avergonzarán de jugar en la hora de la risa de MANA-
YOOD-SUSHAI.
Fue Kib quien primero quebró el Silencio de Pegãna, hablando con la boca como
un hombre.
Y todos los dioses se enojaron con Kib, porque había hablado con la boca. Y ya
no hubo silencio en Pegãna ni en los Mundos.
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Se elevó la voz de los dioses, entonando el cántico de los dioses; y cantaron:
«Nosotros somos los dioses: somos los pequeños juguetes de MANA-YOOD-SUSHAI,
que ha jugado y ha olvidado.
MANA-YOOD-SUSHAI nos ha hecho, y Nosotros hemos hecho los Mundos y los
Soles.
»Y jugamos con los Mundos y los Soles y la Vida y la Muerte, hasta que MANA
se levante para amonestarnos, y nos diga: “¿Qué hacéis jugando con los Mundos y
los Soles?”
»Es muy grave que haya Mundos y Soles; sin embargo, aún es más mortificante
la risa de MANA-YOOD-SUSHAI.
»Y cuando deje, al Final, su descanso, y se ría de nosotros por jugar con los
Mundos y los Soles, nos apresuraremos a esconderlos detrás de nosotros, y no habrá
más Mundos».
ACERCA DE SISH
(DESTRUCTOR DE LAS HORAS)
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A una orden de Sish, las horas corren delante de él cuando hace su camino.
Jamás ha dado Sish un paso atrás, ni se ha demorado; jamás se ha ablandado por
cosas que conoció en otro tiempo, ni volvió otra vez sobre ellas.
Delante de Sish marcha Kib, y detrás va Mung.
Muy agradables son las cosas ante el rostro de Sish; pero detrás de él, todas se
ajan y envejecen.
Y Sish prosigue sin pausa su camino.
Una vez anduvieron los dioses sobre la Tierra como andan los Hombres, y
hablaron con la boca como ellos. Eso fue en Wornath-Mavai. Ahora no andan ya.
Y Wornath-Mavai era un jardín más hermoso que todos los jardines de la Tierra.
Kib se mostraba propicio con él, y Mung no levantaba la mano en su contra, ni
Sish lo asaltaba con sus horas.
Wornath-Mavai está en un valle que mira hacia el sur. Y en las laderas de ese
valle descansó Sish, entre las flores, cuando Sish era joven.
De allí entró Sish en el mundo para destruir las ciudades, y azuzar a sus horas a
fin de que lo atacasen todo, y lo enmoheciesen con el polvo y la herrumbre.
Y el Tiempo, que es el perro de Sish, devoró todas las cosas; y Sish hizo que
creciera la yedra, y propagó la maleza, y la mano de Sish derramó polvo, cubriéndolo
todo solemnemente. Sólo dispensó el valle, donde Sish se había recuperado, cuando
él y el Tiempo eran jóvenes, de los ataques de sus horas.
Allí sujetó a su viejo perro, el Tiempo; y en sus límites detuvo Mung sus pasos.
Aún mira Wornath-Mavai al sur, jardín entre los jardines; aún crecen flores en sus
laderas, como crecían cuando los dioses eran jóvenes; aún revolotean mariposas,
también, en Wornath-Mavai. Pues el espíritu de los dioses es clemente con sus
recuerdos primeros, aunque no lo es con todo lo demás.
Aún mira Wornath-Mavai al sur. Y si alguna vez lo encuentras tú, serás más
afortunado que los dioses, pues ellos ya no están allí.
Una vez, el profeta creyó divisar a lo lejos, más allá de las montañas, un jardín
hermosísimo y florido; pero le salió al paso Sish, lo señaló con la mano, y mandó a su
perro sabueso que lo persiguiese; y desde entonces no ha cesado de correr tras él.
El Tiempo es el perro de los dioses; pero se ha dicho que un día se volverá contra
sus amos, y tratará de matarlos a todos excepto a MANA-YOOD-SUSHAI, cuyos sueños
son los dioses mismos… soñados hace mucho tiempo.
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Slid dijo: «Que nadie rece a Mana-Yood-Sushai; pues, ¿quién está autorizado a turbar a
Mana con quejas mortales, ni a molestarle con las aflicciones de todas las moradas de
la Tierra?
»Que no se haga tampoco sacrificio ninguno a MANA-YOOD-SUSHAI; pues, ¿qué
gloria encontrará él en el sacrificio, ni en los altares que los dioses se han erigido a sí
mismos?
»Reza a los dioses menores, que son dioses de la Acción; pues MANA es el dios
de lo que Está Hecho: el dios de Lo Hecho y del Descanso.
»Reza a los dioses menores, y ten esperanza en ser escuchado. Sin embargo, ¿qué
clemencia pueden tener los dioses menores, cuando son ellos los que han hecho la
Muerte y el Dolor; o cómo van a sujetar a su viejo perro, el Tiempo, por ti?
»Slid es sólo un dios menor. Sin embargo, Slid es Slid: así está escrito y se ha
dicho.
»Reza, pues, a Slid, y no olvides a Slid; tal vez así se acuerde él de enviarte la
Muerte cuando más la necesites».
Y dijeron los Pueblos de la Tierra: «Hay una melodía sobre la Tierra, como de
diez mil arroyos cantando juntos de añoranza por el hogar que dejaron en los
montes».
Y dijo Slid: «Yo soy el Señor de las aguas que corren, y de las que se agitan y
forman espuma, y de las quietas. Yo soy el Señor de todas las aguas del mundo, y de
las que guardan los largos ríos en los montes; pero el alma de Slid está en el Mar. A él
va a parar todo lo que se desliza sobre la Tierra, y el término de todos los ríos es el
Mar».
Y dijo Slid: «Las manos de Slid han jugado con las cataratas, sus pies han hollado
el fondo de los valles, y sus ojos miran desde los lagos de las llanuras; pero el alma
de Slid está en el Mar».
Gran homenaje recibe Slid en las ciudades de los hombres; gratos son los
senderos de los bosques y los caminos de las llanuras, y mucho más los altos valles
entre los montes donde danza; pero a Slid no lo sujetan diques ni fronteras… por ello,
su alma está en el Mar.
Allí puede Slid descansar bajo el sol, y sonreír, con todas las sonrisas de Slid, a
los dioses que están encima de él, y ser un dios más dichoso que los dioses que
gobiernan los Mundos, de cuyas manos salieron la Vida y la Muerte.
Allí puede estar, y sonreír, y deslizarse entre las naves, o gemir y suspirar
alrededor de las islas con gran contento… dueño codicioso de una fortuna más
cuantiosa en perlas y rubíes que la que puedan sumar todas las fábulas.
O puede arrojar sus armas tremendas, cuando se siente exultante, o sacudir su
cabeza poderosa de innumerables brazas de balanceante cabellera, y entonar con voz
tumultuosa los cantos fúnebres de los naufragios, y sentir en todo su ser el peso
aplastante de Slid y el balanceo del mar. Entonces el mar, como una legión venturosa
que en vísperas de la batalla expresa su júbilo aclamando a su jefe, concentra su
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fuerza bajo todos los vientos, y ruge y canta y avanza y arremete ansioso por dominar
todas las cosas… obediente a la voz de mando de Slid, cuya alma está en el Mar.
Hay tranquilidad en el alma de Slid, y calma en el mar; hay también tormentas en
el mar, y desasosiego en el alma de Slid, pues los dioses tienen muchos estados de
ánimo. Slid está en muchos lugares, ya que mora en la alta Pegãna. También anda
Slid a lo largo de los valles, por donde las aguas discurren o se estancan; pero la voz
y el grito de Slid vienen del Mar. Y aquel a quien le llega ese grito debe
necesariamente seguir y seguir, y abandonar todo lo estable, y unirse a Slid para
siempre, y vivir con todos los estados de ánimo de Slid, y no hallar descanso hasta
que Slid llegue al Mar. Con la llamada de Slid delante, y los montes originales detrás,
han marchado cien mil hasta el mar, sobre cuyos huesos llora Slid con la voz del dios
que llora por su pueblo. Incluso los arroyos de las tierras interiores han oído el grito
remoto de Slid, y todos juntos han abandonado prados y arboledas para dirigirse a
donde Slid se recoge, y gozar donde goza Slid, cantando el canto de Slid, igual que se
juntarán al Final todas las Vidas de los Pueblos a los pies de MANA-YOOD-SUSHAI.
Una vez, recorriendo Mung la Tierra y sus ciudades y llanuras, topó con un hombre
que se asustó cuando le dijo: «¡Yo soy Mung!»
Y dijo Mung: «¿Acaso te fueron insoportables los cuarenta millones de años
anteriores a tu venida?»
Y dijo Mung: «¡No menos soportables te van a ser los cuarenta millones de años
por venir!».
Entonces hizo Mung el signo de Mung contra él, y la Vida del Hombre dejó de
estar atada de pies y manos.
Al final del vuelo de la saeta está Mung, así como en las moradas y ciudades de
los Hombres. Mung camina por todos los lugares y en todos los tiempos. Pero casi
siempre prefiere hacerlo en la oscuridad y el silencio, envuelto en las brumas de los
ríos, cuando el viento ha calmado, poco antes de que la noche se cruce con la
madrugada en el camino que hay entre Pegãna y los Mundos.
A veces Mung entra en casa del pobre; también se inclina profundamente ante El
Rey. Entonces hace que las Vidas del pobre y del Rey viajen entre los Mundos.
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Y dijo Mung: «Muchas son las vueltas que tiene el camino que Kib ha asignado a
cada hombre sobre la Tierra. Detrás de una de esas vueltas acecha Mung».
Andaba, un día, un hombre por el camino que Kib había dispuesto para él, cuando
topó súbitamente con Mung. Y cuando Mung dijo: «¡Yo soy Mung!», el hombre
exclamó: «¡Desdichado de mí, que he escogido este camino; pues de haber seguido
cualquier otro, no me habría encontrado con Mung!»
Y Mung dijo: «Si hubieses podido ir por otro camino, entonces el Plan de las
Cosas habría sido otro, y los dioses habrían sido otros dioses. Cuando MANA-YOOD-
SUSHAI deje su descanso y haga nuevos dioses, quizá te envíen Ellos otra vez a los
Mundos; entonces puede que elijas otro camino, y que no te encuentres con Mung».
Seguidamente, Mung hizo el signo de Mung. Y la Vida de aquel hombre, con
todas las penas de ayer, y todos sus viejos sufrimientos y olvidos, fueron… a donde
Mung sabe.
Y prosiguió Mung su tarea de separar la Vida de la carne, y dio con otro hombre
que se sintió desfallecer de angustia al ver la sombra de Mung. Pero Mung le dijo:
«Cuando, al signo de Mung, tu vida se aleje flotando, desaparecerá también tu
sufrimiento, al abandonarlo». Pero el hombre exclamó: «¡Oh, Mung!, espera un poco
y no hagas ahora el signo de Mung contra mí, pues tengo familia en la Tierra en la
que perdurará el dolor, aunque a mí me desaparezca por el signo de Mung».
Y dijo Mung: «Para los dioses, ahora es Ahora. Y antes de que Sish haya
desterrado muchos años, el dolor de tu familia por ti habrá emprendido tu mismo
camino». Y el hombre vio a Mung hacer el signo de Mung ante sus ojos, que no
volvieron a ver.
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Ya no se desasirán las vidas del Pueblo a causa de Mung.
Traed ofrendas a los Sacerdotes, a los Sacerdotes de Mung.
Este es el cántico de los Sacerdotes.
El cántico de los Sacerdotes de Mung.
Este es el cántico de los Sacerdotes.
Y dijo Limpan-Tung: «Los caminos de los dioses son extraños. La flor crece y la flor
se desvanece. Quizá sea esa una sabia disposición de los dioses. El hombre crece
desde su nacimiento, y muere un tiempo después. Quizá sea una medida muy sabia
también.
»Pero los dioses juegan de acuerdo con un extraño plan.
»Enviaré bromas al mundo y un poco de alegría. Y mientras la Muerte se te antoje
lejana como el borde púrpura de las colinas, y la tristeza tan ajena como la lluvia en
los días azules del verano, reza a Limpan-Tung. Pero cuando seas viejo, o vayas a
morir, no reces a Limpan-Tung; porque habrás pasado a formar parte de un plan que
él no comprende.
»Sal a la noche estrellada, y Limpan-Tung danzará contigo como ha danzado
desde que los dioses eran jóvenes; él, dios del júbilo y de los músicos melodiosos. U
ofrécele una broma a Limpan-Tung; pero no le reces cuando te embargue la tristeza;
pues dice de la tristeza: “Quizá es una sabia disposición de los dioses”; pero no la
entiende».
Y dijo Limpan-Tung: «Yo estoy por debajo de los dioses; así pues, reza a los
dioses menores, no a Limpan-Tung.
»Sin embargo, a pesar de que entre Pegãna y la Tierra aletean diez mil millares de
plegarias que agitan sus alas contra el rostro de la Muerte, jamás ha sido sujetada la
mano de La que Golpea, ni han sido retardados los pasos de la Inexorable en favor de
ninguna de ellas.
»¡Pronuncia tu plegaria! Quizá tenga efecto, aunque hayan fracasado esos diez
mil millares.
»Limpan-Tung está por debajo de los dioses, y no comprende».
Y dijo Limpan-Tung: «Para que los hombres de los grandes Mundos no se
aburran de mirar siempre un cielo inmutable, pintaré colores en él. Y lo pintaré dos
veces al día, mientras los días duren. Tan pronto como despierte el día en los hogares
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del alba, pintaré sobre el Azul para que los hombres puedan ver mis colores y se
deleiten en ellos; y antes de que el día se hunda en la noche, volveré a pintar sobre el
Azul, no vayan los hombres a caer en la tristeza».
«Algo es —dijo Limpan-Tung—, incluso para un dios, proporcionar algún placer
a los hombres de los Mundos». Y Limpan-Tung ha jurado que jamás serán iguales los
cuadros que él pinte mientras haya días; y lo ha jurado con el juramento de los dioses
de Pegãna, que ningún dios puede quebrantar, con la mano sobre el hombro de cada
uno de los dioses, y por la luz que hay detrás de los ojos de todos ellos.
Limpan-Tung ha sonsacado a los ríos con engaño una melodía, y ha robado un
himno a los bosques; por él ha gemido el viento en parajes solitarios, y ha entonado el
océano sus cantos fúnebres.
Hay música para Limpan-Tung en el rumor de la yerba que se mueve, en la voz
de las gentes que se quejan, y en los gritos de los que gozan.
En un territorio montañoso del interior jamás hollado, ha tallado en roca los tubos
de su órgano; y allí, cuando sus siervos los vientos acuden de todas partes, ejecuta la
melodía de Limpan-Tung. Pero la música, elevándose en la noche, corre como un río
y serpea por el mundo, y se oye aquí y allá, entre los pueblos de la tierra; y al punto,
todo ser que tiene voz entona el mismo canto a su alma.
Otras veces, caminando en la oscuridad con pasos inaudibles para el hombre, y
bajo una forma invisible a los ojos humanos, Limpan-Tung recorre los mundos; y,
deteniéndose detrás de los músicos, en las ciudades de canción, agita las manos por
encima de ellos; y los músicos se inclinan, ocupados en su menester, mientras se
eleva la voz de la música; y entonces rebosa de melodía y de júbilo esa ciudad de
canción, y nadie ve a Limpan-Tung erguido detrás de los músicos.
Pero envuelto en brumas, hacia el amanecer, cuando los músicos aún duermen a
oscuras, y descansan el júbilo y la melodía, Limpan-Tung regresa a su tierra
montañosa.
DE YOHARNETH-LAHAI
(DIOS DE LOS PEQUEÑOS SUEÑOS Y FANTASÍAS)
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Tanto se afana en mandar sueños a todos, antes que la noche termine, que olvida
quién es el pobre y quién el Rey.
Aquel a quien Yoharneth-Lahai no lleva pequeños sueños y descanso debe
soportar toda la noche las burlas de los dioses en Pegãna con sus risas más sonoras.
A lo largo de la noche, Yoharneth-Lahai difunde la paz por las ciudades, hasta la
hora del alba y de la partida de Yoharneth-Lahai, momento en que los dioses
comienzan a jugar de nuevo con los hombres.
Si son falsos los sueños y fantasías de Yoharneth-Lahai y reales las Cosas que
acontecen en el Día, o falsas las Cosas del Día y ciertos los sueños y fantasías de
Yoharneth-Lahai, es algo que nadie sabe salvo MANA-YOOD-SUSHAI que no ha
hablado.
Roon dijo: «Hay dioses del movimiento y dioses de la inmovilidad; pero yo soy el
dios de la Andadura».
Es por Roon, por quien los Mundos jamás se detienen; pues las lunas y los
mundos y el cometa se mueven por el espíritu de Roon, que dice: «¡Anda! ¡Anda!
¡Anda!»
Roon topó con los Mundos en el mismo amanecer de las Cosas, antes de que
hubiese luz sobre Pegãna; y Roon danzó ante ellos en el Vacío, y no han vuelto a
estar inmóviles desde ese instante. Roon envía todas las aguas al Mar, y todos los ríos
al alma de Slid.
Hace Roon el signo de Roon ante las aguas, y he aquí que estas abandonan las
montañas; y Roon ha hablado al Viento del Norte al oído para que no permanezca
quieto nunca más.
Se han oído los pasos de Roon, al anochecer, alrededor de las casas de los
hombres, y desde entonces no conocen la estabilidad y el sosiego. Por delante de ellas
pasa el camino a todas las tierras, a lo largo de millas, sin un descanso entre el lugar
de nacimiento y la sepultura… y todo por mandato de Roon.
A Roon no le han puesto límites las Montañas, ni confines todos los mares.
A donde Roon quiere, allí ha de ir el pueblo de Roon, y los mundos con sus ríos y
sus vientos.
Yo he oído el susurro de Roon, al anochecer, que decía: «Hay islas de las especias
en el Sur», y la voz de Roon diciendo: «Ve».
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Y dijo Roon: «Hay mil dioses domésticos, dioses pequeños que permanecen
sentados ante el hogar y cuidan del fuego… Pero hay un solo Roon».
Roon dice en un susurro, en un susurro que nadie oye, cuando el sol está muy
bajo: «¿Qué hace MANA-YOOD-SUSHAI?» Roon no es un dios al que se puede adorar
junto a la chimenea, ni será benevolente con tu casa.
Ofrece tu esfuerzo y tu diligencia a Roon, cuyo incienso es el humo de los fuegos
de campamento del Sur, cuya canción es el rumor de la marcha, y cuyos templos se
elevan más allá de las colinas más lejanas, en su territorio detrás del Oriente.
Yarinareth, Yarinareth, Yarinareth, que significa Más Allá: estas palabras están
escritas con letras de oro en el arco del gran pórtico del Templo de Roon, que los
hombres han construido mirando hacia Oriente, sobre el Mar, y que guarda una efigie
de Roon en forma de gigante tocando una trompeta, con la cual señala hacia Oriente,
más allá de los Mares.
Quienquiera que oye su voz, la voz de Roon al anochecer, al punto abandona a los
dioses domésticos sentados en torno al hogar. Estos son los dioses del hogar: Pitsu,
que acaricia al gato; Hobit, que sosiega al perro; y Habaniah, señor de las ascuas
ardientes; y el pequeño Zumbiboo, señor del polvo; y Gribaun, que se sienta en el
mismo hogar para convertir la leña en ceniza… todos estos son dioses domésticos, y
no viven en Pegãna, y son inferiores a Roon.
También está Kilooloogung, Señor del Humo Ascendente, el cual recoge el humo
de las chimeneas y lo envía hacia el cielo, y se siente satisfecho cuando llega a
Pegãna, de manera que los dioses de Pegan a, hablando entre sí, puedan decir:
«Kilooloogung cumple el trabajo de Kilooloogung en la tierra».
Todos ellos son dioses tan pequeños que su estatura es inferior a la humana; pero
son dioses que gusta tener junto al fuego; y los hombres han rezado a menudo a
Kilooloogung, diciendo: «Tú, cuyo humo se eleva hasta Pegãna: manda con él
nuestras plegarias, que puedan oírlas los dioses». Y Kilooloogung, a quien place que
recen los hombres, se despereza en su ascenso, tenue y gris, con los brazos en alto, y
manda a su siervo el humo que suba hasta Pegãna, a fin de que los dioses de Pegãna
puedan saber que las gentes les rezan.
Y Jabim es el Señor de las Cosas Rotas, y está sentado detrás de la casa donde
llora las cosas que se desechan. Allí seguirá llorando por todo lo que se estropea hasta
el fin de los mundos, o hasta que alguien venga a arreglarlas. O, a veces, se sienta a la
orilla del río a llorar por las cosas olvidadas que el río arrastra en su superficie.
Un dios amable es Jabim, cuyo corazón se aflige cuando algo se pierde.
También está Triboogie, Señor del Crepúsculo, cuyos hijos son las sombras, el
cual está sentado en un rincón, apartado de Habaniah, y no habla con nadie. Pero una
vez que Habaniah se ha retirado a dormir, y el viejo Gribaun ha parpadeado cien
veces hasta olvidar qué es la leña y qué la ceniza, Triboogie manda a sus hijos que
anden por la habitación y dancen por las paredes, pero que no turben el silencio.
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Pero cuando vuelve la luz a los mundos, y llega bailando el alba por el camino de
Pegãna, entonces Triboogie se retira a su rincón con sus hijos, como si nunca
hubiesen danzado en la habitación. Y vienen los esclavos de Habaniah y del viejo
Gribaun, y los despiertan de su sueño sobre el hogar; y Pitsu acaricia al gato, y Hobit
tranquiliza al perro, y Kilooloogung estira los brazos hacia Pegãna, mientras
Triboogie se sosiega y sus hijos conciban el sueño.
Y cuando oscurece, a la hora de Triboogie, sale Hish del bosque con sigilo, Señor
del Silencio cuyos hijos son los murciélagos, los cuales han quebrantado el mandato
de su padre, aunque en voz siempre muy queda. Hish acalla los rumores de la noche;
apaga todos los ruidos. Sólo el grillo se rebela. Pero Hish ha arrojado un hechizo
sobre él, de manera que cuando haya cantado mil veces, su voz dejará de oírse y se
convertirá en parte del silencio.
Y después de matar los ruidos, Hish se inclina profundamente al suelo. Entonces
entra en la morada, sin un susurro de pisarlas, el dios Yoharneth-Lahai.
Pero allá, en el bosque remoto de donde ha venido Hish, despierta en su
madriguera Wohoon, Señor de los Ruidos de la Noche, y sale reptando y recorre el
bosque para ver si es cierto que Hish no está.
Entonces, en algún valle frondoso, Wohoon eleva su voz, y grita, de modo que
toda la noche pueda saber que es él, Wohoon, quien anda ahora en el bosque. Y el
lobo y el zorro y el búho, y las grandes y pequeñas alimañas, elevan sus voces
también para aclamar a Wohoon. Y hay entonces rumores de voces y agitar de follaje.
Hay tres grandes ríos de la llanura, nacidos antes de la memoria o la fábula, cuyas
madres son tres cumbres grises, y cuyo padre es el temporal. Son sus nombres Eimes,
Zanes y Segastrion.
Y Eimes es la alegría de los mugientes ganados; Zanes ha sometido su cerviz al
yugo del hombre, y acarrea madera desde el bosque, en las remotas alturas, hasta el
pie de la montaña; en cuanto a Segastrion, canta a los jóvenes pastores antiguas
canciones que hablan de su infancia en un barranco solitario, de cómo saltó por los
flancos de la montaña y se adentró en la llanura deseoso de ver mundo, y cómo un día
se encontrará finalmente con el mar. Esos son los ríos de la llanura, en los que la
llanura se recrea. Pero cuentan los viejos, y sus padres lo oyeron de los ancianos, que
en otro tiempo los señores de los tres ríos de la llanura se rebelaron contra la ley de
los Mundos, rebasaron sus propios flancos y se unieron entre sí, y sumergieron
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ciudades y destruyeron hombres, diciendo: «Ahora jugamos nosotros al juego de los
dioses, y matamos hombres por gusto, y somos más grandes que los dioses de
Pegãna».
Y toda la llanura quedó anegada hasta las colinas.
Y Eimes, Zanes y Segastrion se sentaron en lo alto de las montañas, extendieron
la mano sobre sus ríos, y estos se rebelaron por mandato de ellos.
Pero la plegaria de los hombres, elevándose más arriba cada vez, llegó hasta
Pegãna, y clamó a los oídos de los dioses: «Hay tres dioses domésticos que nos matan
por placer, y dicen que son más poderosos que los dioses de Pegãna, y juegan al
juego de los dioses con los hombres».
Entonces se enojaron los dioses de Pegãna; pero no pudieron ahogar a los señores
de los tres ríos, porque siendo dioses domésticos, aunque pequeños, eran inmortales.
Y nuevamente extendieron los dioses domésticos la mano sobre sus ríos, con los
dedos separados, y las aguas subieron y subieron, y la voz de sus torrentes se hizo
atronadora, gritando: «¿Acaso no somos Eimes, Zanes y Segastrion?»
Entonces Mung descendió a un paraje desolado de Afrik, y encontró a Umbool,
Señor de la sequía, tendido en el desierto, sobre rocas de hierro, atenazando con garra
codiciosa unos huesos humanos y exhalando su aliento abrasador.
Y Mung se plantó ante él, inflando y desinflando sus secos costados, y levantando
al aire ramas y huesos con cada resoplido.
Entonces dijo Mung: «¡Amigo de Mung!, ve y enseña los dientes a Eimes, Zanes
y Segastrion, y hazlos ver si es prudente rebelarse contra los dioses de Pegãna».
Y Umbool contestó: «Soy la bestia de Mung».
Y fue Umbool y se apostó en una colina, al otro lado de las aguas, y enseñó los
dientes a los dioses domésticos rebeldes.
Y cada vez que Eimes, Zanes y Segastrion extendían la mano sobre sus ríos, veían
ante sus caras la mueca de Umbool; y dado que era como la mueca de la muerte en
una tierra ardiente y espantosa, se retiraron, y no volvieron a extender la mano sobre
sus ríos; y las aguas fueron bajando y bajando.
Pero cuando Umbool hubo sonreído así durante treinta días, las aguas volvieron al
cauce de sus ríos, y los señores de los ríos se escabulleron y regresaron a sus
moradas; no obstante, Umbool siguió sentado sonriendo.
Y enflaqueció Eimes, y fue olvidado; a tal punto, que decían los hombres de la
llanura: «Por aquí pasaba en otro tiempo Eimes»; y Zanes apenas tuvo fuerzas para
conducir su río hasta el mar; en cuanto a Segastrion, que ladeaba tendido en su lecho,
cruzó un hombre por encima de él, pisando sus aguas; y se dijo Segastrion: «Un pie
humano cruza pisándome el cuello; a mí, que pretendía ser más grande que los dioses
de Pegãna».
Entonces dijeron los dioses de Pegãna: «Basta. Somos los dioses de Pegãna, y
nadie puede igualarse a nosotros».
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Entonces mandó Mung a Umbool que regresase otra vez a su paraje desolado de
Afrik, y siguiera exhalando su aliento sobre las rocas, y abrasara al desierto, y secara
el recuerdo de Afrik en el cerebro de todo el que saliese de allí con sus huesos.
Y Eimes, Zanes y Segastrion volvieron a cantar, y a frecuentar sus lugares de
siempre, y a jugar al juego de la Vida y la Muerte con los peces y las ranas; pero
jamás volvieron a intentarlo con los hombres, como hacen los dioses de Pegãna.
DE DOROZHAND
(CUYOS OJOS OBSERVAN EL FINAL)
Posado sobre las vidas de las gentes, y vigilante, observa Dorozhand lo que ha de
venir.
El dios del Destino es Dorozhand. Aquel a quien han mirado los ojos de
Dorozhand camina hacia el final sin que nada lo pueda detener: se convierte en saeta
lanzada por el arco de Dorozhand a una diana que no ve… a la diana de Dorozhand.
Más allá del pensamiento de los hombres, más allá de donde alcanza la vista del resto
de los dioses, llega la mirada de Dorozhand.
El dios del destino ha escogido a sus esclavos. Y los hace caminar por donde
quiere, mientras ellos, que no saben adónde ni por qué, sienten sólo su látigo detrás, u
oyen sus voces delante.
Hay algo que Dorozhand quiere cumplir ardientemente, algo en lo que hace a las
gentes poner todo el empeño, y por lo cual no deja a nadie detenerse ni descansar en
los mundos. Y dicen los dioses de Pegãna, hablando entre ellos: «¿Qué es lo que
tanto desea Dorozhand llevar a cabo?»
Se ha dicho y escrito que no sólo tiene Dorozhand las riendas de los destinos
humanos, sino que ni siquiera a los dioses de Pegãna les es indiferente su voluntad.
Todos los dioses de Pegãna han sentido temor; pues han visto cierta expresión en
los ojos de Dorozhand, cuya mirada llega más allá que la de ellos.
El objeto y destino de los Mundos consiste en contener Vida; y la Vida es el
instrumento con que Dorozhand quiere llevar a cabo su designio.
Así pues, los Mundos giran, los ríos corren al mar, la Vida surge y se propaga por
igual en los Mundos, y los dioses de Pegãna cumplen su trabajo de dioses… todo por
Dorozhand. Pero una vez que el designio de Dorozhand se haya cumplido, no será
necesaria ya la Vida en los Mundos, ni hará falta que jueguen a nuevos juegos los
dioses menores. Entonces Kib cruzará Pegãna de puntillas, entrará en la Pegãna
Suprema donde descansa MANA-YOOD-SUSHAI, y tocando reverente su mano —la
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mano que ha dado el ser a los dioses—, dirá: «MANA-YOOD-SUSHAI: ya has
descansado suficiente».
Y MANA-YOOD-SUSHAI dirá: «No es así; pues he descansado sólo cincuenta
eones de los dioses, cada uno de los cuales apenas sobrepasa los diez millones de
años mortales de los Mundos que vosotros habéis hecho».
Y entonces los dioses sentirán temor, cuando descubran que MANA sabe que han
estado haciendo Mundos durante su descanso. Y contestarán: «No, sino que los
Mundos surgieron por sí solos».
Entonces MANA-YOOD-SUSHAI, como el que ha estado ocupado en algo enojoso,
hará un gesto de impaciencia con la mano —con la mano que ha hecho a los dioses
—, y no habrá más dioses.
Cuando haya tres lunas en el Norte, sobre la Estrella Permanente, tres lunas que
ni crecen ni menguan, sino que miran al Norte; o cuando el cometa cese de buscar, y
deje de moverse entre los Mundos, y se detenga como el que se detiene después de
una carrera, entonces se levantará de su descanso, porque será EL FIN, el Más Grande,
el que descansa desde lo más antiguo: MANA-YOOD-SUSHAI.
Entonces los Tiempos dejarán de ser los Tiempos que fueron; y quizá, del otro
lado del Borde, vuelvan los viejos días pasados, y los volvamos a ver, los que los
hemos llorado, como el que, al regresar tras un largo viaje, tropieza de pronto con
cosas que recordaba con cariño.
Pues nadie sabe si es MANA, que ha descansado tanto tiempo, un dios clemente o
riguroso. Tal vez tenga piedad, y se cumplan estas cosas.
Siete desiertos se extienden más allá de Bodrahán, ciudad donde terminan las
caravanas: ninguna la pasa y continúa. En el primer desierto hay huellas de viajeros
poderosos procedentes de Bodrahán, algunas de las cuales regresan. En el segundo
hay tan sólo pisadas que se alejan; ninguna de retorno.
El tercero es un desierto nunca hollado por los pies de los hombres.
El cuarto es el desierto de arena, el quinto el desierto de polvo, el sexto el desierto
de piedras; y el séptimo, es el Desierto de Desiertos.
En el centro del último de los desiertos que se extienden más allá de Bodrahán,
del Desierto de Desiertos, se yergue la imagen esculpida, hace mucho tiempo, en la
roca viva del monte que llaman Ranorada: los ojos en la inmensidad desolada.
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Al pie de Ranorada hay escrito con místicas letras, más grandes que los lechos de
los ríos, estas palabras:
Ahora bien, más allá del segundo desierto no hay huella alguna, ni hay agua en
los siete desiertos que se extienden más allá de Bodrahán. Por donde ningún hombre
pudo ir a esculpir esa efigie en la roca viva de los montes: Ranorada es una obra
labrada por la mano de los dioses. Cuentan los hombres de Bodrahán, donde terminan
las caravanas y descansan los camelleros, cómo en otro tiempo esculpieron los dioses
la efigie de Ranorada en la roca viva, martillando la noche entera, más allá de los
desiertos. Y cuentan, además, que Ranorada se asemeja al dios Hoodrazai, el que ha
descubierto el secreto de MANA-YOOD-SUSHAI, y sabe por tanto el porqué de la
creación de los dioses.
Dicen que Hoodrazai permanece solo en Pegãna, y que no habla con nadie porque
conoce lo que está oculto a los dioses.
Por lo que los dioses esculpieron su imagen en una tierra solitaria, y lo
representaron meditando en silencio, con los ojos clavados en la inmensidad
desolada.
Dicen que Hoodrazai había oído los murmullos de MANA-YOOD-SUSHAI hablando
para sí, le había llegado el sentido de alguna palabra suelta, y había comprendido; y
de ser el dios de la alegría y el gozo exultante, se volvió desde entonces un dios
taciturno, impasible como su efigie contemplando los desiertos que se extienden más
allá de las últimas huellas del hombre.
Y dicen los camelleros que escuchan al anochecer, mientras descansan sus
bestias, las historias que cuentan los viejos del mercado de Bodrahán: «Si Hoodrazai,
pese a lo sabio que es, está siempre tan triste, bebamos vino, y desterremos el saber a
los desiertos que hay más allá de Bodrahán». Y así, hay fiestas y risas, por las noches,
en la ciudad donde terminan las caravanas.
Todo eso cuentan los camelleros cuando las caravanas vuelven de Bodrahán; pero
¿quién da crédito a las historias que los camelleros han oído a los ancianos de tan
remota ciudad?
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Viendo el profeta Yadin que la sabiduría no está en las ciudades, ni la felicidad en la
sabiduría, y dado que antes de nacer había sido predestinado por los dioses a ir en pos
de ella, siguió a las caravanas que iban a Bodrahán. Allí, al anochecer, donde
descansan los camellos cuando el viento diurno se retira al desierto exhalando entre
palmeras su última despedida y deja en paz las caravanas, envió con él su plegaria al
desierto, clamando a Hoodrazai.
Y bajo el viento, elevó su plegaria diciendo: «¿Por qué siguen los dioses jugando
así con los hombres? ¿Por qué Skarl no deja de batir su tambor, y no abandona MANA
su descanso?» Y el eco de los siete desiertos respondió: «¿Quién sabe? ¿Quién
sabe?»
Pero su plegaria fue oída en la desolada inmensidad, más allá de los siete
desiertos, desde donde se recorta enorme Ranorada en el crepúsculo; y del borde de la
desolada inmensidad, adonde había llegado su plegaria, surgieron volando tres
flamencos; y sus voces decían: «Al Sur. Al Sur», con cada golpe de sus alas.
Pero al pasar por encima del profeta, le parecieron a este tan frescos y libres, y el
desierto tan cegador y abrasado, que alzó los brazos hacia ellos. Entonces sintió,
dichoso, que volaba, y que podía seguir tras las grandes alas blancas; y se reunió con
los flamencos, arriba en el frescor, por encima del desierto, y sus voces gritaban
delante de él: «Al Sur. Al Sur»; y abajo, el desierto murmuraba: «¿Quién sabe?
¿Quién sabe?»
Unas veces, la tierra subía hacia ellos con los picos de las montañas; otras
descendía en abruptos barrancos; y los ríos azules les cantaban cuando cruzaban por
arriba, o les llegaba débilmente la canción de las brisas que soplaban en los huertos
apartados; y a lo lejos, el mar entonaba poderosos cantos fúnebres de antiguas islas
abandonadas. Y no parecía en el mundo sino que había que ir hacia el Sur.
Parecía que el Sur, en alguna parte, llamaba hacia sí; y que iban hacia él.
Pero cuando el profeta vio que cruzaban el borde de la Tierra, y que al Norte de
ellos estaba la Luna, comprendió que no eran aves mortales las que seguía, sino
extraños mensajeros de Hoodrazai, cuyos nidos se hallaban en los valles de Pegãna,
al pie de las montañas donde habitan los dioses.
Sin embargo, fueron hacia el Sur, sobrevolando todos los Mundos y dejándolos al
Norte, hasta que delante de ellos sólo quedó Araxes, Zadres e Hyraglion, donde el
gran Ingazi parecía un mero puntito de luz, mientras que Yo y Mindo se habían
perdido de vista.
Y siguieron volando, dejando atrás el Sur, y llegaron al Borde de los Mundos.
Allí no existe Sur, ni Este ni Oeste, sino sólo Norte y Más Allá: sólo hay Norte,
que es donde se encuentran los Mundos; y Más Allá de él, que es donde se halla el
Silencio. Y el Borde lo forma una masa rocosa que nunca tocaron los dioses cuando
hicieron los Mundos, en la cual habita Trogool. Trogool es el Ser que no es ni dios ni
bestia, que ni aúlla ni respira, y sólo pasa las hojas de un gran libro, negras y blancas,
negras y blancas, y así hasta EL FIN.
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Todo lo que ha de venir está en ese libro, igual que todo lo que fue.
Cuando llega a una página en negro, se hace de noche; y cuando llega a una
página en blanco, se hace de día.
Y porque está escrito en él que hay dioses, los dioses existen.
También hay cosas escritas sobre ti y sobre mí, hasta que ÉL llegue a la página en
donde ya no figuran nuestros nombres.
Y el profeta vio a Trogool en el momento que pasaba una página… una página en
negro; y concluyó la noche, y el día asomó sobre los Mundos.
Trogool es el Ser que los hombres llaman de muchas maneras en muchos países;
es el Ser que está detrás de los dioses, y cuyo libro es el Plan de las Cosas.
Pero entonces vio Yadin que los viejos días recordados se hallaban sepultados en
la parte del libro que el Ser había pasado, y supo que había quedado mil páginas atrás
la última alusión al nombre de uno sobre el que ya no había nada escrito. Entonces
murmuró su oración a Trogool, que sólo pasa hojas y jamás responde a las plegarias.
Y suplicó a Trogool: «Sólo te pido que vuelvas tus páginas hacia atrás, hasta el
nombre sobre el que ya no hay nada escrito, y en un remoto lugar llamado Tierra se
elevarán las plegarias de un pueblo pequeño aclamando el nombre de Trogool; pues
existe efectivamente un lugar remoto llamado Tierra donde los hombres rezarán a
Trogool».
Entonces habló Trogool, que pasa las páginas y jamás responde a las plegarias, y
su voz fue como el murmullo de la inmensidad desolada cuando se pierden en ella los
ecos de la noche: «Aunque el torbellino del Sur tirase con sus garras de una página
pasada, no podría volverla».
Entonces, a causa de las palabras del libro, que decían que sería así, Yadin
descubrió que se encontraba tendido en el desierto, y que alguien le estaba dando
agua; después, fue subido a un camello y llevado a Bodrahán.
Allí dijeron algunos que había estado delirando, al dominarle la sed, cuando
vagaba entre las rocas del desierto. Pero ciertos ancianos de Bodrahán afirman que
allí, efectivamente, en alguna parte, habita un Ser al que llaman Trogool, que no es ni
dios ni bestia, y que pasa las hojas de un libro, una blanca y otra negra, una blanca y
otra negra, hasta que llegue a las palabras: MAI DOON IZAHN, que significan Fin
Definitivo, y el libro y los dioses y los mundos dejen de existir.
EL PROFETA YONATH
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Estas son las palabras de Yonath, el primero de entre los profetas:
Hay dioses en Pegãna.
Una noche, estaba yo durmiendo. Y en mi sueño, vi que tenía Pegãna muy cerca.
Y Pegãna estaba llena de dioses.
Vi a los dioses junto a mí, como puede ver uno las cosas cotidianas.
Únicamente no veía a MANA-YOOD-SUSHAI.
Y en esa hora, en la hora de mi sueño… comprendí.
Y el fin y principio de mi conocimiento, con todo su contenido, era este: que el
Hombre Ignora.
Busca si quieres, de noche, el borde absoluto de la oscuridad, o el punto original
de donde arranca el arco iris; pero no trates de buscar el porqué de la creación de los
dioses.
Los dioses han dotado de esplendor el extremo más lejano de las Cosas por Venir,
de manera que parezcan más venturosas que las Cosas que Son.
Para los dioses, las Cosas por Venir no son sino como las que Son, y nada cambia
en Pegãna.
Los dioses, aunque no son clementes, tampoco son feroces. Destruyen los Días
que Fueron; pero dotan de un aura gloriosa a los Días que Serán.
El hombre debe soportar los Días que Son, pero los dioses le han dejado su
ignorancia como consuelo.
No busques el saber. Tu búsqueda te cansará, y regresarás consumido a descansar
al fin al lugar de donde emprendiste la búsqueda.
No busques el saber. Yo mismo, Yonath, el más anciano de los profetas, cargado
con la sabiduría de múltiples años, y cansado de buscar, sé tan sólo que el hombre
ignora.
Una vez salí dispuesto a aprender todas las cosas. Ahora sé sólo una, y ya no
tardarán los Años en llevárseme.
El sendero de mi búsqueda, que conduce a la búsqueda otra vez, será hollado por
muchos otros cuando Yonath no sea ya Yonath.
No pongas los pies en ese sendero. No busques el saber.
Estas son las Palabras de Yonath.
EL PROFETA YUG
Cuando los Años se llevaron a Yonath, y Yonath hubo muerto, dejó de haber profetas
entre los hombres.
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Sin embargo, los hombres querían saber.
Así que dijeron a Yug: «Sé tú nuestro profeta; aprende todas las cosas, e
infórmanos acerca del porqué de Todo».
Y Yug dijo: «Yo sé todas las cosas». Y los hombres se mostraron satisfechos.
Y dijo del Principio que estaba en el jardín del propio Yug; y del Fin, que estaba a
la vista de Yug.
Y los hombres olvidaron a Yonath.
Pero un día Yug vio a Mung, detrás de las colinas, que hacía el signo de Mung. Y
Yug dejó de ser Yug.
EL PROFETA ALHIRETH-HOTEP
Cuando Yug dejó de ser Yug, dijeron los hombres a Alhireth-Hotep: «Sé tú nuestro
profeta, y sé tan sabio como Yug».
Y Alhireth-Hotep dijo: «Ya soy tan sabio como Yug». Y los hombres tuvieron
gran contento.
Y dijo Alhireth-Hotep de la Vida y de la Muerte: «Esos son asuntos de Alhireth-
Hotep». Y los hombres le trajeron ofrendas.
Un día Alhireth-Hotep escribió en su libro: «Alhireth-Hotep conoce Todas las
Cosas, pues ha hablado con Mung».
Y Mung salió de detrás de él; y haciendo el signo de Mung, dijo: «¿Así que
conoces todas las cosas, Alhireth-Hotep?» Y Alhireth-Hotep pasó a formar parte de
las Cosas que Fueron.
EL PROFETA KABOK
Cuando Alhireth-Hotep estuvo entre las Cosas que Fueron, como los hombres
seguían queriendo saber, dijeron a Kabok: «Sé tan sabio como Alhireth-Hotep».
Y Kabok se hizo sabio ante sí mismo, y a los ojos de los hombres.
Y dijo Kabok: «Mung hace su signo contra los hombres, y se abstiene de hacerlo
por consejo de Kabok».
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Y dijo a uno: «Tú has pecado contra Kabok, así que Mung hará el signo de Mung
contra ti». Y a otro: «Tú ofrendas a Kabok, así que Mung se abstendrá de hacer
contra ti el signo de Mung».
Una noche en que Kabok se estaba regalando con los presentes que los hombres
le habían traído, oyó los pasos de Mung en el jardín, alrededor de la casa, en la
oscuridad.
Y dado que la noche era tranquila, le pareció muy mal a Kabok que Mung
anduviese por su jardín, sin consentimiento suyo, dando vueltas a la casa a tales horas
de la noche.
Y Kabok, que sabía Todas las Cosas, sintió temor, ya que las pisadas eran muy
sonoras y la noche muy callada, e ignoraba qué traía Mung tras de sí, cosa que jamás
había visto nadie.
Pero cuando creció la claridad de la mañana, y hubo luz en los Mundos, y Mung
dejó de rondar por el jardín, Kabok olvidó sus temores, y se dijo: «Quizá era sólo un
rebaño que andaba por el jardín de Kabok».
Y se abismó en sus asuntos, que consistían en saber Todas las Cosas, e informar
de Todas las Cosas a los hombres, y no hizo caso de Mung.
Pero esa noche volvió Mung a rondar por el jardín de Kabok, y a andar alrededor
de la casa, en la oscuridad; y se detuvo ante la ventana como una sombra enhiesta, de
manera que Kabok tuvo la certeza de que era efectivamente Mung.
Y un gran temor le atenazó la garganta a Kabok, al punto de que le salió áspera la
voz al gritar: «¡Tú eres Mung!»
Y Mung inclinó levemente la cabeza, y siguió merodeando por el jardín de
Kabok, y dando vueltas alrededor de la casa, en la oscuridad.
Y Kabok, acostado, escuchaba con el corazón encogido de terror.
Pero cuando comenzó a clarear la segunda madrugada, y se derramó la luz sobre
los Mundos, Mung se retiró del jardín de Kabok; y durante unos momentos, Kabok
sintió renacer sus esperanzas, aunque esperó con temor la llegada de la tercera noche.
Y cuando llegó la tercera noche, y acudieron a su casa los murciélagos, y amainó
el viento, la oscuridad se llenó de una gran quietud.
Y acostado, Kabok, para quien las alas de la noche volaban demasiado lentas, se
puso a escuchar.
Pero antes de que la noche se cruzara con la mañana en el camino entre Pegãna y
los Mundos, en el jardín de Kabok, los pasos de Mung se acercaron a la puerta de
Kabok.
Y Kabok huyó de su casa como animal perseguido, y corrió a precipitarse sobre
Mung.
Y Mung hizo el signo de Mung, señalando hacia El Fin.
Y los temores de Kabok dejaron de turbar a Kabok, pues uno y otros pasaron a
formar parte de las cosas acabadas.
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DE LA DESGRACIA QUE ACONTECIÓ A YUN-ILARA
CERCA DEL MAR, Y DE LA CONSTRUCCIÓN
DE LA TORRE DEL FINAL DEL DÍA
Cuando Kabok y sus temores hubieron hallado descanso, la gente buscó un profeta
que no temiese a Mung, cuya mano estaba contra los profetas.
Por fin hallaron a Yun-Ilara, que cuidaba ovejas y no tenía miedo alguno de
Mung; y lo trajeron al pueblo para que fuese su profeta.
Y Yun-Ilara construyó una torre cerca del mar que miraba hacia poniente. Y la
llamó Torre del Final del Día.
Y hacia el final del día, subía Yun-Ilara a lo alto de su torre a contemplar la puesta
del Sol, y clamar contra Mung, gritando: «¡Ah, Mung, cuya mano se alza contra el
Sol, y a quien los hombres abominan, aunque adoran por el miedo que te tienen, aquí
está y te habla un hombre que no te teme! ¡Señor aborrecible y despiadado del
asesinato y las acciones tenebrosas: haz el signo de Mung cuando quieras; pero hasta
que el silencio selle mis labios por el signo de Mung, te maldeciré en tu cara!» Y las
gentes de la calle miraban con asombro hacia arriba, a Yun-Ilara, que ningún temor
tenía de Mung, y le llevaban presentes. Sólo en sus hogares, al caer la noche, volvían
a rezar con devoción a Mung. Pero Mung decía: «¿Acaso puede un hombre maldecir
a un dios?» Y seguía visitando las ciudades, y segando las vidas de las gentes.
Sin embargo, no se acercaba Mung a Yun-Ilara, a pesar de sus maldiciones contra
Mung desde lo alto de su torre junto al mar.
Y Sish arrojó al Tiempo de todos los Mundos, mató a las horas que tan bien lo
habían servido, llamó a otras del desierto intemporal que se extiende más allá de los
Mundos, y las azuzó para que atacasen todas las cosas. Y Sish derramó su blancura
sobre los cabellos de Yun-Ilara, y cubrió de yedra su torre, y cargó de cansancio sus
miembros, mientras Mung pasaba junto a él calladamente.
Y cuando Sish se convirtió para Yun-Ilara en un dios menos soportable de lo que
nunca fuera Mung, dejó de tronar contra Mung, desde lo alto de su torre, cada vez
que el sol se ocultaba; hasta que llegó un día en que el hastío del regalo de Kib se
volvió una carga demasiado pesada para Yun-Ilara.
Entonces, desde la Torre del Final del Día, gritó Yun-Ilara a Mung, diciendo:
«¡Ah, Mung, el más amable de los dioses! ¡Ah, Mung, el más caramente deseado!
Tu regalo de Muerte es la herencia del Hombre con la que viene el alivio y el
descanso y el silencio y el retorno a la Tierra. Kib no da sino trabajo y agobios; y Sish
envía pesares con cada una de las horas con que acomete al Mundo. Yoharneth-Lahai
no se acerca ya más. Ya no puedo volver a alegrarme con Limpan-Tung. Cuando los
otros dioses abandonan a un hombre, a este sólo le queda Mung».
Pero Mung dijo: «¿Acaso debe un hombre maldecir a un dios?»
Y día tras día, a lo largo de la noche, clamaba Yun-Ilara: «¡Ojalá fuese la hora de
la aflicción de los amigos y deudos, y de las lágrimas, y las gratas coronas de flores y
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de la tierra húmeda y negra! ¡Ojalá llegase el descanso bajo la yerba, donde el pie
poderoso de los árboles agarra al mundo con firmeza, donde jamás pasará el viento
que ahora sopla entre mis huesos, y la lluvia llegará cálida y goteante, no arrojada por
la tormenta, y donde resulta sedante la progresiva dispersión a oscuras de los
huesos!» Así rezaba Yun-Ilara, que en su locura y juventud había maldecido a Mung,
y no había hecho caso de él.
Sin embargo, del montón de huesos que son Yun-Ilara, al pie de la torre ruinosa
que en otro tiempo construyera, aún se eleva, con el viento, una voz vibrante que
suplica clemencia a Mung, si es que la puede tener.
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Y Arb-Hadith, que era el Sumo Profeta, respondió: «Rezo por todo el Pueblo».
Pero el pueblo replicó: «¡Oh, Sumo Profeta de Todos los dioses excepto Uno,
Sacerdote de Kib, Sacerdote de Sish y Sacerdote de Mung, Narrador de los misterios
de Dorozhand, Receptor de las ofrendas del Pueblo, y Señor de las Plegarias: cuatro
años llevas rezando con todos los sacerdotes de tu orden, mientras nosotros traemos
ofrendas y morimos sin cesar! Ahora, ya que Ellos no te han oído en estos cuatro
años terribles, debes ir y llevar a Su presencia la plegaria del pueblo de Sidith, ahora
que van a arrojar los truenos sobre los pastos de la montaña Aghrinaun; ¡de lo
contrario, no habrá más ofrendas en las puertas de tu templo, a la caída del rocío, con
que engordéis tú y tu orden!»
»Así que irás a decirles: “¡Oh, Todos los dioses excepto Uno, Señores de los
Mundos, cuyo hijo es el eclipse: llevaos de Sidith vuestra pestilencia, pues demasiado
tiempo habéis jugado al juego de los dioses con el pueblo de Sidith, que de grado
acabaría con todos los dioses!”»
Entonces, con gran temor, respondió el Sumo Profeta, diciendo: «¿Y si los dioses
se enojan con Sidith y lo anegan?» Y el pueblo respondió: «Antes acabaremos con la
pestilencia y el hambre y los presagios de guerra».
Esa noche, los truenos aullaron sobre Aghrinaun, que alzaba un pico por encima
de todos los montes de la tierra de Sidith. Y las gentes sacaron a Arb-Rin-Hadith de
su templo y lo llevaron a Aghrinaun; pues se dijeron: «Esta noche andan por la
montaña Todos los dioses excepto Uno».
Y Arb-Rin-Hadith fue tembloroso a los dioses.
A la mañana siguiente, pálido y tambaleante, regresó Arb-Rin-Hadith de
Aghrinaun al valle, y habló a las gentes, diciendo: «Los rostros de los dioses son de
hierro, y sus bocas permanecen apretadas. Nada puede esperarse de ellos».
Entonces dijeron las gentes: «Pues ve ahora a MANA-YOOD-SUSHAI, a quien nadie
puede rezar: búscale en la cumbre del monte Aghrinaun, cuando se recorta
claramente en la quietud que precede a la mañana; y allí, donde todas las cosas
parecen descansar, descansa también MANA-YOOD-SUSHAI. Ve a él, y dile: “Has
hecho dioses malvados, y se ensañan con Sidith”. Quizá se ha olvidado de sus dioses,
o no sabe nada de Sidith. Has escapado a los truenos de los dioses, así que sin duda
escaparás también a la quietud de MANA-YOOD-SUSHAI».
Y una madrugada, cuando el cielo y los lagos se mostraban transparentes, y
Aghrinaun estaba más silencioso que el mundo, Arb-Rin-Hadith se encaminó lleno de
temor hacia las laderas del monte Aghrinaun, apremiado por las gentes.
Los hombres estuvieron observando su ascensión durante todo el día. Al llegar la
noche, descansó cerca de la cima. Pero antes que despuntase el día siguiente, los que
madrugaron pudieron verlo en el silencio, como una mota en la montaña azulenca,
extender los brazos, sobre la cima, hacia MANA-YOOD-SUSHAI. A continuación,
instantáneamente, dejaron de verlo; y no volvieron a ver nunca más al que había
osado turbar la paz de MANA-YOOD-SUSHAI.
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Los que hoy hablan de Sidith cuentan que cierta tribu poderosa y feroz aniquiló a
todo un pueblo debilitado por una pestilencia, en un valle donde se alza un templo
dedicado a «Todos los dioses excepto Uno», el cual carece de sumo sacerdote.
Imbaun iba a ser exaltado, en Aradec, a Sumo Profeta de Todos los dioses excepto
Uno.
De Ardra, Rhoodra y de las tierras situadas más allá, acudieron todos los Sumos
Profetas de la Tierra al Templo de Aradec dedicado a Todos los dioses excepto Uno.
Y entonces le contaron a Imbaun cómo El Secreto de las Cosas se hallaba en el
punto más alto de la bóveda que forma la Morada de la Noche, aunque estaba
débilmente escrito, y en una lengua desconocida.
A medio camino de la noche entre la puesta y la salida del sol, condujeron a
Imbaun a la Morada de la Noche; y le dijeron, salmodiando todos juntos: «Imbaun,
Imbaun, Imbaun; mira hacia el techo, donde está escrito El Secreto de las Cosas,
aunque débilmente, y en lengua desconocida».
E Imbaun miró hacia arriba; pero era tan intensa la oscuridad en el interior de la
Morada de la Noche que Imbaun no veía siquiera a los Sumos Profetas que habían
llegado de Ardra, Rhoodra y de las tierras de más allá, ni nada de cuanto había de la
Morada de la Noche.
Entonces le preguntaron en voz alta los Sumos Profetas: «¿Qué ves, Imbaun?» E
Imbaun dijo: «No veo nada».
A continuación le preguntaron los Sumos Profetas: «¿Qué sabes tú, Imbaun?» E
Imbaun respondió: «Nada sé».
Entonces habló el Sumo Profeta de Todos los dioses excepto Uno, venido de Eld,
el cual es primero de los profetas de la Tierra: «¡Oh, Imbaun!, todos hemos mirado,
en la Morada de la Noche, hacia el Secreto de las Cosas, y siempre ha habido
oscuridad, y ha estado el Secreto escrito débilmente, y en una lengua desconocida.
Ahora ya sabes lo que saben todos los Sumos Profetas».
E Imbaun respondió: «Comprendo».
Así pues, Imbaun fue exaltado, en Aradec, a Sumo Profeta de Todos los dioses
excepto Uno; y rezó por todas las gentes que ignoraban que la oscuridad inundaba la
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Morada de la Noche, o que el secreto se hallaba escrito débilmente y en lengua
desconocida.
Estas son las palabras que Imbaun escribió en un libro que el pueblo pudo
conocer:
«En la vigésima noche de la noningentésima luna, cuando descendió la oscuridad
sobre el valle, ejecuté los ritos místicos de cada uno de los dioses del templo según
mi costumbre, a fin de que ninguno de ellos se enojase esa noche y nos ahogase
mientras dormíamos.
»Y al pronunciar la última palabra secreta, me quedé dormido en el templo, pues
estaba cansado, con la cabeza apoyada sobre el altar de Dorozhand. Entonces, en el
silencio, mientras dormía, entró Dorozhand por la puerta del templo con apariencia
de hombre, me tocó en el hombro, y desperté.
»Pero cuando vi que sus ojos refulgentes y azules llenaban de luz todo el templo,
supe que era un dios, aunque venía bajo forma mortal. Y dijo Dorozhand: “Profeta de
Dorozhand, cuida que las gentes puedan saber”. Y me mostró los senderos de Sish
que se extienden hacia los tiempos futuros.
»Entonces me mandó que me levantase, y me encaminase hacia donde él me
señalaba, sin decir una sola palabra, sino ordenándome con los ojos.
»Así que la vigésima noche de la noningentésima luna marché con Dorozhand
por los senderos de Sish hacia los tiempos futuros.
»Y siempre, junto al camino, los hombres mataban a otros hombres. Y el número
de aquellas muertes era mayor que el producido por la pestilencia y que ninguno de
los males que envían los dioses.
»Y surgían ciudades, se deshacían en polvo sus casas, y el desierto volvía sin
cesar por sí mismo, y cubría y sepultaba hasta el último edificio de cuantos habían
turbado su paz.
»Y los hombres seguían matando hombres.
»Y por fin llegué a un tiempo en que los hombres dejaron de imponer su yugo a
los animales, e hicieron animales de hierro.
»Después de lo cual, los hombres siguieron matando hombres con nieblas.
»Y entonces, debido a que el número de muertes excedía a sus deseos, llegó la
paz al mundo de la mano del asesino; y los hombres dejaron de matarse.
»Y se multiplicaron las ciudades, hicieron retroceder al desierto, y dominaron su
silencio.
»Y de repente, comprendí que EL FIN estaba cerca, pues había agitación sobre
Pegãna como de Alguien cansado de dormir; y vi al perro Tiempo encogerse para
saltar, con la mirada puesta en la garganta de los dioses, estudiando una garganta tras
otra, mientras se debilitaba poco a poco el batir del tambor de Skarl.
»Y, si es que un dios puede tener miedo, parecía que había miedo en el semblante
de Dorozhand; y me cogió de la mano, y me llevó de regreso por los senderos del
Tiempo, para que no viese EL FIN.
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»Entonces vi alzarse del polvo ciudades, y ser sepultadas otra vez por el desierto
del que habían surgido; y otra vez me dormí en el Templo de Todos los dioses
excepto Uno, con la cabeza apoyada contra el altar de Dorozhand.
»Nuevamente estaba el templo iluminado, aunque no con la luz de los ojos de
Dorozhand: sólo el amanecer emergía azul del Oriente, y entraba a través de los arcos
del Templo. Entonces desperté, y ejecuté los ritos y misterios matinales dedicados a
Todos los dioses excepto Uno, a fin de que ninguno de ellos se enojase ese día y se
llevase el Sol.
»Y comprendí que, puesto que yo, habiendo estado tan cerca de él, no había visto
EL FIN, ningún hombre debía presenciarlo jamás, ni conocer el destino de los dioses.
Ellos mismos lo han ocultado».
EL profeta de los dioses descansaba tendido junto al río, y observaba correr el agua
junto a él.
Y mientras descansaba, meditaba sobre el Plan de las Cosas, y sobre las obras de
todos los dioses. Y encontraba el profeta de los dioses, observando el discurrir de las
aguas, que era un buen Plan, y que los dioses eran benévolos; sin embargo, había
sufrimiento en los mundos. Parecía que Kib era generoso, que Mung calmaba todo
dolor, que Sish no azuzaba a sus horas con demasiada crudeza, y que todos los dioses
eran buenos. Sin embargo, había sufrimiento en los mundos.
Entonces dijo el profeta de los dioses, mientras observaba el discurrir de la
corriente: «Debe de haber algún otro dios del que no existe nada escrito». Y de
repente, el profeta se dio cuenta de que había un anciano que se lamentaba en la orilla
del río, el cual se quejaba: «¡Ay de mí, ay de mí!»
Tenía el rostro marcado por el signo y el sello de numerosos años; no obstante,
había vigor en su cuerpo. Y estas son las palabras que el profeta escribió en su libro:
«Le dije: “¿Quién eres tú, que te lamentas a la orilla del río?” Y el anciano
contestó: “Yo soy el loco”. Y le dije: “Tu frente ostenta las marcas del saber que se ha
ido acumulando en los libros”. Y dijo él: “Soy Zodrak. Hace miles de años, cuidaba
ovejas en una colina que descendía hasta el mar. Los dioses tienen muchos cambios
de humor. Hace miles de años, estaban alegres. Y se dijeron: ‘Llamemos a un hombre
a nuestra presencia, a fin de que podamos reír en Pegãna’.
”Me arrebataron de mis ovejas, que tenía en la colina cuyas laderas descienden
hasta el mar. Me llevaron a lomos del trueno. Me presentaron, cuando no era yo más
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que un pastor, a los dioses de Pegãna, y los dioses se rieron. No se reían como los
hombres, sino con ojos solemnes.
”Y Sus ojos, al mirarme, no sólo me veían a mí, sino también el Principio y EL
FIN y todos los Mundos. Entonces dijeron los dioses, hablando como hablan los
dioses: ‘Vete, vuelve a tus ovejas’.
”Pero yo, el loco, había oído en la tierra que quienquiera que vea a los dioses en
Pegãna se vuelve como ellos, si así lo pide ante Ellos, de manera que no se puede
matar a quien los ha mirado a los ojos.
”Así que yo, el loco, dije: ‘He mirado a los dioses a los ojos, y pido lo que puede
pedir un hombre a los dioses cuando les ha visto en Pegãna’. Y los dioses inclinaron
la cabeza; y dijo Hoodrazai: ‘Es la ley de los dioses’.
”Pero yo, que no era más que un pastor, ¿qué podía saber?
”Así que dije: ‘Haré ricos a los hombres’. Y los dioses dijeron: ‘¿Qué es ser rico?’
”Y yo dije: ‘Les enviaré amor’. Y los dioses dijeron: ‘¿Qué es amor?’ Y envié oro
a los Mundos; y con él, ¡ay!, envié la pobreza y la discordia. Y envié amor a los
Mundos, y con él envié la aflicción.
”Y ahora he mezclado el oro y el amor de la manera más dolorosa, y jamás podré
reparar lo que he hecho, pues las acciones de los dioses quedan hechas para siempre,
y nadie las puede deshacer.
”Entonces dije: ‘Concederé sabiduría a los hombres para que puedan estar
alegres’. Y los que recibieron mi sabiduría descubrieron que no sabían nada; y, de ser
felices, pasaron a no conocer nunca más la alegría.
”Y así, queriendo hacer felices a los hombres, los he hecho desgraciados, y he
echado a perder el hermoso plan de los dioses.
”Y ahora mi mano seguirá eternamente puesta sobre la esteva de Su arado. Yo era
sólo un pastor; así que, ¿cómo iba yo a saber lo que sucedería?
”Ahora vengo a ti, que descansas junto al río, a pedirte perdón, ya que lo que más
ansío es el perdón de un hombre”.
»Y yo contesté: “¡Oh, Señor de los siete cielos, cuyos hijos son los temporales!,
¿puede un hombre perdonar a un dios?”
»Y respondió él: “Los hombres no han pecado contra los dioses como ellos lo han
hecho contra los hombres, desde que yo intervine en Sus consejos”.
»Y yo, el profeta, contesté: “¡Oh, Señor de los siete cielos cuyo juguete es el
trueno, tú estás entre los dioses! así que, ¿qué necesidad tienes de las palabras de
ningún hombre?”
»Y dijo él: “En verdad, estoy entre los dioses, los cuales me hablan como hablan
al resto de los dioses, aunque siempre hay una sonrisa en Sus bocas, y una mirada en
Sus ojos que dice: ‘Tú eres hombre’”.
»Y dije yo: “¡Oh, Señor de los siete cielos a cuyos pies los Mundos son como
arena a la deriva, porque me lo pides, yo, un hombre, te perdono!”
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»Y él contestó: “Yo sólo era un pastor, y no podía saber nada”. Y a continuación
desapareció».
PEGÃNA
El profeta de los dioses alzó la voz y clamó a los dioses: «¡Oh, Todos los dioses
excepto Uno! (pues nadie puede rezar a MANA-YOOD-SUSHAI). ¿Adónde irá a parar la
vida del hombre cuando haga Mung contra su cuerpo el signo de Mung?, pues las
gentes con las que jugáis quieren saber».
Pero los dioses respondieron, hablando a través de la niebla:
—Aunque tuvieses que contar tus secretos a las bestias, y aunque las bestias
comprendiesen, no te confiarían los dioses, a ti, el secreto de los dioses, para que,
sabiendo las mismas cosas, dioses y bestias y hombres fueran iguales.
Esa noche Yoharneth-Lahai fue a Aradec, y dijo a Imbaun: «¿Por qué quieres
saber el secreto de los dioses, cosa que los dioses no te pueden revelar?
»Cuando el viento no sopla, ¿dónde está?
»O cuando no estás vivo, ¿dónde estás tú?
»¿Qué le importan al viento las horas de calma, o a ti la muerte?
»Tu vida es larga; la Eternidad, corta.
»Tan corta que, si murieses y pasase la Eternidad, y tras su paso volvieses a vivir,
dirías: “Se me han cerrado los ojos un instante”.
»Hay una Eternidad detrás de ti, lo mismo que hay otra delante. ¿Acaso has
llorado los eones que han transcurrido sin ti, para tener miedo de los que han de pasar
después?»
Entonces dijo el profeta: «¿Cómo diré a las gentes que los dioses no han hablado,
y que su profeta ignora? Porque entonces dejaré de ser profeta, y otro recibirá las
ofrendas de las gentes en mi lugar».
Entonces dijo Imbaun a la gente: «Los dioses han hablado, diciendo: “¡Oh,
Imbaun, profeta Nuestro! es tal como la gente cree, cuya sabiduría ha descubierto el
secreto de los dioses: cuando el pueblo muera, irá a Pegãna, y allí vivirá con los
dioses, y allí tendrá placeres sin dolor. Y Pegãna es un lugar de picos de montaña
enteramente blancos, con un dios sobre cada uno de ellos, y las gentes se tenderán en
las laderas, cada uno al pie del dios que más ha venerado cuando su destino estaba en
estos Mundos. Y allí, te llegará una música que jamás has soñado, con la fragancia de
los huertos de los Mundos, cuando alguien cante, en alguna parte, una antigua
canción que sonará como algo semirrecordado. Y habrá jardines perpetuamente
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soleados, y arroyos, bajo cielos eternamente azules, que no correrán a perderse en el
mar. Y no habrá lluvia ni pesar. Sólo las rosas, que en la Pegãna suprema han
alcanzado su plenitud, dejarán caer sus pétalos en forma de lluvia a tus pies; y de muy
lejos, de la olvidada Tierra, llegarán hasta ti las voces que alegraron tu niñez en los
jardines de tu juventud. Y si, al oír esas voces no olvidadas, suspiras por algún
recuerdo de la Tierra, entonces los dioses enviarán mensajeros alados para que te
consuelen en Pegãna, diciéndoles: ‘Hay uno que suspira porque se acuerda de la
Tierra’. Y harán Pegãna aún más seductora para ti, y te cogerán de la mano y
susurrarán en tu oído hasta que olvides esas viejas voces”.
»Y además de las flores de Pegãna, habrá crecido hasta allí el rosal que trepaba
junto a la casa donde naciste. Y allí llegarán también los ecos errabundos de toda la
música que en otro tiempo te encantó.
»Y cuando estés sentado en el césped que tapiza las montañas de Pegãna, y oigas
la melodía que adormece el alma de los dioses, verás desplegarse a lo lejos, a tus pies,
la Tierra desventurada; y contemplando sus aflicciones desde ese arrobamiento, te
alegrarás de hallarte muerto.
»Y de las tres grandes montañas que descuellan por encima de todas las demás —
Grimbol, Zeebol y Trehagobol—, descenderán el viento matinal, y el viento del
crepúsculo, y el de mediodía, llevados por las alas de todas las mariposas que han
muerto en los Mundos, a refrescar a los dioses y Pegãna.
»Muy dentro de Pegãna, una fuente argentina, atraída con encantos por los dioses
desde el Mar Central, lanzará su agua hacia arriba, más alto que los picos de Pegãna,
por encima de Trehagobol, que se pulverizará en una bruma centelleante, cubriendo
la Pegãna Suprema y formando un velo en torno al lugar donde descansa MANA-
YOOD-SUSHAI.
»Solo, inmóvil y remoto, al pie de una de las montañas del interior, se encuentra
el gran estanque azul.
»Quienquiera que se asome a sus aguas puede contemplar entera su propia vida,
tal como fue en los Mundos, con todas las obras realizadas.
»Nadie anda junto a ese estanque, ni mira sus profundidades, pues todos en
Pegãna han sufrido y cometido algún pecado, y todo lo tienen allí.
»Y en Pegãna no existe la oscuridad; pues cuando la noche ha vencido al sol, y ha
acallado a los Mundos, y ha vuelto grises los blancos picos de Pegãna, entonces
brillan los ojos azules de los dioses, como el Sol sobre el mar, mientras descansa cada
dios sobre su montaña.
»Y al Final, una tarde, quizá en verano, dirán los dioses hablando con los dioses:
“¿Cómo será MANA-YOOD-SUSHAI, y cómo será EL FIN?”
»Y entonces MANA-YOOD-SUSHAI apartará con la mano las brumas que ocultan su
descanso, y dirá: “Este es el Rostro de MANA-YOOD-SUSHAI y este es EL FIN”».
Entonces dijeron las gentes al profeta: «¿No habrá un círculo de montes negros en
alguna tierra abandonada, en forma de un caldero con la anchura de un valle, en el
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que ruja y hierva la roca derretida, y salgan lanzados hacia arriba peñascos de
montaña para hundirse otra vez en medio del borboteo, donde puedan hervir allí
eternamente nuestros enemigos?»
Y el profeta respondió: «Al pie de las montañas de Pegãna, sobre las cuales
descansan los dioses, está escrito: “Tus enemigos son perdonados”».
Dijo el Profeta de los dioses: «Allá junto al camino hay sentado un falso profeta; y a
todo el que anda detrás de conocer los días ocultos le dice: “Mañana te hablará el
Rey, cuando pase en su carro”».
Pero además, todo el pueblo le trae presentes; y el falso profeta recibe más de los
que escuchan sus palabras que el Profeta de los dioses.
Entonces dijo Imbaun: «¿Qué sabe el Profeta de los dioses? Sólo sé que los
hombres y yo no sabemos nada acerca de los dioses ni acerca de los hombres. ¿Debo
decir esto a las gentes, yo, que soy su profeta?
»Pues, ¿por qué eligen las gentes a sus profetas, sino para que alienten las
esperanzas del pueblo, y digan que sus esperanzas son ciertas?»
El falso profeta dice: «Mañana te hablará el Rey».
¿No puedo decir yo: «El día de Mañana, cuando descanses en Pegãna, los dioses
hablarán contigo»?
Y el pueblo será feliz; y sabrán, los que han creído en las palabras del profeta al
que eligieron, que sus esperanzas son ciertas.
Pero ¿qué sabrá el Profeta de los dioses, al que nadie puede ir a decirle: «Tus
esperanzas son ciertas», pues a nadie puede hacer signos extraños ante sus ojos que
conjuren su miedo a la muerte, y para el que nada vale, salvo el cántico de sus
sacerdotes?
El Profeta de los dioses ha vendido su felicidad por sabiduría, y ha dado sus
esperanzas a cambio de las del pueblo.
Dijo también Imbaun: «Cuando, de noche, te encuentres enojado, observa lo
serenas que están las estrellas; ¿van a murmurar los seres pequeños cuando hay esa
paz entre los grandes? Y cuando, de día, te sientas enojado, contempla los montes
lejanos, y observa la calma que adorna sus rostros. ¿Vas a seguir en tu enojo cuando
ellos están tan serenos?
»No te enojes con los hombres, pues son empujados como tú por Dorozhand.
¿Acaso se acometen unos a otros los bueyes cuando van uncidos al mismo yugo?
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»Y no te enojes con Dorozhand, porque será como golpear tus dedos desnudos
contra un peñasco de hierro.
»Todo es así porque así iba a ser. No murmures, pues, contra lo que es, puesto que
así iba a ser».
Y dijo Imbaun: «El Sol se eleva y cubre de luz gloriosa las cosas que ve; y, gota a
gota, convierte el humilde rocío en toda suerte de gemas. Y viste los montes de
esplendor.
»Y también nace el hombre. Y una luz gloriosa ilumina los jardines de su
juventud. Uno y otro hacen un largo viaje para cumplir lo que Dorozhand quiere de
ellos.
»No tardará ahora en ponerse el sol, y muy suavemente empezarán a parpadear
las estrellas en la quietud.
»También el hombre muere. En silencio, junto a su tumba, llorarán sus amigos y
deudos.
»¿No volverá a surgir su vida en algún lugar de los mundos? ¿No volverá a
contemplar los jardines de su juventud? ¿O acaso camina hacia su fin?»
Había llegado tal pestilencia a Aradec que el Rey, desde su palacio, veía morir a los
hombres. Y viendo la Muerte, temió el Rey morir un día él también. Así que mandó a
sus guardias que trajeran ante él al profeta más sabio que pudiesen hallar en Aradec.
Entonces fueron los heraldos al templo de Todos los dioses excepto Uno, y
alzaron la voz, tras ordenar silencio primero, diciendo: «Rhazahan, rey de Aradec,
príncipe por derecho de Ildun e Ildaun, príncipe por conquista de Pathia, Ezek y
Azhan, y Señor de los Montes, envía saludos al Profeta de Todos los dioses excepto
Uno».
Seguidamente, lo condujeron ante el Rey.
Y el Rey dijo al profeta: «¡Oh, Profeta de Todos los dioses excepto Uno!, ¿moriré
yo también?»
Y el profeta contestó: «¡Oh, Rey, tu pueblo no puede vivir en eterna alegría, y un
día el Rey morirá!»
Y respondió el Rey: «Bien puede ser; pero lo que sí es cierto, es que tú vas a
morir. Tal vez yo muera algún día; pero hasta entonces, las vidas de mis súbditos
están en mis manos».
Y seguidamente, los guardias se llevaron al profeta.
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Y surgieron nuevos profetas en Aradec, pero no hablaron de muerte a los reyes
nunca más.
DE OOD
Dicen los hombres que si llegas al Sundari, más allá de todas las llanuras, y asciendes
a su cumbre sin ser sepultado por los aludes que siempre acechan en sus laderas,
verás ante ti numerosos picos. Y si los escalas, y cruzas sus valles (de los que hay
siete, como siete son los picos), llegarás finalmente a la tierra de los montes
olvidados, donde en medio de múltiples valles y blanca nieve se alza el «Gran
Templo de Un Solo dios».
En él hay un profeta soñando que no hace nada, y un grupo de soñolientos
sacerdotes a su alrededor.
Son los sacerdotes de MANA-YOOD-SUSHAI Dentro del templo está prohibido
trabajar; tampoco se permite rezar. En su interior no existe diferencia entre la noche y
el día. Todos descansan como descansa mana. Y su profeta se llama Ood.
Ood es el profeta más grande de toda la Tierra, y se ha dicho que si Ood y sus
sacerdotes rezasen y elevasen juntos sus cánticos invocando a MANA-YOOD-SUSHAI
entonces despertaría MANA-YOOD-SUSHAI, pues sin duda oiría las plegarias de su
profeta… Y los Mundos dejarían de existir.
Hay también otro camino que conduce a la tierra de las colinas olvidadas, llano y
recto, que atraviesa el corazón de las montañas. Pero por ciertas razones ocultas, es
mejor que elijas cruzar por la nieve y los picos, aun a riesgo de perecer en la empresa,
y no pretendas llegar hasta Ood por ese camino llano y derecho.
EL RÍO
Nace un río en Pegãna que no es río de agua ni de fuego, el cual fluye por los cielos
hasta el mismo Borde de los Mundos: es un río de silencio. De un extremo al otro de
los Mundos hay sonidos, ruidos de movimiento, y ecos de voces y de cantos; pero en
ese Río no se ha oído jamás rumor alguno, pues en él mueren todos los ecos.
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Ese Río brota del batir de tambor de Skarl, y discurre perpetuamente entre riberas
de truenos, hasta que llega a la inmensidad desierta que está más allá de los Mundos,
detrás de la estrella más lejana, al Mar del Silencio.
Yo me hallaba tumbado en ese desierto, lejos de todas las ciudades y ruidos; y por
encima de mí corría el Río de Silencio, de una parte del cielo a la otra; y en el borde
del desierto, la noche luchaba con el Sol, hasta que súbitamente lo venció.
Entonces vi en el Río la nave construida de sueños del dios Yoharneth-Lahai,
alzando su enorme proa gris en el aire, sobre el Río de Silencio.
Sus tablas eran antiguos sueños, soñados hacía mucho tiempo, sus altos y rectos
mástiles eran fantasías de poetas, y su aparejo lo formaban las esperanzas de las
gentes.
En la cubierta iban remeros agarrados a sus remos de onírica solidez; remeros que
eran hijos de la fantasía de los hombres, príncipes de antiguas historias, y gente
muerta o que jamás existió.
Se inclinaban adelante y atrás, llevando a Yoharneth-Lahai por los mundos, sin
hacer jamás ruido alguno con sus remos. Pues con cada soplo de viento que llega
hasta Pegãna, llegan esperanzas y fantasías de las gentes que carecen de hogar en los
Mundos; y Yoharneth-Lahai teje sueños con ellas, para así devolverlas a quienes les
dieron origen.
Y cada noche zarpa Yoharneth-Lahai en su onírica nave, con todo su cargamento
de sueños, para llevar de nuevo a las gentes sus viejas esperanzas y todas sus
olvidadas fantasías.
Pero antes que el día regrese, y que los victoriosos ejércitos del amanecer arrojen
sus rojas lanzas al rostro de la noche, Yoharneth-Lahai abandona los Mundos
dormidos, y retorna por el Río Silente que va de Pegãna al Mar del Silencio, el cual
se halla más allá de los Mundos.
Y ese es el río que llaman Imrana, Río Silente. Los que están cansados del ruido
de las ciudades y hastiados de clamor, se acercan de noche a la nave de Yoharneth-
Lahai, suben a bordo de ella y, abriéndose paso entre los sueños y fantasías de otro
tiempo, se tumban en su cubierta; y durmiendo, entran a formar parte del Río,
mientras Mung, detrás, hace el signo de Mung, porque así lo han de recibir. Y
echados en la cubierta entre sus propias fantasías recordadas y canciones que nunca
se cantaron, remontan antes de amanecer el río Imrana, adonde no llega el rumor de
las ciudades, ni se oye la voz del trueno, ni el aullido nocturno del Dolor que roe los
cuerpos de los hombres, ni los lejanos y olvidados gemidos de los pequeños
sufrimientos que afligen a los Mundos.
Pero en las puertas de Pegãna, donde el Río fluye entre las grandes constelaciones
gemelas Yum y Gothum, y Yum se yergue centinela a su izquierda y Gothum a su
derecha, está Sirami, señor de Todo Olvido. Y cuando la nave se acerca, Sirami
escruta con sus ojos de zafiro los rostros —y más adentro de ellos— de los que llegan
cansados de las ciudades; y al mirarlos, como el que mira ante sí y no recuerda nada,
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saluda blandamente con la mano. Y en medio del saludo de su mano, aquel a quien
mira Sirami queda despojado de todo recuerdo, salvo de ciertas cosas que no puede
olvidar ni aun más allá de los Mundos.
Se ha dicho que cuando Skarl deje de batir su tambor, y despierte MANA-YOOD-
SUSHAI y sepan los dioses de Pegãna que ha llegado EL FIN, embarcarán todos ellos en
galeras de oro, cuyos soñados remeros los llevarán por el curso del Imrana (quién
sabe por qué), hasta que el Río desemboque en el Mar del Silencio, donde no serán
dioses de nada, donde nada es, y adonde jamás llegará un solo ruido. Y a lo lejos, en
las riberas del Río, ladrará el Tiempo, el viejo perro sabueso, deseoso de destrozar a
sus amos; entretanto, MANA-YOOD-SUSHAI meditará algún plan sobre otros dioses y
otros mundos.
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pues se irán hundiendo en el cielo con todos los mundos cuando las galeras se alejen;
porque salieron de los dioses, y los dioses ya no estarán.
Y entonces el perro saltará sobre Mung y le destrozará la garganta; y este,
haciendo por última vez el signo de Mung, descargará con la Muerte su golpe,
hendiéndole la cruz; y esa Espada, manchada con la sangre del Tiempo, enmohecerá,
y desaparecerá.
Entonces MANA-YOOD-SUSHAI se habrá quedado solo, sin la Muerte y sin el
Tiempo, y no volverán a silbar las horas en su oído, ni oirá sisear en el aire las vidas
fugaces.
Y las galeras de oro se llevarán a los dioses muy lejos de Pegãna, y sus rostros
reflejarán una completa serenidad, porque habrán comprendido que es EL FIN.
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EL TIEMPO Y LOS DIOSES
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PREFACIO
Estos cuentos tratan de las cosas que les acontecieron a los dioses y a los hombres en
Yarnith, Averon y Zarkandhu, y en otros países de mis sueños.
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EL TIEMPO Y LOS DIOSES[3]
Hace muchísimo tiempo, cuando los dioses eran jóvenes y su atezado siervo el
Tiempo carecía de edad, dormían los dioses tendidos junto a un río que discurría
sobre la tierra. Allí, en un valle que se habían reservado para Su propio descanso, los
dioses soñaban sueños de mármol. Y los sueños, enhiestos y orgullosos, alzaban entre
el río y el cielo sus cúpulas y pináculos de espejeante blancura en la madrugada. En el
centro de la ciudad, el mármol reluciente de mil peldaños ascendía hasta la ciudadela,
donde se levantaban cuatro pináculos que enviaban sus centelleos al cielo; y en medio
de ellos estaba la cúpula, inmensa, tal como los dioses la habían soñado. A todo su
alrededor, terraza tras terraza, se extendían campos de mármol, bien guardados por
los leones de ónice y efigies esculpidas de todos los dioses entremezcladas con los
símbolos de los mundos. Con un rumor como de tintineo de campanillas, en una
tierra remota de pastores oculta por unos montes, las aguas de numerosas fuentes
retornaban otra vez a su origen. Entonces despertaban los dioses, y allí estaba
Sardathrion. No han concedido los dioses a los hombres corrientes pisar las calles de
Sardathrion, ni a los ojos comunes contemplar sus surtidores. Sólo a quienes ellos han
hablado, asomándose entre las estrellas, en pasajes solitarios y nocturnos; sólo a
quienes han oído la voz de los dioses por encima del alba, o han visto Sus rostros
inclinados sobre el mar, sólo a esos les ha sido concedido ver Sardathrion, estar
donde sus pináculos se reúnen en la noche fresca del sueño de los dioses. Porque
alrededor del valle se extiende un gran desierto que ningún viajero corriente puede
atravesar. Sólo aquellos a quienes los dioses escogen sienten de pronto un gran
anhelo en el corazón; y cruzando las montañas que separan el desierto del resto del
mundo, emprenden el camino a través de él impulsados por los dioses, hasta que,
oculto en el corazón del desierto, descubren por fin el valle, y contemplan con sus
ojos Sardathrion.
En el desierto que se extiende más allá del valle crecen mil espinos, todos
apuntando hacia Sardathrion. Y quizá son muchos los que han llegado a la ciudad de
mármol por deseo de los dioses, pero ninguno puede regresar. Porque ya no vuelven a
ser las demás ciudades un hogar apropiado para el hombre cuyos pies pisaron las
calles de Sardathrion, donde ni los dioses se avergüenzan de andar con humana
apariencia embozados en Sus capas. Así pues, jamás oirá ciudad alguna las canciones
que cantan en la ciudadela de mármol aquellos en cuyos oídos sonaron las voces de
los dioses. Ninguna noticia llegará jamás a otras tierras de la música que forman las
fuentes de Sardathrion cuando las aguas que se elevan hacia el cielo regresan al lago
donde los dioses, a veces, se refrescan la cara a la manera de los hombres. Nadie
podrá oír nunca la voz de los poetas de esa ciudad, a los que los dioses han hablado.
Muy lejos se encuentra esa ciudad. Jamás se oyó el menor rumor de ella: sólo yo
la soñé, aunque no puedo saber si son verdad mis sueños.
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Los dioses se hallaban sentados sobre el Crepúsculo, años más tarde, gobernando los
mundos. Ahora ya no paseaban por la Ciudad de Mármol, al atardecer, oyendo el
chapoteo de las fuentes o escuchando las canciones de los hombres a los que amaban;
porque era en los años posteriores, y debían atender a su tarea de dioses.
Pero a menudo, mientras descansaban un rato de su labor de dioses, de oír
humanas súplicas o enviar aquí a la Pestilencia y allá a la Compasión, hablaban entre
sí de los viejos tiempos, diciendo: «¿Te acuerdas de Sardathrion?», y otro contestaba:
«¡Ah!, de Sardathrion, y de sus terrazas de mármol envueltas por la bruma, donde
ya no paseamos».
Luego los dioses volvían a su tarea de dioses, respondiendo a las plegarias de los
hombres, o infligiéndoles castigos; y enviaban sin cesar a su atezado siervo, el
Tiempo, a sanar o a oprimir. Y el Tiempo se internaba en los mundos para cumplir el
mandato de los dioses, aunque lanzando furtivas miradas a sus amos; y los dioses
desconfiaban de él, porque sabía qué sería de los mundos y los dioses.
Un día en que el Tiempo furtivo había entrado en los mundos a afligir ciudades de
las que estaban cansados los dioses, se dijeron estos, sentados sobre el Crepúsculo:
—Sin duda somos los señores del Tiempo, y dioses de los mundos. Mirad cómo
nuestra ciudad de Sardathrion se alza por encima de todas las demás ciudades. Las
otras surgen y perecen, en cambio Sardathrion se yergue como la primera y la
postrera de todas. Los ríos se pierden en el mar, y los arroyos abandonan los montes;
en cambio, las fuentes de Sardathrion brotan perpetuamente en nuestra soñada
ciudad. Igual que fue Sardathrion cuando los dioses eran jóvenes, así son hoy sus
calles el signo de que nosotros somos los dioses.
De súbito, se presentó la atezada figura del Tiempo ante los dioses, con las manos
goteantes de sangre, y la enrojecida espada colgando ociosa entre sus dedos; y dijo:
—¡Sardathrion ha muerto! ¡La acabo de destruir! Y los dioses dijeron:
—¿Sardathrion? ¿La ciudad de mármol Sardathrion? ¿La has destruido tú? ¿Tú,
el esclavo de los dioses?
Y el más anciano de los dioses dijo:
—¿Sardathrion, Sardathrion, Sardathrion ha muerto?
Y el Tiempo lo miró furtivamente a la cara, y avanzó hacia él toqueteando con sus
dedos goteantes el puño de su espada veloz.
Entonces temieron los dioses con renovado recelo que el que había destruido Su
ciudad exterminase un día a los dioses. Y un llanto nuevo se propagó lastimero en el
Crepúsculo: el lamento de los dioses por Su ciudad soñada, que exclamaban:
«No podrán las lágrimas devolvernos la ciudad de Sardathrion.
»Pero esto es lo que pueden hacer los dioses que contemplaron —y lo hicieron
con mirada impasible— los sufrimientos de diez mil mundos: llorar por ti.
»No podrán las lágrimas devolvernos la ciudad de Sardathrion.
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»No pienses, Sardathrion, que son tus dioses quienes te enviaron ese destino; el
que te ha derribado, derribará también a tus dioses.
»¡Cuántas veces, cuando a la Noche sobrevenía de pronto la Mañana jugando por
los campos del Crepúsculo, vimos emerger tus pináculos de la oscuridad,
Sardathrion, Sardathrion, ciudad soñada de los dioses, y surgir tus leones de ónice,
miembro a miembro, de la negrura!
»¡Cuántas veces hemos enviado a nuestro hijo el Amanecer a jugar con las crestas
de los surtidores de tus fuentes! ¡Cuántas veces la Tarde, la más amable de nuestras
diosas, se demoró en tus balcones!
»Que un fragmento de tus mármoles emerja del polvo para que tus dioses lo
acaricien, como acaricia el hombre, cuando ha perdido todos sus demás tesoros, un
mechón de cabello de su amada.
»Sardathrion, los dioses deben besar otra vez el lugar donde estuvieron tus calles.
»Había mármoles maravillosos en tus calles, Sardathrion.
»¡Sardathrion, Sardathrion, los dioses lloran por ti!»
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LA LLEGADA DEL MAR[4]
Hace tiempo no había mar, y los dioses caminaban por las verdeantes llanuras de la
tierra.
Un atardecer de los años olvidados se hallaban los dioses sentados en los montes,
con todos los riachuelos del mundo durmiendo enroscados a Sus pies, cuando Slid, el
nuevo dios, abriéndose paso entre las estrellas, se presentó súbitamente en la tierra,
situada en un rincón del espacio. Y tras él venían un millón de olas, todas siguiendo a
Slid y avanzando por el crepúsculo; y Slid descendió a la tierra en uno de los grandes
valles verdes que dividen el sur, y acampó aquí para pasar la noche, con todas sus
olas a su alrededor. Pero a los dioses, que se hallaban en lo alto de Sus montes, les
llegó, cruzando los verdes espacios que se extienden al pie de los montes, un grito
nuevo; y se dijeron:
—Ese no es el grito de la vida ni el susurro de la muerte. ¿Qué nuevo grito es este
que los dioses jamás han ordenado, y no obstante llega a los oídos de los dioses?
Y elevando juntos sus gritos los dioses, formaron el grito del sur, llamando a su
presencia al viento del sur. Y otra vez gritaron todos juntos los dioses, haciendo el
grito del norte, para llamar a Ellos al viento del norte; y así, reunieron todos Sus
vientos, y los enviaron a las bajas llanuras para que averiguasen qué ser había
proferido aquel grito nuevo, y lo alejasen de la proximidad de los dioses.
Entonces los vientos aparejaron sus nubes y emprendieron la marcha hasta que
llegaron al gran valle verde que divide el sur en dos; y allí descubrieron a Slid, con
todas sus olas a su alrededor. Entonces, durante gran espacio, contendieron Slid y los
cuatro vientos, hasta que estos se quedaron sin fuerzas; y volvieron maltrechos a sus
amos los dioses, diciendo:
—Hemos encontrado al nuevo ser que ha llegado a la tierra, y hemos luchado
contra sus ejércitos; pero no hemos podido expulsarlo. Y ese nuevo ser es hermoso;
pero está lleno de furia, y se desliza hacia los dioses.
Pero Slid avanzaba a la cabeza de su ejército, valle arriba; y, pulgada a pulgada y
milla a milla, iba invadiendo las tierras de los dioses. Entonces, desde Sus montes, los
dioses mandaron un gran escuadrón de peñascos de dura y roja roca, y lo enviaron
contra Slid. Y aquellos acantilados descendieron hasta que llegaron ante Slid,
inclinaron la cabeza, y formaron un frente firme y ceñudo para defender las tierras de
los dioses contra el poder del mar, cerrándole el paso a Slid hacia el resto del mundo.
Entonces Slid envió algunas de sus olas menores para que averiguasen qué era lo que
se le resistía, y los acantilados las hicieron saltar en pedazos. Pero Slid retrocedió,
formó un tropel con sus olas más grandes, y las lanzó contra los acantilados; y los
acantilados las volvieron a deshacer. Y otra vez llamó Slid de sus profundidades a
una poderosa formación de olas, y las envió rugientes contra los guardianes de los
dioses; y las rojas rocas fruncieron el ceño, y las derribaron. Nuevamente reunió Slid
a sus olas más poderosas y las envió contra los acantilados; y aunque fueron
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dispersadas como las que las habían precedido, los acantilados no podían mantenerse
ya en pie firme, y sus caras estaban marcadas y maltrechas. Entonces envió Slid, a
cada grieta de la roca, sus olas más grandes en series sucesivas, y el propio Slid
agarró con sus garras las rocas enormes, y las arrancó, sepultándolas bajo sus pies. Y
cuando cesó el tumulto, el mar había vencido, y los ejércitos de Slid marcharon sobre
los restos destrozados de los rojos acantilados, y siguieron ascendiendo a lo largo del
valle verdeante.
Entonces los dioses oyeron reír a Slid exultante a lo lejos, y cantar triunfales
canciones sobre los rotos acantilados, mientras avanzaba el fragor de su ejército y
sonaba más cerca cada vez.
Entonces los dioses llamaron a Sus tierras altas, para que acudiesen a salvar Su
mundo frente a Slid; y se agruparon las mesetas, y se pusieron en marcha, formando
un blanco frente de centelleantes acantilados, y se alinearon ante Slid. Entonces Slid
dejó de avanzar y calmó a sus legiones; y mientras sus olas se aplacaban, comenzó a
canturrear una canción que en otro tiempo, hacía muchos años, había turbado a las
estrellas y arrancado lágrimas al crepúsculo.
Los acantilados seguían en guardia, severos, prestos a salvar de los dioses al
mundo; pero la canción que en otro tiempo había turbado a las estrellas siguió
elevando su queja, despertando deseos contenidos, hasta que su melodía llegó a los
pies de los dioses. Y los ríos azules que dormían enroscados abrieron sus ojos
relucientes, se desperezaron, sacudieron sus juncos y, serpeando entre los montes,
comenzaron a descender en busca del mar. Y tras cruzar el mundo, llegaron por
último a donde se alzaban los blancos acantilados; y una vez tras ellos, los hendieron
aquí y allá, y se precipitaron finalmente por entre sus rotas formaciones en Slid. Y los
dioses se enojaron con Sus ríos traidores.
Entonces Slid dejó de cantar la canción que sosiega al mundo, reunió a sus
legiones, alzaron la cabeza los ríos con las olas, y se pusieron todos en marcha para
asaltar el acantilado de los dioses. Y por donde los ríos habían roto las formaciones
de roca, penetraron los ejércitos de Slid, rompiéndolas y deshaciéndolas en islas. Y
los dioses, en la cima de sus montes, oyeron elevarse otra vez la voz triunfal de Slid
por encima de Sus acantilados.
Más de la mitad del mundo se hallaba ya sometido a Slid, y aún seguían
avanzando sus ejércitos; y los pueblos de Slid, peces y largas anguilas, entraban y
salían por los cenadores en otro tiempo tan queridos de los dioses. Entonces los
dioses temieron por Su dominio, y retrocedieron en tropel a los lugares más
recónditos y sagrados de las montañas, al verdadero corazón de los montes, donde
encontraron a Tintaggon, monte de mármol negro, que miraba fijamente más allá de
la tierra; y le dijeron así con sus voces de dioses:
—¡Oh, tú, el más viejo de nuestros montes, cuando creamos la tierra te hicimos
primero a ti, y después formamos los campos y las hondonadas, los valles y los
demás montes, y los pusimos a tus pies! Ahora, Tintaggon, tus antiguos señores los
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dioses se enfrentan a un nuevo ser que derroca a los ancianos. Ve, pues, Tintaggon, y
detén a Slid, a fin de que los dioses sigan siendo dioses y la tierra siga siendo verde.
Y al oír la voz de sus señores los dioses ancianos, Tintaggon descendió al
atardecer, dejando tras de sí una estela de crepúsculo. Y cruzando la tierra verdeante,
llegó a Ambrady, en el borde del valle, y allí se encontró con los más feroces ejércitos
de Slid que seguían conquistando mundo.
Y Slid arrojó contra él la fuerza de una bahía entera, la cual fue a estrellarse
contra las rodillas de Tintaggon y se desparramó por sus costados; luego descendió y
se dispersó. Tintaggon siguió en pie firme por el honor y dominio de sus señores los
dioses ancianos. Entonces fue Slid a Tintaggon y le dijo: «Hagamos una tregua.
Retírate de Ambrady y déjame pasar entre tus filas, a fin de que mis ejércitos puedan
subir por el valle que se abre hacia el mundo, y de que la tierra verdeante que sueña a
los pies de los dioses ancianos conozca al nuevo dios Slid. Entonces mis ejércitos
dejarán de luchar contigo, y tú y yo seremos señores por igual de toda la tierra,
cuando el mundo entero cante el canto de Slid, y tu cabeza se levante por encima de
mis tropas, una vez que todos los montes rivales hayan perecido. Yo te cubriré con
todas las galas del mar, y amontonaré a tus pies todos los botines que he obtenido en
extrañas ciudades. Tintaggon: he conquistado todas las estrellas, mi canto surca todos
los espacios, y vengo victorioso de Mahn y de Khanagat, situadas en el borde más
extremo de los mundos. Tú y yo vamos a ser señores por igual, cuando los dioses
ancianos hayan desaparecido, y la verde tierra sepa de la existencia de Slid.
Obsérvame centelleando amable y azul con mil sonrisas y movido por mil
disposiciones de ánimo». Y Tintaggon respondió: «Yo soy sólido y negro, y tengo
una sola voluntad: defender a mis amos y su tierra verdeante».
Entonces Slid retrocedió gruñendo, convocó a las olas de todo un mar, y las lanzó
de lleno, cantando, al rostro de Tintaggon. Y de la frente marmórea de Tintaggon, el
mar cayó hacia atrás, llorando, sobre una playa desigual; y, ondulación tras
ondulación, regresó disperso a Slid y dijo: «Tintaggon sigue en pie».
Muy lejos de la batida playa que se extendía a los pies de Tintaggon, Slid
descansó mucho tiempo, y mandó al nautilus que merodease bajo la mirada de
Tintaggon, mientras él y sus ejércitos cantaban ociosas canciones sobre islas
hermosas del lejano sur, sobre las inmóviles estrellas de las que salieron con sigilo, y
sobre el crepúsculo y el pasado. Pero Tintaggon siguió con los pies firmemente
plantados en el borde del valle, defendiendo del mar a los dioses y su tierra verdeante.
Y mientras cantaba Slid sus canciones, y jugaba con el nautilus que navegaba de
un lado para otro, fue reuniendo a sus océanos. Una mañana, mientras cantaba
canciones sobre viejas guerras horribles y paces deleitosas, y sobre islas de ensueño y
sobre el sol y el viento del sur, sacó de repente, de las profundidades, cinco océanos
para atacar a Tintaggon. Y los cinco océanos se abalanzaron sobre Tintaggon, y
pasaron por encima de su cabeza. Uno tras otro, fueron soltando los océanos su presa;
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uno tras otro, fueron cayendo hacia atrás mientras Tintaggon seguía firme; y por la
mañana el poder de los cinco océanos yacía inerte a los pies de Tintaggon.
Lo que Slid había conquistado quedó en su poder, y hoy no existe ya el gran valle
del sur; pero todo lo que Tintaggon había guardado frente a Slid siguió en poder de
los dioses. Ahora, el mar se extiende tranquilo a los pies de Tintaggon, en tanto él se
alza en medio de rotos y blancos acantilados, y montones de rocas alrededor de sus
pies. Y muchas veces el mar se retira de la playa, y otras muchas avanzan de nuevo
sus olas con un fragor de ejércitos devastadores, de manera que todos puedan
recordar la gran batalla que sostuvo Tintaggon una vez, cuando defendió a los dioses
y su tierra verdeante frente a Slid.
A veces, en sus sueños, los curtidos guerreros de Slid aún levantan la frente y
profieren gritos de combate; entonces se congregan negras nubes en torno a la frente
oscura de Tintaggon, mientras él se yergue ceñudo —así lo ven de lejos los barcos—
donde en otro tiempo sometió a Slid. Y los dioses saben que mientras Tintaggon siga
en pie, Ellos y Su mundo están a salvo. Y, si un día derribará a Tintaggon, es algo que
permanece entre los secretos del mar.
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UNA LEYENDA DEL ALBA[5]
Cuando empezaron los mundos y Todo, los dioses eran severos y viejos y vieron el
Principio desde debajo de sus cejas blancas por los años, todos menos Inzana, Su hija
que jugaba con la pelota dorada. Inzana era la hija de todos los dioses. Y aunque la
ley antes del Principio y después establecía que todos debían obedecer a los dioses,
sin embargo todos los dioses de Pegãna iban de acá para allá para obedecer a la Hija
del Alba, porque a ella le gustaba ser obedecida.
El mundo había oscurecido por todas partes, incluso en Pegãna, donde imperan
los dioses, había oscurecido cuando la niña Inzana, el Alba, encontró por primera vez
su pelota dorada. Entonces, bajando corriendo la escalera de los dioses con paso
ligero, calcedonia, ónice, calcedonia, ónice, peldaño a peldaño, lanzó su pelota
dorada al cielo. La pelota dorada subió al cielo rebotando, y la Hija del Alba, con el
cabello resplandeciente seguía riendo en la escalera de los dioses, y se hizo de día. De
modo que los relucientes campos de más abajo vieron el primero de todos los días
que los dioses habían destinado. Pero al declinar la tarde algunas montañas, muy
remotas, maquinaron interponerse entre el mundo y la pelota dorada y envolverla con
sus riscos y excluirla del mundo, y con su conjura todo el mundo se oscureció. Y en
lo alto de Pegãna la Hija del Alba pidió llorando su pelota dorada. Entonces todos los
dioses descendieron por la escalera hasta la puerta de Pegãna para ver qué le pasaba a
la Hija del Alba y preguntarle por qué lloraba. Entonces Inzana dijo que las montañas
negras y horribles le habían quitado su pelota dorada y la habían escondido, lejos de
Pegãna, en un mundo de rocas debajo del borde del cielo, y que quería su pelota
dorada y que no podía gustarle la oscuridad.
Acto seguido, Umborodom, cuyo perro de caza era el trueno, le puso la traílla y
atravesó con él el cielo en busca de la pelota dorada hasta llegar a las montañas, muy
remotas. Allí el trueno metió la nariz entre las rocas y ladró por los valles, seguido
por Umborodom que le pisaba los talones. Y cuanto más se acercaba el perro de caza,
el trueno, a la pelota dorada más fuerte ladraba, pero las montañas, cuya conjura
había oscurecido el mundo, permanecían arrogantes y calladas. Y en la oscuridad,
entre los riscos, custodiada por dos picos gemelos, al fin encontraron la pelota dorada
por la que lloraba la Hija del Alba. Entonces Umborodom fue debajo del mundo con
su trueno jadeando detrás de él, y penetró en la oscuridad antes de la amanecida por
debajo del mundo y le devolvió a la Hija del Alba su pelota dorada. E Inzana rió y la
tomó en sus manos, y Umborodom regresó a Pegãna, y en sus puertas el trueno se
quedó dormido.
De nuevo la Hija del Alba lanzó su pelota dorada allá arriba en el azul del cielo, y
la segunda mañana iluminó el mundo, los lagos y los océanos, y las gotas del rocío.
Pero mientras la pelota venía botando de camino, las brumas al acecho y la lluvia se
conjuraron para apoderarse de ella y envolverla en sus velos hechos jirones y se la
llevaron. Y a través de las rasgaduras de su ropa la pelota dorada lanzaba destellos,
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pero la agarraron bien y se la llevaron en seguida debajo del mundo. Entonces Inzana
se sentó en un peldaño de ónice y lloró, pues ya no podía ser feliz sin su pelota
dorada. Y de nuevo los dioses lo sintieron, y el Viento del Sur fue a contarle historias
de las islas más encantadas, a las que ella no prestó atención, ni tampoco a las
historias de templos en países solitarios que le contó el Viento del Sur, que se había
mantenido a su lado cuando lanzó su pelota dorada. Pero llegó desde lejos el Viento
del Oeste con noticias de tres viajeros envueltos en capas grises estropeadas que
llevaban con ellos una pelota dorada.
Entonces pegó un salto el Viento del Norte, el que custodia el polo, y sacó su
espada de hielo de su vaina de nieve y se fue deprisa por la carretera que lleva a
través del cielo. Y en la oscuridad de debajo el mundo encontró a los tres viajeros
vestidos de gris y se abalanzó sobre ellos y los arrojó lejos de sí, golpeándolos con su
espada hasta que sus capas grises chorrearon sangre. Y mientras huían con sus capas
ondeantes, todas rojas y grises y hechas jirones, él pegó un salto con la pelota dorada
y se la dio a la Hija del Alba.
De nuevo Inzana lanzó la pelota al cielo, hacia el tercer día, y subió y subió y
cayó hacia los campos, y cuando Inzana se agachó para cogerla oyó de pronto el
canto de todas las aves que existían. Todas las aves del mundo cantaban a la vez y
también todos los ríos, e Inzana se sentó a escuchar y no pensó más en la pelota
dorada, ni en calcedonia ni en ónice, ni en todos sus padres los dioses, sino solo en
las aves. Entonces en los bosques y prados, donde de pronto todas se habían puesto a
cantar, de repente cesaron. E Inzana, alzando los ojos, comprobó que había perdido
su pelota, y que en medio del silencio tan solo reía una lechuza. Cuando los dioses
oyeron llorar a Inzana por su pelota se agruparon en el umbral y escudriñaron la
oscuridad, pero no vieron ninguna pelota dorada. E inclinándose hacia delante
exclamaron al murciélago que pasaba de un lado a otro: «Murciélago que todo lo ves,
¿dónde está la pelota dorada?»
Y aunque el murciélago respondió nadie le oyó. Y ninguno de los vientos la había
visto, ni ninguna de las aves, y solo los ojos de los dioses escrutaban la oscuridad en
busca de la pelota dorada. Entonces dijeron los dioses: «Has perdido tu pelota
dorada», y le hicieron una luna de plata que rodaba de un lado a otro del cielo. Y la
niña lloró y la tiró por la escalera y desportilló y rompió sus bordes y preguntó por la
pelota dorada. Y Limpang Tung, el Señor de la Música, que era el menor de todos los
dioses, ya que la niña seguía llorando por su pelota dorada, salió sigilosamente de
Pegãna y, deslizándose a través del cielo, encontró a las aves de todo el mundo
posadas en los árboles y en la hiedra susurrando en la oscuridad. Les pidió, a una tras
otra, noticias de la pelota dorada. Unas la habían visto por última vez en un cerro
cercano y otras en los árboles, aunque ninguna sabía dónde estaba. Una garza la había
visto tendida en una charca, pero un pato salvaje la vio por última vez en los
cañaverales cuando volvía a casa a través de las colinas, y entonces fue rodando muy
lejos.
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Por fin el gallo exclamó que la había visto tirada debajo del mundo. Allí fue a
buscarla Limpang Tung y mientras iba el gallo le llamó a través de las tinieblas, hasta
que por último encontró la pelota dorada. Entonces Limpang Tung fue a Pegãna y se
la dio a la Hija del Alba, que había dejado de jugar con la luna. Y el gallo y toda su
familia exclamaron: «La encontramos. Encontramos la pelota dorada».
De nuevo Inzana lanzó lejos la pelota, riendo jubilosa al verla, con las manos
extendidas hacia arriba, su cabello rubio al viento, y la observó con mucha atención
mientras caía. Pero ¡ay!, cayó en el vasto mar con un chapoteo y despidió destellos y
relució mientras caía hasta que las aguas se oscurecieron encima de ella y ya no podía
verse. Y los hombres del mundo dijeron: «Cómo ha caído el rocío, y cómo se forman
brumas con las brisas de los ríos».
Pero el rocío era las lágrimas de la Hija del Alba, y las brumas sus suspiros
cuando decía: «Ya no podré jugar nunca más con mi pelota dorada, pues se ha
perdido para siempre».
Y los dioses trataron de consolar a Inzana mientras jugaba con su luna de plata,
pero ella no Les quiso escuchar, y fue a llorarle a Slid, que jugaba con flamantes
velas y en su inmenso tesoro convertía gemas y perlas y se las daba de gran señor de
ultramar. Y ella dijo: «Oh, Slid, cuya alma está en el mar, devuélveme mi pelota
dorada».
Y Slid se levantó, atezado, y vestido de alga, y desde el último peldaño de
calcedonia en las puertas de Pegãna con todas sus fuerzas se zambulló directamente
en el océano. Allí en la arena, entre las armadas destruidas de los nautilos y las
defensas rotas de los peces espada, escondida entre las aguas oscuras, encontró la
pelota dorada. Y surgiendo del mar en la oscuridad, completamente verde y goteante,
la llevó, reluciente, a la escalera de los dioses y se la devolvió a Inzana; y ella la tomó
de las manos de Slid y la lanzó por doquier por encima de sus velas y del mar, y brilló
lejos en países que no conocían a Slid, hasta que llegó a su cenit y cayó hacia el
mundo.
Pero antes de que cayese el Eclipse salió disparado de su escondite y se abalanzó
sobre la pelota dorada y la agarró en su boca. Cuando Inzana vio que el Eclipse se
llevaba su juguete llamó en voz alta al trueno, que irrumpió desde Pegãna y aullando
se lanzó sobre la garganta del Eclipse, que soltó la pelota dorada y la dejó caer hacia
la tierra. Pero las montañas negras se ocultaron bajo la nieve y, mientras la pelota
dorada caía hacia ellas, sus picos se volvieron de rubí carmesí y sus lagos de zafiros
relucientes entre la plata, e Inzana vio el joyero en el que su juguete había caído. Pero
cuando se agachó para cogerlo no encontró ningún joyero con rubíes, plata o zafiros,
sino solo únicamente montañas infames ocultas bajo la nieve que habían pillado su
pelota dorada. Y entonces lloró porque no había nadie para buscarla, pues el trueno
estaba lejos persiguiendo al Eclipse, y todos los dioses se lamentaron cuando vieron
lo apenada que estaba. Y Limpang Tung, que era el menor de todos los dioses, fue sin
embargo el que más se entristeció por la congoja de la Hija del Alba, y cuando los
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dioses dijeron: «Juega con tu luna de plata», se alejó un poco de los demás y, bajando
por la escalera de los dioses, tocando un instrumento musical, salió hacia el mundo
para encontrar la pelota dorada porque Inzana lloraba.
Y entró en el mundo hasta llegar a los acantilados inferiores que están cerca de las
montañas interiores en el centro mismo de la tierra donde el Terremoto habita en
soledad, dormido pero en activo, respirando y moviendo las piernas, y gruñendo con
fuerza en la oscuridad. Entonces Limpang Tung dijo al Terremoto una palabra al oído
que solo los dioses pueden decir, y el Terremoto se levantó enseguida y abandonó la
caverna furibundo, la caverna en la que dormía entre los acantilados, y se sacudió y
se fue al galope y revolvió las montañas que ocultaban la pelota dorada, y desmenuzó
la tierra que había entre ellas y se abalanzó sobre sus riscos y se cubrió de rocas y
montones de tierra caída, y regresó voraz y refunfuñando al centro de la tierra, y allí
se tendió y durmió de nuevo durante otros cien años. Y la pelota dorada rodó
libremente, pasó bajo la tierra despedazada, y así volvió rodando a Pegãna; y
Limpang Tung volvió a casa, a los peldaños de ónice, y tomó de la mano a la Hija del
Alba y no le contó lo que había hecho sino que le dijo que fue el Terremoto, y se
marchó a sentarse a los pies de los dioses. Pero Inzana fue a pasarle la mano por la
cabeza al Terremoto, pues dijo que en el centro de la tierra estaba oscuro y aislado.
Más tarde, volviendo a subir peldaño tras peldaño, calcedonia, ónice, calcedonia,
ónice, la escalera de los dioses, arrojó de nuevo su pelota dorada desde las Puertas
lejos hacia el mar para alegrar al mundo y al cielo, y se echó a reír al verla irse.
Y lejos Troggol en el mismo Borde pasó una página que estaba numerada con el
seis en una clave que nadie podía leer. Y mientras la pelota dorada atravesaba el cielo
para brillar sobre países y ciudades, vino hacia ella la Niebla, encorvada al andar con
su manto marrón oscuro, y se escabulló la Noche. Y mientras la pelota dorada
cruzaba rodando la Niebla, de pronto la Noche gruñó y saltó sobre ella y se la llevó.
A toda prisa Inzana reunió a los dioses y dijo: «La Noche ha cogido mi pelota dorada
y ningún dios puede ya recuperarla, pues nadie sabría decir hasta dónde vaga la
Noche, que merodea a nuestro alrededor y más allá de los mundos».
Ante las súplicas de la Hija del Alba todos los dioses utilizaron las estrellas como
antorchas, y siguieron por todo el cielo los pasos de la Noche por muy lejos que
merodease. Y en un momento dado Slid, con las Pléyades en la mano, se acercó a la
pelota dorada, y en otro Yoharneth-Lahai, sosteniendo a Orión como antorcha, pero
finalmente Limpang Tung, llevando el lucero del alba, encontró la pelota dorada lejos
bajo el mundo cerca de la guarida de la Noche.
Y todos los dioses agarraron la pelota al mismo tiempo, y la Noche volviéndose
apagó las antorchas de los dioses y después se escabulló; y todos los dioses
ascendieron con júbilo la reluciente escalera de los dioses, elogiando todos un poco a
Limpang Tung, que durante la persecución había seguido tan de cerca a la Noche en
busca de la pelota dorada. Entonces, muy abajo en el mundo, un niño humano pidió a
gritos la pelota dorada a la Hija del Alba, e Inzana cesó su juego que iluminaba el
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mundo y el cielo, y arrojó la pelota desde las Puertas de los dioses al pequeño niño
humano que jugaba abajo en los campos, y que un día moriría. Y el niño jugó durante
todo el día con la pelota dorada abajo en los campos donde viven los humanos, y por
la noche se acostó y la metió bajo la almohada, y se durmió, y nadie trabajó en todo
el mundo porque el niño estaba jugando. Y la luz de la pelota dorada ascendía desde
debajo de la almohada y salía a raudales por la puerta entreabierta y brillaba en el
cielo occidental, y Yoharneth-Lahai entró por la noche en la habitación y se llevó con
cuidado la pelota (pues era un dios) que estaba debajo de la almohada y se la
devolvió a la Hija del Alba para que reluciera en un peldaño de ónice.
Pero algún día la Noche agarrará la pelota dorada y se la llevará en seguida a su
guarida, y Slid se zambullirá en el mar desde el Umbral para ver si está allí, y saldrá a
la superficie cuando los pescadores saquen sus redes y no la encontrará, ni tampoco
entre las velas. Limpang Tung la buscará entre las aves y no la encontrará cuando el
gallo se calle, y Umborodom irá a los valles de arriba a buscar entre los riscos. Y el
perro de caza, el trueno, perseguirá al Eclipse y todos los dioses irán a buscarla con
Sus estrellas, pero nunca encontrarán la pelota. Y los hombres, al no tener ya la luz de
la pelota dorada, no rezarán más a los dioses que, al no rendirles culto, dejarán de ser
dioses.
Esas cosas se ocultan incluso a los dioses.
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LA VENGANZA DE LOS HOMBRES[6]
Antes del Comienzo, los dioses dividieron la tierra en pasto y yermo. Crearon pastos
agradables que cubriesen la faz de la tierra, hicieron huertos en los valles, y parajes
pelados en lo alto de los montes; pero a Harza la condenaron, sentenciaron y
predestinaron a ser eternamente erial.
Cuando, al atardecer, el mundo rezaba a los dioses, los dioses escuchaban sus
plegarias; pero se olvidaban de las oraciones de las tribus de Arim. Así que los
hombres de Arim eran agobiados por las guerras, y arrojados de una tierra a otra,
aunque no se dejaban aplastar. Y el pueblo de Arim se dio dioses a sí mismo,
erigiendo en dioses a sus hombres, hasta que los dioses de Pegãna volviesen a
acordarse de ellos. Y sus jefes Yoth y Haneth, haciendo de dioses, siguieron guiando
a su pueblo aunque eran acosados por todas las tribus. Por último, llegaron a Harza,
donde no había tribus, y descansaron al fin de la guerra; y dijeron Yoth y Haneth: «La
tarea ha concluido; ahora, sin duda, los dioses de Pegãna se acordarán de nosotros».
Y construyeron una ciudad en Harza, y cultivaron el suelo; y el verdor se propagó por
el erial como se propaga el viento por el mar; y entonces hubo frutos y ganado en
Harza, y rumor de miles de ovejas. Allí descansaron de su constante huir de todas las
tribus, y elaboraron fábulas sobre sus sufrimientos, hasta que todos los hombres
sonrieron en Harza, y los niños rieron con alegría.
Entonces dijeron los dioses: «No es la tierra lugar para reír». Tras lo cual salieron
a las puertas de Pegãna, donde dormía encogida la Pestilencia; y despertándola, le
señalaron hacia Harza. Y la Pestilencia cruzó el cielo a saltos entre aullidos.
Esa noche llegó a los campos cercanos a Harza; se internó en la yerba, se tumbó,
miró airadamente las luces, se lamió las zarpas, y volvió a quedarse mirando las
luces.
Pero a la noche siguiente, invisible, recorrió la ciudad entre las rientes multitudes,
entró solapadamente en las casas, una tras otra, y se asomó a los ojos de los hombres,
penetrando incluso sus párpados; de manera que cuando llegó la mañana siguiente,
los hombres miraron ante sí, y exclamaron que veían la Pestilencia, aunque otros no,
y murieron a continuación; porque los ojos verdes de la Pestilencia se habían
asomado a sus almas. Fría y húmeda era; aunque brotaba un calor de sus ojos que
abrasaba las almas de los hombres. Entonces vinieron los físicos y los hombres
versados en artes mágicas, e hicieron el signo de los físicos y el signo de los magos;
asperjaron agua azul sobre yerbas medicinales, y salmodiaron conjuros; pero la
Pestilencia siguió visitando casa tras casa, y asomándose a las almas de los hombres.
Y las vidas de las gentes escapaban en bandada de Harza; y en muchos libros se
consigna adónde iban. Sin embargo, la Pestilencia seguía cebándose en la luz que
irradian los ojos de los hombres, y nunca acababa de saciar su hambre; y se volvía
más fría y húmeda, y el calor de sus ojos aumentaba mientras, noche tras noche,
galopaba por la ciudad sin cuidarse ya de disimulos.
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Entonces los hombres de Harza rezaron a los dioses, diciendo:
—¡Altos dioses! Sed clementes con Harza.
Y los dioses escucharon sus plegarias; pero a la vez que escuchaban, señalaron
con el dedo y animaron a la Pestilencia a seguir. Y, a las voces de sus amos, la
Pestilencia se volvía más osada, y acercaba el hocico a los ojos de los hombres.
Nadie podía verla, sino aquellos a quienes atacaba. Al principio dormía de día
acurrucada en oscuras cavidades; pero cuando su hambre aumentó, empezó a salir
incluso a la luz del sol; y se agarraba al pecho de los hombres, y les hundía su mirada
en los ojos hasta secarles el alma, al extremo de que casi la podían ver confusamente
los que no eran golpeados por ella.
Hallábase Adro, el físico, en su aposento, confeccionando en un cuenco, a la luz
de una vela, una mixtura que ahuyentase a la Pestilencia, cuando entró por la puerta
un soplo que hizo parpadear la llama.
Dado que el aire era frío, el físico se estremeció, se levantó y cerró la puerta; pero
al volverse para regresar a su silla, vio a la Pestilencia dando lengüetadas en la
mixtura; a continuación saltó y echó una zarpa al hombro de Adro y otra a su capa, al
tiempo que con las otras dos lo agarraba por la cintura; y así, lo miró intensamente a
los ojos.
Pasaban dos hombres por la calle; y uno le dijo al otro: «Mañana cenaré contigo».
Y la Pestilencia esbozó una sonrisa que nadie llegó a ver, enseñando sus dientes
goteantes, y corrió a ver si al día siguiente cenaban juntos aquellos dos hombres.
Y dijo un viajero al llegar: «Esto es Harza. Aquí descansaré».
Pero esa jornada, su vida viajó más allá de Harza.
A todos tenía amedrentados la Pestilencia; y aquellos a los que hería, la veían.
Pero nadie veía las grandes figuras de los dioses, a la luz de las estrellas, azuzando a
Su Pestilencia…
Entonces los hombres abandonaron Harza; y la Pestilencia acosó a los perros y las
ratas, y saltó sobre los murciélagos al pasar por encima de ella, todos los cuales
morían y quedaban esparcidos por las calles. Pero no tardó en dar la vuelta, y
perseguir a los hombres que huían de Harza; y se apostó junto a los ríos donde se
acercaban a beber, lejos de la ciudad. Entonces regresó a Harza el pueblo de Harza,
todavía perseguido por la Pestilencia, y se congregó en el Templo de Todos los dioses
excepto Uno; y dijo el pueblo al Sumo Profeta: «¿Qué podemos hacer ahora?» A lo
que este respondió:
—Todos los dioses se han burlado de las plegarias. Este pecado debe ser
castigado para venganza de los hombres.
Y el pueblo se sintió aterrado.
El Sumo Profeta subió a la Torre bajo el cielo donde convergían las miradas de
todos los dioses a la luz de las estrellas. Allí, a la vista de los dioses, alzó la voz para
que le oyesen, y dijo: «¡Altos dioses! Os habéis mofado de los hombres. Sabed, pues,
que está escrito en la tradición antigua, y bien fundado en la profecía, que hay un FIN
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que aguarda a los dioses, los cuales saldrán de Pegãna en galeras de oro, y bajarán
por el Río Silente hasta el Mar del Silencio, donde Sus galeras se elevarán en la
niebla, y dejarán de ser dioses. Y los hombres encontrarán finalmente protección de
las burlas de los dioses en la tierra húmeda y cálida; en cuanto a los dioses, jamás
dejarán de ser Seres que fueron dioses. Cuando el Tiempo y los mundos y la muerte
se hayan ido, nada quedará, sino cansados remordimientos y Seres que en un tiempo
fueron dioses.
»Digo esto a la vista de los dioses.
»Para que lo oigan los dioses».
Entonces los dioses gritaron al unísono, señalaron con la mano la garganta del
Profeta, y la Pestilencia se abalanzó sobre él.
Hace mucho que ha muerto el Sumo Profeta, y los hombres han olvidado sus
palabras; y los dioses no saben si es cierto que EL FIN está esperando a los dioses,
pues han dado muerte a quien podía habérselo dicho. Y los Dioses de Pegãna sienten
que el miedo ha caído sobre Ellos para venganza de los hombres; pues no saben
cuándo vendrá ese FIN, ni si es cierto que llegará.
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CUANDO LOS DIOSES DORMÍAN[7]
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dioses, un objeto labrado de roca negra en el que había grabadas cuatro palabras, de
las que no podría darte ninguna pista, aun cuando la descubriese… cuatro palabras de
las que nadie sabe nada. Algunos dicen que hablan de la apertura de una flor al alba,
y otros que se refieren a temblores de tierra en los cerros, o que tratan de la muerte de
peces, y que las palabras son estas: Poder, Conocimientos, Olvido y otra palabra que
los propios dioses no pueden adivinar. Los Yozis leyeron esas palabras, y se alejaron
apresuradamente para que los dioses no se despertaran y, embarcándose en sus
galeones, ordenaron a sus remeros que se dieran prisa. Así los Yozis se convirtieron
en dioses, consiguieron el poder de los dioses, y siguieron navegando hasta la tierra, y
llegaron a una isla montañosa en el mar. Allí se sentaron en los escollos, como se
sientan los dioses, con la mano derecha en alto, y teniendo el poder de los dioses, solo
que nadie vino a adorarles. Ningún barco pasó cerca, ni llegaron allí por la noche las
plegarias de los hombres, ni el olor del incienso, ni los alaridos del sacrificio.
Entonces dijeron los Yozis:
—¿De qué sirve ser dioses si nadie nos adora ni nos ofrece sacrificios?
Y Ya, Ha y Snyrg zarparon en sus galeones de plata, y bajaron amenazadoramente
por el mar hasta llegar a las costas de los hombres. Y en primer lugar llegaron a una
isla habitada por pescadores; y la gente de la isla, bajando corriendo a la playa, les
gritaron:
—¿Quiénes sois vosotros?
Y los Yozis contestaron:
—Nosotros somos tres dioses, y querríamos tener vuestra veneración.
Pero los pescadores respondieron:
—Aquí veneramos a Rahm, el Trueno, y no damos culto ni hacemos sacrificio a
otros dioses.
Entonces los tres Yozis gruñeron encolerizados y siguieron navegando hasta
llegar a otra playa, arenosa, baja y abandonada. Y por fin encontraron a un anciano en
la orilla, y le gritaron:
—¡Anciano de la orilla! Nosotros somos tres dioses a los que harías bien en
venerar, dioses muy poderosos y dispuestos a atender plegarias.
El anciano contestó:
—Nosotros adoramos a los dioses de Pegãna, a los que les gusta mucho nuestro
incienso y el sonido de nuestros sacrificios cuando chillan en el altar.
Entonces respondió Snyrg:
—Dormidos están los dioses de Pegãna, tampoco Los despertará el murmullo de
tus plegarias que yacen en el polvo del suelo de Pegãna, y sobre Ellos, Sniracre, la
araña de los mundos, ha tejido una telaraña de bruma. Y los quejidos del sacrificio no
suenan en oídos que el sueño ha cerrado.
El anciano contestó, de pie en la playa:
—Aunque todos los dioses de antaño ya no respondan a nuestras plegarias, sin
embargo aquí en Syrinais seguiremos rogando a los dioses de antaño.
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Pero los Yozis hicieron virar sus barcos y siguieron navegando enojados,
maldiciendo a Syrinais y a los dioses de Syrinais, pero sobre todo al anciano que
estaba en la orilla.
Los tres Yozis seguían deseando ser venerados por los hombres, y llegaron, a la
tercera noche de navegación, a las luces de una ciudad; y aproximándose a la costa
encontraron una ciudad donde toda la gente cantaba y bailaba y estaba alegre.
Entonces cada uno de los Yozis permaneció en la proa de su galeón, y miró con
recelo aquella ciudad, de suerte que la música se interrumpió y el baile cesó, y todos
miraron al mar a las extrañas figuras de los Yozis bajo sus velas de plata. Entonces
Snyrg exigió que le venerasen, prometiendo aumentar los júbilos, y jurando por el
brillo de sus ojos que enviaría llamitas que perseguirían a saltos por la hierba a los
enemigos de aquella ciudad y les perseguiría por el mundo.
Pero la gente contestó que en aquella ciudad los hombres veneraban a Agrodaun,
la montaña que era única, y no podían venerar a otros dioses aunque llegaran en
galeones con velas plateadas que navegaban por encima del mar. Pero Snyrg
respondió:
—Es cierto que Agrodaun es solo una montaña, y en modo alguno un dios.
Pero los sacerdotes de Agrodaun cantaron la respuesta desde la orilla:
—Si el sacrificio de los hombres no hace que Agrodaun sea un dios, ni la sangre
todavía joven en las piedras, ni las temblorosas súplicas de diez mil corazones, ni los
dos mil años de culto y todas las esperanzas de la gente y toda la fortaleza de nuestra
raza, entonces es que no hay dioses y vosotros sois vulgares marineros que navegáis
por encima del mar.
Entonces dijeron los Yozis:
—¿Ha atendido plegarias Agrodaun?
Y la gente oyó las palabras que dijeron los Yozis.
Entonces los sacerdotes de Agrodaun se marcharon de la playa y ascendieron las
empinadas calles de la ciudad, seguidos por la gente, y fueron al páramo situado más
allá y se postraron a los pies de Agrodaun, y entonces dijeron:
—Agrodaun, si no eres nuestro dios regresa y llégate a aquellos vulgares cerros, y
cúbrete con una capa de nieve y rebájate como hacen los que son indignos del cielo;
pero si te hemos divinizado durante dos mil años, si todas nuestras esperanzas están
depositadas en ti como nuestro amparo, entonces ponte de pie y considéranos para
siempre tus adoradores en nuestra ciudad.
Y el humo que ascendía de sus pies se detuvo y el gran Agrodaun se calló; y los
sacerdotes regresaron al mar y dijeron a los tres Yozis:
—Adoraremos a nuevos dioses cuando Agrodaun se harte de ser nuestro dios, o
cuando alguna noche se vaya a trancos, y no podamos contemplar nada más elevado
que nuestra ciudad.
Y los Yozis siguieron navegando y maldiciendo a Agrodaun, pero no pudieron
ofenderlo porque no era más que una montaña.
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Y los Yozis navegaron a lo largo de la costa hasta que llegaron a un río que
desembocaba en el mar, y lo remontaron hasta llegar a un pueblo que se ocupaba de
surcar la tierra y sembrarla, y luchaba contra el bosque. Entonces los Yozis dijeron a
la gente que trabajaba en los campos:
—Si me adoráis recibiréis muchas alegrías.
Pero la gente respondió:
—No podemos adorarte.
Entonces contestó Snyrg:
—¿También tenéis vosotros un dios?
Y la gente respondió:
—Adoramos a los años venideros, y organizamos nuestra vida para cuando
lleguen, como se dejan vestiduras en el camino antes de la venida de un rey. Y
cuando lleguen esos años, aceptarán la adoración de una raza que no conocen, y su
gente ofrecerá sacrificios a los años sucesivos, los cuales, a su vez, contribuirán al
Fin.
Entonces contestó Snyrg:
—Dioses que no os recompensarán. Más bien concedednos vuestras plegarias y
tendréis nuestros placeres, los placeres que os daremos, y cuando vuestros dioses
lleguen, que se enfaden cuanto quieran… no pueden castigaros.
Pero la gente continuó sacrificando su esfuerzo a sus dioses, los años venideros,
haciendo del mundo un lugar para que habiten los dioses, y los Yozis maldijeron a
aquellos dioses y siguieron navegando. Y Ya, el señor de la Maldad, juró que cuando
llegaran aquellos años, verían si hicieron bien al haberles arrebatado el culto a los tres
Yozis.
Y los Yozis todavía seguían navegando, puesto que dijeron:
—Más nos valdría ser aves y no tener aire para volar, que ser dioses y no recibir
plegarias ni culto.
Pero donde el cielo confluye con el océano, los Yozis vieron tierra de nuevo, y
hacia aquella dirección navegaron; y allí vieron los Yozis hombres vestidos con
extraña ropa antigua realizando ritos arcaicos en un país lleno de templos. Y los Yozis
llamaron a los hombres que realizaban ritos arcaicos y dijeron:
—Somos tres dioses bien versados en las necesidades de los hombres, y los que
nos veneren pueden obtener alegría inmediata.
Pero los hombres dijeron:
—Nosotros ya tenemos dioses.
Y Snyrg contestó:
—¿También vosotros?
Los hombres respondieron:
—Nosotros veneramos las cosas que han sido y todos los años que pasaron. Nos
han ayudado divinamente, así que les rendimos el culto que les corresponde.
Y los Yozis contestaron a aquella gente:
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—Nosotros somos dioses del presente y a cambio de culto ofrecemos cosas
buenas.
Pero la gente respondió, diciendo desde la orilla:
—Nuestros dioses ya nos han dado las cosas buenas, y les rendiremos el culto que
les corresponde.
Y los Yozis volvieron el rostro hacia la tierra, y maldijeron todas las cosas que
han sido y todos los años que pasaron, y siguieron navegando en sus galeones.
Una costa rocosa en un país inhumano se elevaba frente al mar. Allí llegaron los
Yozis y no encontraron hombres, pero de la oscuridad del interior, hacia el atardecer,
llegó una manada de grandes babuinos y chillaron mucho cuando vieron los barcos.
Entonces les habló Snyrg:
—¿También tenéis vosotros un dios?
Y los babuinos escupieron.
Entonces dijeron los Yozis:
—Nosotros somos dioses atractivos, y nos acordamos de un modo especial de las
plegarias por insignificantes que sean.
Pero los babuinos miraron con recelo y ferocidad a los Yozis y no aceptaron a
ninguno de ellos por dioses.
Uno dijo que las plegarias impedían comer nueces. Pero Snyrg se inclinó hacia
delante y habló en voz baja, y los babuinos se arrodillaron y se estrecharon la mano
como hacen los hombres, y chillaron plegarias y se dijeron unos a otros que aquellos
eran los dioses de antaño, y rindieron culto a los Yozis… pues Snyrg les había
susurrado al oído que, si adoraban a los Yozis, los convertiría en hombres. Y los
babuinos se levantaron después de rezar con el rostro más lampiño y los brazos un
poco más cortos, y se fueron a disimular sus cuerpos con ropa, y después se
marcharon de la costa rocosa al galope y se juntaron con los hombres. Y los hombres
no podían discernir lo que eran, pues sus cuerpos eran cuerpos de hombre, aunque sus
almas fuesen todavía de bestia, y rindieron culto a los Yozis, que eran espíritus del
mal.
Y los señores de la maldad, el odio y la locura regresaron a su isla en el mar y se
sentaron en la orilla como se sientan los dioses, con la mano derecha en alto; y por la
noche se congregaron a su alrededor groseras plegarias que infestaron las rocas.
Pero en Pegãna los dioses se despertaron sobresaltados.
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EL REY QUE NO LO FUE[8]
El país de Runazar no tiene Rey ni nunca lo ha tenido; y la ley del país de Runazar
dice que, como nunca ha tenido Rey, jamás lo tendrá. Por consiguiente en Runazar
gobiernan los sacerdotes, que cuentan a la gente que en Runazar nunca hubo Rey.
* * *
Althazar, Rey de Runazar, y señor de todas las tierras vecinas, ordenó para un
conocimiento más preciso de los dioses que Sus imágenes fueran esculpidas en
Runazar, y en todas las tierras vecinas. Y cuando la orden de Althazar, que las
trompetas divulgaron a los cuatro vientos, llegó tintineando a los oídos de los dioses
Se alegraron mucho al oírla. Así pues los hombres extrajeron mármol de la tierra, y
los escultores se ocuparon en Runazar de obedecer el edicto del Rey. Pero los dioses
estaban en estado de alerta en las colinas, a la luz de las estrellas, donde los escultores
pudieran verlos, y Se cubrieron con nubes, y adoptaron Su semblante más divino,
para que los escultores pudieran hacer justicia a los dioses de Pegãna. Acto seguido
los dioses regresaron a trancos a Pegãna y los escultores martillearon y forjaron, y
llegó un día en el que el Maestro de los Escultores pidió audiencia al Rey y dijo:
—Althazar, Rey de Runazar, Gran Señor de todas las tierras vecinas, a quien los
dioses son favorables, humildemente hemos completado las imágenes de todos los
dioses que se mencionaban en tu edicto.
Entonces el Rey ordenó que se despejara un gran espacio entre las casas de su
ciudad, y allí fueron llevadas las imágenes de todos los dioses y expuestas ante el
Rey, y allí se reunieron el Maestro de los escultores y todos sus hombres; y ante cada
uno de ellos se puso un soldado, que llevaba un montón de oro en una bandeja
adornada con piedras preciosas, y detrás de cada uno otro soldado con una espada
desenvainada apuntando a sus cuellos, y el Rey contempló las imágenes. Y he aquí
que estaban como dioses todos cubiertos de nubes, haciendo el signo de los dioses,
pero sus cuerpos eran de hombres, y mira por dónde sus rostros se parecían al del
Rey, y sus barbas eran como la barba del Rey. Y el Rey dijo:
—Estos son dioses de Pegãna sin duda alguna.
Y a los soldados que estaban delante de los escultores se les ordenó que les
entregaran a ellos los montones de oro, y a los que estaban detrás se les ordenó
envainar sus espadas. Y la gente gritó:
—Estos son dioses de Pegãna sin duda alguna, cuyos rostros se nos permite ver
porque quiere el Rey Althazar, a quien los dioses son favorables.
Y enviaron heraldos más allá de sus fronteras a las ciudades de Runazar y a todas
las tierras vecinas, proclamando que las imágenes eran dioses de Pegãna.
Pero en Pegãna los dioses bramaron furiosos y Mung se inclinó para hacer el
signo de Mung en contra del Rey Althazar. Mas los dioses le pusieron Sus manos en
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la espalda diciendo:
No lo mates, pues es suficiente que muera Althazar, que ha hecho que los rostros
de los dioses sean como los de los hombres, pero ni siquiera debe haber sido Rey.
Entonces dijeron los dioses:
—¿Hablamos de Althazar, un Rey?
Y los dioses dijeron:
—No, no hablamos de él.
Y los dioses dijeron:
—¿Pensamos en un tal Althazar?
Y los dioses dijeron:
—No, no pensamos.
Pero en el palacio real de Runazar, Althazar, no acordándose de pronto de los
dioses, se convirtió en algo que no fue ni lo ha sido nunca.
Y junto al trono de Althazar yacía una túnica, y cerca de ella una corona, y los
sacerdotes de los dioses entraron en su palacio e hicieron de él un templo de los
dioses. Y la gente que iba a rezar decía:
—¿De quién era esta túnica, y para qué es la corona?
Y los sacerdotes respondieron:
—Los dioses han desechado el fragmento de una prenda y ¡ved!, de los dedos de
los dioses se ha deslizado un pequeño anillo.
Y la gente dijo a los sacerdotes:
—En vista de que Runazar nunca ha tenido Rey, así pues sed nuestros
gobernantes, y haced nuestras leyes ante los dioses de Pegãna.
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LA CUEVA DE KAI[9]
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Y el Rey dijo:
—¿Dónde están los días que fueron y algunas horas?
Y Syrahn respondió:
—Esas cosas están en una cueva lejos de aquí, y encima de ella monta la guardia
un tal Kai, y esa cueva la ha protegido Kai de los dioses y de los hombres desde que
el Principio se hizo. Podría ser que dejara pasar a Khanazar.
Entonces el Rey reunió elefantes y camellos cargados de oro y servidores leales
que llevaban piedras preciosas, y un ejército que le precedía y otro que le seguía, y
envió hombres a caballo para avisar a los habitantes de las llanuras que el Rey de
Averon se había puesto en marcha.
Y ordenó a Syrahn que lo llevase a aquel lugar donde se esconden los días de
antaño y todas las horas olvidadas.
Atravesando la llanura y ascendiendo al Monte Agdora, y descendiendo de su
cima, fueron el Rey Khanazar y sus dos ejércitos siguiendo a Syrahn. Ocho veces
habían armado la tienda purpúrea con bordes dorados para el rey de Averon, y otras
tantas la habían desmontado antes de que el Rey y sus ejércitos llegaran a una oscura
cueva en un valle sombrío, donde Kai montaba la guardia ante los días que fueron. Y
el rostro de Kai era como el de un guerrero que conquista ciudades y no se carga de
cautivos, y su cuerpo era como el de los dioses, pero sus ojos eran los ojos de una
bestia; ante la cual llegó el Rey de Averon con elefantes y camellos cargados de oro,
y servidores leales que llevaban piedras preciosas.
Entonces dijo el Rey:
—Mira mis regalos. Devuélveme mi ayer con sus pendones que tremolan, mi ayer
con su música y su cielo azul y todas sus multitudes que vitoreando me hicieron Rey,
el ayer que voló con sus relucientes alas sobre mi Averon.
Y Kai contestó, señalando a la cueva:
—Allí, deshonrado y olvidado, se escabulló tu ayer. ¿Y entre el montón
polvoriento de días olvidados quién se postrará para encontrar tu ayer?
Entonces respondió el Rey de Averon y de las montañas y Señor de todas las
tierras de más allá de las montañas, si es que hay alguna:
—Me arrodillaré en aquella oscura cueva y buscaré con mis manos entre el polvo
si así puedo encontrar de nuevo mi ayer y algunas horas pasadas.
Y el Rey señaló sus montones de oro que estaban donde se habían congregado los
elefantes y detrás de ellos los desdeñosos camellos. Y Kai contestó:
—Los dioses me han ofrecido los relucientes mundos y todo lo que se extiende
hasta el Borde, y todo lo que hay más allá hasta donde alcanza la vista de los
dioses… y tú me vienes con elefantes y camellos.
Entonces dijo el Rey:
—En los huertos de mi casa ha pasado una hora que conoces bien, y te ruego a ti,
que no aceptarás ninguno de los regalos que llevan los elefantes o los camellos, que
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me devuelvas por compasión un segundo, un grano de polvo que se adhiere a esa
hora en el montón depositado en el interior de tu cueva.
Y al oír la palabra compasión, Kai se echó a reír. Y el Rey dirigió sus ejércitos
hacia el este. Así pues los ejércitos regresaron a Averon y los heraldos que los
precedían pregonaban:
—Aquí viene el Rey de Averon y de las montañas y Señor de todas las tierras de
más allá de las montañas, si es que hay alguna.
Y el Rey les dijo:
—Decid más bien que llega alguien muy cansado, que sin haber conseguido nada
regresa de una búsqueda desesperada.
De modo que el rey volvió de nuevo a Averon.
Pero se dice que un atardecer cuando el sol se estaba poniendo llegó a Ilaun un
arpista con un arpa de oro que pidió audiencia al Rey.
Y se dice que los hombres lo llevaron ante Khanazar, que estaba sentado ceñudo y
solo, al que el arpista dijo:
—Tengo un arpa de oro; y a sus cuerdas se han adherido como el polvo algunos
segundos de las horas olvidadas y pequeños sucesos de los días que fueron.
Y Khanazar miró para arriba y el arpista tañó las cuerdas, y las antiguas cosas
olvidadas se movieron de nuevo, y surgió un sonido de canciones que habían
desaparecido y de voces de hace mucho tiempo. Entonces cuando el arpista vio que
Khanazar no le miraba con ira, sus dedos recorrieron las cuerdas como los dioses
corretean por el ciclo, y del arpa de oro surgió un caos de recuerdos; y el Rey
inclinado hacia delante y mirándolo fijamente ya no vio en el caos las paredes de su
palacio, sino un valle por el que serpenteaba un río, y bosques en cada colina, y un
viejo castillo solitario hacia el sur. Y el arpista, al ver una extraña mirada en el rostro
de Khanazar, dijo:
—¿Está satisfecho el Rey que domina Averon y las montañas, y todas las tierras
de más allá de ellas, si es que hay alguna?
Y el Rey dijo:
—En vista de que soy de nuevo un niño en un valle hacia el sur, ¿cómo puedo
decir cuál debe de ser la voluntad del gran Rey?
Cuando las estrellas brillaron en lo alto sobre Ilaun y el Rey seguía sentado
mirando fijamente al frente, todos los cortesanos se retiraron del gran palacio, salvo
uno que permaneció con una vela encendida, y con ellos se fue el arpista.
Y cuando despuntó el alba entre los arcos callados del palacio de mármol
palideciendo la vela, el rey seguía mirando fijamente al frente, y todavía estaba allí
sentado cuando las estrellas brillaron de nuevo con claridad muy por encima de Ilaun.
Pero a la segunda mañana el Rey se levantó y mandó llamar al arpista y le dijo:
—Vuelvo a ser Rey, y tú que tienes la habilidad de detener las horas y puedes
devolver a los hombres sus días olvidados, tú montarás la guardia ante mi gran
porvenir; y cuando me marche a conquistar Ziman-ho y haga poderosos a mis
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ejércitos, tú te interpondrás entre ese futuro y la cueva de Kai, y quizás alguna de mis
hazañas y el combate de mis ejércitos se aferren a tu arpa de oro y no se metan
deshonrados en la cueva. Pues mi porvenir, que atraviesa mis sueños con tan pesados
y sonoros pasos, es demasiado real para asociarse con los días olvidados en el polvo
de las cosas que fueron. Pero en algún día venidero, cuando los Reyes hayan muerto
y todas sus hazañas se hayan olvidado, vendrá algún arpista de entonces y evocará en
sus cuerdas doradas esas hazañas que resuenan en mis sueños, hasta que mi porvenir
progresará entre los días menores y revelará los años en los que Khanazar fue Rey.
Y el arpista contestó:
—Montaré la guardia ante tu gran porvenir, y cuando te marches a conquistar
Ziman-ho y hagas poderosos a tus ejércitos me interpondré entre tu futuro y la cueva
de Kai, hasta que tus hazañas y el combate de tus ejércitos se aferren a mi arpa de oro
y no se metan deshonrados en la cueva. De modo que cuando los Reyes hayan muerto
y todas las hazañas se hayan olvidado, los arpistas de los tiempos venideros evocarán
en sus cuerdas doradas esas hazañas tuyas. Eso es lo que haré.
Los hombres de esta época, que son expertos arpistas, cuentan todavía que
Khanazar fue Rey de Averon y de las montañas, y que afirmaba ser Señor de ciertas
tierras de más allá, y que fue con sus ejércitos en contra de Ziman-ho y libró grandes
batallas, y en la última consiguió la victoria y lo mataron. Pero Kai, mientras
esperaba recoger con sus garras los últimos días de Khanazar que podían antojársele
enormes en su cueva, no los encontró, y solo recogió algunas hazañas insignificantes
y los días y las horas de los dioses menores, y le desconcertó la sombra de un arpista
que se interponía entre él y el mundo.
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LA PESADUMBRE DE LA BÚSQUEDA[10]
Se cuenta también del Rey Khanazar que se inclinó mucho ante los dioses de Antaño.
Nadie se inclinaba tanto ante los dioses de Antaño como el Rey Khanazar.
Un día al volver el Rey de adorar a los dioses de Antaño y de inclinarse ante ellos
en su templo, ordenó a sus profetas que comparecieran ante él, diciendo:
—Me gustaría saber algo acerca de los dioses.
Entonces los profetas comparecieron ante el Rey Khanazar, cargados con muchos
libros, y el Rey les dijo:
—Eso no está en los libros.
Acto seguido los profetas se fueron, llevándose con ellos los libros con miles de
métodos bien concebidos mediante los cuales los hombres pueden alcanzar la
sabiduría de los dioses. Solo se quedó uno, un profeta magistral, que se había
olvidado de los libros, y el Rey le dijo:
—Los dioses de Antaño son poderosos.
Y el profeta magistral contestó:
—Muy poderosos son los dioses de Antaño.
Entonces dijo el Rey:
—No hay más dioses que los dioses de Antaño.
Y el profeta respondió:
—No hay otros.
Y como estaban los dos solos en el palacio el Rey dijo:
—Cuéntame algo acerca de los dioses o de los hombres, si se sabe algo que sea
verdad.
Entonces dijo el profeta magistral:
—El camino al conocimiento se extiende a lo lejos, blanco y recto, y entre el
calor y el polvo por él pasan todos los hombres sabios de la tierra, pero en los campos
que hay antes de llegar los más sensatos se tienden o cogen flores. Al borde del
camino al conocimiento… Oh, Rey, qué duro y sofocante es… se hallan muchos
templos, y en el portal de cada templo hay muchos sacerdotes que gritan a los
viajeros que se cansan del camino, exclamándoles: «Este es el Final».
»Y en los templos suena la música, y de cada tejado se alza el agradable aroma de
la quema de sustancias aromáticas; y todos los que miran a un templo fresco,
cualquiera que sea, u oyen la música invisible, entran para ver si en efecto es el Final.
Y los que descubren que su templo no es en efecto el Final vuelven a ponerse en
marcha hacia el polvoriento camino, y se detienen ante cada templo que pasan por el
temor a dejar pasar el Final, o procuran seguir adelante, sin ver nada en el polvo,
hasta que ya no pueden caminar más y, agotados por el viaje, los hace entrar en algún
otro templo un afable sacerdote, que les dirá que ese es también el Final. Tampoco en
ese camino puede el hombre conseguir consejo de sus semejantes, porque solo una
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cosa de lo que dicen es sin duda cierta, cuando afirman: ‘Amigo, no podemos ver
nada a causa del polvo’.
»Y gran parte del polvo que oculta el camino ha estado allí desde que empezó,
otra parte lo han levantado los pies de todos los que lo recorren, y el resto procede de
las puertas del templo.
»Y cuando recorras el camino, más vale, oh, Rey, que te pares cuando oigas a un
sacerdote gritar “Este es el Final” con un fondo musical. Y si en el polvo y la
oscuridad pasas por alto Lo y Mush y el grato templo de Kynash, o Sheenath con su
sonrisa opalescente, o Sho con sus ojos de ágata, todavía te quedan Shilo y
Mynarthitep, Gazo y Amurund y Slig, y los sacerdotes de sus templos no se olvidarán
de llamarte.
»Y se dice, oh, Rey, que solo uno percibió el final y pasó por tres mil templos, y
los sacerdotes del último eran los mismos que los del primero, y todos decían que su
templo estaba al final del camino, y la oscuridad y el polvo se cernían sobre todos
ellos, y eran muy gratos y solo el camino resultaba agotador. Y en algunos había
muchos dioses, y en unos pocos solamente uno, y en algunos el santuario estaba
vacío, y todos tenían muchos sacerdotes, y en todos ellos los viajeros se alegraban de
detenerse. Y en otros sus compañeros de viaje intentaron forzarle y cuando él dijo:
»—Seguiré viajando, muchos dijeron:
»—Este hombre miente, pues el camino acaba aquí.
»Y él, que viajó hasta el Final, dijo que cuando oyó tronar en el camino, se elevó
el ruido de las voces de todos los sacerdotes hasta donde pudo oír, gritando:
“Escuchad a Shilo… Oíd a Mush… ¡Mirad a Kynash!… La voz de Sho…
Mynarthitep está enojado… ¡Oíd la palabra de Slig!”
»Y lejos a lo largo del camino uno gritó al viajero que Sheenath se movía
mientras dormía.
»Oh, Rey, esto es muy lastimoso. Se dice que aquel viajero llegó por fin al Final
absoluto y había un enorme abismo, y en las tinieblas al fondo del abismo se
deslizaba un diosecillo, no más grande que una liebre, cuya voz se lamentaba en
medio de aquella frialdad: “No sé”.
»Y más allá del abismo no había nada, solo el diosecillo que gritaba.
»Y el que había viajado hasta el Final retrocedió un buen trecho hasta llegar de
nuevo a los templos y entró en uno de ellos, en el que un sacerdote gritó: “Este es el
Final”.
»El viajero se tendió a descansar en un diván. Allí estaba Yush, en silencio,
tallado con una lengua de esmeralda y dos grandes ojos de zafiro, y había otros
muchos descansando muy contentos. Y un anciano sacerdote, que acababa de
consolar a un niño, se acercó al viajero que había visto el Final y le dijo: “Este es
Yush y esto es el Final de la sabiduría”.
»Y el viajero respondió: “Yush está muy tranquilo y en efecto esto es el Final”.
»Oh, Rey, ¿quieres saber más?
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Y el rey dijo:
—Quiero saber todo.
Y el profeta magistral contestó:
—Había también otro profeta, cuyo nombre era Shaun, que veneraba tanto a los
dioses de Antaño que llegó a poder discernir sus figuras a la luz de las estrellas
mientras pasaban entre los hombres, sin ser vistos por otros. Y todas las noches
Shaun discernía las figuras de los dioses y todos los días daba clases acerca de ellos,
hasta que los hombres de Averon averiguaron que los dioses aparecían
completamente grises cerca de las montañas, y que Rhoog era más alto que el Monte
Scagadon, y que Skun era más pequeño, y que Asgood se inclinaba hacia delante al
andar, y que Trodath miraba a su alrededor con sus ojillos de miope. Pero una noche,
mientras Shaun observaba a los dioses de Antaño a la luz de las estrellas, discernió
vagamente algunos otros dioses que estaban allá arriba en las laderas de las
montañas, en silencio, detrás de los dioses de Antaño. Y al día siguiente se despojó de
la túnica que llevaba como profeta de Averon y dijo a su gente:
—Hay dioses más grandes que los dioses de Antaño, he visto vagamente a la luz
de las estrellas tres dioses en los cerros que contemplaban Averon.
Y Shaun se puso en camino y viajó durante varios días, y mucha gente le siguió.
Y cada noche veía con mayor claridad los cuerpos de los tres nuevos dioses que
guardaban silencio cuando los dioses de Antaño pasaban entre los hombres. Shaun se
detuvo con toda su gente en las laderas más altas de la montaña, y allí edificaron una
ciudad y adoraron a los dioses, que únicamente podía ver Shaun, sentados en la
montaña por encima de ellos. Y Shaun hizo saber que los dioses eran como los rayos
de luz gris que se ven antes del amanecer, y que el dios que estaba a la derecha
señalaba hacia arriba en dirección al cielo, y el dios que estaba a la izquierda señalaba
hacia abajo el suelo, pero el dios que estaba en medio dormía.
Y los seguidores de Shaun edificaron en la ciudad tres templos. El de la derecha
era un templo para los jóvenes, el de la izquierda para los viejos, y el tercero era un
templo con las puertas cerradas y atrancadas… allí dentro nunca entraba nadie. Una
noche, mientras Shaun observaba a los tres dioses sentados como una luz pálida cerca
de la montaña, vio en la cumbre dos dioses que hablaban entre ellos y señalaban con
el dedo, burlándose de los dioses del cerro, aunque no oyó ningún sonido. Al día
siguiente Shaun se puso en camino y unos cuantos lo siguieron en su ascenso a la
cumbre de la montaña, con el frío que hacía, para encontrar a aquellos dioses que
eran tan importantes que se burlaban de los tres callados. Y se detuvieron cerca de los
dos dioses y se construyeron chozas. También edificaron un templo en el que Shaun
esculpió a los Dos con su propia mano, con las cabezas vueltas una hacia la otra y en
Sus rostros la burla, y señalando con Sus dedos, y debajo de ellos esculpieron a los
tres dioses mofándose. Nadie se acordaba ya de Asgool, ni de Trodath, ni de Skun, ni
de Rhoog, los dioses de Antaño.
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Durante muchos años Shaun y sus pocos seguidores vivieron en sus chozas en la
cumbre de la montaña adorando a aquellos dioses burlones, y cada noche veía Shaun
a los dos dioses a la luz de las estrellas mientras se reían el uno del otro en medio del
silencio. Y Shaun envejeció.
Una noche, mientras volvía la vista hacia los Dos, vio a través de las montañas a
lo lejos un gran dios sentado en la llanura, cuya silueta se perfilaba enorme contra el
cielo, que miraba con ojos amenazadores a los Dos sentados que se burlaban.
Entonces dijo Shaun a su gente, los pocos que le habían seguido hasta allí:
—Por desgracia no podemos descansar, pero allá a lo lejos en la llanura se sienta
el único dios verdadero, enfurecido por la burla. Así que dejemos a estos dos dioses
que están sentados y se burlan y encontremos la verdad en el culto de ese dios más
importante que, aunque pueda matarnos, no se burlará de nosotros.
Pero la gente respondió:
—Tú nos has privado de muchos dioses y nos has enseñado a adorar a dioses que
se burlan y, si hay risa en sus rostros cuando muramos, eres el único que puede verla,
y nosotros descansaremos.
Pero tres hombres que habían envejecido siguiéndolo, le siguieron todavía.
Y bajando la escarpada montaña por el otro lado, Shaun les condujo, diciendo:
—Ahora sin duda sabremos.
Y los tres ancianos contestaron:
—Sabremos en efecto, oh, último de todos los profetas.
Aquella noche los dos dioses que se burlaban de sus adoradores no se burlaron de
Shaun ni de sus tres seguidores, los cuales, llegando a la llanura, siguieron su ruta
hasta llegar finalmente a un lugar en el que, por la noche, los ojos de Shaun pudieron
ver de cerca la figura enorme de su dios. Y más allá de ellos hasta el cielo se extendía
un marjal. Allí descansaron, construyeron los refugios que pudieron, y se dijeron
unos a otros:
—Esto es el Final, pues Shaun percibe que no hay más dioses, y ante nosotros se
extiende el marjal y la vejez se nos ha echado encima.
Y comoquiera que no podían esforzarse para edificar un templo, Shaun esculpió
en una roca todo lo que vio a la luz de las estrellas del gran dios de la llanura; de
modo que si alguna vez otros renunciasen a los dioses de Antaño porque vieron más
allá de ellos a los Tres Más Importantes, y por consiguiente llegaran a conocer a los
Dos que se burlaban, y perseverasen aún en la búsqueda del conocimiento hasta ver a
la luz de las estrellas al que Shaun llamaba el Ultimo dios, de todas formas
encontrarían grabado en la roca lo que alguien ha escrito en relación al final de la
búsqueda. Durante tres años Shaun talló la roca, y una noche, dando por terminada su
talla, dijo:
—Ya está hecho mi trabajo.
Y vio a lo lejos a cuatro dioses más importantes detrás del Último dios. A lo lejos,
más allá del marjal, esos dioses caminaban juntos con arrogancia, sin hacer caso del
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dios de la llanura. Entonces dijo Shaun a sus tres seguidores:
—Por desgracia no sabemos todavía, pues hay dioses más allá del marjal.
Nadie quiso seguir a Shaun, pues decían que la vejez tiene que poner fin a todas
las búsquedas, y que preferían esperar a la Muerte allí en la llanura en vez de que ella
los persiguiera a través del marjal.
Entonces Shaun se despidió de sus seguidores, diciendo:
—Me habéis seguido bien desde que renunciamos a los dioses de Antaño para
adorar a dioses más importantes. Adiós. Es posible que vuestras plegarias por la tarde
sean útiles cuando recéis al dios de la llanura, pero yo debo seguir adelante, porque
hay dioses más allá.
Por tanto Shaun se internó en el marjal, y durante tres días salió adelante no sin
dificultad, y la tercera noche vio a los cuatro dioses no muy lejos, pero no pudo
discernir Sus rostros. Durante todo el día siguiente Shaun se esforzó por ver Sus
rostros a la luz de las estrellas, pero antes de que se hiciera de noche o brillara alguna
estrella, a la puesta del sol, Shaun se postró a los pies de sus cuatro dioses. Salieron
las estrellas y los rostros de los cuatro brillaron radiantes y claros, pero Shaun no los
vio, pues el esfuerzo por verlos había acabado con Shaun; ¡y he aquí!, eran Asgool,
Trodath, Skun y Rhoog… los dioses de Antaño.
Entonces dijo el Rey:
—Está bien que la pesadumbre de la búsqueda recaiga solo en los sabios, pues los
sabios son muy pocos.
También dijo el Rey:
—Dime, oh, profeta. ¿Cuáles son los verdaderos dioses?
El profeta magistral contestó:
—Los que el Rey ordene.
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LOS HOMBRES DE YARNITH[11]
Los hombres de Yarnith sostienen que nada empezó hasta que Yarni Zai alzó la mano.
Yarni Zai, dicen, tiene forma de hombre, pero más grande, y es un ser de roca.
Cuando alzó la mano, todas las rocas que vagaban bajo la Bóveda —como llaman al
cielo— se agruparon en torno a Yarni Zai.
De los otros mundos no dicen nada, pero sostienen que las estrellas son los ojos
del resto de los dioses que miran a Yarni Zai y se ríen, pues son más grandes que él,
si bien no han juntado mundos a su alrededor.
Sin embargo, aunque son más grandes que Yarni Zai, y aunque se ríen de él
cuando conversan entre sí bajo la Bóveda, todos hablan de Yarni Zai.
Inaudible es la voz de los dioses para todos, excepto para los dioses; pero los
hombres de Yarnith cuentan que su profeta Iraun, acostado en el desierto de arena
llamado Azrakhan, los oyó una vez, y se enteró así de que Yarni Zai se separó de
todos los dioses para vestirse de rocas y hacer un mundo.
Cierto es que todas las leyendas cuentan que al extremo del valle de Yodeth
donde este se pierde entre negros peñascos, se halla una figura colosal, sentada sobre
una montaña, en forma de un hombre con la mano diestra levantada, pero más
inmensa que los montes. Y en el Libro de las Cosas Secretas que los profetas guardan
en el Templo de Yarnith está escrita la historia de la formación del mundo tal como
Iraun la oyó cuando los dioses hablaban entre sí, en la quietud que reina sobre
Azrakhan.
Y todo el que la lea podrá averiguar cómo Yarni Zai atrajo las montañas a su
alrededor, envolviéndose en ellas como en un manto, y amontonó el mundo debajo de
él. No está consignado cuántos años permaneció Yarni Zai vestido de rocas en el
extremo del Valle de Yodeth sin que hubiese nada en el mundo salvo las rocas y el
propio Yarni Zai.
Pero un día llegó otro dios, corriendo por encima de las rocas, desde el otro lado
del mundo; y corría como corren las nubes en los días de tormenta. Y al verlo
precipitarse hacia Yodeth, Yarni Zai, sentado sobre su montaña con la diestra
levantada, exclamó:
—¿Qué haces tú corriendo por mi mundo, y adónde vas?
Y el nuevo dios no respondió palabra, sino que siguió corriendo; y a medida que
avanzaba, a su izquierda y a su derecha iba brotando verdor sobre las rocas del
mundo de Yarni Zai.
Así, el nuevo dios dio la vuelta al mundo y lo cubrió todo de verde, excepto el
valle donde Yarni Zai destacaba monstruoso sobre su montaña, y en algunas tierras
donde Cradoa, la sequía, ramoneaba horriblemente por las noches.
Después, el texto del Libro cuenta cómo llegó de oriente otro dios, veloz como el
primero, con el rostro mirando hacia el oeste, sin que nada pudiese detener su carrera;
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y cómo abría los brazos, y se cubría de blancura el mundo entero, a derecha e
izquierda, mientras avanzaba.
Y Yarni Zai gritó:
—¿Qué haces tú, recorriendo mi mundo? Y el nuevo dios respondió:
—Traigo nieve para el mundo entero: blancura y descanso y silencio.
Y aquietó el curso de las corrientes, y posó su mano incluso sobre la cabeza de
Yarni Zai, y amortiguó los ruidos del mundo, hasta que se apagaron todos los rumores
de la tierra, salvo el correr del nuevo dios que había traído la nieve al cruzar las
llanuras.
Pero los dos nuevos dioses se persiguieron eternamente alrededor del mundo; y
cada año volvían a pasar, descendiendo a los valles y subiendo a las montañas y
cruzando las llanuras que se extendían ante Yarni Zai, cuya mano levantada había
juntado al mundo en torno a él.
Y, además, los muy devotos pueden leer cómo todos los animales subieron por el
valle de Yodeth hasta la montaña donde descansaba Yarni Zai, diciendo:
—Daños licencia para vivir, para ser leones, rinocerontes y conejos, y para andar
por el mundo.
Y Yarni Zai dio licencia a los animales para ser leones, rinocerontes y conejos, y
todas las demás clases de animales, y para andar por el mundo. Pero cuando todos se
hubieron ido, dio licencia a las aves para ser aves y recorrer el cielo.
Y después llegó un hombre a ese valle, que dijo:
—Yarni Zai, has hecho animales en tu mundo. ¡Oh, Yarni Zai, ordena que haya
hombres! Y Yarni Zai hizo hombres.
Entonces, en el mundo, estuvieron Yarni Zai, y dos dioses extraños que habían
traído el verdor y el crecimiento y la blancura y la quietud, y animales y hombres.
Y el dios del verdor perseguía al dios de la blancura, y el dios de la blancura al
dios del verdor, y los hombres perseguían a los animales y los animales a los
hombres. Pero Yarni Zai siguió sentado inmóvil sobre su montaña con su mano
diestra levantada. Pero dicen los hombres de Yarnith que cuando el brazo de Yarni
Zai deje de estar levantado, el mundo caerá tras él como cae la capa de un hombre. Y
Yarni Zai dejará de vestirse con el mundo, y volverá al vacío bajo la Bóveda de las
estrellas, como desciende el buceador en busca de perlas desde las islas.
Han escrito los antiguos escribas, en la historia de Yarnith, que pasó un año por el
valle de Yarnith sin traer consigo lluvia ninguna; y el Hambre de los yermos que se
extendían más allá, viendo que el tiempo era seco y agradable en Yarnith, subió a las
montañas y descendió por las laderas y tomó el sol en los linderos de los campos de
Yarnith.
Y los hombres de Yarnith, cuando fueron a trabajar los campos, descubrieron al
Hambre royendo el grano y ahuyentando al ganado; y se apresuraron a traer agua de
los pozos profundos, y la arrojaron sobre la piel reseca y gris del Hambre, y la
hicieron retroceder a las montañas. Pero al día siguiente, cuando estuvo seca otra vez,
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volvió el Hambre a seguir royendo el grano y ahuyentando al ganado; y nuevamente
los hombres la hicieron retroceder. Pero regresó con renovada energía; y llegó un
momento en que no quedó agua en los pozos con que asustar al Hambre, y esta
destruyó por completo el trigo de los campos, y enflaqueció el ganado que ella había
expulsado. Y el Hambre se acercó más, hasta las casas de los hombres, holló de
noche sus jardines, y se fue aproximando a sus portales. Por último, el ganado no fue
capaz de huir y, una tras otra, el Hambre fue agarrando a las reses por el cuello, y las
fue derribando; y por las noches, arañaba la tierra y mataba hasta las raíces de las
plantas; y se asomó a las puertas otra vez, un poco más, aunque no se atrevía a entrar
del todo, por temor a que aún les quedase a los hombres agua para echársela sobre su
piel reseca y gris.
Entonces los hombres de Yarnith rezaron a Yarni Zai, sentado en el otro extremo
del valle, suplicándole día y noche que ordenara al Hambre que se retirase; pero el
Hambre siguió ronroneando, acabó con el ganado, y finalmente se atrevió a
alimentarse de hombres.
Y cuentan las historias cómo aniquiló primero a los niños, y después, más osada,
mató a las mujeres, hasta que por último saltó al cuello de los hombres mientras
trabajaban los campos.
Entonces dijeron los hombres de Yarnith:
—Uno de nosotros tiene que ir a llevar nuestras plegarias a los pies de Yarni Zai;
pues el mundo reza muchas oraciones al atardecer, y tal vez a Yarni Zai, que oye a
toda la tierra lamentarse cuando al atardecer se elevan las plegarias hasta sus pies, se
le extravíen muchas de las que envían los hombres de Yarnith. Pero si va uno y dice a
Yarni Zai: «Hay una pequeña arruga en el borde de tu capa que los hombres llaman
valle de Yarnith, donde el Hambre es más dueña que el propio Yarni Zai», puede que
recuerde por un instante, y llame a su Hambre.
Sin embargo, los hombres temían ir, sabedores de que sólo eran hombres, y Yarni
Zai Señor de la tierra entera, y de que el camino era largo y peñascoso. Pero esa
noche Hothrun Dath oyó gemir al Hambre cerca de su casa, y dar zarpazos en la
puerta; por donde le pareció preferible que le fulminase la mirada de Yarni Zai, a
seguir oyendo eternamente los gañidos del Hambre en el umbral.
Así que hacia el amanecer, salió sigiloso Hothrun Dath, temiendo oír detrás el
aliento del Hambre, y emprendió el camino hacia donde señalaban las sepulturas de
los hombres. Pues los hombres de Yarnith eran enterrados con los pies y la cara hacia
Yarni Zai, por si este los miraba por la noche, y los llamaba a él.
Así pues, siguió Hothrun Dath durante el día en la dirección de las sepulturas.
Dicen que incluso caminó tres días y tres noches sin otra guía que las sepulturas, las
cuales señalaban hacia Yarni Zai —donde todas las laderas del mundo ascienden
hacia Yodeth, y las grandes rocas negras más próximas a Yarni Zai se agrupan en
clanes—, hasta que llegó a dos grandes pilares negros de asdarinto, y vio más allá las
rocas enhiestas de un oscuro valle, alto y estrecho, y comprendió que era Yodeth.
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Entonces aflojó la marcha, y siguió avanzando despacio valle arriba, sin atreverse a
turbar la quietud; pues se dijo:
«Sin duda es esta la quietud que envolvía Yarni Zai antes de que se vistiese de
rocas».
Aquí, entre las rocas que se habían agrupado al principio a una llamada de Yarni
Zai, Hothrun Dath sintió un tremendo pavor; pero siguió adelante por su pueblo, y
porque sabía que tres veces cada hora se reunían la Muerte y el Hambre para
pronunciar una misma palabra: Fin.
Pero cuando el alba volvió gris la oscuridad, llegó al final del valle, e incluso tocó
el pie de Yarni Zai; pero no lo veía, porque la niebla lo ocultaba por completo.
Entonces Hothrun Dath temió no poder mirarlo a los ojos cuando le elevase su
plegaria. Pero al apoyar la frente sobre el pie de Yarni Zai, rezó por los hombres,
diciendo:
—¡Oh, Señor del Hambre y Padre de la Muerte!, hay una mota en el mundo que
has hecho, a la que llaman Yarnith, donde mueren los hombres antes del tiempo que
tú les has asignado, dejando Yarnith. Quizá el Hambre se ha rebelado contra ti, o la
Muerte se excede en sus poderes. ¡Oh, Señor del Mundo!, expulsa al Hambre como a
una polilla de tu capa, no sea que los dioses que te observan con sus ojos digan: «Ahí
está Yarni Zai; mirad, lleva la capa hecha jirones».
Y, envuelto en la niebla, Yarni Zai no hizo muestra ninguna. Entonces rogó
Hothrun Dath a Yarni Zai que hiciese algún signo con la mano que tenía levantada, a
fin de que él pudiese saber que le había escuchado. Esperó sobrecogido y en silencio,
hasta que, casi al amanecer, levantó la niebla que había ocultado su figura. Sereno,
sobre las montañas, dominaba el mundo en silencio, con su mano en alto.
Ninguna historia cuenta qué vio Hothrun Dath en el rostro de Yarni Zai, ni cómo
regresó vivo a Yarnith; pero está escrito que huyó, y desde entonces nadie ha
contemplado el rostro de Yarni Zai. Algunos dicen que vio una expresión en el rostro
de la imagen que le estremeció el alma de pavor. Pero afirman en Yarnith que vio las
huellas de las herramientas que esculpieron los pies de la figura, y que averiguó por
ellas que Yarni Zai había sido tallado por las manos de los hombres; y al comprender
que Yarni Zai era de manos humanas, huyó por el valle gritando:
—¡No hay dioses, y el mundo entero está perdido! —Y le abandonó la esperanza,
y todas las metas de la vida. Inmóvil tras él, iluminado por el sol, descansaba la
colosal figura, con la diestra levantada, que el hombre había hecho a su propia
semejanza.
Pero dicen los hombres de Yarnith que Hothrun Dath regresó jadeante a su
ciudad, y contó a las gentes que no había dioses, y que Yarnith no esperaba ya nada
de Yarni Zai. Entonces los hombres de Yarnith, cuando supieron que el hambre no
venía de los dioses, se levantaron y lucharon contra ella. Excavaron pozos profundos,
y mataron cabras en las montañas de Yarnith para alimentarse, y viajaron muy lejos
para recolectar yerba, donde crecía, para que su ganado pudiese comer. Así
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combatieron al Hambre, pues decían: «Si Yarni Zai no es un dios, entonces no hay
nada tan poderoso en Yarnith como los hombres; y ¿quién es el Hambre con sus
meros dientes, frente a los señores de Yarnith?»
Y dijeron: «Si no nos llega ayuda de Yarni Zai, entonces no tenemos ninguna,
salvo la de nuestra propia fuerza y poder, y somos dioses de Yarnith para salvar
Yarnith de perecer abrasada entre nosotros o condenarla, según nuestro deseo».
Y el Hambre mató a algunos más, pero otros levantaron las manos, diciendo:
«Estas son las manos de los dioses», e hicieron retroceder al Hambre, que se alejó
de las casas de los hombres y de los ganados; y los hombres de Yarnith siguieron
acosándola, hasta que, en medio del ardor de la lucha, se oyó débilmente el millón de
susurros de la lluvia, a lo lejos, hacia el atardecer. Entonces el Hambre huyó aullando
a las montañas, buscó refugio en las crestas, y no fue otra cosa que un episodio entre
las leyendas de Yarnith.
Un millar de años han pasado por las sepulturas de los que cayeron en Yarnith por
el hambre. Pero los hombres de Yarnith aún rezan a Yarni Zai, esculpido por las
manos de los hombres a semejanza del hombre; porque dicen:
—Quizá las oraciones que ofrecemos a Yarni Zai se eleven de su imagen como
las brumas matinales, y encuentren al fin, en alguna parte, a los otros dioses, o a ese
Dios que está tras ellos, del cual no saben nada nuestros profetas.
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POR EL HONOR DE LOS DIOSES[12]
De las grandes guerras de las Tres Islas se han escrito muchas historias y de cómo
murieron uno por uno los héroes de antaño, pero no se dice nada de la época anterior,
ni si la gente de las islas fue a la guerra, cuando cada uno en su propio país cuidaba
ganado u ovejas, y una paz indolente ofuscaba aquellas islas en los días anteriores a
los tiempos antiguos. Pues entonces la gente de las islas jugaba como niños junto a
los pies del Azar y no tenía dioses y no iba a la guerra. Pero algunos marinos,
arrojados por extraños vientos a aquellas costas que llamaron las Islas Prósperas, al
encontrar a una gente feliz que no tenía dioses, les dijeron que serían todavía más
felices si conocieran a los dioses y luchasen por su honor y dejaran sus nombres
escritos a lo grande en historias, y al final muriesen proclamando los nombres de los
dioses. Y la gente de las islas se reunió y dijo:
—Conocemos a los animales, pero mirad, estos marinos nos hablan de otras cosas
que nos conocen como nosotros conocemos a los animales, y nos utilizan para su
placer como nosotros utilizamos a los animales, pero con todo son capaces de
escuchar vanas plegarias que se sueltan por la noche junto a la chimenea, cuando uno
vuelve de arar los campos. ¿Vamos en busca de esos dioses?
Y alguien dijo:
—Somos dueños de las Tres Islas y nadie nos preocupa, y mientras vivamos
tendremos prosperidad, y cuando muramos nuestros restos descansarán en paz. Por
consiguiente no busquemos a esos que pueden parecer más importantes que nosotros
en las Tres Islas o que quizás asolarán nuestros restos cuando hayamos muerto.
Mas otros dijeron:
—Las plegarias que se murmuran cuando ha llegado la sequía y todo el ganado ha
muerto se dirigen a las nubes desatentas, que no las atienden, y si en alguna parte hay
quienes acumulan plegarias enviemos gente en su busca que les digan «Hay hombres
en las Islas llamadas Fres, a las que a veces los marinos llaman Islas Prósperas (y que
están en el Mar Central), que rezan a menudo, y nos han dicho que a vosotros os
encanta que los hombres rindan culto, y por eso escucháis plegarias, y nosotros
venimos de las Tres Islas».
Y a la gente de las islas les sedujo enormemente la idea de aquellas cosas
extrañas, que ni eran humanos ni animales, que escuchaban plegarias al anochecer.
Por lo tanto enviaron hombres en barcos de vela para navegar a través del mar, y
el Azar los llevó sin ningún percance hasta una costa lejana. Entonces por montes y
valles tres hombres partieron en busca de los dioses, y sus compañeros vararon los
barcos en la playa y esperaron en la orilla. Y los que buscaban a los dioses siguieron
durante treinta noches los relámpagos en el cielo, ascendieron cinco montañas y,
cuando llegaban a la cima de la última, vieron un valle debajo de ellos, y hete aquí,
los dioses. Pues allí estaban los dioses, cada uno sentado en un cerro de mármol, con
el codo apoyado en la rodilla y la barbilla en la mano, y todos los dioses tenían una
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sonrisa en los labios. Y debajo de ellos había ejércitos de hombrecitos, que luchaban
unos contra otros a los pies de los dioses y se mataban entre sí por el honor de los
dioses, y por la gloria de su nombre. Y alrededor de ellos, en el valle, sus ciudades,
que habían edificado con el esfuerzo de sus manos, ardían por el honor de los dioses,
que bajaban la mirada y sonreían. Y arriba del valle iban y venían las plegarias de los
hombres y de vez en cuando los dioses escuchaban alguna plegaria, pero a menudo se
burlaban de ellas, y entretanto los hombres morían.
Y los que habían buscado a los dioses de las Tres Islas, después de ver lo que
habían visto, se tendieron en la cumbre de la montaña para que los dioses no los
vieran. Acto seguido, reptaron un poco hacia atrás, todavía tendidos, y cuchichearon
entre ellos y luego se agacharon más y echaron a correr, y atravesaron las montañas
en veinte días y llegaron de nuevo a la playa en la que estaban sus compañeros. Pero
sus compañeros les preguntaron si su búsqueda había fracasado y los tres se limitaron
a contestar:
—Hemos visto a los dioses.
Y largando velas los barcos desviraron a través del Mar central y llegaron de
nuevo a las Tres Islas, donde descansan los pies del Azar, y dijeron a la gente:
—Hemos visto a los dioses.
Mas a los gobernantes de las islas les contaron que los dioses llevaban a los
hombres en manadas; y regresaron y cuidaron de nuevo a sus rebaños en las Islas
Prósperas, y fueron menos duros con su ganado después de haber visto cómo trataban
los dioses a los hombres.
Pero los dioses, caminando sin limitación por Su valle y atisbando el borde de la
gran montaña, vieron una mañana las huellas de los tres hombres. Entonces los dioses
se agacharon para verlas e inclinados hacia delante echaron a correr, y antes del
anochecer de aquel día llegaron a la costa donde los hombres habían zarpado en
barcos, cuyos rastros vieron en la arena, y se adentraron un poco en el mar
caminando, pero no vieron nada. No obstante habría sido mejor para las Tres Islas si
algunos hombres que habían oído el relato de los viajeros no hubieran intentado ver
también a los dioses. Por la noche aquellos hombres se marcharon precipitadamente
de las islas en barcos y, antes de que los dioses se hubieran retirado a las colinas,
vieron, donde el océano se une con el cielo, las velas blancas de los que buscaron a
los dioses en un día aciago. Entonces durante algún tiempo la gente había descansado
mientras los dioses se escondían detrás de las montañas, esperando a los que venían
de las Islas Prósperas. Pero estos llegaron a la playa y vararon sus embarcaciones, y
enviaron a seis de sus hombres a la montaña de la que les habían hablado. Mas
después de varios días regresaron, sin haber visto a los dioses, solo el humo que
ascendía de las ciudades incendiadas, y los buitres que estaban en el cielo en vez de
las plegarias escuchadas. Y de nuevo bajaron corriendo sus barcos al mar, y de nuevo
zarparon y llegaron a las Islas Prósperas. Pero a lo lejos, agachados detrás de los
barcos, los dioses llegaron caminando por el mar para conseguir ser venerados por los
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isleños. Y en cada una de las tres islas se dejaron ver con distintas vestiduras y
apariencia, y a todos dijeron:
Abandonad vuestros rebaños. Id a luchar por el honor de los dioses.
Y toda la gente salió en barcos de una de las islas para combatir por los dioses
que la recorrían con paso firme como reyes. Y llegaron de otra para luchar por los
dioses que caminaban por la tierra como hombres humildes con harapos de
vagabundo; y la gente de la tercera isla luchó por el honor de los dioses que iban
vestidos a pelo como los animales; y tenían muchos ojos brillantes y dedos en la
frente. Pero se escribieron muchas historias sobre cómo esa gente luchó hasta que las
islas quedaron arrasadas pero con mucha gloria, y todo por la reputación de los
dioses.
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LA NOCHE Y LA MAÑANA[13]
Una vez, la Noche, vagando sola, se encontró de repente con la Mañana en una
glorieta de los dioses encima de los campos del crepúsculo. Entonces la Noche se
apartó de la cara su capa de oscuras nieblas grises, y dijo: «Mira, soy la Noche»; y
sentándose las dos en la glorieta de los dioses, la Noche le contó asombrosas historias
de sucesos acaecidos en la oscuridad. Y la Mañana, maravillada, miraba con ojos
muy abiertos el rostro de la Noche con su corona de estrellas. Y la Mañana contó
cómo humearon las ruinas de Snamarthis en la llanura; pero la Noche le describió los
festines que Snamarthis celebraba al oscurecer, con placeres y vino e historias que se
contaban de reyes, hasta que todas las huestes de Meenath se acercaron con sigilo,
apagaron las luces, y se elevó un fragor de armas que duró hasta antes del amanecer.
Y contó también cómo el mendigo Sindana había soñado que era rey; y la Mañana,
cómo había visto a Sindana divisar de repente un ejército en la llanura, y se había
acercado a él creyéndose todavía rey, y el ejército le había creído, y Sindana reinaba
ahora sobre Marthis y Targadrides, Dynath, Zahn y Tumeida. Y lo que más le gustaba
a la Noche era hablar de Assarnees, cuyas ruinas representan unos cuantos vestigios
en el borde del desierto; pero la Mañana habló de las ciudades gemelas Nardis y
Timaut, que señoreaban sobre la llanura. Y la Noche habló con voz atemorizadora de
lo que descubrió Mynandes cuando recorría a oscuras su propia ciudad. Y no paraban
de surgir, del codo de la Noche, susurros que decían: «Cuéntale a la Mañana esto».
Y la Noche no cesaba de hablar, y la Mañana de maravillarse. Y siguió la Noche
contando lo que habían hecho los muertos cuando, en la oscuridad, cayeron sobre el
rey que los había llevado a la batalla. Y la Noche sabía quién había matado a Darnex,
y cómo lo había hecho. Contó además por qué los siete Reyes habían torturado a
Sydatheris, y lo que Sydatheris había dicho al final, y cómo fueron los Reyes y se
quitaron la vida.
Y contó la Noche de quién era la sangre que manchó la escalinata de mármol que
sube al templo de Ozahn, y por qué el cráneo que se guarda en él tiene una corona de
oro, y el alma de quién está encerrada en el lobo que aúlla a oscuras frente a la
ciudad. Y la Noche sabía adónde van los tigres del desierto asiático, y en qué lugar se
reúnen, y quién habla con ellos, y qué les dice y por qué. Y contó por qué dientes
humanos habían mordido el gozne de hierro de la gran puerta que oscila en los muros
de Mondas, y quién emergió del pantano al oscurecer, y pidió audiencia al Rey, y
contó un engaño al Rey, y cómo el Rey, creyéndolo, bajó a la cripta de su palacio y
no halló sino sapos y serpientes que le dieron muerte. Y habló de aventuras en las
torres de palacio, en secreto; y sabía el conjuro con el cual podía un hombre hacer
que la luz de la luna traspasase el alma de su enemigo. Y la Noche habló del bosque y
su agitación de sombras y pisadas furtivas y ojos acechantes, y del miedo que se
esconde tras los árboles en forma de algo agazapado y dispuesto a saltar.
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Pero, muy abajo de la glorieta de los dioses, en la tierra, la cumbre del Mondana
miró a la Mañana a los ojos, y abandonó su fidelidad a la Noche; y uno tras otro, los
picos más pequeños que rodeaban las rodillas del Mondana saludaron a la Mañana
también. Y entretanto, en la llanura, las siluetas de las ciudades fueron emergiendo de
las sombras. Y surgió Kongros con todos sus pináculos, con la imagen alada de la
Poesía esculpida sobre el pórtico de su entrada oriental, y la figura encogida de la
Avaricia mirándola desde poniente; y el murciélago comenzó a sentirse cansado de
volar por sus calles, y ya el búho se había recogido. Y los oscuros leones
abandonaron la llanura y regresaron de nuevo a sus cavernas. Aún no brillaba una
gota de rocío en la trampa de la araña, ni se oía el rumor de los insectos o de los
pájaros del día; aún rendían los valles total vasallaje a su Señora la Noche. Sin
embargo, la tierra se preparaba para otra soberana que iba arrebatando reino tras reino
a la Noche; y a través de los sueños de los hombres, avanzaban un millón de heraldos
que marchaban pregonando con la voz del gallo: «¡Mirad! La mañana viene detrás de
nosotros». Pero en la glorieta de los dioses sobre los campos del crepúsculo ya
palidecía la corona de estrellas en la cabeza de la Noche; y más que nunca, la frente
de la Mañana parecía el símbolo del poder. Y en el momento en que palidecen los
fuegos de campamento y el humo sube gris a los cielos, y los camellos olfatean la
madrugada, de repente, la Mañana se olvidó de la Noche. Y la Noche se escabulló,
embozada en su capa, de la glorieta de los dioses, y huyó a la morada de las sombras;
y la Mañana alargó una mano hacia las brumas, y las levantó para desvelar la tierra; y
arrojó de su presencia a las sombras, y estas echaron a correr tras la Noche. Y
súbitamente, el misterio abandonó las formas inquietantes, desapareció un viejo
encanto, y a lo largo y ancho de los campos de la tierra surgió un nuevo esplendor.
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USURA[14]
Los hombres de Zonu sostienen que Yahn es un dios, que está sentado como un
usurero detrás de un montón de pequeñas gemas brillantes que no deja de asir con
ambas manos. Apenas más grandes que una gota de agua son las brillantes piedras
preciosas que yacen bajo las codiciosas zarpas de Yahn, y cada alhaja es una vida. Se
dice en Zonu que la tierra estaba vacía cuando Yahn concibió su plan, y en él ninguna
vida bullía. Acto seguido Yahn se atrajo sombras que moraban más allá del Borde,
que sabían poco de alegrías y nada de tristezas, cuyo lugar estaba más allá del Borde
antes del comienzo del Tiempo. Yahn se las atrajo y les mostró su montón de gemas;
y las joyas tenían luz propia y en ellas brillaban prados verdes, y se vislumbraba el
cielo azul y riachuelos, y dejaban ver muy vagamente pequeños jardines que florecían
en tierras de vergeles. Y algunas mostraban vientos celestiales, y otras el arco iris
atravesando una llanura baldía, con yerbas dobladas por el viento, y nada más que la
llanura. Pero las gemas que más cambiaban tenían en el centro el mar siempre
cambiante. Entonces las sombras miraron fijamente a las Vidas y vieron los prados
verdes y el mar y la tierra y los jardines de la tierra. Y Yahn dijo:
—Os prestaré a cada uno una Vida, y podréis investigar con ella el Designio de
las Cosas, y tener cada uno una sombra por sirviente en los prados verdes y en los
jardines, solo con eso perfeccionaréis esas Vidas mediante la experiencia y reduciréis
sus apetencias con vuestras penas, y por último me las devolveréis de nuevo.
Y las sombras consintieron en ello, que podrían tener Vidas flamantes y sombras
por sirviente, y eso se hizo Ley. Pero las sombras, cada una con su Vida, se
marcharon y llegaron a Zonu y a otros países, y allí perfeccionaron con experiencia
las Vidas de Yahn, y las redujeron con penas humanas hasta que relucieron de nuevo.
Y siempre encontraban nuevos escenarios en cuyo interior brillaran esas Vidas, y
ciudades y embarcaciones y hombres que lucían en ellas donde antes solo había
habido prados verdes y mar, y Yahn el usurero siempre clamaba para recordarles el
trato. Cuando los hombres añadían a sus Vidas escenarios que agradaban a Yahn,
entonces Yahn se callaba, pero cuando añadían escenarios que no le gustaban a Yahn,
entonces les infligía una cuota de dolor porque esa era la Ley.
Pero los hombres olvidaron al usurero, y aparecieron algunos que pretendían
conocer muy bien la Ley, que dijeron que cuando hubieran terminado el trabajo de
sus Vidas, esas Vidas les pertenecerían; de modo que los hombres se consolaron con
su esfuerzo y trabajo y el perfeccionamiento y la reducción de sus penas. Pero cuando
sus Vidas empezaban a brillar con la experiencia de muchas cosas, el pulgar y el
índice de Yahn acababa de pronto con una Vida, y el hombre se convertía en sombra.
Pero lejos, más allá del Borde, las sombras dicen:
—Hemos trabajado mucho para Yahn, y hemos reunido las penas del mundo, y
hemos hecho que sus Vidas brillen, y Yahn no hace nada por nosotros. Habría sido
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mucho mejor que nos hubiéramos quedado donde no hay zozobras, flotando más allá
del Borde.
Y allí están las sombras temiendo ser atraídas de nuevo con promesas plausibles a
soportar la usura por culpa de Yahn, que conoce la Ley en demasía. Pero Yahn se
sienta y sonríe, observando el aumento del valor inapreciable de su tesoro, y no se
apiada de las pobres sombras a las que ha privado de su tranquilidad para obligarlas a
trabajar en forma de hombres.
Y Yahn no cesa de atraer más sombras y enviarlas a mejorar sus Vidas,
despidiendo de nuevo a las Vidas antiguas para hacerlas más prometedoras todavía; y
de cuando en cuando le da a una sombra una Vida que antaño fue la de un rey y la
hace bajar a la tierra para desempeñar el papel de mendigo, o en ocasiones envía la
Vida de un mendigo a desempeñar el papel de rey. ¿Qué le importa a Yahn?
Los que pretenden conocer muy bien la Ley han prometido a los hombres de
Zonu que sus Vidas les pertenecerán para siempre, no obstante los hombres de Zonu
temen que Yahn sea más grande y conozca la Ley en demasía. También se ha dicho
que el Tiempo hará que llegue un momento en que la riqueza de Yahn será tanta
como sus sueños han deseado. Entonces Yahn dejará a la tierra en paz y no molestará
más a las sombras, sino que se sentará y con su rostro indecoroso se recreará
contemplando su provisión de Vidas, pues tiene alma de usurero. Pero otros dicen, y
juran que es cierto, que hay dioses de otros tiempos, que son mucho más grandes que
Yahn, que hicieron la Ley que Yahn conoce en demasía, y que un día cerrarán con él
un trato que será demasiado duro para él. Entonces Yahn se marchará a la ventura,
dios humilde y olvidado, y tal vez en algún país abandonado le regateará a la lluvia
una gota de agua para beber, pues tiene alma de usurero. Y las Vidas… ¿quién conoce
a los dioses de otros tiempos o sabe cuál será Su voluntad?
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MLIDEEN[15]
* * *
En la Ciudad Intermedia se hallaban los Templos de los sacerdotes, y allí iba toda la
gente de Mlideen a llevarles ofrendas, y los sacerdotes de la Ciudad solían tallar
imágenes de dioses para Mlideen. Pues en una sala aparte del Templo de Eld, en
medio de los templos de la Ciudad Intermedia de Mlideen, estaba depositado un libro
titulado El Libro de los Ingenios Maravillosos, escrito, mucho tiempo atrás, en una
lengua que nadie podía leer, que contaba cómo puede uno mismo fabricarse dioses
que no se enfurecen ni buscan vengarse de un pueblecito. Y cuando los sacerdotes
salían de leer en el Libro de los Ingenios Maravillosos trataban siempre de hacer
dioses benignos, y todos los dioses que hacían eran distintos unos de otros, solo que
sus ojos miraban hacia Mlideen.
Pero en Mowrah Nawut, durante todos los años olvidados, los dioses habían
esperado y se habían contenido hasta que la gente de Mlideen hubiera tallado cien
dioses. Nunca cayeron desgracias sobre Mlideen procedentes de Mowrah Nawut, ni
plagas en las cosechas ni peste en la ciudad, solo en Mowrah Nawut los dioses se
sentaban y sonreían. La gente de Mlideen había dicho: «Yoma es dios». Y los dioses
se sentaron y sonrieron. Y después de olvidarse de Yoma y del paso de los años, la
gente había dicho: «Zungari es dios». Y los dioses se sentaron y sonrieron.
A partir de entonces un sacerdote había colocado en el altar de Zungari una figura
achaparrada, tallada en ágata purpúrea, diciendo: «Yazun es dios». Y los dioses
siguieron sentados y sonriendo.
A los pies de Yonu, de Bazun, de Nidish y de Sundrao, ha ido a rendir culto la
gente de Mlideen, y los dioses permanecieron sentados manteniendo a raya la
avalancha sobre la ciudad.
Cuando se aproximaba el ocaso se hizo una gran calma en las alturas, y Mowrah
Nawut se mantenía todavía con nieve reluciente, y sobre la calurosa ciudad soplaban
brisas frescas procedentes de sus laderas benignas mientras Tarsi Zalo, supremo
profeta de Mlideen, tallaba en un gran zafiro el centésimo dios de la ciudad, y
entonces los dioses se volvieron hacia Mowrah Nawut diciendo: «Ya han causado un
centenar de infamias». Y dejaron de mirar con buenos ojos a Mlideen y no
mantuvieron más a raya la avalancha, y él se adelantó dando alaridos.
Encima de la Ciudad Intermedia de Mlideen hay ahora un montón de piedras, y
sobre las piedras se construyó una nueva ciudad cuyos habitantes no conocen la
antigua Mlideen, y los dioses están sentados todavía en Mowrah Nawut. Y en la
nueva ciudad las personas rinden culto a dioses tallados, cuyo número asciende a
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noventa y nueve, y yo, el profeta, he encontrado una piedra extraña y voy a cincelarla
bajo la forma de un dios para que todo Mlideen le rinda culto.
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EL SECRETO DE LOS DIOSES[16]
Zyni Moë, la pequeña serpiente, vio centellear el fresco río ante sí, a lo lejos, y se
dispuso a cruzar las ardientes arenas para alcanzarlo.
Uldoon, el profeta, había dejado el desierto y seguía la ribera del río camino de su
antigua casa. Hacía treinta años que, para vivir en un lugar silencioso donde poder
ahondar en el secreto de los dioses, había abandonado su ciudad natal. Se llamaba
Ciudad junto al Río, y en ella habían impartido muchos profetas sus enseñanzas sobre
los dioses, y los hombres mismos habían creado muchos secretos. Sin embargo,
ninguno conocía el secreto de los dioses. Ni nadie osaba buscarlo; pues si alguno lo
hacía, los hombres decían de él:
—Este peca, pues no rinde culto a los dioses que hablan a nuestros profetas a la
luz de las estrellas, cuando nadie los oye.
Y Uldoon comprendió que el entendimiento del hombre es como un jardín, y que
sus pensamientos son como las flores, y los profetas de la ciudad son como otros
tantos jardineros que desyerban y podan, los cuales han hecho en el jardín senderos
suaves y rectos; y sólo se permite al alma del hombre caminar por esos senderos, no
sea que digan los jardineros: «Esa alma transgrede». Y los jardineros eliminan de los
senderos toda flor que nace en ellos, y cortan del jardín todas las que son demasiado
altas, diciendo: «Esa es la costumbre», y «está escrito», y «eso nunca ha estado
antes».
Así que Uldoon vio que no podría descubrir el Secreto de los dioses en una
ciudad. Y dijo a las gentes:
—En el comienzo de los mundos, el Secreto de los dioses estaba claramente
escrito sobre la tierra entera, pero las pisadas de los numerosos profetas lo han
borrado. Vuestros profetas son veraces, pero voy a retirarme al desierto para buscar
una verdad más cierta que la de ellos.
Así que Uldoon entró en el desierto, envuelto por una tormenta, y buscó allí
durante muchos años. Cuando el trueno rugía sobre las montañas que limitaban el
desierto, buscaba el Secreto en el trueno; pero los dioses no hablaban por medio del
trueno. Cuando la voz de las alimañas turbaba la quietud bajo las estrellas, buscaba
en ella el Secreto; pero los dioses no hablaban por medio de las alimañas. Envejeció
Uldoon, y todas las voces del desierto habían hablado a Uldoon —aunque no la de los
dioses—, cuando una noche Los oyó susurrar más allá de las montañas. Murmuraban
entre sí, volvían Sus rostros hacia la tierra, y lloraban. Y Uldoon, aunque no vio a los
dioses, vio Sus sombras al volverse, y regresar a una gran hondonada entre los
montes; y allí, de pie en la entrada del valle, dijeron:
—¡Oh, Morning Zai, el más viejo de los dioses, la fe te ha abandonado, y ayer se
pronunció tu nombre por última vez en la tierra!
Y mirando hacia la tierra, lloraron todos otra vez.
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Y desgarraron las blancas nubes del cielo, envolvieron con ellas el cuerpo de
Morning Zai, lo sacaron de su valle, lo trasladaron al otro lado de los montes; y
cubrieron de nieve los picos, y tocaron redobles en ellos con baquetas de ébano
tallado, ejecutando la marcha fúnebre de los dioses. Retumbaron los ecos por los
desfiladeros y aullaron los vientos, porque se había extinguido la fe de los viejos
tiempos, y con ella se había ido el alma de Morning Zai. Así, pues, cruzaron los
dioses de noche los pasos de montaña con el cuerpo de Su padre muerto. Y Uldoon
los siguió. Y llegaron a un gran sepulcro de ónice que se alzaba sobre cuatro
columnas estriadas de mármol blanco, cada una tallada de cuatro montañas, y
colocaron en él a Morning Zai porque la vieja fe había muerto. Y allí, en la tumba del
padre, hablaron los dioses al fin; y Uldoon oyó el Secreto de los dioses, y lo juzgó tan
sencillo que pensó que cualquier hombre podía haberlo adivinado, aunque ninguno lo
ha hecho. Entonces se levantó el alma del desierto y extendió sobre la tumba su
corona de olvido trenzada con erráticas arenas; y volvieron los dioses a cruzar las
montañas, y regresaron a Su hondonada. Pero Uldoon abandonó el desierto, y caminó
muchos días, hasta que llegó al río que rebasa la ciudad en busca del mar; y siguiendo
su ribera, llegó cerca de su antiguo hogar. Y la gente de la Ciudad del Río, al verlo
venir de lejos, le gritó:
—¿Has averiguado el Secreto de los dioses? Y él respondió:
—Lo he averiguado. Este es el Secreto de los dioses…
Zyni Moë, la pequeña serpiente, al ver la figura y la sombra de un hombre entre
ella y el fresco río, levantó veloz la cabeza, y mordió. Y los dioses están contentos
con la pequeña Zyni Moë, a la que han llamado guardiana del Secreto de los dioses.
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EL VIENTO DEL SUR[17]
Dos jugadores se sentaron a jugar una partida para pasar la eternidad, y eligieron a los
dioses como piezas con las que jugar, y por tablero de juego el cielo, de borde a
borde, en el que se asienta un poco de polvo; y cada mota de polvo era un mundo en
el tablero de juego. Y los jugadores iban vestidos y cubrían su rostro con un velo, y
los trajes y los velos eran parecidos, y sus nombres eran Destino y Azar. Y mientras
jugaban su partida y movían los dioses de acá para allá sobre el tablero, se levantó
polvo y relució en los brillantes ojos de los jugadores que relumbraban detrás de los
velos. Entonces dijeron los dioses: «Mirad cómo removemos el polvo».
* * *
Dio la casualidad, o se decretó (¡vete a saber!), que Ord, un profeta, viera una noche a
los dioses cuando pasaban entre las estrellas a grandes zancadas metidos hasta las
rodillas. Pero mientras él Les rendía culto, vio que un jugador alargaba su enorme
mano por encima de Sus cabezas para hacer su jugada. Entonces Ord, el profeta, cayó
en la cuenta. Si se hubiera callado no le habría pasado nada, pero Ord recorrió el
mundo exclamando a toda la gente: «Hay un poder más allá de los dioses».
Los dioses lo oyeron. Acto seguido dijeron: «Ord ha comprendido».
Terrible es la venganza de los dioses, y furibunda fue su mirada cuando vieron la
cabeza de Ord y arrebataron de su mente cualquier cosa que supiera de ellos. Y el
alma de aquel hombre se fue a vagar por el campo para encontrar sus propios dioses,
sin encontrarlos nunca. En vista de eso del Sueño Dorado de Ord los dioses sacaron
la luna y las estrellas, y por la noche él solo veía cielo negro y ya no veía luces.
Después, como Su venganza no descansa, le privó de las aves y las mariposas, las
flores y las hojas y los insectos y todas las criaturas pequeñas, y el profeta vio que el
mundo había cambiado de una forma extraña, sin enterarse sin embargo de la ira de
los dioses. A continuación los dioses despacharon los cerros que él conocía bien, para
que no los viera más, y todos los gratos bosques de sus cumbres y los otros prados; y
en un mundo más reducido Ord anduvo dando vueltas a la redonda, viendo ya poco, y
su alma seguía vagando en busca de algún dios y no encontraba ninguno.
Por último, los dioses quitaron los prados y el río y no dejaron al profeta más que
su casa y las cosas más grandes que había en ella. Día tras día merodeaban a su
alrededor levantando velos de neblina entre él y las cosas que conocía, hasta que por
fin no percibía nada en absoluto y estaba completamente ciego e ignoraba la ira de los
dioses. A partir de entonces el mundo de Ord llegó a ser únicamente un mundo de
sonidos, y solo oyendo podía mantener bajo control las Cosas. El único provecho que
había obtenido en esos días era algún rumor de las colinas o el canto de los pájaros, y
el ruido del río o el goteo de la lluvia al caer. Pero la ira de los dioses no cesa con el
cierre de las flores, ni se calma con toda la nieve del invierno, ni descansa con la
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deslumbrante luz de pleno verano, y una noche los dioses arrebataron a Ord su
mundo de sonidos y despertó sordo. Pero lo mismo que uno puede destruir una
colmena, y las abejas con todas sus compañeras la vuelven a construir, sin saber lo
que ha destruido su panal o si lo destruirá de nuevo, así Ord construyó su propio
mundo de antiguos recuerdos y se instaló en el pasado. Allí se construyó ciudades de
alegrías pasadas, y dentro de ellas edificó palacios de importantes éxitos, y su
memoria fue la llave que le abrió la mayoría de cerraduras y tenía todavía un mundo
en que vivir, aunque los dioses le hubieran quitado el mundo de los sonidos y el
mundo de la vista. Pero los dioses no se cansan de perseguir, y se apoderaron de su
mundo de cosas pasadas y le quitaron la memoria y le ocultaron los caminos que
conducían al pasado, y le dejaron ciego, sordo y olvidadizo entre los hombres,
haciéndoles saber que él era el que una vez había dicho que los dioses eran
pequeñeces.
Y por último los dioses le quitaron el alma y de ella hicieron el Viento del Sur que
surca los mares permanentemente y no descansa; y bien sabe el Viento del Sur que ha
llegado a darse cuenta en alguna parte y hace mucho tiempo, así que se queja a las
islas y grita por las costas del sur: «He sabido», «he sabido».
Pero todo está dormido cuando habla el Viento del Sur y ninguna cosa presta
atención a su grito de que ha sabido, sino que se contentan con dormir. Aun así el
Viento del Sur, sabiendo que hay algo que ha olvidado, sigue gritando «He sabido»,
tratando de instar a los hombres a levantarse y descubrirlo. Pero nadie presta atención
a las penas del Viento del Sur, ni siquiera cuando derrama sus lágrimas lejos del Sur,
de modo que aunque el Viento del Sur no pare de llorar y nunca descanse, nadie hace
caso de que hay algo que puede saberse, y el Secreto de los dioses está a salvo. Pero
el Viento del Sur tiene que habérselas con el del Norte, y se dice que llegará un día en
que superará los icebergs, acabará con los mares helados y llegará al polo en donde
está grabado el Secreto de los dioses. Y la partida entre el Destino y el Azar cesará de
pronto y el que pierda dejará de ser o de haber sido alguna vez, y el Destino o el Azar
(¡vete a saber quién vencerá!) barrerá a los dioses del tablero de juego.
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EN EL PAÍS DEL TIEMPO[18]
Así habló Alatta, a su hijo primogénito: «Te dejo mi Ciudad de Zoon, de dorados
aleros bajo los que bordonean las abejas. Y te lego también las tierras de Alatta, y
todas las tierras que merezcas poseer, pues los tres poderosos ejércitos que te dejo
pueden muy bien tomar Zindara, invadir Istahn, y hacer retroceder a Onin de su
frontera, y asediar las murallas de Yan, y más allá, extender sus conquistas sobre los
países menores de Hebith, Ebnon y Karida. Pero no lleves tus ejércitos contra Zeenar,
ni cruces jamás el Eidis».
Tras lo cual murió el rey Karnith en la ciudad de Zoon, del país de Alatta, bajo los
dorados aleros, y su alma fue a donde habían ido las almas de sus mayores, los reyes
que lo precedieron, y las almas de sus esclavos.
Entonces Karnith Zo, el nuevo rey, tomó la corona de hierro de Alatta, y bajó
después a las llanuras que circundan Zoon, donde halló a sus tres poderosos ejércitos
clamando por que los llevase contra Zeenar, al otro lado del Eidis.
Pero el nuevo rey se apartó de sus ejércitos; y durante toda una noche, a solas con
su corona de hierro en el gran palacio, meditó largamente sobre la guerra; y poco
antes del amanecer distinguió vagamente, desde la ventana del palacio que daba a
oriente, por encima de la ciudad de Zoon y más allá de los campos de Alatta, un valle
remoto que se abría en Istahn. Allí, mientras meditaba, vio elevarse las hebras de
humo, altas y rectas, sobre las casitas de la llanura y los campos donde pacían las
ovejas. Después, el sol se elevó espléndido sobre Alatta, igual de luminoso que sobre
Istahn, y percibió movimiento en las casas de Alatta y de Istahn; cantaron los gallos
en la ciudad, y los hombres salieron a los campos entre los balidos de las ovejas; y el
rey se preguntó si harían cosas distintas en Istahn. Y hombres y mujeres se juntaban
al salir para el trabajo, y el sonido de sus risas se elevaba de las calles y los campos;
los ojos del rey miraron hacia la lejana Istahn: el humo aún ascendía alto y recto de
las pequeñas casitas. Y el sol subió aún más sobre Alatta e Istahn, haciendo que las
flores se abriesen en una y otra ciudad, y que cantasen los pájaros y se alzasen las
voces de los hombres y las mujeres. En el mercado de Zoon, las caravanas se habían
puesto ya en marcha para llevar sus mercancías a Istahn; a continuación, pasaron
camellos procedentes de Alatta con gran tintineo de cascabeles. Todo esto vio el rey
mientras meditaba, él que nunca había meditado. A poniente, las montañas de Agnid
guardaban severas el río Eidis; detrás de ellas, el pueblo feroz de Zeenar vivía en una
tierra inhóspita.
Más tarde, el rey, que visitaba su nuevo reino, llegó al Templo de los dioses de
Antaño. Allí encontró las techumbres hundidas, rotas las columnas de mármol, y que
la maleza invadía el interior del santuario: los dioses de Antaño, privados de todo
culto y sacrificio, habían caído en el abandono y el olvido. Y preguntó el rey a sus
consejeros quién era el que había destruido este templo, o había provocado el
abandono de los dioses. Y le contestaron:
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—El tiempo es quien lo ha hecho.
Después topó el rey con un hombre encorvado, tullido, y de rostro gastado y
cubierto de arrugas, visión que jamás había tenido en la corte de su padre; y le dijo:
—¿Quién te ha hecho eso? Y el viejo contestó:
—Ha sido el tiempo implacable.
Pero siguieron adelante el rey y sus consejeros, y a continuación se cruzaron con
un grupo de hombres que acompañaban un coche fúnebre. Y el rey interrogó
interesado a sus consejeros sobre la muerte; pues jamás habían explicado estas cosas
al rey. Y el más anciano de los consejeros contestó:
—La muerte, oh rey, es un don que los dioses envían por mano de su siervo el
Tiempo; unos la reciben con alegría, otros se ven obligados a aceptarla de mala gana,
y a otros les sobreviene en mitad del día. Y con este don que el Tiempo trae de los
dioses, el hombre debe entrar en las tinieblas para no poseer otra cosa, mientras no
sea otra la voluntad de los dioses.
Pero el rey regresó a su palacio, reunió a sus profetas más grandes y a sus
consejeros, y los interrogó con más detalle sobre el Tiempo. Y ellos le explicaron que
el Tiempo era una figura grande como una sombra alta e inmóvil en la oscuridad, o
que caminaba invisible por el mundo; y que era esclavo de los dioses y llevaba a cabo
sus mandatos; pero que andaba cambiando siempre de amo, y todos los anteriores
señores del Tiempo habían muerto, y habían sido olvidados Sus altares. Y dijo uno:
—Yo lo vi un día en que bajé a jugar otra vez al jardín de mi niñez movido por
unos recuerdos. Fue hacia el atardecer, cuando palidecía la luz; y vi al Tiempo de pie
en la pequeña cancela, pálido como la luz: se interpuso entre el jardín y yo, y me robó
todos los recuerdos porque era más fuerte que yo.
Y otro dijo:
—Yo también he visto al Enemigo de mi Casa. Lo vi cuando cruzaba los campos
que yo conocía bien, llevando de la mano a un desconocido para aposentarlo en mi
hogar natal, y dejarlo que viviese donde vivieron mis antepasados. Y lo vi, después,
dar tres vueltas alrededor de la casa, e inclinarse a arrancar el encanto del jardín y
barrer las altas amapolas, y sembrar mala yerba a su paso mientras recorría mis
rincones recordados.
Y otro dijo:
—Un día se internó en el desierto y sacó vida de los parajes desolados, y la hizo
llorar amargamente, y luego la cubrió otra vez con el desierto.
Y otro dijo:
—Yo también lo vi en el jardín de un niño, destrozando flores; y después salió a
recorrer los bosques, arrancando las hojas, una tras otra, de todos los árboles.
Y otro dijo:
—Yo le vi una vez a la luz de la luna, de pie, alto y negro en medio de las ruinas
de un altar, en el antiguo reino de Amarna, llevando a cabo una fechoría nocturna. Y
su rostro tenía la expresión del asesino, mientras cubría algo con yerbas y tierra. Más
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tarde, en Amarna, el pueblo de ese viejo reino echó de menos a su dios, en cuyo altar
había visto yo, por la noche, al Tiempo agazapado; y no lo han vuelto a ver desde
entonces.
Entretanto, a lo lejos, en el extremo de la ciudad, se había ido elevando el clamor
de los tres ejércitos del rey, que pedían que los llevasen contra Zeenar. Entonces fue
el rey a donde estaban sus ejércitos y, hablando a sus capitanes, dijo:
—No quiero, para ser rey de otras tierras, adornarme con el asesinato. He visto
surgir sobre Istahn la misma mañana que ha alegrado también a Alatta, y he oído
descender la Paz entre las flores. No llevaré el dolor a los hogares para gobernar
sobre un país de viudas y huérfanos. Pero os conduciré contra el jurado enemigo de
Alatta que echará abajo las torres de Zoon, y que ha osado derribar ya a nuestros
dioses. Es el enemigo de Zindara, de Istahn, y de Yan, país de numerosas ciudadelas.
Hebith y Ebnon no pueden resistirle, y Karida, rodeada de inhóspitas montañas, no
está segura frente a él. Es un enemigo más poderoso que Zeenar, cuyas fronteras son
más fuertes que el Eidis; acecha con malevolencia todos los pueblos de la tierra, se
burla de sus dioses, y codicia todas sus ciudades. Por tanto, iremos a conquistar al
Tiempo, y a salvar a los dioses de Alatta de sus garras; y al volver victoriosos,
descubriremos que la Muerte se ha ido, y que han desaparecido la vejez y las
enfermedades; y viviremos aquí eternamente, bajo los dorados aleros de Zoon,
mientras las abejas bordonean entre tejados incólumes y torres jamás melladas. No
habrá ruina ni olvido, agonía ni dolor, cuando hayamos librado del Tiempo
despiadado a los pueblos y campos deleitosos de la tierra.
Y los ejércitos juraron seguir al rey para salvar al mundo y a los dioses.
Así pues, al día siguiente se puso en marcha el rey con sus tres ejércitos, y cruzó
muchos ríos y atravesó muchas tierras; y por donde pasaban, preguntaban acerca del
Tiempo.
Y el primer día encontraron a una mujer con el rostro surcado de arrugas, la cual
les contó que había sido hermosa, y que el Tiempo le había marcado la cara con sus
cinco uñas.
Vieron muchos ancianos a su paso, en su marcha en busca del Tiempo. Todos lo
habían visto, pero ninguno pudo decirles más, quitando algunos que decían que había
tomado el camino hacia allá; y señalaban una torre ruinosa o un árbol viejo y
destrozado.
Y día tras día y mes tras mes, el rey avanzaba con sus ejércitos, esperando tener
finalmente al Tiempo ante sí. Unas veces acampaban de noche cerca de palacios de
hermosa arquitectura o junto a floridos jardines, con la esperanza de sorprender a su
enemigo cuando llegase dispuesto a profanar esos lugares al amparo de la oscuridad.
Otras, cruzaban telarañas, cadenas herrumbrosas, y casas de techumbres hundidas o
paredes desmoronadas. Entonces los ejércitos aceleraban el paso, pensando que
estaban sobre la pista del Tiempo.
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A medida que pasaban las semanas y se convertían en meses, y les llegaban
nuevas y rumores sobre el Tiempo sin cesar, aunque no lograban dar con él, los
ejércitos se iban cansando de su larga marcha; pero el rey los hacía seguir, y no
consentía que nadie volviese la espalda, diciendo siempre que ya tenían cerca al
enemigo.
Mes sí, mes no, el rey hacía avanzar a sus ahora desganados ejércitos; hasta que
finalmente, faltando poco para cumplirse el año desde que iniciaran la empresa,
llegaron al remoto pueblecito de Astarma, en el norte. Allí, muchos soldados del rey,
cansados, desertaron de sus ejércitos, se asentaron en Astarma y se casaron con
muchachas astarmesas. Por estos soldados podemos establecer claramente la fecha en
que los ejércitos llegaron a Astarma, casi al año de haber emprendido la expedición.
Y partieron los ejércitos de ese pueblo, y los niños los vitorearon al desfilar por la
calle. Y cinco millas más adelante, cruzaron una cordillera y se perdieron de vista. Es
menos conocido el otro lado de esa cadena montañosa; pero se ha logrado reconstruir
el resto de esta crónica por las historias que los veteranos de los ejércitos del rey
solían contar por la noche junto al fuego, en Zoon, y que más tarde recordaban los
hombres de Zeenar.
Hoy es creencia general que los ejércitos del rey que rebasaron Astarma llegaron
por fin (no se sabe al cabo de cuánto tiempo) a la cresta de una pendiente donde la
tierra entera descendía en forma de un plano verdeante hacia el norte. Abajo se
extendían verdes campos, y más allá gemía el mar sin que la vista alcanzase a
descubrir costa ni isla ninguna.
En medio de los verdes campos había una aldea; y hacia ella se volvieron los ojos
del rey y de sus ejércitos mientras descendían la cuesta. La veían abajo, delante de
ellos, grave, consumida por la antigüedad, con vetustas techumbres, manchadas y
combadas por el paso de los años, y torcidas chimeneas. Sus tejas eran de antiguas
losas cubiertas de espeso musgo, y las ventanas, de innumerables y extraños
cristalitos, asomaban a jardines de singular trazado invadidos de maleza. Las puertas,
oscilando sobre goznes herrumbrosos, eran de tablas de roble inmemorial con negros
nudos vacíos. Los flotantes molinillos chocaban contra las casas, y todo lo cubría la
yedra o lo invadía la maleza. De las torcidas chimeneas se elevaban altas y rectas las
azulencas hebras de humo, y la yerba asomaba entre el grueso empedrado de la calle
desierta. Entre los jardines y la calle se alzaban los setos de vigoroso espino, por
encima de la altura de un jinete, y por ellos trepaba la enredadera y se asomaba a los
jardines desde arriba. Delante de cada casa se abría un vacío en el seto, en el que
gemía una cancela de madera gastada por la lluvia y los años, y verde como el
musgo. Sobre todo ello, se cernía la edad y el completo silencio de las cosas pasadas
y olvidadas. El rey y sus ejércitos contemplaron largamente estos restos que los años
habían arrojado de la antigüedad. Entonces detuvo el rey a sus hombres en lo alto de
la ladera, y bajó al pueblo acompañado sólo por uno de sus capitanes.
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Seguidamente, hubo una agitación en una de las casas: un murciélago salió
volando por la puerta a la luz del día, y tres ratones se escabulleron por los ángulos
del umbral; una losa del sendero se partió en dos y siguió unida por el musgo. Y a
continuación, apareció un anciano de barba blanca, encorvado sobre un bastón, con la
ropa lustrosa por el uso; después aparecieron otros en las puertas de las otras casas,
igual de viejos todos, cojeando sobre sus bastones. Eran las personas más ancianas
que el rey había visto nunca, y les preguntó el nombre del pueblo, y quiénes eran; y
uno de ellos contestó: «Esta es la Ciudad de los Ancianos, del Territorio del Tiempo».
Y dijo el rey: «Entonces, ¿está aquí el Tiempo?»
Y uno de los ancianos señaló un gran castillo que se alzaba en lo alto de un
monte, y dijo: «Allí habita el Tiempo, y nosotros somos su pueblo»; y todos
observaban al rey Karnith Zo con curiosidad. Y el más decrépito de los aldeanos
habló otra vez, y dijo: «¿De dónde vienes, que eres tan joven?»; y Karnith Zo le
contó cómo había venido a vencer al Tiempo para salvar al mundo y a los dioses, y
les preguntó de dónde venían ellos.
Y los aldeanos dijeron:
—Somos más viejos que siempre, y no sabemos de dónde venimos; pero somos
los súbditos del Tiempo, y desde el Borde del Todo lanza él sus horas al asalto del
mundo, y jamás podrás vencer al Tiempo.
Pero el rey volvió a sus ejércitos, señaló hacia el castillo de lo alto del monte, y
les dijo que al fin habían encontrado al Enemigo de la Tierra; y los que eran más
viejos que siempre volvieron lentamente a sus casas de puertas chirriantes y mohosas.
Y los ejércitos cruzaron los campos, y pasaron el pueblo. El Tiempo los observaba
desde una torre; y mientras ellos rodeaban el monte en orden de batalla, siguió allí,
sin dejar de observar desde su gran torre.
Pero cuando los pies de los primeros pisaron el borde del monte, el Tiempo lanzó
contra ellos cinco años, y los años pasaron por encima de sus cabezas; y el ejército,
un ejército de soldados maduros, siguió avanzando. Y la ladera pareció más empinada
al rey y a todos los hombres de su ejército, cuya respiración se hizo fatigosa. Y el
Tiempo reunió más años, y los fue lanzando uno a uno sobre Karnith Zo y sus
hombres. Se anquilosaron las rodillas del ejército, crecieron sus barbas, y se
volvieron grises. Y siguieron silbando sobre sus cabezas las horas y los días y los
meses, y fueron encaneciendo cada vez más; y no cesaban de abatirse sobre ellos las
horas victoriosas y los años, barriendo del ejército toda juventud; hasta que el ejército
estuvo ante las murallas del castillo del Tiempo, en medio de una nube aullante de
años, y encontraron la cima demasiado escarpada para su vejez. Lenta,
dolorosamente, atormentado por la fiebre y los escalofríos, el rey se unió a su gastado
ejército que, tambaleante, había emprendido el descenso de la ladera.
Lentamente, el rey condujo de regreso a sus guerreros, sobre cuyas cabezas
habían aullado los años triunfales. En etapas de años alternos, fueron retrocediendo
hacia el sur, siempre en dirección a Zoon; y entraron de nuevo en Astarma, con las
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lanzas enmohecidas y las barbas largas, y nadie los reconoció. Pasaron otra vez por
ciudades y pueblos donde antes habían indagado sobre el paradero del Tiempo, y
tampoco hubo nadie que les reconociese. Volvieron a los palacios y jardines donde se
habían apostado por las noches, al acecho del Tiempo, y descubrieron que el Tiempo
había estado allí. A todo esto, iban con la esperanza puesta en volver a ver los
dorados aleros de Zoon. Y ninguno se había dado cuenta de que detrás de ellos
marchaba la flaca figura del Tiempo, separando a los rezagados, uno tras otro, y
agobiándolos con sus horas: no cesaban de notar desaparecidos cada día, y cada vez
era más reducido el número de los veteranos de Karnith Zo.
Pero al fin, después de muchos meses, una noche en que marchaban a oscuras
antes del amanecer, vieron súbitamente irrumpir el alba sobre los tejados de Zoon; y
un gran grito brotó del ejército:
—¡Alatta! ¡Alatta!
Pero al acercarse, descubrieron que las puertas estaban herrumbrosas, la yerba
invadía las murallas exteriores, se habían hundido muchos de los tejados, los hastiales
estaban combados y ennegrecidos, y los dorados aleros habían perdido su esplendor.
Y los soldados, que entraban en la ciudad esperando encontrar a sus hermanas y
novias con algunos años más, descubrieron sólo viejas arrugadas y decrépitas que no
los reconocían ni sabían quiénes eran.
Y de repente, dijo alguien:
—Ha estado aquí también.
Y entonces comprendieron que, mientras ellos habían ido en busca del Tiempo, el
Tiempo había atacado su ciudad, la había sitiado con los años, y la había tomado
mientras ellos no estaban, esclavizando a sus mujeres y a sus hijos con el yugo de la
vejez. Y los que quedaban de los tres ejércitos de Karnith Zo se quedaron a vivir en la
ciudad dominada. Poco después, los hombres de Zeenar cruzaron el río Eidis; y
venciendo fácilmente a un ejército de viejos soldados, se apoderaron de Alatta; y sus
reyes reinaron en adelante en la ciudad de Zoon. Y a veces, los hombres de Zeenar
oían las extrañas historias que contaban los viejos alatteses sobre los años en que
combatieron contra el Tiempo. Después se publicaron las historias que los hombres
de Zeenar recordaban, y esto es cuanto puede decirse de aquellos aventureros
ejércitos que fueron a guerrear contra el Tiempo para salvar al mundo y a los dioses,
y fueron arrollados por las horas y los años.
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LA COMPASIÓN DE SARDINAC[19]
El lisiado Sardinac cuidaba una oveja en un cerro al sur de la ciudad. Sardinac era
enano y se mofaban mucho de él en la ciudad. Pues las mujeres decían: «Tiene gracia
que Sardinac sea enano», y le señalaban con el dedo, diciendo: «Mirad a Sardinac, es
enano; además es muy cojo».
Una vez se abrieron de par en par las puertas de todos los templos del mundo por
la mañana, y Sardinac, que estaba con su oveja en el cerro, vio bajar unas extrañas
figuras por el camino blanco, siempre hacia el sur. Durante toda la mañana vio el
polvo que se levantaba al paso de aquellos extraños personajes, que siempre iban
hacia el sur directamente hasta el borde de los cerros Nydoon, desde donde ya no
podía verse el camino blanco. Y las figuras iban encorvadas y parecían más altas que
los hombres, aunque a Sardinac todos los hombres le parecían muy altos, y el polvo
le impedía ver con claridad. Y Sardinac les gritó, como saludaba a toda la gente que
pasaba por el largo camino blanco, y ninguna de las figuras miró a derecha e
izquierda ni se volvió para contestar a Sardinac. Por otro lado eran pocos los que le
contestaban porque era cojo, y un enanito.
Las figuras siguieron avanzando a toda velocidad, inclinadas hacia delante entre
el polvo, hasta que por fin Sardinac bajó corriendo del cerro para observarlas desde
más cerca. Cuando llegó al camino blanco, la última figura pasó por delante de él, y
Sardinac corrió tras él cojeando por el camino.
Porque Sardinac estaba harto de la ciudad en la que todos se mofaban de él, y
cuando vio aquellas figuras que iban deprisa por el camino pensó que quizás irían a
otra ciudad más allá de los cerros, en la que el sol brillaba más, o en la que había más
comida, pues él era pobre, incluso quizás donde la gente no tenía la costumbre de
reírse de él. De modo que aquella procesión de personajes encorvados que parecían
más altos que los hombres siguió avanzando hacia el sur por aquel camino y tras ella
un enano lisiado que renqueaba.
Khamazan, como llaman ahora a la Ciudad del Último Templo, está situada al sur
de los cerros de Nydoon. Esta es la historia de Pompeides, hoy en día profeta
principal del único templo del mundo, y el mayor profeta que ha habido.
«En las laderas de Nydoon estaba yo una vez sentado contemplando Khamazan.
Allí vi por la mañana figuras que andaban con paso largo entre el polvo por el camino
que cruza el mundo. Subiendo el cerro a buen paso vinieron hacia mí, no con andares
de hombre, y el primero no tardó en llegar a la cima del cerro donde el camino
desciende para dirigirse de nuevo a la llanura, en la que se encuentra Khamazan. Y
ahora, juro por todos los dioses que ya no existen, que lo que voy a decir sucedió tal
cual, y sin duda fue así. Cuando los que subieron el cerro a buen paso llegaron a la
cima no tomaron el camino que baja al llano ni pisaron ya el polvo, sino que
siguieron adelante directamente y hacia arriba, a buen paso como antes, como si el
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cerro no tuviera fin ni el camino descendiera. Y andaban como si no pisaran un suelo
blando, sin embargo ascendían a través del aire.
Eso lo hicieron los dioses, pues no eran nacidos de hombre los que se fueron
aquel día de la tierra de una manera tan extraña.
Pero yo, cuando vi aquello, y tres de ellos ya habían pasado por delante de mí,
abandonando la tierra, exclamé al cuarto:
—Dioses de mi infancia, guardianes de los pequeños hogares, ¿adónde vais,
abandonando la tierra redonda para flotar solos y olvidados en un cielo tan grande y
desolado?
Y uno respondió:
—La herejía lanza con presteza su mirada hostil sobre el mundo y la fe de los
hombres se atenúa y los dioses se van. Los hombres harán dioses de hierro y de acero
cuando el viento y la hiedra confluyan en los altares de los templos de los dioses de
otros tiempos.
Y yo dejé aquel lugar como un hombre deja el fuego por la noche y, bajando al
llano por el camino blanco que los dioses desdeñaron, grité a todos los que pasaban
por delante de mí que me siguieran, y gritando de ese modo llegué a las puertas de la
ciudad. Y allí dije a voz en grito a todos los que estaban cerca de las puertas:
—Desde la cumbre de aquel cerro los dioses están abandonando la tierra.
A continuación reuní a varios, y nos dirigimos a toda prisa al cerro para suplicar a
los dioses que se quedaran, y al llegar gritamos al último dios que se iba:
—Dioses de la antigua profecía y de las esperanzas de los hombres, no dejéis la
tierra, y toda nuestra veneración zumbará en Vuestros oídos como nunca lo hizo
antes, y el sacrificio se quejará muchas veces en Vuestros altares.
Y dije:
—Dioses de las veladas tranquilas y de las noches en calma, no os vayáis de la
tierra ni dejéis Vuestros altares labrados, y todos los hombres Os seguirán venerando.
Porque entre nosotros y esos lejanos y silenciosos espacios azules surcan a menudo
los truenos y las tormentas, allí en su escondite acecha el amenazador eclipse, y se
guardan las nieves y los granizos y los rayos que afligieron a la tierra durante un
millón de años. Dioses de nuestras esperanzas, ¿cómo podrán las plegarias de los
hombres, clamadas en altares vacíos, atravesar espacios tan terribles?; ¿cómo viajarán
por encima de los truenos y muchas tormentas a cualquiera que sea el lugar que los
dioses puedan ir en aquel yermo azul allá a lo lejos?
Pero los dioses se inclinaron directamente hacia delante y hollaron el cielo sin
mirar ni a derecha ni a izquierda ni hacia abajo, y no hicieron caso de mi plegaria.
Y alguien, esperando todavía que los dioses se quedaran, aunque casi todos se
habían ido, dijo a voz en grito:
—Oh, dioses, no le quitéis a la tierra la vaga quietud que envuelve todos Vuestros
templos, no privéis al mundo entero del antiguo romance, no sustraigáis el embrujo
del claro de luna ni suprimáis el prodigio de las neblinas blancas en cada país;
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porque, oh dioses de la infancia del mundo, cuando hayáis abandonado la tierra Os
habréis llevado el misterio del mar y todo su antiguo esplendor, y le habréis
arrebatado la esperanza al incierto futuro. Ya no habrá más gritos extraños de noche
inteligibles solo a medias, ni canciones a la luz del crepúsculo, y todo el prodigio
habrá muerto con las flores del año pasado en los pequeños jardines o en las laderas
de los cerros orientadas al sur; porque con los dioses tiene que irse el encanto de las
llanuras y toda la magia de los bosques recónditos, y algo le faltará al silencio de la
primera luz del alba. Porque no sería conveniente que los dioses dejasen la tierra y no
se llevaran con Ellos lo que le han dado. Allá afuera en los silenciosos espacios
azules necesitaréis la beatitud del ocaso y pequeños recuerdos sagrados y la emoción
de las historias contadas al amor de la lumbre mucho tiempo atrás. Unos acordes de
música, una canción, un verso y un beso, y un recuerdo de una charca con juncos, y,
los dioses, cuando se vayan, recurrirán al que más les incumba, cada uno de ellos el
mejor.
»Entonar una queja, gente de Khamazan, entonar una queja por todos los niños de
la tierra a los pies de los dioses que se han ido. Entonar una queja por los niños de la
tierra que tendrán que hacer sus plegarias en altares vacíos y yacerán finalmente
alrededor de altares vacíos.
Luego, cuando se terminaron nuestras plegarias y derramamos nuestras lágrimas,
vimos que el último y más modesto de los dioses se detuvo en la cumbre del cerro.
Por dos veces Los llamó con un grito en cierto modo parecido al grito con el que
nuestros pastores llaman a sus hermanos, y durante mucho tiempo Les siguió con la
mirada, y luego se dignó dejar de mirarlos y quedarse en tierra y volver la mirada
hacia los hombres. Entonces dimos un grito descomunal al ver nuestras esperanzas a
salvo y que todavía había en la tierra un refugio para nuestras plegarias. Y las figuras
que se nos habían antojado tan grandes a partir de entonces nos parecieron más
pequeñas que los hombres, mientras seguían ascendiendo, unas detrás de otras, por
encima de nuestras cabezas. Pero el dios modesto que se había apiadado del mundo
bajó del cerro con nosotros, dignándose todavía a andar por el camino, aunque de
forma extraña, no como andan los hombres, hasta llegar a Khamazan. Allí lo
alojamos en el palacio del Rey, pues eso ocurrió antes de la construcción del templo
de oro, y el Rey hizo con sus propias manos un sacrificio ante él, y el que se había
apiadado del mundo comió la carne del sacrificio.
Y el Libro del Conocimiento de los dioses de Khamazan cuenta cómo el dios
modesto que se apiadó del mundo dijo a sus profetas que su nombre era Sardinac y
que cuidaba ovejas, y que por eso le llamaron el dios pastor, y en sus altares se
sacrificaban ovejas tres veces al día, y el Norte, el Este, el Oeste y el Sur son las
cuatro vallas de Sardinac, y las nubes blancas sus ovejas. Y el Libro del
Conocimiento de los dioses cuenta además que el día en que Pompeides encontró a
los dioses se guardará ayuno de manera permanente hasta la caída de la tarde y se
llamará el Ayuno de Los que se Van, y al anochecer se celebrará una fiesta religiosa
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que se llamará Fiesta de la Compasión, pues aquella noche Sardinac se apiadó del
mundo entero y se quedó.
Y toda la gente de Khamazan rezó a Sardinac, y soñó sus sueños y no perdió la
esperanza porque su templo no estaba vacío. Nadie sabe en Khamazan si los dioses
que se fueron eran más importantes que Sardinac, pero algunos creen que en sus
ventanas azul celeste Ellos han puesto luces para que las numerosas plegarias
perdidas que revolotean en las alturas puedan acudir a ellas como las mariposas
nocturnas, y encuentren por fin refugio y faro allá arriba en el crepúsculo y la quietud
en que se sientan los dioses.
A Sarnidac le asombraron aquellas figuras extrañas, la gente de Khamazan, y el
palacio del Rey y las costumbres de los profetas, pero no se asombró mucho más en
Khamazan que en la ciudad que había dejado. Pues Sardinac, que no había entendido
por qué los hombres eran poco amables con él, creyó haber encontrado por fin el país
que los dioses le habían permitido esperar, en el que los hombres tendrían la
costumbre de ser amables con él.
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LA BROMA DE LOS DIOSES[20]
Hace tiempo los dioses más antiguos tuvieron necesidad de reír. Por tanto crearon el
alma de un rey, y pusieron en ella ambiciones mayores que las que los reyes deberían
tener, y un ansia de territorios que sobrepasaba la codicia de otros reyes, y a aquella
alma la dotaron de una fortaleza que superaba la de los demás, y un ardiente deseo de
poder y un intenso orgullo. Acto seguido los dioses señalaron hacia la tierra y
enviaron aquella alma a los terrenos de los hombres para que viviera en el cuerpo de
un esclavo. Y el esclavo creció, y empezó a surgir en su corazón el orgullo y el ansia
de poder, y llevaba grilletes en los brazos. Entonces en los Prados del Crepúsculo los
dioses se dispusieron a reír.
Pero el esclavo bajó a la orilla del gran mar, y se deshizo de su cuerpo y de los
grilletes que llevaba, y regresó a buen paso a los Prados del Crepúsculo, se plantó
ante los dioses y Les miró a los ojos. Eso no lo habían previsto los dioses cuando se
habían dispuesto a reír. El ansia de poder consumía el alma de aquel Rey, que tenía
toda la fortaleza y el orgullo que los dioses pusieron dentro de ella, y pudo él más que
los dioses más antiguos. Él, cuyo cuerpo había soportado los latigazos de los
hombres, ya no pudo aguantar el dominio de los dioses, y de pie ante Ellos mandó a
los dioses que se fueran. De Sus labios brotó toda la ira de los dioses más antiguos,
que por primera vez recibían órdenes, pero el alma del Rey seguía mirándoles, y Su
ira se desvaneció y apartaron los ojos. Entonces sus tronos quedaron vacantes, y los
Prados del Crepúsculo vacíos, mientras los dioses se escabullían a lo lejos. Pero el
alma eligió nuevos compañeros.
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LOS SUEÑOS DEL PROFETA[21]
Página 109
—Ellos hicieron al Remordimiento de pelo gris como una tarde lluviosa de otoño
y armado con múltiples garras desgarradoras, y al Dolor de manos calientes y pies
morosos, y al Miedo en forma de rata con dos dientes fríos tallados en hielo de ambos
polos, y a la Ira con el vuelo veloz de la libélula de ojos ardientes en verano. No
perdonaré a esos dioses.
Pero el poeta dijo:
—¿Acaso puedes estar enojado con esos hermosos huesos blancos?
Y miré largamente aquellos hermosos huesos curvos que ya no podían hacer daño
a la más pequeña criatura de los mundos que ellos mismos habían creado. Y medité
largamente en el mal que habían hecho, y también en el bien. Pero cuando pensé en
Sus manos volviendo rojas y mojadas de las batallas para hacer una prímula para que
un niño la cortase, entonces perdoné a los dioses.
Y empezó a caer del cielo una lluvia mansa que apaciguó la arena inquieta, y un
blando musgo comenzó a brotar súbitamente, y cubrió los huesos hasta darles aspecto
de extrañas y verdes colinas; y oí un grito, desperté, y descubrí que había estado
soñando; y al asomarme a la puerta de mi casa, vi que un relámpago había matado a
un niño en la calle. Entonces comprendí que los dioses aún vivían.
II
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EL VIAJE DEL REY[22]
Un día el Rey se volvió hacia las mujeres que bailaban y les dijo: «No bailéis más», y
despidió a los que llevaban el vino en copas adornadas con piedras preciosas. En el
palacio del Rey Ebalon dejaron de sonar canciones y los heraldos alzaron sus voces
pregonando en las calles para encontrar los profetas de la tierra.
Acto seguido se fueron las bailarinas, el copero y los cantantes a las duras calles
entre las casas, Hojas Pisoteadas, Surtidor de Plata y Relámpago Veraniego, las
bailarinas cuyos pies los dioses no habían concebido para pisar caminos pedregosos,
que solo habían bailado para príncipes. Y con ellas se fue la cantante Alma del Sur, y
la cantante melodiosa Sueño del Mar, cuyas voces los dioses habían afinado para los
oídos de reyes, y el anciano Isthan, el copero, dejó su trabajo de toda la vida en el
palacio para andar por caminos normales, él que había estado muy cerca de tres reyes
de Zarkandhu y había observado que su antigua cosecha alimentaba su valor y su
júbilo como las aguas de Tondaris alimentan las verdes llanuras del sur. Nunca había
perdido la seriedad a pesar de sus bromas, pero su corazón solo se alegraba con el
júbilo vehemente de los reyes. Él también salió a la oscuridad con los cantantes y las
bailarinas.
Y los heraldos buscaron a los profetas por todo el país. Luego, una noche, cuando
el Rey Ebalon estaba solo en su palacio hicieron comparecer ante él a todos los que
tenían fama de sabios y que escribían las historias de los tiempos por venir. Entonces
el Rey habló y dijo:
—El Rey sigue viajando con muchos caballos, pero no montará ninguno, cuando
el fausto del viaje se oiga en las calles, y el sonido del laúd y el tambor, y el nombre
del Rey. Y querría saber qué príncipes y qué gente me darán la bienvenida en la otra
orilla, en el país al que viajo.
Entonces se hizo el silencio entre los profetas, que murmuraron:
—El Rey lo sabe todo.
Acto seguido dijo el Rey:
—Tú primero, Samahn, Gran Profeta del Templo de oro de Azinorn, contesta o ya
no escribirás la historia de los tiempos por venir, sino que trabajarás sin descanso
para registrar los insignificantes sucesos de la época pasada, como hace la gente
corriente.
Entonces dijo Samahn:
—El Rey lo sabe todo, y cuando el fausto del viaje se oiga en las calles y los
lentos caballos que el Rey no monta vayan detrás del laúd y el tambor, entonces,
como bien sabe el Rey, bajarás a la gran casa blanca de los reyes y, entrando en los
portales a los que nadie es digno de seguirte, rendirás homenaje tú solo a todos los
reyes antiguos de Zarkandhu, cuyos huesos están colocados en tronos dorados,
Página 111
asiendo todavía sus cetros. Allí dentro, con togas y cetro, atravesarás el pórtico de
mármol, pero dejarás tu corona reluciente que otros pueden usar, y con el paso del
tiempo llegarás a aumentar el número de los treinta reyes que se sentaron en tronos
dorados en la gran casa blanca. Hay una puerta en la gran casa blanca, amplia y con
soportales de mármol, que solo se abre para los reyes, pero cuando te reciban, y hayas
cumplido tu compromiso de rendir homenaje a los treinta reyes, encontrarás al fondo
de la casa una puerta desconocida por la que solo puede pasar el alma de un Rey y,
dejando tu cuerpo sobre un trono dorado, saldrás sin ser visto de la gran casa blanca
para andar por los espacios aterciopelados que se extienden entre los mundos.
Entonces, oh Rey, será mejor viajar deprisa y no demorarse en las casas de los
hombres como hacen las almas de algunos que todavía lamentan la muerte súbita que
los envía al otro barrio antes de tiempo, y que, aun siendo dos los que van a morir, se
quedan en cámaras oscuras toda la noche. Estos se ponen en marcha al alba y,
viajando todo el día, ven brillar la tierra a sus espaldas cuando cae la noche, y de
nuevo son reacios a dejar sus gratas querencias, y regresan de nuevo a través de
bosques sombríos y suben a alguna antigua cámara amada, y siempre se demoran
entre el hogar y la huida y no descansan nunca.
»Te pondrás en camino cuanto antes porque el viaje es largo y dura muchas horas;
pero las horas en los espacios aterciopelados son horas de los dioses, y no podemos
decir a cuánto tiempo equivale una hora calculada en años mortales.
»Por último llegarás a un lugar en penumbra lleno de bruma, con bultos grises
que son altares, y en ellos se elevan llamitas rojas de fuegos mortecinos que apenas
alumbran la niebla. Y en aquella bruma está oscuro y hace frío porque los fuegos
escasean. Son los altares de los fieles, y las llamas son el culto de los hombres, y a
través de la bruma los dioses de Antaño andan a tientas en la oscuridad y el frío. Allí
oirás una voz que grita débilmente: «Inyani, Inyani, señor del trueno, ¿dónde estás
que no puedo verte?» Y una voz tenue contestará en medio del frío: «Oh, hacedor de
muchos mundos, estoy aquí». Y en ese lugar los dioses de Antaño están casi sordos
pues las plegarias de los hombres aumentan poco, y están casi ciegos porque los
fuegos arden deficientemente en los altares de los fieles y tienen mucho frío. Y
alrededor del lugar de la bruma se extiende un mar quejumbroso que llaman el Mar
de las Almas. Y detrás de aquel lugar brumoso hay vagas siluetas de montañas, y en
la cumbre de una de ellas brilla una luz plateada que se refleja en el mar
quejumbroso; y siempre aumenta la luz en la montaña mientras las llamas de los
altares se extinguen delante de los dioses de Antaño, y la luz brilla por encima de la
bruma y nunca a través de ella mientras los dioses de Antaño se quedan ciegos. Se
dice que la luz en la montaña un día se convertirá en un nuevo dios que no será uno
de los dioses de Antaño.
»Allí, oh Rey, entrarás en el Mar de las Almas por la costa en la que se alzan los
altares que oculta la bruma. En aquel mar están las almas de todos los que vivieron
alguna vez en los mundos y de todos los que alguna vez vivirán, todas liberadas de la
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tierra y de la carne. Y todas las almas en aquel mar son conscientes las unas de las
otras, pero más que por el oído o la vista o el gusto o el tacto o el olor, y todas hablan
unas con otras pero no con los labios, con voces que carecen de sonido. Y sobre el
mar se extiende la música como los vientos sobre un océano en la tierra, y allí sin las
trabas de la lengua las grandes ideas fluyen a través de las almas como en la tierra
pasan las corrientes.
»Una vez soñé que navegaba por aquel mar en un barco hecho de bruma y oía la
música que no proviene de ningún instrumento y voces que no salen de los labios, y
al despertar comprobé que estaba en la tierra y que los dioses me habían mentido
durante la noche. En ese mar desde campos de batalla y ciudades desembocan los ríos
de las vidas, y los dioses siempre han tomado copas de ónice y por doquier han
arrojado en los mundos las almas procedentes del mar, para que cada alma pueda ser
aprisionada en el cuerpo de un hombre con cinco ventanitas estrictamente protegidas
con barrotes, y constreñida por la falta de memoria.
»Pero todo el tiempo la luz en la montaña aumenta, y nadie puede decir qué hará
el dios que nacerá de la luz plateada en el mar de las Almas, cuando los dioses de
Antaño mueran y el mar todavía permanezca.
Y el Rey contestó:
—Tú, que eres un profeta de los dioses de Antaño, vuelve a ver si esas llamas
rojas arden más vivamente en los altares en la bruma, pues los dioses de Antaño son
dioses indulgentes y amables, y no se puede decir qué pena afligirá a nuestras almas
cuando el dios de la luz en la montaña ande a buen paso por la playa en la que se
blanquean los enormes huesos de los dioses de Antaño.
Y Samahn respondió:
—El Rey lo sabe todo.
II
Entonces el Rey llamó a Ynath y le ordenó hablar acerca de su viaje. Ynath era el
profeta que se sentaba en la entrada oriental del templo de Gorandhu. Allí Ynath
rezaba sus plegarias a todos los que pasaban por miedo a que los dioses salieran del
templo y uno de ellos pasase ante él vestido como un simple mortal. Y a los hombres
les agrada, cuando deambulan por esa entrada oriental, que Ynath les rece a ellos por
la posibilidad de que sean dioses, así que llevan regalos a Ynath en la entrada
oriental.
E Ynath dijo:
—El Rey lo sabe todo. Cuando un barco desconocido llega a fondear en el aire
ante la ventana de tu cámara, abandonarás tu bien cuidado jardín, y las noches y los
días llegarán a apoderarse de él y volverá a cubrirse de hierba. Pero al ir a bordo te
harás a la vela por el Mar del Tiempo y gobernarás bien el barco a través de muchos
mundos y todavía seguirás navegando. Si en la travesía otros barcos se cruzan
Página 113
contigo y te saludan diciendo: «¿De qué puerto?», les contestarás: «De la tierra». Y si
te preguntan: «¿Adónde te diriges?», entonces les responderás: «Al Fin». O les
saludarás diciendo: «¿De qué puerto?» Y ellos te contestarán: «De El Fin, llamado
también El Principio, y nos dirigimos a la tierra». Y tú seguirás navegando hasta que,
como un antiguo pesar apenas sentido por los hombres alegres, los mundos brillarán
en la distancia como una estrella, y mientras la estrella palidece llegarás a la orilla del
lugar en el que los eones, rodando hacia la costa desde el mar del Tiempo, apremiarán
a las centurias a espumar en años. Allí está el Jardín Central de los dioses, orientado
enteramente hacia el mar. A su alrededor se esparcen canciones que nunca se
cantaron en la tierra, opiniones imparciales no oídas en los mundos, imágenes de
ensueño jamás vistas que iban a la deriva por encima del Tiempo sin un hogar hasta
que por fin los eones siguieron avanzando hacia la orilla de aquel lugar. Y en el
Jardín Central de los dioses florecen muchas ilusiones. Allí dentro un día algunas
almas jugaban por donde los dioses iban y venían de acá para allá. Y vino un sueño
más hermoso que los demás en la cresta de una ola del Tiempo, y un alma que bajaba
a la orilla agarró el sueño y lo pilló. Entonces por encima de los sueños y las historias
y las canciones antiguas que proporciona la orilla de aquel lugar las horas pasaron y
las centurias atraparon aquella alma y le hicieron dar vueltas con su sueño allá lejos
hasta el Mar del Tiempo, y los eones la arrastraron hacia la tierra y le adjudicaron un
palacio con todo el poder del mar y la dejaron allí con su sueño. El niño se hizo Rey y
siguió aferrado a su sueño hasta que la gente se extrañó y se echó a reír. Entonces, oh
Rey, arrojaste de nuevo tu sueño al mar, y el Tiempo lo ahogó, y los hombres no
volvieron a reírse, pero olvidaste que cierto mar bate en una lejana orilla y que allí
había un jardín y dentro de él almas. Pero al final del viaje que harás, cuando llegues
de nuevo a la orilla de aquel lugar te dirigirás a la playa y, al llegar a la entrada de un
jardín en una tapia, recordarás de nuevo esas cosas, pues se halla en un lugar en el
que las horas no asedian más allá del azote del Tiempo, en lo más alto de la costa, y
allí nada cambia. De modo que pasarás por la entrada del jardín y volverás a oír el
rumor de las almas que hablan en voz baja donde cantan las voces de los dioses. Allí
con almas afines hablarás como hacías antaño y les contarás lo que te aconteció más
allá de las mareas del tiempo, y cómo te cogieron y te hicieron Rey hasta el punto de
que tu alma no descansó. Allí en el Jardín Central te sentirás a tus anchas y verás a
los dioses vestidos de arco iris ir y venir por los senderos de los sueños y de las
canciones, y no te atreverás a bajar al mar sin alegría. Porque lo que más quiere un
hombre no está en este lado del Tiempo, y todo lo que va a la deriva en sus eones es
un engaño.
«El Rey lo sabe todo».
Entonces dijo el Rey:
—Sí, una vez hubo un sueño, pero el Tiempo se lo ha llevado por delante.
Página 114
III
Entonces habló Monith, profeta del Templo del Azul Celeste que está en la cima
nevada de Ahmoon, y dijo:
—El Rey lo sabe todo. Una vez te pusiste en camino para un viaje de una jornada
cabalgando tu caballo y antes que tú había pasado por el camino un mendigo, que se
llamaba Yeb. Lo alcanzaste y, como no advirtió tu llegada, pasaste por encima de él.
»En el viaje que algún día harás sin montar caballo alguno, ese mendigo se ha
puesto en camino antes que tú y sube trabajosamente la escalinata de cristal hacia la
luna como un hombre que asciende a oscuras los escalones de una torre elevada. En
el borde de la luna, bajo la sombra del Monte Angises descansará un rato y luego
volverá a subir por la escalinata de cristal. A partir de entonces le aguarda un largo
viaje antes de que pueda descansar de nuevo hasta llegar a esa estrella que llaman el
ojo izquierdo de Gundo. A partir de entonces le aguarda un largo viaje de muchos
escalones de cristal sin nada que le guíe más que la luz de Omrazu. En el borde de
Omrazu se quedará Yeb mucho tiempo, pues le aguarda la parte más terrible de su
viaje. Tiene que subir la escalinata de cristal que se extiende más allá de Omrazu, y
todas las que siguen, entre el bramido de todos los meteoros que recorren el cielo;
pues en aquella parte del espacio de cristal van y vienen muchos meteoros chillando
en la oscuridad, que desconciertan mucho a los viajeros. Y si él puede ver a través de
los destellos de los meteoros, y a pesar de su estruendo pasar sin ningún percance,
llegará a la estrella de Omrund en la extremidad de la Senda de las Estrellas. Y de
estrella en estrella, a lo largo de la Senda de las Estrellas, el alma de un hombre puede
viajar con más soltura, y en adelante el camino no es más recto, sino que tuerce a la
derecha.
Entonces dijo el Rey Ebalon:
—De ese mendigo al que mi caballo aplastó has hablado mucho, pero lo que trato
de saber es qué camino debe tomar un Rey cuando hace su último viaje real, y qué
príncipes y qué gente deberían recibirlo en la otra orilla.
Entonces contestó Monith:
—El Rey lo sabe todo. Ha sido sentenciado por los dioses, que no hablan en
broma, que seguirás al alma que enviaste sola en su viaje, que esa alma no suba sin
escolta la escalinata de cristal.
»Además, cuando ese mendigo emprendió su camino solitario se atrevió a
maldecir al Rey, y sus maldiciones se extienden como una calima roja por los valles y
hondonadas dondequiera que las profiriese. Gracias a esas calimas rojas, oh Rey, le
seguirás la pista como se sigue un río por la noche, hasta que por último irás al país
en el que te ha bendecido (arrepentido al fin de su ira) y verás que su bendición se
extiende por todo el país como un resplandor de sol dorado que ilumina prados y
jardines.
Entonces dijo el Rey:
Página 115
—Los dioses han hablado con dureza encima de la cumbre nevada de esta
montaña Ahmoon.
Y Monith dijo:
—No sé cómo se puede llegar a la orilla del lugar más allá de las mareas del
tiempo, pero se ha sentenciado que serás el primero en seguir al mendigo a pasar por
delante de la luna, Omrund y Omrazu, hasta llegar a la Senda de las Estrellas, y allí
irás hacia la derecha a lo largo del borde de la misma hasta Ingazi. Allí el alma del
mendigo Yeb permanecerá sentada mucho tiempo, y luego, respirando hondo, partirá
para su gran viaje hacia la tierra descendiendo la escalinata de cristal. Directamente a
través de los espacios en los que no se encuentra ninguna estrella para descansar,
siguiendo el tenue destello de la tierra y sus prados, hasta que llegue por último a
donde los viajes terminan y empiezan.
Entonces dijo el Rey Ebalon:
—Si esta cruel historia es cierta, ¿cómo encontraré al mendigo que debo seguir
cuando llegue de nuevo a la tierra?
Y el profeta respondió:
—Lo conocerás por su nombre y lo encontrarás en ese lugar, pues el mendigo se
llamará Rey Ebalon y estará sentado en el trono de los Reyes de Zarkandhu.
Y el Rey contestó:
—Si se sienta en ese trono alguien a quien los hombres llaman Rey Ebalon,
¿quién seré yo, pues?
Y el profeta respondió:
—Serás un mendigo y te llamarás Yeb, y siempre andarás por el camino que hay
delante del palacio, esperando la limosna del Rey a quien los hombres llamarán
Ebalon.
En vista de eso dijo el Rey:
—Crueles son, a decir verdad, esos dioses que huellan las nieves de Ahmoon
junto al templo del Azul Celeste, pues si pequé contra el mendigo llamado Yeb, ellos
también han pecado contra él cuando le condenaron a hacer ese viaje agotador,
aunque no ha ofendido a nadie.
Y Monith dijo:
—Él también ha ofendido, pues se enfadó cuando tu caballo le atropelló, y los
dioses castigan la ira. Y su ira y sus maldiciones lo condenan a viajar sin descanso,
como también te condenan a ti.
Entonces dijo el Rey:
—Tú que te sientas en Ahmoon en el Templo del Azul Celeste, soñando tus
sueños y haciendo profecías, prevé el final de esta búsqueda agotadora y dime dónde
será.
Y Monith contestó:
—Como se mira a través de los grandes lagos yo he contemplado con
detenimiento los días por venir, y como las moscas grandes llegan con sus cuatro alas
Página 116
de gasa rozando las aguas azules, lo mismo han llegado volando de dos en dos mis
sueños de los días por venir. Y soñé que el rey Ebalon, cuya alma no era la tuya,
estuvo en su palacio desde hace mucho tiempo, y los mendigos atestaban la calle, y
entre ellos estaba Yeb, que tenía tu alma. Y fue la mañana de un día festivo y el Rey
llegó vestido de blanco, con todos sus profetas, sus adivinos y sus magos,
descendiendo por la escalinata de mármol para bendecir al país y a todos los que
estaban dentro hasta los cerros purpúreos, porque era la mañana de un día festivo. Y
mientras el Rey alzaba la mano por encima de las cabezas de los mendigos para
bendecir los prados y los ríos y todo lo que había allí dentro, soñé que la búsqueda
había terminado.
«El Rey lo sabe todo».
IV
La tarde se oscureció y por encima de las cúpulas del palacio brillaban las estrellas
sobre las que quizás otros olvidaron también el secreto.
Y fuera del palacio a oscuras los que habían llevado el vino en copas adornadas
con piedras preciosas se burlaron en voz baja del Rey y de la sabiduría de sus
profetas.
A continuación habló Ynar, llamado el profeta de la Cúspide de Cristal; pues
Amanath se alza por encima de todo aquel país, una montaña cuya cúspide es cristal,
y debajo de su cumbre Ynar tiene su Templo, y cuando el día ya no alumbra al
mundo Amanath coge la luz del sol y brilla a lo lejos como un faro en un país lóbrego
ilumina de noche. Y cuando todos los rostros se vuelven hacia Amanath, Ynar
aparece debajo de la cúspide de cristal para urdir extraños hechizos y hacer señales
que la gente dice que son sin duda para los dioses. Por consiguiente se dice en todos
aquellos países que Ynar habla por la noche con los dioses cuando el mundo entero
está en calma.
Y dice Ynar:
—El Rey lo sabe todo, y sin duda ha llegado a oídos del Rey que ha habido cierta
conversación de noche en la Cúspide de Amanath.
»Los que me hablan de noche en la Cúspide son Los que viven en una ciudad
cuyas calles no recorre la Muerte y, por las noticias que tengo de Sus Ancianos, el
Rey no liará ningún viaje; pero se te escaparán los cerros, los bosques lóbregos, el
cielo y todos los mundos relucientes que llenan la noche, y los prados verdes seguirán
sin ser pisados por tus pies y el cielo azul sin ser visto por tus ojos, y los ríos correrán
todavía hacia el mar pero no sonará música alguna en tus oídos. Y todos los lamentos
antiguos continuarán manifestándose, sin que te afecte, y caerán a la tierra las
lágrimas de los hijos de la tierra, y sin darte pena. Todos los hombres caerán en las
garras de la peste, el calor y el frío, la ignorancia, el hambre y la ira, como antes
cayeron los campos, los caminos y las ciudades, aunque a ti no te prenderán. Pero de
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tu alma, sentada en el antiguo sendero desgastado de los mundos cuando todo
desaparezca, caerán las trabas de las circunstancias y soñarás tus sueños
completamente solo.
»Y comprobarás que los sueños son reales cuando no hay nada hasta el Borde
más que tus sueños y tú.
»Con ellos construirás palacios y ciudades que no se apoyan en nada y no tienen
cabida en el tiempo, que no pueden ser atacados por las horas ni dañados por la
hiedra o la herrumbre, ni ser tomados por conquistadores, sino destruidos a tu antojo
si tú lo deseas o reconstruidas a tu capricho. Y nada perturbará esos sueños tuyos que
aquí agitan y confunden todos los acontecimientos de la tierra, como los sueños de
quien duerme en una ciudad tumultuosa. Pues esos sueños tuyos se difundirán como
un río impetuoso por una gran llanura desierta en la que no hay rocas ni cerros que lo
desvíen, solo que en aquel lugar no habrá límites ni mar, ni obstáculo ni fin. Y más
valdría que te llevaras pocas pesadumbres del mundo en el que vives a tus áridos y
baldíos dominios, pues tales pesadumbres o cualquier recuerdo de actos mal hechos
deben quedar siempre cerca de tu alma en aquel yermo, cantando siempre una
canción de remordimiento desconsolado; y también ellos no serán más que sueños,
aunque muy reales.
»Nada te estorbará mientras sueñes, pues ni siquiera los dioses pueden seguir
atormentándote cuando la carne y la tierra y los sucesos con los que Ellos te traban
hayan desaparecido.
Entonces dijo el Rey:
—No me gusta este triste destino, porque los sueños son vanos. Preferiría ver
pasar la acción con estruendo por el mundo, y los hombres y los hechos.
A la sazón contestó el profeta:
—La victoria, las joyas y el baile solo complacen a tu imaginación. ¿Qué es para
ti el centelleo de la gema sin tu imaginación que la seduce, y tu imaginación es todo
un sueño? La acción, los hechos y los hombres no son nada sin los sueños y no hacen
más que ponerles trabas, y solo los sueños son reales, y allí donde estés cuando los
mundos se dispersen no habrá más que sueños.
Y el Rey respondió:
—Un profeta loco.
Y dijo Ynar:
—Un profeta loco, pero que cree que su alma domina todas las cosas de las que
puede llegar a tener conciencia y que es dueño de esa alma, y tú, un Rey magnánimo
que solo cree que tu alma domina esos pocos países que están coligados con tus
ejércitos y con el mar, y que tu alma está poseída por algunos dioses desconocidos
que tú no conoces, los cuales la tratarán de un modo que tampoco conoces. Hasta que
lleguemos a conocer que ninguno de los dos está equivocado, yo tengo reinos más
grandes que tú, oh Rey, y no tengo por encima de mí a ningún señor feudal.
Entonces dijo el Rey:
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—¡Has dicho ningún señor feudal! ¿Con quién hablas, pues, por la noche con
señales extrañas por encima del mundo?
E Ynar avanzó hacia el Rey y le habló al oído. Y el Rey exclamó:
—Arrestad a este profeta, pues es un hipócrita y no habla de noche con ningún
dios por encima del mundo, sino que nos ha engañado con sus señales.
Y dijo Ynar:
—No te acerques a mí o te señalaré cuando hable por la noche en la montaña con
Esos que ya sabes.
Entonces Ynar se marchó y los centinelas no le tocaron.
Acto seguido habló el profeta Thun, que iba vestido con algas y no tenía templo, sino
que vivía apartado de los hombres. Toda su vida la había pasado en una playa
solitaria y había oído de manera permanente el gemido del mar y el llanto del viento
en los huecos de los acantilados. Algunos decían que, habiendo vivido tanto tiempo
cerca de donde el mar azota de lleno y el viento brama con más fuerza, no podía
experimentar los placeres de los demás hombres, sino que únicamente sentía la
tristeza del mar y su alma lloraba permanentemente.
—Mucho tiempo atrás, en el sendero de las estrellas, en medio de los mundos,
andaban a buen paso los dioses de Antaño. Se sentaron en el inhóspito centro de los
mundos, los cuales giraban sin cesar a su alrededor como hojas marchitas que arrastra
el viento a finales de otoño, sin una sola vida en ninguno de ellos, mientras los dioses
suspiraban por las cosas que no podían ser. Y las centurias pasaban por encima de
ellos para ir donde van las centurias, hacia el Final de las Cosas, y con Ellos iban los
suspiros de todos los dioses que anhelaban lo que no podía ser.
»Uno por uno, los dioses de Antaño cayeron muertos en medio de los mundos,
suspirando todavía por las cosas que no podían ser, todos matados por Sus propios
pesares. Solo Shimono Kani, el más joven de los dioses, se hizo un arpa con la fibra
sensible de todos los dioses ancianos y, sentado en el Sendero de las Estrellas en el
Centro de las Cosas, tocó con ella un canto fúnebre para los dioses de Antaño. Y el
canto hablaba de todos los vanos pesares, de los amores desdichados de los dioses en
tiempos antiguos, y de Sus grandes hazañas que iban a adornar los años futuros. Pero
en el canto fúnebre de Shimono Kani llegaban voces clamando por la fibra sensible
de los dioses, suspirando todavía por las cosas que no podían ser. Y el canto fúnebre y
las voces que claman se van dispersando por el Sendero de las Estrellas, lejos del
Centro de las Cosas, hasta llegar temblando entre los mundos, como una multitud de
pájaros perdidos en plena noche. Y cada nota es una vida, y muchas notas llegan a ser
localizadas entre los mundos para verse involucradas por un momento con la carne
antes de volver a pasar a su viaje hacia el gran Himno que retumba en el Final del
Tiempo. Shimono Kani ha dado voz al viento y aumentó el pesar del mar. Pero
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cuando en cámaras iluminadas después de la fiesta religiosa se alza la voz del cantor
para complacer al Rey, es el alma de ese cantor llamando en voz alta a sus
compañeros desde donde está encadenado a la tierra. Y cuando al escuchar el canto el
corazón del Rey se entristece y sus príncipes se lamentan, entonces ellos recuerdan,
aunque sin saber que lo recuerdan, el triste rostro de Shimono Kani sentado junto a
sus hermanos muertos, los dioses ancianos, tocando el arpa de auténtica fibra sensible
por medio de la cual envió sus almas entre los mundos.
»Y cuando de noche solo suene la música de un laúd en los cerros, entonces un
alma llama a las almas hermanas de su hermano —las notas del canto fúnebre de
Shimono Kani que no han quedado atrapadas entre los mundos— sin que él sepa a
quien llama ni por qué, solo que el canto del juglar es su único clamor y lo emite en
la oscuridad.
»Pero aunque en las prisiones de la tierra todo recuerdo debe morir, sin embargo
como a veces se pega a los pies de un prisionero algo del polvo de los campos en
donde fue capturado, así a veces fragmentos de recuerdos se adhieren al alma de un
hombre después de haber sido llevado a la tierra. Entonces aparece un gran juglar y,
juntando los jirones de sus recuerdos, crea una melodía como la que la mano de
Shimono Kani extrae de su arpa; y los que pasan dicen: “¿No existía ya una melodía
parecida?”, y siguen su camino con el corazón oprimido por recuerdos que no lo son.
»Así que, oh Rey, un día se abrirán las grandes puertas de tu palacio para una
procesión en la que el Rey llegue a pasar por un pueblo, lamentándose con laúd y
tambor; y en el mismo día manos compasivas abrirán la puerta de una prisión, y más
de una nota perdida del canto fúnebre de Shimono Kani volverá para potenciar de
nuevo su melodía.
»El canto fúnebre de Shimono Kani continuará hasta que un día llegará a invadir
con todas sus notas completas el Silencio que gravita al Final de las Cosas. Entonces
Shimono Kani dirá a los huesos de sus hermanos: “Las cosas que no podían ser al fin
han sucedido”.
»Pero los huesos de los dioses de Antaño estarán muy tranquilos, y solo vivirán
Sus voces que clamaban en el arpa de fibra sensible por las cosas que no podían ser.
VI
Cuando las caravanas, despidiéndose de Zandara, salen hacia el norte para atravesar
el erial en dirección a Einandhu, siguen el sendero del desierto durante siete días
antes de llegar al agua donde Shubah Onath se alza negra en el erial, con un pozo en
su base y herbaje en la cumbre. En esa roca un profeta tiene su Templo y le llaman el
Profeta de los Viajes, y ha tallado en una ventana orientada al sur, sonriendo a lo
largo del sendero de camellos, a todos los dioses que son propicios a las caravanas.
Allí un viajero puede enterarse mediante una profecía si terminará su viaje de diez
días desde allí a través del desierto y llegará por tanto a la ciudad blanca de Einandhu,
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o si sus huesos se quedarán con los huesos de antaño a lo largo del sendero desierto.
No tiene nombre el Profeta de los Viajes, pues nadie lo necesita en ese desierto en
el que ningún hombre da voces ni ninguno contesta.
Así habló el Profeta de los Viajes de pie ante el Rey:
—El viaje del Rey será como los de antes avanzando a paso acelerado.
»Muchos años antes de que se hiciera la luna tú bajaste con camellos en sueños
desde la Ciudad sin nombre que se halla más allá de todas las estrellas. Y entonces
comenzó tu viaje por el Erial de Nada, y tu camello en el sueño te llevó bien cuando
los de algunos de tus compañeros de viaje cayeron en el Erial y fueron cubiertos por
el silencio y volvieron de nuevo a la nada; y esos viajeros, cuando cayeron sus
camellos en sueños, al no tener nada que los llevara al otro lado del Erial, se
perdieron más allá y nunca encontraron la tierra. Esos hombres son los que podían
haber sido pero no fueron. Y alrededor de ti daban vueltas las innumerables horas
circulando en grandes enjambres a través del Erial de Nada.
»Nadie puede calcular cuántas centurias pasaron por las ciudades mientras
viajabas, pues en el Erial de Nada no existe el tiempo, sino únicamente las horas que
revolotean hacia la tierra desde más allá para ocuparse del trabajo del Tiempo. Por
último los viajeros llevados en sueños vieron a lo lejos un reluciente lugar verde y se
fueron deprisa hacia él y así llegaron a la Tierra. Y allí, oh Rey, descansas un poco, tú
y los que vinieron contigo, acampando en la tierra antes de seguir viajando. Allí se
apearon las multitudinarias horas, posándose en cada brizna de hierba y en cada
árbol, y se esparcieron sobre vuestras tiendas y lo devoraron todo, y por último
inclinaron los postes de vuestras propias tiendas con su peso y os fastidiaron.
»Detrás del campamento, a la sombra de las tiendas, acecha una oscura silueta
con una espada ligera, que lleva el nombre de Tiempo, Fue él quien ha llamado a las
horas desde más allá y es su dueño, y es su trabajo que las horas devoren como ellos
todas las cosas verdes que hay sobre la tierra y destrocen las tiendas y fastidien a
todos los viajeros. Como cada hora hace el trabajo del Tiempo, el Tiempo la golpea
con su espada ligera en cuanto ha hecho su trabajo, y la hora cae al polvo rota con sus
brillantes alas esparcidas, como una algarroba cortada a trozos por la cimitarra de un
hábil espadachín.
»Uno a uno, oh Rey, con un revuelo en el campamento, y las tiendas plegadas una
por una, los viajeros seguirán de nuevo su viaje comenzado hace tanto tiempo en la
Ciudad sin nombre hacia el lugar al que van los camellos en los sueños, andando
sueltos a buen paso por el Erial. Así que, oh Rey, en el Erial te pondrás en camino
dentro de poco, para renovar tal vez las amistades iniciadas durante tu breve
acampada en la tierra.
»Encontrarás otros lugares verdes en el Erial y acto seguido acamparás de nuevo
hasta que te echen de allí las horas. ¿Qué profeta contará cuántos viajes harás o
cuántas acampadas? Pero por fin llegarás al lugar de El Descanso de los Camellos, y
allí flamantes acantilados que llaman El Final de los Viajes se alzarán en lo que había
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sido el Erial de Nada, Nada a sus pies, Nada se extiende ante ellos, solo el centelleo
de los mundos a lo lejos para iluminar el Erial. Uno a uno, en cansados camellos en
sueños, llegarán los viajeros y, ascendiendo la senda a través del acantilado en ese
país de El Descanso de los Camellos, arribarán a la Ciudad de Parada. Allí se alzarán
ante ti realmente las agujas y los pináculos forjados en los sueños, hechos con las
esperanzas de los hombres, hasta entonces solo vistos en el Erial como un espejismo.
»Tan lejos no pueden llegar las horas multitudinarias, y en la lejanía la oscura
silueta con la espada ligera permanecerá entre las tiendas. Pero en las relumbrantes
calles, bajo las moradas hechas de canciones de la última de las ciudades, tu viaje, oh
Rey, finalizará.
VII
En el valle más allá de Sidono hay un jardín de amapolas, y donde las cabezas de las
amapolas se balancean con las brisas veraniegas que ascienden del valle hay un
sendero completamente cubierto de conchas marinas. En la cumbre del Sidono los
pájaros acuden a raudales al lago que hay en el valle del jardín, y detrás de ellos sale
el sol y envía la sombra de Sidono hasta el borde del lago. Y todas las mañanas,
cuando empiezan a brillar al sol, desciende por el sendero de muchas conchas
marinas un anciano vestido con una túnica de seda bordada con extraños emblemas.
En el borde del lago se halla un templete en el que vive el anciano. Nadie rinde culto
allí, porque Zornadhu, el viejo profeta, ha vedado a los hombres andar entre las
amapolas.
Pues Zornadhu no ha logrado entender la intención de los Reyes y de las ciudades
ni el ajetreo de un lado a otro de mucha gente cuando suena el tintineo del oro. Así
que Zornadhu se ha alejado del ruido de las ciudades y de los que están atrapados de
ese modo, y detrás de la montaña de Sidono ha venido a parar a un lugar en el que no
hay reyes ni ejércitos ni trueque de oro, sino solo las cabezas de las amapolas que se
balancean al unísono y los pájaros que vuelan desde Sidono al lago, y luego la salida
del sol por encima de la cumbre de Sidono; y después el vuelo de los pájaros por el
lago y de nuevo por encima de Sidono, y la puesta de sol detrás del valle, y en lo alto
del lago y del jardín las estrellas que no saben de ciudades. Allí vive Zornadhu en su
jardín de amapolas, y Sidono se halla entre él y todo el mundo de los hombres; y
cuando el viento que sopla a través del valle inclina las cabezas de las altas amapolas
contra el muro del Templo, el anciano profeta dice:
—Todas las flores están rezando, y mirad están más cerca de los dioses que los
hombres.
Pero los heraldos del Rey que llegaron a Sidono después de muchos días de viaje
divisaron el jardín del valle. Junto al lago vieron el flamante jardín de amapolas,
redondo y pequeño, como la salida del sol sobre el mar una mañana brumosa vista
por un pastor desde las colinas. Y descendiendo durante tres días por la montaña
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pelada llegaron a los delgados pinos, y siempre entre los altos troncos surgió el
deslumbramiento de las amapolas que resplandecían desde el jardín del valle.
Durante todo un día viajaron entre los pinos. Aquella noche surgió un viento helado
en el jardín del valle que hizo lamentarse a las amapolas. Abatido en su Templo, con
una canción de inmenso dolor, Zornadhu compuso un canto fúnebre por la muerte de
las amapolas, porque durante la noche habían caído sus pétalos que tal vez no
reaparezcan ni vuelvan a formar parte del jardín del valle. Fuera del Templo, en la
senda de conchas marinas los heraldos se detuvieron y leyeron los nombres y honores
del Rey; y desde el Templo llegó la voz de Zornadhu que seguía cantando su lamento.
Pero se lo llevaron de su jardín por orden del Rey, y le hicieron bajar por la flamante
senda de conchas marinas y subir Sidono hasta arriba, y dejaron el Templo vacío, sin
nadie que se lamentase cuando murieran las sedosas amapolas. Y la voluntad del
viento otoñal afectó a las amapolas, y sus cabezas que surgieron de la tierra volvieron
de nuevo a ella, como el penacho de un guerrero aplastado en un combate salvaje
muy lejos, donde no hay nadie que pueda llorarle. Así que Zornadhu abandonó su
país de flores y llegó por fuerza al país de los hombres, y vio ciudades, y en medio de
la ciudad compareció ante el Rey.
Y el Rey dijo:
—Zornadhu, ¿qué me dices del viaje del Rey y de los príncipes y de la gente que
salió a recibirme?
Zornadhu contestó:
—No sé nada de Reyes, pero durante la noche la amapola hizo su viaje un poco
antes de amanecer. Después de eso las aves salvajes llegaron como acostumbran por
encima de la cumbre de Sidono, y el sol saliendo por detrás de ellas brilló sobre
Sidono, y todas las flores del lago se despertaron. Y la abeja que atravesaba el jardín
de un lado a otro fue a zumbar a otras amapolas, y las flores del lago, que habían
conocido a la amapola, ya no la conocieron. Y los rayos de sol, cayendo en sentido
oblicuo desde la cima de Sidono, todavía iluminaban el jardín del valle donde
ninguna amapola agitaba ya sus pétalos al amanecer. Y yo, oh Rey, que por la mañana
desciendo caminando por una senda de flamantes conchas marinas, no encuentro de
nuevo, ni he encontrado desde entonces, esa amapola que ha seguido el viaje del que
no se regresa, desde mi jardín en el valle. Y yo, oh Rey, compuse un canto fúnebre
para llorar más allá de ese valle y las amapolas inclinaron la cabeza; pero no hay
llanto ni lamento que pueda adjurar para que vuelva de nuevo a la vida una flor que
creció una vez en un jardín y ya no existe.
»A qué lugar han ido las vidas de las amapolas nadie podría decirlo. Seguramente
en ese lugar solo hay huellas de la salida. Bien pudiera ser que cuando se sueña de
noche en un jardín en el que flota en el aire el fuerte perfume de las amapolas, cuando
los vientos han amainado, y se oye a lo lejos el sonido de un laúd en las colinas
solitarias, mientras él sueña con sedosas amapolas escarlatas que en tiempos se
balancearon al unísono en los jardines de su juventud, las vidas de esas añosas
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amapolas perdidas volverán a vivir de nuevo en su sueño. También allí pueden soñar
los dioses. Y por medio de los sueños de alguna divinidad recostada en campos
tintados la susodicha mañana podemos quizás pasar de nuevo, aunque nuestros
cuerpos hayan dado vueltas de un lado a otro del mundo con otro polvo. En esos
sueños inesperados nuestras vidas pueden volver a estar en el centro de nuestras
esperanzas, júbilos y lamentos, hasta que la susodicha mañana los dioses se
despierten para ocuparse de su trabajo, tal vez para recordar todavía Sus sueños
vanos, o quizás para volver a soñarlos en silencio cuando brille la luz estelar de los
dioses.
VIII
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El Rey dijo:
—Los que concibieron esa carga de la edad sin duda pueden aplazarla, reza por
tanto a los dioses que están por encima del crepúsculo en el atardecer más calmado
del año para que me pueda quedar siempre en la tierra, y siempre joven, mientras los
castigos de los dioses pasan sobre mi cabeza y no se depositan.
Entonces respondió Yamen:
—El Rey ha ordenado, sin embargo entre las bendiciones de los dioses siempre
clama una maldición. Los grandes príncipes que se divierten con el Rey, que cuentan
las grandes hazañas que el Rey realizó en la época antigua, uno tras otro envejecerán.
Y tú, oh Rey, sentado en el banquete clamando al cielo, «divirtiéndote» y ensalzando
el tiempo pasado, descubrirás a tu alrededor ancianos que dan cabezadas, y hombres
que han olvidado el tiempo pasado. Acto seguido, uno tras otro los nombres de los
que antaño se divertían contigo serán llamados por los dioses, uno tras otro los
nombres de los cantantes que cantan las canciones que te gustan serán llamados por
los dioses, por último los de los que persiguieron de noche al jabalí rucio y lo
capturaron en el río Orghoom… solo quedará el Rey. Entonces habrá una nueva gente
que no ha conocido las antiguas hazañas del Rey ni ha combatido ni cazado con él,
que no se atreve a divertirse con él como hicieron sus príncipes muertos hace mucho
tiempo. Y entretanto esos príncipes que han muerto serán cada vez más queridos e
importantes en tu recuerdo, y todo el tiempo los hombres que te sirvieron serán cada
vez más insignificantes para ti. Y todas las cosas antiguas se desvanecerán y surgirán
cosas nuevas que no son como eran las antiguas, el mundo cambiará cada año ante
tus ojos y los jardines de tu infancia se cubrirán de hierba. Porque tu infancia fue en
los años pasados te encantarán los años pasados, pero los años nuevos siempre los
derrocarán a ellos y a sus costumbres, y ni la voluntad de un Rey puede detener los
cambios que los dioses han planeado para todas las costumbres antiguas. Siempre
dirás: «Esto no era así», y la nueva costumbre siempre prevalecerá aun en contra del
Rey. Cuando te hayas divertido mil veces, te cansarás de divertirte. Finalmente te
aburrirá la caza, y aun así la vejez no llegará a reprimir deseos que se han colmado
demasiado a menudo; entonces, oh Rey, serás un cazador ansioso de cazar pero sin
nada que perseguir que no haya sido superado muchas veces. La vejez no llegará para
sepultar tus ambiciones en un tiempo en el que ya no hay nada que puedas aspirar. La
experiencia de muchas centurias te hará sabio pero insensible y muy triste, y tu mente
te apartará de tus compañeros y los maldecirás por tontos, y ellos no se percatarán de
tu sabiduría porque tus pensamientos no son los suyos y los dioses que ellos han
imaginado no son los dioses de la época antigua. Tu sabiduría no te procurará ningún
consuelo sino únicamente una conciencia cada vez mayor de que no sabes nada, y te
sentirás como un sabio en un mundo de tontos, o bien un tonto en un mundo de
sabios, cuando todos los hombres se sientan tan seguros y tus dudas aumenten.
Cuando todos los que hablaban contigo de tus antiguas hazañas hayan muerto, los
que no las presenciaron volverán a hablarte de ellas; hasta que uno, hablándote de tus
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acciones valerosas, añada más de lo que debería, incluso cuando se habla con un Rey,
y de repente dudarás de la existencia de esas grandes hazañas; y no habrá nadie para
decírtelo, solo los ecos de las voces de los dioses cantando todavía en tus oídos
cuando hace mucho tiempo llamaron a los príncipes que fueron tus amigos. Y tendrás
noticias del saber de la época antigua muy mal contadas y después olvidadas.
Entonces surgirán muchos profetas que pretenderán haber descubierto ese saber
antiguo. Así que comprobarás que la búsqueda del conocimiento es vana, como la
caza, como divertirse, como todas las cosas son vanas. Un día comprobarás que es
vano ser Rey. Entonces te aburrirán mucho las aclamaciones de la gente, hasta que
llegue un momento en que la gente se canse de los Reyes. Entonces caerás en la
cuenta de que has sido desarraigado de tu época antigua y empiezas a vivir en años
que no te convienen, y bromas completamente nuevas para tus oídos reales te
golpearán con violencia en la cabeza como granizo, cuando hayas perdido la corona,
cuando esos a los que tus antepasados habían concedido cuando eran niños besar el
pie del Rey se burlarán de ti porque no has aprendido a trocar oro.
»Todas las maravillas del tiempo futuro no podrán compensarte por esos viejos
recuerdos que cada año relucirán con más ardor y más brillo según retrocedan a los
tiempos que los dioses han recobrado. Y siempre pensando en tus príncipes muertos
hace mucho tiempo y en los grandes Reyes de otros reinos en la antigüedad, no
conseguirás ver la grandeza que un apresurado pueblo guasón alcanzará en esa época
sin rey. Por último, oh Rey, te percatarás de que los hombres cambian de un modo
que no comprenderás, sabiendo lo que no puedes saber, hasta que descubrirás que
esos ya no son hombres y que domina la tierra una nueva raza cuyos antepasados eran
hombres. Ya no te hablarán mientras se apuran en una búsqueda que nunca
entenderás, y te darás cuenta de que ya no puedes participar en la determinación de
destinos, sino que en un mundo de ciudades echarás mucho de menos el aire y la
hierba que ondea de nuevo y el rumor del viento entre los árboles. Después hasta eso
acabará con las figuras de los dioses en la oscuridad juntando todas las vidas salvo la
tuya, cuando las colinas avienten de nuevo a los cielos el calor de la tierra tanto
tiempo guardado, cuando la tierra envejezca y se enfríe, sin nada que viva en ella más
que un Rey.
Entonces dijo el Rey:
—Sigue rezando a esos dioses inflexibles, pues a los que les ha gustado la tierra
con todos sus jardines y bosques y arroyos cantarines les seguirá gustando la tierra
cuando envejezca y se enfríe y todos sus jardines hayan desaparecido y se haya
perdido el sentido de su existencia y nada quede más que recuerdos.
IX
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—Había un hombre que sabía, pero no está aquí.
Y el Rey dijo:
—¿Está más lejos de lo que mis heraldos podrían recorrer esta noche si montan
caballos veloces?
Y el profeta contestó:
—No está tan lejos de lo que tus heraldos podrían recorrer esta noche, sino tan
lejos que no podrían regresar nunca. Fuera de esta ciudad hay un valle que va
recorriendo todo el mundo y al final se ensancha en el país verde de Hurn. Por un
lado brilla el mar a lo lejos, y por el otro un bosque, sombrío y antiguo, oscurece los
campos de Hurn; más allá del bosque y el mar no hay nada más, salvo penumbra y
más allá de ella los dioses. En la entrada del valle dormita la aldea de Rhistaun.
»Allí nací yo, y oía el murmullo de los rebaños y manadas, y veía el humo
elevarse entre el cielo y los silenciosos tejados de Rhistaun, y aprendí que los
hombres no debían ir al bosque sombrío, y que más allá del bosque y del mar no
había nada más que penumbra, y más allá de eso los dioses. A menudo llegaban
viajeros del mundo que descendían el tortuoso valle, y hablaban en lenguas
desconocidas en Rhistaun, y de nuevo volvían valle arriba para regresar al mundo. A
veces, con campanas y camellos y hombres que corrían en marcha, los Reyes
descendían al valle desde el mundo, pero los viajeros siempre regresaban de nuevo y
ninguno iba más allá del país de Hurn.
»Y Kithneb también nació en el país de Hurn y cuidó los rebaños conmigo, pero
no le gustaba escuchar el murmullo de los rebaños y manadas ni ver el humo elevarse
entre los tejados y el cielo, solo necesitaba saber a qué distancia de Hurn el mundo
llegaba a la penumbra y, atravesándola, a qué distancia se hallaban los dioses.
»Y a menudo Kithneb soñaba mientras cuidaba los rebaños y manadas, y cuando
otros dormían él deambulaba cerca de la linde del bosque a la que los hombres no
debían ir. Y los ancianos del país de Hurn reprendían a Kithneb cuando soñaba; sin
embargo Kithneb seguía siendo como los demás hombres y alternaba con sus
compañeros hasta el día del que te hablaré, oh Rey. Porque Kithneb tenía casi veinte
años, y él y yo estábamos sentados cerca de los rebaños, y durante mucho tiempo
miró al lugar donde el bosque sombrío llegaba al mar al final del país de Hurn. Pero
cuando la noche cubrió de penumbra el bosque llevamos los rebaños a Rhistau, y fui
calle arriba entre las casas para ver a los cuatro príncipes que habían descendido al
valle desde el mundo, y vestían de azul y escarlata y llevaban plumas en la cabeza, y
nos dieron a cambio de nuestras ovejas unas piedras brillantes que, nos dijeron, eran
muy valiosas a fe de príncipe. Y yo les vendí tres ovejas, y Darniag les vendió ocho.
»Pero Kithneb no llegó con los demás al mercado donde estaban los cuatro
príncipes, sino que se fue solo a través de los campos a la linde del bosque.
»Y al día siguiente por la mañana fue cuando le aconteció algo extraño a Kithneb;
pues le vi por la mañana de vuelta de los campos, y le saludé con el grito del pastor
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con el que los pastores nos llamábamos unos a otros, y no contestó. Entonces me paré
y le hablé, y Kithneb no dijo ni una palabra hasta que me enfadé y me marché.
»Luego hablamos a la vez de Kithneb, y otros le habían saludado y él no les había
contestado, pero a uno le había dicho que había oído voces de los dioses hablando
más allá del bosque, de modo que nunca más prestaría atención a las voces de los
hombres.
»Entonces dijimos: “Kithneb está loco”, y nadie se opuso a él.
»Otro le sustituyó en los rebaños, y por las tardes Kithneb se sentaba en la linde
del bosque, en el llano, solo.
»De modo que durante muchos días Kithneb no habló con nadie, pero cuando
alguien le obligaba a hablar decía que todas las tardes oía a los dioses cuando venían
a sentarse en el bosque desde allende la penumbra y el mar, y que no hablaría más
con los hombres.
»Pero según pasaban los meses, los hombres de Rhistaun llegaron a imaginarse
que Kithneb era un profeta, y cuando bajaban al valle forasteros procedentes del
mundo solíamos señalarlo diciendo:
»—Aquí en el país de Hurn tenemos un profeta como no tenéis en vuestras
ciudades, pues por la tarde habla con los dioses.
»Después de haber pasado un año en silencio Kithneb vino un día a hablarme. Me
incliné ante él porque creíamos que hablaba con los dioses. Y Kithneb dijo:
»—Te hablaré antes del final porque me siento muy solo. Pues, ¿cómo puedo
hablar de nuevo con hombres y mujeres en las callejuelas de Rhistaun entre las casas,
cuando he oído las voces de los dioses cantando más allá de la penumbra? Pero me
siento más solo de lo que se acostumbra en Rhistaun, por eso te digo, cuando oigo a
los dioses no sé lo que dicen. Conozco perfectamente, por supuesto, la voz de cada
uno de ellos, pues siempre me quitan el contento; conozco perfectamente sus voces
cuando llaman a mi alma y la perturban; sé por su tono cuándo se alegran, y cuándo
están tristes, pues hasta los dioses sienten tristeza. Sé cuándo cantan, por las ciudades
caídas del pasado y los corvos huesos blancos de los héroes, los cantos fúnebres del
lamento de los dioses. Pero, ¡ay!, Sus palabras no las conozco, y los maravillosos
acentos de la melodía de Su habla palpitan en mi alma y desaparecen sin saber por
qué.
»Por eso me desplacé del país de Hurn hasta llegar a la casa del profeta Arnin-Yo,
y le dije que trataba de averiguar la intención de los dioses; y Arnin-Yo me dijo que
preguntase a los pastores acerca de todos los dioses, pues lo que los pastores sabían
era apropiado que lo sepan los hombres y, más allá de eso, el conocimiento se
convierte en engorro.
»Pero le dije a Arnin-Yo que yo mismo había oído las voces de los dioses y sabía
que estaban allí más allá de la penumbra así que nunca más podría inclinarme ante los
dioses que los pastores hicieron con arcilla roja que sacaron con las manos de la
ladera. Entonces me dijo Arnin-Yo:
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»—No obstante olvida que has oído a los dioses y vuelve a inclinarte ante los
dioses de arcilla roja que hacen los pastores, y encuentra así el alivio que los pastores
hallan, y por último muere, acordándote de todo corazón de los dioses de arcilla roja
que los pastores sacaron con las manos de la colina. Pues los dioses que se sientan
más allá de la penumbra y sonríen a los dioses de arcilla, no proporcionan alivio ni
satisfacción.
»Y yo le dije:
»—El dios que mi madre hizo con arcilla roja que había sacado de la colina,
moldeándolo con muchos brazos y ojos mientras me cantaba canciones que hablaban
de su poder, y me contaba historias de su mítico nacimiento, ese dios está perdido y
destrozado; y en mis oídos suena siempre la melodía de los dioses.
»Y Arnin-Yo dijo:
»—Si todavía buscas el conocimiento, sabe que solo los que vienen detrás de los
dioses pueden conocer con exactitud su intención. Y eso solo puedes hacerlo
tomando un barco y haciéndote a la mar desde el país de Hurn y navegando a lo largo
de la costa hacia el bosque. Allí los acantilados se desvían a la izquierda o hacia el
sur, y desde encima del mar el crepúsculo los bate de lleno, y allí puedes virar detrás
del bosque. Allí donde el confín del mundo se confunde con el crepúsculo los dioses
acuden por la noche, y si puedes llegar a Ellos por detrás oirás sus voces con claridad,
resonando mucho mar adentro y llenando toda la penumbra con el son del canto, y
averiguarás Su intención. Pero donde los acantilados se desvían hacia el sur se asienta
detrás de los dioses Brimdono, el más antiguo remolino del mar, que brama para
proteger a sus amos. Los dioses lo han encadenado al fondo del mar en penumbra
para custodiar la puerta del bosque que se encuentra por encima de los acantilados.
Allí, además, si puedes oír las voces de los dioses como has dicho, sabrás claramente
su significado, pero eso te servirá de poco cuando Brimdono te hunda a ti y a tu nave.
»Así me habló Kithneb.
»Pero yo le dije:
»—Oh Kithneb, olvida a esos dioses protegidos por un torbellino más allá del
bosque, y si has perdido a tu diosecillo rinde culto conmigo al diosecillo que creó mi
madre. Hace miles de años conquistó ciudades pero ya no está enfadado. Rézale,
Kithneb, y te consolará y aumentará tu rebaño y te traerá una primavera benigna, y
por último un final apacible a tus días.
»Pero Kithneb no me hizo caso y solo me ordenó que encontrara un barco
pesquero y hombres que remaran. Así que al día siguiente zarpamos del país de Hurn
en un barco de los que utilizan los pescadores. Y nos acompañaron cuatro pescadores
que remaban mientras yo me ocupaba del timón, pero Kithneb iba sentado en la proa
sin hablar. Remamos hacia el oeste por la costa hasta llegar por la tarde al lugar en el
que los acantilados se desviaban hacia el sur y el crepúsculo resplandecía en ellos y
en el mar.
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»Allí viramos hacia el sur y vimos en seguida a Brimdono. Y lo mismo que un
guerrero rasga el manto púrpura de un rey muerto en la batalla para repartirlo entre
los demás… Brimdono rasgaba el mar. Y a su alrededor, con una mano nudosa,
Brimdono siempre hacía girar la vela de algún barco intrépido, trofeo de alguna
calamidad causada hacía mucho tiempo por su codicia de naufragio cuando protegía a
sus amos de todos los que viajan por mar. Y siempre una mano vacía extendida a lo
lejos se balanceaba de un lado a otro, de modo que no nos atrevimos a acercarnos.
»Solo Kithneb no vio a Brimdono ni oyó su bramido, y cuando no quisimos ir
más lejos nos ordenó arriar un bote con remos. Kithneb bajó al bote, sin hacer caso de
nuestras palabras y remó solo hacia delante. Al verlo Brimdono lanzó un grito de
triunfo sobre barcos y hombres, pero Kithneb se había vuelto para mirar el bosque
mientras se acercaba a los dioses por detrás. El crepúsculo le golpeó de lleno en el
rostro desde los parajes predilectos del ocaso para iluminar la sonrisa que rodeó sus
ojos mientras se acercaba a los dioses por detrás. Él, que había encontrado a los
dioses encima de Sus acantilados en penumbra, él, que había oído de cerca sus voces
por fin y sabía claramente Su intención, desde el mundo sombrío con sus dudas y sus
profetas que mienten, con todos los significados ocultos, donde la verdad al fin
sonaba convincente, a él, se lo llevó Brimdono.
Pero cuando Paharn dejó de hablar, en los oídos del Rey todavía parecía resonar
el bramido de Brimdono, exultante por sus antiguos triunfos y el hundimiento de
barcos.
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dioses poderosos. Vi los misteriosos navíos de los dioses y el brillo acerado de los
dioses cuyo oficio es la guerra, y oí la melodía de las campanas de plata alineadas en
las jarcias de cuerdas de arpa mientras los dioses de la melodía iban navegando a
oscuras por el río de Munra-O. ¡El maravilloso río de Munra-O! Vi un navío gris con
velas de tela de araña todo iluminado con faroles de aljófares, y en su proa un gallo
escarlata con las alas completamente desplegadas, cuando los dioses del alba
navegaban por el Munra-O.
»Es costumbre de los dioses transportar por este río las almas de los hombres
hacia el este, a donde el mundo en la lejanía mira hacia Munra-O. Entonces supe que
cuando los dioses del Orgullo del Poder y los dioses de la Pompa de las Ciudades
descendieron por el río en sus grandes navíos de oro a llevar otras almas hacia el este,
había ido en su barco de corteza de abedul, velozmente río abajo y entre los navíos, el
dios Tarn, el cazador, llevando mi alma al mundo. Y ahora sé que descendió el río a
oscuras procurando mantenerse en el centro, y que se movió entre los navíos sin
hacer ruido y a toda velocidad manejando un remo de pala doble. Recuerdo, ahora, el
brillo amarillo de los grandes barcos de los dioses de la Pompa de las Ciudades, y la
enorme proa encima de mí de los de los dioses del Orgullo del Poder, cuando Tarn,
metiendo en el río la pala derecha, levantó bien alto la pala izquierda y las gotas
cayeron relucientes. De ese modo Tarn, el cazador, me llevó al mundo que da al otro
lado del mar occidental en la verja de Munra-O. Y así fue como llegó a fascinarme la
caza, aunque haya olvidado a Tarn, y me introdujo en lugares cubiertos de musgo y
en misteriosos bosques, y me convertí en primo del lobo y miré al lince a los ojos y
conocí al oso; y los pájaros me llamaban con cantos medio olvidados, y llegué a tener
una gran afición a los ríos y a todos los mares occidentales, y a desconfiar de las
ciudades, y entretanto había olvidado a Tarn.
»No sé qué enorme galeón vendrá por ti, oh Rey, ni qué remeros, vestidos de
púrpura, remarán a las órdenes de los dioses cuando vuelvas con gran pompa al río de
Munra-O. Pero en mi opinión Tarn espera donde los Mares Occidentales rebosan el
confín del mundo y, mientras pasan los años por encima de mí y la afición a la caza
mengua cada vez más, y disminuye en mi ánimo la fascinación por los bosques
misteriosos y los lugares cubiertos de musgo, las oleadas besan cada vez con más
fuerza la canoa de corteza de abedul en la que, sosteniendo su remo de pala doble,
Tarn espera.
»Pero cuando mi alma ya no sepa de los bosques ni esté emparentada con las
criaturas de la noche, y cuando se haya perdido todo lo que Tarn ha dicho, entonces
Tarn me llevará de nuevo a los mares occidentales, en donde todos los años
recordados flotan despreocupadamente balanceándose con el reflujo y el flujo para
volver a llevarme al río de Munra-O. En la parte más alta de ese río tal vez cazaremos
esas criaturas cuyos ojos escudriñan en la noche mientras merodean alrededor del
mundo, pues Tarn fue siempre un cazador.
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XI
Acto seguido habló Ulf, el profeta que vive en Sistrameides en un templo dedicado
antiguamente a los dioses. Se suponía que los dioses anduvieron por allí hace algún
tiempo al anochecer. Pero el Tiempo, cuya manecilla está en contra de los templos de
los dioses, lo ha tratado con dureza y ha derribado sus pilares y ha puesto en sus
ruinas su huella y su sello: ahora Ulf vive allí solo.
Y Ulf dijo:
—Allí, oh Rey, corre un río hacia fuera de la tierra que confluye con un mar
inmenso cuyas aguas discurren por el espacio y lanza sus olas sobre las costas de
cada estrella. Son el río y el mar de las Lágrimas de los Hombres.
Y el Rey dijo:
—Los hombres no han escrito sobre ese mar.
Y el profeta contestó:
—¿No se han derramado bastantes lágrimas por la noche en las ciudades
dormidas? ¿No han enviado torrentes a ese río los pesares de diez mil hogares cuando
se ponía el sol, se guardaba silencio y no había nadie que oyese? ¿No ha habido
esperanzas, y todas se hicieron realidad? ¿No ha habido conquistas y amargas
derrotas? ¿Y no se han marchitado las flores en los jardines de muchos niños cuando
se acabó la primavera? Bastantes lágrimas, oh Rey, bastantes lágrimas han bajado de
la tierra para hacer aquel mar; y es profundo y extenso y los dioses lo saben y lanza
su espuma sobre las costas de todas las estrellas. Bajarás ese río y cruzarás ese mar a
bordo de un barco de suspiros y alrededor de ti, sobre el mar, flotarán las plegarias de
los hombres que se elevan con alas blancas por encima de sus pesares. Encaramadas
unas veces en la jarcia, otras llorando a tu alrededor, pasarán las plegarias que no
sirvieron para que te quedaras en Zarkandhu. Muy por encima de las aguas, y con las
alas de las plegarias, fluctúa la luz de una estrella inaccesible. Ninguna mano la ha
tocado, nadie ha viajado hasta ella, no tiene consistencia, es solo una luz, es la estrella
de la Esperanza, y brilla muy por encima del mar e ilumina el mundo. No es más que
una luz, pero los dioses la regalaron.
»Guiado solo por la luz de esa estrella las innumerables plegarias que verás
alrededor de ti volarán hacia la Sala de los dioses.
»Los suspiros llevarán por el aire tu barco de suspiros por encima del mar de
Lágrimas. Pasarás por islas de risa y tierras de canción agazapadas en el mar, y todas
ellas empapadas de lágrimas lanzadas sobre sus rocas por las olas del mar empujadas
por los suspiros.
»Pero al fin llegarás con las plegarias de los hombres a la gran Sala de los dioses,
en la que los sillones de los dioses están labrados en ónice, agrupados alrededor del
trono dorado del mayor de los dioses. Y allí, oh Rey, no esperes encontrar a los
dioses, pero reclinado en el trono dorado y llevando un manto de su amo, verás la
figura del Tiempo con sangre en las manos y colgándole negligentemente de los
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dedos una espada que gotea, y los sillones de ónice estarán manchados de sangre
aunque vacíos.
»Allí se sienta en el trono de sus amos balanceando su espada
despreocupadamente, o golpeando cruelmente con ella las plegarias de los hombres
que yacen a sus pies en un gran montón sangrante.
»Durante algún tiempo, oh Rey, los dioses habían tratado de resolver el enigma
del Tiempo, durante algún tiempo le hicieron Su esclavo, y el Tiempo sonrió y
obedeció a sus amos, durante algún tiempo, oh Rey, durante algún tiempo. Él, que no
ha perdonado nada ni ha perdonado a los dioses, ni tampoco te perdonará a ti.
Entonces el Rey habló acongojado en la Sala de los Reyes, y dijo:
—¿No puedo encontrar de una vez a los dioses, y es posible que no Les pueda
mirar a la cara finalmente para ver si son bondadosos? A Ellos que me han enviado
de viaje a la tierra les saludaría a mi regreso, si no como un Rey que vuelve de nuevo
a su propia ciudad, como alguien que habiendo recibido una orden la había
obedecido, y al obedecerla había merecido algo de aquellos para quienes trabajó
duro. Les miraría de frente, oh profeta, y les preguntaría acerca de muchas cosas y
averiguaría el porqué de otras tantas. Había esperado, oh profeta, que esos dioses que
me habían sonreído en la infancia, Cuyas voces me conmovieron en jardines al
atardecer cuando era joven, seguirían ejerciendo dominio sobre mí cuando por fin
fuese a buscarles. Oh profeta, si eso no va a ser, compón un gran canto fúnebre por
los dioses de mi infancia y moldea campanas de plata y, colgándolas en su mayoría
en árboles como los que crecían en el jardín de mi infancia, entona ese canto fúnebre
al anochecer: y cántalo cuando la humilde mariposa nocturna vuele de un lado a otro
y el murciélago abandone por primera vez su entorno, cántalo cuando las brumas
blancas se eleven del río, cuando el humo sea tenue y gris, cuando las flores todavía
estén cerradas, y las voces estén aún calladas, cántalo mientras todo lamente todavía
el día, o en todo caso las grandes luces del cielo aparezcan súbitamente y la noche
con sus esplendores sustituya al día. Pues, si los dioses antiguos mueren,
lamentémonos por Ellos hasta que conozcamos los nuevos, mientras el mundo entero
se estremece todavía por Su pérdida.
»Pues en última instancia, oh profeta, ¿qué queda? Solo los dioses de mi infancia
muertos, y solo el Tiempo atravesando a buen paso y en solitario los espacios,
helando la luna y haciendo palidecer la luz de las estrellas y esparciendo por la tierra
con sus dos manos el polvo del olvido sobre los campos de los héroes y los templos
destruidos de los dioses más antiguos.
Pero cuando los demás profetas oyeron con qué tristes palabras hablaba el Rey en
su Sala exclamaron al unísono:
—No es como Ulf ha dicho sino como he dicho yo… y yo…
Entonces el Rey meditó durante un rato, sin hablar. Pero en la ciudad, en una calle
entre las casas, seguían agrupados los que solían bailar ante el Rey, y los que habían
llevado su vino en copas adornadas con piedras preciosas. Se habían demorado
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bastante en la ciudad esperando que el Rey pudiera ceder y de nuevo los mirase con
buenos ojos y les pidiera vino y canciones. El día siguiente por la mañana iban todos
a ponerse en camino en busca de un nuevo reino, y miraron con atención entre las
casas y hacia arriba de la larga calle gris para ver por última vez el palacio del Rey
Ebalon; y Hojas Pisoteadas, la bailarina, exclamó:
—Nunca más, ya nunca más nos llevarán a la sala cincelada para bailar ante el
Rey. Él, que ahora observa la magia de los profetas, ya no contemplará la maravilla
de la danza, y entre pergaminos antiguos, extraños y juiciosos, olvidará el
movimiento de las telas cuando bailamos la Danza de los Mil Pasos.
Y con ella estaban Surtidor de Plata y Relámpago Veraniego y Sueño del Mar,
cada una de ellas lamentando que ya no bailarían más para contentar los ojos del Rey.
E Intahn, que había llevado al banquete durante cincuenta años la copa del Rey
con sus cuatro zafiros engastados tan grandes como un ojo, dijo mientras extendía las
manos hacia el palacio haciendo la señal de despedida:
—Ni toda la magia de la profecía ni tampoco la adivinación ni la percepción
pueden igualar los poderes del vino. Tras pasar la pequeña puerta de la Sala del Rey
hay que descender un centenar de escalones y recorrer muchos pasadizos inclinados
en el interior de la tierra fría donde hay una caverna más grande que la Sala. Allí
dentro, encubiertos por una telaraña, reposan los toneles de vino que suelen alegrar
los corazones de los Reyes de Zarkandhu. En islas lejanas hacia el este la vid, de
cuyo corazón fue estrujado este vino mucho tiempo atrás, ha trepado con la ayuda de
más de un apretón de dedos y contemplado el mar y los barcos de tiempos pasados y
los hombres muertos desde entonces, y desciende de nuevo a la tierra y la han
cubierto las hierbas. Y verdes por la humedad de los años, yacen allí tres toneles que
una ciudad no dejó hasta que mataron a todos sus defensores y quemaron sus casas; y
al alma de este vino se suma siempre un fuego cada vez más ardiente según pasan los
años. Me llenaba de orgullo ir allí en otros tiempos antes de un banquete, y llevar en
la copa de zafiros el fuego de los Reyes antiguos y, mientras el Rey bebía aquel
flamante vino, observar el brillo de sus ojos y que su rostro se ennoblecía y se parecía
más a sus antepasados.
»Y ahora el Rey solicita la sabiduría de sus profetas mientras todo el glorioso
pasado y todo el resonante esplendor del presente envejecen, muy abajo, olvidados
bajo sus pies.
Y cuando dejó de hablar los coperos y las mujeres que bailaban se quedaron
mirando un buen rato y en silencio el palacio. A continuación hicieron la seña de
despedida antes de darse la vuelta para irse y, mientras la hacían, un heraldo oculto en
la oscuridad fue corriendo hacia ellos.
Tras un prolongado silencio el Rey habló:
—Profetas de mi reino —dijo—, no habéis profetizado lo mismo, y las palabras
de cada uno de vosotros reprueba las palabras de sus colegas de modo que no es
posible hallar la sabiduría en los profetas. Pero ordeno que nadie en mi reino dude de
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que el primer Rey de Zarkandhu guardó vino bajo este palacio antes de la
construcción de la ciudad o incluso que se levantase el palacio, y daré órdenes para
que se celebre un banquete en seguida en esta Sala, de modo que os percataréis de
que el poder de mi vino es mayor que todos vuestros hechizos, y que el baile es más
portentoso que la profecía.
Volvieron a llamar a las bailarinas y a los porteadores del vino, y a medida que
pasaba la noche se hizo correr la voz de que había un banquete y se invitó a sentarse a
todos los profetas, Samahn, Ynath, Monith, Ynar Thun, el profeta de los Viajes,
Zornadhu, Yamen, Paharn, llana, Ulf, y uno que no había hablado ni revelado todavía
su nombre, y que llevaba su manto de profeta cubriéndole el rostro.
Y los profetas banquetearon como se les había ordenado y hablaron como los
demás, salvo el que llevaba el rostro oculto, que ni comió ni bebió. En una ocasión
sacó la mano de debajo del manto y tocó una de las flores que había encima de la
mesa y la flor cayó.
Y llegó Hojas Pisoteadas y bailó de nuevo, y el Rey sonrió, y la bailarina se sintió
muy honrada, aunque no tenía la sabiduría de los profetas. Y entrando y saliendo,
entrando y saliendo, por entre las columnas de la Sala Relámpago Veraniego se metió
en el laberinto de la danza. Y Surtidor de Plata se inclinó ante el Rey y bailó una y
otra vez y se inclinó de nuevo, y el anciano Intahn fue de un lado a otro desde la
caverna hasta el Rey con aire solemne por en medio de las bailarinas pero con una
mirada afable, y cuando el rey hubo bebido muchas veces el vino añejo de los
antiguos Reyes mandó llamar a Sueño del Mar y le pidió que cantase. Y Sueño del
Mar pasó por los arcos y cantó acerca de una isla hecha de perlas mediante magia,
que yacía inmóvil en un mar de rubí, y se encontraba lejos y más abajo del sur,
protegida por arrecifes recortados en los que naufragaban las penas del mundo y
nunca llegaban a la isla. Y cómo una puesta de sol siempre enrojecía el mar e
iluminaba la isla mágica y nunca se hacía de noche, y cómo alguien cantaba siempre
sin parar para atraer el alma de un Rey, que mediante algún encantamiento podía
pasar los arrecifes protectores para descansar en la isla hecha de perlas y ya no ser
molestado, sino solo ver estrellarse las penas en el arrecife exterior golpeadas y rotas.
Entonces Alma del Sur se levantó y cantó acerca de un surtidor que siempre trataba
de alcanzar el cielo y estaba siempre condenado a caer de nuevo a la tierra hasta el
final…
Entonces ya fuese por el arte de Hojas Pisoteadas o la canción de Sueño del Mar,
o el fuego del vino de los antiguos Reyes, Ebalon se despidió amablemente de los
profetas cuando la mañana hizo palidecer las estrellas. Luego, a lo largo de los
corredores iluminados con antorchas, el Rey fue a su cámara y, tras cerrar la puerta de
la habitación vacía, vio una figura que llevaba el manto de profeta; y el Rey se dio
cuenta de que se trataba del que ocultó su rostro en el banquete y no había revelado
su nombre.
Y el Rey dijo:
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—¿Eres tú también un profeta?
Y la figura contestó:
—Soy un profeta.
Y el Rey dijo:
—¿Sabes tú algo acerca del viaje del Rey?
Y la figura respondió:
—Lo sé, pero nunca lo he dicho.
Y el Rey dijo:
—¿Quién eres tú que sabes tanto y no lo has dicho?
Y él contestó:
—Soy El Final.
Entonces la figura que se cubría con un manto se fue del palacio buen paso; y el
Rey, sin que le vieran los centinelas, prosiguió su viaje.
Página 136
CUENTOS DE UN SOÑADOR
A DREAMER’S TALES
(1910)
Página 137
PREFACIO
Espero que este libro llegue a manos de los que fueron benévolos con los otros y que
no les defraude.
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POLTARNEES, LA QUE MIRA AL OCÉANO[23]
Toldees, Mondath, Arizim, esas son las Tierras Interiores, las tierras cuyos centinelas
que vigilan las fronteras no miran al mar. Más allá, hacia el este, hay un desierto
jamás hollado por el hombre: es completamente amarillo y salpicado de atisbos de
piedras, y en él yace la muerte como un leopardo tendido al sol. Al sur están rodeadas
por la magia, al oeste por una montaña, y al norte por la sonoridad y la furia del
viento polar. La montaña al oeste es como una gran muralla. Surge a lo lejos y de
nuevo se pierde en la distancia, y su nombre es Poltarnees, la que mira al Océano.
Hacia el norte peñas bermejas, lisas y peladas, y sin una pizca de musgo o herbaje,
ascienden hasta los mismos labios del viento polar, y allí no hay nada más que el
estruendo de su furia. Muy tranquilas son las Tierras Interiores, y muy bellas sus
ciudades, y no hay guerra alguna entre ellas, solo calma y quietud. Y no tiene otro
enemigo más que el paso del tiempo, pues la sed y la fiebre se asolean en mitad del
desierto, y nunca merodean por las Tierras Interiores. Y a los gules y fantasmas, cuya
vía es la noche, los mantienen en el sur las fronteras de la magia. Y todas sus
agradables ciudades son muy pequeñas, y en ellas todos los hombres se conocen entre
sí, y unos a otros se llaman por sus nombres cuando se cruzan en las calles. Y en
todas las ciudades hay una senda ancha y verde, que va a parar a un valle o bosque o
llanura, y entra y sale de la ciudad entre las casas y a través de las calles, y la gente
nunca pasea por ella, pero cada año a la hora señalada se pasea por ella la primavera
desde las tierras floridas, haciendo florecer las anémonas en la senda verde, y
produciendo todos los tempranos deleites de bosques ocultos, o profundos valles
apartados, o llanuras jubilosas, cuyas copas se alzan con tanta arrogancia, muy lejos
de las ciudades.
A veces recorren esa senda verde carreteros o pastores, que han venido a la ciudad
desde cumbres nubosas, y los ciudadanos no se lo impiden, pues hay pasos que
mancillan la hierba y otros que no, y a ningún hombre se le oculta cuál es su paso. Y
en los claros del bosque iluminarlos por el sol y en las umbrías de las campiñas, lejos
de la música de las ciudades y de la danza de las ciudades lejanas, tocan la música de
las zonas rurales y bailan las danzas rústicas. Amable, cercano y amistoso, les parece
el sol a estos hombres, y como les vivifica y cuida de sus vides más tiernas, ellos se
muestran favorables con las pequeñas criaturas del bosque y con cualquier rumor de
hadas o de leyendas antiguas. Y cuando la luz de alguna pequeña ciudad lejana
produce un ligero resplandor en el borde del cielo y las dichosas ventanas doradas de
las granjas miran relucientes en la oscuridad, entonces la antigua y sagrada figura del
Romance, cubierta incluso hasta el rostro, desciende de los bosques montuosos y
ordena a las sombras oscuras que se alcen y bailen, y envía a las criaturas de la noche
a merodear, y enciende al instante la lámpara de la luciérnaga en su enramada de
hierba, e impone silencio en las tierras grises, y de ellas se alza débilmente en las
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remotas colinas la voz de un laúd. No hay en el mundo tierras más prósperas y
dichosas que Toldees, Mondath y Arizim.
De esos tres pequeños reinos que llaman las Tierras Interiores los jóvenes se
escabullían constantemente. Se iban uno tras otro, y nadie sabía por qué, sino tan solo
que anhelaban ver el mar. De ese anhelo hablaban poco, pero un joven guardaba
silencio durante unos cuantos días, y luego, una mañana muy temprano, se marchaba
precipitadamente y ascendía despacio la difícil pendiente de Poltarnees, y una vez
alcanzada la cima, la cruzaba y no regresaba nunca. Unos cuantos se quedaron en las
Tierras Interiores y envejecieron, pero desde los tiempos más remotos jamás había
regresado ninguno de los que ascendieron a Poltarnees. Muchos habían subido a
Poltarnees jurando que regresarían. Hubo un rey que envió a todos sus cortesanos,
uno tras otro, para dar cuenta del misterio, y luego fue él mismo; pero ninguno
regresó.
Pues bien, la gente de las Tierras Interiores solía rendir culto a los rumores y a las
leyendas del Mar, y todo lo que sus profetas descubrieron del Mar estaba escrito en
un libro sagrado, que los sacerdotes leían en los templos con profunda devoción en
las festividades o los días de duelo. Ahora bien, todos sus templos se abrían hacia
ponente, sostenidos por columnas, para que la brisa marina pudiera entrar en ellos, y
se abrían hacia levante, sostenidos por columnas, para que las brisas marinas no
encontraran obstáculos para pasar cualquiera que fuese la escora del Mar. Y esa es la
leyenda que tenían del Mar, que ninguno de los habitantes de las Tierras Interiores
había visto nunca. Decían que el Mar es un río que lleva hacia Hércules, y decían que
linda con el borde del mundo, y que Poltarnees da a él. Decían que todos los mundos
celestes van de un lado a otro por este río y los arrastra la corriente, y que aquella
infinitud está llena de bosques espesos a través de los cuales el río en su recorrido
sigue avanzando con todos los mundos celestes. Entre los colosales troncos de
aquellos árboles recónditos, cuyas más frondosas ramas son sombrías para el hombre,
se pasean los dioses. Y cuando su sed, brillando en el espacio como un gran sol, se
apodera de las bestias, el tigre de los dioses baja sigilosamente al río a beber. Y el
tigre de los dioses bebe estrepitosamente hasta hartarse, sumergiendo mundos entre
tanto, y el nivel del río entre sus riberas desciende, antes de que la sed de la bestia se
aplaque, y deja de brillar como un sol. Y de ese modo muchos mundos se amontonan
secos y varados, y los dioses ya no vuelven a pasear entre ellos, porque les lastiman
los pies. Son los mundos que carecen de destino, cuya gente no conoce dios. Y el río
sigue adelante sin parar. Y el nombre del río es Oriathon, pero los hombres lo llaman
Océano. Esa es la Creencia Inferior de las Tierras Interiores. Y hay una Creencia
Superior, de la que no se habla en modo alguno. Oriathon sigue avanzando a través
de los bosques de la Infinitud y de repente tropieza estruendosamente con un Borde,
desde donde el Tiempo hace mucho que ha vuelto a llamar a sus horas para que
combatan en la guerra contra los dioses; y apagado por el resplandor de las noches y
los días, con su flujo ilimitado por mucho, cae en las profundidades de la nada.
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Pues bien, según pasaban los siglos y el único camino por el que el hombre podía
ascender a Poltarnees iba desgastándose de tantas pisadas, cada vez más hombres lo
coronaban para no volver. Y en las Tierras Interiores seguía ignorándose el misterio
que Poltarnees representaba. Y un día tranquilo y sin viento, mientras los hombres
paseaban alegremente por sus hermosas calles o cuidaban rebaños en el campo, roló
de pronto el viento de poniente y llegó desde el Mar. Y vino encapotado, gris,
lúgubre, y alguien oyó el grito anhelante del Mar, que reclamaba huesos humanos. Y
el que lo oyó se movió inquieto durante unas horas, y por fin se levantó súbitamente,
de manera irresistible, volvió el rostro hacia Poltarnees y dijo, según es costumbre en
esas tierras cuando alguien se despide por poco tiempo, «Hasta que el corazón del
hombre recuerde», que significa «Hasta pronto»; mas los que le amaban, viendo que
miraba a Poltarnees, respondieron con tristeza: «Hasta que los dioses olviden», que
quiere decir «Adiós».
Pues bien, el rey de Arizim tenía una hija que jugaba con las flores silvestres del
bosque, y con las fuentes del palacio de su padre, y con los pajaritos que en invierno
venían a su puerta para protegerse de la nieve. Y era más hermosa que las flores
silvestres del bosque, o que todas las fuentes del palacio de su padre, o que los
pajaritos con su plumaje invernal completo cuando se protegen de la nieve. Los
ancianos y sabios reyes de Mondath y de Toldees la vieron una vez cuando iba
desenfadadamente por los pequeños senderos de su jardín y, con las miradas puestas
en las brumas del pensamiento, examinaron el destino de sus Tierras Interiores. Y la
miraron con atención junto a aquellas flores impresionantes, y estaba sola a la luz del
sol, y pasaron y volvieron a pasar, pavoneándose, las aves purpúreas que los
cazadores del rey habían traído de Asagéhon. Cuando ella cumplió quince años el
Rey de Mondath convocó un consejo de reyes. Y se reunieron con él los reyes de
Toldees y Arizim. Y el Rey de Mondath dijo en su Consejo:
—La llamada del Mar proceloso y ávido (y al oír la palabra «Mar» los tres reyes
inclinaron la cabeza) atrae todos los años fuera de nuestros reinos dichosos a cada vez
más súbditos nuestros, y todavía no conocemos el misterio del Mar, y ningún
juramento concebido nos ha devuelto a uno solo de ellos. Pues bien, tu hija, Arizim,
es más hermosa que la luz del sol, y más hermosa que esas flores impresionantes que
tan altas crecen en tu jardín, y tiene más gracia y belleza que esas extrañas aves que
los atrevidos cazadores traen de Asagéhon en carros que chirrían, cuyas plumas
alternan el púrpura y el blanco. Pues bien, el que se enamore de tu hija Hilnaric,
quienquiera que sea, podrá ascender a Poltarnees y regresar, como nadie lo hizo
nunca, y contarnos lo que representa Poltarnees; pues es posible que tu hija sea más
bella que el Mar.
Entonces el Rey de Arizim se levantó de su sitial en el Consejo y dijo:
—Temo que hayas injuriado al Mar, y me temo que tu blasfemia nos traerá
desgracia. La verdad es que no me había imaginado que fuese tan bella. Hace tan
poco que era una niña pequeña con el pelo despeinado y todavía no iba ataviada a la
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manera de las princesas, y se metía sola en los bosques agrestes y regresaba con la
ropa manchada y completamente desgarrada, y no aceptaba con humildad la
reprobación, sino que hacía muecas incluso en mi patio de mármol rodeado de
fuentes.
Entonces dijo el Rey de Toldees:
—Prestemos más atención y veamos a la princesa Hilnaric en la época que florece
el huerto, cuando las grandes aves se guían por el Mar que conocen para descansar en
nuestros lugares tierra adentro; y si fuera más hermosa que el amanecer sobre
nuestros reinos unidos cuando florecen todos los huertos, es posible que sea más
hermosa que el Mar.
Y el rey de Arizim dijo:
—Aunque temo que eso es una terrible blasfemia, lo haré como habéis decidido
en consejo.
Y la época en que florece el huerto compareció. Una noche el Rey de Arizim hizo
salir a su hija al balcón exterior de mármol. Y la luna estaba saliendo, enorme y
redonda y divina por encima de los bosques sombríos, y todos los manantiales
cantaban a la noche. Y la luna rozó los gabletes del palacio de mármol, y brillaron en
la tierra. Y la luna rozó la parte superior de todas las fuentes, y las grises columnas
despidieron luces de colores. Y la luna abandonó los oscuros senderos del bosque e
iluminó todo el blanco palacio y sus fuentes, y relució en la frente de la princesa, y el
palacio de Arizim brilló a lo lejos, y las fuentes se convirtieron en columnas de joyas
relucientes y en canciones. Y al salir la luna sonó una música, pero no llegó del todo
a oídos mortales. E Hilnaric seguía allí de pie, asombrada, vestida de blanco,
brillándole en la frente la luz de la luna; y los reyes de Mondath y Toldees, que la
observaban desde la sombra de la terraza, dijeron:
—Es más hermosa que la salida de la luna.
Y otro día el Rey de Arizim pidió a su hija que se asomara al amanecer, y ellos
permanecieron de nuevo en la terraza. Y el sol apareció sobre mi mundo de huertos y
las brumas marinas retrocedieron de Polterness hacia el Mar; voces un tanto agrestes
se levantaron de los matorrales, las voces de las fuentes empezaron a desfallecer, y
surgió, en todos los templos de mármol, el canto de las aves consagradas al Mar. E
Hilnaric seguía allí, rebosante todavía de sueños celestiales.
—Es más hermosa —dijeron los reyes— que el alba.
Sin embargo hicieron otra prueba a la belleza de Hilnaric, porque la observaron
en las terrazas a la puesta del sol antes de que hubieran caído los pétalos de los
huertos, y en toda la linde de los bosques vecinos floreciese el rododendro con la
azalea. Y el sol se puso tras la escarpada Poltarnees, y la bruma marina se esparcía
por su cima tierra adentro. Y los templos de mármol destacaban claramente en el
atardecer, pero velos del crepúsculo se extendían entre la montaña y la ciudad.
Entonces desde las cornisas del Templo y los aleros de los palacios los murciélagos
cayeron de bruces hacia abajo, desplegaron sus alas y flotaron arriba y abajo por
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caminos oscurecidos; empezaron a parpadear luces en ventanas doradas, los hombres
se cubrieron para protegerse de la bruma gris, se oyó el sonido de cancioncillas, y el
rostro de Hilnaric se convirtió en morada de misterios y ensueños.
—Es más adorable —dijeron los reyes— que todas estas cosas; pero ¿quién
podría decir si es más adorable que el Mar?
Tendido boca abajo en un matorral de rododendro en el borde del césped del
palacio un cazador había esperado a que el sol se pusiera. Cerca de él había un
estanque profundo donde crecían jacintos y en el que flotaban extrañas flores de hojas
anchas; y allí bajaban a beber los enormes toros gariach a la luz de las estrellas y,
esperando la llegada de los gariachs, el cazador vio la blanca figura de la Princesa,
apoyada en su balcón. Antes de que salieran las estrellas o de que los toros bajaran a
beber, abandonó su escondite y se acercó al palacio para ver más de cerca a la
Princesa. El césped del palacio estaba cubierto de rocío no hollado, y todo estaba en
calma cuando él lo cruzó, sosteniendo su gran lanza. En el más remoto rincón de las
terrazas los tres ancianos reyes discutían acerca de la belleza de Hilnaric y del destino
de las Tierras Interiores. Caminando ligero, con paso de cazador, el que observaba
junto al estanque se acercó más, en la quietud del atardecer, antes de que lo viera la
Princesa. En cuanto la vio de cerca exclamó de improviso:
—Debe de ser más bella que el Mar.
Cuando la princesa se volvió y vio su vestimenta y su gran lanza supo que era un
cazador de gariachs.
Cuando los tres reyes oyeron la exclamación del joven se dijeron unos a otros en
voz baja:
—Este debe de ser el hombre.
Entonces se descubrieron ante él y le hablaron para ponerlo a prueba.
—Señor mío, habéis blasfemado contra el Mar —dijeron.
Y el joven murmuró:
—Ella es más bella que el Mar.
Y los reyes dijeron:
—Somos más viejos y más sabios que tú, y sabemos que no hay nada más bello
que el Mar.
Y el joven se quitó el tocado de la cabeza y bajó la mirada, y supo que hablaba
con reyes, así y todo contestó:
—Por esta lanza, ella es más bella que el Mar.
Y al tiempo que la Princesa le miraba, cayó en la cuenta de que era un cazador de
gariachs.
Entonces el rey de Arizim dijo al que observaba junto al estanque:
—Si subes a Poltarnees y regresas, cosa que nadie ha hecho, y nos informas del
atractivo o magia que tiene el Mar, te perdonaremos tu blasfemia y tendrás a la
Princesa por esposa, y te sentarás en el Consejo de los Reyes.
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Y el joven consintió además de buena gana. Y la Princesa le habló y le preguntó
su nombre. Y él le dijo que se llamaba Athelvok, y se alegró mucho al oír su voz. Y
prometió a los tres reyes ponerse en camino al tercer día para escalar la pendiente de
Poltarnees y regresar de nuevo, y este fue el juramento con el que se comprometió a
volver:
—Juro por el Mar que arrastra los mundos, por el río de Oriathon, al que los
hombres llaman Océano, y por los dioses y su tigre, y por el hado de los mundos, que
regresaré de nuevo a las Tierras Interiores, después de haber contemplado el Mar.
Y prestó ese juramento con solemnidad aquella misma noche en uno de los
templos del Mar, pero los tres reyes confiaban más en la belleza de Hilnaric que en el
poder del juramento.
Al día siguiente Athelvok llegó al palacio de Arizim muy de mañana, cruzando
los prados hacia el este desde el país de Toldees, e Hilnaric salió al balcón y se reunió
con él en las terrazas. Y le preguntó si había matado algún gariach, y él le dijo que
había matado tres, y luego le contó cómo había acabado con el primero junto al
estanque del bosque. Pues había cogido la lanza de su padre y había bajado hasta el
borde del estanque, y se había tendido debajo de las azaleas a esperar que salieran las
estrellas, porque con las primeras luces los gariachs van a beber al estanque; y había
ido demasiado pronto y había tenido que esperar mucho, y le pareció que las horas
tardaron más en pasar de lo que en realidad ocurrió. Y de noche llegaron a aquel
lugar todas las aves, y salió el murciélago, y pasó la hora prevista y todavía no había
bajado al estanque ningún gariach; y Athelvolk estaba convencido de que no vendría
ninguno. Y justo cuando crecía en su mente esta certidumbre, la maleza se abrió sin
hacer ruido y un enorme toro gariach apareció ante él en la orilla del estanque, y sus
grandes cuernos surgían a los lados de su cabeza, y en los extremos se curvaban hacia
arriba, y de punta a punta medían cuatro pasos. Y no había visto a Athelvok, pues el
gran toro estaba al otro lado del pequeño estanque, y Athelvok no podía acercarse
sigilosamente a él por temor a tropezarse con el viento (pues los gariachs, que apenas
ven en las selvas oscuras, dependen del oído y del olfato). Mas rápidamente imaginó
un plan en su mente, mientras el toro seguía con la cabeza erguida a solo veinte pasos
de él con el agua por medio. Y el toro olfateó el viento cautelosamente y escuchó,
luego bajó su gran cabeza hasta el estanque y bebió. En aquel mismo instante
Athelvok se tiró al estanque y sin detenerse atravesó sus profundidades cubiertas de
maleza entre los tallos de las extrañas flores que flotaban en su superficie sobre hojas
anchas. Y Athelvok sostuvo erguida su lanza ante él, y mantuvo los dedos de su mano
izquierda rígidos y rectos, sin apuntar hacia arriba, así que no salió a la superficie,
sino que la fuerza del salto lo llevó hacia delante y pasó entre los tallos de las flores
sin enredarse. Cuando Athelvok saltó al agua el toro debió levantar la cabeza,
asustado por el chapoteo, luego había escuchado y olfateado el aire, y al no oír ni
presentir ningún peligro debió de quedarse rígido durante unos instantes, pues
Athelvok lo encontró en esa postura cuando salió sin aliento a sus pies. Y atacando en
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seguida, Athelvok le clavó la lanza en el cuello antes de que bajara la cabeza y sus
tremendos cuernos. Mas Athelvok se había agarrado a uno de los grandes cuernos y
fue arrastrado a tremenda velocidad por entre los matorrales de rododendro hasta que
el gariach cayó, pero en seguida se levantó de nuevo y murió de pie, sin dejar de
forcejear, ahogado en su propia sangre.
Mas Hilnaric lo escuchaba como si un héroe de la antigüedad hubiese regresado
de nuevo con todo el esplendor de su legendaria juventud.
Y durante un buen rato recorrieron las terrazas de un lado a otro, diciendo esas
cosas que se decían antes y se siguen diciendo, y que los labios todavía se verán
obligados a repetir de nuevo. Y sobre ellos se erguía Poltarnees, mirando al Mar.
Y llegó el día en que Athelvok debía marcharse. E Hilnaric le dijo:
—¿Verdad que volverás sin duda alguna nada más echar un vistazo a la cumbre
de Poltarnees?
Athelvok respondió:
—Por supuesto que regresaré, pues tu voz es más bella que el himno de los
sacerdotes cuando cantan y alaban al Mar, y aunque muchos mares tributarios
desembocaran en Oriathon, y él y los demás vertieran su belleza en un estanque a mis
pies, regresaría jurando que tú eres más hermosa que ellos.
E Hilnaric respondió:
—La sabiduría de mi corazón, o una antigua ciencia o profecía, o una rara
tradición, me dice que nunca volveré a oír tu voz. Y por ello te perdono.
Mas él, repitiendo el juramento que había prestado, partió, mirando a menudo
hacia atrás, hasta que la pendiente se hizo demasiado empinada y su rostro daba con
la roca. Al amanecer se puso en camino, y estuvo ascendiendo todo el día,
descansando poco, aprovechando los hoyos que multitud de pies habían allanado.
Antes de llegar a la cumbre se escondió el sol, y las Tierras Interiores fueron
oscureciéndose cada vez más. Se apresuró para ver, antes de que anocheciera, lo que
Poltarnees tuviera que mostrarle. Ya había anochecido en las Tierras Interiores, y
cuando él llegó a la cima de Poltarnees las luces de las ciudades centelleaban entre la
bruma, y el sol todavía no había desaparecido del cielo.
Y allí estaba ante él el viejo Mar rizado, sonriente y susurrando una canción. Y
mecía pequeños barcos con flamantes velas, y tenía en sus manos restos de
naufragios siempre lamentados, y mástiles tachonados de clavos dorados que había
desgajado con furia de los preciosos galeones. Y el sol resplandecía entre el oleaje
que traía madera flotante a la deriva de las islas de las especias, balanceando sus
cabezas doradas. Y las corrientes grises se alejaban sigilosamente hacia el sur como
serpientes solitarias enamoradas de algo remoto con un amor impaciente e
implacable. Y toda la llanura de agua, reluciente a la luz del sol tardío, y las olas y las
corrientes y las velas blancas de los navíos eran todas juntas como la faz de un
extraño dios nuevo que ha mirado a un hombre por primera vez a los ojos en el
instante de su muerte; y Athelvok, mirando al maravilloso Mar, supo por qué no
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volvían nunca los muertos, pues hay algo de lo que los muertos se dan cuenta y están
al tanto, y que los vivos nunca comprenderán aunque los muertos vinieran a
contárselo. Y el Mar le sonreía, contento por el esplendor del sol. Y había allí un abra
para los navíos que vuelven a casa, y a su orilla una ciudad iluminada por el sol, y la
gente paseaba por sus calles, vestida con las inconcebibles mercancías de lejanas
tierras costeras.
Una suave pendiente de roca suelta y desmenuzada iba desde la cima de
Polterness hasta la orilla del Mar.
Durante un buen rato Athelvok permaneció allí apesadumbrado, dándose cuenta
de que había penetrado en su alma algo que nadie podría entender en las Tierras
Interiores, donde los pensamientos de sus mentes no habían ido más allá de los tres
pequeños reinos. Entonces, se quedó mirando un buen rato los navíos nómadas, y las
maravillosas mercancías de países extraños, y el color ignoto que engalanaba el
semblante del Mar, y volvió el rostro a la oscuridad y a las Tierras Interiores.
En aquel momento el Mar entonó un canto fúnebre al ocaso por todo el daño que
su cólera había producido y toda la ruina que causó a los navíos aventureros; y en la
voz del tiránico Mar había lágrimas, pues le habían encantado los galeones que había
hundido, y llamó a todos los hombres y a todos los seres vivos para disculparse,
porque le habían encantado los huesos que había esparcido lejos. Y Athelvok se
volvió y puso un pie en la pendiente desmenuzada, y después otro, y anduvo un poco
para acercarse al Mar, y entonces tuvo un sueño y tuvo la impresión de que los
hombres habían sido injustos con el adorable Marporque se había enfurecido un poco
y a veces había sido cruel; le pareció que hubo conflicto entre las mareas del Mar
pues le habían encantado los galeones que hundió. No obstante siguió su camino y las
piedras desmenuzadas rodaron con él, y en el preciso instante en que el crepúsculo se
ocultó y apareció una estrella llegó a la dorada playa, y siguió adelante hasta que las
olas le llegaron a las rodillas, y oyó las plegarias, como bendiciones, del Mar.
Permaneció así mucho tiempo mientras salían las estrellas por encima de él y volvían
a brillar en las olas; surgían más estrellas girando en sus trayectorias encima del Mar,
parpadeaban luces en toda la ciudad del abra, colgaban faroles de los barcos, ardía la
noche de púrpura; y la Tierra, a los ojos de los dioses que se sientan lejos, refulgía
como una llama. Entonces entró Athelvok en la ciudad del abra; allí encontró a
muchos que habían dejado las Tierras Interiores antes que él; ninguno de ellos quería
regresar al pueblo que no había visto el Mar; muchos de ellos se habían olvidado de
los tres reinos, y se rumoreaba que a un hombre que una vez intentó regresar no le fue
posible subir la movediza y desmenuzada pendiente.
Hilnaric no se casó. Pero su dote se reservó para construir un templo en el que los
hombres maldicen al océano.
Una vez al año, con rito solemne y ceremonia, maldicen las mareas del Mar; y la
luna se mira en él y los detesta.
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BLAGDAROSS[24]
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anida el perro en su corazón, y sobre el andar a gatas del bebé, y sobre el alivio del
señor de la casa cuando preparamos el buen té negro; y a veces, cuando la casa está
muy caliente y las esclavas y los amos están contentos, reprendo a los vientos hostiles
que merodean por el mundo.
Y luego habló un trozo de cuerda vieja.
—Me hicieron en un lugar de condena, y hombres condenados retorcieron mis
fibras, trabajando sin esperanza. Por eso mi corazón se tornó adusto, de suerte que
nunca dejé nada en libertad en cuanto me dispuse a atarlo. Muchas cosas he atado sin
descanso durante meses y años; pues solía entrar enrollada en los almacenes, donde
las cajas grandes yacían completamente abiertas al aire libre, y una de ellas se cerraba
de pronto, y aplicaba sobre ella mi tremenda solidez como una maldición, y si sus
tablas gemían nada más agarrarlas, o si crujían con fuerza en la soledad de la noche
acordándose de los bosques de donde salieron, entonces las apretaba todavía más,
pues mi alma alberga el pobre odio inútil de los que me hicieron en el lugar de
condena. Sin embargo, a pesar de todas las cosas que ha apresado mi garra de prisión,
el último trabajo que hice fue poner algo en libertad. Una noche estaba ociosa en la
penumbra del suelo del almacén. Nada se movía allí, y hasta la araña dormía. Hacia
medianoche una gran multitud de ecos se elevaron de pronto de las planchas de
madera y dieron la vuelta alrededor del techo. Un hombre vino hacia mí
completamente solo. Y mientras se acercaba su alma le reprendía, y vi que había un
gran conflicto entre el hombre y su alma, pues su alma no quería dejarlo en paz, sino
que seguía reprendiéndolo.
»Entonces el hombre me vio y dijo: “Esta al menos no me fallará”. Cuando le oí
decir eso sobre mí, decidí que cualquier cosa que deseara de mí se haría hasta sus
últimas consecuencias. Y cuando tomé esta resolución en mi corazón inmutable, me
levantó hasta una caja vacía y me insistió que debería atarla a la mañana siguiente, y
me ató por un extremo a un cabrio recóndito; y el nudo fue atado sin cuidado, porque
todo el tiempo su alma estaba reprendiéndolo sin parar y no lo dejaba tranquilo. A
continuación hizo un lazo en mi otro extremo, pero cuando el alma del hombre lo vio
dejó de reprenderlo y le pegó un grito a toda prisa implorándole que estuviera en paz
con ella y no hiciera nada imprevisto; mas el hombre siguió adelante con su trabajo y
pasó el lazo por su cabeza hasta más abajo del mentón, y el alma gritó de una forma
horrible.
»Entonces el hombre apartó la caja de un puntapié, y en cuanto lo hizo comprendí
que no tenía solidez suficiente para sostenerlo; pero recordé que él había dicho que
no le fallaría, y puse todo mi denodado vigor en mis fibras y lo sostuve a fuerza de
voluntad. Entonces el alma me gritó que cediera, pero yo le dije:
»—No; tú enojaste al hombre.
»Luego me gritó que me soltase del cabrio, y me estaba ya desatando, pues solo
me sujetaba a él mediante un sencillo nudo, pero apreté mi garra de presa y dije:
»—Tú enojaste al hombre.
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»Y rápidamente me dijo otras cosas, pero no le contesté; y por fin el alma que
enojaba al hombre que había confiado en mí emprendió el vuelo y lo dejó en paz.
Nunca más pude atar ninguna cosa, pues todas mis fibras estaban desgastadas y
torcidas, e incluso mi despiadado corazón se había debilitado por el esfuerzo. Poco
después me tiraron aquí. He hecho mi trabajo.
Así hablaron entre sí, pero mientras surgió sobre ellos la figura de un caballito de
balancín que se quejaba amargamente.
—Soy Blagdaross —dijo—. Ay de mí que estoy ahora desterrado entre esta
respetable aunque pequeña gente. ¡Ay de los días que se avecinan, y ay del Grande
que fue mi dueño y mi alma, cuyo espíritu ahora se ha encogido y ya no puede
reconocerme, ni cabalgar más allá de nuestras fronteras en búsquedas caballerescas!
Yo fui Bucéfalo cuando él era Alejandro, y lo llevé victorioso hasta el Indo. Con él
me enfrenté a dragones cuando San Jorge, y fui el caballo de Roldán combatiendo por
la Cristiandad, y muchas veces Rocinante. Luché en torneos y llevé una vida errante
en busca de aventuras, y conocí a Ulises y a los héroes y a las hadas. O a última hora
de la noche, justo antes de que se apagaran las lámparas en la habitación de los niños,
él me montaba de repente y galopábamos por África. Allí atravesábamos de noche
selvas tropicales y descubríamos enigmáticos ríos que pasábamos rápidamente, en los
que relampagueaban los ojos de los cocodrilos, y en donde los hipopótamos flotaban
corriente abajo, y misteriosas embarcaciones surgían de pronto y desaparecían
sigilosamente. Y cuando habíamos atravesado la selva alumbrada por las luciérnagas
llegábamos a las llanuras abiertas, y seguíamos galopando hacia delante y a nuestro
lado volaban flamencos de color escarlata por las tierras de reyes desconocidos, con
coronas de oro sobre sus cabezas y cetros en las manos, que salían corriendo de sus
palacios para vernos pasar. Entonces me daba la vuelta de pronto, y el polvo subía
volando de mis cuatro cascos mientras me giraba y volvía a casa al galope y
acostaban a mi amo. Y otro día cabalgábamos de nuevo más allá de nuestras fronteras
hasta llegar a fortalezas mágicas protegidas por hechicería y derrotábamos a los
dragones de la puerta, y siempre volvíamos con una princesa más bella que el mar.
»Pero el cuerpo de mi amo empezó a hacerse más grande y su alma a
empequeñecer, y entonces cada vez cabalgaba menos en busca de aventuras. Por
último descubrió oro y nunca más volvió, y a mí me echaron entre esta pequeña
gente.
Pero mientras el caballito de balancín hablaba, dos chicos se escabulleron, sin que
lo advirtieran sus padres, de una casa situada en un extremo del descampado y lo
estaban atravesando en busca de aventuras. Uno de ellos llevaba una escoba, y
cuando vio el caballito de balancín no dijo nada, sino que rompió el mango de la
escoba y lo metió entre los tirantes y su camisa, en el costado izquierdo. A
continuación montó el caballito de balancín y, sacando el palo de escoba, cuyo
extremo estaba afilado y terminaba en punta, dijo: «Saladino está en este desierto con
todos sus mahometanos y yo soy Ricardo Corazón de León». Al cabo de un rato el
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otro chico dijo: «Ahora déjame a mí matar también a Saladino». Mas Blagdaross,
cuyo corazón de madera estaba exultante de intenciones guerreras, dijo: «Todavía soy
Blagdaross».
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LA LOCURA DE ANDELSPRUTZ[25]
Vi por primera vez la ciudad de Andelsprutz una tarde de primavera. El día era muy
soleado mientras pasaba por el camino de los prados, y aquella misma mañana me
había dicho: «El sol lucirá cuando vea por primera vez la hermosa ciudad conquistada
cuya fama tantas veces me ha procurado bonitos sueños». De pronto vi elevarse de
los prados sus fortificaciones, y detrás de ellas sus campanarios. Entré por una de las
puertas y vi sus casas y calles, y una gran decepción se apoderó de mí. Porque cada
ciudad tiene una atmósfera, y un carácter, por los cuales se pueden distinguir una de
otra de inmediato. Hay ciudades que rebosan felicidad y ciudades que rebosan placer,
y otras están llenas de tristeza. Hay ciudades con el rostro vuelto hacia el cielo, y
otras con el rostro vuelto hacia la tierra; algunas tienen la costumbre de mirar al
pasado y otras miran al futuro; algunas se fijan en ti si las recorres, otras te echan un
vistazo, otras te dejan pasar. A algunas les gustan las ciudades que son sus vecinas, a
otras las aprecian las llanuras y el páramo; algunas ciudades están al descubierto del
viento, otras se envuelven en capas púrpura y otras en capas pardas, y algunas visten
de blanco. Algunas cuentan el viejo cuento de su comienzo, para otras es secreto;
algunas ciudades cantan y otras murmuran, algunas se enfadan, y otras sienten pena,
y cada ciudad tiene su modo de dar la bienvenida al Tiempo.
Me había dicho: «Veré a Andelsprutz arrogante en su hermosura», y «La veré
llorar por haber sido conquistada».
Me había dicho: «Me cantará canciones», y «será reservada», «estará
completamente vestida», y «estará desnuda pero espléndida».
Mas las ventanas de las casas de Andelsprutz miraban distraídamente a las
llanuras como miran los ojos de un loco de remate. A su hora sus carillones sonaban
desagradables y discordes, algunos de ellos fuera de tono, y las campanas de otros
estaban desafinadas, con sus tejados desnudos y sin musgo. Por la tarde ningún rumor
agradable se elevaba en sus calles. Cuando se encendían las lámparas en las casas
ningún foco místico de luz salía sigilosamente en plena oscuridad, tan solo veías que
estaban encendidas las lámparas; Andelsprutz no tenía ningún carácter ni ninguna
atmósfera propia. Cuando cayó la noche y se bajaron las persianas, me di cuenta de lo
que no había pensado a la luz del día. Supe entonces que Andelsprutz estaba muerta.
Vi un hombre de pelo rubio que bebía cerveza en un café y le dije:
—¿Por qué está completamente muerta la ciudad de Andelsprutz, y por
consiguiente su alma ha desaparecido?
Me contestó:
—Las ciudades no tienen alma, y no hay ninguna vida en los ladrillos.
Y yo le dije:
—Amigo, ha dicho usted la verdad.
Y le hice la misma pregunta a otro hombre, y me dio la misma respuesta, y le
agradecí su cortesía. Y vi a un hombre de más esbelta figura, que tenía el pelo negro
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y surcos en las mejillas por el correr de las lágrimas, y le dije:
—¿Por qué está completamente muerta Andelsprutz, y cuándo desapareció su
alma?
Y me contestó:
—Andelsprutz esperó demasiado. Durante treinta años tendió sus brazos todas las
noches hacia la tierra de Akla, a la Madre Akla de la que se había escabullido. Todas
las noches esperaba y suspiraba, y tendía sus brazos a la Madre Akla. A medianoche,
una vez al año, en el aniversario de aquel terrible día, Akla enviaba emisarios
secretos para poner una guirnalda en las murallas de Andelsprutz. No podía hacer
más. Y esa noche, una vez al año, yo solía llorar, pues el llanto es la disposición de
ánimo propia de la ciudad que me crió. Todas las noches, mientras otras ciudades
dormían, Andelsprutz se ponía melancólica a esperar, hasta que treinta guirnaldas
ceñían sus murallas, y los ejércitos de Akla todavía no podían venir.
»Mas después de haber esperado tanto tiempo, y en la noche en que los fieles
emisarios secretos habían traído la trigésima guirnalda, Andelsprutz enloqueció de
pronto. Todas las campanas sonaron horriblemente en los campanarios, en las calles
se desbocaron los caballos, aullaron todos los perros, los impasibles conquistadores
se despertaron, se revolvieron en sus lechos y volvieron a dormirse; y vi alzarse la
gris silueta indefinida de Andelsprutz, engalanados sus cabellos con los fantasmas de
las catedrales, y alejarse de la ciudad. Y la gran silueta indefinida que era el alma de
Andelsprutz se fue murmurando a las montañas, y allí la seguí… pues ¿no había sido
mi nodriza? Sí, me marché solo a las montañas, y durante tres días, envuelto en una
capa, dormí en sus brumosas soledades. Nada tenía para comer, y para beber solo el
agua de los torrentes de la montaña. De día no tenía cerca ningún ser vivo, y no oía
más que el rumor del viento y el fragor de los torrentes de la montaña. Pero durante
tres noches escuché a mi alrededor en la montaña los ruidos de una gran ciudad: vi
centellear momentáneamente en las cúspides las vidrieras de una alta catedral, y a
veces la linterna vacilante de alguna patrulla de la fortaleza. Y vi la enorme silueta
borrosa del alma de Andelsprutz sentada, engalanada con sus espectrales catedrales,
que hablaba consigo misma, con los ojos fijos hacia delante en una mirada demencial,
y hablaba de guerras antiguas. Y durante todas aquellas noches sus confusas palabras
sobre la montaña eran unas veces la voz del tráfico, y acto seguido de campanas de
iglesia, y a continuación de las cornetas, pero casi siempre era la voz de guerra
sanguinaria; y todo era incoherente, y ella estaba completamente loca.
»La tercera noche llovió mucho, pero no me acosté para observar el alma de mi
ciudad natal. Y ella seguía allí sentada mirando fijamente al frente, desvariando; mas
su voz era ahora más dulce, había en ella más armonía, y ocasional poesía. Pasada la
medianoche la lluvia seguía cayendo sobre mí, y las soledades de la montaña estaban
todavía colmadas de los quejidos de la pobre ciudad demente. Y llegaron las horas
posteriores a la medianoche, las horas frías en las que los enfermos mueren.
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»De pronto me di cuenta de unas formas grandes que se movían entre la lluvia, y
oí ruido de voces que no eran de mi ciudad ni tampoco de ninguna de las que he
conocido. Y en seguida distinguí, aunque apenas, las almas de una gran multitud de
ciudades que se inclinaban ante Andelsprutz y la consolaban, y las quebradas de las
montañas retumbaron aquella noche con las voces de ciudades que durante siglos
habían permanecido calladas. Pues allí llegó el alma de Camelot que hace tanto
tiempo había abandonado Usk; y allí estaba Ilión, rodeada de torres, maldiciendo
todavía el dulce rostro de la perniciosa Elena; y vi allí Babilonia y Persépolis, y la faz
barbada como un toro de Nínive, y Atenas llorando a sus dioses inmortales.
»Aquella noche en la montaña todas las almas de las ciudades que habían muerto
hablaron a mi ciudad y la tranquilizaron, hasta que por fin ella ya no se quejó más de
la guerra, y sus ojos dejaron de mirar espantados, pero escondió el rostro entre las
manos y durante un rato lloró suavemente. Por último se alzó y, caminando despacio
con la cabeza inclinada, y apoyándose en Ilión y Cartago, se marchó hacia el este
abrumada por el dolor; y mientras caminaba el polvo de sus carreteras se
arremolinaba a sus espaldas, un polvo espectral que nunca se tornaba en barro a pesar
de toda aquella lluvia que calaba. Y así se la llevaron las almas de las ciudades, y
poco a poco desaparecieron de la montaña, y las antiguas voces se desvanecieron en
la distancia.
»Desde entonces no he vuelto a ver viva a mi ciudad; pero una vez encontré un
viajero que decía que en alguna parte, en medio de un gran desierto, se reúnen las
almas de todas las ciudades muertas. Dijo que una vez se perdió en un lugar en el que
no había agua, y toda la noche oyó hablar sus voces.
Pero yo dije:
—En una ocasión estuve sin agua en un desierto y oí que me hablaba una ciudad,
mas no supe si en realidad hablaba o no, pues aquel día oí muchas cosas terribles, y
solo algunas eran verdaderas.
Y el hombre de cabello negro dijo:
—Creo que eso es cierto, aunque no sé adónde iba. Solo sé que un pastor me
encontró por la mañana desfallecido de hambre y frío, y me trajo aquí; y cuando
llegué a Andelsprutz, estaba muerta, como os habéis dado cuenta.
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DONDE SUBEN Y BAJAN LAS MAREAS[26]
Soñé que había hecho algo horrible, hasta el punto de que me negaron ser enterrado
tanto en tierra como en el mar, ni siquiera podía haber infierno para mí.
Esperé algunas horas con esa certidumbre. Entonces mis amigos vinieron por mí,
y me mataron a escondidas y con un antiguo rito, y encendieron grandes cirios y se
llevaron mi cadáver.
Todo eso ocurrió en Londres, y pasaron sigilosamente por calles en penumbra y
entre casas humildes hasta que llegaron al río. Y el río y la marea luchaban cuerpo a
cuerpo entre los bancos de cieno, y ambos eran oscuros y estaban llenos de luces. Un
repentino asombro asomó a sus ojos cuando se les acercaron mis amigos con sus
resplandecientes cirios. Vi todas esas cosas mientras me llevaban muerto y tieso
porque mi alma estaba todavía dentro de mi cuerpo, porque no había infierno para
ella, y porque me habían negado sepultura cristiana.
Me bajaron por una escalera cubierta de verdín y limo, y así llegué poco a poco al
terrible cieno. Allí, en el territorio de las cosas abandonadas, cavaron una fosa poco
profunda. Cuando hubieron terminado me tendieron en la tumba, y precipitadamente
arrojaron sus cirios al río. Y cuando el agua hubo apagado sus resplandecientes luces,
los cirios parecían descoloridos y pequeños mientras la marea los bamboleaba, y en
seguida se esfumaba el glamour de la calamidad, y me di cuenta de que se acercaba la
descomunal aurora; y mis amigos se cubrieron los rostros con sus capas, y la solemne
procesión se convirtió en muchos fugitivos que se escabullían sigilosamente.
Entonces el cieno volvió fatigosamente y cubrió todo menos mi rostro. Yací allí
solo con cosas del todo olvidadas, con cosas a la deriva que las mareas no llevarán
más lejos, con cosas inservibles y cosas perdidas, y con los horribles ladrillos
artificiales que no son ni piedra ni tierra. Nada sentía porque me habían matado, pero
mi desdichada alma tenía sensibilidad y pensaba. La aurora se dilató, y vi las casas
deshabitadas que se apiñaban en la margen del río, y sus ventanas ciegas
escudriñaban mis ojos muertos, ventanas que en vez de almas humanas tenían tras
ellas fardos. Y me cansé tanto de mirar aquellas cosas olvidadas que quise gritar, mas
no pude, porque estaba muerto. Entonces supe, como nunca lo había sabido antes,
que durante todos esos años aquella multitud de casas deshabitadas también habían
querido gritar, pero, al estar despobladas, se habían quedado sin habla. Y supe
entonces que así y todo les habría ido bien a las cosas olvidadas y a la deriva si
hubiesen llorado, pero no tenían ojos ni vida. Y yo también traté de llorar, pero no
había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe entonces que el río podría haber cuidado
de nosotros, podría habernos acariciado, podría habernos cantado, pero seguía
avanzando abiertamente, sin pensar más que en los magníficos barcos.
Al fin la marea hizo lo que no hizo el río: vino y me cubrió, y mi alma descansó
en el agua verde, y se regocijó y creyó que el mar sería su sepultura. Pero con el
reflujo el agua volvió a bajar, y de nuevo me dejó solo con el cieno endurecido entre
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las cosas olvidadas que ya no iban a la deriva, y con la vista de todas aquellas casas
deshabitadas, y con la certeza de que todos nosotros habíamos muerto.
En el lúgubre muro que tenía detrás, cubierto de algas verdes, desechos del mar,
aparecieron oscuros túneles y angostos pasadizos secretos, que estaban empalmados y
obstruidos. De ellos bajaron por último con sigilo varias ratas para mordisquearme, y
mi alma se regocijó por eso creyendo que por fuerza se libraría de los malditos
huesos a los que se negó sepultura. Muy pronto las ratas se alejaron un poco y
cuchichearon entre sí. No volvieron más. Cuando descubrí que hasta las ratas me
odiaban intenté llorar de nuevo.
Entonces la marea volvió a cambiar y cubrió el horrible cieno, y ocultó las casas
deshabitadas, y apaciguó las cosas olvidadas, y mi alma se relajó por un momento en
la sepultura del mar. Y a continuación la marea volvió a abandonarme.
Yendo y viniendo me rodeó durante muchos años. Luego el Consejo del Condado
me encontró y me dio un entierro decoroso. Era la primera tumba en la que había
dormido. Aquella misma noche mis amigos vinieron por mí. Me desenterraron y me
volvieron a meter en el hoyo poco profundo en el cieno.
Una y otra vez mis huesos hallaron sepultura a través de los años, pero siempre
tras el funeral estaba al acecho uno de aquellos hombres terribles, quienes, nada más
caer la noche, venían y me desenterraban, y me devolvían de nuevo al hoyo en el
cieno.
Y entonces un día murió el último de aquellos hombres que antaño me habían
hecho aquella cosa terrible. Oí pasar su alma por el río cuando el sol se puso.
Y esperé de nuevo.
Pocas semanas después me encontraron una vez más, y de nuevo me sacaron de
aquel lugar en que no hallaba reposo, y me dieron completa sepultura en terreno
consagrado, donde mi alma esperaba poder descansar.
De inmediato vinieron hombres embozados con cirios para devolverme al cieno,
pues aquello se había convertido en una tradición y un ritual. Y todas las cosas
abandonadas se burlaron de mí en sus mudos corazones cuando me vieron volver,
pues sentían celos de mí porque me había librado del cieno. Debe recordarse que yo
no podía llorar.
Y los años pasaron mar adentro donde van las barcazas negras, y las grandes
centurias abandonadas llegaron a perderse en el mar, y yo seguía yaciendo allí sin
ningún motivo de esperanza, y sin atreverme a esperar sin un motivo, debido a la
terrible envidia de las cosas que ya no podían ir más a la deriva.
Una vez estalló un gran temporal en el mar, que llegó incluso hasta Londres,
procedente del Sur; y el fortísimo viento del Este lo llevó hasta el río. Y era más
impetuoso que las inhóspitas mareas, y pasó dando grandes saltos por encima del
indiferente cieno. Y todas las tristes cosas olvidadas se regocijaron y se mezclaron
con cosas más altivas que ellas, y flotaron una vez más entre los barcos arrogantes
que eran empujados arriba y abajo. Y se llevó mis huesos de su horrible morada para
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ya no ser vejado nunca más, esperaba yo, con el flujo y el reflujo. Y con el descenso
de la marea fue río abajo y torció hacia el sur, y así volvió a su hogar. Y esparció mis
huesos en varias islas y por las costas de dichosos y extraños continentes. Y por un
momento, mientras estuvieron separados, mi alma casi se sintió libre.
Luego se levantó, porque así lo quiso la luna, el asiduo flujo de la marea, y de
inmediato deshizo la obra del reflujo, y recogió mis huesos de las orillas de las islas
expuestas al sol, y los rebuscó por las costas del continente, y vino bamboleándose
hacia el norte hasta llegar a la boca del Támesis, y allí viró hacia el oeste su flujo
incontenible, y así subió el río y llegó al hoyo en el cieno, y arrojó dentro mis huesos;
y el cieno los cubrió en parte y en parte los dejó blancos, pues el cieno no cuida de
sus cosas abandonadas.
Después llegó la menguante, y vi los ojos ciegos de las casas y los celos de las
demás cosas olvidadas que el temporal no se había llevado de allí.
Y pasaron algunas centurias más por encima del flujo y del reflujo y de la soledad
de las cosas olvidadas. Y yo permanecí allí todo el tiempo, despreocupadamente
paralizado en el cieno, nunca cubierto por completo, pero incapaz de liberarme, y
deseaba con ansia la verdadera caricia de la cálida tierra o el agradable regazo del
mar.
A veces los hombres encontraban mis huesos y los enterraban, pero la tradición
nunca murió, y los sucesores de mis amigos siempre los devolvían. Finalmente no
llegaron más barcazas y cada vez había menos luces; ya no flotaban cuadernas
talladas por el canalizo, y en cambio llegaban viejos árboles desarraigados por el
viento con toda su sencillez natural.
Por último me di cuenta de que en alguna parte cerca de mí crecía una brizna de
hierba, y en las casas deshabitadas empezó a aparecer musgo por todas partes. Un día
llegó a la deriva por el río una flor de cardo.
Durante algunos años observé con atención aquellos rastros, hasta que llegué a
convencerme de que Londres estaba desapareciendo. Entonces esperé una vez más, y
por las dos riberas del río había irritación entre las cosas perdidas que ni mucho
menos se atrevían a esperar en el cieno abandonado. Poco a poco se derrumbaron
aquellas horribles casas, hasta que las pobres cosas muertas que nunca habían tenido
vida consiguieron sepultura decorosa entre las algas y el musgo. Por fin apareció la
flor del espino y la enredadera. Por último, la rosa silvestre se alzó sobre terraplenes
que habían sido muelles y depósitos de mercancías. Entonces me di cuenta de que
había triunfado la Naturaleza y que Londres había desaparecido.
El último londinense vino al muro junto al río, embozado en una vieja capa que
era una de las que en otro tiempo usaron mis amigos, y se asomó al borde para
asegurarse de que yo seguía allí. Luego se fue y no volví a ver a ningún otro hombre:
habían desaparecido con Londres.
Pocos días después de haberse ido el último hombre los pájaros entraron en
Londres, todos los pájaros que cantan. Nada más verme me miraron de soslayo, luego
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se alejaron un poco y hablaron entre ellos.
—Solo pecó contra la Humanidad —dijeron—; no tenemos nada contra él.
»Seamos amables con él —añadieron.
Entonces se acercaron a mí a saltitos y se pusieron a cantar. Era el momento del
despuntar del día, y de las dos riberas del río, y desde el cielo, y desde los matorrales
que en tiempos fueron calles, cantaban centenares de pájaros. A medida que
aumentaba la luz los pájaros cantaban más y más; las bandadas en el aire eran cada
vez más espesas por encima de mi cabeza, hasta que se juntaron millares de ellos
cantando, y luego millones, y al final no pude ver nada más que una hueste de alas
batientes que el sol iluminaba, y pocos claros de cielo. Entonces, cuando nada se oía
en Londres más que las miríadas de notas de aquel canto exultante, mi alma se alzó
de los huesos en el hoyo de cieno y empezó a trepar por el canto hacia el cielo. Y
pareció que se abría un camino entre las alas de los pájaros, y subía cada vez más, y
al final del mismo permanecía entreabierta una de las más diminutas puertas del
Paraíso. Y entonces supe por una señal que el cieno nunca más me recibiría, pues de
repente descubrí que podía llorar.
En aquel momento abrí los ojos en la cama de una casa de Londres, y afuera
gorjeaban unos gorriones en un árbol a la luz radiante de la mañana; y las lágrimas
todavía mojaban mi rostro, pues el dominio de sí mismo es débil mientras uno
duerme. Pero me levanté y abrí de par en par la ventana, y extendiendo mis manos
sobre el pequeño jardín, bendije a los pájaros cuyos cantos me habían despertado de
las desazonadoras y terribles centurias de mi sueño.
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BETHMOORA[27]
Hay en la noche de Londres una tenue frescura, como si una brisa extraviada hubiera
abandonado a sus camaradas de juerga en las tierras altas de Kent y hubiese entrado
en la ciudad a hurtadillas. Las aceras están un poco húmedas y brillantes. A nuestros
oídos, que a esa hora tardía se han vuelto muy agudos, llega el suave golpeteo de una
pisada lejana. El taconeo es cada vez más ruidoso llenando la noche entera. Y pasa
una negra figura encapotada, y penetra en la oscuridad taconeando. Alguien que
viene de danzar regresa a su casa. En alguna parte, un baile ha terminado y ha cerrado
sus puertas. Sus luces amarillentas se han apagado, sus músicos están callados, sus
bailarines se han metido en la atmósfera de la noche, y el Tiempo ha dicho al
respecto: «Que sea pasado y se acabe, y esté entre las cosas que he engullido».
Las sombras empiezan a separarse de sus principales lugares de reunión. No
menos calladamente que aquellas sombras que son escasas y están inmóviles, los
cautelosos gatos se marchan a sus casas. De modo que hasta en Londres tenemos
nuestros vagos presentimientos de la llegada del amanecer, que los pájaros y las
bestias y las estrellas piden a gritos a los ilimitados campos.
No sé en qué momento me doy cuenta de que la noche misma se ha desbaratado
irremisiblemente. De repente descubro, por la cansada palidez de los faroles, que las
calles están todavía silenciosas y nocturnas, no porque haya alguna fuerza en la
noche, sino porque los hombres todavía no se han levantado de su sueño para
desafiarla. Del mismo modo he visto centinelas abatidos y desaliñados en las puertas
palaciegas portando todavía mosquetes antiguos, aunque los reinos del monarca que
guardan se han reducido a una sola provincia que ningún enemigo se ha molestado
todavía en invadir.
Y es ahora evidente, gracias a los faroles de la calle, esos tímidos servidores de la
noche, que las cumbres de la montaña inglesa ya han visto alborear, que los
acantilados de Dover se yerguen blancos en la mañana, que la bruma se ha levantado
y fluye tierra adentro.
Y ahora han llegado unos hombres con una manguera y están regando las calles.
He aquí que la noche se ha acabado ya.
¡Qué recuerdos, qué fantasías acuden en masa a nuestra mente! La mano hostil
del Tiempo acaba de arrebatarle una noche a Londres. Un millón de vulgares cosas
artificiales, envueltas durante algún tiempo en el misterio, como mendigos vestidos
de púrpura y sentados en tronos formidables. Cuatro millones de personas dormidas,
soñando tal vez. ¿En qué mundos han entrado? ¿A quién han encontrado? Pero mis
pensamientos están lejos, con Bethmoora en su soledad, cuyas puertas se balancean
de un lado a otro. De un lado a otro se balancean, y chirrían una y otra vez con el
viento, aunque nadie las oye. Son de cobre verde, muy bellas, pero nadie las ve ya. El
viento del desierto vierte arena en sus goznes, ningún vigilante viene a
desembarazarlos. Ningún centinela patrulla por las almenas de Bethmoora, ningún
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enemigo las asalta. No hay luces en sus casas, ni se oyen pasos en sus calles; se alza
allí, muerta y solitaria, más allá de los Cerros de Hap, y quisiera ver Bethmoora una
vez más, pero no me atrevo.
Hace muchos años, me dicen, que Bethmoora quedó desolada. Se comenta su
desolación en las tabernas donde se reúnen los marineros, y algunos viajeros me han
hablado de ello.
Tenía la esperanza de ver Bethmoora de nuevo. Hace muchos años, dicen, que se
recogió la última cosecha de las viñas que conocí, donde ahora es todo desierto. Fue
un día radiante, y la gente de la ciudad bailaba junto a las viñas, mientras de vez en
cuando alguien tocaba el kalipac. Los arbustos de púrpura estaban en flor, y la nieve
brillaba en los Cerros de Hap.
Fuera de las puertas de cobre prensaban las uvas en cubas para hacer syrabub.
Había sido una gran vendimia.
En los pequeños jardines al borde del desierto los hombres golpeaban el tambang
y el tittibuk, y tocaban melodiosamente el zootibar.
Allí todo era risas, canciones y bailes, porque se había recogido la cosecha, y
habría bastante syrabub para los meses de invierno, y sobraría mucho para cambiar
por turquesas y esmeraldas a los mercaderes que bajan de Oxuhahn. De modo que
durante todo el día disfrutaban de su vendimia en la estrecha franja de tierra cultivada
que se extiende entre Bethmoora y el desierto que se junta con el cielo hacia el sur. Y
cuando el calor del día empezaba a disminuir, y el sol se acercaba a las nieves de los
Cerros de Hap, el sonido del zootibar ascendía con claridad de los jardines, y los
brillantes vestidos de los bailarines seguían enroscándose entre las flores. Durante
todo aquel día se habían visto tres hombres en mulas que cruzaban la faz de los
Cerros de Hap. Tres puntitos negros sobre la nieve andaban de acá para allá según el
sendero descendía serpenteando cada vez más. Fueron vistos por primera vez muy de
mañana allá arriba cerca de la estribación de Peol Jagganoth, y parecía que venían de
Utnar Véhi. Caminaron todo el día. Y por la tarde, un momento antes de que se
encendieran las luces y cambiasen los colores, aparecieron ante las puertas de cobre
de Bethmoora. Llevaban bastones, como los que portan los mensajeros en aquellas
tierras, y sus vestidos parecían sombríos cuando les rodearon los bailarines con sus
trajes verde y lila. Los europeos que estaban presentes y oyeron el mensaje
desconocían la lengua en que hablaron, y solo captaron el nombre de Utnar Véhi.
Pero el mensaje fue breve, y pasó rápidamente de boca en boca, y casi en el acto la
gente prendió fuego a sus viñedos y se dispuso a huir de Bethmoora, dirigiéndose la
mayor parte hacia el norte, aunque algunos fueron al este. Salieron precipitadamente
de sus bonitas casas blancas y cruzaron en tropel la puerta de cobre; cesaron de
pronto los trémolos del tambang y del tittibuk así como el sonido del zootibar, y un
momento después se paró el tintineante kalipac. Los tres extraños viajeros regresaron
por donde vinieron nada más comunicar su mensaje. Fue entonces cuando debería
haber aparecido una luz en alguna torre alta y una ventana tras otra tendrían que
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haber vertido a la oscuridad su luz que ahuyenta a los leones, y habría que haber
cerrado las puertas de cobre. Pero ninguna luz salió aquella noche de ninguna de las
ventanas, ni volvió a hacerlo desde entonces, y dejaron abiertas aquellas puertas de
cobre y nunca se han cerrado, y surgió el ruido crepitante del incendio de los viñedos
y el correteo de pies que huían despacio. No hubo gritos, ni ningún otro ruido, solo la
rápida y decidida fuga. Huyeron tan veloz y calladamente como huye un rebaño de
ganado salvaje cuando de súbito ve a un hombre. Fue como si hubiese acontecido
algo que durante generaciones se había temido, de lo que solo podía escaparse
mediante la fuga inmediata, que no dejaba tiempo a la indecisión.
Entonces los europeos también le cogieron miedo, y huyeron. Y cuál era el
mensaje nunca lo he sabido.
Muchos creen que era un mensaje de Thuba Mleen, el misterioso emperador de
aquellas tierras, que nunca fue visto por hombre alguno, en el que se informaba que
Bethmoora debía ser abandonada. Otros dicen que el mensaje era una advertencia de
los dioses, aunque no saben si de dioses amistosos o adversos.
Y otros sostienen que la peste estaba causando estragos en una serie de ciudades
al otro lado de Utnar Véhi, siguiendo al viento del suroeste que durante varias
semanas había estado soplando sobre ellas en dirección a Bethmoora.
Algunos dicen que los tres viajeros padecían la terrible enfermedad gnousar, y
que hasta sus mismas mulas la rezumaban, y suponen que el hambre les llevó a la
ciudad, pero no proponen ningún motivo mejor para un crimen tan terrible.
Pero la mayoría cree que fue un mensaje del desierto mismo, que es dueño de
toda la tierra hacia el sur, comunicado mediante su peculiar grito a aquellos tres que
conocían su voz… hombres que habían pasado la noche en aquel erial arenoso sin
tiendas de campaña, que habían carecido de agua por el día, hombres que habían
estado a la intemperie allí donde musita el desierto, y habían llegado a conocer sus
necesidades y su malevolencia. Dicen que el desierto tenía necesidad de Bethmoora,
que deseaba entrar en sus bonitas calles, y enviar a sus templos y a sus casas sus
vientos tempestuosos cubiertos de arena. Pues en su viejo corazón maligno odia el
sonido de la voz y la vista del hombre, y le gustaría que Bethmoora estuviese callada
y tranquila, aparte del increíble amor que cuchichea en sus puertas.
Si supiera cuál fue el mensaje que trajeron aquellos tres hombres montados en
mulas, y que comunicaron en la puerta de cobre, creo que iría a ver Bethmoora de
nuevo. Pues aquí en Londres me invade un gran deseo de ver una vez más aquella
blanca y bella ciudad; y sin embargo no me atrevo, pues ignoro el peligro que tendría
que arrostrar, si me expondría al furor de infames dioses desconocidos, o a alguna
enfermedad lenta e insoportable, o la maldición del desierto, o a la tortura en alguna
pequeña cámara secreta del emperador Thuba Mleen, o a algo que los viajeros no han
revelado… quizás más espantoso todavía.
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DÍAS DE OCIO EN EL YANN[28]
Así bajé, cruzando el bosque, a la ribera del Yann y encontré, como se había
profetizado, el barco Pájaro del Río, a punto de soltar amarras.
El capitán estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la blanca cubierta, con su
cimitarra junto a él, en su vaina enjoyada, y los marineros se afanaban en desplegar
las ligeras velas para llevar el barco a la corriente central del Yann, y todo el tiempo
cantaban dulces canciones antiguas. Y el viento fresco de la tarde, que desciende de
los campos de nieve de alguna monumental morada de dioses remotos, llegó de
pronto, como las buenas noticias a una ciudad impaciente, a las velas como alas.
Y así llegamos a la corriente central, con lo cual los marineros arriaron las
grandes velas. Mas yo había ido a inclinarme ante el capitán, y a preguntarle por los
milagros y apariciones entre los hombres de los dioses más sagrados de cualquiera
que fuese su país de procedencia. Y el capitán respondió que venía de la bonita
Belzoond, y que adoraba los dioses menores y más humildes que casi nunca enviaban
el hambre y la calamidad, y que eran fácilmente aplacados con pequeñas batallas. Y
yo le conté que venía de Irlanda, que está en Europa, a lo cual el capitán y todos los
marineros se rieron, pues decían: «No hay lugares como ese en todo el país de los
sueños». Cuando cesaron de burlarse de mí, expliqué que mi imaginación habitaba
sobre todo en el desierto de Cuppar-Nombo, cerca de una ciudad azul llamada
Golthoth la Maldita, cuyo contorno custodiaban lobos y sus espectros, y que había
estado completamente deshabitada durante años y años, debido a una maldición que
en tiempos echaron los dioses indignados, y desde entonces nunca se pudo revocar. Y
que de vez en cuando mis sueños me llevaron hasta Pungar Vees, la bermeja ciudad
amurallada donde están los manantiales, que comercia con las Islas y con Thul.
Cuando dije eso me felicitaron por la elección de mi imaginación, diciendo que,
aunque ellos nunca habían visto esas ciudades, eran capaces de imaginar tales
lugares. Durante el resto de aquella tarde negocié con el capitán la suma que debería
pagarle por mi pasaje si Dios y la corriente del Yann nos llevaban sin ningún
percance hasta los arrecifes junto al mar, que llaman Bar-Wul-Yann, la Puerta del
Yann.
Y entonces se había puesto el sol, y todos los colores del mundo y del cielo
habían celebrado con él un festival, y se habían escabullido uno tras otro antes de la
inminente llegada de la noche. Los loros habían volado a su hogar en la selva, en
ambas riberas, los monos en filas a buen recaudo sobre las ramas altas de los árboles
estaban callados y dormían, las luciérnagas subían y bajaban en la espesura del
bosque, y las estrellas grandes salían relucientes a mirar la superficie del Yann.
Entonces los marineros encendieron faroles y los colgaron alrededor del barco, y la
luz destelló de pronto y deslumbró al Yann, y los patos que se nutren a lo largo de sus
riberas cenagosas se alzaron de improviso, y trazaron amplios círculos arriba en el
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aire, y columbraron los lejanos tramos del Yann, y la niebla blanca que cubría
tenuemente la selva, antes de regresar de nuevo a sus marismas.
Y entonces los marineros se arrodillaron en las cubiertas y rezaron, no todos
juntos, sino cinco o seis a un tiempo. Uno al lado de otro, se arrodillaron a la vez
cinco o seis, pues allí solo rezaban al mismo tiempo hombres de creencias diferentes,
de modo que ningún dios tuviera que oír a dos hombres rezándole a la vez. En cuanto
alguno había terminado su oración, otro del mismo credo le sustituía. Así que se
arrodillaba la fila de cinco o seis con las cabezas inclinadas bajo las ondeantes velas,
mientras la corriente central del río Yann los llevaba hacia el mar, y sus plegarias
ascendían entre los faroles y se dirigían a las estrellas. Y detrás de ellos, en la popa
del barco, el timonel rezaba en voz alta la oración del timonel, que rezan todos los
que ejercen su oficio en el río Yann, cualquiera que sea su fe. Y el capitán rezaba a
sus pocos dioses menores, a los dioses que bendicen Belzoond.
Y a mí también me pareció que debía rezar. Sin embargo no quería rezar a un dios
celoso allí donde los dioses débiles y benévolos eran invocados humildemente; de
modo que me acordé, en cambio, de Sheol Nugganoth, a quien los hombres de la
selva habían abandonado hace mucho tiempo, que ya no es venerado y está solo; y a
él le recé.
Y mientras rezábamos de repente se nos echó encima la noche, como cae sobre
todos los que rezan por la tarde y sobre todos los que no lo hacen; sin embargo,
nuestras plegarias aliviaron nuestras almas cuando pensábamos en la Gran Noche por
venir.
Y así el Yann nos llevó magníficamente hacia delante, pues le regocijó la nieve
derretida que el Poltiades le había traído desde los Cerros de Hap, y el Marn y el
Migris habían aumentado con las crecidas; y nos llevó hasta donde pudo más allá de
Kyph y Pir, y vimos las luces de Goolunza.
Pronto todos dormíamos excepto el timonel, que mantenía el barco en la corriente
media del Yann.
Cuando salió el sol el timonel dejó de cantar, pues cantando se animaba en la
soledad de la noche. Cuando cesó la canción nos despertamos todos de repente, y otro
se hizo cargo del timón y el timonel se durmió.
Sabíamos que pronto llegaríamos a Mandaroon. Comimos y apareció Mandaroon.
Entonces el capitán dio órdenes y los marineros largaron de nuevo las velas mayores,
y el barco viró y abandonó el curso del Yann y entró en una rada interior bajo las
murallas rojizas de Mandaroon. Entonces, mientras los marineros iban a recoger
fruta, me fui solo a la entrada de Mandaroon. Fuera de ella había unas cuantas
chozas, en las que vivía la guardia. Un centinela de luenga barba blanca estaba en la
puerta, armado de una herrumbrosa pica. Llevaba unas gafas grandes, que estaban
cubiertas de polvo. Al otro lado de la entrada vi la ciudad. Una quietud sepulcral se
cernía sobre ella. Las calles parecían no haber sido frecuentadas, y en el umbral de las
puertas el musgo era espeso; en la plaza del mercado dormía un montón de figuras. El
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viento traía hasta la entrada un aroma de incienso llevado por el viento, de incienso y
de amapolas abrasadas, y se oía un murmullo de ecos de campanas distantes. Le dije
al centinela en la lengua de la región del Yann:
—¿Por qué duermen todos en esta ciudad silenciosa?
—Él me respondió:
—Nadie puede hacer preguntas en esta entrada por miedo a despertar a la gente
de la ciudad. Pues cuando la gente de esta ciudad se despierte, los dioses morirán. Y
cuando mueran los dioses los hombres ya no podrán soñar.
Y empecé a preguntarle qué dioses veneraba aquella ciudad, pero él levantó su
pica porque allí nadie podía hacer preguntas. Así que le dejé y regresé al Pájaro del
Rio.
No cabe duda de que Mandaroon era bella con sus blancos pináculos que
asomaban por encima de sus murallas rojizas y el verde de sus tejados de cobre.
Cuando volví de nuevo al Pájaro del Río comprobé que los marineros habían
regresado al barco. En seguida levamos ancla y zarpamos de nuevo, así que llegamos
otra vez al centro del río. Y el sol se acercaba ya a su cénit, y allí en el río Yann nos
llegó el canto de esas innumerables miríadas de coros que lo acompañan en su curso
alrededor del mundo. Pues las pequeñas criaturas que tienen muchas patas habían
desplegado sin dificultad sus alas de gasa en el aire, como el hombre apoya sus codos
en un balcón y alborozado rinde ceremoniales alabanzas al sol, o bien se movían al
unísono en el aire en vacilantes danzas, intrincadas y veloces, o se hacían a un lado
para evitar el ímpetu de alguna gota de agua que una brisa había sacudido de una
orquídea de la selva, enfriando el aire y llevándoselo por delante, mientras caía a la
tierra zumbando en su prisa; pero todo el tiempo cantaban triunfalmente.
—Porque el día es para nosotras —decían—, tanto si nuestro magnánimo y
sagrado padre el Sol engendra más como nosotras en las marismas, como si el mundo
se acaba esta noche.
Y allí cantaban todos aquellos cuyos dejos conoce el oído humano, así como
aquellos de cuyos dejos mucho más numerosos nunca ha tenido noticia el hombre.
Para estos un día de lluvia habría sido como para un hombre una época de guerra
que asolara continentes durante toda su vida.
Y salieron también de la oscura y humeante selva para contemplar el sol y
alegrarse las enormes y perezosas mariposas. Y danzaron, pero danzaron
despreocupadamente en dirección al aire, como podría hacerlo una altiva reina de
lejanas tierras conquistadas en su pobreza y exilio, en algún campamento de gitanos,
aunque solo fuese por el pan para sobrevivir, pero aparte de eso jamás se rebajaría a
danzar por un trozo de más.
Y las mariposas cantaron acerca de cosas extrañas y cubiertas de colores, de
orquídeas purpúreas y de perdidas ciudades rosa y de los horrendos colores de la
descomposición de la selva. Y ellas también estaban entre aquellos cuyas voces no
distingue el oído humano. Y mientras flotaban sobre el río, yendo de bosque en
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bosque, su esplendor rivalizaba con la belleza hostil de los pájaros que se lanzaban a
perseguirlas. O a veces se posaban en las flores blancas como de cera de la planta que
repta y trepa por los árboles del bosque; y sus alas purpúreas centelleaban sobre las
flores grandes como, cuando las caravanas van de Nurl a Thace, las relucientes sedas
centellean sobre la nieve, donde los astutos mercaderes las extienden, una a una, para
asombrar a los montañeses de los Cerros de Noor.
Pero el sol daba somnolencia a los hombres y a los animales. Los monstruos del
río yacían en letargo en el limo, a lo largo de sus riberas. Los marineros montaron en
cubierta un pabellón, con borlas doradas, para el capitán, y luego, todos menos el
timonel, fueron a cobijarse bajo una vela que habían colgado como un toldo entre dos
mástiles. Entonces se contaron historias unos a otros, de su propia ciudad o de los
milagros de su dios, hasta quedarse dormidos. El capitán me ofreció la sombra de su
pabellón con borlas doradas, y allí conversamos durante un rato, y me dijo que
llevaba mercancía a Perdóndaris, y que de regreso llevaría a la bonita Belzoond cosas
relacionadas con las cuestiones del mar. Entonces, mientras miraba a través de la
abertura del pabellón a las estupendas aves y mariposas que cruzaban y volvían a
cruzar el río, me quedé dormido, y soñé que era un monarca que entra en su capital
bajo arcos de banderas, y todos los músicos del mundo estaban allí, tocando
melodiosamente sus instrumentos; pero nadie vitoreaba.
Por la tarde, cuando el día refrescó de nuevo, me desperté y encontré al capitán
ciñéndose la cimitarra, que se había quitado mientras descansaba.
Y nos estábamos acercando ya a la amplia plaza de Astahahn, que da al río.
Extraños barcos de traza antigua estaban allí encadenados a la escalinata. Al
acercarnos vimos la plaza abierta de mármol, en tres de cuyos lados se alzaban las
columnatas del frente de la ciudad. Y en la plaza y a lo largo de las columnatas la
gente de aquella ciudad paseaba con la solemnidad y atención que corresponde a los
ritos del antiguo ceremonial. Todo en aquella ciudad era de estilo antiguo; las tallas
de las casas, que con el paso del tiempo se habían roto y no se habían reparado, eran
de las épocas más remotas, y por todas partes estaban representados en piedra los
animales que han desaparecido de la tierra hace mucho tiempo: el dragón, el grifo, y
el hipogrifo, y las distintas especies de gárgolas. Nada se encontraba, ni material ni de
uso, que estuviera nuevo en Astahahn. En cambio nadie nos hizo el menor caso
cuando pasamos, sino que continuaron sus procesiones y ceremonias en la antigua
ciudad, y los marineros, que conocían sus costumbres, no les prestaron atención. Mas,
cuando nos acercamos, le pregunté a uno que estaba al borde del agua qué hacían los
hombres de Astahahn y cuáles eran sus mercancías, y con quién comerciaban.
—Aquí hemos puesto grilletes y esposado al Tiempo —dijo—, que, de no ser así,
habría matado a los dioses.
Le pregunté qué dioses veneraban en aquella ciudad y me dijo:
—Todos los dioses a los que el Tiempo no ha matado todavía.
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Entonces se apartó de mí y no dijo nada más, sino que se dispuso a comportarse
con arreglo a la antigua usanza. Así que, de acuerdo con la voluntad del Yann,
seguimos adelante y abandonamos Astahahn. El río se ensanchaba más abajo de
Astahahn, y encontramos mayores cantidades de esas aves que se alimentan de peces.
Y eran de plumaje maravilloso, y no salían de la selva, sino que, con sus largos
cuellos estirados hacia delante y sus patas extendidas hacia atrás a favor del viento,
volaban en línea recta por el centro del río.
Y entonces la tarde empezó a retirarse. Una espesa niebla blanca había aparecido
sobre el río, y lentamente se estaba levantando. Se aferraba a los árboles con largos
brazos impalpables, y ascendía cada vez más, helando el aire; y blancas figuras huían
a la selva, como si los espectros de los marineros que han naufragado estuvieran
buscando sigilosamente en la oscuridad los espíritus malignos que hace mucho
tiempo les habían hecho naufragar en el Yann.
Cuando el sol se puso por detrás del campo de orquídeas, que crecían en la
enmarañada cúspide de la selva, los monstruos del río salieron, revolcándose, del
limo en el que se habían recostado durante las horas de más calor, y los grandes
animales de la selva bajaron a beber. Las mariposas hacía un rato que se habían ido a
descansar. En los pequeños y angostos afluentes que dejamos atrás la noche parecía
haber cerrado ya, aunque el sol, que se nos había ocultado, todavía no se había
puesto.
Y entonces las aves de la selva volvieron volando muy por encima de nosotros
con el relumbre rosáceo del sol en sus pechugas y, en cuanto vieron el Yann, bajaron
sus alas y se posaron en los árboles. Y el ánade silbón empezó a remontar el río en
grandes bandadas, todos piando, y entonces de pronto dieron la vuelta y bajaron de
nuevo. Y pasó por nuestro lado como una flecha la pequeña cerceta; y oímos los
numerosos graznidos de las bandadas de gansos, que los marineros me dijeron que
acababan de llegar cruzando la cordillera Lispasiana; todos los años llegan por el
mismo sitio, muy cerca del pico de Mluna, dejándolo a la izquierda, y las águilas de
la montaña conocen el camino por el que vienen y —dicen los hombres— hasta la
hora, y todos los años los esperan en el mismo sitio nada más caer las nieves en los
llanos del norte. Pero pronto oscureció tanto que ya no veíamos a esas aves, y solo
oíamos sus aleteos, y también los de otras innumerables aves, hasta que todas se
posaron a lo largo de las márgenes del río, y fue entonces cuando salieron las aves
nocturnas. Acto seguido los marineros encendieron los faroles y aparecieron enormes
mariposas nocturnas aleteando alrededor del barco, y por momentos los faroles
dejaron ver sus vistosos colores, luego pasaron de nuevo a formar parte de la noche,
en la que todo estaba oscuro. Y los marineros volvieron a rezar, y más tarde cenamos
y dormimos, y el timonel cuidó de nuestras vidas.
Cuando desperté comprobé que sin duda alguna habíamos llegado a Perdóndaris,
esa famosa ciudad. Pues allí a nuestra izquierda se hallaba una ciudad bella y
admirable, y mucho más agradable a nuestros ojos después de no haber visto más que
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la selva durante tanto tiempo. Y fondeamos junto a la plaza del mercado, y se expuso
la mercancía del capitán, y un mercader de Perdóndaris se quedó mirándola. Y el
capitán tenía en la mano su cimitarra, y golpeaba con ella la cubierta indignado, y las
astillas saltaban de la blanca tablazón; pues el mercader le había ofrecido por su
mercancía un precio que el capitán declaró que era un insulto a él y a los dioses de su
país, los cuales dijo eran grandes y terribles, y sus maldiciones debían temerse. Pero
el mercader agitó las manos, que eran bastante gruesas, mostrando sus rosadas
palmas, y juró que no pensaba en sí mismo, sino únicamente en las pobres gentes de
las chozas del otro lado de la ciudad a quienes deseaba vender la mercancía al precio
más bajo posible, sin obtener a cambio ninguna retribución. Ya que la mercancía
consistía en su mayor parte en gruesas alfombras toomarund, que en invierno
protegen el suelo del viento, y tollub, que la gente fuma en pipa. Por eso dijo el
mercader que si ofrecía un piffek más, la pobre gente prescindiría de sus toomarunds
cuando llegase el invierno, y de su tollub para las veladas, o bien él y su anciano
padre morirían de hambre. En eso el capitán levantó su cimitarra hasta su propio
cuello, diciendo que entonces estaba arruinado y que no le quedaba más que la
muerte. Y mientras se levantaba con cautela la barba con la mano izquierda, el
mercader miró otra vez la mercancía, y dijo que, antes que ver morir a un capitán tan
respetable, un hombre por el que había albergado un especial cariño nada más ver
cómo gobernaba su barco, prefería que él y su anciano padre murieran de hambre y
por consiguiente ofreció quince piffeks más.
Dicho eso, el capitán se postró y rogó a sus dioses que aplacase el amargado
corazón de aquel mercader… a sus dioses menores y más humildes, a los dioses que
bendicen a Belzoond.
Por último el mercader ofreció todavía cinco piffeks más. Entonces el capitán
lloró, pues dijo que sus dioses le habían abandonado; y el mercader también lloró,
porque dijo que pensaba en su anciano padre, que pronto moriría de hambre, y ocultó
con ambas manos su rostro lloroso, y miró de nuevo el tollub entre sus dedos. Y así
concluyó el trato, y el mercader cogió el toomarund y el tollub, pagando por ellos de
una gran bolsa tintineante. Y volvieron a empaquetarlos en fardos, y tres esclavos del
mercader los cargaron sobre sus cabezas y los llevaron a la ciudad. Y los marineros
habían permanecido callados todo el tiempo, sentados en semicírculos con las piernas
cruzadas sobre cubierta, observando atentamente el trato, y entonces se elevó entre
ellos un murmullo de satisfacción, y empezaron a compararlo con otros tratos que
habían visto. Y me enteré por ellos que hay siete mercaderes en Perdóndaris, y que
todos habían acudido al capitán, uno tras otro, antes de que comenzara la
negociación, y cada uno de ellos le había prevenido en privado contra los demás. Y a
todos los mercaderes les había ofrecido el capitán el vino de su país, que hacen en la
bella Belzoond, pero de ningún modo pudo persuadirlos a que lo aceptaran. Mas
ahora que el trato estaba cerrado, y los marineros hacían la primera comida del día,
apareció entre ellos el capitán con un barril de aquel vino, y lo espitamos con cuidado
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y nos divertimos. Y el capitán se alegró en el alma porque sabía que había logrado
mucho prestigio a los ojos de sus hombres a causa del trato que había hecho. Así que
los marineros bebieron el vino de su país natal, y sus pensamientos volvieron a la
bonita Belzoond y a las pequeñas ciudades vecinas de Durl y Duz.
Pero el capitán me vertió en un vasito un poco de vino amarillo de sabor fuerte de
una pequeña jarra que guardaba aparte entre sus objetos sagrados. Era espeso y dulce,
casi tanto como la miel, pero tenía dentro un fuego poderoso y ardiente que mandaba
sobre las almas de los hombres. Estaba hecho, me dijo el capitán, con gran sutileza y
habilidad ignorada por una familia de seis miembros que vivía en una choza en las
montañas de Hian Min. En aquellas montañas, dijo, una vez le seguía la pista a un
oso y de pronto encontró a un hombre de aquella familia que había perseguido al
mismo oso, y se hallaba al final de una estrecha senda rodeada de precipicios, y le
había clavado su lanza al animal, pero la herida no era mortal y no tenía otra arma. Y
el oso caminaba hacia el hombre, muy despacio porque le molestaba la herida… sin
embargo estaba ya muy cerca. Y el capitán no quiso decir lo que hizo, pero todos los
años en cuanto se endurece la nieve y se pueden recorrer las montañas de Hian Min,
aquel hombre baja al mercado en el llano, y deja siempre para el capitán en la puerta
de la bonita Belzoond un vaso de aquel inapreciable vino ignoto.
Y mientras bebía a sorbos aquel vino y el capitán hablaba, me acordé de las cosas
dignas y nobles que yo había planeado con resolución hace mucho tiempo, y mi
ánimo pareció cobrar más fuerza dentro de mí y dominar toda la corriente del Yann.
Es posible que entonces me durmiera. O, si no me dormí, no recuerdo ahora en
detalle mis ocupaciones de aquella mañana. Hacia el atardecer me desperté y, como
quería ver Perdóndaris antes de que nos fuéramos a la mañana siguiente, y no pude
despertar al capitán, desembarqué solo. La verdad es que Perdóndaris era una ciudad
impactante; estaba rodeada por una muralla muy alta y resistente, con galerías
encajonadas para el paso de las tropas, y almenas a todo lo largo, y quince poderosas
torres de milla en milla y, abajo donde los hombres pudieran leerlas, placas de cobre
contando en todas las lenguas de aquellas regiones de la tierra —en cada placa un
idioma— la historia de cómo un ejército atacó Perdóndaris hace tiempo y lo que le
aconteció a ese ejército. Entonces entré en Perdóndaris y encontré a toda la gente
bailando, vestidos con sedas brillantes y tocando el tambang mientras bailaban. Pues
una tremenda tormenta eléctrica les había aterrorizado mientras yo dormía, y los
fogonazos de la muerte, decían, habían bailado su danza en Perdóndaris, y ahora los
grandes, negros y espantosos truenos habían desaparecido, saltando, decían, por los
cerros lejanos, y habían vuelto a gruñirles, mostrando sus relucientes dientes, y al irse
habían pateado las cumbres de los cerros hasta que resonaron como si hubieran sido
de bronce. Y de vez en cuando ellos interrumpían sus alegres danzas y rezaban al dios
que no conocían diciendo: «Oh, Dios que no conocemos, te damos las gracias por
hacer volver al trueno a sus cerros». Y yo seguí adelante y llegué a la plaza del
mercado, y allí vi sobre el pavimento de mármol al mercader profundamente dormido
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y respirando con dificultad, con el rostro y las palmas de las manos vueltas al cielo, y
los esclavos le abanicaban para quitarle las moscas. Y desde la plaza del mercado
llegué a un templo de plata y luego a un palacio de ónice, y había muchas maravillas
en Perdóndaris, y me habría quedado para verlas, pero cuando llegué a la muralla
exterior de la ciudad vi de pronto una enorme puerta de marfil. Me detuve durante
algún tiempo para admirarla, entonces me acerqué más y comprendí la terrible
verdad. ¡La puerta estaba tallada de una sola pieza!
Huí en seguida por la puerta y bajé al barco, y mientras corría hasta creí oír a lo
lejos en los cerros a mis espaldas el ruido de pasos del horrible animal al que
despojaron de aquella masa de marfil, que ya entonces buscaba tal vez su otro
colmillo. Cuando me vi de nuevo en el barco me sentí más seguro y no dije nada a los
marineros de lo que había visto.
El capitán se estaba despertando poco a poco. La noche se acercaba ya por el este
y el norte, y solo los pináculos de las torres de Perdóndaris seguían recibiendo la
descendente luz solar. Entonces me dirigí al capitán y le hablé discretamente de lo
que había visto. Él me preguntó en seguida acerca de la puerta, en voz baja, para que
los marineros no se enterasen; y le conté que pesaba tanto que no podía haber sido
traída desde muy lejos, y el capitán sabía que hacía un año no estaba allí. Estuvimos
de acuerdo en que a semejante animal no podía haberlo matado ningún hombre, y que
la puerta debía haber sido un colmillo caído, y además cerca y recientemente. Por lo
tanto decidió que era mejor huir de inmediato; así que dio órdenes de zarpar y los
marineros fueron a las velas, otros levaron el ancla, y en el preciso instante en que el
más alto pináculo de mármol perdía los últimos rayos de sol abandonamos
Perdóndaris, la famosa ciudad. Y cayó la noche y cubrió Perdóndaris y la ocultó a
nuestros ojos, que tal y como han sucedido las cosas nunca volverán a verla; pues he
oído decir con posterioridad que algo repentino y sorprendente ha destruido
Perdóndaris en un solo día: torres y murallas, y gente.
Y la noche se cerró sobre el río Yann, una noche toda blanca y estrellada. Y con la
noche surgió la canción del timonel. En cuanto hubo rezado empezó a cantar para
animarse durante toda aquella noche solitaria. Pero primero rezó, invocando la
plegaria del timonel. Y esto es lo que recuerdo de ella, traducido al inglés con una
muy feble equivalencia del ritmo que parecía tan sonoro en aquellas noches del
trópico.
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A todos los dioses que son.
A cualquier dios que escuche.
Eso rezó, y hubo silencio. Y los marineros se acostaron para descansar por la
noche. El silencio se hizo más profundo, interrumpido únicamente por el chapoteo
del Yann, que acariciaba suavemente nuestra proa. De cuando en cuando tosía algún
monstruo del río.
Silencio y chapoteo, chapoteo y de nuevo silencio.
Y entonces la soledad se apoderó del timonel, y empezó a cantar. Y cantó las
canciones del mercado de Durl y de Duz, y las viejas leyendas del dragón de
Belzoond.
Cantó muchas canciones, contando al extenso y exótico Yann las pequeñas
historias y nimiedades de su ciudad de Durl. Y las canciones brotaban de la oscura
selva y eran parte del límpido aire frio en las alturas, y las grandes constelaciones de
estrellas que miraban al Yann empezaron a conocer los asuntos de Durl y de Duz, y
de los pastores que habitaban en los campos de en medio, y de los rebaños que tenían,
y de los amores que habían amado, y de todas las pequeñas cosas que esperaban
hacer. Y mientras yacía envuelto en pieles y mantas, escuchando esas canciones, y
contemplando las fantásticas formas de los grandes árboles, que parecían gigantes
negros que acechaban en la noche, de pronto me quedé dormido.
Cuando desperté se alejaban del Yann grandes brumas. Y el caudal del río se
agitaba ahora tumultuosamente, y aparecieron pequeñas olas; pues el Yann había
olfateado desde lejos los antiguos riscos de Glorm, y sabía que por delante de él
permanecían frescos sus barrancos, en los cuales encontraría al alegre e impetuoso
Irillion disfrutando de los campos nevados. Así que se libró del sueño letárgico que se
había apoderado de él en la cálida y fragante selva, y olvidó sus orquídeas y sus
mariposas, y siguió avanzando turbulento, expectante, poderoso; y pronto aparecieron
rutilantes las cumbres nevadas de los Cerros de Glorm. Y los marineros estaban ya
despertando de su sueño. Pronto comimos, y luego el timonel se echó a dormir
mientras un compañero le sustituía, y todos le cubrieron con sus pieles favoritas.
Y al cabo de un rato oímos el ruido que hacía el Irillion, que bajaba danzando de
los campos nevados.
Y entonces vimos ante nosotros la quebrada en los Cerros de Glorm, escarpada y
lisa, hacia la que nos llevaban los saltos del Yann. Así que dejamos la húmeda selva y
respiramos el aire de la montaña; los marineros se levantaron y lo tomaron en grandes
bocanadas, y se acordaron de sus lejanos cerros Acroctian en los cuales están Durl y
Duz… debajo de ellos en las llanuras está la bella Belzoond.
Una gran sombra se cernió entre los precipicios de Glorm, pero los riscos
brillaban por encima de nosotros como lunas nudosas, y casi iluminaban la
penumbra. Cada vez llegaba más fuerte el rumor del Irillion, y el ruido de su danza
bajando de los campos de nieve. Y pronto la vimos blanca y cubierta de bruma, y
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coronada de tenues y pequeños arcos iris que había cogido, cerca de la cima de la
montaña, de algún jardín celestial del sol. Entonces se fue hacia el mar con el
inmenso Yann gris y la quebrada se ensanchó y se abrió al mundo, y nuestro barco
salió balanceándose a la luz del día.
Y durante toda aquella mañana y toda la tarde pasamos por las marismas de
Pondoovery; y el Yann se ensanchó allí y fluía solemne y despacio, y el capitán
ordenó a los marineros tañer campanas para conjurar la monotonía de las marismas.
Por último divisamos las montañas Irusian, que protegen las aldeas de Pen-Kai y
Blut, y las tortuosas calles de Mío, donde los sacerdotes aplacan la avalancha con
vino y maíz. Entonces cayó la noche sobre las llanuras de Tlun, y vimos las luces de
Cappadarnia. Oímos a los Pathnitas batir tambores cuando pasamos por Imaut y
Golzunda; luego todos dormimos, menos el timonel. Y aquella noche las aldeas
esparcidas a lo largo de las riberas del Yann escucharon, en la lengua desconocida del
timonel, las cancioncillas de ciudades que no conocían.
Antes de que amaneciera me desperté con una sensación de desagrado, sin
recordar por qué. Entonces me acordé de que por la tarde del día siguiente, según
todas las probabilidades previstas, llegaríamos a Bar-Wul-Yann, y tendría que
separarme del capitán y sus marineros. Y aquel hombre me había gustado porque me
había ofrecido su vino amarillo que tenía reservado entre sus objetos sagrados, y me
había contado más de una historia sobre su bella Belzoond, entre los cerros Acroctian
y el Hian Min. Y me habían gustado los entresijos que tenían sus marineros, y las
plegarias que rezaban por la noche uno al lado del otro, sin que ninguno mirase con
malos ojos los dioses extraños de los demás. Y también me había caído bien el cariño
con que hablaban a menudo de Durl y de Duz, pues está bien que los hombres amen
sus ciudades natales y los pequeños cerros que las sostienen.
Y había llegado a saber a quién encontrarían ellos cuando regresaran a sus
hogares, y dónde imaginaban que ocurrirían los encuentros, algunos en un valle de
los cerros Acroctian, adonde llega el camino desde el Yann, otros en la entrada de una
u otra de las tres ciudades, y los demás junto a la chimenea en su casa. Y pensé en el
peligro que nos había amenazado a todos por igual más allá de Perdóndaris, un
peligro que, tal y como han sucedido las cosas, fue muy real.
Y recordé también la alegre canción del timonel en aquella noche fría y soledosa,
y cómo él había tenido nuestras vidas en sus manos cuidadosas. Y mientras lo
recordaba, el timonel dejó de cantar y al alzar la vista vi que una luz tenue había
aparecido en el cielo, y que aquella noche soledosa ya había pasado; y se extendió el
alba, y los marineros despertaron.
Y pronto vimos la marea del propio mar que avanzaba resuelta entre las márgenes
del Yann, y el río se abalanzó ágilmente sobre él y lucharon durante un rato; acto
seguido el Yann y todo lo que era suyo fue empujado hacia el norte, de modo que los
marineros tuvieron que izar las velas y, como el viento era favorable, seguimos
adelante.
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Y pasamos por Góndara y Narl y Haz. Y vimos la memorable y sagrada Golnuz, y
oímos rezar a los peregrinos.
Cuando despertamos de nuestro descanso del mediodía nos estábamos acercando
a Nen, la última ciudad del río Yann. Y una vez más nos rodeaba la selva, así como a
Nen; pero la gran cordillera de Mloon se alzaba por encima de todo, y observaba a la
ciudad desde más allá de la selva.
Allí anclamos, y el capitán y yo fuimos a la ciudad y descubrimos que los
Errabundos habían entrado en Nen.
Los Errabundos eran una extraña y enigmática tribu, que una vez cada siete años
descendía de las cumbres de Mloon, cruzando por un desfiladero que solo ellos
conocen, desde una tierra fantástica que está detrás. Y la gente de Nen salía de sus
casas y se quedaba sorprendida en sus propias calles. Pues los Errabundos, tanto
hombres como mujeres, atestaban todos los caminos, y cada uno hacía algo raro.
Unos bailaban danzas asombrosas que habían aprendido del viento del desierto,
encorvándose y dando vueltas tan rápidamente que la vista no podía seguirlos. Otros
interpretaban con sus instrumentos bellos aires de desconsuelo llenos de horror, que
les habían enseñado criaturas que vagaban de noche por el desierto, aquel extraño
desierto remoto del que proceden los Errabundos.
Ninguno de sus instrumentos era como los que se conocen en Nen, ni en ninguna
otra parte de la región del Yann; incluso los cuernos de los que algunos estaban
hechos eran de animales que nadie había visto a lo largo del río, pues tenían barbas en
las puntas. Y cantaban, en una lengua desconocida, canciones que parecían estar
relacionadas con los misterios de la noche y el miedo irracional que infunden los
lugares oscuros.
Todos los perros de Nen desconfiaban tremendamente de ellos. Y los Errabundos
se contaban unos a otros historias espantosas, pues aunque nadie en Nen sabía nada
de su idioma, podían ver el miedo en los rostros de los oyentes y, mientras el cuento
les seguía dejando sin aliento, el blanco de sus ojos mostraba un vívido terror, como
los ojos de la avecilla que el halcón ha atrapado. Entonces el narrador del cuento
sonreía y se detenía, y otro contaba su historia, y al narrador del primer cuento el
miedo le hacía castañetear los dientes. Y si por casualidad aparecía alguna serpiente
mortífera los Errabundos le daban la bienvenida como a un hermano, y la serpiente
parecía saludarlos antes de marcharse de nuevo. Una vez, la serpiente más feroz y
letal del trópico, la gigantesca lythra, salió de la selva y recorrió la calle, la calle
principal de Nen, y ninguno de los Errabundos se apartó de ella, sino que batieron
tambores ruidosamente, como si se tratase de una persona muy honorable; y la
serpiente pasó por en medio de ellos y no hirió a ninguno.
Hasta los niños de los Errabundos hacían cosas raras, pues si alguno de ellos se
encontraba con un niño de Nen ambos se miraban fijamente en silencio muy
seriamente; acto seguido el niño de los Errabundos sacaba despacio de su turbante un
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pez vivo o una serpiente. Y los niños de Nen en modo alguno podían hacer nada por
el estilo.
Me habría gustado mucho quedarme y oír el himno con el que reciben a la noche,
que los lobos contestan en las alturas de Mloon, pero era ya tiempo de levar de nuevo
el ancla para que el capitán pudiera regresar de Bar-Wul-Yann con la marea que va
hacia tierra. Así que subimos a bordo y seguimos aguas abajo por el Yann. Y el
capitán y yo hablamos poco, porque pensábamos en nuestra despedida, que sería por
mucho tiempo, y en cambio observamos el esplendor del sol de poniente. Pues el sol
era un oro rojizo, pero una tenue y baja bruma cubría la selva, y en ella vertían el
humo las pequeñas ciudades de la selva, y el humo de ellas se juntaba con la bruma
para formar una neblina que, iluminada por el sol, se tornaba púrpura, lo mismo que
los pensamientos de los hombres se tornan santificados por alguna cosa grande y
sagrada. De cuando en cuando una columna de humo de alguna casa solitaria se
elevaba más alto que el humo de las ciudades, y brillaba por sí sola al sol.
Y entonces cuando los últimos rayos del sol estaban casi horizontales, vimos lo
que habíamos venido a ver, pues de las dos montañas situadas en ambas orillas se
adentraban en el río dos riscos de mármol rosa que brillaban a la luz del sol bajo, y
eran completamente lisos y altos como una montaña, y casi se juntaban, y el Yann
corría veloz entre ellos y encontraba el mar.
Se trataba de Bar-Wul-Yann, la Entrada del Yann, y a lo lejos a través de la brecha
en aquella barrera vi el indescriptible azul del mar, en el que espejeaban pequeños
barcos de pesca.
Y el sol se puso, y llegó el breve crepúsculo, y el regocijante esplendor de Bar-
Wul-Yann se desvaneció, aunque todavía relumbraban los riscos rosados, la más
hermosa maravilla que se ha visto… y eso en un país de prodigios. Y pronto el
crepúsculo dio paso a la salida de las estrellas, y se fueron menguando los colores de
Bar-Wul-Yann. Y la visión de aquellos riscos fue para mí como el acorde musical que
la mano de un maestro había arrancado al violín, y que lleva al Cielo o al país de las
hadas los trémulos espíritus de los hombres.
Y entonces anclaron junto a la orilla y no pasaron de allí, pues eran marineros de
río y no de mar, y conocían el Yann pero no las mareas de más allá.
Y llegó el momento en que el capitán y yo debíamos separarnos, él para regresar
de nuevo a su bonita Belzoond a la vista de las lejanas cumbres de Hian Min, y yo
para encontrar por extraños medios la manera de volver a aquellos nebulosos campos
que los poetas conocen, en donde se ubican pequeños y misteriosos cottages a través
de cuyas ventanas, mirando hacia el oeste, se pueden ver los campos de los hombres
y, mirando hacia el este, rutilantes montañas mágicas, ribeteadas de nieve, que se
internan de cordillera en cordillera en la región del Mito, y más allá en el reino de la
Fantasía, que pertenecen al País del Sueño. Nos miramos largo tiempo el uno al otro,
sabiendo que nunca más volveríamos a encontrarnos, pues mi imaginación se debilita
al paso de los años, y cada vez son más raras mis visitas al País del Sueño. Luego nos
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estrechamos las manos, con zafiedad por su parte, porque ese no es el modo de
saludarse en su tierra, y encomendó mi alma al cuidado de sus propios dioses, a sus
pocos dioses menores, los humildes, a los dioses que bendicen a Belzoond.
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LA ESPADA Y EL ÍDOLO[29]
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Loz debía haber comprendido que después de un incendio tan extraordinario nada
podía quedar de su animalito peludo, pero tenía hambre y poco sentido común
mientras buscaba entre las cenizas. Lo que allí encontró le asombró enormemente: no
había carne, ni siquiera la hilera de piedras de color pardo rojizo, sino algo más largo
que la pierna de un hombre y más estrecho que su mano estaba allí tendido como una
gran serpiente aplastada. Cuando Loz se fijó en sus delgados bordes y vio que
terminaba en punta recogió piedras para quebrarlo y aguzarlo. Era el instinto de Loz
para afilar las cosas. Cuando comprobó que no podía quebrarlo aumentó su asombro.
Pasaron muchas horas hasta que descubrió que podía afilar los bordes frotándolos con
una piedra; pero por fin afiló la punta y todo un lado, salvo cerca del extremo, por el
que Loz lo asía con su mano. Y Loz lo levantó y lo blandió, y la Edad de Piedra se
terminó. Aquella tarde, justo cuando la tribu se marchó del pequeño campamento,
desapareció la Edad de Piedra, que, quizás durante treinta o cuarenta mil años, había
elevado al Hombre poco a poco por encima de las bestias y le había otorgado la
supremacía sin la menor esperanza de reconquista.
No pasaron muchos días sin que algún otro hombre intentara hacerse una espada
de hierro asando la misma especie de animal peludo que Loz había tratado de asar.
No pasaron muchos años sin que alguno pensara colocar la carne sobre las piedras
como había hecho Loz; y cuando lo hicieron, como ya no estaban en los llanos de
Thold, usaron pedernales o caliza. No pasaron muchas generaciones sin que otro
trozo de mineral de hierro fuese fundido y el secreto poco a poco adivinado. No
obstante, uno de los muchos velos de la Tierra fue desgarrado por Loz para darnos
finalmente la espada de acero y el arado, maquinaria y fábricas; no culpemos a Loz si
pensamos que hizo mal, pues fue sin saberlo. La tribu siguió su camino hasta llegar al
agua, y allí se instaló al pie de un cerro y construyó sus chozas. Muy pronto tuvieron
que luchar con otra tribu, que era más fuerte que la de ellos; mas la espada de Loz era
terrible y su tribu mató a sus enemigos. Podías golpear a Loz, pero entonces recibías
una estocada de aquella espada de hierro, y no había manera de sobrevivir. Nadie
podía luchar con Loz. Y se convirtió en el soberano de la tribu en lugar de Iz, que
hasta entonces la había regido con su hacha afilada, como hiciera su padre antes que
él.
Pues bien, Loz engendró a Lo y, al alcanzar la vejez, le dio su espada, y Lo rigió a
la tribu con ella. Y Lo llamó a la espada Muerte, por lo rápida y terrible que era.
E Iz engendró a Ird, que careció de autoridad. E Iz odiaba a Lo porque si carecía
de autoridad se debía a la espada de hierro de Lo.
Una noche Ird fue a hurtadillas a la choza de Lo, llevando su hacha afilada y con
paso cauteloso, pero el perro de Lo, Precavido, le oyó llegar, y gruñó ligeramente
junto a la puerta de su amo. Cuando Ird llegó a la choza oyó a Loz, que hablaba
suavemente a su espada. Y Lo decía:
—Quédate inmóvil, Muerte. Descansa, descansa, querida espada.
Y luego:
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—¿Qué hay de nuevo, Muerte? Quieta, estate quieta.
Y además:
—Qué, Muerte, ¿tienes hambre? ¿O sed, mi buena espada? Pronto, Muerte,
pronto. Espera un poco.
Mas Ird huyó, pues no le gustó el suave tono con el que Lo hablaba a su espada.
Y Lo engendró a Lod. Y cuando Lo murió, Lod tomó la espada de hierro y rigió a
la tribu.
E Ird engendró a Ith, que careció de autoridad como su padre.
Pues bien, en cuanto Lod golpeaba a un hombre o mataba a una bestia terrible, Ith
se marchaba al bosque durante algún tiempo para no escuchar las alabanzas que
dedicaban a Lod.
Y una vez, mientras Ith se sentaba en el bosque esperando que pasara el día, creyó
ver de pronto un tronco de árbol que le miraba como si tuviese rostro. Y se asustó Ith,
pues los árboles no deben de mirar a los hombres. Pero Ith pronto vio que era solo un
árbol y no un hombre, aunque lo pareciese. Ith solía hablar a ese árbol y contarle
cosas de Lod, pues no se atrevía a hablar con nadie más. E Ith se consolaba hablando
de Lod.
Un día Ith fue al bosque con su hacha de piedra, y permaneció allí durante varios
días.
Regresó por la noche, y a la mañana siguiente cuando la tribu despertó vieron
algo que parecía un hombre pero no lo era. Y se sentó en el cerro con los codos hacia
fuera y completamente inmóvil. E Ith se agachó ante él y se apresuró a ponerle
delante frutos y carne, y luego se alejó de él de un salto y parecía asustado. Acto
seguido salió a verlo toda la tribu, pero no se atrevieron a acercarse del todo debido al
miedo que vieron en el rostro de Ith. E Ith fue a su choza y regresó de nuevo con una
punta de lanza para la caza y valiosos cuchillitos de piedra, y alargó la mano y los
depositó ante la cosa que parecía un hombre, y en seguida se alejó rápidamente de él.
Y algunos de la tribu preguntaron a Ith acerca de aquella cosa inmóvil que parecía
un hombre, e Ith dijo:
—Es Dios.
Entonces ellos le preguntaron:
—¿Quién es Dios?
E Ith dijo:
—Dios envía las cosechas y la lluvia; y el sol y la luna son de Dios.
Entonces la tribu regresó a sus chozas, pero a última hora del día volvieron
algunos y le dijeron a Ith:
—Dios es como nosotros, tiene manos y pies.
E Ith señaló a la mano derecha de Dios, que no era como su izquierda, sino que
tenía forma de garra de animal, y dijo:
—Por eso podéis saber que no es como cualquier hombre.
Entonces ellos dijeron:
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—Por supuesto es Dios.
Pero Lod dijo.
—No habla ni come.
E Ith le contestó:
—El trueno es su voz y la inanición es su comida.
Después de eso la tribu imitó a Ith, y trajo pequeñas ofrendas de carne a Dios; e
Ith las asó delante de él para que Dios pudiese oler el asado.
Un día llegó de lejos una gran tormenta que atropellaba y bramaba entre los
cerros, y toda la tribu se escondió de ella en sus chozas. E Ith apareció entre las
chozas sin mostrar el menor miedo. Y aunque Ith apenas dijo nada, la tribu pensó que
él se esperaba aquella terrible tormenta porque la carne que habían ofrecido a Dios
estaba dura y no era de las mejores partes de las reses que habían matado.
Y Dios llegó a tener más prestigio entre los miembros de la tribu que Lod. Y Lod
se irritó.
Una noche se levantó Lod cuando todos dormían, calmó a su perro y, tomando su
espada de hierro, se marchó al monte. Y encontró a Dios sentado inmóvil a la luz de
las estrellas, con sus codos hacia fuera y su garra de animal, y en el suelo la señal del
fuego en que habían asado su comida.
Y Lod permaneció allí durante algún tiempo con mucho miedo, tratando de llevar
a cabo su propósito. De pronto se acercó a Dios y enarboló su espada de hierro, y
Dios ni le golpeó ni se encogió. Entonces se le ocurrió un pensamiento: «Dios no
golpea. ¿Qué hará en su lugar Dios?»
Y Lod bajó su espada y no le asestó ningún golpe, y su imaginación se puso a
pensar en lo de «¿Qué hará en su lugar?»
Y cuando más pensaba Lod, mayor era su miedo a Dios.
Y Lod huyó y le dejó.
Lod todavía regía a la tribu en las batallas y en la caza, pero los mejores botines
de guerra se los daban a Dios, y los animales que mataban eran para él; y todas las
cuestiones relacionadas con la guerra o a la paz, y los asuntos legales y las disputas,
se los llevaban a él, y las respuestas las daba Ith después de hablar con Dios por la
noche.
Por último dijo Ith, al día siguiente de un eclipse, que las ofrendas que le llevaban
a Dios no eran suficientes, que era preciso un sacrificio mucho mayor, que Dios
estaba todavía muy enojado, y no se le podía aplacar con cualquier sacrificio.
E Ith dijo que para salvar a la tribu de la ira de Dios hablaría con él aquella noche,
y le preguntaría qué nuevo sacrificio exigía.
Lod se estremeció en lo más profundo de su corazón, pues el instinto le daba a
entender que lo que Dios quería era el hijo único de Lod, que empuñaría la espada de
hierro cuando Lod hubiese muerto.
Nadie se atrevía a tocar a Lod debido a su espada de hierro, pero el instinto le
decía a su torpe mente una y otra vez: «Dios quiere a Ith. Ith lo ha dicho. Ith odia a
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los que empuñan espadas».
«Ith odia a los que empuñan espadas. Dios quiere a Ith».
Cayó la tarde y llegó la noche en que Ith debía hablar a Dios, y Lod estaba cada
vez más seguro de que su estirpe estaba condenada.
Se tumbó mas no pudo dormir.
Apenas pasada la medianoche se levantó Lod y se fue de nuevo al monte con su
espada de hierro.
Y allí seguía Dios. ¿Todavía no había estado Ith con él? Ith, a quien Dios quería, y
que odiaba a los que empuñan espadas.
Y Lod miró durante mucho tiempo la antigua espada de hierro que le había
llegado a su abuelo en los llanos de Thold.
¡Adiós, vieja espada! Y Lod la puso en las rodillas de Dios, acto seguido se
marchó.
Y cuando llegó Ith, un poco antes de amanecer, Dios encontró aceptable el
sacrificio.
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LA CIUDAD OCIOSA[30]
Hubo una vez una ciudad ociosa, en la que los hombres contaban cuentos vanos.
Y era costumbre de aquella ciudad imponer a todos los hombres que entraban en
ella el peaje de un relato ocioso en la puerta.
De modo que todos los hombres pagaban a los vigilantes de la puerta el peaje de
un relato ocioso, y entraban en la ciudad sin trabas e ilesos. Y a cierta hora de la
noche, cuando el rey de aquella ciudad se levantaba y se paseaba velozmente de un
lado para otro por el aposento en que dormía, invocando el nombre de la reina
muerta, los vigilantes cerraban la puerta, entraban en el aposento del rey y, sentados
en el suelo, le contaban las historias que habían recogido. Y al escucharlos se
apoderaba del rey un estado de ánimo más sosegado y, mientras los escuchaba
callado, se volvía a acostar y por fin se quedaba dormido, y todos los vigilantes se
levantaban en silencio y abandonaban el aposento con sigilo.
Hace tiempo, andando de una parte a otra sin objeto fijo, llegué a la puerta de
aquella ciudad. Y en el mismo momento en que llegué un hombre se disponía a pagar
su peaje a los vigilantes. Estaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas, entre
el hombre y la puerta, y cada uno sostenía una lanza. Cerca de él otros dos viajeros
esperaban sentados en la cálida arena. Y el hombre dijo:
—Pues bien, la ciudad de Nombres abandonó el culto de los dioses y volvió a
Dios. De modo que los dioses se cubrieron el rostro con sus mantos y se alejaron a
grandes zancadas de la ciudad y, metiéndose en la neblina de los montes, a la puesta
del sol pasaron entre los troncos de los olivares. Mas cuando ya habían abandonado la
tierra, se volvieron y miraron por última vez a su ciudad a través de los relucientes
pliegues del ocaso; y parecían entre enojados y pesarosos, luego se dieron la vuelta y
se marcharon para siempre. Pero enviaron de nuevo una Muerte, que llevaba una
guadaña, y le dijeron: «Mata a media ciudad que ha renunciado a nosotros, pero
perdona la vida a la otra mitad para que puedan acordarse de sus antiguos dioses
abandonados».
»Pero Dios envió un ángel exterminador para demostrar que Él era Dios, y le dijo:
“Baja y muestra la firmeza de mi brazo a esta ciudad y mata a la mitad de sus
habitantes, pero perdona la vida a la otra mitad para que sepan que Yo soy Dios”.
»Y sin pérdida de tiempo el ángel exterminador empuñó su espada, y la espada
salió de su vaina respirando hondo, como respira un leñador corpulento antes de dar
el primer golpe a un roble gigantesco. Acto seguido el ángel bajó los brazos e inclinó
la cabeza entre ellos, cayó de bruces desde el borde del Cielo, y la elasticidad de sus
tobillos lo lanzó hacia abajo con las alas recogidas a sus espaldas. De modo que cayó
hacia la tierra en sentido oblicuo con la espada extendida al frente, y era como si una
jabalina lanzada por un cazador retornase de nuevo a la tierra: mas antes de tocarla
irguió la cabeza, desplegó las alas con las plumas inferiores hacia delante, y aterrizó
junto a la margen del ancho Flavro, que divide la ciudad de Nombros. Y revoloteó
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bajo por la margen del Flavro, como un halcón sobre un trigal recién segado cuando
los pequeños frutos del trigo están desamparados, y al mismo tiempo por la otra
margen la Muerte enviada por los dioses seguía segando.
»En seguida se vieron, y el ángel fulminó con la mirada a la Muerte, y la Muerte a
su vez le miró de reojo, y el centelleo de los ojos del ángel iluminó con su
deslumbrante luz roja el velo que cubría las cuencas hundidas de la Muerte. De
pronto se lanzaron el uno contra el otro, espada contra guadaña. Y el ángel tomó los
templos de los dioses y colocó encima de ellos el signo de Dios, y la muerte tomó los
templos de Dios e introdujo en ellos las ceremonias y sacrificios de los dioses; y
mientras los siglos pasaron discretamente descendiendo por el Flavro hacia el mar.
»Y ahora unos adoran a Dios en el templo de los dioses, y otras adoran a los
dioses en el templo de Dios, y el ángel todavía no ha regresado de nuevo a los coros
alegres, ni la Muerte ha vuelto a morir con los dioses muertos; sino que luchan con
altibajos por todo Nombros, y en cada margen del Flavro todavía permanece la
ciudad.
Y los vigilantes de la puerta dijeron: «Entra».
Entonces se levantó otro viajero y dijo:
—Enormes nubes grises vinieron flotando solemnemente entre Huhenwäzi y
Nitcräna. Y aquellas grandes montañas, la divina Huhenwäzi, y Nitcräna, el pico
soberano, les dieron la bienvenida, llamándolas hermanas. Y las nubes se alegraron
del recibimiento, pues casi nunca encuentran compañeros en las solitarias alturas del
cielo.
»Pero los vapores del atardecer dijeron a la niebla de la tierra: “¿Qué son esas
formas que se atreven a moverse encima de nosotros e ir a donde están Nitcräna y
Huhenwäzi?”
»Y la niebla de la tierra respondió a los vapores del atardecer: “No es más que
una niebla de la tierra que se ha vuelto loca y ha abandonado la cálida y confortable
tierra, y ha creído en su locura que su lugar está con Huhenwäzi y Nitcräna”.
»—Una vez —dijeron los vapores del atardecer— hubo nubes, pero de eso hace
muchos, muchos días, como nuestros antepasados han dicho. Tal vez la loca se cree
que ella es las nubes.
»A continuación hablaron las lombrices de las cálidas profundidades del fango y
dijeron: “Oh, niebla de la tierra, tú eres en verdad las nubes, y no hay más nubes que
tú. Y en cuanto a Huhenwäzi y Nitcräna, no puedo verlas, y por consiguiente no son
altas, y no hay montañas en el mundo más que las que yo expulso todas las mañanas
de las profundidades del fango”.
»Y la niebla de la tierra y los vapores del atardecer se alegraron al oír a las
lombrices y, mirando hacia la tierra, creyeron lo que estas habían dicho.
»Y desde luego es mejor ser como la niebla de la tierra y mantenerse arrimado al
cálido fango por la noche, y oír la agradable conversación de las lombrices, y no
vagar por las melancólicas alturas sino dejar en paz a las montañas con su nieve
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solitaria, que saquen todo el bienestar posible de su excelsa posición por encima de
todas las ciudades de los hombres, y de los murmullos de ignorados dioses lejanos
que oyen al atardecer.
Y los vigilantes de la puerta dijeron: Entra».
Entonces se levantó un hombre procedente de occidente y contó una historia
occidental. Dijo:
—Hay un camino en Roma que pasa por un templo antiguo, antaño preferido de
los dioses; corre a lo largo de la parte superior de una gran muralla, muy debajo de la
cual está situado el templo, de mármol rosa y blanco.
»En el suelo del templo conté hasta trece gatos hambrientos.
»—Unas veces —decían entre ellos— vivieron aquí los dioses, otras los hombres,
y ahora los gatos. Disfrutemos del sol sobre el mármol caliente antes de que venga
otra gente.
»Pues solo en aquel momento de una cálida tarde mi imaginación fue capaz de oír
aquellas voces silenciosas.
»Y la horrible delgadez de los trece gatos me indujo a ir a una pescadería cercana,
y allí compré una gran cantidad de peces. A continuación regresé y los arrojé por
encima de la verja de encima de la gran muralla, y cayeron desde unos treinta pies, y
chocaron contra el mármol sagrado.
»Pues bien, en cualquier otra ciudad que no fuera Roma, o en las mentes de
cualesquiera otros gatos, la visión de peces que caen del cielo sin duda habría
provocado admiración. Se levantaron poco a poco, y se estiraron, acto seguido fueron
sin prisas hacia los peces. “No es más que un milagro”, dijeron para sí.
Y los vigilantes de la puerta dijeron: «Entra».
Mientras hablaban con arrogancia y pausadamente se acercó a ellos un camello,
cuyo jinete pretendía entrar en la ciudad. Su rostro brillaba con la puesta del sol que
durante un buen rato le había guiado hasta la puerta de la ciudad. Le exigieron el
peaje. Ante lo cual habló a su camello, y el camello baló y se arrodilló, y el hombre
se bajó de él. Y desenvolvió de muchas sedas una caja de diversos metales labrada
por los japoneses, y en su tapa había figuras de hombres que contemplaban desde
alguna playa una isla del Mar Interior. Les mostró la caja a los vigilantes y, cuando la
hubieron visto, dijo:
—Me ha parecido que unos a otros se decían: «Mirad a Oojni, la amada del mar,
la pequeña mar nodriza que no tiene temporales. Sale de Oojni cantando una canción
y vuelve cantando sobre sus playas. Pequeña es Oojni en el chapoteo del mar, y
apenas la divisan los barcos asombrados. Las velas blancas nunca han llevado lejos
sus leyendas, ni las cuentan los barbados trotamundos del mar. Sus cuentos al amor
de la lumbre no se conocen en el Norte, los dragones de China no los han escuchado,
ni los que cruzan la India a lomos de elefante».
»Los hombres cuentan las historias y el humo se eleva hacia arriba; el humo se
marcha y las historias están contadas.
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»Oojni no es un nombre entre las naciones, no es conocida allí donde se dan cita
los mercaderes, ni hablan de ella labios extranjeros.
»Es más, aunque Oojni es pequeña entre las islas, les encanta a los que conocen
sus costas y sus lugares interiores ocultos desde el mar.
»Sin renombre, sin fama y sin riqueza, Oojni gusta enormemente a la gente
pequeña, y a pocos más; sin embargo no tan pocos, pues todos sus muertos la quieren
todavía, y a menudo de noche vienen susurrando a través de sus bosques. ¿Quién
podría olvidar a Oojni aun estando muerto?
»Pues aquí en Oojni, ¿saben ustedes?, hay hogares humanos, y jardines, y
dorados templos de dioses, y lugares sagrados cerca de la orilla del mar, y muchos
bosques susurrantes. Y hay un sendero que serpentea entre los cerros para internarse
en misteriosas tierras sagradas donde por la noche danzan los espíritus de los
bosques, o cantan sin ser vistos por el sol; y nadie se interna en esas tierras sagradas,
pues nadie que quiera a Oojni le robaría sus misterios, y no vienen extranjeros
curiosos. Nosotros queremos de veras a Oojni aunque sea tan pequeña; es la
madrecita de nuestra raza, y la bondadosa nodriza de todas las aves marinas.
»Y ved, incluso ahora la acarician los suaves dedos de la mar nodriza, cuyos
sueños están lejos con aquel viejo errabundo Océano.
»Pero no nos olvidemos de Fuzi-Yama, pues permanece descubierto por encima
de las nubes y el mar, brumoso abajo, y vago e impreciso pero despejado arriba para
observar a todas las islas. Los barcos hacen todos sus viajes divisándolo, las noches y
los días pasan por él como un viento, los veranos y los inviernos fluctúan y se
desvanecen debajo de él, las vidas de los hombres transcurren tranquilamente de acá
para allá, y Fuzi-Yama observa allí… y está al tanto.
Y los vigilantes de la puerta dijeron: «Entra».
Y yo también les habría contado una historia, muy sorprendente y muy verídica;
una historia que he contado en muchas ciudades y que hasta ahora nadie ha creído.
Pero ya se había puesto el sol y, tras el breve crepúsculo, un silencio espectral surgía
de los lejanos y sombríos cerros. Una calma se cernía sobre la puerta de la ciudad. Y
el gran silencio de la majestuosa noche era más aceptable para los vigilantes de la
puerta que cualquier acento humano. Por consiguiente nos hicieron señas y nos
indicaron con la mano que podíamos entrar en la ciudad sin pagar peaje. Y subimos
despacio por la arena, entre los elevados pilares rocosos de la puerta, y se hizo un
profundo silencio entre los vigilantes, y por encima de ellos centellearon las estrellas
imperturbables.
Qué poco habla el hombre, y cuán vanamente además. Y durante cuánto tiempo
calla. Justo el día anterior me encontré a un rey en Tebas, que ha estado callado
durante cuatro mil años.
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EL HOMBRE DEL HACHÍS[31]
El otro día estuve cenando en Londres. Las mujeres habían subido al piso superior y
nadie se sentó a mi derecha; a mi izquierda había un hombre al que no conocía, pero
que por lo visto sabía mi nombre no sé por qué, pues al cabo de un rato se volvió
hacia mí y dijo:
—Leí en una revista un relato suyo sobre Bethmoora.
Cierto que recordaba el cuento. Era sobre una bella ciudad oriental que de repente
fue abandonada en un día… nadie sabe exactamente por qué. Le dije:
—Oh, sí —y busqué pausadamente en mi mente algún reconocimiento más
apropiado al cumplido que me había hecho su recuerdo.
Me quedé bastante asombrado cuando dijo:
—Está usted equivocado acerca de la enfermedad del gnousar, no fue nada de
eso.
—¡Caramba! ¿Ha estado usted allí? —le dije.
Y él me contestó:
—Sí; lo hago con hachís. Conozco bien Bethmoora.
Y sacó del bolsillo una cajita llena de una sustancia negra parecida a la brea, pero
que olía más raro. Me advirtió que no la tocara con los dedos, pues la mancha
permanecería varios días.
—Me lo proporcionó un gitano —me dijo—. Tenía mucho, puesto que eso había
matado a su padre.
Pero le interrumpí pues quería saber de cierto que era lo que había hecho
abandonar aquella bella ciudad, Bethmoora, y por qué huyeron de ella sus habitantes
a toda velocidad en un solo día.
—¿Fue por la maldición del desierto? —le pregunté.
Y él dijo:
—En parte fue la furia del desierto, y en parte el consejo del emperador Thuba
Mleen, pues aquella tremenda bestia estaba en cierto modo emparentada con el
desierto por parte de madre.
Y me contó esta extraña historia:
—Recuerde al marinero de la cicatriz negruzca que estaba allí el día que usted
describió cuando los mensajeros llegaron en mulas a la puerta de Bethmoora, y toda
la gente huyó. Encontré a ese hombre en una taberna, bebiendo ron, y me contó todo
sobre la huida de Bethmoora, pero no sabía más que usted cuál era el mensaje, ni
quién lo había enviado. Sin embargo, dijo que quería ver otra vez Bethmoora cuando
hiciera escala de nuevo en un puerto oriental, aunque tuviera que habérselas con el
diablo. Decía con frecuencia que le gustaría encarar al demonio para averiguar el
misterio de aquel mensaje que vació Bethmoora en un solo día. Y al final tuvo que
vérselas con Thuba Mleen, cuya feble ferocidad no había imaginado. Pues un día me
contó el marinero que había encontrado barco y ya no volví a verlo en la taberna
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bebiendo ron. Fue por entonces cuando me proporcionó el hachís el gitano, que tenía
una gran cantidad que no quería. Literalmente le saca a uno de sí mismo. Es como
volar. Se lanza uno en picado hacia países lejanos e irrumpe en otros mundos. En una
ocasión descubrí el secreto del universo. He olvidado lo que era, pero sé que el
Creador no se toma en serio la Creación, pues recuerdo que se sentaba en el espacio
frente a toda Su Obra y se reía. He visto cosas increíbles en mundos espantosos. Lo
mismo que su imaginación es la que le lleva a usted allí, así solo puede regresar por
su imaginación. Una vez encontré fuera en el éter a un espíritu maltrecho y al acecho,
que había pertenecido a un hombre a quien las drogas habían matado hacía cien años;
y me llevó a regiones que yo jamás había imaginado; y nos despedimos enfadados
más allá de las Pléyades, y no lograba encontrar el camino de vuelta. Y encontré una
enorme forma gris que era el espíritu de un gran pueblo, quizás de todo un astro, y le
supliqué que me mostrase el camino de mi casa, y se detuvo junto a mí como un
viento súbito y señaló con el dedo, y hablando muy despacio, me preguntó si percibía
una luz diminuta, y a duras penas vi una estrella lejana, y entonces me dijo: «Ese es el
Sistema Solar», y siguió andando a buen paso. Y de un modo u otro imaginé mi
camino de vuelta, y justo a tiempo, pues mis miembros se estaban ya entumeciendo
en un sillón de mi habitación; y el fuego se había apagado y todo estaba frío, y tuve
que mover mis dedos uno por uno, y sentía en ellos hormigueo, y terribles dolores en
las uñas, que empezaban a distenderse; y por fin pude mover un brazo y alcanzar la
campanilla, y durante un buen rato nadie vino, porque todos estaban acostados. Pero
por fin apareció un hombre, y llamaron a un médico; y él dijo que se trataba de una
intoxicación de hachís, pero que todo habría salido bien si no hubiese encontrado
aquel espíritu maltrecho y al acecho.
»Podría contarle cosas asombrosas que he visto, pero usted quiere saber quién
envió aquel mensaje a Bethmoora. Pues bien, fue Thuba Mleen. Y así es como lo
supe. Fui a menudo a la ciudad después de aquel día del que usted habló (solía tomar
hachís todas las tardes en mi piso), y siempre la encontré deshabitada. La habían
invadido las arenas del desierto, y las calles estaban amarillas y tranquilas, y la arena
se había amontonado a través de sus puertas de batiente abiertas.
»Una tarde monté la guardia delante de la chimenea y, arrellanado en un sillón,
consumí mi hachís, y lo primero que vi al llegar a Bethmoora fue el marinero de la
cicatriz negruzca, que paseaba calle abajo y dejaba sus huellas en la arena amarilla. Y
entonces supe que iba a descubrir el poder secreto que mantenía a Bethmoora
deshabitada.
»Comprendí que el desierto se había enfadado, pues aparecían nubes de tormenta
en el horizonte, y oí que la arena se quejaba.
»El marinero paseaba calle abajo y, según iba, echaba un vistazo a las casas
vacías; unas veces gritaba y otras cantaba, y de cuando en cuando escribía su nombre
en una pared de mármol. Luego se sentó en un peldaño y comió su almuerzo. Al poco
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rato se cansó de la ciudad y volvió calle arriba. Cuando llegó a la puerta de cobre
verde aparecieron tres hombres montados en camellos.
»Yo no podía hacer nada. No era más que una conciencia invisible, errabunda: mi
cuerpo estaba en Europa. El marinero peleó bien con sus puños, pero fue vencido y
atado con cuerdas, y llevado al Desierto.
»Le seguí hasta donde pude aguantar, y averigüé que se dirigían al Desierto,
rodeando los Cerros de Hap en dirección a Utnar Véhi, y entonces comprendí que los
camelleros pertenecían a Thuba Mleen.
»Trabajo a tiempo completo en una oficina de seguros, y espero que se acuerde de
mí si alguna vez quiere un seguro de vida, contra incendios, o de coche—, pero eso
no tiene nada que ver con mi historia. Tenía unas ganas tremendas de volver a mi
piso, aunque no es bueno tomar hachís dos días seguidos; pero quería ver lo que iban
a hacer con el pobre hombre, pues había oído rumores adversos acerca de Thuba
Mleen. Cuando por fin conseguí librarme tenía que escribir una carta; entonces llamé
a mi sirviente y le dije que no me molestaran, aunque no cerré la puerta con llave por
si se producía algún accidente. A continuación aticé un buen fuego, y me senté y
compartí el tarro de los sueños. Me dirigía al palacio de Thuba Mleen.
»Me retuvieron más de lo habitual los ruidos de la calle, pero de pronto ascendí
por encima de la ciudad; los países europeos desfilaron deprisa por debajo de mí, y en
eso aparecieron las afiladas agujas blancas del palacio del terrible Thuba Mleen. Lo
encontré en seguida al final de una habitación pequeña y estrecha. Detrás de él pendía
una cortina roja de cuero, sobre la cual habían bordado con hilo dorado todos los
nombres de Dios en el idioma de Yann. En lo alto había tres ventanitas. El Emperador
no daba la impresión de tener más de veinte años y parecía pequeño y débil. La
sonrisa nunca asomaba a su repulsivo rostro amarillo, aunque constantemente se reía
con disimulo. Cuando miré desde su frente estrecha a su tembloroso labio inferior,
me di cuenta de que había en él algo horrible, aunque no pude percibir qué era. Y
entonces lo comprendí: aquel hombre nunca parpadeaba; y aunque más tarde observé
aquellos ojos para sorprender algún parpadeo, eso no ocurrió ni por un momento.
»Y a continuación seguí la mirada ensimismada del Emperador, y vi al marinero
tendido en el suelo, vivo pero horriblemente desgarrado, y los torturadores regios
procedían a su alrededor. Le habían desgarrado largas tiras, pero no las habían
desprendido, y estaban retorciendo los extremos lejos del marinero.
El hombre que me encontré en la cena me contó muchas cosas que debo omitir.
—El marinero gemía con intermitencias, y cada vez que lo hacía Thuba Mleen
reía disimuladamente. Yo había perdido el sentido del olfato, pero oía y veía, y no sé
qué era lo más indignante: el atroz estado del marinero o el alegre rostro
imperturbable del horrible Thuba Mleen.
»Quise marcharme, pero todavía no había llegado el momento, y tuve que
quedarme donde estaba.
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»De repente el rostro del Emperador empezó a crisparse de manera violenta y su
labio inferior a estremecerse más deprisa, y gimoteó muy indignado y gritó al que
capitaneaba a los torturadores con voz chillona, en la lengua de Yann, que había un
espíritu en la habitación. Yo no temía nada, ya que los vivos no pueden echar mano a
un espíritu, pero a los torturadores les horrorizó su enojo y dejaron de actuar, pues sus
manos temblaban de miedo. Luego dos centinelas con lanza se escabulleron de la
habitación, y en seguida volvieron con sendos cuencos dorados con asas, llenos de
hachís; y los cuencos eran tan grandes que en ellos podían haber flotado cabezas si
hubieran estado llenos de sangre. Y los dos hombres se pusieron rápidamente a comer
con dos cucharas grandes… en cada cucharada había suficiente para hacer soñar a un
centenar de hombres. Y pronto se apoderó de ellos el estado propio del hachís, y sus
espíritus quedaron suspendidos en el aire, preparándose para quedar en libertad,
mientras yo estaba tremendamente asustado, pero de vez en cuando volvían de nuevo
a sus cuerpos, devueltos a la realidad por algún ruido de la habitación. Siguieron
comiendo, pero ya lentamente, sin avidez. Por fin se les cayeron de las manos las
grandes cucharas, y sus espíritus se elevaron y les abandonaron. Yo no podía huir. Y
los espíritus eran más horribles que los hombres, porque se trataba de hombres
jóvenes, y todavía no se habían amoldado por completo a sus espantosas almas. El
marinero seguía gimiendo con intermitencias provocando pequeñas risas disimuladas
al emperador Thuba Mleen. Entonces los dos espíritus se abalanzaron sobre mí y me
llevaron de allí como las ráfagas de viento se llevan a las mariposas, y nos alejamos
de aquel hombre pequeño, pálido y nefando. No era posible escapar a la impetuosa
insistencia de aquellos espíritus. La energía de mi diminuto trozo de droga la
rebasaba la enorme cucharada que aquellos hombres habían ingerido con ambas
manos. Pasé rápidamente por encima de Arvle Woondery, y fui llevado a las tierras
de Snith, y seguí avanzando todavía hasta que llegué a Kragua, y más allá a esas
tierras desoladas que la fantasía casi desconoce. Y llegamos por fin a esos cerros
ebúrneos que llaman las Montañas de la Locura, y traté de luchar contra los espíritus
de los súbditos de aquel espantoso emperador, pues oí al otro lado de los cerros
ebúrneos el correteo de esas bestias que atacan a los locos, mientras merodean de acá
para allá. No fue culpa mía que mi pequeño trozo de droga no pudiera competir con
su horrible cucharada…
Alguien tiró fuerte de la campanilla de la puerta de entrada. En seguida vino un
sirviente y dijo a nuestro anfitrión que había un policía en el vestíbulo que quería
hablarle de inmediato. Se disculpó y salió, y oímos que un hombre de pesadas botas
le hablaba en voz baja. Mi amigo se levantó, se acercó a la ventana, la abrió y miró al
exterior.
Me atrevería a decir que hace una noche estupenda.
Acto seguido salió de repente. Cuando asomamos por la ventana nuestras cabezas
asombradas ya se había perdido de vista.
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EL BUENO DE BILL[32]
En una antigua guarida de marineros, una taberna del puerto, se estaba apagando la
luz del día. Durante varias veladas yo había frecuentado aquel lugar con la esperanza
de oír hablar a los marineros, que discutían sobre extraños vinos, acerca de un rumor
que había llegado a mis oídos de cierta flota de galeones de la vieja España que se
decía que todavía flotaba en alguna zona de los Mares del Sur que no figuraba en los
mapas.
En eso iba a sufrir de nuevo una decepción. Hablaban poco y en voz baja, y
estaba ya a punto de marcharme cuando un marinero que llevaba pendientes de oro
puro alzó la cabeza del vino que estaba bebiendo y, mirando directamente a la pared
de enfrente, contó su historia en voz alta:
(Cuando más tarde se levantó un temporal que retumbaba en los cristales
emplomados de la taberna, el marinero alzó todavía más la voz sin esfuerzo y siguió
hablando. Cuanto más oscurecía, más claros brillaban sus ojos de loco.)
—Un velero de antaño se aproximaba a unas islas fantásticas. Nunca habíamos
visto islas como aquellas.
»Odiábamos todos al capitán, y él nos odiaba a nosotros. Nos odiaba a todos por
igual, no había favoritismo por su parte. Nunca nos dirigía la palabra a ninguno, salvo
a veces por la tarde, cuando estaba oscureciendo, entonces se paraba, miraba para
arriba y hablaba un poco a los hombres que había colgado del penol.
»Éramos una tripulación sediciosa. Pero el capitán era el único que tenía pistolas.
Dormía con una debajo de la almohada y tenía otra muy cerca. Aquellas islas tenían
mal aspecto. Eran pequeñas y llanas como si hubieran surgido del mar hacía poco, y
no tenían arena ni rocas como las verdaderas islas, sino hierba verde hasta la misma
orilla. Y había allí pequeñas chozas cuyo aspecto no nos gustaba. Sus techos de paja
llegaban casi hasta el suelo, y en las esquinas se levantaban hacia arriba de una forma
extraña, y debajo de los escasos aleros había raras ventanas sombrías cuyos pequeños
cristales emplomados eran demasiado gruesos para ver a través de ellos. Y nadie,
hombre o animal, se paseaba, así que no se podía saber qué clase de gente vivía allí.
Pero el capitán lo sabía. Desembarcó y entró en una de las chozas, y alguien encendió
luces dentro, y las ventanitas tenían un aspecto aciago.
»Había oscurecido del todo cuando volvió de nuevo a bordo y dio jovialmente las
buenas noches a los hombres que colgaban del peñol, y nos miró de una forma que
asustó al bueno de Bill.
»La siguiente noche descubrimos que había aprendido a maldecir, pues se acercó
a unos cuantos de nosotros que dormíamos en literas, entre ellos el bueno de Bill, y
señalándonos con el dedo nos echó la maldición de que nuestras almas permanecerían
toda la noche en lo alto de los mástiles. Y de pronto vimos el alma del bueno de Bill
sentada como un mono en lo alto del palo, mirando a las estrellas congelada hasta la
médula.
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»Después de eso armamos un pequeño motín, pero el capitán subió y volvió a
señalarnos con el dedo, y esta vez el bueno de Bill y todos los demás estuvimos
flotando detrás del barco en la gélida agua verde, aunque los cuerpos permanecían en
cubierta.
»Fue el grumete quien descubrió que el capitán no podía maldecir cuando estaba
borracho, aunque en ese caso podía disparar tan bien como en cualquier otro.
»A partir de entonces no había más que esperar y perder dos hombres cuando
llegase el momento. Algunos de nosotros éramos tipos sanguinarios y queríamos
matar al capitán, pero el bueno de Bill era partidario de encontrar una isla, lejos de la
derrota de los barcos, y dejarlo allí con su cuota de nuestras provisiones para un año.
Y todos escuchamos al bueno de Bill y decidimos marronear[33] al capitán nada más
cogerlo cuando no pudiera maldecir.
»Pasaron tres días enteros sin que el capitán se volviera a emborrachar, y el bueno
de Bill y todos los demás lo pasaron fatal, pues el capitán inventaba cada día nuevas
maldiciones, y dondequiera que señalase su dedo tenían que ir nuestras almas; y los
peces llegaron a conocernos, y también las estrellas, y ni unos ni otras nos
compadecían cuando nos congelábamos en los mástiles o atravesábamos
apresuradamente bosques de algas y perdíamos el rumbo… tanto las estrellas como
los peces se ocupaban de sus asuntos mirándonos con indiferencia, sin asombrarse.
Una vez, cuando el sol se había puesto y empezaba a anochecer, y la luna brillaba en
el cielo cada vez con mayor claridad, y por un momento habíamos interrumpido
nuestra labor porque el capitán, con la vista apartada de nosotros, parecía estar
mirando los colores del cielo, de pronto se volvió y mandó nuestras almas a la luna. Y
allí hacía más frío que la escarcha; y había montañas horribles que hacían sombra; y
todo estaba en silencio como millas de tumbas; y la tierra brillaba en el cielo tan
grande como la cuchilla de una guadaña, y todos la echábamos de menos, pero no
podíamos hablar ni gritar. Cuando regresamos había oscurecido por completo, y
durante todo el día siguiente estuvimos muy respetuosos con el capitán, pero no tardó
en maldecir de nuevo a varios de nosotros. Lo que más temíamos era que su
maldición nos mandase al infierno, y ninguno lo mencionaba más que en voz baja por
miedo a recordárselo. Pero la tercera anochecida vino el grumete y nos contó que el
capitán se había emborrachado. Y todos fuimos a su camarote, y lo encontramos
tirado en su litera, y disparó como nunca había disparado antes; pero no tenía más
que dos pistolas, y solo habría matado a dos hombres si no hubiera alcanzado a Joe en
la cabeza con el extremo de una de sus pistolas. Entonces lo atamos. Y el bueno de
Bill le puso la botella de ron entre los dientes y lo mantuvo borracho durante dos días
a fin de que no pudiera maldecir hasta que encontrásemos un escollo conveniente. Y
antes de la puesta del sol del segundo día encontramos una bonita isla sin vegetación
para el capitán, lejos de la derrota de los barcos, de unas cien yardas de longitud y
unas ochenta de anchura; y remamos hasta ella en un bote pequeño y le dimos
provisiones para un año, las mismas que teníamos para nosotros, porque el bueno de
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Bill quería ser justo. Y lo dejamos sentado cómodamente con la espalda apoyada en
una roca, cantando una canción marinera.
»Cuando ya no pudimos oír el canto del capitán nos alegramos mucho y nos
dimos un banquete con nuestras provisiones para un año, pues todos esperábamos
estar de vuelta en nuestras casas antes de tres semanas. Durante una semana nos
dimos tres grandes banquetes por día; a cada uno le tocaba más de lo que podía
comer, y lo que sobraba lo tirábamos al suelo como señores. Y entonces un día, a la
vista de San Huëlgédos, quisimos desembarcar para gastarnos nuestro dinero, pero el
viento viró en redondo a nuestras espaldas y nos llevó mar adentro. No pudimos
puntear en contra de él ni llegar al puerto, aunque otros barcos que navegaban junto a
nosotros anclaron allí. Unas veces dábamos con una calma chicha, mientras que los
barcos de pesca a nuestro alrededor corrían como impulsados por un vendaval, y
otras el viento nos llevaba mar adentro cuando nada más se movía. Lo intentamos
todo el día, y por la noche nos manteníamos al pairo y al día siguiente lo volvíamos a
intentar. Y los marineros de los demás barcos estaban gastándose su dinero en San
Huëlgédos mientras que nosotros no podíamos acercarnos. Entonces decíamos cosas
horribles contra el viento y contra San Huëlgédos, y seguíamos navegando.
»Lo mismo nos ocurrió en Norenna.
»Entonces nos manteníamos muy unidos y hablábamos en voz baja. De pronto el
bueno de Bill se asustó. Mientras bordeábamos la costa de Sirac intentamos
desembarcar una y otra vez, y el viento nos esperaba en cada puerto y nos llevaba
mar adentro. Ni siquiera las islas pequeñas nos lo permitían. Entonces comprendimos
que todavía no había forma de desembarcar para el bueno de Bill, y todos censuraron
su buen corazón que les había hecho marronear al capitán en un escollo, para que su
sangre no cayera sobre sus cabezas. Lo único que se podía hacer era dejarse llevar
por la corriente. Ya no había banquetes, porque temíamos que el capitán pudiera vivir
su año y retenernos en el mar.
»Al principio solíamos saludar a todos los barcos que pasaban y tratábamos de
abordarlos con nuestros botes, pero ningún remo podía revocar la maldición del
capitán y tuvimos que renunciar a eso. Así que durante un año jugamos a las cartas en
el camarote del capitán, noche y día, con temporal o bonanza, y todos prometieron
pagar al bueno de Bill cuando desembarcaran.
»Era horrible para nosotros pensar en lo frugal que era en realidad el capitán, que
solía emborracharse un día sí y otro no cuando estaba en el mar, y allí todavía estaba
vivo, y además sobrio, pues su maldición no nos dejaba entrar en ningún puerto, y se
nos habían acabado las provisiones.
»Pues bien, se acabó echándolo a suerte, y a Jim le tocó la mala. Jim solo nos
mantuvo unos tres días, y luego volvimos a echar suertes, y esta vez le tocó al negro.
Pero el negro no nos mantuvo por más tiempo, y sorteamos de nuevo, y esta vez le
tocó a Charlie, y el capitán seguía vivo.
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»Como éramos menos con uno de nosotros nos manteníamos más tiempo. Cada
vez un compañero llegaba a durarnos más, y a todos nos asombraba cómo se las
arreglaba el capitán. Pasaron cinco semanas más del año cuando sorteamos a Mike,
que nos mantuvo durante una semana, y el capitán seguía vivo. Nos asombraba que
no se hubiera cansado de la misma maldición, pero suponíamos que las cosas
parecían distintas cuando uno está solo en una isla.
»Cuando solo quedaban Jakes, el bueno de Bill, el grumete y Dick, ya no
sorteamos más. Dijimos que el grumete había tenido bastante suerte y no debía
esperar más. Así que el bueno de Bill se quedó solo con Jakes y Dick, y el capitán
todavía seguía vivo. Cuando ya no estaba el grumete, y el capitán seguía vivo, Dick,
que era enorme y fornido como el bueno de Bill, dijo que le tocaba a Jakes, que era
muy afortunado por haber vivido tanto. Pero el bueno de Bill lo consultó con Jakes, y
les pareció mejor que a Dick le llegase su turno.
»Entonces no quedaban más que Jakes y el bueno de Bill; y el capitán no se
moría.
»Y cuando desapareció Dick y no quedaba nadie más que ellos, ambos solían
mirarse el uno al otro noche y día. Hasta que por fin el bueno de Bill se desmayó y
yació allí durante una hora. Entonces Jakes se le acercó despacio con su cuchillo y
asestó una puñalada al bueno de Bill mientras estaba echado sobre cubierta. Y el
bueno de Bill lo agarró por la muñeca y le hundió su cuchillo dos veces para estar
completamente seguro, aunque estropeó la mejor parte de la carne. Entonces el bueno
de Bill se quedó solo en alta mar.
»Y a la semana siguiente, antes de que se le acabara la comida, debió de morirse
el capitán en su trozo de isla; pues el bueno de Bill oyó que el alma del capitán
maldecía por alta mar, y al día siguiente el barco naufragó en una costa rocosa.
»Y el capitán lleva ya muerto unos cien años, y el bueno de Bill ha vuelto a tierra
firme. Pero parece como si el capitán todavía no hubiese terminado con él, pues el
bueno de Bill no envejece, y de un modo u otro no parece que vaya a morirse. ¡El
bueno de Bill!
Cuando acabó su relato se rompió de pronto la fascinación de aquel hombre y nos
levantamos de golpe y nos marchamos.
No fue solo aquella repugnante historia sino la espantosa mirada del hombre que
la contó, y la terrible tranquilidad con que su voz superaba el fragor del mar, lo que
me decidió a no volver a entrar en aquella guarida de marineros… la taberna del
puerto.
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LOS MENDIGOS[34]
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Entonces percibí lo que jamás había pensado: que todas aquellas casas llamativas
no eran iguales, sino diferentes unas de otras, porque tenían sueños diferentes.
Y otro se volvió hacia un árbol que había junto a la verja de Green Park y dijo:
—Consuélate, árbol, porque los campos vendrán de nuevo.
Y mientras el desagradable humo iba hacia arriba, aquel humo que había acabado
con la poesía y había ennegrecido a los pájaros. A este, pensé, no pueden alabarlo ni
bendecirlo. Pero cuando lo vieron elevaron sus manos hacia él, hacia las miles de
chimeneas y dijeron:
—Mirad el humo. Los viejos bosques de carbón que han yacido tanto tiempo a
oscuras y yacerán tanto tiempo todavía, ya están danzando y volviendo al sol. No te
olvidamos Tierra, hermana nuestra, y te deseamos que disfrutes del sol.
Había llovido y un melancólico arroyo bajaba por una sucia cuneta. Procedía de
asquerosos y olvidados montones de desperdicios; en su camino había recogido cosas
que fueron abandonadas, y se dirigía a sumideros sombríos que ni el hombre ni el sol
conocían. Fue este lúgubre arroyo una de las causas que me habían hecho decir en mi
fuero interno que la ciudad era abominable, que en ella había muerto la Belleza y
había huido la Fantasía.
Incluso bendijeron esta cosa. Y uno que llevaba una capa púrpura con amplio
ribete verde dijo:
—Hermano, mantén la esperanza todavía, pues sin duda llegarás por fin al
delicioso Mar y encontrarás los pesados y enormes barcos que han visto mucho
mundo, y disfrutarás de islas que conocen el sol dorado.
Incluso bendijeron de ese modo la cuneta, y no sentí ningún deseo de burlarme.
Y a la gente que pasaba a su lado, con sus indecorosas chaquetas negras y sus
deformes, monstruosos y lustrosos sombreros, los mendigos también la bendijeron. Y
uno de ellos dijo a uno de aquellos enigmáticos ciudadanos:
—¡Oh, tú, inseparable de la Noche misma, con tus manchitas blancas en las
muñecas y en el cuello como las dispersas estrellas de la Noche, cuán tímidamente
cubres con un velo negro tus ocultos, inconcebibles deseos! Hay en ti hondos
pensamientos que no quieren divertirse con el color, que dicen «no» al púrpura, y
«quita allá» al adorable verde. Tienes antojos insensatos que no hay más remedio que
domar con el color negro, y terribles figuraciones que deben ser de ese modo
escondidas. ¿Sueña tu alma con los ángeles y las murallas del país de las hadas que
has custodiado con tanto celo para que no deslumbren a ojos estupefactos? Aun así
Dios oculta el diamante en lo profundo bajo millas de barro.
»Que tu asombro no te entristezca.
»Mira que eres muy reservado.
»Sé maravilloso. Rebosa misterio.
Pasó con sigilo el hombre de la levita. Y llegué a comprender, cuando el mendigo
de púrpura hubo hablado, que el enigmático ciudadano tal vez había sido traficante en
el Indo, que su corazón albergaba extrañas y mudas ambiciones, que su mutismo se
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basaba por solemne rito en las raíces de la antigua tradición, que podía ser vencido un
día por un aplauso en la calle o por alguien que cantase una canción, y que cuando
este tendero hablara podían producirse grietas en el mundo por las que la gente podría
asomarse al abismo.
Entonces, volviéndose hacia Green Park, donde aún no era primavera, los
mendigos extendieron sus manos, y mirando a la hierba helada y a los árboles todavía
sin brotes, cantando a coro, profetizaron narcisos.
Un autobús bajaba por la calle, casi atropellando a algunos perros que seguían
ladrando con ferocidad. Tocaba su bocina ruidosamente.
Y la visión desapareció entonces.
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CARCASONA[35]
En una carta de un amigo a quien nunca he visto, uno de esos que leen mis libros, aparecía citada esta
frase: «Pero él nunca llegó a Carcasona». Ignoro el origen de la frase, pero hice este cuento sobre ella.
Cuando Camorak reinaba en Arn, y el mundo era más bello, dio una fiesta a todo
el Bosque para conmemorar el esplendor de su juventud.
Dicen que su casa en Arn era inmensa y alta, y su techo estaba pintado de azul; y
cuando caía la tarde los hombres trepaban por escalas y encendían montones de velas
que colgaban de finas cadenas. Y dicen, además, que a veces venía una nube y
entraba a raudales por la parte alta de uno de los grandes miradores de planta
semihexagonal, y llegaba al borde de la mampostería lo mismo que la bruma marina
llega al saliente recortado de un escarpado acantilado en el que un viento añejo ha
soplado por siempre (ha arrastrado miles de hojas y se ha llevado por delante miles de
centurias, unas y otras son lo mismo para él, no debe vasallaje al Tiempo). Y la nube
tomaba nueva forma en la elevada bóveda de la gran sala, y avanzaba por ella
despacio, y salía de nuevo al cielo por otra ventana. Y según su forma los caballeros
predecían en la gran sala las batallas y asedios de la siguiente temporada de guerra.
Dicen de la gran sala de Camorak en Arn que no ha habido ninguna como ella en
tierra alguna, y predicen que nunca la habrá.
Allí había entrado la gente del Bosque procedente de majadas y selvas, dando
vueltas a aburridas opiniones sobre comida, refugio y amor, y se sentaron asombrados
en aquella famosa gran sala; y allí estaban también sentados los hombres de Arn, la
ciudad que se agrupaba en torno a la noble mansión del rey, cuyo tejado era de la
maternal tierra roja.
Si se puede dar crédito a las canciones antiguas era una gran sala maravillosa.
Muchos de los que se sentaban allí solo podían haberla visto antes de lejos,
perfilada claramente en el paisaje, pero más pequeña que una colina. Ahora
contemplaban a lo largo de la pared las armas de los hombres de Camorak, sobre las
cuales ya hicieron canciones los tañedores de laúd, y se contaron cuentos de noche en
los establos. En ellos describían el escudo de Camorak que había ido de un lado a
otro en tantas batallas, y los agudos pero abollados filos de su espada; allí estaban las
armas de Gadriol el Leal, y Norn, y Athoric el de la Espada de Cellisca, Heriel el
Fogoso, Yarold, y Thang de Esk, sus armas colgaban por igual alrededor de la gran
sala, a una altura que un hombre pudiera alcanzarlas; y en pleno lugar de honor, entre
las armas de Camorak y de Gadriol el Leal colgaba el arpa de Arleon. Y de todas las
armas que colgaban en aquellas paredes ninguna fue más calamitosa para los
enemigos de Camorak que el arpa de Arleon. Pues para un hombre que se dirige a pie
contra una plaza fuerte es sin duda alguna agradable el sonido vibrante y el traqueteo
de alguna espantosa máquina de guerra que sus compañeros guerreros están
manejando detrás de él, de la que enormes rocas pasan como un suspiro por encima
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de su cabeza y caen entre sus enemigos; y son gratas para un guerrero en la lucha
incierta las rápidas órdenes de su rey, y una alegría para él son los vítores lejanos de
sus camaradas, regocijándose de pronto ante un viraje decisivo de la guerra. Todo eso
y más fue el arpa para los hombres de Camorak; pues no solo animaba a sus
guerreros, sino que muchas veces Arleon el del Arpa producía increíble asombro en
las huestes contrarias diciendo de pronto a voz en grito alguna profecía maravillosa
mientras su mano recorría las estruendosas cuerdas. Además, nunca se declaró guerra
alguna hasta que Camorak y sus hombres no hubieran escuchado el arpa durante
mucho tiempo, y se hubiesen regocijado con la música y enojado contra la paz. Una
vez Arleon por mor de una rima, había hecho la guerra a Estabonn; y un rey malvado
fue derrocado, y ganó honor y gloria; de tan extraños motivos se deriva a veces el
bien.
Por encima de los escudos y las arpas, todo alrededor de la gran sala, había
pinturas de héroes de fabulosas canciones famosas. Demasiado triviales, cuanto que
superadas con demasiada facilidad por los hombres de Camorak, parecían todas las
victorias que la tierra había conocido; tampoco se exhibía ningún trofeo de las setenta
batallas de Camorak, pues no eran nada para sus guerreros o para él en comparación
con las cosas que en su juventud habían soñado y que todavía se proponían hacer con
todas sus fuerzas.
Encima de los retratos pintados había oscuridad, pues la noche se estaba cerrando
y las velas que colgaban de sus finas cadenas en el techo todavía no se habían
encendido; era como si la noche se hubiera empotrado en el edificio como un enorme
cimiento que asoma en una casa. Y allí se sentaban todos los guerreros de Arn y la
gente del Bosque los admiraba; y ninguno tenía más de treinta años, y todos habían
muerto en la guerra. Y Camorak se sentaba a la cabeza de todos, exultante de
juventud.
Durante unas siete décadas tuvimos que luchar contra el tiempo, que en los tres
primeros combates fue un antagonista débil y endeble.
Pues bien en aquel banquete estuvo presente un adivino, alguien que conocía los
designios del destino, y se sentó entre la gente del Bosque sin ocupar ningún sitio de
honor, pues Camorak y sus hombres no temían al destino. Y cuando comieron la
carne y echaron a un lado los huesos, el Rey se levantó de su silla y, habiendo bebido
vino, y encontrándose en el esplendor de su juventud y rodeado por todos sus
caballeros, dijo al adivino:
—Profetiza.
Y el adivino se levantó, acariciando su barba gris, y habló con cautela:
—Hay ciertos sucesos —dijo— en los asuntos del destino que están velados
incluso a los ojos de un adivino, y muchos más están tan claros para nosotros que
sería mejor que estuvieran velados a todos; conozco muchas cosas que es mejor no
predecirlas, y algunas otras que no puedo predecir so pena de centurias de castigo.
Pero sé y predigo esto: nunca llegaréis a Carcasona.
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De inmediato hubo un murmullo de voces hablando de Carcasona; algunos tenían
noticias de ella por conversaciones o canciones, otros habían leído cosas sobre ella, y
varios habían soñado con ella. Y el rey ordenó a Arleon el del Arpa que abandonase
el sitio que ocupaba a su derecha y se mezclase con la gente del Bosque y se enterase
de lo que contaban de Carcasona. Pero los guerreros hablaban de las plazas que
habían ganado: más de una fortaleza difícil de ocupar, más de un país remoto, y
juraban que llegarían a Carcasona.
Y al cabo de un rato regresó Arleon a su puesto a la derecha del rey, y levantó su
arpa y cantó una canción que hablaba de Carcasona. Lejos, muy lejos, había una
ciudad de flamantes murallas que se elevaban unas encima de otras, y detrás de ellas
terrazas de mármol, con fuentes relucientes encima. Los reyes de los elfos con sus
súbditos se habían retirado por primera vez a Carcasona huyendo de los hombres, y la
habían construido en una tarde a finales de mayo soplando sus cuernos mágicos.
¡Carcasona! ¡Carcasona!
Hubo viajeros que la habían visto algunas veces como un flamante sueño, con el
sol brillando sobre su ciudadela en la cumbre de una remota colina, y luego habían
venido las nubes o una repentina niebla; nadie la había visto por mucho tiempo ni se
había acercado a ella; aunque una vez algunos hombres llegaron muy cerca y el humo
de las casas les dio de sopetón en los rostros, una ráfaga repentina, no más, y
declararon que alguien estaba quemando allí madera de cedro. Hubo hombres que
habían soñado que allí vive una bruja, que recorre en solitario los fríos patios y
corredores de palacios marmóreos, tremendamente bella a pesar de sus ochenta
centurias, cantando la segunda canción más antigua, que el mar le enseñó, vertiendo
sus ojos lágrimas por su soledad que enloquecerían a ejércitos, aunque ella no llame
en su ayuda a sus dragones: Carcasona está tremendamente protegida. A veces nada
en un baño de mármol en cuyas profundidades corre con fuerza un río, o permanece
toda la mañana al borde del mismo para secarse lentamente al sol, y observa al
búlleme río enturbiar las profundidades del baño. Este río fluye a través de las
cavernas de la tierra más lejos que ella conoce y, saliendo a la luz en el baño de la
bruja, baja de nuevo a través de la tierra a su propio mar particular.
En otoño a veces baja crecido con la nieve que la primavera ha derretido en
montañas inimaginables, o pasan preciosos arbustos con flores marchitas de montaña.
Cuando hay sangre en el baño ella sabe que hay guerra en las montañas, y sin
embargo ignora dónde están esas montañas.
Cuando ella canta brotan manantiales saltarines de la oscura tierra; cuando se
peina el cabello dicen que hay tempestades en el mar; cuando se enfada los lobos se
ponen bravos y todos bajan a sus establos; cuando está triste el mar se entristece, y
ambos están tristes permanentemente. ¡Carcasona! ¡Carcasona!
Esta ciudad es la más hermosa de las maravillas de la Mañana; el sol grita cuando
la ve; pues en Carcasona el ocaso llora cuando desaparece.
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Y Arleon contó cuántos peligros piadosos había alrededor de la ciudad, y cómo el
camino era desconocido, y era una aventura caballeresca. Entonces todos los
guerreros se levantaron y cantaron el esplendor de la aventura. Y Camorak juró por
los dioses que había construido Arn y por el honor de sus guerreros que, vivo o
muerto, llegaría a Carcasona.
Pero el adivino se levantó y salió de la gran sala, quitándose las migajas con las
manos y alisándose el traje mientras se iba.
Entonces Camorak dijo:
—Hay muchas cosas que planear, y consejos que tomar y provisiones que reunir.
¿Qué día empezaremos?
Y todos los guerreros gritaron como respuesta:
—Ya.
Y Camorak sonrió, pues solo había querido ponerlos a prueba. Bajaron entonces
de las paredes sus armas Sikorix, Kelleron, Aslof, Wole el del Hacha, Huhenoth, el
que Altera la Paz, Wolwuf, padre de la Guerra, Tarion, Lurth el del Grito de guerra y
muchos otros. Poco se imaginaban entonces las arañas que se sentaban en aquella
estruendosa gran sala el ocio sin problemas que pronto iban a disfrutar.
Cuando se armaron, formaron filas todos y salieron de la gran sala, y Arleon
cabalgaba delante de ellos cantando a Carcasona.
Mas la gente del Bosque se levantó y volvió bien alimentada a sus establos. No
tenían necesidad de guerras ni de raros peligros. Estaban siempre en guerra con el
hambre. Una prolongada sequía o un invierno riguroso eran para ellos batallas
campales; si los lobos entraban en un aprisco era como la pérdida de una fortaleza,
una tormenta durante la cosecha era como una emboscada. Bien alimentados,
regresaron despacio a sus establos, estando en tregua con el hambre: y la noche se
llenó de estrellas.
Y negros sobre el cielo estrellado aparecieron los redondos yelmos de los
guerreros mientras cruzaban las cumbres de las lomas, pero en los valles brillaban de
cuando en cuando según se reflejaba en el acero la luz de las estrellas.
Siguieron detrás de Arleon, que se dirigía hacia el sur, de donde siempre habían
llegado rumores de Carcasona: de modo que desfilaron a la luz de las estrellas y él
delante de ellos cantando.
Cuando hubieron llegado tan lejos que no oían ningún ruido de Arn, e incluso
eran inaudibles sus cadenciosas campanas, cuando las velas que ardían muy lejos en
las torres ya no les enviaban su desconsolada bienvenida; en medio de la agradable
noche que arrulla los espacios rurales, el cansancio se apoderó de Arleon y su
inspiración flaqueó. Flaqueó poco a poco. Cada vez estaba menos seguro del camino
que conducía a Carcasona. Durante un rato se detuvo a pensar, y recordó el camino
de nuevo; pero su certeza absoluta había desaparecido, y en su lugar su mente se
esforzaba por recordar antiguas profecías y canciones de pastores que hablaban de
aquella maravillosa ciudad. Entonces, cuando se decía a sí mismo con cautela una
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canción que un vagabundo había aprendido del hijo de un cabrero muy lejos en las
laderas más bajas de las últimas montañas meridionales, la fatiga se apoderó de su
mente agotada como la nieve cae por la noche en los caminos sinuosos de una ciudad
ruidosa acallándolo todo.
Se levantó y los guerreros se arrimaron más a él. Durante mucho tiempo habían
pasado junto a grandes robles que se alzaban solitarios por todas partes, como
gigantes que aspiran a lo grande el aire de la noche antes de llevar a cabo alguna
acción violenta; habían llegado ya al borde de un bosque tenebroso; los troncos de los
árboles se erguían como esas grandes columnas en una sala egipcia en donde Dios
recibía, al modo más antiguo, las alabanzas de los hombres; la parte alta del mismo
cortaba el camino de un antiguo viento. Aquí se detuvieron todos y encendieron un
fuego con ramas, haciendo saltar chispas de pedernal sobre un montón de helecho. Se
desembarazaron de sus armaduras, y se sentaron alrededor del luego, y Camorak se
levantó y, dirigiéndose a ellos, dijo:
—Vamos a guerrear contra el Hado, que ha predestinado que yo no llegaré a
Carcasona. Y si descaminamos una sola de las sentencias del Hado, entonces todo el
futuro del mundo es nuestro, y el futuro que el Hado ha dispuesto es como el cauce
seco de un río desviado. Pero si hombres como nosotros, tan resueltos
conquistadores, no pueden evitar una sentencia que el Hado ha planeado, entonces la
raza humana está esclavizada para siempre a hacer la insignificante tarea que se le ha
asignado.
Acto seguido desenvainaron todos sus espadas y las blandieron en alto ante la
lumbre, y declararon la guerra al Hado.
Nada se movía en el bosque sombrío ni hacía el menor ruido.
Los hombres cansados no sueñan con la guerra. Cuando llegó la mañana a los
prados relucientes una concurrencia que había salido de Arn descubrió el lugar de
acampada de los guerreros, y trajo tiendas de campaña y provisiones. Y los guerreros
se dieron un banquete, y los pájaros del bosque cantaron, y la inspiración de Arleon
se despertó.
Entonces se levantaron y, siguiendo a Arleon, entraron en el bosque y se fueron al
sur. Y más de una mujer de Arn les trasmitió sus pensamientos mientras ellos tocaban
algún monótono aire antiguo, pero sus propios pensamientos iban muy por delante de
ellos, deslizándose por encima del baño en cuyas profundidades corre con fuerza el
río en la marmórea Carcasona.
Cuando las mariposas danzaban en el aire, y el sol se aproximaba al cenit,
instalaron las tiendas de campaña y todos los guerreros descansaron; y entonces
volvieron a darse un banquete y se entretuvieron con juegos caballerescos, y a
últimas horas de la tarde siguieron su camino una vez más, cantando a Carcasona.
Y se echó encima la noche con su misterio en el bosque, y dio de nuevo a los
árboles su aspecto demoníaco, y apareció una enorme luna amarilla surgiendo de
cavidades nebulosas.
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Y los hombres de Arn encendieron fuegos, y surgieron súbitas sombras que se
alejaron dando increíbles saltos. Y sopló el viento de la noche, que apareció como un
fantasma, y pasó entre los troncos de los árboles, y se dejó caer por los relucientes
claros, y despertó a las bestias al acecho que todavía soñaban con el día, y arrastraba
al campo a los aves nocturnas para amenazar a las gentes timoratas, y golpeaba las
rosas contra las ventanas de los aldeanos, y cuchicheaba noticias de la noche
protectora, y llevaba por el aire a los oídos de los nómadas el sonido de una canción
virginal, y daba glamur al aire que un tañedor de laúd tocaba en la soledad de sus
colinas lejanas; y los ojos hundidos de las mariposas nocturnas brillaban como los
faroles de un galeón, y desplegaban sus alas y cruzaban su mar familiar. En este
viento nocturno los sueños de los hombres de Camorak también circulaban en
dirección a Carcasona.
Caminaron toda la mañana siguiente, y toda la tarde, y sabían que ya se estaban
acercando a las profundidades del bosque. Y los ciudadanos de Arn se mantuvieron
muy juntos y muy cerca de los guerreros. Pues las profundidades del bosque eran
completamente desconocidas para los viajeros, pero no una incógnita para esos
cuentos de miedo que los hombres cuentan a sus amigos al atardecer, en sus cómodos
y seguros hogares. Entonces apareció la noche, y una luna enorme. Y los hombres de
Camorak se durmieron. De cuando en cuando se despertaban y volvían a dormirse; y
los que permanecían despiertos durante mucho tiempo y escuchaban oían por la
noche pisadas silenciosas de pesadas criaturas bípedas.
En cuanto se hizo de día los hombres sin armas de Arn empezaron a escabullirse
y regresaron en grupos a través del bosque. Cuando llegó la oscuridad no se
detuvieron para dormir, sino que continuaron huyendo hasta que llegaron a Arn, y
con los cuentos que allí contaron aumentaron el terror del bosque.
Pero los guerreros se dieron un banquete, y después Arleon se levantó y tocó su
arpa, y los condujo de nuevo; y unos cuantos servidores fieles se quedaron con ellos.
Y caminaron todo el día a través de una penumbra que era tan antigua como la noche,
pero la inspiración de Arleon iluminaba su mente como una estrella. Y los condujo
hasta que los pájaros empezaron a posarse en las copas de los árboles, y anocheció y
acamparon todos ellos. Ya solo tenían una tienda de campaña que les habían dejado, y
junto a ella encendieron un fuego, y Camorak apostó un centinela con la espada
desenvainada un poco más allá del resplandor de la lumbre. Algunos de los guerreros
durmieron en la tienda de campaña y otros alrededor de ella.
Al despuntar el día algo atroz había matado al centinela y se lo había comido.
Pero el esplendor de los rumores de Carcasona y la sentencia del Hado de que nunca
llegarían a ella así como la inspiración de Arleon y su arpa, todo ello animó a los
guerreros; y caminaron todo el día internándose cada vez más en el bosque.
Una vez vieron un dragón que había cogido un oso y estaba jugando con él,
dejándolo correr un corto trecho y alcanzándolo con una zarpa.
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Por fin llegaron a un claro en el bosque poco antes de anochecer. Un perfume de
flores surgió de él como un vaho, y cada gota de rocío daba sentido al cielo en sí
mismo.
Era el momento en que el crepúsculo besa a la tierra.
Era el momento en que las cosas sin sentido adquieren significado y los árboles
superan en majestad la pompa de los monarcas, y las tímidas criaturas salen con
sigilo en busca de alimento, y los animales de presa sueñan todavía sin causar daño, y
la tierra exhala un suspiro, y es de noche.
Los guerreros de Camorak acamparon en medio del extenso claro, y se alegraron
al ver aparecer de nuevo las estrellas una tras otra.
Aquella noche comieron las últimas provisiones y durmieron sin que les
molestaran las criaturas al acecho que frecuentan la penumbra del bosque.
Al día siguiente algunos de los guerreros cazaron venados, y otros se quedaron en
los juncos junto a un lago cercano y dispararon flechas a las aves acuáticas. Mataron
un venado, algunos gansos y varias cercetas.
Los aventureros se quedaron allí, respirando el impetuoso aire puro que las
ciudades no conocen; durante el día cazaban, y por la noche encendían fuegos,
cantaban y se daban banquetes, y se olvidaban de Carcasona. Los terribles habitantes
de la penumbra nunca les molestaban, la carne de venado era abundante, y había todo
tipo de aves acuáticas: les gustaba cazar de día y por la noche cantar sus canciones
preferidas. Así fueron pasando día tras día, semana tras semana. El tiempo
proporcionó a ese campamento un puñado de mediodías, las lunas doradas y
plateadas que van consumiendo el año; el otoño y el invierno pasaron, y apareció la
primavera; y los guerreros seguían cazando allí y dándose banquetes.
Una noche de primavera se estaban dando un banquete alrededor del luego y
contando cuentos de caza, y las silenciosas mariposas nocturnas salieron de la
oscuridad e hicieron alarde de sus colores ante la lumbre y volvieron grises a la
oscuridad de nuevo; y los guerreros sintieron en sus cuellos el frescor del viento de la
noche, y en sus rostros el calor del fuego del campamento, y un silencio se había
establecido entre ellos después de alguna canción, y Arleon de repente se levantó
precipitadamente, acordándose de Carcasona. Y pasó la mano por las cuerdas de su
arpa, despertando los acordes más profundos, como el ruido de personas ágiles
bailando sobre bronce, y la música se perdió en el propio silencio de la noche, y
Arleon alzó su voz:
—Cuando hay sangre en el baño ella sabe que hay guerra en las montañas, y
anhela el grito de batalla de hombres majestuosos.
Y de pronto todos gritaron «¡Carcasona!» Y con aquella palabra su ociosidad
desapareció como desaparece el sueño de un soñador despertado con un grito. Y
pronto empezó la gran marcha que ya no vaciló ni titubeó. Liberados de las batallas,
impávidos ante los espacios solitarios, siempre infatigables ante la rapacidad de los
años, los guerreros de Camorak resistieron; y la inspiración de Arleon les guiaba
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todavía. Con la música del arpa de Arleon resquebrajaban la tristeza de antiguos
silencios; iban cantando a entablar batallas con terribles hombres feroces y seguían
cantando cuando salían de ellas, aunque con menos voz; llegaban a aldeas en valles
llenas de música de campanas, o al caer la tarde veían las luces de cottages que
ponían a cubierto otros.
Llegaron a ser un proverbio del nomadismo, y surgió una leyenda de hombres
extraños, desconsolados. La gente hablaba de ellos al anochecer cuando el fuego era
acogedor y la lluvia se deja caer por los aleros; y cuando el viento era fuerte los niños
pequeños tenían miedo de que fueran a pasar los Hombres Que No Descansan
causando un gran estrépito. Se contaban extrañas historias de hombres con antigua
armadura gris que al ponerse el sol recorrían las cumbres de las colinas y nunca
pedían albergue; y las madres contaban a sus hijos, que no soportaban el hogar, que
los nómadas grises en tiempos estaban igual de impacientes y ya no tenían esperanza
de descansar, y la lluvia les empujaba cada vez que el viento se enfurecía.
Pero la esperanza de llegar a Carcasona animaba a los nómadas en su nomadismo,
y después su enojo contra el Hado, y en definitiva siguieron con su marcha porque
parecía mejor seguir marchando que pensar.
Durante muchos años habían deambulado y habían combatido con muchas tribus;
a menudo recogieron leyendas en aldeas y oyeron cantar canciones a cantantes
ociosos; y todos los rumores acerca de Carcasona siguieron llegando del sur.
Y entonces un día llegaron a un país montuoso en el que había una leyenda que
decía que solo tres valles más allá se podía ver, en días claros, Carcasona. Aunque
estaban agotados y eran pocos, y se hallaban desgastados por los años, que les habían
traído guerras, continuaron adelante sin más, guiados todavía por la inspiración de
Arleon, en declive por la edad, aunque seguía tocando música con su vieja arpa.
A tiempo completo descendieron al primer valle y durante dos días ascendieron, y
llegaron a la Ciudad Que No Puede Ser Tomada En Guerra más abajo de la cumbre
de la montaña, y les cerraron sus puertas, y no había forma de rodearla. A izquierda y
derecha había precipicios cortados a pico hasta donde alcanzaba la vista o ponía de
manifiesto la leyenda, y el paso se encontraba a través de la ciudad. Así pues
Camorak ordenó a los guerreros que le quedaban en frente de batalla para librar su
última guerra, y avanzaron sobre los quebradizos huesos de antiguos ejércitos
insepultos.
Ningún centinela les cerró el paso, ninguna flecha voló desde torreón alguno. Un
ciudadano subió solo a la cima de la montaña, y los demás se escondieron en lugares
protegidos.
Pues bien, en la cima de la montaña había excavada en la roca una profunda
caverna en forma de cuenco, en la que bullían fuegos suavemente. Pero si alguien
tiraba un canto rodado a los fuegos, como solían hacer esos ciudadanos cuando se les
acercaban enemigos, la montaña despedía rocas a intervalos durante tres días, que
caían llameantes sobre la ciudad y todos sus alrededores. Y justo cuando los hombres
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de Camorak empezaron a derribar la puerta oyeron un estallido en la montaña, y una
roca grande cayó detrás de ellos y rodó hasta el valle. Las dos siguientes cayeron
delante de ellos en los tejados de hierro de la ciudad. En el preciso momento en que
entraban en la ciudad una roca les sorprendió amontonados en una calle estrecha y
despedazó a dos de ellos. La montaña echaba humo y resoplaba; con cada resoplido
caía en picado una roca en las calles o rebotaba en el duro tejado de hierro, y el humo
ascendía despacio cada vez más alto.
Cuando tras haber pasado por las calles desiertas de la gran ciudad llegaron a la
puerta cerrada al final solo quedaban cincuenta. Cuando hubieron derribado la puerta
no había más que diez vivos. Otros tres murieron mientras subían la cuesta, y dos más
cuando se acercaban a la terrible caverna. El hado permitió que el resto recorriese un
trecho descendiendo de la montaña por la otra ladera, y entonces se llevó otros tres.
Solo quedaron vivos Camorak y Arleon. Y anocheció en el valle al que habían
llegado, que estaba iluminado por los destellos de la fatídica montaña; y los dos
lloraron la muerte de sus camaradas durante toda la noche.
Pero cuando llegó la mañana recordaron su guerra contra el Hado, y su antigua
resolución de llegar a Carcasona, y Arleon se puso a cantar con voz temblorosa y a
arrancar unos compases de música a su vieja arpa, y se levantó y caminó mirando
hacia el sur como había hecho durante años, y detrás de él iba Camorak. Y cuando
por fin subieron desde el último valle y se detuvieron en la cumbre de la colina con
luz solar vespertina, sus ojos envejecidos vieron solo millas de bosque y los pájaros
que se iban a dormir.
Tenían las barbas blancas y habían viajado hasta muy lejos y deprisa; les había
llegado el momento de descansar de sus esfuerzos y de soñar con sueño ligero en los
años pasados y no en los futuros.
Durante mucho tiempo miraron hacia el sur, y el sol se puso sobre los bosques
más lejanos, y las luciérnagas encendieron sus luces, y la inspiración de Arleon
arreció y emprendió el vuelo para siempre, para alegrar, tal vez, los sueños de los
hombres más jóvenes.
Y Arleon dijo:
—Mi rey, no conozco ya el camino a Carcasona.
Y Camorak sonrió, como sonríen los ancianos, con poco motivo para la hilaridad,
y dijo:
—Los años han pasado por nosotros como enormes aves a las que la Fatalidad y
el destino y los designios de Dios han ahuyentado de algún marjal gris. Y bien
pudiera ser que contra estos no haya ningún guerrero que valga, y que el hado nos ha
vencido, que nuestra búsqueda ha fracasado.
Y después de eso se callaron.
Acto seguido desenvainaros sus espadas, y uno al lado del otro bajaron y se
internaron en el bosque en busca todavía de Carcasona.
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Creo que no fueron muy lejos; pues había terribles marjales en aquel bosque, y
penumbra que duraba más que las noches, y espantosos animales acostumbrados a
sus caminos. No hay allí leyenda alguna, ni en verso ni entre las canciones de la gente
del campo, de nadie que hubiese llegado a Carcasona.
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EN ZACCARATH[36]
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Unos cuantos guerreros que estaban recostados volvieron la cabeza para echar un
vistazo al profeta cuando dejó de hablar. Muy por encima los ecos de su voz
siguieron murmurando durante un rato entre las vigas de cedro del techo.
—¿No es estupendo? —dijo el Rey. Y muchos de los allí reunidos golpearon con
sus palmas el encerado suelo a modo de aplauso. A continuación el profeta fue
conducido de nuevo a su sitio en el otro extremo de aquella imponente sala, y durante
algún tiempo los músicos siguieron tocando sus maravillosas trompas curvadas,
mientras los tambores percutían detrás de ellos ocultos en un escondrijo. Los músicos
fueron sentándose en el suelo con las piernas cruzadas, tocando sus enormes trompas
a la brillante luz de las antorchas, pero mientras los tambores percutían con más
fuerza en la oscuridad ellos se levantaron y se acercaron más al Rey. Los tambores
sonaban cada vez más fuerte en la oscuridad, y los hombres se acercaban cada vez
más con sus trompas, a fin de que los tambores no extinguiesen su música antes de
que llegara al Rey.
Una escena maravillosa ocurrió cuando las impetuosas trompas dejaron de sonar
ante el Rey, y en la penumbra los tambores eran como el trueno de Dios; y las reinas
movían la cabeza al compás de la música, y sus diademas destellaban como estrellas
fugaces en el cielo; y los guerreros levantaban la cabeza y, al hacerlo, agitaban las
plumas de esas aves doradas que los cazadores acechan junto a los lagos de Lidia, y
apenas matan a seis de ellas en toda su vida, para hacer los penachos que los
guerreros llevaban cuando banqueteaban en Zaccarath. Entonces el Rey exclamó y
los guerreros cantaron… casi recordando viejos cánticos de batalla. Y, mientras
cantaban, el estruendo de los tambores disminuyó, y los músicos retrocedieron, y
mientras lo hacían el son del tambor se hizo cada vez más imperceptible, y cesó por
completo, y ya no tocaron más sus fantásticas trompas. Acto seguido la asamblea
golpeó el suelo con las palmas de sus manos. Y después las reinas suplicaron al Rey
que ordenase llamar a otro profeta. Y los heraldos trajeron a un cantor y lo expusieron
ante el Rey; y el cantor era un joven con un arpa. Y pasó ligeramente los dedos por
sus cuerdas, y cuando hubo silencio cantó la iniquidad del Rey. Y predijo la
arremetida de los zeedianos, y la caída y el descuido de Zaccarath, y la vuelta del
desierto a lo suyo, y el jugueteo de los cachorros del león donde habían estado las
salas del palacio.
—¿Sobre qué está cantando? —dijo una reina a otra reina.
—Canta sobre la imperecedera Zaccarath.
Cuando el cantor cesó, la asamblea golpeó con desgana en el suelo y el Rey le
hizo una señal con la cabeza, y él se marchó.
Cuando todos los profetas hubieron profetizado ante ellos y todos los cantores
hubieron cantado, la real concurrencia se levantó y se fue a otros aposentos, dejando
la sala grande de la fiesta a la pálida y solitaria alborada. Y se quedaron solos los
dioses con cabeza de león que estaban esculpidos en las paredes; se quedaron en
silencio y con sus roqueños brazos cruzados. Y las sombras sobre sus rostros se
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movían como pensamientos curiosos a medida que las antorchas vacilaban y el
mortecino amanecer cruzaba los campos. Y los colores empezaron a cambiar en los
candelabros.
Cuando el último tañedor de laúd se quedó dormido los pájaros empezaron a
cantar.
Nunca hubo esplendor más grande ni gran sala más famosa. Cuando las reinas se
marcharon con todas sus diademas por la puerta cortinada, fue como si las estrellas
aparecieran en sus posiciones y juntas se dirigiesen en tropel hacia el oeste al alba.
Y solo el otro día encontré una piedra que indudablemente había formado parte de
Zaccarath; tenía tres pulgadas de largo y una de ancho; vi que el borde no estaba
cubierto de hierba. Creo que solo se han encontrado tres piedras como esa.
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EL CAMPO[38]
Cuando uno ha visto caer en Londres las flores de la primavera, y el verano aparece y
madura y decae, como ocurre pronto en las ciudades, y uno sigue todavía en Londres,
entonces, más pronto o más tarde, los lugares rústicos alzan sus cabezuelas y te
llaman con una urgente e imperiosa claridad, una altiplanicie tras otra a media luz
como si algún coro celestial surgiese una fila tras otra para sacar a un borracho de su
garito. Ni siquiera el mucho tráfico puede ahogar su voz, ni ningún aliciente de
Londres puede menguar su encanto. Después de oírle pierde uno la ilusión, y
renuncia para siempre a cualquier guijarro de colores que lance destellos en un arroyo
rural, y todo lo que Londres pueda ofrecer es barrido de la mente como un Goliat
metropolitano golpeado de improviso.
El reclamo viene de lejos, tanto en leguas como en años, pues las colinas que nos
llaman son las colinas que fueron, y sus voces son las voces de hace mucho tiempo,
cuando los reyes de los elfos todavía tenían cuernos.
Ahora las veo, aquellas colinas de mi infancia (pues son ellas las que me llaman),
con sus rostros vueltos hacia el crepúsculo púrpura, y las ligeras y diáfanas figuras de
las hadas que se asoman entre los helechos para ver si llega la noche. No veo en sus
regias cimas aquellas atractivas mansiones, y aquellas sumamente atractivas
residencias que hace poco han construido caballeros que cambiaron parroquianos por
inquilinos.
Cuando llamaban las colinas yo solía ir hasta ellas a pie o en bicicleta. Si vas en
tren echas de menos la aproximación gradual, te deshaces de Londres como de un
antiguo pecado perdonado, no pasas por pequeñas aldeas de camino que deben recibir
algún rumor de las colinas; ni, preguntándote si todavía son las mismas, llegas por fin
al borde de sus desperdigadas faldas, y después a sus pies, y ves a lo lejos sus santas
y acogedoras faces. En el tren las ves de pronto al doblar una curva, y están allí todas
sentadas al sol.
Supongo que si uno atravesara un enorme bosque tropical, las fieras serían cada
vez menos, la penumbra se clarearía, y el horror del lugar poco a poco desaparecería.
Sin embargo conforme se aproxima uno a las afueras de Londres, y se aleja de la
maravillosa influencia de las colinas, las casas empiezan a ser más feas, las calles
más miserables, la oscuridad se intensifica, los errores de la civilización se muestran
más a lo vivo al desprecio de los campos.
Donde la fealdad alcanza el colmo de su exuberancia, en el lugar más miserable,
donde uno imagina al constructor diciendo: «He aquí mi culminación. Demos gracias
a Satanás», hay un puente de ladrillos amarillos, y a través de él, como a través de
una puerta de plata afiligranada que sirve de entrada al país de las hadas, entra uno en
el campo.
A derecha e izquierda, como uno puede ver, se extiende aquella ciudad
monstruosa; delante están los campos como una vieja, eterna canción.
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Allí hay un campo que está lleno de caléndulas acuáticas. Un riachuelo pasa por
él, y a lo largo del riachuelo hay un bosquecillo de mimbreras. Allí solía yo descansar
a menudo en la orilla del riachuelo antes de mi larga jornada a las colinas.
Allí solía olvidarme de Londres, una calle tras otra. De cuando en cuando cogía
un ramo de caléndulas acuáticas y lo llevaba a las colinas.
Iba allí con frecuencia. Al principio no advertí nada en aquel campo salvo su
belleza y su quietud.
Pero la segunda vez que vine pensé que aquel campo tenía algo de ominoso.
Allá abajo, entre las caléndulas acuáticas junto al pequeño y poco profundo
riachuelo, me pareció que algo terrible podía suceder en semejante lugar.
No me quedé mucho tiempo allí, porque pensé que el haber pasado demasiado
tiempo en Londres me había provocado esas fantasías morbosas y continué mi
camino a las colinas tan deprisa como pude.
Estuve respirando el aire campestre durante algunos días, y cuando volví fui de
nuevo a aquel campo para disfrutar de aquel lugar tranquilo antes de entrar en
Londres. Pero seguía habiendo algo ominoso entre las mimbreras.
Pasó un año antes de que volviese a ir allí. Salí de la sombra de Londres al
reluciente sol, cuya luz hacía brillar la hierba verde y las caléndulas acuáticas, y el
pequeño riachuelo cantaba una alegre canción. Pero nada más poner el pie en el
campo mi antigua inquietud reapareció, y peor que antes. Era como si allí se cerniera
la sombra de alguna terrible amenaza futura, que se había adelantado un año.
Me dije que el ejercicio de ir en bicicleta me podía haber sentado mal, y que en
cuanto descansara esa inquietud desaparecería.
Un poco más tarde volví a pasar por el campo de noche, y la canción del
riachuelo en medio de aquel silencio me atrajo hacia él. Y entonces se me ocurrió
imaginar lo terriblemente frío que sería aquel lugar bajo la luz de las estrellas, si por
el motivo que sea uno se lastimara y no pudiera irse.
Conocía a un hombre que estaba enterado con todo detalle de la historia de aquel
sitio, y a él le pregunté si alguna vez había sucedido algo memorable en aquel campo.
Cuando me pidió con insistencia cuál era el motivo de que le preguntara eso, le dije
que aquel campo me había parecido un buen lugar para celebrar un espectáculo
histórico. Pero me dijo que nada interesante había ocurrido allí, nada en absoluto.
Así que era del futuro de donde procedía la inquietud de aquel campo.
Durante tres años de vez en cuando visité el campo, y cada vez presagiaba más
claramente cosas horribles, y mi inquietud se agudizaba cada vez que sentía deseos
de ir a descansar entre la fresca hierba verde bajo las preciosas mimbreras. Una vez
para distraer mis pensamientos intenté calcular la rapidez con que discurría el
riachuelo, pero me sorprendí a mí mismo preguntándome si correría más deprisa que
la sangre.
Me di cuenta de que sería un lugar terrible para volverse loco si uno oyese voces.
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Por fin fui a ver a un poeta que conocía y le desperté de sus quimeras, y le expuse
el caso concreto del campo. Él no había salido de Londres durante todo aquel año y
me prometió ir conmigo a ver aquel campo, y decirme qué iba a suceder allí. Era
finales de julio cuando fuimos. El verano había resecado las aceras, el aire, las casas
y el barro; el fastidioso tráfico no acababa nunca, se hacía interminable, y el sueño
desplegaba sus alas, subía vertiginosamente, salía de Londres y se iba a pasear
deliciosamente por lugares rurales.
Cuando el poeta vio aquel campo le encantó, las flores brotaban en gran cantidad
a lo largo del riachuelo, y bajó alegre hasta el bosquecillo. Se detuvo junto al
riachuelo y pareció muy triste. Una o dos veces lo miró de arriba abajo con
melancolía, luego se inclinó y miró las caléndulas acuáticas, primero una y después
otra, con mucha atención, y moviendo la cabeza con gesto incrédulo.
Durante un buen rato permaneció callado, y reapareció mi antigua inquietud, y
mis presentimientos para el futuro.
Y entonces le dije:
—¿Qué clase de campo es este?
Y movió la cabeza con pena.
—Es un campo de batalla —dijo.
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DÍA DE ELECCIONES[39]
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—Mire —dijo el poeta— qué anticuada belleza: esas lomas y esas casas antiguas,
y la mañana, y el mar gris a la luz del sol que va farfullando alrededor del mundo. ¡Y
este es el lugar que han elegido para volverse locos!
Y estando allí de pie, con toda la ancha Inglaterra detrás de él, mirando hacia el
norte, loma tras loma, y frente a él el rutilante mar, demasiado lejos para escuchar su
fragor, allí le pareció al votante que eran menos importantes los problemas que
perturbaban la ciudad. Pero todavía estaba enfadado.
—¿Por qué me trajo usted aquí? —le volvió a decir.
—Porque me sentía solo —dijo el poeta—, cuando toda la ciudad se volvía loca.
Acto seguido le señaló al votante algunos espinos, viejos y torcidos, y le mostró
el modo en que el viento había soplado durante un millón de años, surgiendo al
amanecer desde el mar; y le habló de las tempestades que castigan a los barcos, y sus
nombres y de dónde vienen, y las corrientes que arrastran por el campo, y el camino
que recorren las golondrinas. Y habló de la loma en la que se sentaban, cuando llega
el verano, y de las flores que no hay todavía, y de las diferentes mariposas, y sobre
los murciélagos y los vencejos, y de las ideas que alberga el hombre en su corazón.
Habló del añoso molino de viento que se mantiene en pie en la loma, y de cómo a los
niños les parecía un viejo extraño que solo estaba muerto de día. Y mientras hablaba,
y mientras la brisa marina soplaba en aquel elevado y solitario paraje, al votante se le
empezaron a escapar frases sin sentido que habían llenado su mente durante mucho
tiempo: mayoría aplastante, contienda victoriosa, inexactitudes terminológicas, y el
olor de las lámparas de parafina que se balanceaban en aulas climatizadas, y citas
tomadas de antiguas conferencias por la extensión de las palabras. Desaparecieron,
aunque poco a poco, y poco a poco el votante descubrió un mundo más amplio y la
maravilla del mar. Y la tarde pasó lentamente, y llegó el atardecer invernal, y cayó la
noche, y el mar se puso todo negro; y al tiempo que las estrellas salen parpadeando
para contemplar nuestra pequeñez, cerraron el local donde se votaba.
Cuando regresaron, el alboroto en las calles estaba menguando; la noche ocultaba
el colorido chillón de los carteles; y la marea humana, al comprobar que el ruido
disminuía y la circulación era fluida, contó un viejo cuento que había aprendido en su
juventud acerca del misterio del mar, el mismo que él había contado a los barcos que
bordeaban la costa que conducía a Babilonia por la vía del Éufrates antes de la
destrucción de Troya.
Culpo a mi amigo el poeta, por mucho que se encontrase solo, por haber
impedido que aquel hombre votara (deber de todo ciudadano); pero quizás eso
importe menos, ya que fue una conclusión prevista, porque el candidato derrotado,
por su carencia o mera locura, había dejado de abonarse a algún club de fútbol.
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EL CUERPO DESDICHADO[40]
—¿Por qué no bailas y disfrutas con nosotros? —le dijeron a cierto cuerpo. Y
entonces aquel cuerpo confesó su disgusto. Dijo:
—Estoy unido a un alma vehemente y violenta, que es más bien tiránica y no me
deja en paz, y me aparta de los bailes de mi familia para hacerme trabajar duro en su
detestable obra, y no me deja hacer las pequeñeces que complacerían a la gente que
amo, sino que solo le importa contentar a la posteridad cuando haya acabado
conmigo y me haya dejado en manos de los gusanos; y mientras hace absurdas
demandas de afecto a los que están cerca de mí, y es demasiado orgullosa siquiera
para darse cuenta de algo menos de lo que pide, así que todos los que serían amables
conmigo me odian.
Y el cuerpo desdichado se echó a llorar.
Y le dijeron:
—Ningún cuerpo sensato cuida de su alma. Un alma es poca cosa y no debería
controlar ningún cuerpo. Deberías beber y fumar más hasta que deje de molestarte.
Pero el cuerpo no hacía más que llorar y dijo:
—La mía es un alma espantosa. Me la he quitado de encima de momento
bebiendo. Pero pronto estará de vuelta. ¡Ay, pronto estará de vuelta!
Y el cuerpo se acostó con la esperanza de poder descansar, pues la bebida le había
amodorrado. Mas cuando estaba a punto de quedarse dormido, alzó la mirada y allí
estaba su alma sentada en el alféizar de la ventana, un vago resplandor luminoso,
echando un vistazo a la calle.
—Ven —dijo aquella alma tiránica— y echa un vistazo a la calle.
—Necesito dormir —dijo el cuerpo.
—Pero la calle es una bella cosa —dijo el alma con vehemencia—. Cientos de
personas sueñan en ella.
—Estoy enfermo por falta de descanso —dijo el cuerpo.
—Eso no importa —respondió el alma a eso—. Hay millones como tú en la tierra,
y millones más que vendrán. Los sueños de la gente vagan a campo través; atraviesan
los mares y las montañas del país de las hadas y cruzan los intrincados pasos guiados
por sus almas; llegan a templos dorados donde repican miles de campanas; suben por
empinadas calles iluminadas con farolillos de papel, cuyas puertas son verdes y
pequeñas; saben cómo llegar a las cámaras de las brujas y a los castillos encantados;
conocen el sortilegio que les conduce a los caminos reales por las montañas de marfil,
si miran hacia abajo a un lado contemplan los campos de su juventud, y al otro se
extienden las radiantes planicies del futuro. Levántate y pon por escrito lo que sueña
la gente.
—¿Qué recompensa hay para mí —dijo el cuerpo— si pongo por escrito lo que
me pides?
—No hay ninguna recompensa —dijo el alma.
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—Entonces me dormiré —dijo el cuerpo.
Y el alma empezó a tararear una canción frívola que cantó un joven en un país de
fábula mientras atravesaba una ciudad dorada (custodiada por feroces centinelas), y
sabía que allí estaba su esposa, aunque no era más que una niña, y conocía la profecía
de que violentas guerras, todavía no emprendidas en lejanas y desconocidas
montañas, lo envolverían con su polvo y su sed antes de que volviera de nuevo a
aquella ciudad. El joven cantaba mientras él cruzaba la puerta, y ya estaba muerto
como su mujer desde hacía mil años.
—No puedo dormir por esa canción abominable —gritó el cuerpo al alma.
—Entonces haz lo que se te ordena —respondió el alma.
Y con desgana el cuerpo tomó de nuevo una pluma. Acto seguido el alma habló
jovialmente mientras miraba por la ventana.
—Hay una montaña que se alza vertical sobre Londres, en parte cristal y en parte
niebla. Allí van los soñadores cuando el ruido del tráfico ha disminuido. Al principio
apenas sueñan debido al estruendo, pero antes de medianoche este se detiene, y
cambia, y mengua todo su caos. Entonces los soñadores se levantan y escalan la
montaña reluciente, y en su cima encuentran los galeones soñados. De allí algunos
zarpan rumbo a Oriente, otros a Occidente, unos al Pasado y otros al Futuro, pues los
galeones navegan por encima de los años lo mismo que por encima de los espacios,
pero en su mayoría se dirigen al Pasado y a los antiguos puertos, pues allí se dirigen
en su mayor parte los suspiros de los hombres, y los barcos de ensueño les preceden
como los buques mercantes antes de los persistentes vientos alisios descienden por la
costa africana. Todavía puedo ver a los galeones levar un ancla tras otra, y las
estrellas centellear junto a ellos; esfumarse en medio de la noche, con sus flamantes
proas metiéndose en la penumbra del recuerdo, y la noche pronto se queda lejos, una
nube negra flota a poca altura, y apenas salpicada de estrellas, como el puerto y la
costa de una tierra baja vista desde lejos con sus fanales.
Uno tras otro, aquella alma relató los sueños, sentada junto a la ventana. Habló de
bosques tropicales vistos por hombres desdichados que no podían escapar de
Londres, ni nunca lo harán; bosques que de pronto hacía maravillosos el canto de
alguna ave de paso que huye a ignotos países encantados gorjeando una canción
desconocida. Vio a los ancianos bailando desenfadadamente al son de los caramillos
de los elfos preciosas danzas con doncellas fabulosas, toda la noche, en montañas
imaginarias, a la luz de la luna; oyó a lo lejos la música de rutilantes primaveras; vio
la belleza de las flores del manzano caídas puede que treinta años atrás; oyó antiguas
voces… antiguas lágrimas que se tornaban brillantes; la fábula se sentaba embozada
y coronada en las lomas del sur, y el alma la conocía.
Uno a uno contó los sueños de todos los que dormían en aquella calle. A veces se
interrumpía para insultar al cuerpo porque procedía mal y con lentitud. Sus dedos
fríos escribían tan rápido como podían, pero al alma no le importaba eso. Así se
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consumió la noche hasta que el alma oyó en los cielos de Oriente el retintín de los
lejanos pasos de la mañana.
—Ea —dijo el alma—, la alborada que los soñadores temen. Las velas de luz se
decoloran en aquellos galeones que no pueden naufragar; los marineros que los
gobiernan vuelven a introducirse sigilosamente en la fábula y el mito; aquel otro mar,
el tráfico, ha vuelto ahora a decaer y está punto de ocultar sus pálidos naufragios y
retornar cadencioso, con su tumulto, a la circulación. El sol centellea ya en los
abismos detrás del este del mundo; los dioses lo han visto desde su palacio
crepuscular que han construido sobre el amanecer; se calientan las manos a su
relumbre cuando fluye por sus flamantes arcos, antes de llegar al mundo; allí están
todos los dioses que han sido, y todos los dioses que serán; se sientan allí al
amanecer, cantando y alabando al Hombre.
—Estoy entumecido y helado por falta de sueño —dijo el cuerpo.
—Tendrás centurias para dormir —dijo el alma—, pero ahora no debes dormir,
pues he visto frondosos prados con flores purpúreas que brillan altas y extrañas
encima de la reluciente hierba, y manadas de verdaderos unicornios blancos que
brincan allí de alegría, y un río por el que navega un fastuoso galeón, todo de oro, que
va de un país desconocido de tierra adentro a una isla olvidada en el mar para llevar
una canción al Rey de las Alturas y a la Reina de la Lejanía.
»Te cantaré esta canción, y tú la pondrás por escrito.
—He trabajado duro para ti durante años —dijo el cuerpo—. Dame ahora siquiera
una noche de descanso, porque estoy sumamente fatigado.
—Oh, vete y descansa. Estoy harta de ti —dijo el alma.
Y se levantó y se fue, no sabemos adónde. Pero al cuerpo lo colocaron en la
tierra. Y a la medianoche del día siguiente los espectros de los muertos llegaron a la
deriva de sus tumbas para felicitar a aquel cuerpo.
—Aquí eres libre, ya lo sabes —dijeron a su nuevo compañero.
—Ya puedo descansar —dijo el cuerpo.
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EL LIBRO DE LOS PRODIGIOS
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PREFACIO
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LA NOVIA DEL HOMBRE-CABALLO[41]
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montañas más allá de los confines del mundo la fabulosa sangre de Shepperalk
concitara rumores que únicamente conocía el etéreo crepúsculo y que solo se
confiaba en secreto a los murciélagos; pues Shepperalk era más legendario incluso
que el hombre. Era cierto que desde el principio se dirigió a la ciudad de Zretazoola,
donde mora Sombelenë en su templo; no obstante, toda la llanura terrestre, sus ríos y
montañas, están situados entre el hogar de Shepperalk y la ciudad que buscaba.
Cuando las patas del centauro tocaron por vez primera la hierba de aquella blanda
tierra aluvial, sopló alegremente la trompa de plata, hizo cabriolas y caracoleó, y
brincó durante bastantes leguas. Por un nuevo y hermoso prodigio, su paso parecía el
de un caballo que nunca hubiera ganado una carrera, y el viento reía al cruzarse con
él. Bajaba la cabeza para olfatear las flores, la levantaba para estar más cerca de las
invisibles estrellas, se divertía por esos mundos, saltaba los ríos sin perder el ritmo;
¿cómo te explicaría, a ti, que vives en la ciudad, cómo te explicaría lo que el centauro
experimentaba al galopar? Se sentía fuerte como las torres de Bel-Narana; ligero
como esos palacios de finísima gasa que las arañas-hadas construyen entre el cielo y
el mar en las costas de Zith; veloz como un pájaro corriendo de buena mañana a
cantar a las agujas de alguna ciudad antes de que amanezca. Era el compañero
declarado del viento. Parecía alegre como una canción; los rayos de sus legendarios
padres, los dioses primitivos, empezaban a mezclarse con su sangre; sus pezuñas
retumbaban. Llegó a las ciudades de los hombres, y todos temblaron al recordar las
míticas guerras de la antigüedad, temiendo nuevas batallas que pusieran en peligro a
la raza humana. Ni siquiera Clío recuerda aquellas guerras; la historia tampoco sabe
nada de ellas; ¿y qué? Ninguno de nosotros se ha sentado a los pies de un historiador,
mas todos hemos aprendido fábulas y mitos en las rodillas de nuestras madres. Y no
hubo nadie que no temiera guerras inesperadas al ver a Shepperalk desviarse y saltar
por las vías públicas. Así pasó de ciudad en ciudad.
De noche se tumbaba jadeante en los juncos de alguna marisma o en un bosque;
antes de que amaneciera se levantaba triunfante y bebía largamente en algún río a
oscuras, y chapoteando en él iba al trote hasta algún lugar alto para contemplar la
salida del sol y saludar al astro con los exultantes ecos de su fabulosa trompa. Y
contemplaba el sol surgiendo de los ecos, y los llanos iluminados de nuevo por la luz
diurna, y las leguas que se prolongaban como una cascada de agua, y ese alegre
compañero, el viento que ríe estrepitosamente, y los hombres y sus miedos y sus
ciudades. Y después de eso, grandes ríos y yermos y enormes colinas, y tras ellos
nuevas tierras y más ciudades, siempre en presencia de ese viejo compañero, el
glorioso viento. Pasaba de una región a otra y sin embargo su respiración era
uniforme.
—Es magnífico galopar sobre un buen césped cuando uno es joven —dijo el
hombre-caballo, el centauro.
—¡Ja, ja, ja! —dijo el viento procedente de las colinas, y los vientos de la llanura
respondieron.
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Las campanas repicaron frenéticamente en los campanarios, los sabios
consultaron sus pergaminos, buscaron presagios en las estrellas, los ancianos hicieron
sutiles profecías.
—¿Verdad que es veloz? —dijo el joven.
¡Qué contento está! dijeron los niños.
Noche tras noche se entregaba al sueño, y día tras día galopaba hasta llegar a las
tierras de los hombres de Athalonia, que viven en los confines del llano terrestre; y
desde allí llegó de nuevo a tierras legendarias como aquellas en las que fue acunado,
al otro lado del mundo, y que, bordeándolo, se mezclan con el crepúsculo. Y entonces
un poderoso pensamiento se apoderó de su infatigable corazón, pues sabía que se
aproximaba a Zretazoola, la ciudad de Sombelenë.
Cuando llegó era tarde y las nubes, teñidas por el ocaso, cubrían la llanura que se
extendía ante él. Siguió galopando en medio de aquella bruma dorada, y cuando esta
le ocultó la visión, recuperó sus ilusiones y examinó de modo romántico todos
aquellos rumores que solían llegarle de Sombelenë. Ella moraba (decía el anochecer
al murciélago en secreto) en un pequeño templo a orillas de un lago solitario. Un
bosquecillo de cipreses la protegía de la ciudad, de Zretazoola, la de las sendas
ascendentes. Enfrente de su templo se encontraba su tumba, su triste sepulcro lacustre
de libre acceso, por temor a que su asombrosa belleza y su eterna juventud pudieran
ocasionar una herejía entre los hombres acerca de su inmortalidad: pues sólo su
belleza y su linaje eran divinos.
Su padre había sido medio centauro y medio dios. Su madre era hija de un león
del desierto y de esa esfinge que vigila las pirámides; era más mística que Mujer.
Su belleza era como un sueño, como una canción; el sueño de una vida soñada
bajo el rocío encantado, la canción que canta a alguna ciudad un pájaro inmortal que
una tormenta del Paraíso alejó de sus costas originarias. Amanecer tras amanecer
sobre montañas de romance, o crepúsculo tras crepúsculo, jamás pudieron igualar su
belleza. Ni siquiera todas las luciérnagas del mundo o todas las estrellas de la noche
conocían su secreto; los poetas nunca la habían cantado ni el anochecer adivinaba su
significado; la mañana la envidiaba; permanecía oculta a los amantes.
No estaba casada, ni la habían cortejado nunca.
Los leones no la cortejaban porque temían su fuerza, y los dioses no se atrevían a
amarla porque sabían que debía morir.
Eso fue lo que el anochecer había susurrado al murciélago, el sueño que anidó en
el corazón de Sheppetalk mientras galopaba a ciegas en medio de la bruma. Y de
repente, a sus pies, en la oscuridad de la llanura, apareció la hendidura en las
legendarias tierras, y Zretazoola resguardada en ella, tomando el sol al atardecer.
Astuta y velozmente bajó dando saltos por el extremo superior de la hendidura y,
entrando en Zretazoola por la entrada exterior que mira a las estrellas, de improviso
galopó por sus estrechas calles. En la antigua canción se hablaba de los muchos que
salieron precipitadamente a los balcones cuando él pasó con gran estrépito, de los
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muchos que asomaron la cabeza por sus relucientes ventanas. Shepperalk no tardó en
saludarles o en responder a los desafíos de sus fortalezas militares; bajó hacia la
entrada de la tierra como el rayo de sus padres y, como un leviatán que hubiese
saltado sobre un águila, entró en tropel en el agua que había entre el templo y la
tumba.
Subió los escalones del templo al galope y con los ojos entornados, viendo
únicamente a través de las pestañas, y todavía no deslumbrado por su belleza, cogió a
Sombelenë por el pelo y se la llevó a la fuerza. Y, saltando con ella por encima de la
sima sin fondo donde las aguas del lago desaparecen olvidadas en aquel boquete en el
mundo, se la llevó no sabemos dónde, para convertirla en su esclava durante los
siglos que todavía les sean concedidos a los de su raza.
Tres veces tocó aquella trompa de plata que constituye el más antiguo tesoro de
los centauros. Esas fueron sus campanadas nupciales.
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LA ANGUSTIOSA HISTORIA DE THANGOBRIND JOYERO, Y
EL FUNESTO DESTINO QUE LE ACONTECIÓ[42]
Cuando Thangobrind el joyero oyó la ominosa tos, se volvió en seguida hacia aquel
angosto camino. Era un ladrón de gran reputación, protegido de los encumbrados y
los elegidos, pues lo más pequeño que había robado era un huevo de Moomoo y en
toda su vida únicamente robó cuatro tipos de piedras preciosas: rubíes, diamantes,
esmeraldas y zafiros; y según dicen los joyeros, su honradez era enorme. Pues bien,
hubo un Príncipe Mercader que fue a ver a Thangobrind y le ofreció el alma de su
hija a cambio de un diamante más grande que una cabeza humana, que debía
encontrarse en el regazo del ídolo-araña Hlo-hlo, en su templo de Moung-ga-ling;
pues había oído decir que Thangobrind era un ladrón en el que se podía confiar.
Thangobrind untó su cuerpo con aceite y salió de su tienda, y recorrió en secreto
apartados caminos y llegó tan lejos como Snarp, antes de que nadie supiera que había
salido por negocios o echara de menos su espada de su lugar debajo del mostrador.
Por eso únicamente se ponía en marcha de noche, ocultándose de día y dedicándose a
sacar brillo al filo de su espada, a la que llamaba Ratón porque era veloz y ágil. El
joyero utilizaba sutiles métodos para viajar; nadie le vio nunca atravesar los llanos de
Zid; nadie le vio llegar a Mursk o Tlun. ¡Cómo adoraba las sombras! Una vez la luna,
asomando de improviso después de una tempestad, había traicionado a un joyero
corriente; a Thangobrind no le ocurrió lo mismo: los vigilantes únicamente vieron
una figura agachada que gruñía y reía.
—No es más que una hiena —dijeron.
En una ocasión le detuvo uno de los guardianes de la ciudad de Ag, mas
Thangobrind estaba untado con aceite y se escurrió de sus manos; apenas se oía el
paso de sus pies desnudos. Sabía que el Príncipe Mercader esperaba su regreso, sin
pegar ojo en toda la noche y rebosante de codicia; sabía que su hija yacía encadenada,
y gritaba noche y día. ¡Ay!, Thangobrind lo sabía. Y si no hubiera estado fuera por
negocios, casi se habría permitido una o dos pequeñas sonrisas. Mas el negocio era el
negocio, y el diamante que buscaba permanecía todavía en el regazo de Hlo-hlo,
donde había estado durante los dos últimos millones de años, desde que Hlo-hlo
creara el mundo y le concediera todo excepto aquella piedra preciosa llamada el
Diamante del Muerto. La joya fue robada a menudo, mas tenía el don de regresar de
nuevo al regazo de Hlo-hlo. Thangobrind lo sabía, mas no era un joyero corriente y
esperaba burlar a Hlo-hlo, sin darse cuenta de que su ambición y su vehemencia no
eran más que vanidad.
¡Cuán ágilmente se deslizó por los pozos de Snood! Ora como un botánico
escudriñando el terreno, ora como un bailarín saltando por encima de los
desmoronados márgenes. Cuando había oscurecido del todo pasó cerca de las torres
de Tor, donde los arqueros disparaban flechas de marfil a los desconocidos para que
ningún forastero pudiera alterar sus leyes, las cuales eran malas, mas no tanto como
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para permitir que fueran alteradas por simples extranjeros. De noche disparaban
guiándose por el ruido de los desconocidos al pasar. ¡Oh, Thangobrind, Thangobrind,
nunca hubo un joyero como tú!
Mediante largas cuerdas arrastró tras él dos piedras y los arqueros dispararon a
estas. Tentadora era, en verdad, la trampa que habían dispuesto en Woth: un engaste
suelto de esmeraldas en la puerta de la ciudad. Mas Thangobrind percibió la cuerda
dorada que ascendía por la pared desde cada una de ellas y los pesos que le caerían
encima si tocaba alguna, de manera que las dejó, aunque lamentándose, y por fin
llegó a Theth. Allí todos adoraban a Hlo-hlo, aunque, como lo atestiguan los
misioneros, permitían creer en otros dioses; mas estos únicamente servían de piezas
en las cacerías de Hlo-hlo, el cual llevaba sus halos, así los llaman esa gente,
colgando de ganchos dorados de su canana. Y después de Theth llegó a la ciudad de
Moung y al templo de Moung-galing, y entró y vio al ídolo-araña Hlo-hlo, sentado
con el Diamante del Muerto reluciendo en su regazo y mirando a todo el mundo
como una luna llena, mas una luna llena entrevista por un loco que hubiera dormido
demasiado tiempo bajo sus rayos, pues el Diamante del Muerto presentaba un
indudable aspecto siniestro que presagiaba cosas que es mejor no mencionar aquí. El
rostro del ídolo-araña estaba iluminado por aquella gema fatal; no había ninguna otra
luz. A pesar de sus chocantes miembros y de aquel cuerpo demoníaco, su rostro
estaba sereno y aparentemente inconsciente.
Un leve temor pasó por la mente de Thangobrind, un estremecimiento pasajero
nada más: el negocio era el negocio y a él le esperaba el mejor. Thangobrind ofreció
miel a Hlo-hlo y se postró ante él. ¡Oh, qué astuto era! Cuando los sacerdotes salieron
furtivamente de la oscuridad para sorber la miel quedaron tendidos sin sentido en el
suelo del templo, pues había una droga en la miel ofrecida a Hlo-hlo. Y Thangobrind
el joyero cogió el Diamante del Muerto, se lo puso a sus espaldas y se alejó del altar;
y Hlo-hlo el ídolo-araña no dijo nada, sino que sonrió débilmente mientras el joyero
cerraba la puerta. Cuando los sacerdotes se sobrepusieron al efecto de la droga que le
fue ofrecida a Hlo-hlo con la miel, se precipitaron a una pequeña cámara secreta con
vistas a las estrellas y trazaron un horóscopo del ladrón. Algo que vieron en el
horóscopo pareció satisfacerles.
No era propio de Thangobrind regresar por el mismo camino por el que había
venido. No, fue por otro camino, si bien este conducía a la senda angosta, a la
mansión de la noche y al bosque de la araña.
Mientras se alejaba con el diamante, la ciudad de Moung se elevaba por detrás de
él, balcón sobre balcón, eclipsando a medias a las estrellas. No caminaba tranquilo.
No obstante, cuando surgió tras él un ligero golpeteo como de pies de terciopelo, se
negó a admitir que fuera lo que él se temía, a pesar de que su instinto comercial le
decía que no era bueno que ningún tipo de ruido siguiera de noche a un diamante, y
aquel era uno de los más grandes que había llegado hasta él en toda su vida
comercial. Cuando llegó a la senda angosta que conduce al bosque de la araña, el
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joyero se detuvo titubeante; sentía la frialdad y el peso del Diamante del Muerto y los
pasos aterciopelados le parecían terriblemente cercanos. Miró tras él: allí no había
nadie. Escuchó con atención; ya no se oía ningún ruido. Entonces se acordó de los
gritos de la hija del Príncipe Mercader, cuya alma era el precio del diamante, y
sonrió, y siguió adelante resueltamente. En eso, del otro lado de la senda angosta, le
miró esa siniestra y equívoca mujer que habitaba la Noche. Habiendo dejado de
percibir el ruido de pasos sospechosos, Thangobrind se sentía ya más tranquilo.
Cuando casi había llegado al final de la senda angosta, la mujer profirió
indiferentemente aquella ominosa tos.
La tos era demasiado significativa para no hacer caso de ella. Thangobrind se
volvió y vio inmediatamente lo que temía. El ídolo-araña no se había quedado en su
casa. El joyero dejó suavemente en el suelo su diamante y sacó su espada llamada
Ratón. Y entonces comenzó en la senda angosta aquella famosa lucha, por la cual
parecía tener tan poco interés la siniestra anciana que habitaba la Noche. Para el
ídolo-araña tan de repente descubierto todo era una horrible broma. Para el joyero era
una lúgubre señal. Luchó y jadeó y fue rechazado lentamente a lo largo de la senda
angosta, mas todo el tiempo asestó terribles cuchilladas a Hlo-hlo en su ancho y
blando cuerpo hasta que Ratón se cubrió de sangre. Por fin, la persistente risa de Hlo-
hlo fue demasiado para sus nervios e, hiriendo una vez más a su demoníaco enemigo,
se dejó caer horrorizado y exhausto junto a la puerta de la morada llamada Noche a
los pies de la siniestra anciana, la cual, después de proferir aquella ominosa tos, no
volvió a entrometerse en el curso de los acontecimientos. Y los que estaban de
servicio se llevaron a Thangobrind el joyero a la casa en la que colgaban dos hombres
y, descolgando de su gancho al que estaba a la izquierda, pusieron en su lugar a aquel
atrevido joyero; de manera que cayó sobre él el funesto destino que temía, como
todos saben pese a haber pasado tanto tiempo, y de alguna manera se calmó la ira de
los envidiosos dioses.
Y la única hija del Príncipe Mercader sintió tan poca gratitud por este magnífico
final que adoptó la respetabilidad de un combatiente, se convirtió en una taciturna
agresiva, llamó a su hogar la Riviera Inglesa, utilizó una tópica cubre-tetera de
estambre, y al final no murió, sino que desapareció en su residencia.
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LA CASA DE LA ESFINGE[43]
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la puerta, y si las había visto mejores o peores. Les hablé de todas las puertas que
conocía, y dije que las del baptisterio de Florencia eran mejores, y que las que hizo
cierta empresa constructora de Londres eran peores. Y entonces les pregunté qué era
lo que venía en busca de la Esfinge debido a la proeza. Y al principio no quisieron
decírmelo, y dejé de dar aceite a la puerta; y luego dijeron que fue el gran inquisidor
del bosque, que es el que investiga y castiga a todas las criaturas silvestres; y por lo
que dijeron de él me pareció que esa persona era completamente blanca, y era una
especie de locura que indudablemente echaría raíces en aquel lugar, una especie de
neblina en la que la razón no podría subsistir; y el miedo a eso era lo que les hacía
manotear nerviosamente en la cerradura de aquella puerta carcomida; pero lo peor de
la Esfinge no era tanto el miedo que daba como su visión profética.
La posibilidad en la que trataban de confiar era desde luego su modo de obrar,
pero yo no la compartía; no cabía duda de que lo que ellos temían era el corolario de
la proeza; percibía más por la resignación en el rostro de la Esfinge que por la
lamentable inquietud que les producía la puerta.
Susurró el viento y flamearon los grandes cirios, y el evidente miedo que sentían
y el silencio de la Esfinge participaron más que nunca de la atmósfera, y los
murciélagos recorrieron sin sosiego la penumbra en la que el viento abatía los cirios.
Entonces unos cuantos seres gritaron en lontananza, luego un poco más cerca, y
algo venía hacia nosotros riendo de manera horrible. A toda prisa di un golpecito a la
puerta que ellos vigilaban; mi dedo se hundió inmediatamente en la madera podrida:
no había posibilidad de que resistiese. No tuve tiempo de observar el pavor que
sentían; pensé en la puerta trasera, pues era preferible el bosque que seguir allí; solo
la Esfinge estaba completamente tranquila, había hecho su profecía y al parecer había
visto su destino, de modo que ningún nuevo ser podía perturbarla.
Pero por escalas de peldaños podridos, tan viejas como el Hombre, por los bordes
resbaladizos del temido abismo, con un ominoso vahído en el corazón y una
sensación de horror en las plantas de los pies, trepé de torre en torre hasta encontrar la
puerta que buscaba; y daba a una de las ramas superiores de un enorme y sombrío
pino, por el que bajé al suelo del bosque. Y me alegré de volver de nuevo al bosque
del que había huido.
En cuanto a la Esfinge en su casa amenazada, no sé qué tal le fue: si contempla
permanentemente la proeza, desconsolada, recordando solo en su mente atormentada,
a la que ahora los niños pequeños miran con recelo, que antaño sabía perfectamente
esas cosas que horrorizan al hombre; o si al final se marchó sigilosamente y, trepando
de abismo en abismo de un modo horrible, encontró por fin a los seres superiores, y
todavía es sabia y eterna. Pues ¿quién sabe si la locura es divina o es del infierno?
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LA PROBABLE AVENTURA DE LOS TRES HOMBRES DE
LETRAS[44]
Cuando los nómadas llegaron a El Lola lo hicieron sin sus canciones y la cuestión de
robar la caja dorada se planteó en toda su magnitud. Por una parte, muchos de ellos
habían buscado la caja dorada, que (como los etíopes saben) es un receptáculo de
poemas de fabuloso valor; y su funesto destino es todavía tema corriente de
conversación en Arabia. Por otra parte, era triste sentarse de noche alrededor del
fuego de campamento sin nuevas canciones.
Fue la tribu de Heth la que discutió estas cuestiones un atardecer en los llanos
bajo la cumbre de Mluna. Su tierra natal había sido la vía a través del mundo de
inmemoriales nómadas; y a los más viejos de ellos les inquietaba que no hubiera
nuevas canciones. Mientras tanto, insensible a las inquietudes humanas y, por el
momento, a la noche que estaba ocultando los llanos, la cumbre de Mluna, en calma
al resplandor del crepúsculo, miraba hacia la Tierra Equívoca. Y fue en el llano que
hay en la ladera conocida de Mluna donde, en el preciso momento en que la estrella
vespertina aparecía como un ratón y las llamas del fuego de campamento elevaban
sus aislados penachos humeantes desanimadas por alguna canción, los nómadas
planearon precipitadamente aquel imprudente proyecto que el mundo conoció como
La Búsqueda de la Caja Dorada.
Ninguna otra precaución más acertada podían haber tomado los más ancianos de
los nómadas que la de decidir que su ladrón fuera el propio Slith, aquel mismo ladrón
que (como he escrito) las institutrices enseñan en tantas aulas que ganó por la mano al
rey de Westfalia. No obstante, era tal el peso de la caja que deberían acompañarle
otros, y Sippy y Slorg eran ladrones no menos ágiles que los que hoy en día pueden
encontrarse entre los vendedores de antigüedades.
Así es que al día siguiente los tres ascendieron las estribaciones de Mluna y
durmieron en sus nieves tan bien como pudieron, antes que arriesgarse a pasar la
noche en los bosques de la Tierra Equívoca. Y amaneció un día radiante y los pájaros
se hartaron de cantar, pero el bosque de abajo y el yermo de más allá y los pelados y
ominosos riscos presentaban un indecible aspecto amenazador.
Aunque tenía veinte años de experiencia como ladrón, Slith hablaba poco;
únicamente cuando alguno de los otros dos hacía rodar una piedra con su pie, o, más
tarde en el bosque, cuando alguno de ellos pisaba una rama, les decía bruscamente en
voz baja siempre las mismas palabras: «Eso no está bien». Sabía que en dos días de
viaje no podía convertirlos en mejores ladrones, y, cualesquiera que fueran las dudas
que tuviera, no interfería más.
Desde las estribaciones de Mluna descendieron a los bancos de nubes, y de estos
al bosque, cuyas bestias autóctonas, como tan bien sabían los tres ladrones, comían
todo tipo de carne ya fuera de pez o de humano. Allí cada uno de los ladrones sacó un
dios de su bolsillo y suplicó protección en el infortunado bosque, esperando tener así
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una triple posibilidad de escapar de semejante lugar, ya que si uno de ellos era
devorado seguramente lo serían los otros dos, mas confiaban en que también fuera
cierto el corolario, y todos podrían escapar si uno de ellos lo conseguía. Ninguno de
los tres supo si alguno de esos dioses fue propicio y actuó, o si lo fueron los tres, o si
fue la casualidad la que les salvó de ser devorados en el bosque por bestias odiosas;
pero desde luego, ni los emisarios del dios que más temían, ni la ira del dios local de
aquel ominoso lugar, ocasionaron la inmediata perdición de los tres aventureros. Así
que llegaron al Páramo Retumbante, en el corazón de la Tierra Equívoca, cuyos
borrascosos altozanos se debían a la ondulación del terreno y a la erosión del
terremoto, en calma durante algún tiempo.
Algo tan enorme que parecía increíble que se pudiera mover tan despacio
avanzaba majestuosamente al lado de ellos, y lograron pasar tan desapercibidos que
una palabra resonó en la imaginación de los tres: «Si… si… si…» Y cuando este
peligro al fin pasó, siguieron de nuevo su camino cautelosamente y pronto vieron al
pequeño e inofensivo mipt, medio elfo mitad gnomo, profiriendo estridentes y alegres
chillidos en los confines del mundo. Y se alejaron poco a poco para no ser vistos,
pues decían que la curiosidad del mipt había llegado a ser fabulosa y que, aunque
inofensivo, le disgustaban los secretos. No obstante, probablemente les repugnaba la
forma en que el mipt hozaba los huesos de los muertos, aunque no reconocieran su
aversión, ya que no es propio de aventureros preocuparse por quién roerá sus huesos.
Sea como fuere, se alejaron de él y casi al mismo tiempo llegaron al árbol marchito,
meta de su aventura, sabiendo que junto a ellos se encontraba la grieta en el mundo y
el puente entre lo Malo y lo Peor, y que debajo de ellos se levantaba la morada rocosa
del Dueño de la Caja.
Este era su sencillo plan: introducirse en el pasadizo del precipicio superior; bajar
corriendo por él en silencio (por supuesto descalzos), teniendo en cuenta la
advertencia a los viajeros grabada en la piedra, que los intérpretes toman por «Es
Mejor No…»; no tocar las bayas que por algún motivo están allí, en el flanco derecho
según se desciende; llegar de esa manera hasta el guardián que ha estado dormido en
su pedestal durante mil años y todavía duerme; y por fin, entrar por la ventana
abierta. Uno debía esperar fuera junto a la grieta en el Mundo hasta que los otros dos
salieran con la caja dorada y, si estos pedían ayuda, aquel debía amenazar
inmediatamente con soltar la grapa de acero que sujeta la grieta. Cuando obtuvieran
la caja deberían correr toda la noche y el día siguiente hasta que los bancos de nubes
que cubren las laderas de Mluna se interpusieran completamente entre ellos y el
Dueño de la Caja.
La puerta del precipicio estaba abierta. Dirigidos hasta el final por Slith,
descendieron los fríos peldaños. Cada uno de ellos lanzó una impaciente mirada a las
hermosas bayas. El guardián seguía durmiendo en su pedestal. Slorg subió por una
escala, que Slith sabía dónde encontrar, hasta la grapa de acero del otro lado de la
grieta en el Mundo, y aguardó junto a ella con un escoplo en la mano, permaneciendo
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atento a cualquier adversidad. Mientras tanto, sus amigos se introdujeron en la casa,
sin que se oyera ningún ruido. Slith y Sippy pronto encontraron la caja dorada: todo
parecía suceder como ellos lo habían planeado; solamente quedaba por comprobar si
era la que buscaban y ver la forma de escapar con ella de aquel espantoso lugar. Al
abrigo del pedestal, tan próximos al guardián que podían sentir su calor, que
paradójicamente helaba la sangre de los más intrépidos, rompieron el cierre de
esmeraldas y abrieron la caja dorada; y allí, a la luz de ingeniosos destellos que Slith
sabía cómo conseguir, inspeccionaron el contenido, procurando tapar con sus cuerpos
tan escasa luz. Cuál no sería su alegría, incluso en aquellos peligrosos momentos,
cuando descubrieron, escondidos entre el guardián y el abismo, que la caja contenía
quince odas sin par en verso alcaico[45], cinco sonetos, con mucho los más hermosos
del mundo, nueve baladas al estilo provenzal que no tenían parangón en todo el
florilegio de la humanidad, un poema dedicado a una mariposa nocturna en
veintiocho estrofas perfectas, una muestra en verso suelto de unos cien versos de un
nivel que no consta que el hombre haya alcanzado todavía, así como quince poemas
líricos a los que ningún mercader se atrevería a poner precio. De buena gana habrían
vuelto a leer esos tesoros, ya que hacían saltar las lágrimas y traían recuerdos de
cosas agradables de nuestra infancia y melodiosas voces de lejanos sepulcros; mas
Slith señaló imperiosamente el camino por el que habían venido. La luz se extinguió
y Slorg y Sippy suspiraron y luego cogieron la caja.
El guardián dormía todavía el sueño que duraba mil años.
Cuando salieron vieron aquella silla complaciente junto a los confines del Mundo
en la que el Dueño de la Caja se había sentado últimamente para leer de modo egoísta
y en solitario los más hermosos versos y canciones que jamás soñara poeta alguno.
Llegaron en silencio al pie de las escaleras; entonces aconteció que, al acercarse a
un sitio seguro, en la hora más secreta de la noche, una mano encendió una
escandalosa luz en una cámara alta, la encendió sin hacer ningún ruido.
Al principio parecía tratarse de una luz corriente, aunque fatal en un momento
como aquel; pero cuando empezó a seguirles como un ojo y a enrojecer cada vez más
mientras les vigilaba, entonces hasta desapareció su optimismo.
Muy imprudentemente, Sippy intentó huir, y Slorg, con similar imprudencia, trató
de esconderse. Mas Slith, sabiendo muy bien por qué habían encendido una luz en
aquella cámara secreta y quién la había encendido, saltó por encima de los confines
del Mundo y todavía está cayendo a través de la negrura sin reverberación del
abismo.
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LAS IMPRUDENTES PLEGARIAS DE POMBO EL IDÓLATRA[46]
Pombo el idólatra había pedido a Ammuz una súplica sencilla, indispensable, de esas
que incluso un ídolo de marfil podía conceder con suma facilidad, y Ammuz no la
había concedido inmediatamente. Luego, Pombo había rezado a Tharma pidiendo el
derrocamiento de Ammuz, un ídolo simpático a los ojos de Tharma, y al hacerlo
violó el protocolo de los dioses. Tharma rehusó conceder la petición. Pombo suplicó
desesperadamente a todos los dioses de la idolatría, pues aunque se trataba de un
asunto sencillo, era indispensable para él. Dioses más antiguos que Ammuz
rechazaron las plegarias de Pombo, e incluso dioses más recientes y por tanto de
mayor reputación. Les suplicó uno a uno y todos rehusaron escucharlo. Al principio
él ni siquiera pensó en aquel sutil protocolo divino que había violado. Se le ocurrió de
repente mientras rezaba al quincuagésimo ídolo, un diosecillo verde jade conocido de
los chinos, contra el cual se habían aliado todos los demás ídolos. Cuando Pombo
descubrió eso sintió amargamente haber nacido y se lamentó y alegó que estaba
perdido. Podía vérsele entonces en cualquier parte de Londres frecuentando tiendas
de antigüedades y otros lugares donde venden ídolos de marfil o de piedra, ya que
residía en Londres con otros de su raza aunque había nacido en Birmania y era de los
que consideran sagrado el Ganges. En las tardes lluviosas del peor noviembre podía
verse su rostro macilento a la luz difusa de cualquier tienda pegado completamente al
cristal, suplicando a algún apacible ídolo cruzado de piernas, hasta que la policía le
hacía circular. Y después de la hora de cierre se iba de nuevo a su sórdida habitación,
en esa parte ele nuestra capital en la que raramente se habla inglés, a suplicar a
pequeños ídolos que poseía. Y cuando la sencilla e indispensable súplica de Pombo
fue igualmente rechazada por los ídolos de museos, salas de subasta y tiendas,
entonces lo consultó consigo mismo y compró incienso, y lo quemó en un brasero
frente a sus propios ídolos baratos, y mientras tanto tocó un instrumento como los que
utilizan los encantadores de serpientes. Y los ídolos seguían aferrándose a su
protocolo.
No sé si Pombo conocía ese protocolo y lo consideraba frívolo frente a su
exigencia; o si esta, cada vez más apremiante, trastornó su mente; mas lo cierto es
que Pombo el idólatra cogió un palo y repentinamente se volvió iconoclasta.
Pombo el iconoclasta abandonó inmediatamente su casa, dejando que sus ídolos
fueran barridos por el polvo mezclándose así con el Hombre, y fue a ver a un
archidólatra de fama que esculpía ídolos en piedras poco corrientes y le expuso su
caso. El archidólatra, que creaba sus propios ídolos, reprochó a Pombo en nombre de
la Humanidad por haber roto sus ídolos.
—Pues, ¿acaso no los ha hecho el hombre? —dijo.
Y acerca de los ídolos mismos le habló larga y doctamente, y le explicó el
protocolo divino, que Pombo había violado, y que ningún otro ídolo escucharía sus
súplicas. Cuando Pombo oyó eso lamentó y protestó amargamente, y maldijo a los
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dioses de marfil y a los dioses de jade, y a la mano del Hombre que los había hecho,
mas sobre todo maldijo su protocolo, que había arruinado, según dijo, a un inocente.
De manera que, finalmente, aquel archidólatra que hacía sus propios ídolos
interrumpió su trabajo de un ídolo de jaspe para un rey que estaba harto de Wosh, y
tuvo compasión de Pombo, y le dijo que, aunque ningún ídolo escucharía sus
plegarias, no muy lejos de allí actuaba cierto ídolo de mala reputación que no sabía
nada de protocolos y aceptaba plegarias que ningún otro dios respetable hubiera
consentido en escuchar. Cuando Pombo oyó eso, tomó dos manojos de la barba del
archidólatra y los besó con júbilo, y enjugó sus lágrimas y volvió a ser el mismo
impertinente de siempre. Y el que esculpía en jaspe al usurpador de Wosh explicó que
en la aldea del Fin del Mundo, en el extremo más alejado de la Última Calle, hay un
hoyo que podría tomarse por un pozo, rodeado por la tapia del jardín, y que, si
descendía hasta su mismo borde y buscaba a tientas con los pies, encontraría un
saliente, que es el último peldaño de un tramo de escaleras que conduce a los
confines del Mundo.
—Como todos los hombres saben, esas escaleras deben tener un destino o incluso
un peldaño final —dijo el archidólatra—; mas discutir acerca de los tramos inferiores
es perder el tiempo.
Entonces a Pombo le castañetearon los dientes, pues temía la oscuridad; mas el
que fabricaba sus propios ídolos le explicó que aquellas escaleras estaban siempre
iluminadas por el pálido crepúsculo azulado en el que el Mundo gira.
—Entonces —dijo— pasarás cerca de la Casa Solitaria y bajo el puente que
conduce de la Casa Hacia Ninguna Parte, cuya utilidad no se adivina; desde allí
dejarás atrás a Maharrion, el dios de las flores, y a su sumo sacerdote, que no es ni
pájaro ni gato; y de esa manera llegarás al idolillo Duth, el dios de mala reputación
que hará caso de tu plegaria.
Y siguió esculpiendo su ídolo de jaspe para el rey que estaba harto de Wosh; y
Pombo le dio las gracias y se marchó cantando, pues en su vulgar mente pensaba que
«tenía consigo a los dioses».
Hay un largo trecho desde Londres al Fin del Mundo, y a Pombo no le quedaba
dinero. No obstante, en un plazo de cinco semanas estaba paseando por la Última
Calle, aunque no diré cómo consiguió llegar hasta allí, ya que no fue de una forma
completamente honrada. Pombo encontró el pozo al final del jardín, más allá de la
última casa de la Ultima Calle, y mientras sus manos colgaban del borde cruzaron por
su mente innumerables pensamientos, principalmente el que afirmaba que los dioses
se reían de él por boca del archidólatra, su profeta, y ese pensamiento se le metió en
la cabeza hasta dolerle tanto como las muñecas… y entonces encontró el peldaño.
Y Pombo bajó las escaleras. Allí estaba, efectivamente, el crepúsculo en el que el
mundo gira, y en él las estrellas brillaban débilmente a lo lejos. Mientras bajaba no
había nada ante él excepto aquel extraño y melancólico derroche de crepúsculo, con
su multitud de estrellas, y sus cometas precipitándose al exterior a través de él o
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volviendo a casa. Y entonces divisó las luces del puente hacia Ninguna Parte y, de
pronto, se encontró con el fulgor de la reluciente ventana del salón de la Casa
Solitaria; y allí oyó voces que pronunciaban palabras, y las voces de ninguna manera
eran humanas, y de no ser por su imperante necesidad habría gritado y huido. A mitad
de camino entre las voces y Maharrion, al que ahora veía destacarse del mundo,
cubierto de halos irisados, divisó a aquel misterioso animal gris que no es ni gato ni
pájaro. Mientras Pombo vacilaba, tiritando de miedo, oyó que las voces de la Casa
Solitaria subían de tono, y en eso descendió sigilosamente unos cuantos peldaños y se
abalanzó contra el animal. El animal observaba atentamente a Maharrion, el cual
lanzaba burbujas hacia arriba, cada una de las cuales era una estación primaveral en
desconocidas constelaciones, y llamaba a las golondrinas hacia inimaginables parajes.
Le observaba sin volverse siquiera para mirar a Pombo, y le vio caer en el
Linlunlarna, el río que nace en los confines del Mundo, cuya corriente depura el
polen dorado que es arrebatado al Mundo para disfrute de las Estrellas. Y allí estaba
delante de Pombo el idolillo de mala reputación a quien nada importa el protocolo y
el cual atiende las plegarias rechazadas por la totalidad de los dioses respetables. No
sé, ni eso le importa a Pombo, si finalmente su visión de aquel excitó su impaciencia,
o si fue su misma necesidad, superior a cuanto podía soportar, la que le condujo
escaleras abajo tan velozmente; o si, como es más probable, pasó corriendo junto al
animal demasiado deprisa; mas, en todo caso, no pudo detenerse, como era su
propósito, a orar a los pies de Duth, sino que siguió bajando a la carrera los angostos
peldaños, agarrándose a las peladas y lisas rocas hasta caerse del Mundo, como
caemos en sueños, cuando nuestro corazón deja de latir y despertamos con un
espantoso susto. Mas no hubo despertar para Pombo, el cual todavía sigue cayendo
hacia las indiferentes estrellas, y su destino es el mismo que el de Slith.
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EL BOTÍN DE BOMBASHARNA[47]
Las cosas se le habían puesto muy feas a Shard, capitán pirata, en todos los mares que
conocía. Los puertos españoles estaban cerrados para él; le conocían en Santo
Domingo; en Siracusa los hombres pestañeaban cuando pasaba a su lado; los reyes de
las Dos Sicilias jamás reían después de haber estado hablando de él hasta pasada una
hora; todas las ciudades importantes ofrecían enormes recompensas por su cabeza y
divulgaban retratos de él para su identificación… todos ellos bastante poco
halagüeños. Por tanto, el capitán Shard decidió que había llegado la hora de contar a
sus hombres el secreto.
Una noche, abandonando Tenerife, los convocó a todos. Admitió con franqueza
que había cosas en el pasado que requerían una explicación: las coronas que los
príncipes de Aragón habían enviado a sus sobrinos los reyes de las dos Américas
jamás habían llegado a sus Muy Sacras Majestades. ¿Dónde estaban, podía
preguntarse la gente, los ojos del capitán Stobbud? ¿Quién había estado incendiando
ciudades en las costas de Patagonia? ¿Por qué aceptaría un barco como el suyo un
cargamento de perlas? ¿Dónde estaban el Nancy, el Lark o el Margaret Belle? Es
posible, alegó, que los curiosos se hicieran preguntas como esas, y que, si diera la
casualidad de que el abogado defensor fuera tonto y desconociera las cosas de la mar,
podrían verse envueltos en molestas fórmulas legales.
Y Bill el Sanguinario, como era vulgarmente conocido Mr. Gagg, miembro de la
tripulación, levantó los ojos hacia el cielo y dijo que la noche estaba ventosa y
parecía lúgubre. Y algunos de los allí presentes se acariciaron el mentón con aire
pensativo mientras el capitán Shard les revelaba su plan. Dijo que había llegado la
hora de abandonar el Desperate Lark, pues era demasiado conocido por las armadas
de los cuatro reinos, un quinto empezaba a conocerlo, y los demás tenían sospechas.
(Más cúteres incluso de los que el capitán Shard sospechaba, estaban ya buscando su
bandera negra con la calavera y las tibias cruzadas, bordadas en amarillo). Existía un
pequeño archipiélago que él conocía en la zona más peligrosa del Mar de los
Sargazos; tenía unas treinta islas sin vegetación, pero una de ellas iba a la deriva. Se
había dado cuenta de ello hacía años y había desembarcado sin encontrar ni un alma.
Mas con el ancla de su barco la había afianzado al fondo del mar, que allí era muy
profundo, y la había convertido en el mayor secreto de su vida, y decidió casarse y
establecerse allí si alguna vez le llegaba a ser imposible ganarse la vida en la mar de
la forma habitual. Cuando la vio por vez primera, derivaba lentamente, a impulso del
viento que azotaba las copas de los árboles. Mas si el cable no se había oxidado,
todavía debería estar donde él la dejó; podrían hacer un timón, excavar camarotes
bajo la tierra, y de noche izar velas en los troncos de los árboles y navegar así adonde
quisieran.
Todos los piratas se alegraron, pues estaban deseosos de desembarcar otra vez en
alguna tierra donde el verdugo no los colgase inmediatamente. Y aunque eran
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estúpidos, suponía una carga ver tantas luces siguiéndoles de noche. ¡Aun así!… Mas
el barco se desvió otra vez y se perdió en la niebla.
Y el capitán Shard dijo que primero necesitaba conseguir provisiones y que él por
lo menos intentaría casarse antes de establecerse allí. De manera que, antes de
abandonar el barco, combatirían una vez más y saquearían la ciudad costera de
Bombasharna, y tomarían provisiones para varios años, en tanto que él se casaría con
la Reina del Sur. Y de nuevo se alegraron los piratas, pues habían contemplado a
menudo las costas de Bombasharna y siempre habían envidiado su opulencia desde el
mar.
De manera que se hicieron a la mar, cambiando a menudo de rumbo, y eludieron
las extrañas luces hasta que amaneció, huyendo todo el día hacia el sur. Y al
anochecer divisaron las agujas plateadas de la esbelta Bombasharna, una ciudad que
era el orgullo de la costa. Y en medio de ella divisaron, aunque estaban lejos, el
palacio de la Reina del Sur que estaba tan repleto de ventanas que daban al mar y tan
iluminado, tanto por el crepúsculo que se fundía con el mar como por las velas que
las doncellas habían encendido una a una, que de lejos parecía una perla brillando en
su concha de nácar, todavía húmeda a causa del mar.
De manera que el capitán Shard y sus piratas la divisaron al anochecer sobre las
aguas, y recordaron los rumores que decían que Bombasharna era la más bella ciudad
costera del mundo y que su palacio era aún más hermoso. En cuanto a la Reina del
Sur, el rumor no admitía comparación. Entonces llegó la noche y ocultó las agujas
plateadas, y Shard se escabulló entre la oscuridad circundante, hasta que a
medianoche el barco pirata se colocó debajo de las almenas que daban al mar.
Y a la hora en que la mayoría de los enfermos fallecen y los centinelas velan sus
armas en las solitarias murallas, exactamente media hora antes del alba, Shard
desembarcó bajo las almenas con la mitad de su tripulación en dos botes cuyos remos
habían sido silenciados astutamente. Antes de que sonara la alarma fueron
directamente a la entrada del palacio y, tan pronto como la oyeron, los artilleros de a
bordo hicieron fuego contra la ciudad; antes de que la soñolienta tropa de
Bombasharna se enterara de si el peligro venía de tierra o del mar, Shard había
capturado con éxito a la Reina del Sur. Se habrían entregado el día entero a saquear
aquella plateada ciudad costera de no haber aparecido con el amanecer unas
sospechosas gavias en el horizonte. Por consiguiente, el Capitán descendió
inmediatamente a la orilla con su Reina y apresuradamente volvió a embarcar y se
fue con el botín que habían capturado precipitadamente, y con menos hombres, pues
tuvieron que luchar bastante para regresar a los botes. Todo el día maldijeron la
interferencia de aquellos ominosos barcos que constantemente se les aproximaban. Al
principio eran seis y esa noche lograron escabullirse de todos ellos excepto de dos.
Mas los días siguientes ambos seguían a la vista, y cada uno de ellos tenía más
cañones que el Desperate Lark. La siguiente noche, Shard anduvo dando rodeos por
el mar, mas los dos barcos se separaron y uno de ellos se mantuvo siempre a la vista.
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A la mañana siguiente, Shard se encontraba a solas con el barco perseguidor, cuando
divisó de pronto su archipiélago, el secreto de su vida.
Shard comprendió que debía combatir y que iba a tratarse de un combate difícil;
sin embargo, eso convenía a sus propósitos, ya que cuando el combate comenzó tenía
más hombres de los que necesitaba en su isla. Y acabaron antes de que llegara algún
otro barco. Y Shard se libró de todos los testigos adversos y aquella noche llegó a la
isla próxima al Mar de los Sargazos.
Mucho antes de que se hiciera de día, los supervivientes de la tripulación se
pusieron a escrutar el mar y al amanecer apareció la isla, no más grande que dos
barcos, con su ancla bien tirante y el viento en lo más alto de los árboles.
Y entonces desembarcaron y cavaron unos camarotes e izaron el ancla de las
profundidades, y pronto pusieron en orden la isla (esas fueron sus palabras). Y al
Desperate Lark lo enviaron vacío y a toda vela a la mar, donde lo estuvieron
buscando más naciones de las que Shard hubiera sospechado, siendo pronto
capturado por un almirante español, el cual, al no encontrar a bordo a ningún
componente de aquella famosa tripulación al que ahorcar por el cuello del penol, se
sintió decepcionado.
Una vez en su isla, Shard ofreció a la Reina del Sur los más selectos vinos de
Provenza, y como adorno le dio las joyas indias apresadas en los galeones que
transportaban los tesoros a Madrid, y le puso una mesa, donde ella comió al sol,
mientras en algún camarote bajo cubierta mandó cantar al menos tosco de sus
marineros. Sin embargo, ella siempre estaba taciturna y malhumorada con él; y al
anochecer con frecuencia se le oía a él decir que desearía saber más cosas acerca de
las costumbres de las reinas. Así vivieron durante años, los piratas jugando y
bebiendo casi siempre abajo, el capitán Shard tratando de agradar a la Reina del Sur y
ella no olvidando nunca del todo a Bombasharna. Cuando necesitaban nuevas
provisiones izaban vela en los árboles y, mientras no aparecía ningún barco, iban
viento en popa, rizando las aguas la playa de la isla; mas, tan pronto como divisaban
un barco, arriaban las velas y se convertían en una roca cualquiera que no figuraba en
los mapas.
Generalmente avanzaban de noche. A veces rondaban ciudades costeras, como
antaño; otras veces, penetraban audazmente en la desembocadura de algún río, e
incluso durante algún tiempo desembarcaban en tierra firme, donde saqueaban el
vecindario, y volvían a escapar al mar. Y si algún barco colisionaba de noche con su
isla, decían que era provechoso. Cada vez eran más diestros en el arte de la
navegación y más astutos en sus acciones, pues sabían que cualquier noticia acerca de
la antigua tripulación del Desperate Lark atraería a los verdugos, que bajarían
corriendo a cada puerto desde el interior.
Y no se sabe de nadie que les descubriera o que anexionara su isla. Mas surgió un
rumor que se transmitió de puerto en puerto, llegando a todos los lugares donde se
reúnen marinos, y que incluso subsiste todavía hoy: en alguna parte entre Plymouth y
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el Cabo de Hornos había una peligrosa roca que no figuraba en los mapas, la cual
surgía repentinamente en el más seguro de los rumbos marinos y contra la que, según
se cree, colisionaban los veleros, sin dejar, extrañamente, rastros de su funesto
destino. Al principio hubo algunas especulaciones al respecto, hasta que estas fueron
acalladas por la casual observación de un anciano que deliraba: «Es uno de esos
misterios que hacen del mar un lugar encantado».
Y desde entonces, el capitán Shard y la Reina del Sur vivieron casi felices,
aunque al anochecer los que se encontraban de guardia en los árboles podían ver a su
capitán sentado con aire perplejo y oírle murmurar de vez en cuando con descontento:
«Ojalá supiera más cosas acerca de las costumbres de las reinas».
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MISS CUBBIDGE Y EL DRAGÓN DEL ROMANCE[48]
Esta historia se cuenta en los balcones de Belgrave Square y entre las torres de Pont Street; los
hombres la cantan al anochecer en Brompton Road.
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perlas enormes conchas de orejas marinas y las pusieron a su lado; le llevaron
esmeraldas que ella se apresuró a ostentar entre las trenzas de su larga cabellera
negra; le llevaron zafiros ensartados para su manto; todo eso hicieron los príncipes de
fábula y los elfos y gnomos de la mitología. Y aunque todavía estaba viva, también
formaba parte del pasado y de aquellos sagrados cuentos que las nodrizas contaban
cuando los niños se portaban bien, y había llegado la noche y el fuego estaba
encendido, y el suave golpeteo de los copos de nieve en el cristal era como la huella
furtiva de las espantosas criaturas de los antiguos bosques encantados. Si al principio
ella echó de menos aquellas primorosas novedades entre las que se había criado, el
viejo y competente cántico del mar místico que celebraba la tradición de las hadas la
apaciguó momentáneamente y acabó por consolarla. Incluso se olvidó de aquellos
anuncios de píldoras que son tan queridos en Inglaterra; incluso olvidó las
trivialidades de la política y las cosas de las que se suele discutir, y las que no; y por
fuerza debió contentarse viendo navegar enormes galeones cargados de oro para
Madrid, y la divertida calavera y las tibias cruzadas de los piratas, y el diminuto
nautilo saliendo a la mar, y los navíos de los héroes que circulan por los romances o
de los príncipes que buscan islas encantadas.
No fue con cadenas como el dragón la retuvo allí, sino con un sortilegio de los de
antaño. Para aquellos a los que durante tanto tiempo les han sido concedidas las
facilidades de la prensa diaria, los sortilegios han perdido todo su encanto —habría
que decir— así como, al cabo de un tiempo, los galeones y todas las cosas anticuadas.
Al cabo de un tiempo. Pero ella no sabía si habían pasado siglos o años o nada de
tiempo en absoluto. Si algo indicaba el paso del tiempo era el ritmo de los cuernos de
los elfos sonando en las alturas. Si los siglos pasaron para ella, el sortilegio que le
ataba le dio también juventud eterna y mantuvo siempre encendido el farol a su lado,
y libró del deterioro al palacio de mármol situado frente al mar místico. Y si el
tiempo no pasó por ella, su único momento en aquellas maravillosas costas se
convirtió, por así decirlo, en un cristal que reflejaba miles de escenarios. Si todo fue
un sueño, fue un sueño que no conoció comienzo ni se desvaneció. La corriente
siguió su curso cuchicheando misterios y mitos, mientras cerca de aquella dama
cautiva, dormido en su tanque de mármol, el dragón dorado soñaba. Y no muy lejos
de la costa, todo lo que soñaba el dragón se veía borrosamente en la neblina que
cubría el mar. Nunca soñó con ningún caballero salvador. Mientras soñaba, llegó el
crepúsculo; mas cuando salió ágilmente de su tanque, cayó la noche y brillaron las
estrellas en sus chorreantes escamas doradas.
Tanto él como su cautiva vencieron allí al Tiempo, o nunca se enfrentaron del
todo a él. Mientras tanto, en el mundo que conocemos hacía estragos Roncesvalles u
otras batallas todavía por venir… desconozco a qué parte de la costa del Romance la
llevó. Tal vez se convirtiese ella en una de esas princesas de las que nos hablan las
fábulas amorosas, mas baste decir que vivió allí junto al mar; y gobernaron reyes y
demonios, y volvieron de nuevo los reyes, y muchas ciudades retornaron a su polvo
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originario, y ella permaneció todavía allí, y su palacio de mármol no pasó todavía a
mejor vida, ni la fuerza que tenía el sortilegio del dragón.
Y tan solo en una ocasión llegó hasta ella un mensaje del mundo que conocía de
antiguo. Llegó en un barco nacarado a través del mar místico; procedía de una
antigua amiga del colegio que había tenido en Putney, simplemente una nota, no más,
con letra pequeña, clara y redonda. Decía: «No es propio de ti estar allí sola».
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LA DEMANDA DE LAS LÁGRIMAS DE LA REINA[49]
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sus historias en forma de canción, ocultando sus graciosos nombres.
Y hubo uno, Ackronnion, cubierto de harapos en los que se había depositado el
polvo de los caminos, bajo los cuales llevaba una armadura abollada por los golpes,
que, cuando tocó el arpa y cantó, hizo llorar a las doncellas en todos los balcones, e
incluso gimotear al chambelán de los ancianos lores, quien más tarde se rió con los
ojos arrasados en lágrimas y dijo: «Es fácil conseguir que los ancianos lloren, o
arrancar frívolas lágrimas a las chicas ociosas; mas no logrará que la Reina de los
Bosques prorrumpa en llantos».
Y ella asintió cortésmente con la cabeza, y él fue el último en intervenir. Y
aquellos duques y príncipes, y trovadores disfrazados, se marcharon desolados. Sin
embargo, Ackronnion meditó mientras se iba.
Él era rey de Afarmah, Lool y Haf, señor de Zeroora y de la montuosa Chang, y
duque de Molong y de Mlash, lugares todos ellos familiarizados con el romance o no
ignorados ni pasados por alto en la gestación de los mitos. Meditó mientras se ponía
su ligero disfraz.
Todos aquellos que no recuerden su niñez, por tener otras cosas que hacer, deben
saber que debajo del país de las hadas, que está, como todos saben, en los confines
del mundo, mora la Bestia Contenta. Un sinónimo de la alegría.
Es sabido que la alondra en su apogeo, los niños jugando al aire libre, las brujas
buenas y los ancianos padres joviales, todos han sido comparados —¡y cuán
apropiadamente!— con la mismísima Bestia Contenta. Solo tiene una «pega» (si se
me permite utilizar momentáneamente el argot para explicarme con mayor claridad),
solo un inconveniente, y es que a causa de la alegría de su corazón echa a perder las
coles del Anciano que Cuida el País de las Hadas… y por supuesto, es devoradora de
hombres.
Debe sobreentenderse además que quienquiera que logre obtener las lágrimas de
la Bestia Contenta en un cuenco y se embriague con ellas, es capaz de hacer derramar
lágrimas de alegría a cualquiera, con tal de que la posesión le mantenga inspirado
para cantar o componer música.
Inmediatamente Ackronnion reflexionó de esta guisa: si él pudiera obtener las
lágrimas de la Bestia Contenta por medio de su arte, absteniéndose de la violencia
gracias al hechizo de la música, y si algún amigo suyo matara a la Bestia antes de que
dejara de llorar —pues el llanto debe tocar a su fin, incluso entre los hombres—, él
podría marcharse sano y salvo con las lágrimas, y bebérselas delante de la Reina de
los Bosques, y hacerla llorar de alegría. Por consiguiente buscó a un humilde
caballero a quien no le importaba la belleza de Sylvia, Reina de los Bosques, y que en
una ocasión, un verano de hacía mucho tiempo, había encontrado por sí mismo a una
doncella de los bosques. El hombre se llamaba Arrath y era un caballero armado de la
guardia de lanceros, súbdito de Ackronnion. Y juntos se pusieron en camino a través
de parajes de fábula hasta llegar al País de las Hadas, un reino expuesto al sol (como
todos saben) en muchas leguas a lo largo de los confines del mundo. Y por un extraño
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sendero contiguo llegaron a la tierra que buscaban, en medio de un viento procedente
del espacio que soplaba con una especie de gusto metálico a estrellas errantes. Aun
así llegaron a la casa de techo de paja expuesta al viento, en donde mora el Anciano
que Cuida el País de las Hadas, sentado junto a las ventanas del salón que mira más
allá del mundo. Les dio la bienvenida en su salón orientado hacia las estrellas,
narrándoles cuentos del espacio, y cuando ellos mencionaron su peligrosa demanda,
dijo que sería caritativo matar a la Bestia Contenta; pues con toda evidencia él era de
esos a los que no les gustaban las costumbres alegres de aquella. Y luego les condujo
afuera por la puerta de atrás, pues la de delante no tenía acera ni siquiera escalones —
por ella el anciano solía vaciar el orinal en la Cruz del Sur—, y de esa manera
llegaron al huerto donde crecían sus coles y esas flores que solo brotan en el País de
las Hadas, volviendo siempre sus rostros hacia el cometa; y les señaló el camino
hacia un lugar que llamó el Fondo, donde la Bestia Contenta tenía su guarida.
Entonces se pusieron todos manos a la obra. Ackronnion tenía que ir por las escaleras
con su arpa y un cuenco de ágata, mientras Arrath daría un rodeo por el otro lado.
Luego, el Anciano que Cuida del País de las Hadas regresó a su casa expuesta al
viento, murmurando airadamente según pasaba junto a sus coles, pues no le gustaban
las costumbres de la Bestia Contenta y los dos amigos partieron por caminos
separados.
Nadie les descubrió salvo aquel ominoso cuervo, ya saciado de carne humana por
demasiado tiempo.
Soplaba un viento frío procedente de las estrellas.
Al principio la escalada fue peligrosa; luego, Ackronnion llegó a los amplios y
lisos peldaños que partían del borde de la guarida, y en aquel momento oyó en lo alto
de las escaleras las continuas risitas de la Bestia Contenta.
Temió entonces que la alegría de la Bestia fuera insuperable, que no pudiera
entristecerla ni la más doliente canción. No obstante, no se volvió atrás, sino que
ascendió las escaleras silenciosamente y, depositando el cuenco de ágata en un
peldaño, empezó a cantar una canción titulada Dolorosa. Mencionaba desolados y
lamentables sucesos que acontecieron hace mucho en los albores del mundo. Contaba
cómo los dioses, las bestias y los hombres hace mucho tiempo habían sido muy
aficionados a las bellas compañías, aunque infructuosamente. Mencionaba una
dorada multitud de alegres esperanzas, mas no su realización. Contaba cómo el Amor
menospreciaba a la Muerte, mas también hablaba de las risas de esta. De pronto
cesaron las risas contenidas de la Bestia Contenta dentro de su guarida. Se levantó y
tembló. Estaba bastante triste. Ackronnion siguió cantando la canción titulada
Dolorosa. La Bestia Contenta se acercó a él melancólicamente. A causa de su pánico,
Ackronnion no se detuvo, sino que siguió cantando. Cantó sobre la malignidad del
tiempo. Dos lágrimas brotaron de los ojos de la Bestia Contenta. Ackronnion movió
el cuenco con el pie hasta colocarlo convenientemente. Cantó sobre el otoño y sobre
el paso del tiempo. Entonces la Bestia lloró, como lloran las heladas colinas durante
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el deshielo, y las lágrimas cayeron a raudales en el cuenco de ágata. Ackronnion
siguió cantando desesperadamente; mencionaba las cosas agradables que pasan
desapercibidas a los hombres, la luz del sol que apenas se advierte en los rostros
ahora marchitos. El cuenco estaba lleno. Ackronnion se desesperó: la Bestia estaba
tan cerca. Por un momento pensó que su boca estaba llorosa… mas lo único que
ocurría era que las lágrimas de la Bestia corrían por sus labios. ¡Se sentía como si
fuera a ser devorado! ¡La Bestia estaba dejando de llorar! Cantó sobre mundos que
han defraudado a los dioses. Y de pronto ¡cataplum!, y la fiable lanza de Arrath dio
en el blanco por detrás del hombro, y las lágrimas y los jubilosos modales de la
Bestia Contenta se terminaron para siempre.
Y se llevaron con cuidado el cuenco de las lágrimas, dejando el cuerpo de la
Bestia Contenta como una alternativa a la dieta del ominoso cuervo; y al pasar junto a
la casa expuesta a los vientos se despidieron del Anciano que Cuida el País de las
Hadas, el cual, al escuchar la hazaña, se frotó sus grandes manos y masculló una y
otra vez: «Y además algo estupendo: ¡mis coles!, ¡mis coles!»
Y poco después, Ackronnion volvió a cantar en el palacio silvano de la Reina de
los Bosques, no sin antes haberse bebido las lágrimas de su cuenco de ágata. Y fue
una noche de fiesta, y toda la corte se congregó allí, y los embajadores del país del
mito y la leyenda, e incluso algunos procedentes de Terra Cognita.
Y Ackronnion cantó como nunca lo había hecho antes y ya no volverá a hacerlo.
¡Oh, cuán espinosas son las sendas de los humanos, cuán crueles sus contados días y
su aflicción final, cuán vano su empeño! Y de la mujer… ¿qué diremos?… su
perdición, junto a la del hombre, la han escrito dioses apáticos, negligentes, con sus
rostros vueltos a otras esferas.
Comenzó más o menos así y luego la inspiración le embargó. No me es posible
poner por escrito la conflictiva belleza de su canción: había en ella mucha alegría,
mezclada con dolor; era como las vidas de los humanos; como nuestro destino.
La canción provocó sollozos, los suspiros volvían en forma de ecos: los
senescales y los soldados sollozaban y las doncellas gritaban; las lágrimas caían
como lluvia de balcón en balcón.
Alrededor de la Reina de los Bosques había un frenesí de sollozos y pesares.
Mas no, ella no lloró.
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EL TESORO DE LOS GIBELINOS[50]
Los gibelinos comen, como es bien sabido, nada menos que hombres. Su torre
maligna comunica con Terra Cognita, con las tierras que conocemos, por un puente.
Su tesoro es inimaginable, y no cabe allí la avaricia: tienen un sótano especial para
las esmeraldas y un sótano especial para los zafiros; han llenado de oro un pozo, y
sacan de él lo que necesitan. Y el único uso conocido que dan a tan ostentosa riqueza
es el de atraer a su despensa un continuo suministro de alimento. Se sabe que en
épocas de escasez han llegado a esparcir rubíes por ahí, formando con ellos un
estrecho reguero hasta alguna ciudad del Hombre, con lo que, indefectiblemente, no
han tardado en volver a tener las despensas repletas.
Su torre se alza al otro lado del río, conocido por Homero —ð Þόοs ώχεανοίο lo
llamó—, que circunda el mundo. Y donde el río se estrecha y se hace vadeable,
erigieron su torre los padres de los voraces gibelinos, ya que les gustaba ver llegar
remando fácilmente a los ladrones hasta su escalinata. De allí extraían los árboles
gigantescos, con sus raíces colosales que extendían en ambas orillas, un alimento que
el suelo común no tiene.
Allí vivían y se cebaban ignominiosamente los gibelinos.
Alderico, Caballero de la Orden de la Ciudad y el Asalto, Guardián hereditario de
la Paz Espiritual del Rey, hombre a quien no olvidaron los artífices de la leyenda,
pensaba tanto en el tesoro de los gibelinos que había llegado a considerarlo suyo. ¡Ay,
que tenga yo que decir de tan peligrosa aventura, emprendida por este esforzado
varón en la quietud de la noche, que estaba motivada por la sola avaricia! Sin
embargo, era con la avaricia con lo que contaban los gibelinos para abastecer sus
despensas, y una vez cada cien años enviaban espías a las ciudades de los hombres
para ver cuánta avaricia tenían, y siempre regresaban los espías a la torre diciendo
que mucha.
Podría pensarse que con el paso de los años, y hallando los hombres tan
espantoso fin en los muros de esa torre, irían a parar cada vez menos a la mesa de los
gibelinos, pero los gibelinos comprobaban que no era así.
No se acercó Alderico frívola e insensatamente a la torre, sino que estudió
durante años la forma en que los ladrones encontraban su fin cuando iban en busca
del tesoro que él juzgaba suyo. En todos los casos habían entrado por la puerta.
Consultó a los que habían asesorado en esta empresa: anotó cada detalle, pagó
satisfecho lo que pidieron, y decidió no hacer nada de cuanto le habían aconsejado.
Porque, ¿qué eran ahora los clientes de estos asesores? Nada sino ejemplos del arte
gastronómico, meros recuerdos semiolvidados de un banquete; muchos, quizá, ni eso
ya.
Estos eran los elementos que dichos hombres solían aconsejar para la empresa: un
caballo, una barca, una armadura y, al menos, tres hombres de armas. Unos le dijeron:
«Toca el cuerno de la puerta de la torre», otros le dijeron: «No lo toques».
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En consecuencia, Alderico decidió: no ir a caballo hasta la orilla del río, no cruzar
el río remando, cruzar solo la Floresta Impenetrable. ¿Cómo atravesar, os
preguntaréis seguramente, lo que es impenetrable? Su plan era el siguiente: sabía que
habitaba allí un dragón que, si eran ciertas las plegarias de los campesinos, merecía
morir, no sólo por el número de doncellas que había matado cruelmente, sino porque,
además, era funesto para las cosechas: asolaba los campos y era la ruina de un
ducado.
Así que Alderico decidió enfrentarse a él. Conque tomó un caballo y una lanza,
picó espuelas hasta que llegó al dragón, y salió el dragón a su encuentro exhalando un
humo acre. Y le gritó Alderico: «¿Has matado alguna vez, dragón inmundo, a un
auténtico caballero?» Bien sabía el dragón que jamás lo había hecho; por tanto,
inclinó la cabeza y se quedó callado, ya que estaba ahíto de sangre. «Bien —dijo el
caballero—, pues si no vuelves a probar sangre de doncella nunca más, te haré mi fiel
cabalgadura; de otro modo, esta lanza te dará lo que los trovadores cuentan que ha
sido el destino de tu raza».
Y el dragón no abrió sus fauces voraces, ni se abalanzó sobre el caballero, ya que
conocía muy bien el destino de los que osaban hacerlo, sino que se sometió a los
términos que le imponían, y juró al caballero ser su fiel cabalgadura. Y montado en
una silla aparejada sobre el lomo del dragón, cruzó Alderico la Floresta Impenetrable,
por encima de las copas de aquellos árboles inmensos, hijos del prodigio. Pero antes
meditó su plan sutil, el cual no consistía sólo en evitar lo que ya habían hecho otros
antes, y mandó a un herrero que le hiciese una piqueta.
Entonces hubo gran júbilo, al correr el rumor de la empresa de Alderico, pues
todo el pueblo sabía que era hombre sagaz, y pensaban que triunfaría y enriquecería
al mundo; y en las ciudades se frotaron las manos pensando en su generosidad; y
hubo alborozo entre los hombres, en el país de Alderico, excepto, tal vez, entre los
prestamistas, que temieron que pronto liquidarían todas sus deudas. Y también hubo
alegría porque esperaban que, cuando los gibelinos fuesen despojados de su riqueza,
harían saltar su altísimo puente y romperían las cadenas de oro que les sujetaban al
mundo, y empujados a la deriva, volverían con su torre a la luna, de donde habían
venido y a la que en justicia pertenecían. No se les tenía mucho afecto a los gibelinos,
aunque todos codiciaban su tesoro.
Así que todos le vitorearon, el día que montó sobre su dragón, como si fuese ya
vencedor; y más que el bien que haría al mundo, les alegraba la esperanza de verle
derramar oro a su paso; pues no lo iba a necesitar, decía él, si encontraba el tesoro de
los gibelinos, ni tampoco si acababa proveyendo los platos de su mesa.
Cuando supieron que había desechado los consejos que le habían dado, unos
dijeron que el caballero estaba loco, y otros que era más grande que sus asesores;
pero ninguno apreció el valor de su plan.
Alderico razonaba así: durante siglos, los hombres habían sido bien aconsejados,
y habían seguido el camino más ingenioso, mientras que los gibelinos se habían
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limitado a verles llegar en barca y a esperarles en la puerta, cada vez que tenían la
despensa vacía, como el que acecha una agachadiza en un marjal. Pero —se decía
Alderico— si la agachadiza se posara en la copa de un árbol, ¿cuándo la descubrirían
allí? ¡Sin duda nunca! Así que decidió cruzar a nado el río, y no entrar por la puerta,
sino abrir un acceso a la torre a través de la roca. Además, tenía pensado trabajar por
debajo del nivel del Océano, el río (como Homero lo conocía) que rodea al mundo;
de suerte que tan pronto como abriese el boquete, el agua penetraría confundiendo a
los gibelinos e inundando los sótanos que, según se decía, estaban a veinte pies del
nivel del agua; y una vez dentro, buscaría las esmeraldas como los buceadores buscan
las perlas.
Y el día aquel salió al galope de su casa, derramando oro con esplendidez, como
había prometido, y cruzó muchos reinos, mientras el dragón largaba dentelladas al
pasar a las doncellas que veía, aunque sin podérselas comer por el bocado del freno, y
no ganándose otra recompensa que un aguijonazo de espuelas allí donde su piel era
más sensible. Y así llegaron al oscuro y arbóreo precipicio de la impenetrable
espesura. El dragón se elevó con ruidoso batir de alas. Muchos campesinos que
vivían en el confín del mundo le vieron a lo lejos, donde aún se demoraba el
crepúsculo, como una raya débil, negra, ondeante; y confundiéndolo con una bandada
de patos silvestres que emigraban hacia el interior, regresaron a sus casas frotándose
las manos de satisfacción, pensando que ya estaba allí el invierno, y que pronto
tendríamos nieve. No tardó en apagarse el crepúsculo; y cuando descendieron en el
borde del mundo, era de noche y brillaba la luna. El Océano, el antiguo río, estrecho
y vadeable allí, discurría sin el más leve murmullo. Los gibelinos, dedicados a comer
o a acechar en la puerta, tampoco hacían el más mínimo rumor. Entonces descabalgó
Alderico, se quitó la armadura y, elevando una plegaria a su dama, se lanzó al agua
con su piqueta. No se separó de su espada por temor a topar con un gibelino. Ganó la
otra orilla, y se puso a trabajar en seguida sin novedad. Nadie asomó la cabeza por la
ventana, y todo estaba iluminado, de manera que no se le podía distinguir en la
oscuridad. El espesor de los muros apagaba los golpes de la piqueta. Trabajó toda la
noche; no le turbó ningún ruido, y al clarear el día se desprendió la última roca,
cayendo hacia dentro, e irrumpiendo el río a continuación. Entonces Alderico levantó
una piedra, fue hasta el último peldaño y la arrojó contra la puerta; oyó retumbar los
ecos en el interior de la torre; luego regresó, y se sumergió por el boquete del muro.
Estaba en el sótano de las esmeraldas. No había ninguna luz en la altísima bóveda
que tenía arriba; pero tras descender los veinte pies de agua, palpó el suelo todo
cubierto de montones de esmeraldas y de cofres abiertos, repletos de piedras también.
A la débil claridad de la luna, percibía el agua verdosa a causa de las piedras. Llenó
un morral con facilidad, y subió otra vez a la superficie; ¡y allí estaban los gibelinos,
con el agua hasta la cintura, y dos antorchas en la mano! Y, sin decir una sola palabra,
sin siquiera una sonrisa, lo ahorcaron bonitamente en el exterior de la muralla… Y
como puede verse, no es este un cuento con final feliz.
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DE CÓMO NUTH HABRÍA PRACTICADO SU ARTE CONTRA
LOS GNOLES[51]
Pese a las alusiones de firmas rivales, es probable que todos los comerciantes sepan
que dentro de su profesión nadie goza actualmente de una posición igual a la de Mr.
Nuth. Para aquellos que se encuentran fuera del círculo mágico de los negocios, su
nombre es apenas conocido; mas él no necesita anunciarse, está satisfecho. Está por
encima incluso de la moderna competencia, y cualesquiera que sean las pretensiones
de las que se jacten, sus rivales lo saben. Sus precios son moderados, ya sea al
contado a la entrega del género, ya sea mediante chantaje después. Toma siempre en
consideración la conveniencia de los demás. Se puede contar con su experiencia; le
he visto moverse más sigilosamente que una sombra en una noche ventosa, pues Nuth
es un ladrón profesional. Se ha sabido de hombres que, sin abandonar sus casas de
campo, han enviado comerciantes a negociar un tapiz, algún mueble o algún cuadro
que habían visto en su tienda. Eso es de mal gusto; mas aquellos cuya cultura es más
refinada invariablemente han llamado a Nuth una o dos noches después de visitar su
tienda. Se maneja bien con los tapices, difícilmente se daría uno cuenta de que los
bordes han sido cortados. Y a menudo, cuando veo alguna nueva casa, inmensa, llena
de muebles antiguos y cuadros de otras épocas, me digo a mí mismo: «Estas sillas
con molduras, estos antepasados de cuerpo entero y estas caobas talladas son
producto del incomparable Nuth».
Se puede objetar en contra de mi utilización de la palabra incomparable que en el
oficio de ladrón el nombre de Slith sigue siendo soberano y único; eso no lo ignoro.
Mas Slith es un clásico y vivió hace mucho tiempo, y no sabía completamente nada
acerca de la moderna competencia; aparte de que la sorprendente índole de su funesto
destino posiblemente ha añadido un encanto que exagera ante nuestros ojos sus
indudables méritos.
No cabe suponerse que yo sea un amigo cualquiera de Nuth. Al contrario, soy
partidario de la Propiedad, y no necesita que yo interceda por él, ya que su posición
es casi única dentro del gremio, siendo de los pocos que no precisan anunciarse.
En la época en que comienza mi historia, Nuth vivía en una espaciosa casa de
Belgrave Square. A su inimitable manera había trabado amistad con la portera. El
lugar le agradaba a Nuth y, cada vez que alguien iba a inspeccionarlo con ánimos de
compra, la portera solía ensalzar la casa con las palabras que Nuth le había sugerido.
—Si no fuera por los desagües —les decía ella—, sería la mejor casa de Londres.
Y cuando ellos se aferraban a esa observación, y hacían preguntas acerca de los
desagües, ella les contestaba que eran buenos, mas no tanto como la propia casa. No
veían a Nuth cuando recorrían las habitaciones, mas Nuth estaba allí.
Una mañana primaveral llegó una anciana, vestida pulcramente de negro y con un
sombrero forrado de rojo, preguntando por Mr. Nuth; con ella venía su corpulento y
desgarbado hijo. Mrs. Eggins, la portera, echó un vistazo a la calle y después los dejó
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entrar, haciéndoles esperar en el salón entre muebles cubiertos por sábanas.
Esperaron un buen rato y luego olieron a tabaco de pipa: era Nuth que se acercaba a
ellos.
—Señor —dijo la anciana del sombrero forrado de rojo—, me ha asustado usted.
Y entonces le bastó una mirada para comprender que esa no era forma de dirigirse
a Mr. Nuth.
Finalmente habló Nuth y la anciana le explicó muy tímidamente que su hijo era
un joven prometedor, introducido ya en la profesión, que quería mejorar de posición,
y que ella deseaba que Mr. Nuth le enseñara a ganarse la vida.
Ante todo, Nuth quiso ver sus referencias, y cuando le mostraron una de un
joyero del cual daba la casualidad de que él era uña y carne, el resultado fue que
accedió a hacerse cargo de Tonker (pues así se llamaba el prometedor joven) y
convertirlo en su aprendiz. La anciana del sombrero forrado de rojo regresó a su
pequeña casa de campo y cada atardecer le decía a su viejo marido:
—Tonker, debemos cerrar los postigos por la noche, pues ahora Tommy es un
ladrón.
No tengo la intención de pormenorizar los detalles del aprendizaje del prometedor
joven: los que son de la profesión ya los conocen y los que son de otros oficios
solamente se preocupan de los suyos propios, en tanto que los desocupados que
carecen de profesión no lograrían apreciar los progresos de Tommy Tonker, primero
cruzando a oscuras y sin hacer ningún ruido simples tableros cubiertos de pequeños
obstáculos, después ascendiendo en silencio escaleras que crujen, más tarde abriendo
puertas y por último trepando.
Baste decir que el negocio prosperó enormemente, al tiempo que Nuth enviaba de
vez en cuando a la anciana del sombrero forrado de rojo entusiastas informes, escritos
con su difícil letra, sobre los progresos de Tommy Tonker. Nuth había renunciado
muy pronto a las clases de caligrafía, pues parecía tener algún prejuicio contra la
falsificación y, por consiguiente, consideraba la escritura como una pérdida de
tiempo. Y entonces se produjo la transacción con lord Castlenorman en su residencia
de Surrey. Nuth eligió un sábado por la noche y a las once en punto toda la casa
estaba en silencio. Cinco minutos antes de la medianoche, Tommy Tonker, siguiendo
instrucciones de Mr. Nuth, que esperaba fuera, salió con una bolsa llena de anillos y
botones de camisa. Era una bolsa realmente liviana, mas los joyeros de París no
podrían igualarla sin hacer un pedido especial a África, así es que lord Castlenorman
tuvo que pedir prestados botones de hueso.
No hubo ni un solo rumor que susurrara el nombre de Nuth. Si dijera que esta
circunstancia se le subió a la cabeza, la afirmación molestaría a más de uno, pues sus
socios sostienen que su astuto juicio no se veía afectado por las circunstancias. Diré
por consiguiente que estimuló su genio para planear lo que ningún otro ladrón había
planeado antes. Ni más ni menos que robar la mansión de los gnoles. Y eso se lo
reveló a Tonker aquel hombre abstemio frente a una taza de té. Aunque Tonker no
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hubiera estado casi loco de orgullo por su reciente transacción, ni cegado por su
veneración por Nuth, habría aceptado el plan… pero de nada sirven las
lamentaciones. Él protestó respetuosamente: dijo que prefería no ir; se permitió argüir
que no era un asunto claro. Y al final, una ventosa mañana de octubre que amenazaba
tormenta les sorprendió a ambos siguiendo un rastro cerca de aquel espantoso bosque.
Sopesando pequeñas esmeraldas con simples pedazos de roca, Nuth averiguó el
peso probable de los adornos caseros que, según se creía, poseen los gnoles en la
angosta y elevada mansión en la que han morado desde muy antiguo. Decidieron
robar dos esmeraldas y transportarlas entre los dos envueltas en un capote; mas si
resultaban demasiado pesarlas, deberían arrojar inmediatamente una de ellas. Nuth
advirtió al joven Tonker contra la avaricia y le explicó que las esmeraldas valdrían
menos que un queso hasta que ellos estuvieran a salvo del espantoso bosque.
Todo había sido cuidadosamente planeado, y ya caminaban ambos en silencio.
No hallaron indicios de sendero alguno entre la siniestra penumbra de los árboles;
tampoco de hombres ni de ganado; desde hacía centenares de años no había pasado
por allí ni siquiera algún cazador furtivo en busca de elfos. No era posible penetrar
dos veces en los diminutos valles de los gnoles. Y, aparte de las cosas que allí habían
sucedido, los mismos árboles eran un aviso, no tenían el aspecto saludable que
presentan los que nosotros plantamos.
La aldea más próxima estaba a pocas millas y la parte posterior de todas sus casas
daba al bosque, aunque sin ninguna ventana en aquella dirección. Allí no hablaban de
él y en otras partes lo desconocían.
Nuth y Tommy Tonker se introdujeron en aquel bosque. No llevaban armas de
fuego. Tonker había pedido una pistola, mas Nuth le respondió que el ruido de un
disparo «nos lo echaría todo a perder», y no se habló más de ello.
Anduvieron todo el día por el bosque, internándose cada vez más en él. Vieron el
esqueleto de algún primitivo cazador furtivo de tiempos del rey Jorge, clavado en una
puerta bajo un roble. De vez en cuando divisaron a lo lejos una trampa para hadas. En
cierta ocasión, Tonker pisó un trozo de madera seca y endurecida, después de lo cual
permanecieron ambos inmóviles durante unos veinte minutos. Y el ocaso refulgió,
lleno de presagios, por entre los troncos de los árboles; y cayó la noche; y a la
caprichosa luz de las estrellas, como Nuth había previsto, llegaron a aquella casa
angosta y elevada donde los gnoles moraban en secreto.
Todo estaba tan silencioso en aquella inestimable casa que el decaído ánimo de
Tonker vaciló; mas al experimentado juicio de Nuth le pareció que aquel silencio era
excesivo. Y todo el tiempo el cielo presentó ese aspecto peor que un juicio oral, de
manera que Nuth, como ocurre a menudo cuando los hombres desconfían, tuvo
tiempo suficiente para temerse lo peor. Sin embargo, no abandonó el asunto sino que
mandó al prometedor joven que, mediante una escala, subiera con el instrumental
propio de su oficio al marco de la vieja ventana verde. Y en el momento en que
Tonker tocó las podridas tablas, el silencio, que, aunque ominoso, era terrenal, se hizo
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sobrenatural como el roce de un gul. Y Tonker escuchó su respiración que violaba el
silencio, y su corazón parecía un tambor furioso durante un ataque nocturno, y el
cordón de una de sus sandalias golpeó en uno de los peldaños de la escalera, y las
hojas del bosque enmudecieron, y la brisa de la noche se aplacó. Y Tonker rezó por
que algún topo o ratón hiciera ruido; mas no se movió ni una sola criatura; incluso
Nuth estaba inmóvil. E inmediatamente, antes de ser descubierto, el joven
prometedor se decidió, como debiera haber hecho mucho antes, a dejar aquellas
colosales esmeraldas en donde estaban y a no tener ya nada más que ver con la
angosta y elevada mansión de los gnoles, abandonando justo a tiempo el siniestro
bosque y retirándose enseguida del oficio para comprarse una casa en el campo.
Entonces descendió silenciosamente y le hizo señas a Nuth. Mas los gnoles le habían
observado a través de unos agujeros que habían horadado en los troncos de los
árboles, y al misterioso silencio siguieron, como una bendición, los apresurados
gritos de Tonker al ser atrapado por detrás… gritos cada vez más imperiosos hasta
hacerse incoherentes. Es inútil preguntar adónde le llevaron, no pienso decir lo que
hicieron.
Nuth observó durante un rato desde la esquina de la casa; mientras se frotaba la
barbilla, su cara mostraba una ligera sorpresa, pues el truco de los agujeros en los
árboles era nuevo para él. Entonces se escabulló ágilmente a través del espantoso
bosque.
«¿Atraparon también a Nuth?», me preguntarás, apreciado lector.
«Pues no, niño mío» (pues semejante pregunta es pueril). «Nadie atrapó jamás a
Nuth».
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DE CÓMO LLEGÓ UNO, COMO SE HABÍA PREDICHO, A LA
CIUDAD DE JAMÁS[52]
El niño que jugaba en las terrazas y jardines cerca de las colinas de Surrey nunca
supo que sería él quien llegaría a la Ciudad Más Remota, nunca supo que vería los
Abismos Inferiores, las barbacanas ni los sagrados minaretes de la más imponente
ciudad conocida. Ahora lo recuerdo de niño con una pequeña regadera roja
recorriendo los jardines un día de verano que iluminaba el cálido país del sur,
encantada su imaginación con todos los cuentos de aventuras del todo insignificantes,
mientras le estaba reservada aquella hazaña que los hombres admiran.
Mirando en otras direcciones, lejos de las colinas de Surrey, durante toda su
infancia vio aquel precipicio que, pared sobre pared y montaña sobre montaña, se
alza en los confines del Mundo y, en perpetua penumbra solo con la Luna y el Sol,
sostiene la inconcebible Ciudad de Jamás. Llamado estaba a pisar sus calles; la
profecía lo decía. Tenía el ronzal mágico, una soga vieja y raída que le había dado
una anciana caminante: tenía el poder de retener a cualquier animal cuya especie
nunca hubiese conocido la cautividad, como el unicornio, el hipogrifo Pegaso, los
dragones y los guivernos[53]; pero de nada servía con el león, la jirafa, el camello o el
caballo.
¡Cuántas veces hemos visto esa Ciudad de Jamás, ese prodigio de las Naciones!
No cuando es de noche en el Mundo, y no podemos ver más allá de las estrellas; no
cuando el sol brilla donde vivimos y deslumbra nuestros ojos; pero cuando el sol se
ha puesto en ciertos días de tormenta, arrepentido de repente por la tarde, y desvela
esos fastuosos acantilados que casi tomamos por nubes, y el crepúsculo está con
nosotros como está permanentemente con ellos, entonces vemos sobre sus relucientes
cumbres esos domos dorados que dominan los confines del Mundo y parecen danzar
con dignidad y sosiego en esa suave luz del atardecer que es innato lugar predilecto
del Prodigio. Entonces la Ciudad de Jamás, no frecuentada y lejana, se queda
mirando un buen rato a su hermano el Mundo.
Se había profetizado que él iría allí. Lo sabían cuando se formaron los guijarros y
antes de que las islas de coral les fueran dadas al mar. Y así llegó a cumplirse la
profecía y pasó a la historia, y por último al Olvido, del que la rescato mientras pasa
flotando, y en el que algún día caeré. Los hipogrifos danzan antes del amanecer en el
aire de arriba; mucho antes de que la salida del sol brille en nuestros prados ellos van
a relucir con una luz que todavía no ha llegado al Mundo, y mientras despunta el alba
desde las escabrosas colinas y las estrellas tienen la sensación de ir declinando hacia
la tierra, hasta que los rayos de sol rozan las copas de los árboles más altos, y los
hipogrifos descienden con un chasquido de plumas y pliegan las alas y galopan y se
alejan brincando hasta llegar a alguna ciudad próspera, rica y detestable, y en seguida
saltan desde los campos y se elevan para perderla de vista, perseguidos por su
horrible humo hasta llegar de nuevo al aire puro y azul.
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El que la profecía había anunciado desde hace mucho que llegaría a la Ciudad de
Jamás bajó un día a media noche con su ronzal mágico hasta la orilla de un lago
donde los hipogrifos se posaban al amanecer, pues allí el césped era suave y podían
galopar mucho antes de llegar a una ciudad, y allí esperó escondido cerca de las
huellas de sus pezuñas. Y las estrellas palidecieron un poco y se difuminaron, mas no
había todavía ningún otro indicio del alba, cuando aparecieron a lo lejos en medio de
la oscuridad más profunda dos puntitos azafranados, luego cuatro y después cinco:
eran los hipogrifos danzando y dando vueltas alrededor del sol. Se les unió otra
bandada, eran ya doce; danzaron allí, reflejando sus colores al sol, descendieron
lentamente en amplios círculos; abajo en la tierra los árboles se recortaban contra el
cielo, cada una de sus delicadas ramitas negras como el azabache; una estrella
desapareció de un enjambre, luego otra; y llegó el alba como música, como una
nueva canción. Unos patos salieron disparados hacia el lago desde los maizales
todavía oscuros, lejos sonaron voces, el agua empezó a tomar color, y los hipogrifos
siguieron regodeándose a la luz del sol, deleitándose en el cielo; pero cuando las
palomas se animaron en las ramas y el primer pajarito alzó el vuelo, y las pequeñas
fochas del carrizal se atrevieron a asomar, entonces bajaron de pronto los hipogrifos
con un estruendo de plumas y, al caer al suelo desde sus alturas celestes bañados por
la primera luz del día, el hombre cuyo destino desde hacía mucho tiempo era llegar a
la Ciudad de Jamás se levantó de un salto y atrapó al último con el ronzal mágico.
Aunque saltó, no pudo escaparse, ya que los hipogrifos son de una raza indómita, y la
magia tiene poder sobre lo mágico, de modo que el hombre lo montó y este volvió a
elevarse a las alturas de las que había venido, como un animal herido vuelve a casa.
Mas cuando llegaron arriba, aquel jinete audaz vio a su izquierda, enorme y bella, la
predestinada Ciudad de Jamás, y contempló las torres de Lel y Lek, de Neerib y de
Akathooma, y los riscos de Toldenarba reluciendo a la luz del crepúsculo como una
estatua de alabastro del Ocaso. Hacia ellos torció el ronzal, hacia Toldenarba y los
Abismos Inferiores; las alas del hipogrifo atronaban cuando el ronzal le hacía girar.
¿Qué se puede decir de los Abismos Inferiores? Su misterio es secreto. Algunos
sostienen que son los orígenes de la noche, y que de ellos procede la oscuridad que
envuelve al mundo por la noche, mientras que otros insinúan que su saber podría
destruir nuestra civilización.
Desde los Abismos Inferiores le observaban incesantemente los ojos de aquellos a
quienes correspondía tal deber; desde más adentro y a mayor profundidad surgieron
los murciélagos que allí habitan al ver la sorpresa en sus ojos; en los bastiones los
centinelas advirtieron aquella oleada de murciélagos y alzaron sus lanzas como si
estuvieran en guerra. Sin embargo, cuando se dieron cuenta de que la guerra que ellos
velaban no era tal las bajaron y le permitieron entrar, y en medio de un ruido de alas
cruzó la puerta de entrada a la tierra. Así llegó, como se predijo, a la Ciudad de
Jamás, encaramada en Toldenarba, y vio el crepúsculo tardío en aquellos pináculos
que no conocen otra luz. Todos los domos eran de cobre, pero las agujas que
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coronaban sus cimas eran de oro. Había pequeños peldaños de ónice en todas
direcciones. Sus calles, empedradas con ágatas, eran espléndidas. A través de
pequeños cristales cuadrados de cuarzo rosa los ciudadanos miraban desde sus casas.
Cuando miraban a lo lejos al Mundo exterior les parecía feliz. Aunque esta ciudad
vistiese siempre el mismo ropaje, a media luz, su belleza empero era digna de tan
deliciosa maravilla: ciudad y crepúsculo solo podían compararse mutuamente.
Construidos sus bastiones con una piedra desconocida en el mundo que pisamos,
extraída de no sabemos dónde, pero que los gnomos llaman abyx, devolvían al
crepúsculo su lustre de tal modo, color por color, que nadie podía decir cuáles eran
sus límites, cuáles los del crepúsculo eterno, y cuáles los de la Ciudad de Jamás;
ambos son hermanos gemelos, los hijos más bellos del Prodigio. El Tiempo había
pasado por ella, mas no para destruirla: había puesto de un hermoso color verde
pálido los domos que estaban hechos de cobre, el resto lo había dejado intacto,
incluso él, destructor de ciudades, ignoro mediante qué soborno lo evitó. No obstante,
con frecuencia lloraban en Jamás por el cambio, el paso a mejor vida, las catástrofes
lamentosas en otros mundos, y a veces construían templos a estrellas destruidas que
habían caído de la Vía Láctea envueltas en llamas, rindiéndoles culto todavía cuando
nosotros hace mucho tiempo que las olvidamos. Tienen otros templos… ¡quién sabe a
qué divinidades!
Y él, el único entre todos los hombres predestinado a llegar a la Ciudad de Jamás,
estaba muy contento de verla mientras recorría al trote sus calles de ágata, con las
alas de su hipogrifo recogidas, y veía a cada lado una maravilla tras otra de las que
hasta China ignora. Acto seguido, al acercarse a la muralla más alejada de la ciudad
por la que ninguno de sus habitantes rebullía, y mirar en una dirección a la que no
daban ninguna de las casas con ventanas rosadas, de pronto vio a lo lejos una ciudad
todavía más grande, que empequeñecía las montañas. No sabía si aquella ciudad se
edificó sobre el crepúsculo o se alzó desde las costas de algún otro mundo. Vio que
dominaba la Ciudad de Jamás y procuró llegar a ella; pero ante aquella desmedida
morada de colosos desconocidos el hipogrifo se asustó frenéticamente, y ni el ronzal
mágico ni nada que intentase pudieron hacer que el monstruo la mirase. Por fin,
desde las solitarias afueras de la Ciudad de Jamás por donde ningún habitante
paseaba, el jinete dio la vuelta despacio hacia la tierra. Ya sabía por qué todas las
ventanas daban a esa dirección: los habitantes del crepúsculo contemplaban el
mundo, no a lo que les superaba. A continuación, desde el último peldaño de la
escalera hacia la tierra, como el plomo atraviesa los Abismos Inferiores y desciende
por la cara resplandeciente de Toldenarba, el hombre bajó en picado a lomos de su
monstruo alado desde los eclipsados esplendores de la coronada de oro Ciudad de
Jamás y fuera del crepúsculo perpetuo: el viento, que a la sazón dormía, pegó un salto
como un perro ante aquel ataque, profirió un grito y los pasó corriendo. Abajo era
madrugada en el Mundo; la noche se alejaba sin rumbo fijo llevándose consigo su
velo; blancas neblinas daban vueltas y más vueltas a su paso, el orbe era gris pero
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brillaba, en las ventanas parpadeaban sorprendentemente las primeras luces, afuera
sobre remotos prados mojados las vacas iban a sus casas: incluso a esa hora las patas
del hipogrifo tocaron de nuevo los campos. Y en cuanto el hombre desmontó y quitó
su ronzal mágico el hipogrifo emprendió el vuelo al sesgo con un batir de alas y
regresó a algún lugar espacioso en el que su pueblo baila.
Y el que coronó el rutilante Toldenarba y fue el único hombre que llegó a la
Ciudad de Jamás goza de celebridad y fama entre las naciones; pero tanto él como los
moradores de aquella ciudad que ilumina el crepúsculo saben bien dos cosas
inimaginables para los demás hombres: ellos, que hay una ciudad más bella que la
suya; y él… que queda una hazaña por realizar.
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LA CORONACIÓN DE MR. THOMAS SHAP[54]
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Al igual que en el Negocio, se daba perfecta cuenta de la importancia y el valor
del método para aquella otra vida que llevaba. No dejaba que su fantasía vagara
demasiado lejos hasta conocer perfectamente sus principales aledaños. En particular
evitaba la jungla: no es que temiera encontrar allí un tigre (después de todo, no era
real), pero sí que pudieran agazaparse extrañas criaturas. Creó Larkar lentamente:
muralla a muralla, torres para los arqueros, puerta de latón, y todo lo demás. Y
entonces, un día se persuadió, y con toda razón, de que toda aquella gente vestida de
seda que recorría sus calles, sus camellos, sus mercancías procedentes de Inkustahn,
la misma ciudad, eran producto de su voluntad, por lo que él mismo se hizo a sí
mismo Rey. Después sonreía cuando la gente no se quitaba el sombrero a su paso por
las calles, mientras caminaba de la estación al Negocio; mas era lo suficientemente
práctico como para reconocer que era preferible no comentar esas cosas con los que
únicamente le conocían como Mr. Shap.
Ya que era Rey de la ciudad de Larkar y de todo el desierto que se extiende hacia
el este y el norte, dejó vagar más lejos su fantasía. Se llevó los regimientos de
camelleros y abandonó Larkar entre tintineos producidos por las campanillas de plata
que llevaban los camellos debajo de la barbilla, y llegó a otras remotas ciudades del
desierto que se alzaban al sol con sus blancas murallas y torres. Atravesó las puertas
de estas ciudades con sus tres regimientos vestidos de seda: el regimiento azul pálido
estaba a su derecha, el regimiento verde cabalgaba a su izquierda y el regimiento lila
iba delante. Cuando hubo atravesado las calles de cada una de las ciudades, y
observado las costumbres de sus gentes, y contemplado la forma en que el sol daba
en sus torres, se proclamó Rey allí mismo y a continuación siguió adelante con su
fantasía. De esa manera pasó de ciudad en ciudad y de país en país. Aunque Mr. Shap
era perspicaz, creo que pasó por alto el ansia de engrandecimiento del que tan a
menudo son víctimas los reyes. De manera que, cuando las primeras ciudades
abrieron sus relucientes puertas y vio que la gente se postraba ante su camello, y que
los lanceros le aclamaban a lo largo de innumerables balcones, y que los sacerdotes
salían a hacerle reverencias, él, que nunca había tenido siquiera la más modesta
autoridad en su mundo familiar, se volvió insensatamente insaciable. Apenas fue Rey
dejó que su fantasía vagase a velocidades desmesuradas, renunció al método, y ansió
ampliar sus fronteras; de manera que se internó cada vez más en terrenos
completamente desconocidos para él. La concentración que mostró en sus
desmesurados avances a través de países que la historia desconoce y de ciudades de
tan fantásticos baluartes que, aunque sus habitantes eran humanos, sin embargo el
enemigo al que temían no lo parecía tanto; el asombro con que percibió puertas y
torres desconocidas incluso para el arte, y gente furtiva afluyendo por intrincados
caminos para aclamarle como su soberano; todas esas cosas comenzaron a afectar su
capacidad para el Negocio. Sabía como cualquiera que su imaginación no podía
gobernar aquellas hermosas tierras a menos que el otro Shap, por insignificante que
fuera, estuviera bien amparado y alimentado: y el amparo y el alimento significan
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dinero, y el dinero Negocio. Su error se parecía más al de un jugador astuto que
ignorara la codicia humana. Un día su imaginación, vagando de buena mañana, llegó
a una ciudad espléndida como el alba, en cuyas opalescentes murallas había puertas
de oro, tan enormes que entre sus barrotes fluía un río en el que, cuando aquellas se
abrían, flotaban grandes galeones con las velas alzadas. De ellas salió danzando un
grupo instrumental que ejecutó una melodía alrededor de la muralla. Aquella mañana
Mr. Shap, el Shap corporal de Londres, se olvidó del tren que le conducía a la ciudad.
Hasta hacía un año nunca había imaginado nada; no hay por qué extrañarse de
que todas aquellas cosas recientemente imaginadas por su fantasía jugaran al
principio una mala pasada a la memoria de un hombre tan cuerdo. Dejó por completo
de leer los periódicos, perdió todo su interés por la política, y cada vez le importaban
menos las cosas que pasaban a su alrededor. Incluso volvió a ocurrirle aquella
desgraciada pérdida del tren de la mañana y la empresa le reprendió severamente por
ello. Mas él se consoló. ¿Acaso no le pertenecían Aráthrion y Argun Zeerith y todo el
litoral de Oora? E incluso cuando la empresa le criticó, contempló en su imaginación
a los yaks en viajes agotadores, lentas partículas sobre los campos nevados, portando
sus ofrendas; y vio los ojos verdes de los montañeses que le habían mirado de una
manera extraña en la ciudad de Nith cuando entró por la puerta del desierto. No
obstante, su lógica no le abandonó del todo; sabía que sus extraños súbditos no
existían, y estaba más orgulloso de haberlos creado en su mente que de poder
gobernarlos únicamente. Así que, en su orgullo, se consideraba más importante que
un Rey, sin atreverse a pensar exactamente en qué. Entró en el templo de la ciudad de
Zorra y permaneció allí algún tiempo solo: todos los sacerdotes se arrodillaron ante él
cuando salió.
Cada vez le importaban menos las cosas que a nosotros nos preocupan, los
asuntos propios de Shap, el hombre de negocios de Londres. Comenzó a despreciarle
con soberano desdén.
Un día, hallándose en Sowla, la ciudad de los thuls, sentado en el trono de
amatista, decidió, y al momento fue proclamado con trompetas de plata por todo el
país, que sería coronado Rey de todo el País de las Maravillas.
Delante de aquel viejo templo donde año tras año, durante más de mil, fueron
venerados los thuls, instalaron pabellones al aire libre. Los árboles que allí florecían
despedían radiantes fragancias, desconocidas en todos los países incluidos en los
mapas; las estrellas brillaban intensamente por aquel excelente motivo. Una fuente
lanzaba incesantemente hacia arriba con gran estrépito brazada tras brazada de
diamantes; un profundo silencio aguardaba a las trompetas doradas: se acercaba la
noche de la coronación. En lo alto de aquellos viejos y gastados escalones, que
bajaban no se sabe adónde, se encontraba el Rey con su manto de color esmeralda y
amatista, la antigua vestidura de los thuls; a su lado estaba la Esfinge que en las
pasadas semanas le había aconsejado en sus asuntos.
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Lentamente, subieron hacia él, de no se sabe dónde, ciento veinte arzobispos,
veinte ángeles y dos arcángeles, llevando la fabulosa corona, la diadema de los thuls.
Mientras ascendían hasta él, sabían que a todos ellos les esperaba un ascenso por su
labor aquella noche. Silencioso, majestuoso, el Rey les aguardaba.
En la planta baja los doctores fueron sentándose a cenar, los vigilantes pasaron
lentamente de una habitación a otra, y cuando, en aquel confortable dormitorio de
Hanwell, vieron al Rey todavía erguido y regio, resuelto, subieron hasta él y le
dijeron: «Váyase a la cama… la agradable cama». Así es que se acostó y pronto se
quedó dormido: el gran día había terminado.
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CHU-BU Y SHEEMISH[55]
Los martes por la tarde era costumbre en el templo de Chu-bu que el sacerdote
entrara y cantara: «Nadie existe salvo Chu-bu».
Y toda la gente se alegraba y gritaba: «Nadie existe salvo Chu-bu». Y ofrecían
miel a Chu-bu, y maíz y manteca de cerdo. De esta manera era glorificado.
Chu-bu era un ídolo algo antiguo, como puede comprobarse por el color de la
madera. Había sido esculpido en caoba y después pulimentado. Luego lo habían
erigido sobre un pedestal de diorita con un brasero delante para quemar especias y
dorados platos llanos para la manteca. De esta manera adoraban a Chu-bu.
Debía haber estado allí más de cien años, cuando un día los sacerdotes llegaron al
templo con otro ídolo y lo erigieron sobre un pedestal cerca de Chu-bu, cantando:
«También existe Sheemish».
Sheemish era a todas luces un ídolo moderno y, aunque su madera había
adquirido un tono rojo oscuro, podía uno figurarse que acababa de ser esculpido. Y
ofrecieron miel a Sheemish lo mismo que a Chu-bu, y también maíz y manteca de
cerdo.
La furia de Chu-bu no conoció límite de tiempo; estuvo furioso toda la noche y al
día siguiente todavía lo estaba. La situación exigía inmediatos prodigios.
Seguramente el ídolo no tenía potestad para devastar la ciudad con una peste que
matara a todos sus sacerdotes, por lo que sabiamente concentró los poderes divinos
que tenía a fin de originar un pequeño terremoto. «Así —pensaba Chu-bu— me
reafirmaré como único dios, y los hombres despreciarán a Sheemish».
Chu-bu insistió y volvió a insistir, mas el terremoto no llegaba todavía, cuando de
pronto se dio cuenta de que el aborrecido Sheemish osaba tratar de hacer un milagro
también. Dejó de ocuparse del terremoto y estuvo atento —¿o debería decir con todos
los sentidos alerta?— a lo que Sheemish estaba pensando, pues los dioses se enteran
de lo que pasa en la mente gracias a un sentido distinto a los otros cinco. Sheemish
trataba también de provocar un terremoto.
El móvil del nuevo dios era probablemente hacer valer sus derechos. Dudo que
Chu-bu comprendiera o se preocupase lo más mínimo por ese motivo; para un ídolo
inflamado de celos era suficiente que su detestable rival estuviera a punto de hacer un
milagro. Todo el poder de Chu-bu viró en redondo inmediatamente, oponiéndose
resueltamente al terremoto, por pequeño que este fuera. Durante algún tiempo todo
siguió igual en el templo de Chu-bu, sin que se produjera ningún terremoto.
Ser un dios y no poder realizar un milagro es una sensación desesperante; es
como si un hombre decidiera estornudar y no le saliera el estornudo; como si alguien
intentara nadar provisto de pesadas botas o pretendiera recordar un nombre
completamente olvidado: todos estos sufrimientos padecía Sheemish.
Y el martes llegaron los sacerdotes y los fieles, y todos adoraron a Chu-bu y le
ofrecieron manteca de cerdo, diciendo: «Oh, Chu-bu, que lo has creado todo»; y
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luego los sacerdotes cantaron: «También existe Sheemish»; y Chu-bu se avergonzó y
no habló en tres días.
En el templo de Chu-bu había pájaros sagrados, y al acercarse el tercer día y su
noche, la mente de Chu-bu descubrió, por así decirlo, que había excrementos en la
cabeza de Sheemish.
Y Chu-bu habló a Sheemish como hablan los dioses, sin mover los labios ni
siquiera alterar el silencio, diciendo: «Hay excrementos en tu cabeza, oh, Sheemish».
A lo largo de toda la noche murmuró una y otra vez: «Hay excrementos en la cabeza
de Sheemish». Y cuando al amanecer se oyeron voces a lo lejos, Chu-bu se mostró
exultante con el despertar de las cosas de la Tierra, y exclamó hasta que el sol estuvo
alto: «Excrementos, excrementos, hay excrementos en la cabeza de Sheemish»; y al
mediodía dijo: «Por tanto, Sheemish debe de ser dios». De esa manera dejó
confundido a Sheemish.
Y el martes llegó alguien y lavó su cabeza con agua de rosas, y de nuevo fue
adorado y le cantaron: «También existe Sheemish». Y Chu-bu todavía estaba
contento, pues decía: «La cabeza de Sheemish ha sido profanada», y de nuevo: «Su
cabeza fue profanada, es suficiente». Y he aquí que una tarde había también
excrementos en la cabeza de Chu-bu, circunstancia de la que se apercibió Sheemish
inmediatamente.
Con los dioses no ocurre como con los hombres. Nosotros nos enfadamos unos
con otros y cambiamos continuamente de parecer, mas la ira de los dioses es
perdurable. Chu-bu recordaba y Sheemish no olvidaba. Hablaron entre ellos como
nosotros no solemos hacer, en silencio, pero oyéndose el uno al otro, y sus puntos de
vista no eran como los nuestros. No deberíamos juzgarlos solamente mediante
criterios humanos. A lo largo de toda la noche hablaron y en todo ese tiempo
únicamente pronunciaron estas palabras: «Sucio Chu-bu». «Sucio Sheemish». «Sucio
Chu-bu», «Sucio Sheemish», toda la noche. Al amanecer su ira no se había agotado,
ni se habían hartado de acusarse mutuamente. Y, poco a poco, Chu-bu vino a darse
cuenta de que no era ni más ni menos que el igual de Sheemish.
Todos los dioses son celosos; mas esa igualdad con el advenedizo Sheemish, un
objeto de madera pintada cien años después que el propio Chu-bu, y la adoración a él
prestada en el templo del mismo Chu-bu, eran particularmente amargas. Aunque
fuera dios, Chu-bu era celoso; y cuando llegó de nuevo el martes, tercer día de la
adoración a Sheemish, Chu-bu no pudo soportarlo más. Sentía que debía manifestar
su enojo a toda costa, y con toda la vehemencia de su voluntad reanudó sus intentos
de provocar un pequeño terremoto. Nada más irse del templo los adoradores, Chu-bu
se concentró a fin de realizar el milagro; de vez en cuando sus meditaciones se veían
alteradas por la ya familiar máxima «Sucio Chu-bu»; mas Chu-bu perseveraba
ferozmente, sin dejar de decir lo que quería decir y ya había dicho novecientas veces,
y pronto cesaron incluso esas interrupciones.
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Cesaron porque Sheemish había retomado un proyecto que nunca había
abandonado del todo: el deseo de exaltarse e imponerse a Chu-bu, realizando un
milagro; y, como estaban en una zona volcánica, había elegido un pequeño terremoto
como milagro más fácilmente asequible a un dios pequeño.
Ahora bien, un milagro solicitado a la vez por dos dioses tiene el doble de
probabilidad de cumplirse que si es deseado por uno solo, y una posibilidad
incalculablemente mayor que cuando dos dioses tiran cada uno por su lado; como
ocurre en el caso de dioses más antiguos y más importantes, cuando el sol y la luna
apuntan a la misma dirección tenemos las mayores mareas.
Chu-bu nada sabía de la teoría de las mareas, y estaba demasiado ocupado con su
milagro para darse cuenta de lo que Sheemish estaba haciendo. Y súbitamente se
consumó el milagro.
Fue un terremoto muy localizado, pues existen otros dioses además de Chu-bu o
incluso Sheemish, y estos habían querido que fuera pequeño; mas derribó algunos
monolitos de una columnata que soportaba un ala del templo e hizo caer todo un
muro del mismo; y las humildes casuchas de los habitantes de aquella ciudad
temblaron un poco, y algunas puertas se bloquearon y no podían abrirse. Ni Chu-bu
ni Sheemish pretendían hacer nada más; mas habían puesto en marcha una vieja ley
más antigua que el propio Chu-bu: la ley de la gravedad, que aquella columnata había
aplacado durante centenares de años; y el templo de Chu-bu se estremeció, luego se
tambaleó una vez y finalmente se derrumbó sobre las cabezas de Chu-bu y Sheemish.
Nadie lo reconstruyó, pues nadie osaba acercarse a dioses tan terribles. Algunos
dijeron que Chu-bu hizo el milagro; otros dijeron que fue Sheemish; y se originó un
cisma. Los más débiles, alarmados por el encono de las sectas rivales, buscaron un
término medio y dijeron que ambos lo habían realizado; mas ninguno de ellos adivinó
la verdad: que se hizo por rivalidad.
Y un rumor surgió, y ambas sectas lo compartieron: quien tocase a Chu-bu o
mirase a Sheemish, moriría.
Así fue como llegó a mis manos Chu-bu cuando una vez realicé un viaje más allá
de las Colinas de Ting. Lo encontré en el derrumbado templo de Chu-bu: sus manos y
dedos de los pies sobresalían de los escombros, y estaba tendido boca arriba. Y en esa
misma postura en que lo encontré lo he mantenido hasta la fecha sobre la repisa de la
chimenea; de esa manera está menos expuesto a ser derribado. Sheemish estaba roto,
de manera que lo dejé donde estaba.
Y Chu-bu parece tan desvalido, con sus regordetas manos alzadas, que, a veces,
me entran ganas de inclinarme ante él y rezarle, diciendo: «Oh, Chu-bu, tú que lo has
creado todo, ayuda a tu siervo».
Chu-bu no puede hacer mucho, aunque estoy seguro de que en cierta ocasión en
una partida de bridge me envió un as de triunfos, después de que en toda la velada no
había tenido una sola carta que mereciera la pena. Y la suerte podía haber hecho por
mí otro tanto, mas eso no se lo conté a Chu-bu.
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LA VENTANA MARAVILLOSA[56]
La policía estaba haciendo circular al viejo de indumentaria oriental, y eso fue lo que
hizo que se fijase en él, y en el paquete que llevaba debajo del brazo, el señor
Sladden, quien se ganaba el sustento en los almacenes de los Sres. Mergin y Chater, o
sea en su establecimiento.
El señor Sladden tenía fama de ser el joven más atontado para los Negocios: un
asomo —un simple atisbo— de fantasía hacía que se quedase con la mirada perdida,
como si las paredes de la tienda fuesen de gasa y Londres mismo fuese una pura
ficción, en lugar de atender a los clientes.
El solo hecho de que el mugriento papel que envolvía el paquete del viejo
estuviera cubierto de letras árabes bastó para suscitar en el señor Sladden ideas de
aventura, y siguió tras él hasta que se dispersó la pequeña multitud, y el extranjero se
detuvo en el bordillo de la acera, desenvolvió el paquete, y se dispuso a vender su
contenido. Era una ventanita de madera vieja con pequeños cristales emplomados;
tenía como un pie de ancho, y menos de dos pies de alto. El señor Sladden jamás
había visto vender una ventana en la calle, así que preguntó el precio.
—Su precio es todo lo que usted tenga —dijo el viejo.
—¿De dónde la ha sacado? —dijo el señor Sladden, porque era una ventana muy
rara.
—Di por ella todo lo que tenía, en las calles de Bagdad.
—¿Y tenía mucho? —dijo el señor Sladden.
—Tenía cuanto quería —dijo—, menos esta ventana.
—Debe de ser una buena ventana —dijo el joven.
—Es una ventana mágica —dijo el viejo.
—Yo sólo llevo encima diez chelines; pero en casa tengo quince, y seis peniques.
El viejo meditó un momento.
—Entonces, el precio de la ventana es de veinticinco chelines y seis peniques —
dijo.
Sólo cuando quedó cerrado el trato, y pagó los diez chelines, y le acompañaba el
extraño viejo para cobrar sus quince chelines y seis peniques y colocarle la mágica
ventana en su única habitación, se le ocurrió al señor Sladden que no necesitaba
ninguna ventana. Pero ya estaban en la puerta de la casa donde tenía alquilada la
habitación, y parecía demasiado tarde para entrar en explicaciones.
El extranjero pidió que le dejase solo mientras colocaba la ventana, así que el
señor Sladden se quedó delante de la puerta, al final de un pequeño tramo de
crujientes escalones. No oyó ruido de martillazos.
Poco después salió el extraño viejo con su descolorida túnica amarilla y su larga
barba, y con la mirada perdida en la lejanía. «Ya está», dijo; y se despidieron él y el
joven. Y si siguió en Londres como una mancha de color y un anacronismo, o regresó
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a Bagdad, y qué oscuras manos pusieron en circulación sus veinticinco chelines y seis
peniques, son cosas que el señor Sladden no llegó a saber jamás.
El señor Sladden entró en la habitación de desnudo entarimado donde dormía y
pasaba todas sus horas de recogimiento desde que cerraban hasta que abrían los Sres.
Mergin y Chater. Para los penates de tan desastrada habitación, su impecable levita
debía de ser objeto de constante admiración. El señor Sladden se la quitó y la dobló
cuidadosamente; y allí, en la pared, un poco alta, estaba la ventana del viejo. Hasta
este momento no había habido ninguna ventana en esa pared, ni otro adorno que una
pequeña alacena; así que cuando el señor Sladden hubo guardado con todo esmero su
levita, echó una mirada por su nueva ventana. Ocupaba el sitio donde había estado
antes la alacena en la que guardaba los cacharros del té: ahora los tenía encima de la
mesa. Cuando el señor Sladden miró por su nueva ventana declinaba ya la tarde de
ese día de verano: las mariposas habrían cerrado sus alas hacía rato, aunque aún no
habrían salido los murciélagos a hacer sus recorridos… Pero esto era Londres: las
tiendas habían cerrado, aunque aún no habían encendido las luces de las calles.
El señor Sladden se frotó los ojos, después frotó la ventana, y vio todavía un cielo
azul intenso; y allá abajo, a una distancia desde la que no le llegaban ni el ruido ni el
humo de las chimeneas, percibió una ciudad medieval erizada de torres. Techumbres
marrones, calles empedradas, y luego blancas murallas y contrafuertes; y más allá,
campos verdes y minúsculos riachuelos. En lo alto de las torres había arqueros
recostados, y piqueros a lo largo de las murallas; de cuando en cuando, alguna carreta
recorría una calle vetusta, cruzaba pesadamente la puerta de la ciudad, y salía al
campo; de cuando en cuando, entraba alguna que otra, también, procedente de la
bruma que iba cubriendo los campos con el atardecer. A veces, la gente asomaba la
cabeza a sus ventanas enrejadas; otras, se ponía a cantar algún trovador ocioso, y
nadie tenía prisa ni se atribulaba por nada. Aunque la altura era enorme y vertiginosa
—porque el señor Sladden se encontraba, al parecer, más alto que una gárgola de
catedral—, sin embargo, percibió con toda claridad un detalle clave: las banderas que
ondeaban en cada torre, por encima de los indolentes arqueros, ostentaban pequeños
dragones dorados sobre un campo blanco puro.
Por la otra ventana le llegaba el estruendo de los autobuses y el vocear de los
vendedores de periódicos.
El señor Sladden se volvió más soñador que nunca, después de eso, en el
establecimiento de los Sres. Mergin y Chater. Pero en un asunto se reveló lúcido y
alerta: hacía constantes y minuciosas indagaciones acerca de una bandera blanca con
dragones de oro, y no hablaba con nadie sobre su maravillosa ventana. Llegó a
saberse las banderas de todos los reyes de Europa, se interesó incluso por la historia,
e hizo averiguaciones en los comercios familiarizados con la heráldica; pero en
ninguna parte consiguió descubrir el menor rastro de pequeños dragones de oro sobre
campo argén. Y considerando que aquellos dorados dragones ondeaban para él solo,
llegó a quererlos como un exiliado en el desierto puede querer los lirios de su tierra
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natal, o un enfermo a las golondrinas cuando sabe que no es fácil que viva otra
primavera.
En cuanto los Sres. Mergin y Chater echaban el cierre, el señor Sladden regresaba
a su sórdida habitación, a mirar por la maravillosa ventana, hasta que oscurecía y
pasaba la guardia, linterna en mano, haciendo la ronda de las murallas, y surgía la
noche como si fuese de terciopelo, cuajada de estrellas desconocidas. Otro dato clave
intentó obtener una noche, trazando en un papel las figuras de las constelaciones;
pero tampoco le llevó esto a ninguna parte, ya que no se parecían en nada a las que
brillaban en uno y otro hemisferio.
Todos los días, en cuanto se despertaba, lo primero que hacía era ir a la ventana
maravillosa: y allí estaba la ciudad, diminuta por la distancia, brillando a la luz
matinal, con los dragones de oro danzando al sol, y los arqueros estirándose o
balanceando los brazos en las torres azotadas por el viento. La ventana no se abría, de
manera que no oía las canciones que los trovadores cantaban al pie de los dorados
balcones; ni siquiera oía los carillones de los campanarios, aunque a cada hora veía
salir las cornejas disparadas de sus nidos. Y lo primero que hacía él siempre era echar
una ojeada a las torres que descollaban por encima de las murallas, para ver si
seguían volando los pequeños dragones de oro sobre sus banderas. Y cuando los veía
ondear en cada torre sobre blancos pliegues, contra el azul intenso y maravilloso del
cielo, se vestía contento y, tras una última ojeada, se marchaba al trabajo con el
espíritu radiante. Les habría sido difícil a los clientes de los Sres. Mergin y Chater
adivinar la exacta ambición del señor Sladden mientras les atendía con su elegante
levita: ser hombre de armas o arquero para luchar, bajo los pequeños dragones de oro
que tremolaban sobre una bandera blanca, en favor de un rey desconocido de una
ciudad inaccesible. Al principio, el señor Sladden solía dar vueltas y vueltas en torno
a la calleja miserable donde vivía, pero no consiguió averiguar nada; y no tardó en
advertir que debajo de su ventana maravillosa soplaban aires muy distintos de los del
otro lado de la casa.
En agosto, las tardes comenzaron a acortar —ese fue precisamente el comentario
que le hicieron los otros empleados de los almacenes, por lo que casi temió que
sospecharan su secreto—, y tuvo mucho menos tiempo que poder dedicar a la
ventana maravillosa, ya que había pocas luces abajo, y las apagaban temprano.
Una mañana de finales de agosto, antes de salir para el trabajo, el señor Sladden
vio que una compañía de piqueros corría por la calle empedrada en dirección a las
puertas de la ciudad medieval, la Ciudad de los Dragones de Oro solía llamarla él,
pero sólo en su pensamiento, ya que mima hablaba de ella con nadie. Lo siguiente
que observó fue que los arqueros de las torres hablaban vivamente entre sí y se
repartían manojos de flechas, además de las que llevaban en las aljabas. En las
ventanas se asomaban más cabezas de lo habitual; una mujer salió corriendo, llamó a
unos niños y los metió en casa; pasó un caballero calle abajo, y a continuación
aparecieron más piqueros en las murallas; y las cornejas estaban todas en el aire. En
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la calle no cantaba ningún trovador. El señor Sladden echó una mirada a las torres
para comprobar que seguían izadas las banderas, y que ondeaban al viento los
dorados dragones. Luego tuvo que irse al trabajo. Esa tarde cogió el autobús para
volver y subió la escalera corriendo. No parecía ocurrir nada especial en la Ciudad de
los Dragones de Oro, aparte de haber una multitud en la calle empedrada que se
dirigía a las puertas de la ciudad; los arqueros parecían seguir indolentemente
recostados en sus torres, como de costumbre; luego arriaron una bandera blanca con
sus dragones dorados. No se dio cuenta el señor Sladden, al pronto, de que los
arqueros estaban todos muertos. La multitud venía en riada hacia él, hacia el altísimo
muro desde donde observaba: los de la bandera blanca cubierta de dragones
retrocedían poco a poco, acosados por unos hombres que portaban otra bandera, una
bandera en la que había un gran oso rojo. Arriaron otra bandera de una torre.
Entonces lo comprendió todo: los dragones de oro… sus pequeños dragones de oro,
estaban siendo derrotados. Los hombres del oso habían llegado al pie de su ventana;
cualquier cosa que les arrojase desde esa altura caería con fuerza tremenda: los
hierros de la chimenea, carbón, su reloj, lo que fuese; pero tenía que luchar por sus
pequeños dragones de oro. De una de las torres brotó una llamarada que lamió los
pies de un arquero reclinado: no se movió. Seguidamente, dejó de ver el estandarte
extranjero, que se había situado justo debajo de él. El señor Sladden rompió los
cristales de la ventana maravillosa y desprendió con el atizador el plomo que los
sujetaba. En el instante mismo de romperse el cristal, vio tremolar aún una bandera
cubierta de dragones de oro; luego, al dar un paso atrás para arrojar el atizador, le
llegó un aroma de especias misteriosas; pero no había nada allí, ni siquiera claridad;
porque tras los fragmentos de la ventana maravillosa no estaba sino la pequeña
alacena donde guardaba los cacharros del té.
Y aunque el señor Sladden es hoy más viejo, y conoce más el mundo, y hasta
tiene su propio negocio, jamás ha podido comprar otra ventana igual ni, desde
entonces, ha logrado averiguar una sola palabra, por los libros o los hombres, sobre la
Ciudad de los Dragones de Oro.
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EPÍLOGO
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EL POSTRER LIBRO DE LOS PRODIGIOS
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PREFACIO
a la edición inglesa[57]
Estos cuentos son cuentos de paz. Los que recuerden la paz y los que la verán de
nuevo pueden alegrarse de apartar la mirada, aunque sea por un momento, de un
mundo de barro, sangre y uniformes caquis, y de leer durante un rato sobre ciudades
demasiado agradables para ser ciertas.
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PREFACIO
a la edición americana
Ebrington Barracks
16 de agosto de 1916
Ignoro dónde puedan estar ustedes cuando lean este prefacio. Cuando lo escribo, en
agosto de 1916, yo estoy en Ebrington Barracks (Londonderry), recuperándome de
una herida leve. Pero no importa mucho dónde me encuentre; mis sueños están aquí
ante ustedes en las siguientes páginas, y cuando se escribe en una época en la que la
vida no vale nada, los sueños me parecen lo más preciado, lo único que sobrevive.
Ahora mismo la civilización europea casi parece haber llegado a su fin, y nada
parece crecer en sus campos devastados salvo la muerte, sin embargo eso es pasajero
y los sueños volverán de nuevo y florecerán como antaño, aún más radiantes por ese
terrible destrozo, de la misma manera que las flores brotarán de nuevo donde ahora
hay trincheras y, cuando la añorada Libertad haya vuelto a Flandes, las primaveras se
guarecerán en los agujeros dejados por los obuses durante muchas estaciones.
Para algunos de ustedes en Estados Unidos esta contienda puede parecer
innecesaria y ruinosa, como son a menudo las contiendas de otras naciones; pero se
trata de que, aunque nos maten a todos, haya canciones de nuevo, mientras que, si nos
rendimos y así sobrevivimos, nunca más podrá haber canciones ni sueños, ni ninguna
de esas cosas festivas e inocentes.
Y no lamenten las vidas que hayamos perdido, o la tarea que la muerte haya
llevado a cabo, pues la guerra no es un accidente que la diligencia del hombre podía
haber evitado, sino que es tan natural, aunque no tan habitual, como las mareas;
lamenten más bien las cosas que la marea se ha llevado por delante, que destruye y
limpia y desmenuza, y respeta los proyectiles más diminutos. Por eso no escribiré
nada más sobre nuestra guerra, sino que les ofrezco estos libros de sueños desde
Europa, como en el último momento se tiran las cosas de valor, al menos para uno
mismo, de una casa en llamas.
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UN CUENTO DE LONDRES[58]
—Ven —dijo el Sultán a su comedor de hachís, en las tierras más lejanas que se
conocen en Bagdad—, ahora sueña para mí con Londres.
Y el comedor de hachís hizo una pequeña reverencia y se sentó en el suelo con las
piernas cruzadas sobre un almohadón púrpura bordado con dedales de oro, junto a un
cuenco de marfil en el que estaba el hachís y, después de haber comido de él
generosamente, parpadeó siete veces y habló así:
—Oh, Aliado de Dios, has de saber, pues, que Londres es la ciudad más deseada
de todas las urbes de la Tierra. Sus casas son de ébano y cedro y las techan con
delgadas planchas de cobre que la acción del Tiempo vuelve verdes. Tienen balcones
dorados, en los que hay amatistas, donde se sientan a ver la puesta del sol. En el
crepúsculo, los músicos recorren sigilosamente las calles; inaudibles, sus pies pisan la
blanca arena de mar con la que aquellas calles están cubiertas y, en la oscuridad de
pronto tocan salterios y otros instrumentos de cuerda. Entonces hay murmullos en los
balcones alabando su habilidad, y en recompensa les arrojan pulseras y collares de
oro e incluso perlas.
»La verdad es que la ciudad es bella; aparte de las calles cubiertas de arena hay
un pavimento de alabastro, y a lo largo de él los faroles son de crisoprasa[59] y
durante toda la noche brillan verdes, aunque los faroles de los balcones son de
amatista.
»Mientras los músicos pasan por las calles los bailarines se reúnen alrededor de
ellos y bailan sobre las losas de alabastro, por placer y no por dinero. A veces se abre
una ventana allá arriba en un palacio de ébano y arrojan una guirnalda a un bailarín o
les inundan de orquídeas.
»La verdad es que he soñado con muchas ciudades, pero con ninguna más bella;
el hachís me ha llevado a atravesar muchas puertas metropolitanas de mármol, pero
Londres es su secreto, la última puerta de todas ellas; el cuenco de marfil no tiene
nada más que mostrar. Y lo cierto es que aun así los diablillos que bullen detrás de mí
y no me dejan en paz me están tirando del hombro y me piden que mi espíritu
regrese, pues saben muy bien que he visto demasiado. “No, Londres no”, dicen; y por
consiguiente hablaré de alguna otra ciudad; una ciudad de algún país menos
misterioso, y no enojaré a los diablillos con cosas prohibidas. Hablaré de Persépolis o
de la famosa Tebas.
El rostro del Sultán esbozó un asomo de enfado, una expresión de furia que
apenas se había visto, pero en aquellos países se fijaban mucho en su rostro y, aunque
su espíritu vagaba lejos y el hachís había nublado sus ojos, el narrador percibió en el
acto que aquella mirada significaba muerte e hizo que su espíritu volviera
inmediatamente a Londres, como un hombre entra corriendo en su casa cuando
truena.
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—Y por consiguiente —continuó—, en la ciudad deseada, en Londres, todos los
camellos son de color blanco puro. Extraordinaria es la rapidez de sus caballos, que
tiran por aquellas calles cubiertas de arena de carros de marfil que son de
incomparable ligereza, y llevan en sus cabezas campanillas de plata. Oh, Aliado de
Dios, ¡si vieras a sus mercaderes! ¡La magnificencia de sus vestidos al mediodía! No
son menos espléndidos que esas mariposas que flotan por sus calles. Tienen
sobretodos verdes y vestiduras azul celeste, enormes flores púrpura brillan en sus
sobretodos, cosidas con hábiles agujas, los centros de las flores son de oro y los
pétalos de púrpura. Todos sus sombreros son negros… (“No, no”, dijo el Sultán)…
pero ponen lirios en las alas y encima de las copas flotan plumas verdes.
»Tienen un río al que llaman Támesis, que remontan barcos con velas violetas
que llevan incienso para los pebeteros que perfuman las calles, nuevas canciones
intercambiadas por oro a tribus extranjeras, plata en bruto para las estatuas de sus
héroes, oro para hacer balcones donde se sientan sus mujeres, grandes zafiros para
premiar a sus poetas, los secretos de ciudades antiguas y países desconocidos, los
conocimientos de los habitantes de islas lejanas, esmeraldas, diamantes y los tesoros
del mar. Y cada vez que arriba un barco y aferra sus velas violetas, y se difunde por
Londres la noticia de que ha llegado, entonces todos los mercaderes bajan al río a
hacer trueques, y durante todo el día los carros pasan por las calles, y el ruido de su
paso es un estruendo enorme que dura hasta el atardecer, su estruendo es como…
—No es así —dijo el Sultán.
—La verdad no se le oculta al Aliado de Dios —respondió el comedor de hachís
—, he errado, ebrio por el hachís, pues en la ciudad deseada, incluso en Londres, es
tan espesa la capa de blanca arena de mar en las calles con la que la ciudad espejea
que no llega ningún sonido del paso de los aurigas, sino que marchan silenciosamente
como una ligera brisa marina.
—Eso está bien —dijo el Sultán.
—Bajan silenciosamente al puerto donde están las naves, y la mercancía que
viene por mar, entre las maravillas que muestran los marineros, en tierra junto a los
enormes barcos, y al atardecer regresan silenciosamente a sus hogares.
»Oh, que el Munificente, el Ilustre, el Aliado de Dios, siquiera hubiera visto estas
cosas, hubiera visto a los joyeros con sus cestos vacíos, regateando allí junto a los
barcos, cuando subían de la bodega los barriles de esmeraldas. O que hubiera visto
los surtidores en tazas de plata en medio de las calles. He visto pequeñas agujas en
sus casas de ébano, y eran todas de oro, los pájaros se pavoneaban allí en los tejados
de cobre, de una aguja de oro a la otra, que no hay nada que les iguale en esplendor
en todos los bosques del mundo. Y encima de Londres, la ciudad deseada, el cielo es
de un azul tan intenso que solo por eso el viajero puede saber adónde ha llegado, y
puede finalizar su afortunado viaje. Ni tampoco hace demasiado calor en Londres con
cualquier otro color del cielo, pues a lo largo de sus calles sopla siempre un suave
viento del sur que refresca la ciudad.
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»Así es en verdad la ciudad de Londres, oh, Aliado de Dios, situada muy lejos al
otro lado de Bagdad, sin par por la belleza o excelencia de sus calles entre todas las
poblaciones de la tierra o las ciudades de los cantares; y aun así, como he dicho, sus
afortunados ciudadanos viven, con sus corazones imaginando siempre cosas bellas, y
gracias a la belleza de su buena labor, que cada año es más abundante, recibiendo
nuevas inspiraciones para realizar cosas todavía más bellas.
—¿Y es bueno su gobierno? —dijo el Sultán.
—Muy bueno —dijo el comedor de hachís, y cayó de espaldas al suelo.
Se quedó así y permaneció callado. Y cuando el Sultán se dio cuenta de que ya no
hablaría más aquella noche, sonrió y aplaudió levemente. Y hubo envidia en aquel
palacio, en tierras más allá de Bagdad, de todo lo que impera en Londres.
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TRECE A LA MESA[60]
Ante una espaciosa chimenea de tipo antiguo, cuando los leños ardían animadamente,
y se hallaban los hombres sentados a su alrededor, con sus pipas y sus vasos, en
cómodas butacas, y fuera el tiempo era tormentoso y dentro se estaba confortable, y
la época del año —dado que era Navidad— y la hora de la noche, todo en fin,
inclinaba a lo espectral y lo misterioso, comenzó a hablar el ex dueño de los
podencos, y contó el siguiente relato.
Una vez tuve una extraña experiencia, también. Fue cuando tenía a Bromley y
Sydenham, el año que me deshice de ellos… Concretamente, fue el último día de la
temporada. No merecía la pena seguir puesto que ya no quedaban zorros en el
condado, y Londres se nos estaba echando encima. Podías verlo desde las perreras,
todo a lo largo del horizonte, como un terrible ejército gris, con montones de hoteles
que anualmente se internaban en nuestros valles como su avanzadilla. La mayoría de
nuestros reductos estaba en lo alto de las colinas, y a medida que la ciudad avanzaba
hacia los valles, los abandonaban los zorros y se retiraban del campo para no volver
más. Creo que se iban de noche, y que recorrían grandes distancias. Pues bien: era a
principios de abril y no habíamos cazado nada en todo el día; y en la última salida, la
ultimísima de la temporada, dimos con un zorro. Abandonaba el matorral, dejando
atrás Londres con sus vías del tren y sus hoteles y sus tendidos eléctricos, y se
escabullía hacia el paisaje gredoso y abierto de Kent. Inmediatamente sentí lo mismo
que había sentido de niño, un día de verano, al descubrir felizmente entornada la
puerta del jardín donde solía jugar, y la abrí, y vi ante mí los anchos campos y los
ondulantes trigales.
Adoptamos un galope regular, comenzó a deslizarse el terreno debajo de nosotros,
y se levantó un fuerte viento lleno de frescor. Dejamos las tierras arcillosas donde
crece el helecho, y llegamos a un valle, en el límite de la creta. Cuando bajábamos
hacia él, vimos al zorro que subía por el otro lado como una sombra que cruza la
tarde, y se internaba en un bosque que había arriba. Vimos un rodal de prímulas en el
bosque, y salimos al otro lado, con los perros siguiendo el rastro a la perfección, y el
zorro corriendo en línea recta. Entonces comprendí que habíamos emprendido una
larga persecución; este pensamiento me hizo aspirar profundamente: el sabor del aire
de aquella tarde perfecta de primavera, tal como le llegaba a uno cabalgando, junto
con la idea de una gran galopada, era como de un vino raro y añejo. Ahora íbamos de
cara a otro valle, hacia el que descendían amplios campos de setos bajos, en el fondo
del cual espejeaba un riachuelo azul y cantarín, y humeaba una anárquica aldea; la luz
del sol, en las laderas opuestas, danzaba como un hada; y arriba fruncía el ceño un
viejo bosque, pero soñaba con la primavera. El «equipo» había disminuido, nos
habíamos alejado bastante, y mi única compañía humana era James, mi viejo primer
montero, que tenía un instinto de sabueso, y una animosidad personal contra el zorro
que incluso le agriaba el modo de hablar.
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El zorro cruzó el valle derecho como una vía de tren, y nosotros lo seguimos sin
obstáculos por arriba, por el bosque. Recuerdo que oía cantar o gritar a los hombres,
de regreso del trabajo, y otras veces silbar a los niños; los ruidos del pueblo llegaban
al bosque, en lo alto del valle. Después, no vi más aldeas, y los valles subían y
bajaban uno tras otro ante nosotros como cuando se navega por un mar extraño y
tempestuoso; delante, el zorro iba cara al viento como el fabuloso Buque fantasma.
No había nadie a la vista, aparte de mi primer montero y yo; los dos habíamos subido
a nuestro segundo caballo al llegar al último puesto. Nos detuvimos dos o tres veces
en aquellos grandes valles solitarios, más allá de la aldea, pero yo empecé a tener
inspiraciones: me vino la extraña certeza de que aquel zorro seguiría corriendo de
cara al viento hasta morir, o hasta que llegase la noche y no fuese posible perseguirlo,
así que abandoné las tácticas usuales, y me limité a continuar en línea recta; y
volvimos a coger el rastro inmediatamente. Creo que el zorro aquel era el último que
quedaba en las tierras invadidas por los hoteles, y que se disponía a abandonarlas y
retirarse a las remotas tierras altas, lejos de los hombres; de manera que si
hubiésemos ido nosotros al día siguiente, ya no habría estado allí; y lo que estábamos
haciendo no era sino remedar su viaje.
El crepúsculo empezaba a caer sobre los valles; sin embargo, los perros corrían
como sombras perezosas pero inquietas de nubes en un día de verano; oímos a un
pastor llamar a su perro, vimos dos muchachas que se dirigían hacia una granja
oculta, una de ellas cantando suavemente; ningún otro sonido, salvo el nuestro,
turbaba la paz y la soledad de unos parajes que parecían no conocer aún las
invenciones del vapor o de la pólvora (del mismo modo que en China, dicen, en
algunas de sus remotas montañas, se ignora que han estado en guerra con Japón).
Y ahora se estaban agotando el día y nuestros caballos; pero aquel zorro decidido
resistía. Yo empezaba a sentirme cansado de la carrera, y a preguntarme dónde
estábamos. El último mojón que había visto antes había quedado unas cinco millas
atrás, y de allí al punto de partida había lo menos diez millas más. ¡Ojalá
consiguiéramos hacernos con él! A continuación se puso el sol. Me pregunté qué
posibilidades teníamos de abatir a nuestro zorro. Eché una mirada a la cara de James,
que cabalgaba junto a mí. No parecía haber perdido la confianza, aunque su caballo
iba igual de cansado que el mío. Era un atardecer claro y tranquilo, y el rastro era más
intenso que nunca, y las cercas bastante cómodas; pero aquellos valles eran
terriblemente agotadores, y seguían sucediéndose uno tras otro. Parecía como si la luz
se empeñase en vencer toda capacidad de resistencia del zorro y de los caballos, si el
rastro seguía siendo bueno y no caía él a tierra; en otro caso, la noche pondría fin a la
aventura. Hacía rato que no veíamos casas ni caminos, sino sólo pendientes de creta
en las que incidía la luz del crepúsculo, y alguna que otra oveja, y bosquecillos
diseminados que iban ennegreciendo con el anochecer. En determinado momento,
comprendí de repente que se había acabado la luz, y que teníamos la noche encima.
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Miré a James: iba meneando la cabeza con gesto serio. De súbito, en un pequeño
valle boscoso, vimos asomar por encima de los robles la techumbre rojiza de una casa
vieja y singular; en ese instante descubrí al zorro a cincuenta yardas escasas de
nosotros. Nos metimos en un bosque, y salimos inesperadamente a plena vista de la
casa; pero no había ningún camino o sendero que condujese hasta ella, ni vimos
rodadas de carro por ninguna parte. Las luces brillaban ya, aquí y allá, en las
ventanas. Estábamos en un parque, en un parque magnífico, aunque increíblemente
descuidado: había zarzas por todas partes. Había oscurecido demasiado ya para ver al
zorro, pero sabíamos que no podía más de cansancio; justo delante de nosotros
teníamos a los perros… y una cerca de roble de cuatro pies. No habría debido intentar
saltarla con un caballo fresco, al principio de la carrera, y el que montaba ahora casi
estaba dando las últimas boqueadas. Pero, ¡qué persecución!, era todo un
acontecimiento en la vida. Los perros se perdieron en la oscuridad, pisándole los
talones al zorro, mientras que yo me quedé dudando. Decidí intentarlo. El caballo se
levantó unas ocho pulgadas, dio con el pecho, y el tronco de roble saltó en un montón
de astillas mojadas: se había podrido con los años. Y seguidamente nos encontramos
en un campo de césped, en cuyo extremo opuesto los perros se estaban precipitando
sobre el zorro. El zorro, los caballos y la luz se habían agotado a un mismo tiempo, al
final de una carrera de veinticinco millas. Dimos algunas voces, entonces, pero no
salió nadie de aquella casa vieja y singular.
Me sentía bastante entumecido al encaminarme a la puerta principal, con la
mascarilla y el cepillo, mientras James se ocupaba de los perros y buscaba los
establos para los caballos. Toqué una campanilla asombrosamente cubierta de
herrumbre, y tras largo rato se entreabrió la puerta, revelando un vestíbulo con
numerosas armaduras, y al mayordomo más andrajoso que he visto yo en toda mi
vida.
Le pregunté quién vivía allí. Sir Richard Arlen. Le expliqué que mi caballo no
podía dar un paso más esa noche, y que deseaba pedir a sir Richard Arlen alojamiento
para pasar la noche.
—¡Oh, nadie viene aquí, señor! —dijo el mayordomo.
Le hice notar que yo sí había ido.
—No creo que sea posible, señor —dijo.
Esta respuesta me molestó; le pedí ver a sir Richard, e insistí hasta que salió.
Entonces me excusé, y le expliqué la situación. Por su aspecto, representaba unos
cincuenta años tan sólo; pero la orla de la universidad que colgaba de la pared, con
lecha de principios de los setenta, indicaba que era más viejo; su rostro tenía algo de
la timidez del ermitaño; lamentaba no disponer de habitación donde alojarme. Yo
estaba seguro de que no era verdad; además, no tenía más remedio que pasar allí la
noche, ya que no había ningún otro lugar en varias millas, así que casi insistí. Y
entonces, para mi asombro, se volvió al mayordomo, e intercambiaron unas palabras
en voz baja. Por último, consideraron que podrían arreglarlo, al parecer, aunque de
Página 274
evidente mala gana. A todo esto eran las siete; sir Richard me dijo que cenaba a las
siete y media. No cabía pensar en otra ropa que la que llevaba puesta, dado que mi
anfitrión era más bajo y más ancho que yo. Seguidamente me dejó en el salón, y
reapareció antes de las siete y media en traje de etiqueta y chaleco blanco. El salón
era amplio y contenía muebles antiguos, aunque parecían más deteriorados que
venerables; una alfombra de Aubusson aleteó en el suelo, al penetrar
momentáneamente viento en la estancia, y agitó viejas corrientes en los rincones; un
rumor incesante, furtivo, de patitas de ratas, delataba el grado de ruina que el tiempo
había infligido al revestimiento de las paredes; en algún lugar alejado, una
contraventana batía a un lado y a otro; las derretidas velas se revelaban insuficientes
para alumbrar tan amplia habitación. La melancolía que inspiraban estas cosas estaba
en completa consonancia con el primer comentario que hizo sir Richard, tras entrar
en la habitación.
—Debo decirle, señor, que he llevado una vida depravada. ¡Ah, muy depravada!
Semejantes confidencias, hechas por un hombre mucho mayor que nosotros al
que conocemos desde hace media hora, son tan excepcionales que no se nos ocurre
qué contestar. En vez de eso, dije lentamente: «Qué casa más encantadora tiene».
—Sí —dijo él—, hace casi cuarenta años que no salgo de ella. Desde que dejé la
Universidad. Uno es joven allí, y se le presentan oportunidades. Pero no voy a alegar
excusas; nada de excusas.
Resbaló el oxidado pestillo de la puerta, entró una corriente de aire en la
habitación, y agitó la larga alfombra y las colgaduras de las paredes; luego la
corriente se extinguió en un susurro, y volvió a cerrarse la puerta de golpe.
—Ah, Marianne —dijo sir Richard—. Esta noche tenemos un invitado. Señor
Linton, le presento a Marianne Gib.
Y todo se aclaró para mí. «Está loco», me dije. Porque no había entrado nadie en
la habitación.
Las ratas corrían sin cesar tras el enmaderado de las paredes, a lo largo de la
habitación; el viento hizo saltar otra vez el pestillo de la puerta, hizo correr las
arrugas de la alfombra hasta nuestros pies, y se detuvieron allí, contenidas por nuestro
peso.
—Permítame que le presente al señor Linton —dijo mi anfitrión—; lady Mary
Erronjer.
Volvió a cerrarse la puerta de golpe. Hice una cortés inclinación de cabeza.
Aunque me hubiesen invitado, habría sido un deber seguirle la corriente; pero esto
era lo mínimo que podía hacer un huésped no deseado.
Once veces se repitió este tipo de incidente: el aire, el aleteo de la alfombra, las
carreras de las ratas, el golpazo de la puerta y, acto seguido, la voz tristona de sir
Richard presentándome a un fantasma. Luego, durante un rato, esperamos mientras
yo pugnaba con la situación; la conversación discurría con dificultad. Y otra vez
penetró una corriente de aire en la estancia, al tiempo que las parpadeantes velas la
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poblaban de sombras inquietas. «Ah, otra vez tarde, Cicely —dijo mi anfitrión, con
su tono lúgubre y apagado—. Siempre tarde, Cicely». Acto seguido pasé a cenar con
aquel hombre y su mente, y los doce fantasmas que la poblaban. Descubrí una mesa
larga, dispuesta, con elegante cubertería de antigua plata, para catorce comensales. El
mayordomo vestía ahora de etiqueta. Había menos corrientes en el comedor, y el
ambiente era menos lúgubre. «¿Le importaría sentarse en el otro extremo, junto a
Rosalind? —me dijo sir Richard—. Siempre se sienta en la cabecera. Es a la que más
daño he hecho de todas».
—Lo haré encantado —dije.
Yo no quitaba ojo al mayordomo; pero ni en la expresión de su rostro ni en
ningún gesto suyo advertía el menor indicio de que no estuviese atendiendo a catorce
personas en sus completos cabales. Quizá hubo un plato más veces rechazado que
aceptado, al parecer; pero todas las copas fueron igualmente llenadas con champán.
Al principio, yo no encontraba qué decir; pero cuando sir Richard, hablándome desde
el otro extremo de la mesa, dijo: «¿Se siente cansado, señor Linton?», comprendí que
debía algo al anfitrión al que había obligado a aceptar mi presencia. El champán era
excelente; y con la ayuda de una segunda copa, hice el esfuerzo de iniciar una
conversación con la señorita Helen Errold, que tenía su sitio junto a mí. No tardó en
resultarme más fácil: me detenía a menudo en mi monólogo, como Marco Antonio,
para dar lugar a que me respondiesen, y a veces me volvía y me dirigía a la señorita
Rosalind Smith. Sir Richard, en el otro extremo, conversaba en tono lúgubre: hablaba
como hablaría un condenado a un juez y al mismo tiempo, como podría hablar un
juez a alguien a quien en otro tiempo condenó injustamente. Empezaron a venirle
ideas lúgubres a mi cerebro también. Tomé otra copa de champán, pero seguí igual de
sediento. Era como si el viento contra el que habíamos galopado por las colinas de
Kent hubiese secado toda la humedad de mi cuerpo. Sin embargo, no hablaba con
suficiente animación: mi anfitrión me miró. Hice otro esfuerzo; al fin y al cabo, tenía
algo sobre qué charlar: una persecución de veinticinco millas es algo que no se da con
frecuencia en el curso de una vida, sobre todo al sur del Támesis. Empecé a
describirle la carrera a la señorita Rosalind Smith. Pude ver entonces que mi anfitrión
estaba satisfecho: la tristeza de su semblante experimentó una especie de parpadeo,
como la bruma de las montañas, un día gris, cuando llega del mar un tenue soplo de
brisa y la bruma hace lo posible por levantar. El mayordomo volvió a llenar mi copa
con solicitud. Primero le pregunté a la señorita Rosalind Smith si era aficionada a la
caza; hice una pausa, y empecé mi relato. Le conté dónde habíamos descubierto al
zorro, y lo veloz y derecho que había corrido, y cómo crucé la aldea sin apartarme del
camino, mientras los jardincitos, las alambradas, y por último el río habían detenido
al resto de la partida. Le conté la clase de campo que cruzamos, y lo espléndido que
estaba en primavera, y lo misteriosos que se volvían los valles en cuanto llegaba el
crepúsculo, y lo magnífico que era mi caballo, y lo maravillosamente que corría. Me
sentía tan terriblemente sediento, después de la larga persecución, que tenía que
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detenerme de cuando en cuando; pero proseguí mi descripción de aquella famosa
carrera, ya que el tema me entusiasmaba, y puesto que, en todo caso, no había quien
pudiese hablar de ella, aparte de mí, salvo mi viejo montero; y «el pobre camarada
estará borracho probablemente, a estas horas», pensé. Le describí a la señorita
Rosalind, con Codo detalle, el momento exacto de la carrera en que vi claramente que
se trataba de la más larga persecución de una pieza en toda la historia de Kent. A
veces se me olvidaba algún incidente, como es fácil que ocurra en una persecución de
veinte millas, y me veía obligado a llenar esas lagunas inventando cosas. Me sentía
contento de poder contribuir con mi conversación a que la reunión discurriera bien y,
además, de que la dama con la que hablaba fuese tan extremadamente bonita. No
quiero decir en carne y hueso; pero había unas rayitas oscuras en la silla que tenía a
mi lado que denotaban una figura sumamente graciosa cuando la señorita Rosalind
Smith estuvo viva; y empecé a darme cuenta de que lo que al principio había tomado
por el humo de las velas medio derretidas y una agitación del mantel a causa del aire,
era en realidad una animada compañía que escuchaba, no sin interés, la historia de la
más grande montería que el mundo había conocido; a decir verdad, llegué a predecir,
convencido, que jamás se conocería en la historia del mundo otra como esta. Sólo que
tenía la garganta terriblemente seca. Y a continuación, quisieron saber más cosas
sobre mi caballo, al parecer. Se me había olvidado que había llegado a caballo; pero
cuando me lo recordaron, me vino todo a la memoria: parecían todas tan corteses,
apoyadas en la mesa y pendientes de mis palabras, que les conté cuanto querían saber.
Todo discurría agradablemente, con tal que sir Richard decidiera animarse; oía su voz
lúgubre de cuando en cuando. Estas personas eran simpáticas, si él las trataba como
debía. Me daba cuenta de que lamentaba su pasado, pero los primeros años setenta
parecían haber quedado ya siglos atrás, y tenía la impresión de que no comprendía a
estas damas: no eran vengativas, como él parecía suponer. Quise hacerle ver lo
alegres que eran en realidad, así que conté un chiste, y todas rieron; a continuación
me metí con ellas en broma, especialmente con Rosalind, y ninguna pareció
molestarse lo más mínimo. Sin embargo, sir Richard seguía con aquella expresión
desventurada, como la del que ha dejado de llorar porque es inútil y no encuentra
consuelo ni siquiera en las lágrimas.
Llevábamos sentados allí bastante tiempo, y muchas de las velas se habían
consumido, aunque había luz suficiente. Yo me alegraba de contar con un auditorio
para mis hazañas; y dado que me sentía feliz, decidí que sir Richard se sintiese así
también. Seguí contando chistes, y siguieron ellas riendo con simpatía; algunos de los
chistes eran un poco atrevidos, quizá, pero carentes de mala intención. Y entonces…
Bueno, no pretendo excusarme; pero había tenido el día más extenuante de mi vida, y
estaba completamente agotado, sin que me diese cuenta de ello; el champán me había
cogido en ese estado, y una cantidad que en cualquier otro momento no habría tenido
la menor importancia, me dominó a causa de mi completo cansancio. El caso es que
me extralimité, y dije algo en broma —no recuerdo en absoluto qué fue— que
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pareció ofenderlas de repente. Inmediatamente noté una conmoción en el aire; alcé
los ojos, y vi que se habían levantado todas de la mesa y se dirigían hacia la puerta.
No tuve tiempo de ir a abrirla porque lo hizo un golpe de viento; no podía ver qué
hacía sir Richard, ya que sólo quedaban encendidas dos velas. Creo que las demás se
apagaron al levantarse las damas de repente. Me puse en pie de un salto para
disculparme, para tranquilizarlas… y entonces el cansancio me venció, como había
vencido a mi caballo en la última cerca; me agarré a la mesa, pero resbaló el mantel y
me caí. La caída, la oscuridad en el suelo, y el agotamiento contenido de todo el día,
me rindieron a la vez.
El sol brillaba sobre los campos relucientes y en la ventana del dormitorio, y
miles de pájaros cantaban a la primavera. Yo estaba allí, en una antigua cama de
cuatro columnas, en una habitación extraña de paredes enmaderadas, completamente
vestido, y con las botas llenas de barro; alguien me había quitado las espuelas, nada
más. Durante un momento, no comprendí lo ocurrido; luego, me vino todo a la
conciencia: mi enormidad, y la urgente necesidad de presentar una abyecta disculpa a
sir Richard. Tiré del bordado cordón de la campanilla, hasta que llegó el mayordomo;
entró alegre, e indescriptiblemente andrajoso. Le pregunté si se había levantado sir
Richard, y me dijo que acababa de bajar; y para mi asombro, me informó que eran las
doce del mediodía.
Le pedí que me condujese a sir Richard en seguida. Estaba en el salón de fumar.
«Buenos días», dijo en tono alegre, en el momento de entrar yo. Fui directamente
al grano: «Me temo que he ofendido a algunas de las damas, en su casa…» empecé.
—En efecto —dijo—; en efecto —y seguidamente prorrumpió en lágrimas, y me
cogió la mano—. ¿Cómo podré agradecérselo? —me dijo a continuación—. Durante
treinta años hemos sido trece a la mesa, sin que me atreviese jamás a ofenderlas por
el daño que les he causado a todas. Ahora lo ha hecho usted, y sé que no vendrán a
cenar nunca más —y siguió sujetándome la mano durante largo rato—; luego me dio
un apretón, y una especie de sacudida que yo interpreté como de despedida; así que
retiré la mano y salí de la casa. Encontré a James en los abandonados establos, con
los perros, y le pregunté cómo había pasado la noche. Y James, que es hombre parco
en palabras, dijo que no recordaba muy bien. Pedí las espuelas al mayordomo, monté
sobre mi caballo; nos alejamos despacio de aquella casa vieja y singular, y
regresamos sin prisa, ya que los perros iban con las pezuñas doloridas, aunque
contentos, y los caballos aún estaban cansados. Y al acordarnos de que la temporada
de caza había terminado, nos volvimos de cara a la primavera, y pensamos en los
nuevos seres que tratan de reemplazar a los viejos. Y ese mismo año oí hablar —
como he oído hablar a menudo desde entonces— de los bailes y cenas alegres en casa
de sir Richard Arlen.
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LA CIUDAD EN EL PÁRAMO DE MALLINGTON[61]
Además del viejo pastor de Lingwold, cuyos hábitos le hacen poco fiable, yo soy
probablemente la única persona que ha visto la ciudad en el Páramo de Mallington.
Un año había decidido no pasar la temporada alta en Londres, en parte por la
fealdad de las cosas en las tiendas, en parte por las invasiones sin oposición de
pandillas de alemanes, en parte tal vez porque en la manzana en que vivía algunos
loros domesticados habían aprendido a imitar los silbidos para llamar a los taxis; pero
sobre todo porque últimamente se había apoderado de mí en Londres un ansia
bastante irracional de grandes bosques y de espacios yermos, mientras que me
atormentaba la sola idea de valles pequeños debajo de sotos llenos de helechos y
dedaleras, y cada verano en Londres el ansia era cada vez mayor hasta que la
situación se hizo intolerable.
De modo que tomé un bastón y una mochila y empecé a caminar hacia el norte,
partiendo de Tetherington y durmiendo en posadas, donde se podía conseguir sal de
verdad y el camarero hablaba en inglés, y donde uno tenía un nombre en vez de un
número; y aunque el mantel pudiera estar sucio, al abrir las ventanas el aire era puro,
y tenía uno la excelente compaña de granjeros y hombres del campo que no podían
ser del todo vulgares, porque no tenían el dinero para serlo aunque lo hubieran
deseado. Al principio la novedad era deliciosa, y un día cualquiera en una extraña
posada antigua hacia el norte en dirección a Uthering, más allá de Lingwood, escuché
por primera vez el rumor sobre la ciudad que había, decían, en el Páramo de
Mallington. En la posada dos granjeros, delante de sus vasos de cerveza, hablaron
sobre ella de manera bastante informal.
—Dicen que la gente de Mallington no está a gusto con su ciudad —dijo un
granjero.
—Al parecer se van —dijo el otro.
Y luego llegaron más y el rumor se propagó. Y entonces, son tales las
contradicciones de nuestras pequeñas preferencias y de todos los antojos que nos
impulsan, que yo, que me había alejado tanto para evitar las ciudades, de pronto sentí
de nuevo una gran nostalgia de las multitudes y las grandes colmenas humanas, e
inmediatamente decidí en aquella radiante mañana de domingo ir a Mallington y
buscar la ciudad de la que hablaba aquel rumor tan extraño.
El Páramo de Mallington, por todo lo que decían de él, no era ni mucho menos un
lugar apropiado para encontrar lo que se busca. Era un páramo inmenso y elevado,
muy inhóspito y desolado, y más bien impenetrable. Por lo que decían parecía un
lugar solitario. Los normandos, cuando llegaron, lo llamaron Mal Lieu[62] y más tarde
Mallingtown, así que se convirtió en Mallington. Aunque no sé qué puede haber
tenido que ver una ciudad con un lugar tan completamente desolado. Y antes de eso
algunos dicen que los sajones lo llamaron Baplas, que según creo es una corrupción
de Bad Place[63].
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Y además del mero rumor sobre una bella ciudad toda de mármol blanco y de
apariencia foránea levantada en el Páramo de Mallington, aparte de eso no conseguí
nada más. Ninguno de ellos la había visto, «solo oyeron hablar de ella como quien
dice», y mis preguntas, más que estimular la conversación, la interrumpían siempre
bruscamente.
No tuve mejor suerte de camino hacia Mallington hasta el martes, cuando estaba
bastante cerca; había caminado durante dos días desde la posada en la que había
escuchado el rumor y podía ver la gran colina, escarpada como un promontorio, en la
que Mallington se alzaba en el horizonte; la colina estaba cubierta de hierba, donde
nada crecía en modo alguno, salvo el Páramo de Mallington que era todo brezo; en el
mapa solo se indica «Páramo»; nadie va allí y no se molestan en nombrarlo. Fue allí
donde apareció por primera vez la colina desolada, junto al borde del camino
mientras les preguntaba de pasada por la ciudad de mármol a algunos braceros, los
cuales me enviaron, en parte creo para burlarse de mí, al viejo pastor de Lingwold.
Por lo visto, siguiendo a veces a una oveja que se había descarriado y alejándose de
Lingwold, en ocasiones él llegó hasta el borde del Páramo de Mallington, y volvió de
esas excursiones gritando por los pueblos, delirando acerca de una ciudad de mármol
blanco y minaretes coronados de oro. Y al oírme hacer preguntas sobre esa ciudad se
rieron y me enviaron al pastor de Lingwold. Mientras me iba me hicieron una
advertencia bienintencionada: el viejo no era de fiar.
Era ya de noche cuando vi los techos de paja de Lingwold resguardados al borde
de aquella enorme colina que como Atlas levanta esas millas de páramo hacia los
vientos fuertes y el cielo.
Sabían menos de la ciudad en Lingwold que en cualquier otra parte pero conocían
el paradero del hombre que yo buscaba, aunque parecían estar un poco avergonzados
de él. Había una posada en Lingwold que me dio alojamiento, de donde, provisto de
mis compras, salí la mañana siguiente en busca del pastor. Y allí estaba él al borde del
Páramo de Mallington, de pie, inmóvil, mirando como un idiota sus ovejas; las manos
le temblaban constantemente y tenía cara de sueño, pero estaba completamente
sobrio, por lo que todo Lingwold había sido injusto con él.
Y en el acto le pregunté por la ciudad y dijo que nunca había oído hablar de tal
lugar. Y yo dije:
—Ea, ea, tranquilícese.
Y me miró enfadado; pero cuando me vio sacar de mis compras una botella llena
de whisky y un vaso grande se volvió más amable. Mientras vertía el whisky le volví
a preguntar por la ciudad de mármol en el Páramo de Mallington, pero sinceramente
parecía no saber nada al respecto. Bebió una cantidad de whisky bastante increíble,
pero yo casi nunca expreso sorpresa y una vez más le pregunté cómo se iba a aquella
maravillosa ciudad. Sus manos estaban ya más firmes y sus ojos más despiertos, y
dijo que algo había oído hablar de una ciudad así, pero lo recordaba confusamente y
todavía era incapaz de darme indicaciones provechosas. Por consiguiente le di otro
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vaso, que se bebió de un trago como el primero, sin nada de agua, y casi de inmediato
era otro hombre. El temblor de sus manos cesó por completo, su vista se volvió tan
aguda como la de un joven, respondió a mis preguntas de buen grado y con franqueza
y, lo que era todavía más importante para mí, su confusa memoria se despertó y
aclaró incluso para los detalles más nimios. No hace falta que mencione su gratitud
hacia mí, pues no pretendo haber comprado la botella de whisky que el anciano
pastor tanto disfrutó sin haber pensado, al menos un poco, en mi propia conveniencia.
Sin embargo era agradable pensar que gracias a mí se había tranquilizado, se le había
calmado el temblor de manos y se le había aclarado la mente, había recuperado la
memoria y el amor propio.
Me habló con bastante claridad, ya no arrastraba las palabras; había visto la
ciudad por vez primera una noche con claro de luna cuando se perdió en el gran
páramo en medio de la niebla; había vagado mucho entre la niebla y cuando se disipó
vio la ciudad a la luz de la luna. No tenía nada para comer, pero afortunadamente
llevaba su petaca. Nunca hubo una ciudad como esa, ni siquiera en los libros. Los
viajeros hablaron a veces de Venecia vista desde el mar, podía haber un lugar así, o
no, pero, en todo caso, nada comparable a la ciudad en el Páramo de Mallington.
Hombres que leen libros, cientos de libros, le habían hablado en su momento, pero
nunca pudieron evocar ninguna ciudad como esta. Pues bien, el lugar era todo de
mármol: calles, muros y palacios, todo de puro mármol blanco, y los remates de las
altas y finas agujas eran enteramente de oro. Y en la ciudad había gente rara, incluso
para los forasteros. Y había camellos, pero le interrumpí pues pensé que podría juzgar
por mí mismo, si tal lugar existía, y si no, estaba perdiendo el tiempo además de una
pinta de buen whisky. De modo que conseguí que me hablase de la manera de llegar
y, después de más circunloquio del que yo necesitaba y de más plática sobre la
ciudad, señaló un sendero minúsculo en la tierra negra, justo al lado de nosotros, un
caminito tortuoso que apenas podía verse.
Dije que no había caminos en el páramo; no hollados por hombres ni perros, era
indudable que no los había y parecían tener menos que ver con los caminos de los
hombres que cualquier baldío que yo haya visto; pero el sendero que el anciano
pastor me mostró, si es que era un sendero, no era más que la senda de una liebre,
trocha de elfos lo llamó el anciano, sabe Dios qué quería decir. Y entonces ames de
que me marchara insistió en darme su petaca con el raro ron fuerte que contenía. El
whisky a algunos hombres les produce melancolía, a otros júbilo, a él sin ningún
género de dudas generosidad, e insistió hasta que acepté su ron, aunque no tenía
intención de beberlo. Se siente uno solo allá arriba, me dijo, hace un frío penetrante y
es difícil encontrar la ciudad de mármol, pues está situada en una hondonada, por lo
que necesitaría el ron, él nunca había visto la ciudad de mármol salvo los días en que
tenía su petaca: parecía considerar aquella petaca de hierro oxidado como una especie
de mascota, y al final la acepté.
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Seguí aquel sendero apartado e indistinto en la tierra negra bajo el brezo hasta
llegar a la gran piedra gris más allá del horizonte, donde la senda se bifurca, y tomé el
ramal de la izquierda como me dijo el anciano. Gracias a otra piedra que vi a lo lejos
supe que no me había extraviado, y que aquel hombre no me mintió. Y justo cuando
esperaba ver las murallas de la ciudad antes de que anocheciera en aquel lugar
desolado, de pronto vi una larga y alta tapia blanca, con pináculos que de vez en
cuando se elevaban por encima de ella, flotando hacia mí silenciosa e inexorable
como un secreto, y lo supe por esa cosa perversa: la niebla. El sol, aunque bajo,
brillaba en cada ramito de brezo, los musgos de color verde y escarlata también
brillaban con él, parecía increíble que en un lapso de tres minutos todos esos colores
desaparecerían y no quedaría alrededor más que una oscuridad gris. Perdí la
esperanza de encontrar la ciudad aquel día, en un camino más ancho que el mío
podría haberse perdido uno con bastante facilidad. Me apresuré a escoger por cama
una zona de brezo, me envolví en un capote impermeable, me acosté y me puse
cómodo.
Y entonces llegó la niebla. Llegó como si hubieran corrido cuidadosamente unos
visillos, acto seguido como si hubieran bajado unas persianas grises; tapó el horizonte
hacia el norte, a continuación hacia el este y el oeste; volvió todo el cielo blanco y
ocultó el páramo; se le echó encima como una metrópoli, solo que completamente
silenciosa, silenciosa y blanca como lápidas sepulcrales.
Y entonces me alegré de aquel extraño ron fuerte, o lo que sea que hubiese en la
petaca que me dio el pastor, pues no creía que la niebla se disipase hasta la noche, y
tenía miedo de que la noche fuera fría. De modo que casi vacié la petaca; y me quedé
dormido antes de lo que esperaba, pues la primera noche normalmente no se duerme
uno en seguida sino que lo mantienen despierto durante un rato el poco viento y el
ruido poco corriente de las criaturas que vagan por la noche y los gritos a lo lejos de
unos a otros con sus raras voces apenas audibles; uno las echa de menos más tarde
cuando llega a casa de nuevo. Pero aquella noche no escuché ninguno de esos ruidos
en medio de la niebla.
Y luego desperté y comprobé que la niebla se había ido y el sol estaba justo
desapareciendo en el páramo, y caí en la cuenta de que no había dormido tanto como
creía. Y decidí seguir adelante mientras pudiera, pues pensaba que no estaba muy
lejos de la ciudad. Continué sin parar por aquella senda tortuosa, trozos de niebla
bajaban y llenaban las hondonadas pero de inmediato volvían a elevarse, de suerte
que podía ver el camino. Oscureció mientras caminaba, apareció una estrella y ya no
fui capaz de ver la senda. No pude ir más lejos aquella noche, pero antes de
acostarme para dormir decidí ir a echar un vistazo al borde de una gran depresión en
el páramo que vi un poco más allá. De modo que abandoné la senda y caminé unos
cuantos centenares de yardas, y cuando llegué al borde la hondonada estaba llena de
niebla completamente blanca por debajo de mí. Apareció otra estrella y se levantó un
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viento frío, y con el viento la niebla se descorrió como una cortina. Y allí estaba la
ciudad.
Nada de lo que el pastor había dicho era ni mucho menos falso ni tan siquiera
exagerado. El pobre anciano había dicho la pura verdad: no hay una ciudad como esa
en el mundo. Lo que él había llamado finas agujas eran minaretes, pero las pequeñas
cúpulas en lo alto eran sin ningún género de dudas de oro puro como había dicho.
Allí estaban las terrazas de mármol que él describió y los palacios de puro blanco
cubiertos de esculturas, y centenares de minaretes. La ciudad era por supuesto
oriental y sin embargo donde debería de haber medialunas en las cúpulas de los
minaretes había soles dorados con rayos, y dondequiera que uno mirase veía cosas
que ocultaban su origen. Bajé a ella a pie y, atravesando una portezuela de oro que
había en un muro bajo de mármol blanco, entré en la ciudad.
El brezo llegaba justo hasta el borde de la ciudad y golpeaba el muro de mármol
cada vez que el viento soplaba. Las luces empezaron a centellear en las ventanas altas
de cristal azul mientras caminaba por la calle blanca, iluminada por bonitos faroles de
cobre que colgaban de los balcones mediante cadenas de plata, de puertas
entreabiertas llegaba ruido de voces que cantaban, y entonces vi a los hombres. Sus
rostros eran más bien grises que negros, y llevaban bonitas túnicas de seda coloreada
con dobladillos bordados de oro y algunos de cobre, y de cuando en cuando,
paseando por las calles de mármol con cestas doradas colgadas a cada lado, vi los
camellos de los que habló el pastor.
Las personas tenían rostros amistosos, pero, aunque era evidente que eran
amables con los forasteros, no pude hablar con ellos porque no conocía su idioma, y
los sonidos de las sílabas que utilizaban no se parecían a los de ninguna lengua que
yo había escuchado: sonaban más bien a urogallos.
Cuando traté de preguntarles por señas de dónde habían venido a esta ciudad se
limitaron a señalar a la radiante luna llena, que relucía de manera extremada en
aquellas calles de mármol hasta tal punto que la ciudad era un baile de luces. Y
entonces empezaron a aparecer en los balcones, uno tras otro, saliendo sin hacer ruido
por las ventanas, hombres con instrumentos de cuerda. Eran instrumentos raros con
enormes bulbos de madera, y los tocaban con suavidad y a la perfección, y sus
extrañas voces cantaban en voz baja misteriosas endechas sobre los pesares de su
tierra natal dondequiera que estuviese. Y lejos, en plena ciudad, otros también
cantaban, su sonido me llegaba dondequiera que fuera, no bastante alto para
impedirme pensar, sino haciendo que poco a poco pensara en cosas agradables.
Esbeltos arcos de mármol labrados, casi tan primorosos como encajes cruzaban y
volvían a cruzar las calles dondequiera que fuese. No había nada de esa precipitación
de la que alardean las ciudades fatuas, nada feo ni sórdido según pude ver.
Comprendí que era una ciudad bella y poética. Me preguntaba cómo habían viajado
con todo aquel mármol, cómo lo habían depositado en el Páramo de Mallington, de
dónde habían venido y de qué recursos disponían, y resolví investigar a fondo a la
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mañana siguiente, pues el anciano pastor no se había molestado en pensar cómo
surgió la ciudad, solo se había fijado en que la ciudad estaba allí (y por supuesto
nadie le creyó, aunque eso es en parte culpa suya debido a sus costumbres disolutas).
Pero de noche se puede ver poco y yo había caminado todo el día, de modo que
resolví buscar un sitio para descansar.
Y justo cuando me preguntaba si les pedía por señas alojamiento a aquellos
hombres vestidos con túnicas de seda o si dormía fuera de las murallas y entraba de
nuevo por la mañana, llegué a un soportal de una de aquellas casas de mármol a
través del cual colgaban dos cortinas negras, bordadas de oro por debajo. Encima del
pasaje estaban esculpidas al parecer en muchas lenguas las palabras: «Aquí descansan
los forasteros». La frase se repetía en griego, latín y español y estaba escrita también
en el idioma que puede verse en las murallas de los grandes templos de Egipto, y en
árabe y en lo que me pareció asirio antiguo, y en uno o dos lenguajes que nunca había
visto.
Atravesé las cortinas para entrar y descubrí un patio de mármol decorado con
mosaicos en el que colgaban del tejado en cadenas braseros dorados que quemaban
incienso soporífico, alrededor de los muros yacían en el suelo cómodos colchones
cubiertos de telas y sedas. Debían de ser las diez y yo estaba cansado. Afuera la
música llenaba todavía las calles con intermitencias, un hombre había dejado en el
suelo un farol en la calle de mármol, cinco o seis se sentaron a su alrededor y él les
contaba con grandilocuencia una historia. Dentro algunos dormían en camas, en
medio del amplio patio, bajo los braseros, una mujer vestida de azul cantaba con
mucho sentimiento, no se movía, pero no paraba de cantar, nunca escuché una
canción tan relajante.
Me tendí en uno de aquellos colchones junto al muro, que estaba completamente
adornado con mosaicos, me acerqué una de las telas de tan extraña como preciosa
labor, y casi al momento mis pensamientos parecieron formar parte de la canción que
la mujer estaba cantando en medio del patio bajo los braseros dorados que colgaban
del alto tejado, y la canción los convirtió en sueños, y entonces me quedé dormido.
Se había levantado un viento ligero y me despertó un ramito de brezo que no dejaba
de golpearme en el rostro.
Había amanecido en el Páramo de Mallington y la ciudad había desaparecido por
completo.
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POR QUÉ SE ESTREMECE EL LECHERO CUANDO VE
AMANECER[64]
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envidia, lo mismo que la Respetable Corporación de Barberos y la Corporación de
Patilludos; pero ninguno la ha oído en la Sala de los Lecheros, cuyas paredes no
atraviesa ningún rumor de aquel secreto, y aunque han inventado sus propios cuentos
la Antigüedad se ríe de ellos.
Esta añeja historia tenía muchos años honrosos cuando los lecheros llevaban
sombreros castoreños, su origen era todavía un misterio cuando los blusones blancos
estaban en boga, los hombres se preguntaban unos a otros cuando estuvieron en el
trono los Estuardo (solo la Antigua Corporación conocía la respuesta), por qué se
estremece el lechero cuando ve amanecer. Debido únicamente a la envidia de la
reputación de este cuento, la Corporación de Empolvadores Faciales ha inventado la
historia que ellos también cuentan de noche, «Por qué ladra el perro cuando oye
acercarse al panadero»; y como seguramente todos conocen este cuento, la
Corporación de Empolvadores Faciales se ha atrevido a considerarlo fabuloso. Sin
embargo carece de misterio y no es antiguo, ninguna alusión clásica lo enriquece, no
esconde ninguna sabiduría popular, es normal para todos los que gustan de los
cuentos de viejas, y comparte con «Las guerras de los elfos», el cuento del matarife
de becerros, y la «Historia del unicornio y la rosa», que es el cuento de la
Corporación de los Cocheros, su obvia inferioridad.
Pero a diferencia de todos esos cuentos tan recientes, y de muchos otros que se
han narrado en los dos últimos siglos, el cuento de los lecheros se sigue difundiendo
juiciosamente, tan lleno de citas de los escritores más profundos, tan rico en alusiones
abstrusas, tan sumamente impregnado de toda la sabiduría humana, y sirve para dar a
conocer la experiencia de todas las veces que lo oyen en la Sala de los Lecheros,
mientras interpretan una alusión tras otra y localizan citas poco conocidas, pierden la
simple curiosidad y se olvidan de preguntar por qué se estremece el lechero cuando
ve amanecer.
Tú tampoco, amable lector, renuncies a la curiosidad. Considera a cuántos ha
amargado. ¿Desharías tú, para darle complacencia, el misterio de la Sala de los
Lecheros y perjudicarías a la Antigua Corporación de Lecheros? ¿Volverían ellos a
contar este cuento que han contado durante los últimos cuatrocientos años, si todo el
mundo lo conociera y fuera de dominio público? Más bien se haría el silencio en su
sala y habría un lamento universal por el antiguo cuento y las antiguas veladas
invernales. Y aunque la curiosidad sea una consideración apropiada, sin embargo este
no es el lugar apropiado ni esta la ocasión apropiada para el Cuento. Pues el único
lugar apropiado es la Sala de los Lecheros y la única ocasión apropiada cuando arden
bien los leños y el vino se ha bebido a grandes tragos, cuando las velas arden bien en
largas filas hasta la penumbra, hasta las tinieblas y el misterio que yace en el fondo
del salón; si entonces tú fueras un miembro de la Corporación y yo uno de los cinco,
me levantaría de mi sillón junto a la chimenea y te contaría todos los adornos que a lo
largo de los siglos ha cosechado esta historia que es la reliquia de los lecheros. Y las
largas velas arderían cada vez más bajas y se irían derritiendo cada vez más hasta
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licuarse en las arandelas de los candeleros, y soplarían corrientes de aire desde el
fondo oscuro de la sala, cada vez más fuertes hasta que las sombras las siguieran, y
yo todavía te retendría con esta entrañable historia, no por mi ingenio sino a causa de
su glamur y de la época en que surgió; una tras otra las velas llamearían y se
apagarían, y cuando todas se hubieran extinguido, a la luz de las chispas ominosas,
cuando el rostro de cada lechero le pareciese espantoso a su colega, sabrías, como
ahora no puedes, por qué se estremece el lechero cuando ve amanecer.
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LA VIEJA MALVADA VESTIDA DE NEGRO[65]
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previsto. Uno temía que con su magia se propusiera mover la luna; y habría
construido un dique para la pleamar en la costa cercana, sabiendo que lo mismo que
la luna atrae al mar, el mar debe atraer a la luna, y esperando aniquilar sus hechizos
con esa treta. Otro quiso traer barras de hierro y sujetarlas con grapas a través de la
calle, recordando el temblor de tierras que hubo en la calle de los esquiladores. Otro
habría rendido homenaje a sus dioses lares, los pequeños ídolos con cara de gato
colocados encima de la chimenea, dioses para los que la magia era cosa habitual y,
después de haberles pagado sus tributos y haberles honrado como es debido, les
habría expuesto el caso en términos generales. Su plan fue bien recibido por muchos,
y aun así al final fue rechazado, pues corrieron a sus casas y sacaron también a sus
dioses para rendirles homenaje, hasta que la acera se llenó de una multitud de dioses
sentados; no obstante, quisieron rendirles homenaje y exponerles su caso de no haber
llegado corriendo por último un hombre gordo sosteniendo bajo el brazo con cuidado
y respeto sus dos dioses con cara de perro aunque sabía de sobra, como todos los
demás desde luego, que notoriamente estaban en guerra con los idolillos con cara de
gato. Y aunque la crisis había calmado las animosidades propias de la fe, sin embargo
había aparecido una mirada de irritación en los rostros gatunos de la que nadie se
atrevía a hacer caso omiso, y todos comprendieron que si se quedaban un instante
más se enardecerían los celos de los dioses; de modo que cada uno se apresuró a
llevarse los suyos y dejaron al gordo insistiendo en que deberían rendir homenaje a
sus dioses con cara de perro.
Entonces volvieron a hacerse planes y en la discusión se alzaron voces, y se
temieron muchos peligros diferentes y se hicieron nuevos planes.
Pero al final no hicieron nada para defenderse del peligro, pues no sabían lo que
sería, sino que escribieron en un pergamino a modo de advertencia y para que todos
pudieran saberlo: «La vieja malvada vestida de negro bajó corriendo la calle de los
carniceros».
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EL PÁJARO DEL OJO DIFÍCIL[66]
Los hombres y mujeres observadores que conocen bien Bond Street comprenderán mi
asombro al comprobar en una joyería que nadie me vigilaba de reojo. Y no sólo eso,
sino que cuando cogí una piedrecita tallada para examinarla, no se puso a rondar a mi
alrededor ningún dependiente. Avancé a lo largo del establecimiento, pero nadie me
siguió solícito.
Pensando que había debido de ocurrir alguna extraordinaria revolución en el ramo
de la joyería, me fui a ver, picado por la curiosidad, a un individuo viejo y raro, mitad
hombre mitad demonio, que posee una tienda de ídolos en una calleja del centro de la
ciudad y que me tiene informado de los asuntos relacionados con el Borde del
Mundo. Y brevemente, tras tomar un pellizco de incienso a modo de rapé, me facilitó
esta tremenda información: que el señor Neepy Thang, hijo de Thangobrind, había
regresado del Borde del Mundo, y que incluso se encontraba esos días en Londres.
Puede que tal información no parezca tremenda a quienes no están al corriente del
origen de las joyas; pero si digo que el único ladrón contratado por todos los joyeros
de West-End, desde el triste fin del famoso Thangobrind, es el mismísimo Neepy
Thang, y que en París no hay nadie como él en cuanto a agilidad de dedos y rapidez
de pies enfundados, se comprenderá por qué a los joyeros de Bond-Street no les
preocupa ya qué ha sido de su viejo proveedor.
Ese verano hubo en Londres gruesos diamantes y unos pocos zafiros de buen
tamaño. En ciertos reinos asombrosos de más allá de Oriente, extraños soberanos
echaron de menos en sus turbantes algún trofeo de antiguas guerras heredado; y aquí
y allá, los guardianes de las joyas de la corona que no sabían de los pies enfundados
de Thang fueron sometidos a interrogatorio, y murieron lentamente.
Y los joyeros dieron una pequeña cena a Thang en el Hotel Gran Magnífico; hacía
cinco años que no se abrían sus ventanas, y hubo vino de a guinea la botella que no
era posible distinguir del champán, y cigarros de media corona con vitola de La
Habana. En suma, fue una espléndida velada para Thang.
Pero no tengo más remedio que referir algo mucho más triste que una cena de
hotel. El público quiere joyas, y hay que conseguírselas. Así que tengo que contar el
último viaje de Neepy Thang.
Ese año estaban de moda las esmeraldas. Un hombre llamado Green había
cruzado el Canal recientemente en bicicleta, y los joyeros dijeron que para
conmemorar tal acontecimiento, lo más apropiado era una piedra verde, por lo que
recomendaron las esmeraldas.
Ahora bien, cierto prestamista del barrio de Baratura que acababa de ser
nombrado par había dividido sus ganancias en tres partes iguales; una para comprar el
título, la mansión, el parque y los veinte mil indispensables faisanes, y otra para
mantener su posición, mientras que la tercera la guardó en un banco extranjero, en
parte para defraudar al recaudador de impuestos del propio país, y en parte porque
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pensaba que el disfrute del título iba a ser poco duradero, y que en cualquier
momento podía ser llamado a empezar de nuevo en alguna otra parte. El
mantenimiento de su posición incluía joyas para su esposa; y así fue cómo lord
Castelnorman efectuó un pedido de unas cuantas esmeraldas de calidad a dos
conocidos joyeros de Bond-Street, llamados Sres. Grosvenor y Campbell, por valor
de 100.000 libras esterlinas.
Pero las esmeraldas que tenían en existencia eran casi todas pequeñas y estaban
deslucidas por el tiempo que llevaban expuestas, y Neepy Thang tuvo que partir
inmediatamente, antes de haber pasado una semana completa en Londres. Expondré
brevemente su plan. No eran muchos los que lo sabían; porque cuando tu negocio
adopta la forma de chantaje, cuantos menos acreedores tengas, mejor (lo cual,
naturalmente, es válido en todo momento en diversa medida).
En las costas de los procelosos mares de Shiroora Shan crece un árbol aislado, y
en sus ramas es donde únicamente construye su nido el Pájaro del Ojo Difícil. Neepy
Thang había tenido noticia cierta de que si el pájaro emigraba al País de las Hadas
antes de incubar los tres huevos, estos se convertirían indefectiblemente en
esmeraldas; mientras que si llegaban a la eclosión podía resultar mal asunto.
Cuando mencionó los tres huevos a los Sres. Grosvenor y Campbell, estos
dijeron: «Buena idea». Eran hombres de pocas palabras en inglés, ya que no era su
lengua natal.
Así que Neepy Thang se puso en camino. Compró su billete rojo en la Estación
Victoria. Fue por Herne Hill, Bromley y Bickley, y pasó St. Mary Cray. Cambió en
Eynsford; y tomando un sendero a lo largo de un valle serpeante, se internó entre
colinas. Y en la cima de una de ellas, donde había un bosquecillo y todas las
anémonas estaban abiertas desde hacía ya tiempo y llegaba errabunda la fragancia de
la yerbabuena y el tomillo, halló Thang otra vez el sendero familiar, antiquísimo y
hermoso como un prodigio, que conduce al Borde del Mundo. Poco significaban para
él los sagrados recuerdos de este sendero que forman parte del secreto de la tierra, ya
que iba en misión de negocios; como significarían poco para mí, si alguna vez los
pusiera por escrito. Baste decir que siguió por ese sendero, alejándose cada vez más
de nuestros campos conocidos, sin parar de murmurar para sí durante todo el
trayecto: «¿Y si los huevos han sido incubados y el asunto sale mal?» El encanto que
envuelve esas tierras solitarias situadas tras las colinas gredosas de Kent aumentaba a
cada jornada de camino que hacía. Las cosas que veía por el pequeño Sendero del
Borde del Mundo se iban volviendo más extrañas. Muchos crepúsculos descendieron,
con todos sus misterios, sobre su viaje, y muchas estrellas fugaces; muchas
madrugadas acudieron al toque argentino de unos cuernos, hasta que aparecieron a la
vista los elfos destacados que vigilan las fronteras del País de la Hadas; y las crestas
relucientes de las tres montañas del País de las Hadas anunciaron el fin de su
expedición. Y con paso doloroso (porque los litorales del mundo están cubiertos de
cristales enormes), llegó a los procelosos mares de Shiroora Shan, y vio cómo batían
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en la grava los restos de las estrellas naufragadas; los vio, y oyó el rugir de estos
mares sin barcos que, entre el mundo y el país de las hadas, se hinchan bajo el furor
de vientos poderosos que no son ninguno de los cuatro nuestros. Y allí, en la
oscuridad de esta costa gris —pues la oscuridad se precipitaba sesgada desde el cielo
como con alguna perversa intención—, se erguía aquel árbol nudoso, caduco,
solitario. Mal sitio para encontrarse uno allí después de oscurecer; y la noche cayó
con multitud de estrellas, y las alimañas que merodeaban en la negrura husgularon[67]
a Neepy Thang. Y allí, en una rama baja, al alcance de la mano, vio claramente al
Pájaro del Ojo Difícil, empollando en su nido por el que es famoso. Estaba de cara
hacia esas tres inescrutables y lejanas montañas, al lado de los mares procelosos,
cuyos valles ocultos constituyen el País de la Hadas. Aunque aún no era otoño en los
campos que nosotros conocemos, era casi pleno invierno aquí: momento en que,
como Thang sabía muy bien, el ave incuba sus huevos. ¿Había calculado mal,
entonces, y había llegado tarde? Sin embargo, aunque el pájaro estaba a punto de
emigrar, agitó las alas y siguió mirando hacia el País de las Hadas. Thang no perdió la
esperanza, y elevó una plegaria a esos dioses paganos cuyo rencor y venganza tenía él
sobrado motivo para temer. Parecía que era demasiado tarde, o resultó escasa la
oración para aplacarlos; porque allí y entonces llegó la caricia del invierno, y se
abrieron los huevos, en medio del rugido de los mares de Shiroora Shan, antes de que
el pájaro emigrara con su ojo difícil; y en efecto, fue mal asunto para Neepy Thang:
no tengo valor para añadir nada más.
—Vaya —dijo lord Castelnorman unas semanas más tarde a los Sres. Grosvenor y
Campbell—; ustedes no se quedan cortos tomándose tiempo para traer esas
esmeraldas.
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UN DÍA EN EL CONFÍN DEL MUNDO[68]
Hay cosas que sólo conoce el guardián de Tong Tong Tarrup, que está sentado a la
entrada del bastión mascullando sus propios recuerdos.
Recuerda la guerra que hubo en las salas de los gnomos; y cómo una vez las
hadas vinieron a buscar los ópalos que había en Tong Tong Tarrup; y la forma en que
los gigantes atravesaban los predios de abajo, mientras él los observaba desde su
puerta: recuerda pesquisas que todavía asombran a los dioses. Ni siquiera me ha
dicho quiénes moran en esas casas heladas allá en lo alto, en el mismo borde del
mundo, y eso que tiene fama de parlanchín. Entre los elfos, únicos seres vivos vistos
alguna vez a tan enorme altitud, donde extraen turquesa en los más elevados riscos de
la Tierra, su nombre es el prototipo de la locuacidad con el que ridiculizan a los
charlatanes.
Su relato favorito cuando alguien le ofrece bash[69] —droga a la que es adicto y
por la que se ofrecería en servicio de armas a los elfos en su guerra contra los trasgos,
o viceversa, si los trasgos le dieran más—, su relato favorito cuando su cuerpo está
sosegado por la droga y su mente furiosamente excitada, habla de la demanda
emprendida hace ya mucho tiempo de nada más vendible que una cantinela de vieja.
Imagínenselo contándolo. Un anciano, enjuto y barbado, y casi monstruosamente
alto, repantingado en la entrada de una ciudad, sobre un risco de unas diez millas de
altura poco más o menos; las casas, que en su mayor parte dan al este, iluminadas por
el sol y la luna y las constelaciones que conocemos; pero una casa en la cumbre que
mira por encima del Confín del Mundo, iluminada por el resplandor de esos espacios
aterradores en los que un largo ocaso atenúa la luz de las estrellas; mi pequeña
ofrenda de bash; en seguida un largo dedo índice y un sucio y ávido pulgar cogen la
droga: todo eso en primer término. Al fondo, el misterio de esas casas silenciosas
cuyos habitantes no se sabe quiénes son, o qué servicio les prestaba el guardián, o qué
pago recibía este a cambio, ni si era mortal.
Imagínenselo en la puerta de esa increíble ciudad, después de haber ingerido en
silencio mi bash, tendiéndose a todo lo largo, reclinándose y poniéndose a hablar.
Según parece, una luminosa mañana de hace centenares de años, un visitante
procedente del mundo trepó hasta Tong Tong Tarrup. Había dejado atrás la nieve y
había puesto un pie en la escalera que desciende hacia la tierra desde Tong Tong
Tarrup, cuando lo vio el guardián. Subía con tanta dificultad aquellos fáciles peldaños
que el hombre canoso que le observaba tuvo tiempo de preguntarse si el desconocido
le traería bash, la droga que daba sentido a las estrellas y parecía explicar el
crepúsculo. Y al final resultó que el desconocido no tenía ni una pizca de bash, y no
dispuso de nada mejor que ofrecer a aquel hombre canoso que su simple historia.
Al parecer el desconocido se llamaba Gerald Jones y había vivido siempre en
Londres, aunque de niño había estado una vez en un páramo norteño. Hacía tanto
tiempo de eso que únicamente se acordaba de que, de un modo u otro, había
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caminado solo por el páramo, y que todo el brezo estaba en flor. No se veía más que
brezo y helecho, si exceptuamos, a lo lejos, próximo ya el ocaso, unos remotos
bancales, sobre imprecisas colinas, parecidos a los campos que cultivan los humanos.
Al atardecer se levantó una niebla que ocultó las colinas, mas él siguió caminando
por el páramo. Luego llegó al valle, un valle minúsculo en medio del páramo y con
laderas increíblemente empinadas. Se tumbó en el suelo y contempló el valle a través
de las raíces del brezo. Y mucho más abajo de donde él se encontraba, en un huerto
junto a un cottage rodeado de malvarrosas más altas que él mismo, había una anciana
sentada en tina silla de madera, cantando por la tarde. Al hombre le había gustado la
canción y la recordaba luego en Londres, y cada vez que le venía a la mente
rememoraba esos atardeceres que no se ven en Londres y escuchaba de nuevo el
suave viento que cruzaba despreocupadamente el páramo y a los abejorros que se
apresuraban, y se olvidaba del ruido del tráfico. Y cada vez que oía a los hombres
hablar del Tiempo, siempre le envidiaba sobre todo esa canción. Más tarde regresó en
cierta ocasión a aquel páramo norteño y encontró el diminuto valle, mas en el huerto
no había ninguna anciana, ni nadie que cantara canción alguna. En todo caso le
preocupaba la canción que la anciana había cantado un atardecer veraniego hacía
veinte años y que a diario se desvanecía de su mente, o bien el fastidioso trabajo que
hacía en Londres para una gran empresa completamente inútil; y envejeció
prematuramente, como los hombres suelen hacer en las ciudades. Y por fin, cuando la
melancolía únicamente le producía pesar y la inutilidad de su trabajo ganaba terreno
con la edad, decidió consultar a un mago. Así es que fue a ver a un mago y le contó
sus problemas, en especial que había oído cierta canción.
—Y ahora —dijo— no se oye en ninguna parte del mundo.
—En el mundo, por supuesto que no —le respondió el mago—, mas puedes
encontrarla fácilmente más allá del Confín del Mundo.
Y añadió que estaba padeciendo los continuos cambios del tiempo, y le
recomendó que pasara un día en el Confín del Mundo. Jones le preguntó a qué parte
del Confín del Mundo debería dirigirse, y el mago le respondió que había oído hablar
muy bien de Tong Tong Tarrup; de manera que le pagó, como es habitual, con ópalos
y se puso inmediatamente en marcha.
Los caminos que conducían a esa ciudad son sinuosos; en la estación Victoria
compró el billete que sólo despachan a los que conocen; dejó atrás Bleth; pasó por las
colinas de Neol-Hungar y llegó a la Quebrada de Poy, lugares todos ellos situados en
esa parte del mundo que pertenece a la esfera de lo conocido. Sin embargo, más allá
de la Quebrada de Poy, en esas llanuras corrientes que tanto recuerdan a Sussex, lo
primero con lo que uno se encuentra es inverosímil.
En el límite de la llanura que se extendía a partir de la Quebrada de Poy podía
verse una hilera de vulgares colinas grises, los cerros de Sneg; allí es donde comienza
lo increíble, al principio muy raramente, mas cada vez con mayor asiduidad conforme
se ascienden las colinas. Por ejemplo, en una ocasión descendí a los Llanos de Poy y
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lo primero que divisé fue un simple pastor que cuidaba de un rebaño de simples
ovejas. Los observé durante algún tiempo y nada sucedió, cuando, sin mediar palabra
alguna, una de las ovejas se acercó al pastor y, apropiándose de su pipa, se puso a
fumar, incidente que me impresionó por su inverosimilitud; pero en los Cerros de
Sneg encontré a un político honesto. Jones recorrió esos llanos y los Cerros de Sneg,
tropezándose con cosas al principio inverosímiles y luego increíbles, hasta llegar a la
larga pendiente que, más allá de los cerros, conduce al Confín del Mundo, donde,
como cuentan todas las guías turísticas, todo puede suceder. Al pie de esa pendiente
era posible ver cosas que concebiblemente podían ocurrir en los lugares que
conocemos. Mas pronto desaparecieron y el viajero no vio nada más que fabulosas
fieras, ramoneando flores tan asombrosas como ellas mismas, y rocas tan deformadas
que sus formas tenían evidentemente un sentido, demasiado sorprendente para ser
accidental. Incluso los árboles eran increíblemente poco corrientes: tenían tanto que
decir, y se apoyaban unos sobre otros cada vez que hablaban y adoptaban actitudes
grotescas y miraban de soslayo. Jones vio dos abetos peleando. La impresión que
ejercieron esas escenas sobre sus nervios fue muy intensa; no obstante, siguió
ascendiendo y se alegró mucho finalmente al ver una prímula, única cosa conocida
que había visto en horas, mas esta silbó y se alejó dando saltos. Vio a los unicornios
en su valle secreto. Luego, la noche cubrió el cielo de un modo siniestro y no sólo
brillaron las estrellas, sino que también lunas más pequeñas y más grandes, y oyó a
los dragones zurriendo en la oscuridad.
Al alba apareció por encima de él, entre sus asombrosos riscos, la ciudad de Tong
Tong Tarrup, con sus heladas escaleras iluminadas, formando un minúsculo grupo de
casas allá arriba en el cielo. Ya se encontraba en la abrupta montaña: la niebla la
estaba abandonando lentamente, revelando, conforme se iba alejando, cosas cada vez
más asombrosas. Antes de que la niebla desapareciera del todo, escuchó bastante
cerca de él, en lo que había creído que era una simple montaña, el ruido de un pesado
galope sobre el césped. Había llegado a la meseta de los centauros. Y de pronto los
avistó en medio de la niebla: allí estaban, producto de la fábula, cinco enormes
centauros. Si hubiera vacilado a causa del asombro, no habría ido tan lejos: cruzó la
meseta y se acercó bastante a los centauros. Nunca ha sido costumbre de los
centauros el reparar en los hombres; piafaron y se gritaron unos a otros en griego,
mas no le dirigieron la palabra. No obstante, cuando se fue se volvieron y lo miraron
fijamente; y, cuando hubo cruzado la meseta y siguió todavía avanzando, los cinco se
fueron a medio galope hasta los límites de su verde país; pues más arriba de la
elevada meseta verde de los centauros no hay más que montaña pelada: el último
verdor que el montañero ve cuando recorre Tong Tong Tarrup es la hierba que pisan
los centauros. Llegó a los campos nevados que cubren la montaña como una capa,
por encima de la cual su cumbre aparece pelada, y siguió ascendiendo. Los centauros
le observaron con creciente asombro.
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Ni siquiera le rodeaban ya bestias fabulosas ni extraños árboles diabólicos, solo
nieve y el risco completamente pelado encima del cual estaba Tong Tong Tarrup.
Estuvo ascendiendo todo el día y el atardecer le sorprendió más arriba del límite de
las nieves perpetuas; y pronto llegó a la escalera tallada en la roca y avistó a aquel
hombre del pelo blanco, el guardián de Tong Tong Tarrup, sentado mascullando para
sí asombrosos recuerdos personales y esperando en vano que algún forastero le regale
bash.
Al parecer, tan pronto como el forastero llegó a la entrada del bastión exigió
inmediatamente, pese a estar cansado, una habitación que dispusiera de una buena
vista del Confín del Mundo. Mas el guardián, aquel hombre de pelo cano,
decepcionado por la falta de bash, antes de indicarle el camino exigió al forastero que
le contara su historia para agregarla a sus recuerdos. Y esta es la historia, si es que el
guardián me ha dicho la verdad y su memoria todavía es lo que era. Y cuando la
acabó de contar, el hombre canoso se levantó y, balanceando en el aire sus cantarinas
llaves, atravesó varias puertas, subió muchas escaleras y condujo al forastero a la casa
más elevada, el techo más alto del Mundo, y en el salón le mostró una ventana. El
fatigado forastero se sentó allí en una silla y miró por la ventana más allá del Confín
del Mundo. La ventana estaba cerrada y en sus relucientes cristales resplandecía y
danzaba el crepúsculo del Confín del Mundo, en cierto modo como la luz
fosforescente que despiden las luciérnagas y en parte como el cabrilleo del mar;
llegaba en oleadas, repleto de lunas maravillosas. Mas el forastero no miraba aquellas
maravillosas lunas. Pues desde el abismo crecía, enraizada en remotas constelaciones,
una hilera de malvarrosas, en medio de las cuales un pequeño jardín verde se
estremecía y temblaba como el reflejo en el agua; más arriba, flotaba en el crepúsculo
brezo florecido, inundándolo hasta convertirlo en púrpura; abajo, el pequeño jardín
verde colgaba en medio de él. Y tanto el jardín de abajo como el brezo que lo
circundaba parecían también temblar y dejarse llevar por una canción. Pues el
crepúsculo estaba absorto en una canción que sonaba y resonaba por todos los
confines del Mundo, y el jardín verde y el brezo parecían danzar y murmurar al
compás que aquella les marcaba, mientras una anciana la estaba cantando abajo en el
jardín. Un abejorro salió del otro lado del Confín del Mundo. Y la canción que
envolvía las costas del Mundo, y que las estrellas bailaban, era la misma que él había
oído cantar a la anciana hacía mucho tiempo allá abajo en el valle en medio del
páramo norteño.
Mas aquel hombre canoso, el guardián, no dejó que el forastero se quedara, ya
que no le había traído bash, y le empujó con impaciencia, sin preocuparse de echar
una ojeada a través de la ventana más alejada del Mundo; pues las tierras que el
Tiempo aflige y los espacios que el Tiempo conoce no son lo mismo para aquel
hombre canoso; y el bash que ingiere pasma su mente más profundamente de lo que
cualquier hombre pueda mostrarle, tanto en el Mundo que conocemos, como más allá
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de su Confín. Y, protestando amargamente, el viajero regresó y bajó de nuevo al
Mundo.
* * *
Acostumbrado como estoy a lo increíble desde que conocí el Confín del Mundo, la
historia me plantea problemas. No obstante, es posible que la devastación causada
por el Tiempo sea meramente local y que, fuera del ámbito de su destrucción, las
viejas canciones todavía las sigan cantando aquellos que nosotros consideramos
muertos. Me esfuerzo por creer eso. Y sin embargo, cuanto más investigo la historia
que me contó el guardián en la ciudad de Tong Tong Tarrup, tanto más plausible
parece la teoría alternativa: que aquel hombre canoso es un mentiroso.
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EL BUREAU D’ÉCHANGE DE MAUX[70]
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sacado provecho de lo maravilloso y de que cuanto más milagrosa parece su
ganancia, más segura y firmemente lo atrapan los dioses o las brujas.
Unos días después iba a regresar a Inglaterra, y empezaba a temer que me
marearía; decidí cambiar este temor al mareo —no el mal propiamente dicho, sino
sólo el miedo a sufrirlo— por un pequeño mal adecuado. No sabía con quién haría el
trato, quién era en realidad el jefe de la empresa (uno jamás se entera de eso cuando
compra), pero concluí que ninguno sacaría demasiado de tan pequeña transacción.
Le hablé al viejo de mi proyecto, y se burló de la insignificancia de mi mercancía,
tratando de animarme a efectuar alguna operación más tenebrosa; pero no consiguió
hacerme cambiar de idea. Y entonces me contó historias, con aire algo jactancioso,
sobre los grandes negocios, los tremendos tratos que habían pasado por sus manos.
Una vez había acudido allí un hombre para intentar cambiar su muerte: se había
tragado un veneno por accidente, y sólo le quedaban doce horas de vida.
Aquel viejo siniestro logró complacerlo. Tenía un cliente que deseaba cambiar ese
género.
—Pero ¿qué dio a cambio de la muerte? —pregunté.
—La vida —dijo el viejo siniestro con una risita furtiva.
—Debió de ser una vida horrible —dije.
—Eso no era asunto mío —dijo el propietario, haciendo sonar perezosamente en
su bolsillo, mientras hablaba, un puñado de monedas de veinte francos.
Extraños negocios observé en aquella oficina durante los días siguientes, el
intercambio de singulares mercancías, y oí extraños murmullos en los rincones entre
parejas que luego se levantaban y se dirigían al cuarto del fondo, seguidos del viejo
para ratificar la transacción.
Dos veces al día, durante una semana, estuve pagando mis veinte francos,
observando la vida con sus grandes necesidades y sus pequeñas necesidades, mañana
y tarde desplegada ante mí en toda su prodigiosa variedad.
Y un día me entrevisté con un hombre agradable con sólo una pequeña necesidad,
que parecía tener exactamente el mal que a mí me interesaba. Le daba siempre miedo
que fuese a romperse el ascensor. Yo tenía sobrados conocimientos de hidráulica para
temer que sucediera una cosa tan tonta como esa, pero no era asunto mío curarlo de
tan ridículo temor. Bastaron muy pocas palabras para convencerlo de que el mío era
el mal que le convenía, ya que jamás cruzaba el mar, y yo, por mi parte, podía subir
siempre las escaleras andando; y también me sentí convencido en ese momento,
como debe ocurrirles a muchos en dicha oficina, de que jamás llegaría a turbarme tan
absurdo miedo. Sin embargo, a veces es casi la maldición de mi vida. Después de
firmar los dos el pergamino en el cuarto telarañoso del fondo, y de rubricarlo y
ratificarlo el viejo (para lo que tuvimos que pagarle cincuenta francos cada uno),
regresé a mi hotel; y allí, en la planta baja, vi el mortal artefacto. Me preguntaron si
quería subir en ascensor; llevado por la fuerza de la costumbre me arriesgué, y
contuve el aliento durante todo el trayecto, fuertemente agarrado con ambas manos.
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Nada me inducirá a intentar semejante viaje otra vez. Antes subiría a mi habitación en
globo. ¿Y por qué? Pues porque si un globo se estropea, aún tienes una posibilidad:
puedes abrir un paracaídas si estalla; pero si el ascensor se desprende, se acabó. En
cuanto al mareo, jamás volveré a marearme; no sé decir por qué, pero sé que es así.
Y en cuanto a la oficina en la que hice este extraordinario negocio, la oficina a la
que nadie vuelve después de efectuado su trato, bueno, decidí visitarla al día
siguiente. Con los ojos vendados podía encontrar el camino hasta el anticuado barrio
del que parte una calle sórdida, al final de la cual tomas la calleja de la que sale el
callejón sin salida donde se encontraba el extraño establecimiento. Pegada a él hay
una tienda con columnas estriadas pintadas de rojo; su otra vecina es una modesta
joyería que exhibe pequeños broches de plata en el escaparate.
En tan incongruente compañía se hallaba la oficina, con sus vigas, y sus paredes
pintadas de verde.
Media hora después me encontraba en el callejón que había visitado dos veces al
día durante la última semana. Encontré la tienda de las feas columnas y la joyería que
vendía broches; pero la casa verde de las tres vigas había desaparecido.
La derribaron, diréis, aunque en una sola noche. Esa no puede ser la explicación
del misterio, porque la casa de las columnas pintadas sobre yeso, y la humilde joyería
de los broches de plata (todos los cuales podría identificar, uno por uno), eran
paredañas una con otra.
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UNA HISTORIA DE MAR Y TIERRA[71]
En el primer Book of Wonder está escrito cómo el capitán Shard, del terrible barco
pirata Desperate Lark, se retiró de la vida activa después de saquear la ciudad costera
de Bombasharna; y cómo, renunciando a la piratería en favor de los más jóvenes, con
el beneplácito del Atlántico Norte y Sur, se instaló con una reina cautiva en su isla
flotante.
A veces hundía un barco en recuerdo de los viejos tiempos, mas había dejado de
merodear por las rutas comerciales y los asustadizos mercaderes ahora estaban
pendientes de otros hombres.
No fue la edad lo que le impulsó a abandonar su romántica profesión. Ni tampoco
la indignidad de sus tradiciones, ni ninguna herida de arma de fuego, ni la bebida.
Fue la inexorable necesidad y la force majeure[72]. Cinco flotas le perseguían. Cómo
les dio el esquinazo un día en el Mediterráneo, cómo combatió contra los árabes,
cómo se oyó una andanada de sus cañones por primera y última vez en un lugar a 23
grados de latitud norte y 4 de longitud este, junto a otras cosas desconocidas para los
Almirantazgos, es lo que procederé a contar.
Había tenido sus correrías, este Shard, capitán pirata, y todos sus compinches
llevaban perlas en sus pendientes. Y ahora la flota inglesa iba tras él a todo trapo a lo
largo de la costa de España con un favorable viento del norte a popa. No conseguían
ganar terreno al aerodinámico navío de Shard, el terrible barco pirata Desperate Lark;
sin embargo, estaban más cerca de lo que a él le habría gustado y se entrometían en
sus asuntos.
Le habían estado persiguiendo durante un día y una noche, cuando, a la altura del
Cabo de San Vicente, hacia las seis de la mañana, Shard dio aquel paso que decidió
su retiro de la vida activa: viró hacia el Mediterráneo. Si hubiera seguido hacia el sur
bordeando la costa africana, es poco probable que hubiese podido sacar provecho de
la piratería, debido a la injerencia de Inglaterra, Rusia, Francia, Dinamarca y España;
mas, al virar hacia el Mediterráneo, dio lo que podía llamarse el penúltimo paso de su
vida, que para él significó establecerse. Tres grandes líneas de actuación fraguó Shard
en su juventud, sobre las que meditaba de día y cavilaba de noche, que lo consolaban
de todos sus peligros, secretas incluso para sus hombres, tres recursos con los que
esperaba escapar de cualquier peligro con el que pudiera enfrentarse en el mar. Una
de ellas era la isla flotante de la que habla el Book of Wonder, otra era tan fantástica
que podemos dudar de que aun cuando la brillante audacia de Shard hubiera podido
encontrarla factible, al menos nunca la puso a prueba que se sepa en aquella taberna
junto al mar en la que me informo; y la tercera decidió llevarla a cabo cuando viró
aquella mañana para el Mediterráneo. En realidad, a pesar del paso que había dado,
podría haber practicado la piratería un poco más tarde cuando los mares recuperasen
la calma, mas aquel penúltimo paso fue como esa pequeña casa en el campo a la que
todo hombre de negocio le ha echado el ojo; como cualquier cómoda inversión
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reservada para la vejez, hay determinadas decisiones terminantes en las vidas de los
hombres que después de tomadas les impiden volver a sus asuntos.
Ante el asombro de sus hombres viró, pues, para el Mediterráneo con la flota
inglesa pisándole los talones.
—¿Qué locura es esa —murmuró Bill, el contramaestre, al único oído del tío
Frank—, con la flota francesa esperándonos en Lyon y los españoles a lo largo de
todo el trayecto entre Cerdeña y Túnez? (pues ellos conocían las costumbres de los
españoles).
Crearon una comisión y esperaron al capitán Shard, todos ellos sobrios y vestidos
con su ropa más suntuosa, y le dijeron que el Mediterráneo era una ratonera, y lo
único que él les respondió fue que el viento del norte se mantendría. Y la tripulación
le contestó que estaban rendidos.
De manera que entraron en el Mediterráneo y la flota inglesa apareció y bloqueó
el Estrecho de Gibraltar. Y Shard continuó dando bordadas por la costa marroquí con
una docena de fragatas tras él. Y el viento del norte se hizo más intenso. Y el Capitán
no habló a su tripulación hasta que anocheció, momento en que los reunió a todos a
excepción del timonel y les pidió cortésmente que bajaran a la bodega. Allí les
mostró seis enormes ejes de acero y una docena de ruedas de hierro de poca altura y
muy anchas, que ninguno de ellos había visto antes; y contó a su tripulación que, sin
que nadie lo supiera, había adaptado especialmente su quilla para esos mismos ejes y
ruedas, y que tenía la intención de volver a navegar en seguida hacia el vasto
Atlántico, aunque no a través del estrecho. Y cuando oyeron el nombre del Atlántico
todos sus compinches se alegraron, pues lo consideraban un mar muy seguro.
Y cayó la noche y el capitán Shard mandó llamar a su buzo. Con el mar
embravecido al buzo le era difícil trabajar, mas a media noche las cosas salieron a
entera satisfacción de Shard; y el buzo dijo que de todos los trabajos que había
desempeñado… mas, al no encontrar adecuada comparación y estar necesitado de un
trago, se calló y pronto se durmió, y sus camaradas lo llevaron a su hamaca. La
persecución continuó durante todo el día siguiente con los ingleses bien a la vista, ya
que Shard había perdido tiempo por la noche con sus ruedas y ejes, y el peligro de
encontrarse con los españoles aumentaba cada hora; y cuando anocheció cada minuto
parecía cargado de peligro, pero siguieron dando bordadas hacia el este, donde sabían
que debían de estar los españoles.
Y por fin avistaron sus gavias, y no obstante Shard siguió adelante. Escaparon por
los pelos, mas la noche avanzaba y la Union Jack que izaron ayudó a Shard con los
españoles durante los últimos, ansiosos minutos, aunque esto pareció enojar a los
ingleses. Mas, como dijo Shard, «no se puede contentar a todo el mundo», y a
continuación la oscuridad se tragó el crepúsculo.
—Todo a estribor —dijo el capitán Shard.
El viento del norte, que había arreciado a lo largo del día, soplaba ahora como un
vendaval. Ignoro a qué parte del litoral se dirigía Shard, mas él sí lo sabía, pues las
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costas del mundo eran para él lo que Margate[73] para alguno de nosotros.
En un lugar del corazón de África, sí, donde, impregnado de misterio y de muerte,
el desierto emerge por encima del mar, no menos grandioso, ni menos terrible, allí
avistaron la tierra muy próxima, casi en tinieblas. Shard mandó a todos los hombres a
la parte trasera del barco y también todo el lastre. Y pronto la Desperate Lark, con su
proa sobresaliendo un poco por encima del agua, haciendo dieciocho nudos a favor
del viento, encalló en una playa arenosa y se estremeció, se escoró un poco, y
lentamente se dirigió hacia el interior de África.
Los piratas habrían dado tres hurras, mas tras el primero Shard los silenció y,
gobernando él mismo, les soltó un pequeño discurso, mientras las ruedas anchas
avanzaban despacio por la arena africana, haciendo apenas cinco nudos en medio del
vendaval. Los peligros de la mar, les dijo, se han exagerado mucho. Durante cientos
de años, los barcos han estado navegando por la mar, y en la mar sabías lo que hay
que hacer; mas en tierra es diferente. Ahora estaban en tierra y no iban a olvidarlo. En
la mar se puede hacer todo el ruido que se quiera sin perjudicar a nadie, mas en tierra
todo podía suceder. Uno de los peligros de tierra firme que citó como ejemplo fue la
horca. Por cada cien hombres que ahorcaban en tierra, dijo, en la mar no colgarían a
más de veinte. Los hombres se fueron a dormir junto a los cañones. Esa noche no
irían lejos, pues el riesgo de naufragar de noche era un peligro característico de tierra
firme, mientras que en la mar se puede navegar desde la puesta del sol hasta el alba.
No obstante era esencial no dejarse ver desde la mar, pues, si alguien se enteraba de
dónde se encontraban, tendrían a la caballería tras ellos. Y por eso había enviado de
vuelta a Smerdrak (un joven alférez de navío pirata) a fin de que borrara las huellas
que habían dejado en el lugar por donde habían salido del mar. Y los compinches
asintieron enérgicamente con la cabeza aunque no se atrevieron a vitorear, y en
seguida llegó corriendo Smerdrak y le arrojaron un cabo por la popa. Y cuando
habían hecho unos quince nudos anclaron, y el capitán Shard reunió a sus hombres en
torno a él y, permaneciendo junto al timón de tierra en la proa, bajo las nítidas y
grandes estrellas de Argelia, les explicó su sistema de gobierno. No había mucho que
explicar; con considerable ingeniosidad había separado y montado sobre un pivote la
parte de la quilla que sostenía el eje principal, y podía moverla mediante cadenas
controladas desde el timón de tierra, de manera que el par delantero de ruedas podía
girai a voluntad aunque solo un poco; y más tarde comprobaron que en cien yardas
únicamente podían desviar el barco de su rumbo unas cuatro yardas. Mas que los
capitanes de cómodos acorazados, o incluso los propietarios de yates, no critiquen
con demasiada severidad a un hombre que no era de esta época y que no conocía los
inventos modernos; habría que recordar también que Shard no se encontraba ya en
alta mar. Es posible que su gobierno fuera torpe, mas hacía lo que podía.
Cuando quedó claro para sus hombres el uso y las limitaciones de su timón de
tierra, Shard les ordenó acostarse a todos a excepción de los vigías. Mucho antes del
amanecer los despertó y con el primer rayo de luz se pusieron en marcha, de manera
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que aquellas dos flotas, que estaban tan seguras de tener rodeado a Shard en una
amplia media luna frente a la costa argelina, no vieron ni rastro de la Desperate Lark,
ni en el mar ni en tierra firme; y las banderas del buque insignia prorrumpieron en
enérgicos juramentos en inglés.
El temporal sopló durante tres días y, como Shard usaba más trapo durante el día,
se deslizaron rápidamente por la arena a casi diez nudos, aunque en el informe sobre
la mar gruesa a proa (así llamaba el vigía, antes de adaptarse a su nuevo medio, a las
peñas, los pequeños cerros o el terreno accidentado), se disminuyó mucho la
velocidad. Como era verano los días eran muy largos y Shard, deseoso de dejar atrás
el rumor de su propia aparición mientras el viento se mantuviera favorable, navegaba
diecinueve horas al día, se ponía al pairo a las diez de la noche y volvía a izar velas a
las tres de la madrugada, cuando empezaba a despuntar el alba.
En aquellos tres días recorrió quinientas millas. Luego, el viento amainó hasta
convertirse en una brisa, aunque sin dejar de soplar del norte, y en la semana
siguiente no hicieron más de dos nudos por hora. Entonces los compinches
empezaron a murmurar. Al principio la suerte había favorecido a Shard claramente,
pues lo envió a diez nudos a través de las únicas zonas pobladas por delante de
multitudes, a excepción de las que habían decidido huir, y la caballería estaba lejos
dando una batida local. En cuanto a los correos, pronto disminuyeron en cuanto Shard
les apuntó con su cañón, aunque no se atrevía a disparar cerca de la costa. Por mucho
que se burlara de la inteligencia de los almirantes ingleses y españoles, que no habían
sospechado de su maniobra, única posible, según él, en aquellas circunstancias, sabía
sin embargo que el estruendo evidente del cañón revelaría su secreto a las mentes
más cortas. Por supuesto, la suerte le había ayudado, y cuando dejó de hacerlo
aprovechó la ocasión todo lo que pudo. Por ejemplo, mientras el viento se mantuvo
favorable nunca dejó pasar las oportunidades de reabastecerse; si pasaba por una
aldea, se apoderaba de sus cerdos y de sus aves de corral; y cada vez que pasaba
cerca de donde había agua llenaba sus depósitos hasta el borde. Y cuando sólo podía
hacer dos nudos, navegaba toda la noche precedido por un hombre provisto de farol:
de esa manera hizo en aquella semana cerca de cuatrocientas millas cuando cualquier
otro habría fondeado de noche, perdiendo cinco o seis de las veinticuatro horas
diarias. No obstante sus hombres murmuraban. «¿Acaso se cree que el viento durará
eternamente?», decían. Y Shard se limitaba a fumar. Estaba claro que pensaba, y
pensaba mucho.
—Pero ¿en qué está pensando? —le dijo Bill a Jack el Malo.
Y este le contestó:
—Puede pensar todo lo que le venga en gana, mas eso no nos sacará del Sahara si
el viento amaina.
Y a finales de aquella semana, Shard se dirigió a su cuarto de derrota y trazó un
nuevo rumbo para su barco un poco hacia el este, hacia terrenos cultivados. Y un día,
hacia el atardecer, divisaron una aldea, y en esto llegó el ocaso y el viento amainó por
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completo. Entonces aumentaron los murmullos de los compinches hasta convertirse
en juramentos, y casi en motín. Se preguntaban dónde estaban ahora y si estaban
siendo tratados de manera equitativa.
Shard los tranquilizó preguntándoles qué deseaban hacer y, cuando a ninguno se
le ocurrió nada mejor que acudir a los aldeanos y decirles que una tormenta había
desviado su rumbo, Shard les reveló su plan. Había oído hacía mucho tiempo que en
África es corriente que los bueyes tiren de las carretas; los bueyes eran muy
numerosos en aquellos lugares donde no existía ningún tipo de cultivo y, por ese
motivo, cuando el viento empezó a amainar, había hecho rumbo en dirección a la
aldea: aquella noche en cuanto oscureciera iban a apartar cincuenta yuntas de bueyes;
a media noche ya debían de estar uncidos a la proa y entonces se irían a galope
tendido.
Un plan tan estupendo como aquel asombró a sus hombres y todos se disculparon
por su falta de fe en Shard, estrechándole la mano de uno en uno y escupiendo en
ellas en señal de buena voluntad.
La incursión de aquella noche tuvo un gran éxito; mas, por ingenioso que Shard
se mostrara en tierra firme, y maestro consumado en alta mar, debe admitirse sin
embargo que la falta de experiencia en ese tipo de navegación le llevó a cometer un
error, insignificante es cierto y que con un poco de práctica habría evitado por
completo: los bueyes no podían galopar. Shard los maldijo, los amenazó con su
pistola, les dijo que no les daría de comer, mas todo fue inútil: aquella noche,
mientras tiraron del barco pirata Desperate Lark no hicieron más de un nudo a la
hora. Shard utilizó sus fracasos, como todo lo que se cruzaba en su camino, como
materiales con que edificar su futuro éxito: se fue inmediatamente a su cuarto de
derrota y volvió a hacer otra vez todos sus cálculos.
La cuestión de la lenta marcha de los bueyes imposibilitaba que pudieran eludir la
persecución. Por tanto, Shard anuló su orden al alférez de navío de cubrir las huellas
dejadas en la arena, y la Desperate Lark prosiguió con dificultad su curso a través del
Sahara confiando en sus cañones.
La aldea no era grande, y la escasa multitud que se avistaba a popa desapareció a
la mañana siguiente tras el primer disparo del cañón de popa. Al principio Shard hizo
que los bueyes llevaran toscos bocados de hierro, otro de sus errores. «Pues, si se
desbocan», había dicho, «podríamos también ser arrastrados ante la tempestad, y
quién sabe dónde iríamos a parar». Mas, pasado uno o dos días, comprobó que los
bocados no eran útiles y, como hombre práctico que era, inmediatamente corrigió su
error.
Y ahora la tripulación, sacando sus mandolinas y clarinetes, cantaba todo el día
alegres canciones y vitoreaba al capitán Shard. Todos estaban contentos excepto el
Capitán, cuyo rostro parecía malhumorado y perplejo; solo él esperaba tener más
noticias de aquellos aldeanos; y cada día los bueyes se bebían toda el agua disponible,
y él sólo temía que no pudieran conseguir más, desagradable temor sobre todo si el
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barco se detenía en pleno desierto por falta de viento. Durante una semana
continuaron igual, haciendo diez nudos diarios, y la música y el canto crispaban los
nervios del Capitán, pero no se atrevía a contar a sus hombres cuál era el problema. Y
entonces un día los bueyes apuraron las últimas existencias de agua. Y se presentó el
alférez de navío Smerdrak a informar del hecho.
—Dadles ron —dijo Shard, y maldijo a los bueyes—. Lo que es bueno para mí —
siguió diciendo— debería ser bueno para ellos —y juró que beberían ron.
—¡A sus órdenes, mi capitán! —dijo el joven alférez de navío pirata.
No debería juzgarse a Shard por las órdenes de aquel día. Había estado esperando
durante casi una quincena el funesto destino que poco a poco se le avecinaba; la
disciplina le había llevado a aislarse de cualquier otro que pudiera compartir su temor
y discutirlo; y todo el tiempo había tenido que pilotar el barco, lo cual incluso en la
mar es una ardua responsabilidad. Esas cosas habían alterado el sosiego de aquel
sereno juicio que en una ocasión había desconcertado a cinco armadas. Por
consiguiente maldijo a los bueyes y les ordenó beber ron, y Smerdrak dijo: «¡A las
órdenes, mi capitán!», y se fue abajo.
Hacia el ocaso, Shard estaba de pie en la toldilla, pensando en la muerte; no se
moriría de sed; antes habría un motín, pensó. Los bueyes rechazaron el ron por última
vez y los hombres empezaron a mirar con inquietud al capitán Shard, sin murmurar
pero observándolo de reojo como si únicamente tuvieran un pensamiento que no
necesitaba palabras. Una veintena de gansos formando una gran V cruzaron el cielo
nocturno, inclinaron sus pescuezos y los torcieron hacia abajo en dirección a algún
lugar del horizonte. El capitán Shard se fue deprisa a su cuarto de derrota y enseguida
llegaron los hombres a la puerta con el tío Frank al frente, visiblemente molesto y
retorciendo su gorra con la mano.
—¿Qué ocurre? —dijo Shard, como si no pasara nada.
Entonces el tío Frank dijo lo que había ido a decir:
—Queremos saber lo que va usted a hacer.
Y los hombres asintieron solemnemente con la cabeza.
—Conseguir agua para los bueyes —respondió el capitán Shard—, ya que los
muy puercos no quieren ron, y esas bestias perezosas tendrán que trabajar para eso.
¡Levad el ancla!
Y al oír la palabra «agua», una mirada afloró a sus rostros como cuando algún
vagabundo piensa de repente en su hogar.
—¡Agua! —dijeron.
—¿Por qué no? —contestó el capitán Shard. Y ninguno de ellos llegó a enterarse
de que, a no ser por los gansos, que inclinaron sus pescuezos y los torcieron hacia
abajo, no hubieran encontrado agua esa noche ni ninguna otra, y que el Sahara los
habría atrapado como ha atrapado a tantos otros y atrapará a muchos más. Aquella
noche siguieron un nuevo rumbo: al alba encontraron un oasis y los bueyes bebieron.
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Y decidieron quedarse en aquel acre, o poco más o menos, de verdor con
palmeras y manantial, rodeado por miles de millas de desierto y que ha resistido a lo
largo de los siglos: porque los que se han quedado sin agua durante algún tiempo en
un desierto africano llegan a sentir por ese fluido natural una estima que tú, querido
lector, difícilmente podrías creer. Y allí cada hombre eligió un lugar donde construiría
su cabaña y se instalaría, y tal vez se casaría, e incluso olvidaría la mar. Cuando
terminaron de llenar sus depósitos y barriles, el capitán Shard les ordenó
perentoriamente levar el ancla. Hubo mucho descontento, incluso algunas quejas;
mas, cuando un hombre ha librado por dos veces de la muerte a sus camaradas con la
mera originalidad de su mente, estos llegan a sentir respeto por su criterio, al que no
le afectan las naderías. Debe recordarse que en el asunto del amaine del viento, y de
nuevo cuando se les agotó el agua, estos hombres no sabían qué hacer: eso mismo le
ocurrió a Shard en aquella última circunstancia, mas ellos lo ignoraban. Shard sabía
todo eso y eligió aquella ocasión para consolidar su reputación entre los componentes
de aquel barco pirata explicándoles sus motivos, que normalmente mantenía en
secreto. El oasis, les dijo, debe de ser un puerto de arribada para todos los viajeros en
centenares de millas a la redonda: ¡hay que ver la de hombres que se juntan en
cualquier parte del mundo donde existe una gota de whisky para beber! Y el agua
aquí era más escasa que el whisky en los países decentes, incluso, tal es la
peculiaridad de los árabes, incluso más preciosa. Otra cosa les indicó: los árabes eran
gente singularmente curiosa y si tropezaban con un barco en medio del desierto
probablemente hablarían de ello; y como en todas partes existen lenguas muy
maliciosas, nunca interpretarían desde su propio punto de vista sus discrepancias con
las flotas inglesa y española, sino que simplemente tomarían partido por el más fuerte
en contra del más débil.
Y los hombres suspiraron, y cantaron la canción del cabrestante, y levaron anclas
y uncieron los bueyes, y siguieron haciendo su nudo invariable, que nada podía
incrementar. Puede parecer extraño que, con todas las velas aferradas en calma chicha
y mientras los bueyes descansaban, hubieran echado el ancla. Mas la costumbre no se
supera fácilmente y su uso persiste durante bastante tiempo. Cabe preguntarse más
bien cuántas de esas costumbres inútiles conservamos nosotros mismos: por ejemplo,
las orejas para levantar de la parte posterior de las botas de caza, aunque ya no
levantan, o los cordones de nuestros zapatos de etiqueta, que no se atan ni se desatan.
Los hombres decían que así se sentían más seguros y asunto zanjado.
Shard trazó un rumbo sur cuarta al sudoeste y aquel día hicieron diez nudos; al
día siguiente hicieron solamente siete u ocho y Shard se puso al pairo. Aquí intentó
detenerse. Llevaban a bordo muchas provisiones de forraje para los bueyes, y para los
hombres un cerdo más o menos, muchas aves de corral, varios sacos de galletas y
noventa y ocho bueyes (pues ya se habían comido dos), y se encontraban a tan solo
veinte millas del agua. Se quedarían allí, dijo el Capitán, hasta que la gente olvidara
sus pasados; alguien inventaría algo, o alguna cosa ocurriría para que la gente se
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olvidara de ellos y de los barcos que él había hundido. Olvidaba que hay hombres a
quienes les pagan bien por recordar.
A mitad de camino del oasis estableció un pequeño depósito donde enterró sus
barriles de agua. Tan pronto como se vaciaba un barril, ordenaba que una docena de
hombres lo hiciera rodar por turnos hasta el depósito. Eso lo harían de noche,
manteniéndose ocultos durante el día, y la noche siguiente se pondrían en camino en
dirección al oasis, llenarían el barril y lo volverían a traer rodando. Así pronto tuvo, a
solo diez millas de distancia, una reserva de agua, desconocida hasta para el más
sediento nativo de África, con la cual podría fácilmente rellenar sus depósitos a
voluntad. Permitió que sus hombres cantaran e incluso, dentro de lo razonable, que
encendieran fuego. Fueron aquellas noches muy alegres, mientras duró el ron; a veces
veían gacelas que les observaban con curiosidad; otras veces, pasaba cerca algún león
y su rugido aumentaba la sensación de seguridad que tenían en el interior de su barco;
a su alrededor, uniforme, inmenso, yacía el Sahara. «Esto es mejor que una prisión
inglesa», decía el capitán Shard.
Y la calma chicha permanecía todavía; ni siquiera susurraba la arena por las
noches, acariciada por el viento. Cuando se agotó el ron y parecía que habría
problemas, Shard les recordó lo poco que lo habían consumido cuando era lo único
que tenían y los bueyes no querían ni mirarlo.
Y pasaron lentamente los días cantando, incluso a veces bailando, y las noches
alrededor de una prudente hoguera en una depresión de la arena, con solo un vigía,
contándose historias de la mar. Era todo un alivio tras arduas guardias alternadas con
cabezadas junto a los cañones, un descanso para sus tensos nervios y sus fatigados
ojos; y todos estuvieron de acuerdo en que, a pesar de lo mucho que echaban de
menos el ron, el mejor lugar para un barco como el suyo era tierra firme.
Como he dicho fue a veintitrés grados de latitud norte y cuatro de longitud este
donde se oyó por primera y única vez una andanada procedente de un barco. Sucedió
así.
Habían permanecido allí durante varias semanas y se habían comido diez o tal vez
doce bueyes, y en todo ese tiempo no había habido ni un soplo de viento y no habían
visto a nadie: cuando una mañana, a eso de la segunda campanada, mientras la
tripulación estaba desayunando, el vigía anunció la llegada de la caballería a babor.
Shard, que ya había rodeado su barco de afiladas estacas, ordenó a todos sus hombres
que subieran a bordo; el joven corneta, que se vanagloriaba de haber aprendido las
costumbres de tierra firme, dio el toque de «prepararse a recibir a la caballería».
Shard envió unos hombres con picas a las portillas más bajas, dos más con mosquetes
a la arboladura y el resto a los cañones; cambió por balas los «saquillos» o «botes» de
metralla con que cargaba los cañones en caso de sorpresa, tocó zafarrancho de
combate, recogió escalas y, antes de que la caballería se pusiera a tiro, todo estaba
listo para recibirla. Los bueyes fueron uncidos para que Shard pudiera maniobrar su
barco en seguida.
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Cuando la divisaron por vez primera, la caballería iba al trote, mas ahora
avanzaba a medio galope. Árabes vestidos de blanco a lomos de excelentes caballos.
Shard estimó que serían unos doscientos o trescientos. Cuando llegaron a unas
sesenta yardas del barco, Shard abrió fuego con uno de los cañones; había calculado
cuidadosamente la distancia, pero nunca había practicado por miedo a que le oyeran
del oasis: el disparo fue alto. El siguiente se quedó corto y rebotó por encima de las
cabezas de los árabes. Shard se encontraba ahora a tiro y, cuando dieron a los diez
cañones restantes de su batería de costado la misma elevación de su segundo cañón,
los árabes habían llegado al lugar en donde había caído el último disparo. La
andanada alcanzó a los caballos, sobre todo por debajo, y rebotó entre ellos; una bala
de cañón golpeó una roca junto a las patas de los caballos, la hizo pedazos, lanzó por
los aires los fragmentos contra los árabes con el peculiar chirrido propio de los
objetos liberados por los proyectiles de su estado inmóvil e inofensivo, y siguió con
ellos en medio de un gran estrépito; solo con ese disparo murieron tres hombres.
—Muy satisfactorio —dijo Shard, frotándose el mentón—. Cargad con metralla
—añadió bruscamente.
La andanada no detuvo a los árabes, ni siquiera redujo su velocidad; sino que se
apiñaron todavía más como buscando la compañía en aquellos momentos de peligro,
lo cual no deberían haber hecho. Estaban ya a cuatrocientas yardas, a trescientas
cincuenta; y entonces, los dos vigías empezaron a disparar de uno en uno los treinta
mosquetes cargados que, junto a unas pocas pistolas, estaban apoyados contra la
batayola; los cogieron y dispararon uno tras otro. Cada disparo produjo su efecto, mas
los árabes todavía seguían avanzando. Ahora galopaban. En aquellos días llevaba
algún tiempo cargar los cañones. Trescientas yardas, doscientas cincuenta, y los
hombres seguían cayendo; doscientas yardas; el tío Frank, a pesar de su única oreja,
tenía una vista tremenda. Entonces comenzaron a sonar las pistolas, pues habían
disparado ya todos los mosquetes. Ciento cincuenta yardas. Shard había señalado
cada cincuenta yardas con pequeños mojones blancos. El tío Frank y Jack el Malo,
arriba en la arboladura, se sintieron bastante inquietos cuando vieron que los árabes
habían llegado a aquel pequeño mojón blanco: ambos erraron sus tiros.
—¿Todo listo? —dijo el capitán Shard.
—¡Sí, mi capitán! —respondió Smerdrak.
—Bien —dijo el capitán Shard, alzando un dedo.
Ciento cincuenta yardas es una deplorable distancia para ser alcanzado por la
metralla (o «granada», tomo la llamamos ahora): los artilleros difícilmente pueden
errar y la carga tiene tiempo de esparcirse. Más tarde, Shard estimó que con solo
aquella andanada había alcanzado a treinta árabes y otros tantos caballos.
Había casi doscientos de ellos todavía montados en sus caballos, pero la andanada
de metralla los había trastornado, y cuando rodearon el barco parecían indecisos
acerca de lo que hacer. Portaban en sus manos espadas y cimitarras, aunque la
mayoría llevaba colgando a sus espaldas extraños mosquetes de cañón largo; unos
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pocos se los descolgaron y empezaron a disparar al azar. No podían alcanzar con sus
espadas a los compinches de Shard. De no haber sido por aquella andanada que
recibieron, podrían haber trepado desde sus caballos y tomado el barco pirata por
pura superioridad numérica; pero tendrían que haberse mostrado más firmes, y la
andanada lo echó todo a perder. Lo mejor que podían haber hecho era concentrar
todos sus esfuerzos en prender fuego al barco, mas no lo intentaron. Parte de ellos se
arremolinaron alrededor del navío, blandiendo sus espadas y buscando inútilmente un
fácil acceso. Tal vez esperaran encontrar alguna puerta, no eran gente de mar; pero
sus jefes les instigaron manifiestamente a ahuyentar a los bueyes, imaginando que la
Desperate Lark no dispondría de otros medios de transporte. Y eso lo consiguieron
hasta cierto punto. Ahuyentaron a treinta cortando sus tirantes, a otros veinte los
mataron en el mismo lugar con sus cimitarras, aunque el cañón de proa les alcanzó
por dos veces mientras hacían su trabajo, y diez más murieron víctimas desgraciadas
del citado cañón de Shard. Antes de que pudieran dispararles por tercera vez desde
proa, se alejaron al galope, volviendo a disparar sus mosquetes contra los bueyes y
matando a otros tres y, más que la pérdida de sus bueyes, lo que le preocupaba a
Shard era el modo en que maniobraban, pues se alejaron al galope en el preciso
momento en que el cañón de proa estaba listo y se fueron al costado de babor, donde
la batería no pudiera alcanzarles, lo que mostraba, a su entender, un mejor
conocimiento del funcionamiento de los cañones de lo que pudieron haber aprendido
aquella luminosa mañana. ¿Y si trajeran grandes cañones contra la Desperate Lark?,
pensaba Shard para sus adentros. Solo pensarlo le hizo denostar al destino. Pero los
piratas vitorearon cuando los árabes se fueron al galope. A Shard solo le quedaban
veintidós bueyes, y entonces alrededor de una veintena de árabes desmontaron,
mientras el resto siguió adelante, llevándose los caballos. Los que desmontaron se
apostaron detrás de unas rocas, a unas doscientas yardas por el costado de babor, y
empezaron a disparar contra los bueyes. Shard, que disponía todavía de un número
suficiente de ellos para maniobrar su barco aunque con esfuerzo, lo hizo virar unos
puntos hacia estribor a fin de lanzar una andanada contra las rocas. Mas en ese caso
no servía la metralla: la única forma de poder alcanzar a algún árabe era que el
disparo diera en una de las rocas que los protegían, y no era fácil darles a no ser por
casualidad; además, cada vez que Shard maniobraba su barco, los árabes cambiaban
de posición. La situación se prolongó durante todo el día, mientras los jinetes árabes
rondaban, fuera del alcance de los cañones, vigilando los movimientos de Shard. Y
cada vez había menos bueyes, por ser un blanco tan fácil, hasta que solo quedaron
diez y el barco ya no pudo maniobrar. Pero entonces se fueron todos a caballo.
Los piratas quedaron encantados; calcularon que a un costado y a otro del barco
habrían desarzonado a un centenar de árabes, y a bordo no tenían más que un herido:
Jack el Malo había sido alcanzado en la muñeca, probablemente por una bala
destinada a los artilleros, pues los árabes disparaban alto. Habían capturado un
caballo, y en los cadáveres de los árabes habían encontrado pintorescas armas y una
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interesante especie de tabaco. Estaba anocheciendo y hablaron del combate,
bromearon acerca de sus disparos más afortunados, fumaron su nuevo tabaco y
cantaron: en conjunto fue la velada más alegre que habían tenido. Pero Shard, solo en
el alcázar, paseaba de un lado a otro meditabundo y perplejo. Le había amputado a
Jack el Malo su mano herida, poniéndole en su lugar un garfio del almacén, pues en
estas ocasiones el capitán hacía de médico y guardaba una media docena de
primorosos miembros nuevos y, por supuesto, un hacha. Jack el Malo había bajado
blasfemando un poco y dijo que se echaría un rato; la tripulación fumaba y cantaba en
la arena; Shard se quedó solo. Le turbaba un pensamiento: ¿qué harían los árabes? No
parecía existir ninguna razón para que se hubieran ido. Y en lo más recóndito de su
mente solo pensaba en cañones y más cañones. Se persuadió a sí mismo de que no
podrían arrastrarlos por la arena, que la Desperate Lark no valía la pena, que lo
habrían dejado por imposible. No obstante sabía en el fondo lo que harían. Sabía que
en África había muchas ciudades fortificadas y, en cuanto a que su barco valiera la
pena, sabía que a aquellos hombres derrotados no les quedaba ya otra opción salvo la
venganza, y si la Desperate Lark había venido por la arena, ¿por qué no los cañones?
Sabía que el barco nunca podría resistir a los cañones y a la caballería; tal vez una
semana, dos semanas, o incluso tres. ¿Qué más daba el tiempo? Y los hombres
cantaron:
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volver, y Shard sabía que de nada servía seguir ocultándose. Los hombres pasaron
toda la noche regalándose y cantando, mientras Shard permaneció sentado en su
cuarto de derrota haciendo planes.
Cuando llegó la mañana aparejaron el cúter, como llamaban al caballo capturado,
y designaron su tripulación. Como solo había dos hombres que sabían montar, se
convirtieron en la tripulación del cúter. Eran Dick el Español y el contramaestre Bill.
Las órdenes de Shard eran que tomaran el mando del cúter por turno y patrullaran
durante el día unas cinco millas en dirección noreste, pero que regresaran de noche. Y
proveyeron al caballo de un asta de bandera delante de la silla, para que pudieran
hacer señales desde ella, y llevaban detrás un ancla por temor a que se desbocara.
Tan pronto como partió Dick el Español, Shard envió a algunos hombres para que
llevaran rodando todos los barriles desde el depósito, donde estaban enterrados en la
arena, con órdenes de vigilar el cúter todo el tiempo y, en caso de recibir señales de
él, volver lo más rápidamente posible.
Aquel día enterraron a los árabes muertos, quitándoles sus cantimploras y
cualquier provisión que llevaran encima, y aquella misma noche recogieron todos los
barriles. Nada sucedió durante varios días. No obstante, ocurrió un acontecimiento de
singular importancia: un día el viento se levantó, mas como procedía del sur y el
oasis estaba al norte de donde ellos se encontraban y pasado este debían tomar un
sendero de camellos, Shard decidió quedarse donde estaba. Si hubiera creído que iba
a durar, tal vez habría izado velas, mas amainó al atardecer como él sabía que
ocurriría, y en cualquier caso no era la clase de viento que quería. Y pasaron más
días, dos semanas, sin una brisa. Los bueyes muertos no se conservaban y tuvieron
que matar tres más; ya solo quedaban siete.
Los hombres nunca habían pasado tanto tiempo sin ron. El capitán Shard había
redoblado la guardia, ordenando además que durmieran otros dos hombres junto a los
cañones. Se habían cansado de sus sencillos juegos y de la mayoría de sus canciones;
y sus relatos, siempre inventados, ya no constituían ninguna novedad. Y entonces un
día se apoderó de ellos la monotonía del desierto.
El Sahara tiene un encanto especial: un día allí es delicioso, una semana
agradable, una quincena cuestión de opinión, pero aquello duraba meses. El
comportamiento de los hombres era completamente correcto, pero el contramaestre
quería saber cuándo pensaba irse Shard. Era poco razonable preguntar al capitán de
un barco atrapado en el desierto en medio de una calma chicha, pero Shard respondió
que fijaría un rumbo, y se lo haría saber en uno o dos días. Y pasaron uno o dos días
en medio de la monotonía del Sahara, que no tiene igual en ninguna otra parte del
mundo. Ni los grandes marjales, ni las praderas, ni la mar pueden igualarla; solo el
Sahara permanece inalterable al paso de las estaciones, su superficie no cambia, no
hay flores que se marchiten o crezcan, permanece invariable año tras año a lo largo de
centenares y centenares de millas. Y el contramaestre fue de nuevo y, quitándose la
gorra, preguntó al capitán Shard si era tan amable de comunicarles el nuevo rumbo.
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Shard dijo que tenía la intención de quedarse hasta que se hubiesen comido tres
bueyes más, ya que solo podían llevarse tres en la bodega, ya no quedaban más que
seis.
—Pero ¿y si no hubiera viento? —preguntó el contramaestre.
Y en aquel preciso momento una ligerísima brisa del norte agitó un mechón de
pelo del contramaestre, que permanecía de pie con la gorra en la mano.
—No me hables del viento —dijo el capitán Shard, y Bill se asustó un poco, ya
que la madre de Shard había sido gitana.
Mas solo era una brisa desviada, una trastada del Sahara. Y pasó otra semana y se
comieron dos bueyes más.
Aunque obedecían al capitán Shard con ostentación, sus miradas era ominosas.
Bill volvió de nuevo y Shard le respondió en romaní.
Así estaban las cosas cuando una calurosa mañana del Sahara el cúter hizo
señales. El vigía las comunicó al capitán y Shard leyó el mensaje: «Caballería a
popa», leyó, y luego un poco más adelante: «con armas».
—¡Ah! —exclamó el capitán Shard.
Shard abrigó un resquicio de esperanza: las banderas ondeaban en el cúter. Por
primera vez en cinco semanas soplaba una ligera brisa del norte, tan ligera que apenas
se notaba. Llegó Dick el Español y ancló su caballo a estribor, mientras la caballería
avanzaba lentamente hacia el costado de babor.
No los avistaron hasta llegada la tarde, y mientras tanto estuvo soplando aquella
ligera brisa.
—Un nudo —dijo Shard al mediodía—. Dos nudos —dijo al sonar las seis
campanadas, y la velocidad siguió aumentando mientras los árabes se acercaban al
trote. A las cinco en punto, la tripulación de la Desperate Lark pudo vislumbrar doce
anticuados cañones de largo alcance sobre carretas arrastradas por caballos, y lo que
parecían cañones más ligeros a lomos de camellos. Ahora el viento soplaba un poco
más fuerte.
—¿Izamos velas, capitán? —dijo Bill.
—Todavía no —respondió Shard.
A eso de las seis, los árabes estaban a punto de ponerse a tiro del cañón y se
detuvieron. Luego siguió una hora de inquietud poco más o menos, pero los árabes no
se acercaron. Evidentemente tenían la intención de esperar a que oscureciera para
hacer avanzar sus cañones. Probablemente intentaban cavar un parapeto, desde el
cual pudieran martillear el barco a cañonazos sin riesgo alguno.
—Estamos haciendo casi tres nudos —dijo Shard para sus adentros, mientras
recorría el alcázar de un lado a otro con pasos pequeños y muy rápidos. Y entonces se
puso el sol y oyeron rezar a los árabes, y los compinches de Shard maldijeron a voz
en grito para demostrarles que eran tan buenos como ellos.
En espera de que llegara la noche, los árabes no se habían acercado más. No
sabían hasta qué punto lo deseaba también Shard, quien suspiraba con los dientes
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apretados, e incluso habría rezado, pero temía que eso podría recordarles el cielo a él
y a sus compinches.
Llegó la noche y brillaron las estrellas.
—Izad velas —dijo Shard.
Los hombres acudieron rápidamente a sus puestos, estaban hartos de aquel
solitario y silencioso lugar. Subieron los bueyes a bordo y arriaron las velas mayores,
y al igual que un amante procedente de ultramar, con el que durante mucho tiempo se
ha soñado y se le ha esperado, como un amigo perdido al que se vuelve a ver pasados
muchos años, el viento del norte llegó hasta las velas de los piratas. Y antes de que
Shard pudiera evitarlo, unos estruendosos hurras en inglés salieron dirección a los
perplejos árabes.
Se pusieron en camino a unos tres nudos y medio y pronto alcanzaron casi los
cuatro, pero Shard no quería arriesgarse de noche. El viento se mantuvo favorable
durante toda la noche y, a razón de tres nudos a la hora desde las diez hasta las cuatro,
mando se hizo de día habían perdido de vista a los árabes. Entonces Shard izó las
velas y el barco hizo cuatro nudos, y cuando dieron las ocho estaban haciendo cuatro
y medio. Los ánimos de aquellos hombres volubles se elevaron considerablemente y
la disciplina llegó a ser absoluta. Mientras hubiera viento en las velas y agua en los
depósitos, el capitán se sentía por lo menos a salvo de un motín. Los grandes hombres
únicamente pueden ser vencidos cuando su suerte está al mínimo. Si no habían
logrado destituir a Shard cuando sus planes se vieron expuestos a la crítica y él
apenas sabía qué hacer, era poco probable que pudieran hacerlo ahora; y, al margen
de lo que pensemos acerca de su pasado y de su forma de vida, no podemos negar
que Shard era uno de los hombres más grandes de su tiempo.
De su derrota a mano de los árabes no estaba él tan seguro. Era inútil tratar de
ocultar sus huellas aun cuando hubiera dispuesto de tiempo, la caballería árabe los
habría podido atrapar en cualquier parte. Y tenía miedo de sus camellos con aquellos
cañones a bordo; se había enterado de que podían hacer siete nudos y continuar así la
mayor parte del día, y aunque algún disparo alcanzase el palo mayor… y alejando de
su mente temores inútiles, Shard siguió consultando su carta marina pese a que los
árabes estaban a punto de alcanzarles. Les dijo a sus hombres que el viento se
mantendría favorable durante una semana y, gitano o no, desde luego sabía del viento
tanto como un marino necesita saber.
Solo en su cuarto de derrota, calculó lo siguiente: pongamos un par de horas a su
favor por la sorpresa mientras encontraban las huellas y demoraban su partida,
digamos tres horas si montaban los cañones en sus parapetos, por lo tanto los árabes
deberían ponerse en marcha a las siete. Suponiendo que los camellos caminaran doce
horas diarias a razón de siete nudos, harían ochenta y cuatro nudos al día, mientras
que Shard, haciendo tres nudos de diez a cuatro, y cuatro nudos el resto del tiempo,
completaría noventa y de hecho les ganaría terreno. Mas llegado el momento, no se
arriesgaría a hacer más de dos nudos por la noche mientras el enemigo se mantuviera
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fuera del alcance de la vista, pues justamente consideraba que navegar de noche por
tierra firme era más peligroso que cualquier otra cosa, de modo que también haría
ochenta y cuatro nudos diarios. Fue una bonita carrera. No me he molestado en
comprobar si Shard exageró erróneamente sus cifras o si subestimó el paso de los
camellos, pero, fuera lo que fuese, los árabes ganaron un poco de terreno, pues al
cuarto día, a unos cinco nudos de popa de lo que llamaban el cúter, Jack el
Español[74] avistó los camellos a lo lejos y avisó a Shard. Habían dejado atrás a la
caballería tal y como Shard supuso que ocurriría. El viento se mantenía favorable,
todavía les quedaban dos bueyes, y siempre podrían comerse su «cúter», disponiendo
de una regular, aunque no abundante, provisión de agua. Mas la aparición de los
árabes fue un duro golpe para Shard, ya que le demostraba que no había escapatoria
posible, y temía a sus cañones más que nada. Ante sus hombres quitó importancia a
este hecho: les dijo que acabarían con el grupo en menos de media hora de
enfrentamiento; sin embargo, temía que cuando llegaran los cañones sería sólo
cuestión de tiempo que cortaran la jarcia o inhabilitaran el gobierno.
En una cosa, y además muy útil, sacó ventaja la Desperate Lark a los árabes:
oscureció justo antes de que la descubrieran y entonces Shard utilizó un farol
delantero, como no se había atrevido a hacer la primera noche en que se acercaron los
árabes, y con su ayuda lograron hacer tres nudos. Los árabes acamparon al anochecer,
y la Desperate Lark consiguió hacer veinte nudos. Pero al siguiente atardecer
aparecieron de nuevo en el horizonte, y esta vez vieron las velas de la Desperate
Lark.
Al sexto día estaban cerca. Al séptimo, mucho más cerca. Y entonces Shard
descubrió a través de las amuras una franja de verdor: era el río Níger.
Puede que supiera que, durante unas mil millas, el río seguía su curso a través de
la selva, o puede incluso que ignorara su existencia; mas lo cierto es que jamás contó
a sus hombres cuáles eran sus planes, o si vivía al día como un hombre cuyas horas
están contadas. Tampoco me es posible añadir nada a este respecto, basándome en lo
que oí a algunos marineros borrachos en ciertas tabernas que yo me sé. Su rostro se
mantuvo inexpresivo y su boca cerrada, y su barco siguió el rumbo por él trazado. Al
anochecer llegaron al comienzo de la selva, y los árabes acamparon y se retrasaron
diez nudos más; el viento había amainado un poco.
Shard fondeó allí, un poco antes del ocaso, y desembarcó en seguida. Al principio
exploró un poco la selva a pie. Luego mandó llamar a Dick el Español. Habían izado
a bordo el cúter hacía algunos días, al comprobar que no podía resistir más. Shard no
sabía montar, pero mandó llamar a Dick el Español y le dijo que debía llevarlo como
pasajero. Así es que Dick el Español le montó en la parte delantera de la silla,
«delante del palo», como la llamaba Shard, pues todavía llevaban un palo frente a la
silla, y en seguida se alejaron al galope.
—Tiempo borrascoso —dijo Shard, pero inspeccionaba la selva a medida que la
atravesaba y en resumidas cuentas descubrió un lugar en donde la espesura era mucho
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menor, permitiendo el paso de la Desperate Lark, aunque tendrían que talar unos
veinte árboles. Shard señaló personalmente los árboles a derribar, mandó a Dick el
Español que regresara inmediatamente a vigilar a los árabes y llevó al resto de la
tripulación hasta aquellos veinte árboles. Era tremendamente arriesgado: la Desperate
Lark quedaba vacía con el enemigo a no más de diez nudos, mas era ya tiempo de
tomar medidas drásticas y Shard se arriesgó a abandonar su barco en el corazón de
África con la esperanza de que sería compensado, escapando finalmente.
Los hombres trabajaron toda la noche en la tala de aquellos veinte árboles; los
que no tenían hachas taladraban con punzones y perforaban, y después relevaban a
los que sí las tenían.
Shard era infatigable, iba de árbol en árbol, mostrando exactamente la forma en
que debía caer cada uno y lo que iba a hacerse con ellos cuando fueran derribados.
Algunos tenían que ser cortados para que sus ramas no estorbaran a los mástiles,
otros porque sus troncos se interponían al paso de las ruedas; en cuanto a estos
últimos, el tocón debía ser cepillado y rebajado con sierras, y tal vez una porción del
tronco aserrada y separada. Ese era el trabajo más duro que tuvieron. Y todos eran
grandes árboles; por otra parte, si hubieran sido pequeños, serían más numerosos y no
habrían podido navegar a través de ellos, a veces cien yardas, sin tener que talar
alguno de ellos. Shard confiaba en disponer de tiempo para poder hacer todo eso.
Llegaron los primeros resplandores del amanecer y parecía que nunca iban a
terminar de hacerlo. Finalmente amaneció y solo faltaba un árbol por talar; la parte
más pesada del trabajo la habían realizado por la noche, y una especie de ímpetu final
acabó con todo a excepción de un árbol enorme. Y entonces el cúter avisó que los
árabes se habían puesto en movimiento. Habían rezado sus oraciones al alba y ya
habían levantado su campamento. Shard mandó inmediatamente a todos sus hombres
al barco, excepto a diez, que dejó en el susodicho árbol; tenían algo que hacer y los
árabes se habían puesto en marcha solo diez minutos antes de que ellos llegaran.
Shard aferró el cúter, perdiendo cinco minutos en la operación; luego izó la vela sin
ayuda de nadie, lo que le llevó cinco minutos más, y lentamente se puso en camino.
El viento seguía amainando y, cuando la Desperate Lark llegó al borde de la
franja de selva a través de la cual Shard había trazado su rumbo, los árabes estaban a
no más de cinco nudos de distancia. Había navegado hacia el este una media milla,
que debió haber hecho de noche para estar preparado para el ataque, pero no pudo
disponer de tiempo ni de ideas ni de hombres ausentes de aquellos veinte árboles.
Entonces Shard se internó en la selva y los árabes estaban justo a popa. Y cuando
vieron que la Desperate Lark penetraba en la selva se apresuraron.
—Están haciendo diez nudos —dijo Shard, mientras vigilaba a sus hombres desde
cubierta. La Desperate Lark no hacía más de un nudo y medio, pues el viento era
flojo al abrigo de los árboles. No obstante, durante algún tiempo todo fue bien. El
árbol grande acababa de ser derribado, no muy lejos, y los diez hombres estaban
troceando el tronco con sus sierras.
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Entonces Shard vio una rama que no había señalado en la carta náutica y que
estaba a punto de alcanzar el extremo superior del palo mayor. Inmediatamente
fondeó y envió a un marinero a la arboladura, el cual serró el palo a medias e hizo el
resto con una pistola, los árabes se encontraban ya a solo tres nudos a popa. Durante
un cuarto de milla, Shard los condujo a través de la selva hasta llegar al lugar en
donde se encontraban los diez hombres y aquel nefasto árbol grande; todavía hubo
que rebajarle otro pie a una de las esquinas del tocón pues las ruedas tenían que pasar
por encima. Shard puso a todos los marineros a trabajar en el tocón y fue entonces
cuando los árabes se pusieron a tiro. Sin embargo, no habían desembalado todavía su
cañón. Y antes de que lo montaran, Shard se había largado. Si lo hubieran cargado,
podría haber sido diferente. Cuando vieron a la Desperate Lark navegando de nuevo,
los árabes avanzaron unas trescientas yardas y montaron allí dos cañones. Shard los
vigilaba desde su cañón de popa, mas no quería disparar. Cuando los árabes pudieron
disparar, los piratas se encontraban ya a seiscientas yardas, y entonces dispararon
demasiado pronto y ambos cañones fallaron. Y Shard y sus compinches avistaron
agua clara a solo diez brazas avante. Shard cargó su cañón de popa con metralla en
lugar de balas y en aquel mismo momento los árabes cargaron con sus camellos;
llegaron al galope a través de la selva, blandiendo largas lanzas. Shard dejó el
gobierno a Smerdrak y permaneció junto al cañón de popa. Aunque los árabes
estaban a menos de cincuenta yardas no disparó todavía; tenía a su lado, en la popa, a
la mayor parte de sus hombres armados con mosquetes. Aquellas lanzas encima de
los camellos eran completamente diferentes a las espadas en manos de los jinetes:
podían alcanzar a los hombres de cubierta. Los piratas podían ver las horribles
lengüetas en las puntas de las lanzas y estaban ya casi enfrente cuando Shard disparó.
Y en aquel mismo momento la reseca y agrietada quilla de la Desperate Lark asomó
por la ribera más alta del Níger y cayó en picado hacia adelante como si se
zambullera. El cañón disparó entre las copas de los árboles, una ola invadió la proa y
barrió la popa, la Desperate Lark se agitó y se enderezó, estaba otra vez en su
elemento.
Los piratas contemplaron las cubiertas mojadas y sus ropas que chorreaban.
«Agua», dijeron casi perplejos.
Los árabes siguieron avanzando un poco más por la selva, pero cuando
comprendieron que en lugar de a un solo cañón de popa tenían que enfrentarse a una
batería de costado, y se dieron cuenta de que un barco a flote es menos vulnerable
todavía a la caballería que en tierra firme, renunciaron a sus planes de venganza y se
consolaron con unos versículos de su libro sagrado, que hacen referencia a cómo en
otros tiempos y otros lugares nuestros enemigos serán castigados según nuestro
deseo.
Impulsado por la corriente del Níger, y con la ayuda de ocasionales vientos, la
Desperate Lark se dirigió hacia el mar por espacio de unas mil millas. Al principio, el
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curso del río seguía un poco hacia el este y luego hacia el sur, hasta llegar a Akassa y
de allí a mar abierta.
No relataré aquí cómo cogieron peces y patos, ni cómo atacaron por sorpresa
alguna aldea ocasionalmente y llegaron por fin a Akassa, pues ya he contado bastante
acerca del capitán Shard. Imagínenselos acercándose cada vez más al mar y
sintiendo, no obstante, algo parecido a lo que nosotros sentimos por nuestro rey,
nuestra patria o nuestro hogar, sentimiento que les abrasaba en su interior no menos
ardientemente que a nosotros los nuestros: su pasión por la mar. Imagínenselos
aproximándose al mar hasta ver aparecer las aves marinas y sentir los efectos de las
brisas de alta mar y todos cantando de nuevo canciones que no habían cantado
durante semanas. Imagínenselos finalmente navegando de nuevo por el salado
Atlántico.
Ya he contado bastante acerca del capitán Shard y temo fatigarte, amable lector, si
añado algo más acerca de tan cruel pirata. En lo alto de una torre, completamente
solo, yo también estoy cansado.
Y sin embargo, es conveniente que semejante historia sea contada. Un viaje hacia
el sur, casi en línea recta, desde las cercanías de Argel hasta Akassa, en un barco
apenas equiparable a un yate, constituye un estímulo para los jóvenes.
Desde que puse por escrito en tu honor, amable lector, esta larga historia que
escuché en una taberna junto al mar, he viajado por Argelia y Túnez así como por el
desierto. Gran parte de lo que vi en esos países parece poner en duda la historia que el
marinero me contó.
Para empezar, el desierto se encuentra a centenares de millas de la costa y lo
atraviesan más montañas de lo que se suele suponer, en particular la cordillera del
Atlas. Es más que posible que Shard lo atravesara por El Cantara, siguiendo la ruta de
los camellos, varias veces centenaria; o que pasara por Argel y Bou Saada, a través
del desfiladero de El Finita Dem, aunque se trata de un paso bastante dificultoso para
los camellos (y no digamos para unos bueyes arrastrando un barco), por cuya razón
los árabes lo llaman Finita Dem, que quiere decir Sendero de Sangre.
Si el marinero hubiera estado sobrio cuando me la contó, no me habría atrevido a
imprimir esta historia, por miedo a defraudarte, amable lector. Mas ese no fue el caso,
como tuve buen cuidado de asegurarme: in vino veritas[75] es un antiguo proverbio de
comprobada eficacia, y nunca tuve motivo para dudar de su palabra… a menos que el
proverbio mienta.
Si resultase que me ha engañado, pase por esta vez; pero si ha sido un medio para
engañarte, querido lector, hay unas cuantas cosas que sé de él, el chismorreo habitual
de aquella vieja taberna cuyas ventanas emplomadas con vidrios de botella miran al
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mar, que contaré en seguida a todos los jueces que conozco y será digno de ver cuál
de ellos le ahorcará primero.
Entre tanto, amable lector, créete la historia en la seguridad de que, si te han
tomado el pelo, el asunto acabará en manos del verdugo.
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EL BOTÍN DE LOMA[76]
Camino de regreso, cargados con el botín de Loma, los cuatro hombres altos
caminaban mirando seriamente a la derecha; a la izquierda no se atrevían, porque el
precipicio que venían bordeando desde hacía ya mucho descendía vertiginosamente
hasta un banco de nubes, y sólo el miedo les hacía imaginar cuánto más abajo seguía
desde allí.
Loma, convertida en ruinas, humeaba detrás de ellos con todos sus defensores
muertos: no había quedado ni uno para perseguirlos; sin embargo, su instinto indio
les decía que no todo marchaba bien. Hacía tres días que iban por esta estrecha
cornisa, con una pared totalmente lisa, increíble, encima de ellos, y un precipicio
totalmente liso, igual de gigantesco, debajo. Hacía frío en las montañas; de noche, un
río o un viento encajonado en la negrura del abismo producía una especie de
murmullo; la quietud de todo lo demás empezaba a minarles el ánimo, el rugido de un
enemigo les habría infundido valor; empezaban a desear que fuese más ancho este
sendero peligroso, empezaban a desear no haber saqueado Loma.
De haber sido más ancho el sendero, sin duda les habría resultado más difícil el
saqueo, ya que sus habitantes habrían fortificado la ciudad; pero la tremenda
angostura de este desfiladero de diez leguas de largo entre montes había hecho que
Loma, rodeada por un barranco, fuese inexpugnable. Finalmente, había dicho un
indio: «Vayamos a saquearla». Y en el campamento se rieron lúgubremente. Sólo las
águilas, dijeron, habían visto sus tesoros de esmeraldas y sus dioses de oro. Y uno
dijo que llegaría hasta ella; y los demás exclamaron: «Sólo las águilas».
Fue Cara Riente quien lo dijo; y reunió treinta guerreros y los guió hasta Loma
con sus tomahawks y sus arcos; ahora quedaban sólo cuatro, pero traían el botín de
Loma sobre una mula. Llevaban cuatro dioses de oro, cien esmeraldas, cincuenta y
dos rubíes, un gran gong de plata, dos bastones de malaquita con mango de amatista
para sostener el incienso en las ceremonias religiosas, cuatro copas de un pie de alto,
talladas cada una de un cristal de cuarzo rosa, y un cofrecillo hecho de dos diamantes,
con (¡ojalá lo hubiesen sabido!) la maldición de un sacerdote guardada en él. Estaba
escrita en pergamino, en una lengua desconocida, y la había deslizado en el botín una
mano moribunda.
La tercera noche estaba cerrando de un extremo al otro de aquella cornisa
estrecha y terrible; iba descendiendo de las alturas de la montaña y ascendiendo de
las profundidades hacia ellos; la tercera desde que había ardido Loma y salieron de
ella. Tres días más de marcha los llevarían triunfales a casa; sin embargo, el instinto
les decía que no todo marchaba bien. Los que permanecemos en casa y bajamos las
persianas y cerramos los postigos en cuanto anochece, los que nos reunimos junto al
fuego cuando el viento sopla con furia, los que rezamos en momentos normales y en
capillas familiares, sabemos poco del aspecto demoníaco de la noche cuando viene
cargada de maldiciones de dioses falsos y enfurecidos. Así era esta noche. Aunque en
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las alturas pasaban lentas las nubes algodonosas, en el abismo el viento gemía
lastimero, afligido y lleno de dolor; pero en cuanto el día se retiró de este siniestro
sendero, surgió en su voz una amenaza definida que fue creciendo más y más, y llegó
la oscuridad acompañada de un aullido largo. Por delante de las estrellas desfilaban
sombras sin cesar. Luego, de pronto, cayó la bruma, como si hubiera que hacer algo
en seguida y esconderlo por completo; como así era en verdad.
Y en medio del frío de aquella niebla, los cuatro hombres altos rezaron a sus
tótems, caprichosas figuras de madera que, allá lejos, observaban las tiendas
apacibles. Aún danzaría en sus rostros, a estas horas, el resplandor de las llamas, y les
llegarían al oído deliciosos relatos de guerra. Se detuvieron, pues, en el desfiladero,
rezaron, y se dispusieron a esperar alguna señal. Porque el tótem de un hombre puede
adoptar la semejanza de una nutria; y al rezarle, si el tótem es clemente y observa al
orante, al punto puede dejar oír un mido como el que emite la nutria, aunque sólo sea
una piedra al caer sobre otra; y ese ruido será una señal. Los tótems de los cuatro
hombres que ahora se hallaban tan lejos tenían semejanza de conejo, de oso, de garza
y de lagarto. Esperaron; pero no les llegaba señal ninguna. Pese a todos los ruidos del
viento en el abismo, ninguno era como el sordo golpeteo del conejo al correr, ni como
el gruñido del oso, o el grito de la garza, o el susurro del lagarto en el cañaveral.
Parecía que el viento repetía algo una y otra vez, algo perverso. Rezaron de nuevo
a sus tótems, pero no les llegó ninguna señal. Y entonces comprendieron que esta
noche había un poder que prevalecía sobre las benévolas tallas de los postes pintados,
con el resplandor del fuego en sus rostros, que les esperaban muy lejos. Entonces,
claramente, el viento dijo algo; algo muy, muy espantoso, en una lengua que ellos
desconocían. Prestaron atención, pero no sabían qué decía. Nadie, de haber observado
sus caras, habría acertado a decir con exactitud lo mucho que deseaban volver a sus
tiendas, a sus hogueras, a las historias de guerra y a los tótems propicios que
escuchaban y sonreían en la oscuridad; nadie habría adivinado cuán bien
comprendían que no era esta una noche corriente, ni aquella una niebla normal.
Cuando finalmente vieron que no les llegaba respuesta ni señal de sus tótems,
extrajeron del saco los dioses de oro que Loma no había entregado hasta que estuvo
en llamas y hubieron muerto sus hombres. Tenían grandes ojos de rubíes y lenguas de
esmeralda. Depositaron en el paso de aquellas montañas los ídolos de piernas
cruzadas y lenguas de esmeralda; y tras retirarse unas yardas, distancia que juzgaron
que debía mediar entre las divinidades y los hombres, se inclinaron; y en el trance
desesperado en que estaban esa noche húmeda y ominosa, rezaron a los dioses que
habían ofendido; pues parecía que sobre los montes flotaba una venganza de la que
difícilmente escaparían, como el viento sabía muy bien. Y los dioses, los cuatro, se
echaron a reír, y movieron sus lenguas de esmeralda, cosa que los indios llegaron a
ver, aunque la noche había cerrado y la niebla había descendido. Se pusieron en pie
de un salto los cuatro hombres, y allí mismo habrían dejado a los dioses; pero
temieron que algún cazador de su tribu los encontrase un día, y dijese de Cara Riente:
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«Huyó, dejando atrás sus dioses de oro», y vendiese aquel oro, y llegase al
campamento con sus riquezas, y fuese más grande que Cara Riente y sus tres
hombres. Y pensaron arrojar los dioses al abismo, con sus ojos y lenguas de
esmeralda; pero comprendieron que ya habían ofendido demasiado a los dioses de
Loma, y temieron que les esperase sobrada venganza en los montes. Así que los
volvieron a meter en el saco, los cargaron de nuevo sobre la asustada mula junto con
la maldición cuya existencia ignoraban, y prosiguieron en medio de la amenazadora
oscuridad. Hasta la medianoche, caminaron sin detenerse a dormir; la oscuridad se
iba volviendo más siniestra por momentos, y el viento más cargado de amenaza; y la
mula, que lo percibía, temblaba; y el viento parecía percibirlo también, igual que el
instinto de los cuatro hombres altos, aunque no lograban encontrar explicación, pese
a lo mucho que se esforzaban.
Y aunque sus squaws los esperaron mucho tiempo donde el desfiladero deja las
montañas, cerca de las tiendas desplegadas en la llanura, con los tótems y las
hogueras, y aunque vigilaron durante el día entero, y durante muchas noches alzaron
sus voces profiriendo llamadas familiares, no vieron reaparecer de las montañas a los
cuatro hombres altos, por mucho que rezaron a los tótems de los postes pintados.
Porque la maldición escrita en místicos caracteres que llevaban sin saber en el saco se
cumplió en el desfiladero solitario, a seis leguas de las ruinas de Loma, sin que nadie
pueda decirnos cuál fue.
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ERLATHDRONION[77]
El que es Sultán en un lugar tan remoto de Oriente que sus dominios fueron
considerados fabulosos en Babilonia, cuyo nombre es hoy sinónimo de lejanía en las
calles de Bagdad, cuya capital invocan por su nombre viajeros barbados a la caída de
la tarde con el fin de convocar oyentes a su recitación de cuentos, cuando el humo del
tabaco se eleva, suenan los dados y las tabernas relucen, imperturbable estableció su
mandato en esa misma ciudad y dijo: «Que sean conducidos hasta aquí todos los
sabios que puedan comparecer ante mí y regocijar mi corazón con su sabiduría».
Los hombres se apresuraron y los clarines sonaron, y así fue como se presentaron
al sultán todos sus sabios. Y muchos fueron declarados no aptos. Mas de todos los
que fueron capaces de decir cosas aceptables, llamados desde entonces Los
Afortunados, uno dijo que al sur de la Tierra había un País —dijo País coronado de
loto— donde era verano cuando nosotros estamos en invierno y era invierno en
verano.
Y cuando el Sultán de aquellas remotas tierras supo que el Creador de Todo había
ideado una estratagema tan sumamente de su gusto, su júbilo no conoció fronteras.
De pronto habló y dijo (eso fue en esencia lo que dijo) que sobre aquella frontera o
límite que separa el norte del sur se construiría un palacio en cuyos salones del ala
norte sería verano, mientras que en los del ala sur sería invierno; así que él se
trasladaría de unos salones a otros según su estado de ánimo: se reiría del verano por
la mañana y pasaría el mediodía entre la nieve. De modo que mandaron llamar a los
poetas del sultán y les ordenaron que hablasen de aquella ciudad, previendo su
esplendor lejos hacia el sur y en tiempos futuros, y algunos de ellos fueron
considerados afortunados. Y entre todos los que fueron considerados afortunados y
fueron coronados de flores, ninguno consiguió con más facilidad la sonrisa del sultán
(de la que dependía que los días fueran largos) que el que, imaginándose la ciudad,
habló así de ella:
—Durante siete años y siete días, ¡oh, Puntal del Cielo!, tus constructores
edificarán tu palacio, que no estará ni en el norte ni en el sur, en el que ni el verano ni
el invierno será dueño exclusivo de las horas. Lo veo blanco, tan extenso como una
ciudad, tan hermoso como una mujer, auténtica maravilla del mundo, con muchas
ventanas, desde las que al ocaso tus princesas mirarán al exterior. Sí, percibo la dicha
en sus balcones dorados y escucho el rumor que desciende de las galerías y el arrullo
de las palomas en sus aleros esculpidos. ¡Oh, Puntal del Cielo!, esa ciudad tan
hermosa deben construirla tus antiguos señores, los hijos del sol, para que todos los
hombres admiren su poder incluso hoy, y no sólo los poetas, cuya imaginación la ve
tan lejos en el sur y en el tiempo futuro.
»¡Oh, Rey de los Años!, la ciudad se levantará en el medio de esa línea que divide
equitativamente el norte del sur y separa las estaciones como si fuera un tabique.
Cuando en el ala norte sea verano, tus centinelas vestidos de seda pasearán por
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deslumbrantes murallas, mientras tus lanceros cubiertos de pieles patrullarán por el
sur. Mas al mediodía del día en pleno centro del año, tu chambelán descenderá de su
elevada posición y entrará en la sala del centro, y tras él bajarán hombres con
trompetas, y él proferirá un gran grito a mediodía, y los hombres harán sonar las
trompetas, y los lanceros cubiertos de pieles marcharán hacia el norte y tus centinelas
vestidos de seda ocuparán su lugar en el sur, y el verano abandonará el norte y se irá
al sur, y las golondrinas levantarán el vuelo y le seguirán. Y únicamente no habrá
cambio en tus salones interiores, pues están situados sobre esa línea que separa las
estaciones y divide el norte del sur.
»Y en tus jardines siempre será primavera, pues la primavera permanece siempre
al margen del verano; y el otoño también teñirá siempre tus jardines, pues siempre
resplandece al filo del invierno, y esos jardines estarán separados entre el invierno y
el verano. Y habrá orquídeas en tu jardín, también, con todo el peso del otoño en sus
ramas y todas las llores de la primavera.
»Sí, percibo ese palacio, ya que podemos ver cosas venideras; veo su blanco muro
resplandeciente a la deslumbrante luz del pleno verano, y los lagartos tumbados
inmóviles al sol, y los hombres dormidos al mediodía, y las mariposas revoloteando
alrededor, y las aves de radiante plumaje persiguiendo maravillosas polillas; a lo lejos
la selva y las grandes orquídeas exultantes, y los insectos iridiscentes danzando en
torno a la luz. Veo el muro por el otro lado: la nieve se ha amontonado en las
almenas, los carámbanos las han orlado como de barbas congeladas, un viento
fortísimo, que sopla desde parajes solitarios y clama a los helados campos, ha lanzado
montones de nieve por encima de los contrafuertes. Los que se asoman a las ventanas
de esa ala de tu palacio ven a los gansos salvajes volando bajo, y a todas las aves
invernales que pasan veloces en bandadas atenazadas por el implacable viento, y las
nubes de encima son negras, ya que allí están en pleno invierno. Mientras tanto, en
tus otros salones las fuentes tintinean, cayendo el agua sobre mármol bajo el sol
abrasador del verano.
»Así será tu palacio, ¡oh, Rey de los Años!, y su nombre será Erlathdronion,
Prodigio de la Tierra; y tu sabiduría ordenará a tus arquitectos que lo construyan
inmediatamente, ya que podemos ver lo que hasta ahora únicamente veían los poetas,
y esta profecía se cumplirá.
Y cuando el poeta se detuvo, el sultán habló y dijo, mientras los demás
escuchaban con la cabeza vuelta:
—No será necesario que mis constructores edifiquen ese palacio, Erlathdronion,
Prodigio de la Tierra, pues al oírte a ti hemos saboreado ya sus placeres.
Y el poeta se fue de su Presencia y soñó otra cosa.
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LIBRARSE POR LOS PELOS[78]
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cosas parecían peor que en la caverna, y cuanto más avanzaban en dirección a las
afueras de Londres, tanto peor encontraban a la ciudad.
—Ya va siendo hora —dijo el anciano—, no hay duda.
Así que llegaron finalmente a las afueras de Londres y a una pequeña colina
desde la que se observaba una lúgubre vista. Era tan desagradable que el acólito echó
de menos la caverna, a pesar de ser malsana y húmeda y estar poseída por las terribles
sentencias que el anciano profería mientras dormía.
Subieron a la colina y dejaron el caldero en el suelo; luego, metieron dentro todo
lo necesario, encendieron un fuego con hierbas que ningún boticario vendería ni
ningún jardinero decente cultivaría, y finalmente removieron el caldero con el
atizador de oro. El mago se apartó un poco y refunfuñó; luego, volvió a acercarse al
caldero a grandes zancadas y, cuando todo estuvo listo, abrió de pronto el cofre y dejó
que se cociera la criatura carnosa.
Después hizo sortilegios y levantó los brazos. Cuando los vapores del caldero
penetraron en su mente dijo cosas horribles que antes no sabía y utilizó espantosas
runas que hicieron chillar al acólito; maldijo a Londres, desde su bruma hasta sus
minas de marga, desde el cenit al abismo, autobuses, fábricas, parlamento, gente.
—Que todos perezcan —dijo— y Londres desaparezca; las líneas de tranvías, los
ladrillos y el pavimento, que han usurpado los campos durante demasiado tiempo,
que desaparezcan y vuelvan las liebres salvajes, la zarzamora y el escaramujo.
»Que desaparezcan —siguió diciendo— que desaparezcan ya, que desaparezcan
por completo.
En medio de aquel silencio momentáneo el anciano tosió, luego esperó con ojos
ansiosos; y el gran murmullo de Londres zumbó como siempre lo ha hecho desde que
se establecieron junto al río las primeras chozas de carrizo, cambiando a veces de
tono pero sin dejar de zumbar noche y día, aunque con voz quebrada por los años; y
así continuó.
Y el anciano se volvió en redondo hacia su tembloroso acólito y le dijo con voz
terrible mientras se hundía bajo tierra: «¡NO ME HAS TRAÍDO EL CORAZÓN DEL SAPO QUE
MORA EN ARABIA JUNTO A LAS MONTAÑAS DE BETANIA!»
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LA TORRE VIGÍA[79]
Un día de abril, estaba en Provenza, sentado en una colina que dominaba un antiguo
pueblo que godos y vándalos han impedido que «avanzara».
En lo alto de la colina había un castillo viejo y derruido con una torre vigía con su
estrecha escalera, y un pozo con en el que había agua todavía.
La torre, que miraba al mediodía con sus saeteras descuidadas, tenía ante sí un
ancho valle inundado por la luz apacible del crepúsculo y el murmullo de las criaturas
del atardecer: observaba parpadear las hogueras de los vagabundos en las colinas, el
bosque largo y negro de pinos detrás, una estrella recién aparecida, y la oscuridad que
descendía lentamente sobre el Var.
Y escuchando el croar de las ranas, oyendo claramente a lo lejos, aunque
transmutadas por el ocaso, mirando cómo se encendían unas tras otras las ventanas
del pueblo y cómo oscurecía solemnemente el crepúsculo, se le iban a uno del
pensamiento muchas cosas que parecían importantes durante el día, y la noche traía
extrañas figuraciones en su lugar.
Se habían levantado pequeñas brisas que susurraban aquí y allá; empezaba a
refrescar. Y me disponía a bajar de la colina, cuando oí una voz detrás de mí que
decía: «Cuidado, cuidado».
Hasta tal punto me pareció que la voz formaba parte de la oscuridad creciente que
no me volví en seguida; era como esas voces que uno oye dormido y cree que
pertenecen a su sueño. Y volvió a repetir monótona la misma palabra, en francés.
Al volverme, descubrí a un viejo con un cuerno. Tenía una barba blanca
asombrosamente larga; y aún siguió repitiendo despacio: «Cuidado, cuidado».
Evidentemente, acababa de salir de la torre, junto a la cual estaba detenido, aunque yo
no había oído pisada ninguna. De habérseme acercado un hombre en silencio, a
semejante hora y en aquel paraje tan solitario, me habría sorprendido; pero casi en
seguida vi que era un espíritu; y con su tosco cuerno y su larga barba blanca y su paso
sigiloso parecía tan natural en aquel momento y lugar que le hablé como el que habla
a un compañero de viaje que le pide que suba el cristal de la ventanilla.
Le pregunté de qué había que tener cuidado.
—¿De qué va a ser —dijo—, sino de los sarracenos?
—¿De los sarracenos? —dije.
—Sí, de los sarracenos, de los sarracenos —contestó, y blandió su cuerno.
—¿Y quién es usted? —dije.
—Yo soy el espíritu de la torre —dijo.
Cuando le pregunté cómo era que andaba con un aspecto tan humano y tan
distinto de la torre material que tenía junto a él, contestó que las vidas de todos los
vigías que habían tenido el cuerno en la torre habían pasado a formar parte del
espíritu de la torre. «Equivale a un centenar de vidas —dijo—. Nadie se hace cargo
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del cuerno últimamente, y tienen abandonada la torre. Cuando las murallas se
encuentran en tan mal estado, vienen los sarracenos. Siempre ocurre así».
—Hoy en día ya no vienen sarracenos —dije.
Pero él estaba mirando más allá de mí, concentrado, y no pareció enterarse de lo
que le decía.
Bajarán corriendo de aquellas colinas —dijo, señalando hacia el mediodía—,
saldrán de aquel bosque al anochecer, y yo tocaré el cuerno. La gente del pueblo
acudirá a la torre otra vez; pero las saeteras están en muy mal estado.
—Ya no tenemos noticia de los sarracenos, en la actualidad —dije.
¿Noticia de los sarracenos? —dijo el viejo espíritu—. ¿Noticia de los sarracenos?
Una noche saldrán sigilosos de aquel bosque, con los largos vestidos blancos que
llevan, y yo líate sonar mi cuerno. Será la primera noticia que tengan de los
sarracenos.
—Me refiero —dije— a que no vienen ya. No pueden venir, y los hombres tienen
miedo de otras cosas.
Pues pensé que quizá el viejo espíritu descansaría, si se enteraba de que los
sarracenos no podían volver. Pero dijo: «No hay nada en el mundo a lo que se pueda
tener miedo, salvo a los sarracenos. Lo demás no tiene importancia. ¿Cómo van a
tener miedo los hombres a otras cosas?»
Entonces me puse a explicarle, para que pudiese descansar; le dije que toda
Europa, y Francia en especial, poseía terribles ingenios de guerra, en tierra y en el
mar; y que los sarracenos no poseían ingenios así ni en tierra ni en el mar, por lo que
de ninguna manera podían cruzar el Mediterráneo, ni librarse de ser destruidos en la
costa, caso de que llegasen hasta allí. Hice alusión a los ferrocarriles europeos, que
podían trasladar ejércitos, de día o de noche, más deprisa de lo que podían galopar los
caballos. Y cuando se lo hube explicado lo mejor que pude, contestó: «Con el tiempo,
todas esas cosas desaparecerán, y quedarán los sarracenos».
Y entonces le dije: «Hace más de cuatrocientos años que no hay sarracenos en
Francia ni en España».
Y dijo él: «¿Los sarracenos? Tú no conoces su astucia. Esa ha sido siempre su
táctica. No vienen durante un tiempo, durante mucho tiempo; y luego, un día,
aparecen».
Y atisbando hacia el mediodía, pero sin ver claramente debido a la niebla
creciente, regresó en silencio a su torre, y subió por su rota escalera.
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EL SECRETO DEL MAR[80]
En una antigua taberna mal iluminada que conozco se cuentan muchas historias sobre
el mar; pero sin el vino de Gorgondy[81], que obtuve gracias a un trato privado con
los gnomos, no habría descubierto el cuento que había esperado cada noche durante
la mayor parte del año.
Conocía a mi amigo y escuchaba sentado sus historias, en medio del estruendo de
sus reniegos; no paraba de ofrecerle ron y whisky y bebidas variadas, pero nunca
surgía el cuento que yo buscaba y, como último recurso, me fui a las Montañas
Huthneth y allí negocié toda la noche con los jefes de los gnomos.
Cuando llegué a la antigua taberna y entré en la habitación de techo bajo,
llevando conmigo el tesoro de los gnomos en una botella de hierro forjado, mi amigo
no había llegado todavía. Los marineros se rieron de mi vieja botella de hierro, pero
yo me senté y esperé; si la hubiera abierto entonces habrían llorado y cantado. Me
conformé con esperar, pues sabía que mi amigo conocía la historia, y que semejante
historia habría provocado la incredulidad de los descreídos.
Entró y me saludó, se sentó y pidió brandy. Era un hombre difícil de hacer
cambiar de propósito y, mientras descorchaba mi botella de hierro, traté de disuadirlo
de su brandy por miedo a que cuando sintiese el licor en su garganta no quisiera
dejarlo por ningún otro vino. Alzó la cabeza y dijo cosas terribles y difíciles de
entender sobre cualquier hombre que osara hablar en contra del brandy.
Le juré que no dije nada en contra del brandy, pero añadí que con frecuencia se lo
daban a los niños, mientras que el Gorgondy solo lo bebían los hombres tan
depravados que habían renunciado al pecado porque todos los vicios habituales
habían llegado a parecerles cursis. Cuando me preguntó si el Gorgondy era un mal
vino para beber le dije que era tan malo que si un hombre lo sorbía eso bastaba para
asegurar su perdición. Acto seguido me preguntó qué había en la botella de hierro, y
le dije que era Gorgondy; y entonces pidió a gritos el vaso más grande de aquella
antigua taberna mal iluminada, y se levantó y alzó el puño ante mí cuando se lo
trajeron, y juró, y me ordenó que se lo llenara con el vino que yo había conseguido
aquella gélida noche en la tesorería de los gnomos.
Mientras lo bebía me dijo que había conocido hombres que habían hablado en
contra del vino, y que habían mencionado el Cielo, y por eso él no quería ir allí; y que
una vez había enviado a uno de ellos al Infierno, pero cuando llegó allí le habían
expulsado, y que él no soportaba a los caguetas.
Al segundo vaso se quedó pensativo, pero no dijo todavía ni una palabra del
cuento que sabía, hasta temí que nunca lo oiría. Pero, cuando el tercer vaso de aquel
vino fabuloso le hubo abrasado el gaznate, y justificado la perversidad de los gnomos,
su reticencia se marchitó como una hoja expuesta al fuego y gritó a voz en cuello el
secreto.
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Hace tiempo que yo sabía que los barcos tienen una voluntad o una manera de ser
propia, e incluso había sospechado que cuando los marineros mueren o abandonan
sus barcos en el mar, un derrelicto, dejado a su suerte, puede procurar sus propios
fines; pero nunca había soñado por la noche, ni imaginado durante el día, que los
barcos tenían un dios que adoraban, ni que se escabullían en secreto hacia un templo
en el mar.
Al cuarto vaso del vino que los gnomos con tanta iniquidad elaboraban pero del
que tan sabiamente habían mantenido alejado al hombre hasta el trato que yo cerré
con sus mayores durante toda aquella noche de otoño, el marinero me contó la
historia. No la cuento como él la contó a causa de los reniegos que había en ella; ni es
por delicadeza que me abstengo de escribir esos reniegos palabra por palabra, sino
nada más porque el horror que me causaron entonces todavía me inquieta cada vez
que los pongo por escrito, y me sigo estremeciendo hasta que los he tachado. Así que
cuento la historia con mis propias palabras, que si muestran cierto decoro que no
había en la boca de aquel marinero, lamentablemente no saben, como las suyas, a ron
y a sangre y a mar.
Os puede parecer que un barco es un objeto muerto como una mesa, tan muerto
como trozos de hierro, lona y madera. Eso es porque siempre vivís en tierra y nunca
habéis visto el mar, y bebéis leche. La leche es una bebida más detestable que el
agua.
Entre el capitán y el timonel, y la tripulación, un barco tiene bastantes
probabilidades de mostrar su propia voluntad.
Hay solo un momento en la historia de los barcos que llevan tripulación a bordo
en que actúan por su propio libre albedrío. Ese momento se produce cuando toda la
tripulación está ebria. Cuando el último hombre cae a la cubierta borracho, el barco
se libra de él e inmediatamente se escabulle. Se escabulle sin perder un instante por
un nuevo rumbo y no se desvía ni una yarda en un centenar de millas.
Eso fue lo que pasó una noche con el Sea-Fancy. Bill Smiles estuvo allí y puede
atestiguarlo. Bill Smiles nunca ha contado antes esta historia por miedo a que lo
llamaran mentiroso. A nadie le disgusta tanto ser colgado como a Bill Smiles, pero no
quiere que lo llamen mentiroso. Cuento la historia como la oí, con relevancias e
irrelevancias, aunque con mis palabras más decorosas; y como entonces no tuve la
menor duda de que era cierta no me gustaría ni mucho menos dudar ahora; otros
pueden darse el gusto.
No es frecuente que toda una tripulación se emborrache. La tripulación del Sea-
Fancy no se había emborrachado más que otras. Sucedió así.
El capitán estaba siempre borracho. Un día imaginó que unas arañas conspiraban
contra él, o que tenía una súbita hemorragia en ambas orejas, y eso le hizo creer que
beber podría ser malo para su salud. Al día siguiente hizo la promesa solemne de
dejar de beber. Estuvo sobrio toda aquella mañana y toda la tarde, pero por la noche
vio a un marinero bebiendo un vaso de cerveza y un ataque de locura se apoderó de él
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y dijo cosas que a Bill Smiles le parecieron perversas. Y a la mañana siguiente les
hizo jurar a todos que renunciarían al alcohol.
Durante dos días nadie bebió ni una gota, sin contar el agua, y al tercer día por la
mañana el capitán estaba completamente borracho. Fue lógico que entonces todos
bebieran uno o dos vasos, excepto el timonel; y cuando anochecía el timonel no pudo
aguantar más, y parece que se tomó un vaso como los demás, pues el rumbo del barco
se balanceó un poco y dio una o dos vueltas. Entonces, de repente, se marchó en
dirección sur cuarta al sudeste con todo el velamen desplegado y no alteró su rumbo.
Y a medianoche llegó a los amplios y húmedos patios del Templo en el Mar.
Los que creen que Mr. Smiles se emborracha con frecuencia cometen un grave
error. Y no son los únicos que han cometido ese error. Una vez lo hizo un barco, y
muchos barcos lo hacen. Es un error creer que el bueno de Bill Smiles se emborracha
solo porque no puede moverse.
Bill Smiles recuerda sin ningún género de dudas la medianoche y el claro de luna
y el Templo en el Mar, y todos los derrelictos que había allí, los viejos barcos
abandonados. Los mascarones de proa cabeceaban y miraban con asombro la imagen.
La imagen era una mujer de mármol blanco sobre un pedestal en el patio exterior del
Templo del Mar: era a todas luces la amada de todos los barcos abandonados por el
hombre, o la diosa a la que rezaban sus plegarias paganas. Y mientras Bill Smiles los
observaba, los labios de los mascarones de proa se movieron; empezaron todos a
rezar. Pero de pronto sus labios se cerraron con un chasquido cuando vieron que
había hombres en el Sea-Fantasy. Se apiñaron todos y se inclinaron para ver si
estaban todos borrachos, y es cuando se equivocaron acerca del bueno de Bill Smiles,
aunque no podía moverse. Habrían renunciado a los tesoros de los abismos antes que
permitir que los hombres oyesen las plegarias que rezaban o descubrieran su amor
por la diosa. Ese es el secreto íntimo del mar.
El marinero hizo una pausa. Y en mi impaciencia por oír qué cosa lírica o
blasfema rezaban aquellos mascarones de proa a la luz de la lima, a medianoche en el
mar, a la mujer de mármol que era una diosa para los barcos, continué sirviendo al
marinero más vino de Gorgondy que los gnomos habían elaborado con tanta
iniquidad.
No debí haberlo hecho; pero allí estaba él, sentado en silencio, mientras el secreto
casi era mío. Se lo tomó con malhumor y bebió un vaso; y con los otros vasos que
había tomado fue víctima de la infamia de los gnomos que elaboraron aquel vino
descomedido para ningún buen fin. Su cuerpo se inclinó poco a poco hacia delante,
luego cayó sobre la mesa, con el rostro de lado y rebosante de una sonrisa malvada, y
diciendo muy claramente una sola palabra, «Demonios», se quedó callado para
siempre con el secreto que le dijo el mar.
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DE CÓMO LLEGÓ PLASH-GOO AL PAÍS QUE NADIE DESEA[82]
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barba de este ondeaba al viento, Lrippity-Kang lo soltó. Plash Goo salió disparado
por el borde y algo más lejos en dirección al Espacio, como una piedra; luego,
comenzó a caer. Pasó mucho tiempo antes de que se diera verdadera cuenta de que
era él realmente el que caía de la montaña, pues normalmente no solemos asociar a
nosotros destinos tan funestos. Pero, cuando llevaba un buen rato cayendo, y miró
abajo, donde no había nada que ver, o empezó a vislumbrar un atisbo de los
minúsculos campos, entonces su optimismo desapareció; hasta que, más tarde,
cuando los campos eran cada vez mayores y más verdes (cada vez estaba más
terriblemente cerca), comprendió que efectivamente se trataba del mismo país al que
él había condenado al enano.
Por fin lo vio inconfundible, cercano, con sus siniestras casas y sus espantosos
caminos, y sus verdes campos reluciendo a la luz vespertina. Jirones de su capa
ondeaban al viento.
Así fue como llegó Plash-Goo al País que Nadie Desea.
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EL GAMBITO DE LOS TRES MARINEROS[84]
Sentado hace unos años en la antigua taberna de Over, una tarde de primavera, me
encontraba, como de costumbre, en espera de ver si ocurría algo fuera de lo corriente.
En esto no siempre me sentía defraudado; porque los curiosos cristales emplomados
de esa taberna, cara al mar, dejaban entrar en la estancia de techo bajo una luz tan
misteriosa, sobre todo al atardecer, que parecía afectar de algún modo a lo que ocurría
en su interior. Sea como fuere, el caso es que he presenciado cosas muy extrañas allí,
y he oído contar otras más extrañas aún.
Y estando allí, entraron tres marineros que acababan de desembarcar, según
dijeron, los cuales traían la piel tostada a causa de un largo viaje que habían hecho al
sur. Llevaba uno de ellos un tablero de ajedrez bajo el brazo, y se pusieron los tres a
lamentarse de que no encontraban a nadie que jugase al ajedrez. Eso fue el año en que
se celebró el Torneo de Inglaterra. Y un individuo bajito y moreno que estaba en una
mesa del fondo bebiendo agua con azúcar les preguntó por qué querían jugar al
ajedrez; le dijeron que estaban dispuestos a jugar con quien fuera por una libra.
Abrieron a continuación la caja de las piezas, toscas y de mala calidad, y el individuo
aquel se negó a jugar con tan feas figuras. Los marineros sugirieron que quizá podía
conseguir él otras mejores; así que fue a donde vivía, volvió con su propio juego, y
seguidamente se sentaron a jugar, apostando una libra cada bando. Fue una partida en
equipo por parte de los marineros, ya que dijeron que tenían que jugar los tres.
Bueno, pues el individuo bajito y moreno resultó ser Stavlokratz.
A decir verdad, era sumamente pobre, y el soberano que había en juego
significaba muchísimo más para él que para los marineros; sin embargo, no parecía
muy interesado en jugar: fueron los marineros quienes insistieron. Había alegado la
mala calidad de las figuras como pretexto para no jugar; pero los marineros se lo
habían echado abajo, y tuvo que confesar claramente quién era. Pero ellos no habían
oído hablar de Stavlokratz.
Entonces, después de eso permanecieron callados. Stavlokratz no dijo nada más,
bien porque no quería alardear, bien porque le había molestado que no supiesen quién
era. Y yo no tenía por qué informar a los marineros sobre él; si les ganaba la libra,
ellos se lo habían buscado; y mi ilimitada admiración por su genio me inclinaba a
pensar que se merecía ganar lo que le saliese al paso. No era él quien había querido
jugar, eran ellos quienes habían establecido la apuesta; les había advertido, y hasta les
había cedido el primer movimiento; ningún engaño había por su parte.
Yo no había visto nunca a Stavlokratz, pero había reconstruido prácticamente
todas y cada una de sus partidas en los campeonatos mundiales de los últimos tres o
cuatro años; por supuesto, era siempre el modelo elegido por los estudiantes. Sólo los
jugadores jóvenes sabrán comprender mi gozo al verle jugar en persona.
En cuanto a los marineros, solían bajar la cabeza casi hasta la mesa y hablar entre
sí, antes de cada movimiento; pero lo hacían en voz tan baja que era imposible
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averiguar qué planeaban.
Perdieron tres peones casi en seguida; luego un caballo, y poco después un alfil;
estaban desarrollando, a decir verdad, el famoso Gambito de los Tres Marineros.
Stavlokratz jugaba con la sosegada confianza que dicen que es habitual en él
cuando, de repente, en la decimotercera jugada, vi asomar a su semblante una
expresión de sorpresa; se inclinó hacia delante, miró el tablero y luego a los
marineros, pero no sacó nada de sus caras aleladas; se concentró en el tablero otra
vez.
A partir de ese momento jugó con más prudencia; los marineros perdieron dos
peones más; hasta ese momento, Stavlokratz no había perdido ninguna pieza. Me
miró, creo, casi con irritación; como si estuviese ocurriendo algo que no quería que
yo presenciase. Al principio pensé que sentía escrúpulos de ganarles la libra, hasta
que me di cuenta de que podía perder la partida. Vi esa posibilidad en su cara, no en
el tablero; porque la partida se había vuelto casi incomprensible para mí. No puedo
describir mi asombro. Y unas jugadas más tarde, Stavlokratz abandonó.
Los marineros no manifestaron más contento que si hubiesen ganado una partida
de cartas, jugando entre sí con una baraja grasienta.
Stavlokratz les preguntó dónde habían aprendido aquella apertura. «La hemos
discurrido nosotros», dijo uno. «Digamos que nos vino a la cabeza»; dijo otro. Les
hizo preguntas sobre los puertos que habían tocado. Evidentemente, pensaba —como
yo— que sin duda habían aprendido su extraordinario gambito en alguna antigua
colonia española, de algún joven maestro cuya fama aún no había llegado a Europa.
Estaba deseoso de saber quién era ese hombre; porque ni él ni yo —ni nadie que les
hubiese echado la vista encima— les imaginábamos capaces de inventarlo ellos. Pero
no les sacó la menor información.
Stavlokratz no podía permitirse perder una libra. Les propuso jugar otra vez con
la misma apuesta. Los marineros se pusieron a ordenar las piezas blancas. Stavlokratz
manifestó que ahora le tocaba salir a él. Los marineros se mostraron conformes; pero
siguieron ordenando las blancas, se quedaron con ellas, y esperaron a que moviese él.
Fue un incidente sin importancia, pero nos reveló a Stavlokratz y a mí que ninguno
de los tres estaba enterado de que salen siempre las blancas.
Stavlokratz les hizo su propia apertura, pensando como es natural que, al no haber
oído hablar nunca de él, no la conocerían; y con muy fundadas esperanzas de recobrar
su libra esterlina, efectuó la quinta variante con su hábil séptimo movimiento; al
menos ese fue su propósito, aunque derivó en una variante desconocida para los
estudiosos de Stavlokratz.
Durante esta partida, observé a los marineros con atención, y llegué al
convencimiento, al que sólo un observador atento podría llegar, de que el de la
izquierda, Jim Bunion, no sabía ni siquiera los movimientos.
Tras esta conclusión, me dediqué a vigilar a los otros dos, Adam Bailey y Bill
Sloggs, decidido a averiguar quién era el cerebro, aunque estuve mucho rato sin
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lograrlo. Y entonces Adam Bailey murmuró siete palabras, las únicas que logré
distinguir, en la partida, de todas sus deliberaciones: «No; esa que tiene cabeza de
caballo». Por lo que supuse que Bailey no tenía idea de lo que era un caballo; aunque,
naturalmente, puede que le hubiera estado explicando algo a Bill Sloggs; pero no
parecía probable. Así que quedaba Bill Sloggs. Vigilé a Bill Sloggs, después de eso,
con cierto asombro; no tenía pinta de ser más intelectual que los otros dos, aunque sí
más enérgico, quizá. El pobre Stavlokratz fue derrotado otra vez.
Bueno, al final pagué yo por Stavlokratz, y le propuse a Bill Sloggs jugar una
partida él y yo. Pero no quiso; tenía que ser con los tres, o nada. Así que acompañé a
Stavlokratz a su alojamiento. Muy amablemente, me ofreció jugar una partida. Como
es natural, no duró mucho; pero me siento más orgulloso de haber sido derrotado por
Stavlokratz que de todas las partidas que he ganado. Después estuvimos charlando
cerca de una hora sobre los marineros, y ninguno de los dos logramos explicarnos lo
ocurrido. Le conté mis impresiones sobre Jim Bunion y Adam Bailey, y estuvo de
acuerdo conmigo en que Bill Sloggs debía de ser el que sabía, aunque no tenía ni idea
de cómo había llegado a elaborar aquel gambito, ni aquella variante de su propia
apertura.
Yo sabía dónde localizar a los marineros: en aquella taberna, donde iban a pasar
toda la velada. Avanzada la noche, volví, y allí les encontré a los tres. Ofrecí a Bill
Sloggs dos libras por una partida entre él y yo solos, pero no quiso; al final, sin
embargo, aceptó jugarla por un trago. Y entonces descubrí que no había oído hablar
de la regla en passant, creía que el hecho de dar jaque al rey le impedía enrocar, e
ignoraba que un jugador puede tener dos o más reinas en el tablero al mismo tiempo,
si consigue coronar a sus peones, o que un peón se puede convertir en caballo;
además, cometió todos los errores típicos de que fue capaz en una breve partida, en la
que gané. Pensaba sonsacarle el secreto; pero sus compañeros, que habían estado
todo el rato en un rincón con el ceño arrugado, se unieron a nosotros y me lo
impidieron. Por lo visto, el jugar uno solo suponía una violación del pacto entre ellos;
el hecho es que parecían enfadados. Así que abandoné la taberna; y volví al día
siguiente, y al otro, y al otro, y vi a menudo a los tres marineros; pero no encontraba a
ninguno con ganas de hablar. Había logrado que Stavlokratz se mantuviera al margen,
de manera que no tenían con quien apostar una libra; y yo me negaba a jugar, a
menos que me dijesen el secreto.
Por fin, una noche encontré a Jim Bunion bebido, aunque no tanto como él quería,
ya que se había gastado las dos libras; le puse casi un vaso de whisky, o de lo que
pasaba por tal en aquella taberna de Over, y al punto me contó el secreto. Les había
servido whisky también a los otros para tenerlos tranquilos, y un rato después se
marcharon; pero Jim Bunion se quedó conmigo junto a una mesa pequeña, apoyado
en ella, y hablándome en voz baja, directamente a la cara, con el aliento oliéndole a lo
que pretendía ser whisky.
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El viento, afuera, soplaba como sopla en las noches desapacibles de noviembre;
llegaba gimiente del sur, hacia donde miraba la taberna con sus cristales emplomados,
de manera que nadie más que yo pudo oír la voz de Jim Bunion en el momento de
revelarme su secreto.
Habían navegado durante años, me dijo, con Bill Snyth; Bill Snyth había muerto
en este último viaje de regreso. Lo habían sepultado en el mar. Exactamente en el otro
extremo de la ruta lo sepultaron; y sus camaradas se repartieron sus pertenencias;
ellos tres se habían quedado con su cristal, ya que eran los únicos que estaban
enterados de su existencia, y de que Bill lo había conseguido una noche en Cuba. Y
con él jugaban al ajedrez.
Y siguió hablándome de la noche en que Bill compró el cristal a un desconocido,
en Cuba: había gentes que creían haber visto tormentas, pero tenían que haber oído
los truenos que reventaron en el momento en que Bill efectuaba la compra del cristal;
entonces habrían sabido lo que es tronar. Pero entonces le interrumpí;
desafortunadamente, quizá, porque le corté el hilo de su relato, y se puso a divagar, a
maldecir a otros y a hablar de otras tierras, de China, de Port Said y de España; pero
finalmente conseguí que volviese a Cuba. Le pregunté cómo podían jugar al ajedrez
con el cristal; y me dijo que mirabas el tablero, y mirabas el cristal, y allí en el cristal
estaba la partida, lo mismo que en el tablero, con todas las extrañas piececitas
idénticas, aunque más pequeñas, algunas con cabeza de caballo y demás; y en cuanto
el otro jugador hacía un movimiento, se repetía en el cristal, y a continuación
aparecía tu jugada, y todo lo que tenías que hacer era reproducirla en el tablero. Si no
hacías el movimiento que veías en el cristal, las cosas empezaban a salirte mal, y se
embarullaba todo horriblemente y se movía deprisa, y se enfadaba el cristal, y repetía
el mismo movimiento una y otra vez, y se iba volviendo más y más turbio; entonces
era mejor apartar la vista, o acababas teniendo pesadillas después, y las dichosas
figuritas te maldecían en sueños y se pasaban la noche haciendo movimientos
insidiosos.
En aquel momento pensé que, como estaba borracho, no me decía la verdad; le
prometí presentarle personas que se pasaban la vida jugando al ajedrez, de manera
que él y sus compañeros pudiesen ganar una libra cada vez que quisieran; y le
prometí también no revelar su secreto, ni siquiera a Stavlokratz, si me decía toda la
verdad; promesa que he mantenido hasta mucho después de que perdieran ellos su
secreto. Le dije sin rodeos que no me creía lo del cristal. Entonces, Jim Bunion se
acodó aún más sobre la mesa, y me juró que había visto al hombre al que Bill le había
comprado el cristal, y que era de esos para los que todo es posible. Para empezar,
tenía un pelo tremendamente negro, con unas facciones inconfundibles, incluso allá
en el sur, y jugaba al ajedrez hasta con los ojos cerrados, y aun así era capaz de
vencer a cualquiera en Cuba. Pero había más: estaba el trato que hizo con Bill, que
revelaba ya quién era. Le dio a Bill Snyth aquel cristal a cambio de su alma.
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Jim Bunion, acodado en mitad de la mesa y echándome el aliento a la cara, asintió
con la cabeza varias veces y se quedó callado.
Entonces empecé a interrogarle. ¿Se jugaba al ajedrez en Cuba? Me dijo que allí
jugaba todo el mundo. ¿Era concebible que un hombre hiciese un trato como el que
había hecho Snyth? ¿No era demasiado conocido ese cuento? ¿No venía en
centenares de libros? Y aunque no supiera leer, ¿no había oído contar a los marineros
que es la añagaza más corriente del Diablo para conseguir el alma de las gentes
estúpidas?
Jim Bunion se había recostado hacia atrás, en su silla, y sonreía en silencio ante
mis preguntas; pero cuando dije lo de gente estúpida, se echó hacia delante otra vez,
acercó su cara a la mía, y me preguntó varias veces si estaba llamando estúpido a Bill
Snyth. Al parecer, estos tres marineros tenían muy alto concepto de Bill Snyth; y a
Jim Bunion le irritaba que se dijese nada contra él. Me apresuré a añadir que era el
trato lo que me parecía estúpido, no el hombre que lo hacía; porque el marinero se
había vuelto casi amenazador, y el whisky de aquella oscura taberna era capaz de
hacer enloquecer al más plantado.
Cuando le dije que era el trato lo que me parecía estúpido, volvió a sonreír; y a
continuación descargó el puño sobre la mesa, y dijo que nadie se había aprovechado
jamás de Bill Snyth, y que era el peor negocio que el Diablo había hecho, y que de
todo lo que había oído o leído del Diablo, nada le había salido tan mal como la noche
en que conoció a Bill Snyth, una noche de tormenta, en una taberna de Cuba, ya que
Bill Snyth tenía el alma más condenada de toda la mar; Bill era buen muchacho, pero
tenía el alma irremisiblemente condenada; así que consiguió el cristal gratis.
Sí, él estaba allí y lo vio todo: a Bill Snyth, sentado en la taberna española con las
velas encendidas, y al Diablo entrando de la lluvia, y luego cómo cerraron el trato
aquellas dos viejas manos, y el Diablo salió a los relámpagos y a la furia de la
tormenta, mientras Bill Snyth se quedaba sentado, riendo por lo bajo mientras
estallaban los truenos.
Pero yo tenía más preguntas que hacerle, así que interrumpí sus evocaciones. ¿Por
qué jugaban siempre los tres juntos? Y una expresión como de temor afloró al rostro
de Jim Bunion; y al principio no quiso hablar. Luego me dijo que por eso: porque no
habían pagado nada a cambio de aquel cristal, sino que lo habían tomado como la
parte que les correspondía en el reparto de las cosas de Bill Snyth. Si hubiesen
pagado, si le hubiesen dado a Bill Snyth algo a cambio, todo habría estado bien; pero
no era posible, porque ahora Bill estaba muerto, y ellos no sabían si seguía valiendo
el viejo trato. Y el Infierno debía de ser un sitio grande y solitario, y no debía de ser
muy bueno ir allá; así que los tres estaban de acuerdo en que era mejor seguir juntos,
a menos que muriese uno, en cuyo caso lo utilizarían los dos que quedasen, y el que
se fuese antes debía esperarles. Y el último en irse se llevaría el cristal, o tal vez el
cristal se lo llevase a él. No se consideraban, dijo, de la clase de hombres para el
Cielo, y confiaba saber cuál era su sitio; aunque no les gustaba la idea de un Infierno
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solitario, si es que lo había. Eso estaba bien para Bill Snyth, que no tenía miedo a
nada. Había conocido a cinco hombres que no tenían miedo a morir; pero a Bill Snyth
no le asustaba ni el Infierno. Murió con una sonrisa en la cara, como un niño
dormido; la bebida fue lo que mató al pobre Bill Snyth.
Por eso había vencido yo a Bill Sloggs; Sloggs llevaba encima el cristal cuando
jugamos, pero no había querido utilizarlo. Estos marineros parecían tener miedo a la
soledad, como hay quienes tienen miedo de herirse; era el único de los tres que sabía
jugar al ajedrez, había aprendido para poder contestar a preguntas y fingir que
entendía; pero como pude comprobar, jugaba muy mal. No llegué a ver el cristal:
jamás lo enseñaron a nadie; pero Jim Bunion me dijo esa noche que era como un
huevo de gallina, si este fuese redondo. Y a continuación cayó dormido.
Había muchas preguntas más que me habría gustado hacerle, pero no conseguí
despertarlo. Incluso aparté la mesa para que se cayera al suelo, pero continuó
dormido; y toda la taberna estaba a oscuras, salvo una vela que seguía ardiendo; y fue
entonces cuando observé que se habían ido los otros dos marineros: no quedábamos
allí más que Jim Bunion y yo, y el siniestro camarero de aquella singular taberna, que
se había dormido también.
Cuando vi que era imposible despertar al marinero, salí a la oscuridad de la
noche. Al día siguiente, Jim Bunion no quiso hablar; y cuando volví a visitar a
Stavlokratz, le encontré ya redactando su teoría sobre los marineros, aceptada por los
ajedrecistas, según la cual a uno de ellos le habían enseñado el curioso gambito, y los
otros dos habían aprendido todas las aperturas defensivas y el juego en general.
Aunque no se sabía quién les había enseñado, pese a las indagaciones que se
realizaron más tarde por todo el Pacífico sur.
No pude sacarle más detalles a ninguno de los tres; siempre estaban demasiado
borrachos para hablar, o no lo bastante para mostrarse comunicativos. Al parecer,
había cogido a Jim Bunion en el momento oportuno. Pero mantuve mi promesa; fui
yo quien les presenté al Torneo, donde hicieron caer todas las famas reconocidas. Y
así siguieron durante meses, sin perder una sola partida, y jugándose siempre una
libra cada bando. Yo solía seguirles a todas partes sólo para verles jugar. Eran más
maravillosos incluso que Stavlokratz en su juventud.
Pero luego empezaron a permitirse toda clase de libertades, como ceder la reina,
cuando jugaban contra adversarios de primera talla. Y al final, un día en que los tres
estaban borrachos, jugaron contra el mejor jugador de Inglaterra con una fila de
peones tan sólo. Ganaron, por supuesto. Pero la bola se hizo trizas. Jamás he notado
un olor más hediondo en toda mi vida.
Los tres marineros se lo tomaron con bastante estoicismo: se enrolaron en barcos
distintos, volvieron a la mar, y el mundo ajedrecístico perdió de vista, confío en que
para siempre, a los jugadores más notables que había conocido jamás, los cuales
habrían podido echar a perder por completo este juego.
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DE CÓMO LLEGÓ ALÍ AL PAÍS NEGRO[85]
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Y Alí habló y les dijo:
—Señores de este lugar: en el libro que todos conocen está escrito que un
pescador echó su red al mar y sacó una botella de azófar, y cuando quitó el tapón
salió de la botella un terrible genio de aspecto horrible, como si dijéramos de humo,
hasta oscurecer el cielo, ante lo cual el pescador…
Y los grandes de aquel lugar dijeron:
—Hemos oído la historia.
Y Alí dijo:
—Lo que fue de aquel genio después de ser devuelto al mar sin contratiempos es
algo de lo que nadie habla claro, salvo aquellos que se dedican al estudio de los
demonios, y no a ciencia cierta cualquier hombre, pero que el tapón que llevaba aquel
inefable sello y todavía lo lleva llegara a separarse de la botella está entre las cosas
que el hombre puede saber.
Y cuando los grandes dudaron, Alí sacó su fajo y fue apartando una por una las
numerosas sedas hasta que el sello quedó al descubierto; algunos lo reconocieron y
otros no.
Y lo miraron con curiosidad y prestaron atención a Alí, y Alí dijo:
—Habiéndome enterado de que el mal es un hecho en Inglaterra, que un humo ha
oscurecido el país, y en algunos lugares (dicen los hombres) la hierba es negra, y que
así y todo vuestras fábricas se multiplican, y la prisa y el ruido han llegado a tales
extremos que los hombres no tienen tiempo para cantar, he venido por tanto
cumpliendo las órdenes de mi buen amigo Shooshan, barbero de Londres, y de Shep,
fabricante de dientes, a mejorar vuestras cosas.
Y ellos dijeron:
—¿Pero dónde están tu patente y tu novedad?
Y Ali respondió:
—¿No tengo aquí el tapón y para confirmarlo, como saben los hombres de bien,
el inefable sello? Pues bien, me he enterado en Persia de que vuestros trenes que se
dan prisa y apresuran a los hombres de un lado a otro, y vuestras fábricas y la
excavación de vuestras minas y todas las cosas malas, todo ello lo causa y provoca el
vapor.
—¿No es así? —dijo Shooshan.
—Así es —dijo Shep.
—Entonces es evidente —dijo Alí— que el principal demonio que veja a
Inglaterra y ha causado todo este daño, que apiña a los hombres en las ciudades y no
les deja descansar, es sin embargo el demonio Vapor.
Entonces los grandes quisieron reprochárselo, pero uno de ellos dijo:
—No, oigámosle, quizás su patente pueda mejorar el vapor.
Y escuchándolos Alí prosiguió de esta manera:
—Oh, señores de este lugar, haced una botella de acero resistente, pues no tengo
ninguna botella para mi tapón, y hecho eso haced que todas las fábricas, trenes,
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excavaciones de minas, y todas las posibles cosas malas que pueda hacer el vapor se
suspendan durante siete días, y que los hombres que se ocupan de ellas queden libres,
y yo dejaré abierta la botella de acero en un lugar apropiado. Entonces ese demonio
principal, Vapor, al no encontrar ninguna fábrica en la que entrar, ni ningún tren,
sirena ni mina preparados para él, y siendo curioso y estando acostumbrado a los
tarros de acero, ciertamente se meterá una noche en la botella que fabricaréis para mi
tapón, y yo saldré de mi escondite con mi tapón y lo encerraré con el sello inefable
que es el sello del rey Salomón, y os lo entregaré para que lo arrojéis al mar.
Y los grandes contestaron a Alí diciendo:
—¿Pero qué ganamos nosotros si perdemos nuestra prosperidad y ya no somos
ricos?
Y Alí dijo:
—Cuando hayamos arrojado este demonio al mar, se recuperarán de nuevo los
bosques y los helechos y todas las cosas bellas que el mundo tiene, se verán las
pequeñas liebres saltarinas jugando, habrá música otra vez en las colinas, y al
atardecer tranquilidad y silencio y después las estrellas crepusculares.
—Y en verdad —dijo Shooshan— habrá baile de nuevo.
—Sí —dijo Shep—, habrá baile campestre.
Pero los grandes hablaron y dijeron, rechazando a Alí:
—No haremos tal botella para tu tapón ni pararemos nuestras prósperas fábricas
ni nuestros buenos trenes, ni suspenderemos nuestra excavación de minas ni haremos
nada de lo que pides, pues una interferencia con el vapor afectaría a los fundamentos
de esa prosperidad que con tanta abundancia ves a nuestro alrededor.
Así despidieron inmediatamente a Alí de aquel lugar en el que la tierra estaba
destrozada y quemada, pues la sacaban de las minas, y en el que las fábricas
resplandecían toda la noche con un fulgor demoníaco; y con él despidieron a
Shooshan el barbero y a Shep el fabricante de dientes: de modo que una semana más
tarde Alí salió de Calais en su largo viaje de vuelta a Persia.
Y todo esto sucedió hace treinta años, y Shep es ahora un anciano y Shooshan
más viejo, y muchas bocas han mordido con los dientes de Shep (pues siempre se las
arregla para recuperarlos cuando sus clientes mueren), y han escrito de nuevo a Alí,
lejos en el país de Persia, diciéndole estas palabras:
—Oh, Alí. El demonio ha engendrado sin duda alguna un demonio, incluso ese
espíritu Gasolina. Y el joven demonio crece, y aumenta en vigor, y ha cumplido diez
años y se está haciendo como su padre. Ven por tanto y ayúdanos con el sello
inefable. Pues no hay nadie como Alí.
Y Alí se vuelve hacia donde sus esclavos esparcen pétalos de rosa, dejando caer
la carta, y aspira de su narguile una profunda bocanada de aquel humo perfumado,
que baja derecho a sus pulmones, lo exhala y sonríe, y apoyándose en su otro codo
habla sin problemas y dice:
—¿Acaso debe acudir un hombre dos veces en auxilio de un perro?
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Y con estas palabras no piensa más en Inglaterra sino que vuelve a meditar acerca
de los inescrutables caminos de Dios.
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EL CLUB DE LOS EXILIADOS[87]
Era una velada; y algo que me había dicho alguien me había movido a hablar de un
tema que para mí está lleno de fascinación: el de las religiones antiguas y los dioses
olvidados. La verdad (porque todas las religiones tienen parte de ella), la sabiduría, la
belleza de las religiones de los países que visito, no tienen el mismo atractivo para
mí; porque sólo vemos en ellas su tiranía, su intolerancia, y la abyecta servidumbre
que exigen al pensamiento; pero cuando en el cielo es destronada una dinastía, y
queda olvidada y proscrita incluso entre los hombres, nuestros ojos, al no sentirse ya
deslumbrados por su poder, descubren algo melancólico en el semblante de esos
dioses caídos que suplican que se les recuerde, algo casi lacrimosamente bello, como
un largo y cálido crepúsculo veraniego que se va consumiendo tras su día memorable
en la historia de las guerras terrenas. Entre lo que Zeus fue en el pasado, por ejemplo,
y la fábula semiolvidada que es hoy día, media un espacio tan grande que no hay
cambio de fortuna conocido por el hombre que nos sirva para medir la altura desde la
que ha caído. Y lo mismo sucede con muchos otros dioses, ante los cuales temblaron
en otro tiempo los siglos, y cuyas historias trata el siglo XX como un cuento de viejas.
La fortaleza que tal caída requiere es sin duda más que humana.
Algo así estaba diciendo yo. Y dado que se trataba de un tema que me apasiona,
seguramente hablaba demasiado fuerte. Lo cierto es que no me había dado cuenta de
que, justo detrás de mí, de pie, estaba nada menos que el ex rey de Eritivaria, las
treinta islas de Oriente; de haberlo sabido, habría bajado la voz y me habría apartado
para dejarle más sitio. No me enteré de su presencia hasta que uno de sus satélites,
que había sido desterrado con él, aunque seguía orbitando a su alrededor, me dijo que
su señor deseaba conocerme; y para mi sorpresa, fui presentado a él, aunque ni el uno
ni el otro sabían mi nombre. Y así es como fui invitado por el ex rey a cenar en su
club.
Entonces sólo pude explicarme su deseo de conocerme pensando que, dada su
condición de exiliado, encontraba cierto parecido entre su suerte y la de los dioses
caídos de los que acababa de hablar en su presencia sin saberlo; pero ahora sé que no
era en él mismo en quien estaba pensando cuando me pidió que fuese a cenar a aquel
club.
El edificio habría resultado imponente en cualquier calle de Londres; pero en
aquel sórdido y oscuro barrio londinense donde estaba situado, parecía
exageradamente enorme. Descollando por encima de todas aquellas casas miserables,
y construido en ese estilo griego que llamamos georgiano, tenía algo de olímpico.
Para mi anfitrión, el que una calle careciese de popularidad no suponía nada: durante
su juventud, todo lugar visitado por él se ponía de moda desde el instante en que
llegaba; términos como East End no significaban nada para él.
Quienquiera que fuese el que había construido la casa poseía una fortuna
cuantiosa y le tenía sin cuidado la moda; quizá la despreciaba. Y me había detenido
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yo a contemplar los magníficos ventanales de la parte de arriba, cubiertos con
grandes cortinajes, indistintos a la luz del anochecer, en los que fluctuaban sombras
enormes, cuando mi anfitrión me llamó desde la puerta; fui para allá, y me encontré
por segunda vez con el ex rey de Eritivaria.
Ante nosotros, una escalinata de raro mármol conducía arriba. Me llevó abajo por
una puerta lateral, y entramos en un suntuoso salón de recepciones. Una mesa larga
ocupaba el centro, dispuesta para veinte personas; y observé la particularidad de que,
en vez de sillas, había tronos para todos los comensales excepto para mí, que era el
único invitado y me habían asignado una silla corriente. Cuando estuvimos todos
sentados, mi anfitrión me explicó que todo el que pertenecía al club era rey por
derecho.
En realidad, el club no aceptaba a nadie, me dijo, hasta que sus pretensiones a un
reino, expuestas por escrito, habían sido examinadas y aprobadas por aquellos a
quienes compelía tal misión. Jamás tenían en cuenta los responsables de tal
investigación los antojos del populacho ni la ambición del propio aspirante; nada
contaba para ellos sino su descendencia de reyes de manera legítima y hereditaria.
Todo lo demás era ignorado. En esa mesa había quienes habían reinado en otro
tiempo; otros pretendían legítimamente provenir de reyes que el mundo había
olvidado, algunos de cuyos reinos por ellos reclamados habían cambiado de nombre.
Hatzgurtb, el reino de las montañas, es considerado casi mítico.
Pocas veces he visto un esplendor más grande que el que ofrecía aquel largo salón
situado bajo el nivel de la calle. Seguramente, durante el día debía de ser algo
sombrío, como lo son todos los espacios que ocupan el sótano; pero por la noche, con
sus grandes arañas de cristal y el esplendor de los objetos que les habían acompañado
en el destierro, superaba el esplendor de los palacios habitados por un solo rey. La
mayoría de estos reyes, o sus padres o abuelos, habían llegado a Londres
precipitadamente; algunos habían salido de sus reinos de noche, en un liviano trineo,
fustigando los caballos, o habían cruzado la frontera al galope, de madrugada; otros
habían tenido que caminar a pie durante días, huyendo de la capital disfrazados;
aunque muchos de ellos habían tenido tiempo, al marcharse, de coger algunas cosas
sin precio en el mercado, como recuerdo de los viejos tiempos según decían, pero
también, me pareció a mí, pensando en el futuro. Y tales tesoros centelleaban allí,
sobre aquella mesa larga del salón de recepciones del extraño club. Sólo verlos
representaba ya mucho; pero oír las historias que contaban sus dueños era como
retroceder con la imaginación a los tiempos épicos, al límite romántico entre la
realidad y la fábula, donde los héroes históricos lucharon con los dioses mitológicos.
Allí estaban los famosos caballos plateados de Gilgianza, subiendo por fragosas
montañas, cosa que hicieron por medios milagrosos antes del tiempo de los godos.
No era una pieza de plata grande, pero su artesanía sobrepujaba en excelencia a la
habilidad de las abejas.
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Un emperador de raza amarilla había sacado de Oriente una pieza de esa
incomparable porcelana que ha hecho famosa a su dinastía, aunque han sido
olvidadas todas sus hazañas: tenía el matiz exacto del púrpura.
Y había una estatuilla de oro que representaba un dragón robándole un diamante a
una dama; tenía el diamante entre sus garras: un diamante grande y de primer orden.
Hubo un reino cuya formación e historia entera se fundaban en la leyenda —sólo por
la cual sus reyes habían reclamado su derecho al trono— de que un dragón había
robado un diamante a una dama. Cuando su último rey abandonó el país porque su
general favorito utilizaba una particular formación bajo el fuego de la artillería, se
llevó consigo esta antigua figurita que ya no lo acreditaba como rey fuera de este club
singular.
Había un par de copas de amatista pertenecientes al rey de Foo, que usaba
turbante. En una de ellas bebía él; la otra la ofrecía a sus enemigos: el ojo no era
capaz de distinguir cuál era cuál.
El ex rey de Eritivaria me fue mostrando todas estas cosas, al tiempo que me
contaba la maravillosa historia de cada una; suyas no había sacado ninguna, aparte de
la mascota que en otro tiempo solía llevar sobre el radiador de su automóvil favorito.
No he descrito ni la décima parte del esplendor de aquella mesa, a la que pensé
volver para examinar cada pieza de la vajilla, y tomar notas sobre su historia; de
haber sabido que era la última vez que iba a querer entrar en dicho club, habría
prestado más atención a sus tesoros. Pero ahora que ya se servía el vino y los
exiliados empezaban a charlar, aparté la mirada de la mesa y me dispuse a escuchar
extraños relatos sobre sus antiguos dominios.
El que ha conocido tiempos mejores tiene por lo general una penosa historia que
contar: algo mezquino y vulgar le ha acarreado la ruina; pero los que cenaban en
aquel salón habían caído en su mayoría como robles una noche de tempestad
excepcional; habían caído con fuerza tremenda, y se había estremecido una nación.
Los que no habían sido reyes, pero la reivindicaban como herederos de un antecesor
exiliado, tenían historias de desastres aún mayores, en las que la historia parecía
haber suavizado el destino de su estirpe como el musgo suaviza el tronco de un roble
caído hace tiempo. No había celos, como suele haberlos con frecuencia entre los
reyes: la rivalidad debió de cesar con la pérdida de sus súbditos y de sus ejércitos, y
no mostraban ningún resentimiento contra los que los habían expulsado; uno de ellos
se refirió al «error» de su primer ministro, por el que él había perdido su trono,
comentando: «Al pobre Friedrich le concedió el cielo el don de la torpeza».
Charlaban sosegadamente de muchas cosas; era el parloteo que todos
organizamos cuando estamos aprendiendo; y podía haber escuchado un sinfín de
historias maravillosas y haber conocido muchas anécdotas de guerras misteriosas, de
no habérseme ocurrido hacer uso de una palabra desafortunada. Esa palabra fue
«arriba».
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El ex rey de Eritivaria, tras señalarme aquellos objetos únicos a los que he hecho
referencia, y otros muchos, me había preguntado con afabilidad si había alguna otra
cosa que deseaba ver; pero yo, que había visto de pasada la maravillosa escalinata
cuya balaustrada me había parecido de oro macizo, y estaba asombrado de que, en un
edificio tan suntuoso, prefiriesen cenar en un salón del sótano, mencioné la palabra
«arriba». Un silencio como ante un sacrilegio descendió sobre toda la reunión: un
silencio que se habría podido acoger con ligereza en una catedral.
—¿Arriba? —dijo con voz entrecortada—. Nosotros no podemos ir arriba.
Comprendí que había dicho una inconveniencia. Quería excusarme, pero no sabía
cómo.
—Por supuesto —murmuré—, los miembros no pueden llevar arriba a los
invitados.
—¿Los miembros? —dijo—. ¡Nosotros no somos miembros!
Había tal reproche en su voz que no dije nada más: lo miré inquisitivamente; tal
vez se movieron mis labios; tal vez dije: «¿Qué son, entonces?» Una gran sorpresa se
había apoderado de mí ante la actitud de todos ellos.
—Nosotros somos los camareros —dijo.
Yo no podía haberlo sabido; aquí, al menos, no tenía por qué avergonzarme de mi
modesta ignorancia: la misma opulencia de la mesa parecía contradecirlo.
—Entonces, ¿quiénes son los miembros? —pregunté.
Se produjo tal tensión ante esta pregunta, un silencio tan pavoroso, que de repente
me vino al pensamiento una idea descabellada, una idea extraña y fantástica y
terrible. Agarré a mi anfitrión por la muñeca, y le susurré:
—¿Son también exiliados?
Dos veces asintió con la cabeza mientras me miraba con gravedad.
Me marché del club a toda prisa, para no volver a visitarlo, sin detenerme apenas
a decir adiós a aquellos reyes domésticos; y en el instante en que salía se abrió uno de
los ventanales superiores, brotó de él un relámpago, y una centella fulminó a un
perro.
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LOS TRES CHISTES INFERNALES[88]
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Había algo en el ademán o aspecto de aquel hombre que hizo que el desolado
narrador de esta triste historia sintiese su propia inferioridad, lo que sin duda le hizo
experimentar una intensa timidez, de manera que se le rebajaron los humos como un
oriental rebaja su cuerpo en presencia de un superior; o quizá estaba soñoliento, o
meramente un poco bebido. Fuera como fuese, se limitó a murmurar: «Sí, claro», en
vez de rebatir tan absurdo comentario. Y el desconocido le hizo acompañarle a la
habitación donde estaba el teléfono.
—Creo que le va a parecer buen precio el que le pagará mi empresa dijo; y sin
más se puso a cortar el cable del teléfono y del auricular con unas tenazas. Habían
dejado al viejo camarero que atendía el club en la otra habitación, recogiendo las
cosas para la noche.
—¿Qué está haciendo? —dijo mi amigo.
—Venga por aquí —dijo el desconocido. Recorrieron un pasillo que conducía a la
parte de atrás del club, se asomó el desconocido por una ventana, y conectó los cables
cortados al del pararrayos. Mi amigo no tiene la menor duda al respecto: era una cinta
de cobre de inedia pulgada de ancho, quizá algo más, que bajaba del tejado a tierra.
—¿El Infierno? —dijo el desconocido, acercando la boca al aparato de teléfono; a
continuación estuvo un rato en silencio, con la oreja en el auricular, apoyado en la
ventana. Luego mi amigo oyó que citaba varias veces su pobre virtud, y palabras
como Sí y No.
—Le ofrecen tres chistes —dijo el desconocido— que harán que quienes los
oigan se mueran literalmente de risa.
Creo que mi amigo, en ese momento, no tenía ganas de saber nada de todo
aquello, quería irse a casa; dijo que no necesitaba chistes.
—Valoran mucho su virtud —dijo el desconocido. Tras lo cual, por extraño que
parezca, mi amigo vaciló; porque lógicamente, si tenían en mucho la mercancía,
pagarían buen precio por ella.
—Bueno, de acuerdo —dijo.
El extraordinario documento que el agente sacó de su bolsillo rezaba más o
menos así:
«Yo… en pago por los tres nuevos chistes recibidos del Sr. Montagu-Montague,
que en adelante se llamará el agente, y su autorización para exponerlos y contarlos, le
cedo, entrego, otorgo y pongo a su disposición, todos los reconocimientos,
emolumentos, gratificaciones o recompensas a mí debidas, Aquí o en Otro Lugar, a
cuenta de la siguiente virtud, a saber: que todas las mujeres son para mí igual de
feas». Las diez últimas palabras habían sido escritas a tinta por el señor Montagu-
Montague.
Mi pobre amigo lo firmó puntualmente. «Aquí tiene los chistes», dijo el agente.
Estaban claramente escritos en tres trozos de papel. «No parecen muy divertidos»,
dijo el otro cuando los hubo leído. «Usted es inmune —dijo el señor Montagu-
Montague—; pero cualquiera que los oiga se morirá de risa: se lo garantizamos».
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Una empresa americana había comprado a precio de papel usado cien mil
ejemplares del Diccionario de Electricidad, escrito cuando la energía eléctrica era
algo nuevo —y cuyo autor no había entendido correctamente el tema ni siquiera en su
tiempo—; la empresa había pagado 10.000 libras a una respetable editorial inglesa
(concretamente a la Briton) a cambio de utilizar su nombre. Y conseguir pedidos para
el Diccionario Briton de Electricidad era el cometido de mi desventurado amigo.
Parece que se le daba bien. Por lo visto, con sólo mirar a un hombre, o echar una
ojeada a su jardín, sabía si debía recomendarle el libro como «un éxito de absoluta
actualidad, lo mejor en su género, en el mundo de la ciencia moderna», o como «algo
original e imperfecto, algo digno de comprar y conservar como tributo a los viejos
tiempos que se fueron». Y así, siguió con su pintoresco aunque rutinario trabajo,
desechando el recuerdo de esa noche como una ocasión en que se había «excedido un
poco», como se dice en los círculos donde la azada no se llama azada ni herramienta
agrícola, sino que no se menciona en absoluto porque resulta vulgar.
Hasta que una noche se puso el traje, y se encontró los tres chistes en el bolsillo.
Esto le produjo, quizá, un sobresalto. Entonces estuvo pensándolo mucho, al parecer,
y el resultado fue que dio una cena en el club, invitando a veinte de sus miembros. A
nadie le haría daño una cena, pensó… incluso podía contribuir a su negocio; y si le
salía bien un chiste, pasaría por un tipo gracioso, y aún le quedarían otros dos en la
manga.
No sé a quién invitó ni cómo se desarrolló la cena, porque se puso a hablar
atropelladamente y fue derecho al grano; como el tronco que, al acercarse a la
catarata, va cada vez más rápido. Fue servida la cena, circuló el oporto, y estaban
fumando los veinte señores, con dos camareros merodeando alrededor, cuando, tras
leer atentamente el mejor de los chistes, lo contó a la mesa. Todos rieron. Uno de los
asistentes aspiró el humo de su cigarro accidentalmente y farfulló, los dos camareros
lo oyeron, y ocultaron sus risitas con la mano; un hombre al que también le gustaba
contar chistes quiso permanecer sin reírse, pero se le hincharon las venas
peligrosamente al tratar de reprimirla, y al final se echó a reír también. El chiste había
tenido éxito; mi amigo sonrió ante la idea; quiso decir unas tímidas palabras al que
estaba a su derecha, pero la risa no cesaba, y los camareros no se callaban. Esperó y
esperó, asombrado; la risa seguía, ahora claramente más fuerte, y los camareros eran
los más ruidosos. Llevaban así tres o cuatro minutos cuando, de pronto, le vino al
pensamiento esta idea espantosa: ¡era una risa forzada! ¿Qué había podido inducirle
a contar aquel chiste estúpido? Vio su absurdo como en una revelación; y cuanto más
lo pensaba, mientras aquella gente se reía de él, incluso los camareros, más cuenta se
daba de que no podría volver a levantar la cabeza frente a sus hermanos
representantes. Sin embargo, la risa seguía clamorosa y ahogadora. Estaba
sumamente irritado. No servía de mucho tener amigos, pensó, si no eran capaces de
pasar por alto un chiste estúpido; además, los había invitado a comer. Y entonces
comprendió que no tenía amigos, le desapareció la irritación, y una inmensa
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infelicidad descendió sobre él; se levantó en silencio, salió calladamente del salón, y
abandonó el club. ¡Pobre hombre!; a la mañana siguiente no tuvo valor siquiera para
echar una ojeada a los periódicos. Pero no hacía falta: ese día, escritos en grandes
caracteres como si fuesen letra pequeña, los titulares saltaban a la vista por sí solos; y
decían: «Veintidós muertos en un Club».
Sí, ahora lo comprendió: la risa no había cesado; probablemente, a unos se les
habían reventado las venas, otros se habían ahogado, otros habían sucumbido a la
náusea, un ataque al corazón debió de llevarse misericordiosamente a otros; eran sus
amigos al fin y al cabo, y no se había salvado ninguno, ni siquiera los camareros.
Había sido aquel chiste infernal.
Tomó una rápida determinación, y recuerda claramente como una pesadilla el
trayecto a la Estación Victoria, el tren a Dover, y su embarco disfrazado en el
transbordador; y una vez a bordo, cómo le sonrieron complacidos, casi obsequiosos,
dos policías que deseaban hablar un momento con el señor Watkyn-Jones. Así se
llamaba él.
En un vagón de tercera, con las muñecas esposadas, y una conversación forzada
cuando la había, regresó a la Estación Victoria con los que lo habían detenido, para
ser juzgado por homicidio en el Tribunal Supremo de Bow.
En el juicio fue defendido por un joven abogado de considerable talento que había
decidido actuar en estrados para aumentar su reputación forense. Y fue hábilmente
defendido. No es ninguna exageración decir que el discurso de la defensa demostró
que era normal, y hasta natural y correcto, ofrecer una cena a veinte personas y
marcharse sin decir palabra, dejándolos muertos a todos, incluso a los camareros.
Esta fue la impresión que quedó en la mente del jurado. Y el señor Watkyn-Jones
se consideró prácticamente libre, con todas las ventajas de su horrible experiencia, y
sus otros dos chistes intactos. Pero las gentes de leyes andan aún experimentando la
nueva disposición que permite prestar declaración a los acusados. No les gusta dejar
de utilizarla por temor a que se piense que desconocen dicha disposición, y al
abogado que no está al tanto de las últimas leyes no tardan en considerarlo atrasado,
lo que puede hacerle perder unas 50.000 libras anuales en minutas. Por eso, aunque
invariablemente mandan a la horca a sus defendidos, no les gusta renunciar a tal
recurso.
El señor Watkyn-Jones fue conducido a la barra de testigos. Allí contó la estricta
verdad, lo que produjo una mala impresión, después de todas las cosas apasionadas y
bellas que había dicho el abogado defensor. Los hombres y las mujeres habían llorado
al oírlas. Pero no lloraron al oír a Watkyn-Jones. Algunos disimularon una risita. Ya
no pareció correcto y natural que uno dejase muertos a sus invitados y huyese del
país. ¿Dónde estaba la Justicia, se preguntaron, si había alguien capaz de una cosa
así? Y cuando acabó su historia, el juez, en tono más bien divertido, le preguntó si
podía hacerle morir de risa a él también. ¿Y cuál era el chiste? Pues en un lugar tan
serio como un Tribunal de Justicia, no hay por qué temer consecuencias fatales de
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ningún género. Titubeante, el encausado se sacó del bolsillo los tres trozos de papel y
por primera vez se dio cuenta de que el primero y mejor de los tres chistes se había
borrado por completo. Sin embargo, aún podía recordarlo con toda claridad. Así que
lo contó de memoria al Tribunal.
Una vez, un irlandés, al pedirle su señor que le trajese la prensa matinal, contestó
con su ingenio habitual: «¡Demontre, señor! Si quiere, le traigo prensado el día
entero».
Ningún chiste tiene la misma gracia cuando se cuenta por segunda vez: parece
que pierde algo de su sustancia; pero Watkyn-Jones no estaba preparado para el
terrible silencio con que fue acogido. Nadie sonrió siquiera; sin embargo, había
matado a veintidós personas. El chiste era malo, tremendamente malo; el abogado
defensor tenía el ceño fruncido, y un ujier hurgaba en una bolsa buscando algo que el
juez le había pedido. Y en ese momento, como llegado de muy lejos, y sin
pretenderlo el acusado, le vino al pensamiento, y resplandeció en él sin querer
disiparse, este antiguo y pernicioso proverbio: «Tanto da que te ahorquen por un
cordero como por ciento». El jurado parecía a punto de retirarse. «Tengo otro chiste»,
dijo Watkyn-Jones; y allí y entonces leyó el segundo trozo de papel. Observó con
atención el papel para ver si se borraba, concentrando su atención en esa trivialidad,
como suelen hacer a menudo los hombres dominados por una angustia terrible; y casi
instantáneamente, desaparecieron las palabras como borradas por una mano, y vio el
papel ante sí tan blanco como el primero. Y esta vez sí que rieron: el juez, el jurado,
el fiscal, el público todo, y los guardias severos que le custodiaban a uno y otro lado.
No hubo la menor duda respecto a este chiste.
No se quedó a ver el final, y salió con los ojos fijos en el suelo, incapaz de
levantar la mirada a derecha ni izquierda. Y desde entonces anda por ahí, evitando
puertos y frecuentando lugares solitarios. Dos años lleva por caminos montañosos,
pasando hambre a menudo, siempre sin amigos, cambiando constantemente de
región, y vagando solo, a cuestas con su chiste mortal.
A veces, forzado por el frío y el hambre, visita las posadas, y oye a los clientes
contar chistes, e incluso desafiarlo, al anochecer; pero permanece sentado, solo y en
silencio, temeroso de que se le escape de la mano su última arma, y de que ese último
chiste siembre el dolor en un centenar de hogares. Le ha crecido la barba; se le ha
vuelto gris, y lleva musgo y abrojos enredados en ella, de modo que nadie, ni siquiera
la policía, reconocería ahora en él al atildado representante que vendía el Diccionario
Briton de Electricidad en una tierra muy distinta.
Concluida su historia, se quedó callado; luego le tembló el labio, como si fuese a
añadir algo. Creo que pensaba librarse de un chiste mortal allí mismo, en aquel
camino de la montaña, y tal vez ir a parar, con sus tres trozos de papel en blanco, a un
calabozo, sumando una muerte más a su lista de crímenes, pero inofensivo al fin para
los hombres. Así que me apresuré a marcharme; sólo oí que murmuraba tristemente
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tras de mí, abatido y cabizbajo, completamente solo en el crepúsculo, quizá contando
una y otra vez su último chiste infernal.
Página 353
Notas
Página 354
[1] Ofrecemos aquí, a modo de presentación de Lord Dunsany, autor muy conocido y
Página 355
[2] THE GODS OF PEGÃNA (1905)
Página 356
[3] TIME AND THE GODS.
Página 357
[4] THE COMING OF THE SEA.
Página 358
[5] A LEGEND OF THE DAWN.
Página 359
[6] THE VENGEANCE OF MEN.
Página 360
[7] WHEN THE GODS SLEPT.
Página 361
[8] THE KING THAT WAS NOT.
Página 362
[9] THE CAVE OF KAI.
Página 363
[10] THE SORROW OF SEARCH.
Página 364
[11] THE MEN OF YARNITH.
Página 365
[12] FOR THE HONOUR OF THE GODS.
Página 366
[13] NIGHT AND MORNING.
Página 367
[14] USURY.
Página 368
[15] MLIDEEN.
Página 369
[16] THE SECRET OF THE GODS.
Página 370
[17] THE SOUTH WIND.
Página 371
[18] IN THE LAND OF TIME.
Página 372
[19] THE RELENTING OF SARDINAC.
Página 373
[20] THE JEST OF THE GODS.
Página 374
[21] THE DREAMS OF THE PROPHET.
Página 375
[22] THE JOURNEY OF THE KING.
Página 376
[23] POLTARNEES, BEHOLDER OF OCEAN.
Página 377
[24] BLAGDAROSS.
Página 378
[25] THE MADNESS OF ANDELSPRUTZ.
Página 379
[26] WHERE THE TIDES EBB AND FLOW.
Página 380
[27] BETHMOORA.
Página 381
[28] IDLE DAYS ON THE YANN.
Página 382
[29] THE SWORD AND THE IDOL.
Página 383
[30] THE IDLE CITY.
Página 384
[31] THE HASHISH MAN.
Página 385
[32] POOR OLD BILL.
Página 386
[33] En inglés «to maroon» significa «abandonar a alguien una isla desierta bajo
pretexto de haber cometido algún terrible crimen». El término deriva del castellano
«marrón», aféresis de «cimarrón», palabra que se aplicaba en la América española a
los esclavos o animales domésticos que se tiraban al monte en busca de libertad y
vivían como salvajes. Lo he traducido como marronear por analogía con
cimarronear: huirse el esclavo sin que se sepa su paradero. El sustantivo «maroon»
[marronaje] alude a la situación de la persona abandonada (por similitud con el
estado de los esclavos huidos: en las colonias se hablaba de suprimir el marronaje), y
«marooner» [marronero] es sinónimo de pirata. (N. del T.)
<<
Página 387
[34] THE BEGGARS.
Página 388
[35] CARCASSONNE.
Página 389
[36] IN ZACCARATH.
Página 390
[37] La planta maravillosa, que crece cerca de la cumbre del monte Zaumnos, perfuma
toda la cadena montañosa zaumniana, y su olor se percibe allá lejos en las llanuras
Kepuscranas, e incluso, cuando el viento viene de las montañas, en las calles de la
ciudad de Ognoth. Por la noche cierra sus pétalos y se la oye aspirar, y su fragancia es
un veneno rápido. Aspira incluso durante el día si se agita la nieve a su alrededor.
Ningún cazador ha conseguido nunca recoger viva una de estas plantas (N. del A.) <<
Página 391
[38] THE FIELD.
Página 392
[39] THE DAY OF THE POLL.
Página 393
[40] THE UNHAPPY BODY.
Página 394
[41] THE BRIDE OF THE MAN-HORSE.
Página 395
[42] THE DISTRESSING TALE OF THANGOBRIND THE JEWELLER, AND OF THE DOOM THAT
BEFELL HIM.
Traducción: Juan Antonio Molina Foix. <<
Página 396
[43] THE HOUSE OF THE SPHINX.
Página 397
[44] THE PROBABLE ADVENTURE OF THE THREE LITERARY MEN.
Página 398
[45] Verso de la poesía griega y latina, inventado por el lírico Alceo y muy utilizado
por Horacio, que se compone de cuatro pies y una sílaba. El primer pie es un
espondeo, o a veces un yambo, el segundo es otro yambo, al que sigue una cesura
larga, y el tercero y cuarto son dáctilos. Otra modalidad, llamada pequeño alcaico, se
compone de dos dáctilos y dos troqueos. (N. del T.) <<
Página 399
[46] THE INJUDICIOUS PRAYERS OF POMBO THE IDOLATOR.
Página 400
[47] THE LOOT OF BOMBASHARNA.
Página 401
[48] MISS CUBBIDGE AND THE DRAGON OF ROMANCE.
Página 402
[49] THE QUEST OF THE QUEEN’S TEARS.
Página 403
[50] THE HOARD OF THE GIBBELINS.
Página 404
[51] HOW NUTH WOULD HAVE PRACTISED HIS ART UPON THE GNOLES.
Página 405
[52] HOW ONE CAME, AS WAS FORETOLD TO THE CITY OF NEVER.
Página 406
[53] El guiverno (en inglés, wyvern) es un animal mitológico del medioevo tardío,
Página 407
[54] THE CORONATION OF MR. THOMAS SHAP.
Página 408
[55] CHU-BU AND SHEEMISH.
Página 409
[56] THE WONDERFUL WINDOW.
Página 410
[57] La primera edición de estos cuentos fue publicada en Londres por Elkin Mathews
en octubre de 1916 con el título de Tales of Wonder. En noviembre de ese mismo año
apareció la edición americana (John W. Luce & Co.) con el título de The Last Book of
Wonder, que el propio Dunsany prefería al de la edición inglesa, y así lo hemos
mantenido. (N. del T.) <<
Página 411
[58] A TALE OF LONDON.
Página 412
[59] La crisoprasa, la más valiosa y apreciada variedad de calcedonia, es un ágata de
color verde manzana. Considerada por los chinos como gema sagrada, fue asignada
en la antigüedad a la diosa Venus, y es la décima entre las doce piedras preciosas que
componen las bases de las murallas de la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén que
describe la Biblia (Apocalipsis: 21,20). (N. del T.) <<
Página 413
[60] THIRTEEN AT TABLE.
Página 414
[61] THE CITY ON MALLINGTON MOOR.
Página 415
[62] Lugar Malo, en francés. (N. del T.) <<
Página 416
[63] En inglés, Lugar Malo. (N. del T.) <<
Página 417
[64] WHY THE MILKMAN SHUDDERS WHEN HE PERCEIVES THE DAWN.
Página 418
[65] THE BAD OLD WOMAN IN BLACK.
Página 419
[66] THE BIRD OF THE DIFFICULT EYE.
Página 420
[67] Véase en cualquier diccionario, aunque es inútil (N, del A.) <<
Página 421
[68] A DAY AT THE EDGE OF THE WORLD.
Página 422
[69] «Bash», que significa «puñetazo» en argot, en la actualidad es un término que se
aplica a cualquier aditivo para cortar droga (por ejemplo paracetamol para la heroína)
y también a la marihuana. (N. del T.) <<
Página 423
[70] THE BUREAU D’ECHANGE DE MAUX.
Página 424
[71] A STORY OF LAND AND SEA.
Página 425
[72] En francés en el original: «fuerza mayor». (N. del T.) <<
Página 426
[73] Ciudad costera en el condado de Kent (sudeste del Reino Unido), junto al estuario
del Támesis, famosa por su playa arenosa. (N. del T.) <<
Página 427
[74] Sic. En el resto del relato aparece como Dik el Español. (N. del T.) <<
Página 428
[75] «En el vino está la verdad», célebre adagio que indica que el hombre que ha
bebido demasiado se vuelve expansivo y dice la verdad que no diría sobrio. (N. del
T.) <<
Página 429
[76] THE LOOT OF LOMA.
Página 430
[77] ERLATHDRONION.
Página 431
[78] A NARROW ESCAPE.
Página 432
[79] THE WATCH-TOWER.
Página 433
[80] THE SECRET OF THE SEA.
Página 434
[81] Vino de los gnomos, hecho con agua extraída de pozos mágicos, que proporciona
vislumbres del pasado a los que lo beben, como explica el propio Dunsany en su
relato “The Opal Arrow-Head” (Harper’s Magazine, 1920) incluido posteriormente
en la antología The Man Who Ate the Phoenix (Jarrolds, Londres, 1949). (N. del T.)
<<
Página 435
[82] HOW PLASH-GOO CAME TO THE LAND OF NONE’S DESIRE.
Página 436
[83] Literalmente «Salpica-Pringue». (N. del T.) <<
Página 437
[84] THE THREE SAILORS’ GAMBIT.
Página 438
[85] HOW ALI CAME TO THE BLACK COUNTRY.
Página 439
[86]
Denominación (que data de los altos 1840) de una de las zonas más
industrializadas del Reino Unido al noroeste de Birrningham (en las Midlands), con
minas de carbón, fundiciones de hierro y acerías. (N. del T.) <<
Página 440
[87] THE EXILES’ CLUB.
Página 441
[88] THE THREE INFERNAL JOKES.
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