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Ilustración de tapa: Sátiro en una moneda de Na-
xos, Sicilia.
Ilustración de contratapa: Batalla entre griegos y
persas (parte de un panel lateral del sarcófago de
Alejandro).
El traspié de Apolonio
GABRIEL CEBRIÁN
El traspié
de
Apolonio
2
Gabriel Cebrián
3
El traspié de Apolonio
A propósito del autor
A cada acción se opone una reacción de igual
intensidad y sentido contrario (fís.).
Quiero decir que al caminar Cebrián es capaz
de vencer a la oposición. Vence la fuerza de sentido
contrario y va, buscando la puerta a los otros mun-
dos, pero en cada punto de la recta hay fuerzas que
vencer. Jarry llegó, por medio de una ecuación al-
gebraica a esbozar esta teoría: “Dios, es sólo un pun-
to en una recta”. Por tanto, las fuerzas que debe ven-
cer sólo al caminar tienen, cada una, el poderío de
un Dios.
“Un paso por detrás de la reducción cartesiana
habitan nociones hechas de materia de trances..”
o
detrás de todo hay otro todo que espera silente ser
descubierto, y Cebrián ha encontrado el camino que
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Gabriel Cebrián
conduce a la puerta, por sí misma llamada “mara-
villosamente mágica”
Einstein: espacio-tiempo (4ta. dimensión)
Gurdjieff: tiempo = único fenómeno idealmente sub-
jetivo.
Cebrián significa que hay un mundo entram-
bos que no pertenece a la física ni a la metafísica, si-
no que se configura como un astro centelleante den-
tro del universo del concepto, pues no hay nada más
relativo-subjetivo que un concepto.
Asia sopla en la nuca del primer mundo; no-
sotros, los argentinos, comenzamos a mandarle ayu-
da con esta (como Cebrián dijo una vez de sí mis-
mo) “especie de Nostradamus torpe e intoxicado”
Eduardo Octavio Zapiola
5
El traspié de Apolonio
“Entre la realidad y lo que somos
habrá siempre de por medio un incendio.
Yo he accedido. Ustedes no sé.”
Osvaldo Ballina
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Gabriel Cebrián
7
El traspié de Apolonio
“¡La que to-ma Ma-ra-do-na,
la que toma'el Negro Olme-do,
que se la den a ginásia
si quieren salir primeros!
¡Vamo los tripé(ros)!
¡Vamo los tripé!
¡Vamo los tripé!
¡Vamo los tripé!”
-¡Ché, Bianco, hijo de puta, qué tenés, un balde en la
cabeza!- Gritó el Claudio, y al Guampa no le gustó
nada de nada.
-¡Callate, la concha de tu madre! ¡Qué le decís al
Chaucha, que es el único que pone, gil!
-¿El único que pone qué?
-¡Huevos, pelotudo!
-Tenés razón, Guampa, que otra cosa va a poner, si
es un gallina. –Dos o tres se carcajearon.
-¡Pero será posible, la concha de dios! –Dijo el
Guampa, y acto seguido lo solapeó (es un decir, ya
que el Claudio tenía una de esas camisas abotonadas
que usaban los jugadores de antaño) y lo llevó gra-
das arriba, abriéndose camino a través de la gente
8
Gabriel Cebrián
como si fuera de telgopor. Se podía ver pánico en los
ojos de Claudio, que midió mal la bocha y ahora
sabía la que se le venía. El Guampa lo llevó del co-
gote hasta arriba de todo, hasta la baranda que da al
vacío, lo empujó hacia atrás y lo puso en posición de
modo tal que si lo soltaba, se haría papilla contra el
piso varios metros abajo.
-¡Seguí, seguí haciendo chistecitos, hijo de puta, así
te tiro! ¿Querés que te pase lo mismo que a Mario, la
concha tuya?
-¡No, Guampa, no, tá bien, dejate' joder! –Le decía
el Claudio, todo cagado. Entonces el Guampa lo dio
vuelta y lo acomodó de derecha. El Claudio cayó en-
tre la gente totalmente dormido y con la cara llena
de sangre. El Guampa se miraba los nudillos y se-
guía puteando en voz baja. Después miró en torno
con aire desafiante. Todo el mundo musarela.
Arché
Debo, como es menester, referir esta crónica
desde el mero principio. Entonces, he aquí la pri-
mera y casi insalvable dificultad: pretender identi-
ficar la génesis de cualquier hecho, por ínfimo que
éste sea, nos arroja irremisiblemente a la primera
causa increada; y como suelo parapetar mi desidia
detrás de barnices metafísicos... voy a hacer caso o-
miso de tales reducciones y acotar lo inacotable, tan
sólo para alcanzar los confines de lo que puede ser
transmitido según nuestros actuales parámetros de
conciencia. O, mejor dicho, a nuestra conciencia aún
9
El traspié de Apolonio
ajustada a toda suerte de convencionalismos. En re-
sumidas cuentas la cosa es más o menos así: Esta
historia tiene un solo principio y muchos otros so-
brevinientes, según la sagrada Ley de 7. Pero sólo
esta historia, ¿eh? La realidad es otra cosa, ji, ji.
Individuum
Llegado al punto de tener que presentarme,
créanme si les digo que me veo en un brete aún peor,
y he de apelar también a ciertas pequeñas arbitra-
riedades que me son dadas por esta suerte de carác-
ter difuso entre autor, protagonista, personaje y ama-
nuense. Básteme decir aquí que mi nombre es Glau-
co Papandreu, más conocido como “el Papa”.
Samos
El niño había estado sentado junto al mar durante
buena parte de la tarde, observando los plateados
pececillos en un hueco entre las rocas. Ahora sólo los
miraba, no trataba de atraparlos como había hecho antes,
hasta que papá Mnesarco le había dicho que no debía
matar ningún animal, y le explicó todo eso de la
transmigración de las almas. Entonces el niño rezó una
plegaria rogando que no hubiera sido su madre alguno de
los peces que tan desaprensivamente había cogido.
Era un niño muy especial. Su padre, por su parte
un hombre muy especial también, se había ocupado
10
Gabriel Cebrián
personal y fer-vorosamente de su formación. Mnesarco
había viajado mucho; había conocido incluso a los Magos
Caldeos, quienes lo habían instruido acerca de un dios
único y de la participación del alma individual con dicha
divinidad, hacia la cual tiende a integrarse mediante las
purificaciones y sacrificios realizados a través de las
distintas reencarnaciones.
Al principio todos los de la isla habían recibido
con cu-riosa admiración los conocimientos exóticos que
su padre había traído. Quizás se habían sentido seducidos
por una idea de alma mucho más trascendente que el ente
fantasmagórico acuñado por la cultura Homérica. Tal fue
luego el fervor, que Mnesarco fue elevado hasta el más
alto estrado jerárquico de su polis, y esto fue mucho más
de lo que los sacerdotes del culto oficial podían tolerar.
No tardaron en convencer a los poderosos co-merciantes
de la isla de la peligrosidad que conllevaba esa
penetración por parte de aquellos belicosos y expansivos
pueblos del oriente en su espiritualidad. Entonces,
comenzó su odisea.
Primeros olvidos, primeros
recuerdos.
Antes de referirme a esta etapa, deseo anti-
ciparme a una eventual interpretación: de ninguna
manera pretendo que esto os dé lástima o justifique
cualquier exceso posterior, simplemente las cosas se
dieron así, para bien o para mal. Incluso, yendo más
11
El traspié de Apolonio
lejos, sabemos muy bien que las cosas no pueden
nunca ser de otro modo, ¿o no?
No recuerdo a mi madre. Desapareció cuando
yo aún no tenía un año. Mi viejo era muy parco,
nunca me habló mucho de ella. Me imagino que en
el fondo le dolía, aunque jamás iba a decírmelo. Ú-
nicamente dos temas lo hacían salir de su ensimis-
mamiento (al que yo por obvias razones era tan sen-
sible): Los esplendores que una vez gozara como
exitoso funcionario en la Legislatura mendocina, y
la cultura griega. Después algo pasó, no se muy bien
qué porque el viejo se ponía confuso, hablaba de
conspiración sin dar mayores precisiones, ni hablar
de nombres concretos.
La cuestión que yo tampoco podía recordar
aquel tiempo idílico, con mamá y en medio de la
pompa oficialista. Todo lo que podía recordar cuatro
años después era esa casilla de chapa y cartón pren-
sado en la favela platense, en la que sentíamos todo
el rigor de los climas húmedos. Una extraña casilla
de dos compartimentos. Uno: cocina, comedor, dor-
mitorio y sala de estar. El otro, biblioteca. De qué
vivíamos, no sé. Seguro que el viejo se había hecho
algún canuto, porque no salía casi nunca. Y cuando
lo hacía, asumía aires de persecuta.
El poco, poquísimo tiempo que pude dis-
frutar al viejo se hace más ínfimo teniendo en cuenta
la voracidad de un niño para con el objeto único de
su afecto. Puedo perdonarle no haber conocido a
Pulgarcito, o a Caperucita. En cambio, mi entendi-
miento se estructuró a través de Aquiles y la tortuga,
12
Gabriel Cebrián
las pruebas de Hércules, la búsqueda del elemento
primordial, los atomistas y los viajes de Ulises, Pi-
tágoras y Platón.
La hago corta: Una tardecita de verano ca-
yeron dos tipos y la cara del viejo se ensombreció.
Sin embargo trató de mostrarse amable con ellos.
Habían traído consigo un par de botellas, que de-
jaron sobre la mesa y luego se arrellanaron en las
únicas dos sillas que teníamos, como en su casa,
bah.
-Qué tal, Papandreu, tanto tiempo.
-De veras, che. Aunque sinceramente, hubiera pre-
ferido que fuera un poco más. –Respondió el viejo,
de pie igual que yo.
-Ya ves, no somos tan lerdos.
-Ni que lo digas.
-¿Te acordás de la escuelita de Guaymallén? ¡Qué
pendejos que éramos! Era otro mundo, Hermes, ¿no?
-Era otro mundo, sí.
-Y tan amigos que éramos, te acordás. Quién iba a
decir, ¿no? La concha de tu madre, Hermes, quién
iba a decir.
-Todavía estás a tiempo, Héctor.
-Puede ser. Vos no. Aunque imagino que hay cosas
que tendríamos que hablar a solas, creo.
El viejo me estiró un billete y me dijo:
-Andá, Glauco, andá a comprarte un helado al
kiosco.
Yo me di cuenta de que algo andaba mal,
muy mal. Pero no me atreví a contradecirlo. Aparte
13
El traspié de Apolonio
la autoridad que emanaba de aquellos hombres era
intimidante, más para un niño. Decidí comprar el he-
lado y volver lo antes posible. Así lo hice, y cuando
estaba llegando vi salir a los tipos hacia el lado de la
13. Entré corriendo y me encontré al viejo sentado
en la silla con la cabeza partida en dos por un hacha,
recostada sobre su hombro derecho. Un ojo había
salido de su órbita y colgaba de unos filamentos.
Una espuma sanguinolenta descendía lentamente de
su boca y se derramaba sobre el pecho. No sentí
dolor, ni lástima, ni nada. Quedé absorto ante el bru-
tal cuadro, y creo que comencé a escudriñarlo como
si entre él y yo hubiera una diferencia de estado, co-
mo si mi yo real estuviera observando una pintura de
Rembrandt. Noté que el helado chorreaba en mi ma-
no y no pude moverme, no pude sustraerme a esa di-
cotomía que ahora me gustaría traducir como onto-
lógico-perceptual.
Canciones del Bosque
Ya les conté el derechazo que le puso el
Guampa al Claudio, pero la violencia de ese caliente
día de diciembre había arrancado antes. Empezó se-
gún los cánones normales, esto es, entre las hincha-
das de Gimnasia y Estudiantes. A eso de las dos y
media de la tarde el Guampa y yo, con el resto de la
22 (barra brava de Gimnasia), íbamos llegando a
nuestro estadio revoleando trapos y entonando nues-
14
Gabriel Cebrián
tros cantos de guerra. Estábamos rodeando el lago
cuando escuchamos a nuestras espaldas a los pinchas
piojosos cantar el cantito que quizás más nos enarde-
cía, ése que dice “CIEN AÑO'AL PEDO LA PUTÁ
QUE LO PARIÓ, CIEN AÑO'AL PEDO LA PUTÁ
QUE LO PARIÓ”.
-¡Hijos de puta, vienen de gastadoras. las putas és-
tas! –Dijo el Guampa. -¡Vamo'a darles pa'que ten-
gan!
-Pará, Guampa, aguantá que los agarramo' adentro. –
indicó el Marqués.
-Ah, sí, claro, me voy a dejar correr por esos mari-
cones. Mirá, Marqués, si tás cagado andá nomás pa-
ra la cancha. Yo les voy a ajustar las clavijas ahora
mismo a esos pinchas putos. ¡Eh, che, los cagones
que vayan pa'la cancha con el Marqués! ¡Los que
tengan güevos vengan conmigo a matar pinchas!
Como todos dimos media vuelta para enfren-
tarnos a los pinchas al comando del Guampa, el
Marqués no tuvo más remedio que plegarse. De más
está decir que esta discusión era un episodio más de
la lucha por la jefatura de la barra brava del Lobo,
tan discutida y azarosa desde que lo bajaron al Loco
Fierro en Rosario.
Corrimos en dirección a la calle uno y los vi-
mos venir. Eran muchos, pero nosotros también.
Aparte teníamos más aguante.
Navegando hacia el sudeste
15
El traspié de Apolonio
Se sentía terriblemente enfermo. El constante
balanceo del velero mercante de siete metros de eslora lo
había hecho vol-ver el estómago varias veces, y tal
parecía que nunca iba a acostumbrarse. Los dos
mercaderes que constituían la tripula-ción le aseguraban
entre risas y chanzas que ya pasaría, que en un par de días
sería todo un navegante. Ojalá fuera así.
Los últimos días en su isla natal habían sido un
tor-bellino de urgencias, corridas y desesperación. El
niño había oído casi permanentemente la palabra “stasis”,
y cada vez que Mnesarco la pronunciaba, su mirada se
ensombrecía. Cuando inquirió a su padre el significado
de esa ominosa palabra, éste le respondió que los infieles
amenazaban con tomar el poder e ins-taurar nuevamente
sus sacrílegos rituales, por lo que era me-nester que él se
fuera de allí. Y así fue como se encontró a bordo de esa
nave, al cuidado de esos dos marinos que una vez tra-
bajaran para su padre, rumbo a Balkh, en el Irán, a
ponerse a disposición del sumo sacerdote del Rey
Vishtâspa, quien había sido también maestro de
Mnesarco.
Esa mañana habían navegado cerca de la costa de
Mi-leto. Recordó entonces que su padre le había hablado
de un gran sabio, Tales, que vivió allí. Tales consideraba
que el elemento primordial era el agua. Todas las cosas
no eran en el fondo sino agua, a través de sus
alteraciones, condensaciones o dilatacio-nes. Allí, en
medio de la mar, no parecía descabellada tal teoría. Miró
el sol rielando en las olas, y pensó que la luz también
podía ser el primer principio. Aunque sospechaba que
segura-mente fuera otra cosa, algo no perceptible que sin
embargo imbuía de entidad a los cuerpos y de alguna
manera definía su forma y sus cualidades. Tal vez, se
16
Gabriel Cebrián
dijo, fuera el número. Todo, finalmente, podía ser
reducido a fórmulas matemáticas. A Mnesarco se lo
habían dicho los Magos del oriente. Era raro que Tales,
siendo también él astrónomo y matemático, no hubiera
indagado en tal sentido.
Tuvo otra vez náuseas, pero esta vez pudo
contro-larlas. Parecía ser que finalmente podía
considerarse un ma-rino.
Un Bellagamba más
No sé cuánto tiempo permanecí allí, fuera del
mundo, observando meticulosamente el cuadro del
viejo sentado con la cabeza partida, el ojo colgando
y la baba sanguinolenta escurriéndose sobre su pe-
cho. No sentía dolor, pena o preocupación alguna.
La cosa era desmesurada, se nota que no tenía aún
parámetros que me permitieran siquiera evaluar se-
mejante atrocidad o la situación totalmente azarosa
en la que quedaría con el viejo difunto. Cosa de chi-
co, mirá vos, creo que por un momento pensé que no
podría darle ya las monedas del vuelto, y que había
malgastado el dinero de un helado que no podía to-
mar, y que goteaba rítmicamente sobre el suelo de
tierra api-onada.
De repente sentí una mano sobre mi hombro.
-Vamos, hijo, vamos. –Me dijo el hombre de la ca-
silla de al lado. –Ya está, ya pasó. – Me pareció que
decía eso solamente porque no encontraba palabras;
y claro, qué carajos iba a decir. De cualquier manera
estuvo bien; perfecto, según lo veo ahora. Me cayó
17
El traspié de Apolonio
muy bien que me llamara “hijo”, ya que a la sazón
yo no tenía ya más padres.
Me llevó a su casilla. La señora me limpió la
mano y me preguntó si quería tomar la leche. Dije
que sí, quizás por el mero hecho de sentir que al-
guien se ocupaba de mí. Me senté a la mesa mientras
la señora preparaba café con leche y tostadas. En la
silla de enfrente un niño de mi edad me escudriñaba
con curiosidad, del mismo modo que yo lo hacía con
él. Era Federico Bellagamba, quien más tarde se ha-
ría famoso con el apodo de “el Guampa”.
Casi dos horas después se escuchó la sirena
de una patrulla y un intenso movimiento en la que
hasta ese día había sido mi casa. Don Pedro, el papá
de Federico, me conminó a que por nada del mundo
fuera a salir, que él después me explicaría. El sí sa-
lió, y volvió como cuatro horas más tarde, después
de declarar en la comisaría. Durante la cena comi-
mos un guiso de lentejas que me supo extraordina-
riamente bien. Estaba toda la familia, papá Pedro,
mamá Fabiana, la hija mayor, Romina, Federico y
yo. Noté que en todo momento trataron de hacerme
sentir uno más de ellos, y si hubiera podido dar voz
a la gratitud que me embargaba, lo hubiera hecho.
Esa noche misma todos los tantos quedaron
aclarados. Pedro nos llamó afuera a Federico y a mí,
y nos dijo que desde ese día y para siempre íbamos a
ser hermanos. Luego me explicó que a partir de allí
yo me llamaría Glauco Bellagamba, para evitar cual-
quier intromisión de leguleyos o asistentes sociales
que pudieran interponerse entre nosotros, pero que
18
Gabriel Cebrián
de ninguna manera eso significaría a futuro descono-
cer mis orígenes ni mi historia personal, era sola-
mente para ser prácticos en la coyuntura. Tan es así
que había engañado a los polizontes diciéndoles que
quería los libros del viejo para la biblioteca del Cen-
tro de Fomento, cuando en realidad los había captu-
rado para mí, porque al fin de cuentas eran míos.
También había instruido al Tarugo, el novio de la
Fabiana, para que cope la casilla del viejo y se junta-
ra con la susodicha, así quedábamos todos conten-
tos y con espacio. Era, realmente, un tipo práctico.
Así las cosas, yo dormí en una cucheta en el aparta-
do del Fede. El de la Fabi a partir de allí fue mi bi-
blioteca.
Días después le pregunté a Pedro por qué ha-
bía hecho todo aquello por mí.
-Mirá pibe –respondió, - no vayas a creer que lo ha-
go por vos, no. Lo hago por mí. La cosa es así: yo
siempre quise tener por lo menos dos hinchas de Gi-
nasia en la familia, pero cuando nació el Fede mi se-
ñora no pudo tener más. Así que quedate mosca, res-
petá los colores y hacelos respetar, y yo con eso me
doy por más que pago, entendés.
Entendí.
Batahola
Los hijos de puta deben habernos estado pis-
peando desde el restaurante que tienen ahí atrás de la
19
El traspié de Apolonio
piojera, porque venían preparadísimos. Tenían cual-
quier cantidad de toscas, hondas, palos, etc. De don-
de veníamos nosotros no había piedritas ni para ju-
gar a la payana, así que cuando nos íbamos hacer-
cando nos tuvimos que bancar una lluvia que cagate
de risa de Chernobyl.
-Si no acortamos distancias, nos van a masacrar –le
dije al Guampa.
Entonces comenzó a ulular y se lanzó como
Obélix contra las legiones romanas. Yo salí detrás de
él y por el griterío supe que (por suerte) los demás
nos hacían el aguante. Por supuesto que el Guampa
llegó primero, a los saltitos y revoleando la derecha
como si estuviera ensayando bolo-punchs, y los pin-
chas se abrieron un poco tratando de darle palazos
medio de lejos. Yo llegué entonces tirando patadas
onda Suñé contra el Sporting Cristal y allí nomás
empezó el viejo toma y daca. Era un placer pelear al
lado de mi hermano de crianza. Cada mano le pe-
saba más o menos un kilo, y estaban enfundadas en
un cuero que parecía piel de rinoceronte. Muñeco
tocado era muñeco al piso, pegara donde le pegara.
Yo, en tanto, les daba el fino a los caídos y vigilaba
que no se la dieran por atrás. Debo ser justo, tam-
bién, y reconocer que los demás muchachos hacían
su parte, cada uno según sus aptitudes.
En una el Guampa le manoteó el garrote a
uno medio pendejo, lo agarró de los pelos y le metió
dos ganchos ascendentes. Yo recogí el arma y entré
a repartir a los cuatro costados, sin pararme a discri-
minar a menos que viera alguna cara conocida. Yo
20
Gabriel Cebrián
calculo que deberíamos ser unos cuarenta, nosotros;
y ellos un poco más, así que la cosa iba para largo.
Veníamos bastante bien, yo tenía nada más que un
golpe en las costillas del lado izquierdo que no me
dolía gran cosa, menos en caliente, y el Fede tenía
un poco de sangre en la boca, nimio saldo teniendo
en cuenta la cantidad de bajas que había infligido.
Entonces, cuando llevábamos un buen rato dándoles
para que guarden, empezaron a retroceder. Eso, los
menos putos. Los otros directamente corrían. Enton-
ces oí una detonación y pensé que había llegado la
cana y tiraban balas de goma. Miré alrededor y no vi
ningún botón. El Guampa y los pibes puteaban y
gozaban a los pinchas en retirada, pegándoles alguna
que otra patada a los caídos y afanándose algún que
otro reloj, como quien no quiere la cosa. Atrás había
un grupito de pibes gritando alrededor de otro que
estaba en el piso.
-¡Le dieron un tiro, hijos de puta! ¡Le dieron un tiro
en la cabeza!
Entonces se acercó el Marqués, caminando
con dificultad y agarrándose la zona umbilical. Un
lamparón de sangre comenzaba a expandirse en tor-
no de su mano. Se dirigió al Guampa, increpándolo:
-Viste, pedazo de pelotudo, te dije que los esperára-
mos adentro de la cancha, y vos por hacerte el po-
ronga, pedazo de perejil, nos mandás al muere.
-¿Ma qué al muere? ¿No viste como corrieron?
-Sí, pajero, pero a mí me dieron un puntazo y al pen-
dejo aquel le metieron un tiro en la cabeza.
21
El traspié de Apolonio
-El pendejo puede ser, son unos hijos de puta. Vos,
jodete por no saber pelear, forro.
-Ahora me voy p'al Policlínico. Pero ya nos vamo'a
ver las caras.
-Cuando quieras, cagón. Andá, andá a que tu mami
te ponga una curita.
-Pará, Guampa, cortála –le dije.
-¡Qué pará, la reconcha de su madre! ¡Mirá si lo voy
a dejar que me hable como si fuera mi viejo, la puta
que lo parió! No lo estrafuco ahora porque sino va a
andar diciendo que lo agarré en inferioridá de con-
diciones. Pero ya lo voy a agarrar. Vení, Papa, va-
mo'a ver que tiene el pendejo.
-No, loco, mejor nos vamos –le contesté, cabeceán-
dole los autos de la yuta que recién empezaban a
caer. Nos fuimos rápidamente bordeando el lago por
la orilla que da para el lado de 60.
Noches del desierto
Había perdido la cuenta de los días que llevaba
en esa caravana, a lomo de camello, atravesando desierto
y mesetas, esquivando algunas cumbres tan imponentes
que le hicieron parecer plausible el Olimpo que tanto su
padre como el único maestro que éste le había permitido,
Ferécides, habían negado con tanto ahínco. Ambos,
Mnesarco y Ferécides, habían reco-rrido aquellos parajes.
Claro que ellos lo habían hecho siendo mucho mayores
que él. No era fácil, para un párvulo casi, una travesía
semejante, montado en esos animales que al principio lo
22
Gabriel Cebrián
habían atemorizado vivamente y a cuya adaptación tuvo
que brindar más dedicación que a la pequeña
embarcación en la que comenzó su periplo. Tampoco era
sencillo convivir todo el tiempo con aquellos nómades
rudimentarios cuyo dialecto le resultaba absolutamente
desconocido y del todo incomprensible; comer sus
alimentos, igualmente extraños según su experien-cia. Le
disgustaba sobre todo la carne seca y salada, cuya ingesta
estaba reñida con sus más íntimas convicciones. Pero no
tenía alternativa, si quería sobrevivir. La dureza de
aquellos territorios y la practicidad de sus compañeros le
hacían abrigar serias sospechas en el sentido que él
mismo podía terminar sa-lado y secándose en sus
alforjas.
Esperaba con ansiedad cada noche. Entonces,
todo se detenía. Sus ajetreados huesos podían
acomodarse y las llagas de sus asentaderas tenían un
respiro. Mirando las estrellas era como que se acercaba
de nuevo a la isla de sus afectos, recor-daba a veces entre
lágrimas las precisiones y enseñanzas que su padre y
Ferécides le brindaban, munidos de ese maravilloso
artilugio oriental que llamaban astrolabio. Le hubiera
gustado traer uno consigo, pero casi ya no podía siquiera
con su propio pellejo.
Después, la luna y su cíclica metamorfosis. Había
a-prendido a quererla. A amarla, como debió haber hecho
con la madre que nunca conoció. “La luna es mujer,” dijo
Mnesarco, “y si alguna vez debes cargar con una mujer,
deja que sea ella quien te la señale”.
Finalmente sus ojos cansados se detenían en la
fogata al centro del campamento, y el niño podía sentir
como el tibio fulgor purificaba hasta lo más recóndito de
su interioridad, lo mecía en corrientes que se elevaban
más allá de cualquier humana vicisitud, arrullándolo en
23
El traspié de Apolonio
dulces ensueños y dándole al propio tiempo una directriz
implacable, una determinación que pulverizaba cualquier
flaqueza posible.
El universo en clave literaria
Como les venía diciendo hace un rato, don
Pedro Bellagamba, mi padre adoptivo, era un tipo
muy práctico. Además, tenía sus contactos. Poco
menos de un año después, y valiéndose de un docu-
mento de identidad trucho, me anotó junto con el
Fede en la Escuela Primaria número 76 “Pedro Be-
noit”. Una escuela típica de barrio carenciado, de é-
sas cuyas prioridades obedecen más a dar de comer
y combatir a los piojos que a la formación intelectual
o espiritual de los educandos. No tardé en descollar,
más que todo por la voracidad que me impelía en
cuanto al aprendizaje de la lectoescritura, menester
indispensable para acceder a aquel legado del viejo,
ese mundo fugado del nuestro, que lo acabó. Podrán
comprender la entidad que a los seis años hube de
conferir a mi única posesión material y a su paradó-
jicamente inmaterial profundidad, esa que pude sos-
layar a través de las fabulosas historias que cimen-
taron mis estructuras. Mi transparente comprensión
infantil se había intrincado con las pruebas de Hér-
cules, Aquiles y la tortuga, Odiseo, Circe, los preso-
cráticos, Edipo de Tebas... bueno, algunas yo no las
cazaba del todo bien, y el viejo se esforzaba en sim-
24
Gabriel Cebrián
plificarlas para ponerlas a mi alcance. Al fin y al ca-
bo mi experiencia vital no desentonaba mucho con
esos dramas griegos que tan vehementemente inten-
taba transmitirme.
En fin, tanto mi experiencia real como la a-
típica configuración de mi psique me arrojaron a una
idea trágica de la existencia, algo así como que todos
estamos desempeñando un papel en medio de un
grotesco siniestro, con un par de demonios mane-
jando los hilos. Pero no era esto lo que quería decir.
Me refería a que sentía que vivíamos nuestras vidas
en clave literaria, insuflándole un argumento del
cual no podíamos desprendernos so pena de pericli-
tar mediocremente hacia la nada. En cuanto per-
díamos el hilo de Ariadna que nos mantenía apa-
sionados, chau picho. A hacer logoterapia o a buscar
alguno de los tantos grupos evangelistas que por a-
quella época comenzaban a proliferar.
La maestra me parecía una mujer vencida,
había algo erróneo en su vida, la desazón traslucía
implacable detrás de cada uno de sus gestos, casi to-
dos de fastidio. Por mi parte, no le di ningún trabajo.
En un mes leía perfectamente y las matemáticas se
escurrían de mi lápiz. A pesar de su pachorra, la se-
ñorita Susana aconsejó a don Pedro que me hiciera
adelantar un grado, y éste se negó terminantemente:
sus dos hijos debían permanecer juntos. A mí me pa-
reció bárbaro, ya que me escudaba mucho en el Fe-
de, que ya insinuaba su futura corpulencia.
25
El traspié de Apolonio
El universo en clave pugilística
Jamás nos peleamos, con el Fede. Digo, entre
nosotros. Un poco porque teníamos una relación de
lealtad, ellos me abrieron sus brazos cuando quedé
solo, y yo era todo gratitud. Además, estaba la cons-
tante prédica de don Pedro. Retrospectivamente aho-
ra pienso que don Pedro imaginó por entonces que
su hijo necesitaría un ladero, alguien que le cuidara
la espalda.
En el potrero, con los pibes del barrio, el ú-
nico que me peleé fui yo. Con el Fede no se metían,
el Fede mandaba ya de chico. Resulta que el Juaco
me apuraba, me quería pelear, y yo iba y le contaba
al Fede y el Fede le decía “para, Juaco, deja-te'joder”
y el Juaco paraba, por un rato. Después seguía y yo
otra vez a contarle al Fede, hasta que se cansó y me
dijo “pará Glauco, andá y fajálo, si vos lo cagás a
trompadas”, y tuve que encarar. Nos dimos piña y
piña y piña y piña y me di cuenta que no dolían
tanto, de que podía. En cambio él se iba cagando. En
un intento de revertir la impronta de la pelea agachó
la cabeza y me ganó la línea interna. Me pegó un
par de veces en el estómago pero lo levanté con un
ascendente en pleno morro. Cuando se fue para a-
trás, vi que su nariz sangraba profusamente. Abría
los ojos enrojecidos y lagrimeantes tanto por el dolor
como por el llanto que reprimía trabajosamente. Me
le fui al humo y me lo sacaron. Después me llevaron
26
Gabriel Cebrián
en andas, y esa fue la primera vez que bebí las mie-
les de la victoria.
Pocos años después comenzó a tomar estado
público una supuesta hipótesis de conflicto con Chi-
le. Llevado al aula, esto suponía una sucinta expli-
cación de las razones histórico-geográficas que sos-
tenían nuestra convención en detrimento de la de e-
sos chilenos expansionistas hijos de puta. Tá bien
que no lo decían así, pero esa era la idea, no vayan a
creer.
Motivados por dicha prédica, en el recreo
formamos dos ejércitos. Por sorteo salíamos argenti-
nos o chilenos. El Fede era argentino, por decreto.
Yo, afortunadamente, salí argentino también. El jue-
go consistía en fingir una lucha y que por supuesto,
terminábamos ganando nosotros.
Los ejércitos se agruparon y cuando estába-
mos en los prolegómenos, el Fede gritó “¡Muerte a
esos chilenos hijos de puta!” y se arrojó al combate.
Ma qué simulacro, el loco empezó a repartir que ni
les cuento. Cuando dejó a dos o tres arruinados y
llorando a gritos, pudimos contenerlo. En su descar-
go, y a instancias mías, alegó en su defensa un exce-
so de fervor patriótico. Le dijeron que estaba loco y
que era la última. Así que no peleamos más. En la
escuela.
Días más tarde jugábamos un picado y se a-
pareció la Vaca con dos más a buscarlo al Fede. Re-
27
El traspié de Apolonio
sulta que era hermano de uno de los chilenos hijos
de puta.
La Vaca habló:
-Así, Fede, que te hacés el machito, ¿no?
Me acerqué al Fede y le dije en voz baja:
-Dejá, no le des bola. Es mucho más grande, quedate
en el molde.
-Calláte, perejil –me interrumpió, y se dirigió a la
Vaca. -¿Sos vos solo? Mirá que los otros no se la
bancaron ni siendo doce.
-Si, soy yo solo –dijo, y avanzó.
Empezó la acción. El otro era grandote y sa-
bía pelear. Lo embocó un par de veces en la trompa,
y el Fede empezó a sangrar. No se veía si el corte era
del lado de afuera o de adentro, y cada vez le salía
más sangre. La Vaca se agrandó y lo boxeaba, le pe-
gaba seguido. El Fede tiraba algunas pero no pegaba
ni media. Yo no sé por qué, pero lo veía tan concen-
trado que en el fondo tenía esperanza. El Fede era
capaz, estaba sangrando, estaba cobrando, pero man-
tenía los ojos bien abiertos y feroces. De repente la
Vaca tiró una mano a fondo, el Fede se la esquivó y
le agarró el brazo. Lo trabó a la altura del codo, se lo
dobló y comenzó a hacer palanca. El otro le quiso
dar en la nuca con la otra pero era tal la presión que
ejercía que se vio obligado a torcer su cuerpo hacia
atrás.
-¡Basta, basta, está bien, ganaste! –Admitió la Vaca
con tono suplicante. El Fede entonces hizo algo que
me dio para siempre la medida de su histrionismo: se
volvió hacia nosotros y mostrando los dientes ensan-
28
Gabriel Cebrián
grentados empezó a gruñir y a rugir, mientras prose-
guía con el martirio:
¡Grrr! ¡Grrr! ¡AAAAAAARRRRGGGH!
-¡NO, POR FAVOR, PARÁ, PARÁ! –Gritaba la
Vaca con quiebres en la voz. Sus amigos, atónitos,
no sabían bien qué actitud tomar. Fue cuando oímos
el crujido. Entonces el Fede lo dio vuelta, le miró el
rostro transido por el dolor y le metió un cabezazo
en el medio de la cara.
-¿Viste el guampazo que le puso? –Me preguntó uno
de los pibes, y ése fue el origen del nombre de
guerra de mi hermano.
Llegada a Balkh
Alrededor del mediodía los camelleros lo habían
dejado a las puertas de aquella extraña ciudad, tan
diferente a cual-quier otro poblado que hubiera visto.
Una gigantesca ciudad de piedra, tanto más imponente a
sus ojos de niño acostumbrados ahora a tanto desierto y
antes a la chata magnificencia de su isla natal. Allí las
moles de piedra eran el marco imponente pa-ra un gentío
que recorría las calles, vendía las mercancías más
diversas o se reunía a escuchar historias o cánticos de
algunos viejos de aspecto excéntrico, casi siempre de
largos cabellos y barba. Pitágoras no entendía nada en
medio de aquel torrente de palabras, y sus compañeros
del periplo desértico sólo le habían dejado un puñado de
dátiles. Sabía que tenía que hacer algo, y pronto. A poco
advirtió que lo único que podía decir era el nom-bre del
rey, Vishtâspa. Mas aquellos hombres y mujeres reían y
29
El traspié de Apolonio
decían cosas incomprensibles cuando se los mencionaba.
El niño coligió que si por casualidad conseguía darse a
entender, segu-ramente reirían de sus absurdas
pretensiones de que el rey lo recibiera.
Luego de que tanto sus ojos como su espíritu
consi-guieron asimilar aunque más no fuere liminarmente
aquella profusión de impresiones sensoriales tan
novedosas, decidió buscar por sí mismo el palacio del rey
Vishtâspa. No debía ser tan difícil, solamente tenía que
dar con la edificación más importante, la que
probablemente estaría en el centro mismo de aquella
portentosa urbe. Tras un rato de andar en pos de esa
consigna, llegó hasta un pequeño cerro enteramente
decorado por jardines dispuestos en prolijas formas
geométricas que pare-cían gravitar hacia la cumbre, sobre
la cual se erguía una cons-trucción cuya opulencia
dominaba absolutamente cualquier paisaje posible. No
había duda de que el soberano habitaba allí, y menos
teniendo en cuenta la parafernalia que ostentaban los
guerreros apostados a ambos lados del ciclópeo portal. El
niño caminó cuesta arriba con pasos tan trémulos como
su ánimo, se plantó ante los guardias, que lo miraban con
curiosidad, y pronunció la única palabra posible:
- Vishtâspa.
Y luego de recibir el escarnio de unas cuantas
riso-tadas, fue arrojado de allí sin miramientos. Si bien
no entendió palabra alguna, el mensaje rubricado por
restallantes latigazos al aire fue lo suficientemente claro
como para hacerle bajar la geométrica cuesta a toda
carrera.
Ahora sí que estaba en un atolladero. Volvió
sobre sus pasos y se deslizó entre la vocinglera multitud;
ajeno, turbado y al borde del llanto. Pensó en la
enormidad de las calamidades que debía estar
30
Gabriel Cebrián
atravesando Mnesarco, dado que de otro modo jamás lo
hubiera sometido a tales zozobras. Después, con esa
capacidad de maravilla que los niños son capaces de
invocar aún en las más álgidas situaciones, dejó atrás la
marea de pensamientos ominosos y permitió a sus ojos
entusiasmarse con la exuberancia de mercaderías tan
extrañas a su cultura. Toda suerte de cerámicas,
abalorios, utensilios, frutos –muchos de ellos
desconocidos para él; también alfombras y tapices cuyas
intrincadas tramas parecían exorbitar humanas
posibilidades de factura. A continuación llegó el turno de
ejercitar el oído: si quería interactuar allí al menos lo
suficiente para insertarse y aspirar a la mínima dignidad,
debía aprender el idioma. Tal in-quietud lo llevó hasta un
extraño rapsoda de ensortijada melena oscura y luengas
barbas que ofrecía su arte a mitad del mercado y al que
rodeaban numerosas personas. De a ratos parecía contar
historias que mantenían en vilo a la audiencia, de a ratos
entonaba con voz profunda sugerentes melodías que al
parecer no iban en zaga en cuanto al contenido
dramático. Su donaire era en verdad cautivante, y aunque
pese al esfuerzo el pequeño Pitágoras no fue capaz de
comprender una sola de las voces que el anciano
profusamente vertía, se sintió trans-portado quién sabe
por qué extraña atmósfera hacia mundos sutiles. Tal era
el éxtasis que llegó a alcanzar que el anciano no pudo
menos que fijar su atención en él varias veces a lo largo
del número que estaba llevando a cabo. Finalmente el
viejo elevó sus ojos y sus brazos al cielo, vociferó una
suerte de invocación o quizás de epílogo y se dejó caer de
rodillas, incli-nando su cabeza en medio de los
entusiastas vítores de la concurrencia, que no tardó en
dispersarse luego de premiar con generosidad el talento y
la sabiduría del artista. En tanto ello ocurría, el anciano
31
El traspié de Apolonio
no levantó la vista ni por un momento. Pitágoras se
quedó allí, profundamente conmovido, observando como
en trance hipnótico al juglar, intentando discernir si se
trataba de un mero actor, transmisor de historias
fantásticas, o acaso de un filósofo o un místico. Se
inclinaba más por estas últimas posibilidades, aunque
quizás fueran todas ellas. En estas cavilaciones estaba
cuando el viejo levantó la vista y mi-rándolo fijamente
pero con benevolencia, le habló en su idioma natal:
-Parece que hemos tenido una buena cosecha hoy, hijo,
¿no lo crees?
-Tal parece ser, señor, que su arte lo merece.
-Bueno, en todo caso, la tarea de llevar conmigo todos
mis ins-trumentos, mas las dádivas que estas generosas
personas me han otorgado, quizá exceda las posibilidades
físicas de un viejo como yo. ¿Serías tú capaz de
ayudarme?
-Por cierto –contestó el niño alborozado. Era capaz de
seguir hasta la muerte a ese pintoresco anciano con el
cual podía ha-blar.
Caminaron durante un buen rato en silemcio. Una
vez que el gentío quedó atrás, el viejo le preguntó:
-¿Y qué es lo que hace por aquí un jovenzuelo griego con
acento jónico?
-Ojalá pudiera saberlo con certidumbre. Mi padre me
envió a estas tierras para que aprenda el conocimiento del
sumo sa-cerdote del rey Vishtâspa.
-¡Zoroastro!
-Pues sí, creo que sí. Me dijo que lo llaman el
Reformador.
-Si, claro, Zoroastro. Y dime otra cosa... ¿cómo se llama
tu padre?
-Mnesarco, de Samos. Mi nombre, señor, es Pitágoras.
32
Gabriel Cebrián
-Mi querido Pitágoras, yo soy Poroschasp, hijo de
Peterasp. Parece ser que tu padre está muy interesado en
tu formación.
-Ya lo creo, pero... ¿por qué lo dice?
-Porque es a todas luces arriesgado arrojar a un niño sólo
a realizar semejante travesía.
-Yo supongo que la gravedad de los acontecimientos que
co-menzaron a desarrollarse en nuestra isla lo obligaron a
en-viarme lejos, señor. Sinceramente, no encuentro otra
razón. Dígame, usted que evidentemente posee una vasta
sapiencia, ¿podría decirme qué significa la palabra
“stasis”?
-Stasis, ¿eh? Eso parece explicarlo todo. Mnesarco era,
sin duda, un personaje importante en vuestra sociedad...
-Efectivamente, señor. Era la autoridad máxima de
nuestra polis.
-Y dime, ¿era tu padre un gobernante querido por su
pueblo?
-Antes, la gente no solamente lo apreciaba, sino que
admiraba sus profundos conocimientos, los que –según
creo- adquirió en su paso por estas comarcas. Luego no
sé muy bien que pasó, las cosas se fueron enrareciendo al
punto que sospecho que me envió aquí para preservarme
de situaciones en las que no quisiera ni pensar.
-Haces bien, hijo. Stasis significa revuelta, y éstas casi
nunca se llevan a cabo en forma pacífica.
-¿Usted cree que mi padre... ?
-Sólo el buen Dios, el Dios único que nos asiste, puede
saberlo. –El rostro de Pitágoras se ensombreció. El
anciano le acarició la cabeza con benevolencia. Entonces
el niño volvió a preguntar:
-¿Y qué cree usted entonces que yo debería hacer?
-Yo pienso que deberías honrar a Mnesarco haciendo lo
que te indicó. Sabes, ese tal Zoroastro que ha venido a
33
El traspié de Apolonio
contrariar la sabiduría de nuestros antepasados no es
precisamente de mi agrado. Pero tal es el destino que
para ti ha señalado tu padre. Así debes hacer, en
consecuencia. Aunque confío en que opor-tunamente tu
sano juicio te ayudará a tamizar el verdadero
conocimiento, ese que habita más allá de todas las
formulaciones pasadas y futuras.
-Ojalá pudiera, mi buen señor, actuar de la manera que
mi desgraciado padre me indicó. Pero sucede que ya lo he
inten-tado, y en vano.
-¿Qué es lo que intentaste?
-Ingresar al palacio de Vishtâspa. Mas he sido arrojado
intem-pestivamente de allí por los guardias.
-Verdaderamente, tienes suerte de haber salido ileso. Con
unos pocos años más seguramente hubieras recibido una
golpiza, por lo menos. Las visitas no son bien vistas allí,
y menos de extranjeros. Mínimamente deberás aprender
el idioma, y luego anunciarte de un modo absolutamente
conveniente para tener al menos una remota posibilidad
de éxito.
-¿Usted tendría a bien enseñarme a hablar su lengua?
-Claro que sí, hijo, pero deberás comprometerte a
ayudarme diariamente en todos mis quehaceres.
-¡Gracias, buen Poroschasp, muchas gracias! –Exclamó
el niño, y se arrojó de rodillas a los pies del viejo
rapsoda.
-Vamos, vamos, ponte de pie y levanta la cabeza, que tal
ac-titud no se corresponde con la de un príncipe que
algún día será rey.
Pitágoras se levantó, transido de emoción, y
siguieron su camino colina abajo, Poroschasp con una
sonrisa resplan-deciente, el niño sonrojado y con
lágrimas en los ojos.
34
Gabriel Cebrián
Primer umbral
He de agradecer aquí ante ustedes, si me per-
miten, la formación dual que me posibilitó el hecho
de haber sido criado en la favela. Por un lado, los
cielos bravíos que enmarcaron la constitución de ese
atributo que popularmente se conoce como “aguan-
te”, condición sine qua non para cualquier barra bra-
va del Lobo que se precie de tal , y a la vez para
mantener la frente alta en medio de un montón de
mozalbetes dispuestos a bajarte el copete y estable-
cer hegemonías que podían llevar incluso a la sodo-
mización. Por el otro, el legado mágico e inconmen-
surable que me dejó mi verdadero padre, al que acu-
día cada vez que me era posible y el que, pese a su
entidad, no tardé en dominar e incrementar con mis
propias adquisiciones. El Guampa no entendía mu-
cho mi berretín, creo que lo tomaba como una rare-
za, y tal vez estaba en lo cierto. La cosa es que me
respetaba, y supongo que atribuía mi apego a aque-
llos libros a la necesidad de mantener contacto con
mis raíces perdidas, y quizás también en eso lo asis-
tiera la razón. Análisis aparte, y fuera a la manera de
él o a la mía, no tardamos en erigirnos en los líderes
indiscutidos e indiscutibles de la caterva de pendejos
de nuestra edad. Por mi parte, viví cada uno de los
episodios que nos llevaron a esa posición como una
suerte de épica homérica; cada vez que me enfren-
35
El traspié de Apolonio
taba en combate rememoraba la lid de Zeus contra el
dragón Tifeo, cada vez que me inmiscuía en peli-
grosas trapisondas me figuraba que estaba salvando
pruebas como el mismísimo Hércules. Creo que ya
les comenté el sentido dramático que solía conferir a
cada uno de mis actos, imbuído como estaba de las
hazañas físicas, morales e intelectuales de los héroes
helénicos.
Así las cosas, mi hermano y yo no tardamos
en abandonar los estudios formales, toda vez que la
necesidad nos empujó a buscar actividades que nos
permitieran colaborar con la magra economía fami-
liar, no todas ellas lícitas, como puede presuponerse.
Yo, por mi parte, proseguí infatigablemente con mis
estudios personales en cualquier tiempo libre del que
dispusiera.
Pero déjenme establecer algunos parámetros
histórico-sociales en orden a una mejor interpreta-
ción de los hechos que finalmente nos permitieron
salir de la villa de emergencia. Nuestra infancia y
primera adolescencia transcurrieron contemporánea-
mente con el autodenominado “Proceso de Recons-
trucción Nacional”, en un clima de violencia que si
bien no nos afectó directamente, supongo que defi-
nió en alguna medida nuestra idiosincrasia.
Eramos muy jóvenes aún cuando la aventura
y posterior debacle de Malvinas debilitó al régimen
militar y comenzaron a soplar aires de democracia,
palabra ésta que como ustedes podrán colegir, pro-
ducía resonancias clásicas en mis oídos. Pese a nues-
tra corta edad, dado el empuje y la envergadura físi-
36
Gabriel Cebrián
ca del Guampa y mi capacidad largamente demostra-
da como su lugarteniente, gozábamos de una ascen-
dencia total sobre las bases juveniles del asentamien-
to y ya habíamos conseguido una situación expec-
tante en la barra brava de Gimnasia. Esto motivó que
llamáramos la atención de un puntero político justi-
cialista que operaba en el barrio, sindicado como
referente del entonces candidato a Gobernador de la
Provincia, Herminio Iglesias. Nos convocó para di-
versos trabajos, algunos típicos como arrojar volan-
tes o pintar paredes, otros no tanto y que tenían que
ver con la vieja cuestión de generar fondos para la
campaña. Para nosotros estaba todo bien, siempre y
cuando parte de esos fondos fueran desviados hacia
nuestras arcas. Era proverbial la celeridad y celo que
observábamos en las tareas que nos encomendaba
nuestro Jefe, el que luego ocuparía una banca en la
Legislatura Provincial. De más está aclarar el porqué
de la omisión de sus datos personales en esta cró-
nica.
Esta contracción al trabajo y lealtad nos valió
que cierto día el fulano éste nos diera instrucciones
para que ocupáramos un departamento de los mono-
blocks aún no terminados que se levantaron a espal-
das de la villa yendo para la 19. Nos dijo que lo co-
páramos, que las elecciones eran pan comido y que
después nadie nos iba a desalojar. Así lo hicimos, y
aunque el Justicialismo perdió en aquella oportuni-
dad, nunca más, hasta el día de hoy, consiguieron a-
rrojarnos de allí.
37
El traspié de Apolonio
Claro que tanta generosidad tuvo como con-
trapartida una mayor exigencia. A partir de entonces
nos fueron encomendados trabajos mucho más gro-
sos y que implicaban otros riesgos. Uno de ellos fue
el de encargarnos de un boliviano que vivía en el a-
sentamiento del otro lado de la 19 y que interfería
con nuestros intereses. Resulta que el bolita vendía
una merca mucho más pura que la que movíamos
nosotros y encima la cobraba más barata. La orden
taxativa fue sacarlo de circulación, a como sea. Esto,
traducido a los términos del Guampa, no daba lugar
alguno a sutilezas interpretativas.
Pues bien, luego de otear el panorama du-
rante un par de días y basados en los corrillos que
siempre discurren en el barrio, establecimos un plan
tan elemental como expeditivo. Una noche, a eso de
las diez, golpeamos las manos a la puerta de una mi-
serable casucha de no más de metro cincuenta de
alto. Una voz con marcado acento preguntó quienes
éramos, y de acuerdo a lo previsto nos anunciamos
como que veníamos de parte del Pela, que sabíamos
que oficiaba como puntero del boliviano. Este abrió
la puerta, nos semblanteó y nos dijo que el Pela no le
había dicho nada acerca de nosotros.
-Vamos, jefe, somos pibes del barrio, ¿qué pasa, te-
nemos pinta de yutas acaso? –Dijo el Guampa con
aire descarado.
-No, pero de todos modos si quieren algo, hablen
con el Pela.
-No, tío, él fue el que nos dijo que viniéramos acá.
No venimos por una papela, sabe, cazamos una gro-
38
Gabriel Cebrián
sa y tenemos filo como para hablar en serio. Como
será que el Pela escuchó números y no se quiso ha-
cer cargo...
El Guampa aparte de fuerte era muy bicho.
Los ojos sesgados del bolita brillaron de codicia
mientras nos hacía pasar.
-Bueno, jóvenes –nos dijo, -más vale que sustenten
con metálico esa actitud arrogante, pues.
-Dejémonos de pavadas y vamos al grano -contestó
el Guampa.- ¿A cuánto el kilo, don?
-¿Un kilo? Bueno, por ser ustedes, estaríamos ha-
blando de... doce lucas.
-¿Doce lucas? Está en pedo, jefe. En Berisso lo sa-
camos por diez.
-Bueno, si quieren comprar porquerías... vaian a
Berisso, nomás. Si probaron de la que ió tengo saben
que la pueden estirar por lo menos al doble, así que
no me hagan perder tiempo y váianse, pues.
-Tá bien, jefe, tá bien. ¿A ver si es cierto? ¿La po-
demos probar?
-¿Traes el dinero contigo?
-Por supuesto. Es nada más que una pequeña parte
del palo que acabamos de dar. Caja chica, sabe.
-¿Podría verlo?
-¡Eeeeh! ¿Qué pasa, tío? Me parece que estuvo vien-
do muchas películas yanquis, usté. ¿Quiere que nos
saquemos la ropa, también, para mostrarle que no
traemos micrófonos? Déjese de joder, hombre, traiga
la bolsa y la zabalán pa’ pesar, le garpamos y oli-
vamos.
39
El traspié de Apolonio
El bola dudó un momento, después nos dijo
que nos sentáramos y sirvió tres taquitos de caña. La
confianza mata al hombre, pensé. Los bebimos de un
trago mientras el hermano latinoamericano nos escu-
driñaba. Seguramente estaba pensando que éramos
unos pendejos, cosa que éramos, y que no había
motivo para perderse el negocio. Enseguida nos dijo
que aguardáramos un momento y pasó detrás de una
cortina mugrienta que dividía el único y apestoso
ambiente. Aprovechando la coyuntura, el Guampa
sacó de su bota el 38 largo pavonado de Eibar y se lo
colocó en la cintura, del lado de atrás. En tanto yo
pregunté en voz alta si me podía servir otro toque,
cosa que hice con mano temblorosa. El Guampa me
miró y en sus ojos leí perfectamente “no seas ca-
gón”. Casi enseguida el boliviano volvió con una
piedra envuelta en papel metálico y una tremenda
cuchilla. Se sentó al tiempo que mi hermano le decía
con aire risueño:
-¡Epa, Jefe, enfunde eso que me da miedo!
-No, joven, si es pa’ abrir el envoltorio, nomás.
-Ah, bueno, entonces sí.
-Ahora, antes de abrirlo, ¿me mostrarían el dinero,
por favor?
El Guampa llevó su mano a la cintura, sacó
el fierro, le apuntó a la cabeza y le dijo:
-Tomá, bola hijo de puta, quedáte con el vuelto.
Y le metió un plomo entre ceja y ceja. El es-
tampido sonó desmesurado en la noche tranquila. Yo
me quedé boquiabierto, sumido en una suerte de déjà
vu que me proyectaba a la imagen de mi padre
40
Gabriel Cebrián
muerto en su silla en un ambiente similar. El Guam-
pa me sacó violentamente de mi parálisis.
-¡Dále, pelotudo, qué esperás! –Y manoteó la piedra.
Rajamos a toda carrera para el corazón de la villa y
de las casillas vecinas comenzó a salir gente. El
Guampa tiró un par de chumbos al aire y la mayoría
se volvió para adentro. Habríamos recorrido unos
ciento cincuenta metros cuando oímos disparos –cal-
culo que de 22, por el ruidito pedorro- y un motor
que se encendía. Tomamos una cortada y nuestro
conocimiento del terreno nos permitió huir sin ma-
yores contratiempos. Unas quince o veinte cuadras
hacia arriba, ya en el Barrio de Las Quintas, nos ti-
ramos a recuperar el aliento y a bajar las pulsa-
ciones en un bosquecito bien oscuro, al pie de un eu-
caliptus.
-¡Mirá, Papa, mirá el pedazo que tenemos, boludo!
-Sí, chabón, pero tenemos un difunto en las espaldas,
también, no sé si te diste cuenta.
-Dále, ortiva, dejate de joder. Si el jefe nos banca a
muerte. Somos menores, tenemos chapa, ¿qué mier-
da nos va a pasar?
-Si, mientras el punto ése no se abra de gambas y
nos mande al frente...
-¿Tás lóco, vos? Ni en pedo, hermano. Primero que
él nos mandó a liquidarlo, y segundo que le conoce-
mos toda la movida, así que no se va a zarpar. Que-
dáte tranquilo, vos fumá.
-Espero que sea así. Ahora tenés que hacer desapa-
recer el bufo.
41
El traspié de Apolonio
-¡Mirá lo que se te va a ocurrir! No, Papita, nada de
eso. El fierro éste era de mi abuelo. Lo voy a sacar
de circulación por un tiempo, eso sí, viste.
-Estás loco, Guampa. Mejor vamos hasta el canal de
YPF y lo tiramos ahí donde está más empetrolado, y
seguro que no aparece nunca más.
-Pero decime una cosa, hermano, ¿vos no tenés dig-
nidá? Te dije que era del abuelo, y prefiero comerme
veinte años que tirarlo ahí donde vos decís, ¿te que-
da claro? Al final me vas a hacer calentar. Nunca
tuvimos un problema, no te me vas a venir a fruncir
ahora.
-Ta bien, como vos digas –admití, ligeramente to-
cado en el orgullo.
-Tengo todo pensado, Papa, vos dejame a mí.
Y se puso a hurguetear con una cortaplumas
en la tiza que terminábamos de afanarle al bolita.
Sacó un par de puntas y se dio un toque de cada la-
do.
-¡Huy, Papita, probá ésto! ¡Te rompe los dientes!
¡Somos ricos, hermanito, somos ricos!
En eso escuchamos un chillido bronco y una
masa oscura se nos vino encima.
-¡La reconcha de su madre, qué es éso! –Gritó el
Guampa mientras nos incorporábamos justo a tiem-
po para evitar la embestida.
-¡Un chancho, hijo de puta! –Le contesté, ni bien pu-
de identificar a nuestro agresor. -¡Debe pesar como
quinientos kilos!
Tomamos un poco de distancia y el Guampa
sacó el 38.
42
Gabriel Cebrián
-¡Hijo de puta, no va’servir ni pa’hacer morciya!
-¡Pará, pará de hacer kilombo, la concha de tu ma-
dre! ¡Dejá de tirar, boludo, quién sos, Billy the Kid!
-¡Y una mierda, chancho hijo de puta, casi nos mata!
-¡Pará, boludo, pará! Debe ser buena la mierda ésa,
mirá cómo te ponés.
-Si, encima que me termina de pegar me llevo
semejante cagazo, la reputísima madre que lo parió.
-Vamos, Guampa, vamos para casa.
-No, pelotudo, por el barrio no nos conviene ni pin-
tar. Te dije que tenía un plan, así que seguime.
Caminamos unas cuadras y llegamos a un
tradicional hotel alojamiento de la zona. Fuimos has-
ta la ventanilla y un tipo nos preguntó qué quería-
mos. Nos miraba con cierta curiosidad, debió pensar
que éramos trolos. El Guampa preguntó por un tal
Norberto. El tipo nos indicó esperar.
-¿Quién es ese Norberto? –Le pregunté.
-Acá, es el capo.
-¿Y qué le vas a pedir? ¿Una habitación? ¿Una coar-
tada?
-Pero escuchame, perejil, ¿te querés quedar tranqui-
lo, carajo? ¿Qué te pasa, chabón, yo tomo y te pega
a vos? Oíme bien, hermanito, el kía éste come de mi
mano. Me debe varias, y es de confianza.
-¿Estás seguro?
-¿Cómo? Tiene aguante, Norberto. Quedate tranqui-
lo.
-Si vos lo decís...
43
El traspié de Apolonio
Casi enseguida apareció el tal Norberto. Ca-
misa cuadrillé, pantalón bombilla y botines puntia-
gudos. Una pinta de fiolo que ni les cuento.
-Hola, Guampita, qué andás haciendo.
-Hola, Norber, cómo andan las putas, che.
-Y cómo van a andar.... hay que estarles atrás, viste
como son. Si las dejás caminar un cachito solas te
mejicanean al toque.
-Y bueno, qué va a hacer. Pero son lindas, ¿no?
-¿Te parece?
-Váaamos, váaamos –dijo el Guampa mientras le
amagaba un par de golpes al estómago.
-Bueno, boludo, pero no me vas a decir que viniste a
hablar de putas, ¿o sí?
-Sí, chabón, entre otras cosas. ¿Podemos pasar a la
oficina? Ah, me olvidaba. Este es mi hermano, el
Papa.
-¿Así que vos sos el famoso Papa?
-¿Famoso? –Pregunté.
-Si, me hablaron bastante de vos. Sobre todo en la
cancha, viste.
-Mirá vos. Encantado.
-Es un placer. Vengan, pasen, muchachos.
Entramos y le indicó a una mina que nos al-
canzara un par de botellas de champagne. Parecía ser
que era cierto que el Guampa tenía ascendencia so-
bre aquel tipo. Me gustaría saber cuáles habrán sido
los favores que el fulano aquél le debía.
-Bueno, te escucho –dijo, mientras descorchaba la
primer botella de Federico de Alvear demi sec.
44
Gabriel Cebrián
-Mirá, Norber, la verdá es que necesitaríamos que
nos habilites un par de zapies para pasar la noche y
un par de putas, de las buenas quiero decir.
-Bueno, creo que eso lo puedo arreglar al toque, vos
sabés.
-Y las habitaciones, digo, si no es mucha molestia,
que se comuniquen entre ellas, viste, no quiero que
le pase nada raro a mi hermanito.
-Estamos. ¿Eso es todo? Igual me pensás garpar,
¿no? Por lo menos las minas, no vayas a pensar que
te lo van a hacer por amor.
-Veinte gramos de una tiza de la gran puta, ¿está
bien?
-Está bien, O. K.
-Y una cosa más. ¿Vos me podés aguantar ésto por
un tiempo? –Preguntó, mientras sacaba el 38.
-Está caliente, ¿verdad?
-Quema.
-Bueno, en ese caso son cincuenta.
-¿Cincuenta qué?
-Cincuenta mogras, chabón, qué van a ser.
-La concha de tu madre –repitió tres o cuatro veces,
meneando la cabeza y sonriendo.- Tá bien, cincuenta
mogras. Sos puto, ¿eh?
-Por algo venís acá, Guampita. La confianza vale
más que un cacho de merca, ¿no te parece?
-Sabés cuanto te quiero, guacho de mierda.
Y ahí nomás brindamos por las queridas pu-
tas.
45
El traspié de Apolonio
Nocaut al caballo
Cuando rajamos del kilombo en pleno bos-
que la mayoría de los pibes vinieron con nosotros.
Todos le preguntaban al Guampa si había consegui-
do alguna entrada, ya que no tenían un mango, como
de costumbre. El Guampa aprovechó para darle una
mano de bleque al Marqués, y les dijo que los diri-
gentes se las daban al garca ése y que seguramente
las había vendido. “Pero no se preocupen,” continuó,
“¿alguna vez pagaron la entrada viniendo conmigo?
No vamo' a pagar justo hoy, que tenemos que darle
masa a los pinchas putos".
Estábamos llegando a la entrada y arranca-
mos todos juntos en aluvión para que los tipos que
piden los tickets perdieran el control de la situación.
Pero parece ser que estaban esperando una movida
de ese tenor porque unos grandotes se abroquelaron
en el final de las mangas y nos entorpecieron la ma-
niobra. En eso algunos vigilantes de la montada car-
garon sin miramientos contra los muchachos, a lo
que venga. El Guampa, que iba a la cabeza, se dio
vuelta y me dijo:
-Loco, qué día tenemos hoy. Ya nos bajaron a uno y
ahora la yuta se descontrola. Falta que nos bajen a
otro y después me la van a endosar a mí, ésta
también.
-¿Qué vas a hacer?
-Vos quedate acá.
46
Gabriel Cebrián
Qué mierda me iba a quedar. Arranqué atrás
de él, como siempre. Empezó a forcejear y a empu-
jar a los pibes para adentro con tal ímpetu que el
cerrojo comenzó a ceder. Yo lo ayudé y por fin vi-
mos que varios entraban y le daban palo a los guar-
dias. Pero muchos quedaban afuera y se las veían
negras con los caballos y los palos policiales. Mi
hermano salió a lo loco y de primera nomás le dio un
puntapié a las patas de atrás de un caballo que tras-
tabilló y arrojó a un milico gordo al piso. Ahí nomás
le arrebaté el machete y le di unos cuantos ga-
rrotazos. Otro botón, parece que mucho más bicho
que el gordo que perdía sangre en el piso, encaró pa-
ra donde estábamos y le tiró su cabalgadura encima
al Guampa; éste, ni corto ni perezoso, dio un paso
atrás y lo sirvió. Al caballo, que cayó visiblemente
conmocionado. Ni decir que al yuta lo agarramos de
sobrepique y lo cagamos a patadas. Los demás mi-
licos medio que se replegaron a cargar no sé si ga-
ses, o balas de goma, o las dos cosas. Dimos media
vuelta y los muchachos ya habían hecho su parte,
despejando bastante el ingreso. Aunque después de
la demostración de los hermanitos Bellagamba los
de seguridad por poco nos ponen una alfombra. Son
hijos del rigor, qué joder. Entramos justo para cuan-
do se suspendía el partido de reserva por los dis-
turbios. Los hijos de puta nos iban ganando dos a ce-
ro.
47
El traspié de Apolonio
Escalando la Torre de Babel
Poroschasp preparaba una fuente de cereales y
legum-bres mientras observaba al niño inmerso en el
estudio de los Gâthâs antiguos. Aquellos himnos a la
grandeza de Ahura Mazda estaban escritos en una forma
arcaica que no obstante coexistía con las variantes casi
totalmente alfabéticas que la habían reemplazado. A
pesar de su larga experiencia vital, jamás había visto un
proceso de aprendizaje tan veloz como el que el niño
estaba desarrollando. A más de un talento y una facilidad
al parecer innatos, conjugaba una férrea voluntad y una
contracción al trabajo nunca antes vista por el anciano,
maestro de infinidad de jóvenes brillantes. En muy poco
tiempo Pitágoras era capaz de manejarse fluídamente
tanto en el persa antiguo como en acadio o elamita. A la
luz de sus progresos, Poroschasp lo introdujo también en
otras lenguas emparen-tadas con aquellas, tales como
dialectos de entronque sánscrito. El niño parecía una
especie de esponja que absorbía cualquier tipo de
conocimiento, sea de sesgo lingüístico, científico o reli-
gioso. A los ojos del maestro, dotados de mirada larga y
trascendente, aparecía claramente un futuro de grandeza
de cumplimiento inexorable encarnado en el aprendiz de
tan sin-gulares capacidades. Luego lo convocó a tomar el
alimento; co-mo siempre y aún a pesar de su voluntad de
permanecer inmerso en el estudio, Pitágoras obedeció en
forma inmediata. Entonces Poroschasp, como venía
haciéndolo desde hacía bas-tante, comenzó a hablarle en
la lengua local, a la que el niño se ajustaba ya sin la
menor dificultad:
-Sabes, hijo, que de muy buen grado me gustaría que
perma-necieras conmigo por mucho tiempo, quizás todo
48
Gabriel Cebrián
el que me reste discurrir de este lado de la eternidad. Pero
creo que ya es tiempo de que te enfrentes con tu destino.
-Mi buen Poroschasp, siento verdaderamente que las
cosas tengan que ser así. ¿Por qué he de separarme de los
pocos afectos que he tenido oportunidad de cosechar?
Nada hay en el mundo, querido maestro, que yo desee
más que permanecer a tu lado y continuar empapándome
de tu excelso conocimiento.
-Bueno, digamos que la misión que llevas sobre tus
hombros está muy por encima de nuestras insignificantes
preferencias.
-Casi consigues aterrorizarme con tales sentencias. ¿Es
que puedes decirme en que consiste esa misión?
-Si algo he aprendido en mi vida, es que las cosas nunca
suceden porque sí y ya. El hecho de que un niño de tu
edad haya desafiado los peligros del mar y las
inclemencias de desiertos, mesetas y montes, haya
llegado hasta estas tierras donde se vive un hervidero de
conflictos espirituales, y muestre ciertas capacidades
diría que sobrehumanas para absorber conocimien-tos, no
hace más que inducirme a pensar que tu destino tiene
ribetes de epopeya. Todos los hijos de nuestro único
Señor se-guramente recibirán de tu parte un legado de
gloria. Aunque eso es todo lo que puedo decirte. El resto,
el modo en que ello seguramente ocurrirá, sólo puede ser
develado a través del camino que se abre ante tí. Es una
lástima, cómo no, que nos encontremos en esta
encrucijada y que nuestros senderos se bifurquen. Pero
nada puede hacerse.
-Quisiera, sinceramente, estar tan convencido de ello
como lo estás tú.
-No dejes que los sentimientos empañen tu juicio. Lo
sabes, in-cluso mejor que yo.
49
El traspié de Apolonio
Pitágoras sintió como una oleada de camellos
salvajes pisoteándole el pecho. El viejo tenía razón. No
sabía cómo ni de dónde le venían las certezas, pero a
partir de allí se constituyó en su interior una especie de
intencionalidad inflexible que respondía a un remoto
comando; parecía venir desde realidades más sutiles, y lo
arrastraba como una brizna en medio de un caudaloso
torrente. Miró al viejo extrañado, sospechando que el
impulso tenía origen en algún hechizo que bien podía el
genial rapsoda estar imbuyéndole. Este sonreía
quedamente, pletórico en su parquedad como
corresponde a los espíritus libres.
-Nada importa más, mi querido Pitágoras, que esa llama
que Agni ha comenzado a encender en tu pecho. Aún
trémula en las tormentas, jamás dejará de mostrarte el
rumbo correcto. Has aprendido vertiginosamente cuantas
lenguas podrán serte útiles en esta etapa del camino;
también tienes en tu acervo la palabra con la cual Ahura
Mazda se dirigió a su pueblo hasta la llegada del
reformador Zoroastro. Ahora es tiempo de que conozcas
el nuevo mensaje de los labios del profeta y juzgues
acerca de su validez. Hablando de ello, una cosa voy a
pedirte; se trata de algo muy especial y que no admite
preguntas ni aclaraciones ulteriores: Nunca, bajo ningún
concepto, deberás hablar de mí ni mencionar siquiera mi
nombre en el palacio del rey Vishtâspa. Especialmente
cuenta esta regla para el mismo Zoroastro.
-Será tal cual me lo pides, querido Poroschasp –acordó el
niño, respetando las reservas de su maestro.
-Dirás únicamente mi nombre al Reformador, y sólo
cuando él te lo pregunte, lo que ocurrirá más o menos
dentro de setenta lunas. Ahora debes irte. Hagamos de
nuestra despedida un acto breve y formal. Mi corazón ya
no soporta demasiadas emocio-nes.
50
Gabriel Cebrián
Se abrazaron y el niño rompió en un llanto deses-
perado y convulsivo. Poroschasp puso su mente en
blanco a través de su mantra personal, y así se evitó el
desgarramiento que de otro modo lo hubiera
atormentado. Luego lo vio irse, y sintió la satisfacción
del deber cumplido. Había contribuido eficazmente al
desarrollo de una escena determinante en el drama de la
humanidad.
Atravesó nuevamente la ciudad en dirección al
palacio del cual tiempo atrás había sido oprobiosamente
arrojado. Otra vez recorrió los geométricos jardines, pero
esta vez con paso aplomado y claridad mental que
parecían emanar del sagrado fuego que Agni había
hipostasiado en su pecho. Se plantó ante los guardias y
con voz clara y afiatada les comunicó que venía a
ponerse a las órdenes del gran Profeta, el Sumo Sacerdote
del Rey Vishtâspa, el Altísimo Zoroastro. Esta vez los
guerreros vacilaron, la sola invocación del singular
místico pareció tur-barlos. Sin contestarle siquiera, uno
de ellos abrió una porte-zuela y habló con alguien. Al
cabo de un rato le indicaron que debía esperar a que el
Altísimo tuviera a bien dignarse a recibirlo.
Casi dos días aguardó su momento. Solamente un
mendrugo fue su alimento y la sed abrasaba sus labios
resecos. Finalmente se le acercó un hombre enjuto y de
mirada sombría, lo escudriñó durante un momento y
luego, con un movimiento de cabeza, lo instó a seguirlo
hacia el interior. Pitágoras, aunque débil y entumecido,
no dejó por ello de maravillarse ante la grandeza y
esplendor que asaltaba a sus ojos en el interior de aquel
prodigio arquitectónico. Luego de atravesar las enormes
puertas, el niño se encontró frente a una extensa
51
El traspié de Apolonio
explanada que supuso debía servir para ceremonias
religiosas y actos militares. En el centro, el palacio
propiamente dicho obligaba a flexionar el cuello hacia
arriba en orden a apreciar la magnitud de sus columnas,
que denotaban haber sido inspiradas tanto en la
grandiosidad egipcia como en la esbeltez propia de
Grecia. No tardó mucho en deducir que aquella cultura
integraba graciosa y desenfadadamente cuanto de valioso
resaltaba en el mundo conocido.
Sumido como estaba en la contemplación de
edificios y ornamentos, se sorprendió cuando el sacerdote
que lo conducía se dirigió a él:
-Mas te vale que sepas lo que haces, pequeño. Si por
acaso se te ocurre disturbar la atención del Profeta con
vacuas nimiedades, darás con tus huesos en la Torre del
Silencio y servirás de alimento a las aves carroñeras –
Pitágoras no contestó. Prefirió callar y licuar los
resquemores en su hoguera interior, tal cual le había
recomendado Poroschasp. Rodearon las estancias reales y
se acercaron a un templo de tal pompa que cortaba el
aliento. Poco después se enteró que era el centro mismo
del nuevo culto, el templo primigenio del cual todas las
capillas resultaban ser modelos a escala, participando de
ese modo de su índole sagrada. Habiendo ingresado al
mismo, se encontró con una habitación abovedada,
presidida por una imagen de la luna y bajo ella un gran
trono revestido de oro y plata. Sobre él se apoltronaba un
hombre cuya autoridad por poco le causa un vahído, tal la
potencia de la mirada con la que pareció traspasarlo. Los
atuendos que lo cubrían no diferían mayormente de los
que llevaba el sacerdote que lo había conducido, pero su
pecho y brazos estaban cubiertos de objetos de oro
finamente trabajados que seguramente serían expresión
de su rango. Entonces su acompañante procedió a
52
Gabriel Cebrián
presentar al Profeta con todas las solemnidades del caso.
Tras lo cual se hincó respetuosamente, no sin antes
castigar las piernas del niño para que hiciera lo propio. El
Profeta habló entonces con voz de trueno:
-¿Quién eres tú, pequeño griego, para tener el coraje de
venir a presentarte frente a mí?
-Soy Pitágoras de Samos, oh Altísima Eminencia, hijo de
Mnesarco.
-Hijo de nadie, querrás decir. ¿Acaso no sabes que
Mnesarco ha muerto? –Pitágoras debió azuzar
intensamente su fuego para ahogar un sollozo frente a la
noticia y a la brutalidad de la forma en que le era
transmitida. -De cualquier manera, con Mnesarco vivo o
muerto, tu vida y tu muerte aquí, ahora, están en mis
manos. Tuve, es cierto, la generosidad de presentar la
palabra sagrada al conocimiento de Mnesarco. Era su
deber propagarla hacia el poniente. Pero como buen
griego resultó poco apto para manejar la entidad del
poder que le fue conferido. No estuvo a la altura de la
misión que le fue encomendada desde lo Alto. Y encima
tuvo la pretensión de enviar aquí a su hijo como si el
Profeta del Señor fuera una simple nodriza. Estoy seguro
de que no eres merecedor de alimentarte siquiera de las
heces del peor de nuestros apren-dices.
-Espero, oh divino Profeta, poder contrariar a como sea
sus apreciaciones. Nada sería más honorable para mí que
acceder a la más mínima parte de su conocimiento.
-Eres arrogante y pretensioso como lo fue tu padre, pero
quizá un día puedas llevar a cabo la misión que Mnesarco
no fue ca-paz de conducir. Tal vez pueda hacer algo por
tí. Pero lo pri-mero que debes asumir es que en este
medio no eres nada. Ab-solutamente nada.
-Ya lo he asumido, oh Enviado del Señor.
53
El traspié de Apolonio
-¿Oyes algo, tú, estimado Djamasp? ¿Es que acaso
alguien está hablando?
-No, mi Señor, no escucho absolutamente nada.
Cogumelos, jaguares y otros
predadores.
Después del episodio del bolita no sólo hici-
mos una buena diferencia en metálico, sino que
nuestro prestigio comenzó a cotizar en alza. No tuvi-
mos dificultad para meternos bajo el ala de todos los
punteros políticos de turno que siempre, a dios gra-
cias, tenían laburo para dos tipos audaces y decidi-
dos como lo éramos nosotros. Así que entre estos
guilles y otros que fuimos consiguiendo por nuestra
propia cuenta, alcanzamos un buen pasar y casi nun-
ca teníamos que preocuparnos por cuestiones de gui-
ta.
Un buen día, después de haber finiquitado
con éxito unas cuantas trapisondas que habían deja-
do un buen saldo, y ante una situación algo enrare-
cida con la ley y también con algunos de nuestros
vecinos, nos pegamos el piro al Brasil.
Después de haber conocido las principales
zonas turísticas y de haber castigado a algún que
otro carioca imprudente, decidimos seguir al norte.
Recalamos finalmente en un pueblo cercano a Ouro
54
Gabriel Cebrián
Preto, estado de Minas Gerais. Me detengo particu-
larmente en este punto del periplo en virtud de que
allí se suscitaron episodios determinantes para el
curso de esta historia.
Un mediodía caminábamos por las afueras
del pueblo cuando se levantó una tormenta bastante
fuerte, por lo que nos guarecimos en una especie de
barsucho bastante elemental, con suelo de tierra api-
sonada y tres o cuatro mesas baratas. Recuerdo que
en la televisión estaban dando el programa de Ches-
pirito y me causó mucha gracia oír al Chavo ha-
blando en portugués. Creo que la serie allá se llama
Cháves, o algo así. Nos morfamos una feijoada bas-
tante polenta y nos chupamos unas seis o siete cerve-
zas de litro. Una vez que paró de llover, le dije al
Guampa:
-Loco, ¿qué tal si vamos a buscar cogumelos?
-¿Te parece?
-Claro, chabón, es un día especial. Dicen que cuando
llueve y sale el sol es cuando hay que salir a procu-
rarlos. Mirá el sol que hay. Es mortal.
-Bueno, ¿y para dónde te parece que tendríamos que
agarrar?
-Y, yo diría que campo afuera. Está lleno de fazen-
das con cebúes por allá. Es cuestión de buscar las ca-
gadas y listo.
-¿Crecen en la mierda?
-Más bien, boludo, ¿dónde querés que crezcan?
-Bueno, yo qué sé. ¿Y vos te animás a comer hongos
así, directamente de la mierda de las vacas?
55
El traspié de Apolonio
-No sé, nunca comí, después te digo. En todo caso
me batieron que si no te lo bancás te podés hacer un
chá.
-¿Y qué carajo es un chá?
-Un té. Los hervís y te lo mandás. No es exactamen-
te lo mismo, pero dicen que igual te pega.
-Bueno, está bien, vamos a comer hongos. Más vale
que valga la pena.
-Bueno, Guampa, no es obligación. Si querés queda-
te, voy yo solo.
-No, Papita, acordate lo que dijo el viejo. Siempre
juntitos, vos y yo. No te voy a dejar solo y alucina-
do, a ver si hacés cagadas.
-Bueno, vamos entonces.
Caminamos por una calle de tierra que a po-
co andar se convirtió en un sendero. A la vera del
mismo se intercalaban zonas selváticas, campos cul-
tivados y otros de pastoreo. Nos concentrábamos en
éstos últimos, sobre todo cuando veíamos manadas
de cebúes, por lo general no muy numerosas. Hacía
un calor de cagarse. El sol levantaba vapor del suelo,
y allí íbamos nosotros desafiando el clima tropical
sin otro líquido que las birras que habíamos ingerido
previamente. Al cabo de un rato le dije al Guampa
que si no nos metíamos a campo traviesa casi seguro
que no íbamos a encontrar un carajo. Me contestó,
con bastante buen criterio, que si hacíamos eso pro-
bablemente nos perderíamos, y que los cebúes no te-
nían por qué no cagar cerca del sendero. Me avine, y
poco después tuvimos suerte. A unos diez metros del
camino pudimos ver una soberana cagada y algo así
56
Gabriel Cebrián
como dos ramilletes de hongos. Los animales esta-
ban medio lejos, así que saltamos el cerco de alam-
bre y poco después removimos los cogumelos. Eran
unos hongos de tallo blanco, alargado y esbelto, con
un anillo negro en su parte alta. El sombrero era de
un color marrón con reflejos dorados, y las láminas
interiores de un gris oscuro.
-Estás loco si creés que me voy a comer éso –me
dijo el Guampa, todavía impresionado por el terrible
bostazo.
-A mí no me hace ninguna gracia, tampoco. Pero la
curiosidad es más grande que el asco, sabés, y estoy
seguro que a pesar de todo me los voy a terminar
morfando.
-Estás seguro que son éstos, ¿no? A ver si nos ter-
minamos intoxicando.
-Si, boludo, son éstos. Son los únicos que crecen en
la bosta. Aparte el Micho me los describió y son así,
son éstos.
-Bueno, entonces... probalos.
-No, pará. Vamos a buscar un lugar piola para curtir
bien, como se debe.
Seguimos un buen trecho bajo el sol y de
pronto estuvimos frente a un curso de agua muy
pequeño, que parecía venir desde unos cerros de pie-
dra rojiza a unos dos kilómetros a la izquierda. Rum-
beamos para allá y llegamos al lugar soñado: paisaje,
sombra, agua fresca y una cachoeira que se derra-
maba levemente, como un tul de blanca frescura me-
ciéndose al viento.
57
El traspié de Apolonio
-Ojo, Papa, que entre las piedras puede haber víbo-
ras, o cualquier clase de alimañas.
-Pero Guampa, la concha de tu madre, estás hecho
un cagón.
-Mirá, vieja, si querés nos peleamos con todos los
mulatos putos ésos que andan por ahí, hacemos lo
que quieras. Pero estos cuelgues tuyos por acá la
verdad que no me gustan nada.
-Bueno, quedate tranquilo y mirá, entonces. Si estás
cagado lo más probable es que te pegue para la
mierda.
Tras lo cual me llevé los cogumelos y los la-
vé bien. Después los separé en dos grupos más o me-
nos iguales, le alcancé la mitad correspondiente al
Guampa, tomé los míos y me senté a la sombra. In-
tenté concentrarme, ya que por más que no lo reco-
nocía estaba un poco agitado. Mi hermano entonces
exclamó:
-¡Ah, bueno! ¡Resulta que el tipo hace yoga, ahora!
-Loco, cortala. Yo te respeto, ¿no? Si vos vas para a-
trás por lo menos dejame probar a mí. Mirá que ve-
nir hasta acá y no averiguar cómo son las cosas.
-Tá bien, tá bien, seguí nomás.
Después de un rato me incorporé y tomé la
decisión. Corté un pedazo con la mano y me lo llevé
a la boca. No es que fuera tan feo, pero mi estómago
parecía resistirse a olvidar el origen escatológico de
aquellos hongos. Así que me fui hasta la corriente de
agua e hice uso de ella para tragarlos lo antes po-
sible. Poco después había conseguido embucharme
toda la ración sin mayores contratiempos.
58
Gabriel Cebrián
-¡Hijo de puta, te los comiste todos! ¿Cómo sabés
que no es mucho?
-Pará un poco, boludo, me dijo el Micho que hay
que comerse unos cuantos.
-“Me dijo el Micho, me dijo el Micho”. ¿Y qué ca-
rajo sabe el Micho?
-El Micho sabe, boludo, vino como tres veces y se
quedó un toco de tiempo. Más bién que sabe.
-¿Y? ¿Sentís algo?
-Si, siento a un pajero que no me deja tranquilo ni un
momento. ¿Qué estás haciendo, estás viendo si me
muero así vos no los comés? Qué gamba que sos,
loco.
-No, gamba no, boludo. Si te llegás a descomponer
quién te lleva, quién.
-La verdad que no te reconozco. Tás hecho una puta.
-Ah, ¿sí? Vos sos un boludo, pero no me vas a venir
a correr. Traé esos hongos del orto para acá.
Los tomó y se fue para la corriente. Mientras
se los manducaba no paraba de gritar:
-¡Papa y la reconcha puta de tu madre! Podrías ha-
berme llevado a un restorán, -tragaba un poco- o a
una casa de putas, o al carnaval de Río, -tragaba otro
poco- pero me traés a insolarme al medio del campo
y me das de morfar unos hongos de mierda que cre-
cen en la mierda! ¡Qué hijo de puta, la puta madre
que te parió!
Yo me cagaba de risa. Me había entrado un
poco como de sueño, pero me sentía bien, muy li-
gero. El Guampa, entre puteada y puteada, al final se
59
El traspié de Apolonio
los mandó todos. Se acercó y se sentó al lado mío.
Estaba un poco pálido.
-Si me llegan a dar ganas de vomitar, te juro que te
vomito encima –me dijo. No lo tomé en cuenta. No
sé cuánto tiempo estuve gozando de esa suerte de
lánguido bienestar. Rato después fue como si el pai-
saje comenzara a exudar una suerte de luminosidad
inédita hasta ese momento para mis sentidos. Enton-
ces pregunté como para mí mismo:
-¿Quién encendió las luces?
-No sé, loco, para mí que te hizo mal el sol.
-No, Guampa, se trata de otra cosa. ¿No notás como
una claridad especial?
-¿Adónde?
-En la tierra, en el cielo, en todas partes. Mirá. Mirá
la cachoeira, ¡por favor!
-Ah, sí, ahora sí, ¿ves? Huy, dios, qué loco es esto.
El agua esa está viva... ¡está viva, loco, está viva!
-Claro que está viva. ¿Pero por qué no nos damos
cuenta siempre que el agua está viva? La tierra está
viva, el cielo está vivo, puedo sentirlo.
-Chabón, parecemos de Grinpís.
-No, es otra cosa. O sí, qué se yo. Lo que parece es
que uno ahora tiene todas las respuestas. Con razón
los brasucas éstos le dan a los hongos.
-No te entendí muy bien eso de las respuestas.
-Digo que es como si de repente se hubiera caído el
velo de nuestros ojos. Una especie de intuición me
asimila al resto de la naturaleza y ya no tengo pre-
guntas sino certezas, unas certezas tan claras y pro-
60
Gabriel Cebrián
fundas que se encuentran más allá de cualquier cosa
que pueda decirse con palabras.
-Mirá, Glauco, lo del brillito y esas cosas te lo en-
tiendo, pero ¿qué carajo es eso de la intuición, y no
sé que otra pelotudez?
-Nada, papá, nada. De eso se trata. Vivimos en un
mundo de palabras, y lo único que hacen es confun-
dirnos. Acá, en el terreno de los cogumelos, queda
demostrado que las palabras únicamente sirven para
eso, para envolvernos en una vorágine que nos aleja
más y más del mundo real.
-Loco, a vos esta mierda no te pegó, te despegó.
-Puede ser. Lo único que lamento es que mañana
voy a ser el mismo pelele que de costumbre. Esta
mirada trascendente, nirvánica, se va a perder. Qué
cagada que seamos tan orates, ¿no?
-No sé. Por ahí está bien que sea como es. Si anda-
mos por el barrio así de boludos seguro que nos coge
hasta el más perejil.
-Cómo, boludos, loco. Nunca me sentí más sabio.
-Está todo bien, kía, yo también me siento bárbaro.
Pero un rato, nada más, ¿ta? Mañana quiero ser el
mismo Guampa de siempre.
-Mejor para vos. A mí me parece que voy a tener
saudade de este mambo.
-Suerte que por allá no hay de estos cosos, sino ya
veo que terminás como Ghandi. Flaco y mamerto.
No contesté. Sabía que había zonas que eran
de cada uno y que más valía no confrontarlas, en
aras de una buena convivencia fraterna. Me quedé
embelesado con el luminoso entorno, escuchando
61
El traspié de Apolonio
toda suerte de inefables mensajes en el susurro del
viento. Por ahí aparecieron unos cuantos caballos, al
paso, y se acercaron para tomar agua. Nos quedamos
mirándolos, y una vez que bebieron se dieron vuelta
e inexplicablemente su atención se cirnió sobre mí.
Entonces algo así como una metamorfosis tuvo lugar
en alguna parte de mi conciencia. Supongo que en
ese lugar donde opera la configuración de nuestro
cuerpo planetario, ya que empecé a sentir que mi
cuerpo se trastocaba en el de un equino. Me incor-
poré en mis cuatro patas y sentí una energía indes-
criptible.
-¿Qué pasa, Papa? ¿Qué les pasa a estas bestias? –
Preguntó mi hermano, visiblemente alarmado. Quise
contestar y con mi alargado morro solamente pude
dar voz a una especie de relincho corto. -¿Estás
bien? Papa, contestáme, ¿estás bien?
No contesté, ni hubiera podido hacerlo. De
repente una especie de fiera libertad me embargó y
rompí a galopar a todo tren. Era tremendo el poder
de mis patas, el tronar de mis cascos sobre la tierra.
La manada se plegó y advertí que corrían en for-
mación a mi alrededor. Era como si todos nuestros
organismos de pronto se hubieran reunido en uno so-
lo, moviéndonos sincronizadamente y virando en un
parpadeo como si se tratara de un cardumen. Corrí,
corrí y corrí, sin importarme otra cosa que gozar al
máximo aquella experiencia. Rato después aflojé el
paso y advertí que mis compañeros de aquella suerte
de carrera desbocada me rodeaban y se levantaban
sobre sus patas traseras, a modo de saludo. Me de-
62
Gabriel Cebrián
tuve, cabeceé un par de veces resoplando y de una
manera supongo que telepática, les manifesté mi
gratitud y mi afecto. Tras lo cual emprendieron otra
vez su marcha, levantando una rojiza polvareda tras
de sí.
Estaba agitado y tembloroso, aunque exultan-
te. Me acordé del Guampa y traté de ubicarme. Ha-
cia el poniente se veían unas elevaciones del terreno,
y aunque distantes, eran la única referencia de algo
parecido al lugar donde habíamos estado antes de la
galopera. Me encaminé hacia allí, mientras la oscu-
ridad en torno se iba haciendo noche. A medida que
la luz menguaba, comencé a notar una especie de
resplandor rojizo en las partes del cuerpo cuya su-
perficie quedaba a la vista. Poco después me percaté
que era debido a la exposición al sol, y que segu-
ramente cuando la anestesia pasara me iba a arder
como la gran puta. También sentía una sed abrasa-
dora, y recién entonces sentí temor de no estar en el
rumbo correcto. No sabía cuánto tiempo había es-
tado corriendo, ni tenía noción alguna de la distancia
que había cubierto. Si aquellas elevaciones no eran
las que suponía iba a estar en problemas. Caminé a
paso vivo aún cansado como estaba, y luego de unas
tres horas estuve lo suficientemente cerca como para
reconocer ¡gracias a dios! el lugar. Encendí un ciga-
rrillo y a poco vi al Guampa venir corriendo en mi
dirección.
-¡Papa y la reputísima madre que te parió! –Me
espetó ni bien me tuvo a tiro. -¿Qué mierda es eso de
tomártelas rajando con los caballos? ¡Estás reloco,
63
El traspié de Apolonio
hijo de puta! –No le contesté. Seguí caminando para
el riacho. Él prosiguió: -Aparte tenías que haberte
visto, cabrón, no sabía que corrías tan ligero. Te qui-
se seguir y en quinientos metros me sacaste como
cuatrocientos. Y eso que corrí como loco. No sé có-
mo hiciste eso, boludo, no se te veían las patas.
-Era un caballo –Acoté.
-Che, pelotudo, te estoy hablando en serio...
-Era un caballo. ¿O acaso no me viste correr?
Para esto habíamos llegado a la orilla y me
arrojé al agua con ropa y todo. Me quedé tirado re-
frescándome por dentro y por fuera, bebiendo pe-
queños sorbos, flotando apenas y restregándome
suavemente contra las piedras del fondo. No debía
de haber ni quince centímetros de profundidad. Sentí
que el Guampa pensaba en qué carajo había consis-
tido esa experiencia, y le contesté a su pensamiento:
-No trates de explicártelo. No hay explicación po-
sible.
Entonces sentí que se quedaba cavilando si
había sido casualidad o yo daba respuesta a sus ma-
quinaciones, a lo que respondí:
-No, hermanito, mirá, la verdad es que no sé cómo
es, pero sé lo que estás pensando. Debe ser por los
hongos, nomás, no te hagás problema.
-Glauco, cortála que me estás haciendo asustar.
-Si, más vale volvamos al pueblo, a buscar a algún
grandote para que cagués a trompadas y recuperés la
confianza en vos mismo.
-Vamos, vamos que es de noche y no sé cómo carajo
vamo'a encontrar el rumbo.
64
Gabriel Cebrián
-No hay más que seguir el sendero.
Eso se decía muy fácilmente. Mientras el
sendero no fue más que una huella sutil, dada la os-
curidad y nuestros sentidos aún distorsionados, nos
costó muchísimo seguir el camino correcto. Una vez
que se hizo más ostensible, comenzamos a despreo-
cuparnos.
-¿Y qué tal, vos? ¿Cómo te fue? –Le pregunté.
-Callate, loco, no me hagás acordar.
-¿Tan mal te pegó?
-No, al principio con las luces y todo eso estaba
bastante divertido. Pero después, cuando te pegó de
caballo loco, a vos, la verdá es que me entró una
desesperación bárbara. En serio, no te rías. Pensé
que no te iba a encontrar más. Me imaginaba vol-
viendo a casa y el viejo preguntándome “Che, Fede,
¿y el Glauco?” y yo respondiéndole “No sé, no lo vi
más. Se fue con unos caballos”. No, loco, a mí deja-
me de estas boludeces. A mí dejame con la birra, y
la merca, que te ponen loquito pero no tanto.
-Y el porro –agregué.
-No, el porro es para los pendejos, eso no es falopa.
-Ah, ¿recién estabas todo cagado y ahora te agran-
dás?
-No te hagás el forro. Hablando de cagar, me parece
que la porquería ésa me dio diarrea. ¿No tenés un
cacho de papel, no?
-No. Agarrá algunas hojas.
-Como vengo hoy seguro que manoteo una ortiga.
65
El traspié de Apolonio
-Dale, andá a cagar y dejate de lloriqueos.
Mientras lo esperaba me prendí otro cigarro –
uno de los pocos que había sobrevivido al chapuzón-
y me puse a mirar la luna. Era una noche clara y de
alguna manera yo conseguía conservar algo de esa
claridad que horas antes me había sido revelada. En-
tonces, no sé muy bien porqué, me vino a la mente
una frase medio difusa que hablaba de las mujeres y
la luna. Estaba tratando de formularla acabadamente
cuando apareció el Guampa con los ojos como el
dos de oro.
-Loco, estaba ahí cagando lo más tranqui y escuché
un ruido.
-Habrá sido una rama, o algo así.
-Ma qué rama, era como un rumor... como un ron-
quido leve.
-¡A la mierda! Debe ser el viento en las hojas, o algo
así.
-¿Qué viento, boludo? No corre una gota de aire –
era cierto.
-Bueno, vamos, no le des bola. Tás hecho un cagón,
Guampita, mirá cuando se enteren los muchachos de
la 22.
-No me jodás, Papa, no me jodás... nunca te pegué,
no vaya a ser cosa que te tenga que embocar ahora.
No te riás, te estoy hablando en serio.
-Bueno, por fin hablás como solías hacerlo. Veo que
estás volviendo.
Caminamos un rato en silencio y así
tuve oportunidad de comprobar que el Guampa sí
había oído algo. Ligeros ruidos llegaban hasta no-
66
Gabriel Cebrián
sotros, ora de un lado del camino, ora del otro. En
cada ocasión mi hermano me decía “¿Escuchaste?
¿Viste, boludo?” etc. etc.. Pensé que serían algunos
bandidos de por aquellos andurriales. Apretamos el
paso y seguimos adelante en estado de máxima aler-
ta. Habremos cubierto tres o cuatro kilómetros cuan-
do divisamos a lo lejos un foco algo mortecino, pero
que en la oscuridad y dado nuestro estado de ánimo
nos pareció el Faro de Alejandría. Poco después lo
dejamos atrás y comenzamos a divisar a lo lejos las
luces del pueblo. Para nuestra desazón, todavía nos
quedaba un buen trecho de oscuridad por recorrer.
No éramos cobardes ni mucho menos, como ya ha-
brán podido apreciar. Pero las experiencias del día y
el hecho de no conocer mucho las cuestiones locales
conspiraban contra cualquier aplomo posible. En una
el Guampa se volvió y me dijo con tono alarmado:
-¡Mirá, Papa, mirá!
Me volví justo a tiempo para ver recortarse a
contraluz del foco la figura de un felino de gran por-
te y paso majestuoso cruzando el sendero. Tuve un
escalofrío. El Guampa prosiguió:
-Es la última vez que me cuelgo en una historia co-
mo ésta, Papa y la puta que te parió. ¿Y ahora que
hacemos?
-Cualquier cosa menos correr. No tenemos la menor
oportunidad de llegar al pueblo, y si le demostramos
miedo nos hace flecos.
-¿Te parece no correr? Mirá que eso no es un do-
berman de la yuta, loco, eh.
67
El traspié de Apolonio
-En todo caso, mirá que me hago otra vez el caballo
loco y te cago, gordo. Rajo como loco. A vos te aga-
rra seguro.
-Tenés razón, conchudo, caminá al lado mío o te
rompo las piernas.
Se nota que el felino se dio cuenta que lo
habíamos visto porque escuchamos a nuestras espal-
das un rugido áspero y profundo que nos hizo parar
los pelos del orto. Evidentemente iba ganando dis-
tancia y ya no parecía tener ninguna intención de pa-
sar desapercibido. Yo estaba algo inquieto, no lo voy
a negar, pero la adrenalina que debía estar liberando
mi hermano podría haber sido husmeada hasta por
Frank Sinatra. A poco lo teníamos trotando a escasos
cincuenta metros de nosotros. Entonces, no sé si to-
davía a causa de los hongos, me sentí imbuído por
una extraña seguridad y una fortaleza inédita. Me
volví y me encaré con el felino, que por la oscuridad
no pude discernir si era un puma o un yaguareté, y
rompí en una serie de alaridos e imprecaciones que
en principio lo desconcertaron y luego lo hicieron
volverse sobre sus pasos. El Guampa, sorprendido
aunque alentado por los resultados, se sumó. Enton-
ces yo aproveché la oportunidad para divertirme a
costillas de él y le indiqué:
-¡Así no, boludo, con feeling!
Y el loco se desgañitó gruñendo y gritando
como alma que lleva el diablo. Después no podía
entender que yo me cagara tanto de risa. Por primera
vez desde que nos conocíamos, yo iba al frente y él
68
Gabriel Cebrián
se escudaba en mí. Realmente aquellos hongos pro-
ducían milagros.
-Bueno –le dije cuando hube recuperado el aliento,-
más vale que lleguemos rápido a la civilización por-
que cuando el puma ése se dé cuenta que la estamos
bardeando, vuelve y nos morfa.
El Guampa apretó el paso a full. De vez en
cuando me puteaba, y yo reía.
Poco después llegamos hasta el bar donde ha-
bíamos almorzado ese mediodía y le contamos la
experiencia al tipo que atendía, el que meneó la ca-
beza y emitió algunas risitas.
-De qué se ríe, el coso éste, que lo defiguro –Me dijo
el Guampa, que volvía por sus fueros. Sin acusar, el
tipo dijo que con un encendedor o una simple cajita
de fósforos hubiera bastado para ahuyentarlo.
Nos sentamos a tomar cachaça y luego de un
momento irrumpió en el salón un portentoso ejem-
plar del mayor predador que conoce la humanidad:
la mujer. En este caso era una portentosa mulata de
ojos claros, llamada Lua. El Guampa no tardó ni cin-
co minutos en abordarla. Yo me fui a dormir.
Los mensajeros del Marqués
El primer tiempo resultaba un tanto anodino.
Como será que ni siquiera por ser el clásico nos e-
mocionábamos mucho. Al principio, hay que admi-
69
El traspié de Apolonio
tirlo, manejaron la pelota ellos. El Negro Catán
arrancó bien de entrada, y tanto el Sopa Aguilar
como Mazzuco lo apuntalaban bastante bien. Des-
pués todo cayó en una mediocridad tal que lo único
que nos mantenía entretenidos, eran los comentarios
que formulaban los muchachos acerca de la soberana
trompada que el Guampa le había metido al caballo.
Cuando iban más o menos veinticinco mi-
nutos, vimos que venían subiendo tribuna arriba dos
de los incondicionales del Marqués, el Morsa y el
Pucho. Llegaron hasta donde estábamos y le dijeron
al Guampa que el Marqués lo quería ver a las diez de
la noche en la parrilla de la 122. El Guampa les dijo
que lo iba a ver cómo y dónde se le dieran las pelo-
tas a él, y que lo dejaran ver el partido tranquilo o
los ahorcaba a los dos juntos. No sé si fue por el to-
no convincente de mi hermano o porque eran mino-
ría, la cosa es que como llegaron se fueron.
Entonces el Lobo tomó por un rato la inicia-
tiva. Tuvimos dos o tres llegadas netas, un tiro cru-
zado de Morant que se fue lamiendo el poste y un
cabezazo espectacular de Dueña que Bossio alcanzó
a atajar de puro pedo. Quizás allí se produjo el quie-
bre, pudimos desnivelar pero nos faltó un poco de
leche. Fuimos al descanso 0 a 0.
Revelación
Había dejado de ser un niño. Mucho antes de
trans-poner el umbral de la pubertad ya era considerado
como el me-jor por lejos entre los de su clase, tanto por el
70
Gabriel Cebrián
conocimiento e interpretación de los sagrados Gâthâs
como por la extraña facilidad que demostraba en el
aprendizaje de cualquier arte o ciencia. Se trataba sin
duda alguna de alguien muy especial, tanto así que un
buen día fue conducido a los aposentos del pro-pio
Zoroastro.
Sin embargo, la contracción a las tareas y
deberes inherentes a su condición no habían empañado en
lo más mínimo el recuerdo de las enseñanzas y consejos
que tiempo antes le había brindado el anciano rapsoda.
Habían pasado, a la sazón, setenta lunas.
Una vez delante del gran Reformador mantuvo su
mirada dirigida hacia el suelo, en gesto de total sumisión.
-Levanta tu rostro, hijo de Mnesarco –dijo Zoroastro.
Pitágo-ras obedeció. -Es de público conocimiento tu
capacidad para me-morizar e interpretar la palabra del
glorioso Ahura Mazda, quien habla por mi boca.
-No sé si es justo tal rumor, oh Altísimo, pero en todo
caso me honra.
-Verás, a pesar de ello no tengo mucho tiempo para
dispensarte, así que iré directamente al meollo de esta
entrevista. Parece ser, también, que eres versado en la
antigua tradición, madre de to-dos los errores y fuente de
todos los males que azotaron al pueblo hasta mi llegada.
-He de decir, mi Señor, que así es, tuve oportunidad de
cono-cerla.
-Supongo entonces que no tendrás reparos en decirme
quién fue el impío que se permitió transmitirte ese
compendio de desa-tinos.
-No, Su Eminencia. Tales conocimientos me fueron
impartidos por un gran rapsoda, quizás el mejor de todos
cuantos ha habido –respondió el joven, aún a sabiendas
que estaba poniendo en riesgo su vida. -Su nombre es
Poroschasp.
71
El traspié de Apolonio
El rostro del Profeta se contrajo en una mueca
que pa-recía sintetizar estupor, ira e indignada hilaridad.
-Poroschasp, ¿eh? –dijo finalmente, meneando la cabeza.
-¿Es que acaso el Profeta lo conoce? –Se atrevió a
preguntar el niño.
-¿Que si lo conozco? Ese bastardo, a mi pesar, es mi
padre.
Primeros contactos
Salí del bar y me dirigí a la posada donde pa-
rábamos, evaluando si había hecho bien en dejarlo al
Guampa solo en aquella borrachería, aunque me
tranquilicé pensando que el único peligro que corre-
ría allí era contraer el virus del sida, cosa que de to-
dos modos podía ocurrirle conmigo pululando a su
alrededor.
Ni bien quedé sólo comenzaron a brotar nue-
vamente esas enigmáticas palabras que querían
constituirse en una frase, de un modo completamen-
te ajeno a mi voluntad. Volví a mirar la luna y en-
tonces algo dentro de mí pareció ceder y la senten-
cia cobró forma: “La luna es mujer, y si alguna vez
debes cargar con una mujer, deja que sea ella quien te la
señale”. Qué extraño, la frase aquella parecía haber
asumido la solidez de un mandato. ¿Pero acaso... la
mujer que había ingresado al bar no se llamaba Lua,
ésto es, luna, en portugués? ¿Tendría algo que ver?
En todo caso, ya había tallado mi hermano, y por
más que las señales fueran más claras que el Oráculo
72
Gabriel Cebrián
de Delfos, jamás sería capaz de disputar con el
Guampa en ese sentido, así que más valía dejar de
especular siquiera respecto de tales casualidades.
Llegué a la posada y me dispuse a dormir.
Por cierto que en esas instancias post-inductivas me
detuve a pensar y a sacar conclusiones respecto de la
experiencia con los cogumelos, y en eso estaba
cuando de pronto tuve otra certeza, aunque esta vez
se me estrujó el corazón: algo no andaba bien con
los viejos. No sabía qué cuernos era, ni tenía la más
pálida noción de qué podía estarles pasando, pero u-
na sensación física que me provocó un flujo de sali-
va amarga, me remitía inexorablemente a esa aciaga
conclusión. Algo les pasaba a los viejos. Decidí em-
prender el regreso tan pronto como pudiera.
El Guampa volvió como a las siete de la ma-
ñana, yo ya lo estaba esperando. Le comenté el pre-
sentimiento que había tenido y me sacó del orto, me
dijo que quería dormir y que me dejara de bolude-
ces. Me fui entonces a un centro telefónico (de cuar-
ta) y rato después conseguí hablar con la vieja. Me
dijo que estaban bárbaro, y se alegró mucho de escu-
charme. Me preguntó por mi hermano y me pidió
que tuviéramos cuidado y todas esas cosas que dicen
las viejas. Colgué, pero en lugar de sentirme apaci-
guado tuve una angustia aún mayor que la que había
experimentado la noche anterior. No tardé en dirigir-
me a la estación de autobuses para sacar un pasaje a
Río. De allí volaría directo a Buenos Aires.
73
El traspié de Apolonio
Cuando le comenté a mi hermano puso el gri-
to en el cielo, que justo que había pegado una garota
yo me ponía a mariconear, que tanto que me había
pavoneado con el asunto ése de los hongos y ahora
hacía cosas de loco, como moverme de arrebato en
base a impulsos, alucinar desgracias y qué se yo
cuánto. Pero la decisión estaba tomada.
A medida que iba llegando la sensación de
que era demasiado tarde crecía. Ya en el avión venía
pateando el piso y comiéndome las uñas. En Ezeiza
tomé un taxi y lo traje al pobre tachero a los pedos
argumentando una emergencia médica, no le iba a
decir que se trataba de una premonición, o algo así.
Cuando finalmente llegué era ya de noche.
Subí corriendo las escaleras exteriores y no me gustó
nada encontrarme con la puerta cerrada. Menos me
gustó el olor a gas que venía de adentro. Comprobé
que estaba con llave y cuando conseguí meter la mía
con una falta de precisión acorde con mi nerviosis-
mo, abrí y me precipité adentro sólo para encontrar-
me con el terrible cuadro de los viejos asfixiados, el
viejo sentado en la mesa, de frente a mí –en lo que
parecía ser ya una constante- y la vieja tirada entre el
comedor y el pasillo. Llorando, intenté reanimarlos,
soplando en la boca de uno y del otro, una y otra
vez, con desesperación de ésas que no dejan lugar a
resignación alguna. No sé cuánto tiempo estuve allí,
tratando de que volvieran a respirar, masajeándoles
el pecho, supongo que levemente para el caso, como
con miedo a romperles algo. Igual, aunque no pu-
74
Gabriel Cebrián
diera o quisiera admitirlo, estaban muertos. En eso
entró mi hermana -que estaba embarazada-, vio la si-
tuación, pegó un grito y se desplomó. Entonces tuve
que dejar en paz a los viejos para atenderla a ella.
Recién al otro día conseguí comunicarme con
el Guampa. Dos días después se abrió la puerta y en-
tró, me miró y me gritó:
-¡Tenías razón, Glauco y la reputísima madre que te
parió! ¡Tenías razón, hijo de mil putas, tenías razón!
Y luego me abrazó y se echó a llorar como
un chico.
Segundos después, entró Lua y se quedó mi-
rándome.
Entretiempo (Cantos de
Guerra)
“Agarrensé de las manos
la 22 ha venido,
pincha te vamo’ a matá’
te vamo’a cagar a tiros”
“Vamo’ vamo’ pincharrata’
vamo’ vamo’ a ganá’
que nacieron hijos nuestro’
hijos nuestros morirán”
75
El traspié de Apolonio
“Pincharrata vos aguante no tenés
y corrés y corrés
cuando un tripero ves”
“La 22, la 22,
son 21 porque Fierro se murió”
“Con los huesos de los pinchas
(con los huesos de los pinchas)
voy a’cer una escalera
(voy a’cer una escalera)
para que baje del cielo
el querido loco fierro, ea ea ea ea...”
“Che basurero botón,
vos sos amigo de infantería,
te defiende el juez Durand
que es el que manda a la policía.
Che basurero
vos sos una cagada
sos la vergüenza
de todas las hinchadas
che basurero,
vos sí que sos cobarde
al calabozo
mandás hasta a tu madre
che basuré
vos no tenés aguante
y te lo dice
la hinchada de Estudiantes”
76
Gabriel Cebrián
“Ahí están los bosteros
ahí están las gallinas
siempre fueron cagones
siempre fueron botones
Estudiantes buchón
Sos un hijo de puta
Tu mamá es la yuta
Y tu papá el lobizón
No somo’ de Estudiantes
Porque tenemo’ aguante
Yo sólo soy un tripero
Y lo llevo en el corazón”
“Todos los momentos que viví
todas las canchas donde te seguí
cuántos campeonato’ festejamo’
cuántas copas levantamo’ desde que te conocí
vos me das alegrías
yo te doy mi amor
la razón de mi vida
es salir otra vez campeón”
“Pincha
tenés muchas copas
muchos campeonatos
pero sos cagón
eso
no me importa nada
no tenés la hinchada
que tiene el lobó”
77
El traspié de Apolonio
Ultimos días en Balkh
Mucho tiempo había pasado ya desde aquella
conver-sación en la cual había revelado al Reformador la
identidad de su primer maestro persa. En todo ese tiempo
había ascendido vertiginosamente en la escala de
dignidades, tanto que, a pesar de su condición de
extranjero, llegó a oficiar de Chantre del propio Purohita
(el que pasa sobre todos los demás), es decir, el propio
Zoroastro. Su función de Chantre consistía en cantar las
fórmulas esenciales durante los cultos solemnes,
acompañado por delicadas sonoridades que él mejor que
nadie sabía extraer de los instrumentos consagrados. La
música, desde su pers-pectiva totalizadora, era el mejor
vehículo para la intelección del cosmos; fue en esta etapa
de su formación cuando vislumbró por primera vez la
música de las esferas. Ahora bien, si en verdad era un
hecho que había conseguido alcanzar prestigios e
influencias inusuales, también era cierto que disentía
absoluta-mente con varias cuestiones relativas al dogma,
claro que a nadie dio traslado jamás de tales
discrepancias.
Una de las cosas que colisionaban abiertamente
con su entendimiento era la fobia que aquella cultura
experimentaba respecto de los cadáveres, especialmente
los humanos. Le parecía absurdo que supusieran que la
corrupción de los mismos infectara cualquier elemento
que tomara contacto con ellos; si tanto el agua como la
tierra eran lo suficientemente inalte-rables en su
grandiosidad como para absorber y aún nutrirse de esas
partículas, las que luego se reconstituirían en nuevas se-
78
Gabriel Cebrián
cuencias de seres animados. Esto, obviamente, según su
criterio. En base a estas observaciones su curiosidad lo
llevó a intere-sarse particularmente en los ritos
funerarios. Por un lado, los reyes hacían cavar
suntuosísimos sepulcros en zonas alejadas, casi
inaccesibles, en la mera roca de montes o mesetas, y las
sellaban de modo que cualquier peste, tangible o no,
pudiera es-caparse. Era un modo de hacer congeniar la
doctrina con la ne-cesidad de perpetuarse, que parece ser
tanto más acuciante cuanto mayor es el rango del difunto.
Por otro lado, las gentes del pueblo que fallecían eran
arrojadas sin más a las “Torres del Silencio”, que se
elevaban fuera de las murallas de la co-marca real y que
dada su altura –a tenor de garantizar su inexpugnabilidad-
constituían una especie de recordatorio per-manente de la
finitud. En virtud de su rango sacerdotal, que implicaba
el manipuleo permanente de objetos y de substancias
sagradas, Pitágoras tenía vedada siquiera la aproximación
a aquellos monumentales vertederos de cuerpos, los que
en pocos minutos eran despojados de todo efluvio
maligno por sobrea-limentados buitres.
Tampoco acordaba en lo más mínimo con la
ambición desmedida del Profeta en cuanto a expandir su
fe a todo costo. Advertía que no era solamente el fervor
religioso que lo im-pulsaba a comprometer a los ejércitos
de Vishtâspa en campa-ñas cada vez más costosas en
términos de vidas humanas; tanto en la expresión de su
rostro como en percepciones más sutiles se dejaba
entrever que la codicia y la egolatría eran tanto o más
determinantes que supuestos mandatos del propio Ahura
Mazda. La reciente expedición bélica contra el Rey de
Turan solamente había sido exitosa debido a la capacidad
y heroísmo demostrados por Espendiar, hijo de
Vishtâspa. Pero ésto no había servido más que para
79
El traspié de Apolonio
ensoberbecer tanto al Rey como al Profeta, los que se
lanzaron en pos de aventuras cada vez más violentas y
osadas. En medio de este clima fue muy fácil para
Pitágoras predecir la debacle del sistema que lo con-
tenía, por lo que concentró su atención en arbitrar los
medios para no verse arrastrado en el remolino de muerte
que se es-taba gestando a su alrededor.
Una mañana el Reformador le hizo saber que lo
espe-raba en los aposentos del Rey, en los cuales
desarrollaba temporariamente sus actividades (dado que
Vishtâspa se encon-traba en el Sistan -que se había
avenido a la nueva fe sin presentar batalla- levantando
templos y consolidando su dominio). Una vez llegado, le
comunicó que como premio a su lealtad y a sus méritos
iba a iniciarlo en el arcano más pro-fundo a que puede
aspirar hombre alguno, a la forma sacra-mental reservada
sólo a los espíritus más elevados, la ingestión ritual del
Ahoma, la bebida de la inmortalidad.
Como primer paso el Profeta colocó a su Chantre
en estado de meditación profunda. Luego le indicó adorar
un pe-queño ánfora y más tarde le indicó beber su
contenido. Así lo hizo, y distinguió primeramente el
sabor a hidromiel y por de-trás un regusto oscuro y
ligeramente amargo. Escuchó a Zoro-astro decir que si su
espíritu era justo, a poco los cielos se abri-rían ante él, y
por unas horas le sería permitido gozar de los placeres
que se reservan en el paraíso a las almas puras. Evi-
dentemente, no era el caso. Ningún festín ultramundano
se presentó a sus sentidos. En cambio una parte de él
pareció escindirse y en una experiencia de franca
bilocación se encontró caminando por el mercado de la
ciudad varias leguas abajo. Inmediatamente recordó su
primera caminata por ese lugar, cuando era un niño
indefenso en un medio totalmente desco-nocido, y volvió
80
Gabriel Cebrián
a sentir la zozobra que lo atormentaba en-tonces. Fue allí
cuando oyó la voz de Poroschasp, cantando las historias
que luego hubo de conocer tan bien que quedaron gra-
badas para siempre en su memoria. Se dirigió hacia el
lugar en donde el viejo ofrecía su arte y éste abandonó al
instante su actividad para reunirse con él.
-¡Mi buen Pitágoras, qué gusto me da verte! ¡Eres un
hombre, hijo mío, tan bello y esbelto como nunca hubiera
pensado que serías! Ni siquiera el trato con personas tan
indeseables ha po-dido opacar el brillo de la hoguera que
comenzaste a alimentar cuando nos conocimos.
-Del mismo modo mi corazón se desboca de gozo a tu
encuen-tro, gracioso Maestro. ¿Es que aún habitas estas
tierras?
-Sólo en tu ensueño, muchacho, sólo en tu ensueño. No
querrás que ese hato de bandidos me pille y me someta a
torturas y escarnio, ¿no?
-¿Entonces estoy soñando?
-Algo parecido, aunque hay mas realidad en éste, tu
ensueño, que en miles de vidas que se consumen en vano.
¡Mira si el pre-tenso Profeta se enterara con quién
departes en este momento fuera del tiempo!
-El Profeta me dijo que eres su padre.
-Puede que así sea, qué culpa puede endilgárseme si mi
buena mujer Dogdo dio a luz semejante engendro.
-No quiero erigirme en defensor del Profeta, mi querido
Maes-tro, pero quizás algunas de sus obras no sean tan
malas.
-Tal vez tengas razón, hijo, pero lamentablemente mi
juicio se ve empañado por viejos rencores. De todos
modos considero que deberá pasar mucho tiempo antes
que esos Gâthâs producto de la desesperación puedan
florecer en resultados benignos para los hijos del Señor.
Pero ahora debemos atenernos a cuestiones más
81
El traspié de Apolonio
puntuales: esta noche, de la manera que sea, deberás
abandonar la ciudadela real y ver por tus propios ojos el
interior de las Torres del Silencio.
-Sabes, querido Poroschasp, que tal extremo está
completamen-te vedado a mi persona.
-¡Hazlo! ¡Si en algo honras mi memoria y valoras lo que
alguna vez hice por ti, hazlo! Y ten en cuenta que no es
por mí que te lo pido. Lo hago por tí.
-Lo intentaré.
-No es suficiente. Debes hacerlo.
-Está bien, lo haré, y solamente porque tú me lo pides.
Para mí esa es razón más que suficiente.
-Así se habla, muchacho. Y luego de ello, si notas que las
cosas se tornan confusas, deberás marchar al oriente.
-¿Confusas? ¿En qué sentido?
-Ya lo verás, querido Pitágoras. Ahora debes volver. Y
no mal-gastemos el tiempo en despedidas, ya que tal vez
pronto vol-vamos a encontrarnos.
Entonces Pitágoras tuvo la certeza de que las
últimas palabras de su amigo constituían una mentira
piadosa, mas no tuvo voluntad de contrariarlo y abrió los
ojos. Zoroastro lo miraba con una sonrisa ansiosa, y con
un movimiento de ca-beza lo instó a comentar su
experiencia. Le pareció que era u-na buena y elegante
forma de salir del paso esgrimir el ar-gumento de lo
inefable:
-Su Eminencia, no existen palabras para describir la
grandio-sidad que el Altísimo me ha concedido el honor
de atestiguar.
Y eso fue suficiente para conformar al orgulloso
Pu-rohita.
82
Gabriel Cebrián
Ni bien las sombras cayeron sobre Balkh,
Pitágoras in-dicó a sus ayudantes que lo dejaran solo, por
cuanto quería des-cansar. Estos, a sabiendas de la
experiencia trascendental que el Chandre había
atravesado ese día, obedecieron de inmediato. Ni bien
quedó solo, escogió atuendos apropiados para la singular
a-ventura que lo esperaba, y luego se cubrió con un
manto negro para mimetizarse con la oscuridad.
No le costó gran cosa trasponer el muro que
vallaba la ciudadela real, dado que conocía perfectamente
las rutinas de los guardias. Una vez fuera se quitó el
manto y lo anudó en su cintura, para que los campesinos
no fueran a confundirlo con un bandido solapado. Las
Torres se elevaban a unos diez minu-tos de caminata a
paso vivo. Pensó entonces la extraña forma en que su
curiosidad se había conjugado con la indicación que le
había dado Poroschasp durante el vívido ensueño a través
del cual se habían comunicado. En ningún momento
consideró que esa entrevista hubiera sido alucinación o
fantasmagoría, de al-guna manera sabía positivamente
que dicho encuentro en ver-dad había tenido lugar.
A poco iba llegando advirtió que las altas y
macizas torres circulares habían sido construídas de
modo que el acceso resultara casi imposible, a menos que
se contara con utensilios y aparejos apropiados para
escalar paredes verticales. Una portezuela de hierro
parecía ser el único acceso viable, mas se-guramente
permanecería fuertemente acerrojada y, en todo ca-so, no
podía anunciarse a los infectos operarios fúnebres, siquie-
ra mediante falacias, sin poner en un severo riesgo su
vida.
Se sentó entre unos arbustos a meditar cuál sería
el sentido de todo aquello, haber llegado hasta allí para
no poder seguir avanzando y eventualmente volver sin
83
El traspié de Apolonio
tener siquiera una vislumbre del interior de las intrigantes
torres. Si bien sa-bía por referencias las características
desagradables del espec-táculo que ofrecían los
numerosos buitres disputando cada pe-dazo de carroña
humana, o los cuerpos mutilados y desgarrados
pudriéndose, después de alguna batalla que arrojara
cuotas de alimento mayores a las de costumbre y
superando la capacidad de ingesta de las aves, quería
verlo con sus propios ojos. No era morbo ni curiosidad a
secas, simplemente quería comprobar que había algo
erróneo en el tratamiento que esa gente daba al templo de
Dios que constituye cada organismo, aún después de la
muerte. No sabía si la clave estaría allí, pero una voz
dentro de él lo impulsaba a presenciar tales atrocidades.
En un mo-mento supo que algo iba a ocurrir, e
inmediatamente comenzó a oír un rumor como de
caballos y metales que se entrechocaban, mas algunos
murmullos de voces humanas. Se apretó contra los
arbustos que lo cobijaban y así pudo ver al portentoso
ejército Turanio, comandado por Kehram, avanzando
sobre Balkh. Con-gelado, no supo qué hacer. Estaban
demasiado cerca ya y entre su escondite y los muros de la
ciudad se extendía un terreno rocoso y llano sobre el cual
los guerreros de Turan no tardarían en verlo y ultimarlo,
en caso que decidiera alertar a la ciudad. Era evidente que
habían escogido un muy buen momento para atacar.
Vishtâspa había llevado consigo buena parte de sus tro-
pas con el fin de asegurar a todo evento la supremacía
sobre el Sistan, así que la defensa de su ciudad resultaría
prácticamente imposible.
Cuando el ejército invasor pasó a escasos
cincuenta metros de él pudo comprobar la magnitud de su
poderío, y ya no tuvo duda alguna acerca de cuál sería el
resultado de la con-tienda. Aún conmocionado caviló
84
Gabriel Cebrián
respecto de la paradoja que conllevaba el mensaje de
Poroschasp: lo había conducido hasta los gigantescos
edificios mortuorios tan sólo para preservar su vida. Al
menos eso parecía ahora. Mientras veía a los turanios
desplegarse para rodear la ciudad, oyó un ruido a sus
espaldas. Se volvió y observó que de la torre más cercana
a su posición salía un hombre con aire trémulo y
precavido. Corrió unos pa-sos y se arrojó al piso. Repitió
varias veces esa suerte, sus pasos en dirección a la
retaguardia de las huestes de Kehram, hasta que se perdió
de vista. Quizás el pobre diablo pensaba que una acción
heroica le permitiría superar en vida su condición de in-
tocable.
Pitágoras no tardó en aprovechar la situación, ya
que el manipulador de cadáveres había dejado abierta la
portezuela de hierro. Ingresó y subió aceleradamente
unas escaleras de pie-dra iluminadas a intervalos por
grandes antorchas. Tomó una de ellas y una vez
culminada la ascensión irrumpió en una suerte de
graderías circulares que convergían en un pozo cen-tral
de piedra, donde se amontonaban los huesos una vez des-
pojados de todo otro tejido. Hacia su izquierda, a unos
veinte metros, unas pocas aves se disputaban los últimos
vestigios orgánicos de tres o cuatro cuerpos. Entonces
llegó nítidamente hasta sus oídos el fragor de la batalla.
-¡Oh, fieros devoradores de carroña! –Gritó a las aves.-
¡Ma-ñana tendréis alimento suficiente para hartaros, fruto
de la lo-cura y la soberbia de Vishtâspa! –Sólo obtuvo
unos pocos graz-nidos indiferentes como respuesta. Sin
soltar la antorcha trepó a los bordes de la torre y asistió
con pesadumbre al macabro es-pectáculo del fuego y el
pánico. Luego se dejó caer sobre sus pies, arrojó la
antorcha y volvió a cubrirse con el manto os-curo. Con
paso aplomado emprendió el camino de regreso hacia
85
El traspié de Apolonio
Balkh. Otra certeza más había brotado de su fuego
interior: po-dría caminar en medio del desastre sin que
ojo humano alguno fuera capaz de descubrirlo.
Pasó a través de los muros derruidos y tal cual lo
había presentido, las cruentas situaciones que
arremolinaban en torno suyo no lo alcanzaban en lo más
mínimo, ni física ni espiritualmente. Era como una ínsula
de paz en medio de la tormenta. Caminó hasta el palacio
de Vishtâspa y se subió a la ventana desde donde se veía
el interior del salón presidido por el trono real. Allí,
Zoroastro debatía enfáticamente con los sacer-dotes más
encumbrados, caminando de un lado a otro presa de la
ansiedad. Entonces las puertas que daban al acceso
principal se abrieron de golpe e irrumpieron
violentamente varios gue-rreros turanios, tomando el
control ante la pasividad de los re-ligiosos desarmados.
Procedieron a quemar el Zend-Avesta, de-gollaron a
varios acólitos y apagaron el fuego sagrado con su
sangre. Luego el invasor que comandaba ese grupo se
acercó al Reformador y le hundió el acero en el vientre.
Zoroastro, herido de muerte, dio unos pasos hacia atrás,
se quitó el escapulario y lo arrojó a su ejecutor, el que al
sólo contacto con el liviano a-tuendo cayó como
fulminado por un rayo.
Ante semejante portento Pitágoras perdió gran
parte del temple que parecía sostenerlo, al tiempo que
escuchó que dos turanios, ya casi dedicados únicamente
al pillaje, le gritaban y corrían en su dirección. Saltó
desde la ventana y corrió por su vida. Un hacha
arrojadiza se estrelló contra la pared pocos cen-tímetros
detrás de él. Cuando estaba llegando al final del muro vio
venir una manada de caballos desbocados tratando de
huir de la hecatombe; con un prodigioso salto consiguió
montar sobre el que iba a la zaga y lo dejó que siguiera su
86
Gabriel Cebrián
carrera, confiando completamente en el instinto de la
noble bestia. Así fue que poco después se encontraba a
salvo, en medio de la noche y del de-sierto, y ya en
completo control de su cabalgadura. Recordó en-tonces la
segunda indicación que le había formulado Poroschasp,
observó las estrellas y enfiló hacia el oriente.
Dos hombres y una mujer
A decir verdad, me costó muchísimo absor-
ber el impacto de haber hallado a mis padres adop-
tivos en la forma que los hallé. Pero mucho más le
costó a mi hermano, supongo que los lazos sanguí-
neos verdaderamente cuentan. Ahora bien, lo que
más nos agitaba la conciencia era el hecho de que no
había sido un accidente: los peritajes posteriores a-
rrojaron positivamente la figura de homicidio dolo-
so. Evidentemente era un vuelto para nosotros, así
que pasamos mucho tiempo haciendo inteligencia
para individualizar al o los asesinos. Si bien tenía-
mos algunas sospechas directas, no pudimos saber a
ciencia cierta de dónde había venido el palo. La yu-
ta, obviamente, tampoco descubrió un carajo.
Primero el dolor y luego la necesidad de es-
clarecer el crimen nos mantuvieron un poco distraí-
dos de la extraña configuración que había cobrado
nuestro marco familiar. Dos hombres jóvenes bajo el
mismo techo con una hermosa mujer brasileña de
mirada cautivante y cuyas inflexiones idiomáticas
acompasaban la dulzura de su voz. De alguna mane-
87
El traspié de Apolonio
ra lo envidiaba, al Guampa. Aunque jamás hubiera
sido capaz de traicionarlo en modo alguno, al poco
tiempo empecé a sentir una presión entre afectiva y
erótica respecto de Lua, sustentada básicamente en
las insinuaciones que cada vez más asiduamente me
dirigía.
Por ejemplo: una mañana me levanté y ella
estaba sola, con el mate preparado, esperándome en
la cocina. Le pregunté por el Guampa y me dijo que
había ido al centro a comprarse zapatillas, y que a-
fortunadamente teníamos ocasión de hablar solos y
tranquilos, ya que rara vez podíamos hacerlo. Yo
contesté que no veía razón para tal comentario, ya
que cualquier tema que tocara con ella bien podía
hacerlo con mi hermano presente, remarcando cuida-
dosamente la palabra “hermano”. Ella esbozó una
sonrisa, luego dejó fluir una risa apagada y tan
sensual que me obligó a hacer esfuerzos para con-
tenerme; me cebó un mate, tomó la guitarra del sofá
y arrancó con un tema creo que de Vinicius, y como
en sueños me quedé embelesado escuchando una so-
berana versión de “Eu sei que vou te amar”, evi-
dentemente dirigida a mi persona. Poco después pu-
de comprobar que cuando por hache o por be el
Guampa nos dejaba solos, la mina aquella cazaba la
viola y cantaba alguna otra canción por el estilo.
Entonces era como que me mareaba y no quería
pensar siquiera en el derrotero que podían llegar a
tomar los acontecimientos a futuro. Sólo sabía que
haría cualquier cosa que estuviera a mi alcance para
88
Gabriel Cebrián
no traicionar la confianza ciega que el Guampa me
tenía.
Hablando del Guampa, desde que mataron a
los viejos se había puesto más violento, más camo-
rrero. A cada pobre perejil que agarraba le daba co-
mo en bolsa, parecía querer expiar su dolor a los
bollos. Yo sabía muy bien que era al pedo intentar
hablarle, ya que era un tipo totalmente autocrático y
últimamente estallaba demasiado frecuentemente.
También había exacerbado correlativamente
sus disipaciones y su ampulosa personalidad, ele-
mentos que combinados arrojaban una especie de
cóctel molotov. Si a esto le agregamos la inflexible
determinación de erigirse en el capo de la barra bra-
va de Gimnasia, no era muy aventurado augurar una
debacle. Dado que mi compromiso con la memoria
de los viejos me obligaba a cuidar de mi hermano
como de mí mismo, no podía abandonar el barco
aunque se estuviera incendiando.
Fuego a discreción
Ni bien terminó el primer tiempo, el Guampa
me dijo que tenía hambre y me pidió que lo acom-
pañara al puesto de hamburguesas. Bajamos los dos
solos.
Nos acodamos en el pequeño mostrador de
latón y el Guampa se dirigió al puestero en estos tér-
minos:
-Che, ñato, dame dos patis y lo que ya sabés.
89
El traspié de Apolonio
-No –interrumpí, -uno sólo. Uno sólo y dos de lo que
ya sabés
-Dale, boludo, cométe uno. Bastante ejercicio hici-
mos ya pegándole a los pinchas y a la yuta. –El ñato
esbozó una sonrisa.
Miré la gigantesca asadera y vi unos cuantos
pedazos de carne negruzca friéndose en una buena
capa de grasa multicolor.
-Ni en pedo como eso. Mirá, si te fijás bien, al co-
cerse van tomando la forma que les correspondió en
vida. Aquel, arriba, parece una laucha. El otro, allá,
es un perrito.
-Aflojá, Papa, es cien por ciento carne vacuna –dijo
el ñato mientras de canuto nos alcanzaba dos vasos
plásticos con vino blanco. Era berreta pero estaba
bien frío.
-Igual no te calentés, total estos negros comen
cualquier cosa –le comenté como al acaso mientras
el Guampa le ponía mostaza a su sandwich. Me miró
de costado con cara de orto y nos cagamos de risa.
El ñato le preguntó:
-¿Así que volteaste un caballo de un piñón?
-Loco, cómo corren las noticias –observó mi herma-
no con la boca llena y limpiándose con una servilleta
de papel las comisuras.- Falta que venga la partida a
mi casa y me diga “Señor Guampa, ¿haría el favor
de decirnos si fue usté el que le pegó al caballo?
Yo me había dado vuelta a tomarme el vino,
mirando para el lado de la cancha, y por eso los vi
venir.
-¿Terminaste de morfar?
90
Gabriel Cebrián
-¿Por?
-Porque ahí vienen los cagones del Morsa y el Pucho
con dos más.
-Si, la única manera que nos hacen frente es cuando
son más. Igual no te calentés, que les voy a dar pa’
que guarden. ¿Me das un cigarro?
-¿Ahora vas a fumar?
-Vos dame un cigarro.
Se lo di, y se fue a parar al costado del pues-
to, al lado de la puerta. Me dejó a mí en la primera
línea, no entendí muy bien la maniobra. Los otros,
que ya habían llegado, tampoco entendieron mucho.
Era raro ver al Guampa ir para atrás. Yo sabía que
algo tenía en mente, pero los otros, muchísimo más
boludos, se agrandaron. El Morsa, que parecía estar
a cargo del piquete, habló:
-Me parece que no me escuchaste bien hace un rato
cuando te dije que el Marqués te quiere ver esta no-
che.
-Entonces te fuiste a buscar dos cagones más para
ver si con más putas pueden hablar más fuerte –le
contestó, mientras sacaba el encendedor y prendía el
cigarrillo. El Morsa se dirigió a sus compañeros:
-¿Vieron, muchachos? Tá bien que en invierno cual-
quier sorete echa humo, pero con el calor que hace
hoy...
-¿Así que los soretes echan humo? –Preguntó el
Guampa. Entonces vamos a ver como humea un
pedazo de mierda como vos. Correte, Papa –me dijo,
y aunque no sabía qué iba a suceder, sabía que debía
hacerle caso. La cosa fue que de un tirón desconectó
91
El traspié de Apolonio
el caño plástico del mechero que calentaba la asa-
dera, manoteó la garrafa, la abrió al mango y puso
fuego en la punta de la manguera. Se fabricó un
lanzallamas espectacular. El Morsa y sus secuaces
no sabían cómo hacer para escapar del infierno, se
armó un desbande de gente impresionante. El ñato
me decía “¡Está loco! ¡Está loco!”. Al cabo el
Guampa volvió y dejó la garrafa.
-Les voy a enseñar a esos putos de mierda cuáles son
los soretes que echan humo. ¿Vieron cómo los cagué
quemando? Todavía deben estar corriendo.
-Sos un hijo de puta –le dije.
-¡Estás loco! ¡Estás loco! Seguía el ñato.
El Guampa le tiró un billete de cincuenta y
nos fuimos rápido gradas arriba. Muchos nos mira-
ban como con una mezcla de furia y miedo, pero
ninguno se atrevió a decir nada.
Dharma
Los caballos del rey Vishtâspa gozaban de un
mere-cido prestigio, y gracias a ello fue que Pitágoras
pudo canjear el bruto que le salvó la vida por un camello
y un equipo completo para intentar salvar el desierto que
otra vez se abría ante él. En esta ocasión estaba solo, pero
había aprendido ya los secretos de la supervivencia entre
arena, rocas y cielo. Así, tuvo opor-tunidad de cavilar día
y noche acerca de las enseñanzas que había recibido de
Zoroastro. Luego de cuarenta noches llegó a la
conclusión que el Reformador tenía razón cuando
afirmaba que Dios se había ajustado a un plan riguroso en
92
Gabriel Cebrián
orden a desarro-llar la creación: las Sagradas Leyes de
Tres y de Siete expli-caban perfectamente bien la
mecánica de lo real. El resto de la doctrina, parecía
simplemente dirigido a arrojar agua hacia los molinos del
Profeta y del Rey que lo había protegido.
Al propio tiempo que arribaba a esas
conclusiones, la desértica meseta iba quedando atrás y se
acercaba a una cadena montañosa que parecía
infranqueable. Quiso entonces la suerte, o tal vez el
destino, que se encontrara con una caravana de
peregrinos que venían en su misma dirección y ellos le
dijeron que un pequeño desvío hacia el sur le permitiría
acceder a un paso con mínima pérdida de tiempo y
energías. Continuó el camino con aquellos individuos,
que pertenecían a la tribu de los Magos del Oriente, y no
tardó en consolidar con ellos una in-teresante relación no
exenta de jugosos intercambios de cono-cimiento.
Poco después franquearon los montes y
comenzaron el descenso que los llevó directamente hacia
los fértiles valles del Indo. Después de la rigurosa aridez
de los caminos que habían atravesado, la magnificencia
del verdor y la proverbial generosidad del agua que
ganaba palmos y palmos de vida al desierto parecían
mucho más impresionantes. Hombres y bes-tias
compartieron otra vez el ritual del hartazgo elemental. Pi-
tágoras y sus nuevos amigos retozaron y jugaron como
niños en la fresca corriente.
Fue esa noche, durante la cotidiana
contemplación del fuego, que a tenor de la confianza que
había sabido inspirales, los Magos le revelaron el
derrotero de su peregrinaje. Remon-tarían el Indo aguas
arriba, luego tomarían otra vez el rumbo hacia el oriente
hasta llegar a Kapilãvastu, al pie de las mon-tañas más
altas del mundo, donde se decía que había descendido un
93
El traspié de Apolonio
avatar del Señor que iluminaría la conciencia de los hom-
bres hasta el final de los tiempos. Pitágoras no tuvo duda
al-guna que ése era también su destino.
Varios días después arribaron al Bosque Lumbini
y tomaron conocimiento que el iluminado era hijo del
jefe del clan guerrero de los Sãkyas, y que a pesar de la
oposición fa-miliar que ejercían tanto su padre y su
madrastra como su propia esposa –con la que se había
unido precisamente por im-posición de los primeros-,
había abandonado por completo la condición de príncipe
guerrero para dedicarse a la meditación y la reflexión.
Cuando iban llegando al palacio donde
encontrarían al sabio, una comitiva les salió al
encuentro. A la cabeza de la misma venía un joven de
cabeza rapada y cubierto con una túnica color azafrán. La
intensidad espiritual que emanaba de él les hizo saber al
instante que se trataba del avatar, sin som-bra de dudas.
Ciertamente, la impresión que aquel joven le pro-ducía
era mucho mayor aún que la que había experimentado en
su primer encuentro con Zoroastro. El Reformador
exudaba, cómo no, autoridad e incluso temor reverente.
En el caso del Buda, en cambio, se tenía la certeza de
estar frente a algo así como un lago de sabiduría sin
fondo, que reflejaba luz desde una superficie tan plácida
como resplandeciente. Los ojos del Buda, a su vez tan
prístinos como trascendentes más allá de cualquier
vicisitud material, se habían fijado únicamente en
Pitágoras, y grande fue la sorpresa de todos los que
atestiguaban la escena cuando el príncipe Siddhãrtha, una
vez enfrente de él, se arrojó sobre sus rodillas y le besó
los pies. Pitágoras, turbado hasta lo indecible y presa del
estupor, solamente atinó a decir:
94
Gabriel Cebrián
-He venido desde lejos solamente para escuchar tu
palabra, oh Enviado de lo Alto, y no para que me rindas
pleitesía.
-No es así como tú dices, oh viajero –respondió el Buda
ir-guiendo la cabeza mientras permanecía hincado.- Has
venido a azuzar mi conciencia de modo que entienda de
una vez por todas que debo abandonar toda esta suerte de
pompa y de ri-quezas que tanto deterioran mi ãtman.
Cada partícula de polvo que atesora tu vestimenta de
peregrino vale mucho más que todo el palacio de mi
padre y todas las fatuas riquezas que en él se han
acumulado. Es hora, oh viajero, de que me lleves contigo
a vagar por los caminos sin otra posesión más que esta
túnica que cubre mi cuerpo material, y quizás juntos
podamos arribar a la fuente de la vida y del
conocimiento.
Así fue que durante seis años Pitágoras,
Siddhãrtha y cuatro discípulos –los Magos del Oriente-
vagaron como men-digos al sur del Himalaya, sometidos
a las más crudas priva-ciones y oyendo la palabra de los
más encumbrados brahmanes. Finalmente sus caminos
debieron forzosamente bifurcarse.
-Pitágoras, amigo de mi esencia, por toda la eternidad
alabaré tu nombre. Llevaré conmigo las esencias que
insuflaste en mi es-píritu y las alojaré en el seno del
bienaventurado Amo del Universo.
-Mucho te lo agradezco, mi buen Siddhãrta. Yo
continuaré con la tarea que me fuera encomendada desde
lo Alto, y espejaré cada fragmento de eternidad hacia la
pupila divina.
-Haré votos, oh Testigo del Supremo, para que tu
esclarecido entendimiento jamás naufrague en pasiones o
carnalidades.
95
El traspié de Apolonio
-Mi flecha, Sakyãmuni, tan sólo apunta hacia lo Eterno.
Tao
Durante un tiempo evalué la posibilidad de
comentarle al Fede la cuestión ésa de que su pareja
me tiraba onda, pero a tenor de su estado psicológico
temí que fuera a hacer una cagada. Entonces sólo me
quedaba tratar de acercarme lo más posible a él y de
ese modo capturar los momentos indicados para a-
consejarlo o tratar de atenuar al menos un poco sus
impulsos destructivos y autodestructivos.
En ese tren, una siesta lo invité a tomar unas
cervezas en el kiosco de la diecinueve. Nos senta-
mos en la parecita del negocio y nos empezamos a
empinar un par de Brahma. El Guampa prefería la
Quilmes, pero la Brahma estaba más fría. Yo mien-
tras estaba meta circunloquios para ver si el chabón
soltaba prenda, pero que vá, era muy bicho, y ense-
guida me invirtió los roles y cuando quise acordar
era él quien me estaba sonsacando a mí.
En eso paró un camión Fiat y se bajó un tipo
realmente grande, con la cabeza afeitada, barbita
candado, musculosa, aritos y tatuajes en los brazos.
Cuando se acercó a nosotros espetó:
-Aguante el pincha.
-¡Piero y la reputa que te parió! Qué, ¿te hiciste pin-
cha ahora, puto del orto?
96
Gabriel Cebrián
-Y, forro, si los pobrecitos de la 22 dependen de bo-
rrachos como vos ¿qué querés que haga?
Luego hicieron una escena de pugilato y
después se abrazaron. Lástima que el bardo no era
en serio, hubiera sido un buen match.
-¿Lo conocés a mi hermano, el Papa?
-Si, de nombre. Los hermanos Bellagamba están
dando un poco que hablar últimamente, ¿no? -Me
dio la mano y por poco me la estruja. Parecía buen
tipo, el grandote.- Yo soy Pierín; loco, ¿qué están
haciendo? -Dijo después.- ¿Están al pedo? ¿Por qué
no se vienen a un ensayo de mi banda?
-No sé, loco, ¿vos que decís? –Le pregunté a mi her-
mano.
-Y vamos, qué se yo. ¿Se puede tomar birra ahí?
-Si tenés filo... aguántenme un cacho que compro
puchos y los llevo. Después los traigo, yo vuelvo
para acá.
Poco después íbamos viajando hacia City
Bell a presenciar el ensayo de una bastante ignota
banda llamada Tao. Según Pierín, tocaban una espe-
cie de pop fusión con cualquier cosa, en orden a la
inspiradísima locura del cerebro de la banda, el gui-
tarrista. Sonaba algo presuntuoso, pero había que
ver.
Entramos en la sala de ensayo y allí estaban:
un flaco de anteojos que manejaba una máquina para
grabar mientras trataba que un individuo de pelo lar-
go y barba canosa se dedicara más al Fender Jazz
Bass que tenía colgando del cuello que a la cerveza,
la que ni bien entramos nos pasó y se presentó:
97
El traspié de Apolonio
-Hola, loco, yo soy Gabriel.
Nos presentamos y nos ubicamos donde su-
pusimos que joderíamos menos. Lo que se dice espa-
cio no era lo que sobraba por allí. Otro individuo
delgado, de barba y de anteojos pequeños y redon-
dos onda Lennon registraba la grabación en video.
Pierín se sentó en la batería y empezó a tocar encima
de la referencia del tema que estaban grabando,
mientras le decía al camarógrafo:
-¡Filmame a mí, Quique, no les des bola a estos gi-
les!
-¡La puta que te parió, Piero, dejáte de hacer qui-
lombo! -Se cabreó el bajista.- ¿No ves que estamos
probando sonido para grabar el bajo?
-Eskiúsmi.
Luego empezó una larga disquisición acerca
de agregar o no compresor al bajo, que al final se
decidió que no. Entonces largaron la toma uno y pu-
dimos escuchar la versión casi completa de un tema
bastante rockeado, con un riff bien ricotero, y un ña-
to cantando a full y con mucho sentimiento. Se lla-
maba “La pared de niebla”, según nos dijo Pierín.
Gabriel lo tocó todo bastante bien, salvo al final que
había que tocar unos tiempos cruzados muy rápidos;
el loco perdió el pie y pifió como un duque. Hicieron
una toma más con el final sólo y allí quedó. Lo
escuchamos un par de veces más, mientras sopesa-
ban la calidad del registro y testeaban probables
mezclas. Mientras más lo escuchaba más me engan-
chaba, por partes tenía una polenta bárbara.
98
Gabriel Cebrián
Quisimos contribuir con nuestra parte y fui-
mos a buscar algunas cervezas más. Cuando volvi-
mos, Gabriel estaba grabando la voz de un tema len-
to y climático, onda Pink Floyd, o algo así. Se llama-
ba “5000 horas”. La letra me pegó mucho.
“Ya se acerca el maleficio que se lleva tu
identidad
(no te rindas sin luchar)
Hay un hueco en tu memoria que te quita
continuidad
(de allí la bestia surgirá)
Aquel espejo incierto te atomizará
en miles de fragmentos con la eternidad
Alguien sabe cómo has muerto y traes el
humo de la Oscuridad
(un destierro singular)
Atrapado entre serpientes no dejaste de
relampaguear
(el fin del cielo es tu final)
En alguna espiral del tiempo te corporizarás
y serás enjambre de luces que se difundirán
Dame vuelta, necesito caminar por tu libertad
(no me dejes despertar)
El infierno es tan intenso y tan leve mi
voluntad
(nunca encuentro una señal, ¡no! ¡noooo!)
99
El traspié de Apolonio
Sólo un pensamiento tengo, espíritu animal,
respiro tu alimento, mas líbrame del mal.”
Una vez que lo cantó tres o cuatro veces para
intentar mejores performances yo ya casi me había
aprendido la letra de memoria. No sabía muy bien
por qué, pero algo me había movido. Para cuando
quedaron relativamente conformes, ya habían llega-
do un par de amigos de otras bandas, y ya el frenesí
de Pierín por zapar había sido más poderoso que
cualquier intento de ajustarse a otro programa dife-
rente. A poco todo degeneró en versiones heavy de
Credence, covers de AC/DC, etc. Gabriel salió al pa-
tio cerveza en mano y se sentó en una de esas mesas
de jardín con sombrilla y todo. Yo lo seguí y lo fe-
licité. Me había gustado mucho lo que había escu-
chado. El loco me agradeció, y a continuación me
dijo:
-Si, a veces suena bien. Pero somos una bolsa de
gatos.
-¿A qué te referís? –Le pregunté.
-No sé, loco qué se yo... todos tenemos ideas distin-
tas acerca de lo que hay que hacer; yo mismo, a ve-
ces me pongo paranoico porque nos movemos a rit-
mos distintos y termino peleado con todo el mundo,
qué sé yo... me parece que la cosa grupal me rompe
las pelotas. Debo ser un inadaptado social, o algo a-
sí.
100
Gabriel Cebrián
-Es una lástima, traten de cuidarlo que viene joya,
loco. Tranquilos y para adelante, aunque sea poco a
poco.
-Poco a poco las pelotas. La única manera de llegar
es haciendo las cosas a full y sin pestañear. En vez
de aprovechar el tiempo y seguir con la grabación
del demo mirá las pelotudeces que se cuelgan en
hacer. Parecen pendejos.
-Bueno, che, está piola zapar un rato.
-Sí, tenés razón, está piola zapar un rato. Pero estos
pelotudos tienen más de veinte años zapando. Los
ensayos y las grabaciones son para laburar. Si
quieren, en todo caso, deberían agregar un día más
por semana para el boludeo. Pero a éstos les hablás
de agregar un día aunque sea para el jolgorio y
ponen el grito en el cielo. Anteponen cualquier cosa
al laburo artístico, la verdad que no los entiendo.
Tenés la fortuna de hacer música, que la cosa venga
bastante bien, que estemos en las radios y en los
medios gráficos locales... ¡el mes pasado metimos
más de cuatrocientas personas en el Club Sporting!
A la semana siguiente tocaron ahí mismo las Blacan-
blus y no fue ni la mitad de gente. No sé, viste, cuan-
do tenés una mano así, una banda sonando, cono-
cida, con un par de videos, y no aprovechás es por-
que sos un nabo. Si vas a anteponer cualquier cosa –
sea la familia, la facultad, las putas, tu deporte fa-
vorito o la cría productiva de iguanas,- el asunto va
para la mierda. Después me dicen que soy obsesivo.
Capaz que ellos tienen cosas más importantes a qué
dedicarse. A mí lo único que me importa es el arte,
101
El traspié de Apolonio
viste, y evidentemente mis ritmos y mi disponibili-
dad no son los mismos que los de todos, y muchas
veces me siento un perfecto imbécil desgastándome
sólo mientras los otros hacen su historia. Pero no sé
para qué me quejo. Debería largar todo a la mierda y
laburar “all by myself”.
-¿Y cómo vas a hacer?
-No sé, por lo pronto me compré una grabadora de
cuatro pistas y un sintetizador. Los demás instru-
mentos ya los tengo de antes, así que por ahí me
quedo en mi casa componiendo y grabando. Por ahí
a alguien le gusta el material y lo vendo. Mientras
me paguen los derechos de autor después que hagan
lo que quieran.
-Cómo, ¿no era que lo único que te interesa es el ar-
te?
-Claro, boludo, claro que es lo único que me intere-
sa. La guita la quiero únicamente para comprar
tiempo e invertirlo... ¿adiviná en qué?
-En arte.
-Claro, chabón, viste como la cazás enseguida. A-
parte, también me gusta escribir.
-A propósito, ¿esa letra de “5000 horas” la escribiste
vos?
-Sí, ¿por?
-Porque me encantó, loco. ¿No me darías una copia?
-¿En serio te gustó?
-Claro, si no para qué te voy a decir. Lo que no estoy
muy seguro es de haberla entendido muy bien.
-Yo tampoco. Pero la poesía es como todo, o te dice
algo o no te dice nada. Para mí todas las interpre-
102
Gabriel Cebrián
taciones son válidas. Yo tengo la mía, por supuesto,
pero vale tanto como la tuya o como cualquier otra.
-Eso no es así. Cómo va a valer lo mismo tu inter-
pretación, que la pensaste, le diste un sentido, que la
mía, que ni siquiera conozco el significado de algu-
nas de las palabras que usaste.
-Seguro,... ¿Papa, te dicen? Seguro, Papa, haceme
caso. ¿Sabés las veces que vino gente de las más va-
riadas tipologías y me avivó acerca de nexos inter-
nos o de interpretaciones en mis escritos que yo
mismo había estado muy lejos de advertir? No sé,
tal vez sea así en mi caso porque yo soy bastante
palurdo. Pero lo cierto es que aprendí a ser menos
absoluto en ese sentido.
-Vamos a poner como ejemplo esta letra en par-
ticular –sugerí, sintiéndome algo así como un entre-
vistador profesional.- ¿Qué fue lo que quisiste decir?
-En realidad, deberíamos invertir los roles; en todo
caso me gustaría saber a mí que fue lo que inter-
pretaste vos.
-No, yo tiré primero. Aparte el artista acá sos vos.
-¡Há, há, qué buen chiste! Bueno, la cosa es más o
menos así: un día estaba preocupado por escribir una
letra para un tema que se nos había ocurrido con el
Bocha, no sé si lo conocés, y justo estuve leyendo en
un libro del Fondo de Cultura Económica el mito de
Quetzalcóatl. Entonces empecé a escribir sobre esa
idea. Después me bandié y me colgué de algunos
delirios romanticoides y lloriqueantes francamente
indignos, pero qué voy a hacer... es mi impronta.
-Para mí está bárbara.
103
El traspié de Apolonio
-Sí, puede ser. A pesar de todo, a mí también me
gusta.
-¿Vos sabés que te caché el palo? Grosso modo,
viste. Me di cuenta de la espiritualidad de la primera
parte, y después esa bajada hacia la cuestión afectiva
me pareció muy piola, muy humana, qué sé yo. Será
que también estoy interesado en temas de mitología.
Nada que ver con Centroamérica, pero.
-Y en temas afectivo-carnales, según vos decís,
también, ¿o no?
-De ese tema mejor ni hablar.
-Ahora te caché el palo a vos ¿Cómo, mejor ni ha-
blar? Hablemos, chabón, ¿o me querés hacer hablar
a mí sólo? Tá bien que no somos amigos, que recién
nos conocemos, pero yo no soy buchón.
-No sé, acá no me parece.
-Mirá, se acabó la birra. ¿Qué tal si nos vamos a un
boliche y seguimos chamuyando de mitología y de
minitas? No es un programa para despreciar, te digo.
-Perá que le aviso a mi hermano.
Entré en la sala y me ensordecí con una fu-
ribunda ver-sión de “Stormbringer”, de Deep Purple.
Grité en el oído del Guampa que me iba. Me pre-
guntó si estaba todo bien y yo asentí. Entonces me
dijo que después se volvía con Pierín. Salí al patio y
Gabriel me preguntó “Bueno, ¿vamos?” Yo inquirí a
mi vez si no iba a decirles a los de la banda que se
retiraba.
-Que se vayan a la mierda –me contestó.
104
Gabriel Cebrián
Rato después entramos en el Bar de Pedro, en
41 y 22. Allí todo el mundo parecía conocerlo; los
primeros diez minutos se los pasó saludando gente y
rechazando convites para jugar al mus. Yo empecé a
pensar si había sido una buena idea aceptar la invi-
tación de aquel rockero medio majareta, cosa que no
hubiera dudado en lo más mínimo de haber sabido
entonces las implicancias que la charla que luego
mantendríamos iba a tener en lo que creo fue mi a-
pertura hacia el otro yo.
Cuando terminó de cumplir con las formali-
dades, se pidió un Campari para él y una ginebra con
hielo para mí. Se sentó por fin a la mesa y estiró los
pies.
-¿Qué locura, no? –No sé si se refirió a su estado de
ebriedad o tiró la frase común de todos los “colga-
dos”. Por un momento pensé que estaba incómodo y
como que no sabía que decir, pero nada de eso. El ti-
po agradeció la bebida al mozo y se me quedó mi-
rando con aire socarrón, como intrigante. Traté de
fingir indiferencia, pensando que quizá tuviera que
darle un par de bollos si se me hacía el pícaro. Él no
era problema, y parecía difícil que algún otro saltara
a defenderlo.
-¿Qué pasa, Papa, que me mirás feo? Ah, no te gustó
lo que te dije en el bondi.
(Durante el viaje le había comentado nuestra
militancia en la barra brava. Como me dijo que no le
cabía, me justifiqué diciéndole que era como un la-
buro. Me contestó: “Como laburo puede ser, porque
105
El traspié de Apolonio
si no... eso de andar rompiendo cabezas a pedradas y
hasta cagarse a tiros por unas entradas o por un kilo
de merca, qué se yo...”.)
-No –contesté, - no es eso. Aparte, ¿yo te miré feo?
-Me habrá parecido, no importa. Che, así que te gus-
ta la mitología.
-Bueno, no, no “la mitología”; en realidad conozco
solamente un poco de mitología griega, y eso por u-
nos libros que me quedaron de mi viejo.
-Mirá vos. ¿Qué era tu viejo?
-Profesor de filosofía. Por eso conozco algo de mito-
logía griega, sobre todo la que se engancha con la fi-
losofía. Parece ser que era la especialidad del pobre
viejo. Tenía sangre griega, me parece. Lo que pasa
es que no lo pude curtir mucho, se murió cuando yo
era muy pendejo.
-Disculpame que me meta, ¿no?, y no lo vayas a to-
mar a mal, pero... ¿qué hace un tipo como vos en la
22?
-Bueno, es una historia larga, pero te la voy a tener
que contar porque si no me vas a terminar rompien-
do las pelotas. Justamente arranca con la muerte del
viejo. No voy a entrar en detalles, la cuestión que al
loco lo hicieron; y a mí me crió un buen tipo de la
favela, hincha fanático del Lobo. A cambio de ese
hogar y del cariño, que no fue poco, me pidió lealtad
a muerte para con el Guampa, mi hermano, ése que
estaba conmigo. Bué, no es mi hermano. Pero para
mí es más. Y el loco se enganchó con ésa, y yo lo si-
go. Sabés que te acostumbrás. Y tan mal no nos fue
106
Gabriel Cebrián
–dije, mientras me pasó por la conciencia la imagen
amarga de los viejos asesinados.
-Me imagino. Sos particularmente despierto para ese
ambiente. Y sos grandote. Si tenés aguante ya está,
vas a terminar siendo el capo. Pero vos sabés cómo
son las tragedias griegas, aún al mejor lo terminan
embocando.
-No, el capo no. Yo siempre voy un paso atrás de mi
hermano.
-Una especie de guardaespaldas inteligente.
-En todo caso el siempre puso el cuero por mí, tam-
bién.
-Sí, pero la impronta de bardear la tiene él.
-No te creas –le contesté, otra vez algo molesto. -No
es el único que la tiene.
-Bueno, vamos a hablar de otra cosa porque me vas
a terminar cagando a trompadas. Vos sabés, loco,
que yo estudié filosofía.
-Ah, ¿si?
-Y tuve un profesor de filosofía antigua, un gallego,
Fernández Pereiro se llamaba. Después dicen que los
gallegos son brutos. La verdad que no sé si el loco
sabría tanto; yo, obviamente, estaba en condiciones
muy relativas como para evaluarlo, en ese entonces.
Pero el tipo nos hacía viajar mentalmente y situarnos
en el ágora, nos inducía a transculturalizarnos, era
bárbaro. Tenía clara la cuestión ésa de que para co-
nocer a alguien hay que ponerse exactamente en su
lugar. Y el histrionismo es en esta cultura la única
manera de siquiera remedar personas con espíritu.
-¿Perdón?
107
El traspié de Apolonio
-No, digo que quedan muy pocas personas con es-
píritu. Supongo que en la Grecia clásica como en
cualquier cultura que no sea ésta había muchas más
personas con espíritu. El estado de las cosas a ese ni-
vel es terminal; pero no quiero seguir hablando
como un evangelista descerebrado. Lo que quería
decirte es que la filosofía griega también es mi
preferida. Viste que yo sabía que teníamos que con-
versar un rato.
-Qué bueno, creo que nunca hablé de eso con nadie.
-¿Sos autodidacta?
-Y, sí, si ni siquiera terminé la secundaria. Lo que
pasa que del viejo me quedaron unos cuantos libros,
y yo después seguí comprando algunos.
-Bueno, tanto más meritorio. De verdad resulta mi-
presionante el grado de sofisticación y el nivel de
abstracción al que llegaron los kías ésos. Práctica-
mente partiendo de la nada, viste.
-No, loco, ahí disiento. Los niveles de excelencia en
materia espiritual e intelectual sí, de acuerdo, fueron
descollantes. Pero no partieron de la nada. Homero
mismo responde a una antigua tradición rapsódica,
como Hesíodo. Aparte cada vez es más clara la in-
teracción que hubo entre las distintas culturas de la
época, aún con sus diversos estadíos de desarrollo.
-Che, loco, sos un fenómeno. Entonces no creés que
la cultura griega es autóctona y original...
-Bueno, el espíritu griego es trascendente, y el em-
puje que imprimió al modo humano de aprehender la
realidad fue tan potente que aún hoy estamos ajus-
tados a ese molde.
108
Gabriel Cebrián
-Cierto, che, si no preguntale a Nietzsche o a Heide-
gger.
-O a los tomistas, o a cualquiera. Lo que quiero decir
es que según yo lo veo los fulanos ésos de la Hélade
primero y de la Magna Grecia después eran indivi-
duos de lo más eclécticos. Los chabones al principio
traían cosas de sus ancestros indoeuropeos; después,
de los habitantes de las tierras que fueron coloni-
zando y más luego de las culturas con las que ejer-
cían comercio o incluso con las que guerreaban.
-Sí, pero no vas a negar que le dieron una identidad
propia.
-Seguro. Pero es imposible dejar de encontrar corre-
laciones tajantes, primero en los mitos y después en
la filosofía.
-Tenés razón. El combate mítico de Zeus contra el
dragón Tifeo es simplemente un reflejo del mito Ba-
bilónico de la creación del mundo, el Enuma Elish.
-Pero claro, simplemente se cambiaron los nombres,
tanto la forma como el fondo de la historia son los
mismos. Y así también pueden encontrarse antece-
dentes en otras culturas de Orfeo, de los Mitos Eleu-
sinos, del atomismo, o de lo que se te ocurra. No es
que esté quitando méritos a los griegos, simplemen-
te digo que por una cuestión de oportunidad y de de-
terminismo se constituyeron en la base fundacional
sobre la cual la humanidad desarrolló su actual vi-
sión del cosmos.
-Mirá, me voy a pedir otro trago porque si no me pa-
rece que no te voy a poder seguir.
-Bueno, tampoco me gastés.
109
El traspié de Apolonio
-Loco, no te persigas, si te hablo en serio. Lo tuyo es
sorprendente. Sin ningún estudio formal tenés un do-
minio bárbaro del tema...
-Ni modo, che. Sabés que nunca aprendí siquiera a
leer el griego. Y eso que tengo libros, pero no sé, es
como que no me da.
-Bué, no estamos muy lejos. Yo muchas veces pue-
do acceder a la fonética, pero mi léxico se remite a
unos pocos vocablos técnicos y gracias.
Trajeron las copas. Yo estaba exultante, al fin
y al cabo debía agradecer al fantasma éste la oportu-
nidad que me estaba dando de chamuyar de estos
temas por primera vez. Y encima, se mostraba im-
presionado. Está bien que de todos modos no parecía
ser una lumbrera, pero... así las cosas, me envalen-
toné y seguí hablando un buen rato de lo que su-
ponía eran influencias egipcias u orientales en el he-
lenismo, la estrecha relación que había entre los
mandalas, el ser esférico y los eneagramas de los
Magos Caldeos; cualquier historia, bah. A medida
que chupaba ginebra la cosa se hacía más fluida en
términos de verborragia, no así en cuanto a la dic-
ción, que empezaba a ser un poco más pastosa. El
loco me miraba y de vez en cuando asentía, pero era
como que no daba bola a lo que le estaba diciendo;
en cambio parecía escudriñarme y leer en mi interior
cosas que tal vez estuvieran ocultas incluso para mí
mismo. No sé por qué tuve esa sensación, pero lo
cierto es que fue clara e intensa. Fui perdiendo el im-
pulso hasta que finalmente pregunté:
-Loco, ¿Me estás prestando atención?
110
Gabriel Cebrián
Haciendo caso omiso de mi pregunta, afirmó:
-Vos escribís.
-¿Perdón?
-Vos escribís, Papa. Quiero decir, vos estás escri-
biendo algo. Algo que tiene que ver con todo eso de
lo que me estás hablando.
-Bueno, sí –concedí, verdaderamente desconcertado.
Jamás había dicho a nadie, siquiera a mi hermano,
que estaba desarrollando una especie de trabajo
literario. Tenía los cuadernos escondidos bajo llave
y nunca me hubiera atrevido a presentarlos a nadie.
El loco aquél de alguna manera, no sé cómo, me ha-
bía pispeado las cartas. - ¿Y vos cómo sabés? –Le
pregunté. -¿Sos adivino, vidente, o algo así?
-Ojalá lo fuera. No tendría que pasarme ocho horas
por día en un laburo de mierda, en tal caso. Pero no
sé, tal vez lo sea. O tal vez empecé a serlo ahora.
Pero me parece que es mérito tuyo,de todos modos.
Yo no lo vi, vos me lo transmitiste.
-¿Cómo?
-No sé, la verdad es que ya estoy un poco en pedo.
Fue como si una parte tuya, independiente de la que
estaba comentando una especie de partido de bolita
entre Parménides y los orientales, me hizo saber que
escribías.
-¿Una parte mía?
-Bueno, más o menos, no me pidas detalles porque
no los tengo. Más vale contame acerca de la cuestión
que tu inconciente se muere por traslucir.
Cuando dijo eso advertí que realmente tenía
muchos deseos de contarlo. Era como si la conver-
111
El traspié de Apolonio
sación sobre filosofía hubiera abierto un dique den-
tro de mí, y al encontrar que no era tan ignaro como
presuponía, de pronto encontraba cauces para exte-
riorizar lo que siempre me había parecido un albur
de baja catadura.
-¿Y? –Me preguntó. Todavía inquieto por el sondeo
del que había sido objeto, respondí:
-De entre todos los héroes y filósofos que tuve opor-
tunidad de frecuentar, hubo uno con el que me obse-
sioné, no sé por qué, será porque me extrañó sobre-
manera lo poco que se conoce de su vida, al punto
que algunos suponen que es un personaje mítico que
no tuvo existencia concreta. Se trata de Pitágoras.
-Glauco, Ulises, Pitágoras... –dijo, como pensativo.
-Loco, ¿vos me estás tomando el pelo a mí? Sabés
que me llamo Glauco, ¿no?
-¿Ah, sí? ¡No te puedo creer! ¡Hoy estoy...! No, no
lo sabía. Sencillamente nombré algunos personajes
míticos y los asocié con Pitágoras. No me hagás ca-
so, debo estar en pedo, nomás.
-¿Habrán existido Glauco, Ulises, esos kías? ¿A vos
qué te parece?
-Y, mirá, puede ser, qué sé yo. Pitágoras, seguro que
existió. Los otros quizás también. Claro que las cró-
nicas que nos llegaron después de siglos de elabora-
ción rapsódica fueron evidentemente distorsionadas
en favor de los personajes e ideales que necesitaban
ensalzar.
-Claro, claro, yo pienso lo mismo. Y te decía que me
extraña que se sepa tan poco de la vida de Pitágoras.
112
Gabriel Cebrián
-Bueno, no es tan raro. Se sabe poco de la vida de
muchos presocráticos, y muchas de las cosas que se
conocen han sufrido ese proceso de fabulación al
que nos referíamos antes. Si no, mirá la historia ésa
de Empédocles y el Etna.
-Si, está bien, pero Empédocles fue un poeta-filóso-
fo, esa hibridez tan usual por aquellos tiempos, esa
suerte de cantor y sabio con veleidades de semidiós.
Pitágoras fue mucho más que eso. Aparte de filóso-
fo, astrónomo, matemático, músico y qué se yo
cuántas cosas más, el loco llevó a cabo una revolu-
ción espiritual comparable a las de Cristo, Buda,
Mani, Zoroastro...
-¡Epa! ¿Te parece que tanto?
-Pero sí, no tengas dudas. Y de todos ellos se sabe
muchísimo más, aún espigando los posibles excesos
laudatorios.
-Entonces tu laburo, según puedo inferir, está dirigi-
do a reconstruir en lo posible la vida de Pitágoras.
-No, vos sabés que por más que me rompí el culo
hurgando en cuanta librería y biblioteca hay en esta
ciudad o en Buenos Aires, fue muy poco lo que pude
hallar. Eso, sin contar la cantidad de médiums que
dicen canalizarlo o la sarta de pelotudos “New Age”
que aportan datos estrafalarios tomados de fuentes i-
gualmente equívocas y falaces. Así que, con el esca-
so material serio que conseguí, de repente tuve una
idea, a todas luces ambiciosa respecto de mis capaci-
dades.
-¿Y cuál fue esa idea?
-La de escribir una biografía novelada.
113
El traspié de Apolonio
-¡Chau, loco, qué bueno!
-Qué bueno, el proyecto, dirás. La realización dista
mucho de serlo.
-Tendría que verlo para juzgar. Aparte, a pesar de
tus vicios de violencia y qué sé yo, me parece que
sos un tipo sensato y que tenés talento. Realmente,
me gustaría verlo.
-Tal vez cuando lo termine, si lo considero lo sufi-
cientemente pasable como para atreverme a mostrar-
lo.
Continuamos bebiendo en silencio durante un
rato. En la barra un tipo le contaba a otro que había
conocido una mina que tenía mucha guita pero que
era fiera como ella sola. Entonces él, le había suge-
rido que lo que necesitaba era un tipo que la acom-
pañara, que le manejara el auto, que la cuidara, que
se ocupara de sus negocios, y que le diera masa día
por medio. Resulta que se ofreció a acompañarla, a
manejarle el auto, a cuidarla y a ocuparse de sus
negocios. Por el otro tema, debía hablar con alguien
más. ‘¿Y qué te dijo’, preguntó su interlocutor.
¡‘Qué me va a decir’, le respondió, ‘Me mandó a la
concha de mi madre’, y se cagaron de la risa.
Entonces Gabriel, visiblemente ebrio, me co-
mentó que parecía que había llegado la hora en la
que los borrachos comienzan a hablar de mujeres, y
se quedó mirándome fijamente como lo había hecho
rato antes, aunque ya no me molestaba tanto.
-Bueno, empezá –le dije.
114
Gabriel Cebrián
-No, mirá... no tengo mucho que decir a ese respec-
to. Hemos mantenido una charla divertida y substan-
ciosa hasta ahora, no querrás aburrirte con la historia
de un tanguero que perdió el tren y que, gracias a su
temperamento casi nervaliano, todavía sigue com-
prando boletos fantasmas en una vieja estación aban-
donada.
-¿Nervaliano?
-Sí, me refiero a Gérard de Nerval. Un poeta loco y
simbolista-romántico que de tan enamoradizo termi-
nó colgándose de un farol. Pero no viene al caso. –
Se dirigió al del estaño -¡Che, negro, no te traés otra
vuelta! Mirá, Glauco –y ojo que estoy hablando con
Glauco, no con “el Papa”-, me parece que la voy a
jugar un poco más de adivino y me voy a atrever a
entrometerme un poco en tu vida privada. De onda,
viste. No vayas a pensar que es por chusmear, o cosa
por el estilo. Soy bastante mayor que vos y cuando
empezamos a hablar algo me dijo que iba a ser bue-
no para ambos que profundizáramos.
-Bueno, la verdad es que descubrí lo interesante que
es para mí hablar de temas que tan sólo pude tocar
con mi finado padre biológico, y esto desde mi
pasividad infantil. Ya con eso es más que suficiente.
-¿Y cómo era el apellido de tu padre?
-Papandreu. Por eso lo de “Papa”.
-Glauco, Ulises, Pitágoras... –repitió, como para sí.
-Loco, otra vez.
-Disculpá, no me des bola. No sé por qué se me ocu-
rre eso. Estoy en pedo, no me des bola –se empinó el
vaso, pegó una pitada al cigarrillo y prosiguió:
115
El traspié de Apolonio
-Cuando salió el tema de las minas, allá en el patio
de la sala de ensayo, vos me dijiste algo así como
“acá no”, ¿cierto?
-¿Eso dije?
-Eso dijiste. Y me da la impresión que la única per-
sona que resultaba inconveniente que pudiera escu-
charte era tu hermano, ¿o me equivoco?
El hijo de puta tenía razón. Por más en pedo
que estuviera seguía siendo muy penetrante; yo es-
taba en carne viva con la cuestión de la mujer del
Guampa y en cierto modo me parecía una nueva ma-
nera de traicionarlo el hecho de hablar ese tema pri-
mero con un beodo desconocido que con él, aunque
a la luz de los acontecimientos con toda seguridad el
tipo me iba a entender mejor y quizás hasta podía a-
consejarme bien. El alcohol ya para entonces me ha-
bía sensibilizado y cuando pensaba en Lua me aga-
rraba una cosa en la boca del estómago, como un
nerviosismo, o quizás angustia, y otra vez sentía el
impulso de hablar, de sacar fuera esa sensación a
través de la virtud catártica de la palabra. Entonces
me dijo:
-Bueno, está bien, hablemos de otra cosa. No vayas
a pensar que soy un pelmazo.
-No, nada de eso. En todo caso debería estarte agra-
decido. Pero se trata de un asunto muy delicado, y
tenés razón, tiene que ver con mi hermano.
-Y una mina.
-Y una mina.
-Claro, Glauco, no hace falta ser Sherlock Holmes.
116
Gabriel Cebrián
-Aunque podrías ser un muy buen detective, por lo
visto. ¿Puedo contar con tu discreción?
-Podría decirte que sí, parecer totalmente sincero, y
sin embargo estar mintiéndote, como las musas de
Hesíodo. Eso lo tenés que evaluar vos. Si querés ha-
blamos de otra cosa, ya te dije.
-No, he decidido contarte la historia y pedirte que
tengas a bien darme tu opinión –tras lo cual, le referí
los hechos en forma detallada de modo que tuviera
una cabal idea de la situación. Me escuchó muy
concentrado, aunque a veces me soslayaba como lo
había hecho en oportunidad de descubrir que yo es-
cribía. Cuando hube terminado, sólo atinó a comen-
tar:
-Reúne todos los requisitos para terminar onda tra-
gedia griega- ambos reímos.- No, loco, pero hablan-
do en serio, como las gastan ustedes la cosa puede
terminar mal, muy mal –agregó meneando la cabeza.
-Ya sé, pero qué querés que haga.
-Y, no sé. Para mí que lo mejor que pueden hacer
ustedes es actuar como esos hermanos de un cuento
de Borges que estaban en una situación parecida...
no me acuerdo cómo se llama, ¿lo leíste?
-No, Gabriel, no me preguntés nada fuera de lo que
ya hablamos porque mi ignorancia es supina. ¿Qué
hicieron esos hermanos?
-Se fueron campo afuera con la mina y la difun-
tearon. Y nunca más volvieron a hablar del tema...
algo así, lo leí hace mucho.
Sentí una verdadera oleada de desazón.
-¿Vos decís que la liquidemos?
117
El traspié de Apolonio
-Y, si no quieren terminar amasijándose entre uste-
des...
-Loco, pero mirá la salida que se te ocurre.
-No, boludo, a mí no se me ocurrió. Se le ocurrió a
Borges, ¿no te lo dije?
-Bueno, como sea, jamás haría una cosa así.
-Estás enamorado.
-Estás en pedo, vos.
-Yo sí, cómo no, tengo un pedo bárbaro. Pero así y
todo me doy cuenta que estás hasta las manos.
-¿Te parece?
-No me parece. Estoy seguro. Debe estar buena la
brasuca ésa.
-Sí, es hermosa. Pero es la mujer de mi hermano.
-Yo no estaría tan seguro. Tu hermano se la curte,
pero ella, por lo que me decís, se siente tuya.
-Puede ser, pero viste como son las minas.
-Sí, ví como son, y por eso sé que cuando una mina
se maneja de esa manera nunca miente.
La verdad es que a partir de las cosas que me
decía yo entraba en una ambigüedad que me impedía
determinar si me sentía mejor o peor. Se lo dije y me
respondió:
-Es natural, es solamente expresión de los intereses
encontradísimos que te compulsan. Por un lado,
estás loco por la mina ésa, y por el otro jamás serías
capaz de quebrantar la lealtad que le dispensás a tu
hermano. La verdad, Glauco, es que no te envidio
nada.
Yo ya estaba lo suficientemente borracho co-
mo para no conservar resguardo alguno. Así que le
118
Gabriel Cebrián
comenté que en mi trabajo literario había escrito que
el padre de Pitágoras le había dicho a su hijo que si
iba a enredarse con una mujer, dejara que fuera la
luna quien se la señalara. Y eso fue mucho antes de
conocer a Lua, que en portugués significa luna.
-Glauco, Ulises, Pitágoras...
-¡¿La querés terminar con eso?!
-Bueno, la termino y entonces no te digo por qué me
parece que me viene eso a la mente –dijo, intrigante
y con dificultades etílicas para expresarse.
-No seas hijo de puta, ahora decimeló.
-Ahora no te digo nada. Aparte me vas a tomar por
loco.
-Si es por eso, ya está. Ahora decimeló.
-Bueno, mi querido Glauco Papandreu, me parece
que eso que estás escribiendo no es, como vos creés,
una reconstrucción de la cadena de ADN que te lle-
vará a elaborar una fantasiosa y novelesca biografía
de Pitágoras.
-¿Ah, ¿no? ¿Y qué es, entonces?
-Una reconstrucción de la cadena de ADN de tu pro-
pio espíritu.
De repente me vinieron como náuseas.
-¿Cómo decís?
-Que lo que suponés que son fantasías no son otra
cosa que recuerdos ancestrales de tu periplo espiri-
tual –creo que dijo “periplo”, se imaginarán los a-
rrastres linguales que esa palabra le ocasionó en su
estado. Tomé entonces conciencia de que estaba ha-
blando con un fantoche dado a espiritualismos y
cosas raras.
119
El traspié de Apolonio
-No, nada de eso. Es nada más que una fantasía, con
el leve asidero de unas cuantas crónicas a su vez
dudosas.
-Bueno, como quieras. De todos modos, y aunque
pienses que estoy loco, vigilá, que en cualquier mo-
mento te salta la ficha.
-Si, voy a vigilar, pero sobre todo por el otro asunto,
el de la mina de mi hermano. Ahí sí que me parece
que tenés razón y que tengo que estar alerta.
-Claro, no vaya a ser cosa que aniquilen a Pitágoras
por garcharse a la mujer equivocada.
-¡Y dále con lo mismo! No deja de ser interesante la
idea, pero es insostenible. Fijate, por ejemplo: si al-
go de nosotros trasciende, más allá de la muerte fí-
sica... y aún yendo más lejos, dando por cierta la
doctrina de la transmigración de las almas a la que
Pitágoras supo adherir, un espíritu magno como el
suyo por fuerza debió haber roto el ciclo de las en-
carnaciones e integrarse en el seno de la divinidad.
-¿Por qué? ¿Por qué estás tan seguro? ¿Acaso ya ter-
minaste de escribir su vida? El loco puede haberse
mandado alguna cagada, o tal vez su permanencia en
el mundo obedezca a designios que exceden nuestra
posibilidad de entendimiento.
-Pero será posible, algo así le hice decir a Buda...
-¡No me digas que estuviste con Buda!
-Andá a la concha de tu madre, me vas a volver loco.
-Hablando de locos, me parece que tengo un amigo
que te puede ayudar.
-No, gracias. Con vos me basta y me sobra.
120
Gabriel Cebrián
Se quedó mirando los restos de hielo y Cam-
pari por un rato, como concentrado, con los ojos
entrecerrados. Quizás se estuviera durmiendo por la
mamúa. De repente volvió en sí, pidió más copas y
luego dijo otra vez:
-Glauco, Ulises, Pitágoras... Apolonio. ¡Eso es, Apo-
lonio!
-¿Qué Apolonio? –Pregunté alarmado.
-Apolonio de Tiana. Una especie de mago, místico,
viajero como los otros y no sé cuántas cosas más. Sé
muy poco de él, casi todo por vía de Artaud, que lo
menciona en “Heliogábalo, o el anarquista corona-
do”. Para mí que ahí está el quid de la cuestión. Pero
lamentablemente, y debido a mi ignorancia, no pue-
do decirte más. Si querés, aunque más no sea por cu-
riosidad, tenés que ir a ver al amigo ése que te men-
cioné recién. La dirección es muy fácil: está inter-
nado en la Sala Korn del Hospital neuropsiquiátrico
de Romero. Se llama Juancho. Juancho Nessi. Es un
gran tipo, una muy buena persona. Andá y hablá con
él de parte mía, me quiere mucho, ¿vos sabés? Y lle-
vale cigarrillos, todos los que puedas. Mirá, vamos a
hacer una cosa. Yo pago acá y vos le comprás algu-
nos atados de parte tuya y otros de parte mía. Pero
no se los des adelante de los demás locos, que si te
ven después lo cagan a trompadas y se los sacan.
Dale un atado, sí, para que convide. Pero los demás
se los das cuando estén a solas.
Debacle 1
121
El traspié de Apolonio
Todavía no se habían acallado los comenta-
rios acerca del piñón al caballo cuando toda la barra
alucinaba con la quemazón de los secuaces del Mar-
qués. Las acciones del Guampa iban en franco as-
censo, y el loco estaba agrandado como sorete en ke-
rosén.
El asunto, la verdad, había estado bastante
movidito. Desde la cabecera del bosque los mucha-
chos arrojaban una lluvia de piedras, cascotes y ca-
chos de baldosa hacia la tribuna lateral que ocupa-
ban los pinchas. Hay que reconocer que ellos tam-
bién tiraban, y los pobres boludos que quedaron en
el medio –que encima habían pagado una platea de
noventa mangos- se ligaron la mayor parte de los
toscazos. A ver si se creían que por finolis se la iban
a llevar de arriba.
Entraron los equipos para la etapa comple-
mentaria, y cuando Bossio se vino para el arco de la
calle 60 elongando y haciéndose el guacho pistola, el
Púa encendió la mecha de una bomba de estruendo y
se la tiró con muy buena puntería, tan es así que lo
volteó y lo dejó tendido un buen rato. Entonces la
tormenta de mampostería arreció más fuertemente.
Los pinchas se encabritaron –no vaya a ser cosa que
les lastimen al “Chiquito”- y empezaron a amenazar
con un enfrentamiento directo, cosa que determinó
que la cana fuera a enfriarlos con unos cuantos bala-
zos de goma. Nosotros entre tanto nos cagábamos de
risa y aplaudíamos.
122
Gabriel Cebrián
Empezó el segundo tiempo y la cosa siguió
más o menos los mismos parámetros que durante el
primero, hasta que Morant en vez de reventarla se
quiso hacer el pija y se mandó flor de cagada. Centro
de Maciel, cabezazo de Calderón de pique al piso,
gol de Estudiantes.
Memorias de la eternidad
Atrás habían quedado desiertos, mesetas,
montañas, valles, ríos y bosques. También quedaron atrás
idiomas, credos, fábulas, profetas y avatares. A pesar de
todo eso, ínfimas briznas en la vorágine de los tiempos,
había dos afectos que permanecerían profundamente
enclavados en lo más profundo de su ser: eran los que
profesaba por Poroschasp, a quien le debía la vida, y por
el Buda, a quien le debía el recuerdo de todas sus vidas
anteriores. Pasaba mucho tiempo rememorando, por
ejem-plo, las vicisitudes de la guerra de Troya, cuando
bajo el nom-bre de Euphorbus tuvo una participación
heroica y descollante, más decisiva aún en el desarrollo
del conflicto que la de Aquiles, Áyax y Odiseo juntos.
Ahora, su impulso estaba dirigido no
tanto hacia la acción como hacia el quietismo piadoso.
Quizás su tem-peramento se acomodaba
espontáneamente al sino de los tiem-pos. Más de
setecientos años hacia el pasado el mundo hervía en
calderos de sangre, todos los dominios estaban por
establecerse y todo prójimo era un enemigo. Ahora, la
mayor parte de los hombres seguía conduciéndose del
mismo modo, y tal vez si-guieran haciéndolo hasta el
123
El traspié de Apolonio
final de los tiempos. Pero Pitágoras, imbuido de una
sabiduría milenaria, podía percibir como surgían focos de
conciencia por doquier, santos esclarecidos que daban los
pasos fundacionales hacia nuevas formas de
entendimiento que obedecían a los designios de lo Alto.
Él mismo era uno de ellos, y su misión parecía incipiente,
a pesar de la extensísima vastedad de sus recuerdos.
Según el Sakyãmuni, sería nada menos que el ojo terreno
del Eterno.
Por suerte amaba la vida, aunque cuando se
produjo el engrosamiento de su bagaje histórico,
comenzó a tener una sen-sación hasta entonces
desconocida para él, una urgencia vital que le venía de
esos vívidos pseudorrecuerdos, y que constituía el motor
de cada nueva encarnación, esto es, el sexo. A tenor de la
zozobra que tales reminiscencias le producían, sentía que
prefería enfrentarse como Heracles al León de Nemea, a
la Hidra o al mismísimo Cerbero antes que ceder ante los
embates de ese bisoño y compulsivo hado.
Ahora, por lo pronto, y desandando el camino
que ini-ciara cuando niño, había vuelto a ser un hombre
de mar. A bordo de un trirreme volvía a ver las aguas y el
cielo que en-marcaron su isla natal. Pronto se encontró
navegando por las cercanías de su amada Samos, y sus
ojos se nublaron y un nudo atenazó su garganta cuando
volvió a ver, después de largo tiempo, la escarpada cima
del monte Cercetus. De repente, la nostalgia dejó lugar al
odio cuando pensó en Polícrates y sus hermanos, viles
usurpadores de la dignidad que una vez correspondiera a
Mnesarco y ahora le incumbía a él, aunque más no fuere
por el propio peso específico de su espíritu y soslayando
incluso cualquier otro derecho más prosaico, a que su
actual grandeza lo eximía siquiera de invocar.
124
Gabriel Cebrián
“¡Polícrates, vil traidor de tu propia sangre, no
tar-darás en ultimar a tus hermanos como lo hicieron tus
ante-cesores sin hesitar con mi bienamado padre!”,
pensó, rechinando los dientes y con el puño en ristre.
“Aún no es el momento, pero no tengas dudas; yo,
Pitágoras, puedo saberlo: muy pronto esta-remos frente a
frente, y entonces toda la paz interior que he alcanzado
no será suficiente para evitar que ensucie mis ma-nos con
tus pestilencias.”
Casi un necrofílico
Me costó varios días de profunda meditación
acomodar las fichas que habían quedado desparra-
madas después de la charla con ese tal Gabriel. Por
cierto que me parecía un total dislate toda esa cues-
tión de las reencarnaciones y qué sé yo cuanto, aún a
pesar de la extraña conexión intrínseca que parecían
sustentar algunas de sus lucubraciones. En cambio, y
a fuerza de ser sincero, tengo que reconocer que des-
pués de observarme a mí mismo en función de los
sentimientos que abrigaba para con Lua, no pude
menos que darle la más absoluta razón, por mucho
que me pesara. Dentro de la malaria, por lo menos
ahora era más conciente de dónde estaba parado.
Para colmo, el Guampa estaba muy zarpado,
sobre todo con Lua. Había exacerbado sus apeten-
cias de macho dominante, y si bien a mí todavía me
respetaba, a ella la trataba como a un estropajo. En
125
El traspié de Apolonio
las situaciones más álgidas la pobre me miraba y yo
tenía que morderme los labios para no saltar en su
defensa. Conociendo el paño, no tenía duda que era
perfectamente posible que se cumpliera el vaticinio
de Gabriel y que termináramos amasijándonos entre
nosotros. Para colmo, el loco se estaba tomando co-
mo cinco gramos de merca por día.
Un sábado a la siesta estábamos en el co-
medor mirando un partido de fútbol italiano por la
tele y tomando unas cervezas. El loco, con el espejo
adelante peinando rayas y dándole como Salamanca
al piano. Lua mientras pasaba la lustradora en los
dormitorios.
-Loco –le pregunté,- ¿no te parece que estás to-
mando mucho?
-Qué pasa, vieja, ¿acaso yo me meto con lo que
tomás o dejás de tomar?
-Bueno, pelotudo, yo te digo porque me parece que
si seguís así aparte de quedar bobo al final te va a
boxear cualquier perejil –argumenté, tratando de to-
car un punto que sabía sensible.
-Al contrario, Papita, al contrario. Esta porquería me
vuelve más salvaje. ¿No querés?
-Bueno, dame un tiro. Pero juná; juná que disciplina,
papá, me tomo uno y no tomo más.
-Ay, qué tipo mesurado que sos. Decí que por acá no
hay cogumelos, que si no...
-No vas a comparar, boludo, los hongos no te hacen
nada al cerebro.
-No, claro, es como comer chicles Bazooka de men-
ta, ¿no?
126
Gabriel Cebrián
-Tenés razón, Guampa, tenés razón; para qué carajo
me voy a poner a discutir con vos.
-Claro, qué vas a discutir conmigo, vos que tenés un
cerebro pulcro y cuidadito, y para colmo leíste todos
esos libros...
-Loco, pará que me vas a terminar ofendiendo. Yo
no me meto con tus cosas, así que aflojá. ¡Huy, mirá
qué golazo! ¿Quien fue?
-Zola, chabón. Viste como lo veo, con los sesos
quemados y todo.
En eso parpadeó el televisor como si hubiera
habido una bajada de tensión. Seguíamos mirando la
repetición del gol cuando de la pieza escuchamos
una especie de gemido bastante feo. Corrimos para
la pieza y nos encontramos con Lua tendida en el
suelo, cianótica y pegada todavía a la lustradora. De-
senchufé el cable de un tirón y ella hizo como unas
convulsiones. El Guampa ya estaba encima de Lua
soplándole dentro de la boca y masajeándole el pe-
cho. De repente no le hizo más respiración, y tuve la
percepción que los masajes pectorales se habían con-
vertido en una simple y desagradable sobada. Le le-
vantó el camisón y siguió, ya visiblemente excitado.
-¿Qué hacés, boludo? –Le pregunté.
-Andate, Papa salí de acá –me respondió, mientras
se bajaba la bragueta.
-Pará, Guampa, pedazo de un pelotudo, qué estás ha-
ciendo.
-¡ANDÁTE, TE DIJE, LA PUTA QUE TE PA-RIÓ!
¡SALÍ DE ACÁ!
127
El traspié de Apolonio
Salí de allí, y salí de la casa. Me fui para el
kiosco de la 19, mientras comprobaba con cierto es-
tupor que era la primera vez que sentía asco por mi
hermano. Era un zarpado de mierda. ¿O era tal vez
que mi repulsión estaba motivada por los celos? No,
era un animal, cómo podía hacer algo así. Bueno, en
todo caso, era su mujer. ¿Era su mujer? Traté de jus-
tificarlo por el lado de la merca, pero igual no pude
sacarme la sensación de repulsa que su actitud me
había producido. Finalmente deduje que dos cosas
eran incontestables: una, que el Guampa era un ani-
mal. La otra que yo, aparte de airado por su bruta-
lidad, estaba celoso.
Llegando al kiosco vi que los pibes del barrio
estaban reunidos en la esquina.
-Hola –saludé.
-Eh, Papa, devolvéle la cara al perro –me dijo el
Muyinga.
-Qué te pasa, la concha de tu madre.
-Epa, forro, no me putiés, mirá que te puedo rebotar,
¿eh?
-Vení, vení rebotame, perejil, si sos macho.
Entonces se me vino y le di y le di y le di
hasta que me lo sacaron. Pobre pibe, mirá dónde se
me fue a cruzar. No les va a costar mucho creerme si
les digo que cada golpe que recibió en realidad
estaba dirigido a otra persona.
Debacle 2
128
Gabriel Cebrián
El gol que recibimos desarticuló por comple-
to a una defensa que ya hacía varios partidos que ve-
nía jugando para la mierda. Los pinchas empezaron
a jugar de contra y yo ya estaba convencido que la
cosa iba a ir para peor. Como en la cabecera del
Bosque el kilombo seguía, la cana empezó a tirar ga-
ses que por efecto del viento se fueron para la can-
cha y Lamolina tuvo que parar un rato el partido,
circunstancia que aprovechó Griguol para darle áni-
mo a Morant, visiblemente consternado por la caga-
da que se había mandado. De todos modos, el viejo
Timoteo era franca minoría, porque él intentaba re-
componerlo mientras muchos otros miles (del Lobo)
lo puteaban y otros tantos (los pinchas) se le cagaban
de risa.
Lamentablemente, y tal como lo suponía,
nuestro equipo perdió la brújula y ellos se agranda-
ron. Simplemente se manejaron con calma y disci-
plina táctica, esperando los errores que no tardaron
mucho en llegar: pifiada de Favio Fernández en el
área, el Negro Catán –que nunca le hizo un gol a na-
die- va y le pega tres dedos de arrastrón y cruzado
como si fuera Van Basten. 2 a 0.
Egipto
129
El traspié de Apolonio
Durante su periplo por el oriente no habían sido
pocas las referencias que había oído respecto del Egipto
como cuna de toda la sabiduría a que pueda acceder el
hombre. Las tradiciones más antiguas señalaban que los
Ajldaneses, luego llamados Atlantes, habían alcanzado el
máximo nivel de conocimiento que el mundo había
producido hasta entonces. Sus profundos talentos los
llevaron a prever el terrible cataclismo que se pro-dujo
hace milenios, cuando el choque de un astro contra
nuestro planeta dio lugar al desprendimiento de lo que
luego fue la luna. Ellos supieron entonces que una de las
pocas regiones que per-manecerían a salvo de las
convulsiones telúricas y maremotos consecuentes sería el
fértil valle del Nilo, y allí trasladaron su existencia.
Luego, con mayor o menor grado de degradación, su
cultura se extendió por todo el mundo conocido. Tal era
la tra-dición. Mas Pitágoras quería ver con sus propios
ojos y evaluar la eventual veracidad de esos extremos.
Ni bien estuvo frente a los extraordinarios monu-
mentos funerarios y pudo observar, en toda su profusa
sim-bología, a la legendaria Esfinge, supo que toda la
grandeza de aquellas gentes ya hacía mucho tiempo que
había pasado. Si él hubiera sido un hombre normal, el
saldo de ese viaje se habría reducido a unas cuantas
impresiones exóticas de una cultura en franca decadencia,
con una fachada de gobierno monárquico que nada
conservaba de la tremenda autoridad que ostentaban los
antiguos faraones. En realidad se habían convertido en
genu-flexos regentes dependientes del real poder que
entonces corres-pondía ora a los asirios, ora a los persas.
Pero él no era un hombre normal, así que con su
extensa mirada milenaria pudo recoger cada vestigio de
la an-tigua espiritualidad. Se familiarizó con la noción de
Ka, ese prodigio al cual él había accedido desde otras
130
Gabriel Cebrián
vertientes. Los ancianos del lugar –casi sus únicos
interlocutores, por elección- le habían hablado del Ka
como algo que nacía con cada individuo, un gemelo
idéntico y etéreo que lo acompañaba a lo largo de toda su
vida, como la fuerza activa que le propor-cionaba el
hálito y el movimiento. El Ka, además, se anticipaba en
la muerte para procurar mejor fortuna para la persona en
el más allá. Lamentablemente, si alguna vez los egipcios
ha-bían sido capaces de operar con el Ka en los sueños, o
conocieron la posibilidad de su transmigración, ya no
recordaban nada de ello. Para estas gentes, era
simplemente algo así como la con-solidación de una
personalidad real, el Akh, y eso era todo. Parecía ser que
los miles de años de elaboración de pensamiento
religioso habían devenido fatalmente en la mera
ejecución de los ritos en forma automática, agotándolos
casi hasta el vacío.
Y como un tipo de análisis lleva a otro, no tardó
en ponerse al tanto de la realidad política. El faraón
Ahmosis II, establecido en Sais, mantenía alianzas con
Samos. No era ca-sual, las cosas seguían un rumbo
definido.
Esa noche en su tienda caviló largamente en
cómo po-drían desarrollarse los acontecimientos en el
futuro. Algo sabía con toda claridad, Polícrates era un
traidor. Recurrentemente venían a sus mientes recuerdos
de cuando Zoroastro le hablaba de su visión del combate
entre los ejércitos de la luz y de las tinieblas, y de pronto
lo vio claro, no hacía falta más que efec-tuar un cálculo
de poderío militar: Polícrates se uniría con los Persas
para conquistar el Egipto. Por eso él estaba allí.
Decidió ir a alertar al Faraón. Esta vez no sería
un niño desvalido y asustado que iba al palacio real a
mendigar ayuda. Esta vez era un príncipe esclarecido a
131
El traspié de Apolonio
través de cien-tos de generaciones el que informaría al
Faraón acerca de la insidiosa coalición que amenazaba su
poder, por menguado que estuviese.
En un abrir y cerrar de ojos estuvo frente a las
puer-tas del Palacio de Ahmosis II, y observó en su
arquitectura esa falencia esencial que había advertido en
todo y cuanto hacía a aquella desgastada cultura. En cada
detalle se trataba de repro-ducir la potencia espiritual y la
grandeza de pretéritas ma-jestades, aunque sólo quedaban
esos aires gárrulos y vacíos que devuelven una grotesca
distorsión de lo que alguna vez fue su-blime.
No obstante ello, y como suele ocurrir en estas
cir-cunstancias, la arrogancia y el orgullo infundados son
la últi-ma pátina que se desgaja, así que por más que
Pitágoras se pre-sentó como lo que era, ésto es, un
príncipe condenado al destierro y un místico versado en
todas las artes y ciencias del oriente, no pudo
entrevistarse con el Faraón. Fue recibido por Khefardis,
Gran Visir de Ahmosis, quien hizo saber a Pitágoras –el
que se presentó bajo el nombre de Euphorbus- que si bien
la dinastía de los Saítas había permitido a los griegos
establecerse en sus dominios, de ninguna manera podían
éstos acceder a la visión directa del Faraón,
independientemente del rango de no-bleza que
acreditaran o meramente invocaran, como era en su caso.
-Seguramente, oh Gran Visir, tales pruritos no alcanzan
al ti-rano Polícrates, usurpador del trono de Samos.
-¿Es que acaso un ignoto Euphorbus, quien dice ser
noble, mago y hombre de gran conocimiento, es tan
imprudente como para venir a la mismísma morada del
Dios Sol y permitirse inje-rencias en asuntos
absolutamente ajenos a su incumbencia? ¿Qué supones
que me impide, oh temerario intruso, arrojarte ahora
132
Gabriel Cebrián
mismo a las mazmorras donde los impíos purgan atre-
vimientos mucho más leves que éste?
-Tu sano juicio, Gran Visir. ¿Es que acaso estoy pidiendo
algo a cambio? Sabrás, en tu grandeza de pensamiento,
tomar en cuen-ta mis palabras en el futuro, ya que están
libres de cualquier espuria segunda intención. Me
conformo simplemente con que me dejes marchar, y que
des cuenta de lo que he dicho al gran Faraón Ahmosis.
-Serás afortunado, Euphorbus, si en ese caso no pide tu
cabeza en bandeja de plata. En fin, aprovecha mi buena
predisposición y desaparece de mi vista antes de que me
arrepienta. En todo caso, y ante la remotísima
eventualidad que la razón asista a tus audaces juicios,
¿dónde podría encontrarte?
-Podrás encontrarme en los jardines frente al Templo de
la dio-sa Hathor. Verás que no pasará mucho tiempo
antes de que tus hombres vengan por mí.
-Probablemente, pero puedes estar seguro que no lo harán
por las razones que estás sugiriendo. Vete ya pues,
imprudente griego, mientras dure mi paciencia.
Pasó el tiempo, y aunque no había recibido
noticias del Visir Khefardis, la certeza del inminente
descalabro que se cer-nía sobre el régimen faraónico se
hacía cada vez más evidente a sus ojos. El descontento de
la gente crecía en tanto desde el palacio sólo se daban
señales de insensibilidad para con el pueblo y de
debilidad obsecuente para con los poderosos reyes del o-
riente. En tal clima el espíritu no podía prosperar en
modo al-guno, y era doloroso advertir el abismo que
existía en este sen-tido, entre aquellas gentes temerosas y
empobrecidas tanto ma-terial como moralmente y los
grandes iluminados del pasado, que delinearon las bases
de la cultura madre de todas las que vendrían. Cierto día
133
El traspié de Apolonio
se encontró con un movimiento inusual en las calles de
Sais, y a poco se enteró de que Ahmosis II había sido
sucedido por su hijo, Psamético III. Todos esperaban
señales claras y prontas de políticas más independientes y
una mayor predisposición para con las clases más
oprimidas por la pobre-za. Mas Pitágoras sabía que nada
de ello iba a suceder, y que las cosas pronto cambiarían
radicalmente para los egipcios. En tales circunstancias, se
concentró en determinar cuál era el propósito de su
estancia allí y de qué manera podía optimizar la situación
para ejecutar de modo cabal los hechos que el des-tino le
imponía.
Una tarde alguien le dijo que varios soldados
estaban preguntando por un griego llamado Euphorbus, y
a pesar de lo riesgoso de la maniobra les salió
decididamente al encuentro. Los guerreros lo trataron con
gran amabilidad y le comuni-caron que el Gran Visir
solicitaba que compareciera ante él. Tal parecía que
comenzaba a entrar en razones.
Entrado que hubo al palacio real, Khefardis se
dirigió raudamente a su encuentro. Una vez a solas, y sin
preámbulo alguno, le comunicó que habían recibido
varios informes que corroboraban lo que tiempo atrás él
le había anunciado. Ni bien Khefardis había tomado
razón de dichos informes, y como correspondía a sus
deberes esenciales, comunicó al nuevo Fara-ón los
términos de la entrevista que una vez tuvieran, a lo que
Psamético indicó que inmediatamente localizaran y
trajeran ante él a ese griego. La cuestión, ahora, era
discernir si se tra-taba de un mago, un augur o
simplemente de un oportunista implicado en quién sabe
qué oscuras conspiraciones.
-Habla con la verdad, oh Euphorbus, porque tenemos
medios para hacer que suelte la lengua el más bizarro de
134
Gabriel Cebrián
los héroes. No creo que te interese comprobarlo por ti
mismo.
-¿Por qué crees que he venido hasta aquí dos veces, por
mi propia y exclusiva voluntad, arriesgándolo todo y sin
pedir na-da a cambio? ¿Acaso supones que haría cosa
semejante si no estuviera seguro tanto de mis extremos
como de las fuentes de las cuales surgen?
-¿Y cuáles son esas fuentes?
-Esas fuentes, oh Gran Visir, son tan sutiles como el
viento del desierto. He aprendido con los mayores sabios
del oriente a desentrañar el signo de los tiempos, he
caminado codo a codo con el Sakyâmuni, he aprendido la
astrología y el poder del número entre los persas, he
absorbido el profundo conocimiento de los antiguos
rapsodas griegos y orientales; gracias a ellos me he
vuelto conciente de mis vidas pasadas, y créeme, puedo
leer el sino del devenir como tus escribas traducen las
antiguas escri-turas. Y en función de eso me veo obligado
a comunicarte que ya es demasiado tarde. Ya nada
podréis hacer contra el poderoso ejército persa.
-Seguramente el Faraón te mandaría a ahorcar como a un
pe-rro en caso de que llegara a escuchar tales presagios.
-Puedes decírselo, Visir, y él bien puede mandarme la
horca. Lo que nunca podrá, empero, es torcer el curso de
su funesto destino.
-¿Y qué se supone que debemos hacer, si es que tu delirio
tiene alguna verosimilitud?
-Te lo dije, ya nada puede hacerse. Solamente, quizás,
intentar que el desastre sea menor. Si Psamético se
empeña en presentar batalla lo único que conseguirá será
provocar más muertes y sufrimientos.
-¿Estás sugiriendo que entreguemos el imperio sin
presentar batalla siquiera?
-Para mí, sería lo menos gravoso.
135
El traspié de Apolonio
-Bueno, me parece una insolencia de tu parte desmerecer
así el ejército que no hace mucho rechazó a las fuezas de
Nabucodo-nosor II de Babilonia.
-Eso, no garantiza absolutamente nada.
-Bien, es hora de llevarte a presencia del Faraón –golpeó
sus manos y desde atrás de unos cortinados surgieron
cuatro guerreros fuertemente pertrechados. -Lo siento por
ti, quizás deberías haberte marchado mientras pudiste.
Ahora es dema-siado tarde. Sabes, me gustaría dejarte ir,
pero a estas alturas, es tu cabeza o la mía. Permanecerás
con la vista en el suelo mientras estés frente al Faraón, y
no levantarás la mirada ni dirás una sola palabra a menos
que él te lo ordene. Él es un Dios para los egipcios, y
mucho más que eso para los extran-jeros.
Mientras lo conducían a la cámara real, Pitágoras
pensó que el dios aquél muy pronto estaría asándose para
constituirse en el plato principal de los generales persas.
Qui-zás sus antecesores lejanos hayan sido dioses, o
semidioses. No le cabía duda alguna que aquel Psamético
que estaba a punto de conocer era incluso indigno de
considerarse meramente un hom-bre.
La primera impresión acerca del desgastado
monarca, aún soslayando la cuestión visual, no hizo más
que reafirmar sus certezas. Por más que se esforzaba en
denotar dignidad y poder, las ligeras modulaciones que
dejaban traslucir el miedo eran flagrantes para el fino
oído de Pitágoras. Luego de un extenso preámbulo de
fórmulas vacías, Khefardis pasó a comu-nicar al Faraón
todo cuanto Euphorbus le había adelantado, y entonces el
griego supo que nada bueno le esperaba, aunque en su
fuero íntimo sabía con toda certidumbre que su hora aún
no había llegado. Entonces Psamético se dirigió a él y le
dijo:
136
Gabriel Cebrián
-Quiero imaginar, por tu bien, pequeño perro griego, que
no mientes al decir que tus pronósticos se basan
solamente en má-gicas capacidades. Pues bien, en tal
caso prefiero pensar que es-tás loco –Pitágoras
permaneció mirando al piso y sin mover un músculo. -Y
bajo ningún concepto quiero que mis súbditos más
dilectos, aquí presentes, tengan motivos para pensar que
su Se-ñor es una persona maliciosa y vengativa, así que...
bueno, también creo que lo hago porque supiste venir a
esta corte a dar aviso de algo que luego pareció
confirmarse, y de tal modo mereces una oportunidad. Te
encadenaré en las mazmorras hasta tanto la cuestión se
clarifique. Una vez rechazado el in-vasor, si es que se
atreve, y como castigo por tus imprudentes augurios,
serás ajusticiado en la plaza central para que todos los
temerarios como tú aprendan a pensar dos veces antes de
dudar de las capacidades el Hijo de Horus –tras lo cual,
sin dilaciones, Pitágoras fue conducido a los calabozos y
encadenado a la roca viva. No había hecho falta
semblantear al personaje aquél para advertir su total
incapacidad para enfrentar el caos en ciernes.
Durante varios días permaneció allí, en la
oscuridad, alimentado por simples mendrugos y
recibiendo de cuando en cuando las burlas y algún que
otro golpe por parte de los guardias. Refugiado en su
extensa vida interior, nada de lo precario de su situación
parecía socavar su ánimo. Aprovechó ese sórdido
remanso de quietud en su tumultuosa vida para re-
construir buena parte de la estructura histórica de la que
abrevaba, y tuvo ingentes intuiciones respecto de
disciplinas tendientes a purgar cuanto de negativo
pudiera existir en su cuerpo luminoso. Incluso, subido a
él, pudo recorrer valles, ma-res y montañas con más
137
El traspié de Apolonio
claridad perceptual incluso que en su cotidianeidad
material.
Hasta que un día, no mucho tiempo después,
sucedió lo inevitable: el ejército persa, bajo las órdenes
de Cambises II, hijo de Ciro el Grande, derrotó con suma
facilidad a las improvisa-das defensas en Pelusio y anexó
el Egipto a su imperio. Desde las mazmorras, Pitágoras
pudo oír los desesperados corrillos e inútiles
disposiciones de las fuerzas más cercanas al Faraón pa-ra
evitar la caída del Palacio real, mas todo fue en vano. Por
supuesto, la condena que éste le había impuesto jamás se
eje-cutaría. Sus presagios cobraban actualidad a cada
momento.
Dos días estuvo sin probar bocado y sin beber
agua, hasta que de pronto se abrieron las puertas y un
militar persa, al parecer de cierto rango, secundado por
dos guerreros fuer-temente armados, ingresó a la oscura
mazmorra.
-¿Quién eres tú? –Preguntó, en lengua egipcia.
-Mi nombre es Euphorbus –respondió Pitágoras, en
persa.
-Ah, muy bien, veo que hablas nuestro idioma. ¿Y por
qué estás aquí?
-Por haber advertido al Faraón que el ejército persa
invadiría el Egipto.
-Veo que eres valiente, podría matarte aquí mismo
solamente por eso que estás diciendo. Sin embargo, me
gusta tu actitud. Y dime, ¿dónde fue que tomaste
conocimiento de tal especie?
-Simplemente hice acopio de lo que aprendí en tus
tierras, oh guerrero. Los astros me hablan en el mismo
idioma que a los Magos de Caldea; he aprendido la
palabra del único Dios direc-tamente de los labios de los
138
Gabriel Cebrián
sacerdotes de Zoroastro, he oído la palabra de los Santos
Monjes del Himalaya. En fin, me asiste una milenaria
fuente de conocimientos. Nada más fácil para mí que
observar el curso de los acontecimientos y seguir unas
cuantas líneas hacia el futuro.
¿Eres una especie de adivino, o algo así? –Preguntó el
militar, visiblemente intrigado.
-No, guerrero, simplemente me jacto de haber tenido
buenos maestros; los mejores, podría decir.
-Bueno, pues guarda tus honores para más luego, que
quizás tengas que sacarlos a relucir para conservar el
pellejo –tras lo cual, abandonó la oscura prisión con su
séquito tras de sí, de-jándolo encadenado y famélico
como lo había estado hasta en-tonces.
Volvió a refugiarse en su mundo interior hasta
que unas horas más tarde la portezuela se abrió
nuevamente y el mismo visitante hizo ingreso, otra vez
acompañado de lo que parecía ser su custodia personal.
-Bien, adivino, has tenido suerte, por ahora. Tanto el
Visir como Psamético han corroborado tus asertos, y eso
motivó al menos la curiosidad del Emperador. En este
momento está gozando de todas sus nuevas
suntuosidades, luego disfrutará de un banque-te de
celebración con su séquito. Me dio indicaciones para que
al final del mismo te lleve a su presencia, y allí tendrás
mucha suerte si consigues conservar la cabeza sobre los
hombros. Tú sabes, si hay algo que detesta es a los falsos
augures. Ahora me acompañarás y trataremos de quitarte
la pestilencia que te re-cubre. Por más que seas un
miserable chacal no ofenderás las narices de Su Alteza.
Soltaron sus manos y sus pies, y le colocaron una
cadena alrededor del cuello con la cual lo conducían
como a una bestia salvaje. Luego lo llevaron hasta unos
baños precarios y le permitieron higienizarse,
139
El traspié de Apolonio
lamentándose que se derrochara tanta cantidad de agua
en un miserable infiel. Mas tarde lo condujeron a la
cámara donde tiempo antes había comparecido ante el
Faraón. Ahora lucía decorada al estilo de los invasores,
con grandes tapices que reproducían motivos de animales
o escenas bélicas que respondían a cuidados patrones
geométricos. Detrás del sitial del Emperador, y a cada
uno de sus lados, habían colocado sendas estatuas de
piedra que representaban toros alados con cabeza
humana.
Ninguno de aquellos arrogantes vencedores que
fes-tejaban vocingleramente la conquista le produjo
mayor re-pulsa. Sólo uno de ellos, a la izquierda de
Cambises, hizo que tuviera que realizar un gran esfuerzo
para no abalanzarse sobre él y ultimarlo. Inmediatamente
supo que se trataba de Polícrates.
-Su Alteza –anunció el militar sosteniendo la cadena
sujeta al cuello de Pitágoras, -he aquí al que los egipcios
atribuyen dotes de mago y clarividente. Él es, oh Señor,
quien tanto Psamético como el Visir señalan que predijo
vuestra llegada y vuestra victoria.
-Ah ¿sí? .No parece gran cosa
-Así es, mi señor. También se dice que estaba al tanto
hace mucho tiempo ya de vuestra alianza con el Rey de
Samos, aquí presente.
Entonces Cambises se dirigió a Pitágoras.
-¿Y cómo es, pedazo de escoria, que has tomado
conocimiento de tales circunstancias? Fíjate muy bien lo
que vas a responderme, pues tu vida puede durar aún
menos que la flama de esta vela.
-No necesito, oh Gran Señor, meditar en modo alguno mi
res-puesta. No haré otra cosa que referir la verdad más
pura. Simplemente apliqué algunos de los conocimientos
140
Gabriel Cebrián
que aprendí directamente del Gran Profeta de Ahura
Mazda, el dignísimo Zoroastro.
-¿Es que vas a decirme que conociste al Reformador?
-Pues claro que voy a decirlo, porque así es. Incluso
llegué a tener el inmenso honor de ser su Chantre en
numerosos sa-crificios, en la corte del Rey Vishtâspa. Si
Vuestra Eminencia lo considera necesario, puedo repetir
aquí mismo y ahora todos los sagrados Gâthâs.
-No es necesario, si lo dices seguramente debes
conocerlos. Lo que no me queda claro es lo siguiente. Si
profesas, como dices, la única fe valedera en este mundo,
¿por qué viniste a alertar al Faraón de la llegada de mi
ejército, que es el de Ahura Mazda? ¿Es que acaso tu fe
en el único Dios ha claudicado?
-Simplemente, oh Alteza, vine a evitar inútiles derrama-
mientos de sangre para ambos bandos. Si tanto Khefardis
como Psamético os han dicho toda la verdad, Vuestra
Majestad podrá comprobar que yo solamente anuncié lo
que de todos modos ocurriría, esto es, lo irrevocable de
vuestra victoria. Si por un momento hubiera dudado de
tal posibilidad, nada habría dicho. Pero las señales fueron
claras e inequívocas.
-Estoy tentado a creerte... ¿cómo dices que te llamas? Ah,
Eu-phorbus. Pero hace falta mucho más para convencer a
un go-bernante desconfiado como lo soy yo. He de
pedirte que realices un prodigio ante nuestros ojos para
complacernos y despejar cualquier sombra de duda.
-Verá, Vuestra Eminencia, tanto mis conocimientos como
algu-nas dotes mágicas que he tenido oportunidad de
adquirir en tierras persas, dependen en un todo de mi
energía. Y lamen-tablemente este guiñapo que tenéis
frente a vuestros ojos está muy debilitado por una larga
estancia en las mazmorras de este palacio. Os pido, oh
Gran Señor, que tengáis misericordia de mí y me
141
El traspié de Apolonio
otorguéis dos días al menos de vida normal y
alimentación adecuada. Si después de ello no puedo
colmar las expectativas de Vuestra Alta Dignidad,
disponed de mí y haced lo que os plazca.
-Muy bien, tienes dos días. Y ahora quítate de mi vista.
Alunizaje
Esa noche volví bastante tarde a casa, pues
no quería ni cruzarme con el Guampa después de la
boludez que se había mandado. Por suerte, cuando
se la estaba por entubar, la pobre mina ya parecía es-
tar volviendo en sí, así que por eso no me preocupé
mucho, pero... ¡qué pedazo de animal era este hijo
de puta!
Metí la llave con cuidado para no hacer rui-
do. Entré y manotié una botella de whisky escocés
que había dejado detrás del sillón del living, me sen-
té y comencé a chupármela del pico. Al principio me
quemó un poco, pero al rato ya pasaba como agua.
Me extrañó el silencio que había... si el Guampa hu-
biera estado despierto, estaría el televisor encendido
y se oirían los soplidos típicos de cuando le daba al
nariguete; y si hubiera estado dormido, los ronqui-
dos se habrían oído desde la otra cuadra, así que
pensé que debían haber salido a alguna parte.
En eso apareció Lua y me sorprendió. Corrió
directamente hacia mí y se arrojó a mis brazos. Llo-
raba a mares y se convulsionaba mientras apretaba
su pecho contra el mío. Comencé a tener una erec-
142
Gabriel Cebrián
ción y eso me causaba oprobio, me parecía indigno y
repugnante, pero ustedes saben cómo es, no podía
evitarlo. Cuando se hubo calmado un poco, aún en-
tre sollozos, me decía:
-¡Glauco, meu amor, você veu o que fiz ese filho da
puta! ¡Podería-me haver morto! ¡Podería-me haver
morto, e você veu o que fiz ese filho da puta!
-Ya, Ya, Lua, calmáte. Quedáte tranquila, ya pasó –
le dije, mientras le acariciaba la espalda y el pelo.
Cuando quise acordar nos estábamos besando con
pasión, su lengua adentro de mi boca era todo cuanto
deseaba de este mundo, tal era su dulzura. Pregunté
por mi hermano y me respondió que había ido a
Ciudad Evita para hacer una transa, y que hasta ma-
ñana no volvería. Entonces supe que había cruzado
el límite. Ninguna fuerza conocida o por conocer po-
dría apartarme de aquel deseo que consumía cada
célula de mi cuerpo, que sacudía cada partícula de
mi espíritu.
Fuimos a mi cama, dejé que me desnudara y
luego la observé, a la luz de la luna que entraba por
la ventana, mientras se quitaba la ropa. Era tal la
hermosura de su cuerpo que tuve que voltearme para
evitar una inminente polución. Fui al baño, traté de
tranquilizarme mientras me tomaba el whisky y me
remojaba para enfriarme un poco. No atinaba a dis-
cernir si lo hacía para evitar un contacto carnal que
aparecía como inevitable o para intentar volver atrás
y acabar con esa situación, reñida con mis cada vez
más endebles códigos de lealtad. Pronto supe que de
143
El traspié de Apolonio
ninguna manera iba a poder sustraerme, de modo
que volví para enfrentar la situación.
Entré al cuarto y el glorioso espectáculo de la
desnudez de Lua recostada en la cama me devolvió
al terreno del ansia irresistible. Me arrojé sobre ella,
continuamos besándonos con desesperada pasión y
todo en mí devino en un torbellino del cual el cuerpo
de esa hermosa mujer era el epicentro, y su sexo,
húmedo ya, el ojo del huracán que me fagocitaba.
De pronto me dio vuelta, me colocó boca arriba
sobre la cama y comenzó a besarme en el muslo de-
recho. Se detuvo mucho tiempo en ese lugar, aca-
riciándome suavemente con su lengua y murmu-
rando cosas que, por susurradas y por el idioma, no
alcancé a comprender. Luego se irguió, se subió
sobre mi cuerpo y fue introduciendo mi pene dentro
suyo lentamente, gradualmente, sintiendo y disfru-
tando cada mínimo instante de esa crucial penetra-
ción. Por mi parte, y supongo que imbuido por la in-
tensidad de los sentimientos que demostraba esa mu-
jer, estaba convencido que toda mi existencia sim-
plemente se había dirigido hacia ese momento, tan
fuera de proporción con cualquier otro evento que
hubiera signado mi vida. Tomé sus manos, que había
apoyado sobre mi pecho para controlar el acceso, y
las besé, mientras ella exclamaba “¡Obrigada, Se-
nhor! ¡Oh, assim, ah, assim! ¡Graças, meu Deus!”.
En ningún momento semejante desborde pasional
nos llevó a ejecutar un movimiento brusco, todo fue
leve y profundo, más que la carne eran nuestras
almas las que se fundían en ese acto sagrado que
144
Gabriel Cebrián
estábamos llevando a cabo. Quizás fuera que nunca
se había inmiscuido sentimiento alguno en mis ante-
riores experiencias sexuales, o tal vez la magnitud de
aquella consumación respondía a designios trascen-
dentales, lo cierto es que supe inmediatamente que
Lua tenía razón, era mía y lo sería por siempre; nada
ni nadie podría interferir ya en ese círculo que estaba
acabando de cerrarse. Terminamos juntos de una
manera que no por apacible dejó de ser intensísima,
y luego se desplomó sobre mí. En esa posición nos
dormimos, y recuerdo que en nuestros sueños, que
también entretejieron sutiles vínculos, seguimos dis-
frutando uno del otro.
Antes del amanecer Lua se dispuso a volver a
la habitación que compartía con mi hermano, no fue-
ra a ser cosa que nos encontrara durmiendo juntos.
Le dije que la amaba, y que no sabía si iba a poder
tolerar que volviera a dormir con él. Me besó tierna-
mente y me respondió con tono tranquilizador:
-O único que eu peço a você é que tenha um pouco
de paciência. Não falta muito para que chegue o no-
sso tempo.
Debacle 3
El segundo gol nos terminó de desarmar.
Gimnasia salió a lo loco, sin ideas, sin fútbol, que-
riéndose llevar por delante a un rival agrandado y
super confiado. Ya sabía lo que iba a pasar, los putos
145
El traspié de Apolonio
nos iban a terminar de cagar de contragolpe. Me sen-
té en el tablón con la cabeza entre las manos, ni ga-
nas tenía ya de mirar cómo nos hacían el culo.
-¿No mirás el partido, boludo? –Me preguntó el
Guampa.
-No, forro, qué querés que mire, ya fue.
-Decime, la concha de tu madre, ¿para todo te entre-
gás así, vos? A la final sos un flojo, sos. –Sentí una
oleada de sangre subir por mi cabeza como si fuera
magma.
-¿Qué carajo tenés que decir, pelotudo? ¿Encima
que nos cagan a goles qué querés que haga, que me
pare y aplauda, infeliz?
-Claro, con maricas como vos no solamente nos van
a ganar en la cancha.
-Pero la reputa que te parió, ¿querés ver lo marica
que soy? ¿Querés ver?- le pregunté, recaliente,
mientras me incorporaba. El Loco medio se sorpren-
dió, yo nunca le había hablado así antes, y mucho
menos le había hecho una parada semejante. Un par
de pibes se interpusieron, nadie entendía nada. ¡Los
hermanos Bellagamba yéndose a las manos entre e-
llos!
-Ah, ahora saltás, cabrón –me dijo, y me miró con
cara de estar al tanto de algo. O quizás era que yo
tenía cola de paja; pero no, lo conocía muy bien: o
se había enterado de algo o se había dado cuenta só-
lo, una de dos. En eso los pinchas gritaron su tercer
gol. No lo vimos. Parece que fue un centro y otra
vez nos embocó Calderón, que lo parió. Para colmo
tras cartón le hacen un penal al mellizo Guillermo
146
Gabriel Cebrián
que el turro de Lamolina no lo cobra y encima lo e-
cha por protestar.
Venganza oracular
Durante los dos días subsiguientes Pitágoras fue
a-tendido a cuerpo de rey, y aún cuando fue provisto de
todos los manjares imaginables, sólo tomó los alimentos
que convenían a su esencia. Mucho meditó acerca del
prodigio que debería rea-lizar ante la corte de Cambises,
mas en ningún momento dudó de sus capacidades, que le
permitirían manipular los sentidos de aquellos hombres
toscos y pendencieros, cuya credulidad los hacía más que
pasibles de tales maniobras. Ya estaban dispues-tos a
creerle; es más, querían creerle, y eso le daba la chance
de conjugar la oportunidad de salvar el pellejo con la de
consumar su venganza, a través del prestigio que
cosecharía.
Llegado que hubo el momento, Pitágoras solicitó
se le provea de una falda muy corta y de un Kalasaris –
especie de falda antigua, larga hasta los pies- de color
negro. Se presentó ante la expectante corte con el
Kalasaris en su mano diestra. Los nobles invasores
quedaron casi boquiabiertos por la segu-ridad en sí
mismo e incluso la arrogancia que el presunto mago
trasuntaba. Pitágoras sabía muy bien que esta
circunstancia no hacía más que acrecentar sus
posibilidades, en cuanto socavaba los resguardos de esas
gentes. Se dirigió a Cambises y le pre-guntó:
147
El traspié de Apolonio
-¿Tendría a bien Vuestra Altísima Dignidad disponer que
sus músicos interpreten un aire festivo, para que yo pueda
demos-traros la habilidad de mis pies, solamente
comparable a la del mismísimo Hermes?
-Tal me parece, oh Euphorbus, que tu baile deberá ser en
extremo prodigioso si quieres continuar con vida. Mira, si
nues-tra voluntad hubiera sido la de observar danzas,
habríamos mandado a llamar gráciles mujeres, en lugar
de un bulto malo-liente –todos rieron estentóreamente.
Pitágoras ni se inmutó.- Bueno pues, voy a hacer de
cuenta que ése es tu último deseo, y quién sabe, tal vez
puedas divertirnos un rato antes de que mueras.
Los músicos comenzaron con su trabajo y
Pitágoras a ejecutar unos pasos de baile deslumbrantes en
cuanto a la plasticidad de los movimientos, pero que,
además, respondían a antiguas coreografías que
conseguían introducir a los especta-dores en estado de
trance. Danzó febrilmente, concentrado, advirtiendo al
propio tiempo que tanto el emperador como su corte lo
observaban fascinados. El kalasaris lo ayudaba a re-
marcar determinadas fases de su espléndida
demostración. Fi-nalmente su aguda captación del
lenguaje musical lo llevó a anticipar el final de la canción
y en medio de un salto casi humanamente imposible se
colocó, en el aire, el kalasaris, cayendo de rodillas ante el
propio Cambises y dedicándole una graciosa reverencia.
Ninguno de los presentes sabía qué actitud tomar: por un
lado, la ejecución de aquel diestro danzarín había sido
excelsa, mas por el otro no parecía guardar congruencia
con los extremos que el mismo debía acreditar.
Visiblemente turbado por la ambigüedad de sus
sensaciones, finalmente Cambises dijo:
-Es en verdad maravilloso tu arte, oh Euphorbus, pero
nada en él ha dejado traslucir elemento alguno que
148
Gabriel Cebrián
sustente las habi-lidades que tan altaneramente te
atribuyes.
-¿Es que Su Alteza no ha reparado en mis piernas?
-Oh, sí, claro que sí, pero no he visto nada que supere en
mucho a otros grandes artistas que han demostrado sus
méritos ante mí.
-¿Quiere decir Vuestra Eminencia que no reparó en la
parti-cularidad de mi muslo derecho, que es de oro
sólido?
-¿Cómo dices?
-Digo que mi muslo derecho, como podéis ver, es de oro
–y se quitó de golpe el kalasaris, dejando al descubierto
su pierna derecha, que deslumbraba en áureos reflejos.
Concentró toda su atención en el monarca y le dijo:
-Únicamente vuestra Alta Dignidad puede comprobar con
sus manos lo que ven sus ojos. Ninguno de los otros aquí
presentes es digno de tocarme.
Un murmullo de admiración subrayó aquella
frase. Nadie que no fuera un semidiós se hubiera atrevido
a hablar de tal suerte. Cambises, lívido, se levantó de su
trono, caminó con paso trémulo hasta Pitágoras y con
temor reverencial compro-bó maravillado la veracidad
del portento. Se volvió hacia su corte y le manifestó:
-En efecto, oh, amigos míos, este hombre no ha mentido.
A partir de ahora lo trataréis con el respeto y la dignidad
que merece, o se las verán con la ira de Cambises II, hijo
de Ciro el Grande –evidentemente, estaba tratando ya de
ganarse los favores del mago.- Ven, Euphorbus,
permíteme que te invite a mi mesa.
-No quisiera importunaros, oh Rey.
-Nada de eso, nada de eso. Eres mi invitado de honor, y
se-guramente tendrás la generosidad de responder
algunas pre-guntas que me gustaría formularte.
149
El traspié de Apolonio
-Antes que nada, si Vuestra Honorabilidad me permite,
me gustaría referirme a algunas urgencias que supongo
sería bueno que conozcáis.
-¿Urgencias? Soy todo oídos.
-Tiene que ver con vuestro hermano Smerdis, oh Gran
Señor.
-¿Smerdis? ¿Qué hay con Smerdis, que hace ya mucho
tiempo que está fuera de este mundo?
-Pues bien, un impostor se ha sentado en vuestro trono
di-ciendo que se trata de él. Y le han creído, oh
Emperador. Es me-nester que os dirijáis inmediatamente
hacia Persia y ordenéis cuanto hay allí de caótico.
-Dispondré las cosas para partir lo antes posible, oh
Euphor-bus. Si las cosas resultan ser tal como dices, te
estaré eter-namente agradecido.
-Las cosas son tal cual os digo, pero también sé que muy
pronto volverán a la normalidad a partir de vuestra
firmeza. Y si me permitís, para que las cosas sigan su
curso de acuerdo a los sagrados designios que me han
enviado a ayudaros, permitidme dar también consejo al
honorable Polícrates, Rey de Samos, aquí presente.
-Adelante, hazlo –concedió Cambises. Polícrates se
revolvió en su asiento presa de la curiosidad.
-Gracias al buen Dios me es dado conocer que dudas, Oh
Rey de Samos, acerca de cierto tratado que hace tiempo
te propone el Sátrapa de Sardes, representante del aquí
presente Emperador –otra vez se oyó un rumor de
sorpresa. -Pues bien, debes formalizarlo cuanto antes y en
muy poco tiempo, tanto tú co-mo Su Alteza aquí
presente, advertirán los grandes beneficios que tal
convenio traerá aparejados.
-Es verdad –concedió Polícrates, -en realidad estaba
bastante preocupado por ese asunto. –Se dirigió a
Cambises.- Dispondré las cosas para viajar junto a
150
Gabriel Cebrián
Vuestra Majestad, si así lo dis-pone, y luego de colaborar
para restaurar el orden en Persia, haré todo tal cual lo
indicado por Euphorbus.
-Nada de eso, mi buen Polícrates. Sólo, bien puedo poner
en su lugar al advenedizo, ¿No es así, Euphorbus?
-Así es, oh Gran Señor. Polícrates, no demores en llegar a
Sar-des. Cuanto antes lo hagas, tanto mejor.
-Y tú, Euphorbus, ¿aceptarías acompañarme a Persia?
Tendrás así oportunidad de conocer mi Palacio y todas
las delicias que existen en su interior.
-Mucho os agradezco, oh generoso Emperador. Pero
mucho tam-bién me temo que deberé privarme de tanta
grandeza. Vuestra Altísima Dignidad cumplirá con éxito
todo cuanto convenga a su imperio, mas yo debo
permanecer aquí para aconsejar a vuestros delegados.
Ello es menester, en vistas a evitar sorpre-sas que puedan
atentar contra el dominio persa en estas tierras.
-En verdad, el glorioso Ahura Mazda habla por tu boca,
Eu-phorbus. Veo que no en vano has sido chantre del
Gran Re-formador.
-Sinceramente agradezco vuestra consideración, Graciosa
Ma-jestad.
(Días más tarde el usurpador del trono imperial
de Persia, el falso Smerdis -quien era en realidad el Mago
Gau-mãta, astrólogo, sacerdote de Zoroastro y antiguo
condiscípulo de Pitágoras-, mandó asesinar a un confiado
Cambises. Igual suerte corrió poco tiempo después el
tirano Polícrates, en Mag-nesia del Meandro, a manos del
Sátrapa de Sardes, quien ya había cerrado tratos con
Gaumãta.)
151
El traspié de Apolonio
Apolonio
Salí de casa al mediodía y caminé hasta la
19. Luego le pegué hasta la rotonda de 520 y decidí
entonces no tomar el bondi e ir a pie, idea que re-
sultó bastante mala porque hacía un calor de cagarse.
Aparte calculé mal, ya que creí que el Hospital de
Romero quedaba mucho más cerca.
De todos modos no vino mal, ya que tenía
muchas cosas en las que pensar, supongo que se i-
maginarán. Por más que le daba vueltas al asunto
con mi hermano y Lua, no parecía arribar a con-
clusión alguna. Era un real atolladero; las cosas ya
habían ido demasiado lejos como para volver atrás, y
seguir adelante implicaba riesgos que mejor ni eva-
luar. La verdad que me encontraba bastante depri-
mido, me sentía mal fundamentalmente por el viejo,
ya que fue ante él que asumí el compromiso de se-
guir al Guampa y no traicionarlo jamás. Al principio
también me jodía lo que me figuraba era una fla-
grante deslealtad fraternal, mas pronto me convencí
que las actitudes de mierda que estaba asumiendo mi
hermano de un tiempo a esta parte me eximían de
ese cargo de conciencia. Si el loco iba a compor-
tarse como un animal y no iba a respetar a nadie,
tampoco podía pretender que todos asumiéramos
con mansedumbre el rol de lacayos. En fin, sabía
que todo se desencadenaría muy pronto, pero éso era
todo lo que sabía, con lo que mi incertidumbre lle-
152
Gabriel Cebrián
gaba a veces a convertirse en angustia lisa y llana.
Para colmo era imposible hablar con él, la merca lo
ponía irritable y dado a todo tipo de explosiones. El
mínimo planteo acerca de un tema semejante segura-
mente arrojaría consecuencias desastrosas, así que
no quedaba otra que estar atento a los acontecimien-
tos. Mi amor por Lua, el primer y único amor que
había experimentado –con las implicancias que esto
supone- parecía erigirse como el faro que dirigía el
derrotero de mi alma, la que cotidianamente naufra-
gaba en la lejanía, sin poder recalar en el dulce mue-
lle de su vientre.
Esta especie de metáfora sentimentaloide tal
vez me ayude a precisar cabalmente los motivos que
conducían mis pasos hacia el manicomio a entrevis-
tarme con un ignoto demente, recomendado por otro
que no por estar del otro lado parecía menos chala-
do. Por cierto que no estaba buscando claves esotéri-
cas que sustentaran en modo alguno la aberrante su-
posición que el espíritu de Pitágoras se alojaba hoy
en mi cuerpo. Era sin duda un dislate pintoresco,
mas un dislate al fin. Los fundamentos que determi-
naron mi decisión de ir hacia allí, estaban dados por
una especie de convicción íntima que no respondía a
razonamiento alguno: no sabía por qué, pero algo me
decía que encontraría una pauta con referencia a qué
hacer con mi sufriente corazón.
Finalmente, después de una agotadora cami-
nata, llegué al hospital. No muy seguro de estar ha-
ciendo lo correcto, recorrí todo su perímetro fijándo-
me en las distintas barracas y en algunos personajes,
153
El traspié de Apolonio
a veces patéticos, encerrados detrás de gruesos y al-
tos alambres tejidos. No sé cuál será el grado de pe-
ligrosidad que muchos de esos fulanos podrán tener
respecto de sus semejantes supuestamente cuerdos;
lo que sí, me atrevería a decir que he visto circular
en libertad maniáticos a ojos vista muchísimo más
dañinos.
Decidí que no era una buena hora para entre-
vistarme con el loco, ya que era pasado el mediodía
y estaría morfando o sumido en el sopor post-inges-
ta. No tenía nada que hacer, salvo quizás lamerme
las heridas. Del otro lado de la 520 estaba la parte
del hospital en donde laburan los médicos que se o-
cupan del cuerpo propiamente dicho (sé que a los
psiquiatras no les va a gustar mucho esta disquisi-
ción, pero que se vayan a la mierda) y había una es-
pecie de buffet con mesitas afuera guarecidas por la
sombra de los árboles. Ocupé una, vino un tipo y le
pedí una cerveza.
-Lo siento, señor, no servimos bebidas alcohólicas.
La puta que lo parió.
-Bueno, traeme una 7up.
-Muy bien.
Mientras esperaba me prendí un cigarro y
casi al toque apareció un chabón todo desarrapado y
mugriento, con pinta de interno de enfrente al que le
dejaban deambular, y me pidió uno. Le di. Me traje-
ron la gaseosa y me serví un vaso. Otro mugriento se
acercó y al igual que el primero me mangueó otro
pucho. Le di. Qué lo parió, tenía razón, Gabriel. A-
hora, ¿de qué lado habrá estado cuando aprendió los
154
Gabriel Cebrián
códigos? Enseguida vino una gorda indefectiblemen-
te sucia –sólo que ésta olía peor- y ¿adivinen qué me
pidió? Le di. Al cuarto lo saqué del orto, pagué la
bebida y me fui. Encima que no servían cerveza te
tenías que bancar a esa especie de desfile de vampi-
ros out-siders, que lo parió.
Caminé unas cuadras y encontré un
barcito de paredes de cartón prensado, bien al estilo
antiguo. Allí sí había cerveza. Y vino, whisky, caña,
vermouth, lo que se te ocurra. También preparaban
buena comida, lo que tuve oportunidad de compro-
bar. Me pasé la tarde allí, disfrutando incluso de u-
nos guitarreros que fatigaban viejos tangos, zambas
y chacareras y que hasta se permitieron competir en
el telúrico arte de la payada. Por un rato conseguí sa-
lir del conflicto que me atosigaba.
A eso de las seis P.M. volví al hospital y esta
vez entré con paso decidido, nada hay como una
buena dosis de alcohol para despejar dudas operati-
vas. Caminé por los jardines y nadie me salió al cru-
ce. Vi una vieja de guardapolvo, culo para arriba, a-
rreglando unas plantas. Me acerqué y le pregunté por
la Sala Korn.
-Es aquella que está allá, –respondió, señalando una
barraca que daba a los fondos. Luego prosiguió con
una observación signada por el desgano y la obliga-
ción burocrática: -pero no es horario de visitas.
-No importa, señora, es un toque –le aclaré. Por la
bola que me dio...
Mientras me dirigía a la barraca se me acercó
un tipo medio malacara, pelo renegrido y ojo de vi-
155
El traspié de Apolonio
drio. Me repitió hasta el cansancio que me iba a dar
un millón de pesos, que lo tenía y que era para mí,
que le creyera, me iba a dar un millón de pesos. Lo
que parecía era que si no hacía algo me lo iba a decir
un millón de veces, así que lo paré en seco, le dije
que tenía que hacer unas cosas y que después vol-
vería por el millón. Aprovechando que medio se
quedó, le pregunté dónde podía encontrar a Juancho
Nessi. Me contestó que siempre se iba a sentar a un
sillón del otro lado de la sala. La rodeé y de frente a
un cielo que ya empezaba a cobrar tonos rojizos por
el ocaso, vi a un individuo rarísimo. Era extremada-
mente delgado y debía medir más de dos metros. Su
cabeza, alargada también, se veía coronada por un
cabello hirsuto y corto. Sobre su nariz algo grande y
ladeada hacia la derecha se montaban unos anteojos
con los vidrios más gruesos que he visto. Tenía una
de sus igualmente largas piernas cruzada sobre la
otra, y fumaba con la misma avidez con la que mi-
raba al incipiente ocaso. No sé, pero inmediatamente
supe que era él. Me llegué hasta allí, y me miró con
unos ojos grises y aguados, visiblemente agranda-
dos por las lentes.
-¿El señor Juancho Nessi?
-Sí, soy yo. –Respondió con voz nasal mientras me
miraba con curiosidad.
-Vengo a verlo de parte de Gabriel.
-¡Ah, Gabriel! ¿Y cómo anda, Gabriel?
-Bien, anda bien. Le manda muchos saludos –le dije,
aunque no tenía idea de cómo andaría.- Y también le
156
Gabriel Cebrián
manda esto –le estiré medio cartón de Particulares
30.
-Ah, muchas gracias. Éste Gabriel... –dijo, y se apre-
suró a guardarlos en alguna covacha que segura-
mente tendría adentro de la sala. Al cabo volvió y
me invitó a tomar asiento junto a él.
-Así que lo manda Gabriel... ¿y cómo anda Gabriel?
–Volvió a preguntar.
-Bien, anda muy bien –dije, pensando que quizás no
hubiera sido una buena idea concurrir allí.- Dijo que
un día de éstos va a venir a visitarlo.
-Sí, decile que venga. Me gusta mucho hablar con él.
Es un pibe inteligente, viste, no como yo.
-Sin embargo él lo tiene en muy alta estima, a usted.
-No, eso es porque es muy bueno... toda esa gente es
muy buena, yo soy amigo de toda la familia, ¿sabés?
-¿Ah, sí? No, no sabía. Lo que sí sé es que él lo
quiere mucho a usted. Incluso lo considera un genio
–Tanteé. Él resopló por la nariz una especie de risa,
y luego meneó la cabeza.
-Es un pibe muy bueno. Todos ellos son muy bue-
nos. Lástima que yo soy un animal, me dieron con-
fianza y los traicioné.
-¿Cómo?
-Si, me porté muy mal. Una vez entró a trabajar en la
casa de ellos una piba uruguaya, viste. No era muy
linda, pero a mí me gustaba. Y una vez nos queda-
mos solos y me la cogí, ahí mismo, en la casa.
-Bueno, no es una traición tan grande que digamos –
argumenté, comparándola mentalmente con la mía
propia.
157
El traspié de Apolonio
-No, vos no entendés. Me la cogí en la casa de ellos,
en la cama de la hermana, creo. Y después no sé
cómo se enteraron y el viejo me sacó cagando. ¡Qué
hijo de puta que soy! –Exclamó, visiblemente apesa-
dumbrado.- ¡Cómo pude actuar así, como un energú-
meno, después que me trataron como a un hijo más –
el muy hijo de puta seguía revolviéndome la llaga.
-Bueno, no debe haber sido para tanto. Seguramente
lo perdonaron, después.
-Pero claro, si son una gente bárbara. No, si el hijo
de puta soy yo.
-Está bien, no se preocupe. Me consta que Gabriel lo
aprecia muchísimo.
-Si, seguro, yo también lo quiero mucho. Sabés, es el
único que me viene a ver, acá. De vez en cuando,
pero viene.
-Y, sí, en estos días es bastante difícil hacerse tiem-
po para cualquier cosa.
-Si, desde luego, demasiado que viene, pobre. Para
lo que hay que ver por acá...
-Me dijo que le encanta hablar con usted.
-Por favor, pibe, si sos amigo de Gabriel sos amigo
mío. No me tratés más de usted, ¿te parece?
-Me parece. Te decía, entonces, que me dijo que le
encanta hablar con vos. Dice que sabés mucho de
historia, de política, de filosofía –dije, intentando
llevar la conversación al plano de mis intereses, al
menos secundarios.
-¿Eso dijo? Es muy generoso. El que sabe mucho es
él –por un momento sospeché que el borrachín aquél
158
Gabriel Cebrián
me había enviado allí nada más que para escuchar su
panegírico a cargo de un orate.
-Sí, eso dijo. Me recomendó verte porque ando me-
dio trabado con un laburo que estoy haciendo sobre
Pitágoras.
De repente se volvió hacia mí y me traspasó
con esa mirada gris-líquido. Soy un tipo bancado,
vieron, pero debo confesar que medio me asusté. Se
quedó viéndome un rato. Yo no pude sostener su fi-
jeza y me quedé observando el crepúsculo mientras
sentía que el rojo horizonte demarcaba un límite fí-
sico que yo no tardaría en trasponer. Momentos des-
pués escuché que decía:
-Yo sabía que llegaría este día. No me queda mucho
tiempo de vida, entonces, pero qué se le va a hacer...
tampoco me queda mucho por qué vivir...
Algo alarmado por la gravedad de sus dichos
en relación con lo que acababa de referirle y que le
produjo semejante reacción, sólo atiné a decir:
-No sé por qué hablás así.
-Sí, vos sabés. No me vas a decir que Gabriel no te
lo dijo.
-¿Que no me dijo qué?
-Lo que vos ya sabés. ¿Tenés un cigarrillo? –Era lo-
co pero no boludo.
-Si, tomá. Mirá, Juancho, Gabriel me dijo un toco de
cosas, no sé. Algunas de ellas sinceramente, me pa-
recieron barrabasadas.
-Gabriel no habla barrabasadas. Bueno, a veces sí,
pero lo hace a propósito, no vayas a creer.
159
El traspié de Apolonio
-Bueno, capaz que las que me dijo a mí me las dijo a
propósito.
-No, huevón, mirá que se va a poner a joder con un
asunto tan importante.
-¿No me podés explicar un poco ese asunto? Para
eso me mandó a verte.
-Mirá, justo ahí viene mi amigo. Es el único amigo
que tengo acá adentro, sabés. Ahora se llama Sergio.
Tal vez puedas reconocerlo.
Yo sólo me había metido en ese delirio. Bue-
no, tan mal no estaba. Si algo había que reconocer,
era que no se trataba de una situación rutinaria, ni
mucho menos. Venía acercándose a nosotros un in-
dividuo bajo, regordete, pelo rojizo y andar tamba-
leante. Como venía a contraluz, no pude verle las
facciones hasta que estuvo a escasos tres metros. Era
tal el desfasaje dimensional que traía que pude per-
cibir a su alrededor como una especie de campo van-
goghiano, como si irradiara calor y su periferia re-
fractara la luz crepuscular. Se plantó, y parecía mi-
rarnos desde Andrómeda, o algo así. De repente se
concentró en mí, se le llenaron los ojos de lágrimas y
tras cartón se arrojó a mis pies. Mientras los besaba,
exclamaba a voz en cuello:
-¡Maestro! ¡Oh, divino Maestro, cuántos años, cuán-
tos siglos llevo esperando tu regreso! ¿Ahora estás
aquí, o es sólo mi mente extraviada a través de cen-
turias y milenios de oscurantismo la que me juega
charadas ontológicas? ¡Decime que estás aquí, divi-
no Maestro, y que ya no me dejarás librado a los a-
vatares de esta cruel contingencia humana!
160
Gabriel Cebrián
¿Quieren creer que Juancho se arrodilló junto
a él y comenzó a quebrar su cintura, con los larguí-
simos brazos extendidos como rindiéndome alaban-
zas, y a proferir salmos en un extraño dialecto que
me sonaba berberisco? Presas del fervor, continua-
ron:
-Decime, querido Master, fuente de todo conoci-
miento, que no me abandonarás otra vez como lo hi-
ciste cuando desapareciste mágicamente de las cár-
celes de Domiciano, dejándome encerrado por siglos
hasta hoy día, aquí, que estoy hacinado en este asilo
de locos. ¡Prometéme, amado Apolonio, que ya no
volverás a abandonarme!
Decí que estaba sentado, si no se me caía el
culo. ¡Qué gran hijo de mil putas ese Gabriel, qué
bien que me la había hecho! Obviamente, tenía que
haberse puesto de acuerdo de antemano con ese par
de locos para que desarrollaran semejante puesta en
escena. Cualquier otra posibilidad simplemente su-
gería implicancias demenciales, y no estaba dispues-
to a tenerlas en cuenta bajo ningún respecto.
-Por favor, che, levántense y déjense de joder que si
no me voy a la mierda –les dije, no tanto para parar
el sainete como para defender mi sacudido equilibrio
mental. Pararon con la perorata inmediatamente.
Sergio me miró con aire triste y me preguntó:
-¿Es que acaso no me recordás? ¡Soy yo, Maestro, tu
fiel discípulo y sirviente Damis, el asirio al que con-
vertiste en ciudadano del mundo! –Me quedé a mi
vez observándolo, muy turbado, pensando que era
bastante improbable que esa especie de loco fuera
161
El traspié de Apolonio
tan buen actor, en todo caso. Juancho seguía el diá-
logo con una expresión de interés frenético, y tam-
poco parecía jugar un rol impostado. Quizás el turro
de Gabriel verdaderamente les había insuflado esa
historia aprovechándose de su vulnerabilidad, pero
parecía mucho trabajo simplemente para una joda, o
algo por el estilo. No quería reconocerlo, pero mis
estructuras comenzaron a tambalear.
-No, francamente, Sergio, o Damis, no me acuerdo
de vos.
-¿Pero que pudo haberte pasado para que hayas de-
clinado tanto? ¿Es acaso que tampoco te acordás de
tu portentoso pasado, que se remonta incluso a mu-
cho tiempo antes de la primera fundación de Troya?
¿Es que ni siquiera has leído la crónica de tus ha-
zañas en el campo del pensamiento y del espíritu que
delineó el buen Filóstrato? ¿Es que acaso has per-
dido el hilo de plata que te unió durante siglos con la
grandeza de tu alma, tan determinante en el devenir
mismo de la humanidad toda?
-No, –respondí, y agregué tratando de llevar el diá-
logo hacia instancias más prosaicas: -yo sólo recuer-
do que soy hincha de Gimnasia. –Realmente pensé
que se iban a desgañitar de tanto reírse. Al menos
había conseguido terminar con tanta solemnidad. Era
sorprendente con la facilidad que los locos ésos
cambiaban sus estados de ánimo. Reí con ellos.
-Bueno –comentó Sergio, -parece que la vida me da
la oportunidad de devolverte aunque sea una milé-
sima parte de todo lo que me brindaste. Esperá que
ahora vengo. -Corrió hacia la barraca. Aproveché la
162
Gabriel Cebrián
coyuntura para preguntarle a Juancho cuánto hacía
que no veía a Gabriel. Me soslayó con malicia y res-
pondió con pierna cambiada:
-Vos querés saber si él armó todo ésto, ¿no? Bueno,
lamento desilusionarte. Hace más de un año que no
lo veo. A veces sueño con él y hablamos, eso sí,
pero nada que ver con vos. Igual, estás en todo tu
derecho de no creerme, puedo estar hablando como
las musas de Hesíodo, ¿no? –me guiñó un ojo y sentí
una especie de mareo. Entonces endureció el tono y
prosiguió: -Estás en tu derecho, Apolonio, estás en
tu derecho de no creerle a Gabriel, de no creerme a
mí, e incluso de no creerte a vos mismo. Lo que me
parece que no tenés derecho es a no creerle a Damis,
que hace más de mil ochocientos años que está es-
perando tu regreso. Francamente me parecería
indigno que después de tamaña lealtad fueras capaz
de descorazonarlo. Has caído bajo, eso es evidente,
aunque espero que no haya sido tanto como para que
ni siquiera puedas asumir una actitud de mínima
humanidad.
No supe qué contestar, me sentí para la
mierda. Por suerte el otro loco volvió corriendo
como un niño con un libro viejo y una linterna. Me
lo extendió y me pidió que lea la página señalada.
Tomé el libro mientras él me alumbraba. Era “La
tentación de San Antonio”, de Gustave Flaubert, E-
ditorial Andrómeda. Lo abrí de acuerdo a un seña-
lador hecho con un atado de Pall Mall y me encontré
con un párrafo subrayado. Decía:
163
El traspié de Apolonio
“¡Conversé con los samaneos del Ganges,
con los astrólogos de Caldea, con los Magos de Ba-
bilonia, con los druidas galos, con los sacerdotes de
los negros! ¡Escalé los 14 Olimpos, sondeé los lagos
de Escitia, medí la magnitud del desierto!”
Cerré el libro en estado de estupor. No sé si
todo ese ambiente desquiciado, como una especie de
paréntesis en el mundo real, me había afectado. Lo
cierto era que tales frases removían en mí cosas
parecidas a reminiscencias vagas. Buscando tranqui-
lizarme un poco, argumenté para mí mismo que se-
guramente mi buceo tantas veces obsesivo por el
mundo helénico me hacía susceptible a tales reac-
ciones. Devolví el libro sin decir palabra alguna. Oí
que Juancho le decía a su amigo:
-Dejémoslo un rato tranquilo. Parece que está empe-
zando a recordar.
-No, quédense, por favor. Quédense, y díganme
cuanto creen saber de mí.
-Bueno –dijo Sergio, -creo que hay algo crucial que
tenés que recordar si querés seguir viviendo.
-No me alarmes.
-Deberías alarmarte por el estado al que te dejaste
llevar, yo no hago otra cosa que intentar devolverte
tus fueros y que vuelvas a ser el águila señera de los
preclaros sabios que supiste arrastrar en tu vuelo.
Una vez dijiste que el tiempo no envejece y es in-
mortal gracias a la memoria. Tenés que recuperar tu
memoria; sin ella, estás muerto.
164
Gabriel Cebrián
-Pero hay algo erróneo en todo esto. Gabriel me dijo
que quien habitaba en mí era Pitágoras, y no Apo-
lonio...
Otra vez rompieron en sonoras carcajadas.
Esta vez no pude unirme a ellos, no entendía la gra-
cia. Cuando recuperaron el aliento, Juancho me dijo:
-Verdaderamente lo tuyo es grave, pibe. Ni siquiera
recordás que Apolonio mismo tuvo, como Pitágoras,
cabal conciencia de todas sus vidas anteriores. ¿Y
adiviná quién fue en una de ellas?
-Pitágoras –respondí.
-¡Connnn seguridád! –Exclamó, remedando a Cacho
Fontana. Volvieron a cagarse de risa. A pesar de la
enormidad de todo lo que me estaban diciendo, esta
vez también reí.
-¡Quién iba a decir que una vez iba a reírme del
Maestro! –Comentó Sergio.- Espero que no vaya a
recibir un castigo acorde con mi atrevimiento...
-No, no te preocupes –lo tranquilizó Juancho.- Con
perdón viste, –me aclaró, y siguió hablando con su
amigo: -si está hecho un boludo.
Entonces ambos se esforzaron durante un
buen rato por reconstituir mi memoria, devastada
se-gún ellos por siglos de excesos e inconciencia.
Evidentemente Sergio le había comentado largamen-
te a Juancho su existencia junto a Apolonio, ya que
los dos parecían ser sumamente versados en mi su-
puesto avatar. Dijeron que en el mismo llegué a po-
seer más recuerdos que si hubiera vivido mil años, y
que solía decir que ello no era un gran mérito te-
niendo en cuenta que el tiempo, tal como lo
165
El traspié de Apolonio
experimentamos, no existe. Que mis viajes tanto de
aprendizaje como de difusión de conocimientos me
habían llevado desde Gades hasta la India. Hablaban
también –cosa que llamó poderosamente mi aten-
ción- de una extraña facilidad que supe ostentar por
entonces: la de entender espontáneamente cualquier
idioma que fuese.
Parece ser que el más elevado de los Brah-
manes, un tal Jarcas, me había transmitido durante
una entrevista que mantuvimos, una sentencia abso-
lutamente correlativa a la máxima fundamental del
oráculo de Delfos, recogida por Sócrates, respecto
del conocimiento de uno mismo; que me enfrenté
con los más poderosos enemigos -tales como Nerón
o Domiciano- sin sufrir el más leve contratiempo.
Incluso éste último llegó a encerrarme con vistas a
infligirme un castigo ejemplar, mas me esfumé de su
prisión dejando allí al buen Damis librado a su pura
suerte, tal como me había recriminado ni bien nos
enrostramos. Bueno, no voy a fatigarlos con toda
una crónica que bien puede leerse –y estoy dado a
creer que estos locos sí lo hicieron- en la obra de
Filóstrato que cuenta la vida del sujeto que me esta-
ban endilgando, y que a cuento de esta extraña en-
trevista tuve luego la oportunidad de consultar. Sólo
mencionaré liminarmente sucesos de resurrección y
de bilocación que hicieron que la figura de Apolonio
se asimilara a las de Abraham, Orfeo e incluso Jesu-
cristo, despertando toda suerte de refutaciones, cuan-
do no de persecuciones lisas y llanas. Cuando hubie-
ron terminado su exhaustivo racconto, eran más de
166
Gabriel Cebrián
las dos de la mañana. Yo me encontraba en un es-
tado inédito con respecto a mi experiencia; una mez-
cla de estupor e imaginería, no tanto por creer lo que
los locos me decían como por el extraño derrotero
que estaba tomando mi vida. Por espacio de unas
cuantas horas me había olvidado por completo de la
cuestión que rato antes ocupaba totalmente mi espa-
cio mental, o sea mi relación con Lua y mi hermano;
en cambio viajaba casi lúdicamente por los territo-
rios temporales y espaciales a través de los que Juan-
cho y Sergio me conducían, experimentando no po-
cas sensaciones de reminiscencia e incluso de déjà
vu. Finalmente me pidieron precisiones acerca de las
circunstancias que me habían arrojado a mi estado
actual, e inexplicablemente comencé a hablar como
si fuera un médium, o algo así.
-Bueno, supongo que mi pecado tiene que ver, por
una parte, con la soberbia, que incluso cuando Pitá-
goras comencé a padecer. –Me interrumpí: -¡Dios
mío, qué estoy diciendo!
-¡Adelante, adelante, no te detengas! –Me conmina-
ron a coro.
-¡Está bien, está bien! Y también me parece que
juega la cuestión carnal, flagelo del cual aún hoy no
he logrado desembarazarme –continué, ahora muy
conciente de lo que decía.
-Claro, claro –dijo Sergio.- Debo decir que el pudor
me impidió referirme a ciertas prácticas que tuve
oportunidad de presenciar, allá por los buenos días.
-Bueno, muchachos, ahora me tengo que ir. Les
agradezco infinitamente cuanto han hecho por mí.
167
El traspié de Apolonio
-Nada de lo que pueda hacer por vos equilibrará el
fiel de la balanza, querido Maestro. Prometéme que
vas a volver y que me vas a sacar de esta prisión.
-Te prometo que voy a volver. En cuanto a lo otro,
sólo puedo comprometerme a hacer todo lo que esté
a mi alcance. Lamentablemente no puedo asegurarte
resultados.
-Con eso me basta. ¡Qué no es capaz de hacer Apo-
lonio, Pitágoras redivivo!
-Bueno, hasta la vista.
-Decile a Gabriel que venga –me pidió Juancho. Le
dije que lo haría y salí de allí; lo hice dudando, ya
que a la luz de los acontecimientos me pareció que
tal vez mi lugar estuviera ahí dentro.
El último aguante
Cuando los pinchas nos hicieron el tercer gol,
y después de la agria disputa con mi hermano, agarré
y me fui a la mierda. No había hecho ni media cua-
dra cuando escuché al Guampa que me llamaba:
-¡Eh, boludo, que hacés! Te van a agarrar sólo y te
van a fajá, forro.
168
Gabriel Cebrián
-¿Y a vos qué te calienta, pelotudo? ¿Acaso no me
querías fajar vos, hace un rato?
-Bueno, ortiva, si me hacés calentar...
-No, loco, fijate lo que estás haciendo, mejor. No te
hago calentar yo; tás muy loco, te calentás con todo
el mundo.
-¿A quién te referís?
-¿Pero qué te pasa, infeliz? A todo el mundo, me
refiero. No tenés paz con nadie. Fijate un poco cuál
es tu problema, chabón porque estás meando afuera
del tarro. Ahora dejame de joder, volvete a la can-
cha, andá a pegarle a alguien, hacé lo que quieras.
-Tá bien, boludo, tá bien, no te pongás así.
-¿Y cómo querés que me ponga? Sos mi hermano,
siempre te hice el aguante, me colgué en cualquiera
para ayudarte en lo que se te ocurra y ahora me venís
a apurar. ¿Qué carajo te pasa? Vos no eras así. Me
parece que la merca te está poniendo paranoico. O te
pasa algo conmigo, no sé. Me parece que tenés un
entripado y no me lo querés decir.
-No, Papa, no tengo ningún entripado. Menos con
vos.
-No parece, sabés.
-Bueno, tá bien, perdoname.
-Ah, estamos mejorando un poco. Creo que es la pri-
mera vez que pedís disculpas en tu vida.
-¿Y cuál es, boludo? ¿Me vas a gastar, encima?
-No, Guampa tá bien, no pasa nada. –Nos dimos un
abrazo. Yo sentí que el pecho me quemaba. Me vi-
nieron lágrimas a los ojos.
169
El traspié de Apolonio
-Eh, che, jate jodé, mirá si te ven los muchacho', así.
Tenés razón, soy un animal, ya sé. Pero te prometo
que voy a tratar de cambiá, vieja –yo cada vez me
sentía peor.- Pero antes que nada te voy a pedir una
última, loco.
-Ya sé, ya sé. Sos tan boludo que lo vas a ir a en-
frentar al Marqués dónde y cuándo a él se le canta el
culo.
-¿Y que querés? ¿Que después anden diciendo que
soy un cagón?
-¿Y? ¿Cuál es, gil? ¿Tanto te importa?
-Que, ¿a vos no te importa que anden diciendo que
sos un cagón?
-No sé, boludo, a mí que carajo me importa lo que
anden diciendo una manga de pelotudos.
-Ah, el superado...
-¿Ya empezás de vuelta?
-No, boludo, dale, haceme el aguante. Ya está, loco,
lo bajamos al Marqués y mandamos nosotros.
-Mandás vos, querrás decir.
-Mandamos nosotros, Papa. ¿Qué? ¿Alguna vez te
dejé afuera, o te la jugué de atrás, acaso?
-Loco, la concha de tu madre, ¿qué estás insinuan-
do?
-Epa, chabón, no saltés. ¿Acaso hay algo que no sé?
-Andate a la misma mierda –le espeté, y salí cami-
nando.
-Pará, pará, como estámo, ¿eh? Dale, no me contes-
taste. ¿Me hacés el aguante, a la final?
-Bueno, está bien. Pero es la última vez. A partir de
acá, al menos con esta historia, seguís vos solo.
170
Gabriel Cebrián
-Que, ¿vas a ir a la platea?
-Puede ser.
-No, Papita, vas a ver las que vamo' hacer, todavía.
Esto recién empieza.
Crotona, Eleusis y la Barca de
Caronte
Cuando todas las extraordinarias y caóticas
vicisitu-des de su vida -que no obstante habían forjado en
tal fragua un espíritu consistente como la misma espada
de Heracles- le die-ron un respiro, Pitágoras se retiró a
Crotona, donde sintió la natural necesidad de transmitir el
inmenso caudal de conoci-mientos que había tenido
oportunidad de acopiar. Sabía con cer-teza que aquella
era parte fundamental de su misión de este lado de la
eternidad. Pero algo tenía en claro: no iba a sucederle lo
mismo que a Mnesarco, quien en su inocente generosidad
su-puso que tales conocimientos debían serle dados a
todo el mundo. Así que escogió cuidadosamente a cada
uno de los destinatarios de su sabiduría. Tan bien los
escogió, que no tardó en llegar al poder de la hermosa
ciudad, secundado por una hermandad eso-térica cuyos
férreos principios se fundamentaban en la impe-cable
doctrina que su líder había consolidado a base de
heroicos esfuerzos y puro talento. Cada uno de ellos
podía dormir tran-quilo respecto de los demás, ya que los
unían sólidos e inque-brantables lazos fraternos y un
respeto reverencial por Pitá-goras, que no estaba exento
171
El traspié de Apolonio
de un cierto temor, ya que lo habían visto ejecutar
prodigios únicamente asequibles a magos consu-mados o
incluso a semidioses. Había recuperado los honores que
por linaje le correspondían, las cosas por fuerza debían
estar en su lugar. ¿Acaso las esferas no mantenían la
regularidad de su curso alrededor de Helios y daban lugar
a la más perfecta armonía, ésa que tan sólo los sentidos
de los iluminados podían percibir?
Así las cosas, y en un todo de acuerdo con su
inquieto temperamento, no tardó en verse seducido por
los comentarios que llegaron a sus oídos acerca de los
Misterios de Eleusis, que se celebraban cerca de Atenas.
Lo que más excitó su curiosidad fue el carácter secreto de
tales prácticas y su vinculación con antiguas tradiciones
del oriente, que él tan bien conocía. Bá-sicamente quería
saber si aquellos Misterios respetaban a la verdadera
filosofía o se trataba de imposturas pergeñadas por un par
de pillos para quedarse con las riquezas de torpes y
desavisados nobles y aristócratas con veleidades místicas.
No tenía dudas que iban a aceptar enseñarle sus arcanos.
Tenía prestigio y riqueza suficientes para estar seguro de
ello. Sus virtudes filosóficas y su conocimiento del
ecúmeno habían tras-cendido fronteras; y seguramente,
cualesquiera fuesen los inte-reses de los portadores de
aquel misterio, seguramente se jac-tarían luego de
haberlo presentado al ilustre gobernante de Crotona.
Se encargó, pues, de dejar a una suerte de consejo
con-formado por sus hombres de mayor confianza para
que con-dujeran la ciudad, y marchó rumbo a Atenas;
únicamente exi-mió de tales responsabilidades a su
discípulo Alcmeón -ya que algo le decía que tal vez
necesitara su ayuda en esta nueva aventura, -y lo llevó
consigo.
172
Gabriel Cebrián
Luego de una apacible travesía por el Mar Jónico
de-sembarcaron en El Pireo, y poco después ocupaban
una con-fortable vivienda en un populoso barrio de la
exuberante polis. A poco se enteraron que los Misterios
Menores, celebrados en Ãgra durante la primavera, ya
habían tenido lugar, y esto conspiraba contra las
posibilidades de la inclusión de los recién llegados en las
ceremonias de otoño, los Grandes Misterios. A-pegados
como estaban a los procedimientos ritualísticos, segura-
mente encontrarían inviable la participación de personas
que no hubieran cumplido con todas las fases del
protocolo. Así que, acorde a su impronta y a su dignidad,
Pitágoras resolvió una vez más apuntar directamente al
vértice: acompañado de Alc-meón, pidió audiencia con el
gobernante de la Polis, el tirano Hipias. El noble que hizo
las veces de emisario preguntó los motivos que
fundamentaban la petición, y fue informado sin tapujos
de la intención de los visitantes. Fue con el recado al
tirano y al poco tiempo regresó y les comunicó:
-En principio, nuestro amado gobernante pide que os
tranqui-licéis, que intercederá ante el Gran Sacerdote de
Démeter para asegurar la participación del señor de
Crotona y su acompa-ñante. Al propio tiempo pide que
sepáis disculparlo, ya que graves asuntos de estado no le
permiten en este momento reci-biros. No obstante, y a
modo de desagravio, os invita a un ban-quete esta misma
noche, en el que tendréis oportunidad de de-partir acerca
de esta cuestión y también de asuntos que ata-ñen a
nuestras ciudades.
-Será un inmenso placer para nosotros conocer al Señor
de Ate-nas y compartir su mesa. Aquí estaremos –
respondió Pitágo-ras.
En llegando nuevamente a sus estancias, tuvo una
vez más la sensación flamígera en su pecho que solía
173
El traspié de Apolonio
anun-ciarle grandes tormentas, así que pidió a Alcmeón
que velara su privacidad, y se sumió en un profundo
estado de meditación. Cuando apenas faltaban minutos
para la entrevista con Hi-pias, abrió sus ojos y ya estaba
en condiciones de enfrentar cualquier alternativa que
pudiese sobrevenir.
No fue ninguna sorpresa para él cuando, entre las
so-lemnidades y fórmulas ceremoniales, aparte del
mandatario y otros cortesanos, le fue presentado el
mismo Sacerdote en Jefe del misterioso culto. Bien había
deducido que la actitud de Hipias al diferir su encuentro
respondió a la necesidad de verse apun-talado en sus
dudosos conocimientos; y qué mejor que parape-tarse
detrás de la máxima autoridad en la materia para ocultar
sus incapacidades. Inmediatamente Pitágoras advirtió la
mal di-simulada animosidad del sacerdote, y también al
instante supo que era natural que así fuera: a nadie, y
mucho menos a una persona perceptiva, le agrada que
lean profundamente en su alma con tanta facilidad. De
acuerdo a esa primera impresión, ambos tomaron razón
de que estaban frente a un digno adver-sario.
-He oído maravillas acerca de ti, Pitágoras –dijo Hipias.
Asu-miendo la misma pauta informal en el trato, éste le
respondió:
-Bueno, supongo que no van en zaga las referencias que
de ti han llegado a mis oídos, amigo Hipias. Verás,
supongo que como nuestras energías están plenamente
dirigidas al bienestar de nuestros súbditos, esto no hace
más que reflejar la gratitud y el reconocimiento al
sostenido y preocupado esfuerzo.
-Es verdad, amigo mío, es verdad. Nuestros rebaños a
veces ne-cesitan mano dura, aunque la mayor parte del
tiempo recono-cen nuestros desvelos y nuestra
174
Gabriel Cebrián
protección. Sin nosotros son só-lo un hato de animales
asustados incapaces de decidir por sí mis-mos y
despeñándose inconcientes hacia el Hades. ¿No es así, mi
buen Moiròs? –Preguntó al sacerdote.
-Así es, mi señor –le respondió.
-Y tú, Pitágoras, ¿acuerdas también conmigo?
-Pues sí, Hipias, si los hombres fueran todos cabales no
harían falta conductores, ni justicia, ni instituciones.
-¡Claro, que sí, brindemos por eso! -Propuso Hipias.
Luego vol-vió a dirigirse al sacerdote: -¿Has oído,
Moiròs, cuánta sabiduría brota de los labios de señor de
Crotona? ¿No es cierto que mere-ce participar de los
sagrados Misterios aún sin haber pasado por los
prolegómenos de Ãgra?
-Mi señor –contestó el sacerdote,- en modo alguno me
permi-tiría objetar la presencia de tan noble y prestigioso
filósofo y es-tadista. Únicamente me permito observar la
importancia de respetar las antiguas liturgias. A mi pesar
debo poner de ma-nifiesto la peligrosidad que conlleva
enfrentarse a lo insonda-ble sin la debida preparación. El
no haber asistido a las instan-cias propedéuticas de Ãgra
significa arrojarse sin resguardos a un viaje
inconmensurable.
-Pero tú puedes instruir al buen Pitágoras acerca de la
natu-raleza de los Misterios, mi buen Moiròs.
-Bueno –dijo Pitágoras, -antes de continuar de esta
suerte, me permito sugerirles una cosa: quizás si nos
referimos directa-mente a la cuestión de fondo, tal vez yo
pueda demostrar que no soy tan neófito respecto del
tema. La historia de Démeter y su hija Core, o Perséfone,
es bien conocida por todo griego que se precie de tal. Lo
que no es tan sabido, y seguramente el Alto sacerdote
aquí presente coincidirá conmigo, es que el origen de esta
forma de culto se remite a nuestros más antiguos ances-
175
El traspié de Apolonio
tros, incluso a los tiempos del mítico rey Minos, en
Cnosos -se produjo un silencio muy incómodo. Pitágoras
continuó: -Y te-niendo en cuenta que todas las ofrendas a
la gran Démeter tie-nen como objeto asegurar la
fertilidad de nuestros suelos, para que el hambre no haga
presa de nuestras gentes, es imposible dejar de llevar aún
más lejos sus fuentes. Quizás los primeros pobladores de
Creta y Micenas hayan traído desde el oriente es-te
milenario y venerable culto, del que he tenido
oportunidad de hallar vestigios claros en mis viajes por
esas tierras. En Persia, por ejemplo, la rudeza del clima y
la aridez de los suelos han dado lugar a cultos
sacrificiales muy parecidos. También es muy probable
que su origen último se remonte a los preclaros sabios
egipcios de la antigüedad, antes que efectuaran la diás-
pora que llevó su refinada cultura a todos los rincones del
mundo. Fíjense que estas gentes, luchando palmo a
palmo con-tra la aridez que las rodea, consideran al Nilo
un dios que año tras año inunda de fértil cieno sus
comarcas y les permite vivir de las cosechas. Por fuerza
tienen que haber desarrollado cultos, sacrificios y
ofrendas tendientes a asegurarse estas gracias, tan vitales
para ellos.
-¿Es que niegas la capacidad de nuestro pueblo para
consolidar vínculos con los dioses? –Preguntó
airadamente Moiròs.
-En lo absoluto, oh sapientísimo sacerdote de Eleusis.
Solamente argumento que la verdad es universal y
asequible a cualquier persona de sano juicio y fervorosa
disciplina, como seguramente lo eres tú –le respondió
Pitágoras, no sin un dejo de ironía.- Por cierto, advertirás
que sacrificios dirigidos a garantizar la ferti-lidad de la
madre tierra son mucho más necesarios para Babi-lonios,
Asirios, Persas o Caldeos que para nosotros.
176
Gabriel Cebrián
-¡Ésto es inadmisible! ¿Es que acaso no lo ves así, oh
Hipias?
-Mi buen Moiròs, nuestro amigo aquí presente no hace
más que dar al culto que representas una dimensión
mucho mayor.
-¡Pero claro! –Asintió Pitágoras. -En mis largos viajes de
a-prendizaje no he hecho más que corroborar el linaje
extra-ordinario y lo excelso de nuestro pensamiento. Y
desde ya, ve-nerable Moiròs, no estaría pidiéndote que
me hagas partícipe de los Misterios cuya tutela te ha sido
conferida, si no guardara por ellos la devota curiosidad
que compele a todo hombre bien nacido a buscar el
camino recto. Mira, he conocido la palabra de Ormuz de
la propia boca de Zoroastro, he caminado codo a codo
con el Buda y recibido la sabiduría milenaria de los
monjes del Himalaya, he departido con los hombres más
capaces del Egipto. De todos ellos he tomado elementos
que me permitieron cons-tituir un pensamiento
reconocido incluso por mis más acérrimos enemigos. No
me niegues, dignísimo sacerdote, la oportunidad de
presenciar la sagrada magnificencia de Eleusis.
-A decir verdad –intercedió Hipias, -me parece que pocas
veces debes haber tenido un iniciado tan calificado como
el Señor de Crotona, mi paciente Moiròs.
-Qué puedo deciros –concedió Moiròs con aire resignado,
y se dirigió a Pitágoras: - Bienvenido a bordo. Pero antes
que nada, debo advertirte una cosa: Te precede una fama,
bien ganada se-guramente, de hombre de pensamiento
refinado y conocedor del mundo, eso es bien sabido. Pero
también eres reputado como hombre frugal y dado al
ascetismo y a la purificación constante de tu cuerpo y de
tu mente. Me sentiría mal si no pongo en tu conocimiento
previamente que el nudo de los Misterios, que co-mo
bien has dicho responden a asegurar la fertilidad, no sólo
177
El traspié de Apolonio
se refieren a la tierra y al alimento, sino también a la
fertilidad de nuestras mujeres. Podrías entonces, se me
ocurre, ser testigo e incluso participar de situaciones que
tal vez estén reñidas con tus costumbres.
Había dado justo en la llaga. Pitágoras sintió su
pe-cho inflamarse nuevamente. Sin exteriorizar su
zozobra, le respondió:
-No hay cuidado. Seguramente me he enfrentado con
cosas peo-res en el pasado.
Durante los días subsiguientes trató de
tranquilizarse respecto de la última advertencia que aquel
taimado sacerdote le había formulado, pero factores
poderosos coadyuvaban en contra de su voluntad. Su
interior, convulsionado como nunca antes, lo impulsaba a
imaginerías y sueños de carácter sexual; la bestia
desgarraba su noble pureza, y le exigía su ración de
sangre. De cualquier manera, a pesar de la firme
conciencia de la magnitud de la situación, confiaba que
finalmente su temple lo sacaría indemne y con todos sus
atributos aún a cuestas.
Llegado el día del evento, por la mañana, habló
así a su discípulo:
-Oh, Alcmeón, he de pedirte un muy grande favor.
-Puedes pedirme lo que quieras, Maestro.
-Voy a pedirte que no participes del rito.
-De todos modos, nadie me ha comunicado que estoy
autoriza-do para presenciarlo. Ha sido a ti a quien han
exceptuado de las ceremonias previas.
-Bien sabes que podría haber intercedido para incluírte,
pero si no lo hice fue porque tenía ciertas razones.
178
Gabriel Cebrián
-Lo descontaba, Maestro.
-Mira, tendrás preparado nuestro barco para zarpar en
cual-quier momento.
-Estoy empezando a asustarme. ¿A qué se debe tanta
precau-ción?
-Simplemente a eso, simple prudencia.
-Maestro, sé que estás en condiciones de anticipar
algunas juga-das, así que no perdamos tiempo. Dime que
temes.
-Mi querido Alcmeón, reirás de mí si te digo que son
vagas in-tuiciones.
-Jamás reiría de ti, y sabes, también confío en tu
intuición. Mi-ra, no hace falta que me digas más. El
barco estará en condi-ciones de zarpar en dos horas.
-Mucho te lo agradezco, amigo mío.
Rato después se reunió con los demás
participantes. Con Hipias, que había pedido nuevamente
el sacramento; con Moiròs, que no podía evitar soslayarlo
con desprecio; con otros veinticuatro o veinticinco
desconocidos más, repartidos entre hombres y mujeres,
algunos presa de visible excitación, otros tratando de
ocultar un miedo mal disimulado; y con Hiparco,
hermano y co-gobernante de Hipias, el representante del
ver-dadero poder que opera desde las sombras. Fue casi
tangible el asco que mostraron uno hacia el otro cuando
fueron presenta-dos. El sacerdote, en tanto, sonreía con
malicia.
Al cabo de un rato bastante incómodo en el que
Pitá-goras no tuvo en cuenta ningún prurito protocolar,
sino que estuvo en franca pelea con sus propios
fantasmas, llegaron los efebi desde Eleusis, trayendo
consigo las cajas que contenían los óleos y símbolos
sagrados. Habiéndose ungido de acuerdo a pau-tas muy
específicas, recibieron muy ceremoniosamente del Ofi-
179
El traspié de Apolonio
ciante cada uno un objeto sagrado. Pitágoras recibió la
figura de una vagina finamente tallada en un mármol
cuya calidad su-peraba incluso al de Crotona. Sintió que
su mano ardía a su contacto, y la combustión en su pecho
fue tormenta cuando se lo colgó del cordón que lo
sujetaba. Pensó que quizás hubiera alguna substancia
visionaria en esos óleos, aunque sabía tam-bién que su
ansiedad se bastaba por sí sola. Entonces, Moiròs tomó la
palabra:
-Estos preciosos mancebos, aquí presentes, han traído
para no-sotros los sagrados utensilios con los cuales la
divina Démeter jugó después de ingerir el espíritu de
Eleusis, alentada por Baubo y Yambe, quienes
consiguieron que riera hasta llorar y que olvidara por un
rato la desgraciada pérdida de Perséfone, su hija
bienamada. Estos efebos, pues, de pura sangre
Eumólpida, han sido seleccionados de entre miles para
asegurarnos la noble-za de su sangre y la más pura
armonía corporal. Nadie más podría ser tributario de tales
honores sin ofender la prístina be-lleza y la demencial
sexualidad de la Diosa, Nuestra Señora, la que en su
pasión creadora no tolera la tibieza y la castiga con
deformidades. ¡Sed, pues, dignos de alabarle!
¡Abandonad vues-tros cuerpos, y entregáos a ellos desde
fuera de vosotros mismos, y así devolveréis a la Diosa su
amada Perséfone!
¡El día y la noche, el bien y el mal, lo bajo y lo
alto, el hombre y la mujer, son sólo dos puntas del mismo
palo! ¡Gracias a la diosa y al Misterio Eleusino hoy nos
conectaremos con la dualidad que todo lo trasciende!
Ahora, id hacia el mar y sumer-gíos, que luego del
contacto con los sagrados instrumentos de placer y con
los óleos de la no-forma licuaréis en él toda igno-minia.
180
Gabriel Cebrián
Ya en el mar, Moiròs les indicó que se sacaran
las ro-pas, cosa que él hizo primero, y que dejaran que el
agua del mar se llevara todas sus preocupaciones y sus
resguardos. Luego ordenó a las mujeres que lavaran
puntillosamente los genitales de los hombres, y cuando
dos de ellas se ocuparon de Pitágoras, éste tuvo una
incontrolable erección.
-Bueno –dijo Moiròs, -parece que la sangre del señor de
Cro-tona pide a gritos un heredero. –Todos rieron.
Una vez realizados los ritos de purificación,
empren-dieron la marcha hacia la llanura Eleusina,
munidos de an-torchas y entonando el himno a Démeter
una y otra vez, ge-nerando así una atmósfera muy
parecida al trance febril que impulsa a las bestias a
aparearse.
Llegaron al Santuario emplazado sobre una
pequeña colina. Detrás de él un disco lunar de
dimensiones colosales se levantaba sobre el horizonte.
Recordó las palabras de su padre: “La luna es mujer”. Ya
dentro volvieron a desnudarse, y a ins-tancias de Moiròs
se sentaron en el piso. Una música sugestiva comenzó a
oírse y se fue descubriendo un telón, dejando ver hacia el
fondo de la estancia un altar con una imagen extra-
ordinariamente potente de la diosa egipcia Isis. Pero lo
que más impresionó a Pitágoras fue una mujer, cuya
belleza cortaba el aliento, que se dirigía hacia ellos
portando un ánfora de cerá-mica. La blancura de aquella
piel, la fineza de los rasgos cuya nobleza saltaba a la
vista, el opulento pero delicado cuerpo desnudo que
contoneaba con sensuales pasos, el frondoso cabello
azabache firmemente estirado hacia atrás, ofreciendo la
genero-sa y altanera frente. Él supo al instante que no
había otra mu-jer en el mundo digna de ser amada.
181
El traspié de Apolonio
Entonces Moiròs, con toda premeditación y
fingiendo hacerlo en su honor, ofreció a Pitágoras
efectuar la libación, que consistía en verter una pequeña
parte de la bebida milagrosa sobre el cuerpo desnudo de
la cautivante sacerdotisa. Mientras lo hacía, Pitágoras
accedía a la hipérbole de su deseo.
A continuación cada uno bebió su parte de la
poción, y luego se encolumnaron para dejar en un cofre
de metales nobles finamente labrados, a un lado de la
imagen de Isis, los falos y vaginas que tiempo atrás
habían recibido en custodia. Tras lo cual se sentaron a
esperar el prodigio.
Pitágoras entonces analizó el sabor de la
misteriosa bebida, y supo discernir componentes como
cebada, hierbabuena e hidromiel. Aunque un sabor
fragante, nuevo para él, se mi-ponía al conjunto. Sintió
algunas convulsiones y algo dentro suyo cedió y se
encontró a sí mismo en un ambiente paradisíaco, donde el
apacible viento susurraba en sus oídos canciones de cu-na
con la recuperada voz de su madre. De repente notó que
quien cantaba era la sacerdotisa de Isis, susurrando en sus
oídos y acariciando su muslo con una brizna de pasto.
-Has venido por mí. Sé que me llevarás contigo, mi
señor.
-Qúe más querría que hacerlo, oh Isis, dueña de todos mis
des-velos y ama de mis destemplanzas. Pero seguramente
perdería mi vida con sólo insinuarlo.
-Eres el único entre todos quienes te rodean que puede
estable-cer este tipo de contacto conmigo; eres, sin duda,
el más poderoso, así que haz acopio de cuanto has
aprendido y arbitra los medios para que estemos juntos.
¡Demuéstrame, oh, Pitágoras, que es a tí y no a otro a
quien mi corazón ha estado esperando durante todos estos
años!
182
Gabriel Cebrián
Pitágoras tuvo entonces la lucidez y la energía
sufi-cientes como para dirigir su ensueño hacia el Pireo.
Encontró a su discípulo ensimismado y mirando hacia el
mar desde la cu-bierta de su barco.
-Alcmeón, escúchame. –El discípulo inquirió
sobresaltado:
-¿Qué haces aquí, Maestro? ¿No deberías estar
participando de los Misterios, acaso?
-Pues sí, pero por algo he traído conmigo al mejor de mis
hom-bres, quien puede percibir mi proyección sin la
menor dificultad.
-Entonces... –se quedó boquiabierto.
-No hay tiempo para explicaciones. Simplemente pon
proa a las costas de Eleusis y ora para que los vientos nos
sean favo-rables.
Cuando abrió los ojos pudo observar que todos
allí se habían trenzado en una febril práctica orgiástica.
Una mujer estaba lamiendo su cuerpo con lascivia, y él la
retiró, algo as-queado. Por doquier se repartían los
cuerpos en lúbricas y fre-néticas actividades. Moiròs e
Hipias tenían sexo con los efebi. De repente se incorporó
pasmado, por cuanto vio a Hiparco so-bando el cuepo de
la sacerdotisa. Ésta, con manifiestas señas de repulsión,
miraba a Pitágoras con expresión suplicante, cosa que
exacerbó aún más los celos que bullían en su interior. En
eso vio a su amigo el Buda Gautama dirigirse hacia él en
medio del torbellino de cuerpos sudorosos.
-¿Quieres decirme qué es todo esto, querido hermano de
mi e-sencia? –Le preguntó Pitágoras.
-Esto no es más que el comienzo del Kaliyuga, el tiempo
de las sombras, cuando toman lugar todas las confusiones
y la deca-dencia final, la última etapa de un ciclo que
183
El traspié de Apolonio
culmina y donde deben expurgarse todas las pasiones.
¿Recuerdas la última vez que nos vimos, y te dije que
serías el testigo del Eterno? Es me-nester que te quedes,
mi buen amigo, mas para hacerlo es nece-sario que
encuentres la causa suficiente para aferrarte al mun-do
que debes percibir y mas luego reportar ante el Altísimo.
-¿Isis?
-Isis. Bien supo Mnesarco ver tu destino. Es la luna quien
ce-ñirá las mareas de tu alma, para que su nobleza no te
eleve por encima de los deberes que te han sido
encomendados. Has montado un brioso potro justo
cuando el Kaliyuga comienza a sacudir sus pestes. Así
que no temas a los excesos ni a la vio-lencia, asúmelos
como parte del sino que te ha sido dado.
Pitágoras corrió entonces hacia Hiparco, quien
total-mente obnubilado por la belleza de Isis, no lo vio
venir. Tomó la cabeza del tirano entre sus manos y la
sacudió de modo que lo desnucó limpia y ruidosamente.
Isis tomó su mano y ambos salieron corriendo por una
puerta trasera. A unos cien metros se iniciaba un
bosquecillo que seguramente terminaría en la playa. Isis,
que había tomado el comando, sabía que si llegaban allí
sin ser vistos estarían salvados.
Ni bien estaban llegando escucharon el griterío y
vie-ron montones de antorchas bailando en dirección al
camino de Atenas. Sólo unas pocas vinieron en su
dirección. No los habían visto. Dentro del bosque ya, la
pareja tuvo oportunidad de es-coger sitios frondosos en
los cuales se mantuvieron fuera de pe-ligro, observando
las antorchas moverse generalmente muy le-jos de ellos.
Cada momento de quietud era una suave caricia, era
beber el néctar de la boca del otro. Si había una fuerza ca-
184
Gabriel Cebrián
paz de mantenerlo en este mundo, estaba encarnada en
esa mujer.
Pronto Pitágoras cayó en la cuenta que ha poco
adver-tirían la ausencia de su barco en el Pireo, así que si
Alcmeón no llegaba pronto, quizás fuera porque había
sido atrapado por los atenienses. Corrieron hacia la playa,
y trémulo de alegría, pudo ver las velas de su barco a
escasos doscientos metros mar aden-tro. Nadaron hacia
él, y grande fue la sorpresa de Alcmeón al ver a su
Maestro con aquella bellísima mujer, ambos desnudos,
subir a cubierta.
Ya convenientemente vestidos, se cercioraron
que no los estaban siguiendo, tras lo cual Pitágoras les
dijo que tendrían que hundir el barco. Alcmeón quedó
desconcertado.
-Sí, mi buen amigo, debemos hacerlo. Lo mejor que
puede pasar-nos es que nos den por muertos. He dado
muerte a Hiparco, ¿sa-bes? Jamás podremos atravesar en
esta nave el Golfo Eleusino. Armemos una balsa y
hundámos la nave. Démonos prisa, no tenemos mucho
tiempo.
Rato después, mientras iniciaban un largo periplo
te-rrestre para embarcarse en zonas menos vigiladas,
Pitágoras instruyó a Alcmeón de esta suerte:
-Irás a Crotona y dirás a todos que he muerto.
-¡Pero Maestro...!
-Es necesario, si queremos evitar que el tirano Hipias
inicie ac-ciones devastadoras contra nuestra gente.
-Como siempre tienes razón, Maestro.
-Sólo dile que estoy con vida a quienes conocen nuestras
doctri-nas secretas. Pronto nos reuniremos con ustedes,
Isis y yo, y ce-lebraremos nuestra victoria por sobre los
corruptos sacerdotes de Eleusis, ya que hemos traído con
185
El traspié de Apolonio
nosotros la gema más pre-ciada del templo, la
encarnación de la luna y su rutilante res-plandor en el
cuerpo y los ojos de la más hermosa mujer que haya visto
el sol. Entonces, me llamaré Euphorbus.
-Como tú digas Maestro –respondió el fiel y maravillado
Alc-meón.
Cuando el discípulo partió, Pitágoras y la
sacerdotisa pasaron mucho tiempo sumergiéndose cada
uno en el océano del otro, emergiendo nuevos y
luminosos cada vez.
Poco después, frente al mar en la bahía de Pilos,
espe-rando la nave que lo llevaría a gobernar nuevamente
Crotona, -esta vez desde las sombras- pensó en cuánto
tiempo más po-dría dedicar así a su amante lunar. Sabía
que debería viajar a-ún muchas veces en la Barca de
Caronte a través de la Laguna Estigia y atravesar
repetidamente el mundo subterráneo. Pero sabía también
que cada vez que emergiese, Isis estaría allí para saciar
sus hambres de lejanía.
La Contienda
Llegando a casa resulta que el Guampa se en-
tretuvo con unos vagos hablando del partido, así que
seguí solo. Vi al gupito de la esquina tomando birra
como siempre. Había dos o tres pinchas, pero no me
dijeron nada, sabían que el horno no estaba para bo-
186
Gabriel Cebrián
llos, y después de la paliza que le había pegado el
otro día al Muyinga, casi porque sí, se quedaron bien
en el molde.
Entré en casa y vi a Lua tomando mate y
viendo la televisión. Se alegró mucho de verme, ya
que las noticias de aquel bloody sunday habían co-
rrido como reguero de pólvora. Me preguntó por el
Guampa y le dije que ya venía, cosa que le provocó
un mohín de disgusto. Tomé un mate y me fui a en-
cerrar a mi habitación. Puse un disco de Vangelis y
me arrojé sobre la cama con la botella de whisky. Al
rato oí llegar a mi hermano y casi enseguida comen-
zaron los gritos. Era obvio que Lua no se lo bancaba
más, y él no se bancaba que ella no se lo bancara. La
cosa fue subiendo de tono, así que salí y le dije muy
directamente:
-Mirá, loco, si querés que te acompañe esta noche
deja de hacer kilombo y dejame descansar, porque si
no vas solo, ¿estamos?
-Tá bien, tá bien, andá a descansá. ¿Ves, tarada, lo
que me hacés hacer?
-Loco, cortala con esta pobre mina que la estás tra-
tando como a un perro.
-Vos no te metás.
-Bueno, está bien, no me meto, pero dejate de hin-
char las pelotas y pará un poco con el carácter de
mierda ése que tenés –le espeté, y pegué un portazo.
Rato después y una buena dosis de whisky y
de Vangelis mediante, tuve una extraña visión. Tan
vívida fue, que me figuré que el Guampa me había
187
El traspié de Apolonio
hecho de nuevo la joda de poner ácido en mi bebida.
Una vez lo había hecho, eran otras épocas, me
acuerdo que nos recagamos de risa. Ahora no me
causaba ninguna gracia, y menos esa noche.
De repente vi una columna jónica perfecta,
de metro y medio de altura, erguida a los pies de mi
cama. ¡Estaba allí, hombre, estaba allí! Me froté los
ojos y aún seguía. Inicié una evaluación de mis sen-
saciones corporales y descubrí que no tenía ninguna
que pudiera asociar con la experiencia del ácido, así
que todo parecía indicar que no era ésa la cuestión.
Desconcertado, seguí mirándola fijamente, intentan-
do determinar cuál era el sentido o la fuente de esa
presencia. De pronto, y muy sincronizadamente con
la música, una especie de hiedra grisácea y bastante
desagradable comenzó a subir por la columna, enre-
dándose sobre su fuste finamente acanalado. “El
noble espíritu jónico se ve mancillado por la hiedra
venenosa de los tiempos”, pensé espontáneamente, y
creo que fue una buena interpretación. Cuál no fue
mi sorpresa cuando desde atrás de la visión surgió
otra, mucho más cara a mis sentimientos: Lua, mi a-
mada, causa de todos mis desvelos y a la vez único
remanso de mi alma desde la noche de los tiempos y
hasta los confines de la eternidad. Lua, la única ca-
paz de mantener anclado el excelso espítitu de Pitá-
goras en la oscuridad de la carne por milenios; artí-
fice de traiciones y de intrigas a través de las cuales
los impíos siempre, finalmente, conocieron el escar-
nio del que fueran tributarios; Lua, sagrada pasión
regeneradora de la vida, caudal de los ciclos mens-
188
Gabriel Cebrián
truales de la madre tierra, encarnada en la más bella
mujer que ha hollado con sus delicados pies cada
recodo de mis múltiples caminos; Lua, principio y
fin de mi vida y de mis muertes, madre de todos los
goces, suscitadora infatigable de cada impulso eróti-
co o tanático que he sustentado con el poderío de mi
sangre, a su voluntad perpetuamente renovada. Lu-
nática, mi mente siempre seguirá el flujo y el re-
flujo de sus mareas con la docilidad más devota.
Durante un buen rato fui incapaz de romper
aquel extraño sortilegio. Permanecimos mirándonos,
arrobados, ardientes, temblando de deseo. Finalmen-
te, apoyada sobre esa sobrenatural columna nimbada
por la hiedra, me dijo:
-Me promete que você vai-se cuidar muito. Somente
un de os dois vai voltar hoje de noite –y desapareció,
al igual que el fantasmagórico pilar.
Rato después entró el Guampa, y me pre-
guntó qué opinaba acerca del encuentro que íbamos
a sostener más tarde con el Marqués.
-Con el Marqués y su gente, querrás decir –lo co-
rregí. -O sos tan iluso de pensar que va a ir solo.
-Claro, boludo, sino por qué te voy a pedir que me
acompañés. Por lo menos van a estar ahí el Morsa y
el Pucho, si es que no fueron a parar al instituto del
quemado.
-Sí, el Morsa, el Pucho y también algunos más, se-
guro.
189
El traspié de Apolonio
-¿Qué te pasa, Papa, estás cagado?
-No, hermano, cagado no, pero me parece que estoy
un poco saturado de estos jueguitos de escuela pri-
maria de ver quién es más poronga, qué se yo. Falta
que después jueguen a quién escupe más lejos.
-Sí, pa' vos será un jueguito de escuela primaria, pe-
ro sin ese jueguito capaz que nos estaríamos cagan-
do de hambre. Vos sabés bien que las cosas no vie-
nen solas, y si no fuera por el renombre que nos ga-
namo' haciéndole el aguante al Lobo los chabones de
la política y los mafiosos no nos hubieran dado ni un
laburo ni cinco de bola, así que...
-Puede ser, tenés razón, pero por ahí un día tenemos
que cambiar, Guampa, hacer la moneda por derecha
y dejarnos de joder. Mirá lo que le hicieron a los vie-
jos. Cualquier día venís caminando por el barrio y
un mal parido te mete un cuetazo en la cabeza y
chau, fuiste.
-Por derecha, por derecha... ¿sabés lo que tenés que
agachar el lomo pa' hacer una teca como la que te-
nemo' en el banco?
-Bueno, no sé, puede ser, pero ganás en tranquilidad.
-¿Pero qué te pasa, chabón? Estás chamuyando co-
mo si tuvieras qué se yo... cincuenta años, vieja, por
lo meno.
-Mirá, Guampa, vamos a dejarlo ahí. Yo hoy te hago
la gamba, y si podés juntá un par de gente más, por-
que me parece que va a venir bien pesada. Lo que va
a pasar mañana no sé, yo quiero cambiar, y vos tenés
que cambiar sí o sí.
-¿Cómo?
190
Gabriel Cebrián
-Como me oís, pelotudo. Si no te dejás de tomar
merca a lo loco no solamente te vas a hacer mierda
vos sino que también vas a hacer mierda a los que te
rodean.
-Decime, ¿te estás refiriendo a Lua, vos? ¿Puedo
saber desde cuándo te importa tanto? –Me preguntó,
otra vez insidiosamente.
-Mirá, loco, voy a dejar de lado cualquier insinua-
ción pelotuda. ¿Te das cuenta, la reconcha de tu ma-
dre, que me preocupo por vos y encima me salís con
giladas? ¿Ves que estás hecho un boludo? ¿O es la
merca que te pone paranoico, che? Aflojá, si te lo
digo es porque te estás haciendo mierda vos, me es-
tás llevando a mí a situaciones cada vez más inde-
seables y la estás haciendo parir a la mina ésa, que
entre paréntesis es una muy buena mina.
-Tá, bien, tá bien, disculpame.
-¿Te das cuenta que vivís pidiéndome disculpas, úl-
timamente?
-¡Bueno, loco, es una forma de decir, ¿qué querés
que haga, que me ponga de rodillas y que llore como
un puto?
-Que vuelvas a comportarte como una persona nor-
mal. Eso, en la medida de tus posibilidades, claro.
-Che, pajero, tampoco me la cancheriés. Sabés qué,
andate a la mierda, mirá. Me vuá ir sólo y chau, a
ver si te creés que soy un maricón como vos.
-No, Guampa, te dije que te voy a acompañar y te
voy a acompañar. Es un compromiso que asumí con
el viejo y voy a ir quieras o no, ¿estamos?
191
El traspié de Apolonio
-Tamos –respondió, algo perturbado por la forma
directa que empleé para darle traslado de algo que
hacía a un pacto tan trascendente como desconocido
para él. Mas enseguida se repuso y agregó: -Bueno,
vamos de una vez que sinó nos vamo'a pasá la noche
hablando como dos comadres. ¿Tenés el bufo, tenés?
-Si, esperá que ya lo reviso y salimos.
Rato después caminábamos por el Bosque,
por la 52 hacia la 122. Cuando íbamos por el Hípico
miré el reloj: eran las diez pasadas. El Guampa ca-
minaba con una determinación ciega, estaba pasado
de frula.
-Loco –le dije, -les estamos haciendo el caldo gordo.
No sabemos cuántos son, ni qué carajo tienen, y va-
mos de cara onda Rambo. ¿No te parece que debe-
ríamos meternos por ahí, a lo oscuro, y otear un
poco el panorama, primero?
-Tenés razón, Papa, ¿ves que para algo te traje?
Nos metimos entre los eucaliptos y a poco
pudimos ver la casucha de chapa con un mostrador y
unas sillitas, en una de las cuales estaban sentados El
Marqués, el Morsa y el Pucho.
-Ahí están, las tres putas solas –me dijo. –Me parece
que se cagaron, Papa, y vienen a arreglar.
-No creo, Guampa, no te confiés en esas víboras. Pa-
ra mí va a haber jaleo.
-Bueno, somos dos buenos contra tres putos. Pan co-
mido.
-No te confiés –repetí, mientras recordaba las pala-
bras de Lua: “somente um de os dois vai voltar hoje
de noite.”
192
Gabriel Cebrián
El Guampa arrancó de una y yo lo seguí, qué
iba a hacer. Cuando íbamos cruzando la calle nos
vieron y ni se inmutaron.
-Viste que querían chamuyar, boludo –me dijo en
voz baja. -Yo los conozco.
-No te confiés, no seas pelotudo...
Llegamos, cada uno con el fierro cruzado a-
trás en la cintura . El Guampa saludó:
-Hola, chicas, cómo andan. ¡Eh, que hacés, Marque-
sito! ¿Cómo andás del pupo nuevo que te hicieron
los pinchas?
-Ah, venís en gastador...
-No, perejil, vine porque vos me llamaste, no te vá'
pensar que te tengo miedo. Y no tengo mucho tiem-
po, sabés, así que batí qué querés y la hacemos corta.
-¿Querés saber que quiero, ¿eh? Quiero tus pelotas
para dárselas de comer al perro, gordo puto.
Entonces desde adentro del boliche se oyeron
varios estampidos que abrieron terribles buracos en
la chapa. El Guampa cayó malherido pero alcanzó a
manotear el chumbo y lo puso al Marqués, en la
cabeza. Yo le di a los otros dos pero recibí un tiro en
el medio de la gamba, que me hizo girar y caer. Me
parapeté detrás del cuerpo del Guampa, que boquea-
ba y hacía unos ruidos feísimos. Le saqué el 38 de la
mano y cagué a tiros la chapa desde donde venían
los disparos, y me parece que le di o rajó, porque no
se supo más nada.
Miré mi muslo derecho y me percaté del de-
sastre. Me habían dado con una 45, o una Magnum,
193
El traspié de Apolonio
por lo menos. Tenía el fémur hecho mierda y san-
graba a chorros. Mientras intentaba sacarme la re-
mera para hacer un torniquete vi una sombra a mi
lado que agarraba mi revólver y le sacudía los pocos
tiros que quedaban a los muertos de la mesa. Era
Lua, que evidentemente nos había seguido hasta allí.
Pensé que lo que estaba haciendo lo hacía por rabia,
por venganza, pero pronto advertí que obedecía a un
plan. A un magnífico plan.
Se arrodilló junto a mí.
-Atendelo al Guampa –le dije. –Atendelo a él que
está peor.
-Ele está morto. – Medio desesperada tomó mi mano
y la pasó por la herida de la pierna. -¡Teu sangue!
¡Passa a mão por teu sangue! –Y luego se aplicó a
apretar el torniquete. Una vez que comprimió todo lo
que pudo, me indicó sostenerlo mientras frotaba los
revólveres con su vestido, como para quitarles las
huellas dactilares. Hecho lo cual, volvió a poner el
38 en la mano del Guampa. A continuación me pre-
guntó si tenía más balas, y le contesté que tenía unas
en el bolsillo. Las sacó, las puso en el tambor y
también las disparó. Entonces entendí: quería hacer-
se cargo de mis tiros. Por eso me hizo ensangrentar
bien la mano y por eso se llenó sus dedos de pól-
vora. La mente se me estaba yendo un poco, supon-
go que a causa de la pérdida masiva de sangre. Oí
las sirenas y vi luces rojas y azules danzando alre-
dedor. Lua me abrazaba, me besaba y repetía “¡Você
nunca disparou! ¡Lembre-sé! ¡Você nunca dispa-
rou!”
194
Gabriel Cebrián
Poco después sentí que varias personas me
manipulaban, y me subían a una camilla. Luego sen-
tí un piquete en el brazo derecho, y eso fue todo.
Katharsis transitiva
Ya han pasado unos años de los eventos aquí
referidos. Tal cual lo pergeñara Lua, la versión ofi-
cial acerca de la balacera en la 122 terminó diciendo
que habíamos sido agredidos y que el Guampa y Lua
simplemente habían actuado en defensa propia. Ella
declaró que el 32 que había disparado pertenecía a
uno de los enemigos, y que lo tomó en el fragor de
las acciones. Cuando me tocó el turno, declaré a mi
vez que luego de encontrarme malherido y en el pi-
so, me escudé tras el cuerpo de mi hermano y no vi
más nada. La cuestión que todavía estaba con la
gamba en tracción cuando Lua ya podía venir libre-
mente a visitarme a la clínica. Luego me operaron y
me colocaron un kunstcher de platino (que por si no
lo saben, es un clavo intramedular que mantiene el
hueso en su sitio). Yo quizás no sea tan lúcido como
Pitágoras, pero mi muslo al menos alberga un espíri-
tu de metal incluso más noble que el suyo. A veces,
en las noches, me quedo viéndolo rielar con reflejos
lunares.
195
El traspié de Apolonio
Puedo caminar perfectamente bien, a contra-
rio de todos los pronósticos. Incluso intentaron vol-
ver a operarme para quitármelo, pero ¿qué sentido
tiene, si no me molesta y puedo deambular sin difi-
cultad alguna? Si me preguntan, yo creo que es el
tratamiento de Lua, que obra milagros. Día tras día y
noche tras noche besa y acaricia mi pierna, sin ol-
vidar por supuesto el resto de mi cuerpo, que arde al
más leve contacto de su boca. Ser el testigo del Eter-
no tiene sus privilegios. Aparte, hay que pasar el Ka-
liyuga, ¿no?
Ahora debo ser congruente con mis incohe-
rencias y repetir las observaciones que formulé en el
inicio de esta historia respecto de lo lábil de los orí-
genes, y aplicarlas de manera análoga a lo que va a
constituir su difuso final. A su pesar respetuoso de
los ciclos cósmicos y también de otros más conven-
cionales, el episodio aparentemente final de esta cró-
nica tuvo lugar en la madrugada del primero de
enero del 2000. Saqué una mesa al pasillo exterior
de mi departamento para ver toda la parafernalia de
pirotecnia a la que nadie –supongo- pudo sustraerse.
Luego de la gran profusión de fuegos multicolores,
luces y estruendo, me quedé allí, bebiendo lángui-
damente un fino champagne francés bien helado y
disfrutando de una noche apacible luego de esa es-
pecie de Sarajevo inocuo que dio la vuelta al mundo.
En eso estaba cuando por la vereda de en-
frente vi venir un tipo pelilargo con paso dubitativo
196
Gabriel Cebrián
por el alcohol. Era Gabriel. Lo llamé por su nombre.
Se detuvo y me miró, sin reconocerme.
-¿No te acordás de mí? Soy el Papa.
-Ah, cierto, y yo soy el Dalai Lama.
-No seas boludo, Gabriel, soy Glauco, ¿te acordás?
-¡Huy, loco, cierto, sos vos! ¿Y? ¿Qué onda, algún
teorema nuevo?
-Vení, subí, vamos a charlar un rato.
-No, sabés que ya me iba a dormir, loco... estoy he-
cho mierda.
-Tengo como seis botellas de champagne bien frías.
-Ahí subo.
Poco después nos saludamos y se sentó en la
silla que hasta hacía unos momentos había ocupado
Lua. Le serví una copa y por cortesía le pregunté
cómo andaba la banda.
-¿Que banda? La banda no anda. Fue.
-¿Ah, sí? Que garrón, loco, sonaba bien. Pero se no-
taba, por lo que vos decías, que la cosa no andaba
bien a nivel humano, ¿no?
-Tal cual.
-¿Y ahora qué hacés?
-Escribo. La mayoría de las veces, porquerías. Pero
de vez en cuando emboco alguna; no sé, me parece.
Y hablando de eso, no me olvidé que me tenías que
pasar el ensayo ése sobre Pitágoras, eh.
-Esperá, esperá. Primero te tengo que contar un par
de cosas; digo, si tenés tiempo.
-A ver, dale. De lo de tu hermano ya me enteré, lo
leí en el diario. Así que me dije “dos mas dos son
cuatro”, y ya sé quién se quedó con la mina.
197
El traspié de Apolonio
-No hablés así.
-Te digo de onda, boludo, ya me conocés. ¿O no fue
así?
-Sí, fue así. Dos mas dos son cuatro.
-No siempre.
-Pero la puta que te parió.
Mientras nos reíamos le volví a servir. Toma-
ba rápido, el chabón. Parecía que para él no había un
mañana, y tal vez no lo haya para nadie, quién sabe.
-Gabriel, ¿te puedo preguntar una cosa en serio? Y
te aclaro, no me vengas con el rollo ése de las men-
tiras que parecen verdades, ¿eh?
-Preguntá, dale, preguntá que estoy dulce.
-¿Vos le hablaste de mí a Juancho?
-¡Áh há há há há há há! Lo fuiste a ver, nomás. Y te
quedaste con los huevos en la garganta, ¿no? Mirá,
Glauquito, lo fui a ver un año antes de que muriera,
debe haber sido en el noventa y siete. Y la verdad, ni
me acordé del tema tuyo. Él tampoco me dijo nada.
Hablamos cosas nuestras, nada más.
-¿En serio me lo decís?
-¿Pero qué querés? ¿Que te lo jure? Mirá que me
voy a poner a hacer esas pendejadas. Yo me hago
cargo de mi locura, nada más, y la vengo pateando
bastante bien. Mirá si me iba a hacer cargo de la de
Juancho, mucho más trascendente pero también mu-
cho más incómoda. Vos lo viste.
-Si, lo vi, y la verdad es que pensé que vos lo habías
instruido antes de mi visita.
198
Gabriel Cebrián
-Loco, está bien que seas Pitágoras pero tampoco sos
el ombligo del mundo, pará un poco. Así que fuiste
y Juancito te dio para que tengas.
-Para que tenga y para que guarde.
-Yo sabía.
En eso salió Damis, retiró la botella vacía y
dejó otra. Cuando lo vio, Gabriel se incorporó y me
dijo:
-Loco, ¿ése no es... ?
-Sergio, el amigo de Juancho.
-¿Y qué carajo hace acá?
-Bueno, si me dejás hablar... hay una parte de la
historia que no conocés.
-Ya estoy viendo.
-Un día salíamos con mi mujer del supermercado
Pinocho, el de acá de la 19, y se me antojó volver a
comprar un whiscardo. Lua me esperó afuera.
Cuando estaba en la caja los vi hablando, y me
pregunté lo mismo que vos: “¿qué carajo hace el lo-
co éste acá?”. Cuando salí tomó la misma actitud
reverencial que tuvo para conmigo el día de la visita
a Juancho. Resulta que se cree que es Damis, ayu-
dante y discípulo de Apolonio de Tiana.
-Yo no sé si será Damis, pero yo te dije que la mano
venía por ahí. ¡Grande, Gaby! ¡Qué maestro! –Se
autofestejó. -¡No al pedo has vivido entre locos, al-
gunos asumidos y otros no tanto!
-Si lo decís por mí...
-No, ya sé, Glauquito. Sos un poquito duro, pero al
final, viste.
199
El traspié de Apolonio
-Bueno, la cosa es que Lua me dijo, mientras trataba
de despegarme al coso éste, que la había llamado
“Hathor”, y que decía que ella era la amante de su
maestro Apolonio.
-Qué momento.
-Sí, bastante fuerte. Pero Lua reía y decía que segu-
ramente el loco estaba diciendo la verdad.
-¿Hathor, dijo?
-Sí. Después lo chequeamos, y grande fue nuestra
sorpresa cuando descubrimos que esa tal Hathor era
una divinidad lunar egipcia, diosa de la fertilidad y
protectora de las mujeres, el amor y la belleza.
-Que lo parió, boludo.
-Y me lo traje conmigo, total, ¿quién lo va a recla-
mar? El tipo está chocho, ¿sabés?. Aparte, es el me-
jor empleado que tengo. ¿Viste que te hice caso? Me
dejé de joder con todo el rollo ése de la violencia y
la barra brava. Ahora soy hombre de negocios, y no
me va tan mal.
-Yo te dije, gil, el rollo ése era de tu hermano, no
tuyo.
-Si, boludo, pero gracias a eso no tuve que empezar
de cero. Me quedó una teca grosa como para salir
pegando. ¡Che, Damis, traéte otra! El loco éste es
una fiera como vendedor, me lleva toda la conta-
bilidad y encima cuando para de laburar para la em-
presa me atiende a cuerpo de rey. No cabe duda que
el Apolonio ése lo entrenó bien.
-Hijo de puta, me debés una.
-Claro que te debo una. Mirá, yo nó sé si será cierto
todo ese kilombo de la transmigración, o no, pero...
200
Gabriel Cebrián
-Todo fue mejor.
-Todo fue mejor. Mirá, te voy a traer los cuadernos
que escribí. Fijate, si no tirálos a la mierda, qué se
yo.
-¿Sabés que pasa, Glauco? No los leí, pero me pa-
rece que si se agota en el mambo de contar la vida
de un solo personaje, me parece que va a ser insu-
ficiente.
-¿Cómo?
-Claro, si te quedás en Pitágoras. La historia es toda,
loco, la de Apolonio, Lua, vos, Juancho, el loco éste
escanciador, tu hermano, qué se yo...
-Vos...
-Cierto, yo jugué de enganche. Onda Aimar, te la
puse.
-Tá bien, es cierto, pero yo no puedo hacer eso.
-¿Por?
-Porque para mí contar cosas mías es un garrón. Si
me doy, digo “soy un boludo, encima le doy pasto a
las fieras”; y si me jacto de algo enseguida salta el
acomplejado preguntándome “¿Quién carajo te creés
que sos?”. Así que, tal vez por una cuestión de tem-
peramento, o de personalidad, por ahí, prefiero con-
tar las cosas “en off”
-¿En off? ¿Qué aspirás, tabletas para mosquitos,
vos? Dejate de joder, Glauco, escribila.
-De alguna manera me jode, toda esta historia, ¿sa-
bés? Casi todos los vínculos afectivos que tuve
murieron violentamente; después me junté con un
par de locos que me hicieron entrar en una quimera
que por tal me llevó a vivir un idilio casi eterno, tan
201
El traspié de Apolonio
totalizador como indescriptible, pero que no me atre-
vería a contárselo a los pibes del barrio.
-Creo que te entiendo.
-Si, viste, y por otra parte tampoco me gustaría que
quede en el olvido total, de modo que si dentro de
dos mil años más hay algún ignaro al que se le ocu-
rre seguir las líneas de esta historia, sería bueno que
tenga menos dificultades de las que tuve yo. Así
que...
-¿Así que qué?
-En fin, ¿no te coparía escribirla vos?
-Vamo' y vamo'.
-No, es toda tuya.
Pensó durante unos momentos. Después dejó
la copa sobre el suelo y se arrellanó en su silla:
-Tá bien. Vos dejámela a mí –me respondió final-
mente. Y se quedó dormido.
202
Gabriel Cebrián
203
El traspié de Apolonio
ÍNDICE
A propósito del autor................................................ 5
Arché........................................................................ 10
Individuum................................................................11
Samos........................................................................11
Primeros olvidos, primeros recuerdos.......................12
Canciones del Bosque................................................15
Navegando hacia el sudeste...................................... 16
Un Bellagamba más.................................................. 18
Batahola.................................................................... 20
Noches del desierto................................................... 23
El universo en clave literaria.................................... 24
El universo en clave pugilística................................ 26
Llegada a Balkh........................................................ 30
Primer umbral........................................................... 35
Nocaut al caballo...................................................... 46
Escalando la Torre de Babel..................................... 48
Cogumelos, jaguares y otros predadores.................. 54
Los mensajeros del Marqués.................................... 69
Revelación................................................................ 70
Primeros contactos.................................................... 72
Entretiempo (Cantos de Guerra)............................... 75
Últimos días en Balkh............................................... 78
Dos hombres y una mujer......................................... 87
Fuego a discreción.................................................... 89
Dharma..................................................................... 92
Tao............................................................................ 95
204
Gabriel Cebrián
Debacle 1................................................................. 121
Memorias de la eternidad........................................ 122
Casi un necrofílico.................................................. 124
Debacle 2................................................................ 128
Egipto...................................................................... 129
Alunizaje................................................................. 141
Debacle 3................................................................ 145
Venganza oracular.................................................. 146
Apolonio....................................................... 151
El último aguante.......................................... 168
Crotona, Eleusis y la Barca de Caronte........ 170
La Contienda................................................. 185
Katharsis transitiva........................................ 194
Índice............................................................. 203
205