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Los Tres Cerditos

Los tres cerditos construyen casas de materiales diferentes para protegerse del lobo. La casa de paja del primer cerdito y la de madera del segundo son derribadas por el lobo, pero la casa de ladrillos del tercer cerdito resiste todos los embates del lobo. Los hermanos aprenden que es mejor construir casas sólidas y seguras que casas débiles.

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Los Tres Cerditos

Los tres cerditos construyen casas de materiales diferentes para protegerse del lobo. La casa de paja del primer cerdito y la de madera del segundo son derribadas por el lobo, pero la casa de ladrillos del tercer cerdito resiste todos los embates del lobo. Los hermanos aprenden que es mejor construir casas sólidas y seguras que casas débiles.

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Los tres cerditos

 
Había una vez tres cerditos que vivían al aire libre cerca del
bosque. A menudo se sentían inquietos porque por allí solía
pasar un lobo malvado y peligroso que amenazaba con
comérselos.
Un día se pusieron de acuerdo en que lo más prudente era que
cada uno construyera una casa para estar más protegidos.
El cerdito más pequeño, que era muy vago, decidió que su casa
sería de paja. Durante unas horas se dedicó a apilar cañitas secas y en un santiamén, construyó su nuevo
hogar. Satisfecho, se fue a jugar.
 – ¡Ya no le temo al lobo feroz! – le dijo a sus hermanos.
El cerdito mediano era un poco más decidido que el pequeño pero tampoco tenía muchas ganas de trabajar.
Pensó que una casa de madera sería suficiente para estar seguro, así que se internó en el bosque y acarreó
todos los troncos que pudo para construir las paredes y el techo. En un par de días la había terminado y muy
contento, se fue a charlar con otros animales.
– ¡Qué bien! Yo tampoco le temo ya al lobo feroz – comentó a todos aquellos con los que se iba encontrando.
El mayor de los hermanos, en cambio, era sensato y tenía muy buenas ideas. Quería hacer una casa confortable
pero sobre todo indestructible, así que fue a la ciudad, compró ladrillos y cemento, y comenzó a construir su
nueva vivienda. Día tras día, el cerdito se afanó en hacer la mejor casa posible.
Sus hermanos no entendían para qué se tomaba tantas molestias.
– ¡Mira a nuestro hermano! – le decía el cerdito pequeño al mediano – Se pasa el día trabajando  en vez de venir
a jugar con nosotros.
– Pues sí ¡vaya tontería! No sé para qué trabaja tanto pudiendo hacerla en un periquete… Nuestras casas han
quedado fenomenal y son tan válidas como la suya.
El cerdito mayor, les escuchó.
– Bueno, cuando venga el lobo veremos quién ha sido el más responsable y listo de los tres – les dijo a modo de
advertencia.
Tardó varias semanas  y le resultó un trabajo agotador, pero sin duda el esfuerzo mereció la pena. Cuando la
casa de ladrillo estuvo terminada, el mayor de los hermanos se sintió orgulloso y se sentó a contemplarla
mientras  tomaba una refrescante limonada.
– ¡Qué bien ha quedado mi casa! Ni un huracán podrá con ella.
Cada  cerdito se fue a vivir a su propio hogar. Todo parecía tranquilo hasta que una mañana, el más pequeño
que estaba jugando en un charco de barro,  vio aparecer entre los arbustos al temible lobo. El pobre cochino
empezó a correr y se refugió en su recién estrenada casita de paja. Cerró la puerta y respiró aliviado. Pero
desde dentro oyó que el lobo gritaba:
– ¡Soplaré y soplaré y la casa derribaré!
Y tal como lo dijo, comenzó a soplar y la casita de paja se desmoronó. El cerdito, aterrorizado, salió corriendo
hacia casa de su hermano mediano y  ambos se refugiaron allí. Pero el lobo apareció al cabo de unos segundos
y gritó:
– ¡Soplaré y soplaré y la casa derribaré!
Sopló tan fuerte que la estructura de madera empezó a moverse y al final todos los troncos que formaban la
casa se cayeron y comenzaron a rodar ladera abajo. Los hermanos, desesperados, huyeron a gran velocidad y
llamaron a la puerta de su hermano mayor, quien les abrió y les hizo pasar, cerrando la puerta con llave.
– Tranquilos, chicos, aquí estaréis bien. El lobo no podrá destrozar mi casa.
El temible lobo llegó y por más que sopló, no pudo mover ni un solo ladrillo de las paredes ¡Era una casa muy
resistente! Aun así, no se dio por vencido y buscó un hueco por el que poder entrar.
En la parte trasera de la casa había un árbol centenario. El lobo subió por él y de un salto, se plantó en el tejado
y de ahí brincó hasta la chimenea. Se deslizó por ella para entrar en la casa pero cayó sobre una enorme olla de
caldo que se estaba calentado al fuego. La quemadura fue tan grande que pegó un aullido desgarrador y salió
disparado de nuevo al tejado. Con el culo enrojecido, huyó para nunca más volver.
– ¿Veis lo que ha sucedido? – regañó el cerdito mayor a sus hermanos – ¡Os habéis salvado por los pelos de
caer en las garras del lobo! Eso os pasa por vagos e inconscientes. Hay que pensar las cosas antes de hacerlas.
Primero está la obligación y luego la diversión. Espero que hayáis aprendido la lección.
¡Y desde luego que lo hicieron! A partir de ese día se volvieron más responsables, construyeron una casa de
ladrillo y cemento como la de su sabio hermano mayor y vivieron felices y tranquilos para siempre.
El lobo y las siete cabritillas

Había una vez una cabra que tenía siete cabritillas.


Todas ellas eran preciosas, blancas y de ojos
grandes. Se pasaban el día brincando por todas
partes y jugando unas con otras en el prado.
Cierto día de otoño, la mamá cabra le dijo a sus
hijitas que tenía que ausentarse un rato para ir al
bosque en busca de comida.
– ¡Chicas, acercaos! Escuchadme bien: voy a por
alimentos para la cena. Mientras estoy fuera no
quiero que salgáis de casa ni abráis la puerta a
nadie. Ya sabéis que hay un lobo de voz ronca y patas negras que merodea siempre por aquí ¡Es muy peligroso!
 
– ¡Tranquila, mamita! – contestó la cabra más chiquitina en nombre de todas – Tendremos mucho cuidado.
La madre se despidió y al rato, alguien golpeó la puerta.
– ¿Quién es? – dijo una de las pequeñas.
– Abridme la puerta. Soy vuestra querida madre.
– ¡No! – gritó otra – Tú no eres nuestra mamá. Ella tiene la voz suave y dulce y tu voz es ronca y fea. Eres el
lobo… ¡Vete de aquí!
Efectivamente, era el malvado lobo que había aprovechado la ausencia de la mamá para tratar de engañar a las
cabritas y comérselas. Enfadadísimo, se dio media vuelta y decidió que tenía que hacer algo para que confiaran
en él. Se le ocurrió la idea de ir a una granja cercana y robar una docena de huevos para aclararse la voz.
Cuando se los había tragado todos, comprobó que hablaba de manera mucho más fina, como una auténtica
señorita. Regresó a casa de las cabritas y volvió a llamar.
– ¿Quién llama?- escuchó el lobo al otro lado de la puerta.
– ¡Soy yo, hijas, vuestra madre! Abridme que tengo muchas ganas de abrazaros.
Sí… Esa voz melodiosa podría ser de su mamá, pero la más desconfiada de las  hermanas quiso cerciorarse.
– No estamos seguras de que sea cierto. Mete la patita por la rendija de debajo de la puerta.
El lobo, que era bastante ingenuo, metió la pata por el hueco entre la puerta y el suelo,  y al momento oyó los
gritos entrecortados de las cabritillas.
– ¡Eres el lobo! Nuestra mamá tiene las patitas blancas y la tuya es oscura y mucho más gorda ¡Mentiroso, vete
de aquí!
¡Otra vez le habían pillado! La rabia le enfurecía,  pero no estaba dispuesto a fracasar. Se fue a un molino que
había al otro lado del riachuelo y metió las patas en harina hasta que quedaron totalmente rebozadas y del color
de la nieve.  Regresó y llamó por tercera vez.
– ¿Quién es?
– Soy mamá. Dejadme pasar, chiquitinas mías – dijo el lobo con voz cantarina, pues aún conservaba el tono fino
gracias al efecto de las yemas de los huevos.
– ¡Enséñanos la patita por debajo de la puerta! – contestaron las asustadas cabritillas.
El lobo, sonriendo maliciosamente, metió la patita por la rendija y…
– ¡Oh, sí! Voz suave y patita blanca como la leche ¡Esta tiene que ser nuestra mamá! – dijo una cabrita a las
demás.
Todas comenzaron a saltar de alegría porque por fin su mamá había regresado. Confiadas, giraron la llave y el
lobo entró dando un fuerte empujón a la puerta. Las pobres cabritas intentaron esconderse, pero el lobo se las
fue comiendo a todas  menos a la más joven, que se camufló en la caja del gran reloj del comedor.
Cuando llegó mamá cabra el lobo ya se había largado. Encontró la puerta abierta y los muebles de la casa
tirados por el suelo ¡El muy perverso se había comido a sus cabritas! Con el corazón roto comenzó a llorar y de
la caja del reloj salió muy asustada la cabrita pequeña, que corrió a refugiarse en su pecho. Le contó lo que
había sucedido y cómo el malvado lobo las había engañado. Entre lágrimas de amargura, su madre se levantó,
cogió un mazo enorme que guardaba en la cocina, y se dispuso a recuperar a sus hijas.
– ¡Vamos, chiquitina! ¡Esto no se va a quedar así! Salgamos en busca de tus hermanas, que ese bribón no
puede andar muy lejos – exclamó con rotundidad.
Madre e hija salieron a buscar al lobo. Le encontraron profundamente dormido en un campo de maíz. Su panza
parecía un enorme globo a punto de explotar. La madre, con toda la fuerza que pudo, le dio con el mazo en la
cola y el animal pegó un bote tan grande que empezó a vomitar a las seis cabritas, que por suerte, estaban
sanas y salvas. Aullando, salió despavorido y desapareció en la oscuridad del bosque.
 -¡No vuelvas a acercarte a nuestra casa! ¿Me has oído? ¡No vuelvas por aquí! – le gritó la mamá cabra.
Las cabritas se abrazaron unas a otras con emoción.  El lobo jamás volvió a amenazarlas y ellas comprendieron
que siempre tenían que obedecer a su mamá y jamás fiarse de desconocidos.
El campesino y el diablo
Érase una vez un campesino famoso
en el lugar por ser un chico muy listo y
ocurrente. Tan espabilado era que un
día consiguió burlar a un diablo
¿Quieres conocer la historia?
Cuentan por ahí que un día, mientras
estaba labrando la tierra, el joven
campesino se encontró a un diablillo
sentado  encima de unas brasas.
– ¿Qué haces ahí? ¿Acaso estás
descansando sobre el fuego? – le
preguntó con curiosidad.
 
– No exactamente – respondió el diablo con cierta chulería – En realidad, debajo de esta fogata he
escondido un gran tesoro. Tengo un cofre lleno de joyas y piedras preciosas y no quiero que nadie las
descubra.
– ¿Un tesoro? – El campesino abrió los ojos como platos – Entonces es mío, porque esta tierra me
pertenece y, todo lo que hay aquí, es de mi propiedad.
El pequeño demonio se quedó pasmado ante la soltura que tenía ese jovenzuelo ¡No se dejaba
asustar ni siquiera por un diablo! Como sabía que en el fondo el chico tenía razón, le propuso un
acuerdo.
– Tuyo será el tesoro, pero con la condición de que me des la mitad de tu cosecha durante dos años.
Donde vivo no existen ni las hortalizas ni las verduras y la verdad es que estoy deseando darme un
buen atracón de ellas porque me encantan.
El joven, que a inteligente no le ganaba nadie, aceptó el trato pero puso una condición.
– Me parece bien, pero para que luego no haya peleas, tú te quedarás con lo que crezca de la tierra
hacia arriba y yo con lo que crezca de la tierra hacia abajo.
El diablillo aceptó y firmaron el acuerdo con un apretón de manos. Después, cada uno se fue a lo
suyo. El campesino plantó remolachas, que como todos sabemos, es una raíz, y cuando llegó el
momento de la cosecha, apareció el diablo por allí.
– Vengo a buscar mi parte – le dijo al muchacho, que sudoroso recogía cientos de remolachas de la
tierra.
– ¡Ay, no, no puedo darte nada! Quedamos en que te llevarías lo que creciera de la tierra hacia arriba
y este año sólo he plantado remolachas, que como tú mismo estás viendo, nacen y crecen hacia
abajo, en el interior de la tierra.
El diablo se enfadó y quiso cambiar las condiciones del acuerdo.
– ¡Está bien! – gruñó – La próxima vez será al revés: serás tú quien se quede con lo que brote sobre
la tierra y yo con lo que crezca hacia abajo.
Y dicho esto, se marchó refunfuñando. Pasado un tiempo el campesino volvió a la tarea de sembrar y
esta vez cambió las remolachas por semillas de trigo. Meses después, llegó la hora de recoger el
grano de las doradas espigas. Cuando reapareció el diablo dispuesto a llevarse lo suyo, vio que el
campesino se la había vuelto a dar con queso.
– ¿Dónde está mi parte de la cosecha?
– Esta vez he plantado trigo, así que todo será para mí – dijo el muchacho – Como ves, el trigo crece
sobre la tierra, hacia arriba, así que lárgate porque no pienso darte nada de nada.
El diablo entró en cólera y pataleó el suelo echando espuma por la boca, pero tuvo que cumplir su
palabra porque un trato es un trato y jamás se puede romper. Se  fue de allí maldiciendo y el
campesino listo, muerto de risa, fue a buscar su tesoro.
 
La gallinita roja

Había una vez una granja donde todos los animales vivían
felices. Los dueños cuidaban de ellos con mimo y no les
faltaba de nada. En cuanto el gallo anunciaba la salida del
sol, todos se ponían en marcha y realizaban sus funciones
con agrado. Siempre tenían a su disposición alimentos para
comer y un lecho caliente sobre el que descansar.
El terreno que rodeaba la casa principal era muy amplio y
con suficiente espacio para que los caballos pudieran trotar, los cerdos revolcarse en el barro y, las vacas, pastar
a gusto mientras hacían sonar sus cencerros de latón. Entre las patas de los grandes animales siempre
correteaba algún pollito que se esmeraba en aprender a volar bajo la mirada atenta de las gallinas.
Una de esas gallinitas era roja y se llamaba Marcelina. Un día que estaba muy atareada  escarbando entre unas
piedras, encontró un grano de trigo. Lo cogió con el pico y se quedó pensando en qué hacer con él. Como era
una gallina muy lista y hacendosa, tuvo una idea fabulosa.
 – ¡Ya lo tengo! Sembraré este grano e invitaré a todos mis amigos a comer pan.
Contentísima, fue en busca de aquellos a los que más quería.
– ¡Eh, amigos! ¡Mirad lo que acabo de encontrar! Es un hermoso grano de trigo dorado ¿Me ayudáis a plantarlo?
– Yo no – dijo el pato.
– Yo no – dijo el gato.
– Yo no – dijo el perro.
– Está bien – suspiró la gallinita roja – Yo lo haré.
Marcelina se alejó un poco apesadumbrada y buscó el lugar idóneo para plantarlo. Durante días y días regó el
terreno y vigiló que ningún pájaro merodeara por allí. El trabajo bien hecho dio un gran resultado. Feliz,
comprobó cómo nacieron unas plantitas que se convirtieron en espigas repletas de semillas.
 ¡La gallina estaba tan contenta!…  Buscó a sus amigos e hizo una reunión de urgencia.
– Queridos amigos… Mi semilla es ahora una preciosa planta. Debo segarla para recoger el fruto ¿Me ayudáis?
– Yo no – dijo el pato.
– Yo no – dijo el gato.
– Yo no – dijo el perro.
– En fin… Si no queréis echarme una mano, tendré que hacerlo yo solita.
La pobre Marcelina se armó de paciencia y se puso manos a la obra. La tarea de segar era muy dura para una
gallina tan pequeña como ella, pero con tesón consiguió su objetivo y cortó una a una todas las espigas.
Agotada y sudorosa recorrió la granja para reunir de nuevo a sus amigos.
– Chicos… Ya he segado y ahora tengo que separar el grano de la paja.  Es un trabajo complicado y me gustaría
contar con vosotros para terminarlo cuanto antes ¿Quién de vosotros me ayudará?
– Yo no – dijo el pato.
– Yo no – dijo el gato.
– Yo no – dijo el perro.
– ¡Vale, vale! Yo me encargo de todo.
¡La gallina no se lo podía creer! ¡Nadie quería echarle una mano! Se sentó y con su piquito, separó con mucho
esmero los granos de trigo de la planta. Cuando terminó era tan tarde que sólo pudo dormir unos minutos antes
del canto del gallo.
Durante el desayuno los ojillos se le cerraban y casi no tenía fuerzas para hablar. Era tanto su agotamiento que
apenas sentía hambre.  Además, estaba enfadada por la actitud de sus amigos, pero aun así decidió intentarlo
una vez más.
– Ya he sembrado, segado y trillado. Ahora necesito que me ayudéis a llevar los granos de trigo al molino para
hacer harina ¿Quién se viene conmigo?
– Yo no – dijo el pato.
– Yo no – dijo el gato.
– Yo no – dijo el perro.
– ¡Muy bien! Yo llevaré los sacos de trigo al molino y me encargaré de todo.
¡La gallina estaba harta! Nunca les pedía favores y, para un día que necesitaba su colaboración, escurrían el
bulto. Se sentía traicionada. Suspiró hondo y dedicó el día entero a transportar y moler el trigo, con el que
elaboró una finísima harina blanca.
Al día siguiente se levantó más animada. El trabajo duro ya había pasado y ahora tocaba la parte más divertida y
apetecible. Con harina, agua y sal hizo una masa y elaboró deliciosas barras de pan. El maravilloso olor a
hogazas calientes se extendió por toda la granja. Cómo no, los primeros en seguir el rastro fueron sus supuestos
tres mejores amigos, que corrieron  en su busca con la esperanza de zamparse un buen trozo.
En cuanto les vio aparecer, la gallinita roja les miró fijamente y con voz suave les preguntó:
– ¿Quién quiere probar este apetitoso pan?
– ¡Yo sí! – dijo el pato.
– ¡Yo sí! – dijo el gato.
– ¡Yo sí! – dijo el perro.
La gallina miró a sus amigos y les gritó.
– ¡Pues os quedáis con las ganas! No pienso compartir ni un pedazo con vosotros. Los buenos amigos están
para lo bueno y para lo malo. Si no supisteis estar a mi lado cuando os necesité, ahora tenéis que asumir las
consecuencias. Ya podéis largaros porque este pan será sólo para mí.
El pato, el gato y el perro se alejaron cabizbajos mientras la gallina daba buena cuenta del riquísimo pan recién
horneado.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
El patito feo

Era una preciosa mañana de verano en el


estanque. Todos los animales que allí vivían
se sentían felices bajo el cálido sol, en
especial una pata que de un momento a
otro, esperaba que sus patitos vinieran al
mundo.
– ¡Hace un día maravilloso! – pensaba la
pata mientras reposaba sobre los huevos
para darles calor – Sería ideal que hoy
nacieran mis hijitos. Estoy deseando verlos
porque seguro que serán los más bonitos
del mundo.
Y parece que se cumplieron sus deseos, porque a media tarde, cuando todo el campo estaba en silencio,  se
oyeron unos crujidos que despertaron a la futura madre.
 
¡Sí, había llegado la hora! Los cascarones comenzaron a romperse y muy despacio, fueron asomando una a una
las cabecitas de los pollitos.
– ¡Pero qué preciosos sois, hijos míos! – exclamó la orgullosa madre – Así de lindos os había imaginado.
Sólo faltaba un pollito por salir. Se ve que no era tan hábil y le costaba romper el cascarón con su pequeño pico.
Al final también él consiguió estirar el cuello y asomar su enorme cabeza fuera del cascarón.
– ¡Mami, mami! – dijo el extraño pollito con voz chillona.
¡La pata, cuando le vio, se quedó espantada! No era un patito amarillo y regordete como los demás, sino un pato
grande, gordo y negro que no se parecía nada a sus hermanos.
– ¿Mami?… ¡Tú no puedes ser mi hijo! ¿De dónde habrá salido una cosa tan fea? – le increpó – ¡Vete de aquí,
impostor!
Y el pobre patito, con la cabeza gacha, se alejó del estanque mientras de fondo oía las risas de sus hermanos,
burlándose de él.
Durante días, el patito feo deambuló de un lado para otro sin saber a dónde ir. Todos los animales con los que
se iba encontrando le rechazaban y nadie quería ser su amigo.
Un día llegó a una granja y se encontró con una mujer que estaba barriendo el establo. El patito pensó que allí
podría encontrar cobijo, aunque fuera durante una temporada.
– Señora – dijo con voz trémula- ¿Sería posible quedarme aquí unos días? Necesito comida y un techo bajo el
que vivir.
La mujer le miró de reojo y aceptó, así que durante un tiempo, al pequeño pato no le faltó de nada. A decir
verdad, siempre tenía mucha comida a su disposición. Todo parecía ir sobre ruedas hasta que un día, escuchó a
la mujer decirle a su marido:
– ¿Has visto cómo ha engordado ese pato? Ya está bastante grande y lustroso ¡Creo que ha llegado la hora de
que nos lo comamos!
El patito se llevó tal susto que salió corriendo, atravesó el cercado de madera y se alejó de la granja. Durante
quince días y quince noches vagó por el campo y comió lo poco que  pudo encontrar. Ya no sabía qué hacer ni a
donde dirigirse. Nadie le quería y se sentía muy desdichado.
¡Pero un día su suerte cambió! Llegó por casualidad a una laguna de aguas cristalinas y allí, deslizándose sobre
la superficie, vio una familia de preciosos cisnes. Unos eran blancos, otros negros, pero todos esbeltos y
majestuosos. Nunca había visto animales tan bellos. Un poco avergonzado, alzó la voz y les dijo:
– ¡Hola! ¿Puedo darme un chapuzón en vuestra laguna? Llevo días caminando y necesito refrescarme un poco.
 -¡Claro que sí! Aquí eres bienvenido ¡Eres uno de los nuestros! – dijo uno que parecía ser el más anciano.
– ¿Uno de los vuestros? No entiendo…
– Sí, uno de los nuestros ¿Acaso no conoces tu propio aspecto? Agáchate y mírate en el agua. Hoy está tan
limpia que parece un espejo.
Y así hizo el patito. Se inclinó sobre la orilla y… ¡No se lo podía creer! Lo que vio le dejó boquiabierto. Ya no era
un pato gordo y chato, sino que en los últimos días se había transformado en un hermoso cisne negro de largo
cuello y bello plumaje.
¡Su corazón saltaba de alegría! Nunca había vivido un momento tan mágico. Comprendió que nunca había sido
un patito feo,  sino que había nacido cisne y ahora lucía en todo su esplendor.
– Únete a nosotros – le invitaron sus nuevos amigos – A partir de ahora, te cuidaremos y serás uno más de
nuestro clan.
Y feliz, muy feliz, el pato que era cisne, se metió en la laguna y compartió el paseo con aquellos que le querían
de verdad.
 

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