J.
MICHELET
^ ^
HISTORIA
DE LA
BEfOLnGllH FBSBGESIl
PRIMERA TRADUCCIÓN DEL FRANCÉS
POR
VICENTE BLASCO IBAÑEZ
BIBLIOTECA POPULAR
1898
CAPITULO VII
Toma de la Bastilla, 14 de Julio de 1789
Dificultades de la toma de la Bastilla.—La idea del ataque pertenece al pueblo —Odio del pueblo á
la Bastilla.—Alegría del mundo al saber la toma de la Bastilla.—El pueblo se apodera de fusi¬
les en los Inválidos.—La Bastilla se defiende.—Thuriot emplaza á la Bastilla. —Los electores
envían allí inútilmente muchas comisiones.—Último ataque; Elie, Hullin.—Peligro de retardar
la toma.—El pueblo se cree traicionado, amenaza al preboste y á los electores.—Los vencedo¬
res del Hotel de Ville.—Cómo se
entrega la Bastilla.—Muerte del gobernador.—Prisioneros
condenados á muerte.—Prisioneros indultados.—Clemencia del pueblo.
Versalles, con un gobierno organizado, un rey, ministros, un ge¬
neral, un ejército no era más que vacilaciones, duda, incertidumbre, vi¬
viendo en la más completa anarquía moral.
París, alborotado, desprovisto de toda autoridad legal, en un des-
órden aparente, demuestra y posee el 14 de .Julio lo que moralmente
constituye el orden más profundo; la unanimidad de los espíritus.
El 13 de Julio París sólo pensaba en defenderse; El 14- ataca.
El 13 por la nocbe había aún algunas dudas. Desaparecieron á la
mañana siguiente. La noche estaba llena de furor desordenado, de tu¬
multo. La mañana fué luminosa y de una serenidad terrible.
Una idea se alzó sobre París con el día y todos vieron la misma luz.
Una luz en todos los espíritus, y en cada corazón una voz que decía:
«¡Vé tomarás la Bastilla!»
y
Esto
era imposible, insensato,
y hasta decirlo parecía locura... Y,
sin embargo, todos lo creyeron fácil, hacedero. Y se hizo.
La Bastilla, á pesar de ser una vieja fortaleza, era inexpugnable, á
menos de disponer de muchos días
y muchos cañones. En aquella crisis
el pueblo no tenía ni tiempo que perder ni medios de hacer un sitio en
regla. Aun así la Bastilla nada hubiera temido, teniendo víveres bastan¬
tes paraesperar un socorro seguro y cercano y contando como contaba
con inmensa cantidad de municiones de guerra. Sus muros, de diez pies
de espesor en las torres y de treinta á cuarenta en la base, podían reirse
mucho tiempo de las balas. Sus baterías, en cambio, cuyos fuegos do-
HISTORIA t)E LA REVOLUCIÓN FRANCESA 137
minaban la ciudad, hubieran podido arrasar todo el Marais, todo el ba¬
rrio de San Antonio. Sus torres, llenas de estrechas ventanas y aspille¬
ras con dobles
y triples rejas, permitían á la guarnición hacer impune¬
mente una horrenda carnicería en los asaltantes.
El ataque á la Bastilla no era sensato. Fué un acto de fe.
Nadie lo propuso. Pero todos lo pensaron y todos lo pusieron en
THURIOT
práctica. En las calles, en los arrabales, en los puentes, en los boule-
vards la multitud gritaba á la multitud: ¡A la Bastilla!, ¡ála Bastilla!...
Y en el somatén que sonaba todos
creían oir: ¡A la Bastilla! Nadie, lo
repito, inició el movimiento ni le dio impulso. Los parlanchines del Pa¬
lais-Royal pasaron el tiempo redactando una lista de proscriptos; juz¬
gando á la reina, á la Polignac, á Artois y al preboste Fleselles y á
otros condenándolos á muerte... Pero entre los nombres de los vencedo¬
res de la Bastilla no figura ninguno de aquellos que presentaron propo¬
siciones y mociones en el Palais-Royal. No fué el Palais Roy al el punto
de partida y no fué el Palais-Royal donde los vencedores llevaron los
despojos de los prisioneros.
Menos aún surgió la idea del ataque en los electores que se sen¬
taban en el Hotel de Yille. Lejos de esto, para impedirlo, para evitar la
carnicería que la Bastilla podía hacer tan fácilmente, llegaron hasta pro-
TQMO I 18
138 J. MTCHELET
meter ál gobernador de la odiada fortaleza que si retiraba los cañones
enfilados sobre París, el pueblo no atacaría. Los electores no cometieron
la traición de que fueron luego acusados, pero no tenían fe.
¿Quién la tuvo? Aquel que tiene también fervor y fuerza para rea¬
lizar su fe.-
¿Quién? El pueblo. Todo el mundo.
Los ancianos que tuvieron la suerte y la desgracia de presenciar
cuanto se bizo en ese medio siglo único, donde todos los siglos parecen
refundirse, declaran que cuanto ocurrió grande, nacional, durante la
República y el Imperio tuvo carácter parcial, no unánime, y que sólo
el 14 de Julio fué el día del pueblo entero. ¡Que perdure como una de
las fiestas eternas del género humano, no solamente por liaber sido el
primero de la libertad, sino por haber sido el más grande en la con¬
cordia!
¿Qué sucedió en aquella corta noche en la que nadie durmió, para que
á la mañana
siguiente todo disentimiento, toda incertiduinbre desapa¬
reciesen, mostrándose todos unidos en los mismos pensamientos?
Se conoce lo que se hizo en el Palais-Royal y en el Hotel de Ville;
pero lo que es necesario saber es lo que ocurrió en el pueblo.
Por lo que ocurrió después, se adivina que cada uno durante aquella
noche formuló en su corazón el juicio definitivo del pasado; antes de
herir, cada uno dictó la sentencia de muerte... Aquella noche la historia
se aparece á los ojos de todos, una larga historia
de sufrimientos, des¬
pertando el instinto vengador y justiciero del pueblo. El alma de los
padres que durante tantos siglos sufrieron y murieron en silencio, en¬
carna en el alma de los
hijos y habla.
Hombres fuertes, hombres pacientes, hasta entonces pacíficos, que
debíais descargar en aquel día el gran golpe de la Pro videncia: no ame¬
drenta vuestro corazón la vista de vuestras familias. Al contrario, mi¬
rando vuestros hijos dormidos, cuyo destino y porvenir iban á decidirse
en el nuevo día, vuestro pensamiento se ensancha
fijo en las generaciones
libres que de ellos saldrían. ¡Sentisteis aquel día todo el combate del por¬
venir! ...
El
porvenir y el pasado dan la misma respuesta; ambos dicen: ¡Vé!...
-
Y lo que
está fuera del tiempo, fuera del porvenir y fuera del pa¬
sado, el derecho inmutable os lo dice también. El inmortal sentimiento
de lo justo da nuevo ánimo al agitado corazón del hombre, diciéndole:—
Vé tranquilo; ¿qué te importa? ¡De
cualquier modo que llegues, muerto
ó vencedor,
estoy contigo!
¿Qué daño había hecho ]a Bastilla al pueblo? Los hombres del
pueblo no entraron allí jamás... Pero la justicia les hablaba y les hablaba
también una voz que conmueve aún más al corazón, la voz de huma¬
nidad y de misericordia. Esa voz dulce que parece débil y que hacía diez
años había atravesado aquellos
pesados muros, fué quien rindió la Bas¬
tilla.
Es preciso decirlo: si alguien tiene derecho á la gloria, es aquella
HISTORIA DE LA REVOLUCION FRANCESA 139
mujer intrépida durante tanto tiempo trabajó en libertar á Latude
que
contra todas las potencias del mundo. La realeza niega la merced y la
nación la otorga; aquella mujer ó héroe fué coronada en una solemnidad
pública. Coronar á quien, por decirlo así, había forzado las prisiones de
■Estado, era ya censurarlas, entregarlas á la execración pública, demo¬
lerlas en el corazón y en el deseo de los hombres... Esta mujer fué la
primera que tomó á la Bastilla.
Desde entonces el pueblo del barrio y de la ciudad, que pasaba sin
cesar bajo la sombra de la Bastilla
(1), no dejaba ni nna vez de malde¬
cirla. Merecía bien aquel odio. Había otras prisiones, pero la Bastilla era
la del despotismo, la de la arbitrariedad caprichosa, la de la inqúisición
eclesiástica y burocrática. La corte, tan poco religiosa en aquel siglo,
había hecho de la Bastilla el domicilio de los espíritus libres, la prisión
del pensamiento. Teniendo bajo Luis XVI menos prisioneros, se había
hecho su régimen más severo y duro (el paseo de los presos había sido
prohibido) y menos justo. Francia se avergonzó al saber que el crimen
de nno de los prisioneros había sido ofrecer á nuestra marina un invento
útil; ¡se temió que ofreciera el secreto á otros países!
El mundo entero conocía, abominaba la Bastilla. Bastilla y tiranía,
eran en todos los idiomas
palabras sinónimas. Todas las naciones al co¬
nocer la noticia de su ruina se creyeron libertadas.
En Rusia, en ese
imperio del misterio y del silencio, en esa bastilla
monstruosa colocada entre Europa y Asia, apenas llegó la noticia se vio
á hombres de todas las naciones gritar y llorar en las plazas y en las
calles; se arrojaban los unos en brazos de los otros, comunicándose la
fausta nueva: «¡Cómo no llorar de alegría! La Bastilla lia sido tomada,
derruida (2).
La mañana.misma del gran día el pueblo no tenía armas todavía.
La pólvora tomada la víspera en el Arsenal y que había sido condu¬
cida al Hotel de Vi lie, era distribuida lentamente durante la noche por
tres hombres solamente. A las dos de la madrugada cesó la distribución
un momento,
y la multitud, desesperada, echó abajo las puertas del al¬
macén á martillazos.
¡No tenía fusiles! Iba á ir á tomarlos, á robarlos en los Inválidos.
Esto era
muy peligroso. Es verdad que los Inválidos era un cuartel sin
defensa, una casa abierta, pero el gobernador Sombreuil, viejo y bravo
militar, había recibido un destacamento de artillería y algunos cañones,
además de los que allí tenía preparados. Por poco que estos cañones sir¬
vieran, la multitud podía ser fácilmente dispersada por Tos regimientos
que Besenval había reunido en la Escuela Militar.
¿Se hubieran negado á pelear aquellos regimientos extranjeros?
(1) «La sombra de la Bastilla llenaba la calle de San tntonio», dice Linguet. Los senadores
más convencidos de la Bastilla eran del b rrio ó del arrabal d j Saint-Paúl.
(2) El suceso lia sido narrado por un testigo nada sospechoso, el conde de Segur, emba¬
jador en Rusia, que no participaba de aquel entusiasmo: «Esta locura que, aun narrándola,
me cuesta trabajo creer, etc.»
Segur, Memoria?, III, 308.
140 J. MICHELET
Besenval cree que no. Más bien parece cierto que careciendo de órdenes,
Besenval estaba lleno de vacilaciones j como paralizado de espíritu. A
LA VELA DE LAS ARMAS
El pueblo arálado paseando las calles la noche anterior á la toma dejla Bastilla
M (Estampa de la ¿poca)
las cinco de la madrugada había recibido una extraña visita. Entró un
hombre pálido, encendidos los ojos, la palabra rápida, y entrecortada,
audaces los ademanes... El viejoBenseval, hablador é impertinente, que
HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 141
era el oficial más frivolo del antiguo
régimen, aunque valiente, le mira
absorto: «Señor barón—dice el
bombre,—vengo á advertiros que evitéis
la resistencia. Los obstáculos serán destruidos boy
(1); estoy seguro
Bajo una lluvia de balas la multitud se lanza y penetra en el primer
recinto. (Pág. 146)
de ello y no puedo impedirlo; vos tampoco. No intentéis impedirlo.»
Besenval no tuvo temor, pero el golpe estaba dado y el efecto moral
(1) Estas frases prueban que á las cinco de la madrugada no había formado ningún plan.
Aquel hombre que no era del pueblo repetía, al parecer, los rumores del Palais-Royal.—Los
utopistas se entretenían'desde hacía tiempo en estudiar la utilidad de destruir la Bastilla,
formaban planes, etc. Pero la idea heroica, insensata, de tomarla en un día, no
pudo nacer
más que en el pueblo mismo.
142 J. MICHELET
producido. «Encontré en aquel hombre—dice él mismo—no sé qué de
elocuente que me cautivó... Hubiera debido mandarle arrestar, pero no
lo hice...» Eran el antiguo régimen y la Revolución que acababan de
verse frente á frente
y ésta dejaba á aquél lleno de estupor.
No eran aún las nueve de la mañana y ya había delante de los In¬
válidos treinta mil hombres. A la cabeza estaba el procurador de la ciu¬
dad, á quien el Comité de los electores no se había atrevido á prohibír¬
selo. También estaban allí algunas compañías de guardias franceses
escapadas de su cuartel y los estudiantes de la Basoche, con su viejo
hábito rojo, y el el cura de Saint-E tiénne-du-Mont que, nombrado pre¬
sidente de la Asamblea reunida en su iglesia, no rechazó él peligroso
cargo de conducir á la fuerza armada.
El viejo Sombreuil. fué muy hábil. Se presentó en la verja y dijo
que efectivamente había allí fusiles, pero que constituían un depósito
que le había sido confiado y su delicadeza de militar y de gentilhombre
no le permitía entregarlos, faltando á la promesa de su custodia. Este ar¬
gumento imprevisto detuvo á la multitud; admirable candor del pueblo
en la
primera edad de la Revolución.—Sombreuil agregó que había en¬
viado un correo á Versalles y que esperaba la respuesta, haciendo gran¬
des protestas de adhesión y amistad al municipio y á la ciudad entera.
Los más querían esperar. Afortunadamente hubo allí un hombre
menos escrupuloso
(!) que evitó fuese engañada la multitud. No había
tiempo que perder y, después de todo, ¿aquellas armas á quién pertene¬
cían sino á la nación?... La multitud saltó los fosos y el hotel fué inva¬
dido; en los sótanos se encontraron veintiocho mil fusiles y veinte piezas
de cañón.
Esto ocurrió de nueve á once. Corramos á la Bastilla.
El gobernador de Launay estaba sobre las armas desde las dos de
la madrugada del día 13. No había olvidado ninguna precaución. Además
de los cañones de las torres, tenía los del Arsenal, que puso cargados de
metralla. Hizo subir á las torres seis carros de balas, pólvora y muni¬
ciones para destruir á los asaltantes. En las aspilleras de la parte baja
había colocado doce grandes trabucos, cada uno de los cuales arrojaba en
cada disparo libra y media de balas. Abajo había colocado sus soldados
más seguros, treinta y dos suizos, que no tenían escrúpulo alguno en
disparar contra los franceses. Los ochenta y dos inválidos estaban dis¬
tribuidos en varios sitios, lejos de las puertas, en las torres. Su última
precaución fué desalojar las habitaciones avanzadas que cubrían la base
de la fortaleza.
El día 13 no ocurrió nada, aparte las injurias dirigidas á la Bastilla
por los que por allí pasaban.
El 14, al comenzar la madruga,
sonaron siete disparos hechos por
los centinelas de las torres. Hubo alarma. El gobernador subió con el
(1) Uno sólo de los ciudadanos allí reunidos. Proceso verbal de los electores, pág. 300.
HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 143
estado mayor y permaneció en la terraza media hora escuchando los
rumores lejanos ae la ciudad; por fin, no oyendo nada, bajó á sns habi¬
taciones.
Por la mañananumerosos
grupos de gente del pueblo y muchos jó¬
venes (del Palais-Royal ú otros puntos) se acercan á la Bastilla pidiendo á
gritos les sean entregadas las armas. No se les oye. En cambio se deja
entrar á una comisión pacífica del Hotel de Ville, que se presenta á las
diez rogando al gobernador retire los cañones enfilados sobre París, pro¬
metiéndole que si él no tira el pueblo no atacará. No teniendo orden de
hacer fuego, el gobernador acepta la proposición y lleno de alegría invita
á almorzar á los comisionados.
Cuando salían se presenta un hombre que habla en tono completa¬
mente distinto.
Es un hombre violento, audaz, sin respetos humanos, sin temor ni
piedad, desconocedor de los obstáculos y las conveniencias, inspirado por
el genio colérico déla Revolución... Iba á emplazar la Bastilla.
El terror entra con él. La Bastilla tiene miedo; el gobernador no
sabe por qué, pero se turba, balbucea.
Aquel hombre era Thuriot, una terrible fiera de la raza de Danton;
lo encontraremos dos veces, al comienzo y al fin; su palabra es dos veces
mortal; mata la Bastilla (1), mata á Robespierre.
No debe pasar el puente, el gobernador se lo prohibe y Thuriot
pasa. Del primer recinto pasa al segando; nueva prohibición y entra;
franquea el segundo foso por el puente levadizo. Y héle ya enfrente de
la enorme verja que cierra el tercer recinto, que parecía un abismo
monstruoso, cuyas paredes estaban formadas por las ocho torres unidas
entre sí. En aquel lado los muros no tenían ni una ventana y en el fondo
del abismo estaba el fínico paseo del prisionero, donde angustiado, per¬
dido en el enorme pozo, oprimido por la mole de piedra, no podía con¬
templar más que la inexorable desnudez de los muros. En un lado sola¬
mente rompía aquella asfixiante monotonía un reloj colocado entre dos
cautivos de piedra, como para encadenar el
tiempo y hacer más lenta y
pesada la sucesión de las horas.
Allí estaban los cañones cargados, la guarnición, el estado mayor.
Nada importa á Thuriot: «Señor—dice al gobernador,—os emplazo
en nombre del
pueblo, en nombre del honor y de la patria, para que re¬
tiréis vuestros cañones y entreguéis la Bastilla.» Y volviéndose á la
guarnición repitió las mismas palabras.
Si M. de Launay hubiera sido un verdadero militar, no hubiera in¬
troducido de este modo al parlamentario en el mismo corazón de la for¬
taleza y menos aún le hubiera tolerado dirigirse á la guarnición. Pero
es
preciso tener en cuenta que los oficiales de la Bastilla lo eran, en su
(1) La mala de dos maneras. Introduce en eila la división, la desmoralización, y cuando
fué tomada propone demolerla. Mata á Robespierre negándole la palabra el 9 termidor; Thu¬
riot era entonces presidente de la Convención.
144 J. MICHELET
mayor parte, por gracia del jefe de policía; muchos de ellos que no ha¬
bían servido jamás, lucían en el pecno la cruz de San Luis. Todos, desde
el gobernador al último criado, habían comprado sus puestos y sacaban
de ellos el partido que podían. El gobernador, además de sus sesenta
mil libras de sueldo, sacaba cada año otro tanto de sus rapiñas. A costa
de los prisioneros alimentaba su casa, ganaba con el vino (1), con los
muebles, todo. Y ¡hecho impío, bárbaro!, alquiló á un jardinero el
con
jardín de la Bastilla, que era pequeño, y por aquella miserable ganancia
privó á los prisioneros del paseo, del aire y de la luz.
Aquel alma rastrera y codiciosa sabía que era conocido, y esto le
quitaba todo valor; las terribles Memorias de Linguet hicieron á de Lau-
nay famoso en toda Europa. La Bastilla era odiada y su gobernador,
personalmente, era odiado también. Los furiosos gritos del pueblo, que
resonaban allá fuera, creía que eran exclusivamente contra él; estaba
lleno de turbación y temor.
Las
palabras de Thuriot produjeron diferente efecto en los suizos y
en los franceses. Los suizos no las comprendieron, pero el Estado Mayor
y los Inválidos se conmovieron; aquellos viejos soldados en trato diario
con las gentes del barrio, no tenían ganas de disparar contra sus amigos.
La guarnición se divide; ¿qué harán ambos bandos? Si no se ponen de
acuerdo ¿querrán luchar entre sí?
El amendrentado gobernador con tono quejumbroso declaró que
había llegado á un acuerdo con el municipio y juró é hizo jurar á la
guarnición que si no eran atacados no harían un sólo disparo.
Thuriot no se contenta con esto. Quiere subir á las torres, ver si
efectivamente han sido retirados los cañones. DeLaunay, harto arrepen¬
tido de haberle dejado entrar, se niega, pero sus oficiales le aconsejan
que acepte, hacen presión sobre él y al fin sube con Thuriot.
Los cañones habían sido retirados de las troneras,
cubiertos, pero
continuaban enfilados. La vista que se ofrecía desde aquella altura de
ciento cuarenta piés era inmensa, enloquecedora; las calles y las plazas
llenas de gente; todo el jardín del arsenal cubierto por hombres arma¬
dos... Y he aquí que en el otro lado se ve una masa negra que avanza...
Es el pueblo del barrio de San Antonio...
El gobernador palidece. Coge á Thuriot por un brazo: «¿Qué habéis
hecho? ¡abusáis del título de parlamentario!; ¡me habéis engañado, trai¬
cionado!»
Ambos estaban en el borde del muro y de Launay tenía un centi¬
nela en la torre. Todo el mundo en la Bastilla prestaba juramento de
obediencia y fidelidad al gobernador; en su fortaleza era el rey y la ley.
Podía vengarse...
(1) El gobernador tenía derecho de hacer entrar cien barricas de vino francas de impuesto.
"Vendía este derecho auna taberna ¿i cambio de vinagre que daba á beber á sus prisioneros
y de una gruesa cantidad, l'uede verse en el libro La Bastilla destruida, la historia de un pri-
rdonero rico que de Launay llevaba por las noches á casa de una joven, á quien el gobernador
había puesto casa y cuyos gastos hacía pagar al otro.
HISTORIA DE LA REVOLUCION FRANCESA 145
Pero fué al contrario. Thuriot permaneció sereno y el gobernador
tembló de miedo cuando aquél le repuso: «Caballero, una palabra más y
os
juro de los dos caerá al foso.»
que uno
Enaquel mismo momento el centinela se acerca tan turbado como
el gobernador y, dirigiéndose á Thuriot, exclama: «Por favor, señor,
asomáos á las almenas... No hay tiempo que perder; el pueblo avanza...
Como no os ven, quieren atacar.» Thuriot se asomó y el pueblo, vién¬
dole vivo, lanzó un inmenso clamoreo de alegría y estalló en ruidosos
aplausos.
Thuriot bajó con el gobernador, atravesó de nuevo el tercer recinto
y dirigiéndose otra vez á la guarnición, dijo: «Espero que el pueblo no
se negará á dar una guardia burguesa que preste
servicio en la Bastilla
con vosotros.
El pueblo creía entrar en la Bastilla cuando saliera Thuriot. Como
le vió salir y marchar al Hotel de Ville para hacer la misma oferta que
había hecho á la guarnición de la Bastilla, le creyó traidor y le ame¬
nazó. La impaciencia se convirtió en furor; la multitud se apoderó de
tres inválidos y quiso matarlos. Se apoderó de una señorita á quien creyó
hija del gobernador y quería quemarla si su padre no se rendía. Pudo
ser arrancada de manos del
pueblo. «¿Qué será de nosotros si no toma¬
mos la Bastilla antes de la noche?...» El
grueso Santerre, un cervecero
que el barrio había nombrado comandante, propuso incendiar la plaza
arrojando aceite y resina que había preparado la víspera. Mandó buscar
las barricas.
Un carretero, que había sido soldado, comenzó bravamente la obra
y avanzó con un hacha en la mano, se subió al techo de un pabellón
del cuerpo de guardia adosado al primer puente levadizo, y bajo una
lluvia de balas trábaja tranquilamente golpe á golpe, destroza los ma¬
deros donde afianzaban las cadenas, y el puente se abre, cae. La multi¬
tud se lanza y penetra en el primer recinto. Desde las torres y las aspi¬
lleras bajas hacen un fuego nutrido y el pueblo cae á montones, sin
que
la guarnición recibiera daño alguno. De todos los disparos que el pueblo
hizo, sólo dos tiros penetraron; uno sólo de los sitiados quedó muerto.
El comité de los electores, que comenzó á ver llegar los heridos al
Hotel de Ville, y que deploraba la efusión de sangre, hubiera
querido
detener el ataque. No había para esto más que un medio. Apoderarse
de la Bastilla en nombre de la ciudad y hacer entrar en ella la guardia
burguesa. El preboste vacilaba demasiado; Eauchet insistía; otros elec¬
tores hicieron presión también. Fueron como diputados del Municipio,
pero entre el fuego y el humo no fueron vistos; nadie se fijó en ellos. Ni
la Bastilla ni el pueblo cesaron de tirar. Los diputados corrieron gran¬
dísimo peligro.
Una segunda comisión, con el procurador de la ciudad á la cabeza,
llevando al lado un tambor y una bandera, apareció en la plaza. Los
soldados, que estaban en las torres, arbolaron una bandera blanca y sus-
TOMO I 19
146 J. MICHELET
pendieron el fuego. El pueblo cesó de tirar, y siguiendo á los diputados,
penetró en el recinto. Una furiosa descarga de la Bastilla tendió muchos-
nombres en tierra, al lado mismo de los diputados. Probablemente los
suizos que estaban abajo con de Launay no se enteraron de las señales
que habían hecho los inválidos en las torres (1).
La rabia del pueblo no tuvo límites entonces. Desde por la mañana
se decía que
el gobernador había facilitado engañosamente la entrada
del pueblo en el primer recinto para fusilarlo á mansalva; se creyeron
dos veces engañados y resolvieron perecer ó vengarse de los traidores.
A los que aconsejaban prudencia les respondían: «Nuestros cadáveres
servirán al menos para llenar los fosos.» Y se lanzaban obstinadamente
sin desanimarse jamás contra la fusilería, contra aquellas torres asesinas,
creyendo que á fuerza de morir podrían destruirlas.
Pero entonces, y cada vez más, gran número de hombres generosos
que no habían tomado parte en la lucha, se indignaron de aquella pelea
tan desigual, que era un asesinato cometido á mansalva, y todos se pu¬
sieron de parte del pueblo. Fueron á buscar los comandantes nombrados
por la ciudad y les obligaron á entregar cinco cañones. Se formaron dos
columnas: de obreros y burgueses una, y la otra de guardias franceses.
La primera nombró jefe á un joven de estatura y fuerza heroicas, á Hu-
llin, relojero de Ginebra, que había abandonado su oficio para ser criado
y cazador del marqués de Confians; el vestido del cazador fué tomado,
sin duda, por un uniforme; las libreas de la servidumbre guiaron al pueblo
al combate de la libertad. El jefe de la otra columna fué Elie, un afortu¬
nado oficial del regimiento de la reina que, estando vestido de paisano,
se puso su brillante uniforme, señalándose bravamente, en medio de la
multitud, álos suyos y al enemigo. Entre sus soldados había uno admi¬
rable por su valentía, juventud y pureza, una de las glorias de Francia,
Marceau, que se contentó con combatir y no reclamó nada en los honores
de la victoria.
Cuando llegaron estas dos columnas el pueblo había conseguido
poco. Se había logrado con tres carros de paja hacer arder los pabellones
y las cocinas, pero no se sabía qué más hacer ni cómo hacerlo. La deses¬
peración del pueblo recaía en el Hotel de Ville. Se acusaba al preboste á
los electores y les pedían con amenaza ordenasen el sitio de la Bastilla.
Jamás se les pudo arrancar la orden. Diversos medios raros y extraños
eran propuestos á los electores para tomar la fortaleza. Un carpintero
aconsejaba una obra de madera, una cataputca romana para lanzar pie¬
dras contra los Los comandantes de la ciudad decían que era
muros.
preciso hacer el sitio en regla y abrir una mina. Durante estos largos y
vanos discursos se lee una carta que Besenval escribía á de Launay y
que fué interceptada, en la que le recomendaba que se defendiera hasta
el último extremo.
(1) Esta esla única manera de conciliar las declaraciones, opuestas en apariencia, de los
sitiados y la diputación.
HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 147
Para calcular el valor del tiempo esta crisis suprema, para ex¬
en
plicar el terror de la tardanza, conviene saber que cada momento circu¬
laba una nueva falsa alarma. Se suponía que la corte, á dos horas de
distancia, estaba enterada del ataque á la Bastilla comenzado al medio
día y se preparaba á lanzar sobre París sus suizos y- sus alemanes. Los
de la Escuela Militar ¿pasarían el día con los brazos cruzados? No era
verosímil. La poca confianza que Besenval tenía en sus tropas era ó pa¬
recía una excusa. Los suizos se mostraban firmes y fieles en la Bastilla,
haciendo una carnicería. Los dragones alemanes habían hecho muchas
descargas el día 12 y matado algunos guardias franceses. Estos, á su
vez, habían matado algunos dragones. El odio de cuerpo aseguraba la
fidelidad.
El barrio Saint-Honoré se despoblaba creyéndose atacado de un mo¬
mento á otro. La Ciudadela estaba en el mismo peligro y efectivamente
fué ocupada por un regimiento, pero demasiado tarde.
Toda lentitud parecía al pueblo traición. Las tergiversaciones del
preboste le hacían sospechoso, y del mismo modo acontecía á los elec¬
tores. La multitud, indignada, comprendió que perdía el tiempo con
ellos. Un viejo grita: «Amigos, ¿qué hacemos entre estos traidores? • Vé¬
monos todos á la Bastilla!» La indicación fué atendida por todos. Los
electores, estupefactos, se encuentran solos... Uno de ellos sale y vuelve
pálido, con el rostro de un espectro: «Si permanecéis aquí no os quedan
mas
que diez minutos de vida... En la plaza ruge la multitud rabiosa...
Ya suben...» No intentaron huir y esto les salvó.
Todo el furor del pueblo se concentra contra el preboste. Los en¬
viados de los distritos se presentan uno tras otro, arrojándole su traición
á la cara.
Algunos de los electores, viéndose comprometidos delante del
pueblo por su imprudencia y sus mentiras, se vuelven contra él y le
acusan. Otros, el buen viejo Dussaulx (el traductor de Juvenal)
y el in¬
trépido Fauchet, intentaron defenderle, salvarle la vida, inocente ó cul¬
pable. Obligado por el pueblo, pasa del despacho en que estaba á la gran
sala de San Juan, sus amparadores lo rodean y Fauchet se sienta á su
lado. Las huellas de la muerte se marcaban ya en su rostro, dice Dus¬
saulx. Rodeado de papeles, de cartas, de gentes que iban á hablarle, en
medio del vocerío, de los gritos de muerte, se esforzaba para responder
á todos con afabilidad. Los del Palais-Royal y los del distrito de Sant-
Rocli, eran los que más furiosos estaban. Fauchet corrió allí á pedir gra¬
cia, conmiseración. El distrito estaba reunido en Asamblea en la iglesia
de San Roque y dos veces Fauchet subió al púlpito, rogando, llorando,
con las palabras más
ardientes que su gran corazón podía inspirarle; su
ropa, acribillada á balazos en la Bastilla, era elocuente también; ro¬
gaba por el pueblo mismo, por el honor de aquel gran día, para dejar
puro y sin mancha el triunfo de la libertad.
El preboste y los electores permanecían en la sala de San Juan entre
la vida y la muerte. «Cuantos estaban allí—dice Dussaulx—parecían
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salvajes; muchas veces escuchaban, miraban en silencio; otras un mur¬
mullo terrible, un rugido sordo, como el estremecimiento de un terre¬
moto, salía de la multitud. Muchos hablaban y gritaban, pero los más
Cuando llegaron las columnas, el pueblo había conseguido poco
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estaban aturdidos por la novedad del espectáculo. Los rumores, las voces,
las noticias, las alarmas, las cartas detenidas, los descubrimientos falsos
ó verdaderos, tantos secretos revelados, tantos hombres-llevados ante el
tribunal, obscurecían el espíritu y la razón. Uno de los electores decía:
«¿No es este el Juicio final?...» El aturdimiento había llegado á tal
grado, que todo se había olvidado: el preboste y la Bastilla.
Eran las cinco y media. Un inmenso grito estalla en la plaza del
Hotel de Ville, en la Gréve; luego un clamoreo que viene de lejos, que
HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA 149
avanzay se acerca con la rapidez de la tempestad... ¡La Bastilla ha sido
tomada!
En la sala, ya llena, entran de una vez mil hombres y diez mil em-
Eljpreboste y los electores permanecían en la sala de San Juan entre
la vida y la muerte. (Pág. 147)
pujan detrás de ellos. El suelo tiembla, los bancos ruedan, la verja es
empujada hasta la mesa del presidente.
Todos vienen armados, unos casi desnudos; otros vestidos con reta¬
zos de todos colores. Un hombre era llevado en un millón
y coronado de
laureles; era Elie; le rodeaban todos los prisioneros. A la cabeza, en medio
del inmenso ruido, en que no se hubiera escuchado un cañonazo, mar¬
chaba un joven en actitud de religioso recogimiento; llevaba clavada en
su
bayoneta una cosa impía, tres veces maldita, el reglamento de la Bas-
150 J. MICHELET
tilla. También llevaban las llaves monstruosas, innobles, groseras, usa¬
das por los siglos y por los dolores'de los hombres. La casualidad ó la
Providencia quiso que fuesen'á parar á manos de un hombre que las co¬
nocía demasiado, á un antiguo
prisionero. La Asamblea nacional coloca
en sus archivos estas
viejas máquinas de los tiranos, al lado de las leyes
que destruyeron la tiranía. Todavía hoy conservamos las llaves en el
armario de hierro de los archivos de Francia... ¡Ah! ¡Si pudieran ence¬
rrarse en la misma vitrina las llaves de todas las Bastillas del mundo!
La
Bastilla, forzoso es reconocerlo, no fué tomada; se entregó ella,
turbada, enloquecida por la conciencia de su maldad.
Allá dentro, unos querían que se rindiera: otros seguían disparando,
sobre todo los suizos, que durante cinco horas, sin riesgo ni temor algu¬
no, se divirtieron escogiendo y apuntando bien á las víctimas que que¬
rían. Allí mataron ochenta y
tres hombres é hirieron á ochenta y ocho.
Veinte de los muertos eran pobres padres de familia que dejaron mujeres
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é hijos, condenados á morir de hambre,
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La vergüenza de aquella guerra sin riesgo y cl%orror de ver derra¬
mada sangre francesa por los suizos, que la odiaban, acabaron por hacer
caer las armas de los inválidos. Los suboficiales, á las cuatro,
rogaron,
suplicaron á de Launay que pusiera término á aquellos asesinatos. El
gobernador sabía cuál era su destino y lo que merecía. Pensaba sólo en
morir matando. Un momento tuvo una idea horriblemente feroz; volar la
Bastilla; hubiera destruido un tercio de París. Sus ciento treinta y cinco
barriles de pólvora hubieran lanzado á los aires, deshecha en pedazos,
la inmensa mole de la Bastilla y al caer las piedras hubieran arrasado
todo el barrio, todo el Marais y todo el arrabal del Arsenal... Tomó la
mecha de un cañón. Dos oficiales impidieron el crimen; cruzaron sus ace¬
ros
y le impidieron la entrada en el depósito de la pólvora. Entonces
intentó suicidarse y desenvainó un cuchillo, que le fué arrebatado.
Estaba trastornado y no podía dar órdenes (1). Cuando los guardias
franceses colocaron en batería sus cañones y disparado (según algunos),
el capitán de los suizos comprendió que era necesario entregarse; escri¬
bió y envió un mensaje (2) en que se pedía salir de la fortaleza con los
honores de guerra.—Negativa.—Después pidió que se respetara la vida
de los sitiados.—Hullin y Elie lo prometieron.
La dificultad estaba en hacer respetar la promesa. ¿Quién podía im¬
pedir una venganza deseada desde hacía tantos siglos, irritada ahora con
tantos asesinatos como acababa de hacer la Bastilla...? Una autoridad
que tenía una hora de existencia, surgida en la Gréve y que apenas era co¬
nocida por más de dos grupos que peleaban en la vanguardia, no era
suficiente para contener á los cien mil hombres que la seguían.
La multitud estaba ciega, orgullosa de su mortandad misma. En la
(1) Desde la mañana, según testimonio de Thuriot.
(2) Para tomar el mensaje se colocó una plancha de madera sobre el foso. El primero que
se atrevió á pasar cayó; el segundo, que fué Maillard, fué más afortunado y recogió la carta.
HISTORIA DE LA REVOLUCION FRANCESA 151
plaza mata más que á nn hombre; mira con desdén á los suizos á quie¬
no
nes toma porprisioneros ó por criados y hiere y maltrata á sus amigos
los inválidos. Hubiera querido poder exterminar la Bastilla; rompe á
pedradas los dos esclavos del reloj; sube á las torres para insultar á los
cañones; muchos se agarran á las piedras, ensangrentándose las manos
por querer arrancarlas. Bajan rápidamente á los calabozos para librar á
los prisioneros; dos se habían vuelto locos. Uncr, asustado del ruido, que¬
ría defenderse; quedóse sorprendido cuando los que abrieron la puerta de
su encierro se
arrojaron en sus brazos, mojándole el rostro con sus lá¬
grimas. Otro, que tenía una barba hasta la cintura, preguntó cómo se
portaba Luis XY; creía que reinaba todavía. A los que le preguntaron
su nombre
respondió que se llamaba el Mayor de la Inmensidad.
Los vencedores no habían concluido; en la calle de San Antonio
sostenían otro combate. Avanzando hacía la Gréve encontraron
algunos
grupos de hombres que, no habiendo tomado parte en el combate, querían
hacer algo, asesinar álos prisioneros cuando menos. Uno de ellos quedó
muerto en 'la calle-de Joureellos, otro en el arrabal. Algunas
mujeres,
desgreñadas, que acababan de reconocer á sus maridos entre los muertos
de la Bastilla, corrían detrás de los asesinos; una de ellas, loca de dolor,
pedía á todo el mundo que le diesen un cuchillo.
De Launay era llevado, sostenido y defendido en este gran peligro
por dos hombres de corazón y de una fuerza poco común: Hullin y otro.
Conducir á aquel hombre de la Bastilla á la Gréve, que estaba tan cerca,
no era obra menor
que los doce trabajos de Hércules. No sabiendo ya
cómo defenderle y viendo que la gente conocía á Launay solamente en
que iba sin sombrero, tuvo la idea heroica de ponerle el suyo, recibiendo
en aquel
momento los golpes que á Launay iban dirigidos (1). Llegó en
fin al pórtico de San Juan; si conseguía lanzarle en la escalera, todo
había concluido. La multitud lo comprendió é hizo un furioso esfuerzo.
La fuerza de gigante que
Hullin había desplegado no le sirvió entonces
de nada. Estrujado por aquella enorme boa que la masa formaba alre¬
dedor de él, apretándole, perdió tierra y fué empujado de uno áotro lado
hasta caer al suelo. Se levantó dos veces. A la segunda vió en el aire,
clavada en una pica, la cabeza de Launay.
Otra escena se desarrollaba en la sala de San Juan. Los prisioneros
estaban allí en gran peligro de muerte; la multitud se encarnizaba, so¬
bre todo contra tres inválidos, en quienes creía reconocer á los artille-
(4) La tradición realista, que tiene la difícil preocupación de hacer interesantes á los hom¬
bres menos interesantes, ha querido hacer creer que de Launay, más heroico aún que Hullin,
le había devuelto el sombrero, volviendo á colocárselo en la cabeza, prefiriendo perecer á
exponerlo á morir La misma tradición obsequia con el mismo hecho, algunos días después, á
Berthier, el intendente de París. Se cuenta también que el Mayor de la Bastilla, reconocido y
defendido en la Gréve por uno de sus antiguos prisioneros, á quien había traído con cariño,
le alejó de sí diciéndole: «Os perdéis
vos sin salvarme.» Este último relato da idea de los otros
do). Los precedentes de de Launay y Berthier, no ofrecen nada que pueda hacer creer en el he¬
roísmo de sus últimos momentos El silencio de la biografía Michaud, en el artículo sobre de
Launay, redactado con informes facilitados por su propia familia, prueba que ella misma no
creía en esta tradición.
152 J. MICHELET
ros de la Bastilla; uno estaba herido; el comandante de La Salle, haciendo
increíbles esfuerzos, invocando su título de comandante, logró salvarle;
mientras lo llevaba fuera, los otros dos fueron arrastrados y colgados
en el farol del rincón de la Yannerie, frente al Hotel de Ville.
Este gran movimiento, que parecía haber hecho olvidar á Fleselles,
fué, sin embargo, lo que le perdió. Sus implacables acusadores del Pa-
lais-Royal, descontentos de ver á la multitud ocupándose de otras
cosas, se mantenían cerca de su mesa, le amenazaban, le invitaban á
seguirles... Concluyó por ceder, acaso porque una espera tan larga de
la muerte le pareciera peor que la muerte misma, ó porque confiaba po¬
der escapar en la universal preocupación del gran suceso del día. «Pues
bien, señores—dijo,—vamos al Palais-Royal.» No había llegado al por¬
tal, cuando un joven le deshizo la cabeza de un pistoletazo.
La masa del pueblo, acumulada en la sala, no pedía más sangre; la
veía correr con estupor, dice un testigo ocular. Miraba con la boca abierta
este prodigioso espectáculo, extraordinario, capaz de volver loco al más
fuerte y sereno. Las armas de la Edad Media, de todas las edades, se
confundían allí; los siglos estaban presentes. Elie, subido sobre una
mesa, con el casco en la cabeza, su enorme espada en la mano, parecía
un
guerrero romano. Estaba rodeado de prisioneros y pedía gracia para
ellos. Los guardias franceses pedían por única recompensa el perdón de
los prisioneros. En este momento la multitud se apodera de un hombre
seguido de su mujer: era el príncipe de Montbarey, exministro. La mujer
se
desmayó; el hombre es arrajado encima de la mesa, sostenido por doce
hombres con el cuerpo doblado... El pobre diablo, en esta rara actitud,
explicó que no era ministro desde hacía mucho tiempo, que su hijo había
tomado gran parte en la revolución de su provincia... El comandante de
La Salle habla en su favor exponiéndose mucho. Los hombres que le
habían apresado no querían soltarle; pero La Salle que era más fuerte,
coge al desgraciado y le pone de pié... Este rasgo de fuerza gusta al
pueblo y aplaude...
En aquel mismo momento el bravo y excelente Elie encuentra me¬
dio de concluir de un golpe con todo proceso y todo juicio. Vió á los
niños de servicio en la Bastilla, que eran conducidos á la sala y se puso
á gritar: «¡Perdón para los niños! ¡Perdón!»
Hubierais visto entonces los rostros y las manos ennegrecidas por la
pólvora y el humo comenzarse á lavar con gruesas lágrimas, como caen
después de la tempestad gruesas gotas de lluvia... Ya no se hizo más
justicia ni venganza. El tribunal había sido destruido. Elie había ven¬
cido á los vencedores de la Bastilla. Hicieron jurar álos prisioneros fide¬
lidad á la nación y los dejaron libres; los inválidos se fueron tranquila¬
mente á su hotel; los guardias franceses se apoderaron de los suizos y los
llevaron, según su rango, á sus propias casas, donde los alojaron y ali¬
mentaron.
Las viudas, ¡hecho admirable!, se mostraron también magnánimas.
filSTORíA DE LA REVOLUCION FRANCESA 153
Indigentes y cargadas de hijos, no quisieron recibir solas una modesta
cantidad que les fué repartida; hicieron también entrar en el reparto á
la viuda de un pobre inválido que había contribuido á impedir la explo¬
sión de la pólvora de la Bastilla y que fué muerto por error. La mujer del
sitiado fué protegida por las mujeres délos sitiadores.
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