Lynn Hunt
Lynn Hunt
«Torrentes de emoción»
Leer novelas e imaginar la igualdad
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El argumento, a pesar de sus ambigüedades, apenas puede
explicar la explosión de emociones que experimentaron los lec
tores de Rousseau. Lo que les conmovió fue su intensa identi
ficación con los personajes, especialmente con Julia. Dado que
Rousseau ya gozaba de celebridad internacional, la noticia de la
publicación inminente de su novela se extendió como un regue
ro de pólvora, en parte porque leyó pasajes en voz alta a varios
amigos. Aunque Voltaire la calificó despectivamente de «esta ba
sura lamentable», Jean Le Rond d’Alembert, coeditor de la Ency-
clopédie junto a Diderot, escribió a Rousseau para decirle que
había «devorado» el libro. Advirtió a Rousseau de que esperase
duras críticas en «un país donde se habla tanto de sentimiento
y pasión y tan poco se conoce de ambas cosas». El Journal des
Savants reconoció que la novela tenía defectos e incluso que al
gunos pasajes resultaban interminables, pero concluyó que sólo
la gente de corazón frío podía resistir esos «torrentes de emoción
que tanto asuelan el alma, que tan imperiosamente, tan tiráni
camente arrancan tales lágrimas amargas».1
Cortesanos, clérigos, militares y toda suerte de personas
corrientes escribieron a Rousseau para describir sus «sentimien
tos de fuego devorador», sus «emociones tras emociones, sacu
didas tras sacudidas». Un hombre contó que la muerte de Julia
no le había hecho llorar, sino más bien «gritar, aullar como un
animal» (figura 1). Como dijo un crítico del siglo xx acerca de
estas cartas a Rousseau, en el siglo xvm los lectores de la no
vela no la leyeron apenas con placer, sino con «pasión, delirio,
espasmos y sollozos». La traducción inglesa apareció menos de
dos meses después de que se publicase el original en francés, y
entre 1761 y 1800 hubo otras diez ediciones en inglés. De la ver
sión francesa se publicaron 115 ediciones en el mismo periodo,
para satisfacer el apetito voraz de un público internacional que
leía en francés.2
Julia presentó a sus lectores una nueva forma de empatia.
Aunque Rousseau pusiera en circulación la expresión «derechos
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Figura 1. Julia en el lecho de muerte. Esta escena de Julia, o Ea nueva Eloísa pro
vocó más pena que cualquier otra. El grabado de Nicolás Delaunay, basado
en un dibujo del famoso artista Jean-Michel Moreau, apareció en una edición
de 1782 de las obras completas de Rousseau.
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del hombre», los derechos humanos no son el tema principal de
su novela, que gira en torno a la pasión, el amor y la virtud.
No obstante, alentó una identificación altamente emotiva con
los personajes, de modo que los lectores sintieran empatia por
ellos más allá de las barreras de clase, sexo y nacionalidad. Los
lectores del siglo XVIII, al igual que las gentes de siglos anterio
res, sentían empatia por sus allegados y por las personas que
más obviamente se les parecían: su familia más cercana, sus pa
rientes, la gente de su parroquia; en general, sus iguales en la
sociedad. Pero las personas del siglo xviii tenían que aprender
a sentir empatia superando barreras más amplias. Alexis de Toc
queville relata lo que contó el secretario de Voltaire sobre Ma
dame Duchâtelet: ésta no dudaba en desnudarse delante de su
servidumbre, «no teniendo por demostrado que los criados fue
sen hombres». Los derechos humanos sólo podían tener sentido
cuando a los criados también se los viera como hombres.3
Novelas y empatia
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cir que todas las personas son fundamentalmente parecidas a
causa de sus sentimientos, y, en particular, muchas novelas mos
traban el deseo de autonomía. De este modo, la lectura de no- x
velas creaba un sentido de igualdad y empatia mediante la par
ticipación apasionada en la narración. ¿Puede ser casualidad que
las tres novelas de identificación psicológica más importantes del
siglo XVlll -Pamela (1740) y Clarissa (1747-1748), de Richardson,
y Julia (1761), de Rousseau- fueran publicadas en el periodo que
precedió inmediatamente a la aparición del concepto de «dere- I
chos del hombre»?
Huelga decir que la empatia no se inventó en el siglo XVIII.
La capacidad de sentir empatia es universal, ya que tiene sus
raíces en la biología del cerebro; depende de una capacidad con
base biológica, la de comprender la subjetividad de otras perso
nas e imaginar que sus experiencias internas son como las pro
pias. Los niños que padecen autismo, por ejemplo, tienen gran
dificultad para descodificar las expresiones faciales como indi
cadoras de sentimientos, y en general les cuesta atribuir estados
subjetivos a los demás. Simplificando, podría decirse que el
autismo se caracteriza por la incapacidad de sentir empatia ha
cia los demás.4
Normalmente aprendemos a sentir empatia a una edad tem
prana. Sin embargo, aunque la biología proporciona una predis
posición esencial, cada cultura expresa la empatia de una forma
particular. La empatia sólo se desarrolla por medio de la interac
ción social; por lo tanto, las formas de esa interacción intervie
nen en la configuración de la empatia de una manera importan
te. En el siglo XVlll, los lectores de novelas aprendieron a ampliar
el alcance de la empatia. Al leer, sentían empatia más allá de las
barreras sociales tradicionales entre nobles y plebeyos, amos y sir
vientes, hombres y mujeres, quizá también entre adultos y ni
ños. Por consiguiente, aprendían a ver a los demás -a los que no
conocían personalmente- como seres iguales a ellos, con los mis
mos tipos de emociones internas. Sin este proceso de aprendiza
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je, la «igualdad» no podría haber alcanzado ningún sentido pro
fundo ni, en particular, ninguna consecuencia política. La igual
dad de las almas en el cielo y la igualdad de derechos aquí, en la
tierra, no son lo mismo. Antes del siglo xvm, los cristianos acep
taban de buen grado lo primero sin reconocer lo segundo.
La capacidad de identificarse más allá de las barreras socia
les pudo haberse adquirido de muchas maneras; no pretendo
que la lectura de novelas fuese la única. Con todo, parece per
tinente considerar la lectura de novelas como una experiencia
decisiva, si tenemos en cuenta que el apogeo de un género par
ticular de novela -la novela epistolar- coincide cronológica
mente con el nacimiento de los derechos humanos. La novela
epistolar surgió como género entre las décadas de 1760 y 1780,
y luego se extinguió de forma bastante misteriosa en la de 1790.
Antes ya se habían publicado novelas de todo tipo, pero no se
distinguió como género hasta el siglo XVIII, especialmente des
pués de 1740, fecha de la publicación de Pamela, de Samuel Ri
chardson. En Francia se publicaron ocho novelas en 1701, 52 en
1750 y 112 en 1789. En Gran Bretaña, el número de novelas se
multiplicó por seis entre la primera década del siglo XVIII y la
de 1760: alrededor de treinta novelas aparecieron cada año en
la década de 1770, 40 al año en la de 1780 y 70 al año en la
de 1790. Asimismo, había más gente que supiese leer, y ahora
las novelas presentaban a personas corrientes como los persona
jes principales, que hacían frente a problemas cotidianos relacio
nados con el amor, el matrimonio y el éxito mundano. La alfa
betización se había extendido tanto que en las grandes ciudades
hasta los sirvientes, fuesen hombres o mujeres, leían novelas, si
bien esta actividad no fuera entonces, como tampoco lo es aho
ra, frecuente entre las clases bajas. Los campesinos franceses, que
constituían cerca del 80 por ciento de la población, no acos
tumbraban leer novelas, ni siquiera cuando sabían leer.5
A pesar de las limitaciones del público lector, los héroes y
las heroínas corrientes de la novela del siglo xvm, de Robinson
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Crusoe y Tom Jones a Clarissa Harlowe y Julie d’Étange, se con
virtieron en nombres muy conocidos, a veces incluso entre la
gente que no sabía leer. Personajes de la baja o la alta nobleza,
tales como Don Quijote y la Princesa de Cléves, tan prominentes
en las novelas del siglo XVII, dieron paso a sirvientes, marineros
y muchachas de clase media (Julia, aunque es hija de un miem
bro de la pequeña nobleza suiza, parece más bien de clase me
dia). La notable ascensión de la novela en el siglo XVIII no pasó
inadvertida, y desde entonces los estudiosos la han vinculado al
capitalismo, a la clase media con aspiraciones, al crecimiento de
la esfera pública, a la aparición de la familia nuclear, a un cambio
en las relaciones de género e incluso a la eclosión del naciona
lismo. Fueran cuales fuesen las razones de la ascensión de la no
vela, lo que me interesa son sus efectos psicológicos y su rela
ción con el surgimiento de los derechos humanos.6
Para mostrar el estímulo de la identificación psicológica que
ejerció la novela, me centraré en tres novelas epistolares especial
mente influyentes: Julia, de Rousseau, y dos obras de su prede
cesor y claro modelo, el inglés Samuel Richardson, Pamela (1740)
y Clarissa (1747-1748). Mi argumentación hubiese podido abarcar
la novela del siglo XVIII en general, y en ese caso habría teni
do en cuenta a las numerosas mujeres que escribieron novelas,
así como a personajes masculinos como Tom Jones o Tristram
Shandy, que sin duda alguna también recibieron una atención
considerable. He elegido Julia, Pamela y Clarissa, tres novelas es
critas por hombres y con protagonistas femeninos, a causa de
su indiscutible repercusión cultural. No produjeron por sí solas
los cambios en la empatia que estudiamos aquí, pero un exa
men atento de su acogida muestra el funcionamiento del nue
vo aprendizaje de la empatia. Para comprender lo que había de
nuevo en la «novela» -etiqueta que los escritores no adoptaron
hasta la segunda mitad del siglo XVIII-, resulta útil observar cómo
influyeron determinadas novelas en quienes las leían.
En la novela epistolar, la acción no se contempla desde un
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punto de vista -el del autor- situado fuera y por encima de ella
(como sucede en la novela realista del siglo XIX); el punto de vis
ta del autor son las perspectivas que los personajes expresan en
sus cartas. Los «editores» de las cartas, como Richardson y Rous
seau se llamaban a sí mismos, creaban una vivida sensación de
realidad precisamente porque su autoría quedaba oculta tras el
intercambio epistolar. Esto hacía posible un mayor sentido de
identificación, porque era como si los personajes fuesen reales,
no ficticios. Muchos contemporáneos comentaron esta experien
cia, algunos con alegría y asombro, otros con preocupación y
hasta con desagrado.
La publicación de las novelas de Richardson y Rousseau pro
dujo reacciones instantáneas, y no sólo en sus países de origen.
Un francés anónimo, que ahora sabemos que era un clérigo,
publicó en 1742 una carta de 42 páginas en la que detallaba la
«ávida» acogida que tuvo la traducción francesa de Pamela: «No
puedes entrar en una casa sin encontrar una Pamela». Aunque
el autor de la carta afirma que la novela adolece de muchos de
fectos, no deja de confesar que «la devoré». («Devorar» se con
vertiría en la metáfora más común de la lectura de estas nove
las.) Describe la resistencia de Pamela a las insinuaciones del
señor B., su patrón, como si se tratase de personas reales en lu
gar de personajes de ficción. Se ve atrapado por el argumento.
Tiembla cuando Pamela corre peligro, se indigna cuando per
sonajes aristocráticos como el señor B. se comportan de manera
indigna. Las palabras que elige y su forma de expresarse refuer
zan una y otra vez la impresión de que se siente absorbido emo
cionalmente por la lectura.7
La novela formada por cartas podía causar unos efectos psi
cológicos tan extraordinarios porque su forma narrativa facilita
ba el desarrollo de un «personaje», es decir, una persona con un
yo interno. En una de las primeras cartas de Pamela, por ejem
plo, nuestra heroína cuenta a su madre cómo su patrón ha tra
tado de seducirla:
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[...] me besó dos o tres veces con terrible impaciencia. Al fin pude
desembarazarme de él, y me escapaba ya del cenador cuando vol
vió a atraparme y cerró la puerta.
Mi vida no valía ni un real. Entonces me dijo:
-No te haré ningún daño, Pamela; no me tengas miedo.
-No quiero quedarme -le dije.
-¡Que no quieres, ramera! ¿Sabes con quién estás hablando?
Perdí todo el miedo y todo el respeto y le contesté:
-¡Sí, señor, lo sé demasiado bien! Bien puedo olvidar que soy vues
tra criada, cuando vos olvidáis lo que os corresponde como amo.
Sollocé y lloré muy amargamente.
-¡Estás hecha una estúpida ramera! -me dijo-, ¿Acaso te he hecho
algún daño?
-Sí, señor -le dije-, el daño más grande del mundo: me habéis
enseñado a olvidarme de mí misma y de lo que me corresponde,
y habéis acortado la distancia que la fortuna había puesto entre
nosotros, al rebajaros vos tomándoos estas libertades con una po
bre sirvienta.
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día destacar a un personaje a lo largo del tiempo, y hacerlo, ade
más, desde la perspectiva del interior del yo. El lector no se li
mita a seguir las acciones de Pamela, sino que participa en el
florecimiento de su personalidad a medida que ella escribe. Si
multáneamente, el lector se convierte en Pamela y se imagina a
sí mismo como amigo suyo y como observador externo.
En 1741, tan pronto como se supo que Richardson era el
autor de Pamela (la publicó anónimamente), empezó a recibir
cartas, en su mayoría de lectores entusiastas. Su amigo Aaron
Hill proclamó que la novela era «el alma de la religión, la bue
na crianza, la discreción, la bondad, el ingenio, la fantasía, los
pensamientos elevados y la moral». Richardson había enviado
un ejemplar a las hijas de Aaron Hill a principios de diciembre
de 1740, y Hill respondió inmediatamente: «No he hecho nada
más que leérsela a otros, y oír cómo otros me la leían de nuevo
a mí, desde que llegó a mi poder; y me parece probable que no
haré nada más, durante Dios sabe cuánto tiempo [...] se apodera,
toda la noche, de la imaginación. Hay brujería en cada una de
sus páginas; pero es la brujería de la pasión y el sentido». El libro
proyectaba una especie de hechizo sobre sus lectores. La narra
ción -el intercambio de cartas- les hacía salir inesperadamente de
sí mismos y los introducía en una nueva serie de experiencias.9
Hill y sus hijas no fueron los únicos. El entusiasmo por Pa
mela se adueñó pronto de toda Inglaterra. Se decía que los ha
bitantes de un pueblo hicieron sonar las campanas de la iglesia
cuando les llegó el rumor de que el señor B. se había casado fi
nalmente con Pamela. Se hizo una segunda impresión en enero
de 1741 (la novela se había publicado apenas el 6 de noviem
bre de 1740), una tercera en marzo, una cuarta en mayo y una
quinta en septiembre. Para entonces ya habían aparecido paro
dias, críticas extensas, poemas e imitaciones del original. En años
sucesivos se llevarían a cabo numerosas adaptaciones al teatro,
así como cuadros y grabados de las escenas principales. En 1744
la traducción francesa se incluyó en el pontificio índice de Li-
44
Figura 2. El señor B. lee una de las cartas de Pamela a sus padres. En una de
las escenas iniciales de la novela, el señor B. irrumpe en la habitación de Pa
mela y exige ver la carta que está escribiendo. Mediante la escritura, Pamela
alcanza la autonomía. Artistas y editores no podían resistir la tentación de
añadir representaciones visuales de las escenas clave. Este grabado del artista
holandés Jan Punt apareció en una de las primeras traducciones francesas y
se publicó en Amsterdam.
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bros Prohibidos, y pronto se le unirían Julia, de Rousseau, y mu
chas otras obras de la Ilustración. No todo el mundo encontra
ba en ellas «el alma de la religión» o «la moral» que Hill había
afirmado ver.10
Cuando Richardson comenzó a publicar Clarissa en diciem
bre de 1747, las expectativas eran muy altas. En el momento en
que aparecieron los últimos volúmenes (había ocho en total,
¡cada uno de entre trescientas y más de cuatrocientas páginas!),
en diciembre de 1748, Richardson ya había recibido cartas que
le suplicaban que el final fuese feliz. Clarissa se fuga con el li
bertino Lovelace para escapar del odioso pretendiente elegido
por su propia familia. Luego tiene que defenderse de Lovelace,
que acaba violándola después de drogaría. A pesar de que Lo
velace se arrepiente y se ofrece a casarse con ella, y a pesar de
lo que Clarissa siente por él, la muchacha muere, con el cora
zón partido por el ataque de Lovelace a su virtud y su sentido
del yo. Lady Dorothy Bradshaigh contó a Richardson su reac
ción cuando leyó la escena de la muerte: «Mi espíritu está ex
trañamente sobrecogido, mi sueño está turbado, me despierto
durante la noche y prorrumpo en una pasión de llanto, y lo
mismo me ocurrió a la hora del desayuno esta mañana, y otra
vez hace un momento». El poeta Thomas Edwards escribió en
enero de 1749: «Nunca sentí en mi vida tanta congoja como la
que he sentido por esa querida muchacha», a la que antes ha lla
mado «la divina Clarissa».11
Clarissa gustó más a los lectores cultos que al gran público,
pese a lo cual se hicieron cinco ediciones durante los trece años
siguientes y pronto se tradujo al francés (1751), al alemán (1752)
y al holandés (1755). Un estudio sobre bibliotecas personales
formadas en Francia entre 1740 y 1760 reveló que Pamela y Cla
rissa figuraban entre las tres novelas inglesas (TomJones, de Henry
Fielding, era la otra) que mayores probabilidades tenían de en
contrarse en ellas. No cabe duda de que la extensión de Clarissa
desanimó a algunos lectores; incluso antes de que los treinta vo
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lúmenes manuscritos pasaran a imprenta, Richardson, preocupa
do, trató de acortarla. Un boletín literario de París publicó una
reseña poco entusiasta de la traducción francesa: «Al leer este
libro experimenté algo en modo alguno corriente, el placer más
intenso y el aburrimiento más tedioso». Sin embargo, dos años
después otro colaborador del boletín anunció que el genio de
Richardson para presentar tantos personajes individualizados ha
cía de Clarissa «tal vez la obra más sorprendente que haya sali
do nunca de las manos de un hombre».12
Aunque Rousseau creía que su novela, Julia, era superior a la
de Richardson, no por ello dejó de considerar Clarissa como
la mejor del resto: «Nadie ha escrito jamás, en ninguna lengua,
una novela igual que Clarissa, ni siquiera una que se le aproxi
me». Las comparaciones entre Clarissa y Julia continuaron has
ta el final de siglo. Jeanne-Marie Roland, esposa de un ministro
y coordinador oficioso de la facción política girondina duran
te la Revolución francesa, confesó a una amiga en 1789 que re
leía la novela de Rousseau cada año, si bien seguía opinando
que la obra de Richardson era el súmmum de la perfección. «No
hay un pueblo en el mundo que ofrezca una novela capaz de
resistir una comparación con Clarissa; es la obra maestra del gé
nero, el modelo y la desesperación de todos los imitadores.»13
Hombres y mujeres se identificaban por igual con las heroí
nas de estas novelas. Por las cartas que recibió Rousseau, sabemos
que los hombres, incluso los militares, reaccionaban intensamen
te ante el personaje de Julia. Un tal Louis François, militar re
tirado, escribió a Rousseau: «Usted ha hecho que me enamore
de ella. Imagine, pues, las lágrimas que su muerte me provocó.
[...] Nunca había llorado tan deliciosas lágrimas. Esta lectura me
causó un efecto tan poderoso que creo que habría muerto con
gusto durante ese momento supremo». Algunos lectores reco
nocían explícitamente su identificación con la heroína. C J. Panc-
koucke, que llegaría a ser un editor muy conocido, dijo a Rous
seau: «He sentido cómo atravesaba mi corazón la pureza de las
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emociones de Julia». La identificación psicológica que conduce
a la empatia iba claramente más allá de las diferencias de géne
ro. Los hombres que leían a Rousseau no se identificaban tan
sólo con Saint-Preux, el amante al que Julia se ve obligada a re
nunciar, y apenas sentían empatia hacia Wolmar, su melifluo es
poso, o hacia el barón D ’Étange, su tiránico padre. Al igual que
las lectoras, los hombres se identificaban con la propia Julia. La
lucha de ésta por vencer sus pasiones y llevar una vida virtuosa
también se convertía en su lucha.14
Por su misma forma, pues, la novela epistolar podía demos
trar que la individualidad dependía de cualidades de «interiori
dad» (la posesión de un núcleo interno), porque los personajes
expresan sus sentimientos en sus cartas. Además, la novela epis
tolar demostraba que todos los yoes poseían esa interioridad
(muchos de los personajes escriben) y que, por consiguiente, to
dos los yoes eran en cierto modo iguales, dado que todos se
asemejaban en que poseían una interioridad. Por ejemplo, más
que en un estereotipo de los oprimidos, él intercambio de car
tas transforma a la sirvienta Pamela en un modelo de autono
mía e individualidad orgullosas. Al igual que Pamela, los per
sonajes de Clarissa y Julia vienen a representar la individualidad
misma. Los lectores se vuelven más conscientes de su propia ca
pacidad de poseer una interioridad, así como de la de todos los
demás individuos.15
Ni que decir tiene que no todas las personas experimenta
ban los mismos sentimientos cuando leían estas novelas. El in
glés Horace Walpole, novelista y hombre ocurrente, se burló de
las «tediosas lamentaciones» de Richardson, «que son cuadros
de la vida de la alta sociedad tal como la concibe un librero,
y romances tal como los espiritualizaría un maestro metodis
ta». Sin embargo, muchos se dieron cuenta enseguida de que
Richardson y Rousseau habían puesto el dedo en una llaga cul
tural de vital importancia. Justo un mes después de la publica
ción de los últimos volúmenes de Clarissa, Sarah Fielding, her
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mana del gran rival de Richardson y también novelista de éxito,
publicó anónimamente un panfleto de 56 páginas en defensa
de la novela. Si bien su hermano Henry había publicado una de
las primeras parodias de Pamela (Una disculpa por la vida de Mrs.
Shamela Andrew, en la cual se exponen y refutan muchasfalsedades y
malinterpretaciones de un libro llamado «Pamela», 1741), Sarah ha
bía trabado amistad con Richardson, que publicó una de sus no
velas. Uno de los personajes ficticios de Sarah, el señor Clark,
afirma que Richardson ha logrado atraparle de tal manera en su
red de ilusión «que por mi parte estoy tan íntimamente fami
liarizado con todos los Harlows [sic] que es como si los hubie
ra conocido desde la infancia». Otro personaje, la señorita Gib-
son, insiste en las virtudes de la técnica literaria de Richardson:
«En verdad, señor, tomad nota de que una historia contada de
esta manera no puede sino avanzar lentamente, que sólo pue
den entender a los personajes quienes atienden rigurosamente
al conjunto; mas esta ventaja que adquiere el autor escribiendo
en tiempo presente, como él mismo lo llama, y en primera per
sona, hace que sus trazos penetren inmediatamente en el cora
zón, y sentimos todas las aflicciones que pinta; no sólo lloramos
por Clarissa, sino también con ella, y la acompañamos, paso a
paso, en todas sus aflicciones».16
El suizo Albrecht von Haller, renombrado fisiólogo y estu
dioso de la literatura, publicó en 1749 una crítica anónima de
Clarissa en el Gentlemans Magazine. Von Haller hizo el tremen
do esfuerzo de agarrar por los cuernos al toro de la originalidad
de Richardson. Aunque apreciaba las virtudes de muchas nove
las francesas anteriores, Von Haller sostenía que proporcionaban
«generalmente nada más que descripciones de acciones ilustres
de personas ilustres», al paso que en la novela de Richardson el
lector veía un personaje «de la misma condición social que no
sotros». El autor suizo prestó gran atención al formato epistolar.
Si bien a los lectores podía costarles creer que los personajes se
pasaran el tiempo poniendo por escrito la totalidad de sus sen
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timientos y pensamientos más íntimos, la novela epistolar era
capaz de ofrecer retratos minuciosamente fieles de personajes
individuales, y provocar así lo que Von Haller denominaba com
pasión: «Lo patético nunca se ha mostrado con igual fuerza, y
en mil casos es patente que los caracteres más obstinados e in
sensibles han sido ablandados hasta sentir compasión, y empu
jados a deshacerse en lágrimas, por la muerte, los sufrimientos
y las penas de Clarissa». Concluyó diciendo que «no hemos leí
do ninguna descripción, en ninguna lengua, que se acerque tan
to a una lucha».17
¿Degradación o exaltación?
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abate Armand-Pierre Jacquin, escribió una obra de 400 páginas
para demostrar que la lectura de novelas socavaba la moral, la re
ligión y todos los principios del orden social. «Abrid estas obras»,
afirmó, «y en casi todas ellas veréis violados los derechos de la
justicia divina y humana, escarnecida la autoridad de los padres
sobre sus hijos, rotos los lazos sagrados del matrimonio y la
amistad.» El peligro residía precisamente en su poder de atrac
ción; mediante la insistencia constante sobre las tentaciones del
amor, animaban a los lectores a actuar siguiendo sus peores im
pulsos, a rechazar el consejo de sus padres y de su iglesia, a ha
cer caso omiso de las censuras morales de la comunidad. Según
Jacquin, el único consuelo que las novelas ofrecían era su carác
ter efímero. El lector podía devorar una, pero no leerla nunca
más. «¿Me equivoqué al profetizar que la novela de Pamela cae
ría pronto en el olvido? [...] Lo mismo ocurrirá dentro de tres
años en los casos de TomJones y Clarissa.»19
Quejas parecidas salieron de la pluma de protestantes ingle
ses. En 1779, el reverendo Vicesimus Knox resumió décadas de
preocupaciones persistentes al proclamar que las novelas eran
placeres degenerados y vergonzosos que distraían las mentes jó
venes de lecturas más serias y edificantes. El incremento de nove
las británicas no hacía sino difundir los hábitos libertinos fran
ceses y dar cuenta de la corrupción de la época. Las novelas de
Richardson, reconoció Knox, estaban escritas con «las intencio
nes más puras». Pero, inevitablemente, el autor había relatado
escenas y despertado sentimientos que eran incompatibles con la
virtud. Los clérigos no eran los únicos que despreciaban la no
vela. En 1771 apareció un poema en el Lady’s Magazine que re
sumía una opinión compartida por muchos:
51
Muchos moralistas temían que las novelas sembraran el des
contento, en especial entre los sirvientes y las muchachas.20
El médico suizo Samuel-Auguste Tissot vinculó la lectura de
novelas a la masturbación, la cual, a su modo de ver, conducía
a la degeneración física, mental y moral. Tissot creía que los cuer
pos tendían de forma natural a decaer, y que la masturbación
aceleraba el proceso tanto en los hombres como en las mujeres.
«Lo único que puedo decir es que la ociosidad; la inactividad;
el quedarse demasiado tiempo en la cama; una cama que sea de
masiado blanda; una dieta abundante, con gran cantidad de es
pecias, sal y vino; los amigos poco recomendables; y los libros
licenciosos son las causas que más probablemente llevarán a es
tos excesos.» Al decir «licenciosos», Tissot no se refería a libros
declaradamente pornográficos; en el siglo XVIII, «licencioso» sig
nificaba cualquier cosa que tendiese a lo erótico, y se distinguía
de lo «obsceno», que era mucho más reprobable. Las novelas de
amor -y la mayoría de las novelas dieciochescas contaban his
torias relacionadas con el amor- caían fácilmente en la catego
ría de lo licencioso. En Inglaterra se creía que las alumnas de los
internados corrían especial peligro, a causa de su habilidad para
procurarse semejantes libros «inmorales y repugnantes» y leerlos
en la cama.21
Clérigos y médicos coincidían, pues, en considerar la lectu
ra de novelas como una pérdida: de tiempo, de fluidos vitales,
de religión y de moralidad. Daban por sentado que la lectora
imitaría la acción de la novela, y que después se arrepentiría
amargamente. Una lectora de Clarissa, por ejemplo, podía ha
cer oídos sordos a los deseos de su familia y, al igual que la pro
tagonista de la obra, acceder a fugarse con un libertino como
Lovelace, que la acabaría llevando, de buen grado o por la fuer
za, a la ruina. En 1792, un crítico inglés anónimo aún insistía en
que «el incremento de novelas ayudará a explicar el incremen
to de la prostitución y los numerosos adulterios y fugas de los
52
que nos llegan noticias desde diferentes partes del reino». Según
este parecer, las novelas estimulaban excesivamente el cuerpo,
fomentaban un ensimismamiento moralmente sospechoso y
provocaban actos que destruían la autoridad familiar, moral
y religiosa.22
Richardson y Rousseau afirmaban que su papel era el de edi
tor, no el de autor, para así poder eludir la mala fama asociada
a las novelas. Cuando Richardson publicó Pamela, nunca se re
fería a ella como novela. El título completó de la primera edi
ción constituye toda una solemne declaración:./}®«^, o la vir
tud recompensada. En una serie de cartas familiares de una hermosa y
joven doncella a sus padres, publicada ahora por primera vez con elfin
de cultivar los principios de la virtudy la religión en las mentes de los
jóvenes de ambos sexos. Una narración que tiene su fundamento en la
verdady la naturaleza, y al mismo tiempo que entretiene agradable
mente, por medio de una diversidad de incidentes curiosos y conmo
vedores, está enteramente despojada de todas esas imágenes que, en
demasiadas obras pensadas solamente para la diversión, tienden a in
flamar las mentes a las que deberían instruir. El prefacio de Richard
son, firmado «por el editor», justifica la publicación de «las car
tas siguientes» en términos morales; instruirán y mejorarán las
mentes de los jóvenes, inculcarán religión y moral, pintarán el
vicio «con sus colores apropiados», etcétera.23
Aunque también Rousseau decía ser editor, resulta evidente
que consideraba su obra como una novela. En la primera ora
ción del prefacio de Julia, Rousseau vinculaba las novelas a su
muy conocida crítica del teatro: «Las grandes ciudades necesi
tan espectáculos, y los pueblos corrompidos, novelas». Por si tal
advertencia fuera insuficiente, Rousseau ofrecía asimismo un
prefacio consistente en una «Conversación sobre las novelas
entre el editor y un hombre de letras». En ella, el personaje «R»
[Rousseau] expone todas las acusaciones que se lanzaban habi
tualmente contra la novela por sacar partido de la imaginación
y fomentar deseos que no podían satisfacerse virtuosamente:
53
Nos quejamos de que las novelas turban la mente; yo así lo creo:
cuando muestran sin cesar a quienes las leen los supuestos encan
tos de un estado que no es el suyo, los seducen, hacen que des
deñen el estado al que pertenecen, y que pretendan cambiarlo
imaginariamente por aquel que les han hecho desear. Querien
do ser lo que no se es, uno llega a creerse que es quien no es, y
así se vuelve loco.
54
papel en sus obras, se ve metido en conversaciones, aprueba,
culpa, admira, se irrita, se indigna. ¿Cuántas veces no me sor
prendí a mí mismo, como les sucede a los niños la primera vez
que los llevan al teatro, exclamando: “No te lo creas, te está en
gañando Si vas, estarás perdido” ?». Según Diderot, la narra
tiva de Richardson crea la impresión de que uno está presente
en lo que sucede y, además, de que es su mundo, no un país re
moto, ni un lugar exótico, ni un cuento de hadas. «Sus persona
jes están sacados de la sociedad corriente [...], las pasiones que
describe son las que yo mismo siento.»25
Diderot no utiliza los términos «identificación» o «empa
tia», pero sí hace una descripción convincente de ellos. Admite
que uno se reconoce a sí mismo en los personajes, que de un
salto se planta imaginariamente en medio de la acción, experi
menta los mismos sentimientos que están experimentando los
personajes. En resumen, uno aprende a sentir empatia por al
guien que no es él mismo y que nunca podría serle directamen
te accesible (a diferencia, pongamos por caso, de los miembros
de la propia familia), pero que, de alguna forma imaginaria, tam
bién es uno mismo, lo cual constituye un elemento crucial para
la identificación. Este proceso explica por qué Panckoucke es
cribió a Rousseau: «He sentido cómo atravesaba mi corazón la
pureza de las emociones de Julia».
La empatia depende de la identificación. Diderot observa
que la técnica narrativa de Richardson lo atrae de manera ine
luctable hacia esta experiencia. Es una especie de caldo de cul
tivo para el aprendizaje emocional: «En el espacio de unas
cuantas horas pasé por un gran número de situaciones que la
vida más larga difícilmente puede ofrecer en toda su duración.
[...] Sentí que había adquirido experiencia». Tanto se identifi
ca Diderot que, al terminar la novela, se siente privado de algo:
«Experimenté la misma sensación que experimentan los hom
bres que han estado estrechamente entrelazados y han vivido
juntos durante mucho tiempo y que ahora están a punto de
55
separarse. Al final, me pareció súbitamente que me quedaba
solo».26
De manera simultánea, Diderot se ha perdido en la acción
y se ha recuperado a sí mismo en la lectura. Siente de forma más
acusada que antes el carácter separado de su yo -ahora se sien
te solo-, pero también que los demás poseen igualmente un yo.
Dicho de otro modo, tiene ese «sentimiento interior», como, él
mismo lo llamaba, que es necesario para los derechos humanos.
Diderot comprende asimismo que el efecto de la novela es in
consciente: «Uno se siente atraído hacia el bien con una impe
tuosidad que no reconoce. Ante la injusticia, uno siente una re
pugnancia que no sabe cómo explicarse». La novela ha surtido
efecto mediante el proceso de implicación en la narración, no
mediante la moralización explícita.27
La lectura de obras de ficción recibió su tratamiento filosófi
co más serio en Elementos para la crítica (1762), de Henry Home,
Lord Kames. Aunque el jurista y filósofo escocés no hablaba en
su obra de las novelas per se, sí sostenía que en general la ficción
crea una especie de «presencia ideal» o «sueño en un estado de
vigilia» en el cual el lector se imagina a sí mismo transportado a
la escena que se describe. Según Kames, esta «presencia ideal» es
un estado parecido al trance. El lector se ve «lanzado a una espe
cie de ensueño» y, «perdiendo la conciencia del yo, y de la lectu
ra, su ocupación en ese momento, concibe cada incidente como
si ocurriera en su presencia, justamente como si fuese un testigo
ocular». Lo más importante para Kames era que esta transfor
mación fomenta la moralidad. La «presencia ideal» provoca que
el lector se abra a sentimientos que refuerzan los lazos de la so
ciedad. Los individuos son sacados de sus intereses particulares
y movidos a llevar a cabo «actos de generosidad y benevolencia».
«Presencia ideal» era otra denominación para lo que Aaron Hill
había llamado «brujería de la pasión y el sentido».28
Al parecer, Thomas Jefferson opinaba lo mismo. Cuando Ro-
bert Skipwith, que se había casado con la hermanastra de la es-
56
posa de Jefferson, escribió a éste en 1771 pidiéndole que le re
comendase una lista de libros, Jefferson incluyó en ella muchos
de los clásicos, antiguos y modernos, de política, religión, dere
cho, ciencia, filosofía e historia. En la lista figuraba Elementos para
la crítica, de Kames, pero Jefferson la inició con poesía, obras
de teatro y novelas, incluidas las de Laurence Sterne, Henry
Fielding, Jean-François Marmontel, Oliver Goldsmith, Richard
son y Rousseau. En la carta que acompañaba a la lista de lectu
ras, Jefferson hablaba con elocuencia de «los entretenimientos
de la ficción». Al igual que Kames, defendía que la ficción po
día inculcar tanto los principios como la práctica de la virtud.
Citando a Shakespeare, Marmontel y Sterne por su nombre,
Jefferson explicaba que cuando leemos estas obras experimen
tamos «en nosotros mismos el fuerte deseo de hacer actos de
caridad y gratitud» y, en cambio, nos repugnan las malas accio
nes o la conducta inmoral. La ficción, insistió, produce el de
seo de emulación moral de forma todavía más eficaz que las
obras de historia.29
En esencia, lo que estaba en juego en este conflicto de opi
niones sobre la novela era nada menos que la valorización de la
vida secular corriente como fundamento de la moral. A ojos de
quienes criticaban la lectura de novelas, la simpatía por la he
roína de una novela fomentaba lo peor del individuo (deseos
ilícitos y excesivo amor propio) y demostraba la degeneración
irrevocable del mundo secular. Por el contrario, para los parti
darios de un nuevo modo de ver la moralización empática, se
mejante identificación demostraba que el despertar de la pasión
podía ayudar a transformar la naturaleza interna del individuo
y crear una sociedad más moral. Creían que la naturaleza inter
na de los seres humanos proporcionaba una base para la auto
ridad social y política.30
Así pues, el hechizo de la novela resultó tener un gran al
cance en cuanto a sus efectos. Si bien los partidarios de la no
vela no lo afirmaban explícitamente, comprendían que, en rea
57
lidad, escritores tales como Richardson y Rousseau empujaban
a sus lectores hacia la vida cotidiana como una especie de ex
periencia religiosa sustitutiva. Los lectores aprendían a valorar
la intensidad emocional de lo corriente y la capacidad que te
nían personas como ellos para crear por sí solas un mundo mo
ral. Los derechos humanos brotaron de lo que habían sembrado
estos sentimientos. Los derechos humanos sólo podían florecer
cuando las personas aprendieran a pensar en los demás como
sus iguales, como sus semejantes de algún modo fundamental.
Aprendieron esta igualdad, al menos en parte, experimentan
do la identificación con personajes corrientes que parecían dra
máticamente presentes y conocidos, aunque en esencia fueran
ficticios.31
58
far por completo. Las mujeres disfrutaban de pocos derechos
jurídicos, aparte de los de sus padres o maridos. Los lectores en
contraban conmovedora la búsqueda de independencia que
emprendía la heroína, sobre todo porque comprendían de in
mediato las trabas con que era inevitable que tropezase una
mujer. En un final feliz, Pamela se casa con el señor B. y acep
ta los límites implícitos a su libertad. En cambio, Clarissa pre
fiere morir antes que casarse con Lovelace después de que éste
la viole. En cuanto a Julia, su padre la obliga a renunciar al hom
bre al que ama y ella parece acatarlo, pero también acaba mu
riendo en la escena final.
Algunos críticos modernos han apreciado masoquismo o
martirio en estas historias, pero las gentes de la época vieron
otras cualidades. Lectores y lectoras por igual se identificaban
con estos personajes porque las mujeres mostraban una gran
voluntad y personalidad. El público lector no sólo quería salvar
a las heroínas; deseaba ser como ellas, incluso como Clarissa y
Julia, a pesar de su trágica muerte. En las tres novelas, casi toda
la acción gira en torno a expresiones de la voluntad femenina, la
cual tiene normalmente que luchar contra restricciones pater
nas o sociales. Pamela debe resistirse al señor B. para mantener
su sentido de la virtud y su sentido del yo; y su resistencia aca
ba conquistándolo. Clarissa adopta una actitud firme contra su
familia y luego contra Lovelace por razones parecidas, y al final
Lovelace quiere desesperadamente casarse con ella, que lo re
chaza. Julia debe renunciar a Saint-Preux y aprender a amar la
vida con Wolmar; la lucha es exclusivamente suya. En cada no
vela, todo retorna al deseo de independencia de la heroína. Los
actos de los personajes masculinos sólo sirven para realzar esta
voluntad femenina. Los lectores, al sentir empatia por la heroí
na de la novela, aprendían que todas las personas -hasta las mu
jeres- aspiraban a una mayor autonomía, y experimentaban ima
ginariamente el esfuerzo psicológico que entrañaba la lucha por
alcanzarla.
59
Las novelas del siglo XVIII reflejaban una honda preocupa
ción cultural por la autonomía. Los filósofos de la Ilustración
creían firmemente haber efectuado un avance en este campo en
el siglo XVIII. Cuando hablaban de libertad, se referían a la auto
nomía individual, ya fuera la libertad de expresión o de cul
to o la independencia que se enseñaba a los jóvenes según los
preceptos de Rousseau incluidos en su guía educativa, el Emi
lio (1762). El relato de la Ilustración sobre la conquista de la
autonomía alcanzó su punto álgido con el ensayo de Immanuel
Kant titulado ¿Qué es la Ilustración? (1784). Kant definió memo
rablemente la Ilustración como «el abandono por parte del
hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mis
mo». «Esta minoría de edad», prosiguió, «significa la incapaci
dad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por al
gún otro.» La Ilustración, para Kant, equivalía a la autonomía
intelectual, a la capacidad de pensar por uno mismo.33
El énfasis de la Ilustración en la autonomía individual nació
de la revolución en el pensamiento político iniciada por Hugo
Grocio y John Locke en el siglo xvil. Ambos sostenían que el
varón autónomo que acordaba un contrato social con otros in
dividuos como él constituía el único fundamento posible de la
autoridad política legítima. Si la autoridad justificada por el de
recho divino, las Escrituras y la historia debía ser reemplazada
por un contrato entre hombres autónomos, entonces era nece
sario enseñar a los niños a pensar por sí mismos. Por tanto, la
teoría educativa, que recibió su mayor influencia de Locke y
Rousseau, pasó de basarse en la obediencia impuesta por me
dio del castigo a hacerlo en el cultivo esmerado de la razón
como principal instrumento de la independencia. Locke expli
có el significado de las nuevas prácticas en Pensamientos acerca
de la Educación (1693): «Hemos de considerar que nuestros hi
jos, cuando crezcan, serán semejantes nuestros [...]. Nosotros
queremos ser considerados como criaturas racionales y tener
nuestra libertad; queremos que no nos molesten continuamen
60
te con reprimendas, con un tono severo». Tal como reconoció
Locke, la autonomía política e intelectual dependía de educar
a los hijos (en su caso, tanto varones como hembras) según nue
vas disposiciones; la autonomía requería una relación nueva con
el mundo, no sólo ideas nuevas.34
Pensar y decidir por uno mismo, en consecuencia, requería
tanto cambios filosóficos como cambios lógicos y políticos. En
el Emilio, Rousseau instaba a las madres a edificar muros psico
lógicos entre sus hijos y todas las presiones sociales y políticas
extemas: «Haz temprano un cercado alrededor del alma de tu
hijo». El inglés Richard Price, predicador y panfletista político,
afirmó en 1776, cuando escribía a favor de los colonos norte
americanos, que uno de los cuatro aspectos generales de la liber
tad era la libertad física, «ese principio de espontaneidad o auto
determinación que nos constituye en agentes». Para él, la libertad
era sinónimo de autodirección o autogobierno, y en este caso
la metáfora política sugiere una metáfora psicológica, si bien las
dos estaban estrechamente relacionadas.35
Los reformadores inspirados por la Ilustración querían ir más
allá de proteger el cuerpo o cercar el alma, como instaba a ha
cer Rousseau. Exigían que la toma de decisiones del individuo
tuviera un mayor alcance. Las leyes revolucionarias francesas
sobre la familia demuestran una honda preocupación por las tra
dicionales limitaciones impuestas a la independencia. En mar
zo de 1790, la recién creada Asamblea Nacional abolió la pri-
mogenitura, que otorgaba derechos especiales de herencia al
primer hijo varón, así como las tristemente célebres lettres de ca-
chet, que permitían a las familias encarcelar a los hijos sin juicio
previo. En agosto del mismo año, los diputados limitaron el
control de los padres sobre sus hijos, estableciendo consejos fa
miliares que debían presenciar las disputas entre padres e hijos
de hasta 20 años de edad. En abril de 1791, la;Asamblea N a
cional decretó que todos los hijos, tanto los varones como las
hembras, debían heredar en igualdad de condiciones. Luego, en
61
agosto y septiembre de 1792, los diputados rebajaron la mayo
ría de edad de 25 a 21 años, declararon que los adultos ya no
podían estar sometidos a la autoridad paterna e instituyeron el
divorcio por primera vez en la historia de Francia, poniéndolo
al alcance, por las mismas razones jurídicas, tanto de los hom
bres como de las mujeres. En resumen, los revolucionarios hi
cieron cuanto estuvo en su mano para ensanchar las fronteras de
la autonomía personal.36
En Gran Bretaña y sus colonias norteamericanas, el deseo de
una mayor autonomía puede seguirse más fácilmente en auto
biografías y novelas que en obras de derecho, al menos antes de
la Revolución norteamericana. De hecho, en 1753 la Ley sobre
Matrimonios (26 Geo II, c. 33) declaró ilegales en Inglaterra los
matrimonios de personas de menos de 21 años, a no ser que con
taran con el consentimiento del padre o tutor. A pesar de esta
reafirmación de la autoridad paterna, en el siglo xvm decayó la
antigua dominación patriarcal de los esposos sobre las esposas.
Desde Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe, hasta la Auto
biografía de Benjamin Franklin (escrita entre 1771 y 1788), es
critores ingleses y norteamericanos celebraron la independencia
como virtud fundamental. La novela de Defoe sobre el marine
ro naufragado ofreció un ejemplo de cómo un hombre podía
aprender a valerse por sí mismo. No es extraño, pues, que Rous
seau hiciera de Robinson Crusoe una lectura obligada para el jo
ven Emilio, ni que la novela de Defoe se imprimiera por prime
ra vez en las colonias norteamericanas en 1774, en medio de la
creciente crisis sobre la Independencia. Robinson Crusoe fue uno
de los libros que más se vendieron en las colonias norteameri
canas en 1775, sin otros rivales que Cartas a su hijo, de Lord Ches-
terfield y E l legado de un padre para sus bijas, de John Gregory,
cuyo propósito era popularizar las opiniones de Locke sobre la
educación de los niños y las niñas.37
En cuanto a la vida de las personas reales, la tendencia era
la misma, si bien de un modo más titubeante. Cada vez era ma
62
yor el deseo de los jóvenes de tomar sus propias decisiones con
respecto al matrimonio, aunque las familias seguían ejerciendo
una gran presión, como podía verse en incontables novelas cu
yos argumentos giraban alrededor de este tema (por ejemplo,
Clarissa). Las prácticas en la educación de los hijos también re
velan cambios sutiles de actitud. Los ingleses dejaron de fajar a
los recién nacidos antes que los franceses (en la disuasión de los
franceses respecto a esta práctica, hay que atribuir gran parte del
mérito a Rousseau), pero siguieron pegando a los muchachos en
la escuela durante más tiempo. A mediados del siglo XVIII, las
familias aristocráticas de Inglaterra ya habían dejado de usar an
dadores para guiar a sus hijos cuando caminaban, los desteta
ban antes y, como ya no los fajaban, también les enseñaban an
tes a ir solos al retrete, señales todas ellas de un mayor énfasis
en la independencia.38
Sin embargo, la realidad era a veces más confusa. En In
glaterra, a diferencia de otros países protestantes, el divorcio era
prácticamente imposible en el siglo xvill; entre 1700 y 1857,
cuando la Ley de Causas Matrimoniales creó un tribunal espe
cial para casos de divorcio, sólo se concedieron 325, al ampa
ro de una ley especial del Parlamento para Inglaterra, Gales e
Irlanda. Aunque aumentó el número de divorcios (de 14 en la
primera mitad del siglo xvill a 117 en la segunda mitad), a efec
tos prácticos el divorcio estaba limitado a unos cuantos hom
bres de la aristocracia, dado que los motivos requeridos hacían
que a las mujeres les resultara casi imposible obtenerlo. Las ci
fras revelan que en la segunda mitad del siglo xvill tan sólo se
concedieron 2,34 divorcios al año. En Francia, en cambio, des
pués de que los revolucionarios franceses instituyeran el divor
cio, se concedieron unos veinte mil entre 1792 y 1803, lo cual
equivale a 1800 al año. Las colonias británicas de Norteamérica
siguieron en general la práctica inglesa de prohibir el divorcio
pero, al mismo tiempo, permitir alguna forma de separación le
gal; sin embargo, tras la Independencia, los nuevos tribunales
63
empezaron a aceptar las demandas de divorcio en la mayoría de
los estados. Marcando una tendencia que luego se repetiría en la
Francia revolucionaria, las mujeres presentaron la mayoría de
las demandas de divorcio en los primeros años de los recién fun
dados Estados Unidos.39
En unas notas escritas en 1771 y 1772 acerca de una causa
judicial de divorcio, Thomas Jefferson vinculó claramente el di
vorcio a los derechos naturales. El divorcio devolvería «a las mu
jeres su derecho natural a la igualdad». Formaba parte, afirmó,
de la naturaleza de los contratos por mutuo consentimiento
que fuesen disueltos si una de las partes incumplía el pacto (el
mismo argumento que los revolucionarios franceses emplearían
en 1792). Además, la posibilidad del divorcio legal garantizaría
la «libertad de afecto», que también era un derecho natural. «La
búsqueda de la felicidad», que la Declaración de Independen
cia hizo famosa, debía incluir el derecho al divorcio, dado que
el «fin del matrimonio es la propagación y la felicidad». El de
recho a buscar la felicidad, por tanto, exigía el divorcio. No es
casualidad que cuatro años más tarde Jefferson alegara argumen
tos parecidos para defender el divorcio de los norteamericanos
respecto a Gran Bretaña.40
En el siglo xvm, quienes abogaban por el aumento de la
autodeterminación debían hacer frente a un dilema: ¿de dónde
saldría el sentido de comunidad en este nuevo orden que inci
día en los derechos del individuo? Una cosa era explicar cómo
la moral podía derivarse de la razón humana en lugar de las Sa
gradas Escrituras, o por qué debía preferirse la autonomía a la
obediencia ciega, y otra muy distinta conciliar el individuo auto-
dirigido con el bien general. Los filósofos escoceses de media
dos del siglo xvm centraron sus obras en la cuestión de la co
munidad secular, y ofrecieron una respuesta filosófica que se
hacía eco de la práctica de la empatia que enseñaba la novela.
Los filósofos, como la mayoría de la gente del siglo xvni, dieron
a su respuesta el nombre de «compasión» [sympathy]. He utiliza-
64
do, sin embargo, el término «empatia» [empathy] porque, si bien
no entró en la lengua inglesa hasta el siglo xx, refleja mejor la
voluntad activa de identificarse con los demás. Actualmente,
compasión [sympathy] significa a menudo «piedad», lo cual pue
de dar a entender «condescendencia», que es un sentimiento in
compatible con un verdadero sentimiento de igualdad.41
El término compasión [sympathy] tenía un significado muy
amplio en el siglo XVlll. Para Francis Hutcheson, la compasión
era una especie de sentido, una facultad moral. Más noble que
la vista o el oído, sentidos que compartimos con los animales,
pero menos noble que la conciencia, la compasión o la afinidad
[fellowfeeling] hacía que la vida social fuese posible. Por medio
del poder de la naturaleza humana, anterior a cualquier razona
miento, la compasión actuaba como una especie de fuerza gra-
vitatoria social que arrancaba a las personas de sí mismas. La
compasión garantizaba que la felicidad no se redujera tan sólo
a la autosatisfacción. «Mediante una suerte de contagio o infec
ción», concluyó Hutcheson, «todos nuestros placeres, incluso los
más bajos, aumentan de manera extraña cuando se comparten
con otras personas.»42
Adam Smith, autor de L a riqueza de las naciones (1776) y
alumno de Hutcheson, dedicó una de sus obras anteriores a la
cuestión de la compasión. En el primer capítulo de La teoría de
los sentimientos morales (1759), utiliza el ejemplo de la tortura para
revelar su funcionamiento. ¿Qué nos hace compadecernos del
sufrimiento de alguien sometido al tormento del potro? Aun
que quien sufre sea un hermano, nunca podemos experimentar
directamente lo que siente. Sólo podemos identificarnos con su
sufrimiento en virtud de nuestra imaginación, que nos permi
te ponernos en su lugar, soportar los mismos tormentos, «entrar
por así decirlo en su cuerpo y llegar a ser en alguna medida una
misma persona con él». Este proceso de identificación imagi
naria -compasión- permite sentir al observador lo que siente la
víctima de la tortura. El observador sólo puede convertirse en
65
un ser verdaderamente moral, sin embargo, cuando da el paso
siguiente y comprende que también él es sujeto de semejante
identificación imaginaria. En el momento en que puede verse a
sí mismo como el objeto de los sentimientos de otros, es capaz
de desarrollar en su interior un «espectador imparcial» que será
su brújula moral. Por tanto, según Adam Smith, la autonomía
y la compasión van juntas. Sólo en el interior de una persona
autónoma puede desarrollarse un «espectador imparcial»; no obs
tante, explica Smith, esto únicamente es posible si la persona se
identifica primero con otras personas.43
La compasión o la sensibilidad [sensibility] -el segundo tér
mino era mucho más común en francés- tuvo una amplia reso
nancia cultural a ambas orillas del Atlántico durante la segun
da mitad del siglo XVIII. Thomas Jefferson leyó a Hutcheson y
Smith, si bien citó específicamente al novelista Laurence Sterne
como el autor que ofrecía «el mejor curso de moralidad». Dada
la profusión de referencias a la compasión y la sensibilidad en
el mundo atlántico, difícilmente puede ser una coincidencia
que la primera novela escrita por un norteamericano, publica
da en 1789, llevase por título El poder de la compañón. La com
pasión y la sensibilidad impregnaban hasta tal punto la litera
tura, la pintura e incluso la medicina que a algunos médicos
empezó a preocuparles que hubiese un exceso de ambas, pues
temían que pudieran conducir a la melancolía, la hipocondría
o «los vapores». Los médicos pensaban que las señoras acomo
dadas (las lectoras) eran especialmente propensas a padecer es
tas afecciones.44
La compasión y la sensibilidad actuaban a favor de muchos
grupos privados del derecho al voto, pero no de las mujeres.
Aprovechando el éxito de la novela, que inspiró nuevas formas
de identificación psicológica, los primeros abolicionistas alenta
ron a los esclavos liberados a escribir sus propias autobiografías,
a veces parcialmente noveladas, con el fin de ganar adeptos para
el movimiento en ciernes. Los males de la esclavitud cobraban
66
vida cuando eran descritos por hombres como Olaudah Equia-
no, cuyo libro Narración de la vida de Olaudah Equiano, el Afri
cano, escrita por él mismo se publicó por primera vez en Londres
en 1789. Sin embargo, la mayoría de los abolicionistas no acer
tó a establecer una relación con los derechos de las mujeres.
Después de 1789, muchos revolucionarios franceses adoptarían
en público actitudes clamorosas a favor de los derechos de los
protestantes, los judíos, los negros libres e incluso los esclavos,
pero al mismo tiempo se opondrían activamente a la concesión
de derechos a las mujeres. En los recién fundados Estados Uni
dos, aunque la esclavitud suscitó inmediatamente debates aca
lorados, los derechos de las mujeres generaron aún menos de
bates públicos que en Francia. Antes del siglo xx, las mujeres no
disfrutaron de derechos políticos iguales en ninguna parte.45
La gente del siglo XVIII, al igual que casi todos sus antece
sores en la historia de la humanidad, veía a las mujeres como se
res dependientes, definidos por su estatus familiar y, en con
secuencia, por definición, no del todo capaces de alcanzar la
autonomía política. Podían defender la autodeterminación como
virtud privada y moral, pero sin vincularla a los derechos polí
ticos. Tenían derechos, pero no eran políticos. Esta opinión se
hizo explícita cuando los revolucionarios franceses redactaron
una nueva constitución en 1789. El abate Emmanuel-Joseph
Sieyès, destacado intérprete de la teoría constitucional, explicó
la emergente distinción entre derechos naturales y civiles, por
un lado, y derechos políticos, por el.otro. Todos los habitantes
de un país, incluidas las mujeres, gozaban de los derechos del
ciudadano pasivo: el derecho a la protección de su persona, sus
propiedades y su libertad. Pero Sieyès sostenía que no todos
ellos son ciudadanos activos con derecho a participar directa
mente en los asuntos públicos. «Las mujeres, al menos en el es
tado presente, los niños, los extranjeros, las personas que no
aportan nada al mantenimiento del sistema público» fueron de
finidos como los ciudadanos pasivos. La matización «al menos
en el estado presente» dejó un resquicio para futuros cambios en
los derechos de las mujeres. Algunos intentarían aprovecharlo,
pero sin éxito a corto plazo.46
Los pocos que sí abogaron por los derechos de las mujeres
en el siglo XVIII manifestaron una actitud ambivalente ante las
novelas. Aquellos que tradicionalmente se oponían al género no
velístico creían que las mujeres eran particularmente sensibles
al hechizo que causaba la lectura sobre el amor, e incluso de
fensores de las novelas como Jefferson se mostraban preocupa
dos por sus efectos en las jóvenes. En 1818, un Jefferson mucho
más viejo que el que en 1771 había mostrado entusiasmo por
sus novelistas favoritos previno sobre «la pasión desmedida» que
sentían las jóvenes hacia la novela. «El resultado es una imagi
nación hinchada» y «un juicio enfermizo.» No resulta extraño,
pues, que los defensores apasionados de los derechos de las
mujeres se tomaran a pecho estas suspicacias. Al igual que Jef
ferson, Mary Wollstonecraft, la madre del feminismo moderno,
contrastó de forma explícita la lectura de novelas -«el único tipo
de lectura calculada para interesar a una mente frívola e ino
cente»- con la lectura de libros de historia y, más en general,
con el entendimiento racional y activo. Sin embargo, la propia
Wollstonecraft escribió dos novelas que tenían por protagonis
tas a personajes femeninos, publicó numerosas reseñas de no
velas y se refería constantemente a ellas en su correspondencia.
A pesar de sus objeciones a los preceptos para la educación fe
menina que Rousseau había incluido en el Emilio, Wollstonecraft
leyó ávidamente Julia y en sus cartas utilizaba frases que recor
daba de Clarissa y de las novelas de Steme para expresar sus pro
pias emociones.47
El aprendizaje de la empatia abrió la puerta a los derechos
humanos, pero no garantizó que todo el mundo pudiera cruzar
la. Nadie lo comprendió mejor ni le dio más vueltas que el autor
de la Declaración de Independencia. En una carta de 1802 di
rigida al clérigo, científico y reformador inglés Joseph Priestley,
68
Jefferson presentó el ejemplo norteamericano al mundo entero:
«Es imposible no apreciar que estamos actuando para toda la hu
manidad; que circunstancias que se deniegan a otros, pero nos
han sido concedidas a nosotros, nos han impuesto el deber de
demostrar cuál es el grado de libertad y autogobierno en el cual
una sociedad puede aventurarse a dejar a sus miembros indivi
duales». Jefferson abogaba por el «grado de libertad» más alto
que cupiera imaginar, lo que para él significaba abrir la partici
pación política a tantos hombres blancos como fuera posible
y, quizás, andando el tiempo, incluso a hombres nativos norte
americanos, si se lograba convertirlos en agricultores. Aunque
reconocía la humanidad de los afroamericanos y hasta los dere
chos de los esclavos como seres humanos, no imaginó un sis
tema político en el cual éstos o las mujeres, del color que fue
ran, participasen activamente. Pero ése era el máximo grado de
libertad imaginable para la inmensa mayoría de los norteameri
canos y europeos, incluso veinticuatro años más tarde, el día de
la muerte de Jefferson.48
69