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Lynn Hunt

El documento analiza cómo las novelas del siglo XVIII, especialmente la novela epistolar Julia de Rousseau, ayudaron a los lectores a desarrollar empatía más allá de las barreras sociales tradicionales al identificarse con personajes de diferentes clases sociales. Esto puede haber contribuido a sentar las bases para la idea de igualdad y derechos humanos.

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Lynn Hunt

El documento analiza cómo las novelas del siglo XVIII, especialmente la novela epistolar Julia de Rousseau, ayudaron a los lectores a desarrollar empatía más allá de las barreras sociales tradicionales al identificarse con personajes de diferentes clases sociales. Esto puede haber contribuido a sentar las bases para la idea de igualdad y derechos humanos.

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«Torrentes de emoción»
Leer novelas e imaginar la igualdad

Un año antes de publicar Del contrato social, Rousseau llamó


la atención del mundo con una novela de gran éxito, Julia, o La
nueva Eloísa (1761). Aunque a veces los lectores modernos en­
cuentran la novela epistolar, o formada por cartas, terriblemente
lenta en su desarrollo, la reacción de los lectores del siglo xvm fue
visceral. El subtítulo despertó grandes expectativas, pues la his­
toria medieval del amor condenado al fracaso de Eloísa y Abe­
lardo era muy conocida. El filósofo y clérigo católico del siglo XII
Pedro Abelardo sedujo a su alumna Eloísa y pagó por ello un alto
precio a manos del tío de la joven: la castración. Separados para
siempre, los dos amantes mantuvieron un intercambio epistolar
íntimo que ha cautivado a los lectores a lo largo de los siglos. En
un principio, la parodia contemporánea de Rousseau apuntaba
en una dirección bien distinta. La nueva Eloísa, Julia, también
se enamora de su preceptor, pero deja a Saint-Preux, que no tiene
un céntimo, para satisfacer las exigencias de su autoritario padre,
que quiere que se case con Wolmar, un soldado ruso de más
edad que en una ocasión le salvó la vida. Julia no sólo supera su
pasión por Saint-Preux, sino que también parece haber apren­
dido a quererle simplemente como amigo, poco antes de falle­
cer tras salvar a su pequeño hijo de morir ahogado. ¿Pretendía
Rousseau celebrar la sumisión de la protagonista a la autoridad
paterna y conyugal, o bien su intención era la de presentar como
trágico el sacrificio de los deseos propios de esta nueva Eloísa?

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El argumento, a pesar de sus ambigüedades, apenas puede
explicar la explosión de emociones que experimentaron los lec­
tores de Rousseau. Lo que les conmovió fue su intensa identi­
ficación con los personajes, especialmente con Julia. Dado que
Rousseau ya gozaba de celebridad internacional, la noticia de la
publicación inminente de su novela se extendió como un regue­
ro de pólvora, en parte porque leyó pasajes en voz alta a varios
amigos. Aunque Voltaire la calificó despectivamente de «esta ba­
sura lamentable», Jean Le Rond d’Alembert, coeditor de la Ency-
clopédie junto a Diderot, escribió a Rousseau para decirle que
había «devorado» el libro. Advirtió a Rousseau de que esperase
duras críticas en «un país donde se habla tanto de sentimiento
y pasión y tan poco se conoce de ambas cosas». El Journal des
Savants reconoció que la novela tenía defectos e incluso que al­
gunos pasajes resultaban interminables, pero concluyó que sólo
la gente de corazón frío podía resistir esos «torrentes de emoción
que tanto asuelan el alma, que tan imperiosamente, tan tiráni­
camente arrancan tales lágrimas amargas».1
Cortesanos, clérigos, militares y toda suerte de personas
corrientes escribieron a Rousseau para describir sus «sentimien­
tos de fuego devorador», sus «emociones tras emociones, sacu­
didas tras sacudidas». Un hombre contó que la muerte de Julia
no le había hecho llorar, sino más bien «gritar, aullar como un
animal» (figura 1). Como dijo un crítico del siglo xx acerca de
estas cartas a Rousseau, en el siglo xvm los lectores de la no­
vela no la leyeron apenas con placer, sino con «pasión, delirio,
espasmos y sollozos». La traducción inglesa apareció menos de
dos meses después de que se publicase el original en francés, y
entre 1761 y 1800 hubo otras diez ediciones en inglés. De la ver­
sión francesa se publicaron 115 ediciones en el mismo periodo,
para satisfacer el apetito voraz de un público internacional que
leía en francés.2
Julia presentó a sus lectores una nueva forma de empatia.
Aunque Rousseau pusiera en circulación la expresión «derechos

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Figura 1. Julia en el lecho de muerte. Esta escena de Julia, o Ea nueva Eloísa pro­
vocó más pena que cualquier otra. El grabado de Nicolás Delaunay, basado
en un dibujo del famoso artista Jean-Michel Moreau, apareció en una edición
de 1782 de las obras completas de Rousseau.

37
del hombre», los derechos humanos no son el tema principal de
su novela, que gira en torno a la pasión, el amor y la virtud.
No obstante, alentó una identificación altamente emotiva con
los personajes, de modo que los lectores sintieran empatia por
ellos más allá de las barreras de clase, sexo y nacionalidad. Los
lectores del siglo XVIII, al igual que las gentes de siglos anterio­
res, sentían empatia por sus allegados y por las personas que
más obviamente se les parecían: su familia más cercana, sus pa­
rientes, la gente de su parroquia; en general, sus iguales en la
sociedad. Pero las personas del siglo xviii tenían que aprender
a sentir empatia superando barreras más amplias. Alexis de Toc­
queville relata lo que contó el secretario de Voltaire sobre Ma­
dame Duchâtelet: ésta no dudaba en desnudarse delante de su
servidumbre, «no teniendo por demostrado que los criados fue­
sen hombres». Los derechos humanos sólo podían tener sentido
cuando a los criados también se los viera como hombres.3

Novelas y empatia

Novelas como Julia empujaron a sus lectores a identificarse


con personajes corrientes que, por definición, les eran desco­
nocidos personalmente. El lector experimentaba empatia por
ellos, sobre todo por la heroína o el héroe, gracias al funciona­
miento de la propia forma narrativa. Dicho de otro modo, me­
diante el intercambio ficticio de cartas, las novelas epistolares
enseñaron a sus lectores nada menos que una nueva psicología,
y en ese proceso echaron los cimientos de un nuevo orden so­
cial y político. Las novelas hacían que Julia, perteneciente a la
clase media, o incluso una sirvienta como Pamela, la heroína de
la novela homónima de Samuel Richardson, fuesen iguales, si
no mejores, que hombres ricos tales como el señor B., el pa­
trón de Pamela que quiere seducirla. Las novelas venían a de­

38
cir que todas las personas son fundamentalmente parecidas a
causa de sus sentimientos, y, en particular, muchas novelas mos­
traban el deseo de autonomía. De este modo, la lectura de no- x
velas creaba un sentido de igualdad y empatia mediante la par­
ticipación apasionada en la narración. ¿Puede ser casualidad que
las tres novelas de identificación psicológica más importantes del
siglo XVlll -Pamela (1740) y Clarissa (1747-1748), de Richardson,
y Julia (1761), de Rousseau- fueran publicadas en el periodo que
precedió inmediatamente a la aparición del concepto de «dere- I
chos del hombre»?
Huelga decir que la empatia no se inventó en el siglo XVIII.
La capacidad de sentir empatia es universal, ya que tiene sus
raíces en la biología del cerebro; depende de una capacidad con
base biológica, la de comprender la subjetividad de otras perso­
nas e imaginar que sus experiencias internas son como las pro­
pias. Los niños que padecen autismo, por ejemplo, tienen gran
dificultad para descodificar las expresiones faciales como indi­
cadoras de sentimientos, y en general les cuesta atribuir estados
subjetivos a los demás. Simplificando, podría decirse que el
autismo se caracteriza por la incapacidad de sentir empatia ha­
cia los demás.4
Normalmente aprendemos a sentir empatia a una edad tem­
prana. Sin embargo, aunque la biología proporciona una predis­
posición esencial, cada cultura expresa la empatia de una forma
particular. La empatia sólo se desarrolla por medio de la interac­
ción social; por lo tanto, las formas de esa interacción intervie­
nen en la configuración de la empatia de una manera importan­
te. En el siglo XVlll, los lectores de novelas aprendieron a ampliar
el alcance de la empatia. Al leer, sentían empatia más allá de las
barreras sociales tradicionales entre nobles y plebeyos, amos y sir­
vientes, hombres y mujeres, quizá también entre adultos y ni­
ños. Por consiguiente, aprendían a ver a los demás -a los que no
conocían personalmente- como seres iguales a ellos, con los mis­
mos tipos de emociones internas. Sin este proceso de aprendiza­

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je, la «igualdad» no podría haber alcanzado ningún sentido pro­
fundo ni, en particular, ninguna consecuencia política. La igual­
dad de las almas en el cielo y la igualdad de derechos aquí, en la
tierra, no son lo mismo. Antes del siglo xvm, los cristianos acep­
taban de buen grado lo primero sin reconocer lo segundo.
La capacidad de identificarse más allá de las barreras socia­
les pudo haberse adquirido de muchas maneras; no pretendo
que la lectura de novelas fuese la única. Con todo, parece per­
tinente considerar la lectura de novelas como una experiencia
decisiva, si tenemos en cuenta que el apogeo de un género par­
ticular de novela -la novela epistolar- coincide cronológica­
mente con el nacimiento de los derechos humanos. La novela
epistolar surgió como género entre las décadas de 1760 y 1780,
y luego se extinguió de forma bastante misteriosa en la de 1790.
Antes ya se habían publicado novelas de todo tipo, pero no se
distinguió como género hasta el siglo XVIII, especialmente des­
pués de 1740, fecha de la publicación de Pamela, de Samuel Ri­
chardson. En Francia se publicaron ocho novelas en 1701, 52 en
1750 y 112 en 1789. En Gran Bretaña, el número de novelas se
multiplicó por seis entre la primera década del siglo XVIII y la
de 1760: alrededor de treinta novelas aparecieron cada año en
la década de 1770, 40 al año en la de 1780 y 70 al año en la
de 1790. Asimismo, había más gente que supiese leer, y ahora
las novelas presentaban a personas corrientes como los persona­
jes principales, que hacían frente a problemas cotidianos relacio­
nados con el amor, el matrimonio y el éxito mundano. La alfa­
betización se había extendido tanto que en las grandes ciudades
hasta los sirvientes, fuesen hombres o mujeres, leían novelas, si
bien esta actividad no fuera entonces, como tampoco lo es aho­
ra, frecuente entre las clases bajas. Los campesinos franceses, que
constituían cerca del 80 por ciento de la población, no acos­
tumbraban leer novelas, ni siquiera cuando sabían leer.5
A pesar de las limitaciones del público lector, los héroes y
las heroínas corrientes de la novela del siglo xvm, de Robinson

40
Crusoe y Tom Jones a Clarissa Harlowe y Julie d’Étange, se con­
virtieron en nombres muy conocidos, a veces incluso entre la
gente que no sabía leer. Personajes de la baja o la alta nobleza,
tales como Don Quijote y la Princesa de Cléves, tan prominentes
en las novelas del siglo XVII, dieron paso a sirvientes, marineros
y muchachas de clase media (Julia, aunque es hija de un miem­
bro de la pequeña nobleza suiza, parece más bien de clase me­
dia). La notable ascensión de la novela en el siglo XVIII no pasó
inadvertida, y desde entonces los estudiosos la han vinculado al
capitalismo, a la clase media con aspiraciones, al crecimiento de
la esfera pública, a la aparición de la familia nuclear, a un cambio
en las relaciones de género e incluso a la eclosión del naciona­
lismo. Fueran cuales fuesen las razones de la ascensión de la no­
vela, lo que me interesa son sus efectos psicológicos y su rela­
ción con el surgimiento de los derechos humanos.6
Para mostrar el estímulo de la identificación psicológica que
ejerció la novela, me centraré en tres novelas epistolares especial­
mente influyentes: Julia, de Rousseau, y dos obras de su prede­
cesor y claro modelo, el inglés Samuel Richardson, Pamela (1740)
y Clarissa (1747-1748). Mi argumentación hubiese podido abarcar
la novela del siglo XVIII en general, y en ese caso habría teni­
do en cuenta a las numerosas mujeres que escribieron novelas,
así como a personajes masculinos como Tom Jones o Tristram
Shandy, que sin duda alguna también recibieron una atención
considerable. He elegido Julia, Pamela y Clarissa, tres novelas es­
critas por hombres y con protagonistas femeninos, a causa de
su indiscutible repercusión cultural. No produjeron por sí solas
los cambios en la empatia que estudiamos aquí, pero un exa­
men atento de su acogida muestra el funcionamiento del nue­
vo aprendizaje de la empatia. Para comprender lo que había de
nuevo en la «novela» -etiqueta que los escritores no adoptaron
hasta la segunda mitad del siglo XVIII-, resulta útil observar cómo
influyeron determinadas novelas en quienes las leían.
En la novela epistolar, la acción no se contempla desde un

41
punto de vista -el del autor- situado fuera y por encima de ella
(como sucede en la novela realista del siglo XIX); el punto de vis­
ta del autor son las perspectivas que los personajes expresan en
sus cartas. Los «editores» de las cartas, como Richardson y Rous­
seau se llamaban a sí mismos, creaban una vivida sensación de
realidad precisamente porque su autoría quedaba oculta tras el
intercambio epistolar. Esto hacía posible un mayor sentido de
identificación, porque era como si los personajes fuesen reales,
no ficticios. Muchos contemporáneos comentaron esta experien­
cia, algunos con alegría y asombro, otros con preocupación y
hasta con desagrado.
La publicación de las novelas de Richardson y Rousseau pro­
dujo reacciones instantáneas, y no sólo en sus países de origen.
Un francés anónimo, que ahora sabemos que era un clérigo,
publicó en 1742 una carta de 42 páginas en la que detallaba la
«ávida» acogida que tuvo la traducción francesa de Pamela: «No
puedes entrar en una casa sin encontrar una Pamela». Aunque
el autor de la carta afirma que la novela adolece de muchos de­
fectos, no deja de confesar que «la devoré». («Devorar» se con­
vertiría en la metáfora más común de la lectura de estas nove­
las.) Describe la resistencia de Pamela a las insinuaciones del
señor B., su patrón, como si se tratase de personas reales en lu­
gar de personajes de ficción. Se ve atrapado por el argumento.
Tiembla cuando Pamela corre peligro, se indigna cuando per­
sonajes aristocráticos como el señor B. se comportan de manera
indigna. Las palabras que elige y su forma de expresarse refuer­
zan una y otra vez la impresión de que se siente absorbido emo­
cionalmente por la lectura.7
La novela formada por cartas podía causar unos efectos psi­
cológicos tan extraordinarios porque su forma narrativa facilita­
ba el desarrollo de un «personaje», es decir, una persona con un
yo interno. En una de las primeras cartas de Pamela, por ejem­
plo, nuestra heroína cuenta a su madre cómo su patrón ha tra­
tado de seducirla:

42
[...] me besó dos o tres veces con terrible impaciencia. Al fin pude
desembarazarme de él, y me escapaba ya del cenador cuando vol­
vió a atraparme y cerró la puerta.
Mi vida no valía ni un real. Entonces me dijo:
-No te haré ningún daño, Pamela; no me tengas miedo.
-No quiero quedarme -le dije.
-¡Que no quieres, ramera! ¿Sabes con quién estás hablando?
Perdí todo el miedo y todo el respeto y le contesté:
-¡Sí, señor, lo sé demasiado bien! Bien puedo olvidar que soy vues­
tra criada, cuando vos olvidáis lo que os corresponde como amo.
Sollocé y lloré muy amargamente.
-¡Estás hecha una estúpida ramera! -me dijo-, ¿Acaso te he hecho
algún daño?
-Sí, señor -le dije-, el daño más grande del mundo: me habéis
enseñado a olvidarme de mí misma y de lo que me corresponde,
y habéis acortado la distancia que la fortuna había puesto entre
nosotros, al rebajaros vos tomándoos estas libertades con una po­
bre sirvienta.

Leemos la carta junto con la madre. No hay ningún narrador


ni, de hecho, ninguna marca distanciadora entre nosotros y la
propia Pamela. No podemos por menos de identificarnos con Pa­
mela y experimentar con ella la eliminación potencial de las barre­
ras sociales, así como la amenaza a su autodominio (figura 2).8
Si bien la escena presenta muchas características teatrales y,
desde la escritura, se monta específicamente para la madre de
Pamela, difiere del teatro en que Pamela puede escribir deteni­
damente sobre sus emociones internas. Mucho más adelante es­
cribirá varias páginas sobre sus pensamientos suicidas, cuando
sus planes de fuga salgan mal. Por el contrario, una obra de tea­
tro no podía entretenerse en la revelación de un yo interno, ya
que en el escenario normalmente debe inferirse de la acción y
los parlamentos. Una novela de muchos cientos de páginas po­

43
día destacar a un personaje a lo largo del tiempo, y hacerlo, ade­
más, desde la perspectiva del interior del yo. El lector no se li­
mita a seguir las acciones de Pamela, sino que participa en el
florecimiento de su personalidad a medida que ella escribe. Si­
multáneamente, el lector se convierte en Pamela y se imagina a
sí mismo como amigo suyo y como observador externo.
En 1741, tan pronto como se supo que Richardson era el
autor de Pamela (la publicó anónimamente), empezó a recibir
cartas, en su mayoría de lectores entusiastas. Su amigo Aaron
Hill proclamó que la novela era «el alma de la religión, la bue­
na crianza, la discreción, la bondad, el ingenio, la fantasía, los
pensamientos elevados y la moral». Richardson había enviado
un ejemplar a las hijas de Aaron Hill a principios de diciembre
de 1740, y Hill respondió inmediatamente: «No he hecho nada
más que leérsela a otros, y oír cómo otros me la leían de nuevo
a mí, desde que llegó a mi poder; y me parece probable que no
haré nada más, durante Dios sabe cuánto tiempo [...] se apodera,
toda la noche, de la imaginación. Hay brujería en cada una de
sus páginas; pero es la brujería de la pasión y el sentido». El libro
proyectaba una especie de hechizo sobre sus lectores. La narra­
ción -el intercambio de cartas- les hacía salir inesperadamente de
sí mismos y los introducía en una nueva serie de experiencias.9
Hill y sus hijas no fueron los únicos. El entusiasmo por Pa­
mela se adueñó pronto de toda Inglaterra. Se decía que los ha­
bitantes de un pueblo hicieron sonar las campanas de la iglesia
cuando les llegó el rumor de que el señor B. se había casado fi­
nalmente con Pamela. Se hizo una segunda impresión en enero
de 1741 (la novela se había publicado apenas el 6 de noviem­
bre de 1740), una tercera en marzo, una cuarta en mayo y una
quinta en septiembre. Para entonces ya habían aparecido paro­
dias, críticas extensas, poemas e imitaciones del original. En años
sucesivos se llevarían a cabo numerosas adaptaciones al teatro,
así como cuadros y grabados de las escenas principales. En 1744
la traducción francesa se incluyó en el pontificio índice de Li-

44
Figura 2. El señor B. lee una de las cartas de Pamela a sus padres. En una de
las escenas iniciales de la novela, el señor B. irrumpe en la habitación de Pa­
mela y exige ver la carta que está escribiendo. Mediante la escritura, Pamela
alcanza la autonomía. Artistas y editores no podían resistir la tentación de
añadir representaciones visuales de las escenas clave. Este grabado del artista
holandés Jan Punt apareció en una de las primeras traducciones francesas y
se publicó en Amsterdam.

45
bros Prohibidos, y pronto se le unirían Julia, de Rousseau, y mu­
chas otras obras de la Ilustración. No todo el mundo encontra­
ba en ellas «el alma de la religión» o «la moral» que Hill había
afirmado ver.10
Cuando Richardson comenzó a publicar Clarissa en diciem­
bre de 1747, las expectativas eran muy altas. En el momento en
que aparecieron los últimos volúmenes (había ocho en total,
¡cada uno de entre trescientas y más de cuatrocientas páginas!),
en diciembre de 1748, Richardson ya había recibido cartas que
le suplicaban que el final fuese feliz. Clarissa se fuga con el li­
bertino Lovelace para escapar del odioso pretendiente elegido
por su propia familia. Luego tiene que defenderse de Lovelace,
que acaba violándola después de drogaría. A pesar de que Lo­
velace se arrepiente y se ofrece a casarse con ella, y a pesar de
lo que Clarissa siente por él, la muchacha muere, con el cora­
zón partido por el ataque de Lovelace a su virtud y su sentido
del yo. Lady Dorothy Bradshaigh contó a Richardson su reac­
ción cuando leyó la escena de la muerte: «Mi espíritu está ex­
trañamente sobrecogido, mi sueño está turbado, me despierto
durante la noche y prorrumpo en una pasión de llanto, y lo
mismo me ocurrió a la hora del desayuno esta mañana, y otra
vez hace un momento». El poeta Thomas Edwards escribió en
enero de 1749: «Nunca sentí en mi vida tanta congoja como la
que he sentido por esa querida muchacha», a la que antes ha lla­
mado «la divina Clarissa».11
Clarissa gustó más a los lectores cultos que al gran público,
pese a lo cual se hicieron cinco ediciones durante los trece años
siguientes y pronto se tradujo al francés (1751), al alemán (1752)
y al holandés (1755). Un estudio sobre bibliotecas personales
formadas en Francia entre 1740 y 1760 reveló que Pamela y Cla­
rissa figuraban entre las tres novelas inglesas (TomJones, de Henry
Fielding, era la otra) que mayores probabilidades tenían de en­
contrarse en ellas. No cabe duda de que la extensión de Clarissa
desanimó a algunos lectores; incluso antes de que los treinta vo­

46
lúmenes manuscritos pasaran a imprenta, Richardson, preocupa­
do, trató de acortarla. Un boletín literario de París publicó una
reseña poco entusiasta de la traducción francesa: «Al leer este
libro experimenté algo en modo alguno corriente, el placer más
intenso y el aburrimiento más tedioso». Sin embargo, dos años
después otro colaborador del boletín anunció que el genio de
Richardson para presentar tantos personajes individualizados ha­
cía de Clarissa «tal vez la obra más sorprendente que haya sali­
do nunca de las manos de un hombre».12
Aunque Rousseau creía que su novela, Julia, era superior a la
de Richardson, no por ello dejó de considerar Clarissa como
la mejor del resto: «Nadie ha escrito jamás, en ninguna lengua,
una novela igual que Clarissa, ni siquiera una que se le aproxi­
me». Las comparaciones entre Clarissa y Julia continuaron has­
ta el final de siglo. Jeanne-Marie Roland, esposa de un ministro
y coordinador oficioso de la facción política girondina duran­
te la Revolución francesa, confesó a una amiga en 1789 que re­
leía la novela de Rousseau cada año, si bien seguía opinando
que la obra de Richardson era el súmmum de la perfección. «No
hay un pueblo en el mundo que ofrezca una novela capaz de
resistir una comparación con Clarissa; es la obra maestra del gé­
nero, el modelo y la desesperación de todos los imitadores.»13
Hombres y mujeres se identificaban por igual con las heroí­
nas de estas novelas. Por las cartas que recibió Rousseau, sabemos
que los hombres, incluso los militares, reaccionaban intensamen­
te ante el personaje de Julia. Un tal Louis François, militar re­
tirado, escribió a Rousseau: «Usted ha hecho que me enamore
de ella. Imagine, pues, las lágrimas que su muerte me provocó.
[...] Nunca había llorado tan deliciosas lágrimas. Esta lectura me
causó un efecto tan poderoso que creo que habría muerto con
gusto durante ese momento supremo». Algunos lectores reco­
nocían explícitamente su identificación con la heroína. C J. Panc-
koucke, que llegaría a ser un editor muy conocido, dijo a Rous­
seau: «He sentido cómo atravesaba mi corazón la pureza de las

47
emociones de Julia». La identificación psicológica que conduce
a la empatia iba claramente más allá de las diferencias de géne­
ro. Los hombres que leían a Rousseau no se identificaban tan
sólo con Saint-Preux, el amante al que Julia se ve obligada a re­
nunciar, y apenas sentían empatia hacia Wolmar, su melifluo es­
poso, o hacia el barón D ’Étange, su tiránico padre. Al igual que
las lectoras, los hombres se identificaban con la propia Julia. La
lucha de ésta por vencer sus pasiones y llevar una vida virtuosa
también se convertía en su lucha.14
Por su misma forma, pues, la novela epistolar podía demos­
trar que la individualidad dependía de cualidades de «interiori­
dad» (la posesión de un núcleo interno), porque los personajes
expresan sus sentimientos en sus cartas. Además, la novela epis­
tolar demostraba que todos los yoes poseían esa interioridad
(muchos de los personajes escriben) y que, por consiguiente, to­
dos los yoes eran en cierto modo iguales, dado que todos se
asemejaban en que poseían una interioridad. Por ejemplo, más
que en un estereotipo de los oprimidos, él intercambio de car­
tas transforma a la sirvienta Pamela en un modelo de autono­
mía e individualidad orgullosas. Al igual que Pamela, los per­
sonajes de Clarissa y Julia vienen a representar la individualidad
misma. Los lectores se vuelven más conscientes de su propia ca­
pacidad de poseer una interioridad, así como de la de todos los
demás individuos.15
Ni que decir tiene que no todas las personas experimenta­
ban los mismos sentimientos cuando leían estas novelas. El in­
glés Horace Walpole, novelista y hombre ocurrente, se burló de
las «tediosas lamentaciones» de Richardson, «que son cuadros
de la vida de la alta sociedad tal como la concibe un librero,
y romances tal como los espiritualizaría un maestro metodis­
ta». Sin embargo, muchos se dieron cuenta enseguida de que
Richardson y Rousseau habían puesto el dedo en una llaga cul­
tural de vital importancia. Justo un mes después de la publica­
ción de los últimos volúmenes de Clarissa, Sarah Fielding, her­

48
mana del gran rival de Richardson y también novelista de éxito,
publicó anónimamente un panfleto de 56 páginas en defensa
de la novela. Si bien su hermano Henry había publicado una de
las primeras parodias de Pamela (Una disculpa por la vida de Mrs.
Shamela Andrew, en la cual se exponen y refutan muchasfalsedades y
malinterpretaciones de un libro llamado «Pamela», 1741), Sarah ha­
bía trabado amistad con Richardson, que publicó una de sus no­
velas. Uno de los personajes ficticios de Sarah, el señor Clark,
afirma que Richardson ha logrado atraparle de tal manera en su
red de ilusión «que por mi parte estoy tan íntimamente fami­
liarizado con todos los Harlows [sic] que es como si los hubie­
ra conocido desde la infancia». Otro personaje, la señorita Gib-
son, insiste en las virtudes de la técnica literaria de Richardson:
«En verdad, señor, tomad nota de que una historia contada de
esta manera no puede sino avanzar lentamente, que sólo pue­
den entender a los personajes quienes atienden rigurosamente
al conjunto; mas esta ventaja que adquiere el autor escribiendo
en tiempo presente, como él mismo lo llama, y en primera per­
sona, hace que sus trazos penetren inmediatamente en el cora­
zón, y sentimos todas las aflicciones que pinta; no sólo lloramos
por Clarissa, sino también con ella, y la acompañamos, paso a
paso, en todas sus aflicciones».16
El suizo Albrecht von Haller, renombrado fisiólogo y estu­
dioso de la literatura, publicó en 1749 una crítica anónima de
Clarissa en el Gentlemans Magazine. Von Haller hizo el tremen­
do esfuerzo de agarrar por los cuernos al toro de la originalidad
de Richardson. Aunque apreciaba las virtudes de muchas nove­
las francesas anteriores, Von Haller sostenía que proporcionaban
«generalmente nada más que descripciones de acciones ilustres
de personas ilustres», al paso que en la novela de Richardson el
lector veía un personaje «de la misma condición social que no­
sotros». El autor suizo prestó gran atención al formato epistolar.
Si bien a los lectores podía costarles creer que los personajes se
pasaran el tiempo poniendo por escrito la totalidad de sus sen­

49
timientos y pensamientos más íntimos, la novela epistolar era
capaz de ofrecer retratos minuciosamente fieles de personajes
individuales, y provocar así lo que Von Haller denominaba com­
pasión: «Lo patético nunca se ha mostrado con igual fuerza, y
en mil casos es patente que los caracteres más obstinados e in­
sensibles han sido ablandados hasta sentir compasión, y empu­
jados a deshacerse en lágrimas, por la muerte, los sufrimientos
y las penas de Clarissa». Concluyó diciendo que «no hemos leí­
do ninguna descripción, en ninguna lengua, que se acerque tan­
to a una lucha».17

¿Degradación o exaltación?

La gente de la época sabía por experiencia propia que la lec­


tura de estas novelas tenía efectos sobre el cuerpo, no sólo so­
bre la mente, pero no estaban de acuerdo en lo que se refería a
sus consecuencias. Clérigos católicos y protestantes denuncia­
ron su potencial en cuanto a obscenidad, seducción y degrada­
ción moral. Ya en 1734, Nicolás Lenglet-Dufresnoy, clérigo for­
mado en la Sorbona, juzgó necesario defender las novelas de
los ataques de sus colegas, aunque lo hizo bajo un seudónimo.
Rebatió socarronamente todas las objeciones que llevaban a las
autoridades a prohibir novelas, «como otros tantos aguijonazos
que sirven para inspirar en nosotros sentimientos que son de­
masiado vivos y demasiado fuertes». Al argumentar que las no­
velas eran apropiadas en cualquier periodo, reconoció que «en
todas las épocas han reinado la credulidad, el amor y las muje­
res; por tanto, las novelas se han seguido y saboreado en todas
las épocas». Sería mejor concentrarse en escribir buenas novelas,
sugirió, que tratar de suprimirlas por completo.18
Los ataques no cesaron cuando la producción de novelas
despegó a mediados de siglo. En 1755, otro clérigo católico, el

50
abate Armand-Pierre Jacquin, escribió una obra de 400 páginas
para demostrar que la lectura de novelas socavaba la moral, la re­
ligión y todos los principios del orden social. «Abrid estas obras»,
afirmó, «y en casi todas ellas veréis violados los derechos de la
justicia divina y humana, escarnecida la autoridad de los padres
sobre sus hijos, rotos los lazos sagrados del matrimonio y la
amistad.» El peligro residía precisamente en su poder de atrac­
ción; mediante la insistencia constante sobre las tentaciones del
amor, animaban a los lectores a actuar siguiendo sus peores im­
pulsos, a rechazar el consejo de sus padres y de su iglesia, a ha­
cer caso omiso de las censuras morales de la comunidad. Según
Jacquin, el único consuelo que las novelas ofrecían era su carác­
ter efímero. El lector podía devorar una, pero no leerla nunca
más. «¿Me equivoqué al profetizar que la novela de Pamela cae­
ría pronto en el olvido? [...] Lo mismo ocurrirá dentro de tres
años en los casos de TomJones y Clarissa.»19
Quejas parecidas salieron de la pluma de protestantes ingle­
ses. En 1779, el reverendo Vicesimus Knox resumió décadas de
preocupaciones persistentes al proclamar que las novelas eran
placeres degenerados y vergonzosos que distraían las mentes jó­
venes de lecturas más serias y edificantes. El incremento de nove­
las británicas no hacía sino difundir los hábitos libertinos fran­
ceses y dar cuenta de la corrupción de la época. Las novelas de
Richardson, reconoció Knox, estaban escritas con «las intencio­
nes más puras». Pero, inevitablemente, el autor había relatado
escenas y despertado sentimientos que eran incompatibles con la
virtud. Los clérigos no eran los únicos que despreciaban la no­
vela. En 1771 apareció un poema en el Lady’s Magazine que re­
sumía una opinión compartida por muchos:

A la que llaman Pamela


no la quiero conocer.
Yo odio las novelas
que me hacen corromper.

51
Muchos moralistas temían que las novelas sembraran el des­
contento, en especial entre los sirvientes y las muchachas.20
El médico suizo Samuel-Auguste Tissot vinculó la lectura de
novelas a la masturbación, la cual, a su modo de ver, conducía
a la degeneración física, mental y moral. Tissot creía que los cuer­
pos tendían de forma natural a decaer, y que la masturbación
aceleraba el proceso tanto en los hombres como en las mujeres.
«Lo único que puedo decir es que la ociosidad; la inactividad;
el quedarse demasiado tiempo en la cama; una cama que sea de­
masiado blanda; una dieta abundante, con gran cantidad de es­
pecias, sal y vino; los amigos poco recomendables; y los libros
licenciosos son las causas que más probablemente llevarán a es­
tos excesos.» Al decir «licenciosos», Tissot no se refería a libros
declaradamente pornográficos; en el siglo XVIII, «licencioso» sig­
nificaba cualquier cosa que tendiese a lo erótico, y se distinguía
de lo «obsceno», que era mucho más reprobable. Las novelas de
amor -y la mayoría de las novelas dieciochescas contaban his­
torias relacionadas con el amor- caían fácilmente en la catego­
ría de lo licencioso. En Inglaterra se creía que las alumnas de los
internados corrían especial peligro, a causa de su habilidad para
procurarse semejantes libros «inmorales y repugnantes» y leerlos
en la cama.21
Clérigos y médicos coincidían, pues, en considerar la lectu­
ra de novelas como una pérdida: de tiempo, de fluidos vitales,
de religión y de moralidad. Daban por sentado que la lectora
imitaría la acción de la novela, y que después se arrepentiría
amargamente. Una lectora de Clarissa, por ejemplo, podía ha­
cer oídos sordos a los deseos de su familia y, al igual que la pro­
tagonista de la obra, acceder a fugarse con un libertino como
Lovelace, que la acabaría llevando, de buen grado o por la fuer­
za, a la ruina. En 1792, un crítico inglés anónimo aún insistía en
que «el incremento de novelas ayudará a explicar el incremen­
to de la prostitución y los numerosos adulterios y fugas de los

52
que nos llegan noticias desde diferentes partes del reino». Según
este parecer, las novelas estimulaban excesivamente el cuerpo,
fomentaban un ensimismamiento moralmente sospechoso y
provocaban actos que destruían la autoridad familiar, moral
y religiosa.22
Richardson y Rousseau afirmaban que su papel era el de edi­
tor, no el de autor, para así poder eludir la mala fama asociada
a las novelas. Cuando Richardson publicó Pamela, nunca se re­
fería a ella como novela. El título completó de la primera edi­
ción constituye toda una solemne declaración:./}®«^, o la vir­
tud recompensada. En una serie de cartas familiares de una hermosa y
joven doncella a sus padres, publicada ahora por primera vez con elfin
de cultivar los principios de la virtudy la religión en las mentes de los
jóvenes de ambos sexos. Una narración que tiene su fundamento en la
verdady la naturaleza, y al mismo tiempo que entretiene agradable­
mente, por medio de una diversidad de incidentes curiosos y conmo­
vedores, está enteramente despojada de todas esas imágenes que, en
demasiadas obras pensadas solamente para la diversión, tienden a in­
flamar las mentes a las que deberían instruir. El prefacio de Richard­
son, firmado «por el editor», justifica la publicación de «las car­
tas siguientes» en términos morales; instruirán y mejorarán las
mentes de los jóvenes, inculcarán religión y moral, pintarán el
vicio «con sus colores apropiados», etcétera.23
Aunque también Rousseau decía ser editor, resulta evidente
que consideraba su obra como una novela. En la primera ora­
ción del prefacio de Julia, Rousseau vinculaba las novelas a su
muy conocida crítica del teatro: «Las grandes ciudades necesi­
tan espectáculos, y los pueblos corrompidos, novelas». Por si tal
advertencia fuera insuficiente, Rousseau ofrecía asimismo un
prefacio consistente en una «Conversación sobre las novelas
entre el editor y un hombre de letras». En ella, el personaje «R»
[Rousseau] expone todas las acusaciones que se lanzaban habi­
tualmente contra la novela por sacar partido de la imaginación
y fomentar deseos que no podían satisfacerse virtuosamente:

53
Nos quejamos de que las novelas turban la mente; yo así lo creo:
cuando muestran sin cesar a quienes las leen los supuestos encan­
tos de un estado que no es el suyo, los seducen, hacen que des­
deñen el estado al que pertenecen, y que pretendan cambiarlo
imaginariamente por aquel que les han hecho desear. Querien­
do ser lo que no se es, uno llega a creerse que es quien no es, y
así se vuelve loco.

Y, sin embargo, Rousseau procedía acto seguido a presentar


una novela a sus lectores. Incluso se mostró desafiante: «Si [...]
alguien se atreve a censurarme por haberla publicado», dice Rous­
seau, «que lo diga, si quiere, a todo el mundo; pero que no venga
a decírmelo a mí; me parece que no podría, en toda mi vida, es­
timar a ese hombre». El libro podría escandalizar a casi todo el
mundo, reconoce con agrado, pero «nunca gustará o disgustará
a medias». Estaba convencido de que sus lectores reaccionarían
violentamente.24
Pese a las preocupaciones de Richardson y Rousseau por su
reputación, la visión que algunos críticos tenían del funciona­
miento de la novela empezaba a ser mucho más positiva. En su
defensa de Richardson, tanto Sarah Fielding como Von Haller
ya habían llamado la atención sobre la empatia o compasión a
la que movía la lectura de Clarissa. Según esta nueva visión, las
novelas no hacían que sus lectores se mostrasen más ensimis­
mados, sino más comprensivos con los demás, y, por tanto, no
disminuían su moralidad, sino que la acrecentaban. Uno de los
defensores más elocuentes de la novela fue Diderot, autor del
artículo de la Encyclopédie sobre el derecho natural, además de
novelista. Cuando Richardson murió en 1761, Diderot escribió
un elogio en el que lo comparaba a los autores más grandes de
la antigüedad: Moisés, Homero, Eurípides y Sófocles. Pero, so­
bre todo, hizo hincapié en la inmersión del lector en el mundo
de la novela: «Uno, a pesar de todas las precauciones, asume un

54
papel en sus obras, se ve metido en conversaciones, aprueba,
culpa, admira, se irrita, se indigna. ¿Cuántas veces no me sor­
prendí a mí mismo, como les sucede a los niños la primera vez
que los llevan al teatro, exclamando: “No te lo creas, te está en­
gañando Si vas, estarás perdido” ?». Según Diderot, la narra­
tiva de Richardson crea la impresión de que uno está presente
en lo que sucede y, además, de que es su mundo, no un país re­
moto, ni un lugar exótico, ni un cuento de hadas. «Sus persona­
jes están sacados de la sociedad corriente [...], las pasiones que
describe son las que yo mismo siento.»25
Diderot no utiliza los términos «identificación» o «empa­
tia», pero sí hace una descripción convincente de ellos. Admite
que uno se reconoce a sí mismo en los personajes, que de un
salto se planta imaginariamente en medio de la acción, experi­
menta los mismos sentimientos que están experimentando los
personajes. En resumen, uno aprende a sentir empatia por al­
guien que no es él mismo y que nunca podría serle directamen­
te accesible (a diferencia, pongamos por caso, de los miembros
de la propia familia), pero que, de alguna forma imaginaria, tam­
bién es uno mismo, lo cual constituye un elemento crucial para
la identificación. Este proceso explica por qué Panckoucke es­
cribió a Rousseau: «He sentido cómo atravesaba mi corazón la
pureza de las emociones de Julia».
La empatia depende de la identificación. Diderot observa
que la técnica narrativa de Richardson lo atrae de manera ine­
luctable hacia esta experiencia. Es una especie de caldo de cul­
tivo para el aprendizaje emocional: «En el espacio de unas
cuantas horas pasé por un gran número de situaciones que la
vida más larga difícilmente puede ofrecer en toda su duración.
[...] Sentí que había adquirido experiencia». Tanto se identifi­
ca Diderot que, al terminar la novela, se siente privado de algo:
«Experimenté la misma sensación que experimentan los hom ­
bres que han estado estrechamente entrelazados y han vivido
juntos durante mucho tiempo y que ahora están a punto de

55
separarse. Al final, me pareció súbitamente que me quedaba
solo».26
De manera simultánea, Diderot se ha perdido en la acción
y se ha recuperado a sí mismo en la lectura. Siente de forma más
acusada que antes el carácter separado de su yo -ahora se sien­
te solo-, pero también que los demás poseen igualmente un yo.
Dicho de otro modo, tiene ese «sentimiento interior», como, él
mismo lo llamaba, que es necesario para los derechos humanos.
Diderot comprende asimismo que el efecto de la novela es in­
consciente: «Uno se siente atraído hacia el bien con una impe­
tuosidad que no reconoce. Ante la injusticia, uno siente una re­
pugnancia que no sabe cómo explicarse». La novela ha surtido
efecto mediante el proceso de implicación en la narración, no
mediante la moralización explícita.27
La lectura de obras de ficción recibió su tratamiento filosófi­
co más serio en Elementos para la crítica (1762), de Henry Home,
Lord Kames. Aunque el jurista y filósofo escocés no hablaba en
su obra de las novelas per se, sí sostenía que en general la ficción
crea una especie de «presencia ideal» o «sueño en un estado de
vigilia» en el cual el lector se imagina a sí mismo transportado a
la escena que se describe. Según Kames, esta «presencia ideal» es
un estado parecido al trance. El lector se ve «lanzado a una espe­
cie de ensueño» y, «perdiendo la conciencia del yo, y de la lectu­
ra, su ocupación en ese momento, concibe cada incidente como
si ocurriera en su presencia, justamente como si fuese un testigo
ocular». Lo más importante para Kames era que esta transfor­
mación fomenta la moralidad. La «presencia ideal» provoca que
el lector se abra a sentimientos que refuerzan los lazos de la so­
ciedad. Los individuos son sacados de sus intereses particulares
y movidos a llevar a cabo «actos de generosidad y benevolencia».
«Presencia ideal» era otra denominación para lo que Aaron Hill
había llamado «brujería de la pasión y el sentido».28
Al parecer, Thomas Jefferson opinaba lo mismo. Cuando Ro-
bert Skipwith, que se había casado con la hermanastra de la es-

56
posa de Jefferson, escribió a éste en 1771 pidiéndole que le re­
comendase una lista de libros, Jefferson incluyó en ella muchos
de los clásicos, antiguos y modernos, de política, religión, dere­
cho, ciencia, filosofía e historia. En la lista figuraba Elementos para
la crítica, de Kames, pero Jefferson la inició con poesía, obras
de teatro y novelas, incluidas las de Laurence Sterne, Henry
Fielding, Jean-François Marmontel, Oliver Goldsmith, Richard­
son y Rousseau. En la carta que acompañaba a la lista de lectu­
ras, Jefferson hablaba con elocuencia de «los entretenimientos
de la ficción». Al igual que Kames, defendía que la ficción po­
día inculcar tanto los principios como la práctica de la virtud.
Citando a Shakespeare, Marmontel y Sterne por su nombre,
Jefferson explicaba que cuando leemos estas obras experimen­
tamos «en nosotros mismos el fuerte deseo de hacer actos de
caridad y gratitud» y, en cambio, nos repugnan las malas accio­
nes o la conducta inmoral. La ficción, insistió, produce el de­
seo de emulación moral de forma todavía más eficaz que las
obras de historia.29
En esencia, lo que estaba en juego en este conflicto de opi­
niones sobre la novela era nada menos que la valorización de la
vida secular corriente como fundamento de la moral. A ojos de
quienes criticaban la lectura de novelas, la simpatía por la he­
roína de una novela fomentaba lo peor del individuo (deseos
ilícitos y excesivo amor propio) y demostraba la degeneración
irrevocable del mundo secular. Por el contrario, para los parti­
darios de un nuevo modo de ver la moralización empática, se­
mejante identificación demostraba que el despertar de la pasión
podía ayudar a transformar la naturaleza interna del individuo
y crear una sociedad más moral. Creían que la naturaleza inter­
na de los seres humanos proporcionaba una base para la auto­
ridad social y política.30
Así pues, el hechizo de la novela resultó tener un gran al­
cance en cuanto a sus efectos. Si bien los partidarios de la no­
vela no lo afirmaban explícitamente, comprendían que, en rea­

57
lidad, escritores tales como Richardson y Rousseau empujaban
a sus lectores hacia la vida cotidiana como una especie de ex­
periencia religiosa sustitutiva. Los lectores aprendían a valorar
la intensidad emocional de lo corriente y la capacidad que te­
nían personas como ellos para crear por sí solas un mundo mo­
ral. Los derechos humanos brotaron de lo que habían sembrado
estos sentimientos. Los derechos humanos sólo podían florecer
cuando las personas aprendieran a pensar en los demás como
sus iguales, como sus semejantes de algún modo fundamental.
Aprendieron esta igualdad, al menos en parte, experimentan­
do la identificación con personajes corrientes que parecían dra­
máticamente presentes y conocidos, aunque en esencia fueran
ficticios.31

El extraño destino de las mujeres

En las tres novelas que hemos elegido, el centro de la identi­


ficación psicológica es un joven personaje femenino creado por
un autor masculino. Huelga decir que también se producía la
identificación con personajes masculinos. Jefferson, por ejemplo,
siguió ávidamente las peripecias de Tristram Shandy (1759-1767),
de Laurence Sterne, así como del álter ego de éste, Yorick, en
Viaje sentimental (1768). Las escritoras tenían igualmente sus lec­
tores entusiastas, tanto mujeres como hombres. El reformador
penal y abolicionista francés Jacques-Pierre Brissot citaba la Ju ­
lia de Rousseau constantemente, pero su novela inglesa favorita
era Cecilia (1782), de Fanny Burney. Como confirma el ejemplo
de Burney, sin embargo, las protagonistas femeninas ocupaban
el puesto de honor; sus tres novelas llevaban por título el nom­
bre de la protagonista.32
Las protagonistas femeninas resultaban especialmente con­
vincentes porque su búsqueda de autonomía nunca podía triun­

58
far por completo. Las mujeres disfrutaban de pocos derechos
jurídicos, aparte de los de sus padres o maridos. Los lectores en­
contraban conmovedora la búsqueda de independencia que
emprendía la heroína, sobre todo porque comprendían de in­
mediato las trabas con que era inevitable que tropezase una
mujer. En un final feliz, Pamela se casa con el señor B. y acep­
ta los límites implícitos a su libertad. En cambio, Clarissa pre­
fiere morir antes que casarse con Lovelace después de que éste
la viole. En cuanto a Julia, su padre la obliga a renunciar al hom­
bre al que ama y ella parece acatarlo, pero también acaba mu­
riendo en la escena final.
Algunos críticos modernos han apreciado masoquismo o
martirio en estas historias, pero las gentes de la época vieron
otras cualidades. Lectores y lectoras por igual se identificaban
con estos personajes porque las mujeres mostraban una gran
voluntad y personalidad. El público lector no sólo quería salvar
a las heroínas; deseaba ser como ellas, incluso como Clarissa y
Julia, a pesar de su trágica muerte. En las tres novelas, casi toda
la acción gira en torno a expresiones de la voluntad femenina, la
cual tiene normalmente que luchar contra restricciones pater­
nas o sociales. Pamela debe resistirse al señor B. para mantener
su sentido de la virtud y su sentido del yo; y su resistencia aca­
ba conquistándolo. Clarissa adopta una actitud firme contra su
familia y luego contra Lovelace por razones parecidas, y al final
Lovelace quiere desesperadamente casarse con ella, que lo re­
chaza. Julia debe renunciar a Saint-Preux y aprender a amar la
vida con Wolmar; la lucha es exclusivamente suya. En cada no­
vela, todo retorna al deseo de independencia de la heroína. Los
actos de los personajes masculinos sólo sirven para realzar esta
voluntad femenina. Los lectores, al sentir empatia por la heroí­
na de la novela, aprendían que todas las personas -hasta las mu­
jeres- aspiraban a una mayor autonomía, y experimentaban ima­
ginariamente el esfuerzo psicológico que entrañaba la lucha por
alcanzarla.

59
Las novelas del siglo XVIII reflejaban una honda preocupa­
ción cultural por la autonomía. Los filósofos de la Ilustración
creían firmemente haber efectuado un avance en este campo en
el siglo XVIII. Cuando hablaban de libertad, se referían a la auto­
nomía individual, ya fuera la libertad de expresión o de cul­
to o la independencia que se enseñaba a los jóvenes según los
preceptos de Rousseau incluidos en su guía educativa, el Emi­
lio (1762). El relato de la Ilustración sobre la conquista de la
autonomía alcanzó su punto álgido con el ensayo de Immanuel
Kant titulado ¿Qué es la Ilustración? (1784). Kant definió memo­
rablemente la Ilustración como «el abandono por parte del
hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mis­
mo». «Esta minoría de edad», prosiguió, «significa la incapaci­
dad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por al­
gún otro.» La Ilustración, para Kant, equivalía a la autonomía
intelectual, a la capacidad de pensar por uno mismo.33
El énfasis de la Ilustración en la autonomía individual nació
de la revolución en el pensamiento político iniciada por Hugo
Grocio y John Locke en el siglo xvil. Ambos sostenían que el
varón autónomo que acordaba un contrato social con otros in­
dividuos como él constituía el único fundamento posible de la
autoridad política legítima. Si la autoridad justificada por el de­
recho divino, las Escrituras y la historia debía ser reemplazada
por un contrato entre hombres autónomos, entonces era nece­
sario enseñar a los niños a pensar por sí mismos. Por tanto, la
teoría educativa, que recibió su mayor influencia de Locke y
Rousseau, pasó de basarse en la obediencia impuesta por me­
dio del castigo a hacerlo en el cultivo esmerado de la razón
como principal instrumento de la independencia. Locke expli­
có el significado de las nuevas prácticas en Pensamientos acerca
de la Educación (1693): «Hemos de considerar que nuestros hi­
jos, cuando crezcan, serán semejantes nuestros [...]. Nosotros
queremos ser considerados como criaturas racionales y tener
nuestra libertad; queremos que no nos molesten continuamen­

60
te con reprimendas, con un tono severo». Tal como reconoció
Locke, la autonomía política e intelectual dependía de educar
a los hijos (en su caso, tanto varones como hembras) según nue­
vas disposiciones; la autonomía requería una relación nueva con
el mundo, no sólo ideas nuevas.34
Pensar y decidir por uno mismo, en consecuencia, requería
tanto cambios filosóficos como cambios lógicos y políticos. En
el Emilio, Rousseau instaba a las madres a edificar muros psico­
lógicos entre sus hijos y todas las presiones sociales y políticas
extemas: «Haz temprano un cercado alrededor del alma de tu
hijo». El inglés Richard Price, predicador y panfletista político,
afirmó en 1776, cuando escribía a favor de los colonos norte­
americanos, que uno de los cuatro aspectos generales de la liber­
tad era la libertad física, «ese principio de espontaneidad o auto­
determinación que nos constituye en agentes». Para él, la libertad
era sinónimo de autodirección o autogobierno, y en este caso
la metáfora política sugiere una metáfora psicológica, si bien las
dos estaban estrechamente relacionadas.35
Los reformadores inspirados por la Ilustración querían ir más
allá de proteger el cuerpo o cercar el alma, como instaba a ha­
cer Rousseau. Exigían que la toma de decisiones del individuo
tuviera un mayor alcance. Las leyes revolucionarias francesas
sobre la familia demuestran una honda preocupación por las tra­
dicionales limitaciones impuestas a la independencia. En mar­
zo de 1790, la recién creada Asamblea Nacional abolió la pri-
mogenitura, que otorgaba derechos especiales de herencia al
primer hijo varón, así como las tristemente célebres lettres de ca-
chet, que permitían a las familias encarcelar a los hijos sin juicio
previo. En agosto del mismo año, los diputados limitaron el
control de los padres sobre sus hijos, estableciendo consejos fa­
miliares que debían presenciar las disputas entre padres e hijos
de hasta 20 años de edad. En abril de 1791, la;Asamblea N a­
cional decretó que todos los hijos, tanto los varones como las
hembras, debían heredar en igualdad de condiciones. Luego, en

61
agosto y septiembre de 1792, los diputados rebajaron la mayo­
ría de edad de 25 a 21 años, declararon que los adultos ya no
podían estar sometidos a la autoridad paterna e instituyeron el
divorcio por primera vez en la historia de Francia, poniéndolo
al alcance, por las mismas razones jurídicas, tanto de los hom­
bres como de las mujeres. En resumen, los revolucionarios hi­
cieron cuanto estuvo en su mano para ensanchar las fronteras de
la autonomía personal.36
En Gran Bretaña y sus colonias norteamericanas, el deseo de
una mayor autonomía puede seguirse más fácilmente en auto­
biografías y novelas que en obras de derecho, al menos antes de
la Revolución norteamericana. De hecho, en 1753 la Ley sobre
Matrimonios (26 Geo II, c. 33) declaró ilegales en Inglaterra los
matrimonios de personas de menos de 21 años, a no ser que con­
taran con el consentimiento del padre o tutor. A pesar de esta
reafirmación de la autoridad paterna, en el siglo xvm decayó la
antigua dominación patriarcal de los esposos sobre las esposas.
Desde Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe, hasta la Auto­
biografía de Benjamin Franklin (escrita entre 1771 y 1788), es­
critores ingleses y norteamericanos celebraron la independencia
como virtud fundamental. La novela de Defoe sobre el marine­
ro naufragado ofreció un ejemplo de cómo un hombre podía
aprender a valerse por sí mismo. No es extraño, pues, que Rous­
seau hiciera de Robinson Crusoe una lectura obligada para el jo­
ven Emilio, ni que la novela de Defoe se imprimiera por prime­
ra vez en las colonias norteamericanas en 1774, en medio de la
creciente crisis sobre la Independencia. Robinson Crusoe fue uno
de los libros que más se vendieron en las colonias norteameri­
canas en 1775, sin otros rivales que Cartas a su hijo, de Lord Ches-
terfield y E l legado de un padre para sus bijas, de John Gregory,
cuyo propósito era popularizar las opiniones de Locke sobre la
educación de los niños y las niñas.37
En cuanto a la vida de las personas reales, la tendencia era
la misma, si bien de un modo más titubeante. Cada vez era ma­

62
yor el deseo de los jóvenes de tomar sus propias decisiones con
respecto al matrimonio, aunque las familias seguían ejerciendo
una gran presión, como podía verse en incontables novelas cu­
yos argumentos giraban alrededor de este tema (por ejemplo,
Clarissa). Las prácticas en la educación de los hijos también re­
velan cambios sutiles de actitud. Los ingleses dejaron de fajar a
los recién nacidos antes que los franceses (en la disuasión de los
franceses respecto a esta práctica, hay que atribuir gran parte del
mérito a Rousseau), pero siguieron pegando a los muchachos en
la escuela durante más tiempo. A mediados del siglo XVIII, las
familias aristocráticas de Inglaterra ya habían dejado de usar an­
dadores para guiar a sus hijos cuando caminaban, los desteta­
ban antes y, como ya no los fajaban, también les enseñaban an­
tes a ir solos al retrete, señales todas ellas de un mayor énfasis
en la independencia.38
Sin embargo, la realidad era a veces más confusa. En In­
glaterra, a diferencia de otros países protestantes, el divorcio era
prácticamente imposible en el siglo xvill; entre 1700 y 1857,
cuando la Ley de Causas Matrimoniales creó un tribunal espe­
cial para casos de divorcio, sólo se concedieron 325, al ampa­
ro de una ley especial del Parlamento para Inglaterra, Gales e
Irlanda. Aunque aumentó el número de divorcios (de 14 en la
primera mitad del siglo xvill a 117 en la segunda mitad), a efec­
tos prácticos el divorcio estaba limitado a unos cuantos hom­
bres de la aristocracia, dado que los motivos requeridos hacían
que a las mujeres les resultara casi imposible obtenerlo. Las ci­
fras revelan que en la segunda mitad del siglo xvill tan sólo se
concedieron 2,34 divorcios al año. En Francia, en cambio, des­
pués de que los revolucionarios franceses instituyeran el divor­
cio, se concedieron unos veinte mil entre 1792 y 1803, lo cual
equivale a 1800 al año. Las colonias británicas de Norteamérica
siguieron en general la práctica inglesa de prohibir el divorcio
pero, al mismo tiempo, permitir alguna forma de separación le­
gal; sin embargo, tras la Independencia, los nuevos tribunales

63
empezaron a aceptar las demandas de divorcio en la mayoría de
los estados. Marcando una tendencia que luego se repetiría en la
Francia revolucionaria, las mujeres presentaron la mayoría de
las demandas de divorcio en los primeros años de los recién fun­
dados Estados Unidos.39
En unas notas escritas en 1771 y 1772 acerca de una causa
judicial de divorcio, Thomas Jefferson vinculó claramente el di­
vorcio a los derechos naturales. El divorcio devolvería «a las mu­
jeres su derecho natural a la igualdad». Formaba parte, afirmó,
de la naturaleza de los contratos por mutuo consentimiento
que fuesen disueltos si una de las partes incumplía el pacto (el
mismo argumento que los revolucionarios franceses emplearían
en 1792). Además, la posibilidad del divorcio legal garantizaría
la «libertad de afecto», que también era un derecho natural. «La
búsqueda de la felicidad», que la Declaración de Independen­
cia hizo famosa, debía incluir el derecho al divorcio, dado que
el «fin del matrimonio es la propagación y la felicidad». El de­
recho a buscar la felicidad, por tanto, exigía el divorcio. No es
casualidad que cuatro años más tarde Jefferson alegara argumen­
tos parecidos para defender el divorcio de los norteamericanos
respecto a Gran Bretaña.40
En el siglo xvm, quienes abogaban por el aumento de la
autodeterminación debían hacer frente a un dilema: ¿de dónde
saldría el sentido de comunidad en este nuevo orden que inci­
día en los derechos del individuo? Una cosa era explicar cómo
la moral podía derivarse de la razón humana en lugar de las Sa­
gradas Escrituras, o por qué debía preferirse la autonomía a la
obediencia ciega, y otra muy distinta conciliar el individuo auto-
dirigido con el bien general. Los filósofos escoceses de media­
dos del siglo xvm centraron sus obras en la cuestión de la co­
munidad secular, y ofrecieron una respuesta filosófica que se
hacía eco de la práctica de la empatia que enseñaba la novela.
Los filósofos, como la mayoría de la gente del siglo xvni, dieron
a su respuesta el nombre de «compasión» [sympathy]. He utiliza-

64
do, sin embargo, el término «empatia» [empathy] porque, si bien
no entró en la lengua inglesa hasta el siglo xx, refleja mejor la
voluntad activa de identificarse con los demás. Actualmente,
compasión [sympathy] significa a menudo «piedad», lo cual pue­
de dar a entender «condescendencia», que es un sentimiento in­
compatible con un verdadero sentimiento de igualdad.41
El término compasión [sympathy] tenía un significado muy
amplio en el siglo XVlll. Para Francis Hutcheson, la compasión
era una especie de sentido, una facultad moral. Más noble que
la vista o el oído, sentidos que compartimos con los animales,
pero menos noble que la conciencia, la compasión o la afinidad
[fellowfeeling] hacía que la vida social fuese posible. Por medio
del poder de la naturaleza humana, anterior a cualquier razona­
miento, la compasión actuaba como una especie de fuerza gra-
vitatoria social que arrancaba a las personas de sí mismas. La
compasión garantizaba que la felicidad no se redujera tan sólo
a la autosatisfacción. «Mediante una suerte de contagio o infec­
ción», concluyó Hutcheson, «todos nuestros placeres, incluso los
más bajos, aumentan de manera extraña cuando se comparten
con otras personas.»42
Adam Smith, autor de L a riqueza de las naciones (1776) y
alumno de Hutcheson, dedicó una de sus obras anteriores a la
cuestión de la compasión. En el primer capítulo de La teoría de
los sentimientos morales (1759), utiliza el ejemplo de la tortura para
revelar su funcionamiento. ¿Qué nos hace compadecernos del
sufrimiento de alguien sometido al tormento del potro? Aun­
que quien sufre sea un hermano, nunca podemos experimentar
directamente lo que siente. Sólo podemos identificarnos con su
sufrimiento en virtud de nuestra imaginación, que nos permi­
te ponernos en su lugar, soportar los mismos tormentos, «entrar
por así decirlo en su cuerpo y llegar a ser en alguna medida una
misma persona con él». Este proceso de identificación imagi­
naria -compasión- permite sentir al observador lo que siente la
víctima de la tortura. El observador sólo puede convertirse en

65
un ser verdaderamente moral, sin embargo, cuando da el paso
siguiente y comprende que también él es sujeto de semejante
identificación imaginaria. En el momento en que puede verse a
sí mismo como el objeto de los sentimientos de otros, es capaz
de desarrollar en su interior un «espectador imparcial» que será
su brújula moral. Por tanto, según Adam Smith, la autonomía
y la compasión van juntas. Sólo en el interior de una persona
autónoma puede desarrollarse un «espectador imparcial»; no obs­
tante, explica Smith, esto únicamente es posible si la persona se
identifica primero con otras personas.43
La compasión o la sensibilidad [sensibility] -el segundo tér­
mino era mucho más común en francés- tuvo una amplia reso­
nancia cultural a ambas orillas del Atlántico durante la segun­
da mitad del siglo XVIII. Thomas Jefferson leyó a Hutcheson y
Smith, si bien citó específicamente al novelista Laurence Sterne
como el autor que ofrecía «el mejor curso de moralidad». Dada
la profusión de referencias a la compasión y la sensibilidad en
el mundo atlántico, difícilmente puede ser una coincidencia
que la primera novela escrita por un norteamericano, publica­
da en 1789, llevase por título El poder de la compañón. La com­
pasión y la sensibilidad impregnaban hasta tal punto la litera­
tura, la pintura e incluso la medicina que a algunos médicos
empezó a preocuparles que hubiese un exceso de ambas, pues
temían que pudieran conducir a la melancolía, la hipocondría
o «los vapores». Los médicos pensaban que las señoras acomo­
dadas (las lectoras) eran especialmente propensas a padecer es­
tas afecciones.44
La compasión y la sensibilidad actuaban a favor de muchos
grupos privados del derecho al voto, pero no de las mujeres.
Aprovechando el éxito de la novela, que inspiró nuevas formas
de identificación psicológica, los primeros abolicionistas alenta­
ron a los esclavos liberados a escribir sus propias autobiografías,
a veces parcialmente noveladas, con el fin de ganar adeptos para
el movimiento en ciernes. Los males de la esclavitud cobraban

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vida cuando eran descritos por hombres como Olaudah Equia-
no, cuyo libro Narración de la vida de Olaudah Equiano, el Afri­
cano, escrita por él mismo se publicó por primera vez en Londres
en 1789. Sin embargo, la mayoría de los abolicionistas no acer­
tó a establecer una relación con los derechos de las mujeres.
Después de 1789, muchos revolucionarios franceses adoptarían
en público actitudes clamorosas a favor de los derechos de los
protestantes, los judíos, los negros libres e incluso los esclavos,
pero al mismo tiempo se opondrían activamente a la concesión
de derechos a las mujeres. En los recién fundados Estados Uni­
dos, aunque la esclavitud suscitó inmediatamente debates aca­
lorados, los derechos de las mujeres generaron aún menos de­
bates públicos que en Francia. Antes del siglo xx, las mujeres no
disfrutaron de derechos políticos iguales en ninguna parte.45
La gente del siglo XVIII, al igual que casi todos sus antece­
sores en la historia de la humanidad, veía a las mujeres como se­
res dependientes, definidos por su estatus familiar y, en con­
secuencia, por definición, no del todo capaces de alcanzar la
autonomía política. Podían defender la autodeterminación como
virtud privada y moral, pero sin vincularla a los derechos polí­
ticos. Tenían derechos, pero no eran políticos. Esta opinión se
hizo explícita cuando los revolucionarios franceses redactaron
una nueva constitución en 1789. El abate Emmanuel-Joseph
Sieyès, destacado intérprete de la teoría constitucional, explicó
la emergente distinción entre derechos naturales y civiles, por
un lado, y derechos políticos, por el.otro. Todos los habitantes
de un país, incluidas las mujeres, gozaban de los derechos del
ciudadano pasivo: el derecho a la protección de su persona, sus
propiedades y su libertad. Pero Sieyès sostenía que no todos
ellos son ciudadanos activos con derecho a participar directa­
mente en los asuntos públicos. «Las mujeres, al menos en el es­
tado presente, los niños, los extranjeros, las personas que no
aportan nada al mantenimiento del sistema público» fueron de­
finidos como los ciudadanos pasivos. La matización «al menos
en el estado presente» dejó un resquicio para futuros cambios en
los derechos de las mujeres. Algunos intentarían aprovecharlo,
pero sin éxito a corto plazo.46
Los pocos que sí abogaron por los derechos de las mujeres
en el siglo XVIII manifestaron una actitud ambivalente ante las
novelas. Aquellos que tradicionalmente se oponían al género no­
velístico creían que las mujeres eran particularmente sensibles
al hechizo que causaba la lectura sobre el amor, e incluso de­
fensores de las novelas como Jefferson se mostraban preocupa­
dos por sus efectos en las jóvenes. En 1818, un Jefferson mucho
más viejo que el que en 1771 había mostrado entusiasmo por
sus novelistas favoritos previno sobre «la pasión desmedida» que
sentían las jóvenes hacia la novela. «El resultado es una imagi­
nación hinchada» y «un juicio enfermizo.» No resulta extraño,
pues, que los defensores apasionados de los derechos de las
mujeres se tomaran a pecho estas suspicacias. Al igual que Jef­
ferson, Mary Wollstonecraft, la madre del feminismo moderno,
contrastó de forma explícita la lectura de novelas -«el único tipo
de lectura calculada para interesar a una mente frívola e ino­
cente»- con la lectura de libros de historia y, más en general,
con el entendimiento racional y activo. Sin embargo, la propia
Wollstonecraft escribió dos novelas que tenían por protagonis­
tas a personajes femeninos, publicó numerosas reseñas de no­
velas y se refería constantemente a ellas en su correspondencia.
A pesar de sus objeciones a los preceptos para la educación fe­
menina que Rousseau había incluido en el Emilio, Wollstonecraft
leyó ávidamente Julia y en sus cartas utilizaba frases que recor­
daba de Clarissa y de las novelas de Steme para expresar sus pro­
pias emociones.47
El aprendizaje de la empatia abrió la puerta a los derechos
humanos, pero no garantizó que todo el mundo pudiera cruzar­
la. Nadie lo comprendió mejor ni le dio más vueltas que el autor
de la Declaración de Independencia. En una carta de 1802 di­
rigida al clérigo, científico y reformador inglés Joseph Priestley,

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Jefferson presentó el ejemplo norteamericano al mundo entero:
«Es imposible no apreciar que estamos actuando para toda la hu­
manidad; que circunstancias que se deniegan a otros, pero nos
han sido concedidas a nosotros, nos han impuesto el deber de
demostrar cuál es el grado de libertad y autogobierno en el cual
una sociedad puede aventurarse a dejar a sus miembros indivi­
duales». Jefferson abogaba por el «grado de libertad» más alto
que cupiera imaginar, lo que para él significaba abrir la partici­
pación política a tantos hombres blancos como fuera posible
y, quizás, andando el tiempo, incluso a hombres nativos norte­
americanos, si se lograba convertirlos en agricultores. Aunque
reconocía la humanidad de los afroamericanos y hasta los dere­
chos de los esclavos como seres humanos, no imaginó un sis­
tema político en el cual éstos o las mujeres, del color que fue­
ran, participasen activamente. Pero ése era el máximo grado de
libertad imaginable para la inmensa mayoría de los norteameri­
canos y europeos, incluso veinticuatro años más tarde, el día de
la muerte de Jefferson.48

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