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El Cuento Del Pabellon Oculto

Este documento describe un pabellón de locos en un hospital ruso. Presenta a los cinco pacientes que viven allí, incluyendo a Moiseika, un judío que perdió la cordura después de que su taller se quemó, y a Iván Grómov, un exfuncionario que sufre de manía persecutoria. Describe sus personalidades, comportamientos y estados mentales. También relata la historia de vida de Grómov y cómo terminó en el hospital después de una serie de desgracias familiares y dificultades financieras.

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El Cuento Del Pabellon Oculto

Este documento describe un pabellón de locos en un hospital ruso. Presenta a los cinco pacientes que viven allí, incluyendo a Moiseika, un judío que perdió la cordura después de que su taller se quemó, y a Iván Grómov, un exfuncionario que sufre de manía persecutoria. Describe sus personalidades, comportamientos y estados mentales. También relata la historia de vida de Grómov y cómo terminó en el hospital después de una serie de desgracias familiares y dificultades financieras.

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En el patio del hospital hay un pequeño pabellón circundado de cardos, hortigas y

cáñamo silvestre. Tiene el tejado mohoso, la chimenea semiderrengada, los escalones


del porche carcomidos y cubiertos de abrojos; y del revoque no quedan sino huellas.
Su fachada principal da al hospital, y la posterior, al campo, del que la separa
una valla gris, llena de clavos. Los clavos en cuestión están colocados punta
arriba; y la valla y el propio pabellón presentan ese aspecto tan peculiar, triste
y abandonado que sólo se encuentra en Rusia en los edificios de hospitales y
cárceles.
Si no temen ustedes que les piquen las ortigas, vengan conmigo por el estrecho
sendero que conduce al pabellón, y veremos lo que sucede dentro de éste. Al abrir
la primera puerta, pasamos al zaguán. Junto a la pared y cerca de la estufa hay
montones de objetos: colchones, viejas batas desgarradas, pantalones, camisas a
rayas azules, zapatos viejísimos. Todo ello amontonado, arrugado, revuelto, medio
podrido y maloliente.
Tumbado sobre tanto trasto y con la pipa siempre entre los dientes, está el loquero
Nikita, viejo soldado de galones descoloridos, rostro severo y alcohólico, grandes
cejas arqueadas, que le dan aspecto de mastín estepario, y nariz roja.
Es de baja estatura, enjuto y huesudo; pero tiene un porte impresionante y unos
puños grandísimos. Pertenece a esa categoría de gente adusta, cumplidora y obtusa
que prefiere el orden sobre todas las cosas y que, por ello, cree en las virtudes
del palo. Él pega en la cara, en el pecho, en la espalda, en donde se tercia; y
está convencido de que sin esto no habría orden aquí.
Después entrarán ustedes en una habitación espaciosa, que ocupa el pabellón entero,
menos el zaguán. Las paredes están embadurnadas con pintura de color azul borroso.
El techo, ahumado como el de un fogón, denota que en el invierno se enciende la
estufa, despidiendo un humo sofocante. Por su parte interior, las ventanas están
provistas de rejas de hierro. El piso es gris y astilloso. Huele a col agria, a
tufo de candil, a chinches y amoniaco; y esta pestilencia, en el momento de entrar,
produce la impresión de que se entra en una casa de fieras.
Hay en la habitación camas atornilladas al suelo. Sentados o tendidos sobre ellas,
se nos presentan hombres con batas azules y gorros de dormir a la antigua usanza.
Son locos.
Cinco locos. Sólo uno es de ascendencia noble; los demás proceden de la pequeña
burguesía. El primero conforme se entra, un meschanin [pequeño burgues] alto,
delgado, de bigote rojo y brillante y ojos llorosos, está sentado con la cabeza
apoyada en la mano y la mirada fija en un punto. Se pasa el día y la noche con el
semblante triste, moviendo la cabeza, suspirando y sonriendo amargamente. Rara vez
interviene en
las conversaciones; y no suele responder a las preguntas. Come y bebe
maquinalmente, cuando se lo dan. A juzgar por su tos convulsiva y torturante, por
su delgadez y por la ligera coloración de su rostro, está en la primera fase de la
tuberculosis.
El siguiente es un viejecillo pequeño, ágil y vivaz, de aguda perilla y pelo
azabachado y rizoso, como el de un negro. Durante el día se pasea de ventana en
ventana o se sienta en su cama a la manera turca; y silba sin cesar, como un
jilguero, o canta y ríe quedamente. Su alegría infantil y su viveza de carácter se
manifiestan también de noche, cuando se levanta para rezar, es decir, para darse
golpes de pecho y hurgar en las cerraduras. Es el judío Moiseika, un tontuelo que
perdió el juicio hace veinte años, al quemársele un taller de sombrerería.
De todos los habitantes del pabellón número seis, es Moiseika el único al que se
permite salir del pabellón e incluso del patio a la calle. Disfruta de este
privilegio desde hace tiempo, acaso por su veteranía en el hospital y por ser un
tonto tranquilo e inocente, un payaso de la ciudad, acostumbrada ya a verle en las
calles rodeado de chiquillos y de perros. Con su raído batín, su ridículo gorro,
sus zapatillas, y a veces descalzo y hasta sin pantalón, recorre las calles
deteniéndose ante las tiendas y pidiendo una limosna. Aquí le dan kvas, allí pan,
más allá una kopeka. De tal modo, suele regresar al pabellón, harto y rico. Pero
todo lo que trae se lo arrebata Nikita y se queda con ello. Lo registra
brutalmente, con celo y enojo, dándoles la vuelta a los bolsillos y poniendo a Dios
por testigo de que jamás volverá
a dejar salir al judío y de que el desorden es lo peor del mundo para él.
Moiseika es servicial; lleva agua a sus compañeros, los tapa cuando están dormidos,
promete a todos traerles una kopeka de la calle y hacerles un gorro; y da de comer
a su vecino de la izquierda, un paralítico. Y no obra así por compasión o por
consideraciones humanitarias, sino imitando y obedeciendo involuntariamente a su
vecino de la derecha, apellidado Grómov.
Iván Dimítrich Grómov, hombre de unos treinta y tres años, de familia noble,
antiguo empleado de la Audiencia y secretario provincial, sufre manía persecutoria.
Suele estar enroscado en la cama; o recorre el pabellón de un rincón a otro, con el
solo objeto de moverse; y rara vez se sienta. Siempre parece excitado, nervioso,
como esperando no se sabe qué. Al menor ruido en el zaguán o al menor grito en el
patio levanta la cabeza y aguza el oído, temeroso de que vengan por él. Y en su
cara refleja una intranquilidad y un miedo extremos.
Me gusta su rostro ancho, pomuloso, siempre pálido y demacrado, espejo de un alma
atormentada por la lucha interna y por el miedo permanente. Sus muecas son
enfermizas y extrañas; pero los delicados rasgos que han dejado impresos en su
semblante unos sufrimientos profundos y sinceros, son discretos e inteligentes; y
sus ojos tienen un brillo cálido y sano. Me agrada esta persona cortés, servicial y
delicada con todos, menos con Nikita. Si a alguien se le cae un botón o una
cuchara, Grómov salta rápidamente de la cama para recoger el objeto
caído. Todas las mañanas da los buenos días a sus compañeros; y al acostarse, les
desea que pasen buena noche.
Aparte del nerviosismo y las muecas, hay otra expresión de su locura; algunas
noches se envuelve en su batín; y, tiritando con todo el cuerpo y castañeteando los
dientes, se pone a andar, presuroso, de un rincón a otro y entre las camas. Diríase
que es presa de una fiebre voraz. Por su manera de detenerse repentinamente y de
mirar a los compañeros, se le nota el deseo de decir algo importante; pero, tal vez
creyendo que no van a escucharle o a comprenderle, agita la cabeza y sigue andando.
Sin embargo, el ansia de hablar se impone pronto a las demás consideraciones; y
Grómov, dando rienda suelta a la lengua, habla con cálido apasionamiento. Su
discurso es desordenado, febril, semejante al delirio, entrecortado y no siempre
comprensible; pero en sus palabras y en su voz se percibe un matiz
extraordinariamente bondadoso. Cuando habla, se nota en él al loco y al hombre. Es
difícil trasplantar al papel sus demenciales discursos. Habla de la vileza humana,
de la violencia que pisotea a la razón, de lo hermosa que será la vida en la tierra
con el tiempo, de los barrotes, que a cada instante le recuerdan la cerrazón y la
crueldad de los esbirros. Un caótico y desordenado popurrí de tópicos que, aunque
viejos, no han caducado todavía.
Hace doce o quince años, en una casa de su propiedad, situada en la calle principal
de una ciudad de Rusia, vivía con su familia el funcionario Grómov, persona seria y
acomodada. Tenía dos hijos: Serguei e Iván. El primero, siendo ya estudiante de
cuarto curso, enfermó de tisis galopante y murió muy pronto. Su muerte marcó el
comienzo de una serie de desgracias que cayeron súbitamente sobre la familia. A la
semana de enterrado Serguei, el padre fue procesado por fraude y malversación,
falleciendo poco después en la enfermería de la cárcel, donde contrajo el tifus. La
casa y todos los bienes fueron vendidos en almoneda, quedando Iván y su madre
privados de recursos.
En vida de su padre, Iván vivía en Petersburgo, estudiando en la universidad;
recibía de casa 60 o 70 rublos mensuales, e ignoraba lo que pudiera ser la
necesidad; luego, en cambio, hubo de modificar radicalmente su vida: de la mañana a
la noche tenía que dedicarse a dar clases —muy mal pagadas— o a hacer de copista,
pasando hambre a pesar de todo, pues enviaba la casi totalidad de las ganancias a
su madre. Iván Dimítrich no resistió; desanimado, se quedó como un pajarito y,
abandonando los estudios, se marchó a su casa. De regreso en
su ciudad natal, y valiéndose de recomendaciones, obtuvo una plaza de maestro en
una escuela; pero como no congenió con sus colegas, ni tampoco gustó a los alumnos,
pronto renunció a su puesto. Murió la madre, Iván Dimítrich anduvo cosa de medio
año cesante, alimentándose tan sólo de pan y agua; y luego encontró un empleo en la
Audiencia que ocupó hasta que fue licenciado por enfermedad.
Nunca, ni aun en sus jóvenes años estudiantiles, dio sensación de salud. Siempre
fue pálido, flaco, resfriadizo; comía poco y dormía mal. Una copa de vino bastaba
para darle mareos y enervarle hasta el histerismo. Aunque buscaba la compañía de la
gente, su carácter colérico y sugestionable le impedía intimar con quienquiera que
fuese y tener amigos. Hablaba con desprecio de sus conciudadanos, diciendo que su
grosera ignorancia y su existencia soñolienta y animal le parecían repulsivas. Se
expresaba con voz de tenor, fuerte, apasionadamente, tan pronto indignándose airado
como admirándose jubiloso; pero siempre con sinceridad. Fuese cual fuere la materia
de que se hablara con él, todo lo resumía en una conclusión: la vida en aquella
ciudad ahogaba y aburría; la sociedad carecía de intereses vitales y arrastraba una
existencia oscura y absurda, amenizándola con la violencia, la perversión más burda
y la hipocresía; los granujas estaban hartos y vestidos, mientras que los honestos
se alimentaban de migajas; hacían falta escuelas, un periódico local honrado, un
teatro, conferencias públicas, cohesión de las fuerzas intelectuales; urgía que la
sociedad se reconociera a sí misma y se horrorizara. En su apreciación de las
personas, no utilizaba sino tintas cargadas, pero sólo blancas y negras, sin
matices de otro
género. Para él, la humanidad se dividía en honrados y canallas; no había
cualidades intermedias. De las mujeres y del amor hablaba siempre con apasionado
entusiasmo, aunque nunca estuvo enamorado.
Pese a la rigidez de sus juicios y a su nerviosismo, en la ciudad le querían; y a
espaldas suyas le llamaban con el diminutivo de Vania. Su delicadeza innata, su
naturaleza servicial, su honradez, su pureza moral y su levita usada, su aspecto
enfermizo y los infortunios de su familia, engendraban un sentimiento bueno, cálido
y triste. Como, por otra parte, era instruido y leído, la gente lo creía enterado
de todo; y por eso hacía las veces de un manual viviente de consulta.
Leía muchísimo. Sentado en el club, tocándose, nervioso, la barba, hojeaba revistas
y libros. Y por la cara se le notaba que no leía, sino que engullía lo que pasaba
ante sus ojos, sin que le diese tiempo a masticarlo. Cabe suponer que la lectura
fuese una de sus costumbres enfermizas, pues se lanzaba con la misma ansiedad sobre
todo lo que se le ponía a mano, aunque fuesen periódicos o calendarios del año
anterior. Cuando estaba en su casa, siempre leía acostado.

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