AF Galindo - Los Rostros de La Plebe
AF Galindo - Los Rostros de La Plebe
La obra del historiador peruano Alberto Flores Galindo (1949-1990), que significó una
renovación de perspectivas para la historia peruana y latinoamericana, ha circulado de un
modo restringido en España. Los estudios y ensayos aquí reunidos dan una idea precisa
de los problemas que abordó a lo largo de su actividad como historiador. Se trata de
estudios que examinan la formación de una sociedad particular, la peruana, no
limitándose a los momentos espectaculares y épicos como la conquista o las rebeliones,
sino indagando con profundidad en los procesos de cambio en las percepciones, los
modos de entender la vida social y la historia, las condiciones de vida de las élites y de
las mayorías. También brindan un punto de partida para conocer una tradición
historiográfica y sus debates, los cuales no son un simple reflejo, más borroso y menos
lúcido, de los debates planteados en la historiografía europea. Por el contrario, estos
debates se enraízan en tradiciones culturales e historiográficas de largo aliento y con su
propia racionalidad. Desde este punto de vista, creemos que la obra de Alberto Flores
Galindo es una salida a la «galería de los espejos» en que a veces se ha encontrado la
mentalidad europea al entablar contacto con otras realidades.1
En la década de 1970, el Perú se hallaba bajo una dictadura militar que en nombre de la
reforma social se esforzó por encuadrar al movimiento popular en una serie de aparatos
burocráticos. El discurso nacionalista y el populismo del régimen concitaron la
colaboración de algunos sectores izquierdistas, entre los que estuvo el Partido Comunista
Peruano (que seguía las directrices de la antigua URSS), pero no logró convencer a
multitud de facciones en que se dividía la izquierda peruana (guevaristas, maoístas,
trotskistas). Fueron años en que una vez más los militares se fortalecieron económica y
socialmente a costa de las mayorías, aunque una vez desgastados por el ejercicio del
poder, dieron paso a la democracia y regresaron a sus cuarteles en 1980. El ciclo de
violencia que se abrió en 1980 con la declaración de la «guerra popular y prolongada» por
parte de la facción comúnmente llamada «Sendero Luminoso»,2 les dio un nuevo
protagonismo bajo el manto de gobiernos democráticos, hasta que al despuntar el nuevo
milenio los publicitados hallazgos de insólita corrupción les han hecho perder, por ahora,
el control de la vida pública del país.
Alberto Flores Galindo no llegó a ver el desenlace de este ciclo político, pero publicó
obras importantes para la historiografía peruana que marcaron el curso de los debates
intelectuales de la década de 1990. Aunque las preocupaciones que aparecen en su
trabajo sólo pueden entenderse en el marco de esta situación y de las polémicas, a veces
bizantinas, que desgarraron a la izquierda peruana, no lo encontraremos devanándose los
sesos para determinar los modos de producción predominantes en la sociedad peruana o
si ésta tenía un carácter feudal o capitalista. Asumió los aportes del marxismo, pero para
volcarlos en un proyecto intelectual de izquierda creador que exigía la investigación
constante. Con esa actitud hizo un gran servicio a los jóvenes historiadores que se
estaban formando y querían cultivar la historia como empresa de conocimiento y no de
confirmación dogmática, pues los alentó a estudiar los diversos temas que la historiografía
peruana tiene aún pendientes.
Una preocupación central en la obra de Flores Galindo fue desentrañar la historia de los
sectores populares. Para él, el «pueblo», como se solía decir en aquella época, no era
una categoría abstracta sino un universo de análisis, una posibilidad de perspectivas
nuevas y multiformes. Ensayó varios enfoques para tratar de aprehender la experiencia
popular que se podía desbrozar a través de los documentos de archivo: la «utopía
andina» y la «plebe» fueron concepciones tentativas que utilizó para dar cuenta de la
complejidad de una realidad cambiante. No se trataba de forjar «héroes» alternativos que
sustituyeran a los héroes de la historia oficial; se trataba de poner en cuestión la misma
noción de heroicidad que ha venido impregnando los discursos populistas de izquierda y
derecha, para centrarse en las condiciones de vida de las clases populares. Otra
preocupación central de su trabajo fue indagar en el papel del pensamiento y de los
intelectuales en los proyectos de cambio social. Su curiosidad por la combinación entre lo
autóctono y lo cosmopolita, entre lo popular y lo culto, no lo hizo restar un ápice de
importancia al estudio de las percepciones de los sectores populares para entender la
historia peruana.
Los artículos que hemos seleccionado en esta compilación obedecen grosso modo a un
orden cronológico. El primer texto, «Europa en el país de los incas: La utopía andina»,3
nos adentra en el tema de la «utopía andina»,4 formulación que tendría un fuerte impacto
en el medio intelectual peruano suscitándose una polémica sobre su contenido. Era
habitual entonces que los historiadores, en especial los llamados etnohistoriadores, se
refirieran a la «cultura andina» como una entidad que había permanecido intacta pese a la
colonización. En cambio, para Flores Galindo lo importante era entender la historia de esa
cultura examinando la conciencia campesina como memoria histórica peculiar,
generadora de una identidad cultural, que no permanece en un estado puro, siempre
idéntica a sí misma, sino que es una forma de entender el mundo y de enfrentarse a sus
injusticias. Encontró allí la raíz de una mitificación del pasado fundada en la idealización
del imperio incaico como un proceso que acompañó la resistencia al régimen colonial.
Estudió cómo en distintos momentos de la era colonial los portadores de esta idealización
colectiva trataron de plasmarla en la historia misma, subrayando que no existía una
utopía, sino' varias utopías: la variante culta de los llamados intelectuales, la utopía aristo-
crática de los caciques y la desplazada nobleza inca, la utopía criolla, influida por la
ilustración, la variante popular y anónima, transmitida oralmente a través del tiempo. En la
constitución de estas utopías históricas, el olvido de lo local y el «recuerdo» dulcificado
del imperio inca constituyó un particular tejido de la memoria colectiva campesina que se
fue desarrollando durante el siglo XVIII para culminar en la gran rebelión de Túpac
Amaru.5
«El horizonte utópico»,8 tercera pieza de esta compilación, retoma el tema de la «utopía
andina» en la década de 1920, época crucial en que surgieron tres corrientes importantes
para la vida política moderna del Perú: el socialismo de José Carlos Mariátegui, el
aprismo de Victor Raúl Haya de la Torre y el indigenismo en sus diversas vertientes.
Flores Galindo considera que en esta etapa el contenido de la utopía no es el
restablecimiento del señorío incaico como garantía de un orden justo, sino que la idea de
la instauración de una sociedad socialista, sin explotadores ni explotados, adquiere mayor
peso en esta creación colectiva. Da cuenta así de una ambigüedad en la propia «utopía
andina» que, como veremos luego, creará una fuerte tensión conceptual. Este replan-
teamiento ocurre en un momento en que las mayorías campesinas del sur del Perú se
movilizan y a la vez los sectores medios urbanos con aspiraciones modernizadoras y
democráticas buscan un espacio mayor que el que les concede la dominación de la
burguesía agroexportadora y financiera (llamada peyorativamente «oligarquía»). A estas
movilizaciones tratan de responder los planteamientos indigenistas (en sus diversas
corrientes), los populistas formulados por Haya de la Torre y los socialistas promovidos
por José Carlos Mariátegui. La interpretación de la lucha campesina en un marco
cerradamente étnico, como propone el indigenismo, o en un marco que busca asociarlos
a un ideario socialista o populista (aprista) marca la producción teórica e histórica de
estos años.
Incluimos finalmente la carta que escribió antes de morir exhortando a los miembros de su
generación a no renunciar a las ideas socialistas. Vale la pena mencionar aquí, quizá
hasta con tintes de aclaración, una acusación que acompañó los últimos años de la vida
de Alberto Flores Galindo. Como es sabido, al iniciarse la década de 1980 Sendero
Luminoso desató una decidida arremetida contra el estado peruano, arremetida que
además de las bajas propias de la guerra en las personas de soldados y policías, se llevó
de paso las vidas de muchos líderes populares, de campesinos y trabajadores que ya su-
frían la habitual violencia «legítima» del estado. La situación que vivía el país era
desesperada y los derechos humanos no importaban a nadie. Flores Galindo buscaba con
todas sus armas intelectuales una explicación a la violencia tremenda que agobiaba el
país; en un ambiente de cerrazón mental y de auge represivo, sus preguntas y sus
respuestas eran incómodas. Con un poco de mala voluntad, en lugar de una explicación
se podía quedar convencido de estar ante una justificación de los métodos de terror
empleados por Sendero. Algunos intelectuales llegaron a acusar pública y privadamente a
Flores Galindo de estar a favor de Sendero Luminoso. Dichas acusaciones no contenían
ni un ápice de verdad, y así debe constar, pues, aunque es probable que estas palabras
incriminatorias no sean ya repetidas, ya el refrán advierte que de la mentira siempre algo
queda, y es importante que no sea así.
Me parece que fue en 1985 cuando en una reunión en su casa, Flores Galindo
reflexionaba con preocupación sobre la precaria situación de los intelectuales peruanos
con quienes el estado no era nada generoso, sino más bien indiferente u hostil. Pero el
sentimiento de desánimo no permaneció con él, pues un rasgo de su carácter era su
optimismo inquebrantable, entonces nos dijo que ese no estar enfeudados al estado tenía
al menos la ventaja de la independencia. Pienso que Flores Galindo hizo un uso fructífero
y decidido de esa precaria ventaja, y de ello dan testimonio las páginas aquí reunidas.
1
. Josep Fontana, Europa ante el espejo, Barcelona: Crítica, 1994, pp. 148-156.
2
. Su nombre es Partido Comunista del Perú. Su sobrenombre de «Sendero luminoso»,
procede del lema que usaban habitualmente: «Por el sendero luminoso de José Carlos
Mariátegui». Su línea política se inspiraba también en Mao Tse Tung.
3
. Apareció este trabajo (Lima, 1986) como anticipo del libro del que forma parte: Buscando un Inca: identidad
y utopía en los Andes (La Habana: Casa de las Américas, 1986), ganador del premio Casa de las Américas, y
del cual se realizaron varias ediciones corregidas y aumentadas (Lima, 19872, 19883; México, 19934).
4
. Alberto Flores Galindo publicó «Utopía andina y socialismo», Cultura popular, n° 2 (1981), pp. 28-35.
Posteriormente publicó con Manuel Burga, «La utopía andina», Alllpanchis (Cuzco), vol. xvII, n° 20 (1982), pp.
85-101. Manuel Burga ha examinado la utopía andina, definida básicamente como restauración inca, en su
obra Nacimiento de una utopía: muerte y resurrección de los incas (Lima, Instituto de Apoyo Agrario, 1988).
5
. Además de la obra pionera de Carlos Daniel Valcárcel Esparza, La rebelión de Túpac Amaru (México,
1947), esta rebelión ha sido exhaustivamente estudiada por Scarlett O'Phelan, Un siglo de rebeliones
anticoloniales: Perú y Bolivia, 1700-1783 (Cuzco) Centro Bartolomé de las Casas, 1985) y La gran rebelión en
los Andes: De Túpac Amaru a Túpac Catar¡ (Cuzco) Centro Bartolomé de las Casas, 1995).
6
. Este estudio fue primero publicado en la Revista Andina (1986), de donde lo hemos extraído. Después se
integró en Aristocracia y plebe: Lima 1760-1830 (Lima, Mosca Azul Editores, 1984), libro basado en su tesis
doctoral. Hay una segunda edición titulada La ciudad sumergida: aristocracia y plebe en Lima, 1760-1830
(Lima, Editorial Horizonte, 1991). Un comentario más extenso de la obra puede verse en M. Chocano,
«Aportes y limitaciones de una visión del siglo XVIII peruano, Debate», Allpanchis (Cuzco), vol. XXII, n° 26
(1985), pp. 275- 285.
7
. El problema de los estereotipos femeninos en Palma ha sido recientemente estudiado en Francesca
Denegri, El abanico y la cigarrera: La primera generación de mujeres ilustradas en el Perú (Lima, Instituto de
Estudios Peruanos / Flora Tristán, 1996).
8
. Este estudio también es parte de su obra Buscando un inca: identidad y utopía en el Perú (La, Habana,
19$31, Lima, 19872,19883; México, 19904).
9
. Este texto es el primer capítulo de la obra La agonía de Mariátegui: La polémica con la Komintern (Lima,
19801, 19822, 19893; Madrid, 19914).
10
. Son numerosas las ediciones de las obra de Mariátegui en el Perú. En España, la editorial Crítica publicó
su obra capital Siete ensayos sobre la realidad peruana (Barcelona, 1976 [agotada]). También Ediciones de
Cultura Hispánica publicó una antología de sus textos al cuidado de Juan Marchena titulada José Carlos
Mariátegui (Madrid, 1988).
11
. Véase al respecto José Carlos Ballón, «Presentación», en Alberto Flores Galindo, La tradición autoritaria:
Violencia y democracia en el Perú (Lima, Sur / Aprodeh, 2000), pp. 18-19.
CAPÍTULO I
A partir del siglo XVI se entabla una relación asimétrica entre los Andes y Europa. Podría
resumirse en el encuentro de dos curvas: la población que desciende y las importaciones
de ganado ovino que paralelamente crecen, ocupando los espacios que los hombres
dejan vacíos. Encuentro dominado por la violencia y la imposición. Pero estos
intercambios son más complejos, como lo ha recordado Ruggiero Romano: barcos que
vienen trayendo caña, vid, bueyes, arado a tracción, hombres del Mediterráneo, otros
hombres provenientes del África y, con todo ello, ideas y concepciones del mundo, donde
se confunden palabras y conceptos admitidos con otros que estaban condenados por
heréticos. Del lado andino, junto al resquebrajamiento de un universo mental, surge el
esfuerzo por comprender ese verdadero cataclismo que fue la conquista colonial, por
entender a los vencedores y sobre todo por entenderse a sí mismos. Identidad y utopía
son dos dimensiones del mismo problema.
LA UTOPÍA HOY
Los Andes son el escenario de una antigua civilización. Entre los 8.000 y 6.000 años, en
las altas punas o los valles de la costa, sus habitantes iniciaron el lento proceso de
domesticación de plantas que les abrió las puertas a la alta cultura. Habría que esperar al
primer milenio antes de la era cristiana para que desde un santuario enclavado en los
Andes centrales, Chavín de Huantar, se produzca el primer momento de unificación
panandina. Sólo con la invasión europea se interrumpió un proceso que transcurría en los
marcos de una radical independencia. Los hombres andinos, sin que mediara intercambio
cultural alguno con el área centroamericana o con cualquier otra, desarrollaron sus
cultivos fundamentales como la papa, el maíz, la coca, su ganadería de camélidos,
descubrieron la cerámica y el tejido, el trabajo sobre la piedra, la edificación de terrazas
cultivables y de canales de regadío.1
La utopía andina son los proyectos (en plural) que pretendían enfrentar esta realidad.
Intentos de navegar contra la corriente para doblegar tanto a la dependencia como a la
fragmentación. Buscar una alternativa en el encuentro entre la memoria y lo imaginario: la
vuelta de la sociedad incaica y el regreso del inca. Encontrar en la reedificación del
pasado la solución a los problemas de identidad. Es por esto que aquí, para desconcierto
de un investigador sueco, «... se ha creído conveniente utilizar lo incaico, no solamente en
la discusión ideológica, sino también en el debate político actual».4 Mencionar a los incas
es un lugar común en cualquier discurso. A nadie asombra si se proponen ya sea su
antigua tecnología o sus presumibles principios éticos como respuestas a problemas
actuales. Parece que existiera una predisposición natural para pensar en «larga
duración». El pasado gravita sobre el presente y de sus redes no se libran ni la derecha -
Acción Popular fundando su doctrina en una imaginaria filosofía incaica- ni la izquierda:
los programas de sus múltiples grupos empiezan con un primer capítulo histórico en el
que se debate encarnizadamente qué era la sociedad prehispánica. Todos se sienten
obligados a partir de ese entonces. En los Andes parece funcionar un ritmo temporal
diferente, cercano a las «permanencias y continuidades». Es evidente que el imperio
incaico se derrumba al primer contacto con occidente, pero con la cultura no ocurriría lo
mismo. Casi al inicio de un texto sobre la sociedad prehispánica, el historiador indigenista
Luis E. Valcárcel sostiene que la civilización andina «había convertido un país inoperante
para la agricultura en país agrícola, en un esfuerzo tremendo que no desaparece durante
todo el dominio español y que tampoco ha desaparecido hoy. Por eso, desde este punto
de vista, el estudio de la Historia Antigua del Perú es de carácter actual, y estamos
estudiando cosas reales, que todavía existen y que vamos descubriendo mediante los
estudios etnológicos. Hay, pues, un vínculo muy riguroso entre el Perú Antiguo y el Perú
Actual».5 Ningún europeo podría escribir en los mismos términos sobre Grecia y Roma.
Friedrich Katz advierte una diferencia notable entre aztecas e incas.6 En México no se
encontraría una memoria histórica equivalente a la que existe en los Andes. No hay una
utopía azteca. El lugar que aquí tiene el pasado imperial y los antiguos monarcas, lo
ocupa allá la Virgen de Guadalupe. Quizá porque la sociedad mexicana es más integrada
que la peruana, porque el porcentaje de mestizos es mayor allá y porque los campesinos
han tenido una intervención directa en su escena oficial, primero durante la independencia
y después con la revolución de 1910. En los Andes peruanos, por el contrario, las
revueltas y rebeliones han sido frecuentes, pero nunca los campesinos han entrado en la
capital y se han posesionado del palacio de gobierno. Salvo el proyecto de Túpac Amaru
(1780) y la aventura de Juan Santos Atahualpa (1742) en la selva, no han conformado un
ejército guerrillero como los de Villa o Zapata en México. Sujetos a la dominación, entre
los andinos la memoria fue un mecanismo para conservar (o edificar) una identidad.
Tuvieron que ser algo más que campesinos: también indios, poseedores de ritos y
costumbres propios.
Las dos opciones escogidas con más frecuencia fueron justo y armónico. El imperio es
una suerte de imagen invertida de la realidad del país: aparece contrapuesto con la
dramática injusticia y los desequilibrios actuales. Si sumamos las características que se
pueden considerar como positivas, ellas llegan a 68%: la gran mayoría. Es de sospechar
que el porcentaje sería más alto en colegios provincianos y rurales. La encuesta propone
al estudiante una valoración desde el presente, un juicio ético. No es una invitación insóli-
ta. Por el contrario, es una actitud habitual en las escuelas, entre alumnos y profesores,
frente a un pasado que se vive como demasiado cercano.
En el Perú existen varias memorias históricas. Existe la historia que escriben los
profesionales, egresados de universidades y preocupados por la investigación erudita.
Existe también una suerte de práctica histórica informal, ejecutada por autodidactas de
provincia que han sentido la obligación de componer una monografía sobre su pueblo o
su localidad. Existe, por último, la memoria oral donde el recuerdo adquiere las
dimensiones del mito. Entre 1953 y 1972 se encontraron en diversos pueblos de los
Andes peruanos quince relatos sobre Inkarri: la conquista habría cercenado la cabeza del
inca, que desde entonces estaría separada de su cuerpo; cuando ambos se encuentren,
terminará ese período de desorden, confusión y obscuridad que iniciaron los europeos y
los hombres andinos (los runas) recuperarán su historia. Los relatos han sido referidos en
lengua quechua, por informantes cuyas edades fluctuaban entre los 25 y 80 años, aunque
predominando los ancianos, y proceden de lugares como Ayacucho (ocho versiones),
Puno (tres), Cuzco (dos), Arequipa (uno) y Ancash (uno).7 Se podrían sumar relatos
similares que circulan entre los shipibos y ashani, en la amazonía (inca descuartizado,
tres incas) y entre los pescadores de Chimbote, en la costa (visiones del inca).
Esta especie de ciclo mítico de Inkarri se articula con otras manifestaciones de la cultura
popular andina. Danzas sobre los incas como las que se ejecutan en el altiplano,
representaciones sobre la captura de Atahualpa o sobre su muerte en pueblos de las
provincias de Pomabamba, Bolognesi, Cajatambo, Chancay, Daniel Carrión, ubicados en
la sierra central. Danzas de las Pallas (mujeres del Inca) y el Capitán (Pizarro) en
Huánuco, Dos de Mayo, Huamalíes y Cajatambo. Corridas en las que el toro sale a la
plaza con un cóndor amarrado al lomo, simbolizando el encuentro entre el mundo de
arriba y de abajo, entre occidente y los Andes y que tienen lugar sobre todo en
comunidades ubicadas en las alturas de Apurímac y Cuzco:8 se conocen con el nombre
de Turupukllay. La localización de los lugares donde se efectúan nos puede dar una idea
de la difusión geográfica de la cultura andina contemporánea. Danzas, corridas y
representaciones se incorporan en los pueblos a fiestas populares que se celebran
durante varios días en homenaje al patrón o al aniversario de su fundación. En un número
significativo de lugares ocurren en los meses de julio y agosto, durante el invierno, que en
los Andes es la estación seca. Si ubicamos sobre un mapa estas expresiones populares
veríamos que corresponden con los territorios más atrasados del país, con las áreas
donde ha persistido un volumen mayor de población indígena y donde existen más
comunidades campesinas. Hay una correlación evidente entre cultura andina y pobreza.
Una concepción similar a la de Inkarri parece haber inspirado ese relato quechua titulado
«El sueño del pongo», publicado por José María Arguedas. Un colono de hacienda,
humillado por un terrateniente, se imagina cubierto de excrementos; el relato termina con
el señor a sus pies lamiéndolo. El cambio como inversión de la realidad. Es el viejo y
universal sueño campesino en el que se espera que algún día la tortilla se vuelva, pero en
los Andes, donde los conflictos de clase se confunden con enfrentamientos étnicos y
culturales, todo esto parece contagiado por una intensa violencia.
Inkarri pasa de la cultura popular a los medios urbanos y académicos. Los antropólogos
difunden el mito. Cuando a partir de 1968 irrumpe en la escena política peruana un
gobierno militar nacionalista, Inkarri dará nombre a un festival, será motivo para
artesanías, tema obligado en afiches, hasta figurará en carátulas de libros. Para un pintor
contestatario, Armando Williams, Inkarri es un fardo funerario a punto de desatarse; en la
imaginación de otro plástico, Juan Javier Salazar, es el grabado de un microbús (ese
peculiar medio de transporte limeño) descendiendo desde los Andes bajo el marco
incendiario de una caja de fósforos.9 Los intelectuales leyeron en el mito el anuncio de
una revolución violenta. El sonido de ese río subterráneo que parece emerger al terminar
Todas las sangres (1984). La terrible injusticia de la conquista sólo podía compensarse a
costa de transferir el miedo de los indios a los blancos. «Las clases sociales tienen
también un fundamento cultural especialmente grave en el Perú andino -señalaba José
María Arguedas-; cuando luchan, y lo hacen bárbaramente, la lucha no es sólo impulsada
por el interés económico; otras fuerzas espirituales profundas y violentas enardecen a los
bandos, los agitan con implacable fuerza, con incesante e ineludible violencia». ¿Es ésta
una descripción de la realidad andina o la expresión de los sentimientos que anidan en un
mestizo? En la mayoría de sus textos sobre las comunidades y el arte popular, Arguedas
parece sentirse inclinado a pensar en el progreso, la modernización y el cambio paulatino
edificado armónicamente: los mestizos del valle del Mantaro se convierten en un prototipo
del futuro país. Pero en los textos de ficción, donde el narrador se deja llevar por su
imaginario, los mestizos parecen diluirse y quedan los indios frente a los blancos, te-
niendo a la violencia como único lenguaje y ningún cambio, que no sea un verdadero
cataclismo social, es posible. Se trata, en este último caso, de convertir el odio cotidiano e
interno, la rabia, en un gigantesco incendio, en una fuerza transformadora. Dos imágenes
del Perú.10 Esta ambivalencia se manifestó incluso en las simpatías políticas de Arguedas,
a veces por opciones reformistas y otras por las tendencias más radicales de la nueva
izquierda.
La historia de la utopía andina es una historia conflictiva, similar al alma de Arguedas. Tan
enrevesada y múltiple como la sociedad que la ha producido, resultado de un contrapunto
entre la cultura popular y la cultura de las élites, la escritura y los relatos orales, las
esperanzas y los temores. Se trata de esbozar la biografía de una idea, pero sobre todo
de las pasiones y las prácticas que le han acompañado. La utopía en los Andes alterna
períodos álgidos, donde confluye con grandes movimientos de masas, seguidos por otros
de postergación y olvido. No es una historia lineal. Por el contrario, se trata de varias
historias: la imagen del inca y del Tahuantinsuyo dependen de los grupos o clases que las
elaboren. Así, para un terrateniente como Lizares Quiñones, era una manera de encubrir
bajo la propuesta de un federalismo incaico a los poderes locales (1919), mientras que en
Valcárcel tenía un contenido favorable a los campesinos.
LA UTOPÍA ANDINA
Baczko sostiene que las utopías no han tenido una historia lineal e ininterrumpida. Hay
períodos en los que el género se propala y que él denomina «épocas calientes»: uno de
esos momentos fue el descubrimiento de América. Pero entonces la utopía se encontró
con una corriente intelectual próxima: el milenarismo. Otro término que obedece a una
fecha muy precisa: el año mil, cuando se pensaba que llegaba a su fin el mundo. La idea
se vincula con la concepción cristiana de la historia según la cual ésta debe llegar un día
a su fin: el juicio final, la resurrección de los cuerpos, la condenación de unos y la
salvación de otros, para culminar en el encuentro de la humanidad con Dios. Temas del
apocalipsis que integraban los temores y las esperanzas cotidianas en los tiempos
medievales y que un monje calabrés llamado Joaquín de Fiori (1145-1202) convirtió en un
«sistema profético» y le dio forma escrita. La historia se repartía en tres edades: la edad
del padre, ya pasada y que correspondió al Antiguo Testamento, el presente o la edad del
hijo y la venidera edad del Espíritu Santo. En realidad, ésta ya se había iniciado pero,
para que culmine su instauración, hacía falta derrotar al Anticristo. Condenado por hereje,
sin embargo (o quizá por esto mismo), su sistema sería «el que mayor influencia ejerciera
en Europa hasta la aparición del marxismo».15 Entre otros medios, estas ideas
encontraron acogida en un sector de la orden franciscana. Para los infelices, para los
enfermos, los tullidos, los pobres y mendigos, los que nada tenían, el milenarismo les
recordaba que de ellos sería el reino de los cielos. Otra edad los aguardaba donde todos
los sufrimientos serían recompensados con creces porque ellos serían los escogidos y los
llamados, mientras que ningún rico podría ser convidado al banquete celestial. En el
discurso oficial de la Iglesia, el milenarismo introdujo variantes de contenido herético: la
salvación era un hecho terrenal, sucedía aquí mismo y hasta tenía un año preciso. El fin
de los tiempos no era algo lejano sino que más bien estaba cerca y un signo posible era el
sufrimiento de los hombres. El apocalipsis requería de la intervención divina en la historia,
del milagro, que podía encarnarse en un personaje, en algún enviado como los ángeles
que harían sonar la trompeta postrera, especie de nuevo profeta capaz de conducir al
pueblo hasta la tierra prometida: un mesías que sin embargo, para triunfar sobre las
fuerzas del mal, requería de la colaboración de los hombres.16
Algunos entendieron que la forma de apresurar el fin de los tiempos se confundía con la
lucha contra la injusticia y la miseria. Los ricos no tenían justificación. Por el contrario,
eran instrumentos del mal. Fue el milenarismo revolucionario sustento de revueltas y
rebeliones campesinas, la más importante de las cuales sería dirigida en 1525 por
Thomas Munzer: episodio de esas guerras campesinas en Alemania donde emerge el
sueño violento de una sociedad igualitaria, nivelada por lo bajo, conformada únicamente
por campesinos. Existió otra corriente «apocalíptico elitista», propalada en ambientes
intelectuales, en la que se optaba por medios pacíficos como el ejercicio de una
acendrada piedad, la mortificación del cuerpo, las flagelaciones como medio de
aproximarse a lo divino. Las corrientes más radicales del milenarismo tuvieron como
principal escenario a Europa central. El espiritualismo mesiánico, en cambio, encontró un
terreno propicio en la península ibérica, en un momento en el que los conflictos sociales
(expulsión de moriscos y judíos y después guerra de comunidades) coinciden con el
descubrimiento y conquista de América. El cardenal Cisneros, iniciador de una reforma
del clero regular en la España de Fernando e Isabel, toleró al «misticismo apocalíptico».
Se propala la idea de que eclesiásticos y monjes deben imitar la pobreza de Cristo.
Hombres sin zapatos y harapientos habrían sido los fundadores de la Iglesia: a ellos era
preciso retornar. El pobre fue exaltado no sólo como tema de oración o pretexto para la
limosna (y así ganar indulgencias) sino como ejemplo y modelo de cristiano. Alejo
Venegas en un libro titulado Agonía del tránsito de la muerte (1537) retomaba una me-
táfora de San Pablo para comparar a la cristiandad con un cuerpo, cuya cabeza era el
mismo Cristo.17 Quedaba implícito considerar que si los fieles se alejaban de la
espiritualidad -y por lo tanto del pobre- el cuerpo se separaba de la cabeza. Tema familiar
en una España cuyo ambiente era «denso en profecías». No es difícil reconocer algunas
imágenes que estarán presentes en los relatos sobre Inkarri, pero no nos adelantemos.
Nuevo mundo: fin del mundo. La correspondencia entre estos términos fue señalada hace
muchos años por Marcel Bataillon.18 Se descubría una nueva tierra en la que podía
culminar la tarea por excelencia de cualquier cristiano, imprescindible para que la historia
llegue a su fin: la evangelización, que todos conozcan la palabra divina y puedan
libremente escoger entre seguirla o rechazarla. Fuera de la cristiandad, los hombres se
repartían entre judíos, mahometanos y gentiles. Estos últimos eran los habitantes de
América. Llevar la palabra a los indios significaba terminar un ciclo. Por eso Gerónimo de
Mendieta consideraba a los monarcas españoles como los mayores príncipes del nuevo
testamento: ellos convertirían a toda la humanidad, eran los mesías del juicio final. En otra
versión, los indios serían una de las diez tribus perdidas de Israel que, según la profecía,
debían reaparecer precisamente el día del juicio final.
América no fue sólo el acicate de las esperanzas milenaristas, fue también el posible lugar
de su realización. El mismo almirante Cristóbal Colón era un convencido del Paraíso
Terrestre y cree ver -con una seguridad que la experiencia concreta no resquebraja- ríos
de oro, cíclopes, hombres con hocico de perro, sirenas, amazonas en los nuevos
territorios.19 Aquí está el origen lejano de esas sirenas que parecen disonar en la pintura
mural de los templos coloniales andinos. La imprenta se había introducido en España
tiempo antes, en 1473, y fue un factor decisivo en la popularización de los libros de
caballería, como Tirant lo Blanch, El Caballero Cifar, Amadís, Palmerín de Oliva y
Esplandián, todos ellos dispuestos a la acción, modelos de valor y de nobleza, capaces
de afrontar las más difíciles hazañas, mostrando que entonces ser joven era «tener fe en
lo imposible».20 Estos libros vinieron con el equipaje de los conquistadores. Les sirvieron
de pauta para leer el paisaje americano. Cuando se instala la imprenta en Lima, entre las
primeras publicaciones, junto con libros de piedad y textos religiosos, estarán nueve
novelas de caballería (1549).*
Llegan libros y llegan también otras ideas, perseguidas en Europa y que ven en el nuevo
continente la posibilidad de un refugio y quizá la ocasión inesperada de realización.
«América» -dice Domínguez Ortiz- «fue el escape, el refugio de los que en España, por
uno u otros motivos, no eran bien considerados».21 El milenarismo pasa a América con
algunos franciscanos que se embarcan con destino a México, Quito, Chile y desde luego
Perú. Durante el siglo XVI será la orden más numerosa establecida en los nuevos
territorios, con 2.782 frailes. Vienen después los dominicos, 1.579, y en tercer lugar
quedan los jesuitas, apenas 351. Desembarcan en un territorio donde está de por medio
el debate acerca de la justicia en la conquista. ¿Tenía España algún derecho para
posesionarse de esas tierras? Ginés de Sepúlveda y López de Gomara defenderán la
misión civilizadora de los españoles, pero Vitoria se inclinará por una evangelización sin
guerra y el dominico Las Casas emprenderá la más áspera crítica a la explotación del
indio. Aproximarse al indio era sinónimo de aproximarse al pobre.
La comparación entre América y el pueblo elegido tuvo también otra fuente, subterránea y
oculta: el descubrimiento coincide con la expulsión de los judíos de la península y algunas
víctimas de esa diáspora, previo traslado a Portugal, vieron una posibilidad en
embarcarse para América, donde podían tomar otro nombre y recubrirse con otra
identidad. Fue así que a principios del siglo xvii en Lima existía un núcleo importante de
comerciantes portugueses, grandes y medianas fortunas, uno de los cuales, Pedro León
Portocarrero escribiría una crónica que durante varios siglos se mantuvo en el
anonimato.24 En el secreto respetaban el sábado y realizaban prácticas que los
inquisidores llamaron talmúdicas. Tuvieron un destino similar a Francisco de la Cruz. La
Inquisición, en una especie de pogrom, los encarceló y procesó: a 17 en 1635 y a 81 el
año siguiente.25 Pero entonces los portugueses o judíos no sólo estaban afincados en
Lima. Algunos se habían establecido en pueblos del interior.
Sólo desde 1518 se limitó el ingreso de extranjeros a los nuevos territorios con la finalidad
específica de «impedir el paso de herejes» pero, dejando de lado vías clandestinas,
quedó siempre la posibilidad de comprar la licencia real, sobornando a los funcionarios
metropolitanos. En 1566 y en 1599 se organizan especies de batidas contra quienes
estaban en Indias sin licencia. No fueron muy eficaces. En los primeros treinta años de
colonización, en el actual territorio peruano se encontraban entre 4.000 a 6.000 europeos,
de los cuales algo más de 500 eran extranjeros.
Portugal 171
Inglaterra y Francia 7
No identificados 39
Total 516
FUENTE: James Lockhart, El mundo hispanoperuano 1532-1560, México, Fondo de Cultura Económica, 1982,
p. 302.
Para judíos y milenaristas, para todos los rechazados del viejo mundo, América aparecía
como el lugar en el que podrían ejecutar sus sueños. Surge, de esta manera, la
convicción según la cual «Europa crea las ideas, América las perfecciona al
materializarlas».27 El territorio por excelencia de las utopías prácticas. Cuando las huestes
de Pizarro recorran los Andes, no faltarán cronistas que crean ver un país en el que no
existe el hambre, reina la abundancia y no hay pobres. Venían de una Europa sometida al
flagelo de las periódicas crisis agrarias: años de buenas cosechas alternados con años de
escasez, propicios para la difusión de epidemias y el alza en la mortalidad. Les asombra
la existencia de tambos y sistemas de conservación de alimentos a esos hombres que si
bien poseían el caballo y la pólvora, dejaban un continente de hambre, donde las
deficiencias alimentarias eran constantes. Moro publica la Utopía seis años antes que los
españoles entren en Cajamarca, pero para sus lectores, si habían tenido la curiosidad de
conseguir en los años que siguieron alguna crónica sobre la conquista, el lugar fuera del
tiempo y de cualquier geografía podía confundirse con el país de los incas.
Después de esa muerte el Perú se quedó sin rey. Carlos V estaba muy lejos. Siguieron
los años. Los españoles llegarían a más de 4.000, de los cuales casi quinientos eran
encomenderos. Habían conseguido tierra e indios mediante sus armas. Aspiraban a
«constituir una nobleza militar todopoderosa».30 De allí a la autonomía no mediaba mucha
distancia. Éste fue el transfondo de las luchas que se entablaron entre conquistadores y
administradores metropolitanos, entre, el primer virrey Núñez de Vela, el visitador La
Gasca y conquistadores como Gonzalo Pizarro, Diego de Centeno o Francisco de
Carvajal.
Durante el decenio de 1560 comenzó a circular en el Perú una especie: Carlos V, influido
por la prédica de Las Casas, pensaba abandonar las Indias, desprenderse de ellas.
Aunque apareció en textos redactados por enemigos del célebre dominico, la versión se
propaló, fue considerada verosímil. El Perú quedaría bajo la conducción directa de un
monarca nativo supervigilado desde España: algo así como un protectorado. Después
muchos historiadores la han sancionado como cierta. Desde luego no lo era. Pero ¿por
qué consiguió credibilidad? Marcel Bataillon transciende la anécdota para proponernos
una reflexión: «Salta a la vista una diferencia entre México y el Perú. ¿Quiénes podían
pensar en resucitar la abolida autoridad de los soberanos aztecas para aplicar en la
Nueva España la doctrina lascasiana del protectorado superponiendo a una soberanía
indígena el supremo poder del rey de Castilla y de León, "emperador sobre muchos
reyes"? Era distinto el caso del Perú, en donde los antecesores inmediatos del virrey
Toledo, con arreglo a las instrucciones reales, habían procurado atraer pacíficamente al
"Inca" rebelde de Vilcabamba».33 Aquí la monarquía incaica, en cierta manera, todavía
existía -como veremos más adelante- refugiada en el reducto de Vilcabamba. Pero a esta
diferencia con México podríamos añadir otra: el Perú había sido escenario de una guerra
entre encomenderos y funcionarios reales, en la que se cuestionó a la realeza.
Todo parecía estar en discusión ese decenio de 1560.34 Las Casas cuenta con
informantes en el altiplano, cerca del lago Titicaca. Sus ideas se conocen en el Perú y aun
cuando los encomenderos fueron sus enemigos más feroces, años después, cuando
comienzan a morir los primeros conquistadores, en sus testamentos se advierte el
nacimiento de lo que Guillermo Lohmann llamará estela lascasiana: algunos se muestran
arrepentidos, otros piden devolver bienes a los indios. La culpa asalta a los vencedores.
En la hora postrera, ante el temor al castigo (infierno o purgatorio), se interrogan los
conquistadores ya ancianos y no faltan aquellos que terminan con un balance negativo.
En esos testamentos emerge la idea de «restituir» lo usurpado.
El testamento es un documento privado. Lo elabora un hombre que se siente próximo a la
muerte. Lo conocen sus parientes y la escritura se conserva en una notaría. Pero existen
siempre, en esta historia, los rumores. Comenzó a generarse la idea, en el interior mismo
de la república de españoles (utilizando un término del jurista Matienzo), que el dominio
de los descendientes de Pizarro era cuestionable.
Desde los vencidos, la conquista fue un verdadero cataclismo. El indicador más visible se
puede encontrar en el descenso demográfico, la brutal caída de la población indígena
atribuible a las epidemias y las nuevas jornadas de trabajo. El encuentro con los europeos
fue sinónimo de muerte. Aunque en el pasado se han exagerado las cifras, los cálculos
más prudentes del demógrafo David N. Cook señalan que hacia 1530 el territorio actual
del Perú debía tener una población aproximada de 2.738.673 habitantes que se reducen a
601.645 indios en 1630.35 Este despoblamiento preocupó a los propios españoles, para
quienes la mayor riqueza de los nuevos territorios eran precisamente esos indios, sin los
cuales no se hubiera podido extraer con bajos costos los minerales de Potosí. El sistema
colonial español no se estableció en los márgenes de los nuevos territorios, sino en el
interior mismo de ellos. Su finalidad no era encontrar mercado para productos
metropolitanos, sino extraer productos que, dada la tecnología de la época, conducían
hacia una utilización masiva de la fuerza de trabajo. Establecen minas y, junto a ellas,
ciudades y haciendas. Para controlar a los indios, los organizan en pueblos, siguiendo el
patrón de las comunidades castellanas. Así pueden estar vigilados, ser fácilmente
movilizables para la mita y tenerlos dispuestos a escuchar la prédica religiosa. Los indios
terminan convertidos en dominados.
¿Cómo entender este cataclismo? La etapa de desconcierto y asombro parece que no fue
tan prolongada. Desde los primeros años se planteó una alternativa obvia: aceptar o
rechazar la conquista. La primera posibilidad implicaba admitir que la victoria de los
europeos arrastró el ocaso de los dioses andinos y el derrumbe de todos sus mitos. El
dios de los cristianos era más poderoso y no quedaba otra posibilidad que asimilarse a los
nuevos amos, aceptar sus costumbres y ritos, vestirse como ellos, aprender el castellano,
conocer incluso la legislación española.36 Es el camino que siguen los indios que ofician
de traductores, uno de los cuales fue, en la región de Huamanga, el futuro cronista
Huamán Poma de Ayala.
Para muchos hombres andinos la conquista fue un pachacuti, es decir, la inversión del
orden. El cosmos se dividía en dos: el mundo de arriba y el mundo de abajo, el cielo y la
tierra que recibían los nombres de hananpacha y hurinpacha. Pacha significa universo. El
orden del cosmos se repetía en otros niveles. La capital del imperio, el Cuzco, estaba
dividida en dos barrios, el de arriba y el de abajo. La división en mitades se encontraba en
cualquier centro poblado. El imperio, a su vez, estaba compuesto por cuatro suyos. Esta
dualidad se caracterizaba porque sus partes eran opuestas y necesarias entre sí.41
Mantener ambas, conservar el equilibrio, era la garantía indispensable para que todo
pudiera funcionar. El cielo requería de la tierra, como los hombres de las divinidades.
Los españoles aparentemente podían integrarse en una de estas mitades, pero la relación
que ellos entablaron con los indios fue una relación de imposición y asimétrica. Quisieron
superponer una divinidad excluyente que demandaba entrega y sacrificios y no acataba
las reglas de la reciprocidad: es la imagen que todavía algunos campesinos ayacuchanos
tienen de Cristo. Todo esto pudo ser entendido por los hombres andinos como la
instauración de la noche y el desorden, la inversión de la realidad, el mundo puesto al re-
vés. Pero recurrir a la cosmovisión andina no era necesariamente excluyente del
cristianismo. Los hombres andinos no imaginaron un mundo creado de la nada. Siempre
había existido el universo. No existía un dios sino varios; los dioses se limitaban a
«aclarar, fijar y definir» la forma, cualidades y funciones del cosmos.42 El cristianismo
podía ser leído desde una perspectiva politeísta. No era una religión dogmática e
intolerante, Cristo, la Virgen y los santos no tenían necesariamente cerradas las puertas
del panteón andino. Esto permitió un encuentro entre los rasgos de las divinidades
prehispánicas y las representaciones del cristianismo. El mismo Cristo, por ejemplo, en la
figura del crucificado adquirió a veces los rasgos obscuros propios de una divinidad
subterránea como Pachacamac, con el atributo de hacer temblar la tierra.43 El Cristo de
los Milagros en Lima, el de Luren en Ica, el Señor de los Temblores en Cuzco. Este
camino conduce a las imágenes del Cristo-pobre y del Cristo-indio, como aquellos que
todavía se observan en las paredes de la iglesia de San Cristóbal de Rapaz,
probablemente pintados por un mestizo entre 1722 y 1761: Cristo aparece azotado y
torturado por judíos vestidos como españoles.44 Estas imágenes de Cristo han inspirado a
artesanos contemporáneos como Mérida, de San Blas (barrio cuzqueño), quien ha mo-
delado en arcilla crucificados en trance de agonía. Este tópico aparece con frecuencia en
esos pequeños lienzos pintados por anónimos maestros andinos estudiados por Pablo
Macera.45
Entre la colonia y la república -en fecha imprecisable- debieron componerse esos himnos
católicos quechuas que el padre Lira recopiló entre los campesinos del sur andino. A ellos
se vincula el «Apu Inka Atawalpaman», donde el canto funerario utiliza términos
equiparables a los empleados por Jeremías en la Biblia para relatar la «catástrofe del
pueblo inca».46
Amortaja a Atahualpa...
El horrendo enemigo.
Pero no sólo se escuchó la prédica ortodoxa. Los vencidos pudieron sentir una natural
predisposición a integrar aquellos aspectos marginales del mensaje cristiano como el
milenarismo. El mito contemporáneo de Inkarri, al parecer, formaría parte de un ciclo
mayor: las tres edades del mundo, donde la del Padre corresponde al tiempo de los
gentiles (es decir, cuando los hombres andinos no conocían la verdadera religión); el
tiempo del Hijo, acompañado de sufrimientos similares a los que Cristo soportó en el
calvario, al dominio de los españoles; y en la edad del Espíritu Santo, los campesinos
volverán a recuperar la tierra que les pertenece. Con variantes, relatos similares han sido
recogidos en Huánuco, Huancavelica, Ayacucho y Cuzco.47 El pachacuti de la conquista
se encuentra con la segunda edad del joaquinismo: período intermedio que algún día
llegará a su fin. De una visión cíclica, se pasa a una visión lineal. Del eterno presente a la
escatología. A este tránsito Henrique Urbano lo ha denominado paso del mito a la
utopía.48 Del dualismo -decimos nosotros- a la tripartición. Pero no nos adelantemos. Fue
un proceso prolongado el que llevó a la introducción del milenarismo en los Andes. Desde
luego, no contó con la aceptación unánime.
En la construcción de la utopía andina un acontecimiento decisivo fue el Taqui Onkoy:
literalmente, enfermedad del baile. El nombre se originó a consecuencia de las sacudidas
y convulsiones que experimentaban los seguidores de este movimiento de salvación:
reconversos de manera milagrosa a la cultura andina, decidían reconciliarse con sus
dioses, acatar las órdenes de los sacerdotes indígenas y romper con los usos de los
blancos. Al parecer, los organizadores del movimiento pensaban sublevar a todo el reino
contra los españoles. Estamos en el decenio de 1560. Los primeros adeptos fueron re-
clutados en la cuenca del río Pampas, en la proximidad de Ayacucho. Dado que esta
localidad era accesible desde Vilcabamba, se ha pensado que existiría alguna conexión
con la resistencia incaica en esas montañas, pero no puede omitirse que los seguidores
del Taqui Onkoy no querían volver al tiempo de los incas, sino que predicaban la
resurrección de las huacas, es decir, las divinidades locales. La vuelta del pasado, pero
todavía como tiempo anterior a los incas.49
En la experiencia cotidiana del poblador andino, el imperio incaico había sido realmente
despótico y dominador. En 1580 el recuerdo de los incas estaba asociado todavía con las
guerras, la sujeción forzosa de los yanaconas para trabajar tierras de la aristocracia
cuzqueña, el traslado masivo de poblaciones bajo el sistema de mitimaes. Los
campesinos del río Pampas fueron, precisamente, víctimas de esta última modalidad de
desarraigo. Es por esto que algunos grupos étnicos, como los huanca, de la sierra central,
vieron en los españoles a posibles liberadores de la opresión cuzqueña. Al poco tiempo
se desilusionaron pero las atrocidades de la conquista no hicieron olvidar fácilmente las
incaicas.
Pero no terminó allí la resurrección de las huacas. Movimientos similares, aunque sin
responder a una dirección central, eclosionaron en otras localidades que ahora se ubican
en los departamentos de Abancay, Cuzco, Puno y Arequipa, hasta llegar a 1590 y el Moro
Onkoy: sólo en este último caso los testigos refirieron apariciones del inca o el encuentro
con supuestos enviados suyos para «liberar a los indios de la muerte».51
Esa religión que llegaba acompañada con la imagen tenebrista de un esqueleto o una
calavera, traía también un mensaje diferente al que fueron receptivos los indios. Cristo
después de la crucifixión, de su agonía y de su muerte, al tercer día resucita para
ascender a los cielos. Los cuerpos podían recobrar la vida. La muerte no era un hecho
irreversible. Existía la promesa de una resurrección al final de los tiempos.
La historia de los incas de Vilcabamba termina con Túpac Amaru I. Apresado por el virrey
Toledo, fue muerto en la plaza de armas del Cuzco en 1572. Un acto público, a diferencia
del agarrotamiento de Atahualpa. Los que asistieron pudieron ver cómo el verdugo
cercenaba la cabeza y, separada del tronco, la mostraba a todos. Para que no quedara la
menor duda, la cabeza quedaría en la picota, mientras que el cuerpo sería enterrado en la
catedral. Para José Antonio del Busto, aquí nació el mito de Inkarri. La tradición sostiene
que la cabeza, lejos de pudrirse, se embellecía cada día y que como los indios le rendían
culto, el corregidor la mandó a Lima. Pero el proceso es algo más complejo. Inkarri resulta
del encuentro entre el acontecimiento -la muerte de Túpac Amaru I- con el discurso
cristiano sobre el cuerpo místico de la iglesia y las tradiciones populares. Sólo entonces
se produce una amalgama entre la vertiente popular de la utopía andina (que se remonta
al Taqui Onkoy) y la vertiente aristocrática originada en Vilcabamba.
Franklin Pease sugiere la hipótesis de que el mito de Inkarri habría comenzado a circular
a inicios del siglo XVII.54 Desde lo que hemos expuesto hasta aquí, parece verosímil. Para
entonces la utopía arriba a la escritura. Este tema nos remite a la situación de los
mestizos. Hijos de la conquista, jóvenes a los que por padre y madre correspondía una
situación de privilegio y cuando menos expectante, terminaron rechazados por los
españoles cuando éstos deciden organizar sus familias, acabar con el concubinato y
reemplazar a sus mujeres indias por españolas; para sus madres, esa primera generación
de mestizos traía el recuerdo de la derrota y el menosprecio por la presunta violación.
Hijos naturales, carecían de un oficio, no podían tenerlo. Engrosaron las filas de los
vagabundos a los que sólo quedaba la posibilidad cada vez más lejana de buscar nuevas
tierras o de enrolarse en el ejército para combatir a indios poco sumisos como eran los
araucanos. Recibieron el apelativo genérico de «guzmanes». Aquellos mestizos que no
arriesgaban su vida en cualquiera de estas empresas, terminaron como ese hijo de Pedro
de Alconchel, trompeta en Cajamarca, y una india de la tierra, dedicado a la bebida,
consumido en medio de una existencia pobre y miserable en el pueblito de Mala.55
«Hombres de vidas destruidas...» los llama un funcionario colonial. No exageraba. En
ellos la identidad era un problema demasiado angustiante. Algunos motines encontraron
entre los mestizos a personas dispuestas a cualquier asonada. Personajes como éstos
alentaron a Titu Cusi y es posible que algunos asistieran desesperanzados a la muerte de
Túpac Amaru I.
Mestizo fue Garcilaso de la Vega. Nace en el Cuzco en 1539. Parte a España en 1560, a
los 20 años. En la península intenta por todos los medios integrarse al mundo de los
vencedores. Quiere ser un europeo. Ensaya las armas y las letras. Pelea contra los moros
en las Alpujarras y busca fama como historiador de la Florida. Reclama el reconocimiento
de los servicios que su padre había prestado a la corona y la restitución de los bienes de
su madre, una princesa incaica llamada Isabel Chimpu Oello. En todas estas empresas
fracasa.56 En la ancianidad, solitario y frustrado, se refugia en el pueblito de Alontilla y allí
emprende una tarea diferente: escribir la historia de su país para entender sus
desventuras personales. Convertir el fracaso en creación. El exilio y la proximidad de la
muerte conducen a la añoranza. Mira hacia atrás y emprende la redacción de un texto
sobre la historia de los incas, la conquista y las guerras civiles de los españoles. El relato
está guiado no sólo por la preocupación de atenerse a los hechos, respetar a las fuentes,
decir la verdad, sino además por el convencimiento de que la historia puede ofrecer
modelos éticos. Fue un «historiador platónico»,57 convencido que sobre el pasado es
posible realizar un discurso político pertinente para el futuro. Ocurre que el afán por
compenetrarse con la cultura europea llevó a que Garcilaso se entusiasmara con un autor
-decisivo para el pensamiento utopista-, León Hebreo, un judío neoplatónico, autor de los
Diálogos del Amor, obra que Garcilaso traduce al español. Fue esa realmente su primera
tarea en el campo de las letras. Se mantuvo en el transfondo del escritor que años
después elaboró los Comentarios Reales y la Historia del Perú, primera y segunda parte,
respectivamente. Pero este libro respondía también a una coyuntura. Era un texto
polémico destinado a enfrentar a los cronistas toledanos. Bajo la inspiración del mismo
virrey que terminó con la resistencia en Vilcabamba, se propaló una visión del pasado
andino opuesta a la de Las Casas, con la finalidad de justificar la conquista. Toledo enroló
para este proyecto a Sarmiento de Gamboa, autor de la Historia indica. En esa crónica los
incas aparecen como gobernantes recientes, tiranos y usurpadores, que expanden el
imperio por la fuerza, a costa de los derechos de otros monarcas más antiguos y
tradicionales. Habían arrebatado el poder. Los conquistadores, por lo tanto, no tenían que
respetar ningún derecho porque no existía. Al expulsar a los incas, en todo caso, estarían
reparando una injusticia anterior. Pero había todavía más en el discurso toledano: los
incas eran idólatras, convivían con el diablo, ejecutaban sacrificios humanos y, por último,
practicaban la sodomía.
Al principio no fue un texto muy exitoso. Cuando muere Garcilaso, en 1616, más de la
mitad de la edición se queda entre los libros de su biblioteca. Pero en los años que siguen
las ediciones fueron en aumento. Durante los siglos XVII y XVIII se hicieron -totales o
parciales- 17 ediciones, de las cuales 10 fueron en francés, cuatro en español, dos en
inglés y una en alemán. Ayudó la calidad literaria del texto pero también las resonancias
utópicas que cualquiera podía advertir en sus páginas. En 1800 el editor madrileño de los
Comentarios Reales escribía en una nota prologal: «Confieso que no puede menos de
causarme mucha admiración que obras de esta naturaleza, buscadas por los sabios de la
nación, apetecidas de todo curioso, elogiadas, traducidas y publicadas diferentes veces
por los extranjeros, enemigos jurados de la gloria de España, lleguen a escasearse ... »59
En los Andes Garcilaso encuentra lectores fervorosos entre los curacas y los
descendientes de la aristocracia cuzqueña. Ellos asumen y a la vez propalan la lista de
incas que figura en los Comentarios, con lo que el pasado andino termina razonado con
los criterios políticos europeos. El inca es un rey. El sistema dual había originado que el
imperio no fuera una monarquía sino más bien una «diarquía»: los incas conformaron una
dinastía paralela, siempre existieron dos, correspondiendo a cada barrio del Cuzco
respectivamente. Este criterio no fue prolongado en Vilcabamba. No existe en absoluto
para Garcilaso. Cuando en el siglo XVIII se espere o se busque la vuelta del Inca se
pensará en singular: un individuo, un personaje al que legítimamente corresponda el
imperio y que asuma los rasgos de mesías. Túpac Amaru II tuvo a los Comentarios como
compañero de sus viajes, pero esta evidencia documental, proporcionada por Mario
Cárdenas, no resulta indispensable: basta leer sus cartas y proclamas para advertir que el
pensamiento del curaca de Tungasuca estaba inspirado en la tesis de la restitución
imperial. A través de la aristocracia indígena Garcilaso se insertó en la cultura oral: el libro
fue discutido y conversado. Sus argumentos considerados como válidos se integraron a
los juicios y los árboles genealógicos que descendientes supuestos o reales de los incas
elaboraban a lo largo del siglo XVIII.
Garcilaso tuvo una posteridad paralela en Europa. Quien primero parece haber recurrido a
su obra fue Miguel de Cervantes en Los trabajos de Persiles y Segismunda (1617).
Encontró después en el teatro otro medio de difusión. Calderón de la Barca escribe La
aurora de Copacabana influido por los Comentarios, que también inspiran Amazonas en
las Indias de Tirso. La presencia de Garcilaso es más evidente en el Atahualpa que en
1784 publica, en Madrid, Cristóbal María Cortés. Los incas aparecen en una novela de
Voltaire. Los utopistas del siglo xviii vieron en ese país lejano en el tiempo y el espacio, a
una sociedad excepcionalmente feliz.60 La utopía andina adquiere dimensión universal.
Los incas serán los que recreó Garcilaso y no aquellos monarcas que con tintes obscuros
había retratado Sarmiento de Gamboa.
Por esos mismos años el Cuzco obsesionaba también, al otro extremo de Sudamérica, a
los conquistadores del Paraguay. Entre ellos, Hernando de Ribera, en 1544, llega a
Asunción con la noticia de haber encontrado un templo del sol en una tierra poblada por
amazonas. Se organizaron otras expediciones. Una pretendió avistar la cordillera de los
Andes remontando el Pilcomayo; otra sostuvo haber llegado hasta un reino conquistado
por Manco Inca. Las visiones de los españoles se estaban encontrando en realidad con
los mitos de los tupiguaraníes sobre la «tierra sin mal», que motivaban sus
peregrinaciones hacia el oeste. Mientras tanto, en el otro extremo del lado andino, la
resistencia del Vilcabamba planteó la concepción tradicional de un doble del Cuzco. La
estructura dual, en la que se inscribía el pensamiento andino, hacía que fuera admisible la
existencia paralela de otra ciudad imperial. Antes de la llegada de los conquistadores
parece que se trató de Tumibamba, al norte, en lo que después fue el reino de Quito. Pero
con el reducto de Vilcabamba, la otra ciudad se trasladó a la selva.
El Paititi nació como resultado del encuentro entre tres tradiciones culturales: la dualidad
andina, los sueños de los españoles y los mitos tupiguaraníes.62 Poco a poco se fue
precisando su emplazamiento hasta quedar en un lugar que correspondería al actual
departamento peruano de Madre de Dios, en los límites con Bolivia y Brasil. Desde el
siglo XVI en adelante, se fueron adicionando argumentos que pretendían confirmar su
existencia. En la actualidad el tema del Paititi forma parte de las creencias cotidianas en el
Cuzco. Lo podemos encontrar -como veremos al terminar este ensayo- en relatos míticos
y también como parte de las convicciones de los mistis. En su búsqueda, todavía hoy, se
organizan expediciones trabajosas, se recurre a la fotografía aérea y cada vez que se
encuentra algún resto arqueológico en la selva, se piensa en el Gran Paititi.
Durante el siglo XVII la selva fue el escenario de otro espacio imaginario: el Paraíso. En
1650, un polígrafo establecido en Lima y llamado León Pinelo, escribió un enjundioso
texto, plagado de citas bíblicas y de fuentes hebreas, tratando de mostrar la ubicación del
paraíso terrenal en un lugar tal vez cercano al encuentro entre el Marañón y el Amazonas.
Junto a las citas recurría a la observación de la flora y la fauna. Sobre León Pinelo ha
persistido la sospecha -confirmada por Porras pero negada por Lohmann- de su origen
judío: sus padres habrían sido portugueses conversos. En todo caso, sus ideas parecen
tributarias de concepciones hebreas. Aunque el texto quedó inédito hasta nuestros días,
no fue ignorado.63 Casi un siglo después, Llano Zapata hizo alusión directa a su teoría.
Por cierto no fue exclusiva de León Pinelo. En 1581, un franciscano y entusiasta lector de
Garcilaso redactó una crónica conventual en la que también se refirió al paraíso:
«finalmente, la multitud de tantos ríos y fuentes de aguas cristalinas, que corren por
arenas de oro y piedras preciosas, hizo imaginar a muchos que en esta cuarta parte del
mundo nuevo estaba el Paraíso Terrestre, mayormente viendo la templanza y suavidad
de los aires, la frescura, verdor y lindeza de las arboledas, la corriente y dulzura de las
aguas, la variedad de las aves, y libres de sus plumas y la armonía de sus voces, la
disposición graciosa y alegre de las tierras, que parte de ellas, si no es el Paraíso, goza a
lo menos de sus propiedades; y don Cristóbal Colón fue tan grande astrólogo, tuvo por
cierto que estaba el Paraíso en lo último destaparte del mundo».64
La idea del paraíso debió merodear las mentes de esos franciscanos que se empeñaron
en expandir el mensaje cristiano hacia la selva. Dos fueron sus áreas de misiones: el
territorio del Gran Pajonal, en la selva central, tomando como centro de operaciones al
Convento de Ocopa, y en el sur la región de Carabaya, en Puno, teniendo allá como
punto de partida a la ciudad del Cuzco. En 1677 los misioneros encuentran en Carabaya a
nativos que portan supuestas indumentarias incaicas, heredadas de cuando los incas
habrían huido a la selva; en otro poblado, los nativos se confiesan antiguos tributarios del
inca, al que acostumbraban entregar oro y plumas. Los franciscanos encuentran relatos
sobre la muerte del inca. Comienzan a preguntar por el Paititi. Un anciano responde que
es el nombre de un río cerca del cual habitan los incas «en una población grandísima».65
Fue un indio piro el que condujo a un inusual peregrino desde el Cuzco hasta el Gran
Pajonal, el otro territorio misional de los franciscanos ubicado en la selva central: se hacía
llamar Juan Santos Atahualpa, vestía una cusma pintada, tenía pelo corto como los indios
de Quito, mascaba coca. Desde 1742 comenzaron a circular versiones sobre este
personaje: se le atribuía hacer temblar la tierra, proferir blasfemias, buscar la expulsión de
todos los españoles (frailes incluidos) y querer organizar una sublevación de todos los
nativos, que se unirían con los hombres andinos para establecer un nuevo reino.66 Decía
descender de Atahualpa y encarnar al Espíritu Santo: se explica así su nombre. Esa
cosmovisión resultaba de una peculiar amalgama entre milenarismo y pensamiento
andino: «Que en este mundo no hay más que tres Reynos, España, Angola y su Reyno, y
que él no ha ido a robar a otro su reyno, y los españoles han venido a robarle el suyo;
pero que ya a los Españoles se les acabó su tiempo y a él le llegó el suyo».67 El tiempo se
cumplía. Terminaba una edad y empezaba otra. Los españoles después de cercenar la
cabeza de Atahualpa se la habían llevado a Europa; arrebataron un cetro que no les
pertenecía y que ahora debía regresar a los verdaderos descendientes de los incas. Su
reino comprendía le selva y los Andes, el norte y el sur del Perú.
Entre 1743 y 1756 se produjeron enfrentamientos entre los seguidores de Juan Santos
Atahualpa y las tropas, primero del corregidor de Tarma y después del virrey. En total se
organizaron cinco expediciones, que fueron replicadas por un número similar de
incursiones de Juan Santos en la sierra central. A los nativos se sumaron campesinos
indígenas e incluso mestizos y negros. A la postre los españoles no consiguieron
derrotarlo, aunque impidieron nuevas incursiones.
Al promediar el siglo XVIII el Paititi adquiere completa verosimilitud. Alienta a los rebeldes
de Huarochirí -casi en las alturas de Lima- en 1750; treinta años después, Túpac Amaru II
se proclamará soberano del Gran Paititi y hacia 1790 Juan Pablo Viscardo y Guzmán, un
jesuita expatriado que conspiraba en Italia contra el colonialismo español, estará
convencido de que un «lugarteniente del inca» ha formado un «estado considerable» en
la selva.
LA UTOPÍA REPRESENTADA
En 1952 el escritor boliviano Jesús Lara encontró una copia manuscrita de un drama,
cuyo tema era la conquista, fechada en Chayanta en 1871. El original debió ser muy
anterior. Esta fecha podría remontarse hasta fines del siglo xvii. La obra se conoce con el
título de La tragedia del fin de Atahualpa. Termina cuando Pizarro ofrece la cabeza del
inca al rey. Hasta entonces el conquistador sólo ha movido los labios para subrayar la
radical incomunicación de dos mundos. Sólo en la escena final pronuncia algunas
palabras mostrándose orgulloso de su acto pero queda atónito cuando España, es decir el
rey, le dice «¡Cómo hiciste eso! / Ese rostro que me trajiste / es mi propio rostro». El rey
es el inca: Inkarri de los Andes. Termina con una maldición: Pizarro será arrojado al
fuego, toda su descendencia debe perecer y sus bienes serán destruidos; «Que nada
quede / de este enemigo infame».70
Según el cronista Arzáns y Vela, la primera representación de la muerte del inca habría
tenido lugar en Potosí en 1555. Pero Arzáns escribió en 1705.
No parece verosímil que desde una fecha tan temprana como él indica pudiera exaltarse a
los incas en una población española y cuando todavía el recuerdo del pasado andino no
había sido reconstruido en la memoria colectiva. Se afirma que entre 1580 y 1585 Miguel
Cabello de Balboa habría escrito varias obras dramáticas, una de las cuales se titulaba La
comedia del Cuzco, teniendo como tema posiblemente a lo «fabuloso de la historia
indígena».71 Lo cierto es que debemos aguardar hasta 1659 para tener una referencia
más precisa. Ese año, un 23 de diciembre, en la plaza de la ciudad de Lima «salió el rey
Inca y peleó con otros dos reyes hasta que los venció y cogió el castillo; y puesto todos
tres reyes ofrecieron las llaves al Príncipe que iba en un carro retratado; y salieron a la
plaza todos los indios que hay en este reino, cada uno con sus trajes; que fueron más de
dos mil los que salieron que parecía la plaza toda plateada de diferentes flores, según
salieron los indios bien vestidos y con muchas galas»72 Este pasaje del Diario de Lima de
los Mugaburu recuerda a la procesión del Corpus en el Cuzco, recogida en 16 lienzos
fechados a fines del siglo XVII. Se ve allí a los miembros de la aristocracia indígena,
vestidos a la usanza tradicional, con lujo y orgullo. Entonces había terminado el
prolongado período de asedio a la cultura indígena y los españoles optaron por la
tolerancia. En la sierra de Lima cesa la extirpación de idolatrías. Los evangelizadores
concluyen que el indio es cristiano. Los curanderos ya no serán encarcelados y hasta se
admite que pueden curar, aunque por medios diferentes que los utilizados por la medicina
enseñada en los claustros sanmarquinos. Estas circunstancias, que evidentemente no
existían en 1555, permiten que la utopía se vuelva pública.
Regresemos al año 1659: en Lima se escenificaba una pelea entre reyes. Quizá esta
referencia permita encontrar otro derrotero de la utopía andina. Llega al teatro a partir de
la difusión de representaciones populares en los pueblos. Los autos sacramentales y en
general todas esas escenificaciones que tenían lugar en los atrios de las iglesias, en
particular durante el Corpus y su octava, 7 y 14 de junio. Aparecen así en los Andes los
«Doce pares de Francia» o las peleas entre «Moros y Cristianos», que se encontrarán con
las danzas (taquis) indígenas como las que en 1610 se ejecutan en el Cuzco por la
canonización de San Ignacio de Loyola, y ese género de pelea, «hecha en juego», que
Acosta anota en muchos pueblos.76 Pero las luchas entre cristianos y moros traían un
mensaje favorable a la conquista. Se exalta a los vencedores. Al final queda sólo la
reconciliación que es en realidad reconocer una derrota. Según Ricardo Palma, cuando
en Lima de 1830 se veían estas peleas, los moros terminaban cantando «ya somos
cristianos / ya somos amigos / ya todos tenemos / la agua del bautismo».77
UTOPÍA Y CONFLICTOS
Mientras Chiquián fue decayendo de una manera que parece irreversible, los pueblos
cercanos han experimentado un dinamismo inusual. La ganadería se ha ido tecnificando y
han conseguido producir quesos de una reputada calidad que transportan, mediante
camiones, bordeando el Pativilca hasta Huacho. Para sus intercambios con la costa no
necesitan subir hasta Chiquián, de manera tal que día a día se han ido separando, hasta
el punto de disputar el liderazgo sobre la localidad: Ocros, un pueblo definidamente
campesino, aspira a ser la capital provincial. Allí también se celebra la captura del inca,
pero termina con el rescate y desde luego éste no es un personaje secundario y
menospreciado.
No debió ser así la fiesta en el pasado. A principios de siglo, cuando Luis Pardo, un
célebre bandido de la localidad, hizo de Inca, éste era el personaje más importante. Como
rezago todavía se puede observar que el ropaje y los atuendos especiales le
corresponden: una especie de corona, un hacha, telas bordadas como las que aparecen
dibujadas por Martínez de Compañón desde 1782. Además, el inca está acompañado por
Rumiñahui, supuesto general de Atahualpa, y cada uno de ellos por un grupo de cinco
pallas: según los mistis, chicas que van al encuentro de cualquier aventura y que a la
vuelta de nueve meses terminan con un hijo; según ellas mismas, es un acto de sacrificio,
que requiere de ayunos y abstinencias y se hace para agradecer un milagro o para
reclamar la ayuda de Santa Rosa: se sienten encarnando no a las mujeres del inca, sino a
las vírgenes imperiales. La vestimenta es particularmente vistosa y cambia según el día y
la celebración. Ellas cantan unas canciones, en español y quechua, que constituyen tanto
el coro como el hilo conductor de todo, de manera tal que la señora de Chiquián
encargada de prepararlas, enseñarles los cantos y dirigirlas, es en realidad la directora de
toda la representación. Ella recibió el cargo de su madre y adiestra a su hija para que
algún día la sustituya.
Terminar con la corrida de toros -donde se designará al próximo Capitán- es una manera
de afirmar que en el Perú la vertiente fundamental de su cultura es la española. Mestizaje
no significa equilibrio sino imposición de unos sobre otros. El discurso sobre el pasado
sirve para afirmar el predominio de Chiquián sobre los pueblos vecinos, pero esta
situación precaria se trasluce en una representación donde lo cotidiano interrumpe la
sujeción a la historia. La biografía de la utopía andina no está al margen de la lucha de
clases. El discurso contestatario convertido en discurso de dominación. Los mestizos de
Chiquián en 1984, a diferencia de los mestizos cuzqueños en 1569, no imaginan un Perú
sin españoles (o blancos).
La utopía andina es una creación colectiva elaborada a partir del siglo XVI. Sería absurdo
imaginarla como la prolongación inalterada del pensamiento andino prehispánico. Para
entenderla puede ser útil el concepto de disyunción. Proviene del análisis iconográfico.86 Y
se utiliza para señalar que en la situación de dominio de una cultura sobre otras, los
vencidos se apropian de las formas que introducen los vencedores pero les otorgan un
contenido propio, con lo que terminan elaborando un producto diferente. No repiten el
discurso que se les quiere imponer pero tampoco siguen con sus propias concepciones.
Algo similar ocurrió con la conquista del Perú. Para entender ese cataclismo, los hombres
andinos tuvieron que recomponer su utillaje mental. El pensamiento mítico no les hubiera
permitido situarse en un mundo radicalmente diferente. Tampoco podían asumir el
cristianismo ortodoxo. Los personajes podrán ser los mismos -Cristo, el Espíritu Santo, el
rey- pero el producto final es inconfundiblemente original. América no realiza sólo las
ideas de Europa. También produce otras.
Las definiciones sólo quedan completas al final. Por eso deberían figurar siempre en las
conclusiones y no en las primeras páginas. La utopía andina no es únicamente un
esfuerzo por entender el pasado o por ofrecer una alternativa al presente. Es también un
intento de vislumbrar el futuro. Tiene esas tres dimensiones. En su discurso importa tanto
lo que ha sucedido como lo que va a suceder. Anuncia que algún día el tiempo de los
mistis llegará a su fin y se iniciará una nueva edad.
Los relatos míticos encierran la misma capacidad de síntesis y condensación que los
sueños. Lo que en un libro académico de historia requeriría de varios volúmenes y en un
texto escolar de muchas páginas, es decir, la historia peruana desde la conquista hasta
nuestros días, aparece resumida de esta manera en el «mito de las tres edades» recogido
por Manuel Marzal en Urcos:
En la segunda etapa Dios crea el mundo de Jesucristo, que es el actual y que algún día
llegará a su fin. A la presente generación Dios la crea en tres categorías. Primero los
qollas que habitan al lado del lago. Éstos siempre llegan a estas tierras en busca de
comida, ya que los qollas fueron pescadores. Segundo, los inkas, que vivieron en la gran
ciudad del Cuzco. Tenían gran poder y pudieron hacer grandes cosas, como ciudades,
caminos y fortalezas, porque Dios los hizo así, pero no se les dio el gran poder de saber
leer. Cuando llegaron los mistis, los inkas se fueron hacia Tayta Paytiti y escaparon hacia
los cerros ocultándose con sus esposas en las punas, lugar a donde los mistis no
pudieron llegar. Por eso viven en las punas más solitarias e inhóspitas como castigo de
Dios por los pecados que cometieron. Tercero, los mistis, que son los hijos últimos de
Dios, los «chanas» de la creación y así hacen lo que se les antoja y Dios les soporta los
pecados; además saben leer.90
Para entender este desorden se requieren otras explicaciones. Aquí tropezamos con los
límites del pensamiento andino tradicional. Debieron recurrir a la religión de los
vencedores, de donde el relato de Urcos extrae la noción de culpa: los incas fueron
derrotados por sus pecados. ¿Explicación suficiente? Quizá en una época. Con el tiempo,
la introducción de la escuela en los ámbitos rurales, el crecimiento de la alfabetización y
otros fenómenos similares, debieron proponer una explicación adicional: la ignorancia, el
desconocimiento de la escritura. Atribuyen la derrota a ellos mismos, a las deficiencias de
su cultura. Lección obvia: abandonarla, asumir la que traen los vencedores. La escuela
será una reivindicación constante en las luchas campesinas de este siglo, a veces tan
importante como la tierra o el pago en salario.93 El relato aparentemente propone una
versión negativa de los hombres andinos pero, si se vuelve a leer, quizá se advierta una
ambivalencia. En efecto, los mistis triunfan pero los incas no desaparecen. Existen
todavía. Se han refugiado en lugares apartados y lejanos, en las altas punas y en la selva.
En este último sitio se ubica el Paititi: el doble del Cuzco. Triunfo incierto. En un relato que
pertenece al ciclo de Inkarri, Paititi es también la ciudad a donde huyeron los incas y se la
describe como resultado de la combinación entre tres rasgos: gran dimensión, luz radiante
y pan que abunda.94 La promesa está allí, más allá de las montañas, en algún lugar de la
selva.
El relato de las tres eras de la creación en Urcos no acaba con el dominio de los mistis.
Inmediatamente el informante campesino añade: «El mundo va a terminar el año 2000».
Aquí la utopía andina se encuentra con esas imágenes escatológicas que recorren la
cultura peruana actual. En Iquitos son los hermanos de la Cruz preparándose para la hora
postrera, en otros lugares de la amazonía se trata de ribereños que esperan el diluvio,
mientras en Lima consigue adeptos el predicador Ezequiel Atacusi, que insta a los se-
guidores de una llamada iglesia israelita a prepararse, volviendo a los tiempos del Antiguo
Testamento, vistiéndose como los grabados escolares recrean a los profetas. En
Ayacucho, hace tres años, los frecuentes temblores que asolaron a la región fueron leídos
como signos de una tierra que no soportaba tanto sufrimiento. En el norte del país, en
Chiclayo y Trujillo, a la par que ocurrían lluvias inusuales e inundaciones, circularon
versiones sobre la inminencia del fin del mundo. Ídolos milagrosos, árboles en los que se
quiere ver el rostro del mesías, santos y predicadores, son fenómenos que encuentran
audiencia en las barriadas de Lima. Mario Vargas Llosa se trasladó al Brasil para
encontrar una rebelión mesiánica enfrentada contra su tiempo. No era necesario viajar tan
lejos. El Consejero -el personaje que recorre las llanuras del sur este brasileño- habitaba
en realidad entre nosotros. Ese pasado era presente en el Perú.
Entre la segunda edad y la tercera, según la versión de Urcos, hay un momento terrible de
transición en el que se verán «hombres con dos cabezas, animales con cinco patas y
otras muchas cosas». Se anuncian cataclismos y la aparición de anticristos. El relato
termina con estas palabras: «Después de todo esto vendrá la tercera etapa, la de la
tercera persona, Dios Espíritu Santo y otros seres habitarán la tierra». Los mistis no son
eternos. Perecerán al igual que los incas y -como diría cualquier personaje del siglo xvi-
«de otros será la tierra».
1. La referencia es de John Murra y procede de un texto inédito citado en Luis Lumbreras. Arqueología de la
América andina, Lima, Milla Batres, 1981, p. 33: «Lo andino como civilización, se ha desarrollado
independientemente de otros focos de civilización. Tal desarrollo civilizacional tiene gran relevancia para una
ciencia social, ya que no hay muchos casos en la historia de la humanidad».
2. En un libro anterior titulado Aristocracia y plebe, Lima, Mosca Azul, 1984, traté de mostrar cómo se
realizaban estos conflictos en Lima colonial: esa ciudad ofrecía la imagen desalentadora de una sociedad sin
alternativa. ¿Se podría generalizar, a todo el orden colonial, esta conclusión?
3. Henri Favre, introducción al libro de Daniele Lavallée y Michele Julien, Asto: curacazgo prehispánico en los
Andes Centrales, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1983, pp. 13 y ss.
5. Luis Valcárcel, Etnohistoria del Perú antiguo, Lima, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1964, p.
17.
6. Friedrich Katz, The ancient American Civilisation, London, Weidenfeld and Nicolson, 1969, p. 332.
7. Rodolfo Masías y Flavio Vera, «El mito de Inkarri como manifestación de la utopía andina», Centro de
Documentación de la Universidad Católica, texto mecanografiado. Después de 1972 se han encontrado otras
versiones de Inkarri. Ver, por ejemplo, Anthropologica, Lima, Universidad Católica, año II. N.° 2, artículos de
Juan Ossio, Alejandro Vivanco y Eduardo Fernández.
8. Fani Muñoz, «Cultura popular andina: el Turupukllay: corrida de toros con cóndor», Lima, Universidad
Católica, 1984, memoria de Bachillerato en Sociología. Informes proporcionados por el profesor Víctor
Domínguez Condeso, Universidad Hermilio Valdizán, Huánuco.
9. Gustavo Buntinx, «Mirar desde el otro lado. El mito de Inkarri, de la tradición oral a la plástica erudita» (texto
inédito). Postgrado de Ciencias Sociales, Universidad Católica.
10. Cfr. «El Perú hirviente de estos días...», cap. 6 de Buscando un inca: Identidad y utopía en los Andes
(varias ediciones).
12. Jean Servier, La Utopía, México, Fondo de Cultura Económica, 1970, p. 18.
14. Mijail Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, Barcelona, Barral, 1974.
15. Norman Cohn, En pos del milenio, Barcelona, Barral, 1972, p. 115.
16. Sobre milenarismo ver también Jean Delumeau, La peur en Occident, París, Fayard, 1978, pp. 262 y ss.
Para una bibliografía básica ver Josep Fontana, Historia, Barcelona, Crítica, 1982, p. 37 y p. 274, nota 27.
17. Américo Castro, Aspectos del vivir hispánico, Santiago, Cruz del Sur, 1944, pp. 40-41.
18. Marcel Bataillon, Études sur le Portugal au temps de l'humanisme, París, 1952.
20. Irving Leonard, Los libros del conquistador, México, Fondo de Cultura Económica, 1979, p. 43.
21. Domínguez Ortiz, Los judeoconversos en España y América, Madrid, Istmo, 1978,p.131.
22. Mario Góngora, Estudios de historia de las ideas y de historia social, Valparaíso, Universidad Católica,
1980, p. 21.
23. John Phelan, El reino milenario de los franciscanos en el Nuevo Mundo, México, Universidad Nacional
Autónoma, 1972, pp. 110-111 y 170-173. Ver también Marcel Bataillon, «La herejía de fray Francisco de la
Cruz y la reacción antilascasiana», en Estudios sobre Bartolomé de Las Casas, Barcelona, ediciones
Península, 1976, pp. 353-367.
24. Guillermo Lohmann, «Una incógnita despejada: la identidad del judío portugués autor de la "Discricion
General del Piru"», en Revista de Indias, Madrid, 1970, N.° 119-122, pp. 315-382.
26. José Luis Martínez, Pasajeros de Indias, Madrid, Alianza Editorial, 1983. 27. John Phelan, Op. cit., p. 113.
28. José Durand, La transformación social del conquistador, México, Colegio de México, 1950.
29. José Antonio del Busto, La hueste perulera; Lima, Universidad Católica, 1981, p.52.
30. Efraín Trelles, Lucas Martínez Vegazo: funcionamiento de una encomienda inicial, Lima, Universidad
Católica, 1983, p. 58.
31. Guillermo Lohmann, Las ideas jurídico-políticas en la rebelión de Gonzalo Pizarro, Valladolid, 1971, p. 82.
32. José Antonio del Busto, Lope de Aguirre, Lima, editorial Universitaria, 1965, p. 154.
33. Marcel Bataillon, Estudios sobre Bartolomé de Las Casas, Barcelona, Península, 1976, p. 354-355.
34. Guillermo Lohmann Villena, Gobierno del Perú, París-Lima, Institut Francais d'Études Andines, 1971.
35. David Noble Cook, The indian population of Peru 1570-1620, University of Texas.
36. Steve Stern, «El Taki Onqoy y la sociedad andina (Huamanga, siglo xvi)», en Allpanchis, Cuzco, año xvi,
N.° 19, 1982, pp. 49 y ss.
37. Gonzalo Portocarrero, «Castigo sin culpa, culpa sin castigo», texto mecanografiado, Universidad Católica,
Departamento de Ciencias Sociales (próxima publicación en Debates en Sociología).
38. Nathan Wachtel, La vision des vaincus, París, Gallimard, 1971, pp. 55-56.
39. José Imbelloni, Pachacuti IX, Buenos Aires, editorial Humanior, 1970, p. 84. 40. Anne Marie Hocquenghen,
«Moche: mito, rito y actualidad» en Allpanchis, Cusco, vol. XX, N.° 23, 1984, p. 145.
41. Tom Zuidema, The Ceque system of Cuzco. The social organization of the capital of the Inca, Leiden,
1964. María Rostworowski, Estructuras andinas del poder, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1983. La
dualidad era uno de los principios de organización social y mental del Tahuantinsuyo. Los otros eran la división
en tres y la organización decimal.
43. Para comprender estas concepciones me fueron de gran utilidad las conversaciones y las visitas a iglesias
limeñas con Anne Marie Hocquenghen.
44. Arturo Ruiz Estrada, «El arte andino colonial de Rapaz», en Boletín de Lima, año 5, N.° 28, julio de 1983,
p. 46.
45. Pablo Macera, Pintores populares andinos, Lima, Banco de los Andes, 1980. 46. Jorge Lira y J. Farfán,
«Himnos quechuas católicos cuzqueños» en Folklore Americano, año 3, N.° 3, Lima, 1955, prólogo de José
María Arguedas.
47. Han recopilado material etnográfico y se han ocupado del «joaquinismo» en los Andes, Fernando
Fuenzalida, Henrique Urbano y Manuel Marzal.
48. Henrique Urbano, «Discurso mítico y discurso utópico en los Andes», en Allpanchis, Cuzco, N.° 10, p. 3 y
ss. Del mismo autor: «Representaciones colectivas y arqueología mental en los Andes», en Allpanchis, N.° 20,
pp. 33-83. Excepción de algunos adjetivos, y de ciertos juicios que obedecen a una lectura apresurada, es un
buen «estado de la cuestión», sustentado en una amplia bibliografía. En ese mismo número de Allpanchis ver
Manuel Burga, y Alberto Flores Galindo, «La utopía andina».
49. Juan Ossio, Ideología mesiánica del mundo andino, Lima, 1973.
50. Steve Stern, Op. cit., p. 53. Para una bibliografía sobre el Taqui Onkoy ver las referencias que figuran en
ese artículo, p. 73 y Pierre Duviols.
51. Marco Curátola, «Mito y milenarismo en los Andes: del Taqui Onkoy a Inkarri», en Allpanchis, Cuzco, N.°
10, 1977, p. 69. Es un texto fundamental para los temas que nos ocupan en este ensayo.
53. José Antonio del Busto, Historia General del Perú, Lima, Studium, 1978, p. 379.
54. Franklin Pease, El Dios creador andino, Lima, Mosca Azul, 1973.
55. José Antonio del Busto, La hueste perulera, Lima, Universidad Católica, 1981, pp. 183-184.
56. Aurelio Miró Quesada, El Inca Garcilaso y otros estudios garcilasistas, Madrid, Cultura Hispánica, 1971.
57. José Durand, El inca Garcilaso clásico de América, México, Sepsetentas, 1976. 58. Recogemos
planteamientos desarrollados por Pierre Duviols.
59. Alberto Tauro, «Bibliografía del Inca Garcilaso de la Vega», en Documenta, Lima, IV, 1965.
60. Guillermo Lohmann, «Francisco Pizarro en el teatro clásico español». Cristóbal María Cortés, Atahualpa,
Madrid, 1784. Aurelio Miró Quesada, Cervantes, Tirso y el Perú, Lima, Huascarán, 1978, p. 102.
61. José Antonio del Busto, Pacificación del Perú, Lima, Studium, 1984, pp. 218-219. Ver también p. 39.
62. Thierry Saignes, «El piemonte de los Andes meridionales: estado de la cuestión y problemas relativos a su
ocupación en lQs siglos xvi y xvii, en Boletín del Instituto Francés de Estudios Andinos, Lima, T. X, N.° 3-4,
1981, pp. 141-185.
63. Sobre León Pinelo se pueden cotejar el prólogo de Raúl Porras a la edición peruana de El Paraíso en el
Nuevo Mundo, Lima, 1943, y el estudio de Lohmann en El gran canciller de Indias, Sevilla, Escuela de
Estudios Hispanoamericanos, 1953.
64. Córdova y Fray Diego Salinas, Crónica franciscana de las provincias del Perú, Washington, Academy of
American Franciscan History, 1957. Un estudio imprescindible para seguir los cambios de mentalidad a través
de las órdenes religiosas en la tesis de Bernard Lavallé, Recherches sur l'apparition de la concience créole
dans la Vice-Rouyate du Pérou, Lille, 1982.
65. Michele Colin, Le Cuzco a la fin du XVII et au début du XVIII siécles, París, 1966, pp. 110-111.
66. Stefano Varese, La Sal de los Cerros, Lima, 1973, p. 175. Mario Castro Arenas, La Rebelión de San Juan
Santos, Lima, Milla Batres, 1973, p.24. La vinculación entre milenarismo, la edad del Espíritu Santo y San
Juan Santos fue sugerida por Pablo Macera.
67. Fray Bernardino Izaguirre, Misiones Franciscanas - Perú, Lima, Talleres Gráficos de la Penitenciaría, 1923,
p. 118.
69. Ver también Alfred Métraux, Religión y magias indígenas en América del Sur, Madrid, Aguilar, 1967.
70. Raúl Meneses, Teatro quechua colonial, Lima, Edubanco, 1982, p. 504.
y 1636», en Mar del Sur, N.° 11, Lima, mayo-junio 1950, pp. 21-23.
72. J. M. y E Mugaburu, Diario de Lima, Lima, Imp. San Martín, 1917, p. 54.
73. Franklin Pease, Datos expuestos en una conferencia sobre «Mesianismo andino», Lima-IX-1985.
74. Lorenzo Huertas, La religión en una sociedad rural andina (siglo xvii), Ayacucho, Universidad Nacional San
Cristóbal de Huamanga, 1981, p. 52.
75. Armando Nieto, «Una descripción del Perú en el siglo xviii», en Boletín del Instituto Riva Agüero, Lima, N.°
12, Universidad Católica, 1982-1983, p. 268.
76. Arturo Jiménez Borga, «Coreografía Colonial». El teatro popular no se limitó a estos temas. En Piura, en
Ñari Walac, por ejemplo, todavía se representa cada 6 de enero -bajada de Reyes- a Herodes y la matanza de
los niños (referencia proporcionada por Eduardo Franco).
77. Marcel Bataillon, «Por un inventario de las fiestas de moros y cristianos: otro toque de atención», en Mar
del Sur, Lima, N.° 8, nov.-dic, 1949, p. 3. En Huamachuco, al baile entre ñustas e incas lo llamaban danza de
«turcos». Turco es sinónimo de moro. Puede ser una prueba de esta hipótesis. (Referencia de Simón
Escamilo).
78. María Angélica Ruiz, «Carlomagno y los doce pares de Francia, en la comunidad Pampacocha Yaso»,
Tesis, Bachillerato en Antropología, Lima, Universidad Católica, 1978.
79. Pierre Duviols, «Huari y Llacuaz. Agricultores y pastores. Un dualismo prehispánico de oposición y
complementaridad», en Revista del Museo Nacional, T. XXXIX, Lima, pp. 393-414.
80. Manuel Burga, «La crisis de la identidad andina: mito, ritual y memoria en los Andes centrales», Wisconsin,
1984. (Texto mecanografiado).
81. Carré Gonzales, Fermín Enrique y Tivera, Antiguos Dioses y nuevos conflictos andinos, Ayacucho,
Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga, 1983.
82. Carlos Prince, Lima antigua - fiestas religiosas y profanas, Lima, 1890, p. 20. 83. Wilfredo Kapsoli, Ayllus
del Sol, Lima, 1984, p. 115.
84. Ana Baldocería, «Degollación del Inca Atahualpa en Ambar», en La Crónica, Suplemento Cultural, 11-VIII-
85. Dramas coloniales en el Perú actual, Lima, Universidad Inca Garcilaso, 1985. Nathan Wachtel, Op. cit. Ver
su comparación entre los representantes de la conquista en los Andes y en Mesoamérica. Burga Manuel,
«Violencia y ritual en el folklore andino», en Primer Congreso Nacional de Historia (ponencia mecanografiada).
85. Asistimos a la fiesta de Chiquián en agosto de 1984. Reunimos la información conjuntamente con Manuel
Burga. Aunque no estarán de acuerdo con mis observaciones, quiero constar mi agradecimiento a todos los
que nos acogieron en esa ocasión, en las figuras del capitán Elías Jaime y del inca Gaudencio Romero. En las
páginas que siguen resumimos un texto bastante largo que fue discutido con dos alumnos de la Universidad
Católica que también asistieron a la fiesta, Javier Champa y Félix Grandez, y con los alumnos del Seminario
de Cultura en el Postgrado de Ciencias Sociales, primer semestre de 1985. Sobre otras fiestas similares ver:
Héctor Martínez, «Vicos las fiestas en la Integración y Desintegración cultural», en Revista del Museo Nacional
de Historia, Lima, T. XXVIII, pp. 190-247. Emilio Mendizábal, «La fiesta en Pachitea Andina», en Folklore
Americano, Lima, año XIII, N.° 13, pp. 141-227.
86. Erwin Panofski, Renacimiento y Renacimientos en el arte Occidental, Madrid, Alianza Editorial, 1975.
87. Francisco Stastny, Las artes populares del Perú, Madrid, Edubanco, 1981, p. 58.
88. Emilio Mendizábal, «La difusión, aculturación y reinterpretación a través de las cajas de imaginero
ayacuchanas», en Folklore Americano, año XI, N.° 11-12, Lima, 1963.
89. Pablo Macera, Retablos Andinos, Lima, Instituto Nacional de Cultura, s.f.
90. Manuel Marzal, «Funciones religiosas del mito en el mundo Andino Cuzqueño», en Debates en
Antropología, N.° 4, Lima, Universidad Católica, 1979, p. 12.
91. Tom Zuidema, «Mito e Historia en el Antiguo Perú», en Allpanchis, N.° 10, Cuzco, 1977, p. 10 y ss.
92. Jan Szeminski, La utopía tupamarista, Lima, Universidad Católica, 1984, pp. 91 y 125.
93. Rodrigo Montoya, «El factor étnico y el Desarrollo», Cuzco, 1985, Centro Bartolomé de las Casas (texto
mimeografiado).
¿Cómo explicar la estabilidad del orden colonial? No obstante que el descontento social
se manifiesta en el Perú antes que en otros espacios coloniales, el sistema consigue
resistir a toda una serie de convulsiones que se suceden desde 1740 hasta 1824. Para
responder a esta pregunta, en lugar de empezar por las llamadas «áreas rebeldes» -como
lo ha hecho brillantemente Scarlett O'Phelan-, hemos escogido las zonas de retaguardia,
los lugares en apariencia menos permeables al descontento. Lima y sus alrededores (más
de 50.000 habitantes) serían el mejor ejemplo. La ciudad no produce, hasta 1818 o 1821,
ningún motín de envergadura, ningún alzamiento: desorden en el campo, estabilidad en la
capital. Pero estabilidad no es sinónimo de tranquilidad. Por el contrario, las imágenes
más frecuentes que podemos encontrar en los testigos de la época, dibujan una ciudad
violenta. De una primera impresión nos sentiríamos tentados a relacionar estas imágenes
con el esclavismo. ¿Fue realmente así? En este artículo nos proponemos dibujar el perfil
de las clases populares de una ciudad colonial a partir de sus comportamientos
cotidianos. Dejaremos a un lado cualquier dimensión discursiva para emplazarnos en el
terreno de «todos los días, muchas veces oscuro para el ojo del historiador», como indica
Piero Camporesi, acostumbrado a la amplitud de las estructuras y la larga duración. Se
trata, igualmente, de observar la sociedad colonial desde abajo: desde aquellos de-
sesperados que, paradójicamente, son en última instancia quienes la sostienen.
BANDIDOS DE LA COSTA
Hay parajes que son conocidos por la intensidad de los asaltos: las lomas de Lachay, la
pampa de «Medio Mundo» ubicada entre Chancay y Ancón, Lomo de Corvina al sur de la
capital, las inmediaciones de haciendas como Bocanegra y Villa. Incluso el pueblo de
Bellavista y las afueras del Callao, son poblaciones amenazadas por bandidos que
incursionan en sus suburbios. El camino entre Lima y el puerto es un riesgo permanente:
no se le puede transitar de noche. Igual sucede con otras rutas, como las que llevan de
Lima a Cerro de Pasco por Santa Clara o Canta: los bandidos se apostan en la esperanza
de divisar a un minero, a cualquier grupo de comerciantes itinerantes o algún
desprevenido funcionario español. Lo mismo ocurre en el puente de Surco. Hay siempre
el peligro que, en un rapto de audacia, los salteadores penetren en Lima, pero las
murallas desempeñan una imprescindible función protectora: fueron edificadas como
defensa ante un eventual ataque extranjero (la imagen mítica de los piratas), pero
acabaron desempeñando un papel más prosaico convertidas en barreras del
bandolerismo.
Pero, como en otros casos, el miedo tiende a exagerar la acción de los bandidos: la
criminalidad no tuvo rasgos de violencia incontenible. Los asaltantes se limitan a
apropiarse de objetos de valor, pocas veces matan o hieren a sus víctimas, los que se
resisten sólo acaban golpeados; se puede encontrar por excepción el caso anecdótico de
un viajero a quien dejan desnudo en medio del desierto. Las autoridades, sin embargo,
insisten en reiterar una imagen terrorífica de los bandidos. De Rojas, un criollo chacarero,
residente en Sayán, que ejerció el bandolerismo en Chancay, se dice que «es constante a
todo el valle el temor que se le tiene [...] y que a la casa que llega le dan lo que pide, a la
buena o a la mala como sucedió en la Hacienda de Palpa ...».2 Él y sus hombres (menos
de seis) habrían conseguido atemorizar no sólo a viajeros o hacendados, sino incluso a
chacareros y pequeños propietarios, a quienes obligan a entregarles alimentos, darles
protección y proporcionarles cuanto necesiten, exigiendo además rapidez y eficiencia en
estos servicios. Ignacio Rojas es tratado como un «conde»: la comparación, aunque
enunciada como un reproche, puede traslucir el respeto que alcanzaron algunos bandidos
y el lugar competitivo con los aristócratas en la imaginación popular. El 12 de noviembre
de 1814 termina trágicamente la trayectoria de Rojas cuando, descubierto por un grupo de
soldados en el maizal de la hacienda Caqui, les hace frente y cae muerto. Localizarlo fue
una tarea difícil: el capitán que dirigió la búsqueda empezó revisando los pueblos,
registrando todos los galpones de haciendas, recorriendo los más variados rincones del
valle, sin obtener alguna pista. Tampoco encontró la ayuda que esperaba de las
autoridades, del Subdelegado de Chancay o del Alcalde, quienes no tenían la menor
referencia precisa sobre el bandido. Rojas aparecía así como un personaje ubicuo. Sólo
cuando se ofrecieron cien pesos a quien proporcionase información, el bandido pudo ser
hallado.
Ignacio de Rojas tenía fama de hombre generoso y, para mantener ese cierto halo mítico
que comenzó a enmarcar su figura, acostumbraba asaltar vestido con una «capa verde
botella», color que, como contrastaba con la arena, era visible a la distancia. Sus
captores, a la postre, admitieron que era «de mano pródiga», por lo que no podía faltar
quien lo alertase sobre la presencia de las tropas y era difícil, a pesar de la amenaza de
prisiones o torturas, descubrirlo. Se acuerda enterrarlo rápidamente para evitar «el
concurso de gentes que por una rara curiosidad o una piedad mal entendida hacen más
bien un tumultuoso concurso ... ».3
La trayectoria de Rojas, como bandido, fue corta pero intensa. Un asalto de menor
cuantía lo llevó a prisión antes de los 20 años, de donde se fugó, buscó refugio en los
montes y fue formando sucesivas bandas con esclavos y mestizos. Asaltó a un minero en
Ancón, robó en las inmediaciones de Supe, hizo otro robo en Huacho, atacó a un religioso
que viajaba acompañado por un esclavo... Volvió a caer preso y volvió a fugarse. Pero la
versión sobre el terror impuesto por Rojas no era del todo infundada. Hasta ahora su
biografía parece ajustarse al modelo clásico del bandolero social: robaba a los ricos y
ayudaba a los pobres. Pero ocurre que los «serranos» y los «indios» estuvieron también
entre sus víctimas. En las lomas de Lachay, acompañado por el esclavo cimarrón
Julianillo, asaltó a unos campesinos y, posteriormente, él y un mestizo llamado Gregorio
Vega asaltaron a otros indígenas en un paraje cercano: no extraña, entonces, que fueran
perseguidos por los indios de Huacho. Es probable, incluso, que su captura no haya sido
tanto consecuencia de una delación alentada por la recompensa pecuniaria, como la
eventual venganza de algunos campesinos.
ZONAS DE BANDOLERISMO
No extraña, por todo lo anterior, que al revisar la composición de las bandas casi no se
encuentren indios. Entre más de veinte bandoleros -excluidos muchos casos inciertos o
dudosos- procesados entre 1791 y 1814, encontramos negros esclavos o libertos,
zambos, chinos, algunos mestizos, incluso criollos; pero no hay un solo indio. En la única
relación de presos de la «cárcel de la ciudad» que hemos podido encontrar, atendiendo a
la procedencia étnica de los condenados, resultan las siguientes cifras:
De los seis indios que figuran en la relación, sólo dos eran considerados «salteadores de
caminos». Si añadimos que ocho de los blancos estaban encarcelados bajo la acusación
de una cuantiosa defraudación ascendente a 5.000 pesos (un acontecimiento
excepcional), tendremos que la criminalidad encontraba mayores adeptos entre los
grupos étnicos mixtos: a los 12 mestizos podemos sumar 2 cholos y 14 castas (mulatos,
zambos y chinos), con lo que daría la cifra de 28 presos. Lamentablemente, sabemos
poco acerca de sus ocupaciones: podemos indicar que, del total de encarcelados, sólo
nueve eran esclavos. En lo que se refiere a los delitos: 9 estaban condenados por ho-
micidio, 4 por intento de homicidio, 16 por asalto de caminos y 23 por robos, restan otros
7 por delitos diversos.
Las bandas eran poco numerosas: un promedio de cinco hombres.7 Estaban por lo
general mal pertrechadas: pocas veces disponen de armas de fuego; por lo común,
portaban unos sables hechos por ellos mismos con hojas viejas y mohosas, dientes en los
filos y una improvisada abrazadera. Eran llamados «chafalotes»: se convirtieron
fácilmente en el arma simbólica de los bandidos de la costa y el hecho que así fuera
trasluce la escasa peligrosidad del bandolerismo.8
Emplearon también esas hojas dentadas y puntiagudas, especie de lanzas, a las que el
hampa limeña continúa llamando «verduguillos». Por el número y por las armas, resultaba
lógico que sus víctimas frecuentes fuesen los viajeros desprevenidos. Alternaban los
asaltos de caminos con eventuales acciones de cuatreraje: así procedían por 1793
Ignacio Risco y sus hombres en los alrededores de Chincha y Pisco. De esta manera se
enfrentaban con personajes que eran apenas eslabones finales en la red organizada por
el capital mercantil limeño, sin perturbar significativamente la vida de la aristocracia. No
sabemos -antes de 1821- de ninguna hacienda amenazada o atacada por bandidos;
tampoco de enfrentamientos con funcionarios coloniales (corregidores, intendentes,
subdelegados). La violencia de los bandidos termina en una cierta esterilidad, aunque el
bandolerismo no se refugia en áreas económicamente marginales, sino que llega a
establecerse en las mismas rutas mercantiles y amenaza las puertas de la capital. Pero
es sólo una amenaza: la imaginación colonial exacerba la acción de los bandidos como
resultado de la combinación entre el recurrente temor de la clase dominante y el
entusiasmo que el bandido, como hombre libre, despierta en una sociedad que admite el
trabajo esclavo. El pueblo y la aristocracia coinciden, aunque por motivos diferentes, en la
mitificación del mismo personaje: comparando a los bandidos con condes y dándoles
títulos como «capitán de bandidos» o atribuyéndoles crímenes atroces, uniendo casi en
una misma biografía dos sentimientos contradictorios que nacían de las relaciones entre
blancos y negros, es decir, la obsesión por la libertad con el miedo. Algunos personajes,
como el zambo llamado «Rey del Monte», consiguieron inusitadas simpatías: vestido de
monigote se presentaba en las corridas de toros, haciendo reír a niños y adultos; años
después sería ajusticiado en la horca, junto con tres compañeros, en octubre de 1815.9
Hay una evidente desproporción entre los actos de los bandidos y las penas que reciben
en los tribunales. La ley prescribía tajantemente la muerte para los salteadores de
caminos. Se cumplió en muchos casos. En 1772, fueron ahorcados en la plaza de armas
de Lima Manuel Martínez, el alférez Juan Pulido, por haber capitaneado una banda, y
cuatro negros de Carabayllo; al año siguiente serían ajusticiados once presos. Dado este
destino inexorable, algunos bandidos preferían morir, como Ignacio de Rojas,
enfrentándose a los soldados y con las armas en la mano. Sólo el destierro o la prisión
prolongada sustituían a la muerte.
¿Por qué estos castigos? La violencia tenía una función ejemplificadora: no se ejercía
recatadamente, en lugares reservados, lejos de los curiosos. Todo lo contrario: el
escenario preferido era la plaza principal de la ciudad. «Ningún esclavo era castigado en
privado», según pudo observar William Bennet Stevenson, viajero e historiador inglés. No
estaba prohibida la tortura en los interrogatorios, hasta el punto de obligar a muchos
cimarrones a admitir crímenes no cometidos: la confesión arrancada por la violencia podía
disculpar al reo, pero nadie pensaba en incriminar al verdugo (un oficio como cualquier
otro). Aquellos que se libraban de la horca no podían evitar los azotes en público. El negro
Anacleto, un cimarrón, recibió 200 azotes, recorriendo las calles de Lima precedido por un
pregonero que explicaba sus faltas.11 Manuel Ghombo, procesado por abigeato, fue
condenado también a 200 azotes por las calles y otros 25 en el poyo de la plaza mayor.12
Cuando el negro Pedro León fue acusado del homicidio de dos indios (al parecer, no tuvo
más responsabilidad que la «mala fama» de bandido y el temor que en Surco despertaba
su nombre), el fiscal pidió la pena de muerte, pero, a falta de pruebas, sólo tendría que
asistir al ahorcamiento de sus dos supuestos cómplices, Toribio Puente y Domingo
Mendoza, quienes serían sacados de la prisión con una soga de esparto al cuello,
conducidos a la plaza mayor, «en donde estará una horca de tres palos» y colgados.
Terminado el suplicio, a ambos se les cortaría la cabeza. Como escarmiento, serían
fijadas y exhibidas en una escarpia cercana al puente de Surco. Pedro León, aparte de
contemplar todo, debía pasar, como expresamente se prescribía en la sentencia, debajo
de la horca, después de lo cual partiría cuatro años a la isla presidio de Juan Fernández,
en el Reino de Chile.13
Existía la convicción -por lo menos entre los magistrados de la Audiencia- que las faltas
debían ser purgadas. El castigo era físico y visible: en una época en que se descubría
tanto la calle como los espectáculos públicos (toros, teatro, gallos, paseos, café), terminó
siendo un espectáculo más, casi una distracción. El principal verdugo de Lima tenía el
significativo mote de «Festejo». Era imposible imaginar la plaza de armas sin el palacio
virreinal y sin la horca: resulta así que en el centro de la ciudad figuraban los símbolos de
la violencia. ¿Por qué? En cierta manera, se trata de un rasgo común con otras
sociedades del «antiguo régimen». En Venecia podían observarse, como nos lo ha
indicado Ruggiero Romano, símbolos parecidos. Pero la pregunta, en realidad, no es por
el castigo, sino por la desproporción entre éste y el delito, es decir, por esta aparente
inflación de la violencia.
Quizá los bandidos fueron la ocasión ejemplificadora contra un peligro que se anidaba en
el interior de los muros de la ciudad: la frecuencia de asaltos en las propias calles de
Lima. Una deplorable iluminación protege los robos nocturnos. Pero, a medida que
transcurre el siglo, éstos suceden incluso de día y en los lugares más públicos: las
principales calles, el puente, la plaza, los atrios de las iglesias. Se roban carteras,
sombreros, capas... Surge una palabra para designar estos hechos: el «capeo». Por
acción de los «capeadores», desde los tiempos del Virrey Amat, se consideró peligroso
atravesar de noche el puente sobre el Rímac. Hacia 1798, allí se había establecido, literal-
mente, Esteban Villapán, un carterista cuyo oficio original era el de sastre, pero que
«tiempo ha que no trabaja».14 Por entonces, se volvió corriente el asalto nocturno a los
domicilios «escalando paredes», a pesar de la protección que podían garantizar los
perros y las armas de los propietarios. Se formaron verdaderas bandas urbanas.
Un buen ejemplo podría ser la banda de Antonio Gutiérrez.15 Era un zapatero andaluz que
fue apresado en 1772, cuando tenía 25 o 26 años. En su itinerario delictivo figuraban el
robo a la huerta de un paisano, el sevillano Francisco Durán, luego un asalto más audaz
en la casa de Ventura Tagle. Viajó a Buenos Aires, estuvo preso, pero, como muchos
otros, se fugó sin gran dificultad. Por entonces había formado una banda que tuvo entre
seis y siete miembros. Todos vivían en un conventillo en San Lázaro que les servía como
base para diversas operaciones: el robo de la platería de una casa o el hurto a una negra
chicharronera. Las víctimas, de esta manera, muchas veces eran personajes de una
pobreza similar. Por esos mismos años, otra banda, así como asaltó una tienda de
platería, robó en una chingana. A Gutiérrez lo llamaban capitán: tenía una pistola, esmeril
y caballo, pero quizá para disculparse ante las autoridades, él presentó una imagen más
democrática: «la dirección era mutua, y recíproca entre todos apuntando cada uno a lo
que tenía por conveniente en el logro de su fin...». Amparado en estas consideraciones,
durante el proceso empleó el término «compañía» en lugar de banda. Alguna razón tuvo:
el funcionamiento eficaz de esa asociación exigía, junto con un trabajo en equipo,
articularse clandestinamente con otros sectores sociales. Aparte de la protección de los
vecinos (a los que se debía gratificar en fiestas o chinganas), primero se requería del
contacto con informantes sobre las casas que podían asaltarse (los esclavos domésticos
eran los mejores), el auxilio de algún militar que les proporcionase armas (en este caso
fue ese alférez Juan Pulido, ahorcado el mismo año en que fue apresado Gutiérrez) y, al
final, alguien a quien vender el botín (en una ocasión, fue el mayordomo de la chacra
Puente que intercambió la plata labrada por un caballo). Toda una red delictiva que se
repetía en el caso de otras bandas, como la de Miguel Alón.16 Se encuentran así vidas
que aparecen en distintos pasajes de este libro.
Los desocupados y semiempleados, los jornaleros eventuales cuyas vidas dependían del
ritmo de llegada de los barcos, las recuas de mulas, el incremento en las edificaciones
urbanas o la demanda en los talleres, contribuyen a que aumente o disminuya, según el
período, la marea de una masa urbana que convive con los salteadores de caminos. En
términos étnicos, estos trabajadores eventuales son mestizos o castas (especialmente
zambos y mulatos), de manera que, a su frágil condición económica, añaden la exclusión
social: no pertenecen a ninguno de los tres grupos definidos (blancos, negros o indios) y
deben soportar el menosprecio que desde la conquista queda reservado a todos los
mestizos, «esos hombres de vidas destruidas». Pero las definiciones y los calificativos
que se adjuntan a los términos «zambo» y «mulato» son todavía peores: «casta infame»,
«la peor y más vil de la tierra».17 El doctor Mariano de la Torre, canónigo de la Santa
Iglesia Metropolitana de Lima, añadía otras precisiones poco edificantes: «La regla
general es que toda mistura con Indio y español produce mestizos, que es derivación del
verbo latino miseo y la mezcla con negro origina mulatos que es una analogía de los
mulos como animales de tercera especie».18 A los zambos, a su vez, se les achacaba
cuanto robo o crimen ocurría. Bennet Stevenson -contagiado de los prejuicios limeños- les
adjuntó los calificativos de «cruel, vengativo e implacable», junto con los de «perezoso,
estúpido y provocador».19
Los porcentajes más altos de ilegitimidad corresponden a las castas. El año 1800, por
ejemplo, del total de hijos naturales (119), casi todos especificaron su procedencia étnica
y entre mestizos, mulatos, cuarterones, chinos, zambos y requinterones sumaron 66.
Estas cifras son corroboradas por información notarial: para 1770 resulta un 14% de hijos
naturales y para 1810, un 13%.21 Porcentajes, todos éstos, muy elevados en comparación
con las parroquias de Europa, e incluso con las de Chile. Hacia 1770, una mujer se
jactaba públicamente de tener tantos amantes que «cada año pone a un hombre en
Valdivia», es decir, lo remitía a prisión.22 Sería pertinente añadir que la prostitución no es
una actividad claramente delimitada. Se le ejerce en las viviendas improvisadas del
puerto, en las pulperías y chinganas de Lima, en «oyos» cerca del hospital y las bodegas
de Bellavista.23
El aumento de la plebe fue observado con preocupación por el viajero Haencke: «Es de
advertir que, aunque en general crezca la masa total en la población, ofrece la mayor
atención que este aumento de pobladores es de número, y no de calidad: desertores,
marineros, polizones, vagos, gente sin otra fortuna que su persona, poca distinción y
mucho problema». Después de señalar su crecida presencia en los asientos mineros,
añadía que «abundan no poco en la capital»24 Otro testigo indicaba, de manera más
rotunda, que en Lima la mayor parte de la gente es ociosa y vagabunda» y la situación
era de tal manera alarmante que «apenas van corridos diez días del presente mes
[setiembre, 1780] y ya se han hecho doce hurtos de magnitud».25
Contra esta población se fundó en 1787 el ramo de policía y en 1790 la plaza de alguacil
de ociosos26 Se hizo obligatoria la iluminación de la ciudad, por lo menos entre 8 y 10 de
la noche, y se estableció un servicio de serenos y patrullas, estos últimos para vigilar los
almacenes de los comerciantes. Las puertas de la ciudad se mantenían cerradas entre las
11 de la noche y las 4 de la madrugada. Pero no fueron suficientes estas medidas. La
población de Lima se incrementaba constantemente. Tanto en 1770 como en 1810, el 21
de los que hicieron testamentos en Lima eran provincianos.27 El fenómeno, a su vez,
obedecía al crecimiento demográfico que el virreinato experimentaba en casi todas sus
regiones, en algunos lugares desde mediados del siglo XVII, en otros desde inicios del
XVIII. Esta población nueva terminó obligada a migrar, liberada de aquellos lazos que la
unían a sus comunidades y condenada muchas veces a conseguir sólo empleos
temporales o a sumarse a esos vagabundos, tan frecuentes en ciudades como Ayacucho
o Cuzco.
El vagabundaje era visible en las calles de Lima. El tema motivó dos artículos en el
Mercurio Peruano. En uno de ellos se describió la «innumerable tropa de mendigos [que]
huyen al orden, aborrecen la disciplina». El Arzobispado pretendió atenuar la situación
administrando una Casa de Pobres, desde 1732. El Virrey Amat tuvo que crear un
hospicio. En las casas de misericordia había más de un centenar de ocupantes28 Un
censo de mujeres indigentes, posterior a 1809, arrojó la cifra de 944 pobres, compuesta
por inválidos, ancianos, viudas... Dieciocho habían sido «abandonadas» por sus maridos.
Pero estas cifras comprendían únicamente a los «pobres vergonzantes», es decir,
personas que en el pasado habían tenido una condición acomodada.29 En 1770, el 13%
de testantes se declaran como «pobres». La mayoría de vagabundos preferían habitar en
las plazas de la ciudad. En 1810, la inquisición procesó a un negro que ganaba el pan
paseando por las calles una gavilla de perros, gatos y monos, a los que había enseñado a
bailar: el hecho fue referido por el viajero Julian Mellet y posteriormente recogido por
Ricardo Palma. Los vagos no faltaban a las comidas caritativas que diariamente se
repartían en San Francisco, en la Recolección de los Descalzos y, en general, en todos
los conventos y monasterios. El Arzobispado ofrecía una limosna mensual y algunos
pobres conseguían ponerse bajo su protección. Muchos de estos personajes eran
migrantes desafortunados que habían llegado atraídos por la fama de Lima y
esperanzados de encontrar ventura en una ciudad aparentemente próspera. Pero el
capital comercial es avaro. La situación se deterioró aún más cuando llegaron los efectos
tempranos de la crisis comercial y la migración no se contuvo. Hacia 1790, el poeta
andaluz Terralla y Landa observaba a la entrada de Lima, «muchas pulperías, / tambos,
chinganas y puestos, / cocinerías y serranos, / muchas gentes y arrieros». La población
frecuentaba las fondas y tambos ubicados en los suburbios, pero también vivía en los
«callejones de cuartos», calculados en alrededor de un centenar: allí el hacinamiento y la
promiscuidad eran inevitables. Terralla hacía otras anotaciones sobre la composición de
esta especie de «pueblo menudo» de Lima: «Que ves a muchas mulatas / destinadas al
comercio, / las unas al de la carne, / las otras al de lo mesmo».30 Repetía así consabidos
prejuicios sobre las mulatas, recogidos antes por los viajeros Jorge Juan y Antonio de
Ulloa.
Otro testigo de la época acuñó una expresión para englobar a vagos, mulatos y mestizos:
«gente vil de la plebe».31 Plebe fue un término usado con frecuencia en la época, para
denominar a esa masa disgregada que era el pueblo de las ciudades. El término tenía una
evidente connotación despectiva, que a veces no era suficiente, por lo que se le
acompañaba de algún adjetivo, como vil, ínfima, «gavilla abundante y siempre dañina»,
«baja esfera»... Sinónimo de populacho y pueblo. Los plebeyos se definían porque, en
una sociedad que pretendía acatar una rigurosa estratificación social, sus miembros
carecían de ocupaciones y oficios permanentes. Pero, aparte de una frágil condición
económica, se contraponían a la aristocracia por vivir al margen de la «cultura»: no había
escuela, ni maestros para ellos; eran -como ha señalado Pablo Macera- analfabetos
porque la educación resultó ser uno de los más preciados privilegios de clase.32 Por eso,
aristócratas como José Baquíjano y Carrillo, Antonio de Querejazu y Mollinedo o José
Bravo de Lagunas y Castilla, fueron retratados al lado de sus bibliotecas: el libro era un
símbolo de status. En 1770, de 49 casos que declaran efectos personales -sobre un total
de 118 testamentos masculinos-, 9 declaran libros. Para la plebe no hubo ilustración;
probablemente no tuvieron noticia alguna del Mercurio Peruano o del Diario de Lima y ni
siquiera supieron la existencia de un círculo intelectual llamado «Amantes del País».
¿Qué volumen alcanzó la plebe de Lima? Las frecuentes referencias de los viajeros, las
medidas represivas, las denuncias en las actas de Cabildo, harían pensar en una elevada
cifra que, al parecer, es confirmada por el historiador Manuel de Mendiburu al afirmar que
en Lima, en 1770, había 19.232 vagos, es decir, 381; sobre la población total.33 En
nuestras búsquedas de fuentes censales no hemos podido encontrar los datos
cuantitativos que corroboren o corrijan la cifra señalada. A simple vista, parece una
exageración. Habría que considerar, sin embargo, que no se trata de un historiador im-
provisado o ansioso de liberar a su imaginación sino que, seducido por ese positivismo
del siglo pasado, Mendiburu se sujetó a un respeto casi ritual por los documentos,
ateniéndose a lo que llanamente le decían, sin forzarlos, a veces sin siquiera
interrogarlos. Quizá la cifra nos sorprenda menos si observamos que Mendiburu la indica
al tratar de la composición ocupacional de los habitantes de «color» de Lima, es decir,
todos aquéllos que no eran españoles y que sumaban 30.581 personas. Esta cifra
equivale a la suma de indios, negros, mestizos y castas en el censo de 1791: 32.721. Esta
población, siguiendo a Mendiburu, se distribuía en los siguientes oficios: 2.093 sirvientes,
1.027 artesanos, 9.229 esclavos y, al final, los mencionados 19.232 vagos. El volumen de
sirvientes, artesanos y esclavos parece coincidir con otras fuentes. Todo esto nos obliga a
pensar que, tal vez, Mendiburu daba una acepción más amplia al término vagabundaje,
que no lo limitaba sólo a los desocupados, incluyendo también a los semiempleados y
subempleados, a los trabajadores estacionales o eventuales. Lo cierto es que contrastan
las múltiples referencias y descripciones de la plebe, con la escasez de cifras. Varios
decenios después, en 1829, se realizó un censo de la población limeña. El azar nos ha
deparado sólo los resultados del primer distrito de Lima: sobre una población total de
1.359 habitantes, 201 se declararon «hombres sin oficio», es decir, el 14%.34
El comercio ambulatorio, a pesar de las trabas impuestas por el Cabildo o el Tribunal del
Consulado, no sólo se mantuvo, sino que parecería que se incrementó. Fue entonces que
se vio a muchos criollos o españoles pobres oficiando de mercachifles. Dado el número,
no quedó otra alternativa sino que terminaran todos agremiándose, con lo que pudieron
hacer frente a las presiones de mercaderes, pulperos y cajoneros, pero, paradójicamente,
la agremiación condujo a que las tensiones se reprodujeran en el interior del grupo, en
disputas cada día mayores entre los mercachifles: se proyecta, por ejemplo, excluir del
gremio a «mulatos, chinos y otras castas» o se pretende organizar a los ambulantes,
distinguiendo entre los «verdaderos mercachifles» y los «zánganos»; los primeros debían
adquirir una boleta en el Tribunal del Consulado que los identificara como tales, para de
esa manera realizar una calificación previa que evite «que se introduzcan negros, mulatos
y otras castas a un ejercicio que siempre ha sido el primer escalón de los hombres
honrados, criollos y de España para trabajar honestamente en este Reyno.... ».36 La
honestidad y la honradez no eran virtudes accesibles a las castas. Pero desde luego que
ni los mulatos, ni los zambos, ni los chinos conseguirían ser erradicados del oficio. El
comercio ambulatorio, entre tanto, aumentaba y, al terminar el siglo xix, se comenzó a
esbozar otra curiosa distinción entre los mercachifles: aquéllos, los más pobres, que
proseguían recorriendo las calles de la ciudad pregonando sus mercaderías y en busca
desesperada de compradores y otros que consiguieron establecerse en puestos
improvisados en lugares como el céntrico atrio de la iglesia de Desamparados. Liberados
siempre de pagar impuestos, hacían una competencia que los cajoneros persistían en
calificar como desleal.
Pero no se podía pensar que la opinión de los cajoneros fuese unánime. Existían, de otro
lado, artesanos y comerciantes que recurrían a los ambulantes. Un sector del gremio de
sombrereros, compuesto por españoles e indios, denunció a otro por «fabricar sombreros
ocultamente y venderlos por las calles ...».37 De esta manera podríamos advertir la
existencia de una economía paralela que, por diversos caminos, desembocaba en la
plebe: abastecedores y clientes de los asaltantes, proveedores del comercio ambulatorio,
protectores de los negros cimarrones... Amplio margen para la ilegalidad. Estas
transacciones no pasaban por los notarios y pocas veces tenían un contenido visible en
moneda: el trueque y el intercambio recíproco eran sus reguladores. Las dimensiones que
alcanzaron contribuyen a explicar la poca significación de los precios y salarios en Lima.
Los precios de acuerdo a las referencias que hemos podido obtener de algunos
hospitales se mantienen casi estacionarios, confirmando la tendencia que para años
anteriores había observado Pablo Macera en la documentación de los colegios jesuitas;
las referencias sobre salarios son demasiado furtivas. Todo esto configuró un mercado de
trabajo sumamente peculiar.38
Aparte del comercio ambulatorio, la plebe de Lima tenía acceso a una amplia gama de
ocupaciones eventuales, como la recolección de alfalfa, la edificación urbana, el arrieraje,
el servicio en las fondas y chinganas de la ciudad... Fue también importante la milicia: en
Lima, junto al batallón de españoles, existían otros dos de «pardos» y «morenos»,
respectivamente, a quienes quedó reservada la caballería. En la galería de retratos de
Pancho Fierro -pintor popular y observador de Lima al iniciarse la República- figuraban
personajes, como el «vendedor de velas», el «aguador», el «mantequero», el «vendedor
de leña», de «canastas y esteras» e incluso un «negro aguador matando perros los
miércoles». Sus acuarelas se inspiraron en «esos mil tipos tan exóticos que pululaban en
las calles, plazas y portadas de Lima» 38 bis. En muchas de estas ocupaciones, el contacto
y la competencia con los negros jornaleros era evidente. De igual manera se
entrecruzaban en las actividades de tipo artesanal, aunque en este caso, como indicamos
en un capítulo anterior, predominaron los libertos y los mulatos. La plebe engrosaba con
aquellos esclavos viejos, enfermos o inválidos a quienes sus amos daban libertad no por
filantropía sino por considerarlos inútiles y de esa manera suprimir gastos.
Los vagos, como los llamó Mendiburu, o la plebe, como se les calificaba entonces, eran
una población numerosa y heterogénea, confundida frecuentemente con los esclavos de
la ciudad. Es evidente, por ejemplo, que un negro esclavo que salía todas las mañanas a
las plazas y calles en busca de amo y jornal, vivía bajo una condición semejante a la de
cualquier trabajador eventual. Esta proximidad entre los esclavos y la plebe significaba un
riesgo para el equilibrio social de la ciudad, porque mientras sobre los primeros se
ejercían diversos mecanismos de control y dominio (la religiosidad, la legislación, el
paternalismo y la violencia), sobre la plebe era difícil, y muchas veces imposible,
establecer mecanismos que requerían de un contacto estable y permanente con un amo.
El esclavo siempre estaba bajo la vigilancia y tutela de un señor. El mulato sin oficio
definido, cambiaba de taller, de ocupación y de amo con demasiada frecuencia. A esta
inestabilidad social, debía añadirse la convivencia con el mundo lumpen de la ciudad
(bandidos, ladrones) y la organización de una vida cotidiana al margen de las
convenciones vigentes, con todo lo cual terminaban adquiriendo un perfil nítidamente di-
ferenciado frente a la aristocracia. Incluso llegaron a elaborar un lenguaje propio: una
jerga recogida en algunos testimonios literarios, como en ese célebre drama de los
«palanganas», escrito para denostar al Virrey Amat. Junto con el léxico, otros elementos
fueron configurando una cierta cultura contestataria: la elaboración de antihéroes en la
idealización de los bandidos; el empleo de «apodos» o sobrenombres («Brincatapias»,
«Tirapalo», «Ojotirado», «Endiablado», etc.); la sátira y la burla de la aristocracia;
canciones que las personas recatadas calificaban como disolutas («Cuando la cama cruje
/ y el niño llora / es señal que entra Carlos en Barcelona»); la afición por el azar,
distracción y esperanza a la vez: en las chinganas se juega cartas, en las pulperías
dados, en cualquier lugar de la ciudad se puede adquirir una lotería.40 De esta manera, al
margen de las convenciones, la plebe gestó ciertos rasgos que todavía definen al
habitante de Lima. Quizá esto permita recuperar el concepto de «cultura urbana colonial»
propuesto por Luis Millones.41
Esta contraposición fue recogida en los versos de Fray Francisco del Castillo, un lego de
La Merced, propietario de 9 esclavos, cuyo hermano era dueño de una imprenta; a pesar
de su ceguera, se las ingeniaba para recorrer la ciudad y frecuentar los barrios populares
entre 1750 y 1770.42 En una de sus muchas décimas imagina una aglomeración de la
plebe alrededor de una calle donde dos negros caleseros discuten ásperamente,
interrumpiendo todo el tráfico, impidiendo que los nobles realicen sus gestiones
comerciales, paralizando el centro de Lima. Parece retratar un ánimo levantisco en la
plebe cuando lamenta «que a estos negros por momento / no hay quien a palos muela».
En efecto, la desobediencia de dos esclavos, con el concurso pasivo de la plebe, es
suficiente «para ver de tal canalla / dominada a la nobleza». A pesar que Castillo, a quien
Ricardo Palma recuerda como el «ciego de La Merced», era un versificador popular, al
momento de describir a las «clases subalternas» terminaba acatando las pautas
imperantes. Para indicar la heterogeneidad, el temple agresivo y las diferencias de la
plebe con la aristocracia, imagina metafóricamente un conglomerado de animales tan feos
como peligrosos: «sapos, serpientes, culebras / raposas, monos y harpías, / pues son los
que van dentro / racionales sabandijas».43 En contraste con las mansiones aristocráticas,
como la casa de don Miguel de Castañeda, en cuya fachada se exhibía el mascarón de
proa de uno de sus barcos, o de ese otro comerciantes que disponía de un mirador para
observar la llegada de sus navíos al puerto, las viviendas de la plebe en su promiscuidad,
para el visitante ocasional, semejan un descenso a los infiernos. El callejón de Petateros,
para el ciego de La Merced, era una verdadera «faltriquera» del diablo.
Castillo describía los «callejones» limeños -Petateros, Belén, Matamandinga, San Jacinto
o La Recoleta- como lugares estrechos, «angostos y largos», habitados por asaltantes y
prostitutas, donde eran frecuentes los robos
y los crímenes: Es evidente que estas consideraciones no pueden ser leídas como una
descripción confiable. Reflejaban más el temor que la realidad. Sin embargo, es cierta la
estrechez. Un callejón típico era un pasaje angosto, perpendicular a la entrada, abierto al
cielo, con una sucesión de cuartos a los costados.44 A veces, el pasaje adquiría forma de
T o se ramificaba a modo de laberinto. En promedio tenían hasta unos 30 m2. Pero, en
realidad –como ocurre hasta ahora en Lima-, los tamaños variaban mucho. El callejón de
Monopinta disponía de 40 cuartos, el de Jáuregui 35, el de los Apóstoles 7.45 Algunos
podían contar con una pulpería. Los servicios eran comunes. La privacidad resultaba
imposible. El hacinamiento era inevitable. El contacto «cara a cara», demasiado
frecuente. Un día de 1782, en el callejón del doctor Orué, un negro fue herido por una
zamba que era su amante; buscó refugio en el cuarto de la china Josefa Morales, quien
junto con una «cholita» que vivía con ella en el mismo cuarto, trató de atenderlo, pero la
gravedad de la herida obligó a que pidieran auxilio; al final, en el mismo callejón curaron al
herido.46 Todos se conocían, por lo menos en apariencia. Muchos de los callejones
mencionados, cerca de la plaza mayor o en San Lázaro, remodelados a principios de
siglo, forman todavía parte del paisaje urbano de Lima.
El estado de las dos cárceles de Lima era deplorable. El lector quizá habría imaginado
que, con la violencia y el temor imperantes, las cárceles tenían que funcionar con un
mínimo de eficiencia y control; no fue así. Por el contrario, las deficiencias hacían
frecuentes las fugas. El bandido Ignacio de Rojas huyó, no en una sino en varias
ocasiones, de la cárcel de la Corte, ubicada en la calle Pescadería, próxima a Palacio.
Lorenzo Pastrana, otro bandido, recurrió a un «forado» para alcanzar la calle. En 1782 se
fugaron tres reos después de abrir un calabozo con una ganzúa. El esclavo cimarrón Pe-
dro Martín consiguió hacer un hueco en la pared de su celda, empleando un palo trepó al
techo desesperadamente, arañando las paredes con pies y manos, consiguió pasar a
Palacio, se dejó caer a los jardines y de allí se perdió en la ciudad, refugiándose en el
callejón de Santo Domingo.48 La Real Cárcel de la Corte -recogiendo una información
fechada en 1782- tenía un patio central, alrededor del cual estaban las celdas. A las 6 de
la tarde, los presos abandonaban ese patio para ser encerrados con grillos en los
calabozos. Desde lo alto de una garita, un centinela vigilaba todos estos movimientos. Los
otros funcionarios eran el presidente de patio, el alcaide y el portero. Teóricamente, los
presos estaban separados por sexo, pero por la letrina podían comunicarse fácilmente
uno y otro sector de la cárcel 49 En definitiva, semejaba otro «callejón» de la ciudad. La
situación ruinosa de las cárceles fue motivo de varias discusiones en el Cabildo. Sin
embargo, no se realizaron mejoras sustanciales, quedando la impresión que en ellas era
tan fácil entrar como salir.50
Ocurre -como explicación de este evidente descuido- que las cárceles públicas reunían un
porcentaje menor del total de presos de Lima. La mayoría de ellos estaban purgando sus
penas en centros laborales: en las edificaciones del puerto, las construcciones urbanas, la
reparación de empedrados y acequias, los hospitales, la casa de desamparados, las
zapaterías y, sobre todo, en los centros de abasto y de elaboración de pan. El utillaje de
una panadería era bastante elemental: tableros para separar la harina o amasar el pan,
hornos, sillas y bancos, canastas y balanzas, algún oratorio y los esclavos que, como en
las haciendas, eran tasados al igual que cualquier instrumento de trabajo.51 Los
panaderos tenían la facultad de recurrir al trabajo gratuito de los presos, con la condición
(no siempre cumplida) que se tratara de delitos de menor cuantía y que el propietario se
encargara de alimentarlos y vestirlos.52 Pero no existía el menor control sobre las
panaderías. Al parecer, lo común era ver a los presos muy mal vestidos, peor alimentados
y obligados a jornadas fatigantes: el amasijo de la harina se iniciaba en la noche, en me-
dio del calor sofocante expelido por el horno, con el riesgo permanente de un incendio.
Los presos muchas veces estaban con grilletes. Algunos empleados, látigo en mano, se
encargaban de mantener el ritmo de trabajo, de modo que las panaderías acababan
recordando a las galeras. No sorprendía que los presos fueran azotados, sin que el
propietario tuviera que dar cuenta del hecho a la sala del crimen.53
Los molineros y otros gremios rivales de los panaderos denunciaban los abusos que, con
toda impunidad, se cometían en esos centros de trabajo: «sin dejarles casi instante para
el sueño, y el descanso preciso, así los exasperan hasta precipitarlos a cometer muertes
en los mayordomos y veladores a fuerza de chicotes».54 Es probable que en este
documento -un recurso presentado ante el Superior Gobierno en 1795, citado en el primer
capítulo- se buscara exagerar ciertos rasgos dantescos de las panaderías, pero, en todo
caso, no eran acusaciones imaginativas, como lo muestran esos reiterados conflictos que
sucedían en ellas: atentados de los esclavos contra los empleados, crímenes entre los
propios presos, levantamientos y motines, fugas masivas. Los defensores de las
panaderías exigieron sanciones ejemplares contra todos estos delitos, «por ser éstos el
único auxilio que tienen los amos para contener a los criados insolentes».55
Para los esclavos que no cumplían con el jornal comprometido, para aquellos otros que
no alcanzaban a conseguir amo cuando eran puestos en venta o para quienes no podían
pagar deudas contraídas, pendía persistentemente la amenaza de acabar en una
panadería. La prisión por deudas era casi tan común como la acusación de vicia que los
esclavos hacían a sus amos. Una detenida revisión de las fianzas por presos otorgadas
ante el notario Humac Minoyulli entre 1770 y 1772 muestra la frecuencia de delitos
menores en la ciudad: peleas, maltratos entre cónyuges, hurtos de poca cuantía, etc.56
Todos ellos se purgaban en las panaderías.
Partimos del trigo, en el primer capítulo, para llegar, por caminos poco habituales, al pan y
las panaderías. En 1787, las panaderías de Lima fueron reglamentadas, reduciéndose su
número a 40. Debían ubicarse lejos del centro, de preferencia en los arrabales y
suburbios, para así proteger a las grandes casas de los riesgos que parecían tener como
inherentes (incendios, sucesos criminales). No siempre se cumplió con este dispositivo.
En cada panadería se calcula que trabajaban alrededor de 10 operarios, entre esclavos,
presos y eventuales, lo que haría un total de 400 trabajadores, repartidos por la ciudad.
(La panadería de Oyague -sin contar presos- tenía diez esclavos a su servicio; la de
Camacho trece, aparte de cuatro empleados y dos mayordomos).57 Podría añadirse el
impreciso número de servidores que se requerían en las 27 casas de abasto de pan.58
Eran indistintamente hombres y mujeres, incluso algunos menores. Una visita a algunas
panaderías limeñas, realizada en 1797, proporcionaba las siguientes cifras sobre
prisioneros:
Chacarilla 6 6
San Francisco de e Paula 10 3 13
Del Bravo 3 1 4
Recoleta 1 1 2
Sauce 9 9
Ormeño 3 3
Total 32 5 37
Toda la violencia del orden colonial podía resumirse en una panadería cualquiera. Así lo
entendió Tadeo Escalante, un pintor cuzqueño (descubierto por Uriel García y estudiado
por Pablo Macera) que, a principios del siglo XIX, se refugió en el pueblo andino de
Acomayo (cercano al Cuzco) para pintar febrilmente las paredes de sus iglesias y
molinos; uno de ellos ha sido llamado por Macera el «Molino de San Francisco o los
Negros»: alrededor de una gran sala, combinando diversos personajes y escenas, el
artista pretendió representar la vida cotidiana de su tiempo. Allí aparece, primero, una
gran mesa en la que se prepara la harina; luego, el interior de una panadería, donde
negros y mestizos, hombres y mujeres, todos figuran trabajando, algunos encadenados; al
fondo se ve al mayordomo blandiendo un látigo que, como se observa a continuación,
sirve para azotar a un negro; la secuencia culmina con los barrotes de una cárcel;
mientras, en la pared opuesta, frailes orando y ejerciendo la caridad, entregan pan a unos
mendigos, todos ellos criollos o españoles.59 La harina trabajada por esclavos y presos
sustenta la piedad. Las funciones quedan claramente delimitadas: para unos el trabajo,
para otros la oración; de un lado las cadenas, el látigo, los negros y mestizos, mientras del
otro los blancos y sus plegarias. Al principio la harina, al final el pan.
El castigo carecía de un espacio definido y reservado: esta imagen podía corroborarse
con las torturas públicas (los azotes prodigados por el verdugo «Festejo»), la sevicia de
los amos y los ajusticiamientos en la plaza mayor. La violencia no se ocultaba: era visible,
a nadie avergonzaba y su ejercicio llegó a constituir un elemento distintivo de la
aristocracia. No pudiendo dirigir el país, encontraron una compensación, como observó
Martín Adán, en el dominio indiscutido en el recinto doméstico.60 Se podría criticar y hasta
sancionar la crueldad y el uso indiscriminado de la violencia, pero, de una manera u otra,
aristócratas, burocracia colonial e Iglesia reconocían que ése era un pilar decisivo para el
sostenimiento del edificio colonial: ¿no era la vida un valle de lágrimas?, ¿acaso no era
imprescindible el sufrimiento para alcanzar la vida eterna?, ¿no debían ser expiadas las
faltas? «¿Qué me importa perder una vida lánguida y triste? Si mi cuerpo se destruye, Él
lo hará renacer de sus carrizos, más glorioso».61
En los decenios finales del siglo XVIII se incrementarán los egresos fiscales destinados a
gastos militares.62 Desde el gobierno del Virrey Gil de Taboada aparece en Lima una
especie de policía: las rondas contra salteadores.63 Importa señalar que los efectivos del
ejército aumentaron considerablemente. Las tropas de la Intendencia llegaron a disponer
de 7.228 hombres, entre los que figuraban 932 Españoles de Lima, 206 Inmemoriales del
Rey, 1.502 Pardos de Lima y 404 Morenos de Lima.64 Algunas veces intervinieron de-
velando un motín; fue, en cambio, más frecuente su participación en la contención del
bandolerismo. Lo cierto es que la sola existencia de esta numerosa tropa servía de
respaldo al uso privado de la violencia: era, sustrayendo una metáfora de Perry Anderson,
como el oro con respecto al papel moneda, es decir, la indispensable garantía para el
empleo de los látigos y cepos, de la horca y los grillos.
TENSIÓN ÉTNICA
Mi papá era zambo y mi mamá chola. Es mezcla. Yo hubiera preferido ser más negrito
porque mis hermanos son más zambos. A mí me engríen por ser un poco blanquiñoso.
A la postre, la violencia no sólo rige las relaciones entre aristocracia y plebe, sino que
contamina al conjunto de la sociedad, se introduce y propala en la vida cotidiana y
agudiza las tensiones entre los grupos o sectores populares: escinde y fragmenta. Aquí
radica precisamente su efectividad. Todo sistema colonial reposa en la divisa elemental
de dividir para reinar: «Europa ha fomentado las divisiones, las oposiciones, ha forjado
clases y racismos, ha intentado por todos los medios -sostiene Jean Paul Sartre- provocar
y aumentar la estratificación de las sociedades coloniales».65 Este principio fue ejecutado
conscientemente por la administración colonial. En una descripción del Perú, el Virrey
O'Higgins desecha los temores sobre una posible alianza entre negros e indios
recordando a la Corona que la animadversión profesada entre ellos era más fuerte que el
odio a los españoles: «son irreconciliables».66
Esta permanente tensión étnica, que recorre y atraviesa a toda la sociedad colonial,
acentúa la fragmentación de intereses. Es innegable el conflicto clásico entre españoles y
criollos, pero no se deben omitir otras oposiciones que dividen a la población. El término
criollo -conviene aclararlo- no existe oficialmente, no aparece en los censos, ni en los
documentos jurídicos. Se trata de una importación lingüística procedente de las Antillas,
donde, bajo ese nombre, se designa a los vástagos de negros y metropolitanos. Dado
este antecedente, alguien como José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, uno de los
pocos aristócratas que apostaron tempranamente en favor de la independencia, lo
considera una ofensa, es decir, otro vocablo empleado por los «chapetones» para herir a
los indianos: es un odioso y denigrante epíteto, no tanto porque adquiera esa connotación
en los labios de un español, sino porque significa específicamente «negros nacidos en
América».67 Riva Agüero puede considerar en sus 28 Causas -una requisitoria contra el
colonialismo publicada en Buenos Aires (1814)- que españoles-americanos e indios
forman un solo cuerpo de nación, tienen los mismos intereses, buscan la felicidad común;
puede igualmente criticar la tiranía impuesta por los españoles, pero de allí a confundir
aristocracia y esclavos, blancos y negros, hay una distancia que ni: siquiera se propone
acortar. El mismo tópico visto desde la perspectiva andina: en 1780, una pintura cuzqueña
representa a América amamantando a dos hijos, un negro y un criollo, mientras en el
suelo, como evidente reproche del pintor, yace un indígena.68 En la pintura y en la
escritura se reitera el mismo tema de la tensión étnica.
La rivalidad entre negros e indios no fue desatendida por Terralla y Landa, quien, luego de
hablar del enfrentamiento entre criollos y europeos, compara este hecho con la violencia
«entre los indios y negros / quienes se profesan / total aborrecimiento».71 Para corroborar
su observación, viene a la memoria el caso del indio Marcos Sipán, natural de San Juan
de Végueta, que en uno de los ítems de su testamento declara: «desheredo a María
Isabel Sipán, mi hija de segundo matrimonio, por desobediencia y haber casado contra mi
voluntad con un hombre de casta china, difamando mi sangre ...».72 Podrían añadirse
también los múltiples casos de campesinos que debieron soportar el flagelo de los
bandidos de la costa.
Resulta revelador que entre las castas de la ciudad (en total 13.078 habitantes)
predominasen aquéllas que resultaban de las uniones entre blanco-negra o blanco-
mulata, quedando en lugar secundario los chinos, resultado de la alianza negro-india.
El escaso número de los quinteros (cuarterón-blanca) se explica porque las relaciones
sexuales también estaban condicionadas por las diferencias étnicas. Pocas veces las
mujeres optaban por mantener relaciones sexuales con hombres de una casta
considerada inferior; la situación no se repetía entre los varones porque la diferente
calidad entre los miembros de la pareja excluía la alternativa matrimonial o justificaba
mantener una relación clandestina.75
CUADRO CASTAS DE
Mulatos 5.972 45,6
Zambos 3 384 25 8
Cuarterones 2 383 18 2
Chinos 1 120 85
Quintetos 219 1,6
FUENTE: A. G. L., Indiferente General, 1527.
Enfrentamientos como aquél entre el mestizo y el zambo esclavo, que hemos referido
líneas atrás, eran frecuentes en la ciudad. Aparece una criminalidad sin adjetivos, una
violencia distante del bandolerismo social que acrecienta la imagen de Lima como ciudad
peligrosa.80 Un domingo, a plena luz del día y a pocos pasos de la plaza de armas,
cualquier transeúnte hubiera podido observar a Josefa Camacho, una vendedora,
desafiando cuchillo en mano a una mulata llamada Candelaria Peralta, también vende-
dora, quien «diciéndole que largase el cuchillo lo verificó y entonces se arremetieron y
rompieron la ropa, mordiéndose ambas, y se pegaron hasta que llegó la gente y las
desapartó».81 Un 24 de diciembre, en plena víspera de Navidad, Jacinta Carpio,
quinterona, soltera, de 22 años, dedicada a oficios eventuales, como lavar, cocinar o
coser, emborracha a una posible rival sexual, a la que luego asesina.82 En otra ocasión,
también en la plaza mayor y al promediar el medio día, un sastre hiere mortalmente a su
amante, una carnicera: un total de siete cortes en diversas partes de su cuerpo, además
de lo cual quiso tirarle una piedra sobre el cráneo cuando la víctima yacía sangrante.83 De
esta manera, la plaza mayor es un escenario central de la violencia, no sólo porque allí
está emplazada la horca, sino también porque resultan frecuentes las peleas a cuchillo.
La plebe terminó adueñándose de ese escenario. Es también un mercado en el que se
abigarran tiendas y puestos de cualquier tipo: se puede adquirir pescado y mariscos,
carnes de carnero y vaca, frente a las gradas se preparan misturas, al lado se expenden
frutas.
La «sevicia» afectaba también las relaciones entre marido y mujer. Es una acusación
habitual en los juicios por divorcio o separación de cuerpos. Desconfianza y celos son
frecuentes entre los amantes. Un rito violento exigía «marcar» (cortar) las nalgas de la
mujer adúltera. Las familias de esclavos parecen esforzarse en repetir la violencia de los
señores y no faltan quejas de esclavas por el mal trato de que son objeto, los insultos y
los golpes que reciben. «Yo me casé -dice un esclavo- para usar de mi mujer y para tener
el consuelo y el alivio de su asistencia ...».84 El esclavo es un bien de cambio en la
sociedad: se compra o se vende, varía de amos, se traslada de una ocupación a otra; la
mujer del esclavo es un «bien de uso», condenada de por vida a servir a su marido o
amante. «Los improperios, las injurias y desvergüenzas eran el pan de todo el día», dice
una demandante en un juicio de divorcio.85 Pero sería erróneo proponer la imagen de
mujeres sumisas. Las «amancias» saben también blandir cuchillos y enfrentarse a los
hombres. No es sorprendente que el indio piurano Pablo Pizarro acuse a la zamba
Manuela Bracamonte de sevicia.86 Por lo general, son mujeres quienes toman la iniciativa
en los juicios de divorcio.
Sobre estos niños es muy poco lo que podríamos añadir. La infancia fue un silencio en el
mundo colonial, pero tendríamos la impresión que, para ellos, la familia no sería el
principal referente en sus procesos de socialización: carentes de padre y vinculados a una
madre que debía -en la mayoría de los casos- ganarse la vida de cualquier manera. La
familia no tiene en Lima el peso social que en otros lugares. Los matrimonios tan rápidos
como se forman se pueden separar (al año, en muchos casos). Sin contar, desde luego,
las uniones ilegítimas. Incluso los bautismos son tardíos. En 1790, por ejemplo, las
edades de los bautizados fluctúan desde 1 día hasta los 6 años, el promedio tenía 10
meses. Poco cristianos, cuando menos en el sentido parroquial de la palabra. Para esos
niños coloniales, el barrio, las calles y el callejón debieron ser instancias de socialización
más importantes. En esos escenarios, ellos fueron pasivos testigos de la violencia
colonial.
Amparándonos en este cuadro,89 podemos sugerir que a las crisis agraria y comercial de
fines del siglo xviii, se sumó la crisis de la familia: un tema contemporáneo pero que, en
realidad, tiene antecedentes más antiguos de los que podríamos suponer. El deterioro
familiar podría ser expresión del incremento en las tensiones y la disgregación social.
Contribuyó a acentuar, en el ocaso del orden colonial, la anomía imperante en Lima.
Recordemos, a esta altura, la desesperación del negro Antonio, suicidado en la alameda
una madrugada de 1812.
1760 2 1 3 1786 2 2 4 8
1761 1 1 2 1787 3 2 6 11
1762 1 1 1788 1 2 3
1763 1 1 1789 3 2 11 16
1764 1 1 1790 9 16 25
1765 2 2 1791 12 6 18
1766 1 1 1792 13 11 24
1767 1 1 1793 12 3 10 23
1768 1794 13 12 25
1769 2 2 1795 18 1 12 31
1770 1 1 1796 12 3 20 35
1771 1 2 3 6 1797 5 1 12 18
1772 2 1 3 1798 11 11 22
1773 1 2 3 1799 13 2 25 40
1774 1 1 1800 3 2 19 24
1775 1801 9 19 28
1776 4 4 1802 6 17 23
1777 7 7 1803 9 1 21 31
1778 2 1 3 1804 5 19 24
1779 2 2 4 1805 11 17 28
1780 2 1 3 1806 7 2 19 28
1781 4 2 6 1807 7 1 23 31
1782 8 8 16 1808 12 2 19 33
1783 10 2 11 23 1809 9 1 6 16
1784 2 5 7 1810 10 2 7 19
1785 8 4 12
FUENTE: A. A., Divorcios, litigios y nulidades, 1760-1810.
Los hechos violentos resultaban frecuentes incluso en los lugares de diversión a los que
acudía «la negrada», como con evidente menosprecio racista dice un documento judicial
de la época; uno de ellos era el llamado tambo de Miraflores, ubicado en las afueras de la
ciudad y en el que «la música o diversiones de tambores de los negros, es causa de que
se fomente la embriaguez de la que resultan peleas y otros desórdenes...». Los bandidos
acuden para gastar dispendiosamente algún botín. En 1818, algunos españoles
promueven un recurso ante el Superior Gobierno reclamando el cierre del local por
considerarlo peligroso, a lo que alguien responderá argumentando que tambos como ése
son necesarios porque «contienen los desórdenes que sin ellas [las diversiones públicas]
necesariamente habrían en el pueblo».90 En otras palabras, se debe tolerar la violencia
entre la plebe para así evitar que afecte a los propios amos.
Un ambiente similar al de tambos y callejones se repite en chinganas y chicherías: lugares
de diversión ubicados en el interior de la ciudad, pobres y desaseados, donde se
consume chicha (bebida preferida por indios o mestizos) y guarapo (el aguardiente de
caña al que son afectos los esclavos), junto con algunos platos excesivamente
condimentados para el gusto español (los picantes). A ellos acuden desde jornaleros o
artesanos, hasta asaltantes y merodeadores, llegan indistintamente hombres y mujeres,
todos, apenas por el hecho de reunirse, se convierten de inmediato en «gente
sospechosa» para el Cabildo de Lima. Estos lugares llaman la atención al propio Virrey
Abascal cuando se informa que en una chingana un negro recibió un brutal pistoletazo de
pólvora y sal en el rostro, por lo que termina reclamando que sean cerrados, argumento
que recibe una ingeniosa objeción: «La prohibición absoluta tal vez producirá peores
consecuencias; pues en una población de ese tamaño se debe tolerar al populacho un
desahogo propicio a su clase, al modo que a la gente culta los cafés y Botellerías».91 El
Cabildo cierra en ocasiones pulperías demasiado escandalosas, pero, en general, la
tendencia es mantenerlas en los barrios marginales, como el arrabal de San Lázaro,
alejadas de las grandes casonas.
Hasta en las diversiones era necesario preservar una estricta distinción y separación: los
cafés para la aristocracia, los burócratas e intelectuales; las chinganas y tambos para
artesanos, esclavos o jornaleros. Sin embargo, existían tres espectáculos que alcanzaron
un cariz «pluriclasista» y que abolían momentáneamente las diferencias sociales.
Pensamos en las peleas de gallos, las corridas de toros y las procesiones. Los dos
primeros tuvieron escenarios definidos: el coliseo de gallos perteneciente al Hospital de
San Andrés92 y una plaza de toros de reciente construcción (1768) y proporciones
monumentales (8.000 personas) para el tamaño de Lima.
Múltiples viajeros han descrito las corridas, sin dejar de observar el horror, a veces, y la
repugnancia en otras ocasiones, de un inglés o francés que se pretendía ilustrado, frente
a un espectáculo que no dejaban de calificar como bárbaro. Basil Hall, marino escocés y
visitante de Lima en julio de 1821, describe una corrida especialmente sangrienta: el
torero es embestido por el animal, sobre el que luego se abalanzan, cuchillo en mano,
hasta dos voluntarios del público, en medio del entusiasmo de todos los asistentes, entre
los que no sólo se encuentran hombres, sino también mujeres y niños. No le asombra
tanto lo que sucede en la arena como ese entusiasmo de la multitud y aunque es una
ocasión para que el viajero muestre, ante sus horrorizados lectores, el desdén de un
europeo frente a estas costumbres, también es el momento para que un simpatizante del
liberalismo asocie toros y esclavitud como símbolos del dominio colonial en Lima. «En
todos los casos en Sud América, donde la causa de la independencia ha triunfado, se han
tomado invariablemente dos medidas como cosa natural: una, la abolición de la trata de
negros y, en lo posible, de la esclavitud; otra, la supresión de la corrida de toros».93
En Lima colonial, las procesiones eran frecuentes, pero éstas se organizaban alrededor
de gremios o cofradías, manteniendo por tanto las distinciones étnicas entre los devotos.
La procesión del Señor de los Milagros, ahora un símbolo de la ciudad, aunque se
remontaba a 1687, sólo a partir de 1747 extendió su itinerario y su duración a cinco días,
pero por entonces todavía no existía la hermandad y los seguidores se congregaban casi
exclusivamente entre la plebe y los esclavos.94 Resulta sintomático, sin embargo, que
consiguiera persistir y que el color morado de sus hábitos terminara repitiéndose cada
año, durante todo el mes de octubre.
Esta Lima del siglo XVIII que estamos intentando dibujar a partir de sus personajes
dominantes, encontraría un intérprete excepcional, años después, en Ricardo Palma y en
el peculiar estilo de las tradiciones: relato breve, donde la historia se mezcla con la ficción,
para tratar de resumir una época en una anécdota. De las 453 tradiciones incorporadas a
las Obras Completas de Palma, la gran mayoría toman como escenario a Lima. A su vez,
la colonia postergó a cualquier otro momento de la historia peruana, porque, mientras
apenas se conocen seis tradiciones sobre los incas y la conquista y 51 sobre la república,
más de 200 se ubican en esos tres siglos. Palma tuvo especial interés precisamente por
los años que enmarcan este libro. Siguiendo con la elemental contabilidad temática,
podemos indicar que 166 tradiciones transcurren entre 1760 y 1830, es decir, el 36% del
total.95 A ellas podrían sumarse otras seis entre las llamadas de «salsa verde»: picarescas
y de lenguaje más libre. En todos estos relatos, entretejidos a partir de 1854, Ricardo
Palma se esforzó por brindar al lector peruano una imagen de su pasado, pero, de hecho,
esta imagen condujo a la identificación entre historia nacional y colonia, la que, a su vez,
se confundió con el devenir de una ciudad y, a la postre, con los acontecimientos de un
momento determinado: el tránsito del virreinato a la república.
Pero ¿es realmente cierto que la inventó? Ricardo Palma se autodefinía como historiador,
condición que siempre le negaron los críticos literarios, pero no así investigadores como
Raúl Porras y Rubén Vargas Ugarte. Es evidente que su manera de encarar la historia no
tenía el apego «a ras de suelo» al documento que caracteriza a Paz Soldán o Mendiburu:
sus referencias son imprecisas y, por el contrario, incorpora la intuición. Todavía más:
parece considerar que lo importante no es entender el acontecimiento puntual, tal y como
sucedió, sino las tendencias fundamentales de un momento, para lo cual el narrador
puede, lícitamente, auxiliarse de la imaginación. Historia y literatura se aproximan en
Palma, como sucedía en cualquier otro historiador romántico. Entonces, Palma no
encontraría una contraposición tan evidente entre invención y realidad. El verdadero pro-
blema sería discutir en qué medida este camino lo condujo a la sociedad colonial. Esto
exige releer las tradiciones. En este caso, se trata de confrontar sus páginas con la
imagen de la ciudad que hemos esbozado hasta aquí.
Las tradiciones que nos interesan -las que refieren sucesos entre 1760 y 1830- tienen
como escenarios las panaderías, el coliseo de gallos, las calles de la ciudad, el arrabal de
San Lázaro, una pulpería o una cantina; en cambio, rara vez transcurren en alguna casa
hacienda, gran establecimiento comercial o fastuosa casona limeña. En el mobiliario de la
Lima de Palma figuran también la horca y la cárcel. Esta escenografía está habitada por
personajes -algunos de los cuales desfilaron anteriormente por estas páginas- como los
verdugos Pancho Sales y «Grano de Oro», Valentín «el ladronzuelo», junto a maleantes,
mercachifles, la comediante Perricholi, el Ciego de La Merced, mendigos de Los
Descalzos y Santo Domingo, algunos esclavos, el loco Ramón «chicheñó», una
costurera... No aparecen héroes, ni son frecuentes los precursores de la emancipación,
pero abundan los personajes populares, mientras la clase alta de la ciudad se resume,
apenas, en la mención de algunos hacendados, comerciantes y mineros.
Para informarse sobre estos personajes, Palma recurrió a diversos testimonios que tuvo el
cuidado de consignar en sus mismas tradiciones. En primer lugar figuran los manuscritos
procedentes de la colección Zegarra, papeles varios de la Biblioteca Nacional y códices
del Archivo Nacional, un conjunto documental que, si bien no avala necesariamente a una
«celosa erudición», debería obligar a pensar que la imaginación no fue su único recurso.
Junto con los documentos figura la lectura de historiadores como Mendiburu, sociólogos
como Fuentes y testigos como Miller. Todos estos textos serían interrogados por un
escritor que, en cierta manera, alcanzó todavía a ver Lima colonial. Ricardo Palma nació
en 1833 y se crió en pleno centro de la ciudad,99 en la calle Puno, próxima al mercado y
los barrios altos, recorrida por mercachifles, buhoneros y muchos de esos personajes di-
bujados por Pancho Fierro. Las dimensiones de la Lima en que transcurrió su infancia
eran similares a la de Amat o Abascal; todavía las murallas persistían y el trazo de las
calles no había sufrido la menor modificación. Palma pudo visitar los escenarios de sus
tradiciones, como el coliseo de gallos. Algunos relatos fueron recogidos mediante la
transmisión oral, para lo que se vale de «un viejo grandísimo cuentero», de «las viejas de
Lima», un pariente o sus recuerdos personales: «muchacho era yo cuando oí la frase...».
Las tradiciones, de esta manera, podrían ser leídas también como relatos orales. Aquéllas
que transcurren entre fines del siglo XVIII e inicios del siguiente, eran parte de la memoria
inmediata de la ciudad. Antes de ser un género literario, fueron un componente de la
cultura popular. De hecho, Palma no fue el único que concibió la idea de olvidar la estéril
imitación literaria de Europa, para introducir los relatos populares en la escritura. No fue el
único, pero fue el mejor, tanto por su destreza en el empleo del lenguaje como porque
terminó edificando una especie de «comedia humana» acorde con la sociedad colonial,
en la que sería casi imposible distinguir cuánto fue producto de sus pesquisas o su
imaginación y cuánto incorporó del recuerdo colectivo.
En Ricardo Palma existe una imagen de la sociedad colonial donde, para el período que
nos interesa, casi no aparecen los indios y, aunque figuran los esclavos, la mayoría de los
personajes se inscriben en lo que denominamos la plebe de la ciudad, a la que, cuando
menos, trata con empatía, mientras resultan evidentes sus críticas, reparos y burlas a la
aristocracia, escribiendo, por ejemplo, sobre los títulos nobiliarios en Un caballero de
hábito. De esta manera, en el recuerdo, Lima aparece también escindida entre
aristocracia y plebe: «El segundo día de Navidad del año de gracia 1790, grandes y
chicos, encopetados y plebeyos, no hablaban en Lima sino del mismo asunto»; «todo
Lima, nobles y plebeyos, matronas y damiselas, gente de medio pelo y de pelo entero»;
en otra ocasión contrapone nobles con pueblo.100 Las capas medias también tienen
escasos representantes, uno de los cuales es Benedicta Salazar, la costurera de la
marquesa de Soto Florido; se menciona a pocos intelectuales (Unanue, Baquíjano). La
explicación quizá puede encontrarse en que las tradiciones tienen como escenario la
ciudad y sus calles, pobladas en el siglo XVIII por esclavos, semiempleados o gente sin
oficio que salían «en busca de jornal». La plebe vivía en la calle.
Pero antes que a las tradiciones, la plebe llegó a la pintura. Nos hemos referido a la
galería de retratos del mulato Pancho Fierro. La variedad de acuarelas que se le atribuyen
quizá permita pensar que su nombre designa a más de un dibujante popular. Podría
confirmar esta hipótesis el pintor Lorenzo Ferrer de Lozano que, alrededor de 1770,
siguiendo el inventario de bienes de José Bravo de Lagunas, había retratado a un «pobre
con un sombrero», «un mudo con una gallina en la mano», «un loco», «muchachos
comiendo fruta», varios borrachos, todos junto con otros lienzos de San Ignacio, la escala
de Jacob o el bautismo de Cristo.101
2. Archivo General de la Nación (en adelante A.G.N), Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 129, cuad.
1567, 1814.
3. Loc. cit.
4. A.G.N., Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 114, cuad. 1378, 1808.
5. Javier Tord y Carlos Lazo, «Economía y sociedad en el Perú colonial. Movimiento social», en Historia del
Perú, t. V, Lima, editorial Juan Mejía Baca, 1980, p. 298.
6. A.G.N, Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 114, cuad. 1382, 1808.
7. Carlos Lazo y Javier Tord, «El movimiento social en el Perú virreinal», en Histórica, vol. 1, p. 1, julio 1977, p.
81. «Todos declaraban alguna profesión aunque no un trabajo. Una buena parte mantenía una familia. Al ser
juzgado el bandolero mestizo Atanasio Gómez en 1731 se justificó declarando que la pobreza lo redujo a ese
estado (AGNP, Audiencia, crimen, leg. 48, c. 549, f. 40; 1731)».
8. A.G.N, Tribunal de la Acordada, leg. 1. Descripción con un dibujo adjunto de un chafalote, cuyas partes
principales eran: «hoja vieja, mohosa, no amolada, tiene algunos dientes en el filo», «puño de palo forrado en
acero» y «brazadera».
9. Emilio Valdizán, Los locos en la colonia, Lima, San Martín, 1919, p. 26.
10. Fernand Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, México, Fondo de
Cultura Económica, 1976, t. II, p. 126.
11. A.G.N., Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 1081, cuad. 1307-A, 1801.
13. A.G.N., Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 74, cuad. 903, 1792.
15. Archivo Arzobispal de Lima (en adelante A.A.), Inmunidades, leg. 1744-1783.
16. No hemos recurrido a presentar una «estadística de la criminalidad» por varias razones: (i) nuestras
referencias provienen de fuentes demasiado heterogéneas (Audiencia, Cabildo, Arzobispado, Notarios); (ü)
ignoramos por completo qué volumen de expedientes judiciales se han conservado y cuántos se han perdido;
(iii) tampoco podemos saber qué relación existe entre el número de juicios y la realidad criminal; (iv)
finalmente, consideramos que cada movimiento social es irreductible y que no posibilita, por lo tanto, elaborar
una «serie» equivalente a la que se puede confeccionar en base a la producción agrícola o los impuestos
sobre el comercio: son hechos cualitativamente diferentes. Para dibujar el rostro de la plebe hemos tenido que
encontrar las piezas del rompecabezas en los sitios más diversos e inesperados.
17. Jaime Vicens Vives, Historia social y económica de España y América, Barcelona, Teide, 1950-59, t. III,
pp. 550-552.
18. Archivo General de Indias de Sevilla (en adelante A.G.I ), Lima, 751.
19. William Stevenson, «Memorias sobre las campañas de San Martín y Cochrane en el Perú», en Relaciones
de viajeros, Lima, Colección documental de la independencia del Perú, 1971, t. XXVII, vol. 3, pp. 170-171.
21. A.A., Libros parroquiales de San Lázaro. A.G.N, Protocolos Notariales, Testamentos.
23. Emilio Valdizán, op. cit. Ver también las referencias que proporciona Terralla y Landa. Francisco del
Castillo, en su descripción del callejón de Petateros, colindante con la plaza mayor, dice que «Allí es donde a
todas horas / a Venus se sacrifica, / por medio de sus infames / inmundas sacerdotisas», Rubén S. J. Vargas
Ugarte, Obras de Fray Francisco del Castillo Andraca y Tamayo, Lima, Studium, 1948, p. 37. «Portalera» era
sinónimo de «prostituta». Ver también A.A., Inmunidades, 1744-1783 y 1783-1831.
24. Tadeo Haencke, Descripción del Perú, Lima, Imp. El Lucero, 1901, pp. 93 y 94. El verdadero autor parece
ser Felipe Bauzá, marino español.
26. A.M., Actas de Cabildo, enero 1790. Ver también José María Córdova y Urrutia, Las 3 épocas del Perú,
Lima, 1844, pp. 34 y 55.
30. Terralla y Landa, ver Simón Ayanque, Lima por dentro y por fuera, París, Imprimerie Rueff et Cie., 1924, p.
18.
32. Pablo Macera, Trabajos de historia, Lima, Instituto Nacional de Cultura, 1977, t. 2, pp. 218-219 y 250-262.
33. Manuel de Mendiburu, Diccionario histórico biográfico, Lima, Imprenta Enrique Palacios, 1932.
34. Archivo Municipal de Lima (en adelante A.M.), «Primer distrito de Lima», 1829.
35. A.G.N., Tribunal del Consulado, H-3, LN 907, Libro de Juntas, 1770-1788. Ver también A.G.N..
Tribunal del Consulado, Contencioso, leg. 155.
36. A.G.N., Tribunal del Consulado, H-3, LN 1031, Libro de informes y consultas 1779-1785, ff. 53, 54, 54v.
38. Pablo Macera, en el Seminario de Historia Rural Andina de la Universidad de San Marcos, ha publicado,
en una limitada edición mimeografiada, diversas series de precios limeños entre 1667 y 1738. Marcel Haitin,
historiador de la Universidad de California, ha trabajado el tema para el período 1794-1808. Nuestras
referencias proceden del hospital de Bellavista, en la sección Marina del A.G.N.
38. (Bis) Mercedes Gallager de Parks, Mentira Azul, Lima, 1948, p. 221.
39. Pablo Macera, op. cit., t. 2, p. 203. «Un español inteligente de Lima, don Matías de la Reta, estableció
telares y otras maquinarias para tejer la tela de algodón y confeccionar algunos artículos ordinarios del mismo
material», William Stevenson, op. cit., p. 192. Ver también A.G.N.. Juzgado de Secuestros, leg. 2, noticias
sobre las fábricas de lana y pólvora. La fábrica de pólvora abastecía a casi toda la América del Sur hispana.
Manuel Fuentes, Guía del viajero de Lima, Lima, Librería Central, 1860, p. 115.
40. Para estas observaciones nos han sido útiles diversos legajos del A.A., Causas criminales de matrimonios,
legs. 11, 12,13 y 14; Inmunidad, 1744-1783 y 1781-1783; Pobres, leg. 1.
41. En cuanto a la «cultura colonial urbana», sería un producto peculiar de la fusión entre la «picaresca
española» y la «cultura negra». Luis Millones, Tugurio, Lima, Instituto Nacional de Cultura, 1978, pp. 41 y 55.
42. Sobre Castillo, ver Luis Alberto Sánchez, Poetas de la Colonia, Lima, Universo, 1978, y la tesis de Carlos
Milla Batres, Vida y obra literaria inédita del ciego de La Merced (2 t.), Lima, tesis de Dr. en Letras,
Universidad de San Marcos, 1976, p. 81.
44. Emilio Harth-Terré, «Historia de la casa urbana virreinal en Lima», en Revista del Archivo Nacional del
Perú, Lima, 1962, t. XXVI, p. 55.
45. A.A., Estadística, leg. 4, 1779-1800. En 1839, Córdova y Urrutia calculó 247 callejones en Lima, sobre un
total de 10.695 viviendas.
48. A.G.N., Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 113, cuad. 1376, 1808. A.A., Inmunidades, leg. 1744-
1783.
50. Una cárcel moderna recién sería inaugurada en enero de 1856: la penitenciaría de Lima. A.G.N.,
Penitenciaría, leg. 1, 1863-1868.
51. A.G.N., Protocolos Notariales, Ascarrunz, 1770, ff. 401-404v. Ayllón Salazar, 13, 1810, ff. 310v-321. José
María la Rosa, 640, 1822-24, ff. 113-113v.
55. A.G.N., Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 136, cuad. 1658; leg. 138, cuad. 1683 y leg. 140, cuad.
1727 y cuad. 1733. A.A., Causas criminales de matrimonios, leg. 11, 1760-1773.
56. A.G.N., Protocolos Notariales, (H. Minoyulli) Velázquez, 1185,1770-1778. Mediante la colaboración de
Magdalena Chocano pudimos fichar más de cien fianzas.
57. A.A., Estadísticas, 1802-1911, leg. 4-A. A.G.N., Protocolos Notariales, Ascarrunz, 1770, ff. 401-404v.
58. A.G.N., Inquisición, siglo XVIII, leg. 60,1789 y Superior Gobierno, leg. 29, cuad. 517,1787.
59. Pablo Macera, Las furias y las penas, Lima, Mosca Azul editores, 1983, p. 320. Aparte de una visita
personal a Acomayo, pudimos apreciar los murales de Escalante en las fotografías reproducidas por Macera y
gracias a las excelentes fotos tomadas por la Sra. Mijoteck, alumna nuestra en la Universidad Católica.
60. De la Fuente Benavides, Rafael (Martín Adán), De lo barroco en el Perú, Lima, Universidad Nacional
Mayor de San Marcos, 1968, p. 234.
61. Archivo Departamental del Cuzco, Sermones de fines del s. XVIII. Citas similares hemos encontrado en
pinturas del convento de los Descalzos (Lima) o en capillas de haciendas de Nazca.
62. Javier Tord y Carlos Lazo, «Economía y sociedad en el Perú colonial (Dominio económico)», en Historia
del Perú, t. IV, Lima, editorial Juan Mejía Baca, 1980, pp. 546 y ss.
63. Su finalidad era también perseguir a los vagos. Aparte de Mendiburu, uno de los pocos autores que
proporciona referencias sobre la «marginalidad urbana colonial» es Rubén Vargas Ugarte en Historia general
del Perú, Lima, Carlos Milla, 1966, ts. V y VI.
64. A.G.I., Lima, 647. Otra fuente indica que en Lima, en 1818, los hombres de tropa ascendían a 4.500.
Archivo Rubén Vargas Ugarte, papeles varios, mss. 10(6).
65. Jean Paul Sartre, «Prefacio» a Franz Fanon, Los condenados de la tierra, México, Fondo de Cultura
Económica, 1977, p. 10.
67. Enrique Rávago, El gran mariscal Riva Agüero, Lima, 1959, p. 251. Sin embargo, sobre el término «criollo»
debemos decir que su empleo fue más frecuente en el Cuzco, de acuerdo a las investigaciones de Luis
Durand Flórez.
68. Teresa Gisbert, Iconografía y mitos indígenas en el arte, La Paz, 1980, p. 21.
72. Emilio Harth-Terré, Negros e indios, Lima, editorial Juan Mejía Baca, 1973, p.18.
74. Manuel A. Fuentes, Lima, apuntes históricos, descriptivos, estadísticos y de costumbres, París, Librería
Fermin Didot, 1867, pp. 113-114.
75. Pablo Macera, Trabajos de historia, t. 3, Lima, Instituto Nacional de Cultura, 1977, p. 336.
76. A.G.N., Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 126, cuad. 153i, 1813.
78. Rubén S. J. Vargas Ugarte, Obras de Fray Francisco del Castillo Andraca y Tamayo, pp. 54 y 55, y Luis
Alberto Sánchez, La Perricholi, Lima, editorial Nuevo Mundo, 1964, p. 79. Del tema se ha ocupado José
Antonio del Busto.
80. Podríamos enumerar muchos otros casos; casi siempre la violencia está acompañada por la tensión
étnica, como en el caso de Victoriano, un zambo carretero, que mató por un motivo banal a un indio ollero en
el tambo de Mirones. A.A., Inmunidades, leg. 1, 1744-1783. Esta rivalidad entre lo negro y lo indio ha
persistido hasta la actualidad en Lima: enfrentamiento del hampa de Lima (negros y zambos) con el hampa del
Callao (indios); de los equipos de fútbol Alianza Lima (morenos) y Chalaco (cholos), etc. De acuerdo a la
investigación que Nancy Fukumoto emprendió en la Huerta Perdida -un tugurio en el centro de la ciudad-, los
indios consideraban a los negros como «rateros» y «gente malosa», a su vez, los serranos eran las víctimas
predilectas de los negros para sus insultos.
81. A.G.N., Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 138, cuad. 1684, 1817.
82. A.G.N., Real Audiencia, Causas Criminales, leg. 126, cuad. 1530, 1813.
88. Las fuentes proceden de la sección divorcios en el Archivo Arzobispal. Sobre el tema hemos preparado un
artículo escrito en colaboración con Magdalena Chocano.
89. No pueden olvidarse todas las precauciones necesarias. Recuérdense nuestras observaciones en la nota
16. En este caso, se trata de una fuente homogénea, que versa sobre hechos similares, sin la diversidad de
los movimientos sociales. Aunque pareciera que la documentación ha sido bien conservada, no podemos
saber con precisión el volumen de eventuales pérdidas y el peso que éstas han podido tener en la
cuantificación final.
91. A.G.L, Lima, 773, Antonio Pérez al Ministro de Estado. A.M., leg. sin numerar, 9 de febrero de 1807.
92. «El juego de gallos es un entretenimiento diario, excepto los domingos. Se juegan buenos ejemplares de
gallos y no hay tarde sin que se echen al ruedo cuatro o cinco pares. El pozo está rodeado de graderías de
asientos que van hacia lo alto. Cada gallo tiene una larga hoja en forma de lanceta atada a la pata». William
Stevenson, op. cit., p. 173, Mercurio Peruano, 20 de enero de 1791, p. 40.
93. Basil Hall, «El Perú en 1821», en C.D.LP, Relaciones de viajeros, Lima, 1971, t. XXVII, vol. 1°, pp. 208-
209.
94. Rubén Vargas Ugarte, Historia del Santo Cristo de los Milagros, Lima, editorial Lumen, 1949, pp. 95-96.
96. Sebastián Salazar Bondy, Lima la horrible, Lima, Peisa, s.f., p. 15.
97. Julio Ramón Ribeyro, «Gracias, viejo socarrón», en Debate]], Lima, 1981, pp. 69.
98. Raúl Porras, Tres ensayos sobre Palma, Lima, Juan Mejía Baca, 1954, p. 12.
99. «Ricardo Palma nació en Lima el 7 de febrero de 1833, en la calle de Puno, y procedía de un lugar
modesto. Quizá mucho más modesto de lo que puede imaginarse el lector. En su partida de bautizo, que se
encuentra en la Parroquia del Sagrario (tomo 20, folio 183), se expresa que era «hijo natural de Pedro Palma y
de Guillermina Carrillo, pardos». Manuel Zanutelli Rosas, Evocaciones históricas, Lima, 1978, p. 6.
101. A.G.N., Notarios, Torres Preciado, legajo 1062, 1770, pp. 364-369.
CAPÍTULO III
EL HORIZONTE UTÓPICO
EL PODER LOCAL
En 1912, un joven limeño de apellido aristocrática y autor de una brillante tesis de historia,
emprende un viaje por la sierra sur. José de la Riva Agüero, pertrechado de libros y
mapas, se embarca del Callao a Mollendo, allí toma el ferrocarril a Puno y desde el
altiplano, acompañado por un amigo limeño, arrieros y varios sirvientes, recorrerá durante
tres meses Cuzco, Apurímac, Ayacucho hasta el valle del Mantaro. El hecho era tan
insólito -un intelectual de 27 años que prefiere viajar por el Perú y no por Europa-, que
reclamaba la escritura: cinco años después redactó un libro al que daría el título de
Paisajes Peruanos.
Por esos mismos años, otro escritor limeño pero de origen chino, Pedro Zulen, conmovido
por la situación de los indígenas, proyectó un libro -no de añoranza histórica sino de
agitación presente- que recopilará sus encendidos artículos, bajo el título de
«Gamonalismo y centralismo».2 Nunca llegaría a editar tal libro pero las dos palabras que
escogió eran a su vez temas centrales en los debates de la intelectualidad peruana de
esos años. En cierta manera el libro sería publicado por José Carlos Mariátegui trece
años después. En los 7 Ensayos, algunas de sus páginas más logradas, son
precisamente una arremetida contra el gamonalismo y un voto en contra del asfixiante
centralismo.
Los mistis -para referirnos a los casos más frecuentes-, ejercían su poder en dos espacios
complementarios: dentro de la hacienda, sustentados en las relaciones de dependencia
personal, en una suerte de reciprocidad asimétrica; fuera de ella, en un territorio variable
que en ocasiones podía comprender, como los Trelles en Abancay, la capital de un
departamento, a partir de la tolerancia del poder central. El Estado requería de los
gamonales para poder controlar a esas masas indígenas excluidas del voto y de los ri-
tuales de la democracia liberal, que además tenían costumbres y utilizaban una lengua
que las diferenciaban demasiado de los hábitos urbanos. Entre la clase alta, la oligarquía
de comerciantes, banqueros y modernos terratenientes establecida en ciudades de la
costa como Lima, Trujillo o a medio camino de la sierra como Arequipa, y los campesinos,
no existía una ideología o una cultura que posibilitara cualquier tipo de comunicación La
búsqueda de un consenso nacional era imposible. Esta circunstancia se veía agravada
por la combinación entre la siempre difícil geografía peruana y la deficiente red vial.
Desde 1821, con la independencia, se acrecentó la separación entre costa y sierra hasta
el punto extremo de resultar más rentable traer peones desde la lejana China que desde
el interior o importar trigo de Chile o California, antes que de Huancavelica. Sin los
gamonales resultaba imposible controlar un país con estas características. La
urbanización era incipiente. Sobre 4.000.000 de habitantes que tendría el Perú en 1800,
se calcula que más de 3.000.000 vivirían en pueblos de menos de 2.000 habitantes.
El gamonalismo emergió con el derrumbe del Estado colonial. En el siglo xviii el poder, en
las áreas rurales, era compartido entre el corregidor, encargado de administrar justicia y
dirigir una jurisdicción equivalente a una provincia republicana, el curaca responsable
directamente del sector indígena de la población y el sacerdote, que no sólo velaba por
las almas sino que también respondía a intereses económicos muy precisos a través de
los curatos. Las reformas borbónicas llevaron a sustituir corregidores por intendentes y
subdelegados, pero las nuevas autoridades no alcanzaron a tener la misma eficacia que
éstos y desaparecieron con la llegada de la república. Paralelamente, después de la
revolución de Túpac Amaru, fueron suprimidos los curacazgos y los títulos nobiliarios de
la aristocracia indígena: la medida no fue acatada en seguida pero en los años
posteriores se terminaron disgregando estas autoridades, perdiendo sus prerrogativas,
bienes y status. En cuanto a los curas, vieron mermado su poder como consecuencia del
retroceso de la iglesia en el campo: desaparición de los diezmos, disminución de rentas y
propiedades de las órdenes o de los obispados. El clero se fue concentrando en los
centros urbanos y en el campo se volvieron frecuentes las iglesias abandonadas,
quedando como rezago de otras épocas el artesanado, las pinturas y la platería de los
templos. El poder que antes estaba repartido entre el corregidor, el curaca y el cura fue
heredado por los gamonales. En algunos lugares muy tempranamente; en otros, como
Caylloma, en fechas más bien tardías, sólo a inicios de este siglo.4
Luis Aguilar, un coetáneo de Zulen, decía que ningún gamonal dejaba de tener
aspiraciones políticas: «el gamonal es diputado, subprefecto, juez o alcalde municipal...
»,5 pero este acceso a los cargos públicos se hacía posible, en la mayoría de los casos,
desde la propiedad de la tierra. El dominio privado en la hacienda era fundamental. El
gamonal no era un propietario ausentista; conocía a los campesinos y hasta compartía
hábitos y costumbres con ellos. No podía sorprender que, como los Quiñones de
Azángaro o los Luna de Acomayo, conociera el quechua. Todo esto resultaba lógico si
consideramos que en el interior de la hacienda las tierras se dividían entre el propietario y
los campesinos poseedores: por ese usufructo el runa, colono o yanacona debía trabajar
las tierras del misti. Éste a su vez le otorgaba protección frente al Estado, es decir, frente
a las cargas fiscales o las levas del ejército; le proporcionaba productos imprescindibles
pero escasos como el aguardiente (o alcohol) y la coca, además de algunos
medicamentos y eventualmente aparejos de labranza (rejones). Los campesinos, en
retribución por todo lo anterior, realizaban servicios personales en la casa del señor o ta-
reas especiales como el transporte de lana. Estos intercambios se imbricaban con
relaciones de parentesco y con un marcado paternalismo: el misti era, según los casos, el
papá o el niño, dicho siempre en diminutivo; el campesino, un ser desvalido que requería
de protección. Venía aquí en auxilio la prédica religiosa: unos mandaban y otros
obedecían. La autoridad era personal: el señor tenía un nombre y un apellido y se
relacionaba de manera particular con cada uno de sus campesinos. Éstos, a su vez, cada
año rotaban las tierras en usufructo. Aceptaban una inmovilidad que garantizaba la
posesión y que los obligaba a contraer alianzas matrimoniales entre ellos. Las prácticas
endogámicas, unidas al compadrazgo (el señor o el mayordomo de la hacienda eran casi
obligatoriamente padrinos en el bautismo), aseguraban la sujeción de la fuerza de trabajo.
La riqueza de una hacienda no reposaba tanto en sus cultivos o sus cabezas de ganado;
ante todo se medía por el número de hombres que el misti tenía tras suyo.
Los gamonales no constituían un grupo homogéneo. Todo lo contrario. Las disputas entre
ellos eran demasiado frecuentes. El poder local de reciente aparición no estaba
garantizado ni por la ley ni por la costumbre, por lo tanto no se conocía cuál debía ser su
marco, cuáles eran sus límites y en qué consistían exactamente sus atribuciones. En
Canchis (Cuzco) se enfrentan los Cisneros contra los Fernández.6 En el distrito de
Talavera, hacia 1886, las familias Tello y Alarcón estaban enfrascadas en una áspera
lucha que, según el prefecto de Abancay, no obedecía a motivos políticos o electorales
sino a un «... odio implacable entre ambas familias»,7 que había traído una vasta secuela
de heridos. Justo Alarcón terminaría muerto y en represalia las casas de los Tello fueron
saqueadas. En estas empresas los terratenientes recurrían a movilizar a los colonos de
sus haciendas, conformando verdaderas huestes. Ningún hacendado colonial tuvo un
poder similar. En parte fue consecuencia de la desestructuración del Estado después de
la guerra del Pacífico (1879-1883). Para enfrentar al ejército chileno, que llegaría hasta
Cajamarca por el norte y Ayacucho por el sur, se formaron partidas de guerrillas, algunas
de las cuales fueron dirigidas por hacendados. Los grupos armados se mantuvieron y el
prefecto de Huanta se lamentará en 1886 de que su autoridad quede sujeta a «la voluntad
caprichosa de los comandantes de guerrilleros».8 En esta misma localidad de Huanta toda
su historia política podría resumirse en el enfrentamiento persistente entre dos familias:
los Lazo y los Urbina.9
El bandido social -aquel que robaba a los ricos para ayudar a los pobres- era una
excepción. Estamos más bien ante hechos que se ubican dentro de la historia de la pura
criminalidad. Incluso resultó proverbial referirse a la crueldad de los bandidos andinos:
este rasgo llamó la atención del historiador británico Eric Hobsbawm. Se les atribuía
ensañarse con sus víctimas e incluso algunos actos de antropofagia.12 El bandido, en
realidad, tiene características que lo vinculan a la figura del pistaco: esa suerte de vampiro
serrano, en cabalgadura, con arma de fuego y al acecho de cualquier víctima para
extraerle la grasa. Esto era así en el terreno imaginario; en lo cotidiano, a veces los
bandidos eran terratenientes en expediciones punitivas o implantando su dominio a costa
del terror; en otras ocasiones el bandidaje se reclutaba entre los forasteros, los migrantes,
los mestizos de la localidad, como esos cinco «famosos bandoleros» que asaltaban las
estancias de Sicuani13 o ese Ramón Flores, un chacarero de más de 25 años, soltero,
acusado de robar ganado en la provincia de Paucartambo.14 En las cárceles cuzqueñas la
acusación más frecuente era el abigeato; así por ejemplo, en el mes de marzo de 1916,
de once procesados, siete eran abigeos. Hay localidades, en las provincias altas, en los
alrededores de Espinar, donde el fenómeno parece endémico. La Corte Suprema,
preocupada por la propalación del bandolerismo, envió una comunicación al Cuzco en la
que se mostraba «... alarmada por el simultáneo y creciente desarrollo del salteamiento
en distintas zonas de la República, que despierta y agita los malos instintos de los
espíritus depravados y siembra en las ciudades y en los campos la intranquilidad y la
desconfianza».15 La conclusión era acertada. El gamonalismo no había establecido en los
espacios rurales un orden tan estable como la impresión que se podía tener en Lima. Por
el contrario, imperaba la inseguridad. En ocasiones las autoridades, jueces o prefectos
sólo pueden constatar el delito, el hecho de violencia, sin determinar los autores y menos
el móvil. En julio de 1919, en Paruro, otra provincia cuzqueña, en un recurso se denuncia
«... que turbas desbandadas y sedientas de venganza han cometido los mayores excesos
...».16
Otro factor de inestabilidad fue la presencia de los adventistas: llegaron a fines del siglo
pasado, se instalaron en Puno y, a diferencia de los curas católicos que día a día se
confinaban más en las ciudades, salieron al campo, establecieron escuelas en particular
en las provincias altas, entre pastores a quienes pretendían iniciar en la lectura de la
Biblia.17 A indios antes sólo menospreciados por los mistis, les dijeron que eran
ciudadanos, que como tales tenían derechos y para poder exigirlos debían salir de la
«ignorancia».
Demasiado pronto se enfrentaron con la iglesia oficial, sobre todo cuando instaban a los
campesinos a no ocuparse del arreglo de los templos y a no pagar tributos al cura.18 Las
escuelas adventistas en Puno llegaron a tener 3.500 estudiantes: 44% de la población
escolar de ese departamento. El fenómeno guardaba correspondencia con ese
significativo ascenso, en el Perú novecentista, en la curva de escolaridad: una especie de
revolución educativa que hizo retroceder significativamente al analfabetismo. El maestro
comenzaba a ser un personaje habitual en los medios rurales.
La presencia del maestro se relaciona, a su vez, con la presencia de las capas medias.
Entre los gamonales y los indios aparecieron grupos intermedios que no siempre actuaron
como mediadores. En el sur peruano el hecho se explica, parcialmente, por el desarrollo
del comercio. Al lado del gran comerciante mayorista, articulado a alguna casa comercial
como Ricketts, Forga, Grace, aparecieron los pequeños comerciantes itinerantes,
minoristas, muchos de origen árabe por lo que eran llamados, aunque erróneamente,
«turcos». Algunos se establecieron de manera permanente. Todavía en la Plaza de
Armas de Sicuani quedan las amplias tiendas de mercaderes que a fines de siglo
arribaron a esa región. Las ciudades del sur -aparte de Sicuani, Ayaviri, Puno, Juliaca y
otras- vieron incrementar su población. Los hijos de estos comerciantes serán los
abogados, médicos o periodistas que reclaman los nuevos grupos urbanos.19 Una
referencia obligatoria para todos ellos es la Universidad de San Antonio Abad en el
Cuzco, reorganizada por un progresista rector de origen norteamericano, Albert Giesecke,
que no encuentra mayores dificultades para iniciar a sus alumnos en el estudio de la
realidad social inmediata: en 1912 realiza un censo de la ciudad.20 Ese año la universidad
tenía 170 alumnos. A ella acude, desde Moquegua, Luis Valcárcel y es en sus claustros
que realiza una tesis sobre la propiedad agraria en el Cuzco. Surge un pensamiento
crítico que encontrará un inesperado respaldo en el propio obispo cuzqueño: monseñor
Farfán de los Godos, quizá en competencia con los adventistas, manifiesta en sus cartas
pastorales una preocupación por la condición del indio y establece distancias con un clero
que antes sólo estaba dispuesto a secundar a los gamonales.
Pero los riesgos que estos cambios implicaban para la estabilidad de los mistis no eran
fácilmente advertidos, demasiado acostumbrados a la imagen del indio como un ser
sumiso y resignado. El año 1920 un abogado cuzqueño se referirá a «... esa desgraciada
raza aborigen, hoy tan esquilmada, ignorante y sin un rasgo de la más pequeña altivez».21
Ocurre que el racismo era un componente indispensable en la mentalidad de cualquier
gamonal: existían razas, unas eran superiores a otras, de allí que el colono de una ha-
cienda debiera mirar desde abajo al misti, tratarlo con veneración, hablarle como si
estuviera siempre suplicando, mientras que el gamonal debía mantener el tono estentóreo
y de mando en la voz. Hombres de a pie y hombres de a caballo; hombres descalzos y
hombres con altas botas. Algunos gamonales se encariñaban con esos hijos desvalidos
que eran los indios, se emborrachaban con ellos, participaban de sus fiestas; otros, por el
contrario, estaban dispuestos para cualquier violencia: abusos sexuales, marcas con
hierros candentes, por ejemplo.22 Pero la combinación de racismo con paternalismo hacía
que las relaciones entre mistis e indios fueran siempre ambivalentes. Se podía pasar
fácilmente de una situación a otra teniendo la garantía de la impunidad. Estos rasgos del
mundo rural no quedaban confinados a las haciendas; a través de la servidumbre urbana
llegaban a las casas de las ciudades. Un diputado limeño comparó a los indios del Perú
con los pieles rojas, exigiendo un destino similar para ellos: el exterminio. Con el ocaso de
la aristocracia indígena colonial, indio y campesino fueron sinónimos; posteriormente
ambos términos serían equivalentes a salvajes, todo lo opuesto a civilización y mundo
occidental. «El salvajismo se halla retratado -escribía en 1909 Manuel Beingolea,
refiriéndose a la mujer india- en su fisonomía, en su actitud recelosa y huraña. No revela
inteligencia, ni imaginación, ni razón, ni siquiera sentido común... ».23
Una reflexión similar podemos encontrarla en un libro célebre. Si se abren las páginas de
Le Pérou Contemporain (1907), advertiremos que su autor, Francisco García Calderón,
consideraba que el Perú era un país latino y por lo tanto podía prescindir de su historia
prehispánica. Conocía a los incas pero quedaban sumidas en el misterio y la ignorancia
todas las civilizaciones anteriores: «La antigüedad de esta raza se desconoce», escribía
al comienzo de su obra, y en las páginas finales, cuando inevitablemente debía referirse a
los indios vivos, aquellos que entonces eran la mayoría del país, los calificaba de «...
nación dominada por un atavismo triste y profundo».24 Sin tener historia parecían
antiguos: la contradicción fue resuelta con una fórmula: «pueblo de niños envejecidos».
Este acendrado racismo fue una propuesta ideológica paralela al gamonalismo. Al
promediar el siglo anterior, cuando en la sierra se iban conformando los poderes locales y
en Lima se producía la fugaz expansión del comercio guanero, el pintor Luis Montero
condensó el aparente ocaso de la utopía andina en un cuadro titulado «Los funerales de
Atahualpa» (1861-1868). Aparecen allí dos mundos separados: a la derecha, los
españoles, con sus armaduras, de pie, bizarros, todos hombres; a la izquierda, los indios,
en posiciones horizontales y sólo mujeres.
El único indio hombre es Atahualpa, quien yace muerto pero, a diferencia del relato mítico,
con la cabeza unida al cuerpo.25 Desde la ribera opuesta, por esos mismos años, un
intelectual puneño llamado Juan Bustamante, «amigo de los indios», los imaginaba tristes
y abatidos, huyendo de las ciudades reservadas a los mistis y buscando refugio en los
valles más profundos o las cordilleras más escarpadas: «allí abandonados de la sociedad,
con la frente humillada, casi desnudos; ahí nacen sus hijos, y mueren sin más idea de
nación y de leyes» 26
El indio era el otro, condenado al silencio, inexpresivo como las piedras y de ese cúmulo
indiferenciado que eran los campesinos, apenas se advertía la mirada, pero vacía y sin
contenido. Estos temas -que integraban el utillaje mental de los mistis-* aparecen
recogidos en ese cuento magistral de Ventura García Calderón, «La venganza del
cóndor» (1919). El narrador, refiriéndose a los indios, admite con desaliento, «nunca he
sabido si nos miran bajo el castigo, con ira o con acatamiento». El castigo, nos informa
luego, es ese difícil arte de despertar a un indio a puntapiés. Camino a Huaraz, un indio
que había soportado el látigo de un capitán se venga arrojándole unas galgas desde las
alturas: es el mismo indio que parecía sólo dispuesto al llanto y la conmiseración, pero
que «espiaba con su mirada indescifrable». Exactamente el mismo temor de los generales
realistas en sus expediciones por la sierra: que las piedras se mueven y se convierten en
armas. El blanco, al principio demasiado orgulloso y seguro, con su revólver, botas y
cabalgadura, termina impresionado primero por lo inmarcesible de la cordillera y después
por el indio que se convierte en plural: «tal vez entre ellos y los cóndores existe un pacto
oscuro para vengarse de los intrusos, que somos nosotros».27 Extranjero en su propio
país, Ventura, como su hermano, vivirá alejado del Perú, en un exilio voluntario. Ese
sentimiento de culpa y obscuro temor que envuelve sus ficciones lo encontramos antes en
los documentos administrativos de las autoridades provincianas. Casi al azar tomemos un
año, 1887, y dos localidades bastante distanciadas entre sí, Andahuaylas y Huaraz. En la
primera, el subprefecto alerta sobre la situación subversiva de los indios que podrían
unirse con los de otras provincias como Huanta y Cangallo; en la segunda, otro
subprefecto comenta que de estallar una sublevación, los indios rebeldes no bajarían de
10.000, «siendo incalculable la cifra de los que después se unirían».28 Para las
autoridades, los indios tenían a su favor la unión y su incomprensible idioma. En cualquier
momento podían dar inicio a una «guerra de razas»,29 que sería inevitablemente
sangrienta y desgarradora y en la que los blancos, por ser minoría, llevarían la peor parte.
Así como los mistis fluctuaban entre la violencia y el paternalismo, el indio que habían
construido en su imaginación era el ser resignado y pasivo o el personaje vengativo y
sanguinario. En cualquiera de las dos versiones, era un mundo aparte, excluido de la
nación, más allá de las fronteras de lo civilizado.
El racismo no era unánime: en el terreno ideológico también existían fisuras. Una opinión
divergente en el periodismo de la época aparece en uno de los primeros artículos de José
Carlos Mariátegui, firmado con el seudónimo de Juan Croniqueur. El motivo del texto es la
llegada a Lima de unos visitantes imprevistos: unos campas cristianizados que llaman la
atención del cronista y éste acude a entrevistarlos. Días después redacta unas reflexiones
en las que argumenta un inusual relativismo cultural: «Para los salvajes los civilizados
deben ser tan exóticos, como para los civilizados los salvajes. Esto es indudable. A ellos
nuestros sombreros y nuestros afeites, tan ridículos y extravagantes como a nosotros se
nos antojan sus técnicas».30
Quien escribe estas líneas es el mismo joven que se siente distante y confrontado con
una sociedad rígida, acartonada, inamovible y que se entusiasma, por el contrario, con el
progreso representado en la velocidad del auto o en -las acrobacias de un aeroplano.
Buscar alternativas a este mundo. Una temprana dolencia infantil había predispuesto a
Mariátegui para la observación. Su mirada se dirige a la vida cotidiana, a las costumbres
pretendidamente aristocráticas de Lima, y a la vida política, expresada en los tediosos
debates parlamentarios. En sus crónicas periodísticas, día a día, traza la imagen de una
sociedad alejada de lo imprevisible, donde todo parece regulado y queda poco espacio a
la imaginación. Un horizonte estrecho en el que nada puede ocurrir fuera del libreto. Los
versos de Juan Croniqueur transmiten esta sensación: «Una abulia indolente que me
veda luchar / y me sume en la estéril lasitud de soñar» 31 El tedio.
Pero casi de improviso aparece en las páginas del periodismo limeño un personaje
inusual: el general Rumi Maqui, a quien se atribuye haber organizado a fines de 1915 el
ataque a una hacienda puneña, como inicio de una larga lucha que debería llevar a la
restauración del imperio incaico. Es apresado en abril del año siguiente y sometido a la
zona militar, acusado de traición a la patria. El caso mostraría cómo los indios no sólo
estaban al margen sino que incluso se enfrentaban a la nación peruana. Pero algunos
periodistas, como un redactor de Variedades, consideran que el general Rumi Maqui no
merece ese trato: no están de acuerdo con él y menos lo defienden; piensan que hablar
del Tahuantinsuyo en el siglo XX es una grotesca bellaquería que no debe ser tomada en
serio. No es un personaje temible sino una imagen caricaturesca.32
Pero regresemos al año 1917. Uno de los primeros en tomar en serio a Rumi Maqui fue
Juan Croniqueur. El contraste con los políticos de la época era notable: no es un
personaje de salón y de remilgos sino un hombre de acción, que por otra parte no se
asemeja a los típicos caudillos de la política criolla. Siente una natural simpatía por este
hombre, buscado infructuosamente en las serranías de Arequipa, Puno y Cuzco, que
parece haberse mimetizado con el terreno, dejando día tras día en ridículo al gobierno de
Pardo. Pero en ese personaje se observa el contraste entre salvajes y civilizados: «El
general Rumimaqui, que entre nosotros era sólo el mayor Teodomiro Gutiérrez, entre los
indios es el inca, el restaurador y otras cosas tremendas y trascendentales».35 Conviene
insistir que estamos en 1917. A fines de ese año, el entusiasmo por Rumi Maqui se
encuentra con el entusiasmo que Juan Croniqueur comienza a sentir por los
«bolcheviquis», sinónimos de revolución y socialismo. El cambio que en Europa proviene
de Rusia, en el Perú ha partido de Puno. El tedio ha sido roto, se ha producido una grieta,
una fisura en el orden oligárquico y la «onda sísmica» procede de donde menos se la
espera: las áreas más alejadas de Lima, los territorios más atrasados del país. Este hecho
abre en Mariátegui la posibilidad de una reflexión: lo antiguo puede ser lo nuevo. Sin
haberlo premeditado, el acontecimiento le permite descubrir un sentido diferente de la
tradición. Mientras que para los intelectuales oligárquicos, como los García Calderón, lo
tradicional era sinónimo de lo colonial, para Rumi Maqui el pasado que se debe conservar
o rescatar es ese mundo prehispánico que en Lima se ignora o, en todo caso, se
considera definitivamente cancelado. Los incas adquieren de improviso forma y cuerpo. A
través de Rumi Maqui, Mariátegui -que de Lima salió apenas para un breve viaje a
Huancayo- comienza a descubrir todo un lado oculto e ignorado del país: el mundo andino
que no había sido destruido por la invasión europea y que gravitaba todavía sobre el
presente.
Para los mistis Rumi Maqui era la encarnación de esa temida guerra de castas; pero
durante esa misma época, algunos escritores indigenistas trataron de recusar lo que
consideraban como una patraña o invención de terratenientes. Dora Mayer acusó al
gamonal de Azángaro, Lizares Quiñones, de haber fraguado la rebelión de Samán para
«arruinar a un pueblo».36 Luis Felipe Luna considera que «la utopía ridícula de un conflicto
de razas, de una restauración del imperio incaico» fue propalada por los hacendados para
encerrar en una cárcel al mayor Gutiérrez, cuyo único delito era haber abogado por los
indios.37 Luna, según el historiador Tamayo Herrera, en su larga carrera parlamentaria fue
un portavoz de los terratenientes azangarinos. Esto le permite esbozar una hipótesis: la
rebelión de Rumi Maqui obedecería a conflictos entre terratenientes y la restauración del
Tahuantinsuyo sería una leyenda inventada por ellos.38 Estos argumentos de Tamayo no
son aceptados por Augusto Ramos Zambrano, un historiador puneño a quien se debe el
estudio más completo sobre la rebelión. ¿Personaje real o personaje imaginario?
Rumi Maqui (Mano de Piedra en quechua) sería el seudónimo que asumió Teodomiro
Gutiérrez Cuevas. Sobre Gutiérrez disponemos de más de una fotografía en la que vemos
a un personaje de acicalados bigotes, vistiendo el uniforme de oficial de caballería.
Sabemos que su preocupación por los campesinos se remonta a una primera estadía en
Puno, a comienzos de siglo, y que en 1913 fue nombrado «Comisionado especial» del
gobierno para elaborar un informe sobre las poblaciones quechua hablantes del altiplano.
Circuló un manifiesto impreso en setiembre. El informe, entregado en Palacio de Gobierno
al presidente Guillermo Billinghurst en diciembre de ese mismo año, no fue recibido con
simpatías por los terratenientes.39 Al contrario: lo criticaron y vilipendiaron, en particular
Lizares Quiñones, pero no sabemos si la alarma era justificada, por cuanto el texto sólo se
conoce por referencias; terminó perdiéndose con los avatares que siguieron al golpe
contra el gobierno de Billinghurst. Esto hace que los únicos testimonios directos de
Gutiérrez Cuevas sean, aparte del manifiesto citado, una entrevista concedida estando en
prisión, y una carta, firmada por él y dirigida al diario El Pueblo, después de su fuga, el 29
de enero de 1917. En ella se confiesa enemigo del gamonalismo, partidario de la unión
entre Perú y Bolivia, pacifista y desmiente que hubiera pretendido restaurar el
Tahuantinsuyo: «Yo jamás he tomado parte en ninguna revolución; mis manos no están
manchadas con sangre hermana; jamás he cometido un crimen, ni el más leve delito. Dios
lo sabe. Él lee en el fondo de mi corazón».40 Como prueba indica que fue apresado en su
domicilio. De haber intervenido en la rebelión de San José es lógico pensar que se
hubiera escondido, para lo que no le faltaba habilidad, como lo demuestra al huir de la
cárcel en Arequipa, mandar una carta días después y no volver a aparecer jamás.
Frente a este testimonio, están los documentos firmados por Rumi Maqui. Uno fechado el
1.º de noviembre de 1915, nombrando a Santiago Chuquimia cabecilla de Phara,
publicado por el historiador Maulo Paredes; otro, fechado días después, el 8, nombrando
a otro cabecilla como «restaurador de Samán», encontrado por Augusto Ramos, y
finalmente el nombramiento del restaurador de Ccalla, Buenaventura Itusaca, encontrado
en manos de campesinos de Azángaro por Manuel Vassallo: la fecha supuesta es mayo
de 1914 pero si se revisa la reproducción facsimilar del documento, se observará que en
realidad es 1917, cuando se supone que Teodomiro Gutiérrez Cuevas estaba en Bolivia.41
Pero ¿por qué tendría que tratarse de un solo personaje? ¿Por qué Gutiérrez y Rumí
Maqui tendrían que ser la misma persona?
Ramos Zambrano dice: «es incuestionable que entre agosto y setiembre de 1915, en una
de las parcialidades de Samán, con la presencia de numerosos dirigentes, Gutiérrez
Cuevas se proclama restaurador del imperio del Tahuantinsuyo, adoptando el sonoro y
significativo nombre de General Rumi Maqui»,42 pero no ofrece ninguna prueba que no
sea el testimonio oral de descendientes de dos supuestos lugartenientes de Rumi Maqui.
Aunque no indica la fecha de la entrevista, es de suponer que fue realizada cuando ya
existía la fama del general Rumi Maqui. Ramos, en cambio, proporciona evidencias de
otros personajes que usaron este mismo apelativo. En noviembre de 1915, un indígena se
proclama «descendiente del famoso Rumi Maqui»; otro (o quizá el mismo) se bautiza con
ese «mote guerrero» y lanza manifiestos. En una crónica periodística firmada en Juliaca y
fechada en noviembre de 1915 se habla de un inca loco que habita en Vilcabamba y que
habría formado un ejército de 3.000 hombres en Puno y que iría a castigar a un inca
espurio llamado Rumi Maqui.43 Vimos, páginas atrás, cómo la «tea incendiaria» de Rumi
Maqui siguió recorriendo el altiplano en los primeros meses de 1917. Pareciera por todo
esto que estamos ante una especie de seudónimo colectivo. Otro de esos incas
imaginarios que aparecen reiteradamente en la historia andina.
No ha sido fácil separar a Rumi Maqui de Gutiérrez Cuevas. Ocurre que casi desde el
inicio, desde 1916 y de manera evidente desde 1917, ambos personajes estaban
fusionados como resultado de la imaginación colectiva. El personaje inventado respondió
a intereses y expectativas contrapuestos. Para algunos terratenientes, era la confirmación
de esa temida «guerra de castas» y del temple vengativo de los indígenas; para otros
hacendados, era el pretexto que necesitaban para justificar sus exacciones y el
crecimiento de sus propiedades a costa de las comunidades campesinas, sin faltar
aquellos para quienes la pasividad indígena sólo podía ser interrumpida por alguien
llegado de fuera. Se sumarían, por último, los que tenían cuentas pendientes con
Gutiérrez Cuevas por el célebre informe de 1913. Desde el lado opuesto, los campesinos
de Azángaro andaban en frecuentes reuniones y pareciera que una cierta esperanza
mesiánica volvía a recorrer esos parajes. Pero a la leyenda también contribuyeron los
intelectuales limeños, que, como Mariátegui, sentían un rechazo romántico a la sociedad
oligárquica, sin llegar a visualizar ninguna alternativa verosímil. No aceptaban las «reglas
de juego» pero no parecía posible sustituirlas. La «dinastía» civilista -como ironizaba Juan
Croniqueur- parecía eterna hasta que la sucesión fue quebrada por Rumi Maqui.
A través de Rumi Maqui parecía realizarse una fórmula de Marx: «encontrar en lo que
existe de más antiguo las cosas más nuevas». El pasado inspiraba una resolución que no
era precisamente el alzamiento pasajero de un caudillo ni menos una montonera fugaz. Si
el personaje no existía, era necesario inventarlo. Entonces a Mariátegui no le
preocuparían estas disquisiciones entre eruditas e inútiles. ¿Rumi Maqui o Gutiérrez
Cuevas? Importaba únicamente aquello que encarnaba: la posibilidad del cambio social,
la insurrección. Años después escribirá: «El pasado incaico ha entrado en nueva historia,
reivindicado no por los tradicionalistas sino por los revolucionarios. En esto consiste la
derrota del colonialismo (...) La revolución ha reivindicado nuestra más antigua
tradición»44
LOS MENSAJEROS
Pero no sería correcto presentar la rebelión de los colonos únicamente como una
respuesta a una coyuntura de crisis política y económica. Años antes, aunque de manera
aislada y dispersa, encontramos algunos síntomas como, por ejemplo, cuando los
campesinos de Chuyugual (en Huamachuco) «desobedecen completamente las órdenes
y disposiciones del patrón y sus empleados. Se niegan rotundamente a pagar los
subarriendos por los terrenos que ocupan -como es de costumbre- sin querer celebrar
ningún contrato con el actual conductor del fundo, Sr. Sedano».51
Es evidente que en Tocroyoc hubo una rebelión campesina, dirigida por Domingo Huarca
y estudiada por Jean Piel, pero en otros lugares, como en Huancané el año 1923, parece
tratarse de terratenientes. Los gamonales utilizan la supuesta vuelta al Tahuantinsuyo
para argumentar que los indios no quieren ser peruanos y justificar así la expansión de
haciendas y apropiación de tierras. Deustua y Rénique, dos historiadores peruanos, han
llamado la atención sobre la dimensión imaginaria que rodea a estas rebeliones. Los
periodistas, desde luego; también pusieron su cuota, sin omitir a algunos intelectuales
indigenistas. Desde principios de siglo, en libros, tesis y artículos se argumentaba el
carácter comunista del imperio incaico: cualquier rebelión campesina inspirada en el
pasado remitía a la restauración de ese orden supuestamente igualitario y campesino.
Todas estas inquietudes se encontrarían formuladas años después, en 1927, en el libro
de Luis Valcárcel Tempestad en los Andes, plagado de frases tan definitivas como «de los
Andes irradiará otra vez la cultura» o «el proletariado indígena espera un Lenin». Sin
embargo, si emplazamos el libro en relación a las rebeliones de 19191922, las frases no
eran retóricas. Lo que fue motivo de miedo entre los mistis, para intelectuales como
Valcárcel era sustento de una esperanza: los indios descenderían desde las alturas a las
ciudades para crear, como diría Mariátegui, «un Perú nuevo». Pero, ¿las rebeliones
podían realmente sustentar este aliento mesiánico?, ¿qué correspondencia había entre
deseos, temores y realidad?
Estas preguntas nos remiten a una vieja cuestión: las fuentes. Carecemos de testimonios
en que los mismos campesinos sean quienes se expresen directamente. Siempre aparece
de por medio el terrateniente, el periodista, el juez, el prefecto o cualquier otra autoridad.
Nuestras referencias proceden de periódicos nacionales o locales, de informes
prefecturales o de procesos judiciales. La explicación, más que en las persistentes
diferencias étnicas, debe buscarse en ese silencio que recubre la vida campesina a lo
largo de toda la república: una cultura a la defensiva que se refugia en la mentira o el
mutismo. El estereotipo racista del «indio mentiroso» tenía cierto asidero en la realidad.
Hablar, decir la verdad, proporcionar cualquier información era entregar eventuales cargos
y acusaciones a los dominadores. Para los indios, los mistis son extranjeros, y si en
público se muestran respetuosos o sumisos, en privado, cuando están sólo entre colonos
y hablando quechua, los motejan, se burlan de ellos o los desprecian.56 Contrastan los
testigos procesados en 1920 con los que, ante instancias similares, desfilaban durante la
colonia. Resulta comprensible si admitimos que los liberales habían despojado a las
comunidades de protección jurídica. Ante un juez -algunas patéticas fotografías del cuz-
queño Martín Chambi han conservado la imagen-, era poco o nada lo que esperaba un
campesino. Cualquier declaración podría incriminarlo. No era un ciudadano. Saben que
los mistis los perciben como seres inferiores y simulan torpeza, falta de comprensión,
recurren a coartadas demasiado tontas.
Una de las primeras sublevaciones fue la que se produjo en Vilcabamba, provincia de La
Convención, donde un grupo de indígenas ataca la hacienda de Manuel Condori,
destruyen cercos, arrasan sementeras y lo amenazan de muerte. Condori entabla un
juicio a la comunidad acusando a los campesinos de haber perpetrado una asonada. Los
acusados niegan el delito y recuerdan que ellos estaban en juicio, años atrás, contra ese
mismo hacendado, por tierras que les pertenecían y de las que habrían sido despojados.
Pasan los meses entre nuevas acusaciones y más recursos que se interponen ante la
Corte Superior de Justicia del Cuzco, hasta que el año 1922 el agente fiscal concluye que
han transcurrido tres años «sin que en ese tiempo se haya esclarecido el hecho, ni la
culpabilidad de los imputados».57
Pero esta rebelión tuvo un epílogo inesperado. Un hijo del terrateniente muerto, llamado
Andrés Alencastre, se dedicaría al estudio de la cultura andina, llegando a publicar, entre
otros textos, un artículo escrito en colaboración con Dumezil sobre peleas rituales,
poemas en quechua que algún crítico equipararía con los de José María Arguedas y una
monografía sobre la organización social en las «provincias altas». Se refiere allí a la
sublevación: «El 1° de julio del año en mención perdió la vida mi señor padre en manos
de los nativos, siendo el hecho trágico para mí un poderoso acicate para estudiar y
comprender los hondos problemas socioeconómicos que pendientes de solución se
encuentran en el Perú ...».62 Otro mes de julio pero de 1984, Andrés Alencastre
encontraría la muerte en un paraje cercano al lugar donde murió su padre y de manera
similar. Su casa fue incendiada y terminó carbonizado. Los presuntos culpables fueron
conducidos al Cuzco y justamente cuando me encontraba revisando los expedientes
judiciales en el Archivo Departamental, pude asistir a la entrevista que el equipo
periodístico del Centro Bartolomé de Las Casas hizo a esos campesinos para un
programa radial: el mismo mutismo de los años 20. Todos repetían la misma inverosímil
coartada: de improviso había salido fuego de la casa y nadie pudo apagarlo. No les
importaba convencer. Meses después, en las alturas de Canas circularon algunos relatos
sobre el acontecimiento: «seguro lo han tomado como un símbolo, como a un "hombre
principal", y por su propia voluntad habría pedido que dejen su corazón en su tierra, como
un pago a la santa madre de la vida». Pago es el nombre que recibe el ritual de homenaje
a la tierra. En la localidad consiste en sacrificar un cordero, extraerle el corazón y
depositarlo sobre la «pachamama».63
Los ataques a las haciendas fueron precedidos de litigios judiciales que las comunidades
entablaron a los mistis. Así sucedió, por ejemplo, en la hacienda «Totora», en las alturas
de Tacna. Estos litigios requerían de dinero para solventar los trámites, los viajes de los
dirigentes a las ciudades y el sueldo del abogado. Las invasiones tampoco se
improvisaban y sus preparativos exigían nuevos gastos. Por estas razones causaba
preocupación ver a los indios «ocupados en hacer su colecta de fondos». La colecta,
según algunos testigos, era voluntaria, pero otros, quizá para disculpar su participación,
decían que era forzosa. Pocos admitían que tras ella existía una institución, llamada rama,
alrededor de la cual se conformaban los núcleos dirigentes de la rebelión. ¿Quiénes eran?
En el caso de los levantamientos de Haquira y Quiñota (1922), Ricardo Valderrama y
Carmen Escalante distinguen tres tipos de dirigentes: líderes ancianos monolingües,
quechuas, formados en la estructura tradicional de la comunidad; líderes alfabetos que
además son jóvenes y que han tenido experiencias fuera de la comunidad; finalmente,
líderes de grupos armados, organizadores de los ataques, provistos de carabinas y hon-
das.65 En una comunidad cerca de San Pablo (Sicuani), hemos observado que los
organizadores de la rama, los ramalistas, combinaban también a viejos dirigentes con
jóvenes. Veamos las fichas de algunos: Buenaventura Sicos, soltero, sin hijos, 25 años,
carpintero, alfabeto; José Ccuro, casado, 28 años, agricultor, alfabeto; Vicente Puma,
casado, un hijo, agricultor, 45 años, analfabeto; Mariano Maman¡, casado, 4 hijos, 70
años, analfabeto.66 Puede resultar reveladora la biografía de uno de los principales líderes
de Haquira, Esteban Hillca Pacco, apodado Wamancha (halcón joven): aprendió español
porque sus padres lo entregaron como sirviente en casa de un leguleyo de Tambobamba,
donde se ejercitó repasando los artículos de la Constitución. Será él quien redacte el
petitorio que luego firmarían todos los comuneros.
Pero estos líderes, que provienen del interior mismo del movimiento campesino, se
encuentran con otros que llegan de las ciudades. Personajes como José Carmona, que
actúa entre los ayllus de Vilcabamba y a quien se conoce como «gestor y defensor de
pleitos». Era un tinterillo, es decir, alguien que ejercía la abogacía sin haberse titulado. Un
improvisado conocedor de códigos y leyes y que es capaz de redactar. Los tinterillos a
veces cobran en exceso por sus servicios -toda una abundante literatura indigenista se ha
encargado de desprestigiarlos- pero en otras ocasiones, cuando proceden de la
comunidad o tienen allí parientes, se fusionan con los líderes campesinos. De la ciudad
proceden también los miembros del Comité Pro Derecho Indígena Tahuantinsuyo: son
jóvenes abogados, maestros, periodistas que asesoran a los campesinos, a la par que
propalan a veces un impreciso anarquismo y, otras, lo que podríamos llamar un
socialismo romántico. En cualquiera de los casos, están convencidos de que el pasado
andino -comunista y campesino- es todavía una alternativa válida frente al dominio de los
gamonales. Leguía terminó prohibiendo el Comité (1924). Antes, como ya dijimos, formó
un organismo rival en el Patronato de la Raza Indígena. Pero este hecho no fue saludado
por los mistis, para quienes una y otra institución sólo servían para otorgar respaldo
ilimitado a los campesinos y deteriorar de esa manera el principio de autoridad. En enero
de 1923 se denuncia ante el prefecto de Cuzco que los indios atacan a las comisiones
encargadas de cobrar contribuciones y que tienen «por toda arma para cometer sus
atrevidos asaltos el apoyo incondicional del Patronato indígena, el que no conoce la
alevosía de los indios» 67
La restauración del imperio incaico ¿fue una alternativa real en 1920? No existen las
evidencias necesarias para afirmar que los campesinos llegasen a formular un programa
de ese estilo, pero es indudable que los terratenientes estuvieron convencidos de que se
trataba de una «verdadera guerra de castas» y que, para algunos intelectuales de Lima o
provincias, esos acontecimientos podían estar anunciando el esperado renacimiento
andino.
Mariátegui regresa al Perú cuando están llegando a su fin las rebeliones del sur. Pero
termina informándose con bastante detenimiento no sólo por intermedio de Valcárcel,
Romero Churata y otros intelectuales indigenistas, sino especialmente por su vinculación
con personajes surgidos de esas luchas. En Lima se realiza un congreso indígena ese
mismo año 1923, donde, aunque tardíamente, se elabora un programa que resume la
prédica de los miembros del Comité Pro Derecho Indígena Tahuantinsuyo: defensa de la
comunidad, abolición de servicios gratuitos, reclamo de la escuela, garantías para la
asociación y libertad de cultos.72 Se descubre sin mucha dificultad la influencia de los
adventistas, pero el aspecto que más resalta es el contenido antifeudal del programa. En
este evento Mariátegui conoció a Ezequiel Urviola.
Urviola es un personaje excepcional porque intentó llevar hasta sus límites los enunciados
de los intelectuales indigenistas: abandonó el terno y la corbata para vestirse con poncho
y ojotas. Se confundió con los campesinos del altiplano, entre quienes fue motivo de una
cierta veneración ese hombrecillo jorobado y maltrecho que, sin embargo, reclamaba
pólvora y dinamita para terminar con las haciendas. En el congreso indígena argumentó
sobre la continuidad que existía entre Domingo Huarca, Juan Bustamante, Túpac Amaru y
Atahualpa. Mariátegui, por su lado, advertiría semejanzas entre las rebeliones de
Azángaro y Huancané, el levantamiento de Atusparia en Ancash (1885) y la revolución
tupamarista: confirma de esta manera una intuición juvenil cuando a través de Rumi
Maqui constataba la existencia de otra tradición nacional. Los indios no eran esos
personajes sumisos y cobardes que retrataban algunos intelectuales oligárquicos; por el
contrario, en la República y la Colonia no habían cesado en ningún momento de rebelarse
contra la feudalidad.
Ezequiel Urviola podía encarnar un nuevo indio que, compenetrado en su propia tradición
-hablando en quechua-, conociera también la cultura occidental: se había vinculado con
Zulen, tuvo quizá alguna proximidad con el anarquismo, pero desde 1923 se termina
proclamando socialista. No superó la utopía andina, como dice erróneamente Sapsoli. En
realidad trató de amalgamarla con el socialismo. En esto radicaba su originalidad. Fallece
en enero de 1925. Mariátegui dirá que «Urviola representaba la primera chispa de un
incendio por venir» 73
Insertar las rebeliones de los años 20 en el interior de una historia prolongada, no fue
únicamente la elaboración de intelectuales demasiado esperanzados en el fuego y la
dinamita. En Bolivia, durante esos mismos años, algunos campesinos se propusieron
rescatar los restos de Túpac Catar¡, el dirigente aymara de 1781, sepultados en los
terrenos que una hacienda había arrebatado a las comunidades.74 Actualmente, entre los
campesinos de Tocroyoc, Domingo Huarca es un personaje tan viviente como Rumi
Maqui para los puneños, sobre el que circulan relatos; incluso se ha compuesto una
representación teatral: en ella Huarca termina arrastrado por los caballos de los mistis,
que le dan muerte y le cortan la cabeza.75 El desenlace fusiona en un mismo personaje
rasgos que recuerdan el descuartizamiento de Túpac Amaru II en 1781 y la decapitación
de Túpac Amaru I en 1572. El sincretismo de la memoria popular revela la persistencia de
una tradición.
El mito vivía en los Andes. Las luchas campesinas tenían un sustento en el recuerdo pero
también en la misma vida material de las comunidades, que en pleno siglo xx mantenían
esas relaciones colectivistas que fueron el entramado mismo de la sociedad incaica. De
manera tal que el socialismo, asimilado por intelectuales y obreros de las ciudades y las
minas, podía encontrar adeptos entre esas masas campesinas que eran la mayoría del
país. Idea importada de Europa pero capaz de fusionarse con las tradiciones andinas: por
eso Urviola anunciaba al país futuro. El socialismo, antes que un discurso ideológico, era
la forma que adquiría en nuestro tiempo el mito. «La fuerza de los revolucionarios» -
escribía Mariátegui en 1920- «no está en su ciencia, está en su fe, en su pasión, en su
voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito.»76 Esa fuerza
podía remover el Perú desde sus cimientos.
El pensamiento de Mariátegui -al igual que gran parte de la cultura peruana de los años
20- fue tributario de la utopía andina. Aquí radicó su aspecto irreductible; toda la
peculiaridad de su marxismo. ¿Qué hizo posible esto? Entre Mariátegui y el mundo andino
existía un terreno común, un lugar de encuentro privilegiado: la religión. El año 1923
tienen lugar en Lima manifestaciones en contra de la advocación del Perú al Sagrado
Corazón, de las que surgirá el liderazgo de Haya de la Torre. Mariátegui se negó a parti-
cipar en esta especie de bautismo de la nueva generación. No era anticlerical. Aunque
pone reparos a la actuación de la jerarquía eclesiástica mexicana, nunca dejó de valorar
el sentimiento religioso, cuando escribe sobre Unamuno y sobre Gandhi por ejemplo. La
religión era un hecho personal: su alma -admitía escribiendo sobre el poeta Spelucín-
había partido en busca de Dios desde tiempos juveniles, tentado por el infinito y la
aventura. Era también un hecho colectivo: la pasión que movía a multitudes, que les otor-
gaba fuerza y convencimiento, como a esos cargadores del Señor de los Milagros que lo
habían conmovido tanto en su etapa como Juan Croniqueur. Pero así como en los Andes
había que recrear el socialismo, la religión era otra palabra que hacía falta volver a definir.
«El comunismo es esencialmente religioso. Lo que motiva aún equívocos es la vieja
acepción del vocablo».78 Hubiera coincidido plenamente con el filósofo Mariano Iberico,
quien en su libro El nuevo absoluto señalaba: «el significado fundamental del socialismo
consiste en el sentimiento de que el hombre necesita ser salvado, redimido»,79 haciendo
la salvedad de que para Mariátegui en realidad se trataba de una salvación no en el
campo de las abstracciones, sino terrenal y colectiva. El socialismo era el milenio. La
utopía. «El ejército innumerable de los humildes, de los pobres, de los miserables, se ha
puesto resueltamente en marcha hacia la Utopía que la Inteligencia, en sus horas
generosas, fecundas y videntes, ha concebido».80
En un país con los contrastes culturales que tenía el Perú, era difícil, por no decir
imposible, que un intelectual establecido en Lima llegara por sus propios medios al
campesino. Era indispensable un puente, una mediación.
Era muy poco lo que entonces se sabía sobre las comunidades campesinas. Los
indigenistas suponían el colectivismo de sus relaciones sociales y estaban convencidos
de su filiación prehispánica. Pero en 1927 apenas existían un centenar de comunidades
reconocidas en todo el país. Abelardo Solís calculaba que en total existirían 1.562
comunidades, cifra bastante alejada de la realidad. Actualmente son más de 3.000 las
comunidades reconocidas (1980). Carentes de información empírica, observando a los
campesinos desde fuera y en polémica con la intelectualidad oligárquica, los indigenistas
terminaron, a pesar de ellos, conducidos sólo por sus deseos y esperanzas. Ignoraban,
desde luego, que las rebeliones de los años 20 habían sido derrotadas mediante el
recurso a otros campesinos. En 1923 reaparecieron las tropas de los gamonales. En
Haquira, el subprefecto, el gobernador, el alcalde y los vecinos notables, mistis todos,
formaron una partida con ocho gendarmes y 300 indígenas para enfrentarse a los indios
rebeldes, empleando un armamento muy similar (hondas y piedras) pero sembrando el
terror mediante saqueo de propiedades, violaciones y masacres.84 En Yanaoca era
frecuente observar a grupos similares compuestos por gendarmes y campesinos,
dispuestos a escarmentar a los sublevados. La represalia tampoco tiene un centro o un
comando central. Se organizan en un pueblo para atacar a los de una comunidad, pero en
el camino pueden ser interceptados por rivales imprevistos: la sorpresa y la emboscada
son las principales armas. Estos hechos nos indican que la rebelión de los colonos tuvo
sus límite. Todavía muchos runas mantenían su fidelidad a los mistis y eran capaces de
arriesgar la vida por ellos. A la postre parecieron repetirse viejas escenas de la historia
andina: indios luchando contra indios.
Las huestes de los gamonales adquieren vida propia por algunos meses. Los campesinos
dejan sus parcelas y viven de lo que se pueden apropiar. Algo parecido sucede con los
rebeldes perseguidos. ¿Guerrilla o bandolerismo? Todo acontece en medio de la
confusión y la impunidad, en punas y quebradas solitarias, donde el dominio de unos
sobre otros queda supeditado a la violencia. ¿Cuáles son los bandos? Resulta muy difícil
demarcarlos. Los ataques a las haciendas que habían tenido lugar en 1921 fueron en oca-
siones también ataques a las parcelas de colonos. En Santo Tomás, el misti Washington
Ugarte, en un recurso presentado ante el juez de Primera instancia, describía la siguiente
situación: «Adrián Lanllaya, José López y otros indígenas de la parcialidad de
Ppisacphuyo, conocidos y renombrados cabecillas de hordas de indígenas amotinados y
rebeldes, hace tiempo que vienen cometiendo todo género de crímenes y atropellos en
las parcialidades Incuta, Picutani, Alhuacchuyo y otras, talando, devastando e
incendiando propiedades particulares como las que tengo compradas de Ceferino
Enríquez en Incuta; usurpando otras como las que en semanas pasadas acaban de
amojonar y deslindar, por sí y ante sí, sin mandato de ninguna autoridad, en los terrenos
entre Picutani y Alhuacchuyo, denominados Sura, en una extensión de sus cuatro lenguas
cuadradas, anexionándolas de hecho a Cootacca, donde existe otra pandilla de
amotinados, robando y asaltando ganados, como los que acaban de arrebatarme de
poder del pastor Mariano Alferes, dos vacas con sus crías, 5 bestias caballares de poder
del pastor Bernabé Hanampa, del pastor Mariano Aphaya otra vaca, y casi cotidianamente
ganado llamar, ovejuno, etc. En los caminos públicos son asaltados mis empleados y
dependientes, a quienes se les arrebata cuanto llevan consigo; nada menos que a Juan
Carrillo trataron de estrangularlo, cuando traía un cóndor a esta población; en todas las
apachetas o abras de los cerros permanecen en acecho para ultrajar y robar a cuanto
dependiente mío pasa por cerca de ellos».85 Mientras los indios de Picutani se rebelan
contra los mistis de Santo Tomás, los de Pisacpuyo salen en su defensa y en cambio
insultan a los comuneros dispuestos a atacarlos. No le costó trabajo a Ugarte reunir un
grupo de «muchachos» para incendiar y destruir las chozas de los campesinos de
Picutani.
Vista de cerca, la imagen de una «guerra de castas» parece esfumarse. No es una lucha,
en sentido estricto, de mistis contra indios. Se enfrentan los mistis contra los sublevados,
pero en ambos bandos hay indios. A veces pelean una comunidad contra otra; en
ocasiones son colonos contra comuneros, sin que falten los conflictos en el interior mismo
de las comunidades. A las antiguas tensiones se han sumado los efectos que trae
consigo la introducción del capitalismo. La diferenciación social en los pueblos indios
estaba más avanzada de lo que habían supuesto los indigenistas. El mercado interno
penetraba dentro de las propias comunidades, disgregándolas e iniciando procesos de di-
ferenciación social. En las provincias altas del sur, las exportaciones de lana no
reposaban únicamente en las haciendas; año a año era más importante la producción que
venía de las comunidades. Incluso pareciera que como empresas resultaron más eficaces
y rentables que los latifundios. Fue un factor que silenciosamente minó el poder de los
mistis y que explica la mercantilización de las poblaciones que rodean al lago Titicaca o el
desarrollo de un gran centro urbano comercial en la ciudad de Juliaca, rival de la
tradicional Puno. Las ferias dejan de ser anuales, para convertirse en semanales. Los
flujos comerciales y monetarios serán conductos que articularán a los espacios andinos
entre sí y que además propiciarán las migraciones: otro factor que contribuyó a quebrar la
inmovilidad campesina. Desde luego todo esto exigió la expansión de la red vial. No fue
un caso excepcional el de esos campesinos de Puquio (Ayacucho) que en 1925
rompieron los cerros en veinte días para unir mediante carretera a su pueblo con Nazca y
el mar: la distancia que antes requería de cuatro días a caballo, desde entonces podía
hacerse en seis horas. Ellos aprovecharían mejor que los mistis la llegada del camión
para sacar sus productos al mercado. Pero el desarrollo de una agricultura comercial trajo
consigo también una especialización productiva y pareció obligar, en las comunidades de
Chancay o Huarochirí, a un proceso temprano, desde los años 1890, de privatización de
tierras. En las actas de cabildo de esas comunidades se transcribe el acuerdo de suprimir
los usufructos colectivos y repartirse las parcelas. El proceso no fue tan rápido en el
Cuzco, pero en 1920, en la comunidad de Pucamachay, Sicuani, se genera un conflicto
entre algunas familias campesinas que quieren cultivar de manera privada sus parcelas y
las autoridades comunales que defienden la periódica redistribución y rotación de tierras
atendiendo a criterios colectivos: «a cada comunitario, según sus méritos y fojas de
servicios, por ejemplo llevan la preferencia los que pagan mayor contribución, los que
desempeñan cargos civiles y religiosos, los que puntualmente asisten a las faenas
públicas y otros méritos que más o menos se conocen fácilmente por la autoridad».86 Este
mundo igualitario y campesino es el que algunos vislumbran como alternativa ante los
males del país, pero más que descender aluviónicamente hacia la costa, estaba
amenazado por ese mismo capitalismo que había hecho posible las ciudades, los
periódicos y las universidades. Se producía un nuevo encuentro entre los Andes y
occidente, sin los rasgos patéticos que tuvo el choque de civilizaciones en el siglo XVI
pero quizá de manera más avasalladora. El capitalismo tiende a uniformar. Edificar un
mercado interno implica abolir los localismos, las tradiciones, los hábitos particulares
sacrificados en beneficio de una lengua común. La escuela, ese factor de movilización
campesina que veíamos páginas atrás, fue también un instrumento en la propalación de
nuevos valores. La presencia de los adventistas tenía implicancias terrenales. Alfabetismo
era sinónimo de retroceso del quechua y el aymara. Toda la cultura andina quedó
colocada a la defensiva.
El socialismo -verdad de perogrullo- no era originario del Perú. Idea importada de Europa,
como la caña de azúcar, para emplear una metáfora de Mariátegui, pero igual que esa
planta, era necesario adaptarla y fructificarla. Un terreno privilegiado serían esas
multitudes indígenas y las tradiciones culturales andinas. Al margen de cualquier
inconsistencia o error, Mariátegui había intuido algo que sólo años después sería
demasiado evidente para Jorge Basadre: «el fenómeno más importante en la cultura
peruana del siglo xx es el aumento de la toma de conciencia acerca del indio entre escri-
tores, artistas, hombres de ciencia y políticos».87 Sin rebeliones -reales o imaginarias-
¿hubiera sido posible esta toma de conciencia?
Lo que Mariátegui piensa en el terreno de la política, lo intenta coetáneamente César
Vallejo en la imaginación: fundar una nueva escritura que resultara también de la
confluencia entre dos vertientes de la literatura peruana, pocas veces entrecruzadas,
como eran el cosmopolitismo y el nacionalismo, componiendo un texto como Trilce
(1922), que inscrito dentro del indigenismo era también vanguardista. El título tenía que
ser precisamente una nueva palabra. Para Mariátegui la poesía vallejiana representa el
«orto» de la literatura nacional. Así debería ser el socialismo: juntar en una sola obra las
influencias externas con los impulsos populares, lo andino con lo universal, lo cosmopolita
con el «afincamiento en la tierra, en la provincia, en lo más familiar e inmediato».88
Mariátegui no fue el único que pensó al indigenismo desde la política. Para algunos, ese
encuentro tendrá el nombre de regionalismo y para otros, desde 1928, de aprismo.
Manuel Seoane, que años después sería uno de los principales dirigentes del Apra,
compartía el entusiasmo por el grupo Resurgimiento, fundado en el Cuzco (1925), y le
parecía natural que su sede estuviera allí: «... la vieja ciudad imperial, tenía que ser la
cuna de un movimiento reivindicacionista» ,89 y haciéndose eco de Valcárcel se refería al
papel «proletario» de las provincias frente al «centralismo de la capital». Combatir al
gamonal implicaba enfrentar a Lima: el dominio de la capital sobre el interior reposaba en
el poder local. La articulación que denunciaba Zulen entre gamonalismo y centralismo.
Frente a Lima surge el recuerdo del Cuzco. En esa ciudad se inició en realidad la reforma
universitaria, antes que en Córdoba (Argentina), en las movilizaciones de los estudiantes
de San Antonio Abad el año 1915; por eso, cuando la reforma eclosiona en San Marcos y
los estudiantes se organizan en una federación nacional, convocarán a su primer
congreso en el Cuzco (marzo de 1920). Allá irán, entre otros, Seoane y Haya de la Torre.
Estuvieron en el sur justamente en los años de las rebeliones. En una carta dirigida a la
revista La Sierra, Haya admitirá que «el Cuzco transformó a la juventud nacional como me
había transformado a mí dos años antes. Por eso yo soy ciudadano del Cuzco, porque
creo que el hombre nuevo que llevo en mí, apareció en los principios de mi juventud,
durante mis largos años de permanencia en el Cuzco».90 Aunque no fueron tan largos -se
desempeñó como secretario del prefecto desde agosto de 1917 hasta abril de 1918- lo
cierto es que esa emoción lo condujo a ocuparse de Túpac Amaru II y las rebeliones
andinas en Por la emancipación de América Latina. Creyó descubrir un indio trágico y
rebelde, que sabía mantener en secreto una luminosa intuición de su propio destino: «¿Y
qué prueba más inequívoca que los centenares de ellos que mueren con silencioso
heroísmo en esas masacres sombrías que en los últimos años se realizan casi cada tres
meses?». No sorprende que Mariátegui se refiera elogiosamente a este libro y diga que
partiendo ambos, él y Haya, de los mismos supuestos, era lógico que arribaran a las
mismas conclusiones.
Este acuerdo no duró mucho. El año 1928, estando en México pero supuestamente desde
Abancay, Haya lanza su candidatura a la presidencia de la república auspiciada por un
inexistente Partido Nacionalista Libertador. Antes que la oposición a los afanes
reeleccionistas de Leguía, aspiraba a conformar una suerte de grupo armado que tomara
el poder. El parecido con el primer capítulo de la revolución mexicana es obvio. Rumi
Maqui viene nuevamente a la memoria. Mariátegui no objetó la vía armada como forma de
tomar el poder. Influido por los bolcheviques, estaba convencido de que asaltar el Estado
era un imperativo ineludible. El problema era la ocasión, los actores y la forma. Querer
dirigir desde el exterior un movimiento revolucionario, inventar un partido y un ejército
donde no había nada, le parecía a Mariátegui la repetición de los vicios más repudiables
de la politiquería criolla: la mentira y el caudillismo no podían llevar a una efectiva
transformación del país.
Para Haya la política era ante todo acción. La práctica revolucionaria no requería de
discusiones o debates como el que habían entablado Mariátegui y Sánchez. Haya
imagina al aprismo como una especie de «ejército rojo», disciplinado y jerarquizado, en
cuyo comando estaría una inteligencia lúcida, capaz de indicar el camino. Lo esencial era
contar con este grupo selecto de conspiradores. «No hay que desanimarse» -escribía en
una carta dirigida a Eudocio Ravines el año 1926-, «cinco rusos han removido el mundo.
Nosotros somos veinte que podemos remover la América Latina».91 Aunque escribió esta
frase pensando en Lenin, evoca en realidad el arrojo de Salaverry, las campañas de
Castilla, las montoneras de Piérola... En pocas palabras: el caudillismo. En otra carta,
dirigida a Esteban Pavletich, dirá con mayor claridad que «los pueblos siguen siempre
hombres representativos».92 Se siente encarnando el destino del país. Un personaje
providencial llamado a ser un conductor.
La discrepancia entre Haya y Mariátegui tenía otro aspecto. Aunque el aprismo recogiera
elementos de la cultura andina, su proyecto implicaba la modernización del país, impulsar
el avance del capitalismo y remover el mundo rutinario de los campesinos. Mariátegui, en
cambio, buscaba un punto de encuentro entre socialismo y comunidad indígena: no creía
que fuera una institución obsoleta, condenada por algún designio histórico. Debatían
sobre el porvenir de la cultura andina. El mesianismo aprista arrastraría al país hasta la
modernidad. El utopismo de Mariátegui confiaba en que podía existir otro futuro. ¿La
utopía se tornaba sinónimo de imposible? ¿Divagaciones de un intelectual inválido y
alejado de la práctica, como le enrostraba Haya?
Mientras que según una versión el Estado formaba la nación, para otros la sociedad civil
había mantenido su independencia, alentada por las sublevaciones populares. No
interesa aquí reseñar el desenlace de la polémica. Montar el tinglado de una suerte de
tribunal histórico para sancionar quién fue el vencedor. Hace falta dejarla como
verdaderamente quedó en la historia: como una discusión inacabada.
Comenzamos este capítulo con el viaje que hizo Riva Agüero, en 1912, por la sierra
peruana. El libro que resultó, Paisajes peruanos, se publicaría sólo en 1955, como obra
póstuma. Tres años después se publicó otro libro, Los ríos profundos, donde el viaje era
también un camino de iniciación pero el relato tenía como protagonista a un muchacho
mestizo, Ernesto, cuya imaginación estaba envuelta en lo mágico. En José María
Arguedas el paisaje adquiere una dimensión insólita: cargado de vida, se convierte en un
medio para expresar sentimientos. A medida que se avanza en sus páginas, los indios,
como esas mujeres que asaltan Abancay, se van apropiando del texto. Más allá de las
diferencias obvias que puedan existir entre un libro de viajes y una novela, entre el ensayo
y la ficción, estamos ante dos sensibilidades contrapuestas. Una viene desde el interior
mismo de los Andes, desde Andahuaylas, donde Arguedas nació en 1911. La otra se ha
formado en Lima, y cuando llega a la sierra se siente en un medio extraño e
incomprensible. Pero entre Riva Agüero y Arguedas están de por medio no sólo las
clases, las diferencias culturales, las tensiones étnicas sino además el tiempo transcurrido
entre 1912 y 1958: a mitad de camino se ubican las rebeliones de los años 1920-1923, las
polémicas de Mariátegui, el surgimiento del aprismo y el comunismo. Todos estos hechos
transformaron a la intelectualidad peruana. Volvieron obsoleta la prosa sonora y elegante
del novecientos. Los lectores reclamaron otra escritura. Se diseñaron otras maneras de
entender al Perú.
Una imagen frecuente en la literatura peruana ha sido identificar al indio con la piedra.
Imagen ambivalente. De un lado, se alude a su persistencia, a la tenacidad, a ese saber
durar... De otro lado, se sugiere el silencio, la carencia de expresión, incluso la
imposibilidad de entender cualquier mensaje. La piedra evoca a las construcciones
prehispánicas. La imagen lítica remite a los mitos andinos: seres convertidos en piedras o
dioses que pueden mover gigantescas piedras. A los temores de los blancos: las galgas
descolgadas que amenazan a los realistas o la roca que sella la venganza de un indio. En
Paisajes peruanos las piedras del Cuzco no transmiten más que «el encanto fúnebre de
sus monumentos caducos». En Los ríos profundos, en cambio, adquieren movimiento y
vida, como los propios incas, amenazando a los invasores que han edificado sus casas
sobre ellas, los mistis del Cuzco herederos -reales o ficticios- de Pizarro.94
En las primeras páginas de Los ríos profundos, Ernesto y su padre, colocados frente a las
edificaciones cuzqueñas, entablan un dialogo:
-Dan la impresión de moverse porque son desiguales, más que las piedras de los
campos. Es que los incas convertían en barro la piedra. Te lo dije
muchas veces.
-¿Quiénes viven adentro del palacio? -volví a preguntarle: -Una familia noble.
-¿Como el Viejo?
-No. Son nobles, pero también avaros, aunque no como el viejo. ¡Como el Viejo no! Todos
los señores del Cuzco son avaros. -¿Lo permite el Inca?
-Pero no este muro. ¿Por qué no lo devora, si el dueño es avaro? Este muro puede
caminar; podría elevarse a los cielos o avanzar hacia el fin del mundo y volver. ¿No temen
quienes viven adentro?95
1. José de la Riva Agüero, Paisajes peruanos, Lima, Universidad Católica, 1969, p.17.
3. La Crítica, Año 1, N.° 25, 24 de febrero de 1918, p. 5. Biblioteca Nacional (en adelante B.N.), «Memoria
administrativa», Apurímac, 1890, 92 (Prefectos).
7. Archivo del Ministerio del Interior (en adelante A.M.I.), Prefecturas, Abancay, 30 de marzo de 1886.
9. José Coronel, «Don Manuel Jesús Urbina: creación del colegio de instrucción media Gomales Vigil y las
pugnas por el poder local de Huanta», pp. 217-237. José Coronel se encuentra preparando una tesis, para el
Magister en Sociología de la Universidad Católica, sobre el poder local en Huanta.
10. Archivo Departamental del Cuzco (en adelante A.D.C.), Corte Superior de Justicia, leg. 87, 1920.
11. El Tiempo, año II, N.° 454,5 de octubre de 1917, p. 4. Jorge Basadre, Historia de la República del Perú,
Lima, editorial Universitaria, 1984, T. IX, p. 208.
12. José Varallanos, Bandoleros en el Perú, Lima 1932. Eric Hobsbawm, Bandidos, Barcelona, Ariel, 1978. 13.
A.D.C., Corte Superior de Justicia, leg. 80, 1919.
15. A.D.C, Corte Superior de Justicia, leg. 82, 1919, Lima, 13 abril de 1918.
17. Laura Hurtado, «Cuzco, Iglesia y sociedad: el obispo Pedro Pascual Farfán de los Godos (1918-1933) en
el debate indigenista», Lima, Universidad Católica, tesis de Br. en Historia 1982, p. 32.
18. Atilio Sivirichi, «Diez horas con Francisco Mostajo», en La Sierra, año 1. N.° 5, mayo 1921, pp. 38-39.
19. José Deustua y José Luis Rénique, Intelectuales, indigenismo y descentralismo en el Perú 1897-1931,
Cuzco, Centro Bartolomé de Las Casas, 1984.
20. Alberto Giesecke, «Censo del Cuzco», en Boletín de la Sociedad Geográfica de Lima, T. XXIX, trim. 3-4,
pp. 142-167.
23. Manuel Beingolea, «Psicología de la mujer india», en Contemporáneos, año 1, N.° 8, 28 de julio de 1909,
p. 345.
24. Francisco García Calderón, Le Pérou Contemporain, París, Dujarrie et Cie., 1907,p.357.
25. Roberto Miró Quesada, «Los funerales de Atahualpa», en El Caballo Rojo, Lima, N.° 183, 13 de noviembre
de 1983, pp. 10-11. Actualmente, en el departamento de Cajamarca, el inca se identifica con lo femenino,
mientras Pizarro con el sexo opuesto. Información de Javier Champa (setiembre de 1985).
26. Juan Bustamante, Los indios del Perú, Lima, 1867, p. 36.
* Según ha mencionado el autor con anterioridad (véase, por ejemplo, la pág. 104), este término denomina a
los propietarios rurales (mestizos, blancos) de la sierra peruana.
27. Ventura García Calderón, Cuentos Peruanos, Madrid, Aguilar, 1961, pp. 62-68.
30. Juan Croniqueur, «Entre salvajes», en La Prensa, año XI, N.° 6005, 19 de julio de 1914, p. 2.
33. El Tiempo, N.° 287, 24 de abril de 1917, p. 1 y N.° 298, 6 de mayo de 1917, p. 7.
34. Robert Paris, «Para una lectura de los 7 Ensayos...», en Mariátegui y los orígenes del marxismo
latinoamericano, México, Siglo XXI, 1978, p. 317.
38. José Tamayo Herrera, Historia social e indigenismo en el altiplano, Lima, Ediciones Treintaitrés, 1982, pp.
214-215.
39. Jorge Basadre, Introducción a las bases documentales para la historia de la República del Perú con
algunas reflexiones, Lima, EL. Villanueva, 1971. En la Universidad Católica, Bustamante prepara una
investgación sobre Rumi Maqui.
40. El Pueblo, reproducido en El Tiempo, año II, N.'182,12 de enero de 1917, pp. 3-4.
41. Manuel Vassallo, «Rumi Maqui y la nacionalidad quechua», en Allpanchis, vol. XI, N.° 11-12, pp. 123-127.
42. Augusto Ramos Zambrano, Rumi Maqui, Puno, 1985, pp. 52. Es el trabajo más importante y cuidadoso
escrito sobre este tema.
44. José Carlos Mariátegui, Pertenecemos al Perú, Lima, Amauta, 1970, p. 121.
45. Rosalind Gow, «Yawar Mayu: Revolution in the Southern Andes 1860-1980», Tesis, University of
Wisconsin, 1981.
46. Sobre este tema, aparte de los textos citados de Rosalind Gow y José Tamayo Herrera, podrían
mencionarse, con muchas omisiones, estos otros títulos: Wilfredo Kapsoli y Wilson Reátegui, Situación
económico-social del campesinado peruano: 1919-1930. Lima, 1969. Wilson Reátegui, Explotación
agropecuaria y las movilizaciones campesinas de Lauramarca, Cuzco 1920-1960, Lima, 1974. Laura Maltby,
«Indian revolts in the altiplano 1895-1925», Tesis de Bachelor of Arts, Howard College, 1972. Jorge Flores
Ochoa y Abraham Valencia, Rebeliones indígenas quechuas y aymaras, Cuzco, Centro de Estudios Andinos,
s.f. Dan Hazen, «The awaking of Puno, Government Policy and the Indian Problem in Southern Perú, 1900-
1955», Tesis, Yale University. Manuel Burga y Alberto Flores Galindo, Apogeo y crisis de la República
aristocrática, Lima, Rikchay Perú, 1980. El presente ensayo quiere ser una respuesta a las acertadas críticas
formuladas por Dan Hazen a mi libro Arequipa y el sur andino: ensayo de historia regional (siglos XVIII-XX),
Lima, Horizonte, 1977. Me criticaba carecer de «un modelo explicativo de la movilización campesina» (p.
1210). «Comptes rendus», en Annales, París, N.° 5-6, sep.-dic. 1978.
47. Instituto de Estudios Aymaras, Chucuito, Biblioteca, «Sublevación de Huancané» (mss.). Debo a Diego
Irrarazábal el conocimiento de este testimonio.
48. Herbert Klein, Historia general de Bolivia, La Paz, editorial Juventud, 1982, pp. 214-215.
49. Datos de una investigación realizada por Clemencia Ararnburú. Sus fuentes proceden del Archivo del
Fuero Agrario.
50. Manuel Burga y Wilson Reátegui, Lanas y capital mercantil en el sur, Lima, instituto de Estudios Peruanos,
1981, p. 49.
52. Nelson Manrique, Las guerrillas indígenas en la Guerra con Chile, Lima, 1981.
54. Jean Piel, «Un soulevement rural péruvien: Tocroyoc (1921)», en Revue d'Histoire Moderne et
Contemporain, T. XIV, oct.-dic. 1967, París. Ver también Capitalisme agraire au Pérou, París, Anthropos,
1975.
62. Andrés Alencastre, KUNTURKANKI. Un pueblo del Ande, Cuzco, editorial Garcilaso, s.f. El mismo Andrés
Alencastre, con el seudónimo de Kilku Warak'a, publicó un poemario en quechua titulado Yawar Para, Cuzco,
Garcilaso, s.f. y una colección de Dramas y comedias del Ande, Cuzco, 1955. En esta última obra figura una
pieza en la que una hacienda se convierte en granja colectiva después del enfrentamiento entre un hijo y su
padre: «... yo no quiero ser terrateniente», p. 71.
63. «Razas, clases sociales y violencia en los Andes», en Sur, Cuzco, Boletin del Centro Las Casas, 1985.
Testimonio recogido por Sonia Salazar en Yauri 27-28 de setiembre de 1984.
64. Manuel Burga, «Los profetas de la rebelión», en Estados y naciones en los Andes, Lima, IEP-IFEA, 1986,
vol. 2, pp. 463-517. Anne Marie Hocquenghem, «L'iconographie mochica et les rites de purification» en
Baessler-Archiv, T. XXVII, Berlín, 1979, p. 211 y ss.
65. Ricardo Valderrama y Carmen Escalante, Levantamientos de los indígenas de Haquira y Quiñota, Lima,
Seminario de Historia Rural Andina, 1981, pp. 14-15. 66. A.D.C., Corte Superior de Justicia, leg. 93, 1921.
68. Archivo Zulen, Correspondencia, Arturo Delgado a la Asociación Pro Indígena, 22 de agosto de 1913.
69. Archivo Zulen, Sesión de la Asociación Pro Indígena, 22 de agosto de 1913. 70. Wilfredo Kapsoli, El
pensamiento de la Asociación Pro-Indígena, Cuzco, Centro de Estudios Bartolomé de Las Casas, 1980.
71. José Carlos Mariátegui, «La reorganización de los grupos políticos», en Nuestra Época, Lima, año 1, N.° 2,
6 de julio de 1918, p. 2. 72. Agustín Barcelli, Historia del sindicalismo peruano, Lima, 1972, T. 1, p. 178.
73. Sobre el tema ver Wilfredo Kapsoli, Ayllus del sol, Lima, Tarea, 1984.
74. Silvia Rivera, «Luchas campesinas contemporáneas en Bolivia: el movimiento "Katarista": 1970-1980», en
Bolivia hoy, México, siglo XXI, 1983, pp. 129-168.
75. Centro Bartolomé de Las Casas, Cuzco, entrevista a campesinos de Tocroyoc. Programa radial, cassette
N.° 13, Chumbivilcas, lado A.
76. José Carlos Mariátegui, El alma matinal, Lima, Amauta, 1960, p. 22.
77. José Carlos Mariátegui, Siete Ensayos de interpretación de la realidad peruana, Lima, Amauta, 1978, p.
79-80.
79. Mariano Iberico, El nuevo Absoluto, Lima, Minerva, 1926, pp. 222-223.
80. José Carlos Mariátegui, La escena contemporánea, Lima, Amauta, 1960, p. 158.
81. José Carlos Mariátegui, «El indigenismo en la literatura nacional», en Mundial, N.° 345, Lima 21 de enero
de 1927.
82. No comparto la apreciación de Luis Enrique Tord que atribuye «iguales intenciones reformistas» a
Mariátegui y Sánchez. El indio en los ensayistas peruanos 1848-1940, Lima, Editoriales Unidas, 1978, p. 88.
83. La polémica del indigenismo, Lima, Mosca Azul editores, 1976, p. 75.
88. Washington Delgado, Historia de la literatuta republicana, Lima Rikchay Perú, 1980, p. 118.
89. Manuel Seoane, «Carta al grupo Resurgimiento», en Amauta, Lima, N.'9, mayo de 1927, p. 37.
90. Víctor Raúl Haya de la Torre, «Carta de Haya de la Torre a la Sierra», en La Sierra, año II, N.° 18, junio de
1928, p. 6.
91. Archivo Mariátegui. Haya de la Torre a Eudocio Ravines, Londres, 17 de octubre de 1926. Para un mayor
desarrollo de estos cfr. Alberto Flores Galindo, «Un viejo debate: el poder», en Socialismo y Participación,
Lima, N.° 20, 1983.
93. Manuel Burga y Alberto Flores Galindo, Apogeo y crisis de la República Aristocrática, Lima, Rikchay Perú,
1980, p. 201.
94. Magdalena Chocano, «La palabra en la piedra: una lectura de Martín Adán» en socialismo y participación,
Lima, N° 32, 1985.
95. José María Arguedas, Los ríos profundos, Buenos Aires, Losada, 1972, p. 12.
CAPITULO IV
MARIÁTEGUI Y LA III INTERNACIONAL:
EL INICIO DE UNA POLÉMICA
(BUENOS AIRES, 1929)
El tema de este ensayo -la polémica entre Mariátegui y la III Internacional o
Komintern- transcurre entre dos acontecimientos: la supuesta conspiración
comunista develada por el gobierno de Leguía el 5 de junio de 1927, que nos
permitirá mostrar cómo hasta entonces no existía vinculación orgánica alguna
entre los socialistas peruanos y Moscú, y por otro lado, el inevitable final impuesto
por la muerte de José Carlos Mariátegui, el 16 de abril de 1930. En el transcurso
de esos tres años o con mayor precisión, treinta y cinco meses, Mariátegui tuvo
que diversificar sus escasas fuerzas: periódicamente debía entregar sus
colaboraciones dedicadas a escrutar la vida internacional y a comentar
publicaciones recientes tanto para Variedades como Mundial, además de alguna
eventual colaboración en revistas del extranjero como Repertorio Americano o
La Vida Literaria; desde la editorial Minerva emprendió la doble tarea de editar
Amauta y Labor; tuvo que convertirse en un asiduo corresponsal para de esa
manera mantener con algún éxito sus debates con el aprismo y la Internacional;
pero tal vez la tarea más importante fue la menos advertida por sus
contemporáneos la organización del proletariado y del partido, hecha con cuidado
y silencio, alejada del triunfalismo.
Las páginas que siguen, aunque no omitirán los hechos anteriores, no
deben ser leídas como parte de una biografía. No nos preocupa toda la vida de
Mariátegui, sino que centraremos la atención casi exclusivamente en la polémica -
muchas veces olvidada y soslayada- con la Internacional. Esta polémica nos
permitirá encontrar a Mariátegui como político, en respuesta a quienes, desde
1928, se empeñan en retratarlo sólo como el "intelectual" por contraposición a
Haya de la Torre, a quien precisamente Luis Alberto Sánchez le dedicó una
emotiva crónica biográfica titulada Haya de la Torre o el político, como si hubiera
sido el único entre sus contemporáneos. En realidad, Haya y Mariátegui (a los que
se debe añadir la persona de Eudocio Ravines) encarnaron tres maneras
diferentes, contrapuestas y enfrentadas de entender la política. Trataremos de
mostrarlo.
El texto estará articulado en torno al debate con la Internacional, iniciado
en Buenos Aires, en junio de 1929. Tratar de esclarecer los términos del debate
nos ha obligado a desligarnos de una narración cronológica y, en la medida que
otorgamos más importancia a la interpretación que al relato, algunas veces
tendremos que retroceder para rastrear el origen de una idea, detenernos para
relacionarla con las estructuras sociales del país en ese entonces o adelantar un
desenlace previsible. Ojalá que estos "juegos con el tiempo", siempre
reprochables en un historiador, se mantengan fieles a la preocupación central de
este ensayo.
En los años finales de su vida, José Carlos Mariátegui terminó sintiéndose
acosado por el régimen de Leguía1 a pesar de tener amigos y parientes que,
como Sebastián Lorente o Foción Mariátegui, eran personajes, próximos al
dictador. Esa sensación de acoso puede sorprender a quienes olvidan los
aspectos represivos del "oncenio" (1919-1930) generalmente ocultados tras las
imágenes festivas de los carnavales y las grandes celebraciones nacionales (el
centenario de la independencia y de la batalla de Ayacucho) o bajo el esplendor
fugaz de las obras públicas, la modernización de las ciudades, el trazo de las
amplias avenidas y los utópicos proyectos de irrigación; pero ocurre que Leguía
también se preocupó por la expansión de los aparatos del Estado y garantizó su
prolongada permanencia en el poder, no sólo con el recurso a la demagogia sino
que necesariamente reposó en mecanismos represivos más eficientes: son años
en los que, con el apoyo de una misión española, se estructura la policía y se
fomentan otros organismos conexos, uno de los cuales recibiría popularmente el
gráfico nombre de "soplonaje".
En principio las relaciones entre Mariátegui y el régimen eran claras. A
José Carlos Mariátegui no le interesaba, por el momento, conspirar contra
Augusto B. Leguía dado que no se proponía tampoco sustituir a un dictador por
un presidente; la transformación sustancial del Perú sería el resultado de una
tarea prolongada y silenciosa para la cual -aunque sonara paradójico- el gobierno
de Leguía aportaba algunos beneficios: dados sus propósitos antioligárquicos y
su afán por desarrollar el capitalismo, no sólo facilitaba la lucha contra la
feudalidad y la vieja cultura tradicional, sino que además obligaba a plantear el
socialismo como alternativa, único medio para desplegar una oposición radical y
consecuente. Los proyectos de Leguía perseguían cambios en la sociedad
peruana, enunciados como la edificación de una "Patria Nueva", pero en
dirección del capitalismo. Para cumplir ese cometido, Leguía afecto el poder de
la vieja oligarquía, aliada con los gamonales, trató de fomentar a las clases
medias y sobre todo encontró sustento en las inversiones y cuantiosos
préstamos imperialistas. Una consecuencia de estos cambios fue que se debilito
ostensiblemente el viejo control monopolítico ejercido por la clase dominante en
la vida cultural del país. A su vez, se facilitó el ingreso de las clases medias
provincianas en las universidades, las profesiones liberales y el periodismo.
Tanto en la ciudad como en el campo, Leguía alentó con estruendo todo
proyecto conducente al desarrollo del capitalismo. No siempre se cumplieron, la
gran mayoría de las veces apenas se trazaron, pero todo esto acabó infundiendo
temor entre los viejos terratenientes y muchos optaron por el camino del exilio.
Fueron precedidos por los intelectuales. Tiempo antes los hermanos García
Calderón habían dejado el país para establecerse en Europa. Con el ascenso de
Leguía, ese camino fue seguido por José de la Riva Agüero y Víctor Andrés
Belaúnde. Acabaron dejando el campo libre a los jóvenes intelectuales y también
a las nuevas opciones políticas, dado que durante esos años, como luego lo
reconocería con pesimismo el propio Belaúnde fueron incapaces de elaborar una
alternativa al proyecto de Leguía.
José Carlos Mariátegui supo distinguir con claridad entre el oncenio y
gobiernos anteriores. La República Aristocrática había representado, entre 1895
y 1919, la realización en el Estado de la confluencia de intereses entre oligarcas
y gamonales, a partir de la marginación política de las grandes mayorías. El
oncenio era igualmente antidemocrático, pero sus proyectadas reformas abrían
la posibilidad política de nuevas opciones y replanteaban otras. En efecto, ya no
era posible -siempre desde la perspectiva mariateguista- predicar desde una
postura radical el desarrollo del capitalismo en la sociedad peruana, porque eso
era un proyecto asumido desde el Estado por el propio Leguía. Entonces, a
pesar del atraso de la sociedad peruana, el socialismo podía aparecer como una
exigencia histórica. La caracterización del oncenio fue una de las primeras
discrepancias de José Carlos Mariátegui con Haya de la Torre, para quien Leguía
no era más que una variante, con los rasgos represivos acentuados, del viejo
gamonalismo y por lo tanto existía una continuidad entre el civilismo y la "Patria
Nueva".
Se entiende, a partir de su visión del régimen leguiísta, que Mariátegui no
ensayara una oposición inmediata. Se debe añadir además sus escasas fuerzas,
la debilidad del naciente socialismo peruano, la necesidad de persistir y durar,
única manera de garantizar una obra colectiva y de largo aliento: la ansiada
edificación del partido y del proyecto socialista. Es por todo esto que Mariátegui
se cuidó de no dirigir ataques frontales a Leguía. Pero la respuesta del dictador
no fue exactamente una política de tolerancia. Es cierto que Amauta circulaba,
pero también es cierto que fue cerrada en dos ocasiones. Labor fue clausurada
definitivamente cuando sólo había llegado al número 10. A Mariátegui se le
permitían cotidianas reuniones en su casa, escribir en los diarios adictos al
gobierno, propagar el socialismo y defender a la revolución soviética, pero a
medida que fue transcurriendo el tiempo, y sobre todo cuando comenzó a
deteriorarse la situación económica y ciertos signos crepusculares se fueron
anunciando, Mariátegui comenzó a ser observado, espiado; perseguido: su
correspondencia era muchas veces interceptada y leída, se presionó a los
directores de Mundial o Variedades para que prescindieran de su colaboración,
se tenía bajo vigilancia a sus amigos más cercanos. Todo este asedio empezó
en junio de 1927, cuando la policía requisó Amauta, detuvo a José Carlos
Mariátegui y lo confinó por seis días en el hospital militar de San Bartolomé, y
paralelamente llevó a cabo una redada como consecuencia de la cual acabaron
en la isla San Lorenzo alrededor de cuarenta intelectuales y obreros, entre los
que figuraban Nicolás Terreros, Arturo Sabroso, Armando Bazán y Julio
Portocarrero.2 El Ministerio de Gobierno denunció un supuesto complot que
habría sido organizado por los "comunistas criollos". En el editorial de
Variedades, la página titulada "De jueves a jueves", se argumentó sobre la
necesidad y el derecho que amparaban al régimen para defenderse.3
Fue la primera vez que se denunció desde el Estado la amenaza
comunista. Dejando de lado el aparente disparate de pensar que desde la calle
Washington se podía asaltar el palacio de gobierno, ¿qué había de cierto en la
acusación? ¿cuáles eran las vinculaciones entre Mariátegui y sus amigos con la
Internacional Comunista? En junio de 1927, al parecer, no existía -lo cual es otro
ejemplo de la clásica ineficiencia policiaca- relación alguna entre Mariátegui y la
Komintern. En una carta publicada en La Prensa y destinada a levantar los
cargos hechos por la policía, Mariátegui no temía confesar su definición marxista
y asumirla en voz alta, no podía proceder de otra manera para ser consecuente
con los primeros editoriales de Amauta y con una concepción de la política
compatible con la verdad; pero en dicha carta negaba de manera igualmente
rotunda "cualquier conexión con la central comunista de Rusia".4
Cuando Mariátegui estuvo en Europa asistió a la fundación del Partido Co-
munista de Italia, estableció amistad con muchos intelectuales comunistas, corno
Barbusse y el grupo de Clarté en Francia, pero nunca llegó a establecer
vinculación alguna con la Internacional. Ni siquiera pudo viajar a Rusia. Es cierto
que -casi como en uno de esos juramentos románticos- Mariátegui y otros
peruanos de paso por Europa como César Falcón, adquirieron en Génova el
compromiso de edificar un Partido Socialista en el Perú y que, por lo tanto, cuando
desembarcó en el Callao traía ya ese proyecto, pero en junio de, 1927 todavía
continuaba su lenta gestación y al margen de la III Internacional.5
Para mostrar que entre Mariátegui y la Internacional Comunista no existía
relación alguna, puede ser útil pasar revista a los telegramas de solidaridad que
comenzaron a llegar: estaban firmados por Gabriela Mistral, Alfredo Palacios, José
Vasconcelos, Manuel Ugarte, Waldo Frank, Miguel de Unamuno, todos personajes
importantes de la cultura en habla hispana, algunos colaboradores de Amauta, la
mayoría de izquierda, pero ninguno de ellos comunista. El año 1927, Mariátegui no
existía para la Internacional.
Años antes, en marzo de 1919, en Moscú, el Primer Congreso de la Inter-
nacional Comunista había lanzado el llamado mundial para la formación, de
Partidos Comunistas. Fue rápidamente escuchado en Europa. Algo después en
Latinoamérica: en México, en septiembre de 1919, un hindú, un norteamericano y
un ruso formaron el P.C. de ese país; luego se establecieron partidos similares en
Argentina (diciembre, 1920), Uruguay (abril, 1921), Chile (enero, 1922), Brasil
(noviembre, 1921)... Al poco tiempo desplegaron diversos tipos de acciones y no
dejaron de inaugurar siempre una significativa actividad periodística con A Classe
Operaria en Brasil, Los Comuneros en Paraguay o La Humanidad en Colombia.
El Perú quedó al margen de este movimiento tal vez porque aquí la clase obrera
era más reducida y joven que en esos países, a lo que debe añadirse la carencia
de un Partido Socialista al estilo de la II Internacional. En la medida en que el
comunismo nacía como una disidencia al interior de los partidos socialdemócratas,
la tarea se facilitaba en países como Argentina o Chile y se dificultaba en otros
como Perú o Bolivia. De hecho, la Komintern pudo ingresar con mayor facilidad en
el lado más occidental de América latina.
Pero, a pesar de la existencia de Partidos Comunistas en la gran mayoría
de países latinoamericanos, el interés de la Internacional por el continente, como
lo ha señalado José Aricó, fue muy escaso: primero, porque su atención había
estado dirigida casi exclusivamente a Europa, y después, porque entre los países
atrasados sus funcionarios se terminaron interesando prioritariamente por el Asia.
La situación se modificó sustancialmente luego del VI Congreso de la Internacional
Comunista, celebrado entre julio y septiembre de 1928, cuando se previó la
inminencia de una situación revolucionaria como consecuencia de la dura crisis
que debería afrontar en los próximos años el sistema capitalista. Para el nuevo
combate, que transcurriría a escala mundial, la Internacional opta reagrupar y
adecuar sus filas. Es así como se decide la organización de la que sería I
Conferencia Comunista Latinoamericana. Es interesante señalar que en el órgano
periodístico del Buró Sudamericano de la Internacional, establecido en Buenos
Aires, el Perú era entonces todavía una gran ausencia. Efectivamente, si uno
revisa las páginas de La Correspondencia Internacional, puede constatar el
interés por Chile o Argentina, países con clase obrera numerosa, de tradición casi
europea; por Colombia, donde se han producido radicales enfrentamientos de
clase; desde luego por México, a pesar de no comprender bien la experiencia
agrarista; incluso por Nicaragua, dada la lucha contra el imperialismo; pero desde
luego que muy poco, casi nada de interés, por los países andinos. Incluso en el
temario inicial de la Conferencia aparecían solo ocho puntos, faltaba uno que
luego sería el IV punto, es decir, el problema de las razas en América Latina. La
mayoría de informantes eran lógicamente mexicanos, argentinos, uruguayos o
chilenos. El Perú fue un invitado tardío y postrero de la reunión. A todos sus
inconvenientes estructurales -desde la perspectiva de la Internacional- se añadía
otro: la existencia apenas de un pequeño Partido Socialista, de futuro incierto,
comandado por un intelectual y que por razones para ellos hasta el momento
incomprensibles, se resistía a asumir la denominación comunista.
Antes de la I Conferencia Comunista de Buenos Aires pero después de la
redada de 1927 -tal vez como consecuencia precisamente de ella-, se produjeron
los primeros contactos entre Mariátegui y la Internacional. A fines de ese año se
le hizo llegar a Mariátegui una invitación para que los obreros peruanos
intervinieran en el IV Congreso Sindical Rojo (Profinterm) a realizarse en Moscú
entre el 15 y el 24 de marzo de 1928. Para la delegación peruana se pensó en
dos nombres: Armando Bazán y Julio Portocarrero, ambos se habían conocido
no hacía mucho en la prisión, en San Lorenzo.
Portocarrero llevó una ponencia sobre la situación de la clase obrera en el
Perú. El hombre escogido por Mariátegui provenía de la tradición
anarcosindicalista, era obrero textil, se había formado en las primeras luchas
laborales emprendidas desde Vitarte. (un distrito cercano a Lima, con una
población mayoritariamente proletaria conformada alrededor de algunas fábricas
textiles). Si bien la clase obrera de principios de siglo era reducida y joven, alber-
gaba núcleos muy modernos, como esos textiles a cuyas filas pertenecía Por-
tocarrero, que laboraban en empresas tecnificadas, con gran concentración de
trabajadores y que supieron asumir tempranamente el sindicalismo. En Vitarte y
con los anarquistas, Portocarrero acabó convencido de la imprescindible
independencia de clase y de la autonomía obrera, tal vez consecuencia de la
cultura que consiguieron elegir: César Lévano ha referido en varias ocasiones la
existencia de un teatro, de una música y de una poesía inspirada en temas
proletarios y realizados por los propios trabajadores. De manera que Julio
Portocarrero, formado en ese medio, aunque conocía muy poco de marxismo y
casi nada de leninismo, tenía una cultura suficientemente sólida como para
exponer con claridad sus ideas y saber defenderlas. Fue lo que hizo en Moscú.6
Armando Bazán, compañero de Portocarrero en Moscú, era un joven
intelectual, muy vinculado a la revista Amauta y a los trabajadores, galardonado,
en un certamen político organizado por los obreros de Vitarte.
Los delegados peruanos no se limitaron a escuchar y ejecutar las
sugerencias de los organizadores. Mostraron que, como provenientes de una
tradición diferente a los otros delegados comunistas, pensaban algunas veces de
otra, manera y no temían exponer sus ideas. Un pequeño incidente tras el
escenario de la conferencia ilustra lo que venimos diciendo: comenzaba en 1927
la segregación del "trotskismo" y se pidió a un grupo de delegados, entre los que
estaban Portocarrero y Bazán, firmar un documento contra Andrés Nin, un
militante español vinculado a la Aposición de Izquierda. Todos aceptaron firmar,
menos Portocarrero y Bazán argumentando que sólo conocían una versión del
problema y que adicionalmente se trataba de una cuestión que no atañía
directamente a los trabajadores. Habían ido como delegados obreros y para
tratar problemas obreros. Evidentemente ni Portocarrero ni Bazán conocían las
problemas que en esos momentos escindían al Partido Comunista de la Unión
Soviética, pero, dado eso mismo, no consideraban conveniente tomar posición
sobre un asunto que no alcanzaban a entender y sobre el que no tenían
información suficiente. Portocarrero no fue a Moscú a obedecer o ejecutar
órdenes de Mariátegui porque, en primer lugar, éste no, le dio ninguna y, en
segundo lugar -como veremos reiteradamente-, no era su estilo en la relación
con los trabajadores. De manera que la discusión en torno a Andrés Nin, que
derivaría en una polémica con Vittorio Codovilla, uno de los principales dirigentes
de la Internacional para América Latina, fue hecha sin que Mariátegui la
auspiciara. Cuando regresó a Lima, Julio Portocarrero traía algunas dudas
comprensibles sobre la validez de su actuación pero Mariátegui, que lo recibió al
poco tiempo de su regreso, no pudo negarle su respaldo: "ha hacho Ud. bien", le
habría dicho.7
Desde el inicio las relaciones entre los peruanos y la Internacional no
fueron armónicas: En Portocarrero se mostró una voluntad poco apta para
aclimatarse a los dictados exteriores. En la misma reunión Portocarrero no
secundó la condena al aprismo que desde entonces propugnaba la Komintern:
recién se iniciaba el debate entre socialistas y apristas en el Perú.8 Para entender
de dónde salía esta capacidad de votar en contra, a pesar que eso implicara un
enfrentamiento con un organismo tan poderoso como la Internacional y en pleno
Moscú, hay que pensar que si bien, eran obreros carentes de una prolongada
tradición histórica, habían desarrollado una autonomía de clase marcada y
obsesiva desde sus primeras luchas y contaban con una cultura propia y robusta
que avalaba esa misma autonomía.
La relación entre José Carlos Mariátegui y Julio Portocarrero no fue en
ningún momento la relación de dependencia, muchas veces reiterada, entre el
intelectual y el obrero, porque Mariátegui nunca asumió la figura del intelectual
que lleva la luz y la ciencia a la clase revolucionaria; por el contrario, se trató de
una relación igualitaria, que siempre transcurrió en el mismo plano: un diálogo,
un intercambio de opiniones y de experiencias. Portocarrero tampoco hubiera
admitido otra relación. Eran pares, iguales, la dependencia quedaba, por decisión
de ambos, desechada.
Cuando llega la invitación a la Conferencia. Comunista de Buenos Aires,
dado el antecedente de lo ocurrido en Moscú, Mariátegui propone que integren la
delegación peruana Julio Portocarrero, quien debería asistir un mes antes a la
Primera Conferencia Sindical Latinoamericana de Montevideo y el médico Hugo
Pesce. Ambos formaban parte del núcleo central del recién fundado partido
Socialista (octubre de 1928). Pesce era hombre de una cultura muy amplia, que
trascendiendo a la propia medicina, sustentaba una detenida y sólida formación
marxista. Había nacido con el siglo en la ciudad de Tarma; realizó sus estudios en
Italia y se graduó en la Universidad de Génova. El intelectual y el obrero -Pesce y
Portocarrero- terminaron constituyendo un buen equipo. Eran jóvenes, 29 y 30
años, respectivamente.
Pesce, Portocarrero, Mariátegui y Martínez de la Torre prepararon las tesis
y ponencias que serían llevadas a Montevideo y a Buenos Aires Para la I
Conferencia Comunista se elaboraron específicamente, "El problema de las razas
en América Latina" y "Punto de vista antiimperialista". Antes que partiera la
delegación, se reunieron todos los nombrados para discutir, con evidente premura,
la situación del país y los aspectos organizativos del Partido Socialista; pero en
Buenos Aires tanto Portocarrero como Pesce no sólo fueron portadores de las
ideas del grupo de Lima, sino que además llevaron sus propios planeamientos,
con los que intentaron defenderse y argumentar frente a las continuas objeciones
que desde un inicio recibirían en la Conferencia.
El director de orquesta -si se permite la comparación- de la Conferencia de
Buenos Aires era Vittorio Codovilla: un hombre que parecía empeñarse en hablar
con un marcado acento italiano, "cocoliche", como decían los argentinos. Este
hombre, que hasta en su dicción mostraba ser poco latinoamericano, presentó el
informe inicial, base para los debates que se desarrollaron entre el lo. y el 12 de
junio de 1929. En el prolongado texto a que dio lectura, destinado a caracterizar la
coyuntura por la que pasaba el continente y a realizar un balance provisorio de la
situación comunista, la delegación que recibía más críticas, mencionada con su
nombre propio, fue la delegación peruana. De todas, hay una que llama
especialmente la atención porque, aunque se refería a una cuestión muy
específica, ilustraba la contraposición entre dos maneras de razonar y entender el
marxismo. Se trata de la cuestión de Tacna y Arica.
La cuestión de Tacna y Arica se remontaba a la guerra del Pacífico porque
venía arrastrándose desde la firma del tratado de Ancón, donde se prescribía la
realización de un plebiscito para definir la situación de esas dos provincias, que
hasta antes de 1883 habían pertenecido al Perú. Chile argumentó el in-
cumplimiento de ciertas cláusulas y persistentemente se opuso a la realización de
ese acuerdo, llegando incluso a una política de hostigamiento a los peruanos
residentes en esos lugares, acompañada por el fomento de la migración chilena al
norte; todo lo cual configura el cuadro de un conflicto permanente, más agudo en
la medida que los recuerdos de la guerra de 1879 eran todavía muy vivos, la
herida estaba abierta. La cuestión de Tacna y Arica fue tema en los debates
parlamentarios, motivo de artículos y editoriales periodísticos, inspiración para la
creación popular en pinturas, composiciones musicales, alocuciones patrióticas.
Desde luego que no pudo faltar el chauvinismo. Para el gobierno de Leguía fue
una ocasión de remitir al exterior los problemas internos y sobre todo de recubrir
con un supuesto patriotismo a una política internacional caracterizada por la
subordinación a los intereses norteamericanos.* Si se pasa revista a los editoriales
de Variedades, especialmente a partir de 1927, es raro no encontrar todos los
jueves una mención al problema con Chile; lo mismo se puede observar en las
portadas o en las caricaturas de esa misma publicación. Tal vez fue por esto -por
la intensificación entre la cuestión de Tacna y Arica y el régimen- que ese
problema está ausente en la obra de Mariátegui apenas hay una breve mención
sin firma en Amauta y una alusión indirecta a propósito del conflicto entre Bolivia y
Paraguay, donde Mariátegui sostiene, frente al hecho de la guerra, la tesis
convencional de la unidad latinoamericana. En este punto coincidía con la
temprana prédica integracionista de Haya de la Torre, pero difería de otros
intelectuales como Raúl Porras, Jorge Basadre o José Jiménez Borja, para
quienes, sin ser leguiísta, la cuestión nacional en el Perú empezaba por ese
problema fronterizo. Aunque explicable, fue un silencio significativo en la obra de
Mariátegui.
La Internacional, por intermedio del informe de Codovilla, criticó a la
delegación peruana específicamente por no haber lanzado como alternativa en el
problema fronterizo la consigna de un "plebiscito por contralor obrero"9, con la
finalidad de fomentar una resistencia popular a una solución que según Codovilla
era impuesta por los yanquis, con "descontento de ciertas capas de la
población"10, y destinada a constituir posteriormente en la zona una base
norteamericana de operaciones militares apta para sofocar cualquier insurrección.
Esta apreciación se enmarcaba al interior de un razonamiento que consideraba
inminentes los conflictos interimperialistas en Latinoamérica, la, agudización de la
situación económica y la emergencia de movimientos sociales con un perfil
insurreccional. La cuestión de Tacna y Arica era un aspecto importante de la
estrategia norteamericana en el Pacífico, aunque no había sido percibida así por
los peruanos, dado su desconocimiento de la cuestión nacional y de la coyuntura
por la que pasaba América Latina. Para Codovilla, los comunistas consecuentes
solo podían tener una respuesta frente a ese problema, de allí que sin la menor
duda dijera en pocas palabras cuál debía haber sido la consigna necesaria.
Terminada la intervención de Codovilla, Saco, seudónimo utilizado, por
Hugo Pesce, no tuvo el menor separo en pedir la palabra y objetar esa inter-
vención: "Nosotros, comunistas, debemos estudiar un punto importantísimo: cuál
ha sido la posición de las distintas capas sociales frente a un conflicto de-
terminado"11, lo que significaba argumentar que ante un mismo problema las
masas no realizan necesariamente un tipo condicionado y único de respuesta. En
efecto, "las masas se sintieron -continuaba refiriendo Pesce- desde el primer
momento, ajenas a tales manifestaciones patrióticas y se mantuvieron
espontáneamente neutrales".12 La discrepancia con Codovilla no era sólo un
problema de información; Pesce esgrimía un razonamiento que subordinaba la
acción política a la situación de las clases, que no omitía las condiciones objetivas
y la conciencia social y desde el cual resultaba imposible elaborar una táctica al
margen de estas consideraciones. En la manera de argumentar mostrada por
Pesce y Portocarrero, a diferencia de las otras delegaciones, escasean, son
prácticamente inexistentes, las citas de Marx o de Lenin las menciones al ejemplo
de la Unión Soviética, y en cambio abundan las referencias a la realidad: datos,
información histórica, descripciones sociológicas... Resultaba evidente que para
ellos el marxismo no era una bíblia sino un instrumento de análisis, una especie
de gramática, una manera de interrogar a la realidad más que un conjunto de
definiciones y preceptivas.
Desde luego que este estilo de razonar no fue comprendido por Codovilla y
probablemente acabó siendo atribuido a un escaso conocimiento del marxismo
(presunción absolutamente infundada en el caso de Pesce). Siguiendo el
desarrollo de la conferencia, a continuación Vittorio Codovilla ensayó una réplica
poco exitosa, que en definitiva fue la repetición de sus argumentos iniciales y la
reafirmación machacona de su conclusión: "Sea como fuere, el partido no podía
estar ausente, no podía dejar de hacer conocer sus consignas, que debieron ser:
contra el gobierno dictatorial de Leguía, vendido al imperialismo yanqui, único
beneficiario de dicho arreglo; por el derecho de autodeterminación de Tacna y
Arica; por el plebiscito bajo el contralor obrero y campesino, etc.".13 Es interesante
reparar en el tono impositivo qué tiene la réplica: "debieron ser", para lo cual el
respaldo que no encuentra en la realidad -conocía muy poco sobre el Perú- cree
tenerlo evidentemente en una supuesta teoría marxista; de allí que esa realidad
(lo que sucede con las clases populares) acabe importando muy poco: "sea como
fuere". Eran dos maneras de razonar completamente antagónicas las que
inicialmente, desde la primera confrontación, evidenciaron Vittorio Codovilla y
Hugo Pesce. Desde luego que la mayoría de los delegados se fueron agrupando
en torno al primero. El aislamiento de los peruanos comenzó a ser visible incluso
al momento de almorzar, comer o tomar el café: ambos solos, soportando críticas
y objeciones en todo momento.
Tal vez con un cierto afán. conciliador y para romper la marginación que
comenzó a gestarse, en una de las interrupciones de la reunión, Pesce se acercó
a Codovilla para entregarle algo que era motivo de orgullo y afirmación de los
delegados peruanos: un ejemplar de los 7 Ensayos de interpretación de la
realidad peruana. Codovilla, que tenía en esos momentos también por azar el
folleto de Ricardo Martínez de la Torre sobre el movimiento obrero en 1919,
mirando a Pesco y con la seguridad de ser escudo por los otros delegados, dijo
en su habitual entonación enfática que la obra de Mariátegui tenía muy escaso
valor y por el contrario el ejemplo a seguir, el libro marxista sobre el Perú, era ese
folleto de Martínez de la Torre. La anécdota fue referida por Pesce y refrendada
por Julio Portocarrero.
A Codovilla le incomodaba, le resultaba insoportable, un libro en cuyo
título se juntaran las palabras "ensayo" y "realidad peruana". Ensayo implicaba
asumir un estilo que recordaba a los escritos de autores burgueses y
reaccionarios como Rodó o Henríquez Ureña, aparte de implicar un cierto tanteo,
un carácter provisional. en las afirmaciones, y evidentemente un hombre como
Codovilla así como no podía admitir un error, menos toleraba la incertidumbre:
los partidos o eran comunistas o no lo eran, se estaba con el proletariado o con
la burguesía, no podía haber nunca otras posibilidades. La realidad estaba
nítidamente demarcada, de manera que se debía hacer una u otra cosa; la línea
correcta no admitía discusión, los "ensayos" quedaban para los intelectuales.
Mariátegui precisamente era un "intelectual" y tanto para Codovilla como para
Humbert-Droz, un comunista suizo presente en la reunión, todos los intelectuales
eran peligrosos porque si no eran todavía traidores, acabarían siéndolo: no se
podía confiar en ellos, nunca debería bajarse la guardia, era necesario
someterlos a vigilancia permanente. Un intelectual dirigiendo un movimiento
quedaba condenado a persistir en la deriva, en función de cualquier viento o
corriente. Eran años en los que la Internacional Comunista, previendo una nueva
coyuntura revolucionaria, se proponía la extrema y acelerada proletarización de
sus cuadros: la problemática de la hegemonía obrera pasó a ocupar un lugar
central y decisivo.
El otro término insoportable para Codovilla era "realidad peruana"', porque
para la Komintern sólo existían los países "semicoloniales", definidos por una
específica relación de dependencia al capital imperialista, y era esta condición -
como interpreta José Aricó- la que permitía trazar una táctica y una estrategia
definidas a nivel continental. No existían las especificidades nacionales. El Perú
era igual que México o la Argentina. De allí que no fuera, necesario indagar por el
pasado de cada uno de esos países y que bastara con una aproximación al
conjunto del continente. Como no existía una "realidad peruana", no hacía falta
tampoco pensar en los rasgos distintivos del partido revolucionario en el Perú:
dada la condición de país semicolonial, el partido peruano no tenía por qué
diferenciarse de su similar argentino o mexicano. Una breve revisión del
contenido de los 7 Ensayos habría reafirmado a Codovilla en sus objeciones:
escaso espacio a la economía, un tratamiento abusivo de los problemas
culturales, un descuido de la actualidad inmediata, indudablemente, habría
concluido, la obra de "un intelectual pequeñoburgués". Los comentarios
elogiosos sobre Mariátegui en los círculos intelectuales argentinos, incluso entre
algunos conservadores como Leopoldo Lugones, acabarían confirmando a
Codovilla en su desprecio hacia ese libro que pretendía estudiar la inexistente
"realidad peruana". De allí que fuera suficiente recurrir a la ironía para refutar a
Mariátegui.
En el transcurso de la Conferencia, desde estos razonamientos diferentes
se fueron desplegando posiciones igualmente antagónicas sobre los temas trata-
dos. No es difícil encontrar las discrepancias, hasta el punto que uno puede
acabar preguntándose qué hacían en Buenos Aires Portocarrero y Pesce, por qué
seguían en una reunión donde eran personajes desconcertantes y marginales, a
los que en cada momento era imposible no objetar o replicar y que a pesar de todo
se resistían a entender cuestiones que para el resto eran demasiado claras y
evidentes.
La discrepancia fue muy nítida en el tratamiento del fenómeno imperialista.
Para la Internacional el imperialismo mantenía la feudalidad en Latinoamérica,
pero para Pesce, al igual que para Mariátegui, la realidad no era tan simple porque
si bien el imperialismo no era sinónimo de progreso, tampoco. era cierto que se
articulara con una realidad estática y que la mantuviera inamovible. En el Perú,
desde la era del guano se había iniciado un lento aunque irreversible proceso de
desarrollo del capitalismo, continuado con las inversiones imperialistas de
principios de siglo y posteriormente auspiciado desde el Estado por Leguía, todo lo
cual configuraba una peculiar estructura agraria, donde al lado de las formas
feudales que persistían especialmente en la hacienda andina tradicional,
comenzaban a emerger las primeras y embrionarias formas de capitalismo.
Entonces no se podía hablar -como lo hacía Luis, seudónimo de Humbert-Droz- de
un feudalismo latinoamericano igual al feudalismo clásico europeo; había que
pensar en una situación de transición para cuya definición tal vez resultaba más
adecuado el término de "semifeudalidad". La caracterización de una América
Latina feudal era coherente con la propuesta de una revolución democrático-
burguesa.
Para Hugo Pesce, en lo cual también concordaba plenamente con Mariáte-
gui, capitalismo no era, insistimos, un necesario sinónimo de progreso; todo lo
contrario, en la medida que su desarrollo aparecía unido con la expansión
imperialista, el capitalismo en Latinoamérica derivaba, a diferencia de Europa, en
dependencia, subordinación, atraso, destrucción de las peculiaridades nacionales.
Esto no era percibido ni por Codovilla, ni por Humbert-Droz, porque así como las
naciones latinoamericanas se esfumaban ante la imagen del continente, éste
acaba confundido con Europa perdiendo sus características propias. Pensando al
marxismo como un cuerpo cerrado de doctrina o como una teoría con validez
universal, para que funcionara en América Latina, este continente tenía
forzosamente que asemejarse a la Europa donde se había generado ese
marxismo y donde se estaba conquistando los logros de la revolución soviética.
Existía un proletariado y una burguesía, en el razonamiento de la
Internacional. En cambio para Portocarrero existía un proletariado con
determinada historia, cultura, conciencia de clase, condiciones de vida: un
proletariado peruano. Las clases sufrían también la mediación nacional.
Nuevamente encontramos en una intervención de Zamora, el seudónimo
utilizado por Julio Portocarrero, ese terco afán por argumentar desde la realidad,
partiendo de los hechos. Refiriéndose a la conciencia de clase del proletariado
observaba que "En el sector del Perú, esta economía (el capitalismo) está poco
desarrollada y si la fábrica es la formadora de conciencia de clase del
proletariado, es lógico que éste tenga una conciencia política poco desarrollada.
De aquí deducimos que las directivas; que para nuestros países importa el
Secretariado Sudamericano de la Internacional Comunista, tienen que ser
diferentes, porque diferentes son las condiciones de cada región".14 Se reitera la
afirmación de las peculiaridades nacionales. La clase obrera peruana era joven y
numéricamente reducida. Esto último obliga a prestar atención a otros sectores
sociales igualmente explotados. El escaso .número del proletariado industrial
podría compensarse si se le unían los campesinos, los obreros agrícolas que
laboraban en las plantaciones azucareras y algodoneras y los artesanos. La
intervención de Portocarrero es casi la única, a lo largo de toda la Conferencia,
en la que se hizo mención de los artesanos, personajes precisamente no
secundarios en la América Latina de entonces. En el Perú, al interior de los
grupos heterogéneos que formaban el artesanado, tenían cierto liderazgo los
zapateros, carpinteros, sastres. Ellos fueron los protagonistas de las primeras
luchas que convulsionaron a Lima con los inicios del siglo. Para la definición de
una clase, los socialistas peruanos asignaban una importancia decisiva al
comportamiento, a la acción y la historia anterior de los hombres que la
conformaban: la praxis.
Es así que cuando Portocarrero y Pesce, en otro momento de la
Conferencia, reivindican el papel de los campesinos, lo hacen pensando en su
condición de explotados pero también por la tradición de movimientos y suble-
vaciones acumulada en el país. Pero, como ocurría con los obreros, lo impor-
tante es buscar las peculiaridades de esos campesinos, que en el área andina
nacían de una especial unión entre la condición de clase y la situación étnica, es
decir, eran campesinos pero también Indios: hombres que mantenían tercamente
una cultura a pesar de la dominación colonial española y la persistencia de la
feudalidad en la república. Pero si la cultura indígena había logrado permanecer
con su lengua y sus costumbres, eso se debía a que las bases materiales de esa
cultura seguían siendo consistentes.
Ni la conquista, ni la colonia, ni menos la república criolla habían podido
destruir a la comunidad. Era a través de la comunidad indígena que se mantenían
supérstites rasgos y formas colectivistas heredadas del pasado prehispánico.
Antes que se estableciera la civilización incaica, en el territorio andino se había
estructurado un conjunto de grupos étnicos -como los llamaríamos ahora- bajo un
régimen de "comunismo agrario", que no fue destruido por el Estado que fundaron
los Incas y que por encima de todo mostraría una gran impermeabilidad a los
cambios posteriores y una resistencia a los embates procedentes de Europa e
incluso, ya en los años más recientes, el capitalismo. Ese colectivismo comunal
podía servir de base para el desarrollo del socialismo en el Perú. Esta era una
tesis fundamental porque de allí se derivaba una imagen muy peculiar de la
sociedad peruana: mientras que para la Internacional se le podía definir
simplemente como una sociedad "semicolonial y feudal", para los socialistas
peruanos se trataba de un mundo donde coexistían conflictivamente el naciente
capitalismo, con el feudalismo heredado de la colonia y el comunismo agrario que
daba vida a las grandes masas campesinas. Los rasgos colectivistas permitían
que el campesinado pudiera escuchar y secundar la prédica socialista, es por esto
que, el término "proletariado" tenía una acepción más genérica -como ha reparado
Robert Paris- para los socialistas peruanos englobando en su interior a obreros y
también a campesinos. Mariátegui, en "El informe sobre las razas" sostenía que
"una conciencia revolucionaria indígena tardará quizás en formarse pero una vez
que el indio haya hecho suya la idea socialista, la servirá con una disciplina, una
tenacidad y una fuerza, en la que pocos proletarios de otros medios podrán
aventajarlos".15 Al incluir a los indígenas en el término proletariado se terminaba
comprendiendo de una manera diferente la alianza entre obreros y campesinos.
Desaparecía la imposición o la sobreposición de la clase obrera y en su sustitución
emergía una relación igualitaria: ambas clases eran revolucionarias, lucharían por
el socialismo, harían el Perú nuevo. Otro tema de discrepancia con la Internacional
donde resaltaba que ni siquiera en el contenido asignado a los términos estaban
de acuerdo.
Todo lo anterior hace comprensible que al momento de pensar en la alter-
nativa necesaria para Latinoamérica, los socialistas peruanos y la Internacional
optaran por caminos diferentes. Para la Internacional se trataba, como ya lo
anotamos, de luchar por una revolución "democrático-burguesa"; para los
peruanos la meta era, con absoluta claridad, una revolución socialista. A esa
conclusión arribaron antes de la polémica con Haya y dada la necesidad de una
oposición consecuente a Leguía. Teniendo en cuenta que ,el socialismo
reivindicaba las viejas tradiciones nacionales, estaba llamado a solucionar tanto el
problema del atraso y la miseria del Perú como a realizar un imprescindible arreglo
de cuentas con la conquista española, para así dejar de ser una sociedad vencida
y frustrada: vencida desde la implantación del colonialismo, frustrada por el
fracaso de los proyectos anticoloniales durante la independencia. El socialismo, al
liberarnos de esas taras del pasado, sería la herramienta indispensable para
construir la nación.
Ocurre que en el razonamiento de Mariátegui, Pesce y Portocarrero, el Pe-
rú reunía los elementos de una nación, aunque todavía no lo era: la historia
anterior así como había dispuesto esos elementos, había también obstaculizado
su confluencia y el país era apenas un proyecto de nación. Un problema y una
posibilidad, parafraseando el título de un libro célebre. Codovilla, repitiendo ciertos
enfoques que procedían de textos stalinistas, contrapuso la tesis de las
nacionalidades: en el Perú, como en Bolivia o el Paraguay, existían al lado de una
nacionalidad occidental y criolla dominante, otras nacionalidades subordinadas,
principalmente los quechuas y los aymaras: el Perú era, como Rusia, una
sociedad multinacional. Desde luego que en Codovilla persistía el razonamiento
apriorístico. Sólo en los delegados peruanos hubo una notable y característica
referencia al pasado nacional como consecuencia de querer reposar una
estrategia política en la historia del país.
En cierta manera todas estas discrepancias estaban llamadas a culminar
en la cuestión del partido político, pero como allí también estaba uno de los pocos
elementos de confluencia, esa cuestión central acabó siendo uno de los temas
más confusos, oscuros y hasta enrevesados de toda la Conferencia.
Los socialistas peruanos necesitaban de la Internacional Comunista. Antes
que ellos existieran para la Komintern, Mariátegui ya se había referido en sus
conferencias en las Universidades Populares o en los artículos periodísticos que
serían recopilados en La escena contemporánea (1925), a la Rusia soviética,
Lenin y la nueva Internacional, mostrándose en franca discrepancia con los
partidos socialdemócratas y el marxismo conservador revisado por los socialistas
alemanes y austriacos. La revolución tenía un aspecto internacional. No era
evidentemente un rasgo exclusivo de las revoluciones proletarias por que había
ocurrido anteriormente con las revoluciones burguesas y con la independencia
norteamericana, pero la dimensión internacional del imperialismo acrecentaba en
nuestra época ese aspecto continental y mundial del hecho revolucionario. Por eso
es que Mariátegui aceptó la invitación a Buenos Aires y por eso es que Pesce y
Portocarrero persistieron en la reunión. Incluso, y no sin cierta contradicción con
sus afirmaciones nacionales, Mariátegui criticó a la II Internacional la "excesiva
autonomía de sus secciones", porque "era imposible que este mecanismo no
afectara a su coordinación y disciplina en materia internacional".16 Sería necesario
añadir que todavía eran admitidas las discrepancias al interior del movimiento
comunista, pero es evidente que éstas tenían ciertos límites. Luego de tantas
diferencias en los enfoques, razonamientos y conclusiones sobre el imperialismo,
las formaciones sociales latinoamericanas, el carácter de la revolución, las clases
sociales, existía un tema donde si bien las discrepancias eran igualmente
irreductibles, la persistencia en la Internacional y tal vez esa "disciplina" que
obsesionaba a Mariátegui, exigía atenuar los puntos de vista y anular algunas
aristas aunque fuera a riesgo de la coherencia: era la cuestión del partido. Pero en
las intervenciones de Pesce y Portocarrero este recurso fue más inconsciente que
previamente delineado, porque ocurría que sobre esa cuestión no existía una
posición definida al interior de los socialistas peruanos. Exactamente no era un
retraso en la discusión, ni un descuido del tema, sino que obedecía a la manera de
encararlo: dado que el partido era el resultado del movimiento social, era imposible
proponer desde el inicio un modelo destinado a ser ejecutado y aplicado. El
partido se iba construyendo pacientemente, en la teoría y en la práctica, pero
siempre al interior del movimiento de masas. Este proceso fue interrumpido y a la
vez acelerado, como veremos después, por la polémica con el aprismo. El camino
era todavía más difícil y escabroso si se tiene en cuenta que de una manera
espontánea se fueron alejando de las rutas conocidas y se internaron en lugares
en ese entonces poco explorados: los terrenos de la nación y la conciencia de
clase. Eran frecuentes las dudas, incertidumbre e incluso discrepancias entre los
socialistas peruanos.
Los peruanos necesitaban ganar tiempo para aclarar sus ideas; tampoco
querían derivar en un antagonismo total con la Internacional. Después de la
experiencia con Haya de la Torre sabían que una polémica a veces puede
desembocar en derroteros incontrolables; por otro lado en ningún momento de-
jaron de pensar que las discrepancias con la Komintern no tenían el cariz an-
tagónico que tuvo el enfrentamiento con el Apra. Estas consideraciones nos
ayudan a comprender la cautela inicial y también las contradicciones de Pesce y
Portocarrero en Buenos Aires. Debemos considerar, por último, que no ne-
cesariamente ellos compartían a plenitud las ideas de Mariátegui, por entonces
múltiples fisuras comenzaban a escindir al socialismo peruano.
"Tomando en consideración -decía Julio Portocarrero- nuestra situación
económica y nuestro nivel político, hemos creído conveniente constituir un partido
socialista que abarque la gran masa de artesanado, campesinado pobre, obreros
agrícolas, proletariado y algunos intelectuales honestos. Para constituir este
partido, hemos considerado: primero, que es necesario que éste se desarrolle
sobre la base del proletariado".17 Es aquí que, ante la necesidad de encontrar un
puente con la Internacional Comunista, se esbozará la "tesis" de un núcleo
comunista al interior de un partido socialista. En otras palabras: la perspectiva
comunista al largo plazo pero, dadas las condiciones de la sociedad peruana, la
posible represión y la escasa madurez del proletariado, en lo inmediato una
agrupación socialista. El aparente reformismo inicial permitiría proteger y auspiciar
el asentamiento del germen revolucionario conservado en su interior. La célula
secreta, el núcleo central, los fundadores se definirían como comunistas,
completamente acordes con la Internacional, pero esto no sería exigible al
conjunto de los miembros. Esta tesis, apenas sugerida por Julio Portocarrero en
Buenos Aires, ha sido tiempo después presentada como la interpretación oficial
del mariateguismo: permite reducir las discrepancias con la Internacional a un
problema táctico, sólo una cuestión de nombres o etapas. También la ha recogido
Patricio Ricketts, en sugerentes artículos dedicados a estudiar el pensamiento de
Mariátegui, al proponer la imagen de las "matushkas" de Mariátegui: ese juego
ruso donde una muñeca grande mantiene en su interior a otra de inferior tamaño
evocaría la imagen perfecta del partido concebido y delineado por Mariátegui.18
Pero, los recuerdos de Portocarrero, Larrea y Navarro Madrid desmienten esta
figura.
El mayor inconveniente que tiene el modelo del partido bifronte es que
cuestiona la democracia interna porque si la mayoría ignora la existencia de esa
célula, quiere decir que la mayoría ignora también hacia dónde se enrumba la
organización, y se trata por lo tanto de una refinada o burda -según como se le
interprete- manipulación, que evidentemente entra en contradicción con esa idea
de la política confundida con la verdad que Mariátegui sostenía. ¿Una
contradicción? En este caso no existe, porque tampoco existió ese juego de
"matushkas". Fue un recurso de Portocarrero, casi improvisado en el lugar mismo
de la Conferencia, para atenuar las aristas y las discrepancias pero que no pasó
inadvertido. En efecto, ¿qué pasaría en el Partido Socialista si los reformistas
mantenían su predominio y los comunistas no alcanzaban la hegemonía?
Portocarrero, criado al interior de una tradición sindical democrática, no pudo sino
responder que en ese caso "habremos hecho que el proletariado haya dado un
paso en su evolución y educación política", con lo que se volvía al razonamiento
de un trabajo paciente, en el interior de las masas, de lenta formación de una
conciencia de clase, incompatible con las apremiantes necesidades de la
Internacional.
Uno de los menos convencidos por la argumentación de Portocarrero fue
Peters: "Nuestros camaradas del Perú proponen la creación de un `partido so-
cialista' y argumentan diciendo que este partido no será más que la máscara legal
del Partido Comunista, pero los mismos camaradas del Perú se refutan, cuando
nos dicen que ese partido socialista tendrá una composición social amplia, que
será formado por obreros, campesinos, pequeñoburgueses, etc. En suma, no se
trata de `una máscara legal', sino de otro partido político más 'accesible', como
dicen los camaradas".19 La Internacional exigía partidos monolíticos, obreros,
disciplinados; los peruanos pensaban en un partido de masas: dos perspectivas
diferentes, pero admitirlo, dado el carácter fundamental de la cuestión significaba
colocarse al borde de la ruptura, en torno a un tema sobre el cual los delegados
peruanos no tenían en esos momentos la misma claridad que al abordar la
cuestión del imperialismo o las clases sociales. Era materia de intensos debates
en los grupos de Lima, provincias y también en los círculos de exilados peruanos
establecidos en París, México o La Paz. Es de presumir que al intervenir en la
Conferencia tanto Portocarrero como Pesce se plantearan una pregunta de
imposible respuesta en esos momentos: ¿era posible persistir en la revolución
fuera de la Internacional? ¿se podía luchar por el socialismo sin ser comunista?
¿un revolucionario' podía oponerse a la Komintern?
Partido Socialista o Partido Comunista: no era sólo una cuestión de
nombre, pero también era un problema de nomenclatura. Mariátegui sabía que
una de las veintiún condiciones impuestas por Lenin para el ingreso a la III
Internacional era abolir el nombre socialista (identificado con reformismo y
claudicación frente a la burguesía) para reemplazarlo por el de comunista, sin
ocultarlo, en voz alta y clara. El tema se planteó con nitidez en la fundación del
Partido Comunista de Italia en cuyo órgano periodístico oficial se propalaron las
veintiún condiciones; es innecesario añadir que nunca fueron publicadas en
Amauta. Pero ni Codovilla, ni Humbert-Droz, ni González Alberdi podían pasar por
alto la cuestión del nombre. Una vez más, Codovilla lo acabó diciendo sin
ambages y de manera categórica: el nombre socialista significa "la traición a los
intereses proletarios y la capitulación ante la burguesía".20 Sería difícil ser
más claro.
A pesar de todos los ataques y reparos, del aislamiento y las críticas
persistentes, Codovilla esperaba que los peruanos terminaran por rectificarse.
Pudo alentar esta esperanza, la incertidumbre y las dudas que mostraron en el
debate sobre el partido. Pero un cambio de línea significaba también una
reorganización de los dirigentes y si se trataba de insuflar el espíritu obrero en la
nueva organización, no podía continuar como dirigente un intelectual
pequeñoburgués -traidor en potencia-, como era José Carlos Mariátegui.
Tampoco, claro está, se trataba de propiciar una condena pública porque el
prestigio de Mariátegui podría acarrear algunos prejuicios inocultables al nuevo
partido. Entonces acabó optando por el camino sinuoso de la conspiración y la
maniobra detrás del escenario: le propuso a Portocarrero, dejando al margen
todas las discrepancias, que asumiera la dirección del grupo despojando de su
condición a Mariátegui. Julio Portocarrero se negó rotundamente.21 El hombre de
recambio tenía que ser alguien formado fuera del Perú, lejos de Mariátegui, con
una contextura marxista tan sólida como próxima a la Internacional: Eudocio
Ravines.
Al terminar la Conferencia Comunista de Buenos Aires, apenas se había
planteado un debate político que seguiría por el camino de las ideas y también
forzosamente por el de las maniobras y la lucha por el poder. Desde la manera de
hablar o razonar eran visibles las diferencias entre la delegación peruana y los
otros asistentes a Buenos Aires. Exagerando la figura, podríamos decir que
mientras los otros delegados desde el comunismo querían aproximarse a la
realidad latinoamericana, en el caso de Portocarrero, Pesce o Mariátegui era a la
inversa: desde el Perú llegaban al comunismo; de allí que aspiraran a realizar algo
diferente, un nuevo tipo de partido.
De las muchas cuestiones en discrepancia hay tres que terminan por definir
el perfil de los delegados peruanos: el afán por engarzarse al interior de la
tradición histórica andina, el rol relevante asignado a los intelectuales y la solución
que estaban dando (era un proceso) al problema del partido. A discutir estos
temas se dedican los tres capítulos siguientes: en ellos tendremos que referirnos a
los antecedentes de la Conferencia y recién después estaremos en condiciones de
presentar las repercusiones del debate iniciado en Buenos Aires al interior del
socialismo peruano, tema del capítulo final.
1
Archivo José Carlos Mariátegui, José Carlos Mariátegui (en adelante JCM) a Samuel Glusberg,
10 de enero 1928.
2
Basadre, Jorge, la vida y la historia, Lima, 1975, p. 218. Basadre también fue detenido.
Correspondencia Sudamericana, 15-VIII-27, No. 29 (Carta de Mariátegui) Entrevista a Cesar
Miró (1, VI, 80).
3
Variedades, año XXIII, No. 1006, 11 de junio de 1927. Según Ricardo Martínez de la.
Torre, el término "comunistas criollos" -popularizado años después por Seoane y los
apristas- fue acuñado por Leguía.
4
Carta de Mariátegui a La Prensa 10 de junio de 1927, reproducida en Martínez de la Torre,
Apuntes para una interpretación marxista de historia social del Perú, Lima, 1928, t. II, p. 274
(en adelante Apuntes...).
5
Archivo José Carlos Mariátegui, JCM a Glusberg. Entrevista a Javier Mariátegui.. (12-IV-80).
6
Entrevista a Julio Portocarrero (29-V-80).
7
Entrevista a Julio Portocarrero (22-V-80). Posteriormente, en una conferencia dictada por Julio
Portocarrero en la Universidad Católica de Lima (17-VII-80), expuso una versión diferente, según la
cual el encuentro con Mariátegui se habría producido tiempo después de su regreso de Moscú y lo
que conversaron se habría borrado de su memoria. Pero, como observó después de dicha
conferencia Lino Larrea, resulta poco verosímil que, dada la importancia del viajé a Moscú,
Mariátegui y Portocarrero no se reunieran tan pronto éste regresó. De manera que primera versión
-espontánea- nos parece más fidedigna.
8
Hubo otros temas en debate que omitimos reseñar, como por ejemplo la discrepancia con
Codovilla acerca del acuerdo para enviar a Cuba a Julio Antonio Mella, pero la oposición no sería
suficiente y el dirigente comunista debió partir a su país donde sería asesinado por Machado;
previendo este desenlace, dado los antecedentes de Machado y lo conocido; que era Mella,
Portocarrero se había opuesto a ese viaje.
* Dicha cuestión se zanjó en 1929 con la cesión de Arica a Chile y la reincorporación de
9
Internacional Comunista (en adelante I.C.). El movimiento revolucionario latinoamericano,
Buenos Aires, 1929, p. 30.
10
Loc. cit. (el subrayado es nuestro)
11
Op. cit., p. 52
12
Loc. cit.
13
Op. cit., p. 70
14
Op. cit., p. 153
15
Op. cit., p. 290
16
Mariátegui, José Carlos, 25 años de sucesos extranjeros, Lima, 1945, p. 11 (Variedades, 1929).
17
I.C. Op. cit., p. 154.
18
Ricketts, Patricio, "La bigamia política de Mariátegui" en Correo, 3 agosto de 1974,p. 13. El tema
fue retomado en Realidad Nos. 8 y 9, Lima, octubre-noviembre, 1979. Ricketts argumenta la tesis
de los "dos partidos" citando lo que serié el programa máximo y el programa mínimo del P.S. De
otro lado, considera con acierto que era una organización apenas en sus inicios, sin una
estructuración definida.
19
I.C., Op. cit., p. 162.
20
I.C., Op. cit., p. 189.
21
Entrevista a Julio Portocarrero (9-VI-80).
CAPÍTULO V
Estamos durmiendo sobre un volcán. ¿No se dan ustedes cuenta? La tierra tiembla de
nuevo, sopla un viento revolucionario y la tempestad se ve ya en el horizonte.
Este texto es un ensayo, género en el que se prescinde del aparato crítico para proponer
de manera directa una interpretación. Escrito desde una circunstancia particular y sin
temor por los juicios de valor, el ensayo es muchas veces arbitrario, pero en su defensa
cabría decir que no busca establecer verdades definitivas o conseguir la unanimidad; por
el contrario, su eficacia queda supeditada a la discusión que pueda suscitar. Es un texto
que reclama no lectores -asumiendo la connotación pasiva del término- sino
interlocutores: debe, por eso mismo, sorprender y hasta incomodar. El riesgo que pende
siempre sobre el ensayista es el de exagerar ciertos aspectos, y por consiguiente omitir
matices, pasando por alto ese terreno que siempre media entre los extremos: los
claroscuros que componen cualquier cuadro.
En este ensayo se quiere discutir las relaciones entre Estado y sociedad en el Perú,
buscando las imbricaciones que existen entre política y vida cotidiana. Lo habitual es
separar: convertir la realidad en un conjunto de segmentos. Pareciera que no hay relación
alguna entre las relaciones familiares, los desaparecidos en Ayacucho y las prácticas
carcelarias. Pero una de las funciones de cualquier ensayo es aproximarse a la totalidad
encontrando lo que mediante una expresión de la práctica psicoanalítica podríamos llamar
«conexiones de sentido».
UN PÉNDULO INCIERTO
El 20 de setiembre de 1822, con las campanas que anunciaban a los habitantes de Lima
la instalación del primer Congreso Constituyente, se dio inicio a la vida republicana. El
país estaba en guerra. La sierra central y sur ocupadas por los realistas. La misma capital
amenazada. No sorprende entonces, que de 79 diputados, únicamente estuvieran
presentes 51. La representatividad nacional de esa asamblea era cuando menos precaria:
los diputados de las provincias ocupadas consiguieron ser elegidos, como Antonio
Colmenares por Huancavelica, mediante votos de dudoso origen reunidos entre los pocos
provincianos establecidos o de paso por Lima. Menos de un año después, una desastrosa
campaña militar y el malestar reinante entre tropas mal pagadas, echarían al traste
cualquier proyecto de establecer un orden jurídico: un ex conspirador y entonces caudillo
en ciernes se amotina contra el Congreso, no obstante lo cual será proclamado como
primer Presidente del Perú. José de la Riva Agüero, el personaje en cuestión, tampoco
pudo persistir en medio de los trastornos y convulsiones acarreados por la revolución y la
guerra: depuesto en noviembre de 1823 y condenado a muerte por Bolívar, tuvo que
marchar expatriado a Europa, de donde regresaría años después convertido en acérrimo
ultramontano.
Las relaciones que existen entre amos y esclavos, entre razas que se de- testan, y entre
hombres que forman tantas subdivisiones sociales, cuantas modificaciones hay en su
color, son enteramente incompatibles con las ideas democráticas.
El historiador Jorge Basadre ha querido ver en este texto uno de los antecedentes de
nuestra moderna reflexión sociológica. En efecto, nos invita a interrogarnos sobre las
bases sociales de la democracia. El nuevo Estado se establece en una sociedad en la
que no existía vida pública. Tampoco ciudadanos. En esas circunstancias la disyuntiva
parecía ser orden o anarquía: la imposición de unos o el desorden incontrolable.
Monteagudo vislumbraba la posibilidad de un camino intermedio en una monarquía regida
por normas constitucionales. Como sabemos, sus ideas no fueron acogidas. Despojado
del poder tuvo también que marchar al exilio. Pero esto, e incluso el hecho de que en
1825 encontrara la muerte en un obscuro callejón limeño -¿robo? ¿crimen político?-, no
anula su cuestionamiento de la República. La prueba es que Monteagudo no ha caído en
el olvido.
Más de 160 años después nos parece un hecho natural que en 1822 el Perú se definiera
como un Estado nacional republicano. Pero en ese entonces, cuando no existía Canal de
Panamá ni navegación a vapor, y el viaje de Lima a cualquier puerto europeo requería de
varios meses, las ideas republicanas eran tan novedosas como inciertas. La Santa
Alianza aparentemente las había liquidado en Europa. Rousseau era detestado por
Metternich y sus compinches; la bandera tricolor era tan aberrante como después lo
serían las banderas rojas. No existían como Estados nacionales ni Alemania, ni Italia,
para no mencionar el archipiélago de nacionalidades que eran los países al este del Elba.
En otros continentes, habría que esperar hasta este siglo para que surgieran repúblicas
en África y Asia. El Perú, al igual que gran parte de la América Latina de esa época, al
optar por la República, retomaba la posta dejada por las fuerzas más avanzadas de
Europa y parecían confirmar esa vieja idea según la cual aquí se realizaban los sueños y
los proyectos del Viejo Mundo. La República será en sus inicios el esfuerzo de un
germinal grupo de intelectuales -Sánchez Carrión, Vidaurre, Luna Pizarro, Lazo- por edi-
ficar una voluntad política y tratar de cortar el lastre de la herencia colonial.
El vacío dejado por la aristocracia colonial, que al dominio sobre el Tribunal del Consulado
había añadido el monopolio del poder político ejercido hasta el ingreso de los patriotas a
Lima, no fue cubierto por ninguna otra clase social. De manera casi inevitable, el control
de los aparatos estatales fue a dar, sin que necesitaran buscarlo, al ejército. Los militares
ofrecieron conservar las formas republicanas e instaurar el orden. Pero no es fácil
amalgamar autoritarismo y democracia. Tampoco fue posible que los caudillos militares
consiguieran una estabilidad política como la que estableció el estadista civil Diego
Portales en Chile. El Mariscal Agustín Gamarra, uno de los gobernantes más sólidos
durante la iniciación republicana, tuvo que enfrentar catorce intentos subversivos. Este
personaje terminó encarnando lo peor del militarismo. El 28 de enero de 1834, los
artesanos, los jornaleros y la plebe de Lima salen a las calles y se enfrentan a los
militares. «Por primera vez - dice Jorge Basadre- en lucha callejera, el pueblo había
derrotado al ejército. El Palacio, los ministerios, la casa de Gamarra y la de Vivanco, que
había sido nombrado prefecto de Lima, el colegio militar y varios establecimientos fueron
saqueados». Aunque esa multitud anónima tuvo éxito, no consiguió terminar con el
militarismo. La presencia del ejército en la escena política será una constante hasta
nuestros días. No será tampoco la última ocasión en la que irrumpa la multitud para
enfrentar al autoritarismo y al aparato estatal: ocurrirá nuevamente en 1854, en 1865-66
(en defensa de la soberanía nacional contra las pretensiones de la flota española), en
1872 (contra los Gutiérrez), en 1894-95 (contra Cáceres). Se conforma, con
interrupciones, el itinerario de una tendencia antimilitarista.
Entre 1895 y 1980, el Perú tuvo 28 gobernantes, de los cuales quince fueron civiles y
trece militares: números equiparables, pero si atendemos a la duración de sus respectivos
períodos, los civiles ocupan 55 años mientras que los regímenes de facto treinta. El
período militar más prolongado son los 12 años recientes de Velasco y Morales Bermúdez
juntos, pero si consideramos que tenían propósitos diferentes más allá de vestir el mismo
uniforme, el gobierno militar más prolongado sería el célebre «ochenio» de Odría, de
duración sin embargo inferior al «oncenio» leguiísta. Este último caso nos indica que
ejercer la democracia no es necesariamente sinónimo de gobierno civil. La legalidad
puede ser interrumpida también por un empresario como Leguía que, amparado en los
gendarmes limeños, depuso a José Pardo y consiguió mantenerse en palacio hasta 1930,
clausurando periódicos, deportando a dirigentes sindicales y estudiantiles, estableciendo
una oculta pero eficaz censura. En contraposición, no han faltado gobiernos militares que
han surgido en nombre de la democracia como la Junta de Gobierno de 1962 que anuló
un proceso electoral por considerarlo fraudulento -no discutimos si fue o no cierto-, y los
intentos velasquistas por democratizar la sociedad reformando el agro y las empresas
industriales. En alguna ocasión, Martín Adán dijo que en el Perú en lugar de dictaduras
deberíamos hablar de «dictablandas». Estados de emergencia existen durante gobiernos
militares y también durante gobiernos constitucionales. Entonces dictadura y democracia,
no necesariamente son sinónimos de militares y civiles.
Esto último es todavía más evidente si volvemos a mirar la historia de nuestros procesos
electorales. El primer proceso que podría merecer tal nombre se realizó recién en 1850,
con un sistema que exigía la previa designación de electores que después elegirían a los
parlamentarios y el Ejecutivo. Pero hubo que esperar hasta 1872 para que se produjera el
primer triunfo de la oposición en un acto electoral. El sistema indirecto, que se prestó a
tropelías y fraudes en las mesas, fue suprimido por la ley electoral de 1896. Pero esa
misma ley anuló el derecho a voto que, por lo menos de manera nominal, tenían hasta
entonces los analfabetos, al exigir que el votante supiera leer y escribir. Del electorado,
entonces, quedaron excluidos porcentajes demasiado altos de la población rural y
campesina del país. El voto fue, más que antes, un acto urbano. En un país que al
comenzar el siglo tenía una población aproximada de 5 millones de habitantes y donde el
80 por ciento residía en el campo, las elecciones fueron un fenómeno forzosamente
minoritario. En 1908 Leguía fue elegido por 133.732 votos. Antes, Pardo había sido
elegido por cerca de 98 mil electores. En 1915, el país tenía apenas unos 145 mil
votantes. Pero este dato importa poco, si recordamos que en ese año José Pardo y
Barreda fue designado presidente por segunda vez, como resultado de una convención
de partidos. Estos fueron los tiempos que Jorge Basadre denominó con el término
paradójico de República Aristocrática.4 En medio de la inestabilidad republicana, entre
1895 y 1919, con la breve interrupción del gobierno de Benavides, gobernantes civiles se
sucedieron en el poder. El país se mantuvo regido por la misma constitución desde 1860.
Antes de esa fecha había tenido ocho constituciones y en este siglo tendrá otras tres: la
actual (1979), la promulgada por Sánchez Cerro (1931) y la que rigió todo el oncenio
(1920).
En 1924 Leguía promulgó una nueva ley electoral en la que se precisaba el carácter del
voto ciudadano: directo y público. Esto último exigía una doble cédula firmada por el
votante con indicación de su libreta militar, de manera tal que con una población electoral
tan reducida, en ciudades relativamente pequeñas como entonces eran incluso Lima (200
mil habitantes), Arequipa o Trujillo, para no mencionar a pueblos y villorrios, era
demasiado fácil saber quién había votado por quién y, sin necesidad de asaltar las ánfo-
ras como en 1850, manipular los resultados. Recién para las elecciones de 1931 -
Ejecutivo y Congreso Constituyente- se estableció el voto secreto: las cédulas no podían
ser diferenciadas ni por el color, la forma o la calidad del papel. Pero del número de
votantes seguían excluidos las mujeres y los analfabetos. El voto femenino sólo fue
admitido en 1956. En 1978 pudieron votar los jóvenes mayores de 18 años y recién en
1980 el acto electoral quedó abierto a los analfabetos. La democratización del sistema
electoral peruano obedeció al crecimiento y aparición de formas de organización popu-
lares -a las que luego nos referiremos- y también a la intervención directa de estos
sectores. De por medio estuvieron las reformas emprendidas por el régimen militar que
capturó el poder en 1968. Las elecciones para la Constituyente, que sirvieron para
transferir el poder del Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armadas a los civiles,
iniciaron el ocaso de un sistema electoral que, como el régimen oligárquico en el que se
había originado, reposaba en marginaciones y exclusiones.
Elecciones y golpes militares, para regresar al péndulo, tienen también otros rasgos
comunes. Quizá el más importante sea la confianza en el individuo antes que en la
ideología, la búsqueda del dirigente providencial y el desdén por los planes de gobierno.
El caudillismo republicano nació asociado con los jóvenes militares que, como Gamarra o
Santa Cruz, lucharon por la Independencia, pero luego adquirió vida propia y se convirtió
en el paradigma de cualquier liderazgo político, acatado hasta por los más acérrimos
antimilitaristas. El mejor ejemplo que podríamos citar en el siglo pasado es la figura, para
muchos romántica y conmovedora, de Nicolás de Piérola. Sin caudillo no existía
posibilidad de eficacia en la política nacional. Lo experimentó en su momento Manuel
González Prada, capaz de producir ideas y acuñar frases, pero carente del tono de voz y
el aura que se le reclamaba al fundador de un movimiento político. El caudillismo asentó
sus raíces antes que en una ideología, en una mentalidad colectiva: la espera de un
mesías, de un salvador, de un hombre providencial. El cambio no era posible por los
propios medios; no podía surgir desde el interior del grupo, de la clase o del pueblo.
Vendría desde fuera. En una sola dirección: de arriba hacia abajo. El caudillismo es
jerárquico. «Por eso -argumenta Basadre- al estudiar la preeminencia del caudillaje en
esta época, hay que tomar en consideración, tanto su propia capacidad arrolladora, como
la pasividad de la sociedad». Es una apuesta ciega en un individuo y en sus designios.
Antes de que los militares asumieran el poder, los gastos de defensa ya habían pasado a
ocupar el primer lugar en el presupuesto del Gobierno Central. En 1965, el 24,1 por ciento
de lo presupuestado se destinaba al rubro defensa; en 1968, este porcentaje ascendió al
32,9 por ciento. La defensa nacional ha recurrido también a fuentes externas. Entre 1950
y 1968, el Perú recibió 81,9 millones de dólares de ayuda militar, siendo después de Brasil
y Chile, el tercer país más «beneficiado» -si se puede emplear ese eufemismo- por la
ayuda norteamericana a todo el continente. Entre los mismos años, más de 4 mil oficiales
habían participado en el Military Assistance Program. A falta de conflictos internacionales,
quizás el incremento en todas estas cifras se entienda si consideramos que los dólares y
el entrenamiento norteamericano fueron acompañados con la propalación de teorías
acerca de la «seguridad nacional» y las «guerras internas», confirmadas aparentemente
cuando en 1965 aparecen focos guerrilleros en los Andes del centro y sur del país. En la
contraposición entre comunismo y capitalismo, las Fuerzas Armadas aparecieron como
las garantes no sólo de la constitución sino del mismo «orden democrático».5
El régimen de Velasco significó un corte en la historia militar del país. El ejército trató de
romper su dependencia de los Estados Unidos. Se cancela la misión militar
estadounidense que hasta 1970 contaba con 38 miembros. Se diversifican las fuentes de
abastecimiento militar. Pero toda la audacia de las reformas del gobierno no permiten
cambiar a la institución que dirige el proceso. Aun cuando los militares parecieron asumir
como tarea colectiva la lucha contra el subdesarrollo y hasta una política declaradamente
antiimperialista, el entrenamiento de las fuerzas especiales siguió bajo los mismos
patrones antisubversivos, los manuales continuaron siendo los mismos, se preservaron
las jerarquías internas y hasta paradójicamente los oficiales desde el uniforme hasta la
talla exigida, adquirieron ciertos rasgos aristocráticos. No transformar el ejército, a la
larga, sería fatal para el propio Velasco: de allí salieron quienes lo depusieron.
Hasta 1983, los muertos a causa de la violencia política en el país llegaron a la cifra de
165 y los heridos a 199. Sólo durante los doce meses del año siguiente los muertos
ascendieron a 2.282 mientras los heridos apenas a 372. Una guerra casi sin prisioneros y
sin heridos. Sólo muertos: 20, 30, 50, como se iba sumando en los lacónicos
comunicados militares. El cambio guardó relación directa con la intervención de las
Fuerzas Armadas. Al terminar 1984 las bajas superaban a 4.500 muertos, la gran mayoría
clasificados como senderistas y civiles, entre los cuales sólo menos de un centenar eran
soldados y policías. Durante la actual administración política, aunque el número de víc-
timas ha decrecido, la violencia prosigue siempre con una cantidad superior de muertos
en relación a los heridos y de civiles en comparación con las fuerzas del orden. Entre
agosto de 1985 y setiembre de 1986, las cifras oficiales indicaban 1.737 muertos, de los
cuales 979 eran presuntos terroristas y 676 eran civiles.7 Al terminar este año la cifra
acumulativa de muertos bordea los 7.000. Están allí incluidos muchos jóvenes, pero
también menores de edad, hasta niños, sin olvidar a los ancianos.** Una guerra que ha
arrasado con poblaciones enteras en Ayacucho. Muchos se han visto obligados a
abandonar sus comunidades y huir a Ica o a Lima. Pero esta masacre tiene una dimen-
sión cualitativa. El ingreso del ejército en 1983 significó iniciar la práctica de las
«desapariciones» y el empleo de fosas comunes o «botaderos» de cadáveres. Al terminar
1984, aunque el epicentro de este sismo social seguía estando en Ayacucho, el área
directamente afectada por los enfrentamientos comprendía casi 89.000 kilómetros
cuadrados y a una población de casi un millón y medio de habitantes. En los dos últimos
años, el fenómeno ha seguido propalándose. Lima es ahora parte de la geografía de la
violencia política: toque de queda, estado de emergencia, patrullas militares por las calles.
El hecho más impactante tuvo como escenario a tres prisiones donde con algunos
rehenes y escaso armamento, el 18 de junio de 1986 se amotinaron 375 presos acusados
de «terrorismo». Al término del día siguiente, en el penal San Pedro (Lurigancho) todos
estaban muertos; en San Juan Bautista (El Frontón) sólo sobrevivieron quince presos y
dieciocho heridos; en Santa Bárbara -cárcel de mujeres del Callao-, en cambio, sólo se
produjeron dos muertas. El balance final arrojaba 272 muertos, de los cuales sólo 100
fueron enterrados. ¿El resto? En El Frontón no se tiene información sobre 146 cadáveres.
Probablemente fueron pulverizados con la demolición y arrasamiento final de las cárceles.
En esa prisión no quedaría una piedra en pie. La lógica normal de una guerra -derrotar al
enemigo- era sustituida por otra: aniquilarlo, no dejar el menor rastro.
Los militares han asumido la lucha contra la subversión. Esto significa que el Estado de
derecho ha dejado en la práctica de funcionar en las zonas declaradas en emergencia.
Allí no cuentan los alcaldes, los jueces, los civiles. Únicamente militares cuyos actos se
ven protegidos por un fuero privativo: del militarismo hemos pasado a la militarización. El
tránsito ha sido posible precisamente bajo los gobiernos declaradamente democráticos,
originados en las ánforas y autodefinidos como respetuosos del orden jurídico. La imagen
del péndulo se desdibuja, así como se aproximan, en la práctica, civiles y militares. La
aproximación ha sido posible en un país en el que sucesos como los de las cárceles no
han conmocionado a la «opinión pública». No existe todavía un movimiento en favor de
los derechos humanos de la envergadura requerida.
RACISMO Y SERVIDUMBRE
Todo lo ocurrido en estos últimos años revela la verdadera textura de la República. ¿Por
qué no se respetan los derechos humanos? La categoría derechos humanos nació con la
sociedad burguesa: fin del mundo estamental y surgimiento de la noción de ciudadanía.
Todos iguales ante la ley y todos protegidos frente a eventuales abusos del poder. Los
derechos humanos se ubican en el ámbito específico de las relaciones entre el Estado y
la sociedad. Pero en el Perú estas relaciones dependen de quién se trate, porque unos
son más iguales que otros. La sociedad colonial, cuando llega la Independencia, no había
producido ciudadanos como en América del Norte, sino hombres diferenciados por el
color de la piel, el título nobiliario, el ingreso económico, los antepasados, el lugar de
nacimiento. La República abolió los títulos pero hasta 1854 mantuvo la esclavitud y el
tributo indígena. Para entonces, al promediar el siglo xix, el orden social no encontraba
respaldo ni en la realeza, ni en el orden divino, ni en los criterios estamentales. La Iglesia
había perdido poder tanto sobre los cuerpos como sobre las almas. Una sociedad que
tendía a ser cada vez más profana en su ordenamiento político reclamaba criterios más
terrenales de estructuración social. Esta demanda fue resuelta por el discurso racista: las
desigualdades económicas se fundamentaron en desigualdades pretendidamente
esenciales que se atribuían a razas que supuestamente existían. Surgió de manera
abierta la consideración del indio como un ser inferior, al que había que proteger o
castigar y al que no era necesario, por imposibilidad, incorporar a la vida republicana. La
marginación de los analfabetos, entonces, será en realidad la marginación del indio
respecto al sistema electoral. La República edificada a espaldas del campesino. Cuando
se subleven, la República no atenderá a sus reclamos a pesar de que sobre ellos recaía
la conscripción militar o soportaban impuestos con nombre propio, como el de la coca.
Aunque no fuese admitido de manera oficial, el país que produjo una Liga Antiasiática, en
el que se habló del peligro amarillo (1910) y donde tiempo antes un escritor de amplio
consenso en Lima como Clemente Palma, calificó a la «raza india» de «degenerada», era
un país racista. Palma llegó a decir más todavía sobre esta «raza»: «Tiene todos los
caracteres de la decrepitud y la inepcia para la vida civilizada. Sin carácter, de una vida
mental casi nula, apática, sin aspiraciones, es inadaptable a la educación».8
Aun cuando el Perú ha firmado todas las convenciones y tratados posibles contra la
tortura, ella ha sido ejercida en las cárceles del país, antes de que apareciera el
senderismo. Las víctimas: anónimos presos comunes. En el Perú, interrogar y torturar son
casi sinónimos. No han faltado casos en los que la víctima ha terminado muriendo. Pero
aun cuando en la actual Constitución no se admita la «pena de muerte», de facto la
policía ha ejecutado a algunos criminales o fugitivos considerados «irrecuperables». En
los inicios de los años ochenta, en un lugar tan alejado de la zona de emergencia como el
puerto de Chimbote, la investigación de un sacerdote canadiense, Ricardo Renshaw,
sobre presos y detenidos, mostró que más del 90% habían sido maltratados o torturados
de una u otra manera. El autor del libro La tortura en Chimbote (Lima, 1985) tenía que ser
un extranjero. Esas prácticas son tan cotidianas que no parecen asombrar a ningún
peruano.
Para aproximarse a la violencia no hace falta interrogar a los presos. Basta con mirar más
cerca y reparar en una institución demasiado importante en nuestras ciudades: el servicio
doméstico. Según el estimado de la investigadora Margot Smith la fuerza laboral reclutada
en esa tarea sumaba hasta 90.000 personas en Lima Metropolitana (1970). La mayoría de
ellas mujeres jóvenes, migrantes, solteras o abandonadas por sus maridos, con los más
bajos ingresos, carentes casi de cualquier organización y sujetas al poder total de su
patrón o su patrona. Esto último significa quedar al margen de la legislación, obligadas a
dilatadas jornadas de trabajo mal pagadas y peor alimentadas, objeto con demasiada
frecuencia de abusos sexuales, golpes y sevicia. En otro estudio que consistió en la
indagación biográfica de 23 empleadas en casas cuzqueñas, todas, con una sola
excepción, habían sido brutalmente golpeadas. La servidumbre funciona en Lima y
provincias. En familias de clase alta y también de clase media y hasta en hogares de
menores ingresos.
Cuando salís para la sierra, las señoritas de Lima no dejan de pediros un cholito y
una cholita, y a veces os encargan tantos, que juzgaríais se encuentran por los
campos por parvadas. No es la empresa tan fácil; pero con un poco de actividad
saldréis airoso en vuestro compromiso y a falta de otros os ayudarán el
gobernador y el cura.10
El racismo consiguió eficacia porque antes de existir como discurso ideológico funcionaba
como práctica cotidiana. No sólo regía las relaciones entre dominantes y dominados sino
que se reproducía también en el interior mismo de los sectores populares. Pensemos en
las antiguas rivalidades entre negros e indios. En la colonia, los negros no conformaban
un grupo homogéneo a pesar de unir la condición étnica con la situación económica del
esclavo. Se dividían entre bozales (recién arribados del África) y criollos; entre los que
estaban dedicados al trabajo en las haciendas y aquellos que vivían en las ciudades.
Estos últimos, a su vez, se repartían en diversos oficios y disputaban el restringido
mercado de trabajo urbano. En las calles de la Lima colonial resultaban frecuentes los
roces y enfrentamientos entre negros o entre éstos y las otras castas. Esas bandas de
asaltantes en las que no se admitía a los indios, los campesinos de la costa que
denunciaban a los esclavos como bandidos, son algunos ejemplos, extraídos del siglo
XVIII, de la manera como se realizaba el ideal colonial de «vivir separados». Cuando en
los primeros años de la República se organice el ejército, indios y mestizos entrarán a la
infantería, mientras que en la caballería predominarán los negros, así como antes
determinados oficios (aguateros o pescadores) fueron reservados para una u otra
categoría étnica. Esta historia de exclusiones puede prolongarse hasta la Lima de
nuestros días en la contraposición racial que subyace a las disputas entre clubes
deportivos, la composición de las bandas de asaltantes chalacos y limeños, o las
rivalidades entre la Guardia Civil y la Policía de Investigaciones.*** De un lado
predominan mestizos; del otro, sambos y mulatos.
Los conflictos étnicos produjeron una sociedad colonial fragmentada, en la que resultaba
demasiado difícil articular intereses y producir un proyecto colectivo. Se explicaría de esta
manera el equilibrio, en apariencia contradictorio, entre violencia y duración del orden
colonial. En una situación como la descrita, la figura de un líder mesiánico parecía ser la
única fuerza capaz de trascender los conflictos inmediatos e integrar al cuerpo social.
Este es el sustento real del caudillismo republicano. El perfil de cualquier caudillo fue
resultado del encuentro entre una biografía y las necesidades del imaginario colectivo. De
ahí la popularidad de estos personajes. Desde la dominación total, es difícil vislumbrar un
cambio que no sea, a su vez, autoritario. Pero en este aspecto como en cualquier otro, la
realidad no transcurre en una sola dirección.
El derrumbe del Estado colonial fue seguido por los años anárquicos de la iniciación de la
República. Heraclio Bonilla se ha referido, con alguna exageración, a la situación de un
país a la deriva. Hubo que esperar hasta los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado
para que se iniciara la recomposición de la clase alta peruana. Las exportaciones
guaneras permitieron entonces la conformación de rápidas fortunas familiares, el
establecimiento de un rudimentario circuito financiero y el flujo de capitales del comercio a
la agricultura de exportación, a través del pago a los bonos de la deuda interna, la
manumisión de esclavos o los préstamos del Banco Central Hipotecario. Todos estos
cambios terminaron trasladando el eje de la economía nacional de la sierra a la costa
desequilibrando el espacio en beneficio de Lima y los valles azucareros y algodoneros.
Apareció una burguesía peculiar, provista de capitales pero sin fábricas y sin obreros:
podría resumirse en la relación de 30 apellidos como Aspillaga, Barreda, Larco, Pardo...
¿De qué manera un grupo tan reducido pudo controlar un país tan vasto y desarticulado
como el Perú de entonces?
Pero, con el ocaso de la oligarquía y de los gamonales ocurrió algo similar que con el
eclipse de la aristocracia colonial. Desaparecieron los personajes, cambiaron los nombres
pero no variaron las relaciones sociales y las formas de organizar el poder. El
velasquismo fue, como la Independencia de 1821, una revolución política: una revolución
desde los aparatos del Estado, sin la intervención directa de las clases populares y con el
propósito más de reformar que de transformar una sociedad. Así como el ejército se
mantuvo intocado durante la revolución militar, lo mismo sucedió con los otros aparatos
del Estado. Pero esta historia, aun con un desenlace tan incierto, no se entiende
exclusivamente desde la escena oficial: estuvieron también presentes otros protagonistas.
La historia de las clases populares de este país no ha sido siempre tan disgregada como
una primera observación nos hacía suponer. Frente a un acontecimiento como las
migraciones crecientes a las ciudades de la costa y a Lima, la primera imagen supone el
desorden y el azar: llegan de cualquier manera y a cualquier sitio. Pero no es cierto.
Desde principios de siglo -cuando los provincianos no tenían la presencia masiva de
ahora-, en Lima ya existían agrupaciones que los reunían de acuerdo a su lugar de
origen, por pueblos y provincias: después se llamarían clubes de migrantes o asociacio-
nes regionales. En 1950, un autor calculó más de 1.000 en Lima. Para 1974, serían más
de 4.000 y en 1982 habrían llegado a 6.000, lo que haría que el 50% de la población
migrante estuviera integrada en clubes. Para algunos, esta institución prolonga a la
comunidad en la vida urbana. Para otros, se trata de una respuesta a los desafíos de un
hábitat diferente. Parece también sospecharse que estos clubes tienen sus raíces en las
cofradías coloniales. Lo cierto es que en todos ellos, sea cual fuere su origen, se debe
elegir una directiva, hacer asambleas, llevar un libro de actas, presentar un programa de
actividades tanto para el barrio en que residen en la capital como para su pueblo. Todo
esto significa discutir. Es otra práctica democrática, a pesar de que no falten intentos de
manipular y de utilizar a estas instituciones en beneficio de un grupo.13
EL CLASISMO
El desarrollo organizativo cambió cualitativamente los conflictos y reivindicaciones de las
clases populares. Para demostrarlo, vamos a retroceder algunos años -al decenio de
1960- y centraremos nuestra atención en las fábricas de Lima. En esos años se vive un
impulso industrial y se conforma un nuevo núcleo empresarial. Pero, para los dueños de
esas fábricas, el tipo de relación que debía existir entre patrones y obreros estaba calcado
del paradigma que eran las relaciones entre terratenientes y siervos. Las fábricas eran
sus haciendas. Lo que quiere decir que no existían reglamentos internos ni normas
establecidas de funcionamiento, sino que todo quedaba supeditado a la voluntad del
dueño quien podía trasladar a «su» obrero (con toda la connotación de dependencia
personal) de un lugar a otro en la fábrica e incluso exigirle cumplir algunas tareas en su
domicilio, como hacían en la sierra los gamonales con los pongos. Todo lo anterior era
acompañado naturalmente de un trato despectivo. El propietario era superior al obrero.
Podía tratarlo con ese «tú» con el que quienes sienten tener algún poder en Lima, se
dirigen a sus subordinados. Para sus patrones, los obreros eran ignorantes y además
«cholos» o «mestizos» y, por lo tanto -si no inferiores- en todo caso no iguales a ellos. En
esas fábricas, a pesar de la maquinaria moderna, imperaba lo que se ha dado en la
«herencia colonial»: la imposición y las marginaciones de la sociedad oligárquica.
Esta situación fue cuestionada con la aparición de los sindicatos. Todavía de manera más
evidente, años después, cuando una generación de jóvenes obreros desechó la
propuesta de colaboración de clases -planteada por el viejo sindicalismo aprista- por una
práctica que condujo a la formulación de reivindicaciones y a la elaboración de pliegos de
reclamos. Los dueños ni siquiera advirtieron qué ventajas podían obtener al encontrar un
interlocutor colectivo en la empresa. Tampoco ensayaron la posibilidad de buscar terrenos
comunes, discutir y arribar a la concertación: ni siquiera se utilizaba esta palabra. Por el
contrario, se alarmaron. Sacaron a relucir reglamentos excesivamente rígidos. Buscaron
imponer una práctica disciplinaria represiva, plagada de sanciones. Los obreros, por su
parte, respondieron con enfrentamientos cada vez más frecuentes. En un inicio, según
han referido después protagonistas de estos hechos, los obreros querían «acortar
distancias» con los empresarios pero, para éstos, quizá rememorando ese ideal colonial
de «vivir separados», la sola posibilidad de acercarse era intolerable. Buscaron destruir al
sindicato. Del paternalismo de los años sesenta pasaron al autoritarismo: la dominación
total y arbitraria. La respuesta de los obreros fue adscribirse a esa corriente que recibió el
nombre de «clasismo», convencidos de que mediante el diálogo era imposible conseguir
alguna reivindicación y que el único medio disponible era la fuerza: huelgas, marchas,
ocupaciones de fábricas.15 La violencia se exacerbó con la crisis. A fines de diciembre del
año 1978, los obreros impagos de la fábrica Cromotex tomaron el local de esta empresa
textil. El 4 de marzo del año siguiente, la policía intentó desalojarlos. Un capitán de la
Guardia de Asalto sube al techo de la fábrica y se enfrenta con uno de los dirigentes. En
medio del pugilato ambos caen y mueren. La policía procede a recuperar el local a como
dé lugar, con el saldo de otros dos obreros muertos, dos heridos y 52 detenidos. En la
prensa de oposición se hablaría de «la masacre» de Cromotex.**** Ahora, después de los
siete mil muertos de la guerra silenciosa entre el ejército y la subversión, o de la masacre
en los penales (junio 1986), evidentemente el término parece desproporcionado. Pero, en
todo caso, Cromotex fue uno de los muchos prólogos de la ocupación del pueblo de
Chuschi por una columna de senderistas.
En los años setenta, los obreros de Lima fueron más allá de los reclamos salariales. Al
defender su dignidad como personas y reclamar un trato diferente, cuestionaron las
relaciones de poder existentes en las fábricas y, de manera práctica, esbozaron una
concepción en la que democracia era sinónimo de igualdad política y económica. Una de
las acepciones posibles de este término. Quizá una de las más antiguas. Pero llegaron a
estas ideas no sólo a partir de la vida en las fábricas sino también influidos por otro
aprendizaje. Se trataba de trabajadores jóvenes que, en su mayoría, pasaron antes por
escuelas y colegios donde a comienzos de los setenta había surgido una visión de la
sociedad peruana que descalificaba a la Conquista y al papel desempeñado en nuestra
historia por las clases altas, a la par que exaltaba a los movimientos sociales. Gonzalo
Portocarrero ha llamado a esta concepción la «idea crítica». Se propalaba asociada «con
un culto a la lucha y a la combatividad, una desconfianza hacia el diálogo y una presteza
para tomar medidas de fuerza».
¿Cuáles fueron las dimensiones del fenómeno «clasista»? Es evidente que en sus inicios
se limitó al reducido número de obreros sindicalizados y a las empresas del sector
industrial que tenían más alta concentración de fuerza de trabajo. De allí salieron grupos
de «obreros pensantes», dirigentes que no se limitaron a repetir consignas y que
renovaron al sindicalismo peruano. Tuvieron como escenario a las empresas textiles y
metalúrgicas. Pero el «clasismo» -ampliando y desarrollando las concepciones de la «idea
crítica»-, se propaló por otros sectores, dejando de ser una ideología y convirtiéndose en
una manera de encarar, aparte de las reivindicaciones inmediatas, el conjunto de las
relaciones entre ciudadanos y Estado. «Clasistas» se autodenominaron los maestros, los
empleados bancarios, los burócratas, los escolares, los vendedores ambulantes. En julio
de 1977, la paralización de Lima señaló el encuentro entre el movimiento obrero y las
nuevas capas populares urbanas. El paro fue acompañado por marchas, ocupaciones de
barrios, choques con la policía, destrucción de algunas propiedades. Estos
acontecimientos hicieron recordar el 5 de febrero de dos años antes, cuando los
habitantes de los tugurios de Lima se apropiaron de las calles centrales de la ciudad y sa-
quearon tiendas y almacenes. El paro del 19 de julio fue obra de los sectores organizados
pero también de la población de menores ingresos -los pobres entre los pobres- en los
que la fragmentación cotidiana continuaba pero podía superarse mediante la práctica del
amotinamiento. La solidaridad a través de la acción directa. Pero, en ese momento
culminante, salieron a relucir también los límites del «clasismo», incapaz de producir una
alternativa al gobierno militar. Las reivindicaciones en Lima se engarzaban con otras
luchas que venían no sólo de las fábricas o de ciertas ramas industriales, sino desde el
interior mismo del país, en los movimientos regionales que eclosionaban en Cuzco,
Arequipa, Chimbote o Iquitos. El movimiento popular urbano adquirió una dimensión
nacional. Entonces ya no era suficiente arrancar concesiones a Lima o añadir puntos a un
pliego de reclamos. Había que enfrentar el problema del poder en el país. La propuesta,
sin embargo, vendría desde fuera del movimiento social: la Asamblea Constituyente. La
democracia como equivalente del voto. La izquierda, «carente de alternativa concreta, su
labor, tesón y sacrificio llevaban agua a molinos que no eran los suyos», como concluye
Jorge Nieto.
Tras el viejo y estratégico dilema entre justicia y libertad, subyace un problema más
inmediato. Es cierto que en el Perú, al terminar el siglo xx, el tejido de la sociedad civil se
ha tornado más tupido, han crecido las organizaciones y se ha ido modificando la
conciencia social de sus miembros pero, la democratización que puede existir, a lo menos
germinalmente en el club o en la comunidad, no encuentra un correlato efectivo en la vida
política nacional. Faltan los vasos comunicantes entre Estado y sociedad. La democra-
tización de la sociedad civil ha marchado a contracorriente de la tendencia secular que
conduce al autoritarismo estatal y al ejercicio despótico del poder. Las instituciones
permanecen excluidas de la escena oficial. No se las ve por televisión, ni se las escucha
por la radio, y apenas consiguen espacios marginales en los periódicos. Existen pocas
conexiones entre instituciones civiles y partidos políticos. De allí la escasa resonancia que
los reclamos nacionales tienen en el recinto parlamentario: el desfase entre los discursos
de diputados y senadores, por un lado, y las huelgas y marchas cotidianas por el otro. En
las actuales cámaras sólo están presentes un obrero y dos técnicos; no se encuentra
ningún campesino, vendedor ambulante o desocupado.16 No todos pueden ingresar a la
escena oficial.
La ruptura entre Estado y sociedad es, en realidad, la expresión política de un país donde
las solidaridades son escasas, no existe una imagen común, ni se comparten proyectos
colectivos. Ser peruano es una abstracción que se diluye en cualquier calle, entre rostros
contrapuestos y personas que caminan «abriéndose paso». El margen para el consenso
resulta estrecho. Para comprobarlo se puede recurrir, por ejemplo, a observar la
distribución del espacio en Lima. Una ciudad demasiado grande -un tercio de la población
nacional-, extendida entre valles y arenales y en la que no existe un símbolo que la
condense, y donde los lugares de encuentro entre sus habitantes son raros. No hay plaza
pública, paseo o parque en los que confluyan personas de cualquier extracción social y de
diverso origen étnico. En Lima predominan las exclusiones. Los burgueses buscan
edificar otros centros de la ciudad porque los pobres han invadido la «vieja Lima». Desde
que el Presidente Balta, en 1872, derrumbó las murallas coloniales, los ricos han
marchado en busca del barrio exclusivo, cada vez más hacia el sur y después hacia el
este: San Isidro, Miraflores, Las Casuarinas, La Molina. Ahora se han rodeado de
murallas, policías privados, perros, alambradas. Evitar la imagen incómoda del pobre.
Esas minorías pueden edificar sus vidas en el interior de un circuito que uniendo al hogar
con el trabajo, el colegio y la universidad, no implique transitar por los barrios populares.
Sobre todo cuando, como en los tiempos coloniales, clases populares y clases peligrosas
vuelven a ser sinónimos. El fenómeno senderista pero también una criminalidad en
ascenso y los secuestros, actualizan el miedo en la clase alta. Lima es una ciudad que ha
crecido rodeada siempre por el temor. Sus dueños temieron antes que sus casas fueran
arrasadas por los indios, después por una sublevación de esclavos, siempre por algún
cataclismo -el mar o los terremotos- y, en nuestros días, por esa especie de aluvión
humano que desciende de los Andes: más de 50 por ciento de migrantes. Lima ha sido,
desde Pizarro, la sede de la dominación: lo occidental y moderno imponiéndose sobre el
mundo andino. Pero, en estos años, los cercadores han terminado cercados. La huida de
los tugurios termina cuando los nuevos barrios residenciales tropiezan con el cinturón de
pueblos jóvenes.
Aunque podemos suponer que en el Perú la mayoría de sus habitantes son mestizos,
nadie se reconoce en el encuentro de las dos civilizaciones -la andina y la occidental- y,
por el contrario, la mezcla sigue teniendo la misma connotación negativa que en el siglo
xvi; entonces, mestizo era un insulto, sinónimo de «perro», equivalente de cholo, que, a
su vez, sustituía a sirviente. Sólo podemos suponer el predominio de los mestizos porque
las categorías raciales han desaparecido de las cédulas censales. Una manera de ocultar
el racismo cotidiano. La última ocasión en que fueron empleadas fue en el censo de 1940.
Pero en la publicación de resultados, si bien se consideró por separado a los indios
(46%), a las minorías negra y amarilla (1%), blancos y mestizos fueron sumados dando el
53 %. Una manera demasiado burda de ocultar la condición minoritaria de los blancos. En
pleno siglo xx se repetía un procedimiento colonial que aconsejaba a los españoles la
alianza con los mestizos y las castas, para compensar el elevado número de indios. Pero
si en ese mismo censo de 1940 reparamos en la lengua utilizada por los peruanos a partir
de los 5 años, tenemos que el 52 de ellos hablan alguna lengua calificada como aborigen
y apenas el 2 % una lengua extranjera. En esta última situación figuran los que conocen
chino, japonés e italiano. Aquellos peruanos que conocen inglés y francés -lenguas
consideradas distinguidas en los patrones oligárquicos- son una minoría ínfima.
BORDEANDO EL ABISMO
José Matos Mar concluye un exitoso ensayo sobre la presente crisis social con estas
reflexiones:
El Perú Oficial no podrá imponer otra vez sus condiciones. Deberá entrar en diálogo con
las masas en desborde, para favorecer la verdadera integración de sus instituciones
emergentes en el Perú que surge. Pero, para esto, deberá aceptar los términos de la nueva
formalidad que las masas tienen en proceso de elaboración espontánea. Sólo en esas
condiciones podrá constituirse la futura legitimidad del Estado y la autoridad de la
Nación.
Es evidente que en el país existe una crisis de legitimidad: los viejos mecanismos de
dominación ya no funcionan. Es lo que hemos querido argumentar en este ensayo. Los
dominados no los aceptan. En este hecho radica toda la gravedad de la crisis. Imposible
no recordar las palabras pronunciadas por Alexis de Tocqueville en las proximidades de la
revolución de 1848, y que hemos utilizado como epígrafe de este ensayo. Una vía de
solución sería, como plantea Matos, que el Estado se transforme y reconozca la
ciudadanía real -no sólo la forma y legal- de esas masas populares. A esto podría
llamársele, con un término convencional, una nueva legitimidad establecida desde arriba
o, para recurrir a una imagen actual, desde el balcón. Queda otro camino. La
espontaneidad popular puede adquirir cohesión y efectividad hasta convertirse en una
alternativa. Una revolución que nazca desde abajo. La gran transformación que este país
viene reclamando desde 1930, incluso antes, desde 1821 o 1780. «Y es que contra lo que
digan los teóricos del evolucionismo, puede ser que éste impere en las ciencias naturales;
pero, a veces, la Historia se realiza mediante algo terrible y bello, doloroso y formidable
que se llama Revolución».18 La historia republicana no ha sido sino la sucesión de
procedimientos más o menos eficaces, para evadir este desenlace por parte de quienes
han usufructuado el poder. Postergar no equivale a anular una opción. Puede, en todo
caso, acrecentar sus costos. En un proyecto revolucionario, ¿qué quedaría en pie de la
República?
Entre quienes optan por el cambio, la cuestión en debate es la capacidad del proyecto
socialista para repensar la democracia y construir una sociedad nueva, en la que la
abolición de las formas de explotación económica sea una manera de controlar al poder
central, garantizar a las organizaciones y doblegar al autoritarismo. Un verdadero desafío
si se piensa en que se trata de combatir a los dominadores pero, sobre todo, a esos
mecanismos impositivos y excluyentes que, como el racismo o el caudillismo, son parte
consustancial al hecho de «hacer política» en el Perú y componentes en la cultura de sus
clases populares. Tienen hondas y diversificadas raíces en nuestra tradición.
Por eso mismo, ninguna de las alternativas anteriores anula la persisten- te amenaza de
una solución represiva de la crisis: restablecer el principio de autoridad, cuya ausencia
lamentaban los empresarios desde tiempo atrás, recurriendo a imposiciones y sanciones
a escala de todo el país haciendo de cada ciudad un cuartel. Es la concepción de «paz»
que aparece en un discurso oficial. En julio de 1986 el Presidente Alan García dijo en una
conmemoración castrense que «... nuestras Fuerzas Armadas tienen que ser fuerzas de
paz, paz como se ha mencionado hace algunos momentos, que reside en el poder, que
reside en la fuerza». La combinación entre militarismo y caudillismo no sería novedad en
nuestra historia.
NACIÓN Y ESTADO
Nación contra Estado: en otras palabras, relaciones conflictivas entre sociedad civil e
instituciones políticas. En contra del monopólio oligárquico del poder, la sociedad civil
recurrió a antiguas y nuevas organizaciones. En este siglo, fue el resultado, espontáneo a
veces y otras consciente, de la conformación de una estructura de clases sociales. El
movimiento campesino primero, los movimientos obrero, estudiantil, de pobladores de
barriadas, después, resquebrajan el edificio aparentemente tan sólido de la dominación
oligárquica. La actual República trata de utilizar lo que queda de sus cimientos y paredes
pero es ya una edificación tan antigua e inoperante, como el vetusto Palacio Legislativo
de la Plaza Bolívar.
* Los materiales de este ensayo proceden de una investigación realizada en la Universidad Católica, como
parte del proyecto titulado «Violencia y crisis de valores», coordinado por J. Klaiber S. J. Estas páginas
recogen discusiones mantenidas con Rose Mary Rizo Patrón y Liliana Regalado, entre otros. Desde luego no
comprometo a ninguno de los mencionados con mis conclusiones. (Alfredo Flores Galindo, 1986).
1. La Abeja Republicana, 15 de agosto de 1822.
2. Para discutir estos temas una referencia obligada son los dos volúmenes de La Iniciación de la República
(Rosay Hermanos, Lima, 1930), quizá el más bello libro escrito por Jorge Basadre.
3. La historia política del siglo xx podría periodificarse de la siguiente manera: 18951919: el apogeo de la
República Aristocrática; 1919-1930: la transición leguiísta; 1931-1968: los gobiernos tripartitos y la crisis del
orden oligárquico; 1968-1980: el ocaso de la oligarquía. Para esta historia, aparte del libro de Gilbert La
oligarquía peruana: historia de tres familias (Horizonte, Lima, 1982), nos remitimos a las investigaciones de
Jorge Basadre, Henry Pease, Julio Cotler y otros.
4. Nos remitimos en éste y otros pasajes siempre a la Historia de la República del Perú 1822-1933, 7.a edición
corregida y aumentada (Editorial Universitaria, Lima, 1983). Algunos historiadores acostumbran, con
demasiada ligereza, citar las ediciones anteriores de esta obra, sin reparar que Basadre fue incrementando y
corrigiendo su texto. La que hemos citado fue la última y definitiva edición. Tiene capítulos nuevos, secciones
enteramente redactadas de otra manera, diversos añadidos, réplicas a algunos críticos y apreciaciones
polémicas de otras obras de historia (ver, por ejemplo, la discusión del libro de Heraclio Bonilla: Guano y
burguesía). Basadre nunca fue un historiador jubilado.
5. Sobre el ejército, entre otras fuentes y referencias se puede consultar a Víctor Villanueva, Ejército peruano:
del caudillaje anárquico al militarismo (Juan Mejía Baca, Lima, 1973); Efraín Cobas, Fuerza Armada, misiones
militares y dependencia en el Perú (Horizonte, Lima, 1982) y James Walkie y Adam Perkal, Statistical Abstract
of Latin America, vol. 23, University of California, 1984.
6. Entrevista al general Luis Cisneros V, en Quehacer nº 20, enero de 1983, p. 50: «Maten 60 personas y a lo
mejor allí hay 3 senderistas... Y seguramente la policía dirá que los 60 eran senderistas».
7. Fuentes: Centro de Documentación e Información del Aprodeh (Asociación ProDerechos Humanos). Desco,
Resumen Semanal, Banco de Datos.
** En 1992, cinco años después, esta cifra superó los treinta mil muertos por la violencia política.
8. Clemente Palma, «El porvenir de las razas en el Perú», Tesis de Bachiller, Torres Aguirre, Lima, 1897, p.
15.
9. Rafael de la Fuente Benavides (Martín Adán), De lo barroco en el Perú, Universidad Nacional Mayor de San
Marcos, Lima, 1968, p. 234.
10. Sebastián Lorente, Pensamientos sobre el Perú (1855), Imprenta de la Universidad Nacional Mayor de
San Marcos, Lima, 1967, p. 7.
11. Jorge Basadre: Introducción alas bases documentadas para la historia de la República del Perú con
algunas reflexiones, P L. Villanueva, Lima, 1971, t. 1, p. 403.
12. Un texto fundamental pero muy poco conocido es la publicación de Onams, Comunidades Campesinas del
Perú.
13. Cfr. para todo lo referente a los clubes, Cecilia Rivera, Asociaciones de migrantes: una larga tradición en
Lima. Ver también, Teófilo Altamirano, Presencia andina en Lima Metropolitana. Un estudio sobre migrantes y
clubes de provincias, Lima, 1984.
15. Hemos venido parafraseando la investigación que sobre este tema ha realizado Carmen Rosa Balbi,
Magister en Sociología en la Universidad Católica. Debemos mencionar también -aunque desde otra
perspectiva y con conclusiones diferentes- los trabajos de Jorge Parodi, como el que está incluido en
Movimientos sociales y crisis: el caso peruano, Deseo, Lima, 1986, y su libro reciente Ser obrero es algo
relativo, Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 1986.
**** En este episodio participó el sindicalista Néstor Cerpa Cartolini, quien, años después, convertido en jefe
de un comando del MRTA, dirigiría la toma de la embajada del Japón en Lima capturando numerosos rehenes
con el fin de lograr la liberación de sus compañeros presos. Fue muerto en circunstancias no aclaradas
durante la operación militar llevada a cabo en abril de 1997 para liberar a los rehenes. (N. de la comp.).
***** En el Censo Escolar de 1997, los estudiantes matriculados fueron 6.132.681 (Fuente, INEI).
16. Cfr. Enrique Bernales, El parlamento por dentro, Deseo, Lima, 1984, p. 86.
17. Algunas de estas cifras proceden del artículo de Javier Iguíñiz, «Cambios profundos y en democracia
demanda el Perú», publicado en Socialismo y Participación, N.° 34, Lima, junio de 1986. Coincido con el
diagnóstico, pero no con la alternativa. Cfr. también Carlos Amat y León, «Estructura y niveles de ingreso
familiar en el Perú», Ministerio de Economía, Lima, 1978; Marfil Francke, «La niñez, futuro del Perú: ¿violencia
o democracia?», Instituto Nacional de Planificación, 1986; Jennifer Amery, Morir siendo tan niños, Chimbote,
1983.
Queridos amigos:
El 3 de febrero del año pasado fui asaltado sorpresivamente por una dolencia: un
glioblastoma multiforme en el lado izquierdo del cerebro. En otras palabras: un tipo poco
frecuente de cáncer que por su difícil diagnóstico y ubicación requería un tratamiento
fuera del país. Gracias a los amigos pude viajar para tratarme durante dos meses en New
York (Presbyterian Hospital). Tiempo después tuve que regresar una semana más a ese
mismo hospital.
Imaginarán lo costoso que fue todo esto. A pesar de la buena voluntad de algunos
funcionarios públicos, del Seguro Social Peruano sólo recibimos promesas, que
condujeron a dilatadas reuniones, trámites y pérdida de tiempo. El Seguro Social,
además, apenas reembolsaría parte de los gastos. Durante varios meses, casi todos los
días, debimos ir a una y otra dependencia, buscar los papeles. Parte de nuestra
documentación se perdió; el resto daba vueltas por las oficinas y nosotros, tontamente,
también. Este engaño lleva ya diez meses. Estuvieron, a pesar de todo, amigos y,
excepcionalmente, algunos dirigentes nacionales que efectivamente quisieron ayudar,
pero después de casi un año no pudieron pasar de la intención. Esto, sin embargo, es lo
que más vale. El mío no es un caso excepcional. Al Seguro Social no le interesa ayudar a
nadie, dificulta intencionalmente los trámites y la atención. El Estado y su burocracia no
sirvieron, hasta ahora.
En cambio los amigos si. Por ellos pude viajar, hacer que me atiendan y enfrentar los
males. La amistad aquí no es sólo una abstracción. Es un sentimiento cotidiano y efectivo.
Sin la intervención espontánea de mis amigos no podría estar refiriendo esta historia, que
me mostró la riqueza de la amistad. Experimentar eso que llaman ser solidarios. Muchos
intervinieron e inmediatamente armaron un gran movimiento de solidaridad. Hubo desde
quienes aportaron muy elevadas cantidades, hasta quienes entregaron las monedas que
tenían en el bolsillo. Otros, sus visitas. Algunos sus palabras. Estuvieron también esos
niños a quienes se les ocurrió llegar con sus propinas. Más importante fue verles y
compartir su afecto. Lo más movilizador fue la amistad. Conocidos y desconocidos de
fuera y dentro del país han intervenido. De España, Francia, Inglaterra, Alemania y
Estados Unidos llegaron colaboraciones. Con ellos me he sentido no sólo peruano, sino
parte de todos los sitios. En estos momentos en el Perú, cuando todo parece
derrumbarse, cariño y solidaridad me mostraron otros rostros del país. Hubiese querido
agradecer personalmente a cada uno.
Hasta ahora, entre 1980 y agosto de 1989, se han producido 17,000 muertes.
Asesinatos de propietarios, obreros, desempleados, campesinos. Todos tienen rostros y
nombres aunque los ignoremos. Esto ha ocurrido en un país "democrático", con el
silencio, de la derecha, pero también ante la inacción de la izquierda. Muchos convertidos
en espectadores. No sólo estamos frente a desafíos económicos, sino también frente a
requerimientos éticos.
En definitiva, lo que nos resultará más costoso es haber separado moral de cultura.
Socialismo es crear otra moral. Otros valores.
No creo que haya que entusiasmar a los jóvenes con lo que ha sido nuestra
generación. Todo lo contrario. Tal vez exagero. Pero el pensamiento critico debe
ejercerse sobre nosotros. Creo que algunos jóvenes, de cierta clase media, tienen un
excesivo respeto por nosotros. No me excluyo de estas críticas; todo lo contrario. Ha
ocurrido sin discutirse, pensarse y, menos, interrogarse. Espero que los jóvenes
recuperen la capacidad de indignación.
Estos problemas ya han sido planteados, aunque sin éxito, en otros sitios y tiempos. Fue
el caso de los populistas. Nombre para diversas corrientes que aparecieron en Rusia y
otros países de Europa Oriental desde mediados del siglo pasado. Al principio,
enfrentados con Marx, quien luego admitió, la posibilidad de otra vía al socialismo que no
implicara la destrucción del mundo campesino. Hasta allí llegó. Los populistas, a su vez,
se diversificaron y enfrentaron entre sí. Desde los legalistas hasta quienes perfeccionaron
la práctica del terror. No tuvieron una sola línea y son vigentes por los problemas que
percibieron y las respuestas y polémicas que desarrollaron. Planteados dos los problemas
siguieron presentes hasta cuando, tiempo después, se eliminaron todas estas discusiones
con los muchos desaparecidos o muertos por el estalinismo.
El socialismo no debería ser confundido con una sola vía. Tampoco es un camino
trazado. Después de los fracasos del estalinismo es un desafío para la creatividad.
Estábamos demasiado acostumbrados a leer y repetir. Saber citar. Pero si se quiere tener
futuro, ahora más que antes, es necesario desprenderse del temor a la creatividad.
Reencontremos la dimensión Utópica
Sospecho que no hay tiempo indefinido. Desde el siglo XVI las culturas andinas
excluidas y combatidas han podido resistir, cambiar y continuar. Fueron derrotadas al
terminar el siglo XVIII. Desaparece entonces la aristocracia andina, se combate a la
sociedad rural, se deporta y extermina a sus miembros. Sin embargo, subsistirá el mundo
campesino. En el siglo XX, nuevos enfrentamientos. Primero a principios de la década de
1920, después alrededor de 1960, y ahora. El capitalismo no necesita de ese mundo
andino: lo ignora. Se propone desaparecerlo. Sobre todo ahora que tenemos nuevamente
un discurso liberal, repetitivo y dirigido contra las formas de organización tradicionales.
Dispone de instrumentos y posibilidades que antes no tenía.
Hay que proponer otro camino. Fue advertido por José María Arguedas, pero
desde su muerte han transcurrido veinte años y nuestro desafío es cómo y de qué manera
evitarlo. La respuesta no sólo está en un escritorio. Exigirá un cambio de vida. Lo que se
proponía Arguedas en El zorro de arriba y el zorro de abajo no era el regreso al pasado,
sino la construcción de una nueva sociedad, donde:
'Todo eso es para ganar plata. ¿Y cuando ya no haya la imprescindible urgencia de ganar
plata? Se desmariconizará lo mariconizado por el comercio, también en la literatura, en la
medicina, en la música, hasta en el modo como la mujer se acerca al macho. Pruebas de
eso, de lo renovado, de lo desenvilecido encontré en Cuba. Pero lo intocado por la
vanidad y el lucro está, como el sol, en algunas fiestas de los pueblos andinos del Perú".
(J. M. Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, p. 22, Lima, Editorial Horizonte,
1983.)
Esto fue un proyecto formulado hace veinte años. Ahora se requiere que quienes se
dedican al marxismo y las ciencias sociales continúen con ese proyecto pensando en el
futuro. Los científicos sociales no lo piensan hasta ahora suficientemente. No hay que
limitar el horizonte del pensamiento a cosas locales. Ese libro, en contra de lo que podría
suponerse, no se refiere a problemas locales, sino que aborda el conjunto de la sociedad
para incluir propuestas alternativas.
Fue hecho hace veinte años, repito. Sin embargo, la izquierda no ha podido todavía
responder a este desafío: Tiene Miedo ahora de enfrentar el futuro. En un país como este,
la revolución no sólo reclama reformas sino la formación de un nuevo tipo de sociedad. En
el país se ha comenzado a discutir el lugar de los campesinos, colocándolos no sólo
como anécdotas, sino pensados como protagonistas. Hay que discutir el problema del
poder, y no sólo acerca de la producción y los mercados: dónde está el poder, quiénes lo
tienen y cómo llegar a él. Cuestionar el discurso liberal. Los jóvenes lo pueden hacer.
Muchos somos viejos prematuros.
Ante ello, algunos izquierdistas frecuentan más las recepciones que las polémicas
y cultivan los buenos modales, se visten a la medida. En otro lado de la ciudad, las
marchas, los enfrentamientos callejeros, largos, agresivos, se han vuelto frecuentes.
Reclaman respuestas urgentes. ¿Las buscamos?
Algunos imaginaron que los votos de izquierda les pertenecían. Pero las clases populares
piensan, aunque no lo crean ellos. No dan cheques en blanco. Recordemos cómo fluctúan
las votaciones. Los pobres no les pertenecen.
Aquí -como más o menos en otros espacios- no se puede predecir y anunciar el futuro. El
futuro no está cerrado. Si doy esa impresión me corrijo. No hay una receta. Tampoco un
camino trazado, ni una alternativa definida. Hay que construirlo, resultado de los múltiples
factores: la experiencia de la izquierda, los discursos del pasado, los nuevos problemas.
Ahora, en el Perú, hay demasiadas posibilidades contrapuestas. Los enfrentamientos son
más duros con enormes costos en vidas, pero los caminos siguen apareciendo. No es
frecuente pero queda también la posibilidad de un socialismo masivo, revolucionario, pero
sin asesinatos.
En estos momentos podemos dividir el espectro político del país básicamente en tres.
Tenemos de un lado a la derecha, aglutinada y representada por el FREDEMO,
aparentemente homogéneo, pero en realidad con diversos intereses que pugnan en su
interior. Tenemos también a Sendero Luminoso y al MRTA, uno transitando a la acción
criminal y el otro insuficientemente creativo y sin propuesta social. Está también la
izquierda Unida en el centro, entre uno y otro. Esta izquierda oficial empeñada en
participar en las elecciones y en los mecanismos tradicionales de poder, se aleja del movi-
miento popular, es étnica y culturalmente distante de las mayorías populares. No puede
sentir como ellos y no los incorpora en los cargos dirigenciales. Pero no es tampoco
homogénea. De una izquierda que hace algunos años se pensaba toda revolucionaria, se
han ido desgajando y delimitando algunos sectores: Uno transita hacia la derecha o el
APRA. Aparentemente la mayoría quiere persistir tercamente en el centro. Se empeña en
las reformas. Muy pegado a ellos hay también un sector, más pequeño, que quiere ser
revolucionario, no criminal, que quiere remover las estructuras, no reformarlas, que
empieza a plantearse el problema de la construcción de un socialismo original. Todavía
no existe una alternativa revolucionaria diferente, cuajada. Requiere de esfuerzo, de
creación; están allí sus elementos pero no puede crecer liderada por profesionales de
clase media.
No repetir, crear otro tipo de dirigente. Dar cabida a otros sectores sociales y a los
jóvenes. Ellos no deben seguir haciendo lo mismo, no pueden. seguir pensando como
hace veinte años. Las cosas han cambiado.
Hay quienes sienten su urgencia y quienes piensan que tienen tiempo. Es más: no
es sólo un problema de tiempo. Hay también uno geográfico. Las posibilidades de acción
política son diferentes según las regiones del país. Los problemas no se pueden pensar
igual desde Lima, desde Ayacucho o la región central.
No se tome todo esto como una crítica por alguien -insisto- que se imagina por
encima. Todo lo contrario. Es en parte una autobiografía. Termino evitando ponerme
como ejemplo de cualquier cosa. Lo cierto es que, como en otros sitios, hemos sido una
intelectualidad muy numerosa, pero a la vez poco creativa. Incapaces de dar a nuestro
propio país la posibilidad de un marxismo nuevo. Intelectuales y políticos ignoran el
pasado, la historia, lo que han sido. Demasiado modernos. Incapaces de elaborar un
proyecto. Todos son mis amigos. Insisto que mientras en muchos otros países lati-
noamericanos el socialismo ha sido destruido, aquí sigue vigente. Todavía. A pesar de
estar arrinconado. La izquierda se divide. La mayoría, en estos momentos, parece
derechizarse. Pero también está esa minoría que se radicaliza. Hay una posibilidad de
izquierda en todo esto, pero debe tomar forma.
Muchas gracias a todos los amigos y desde luego, sobre todo, a quienes discrepan
conmigo. Siempre mi estilo agresivo pero que no anula el cariño y él agradecimiento con
todos ustedes, más aún con quienes más he discutido. Discrepar es otra manera de
aproximamos. Y, desde luego, cuando acudieron a ayudarme no les interesó saber qué
posición tenía en la cultura o en la política.
1532. Francisco Pizarro apresa al inca Atahualpa e inicia la conquista del Perú.
1821. José de San Martín proclama la independencia del Perú. 1872-1883. Guerra con
Chile, pérdida territorial.
1894. Guerra civil entre el general Andrés Avelino Cáceres y el general Nicolás de Piérola.
1924. Fundación de la Alianza Popular Revolucionaria Americana por Víctor Raúl Haya de
la Torre.
1929. Fundación del Partido Socialista del Perú por José Carlos Mariátegui.
1950-1956. Dictadura militar del general Odría. 1962. Se inicia actuación de grupos
guerrilleros.
1963-1968. 1° gobierno del Arq. Fernando Belaúnde Terry. 1965. Derrota de grupos
guerrilleros del MIR en el Cuzco.
Alberto Flores Galindo Segura nació en Bellavista (El Callao) en 1949. Hizo estudios de
historia en la Universidad Católica de Lima. Su tesis de licenciatura se convirtió pronto en
un libro titulado Los mineros de Cerro de Pasco, 1900-1930 (Lima, 19741, 19832). Siguió
estudios de doctorado en la Escuela de Altos Estudios (Francia) con los historiadores
Ruggiero Romano y Pierre Vilar. A su regreso al Perú, enseñó en la Facultad de Ciencias
Sociales de la Universidad Católica y, desde mediados de los años ochenta, comenzó a
impartir cursos en el Departamento de Historia de la Facultad de Letras y Ciencias
Humanas de esa universidad. También fue profesor invitado en la Universidad Autónoma
de Barcelona en el año académico de 1985. Además de las obras citadas en las notas a
pie de página de esta compilación, publicó Arequipa y el sur andino: ensayo de historia
regional, siglos XVIII-XX (Lima, 1977). Junto con el historiador Manuel Burga publicó
Apogeo y crisis de la República Aristocrática: oligarquía, aprismo y comunismo en el Perú,
1895-1932 (Lima, 19791, 19812, 19843 [revisada], 19874). Realizó compilaciones
importantes para el debate historiográfico como El Pensamiento comunista, 1917-1945
(Lima, 1982), Independencia y revolución, 1780-1840 (Lima, 1987) y, junto con Ricardo
Portocarrero Grados, Invitación a la vida heroica. Antología de José Carlos Mariátegui
(Lima, 1989). Antes de fallecer, en 1990, estaba estudiando la vida y obra del escritor
José María Arguedas. Su viuda, la antropóloga Cecilia Rivera, ha compilado sus obras
completas de las que ya han aparecido dos volúmenes en Lima. Numerosos artículos su-
yos aparecieron desde los años setenta en revistas como El búho, El zorro de abajo, 30
días y en el El diario de Marka.
GLOSARIO
APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), movimiento político fundado por Víctor
Raúl Haya de la Torre en 1924 en la ciudad de México con un programa anti-
imperialista (véase Partido Aprista Peruano).
Acción Popular (AP), partido conservador fundado en 1956. Su dirigente más destacado ha
sido Fernando Belaúnde Terry, dos veces presidente del Perú.
Basadre, Jorge, historiador peruano nacido en Tacna, su obra principal ha sido la Historia
de la República del Perú.
Belaúnde Terry, Fernando, dirigente de Acción Popular y presidente electo en
1964; fue derrocado por un golpe militar en nombre de la «revolución peruana» en
1968. Fue reelegido en 1980 y gobernó hasta 1985.
Cáceres, general Andrés Avelino, militar que dirigió la resistencia de la población contra la
invasión chilena. Fue presidente de 1886 a 1890.
García Pérez, Alan, dirigente aprista, elegido presidente en 1985.
Leguía, Augusto B., presidente constitucional del Perú entre 1908 y 1912, posteriormente
actuó como dictador gobernando desde 1919 hasta 1930 durante el período llamado
«oncenio».
Mayer, Dora, indigenista de origen alemán, fundó con Pedro Zulen la Asociación Pro
Indígena en 1909.
MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru), organización político militar que se lanzó
a la insurrección armada en 1984.
Odría, Manuel, general golpista que gobernó el Perú primero por medio de una Junta
(1948-1950) y después haciéndose elegir (1950-1956).
Partido Aprista Peruano (PAP), originalmente llamado Partido Nacionalista Libertador en
1928 al requerirse una adscripción nacional a los partidos que se presentaran en las
elecciones de 1930, en ese año comenzó ya a llamarse Partido Aprista. De
ideología populista, fue puesto repetidas veces fuera de la ley. Llegó al poder
por primera vez en 1985 con Alan García Pérez.
Piérola, Nicolás de, caudillo civil conservador. Ministro de Hacienda en 1869, combatió en la
guerra con Chile. Fue presidente de 1895 a 1900. Fundó el Partido Demócrata.
Prado Ugarteche, Manuel, presidente del Perú de 1939 a 1945 y de 1956 a 1962.
Ravines, Eudocio, secretario del Partido Socialista fundado por Mariátegui que
propició su conversión en Partido Comunista. Se involucró en la Guerra Civil
española, aunque en 1941 adoptó una postura de extremado anticomunismo.
Riva Agüero, José de la, historiador e intelectual conservador perteneciente a una antigua
familia aristocrática limeña. Fundador de la historia académica peruana.
Sendero Luminoso, nombre habitual del Partido Comunista del Perú, fundado en 1970
como escisión de una facción maoísta. Su lema «Por el sendero luminoso de
José Carlos Mariátegui», dio origen al sobrenombre con el que se hicieron célebres al
desencadenar la «guerra popular y prolongada» en 1980.