El fuego y el relato
G io r g io A gam ben
T r a d u c c ió n de E r n e st o K avi
sextopiso
Título original
Ilfuoco e il racconto
Copyright © 3014, nottetempo srl
Primera edición: 3016
Traducción
© E r n e st o K a v i
Copyright © E d it o r ia l S exto P i s o , S . A. de C. V., 2 0 1 6
París 35 -A
Colonia del Carmen, Coyoacán
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E st u d io J o a q u ín G a l l e g o
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Kadm os
ISBN: 978-84-16358-92-3
Depósito legal: M - 2 2 o 3 - 2 o i 6
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IN D IC E
El fuego y el relato 11
Mysterium Burocraticum *9
Parábola y reino 35
¿Qué es el acto de creación? 35
Vórtices 51
¿En el nombre de qué? 55
Pascua en Egipto 61
Sobre la diñcultad de leer 65
1 )el libro a la pantalla.
Antes y después del libro 69
(f/ms Alchymicum 87
NOTAS A LOS TEXTOS 109
E L FUEGO Y EL RELATO
A l ñnal de su libro sobre la m ística ju d ía,1 Scholem cuenta la
siguiente h istoria, que le fue tran sm itida por Y o sef Agnóm
Cuando el Baal Shem, el fundador del jasidism o, debía
resolver una tarea difícil, iba a un determinado punto en el
bosque, encendía un fuego, pronunciaba las oraciones y aque
llo que quería se realizaba. Cuando, una generación después,
el Maguid de Mezritch se encontró frente al mismo proble
ma, se dirigió a ese mismo punto en el bosque y dijo: «No
sabemos ya encender el fuego, pero podemos pronunciar las
oraciones», y todo ocurrió según sus deseos. Una generación
después, Rabi Moshe Leib de Sasov se encontró en la m is
ma situación, fue al bosque y dijo: «No sabemos ya encender
el fuego, no sabemos pronunciar las oraciones, pero conoce
mos el lugar en el bosque, y eso debe ser suñciente». Y, en
efecto, fue suñciente. Pero cuando, transcurrida otra genera
ción, Rabi Israel de Rischin tuvo que enfrentarse a la misma
tarea, permaneció en su castillo, sentado en su trono dorado, y
dijo: «No sabemos ya encender el fuego, no somos capaces de
recitar las oraciones y no conocemos siquiera el lugar en el
bosque: pero de todo esto podemos contar la historia». Y, una
vez más, con eso fue suñciente.
Es posible leer esta anécdota como una alegoría de la literatu
ra. La humanidad, en el curso de su historia, se aleja siempre
i. Gershom Scholem, Le grandi correnti della mística ebraíca, trad. it. di G.
Ftusso, F.inaudi, Tormo 1998, p. .853 [trad. cast. de Beatriz Oberlander,
Im gratules tendencias de la mística. judia. Si rucia, Madrid, 2012I.
más de las fuentes del m isterio y pierde poco a poco el recu er
do de aquello que la tradición le habia enseñado sobre el fu e
go, sobre el lugar y la fórm ula, pero de todo eso los hom bres
pueden aún contar la historia. Lo que queda del m isterio es la
literatu ray « e s o » , comenta con una sonrisa el rabino, « p u e
de ser su ñciente». El sentido de este «puede ser suñciente»
no es, sin embargo, tan fácil de aprehender, y quizá el destino
de la literatura depende precisam ente de cómo se lo entiende.
Porque si se lo entiende sim plem ente en el sentido de que la
pérdida del fuego, del lugary de la fórmula sea, en cierta forma,
un progreso, y que el fruto de este progreso —la secularización-
sea la liberación del relato de sus fuentes míticas y la constitu
ción de la literatura —vuelta autónoma y adulta—en una esfera
separada, la cultura, entonces ese «puede ser suñciente» re
sulta verdaderam ente enigmático. Puede ser suñciente, pero
¿para qué? ¿Es creíble que pueda satisfacernos un relato que
no tiene ya ninguna relación con el fuego?
AI decir «de todo esto podem os contar la h isto ria » , el
rabino, por otra parte, había añrmado exactamente lo contra
rio. «Todo esto» signiñca pérdida y olvido, y lo que el relato
cuenta es precisam ente la historia de la pérdida del fuego, del
lugar y de la oración. Todo relato —toda la literatura—es, en este
sentido, mem oria de la pérdida del fuego.
Que la novela derive del misterio es un hecho ya admitido por
la historiografía literaria. Kerényi y, después de él, Reinhold
Merkelbacb han demostrado la existencia de un vínculo gené
tico entre los m isterios paganos y la novela antigua, del que las
Metamorfosis de Apuleyo (donde el protagonista, que ha sido
transform ado en asno, encuentra al ñnal la salvación a través
de una verdadera iniciación mistérica) son un documento p ar
ticularmente convincente. Este nexo se maniñesta en el hecho
de que, exactamente como en los misterios, podemos ver en las
novelas cómo una vida individual se une a un elemento divino
o, al menos, sobrehumano, de modo que las vivencias, los ep i
sodios y las peri pecias de una existencia humana adquieren un
IV,
significado que los supera y los constituye en m isterio. Como
el iniciado, asistiendo en la penum bra eleusina a la evocación
mímica o danzada del rapto de Kore en el Hades y de su reapa
rición anual en la tierra en primavera, penetraba en el misterio
y encontraba ahí una esperanza de salvación para su vida, así el
lector, siguiendo la intriga de las situaciones y eventos que la
novela teje piadosamente o con ferocidad en torno a su p erso
naje, participa de alguna forma a su modo e introduce su propia
existencia en la esfera del misterio.
Ese m isterio, sin embargo, se ha separado de todo con
tenido mítico y de toda perspectiva religiosa y puede ser, por
eso mism o, desesperado, como lo es para Isabel A rcher en la
novela de Jam es o para Anna Karenina; puede aun mostrar una
vida que ha perdido por completo su m isterio, como en las v i
cisitudes de Emm a Bovary; en todo caso, si se trata de una n o
vela, habrá una iniciación, aunque ésta sea m iserable, aunque
sólo sea a la vida m isma y a sus excesos. Pertenece a la natura
leza m ism a de la novela ser, al mismo tiempo, pérdida y con
memoración del m isterio, extravío y evocación de la fórm ula
y el lugar. Si la novela, como parece hoy ocurrir cada vez más,
deja caer la memoria de su ambigua relación con el misterio, si,
cancelando toda huella de la precaria, incierta salvación eleu-
sina, pretende no tener necesidad de la fórm ula o, peor aún,
d ilapida el m isterio en un cúmulo de hechos privados, enton
ces la form a m ism a de la novela se pierde junto con el recuer
do del fuego.
Id elemento en el que el m isterio se deshace y se pierde es la
historia. Es un hecho sobre el cual siem pre es necesario r e
flexionar: que un mismo térm ino designe tanto el curso cro
nológico de las vicisitu d es hum anas como lo que cuenta la
literatura, tanto el gesto del h isto riad o r y del investigador
como el del narrador. Sólo podemos acceder al m isterio a tra
vés de una historia y, sin embargo (o, tal vez, deberíamos decir
de hecho), la historia es aquello donde el misterio ha extingui
do y ocultado sus fuegos.
En una carta de 1987, Scholem intentó m editar —a partir
de su personal experiencia de estudioso de la qabbalah —s o
bre las im plicaciones de ese nudo que m antiene unidos dos
elem entos en apariencia contradictorios, la verdad m ística y
la investigación histórica. El pensaba escrib ir «n o la h isto
ria, sino la m etafísica de la cébala»; y, sin embargo, se había
dado cuenta de que no era posible entrar en el núcleo místico
de la tradición (qabbalah significa « trad ició n » ) sin atravesar
el «m uro de la h istoria».
La montaña [así nombra a la verdad mística] no necesita nin
guna llave; sólo es necesario penetrar la cortina de niebla de la
historia que la circunda. Penetrarla, eso es lo que he intentado.
¿Quedaré atrapado en la niebla, iré al encuentro, por decirlo
de alguna forma, de la «muerte profesoral» ? La necesidad de
la crítica histórica y de la historiografía crítica, aun si requie
ren sacrificios, no pueden ser sustituidas por nada. Es ver
dad, la historia puede parecer en definitiva una ilusión, pero
una ilusión sin la cual, en la realidad temporal, no es posible
penetrar en la esencia de las cosas. La totalidad mística de la
verdad, cuya existencia disminuye cuando se la proyecta en el
tiempo histórico, puede hoy resultar visible a los hombres de
la forma más pura sólo en la legítima disciplina del comentario
y en el singular espejo de la crítica filológica. Mi trabajo, tanto
hoy como en el primer día, vive en esta paradoja, en la espe
ranza de una verdadera comunicación de la montaña y del más
invisible, mínimo desplazamiento de la historia que permita a
la verdad surgir de la ilusión del «desarrollo» .’
La tarea, que Scholem considera paradójica, consiste en tran s
form ar, a partir de las enseñanzas de su amigo y maestro Wal-
ter Benjam ín, la filología en una disciplina mística. Gomo en
%. Gershom Scholem, Briefe, vol. i, Beck, Múnich, 1994, pp. 471 y ss. [trad.
cast. de Francisco Rafael Lupiani González, Correspondencia (n)33-u)/f.o),
Editorial Trotta, Madrid, 2 0 1 1 1.
14
toda experiencia m ística, es necesario sum ergirse en cuerpo y
alma en la opacidad y en la niebla de la investigación ñlológica,
con sus tristes archivos y sus tétricos registros, con sus ilegi
bles manuscritos y sus obtusas glosas. El riesgo de extraviarse
en la práctica ñlológica, de perder de vista —por m edio de la
coniunctivisprofessoria que esa práctica comporta—el elemento
místico que se quiere alcanzar es, indudablemente, demasiado
alto. Pero, así como el Grial se perdió en la historia, el in ves
tigador debe extraviarse en su quéte ñlológica, porque p reci
samente ese extravío es la única garantía de la seriedad de su
método, que es, en la misma medida, una experiencia mística.
Si indagar en la h istoria y contar una h isto ria son, en
realid ad , el m ism o gesto, entonces el escrito r tam bién se
encuentra frente a una paradójica tarea. Deberá creer sólo e
intransigentem ente en la literatura —es decir, en la pérdida
del fuego—, deberá olvidarse en la historia que teje en torno a
sus personajes y, sin embargo, aunque sólo sea a ese precio,
deberá saber distinguir, en el fondo del olvido, los destellos de
negra luz que provienen del m isterio perdido.
« P re c a rio » sign iñ ca aquello que se obtiene a través de una
plegaria (praex, una petición verbal, d iferen te de quaestio,
una petición que se hace con todos los m edios posibles, aun
violentos), y por ello es frágil y aventurero. Y aventurera y p re
caria es la literatura, si quiere mantenerse en una relación justa
con el misterio. Gomo el iniciado en Eleusis, el escritor proce
de en la oscuridad y en penumbra por un sendero suspendido
entre los dioses inferiores y los superiores, entre el olvido y la
memoria. Existe, sin embargo, un hilo, una especie de sonda
lanzada hacia el misterio, que le permite medir siem pre la d is
tancia que lo separa del fuego. Esa sonda es la lengua, y es so
bre la lengua donde los intervalos y las fracturas que separan
el relato del fuego se m arcan im placables como heridas. Los
géneros literarios son las llagas que el olvido del m isterio im
prim e en la lengua: tragedia y elegía, him no y com edia son
sólo las form as cu que la lengua llora su relación perdida con
i|i
el fuego. De esas heridas los escritores hoy no parecen darse
cuenta. Cam inan como ciegos y sordos sobre el abismo de su
lengua y no escuchan el lamento que se eleva, creen que usan
la lengua como un instrumento neutral y no perciben el balbu
ceo rencoroso que exige la fórm ula y el lugar, que pide cuentas
y venganza. Escribir signiñca contemplar la lengua, y quien no
ve y ama su lengua, quien no sabe deletrear la tenue elegía ni
percib ir el himno silencioso, no es un escritor.
El fuego y el relato, el m isterio y la historia, son los dos e le
mentos indispensables de la literatura. Pero ¿de qué form a un
elemento, cuya presencia es la prueba irrefutable de la p é rd i
da del otro, puede atestiguar esa ausencia, evitar la som bra y
el recuerdo? Donde hay relato, el fuego se ha apagado; donde
hay m isterio, no puede haber historia.
Dante ha compendiado en un único verso la situación del
artista frente a esta tarea im posible: « l ’artista / ch’a habito
de Parte ha man che tre m a » 3 (Par. x m , 77-78). La lengua del
escritor —como el gesto del artista—es un campo de tensiones
polares, cuyos extrem os son el estilo y la manera. « E l h áb i
to del arte» es el estilo, la posesión perfecta de sus propios
medios, donde la ausencia del fuego es asumida de form a p e
rentoria, porque todo está en la obra y nada puede faltarle. No
hay, no ha habido nunca m isterio, porque siem pre ha estado
expuesto, aquí, ahora y por siem pre. Pero ese gesto im p erio
so ocurre, de vez en cuando, como un tem blor, algo como una
íntim a vacilación donde el estilo escapa bruscamente, los co
lores se desvanecen, las palabras balbucean, la materia se vuel
ve grumosa y se desborda. Ese tem blor es la m anera que, en
la deposición del hábito, muestra una vez más la ausencia y el
exceso de fuego. Y en todo verdadero escritor, en todo artista,
existe siem pre una m anera que toma distancia del estilo, un
estilo que se desapropia en la manera. De esa forma el misterio
3. «el artista / que tiene el hábito del arte tiene una mano que tiembla».
IN. del T. |
ib
deshace y distiende la trama de la historia, el fuego destruye y
consume la página del relato.
H em y Jam es relató una vez la forma en que nacían sus novelas.
A l inicio sólo hay aquello que llama una image en disponibilité, la
visión aislada de un hombre o una m ujer aún privados de toda
determ inación. Están ahí, « d isp o n ib le s» , para que el autor
pueda tejer en torno a ellos la intriga fatal de situaciones, re
laciones, encuentros y episodios que «lo s harán em erger de la
forma más adecuada» para transform arlos, al final, en aquello
que son, la «com plejidad que con mayor probabilidad pueden
producir y se n tir» . Es decir: personajes.
La historia que, de esa form a, página tras página, m ien
tras relata sus éxitos y sus derrotas, su salvación o su conde
na, los exhibe y revela, es tam bién la tram a que los encierra
en un destino, constituye su vida como un mjsteñon. Los hace
«em e rg e r» sólo para encerrarlos en una historia. Al ñnal, la
imagen ya no está «d isp on ib le», ha perdido su misterio, y sólo
puede perecer.
En la vida de los hom bres ocurre algo semejante. Es cierto, en
su inexorable curso, la existencia, que parecía al inicio tan d is
ponible, tan rica en posibilidades, pierde poco a poco su m is
terio, apaga una a una sus fogatas. La existencia, al ñnal, sólo
es una historia insigniñcante y desencantada como todas las
historias. Hasta que un día —tal vez no el últim o, sino el p e
n ú ltim o- por un instante reencuentra su encanto, pierde de
golpe su desilusión. Aquello que ha perdido el misterio es aho
ra verdadera e irreparablemente m isterioso, verdadera y abso -
lutamente indisponible. El fuego, que sólo puede ser relatado,
el misterio, que se ha consumido íntegramente en una historia,
nos quita la palabra, se encierra por siem pre en una imagen.
•7
MYSTERIUM BUROCRATICUM
Tal vez en ningún otro lugar como en las im ágenes del proce
so de Eichm ann en Jerusalén es posible vislum brar la íntim a,
inconfesable correspondencia que une el m isterio de la culpa
y el m isterio de la pena. Por una parte, encerrado dentro de su
jaula de cristal, el acusado, que parece recuperar el aliento y
sentirse en casa sólo cuando puede enumerar puntillosamente
las siglas de las oficinas que ha ocupado y corregir las im p re
cisiones de la acusación en lo que se reñere a cifras y acróni-
mos; por otra parte, el procurador, erguido frente a él, que con
obstinación lo amenaza blandiendo una pila inagotable de do
cumentos, cada uno evocado en su m onogram a burocrático.
Hay aquí, en verdad —más allá del marco grotesco que en
cuadra el diálogo de la tragedia de la cual ellos son protago
nistas—, un arcano: la oficina iv-B4, que Eichm ann ocupaba
en Berlín, y Beth Hamishpath, la Casa del Juicio de Jerusalén,
donde se celebra el proceso, se corresponden puntualmente,
son de algún modo el mismo lugar, así como Hauser, el p ro
curador que lo acusa, es la exacta contrañgura de Eichm ann al
otro lado del m isterio que los une. Y ambos parecen saberlo.
Y si el proceso es, como se ha dicho, un « m iste rio » , éste es
precisam ente un m isterio im placable, que m antiene unidas,
en una ñna red de gestos, actos y palabras, la culpa y la pena.
Sin embargo, lo que está en juego aquí no es, como en los m is
terios paganos, un m isterio de la salvación, aun siendo ésta
precaria; y ni siquiera —como en la m isa, que Honorio de Au-
tun deñne como un «proceso que se desarrolla entre Dios y su
pueblo»—un misterio de la expiación. El mysterion que se cele
bra en la Casa del Juicio no conoce la salvación ni la expiación
porque, independientem ente de su resultado, el proceso es
en sí mismo la pena que la condena no hace sino prolongar y
conñrmar, y que la absolución no puede de ninguna forma m o
dificar, porque sólo es el reconocim iento de un non liquet, de
una insuñciencia del juicio. Eichm ann, su inefable defensor
Servatius, el oscuro Hausner, los jueces, cada uno enfundado
en su tétrica vestim enta, sólo son los cavilosos oñciantes del
único m isterio aún accesible al hombre moderno: no tanto un
m isterio del mal, en su banalidad o profundidad (en el mal no
ocurre nunca el m isterio, sino sólo la apariencia del m isterio),
como de la culpa y de la pena o, m ejor dicho, de aquel indeci-
dible nexo que llam amos Juicio.
Que Eichmann era un hombre común parece ya un hecho acep -
tado. No sorprende, por lo tanto, que el funcionario de policía,
que la acusación intenta bajo todas las formas posibles p resen
tar como un despiadado asesino, fuese un padre ejem plar y un
ciudadano generalm ente bienintencionado. El hecho es que
precisam ente la mente del hombre ordinario constituye hoy
para la ética un inexplicable rompecabezas. Guando Dostoievski
y Nietzsche se dieron cuenta de que Dios estaba muerto, cre
yeron que la consecuencia que debían extraer era que el hom
bre se volvería un monstruo y un sujeto de oprobio, que nada
ni nadie podría impedirle cometer los más terribles delitos. La
profecía se reveló del todo carente de fundam ento y, al m is
mo tiem po, de alguna forma, exacta. Cada tanto hay, es cie r
to, muchachos aparentemente buenos que, en una escuela de
Colorado, la em prenden a tiros con sus com pañeros, y, en las
p eriferias de las ciudades, pequeños delincuentes y grandes
asesinos. Pero todos ellos son, como ha sido siem pre y, qu i
zá hoy en una medida aún mayor, la excepción y no la regla. El
hom bre común ha sobrevivido a Dios sin dem asiada d ificu l
tad y, más aún, es hoy inesperadamente respetuoso con la ley y
las convenciones sociales, instintivam ente proclive a o b ser
varlas y, al menos con respecto a los dem ás, está dispuesto a
invocar las sanciones. Es como si la profecía según la cual « s i
Dios ha muerto, entonces todo es p osible» no lo concerniera
de ninguna form a: continúa viviendo plausiblem ente sin las
comodidades de la religión, y soporta con resignación una vida
que ha perdido su sentido metafísico y sobre la cual no parece,
después de todo, hacerse ninguna ilusión.
Existe, en ese sentido, un heroísm o del hom bre común. Una
especie de práctica m ística cotidiana a través de la cual, así
como el m ístico en el momento de entrar en la «noche oscu
r a » , opaca y depone una tras otra todas las potencias de los
sentidos (noche del oído, de la vista, del tacto ...) y del alma
(noche de la mem oria, de la inteligencia y de la voluntad), el
ciudadano moderno se deshace, junto a aquéllas y casi distraí
damente, de todos los caracteres y los atributos que definían y
hacían vivible la existencia humana. Y para eso no necesita del
pathos que caracterizaba las dos figuras de lo humano después
de la muerte de Dios: el hombre del subsuelo de Dostoievski y
el superhombre de Nietzsche. Dejando de lado a estos dos pro
fetas, vivir etsi Deus non daretur es, para él, la coyuntura más
evidente, aun si no le ha sido dado escogerla. La routine de la
existencia metropolitana, con su inñnidad de dispositivos des-
objetivantesy sus éxtasis baratos e inconscientes, le es, si hace
falta, completamente suficiente.
A este ser aproximativo, a este héroe sin la mínima tarea asigna
ble, le ha sido reservada la prueba más ardua, el mysteñum buro-
craticum, de la culpa y de la pena. Ha sido pensado para él, y sólo
en él encuentra su cumplimiento ceremonial. Gomo Eichmann,
el hombre común conoce en el proceso su feroz momento de
gloria, el único, en todo caso, en el que la opacidad de su exis
tencia adquiere un signiñcado que parece trascenderlo. Pero,
exactamente como en la religión capitalista según Benjam ín,
se trata de un m isterio sin salvación ni redención, en el que
la culpa y la pena han sido com pletamente incorporadas a la
existencia humana; existencia, sin embargo, a la que no pue
de im aginarle ningún más allá, ni conferirle ningún sentido
com prensible. Se trata de un misterio, con sus gestos im pene
trables, sus acontecimientos y sus fórm ulas arcanas: pero se ha
adherido a tal punto en la existencia humana que ahora coin
cide perfectam ente con ella, y no deja escapar ningún destello
venido de otra parte, ni ninguna justicia posible.
La conciencia —o, m ejor, el presentim iento—de esta atroz
inm anencia fue lo que hizo que Franz Stangl, el com andan
te del campo de exterm inio de Treblinka, pudiera declararse
inocente hasta el ñ n aly, además, adm itir que su culpa—había,
entonces, una culpa—era sim plem ente la de haberse encon
trado en ese lugar: « M i conciencia está tranquila por lo que he
h ech o... pero estuve ah í».
El vínculo que une la culpa y la pena se llam a, en latín, nexus.
Nectere significa «vin cu lar» y nexus es el nudo, el vinculum con
el que se une aquel que pronuncia la fórm ula ritual. Las doce
tablas expresan ese « n e x o » al establecer que cum nexumfa-
ciet mancipiumque, uti lingua nuncupassit, ita ius esto, «cuando
[alguien] se vincula y toma en mano la cosa, como la lengua
ha dicho, así sea el derecho». Pronunciar la fórm ula equiva
le a realizar el derecho, y aquel que dice de esa form a el ius, se
constriñe, es decir, se vincula a aquello que ha dicho, y tendrá
que responder (es decir, será culpable) de su falta. Nuncupa-
re sign iñ ca literalm ente «tom ar el n o m b re » , nomen capere,
del mismo modo que mancipium se reñere al acto de tomar en
mano (manu capere) la cosa por vender o por comprar. Quien
ha tomado en sí el nombre y ha pronunciado la palabra esta
blecida, no puede desm entirla o desdecirse: se ha vinculado a
su palabra y tendrá que mantenerla.
Eso significa, ñjándose bien, que aquello que une la culpa
a la pena no es otra cosa sino el lenguaje. Haber pronunciado
la fórm ula ritual es irrevocable, del mismo modo que para el
viviente que un día, no se sabe cómo ni por qué, ha comenzado
a hablar, haber hablado, haber entrado en la lengua, es ir r e
cusable. El m isterio de la culpa y de la pena es, entonces, el
m isterio del lenguaje. La pena que el hombre paga, el proceso
que desde hace cuarenta m il años —es decir, desde que ha co
menzado a hablar—está siem pre en curso en contra de él, no
es otra cosa que la palabra misma. «Tom ar el n o m b re » , nom
brarse a sí mismo y nom brar las cosas significa poderse y p o
derlas conocer y dominar; pero tam bién significa som eterse a
la potencia de la culpa y del derecho. Por eso, el decreto ú lti
mo que puede leerse entre las líneas de todos los códices y de
todas las leyes de la tierra recita: « E l lenguaje es la pena. En
él deben entrar todas las cosas, y en él deben perecer según la
medida de su cu lp a » .
El mystenum burocraticum es, entonces, la extrema con
m em oración de la antropogénesis, del acto inm em orial a tra
vés del cual el viviente, al hablar, se ha convertido en hombre,
se ha unido a la lengua. Por eso, todo esto concierne tanto al
hom bre ordinario como al poeta, tanto al sabio como al igno
rante, tanto a la víctim a como al verdugo. Y por eso el proceso
siem pre está en curso, porque el hom bre no cesa de devenir
humano y de perm anecer inhumano, de entrary salir de la hu
manidad. No cesa de acusarse y de pretenderse inocente, de
declararse, como Eichm ann, dispuesto a colgarse en público
y, sin embargo, inocente ante la ley. Y hasta que el hombre no
logre llegar al extremo último de su m isterio —del m isterio del
lenguaje y de la culpa, es decir, en verdad, de su ser y no ser
todavía humano, de su ser y no ser ya animal—el Juicio, en el
que a un mismo tiempo él es juez e imputado, no cesará de ser
pospuesto y continuamente repetirá su non liquet.
PARÁBOLA Y REINO
En los Evangelios, Jesús habla casi siem pre en parábolas, y lo
hace de forma tan frecuente que de este hábito del Señor provie
ne nuestro verbo «h ab lar» , desconocido en el latín clásico: pa-
rabolare, es decir, hablar como lo hace Jesús, que « sin parábola
no decía nada» (chorisparaboles ouden elalei, Mateo i 3 , 34,). Pero
el lugar recurrente de la parábola es el «discurso del Reino» (do
gos tes basileias). En Mateo i 3 , 3-52, no menos de ocho parábolas
(el sembrador, el buen grano y la cizaña, el grano de mostaza, la
levadura, el tesoro oculto, el mercader y la perla, la red lanzada al
mar, el escriba) se siguen la una a la otra para explicar a los após
toles y a la multitud (ochlos, la «m asa») cómo debe entenderse el
Reino de los Cielos. La contigüidad entre Reino y parábola es tan
estrecha y constante que un teólogo ha podido escribir que «la
basileia está expresada en la parábola como parábola», y que «las
parábolas de Jesús expresan el Reino de Dios como parábola » . 4
La parábola tiene la forma de una comparación. « E l Reino de
los Cielos es sem ejante [homoia] a un grano de m o staza...» ,
« e l Reino de los Cielos se asem eja [homoiothe] a un hom bre
que sie m b ra ...» (enM arcos 4, 26: « E l Reino de Dios es como
[outos... os] un hom bre que arroja se m illa s...» ). La parábola
instituye una semejanza entre el Reino y algo que se encuen
tra aquí y ahora sobre la T ierra. Eso sign ifica que la exp e
riencia del Reino pasa por la percepción de una semejanza, y
que sin la percepción de la sem ejanza no es posible para los
hom bres la com prensión del Reino. De ahí su añnidad con
4. Eberhard Jüngel, Paolo e Gesú. Alie origini della crístologia trad. it. de R.
Bazzano, Paideia, Brescia 1978, p. 167.
Lucas 17, 2 0 -3 1 donde este verdadero um bral de indiferencia
entre los tiem pos se expresa de la form a más clara. A los fa
riseos que le preguntan: «¿C uándo viene [erchetai] el Reino
de D io s ? » , Jesú s respon de: « E l Reino de Dios no vien e de
form a que se pueda ver, ni se dirá: helo ahi, ahí está. P o r
que el Reino de Dios está al alcance de vuestra m an o» (éste
es el significado de entosymon, y no «d en tro de v o so tro s»).
La presen cia —porque se trata de una p re se n c ia - del Reino
tiene la form a de una proxim idad. (La invocación en la o ra
ción de Mateo 6, 10 : «V enga [eltheto] a nosotros tu R ein o »
no contradice de ninguna manera esta aparente confusión de
tiem pos: el im perativo, como recuerda Benveniste, no tiene
en realidad carácter tem poral).
Precisam ente porque la presencia del Reino tiene la form a de
una proximidad, encuentra su expresión más congruente en las
parábolas. Y es este vínculo especial entre la parábola y el R e i
no lo que se plantea en la parábola del sembrador. Al explicarla
(Mateo i 3 , 1 8 - ? 3), Jesús establece una correspondencia entre
la semilla y la palabra del Reino (logos tes basileias; en Marcos 4,
15 se dice claramente que « e l sembrador siembra el logos»). La
semilla que ha caído junto al camino se refiere a «q u ien escu
cha la palabra del Reino y no la com prende»; la que ha caído en
terreno rocoso, a quien escucha la palabra, pero es inconstante
e «inm ediatam ente se escandaliza frente a los tribunales o a
las persecuciones debido a la palabra»; la sem illa que ha caído
entre las espinas es quien escucha la palabra, pero perm anece
sin fruto porque lo deja sofocar en las preocupaciones de este
mundo; « la sem illa que ha sido sem brada en tierra buena es
quien escucha la palabra y la co m p ren d e».
La parábola no se refiere inmediatamente al Reino, sino a
la «palabra del R e in o » , es decir, a las palabras que Jesús acaba
de pronunciar. La parábola del sem brador es una parábola so
bre la parábola en la que el acceso al Reino se equipara a la
com prensión de la parábola.
Que exista una correspondencia entre la com prensión de las
parábolas y el Reino es el descubrim iento más genial de O rí
genes, es decir, del fundador de la hermenéutica moderna, que
la Iglesia siempre ha considerado como el m ejor entre los bue
nos y, al mismo tiempo, el peor entre los malvados. Orígenes,
como él mismo nos cuenta, había escuchado de un judío una
parábola según la cual
toda la escritura divinamente inspirada, debido a la oscuridad
que contiene, se asemeja a un gran número de habitaciones
cerradas en un palacio; en la puerta de cada habitación hay
una llave, pero no es la correcta, y así, al final, todas las llaves
están dispersas de forma que ninguna corresponde a la puerta
en la que se encuentra.5
La llave de David, «que abre y nadie cerrará, que cierra y nadie
a b rirá » , es lo que perm ite la interpretación de las Escrituras y,
al mismo tiempo, el ingreso en el Reino.6 Por ello, según O rí
genes, al dirigirse a los custodios de la ley, quienes im piden la
justa interpretación de las Escrituras, Jesús dijo: «D esd ich a
dos, vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque cerráis el
Reino de los Cielos y no dejáis entrar a aquellos que quieren
entrar» (Mateos ? 3 , i 3).
Pero en el comentario a la parábola del escriba « in stru i
do sobre el Reino de los C ie lo s» , la últim a en las com para
ciones en Mateo sobre el Reino, Orígenes enuncia claramente
su descubrim iento. En la parábola, el escriba en cuestión es
aquel que
acercándose a las Escrituras mediante el sentido literal [día tou
grammatos, « a través de la letra»], se eleva al sentido espiri
tual [epi ta pneumatika], que es llamado Reino de los Cielos.
5. Origéne, Philocalie 1-20, Sur les écritures. Les Editions du Cerf («Sources
Chreliennes», 3 o?), París, 198.3, p. 344.
Ihíd, p. '440.
Y por cada concepto que comprendemos alzándonos hacia lo
alto, y que confrontamos y explicamos, nos es posible com
prender el Reino de los Cielos, así como quien tiene en profu
sión el conocimiento no erróneo se encuentra en el Reino de
la abundancia de aquellos que son interpretados como Cielos.7
Comprender el sentido de la parábola significa abrir las puertas
del Reino; pero, a partir del momento en que las llaves han sido
cambiadas, es precisamente esta comprensión lo que se vuelve
lo más arduo.
A la experiencia de la proxim idad del Reino y a la parábola del
sem brador se ha dedicado un him no tardío de H ólderlin que
nos ha llegado en cuatro versiones d iferen tes, y cuyo título
—« P a tm o s» - rem ite sin duda a un contexto cristológico. Que
aquí el problem a sea, al mismo tiempo, el de la proxim idad y
el de la diñcultad de acceso al Reino de Dios, se expresa en la
prim era versión: «Cercano / y difícil de aferrar es el D ios». Lo
que está en cuestión en esta dificultad es nada menos que la sal
vación: «D onde está el peligro, crece / tam bién la salvació n ».
La oscuridad (Finstem) que se evoca inmediatamente des
pués no carece de relación con la escritura, si el poeta puede
pedir «alas para ir más allá con el sentido / más ñ el y volver
a trás» . Sólo el contexto neotestam entario puede explicar la
im prevista evocación de la parábola del sembrador. Aquellos
que estaban cerca de Dios y vivían en su recuerdo, ahora han
perdido el sentido de su palabra:
En mutuo enigma eterno
no pueden comprenderse
[... ] y hasta el Altísimo
vuelve su rostro,
de modo que no se divisa
7. Origéne, Commento a Mateo, 10, 14, trad. ¡I. de M. Simonclii, en Vetera
Christianorum, n.° 33, 1985, p. 18.8.
:io
ningún inmortal más en el cielo,
ni en la verde
tierra.
«¿Q ué es e sto ?» , se pregunta turbado el poeta. La respuesta
remite, con perfecta coherencia, a la parábola sobre la «palabra
del R ein o » , que se pierde y ya no se comprende:
Es la palabra del sembrador, cuando coge
con el badil el trigo,
y lo tira hacia lo claro, aventándolo sobre la era.
La interpretación de la parábola adquiere aqui un giro singular;
que la sem illa se pierda y la palabra del Reino no dé su fruto no
es, según el poeta, un mal:
Le caen las cáscaras a los pies, pero
al cabo viene el grano,
y no está mal
que se pierda algo, y se extinga
el sonido vivo de la palabra.
Y, contra la tradición, aquello que debe ser resguardado es el
sentido literal y no el espiritual:
Pero lo que preftere el padre
que reina sobre todas las cosas
es que se atienda
al pie de la letra, y el resto
se interprete bien.
La palabra del Reino está destinada a perderse y a ser incom
prendida, excepto en su literalidad. Y esto está bien, porque
precisam ente del cuidado de la letra viene el canto: «D e eso
nace el canto a le m án » . No entender ya la palabra del Reino es
una condición poética.
Sobre parábolas (Von den Gleichnissen) es el título de un fra g
m ento postum o de K afka publicado por Max Brod en 19 8 1.
Se trata, en apariencia, como el título parece sugerir, de una
parábola sobre las parábolas. El sentido del breve diálogo que
se desarrolla entre dos interlocutores (del tercero, que re c i
ta el prim er texto, no se dice nada) es, precisam ente, el con
trario, es decir, que la parábola sobre las parábolas no es una
parábola.
Muchos se quejan de que las palabras de los sabios siempre
se dicen como parábolas, pero es que en la vida diaria no se
pueden utilizar, y esa vida es lo único que tenemos. Cuando el
sabio dice: «Ve hacia allá», no quiere con eso decir que de
bemos pasar al otro lado, cosa que ciertamente podríamos ha
cer, siempre y cuando el resultado de este trasladarse valiera
la pena; pero no es a eso a lo que el sabio se refiere, sino a un
allá legendario que no conocemos y que tampoco él puede de
signar con mayor exactitud, y que, por lo tanto, de nada nos
puede servir. Todas estas parábolas lo único que en realidad
quieren decir es que lo incomprensible es incomprensible, y
eso ya lo sabemos todos; pero lo que diariamente nos ocupa
son otras cosas.
Una voz anónima (einer, uno) sugiere la solución del problema;
« ¿ P o r qué protestáis? Si os ajustáis a las parábolas, vosotros
m ism os os volveréis parábola y así estaréis libres de las p re
ocupaciones cotidianas». La objeción del segundo interlocu
tor —«Apuesto a que ésta tam bién es una parábola»—parece,
sin embargo, insuperable; aun el volverse parábola y la salida
de la realidad son, con toda evidencia, sólo una parábola, lo que
el prim er interlocutor no tiene dificultad en conceder (« h as
ven cido»). Sólo llegados a este punto puede aclarar el sentido
de su frase y transform ar, inesperadamente, la derrota en v ic
toria. A l comentario desenvuelto del segundo: « S in embargo,
sólo en la parábola», responde sin ninguna ironía: «N o, en la
realidad; en la parábola has perd id o».
Quien se obstina en mantener la distinción entre realidad
y parábola no ha com prendido el sentido de la parábola. Vol
verse parábola signiñca com prender que no existe una d ife
rencia entre la palabra del Reino y el Reino, entre el discurso
y la realidad. Por ello, el segundo interlocutor, que insiste en
creer que la salida de la realidad es todavía una parábola, sólo
puede perder. Para quien se hace palabra y parábola —la d eri
vación etimológica muestra aquí toda su verdad—, el Reino está
tan cercano que puede atraparse sin « i r más a llá » .
Según una tradición de la herm enéutica medieval, la Escritura
tiene cuatro sentidos (que uno de los autores del Zohar asim ila
a los cuatro ríos del Edén y a las cuatro consonantes de la pa
labra Pardes, « p a ra íso » ): el literal o histórico, el alegórico, el
tropológico o m oral, y el anagógico o místico. El último senti
do —como está implícito en su nombre (anagogía signiñca m o
vim iento hacia lo alto)—no es un sentido más entre los otros,
sino que indica el pasaje a otra dim ensión (en la form ulación
de Nicolás de Lira, indica quo tendas, «donde debes ir» ). Aquí,
el equívoco siem pre posible es el de tratar los cuatro sentidos
como diferentes unos de otros, pero sustancialmente hom o
géneos, como si, por ejem plo, el sentido literal se reñ riera a
un cierto lugar o a una cierta persona, y el anagógico a otro lu
gar o a otra persona. Contra ese equívoco, que ha generado la
absurda idea de una interpretación inñnita, O rígenes no se
cansa de recordar que
no hace falta pensar que los eventos históricos son ñguras de
otros eventos históricos ni que las cosas corporales son ñgu
ras de otras cosas corporales, sino que las cosas corporales son
ñguras de realidades espirituales y los eventos históricos, de
realidades inteligibles.
El sentido lite ral y el sentido m ístico no son dos sentidos
separados, sino homólogos: el sentido místico es la elevación
de la letra más allá de su sentido lógico, su transfiguración en
Y.\
la compasión —es decir, la cancelación de todo sentido ulte
rio r- Cmprender la letra, volverse parábola, signiñea dejar
que enlaiivenga el Reino. La parábola habla «com o si no
fuésemíseIReino», sin embargo sólo de esa form a ella nos
abre la pena del Reino.
La parálolasobre la «p alab ra del R e in o » es, entonces, una
parábdisolre la lengua, sobre aquello que nos queda, aún y
siemprtpor com prender: el hecho de hablar. Com prender
nuestTanorada en la lengua no sign iñ ea conocer el sentido
de las pilabas, con todas sus ambigüedades y todas sus su ti
lezas. Sijnifica, más bien, darse cuenta de que lo que está en
cuestiónenla lengua es la proxim idad del Reino, su sem ejan
za conelmmdo, tan próximo y tan sem ejante que nos cuesta
trabajo ¡conocerlo. Porque su proxim idad es una exigencia,
su semejan es un apostrofe que no podem os dejar como le
tra muerta.La palabra nos ha sido dada como parábola, no
para alejarnos de las cosas, sino para tenerlas cerca, aún más
cerca, cmcuando reconocem os en un rostro a alguien co
nocido,»» cuando nos roza una mano. Hacer parábolas es,
simplemte, hablar: Maraña tha, «Señ o r, v e n » .
¿Q UÉ ES E L ACTO DE C R EA C IÓ N ?
El título «¿Q ué es el acto de creación?» retoma el de una con
ferencia que G ilíes Deleuze dictó en París en marzo de 1987.
Deleuze deñnía el acto de creación como un «acto de r e s is
te n c ia » . A nte todo, resisten cia a la m uerte, pero tam bién
resistencia al paradigma de la inform ación a través del cual el
poder se ejerce en aquello que el ñlósofo, para distinguirla de
la sociedad disciplinaria analizada por Foucault, llama « so cie
dad de co n tro l». Cada acto de creación resiste contra algo; por
ejem plo, dice Deleuze, la música de Bach es un acto de re sis
tencia contra la separación de lo sagrado y lo profano.
Deleuze no define el significado de « r e s is tir» , y parece
dar al término el significado corriente de oponerse a una fuer
za o a una amenaza externa. En el Abecedario, en la conversa
ción sobre la palabra « re siste n cia» , agrega, a propósito de la
obra de arte, que resistir significa siempre liberar una potencia
de vida que había sido aprisionada u ofendida; tam bién aquí,
sin embargo, falta una verdadera definición del acto de crea
ción como acto de resistencia.
Después de tantos años dedicados a leer, escrib ir y e s
tudiar, ocurre, de vez en cuando, que com prendem os cuál
es nuestro modo especial —si tenem os uno—de proceder en
el pensam iento y en la investigación . Se trata, en m i caso,
de p ercib ir aquello que Feuerbach llam aba la «capacidad de
desarrollo» contenida en la obra de los autores que amo. El
elemento genuinamente filosófico contenido en una obra —ya
sea obra de arte, de ciencia, de pensam iento—es su capacidad
para ser desarrollada, algo que ha quedado —o ha sido intencio
nalmente abandonado no dicho, y que debemos saber encon-
trary recoger. ¿Por (pié rne fascina la búsqueda de ese elemento
susceptible de ser desarrollado? Porque si se va hasta las ú l
tim as consecuencias de este principio metodológico, se llega
fatalmente a un punto en el que no es posible distinguir entre
aquello que es nuestro y aquello que pertenece al autor que es
tamos leyendo. Alcanzar esa zona im personal de indiferencia
en la que todo nombre propio, todo derecho de autor y toda p re
tensión de originalidad pierden sentido, me llena de alegría.
Intentaré, entonces, exam inar aquello que quedó no d i
cho en la idea deleuziana del acto de creación como acto de
resistencia y, de esta forma, buscaré continuar y proseguir, ob
viam ente bajo mi completa responsabilidad, el pensam iento
de un autor al que amo.
Debo admitir que experimento un cierto malestar frente al uso,
desafortunadam ente hoy muy extendido, del térm ino « c re a
ción » referido a las prácticas artísticas. M ientras investigaba
la genealogía de este uso, descubrí, no sin cierta sorpresa, que
una parte de la responsabilidad era de los arquitectos. Guando
los teólogos medievales deben explicar la creación del mundo,
recurren a un ejemplo que ya había sido utilizado por los e s
toicos. Tal y como la casa preexiste en la mente del arquitecto,
escribe Tomás, así Dios ha creado el mundo, mirando el m ode
lo que estaba en su mente. Por supuesto, Tomás hacía todavía
una distinción entre el creare ex nihilo, que deñne la creación
divina, y el facere de materia, que deñne el hacer humano. En
todo caso, sin embargo, el paragón entre el acto del arquitecto
y el acto de Dios contiene ya, en germen, la transposición del
paradigma de la creación a la actividad del artista.
Por eso preñero hablar de acto poético, y si continúo por
comodidad sirviéndom e del térm ino de creación, querría que
fuese entendido sin ningún énfasis, bajo el sim ple sentido de
poiein, «p ro d u cir».
Com prender la resistencia sólo como oposición a una fuerza
externa no me parece suñciente para una comprensión del acto
de creación. En un proyecto de prefacio a I.ih l'kUnsnphische
Bemerkungen, W ittgenstein observó cómo tener que resistir a
la presión y a las fricciones que una época de incultura —como
era para él la suya y, por supuesto, la nuestra es para n o so
tros—opone a la creación, conduce a la dispersión y a la frag
mentación de las fuerzas del individuo. Todo esto es tan cierto
que Deleuze, en el Abecedario, sintió la necesidad de p re c i
sar que el acto de creación tiene una relación constitutiva con
la liberación de una potencia.
Pienso, sin embargo, que la potencia que el acto de crea
ción libera debe ser una potencia interna al mismo acto, como
interno a él debe ser tam bién el acto de resistencia. Sólo de
esta form a la relación entre resisten cia y creación, y entre
creación y potencia, se vuelven com prensibles.
El concepto de potencia tiene, en la filosofía occidental, una
larga historia que puede comenzar con Aristóteles. Aristóteles
opone —y, así, vin cu la- la potencia (dynamis) al acto (energeia),
y esta oposición, que marca tanto su m etafísica como su fís i
ca, la transm itió como herencia, prim ero a la filosofía y luego
a la ciencia medieval y moderna. A través de esta oposición es
como Aristóteles explica aquello que nosotros llamamos actos
de creación, que para él coincidían de forma más sobria con el
ejercicio de las technai (artes, en el sentido más general de la
palabra). Los ejem plos a los que recurre para ilustrar el pasa
je de la potencia al acto son, en este sentido, significativos: el
arquitecto (oikodomos), el que toca la cítara, el escultor, pero
tam bién el gramático y, en general, cualquiera que posea un
saber o una técnica. La potencia de la que habla Aristóteles en
el libro ix de la Metafísica y en el libro n del De anima no es,
entonces, la potencia entendida en sentido general, según la
cual decim os que un niño puede volverse arquitecto o escul
tor, sino aquella que incumbe a quien ya ha adquirido el arte
o el saber correspondiente. A ristóteles llam a a esta potencia
hexis, de echo, « te n e r» : el hábito, es decir, la posesión de una
capacidad o de una habilidad.
A quel que posee —o que tiene el hábito de— una potencia,
puede tanto im plem entarla como no im plem entarla. La p o
tencia —ésta es la tesis genial, aun si en apariencia obvia, de
A ristó te le s— es esen cialm en te d efin id a por la p o sib ilid ad
de su n o -ejercicio. El arquitecto es potente en la m edida en
que puede no construir; la potencia es una suspensión del acto.
(En política esto es bien sabido, y existe así una figura llamada
«provocad o r» que tiene la tarea de obligar, a quien tiene el
poder, a ejercerlo, a im plem entarlo). A sí es como Aristóteles
responde, en la Metafísica, a la tesis de los megáricos, quienes
añrm aban, no sin buenas razones, que la potencia existe sólo
en el acto (energei mono dynastai, otan me energei ou dynastai,
Met. 104,6b, 2 9 -3 0 ). Si eso fuese verdad, objeta A ristóteles,
no podríam os considerar arquitecto al arquitecto cuando no
construye, ni llamar médico al médico en el momento en el que
no está ejerciendo su arte. Lo que está en cuestión es el modo
de ser de la potencia, que existe bajo la form a de la hexis, del
control sobre una privación. Existe una form a, una presencia
de aquello que no está en acto, y esta presencia privativa es la
potencia. Como A ristóteles añrm a sin reservas en un pasaje
extraordinario de su Física: « L a steresis, la privación, es como
una form a» (eidos ti, Phys. 193b, 19 -2 0 ).
Siendo b el a su gesto característico, Aristóteles lleva al extre
mo esta tesis hasta el punto en el que parece casi transform arla
en una aporía. Del hecho de que la potencia sea definida por
la posibilidad de su no-ejercicio, él extrae la consecuencia de
una constitutiva copertenencia entre potencia e im potencia.
«Laim poten cia [adynamia]», escribe (Met. 1046a, 29-32), «e s
una privación contraria a la potencia [dynamis]. Toda potencia
es impotencia de lo mismo y respecto a lo mismo (de lo cual es
potencia) [tou autou kai kata to auto pasa dynamis adynamia]».
Adynamia, «im p oten cia», no significa aquí ausencia de toda
potencia, sino potencia-de-no (pasar al acto), dynamis me ener-
gein. La tesis define, pues, la ambivalencia especifica de toda
potencia humana que, en su estructura originaria, se mantiene
en relación con la propia privación y es siempre —y con respecto
a la m isma cosa—potencia de ser y de no ser, de hacer y de no
hacer. Esta relación constituye, para Aristóteles, la esencia de
la potencia. El viviente, que existe en el modo de la potencia,
puede su propia impotencia, y sólo de este modo posee su pro
pia potencia. Puede ser y hacer, porque se mantiene en relación
con su propio no ser y no hacer. En la potencia, la sensación es
constitutivamente anestesia; el pensamiento, no-pensam iento;
la obra, inoperosidad.
Si recordamos que los ejem plos de la potencia-de-no casi
siem pre se tom an del ámbito de las técnicas y de los saberes
humanos (la gramática, la música, la arquitectura, la m edici
na, etc.), podemos entonces decir que el hombre es el viviente
que existe de form a eminente en la dim ensión de la potencia,
del poder y del pod er-n o. Toda potencia hum ana es, co o ri
ginariam ente, im potencia; para el hom bre, todo p od er-ser o
poder-hacer está, constitutivamente, en relación con su pro
pia privación.
Si volvemos a nuestra pregunta sobre el acto de creación, en
tonces podemos decir que éste no puede ser comprendido, se
gún la representación común, como un sim ple tránsito de la
potencia al acto. El artista no es aquel que posee una potencia
de crear y que decide, en un momento dado, no se sabe cómo
ni por qué, materializarla e implementarla. Si toda potencia es
constitutivamente impotencia, potencia-de-no, ¿cómo podrá
advenir el pasaje al acto? Porque el acto de la potencia de tocar
el piano es, por supuesto, para el pianista, la ejecución de una
pieza en su instrum ento; pero ¿qué adviene de la potencia de
no tocar en el momento en que el pianista comienza a tocar?
¿Cómo se realiza la potencia de no tocar?
Ahora podemos comprender de otra forma la relación entre
creación y resisten cia de la que hablaba Deleuze. Existe, en
todo acto de creación, algo que resiste y se opone a la expresión.
Resistir, del latín sisto, significa etimológicamente «detener,
mantener inm óvil» o «d eten erse». Este poder que suspende
y detiene la potencia en su m ovim iento hacia el acto, es la
impotencia, la potencia-de-no. La potencia es, entonces, un ser
ambiguo que no sólo puede una cosa como su contrario, sino
que contiene en sí misma una íntima e irreductible resistencia.
Si esto es verdad, entonces debemos considerar el acto de
creación como un campo de fuerzas en tensión entre poten
cia e im potencia, entre poder y poder-no actuar y resistir. El
hom bre puede tener control sobre su potencia y tener acceso
a ella sólo a través de su impotencia; pero —precisam ente por
eso— no posee, en realidad, control sobre la potencia; y ser
poeta signiñca ser presa de su propia impotencia.
Sólo una potencia que puede tanto la potencia como la
im potencia es, pues, la potencia suprem a. Si toda potencia
es tanto potencia de ser como potencia de no ser, el pasaje al
acto sólo puede advenir transportando al acto la propia poten
cia-d e-n o. Eso significa que, si a todo pianista pertenece n e
cesariamente la potencia de tocar y la de no tocar, Glenn Gould
es, sin embargo, el único que puede no no tocar y, dirigiendo
su potencia no sólo al acto sino tam bién a su propia im poten
cia, toca, por así decirlo, con su potencia de no tocar. Frente
a la capacidad, que sim plem ente niega y abandona su propia
potencia de no tocar, y frente al talento, que puede sólo tocar,
la m aestría conserva y ejercita en el acto no su potencia de to
car, sino la de no tocar.
Examinemos ahora de forma más concreta la acción de la resis
tencia en el acto de creación. Gomo lo inexpresivo en Benjamín,
que hace pedazos en la obra la pretensión de la apariencia de
volverse totalidad, la resistencia actúa como una instancia c rí
tica que frena el im pulso ciego e inm ediato de la potencia al
acto y, de esta form a, im pide que ésta se resuelva y se agote
integralm ente en aquél. Si la creación fuese únicam ente p o
tencia-de, que sólo puede pasar ciegamente al acto, el arte de
caería a ejecución que procede con falsa desenvoltura hacia
la form a term inada porque ha superado la resisten cia de la
poten cia-de-no. La m aestría, contrariam ente a un equívoco
4,0
largam ente difundido, no es la perfección form al, sino p re
cisam ente lo contrario, la conservación de la potencia en el
acto, salvación de la im perfección en la form a perfecta. En la
tela del maestro o en la página del gran escritor, la resistencia
de la p oten cia-d e-n o se im prim e en la obra como el íntim o
m anierism o presente en toda obra maestra.
Y es sobre este poder-no que se funda en deñnitiva toda
instancia propiam ente crítica: lo que el error de gusto vuelve
evidente es siem pre una carencia, no tanto en el plano de la
potencia-de, sino en el del poder-no. Quien carece de gusto
no logra abstenerse de algo; la falta de gusto es siem pre un no
poder no hacer.
Lo que imprime en la obra el sello de la necesidad es, por tanto,
aquello que podía no ser o podía ser de otra forma: su contin
gencia. No se trata, aquí, de los arrepentim ientos que la ra
diografía muestra en la tela bajo los estratos de color, ni de las
prim eras versiones o de las variantes del manuscrito: se trata,
sobre todo, de ese «tem blor ligero, im perceptible» en la m is
ma inm ovilidad de la form a que, según Focillon, es la marca
distintiva del estilo clásico.
Dante resum ió en un verso este carácter an fib io de la
creación poética: « e l artista / que tiene el hábito del arte tie
ne una mano que tie m b la» . En la perspectiva que nos interesa,
la aparente contradicción entre hábito y mano no es un defec
to, sino que expresa perfectamente la doble estructura de todo
auténtico proceso creativo, íntim a y em blem áticam ente su s
pendido entre dos im pulsos contradictorios: impulso y re sis
tencia, inspiración y crítica. Y esta contradicción recorre todo
acto poético, desde el momento en que ya el hábito contradi
ce de alguna form a la inspiración, que proviene de otra parte,
y que por deñnición no puede ser dominada por el hábito. En
este sentido, la resistencia de la potencia-de-no, desactivan
do el hábito, perm anece b e l a la inspiración , casi le im pide
reiftcarse en la obra: el artista inspirado no tiene obra. Y, sin
embargo, la potencia-de-no no puede ser, a su vez, gobernada
y transform ada en un prin cipio autónomo que acabaría por
im pedir toda obra. Decisivo es que la obra resulte siem pre de
una dialéctica entre estos dos principios íntimamente unidos.
En un libro importante, Sim ondon escribió que el hombre es,
por así decirlo, un ser de dos fases que resulta de la dialécti
ca entre una parte no identiñcada e im personal, y una parte
individual y personal. Lo preindividual no es un pasado cro
nológico que, en un cierto punto, se materializa y se resuelve
en el individuo, sino que coexiste con él y le es irreductible.
Es posible pensar, desde esta perspectiva, el acto de crea
ción como una complicada dialéctica entre un elemento im per
sonal que precede y supera al sujeto individual, y un elemento
personal que de forma obstinada lo resiste. Lo impersonal es la
potencia-de, el genio que se eleva hacia la obra, y la expresión,
la potencia-de-no es la reticencia que lo individual opone a lo
im personal, el carácter que tenazmente resiste a la expresión y
la marca con su sello. El estilo de una obra no depende sólo del
elemento impersonal, de la potencia creativa, sino también de
aquello que resiste y casi entra en conflicto con ella.
La poten cia-de-n o no niega la potencia y la form a, sino
que, a través de su resistencia, las expone, así como la m ane
ra no se opone directamente al estilo, sino que puede, algunas
veces, resaltarlo.
El verso de Dante es, en este sentido, una profecía que anuncia
la pintura tardía de Tiziano, como se muestra, por ejemplo, en la
Anunciación de San Salvador. Quien haya observado esta ex
traordinaria tela no puede no haber sido golpeado por la forma
en que el color, no sólo en las nubes que sobrevuelan las dos
figuras, sino aun en las alas del ángel, se abism a y, al mismo
tiempo, profundiza en aquello que ha sido, con razón, d efin i
do como un magma crepitante donde «tiem blan las carn es» y
« lo s relámpagos combaten con las som b ras». No es so rp ren
dente que Tiziano haya Armado esta obra con una fórmula in
habitual, Titianus fecitfecit: « la ha hecho y vuelto a h ace r» ;
es decir, la ha casi deshecho. El hecho de que las rad io gra
fías hayan revelado bajo esta leyenda la fórm ula habitualfacie-
bat, no signiñca necesariam ente que se trate de un agregado
posterior. Por el contrario, es posible que Tiziano la hubiese
borrado precisam ente para subrayar la particularidad de su
obra que, como sugería Ridolfi, quizá apelando a una trad i
ción oral que podía ser contemporánea de Tiziano, los com en
dadores habían juzgado «n o reducida a la p erfección ».
Desde esta perspectiva, es posible que la leyenda que se
lee bajo el jarrón de flores, ignís ardens non comburens, que re
mite al episodio de la zarza ardiente de la Biblia y que, según los
teólogos, sim boliza la virginidad de M aría, pueda haber sido
introducida por Tiziano precisam ente para subrayar el carác
ter particular del acto de creación, que ardía sobre la su perfi
cie de la tela sin por ello consumirse, metáfora perfecta de una
potencia que arde sin extinguirse.
Por eso su mano tiembla, pero ese tem blor es la m aestría
suprem a. A quello que tiem bla y casi danza en la form a es la
potencia: ignis ardens non comburens.
De ahí la p ertin en cia de aquellas figuras de la creación tan
frecuentes en Kafka, donde el gran artista es definido p re c i
samente por una absoluta incapacidad con respecto a su arte.
Es, por una parte, la confesión del gran nadador:
Admito poseer un récord mundial, pero si me preguntáis cómo
lo he conquistado no sabría responder de una forma que pu
diese satisfaceros. Porque, en realidad, no sé nadar. Siempre
he querido aprender, pero nunca he encontrado la ocasión.
Y, por otra parte, la extraordinaria cantante del pueblo de los
ratones, Joseñna, que no sólo no sabe cantar, sino que apenas
logra silbar como sus sem ejantes y, precisam ente de esta fo r
ma, «alcanza efectos que un artista del canto buscaría en vano
junto a nosotros, y que de hecho sólo le son concedidos gracias
a sus medios insu ficien tes».
Puede que nunca como en estas figuras la concepción co
mún del arte como un saber o un hábito haya sido puesta en
cuestión de form a tan radical. Josefina canta con su im poten
cia de cantar, así como el gran nadador nada con su incapaci
dad de nadar.
La potencia-de-no no es otra potencia junto a la potencia-de¡
es su inoperosidad, aquello que resulta de la desactivación del
esquema potencia/acto. Existe un nexo esencial entre poten
cia-de-no e inoperosidad. A sí como Josefina, a través de su in
capacidad de cantar, no hace sino exhibir el silbido que todos
los ratones saben hacer, pero que, de esa forma, ha sido « lib e
rado de los lazos de la vida ordinaria» y mostrado en su « v e r
dadera esen cia», la poten cia-de-no, suspendiendo el pasaje
al acto, vuelve inoperosa a la potencia y la exhibe como tal. El
poder no cantar es, ante todo, una suspensión y una exhibición
de la potencia de cantar que no se satisface simplem ente en el
acto, sino que apela a sí misma. No existe una potencia de no
cantar que preceda a la potencia de cantar y deba, por tanto,
cancelarse para que la potencia pueda realizarse en el canto: la
p oten cia-d e-n o es una resisten cia interna a la potencia que
im pide que ésta se agote sim plem ente en el acto y la obliga a
volverse hacia sí m ism a, a hacerse potentia potentiae, a poder
la propia impotencia.
La obra —por ejemplo, Las Meninas—que resulta de la su s
pensión de la potencia, no representa sólo su objeto: presenta,
junto a él, la potencia —el arte—con la que fue dibujado. A sí, la
gran poesía no dice sólo lo que dice, sino que dice tam bién el
hecho de que lo está diciendo, la potencia y la im potencia de
decirlo. Y la pintura es la suspensión y la exposición de la p o
tencia de la m irada, así como la poesía es la suspen sión y la
exposición de la lengua.
El modo en que nuestra tradición ha pensado la in o p e ro si
dad es la autorreferencia, la vuelta de la potencia sobre sí m is
ma. En un célebre fragmento del libro Lambda de la Metafísica
14
(10 7 4 b , 1 5 - 3 5 ) , A ristó te le s afirm a que « e l p en sam ien to
[noesis, el acto de pensar] es pensam iento del pensam iento
[noeseos noesis]». La fórm ula aristotélica no sign iñ ca que el
pensam iento sea objeto de sí m ism o (si fuese así, se tendría
—para parafrasear la term inología lógica—, por una parte, un
metapensamiento y, por otra, un pensamiento-objeto, un pen
samiento pensado y no pensante).
La aporía, como Aristóteles sugiere, concierne a la natu
raleza m isma del nous que, en el De anima, era definido como
un ser de potencia («n o tiene otra naturaleza que la de ser po
ten te» y «n o está en acto ninguno de los entes antes de p en
sar» , De anima 429a, 3 1-3 4 ) y en el fragmento de la Metafísica
se deñne, en cambio, como puro acto, noesis pura:
Si piensa, pero piensa algo que lo gobierna, su esencia no será
el acto del pensamiento [noesis, el pensamiento pensante],
sino la potencia, y no será entonces la mej or de las cosas [...].
Si no es pensamiento pensante sino potencia, entonces la con
tinuidad del acto de pensar le resultaría penosa.
La aporía se resuelve si recordamos que en el De anima el filó
sofo había escrito que el nous, cuando cada uno de los inteligi
bles se vuelve acto, «perm anece, en cierto modo, en potencia
[...] y puede entonces pensarse a sí m ism o» (De anima 439b,
9 -10 ). Mientras que en la Metafísica el pensamiento se piensa a
sí mism o (se tiene, entonces, un acto puro), en el De anima se
tiene, en cambio, una potencia que, en cuanto puede no pasar
al acto, perm anece libre, inoperosa, y puede, así, pensarse a
sí misma: algo así como una potencia pura.
Este resto inoperoso de potencia es lo que hace posible el p en
samiento del pensam iento, la pintura de la pintura, la poesía
de la poesía.
Si la autorreferencia im plica un exceso constitutivo de la
potencia sobre toda m aterialización en el acto, entonces no
debemos olvidar que pensar correctamente la autorreferencia
4 f.
im plica, sobre todo, la desactivación y el abandono del dispo
sitivo sujeto/objeto. En el cuadro de Velázquez o de Tiziano,
la pintura (la picturapicta) no es el objeto del sujeto que pinta
(de la pictura pingens), así como en la Metafísica de A ristó te
les el pensam iento no es el objeto del sujeto pensante, lo que
sería absurdo. Por el contrario, pintura de la pintura significa
sólo que la pintura (la potencia de la pintura, la pictura pingens)
está expuesta y suspendida en el acto de la pintura, así como la
poesía de la poesía significa que la lengua está expuesta y su s
pendida en el poema.
Me doy cuenta de que el térm ino «in operosid ad » no cesa de
aparecer en estas reflexiones sobre el acto de creación. Qui
zá sea oportuno, llegados a este punto, que al menos intente
delinear los elem entos de algo que querría definir como una
«poética —o una política—de la in operosid ad». He agregado
el térm ino « p o lític a » porque la tentativa de pensar de otra
form a la poiesis, el hacer de los hom bres, no puede no poner
en cuestión tam bién la form a en que concebimos la política.
En un fragmento de la Etica Nicomachea (1097b, 22 ss.),
A ristóteles se pregunta cuál es la obra del hom bre y sugiere,
por un momento, la hipótesis de que el hom bre carece de una
obra propia, que es un ser esencialm ente inoperoso:
Tal y como para el flautista, para el escultor y para todo artesano
[technites] y, en general, para todos aquellos que tienen una
obra [ergon] y una actividad [praxis], lo bueno [tagathon] y el
bien [to eu] parecen [consistir] en esta obra, así debería ser
también para el hombre, admitiendo que haya para él algo
como una obra [ti ergon]. ¿0 quizá [habría que decir] que para
el carpintero o para el zapatero existe una obra y una actividad
y que, en cambio, para el hombre [como tal] no existe ninguna,
sino que ha nacido sin obra [argos, «inoperoso»]?
Ergon no significa en este sentido sim plem ente « o b ra » , sino
aquello que define la energeia, la actividad o el ser en acto
propio del hom bre. En ese mismo sentido, Platón ya se había
interrogado acerca de cuál sería el ergon, la actividad esp ecí
fica, por ejem plo, del caballo. La pregunta sobre la obra o la
ausencia de obra del hom bre tiene una dim ensión estratégi
ca decisiva, porque de ella depende no sólo la posibilidad de
asignarle una naturaleza y una esencia propias, sino también,
desde la perspectiva de A ristóteles, la de deñ nir su felicidad
y, por tanto, su política.
Naturalmente, Aristóteles abandona de inmediato la hipó
tesis de que el hombre sea un animal esencialmente argos, ino
peroso, que ninguna obra y ninguna vocación pueden deñnir.
Querría en cambio proponerles que se tom aran en serio esta
hipótesis, y consecuentemente pensaran en el hombre como el
viviente sin obra. No se trata en ningún modo de una hipótesis
peregrina, desde el momento en que, provocando el escándalo
de los teólogos, de los politólogos y de los fundamentalistas de
toda tendencia y partido, no deja de reaparecer en la historia
de nuestra cultura. Querría citar sólo dos de sus reaparicio
nes en el siglo xx, una en el ámbito de la ciencia, que es el ex
traordinario opúsculo de Ludwig Bolk, profesor de Anatomía
de la Universidad de Amsterdam, y que se titula Das Problem der
Menschwerdung (Elproblema de la antropogénesis, 19 36). Según
Bolk, el hom bre no deriva de un primate adulto, sino del feto
de un prim ate que adquirió la capacidad de reproducirse. El
hombre es, pues, una cría de primate que se constituyó en una
especie autónoma. Eso explica el hecho de que, con respecto
al resto de seres vivos, él sea y continúe siendo un ser de p o
tencia que puede adaptarse a todos los ambientes, a todos los
alim entos y a todas las actividades, sin que nada de eso pueda
nunca agotarlo o deñnirlo.
La segunda, esta vez en el ambiente de las artes, es el sin
gular opúsculo de Kazimir Malévich, La pereza como verdad ina
lienable del hombre, donde, en contra de la tradición que ve en
el trabajo la realización del hombre, la inoperosidad se añrma
como la «form a más alia de hum anidad», en la que el blanco,
47
último estadio alcanzado por el suprem atism o en pintura, se
vuelve el sím bolo m ás apropiado. Gomo todas las tentativas
de pensar la inoperosidad, este texto, así como su precedente
directo, el Derecho a la pereza de Lafargue, en cuanto deñne
la inoperosidad sólo y contra el trabajo, queda prisionero en
una determ inación negativa del propio objeto. M ientras que
para los antiguos el trabajo —el negotium—era deñnido de fo r
ma negativa con respecto a la vida contemplativa —el otium—,
los modernos parecen incapaces de concebir la contemplación,
la inoperosidad y la fiesta de otra forma distinta al reposo o a la
negación del trabajo.
Dado que nosotros, por el contrario, buscam os d eñ n ir
la inoperosid ad en relación a la potencia y al acto de c re a
ción, entonces no podem os pensarla como ociosidad o in e r
cia, sino como una praxis o una potencia de un tipo especial
que se mantiene constitutivamente en relación con la propia
inoperosidad.
Spinoza, en la Etica, utiliza un concepto que me parece útil
para com prender aquello de lo que estamos hablando. Llama
acquiescentia in se ípso, «una alegría que nace de la contempla
ción del hombre de sí mismo y de su potencia de actuar» (iv,
Prop. 5?, Demostración). ¿Qué signiñca «contem plar la p ro
pia potencia de actuar»? ¿Qué es una inoperosidad que con
siste en contemplar la propia potencia de actuar?
Se trata —creo—de una inoperosidad interna, por así d e
cirlo, a la m isma operación, de una praxis suigeneris que, en la
obra, expone y contempla ante todo la potencia, una potencia
que no precede a la obra, sino que la acompaña y la hace vivir
y la abre a la posibilidad. La vida, que contempla su propia p o
tencia de actuar y de no actuar, se vuelve inoperoso en todas
sus operaciones, vive sólo su vivibilidad.
Ahora se comprende la función esencial que la tradición
de la ñlosofía occidental ha adjudicado a la vida contemplativa
y a la inoperosidad: la praxis propiamente humana es aquella
que, volviendo inoperosas las obras y las funciones especíñcas
del viviente, las hace, por así decir, g iraren el vacío y, de esta
forma, las abre a la posibilidad. Contemplación e inoperosidad
son, en este sentido, los operadores m etafisicos de la antro-
pogénesis que, liberando al viviente humano de todo destino
biológico o social y de toda tarea predeterm inada, lo vuelven
disponible para esa particular ausencia de obra que estamos
acostumbrados a llam ar « p o lític a » y « a rte » . Política y arte
no son tareas ni « o b ra s» solam ente: nom bran, sobre todo,
la dim ensión en que las operaciones lingüísticas y corpóreas,
materiales e inm ateriales, biológicas y sociales, se desactivan
y se contemplan tal cual son.
Espero que llegados a este punto, aquello que denominé « p o é
tica de la inoperosidad» esté ahora, en cierta forma, más claro.
Y, quizá, el modelo por excelencia de la operación que con sis
te en volver inoperosas todas las obras hum anas sea la poe
sía. ¿Qué es la poesía, sino una operación en el lenguaje que
desactiva y vuelve inoperosas las funciones com unicativas e
inform ativas para abrirlas a un nuevo, posible uso? 0 , en los
térm inos de Spinoza, el punto en que la lengua, que ha d e s
activado sus funciones utilitarias, descansa en sí m isma, con
tem pla su potencia de decir. En este sentido, la Comedia o los
Cantos o La semilla del llanto son la contem plación de la le n
gua italiana; la sextina de Arnaut Daniel, la contem plación
de la lengua provenzal; Trilce y los poemas postumos de Vallejo,
la contem plación de la lengua española; las Iluminaciones de
Rimbaud, la contem plación de la lengua francesa; los Himnos
de H óld erlin y la poesía de Trakl, la contemplación de la le n
gua alemana.
Y aquello que la poesía acom ete con la potencia de d e
cir, la política y la ñlosofía deben acometerlo con la potencia
de actuar. Haciendo inoperosas las operaciones económicas y
sociales, m uestran qué es lo que puede el cuerpo humano, lo
abren a un nuevo posible uso.
Spinoza ha definido la esencia de todas las cosas como el de
seo, el conatus, de perseverar en su propio ser. Si es posible
expresar una pequeña reserva con respecto a ese gran pen sa
miento, diría que me parece que en esa idea, como habíamos
visto en el acto de creación, habría que insinuar una pequeña
resistencia. Es verdad, todas las cosas desean perseverar en su
ser y se esfuerzan en hacerlo; pero, al mismo tiempo, resisten a
ese deseo y, al menos por un instante, lo vuelven inoperoso y lo
contemplan. Se trata, una vez más, de una resistencia interior
al deseo, de una inoperosidad interior a la operación. Pero sólo
ella confiere al conatus su justicia y su verdad. En una palabra
—y esto es, al menos en el arte, el elemento decisivo—, la gracia.
V Ó R T IC ES
El movimiento arquetípico del agua es la espiral. Si el agua que
recorre el lecho de un río encuentra un obstáculo, ya sea una
rama o el pilar de un puente, en correspondencia a ese punto
se genera un m ovimiento en espiral qne, si se estabiliza, asu
me la form a y la consistencia de un vórtice. Lo mism o puede
ocurrir si son dos corrientes de agua, de temperatura y veloci
dad distintas, las que se encuentran: también ahí verem os fo r
marse rem olinos que parecen quedarse inm óviles en el flujo
de las olas o de las corrientes. Pero tam bién la ondulación que
se forma sobre la cresta de la ola es un vórtice que, por efecto
de la fuerza de gravedad, se rompe en espuma.
El vórtice tiene su propio ritmo, que ha sido paragonado al
movimiento de los planetas entorno al Sol. Su interior se mue
ve a una velocidad más grande que su margen externo, así como
los planetas rotan con mayor o m enor velocidad según su d is
tancia con respecto al Sol. En su movimiento de espiral, se alar
ga hacia abajo para después dirigirse hacia lo alto en una especie
de íntima pulsación. Además, si se deja caer en el centro un ob
jeto —por ejem plo, un pedazo de madera en form a de lanza—,
mantendrá en su rotar constante la misma dirección, indicando
un punto cpie es, por decirlo así, el norte del vórtice. El cen
tro entorno al cual y hacia el cual el vórtice no cesa de g irares,
sin embargo, un sol negro en el que está activa una fuerza de as
piración o de succión infinita. Para los científicos, ese fenóm e
no se puede expresar diciendo que, en el punto del vórtice donde
el radio es igual a cero, la presión es igual a «m enos in fin ito » .
Reflexionem os sobre el estatuto especial de singularidad que
define el vórtice: es una forma que se ha separado del flujo de
agua del que form aba y, de algún modo, aún forma parte, una
región autónoma y cerrada en sí m ism a que obedece a leyes
que le son propias; sin embargo, está estrecham ente conec
tada al todo en el que está inm ersa, hecha de la m isma m ate
ria que continuamente se sustituye con la masa líquida que la
circunda. Es un ser en sí m ism o, pero no tiene una sola gota
que le pertenezca, su identidad es absolutamente inm aterial.
Es sabido que Benjam ín paragonó el origen a un vórtice:
El origen [Ursprung] está en el flujo del devenir como un vór
tice, y arrastra hacia él, a su propio ritmo, el material de la
proveniencia [Entstehung] [...]. Lo originario quiere ser cono
cido como restauración, poruña parte como restablecimiento
y, por otra, como algo inacabado y no concluido. En cada fe
nómeno de origen se determina la figura, en la cual siempre,
cada vez, una idea se confronta con el mundo histórico, hasta
que el mundo se cumple en la totalidad de su historia. Porque
el origen no emerge de la esfera de los hechos, sino que se
reñere a su prehistoria y su poshistoria [...]. La categoría del
origen no es, por tanto, como sostiene Cohén, una categoría
puramente lógica, sino histórica.
Tratemos de tomar en serio la imagen del origen como vó rti
ce. Ante todo, el origen cesa de ser algo que precede al deve
nir y queda separado de él en la cronología. Como el torbellino
en el curso del río, el origen es contemporáneo del devenir de
los fenóm enos, de donde extrae su materia, y en los que, sin
embargo, perm anece de alguna forma autónomo y cerrado. Y
porque acompaña al devenir histórico, tratar de com prender
este último signiñcará no llevarlo hacia atrás, hasta un origen
separado en el tiempo, sino sostenerlo y confrontarlo con algo
que, como un vórtice, sigue presente en él.
La com prensión de un fenóm eno es m ás clara si no se con
sidera su origen en un punto remoto en el tiem po. El arché,
el origen en vórtice que la investigación arqueológica busca
alcanzar, es un a p rio ri histórico que perm anece inm anente
ante el devenir, y continúa activo en él. Y tam bién en el cur
so de nuestra vida, el vórtice del origen perm anece hasta el
ñn al presente, acom paña nuestra existencia en cada in stan
te, silenciosam ente. En algunas ocasiones está más próxim o,
en otras se aleja hasta tal punto que no logram os asirlo ni e s
cuchar su fuente secreta. Pero, en los m om entos decisivos,
nos toma y nos arrastra dentro de él y, entonces, de golpe, nos
dam os cuenta de que no som os m ás que un fragm ento del
inicio que continúa girando en ese abism o del que proviene
nuestra vida, y nos hace rodar dentro hasta que no alcanza —a
menos que el azar nos lance fuera—el punto de presión negativa
inñnita y desaparece.
Hay seres que sólo desean dejarse engullir por el vórtice del
origen. Otros, en cam bio, que m antienen con el origen una
relación reticente y suspicaz, ingeniándoselas, en la m edida
de lo posible, para no ser absorbidos por el maelstrom. Otros,
finalmente, más cobardes o más ignorantes, que nunca se han
atrevido a echar dentro una mirada.
Los dos estados extremos de los líquidos —del ser—son la gota y
el vórtice. La gota es el punto en que el líquido se separa de sí,
entra en éxtasis (el agua cayendo o salpicando se separa en el ex
tremo en gotas). El vórtice es el punto en que el líquido se con
centra sobre sí, gira y va hasta el ñn dentro de sí mismo. Existen
seres-gota y seres-vórtice, criaturas que con todas sus fuerzas
buscan separarse en el exterior, y otros que obstinadamente
se vuelcan sobre sí mism os, penetrando siempre más adentro.
Pero es curioso que tam bién la gota, al volver a caer en el agua,
produzca un vórtice, se haga abismo y voluta a la vez.
I)ebemos concebir el sujeto no como una sustancia, sino como
un vórtice en el flujo del ser. No tiene otra sustancia que la del
único ser, pero con respecto a él posee una ñgura, una manera
y un movimiento que le perteneceny le son propios. Y es en ese
sentido como debemos concebir la relación entre la sustancia
y sus modos. Los modos son rem olinos en el campo inñnito
de la sustancia que, profundizando y girando sobre sí mism a,
se subjetiviza, toma conciencia de sí, sufre y goza.
Los nom bres —y todo nom bre es un nombre propio o un nom
bre divino—son vórtices en el devenir histórico de la lengua,
rem olinos en los que la tensión sem ántica y comunicativa del
lenguaje se abisma en sí m ism a hasta volverse igual a cero. En
el nom bre ya no decim os —o todavía no decim os—nada. Sólo
llamamos.
Y quizá por eso, en la representación ingenua del origen
del lenguaje imaginamos que prim ero están los nombres, d is
cretos y aislados como en un diccionario, y que luego n o so
tros los com binam os para form ar el discurso. Una vez más,
esta im aginación pueril se vuelve perspicaz si com prendemos
que el nom bre es, en realidad, un vórtice que horada e in te
rrum pe el flujo semántico del lenguaje, no sólo para abolirlo.
En el vórtice de la nom inación, el signo lingüístico, girando y
profundizando en sí mism o, se intensifica y se exaspera h as
ta el extremo, para después dejarse reabsorber en el punto de
presión infinita en donde desaparece como signo, para luego
reaparecer por el otro extremo como nom bre puro. Y el poe
ta es quien se sumerge en ese vórtice en el que todo, para él,
se vuelve nombre. Debe retom ar una a una las palabras sign i
ficantes del flujo del discurso y arrojarlas en el abism o, para
luego rencontrarlas en la lengua vulgar ilustre del poema como
nombres. Los nom bres son algo que alcanzamos —si los alcan
zamos—sólo después de haber descendido hasta el final en el
vórtice del origen.
54
¿EN EL N O M BRE DE QUÉ?
Hace muchos años, en un país no lejano de Europa en el que la
situación política era desesperada y la gente vivía deprim ida e
infeliz, pocos meses antes de la revolución que llevó a la caída
del soberano, circulaban cintas en las que se escuchaba a una
voz gritar:
¡En el nombre de Dios clemente y misericordioso! ¡Desper
tad! Desde hace diez años el soberano habla de desarrollo y,
sin embargo, la nación carece de los bienes de primera nece
sidad. Nos hace promesas para el futuro, pero la gente sabe que
las promesas del soberano son palabras vanas. Las condiciones
espirituales y materiales del país son desesperadas. Me dirijo
a vosotros, estudiantes, obreros, campesinos, comerciantes y
artesanos, para invitaros al combate, a formar un movimien
to de oposición. El ftn del régimen está próximo. ¡Despertad!
¡En el nombre de Dios clemente y misericordioso!
Esa voz fue escuchada por la gente oprim ida e infeliz, y el so
berano corrupto fue obligado a huir. También en nuestro país
la gente está triste y es infeliz, aquí la vida política tam bién es
apática y desesperada. Pero mientras aquella voz hablaba en el
nombre de algo —en el nom bre de Dios clemente y m isericor
dioso—, ¿en el nom bre de quién o de qué puede elevarse aquí
una voz, y hablar? Porque no basta con que quien habla diga
cosas verdaderas y exprese opiniones que puedan ser com par
tidas. Para que su palabra sea verdaderam ente escuchada debe
hablar en el nombre de algo. En toda cuestión, en todo discur
so, en toda conversación, en último análisis la pregunta deci
siva es: ¿en el nombre de qué estamos hablando?
Durante siglos, tam bién en nuestra cultura las palabras deci
sivas fueron pronunciadas, para bien y para mal, en el nombre
de Dios. En la Biblia, no sólo M oisés sino todos los profetas, y
Jesús mism o, hablan en el nom bre de Dios. En ese nombre se
ban edificado las catedrales góticas y pintado los frescos de la
Capilla Sixtina, y por am or a ese nombre fueron escritas la Di
vina Comedia y la Etica de Spinoza. Y tam bién en los momentos
cotidianos de desesperación o de alegría, de rabia o de esp e
ranza, era en el nombre de Dios que se profería o se escuchaba
la palabra. Pero tam bién es verdad que en el nombre de Dios
se em prendieron las Cruzadas, y se persiguió a los inocentes.
Desde hace tiem po los hom bres han dejado de hablar en el
nom bre de Dios. Los profetas —y quizá con razón—no gozan
de buena prensa, y aquellos que pien san y escriben no que
rrían que sus palabras fuesen consideradas como profecías.
Aun los sacerdotes dudan en invocar el nom bre de Dios fu e
ra de la liturgia. En su lugar, los expertos hablan en el nombre
de los saberes y las técnicas que representan. Pero hablar en el
nombre de nuestro saber o de nuestra propia competencia no
es hablar en el nombre de algo. Aquel que habla en el nombre
de un saber o de una técnica, por deñnición no puede hablar
más allá de los conñnes de ese saber y de esa técnica. Y frente
a la urgencia de nuestras preguntas y a la complejidad de nues
tra situación, sentimos oscuramente que ninguna técnica, que
ningún saber parcial pueden pretender darnos una respuesta.
Por ello, aun si estamos obligados a escucharlos, no creemos,
no podem os creer en las razones de los técnicos y de los ex
pertos. La «econom ía» y la técnica pueden —quizá—tom ar el
lugar de la política, pero no pueden darnos el nombre en nom
bre del cual hablar. Por eso, aún podemos nom brar las cosas,
pero ya no podemos hablar en el nombre.
Eso vale tam bién para el filósofo cuando pretende hablar en el
nombre de un saber que coincide con una disciplina académ i
ca. Si la palabra de la ñlosofía tenía un sentido, sólo era porque
rd >
no hablaba a partir de un saber, sino desde la conciencia de
un no saber, es decir, a partir de la suspensión de toda técnica
y de todo saber. La filosofía no es un ámbito disciplinario, sino
una intensidad que puede de golpe anim ar cualquier ámbito
del conocim iento y de la vida, constriñéndolo a enfrentarse
con sus propios lím ites. La ñlosofía es el estado de excepción
declarado en todo saber y en toda disciplina. Ese estado de ex
cepción se llama verdad. Pero no hablamos en el nombre de la
verdad. La verdad es el contenido de nuestro discurso. No po
demos hablar en el nombre de la verdad, sólo podem os decir
lo verdadero. ¿En nombre de qué puede hoy hablar el ñlósofo?
Esta pregunta tam bién es válida para el poeta. ¿En el nombre
de quién o de qué, y a quién o a qué puede dirigirse él hoy? La
posibilidad de una sacudida de la existencia histórica de un
pueblo —se ha dicho—parece haber desaparecido. El arte, la
ñlosofía, la poesía, la religión no están ya en grado, al menos
en Occidente, de asum ir la vocación histórica de un pueblo
para impulsarlo a una nueva tarea —y no se dice que esto sea un
mal—. Arte, ñlosofía, poesía y religión han sido transform ados
en espectáculos culturales y han perdido toda eñcacia h istóri
ca. Son nom bres de los cuales se habla, pero no palabras p ro
feridas en el nom bre.
Cualesquiera que sean las razones que nos han llevado a esto,
sabem os que ya no podem os h ablar en el nom bre de Dios.
Y, lo hem os visto, ni siquiera en el nom bre de la verdad, p o r
que la verdad no es un nom bre, sino un discurso. Y es la au
sencia de un nom bre lo que hace tan difícil, para quien tenga
algo que decir, tom ar la palabra. Sólo hablan los astutos y los
im béciles, que lo hacen en el nombre del mercado, de la cri
sis, de pseudociencias, de siglas, de partidos y ministerios, casi
siem pre sin tener nada que decir.
Quien encuentra al final el coraje para hablar, sabe que
habla - o , potencialmente, que calla—en el nombre de un nom
bre que falta.
H ablar —o callar— en el nom bre de algo que falta, s ig n ifi
ca experim entar o plantear una exigencia. En su form a pura,
la exigencia es siem pre exigencia de un nom bre ausente. Y,
viceversa, el nom bre ausente exige de nosotros que hablemos
en su nombre.
Se dice que una cosa exige la otra cuando, si la prim era es,
la segunda tam bién lo será sin que la prim era la im plique ló
gicamente o la constriña a existir. Lo que exige la exigencia es,
de hecho, no la realidad, sino la posibilidad de algo. La p o si
bilidad que se vuelve objeto de una exigencia es, sin embargo,
más fuerte que cualquier realidad. Por eso, el nombre que falta
exige la posibilidad de la palabra aun si nadie da el prim er paso
para proferirla. Pero aquel que se decide finalm ente a hablar
—o a callar—en el nom bre de esta exigencia, no necesita, para
su palabra o para su silencio, de ninguna otra legitim ación.
Para los cabalistas, los hom bres pueden hablar porque
su lengua contiene el nom bre de Dios («n o m bre de D ios» es
una tautología, porque en el judaism o Dios es el nom bre, el
shem ha-mephorash). La Torá, de hecho, no es otra cosa que la
com binación de las letras del nom bre de Dios; literalm ente,
está hecha de nom bres divinos. Por eso, escribe Scholem, « e l
nombre de Dios es el nom bre esencial que constituye el o ri
gen de todas las lenguas».
Si dejam os de lado las preocupaciones de los cabalistas,
entonces podemos decir que hablar en el nombre de Dios sig
nificará hablar en el nombre de la lengua. Esto, única y p re c i
samente, es lo que deñne la dignidad del poeta y del ñlósofo,
es decir, que hablan sólo en el nombre de la lengua. ¿Qué su
cede entonces cuando, en la modernidad, el nombre de Dios
comienza a retirarse de la lengua de los hom bres? ¿Qué es una
lengua de la cual ha desaparecido el nom bre de Dios? La r e s
puesta —precisa e inesperada—de Hólderlin es: la lengua de la
poesía, la lengua sin nom bre. « E l poeta», escribe, «n o n ece
sita de arm as / ni de astucias m ientras la ausencia de Dios lo
ayude».
Para el poeta la exigencia tenía un nombre: pueblo. Como Dios,
del cual muchas veces es sinónim o, el pueblo es, para el poe
ta, siem pre objeto y, al mismo tiem po, sujeto de una exigen
cia. De ahí el nexo constitutivo entre el poeta y la política, y de
ahí la diñcultad en la que se ve inm ersa, en un cierto punto, la
poesía. Porque si bien el pueblo, precisam ente por ser obje
to de una exigencia, sólo puede estar ausente, en el umbral de
la modernidad esa ausencia crece hasta revelarse intolerable. La
poesía de Hülderlin marca el punto en el que el poeta, que vive
como una catástrofe la ausencia del pueblo —y de Dios—, busca
refugio en la ñlosofía, debe hacerse ñlósofo. Revierte así la au
sencia en «ayuda» («m ientras la ausencia de Dios lo ayude»).
Sin embargo, esta tentativa sólo puede tener éxito si el ñlósofo
se vuelve poeta. Poesía y ñlosofía sólo pueden com unicar, de
hecho, en la experiencia de la ausencia del pueblo. Si tomamos
el término griego para « p u e b lo » , demos, y llamamos a esta ex
periencia «ad em ia», entonces la ademia es, para el poeta y para
el ñlósofo —mejor, para el poeta-ñlósofo o para el ñlósofo-poe-
ta—, el nombre del nexo indisoluble que une poesía y ñlosofía
y, además, el nom bre de la política en la que se encuentra v i
viendo (la democracia en la cual hoy vivim os es esencialmente
ademía); es, por tanto, una palabra vacía.
Y si el poeta y el ñlósofo hablan en el nombre de la lengua,
entonces ahora deben hablar en el nombre de una lengua sin
pueblo (es el proyecto de Ganetti y de Celan: escribir en una
lengua alemana que no tiene ninguna relación con el pueblo
alemán, salvar la lengua alemana de su propio pueblo).
Que los dos com pañeros de Hólderlin —Hegel y Schelling—no
hayan querido hacerse poetas (lo que no signiñca escribir poe
sía, sino experim entar la m isma catástrofe que, a partir de un
cierto punto, hace pedazos la lengua de Hólderlin), no carece
de interés. La ñlosofía moderna ha fracasado en su tarea p o
lítica porque ha traicionado su tarea poética, no ha querido o
no ha sabido arriesgarse en la poesía. Heidegger intentó pa
gar la deuda que la filosofía, de esta form a, había contraído
con Holderlin, pero no logró volverse un poeta, tuvo tem or del
«accidente ferroviario» que sentía aproxim arse en su lengua.
Por eso, tam bién para él, los nombres estuvieron ausentes; por
eso, al ñnal, tuvo que invocar un dios innom inado («Só lo un
dios puede salvarn os»).
Podem os hablar —o callar—sólo a p artir de la conciencia de
nuestra ademia. Pero quien ha debido renunciar al pueblo —y
no podía actuar de otra forma—, sabe que ha perdido el nombre
de la palabra, sabe que no puede ya hablar en su nombre. Sabe
—sin lamento ni resentim ientos—que la política ha perdido su
lugar, que las categorías de lo político se han derrumbado por
todas partes. Adem ia, anomia, anarquía son sinónim os. Y que
sólo intentando nom brar el desierto que crece en la ausencia
del nombre recuperará —tal vez—la palabra. Si el nombre era el
nombre del lenguaje, ahora él habla en un lenguaje sin nom
bre. Y sólo el que ha callado largo tiempo en el nombre puede
hablar en el sin-nom bre, en el sin-ley, en el sin-pueblo. A n ó
nim am ente, anárquicam ente, aprosódicamente. Sólo él tiene
acceso a la política, a la poesía por venir.
( > o
PASCUA EN EGIPTO
Por razones que, espero, serán evidentes, querría situar esta
breve reflexión bajo el título de «Pascua en Egipto». Existe
una frase en la correspondencia entre Ingeborg Bachmann y
Paul Celan que me ha conmovido de forma especial. Ignoro si
ya se ha reparado en ella, pero creo que esa frase permite com
prender de una forma diversa la vida y la poesía de Celan (la
vidayla poesía, que él nunca quiso ni pudo separar).
La frase en cuestión está en la carta de Celan a Max
Frisch, fechada el 15 de abril de 1959, como respuesta a la invi
tación de Frisch y de Ingeborg Bachmann para que los visitara
en Uetikon. Para declinar o, mejor, para posponer la invitación
hasta más tarde, Celan explica que debe ir a Londres «para la
Pascua judía de una tía» y, agrega, «si bien no recuerdo haber
salido nunca de Egipto, celebraré esta fiesta en Inglaterra».8
«Si bien no recuerdo haber salido nunca de Egipto, cele
braré esta ñesta en Inglaterra». Querría intentar reflexionar
sobre lo Imposible, casi lo Impensable que está contenido en
esta frase, y sobre la paradójica situación del judaismo (y de
Celan en el judaismo) que ahí está implícita.
Celan se sitúa como judío en Egipto, es decir, como ante
cediendo o, en todo caso, como no participando del éxodo de
los judíos de Egipto bajo la guía de Moisés, que la Pascua judía
conmemora y celebra.
8. Ingeborg Bachmann y Paul Celan, Troviamo leparole. Lettere 1948-1973, ed.
it. dirigida por F. Maione, nottetempo, Roma, 3010, p. 301 [trad. cast.
de Griselda Mársico y Horacio Zabaljáuregui, Tiempo del corazón. Corres
pondencia Ingeborg Bachmann Paul Celan, Fondo de Cultura Económica,
Buenos Aires, 301 al.
Se trata de algo mucho más radical que la reivindicación
de la galut, del exilio y de la diáspora, que los judíos asocian
com únm ente a la segunda destrucción del Templo. Celan se
coloca fuera del éxodo, en un judaism o sin M oisés y sin Ley.
Se ha quedado en Egipto, no queda claro en calidad de qué, si
prisionero, si libre o si esclavo; lo único cierto es que la única
morada que conoce es Egipto. No creo que sea posible im agi
nar un judaism o más lejano al ideal sionista.
Sólo después de haber leído esa frase, com prendí otra afirm a
ción de Celan que me había sido transm itida por el gran pintor
Avigdor Arikha, nacido tam bién él en Czernowitz, y tam bién
deportado. Eran los años de los prim eros combates en Pales
tina, y Avigdor, que se había enrolado en las tropas sionistas,
exhortaba a Celan a hacer lo m ism o por la patria común. La
respuesta de Celan fue simplemente: « M i patria es Bucovina».
Recuerdo que Arikha, contándome el episodio años después,
no lograba com prender el sentido de tal añrm ación. ¿Cómo
podía un judío pretender que su patria fuese Bucovina?
Creo que, si hubiese podido conocer la frase de Celan so
bre su n o -salid a de Egipto, A vigdor lo habría com prendido.
Para quien se ha quedado en Egipto, ni siquiera Jerusalén, la
ciudad davídica, podía se r la patria. Por eso cuando, en un
poem a de 1968 o 19 6 9 , Celan invoca Jeru salén («Alzate, J e
rusalén, ahora / levántate»), se reñere a sí mismo como aquel
«que ha cortado los vínculos contigo» (el alem án es aún más
fuerte: wer das Band zerschnitt zu dir hin, «q u ie n ha desgarra
do desde lo alto hasta lo profun do»), E llana Shm ueli, reco r
dando la breve, intensa estancia de Celan en Jerusalén algunos
m eses antes de su muerte, escribe: « Sab ía que no podía per^
ten ecer a este sitio, y eso lo golpeó de form a dolorosísim a,
casi huyó».
Más allá de la situación paradójica de un judaism o egipcio,
la frase contiene otra im posibilidad mucho más vertiginosa:
Celan, que nunca salió de Egipto, que en todas partes —París,
6?
Londres, Czernowitz o Jerusalén—perm anece en Egipto, debe
celebrar Pesach, la fiesta que conmemora la salida de Egipto.
Es sobre esta tarea im posible —celebrar Pesach en Egip
to—que querría reclam ar vuestra atención, porque creo que
nos perm itiría situar el lugar no sólo de la vida de Celan, sino
tam bién y, sobre todo, el de su poesía.
No es sorprendente, llegados a este punto, que la corres
pondencia con Ingeborg se abra con un poema dedicado a ella
que lleva por título (subrayado) « En Egipto» . Poema escrito
en Egipto, como todos los poem as de Celan, y dirigido a una
« e xtran jera» que, como nos inform a una carta posterior, se
volverá, en cierta forma, el fundamento y la justiñcación para
escribir poesía en Egipto.9
Creo que existe una correspondencia esencial entre la ce
lebración de la Pascua en Egipto y la situación de la poesía de
Celan. Comunican en la m isma atopia cuyo nombre es Egipto.
Esta correspondencia se vuelve aún más evidente si se recuerda
la particular im portancia que el térm ino Pesach, «P ascu a» ,
tiene para Celan. Sabemos que todo judío ortodoxo recibe en
el octavo día después de su nacim iento un nom bre secreto,
su «n om b re ju d ío » , que le es transm itido sólo oralm ente y
utilizado, sobre todo, en las celebraciones religiosas.
Celan, que había sido registrado en su acta de nacimiento
con el nom bre de Paul, recibió ocho días después como nom
bre secreto Pesach. Su nombre en la alianza con Abraham era
Pesach (y no Paul) Antschel. Todavía un año antes de su m uer
te, Celan lo recordaba « c o n solem n id ad » a llan a Shm ueli.
Todo eso se sabe, pero quizá no todos saben que su suicidio,
en abril de 19 70 , ocurrió durante las festividades de Pesach.
Celan, que nunca salió de Egipto, está obligado por su pro
pio nombre a la im posibilidad de celebrar la Pascua en Egipto.
Su poesía —como su nombre—es la «Pascua en Egipto».
9. Cfr. la carta de Celan a Bachmann del 3 i de octubre de 1957, ibíd., pp. 78
79-
Pero ¿qué es una Pascua —es decir, una conm em oración
del éxodo—que se celebra perm aneciendo en Egipto?
Creo que todo lo que Celan ha escrito en repetidas ocasio
nes sobre la im posibilidad y, al m ismo tiem po, sobre la n ece
sidad de su tarea poética, sobre su perm anecer en el mutismo,
pero también sobre el atravesar ese mutismo (tarea que la « e x
tran jera» Ingeborg parece com partir, desde el inicio hasta el
fin), creo que esa tarea se ilum ina de m anera particular si se
lo relaciona con la Pascua celebrada en Egipto.
«Pascua en Egipto» es, en ese sentido, la rúbrica bajo la
cual se escribe toda la obra de Paul (Pesach) Celan.
SO BRE LA D IFIC U LT A D DE L E E R
Querría hablaros no de la lectura y de los riesgos que comporta,
sino de un riesgo que es todavía anterior, es decir, de la d ifi
cultad o de la im posibilidad de leer; querría intentar hablaros
no de la lectura, sino de la ilegibilidad.
Todos vosotros habéis experimentado aquellos momentos en
los que quisiéram os leer, pero no lo logram os, en los que nos
obstinamos en hojear las páginas de un libro, pero el volumen
literalm ente se cae de nuestras manos.
En los tratados sobre la vida de los m onjes, ése era p re
cisamente el riesgo por excelencia al cual un m onje podía su
cum bir: la acedía, el dem onio m eridiano, la tentación más
terrible que amenaza a los homines religiosi se m anifiesta so
bre todo en la im posibilidad de leer. Esta es la descripción que
hace san Nilo:
Cuando el monje atacado por la acedía intenta leer, inquieto,
interrumpe la lectura y, un minuto después, se sumerge en el
sueño; se talla el rostro con las manos, extiende sus dedos y lee
algunas líneas más, mascullando el final de cada palabra que
lee; y, mientras tanto, se llena la cabeza con cálculos ociosos,
cuenta el número de páginas que le restan por leer y las hojas
de los cuadernos, y comienza a odiar las letras y las hermosas
miniaturas que tiene frente a sus ojos, hasta que por ftn cierra
el libro y lo utiliza como almohada para su cabeza, cayendo en
un sueño breve y profundo.
La salud del alma coincide con la legibilidad del libro (que es
tam bién, en el Medievo, el libro del mundo); el pecado, con
la im posibilidad de leer, con que el mundo se vuelva ilegible.
Sim one Weil hablaba, en este sentido, de una lectura del
mundo y de una no lectura, de una opacidad que resiste toda
interpretación y toda herm enéutica. Q uisiera que pu sieseis
atención a vuestros m om entos de no lectura y de opacidad,
cuando el libro del mundo cae de vuestras m anos, porque la
imposibilidad de leer os concierne tanto como la lectura y, qui
zá, es igual o aún más instructiva que ésta.
Existe tam bién otra im posibilidad de leer aún más radical, que
hasta no hace muchos años era bastante común. Me reñero a
los analfabetos, esos hombres olvidados demasiado rápido, que
tan sólo hace un siglo eran, al menos en Italia, la mayoría. Un
gran poeta peruano del siglo xx ha escrito en un poema: «p o r
el analfabeto a quien escrib o». Es importante com prender el
sentido de « p o r» : no tanto «p ara que el analfabeto me le a » ,
dado que por deñnición no podrá hacerlo, sino « e n su lu g a r» ,
como Prim o Levi decía dar testim onio por aquellos que, en la
jerga de Auschwitz, eran llam ados los m usulm anes, es decir,
los que no podían ni habrían podido testim oniar, porque poco
después de haber ingresado en el campo habían perdido toda
conciencia y toda sensibilidad.
Quisiera que reflexionarais sobre el estatuto especial de
un libro que está destinado a ojos que no pueden leerlo, y que
ha sido escrito por una mano que, en cierto sentido, no sabe
escribir. El poeta o el escritor que escriben para el analfabeto
o el musulmán intentan escribir aquello que no puede ser le í
do: sobre el papel colocan lo ilegible. Pero precisam ente eso
hace que su escritura se vuelva más interesante que la escritura
concebida para los que saben o pueden leer.
Existe otro caso de no lectura del que querría hablarles. Me
reñ ero a los libros que no han encontrado lo que Ben jam ín
llam aba la hora de la legibilidad, que han sido escritos y p u
blicados, pero están —quizá para siem pre—a la espera de ser
leídos. Podría nombrar, y también cada uno de vosotros, pien
so, libros que m erecían ser leídos y no lo lian sido, o lo han
sido sólo por muy pocos lectores. ¿Cuál es el estatuto de estos
libros? Pienso que, si estos libros son realm ente buenos, no
debem os hablar de una espera, sino de una exigencia. Esos
libros no esperan, sino que exigen ser leídos, aun si no lo han
sido y no lo serán jam ás. La exigencia es un concepto muy
interesante, que no se refiere al ám bito de los hechos, sino
a una esfera su perior y más decisiva, cuya naturaleza puede
cada uno de vosotros precisar a su gusto.
Pero ahora querría dar un consejo a los editores y a todos
aquellos que se ocupan de los libros: dejad de m irar las in fa
mes, sí, infam es clasiñcaciones de los libros más vendidos y
—presum iblem ente—más leídos y, en cambio, tratad de cons
truir en vuestra mente una clasiñcación de libros que m ere
cen ser leídos. Sólo una editorial fundada en esta clasiñcación
mental podría hacer que el libro saliera de la crisis que —por lo
que escucho decir y repetir—está atravesando.
Un poeta en una ocasión resum ió su poética en la fórm ula:
«L eer lo qne nunca ha sido e scrito » . Se trata, como podéis ver,
de una experiencia en cierto modo sim étrica a la del poeta que
escribe para el analfabeto que no puede leerlo: a la escritura sin
lectura corresponde, aquí, una lectura sin escritura. A condi
ción de precisar que tam bién los tiempos han sido invertidos:
ahí, una escritura a la que no sigue ninguna lectura; aquí, una
lectura que no está precedida por ninguna escritura.
Pero quizá en ambas formulaciones se habla de algo sem e
jante, es decir, de una experiencia de la escritura y de la lectura
que pone en cuestión la representación que casi siem pre h a
cemos de estas dos prácticas, tan estrechamente ligadas entre
sí que se oponen y, al mismo tiem po, reenvían a algo ilegible
e inescribible que las precede y que no cesa de acompañarlas.
H abréis com prendido que me reñero a la oralidad. Nuestra
literatura nace íntim amente ligada a la oralidad. Porque ¿qué
hace Dante cuando decide e sc rib ir en lengua vulgar, sino
precisam ente escrib ir lo que nunca ha sido leído y leer lo que
67
nunca ha sido escrito, es decir, aquel parlar materno analfabeto
que existia sólo en la dim en sión oral? E intentar poner por
escrito el hablar materno lo obliga no sólo a transcribirlo sino,
como todos sabéis, a inventar aquella lengua de la poesía, aquel
vulgar ilustre que no existe en ninguna parte y, como la pante
ra de los bestiarios m edievales, «expande por todas partes su
perfum e, pero no reside en ningún lugar».
Creo que no es posible com prender correctamente el gran
florecim iento de la poesía italiana del siglo xx si no se advierte
en ella algo como un reclamo de aquella ilegible oralidad que,
dice Dante, «sola y única, está prim era en la m e n te » . Si no se
entiende, claro, que está acompañada tam bién de un extraor
dinario florecim iento de la poesía en dialecto. Quizá toda la li
teratura italiana del siglo xx está atravesada por una mem oria
inconsciente, casi por una afanosa conm em oración del anal
fabetismo. Quien ha tenido entre sus manos uno de esos libros
a cuyas páginas escritas —o, m ejor, tran scritas—en dialecto
se opone la traducción en italiano, no ha podido no pregun
tarse, m ientras sus ojos recorrían inquietos ambas páginas, si
el lugar verdadero de la poesía no estaría, por azar, no en una
página o en la otra, sino en el espacio vacío entre ambas.
Y querría concluir esta breve reflexión sobre la dificultad
de la lectura preguntándome si eso que llamamos poesía no es,
en realidad, algo que incesantemente vive, trabaja y sustenta la
lengua escrita para restituirla a aquello ilegible de donde p ro
viene, y hacia lo cual se mantiene en viaje.
6H
D EL LIBRO A LA PAN TALLA.
A N T E S Y D E SP U É S D EL LIBRO
El último curso de Roland Barthes en el Gollége de France se
titula La preparación de la novela. Desde las prim eras páginas,
y casi como un presagio de la muerte inminente, Barthes evoca
el momento de la vida en que se comienza a com prender que
ser mortales no es un sentim iento vago, sino una evidencia. Y,
con ello, recuerda la decisión que tomó algunos m eses antes
de dedicarse, de una forma nueva, a la escritura, de « escrib ir
como si nunca lo hubiese hecho».
El tema del curso corresponde, de cierta forma, a esta de
cisión. Barthes lo com pendia en la fórm ula « q u e re r -e s c ri
b ir » , que designa el período «m al deñnido, mal estudiado»,
que precede a la redacción de la obra. En particular, ya que el
curso está dedicado a la «preparación de la n o vela», evoca, sin
profundizar, el problem a de la relación entre « e l fantasma de
la novela» y las notas preparatorias, los fragmentos, los apun
tes y, finalm ente, el pasaje de la novela-fragm ento a la novela
propiam ente dicha.
Este tema tan importante y tan «m al estudiado» es, sin
embargo, repentinam ente abandonado, y Barthes comienza a
hablar inesperadam ente del haiku japonés, un género poéti
co que conocemos sólo bajo su form a rígidamente codificada;
nada podem os im aginar mucho m enos adaptado para in d a
gar lo que se anunciaba en el título, y que más bien podríamos
resum ir en la fórm ula « e l antes del libro o del texto».
Utilizaré esta fórm ula —« e l antes del lib ro » —para referirm e a
todo lo que precede al libro y a la obra finalizada, a ese limbo,
a ese premundo o submundo de fantasmas, borradores, apun
tes, cuadernos, bocetos, versiones a los que nuestra cultura
no logra otorgar un estatuto legítim o ni una apariencia grá
fica adecuados, probablem ente porque sobre nuestra idea de
creación y de obra está el paradigm a teológico de la creación
divina del mundo, de esefiat incom parable que, según lo que
sugieren los teólogos, no es un facere de materia, sino un creare
ex nihilo, una creación que no está precedida de ninguna m a
teria, y que se cumple instantáneam ente, sin dudas ni a rre
pentim ientos, por un acto gratuito e inmediato de la voluntad.
A ntes de crear el m undo, D ios no hizo borradores ni tomó
apuntes —de hecho, el problem a del «an tes de la creación »,
la pregunta sobre qué hacía Dios antes de crear el mundo, en
teología, es un argum ento p roh ib id o—. El Dios cristiano es
hasta tal punto un Dios esencial y constitutivam ente creador,
que a los paganos y a los gnósticos que le hacían esa pregunta
incómoda, san Agustín los podía rebatir sólo irónicamente con
una amenaza que, en realidad, revela una im posibilid ad de
responder: «D ios tallaba bastones para dar golpes a quienes
hacían preguntas ilícitas» .
Aunque a san Agustín no le agrade —ni a Lutero, que muchos
siglos después retom aría casi con las m ism as palabras sus a r
gumentos—, en teología las cosas no son tan simples. Según una
tradición de origen platónica, que debía ejercer una profunda
influencia sobre la idea de creación artística en el Renacim ien
to, Dios poseía desde siem pre en su mente la idea de todas las
criaturas que habría de crear. Aun si no se puede hablar de
una m ateria ni de un esbozo, hay en Dios algo que precede a
la creación, un « a n te s» inm em orial de la obra que se habría
cum plido febrilm ente en el H exam erón bíblico. Y la cábala
conoce una tradición según la cual Dios habría creado el m u n :
do de la nada, es decir, la nada es la materia con la que ha hecho
su creación, la obra divina está literalm ente hecha de nada.
Es sobre este prem undo obscuro, sobre esta m ateria im p u
ra y prohibida, que querría tratar de arrojar una m irada con
la in ten ció n de pon er en duda la form a en que [tensam os
70
generalmente no sólo el acto de creación, sino tam bién la obra
terminada, y el libro en el que esa obra toma forma.
En 1927, Francesco M oroncini publica una edición crítica de
los Cantos de Leopardi. Se trata de una de las prim eras veces
en que el biólogo, en lugar de lim itarse a dar el texto crítico de
cada poema, publica, a través de una serie de recursos tipográ
ficos, no sólo el manuscrito de cada canto en su m aterialidad y
con todos sus detalles, con correcciones, variantes, anotacio
nes y apostillas del autor, sino que publica tam bién las prim e
ras versiones de los poemas y, cuando existen, sus «prim eros
im pulsos en p ro sa » . El lector, al inicio, está desorientado,
porque esas com posiciones perfectas que estaba acostum bra
do a leer de un golpe pierden toda consistencia fam iliar, se
dilatan y se extienden por páginas enteras, lo que perm ite al
lector recorrer hacia atrás el proceso tem poral que condujo
a la escritura de los poemas. Pero, de igual forma, con esa pro
longación a través del tiempo y del espacio, el poema parece
haber perdido su identidad y su lugar: ¿dónde están Le ricor-
danze, dónde el Canto nottumo, dónde L ’injinito? Restituidos al
proceso de su génesis, los poemas ya no son legibles como un
todo unitario, de la m isma form a en que nosotros no podría
mos reconocer un retrato donde el pintor hubiese pretendi
do representar, al mismo tiempo, las diferentes edades de un
mism o rostro.
He evocado lo que se ha llamado « e l prim er impulso en prosa»
que, en ciertos casos, por ejem plo El himno a los patriarcas, ha
sido conservado. ¿Qué son esas pequeñas páginas enigm áti
cas en prosa, que parecen una paráfrasis torpe y mal escrita
de los Cantos y que, sin embargo, contienen, con toda proba
bilidad, el núcleo de magma ardiente y casi el em brión vivo
de la poesía? ¿Cómo debemos leer esas páginas? ¿Con un ojo
en el texto term inado para tratar de com prender de qué fo r
ma un organism o perfecto ha podido desarrollarse a partir de
un fragm ento tan insignificante, o en ellas m ism as, como si
contrajeran m ilagrosam ente en pocas líneas el im pulso que
surge y el dictado de la poesía?
El problem a se com plica posteriorm ente si pensam os en
los borradores o en los esbozos, tanto en la literatura como
en las artes plásticas, a los que al im pulso original no siguió
ninguna obra completa. Los diarios de Kafka están llenos de
inicios —a veces brevísim os—de relatos jam ás escritos, y en la
Historia del Arte encontram os muchas veces esbozos que su
ponem os que se refieren a un cuadro que nunca fue pintado.
¿Debemos evocar la obra ausente, proyectando arbitrariam en
te los esbozos y los apuntes hacia un futuro im aginario, o d e
bem os apreciarlos, como parece más justo, en sí m ism os? Es
evidente que esta pregunta im plica que se revoque sin reservas
la diferencia, que suponemos evidente, entre la obra term ina-
d a y el fragmento. ¿Qué marca la diferencia, por ejemplo, e n
tre los libros y los artículos publicados por Simone Weil y sus
cuadernos de fragm entos postumos, que muchos consideran
su obra más importante, o, en todo caso, aquella en la que se
expresa de form a más acabada? Edgar Wind, en esa pequeña
obra maestra que es Arte y Anarquía, recuerda que los rom án
ticos, de Friedrich Schlegel a Novalis, estaban convencidos de
que los fragmentos y los esbozos eran superiores a la obra te r
minada, y dejaban por ello intencionadamente sus escritos en
un estado fragmentario. Y no muy diferente debía de ser la in
tención de Miguel Angel cuando decidió dejar sin term inar las
esculturas de la Sagrestia Nova.
Es instructivo señalar, en esta perspectiva, que desde hace
algunos decenios asistim os a un cam bio radical en la ecdó-
tica, es decir, en la ciencia que se ocupa de la edición de los
textos. En la tradición de la ñlología de Lachmann, los edito
res tenían la am bición de reconstruir un texto crítico, único
y, en la m edida de lo posible, deñnitivo. Quien haya tenido
entre sus manos la gran edición de H ólderlin publicada hace
poco en Alem ania, o aquella todavía en curso de las obras de
Kafka, sabe que, llevando al extremo el método de Moroncini,
reproducen todos los estadios de los m anuscritos sin hacer
ninguna distinción entre las distintas versiones y sin lim itar
las variantes y las versiones abandonadas al aparato crítico. Eso
im plica una transform ación decisiva en la form a de concebir
la identidad de la obra. Ninguna de las diferentes versiones
es el « te x to » , pues éste se presen ta como un proceso tem
poral potencialmente inñnito —tanto hacia el pasado, del cual
incluye todo esbozo, versión y fragmento, como hacia el futu
ro—cuya interrupción en un cierto punto de su historia, debida
a cuestiones biográficas o por decisión del autor, es puramente
contingente. Jam es Lord, en su libro Un retrato de Giacometti,l°
recuerda muchas veces que Giacometti no se cansaba de repe
tir, como ya lo había hecho Cézanne, que un cuadro nunca se
term ina, sim plem ente se lo abandona.
La cesura, que pone un ñnal al trabajo de la obra, no le
confiere el estatuto privilegiado de haber sido acometida: sólo
significa que la obra puede declararse terminada cuando, a tra
vés de la interrupción o del abandono, se constituye como frag
mento de un proceso creativo potencialmente infinito respecto
al cual la obra term inada sólo se distingue accidentalmente de
la obra incompleta.
Si esto es verdad, si toda obra es esencialm ente un fragm en
to, será lícito hablar no sólo de un « a n te s» , sino tam bién de
un « d e sp u é s» del libro, tan problem ático como aquél pero
aún menos estudiado.
En el 4,2:7, tres años antes de su muerte, san Agustín, que
ya tenía a sus espaldas una obra imponente, escribe las Retrac-
tationes. El término «retractación» —aun si no es utilizado bajo
su acepción jurídica de retirar o de declarar falso el testimonio
prestado en un proceso—tiene hoy sólo el significado peyora
tivo de desm entir o negar aquello que se ha dicho o escrito. 10
10. james Lord, Un ntratto di Giacometti, trad. it. di A. Fabrizi, nottetempo,
Roma 2004 [trad. cast. de Amaya Bozal Chamorro, Retrato de Giacometti,
Machado Grupo de Dislrilmción, S. I... Madrid, 20 0 2 1-
San Agustín lo utiliza, en cambio, bajo el signiúcado de « tr a
tar de n u evo ». Vuelve con humildad a los libros que ha escrito,
no sólo para enm endar sus defectos o sus im precisiones, sino
para esclarecer su sentido y sus objetivos y, de esta forma, los
retoma y, por así decirlo, continúa su escritura.
Casi quince siglos después, a únales de 1888 y principios
de 1889, Nietzsche repite el gesto de san Agustín y vuelve a los
libros que ha escrito, aunque con un tono emotivo opuesto al
de aquél. El título Ecce homo, que escoge para su « re tra cta
ció n » , es ciertamente una antífrasis, porque las palabras con
las que Pilato muestra a Jesús desnudo ante los judíos, flagela
do y coronado de espinas, se revierten aquí en una autogloriñ-
cación sin lím ites ni reservas. Después de haber declarado que
se consideraba, en cierto sentido, ya muerto, como su padre, se
pregunta « p o r qué escribo libros tan buenos» y, recorriendo
uno tras otro los libros hasta ese momento publicados, exp li
ca no sólo cómo y por qué nacieron, sino que sugiere también,
con la autoridad del auctor, cómo deben leerse y qué ha qu eri
do decir con ellos en realidad.
En ambos casos, la retractación supone que el autor pu e
da continuar escribiendo los libros que ya ha escrito, como si
hubiesen perm anecido hasta el ñnal como fragm entos de una
obra en curso que tiende, por ello, a confundirse con la vida. Es
una intención sim ilar la que debía impulsar el gesto legendario
de Bonnard, de quien se cuenta que entraba con un pincel en
los museos donde se conservaban sus cuadros y que, aprove
chando la ausencia de los guardias, los corregía y perfecciona
ba. El paradigma teológico de la creación divina muestra aquí
su otro rostro, según el cual la creación no se detuvo al sexto
día, sino que continúa de forma inñnita, porque si Dios cesara
un solo instante de crear el mundo, éste se destruiría.
Entre los escritores y cineastas del siglo xx, hay uno que ha
practicado la retractación en todos los sentidos del térm ino
—tam bién en el técnico-jurídico—porque, en un determ inado
momento de su vida, ha renegado y «ab ju rad o» de una parte
74
im portante de su obra: Pier Paolo Pasolini. En su caso, sin
embargo, la retractación se com plica hasta asum ir una forma
paradójica. En 19 9 a, el editor Einaudi publicó, bajo el título
Petróleo, una voluminosa obra postuma de Pasolini. El libro —si
se trata de un libro—está compuesto de i 33 fragmentos num e
rados, seguido de anotaciones críticas y de una carta a Alberto
M oravia. La carta es im portante porque Pasolini explica ahí
cómo ha concebido el « lib ro » en cuestión, que, agrega de in
mediato, «n o ha sido escrito como se escriben las verdaderas
novelas», sino como un ensayo, una recensión, una carta p ri
vada, o una edición crítica. Esta últim a definición es decisiva.
Un apunte de 1973, que los editores sitúan al inicio del libro,
precisa que «todo Petróleo (desde la segunda versión) deberá
presentarse bajo la form a de una edición crítica de un texto
inédito del que sólo sobreviven fragm entos, en cuatro o cinco
m anuscritos d iscord an tes». La coincidencia entre obra te r
minada y obra no-term inada es aquí absoluta: el autor escribe
un libro en form a de edición crítica de un libro inacabado.
Y no sólo el texto inacabado se vuelve indiscernible del texto
acabado, sino que tam bién, con una singular contracción del
tiempo, el autor se identifica con el filólogo que debe hacer la
edición postuma.
Es particularm ente significativo, en la carta a Moravia, el
fragmento donde el autor-editor declara que no se trata de una
novela, sino de la evocación de una novela no escrita:
Todo cuanto hay de novelesco en esta novela lo es sólo como
evocación de la novela. Si diese cuerpo a lo que aquí sólo es
potencia, e inventase la escritura necesaria para hacer de esta
historia un objeto, una máquina narrativa que funciona sola
en la imaginación del lector, debería aceptar forzosamente esa
convencionalidad que, en el fondo, es un juego. Y ya no quie
ro jugar.
Cualesquiera que hayan sido las razones biográficas que lleva
ron a Pasolini a hacer esta elección, nos encontramos frente a
73
un libro incompleto que se presenta como la «evocación» o la
retractación de una obra que jamás ha sido pensada como una
obra, es decir, como algo que el autor quisiese llevar a término.
«Evocación» significa aquí, en la misma medida, «re-evoca
ción»: la novela ausente es reevocada (o, mejor, evocada) a tra
vés de su revocación como novela. Y, sin embargo, sólo a través
de la relación con la obra no escrita, los fragmentos publicados
adquieren —aun si sólo es de forma irónica—su sentido.
Frente a casos como éstos es posible medir la insuñciencia de
las categorías a través de las cuales nuestra cultura nos ha acos
tumbrado a pensar el estatuto ontológico del libro y de la obra.
Desde Aristóteles, al menos, pensamos la obra (que los griegos
llamaban ergon) poniendo en relación dos conceptos: la poten
cia y el acto, lo virtual y lo real (en griego, d y n a m is y energeia,
ser-en-obra). La idea habitual, que se acepta como obvia, es
que lo posible y lo virtual —lo «antes» de la obra—preceden a
lo actual y a lo real, el ergon, la obra completa en la que aquello
que sólo era posible encuentra, a través de un acto de voluntad,
su realización. Eso signiñca que, en el esbozo y en el apunte,
la potencia no se ha transferido ni agotado integralmente en
el acto, el «querer-escribir» se ha quedado inmaterializado
e incompleto.
Y, sin embargo, en Petróleo, según toda evidencia, el libro
posible o virtual no precede a sus fragmentos reales, sino que
pretende coincidir con ellos —y, sin embargo, ellos no son
más que la evocación o la revocación del libro posible—. ¿Y
acaso no contiene cada libro un resto de potencia, sin el cual
su lectura y su recepción no serían posibles? Una obra en que
la potencia creativa estuviese totalmente apagada no sería una
obra, sino cenizas y sepulcro de la obra. Si queremos com
prender verdaderamente ese curioso objeto que es el libro,
entonces debemos hacer más compleja la relación entre la
potencia y el acto, lo posible y lo real, la materia y la forma,
e intentar imaginar una posibilidad que tiene lugar sólo en
lo real, y lo real que no cesa de hacerse posible. Y quizá sólo
esta criatura híbrida, este no-lugar en que la potencia no des
aparece, sino que se mantiene y danza, por así decirlo, en el
acto, merece ser llamada «obra». Si el autor puede volver a
la obra, si el antes y el después de la obra no deben ser sim
plemente olvidados, eso no se debe a que el fragmento y el es
bozo sean más importantes que la obra, tal y como pensaban
los románticos, sino a que la experiencia de la materia —que
para los antiguos era sinónimo de potencia—es en ellos per
ceptible inmediatamente.
Ejemplares, bajo esta perspectiva, son dos obras literarias que,
de forma eminente, se proponen como «libros» y en las cua
les, sin embargo, esta atopiay casi inconsistencia ontológica
del libro son llevadas hasta el límite. La primera es Nuovo com -
m ento [Nuevo com entario], que Giorgio Manganelli publica en
1969 en Einaudi, y que Adelphi ha reimpreso en 1993. Adelphi
es una editorial que tiene muchos méritos y, sin embargo, en el
caso de Manganelli se ha mostrado carente de escrúpulos, pues
ha eliminado las solapas escritas por el autor que, como todos
los lectores de Manganelli saben, formaban parte integral de
sus libros, para luego publicarlas todas en un único volumen.
Pero, en esta ocasión, la reedición del Nuovo com mento incluyó
las reproducciones de la solapa y de la ilustración de la por
tada de la edición original —a la que la solapa se reñere—en
un apéndice especial, y que representa, según las palabras del
autor, una explosión alfabética inmóvil de letras, ideogramas
y símbolos tipográñcos, de los que el libro sería el soporte o
el comentario. Nuovo com m ento se presenta como una serie de
notas sin texto que son, algunas veces, largas notas a un signo
de puntuación (un punto y coma), y que, al ocupar toda la pá
gina, se vuelven, no se sabe cómo, relatos en sí mismos. La hi
pótesis de Manganelli no es solamente la de la inexistencia del
texto sino —y en la misma medida—la de una autonomía, por así
decirlo, teológica, del comentario; sin embargo, precisamente
por esa razón, no podemos decir simple y llanamente que el
texto está ausente: más bien, en cierto sentido, como Dios, está
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en todas partes y en ninguna, e incluye su propio comentario
y se deja incluir en él, y asi se vuelve imperceptible, como una
glosa interlineal que hubiese borrado o devorado las líneas del
texto sagrado que comenta.
Tal vez la mejor definición del libro está contenida en un
pasaje de la carta que Calvino escribió al autor en la que le des
cribe sus impresiones como lector:
Se comienza diciendo: he comprendido todo, un comentario
a un texto que no existe, es una lástima que se comprenda el
juego desde el inicio, cómo hará para mantenerlo sin ninguna
narración [...] luego, cuando ya no lo esperamos, recibimos el
delicioso regalo de las narraciones verdaderas; en un momen
to, a través de un proceso de acumulaciones, llegamos a cierto
umbral en el que una iluminación inesperada nos alcanza.- pero
¡es verdad, el texto es Dios y el universo! ¿Cómo no he podido
entenderlo antes? Entonces lo leemos desde el principio cons
cientes de que la llave es el texto, es el universo como lenguaje,
discurso de un Dios cuyo único significado es la suma de los
significantes, y todo se sostiene de forma perfecta."
En esta lectura teológica, el Nuovo com m ento se identiñca con
el universo (el libro-mundo es, por otra parte, un célebre to
p o s medieval) y con Dios, pero con un Dios que se asemeja
más bien al Dios de la tradición cabalística, que la Torá había
creado originalmente no en forma de nombres y preposiciones
signiñcantes, sino como u n p a tc h w o rk incoherente de letras
sin orden ni articulación. Sólo después del pecado de Adán,
Dios dispuso las letras de la ilegible y originaria Torá (la Torá
de Atzilut) para que formase las palabras del Libro de los li
bros (la Torá de Beriáh); pero, precisamente por esa razón, el
advenimiento del Mesías coincidirá con la restauración de la1
11. Carta de Italo Calvino a Giorgio Manganelli del 7 de marzo de 1969, en el
apéndice a Giorgio Manganelli, Nuovo commento, Adelphi, Milán, 1993,
pp. 149 -150 .
Torá en la que las palabras explotarán y las letras serán resti
tuidas a su pura materialidad, a su desorden sin signiñcado (u
omnisigniñcante).
De ahí, en el libro de Manganelli, la importancia decisiva
de la ilustración de la portada que, curiosamente, escapó a Gal-
vino. En el instante mismo en que se identiñca con el mundo y
con Dios, el libro explota —o sufre una implosión—en una dise
minación de letras y de signos tipográficos: explosión que, sin
embargo, siendo la explosión de un libro, tiene la forma de un
cuadrado, es decir, mantiene la forma de la página; pero de una
página puramente ilegible que, siendo idéntica al mundo, ya
no supone ninguna referencia a él.
De ahí, también, la proximidad del Nuovo com m ento de Man
ganelli con el libro que constituye, verosímilmente, su ar
quetipo: el llamado livre de Mallarmé. En 1957, casi sesenta
años después de la muerte del poeta, Jacques Scherer publica,
en Gallimard, un libro en cuyo frontispicio el título reza: Le
« L iv r e » de M a llarm é. Sobre el título, que atribuye el «libro»
en cuestión a Mallarmé, el nombre del autor es, sin embargo,
Jacques Scherer. La posición del autor es, en realidad, inde-
cidible, pues el ilegible manuscrito inédito que conforman las
202 páginas escritas a mano por Mallarmé está precedido por
un texto de igual magnitud del editor —una especie de isago
ge metafísica no firmada como tal—y seguido de otro texto en
el que Scherer propone una «puesta en escena» del «libro»
compuesta de palabras y frases contenidas en los manuscritos,
pero ordenadas por el editor para formar una especie de drama
o misterio teatral.
Todos saben que Mallarmé, convencido de que «el mun
do existe sólo para terminar en un hermoso libro», persiguió
toda su vida el proyecto de un libro absoluto en el que el azar
—le h az ard — debía ser eliminado por completo de todo el pro
ceso literario. Para ello era necesario eliminar, ante todo, al
autor, porque «la obra pura implica la desaparición elocutoria
del poeta». Debía, entonces, abolirse el azaren las palabras,
puesto que cada una de ellas era el resultado de la unión con
tingente de un sonido y de un sentido.
Pero ¿de qué forma hacerlo? Incluyendo elementos ca
suales en un conjunto necesario y más vasto: ante todo, el ver
so, que «de muchos vocablos forma una lengua total, nueva
y extranjera a la misma lengua», y luego, en un progresivo
crescendo, la página, constituida —bajo el ejemplo impuro del
ajfich e publicitario, a los que ponía atención excesiva Mallar-
mé—como una nueva unidad poética en una visión simultánea
que incluye los blancos y las palabras diseminadas en ella. Y,
por ñn, el «libro», comprendido no como un objeto mate
rial legible, sino como un drama, un misterio teatral, o como
una operación virtual que coincide con el mundo. Al parecer
Mallarmé pensaba en una especie d e p erfo rm a n ce o ballet en
el que 34 lectores-espectadores habrían leído 34 folios dis
puestos, cada vez, de diversa forma. Juzgando el libro publi
cado por Scherer, el resultado es que el libro-mundo explota
en una serie de folios ilegibles colmados de signos, palabras,
cifras, cálculos, apuntes, grafemas. El manuscrito encerrado
en el livre es, en realidad, por una parte, una masa de cálculos
incomprensibles, hechos de multiplicaciones, sumas y ecua
ciones y, por otra parte, una serie de «instrucciones de uso»
tan meticulosas como inaplicables.
La «tirada de dados» del «libro» que tiene la pretensión
de identiñcarse con el mundo elimina el azar sólo a condición de
que el libro-mundo explote en una palingenesia, ella misma
necesariamente casual. Como en el ñn del mundo de la tra
dición cristiana, el último día es la recapitulación integral de
aquello que se destruye y se pierde para siempre: la ekpyrosis,
la consumación en el fuego, coincide con la a n akep h a laio sis, la
recapitulación puntual del todo.
Debería estar claro, llegados a este punto, que el libro es
—o, al menos, pretende ser—algo mucho menos sólido y tran
quilizador de lo que estamos acostumbrados a pensar. En pa
labras de Manganelli, «su presencia se ha vuelto tan elusiva y
agresiva que podría estar en ninguna parte y en todas partes»
Ho
y, siguiendo la intención de Mallarmé, se ha consumado por
completo y se ha vuelto absolutamente virtual. El «libro» es
aquello que no tiene lugar ni en el libro ni en el mundo y que,
por ello, debe destruir el mundo y a sí mismo.
Será oportuno, después de esta breve excursión metafísica,
intentar interrogar la historia material y, por así decirlo, « fí
sica» del libro —aun si ésta es mucho más inaccesible de lo
que parece a primera vista—. El libro, tal y como lo conocemos,
aparece en Europa entre el siglo ivy el v de la era cristiana. Este
es el momento en el qne el codex —término técnico para el libro
en latín- sustituye al volum en y al rollo, que eran las formas
normales del libro en la Antigüedad clásica. Basta reflexionar
un momento para darse cuenta de que se trató de una verda
dera revolución. El volum en era un rollo de papiro (más tarde
de pergamino) que el lector desenvolvía con la mano derecha,
sosteniendo con la izquierda la parte que contenía el u m b i-
licus, es decir, el cilindro de madera o de marñl en torno al
cual se envolvía sobre sí mismo el volumen. En el Medievo, al
volum en se le agregó el rotulus que, de forma diversa a aquél,
se desenvolvía de arriba abajo, y que era destinado al teatro y
a las ceremonias.
¿Qué ocurrió en el pasaje del volum en al codex, cuyo ar
quetipo se encontraba en las tabletas recubiertas de cera,
y que los antiguos utilizaban para anotar sus pensamientos,
sus cálculos y para otros usos privados? Con el códice comien
za a existir algo absolutamente nuevo a lo que hoy estamos tan
acostumbrados que olvidamos la importancia decisiva que ha
tenido en la cultura material y espiritual y hasta en el imagina
rio de Occidente: la página. Cuando el volumen se desplegaba,
dejaba aparecer un espacio homogéneo y continuo, colma
do de una serie de columnas de escritura yuxtapuesta. A este
espacio continuo, el códice —o eso que hoy llamamos libro-
impone una serie discontinua de unidades claramente delimi
tadas —la página—en las que la columna tenebrosa o purpúrea
de la escritura está delimitada por todas partes por un margen
H
blanco. El volum en, perfectamente continuo, abrazaba todo el
texto como el cielo las constelaciones que en él se escriben;
la página, unidad discontinua y en sí misma cerrada, separa
siempre los diferentes elementos del texto, que la mirada re
coge como un todo aislado y que debe desaparecer físicamente
para permitir la lectura de la página sucesiva.
Al primado del libro, que sustituye progresivamente al volu
men, contribuyeron razones de orden práctico: un mayor con
trol, la posibilidad de aislar y encontrar mucho más fácilmente
un pasaje del texto y, gracias a la multiplicación de las páginas,
mayor capacidad de contenido. Es evidente, por ejemplo, que
sin la página el proyecto del livre de Mallarmé no habría podido
siquiera pensarse. Pero existieron razones aún más esenciales,
incluso de orden teológico. Los historiadores han anotado que
la difusión del códice sobrevino sobre todo en un ambiente
cristiano, y avanza al ritmo que lo hace el cristianismo. Los
manuscritos más antiguos del Nuevo Testamento, que provie
nen de un tiempo en el que el primado del códice no había
terminado de imponerse, tienen la forma de un códice y no
de un volumen. Se ha observado, en este sentido, que el libro
se correspondía con la concepción lineal del tiempo propia
del mundo cristiano, mientras que el volumen, con su desen
volvimiento, se correspondía mejor con la concepción cíclica
del tiempo propia de la Antigüedad clásica. El tiempo de la
lectura reproducía, en cierto modo, la experiencia del tiempo
de la vida y del cosmos, y hojear un libro no era lo mismo que
desenvolver el rollo de un volum en.
El declive y la desaparición progresiva del volumen en el
ámbito cristiano podían tener también otra razón, aun si ésta
era estrictamente teológica, y que reflejaba de alguna forma el
conflicto y la ruptura entre la iglesia y la sinagoga. En la sina
goga, en la pared que mira hacia Jerusalén, se custodia el Arca
de la Ley, aron h a-q o d esh , que contiene el texto de la Torá. Ese
texto tiene siempre la forma de un volum en . El texto sagra
do es, para los judíos, un rollo; para los cristianos, un libro.
Evidentemente, los judíos utilizan también ediciones impre
sas de la Torá que tienen la forma de un libro: pero el arqueti
po que trasciende estos libros es un volum en y no un codex. El
Nuevo Testamento, en cambio, como el misal romano y cual
quier otro texto cultual de los cristianos, no se distingue, en
cuanto a la forma, de un libro profano.
En todo caso, cualesquiera que sean las razones que han
conducido al triunfo del libro, la página adquiere en el Occi
dente cristiano un significado simbólico que la eleva al rango
de una verdadera im ago m u n d i e im ago vitae. Lo que el libro de
la vida o del mundo, al abrirse, deja ver, es siempre la página,
escrita o iluminada: opuesta a ella, la página blanca se trans
forma en el símbolo, angustiante y al mismo tiempo fecundo,
de la pura posibilidad. Aristóteles, en su tratado sobre el alma,
había paragonado la potencia del pensamiento a una tabla para
escribir en la cual nada está aún escrito, y en la que todo puede
ser escrito: en la cultura moderna, la página blanca simboliza
la pura virtualidad de la escritura frente a la cual el poeta o el
novelista invocan, desesperados, la inspiración que les per
mitirá traducirla en algo real.
¿Qué ocurre hoy cuando el libro y la página parecen haber ce
dido su lugar a los instrumentos informáticos? Las diferencias
y las semejanzas, las analogías y las anomalías parecen, al me
nos en la superficie, sobreponerse unas a otras. El ordenador
acepta la misma paginación del libro pero, al menos hasta su
más reciente evolución, que permite «hojear» el texto, éste se
desenvuelve no como un libro, sino como un rollo, de arriba
abajo. En la perspectiva teológica que hemos apenas evoca
do, el ordenador se presenta como una solución intermedia
entre el misal romano y el rollo del aron h a-q o desh , como una
especie de híbrido judeo-cristiano, y ésta es la razón que con
tribuyó a su casi indiscutible primado.
Existen, sin embargo, diferencias y analogías más pro
fundas, sobre las cuales habría que aclarar algunas cosas. Un
lugar común que muchas veces, de forma incauta, escuchamos
repetir, es que, del pasaje del libro a los instrumentos digitales,
lo que está enjuego es el cambio de algo material a algo virtual.
La premisa tácita es que lo material y lo virtual designan dos
dimensiones opuestas, y que lo virtual es sinónimo de inma
terial. Ambas suposiciones son, si no completamente falsas,
al menos demasiado imprecisas.
La palabra «libro» proviene de un término latino que sig
nifica, en origen, «madera, corteza». En griego, el término
para «materia» es h yle, que signiñca, precisamente, «made
ra, selva» —o, como traducen los latinos, silva o m ateria, que es
el término para designar a la madera como material de cons
trucción, distinto a lign iu m , que es la leña que arde—. Para el
mundo clásico, sin embargo, la materia es el lugar mismo de
la posibilidad y de la virtualidad: es, de hecho, la posibilidad
pura, lo «sin forma» que puede recibir o contener todas las
formas, y cuya forma es, de alguna manera, la huella. Es de
cir, según la imagen de Aristóteles que hemos mencionado, la
página blanca, la tablilla para escribir sobre la cual todo pue
de ser escrito.
¿Qué le ocurre a esta página blanca, a esta pura materia,
en el ordenador? En cierto sentido, el ordenador no es más que
una página blanca que se ha inmovilizado en ese objeto que,
con un término sobre el cual debemos reflexionar, llamamos
«pantalla». Este vocablo, que deriva del antiguo verbo alemán
skirm ja n , que signiñca «proteger, reparar, defender», apa
rece pronto en italiano, y en un lugar eminente. En el quinto
capítulo de la Vita nuova, Dante narra haber decidido escon
der su amor por Beatrice y, para ello, hace una «pantalla de
la verdad» sirviéndose de otra «mujer gentil». La metáfora
es, evidentemente, óptica, porque la mujer en cuestión se enr
contraba por azar en mitad de la «línea recta que partía de la
gentilísima Beatrice y que terminaba en mis ojos», de forma
que todos los presentes creían que la mirada de Dante se di
rigía a ella, y no a Beatrice. Dante utiliza varias veces el térmi
no «pantalla» en el sentido de defensa y obstáculo material,
como cuando dice que los flamencos, para proteger sus tierras,
«crean una pantalla para que el mar se aleje», o cuando des
cribe el alma que, como una mariposa angelical, «vuela hacia
la justicia sin obstáculos».
¿Cómo es posible que una palabra que significa «obstácu
lo, defensa» haya podido adquirir el significado de «superficie
sobre la que aparecen las imágenes»? ¿A qué llamamos pan
talla? ¿Qué es lo que, en los instrumentos digitales, captura de
forma tan tenaz nuestra mirada? Lo que en realidad ocurrió es
que, en las pantallas, la página-soporte material de la escritura
se separó de la página-texto. En un libro que todos deberían
haber leído, E n el viñ ed o d el texto, Ivan Illich ha demostrado
cómo, a partir del siglo xn, una serie de pequeños dispositi
vos técnicos permiten a los monjes imaginar el texto como algo
autónomo con respecto a la realidad física de la página. Pero la
página, que derivaba etimológicamente de un término que de
signaba el sarmiento de la vid, era aún para ellos una realidad
material en la que la mirada podía «pasear» y moverse para
recoger los caracteres de la escritura, así como la mano recoge
los racimos de la uva (legere significa, en origen, «recoger»).
En los instrumentos digitales, el texto, la página-escri
tura, codiñcada en un código numérico ilegible para los ojos
humanos, se ha emancipado completamente de la página-so
porte, y se limita a transitar como un espectro sobre la panta
lla. Y esta ruptura de la relación página-escritura, que deñnía
el libro, ha generado la idea —cuando menos imprecisa—de
una inmaterialidad del espacio informático. Lo que en reali
dad ocurre es que la pantalla, el «obstáculo» material, perma
nece invisible y no visto en aquello que deja ver. El ordenador
está construido, por tanto, de forma que los lectores no vean
nunca la pantalla como tal, en su materialidad, porque apenas
al encenderla se colma de caracteres, símbolos o imágenes.
Quien utiliza un ordenador, un iPad o un Kindle, mantiene
durante horas la mirada sobre una pantalla que no ve nunca
como tal. Si la percibe como pantalla, si la pantalla permanece
en blanco o, peor aún, se oscurece y se vuelve completamente
negra, significa que el instrumento no funciona. Como en la
doctrina platónica de la materia, que los antiguos considera
ban particularmente difícil de comprender, la materia, la ch o
ra, es aquí aquello que, sin ser percibido, da lugar a todas las
formas sensibles.
El dispositivo digital no es inmaterial, sino que se funda
sobre una obliteración de su propia materialidad: la pantalla
«es protección» de sí misma, esconde la página-soporte —la
materia—en la página-escritura, ésta, sí, vuelta inmaterial o,
más bien, espectral, si el espectro es algo que ha perdido su
cuerpo, pero que conserva, de algún modo, su forma. Y aquellos
que utilizan este dispositivo son lectores o escritores que han
debido renunciar, sin darse cuenta, a la experiencia —angus
tiante y al mismo tiempo fecunda—de la página en blanco, de
aquella tableta para escribir sobre la que nada está escrito, y que
Aristóteles paragonaba con la pura potencia del pensamiento.
Querría proponer, llegados a este punto, una definición
mínima de pensamiento, y que me parece particularmente
pertinente. P en sa r sig n ifica recordar la p á g in a en blanco m ie n
tras se escribe o se lee. Pensar —pero también leer—significa re
cordar la materia. Y, así como los libros de Manganelli y de
Mallarmé no eran más que una tentativa de llevar el libro a la
pura materialidad de la página en blanco, de la misma forma,
quien utiliza un ordenador debería de ser capaz de neutralizar
la ficción de inmaterialidad que nace del hecho de que la pan
talla, el «obstáculo» material, lo sin forma del que todas las
formas no son más que la huella, permanece obstinadamen
te invisible.
OPUS ALCHYMICUM
R lavoro su di sé [El trabajo sobre sí] es el título que Claudio Ru-
gañori dio a la edición que él mismo preparó de un volumen de
cartas de René Daumal. La tesis es límpida y se enunciada sin
reservas: el autor en cuestión no pretendía producir una obra
literaria, sino actuar sobre sí, para transformarse o recrear
se (Daumal dice también: «salir del sueño, despertarse»).
Escribir forma parte de una práctica ascética en que la produc
ción de la obra pasa a segundo plano con respecto a la trans
formación del sujeto que escribe. «Naturalmente», confía a su
maestra Jeanne de Salzmann, «eso vuelve mi trabajo de escri
tor mucho más arduo, pero también mucho más interesante y
espiritualmente más fecundo [...]. El trabajo se vuelve siempre
más un "trabajo sobre mí” que un trabajo "para mí” » .12
Desde sus inicios, cuando animaba con Roger Gilbert-Le-
comte la revista Le Grand Jeu, su práctica de escritura era acom
pañada —o, mejor, guiada—por experiencias que no parecían,
a primera vista, tener ninguna relación con la literatura (una
de las más extremas era la respiración de los vapores del te-
tracloruro de carbono hasta perder la consciencia, con el pro
pósito de aferrar el umbral que existe entre la consciencia y la
inconsciencia, la vida y la muerte). Más tarde, después de su
encuentro con las enseñanzas de Gurdjieff y la lectura de los
Vedas y de los Upanishad, Daumal abandona esos experimentos
(en particular el recurso a las drogas, de las que Gilbert-Le-
comte, en cambio, nunca se apartaría) y orienta el «trabajo
sobre sí» hacia una dirección cada vez más espiritual. Trata
12. René Daumal, II lavoro su di sé: lettere a Geneviéve e Louis Lief, edición de C.
Rugaiiori, trad. il. de C. Campagnolo, Adelphi, Milán, 1998, p. 118.
de liberarse del pequeño número de «poses» intelectuales y
sentimentales en las que estamos prisioneros y, de esa forma,
acceder a una verdadera transformación de uno mismo. «Aho -
ra comprendo mejor», escribe dos años antes de su muerte,
«lo que decían los cabalistas y los hasidim sobre los "resplan
dores” (las fuerzas) encerradas en las cosas, y que el hombre
tiene la función de "salvar” —es decir, que no las toma para si,
para encerrarlas deñnitivamente en una prisión más grande,
sino que al ñnal las restituye a la Fuerza de las fuerzas—. ¿Re
cordarse a sí mismo no signiñca, quizá, bajo cierto aspecto,
sentirse entre las fuerzas inferiores y las fuerzas superiores,
desgarrado entre ambas, pero con la posibilidad de transfor
mar unas en otras?».13
Aun cuando está completamente concentrado en el trabajo
sobre sí, Daumal no abandona nunca la escritura. A princi
pios de los años cuarenta, comienza a escribir una especie de
relato en el que su investigación espiritual parece encontrar
su cifra definitiva: E l M onte A n á lo g o .H «Estoy escribiendo un
relato más bien largo», anuncia a un amigo, «en el que se verá
a un grupo de seres humanos que han comprendido que están
prisioneros, que han comprendido que tienen, antes que nada,
que renunciar a esa prisión (porque el drama es que ahí se
sienten bien) y que parten en busca de una humanidad supe
rior libre de toda prisión, junto a la cual podrán encontrar la
ayuda necesaria. Y la encuentran, porque algunos compañeros,
y yo mismo, hemos encontrado realmente la puerta. Sólo a par
tir de esa puerta comienza una vida real. Este relato tendrá la
forma de una novela de aventuras titulada E l M onte A nálogo: es
la montaña simbólica que une el Cielo y la Tierra; un camino
que debe materialmente, humanamente, eodstir, porque de otra
forma nuestra situación sería desesperada. Probablemente,
1 3 . ídem, p. 121.
14. Existe traducción al castellano de María Teresa Gallego, Atalanta, Gero
na, 2006. IN. de los E. I
HB
algunos fragmentos serán publicados en el próximo número
de la revista M esures » ,15
La distancia entre lo que está en juego —la puerta que une
el cielo y la tierra—y la «novela de aventuras», de la que al
gunos extractos serán publicados en una revista literaria, es
flagrante. ¿Por qué el trabajo sobre si, que debe conducir a la
liberación espiritual, necesita del trabajo en una obra? Si el
Monte Análogo existe materialmente, ¿por qué darle la for
ma de una ñcción narrativa que se presenta, al inicio, como
un «tratado de alpinismo psicológico», y a cuyo autor no le
interesaba que fuese considerada entre las obras maestras de
la literatura del siglo xx? A partir del momento en el que Dau-
mal no pretende poner su novela en el mismo plano de aque
llas que él nombra «las grandes Escrituras» reveladas (como
los Evangelios o los Upanishad), ¿no deberíamos entonces
preguntarnos si, tal vez, como ocurre en toda obra literaria, el
Monte Análogo existe sólo análogamente en la escritura que
lo nombra? Si acaso, por alguna razón, el trabajo sobre si sea
posible únicamente bajo la forma incongruente, al menos en
apariencia, de la escritura de un libro.
La idea de que trabajar en una obra de arte pueda implicar una
transformación del autor—es decir, en último análisis, de su
vida—habría resultado, con toda probabilidad, incomprensible
para los antiguos. El mundo clásico conocía, sin embargo, un
lugar —Eleusis—en el que los iniciados a los misterios asistían
a una especie de pantomima teatral de cuya visión (la epopsia)
salían transformados, y más felices. La catarsis, la purifica
ción de las pasiones que experimentaban, según Aristóteles,
los espectadores de una tragedia, contenía tal vez un débil eco
de la experiencia eleusina. El hecho de que Eurípides haya sido
acusado de haber revelado en sus tragedias los misterios que
debían permanecer indecibles muestra, sin embargo, que los
*5- Rene Daumal, La conoscenza di sé, edición de C. Rugañori, trad. it. de B.
Candian, Adclphi, Milán, 197a, p. 177.
antiguos no consideraban conveniente poner la transforma
ción religiosa de la existencia en estrecha relación con una
obra literaria (aun si el espectáculo trágico, en su origen, era
parte de un culto).
Para Daumal, en cambio, trabajar en una obra tiene sen
tido sólo si coincide con la edificación de sí mismo. Eso equi
vale a hacer de la vida la puesta en juego y, al mismo tiempo,
la piedra de toque de la obra. Por eso, puede compendiar su
convicción suprema como un itinerario de la muerte a la vida:
Estoy muerto porque no tengo deseo,
no tengo deseo porque creo poseer,
creo poseer porque no busco dar.
Buscando dar, se ve que no se tiene nada,
viendo que no se tiene nada, se busca darse uno mismo,
buscando darse uno mismo, se ve que no se es nada,
viendo que no se es nada, se busca devenir,
deseando devenir, se vive.
Y si la verdadera obra es la vida y no la obra escrita, no debe
ríamos sorprendernos de encontrar entre los preceptos para
la liberación de sí mismo, como en toda tradición esotérica,
recetas de higiene y consejos que parecen más aptos para una
dieta que para una isagoge mística: «Recostarte durante diez
o incluso cinco minutos antes de cada comida te ayudará, re
lajando en particular la zona epigástrica y la garganta».'6
Que la creación literaria pueda e incluso deba ir unida a un
proceso de transformación de sí mismo, que la escritura poé
tica tenga sólo sentido en cuanto transformación del autor en
un vidente, estaba implícito en el testimonio del poeta que
Le G ra n d Je u , no por azar, había elegido como insignia: Ar-
thur Rimbaud. La fascinación que la obra que nos ha legado16
16. llené Daumal, Illavero su di sé, <>p. di., p. 77.
<)í)
abruptamente no cesa de ejercer sobre sus lectores, deriva
precisamente de la doble dimensión en la que parece consistir
y moverse. Que la ascesis tenga la forma de un «long, immen-
se et raisonné déréglement de tous les sens»'7no tiene impor
tancia: decisivo es, una vez más, el trabajo sobre sí como única
vía para acceder a la obra, y la obra literaria como protocolo
de una operación ejercida sobre uno mismo. «La prendere
étude de l’homme qui veut étre poete», recita programáti
camente la carta a Demeny, «est sa propre connaissance, en-
tiére; il cherche son ame, il l’inspecte, il la tente, l’apprend.
Des qu’il la sait, il doit la cultiver [...]. Je dis qu’il faut étre
vo ya n t , se faire vo ya n t » . 1
78 Pero, precisamente por ello, el li
bro que resulta —U na estación en el in fiern o — nos presenta la
paradoja de una obra literaria que pretende describir y veri
ficar una experiencia no literaria, cuyo lugar es el sujeto que,
transformándose de esta forma, se vuelve capaz de escribirla.
El valor de la obra deriva del experimento, pero éste sólo sirve
para escribir la obra; o, al menos, atestigua su valor sólo a
través de ella.
Quizá nada expresa mejor la contradicción en la que el
autor se encontró como su lúcido diagnóstico: «Je devins un
opéra fabuleux»19. Una obra, es decir, un espectáculo en el que
las «simples alucinaciones» y el «sagrado» desorden de su
mente se ofrecen a la propia mirada desencantada como sobre
el escenario de un teatro de tercer orden. No sorprende enton
ces que, frente a este círculo vicioso, el autor se haya cansado
muy pronto tanto de su obra como de los «delirios» de los que
ella daba testimonio, y haya abandonado sin lamentos la lite
ratura y Europa. Según el testimonio (incluso si no siempre es
17. «largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos». [N. delT.]
18. «El primer estudio del hombre que quiere ser poeta es el conocimien
to de sí mismo, por completo; busca su alma, la inspecciona, la pone a
prueba, se instruye en ella. Al conocerla, debe cultivarla [...]. Digo que se
debe ser vidente, hacerse vidente». [N. del T.]
19. «Soy una ópera fabulosa». (N. del T. I
fiable) de su hermana Isabelle, «il brüla (tres gaiement, je vous
assure) toutes ses oeuvres dont il se moquait et plaisantait».2021
Permanece la singular, la tenaz impresión de que la decisión de
abandonar la poesía para vender armas y camellos en Abisinia
y en Adén forme parte integrante de su obra. En la biografía
de Rimbaud, la extrema anexión de la vida a la obra no tiene,
obviamente, ningún fundamento: su biografía da cuenta de la
perdurable confusión que el Romanticismo (la carta a Demeny,
con su contraposición entre el hombre antiguo que no hace un
trabajo sobre sí —ne se tra va illa n tp a s—*' y los poetas románticos,
que se hacen voyants,™ es un documento preciso) ha producido
entre el arte y la vida.
Cuando Rimbaud escribía la carta, hacía tiempo que He-
gel había redactado su diagnóstico sobre la «muerte» del arte
-o, de forma más precisa, sobre el hecho de que éste había ce
dido a la ciencia la posición central en las energías vitales de
la humanidad civil—. Su diagnóstico se aplicaba, en realidad,
no menos a la religión que al arte: la imagen que utiliza para
describir el declive o el oscurecimiento del arte es, de hecho,
que frente a las imágenes espléndidas de Cristo y de la Virgen
María, nosotros «ya no nos arrodillamos». En la cultura oc
cidental, religión, arte y ciencia parecen constituir tres ám
bitos distintos e inseparables que se alternan, se alinean y se
combaten sin cesar, sin que ninguno de ellos logre nunca, sin
embargo, eliminar completamente a los otros dos. El hombre
de ciencia, que había expulsado la religión y el arte de su glo
riosa morada, asiste con el Romanticismo a su regreso en una
coalición precaria e imposible. El artista tiene ahora el rostro
demacrado del místico y del asceta, su obra asume un aura li
túrgica, requiere orar. Pero una vez que la máscara religiosa
20. «quemó (con gran alegría, se lo aseguro) todas sus obras, de las que se
burlaba y bromeaba». [N. delT.]
21. «sintrabajarse a sí mismo». [N.delT.]
22- «videntes». |N. del T.]
ha perdido credibilidad, el artista, que ha sacrificado su arte
a una verdad superior, se revela como aquello que es: sólo un
cuerpo viviente, sólo una vida desnuda, que se presenta como
tal para exigir sus derechos inhumanos.
En todo caso, en la decisión de Rimbaud logramos una to -
tal conciencia de la derrota de la tentativa romántica de unir
la práctica mística y la poesía, el trabajo sobre sí y la produc
ción de una obra.
Que el ejercicio de una práctica artística (en el sentido am
plio que el término ars tiene en el Medievo, que comprende
todas las técnicas y los oñcios) no puede constituir la felici
dad del hombre y que, sin embargo, ambas estén unidas, está
implícito en el fragmento de la S u m m a contra G en tiles en el
que Santo Tomás reflexiona rápidamente sobre la cuestión.
«La última felicidad [u ltim a fe lic it a s ] del hombre», afirma,
«no puede consistir en la operación de un arte [in operatione
artis J » . El ñn del arte es, en realidad, la producción de arte
factos (artificiata), y éstos no pueden constituir el ñn de la vida
humana porque, en cuanto han sido hechos para el uso de los
hombres, el hombre es el ñn de la obra y no viceversa.
La última felicidad del hombre consiste, en cambio, en la
contemplación de Dios. Y, sin embargo, en la medida en que
las operaciones humanas, comprendido el arte, se subordinan
a la contemplación de Dios como a su propio ñn, existe un nexo
necesario entre las operaciones del arte y la felicidad. «Para
la perfección de la contemplación es necesaria, efectivamen
te, la integridad del cuerpo y a esta integridad se subordinan
todos los artefactos que son necesarios para la vida». La subor
dinación de toda operación humana a la felicidad garantiza que
también las obras de arte se inscriban de alguna forma en el
régimen de la contemplación, que constituye el ñn supremo
del género humano.
El resultado de una incauta aproximación entre la práctica ar
tística y el trabajo sobre sí es la cancelación de la obra. Esto es
evidente en las vanguardias. La primacía acordada al artista
y al proceso creativo es a expensas de aquello que supuesta
mente debían producir. La intención más profunda de Dada
no estaba dirigida tanto contra el arte —que se transforma así
en algo que está a medio camino entre la disciplina mística y
la operación crítica—como contra la obra, que era destituida
y ridiculizada. En este sentido, Hugo Ball, en el umbral de la
conversión religiosa, aconsejaba a los artistas dejar de producir
obras para dedicarse a «enérgicos esfuerzos de reanimación de
sí mismos». Duchamp, que producía Le G rand Verre e inventa
ba el rea d y -m a d e, quería mostrar que era posible ir «más allá
del acto físico de la pintura» para llevar la actividad artística
«al servicio del espíritu». «Dada», escribe, «ha sido la punta
extrema de la protesta contra el aspecto físico de la pintura. Fue
una actitud metafísica». Pero quizá es en Yves Klein donde se
enuncia con mayor claridad la abolición de la obra en nombre
de la actividad artística y del trabajo sobre sí. «Mis cuadros»,
escribe, «son las cenizas de mi arte»; y, llevando la negación
de la obra a sus últimas consecuencias:
A decir verdad, lo que busco alcanzar, mi desarrollo futuro, la
solución de mi problema, es no hacer absolutamente nada, lo
más rápido posible, pero de forma consciente, con circunspec
ción y precaución. Busco sólo ser. Seré un «pin tor». Se dirá
de mí: es el «pintor». Y me sentiré un «p in to r», un verda
dero pintor, porque no pintaré. [...] El hecho de existir como
pintor será el trabajo pictórico más «form idable» de todos
los tiempos.33
Sin embargo, como muestran estas palabras, tal vez con dema
siada evidencia, con la abolición de la obra también el trabajo
sobre sí desaparece inesperadamente. El artista, que ha aban
donado la obra para poderse concentrar en la transformación
? 3 . Yves Klein, Le dépassement de laproblématique del'art et autres écrits, Ecole
Nationale Supérieure des Beaux-Arts, París, aood. p. a-ló.
‘14
de sí mismo, es ahora absolutamente incapaz de producir so
bre sí mismo algo más que una máscara irónica o de exhibir
sin vergüenza alguna su propio cuerpo viviente. Es un hom
bre sin contenido, que observa, no se sabe si complacido o
aterrorizado, el vacío que la desaparición de la obra ha dejado
dentro de sí mismo.
De ahí el progresivo deslizamiento de la actividad artística
hacia la política. Aristóteles había opuesto la p o iesis, el hacer
del artesano y del artista, que produce un objeto fuera de sí, a
la p ra xis, la acción política, que tiene en sí misma su propio ñn.
Se puede decir, en este sentido, que las vanguardias, que han
querido abolir la obra a expensas de la actividad artística, es
tán destinadas, lo quieran o no, a transferir su oficina del piso
de lapoiesis al de laprcms. Eso signiñca que están condenadas
a abolirse a sí mismas para transformarse en un movimiento
político. Según el veredicto irrefutable de Guy Debord: «El
surrealismo quería realizar el arte sin abolirlo, el dadaísmo
quería abolir el arte sin realizarlo. Los situacionistas quieren
abolir el arte y, además, realizarlo».
La conexión demasiado estrecha entre la obra literaria y el
trabajo sobre sí puede tomar la forma de una exasperación de
la búsqueda espiritual. Es el caso de Cristina Campo. Aquí el
desarrollo de un originalísimo talento de escritora es, primero,
guiado, pero después progresivamente erosionado y, ñnalmen-
te, devorado, por una búsqueda obsesiva de la perfección. La
perfección es aquí perfección formal —como en los escritores
«imperdonables», a los que no se cansa de elogiar—y, al mis
mo tiempo y en la misma medida, perfección espiritual que, en
la perfección formal, casi desdeñosamente, imprime su indo
lencia. «La atención es el único camino hacia lo inexpresable,
la única vía hacia el misterio», se repite casi obsesivamente a
sí misma y, de esta forma, olvida su otra obsesión, más feliz: la
fábula, frente a la cual toda exigencia de perfección espiritual
no puede sino abandonar sus pretensiones. Una escritura de
una ligereza incomparable se pierde así en la tarea imposible
de «aplaudir con una sola mano», y al final no sabe hacer otra
cosa que loar la perentoria belleza de autores que no tienen
ninguna necesidad de encomio. Pero incluso eso no le basta
a su hambre inagotable de pureza: el culto a los autores ido
latrados es sustituido poco a poco por la pasión por el culto
en sentido estricto: por la liturgia. Su libro sobre Poesía y rito,
proyectado en los últimos años, no logrará llevarlo hasta el fi
nal; mientras tanto, el amor por la literatura lentamente se
corrompe y se cancela debido a su nuevo, inagotable, indudable
amor. Su adorado Proust deja de hablar:
Aun la última, solemne página del gran poema, la piedra del
sepulcro que se cierra, la última, majestuosa palabra, «le
Tem ps», me dejó inexplicablemente fría. El Rex tremendae
maiestatis quizá estaba fuera de mi alcance: no hacía nada,
sólo dejaba que las cosas amadas sonaran áridas y como he
chas de papel.24
Y también aquí, como en las más aborrecidas vanguardias, la
deriva es en cierto modo política: Cristina Campo dedica la úl
tima parte de su vida a una lucha tan amarga como implacable
contra la reforma de la liturgia que ha surgido del Concilio Va
ticano II.
Un ámbito en el que el trabajo sobre sí y la producción de una
obra se presentan, por excelencia, como consustanciales e
indivisibles, es la alquimia. El opus a lch y m ícu m implica, de
hecho, que la transformación de los metales llegue de la mano
con la transformación del sujeto, que la búsqueda y la pro
ducción de la piedra filosofal coincidan con la creación o la
recreación espiritual del sujeto que las acomete. Por una par
te, los alquimistas afirman abiertamente que su obra es una
operación material que se resuelve en la transmutación de los
34. Cristina De Stefano, Belinda e il mostro. Vita segreta di Cristina Campo,
Adelphi, Milán, 2003, p. 180.
<ú>
metales, los cuales, pasando a través de una serie de fases o
estadios (denominados por los colores que asumen, nigredo,
albedo, citrinitas y rubedo), logran la perfección en el oro que
resulta de ese proceso; por la otra, no dejan de repetir obstina
damente que los metales de los que hablan no son los metales
vulgares, que el oro filosófico no es el aurum vulgi y que, al
ñnal, el adepto se vuelve él mismo la piedra ñlosofal («trans
formaos de piedras muertas en vivas piedras filosóficas»).
El título de una de las obras alquímicas más antiguas, que
la tradición atribuye a Demócrito, Physiká kai Mystiká, expresa
paradigmáticamente la compenetración de los dos planos de la
«gran obra» que, los adeptos siempre han afirmado, debe en
tenderse tam ethice quam physice, en sentido moral no menos
que en sentido material. Por ello, entre los historiadores de la
ciencia como Bertheloty Von Lippmann, que consideraban la
alquimia simplemente como una anticipación, oscura y em
brionaria, de la química moderna, y los esotéricos como Evola
y Fulcanelli, que veían en los textos alquímicos la transcripción
codiñcada de una experiencia iniciática, han tenido un papel
importante aquellos estudiosos, como Eliade y Jung, que han
puesto el acento en la indivisibilidad de los dos aspectos del
opus. La alquimia se presenta para Eliade como la proyección
de una experiencia mística sobre la materia. Aunque está fue
ra de duda que las operaciones alquímicas eran operaciones
reales sobre metales, aun así «los alquimistas proyectaban so
bre la materia la función iniciática del sufrimiento. [...] En su
laboratorio, el alquimista operaba sobre sí mismo, sobre su
vida psicofísica así como sobre su experiencia moral y espiri
tual». Así como la materia de los metales muere y se regene
ra, de la misma forma el alma del alquimista perece y renace,
y la producción de oro coincide con la resurrección del adepto.
Tanto si se concentran sobre la práctica química, como si ponen
el acento en el itinerario espiritual, los estudiosos de la alqui
mia tienen en común la escasa atención que se ha prestado a
los textos de los tratados y de las compilaciones alquímicas, que
sin embargo representan nuestra única fuente en la materia.
Constituyen un corpus inñnito que todos aquellos que quieran
acercarse al conocimiento de la «Gran Obra» no pueden evitar
consultar, ya se trate de los manuscritos alquimicos griegos edi
tados por Berthelot, de los volúmenes en octavo del Theathrum
Chemicum o de la Bibliotheca chemica curiosa, o del Museum
Hermeticum, en donde los eruditos del siglo xvii, en su fervor
compilatorio, recogieron en amplias antologías las enseñanzas
de los «ñlósofos». El lector que hojea estos textos no puede
sustraerse a la impresión de encontrarse frente a una verdadera
«literatura», cuyo contenido y cuyas formas están rígidamente
codificadas con una monotonía y una compulsión que provocan
la envidia a géneros literarios que tienen fama de una ilegibili
dad incomparable, como ciertos poemas alegóricos del medievo
o las novelas pornográficas contemporáneas. Los «persona
jes» (un rey o una reina, que son también el Sol y la Luna, lo
masculino y lo femenino, o el azufre y el mercurio), como en
cualquier novela que se precie, atraviesan peripecias de todo
tipo, celebran bodas y se unen, engendran, encuentran drago
nes y águilas, mueren (es la experiencia terrible del nigredo, la
obra negra) y felizmente resucitan. La aventura permanece, sin
embargo, incomprensible hasta el ñnal, porque en la medida
en que los autores describen los episodios, la narración, ya de
por sí enigmática y farragosa, parece aludir incesantemente
a una práctica extratextual, que no está claro que deba cum
plirse en un horno o en el alma del alquimista o de su lector.
La impresión de oscuridad es muchas veces acrecentada por
las imágenes que iluminan el manuscrito o que ilustran los
libros impresos, imágenes tan fascinantes y alusivas que el
lector difícilmente puede separarse de ellas.
La lectio facilior dicta que se trata simplemente de una es
critura criptográfica, que puede ser leída sólo por aquellos que
poseen la llave. Pero, dejando de lado el hecho de que no se
comprendería entonces la proliferación inaudita de esta lite
ratura, un fragmento de uno de los tratados con mayor autori
dad, el Líber de magni lapidis compositione, parece excluirlo sin
reservas, afirmando que los libros alquímicos no fueron escri
tos para transmitir la ciencia, sino únicamente para exhortar
a los filósofos a buscarla.
Pero también en este caso, ¿por qué escribir?, ¿por qué
esta inexplicable e irrefrenable proliferación de textos que no
tienen, en realidad, nada que comunicar?
La tentativa del opus a lc h p n ic u m de hacer coincidir perfec
tamente el trabajo sobre sí y la producción de una obra deja
un residuo incómodo e imborrable: la infinita, rígida y, en
suma, aburrida literatura alquímica. Y, sin embargo, esta li
teratura es, en la insidiosa no m a n 's la n d de la alquimia como
fenómeno histórico, la única certeza, el único punto firme. Lo
que parecía legitimarse sólo como documento de una práctica
externa adquiere, de esta forma, una inesperada legitimación
propia. Porque nada muestra mejor la autosuficiencia del texto
alquímico como el hecho de que no cesa de reenviarnos, de
forma falaz e imposible de comprobar, más allá de sí m is
mo. La literatura alquímica es, en este sentido, el lugar en el
que, quizá por primera vez, una escritura ha buscado fundar
su carácter absoluto a través de la apelación —real o ficticia,
no podríamos saberlo- a una práctica extratextual. De ahí el
poder de fascinación que la literatura alquímica siempre ha
ejercido sobre esos escritores, de Rimbaud a Cristina Cam
po, que nunca cesaron de mantener unidas las dos prácticas:
su búsqueda era, literalmente, una a lc h im ie du verbe que, en
la transmutación de la palabra, buscaba la salvación, y en la
salvación, la transfiguración del verbo. La obra (o la no-obra)
de Raymond Roussel —donde la alquimia del verbo se resuel
ve en simples adivinanzas—es el emblema —al mismo tiempo
fascinante y vano, y fascinante precisamente porque es vano—
donde esta tentativa exhibe de una forma casi heráldica su
propia derrota.
En la inspiradora de Cristina Campo, Simone Weil, la distin
ción entre trabajo sobre sí y trabajo en una obra externa se
expresa con crudeza en la imagen de la emisión del esperma
no fuera, sino dentro del cuerpo.
Los antiguos creían que en la infancia el esperma circulaba,
mezclado con la sangre [...]. La creencia de que en el hombre,
separado, el esperma circula de nuevo en todo el cuerpo [...]
está seguramente ligada a la concepción de la infancia como
idéntica a la inmortalidad, que es la puerta de la salvación. El
esperma, en lugar de ser arrojado fuera del cuerpo, es expul
sado dentro del cuerpo mismo; como la potencia creadora, de
la que es al mismo tiempo la imagen, y en un sentido el fun
damento fisiológico, es expulsada no fuera del alma, sino en
el alma misma de quien se orienta hacia el bien absoluto [...].
El hombre, emitiendo su sustancia en él mismo, se engendra a
sí mismo. Sin duda ésa es la imagen y, efectivamente, la con
dición fisiológica de un proceso espiritual.25
Gomo en la alquimia, el proceso espiritual que está en cues
tión aquí coincide con la propia regeneración. Pero ¿qué es
una creación que nunca sale de sí misma? ¿En qué se distin
gue de aquello que el freudismo (del que Simone Weil escribió
una vez que «sería absolutamente verdad si el pensamiento
no estuviese orientado de tal modo que se ha vuelto absolu
tamente falso»)26llama narcisismo, es decir, la introyección de
la libido? El niño, que es tomado aquí como modelo de «una
orientación no orientada hacia algo», no se abstiene simple
mente de toda operación que tuviese lugar fuera de sí mismo:
más bien representa esta operación de forma particular, aque
llo que nosotros llamamos juego, en que la producción de un
objeto externo no es el objetivo principal. Para usar la imagen
de Simone Weil, el esperma, el principio genético, no cesa de
25. Simone Weil, Quademi, ed. de G. Gaeta, Adelphi, Milán, 1988, vol. 111, p.
i 63 [trad. cast. de Garlos Ortega Bayón, Cuadernos, Editorial Trotta, Ma
drid, 2001].
26. Ibíd., p. 170.
loo
saliry entrar incesantemente en el agente, y la obra externa es
creada y descreada incesantemente. El niño trabaja sobre sí
sólo en la medida en que trabaja fuera de sí mismo; y ésta es,
precisamente, la deñnición del juego.
La idea de que en toda realidad —como en todo texto—se deba
distinguir una apariencia y una significación oculta que el ini
ciado debe conocer, es uno de los fundamentos del esoterismo.
Un esotérico del siglo xx, que también era un especialista de la
tradición chiita, lo resumió con estas palabras:
Todo lo que es exterior, toda apariencia, todo exoterismo
[zahir], tiene una realidad interna, oculta, esotérica [batin].
Lo exotérico es la forma aparente, el lugar epifánico [mazhar]
de lo esotérico. Por tanto, es necesario, recíprocamente, un
exotérico para todo esotérico; el primero es el aspecto visible
y maniñesto del segundo; lo esotérico es la idea real [haqiqat],
el secreto, la gnosis, el sentido y el contenido suprasensible
[ma’aná] de lo exotérico. Uno toma sustancia y consistencia
en el mundo visible; el otro, en el mundo suprasensible ['alam
al-ghayb] A7
El sentido de la doctrina chiita del imán oculto es la aplica
ción del esoterismo a la historia: a la historia material de los
hechos corresponde puntualmente una hiero-historia que se
funda sobre el ocultamiento del duodécimo imam. El imam
está oculto porque los hombres se han vuelto incapaces de co
nocerlo, y los iniciados son aquellos en los que el signiñcado
esotérico de los eventos históricos se revela de forma completa.
Si definimos misterio como aquello que necesita un velo
que lo cubra, es evidente que el esoterismo peca precisamen
te contra el misterio que querría custodiar. El esotérico peca
dos veces: una vez contra lo oculto que, desvelado, ya no es tal,27
27. Henry Corbin, L'Imam nascosto, ed. de G. Cerchia, trad. it. de M. Bertini,
SE. Milán, 2008. pp. 21-22 Itrad. cast de María Tabuyo y Agustín López
Tobajas, lü imam omito. Editorial Losada, Madrid, 2005].
10
y otra vez contra el velo porque, levantado, pierde su razón de
ser. Se puede decir también que el esotérico peca contra la
belleza, porque el velo que ha sido levantado deja de ser bello,
y el signiñcado revelado pierde su forma. El corolario de este
principio es que ningún artista puede ser esotérico y, recípro
camente, ningún esotérico puede ser artista.
Se entiende, llegados a este punto, la apasionada, tenaz,
contradictoria insistencia de Cristina Campo de deñnir la li
turgia como forma suprema de la poesía. Se trata, para ella, de
salvar nada menos que la belleza. A condición de sostener que
la belleza —que llama liturgia—sea, según el signiñcado propio
del término griego mysterion, una drama sagrado cuya forma no
puede ser alterada, porque no revela ni representa, sino que
simplemente presenta. La belleza no hace visible lo invisible, sino
lo visible mismo. Si por el contrario se la considera, como so
lemos hacer, y como Cristina Campo también parece pensar
lo, como el símbolo visible de un signiñcado oculto, entonces
pierde su misterio y, con él, también su belleza.
En los últimos años de su vida, Michel Foucault concentra cada
vez más sus investigaciones en torno a un tema que enuncia
varias veces en la fórmula «cuidado de sí» . Para él se trata,
sobre todo, de indagar las prácticas y los dispositivos —examen
de conciencia, hypomnemata, ejercicios ascéticos—a los que
la antigüedad tardía ha conñado una de sus intenciones más
tenaces: ya no el conocimiento, sino el gobierno de sí y el tra
bajo sobre sí (epimeleia heautou). Lo que estaba en juego en su
investigación era también un tema más antiguo, el de la cons
titución del sujeto, en particular «el modo en que el individuo
se constituye como sujeto moral de sus propias acciones». Los
dos temas confluían en un tercero, que Foucault evocó muchas
veces en las últimas entrevistas sin afrontarlo nunca como tal:
la idea de una «estética de la existencia», uno mismo y la vida
concebidos como obras de arte.
Pierre Hadot pudo reprocharle a Foucault el hecho de
pensar sólo en términos estéticos el «trabajo de sí mismo
sobre sí» y el «ejercicio de sí» tan característicos de la filo
sofía antigua, tanto que la tarea del filósofo podía ser compara
da con la de un artista ocupado en modelar su propia vida como
una obra de arte, cuando en realidad debía tratar de «superar»
el sí mismo, y no «construirlo». La acusación es infundada
porque un examen de los fragmentos en los que Foucault evo
ca este tema, muestra que él no lo sitúa nunca en un contexto
estético, sino siempre en el de una investigación ética. Ya en
la primera lección del curso de 1981-198? sobre L a h erm en éu
tica d el sujeto, como si hubiese previsto la objeción de Hadot,
nos pone en guardia contra la tentación moderna de leer ex
presiones como «cuidado de sí» u «ocuparse de sí mismo»
en sentido estético y no moral. «Ustedes saben», escribe,
«que existe una cierta tradición (o quizá más de una) que nos
impide (a nosotros, hoy) dar a todas estas formulaciones [...]
un valor positivo y, sobretodo, convertirlas en el fundamento
de una moral [...]. En nuestros oídos suenan más bien [...]
como una especie de reto y de provocación, una voluntad de
ruptura ética, una especie de dandismo moral y de afirmación
de un estadio estético e individual insuperable».28Contra esa
interpretación, por decirlo así, estetizante del cuidado de sí,
Foucault precisa inmediatamente después que es «a partir de
esta formulación de "ocuparse de sí mismo” cuando se cons
tituyeron las morales quizá más austeras, rigurosas y restric
tivas que Occidente haya conocido jamás».
En la introducción al segundo volumen de H istoria de la
s e x u a lid a d , la pertinencia de la «estética de la existencia» para
la esfera ética está establecida más allá de cualquier duda. Las
«artes de la existencia» que el libro trata, y las técnicas de sí a
través de las cuales los hombres han buscado hacer de su vida
«una obra que exprese ciertos valores estéticos y responda a
determinados criterios de estilo», son en realidad «prácticas
28. Michel Foucault, l'herméneutique du sujet, Gallimard/Seuil, París, 2001,
p. 14 , liad. cast. de Fernando ÁlvarezUríay Julia Varela, Hermenéutica del
sujeto. Ediciones F.ridymion, Madrid, 1994I.
voluntarias y razonadas» a través de las cuales los hombres
se fijan cánones de comportamiento que ocupan una función
que Foucault define, sin reservas, «etho-poiética».’9Y en una
entrevista publicada un año antes de su muerte, precisa que el
cuidado de sí no es para los griegos un problema estético, «es
en sí mismo algo ético».2930
El problema del cuidado de sí o del trabajo sobre sí mismo
contiene una diñcultad preliminar de carácter lógico o, más
aún, gramatical. El pronombre *se, que en las lenguas indoeu
ropeas expresa la reflexión, carece, por ello, de nominativo.
Presupone un sujeto gramatical (que opera la reflexión), pero
no puede nunca estar él mismo en la posición del sujeto. El sí,
en cuanto coincide en este sentido con una relación reflexiva,
no puede ser nunca sustancia, no puede nunca ser sustantivo.
Y si, como ha demostrado Bréal, el término ethos no es más que
el pronominal del reflexivo griego e seguido del suñjo -thos, y
significa, por tanto, simple y literalmente «seidad», es decir,
el modo en que cada uno tiene la experiencia de sí, implica que
la idea de un sujeto ético es una contradicción de términos. De
ahí las aporías y las dificultades que, hemos visto, amenazan
toda tentativa del trabajo sobre sí: el sujeto, que quiere entrar
en relación consigo, cae en un abismo oscuro y sin fondo, del
que sólo un dios puede salvarlo. La nigredo, la noche oscura
implícita en toda búsqueda de uno mismo, tiene aquí su raíz.
De esta contradicción Foucault parece darse cuenta cuan
do escribe que «el sí mismo con el que tenemos relación no es
más que la relación misma [...]. Es, en suma, la inmanencia o,
mejor, la adecuación ontológica de sí mismo con la relación».31
29. Michel Foucault, L’uso dei piaceri. Storia delia sessualitá 2, trad. it. de L.
Guarino, Feltrinelli, Milán, 1984,, pp. 15-17 [trad. cast. de Martí Soler, El
uso de los placeres. Historia de la sexualidad, Siglo xxi, Madrid, 2009].
3 0. Michel Foucault, Dits et écrits, edición de D. Defert y F. Ewald, Gallimard,
París, 1994, vol. iv, p. 714.
3 1. Michel Foucault, L'hermeneutique dusujet, p. 514.
No existe, por tanto, un sujeto antes de la relación consigo mis
mo: el sujeto es esa relación y no uno de los términos de ella.
Es bajo esta perspectiva —en la que el trabajo de sí mismo sobre
sí mismo se presenta como una tarea aporética—que Foucault
recurre a la idea de sí mismo y de la vida como obras de arte.
«Pienso», dice en la entrevista con Dreyfusy Rabinow, «que
existe una única salida práctica a la idea de un sujeto que no nos
está dado de antemano: debemos hacer de nosotros mismos
una obra de arte [...]. No se trata de unir la actividad creadora
de un individuo a la relación que mantiene consigo mismo, sino
de unir esa relación consigo mismo a una actividad creadora» .3í
¿Cómo comprender esta última afirmación? Puede sin
duda signiñcar que, desde el momento en que el sujeto no nos
está dado de antemano, podemos construirlo como un artista
construye su obra de arte. Pero igualmente legítimo es leerla
en el sentido de que la relación consigo mismo y el trabajo so
bre sí se vuelven posibles sólo si se ponen en relación con una
actividad creadora. Es algo así lo que Foucault parece sugerir
en la entrevista del 1968 con Claude Bonnefoy a propósito de
la actividad creadora que él practicaba, es decir, la escritura.
Después de afirmar sentirse obligado a escribir, porque la es
critura otorga a la existencia una especie de absolución que
es indispensable para la felicidad, precisa: «No es la escritura
la que es feliz, es la felicidad de existir la que pende de la escri
tura, lo que es un poco diferente» ,33La felicidad —la tarea ética
por excelencia, a la que tiende todo trabajo sobre sí—«pende»
de la escritura, es decir, se vuelve posible sólo a través de una
práctica creadora. El cuidado de sí pasa necesariamente por un
opus, implica ineludiblemente una alquimia.
Un ejemplo de coincidencia perfecta entre trabajo sobre sí y
práctica artística es Paul Klee. Ninguna obra de Klee es sólo
3 ?. Michel Foucault, Dits et écrits, pp. 392-393.
33 . Michel Foucault, ll bel rischio. trad. it. de A. Moscati, Cronopio, Nápoles,
3 0 1 3 , p. 4,9.
una obra: todas reenvían de cierta forma a otra cosa, que no
es, sin embargo, su autor, sino más bien la transformación y
la regeneración del autor en otro lugar, en un
país sin cadenas
nueva tierra
sin el soplo del recuerdo
[...]. ¡Sinriendas!
Donde no me ha llevado
el seno de ninguna madre.
La coincidencia entre los dos planos, entre la creación de la
obra y la recreación del autor, es tan perfecta que, contemplan
do un cuadro de Klee no nos interrogamos tanto sobre cómo
el trabajo de la obra y el trabajo sobre sí pueden encontrar tal
unidad, sino cómo se podría pensar un solo momento en su
separación. Aquel que viene recreado no es, en realidad, el au
tor sino, como indica la inscripción que se lee en la tumba del
pintor en el cementerio de Berna, un ser que tiene su morada
«tanto entre los muertos como entre los no-nacidos», y por
eso «es más próximo a la creación».
Es en la creación, en el «punto de su génesis» y no en la
obra cuando creación y recreación (o descreación, como qui
zá debería decirse) coinciden perfectamente. En las leccio
nes y en los apuntes de Klee, la idea de que esencialmente sea
«no la forma, sino la formación [Gestaltung ] », se repite conti
nuamente. Nunca es necesario «dejar que escapen de la mano
las riendas de la formación, cesar el trabajo creativo». Y así
como la creación recrea continuamente y destituye al autor de
su identidad, igualmente la recreación impide que la obra sea
sólo forma y no formación. «La creación», se lee en un apun
te de 19??, «vive como génesis bajo la superficie visible de la
obra»: la potencia, el principio creativo no se agota en la obra
en acto, sino que continúa viva en ella; es, en realidad, «lo
esencial en la obra». Por eso el creador puede coincidir con
la obra, encontrar en ella su única morada y su única felicidad:
«El cuadro no tiene fines particulares, sólo tiene el objetivo
de hacernos felices».
¿En qué modo la relación con una práctica creadora (un arte,
en el sentido amplio que esta palabra tenía en el Medievo) pue
de hacer posible la relación consigo mismo y el trabajo sobre
sí? No se trata sólo del hecho —por supuesto, importante—de
que nos otorga una mediación y un plano de consistencia a la,
de otra forma, inasible relación consigo mismo. Porque aquí
—como en el opus a lch y m icu m — el riesgo sería entonces el de
pedirle a una práctica externa —la transformación de los me
tales en oro, la producción de una obra—la operación sobre sí
misma, mientras que de una a otra no existe en realidad otro
pasaje que el analógico o el metafórico.
Conviene, entonces, que —a través de la relación con el
trabajo sobre sí—la práctica artística también sufra una trans
formación. La relación con una práctica externa (la obra) hace
posible el trabajo sobre sí sólo en la medida en que se cons
tituye como relación con una potencia. Un sujeto que buscase
deñnirse y darse forma sólo a través de su propia obra se con
denaría a cambiar incesantemente su propia vida y su propia
realidad con su propia obra. El verdadero alquimista, en cam
bio, es aquel que —en la obra y a través de la obra—contempla
sólo la potencia que la ha producido. Por eso, Rimbaud había
llamado «visión» a la transformación del sujeto poético que
había intentado alcanzar por todos los medios. Lo que el poeta,
transformado en «vidente», contempla es la lengua —es decir,
no la obra escrita, sino la potencia de la escritura—. Y porque,
en palabras de Spinoza, la potencia no es otra cosa que la esen
cia o la naturaleza de cada ser, en cuanto tiene la capacidad de
hacer algo, contemplar esa potencia es también el único acce
so posible al ethos, a la «seidad».
Es cierto, la contemplación de una potencia puede darse
sólo en una obra; pero, en la contemplación, la obra está des
activada y permanece inoperosa y, de este modo, es restituida a
la posibilidad, se abre a un nuevo uso posible. Verdaderamente
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poética es la form a de vida que, en la propia obra, contem
pla su propia potencia de hacer y de no hacer y ahí encuentra
la paz. Un viviente no puede nunca ser deñnido a través de su
obra, sino sólo a través de su inoperosidad, es decir, del modo
en que m anteniéndose, en una obra, en relación con una p o
tencia pura, se constituye como form a-de-vid a, en donde ya
no están en cuestión ni la vida ni la obra, sino la felicidad. La
fo rm a-d e -v id a es el punto en el que el trabajo de una obra
y el trabajo sobre sí coinciden perfectam ente. Y el pintor, el
poeta, el pensad or—y, en general, cualquiera que practique un
« a rte » y una actividad—no son los sujetos soberanos titula
res de una operación creadora y de una obra; son, más bien,
vivientes anónim os que, contem plando y haciendo siem pre
inoperosas las obras del lenguaje, de la visión y de los cuer
pos, buscan tener la experiencia de sí mism os y de m antener
se en relación con una potencia, es decir, de constituir su vida
como form a-de-vida. Sólo llegados a este punto, obra y Gran
Obra, el oro metálico y el oro de los ñlósofos, pueden identi
ficarse por completo.
NOTAS A LOS TEXTOS
Todos los textos son inéditos, excepto ¿Qué es el acto de crea
ción?, que reproduce, con algunas m odificaciones, el texto de
una conferencia que tuvo lugar en la Academ ia de A rquitectu
ra de M endrisio en noviem bre de 2 0 12 , y que fue publicado en
2 0 i3 en Archeologia dell’opera, una edición no venal. Pascua en
Egipto reproduce el texto de una intervención en la jornada de
estudios sobre la correspondencia entre Ingeborg Bachmann
y Paul Celan, Troviamo le parole. Lettere La jornada
tuvo lugar en Villa Sciarra, en Roma, en el Istituto Italiano di
Studi Germ anici, en junio de 2 0 10 . Sobre la dificultad de leer
fue presentado en la mesa redonda Leggere é un rischio durante
la Feria de las pequeñas y m edianas editoriales de Roma, en
diciem bre de 2012* Del libro a la pantalla es la versión m od ifi
cada de una conferencia que tuvo lugar en la Fondazione Cini,
en Venecia, en enero de 20 10 .