Smith Cuentos
Smith Cuentos
¡Necesito un perro provisional
para un trabajo provisional
en un sitio provisional
como la Tierra!
Canción de El mercader de la amenaza
1
Había los planetas Douglas-Ouyang, que giraban juntos alrededor de su sol, dando vueltas y
más vueltas en la misma órbita como ningún otro planeta conocido. Había los caballe ros suicidas
de la Tierra, que se jugaban la vida —peor aún, a veces jugaban por cosas más importantes que
la vida— contra diferentes clases de geofísica jamás experimentadas por los nombres
verdaderos. Había muchachas que se enamoraban de esos hombres, por brutales y horribles
que fueran sus destinos personales. Había la Instrumentalidad, con su incesante esfuerzo para
que los hombres continuaran siendo hombres. Y había los ciudadanos que caminaban por los
bulevares antes del Redescubrimiento del Hombre. Los ciudadanos eran felices. Tenían que
serlo. Si se descubría que eran desgraciados, se los calmaba, drogaba y cambiaba hasta
devolverles la felicidad.
Esta historia habla de tres de ellos: el jugador que tomó el nombre de Joven-sol, que osó
bajar al Gebiet, que se enfrentó consigo mismo antes de morir; la muchacha Santuna, que
alcanzó la plenitud de mil maneras antes de morir; y el Señor Sto Odin; venerabilísimo por su
edad, que lo sabía todo y jamás soñó con impedir nada de ello.
Hay música en esta historia. La música suave y dulce del Gobierno de la Tierra y de la
Instrumentalidad, meliflua como la miel y al fin empalagosa. Las pulsaciones desbocadas e
ilegales del Gebiet, donde la mayoría de los hombres tenía prohibida la entrada. Lo peor de todo,
las alocadas fugas y las obscenas melodías del Bezirk, cerrado a los hombres durante cincuenta
y siete siglos: ¡abierto por accidente, encontrado, hollado! Y con él empieza nuestra historia.
2
La Dama Ru había dicho, siglos antes:
—Se han hallado retazos de conocimiento. En el último comienzo del hombre, aun antes de
que hubiera naves aéreas, el sabio Laodz declaró: «El agua no hace nada, mas lo penetra todo.
La inacción encuentra el camino.» Más tarde, un viejo Señor dijo esto: «Hay una música que
subyace a todas las cosas. Bailamos toda la vida al son de su tonada, aunque nuestros propios
oídos jamás captan la música que nos guía y nos impulsa. La felicidad puede matar a las
personas tan suavemente como las sombras que se ven en los sueños.» Tenemos que ser
personas primero y felices después, para no vivir ni morir en vano.
El Señor Sto Odin fue más directo. Declaró la verdad a un grupo de amigos íntimos:
—Nuestra población está disminuyendo en la mayoría de los mundos, incluida la Tierra. Las
personas tienen hijos, pero no los quieren demasiado. Personalmente, he sido padre-tres de
doce hijos, padre-dos de cuatro y padre-uno supongo de muchos otros. He sentido deseos de
trabajar y lo he confundido con la voluntad de vivir. No es la misma cosa.
»La mayoría de las personas quiere felicidad. Bien: le hemos dado felicidad.
«Sórdidos e inútiles siglos de felicidad en que todos los infelices han sido corregidos,
adaptados o eliminados. Una felicidad insoportable y angustiosa sin el aguijón del dolor, el vino
de la furia, la humareda caliente del miedo. ¿Cuántos de nosotros hemos saboreado el gusto
ácido y helado del viejo rencor? Por eso vivían, en realidad, las personas de los Días Antiguos,
cuando fingían ser felices y en verdad ardían de dolor, furor, cólera, odio, rencor y esperanza.
Esas personas se reproducían con frenesí. Poblaron las estrellas mientras secreta o
abiertamente soñaban con matarse entre ellos. Sus dramas versaban sobre el homicidio, la
traición o el amor ilícito. Ahora no tenemos homicidio. No podemos concebir ninguna clase de
amor ilícito. Recordáis a los murkins con su red de carreteras? ¿Quién puede volar hoy a
cualquier parte sin ver esa red de enormes carreteras? Esos caminos están arruinados, pero
existen. Esas abominaciones se distinguen con toda claridad desde la Luna. No penséis en las
carreteras. Pensad en los millones de vehículos que las recorrían, en personas rebosan tes de
codicia, furia y odio, rivalizando entre sí con sus máquinas llameantes. Cuentan que sólo en las
carreteras morían cincuenta mil cada año. Nosotros llamaríamos guerra o semejante cosa. Qué
pueblo habrán formado trajinando día y noche para construir cosas que servirían para que otros
trajinaran aún más! No eran como nosotros. Deben de haber sido salvajes, sucios, libres. Ávidos
de vida, quizá de un modo que nosotros ignoramos. Sin duda podemos viajar mil veces más
deprisa que ellos, pero ¿quién se molesta en hacerlo hoy día? ¿Para que? Todos los lugares son
iguales, excepto algunos diferenciados por unos pocos guerreros o técnicos. —Sonrió a sus
amigos y añadió—: Y Señores de la Instrumentalidad, corno nosotros. Nosotros, no viajamos por
las razones de la ínstrumentalidad, no por las razones de las personas comunes. La gente
normal ya no tiene muchas razones para nada. Todos cumplen con las tareas que concebimos
para mantenerlos felices mientras los robots y las subpersonas llevan a cabo el trabajo
verdadero. Pasean. Hacen el amor. Pero nunca son desgraciados.
»¡No pueden serlo!
La Dama Mmona no estaba de acuerdo.
—La vida no puede ser tan mala como tú dices. No sólo creemos que son felices, lo
sabemos. Les exploramos el cerebro con telepatía. Controlamos sus patrones emocionales con
robots y escáneres. No nos faltan muestras. Las personas siempre tienden a la infelicidad. Las
corregimos constantemente. Y a veces se producen accidentes serios, que ni siquiera noso tros
podemos corregir. Cuando las personas son muy desgraciadas, chillan y lloriquean. A veces
hasta dejan de hablar y mueren, pese a todo lo que hacemos por ellas. ¡Tienes que admitir que
tengo razón!
—Pues no lo admito —replicó el Señor Sto Odin.
—¿Qué? —exclamó Mmona.
—Te digo que esa felicidad no es real —insistió él.
—¿Cómo puedes decirlo sin negar las pruebas? —gritó Mmona—. Nuestras pruebas,
establecidas desde hace mucho tiempo por la Instrumentalidad. Nosotros mismos las hemos
reunido. ¿Acaso podemos nosotros, la Instrumentaíidad, equivocarnos?
—Sí —declaró el Señor Sto Odin.
Esta vez todos los presentes callaron.
Sto Odin insistió en sus argumentos:
—Mirad mis pruebas. A las personas les da lo mismo ser padre-uno o no serlo. De todos
modos, no saben qué hijos son los suyos. Nadie se atreve a suicidarse. Les damos demasiada
felicidad. Pero, ¿dedicamos algún tiempo a dar a los animales parlantes, a la subgente, tanta
felicidad como a los hombres? ¿Y se suicidan por ello las subpersonas?
—Claro que sí —dijo Mmona—. Están precondicionadas para suicidarse si sufren lesiones
demasiado graves como para repararlas fácilmente o si se equivocan en las tareas asignadas.
—No me refiero a eso. ¿Alguna vez se suicidan por razones propias y no por las nuestras?
—No —respondió Nuru-or, un joven Señor de la Instrumentalidad—. Están demasiado
ocupadas cumpliendo con sus tareas y conservando la vida.
—¿Cuánto tiempo vive una subpersona? —dijo Sto Odin, con engañosa displicencia.
—Quién sabe —respondió Nuru-or—. Medio año, cien años, quizá cientos de años.
—¿Qué le ocurre si no trabaja? —continuó Sto Odin con una sonrisa ambigua.
—La matamos —dijo Mmona—, o la mata nuestra policía robot.
—¿Y el animal lo sabe?
—¿Que lo matarán si no trabaja? —se extrañó—. Claro que sí. A todos les decimos lo mismo.
Trabajad o morid. ¿Qué tiene eso que ver con las personas?
El Señor Nuru-or había callado y una sonrisa sabia y triste se le insinuaba en el rostro. Había
intuido la sagaz y dolorosa conclusión a que apuntaba el Señor Sto Odin.
Pero Mmona no la captaba e insistió.
—Mi Señor, repites que las personas son felices. Admites que no les agrada ser infelices. Te
obstinas en exponer un problema insoluble. ¿Por qué quejarse de la felicidad? ¿No es lo mejor
que la Instrumentalidad puede brindar a los humanos? Es nuestra misión. ¿Estás diciendo que
nos equivocamos?
—Sí. Nos equivocamos. —El Señor Sto Odin miró el cuarto sin ver, como si estuviera solo.
Era el más viejo y el más sabio, así que aguardaron sus palabras. Él inspiró ligeramente y
sonrió de nuevo.
—¿Sabéis cuándo moriré?
—Desde luego —respondió Mmona, tras pensar medio segundo—. Dentro de setenta y siete
días. Pero tú mismo determinaste el momento. Y como bien sabes, mi Señor, no tenemos por
costumbre comentar intimidades en las reuniones de la Instrumentalidad.
—Lo lamento —dijo Sto Odin—, pero no estoy infringiendo una ley. Estoy resaltando un
hecho. Hemos jurado defender la Humanidad del hombre. Pero estamos matando a la
humanidad con una felicidad desesperanzada y meliflua que ha prohibido la información,
suprimido la religión, convertido toda la historia en un secreto oficial. Afirmo que las pruebas
indican que estamos fallando y que la humanidad a la que hemos jurado servir también está
fallando— Fallando en vitalidad, vigor, número, energía. Aún me queda un tiempo de vida.
Trataré de investigar.
—¿Y adonde irás a investigar? —preguntó el Señor Nuru-or con apesadumbrada sabiduría,
como si ya supiera la respuesta.
—Iré al Gebiet —declaró Sto Odin.
—¡El Gebiet...! ¡Oh no! —exclamaron varios. Y una voz añadió—: Eres inmune.
—Renunciaré a la inmunidad e iré —dijo el Señor Sto Odin—. ¿Quién puede hacerle daño a
un hombre que tiene casi mil años y ha resuelto vivir sólo setenta y siete días más?
—¡Pero no puedes! —insistió Mmona—. Un criminal podría capturarte y duplicarte, y
entonces todos nosotros estaríamos en peligro.
—¿Cuándo has oído hablar por última vez de un criminal entre los hombres? —alegó Sto
Odin.
—Hay muchos, aquí y en los mundos exteriores.
—¿Pero en la Vieja Tierra? —preguntó Sto Odin.
Mmona titubeó.
—Lo ignoro. Alguna vez habrá habido un criminal. —Miró alrededor—. ¿Ninguno de vosotros
lo sabe?
Hubo silencio.
El Señor Sto Odin los escrutó a todos. En sus ojos brillaba la fiereza que había incitado a
generaciones enteras de Señores a suplicarle que viviera al menos unos años mas para que los
ayudara en su misión. Él había accedido, pero en el último trimestre los había ignorado a todos y
había escogido el día de su muerte. Pero no había perdido un ápice de su poder. Su mirada los
intimidaba mientras aguardaban respetuosamente su decisión.
El Señor Sto Odin se volvió hacia el Señor Nuru-or y dijo:
—Creo que tú has adivinado qué haré en el Gebiet y por qué debo ir allí.
—El Gebiet es un recinto donde no rige ninguna ley y donde no se aplican castigos. Allí la
gente normal puede hacer lo que quiere, no lo que nosotros pensamos que debería querer. Por
lo que sé, se encuentran allí cosas desagradables e insensatas. Pero quizá tú puedas descubrir
el sentido íntimo de esas cosas. Tal vez encuentres una solución para la fatigosa felicidad de los
hombres.
—Así es —determinó Sto Odin—, Y por esa razón iré, cuando haya concluido con los
pertinentes preparativos oficiales.
3
Y fue, tal como había dicho. Usó uno de los vehículos más peculiares jamás vistos en la
Tierra, pues sus piernas estaban demasiado débiles para llevarlo lejos. Con sólo dos novenos de
año de vida, no podía perder tiempo haciéndose remodelar las piernas.
Viajó en una litera abierta transportada por dos legionarios romanos.
Los legionarios eran en realidad robots sin un vestigio de sangre ni tejido orgánico en el
cuerpo. Eran la especie más compacta y difícil de crear, pues les habían colocado el cere bro en
el pecho, varios millones de capas laminadas increíblemente finas donde estaba impresa toda la
experiencia vital de una persona importante, útil y muerta hacía tiempo. Vestían como
legionarios, con corazas, espadas, faldas, grebas, sandalias y escudos, simplemente porque era
un capricho del Señor Sto Odin trasponer el límite de la historia en busca de compañía, Sus
cuerpos de metal eran muy fuertes. Podían derribar paredes, franquear abismos, triturar a
cualquier hombre o subpersona con los dedos, o lanzar las espadas con la precisión de
proyectiles teledirigidos.
El primer legionario, Flavio, había sido jefe de la Catorceava, una división de espionaje de la
Instrumentalidad, tan secreta que incluso entre los Señores había pocos que conocieran
exactamente su ubicación o función. Era (o había sido, hasta que fue impreso en una mente
robot cuando agonizaba) el Director de investigación histórica de toda la raza humana, ahora era
una máquina tediosa y complaciente que empuñaría dos varas hasta que su amo decidiera
alertar los vividos poderes de su mente pronunciando una simple frase latina que ninguna otra
persona viva comprendía: Summa nudla est.
El legionario de atrás, Livio, había sido un psiquiatra que se convirtió en general. Había
ganado muchas batallas hasta que decidió morir, un poco prematuramente, cuando descubrió
que cada batalla era una lucha para derrotarse a sí mismo.
Juntos, y sumados al inmenso poder cerebral del Señor Sto Odin, formaban un equipo
formidable.
—El Gebiet —ordenó el Señor Sto Odin.
—El Gebiet —dijeron ambos pesadamente, asiendo las varas para alzar la litera.
—Y luego el Bezirk —añadió Sto Odin,
—El Bezirk —respondieron con voz inexpresiva.
Sto Odin sintió que la litera se inclinaba hacia atrás. Cuando Livio apoyó cuidadosamente en
el suelo los dos extremos de las varas, se acercó a Sto Odin y saludó con la palma abierta.
—¿Puedo despertar? —solicitó Livio, con voz uniforme y mecánica.
—Summa nudla est —dijo el Señor Sto Odin.
El rostro de Livio se animó de repente.
—¡No debes ir allí, mi Señor! Tendrías que renunciar a la inmunidad y afrontar todos los
peligros. Todavía no hay nada allí. Todavía no. Algún día saldrán en tropel de ese Hades
subterráneo y lucharán sin cuartel contra los hombres. Ahora no. Son sólo criaturas desvalidas
que se consumen en su extraña desdicha, haciendo el amor de modos que nunca has
pensado...
—Olvida lo que supones que he pensado. ¿Cuál es tu objeción en térmios reales?
—¡Es inútil, mi Señor! Te queda menos de un año de vida. Haz algo noble y grande por la
humanidad antes de morir. Ellos podrían desconectarnos. Nos gustaría compartir tu trabajo antes
de tu partida.
—¿Eso es todo? —dijo Sto Odin.
—Señor —dijo Flavío—, también me has despertado a mí.
Opino que debes seguir adelante. Allá abajo la historia se está hilando de nuevo. Se están
gestando cosas que la Instrumentalidad ni siquiera ha sospechado. Ahora ve y mira, antes de
morir. Quizá no puedas hacer nada, pero no estoy de acuerdo con mi compañero. Resulta tan
peligroso como podría serlo el espacio tres, si alguna vez lo halláramos, pero también es
interesante. Y en este mundo donde todas las cosas se han hecho ya, donde todas las ideas se
han pensado, cuesta encontrar algo que aún estimule la mente humana con pura curiosidad. Yo
estoy muerto, como bien sabes, pero incluso yo, dentro de este cerebro mecánico, siento la
atracción de la aventura, la llamada del peligro, el magenetismo de lo desconocido. Por lo pronto,
allá abajo se están cometiendo crímenes. Y los Señores los pasáis por alto.
—Preferimos hacerlo así. No somos tontos. Queríamos ver qué sucedería —dijo el Señor Sto
Odin—, y tenemos que dar tiempo a esas gentes para averiguar a qué extremos pueden llegar
libres de nuestro control.
—¡Están teniendo hijos! —exclamó Flavio.
—Lo sé.
—Han robado dos máquinas ilegales de transmisión instantánea —gritó Flavio.
—De manera que éste es el motivo de las irregularidades en la balanza comercial de la
estructura crediticia terráquea —reflexionó Sto Odin con calma.
—¡Tienen un fragmento del congohelio! —exclamó Flavio.
—¡El congohelio! —exclamó el Señor Sto Odin—. ¡Imposible! ¡Es inestable! Podrían matarse.
¡Podrían perjudicar a la Tierra! ¿Qué hacen con él?
—Componen música —respondió Flavio, más sereno.
—¿Qué componen?
—Música. Canciones. Sonidos agradables para bailar.
—Llevadme allí ahora mismo —masculló el Señor Sto Odin—. Esto es ridículo. Tener allí
abajo un fragmento del congohelio es tan descabellado como eliminar planetas desha bitados
para jugar a las damas.
—Señor —intervino Livio.
—¿Sí?
—Retiro mis objeciones —dijo Livio.
—Gracias —dijo secamente Sto Odin.
—Tienen algo más allí abajo. Como no quería que fueras, no lo he mencionado antes. Podría
haber despertado tu curiosidad. Tienen un dios.
—Si quieres darme una clase de historia —bufó el Señor Sto Odin—, postérgala para otra
ocasión. Dormios de nuevo y llevadme abajo.
Livio no se movió.
—Lo digo en serio.
—¿Un dios? ¿A qué llamas un dios?
—Una persona o idea capaz de suscitar patrones culturales enteramente nuevos.
El Señor Sto Odin se inclinó hacia delante.
—¿Ah es eso?
—Ambos lo sabemos —dijo Flavio.
—Lo vimos —explicó Livio—. Hace un décimo de año nos dijiste que camináramos libremente
durante treinta horas, así que nos pusimos cuerpos de robot comunes y llegamos al Gebiet.
Cuando sentimos funcionar el congohelio, tuvimos que bajar para averiguar qué hacía. Por lo
general se utiliza para mantener las estrellas en su sitio...
—No me lo expliques, lo sé. ¿Era un hombre?
—Un hombre que está recreando la vida de Akhenatón —respondió Flavio.
—¿Quien es ése? —preguntó el Señor Sto Odin, que sabía historia pero quería ver hasta
dónde llegaban los conocimientos de sus robots.
—Un rey alto, de rostro enjuto y labios gruesos, que gobernó el mundo humano de Egipto
mucho antes de la energía atómica. Akhenatón inventó al mejor de los dioses primitivos. Este
hombre está recreando paso a paso la vida de Akhenatón. Ya ha hecho del Sol una religión. Se
burla de la felicidad. Las personas lo escuchan. Se mofan de la Instrumentalidad.
—Vimos a la muchacha que lo ama —añadió Livio—. Ella también era joven, pero bella. Y
creo que tiene poderes que obligarán a la Instrumentalidad a ascenderla o destruirla algún día en
el futuro.
—Ambos componían música —dijo Flavio— con el fragmento de congohelio. Y este hombre o
dios (este nuevo Akhenatón o como quieras llamarlo, Señor) ejecutaba una danza extraña,
parecía un cadáver sujeto con cordeles bailando como una marioneta. El efecto que provocaba
en quienes lo rodeaban era tan devastador como el mejor hipnotismo que hayas visto. Yo soy un
robot, pero incluso a mí me perturbó.
—¿La danza tenía nombre? —preguntó Sto Odin.
—No sé el nombre —contestó Flavio—, pero recuerdo la canción, pues poseo memoria
absoluta. ¿Quieres oírla?
—Claro —dijo el Señor Sto Odin.
Flavio se apoyó en una sola pierna, formando ángulos exóticos, y se puso a cantar con una
estridente y ofensiva voz de tenor que era seductora y repulsiva a la vez:
Salta, amado pueblo, y Aullaré por ti.
Salta y aulla y lloraré por ti.
Lloro porque soy llorón.
Soy llorón porque lloro.
Lloro porque cayó la noche,
se fue el sol
se perdió el hogar,
el tiempo mató a papá.
Yo maté al tiempo.
Redondo es el mundo.
Corre el día,
las nubes vuelan,
los astros mueren,
el monte es fuego,
la lluvia es llama,
una flama azul.
Muerto estoy.
Y también tú.
Salta, amado pueblo, por el hombre aullante.
Brinca, amado pueblo, por el llorón.
¡Soy llorón porque lloro por ti!
—Ya basta —dijo el Señor Sto Odin.
Flavio saludó. Su rostro recobró su amable estolidez. Antes de empuñar los mangos
delanteros de las varas se volvió para hacer un último comentario.
—Son versos cortos e irregulares con...
—No necesito tus lecciones. Llévame allí.
Los robots obedecieron. Pronto la litera se zarandeaba confortablemente bajando por las
rampas de la antigua ciudad abandonada que se extendía bajo Terrapuerto, la torre milagrosa
que parecía tocar los estratocúmulos en el vacío claro y azul. Sto Odin se adormiló en su extraño
vehículo y no advirtió que los transeúntes humanos lo miraban a menudo.
El Señor Sto Odin despertó convulsivamente en lugares extraños mientras los legionarios se
internaban cada vez más en las honduras, debajo de la ciudad, donde presiones dulces olores
tibios y rancios ensuciaban el aire.
—¡Alto! —susurró el Señor Sto Odin, y los robots se detuvieron—. ¿Quién soy? —preguntó.
—Has anunciado tu deseo de morir, Señor —explicó Flavio—, dentro de setenta y siete días,
pero tu nombre aún es Sto Odin.
—¿Estoy vivo? —preguntó Sto Odin.
—Sí —contestaron ambos robots.
—¿Estáis muertos?
—No estamos muertos. Somos máquinas en las cuales han impreso las mentes de hombres
que vivieron en el pasado. ¿Deseas regresar, Señor?
—No, no. Ahora recuerdo. Sois los robots. Livio, el psiquíatra y el general. Flavio, el
historiador secreto. ¿Tenéis mentes de hombres y no sois hombres?
—Así es, Señor —respondió Flavio.
—Entonces, ¿cómo puedo yo estar vivo... yo, Sto Odin?
—Tu mismo deberías sentirlo, Señor —dijo Livio—., aunque la mente de los ancianos es muy
rara a veces.
—¿Cómo puedo estar vivo? —preguntó Sto Odin, echando una ojeada a la ciudad—. ¿Cómo
puedo estar vivo cuando las gentes que conocí están muertas? Se han esfumado en los pasillos
como guirnaldas de humo, como jirones de nube; estaban aquí y me amaban, y me conocían, y
ahora están muertas. Mi esposa Eileen, por ejemplo. Era bonita, una niña de ojos castaños que
salió perfecta y joven de su cámara de aprendizaje. El tiempo la tocó y ella bailó con la cadencia
del tiempo. Su cuerpo maduró, envejeció. Lo reparamos. Pero al final se consumió en la muerte,
y fue a ese lugar adonde me dirijo ahora. Si estáis muertos, contadme cómo es la muerte, donde
los cuerpos y mentes y voces y música de hombres y mujeres se escurren por estos vastos
pasillos, estas duras veredas, y desaparecen de pronto. ¿Cómo pueden los fantasmas fugaces
como yo y los de mi especie, cada cual con unas pocas decenas o pocos cientos de años por
delante antes de ser arrastrados por los grandiosos y ciegos vientos del tiempo, cómo pueden
espectros como yo haber construido esta sólida ciudad, estas maravillosas máquinas, estas
brillantes luces que jamás se apagan? ¿Cómo lo conseguimos, si todos nosotros somos seres
fugaces? ¿Lo sabéis?
Los robots no respondieron. La piedad no estaba programada en sus sistemas. Sin embargo,
el Señor Sto Odin los arengó:
—Me estáis llevando a un lugar salvaje, un lugar libre, tal vez un lugar maligno. Allí también
mueren todos los hombres, como moriré yo, tan espléndida y sencillamente. Debería haber
muerto hace mucho tiempo. Yo era la gente que me conoció, yo era los hermanos y compañeros
que confiaban en mí, yo era las mujeres que me confortaron, yo era los niños que amé tan
amarga y dulcemente hace muchos siglos. Ahora se han ido. El tiempo los tocó, y se fueron de
golpe. Puedo ver a todos los que conocí merodeando por esos pasillos, los veo esbeltos como
pinos, los veo orgullosos y sabios y henchidos de trabajo y madurez, los veo viejos y convulsos
cuando el tiempo alargó la zarpa y ellos se fueron de pronto. ¿Por qué lo hicieron? ¿Cómo
puedo seguir viviendo? Cuando esté muerto, ¿sabré que una vez viví? Sé que algunos de mis
amigos han hecho trampa y duermen el sueño helado, depositando esperanzas en un futuro que
desconocen. Yo he tenido vida, y la conozco.
¿Qué es la vida? Un poco de juego, un poco de sabiduría, unas palabras bien escogidas, un
poco de amor, una pizca de dolor, además del trabajo y los recuerdos, y luego el polvo que
asciende al encuentro del sol. ¡En eso la hemos transformado, nosotros que en el pasado
conquistamos las estrellas! ¿Dónde están mis amigos? ¿Dónde está el yo de quien estaba tan
seguro, cuando la gente que me conoció fue arrastrada por el tiempo como un trapo barrido por
la tormenta hacia la oscuridad y el olvido? Decidme. ¡Deberíais saberlo! Sois máquinas y
recibisteis mentes humanas. Deberíais saber qué somos a fin de cuentas, de fuera hacia dentro.
—Nos construyeron los hombres —respondió Livio— y tenemos lo que los hombres nos
grabaron, nada más. ¿Cómo podemos responder a tus preguntas? Nuestras mentes, con toda
su eficacia, las rechazan. No sentimos dolor, temor ni furia. Conocemos los nombres de estos
sentimientos, pero no los experimentamos. Oímos tus palabras, pero no sabemos de qué hablas.
¿Tratas de contarnos qué se siente al vivir? En tal caso, ya lo sabemos. No mucho. Nada
especial. También los pájaros y los peces tienen vida. Sois vosotros, los hombres, quienes
podéis hablar y enredar la vida en espasmos y enigmas. Embrolláis las cosas. Los gritos nunca
hicieron que la verdad fuera verdadera, al menos no para nosotros.
—Llevadme abajo —pidió Sto Odin—. Llevadme al Gebiet, donde ningún hombre decente ha
entrado en muchos años. Juzgaré ese lugar antes de morir.
Alzaron la litera y reanudaron él suave trote canino por las inmensas rampas que descendían
hacia los tibios y humeantes secretos de la Tierra. Los transeúntes humanos empezaron a
escasear, pero pasaban subhombres —la mayoría gorilas o simios en su origen—, trajinando
cuesta arriba mientras arrastraban tesoros amortajados que habían hurtado de los depósitos no
catalogados del más antiguo pasado del hombre. En otras ocasiones ruedas metálicas
rechinaban violentamente sobre el camino de piedra; los subhombres, tras haber descar gado los
tesoros en algún punto intermedio en lo alto, se sentaban en las vagonetas y echaban a rodar
cuesta abajo, como ampliaciones grotescas de los antiguos niños humanos que, según se decía,
en el pasado jugaban así con vagonetas.
Una orden, apenas un susurro, detuvo de nuevo a los legionarios. Flavio se volvió, pero Sto
Odin los llamaba a ambos. Soltaron las varas y se le acercaron, uno por cada lado.
—Puedo estar muriendo en este mismo instante —susurró—, y eso representaría un gran
inconveniente en estas circunstancias. ¡Sacad mi maniquí meee!
—Señor —objetó Flavio—, los robots tenemos estrictamente prohibido tocar un maniquí
humano, y si lo hacemos nos han dado órdenes de autodestruirnos inmediatamente después.
¿Quieres que lo intentemos de todos modos? En tal caso, ¿cuál de nosotros? Esperamos tus
órdenes, Señor.
4
Dejó pasar tanto tiempo que los robots se preguntaron si no estaría agonizando en el aire
denso y húmedo, en el hedor de vapor y aceite.
El Señor Sto Odin se incorporó y dijo:
—No necesito ayuda. Ponedme en el regazo la caja con mi maniquí meee.
—¿Ésta? —preguntó Flavio, levantando una caja marrón y manipulándola con tímida
delicadeza.
El Señor Sto Odin asintió casi imperceptiblemente y susurró:
—Abridla con cuidado. Pero no toquéis el maniquí, si éstas son vuestras órdenes.
Flavio tanteó la cerradura de la caja. Era difícil de manipular. Los robots no sentían miedo,
pero estaban intelectualmente programados para eludir el peligro; Flavio notó que su mente era
un hervidero de opciones decisivas mientras intentaba abrir la caja. Sto Odin trató de ayudarlo,
pero su vieja mano, torpe y débil, ni siquiera llegaba a la parte superior de la caja. Flavio siguió
forcejeando, pensando que el Gebiet y el Bezirk ocultaban sus peligros, pero que manipular
maniquíes era el mayor riesgo que había afrontado desde que era robot, aunque en su vida
humana había manipulado muchos, incluido el suyo propio. Era un maniquí electro-
encefalográfico-endocrino fabricado a escala, y mostraba en una réplica miniaturizada todo el
diagnóstico del paciente para quien estaba modelado.
—Es inútil. Elevad mi energía —susurró Sto Odin—. Si muero, llevad mi cuerpo de vuelta y
decid a la gente que calculé mal mi tiempo.
Mientras él hablaba, la caja se abrió. En el interior había un hombrecillo desnudo, una copia
perfecta de Sto Odin.
—Lo tenemos, Señor —exclamó Livio desde el otro lado—, Deja que guíe tu mano, para que
lo toques y decidas qué hacer.
Aunque los robots tenían prohibido tocar maniquíes meee, era legal que tocaran a una
persona con el consentimiento de ella. Los fuertes dedos cuproplásticos de Livio, que tenían una
reserva de muchas toneladas de fuerza trituradora en su diseño humanoide, guiaron las manos
del Señor Sto Odin hasta posarlas sobre el maniquí meee. Flavio, rápido, cauto, ágil, sostuvo la
cabeza del Señor erguida sobre el viejo y flaccido cuello, para que el anciano pudiera controlar
visualmente el movimiento de sus manos.
—¿Hay alguna parte muerta? —preguntó el anciano Señor al maniquí, con la voz
momentáneamente más clara.
El maniquí titiló, y aparecieron dos negras y sólidas manchas en la parte superior del muslo
derecho y la nalga derecha.
—¿Reserva orgánica? —inquirió el Señor al maniquí meee, y de nuevo la máquina respondió
a su orden. Todo el cuerpo en miniatura se tino de un púrpura violento y luego se opacó en un
rosa plácido.
—Aún me quedan fuerzas en el cuerpo, incluso en las prótesis —dijo Sto Odin a los dos
robots—. ¡Elevad mi energía, os digo! Elevadla.
—¿Estás seguro, Señor —dudó Livio—, de que debemos hacer algo así mientras estamos
los tres solos en un túnel profundo? En menos de media hora podríamos llevarte a un auténtico
hospital, donde médicos genuinos podrían examinarte.
—He dicho que la elevéis —repitió el Señor Sto Odin—. Observaré el maniquí mientras lo
hacéis.
—¿Tu control está en el sitio de costumbre, Señor? —preguntó Livio.
—¿Cuánto hay que hacerlo girar? —intervino Flavio.
—En la nuca, desde luego. La epidermis es artificial y cicatriza sola. Un doceavo de vuelta
será suficiente. ¿Tenéis un cuchillo?
Flavio asintió. Del cinturón extrajo un cuchillo pequeño y afilado, sondeó suavemente el cuello
del viejo Señor y luego lo bajó haciéndolo girar con rapidez y firmeza.
—¡Eso es! —exclamó Sto Odin, con voz tan estentórea que ambos robots retrocedieron un
paso. Flavio se guardó el cuchillo en el cinturón. Sto Odin, que un instante antes estaba casi en
coma, ahora podía sostener el maniquí sin ayuda—. ¡Mirad, caballeros! —exclamó—. Sois
robots, pero aun así podéis conocer la verdad y comunicarla.
Ambos miraron al maniquí meee que Sto Odin levantaba frente a sí, el pulgar y el índice en
las axilas del homúnculo médico.
—Observad las lecturas —les dijo con voz clara y vibrante. Y gritó al maniquí—; ¡Prótesis!
El diminuto cuerpo pasó del rosa a una mezcla de colores. Ambas piernas se tiñeron de un
azul profundo y cárdeno. Las piernas, el brazo izquierdo, un ojo, una oreja y la coronilla
permanecieron azules, mostrando las prótesis en su sitio.
—¡Dolor real! —ordenó Sto Odin al maniquí.
El homúnculo recobró su color rosado. Todos los detalles estaban allí, incluidos los genitales,
las uñas de los pies y las pestañas. No había rastros del negro color del dolor en ninguna parte
del diminuto cuerpo.
—¡Dolor potencial! —continuó Sto Odin.
El muñeco titiló. Casi todo adquirió un color madera, castaño oscuro, con algunas zonas
intensamente pardas que destacaban más que las demás.
—¡Colapso potencial... un día! —gritó Sto Odin. El cuerpecito adquirió el color rosa normal.
Pequeños relámpagos centellearon en la base del cráneo, pero en ninguna otra parte—. Estoy
bien —concluyó Sto Odin—. Puedo seguir tal como en los últimos cien años. Dejadme
aprovechar esta elevada descarga vital. Podré aguantar unas horas, y si me ocurre algo no se
perderá demasiado. —Guardó el maniquí en la caja, colgó la caja del picaporte de la litera y
ordenó a los legionarios—; ¡Adelante!
Los legionarios lo miraron como si no pudieran verlo. Él siguió las miradas y vio que
observaban atentamente el maniquí meee. Se había puesto negro.
—¿Estás muerto? —preguntó Livio, hablando con voz tan ronca como podía tener un robot.
—¡De ninguna manera! —exclamó Sto Odin—. He sido la muerte por fracciones de segundo,
pero por el momento aún soy la vida. Lo que mostraba el maniquí meee era sólo la suma de
dolor de mi cuerpo vivo. El fuego de la vida aún arde en mi interior. Observad mientras guardo el
maniquí...
El muñeco emitió un remolino color naranja opaco mientras el Señor Sto Odin cerraba la tapa.
Los legionarios desviaron la mirada como si hubieran presenciado una calamidad o una
explosión.
—Abajo, hombres, abajo —exclamó Sto Odin, concediéndoles títulos erróneos mientras ellos
empuñaban de nuevo las varas para internarse aún más en las entrañas de la Tierra.
5
Soñó sueños pardos mientras descendían por rampas sin fin. Despertó un instante y vio
deslizarse las amarillas paredes. Se miró la mano vieja y reseca y pensó que en esa atmósfera
él mismo se había vuelto más reptil que humano.
—Soy víctima de la sequedad y opacidad de tortuga propias de la extrema vejez —murmuró,
pero la voz sonó débil y los robots no le oyeron.
Bajaban por una larga y monótona rampa de cemento humedecido por una filtración de aceite
antiguo, y avanzaban con cuidado para no resbalar y echar por el suelo a su caro amo.
En un lugar profundo y oculto, el camino se dividía: a la izquierda, un ancho anfiteatro con
graderías que podían haber albergado a miles de espectadores para un espectáculo que jamás
se representaría; a la derecha, una angosta rampa que subía y luego viraba, alumbrada por
lámparas amarillas.
—¡Alto! —ordenó Sto Odin—. ¿Lo veis? ¿Lo oís?
—¿Oír qué? —preguntó Flavio.
—El ritmo y la cadencia del congohelio subiendo desde el Gebiet. El hervor y fragor de una
música imposible que llega hasta nosotros a través de kilómetros de roca maciza. Esa muchacha
a quien ahora ya puedo distinguir, esperando ante una puerta que jamás se debió abrir. El
sonido de una música impulsada por las estrellas, en realidad no compuesta para el oído
humano. ¿La oís? —gritó—. Esa cadencia. ¡El ilícito metal de congoheíio, tan terrible, allá abajo!
Da-a. Da-a. Da-a. Da-a. ¡Una música que nadie ha logrado comprender!
—No oigo nada —dijo Flavio—, salvo la pulsación del aire en este pasillo, y las palpitaciones
de tu propio corazón, Señor. Y algo más, un ruido mecánico, muy lejos.
—¡Eso! —exclamó Sto Odin—. Lo que llamas «un ruido mecánico» ¿no tiene un ritmo de
cinco grupos sónicos aislados y distintos?
—No. No, Señor. No cinco.
—Y tú, Livio, cuando eras hombre, ¿eras muy buen telépata? ¿Ha quedado alguna parte de
aquella facultad en el robot que eres?
—No, Señor, nada. Poseo buenos sentidos, y también sintonizo la radio de subsuperficie de
la Instrumentalidad. Nada fuera de lo común.
—¿No oyes un ritmo de cinco tiempos? ¿Cada nota separada, prolongada apenas, recibiendo
sentido y forma a partir de la terrible música del congohelio, apresada con nosotros den tro de
esta solidísima roca? ¿No oyes nada?
Los dos robots con forma de legionarios romanos negaron con un gesto.
—Pero yo la veo a ella, a través de esta piedra. Tiene los pechos como peras maduras y ojos
castaños y oscuros como huesos de melocotones recién cortados. Y oigo lo que cantan, las
palabras estúpidas y extrañas de un pentapablo, transformadas en algo majestuoso por la
música imponente del congohelio. Escuchad las palabras. Cuando las repito parecen tontas,
porque la abrumadora música no las acompaña. La muchacha se llama Santuna, y está
mirándole. No me sorprende que lo mire. Él es mucho más alto que la mayoría de los hombres,
pero transforma ese sonsonete en una melodía horrenda y extraña. Y se llama Yabayee, aunque
ahora es el Joven-sol. Tiene la cara afilada y los labios gruesos de Akhenatón, el primer hombre
que habló de un solo y único dios.
—Akhenatón, el faraón —dijo Flavio—. Ese nombre a veces se pronunciaba en mi oficina
cuando yo era hombre. Era un secreto. Uno de los primeros y más grandiosos de los reyes más-
que-antiguos. ¿Lo ves, Señor?
—Lo veo a través de esta roca. A través de esta roca oigo el delirio generado por el
congohelio. Voy a él.
El Señor Sto Odin bajó de la litera y golpeó suave y débilmente la sólida pared de piedra del
pasillo. Las lámparas amarillas brillaban. Los legionarios no podían hacer nada. Había allí algo
que sus afiladas espadas no podían penetrar. Sus personalidades ex humanas, impresas en
cerebros micro-miniaturizados, no podían captar la demasiado humana situación de una persona
muy anciana que soñaba sueños salvajes en un túnel remoto.
Sto Odin se apoyó en la pared, respirando entrecortadamente, y dijo con un jadeo sibilante:
—Estos susurros no se pueden dejar de percibir. ¿No oís el ritmo quíntuple del congohelio,
que produce de nuevo su feroz música? Escuchad las palabras de éste. Es otro pentapablo.
Palabras tontas y esqueléticas que reciben carne, sangre y visceras de la música que las lleva.
Ahora, escuchad:
Leed. Ved.
Creed. Sed.
Red.
—¿Tampoco habéis oído ése?
—¿Puedo usar la radio para pedir consejo a la superficie de la Tierra? —preguntó uno de los
robots.
—¡Consejo! ¡Consejo! ¿Qué consejo necesitamos? Éste es el Gebiet, y dentro de una hora
de marcha llegaréis al corazón del Bezirk. —Trepó a la litera y ordenó—: ¡Corred, hombres,
corred! No puede estar a más de tres o cuatro kilómetros en esta madriguera de piedra. Yo os
guiaré, Si dejo de guiaros, podéis llevar mi cuerpo de vuelta a la superficie, para que reciba un
espléndido funeral y sea lanzado al espacio en un ataúd-cohete, hacia una órbita sin retorno. No
tenéis de que preocuparos. Sois nada más que máquinas, ¿verdad? —preguntó con voz
estridente.
—Nada más —reconoció Flavio.
—Nada más —repitió Livio—. No obstante...
—No obstante, ¿qué? —preguntó el Señor Sto Odin.
—No obstante —continuó Livio—, sé que soy una máquina, y sé que conocí los sentimientos
cuando era un hombre vivo. A veces me pregunto si las personas no llegarán demasiado lejos.
Demasiado lejos con los robots. Quizá también demasiado lejos con la subgente. Todo era muy
simple en otros tiempos, cuando todo lo que hablaba era humano y todo lo que no hablaba no lo
era. Tal vez estéis llegando al final del camino.
—Si hubieras dicho eso en la superficie —rezongó el Señor Sto Odin—, tu llama de magnesio
automática te habría volado la cabeza. Sabes que allá te controlan para que no albergues
pensamientos ilegales.
—Claro que lo sé —dijo Livio—, y también sé que alguna vez debí de morir como hombre, ya
que existo con forma de robot. La muerte no me pareció dolorosa entonces y quizá no lo sea
tampoco la próxima vez. Pero la verdad es que nada tiene mucha importancia cuando estamos a
tal profundidad bajo la superficie. Cuando se llega tan lejos, todo cambia. En realidad nunca
comprendí por qué el interior de la Tierra era tan vasto y nauseabundo.
—No importa lo lejos que estemos —replicó el Señor Sto Odin en tono huraño—, sino dónde
estamos. Éste es el Gebiet, donde todas las leyes pierden vigencia, y allá abajo, más adelante,
está el Bezirk, donde nunca ha habido leyes. Llevadme deprisa. Quiero mirar al extraño músico
con rostro de Akhenatón y quiero hablar con la muchacha que lo adora, Santuna. Corred con
cuidado. Un poco hacia arriba, un poco a la izquierda. No os preocupéis si me duermo. Seguid
andando. Despertaré cuando nos acerquemos a la música del congohelio. ¡Si la oigo ahora, a tal
distancia, pensad cómo será cuando nos acerquemos!
Se tendió en el asiento. Los robots alzaron las varas de la litera y corrieron hacia donde les
habían indicado.
6
Habían corrido más de una hora, con demoras ocasionales cuando les costaba desplazarse
con firmeza en cañerías goteantes o pasajes derruidos, cuando la luz se volvió tan brillante que
tuvieron que hurgar en los talegos y ponerse gafas de sol, las cuales tenían una apariencia muy
extraña bajo los yelmos romanos de dos legionarios con armadura completa. (Más raro aún, por
cierto, era que los ojos no fueran ojos; los ojos de los robots eran como canicas blancas nadando
en peceras de tinta reluciente, y la mirada era opaca y lechosa.) Miraron a su amo y vieron que
aún no había despertado, así que asieron un extremo de la túnica del anciano y lo torcieron
hasta formar una venda para protegerle los ojos de la resplandeciente luz.
La nueva luz hizo que las lámparas amarillas del pasillo parecieran opacas. La luz era como
una aurora boreal comprimida y proyectada por el corredor del sótano de un hotel abandonado.
Ninguno de los dos robots conocía la naturaleza de la luz, pero palpitaba en ritmos de cinco
tiempos.
La música y las luces entorpecían a los robots mientras caminaban o trotaban rumbo al
centro del mundo. El sistema de ventilación debía de ser muy potente, pues el calor interior de la
Tierra todavía no les afectaba, a pesar de la gran profundidad.
Flavio ignoraba cuántos kilómetros habían recorrido bajo la superficie. Sabía que no era
mucho en distancia planetaria, pero que sin duda era mucho para un paseo común.
El Señor Sto Odin se incorporó de pronto en la litera. Cuando los dos robots redujeron la
marcha, rezongó.
—Adelante, adelante. Elevaré mi energía vital. Tengo suficientes fuerzas para resistirlo.
Extrajo el maniquí meee y lo estudió a la luz de la pequeña aurora boreal que palpitaba en el
pasillo. El maniquí sufrió los cambios de diagnóstico y de colores. El Señor Sto Odin quedó
satisfecho. Con dedos expertos y firmes se llevó el cuchillo a la nuca y subió el flujo de energía
vitales a un nivel todavía más alto.
Los robots obedecieron las órdenes.
Las luces habían sido deslumbrantes. A veces dificultaban la marcha. Costaba creer que
docenas, quizá cientos o miles de seres humanos hubieran podido orientarse en esos pasillos
desconocidos para descubrir las entrañas del Bezirk, donde todo estaba permitido. Pero los
robots tenían que creerlo. Ellos mismos habían estado antes allí y apenas recordaban cómo se
habían orientado la anterior ocasión.
¡Y la música! Vibraba con más fuerza que antes. Les llegaba en pulsaciones de cinco notas,
desgranando las tonalidades del pentapablo, el verso de cinco palabras que el gato-trovador
G'pablo había elaborado siglos antes mientras tañía su g'laúd. La forma misma confirmaba y
reforzaba la agudeza de los gatos combinada con la conmovedora inteligencia del ser humano.
No resultaba extraño que la gente hubiera podido encontrar el camino.
En toda la historia del hombre, no había acto que no pudiera cometerse mediante una de las
tres fuerzas más enconadas del espíritu humano: la fe religiosa, la vanagloria vengativa o la pura
perversidad. Aquí, por amor a la perversidad, los hombres habían hallado el abismo ignoto y lo
habían sometido a usos salvajes y obscenos. La música los llamaba.
Ésta era una música muy especial. Ahora llegaba hasta Sto Odin y sus legionarios de dos
modos muy distintos, golpeándolos a través de la roca sólida y a través del laberinto de pasillos,
transmitida por el aire denso y oscuro. Las luces del pasillo aún eran amarillas, pero los destellos
electromagnéticos que seguían el ritmo de la música parecían anular la luz corriente. La música
controlaba todas las cosas, determinaba el tiempo, llamaba a todos los seres vivos. Era una
canción de un tipo que los dos robots no habían captado con tanta intensidad en su anterior
visita.
Ni siquiera el Señor Sto Odin, pese a todos sus viajes y experiencias, la había oído antes.
Era todo esto:
El fragor, el calor y el sopor de las notas que brotaban del congohelio, un metal jamás
fabricado para la música, materia y antimateria encerrados en una delicada malla magnética
para ahuyentar los peligros más remotos del espacio. Ahora un fragmento sonaba en las
honduras del cuerpo de la Vieja Tierra, emitiendo cadencias extrañas. El meneo, pataleo y
ardiente contoneo de la música cabalgando en la roca viva, acompañándose a sí misma con
ecos que se transmitían por el aire. La flecha deshecha de una erótica endecha gimiendo y
gruñendo contra la piedra maciza.
Sto Odin despertó y dirigió una fiera mirada hacia delante, sin ver nada pero
experimentándolo todo.
—Pronto aparecerán la puerta y la muchacha —anunció.
—¿Conoces esto, hombre? ¿Tú, que nunca has estado aquí? —se extrañó Livio.
—Lo conozco —afirmó el Señor Sto Odin—, porque lo conozco.
—Llevas las plumas de la inmunidad.
—Llevo las plumas de la inmunidad.
—¿Eso significa que nosotros, tus robots, también somos libres en el Bezirk?
—Tan libres como queráis —dijo el Señor Sto Odin—, siempre que cumpláis con mis deseos.
De lo contrario, os mataré.
—Si seguimos andando —preguntó Flavio—, ¿podemos cantar la canción del subpueblo?
Quizás haga que nos olvidemos de esta música terrible. La música tiene todos los sentimientos y
nosotros no tenemos ninguno. Aun así nos perturba. No sé por qué.
—Mi contacto por radío con la superficie se ha interrumpido —señaló Livio—. Yo también
necesito cantar.
—Adelante, cantad —admitió el Señor Sto Odin—. Pero seguid andando o moriréis.
Los robots cantaron al unísono:
Como mi furor.
Trago mi dolor.
No tienen alivio
la edad ni el martirio.
Llega nuestra hora.
Trabajo y no siento,
respiro mi aliento.
La muerte he de ver
sin una mujer.
Llega nuestra hora.
Los subhombres sudamos,
molemos, paleamos.
Pronto habrá clamores,
truenos y fragores.
Llega nuestra hora.
Aunque la canción tenía el bárbaro y antiguo ronquido de las gaitas, la melodía no podía
conjurar ni anular el ritmo salvaje y coherente del congohelio, que ahora los asediaba desde
todas partes.
—Bonito ejemplo de subversión, esta pieza —comentó con sequedad el Señor Sto Odin—,
pero prefiero vuestra música al ruido que avanza a zarpazos por las honduras del mun do.
Adelante, adelante. Debo conocer este misterio antes de morir.
—Nos resulta difícil soportar la música que nos llega a través de la roca —dijo Livio.
—Parece mucho más intensa que cuando vinimos aquí hace ya unos meses. ¿Es posible que
haya cambiado? —preguntó Flavio.
—Éste es precisamente el misterio. Les dejamos tener el Gebiet, más allá de nuestra
jurisdicción. Les dimos el Bezirk, para que actuaran a su antojo. Pero esta gente ordinaria ha
creado o descubierto un poder extraordinario. Ha traído cosas nuevas a la Tierra. Quizá sea
preciso que muramos los tres para resolver este problema.
—Nosotros no podemos morir como tú —objetó Livio—.
Somos robots, y las personas cuya personalidad llevamos y a han muerto hace tiempo.
¿Quieres decir que nos apagarías?
—Quizá yo, o alguna otra fuerza. ¿Os importaría?
—¿Importarnos? ¿Quieres decir si nos afectaría emocionalmente? No lo sé —dudó Flavio—.
Creía tener una experiencia real y plena cuando pronunciaste la frase summa nulla est y nos
diste nuestra plena capacidad, pero esa música que oímos surte el efecto de mil consignas
pronunciadas al mismo tiempo. Empiezo a preocuparme por mi vida, y creo estar
experimentando lo que tu referencia explicaba con la palabra «miedo».
—Yo también lo siento —intervino Livio—. Antes no sabíamos que este poder existía en la
Tierra. Cuando yo era estratega, alguien me habló de los indescriptibles peligros relacionados
con los planetas Douglas-Ouyang, y ahora me parece que un peligro de esta especie se cierne
sobre nosotros en este túnel. Algo que la Tierra jamás engendró. Algo que el hombre jamás creó.
Algo que ningún robot podría dominar con sus cálculos. Algo salvaje y muy fuerte que surgió del
uso del congohelio. Mira.
No era preciso que lo dijera. El pasillo mismo se había convertido en un arco iris viviente y
pulsátil.
Doblaron en un recodo del corredor y llegaron...
A la última frontera del reino de la desolación.
A la fuente de la música diabólica.
Al límite del Bezirk.
Lo supieron porque la música los cegó, la luz los ensordeció, sus sentidos tropezaron y se
aturdieron. Estaban en presencia del congohelio.
Había una puerta inmensa, tallada con intrincados ornamentos góticos. Una puerta
demasiado grande para la necesidad de cualquier ser humano. En la puerta se dibujaba una
silueta solitaria, los senos transfigurados en resplandores y oscuridades vividas por la brillante
luz que manaba de un solo lado de la puerta, el derecho.
A través de la puerta se veía un salón imenso cuyo suelo estaba cubierto por cientos de
guiñapos andrajosos. Eran las personas, inconscientes. Entre ellas bailaba la alta figura de un
hombre que blandía un objeto centelleante. El hombre se arqueaba, brincaba, ondulaba y giraba
al son vibrátil de la música que él mismo producía.
—Summa nulla est —dijo el Señor Sto Odin—. Quiero que los dos os sintonicéis al máximo.
¿Estáis, pues, absolutamente alerta?
—Lo estamos, Señor —corearon Livio y Flavio.
—¿Tenéis vuestras armas?
—Nosotros no podemos usarlas —objetó Livio—, pues va contra nuestra programación, pero
tú sí puedes, Señor.
—No estoy seguro —murmuró Flavio—. No estoy nada seguro. Estamos equipados con
armas de superficie. Esta música, este hipnotismo, estas luces... quién sabe cómo nos han
afectado a nosotros y nuestras armas, que no están diseñadas para funcionar a tanta
profundidad.
—No temáis —dijo Sto Odin—. Yo me encargaré de todo.
Desenfundó un pequeño cuchillo.
Cuando el cuchillo relampagueó bajo las luces oscilantes, la muchacha del pórtico reparó al
fin en el Señor Sto Odin y sus extraños compañeros.
La muchacha habló, y su voz hendió el aire denso con el acento de la claridad y la muerte.
7
—¿Quién eres —dijo—, que te atreves a traer armas a los últimos confines del Bezirk?
—Esto es sólo un pequeño cuchillo, señora —dijo el Señor Sto Odin—, y con él no puedo
herir a nadie. Soy un viejo y estoy regulando mi botón de vitalidad para obtener más energía.
La muchacha lo observó sin curiosidad mientras Sto Odin se llevaba la punta del cuchillo a la
nuca y lo hacía girar tres veces, resueltamente.
—Eres extraño, Señor —le dijo luego, escrutándolo—. Quizá resultes peligroso para mis
amigos y para mí.
—No soy peligroso para nadie.
Los robots lo miraron, sorprendidos ante la riqueza y la plenitud de la voz. Había elevado su
vitalidad en exceso, dándose con ese ritmo no más de un par de horas de vida, pero había
recobrado la fuerza física y el vigor emocional de sus mejores años. Contemplaron a la
muchacha. Había aceptado literalmente la afirmación de Sto Odin, casi como una verdad
canónica e incontrovertible.
—Llevo estas plumas —continuó Sto Odin—. ¿Sabes qué significan?
—Veo que eres un Señor de la Instrumentalidad —respondió la muchacha—, pero no sé qué
significan las plumas.
—Mi renuncia a la inmunidad. Quien sea capaz de hacerlo, tiene permiso para matarme o
herirme sin peligro de castigo. —Sonrió con amargura—. Desde luego, tengo derecho a defen -
derme, y sé pelear, no lo dudes. Mi nombre es Sto Odin. ¿Por qué estás aquí, muchacha?
—Amo al hombre que está ahí dentro... si todavía es un hombre.
La muchacha calló y frunció los labios desconcertada. Resultaba extraño ver esos labios de
niña apretados en un momentáneo tartamudeo del alma. Estaba allí, más desnuda que un recién
nacido, el rostro embadurnado de cosméticos provocativos y excéntricos. Vivía para una misión
de amor en las honduras de la nada y de ninguna parte, pero seguía siendo una muchacha, una
persona, un ser humano capaz, como ahora mismo, de mantener una relación inmediata con
otro ser humano.
—Él era un hombre, mi Señor, aun cuando volvió de la superficie con ese fragmento de
congohelio. Hace sólo unas semanas, esas personas también bailaban. Ahora sólo yacen en el
suelo. Ni siquiera mueren. Yo misma sostuve también el congohelio, y compuse música con el
metal. Ahora el poder de la música está devorando a ese hombre, que baila sin cesar. Él no
quiere venir a mí y yo no me atrevo a entrar donde está él. Temo terminar como otro guiñapo en
el suelo.
Un crescendo de la intolerable música le hizo intolerable el lenguaje. Esperó a que pasara
mientras el salón escupía una vibración violeta.
Cuando la música del congohelio se atenuó un poco, Sto Odin habló:
—¿Cuánto hace que él baila solo con ese extraño poder que lo posee?
—Un año. Dos años. Quién sabe. Yo bajé aquí y perdí la noción del tiempo cuando llegué.
Los Señores no nos permiten tener siquiera relojes y calendarios en la superficie.
—Nosotros te vimos bailar hace sólo un décimo de año —interrumpió Livio.
La muchacha lo miró fugazmente, sin curiosidad.
—¿Sois los mismos robots que vinieron aquí hace un tiempo? Ahora tenéis otro aspecto.
Parecéis soldados antiguos. No entiendo por qué... De acuerdo, puede haber sido una semana,
o tal vez un año.
—¿Y qué hacías aquí abajo? —preguntó afablemente Sto Odin.
—¿Qué crees? —dijo ella—. ¿Por qué bajan aquí todos los demás? Huía del tiempo sin
tiempo, de la vida sin vida, de la esperanza sin esperanzas que los Señores infligen a toda la
humanidad en la superficie. Dejáis que los robots y las subpersonas trabajen, pero encarceláis a
las personas verdaderas en una felicidad sin esperanzas ni escapatoria.
—Tengo razón —exclamó Sto Odin—. ¡Tengo razón, aunque me cueste la vida!
—No te comprendo —musitó la muchacha—. ¿Quieres decir que también tú, un Señor, has
bajado aquí para escapar de la vana esperanza que nos ahoga a todos nosotros?
—No, no, no —replicó Sto Odin, mientras las cambiantes luces de la música del congohelio le
dibujaban figuras exóticas en las facciones—. Sólo he querido decir que comenté a los demás
Señores que algo como esto sucedía a las personas comunes en la superficie. Ahora repites
exactamente lo que yo suponía. De todos modos, ¿quién eres tú?
La muchacha se miró el cuerpo sin vestimentas como si por primera vez reparara en su
desnudez. Sto Odin vio el rubor que se le derramaba en el cuello y el pecho desde la cara.
—¿No lo sabías? —dijo ella en voz muy baja—. Aquí abajo nunca respondemos a esa
pregunta.
—¿Tenéis reglas? —preguntó él—. ¿Tenéis reglas, incluso aquí, en el Bezirk?
La muchacha se animó al comprender que Sto Odin no había formulado aquella pregunta
indecente con una intención sucia.
—No hay reglas —explicó con fervor—. Sólo hay acuerdos tácitos. Alguien me lo contó
cuando abandoné el mundo normal y crucé la frontera del Gebiet. Supongo que a ti no te lo
contaron porque eras un Señor, o porque se ocultaron de tus extraños robots guerreros.
—No encontré a nadie al bajar.
—Entonces se ocultaban de ti, mi Señor.
Sto Odin miró a sus legionarios para ver si confirmaban esa declaración, pero Flavio y Livio
guardaron silencio. Se volvió hacia la muchacha.
—No me proponía espiar. ¿Puedes decirme qué clase de persona eres? No necesito señas
personales.
—Cuando estaba viva, era una nacida-una-vez —contestó ella—. No viví el tiempo suficiente
para ser renovada. Los robots y un subcomisionado de la Instrumentalidad me examinaron para
ver si podían entrenarme para la Instrumentalidad. Inteligencia de sobra, dijeron, pero ningún
carácter. Pensé mucho tiempo en ello. «Ningún carácter.» Sabía que no podían matarme, y no
quería vivir, así que puse cara de felicidad cada vez que pensaba que un monitor me vigilaba y
me las ingenié para llegar al Gebiet. No era muerte ni era vida, pero significaba una escapatoria
de esa diversión sin fin. Hacía poco que estaba aquí —señaló el Gebiet, por encima de ellos—
cuando lo conocí a él. Nos enamoramos enseguida y él dijo que el Gebiet no implicaba una gran
mejora respecto de la superficie. Dijo que él ya había estado aquí, en el Bezirk, buscando una
muerte-fiesta.
—¿Una qué? —preguntó Sto Odin, como si no pudiera creer lo que oía.
—Una muerte-fiesta. Las palabras son suyas, también la idea. Lo seguí a todas partes y nos
amamos. Lo esperé cuando él fue a la superficie a conseguir el congohelio. Pensé que su amor
por mí alejaría de su mente la muerte-fiesta.
—¿Me estás contando toda la verdad? —preguntó Sto Odin—. ¿O es solo tu versión de la
historia?
La muchacha tartamudeó una protesta, y él no volvió a preguntar. El Señor Sto Odin callaba,
pero la escrutaba con atención.
La joven hizo una mueca, se mordió el labio, y al fin dijo claramente, a través de la música y
las luces:
—Basta. Me estás haciendo daño.
El Señor Sto Odin la miró fijamente.
—No hago nada —objetó con inocencia, y siguió observándola. Había mucho que observar.
Era una muchacha color miel. Aun a través de las luces y sombras, Sto Odin veía que la joven
no llevaba ropa. Tampoco tenía un solo pelo en el cuerpo: ni cabello en la cabeza, ni cejas, quizá
tampoco pestañas, aunque a esa distancia no podía asegurarlo. Ella se había dibujado unas
cejas doradas en lo alto de la frente, dándose una continua expresión de interrogación burlona.
También se había pintado la boca de oro, de modo que cuando hablaba sus palabras brotaban
de una fuente áurea. También se había pintado los párpados superiores de color dorado, pero
los inferiores eran negros como el carbón. El efecto total era ajeno a todas las experiencias
previas de la humanidad: era dolor lascivo elevado a la milésima potencia, lujuria seca y
perpetuamente insatisfecha, femineidad al servicio de propósitos remotos, humanidad cautivada
por planetas extraños.
Sto Odin siguió escrutándola. Si la muchacha aún era humana, tarde o temprano esta actitud
la obligaría a tomar la iniciativa. La estrategia dio resultado.
—¿Quién eres? —preguntó la muchacha—. Vives demasiado aprisa, con demasiada avidez.
¿Por qué no entras a bailar como los demás? —Señaló la puerta, el salón donde las siluetas
harapientas e inconscientes yacían desparramadas en el suelo.
—¿A eso llamas bailar? —preguntó el Señor Sto Odin—. Yo no. Hay un hombre que baila.
Los demás yacen en el suelo. Permíteme hacer la misma pregunta. ¿Por qué no bailas?
—Lo quiero a él, no a la danza. Soy Santuna y una vez él me cautivó con su amor humano,
mortal, común. Pero se convierte en Joven-sol, cada día más, y baila con esas personas que
yacen en el suelo.
—¿A eso le llamas bailar? —barbotó el Señor Sto Odin. Sacudió la cabeza y añadió con
amargura—: No veo ninguna danza.
—¿No la ves? ¿De veras no la ves? —exclamó ella.
Sto Odin meneó la cabeza con un gesto terco y amargo.
La muchacha se volvió hacia el salón y soltó un gemido alto, claro y penetrante que incluso
llegó a traspasar la pulsación quíntuple del congohelio.
—Joven-sol, Joven-sol, óyeme! —gritó.
No hubo interrupción en el veloz trepidar de los pies, que trazaban ochos, ni en el movimiento
de los dedos, que tamborileaban sobre el titilante borrón de metal que el bailarín acunaba en los
brazos.
—¡Mi amante, mi amado, mi hombre! —gritó ella, con voz aún más estridente y perentoria
que antes.
Hubo una ruptura en la cadencia de la música y la danza. El bailarín viró hacia ellos,
reduciendo perceptiblemente el ritmo. Las luces del salón, la gran puerta y el pasillo se es -
tabilizaron un poco. Sto Odin vio a la muchacha con mayor nitidez; realmente no tenía un solo
pelo en el cuerpo. También vio al bailarín; el joven era alto, más flaco de lo que el sufrimiento
vulgar permite a un hombre, y el metal que llevaba chispeaba como agua reflejando mil luces. El
bailarín habló deprisa y con furia:
—Me llamas. Me has llamado mil veces. Entra, si quieres. Pero no me llames.
Mientras hablaba, la música se esfumó, los guiñapos del suelo empezaron a moverse, a
gruñir, a despertar.
—Esta vez no era yo —tartamudeó precipitadamente Santuna—. Era esta gente. Uno de ellos
es muy fuerte. No puede ver a los bailarines.
Joven-sol se volvió hacia el Señor Sto Odin.
—Pues entra y baila, si lo deseas. Ya estás aquí. No te cuesta nada. Estas máquinas que
traes —señaló a los legionarios-robot— no podrán bailar. Apágalas.
El bailarín empezó a alejarse.
—No bailaré, pero me gustaría ver la danza —dijo Sto Odin C0n forzada afabilidad. No le
gustaba aquel joven, la fosforescencia de su piel, el peligroso metal que acunaba en el brazo, el
impulso suicida de su contoneo. De todos modos, en las profundidades sobraba luz y
escaseaban explicaciones sobre lo que ocurría.
—Hombre, eres un fisgón. Resulta muy desagradable en un viejo como tú. ¿O sólo quieres
ser hombre? —dijo el Joven-sol.
El Señor Sto Odin empezó a perder la paciencia.
—¿Quién eres tú, hombre, para llamar hombre al hombre de esta manera? ¿Acaso sigues
siendo humano?
—Quién sabe. ¿A quién le importa? He desatado la música del universo. He anegado esta
cámara con toda la felicidad imaginable. Soy generoso. La comparto con estos amigos míos. —
Joven-sol señaló los guiñapos andrajosos del suelo, que habían empezado a contorsionarse
desdichadamente sin la música. Al distinguir más claramente el salón, Sto Odin advir tió que los
guiñapos eran gente joven, casi todos hombres, aunque descubrió algunas muchachas. Todos
parecían enfermos, débiles y pálidos.
—No me gusta lo que veo ahí —replicó—. Casi siento la tentación de atraparte y quitarte ese
metal.
El bailarín giró sobre el talón del pie derecho, como para alejarse de un brinco en una cabriola
audaz.
El Señor Sto Odin entró en el salón, siguiendo a Joven-sol.
Joven-sol giró sobre sí mismo y se puso de nuevo frente a Sto Odin expulsándolo a
empellones y obligándolo firme e irresistiblemente a retroceder tres pasos.
—Flavio, quítale el metal. Livio, captura al hombre —escupió Sto Odin.
Los robots no se movieron.
Sto Odin, la sensibilidad y la fuerza exaltadas por el giro brutal que había dado a su botón de
vitalidad, saltó hacia delante para apropiarse del congohelio sin ayuda. Pero dio un solo paso:
quedó inmovilizado en el pórtico.
No se sentía así desde la última vez que los médicos lo habían puesto en una máquina
quirúrgica, cuando descubrieron que parte del cráneo sufría un cáncer óseo a causa de viejas
radiaciones del espacio y los subsiguientes efectos de la edad. Le habían implantado un
semicráneo protésico y durante la operación lo habían inmovilizado con correas y drogas. Esta
vez no había correas ni drogas, pero las fuerzas que había invocado Joven-sol eran igualmente
fuertes.
El bailarín danzaba trazando un enorme ocho entre los cuerpos vestidos que yacían en el
suelo. Cantaba la canción que Flavio había repetido mucho más arriba, en la superficie de la
Tierra, la canción del llorón.
Pero Joven-sol no lloraba.
Tenía el ascético y descarnado rostro contraído en una ancha mueca burlona. Cuando
cantaba sobre la pena, no expresaba la pena, sino burlas y risas, desprecio por la vulgar pena
humana. El congohelio palpitaba y la aurora boreal casi encegueció a Sto Odin. Había otros dos
tambores en medio del salón, uno producía notas agudas y el otro notas aún más agudas.
El congohelio resonó: color-color-dolor-dolor-sopor.
El tambor grande barbotó, cuando Joven-sol pasó por el lado y lo rozó con los dedos: ¡ritiplín,
ritiplín, rataplán, ritiplín!
El tambor extraño y pequeño sólo emitió dos notas, y casi las graznó; ¡kid-nork, kid-nork, kid-
nork!
Cuando Joven-sol regresó bailando, al Señor Sto Odin le pareció oír la voz de la muchacha
Santuna llamando a Joven-sol, pero no pudo volver la cabeza para comprobarlo.
Joven-sol se detuvo frente a Sto Odin, los pies aún entregados a la danza mientras los
pulgares y las palmas arracaban torturantes e hipnóticas disonancias al brillante congohelio.
—Viejo, has tratado de engañarme. Has fallado.
El Señor Sto Odin intentó hablar, pero los músculos de la boca y la garganta no le
respondieron. Se preguntó qué fuerza era ésa, capaz de sofocar todo esfuerzo voluntario pero
sin impedir que el corazón palpitara libremente, los pulmones respiraran, el cerebro (el natural y
el artificial) pensara.
El joven siguió bailando. Se alejó unos pasos danzando, se volvió y regresó bailando hasta
Sto Odin.
—Llevas las plumas de la inmunidad. Tengo permiso para matarte. Si lo hiciera, la Dama
Mmona, el Señor Nuru-or y el resto de tus amigos no se enterarían de lo ocurrido.
Si Sto Odin hubiera podido mover los párpados, había abierto los ojos de asombro al
enterarse de que un bailarín supersticioso, en las honduras de la Tierra, conocía los secre tos de
la Instrumentalidad,
—No puedes creer en lo que ves, aunque se te presenta sin dificultad —dijo Joven-sol más
seriamente—. Crees que un loco ha descubierto un modo de obrar milagros con un fragmento
del congohelio traído a estas profundidades. ¡Viejo imbécil! Un loco cualquiera no habría traído
este metal hasta aquí sin destruir el fragmento o volarse a sí mismo. Ningún hombre podía hacer
lo que yo hice. Estás pensando: si el tahúr que tomó el nombre de Joven-sol no es un hombre,
¿entonces qué es? ¿Qué trae el poder y la música del Sol a tanta profundidad? ¿Quién hace
soñar a los desdichachos del mundo un sueño demencial y feliz mientras sus vidas se derraman
y vierten en mil clases de tiempos, mil clases de mundos? No tienes que preguntarlo. Sé muy
bien lo que estás pensando. Lo bailaré para ti. Soy un hombre muy amable, aunque no te agrade
mi persona.
Los pies del bailarín no habían cesado de moverse en el mismo sitio mientras hablaba.
De pronto se alejó en un torbellino, brincando y saltando sobre los desdichados humanos
tendidos en el suelo.
Pasó junto al tambor grande y lo tocó: ¡ritiplm, rataplán!
Rozó el tambor pequeño con la mano izquierda: ¡kid-nork, kid-nork!
Cogió con ambas manos el congohelio, como para despedazarlo entre ios fuertes dedos.
El salón entero ardía de música, relucía de truenos mientras los sentidos humanos se
interpenetraban. El Señor Sto Odin sintió que el aire le azotaba la piel como aceite frío. Joven-
sol, el bailarín, se volvió transparente y a través de él el Señor Sto Odin vislumbró un paisaje que
no era de la Tierra ni lo sería jamás.
—Fluminiscentes, luminiscentes, incandescentes, fluorescentes —cantó el bailarín—. Así son
los mundos de los planetas Douglas-Ouyang, siete planetas en un grupo cerrado, todos viajando
juntos alrededor de un único sol. ¡Mundos de magnetismo salvaje y polvareda perpetua, donde
las superficies de los planetas cambian con el antojadizo magnetismo de sus erráticas órbitas!
Mundos extraños, donde las estrellas bailan danzas más salvajes que ninguna danza jamás
concebida por el hombre. Planetas que tienen una conciencia común, aunque quizá no
inteligencia; planetas que llamaron a través del espacio y del tiempo buscando compañía hasta
que yo, el tahúr, bajé a esta caverna y los encontré. Allí donde tú los habías dejado, Señor Sto
Odin, cuando dijiste a un robot: «No me gusta el aspecto de esos planetas.» Eso dijiste, Sto
Odin, dirigiéndote a un robot, hace mucho tiempo. «La gente podría caer enferma o perder el
juicio sólo con mirarlos», dijiste, Sto Odin, hace mucho, mucho tiempo. «Almacena el
conocimiento en un ordenador oculto», ordenaste, Sto Odin, antes de que yo naciera. Pero el
ordenador era el que está en el rincón, a tus espaldas, aunque no puedes volverte para verlo.
Vine a este recinto en busca de este suicidio-fiesta, algo realmente insólito que escandalizaría a
los idiotas cuando descubrieran que había escapado. Bailé aquí en la oscuridad, casi como bailo
ahora, y había tomado más de diez clases de drogas, de modo que estaba desenfrenado, libre y
muy receptivo. El ordenador me habló, Sto Odin. tu ordenador, no el mío. Me habló a mí, ¿y
sabes qué dijo?
»Nada pierdes con saberlo, Sto Odin, porque estás muriendo. Elevaste tu vitalidad para
luchar conmigo. Te he paralizado. ¿Podría hacerlo si fuera un hombre común? Mira. Me
materializaré de nuevo.
Con un irisado trompetazo de acordes y sonidos, Joven-sol torció otra vez el congohelio hasta
que la cámara interior y el pasillo estallaron en luces de mil colores y el aire de las
pronfundidades se inundó de una música que parecía psicótica, porque ninguna mente humana
la había inventado. El Señor Sto Odin, aprisionado en su propio cuerpo, con los dos legionarios-
robot petrificados tras él, temió morir en vano, y se preguntó si antes de la muerte ese bailarín lo
dejaría ciego y sordo. El congohelio palpitaba y brillaba.
Joven-sol retrocedió bailando sobre los cuerpos, retrocedió bailando con pasos de extraña
cadencia, como si se lanzara a una carrera salvaje y competitiva cuando la música y sus propios
pasos lo llevaban hacia atrás, hacia el centro del recinto. La figura saltó a una extraña posición,
el rostro vuelto hacia abajo, como si Joven-sol estuviera estudiando sus propios pasos en el
suelo, con el congohelio en lo alto y detrás de la nuca, las piernas alzadas en una postura cruel,
las rodillas erguidas.
De nuevo el Señor Sto Odin creyó oír la llamada de la muchacha, pero no logró distinguir las
palabras.
Los tambores sonaron de nuevo: ¡ritiptin, ritiplln, rataplán!, y luego: ¡kid-nork, kid-nork, kid-
nork!
El bailarín habló cuando se apaciguó aquel pandemonio. Habló, y la voz era aguda, extraña,
como una mala grabación reproducida en una máquina inadecuada.
—El algo te está hablando. Puedes decir lo que quieras.
El Señor Sto Odin descubrió que podía mover la garganta y los labios. Despacio, con cautela,
como un viejo soldado, probó suerte con los pies y los dedos, pero no se movían. Sólo podía
usar la voz. Habló y dijo lo obvio:
—¿Quién eres, algo?
Joven-sol miró a Sto Odin. Estaba erguido y sereno. Sólo movía los pies, que trazaban una
figura ágil y salvaje que no afectaba al resto del cuerpo. Al parecer, tenía que seguir bailando
para mantener el contacto entre la misteriosa presencia de los planetas Douglas-Ouyang, el
fragmento del congohelio, el bailarín más que humano y las figuras atormentadas y jubilosas
tendidas en el suelo. El rostro en sí revelaba compostura, casi tristeza.
—Me han pedido —le contestó Joven-sol— que te muestre quién soy.
Bailó alrededor de los tambores. ¿Rataplán, rataplán! ¡Kid-nork, kid-nork, kid-nork-nork!
Levantó el congohelio y lo torció arrancándole un gran gemido. Sto Odin tuvo la certeza de
que un sonido tan salvaje y desolado atravesaría muchos kilómetros, hasta llegar a la superficie
de la Tierra, pero su juicio prudente le aseguró que aquello era una fantasía engendrada por su
situación personal, y que cualquier sonido lo bastante intenso como para llegar a la superficie
también haría desmoronar sobre sus cabezas la mellada y resquebrajada roca del techo.
El congohelio agotó los colores del espectro antes de detenerse en un rojo hígado, húmedo y
oscuro, muy cercano al negro.
El Señor Sto Odin, en ese momentáneo cuasisilencio, descubrió que le habían volcado toda
la historia en la mente sin modularla ni articularla en palabras. La verdadera historia del recinto
había irrumpido indirectamente en su memoria, por así decirlo. Hacía un momento no sabía nada
de ella; un instante después fue como si le hubiera recordado la mayor parte de su vida.
También se sintió liberado.
Se tambaleó, retrocediendo un par de pasos.
Para su inmenso alivio, los robots se volvieron, también libres, y lo acompañaron. Y dejó que
lo sostuvieran por las axilas.
De pronto alguien le cubrió la cara de besos.
Su mejilla plástica sintió, lejana y vagamente, la impronta viva y real de unos labios de mujer
humana. Era aquella extraña muchacha —bella, calva, desnuda y de labios áureos— que había
esperado y gritado desde el umbral.
A pesar de la fatiga física y la repentina conmoción del conocimiento súbito, el Señor Sto
Odin supo lo que debía decir:
—Muchacha, has gritado por mí.
—Sí, mi Señor.
—¿Has tenido la fuerza de mirar el congohelio y no sucumbir a él?
La muchacha asintió en silencio.
—¿Has tenido la fuerza de voluntad para no entrar en ese cuarto?
—No es fuerza de voluntad, mi Señor. Simplemente, amo a ese hombre.
—¿Has esperado, muchacha, muchos meses?
—No de forma constante. Subo por el pasillo cuando necesito comer, beber, dormir o hacer
mis necesidades. Incluso tengo espejos, peines, pinzas y maquillaje allí, para ponerme hermosa
como me querría Joven-sol.
El Señor Sto Odin miró por encima del hombro. La música sonaba débil y trasuntaba otras
emociones además del pesar. El bailarín ejecutaba una danza larga y lenta, arrastrán dose y
estirándose, mientras se pasaba el congohelio de una mano a la otra.
—¿Me oyes, bailarín? —exclamó el Señor Sto Odin, pues la Instrumentalidad ya le corría de
nuevo por las venas.
El bailarín no habló ni cambió de actitud. Pero imprevistamente el tambor pequeño sonó: kid-
nork, kid-nork.
—Él, y el rostro que está detrás de él, dejarán que esta muchacha se marche si al partir ella
se olvida de él y de este lugar. ¿Lo harás? —invocó Sto Odin al bailarín.
Ritiplin., rataplán, retumbó el tambor grande, que no había sonado desde que Sto Odin había
quedado en libertad.
—Pero yo no quiero irme —murmuró la muchacha.
—Sé que no quieres irte. Te irás para complacerme. Podrás volver en cuanto yo haya
terminado con mi trabajo. —La muchacha no añadió ninguna objeción, y Sto Odín continuó—;
Uno de mis robots, Livio, el que lleva la impronta de un psiquiatra, correrá contigo, pero le ordeno
que olvide este lugar y cuanto está asociado con él. S umma nulla, est. ¿Me has oído, Livio?
Correrás con esta muchacha y olvidarás. Correrás y olvidarás. Tú también correrás y olvidarás,
mi querida Santuna, pero dentro de dos terranictémeros recordarás apenas lo suficiente para
regresar aquí si lo deseas, si lo necesitas. De lo contrario te presentarás ante la Dama Mmona y
aprenderás de ella lo necesario para el resto de tu vida.
—¿Estás prometiendo, Señor, que dentro de dos días y dos noches podré volver si lo deseo?
—Ahora corre, muchacha, corre. Corre a la superficie. Livio, cógela en brazos si es preciso.
¡Pero corre, corre, corre! No sólo Santuna depende de ello.
Santuna lo miró intensamente. Su desnudez era inocencia. Los párpados dorados se unieron
a los párpados negros cuando ella pestañeó y se enjugó un par de lágrimas.
—Bésame y correré.
Sto Odin se inclinó y la besó.
La muchacha se volvió, miró por última vez a su amado bailarín y se internó deprisa en el
pasillo. Livio corrió grácil e infatigablemente tras ella. Al cabo de veinte minutos llegarían a los
límites superiores del Gebiet.
—¿Sabes qué estoy haciendo? —le dijo Sto Odin al bailarín.
Esta vez el bailarín y la fuerza que lo apoyaba no se dignaron responder.
—Agua —pidió Sto Odin—. Hay una jarra de agua en mi litera. Llévame allí, Flavio.
El legionario robot subió al viejo y trémulo Sto Odin a la litera.
8
Luego el Señor Sto Odin puso en práctica la artimaña que cambió la historia humana durante
muchos siglos, y que hizo saltar una enorme caverna en las entrañas de la Tierra.
Se valió de uno de los trucos más secretos de la Instrumentalidad.
Tri-pensó.
Sólo unos pocos expertos podían tri-pensar, cuando se les daba todo el entrenamiento
posible. Por suerte para la humanidad, el Señor Sto Odin era uno de ellos.
Puso en acción tres niveles de pensamiento. En el nivel superior tuvo un comportamiento
racional mientras exploraba el viejo recinto; en un nivel inferior de su mente planeó una sorpresa
desconcertante para el bailarín del congohelio. Pero en el tercer nivel, el más bajo, resolvió lo
que debía hacer en un santiamén y encomendó el resto a su sistema nervioso autónomo.
He aquí las órdenes que dio:
Flavio debía sintonizarse en alerta extrema y prepararse para atacar.
Habría que llegar al ordenador y decirle que grabara todo el episodio, todo lo que Sto Odin
había aprendido, e indicarle cómo tomar medidas de precaución mientras Sto Odin no dedicaba
al asunto más pensamientos conscientes. La Gestalt de acción —la estructura general de
represalia— estuvo clara Jurante unas milésimas de segundo en la mente de Sto Odin y luego
se esfumó.
La música se elevó en un rugido.
Una luz blanca envolvió a Sto Odin.
—¡Has querido hacerme daño! —exclamó Joven-sol desde detrás de la puerta gótica.
—Quería hacerte daño —concedió Sto Odin—, pero ha sido un pensamiento pasajero. No he
hecho nada. Tú me controlas.
—Yo te controlo —masculló el bailarín. Kid-nork, kid-nork, repicó el tambor pequeño—. No te
pierdas de vista. Cuando estés preparado para entrar, llámame, o simplemente piénsalo. Te
recibiré y te acompañaré.
—De acuerdo.
Flavio aún lo sostenía. Sto Odin se concentró en la melodía que Joven-sol estaba creando,
una canción salvaje y nueva jamás sospechada en la historia del mundo. Se preguntó si podría
sorprender al bailarín replicándole con su propia canción. En ese mismo instante, sus dedos
realizaban un tercer conjunto de acciones que la mente de Sto Odin ya no tenía que controlar. La
mano de Sto Odin abrió una tapa en el pecho del robot y le palpó los controles laminados del
cerebro. La misma mano alteró ciertas conexiones, ordenando que el robot, al cabo de un cuarto
de hora, matara a todas las formas de vida a su alcance excepto al que impartía las órdenes.
Flavio no supo lo que le habían hecho. Sto Odin ni siquiera advirtió lo que había hecho su mano.
—Llévame hasta el viejo ordenador —ordenó Sto Odin al robot Flavio—. Quiero descubrir
cómo es posible que la extraña historia que acabo de saber sea cierta. —Sto Odin seguía
pensando en una música capaz de sobresaltar incluso al bailarín que empuñaba el congohelio.
Se detuvo frente al ordenador.
Su mano, respondiendo a la orden de tri-pensamiento que había recibido, conectó el
ordenador y pulsó el botón Grabar esta escena. Los viejos relés del ordenador casi rezongaron
cuando se pusieron en marcha y obedecieron.
—Déjame ver el mapa —pidió Sto Odin al ordenador.
Lejos, a sus espaldas, el bailarín había acelerado el ritmo en un rápido bailoteo de ardiente
suspicacia.
El mapa apareció en el ordenador.
—Hermoso —murmuró Sto Odin.
Todo el laberinto se había vuelto comprensible. Exactamente por encima de ellos transcurría
uno de esos antiguos y herméticos pasajes antisísmicos, un conducto hueco, recto y tubular de
doscientos metros de anchura y varios kilómetros de altura. En la parte superior tenía una tapa
que impedía la entrada del cieno y el agua del lecho oceánico. En la parte inferior, como no
había que tener en cuenta más presión que la del aire, lo habían cerrado con un plástico que
parecía roca, para que ni las personas ni los robots que pasaran junto a la abertura intentaran
entrar en el pasaje.
—¡Mira lo que hago! —gritó el Señor Sto Odin en dirección al bailarín.
—Estoy mirando —dijo Joven-sol, y hubo casi un gruñido de perplejidad en su canturreada
respuesta.
Sto Odin sacudió el ordenador, lo acarició con los dedos de la mano derecha y tecleó una
orden muy específica. La mano izquierda —precondicionada por el tri-pensamiento— codificó en
el panel de emergencia del costado del ordenador dos instrucciones técnicas simples y claras.
La risa de Joven-sol vibró a espaldas de Sto Odin.
—Estás pidiendo que te envíen un fragmento de congohelio. ¡Detente! Detente, antes que lo
firmes con tu nombre y con tu autoridad de Señor de la Instrumentalidad. Sin la firma tu mensaje
es inofensivo. El ordenador central de superficie pensará que es un chiflado del Bezirk que pide
cosas descabelladas. —La voz se intensificó de golpe—. ¿Por qué la máquina sólo ha emitido la
señal «recibido y ejecutado»?
—No lo sé —mintió afablemente el Señor Sto Odin—. Quizá me envíen un fragmento de
congohelio comparable al tuyo.
—¡Mientes! —exclamó el bailarín—. Acércate a la puerta.
Flavio condujo al Señor Sto Odin hasta la bella y ridicula arcada gótica.
El bailarín brincaba ya sobre un pie, ya sobre el otro. El congohelio emitía un rojo opaco de
alerta. La música lloraba como si todo el furor y el recelo de la humanidad se hubieran
incorporado a una nueva e inolvidable fuga, como un delirante contrapunto atonal del Tercer
Concierto de Branderburgo de Johann Sebastian Bach.
—Estoy aquí —anunció el Señor Sto Odin con severidad.
—¡Estás muriendo! —exlamó el bailarín,
—Ya estaba muriendo antes de que me vieras por primera vez. Coloqué mi control de
vitalidad al máximo después de entrar en el Bezirk.
—Entra, pues —le invitó Joven-sol—, y no morirás nunca.
Sto Odin aferró el borde de la puerta y se dejó caer en el suelo de piedra. Sólo habló cuando
estuvo cómodamente sentado.
—Estoy agonizando, es verdad. Pero preferiría no entrar. Simplemente miraré tu danza
mientras muero.
—¿Qué haces? ¿Qué has hecho? —exclamó Joven-sol. Dejó de bailar y se acercó a la
puerta.
—Léeme si quieres.
—Te estoy leyendo, pero sólo veo tu deseo de conseguir un fragmento del congohelio para ti
y de superarme con ventaja en la danza.
En ese instante Flavio entró en acción. Retrocedió hacia la litera, se inclinó y regresó a la
puerta. En cada mano empuñaba una enorme esfera de acero sólido.
—¿Qué hace el robot? —gritó el bailarín—. ¡Estoy examinando tu mente, pero no le dices
nada! Él emplea esas bolas de acero para allanar obstáculos...
Jadeó cuando se inició el ataque.
Con moviemientos más veloces que el ojo humano, el brazo del robot Flavio, capaz de alzar
sesenta toneladas, silbó en el aire mientras arrojaba el primer proyectil de acero directamente
hacia Joven-sol. El bailarín, o el poder que tenía dentro, brincó a un lado con celeridad de
insecto. La bola atravesó dos de los harapientos cuerpos humanos tendidos en el suelo. Un
cuerpo soltó un bufido al morir, pero el otro no emitió ningún sonido; el impacto le había
arracando la cabeza.
Antes de que el bailarín pudiera hablar, Flavio arrojó la segunda bola.
Esta vez dio en la puerta. Los poderes que habían inmovilizado a Sto Odin y sus robots se
activaron otra vez. La bola cantó mientras atravesaba el pórtico y frenaba en medio del aire,
cantó de nuevo cuando el pórtico se la arrojó de vuelta a Flavio.
Al volver, la bola no tocó la cabeza de Flavio, pero le aplastó el pecho. Allí estaba su cerebro
verdadero. Se produjo un chisporroteo de luz cuando el robot se extinguió pero, en su agonía,
Flavio cogió la bola por última vez y se la arrojó a Joven-sol. El robot quedó definitivamente
desactivado y la pesada bola, lanzada un poco al azar, hirió al Señor Sto Odin en el hombro
derecho. El señor Sto Odin experimentó dolor hasta que se arrastró hasta el maniquí meee y
anuló todos los dolores. Luego se examinó el hombro. Estaba casi deshecho. La sangre del
cuerpo orgánico y el fluido hidráulico de las prótesis se unieron en un lento y gorgoteante
torrente mientras los líquidos se unían y fundían y le corrían por el costado.
El bailarín casi olvidó la danza.
Sto Odin se preguntó hasta dónde habría llegado la muchacha.
La presión del aire cambió.
—¿Qué le pasa al aire? ¿Por qué pensaste en la muchacha? ¿Qué sucede?
—Lee mis pensamientos —sugirió el Señor Sto Odin.
—Primero bailaré y recobraré mis poderes.
Por unos minutos pareció que el bailarín que empuñaba el congohelio causaría un alud.
El Señor Sto Odin, agonizante, cerró los ojos y descubrió que la muerte era apacible. El fulgor
y el ruido del mundo circundante seguían siendo interesantes, pero habían perdido toda su
importancia.
El congohelío con mil luces irisadas y cambiantes y el bailarín se habían vuelto casi
transparentes cuando Joven-sol se volvió para leer la mente de Sto Odin.
—No veo nada —comentó Joven-sol, preocupado—. Tu control de vitalidad está demasiado
alto y pronto morirás. ¿De donde viene todo este aire? Me parece oír un fragor lejano. pero no lo
provocas tú. Tu robot enloqueció. Todo lo que haces es contemplarme con satisfacción y morir.
Es muy raro. ¡Quieres morir a tu manera cuando podrías vivir vidas inimaginables con nosotros!
—Así es —respondió el Señor Sto Odin—. Muero a mi manera. Pero baila para mí, baila para
mí con el congohelio, mientras te cuento tu propia historia tal como tú me la has transmitido.
Será un verdadero placer aclarar esa historia antes de morir.
El bailarín titubeó, empezó a bailar y se volvió de nuevo hacia el Señor Sto Odin,
—¿Estás seguro de que quieres morir? Con el poder de lo que tú llamas los planetas
Douglas-Ouyang, que recibo aquí con la ayuda del congohelio, podrías estar cómodo mientras
yo bailo, e incluso podrías morir cuando quisieras. Los botones de vitalidad son mucho más
débiles que los poderes que domino. Incluso podría ayudarte a cruzar el umbral de mi puerta...
—No. Sólo baila para mí mientras muero. A mi manera.
9
Así cambió el mundo. Millones de toneladas de agua se precipitaban sobre ellos.
Al cabo de pocos minutos el Gebiet y el Bezirk quedarían inundados mientras el aire subía
silbando. Sto Odin advirtió satisfecho que había un conducto de aire en la parte superior de la
cámara del bailarín. No se permitió tri-pensar lo que sucedería cuando la materia y la antimateria
del congohelio quedaran sumergidas en torrentes de agua salada. Algo así como una explosión
de cuarenta megatones, supuso, con la fatiga de un hombre que ha meditado un problema en el
pasado y lo recuerda fugazmente mucho después.
Joven-sol estaba recreando la religión anterior a la era del espacio. Entonaba himnos, alzaba
los ojos y las manos y el fragmento de congohelio al Sol; tocaba el son de los derviches
giratorios, las campanas del templo del Hombre de los Dos Maderos y las otras campanas, las
del santo que había escapado del tiempo simplemente viéndolo y saliendo de él. ¿Se llamaba
Buda? Y pasó luego a las graves blasfemias que afligieron a la humanidad después de la caída
del Mundo Antiguo.
La música lo acompañaba.
La luz también.
Procesiones de sombras espectrales siguieron a Joven-sol mientras mostraba cómo la
humanidad antigua había encontrado los dioses, y el Sol, y luego otros dioses. Concedió a la
danza el misterio más antiguo del hombre: que el hombre fingiera temer a la muerte cuando lo
que no comprendía era la vida misma,
Y mientras él bailaba, el Señor Sto Odin le repitió su propia historia:
—Huíste de la superficie, Joven-sol, porque la gente era imbécil y feliz, y aburrida en su
lamentable felicidad. Huíste porque no soportabas ser un ave de corral, criada antiséptica mente,
amparada por un techo y congelada al morir. Te uniste a los demás disconformes, personas
brillantes e inquietas que buscaban la libertad en el Gebiet, Conociste sus drogas, licores y
tabacos. Disfrutaste de sus mujeres, y sus fiestas, y sus juegos. No bastaba. Te convertiste en
un caballero suicida, un héroe que buscaba una muerte-fiesta que te invistiera de indi vidualidad.
Bajaste al Bezirk, el lugar más olvidado y aborrecible. No encontraste nada. Sólo máquinas
viejas y pasillos desiertos. Aquí y allá unas cuantas momias y huesos. Sólo las luces calladas y
el murmullo tenue del aire en los pasillos.
—Ahora oigo agua —comentó el bailarín, sin dejar de bailar—, un torrente de agua. ¿No la
oyes, Señor agonizante?
—Si lo oyera, no me importaría. Sigamos con tu historia. Llegaste a esta cámara. Esa puerta
estrafalaria la hacía muy adecuada para una muerte-fiesta como la que siempre habíais deseado
los renegados, sólo que la muerte no tenía mucho sentido a menos que otros supieran que la
habías elegido deliberadamente, y que supieran cómo. De cualquier manera, el camino de
regreso hasta el Gebiet, donde estaban tus amigos, era largo, así que dormiste junto a este
ordenador.
«Durante la noche, mientras dormías, mientras soñabas, el ordenador te cantó:
¡Necesito un perro provisional
para un trabajo provisional
en un sitio provisional
como la Tierra!
»Al despertar descubriste con asombro que habías soñado una música totalmente nueva.
Una música realmente salvaje que estremecía a las personas con su exquisita depravación. Y
con la música, tenías una misión. Robar un fragmento del congohelio.
»Eras un hombre inteligente, Joven-sol, antes de tu descenso hasta aquí. Los planetas
Douglas-Ouyang te dominaron y te hicieron mil veces más inteligente. Tú y tus amigos, según
me has contado tú hace apenas media hora (o me ha contado la presencia que se esconde en
ti), tú y tus amigos robasteis una consola de comunicación subespacial, establecisteis contacto
con los planetas Douglas-Ouyang, y el espectáculo os embriagó. Iridiscente, luminiscente.
Cataratas cuesta arriba. Ese tipo de cosas.
»Y conseguiste el congohelio. El congohelio está hecho de materia y antimateria separadas
por una lámina magnética dual. Así, la presencia de los planetas Douglas-Ouyang te independizó
de tus procesos orgánicos. Ya no necesitabas alimento ni descanso, ni siquiera aire ni bebida.
Los planetas Douglas-Ouyang son muy viejos. Te mantenían como enlace. Ignoro qué se
proponían hacer con la Tierra y la humanidad. Si esta historia se difunde, las generaciones
futuras te llamarán el mercader de la amenaza, pues te serviste de la normal atracción humana
hacia el peligro para atrapar a otros con hipnotismo y con música.
—Oigo agua —interrumpió Joven-sol—. ¡Oigo agua!
—Olvídalo —dijo el Señor Sto Odin—, tu historia es más importante. De todos modos, ¿qué
podríamos hacer tú o yo?
Yo estoy agonizando en un charco de sangre y fluidos. Tú no puedes irte de aquí con el
congohelio. Déjame continuar O quizá la entidad de Douglas-Ouyang, fuera lo que fuese...
—Es —replicó Joven-sol.
—...sea lo que fuere, entonces, ansiaba tan sólo una compañía sensual. Sigue bailando,
hombre, sigue bailando.
Joven-sol bailó y los tambores lo acompañaron, ¡rataplán, rataplán! ¡kid-nork, nork!, mientras
el congohelio hacía vibrar la música a través de la roca sólida.
El otro rumor persistía.
Joven-sol se interrumpió y miró.
—Es agua. Es agua.
—Quién sabe —dijo el Señor Sto Odin.
—Mira —chilló Joven-sol, alzando el congohelio—. ¡Mira!
El Señor Sto Odin no necesitaba mirar. Sabía de sobra que las primeras toneladas de agua,
turbias y agitadas, habían irrumpido rugiendo en el pasillo y las cámaras.
—¿Qué haré? —chilló la voz de Joven-sol. Sto Odin pensó que no hablaba el bailarín, sino un
mecanismo que utilizaba la energía de los planetas Douglas-Ouyang. Un poder que había
intentado entablar amistad con el hombre, pero había encontrado al individuo equivocado y la
amistad equivocada.
Joven-sol recuperó la compostura. Sus pies chapotearon en el agua mientras bailaba. Los
colores se reflejaron en el agua que entraba. ¡Ritiplin, ritiplín!, sonó el tambor grande. Kid-nork,
kid-nork replicó el tambor pequeño. Color, color, dolor, dolor, sopor, produjo el congohelio.
El Señor Sto Odin sintió que los viejos ojos se le nublaban pero aún podía ver la imagen
flamígera del frenético bailarín.
«Es un buen modo de morir», pensó mientras moría.
10
Muy arriba, en la superficie del planeta, Santuna sintió que el continente jadeaba bajo sus
pies y vio cómo se oscurecía el horizonte hacia el este cuando un volcán de vapor lodoso estalló
en el mar tranquilo, azul y soleado.
—¡Esto no se debe repetir, jamás! —dijo, pensando en Joven-sol, el congohelio y la muerte
del Señor Sto Odin—. Hay que hacer algo —añadió para sí misma.
Y lo hizo.
En siglos posteriores reintrodujo la enfermedad, el peligro y el desamparo, para aumentar la
felicidad del hombre. Fue una de las principales artífices del Redescubrimiento del Hombre, y en
el momento cumbre de su carrera se le conocía como la Dama Alice More.
BARCO EBRIO
Quizá sea la historia más triste, loca y descabellada de la larga historia del espacio. Nadie
había hecho nada parecido, viajar tan lejos y a tal velocidad y por ese medio. El héroe parecía un
hombre normal cuando se le veía por primera vez. Pero la segunda vez era diferente.
¡Y la heroína! Era menuda, rubia platino, inteligente, despierta y desvalida. Sí, desvalida es la
palabra exacta. Parecía necesitar consuelo o ayuda, aunque estuviera perfectamente bien.
Cerca de ella, los hombres se sentían más hombres. Se llamaba Elizabeth.
¿Quién hubiera imaginado que ese nombre retumbaría con toda claridad en el salvaje y
repulsivo vacío del espacio tres?
El cogió un viejísimo cohete de antiguo diseño. Con él voló, corrió y brincó más que todas las
máquinas que habían existido antes. Casi se diría que viajó tan deprisa que sacudió las
inmensas bóvedas del cielo, de modo que el antiguo poema se podría haber dedicado a él:
«Todos los astros arrojaron sus lanzas e irrigaron el firmamento con su llanto.»
Fue tan deprisa, tan lejos, que al principio la gente no creyó lo ocurrido. Pensaron que era
una broma, una farsa tejida por los chismorreos, una historia insensata para distraerse en las
tardes estivales.
Ahora sabemos el nombre del héroe.
Y nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos lo sabrán para siempre.
Rambó. Artyr Rambó de Tierra Cuatro.
Pero él siguió a su Elizabeth a donde no había espacio. Fue a donde los hombres no podían
ir ni habían estado, el sitio que no se atrevían a imaginar. Lo hizo por su propia voluntad,
Es natural que al principio la gente pensara que se trataba de una broma e inventara
canciones estúpidas sobre el presunto viaje.
«¡Cávame un agujero para ese feo mareo...!», decía una.
«¡Haz una llamada al número del húmero...!», rezaba otra.
«¿Dónde está la nave del chusco pardusco...?», decía una tercera.
Luego, la gente de todas partes descubrió que era cierto, Algunos se quedaron atónitos, con
la piel de gallina. Otros se enfrascaron deprisa en los asuntos cotidianos. Se había descubierto y
atravesado el espacio tres. El mundo ya no sería igual, La roca sólida se había convertido en una
puerta abierta.
El espacio, tan limpio, tan vacío, tan pulcro, ahora se había convertido en un millón de
millones de años-luz de pastel de tapioca: gomoso, poroso, pegajoso, inadecuado para respirar,
inadecuado para nadar. ¿Cómo ocurrió?
Todos se adjudicaron el mérito, cada cual a su manera.
1
—Vino a buscarme —explicó Elizabeth—. Yo morí y él vino a buscarme porque las máquinas
me echaron a perder la vida cuando intentaron remediar mi terrible e inútil muerte.
2
—Fui porque quise —dijo Rambó—. Me timaron, me mintieron, me engatusaron, pero yo cogí
la nave y viajé hasta allí. Nadie me obligó. Yo estaba furioso, pero fui. Y también regresé, ¿o no?
Tenía toda la razón, aunque se contorsionara y gimiera sobre la verde hierba de la tierra, con
la nave perdida en un espacio tan remoto y extraño que podría haber estado bajo su mano viva,
o a media galaxia de distancia.
¿Cómo saberlo, cuando se trata del espacio tres?
Rambó regresó en busca de Elizabeth. La amaba. Así que el viaje lo hizo él, y suyo fue el
mérito.
3
Pero el Señor Crudelta dijo, muchos años después, cuando hablaba en voz baja y
confidencial con sus amigos:
—El experimento fue mío. Yo lo proyecté. Escogí a Rambó. Enloquecí a los selectores
tratando de encontrar un hombre que cumpliera los requisitos. Hice construir el cohete según
viejísimos planos que habían diseñado los seres humanos cuando saltaron al espacio por
primera vez, brincando como peces voladores de una ola a la otra y creyendo que ya eran
águilas. Si yo hubiera usado una vulgar nave de planoforma, habría desaparecido con un
gorgoteo invertido, dejando lechoso el espacio por un instante mientras se esfumaba en lo
repugnante extinguiéndose. Pero no corrí ese riesgo. Puse el cohete en una rampa de
lanzamiento. ¡Y la rampa de lanzamiento era. una, nave interestelar! Ya que usábamos un cohe-
te antiguo, lo hicimos en toda regla, con la antiquísima escritura, caracteres misteriosos impresos
en toda la máquina. Incluso llevaba las iniciales de nuestra organización (IH, «la Instrumentalidad
de lo Humano») escritas con elegancia y claridad.
¿Cómo iba a saber —continuó el Señor Crudelta— que tendríamos más éxito del que
deseábamos, que Rambó arrancaría el espacio mismo de sus goznes y dejaría esa nave atrás,
tan sólo porque amaba a Elizabeth con tal pasión, con tal ferocidad?
Crudelta suspiró y continuó hablando.
—Lo sé y no lo sé. Soy como ese antiguo que trató de llevar una nave marítima por la senda
equivocada alrededor del planeta Tierra y en cambio descubrió un nuevo mundo. Se llamaba
Colón. Y el lugar era Australia o América o algo parecido. Lo mismo me pasó a mí. Envié a
Rambó en ese antiguo cohete y él atravesó el espacio tres. Ahora nadie sabrá quién puede
irrumpir por el suelo o materializarse en el aire delante de nosotros.
Casi con melancolía, Crudelta añadió:
—¿De qué sirve contar la historia? Ahora ya todos la saben. Mi papel no es muy glorioso.
Aunque el final es muy bonito. La cabaña junto a la cascada y los maravillosos hijos que otra
gente les dio... se podría escribir un poema sobre eso. Pero poco antes del final, cuando él
apareció en el hospital, deshecho y desquiciado, buscando a su Elizabeth, eso resultó triste,
perturbador, pavoroso. Me alegra que todo terminara en el final feliz de la cabaña junto a la
cascada, aunque se tardó muchísimo en llegar allí. Y hay partes que jamás se entende rán, la tez
desnuda contra el espacio desnudo, los ojos cabalgando en algo mucho más rápido que la luz.
¿Sabéis qué es un aoudad Es una antigua oveja que vivía en la Vieja Tierra, y aquí estamos, mil
años después, con un absurdo poemita infantil sobre eso.
»Los animales han desaparecido pero el poemita se ha conservado. Así ocurrirá un día con
Rambó. Todos recordarán su nombre y su barco ebrio, pero olvidarán el umbral científi co que
cruzó cuando buscaba a Elizabeth en un cohete antiguo que apenas podía alzar el vuelo. ¿El
poemita? ¿No lo conocéis? Es una tontería. Dice así:
Apunta el arma a ese rabo.
(¡Esto no es jamón ni pavo!)
Mata, un aoudad moribundo.
(/No preguntes si es inmundo!)
No preguntéis qué significan «jamón» y «pavo». Quizá sean partes de animales antiguos,
como bistec y lomo. Pero los niños aún repiten las palabras. Un día harán lo mismo con Rambó y
su barco ebrio. Quizá cuenten también la historia de Elizabeth. Pero nunca relatarán cómo llegó
él al hospital. Esta parte es demasiado terrible, demasiado real, demasiado triste y ¡maravillosa
al final. Lo encontraron en la hierba. ¡Desnudo en la hierba, y nadie sabía de dónde venía!
4
Lo encontraron desnudo en la hierba y nadie sabía de dónde venía. Nadie sabía acerca del
antiguo cohete que el Señor Crudelta había enviado al confín de ninguna parte con las letras I y
H escritas en el casco.
Nadie sabía que aquel hombre era Rambó, que había atravesado el espacio tres. Los robots
lo descubrieron y lo llevaron al interior, fotografiando cada cosa que hacían. Se los había
programado así para asegurarse de que cualquier anomalía quedara documentada.
Luego las enfermeras lo encontraron en una sala externa.
Creyeron que estaba vivo, pues no parecía estar muerto, a pesar de que no podían probar
que siguiera con vida.
Esta circunstancia aumentó el misterio.
Llamaron a los médicos. Médicos verdaderos, no máquinas. Eran hombres muy importantes.
El ciudadano doctor Timofeyev, el ciudadano doctor Grosbeck, y el director mis mo, el Señor y
doctor Vomact. Se hicieron cargo del caso.
(En la otra ala del hospital, Elizabeth aguardaba inconsciente, y nadie lo sabía. ¡Elizabeth,
por quien él había saltado en el espacio, y atravesado las estrellas, pero aún nadie lo sabía!)
El joven no podía hablar. Cuando le examinaron las huellas oculares y las dactilares en la
Máquina de Población, descubrieron que era oriundo de la Tierra, pero que lo habían enviado
congelado, como feto nonato, a Tierra Cuatro. A pesar del tremendo coste, interrogaron a Tierra
Cuatro con un «mensaje instantáneo», sólo para descubrir que el joven que tenían delante se
había perdido en una nave experimental durante un viaje intergaláctico.
Perdido.
Sin nave ni rastros de nave.
Y aquí estaba.
Ellos, en el linde del espacio, sin saber qué estaban mirando. Eran médicos y se dedicaban a
reparar o curar a la gente no de hacerla viajar. ¿Cómo podían esos hombres saber nada del
espacio tres cuando lo único que sabían acerca del espacio dos era que la gente abordaba las
naves de planoforma para recorrerlo? Buscaban enfermedad y sólo encontraban ingeniería. Lo
sometían a tratamiento a pesar de que se encontraba bien.
Sólo necesitaba tiempo para recobrarse de la conmoción del viaje más tremendo que jamás
había sufrido un ser humano, pero los médicos lo ignoraban y trataron de acelerar la re-
cuperación.
Cuando lo vistieron, él pasó del coma a un espasmo mecánico y se quitó la ropa. Otra vez
desnudo, se tendió en el piso y se negó a comer o hablar.
Lo alimentaron con sondas cuando (¡si tan sólo hubieran sabido!) toda la energía del espacio
manaba de su cuerpo en formas nuevas.
Lo dejaron solo en un cuarto cerrado y lo observaron por una mirilla.
Era un joven apuesto, aunque tenía la mente en blanco y el cuerpo rígido e inconsciente.
Tenía el pelo muy rubio y los ojos celestes, pero las facciones revelaban carácter: mandíbula
cuadrada; boca elegante, resuelta, huraña, viejas arrugas que parecían decir que, estando
consciente, había vivido muchos días o meses al borde de la furia.
Cuando lo estudiaron en el tercer día de internamiento, el paciente no había cambiado.
Se había arrancado el pijama y yacía desnudo, de bruces en el piso.
Tenía el cuerpo tan rígido y tenso como el día anterior.
(Un año después, ese cuarto sería un museo con una placa de bronce que diría: «Aquí
estuvo Rambó después de abandonar el Viejo Cohete para pasar al Espacio Tres», pero los
médicos aún no sabían de qué se trataba.)
Tenía la cara tan vuelta hacia la izquierda que le sobresalían los tendones del cuello. Había
estirado el brazo derecho hacia delante. Tenía el brazo izquierdo en ángulo recto con el cuerpo;
el antebrazo y la mano izquierdos señalaban rígidamente hacia arriba formando un ángulo de
noventa grados con el brazo. Tenía las piernas en la grotesca parodia de un corredor.
—A mí me parece que está nadando —dijo el doctor Grosbeck—. Arrojémoslo a un tanque de
agua para ver si se mueve.
A veces Grosbeck proponía soluciones drásticas.
Timofeyev ocupó el lugar de Grosbeck ante la mirilla.
—Todavía en espasmo —murmuró—. Espero que el pobre diablo no sienta dolor cuando las
defensas corticales estén bajas. ¿Cómo puede un hombre combatir el dolor si ni tan siquiera
sabe qué le ocurre?
—¿Y qué ves tú, Señor y doctor? —preguntó Grosbeck a Vomact.
Vomact no necesitaba mirar. Había ido temprano y había observado largo rato al paciente en
silencio a través de la mirilla antes de que llegaran los otros médicos. Vomact era un hombre
sabio, sagaz e intuitivo. Deducía en una hora más de lo que una máquina diagnosticaba en un
año; ya vislumbraba que se trataba de una enfermedad que ningún hombre había sufrido antes.
Aun así, podían aplicar ciertos remedios.
Los tres médicos los probaron.
Probaron hipnosis, electroterapia, masajes, subsonido, atropina, surgital, una gama entera de
digitalínidos, y virus cuasinarcóticos cultivados en órbita, donde mutaban deprisa. Obtuvieron un
atisbo de reacción cuando lo intentaron con hipnosis de gas combinada con un telépata
amplificado electrónicamente; eso indicó que todavía ocurría algo en la mente del paciente. De lo
contrario el cerebro habría parecido un mero tejido adiposo, sin nervios. Los otros intentos no
habían revelado nada. El gas indicó un ligero retroceso ante el temor y el dolor. El telépata
comentó visiones de cielos desconocidos. (Los médicos se apresuraron a entregar al telépata a
la Policía del Espacio, que trató de codificar los patrones estelares que el telépata había visto en
la mente del paciente, pero los patrones no concordaban. Aunque el telépata era hombre de
considerable inteligencia, no podía recordar los detalles para cotejarlos con las muestras de las
hojas de pilotaje.)
Los médicos volvieron a sus drogas y probaron remedios simples y antiguos: morfina y
cafeína para que se contrarrestaran mutuamente, y un tosco masaje para que el paciente soñara
de nuevo y el telépata captara el sueño.
No hubo más resultados ese día, ni al siguiente.
Entretanto, las autoridades de la Tierra se inquietaban. Pensaban, y con razón, que el
hospital había reunido pruebas convincentes de que el paciente no estaba en la Tierra hasta
poco antes de que los robots lo encontraran en la hierba. ¿Cómo había aparecido sobre la
hierba?
El espacio aéreo de la Tierra no había sufrido ninguna intrusión: ningún vehículo que trazara
un arco llameante de aire incandescente contra el metal, ningún susurro de las descomunales
fuerzas que impulsaban una nave de planoforma por el espacio dos.
(Crudelta, viajando en naves ultralumínicas, regresaba a la. Tierra con lentitud de babosa,
ansiando ver si Rambó había llegado primero.)
Al quinto día hubo un principio de cambio.
5
Elizabeth había muerto.
Esto sólo se averiguó después, al efectuar una atento examen de los archivos del hospital.
Los médicos sólo sabían esto:
Trasladaban a pacientes por el pasillo, siluetas cubiertas por sábanas e inmóviles en camas
con ruedas.
De golpe, las camas dejaron de rodar.
Una enfermera gritó.
La gruesa pared de acero y plástico se combaba. Una fuerza lenta y silenciosa empujaba la
pared hacia el pasillo.
La pared se abrió.
Salió una mano humana.
Una avispada enfermera gritó:
—Empujad esas camas! Quitadlas de enmedio.
Enfermeras y robots obedecieron.
Las camas se bambolearon como barcas sobre las olas cuando llegaron al sitio donde el
suelo, unido a la pared, se curvaba hacia arriba siguiendo la abertura de la pared. Las luces
rojizas parpadearon. Aparecieron robots.
Una segunda mano humana atravesó la pared. Empujando en direcciones opuestas, las
manos rasgaron la pared como si fuera papel mojado.
El paciente que habían encontrado sobre la hierba asomó la cabeza.
Miró ciegamente a ambos lados del pasillo: la mirada turbia, la piel irradiando un raro fulgor
pardo rojizo a causa de las quemaduras del espacio abierto.
—No —dijo. Sólo esa palabra.
Pero eso «no» se oyó. Aunque el volumen no era alto, retumbó en todo el hospital. El sistema
de telecomunicación interna lo repitió. Cada aparato del lugar quedó inactivo. Enfermeras
frenéticas y robots, ayudados incluso por los médicos, se apresuraron a conectar de nuevo todas
las máquinas: bombas, ventiladores, riñones artificiales, grabadores cerebrales, hasta las
simples máquinas de ventilación que mantenían fresco el ambiente.
Una nave aérea se tambaleó en lo alto. Su interruptor protegido por un seguro triple, de golpe
estaba en posición de «apagado». Por suerte, el robot piloto la puso en marcha y la nave no se
estrelló.
El paciente no parecía advertir que su palabra surtía este efecto.
(Tiempo después el mundo sabría que esto formaba parte del «efecto barco ebrio». El
paciente había, desarrollado la aptitud de usar su sistema neurofisiológico como control de
máquinas.)
El robot que actuaba como policía llegó al pasillo. Llevaba guantes de terciopelo, esterilizados
y acolchados. Podía levantar con las manos sesenta toneladas. Se acercó al paciente. El robot
estaba entrenado para reconocer toda clase de peligros en los humanos delirantes o psicóticos;
después declaró que había captado una sensación de «peligro extremo» en todas las bandas.
Se proponía asir al paciente con irreversible firmeza y llevarlo de vuelta a la cama, pero ante el
peligro que bullía en el aire, el robot optó por no correr riesgos. Su muñeca contenía una pistola
hipodérmica que funcionaba con argón comprimido.
Apuntó el brazo hacia el hombre desconocido y desnudo que ocupaba el gran boquete de la
pared. El arma de su muñeca siseó y una enorme inyección de condamma, el narcótico más
potente del universo conocido, atravesó la piel del cuello de Rambó. El paciente se desplomó.
El robot lo levantó con delicadeza y ternura, lo sacó del boquete, abrió la puerta de un
puntapié que rompió la cerradura y colocó al paciente sobre la cama. El robot oyó que venían
médicos, así que usó las manazas para devolver la pared de acero a su forma inicial. Robots
obreros o subpersonas terminarían la tarea más tarde, pero entre tanto era mejor poner orden en
esa parte del edificio.
Llegó el doctor Vomact, seguido de cerca por Grosbeck.
—¿Que ha ocurrido? —aulló, perdiendo su calma habitual.
El robot señaló la pared abierta.
—El rompió. Yo reparé —dijo.
Los médicos se volvieron hacia el paciente. Se había bajado de la cama y estaba en el suelo,
pero su respiración era ligera y natural.
—¿Qué le has dado? —gritó Vomact al robot.
—Condamina —respondió el robot—, según la norma 47-B. La droga no se debe mencionar
fuera del hospital.
—Lo sé —suspiró Vomact con fastidio—. Puedes irte ya. Gracias.
—No es habitual dar las gracias a los robots —comentó el robot—, pero puede usted
consignar un encomio en mi expediente si lo desea.
—¡Rayos, lárgate de aquí! —gritó Vomact al solícito robot.
El robot pestañeó.
—No hay rayos, pero tengo la impresión de que se refiere usted a mí. Me marcharé, con su
permiso. —Sorteó con rara gracilidad a los dos doctores, palpó distraídamente la cerradu ra rota,
como si deseara repararla, y luego, al ver la mirada fulminante de Vomact, se largó del cuarto.
Un instante después se oyeron unos golpes suaves y sordos. Los dos médicos escucharon
un momento, y se resignaron. El robot estaba en el pasillo, alisando suavemente el suelo de
acero. Era un robot pulcro, tal vez animado por un cerebro de gallina amplificado, y cuando se
ponía pulcro llegaba a ser pesado.
—Dos preguntas, Grosbeck —dijo el Señor y doctor Vomact.
—¡A tu servicio, Señor!
—¿Dónde estaba el paciente cuando empujó la pared hacía el pasillo, y de dónde sacó las
fuerzas?
Grosbeck entornó los ojos con asombro.
—Ahora que lo mencionas, no se me ocurre cómo lo consiguió. En realidad no pudo hacerlo.
Pero lo hizo. ¿Y la otra pregunta?
—¿Qué opinas de la condamina?
—Peligroso, desde luego, como siempre. Y la adicción puede...
—¿Puede haber adicción sin actividad cortical? —interrumpió Vomact.
—Naturalmente —respondió Grosbeck sin demora—. Adicción de los tejidos.
—Búscala, entonces —dijo Vomact.
Grosbeck se arrodilló junto al paciente y le buscó el extremo de los músculos con las yemas
de los dedos. Palpó los nudos de la base del cráneo, las puntas de los hombros, la zona estriada
de la espalda.
Finalmente se levantó con expresión asombrada.
—Nunca había examinado un cuerpo humano como éste. No estoy seguro de que aún sea
humano.
Vomact no respondió. Los dos médicos se miraron de hito en hito. Grosbeck vaciló ante la
serena mirada de su superior.
—Señor y doctor —exclamó al fin—, se me ocurre lo que podríamos hacer.
—¿Y qué es? —murmuró Vomact, sin alentarlo ni disuadirlo.
—Desde luego, no sería la primera vez que se lleva a cabo en un hospital.
—¿Qué? —insistió Vomact, y los ojos (¡esos temidos ojos!) obligaron a Grosbeck a decir lo
que prefería no mencionar.
Grosbeck se ruborizó. Se inclinó hacia Vomact como para decirle un secreto, aunque no
había nadie cerca. Las palabras cuando atinó a pronunciarlas, tenían la apresurada indecencia
de la atrevida propuesta de un amante.
—Mata al paciente, Señor y doctor. Mátalo. Tenemos bastantes grabaciones de él. Podemos
tomar un cadáver del sótano y transformarlo en un buen sustituto. Quién sabe qué riesgos
correrá la humanidad si permitimos que se recupere.
—Quién sabe —dijo inexpresivamente Vomact—. Pero, ciudadano y doctor, ¿cuál es el
duodécimo deber de un médico?
—«No tomar la ley por su mano, reservando la curación para los que curan y dando al Estado
o la Instrumentalidad lo que incumbe al Estado o la Instrumentalidad.» —Grosbeck suspiró al
retractarse de la sugerencia—. Señor y doctor, retiro mis palabras. Yo no hablaba de medicina,
sino de gobierno y política.
—¿Y ahora...? —preguntó Vomact.
—Cúralo, o déjalo en paz hasta que sane solo.
—¿Qué harías tú?
—Intentaría curarlo.
—¿Cómo?
—Señor y doctor —exclamó Grosbeck—, ¡no pongas a prueba mis flaquezas en este caso!
Sé que simpatizas conmigo porque soy un hombre audaz y confiado. No me pidas que actúe
como siempre cuando ni siquiera sabemos de dónde ha venido este cuerpo. Si fuera tan audaz
como de costumbre, le aplicaría tifoideo y condamina, y colocaría telépatas en las cercanías.
Pero esto es algo nuevo en la historia del hombre. Nosotros somos personas, y tal vez él haya
dejado de serlo. Tal vez represente la combinación del hombre con una fuerza nueva. ¿Cómo
llegó aquí desde ninguna parte? ¿Cuántos millones de veces lo han ampliado o reducido? No
sabemos qué es ni qué le ha sucedido. ¿Cómo podemos tratar a un hombre cuando en ello está
involucrado el frío del espacio, el calor de los soles, la gelidez de la distancia? Sabemos qué
hacer con la. carne, pero esto ya no es carne. ¡Tócalo tú mismo, Señor y doctor! Experimentarás
algo que nadie ha percibido jamás.
—Ya lo he tocado —declaró Vomact—. Tienes razón. Probaremos tifoideo y condarmna
durante medio día. Dentro de doce horas nos veremos aquí. Indicaré a las enfermeras y robots
qué hacer en este intervalo.
Ambos se despidieron con la mirada de la figura rojiza tendida en el suelo. Grosbeck
contempló el cuerpo con una mezcla de repulsión y temor. Vomact torció apenas el gesto en una
sonrisa de piedad.
En la puerta los aguardaba la jefa de enfermeras. Grosbeck se sorprendió ante las órdenes
de su superior.
—Enfermera, ¿hay en este hospital una habitación a prueba de armas?
—Sí, Señor —dijo ella—. Allí guardábamos nuestros archivos hasta que telemetreamos todos
nuestros registros a la Órbita de Computación. Ahora está sucia y vacía.
—Limpíala. Conecta un tubo de ventilación. ¿Quién es tu protector militar?
—¿Mi qué? —exclamó ella, sorprendida.
—En la Tierra todos tienen protección militar. ¿Dónde están las fuerzas, los soldados, que
protegen este hospital?
—¡Señor y doctor! —tartamudeó la enfermera—, ¡Señor y doctor! Soy una mujer vieja y me
han permitido trabajar aquí durante trescientos años. Pero nunca se me ocurrió semejante idea.
¿Para qué necesitaría soldados?
—Averigua quiénes son y avísales de que estén alerta. Ellos también son especialistas,
aunque practican un arte distinto del nuestro. Que estén alerta. Quizá los necesitemos antes de
que termine el día. Invoca la autoridad de mi nombre ante el teniente o el sargento. Aquí tienes la
medicación que debes aplicar a este paciente.
Ella abrió unos ojos como platos cuando él siguió hablando, pero era una mujer disciplinada y
acató todas y cada una de las órdenes. Los ojos de la enfermera tenían un brillo triste y fatigado
al final, pero era una experta y sentía gran respeto por la habilidad y la sabiduría del Señor y
doctor Vomact. También experimentaba una cálida y femenina piedad por el rígido joven que
nadaba sin cesar sobre el duro suelo, nadaba entre archipiélagos que ningún hombre vivo había
soñado jamás.
6
Aquella noche se produjo una crisis.
El paciente había impreso la huella de las manos en la pared interna de la habitación, pero no
había escapado.
Los soldados, excepcionalmente atentos y con armas que relucían en el brillante pasillo del
hospital, se aburrían mucho, como se aburren los soldados de servicio cuando todo está en
calma.
Llamaron al teniente. La punta de alambre que empuñaba el teniente zumbaba como un
insecto peligroso. El Señor y doctor Vomact, que entendía de armamentos más de lo que
suponían los soldados, vio que la punta de alambre estaba sintonizada en ALTO, con capacidad
para paralizar personas cinco pisos hacia arriba, cinco pisos hacia abajo y un kilómetro a la
redonda. No comentó nada. Sólo dio las gracias al teniente y entró en la habitación, seguido de
cerca por Grosbeck y Timofeyev.
El paciente también nadaba allí.
Ahora movía ambos brazos, golpeando el suelo con las piernas. Era como si antes hubiera
nadado sólo para mantenerse a flote y ahora hubiera descubierto adonde ir, aunque muy
despacio. Los movimientos eran concentrados, tensos, rígidos, y tan lentos que apenas parecía
moverse. El pijama rasgado yacía junto a él en el suelo.
Vomact miró alrededor, preguntándose qué fuerzas habría usado aquel hombre para imprimir
las manos en la pared de acero. Recordó que Grosbeck le había advertido que era pre ferible la
muerte del paciente a someter a toda la humanidad a riesgos nuevos e inauditos, pero aunque
compartía el sentimiento no podía aceptar la recomendación.
Casi con fastidio, el gran médico se preguntó adonde pretendía ir ese hombre.
(A Elizabeth, a ella iba, a Elizabeth, que ahora estaba, a sólo sesenta metros. Sólo mucho
más tarde la gente comprendió lo que se proponía Rambó: cruzar esos sesenta metros para
llegar a su Elizabeth¡cuando ya había atravesado un sinfín de años-luz para regresar a ella. ¡A
su querida, a su amada, que lo necesitaba!)
La condamina no había dejado la típica secuela de profunda lasitud y tez reluciente; tal vez el
tifoideo la contrarrestaba C0n eficacia.
Rambó parecía más vivo que antes.
El nombre había llegado por el sistema regular de mensajes, pero aún no significaba nada
para el Señor y doctor Vomact. Pronto significaría algo.
Entretanto los otros dos médicos, instruidos de antemano, se pusieron a trabajar con el
equipo instalado por los robots y las enfermeras.
—Creo que está mejor —murmuró Vomact a los demás—. Que todos se dispersen. Probaré
con gritos.
Estaban tan atareados que apenas asintieron.
—¿Quién eres? —le vociferó Vomact al paciente—. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes?
Los tristes ojos celestes del hombre tendido en el suelo lo miraron de reojo con sorprendente
rapidez, pero no hubo otro indicio de inteligencia. Seguía braceando y pataleando contra el tosco
suelo de cemento de la habitación. Se había vuelto a arrancar dos de las vendas que le había
puesto el personal del hospital.
La rodilla derecha, herida y magullada, dejaba un reguero de sangre de sesenta centímetros
—en parte seca, negra y coagulada; en parte fresca, nueva y líquida— en el suelo mien tras él se
movía.
Vomact se levantó y habló con Grosbeck y Timofeyev.
—Veamos qué ocurre cuando se le aplica dolor.
Los dos retrocedieron sin que él lo pidiera.
Timofeyev hizo una seña a un pequeño robot enfermero, esmaltado de blanco, que estaba en
la puerta.
La red de dolor, una frágil jaula de alambres, cayó del cielo raso.
Como médico principal, Vomact tenía la obligación de correr el mayor riesgo. El paciente
estaba totalmente envuelto por la red de alambre, pero Vomact se puso a gatas, levantó una
esquina de la red con la mano derecha y metió la cabeza dentro, junto a la cabeza del paciente.
La túnica del doctor Vomact se arrastró por el cemento limpio, rozando las viejas y negras
manchas de sangre que el paciente había dejado durante la noche mientras «nadaba».
Ahora la boca de Vomact estaba a escasos centímetros de la oreja del paciente.
—¡Oh! —exclamó Vomact.
La red zumbó.
El paciente interrumpió su pausado movimiento, arqueó la espalda y fijó la mirada en el
médico.
Grosbeck y Timofeyev vieron que el impacto de la máquina de dolor hacía palidecer a
Vomact, pero el doctor dominó la voz y preguntó al paciente, con claridad y firmeza;
—¿Quién-eres?
Elizabeth —respondió el paciente—.
La respuesta era absurda, pero el tono sonaba racional.
Vomact sacó la cabeza de debajo de la red.
—¿Quién-eres? —gritó de nuevo al paciente.
El nombre desnudo respondió con toda claridad:
«¡Un parpadeo en mis ojos,
me estoy sintiendo muy flojo!»
Vomact frunció el ceño y murmuró al robot:
—Más dolor. Ponló al máximo.
El cuerpo se retorció bajo la red, tratando de seguir nadando sobre el cemento. Un grito
salvaje y desgarrador salió de debajo de la red. Sonaba como una chillona distorsión del nombre
«Elizabeth» llegando desde una distancia infinita.
No tenía sentido.
—Quién-eres —gritó Vomact.
Con imprevista claridad y resonancia, la voz respondió desde el cuerpo que se retorcía bajo
la red de dolor:
—Soy el hombre embarcado, el hombre embaucado, el hombre ahogado, el hombre doblado,
el hombre tropezado, el hombre inclinado, el hombre deslizado, el hombre lanzado, el hombre
cortado, el hombre rasgado, el hombre podado... ¡Ahhh!
Tras el grito calló y siguió nadando en el suelo, pese a la intensa red de dolor que tenía
encima.
El doctor levantó una mano. La red de dolor dejó de zumbar y se elevó por el aire.
Vomact tomó el pulso al paciente. Era rápido. Le subió un párpado. Las reacciones eran
mucho más normales.
—Atrás —ordenó a sus colegas—. Dolor para ambos —dijo al robot.
La red descendió sobre ambos.
—¿Quién-eres? —grito Vomact al oído del paciente, levantando al hombre del suelo y sin
saber si el cuerpo que perforaba paredes de acero no los destrozaría a ambos.
El hombre balbuceó:
—Soy el hombre agrandado, el hombre enviado, el hombre llegado, el hombre esfumado, el
hombre orillado, el hombre alardeado, el hombre drogado, el hombre engrosado, el hombre
tostado, el hombre asado... ¡No, no, no!
Forcejeó en brazos de Vomact. Grosbeck y Timofeyev iban a rescatar al director cuando el
paciente añadió con calma y claridad:
—El procedimiento es correcto, doctor, sea quien sea usted. Más fiebre, por favor. Más dolor,
por favor. Denme un poco de droga para combatir el dolor. Usted me está ayudando. Sé que
estoy en la Tierra. Elizabeth está cerca. ¡Por amor de Dios, traiga a Elizabeth! Pero no me dé
prisa. Necesito muchos días para recuperarme.
La racionalidad era tan sorprendente que Grosbeck, sin esperar instrucciones de Vomact,
ordenó que levantaran la red de dolor.
El paciente balbuceó de nuevo.
—Soy el hombre tres, el hombres res, el hombre arnés, el hombre al bies, el hombre tres, el
hombre tres...
La voz murió y el paciente se desplomó inconsciente.
Vomact salió de la habitación. No las tenía todas consigo.
Sus dos colegas lo cogieron por los codos. El sonrió débilmente.
—Ojalá fuera legal... no me vendría mal un poco de condamina. ¡Con razón las redes de
dolor despiertan a los pacientes e incluso sacuden a los muertos! Necesito un trago. Mi cora zón
es viejo.
Grosbeck lo ayudó a sentarse mientras Timofeyev iba por el pasillo en busca de licor
medicinal.
—¿Cómo encontraremos a su Elizabeth? —murmuró Vomact—. Debe de haber cuatro
millones, Y, además, él es de Tierra Cuatro.
—Señor y doctor, has obrado milagros al ponerte bajo la red —dijo Grosbeck—. Al correr
esos riesgos. Al hacerlo hablar. Nunca más veré algo parecido. Haber visto este acontecimiento
es suficiente para toda una vida.
—Pero, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Vomact fatigado, desconcertado.
La pregunta no necesitaba respuesta.
7
El Señor Crudelta había llegado a la Tierra.
Su piloto hizo aterrizar la nave y se desmayó ante los controles, de puro agotamiento.
De los gatos de escolta que habían viajado junto a la nave espacial en las naves
miniaturizadas, tres estaban muertos, uno en estado de coma y el quinto escupía y deliraba.
Cuando las autoridades portuarias quisieron detenerlo para cerciorarse de su autoridad, el
Señor Crudelta invocó Emergencia Máxima, tomó el mando de las tropas en nombre de la
Instrumentalidad, arrestó a todos los presentes salvo al comandante de las tropas, y le ordenó
que lo llevara al hospital. Los ordenadores del puerto le habían revelado que un tal Rambó, sans
origine, había aparecido de forma misteriosa en el parque de un hospital.
Frente al hospital, el Señor Crudelta volvió a invocar Emergencia Máxima, tomó el mando de
todos los hombres armados, ordenó a un monitor de grabación que registrara sus actos por si
luego lo sometían a consejo de guerra, y arrestó a todos los presentes.
El trote de hombres armados hasta los dientes, en formación de combate, sorprendió a
Timofeyev cuando volvía con la bebida para Vomact. Los hombres marchaban a paso ligero.
todos llevaban cascos energéticos y hacían zumbar las puntas de alambre.
Las enfermeras se adelantaron para ahuyentar a los intrusos, retrocedieron cuando la
mordedura de los rayos paralizantes las rozó con crueldad. Todo el hospital se alborotó.
El Señor Crudelta admitiría luego que había cometido un eran error.
La Guerra de los Dos Minutos estalló de inmediato.
Para comprender cómo sucedió, hay que conocer la estructura de la Instrumentalidad. La
Instrumentalidad era una corporación que se perpetuaba a sí misma, con enormes poderes y un
riguroso código. Cada Señor era la plenitud de la justicia baja, media y alta. Cada cual podía
hacer lo que considerara necesario o apropiado para preservar la Instrumentalidad y la paz entre
los mundos. Pero si cometía un error o un delito, todo cambiaba de golpe. Cualquier Señor podía
provocar la muerte de otro Señor en una emergencia, pero se condenaba a la muerte y la
vergüenza si asumía esta responsabilidad. La única diferencia entre el honor y el repudio consis-
tía en que los Señores que mataban en una emergencia y resultaban haberse equivocado se
incluían en una lista muy vergonzosa, mientras que los que mataban por una razón justificada (a
la luz de un análisis posterior) pasaban a formar parte de una lista muy honorable, aunque
morían igualmente.
Con tres Señores, la situación era distinta. Tres Señores integraban un tribunal de
emergencia; si actuaban juntos y de buena fe, e informaban a los ordenadores de la
Instrumentalidad, quedaban exentos de castigo, aunque no de culpa, ni aun de degradación a la
categoría de ciudadano. Siete Señores, o aun todos los Señores de un planeta determinado en
un momento dado, estaban más allá de toda crítica, excepto la de una versión dignificada de sus
actos si un análisis posterior demostraba que eran erróneos.
Ésta era la tarea de la Instrumentalidad. La consigna perpetua de la organización era:
«Observa, pero no gobiernes; deten la guerra, pero no la libres; protege, pero no controles. ¡Y
ante todo, sobrevive!»
El Señor Crudelta se había puesto al mando de las tropas —no sus tropas, sino las tropas
ligeras y regulares del gobierno de la Cuna del Hombre— porque temía que la persona a quien él
mismo había enviado por el espacio tres provocara el mayor peligro que había corrido la
humanidad en toda su historia.
No esperaba que le arrebataran el mando, un poder dominante reforzado por telepatía
rebotica y por la incomparable red de comunicaciones abiertas y secretas, reforzada por cientos
de años de embustes, derrotas, secretos, victorias y la simple experiencia, que la
Instrumentalidad había perfeccionado desde que había surgido de las Guerras Antiguas.
¡Dominante, dominado!
Tales eran las disposiciones que la Instrumentalidad ordenaba desde antes de los tiempos
documentados. A veces detenía a sus antagonistas con artimañas legales, a veces con la hábil y
fatal inserción de armamentos, en general interfiriendo en los controles mecánicos y sociales de
otros y haciendo su voluntad, sólo para abandonar los controles tan pronto como los había
tomado.
Pero no las tropas que Crudelta había reunido apresuradamente.
8
La guerra estalló con un cambio de paso.
Dos escuadras entraban en la sección del hospital donde Elizabeth aguardaba los incesantes
retornos a los baños de gelatina que le reconstruirían el cuerpo estropeado.
Las escuadras cambiaron el paso.
Los sobrevivientes no pudieron explicar lo sucedido.
Todos admitieron una gran confusión mental... después.
Entonces creyeron haber recibido la clara y lógica orden de dar media vuelta y defender el
sector de mujeres mediante un contraataque dirigido hacia su propio batallón principal, situado a
retaguardia.
El hospital era un edificio muy sólido. De lo contrario se habría derretido o incendiado.
Los soldados de vanguardia de pronto dieron media vuelta, buscaron refugio y dispararon las
puntas de alambre contra los camaradas de retaguardia. Las puntas de alambre estaban
sintonizadas para materia orgánica, aunque resultaban bastante inocuas para lo inorgánico. Se
alimentaban de la fuente de energía que cada soldado llevaba en la espalda.
Durante los primeros diez segundos de la media vuelta, veintisiete soldados, dos enfermeras,
tres pacientes y un ordenanza murieron. Otras ciento nueve personas quedaron heridas en ese
primer intercambio de disparos.
El comandante de las tropas nunca había estado en situación de combate, pero tenía un
buen entrenamiento. Enseguida desplegó sus reservas alrededor de las salidas del edificio y
envió a su escuadrón favorito bajo las órdenes de un tal sargento Lansdale, que le merecía
mucha confianza, hacia el sótano, para que pudiera subir desde allí hasta el sector de las
mujeres y averiguar quién era el enemigo.
Ignoraba que sus propias tropas de vanguardia habían dado media vuelta para luchar contra
sus compañeros.
Luego, en el juicio, declaró que él no había sentido ninguna interferencia insólita con su
propia mente. Sólo supo que sus hombres se habían topado con la imprevista resistencia
armada de antagonistas —¡identidad desconocida!— con armas similares a las suyas. Como el
Señor Crudelta los había traído por si se entablaba combate con antagonistas no identificados,
creyó correcto suponer que un Señor de la Instrumentalidad se había enterado de sus
movimientos. Ése era el enemigo, sin duda.
En menos de un minuto, ambos bandos quedaron equilibrados. La línea de fuego había
penetrado en las fuerzas del comandante. Los hombres de delante, algunos de ellos heri dos,
simplemente daban media vuelta para defenderse de los que venían detrás. Era como si una
línea invisible, que se movía deprisa, hubiera dividido las dos secciones de la fuerza militar.
El humo espeso y negro de los cuerpos en disolución comenzó a obturar los conductos de
aire.
Los pacientes gritaban, los médicos maldecían, los robots andaban sin ton ni son y las
enfermeras intentaban comunicarse.
La guerra terminó cuando el comandante vio al sargento Lansdale, a quien él mismo había
enviado arriba, al mando de un grupo que atacaba desde el sector de las mujeres... ¡contra su
propio comandante!
El oficial conservó la cabeza.
Se arrojó al suelo y rodó de lado bajo un chisporroteo invisible mientras los disparos de la
punta de alambre de Lansdale mataban todas las bacterias del aire. En el auricular del casco,
llevó todos los controles manuales a VOLUMEN MÁXIMO y SUBOFICIALES ÚNICAMENTE y
exclamó en un arranque de ingenio:
—¡Buen trabajo, Lansdale!
La voz de Lansdale sonaba débil, como si viniera desde fuera del planeta:
—¡Esta sección es nuestra, Señor!
El comandante de las tropas respondió en voz alta pero serena, sin dar a entender que a su
juicio el sargento estaba loco:
—Calma ahora. Conserve esa posición. Voy hacia usted. —Sintonizó el otro canal y ordenó a
los hombres que tenía cerca—: Cesen el fuego. Cúbranse y esperen.
Un grito salvaje llegó por los auriculares. Era Lansdale.
—¡Señor, Señor! ¡Estoy luchando contra usted, Señor! Acabo de comprender. Empieza de
nuevo. Apártese.
El zumbido y bordoneo de las armas cesó de golpe.
El salvaje tumulto humano del hospital continuó.
Un médico de alto rango, y con las insignias del personal superior, se acercó serenamente al
comandante.
—Levántese y llévese a sus tropas, joven amigo. La batalla ha sido un error.
—No estoy bajo sus órdenes —replicó el joven oficial—. Obedezco al Señor Crudelta. Él
requisó estas tropas al gobierno de la Cuna del Hombre. ¿Quién es usted?
—Puede cuadrarse, capitán —dijo el doctor—. Soy el coronel general Vomact, de la Reserva
Médica Terrestre. Pero será mejor que no espere al Señor Crudelta.
—Pero, ¿dónde está él?
—En mi cama —respondió Vomact.
—En su cama? —exclamó el joven oficial, totalmente desconcertado.
—En cama. Totalmente anestesiado. Yo lo tranquilicé. Estaba muy exaltado. Evacué a sus
hombres. Atenderemos a los heridos en el parque. Podrá ver a los muertos en los refrigeradores
del sótano dentro de unos instantes, excepto los que se disolvieron por impactos directos.
—Pero la pelea...
—Un error, joven, o bien...
—O bien, ¿qué? —gritó el joven oficial, aterrado ante la confusión de esta experiencia de
combate.
—O bien un arma jamás vista. Sus tropas pelearon entre sí. Alguien interceptó las órdenes.
—Lo noté —repuso el oficial— en cuanto vi que Lansdale me atacaba.
—¿Pero sabe usted qué lo dominó? —preguntó suavemente Vomact, asiendo al oficial por el
brazo y llevándolo fuera del hospital. El capitán se dejó guiar sin advertir hacia dónde iba, tan
atento estaba a las palabras de Vomact—. Creo que lo sé —continuó el médico—. Los sueños
de otro hombre. Sueños que han aprendido a transformarse en electricidad, plástico o piedra, O
cualquier otra cosa. Sueños que nos llegan desde el espacio tres.
El joven oficial asintió aturdido. Esto era demasiado.
—¿Espacio tres? —murmuró. Era como enterarse de que los invasores extraterrestres a
quienes los hombres habían temido en vano durante catorce mil años lo esperaban en el parque.
Hasta ahora el espacio tres había sido un concepto matemático, el ensueño de un novelista,
pero no un hecho,
El Señor y doctor Vomact ni siquiera hizo preguntas al joven oficial. Le acarició suavemente la
nuca y le inyectó un tranquilizante. Luego lo condujo al parque. El joven capitán se quedó solo,
silvando felizmente a las estrellas del cielo. A sus espaldas, los sargentos y cabos apartaban a
los supervivientes y hacían atender a los heridos.
La Guerra de los Dos Minutos había terminado.
Rambó había dejado de soñar que su Elizabeth corría peligro. Aun en su sueño profundo y
enfermo, había reconocido que el trote en el pasillo era el avance de hombres armados. Su
mente había preparado defensas para proteger a Elizabeth. Tomó el mando de las tropas de
vanguardia y ordenó detener al cuerpo principal. Los poderes que le había dado el espacio tres
le permitieron llevar a cabo la acción, aunque ni siquiera supo que lo hacía.
9
—¿Cuántos muertos? —preguntó Vomact a Grosbeck y Timofeyev.
—Unos doscientos.
—¿Y cuántos muertos irrecuperables?
—Los que se disolvieron en humo. Doce, quizá catorce. Los demás muertos se pueden
reparar, pero la mayoría necesitará nuevos implantes de personalidad.
—¿Sabéis lo que ocurrió? —preguntó Vomact.
—No, Señor y doctor —le respondieron a coro.
—Yo sí. Creo que sí. No, sé que sí. Es la historia más descabellada de la historia del hombre.
Nuestro paciente lo hizo... Rambó. Tomó el mando de las tropas y las obligó a luchar entre sí.
Ese Señor de la Instrumentalidad que quiso tomar el mando... Crudelta. Hace mucho tiempo que
lo conozco. Él está detrás de todo esto. Pensó que las tropas servirían de ayuda, sin advertir que
las tropas se lanzarían a un ataque contra sí mismas. Y hay algo más.
—¿Sí? —invitaron al unísono.
—La mujer de Rambó, la que él busca. Tiene que estar aquí.
—¿Por qué? —dijo Timofeyev.
—Porque él está aquí.
—Das por sentado que él ha venido aquí por propia voluntad, Señor y doctor.
Vomact sonrió con la sabia y artera sonrisa de su familia: era casi un emblema de la casa
Vomact.
—Doy por sentadas todas las cosas que no puedo demostrar de otro modo.
«Primero, doy por sentado que vino aquí desnudo desde el espacio, impulsado por una
fuerza que ni siquiera imaginamos.
«Segundo, doy por sentado que vino precisamente aquí porque quería algo. Una mujer
llamada Elizabeth, que seguramente debe de estar aquí. Dentro de un momento haremos un
inventario de todas nuestras Elizabeths.
«Tercero, doy por sentado que el Señor Crudelta sabía algo sobre el asunto. Trajo tropas al
edificio. Se puso a desvariar en cuanto me vio. Conozco la fatiga histérica tanto como voso tros,
hermanos míos, así que le administré condamina para que durmiera toda la noche.
»Cuarto, dejemos a nuestro hombre en paz. Habrá audiencias y juicios de sobra, el Espacio
lo sabe, cuando se investiguen estos hechos.
Vomact tenía razón.
Como de costumbre.
Se celebraron juicios, en efecto.
Era una suerte que la Vieja Tierra ya no permitiera los periódicos ni las noticias por televisión.
La población se habría horrorizado y rebelado si hubiera descubierto lo ocurrido en el Viejo
Hospital Principal, al oeste de Meeya Meefla.
10
Veintiún días después, Vomact, Timofeyev y Grosbeck comparecieron en el juicio del Señor
Crudelta. Un tribunal de siete Señores de la Instrumentalidad estaba allí para conceder a
Crudelta una amplia audiencia y, en caso necesario, una muerte instantánea. Los doctores
comparecían como médicos de Elizabeth y Rambó y también como testigos del Señor In-
vestigador.
Elizabeth, que acababa de salir de la muerte, era tan bonita como un bebé recién nacido en
una exquisita y adulta forma femenina. Rambó no le quitaba los ojos de encima, pero po nía cara
de desconcierto cada vez que ella le dirigía una cordial, serena y distante sonrisa. (A Elizabeth le
habían dicho que era la novia de Rambó, y estaba dispuesta a creerlo, pero no tenía recuerdos
de él ni de nada más excepto de las últimas sesenta horas, cuando le habían reímplantado el
lenguaje en la mente; y él, por su parte, aún hablaba con dificultad y sufría espasmos que los
médicos no entendían del todo.)
El Señor Investigador era un hombre llamado Starmount.
Pidió a los miembros del jurado que se pusieran en pie.
Así lo hicieron.
Starmount se encaró con el Señor Crudelta con gran solemnidad.
—Estás obligado, Señor Crudelta, a hablar con rapidez y claridad ante este tribunal.
—Sí, mi Señor —respondió Crudelta.
—Tenemos poder sumario.
—Tenéis poder sumario. Lo reconozco.
—Dirás la verdad o mentirás.
—Puedes mentir, si así lo deseas, en cuanto a hechos y opiniones, pero de ningún modo
mentirás en lo referente a relaciones entre humanos. No obstante, si mientes, pedirás que tu
nombre se incluya en la Lista de la Deshonra.
—Comprendo al tribunal y los derechos del tribunal. Mentiré si lo deseo, aunque no considero
que sea necesario... —Crudelta dirigió a todos una sonrisa fatigada e inteligente—. Pero no
mentiré en cuanto a las relaciones. Si lo hago, exigiré mi deshonra.
—¿Has recibido un buen entrenamiento como Señor de la Instrumentalidad?
—He recibido un buen entrenamiento y quiero bien a la Instrumentalidad. En rigor, yo mismo
soy la Instrumentalidad, al igual que tú y los honorables Señores que te acompañan. Sabré
comportarme mientras viva esta tarde.
—¿Creéis en él, Señores? —preguntó Starmount.
Los miembros del tribunal asintieron moviendo las cabezas mitradas. Se habían puesto la
ropa ceremonial para tal ocasión.
—¿Mantienes relaciones con esa mujer Elizabeth?
Los miembros del jurado contuvieron el aliento al ver que Crudelta palidecía.
—¡Señores! —exclamó Crudelta, y no añadió nada más.
—La costumbre establece —declaró Starmount con firmeza— que respondas enseguida o
mueras.
El Señor Crudelta se dominó.
—Estoy respondiendo. Yo no sabía quién era ella, sólo que Rambó la amaba. La envié a la
Tierra desde Tierra Cuatro, donde yo estaba entonces. Luego dije a Rambó que la habían
asesinado y que se debatía desesperadamente al borde de la muerte, y que sólo necesitaba su
ayuda para regresar a los verdes pastos de la vida.
—¿Era verdad? —preguntó Starmount.
—Mi Señor, y mis Señores, era mentira.
—¿Por qué lo dijiste?
—Para enfurecer a Rambó y darle una razón extrema para que quisiera venir a la Tierra con
mayor rapidez que ningún hombre en la historia.
—¡A-a-h! ¡A-a-h! —Rambó soltó dos aullidos salvajes, más semejantes al grito de un animal
que a un sonido humano.
Vomact miró a su paciente, sintió que él mismo comenzaba a gruñir con una profunda furia
interna. Los poderes de Rambó, generados en las honduras del espacio tres, se activa ban de
nuevo. Vomact hizo una seña. El robot que estaba detrás de Rambó había sido codificado para
mantener tranquilo al paciente. Aunque el robot estaba esmaltado, como un blanco y reluciente
enfermero de hospital, era un robot policía de alta potencia, que incluía un córtex electrónico
basado en el mesencéfalo congelado de un viejo lobo. (El lobo era un animal raro, parecido a un
perro.) El robot tocó a Rambó, quien se durmió. El doctor Vomact sintió que la furia desaparecía
de su mente. Levantó la mano con discreción; el robot captó la señal y dejó de aplicar la
radiación narcoléptica.
Rambó durmió con normalidad; Elizabeth miró preocupada al hombre que presuntamente era
suyo.
Los Señores apartaron la mirada de Rambó.
—¿Y por qué lo hiciste? —preguntó glacialmente Starmount.
—Porque quería que viajara por el espacio tres.
—¿Para qué?
—Para demostrar que era posible.
—¿Y afirmas, Señor Crudelta, que este hombre ha viajado por el espacio tres?
—Lo afirmo.
—¿Estás mintiendo?
—Tengo derecho a mentir, pero no deseo hacerlo. En nombre de la Instrumentalidad, declaro
que es cierto.
Los miembros del tribunal jadearon. Ahora no había escapatoria. O bien el Señor Crudelta
decía la verdad, lo cual significaba que los viejos tiempos llegaban a su fin y se iniciaba una
nueva era para todas las clases del género humano, o bien él mentía frente a la más poderosa
forma de juramento que ellos conocían.
Aun Starmount cambió de tono. Su tono burlón, chispeante y sagaz cobró un timbre de
amabilidad.
—¿Declaras, pues, que este hombre ha regresado desde el exterior de nuestra galaxia
protegido sólo por su piel natural? ¿Sin aparatos? ¿Sin energía?
—No he dicho eso —replicó Crudelta—. Otras personas pretenden que yo pronuncié tales
palabras. Os digo, mis Señores, que viajé en planoforma doce días y noches terrestres
consecutivos. Algunos de vosotros recordaréis dónde queda la estación Caimán Cazador. Bien,
tenía un buen capitán de viaje, y él me llevó cuatro saltos más allá de ese lugar, al espacio
intergaláctico. Dejé a este hombre allí. Cuando llegué a la Tierra, descubrí que se me había
adelantado por doce días. Supuse, pues, que su viaje había sido más o menos instantá neo. Yo
regresaba a Caimán Cazador, en unidades de tiempo terrestres, cuando el doctor encontró a
este hombre en la hierba, frente al hospital.
Vomact levantó la mano. El Señor Starmount le dio la palabra.
—Mis Señores, nosotros no encontramos a este hombre en la hierba. Los robots lo hallaron, y
grabaron lo ocurrido. Pero ni siquiera los robots presenciaron su llegada ni la fotografiaron.
—Sabemos eso —le interrumpió Starmount con enfado—, y nos han informado de que nada
llegó a la Tierra por ningún medio durante ese cuarto de hora. Adelante, Señor Crudelta. ¿Qué
relación tienes con Rambó?
—El es mi víctima.
—¡Explícate!
—Lo busqué con los ordenadores. Pregunté a las máquinas dónde podría encontrar a un
hombre con una gran dosis de ira, y me informaron que en Tierra Cuatro el nivel de ira era
elevado porque ese planeta necesitaba exploradores y aventureros en quienes el furor era una
característica decisiva de supervivencia. Cuando llegué a Tierra Cuatro, ordené a las autoridades
que averiguaran qué casos límites habían excedido los índices de furia permisible. Me
entregaron a cuatro hombres. Uno era demasiado corpulento. Dos eran viejos. Este hombre era
el único candidato para mi experimento. Lo escogí a él.
—¿Qué le dijiste?
—¿Qué le dije? Le informé de que su amada estaba muerta o moribunda.
—No, no —se impacientó Starmount—. No en el momento de la crisis. ¿Qué le dijiste para
obtener su colaboración?
—Le dije —respondió serenamente el Señor Crudelta— que yo era un Señor de la
Instrumentalidad y lo mataría si no obedecía de inmediato.
—¿Bajo qué ley o costumbre actuaste?
—Material reservado —se apresuró a decir el Señor Crudelta—. Aquí hay telépatas que no
forman parte de la Instrumentalidad. Suplico un aplazamiento hasta que estemos en un sitio
protegido.
Varios miembros del tribunal asintieron y Starmount manifestó su acuerdo. Decidió plantear
otras preguntas.
—¿Obligaste a este hombre, pues, a hacer algo que él no deseaba?
—Así es —dijo el Señor Crudelta.
—¿Por qué no fuiste tú mismo, si es tan peligroso?
—Mis honorables Señores, la naturaleza del experimento exigía que el experimentador no se
perdiera en el primer intento. Artyr Rambó ha viajado por el espacio tres. Yo lo seguiré en el
momento indicado. (Cómo viajó el Señor Crudelta es una historia que se contará en otra
ocasión.) Si yo hubiera ido y me hubiera perdido, habría sido el fin de los experimentos con el
espacio tres. Por lo menos en nuestra época.
—Describe las circunstancias exactas en que viste por última vez a Artyr Rambó antes de
que os encontrarais después de la batalla en el Viejo Hospital Principal.
—Lo habíamos puesto en un cohete de diseño muy antiguo. También grabamos inscripciones
en el exterior, tal como hacían los antiguos cuando se aventuraban por primera vez en el
espacio. jAh, era una bella pieza de ingeniería y arqueología! Copiamos todo de los modelos de
hace quince mil años, cuando los paroskii y los murkins competían por llegar al espacio. El
cohete era blanco, con un andamiaje rojo y blanco al costado. Llevaba las letras IH, aunque no
importaban las palabras. El cohete se fue a ninguna parte, pero el pasajero está aquí. Se elevó
en un tallo de fuego. El tallo se convirtió en columna. La rampa de lanzamiento desapareció.
—¿Y cómo era la rampa de lanzamiento? —preguntó Starmount en voz baja.
—Una nave de planoforma modificada. Algunas naves se habían disuelto como una mancha
lechosa en el espacio porque se dividieron molécula por molécula. Otras desaparecieron por
completo. Los ingenieros consiguieron cambiar esto. Sacamos toda la maquinaria de
circunnavegación, supervivencia y comodidad. La rampa de lanzamiento no debía durar más de
tres o cuatro segundos. En cambio, incorporamos catorce máquinas de planoforma, todo
operando en tándem, para que la nave hiciera lo que hacen otras naves cuando planoforman...
(es decir, abandonar una de nuestras dimensiones familiares por una nueva dimensión del
espacio de una categoría desconocida), pero que le diera tal fuerza como para salir de lo que
denominamos espacio dos y entrar en el espacio tres.
—¿Y qué esperabas del espacio tres?
—Pensaba que era universal e instantáneo, en relación con nuestro universo. Que cualquier
objeto equidistaba de todo lo demás. Que Rambó, deseando ver de nuevo a su novia, se
desplazaría en una milésima de segundo desde el espacio vacío, más allá de la estación Caimán
Cazador, hasta el hospital donde estaba ella.
—¿Y qué te hizo pensar eso, Señor Crudelta?
—Una corazonada, mi Señor, por lo cual tienes derecho a ejecutarme.
Starmount se volvió hacia el tribunal.
—Sospecho, mis Señores, que es más probable que lo condenéis a la larga vida, gran
responsabilidad, inmensas recompensas y la fatiga de ser como es, difícil y complejo.
Las mitras asintieron y los miembros del tribunal se pusieron en pie.
—Señor Crudelta, dormirás hasta que el juicio haya concluido.
Un robot lo tocó y lo durmió.
—El siguiente testigo —dijo el Señor Starmount—, dentro de cinco minutos.
11
Vomact quiso impedir que Rambó testificara. Discutió apasionadamente con el Señor
Starmount durante el descanso.
—Los Señores han atacado mi hospital, secuestrado a dos pacientes, y ahora se proponen
atormentar a Rambó y Elizabeth. ¿Por qué no los dejáis en paz? Rambó no está en condiciones
de dar respuestas coherentes y Elizabeth puede quedar lesionada si lo ve sufrir.
—Tú tienes tus reglas, doctor, y nosotros las nuestras —replicó el Señor Starmount—. Este
juicio se registra, centímetro a centímetro y momento a momento. Rambó no sufrirá ningún mal,
a menos que descubramos que tiene poderes para destruir un planeta.
Si eso es verdad, te pediremos, desde luego, que lo lleves de vuelta al hospital y le des una
muerte indolora. Pero no creo que ocurra. Necesitamos su versión para poder juzgar a mi colega
Crudelta. ¿Crees que la Instrumentalidad sobreviviría si no tuviera una rigurosa disciplina
interna?
Vomact asintió tristemente; regresó junto a Grosbeck y Timofeyev y masculló:
—Rambó deberá comparecer. No podemos hacer nada.
El tribunal se reunió de nuevo. Los miembros se pusieron las mitras judiciales. Las luces de la
sala se atenuaron y encendieron la extraña luz azul de la justicia.
El ordenanza robot condujo a Rambó hasta el banquillo.
—Estás obligado —dijo Starmount— a hablar con rapidez y claridad ante este tribunal.
—Tú no eres Elizabeth —señaló Rambó.
—Soy el Señor Starmount —le declaró el Señor Investigador, optando por prescindir de las
formalidades—. ¿Me conoces?
—No —respondió Rambó.
—¿Sabes dónde estás?
—La Tierra —dijo Rambó.
—¿Deseas mentir o decir la verdad?
—Una mentira —contestó Rambó— es la única verdad que pueden compartir los hombres,
así que mentiré, tal como hacemos siempre.
—¿Puedes relatar tu viaje?
—No.
—¿Por qué no, ciudadano Rambó?
—Las palabras no podrían describirlo.
—¿Recuerdas tu viaje?
—¿Recuerdas tu pulsación de hace dos minutos? —replicó Rambó.
—Esto no es un juego —se impacientó Starmount—. Creemos que estuviste en el espacio
tres y deseamos que testifiques sobre el Señor Crudelta.
—¡Oh! —exclamó Rambó—. No me resulta simpático. Nunca me ha gustado.
—¿Intentarás, no obstante, contarnos qué te sucedió?
—¿Debo hacerlo, Elizabeth? —preguntó Rambó a la muchacha, que estaba sentada entre los
presentes.
—Sí —respondió ella sin titubear, con una voz nítida que retumbó en la gran sala—.
Cuéntaselo, para que podamos reanudar nuestra vida.
—Contaré —declaró Rambó.
—¿Cuándo viste al Señor Crudelta por última vez?
—Cuando me sujetaron y colocaron en el cohete, a cuatro saltos de la estación Caimán
Cazador. Él estaba allí. Me dijo adiós con la mano.
—¿Y qué ocurrió después?
—El cohete se elevó, Daba una sensación muy rara, no se parecía a ninguna nave donde yo
hubiera estado. Yo pesaba muchas, muchas gravedades.
—¿Y luego?
—Los motores siguieron funcionando. Yo fui lanzado del espacio.
—¿Qué impresión tuviste?
—Dejé atrás las naves en funcionamiento, la ropa y el alimento que va por el espacio.
Descendí por ríos inexistentes. Sentí gente alrededor, aunque no podía verla; gente roja que
arrojaba flechas a cuerpos vivos.
—¿Dónde estabas? —preguntó un miembro del tribunal.
—En el invierno donde no hay verano. En un vacío comparable con la mente de un niño. En
penínsulas que se habían desprendido de tierra firme. Y yo era la nave.
—¿Eras qué? —preguntó el mismo miembro del tribunal.
—El morro del cohete. El cono. El barco. Yo estaba ebrio. Yo estaba ebrio y era el barco ebrio
—respondió Rambó.
—¿Y adonde fuiste? —intervino Starmount.
—Adonde faroles locos miraban con ojos idiotas. Adonde las olas se mecían con los muertos
de todas las épocas. Adonde las estrellas eran un estanque en el cual nadé. Adonde el azul se
convierte en un licor más fuerte que el alcohol, más salvaje que la música, fermentado con los
rojos, rojos, rojos del amor. Vi todas las cosas que los hombres creyeron ver, pero yo las veía
realmente. Oí el canto de la fosforescencia y mareas que parecían vacas enloquecidas saliendo
en estampida del océano, batiendo los arrecifes con los cascos. No me creeréis, pero hallé
Floridas más salvajes que ésta1[2], donde las flores tenían tez humana y ojos de grandes gatos.
—¿De qué estás hablando? —preguntó el Señor Starmount.
—De lo que encontré en el espacio tres —replicó Artyr Rambó—. Pueden creerlo o no. Esto
es lo que ahora recuerdo, Quizá sea un sueño, pero es todo lo que tengo. Fueron años y años, y
fue un parpadeo. Soñé noches verdes. Contemplé lugares donde todo el horizonte se convertía
en una catarata. El barco que era yo encontró niños y les mostré El Dorado, donde viven los
hombres de oro. Fui un barco donde todas las naves espaciales perdidas yacían en ruinas y
quietas. Caballitos de mar irreales corrieron junto a mí. Los meses de verano vinieron a martillear
el sol. Pasé frente a archipiélagos de estrellas, donde los cielos delirantes se abrían para los
errabundos. Lloré por mí. Sollocé por el hombre. Quise ser el barco ebrio que se hunde. Me
hundí. Caí. La hierba me pareció un lago donde un niño triste, a gatas, hacía navegar un barco
de juguete frágil como una mariposa en primavera. ¡No puedo olvidar el orgullo de banderas no
recordadas, la arrogancia de prisioneros de los que yo sospechaba, los hombres de negocios
nadando! Luego yací sobre la hierba.
—Esto puede tener un gran valor científico —dijo el Señor Starmount—, pero carece de peso
judicial. ¿Puedes ofrecer algún comentario sobre tu actuación durante la batalla del hospital?
Rambó respondió con rapidez y cordura:
—Lo que hice, no lo hice yo. Lo que hice, no puedo saberlo. Dejadme ir, porque estoy
cansado de vosotros y del espacio, grandes hombres y grandes cosas. Dejadme dormir y dejad
que me reponga.
Starmount levantó la mano para pedir silencio.
Los miembros del tribunal lo miraron.
Sólo los pocos telépatas presentes supieron lo que había dicho: Sí. Dejad ir al hombre. Dejad
ir a la muchacha. Dejad ir a los doctores. Pero luego traed de vuelta al Señor Crudelta. Le
esperan muchos problemas, y deseamos complicarlos.
12
La Instrumentalidad, el Gobierno de la Cuna del Hombre y las autoridades del Viejo Hospital
Pricipal deseaban brindar felicidad a Rambó y Elizabeth.
Cuando Rambó se recuperó, recobró buena parte de sus recuerdos de Tierra Cuatro. Había
olvidado todos los detalles del viaje.
Cuando llegó a conocer a Elizabeth, la odió.
Ésta no era su muchacha, la osada y deliciosa Elizabeth de los mercados y los valles, de las
colinas nevadas y los largos paseos en bote. Era una persona mansa, dulce, triste y perdida -
mente enamorada.
Vomact halló un remedio.
Envió a Rambó a la Ciudad del Placer de las Hespérides, donde mujeres atrevidas y
parlanchínas lo perseguían porque era rico y famoso.
1
Al cabo de pocas semanas —muy pocas, en verdad— quiso a su Elizabeth, la muchacha
extraña y tímida a quien habían rescatado de entre los muertos mientras él cabalgaba en el
espacio con sus frágiles huesos.
—Di la verdad, querida —dijo gravemente una vez—, ¿No fue el Señor Crudelta quien
preparó el accidente que te mató?
—Dicen que él no estaba aquí —les respondió Elizabeth—. Dicen que fue un accidente real.
No lo sé. No lo sabré nunca.
—Ya no importa —suspiró Rambó—. Crudelta está entre las estrellas, buscando problemas y
encontrándolos. Nosotros tenemos nuestra cabaña, y nuestra cascada, y nos tenemos el uno al
otro.
—Sí, querido —sonrió ella—. El uno al otro. Y sin Floridas extravagantes.
Él parpadeó ante esta alusión al pasado, pero no dijo nada. Un hombre que atravesó el
espacio tres necesita muy poco en la vida, aparte de no volver al espacio tres. A veces soñaba
que era de nuevo el cohete, el viejo cohete que partía hacia un viaje imposible.
Que sigan otros, pensaba. ¡Que vayan otros! Yo tengo a Elizabet y estoy aquí.
LOS MININOS DE MAMÁ HITTON
Las comunicaciones malas obstaculizan el robo;
las comunicaciones buenas promueven el robo;
las comunicaciones perfectas impiden el robo.
Van Braam
1
La luna giraba. La mujer miraba. Habían tallado veintiuna facetas en el ecuador de la luna. La
función de la mujer era armar esa luna. La mujer era Mamá Hitton, señora de los armamentos de
Vieja Australia del Norte.
Era una mujer alegre y rubicunda de edad imprecisa. Tenía ojos azules, senos opulentos,
brazos fuertes. Parecía una matrona, pero su único hijo había muerto generaciones atrás. Ahora
actuaba como madre de un planeta, no de una persona; los norstrilianos dormían tranquilos
porque sabían que ella vigilaba. Las armas dormían su sueño largo y enfermizo.
Esa noche Mamá Hitton miró por enésima vez el panel de advertencia. El panel estaba
apagado. No brillaban luces de peligro. Sin embargo, ella intuía un enemigo en algún rincón del
universo, un enemigo que esperaba para atacarla a ella y su mundo, para adueñarse de las
incomensurables riquezas de los norstrilianos, y resoplaba de impaciencia. Ven hombrecillo,
pensaba. Ven, hombrecillo, y muere. No me hagas esperar.
Sonrió al admitir que era un pensamiento absurdo.
Mamá Hitton esperaba.
Y el ladrón no lo sabía.
El ladrón estaba bastante relajado. Era Benjacomin Bozart, experto en las artes de relajación.
Nadie, en Sunvale de Ttiollé, sospechaba que él era guardián principal de la Liga de
Ladrones, criado bajo la luz de la estrella violeta-estelar. Nadie podía olerle el aroma de Viola
Sidérea. «Viola Sidérea —había dicho la Dama Ru— fue otrora el mundo más bello y ahora es el
más corrupto. Sus habitantes fueron en otro tiempo modelos para la humanidad, y ahora son
ladrones, embusteros y asesinos. Se percibe el olor de su alma en pleno día.» La Dama Ru
había muerto hacía tiempo. Era muy respetada, pero se equivocaba. Nadie olía al ladrón. El lo
sabía. No era más «anómalo» que un tiburón acercándose a un cardumen de bacalaos. La
naturaleza de la vida es vivir, y él había sido criado para vivir como debía: buscando presas.
¿De qué otro modo podía vivir? Viola Sidérea estaba en bancarrota desde hacía mucho
tiempo, desde que las velas fotónicas habían desaparecido del espacio y las susurrantes naves
de planoforma se abrieron paso entre los astros. Sus antepasados habían quedado librados a su
suerte en un planeta apartado. Se negaron a morir. Alteraron la ecología y se convirtieron en
depredadores del hombre, adaptados por el tiempo y la genética a sus tareas mortíferas. Y él, el
ladrón, era un campeón de su pueblo, el mejor entre los mejores.
El era Benjacomin Bozart.
Había jurado asaltar Vieja Australia del Norte o morir en el intento, y no pretendía morir.
La playa de Sunvale era tibia y hermosa. Ttiollé era un planeta de tránsito, libre y sin
prejuicios. Las armas de Benjacomin eran la suerte y él mismo: se proponía hacer buen uso de
ambos.
Los norstrilianos podían matar.
Él también.
En ese momento, en ese lugar, era un turista feliz en una playa hermosa. En otro momento,
en otro lugar, podía ser un hurón entre conejos, un halcón entre palomas.
Benjacomin Bozart, ladrón y guardián, no sabía que alguien le estaba esperando. Alguien que
no conocía el nombre de Bozart estaba dispuesta a despertar la muerte, tan sólo para él. Pero él
estaba tranquilo.
Mamá Hitton no estaba tranquila. Intuía la presencia del ladrón, pero no lograba localizarlo.
Una de sus armas roncó. Ella la hizo girar.
A mil estrellas de distancia, Benjacomin Bozart sonrió mientras se dirigía hacia la playa.
2
Benjacomin se sentía un turista. Su cara bronceada permanecía serena. Los ojos orgullosos y
sombríos estaban tranquilos. Su boca elegante, aun sin la sonrisa seductora, expresaba
simpatía. Tenía un aspecto atractivo sin parecer extraño. Parecía mucho más joven de lo que
era. Caminaba con pasos enérgicos y felices por la playa de Sunvale.
Las olas de cresta blanca rodaban como las rompientes de Madre Tierra. Los habitantes de
Sunvale estaban orgulllosos de la similitud de su mundo con la Cuna del Hombre. Pocos de ellos
habían visto el planeta primigenio, pero todos sabían un poco de historia, y la mayoría sentía una
fugaz angustia cuando pensaba en el antiguo gobierno que aún manejaba el poder político a
través de las honduras del espacio. No les agradaba la vieja Instrumentalidad de la Tierra, pero
la respetaban y temían, Las olas les recordaban el lado bonito de la Tierra; no querían recordar
el aspecto no tan agradable.
Este hombre era como el lado bonito de la Tierra. Nadie intuía su poder. Los habitantes de
Sunvale le sonreían distraídamente cuando se cruzaban con él en la costa.
Un ambiente sereno lo rodeaba en aquella atmósfera calma. Benjacomin volvió la cara hacia
el sol. Cerró los ojos. La tibia luz le atravesó los párpados, alumbrándolo con su calidez y su
contacto tranquilizador.
Benjacomin soñaba con el mayor robo jamás planeado. Soñaba con apropiarse de una gran
parte de la riqueza del mundo más rico que había construido la humanidad. Pensaba en lo que
ocurriría cuando al fin llevara las riquezas al planeta Viola Sidérea, donde se había criado.
Benjacomin se protegió la cara del sol y echó una mirada lánguida a los demás bañistas.
Aún no había norstrilianos a la vista. Eran fáciles de reconocer. Gente fornida, de tez roja,
soberbios atletas, pero, a su manera, inocentes, jóvenes y muy rudos. El se había preparado
para este robo durante doscientos años. La Liga de Ladrones de Viola Sidérea le había
prolongado la vida con este propósito. Benjacomin encarnaba los sueños de su planeta, un
planeta pobre que en otros tiempos había sido un centro comercial y que se convirtió en un antro
de ladrones y rateros.
Vio a una mujer norstriliana que salía del hotel y bajaba a la playa. Esperó, miró, soñó. Quería
formular una pregunta y ningún australiano adulto podía contestarla.
«Es curioso —pensó— que aún hoy los llamen "australianos". Ése es el antiguo nombre de la
Vieja Tierra, un pueblo rico, audaz, rudo. Niños intrépidos plantados en el centro del mundo... Y
ahora son los tiranos de toda la humanidad. Poseen la riqueza. Poseen la santaclara, y otras
personas viven o mueren según el comercio que tengan con los norstrilianos. Pero no yo. Ni mi
pueblo. Somos hombres que son lobos para el hombre.»
Benjacomin esperó grácilmente. Bronceado por la luz de muchos soles, aparentaba cuarenta
años, aunque tenía doscientos. Vestía la ropa típica de un veraneante. Podría haber sido un
viajante intercultural, un experto tahúr, el funcionario de un puerto estelar. Incluso podía haber
sido un detective que trabajaba en las rutas comerciales. No lo era. Era un ladrón. Y era tan
eficaz en su trabajo que la gente se volvía hacia él y le confiaba sus pertenencias, pues
Benjacomin era sedante, tranquilo, de ojos grises y pelo rubio. Benjacomin esperaba.
La mujer lo miró de soslayo: una mirada rápida y suspicaz.
Lo que vio debió de calmarla. Siguió de largo. Volviéndose hacia la duna, gritó:
—Ven, Johnny, aquí podemos nadar.
Un niño que aparentaba ocho o diez años corrió desde la duna hacia la madre.
Benjacomin se tensó como una cobra. Aguzó la mirada, entornó los ojos.
Ésta era la presa. Ni demasiado pequeña ni demasiado grande. Si la víctima era demasiado
pequeña, ignoraba la respuesta; si era demasiado grande, resultaba inútil abordarla. Los
norstrilianos eran célebres luchadores; los adultos eran demasiado fuertes, tanto mental como
físicamente, para atacarlos.
Benjacomin sabía que todos los ladrones que se habían acercado al planeta de los
norstrilianos, que habían intentado saquear el inalcanzable mundo de Vieja Australia del Norte,
habían perdido el contacto con su gente y habían muerto. No se recibían más noticias de ellos.
Y sin embargo sabía que cientos de miles de norstrilianos tenían que conocer el secreto. A
veces hacían chistes sobre él. Benjacomin había oído esas bromas cuando joven, pero ahora
era más que viejo y jamás se había acercado a la respuesta. La vida era cara. Él iba ya por su
tercera vida, y cada una había sido honestamente comprada por los suyos. Buenos ladrones
todos ellos, habían pagado dinero robado con sudor para conseguir la medicina que permitiría al
ladrón más grande permanecer con vida. Benjacomin no amaba la violencia. Pero si la violencia
allanaba el camino hacia el mayor robo de todos los tiempos, estaba dispuesto a servirse de ella.
La mujer lo contempló de nuevo. La máscara maligna que había cruzado el rostro de
Benjacomin se disolvió en benevolencia; Benjacomin se calmó. Ella lo sorprendió en ese mo-
mento de relajación. Le gustó la apariencia del hombre.
La mujer sonrió y, con este torpe titubeo tan típico de los norstrilianos, dijo;
—¿Podría vigilar a mi hijo mientras voy al agua? Creo que nos hemos visto en el hotel.
—Desde luego. Con mucho gusto. Ven aquí, hijo.
Johnny caminó hacia la muerte atravesando las soleadas dunas. Se acercó al enemigo de su
madre.
Pero la madre ya. había dado media vuelta en dirección al agua.
Benjacomin Bozart tendió una mano experta. Aferró el hombro del niño y lo tumbó. El niño ni
siquira había emitido un grito cuando Benjacomin le inyectó la droga de la verdad.
Johnny forcejeó contra el dolor hasta que un martillazo le estalló en el cerebro y la potente
droga empezó a actuar.
Benjacomin miró hacia el agua. La madre nadaba, de cara hacia ellos. Obviamente, no
estaba preocupada. Para ella, el niño parecía estar mirando algo que el forastero le señalaba
con juguetona serenidad.
—Ahora, hijo —dijo Benjacomin—, dime cuál es la defensa exterior.
El niño no respondió.
—¿Cuál es la defensa exterior, hijo? La defensa exterior —repitió Benjacomin. El niño aún no
reaccionaba.
Algo muy parecido al pánico erizó la piel de Benjacomin Bozart cuando advirtió que había
puesto en jaque su seguridad en aquel planeta, que había puesto en peligro los planes mis mos
por una oportunidad de averiguar el secreto de los norstrilianos.
Lo habían detenido dispositivos simples, casi infantiles. El niño ya estaba condicionado contra
el ataque. Cualquier intento de arrancarle información activaba un reflejo condicionado de mudez
total. El niño era literalmente incapaz de hablar.
Con la luz reflejada en el pelo húmedo, la madre preguntó:
—¿Estás bien, Johnny?
Benjacomin agitó la mano.
—Le estoy enseñando mis fotos, señora. Le gustan mucho. Nade tranquila.
La madre vaciló, se internó de nuevo en el agua, se alejó nadando despacio.
Johnny, dominado por la droga, se sentó como un inválido en las rodillas de Benjacomin.
—Johnny —rumió Benjacomin—, vas a morir ahora y te ¿olerá horriblemente si no me dices
lo que deseo saber. —El niño se resistió débilmente. Benjacomin repitió—: Te provoca ré dolor si
no me dices lo que deseo saber. ¿Cuáles son las defensas exteriores? ¿Cuáles son las
defensas exteriores?
El niño forcejeó y Benjacomin advirtió que no intentaba escabullirse sino cumplir la orden. Lo
soltó y el niño extendió un dedo y se puso a escribir en la arena húmeda. Las letras resaltaron.
La sombra de un hombre se erguía detrás de ellos.
Benjacomin, alerta, listo para girar, matar o correr, se echó al suelo junto al niño.
—Magnífica adivinanza —dijo—. Me ha gustado mucho. Muéstrame otra.
Le sonrió al adulto que pasaba. El forastero íe dirigió una mirada suspicaz que se distendió
cuando vio la agradable cara de Benjacomin, que jugaba tan tierna y gratamante con el niño.
Los dedos aún trazaban letras en la arena.
Allí estaba la adivinanza; Los mininos de Mamá Hitton.
La mujer, la madre inquisitiva, regresaba del mar. Benjacomin se acarició la manga de la
chaqueta y extrajo la segunda inyección, un veneno muy diluido que sólo se podía detectar tras
días o semanas de trabajo de laboratorio. Lo aplicó directamente al cerebro del niño, clavando la
aguja en la nuca. El cabello ocultó el pequeño pinchazo. La aguja increíblemente dura se deslizó
bajo la base del cráneo. El niño murió.
El asesinato estaba consumado.
Benjacomin borró el secreto de la arena con aire distraído. La mujer se acercó. Él la llamó, la
voz transida de simpática preocupación:
—Señora, venga aquí. Creo que su hijo se ha desmayado por el calor.
Entregó el cuerpo del hijo a la madre. Ella se alarmó. Estaba asustada e inquieta. No sabía
cómo reaccionar.
Por un temible instante lo miró a los ojos.
Doscientos años de entrenamiento surtieron efecto: ella no descubrió nada. El asesino no
revelaba el asesinato. El halcón se escondió bajo la paloma. La expresión adiestrada ocultó el
sentimiento.
Benjacomin Bozart se relajó con serenidad profesional. Se había preparado para acabar
también con ella, aunque ignoraba si tenía suficiente habilidad para matar a una norstriliana
adulta.
—Quédese con él —se ofreció servicialmente—. Yo correré al hotel y pediré ayuda. Me daré
prisa.
Dio media vuelta y corrió. Un camarero de la playa lo vio y corrió hacia él.
—El niño se ha mareado —gritó Benjacomin. Se acercó a la madre a tiempo para verle el
asombro y la tragedia pintados en la cara. Y algo más que la tragedia: la duda.
—No está enfermo —dijo ella—. Está muerto.
—No es posible —exclamó Benjacomin, alerta. Impuso un aire de compasión a todo su
ademán, a cada músculo de la cara—. No es posible. Yo estaba hablando con él hace un
momento. Escribíamos adivinanzas en la arena.
La madre habló con voz quebrada y hueca, como si nunca más pudiera encontrar la
modulación correcta para el lenguaje humano, como si fuera a repetir eternamente los ruidos dis -
cordantes de la congoja imprevista.
—Ha muerto. Usted lo vio morir y creo que yo también. No entiendo qué ha sucedido. El niño
estaba lleno de santaclara. Tenía mil años de vida por delante pero ahora está muerto. ¿Cómo
se llama usted?
—Eldon —dijo Benjacomin—. Eldon, el viajante, señora. Vengo aquí muy a menudo.
3
—¡Los mininos de Mamá Hitton! ¡Los mininos de Mamá Hitton!
Esta estúpida frase lo obsesionaba. ¿Quién era Mamá Hitton? ¿Y madre de quién? ¿Qué
eran los mininos? ¿Simples gatitos? ¿O eran otra cosa?
¿Había matado a un imbécil por una respuesta imbécil?
¿Cuántos días más tendría que quedarse allí con esa mujer suspicaz y entristecida?
¿Cuántos días tendría que observar y esperar? Quería volver a Viola Sidérea; transmitir el
secreto, por impreciso que fuera, para que su gente lo estudiara. ¿Quién era Mamá Hitton?
Salió del cuarto y bajó.
La grata monotonía de un gran hotel era tal que los demás huéspedes lo miraban con interés.
Él era el hombre que había presenciado la muerte del niño en la playa.
Algunos amantes del escándalo que se alojaban allí insinuaban que él había matado al niño.
Otros rechazaban los rumores, diciendo que sabían muy bien quién era Eldon. Él era Eldon, el
viajante. Aquellas habladurías eran ridiculas.
La gente no había cambiado mucho, aunque las naves susurraran entre las estrellas con los
capitanes de viaje sentados en su corazón, aunque la gente viajara de un planeta a otro —
cuando contaba con el dinero para pagar el billete— como hojas arrastradas por vientos suaves
y juguetones. Benjacomin se enfrentaba a un dilema trágico. Sabía muy bien que cualquier
intento de descifrar la respuesta chocaría contra los dispositivos de protección de los
norstrilianos.
Vieja Australia del Norte era inmensamente rica. A lo largo y a lo ancho de las estrellas se
sabía que había contratado mercenarios, espías, agentes secretos y dispositivos de alerta.
Aun la Cuna del Hombre —la Madre Tierra misma, a la que ninguna suma podía comprar—
estaba sobornada por la droga de la vida. Unos veinticinco gramos de la droga santa clara,
reducida, cristalizada y llamada stroon podía dar de cuarenta a sesenta años de vida. El stroon
llegaba a los otros planetas por gramos y kilos, pero en Australia del Norte se refinaba por
toneladas. Con un tesoro así, los norstrilianos poseían un mundo inimaginable cuyos recursos
excedían todos los límites concebibles. Podían comprar cualquier cosa. Podían pagar con las
vidas de otros.
Durante siglos habían usado fondos secretos para comprar servicios extranjeros en defensa
de su propia segundad.
Benjacomin se detuvo en el vestíbulo: Los mininos de Mamá Hitton.
Esta frase encerraba la sabiduría y la riqueza de mil mundos, pero Benjacomin Bozart no se
atrevía a preguntar qUé significaba.
De pronto se le iluminó la cara.
Se sintió como alguien que hubiera pensado en un juego divertido, un grato pasatiempo para
entretenerse, una compañía para recordar, un plato nuevo para saborear. Había tenido una
ocurrencia muy feliz.
Había una fuente que no hablaría. La biblioteca. Al menos podía confirmar los datos obvios y
simples, y averiguar qué formaba parte del conocimiento público en el secreto que había
arrancado al niño.
No habría arriesgado su seguridad en vano, ni habría desperdiciado la vida de Johnny, si
podía encontrar la clave de cualquiera de las palabras de la frase. Mamá, Hitton, mininos. Aún
podía conseguir el botín de Norstrilia.
Dio media vuelta de buen humor. Caminó ligera y alegremente hacia la sala de billar, después
de la cual estaba la biblioteca. Entró.
El hotel era caro y anticuado. Incluso tenía libros hechos de papel, con encuademaciones
auténticas, Benjacomin cruzó la sala. Vio que tenían la Enciclopedia galáctica en doscientos
volúmenes. Tomó el volumen que señalaba «Hi-Hi». Lo hojeó desde atrás, buscando el apellido
Hitton. Ahí estaba. «Hitton, Benjamin (10719-17123 d. C.): pionero de Vieja Australia del Norte.
Se le considera inventor de parte del sistema de defensa.» Eso era todo. Benjacomin se paseó
entre los libros. La palabra «mininos» no figuraba en ninguna parte con una acepción fuera de la
normal, ni en la enciclopedia ni en ninguna lista de la biblioteca. Salió y subió a la habitación.
Tal vez el niño se hubiera equivocado.
Corrió un riesgo. La madre, medio ciega de desconcierto y dolor, estaba sentada en una silla
del porche. Las otras mujeres le hablaban. Sabían que el marido de la australiana llegaría
pronto. Benjacomin se acercó a presentarle sus respetos. Ella no lo vio.
—Debo partir, señora. Seguiré mi viaje hacia el próximo planeta, pero volveré dentro de dos o
tres semanas subjetivas.
Dejaré mi domicilio a la policía local, por si usted me necesitara para un interrogatorio
urgente.
Benjacomin se despidió de la afligida madre.
Benjacomin se despidió del apacible hotel. Consiguió un billete prioritario.
La parsimoniosa policía de Sunvale no presentó objeciones cuando él solicitó de pronto un
permiso de partida. A fin de cuentas, tenía una identidad, disponía de sus propios fondos, y no
era costumbre en Sunvale contradecir a los turistas. Benjacomin subió a la nave. Cuando se
dirigía hacia la cabina donde descansaría unas horas, un hombre se le acercó. Un hombre joven,
con raya al medio, estatura baja, ojos grises.
Ese hombre era el agente local de la policía secreta de Norstrilia.
Benjacomin, pese a su experiencia como ladrón, no reconoció al policía, Jamás pensó que la
biblioteca misma estaba preparada y que la palabra «mininos» activaba una señal en ciertas
circunstancias. Al buscarla había disparado una pequeña alarma. Había dado la alerta.
El forastero saludó. Benjacomin devolvió el saludo.
—Soy un viajante que espera entre un destino y otro. No me ha ido muy bien. ¿Cómo andan
sus negocios?
—No hago negocios. Soy un técnico. Mi nombre es Liverant.
Benjacomin estudió al sujeto. Sin duda era un técnico. Se dieron la mano sin mayor
entusiasmo.
—Me reuniré con usted en el bar un poco más tarde —dijo Liverant—. Primero descansaré un
poco.
Ambos se acostaron y hablaron muy poco mientras el primer relámpago de planoforma
atravesaba la nave. El relámpago pasó. Por los libros y las lecciones sabían que la nave
brincaba hacia delante en dos dimensiones mientras de algún modo la furia del espacio se
desviaba hacia los ordenadores, que a la vez eran manejados por el capitán de viaje que con -
trolaba la nave.
Sabían estas cosas pero no las sentían. Sólo experimentaban la punzada de un ligero dolor.
El aire tenía un sedante, disuelto en el sistema de ventilación. Ambos sabían que se
embriagarían un poco.
El ladrón Benjacomin Bozart estaba adiestrado para resistir la falta de reflejos y el
desconcierto. Cualquier indicio de que un telépata trataba de leerle la mente se habría topado
con una resistencia tenaz y animal, implantada en su inconsciente en los primeros años del
entrenamiento. Bozart no estaba preparado contra el engaño de un presunto técnico; la Liga de
Ladrones de Viola Sidérea jamás sospechó que su gente tendría que enfrentarse a
embaucadores. Liverant ya había estado en contacto con Norstrilia: Norstrilia, cuyo dinero
cruzaba las estrellas; Norstrilia, que había alertado a cien mil mundos contra la mera idea de una
intrusión.
—Ojalá pudiera ir más lejos —comentó Liverant—. Ojalá pudiera ir a Olimpia. En Olimpia se
puede comprar cualquier cosa.
—He oído comentarios —dijo Bozart—. Es un extraño planeta comercial sin demasiadas
oportunidades para los hombres de negocios, ¿verdad?
Liverant rió. Su risa sonaba alegre y auténtica.
—¿Comercial? Ellos no comercian, birlan. Toman el botín robado en mil mundos, lo
revenden, lo camuflan, lo pintan y lo marcan. Ése es su negocio. Los habitantes son ciegos. Es
un mundo extraño, y sólo hay que ir allá para conseguir lo que uno quiere —explicó Liverant—.
¡Qué no haría yo con un año en ese lugar! Todos ciegos, excepto yo y un par de turistas. Y se
encuentran todas las riquezas que todos creyeron perdidas, la mitad de las naves náufragas, las
colonias olvidadas, pues las han limpiado todas. Y todo va a Olimpia.
Olimpia no valía tanto y Liverant ignoraba por qué tenía la misión de guiar allá al asesino.
Sólo sabía que tenía un deber y que su misión consistía en desviar al intruso.
Muchos años antes del nacimiento de ambos hombres, la palabra clave se había colocado en
guías, libros, cajas de embalaje y facturas: «mininos». Era el nombre en clave de la luna exterior
de la defensa norstriliana. El uso de esa clave activaba una furiosa alerta, con nervios sistémicos
tan calientes y veloces como un alambre de tungsteno incandescente.
Cuando decidieron ir al bar a beber un refresco, Benjacomin casi había olvidado que era el
desconocido quien había sugerido Olimpia en vez de otro destino. Tenía que ir a Viola Sidérea
en busca de los créditos necesarios para emprender el viaje de la riqueza, para ganar el mundo
de Olimpia.
4
Bozart fue recibido con una apacible pero muy sincera acogida en su mundo natal.
Los ancianos de la Liga de Ladrones le dieron la bienvenida. Lo felicitaron.
—¿Quién más podría haber llevado a cabo tu misión, muchacho? Es la apertura de un nuevo
ajedrez. Nunca antes hubo un gambito como éste. Tenemos un nombre, tenemos un animal. Lo
intentaremos aquí mismo.
El Consejo de los Ladrones consultó su propia enciclopedia. Buscaron el nombre «Hitton», y
luego hallaron la referencia «minino» en su acepción norstriliana. Ninguno de ellos sabía que se
trataba de una pista falsa colocada por un agente infiltrado en su mundo.
El agente, a su vez, había sido seducido años antes, corrompido en medio de su carrera,
obligado a una honestidad provisional, sobornado y enviado a casa. Durante muchos años había
esperado una temida contraseña —una contraseña que, sin que él lo supiera, era una extensión
del espionaje norstriliano—, sin soñar que podría pagar de forma tan simple su deuda con el
mundo exterior. Sólo le habían mandado una página para que la añadiera a la enciclopedia. Él la
añadió y se fue a casa, débil de agotamiento. Los años de miedo y espera habían sido
agobiantes para el ladrón. Bebía en exceso para no suicidarse. Entretanto, las páginas
permanecieron en orden, incluyendo la nueva, ligeramente alterada para sus colegas. La
enciclopedia aclaraba que la modificación era una corrección habitual, aunque todo el artículo
era nuevo y falso:
Debajo de este pasaje una corrección, fechada el año 24 de la segunda edición.
Los «mininos» de Norstrilia sólo aluden al uso de medios orgánicos para inducir la
enfermedad en ovejas terráqueas mutadas, que a su vez producen un virus, de cuyo
refinamiento se obtiene la droga santaclara. El vocablo «mininos» gozó de difusión durante algún
tiempo como término de referencia para aludir tanto a la enfermedad como al potencial
destructivo de la enfermedad en caso de ataque exterior. Se cree que esto se relaciona con la
carrera de Benjamín Hitton, uno de los pioneros originales de Norstrilia.
El Consejo de Ladrones lo leyó y el presidente del Consejo declaró:
—Tengo tus papeles preparados. Ahora puedes ponerlos a prueba. ¿Por dónde quieres ir?
¿A través de Nueva Hamburgo?
—No —dijo Benjacomin—. Pensaba intentarlo en Olimpia.
—Olimpia está bien —aceptó el presidente—. Ten cuidado. Hay una sola probabilidad entre
mil de que fracases. Pero sí no tienes éxito, quizá tengamos que pagar por ello.
Sonrió arteramente y entregó a Benjacomin una hipoteca en blanco por toda la mano de obra
y las propiedades de Vila Sidérea. El presidente rió.
—Sería bastante duro para nosotros que tuvieras que pedir tanto dinero en ese planeta como
para obligarnos a volvernos honrados... y luego perdieras de todos modos.
—No temáis —dijo Benjacomin—. Me encargaré de que no sea así.
Hay mundos donde todos los sueños mueren, pero Olimpia de las nubes cuadrangulares, no
es uno de ellos. Los ojos de los hombres y las mujeres brillan en Olimpia, pues no ven nada.
«El brillo tenía el color del dolor —dijo Nachtigall— cuando podíamos ver. Si tu ojo te ofende,
arráncate a ti mismo, pues la culpa no está en el ojo sino en el alma.»
Esas sentencias eran corrientes en Olimpia, donde los colonos quedaron ciegos hace mucho
tiempo y ahora se creen superiores a los videntes. Cables de radar les cosquillean en el cerebro;
perciben la radiación con pequeños acuarios colgados en medio de la cara. Sus imágenes son
nítidas, y exigen nitidez. Sus edificios se elevan en ángulos imposibles. Sus niños ciegos cantan
canciones mientras el clima artificial obedece las cifras, geométrico como un caleidoscopio.
Allá fue el hombre, Bozart en persona. Entre los ciegos, sus sueños crecieron, y pagó dinero
por informes que ninguna persona viva había visto.
Olimpia, nubes agudas y cuello acuoso, flotaba alrededor de Bozart como un sueño ajeno. No
se proponía demorarse allí, pues tenía una cita con la muerte en el espacio pegajoso y
chispeante que rodeaba Norstrilía.
Una vez en Olimpia, Benjacomin realizó sus preparativos para atacar Vieja Australia del
Norte. Su segundo día en el planeta había sido muy provechoso. Conoció a un hombre llamado
Lavender y tuvo la certeza de haber oído antes ese nombre. No formaba parte de su propia Liga
de Ladrones, sino que era un malandrín audaz con mala reputación entre las estrellas,
No era casual que hubiera conocido a Lavender. La semana anterior, su almohada le había
contado la historia de Lavender quince veces mientras él dormía. Cuando Benjacomin soñaba,
tenía sueños que el contraespionaje norstrilíano le había introducido en la mente. Lo habían
condicionado para llegar primero a Olimpia y estaban dispuestos a darle su merecido. La policía
de Norstrilia no era cruel, pero defendía su mundo con tenacidad. Y también quería vengar el
asesinato de un niño.
La entrevista decisiva entre Benjacomin y Lavender fue conflictiva, pues Lavender se negaba
a llegar a un acuerdo.
—No iré a ningún lado. No atacaré a nadie. No robaré nada. He corrido riesgos, claro que sí.
Pero no me haré matar, y eso es lo que me estás pidiendo.
—Piensa en lo que tendremos. Una fortuna. Te digo que allí hay más dinero que en ninguna
otra parte.
—¿Crees que no conozco esa frase? —rió Lavender—. Tú eres un pillo, igual que yo. Pero
no perseguiré una quimera.
Quiero dinero contante y sonante. Yo soy un luchador y tú eres un ladrón. No preguntaré qué
te propones, pero quiero el dinero de antemano.
—No lo tengo —dijo Benjacomin.
Lavender se levantó.
—Entonces no tendrías que haberme hablado. Ahora te costará dinero cerrarme el pico, me
contrates o no.
Empezaron los regateos.
Lavender era feo de veras. Era un hombre normal y corriente que se había tomado mucho
trabajo para volverse malo. El pecado es agotador. El esfuerzo mayúsculo que exige se
evidencia a veces en el rostro.
Bozart lo miró con una sonrisa tranquila, ni siquiera desdeñosa.
—Tápame mientras saco algo del bolsillo —dijo Bozart.
Lavender ni siquiera prestó atención a la frase. No mostró un arma. Se pasó el pulgar
izquierdo por el canto de la mano. Benjacomin reconoció la seña, pero no se inmutó.
—¿Ves? Un crédito planetario.
—Eso también lo conozco —rió Lavender.
—Cógelo —le ofreció Bozart.
El aventurero cogió la tarjeta laminada. Se le ensancharon los ojos.
—Es auténtica. Auténtica —jadejó, alzando la vista. Y añadió, mucho más afable—; Nunca
había visto una de éstas. ¿Cuáles son tus condiciones?
Entretanto, los brillantes y vividos olimpianos caminaban entre ellos, vestidos de blanco y
negro en intenso contraste. Diseños geométricos increíbles brillaban en las túnicas y los
sombreros. Los dos hombres ignoraban a los nativos, concentrados en sus propias
negociaciones.
Benjacomin se sentía bastante seguro. Entregaba el importe de un año de servicios de todo
el planeta de Viola Sidérea a cambio de los servicios completos del capitán Lavender, ex infante
de la Patrulla Espacial Interna del Imperio. Entregó la hipoteca. El año de garantía estaba
estipulado dentro. Aun en Olimpia había máquinas de contabilidad que transmitieron el trato de
la Tierra, transformando la hipoteca en un compromiso válido e ineludible, que incluía todo el
planeta de los ladrones por garantía.
«Éste ha sido el primer paso de la venganza», pensó Lavender. Cuando el asesino hubiera
desaparecido, su pueblo tendría que pagar religiosamente. Lavender miró a Benjacomin con
interés clínico.
Benjacomin tomó esa expresión por amistad y respondió con su sonrisa lenta, encantadora y
serena. Momentáneamente feliz, extendió el brazo derecho para dar al trato el carácter de un
pacto fraternal. Ambos se dieron la mano y Bozart nunca supo a qué cosa le había dado la
mano.
5
«Gris era la tierra, oh. Hierba gris de cielo a cielo. Aunque no cerca del dique. Ni una
montaña, alta o baja, sólo cerros y gris. Observa las trémulas manchas titilando entre los astros.
»Esto es Norstrilia.
»Ha terminado la fatigosa búsqueda, el trajín y la espera y el dolor.
»Pardas ovejas yacen en la hierba gris azulada mientras las nubes pasan a poca altura, como
caños de hierro techando el mundo.
»Toma un rebaño de ovejas enfermas, hombre, pues las enfermas producen beneficios.
Estornúdame un planeta, hombre, o téseme una pizca de inmortalidad. Si resulta excéntrico allá,
donde viven los tontos y enanos como tú, aquí está muy bien.
ȃsa es la norma, muchacho.
»Si no has visto Norstrilia, no la has visto. Si la vieras, no lo creerías.
»Los mapas la llamaron Vieja Australia del Norte.»
En el corazón del mundo una granja protegía el planeta. Era la finca Hitton.
La rodeaban torres, y entre ellas colgaban alambres, algunos flojos y otros reluciendo con
una pátina que no era propia de ningún metal fabricado por los hombres de la Tierra.
Dentro del perímetro marcado por las torres había terreno abierto. Y dentro del campo abierto
había doce mil hectáreas de cemento. Un radar llegaba hasta milímetros de la superficie de
cemento y el otro radar barría la delgada franja molecular. La granja continuaba. En el centro se
alzaba un grupo de edificios. Allí era donde Katherine Hitton se encargaba de la tarea que su
familia había aceptado para defender su mundo.
No entraba ni salía ningún germen. Todos los alimentos llegaban por transmisor espacial.
Dentro vivían animales. Los animales dependían sólo de ella. En caso de que ella muriera de
repente, por azar o atacada por uno de los animales, las autoridades de su mundo tenían
facsímiles completos de Katherine Hitton con los cuales entrenar a nuevos cuidadores de
animales bajo hipnosis.
El viento gris brincaba desde los cerros, corría sobre el cemento gris, azotaba las torres de
radar. La Luna cautiva, bruñida y facetada, siempre colgaba en lo alto. El viento golpeaba los
grises edificios antes de barrer el cemento y perderse silbando entre los cerros.
En el exterior de los edificios, el valle no había requerido mucho camuflaje. Se parecía al
resto de Norstrilia. El cemento estaba ligeramente teñido para dar la impresión de un suelo
pobre, árido, natural. Ésta era la granja, y ésta era la mujer. Juntos formaban la defensa exterior
del mundo más rico que había construido la humanidad.
Katherine Hitton miró por la ventana y pensó que faltaban cuarenta y dos días para ir al
mercado, y que sería gran día cuando llegara allá y oyera el ritmo de una música:
¡Oh, caminar en día de mercado
y ver a mi gente orgulloso, y feliz!
Dio un profundo suspiro. Amaba los cerros grises, aunque en su juventud había visto muchos
otros mundos. Regresó al edificio donde la aguardaban los animales y sus obligaciones. Ella era
la única Mamá Hitton y éstos eran sus mininos.
Caminó entre ellos. Ella y su padre los habían creado a partir de visones terráqueos que se
contaban entre los visones feroces, más pequeños y más locos que se habían embarcado desde
la Cuna del Hombre. Con estos visones ahuyentaban a otros depredadores que pudieran atacar
a las ovejas productoras de stroon. Pero estos visones eran locos de nacimiento.
Habían criado generaciones de ellos, psicóticos hasta la médula. Vivían para morir y morían
para sobrevivir. Eran los mininos de Norstrilia. Animales en los que el miedo, la furia, el hambre y
el sexo se encontraban totalmente entremezclados; podían devorarse a sí mismos o a sus
congéneres; podían devorar su prole, a la gente, cualquier cosa orgánica; chillaban ansiosos de
matar cuando sentían amor, habían nacido para odiarse a sí mismos con un sentimiento feroz y
lívido, y sobrevivían sólo porque pasaban sus períodos de vigilia en jaulas, cada garra
fuertemente atada para que no pudieran herirse ni lastimar a otros. Mamá Hitton los dejaba
despertar sólo de dos en dos.
Durante toda la tarde Mamá Hitton caminó de jaula en jaula. Los animales dormidos
descansaban bien. El alimento les circulaba por la corriente sanguínea, a veces vivían años sin
despertar. Machos despiertos a medias se apareaban con hembras apenas despabiladas, y la
misma Mamá Hitton sacaba las crías cuando las madres dormidas parían. Luego alimentando a
los pequeños durante unas pocas semanas de feliz «miniñez», hasta que se hacían adultos, los
ojos se les enrojecían de locura y ardor y sus emociones estallaban en gritos agudos y feroces
que resonaban en el edificio: contorsionaban las suaves y velludas caritas, revolvían los locos y
brillantes ojos, tensaban las afiladas garras.
Esta vez no despertó a ninguno.
En cambio, tersó las correas. Les quitó el alimento. Les dio un medicamento de estímulo
retardado que los despejaría de golpe cuando despertaran, sin un período intermedio de atur -
dimiento.
Por último, se administró un potente sedante, se reclinó en una silla y esperó la inminente
llamada.
Cuando llegara la alerta y recibiera la llamada, tendría que hacer lo que había hecho miles de
veces.
Haría sonar una alarma ensordecedora en todo el laboratorio.
Cientos de visones mutantes despertarían. Al despertar, se zambullirían en la vigilia con
hambre, odio, furia y sexo, Se lanzarían contra sus ataduras, lucharían por matarse entre sí matar
a su prole, matarse a sí mismos, matarla a ella. Lucharían contra todo y en todas partes, y nada
los detendría.
Ella lo sabía.
En medio de la sala había un sintonizador, un retransmisor directo y empático, capaz de
captar la banda más simple de comunicaciones telepáticas. Este sintonizador recibía las emo -
ciones concentradas de los mininos de Mamá Hitton.
La furia, el odio, el hambre y el sexo se transmitían más allá de lo tolerable, y el sintonizador
los amplificaba. Después, la banda de frecuencia de este control telepático se amplifica ba a su
vez, más allá del estudio, en las altas torres que vigilaban el risco montañoso, hasta más allá del
valle donde se encontraba el laboratorio. Y la luna de Mamá Hitton, girando geométricamente,
lanzaba la transmisión a una esfera hueca.
De la luna facetada se lanzaba a los satélites, dieciséis de ellos, aparentemente
pertenecientes al sistema de control climático. No sólo custodiaban el espacio, sino el
subespacio cercano. Los norstrilianos habían pensado en todo.
Breves sacudidas de alerta llegaron desde el banco de transmisión de Mamá Hitton.
Entró una llamada. Un pulgar pulsó un botón.
El ruido estalló.
Los visones despertaron.
La sala se llenó de murmullos, rasguños, siseos, gruñidos y aullidos.
Bajo el ruido de las voces animales se oía otro sonido: chasquidos crepitantes como granizo
cayendo sobre un lago congelado. Eran las zarpas de cientos de visones tratando de abrirse
camino a través de planchas de metal.
Mamá Hitton oyó un gorgoteo. Uno de los visones había conseguido liberarse la zarpa y
empezaba a desgarrarse el pescuezo: Mamá Hitton reconoció la laceración del pelaje, el corte
de las venas percibió una voz que se apagaba en medio del ruido que hacían los demás. Un
visón menos.
Mamá Hitton estaba parcialmente protegida de la transmisión telepática, pero no del todo. A
pesar de su avanzada edad, se sintió atravesada por sueños salvajes. Tembló de odio pensando
en seres que sufrían más allá de ella, que sufrían terriblemente, pues no estaban protegidos por
las defensas del sistema de comunicaciones norstriliano.
Sintió el galope desbocado de una olvidada lujuria.
Ansió muchas cosas que ni siquiera sabía que recordaba. Sufrió los espasmos de miedo que
experimentaban los cientos de animales.
Debajo de esto, su mente cuerda seguía preguntando: «¿Cuánto más podré resistir? ¿Cuánto
más deberé resistir? ¡Dios mío, muéstrate benévolo con tu pueblo en este mundo! ¡Sé clemente
conmigo!»
La luz verde se encendió.
Mamá Hitton pulsó un botón en el otro lado de la silla. El gas entró con un siseo. Ella se
desvaneció sabiendo que sus mininos también se desvanecían.
Despertaría antes que ellos y luego empezarían sus deberes: examinar a los sobrevivientes,
sacar al que se había desgarrado la garganta y los que habían muerto de ataques cardíacos,
reordenarlos, vendarles las heridas, cuidarlos, aparearlos. Vivirían dormidos hasta que la
próxima llamada los despertara para defender los tesoros que bendecían y maldecían el mundo
natal de Mamá Hitton.
6
Todo había salido bien. Lavender había encontrado una nave de planoforma ilegal. Era una
hazaña digna de mención, pues las naves de planoforma tenían permisos muy estrictos y
conseguir una ilegal era una misión que en un planeta lleno de malandrines podría haber llevado
toda una vida.
Lavender había recibido una suma suculenta: el dinero de Benjacomin.
La fortuna honrada del planeta de los ladrones había servido para pagar las falsificaciones y
grandes deudas, los transportes imaginarios que entrarían en los ordenadores como naves,
cargamentos y pasajes que serían casi imposibles de rastrear, mezclados con el tráfico de diez
mil mundos.
—Que pague —dijo Lavender a uno de sus compinches, un falso criminal que también era
agente norstríliano—. Esto es pagar buen dinero por mal dinero. Será mejor que gastes mucho.
Poco antes de la partida de Benjacomin, Lavender envió otro mensaje.
Lo envió a través del capitán de viaje, que por lo general no transmitía mensajes. El capitán
era un comandante de retransmisión de la flota norstriliana, pero se le había ordenado que no lo
pareciera.
El mensaje se relacionaba con la licencia de planoforma: una veintena de tabletas de stroon
que podían hipotecar Viola Sidérea por cientos y cientos de años más.
—No es preciso enviar el mensaje —Índico el capitán—. La respuesta es sí.
Benjacomin entró en la sala de control. Esto violaba los reglamentos, pero él había contratado
la nave precisamente para eso.
—Usted es un pasajero —advirtió severamente el capitán—. Largúese.
—Usted tiene mi pequeño yate a bordo —replicó Benjacomin—. Soy el único hombre aquí
fuera de su gente.
—Láguese. Le pondrán una multa si lo encuentran aquí.
—No importa —dijo Benjacomin—. La pagaré.
—Conque la pagará, ¿eh? No podría pagar veinte tabletas de stroon. Es ridículo. Nadie
podría conseguir tanto stroon.
Benjacomin rió, pensando en los miles de tabletas que tendría pronto. Sólo tenía que dejar
atrás la nave de planoforma, atacar, evitar a los mininos y volver.
Su poder y su riqueza consistían en la certidumbre de que ahora estaban a su alcance. La
hipoteca de veinte tabletas de stroon sobre su planeta era un precio bajo si él podía pagar miles.
—No vale la pena —insistió el capitán—, no vale la pena arriesgar veinte tabletas por estar
aquí. Pero yo puedo decirle cómo penetrar en la red de comunicaciones de Norstrilia si eso vale
veintisiete tabletas.
Benjacomin se puso tenso.
Por un instante creyó que iba a morir. Tanto trabajo, tanto adiestramiento, el niño muerto en
la playa, los riesgos con el crédito, y ahora este obstáculo inesperado. Decidió hacer frente a la
situación.
—¿Qué sabe usted? —preguntó Benjacomin.
—Nada —dijo el capitán.
—Ha dicho usted «Norstrilia»
—En efecto.
—Si ha dicho Norstrilia, es por algo. ¿Quién le informó?
—¿A qué otra parte iría un hombre en busca de riquezas infinitas? Si se sale con la suya,
veinte tabletas no representan nada para un hombre como usted.
—Es el trabajo de doscientos años realizado por trescientas mil personas —explicó
hoscamente Benjacomin.
—Si se sale con la suya, usted y su gente tendrán más de veinte tabletas.
Benjacomin pensó en los miles y miles de tabletas.
—Sí, lo sé.
—Si no se sale con la suya, tiene la tarjeta.
—Está bien. De acuerdo. Métame en la red y pagaré las veintisiete tabletas.
—Déme la tarjeta.
Benjacomin se negó. Era un ladrón bien entrenado, y no se dejaba robar. Luego recapacitó.
Se enfrentaba a la crisis de su vida. Tenía que confiar un poco en alguien.
Tenía que apostar la tarjeta.
—La marcaré y luego se la devolveré. —Benjacomin estaba tan excitado que no advirtió que
la tarjeta entraba en un duplicador, que la transacción se registraba, que el mensaje se enviaba
al Centro Olímpico, que la pérdida y la hipoteca sobre el planeta Viola Sidérea serían acreditados
a ciertas agencias comerciales de la Tierra en los siguientes trescientos años.
Benjacomin recibió la tarjeta. Se sintió un ladrón honesto.
Si moría, la tarjeta se perdería y su gente no tendría que pagar. Si ganaba podría saldar
aquella pequeña deuda de su propio bolsillo.
Benjacomin se sentó. El capitán dio instrucciones a sus luminictores. La nave saltó.
Avanzaron durante media hora subjetiva, el capitán con un casco en la cabeza, tanteando,
palpando y adivinando el camino, paso a paso, de vuelta a su hogar. Tenía que actuar a tientas,
de lo contrario Benjacomin adivinaría que estaba en manos de dobles agentes.
Pero el capitán estaba bien entrenado. Tanto como Benjacomin.
Agentes y ladrones iban a la par.
La nave de planoforma penetró la red de comunicaciones. Benjacomin se despidió.
—Puede materializarse en cuanto lo llame.
—Buena suerte —le deseó el capitán.
—La necesitaré —dijo Benjacomin.
Subió a su yate espacial. Durante menos de un segundo en el espacio real, la gris extensión
de Norstrilia se presentó ante él. La nave, que parecía un simple depósito, desapareció en el
espacio dos, y el yate quedó solo.
El yate cayó.
Mientras caía, Benjacomin experimentó un horrendo instante de confusión y terror.
No conocía a la mujer de abajo, pero ella lo detectó claramente mientras él recibía la ira
amplificada de los mininos. La mente de Benjacomin tembló bajo el golpe. Con una prolongación
de la experiencia subjetiva que transformaba uno o dos segundos en meses de desconcierto
ebrio y doliente, Benjacomin Bozart se derrumbó bajo la marea de su propia personalidad. El relé
lunar arrojó mentes de visón contra él. Las sinapsis de su cerebro se reordenaron para
configurar probabilidades, hechos terribles que jamás le habían ocurrido a nadie. Su mente
consciente se extinguió bajo una sobrecarga de estrés.
Su personalidad subcortical sobrevivió algo más.
Su cuerpo luchó unos minutos. Enloquecido de lascivia y hambre, el cuerpo se arqueó en el
asiento del piloto. La boca mordió profundamente un brazo. Impulsada por la lujuria, la mano
izquierda arañó la cara, arrancándose el ojo izquierdo. Benjacomin chilló con lascivia animal
mientras intentaba devorarse a sí mismo, con cierto éxito.
El abrumador mensaje telepático de los mininos de Mamá Hitton le penetró el cerebro.
Los visones mutantes estaban totalmente despiertos.
Los satélites de transmisión habían envenenado todo el espacio que lo rodeaba con la locura
fomentada en los visones.
El cuerpo de Bozart no vivió mucho tiempo. Al cabo de unos minutos tenía las arterias
abiertas y la cabeza laxa. El yate cayó como un peso muerto hacia los depósitos que pretendía
atacar. La policía de Norstrilia lo capturó.
Los policías estaban descompuestos. Todos lo estaban. Todos estaban pálidos. Algunos
habían vomitado. Habían rozado el borde de la defensa de los visones. Habían atravesa do la
banda telepática en su punto más tenue y más débil. Eso bastaba para afectarlos gravemente.
Ellos no querían saber.
Querían olvidar.
Un policía joven contempló el cuerpo y dijo:
—¿Cómo demonios le ocurrió eso?
—Escogió el oficio equivocado —le aconsejó el capitán de policía.
—¿Qué oficio?
—El de tratar de asaltarnos, muchacho. Tenemos defensas, y más vale no saber cuáles son.
El policía joven, humillado y al borde de la ira, estuvo a punto de afrentarse a su superior
mientras apartaba los ojos del cadáver de Benjacomin Bozart.
—Calma —le aconsejó el superior—. No tardó mucho en morir, y éste es el hombre que mató
al pequeño Johnny, hace poco tiempo.
—Ah, él. ¿Tan pronto?
—Nosotros le hemos traído. —El viejo capitán de policía asintió—. Le hemos conducido a su
muerte. Así es como vivimos. Es duro, ¿verdad?
Los ventiladores emitían un suave susurro. Los animales dormían de nuevo. Una ráfaga de
aire envolvió a Mamá Hitton. La transmisión telepática aún funcionaba. Mamá Hit ton captó los
establos, la luna tallada en facetas, los pequeños satélites. No había rastros del ladrón.
Se levantó trabajosamente. Tenía la ropa empapada en sudor. Necesitaba ducharse y
cambiarse.
En la Cuna del Hombre, el circuito de crédito comercial chilló exigiendo la atención de los
humanos. Después un subjefe de la Instrumentalidad se acercó a la máquina y extendió la mano.
La máquina le soltó una tarjeta en los dedos.
El subjefe examinó la tarjeta.
«Deuda Viola Sidérea - crédito Contingencia de Tierra - subcrédito cuenta de Norstrilia -
cuatrocientos millones de megaaños-hombre.»
Aunque estaba solo, soltó un silbido en la sala vacía.
—¡Todos estaremos muertos, con stroon o sin él, antes de que terminen de pagar esa deuda!
Fue a contar la extraña noticia a sus amigos.
La máquina, al no recibir de vuelta la tarjeta, imprimió otra.
ALPHA RALPHA BOULEVARD
Todos nos sentíamos ebrios de felicidad durante aquellos primeros años, especialmente los
jóvenes. Eran los primeros años del Redescubrimiento del Hombre, cuando la Instrumentalidad
hurgaba entre los tesoros para reconstruir las viejas culturas, los viejos idiomas e incluso los
viejos problemas. La pesadilla de la perfección había llevado a nuestros antepasados al borde
del suicidio. Ahora, bajo el liderazgo del Señor Jestocost y la Dama Alice More, las antiguas
civilizaciones emergían del océano del pasado como grandes masas continentales,
Yo fui el primer hombre que pegó un sello en una carta, después de catorce mil años. Llevé a
Virginia a oír el primer recital de piano. Los dos miramos en la máquina óptica cómo se liberaba
el cólera en Tasmania, y cómo los tasmanos bailaban en las calles, pues ya estaban libres de
toda protección. Por todas partes cundía el entusiasmo. Por todas partes hombres y mujeres
trajinaban con empecinada voluntad para construir un mundo más imperfecto.
Yo mismo entré en un hospital y salí convertido en francés. Claro que nunca la había
conocido. La había visto a menudo, pero no la había observado con el corazón, hasta que nos
encontramos frente al hospital, después de convertirnos en franceses.
Me agradó encontrarme con una vieja amiga y empecé a hablarle en la Vieja Lengua Común,
pero las palabras se me atascaban, y mientras yo intentaba hablarle ya no era Menerima sino
alguien de antigua belleza, rara y extraña, alguien que había venido a esta época reciente desde
los ricos mundos del pasado. Sólo pude tartamudear en francés antiguo:
—¿Cómo te llamas ahora?
—Je ra apelle Virginie —respondió ella en el mismo idioma.
Mirarla y enamorarme fue todo uno. Había en ella algo fuerte y salvaje, envuelto y oculto por
la ternura y la juventud de su cuerpo aniñado. Era como si el destino me hablara desde esos ojos
castaños, ojos que me indagaban con certeza e intriga, tal como ambos indagábamos el nuevo
mundo que se extendía alrededor de nosotros.
Le ofrecí el brazo, tal como había aprendido en las horas de hipnopedia. Ella me cogió el
brazo y nos alejamos del hospital.
Entoné una antigua melodía que me había venido a la mente, junto con el francés antiguo.
Ella me tiró suavemente del brazo y me sonrió.
—¿Qué es? —preguntó—. ¿O no lo sabes?
Las palabras me brotaban de los labios. Canté en voz baja, ahogando la voz en su pelo
rizado, cantando y susurrando la popular canción que me había venido a la memoria junto con
todas las demás cosas que me había brindado el Redescubrimiento del Hombre:
No era la mujer que fui a buscar.
La. encontré por casualidad.
Ella no hablaba el francés de Francia
sino el susurro de la Martinica.
No era rica ni elegante.
Tenía una mirada cautivadora,
y eso era todo...
De pronto me quedé sin palabras.
—Debo de haber olvidado el resto. Se llama Macouba, y tiene algo que ver con una isla
maravillosa que los frenceses antiguos llamaban Martinica.
—Sé dónde está —exclamó ella. Le habían dado los mismos recuerdos que a mí—. ¡Se ve
desde Terrapuerto!
Éste fue un súbito regreso al mundo que habíamos conocido. Terrapuerto se elevaba en su
pedestal a dieciocho kilómetros de altura, en el borde oriental del pequeño continente. En su
cúspide, los Señores trabajaban entre máquinas que ya no tenían sentido. Allí las naves llegaban
susurrando desde las estrellas. Yo había visto imágenes de ello, pero nunca lo había visitado. Ni
siquiera conocía a nadie que hubiera estado en Terrapuerto. ¿Para qué ir allí? Quizá no
fuéramos bien venidos, y siempre podíamos verlo en las imágenes de la máquina óptica. Era
extraño que la familiar, agradable y entrañable Menerima hubiera ido. Me hizo pensar que en el
Viejo Mundo Perfecto las cosas no habían sido tan claras como parecían.
Virginia, la nueva Menerima, trató de hablar en la Vieja Lengua Común, pero desistió y se me
dirigió en francés:
—Mi tía —dijo, refiriéndose a alguien de su familia, pues nadie había tenido tías en miles de
años— era una creyente. Me llevó al Abba-dingo para que me diera suerte y santidad.
Mi antiguo yo se sobresaltó un poco; mi yo francés se inquietó al comprobar que esa
muchacha había hecho algo inaudito aun antes de que toda la humanidad se volcara hacia lo
insólito. El Abba-dingo era un obsoleto ordenador instalado en la columna de Terrapuerto. Los
homúnculos lo trataban como a un dios, y a veces la gente iba a verlo. Hacerlo era tedioso y
vulgar.
O lo había sido. Hasta que todas las cosas se renovaron.
Tratando de disimular mi fastidio, pregunté:
—¿Cómo era?
Ella rió ligeramente, pero en su risa se escondía un temblor que me produjo escalofríos. Si la
antigua Menerima había ocultado secretos, ¿qué no haría la nueva Virginia? Casi odié al destino
que me hacía amarla, que me hacía sentir que el contacto de su mano con mi brazo era un lazo
con la misma eternidad.
Ella me sonrió en vez de responder. El camino de superficié estaba en obras, bajamos por
una rampa hasta el nivel del primer subsuelo, donde era legal que caminaran las personas
verdaderas, los homínidos y los homúnculos.
No me gustó la sensación; nunca me había alejado a más de veinte minutos de marcha de mi
lugar natal. La rampa parecía bastante segura. En esos días había pocos homínidos, hombres
de las estrellas de origen humano a quienes había modificado para adecuarlos a las condiciones
de mil mundos distintos. Los homúnculos eran moralmente repugnantes, aunque muchos
parecían personas apuestas; eran de origen animal y se les había dado forma humana para que
realizaran tareas monótonas en lugares a los cuales ningún hombre verdadero quería ir. Se
rumoreaba que algunos se habían cruzado con personas verdaderas, y yo no quería exponer a
mi Virginia a la presencia de tales criaturas.
Ella me asía el brazo. Cuando bajamos por la rampa al atestado pasadizo, le apoyé el brazo
en los hombros, atrayéndola hacia mí. Había más claridad y más brillo que la luz diurna que
dejábamos atrás, pero era un lugar extraño y peligroso. En los antiguos días, habría dado media
vuelta y me habría ido a casa en lugar de exponerme a la presencia de seres tan horrendos. En
aquella ocasión, en aquel momento, no podía separarme de mi nuevo amor, y temía que si yo
volvía a mí apartamento de la torre, ella regresaría al suyo. De todos modos, ser francés
proporcionaba cierto atractivo al peligro.
En realidad, los viandantes tenían un aspecto bastante normal. Había muchas máquinas
atareadas, algunas de ellas con forma humana. No vi a un solo homínido. Las demás personas,
a quienes reconocí como homúnculos porque nos cedían el paso, no parecían distintas de los
seres humanos verdaderos de la superficie. Una bella muchacha me dirigió una mirada
desgradable: impúdica, inteligente, provocativa más allá de los límites del coqueteo. Sospeché
que era de origen perruno. Entre todos los homúnculos, las personas son las más propensas a
tomarse libertades. Un hombre-perro filósofo grabó una cinta argumentando que, como los
perros son los más antiguos aliados del hombre, tienen derecho a vivir más cerca del hombre
que cualquier otra forma de vida.
Cuando vi la cinta, me pareció gracioso que un perro tuviera forma de Sócrates; aquí, en el
primer subsuelo, no las tenía todas conmigo. ¿Qué haría si uno de ellos se insolentaba?
¿Matarlo? Eso significaba un enfrentamiento con las fuerzas legales y una entrevista con los
subcomisionados de la Istrumentalidad.
Virginia no reparó en nada de esto.
En vez de responderme, me hacía preguntas sobre el primer subsuelo. Yo había estado allí
una sola vez, cuando era pequeño, pero resultaba agradable sentir la curiosa y acariciante voz
de Virginia en el oído.
Entonces sucedió.
Al principio creí que era un hombre empequeñecido por algún efecto de la luz del subsuelo.
Cuando se acercó, vi que no era un hombre. Los hombros debían de medir un metro y medio de
anchura. Feas cicatrices rojizas indicaban el lugar de la frente de donde le habían extirpado los
cuernos. Era un homúnculo, obviamente de origen vacuno. Francamente, no sabía que los
dejaban tan deformes.
Y estaba ebrio.
Cuando se acercó, pude captar los zumbidos de su mente: No son gente, no son homínidos y
no son Nosotros. ¿Qué hacen aquí Las palabras que piensan me confunden. Nunca había leído
pensamientos en francés.
La situación era seria. Era normal que los homúnculos hablaran, pero sólo algunos eran
telepáticos: los que realizaban tareas especiales, algunos en el Abajo-abajo, donde sólo la
telepatía podía transmitir las órdenes.
Virginia se aferró a mí.
Somos hombres verdaderos, pensé en clara Lengua Común. Debes cedernos el paso.
La única respuesta fue un bramido. No sé dónde se había emborrachado, ni con qué, pero no
recibió mi mensaje.
Vi que sus pensamientos sucumbían al pánico, la impotencia, el odio. Luego embistió
bailoteando, dispuesto a aplastarnos.
Concentré la mente y le ordené que se detuviera.
No dio resultado.
Aterrado, comprendí que había pensado en francés.
Virginia gritó.
El hombre-toro ya estaba sobre nosotros.
A último momento giró, pasó ciegamente de largo y soltó un bramido que resonó en el
enorme pasadizo. Por fortuna, se había alejado.
Sin soltar a Virginia, me volví para ver por qué no nos había embestido.
Lo que vi era extraño.
Nuestras imágenes se alejaban de nosotros por el pasillo: mi capa color rojo oscuro volaba en
el aire quieto, el vestido dorado de Virginia ondeaba mientras corría conmigo. Las imágenes eran
perfectas y el hombre-toro las perseguía.
Me volví desconcertado. Nos había advertido que los dispositivos de segundad ya no nos
protegían.
Había una muchacha inmóvil junto a la pared. Yo la había confundido con una estatua.
Entonces habló:
—No os acerquéis más. Soy una gata. Ha sido bastante fácil engañarlo. Será mejor que
regreséis a la superficie.
—Gracias —dije—, gracias. ¿Cómo te llamas?
—¿Qué más da? No soy una persona.
—Sólo quería darte las gracias —insistí, un poco ofendido. Al hablarle noté que era bella y
brillante como una llama. Tenía la tez clara, del color de la crema, y el cabello, más hermoso que
el cabello humano, mostraba el fuerte color rojizo de un gato persa.
—Soy G'mell —respondió la muchacha— y trabajo en Terra-puerto.
Virginia y yo nos detuvimos. La gente gatuna estaba por debajo de nosotros, y había que
eludirla, pero Terrapuerto estaba encima de nosotros, y había que respetarlo. ¿Qué hacer ante
G'mell?
G'mell sonrió, y la sonrisa fue más agradable para mí que para Virginia. Comunicaba un
mundo entero de conocimientos voluptuosos. Supe, por su actitud en conjunto, que no me
estaba provocando. Quizá fuera la única sonrisa que conocía.
—No os preocupéis por las formalidades —dijo—. Subid por esa escalera. Me parece que ya
regresa.
Giré sobre los talones buscando al hombre-toro ebrio. No se le veía.
—Subid por aquí —insistió G'mell—. Es una escalera de emergencia y os llevará de vuelta a
la superficie. Evitaré que él os siga. ¿Tú hablabas en francés?
—Sí. ¿Cómo...?
—No os detengáis. Lamento haber preguntado. ¡Deprisa!
Entré por la pequeña puerta. Una escalera de caracol subía a la superficie. Usar escaleras.
Usar escaleras quedaba por debajo de nuestra dignidad de personas verdaderas, pero ante la
insistencia de G'mell no puede negarme. Me despedí de G'mell con un gesto y arrastré a Virginia
escalera arriba.
En la superficie nos detuvimos.
—¡Qué horror! —jadeó Virginia.
—Ahora estamos seguros —la tranquilicé.
—No hablo de la seguridad sino de la suciedad. ¡Tener que hablar con ella!
Virginia quería decir que G'mell era peor que el hombre-toro ebrio. Intuyó mis reservas, pues
añadió:
—Lo triste es que la verás de nuevo...
—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?
—No lo sé —dijo Virginia—. Lo intuyo. Pero mis intuiciones acostumbran ser acertadas. A fin
de cuentas, fui al Abba-dingo.
—Querida, cuéntame qué pasó allá.
Ella negó con la cabeza en silencio y echó a andar por la calle. No tuve más remedio que
seguirla. Cosa que me irritó un poco.
—¿Cómo fue? —insistí, más contrariado.
—No fue nada —respondió ella con herida dignidad de niña—. Fue un largo ascenso. La vieja
me llevó consigo. Resultó que la máquina no hablaba aquel día, de todos modos, así que
obtuvimos permiso para bajar por un conducto y regresar a la carretera rodante. Fue un día
perdido.
Hablaba sin mirarme, como si el recuerdo fuera desagradable.
Luego se volvió hacia mí. Sus ojos castaños escudriñaron los míos como si buscaran mi
alma. (Alma. Hay una palabra francesa, y no hay ninguna que corresponda a ella en la Vieja
Lengua Común.) Se le iluminó la cara y me rogó:
—No seamos bobos en este nuevo día. Mostrémonos bondadosos con nuestra nueva
personalidad, Pablo. Hagamos algo muy francés, si eso hemos de ser.
—Un café —exclamé—. Tenemos que ir a un café. Y sé dónde hay uno.
—¿Dónde?
—Dos subsuelos más arriba. Donde asoman las máquinas y los homúnculos fisgonean por la
ventana.
Me pareció gracioso pensar en homúnculos fisgones, aunque para mi antiguo yo resultaban
tan indiferentes como ventanas o mesas. Mi antiguo yo no había conocido ninguno, pero sabía
que no eran personas sino animales, aunque parecían humanos y podían hablar. Se requería
una personalidad francesa para advertir que algunos eran feos, y otros bellos o pintorescos. Más
que pintorescos, románticos.
Evidentemente, Virginia pensaba lo mismo, pues dijo:
—Son encantadores. ¿Cómo se llama el café?
—El Gato Grasiento —dije.
El Gato Grasiento. ¿Cómo iba a saber que esto nos llevaría a una pesadilla entre aguas altas
y vientos aullantes? ¿Cómo iba a saber que esto nos llevaría a Alpha Ralpha Bouíevard?
Si lo hubiera sabido, ninguna fuerza del mundo me habría llevado allí.
Otros franceses habían llegado al café antes que nosotros.
Un mozo de bigote grande y castaño tomó nota de nuestro pedido. Lo miré atentamente para
ver si era un homúnculo con permiso para trabajar entre personas porque sus servicios
resultaban indispensables; pero no lo era. Era una máquina, aunque su voz vibraba con énfasis
parisino, y los diseñadores le habían incorporado el tic de acariciarse el bigote con el dorso de la
mano, y lo habían programado para que el sudor le perlara la frente.
—Mademoiselle? Momieur? ¿Cerveza? ¿Café? Dentro de un mes tendremos vino tinto. El sol
brillará al cuarto y a la media después de cada hora. A menos veinte lloverá durante cinco
minutos para que disfruten ustedes de estos paraguas. Soy nativo de Alsacia. Pueden ustedes
hablarme en francés o en alemán.
—No sé —dijo Virginia—. Elige tú, Pablo.
—Cerveza, por favor. Cerveza para los dos.
—Desde luego, monsieur —dijo el mozo.
Se alejó con la servilleta colgada del brazo.
Virginia entornó los ojos al sol y comentó:
—Ojalá lloviera ahora. Nunca he visto lluvia verdadera.
—Ten paciencia, cariño.
—¿Qué significa «alemán»? —me preguntó.
—Otro idioma, otra cultura. Leí que la resucitarán el año que viene ¿Te gusta ser francesa?
—Me gusta. Mucho más que ser un número. Pero... —Calló, los ojos nublados de perplejidad.
—¿Sí, querida?
—Pablo... —dijo Virginia, y mi nombre era un grito de esperanza surgiendo de honduras de
su mente que subyacían más allá de mi nuevo yo y mi antiguo yo, más allá de los designios de
los Señores que nos modelaban. Le cogí la mano.
—Dime, querida.
—Pablo —continuó ella, casi sollozando—, ¿por qué ocurre todo tan deprisa? Éste es nuestro
primer día, y ambos sentimos que podemos pasar juntos el resto de nuestra vida. Hay algo que
se llama matrimonio, y se supone que debemos encontrar un sacerdote, y tampoco entiendo
eso. Pablo, Pablo, Pablo, ¿por qué sucede tan deprisa? Quiero amarte. Te amo. Pero no quiero
que me obligues a amarte. Quiero que sea mi verdadero yo.
Lloriqueaba al hablar, aunque mantenía la voz tranquila. Y entonces yo dije lo que no debía.
—No te preocupes, cariño. Sin duda los Señores de la Instrumentalidad lo han planeado todo
muy bien.
Rompió a llorar con más fuerza. Yo nunca había presenciado el llanto de una persona adulta.
Resultaba extraño y estremecedor. Un hombre de la mesa vecina se me acercó, pero ni siquiera
lo miré de soslayo.
—Querida —dije, tratando de serenarla—, querida, encontraremos una solución...
—Pablo, déjame abandonarte, para que pueda ser tuya. Deja que me vaya por unos días,
unas semanas o unos años. Si regreso, sabrás que soy yo y no un programa diseñado por una
máquina, ¡Por amor de Dios, Pablo, por amor de Dios! —Cambiando de voz preguntó—: ¿Qué
es Dios, Pablo? Nos han dado las palabras, pero no sé qué significan.
El hombre que estaba junto a mí intervino.
—Yo puedo llevaros hacia Dios.
—¿Quién es usted? —pregunté—. ¿Quién le ha pedido que se entrometa?
Nunca hablábamos así con la Vieja Lengua Común: al darnos una nueva lengua también nos
habían dado temperamento.
El extraño siguió mostrándose cortés. Era tan francés como nosotros, pero sabía dominarse.
—Me llamo Maximilien Macht, y antes era creyente.
Los ojos de Virginia se encendieron. Se enjugó distraídamente la cara mientras miraba al
hombre. Era alto, esbelto, bronceado. (¿Cómo se habría bronceado tan pronto?) Tenía pelo
rojizo y un bigote parecido al del mozo-robot.
—En cuanto a Dios, mademoiselle —continuó el desconocido—, está donde ha estado
siempre: alrededor de nosotros, cerca de nosotros, en nosotros.
Era un extraño modo de hablar para un hombre que parecía tan mundano. Me levanté para
decirle adiós. Virginia intuyó mis intenciones y dijo:
—Qué amable eres, Pablo. Ofrécele una silla.
Había calidez en su voz.
El mozo-robot trajo dos jarras cónicas de vidrio. Contenían un líquido dorado con una capa de
espuma. Nunca había visto cerveza ni había oído hablar de ella, pero supe cuál sería el sabor.
Puse dinero imaginario en la bandeja, recibí un cambio imaginario, di al mozo-robot una propina
imaginaria. La Instrumentalidad aún no había resuelto el problema de las diversas monedas de
las nuevas culturas, y desde luego no se podía usar dinero verdadero para pagar comida y
bebida. La bebida y la comida son gratuitas.
La máquina se acarició el bigote, se enjugó el sudor de la frente con la servilleta de cuadros
rojos y blancos, miró inquisitivamente a monsieur Macht.
—Monsieur, ¿va a sentarse aquí?
—Desde luego —dijo Macht.
—¿Le sirvo aquí?
—¿Por qué no? Si estas buenas gentes lo permiten.
—Muy bien —dijo la máquina, acariciándose el bigote con el dorso de la mano. Y desapareció
en los oscuros recovecos del bar.
Virginia no dejaba de mirar a Macht.
—¿Es usted un creyente? —preguntó—. ¿Todavía es un creyente, aun cuando se ha vuelto
francés como nosotros? ¿Cómo sabe que lo es? ¿Por qué amo a Pablo? ¿Los Señores y sus
máquinas lo controlan todo en nosotros? Quiero ser yo. ¿Sabe usted cómo ser yo!
—No usted, mademoiselle —dijo Macht—. Sería un honor demasiado grande. Pero estoy
aprendiendo a ser yo. Miren —dijo, volviéndose hacia mí—, hace dos semanas que soy francés,
y sé qué porción de mí es mi propio yo, y cuánto se me ha añadido mediante este nuevo proceso
que nos devuelve la lengua y el peligro.
El camarero regresó con una pequeña copa que se erguía sobre un tallo alto, de modo que
parecía una maligna versión en miniatura de Terrapuerto. El liquido que contenía era de color
blanco lechoso.
—¡A su salud! —Macht levantó la copa.
Virginia lo miró como sí fuera a llorar de nuevo. Cuando él y yo bebimos, Virginia se sonó la
nariz y guardó el pañuelo. Era la primera vez que yo presenciaba el acto de sonarse la nariz,
pero parecía congeniar con nuestra nueva cultura.
Macht nos sonrió como si fuera a dar un discurso. El sol salió puntualmente. Rodeó a Macht
con un aura, confiriéndole un aspecto de demonio o de santo. Pero fue Virginia quien habló
primero.
—¿Ha estado allí?
Macht enarcó las cejas, frunció el ceño.
—Sí —murmuró.
—¿Recibió un mensaje?
—Sí —respondió él, con cierta reserva.
—¿Cuál era?
Él contestó meneando la cabeza, como si fueran cosas que no se debían mencionar en
público.
Quise preguntar de qué hablaban, pero Virginia continuó sin prestarme atención:
—¡Pero le dijeron algo!
—Sí —reconoció Macht.
—¿Era importante?
—Mademoiselle, no hablemos de ello.
—Tenemos que hablar —exclamó Virginia—. Es cuestión de vida o muerte. —Apretaba las
manos con tal fuerza que tenía los nudillos blancos. No había probado la cerveza, que ahora se
entibiaba al sol.
—Muy bien —aceptó Macht—, puede usted preguntar, pero no garantizo que vaya a
responder.
No pude contenerme más.
—¿Qué significa todo esto?
Virginia me miró con desdén, pero aun su desprecio era el de una amante, no la fría distancia
del pasado.
—Por favor, Pablo, no lo sabes. Espera. ¿Qué le dijeron, monsieur Macht?
—Que yo, Maximilien Macht, viviría o moriría con una muchacha castaña que ya estaba
comprometida. —Sonrió amargamente—, Y yo ni siquiera sé qué significa «comprometida».
—Lo averiguaremos —dijo Virginia—. ¿Cuándo recibió el mensaje?
—¿El mensaje de quién? —grité—. Por amor de Dios, ¿de qué estáis hablando?
—Del Abba-dingo —explicó Macht en voz baja, y añadió para Virginia—: La semana pasada.
Virginia palideció.
—De manera que funciona. ¡Funciona! Querido Pablo, a mí no me dijo nada. Pero a mi tía le
dijo algo que jamás olvidaré.
Le aferré el brazo e intenté mirarla a los ojos, pero ella desvió la mirada.
—¿Qué le dijo? —pregunté.
—Pablo y Virginia.
—¿Y qué hay con eso?
Yo apenas la conocía. Ella apretaba los labios. No estaba furiosa. Era otra cosa, algo peor.
Estaba tensa. Supongo que tampoco habíamos visto eso en miles de años.
—Pablo, trata de comprender. La máquina dio a la mujer nuestros nombres... pero se los dio
hace doce años.
Macht se levantó tan bruscamente que tumbó la silla. El mozo corrió hacia nosotros.
—Entonces, está decidido —dijo Macht—. Iremos todos.
—¿Adonde? —pregunté.
—Al Abba-dingo.
—¿Pero por qué ahora? —insistí.
—¿Funcionará? —preguntó Virginia al mismo tiempo.
—Siempre funciona si uno se acerca por el lado norte.
—¿Cómo se llega allí? —preguntó Virginia.
—Hay un solo camino —respondió Macht con tristeza—. Alpha Ralpha Boulevard.
Virginia se levantó. Yo también.
Y al ponerme en pie, recordé. Alpha Ralpha Boulevard. Era una calle ruinosa que colgaba en
el cielo, tenue como una nube de vapor. En un tiempo había sido una carretera por donde
desfilaban los conquistadores y por donde circulaban los tributos. Pero estaba en ruinas, perdida
entre las nubes, cerradas a la humanidad desde hacía cien siglos.
—La conozco —dije—. Está en ruinas.
Macht calló desdeñosamente.
—Vamos —murmuró la pálida Virginia.
—¿Pero por qué? —pregunté—. ¿Por qué?
—Tonto. Si no tenemos un Dios, al menos disponemos de una máquina. Es lo único que la
Instrumentalidad no entiende en este mundo ni en otros. Quizá nos revele el futuro. Quizá sea
una no-máquina. Es evidente que viene de otra época. ¿Por qué no usarla, querido? Si dice que
somos nosotros, somos nosotros.
—¿Y si dice lo contrario?
—Pues no lo somos —replicó con huraña tristeza.
—¿Qué quieres decir?
—Si no somos nosotros, somos sólo juguetes, muñecos marionetas dirigidas por los Señores.
Tú no eres tú ni yo soy yo. Pero si el Abba-dingo, que conocía los nombres Pablo y Virginia doce
años antes de que sucediera, si el Abba-dingo dice que somos nosotros, no me importa si es una
máquina profética, un dios, un demonio o cualquier otra cosa. No me importa, pero tendremos la
verdad.
¿Qué podía responder a eso? Macht salió primero, seguido por Virginia, y yo fui detrás de
ambos. Salimos de la luz solar del Gato Grasiento; cuando nos íbamos, comenzaba a caer una
tenue llovizna. El mozo, pareciendo por un momento la máquina que era, fijó los ojos en el vacío.
Cruzamos el borde del subsuelo y bajamos a la pista rápida.
Salimos a una región de casas elegantes. Todas estaban en ruinas, La vegetación había
invadido los edificios. Las flores salpicaban el parque, los umbrales, los cuartos sin techo.
¿Quién quería una casa sin techo cuando la población de la Tierra había disminuido tanto que en
las ciudades sobraba lugar?
Cuando íbamos por el camino de grava, en una ocasión me pareció ver una familia de
homúnculos que nos espiaba desde una casa. Quizá fuera mi imaginación.
Macht callaba.
Virginia y yo caminábamos junto a él cogidos de la mano. Yo podría haber disfrutado de esta
extraña excursión, pero Virginia me estrujaba la mano y se mordía el labio, y supe lo decisivo
que era esto: para ella equivalía a una peregrinación. (Una peregrinación era una antigua
marcha hasta un lugar poderoso, muy bueno para el cuerpo y el alma.) No me mo lestaba
acompañarlos. Más aún, no podía haber impedido que los acompañara, una vez que Macht
decidió irse del café. Pero no tenía por qué tomarlo en serio. ¿O sí?
¿Qué quería Macht?
¿Quién era Macht? ¿Qué pensamientos había aprendido esa mente en dos cortas semanas?
¿Cómo nos había precedido en su llegada a un nuevo mundo de peligro y aventura? No confiaba
en él. Por primera vez en mi vida, me sentía solo.
Hasta ahora me había bastado en la Instrumentalidad para que una imagen protectora
armada hasta los dientes surgiera en mi mente. La telepatía me protegía contra todos los
peligros, curaba todas las heridas, nos guiaba durante los ciento cuarenta y seis mil noventa días
que se nos habían asignado. Ahora era diferente. Yo no conocía a este hombre, y dependía de
él, no de los poderes que nos habían protegido y custodiado.
Abandonamos la carretera en ruinas para entrar en un inmenso bulevar. El pavimento era tan
liso y compacto que nada crecía en él, salvo en los puntos donde el viento y el polvo habían
acumulado tierra.
Macht se detuvo.
—Es aquí —indicó—. Alpha Ralpha Boulevard.
Callamos mientras mirábamos aquella carretera de imperios olvidados.
A nuestra izquierda el bulevar desaparecía en una suave curva. Conducía al norte de la
ciudad, donde yo había crecido. Sabía que había otra ciudad más al norte, pero había olvidado
cómo se llamaba. ¿Por qué iba a recordarlo? Sin duda sería igual a la mía.
Pero a la derecha...
A la derecha el bulevar se elevaba de pronto, como una rampa. Desaparecía entre las nubes.
Al borde de las nubes había un indicio de desastre. No lo distinguía con precisión, pero el
bulevar entero parecía cortado por fuerzas inimaginables. Más allá de las nubes se erguía el
Abba-dingo, el lugar donde todas las preguntas hallaban respuesta.
O eso decían.
Virginia se acurrucó contra mí.
—Volvamos —propuse—. Somos gente de ciudad. No sabemos nada sobre ruinas.
—Pueden irse si lo desean —dijo Macht—. Yo sólo trataba de hacerles un favor.
Ambos miramos a Virginia.
Ella fijó en mí sus ojos castaños, en los que vi una súplica más antigua que la mujer y el
hombre, más antigua que la especie humana. Supe lo que diría exactamente. Afirmaría que
tenía que saber.
Macht aplastó unos guijarros blandos con el zapato. Al fin Virginia habló.
—Pablo, no busco el peligro por el peligro mismo. Pero antes hablaba en serio. ¿No existe la
posibilidad de que nos estén obligando a amarnos? ¿Qué vida tendríamos si nuestra felicidad, si
nuestra personalidad, dependiera de una máquina o de una voz mecánica que nos hablaba
mientras dormíamos aprendiendo francés? Quizá sea divertido volver al viejo mundo. Supongo
que lo es. Sé que me brindas una felicidad que jamás sospeché hasta hoy. Si de veras somos
nosotros, tenemos algo maravilloso, y deberíamos saberlo. Pero si verdaderamente no es así...
Rompió a llorar. Quise decirle que en cualquier caso parecería lo mismo, pero la cara huraña
y ominosa de Macht me miró por encima del hombro de Virginia mientras la abrazaba, No había
nada que decir.
La estreché.
Debajo del pie de Macht brotó un hilillo de sangre. El polvo la absorbió.
—Macht —dije—, ¿se ha hecho daño?
Virginia también se volvió.
Macht enarcó las cejas y dijo despreocupadamente:
—No. ¿Por qué?
—La sangre. Abajo.
Miró hacia el suelo.
—Ah, eso. No es nada. Sólo los huevos de algún no-pájaro que ni siquiera vuela.
—Bastal —grité telepáticamente, usando la Vieja Lengua Común. Ni siquiera traté de pensar
en nuestro francés aprendido.
Él retrocedió un paso, asombrado.
De la nada me llegó un mensaje: Gracias gracias buengrande regresa por favor gracias
buengrande vete de aquí hombre malo hombre malo hombre malo. Algún animal o pájaro me
prevenía contra Macht.
Le agradecí la advertencia telepáticamente y volví a mirar a Macht.
Nos contemplarnos fijamente. ¿Esto era la cultura? ¿Ahora éramos hombres?; La libertad
siempre incluía la libertad para desconfiar, temer, odiar?
Macht no me gustaba en absoluto. Los nombres de delitos Olvidados surgieron en rni mente:
asesinato, homicidio, secuestro, demencia, violación, asalto,
No habíamos conocido estas cosas, pero las sentía.
Me habló con serenidad. Ambos habíamos cerrado la mente para impedir una lectura
telepática, de modo que nuestros únicos medios de comunicación eran la empatia y el francés.
—Fue idea suya —dijo con descaro—, o al menos de la dama...
—La mentira ha venido al mundo —repliqué—. ¿De manera que nos dirigimos hacia las
nubes sin razón alguna?
—Hay una razón —señaló Macht.
Aparté a Virginia suavemente y cerré la mente con tal fuerza que la antitelepatía me dominó
como una jaqueca.
—Macht —advertí, y oí un gruñido animal en mi propia voz—, dígame por qué nos ha traído
aquí o lo mataré.
No retrocedió. Me miró a la cara, dispuesto a pelear.
—¿Me matará? ¿Quiere decir que me quitará la vida?
Sus palabras carecían de convicción. Ninguno de los dos solía pelear, pero él se dispuso a
defenderse y yo a atacar.
Debajo de mi escudo mental se deslizó un pensamiento animal: Hombrebueno hombrebueno
apriétale el cuello no-aire él-aaah no-aire él-aaah como un huevo roto.
Seguí el consejo sin averiguar de dónde venía. Fue sencillo. Me acerqué a Macht, le puse las
manos en la garganta y apreté. Él trató de apartarme las manos, luego trató de darme patadas.
Yo no le soltaba la garganta. Si yo hubiera sido un Señor o un capitán de viaje, habría sabido
luchar. Pero no sabía, y él tampoco. De pronto él dejó de forcejear y sentí un peso en las manos.
Sorprendido, lo solté.
Macht estaba inconsciente. ¿Eso era muerto?
No podía ser, pues se incorporó. Virginia corrió hacia él. Macht se frotó la garganta y dijo con
voz áspera:
—No debió usted hacer eso:
Sus palabras me dieron coraje.
—Dígame por qué nos hizo venir —repliqué—, o volveré a atacarle.
Macht sonrió débilmente. Apoyó la cabeza en el brazo de Virginia.
—Es por el miedo —dijo—. Miedo.
—¿Miedo? —Yo conocía la palabra peur, pero no el significado. ¿Era una especie de
inquietud o alarma animal?
Estaba pensando con la mente abierta. Él respondió con la mente:
—Sí.
—Pero, ¿por qué le gusta? —pregunté.
—Es delicioso —pensó—. Me da náuseas y escalofríos, me da vida. Es como un
medicamento fuerte, casi tan bueno como el stroon. Fui antes allá. En lo alto, tuve mucho miedo.
Fue maravilloso, fue malo y bueno, todo al mismo tiempo. Viví mil años en una hora. Quería
más, pero pensé que resultaría más excitante si estaba acompañado.
—Lo mataré —dije en francés—. Es usted muy... muy... —Tuve que buscar la palabra—. Muy
maligno.
—No —se opuso Virginia—. Déjale hablar.
Él pensó, sin molestarse en usar palabras:
—Esto es lo que los Señores de la Imtrumentalidad nos impedían tener. Miedo. Realidad.
Nacíamos en un sopor y moríamos en un sueño. Hasta el subpueblo de los animales disfrutaba
de más vida que nosotros. Las máquinas no tenían miedo. Y eso éramos, máquinas que se
consideraban humanas. Y ahora somos libres.
Vio en mi mente el filo de una furia roja, y cambió de tema.
—No mentí. Esto es el camino del Abba-dingo. He estado allí. Funciona. De este lado,
siempre funciona.
—Funciona —exclamó Virginia—. ¿Ves lo que dice? ¡Funciona! Él dice la verdad. ¡Oh, Pablo,
sigamos adelante!
—De acuerdo. Iremos.
Le ayudé a levantarse. Parecía confuso, como un hombre que ha mostrado algo que lo
avergüenza.
Avanzamos por la superficie del indestructible bulevar. Era cómodo para los pies.
En el fondo de mi mente el animal balbuceaba sus pensamientos: Hombrebueno
hombrebueno dale muerte lleva agua lleva agua.
No le presté atención. Seguí adelante. Virginia iba entre los dos. No le presté atención.
Ojalá lo hubiera hecho.
Caminamos mucho rato.
Era algo nuevo para nosotros. Resultaba estimulante saber que nadie nos protegía, que el
aire era libre, que se movía sin ser impulsado por máquinas climáticas. Vimos muchos pája ros, y
al proyectar mis pensamientos noté que sus mentes obtusas se sobresaltaban; eran pájaros
naturales, y nunca habíamos visto nada parecido. Virginia me preguntó cómo se llamaban, y yo
desgrané desenfadadamente todos los nombres de pájaros que habíamos aprendido en francés,
sin saber si eran históricamente correctos.
Maximilien Macht también se animó. Cantó una discordante canción, la cual aseguraba que
nosotros tomaríamos la carretera alta y él la carretera baja, pero que él llegaría a Escocia antes
que nosotros. No tenía sentido, pero la melodía era agradable. Cada vez que se alejaba un poco
de Virginia y de mí, yo componía variaciones sobre Macouba y susurraba las frases al delicado
oído de Virginia:
No era la mujer que fui a buscar,
la conocí por pura casualidad.
No hablaba el francés de Francia.,
sino el susurro de la Martinica.
La aventura y la libertad nos hicieron felices hasta que tuvimos hambre. Allí comenzaron
nuestros problemas.
Virginia se acercó a un poste, lo golpeó con el puño y dijo:
—Aliméntame.
El poste tendría que haberse abierto para servirnos un refrigerio, o bien tendría que habernos
indicado dónde podíamos conseguir comida a poca distancia. No hizo nada. Debía de estar
estropeado.
Así iniciamos el juego de golpear cada poste.
Alpha Ralpha Boulevard se elevaba a medio kilómetro sobre la campiña circundante. Pájaros
silvestres revoloteaban alrededor. Había menos polvo en el pavimento, y menos malezas. La
inmensa carretera, sin pilotes, se curvaba como una cinta flotando entre las nubes.
Nos cansamos de golpear postes. No teníamos comida ni agua.
Virginia se inquietó.
—Ahora no sirve de nada regresar. La comida está aún más lejos si damos media vuelta.
Ojalá hubieras traído algo.
¿Cómo iba a pensar en llevar comida? ¿Quién lleva comida? ¿Por qué llevarla, cuando se
encuentra por doquier? Mi amada no tenía razón, pero era mi amada y yo la amaba aún más por
las dulces imperfecciones de su temperamento.
Macht siguió golpeando postes, en parte para no inmiscuirse en nuestra discusión, y obtuvo
un resultado imprevisto.
Se inclinaba para golpear con fuerza el poste de gran farol, y de pronto aulló como un perro y
se deslizó cuesta arriba a gran velocidad. Oí que gritaba algo antes de desaparecer entre las
nubes, pero entendí las palabras.
Virginia me miró.
—¿Quieres regresar ahora? Macht se ha ido. Podemos decir que estaba cansada.
—¿Lo dices en serio?
—Claro, querido.
Reí con cierta ofuscación. Ella había insistido en ir, pero ahora estaba dispuesta a dar media
vuelta y desistir, tan sólo por complacerme.
—Olvídalo. Ya no puede faltar mucho. Sigamos adelante.
—Pablo...
Me miró con ojos turbios, como si intentara sondearme la mente.
—¿Quieres que hablemos así? —pensé.
—No —contestó ella en francés—. Quiero decir las cosas de una en una. Pablo, quiero ir al
Abba-dingo. Necesito ir. Es la mayor necesidad de mi vida. Pero al mismo tiempo no quiero ir.
Hay algo malo allí. Prefiero tenerte mal que no tenerte. Podría ocurrir algo.
—¿Estás sintiendo ese «miedo» del que hablaba Macht? —pregunté contrariado.
—Oh, no, Pablo. Esta sensación no es excitante. Es como un fallo en una máquina.
—¡Escucha! —interrumpí.
Desde las nubes llegó el sonido semejante a un gemido animal. Había palabras en el sonido.
Debía de ser Macht, Creí oír «Cuidado». Cuando lo busqué con la mente, la distancia se
expandió en círculos y me mareó.
—Sigamos, querida —propuse.
—Sí, Paul —dijo Virginia, y en su voz había una insondable mezcla de felicidad, resignación y
desconsuelo.
Antes de continuar, la miré atentamente. Ella era mi amada. El cielo se había vuelto amarillo y
las luces aún no estaban encendidas. En el cielo amarillento los rizos castaños se teñían de oro,
los ojos castaños se volvían negros; ese rostro joven, marcado por el destino, cobró una singular
intensidad.
—Eres mía —afirmé.
—Sí, Pablo —respondió ella, sonriendo—. ¡Tú lo has dicho! Es doblemente agradable.
Un pájaro nos miró desde la baranda y echó a volar. Quizá no aprobaba las insensateces
humanas y decidió lanzarse al aire oscuro. Más abajo extendió las alas para planear.
—No somos libres como los pájaros —dije a Virginia—, pero somos más libres de lo que ha
sido la gente durante cien siglos.
Por respuesta ella me estrechó el brazo y me sonrió.
—Y ahora —añadí—, seguiremos a Macht. Abrázame con fuerza. Golpearé ese poste. Si no
nos da comida, tal vez nos ofrezca un paseo.
Virginia me abrazó con fuerza cuando golpeé el poste.
¿Qué poste? De pronto todos se disolvieron en un borrón. El suelo parecía quieto, pero nos
movíamos a gran velocidad. Ni siquiera en el subsuelo de servicios había visto un camino tan
rápido. El vestido de Virginia ondeaba en el viento. En un instante entramos y salimos de la
nube.
Un nuevo mundo nos rodeaba. Había nubes arriba y abajo. Aquí y allá asomaba el cielo azul
y brillante. No tambaleabamos. Los antiguos ingenieros habían diseñado el camino con
inteligencia. Subíamos continuamente sin marearnos.
Otra nube.
Luego todo ocurrió tan deprisa que las palabras necesarias para contarlo son más lentas.
Algo oscuro se lanzó sobre mí. Recibí un violento golpe en el pecho. Sólo después comprendí
que era el brazo de Macht, tratando de aferrarme antes de que cruzáramos el borde. Entramos
en otra nube y recibí un segundo golpe. El dolor fue terrible. Nunca había sentido nada parecido.
Virginia se había caído, había pasado por encima de mí y ahora me tiraba de las manos.
Quise decirle que no tirara más, pues me dolía, pero no tenía aliento. En vez de discutir, traté
de hacer lo que ella quería. Intenté avanzar hacia ella. Sólo entonces advertí que no había nada
bajo mis pies: ni puente, ni camino, nada.
Yo estaba al borde del bulevar, el borde roto del lado superior. No había nada debajo salvo
unos cables enredados y, muy abajo, una cinta diminuta que no era ni un río ni un camino.
Habíamos saltado un gran barranco y yo había caído contra el borde superior de la carretera,
golpeándolo con el pecho.
El dolor no importaba.
Al cabo de un instante el médico-robot vendría a curarme.
Una mirada al rostro de Virginia me recordó que no había médico-robot, ni mundo, ni
Instrurnentalidad, sólo viento y dolor. Virginia gritaba. Pero tardé un instante en oír lo que decía.
—Es por mi culpa, es por mi culpa. Pablo, querido, ¿estás muerto?
Ninguno de los dos sabía a ciencia cierta qué significaba «muerto», porque la gente siempre
se iba en el momento previsto, pero sabíamos que debía de ser cuando cesa la vida. Intenté
decirle que estaba vivo, pero ella se empeñaba en alejarme del borde.
Me senté ayudándome con las manos.
Virginia se arrodilló y me cubrió la cara de besos.
—¿Dónde está Macht? —jadeé al fin.
Ella miró hacia atrás.
—No lo veo.
Yo también intenté mirar.
—Quédate quieto —dijo Virginia—. Miraré de nuevo.
Caminó con valentía hasta el borde del bulevar segado y atisbo entre las nubes que corrían
abajo como humo succionado por un ventilador.
—Ya lo veo —exclamó—. Tiene un aspecto extraño. Como un insecto en un museo. Está
arrastrándose por los cables.
Me acerqué gateando y miré hacia abajo. Allá estaba Macht, un punto que se movía a lo largo
de un hilo, entre pájaros aletantes. Parecía muy peligroso. Quizá Macht experimentaba todo el
«miedo» que necesitaba para ser feliz. Yo no quería ese «miedo». Quería comida, agua y un
médico-robot.
No había nada de eso.
Me levanté trabajosamente. Virginia quiso ayudarme, pero logré ponerme en pie antes de que
ella me tocara.
—Sigamos adelante.
—¿Adelante? —preguntó ella.
—Hasta el Abba-dingo. Quizás haya máquinas amistosas allá arriba. Aquí sólo hay frío y
viento, y las luces aún no están encendidas.
Ella frunció el ceño.
—Pero Macht...
—Tardará horas en llegar aquí. Podemos regresar.
Virginia obedeció.
Una vez más nos dirigimos hacia la izquierda del bulevar. Le dije que me abrazara la cintura
mientras golpeaba los postes uno por uno. Tenía que haber un dispositivo para reactivar eí
camino.
La cuarta vez funcionó.
De nuevo el viento nos azotó la ropa mientras nos delizábamos cuesta arriba por Alpha
Ralpha Boulevard.
Casi nos caímos cuando el camino viró a la izquierda. Cuando recobré el equilibrio, el camino
giró a la derecha.
Y allí nos detuvimos.
Habíamos llegado al Abba-dingo.
Una plataforma cubierta de cosas blancas; barras con protuberancias y pelotas imperfectas
del tamaño de mi cabeza.
Virginia callaba.
¿Del tamaño de mi cabeza? Di una patada a un objeto y de pronto supe qué era. Gente. Las
partes internas. Nunca había visto esas cosas. Y aquello que estaba en el suelo debía de haber
sido una mano. Había cientos de esos objetos por el camino.
—Vamos, Virginia —dije con voz serena, ocultando mis pensamientos.
Ella me siguió sin decir palabra. Sentía curiosidad por los objetos, pero no parecía
reconocerlos.
Yo estaba mirando la pared.
Al fin encontré las portezuelas de Abba-dingo,
Una decía METEOROLÓGICA. No estaba en la Vieja Lengua Común ni en francés, pero era
tan parecido que imaginé que tenía algo que ver con el comportamiento del aire. Apoyé la mano
en el panel de la puerta. El panel se volvió translúcido y reveló una inscripción antigua. Había
unos números que no significaban nada, palabras sin sentido, y luego:
Tifón acercándose.
Mi francés no me indicaba qué era un «acercándose», pero «tifón» significaba sin duda
typhon, una gran turbulencia en el aire. Pensé: Que las máquinas climáticas se encarguen del
asunto. No tenía nada que ver con nosotros.
—Eso no ayudará —murmuré.
—¿Qué significa? —preguntó Virginia.
—El aire sufrirá una turbulencia.
—Oh. No nos incumbe, ¿verdad?
—Claro que no.
Probé suerte con el siguiente panel, que decía COMIDA. Cuando mi mano tocó la portezuela,
se produjo un crujido desgarrador dentro de la pared, como sí la torre vomitara. La puerta se
entreabrió y despidió un olor nauseabundo. Luego volvió a cerrarse.
La tercera puerta decía AYUDA y cuando la toqué no ocurrió nada. Quizá fuera un antiguo
dispositivo para recaudar impuestos. La cuarta puerta era más grande y por la parte inferior ya
estaba entreabierta. El nombre de la puerta era PREDICCIONES. Eso resultaba bastante claro
para cualquiera que supiera francés antiguo. El nombre de abajo era más misterioso:
INTRODUZCA EL PAPEL AQUÍ. No entendí qué significaba.
Probé suerte con la telepatía. No ocurrió nada. El viento susurró. Algunas pelotas y barras de
calcio rodaron en la plataforma. Probé de nuevo, buscando la huella de viejos pensamientos. Un
grito entró en mi mente, un grito agudo y prolongado que no parecía humano. Eso fue todo.
Quizá me trastornó. No sentí «miedo», pero me preocupé por Virginia.
Ella estaba mirando el suelo.
—¿No te parece extraño que haya un abrigo de hombre en el piso, entre esos objetos raros?
—preguntó.
Una vez había visto una antigua máquina de rayos X en el museo, así que sabía que el
abrigo aún rodeaba el material que había constituido la estructura interna del hombre. Allí no
había pelota, así que estaba seguro de que la persona había «muerto». ¿Cómo podía haber
sucedido en los viejos días? ¿Por qué la Instrumentalidad había permitido que sucediera? Pero
la Instrumentalidad siempre había prohibido este lado de la torre. Quizá los transgresores
hubieran encontrado un enigmático castigo.
—Mira —dijo Virginia—, puedo meter la mano.
Antes de que pudiera impedirlo, Virginia introdujo la mano en la ranura alargada que decía
INTRODUZCA EL PAPEL AQUÍ.
Gritó.
Se le atascó la mano.
Tiré del brazo, pero no se movía. Virginia jadeó de dolor. De pronto logró liberarse.
Tenía palabras grabadas en la piel. Me quité la capa y le cubrí la mano.
Mientras ella sollozaba, le miré la mano y descubrí unas palabras escritas en su piel.
Las palabras decían claramente, en francés: Amarás a Pablo toda la vida.
Virginia me permitió vendarle la mano con la capa y luego levantó la cara para que la besara.
—Ha valido la pena. Ha valido la pena pasar por todo esto. Veamos si podernos bajar. Ahora
lo sé.
La besé de nuevo.
—Lo sabes, ¿verdad? —dije para confortarla.
—Desde luego. —Ella sonrió a través de las lágrimas—. La Instrumentalidad no pudo
concebir esto. ¡Qué máquina tan inteligente! ¿Es un dios o un diablo?
Yo aún no había estudiado esas palabras, así que en vez de responder le di una palmada.
Nos preparamos para irnos.
A última hora advertí que yo no había probado suerte con PREDICCIONES.
—Un momento, querida. Déjame arrancar un trozo de vendaje.
Virginia esperó pacientemente. Arranqué un fragmento del tamaño de mi mano y recogí uno
de los trozos de ex personas que había en el suelo. Quizá fuera un pedazo de brazo. Regresé
para introducir la tela en la ranura, pero cuando llegué a la puerta un enorme pájaro obstruía el
camino.
Traté de ahuyentar al pájaro con la mano, y el ave graznó. Parecía emenazarme con sus
chillidos y su afilado pico. No conseguí ahuyentarlo.
Probé suerte con la telepatía.
Soy un hombre verdadero. ¡Lárgate!
La obtusa mente del pájaro respondió:
¡No-no-no-no-no!
Le asesté un puñetazo tan fuerte que cayó al suelo. Se enderezó entre los restos blancos que
cubrían la plataforma, abrió las alas y se dejó arrastrar por el viento.
Introduje el trozo de tela, conté hasta veinte y saqué el fragmento.
Las palabras eran claras, pero no significaban nada:
Amarás a. Virginia veintiún minutos más.
La dichosa voz de Virginia, tranquilizada por la predicción pero aún temblando por el dolor de
la mano grabada, me llegó como desde lejos.
—¿Qué dice, querido?
Por accidente o a propósito, dejé que el viento se llevara la tela. Aleteó como un pájaro.
—¡Oh! —exclamó Virginia, defraudada—. Lo hemos perdido. ¿Qué decía?
—Lo mismo que tu inscripción.
—Pero, ¿qué palabras usaba? ¿Cómo lo decía?
Con amor, desazón y quizá un poco de «miedo», susurré una mentira:
—Decía: «Pablo siempre amará a Virginia.»
Me dedicó una sonrisa radiante. Su silueta robusta se erguía firme y feliz contra el viento. Una
vez más era la rechoncha y hermosa Menerima a quien yo había visto en mi vecindario cuando
éramos niños. Y era más que eso. Era mi nuevo amor en un nuevo mundo. Era mi mademolselle
de Martinica. El mensaje era una estupidez. La ranura de alimentos evidenciaba que la máquina
estaba estropeada.
—Aquí no hay comida ni agua —dije. En realidad, había un charco de agua junto a la
baranda, pero el agua había tocado los objetos humanos del suelo y yo no me atrevía a bebería.
Virginia estaba tan feliz que, a pesar de la mano herida, la falta de agua y el hambre,
caminaba vigorosa y alegremente.
Veintiún minutos, pensé. Han transcurrido unas seis horas. Si nos quedamos aquí nos
exponemos a, peligros desconocidos.
Echamos a andar decididamente por Alpha Ralpha Boulevard. Habíamos llegado al Abba-
dingo y todavía estábamos «vivos». No creía estar «muerto», pero las palabras habían carecido
de sentido durante tanto tiempo que resultaba difícil pensarlas.
La rampa era tan empinada que bajábamos al trote. El viento nos golpeaba la cara con
increíble fuerza. Eso era, viento, pero sólo busqué la palabra vent en cuanto todo hubo
terminado.
No vimos toda la torre, sólo la pared adonde nos había conducido el antiguo camino. El resto
de la torre quedaba oculto entre nubes ondeantes y andrajosas.
El cielo era rojo por un lado y de un amarillo sucio por el otro. Cayeron grandes gotas de
agua.
—Las máquinas climáticas están estropeadas —grité.
Virginia quiso responderme, pero el viento se llevó las palabras. Repetí lo que había dicho
sobre las máquinas climáticas. Ella asintió cálidamente, aunque el viento le enmarañaba el pelo
y el agua le manchaba el vestido dorado. No importa. Me aferró el brazo. Caminaba sonriendo
mientras nos disponíamos a descender por la rampa. Sus ojos castaños rebosaban de vida y
confianza. Vio que la miraba y me besó el brazo sin perder el paso. Era mía para siempre, y ella
lo sabía.
El agua-de-arriba, que según me enteré después era «lluvia», arreciaba cada vez más. De
pronto cayeron pájaros. Un gran pájaro aleteó con fuerza en el aire sibilante y logró detenerse
ante mi rostro. Graznó y se perdió en el viento. Apenas se había ido cuando otro pájaro me cayó
sobre el cuerpo. Pronto se fue con otra ráfaga de aire, dejándome sólo el eco telepático de un
grito: ¡No-no-no-no!
¿Ahora qué?, pensé. Un consejo de pájaro no sirve de mucho.
Virginia me aferró el brazo y se detuvo.
Yo también me detuve.
El borde roto de Alpha Ralpha Boulevard quedaba cerca de allí. Feas nubes amarillas
nadaban en la brecha como peces venenosos.
Virginia gritaba.
Me agaché, acercando la oreja a sus labios.
—¿Dónde está Macht? —gritó.
La conduje al lado izquierdo del camino, donde la baranda nos daba cierta protección contra
el aire furibundo y contra el agua. Ninguno de los dos podía ver a mucha distancia. Hice que se
arrodillara y me agaché junto a ella. El agua nos tamborileaba en la espalda. La luz se había
vuelto amarilla, sucia y oscura.
Aún veíamos algo, pero no demasiado.
Yo hubiera deseado quedarme al amparo de la baranda, pero Virginia quería ayudar a Macht.
¿Qué podía hacer yo? Si Macht había encontrado refugio, estaba a salvo, pero si continuaba en
los cables, el aire turbulento pronto lo arrastraría y no habría más Maximilien Macht. Estaría
«muerto» y sus partes internas se blanquearían en el suelo.
Virginia insistió.
Nos arrastramos hacia el borde.
Un pájaro cayó en picado hacia mí. Aparté la cara y un ala me rozó la mejilla, que me ardió
como fuego. Ignoraba que las plumas fueran tan duras. Supuse que los pájaros debían de tener
los mecanismos mentales deteriorados para atreverse a golpear personas en Alpha Ralpha
Boulevard. No era el modo habitual de comportarse ante las personas verdaderas.
Al fin llegamos al borde. Traté de hundir las uñas de la mano izquierda en el material pétreo
de la baranda, pero era lisa y no había donde aferrarse, salvo la moldura ornamental. Con el
brazo derecho rodeaba a Virginia. Arrastrarse así resultaba doloroso, porque aún sentía los
efectos del golpe contra el borde de la carretera durante el ascenso. Vacilé, pero Virginia siguió
adelante.
No veíamos nada.
Nos rodeaba la oscuridad.
El viento y el agua nos golpeaban como puñetazos.
El vestido tiraba de Virginia como un perro importunando a su amo. Quise que regresara a la
protección de la baranda, donde podríamos esperar a que terminara la turbulencia.
De pronto se produjo un fogonazo de luz. Era pura electricidad, lo que los antiguos llamaban
rayo. Más tarde descubrí que son frecuentes en las zonas que quedan fuera del alcance de las
máquinas climáticas.
La luz repentina y brillante nos mostró un rostro blanco vuelto hacia nosotros. Colgaba abajo,
entre los cables. Tenía la boca abierta, así que debía de estar gritando. Nunca sabré si
expresaba «miedo» o felicidad, pero reflejaba una gran excitación. La luz brillante se diluyó y me
pareció oír el eco de un grito. Busqué telepáticamente la mente de Macht, pero no encontré
nada. Sólo un pájaro obtuso y obstinado que chillaba ¡No-no-no-no! con el pensamiento.
Virginia se tensó en mís brazos, y tiritó. Le grité en francés. No me oía.
La llamé con la mente.
Alguien más estaba allí.
La mente de Virginia gritó con repugnancia:
—La muchacha-gato. ¡Va a tocarme!
Se contorsionó. De pronto no hubo nada en mi brazo derecho. Aun en la penumbra, distinguí
un vestido dorado llameando más allá del borde. Busqué con la mente y recibí el grito:
—Pablo, Pablo, te amo. ¡Ayúdame!
Los pensamientos se desvanecieron cuando el cuerpo cayó.
La otra persona era G'mell, a quien habíamos conocido en el pasillo.
—He venido a buscaros —pensó G'mell—. Aunque los pájaros no se preocupaban por ella.
—¿Qué tienen que ver los pájaros?
—Tú los salvaste. Salvaste a sus crías cuando el hombre de pelo rojo las quiso matar. A
todos nos intrigaba saber cómo se comportarían los hombres verdaderos cuando fueran libres.
Lo hemos averiguado. Algunos son malvados y matan a las otras formas de vida. Otros se
muestran bondadosos y protegen la vida.
Me pregunté si ésa era toda la diferencia entre «bueno» y «malo».
Quizá no debí dejarme sorprender con la guardia baja. La gente no sabía pelear, pero los
homúnculos sí. Crecían entre batallas y trabajaban entre problemas. G'mell, como buena
muchacha-gato, me pegó en la barbilla como un émbolo. No tenía anestesia, y sólo podía
llevarme por los cables, en medio de ese «tifón», si yo estaba desmayado y laxo.
Desperté en mi cuarto. Me encontraba muy bien.
—Has sufrido un shock —me dijo el médico-robot—. Ya me he puesto en contacto con el
subcomisionad o de la Instrumentalidad. Si lo deseas, puedo borrar todos los recuerdos del
último día.
Tenía una expresión de amabilidad.
¿Dónde estaba el viento furioso? ¿El aire que caía a plomo? ¿El agua desbocada, no
controlada por ninguna máquina climática? ¿Dónde estaban el vestido dorado y la cara ansiosa
de miedo de Maximien Macht?
Pensé esas preguntas, pero el médico-robot no era telépata y no las captó. Lo miré
intensamente.
—¿Dónde está mi amor verdadero? —pregunté.
Los robots no sonríen con lascivia, pero éste lo intentó.
—¿La muchacha-gata desnuda del pelo ardiente? Fue a buscar ropa.
Le dirigí una profunda mirada.
La presuntuosa y estrecha mente mecánica elaboró pensamientos desagradables.
—Debo decir que las «personas libres» cambian deprisa.,.
¿Quién discute con una máquina? Realmente no valía la pena responder.
Pero ¿y aquella otra máquina? Veintiún minutos. ¿Cómo era posible? ¿Cómo lo había
sabido? Tampoco quería discutir con aquella máquina. Debía de haber sido una máquina muy
poderosa, o tal vez un vestigio de las guerras antiguas. No quería averiguarlo. Algunas personas
dirían que es Dios. Para mí no es nada. No necesito el «miedo» y no pienso volver a Alpha
Ralpha Boulevard,
Pero, ¡corazón, corazón mío! ¿Cómo podrás volver a ese café?
G'mell llegó y el médico-robot salió del cuarto.
LA BALADA DE G'MELL
Ella tuvo el cuál de qué-hizo-ella,
tapó la campana con una mancha.
Pero se enamoró de un homínido.
¿Dónde está el cuál de qué-hizo-ella?
De La Balada de G'mell.
Ella era una muchacha de placer y ellos eran hombres verdaderos, los señores de la
creación, pero la joven se enfrentó a ellos sagazmente y triunfó. Nunca había ocurrido ni volverá
a ocurrir, pero lo cierto es que venció. Ni siquiera era de origen humano. Era de origen gatuno,
aunque de forma humana, lo cual explica el prefijo G. Su padre se llamaba G'mackintosh y ella
se llamaba G'mell.
G'mell burló con sus tretas al Consejo de los Señores de la Instrumentalidad.
Sucedió en Terrapuerto, el mayor de los edificios, la menor de las ciudades, a veinticinco
kilómetros de altura, a orillas del mar Menor de Tierra.
Jestocost tenía una oficina frente a la cuarta válvula.
1
Jestocost amaba el sol de la mañana, al contrario de la mayoría de los Señores de la
Instrumentalidad, así que no le molestaba conservar la oficina y los apartamentos que había
escogido. Su oficina principal tenía noventa metros de hondo veinte metros de alto, veinte metros
de ancho. Detrás estaba la «cuarta válvula», de casi mil hectáreas de extensión. Tenía forma
helicoidal, como un enorme caracol. A pesar de su tamaño, el apartamento de Jestocost era
apenas un recoveco en el borde de Terrapuerto. El edificio se erguía como una gigantesca copa
de vino que se elevaba desde el magma hacia la atmósfera.
La humanidad había construido Terrapuerto durante el apogeo tecnológico. Aunque los
hombres tenían cohetes nucleares desde el comienzo de la historia consecutiva, usaban cohetes
químicos para cargar los vehículos interplanetarios de propulsión iónica o nuclear y para
ensamblar los veleros fotónicos interestelares. Hartos de llevar las cosas al cíelo en fragmentos,
habían construido un cohete de mil millones de toneladas, sólo para descubrir que destruía
cualquier lugar donde aterrizara. Los dáimonos —gente de origen terráqueo que habían
regresado de las estrellas— habían ayudado a los hombres a construir Terrapuerto, con
materiales que resistían la intemperie, el óxido, el tiempo y el esfuerzo. Luego se habían ido para
no regresar.
Jestocost a menudo miraba sus aposentos preguntándose cómo habrían sido cuando el gas
caliente y silencioso surgía de la válvula entrando en su cámara y en sesenta y tres cámaras
similares. Ahora tenía una pared de madera, y la válvula era una gran caverna hueca donde
vivían algunas criaturas salvajes. Nadie necesitaba ya tanto espacio. Las cámaras resultaban
útiles, pero la válvula no servía para nada. Las naves de planoforma llegaban susurrando de las
estrellas y aterrizaban en Terrapuerto por rabones de conveniencia legal, pero no hacían ruido ni
despedían gases calientes. Jestocost miró hacia abajo, vio las altas nubes y habló consigo
mismo.
—Bonito día. Buen aire. Ningún problema. Mejor como.
Jestocost hablaba a menudo consigo mismo. Era individualista y un poco excéntrico.
Formaba parte del consejo supremo de la humanidad y tenía problemas, pero no de índole
personal. Tenía un Rembrandt colgado sobre la cama. Era el único Rembrandt conocido en el
mundo, y tal vez él fuera la única persona capaz de apreciar un Rembrandt. En la pared de atrás
colgaban tapices de un imperio olvidado. Todas las mañanas el sol ejecutaba para él una gran
ópera, pues creaba sombras y luces y modificaba los colores de tal modo que le permitía
imaginar que los viejos días de disputa, asesinato y dramatismo habían vuelto a la Tierra. Tenía
un ejemplar de Shakespeare, uno de Colegrove y dos páginas del Eclesiastés en una caja
cerrada jumo a la cama. Sólo cuarenta y dos personas en el universo sabían leer inglés antiguo,
y él era una de ellas. Bebía vino, que los robots preparaban en sus viñedos de la costa del
Poniente. Era un hombre que había optado por una vida privada cómoda y egoísta para
entregarse de manera generosa e imparcial a sus tareas oficiales.
Cuando despertó aquella mañana, no sabía que una bella muchacha estaba a punto de
enamorarse perdidamente de él, que al cabo de más de cien años de experiencia en el gobierno
encontraría otro gobierno en la Tierra, tan fuerte y casi tan antiguo como el suyo, ni que se haría
cómplice voluntario de una peligrosa conspiración por una causa que sólo entendía a medias. El
tiempo le había ocultado piadosamente todos estos acontecimientos, de modo que al levantarse
sólo se preguntó si debía beber una copa de vino blanco con el desayuno. El día ciento setenta y
tres de cada año siempre comía huevos. Era un manjar especial, y no quería incurrir en el
exceso de comer demasiados o en la exageración de no comer ninguno, Recorrió la habitación,
mascullando:
—¿Vino blanco? ¿Vino blanco?
G'mell pronto entraría en su vida, pero él no lo sabía. G'mell iba a triunfar, pero también lo
ignoraba.
Desde que la humanidad había iniciado el Redescubrimiento del Hombre, reponiendo
gobiernos, dinero, periódicos, lenguas nacionales, enfermedades y ocasionales muertes, se
había planteado el problema del subpueblo: personas que no eran humanas sino humanoides,
formadas a partir de animales terráqueos. Podían hablar, cantar, leer, escribir, tra bajar, amar y
morir; pero no estaban amparados bajo la ley humana, que los definía como «homúnculos» y les
daba una situación legal cercana a la de los animales y los robots. Las personas verdaderas de
otros mundos se consideraban «homínidos».
La mayoría de las subpersonas llevaban a cabo sus tareas y aceptaban esta situación de
semiesclavitud sin cuestionarla. Algunas alcanzaron la fama: G'mackintosh fue la primera
criatura de la Tierra que dio un salto largo de cincuenta metros de gravedad normal. Su imagen
se difundió por mil mundos. Su hija G'mell era una muchacha de placer que se ganaba la vida
agasajando a seres humanos y homínidos de los mundos exteriores y haciéndolos sentir a gusto
cuando llegaban a la Tierra. Disfrutaba del privilegio de trabajar en Terra-puerto, pero tenía la
obligación de trabajar muy duramente a cambio de una paga exigua. Los seres humanos y los
homínidos habían vivido tanto tiempo en una sociedad opulenta que ignoraban el significado de
la pobreza. Pero los Señores de la Instrumentalidad habían decretado que las subpersonas de -
bían regirse por la economía del Mundo Antiguo; debían tener su propio dinero para pagar la
vivienda, la comida, sus pertenencias y la educación de sus hijos. Si se arruinaban, acudían a la
Casa de los Menesterosos, donde el gas las mataba sin dolor.
La humanidad había resuelto sus problemas básicos, pero no estaba dispuesta a permitir que
los animales fueran totalmente iguales al hombre, por mucho que hubieran cambiado.
El Señor Jestocost, el séptimo de ese nombre, se oponía a la policía. Era un hombre con
poco amor y sin ningún temor, libre de ambiciones y trabajador, pero hay pasiones del go bierno
tan profundas y atractivas como las emociones del amor. Doscientos años de convicción y de
derrotas en las votaciones habían inspirado a Jestocost el ferviente deseo de hacer las cosas a
su modo.
Jestocost era uno de los pocos hombres verdaderos que creía en los derechos del
subpueblo. No consideraba que la humanidad fuera capaz de corregir antiguos males a menos
que el subpueblo poseyera algunas herramientas del poder: armas, conspiración, riqueza y —
sobre todo— organización para enfrentar al hombre. No tenía miedo de las revueltas, síno una
obsesiva sed de justicia que superaba cualquier otra consideración.
Cuando los Señores de la Instrumentalidad oían rumores de que había conspiradores en el
subpueblo, recurrían a la policía-robot.
Jestocost, no.
Organizó su propia policía, usando subpersonas para este propósito, con la esperanza de
reclutar enemigos que comprendieron que él era un enemigo amistoso y que con el tiempo los
pondría en contacto con los dirigentes del subpueblo.
Si esos dirigentes existían, eran astutos. ¿Qué indicios dio una muchacha de placer como
G'mell de que era la punta de lanza de una red de agentes que había penetrado nada menos
que en Terrapuerto? Si existían, debían de ser muy precavidos. Los monitores telepáticos, tanto
robóticos como humanos, vigilaban todas las bandas de pensamiento mediante muéstreos
aleatorios. Incluso los ordenadores sólo revelaban improbables cantidades de felicidad en
mentes que no tenían razones objetivas para ser felices.
La muerte del padre de G'mell, el más célebre atleta gatuno del subpueblo, dio a Jestocost la
primera pista tangible.
Asistió al funeral, cuando el cuerpo se colocaba en un cohete de hielo y se lanzaba al
espacio. Los deudos se mezclaban con los curiosos. El deporte supera las barreras nacionales,
raciales y planetarias, y aun las diferencias entre especies. Los homínidos estaban allí: hombres
verdaderos, ciento por ciento humanos, con aspecto extraño u horrendo porque sus ancestros
habían sufrido modificaciones físicas para adaptarse a las condiciones de vida en mil mundos.
Los «homúnculos» derivados de animales también habían acudido, la mayoría con su ropa de
trabajo, y parecían más humanos que las personas de los mundos exteriores. No se les permitía
crecer si no llegaban a la mitad del tamaño del hombre, o si alcanzaban más de seis veces al
tamaño del hombre. Todos debían tener rasgos humanos y voces humanas aceptables. El
castigo por el fracaso en las escuelas elementales era la muerte. Jestocost echó un vistazo a la
multitud y se preguntó:
—Hemos impuesto las pautas de la más dura supervivencia a esta gente, y le brindamos el
más terrible incentivo, la vida misma, como condición de progreso. ¡Qué necios somos al pensar
que no nos vencerán!
Las personas verdaderas del grupo no parecían pensar como él. Empujaban perentoriamente
a las subpersonas con los bastones, aunque éste era un funeral del subpueblo; los hombres-oso,
los hombres-toro, los hombres-gato y otros cedían el paso mascullando una disculpa.
G'mell estaba junto al helado ataúd de su padre.
Jestocost no sólo la miró, aunque resultaba atractiva. Cometió un acto que era indecente en
un ciudadano común pero legal en un Señor de la Instrumentalidad: le escudriñó la mente.
Y encontró algo imprevisto.
Cuando el ataúd partió, ella exclamó:
—¡A 'telekeli, ayúdame!
Había pensado fonéticamente, no en lenguaje escrito, y él sólo contaba con este tosco sonido
para iniciar una investigación.
Jestocost no había llegado a Señor de la Instrumentalidad sin valerse de la audacia. Tenía
una mente ágil, demasiado ágil para ser hondamente inteligente. Pensaba gestálticamente, no
sirviéndose de la lógica. Decidió imponer su amistad a la muchacha.
Resolvió esperar a que se diera una ocasión propicia, y luego cambió de parecer.
Al final de la ceremonia, Jestocost se abrió paso en un círculo de adustos amigos de G'mel,
subpersonas que trataban de protegerla de las condolencias de rudos aunque bien inten-
cionados fanáticos deportivos.
Ella lo reconoció, y se le dirigió con el debido respeto.
—Señor, no esperaba que vinieras. ¿Conocías a mi padre?
Él asintió con gravedad y le dirigió altisonantes palabras de consuelo y pesar, palabras que
provocaron un murmullo aprobatorio entre humanos y subpersonas.
Pero con la mano izquierda, que le colgaba a un costado, hizo la señal de alarma utilizada
entre el personal de Terra-puerto —un repetido tamborileo del pulgar contra el anular— cuando
tenían que ponerse en guardia sin alertar a los viajeros de otros mundos.
Ella estaba tan contrariada que casi lo echó todo a perder. Mientras él pronunciaba su
piadoso discurso, ella exclamó con voz alta y clara:
—¿Estás hablando de mí?
Y él continuó con su pésame:
—Me refiero a ti, G'mell, cuando digo que eres la más digna portadora del nombre de tu
padre. Tú eres aquella hacia quien todos nos volvemos en este momento de pesadumbre
general. Sólo puedo referirme a ti cuando digo que G'mackintosh nunca hizo nada a medias, y
murió joven como consecuencia de su esfuerzo. Adiós, G'mell, regreso a mi oficina.
Ella llegó cuarenta minutos después.
2
Él se volvió hacia la joven y le estudió el rostro.
—Éste es un día importante en tu vida.
—Sí, Señor, y un día triste,
—No me refiero a la muerte y funeral de tu padre. Me refiero al futuro al que todos debemos
hacer frente. Ahora somos tú y yo.
La joven abrió los ojos. No había creído que él fuera de esa clase de hombre. Era un
funcionario que se desplazaba libremente por Terrapuerto, a menudo saludando a importantes
visitantes de otros mundos y vigilando el protocolo. Ella formaba parte del equipo de recepción
cuando se necesitaba una muchacha de placer para calmar a un visitante frustrado o postergar
un conflicto. Como las geishas del: antiguo Japón, tenía una profesión honorable; no era una
muchacha descarriada, sino una anfitriona coqueta por profesión. Miró fijamente a Jestocost. Él
no parecía insinuar nada indecorosamente personal. Pero con los hombres nunca se sabe,
pensó G'mell.
—Tú conoces a los hombres —dijo Jestocost, cediéndole la iniciativa.
—Supongo que sí —admitió ella con expresión extraña. Iba a dedicarle la sonrisa número tres
(extrema aprobación) que había aprendido en la escuela de muchachas de placer. Pero
comprendió que sería un error y trató de brindarle una sonrisa común. Se sintió como si hubiera
hecho una mueca.
—Mírame —dijo él— y averigua si puedes confiar en mí. Tomaré la vida de ambos en mis
manos.
Ella lo miró. ¿Qué asunto podía relacionarlo a él, un Señor de la Instrumentalidad, con ella,
una submuchacha? No tenían nada en común. Nunca lo tendrían,
Pero lo miró.
—Quiero ayudar al subpueblo —dijo Jestocost.
Ella parpadeó ante lo que habitualmente se consideraba una tosca insinuación seguida por
una proposición grosera. Pero la expresión de Jestocost irradiaba seriedad. Y G'mell aguardó.
—Tu pueblo no tiene suficiente poder político, ni siquiera para hablarnos. No traicionaré a la
raza de los humanos verdaderos, pero estoy dispuesto a dar ciertas ventajas a los tuyos. Si
tenéis mejores relaciones con nosotros, todas las formas de vida se beneficiarán a la larga.
G'mell bajó la mirada. El cabello rojo era suave como el pelaje de un gato persa. Su cabeza
era una llamarada. Los ojos parecían humanos, salvo porque reflejaban la luz; los iris tenían el
verde profundo del gato de eras pasadas. Cuando G'mell alzó el rostro, su mirada tuvo el
impacto como de un golpe.
—¿Qué quieres de mí?
—Mírame —dijo él con firmeza—. Mírame a la cara. ¿Estás segura, realmente segura, de que
quiero algo personal de ti?
Ella quedó desconcertada.
—¿Qué puedes desear de mí, salvo algo personal? Soy una muchacha de placer. No soy una
persona importante, y no tengo mucha educación. Tú sabes más, Señor, de lo que yo llegaré a
saber nunca.
—Quizá —replicó Jestocost, contemplándonla.
G'mell dejó de sentirse como una muchacha de placer para tomar conciencia de ciudadana.
Eso la incomodó.
—¿Quién es vuestro líder? —preguntó solemnemente Jestocost.
—El comisionado Bebedor de Té, Señor. Él recibe a los visitantes de todos los mundos.
G'mell lo observó con atención; aún no entendía las intenciones de Jestocost. Él parecía
contrariado.
—No me refiero a él. Él forma parte de mi personal. ¿Quién es el líder del subpueblo?
—Mi padre lo era, pero ha muerto.
—Perdona, pero no me refiero a eso —le dijo Jestocost—, Siéntate, por favor.
Ella estaba tan cansada que se sentó en la silla con una inocente voluptuosidad que habría
desarmado a cualquier hombre corriente. Llevaba ropas de muchacha de placer, que parecían
recatadas vestimentas convencionales cuando estaba de pie. La ropa de su profesión estaba
diseñada para ser imprevista y provocativamente reveladora cuando la mujer se sentaba: no tan
atrevida como para desconcertar al hombre, pero cortada de tal forma que él recibía un estímulo
visual mayor del esperado.
—Debo pedirte que te ciñas un poco la ropa —dijo Jestocost con voz clínica—. Soy hombre,
aunque sea un funcionario, y esta entrevista es más importante para ti y para mí que cual quier
distracción.
El tono de voz la intimidó un poco. G'mell no quería provocarlo. Después del funeral, no
quería nada. Sólo tenía vestidos de aquel tipo.
Jestocost leyó todo esto en la cara de G'mell.
Siguió adelante implacablemente.
—Muchacha, he preguntado acerca de tu líder. Nombraste a tu jefe y luego a tu padre. Quiero
que me hables de tu líder.
—No entiendo —respondió ella, al borde del llanto—. No entiendo.
Entonces, pensó él, tengo que correr un riesgo. Hundió su daga mental, clavó las palabras
como acero.
—¿Quién... es... A... tele... keli? —insistió con voz lenta y glacial.
La cara de la muchacha tenia el color de la crema, la palidez del pesar. De pronto se puso
blanca. Se apartó de él. Sus ojos fulguraban como llamas gemelas.
Sus ojos... como llamas gemelas.
(Ninguna submuchacha, pensó el aturdido Jestocost, podría hipnotizarme.)
Sus ojos eran como llamas frías.
La habitación se disipó. La muchacha desapareció. Los ojos se convirtieron en un fuego
blanco y glacial.
Dentro de este fuego se erguía un hombre. Los brazos eran alas, pero le crecían manos
humanas en las articulaciones de las alas. La cara era pálida, blanca y fría como el mármol de
una estatua antigua; los ojos eran blancos y opacos.
—Yo soy el A'telekeli. Creerás en mí. Puedes hablar a mi hija G'mell.
La imagen se disolvió.
Jestocost vio a la muchacha desmañadamente sentada en la silla. Clavaba en él los ojos
ciegos. Jestocost iba a hacer una broma sobre la capacidad hipnótica de G'mell cuando vio que
estaba sumida en un profundo trance, aunque él había quedado libre. Ella estaba tensa y su
ropa había recuperado el aspecto seductor. El afecto no era estimulante sino patético, como si
una niña bonita hubiera sufrido un accidente. Le habló.
Le habló sin esperar respuesta.
—¿Quién eres? —preguntó para ver cómo reaccionaba.
—Soy aquel cuyo nombre no se pronuncia en voz alta —respondió la muchacha en un áspero
susurro—. Soy aquel cuyo secreto has penetrado. He impreso mi imagen y mi nombre en tu
mente.
Jestocost no luchaba contra estos fantasmas. Barbotó una decisión.
—Si abro la mente, ¿la sondearás mientras te observo? ¿Eres capaz de hacerlo?
—Sí, soy capaz —dijo la voz a través de los labios de la muchacha.
G'mell se levantó y le apoyó las manos en los hombros. Le escrutó los ojos. Él sostuvo la
mirada. Aunque era un telépata potente, Jestocost no estaba preparado para el enorme voltaje
mental que brotaba de la muchacha.
—Busca en mi mente —ordenó—, solo el ítem «subpueblo».
—Lo veo —respondió la mente que se escudaba en G'mell.
—¿Ves mis propósitos para el subpueblo?
Jestocost oyó los jadeos de la muchacha que actuaba como retransmisora. Trató de
conservar la calma para ver qué parte de la mente le indagaban.
—Hasta ahora muy bien —pensó—. ¡Semejante inteligencia en la misma Tierra, y los
Señores lo ignorábamos!
La muchacha soltó una risa seca.
—Lo lamento —pensó Jestocost—. Sigue adelante,
—¿Puedo ver más detalles de tu— plan? —preguntó la mente extraña.
—No hay más detalles.
—Oh —dijo la mente extraña—, quieres que piense por ti. ¿Puedes darme las claves de la
Campana y el Banco para la destrucción de subpersonas?
—Tendrás las claves informativas si alguna vez las consigo —pensó Jestocost—, pero no las
claves de control ni el interruptor general de la Campana.
—Me parece justo —concedió la otra mente—. ¿Y cuál será el precio?
—Me respaldarás en mi política ante la Instrumentalidad. Harás que el subpueblo se muestre
razonable, si puedes, cuando llegue el momento de negociar. Mantendrás el honor y la buena fe
en todos los próximos acuerdos. Pero, ¿cómo obtendré las claves? Tardaría un año en
deducirlas.
—Deja que la muchacha mire una vez —pensó la mente extraña—, y yo estaré detrás de
ella. ¿Te parece justo?
—Es Justo —pensó Jestocost.
—¿Cortamos? —pensó la mente.
—¿Cómo nos volveremos a poner en contacto? —respondió Jestocost.
—Como antes. A través de la muchacha. Nunca pronuncies mi nombre. No lo pienses si
puedes evitarlo, ¿Cortamos:
—Cortemos —pensó Jestocost.
La muchacha, que le aferraba los hombros, bajó la cara y lo besó con firmeza y calidez. Él
nunca había tocado a una subpersona, y jamás había soñado que besaría a una. Resultaba
agradable, pero Jestocost le apartó los brazos, la hizo girar y dejó que se apoyara en él,
—¡Papá! —suspiró ella felizmente.
De pronto se puso tensa, le miró la cara y corrió hacia la puerta.
—Jestocost! —exclamó—. ¡Señor Jestocost! ¿Qué hago aquí?
—Has cumplido con tu deber, muchacha. Puedes irte.
Ella se tambaleó.
—Estoy mareada —dijo, y vomitó en el suelo.
Él pulsó un botón llamando a un robot de limpieza y pidió café al despacho.
Ella se tranquilizó y habló de sus esperanzas para el subpueblo. Se quedó una hora. Cuando
se marchó ya habían elaborado un plan. Ninguno de los dos había mencionado a A Telekeli,
ninguno había manifestado abiertamente sus propósitos. Si los monitores habían escuchado, no
encontrarían una sola frase ni una sola palabra sospechosa.
Cuando ella se marchó, Jestocost miró hacia abajo por la ventana. Vio las nubes y supo que
había llegado el crepúsculo de ese mundo. Había planeado ayudar al subpueblo, y se había
topado con poderes que la humanidad organizada no conocía ni imaginaba. Jestocost tenía más
razón de lo que había sospechado.
Debía seguir adelante.
Con G'mell como compañera.
¿Hubo alguna vez un diplomático más raro en la historia de los mundos?
3
En menos de una semana decidieron qué hacer. Trabajarían con el Consejo de los Señores
de la Instrumentalidad, en el cerebro de la organización. El riesgo era grande, pero la tarea se
podía llevar a cabo en pocos minutos si se realizaba en la Campana.
Esto era lo que interesaba a Jestocost.
No sabía que G'mell lo observaba con dos facetas de su mente. Una parte de ella era su
entusiasta compañera, totalmente comprometida con las metas revolucionarias que se habían
fijado. La otra parte era femenina.
G'mell era más profundamente femenina que una mujer. Conocía el valor de la sonrisa que
había aprendido, del espléndido cabello rojo con su textura increíblemente suave, de la esbelta
figura juvenil con pechos firmes y caderas incitadoras. Conocía a la perfección el efecto que sus
piernas producían en los homínidos masculinos. Los humanos verdaderos le guardaban pocos
secretos. Los hombres se traicionaban con deseos imposibles de satisfacer, las mujeres con
celos imposibles de reprimir. Pero ante todo, ella conocía a las personas porque no era una
persona. Tenía que aprender por imitación, y la imitación es un acto consciente. Mil detalles que
las mujeres corrientes daban por sentados, o que pensaban una sola vez en la vida,
representaban para ella tema de agudo y profundo estudio. Era una muchacha por profesión;
humana por asimilación; era una gata inquisitiva por naturaleza genética. Ahora se estaba
enamorado de Jestocost, y era consciente de ello.
Ni siquiera ella sospechó que su historia de amor se deslizaría alguna vez en los rumores, se
magnificaría con la leyenda, se destilaría en cantares. Nada sabía de la balada que empezaría
con los versos que luego se hicieron famosos;
Ella tuvo el cuál de qué-hizo-ella,
tapó la campana, con un borrón.
Pero se enamoró de un homínido.
¿Dónde está el cuál de qué-hizo-ella?
Todo esto pertenecía al futuro, y ella lo ignoraba.
Sólo conocía su propio pasado.
Recordaba a un príncipe de otra Tierra que le había apoyado la cabeza en el regazo mientras
bebía su copa de mott, al modo de despedida:
—Qué curioso, G'mell, ni siquiera eres una persona y eres el ser humano más inteligente que
he conocido en este sitio. ¿Sabes que mi planeta ha gastado todos sus recursos para enviarme
aquí? ¿Y qué he obtenido? Nada, nada y mil veces nada. Pero si tú hubieras estado a cargo del
gobierno de la Tierra, yo habría conseguido lo que necesita mi pueblo, y este mundo también
sería más rico. Lo llaman la Cuna del Hombre. ¡Ni Cuna ni cuentos! La única persona inteligente
que he encontrado en él es una gata.
Le acarició el tobillo. Ella no respondió. Esto formaba parte de la hospitalidad, y ella tenía sus
sistemas para asegurarse de que la hospitalidad no fuera demasiado lejos. La policía de la Tierra
la observaba; para la policía, ella era una comodidad destinada a visitantes de otros mundos,
igual que un asiento cómodo en las salas de espera de Terrapuerto o una fuente con agua de
gusto ácido para los extranjeros que no toleraban la insípida agua de la Tierra. No debía
manifestar sus sentimientos ni enredarse. Si alguna vez hubiera causado un incidente, la habrían
castigado con severidad, como a menudo castigaban a los animales o subpersonas, o bien (tras
una breve audiencia formal sin apelaciones) la habrían destruido, algo que la ley contemplaba y
que la costumbre alentaba.
Había besado a mil hombres, quizá mil quinientos. Los había agasajado y había escuchado
sus quejas y secretos cuando se iban. Era un modo de ganarse la vida,—emocionalmente
agotador pero intelectualmente estimulante. A veces reía al mirar a las altivas y presuntuosas
mujeres humanas y advertir que sabía más que ellas sobre los hombres de esas mujeres.
En una ocasión, una mujer policía había tenido que revisar los antecedentes de dos pioneros
de Nuevo Marte. G'mell había recibido el encargo de mantenerse en estrecho contacto con ellos.
Cuando acabó de leer el informe, la mujer miró a G'mell con la expresión demudada de celos e
irritada mojigatería.
—Te llaman gata. ¡Gata! ¡Eres una puerca, una perra, un animal! Aunque trabajes para la
Tierra, no creas que eres tan buena como una persona. Es un crimen que la Instrumentalidad
permita que monstruos como tú agasajen a verdaderos seres humanos del exterior. No puedo
impedirlo. Pero que la Campana te ayude, muchacha, si alguna vez tocas a un hombre
verdadero de la Tierra. ¡Si alguna vez te acercas a uno! ¡Si alguna vez practicas aquí tus
estratagemas! ¿Entiendes?
—Sí, señora —había dicho G'mell. Y había pensado: «Esta pobre infeliz no sabe escoger su
ropa ni su peinado. Con razón envidia a alguien que se las ingenia para mostrarse atractiva.»
Quizá la mujer policía pensaba que el odio crudo causaría impresión en G'mell. No era así.
Las subpersonas estaban acostumbradas al odio, y crudo no era peor que cocido con cortesía y
servido como veneno. Tenían que convivir con él.
Pero ahora todo había cambiado.
Se había enamorado de Jestocost.
¿La amaba él?
Imposible. No, imposible no. Ilegal, improbable, indecente, pero no imposible. Sin duda el
amor de G'mell afectaba a Jestocost. En tal caso, no lo demostraba.
Se habían dado muchos amores entre personas y subpersonas. Las subpersonas siempre
acababan destruidas; a las personas verdaderas se les lavaba el cerebro. Había leyes contra
esas cosas. Los científicos de las personas habían creado al subpueblo, le había otorgado
aptitudes que las personas verdaderas no tenían (el salto de cincuenta metros, la telapatía a tres
mil metros bajo tierra, el hombre-tortuga que esperaba mil años junto a una puerta de
emergencia, el hombre-vaca que vigilaba sin recompensa), y también habían dado forma
humana a muchas subpersonas. Así era más cómodo. El ojo humano, la mano humana con sus
cinco dedos, el tamaño humano: todo ello resultaba conveniente por razones técnicas. Al dar a
las subpersonas la misma forma y tamaño que las personas, los científicos eliminaban la
necesidad de usar muchas clases de muebles. La forma humana servía para todos.
Pero se habían olvidado del corazón humano.
Y ahora ella, G'mell, se había enamorado de un hombre un hombre verdadero tan viejo que
podía haber sido el abuelo de su padre.
Pero los sentimientos de G'mell hacia Jestocost no eran filiales. Recordaba que con su padre
había existido una cálida camaradería, un afecto inocente y directo, que ocultaba el hecho de
que él era mucho más gatuno que su hija. Entre ellos mediaba un doloroso vacío de palabras
jamás pronunciadas, sentimientos que ninguno de los dos revelaba, que quizá no se pudieran
manifestar. Estaban tan cerca que no podían acercarse más. Esto creaba una distancia enorme,
que era desgarradora pero inexpresable. Su padre había muerto, y ahora aparecía este hombre
verdadero con toda la amabilidad...
—Eso es —susurró G'mell—. Con toda la amabilidad que jamás ha manifestado ninguno de
esos hombres de una sola noche. Con toda la hondura que mi pobre subpueblo jamás tendrá.
No porque no esté en ellos. Pero han nacido como escoria, los han tratado como escoria, los
desechan como escoria cuando mueren. ¿Cómo puede un hombre de mi pueblo llegar a ser
amable? La amabilidad tiene una majestad especial. Es lo mejor de ser una persona. Él ofrece
océanos de amabilidad. Y es extraño, extraño, extraño que jamás haya brindado su amor
verdadero a ninguna mujer humana.
Calló de pronto.
Luego se consoló susurrando:
—Y si lo hizo, ocurrió hace tanto tiempo que ya no importa. Me tiene a mí. ¿Lo sabe?
4
El Señor Jestocost lo sabía y no lo sabía. Estaba acostumbrado a recibir lealtad, porque
ofrecía lealtad y honor en su trabajo cotidiano. Incluso estaba familiarizado con la lealtad que se
volvía obsesiva y buscaba una manifestación física, especialmente en las mujeres, los niños y
las subpersonas. Se había enfrentado antes a este sentimiento. Confiaba en el hecho de que
G'mell era una persona muy inteligente y, como muchacha de placer que trabajaba para el
personal de recepción de la policía de Terrapuerto, tenía que haber aprendido a dominar sus
sentimientos personales.
«Hemos nacido en la época equivocada —pensó—. Conozco a la mujer más inteligente y
bella que he encontrado jamás, y tengo que anteponer asuntos oficiales. Estos enredos entre
personas y subpersonas son complicados. Complicados. Tenemos que evitar situaciones
personales.»
Así pensaba Jestocost. Quizá tuviera razón.
Si el innombrable, aquel a quien no se atrevía a recordar, ordenaba un ataque contra la
Campana misma, valía la pena arriesgar sus vidas. Sus emociones no debían estar involucra -
das. La Campana importaba; la justicia importaba; el perpetuo retorno de la humanidad hacia el
progreso importaba. Él no importaba, porque ya había realizado buena parte de su misión.
G'mell no importaba, porque si fracasaban sólo le quedaría el subpueblo. La Campana
importaba.
El precio de lo que se proponía hacer era alto, pero se podía llevar a cabo en minutos si se
llevaba a cabo en la Campana.
La Campana, desde luego, no era una campana. Era una mesa de situación tridimensional,
que tenía tres veces la altura de un hombre. Estaba un piso por debajo de la sala de reuniones, y
tenía la forma aproximada de una campana antigua. La mesa de reuniones de los Señores de la
Instrumentalidad tenía un agujero circular por donde los Señores miraban la Campana para
estudiar manual o telepáticamente cualquier situación. El Banco que había debajo, oculto por el
suelo, era un banco de memoria, clave de todo el sistema. Existían duplicados en una treintena
de puntos de la Tierra. Había dos duplicados escondidos en el espacio interestelar: uno junto a la
nave dorada de ciento cincuenta millones de kilómetros usada en la guerra contra Raumsog, el
otro camuflado de asteroide.
La mayoría de los Señores estaba fuera de la Tierra por razones oficiales.
Sólo tres estaban presentes, además de Jestocost: la Dama Johanna Gnade, el Señor Issan
Olascoaga y el Señor William No-de-aquí. (Los No-de-aquí eran una gran familia norstriliana que
había regresado a la Tierra muchas generaciones atrás.)
El A'telekeli comunicó a Jestocost los rudimentos de un plan.
Debía convocar a G'mell a la sala.
Los cargos tenían que ser graves.
Tendrían que evitar una ejecución sumaria realizada por la justicia automática, si se activaban
los retransmisores.
G'mell caería en trance parcial en la cámara.
Luego Jestocost mencionaría los ítems que A'telekeli quería rastrear en la Campana. Una
llamada bastaría. A'telekeli los exploraría mientras distraía a los demás Señores.
Era simple en apariencia.
Las complicaciones se darían en el mismo momento de la acción.
El plan parecía poco seguro, pero nada podía hacer Jestocost en esta oportunidad. Se
maldijo por permitir que su pasión por la política lo enredara en esta intriga. Era demasia do tarde
para retirarse con honor; además, había dado su palabra y le gustaba G'mell —como ser, no
como muchacha de placer—, no quería desilusionarla. Sabía que las subpersonas ansiaban
tener indentidad y jerarquía.
Con el corazón pesado pero con la mente ligera, acudió a la cámara del Consejo. Una
muchacha-perro, una mensajera de rutina a quien él había visto muchos meses frente a la
puerta, le dio el orden del día.
Se preguntó cómo se pondría en contacto con G'mell o A'telekeli dentro de esa cámara
protegida por una cerrada red de intercepción telepática.
Se sentó fatigosamente a la mesa.
Y casi dio un salto.
Los conspiradores mismos habían falsificado el acta y el punto principal era: «G'mell, hija de
G'mackintosh, raza gatuna (pura), lote 1138, confesión de. Tema: conspiración para exportar
material homuncular. Referencia: planeta De Prinsensmacht.»
La Dama Johanna Gnade ya había pulsado los botones correspondientes al planeta aludido.
La gente de allí, de origen terráqueo, era muy fuerte pero había realizado grandes esfuerzos
para mantener el aspecto original de la Tierra. Uno de sus dirigentes estaba en la Tierra en ese
momento. Ostentaba el título de Príncipe del Crepúsculo (Prins van de Schemering) y venía en
misión diplomática y comercial.
Como Jestocost se había retrasado un poco, G'mell entró en la sala mientras él miraba la
orden del día.
El Señor No-de-aquí preguntó a Jestocost si deseaba presidir la reunión.
—Te ruego, Señor y erudito —respondió él—, que pidamos al Señor Issan que presida esta
vez.
La presidencia era una formalidad. Jestocost podría observar mejor la Campana y el Banco si
no tenía que presidir la reunión.
G'mell vestía ropas de prisionera. Le quedaban bien. Jestocost sólo la había visto con el
atuendo de muchacha de placer. La túnica celeste de la prisión le daba un aspecto muy joven,
muy humana, muy tierna y muy asustada. El origen gatuno era evidente sólo por la abundante
melena y la esbeltez del cuerpo. G'mell se sentó, seria y erguida.
—Has confesado —dijo el Señor Issan—. Confiesa, pues, de nuevo.
—Este hombre —G'mell señaló un retrato del Príncipe del Crepúsculo— quiso ir al lugar en
donde atormentan a niños humanos como espectáculo.
—¿Qué? —exclamaron juntos los tres Señores.
—¿Qué lugar? —preguntó la Dama Johanna, quien prefería la amabilidad.
—Lo regenta un hombre que se parece a este caballero —dijo G'mell, señalando a Jestocost.
Deprisa, para que nadie pudiera detenerla, pero púdicamente, para que nadie dudara de ella,
atravesó la sala y tocó el hombro de Jestocost. Él sintió un estremecimiento telepático y captó
graznidos de pájaro en el cerebro de G'mell. Entonces supo que el A'telekeli estaba en contacto
con ella.
—El dueño de ese lugar —añadió G'mell— pesa dos kilos menos que este caballero, y es
cinco centímetros más bajo, y tiene cabello rojo. Ese lugar está en la zona del Poniente Frío de
Terrapuerto, al final y por debajo del bulevar. En ese vecindario viven subpersonas, algunas de
mala reputación.
La Campana adquirió un color lechoso. Irradió cientos de combinaciones de subpersonas
poco recomendables de aquella parte de la ciudad.
Jestocost advirtió que observaba el relampagueo lechoso con involuntaria concentración.
La Campana se despejó.
Mostró la vaga imagen de una habitación donde unos niños hacían travesuras de Halloween.
La dama Johanna se echó a reír,
—No son personas. Son robots. Es solamente un aburrido y antiguo pasatiempo.
—Luego —añadió G'mell— quiso un dólar y un chelín para llevarlos a casa. Verdaderos.
Sabía de un robot que había encontrado algunos.
—¿Qué es eso? —preguntó el Señor Issan.
—Dinero antiguo, las monedas de la antigua Estados Unidos y la antigua Australia —exclamó
el Señor William—. Tengo copias, pero no hay originales fuera del museo estatal. —Wil liam No-
de-aquí era un ferviente coleccionista de monedas.
—El robot las encontró en un viejo escondrijo, debajo de Terrapuerto.
—Indaga cada escondrijo y consigúeme ese dinero —gritó el Señor William dirigiéndose a la
Campana.
La Campana se enturbió. Al hallar los malos vecindarios había mostrado cada puesto policial
del sector noroeste de la torre. Ahora indagaba todos los puestos policiales que estaban debajo
de la torre, y presentó miles de combinaciones desconcertantes antes de concentrarse en un
viejo taller. Un robot bruñía piezas metálicas circulares.
Cuando el Señor William lo vio, perdió la paciencia.
—Trae eso aquí —ordenó—. ¡Quiero comprarlas!
—De acuerdo —dijo el Señor Issan—. Es un poco irregular, pero de acuerdo.
La máquina mostró las claves de búsqueda y condujo el robot a la escalera mecánica.
—Estas acusaciones no tienen mucha validez —advirtió el Señor Issan.
G'mell lloriqueó. Era una buena actriz.
—Luego quiso que le consiguiera un huevo de homúnculo. Uno del tipo A, derivado de
pájaros, para llevarlo a casa.
Issan encendió el dispositivo de búsqueda.
—Tal vez —continuó G'mell— alguien ya lo haya puesto en los dispositivos de eliminación.
La Campana y el Banco recorrieron deprisa los dispositivos de eliminación. Jestocost estaba
tenso. Ningún ser humano podría haber memorizado los miles de patrones que relam pagueaban
por la Campana a demasiada velocidad para los ojos humanos, pero el cerebro que leía la
Campana a través de sus ojos no era humano. Podía estar encerrado en un ordenador.
Jestocost pensó que resultaba humillante que un Señor de la Instrumentalidad funcionara como
un cristal-espía humano.
La máquina mostró un borrón.
—Tus declaraciones no tienen valor —exclamó el Señor Issan—. No hay pruebas.
—Tal vez el forastero lo intentó —surgirió la Dama Johanna Gnade.
—Que lo vigilen —ordenó el Señor William—. Si es capaz de robar monedas antiguas,
también será capaz de robar cualquier cosa.
La Dama Johanna se volvió hacia G'mell.
—Eres una estúpida. Nos has hecho perder el tiempo, impidiéndonos tratar importantes
cuestiones intermundiales.
—Ésta es una cuestión intermundial —sollozó G'mell. Apartó la mano del hombro de
Jestocost, donde había permanecido todo el tiempo. El contacto corporal se interrumpió, y tam -
bién el enlace telepático.
—A nosotros nos corresponde juzgarlo —dijo la Dama Johanna.
El Señor Jestocost callaba, pero estaba radiante de felicidad. Si el A'telekeli era tan eficaz
como parecía, el subpueblo disponía de una lista de puestos de inspección y rutas de escape
que le permitirían evadir la caprichosa sentencia de muerte indolora dictada por las autoridades
humanas.
5
Esa noche hubo cantos en los pasillos.
El subpueblo estaba radiante sin que allí nadie supiera por qué.
G'mell bailó una salvaje danza gatuna para su próximo cliente de los mundos exteriores,
aquella misma noche. Cuando llegó a casa, se arrodilló ante el retrato de su padre G'mackintosh
y agradeció al A'telekeli por lo que había hecho Jestocost.
Pero la historia sólo se conoció generaciones más tarde, cuando el Señor Jestocost había
ganado fama como paladín del subpueblo y cuando las autoridades, que aún ignoraban la
existencia del A'telekeli, aceptaron a los representantes electos del subpueblo para que
negociaran mejores condiciones de vida; y G'mell había muerto tiempo atrás.
Había disfrutado de una buena y larga vida.
Cuando envejeció demasiado para ser muchacha de placer, adquirió un restaurante. Sus
platos eran famosos. Jestocost la visitó una vez. Al final de la comida, él preguntó:
—Hay un poema tonto que circula entre el subpueblo. Ningún ser humano lo conoce excepto
yo.
—No me interesan los poemas —dijo ella.
—Éste se llama El qué-hizo-ella.
G'mell se sonrojó hasta el cuello de su holgada blusa. Había engordado mucho en la
madurez. El restaurante había contribuido a ello.
—¡Ah, ese poema! —sonrió—. Es una tontería.
—Dice que te enamoraste de un homínido.
—No —dijo ella—, no lo estuve.
Sus ojos verdes, hermosos como siempre, escrutaron hondamente los de Jestocost.
Jestocost se sintió incómodo. Esto se estaba volviendo personal; le gustaban las relaciones
políticas, pero las cuestiones personales lo incomodaban.
La luz del cuarto cambió y los ojos gatunos centellearon: G'mell parecía la mágica muchacha
de cabello llameante que había conocido.
—No estuve enamorada. No es la palabra exacta.
Y su corazón gritaba: Era de ti, era de ti.
—Pero el poema —insistió Jestocost— dice que era un homínido. ¿No fue ese Prins van de
Schemering?
—¿Quién? —le preguntó G'mell en voz baja, mientras sus emociones gritaban: Amor mío,
¿nunca te darás cuenta?
—El príncipe.
—Oh, él. Lo había olvidado.
Jestocost se levantó.
—Has disfrutado de una buena vida, G'mell. Has sido ciudadana, integrante de comités,
dirigente. ¿Sabes cuántos hijos has tenido?
—Setenta y tres —replicó ella—. Que sean numerosos no significa que no los conozcamos.
—No he querido ofenderte, G'mell —se disculpó Jestocost con semblante grave y voz
amable.
Jestocost nunca supo que cuando él se hubo marchado, G'mell fue a la cocina y lloró un rato.
Había amado en vano a Jestocost desde que fueron compañeros, durante muchos años.
G'mell murió a los ciento tres años, pero Jestocost la siguió viendo en los pasillos y pasajes
de Terrapuerto. Muchas de sus descendientes se parecían a ella y algunas practicaban el oficio
de muchacha de placer con gran éxito.
No eran semiesclavas. Eran ciudadanas (grado reservado) y tenían fotopases que protegían
sus propiedades, su identidad y sus derechos. Jestocost era padrino de todas ellas; a menudo se
turbaba cuando las criaturas más voluptuosas del universo le mandaban besos juguetones.
Jestocost sólo pedía la satisfacción de sus pasiones políticas, no de las personales. Siempre
había estado enamorado, locamente enamorado.
De la justicia.
Al fin llegó su hora, supo que estaba muriendo y no sintió pena. Había tenido una esposa,
cientos de años atrás, y la había amado; sus hijos habían engrosado las generaciones humanas.
Al final quiso saber algo, y llamó a un innombrable (o su sucesor). Insistió hasta que la
llamada mental se convirtió en un aullido.
—He ayudado a tu pueblo.
—Sí —respondió un tenue susurro dentro de su cabeza.
—Estoy muriendo y debo saber. ¿Ella, me amaba?
—Ella continuó sin ti, hasta tal punto te amaba. Te dejó ir por tu bien, no por el suyo propio.
Te amaba de veras. Más que a la. muerte. Más que a la vida. Más que al tiempo. Nunca os
separaréis.
—No, nunca, en la memoria del hombre — dijo la voz, y calló Jestocost se recostó en la
almohada y esperó el final del día.
UN PLANETA LLAMADO SHAYOL
1
Hubo una gran diferencia entre el trato que Mercer recibió en la nave y el que disfrutó en el
satélite de tránsito. En la nave, los tripulantes se burlaban de él cuando le llevaban comida.
—Grita a pleno pulmón —dijo un camarero con cara ratonil—, así te reconoceremos cuando
transmitan los ruidos del castigo para el cumpleaños del emperador.
El otro camarero, un individuo gordo, una vez se relamió los labios gruesos y oscuros con la
lengua húmeda y roja y comentó:
—Es lógico, hombre. Si doliera todo el tiempo, todos vosotros moriríais. Algo bueno debe
pasar, junto con el... como se llame. Quizá te conviertas en mujer. Tal vez acabes siendo dos
personas. Escucha, amigo, si te diviertes de veras, no dejes de avisarme...
Mercer callaba. Ya tenía bastantes problemas como para interesarse en las fantasías de
aquellos hombres desagradables.
Cuando llegó al satélite fue diferente. El equipo biofarmacéutico le quitó los grillos con
eficacia. Le despojó de la vestimenta carcelaria y la dejó en la nave. Cuando desembar có,
desnudo, lo examinaron como si fuera una planta exótica o un cuerpo sobre la mesa de
operaciones. Se mostraban casi amables en su destreza clínica. No lo trataban como a un
criminal, sino como a un objeto de estudio.
Hombres y mujeres ataviados con batas blancas lo miraron como sí ya estuviera muerto.
Intentó hablar. Un hombre, mayor y más autoritario que los demás, dijo con firmeza y
claridad:
—No se moleste en hablar. Conversará conmigo dentro de un rato. Ahora le estamos
haciendo los análisis preliminares para determinar su condición física. Vuélvase, por favor.
Mercer se volvió. Un ordenanza le frotó la espalda con un fuerte antiséptico.
—Esto le va a escocer —le advirtió un técnico—, pero no es nada serio ni doloroso. Estamos
determinando la resistencia de las diversas capas cutáneas.
Mercer, irritado por esos comentarios impersonales, habló al sentir un pinchazo sobre la sexta
vértebra lumbar.
—¿No saben quién soy?
—Claro que sí —replicó una mujer—. Lo tenemos todo en el archivo. Luego el médico jefe
comentará con usted su crimen, si desea hablar de ello. Ahora manténgase en silencio. Estamos
haciendo una prueba cutánea, y se encontrará mucho mejor si no nos obliga a prolongarlo. —La
franqueza la incitó a añadir—: Y también obtendremos mejores resultados.
No habían perdido tiempo en ponerse manos a la obra.
Él los miró de reojo.
Nada en ellos indicaba que fueran demonios humanos en la antesala del infierno. Nada
indicaba que éste era el satélite de Shayol, el lugar de supremo castigo y humillación. Parecían
médicos de su vida anterior, cuando aún no había cometido el crimen sin nombre.
Pasaron de una tarea a la otra. Una mujer con mascarilla quirúrgica señaló una mesa blanca.
—Súbase ahí, por favor.
Nadie le había pedido nada «por favor» desde que los guardias lo habían apresado en los
confines del palacio. Iba a obedecerla cuando vio que había argollas acolchadas en la cabecera
de la mesa. Se detuvo.
—Adelante, por favor —ordenó ella. Dos o tres de los demás se volvieron para mirarlos.
El segundo «por favor» lo estremeció. Tenía que hablar. Se encontraba entre personas, y él
volvía a ser una persona. La voz se le aguzó en un graznido cuando preguntó:
—Por favor, ¿va a comenzar el castigo?
—Aquí no hay castigo —contestó la mujer—. Está usted en el satélite. Suba a la mesa. Le
aplicaremos su primer endurecimiento de piel y luego se entrevistará con el médico jefe.
Entonces podrá hablarle de su crimen...
—¿Sabe usted cuál fue mi crimen? —dijo Mercer, casi como si hablara con una vecina.
—Claro que no —respondió—, pero todos los que vienen aquí son criminales. Alguien lo cree
así, al menos, pues de lo contrario no los enviarían aquí. La mayoría quiere hablar de sus
crímenes. Pero no me entretenga. Soy una especialista de la piel, y en la superficie de Shayol
necesitará usted el mejor trabajo que podamos hacerle. Suba a esa mensa. Y cuando esté
preparado para hablar con el jefe, tendrá otro tema además del crimen.
Mercer obedeció.
Otra persona enmascarada, probablemente una muchacha, le cogió las manos con unos
dedos fríos y suaves y se las colocó en las argollas acolchadas. Era una experiencia nueva.
Mercer ya conocía todas las máquinas de interrogación del Imperio, pero esto era diferente. La
practicante retrocedió.
—Todo listo, Señor y doctor.
—¿Qué prefiere? —le preguntó la especialista de la piel—. ¿Mucho dolor o un par de horas
de inconsciencia?
—¿Por qué iba a preferir el dolor? —se extrañó Mercer.
—Algunos especímenes lo prefieren. Depende de lo que les hayan hecho antes de llegar
aquí. Supongo que usted no ha recibido ningún castigo onírico.
—No —dijo Mercer—. No me sometieron a ellos. —Y pensó: No sabía que me hubiera
perdido algo.
Recordó la última sesión del juicio. Estaba conectado al banquillo. La sala era alta y oscura.
Una luz azul y brillante alumbraba al tribunal, cuyos bonetes judiciales eran una fantástica
parodia de las antiguas mitras episcopales. Los jueces hablaban, pero él no podía oírlos. Por un
momento la almohadilla aislante se movió y pudo oír que decían:
—Mirad esa cara blanca y demoníaca. Un hombre así es culpable de todo. Voto por la
Terminal del Dolor.
—¿El planeta Shayol? —preguntó una segunda voz.
—El lugar de los dromozoos —declaró una tercera voz.
—Es lo que se merece —sentenció la primera voz.
Uno de los ingenieros judiciales debió de advertir que el prisionero estaba escuchando
ilegalmente. Lo aislaron de nuevo. Mercer pensaba que había padecido todo lo que podía
concebir la crueldad y la inteligencia del hombre.
Pero esta mujer decía que se había perdido los castigos oníricos. ¿Podía existir en el
universo alguien en peor situación? Debía de haber muchas personas en Shayol. Nunca re-
gresaban.
Mercer sería una de ellas. ¿Se jactarían de lo que habían hecho antes de ir a parar a este
lugar?
—Usted lo ha perdido —advirtió la especialista—. Es sólo un anestésico corriente. No se
asuste cuando despierte. Le engrosaremos y fotaleceremos la piel, química y biológicamente.
—¿Resulta doloroso?
—Desde luego —dijo ella—. Pero saqúese de la cabeza la idea de que lo estamos
castigando. Esto es dolor médico común, como el que sufriría cualquiera que necesitara muchas
intervenciones quirúrgicas. El castigo, si así quiere llamarlo, se practica abajo, en Shayol.
Nuestra única tarea consiste en asegurarnos de que usted será apto para sobrevivir cuando
desembarque. En cierto modo, le salvamos la vida de antemano. Puede agradecérnoslo sí
quiere. Entretanto, se ahorrará muchos problemas si es consciente de que sus terminaciones
nerviosas reaccionarán ante el cambio de la piel. Tenga en cuenta que se sentirá muy incómodo
cuando despierte. Pero también esto tiene solución.
Bajó una enorme palanca y entonces Mercer perdió el conocimiento.
Despertó en una sala del hospital, pero no se dío cuenta. Le parecía que estaba acostado en
un lecho de fuego. Levantó la mano para comprobar si estaba en llamas. La mano tenía el
aspecto de siempre, salvo que estaba un poco roja e inflamada. Trató de moverse en la cama. El
fuego se transformó en una llamarada fulminante que lo paralizó. Soltó un gemido.
—Necesitarás un calmante —dijo una voz. Era una enfermera—. Manten la cabeza quieta y
te daré medio amp de placer. Así la piel no te molestará.
La enfermera le puso una gorra blanda. Parecía metálica pero era suave como la seda.
Tuvo que clavarse las uñas en las palmas de sus manos para no contorsionarse en la cama.
—Grita si quieres —indicó la enfermera—. Muchos gritan. Dentro de un par de minutos la
gorra encontrará el lóbulo cerebral indicado.
La enfermera caminó hacia el rincón e hizo algo que Mercer no pudo ver.
Se oyó el chasquido de un interruptor.
El fuego de la piel no se calmó. Mercer aún lo sentía, pero de pronto ya no importaba. Tenía
la mente colmada de un delicioso placer que palpitaba brotándole de la cabeza y bajan do por los
nervios. Había visitado los palacios de placer, pero nunca había sentido algo parecido.
Quiso dar las gracias, y giró en la cama para ver a la enfermera. Sintió que todo el cuerpo le
relampagueaba de dolor, pero el sufrimiento quedaba lejos. Y el placer palpitante que le brotaba
de la cabeza y le descendía por la médula espinal para volcarse en los nervios era tan intenso
que el dolor era una percepción remota y sin importancia.
Ella estaba de pie en el rincón.
—Gracias, enfermera —dijo Mercer.
Ella no dijo nada.
Él la miró con mayor atención, aunque resultaba difícil fijar la vista cuando aquella oleada de
placer le barría el cuerpo como una sinfonía inscrita en los nervios. Concentró la mirada en la
enfermera y advirtió que ella también llevaba una gorra metálica blanda.
La señaló.
Ella se sonrojó.
—Pareces un buen hombre. No me delatarás —dijo ella como en un sueño.
Él sonrió afablemente. Ésa era su intención al menos, pero con el dolor en la piel y el placer
en la cabeza no tenía idea de cómo sería su expresión.
—Es ilegal —dijo él—. Es totalmente ilegal. Pero resulta agradable.
—¿Cómo crees que aguantamos aquí? —dijo la enfermera—. Los especímenes llegáis
hablando como gente normal y luego bajáis a Shayol. Os ocurren cosas terribles en Shayol.
Luego la estación de superficie nos envía vuestros miembros, una y otra vez. Quizá vea tu
cabeza diez veces, congelada y lista para cortar, antes de que terminen mis dos años. Los
prisioneros no sabéis cuánto sufrimos nosotros —ronroneó, gozando aún de la carga de placer
—. Tendríais que morir al llegar abajo en vez de importunarnos con vuestros tormentos. Os
oímos gritar. Gritáis como personas aún después de los efectos de Shayol. ¿Por qué,
espécimen? —Soltó una risa tonta—. Herís nuestros sentimientos. Es normal que una muchacha
como yo necesite una sacudida de vez en cuando. Quedo como en un sueño, y ya no me
molesta prepararte para que bajes a Shayol. —Caminó hasta la cama tambaleándose—.
Quítame la gorra, ¿quieres? No tengo fuerzas para levantar las manos.
Mercer cogió la gorra con manos trémulas.
Rozó con los dedos el suave cabello de la muchacha. Cuando metió el pulgar bajo el borde
de la gorra para levantarla, advirtió que era la muchacha más adorable que había tocado jamás.
Siempre la había amado, y la amaría siempre. La gorra se desprendió. La enfermera se irguió,
trastabillando hasta que encontró una silla donde apoyarse. Cerró los ojos y respiró
profundamente.
—Un momento —dijo con voz normal—. Estaré contigo en un instante. Sólo me doy una
sacudida cuando un visitante recibe una dosis para superar el problema de la piel. Se volvió
hacia el espejo para arreglarse el peinado. —Espero no haber hablado de la planta baja —
añadió, de espaldas a Mercer.
Mercer aún tenía la gorra puesta. Amaba a la bella muchacha que se la había colocado.
Sentía ganas de llorar ante la mera idea de que ella había gozado del mismo placer. Por nada
del mundo diría nada que pudiera herirla. Ella quería que le dijeran que no había hablado de «la
planta baja», que en la jerga de ese lugar debía aludir a la superficie de Shayol.
—No has dicho nada —le aseguró cálidamente—. Nada en absoluto.
Ella se acercó a la cama, se inclinó, le besó en los labios. El beso era tan lejano como el
dolor; Mercer no sintió nada; la catarata de placer palpitante que se despeñaba desde su cabeza
no dejaba lugar para más sensaciones. Pero le gustaba la cordialidad del gesto. Un hosco y
cuerdo rincón de su mente le susurró que quizá fuera la última vez que besaba a una mujer, pero
en aquel momento parecía carecer de importancia.
Con dedos hábiles, ella le ajustó la gorra.
—Eso es. Eres muy dulce. Fingiré que me he distraído y te la dejaré puesta hasta que venga
el médico.
Con una sonrisa radiante le estrujó el hombro y salió del cuarto.
La falda ondeó como un relámpago blanco. Mercer vio que tenía las piernas muy torneadas.
Era bonita, pero la gorra... ¡Ah, lo importante era la gorra! Mercer cerró los ojos y se dejó
estimular los centros cerebrales del placer. Aún sentía el dolor en la piel, pero no le afectaba más
que la silla del rincón. El dolor era simplemente algo que estaba dentro del cuarto.
Una mano firme le apretó el brazo obligándole a abrir los ojos.
El hombre mayor y autoritario estaba de pie junto a la cama, mirándolo con una sonrisa
divertida.
—Ella lo ha hecho de nuevo —comentó el hombre.
Mercer negó con la cabeza, dando a entender que la enfermera no había hecho nada malo.
—Soy el doctor Vomact —se presentó el hombre—, y voy a quitarle la gorra. Experimentará
de nuevo el dolor, pero creo que ya no será intenso. Podrá ponerse la gorra varias veces más
antes de irse de aquí.
Con un ademán rápido y firme arrancó la gorra de la cabeza de Mercer.
Mercer se arqueó al sentir la llamarada en la piel. Quiso gritar y vio que el doctor Vomact lo
miraba con calma.
—Ahora... no es tan fuerte —jadeó Mercer.
—Yo sabía que sería así —dijo el médico—. Tenía que quitarle la gorra para hablar con
usted. Tiene usted varias opciones.
—Sí, doctor —respondió Mercer.
—Usted cometió un crimen y ahora bajará a la superficie de Shayol.
—Sí.
—¿Quiere hablarme de su crimen?
Mercer evocó las blancas paredes del palacio bajo la perpetua luz del sol, y el suave maullido
de las pequeñas criaturas. Tensó los brazos, las piernas, la espalda y la mandíbula.
—No, no quiero hablar de ello. Es el crimen sin nombre. Contra la familia imperial...
—Bien —asintió el doctor Vomact—, me parece una sana actitud. El crimen pertenece al
pasado. Ahora le espera el futuro. Bien, puedo destruirle la mente antes del descenso... si usted
lo desea.
—Eso va contra la ley —señaló Mercer.
El doctor Vomact sonrió cálida y confiadamente.
—Claro que sí. Muchas cosas van contra la ley humana. Pero también la ciencia tiene sus
leyes. Su cuerpo, en Shayol., estará al servicio de la ciencia. A mí no me importa si el cuerpo
tiene la mente de Mercer o la de un caracol. Tengo que dejarle el cerebro necesario para
mantener el cuerpo con vida, pero puedo borrarle la personalidad y dar a su cuerpo más
posibilidades de ser feliz. Usted decide, Mercer ¿Desea ser usted mismo o no?
Mercer meneó la cabeza.
—No lo sé.
—Corro un gran riesgo al decirle esto —carraspeó el doctor Vomact—. Yo en su lugar
aceptaría. Estar allá abajo no resulta nada agradable.
Mercer contempló aquella cara ancha. No confiaba en la sonrisa cálida. Quizá fuera una treta
para aumentar su castigo. La crueldad del emperador era proverbial. No había más que saber lo
que había hecho con la viuda de su predecesor, la Dama Da. Ella era más joven que el
emperador, pero él la había enviado a un lugar peor que la muerte. Si Mercer estaba condenado
a Shayol, ¿por qué el médico contravenía las reglas? Tal vez el médico mismo estaba
condicionado y no sabía lo que le estaba ofreciendo.
El doctor Vomact interpretó la expresión de Mercer.
—De acuerdo. Rehusa usted. Quiere conservar la mente. De acuerdo. No me pesará en la
conciencia. Supongo que también rechazará mi siguiente propuesta. ¿Quiere que le saque los
ojos antes del descenso? Estará mucho más cómodo sin vista. Eso lo sé, por las voces que
grabamos para las emisiones de escarmiento. Puedo quemarle los nervios ópticos para que no
haya posibilidad alguna de que recobre usted la vista.
Mercer se reclinó en la cama. El feroz dolor se había convertido en un escozor, pero el
abatimiento espiritual era mayor que la incomodidad física.
—¿También rehusa? —preguntó el médico.
—Supongo que sí —murmuró Mercer.
—Entonces sólo me resta terminar los preparativos. Puede ponerse la gorra un rato, si lo
desea.
—Antes de ponerme la gorra, ¿puede contarme qué pasa allá abajo?
—Sólo en parte. Hay un asistente. Es un hombre, pero no se trata de un ser humano. Es un
homúnculo de origen vacuno. Es inteligente y muy meticuloso. Los especímenes quedan libres
en la superficie de Shayol. Los dromozoos son una forma de vida especial que prolifera allí.
Cuando se instalan en el cuerpo, T'dikkat, el asistente, los extirpa con un anestésico y los envía
aquí. Congelamos los cultivos de tejido, y resultan compatibles con casi todas las formas de vida
basadas en oxígeno. La mitad de los trasplantes quirúrgicos del universo proviene de los brotes
que embarcamos desde aquí. Shayol es un lugar muy saludable, por lo que se refiere a la
supervivencia. Usted no morirá.
—Es decir, que tendré un castigo perpetuo.
—No he dicho eso —replicó el doctor Vomact—. Y, si lo he dicho, es un error. Usted no
morirá pronto. No sé cuánto tiempo vivirá allá abajo. Recuerde, por incómodo que se sienta, que
las muestras que nos envía T'dikkat ayudarán a miles de personas en los mundos habitados.
Tenga la gorra.
—Prefiero hablar —dijo Mercer—. Quizá sea mi última oportunidad.
El médico le dirigió una mirada extrañada.
—Si aguanta el dolor, hable.
—¿Puedo suicidarme allá abajo?
—No lo sé —contestó el doctor Vormac—. No ha ocurrido nunca. Pero a juzgar por los gritos,
se diriá que están dispuestos a hacerlo.
—¿Alguien ha regresado de Shayol?
—No desde que se declaró territorio vedado, hace cuatrocientos años.
—¿Puedo hablar con otras personas allá abajo?
—Sí —dijo el médico.
—¿Quién me castiga allá abajo?
—Nadie, estúpido —exclamó el doctor Vomact—. No es un castigo. A la gente no le gusta
Shayol, y supongo que es mejor enviar convictos en vez de voluntarios. Pero nadie estará contra
usted.
—¿No hay carceleros? —preguntó Mercer con un gemido.
—No hay carcerleros, ni reglas, ni prohibiciones. Sólo Shayol y T'dikkat, que cuidará de
usted. ¿Aún quiere conservar la mente y los ojos?
—Los conservaré —decidió Mercer—. Si he llegado hasta aquí, puedo continuar hasta el fin.
—Entonces, permítame ponerle la gorra para su segunda dosis —dijo el doctor Vomact.
El médico le colocó la gorra tan diestra y delicadamente como la enfermera; lo hizo con
mayor rapidez, pero él no se puso otra gorra.
El torrente de placer fue como una feroz embriaguez. La piel ardiente se perdió a lo lejos. El
médico estaba cerca, pero carecía de importancia. Mercer no tenía miedo de Shayol. La
pulsación de felicidad que le estallaba en el cerebro era tan intensa que no quedaba espacio
para el miedo ni el dolor.
El doctor Vomact extendió la mano.
Mercer se preguntó por qué, y luego comprendió que aquel hombre maravilloso y afable
quería darle la mano, Mercer levantó el brazo. Le pesaba, pero también el brazo era feliz.
Se dieron la mano. Era extraño —pensó Mercer—, sentir el apretón de manos más allá del
doble nivel de placer cerebral y dolor dérmico.
—Adiós, señor Mercer —se despidió el doctor Vormac—. Adiós y buenas noches.
2
El satélite era un lugar acogedor.
Los cientos de horas que siguieron fueron como un sueño largo y extravagante.
La joven enfermera se metió a escondidas dos veces en el cuarto para ponerse la gorra con
él. Le dieron baños que le encallecieron el cuerpo. Usando fuertes anestésicos locales, le
extrajeron los dientes y los reemplazaron por acero inoxidable. Lo sometieron a la radiación de
potentes lámparas que le aliviaron el dolor de la piel. Le administraron tratamientos especiales
para las uñas de las manos y los pies, que poco a poco se transformaron en temibles zarpas;
una noche las frotó contra la cama de aluminio y advirtió que dejaban profundos surcos.
Nunca estaba totalmente lúcido.
A veces le parecía estar en casa con su madre; era de nuevo un niño, y sentía dolor. En otras
ocasiones, bajo la gorra, reía en la cama pensando que lo habían enviado a un lugar de castigo
donde todo era tan divertido. No había juicios, interrogatorios ni jueces. La comida era buena,
aunque no pensaba mucho en ella; la gorra era mejor. Se sentía adormilado aun cuando estaba
despierto.
Al fin, dejándole la gorra puesta, lo instalaron en una cápsula adiabática, un proyectil
monoplaza que se lanzaba desde el satélite al planeta, Quedó totalmente encerrado, excepto la
cara.
El doctor Vomact entró en el cuarto como si flotara.
—Es usted fuerte, Mercer —gritó el médico—. Es fuerte muy fuerte. ¿Me oye?
Mercer asintió.
—Le deseamos suerte, Mercer. Ocurra lo que ocurra, recuerde que está usted ayudando a
otras personas.
—¿Puedo llevar la gorra conmigo? —preguntó Mercer.
Por toda respuesta, el doctor Vomact le quitó la gorra. Dos hombres cerraron la tapa de la
cápsula, dejando a Mercer sumido en la oscuridad. Empezó a recobrar la lucidez, y las correas lo
asustaron.
Oyó un estruendo y sintió gusto a sangre.
Cuando despertó estaba en un cuarto muy frío, mucho más frío que los dormitorios y salas de
operaciones del satélite. Alguien lo tendía suavemente sobre una mesa,
Abrió los ojos.
Una cara enorme, cuatro veces mayor que cualquier rostro humano que Mercer hubiera visto,
lo miraba. Los dulces y enormes ojos, pardos y vacunos, examinaban las ataduras de Mercer.
Era la cara de un hombre apuesto de mediana edad, bien rasurada, de cabello castaño, con
labios carnosos y sensuales, y enormes pero saludables dientes amarillos expuestos en una
media sonrisa. La cara vio que Mercer abría los ojos y habló con un bramido profundo y afable.
—Soy tu mejor amigo. Mi nombre es T'dikkat, pero no es necesario que lo uses. Tan sólo
llámame Amigo, y siempre te ayudaré.
—Duele —dijo Mercer.
—Claro que duele. Te duele todo el cuerpo. Es un largo descenso —dijo T'dikkat.
—Puedo ponerme la gorra —suplicó Mercer. No era una pregunta sino una exigencia. Mercer
sentía que su eternidad interior dependía de ella.
T'dikkat rió.
—Aquí abajo no hay gorras. A mí no me vendría mal tener una. Al menos eso dicen. Pero
tengo otras cosas mucho mejores. No temas, amigo, te ayudaré a reponerte.
Mercer titubeó. Si la gorra le había brindado felicidad en el satélite, para contrarrestar los
tormentos de Shayol necesitaría por lo menos estímulos eléctricos en el cerebro.
La risotada de T'dikkat llenó la habitación como las plumas de una almohada rota.
—¿Has oído hablar de la condamina?
—No —musitó Mercer.
—Es un narcótico tan poderoso que está prohibido mencionarlo en los tratados de
farmacopea.
—¿Y tú la tienes? —preguntó Mercer esperanzado.
—Algo mejor que eso. Tengo supercondamina. Lleva el nombre de la ciudad de Nueva
Francia donde la crearon. Los químicos le añadieron una molécula de hidrógeno más. Eso la
mejoró mucho. Si la tomaras tal como estás ahora, morirías al cabo de tres minutos, pero esos
tres minutos parecerían diez mil años de felicidad en el interior de tu mente.
T'dikkat movió expresivamente los pardos ojos de toro y se relamió los carnosos labios rojos
con su enorme lengua.
—¿Para qué sirve, entonces?
—Podrás tomarla —dijo T'dikkat—. Podrás tomarla después de ser expuesto a los dromozoos
que hay en el exterior de esta cabina. Tendrás todos los efectos buenos y ninguno de los malos.
¿Quieres ver una cosa?
¿Qué podía responder salvo que sí? ¿O acaso T'dikkat pensaba que él tenía una urgente
invitación a una fiesta?
—Mira por la ventana —indicó T'dikkat— y dime qué ves.
La atmósfera era clara. La superficie parecía un desierto amarillo con estrías verdes de
líquenes y arbustos achaparrados, obviamente castigados por vientos fuertes y secos. El paisaje
resultaba monótono. A doscientos o trescientos metros se apreciaba un grupo de objetos
brillantes y rosados que parecían vivos, pero Mercer no pudo distinguirlos con claridad. Más allá,
en el extremo derecho de su campo visual, estaba la estatua de un enorme pie humano con la
altura de un edificio de seis pisos. Mercer no veía a qué estaba enganchado el pie.
—Veo un gran píe —respondió—, pero...
—¿Pero qué? —dijo T'dikkat, como un enorme niño que ocultara el final de un chiste muy
personal. Aun él, a pesar de su tamaño, habría parecido pequeño junto a los dedos de aquel pie
gigantesco.
—Pero no puede ser un pie verdadero —concluyó Mercer.
—Lo es —aseguró T'dikkat—. Ése es Álvarez, el capitán de viaje, el hombre que descubrió
este planeta. Después de seiscientos años está en buen estado. Desde luego, es casi totalmente
dromozoico ahora, pero creo que aún conserva un resto de conciencia humana. ¿Sabes lo que
hago?
—¿Qué? —preguntó Mercer.
—Le suministro seis centímetros cúbicos de supercondamina y él ronca para mí. Unos
ronquidos muy felices. Un forastero creería que es un volcán. Eso logra la supercondamina. Y tú
tendrás mucha. Eres realmente un hombre muy afortunado, Mercer. Me tienes por amigo, y
dispones de mi aguja para pasarlo bien. Yo trabajo y tú te diviertes. ¿No es una grata sorpresa?
Mientes, mientes, pensó Mercer. ¿De dónde vienen los gritos que todos hemos oídos
transmitir como advertencia en el Día del Castigo? ¿Por qué el médico se ofreció a anularme el
cerebro o arrancarme los ojos?
El hombre-toro le miró con expresión dolida.
—No me crees —comentó con aflicción.
—No es eso —dijo Mercer, tratando de ser afable—, pero creo que hay algo que no me has
dicho.
—Ño mucho —aseguró T'dikkat—. Saltarás cuando te ataquen los dromozoos. Te
encontrarás mal cuando te empiecen a crecer nuevos órganos: cabezas, ríñones, manos. Hubo
uno que desarrolló treinta y ocho manos en una sola sesión. Las extirpé todas, las congelé y las
mandé arriba. Cuido de todos. Tal vez grites un rato. Pero recuerda, tan sólo llámame Amigo, y
lo pasarás mejor que en cualquier parte del universo. ¿Quieres huevos fritos? Yo no como
huevos, pero la mayoría de los hombres verdaderos sí.
—¿Huevos? ¿Qué tienen que ver con todo esto?
—Nada. Es sólo una atención. Así no irás al exterior con el estómago vacío. Aguantarás
mejor el primer día.
El incrédulo Mercer vio cómo el grandote sacaba dos hermosos huevos de una nevera, los
partía con habilidad para echarlos en una sartén, y calentaba la sartén en el campo térmico de la
mesa donde él había despertado.
—¿Amigo, eh? —sonrió T'dikkat—. Verás que soy un buen amigo. Recuérdalo cuando vayas
afuera.
Una hora después, Mercer fue al exterior.
Con extraña serenidad, se quedó en la puerta. T'dikkat le dio un empujoncito suave y
fraternal.
—No me hagas poner el traje de plomo, amigo. —Mercer había visto un traje del tamaño de
la cabina de una nave espacial, colgado en la pared de un cuarto contiguo—. Cuando cierre esta
puerta, se abrirá la exterior. Entonces no tienes más que salir.
—¿Pero qué me ocurrirá? —preguntó Mercer. El miedo volvía a revolverle el estómago y le
atenazaba la garganta.
—No empieces de nuevo con eso —le advitió T'dikkat. Durante una hora había eludido las
preguntas de Mercer sobre lo que le esperaba fuera. ¿Un mapa? La idea hizo reír a T'dikkat—
¿Comida? No iba a necesitarla. ¿Otras personas? Estarían allí. ¿Armas? No hacían falta. Una y
otra vez había insistido en que era amigo de Mercer. ¿Qué le pasaría a Mercer? Lo mismo que
les había ocurrido a los demás.
Mercer salió al exterior.
No ocurrió nada. Era un día fresco. El viento le acarició la piel endurecida.
El montañoso cuerpo del capitán Álvarez ocupaba buena parte del paisaje a ía derecha.
Mercer no deseaba verse envuelto con eso. Miró hacia atrás. T'dikkat no estaba frente a la
ventana.
Mercer avanzó despacio en línea recta.
Hubo un destello en el suelo, no más brillante que el centelleo del sol en un trozo de vidrio.
Mercer sintió un aguijonazo en el muslo, igual que si lo hubieran rozado con un instrumento
afilado. Se pasó la mano por el muslo.
Fue como si el cielo se derrumbara.
Un dolor —más que un dolor: una palpitación viva— le bajó por la cadera hasta el pie
derecho. La palpitación le subió al pecho, dejándole sin aliento. Se cayó, y el suelo le hirió. En el
satélite-hospital no había vivido ninguna experiencia parecida. Yacía al aire libre tratando de no
respirar sin éxito. Cada vez que inspiraba, la palpitación se movía con el tórax. Se tendió de
espaldas, mirando el Sol. Notó que el astro era blanco violáceo.
No tenía sentido tratar de llamar. No tenía voz. Zarcillos de malestar culebreaban dentro de
él. Como no podía dejar de respirar, intentó inhalar del modo menos doloroso. Los jadeos
resultaban agotadores. Sorber el aire en pequeñas bocanadas dolía menos.
No había nadie alrededor. No podía volver la cabeza para mirar la cabina. ¿Es esto?, pensó.
¿Una eternidad de este dolor es el castigo de Shayol?
Oyó voces.
Dos caras grotescamente sonrosadas lo contemplaban. Parecían humanas. El hombre tenía
una apariencia bastante normal, salvo por las dos nances que asomaban en su rostro. La mujer
era una caricatura increíble. Le había crecido un pecho en cada mejilla y un racimo de dedos le
colgaba de la frente.
—Es una belleza —exclamó la mujer—. Uno nuevo.
—Ven —le dijo el hombre.
Lo ayudaron a levantarse. No tuvo fuerzas para resistirse. Cuando trató de hablarles, un
estridente graznido de pájaro le salió de los labios.
Lo llevaban con eficacia. Notó que lo arrastraban hacia los objetos rosados.
De cerca descubrió que eran personas. Mejor dicho, descubrió que habían sido personas. Un
hombre con pico de flamenco se picoteaba su propio cuerpo. Había una mujer en el suelo; tenía
una sola cabeza, pero junto a lo que parecía ser su cuerpo original le crecía el desnudo cuerpo
de un niño desde el cuello. El cuerpo del niño, limpio y saludable, sólo se movía para respirar
entrecortadamente. Mercer miró alrededor. El único que llevaba ropa era un hombre con el
abrigo puesto de través. Mercer advirtió al fin que al hombre le crecían dos o tres estómagos en
la parte exterior del abdomen. El abrigo los mantenía en su sitio. La transparente pared del
peritoneo parecía frágil.
—Uno nuevo —explicó su captora. Ella y el hombre de dos narices lo soltaron.
El grupo yacía desparramado por el suelo.
Mercer se quedó entre ellos, aturdido.
—Temo que pronto nos van a alimentar —dijo un viejo.
El grupo protestó:
—¡Oh, no!
—¡Es demasiado temprano!
—¡No de nuevo!
El viejo continuó:
—Mirad cerca del dedo gordo de la montaña.
El desconsolado murmullo del grupo confirmó que el viejo estaba en lo cierto.
Mercer quiso preguntar de qué se trataba, pero sólo emitió un cloqueo.
Una mujer —¿era una mujer?— se le acercó gateando. Además de las manos comunes,
tenía manos por todo el torso y en los muslos. Algunos de aquellos apéndices tenían un aspecto
viejo y mustio. Otros se veían lozanos y rosados como los dedos de la cara de su captora. La
mujer le gritó, aunque era innecesario gritar.
—Se acercan los dromozoos. Esta vez te dolerá. Cuando te acostumbres al lugar, puedes
enterrarte... —La mujer señaló varios montículos que los rodeaban—. Ellos están enterrados.
Mercer volvió a cloquear.
—No te preocupes —le dijo la mujer cubierta de manos, y jadeó cuando la tocó un relámpago
de luz.
Los fogonazos también alcanzaron a Mercer. El dolor fue como el del primer contacto, pero
más penetrante. Los ojos se le ensancharon mientras extrañas sensaciones físicas lo lleva ban a
la ineludible conclusión: aquellas luces, aquellas cosas, fueran lo que fuesen, lo alimentaban y lo
hacían crecer.
No tenían inteligencia humana, en caso de que tuvieran alguna, pero sus motivos eran
obvios. Entre cada puñalada de dolor, sintió que le llenaban el estómago, le inyectaban agua en
la sangre, le extraían líquido de los riñones y la vejiga, le masajeaban el corazón, le movían los
pulmones.
Cada uno de aquellos actos era bien intencionado y beneficioso.
Y cada uno resultaba doloroso.
De pronto se fueron, como una bandada de insectos. Mercer oyó un ruido: un berrido
insensato y desagradable. Miró alrededor.
Y el berrido cesó.
El que había gritado era el propio Mercer. Era el terrible grito de un psicótico, de un borracho
aterrorizado, de un animal enloquecido.
Cuando calló, descubrió que podía hablar de nuevo.
Se le acercó un hombre, desnudo como los demás. Una estaca le atravesaba la cabeza. La
piel había cicatrizado en ambas partes alrededor de la estaca.
—Hola —saludó el hombre de la estaca.
—Hola —contestó Mercer. Esta palabra tan común sonaba muy tonta en un lugar como
aquél.
—No puedes matarte —le advirtió el hombre de la estaca.
—Sí, puedes —le contradijo la mujer de las manos.
Mercer descubrió que su primer dolor se había aplacado.
—¿Qué me está ocurriendo?
—Te ha crecido algo —dijo el hombre de la escaca—. Siempre nos crecen partes. Al cabo de
un tiempo, T'dikkat las extirpa todas, excepto las que tienen que crecer un poco más. Como ella
—añadió, señalando a la mujer a quien le crecía un cuerpo de niño desde el cuello.
—¿Y qué fue lo de antes? —preguntó Mercer—. ¿Las puñaladas para esas partes nuevas y
los aguijonazos para alimentarnos?
—No —respondió el hombre—. A veces creen que tenemos frío y nos llenan de fuego. A
veces suponen que tenemos calor y nos congelan nervio por nervio.
—Y a veces creen que somos desdichados —intervino la mujer con el cuerpo de niño— y
tratan de hacernos felices. Creo que eso es lo peor.
—¿Sois vosotros el único rebaño? —tartamudeó Mercer.
El hombre de la estaca tosió en vez de reír.
—¡Rebaño! Qué gracioso. El lugar está lleno de gente. La mayoría se entierra. Nosotros
somos los que todavía podemos hablar. Nos quedamos para hacernos compañía. Así pasamos
más tiempo con T'dikkat.
Mercer iba a formular otra pregunta, pero estaba agotado. Había sido un día agobiante.
El suelo se balanceaba como un barco en el agua. El cielo se ennegreció. Alguien le sostuvo
cuando Mercer se desplomó. Unas manos le recostaron en el suelo. Y luego, piadosa y
mágicamente, llegó el sueño.
3
Al cabo de una semana se había familiarizado con el grupo. Era gente distraída. Nadie sabía
cuándo pasaría un dromozoo para añadirles otro órgano. Mercer no sufrió otro aguijonazo, pero
la incisión que se había hecho al salir de la cabina se estaba endureciendo. El hombre de la
estaca le echó un vistazo cuando Mercer se desabrochó púdicamente el cinturón y se bajó los
pantalones para que vieran la herida.
—Tienes una cabeza —le dijo el hombre de la estaca—. Una cabeza de niño. Arriba se
alegrarán de recibirla cuando T'dikkat la corte.
El grupo trató de organizarle la vida social. Le presentaron a la muchacha del rebaño. Le
había crecido un cuerpo tras otro. La pelvis había desarrollado unos hombros y la nueva pelvis
había repetido el proceso hasta que tuvo cinco personas de largo. Tenía la cara intacta. Trataba
de mostrarse amable con Mercer.
Él quedó tan horrorizado que se enterró en el suelo blanco y seco y permaneció allí durante lo
que le pareció un siglo. Luego supo que había sido menos de un día. Cuando salió, la muchacha
de muchos cuerpos lo estaba esperando.
—No tenías que salir sólo por mí —dijo ella.
Mercer se sacudió la tierra.
Miró alrededor. El sol violáceo se ponía, y el cielo tenía estrías azules y vestigios de un ocaso
anaranjado.
—No he salido por ti. Aquí no tiene sentido mentir, mientras esperamos la próxima vez.
—Quiero mostrarte una cosa —dijo ella. Señaló un montículo bajo—. Cava allí.
Mercer la miró. La muchacha parecía amistosa. Se encogió de hombros y se puso a escarbar
con sus potentes zarpas. Con la piel endurecida y las gruesas uñas de los dedos, escarbar le
resultaba tan fácil como a un perro. La tierra salía en cascada bajo sus manos atareadas. En el
agujero que había cavado apareció un bulto rosado. Escarbó con más prudencia.
Intuyó qué era.
Tenía razón. Era un hombre dormido. En un costado del cuerpo le crecían ordenadas hileras
de brazos. El otro lado parecía normal.
Mercer se volvió hacia la muchacha de muchos cuerpos, que se había acercado.
—Es lo que sospecho, ¿verdad?
—Sí. El doctor Vomact le abrasó el cerebro. También le inutilizó los ojos.
Mercer se sentó y contempló a la muchacha.
—Tú me dijiste que lo hiciera. Dime por qué.
—Para que vieras. Para que sepas. Para que pienses.
—¿Eso es todo? —dijo Mercer.
La muchacha tiritó. Sus pechos suspiraron a lo largo de la serie de cuerpos. Mercer se
preguntó cómo les llegaba el aire a todos. No sentía pena por ella; no sentía pena por nadie
salvo por sí mismo. Cuando cesó el espasmo, la muchacha se disculpó con una sonrisa.
—Me acaban de hacer un nuevo injerto.
Mercer asintió con el ceño fruncido.
—¿Qué? ¿Una nueva mano? Ya tienes bastantes.
—¡Oh!, uno de ésos —respondió ella, mirándose los torsos—. Prometí a T'dikkat que los
dejaría crecer. Él es bueno. Pero mira a ese hombre, forastero. El hombre que has desenterra do.
¿Quién está mejor? ¿El o nosotros?
Mercer la observó sorprendido.
—¿Por eso me pediste que lo desenterrara?
—Sí.
—¿Y esperas que te responda?
—No —dijo la muchacha—, ahora no.
—¿Quién eres? —preguntó Mercer.
—Aquí nunca hacemos esa pregunta. No tiene importancia pero como eres nuevo, te lo diré.
Yo era la Dama Da, la madrastra del emperador.
—¡Tú! —exclamó Mercer.
Ella le dirigió una sonrisa amarga.
—¡Eres tan novato que piensas que tiene importancia! Pero debo decirte una cosa más
importante.
Calló y se mordió el labio.
—¿Qué? —urgió Mercer—. Será mejor que me lo digas antes de que me ataquen de nuevo.
Después no podré pensar ni hablar durante un largo tiempo. Dímelo ahora.
Ella le acercó la cara. Todavía era un rostro adorable, aun bajo la moribunda luz anaranjada
de ese poniente violáceo.
—Nadie vive para siempre.
—Sí —dijo Mercer—. Lo sabía.
—Créelo —ordenó la Dama Da.
De pronto, centellearon unos relámpagos a lo lejos en la llanura oscura.
—Entiérrate —le aconsejó ella—. Pasa la noche enterrado. Quizá te salves.
Mercer empezó a cavar. Miró al hombre que había desenterrado. El cuerpo sin cerebro, con
movimientos suaves semejantes a los de una estrella de mar en el agua, volvía a cubrirse de
tierra.
Varios días después, alguien gritó en el rebaño.
Mercer había conocido a un medio hombre. La parte inferior del cuerpo había desaparecido y
las visceras se mantenían en un sitio con algo que parecía un vendaje de plástico transparente.
El medio hombre le había enseñado a permanecer quieto cuando los dromozoos se acercaban
con sus buenas intenciones.
—No puedes luchar contra ellos —le dijo el medio-hombre—. Hicieron crecer a Álvarez hasta
que tuvo el tamaño de una montaña, así que él nunca se mueve. Y ahora tratan de hacernos
felices. Nos alimentan, nos limpian, nos acicalan. Quédate quieto. No tengas vergüenza de gritar.
Todos gritamos.
—¿Cuándo recibiremos la droga? —preguntó Mercer.
—Cuando venga T'dikkat.
T'dikkat llegó aquel mismo día empujando una especie de trineo con ruedas. Los patines le
permitían desplazarse en las elevaciones, las ruedas en el terreno llano.
El rebaño desarrolló furiosa actividad antes de que llegara T'dikkat. Por todas partes
desenterraban a los dormidos. Cuando llegó el hombre-toro, el rebaño había desenterrado tantos
hombres y mujeres, jóvenes y viejos, que los cuerpos rosados sumaban más del doble que
antes. Los durmientes no tenían mejor ni peor aspecto que los despiertos.
—¡Deprisa! —les urgió la Dama Da—. Nunca nos inyecta si no estamos preparados.
T'dikkat llevaba su pesado traje de plomo.
Levantó un brazo en un cordial saludo, como un padre que regresa al hogar con regalos para
los hijos. El rebaño se apiñó alrededor de él.
Él metió la mano en el trineo. Se echó sobre los hombros un arnés con una botella. Cerró las
hebillas de las correas. De la botella colgaba un tubo. En la mitad del tubo había una pequeña
bomba de presión, y al final se veía una reluciente aguja hipodérmica.
Cuando estuvo preparado, T'dikkat les indicó que se acercaran. Fueron hacia él, radiantes de
felicidad. El se abrió paso entre el rebaño y se acercó a la mujer a quien le crecía un cuerpo de
níño en el cuello. La voz mecánica de T'dikkat resonó por el altavoz del traje.
—Buena muchacha. Buena, buena. Tendrás un gran regalo.
Le clavó la hipodérmica tanto tiempo que Mercer vio la burbuja de aire desplazándose de la
bomba hasta la botella.
Luego T'dikkat se acercó a los demás, diciendo una palabra de vez en cuando, moviéndose
con inusitada gracia y agilidad. La aguja brillaba mientras les aplicaba las inyeccio nes bajo
presión. Todos se sentaron o se recostaron en el suelo como adormilados.
T'dikkat reconoció a Mercer.
—Hola, amigo. Ahora viene la diversión. En la cabina esto te habría matado. ¿Tienes algo
para mí?
Mercer tartamudeó, sin saber a qué se refería T'dikkat. El hombre de dos narices respondió
por él.
—Creo que tiene una bonita cabeza de bebé, pero aún no ha crecido lo suficiente para que te
la lleves.
Mercer ni siquiera adviritió que la aguja le penetraba en el brazo.
T'dikkat enfiló hacia otro grupo cuando la supercondamina inició su efecto en Mercer.
Mercer quería correr detrás de T'dikkat, abrazar el traje de plomo, decirle a T'dikkat que lo
amaba. Tropezó y cayó, pero no sintió dolor. La muchacha de muchos cuerpos estaba cerca de
él. Mercer le habló.
—¿No te parece maravilloso? Eres bella, bella, bella. Me siento muy feliz de estar aquí.
La mujer cubierta de manos se les acercó. Irradiaba calidez y amistad. Mercer la encontró
muy distinguida y encantadora. Se arrancó la ropa. Resultaba estúpido y presuntuoso andar
vestido cuando aquella simpática gente iba desnuda.
Las dos mujeres le murmuraban cosas.
En un rincón de la mente supo que no le decían nada, que sólo expresaban la euforia de una
droga tan potente que el universo conocido la había prohibido. La mayor parte de su mente era
feliz. Se preguntó cómo era posible que alguien tuviera la buena suerte de visitar un planeta tan
bonito. Intentó decírselo a la Dama Da, pero no podía hablar con claridad.
Una puñalada de dolor le atravesó el abdomen. La droga siguió al dolor y lo engulló. Era
como la gorra del hospital, aunque mil veces mejor. El dolor desapareció, a pesar de que la
primera vez había sido devastador.
Se obligó a pensar con lucidez. Se concentró y dijo a las dos mujeres sonrosadas y desnudas
que estaban acostadas junto a él en el desierto:
—Ha sido un buen bocado. Ojalá me crezca otra cabeza. ¡Eso haría que T'dikkat se pusiera
contento!
La Dama Da irguió su primer cuerpo.
—Yo también soy fuerte. Puedo hablar. Recuerda, hombre, recuerda. Nadie vive para
siempre. Nosotros también podemos morir como las personas verdaderas. ¡Creo tanto en la
muerte!
Mercer le sonrió en medio de su felicidad.
—Claro que puedes morir. ¿Pero no es esto...?
Sintió que los labios se le abultaban y la mente se íe obnubilaba. Estaba despierto, pero no
tenía ganas de hacer nada. En aquel bello lugar, entre tantas personas agradables y atractivas,
sonrió.
T'dikkat estaba esterilizando sus cuchillos.
Mercer se preguntó cuánto le había durado la supercondamina. Soportó la actividad de los
dromozoos sin gritos ni contorsiones. El padecimiento de los nervios y el escozor de la piel eran
fenómenos que sucedían en alguna parte, cerca de él, pero no significaban nada. Observó su
cuerpo con un interés distante. La Dama Da y la mujer cubierta de manos permanecieron junto a
él. Al cabo de un largo rato el medio-hombre se arrastró hacia el grupo con sus fuertes brazos. Al
llegar parpadeó con aire somnolíento y amable y recayó en el sereno sopor del que había
despertado. En ocasiones Mercer veía despuntar el sol, cerraba los ojos un instante y al abrirlos
descubría el resplandor de las estrellas. El tiempo no significaba nada. Los dromozoos lo
alimentaban a su manera misteriosa; la droga anulaba la necesidad de ciclos físicos.
Al fin notó que de nuevo sentía el dolor por dentro.
Los sufrimientos no habían cambiado, él sí.
Conoció todos los sucesos que podían ocurrir en Shayol. Los recordaba bien de su período
de felicidad. Antes los había visto, ahora los sentía.
Quiso preguntar a la Dama Da cuánto tiempo habían disfrutado de la droga, y cuánto tendrían
que esperar antes de una nueva dosis. Ella le sonrió con benigna y remota felicidad; por lo visto,
sus muchos torsos, tendidos en el suelo, tenían mayor capacidad de retención de la droga que el
cuerpo de Mercer. Ella albergaba buenos propósitos, pero no podía hablar con claridad.
El medio-hombre estaba echado en el suelo, y las arterias palpitaban agradablemente detrás
de la cobertura transparente que le protegía la cavidad abdominal.
Mercer estrujó el hombro del medio-hombre.
El medio-hombre despertó, reconoció a Mercer y lo saludó con una sonrisa somnolienta.
—«Que el día te sonría, mi muchacho.» Eso pertenece a una obra. ¿Has visto alguna vez
una obra?
—¿Qué es eso?
—Una máquina óptica con personas verdaderas que interpretan papeles.
—Nunca he visto nada de eso. Pero...
—Pero quieres preguntarme cuándo regresará T'dikkat con la aguja.
—Sí —admitió Mercer, un poco avergonzado de ser tan transparente.
—Pronto —le tranquilizó el medio-hombre—. Por eso pienso en obras. Todos sabernos qué
va a pasar. Todos sabemos cuándo va a pasar. Todos sabemos qué harán los maniquíes —
señaló los montículos donde se refugiaban los hombres sin cerebro—, y todos sabemos qué
preguntarán los nuevos. Pero nunca sabemos cuánto durará una escena determinada.
—¿Qué es una «escena»? —preguntó Mercer—. ¿Es el nombre de la aguja?
El medio-hombre lanzó una risa que se parecía al verdadero humor.
—No, no, no. Estás obsesionado. Una escena forma parte de una obra. Quiero decir que
conocemos el orden en que suceden las cosas, pero no tenemos relojes y a nadie le interesa
contar los días ni confeccionar calendarios. El clima no cambia mucho, así que a nadie le importa
cuánto tarda cada cosa. El dolor parece breve y el placer prolongado. Sospecho que cada ciclo
dura dos semanas terrestres.
Mercer ignoraba lo que era una «semana terrestre», pues no había sido un hombre culto
antes de su condena, y el medio-hombre no le explicó nada más. Entonces el medio-hombre
recibió un injerto dromozoico, se puso rojo y le gritó a Mercer:
—¡Sácalo, idiota! ¡Arráncalo!
Mientras Mercer lo miraba con impotencia, el medio-hombre se contorsionó, dando a Mercer
la espalda rosada y polvorienta mientras lanzaba un sollozo ahogado.
Mercer no pudo deducir cuánto tardó T'dikkat en regresar. Tal vez unos días, tal vez meses.
De nuevo T'dikkat anduvo entre ellos como un padre afable; una vez más todos se apiñaron
como hijos ansiosos. En esta ocasión T'dikkat sonrió complacido al ver la pequeña cabeza que
había crecido en el muslo de Mercer; la cabeza de un niño dormido, cubierta de vello en la
coronilla y con delicadas cejas sobre los ojos cerrados. Mercer recibió una inyección de júbilo.
Cuando T'dikkat cortó la cabeza del muslo, Mercer sintió el cuchillo cortando el cartílago que
le adhería la cabeza al cuerpo. Vio que la cara de niño hacía una mueca cuando separaban la
cabeza; sintió un lejano relampagueo de dolor mientras T'dikkat frotaba la herida con un
antiséptico corrosivo que detenía al instante las hemorragias.
Después le crecieron dos piernas en el pecho.
Luego tuvo otra cabeza junto a la suya.
¿O eso fue después del torso y las piernas, o de la niñita que le creció en el costado?
Olvidó el orden.
No medía el tiempo.
La Dama Da le sonreía a menudo, pero no había amor en aquel lugar. Ella había perdido los
torsos adicionales. Entre un proceso teratológico y otro era una mujer bonita y atractiva; pero lo
más agradable de la relación era el susurro que ella repetía miles de veces, sonriendo
esperanzada:
—Nadie vive eternamente.
Estas palabras eran un consuelo para la Dama Da, pero Mercer no las entendía muy bien.
Así iban las cosas; las víctimas cambiaban de aspecto, y llegaban los nuevos. A veces
T'dikkat traía a algunos nuevos en un camión: dormían el sueño eterno de sus cerebros abrasa -
dos. En el camión los cuerpos se zarandeaban y gemían sin habla cuando los dromozoos los
acosaban.
Al fin Mercer se las ingenió para seguir a T'dikkat hasta la puerta de la cabina. Para lograrlo
tuvo que luchar contra el placer de la supercondamina. Sólo el recuerdo de un dolor, un
desconcierto y una perplejidad previas le aseguraban que sí no formulaba la pregunta cuando se
sentía feliz, la respuesta ya no estaría a su alcance cuando la necesitara. Luchando contra el
placer, rogó a T'dikkat que buscara en los registros para decirle cuánto tiempo había
permanecido allí.
T'dikkat accedió a regañadientes, pero no salió de la cabina. Habló a través de un altavoz, y
su respuesta estentórea retumbó en la llanura desierta. El rosado rebaño despertó apenas de su
feliz sopor para preguntarse qué quería comunicarles su amigo T'dikkat. Cuando lo dijo, les
pareció excesivamente profundo, aunque ninguno de ellos comprendió, pues se trataba
simplemente del tiempo que Mercer había permanecido en Shayol;
—Tiempo estándar: ochenta y cuatro años, siete meses, tres días, dos horas, once minutos y
medio. Buena suerte, amigo.
Mercer se alejó.
El rincón secreto de su mente que permanecía cuerdo a pesar de la felicidad y el dolor se
hacía preguntas sobre T'dikkat. ¿Qué persuadía al hombre-toro de quedarse en Shayol? ¿Cómo
lograba la felicidad sin supercondamina? ¿Era T'dikkat un loco esclavo de su deber, o un hombre
que aspiraba a regresar un día a su propio planeta, a una familia de gente vacuna como él?
Mercer, a pesar de la felicidad, sollozó por el extraño destino de T'dikkat. En cuanto a su propio
destino, lo aceptaba.
Recordó la última vez que había comido: huevos verdaderos en una sartén verdadera. Los
dromozoos lo mantenían con vida, pero ignoraba cómo lo hacían.
Regresó tambaleante hacia el grupo. La Dama Da, desnuda sobre la llanura polvorienta, agitó
una mano hospitalaria y lo invitó a sentarse junto a ella. Disponía de kilómetros cuadra dos de
extensión para sentarse, pero aun así él agradeció ese gesto amable.
4
Los años —si eran años— fueron transcurriendo. Shayol no cambió.
A veces un ruido burbujeante llegaba por la llanura hasta el rebaño; los que podían hablar
declaraban que era la respiración del capitán Álvarez. Había noche y día, pero no siembra ni
cosecha, ni cambios de estación, ni generaciones de hombres. Para ellos el tiempo se había
detenido, y la carga de placer se mezclaba tanto con los estertores de dolor provocados por los
dromozoos que las palabras de la Dama Da cobraron un remoto significado:
—Nadie vive eternamente.
Esa afirmación era una esperanza, no una verdad en la que pudieran creer. No tenían la
lucidez necesaria para seguir el curso de los astros, para intercambiar nombres, para aprove char
la experiencia de cada uno en beneficio de todos. No había sueños de evasión. Aunque veían
los anticuados cohetes químicos que despegaban de la pista que se extendía junto a la cabina
de T'dikkat, ninguno hacía planes para ocultarse en la nueva partida de carne transmutada y
congelada.
Mucho tiempo atrás, un prisionero que ya no estaba entre ellos había intentado escribir una
carta. Las letras estaban grabadas en una piedra. Mercer la leyó, y también la leyeron los
demás, pero no supieron decirle quién la había escrito. Tampoco les importaba.
La carta, arañada en la piedra, era un mensaje para el exterior. Aún se leía el principio: «Una
vez fui como vosotros: salía de mi ventana al caer el día y dejaba que los vientos me impulsaran
suavemente hacia el lugar donde vivía. Una vez, como vosotros, tuve una cabeza, dos manos,
cinco dedos en cada mano. La parte frontal de mi cabeza se llamaba cara, y con ella podía
hablar. Ahora sólo puedo escribir, y únicamente cuando cesa el dolor. En un tiempo, como
vosotros, ingería comida, bebía líquidos, tenía un nombre. No recuerdo ese nombre. Los que
recibáis esta carta podréis poneros en pie. Yo ni siquiera puedo erguirme. Sólo espero a que las
luces me inyecten alimento molécula por molécula, y luego lo extraigan. No penséis que me
siguen castigando. Este lugar no es un castigo. Es algo distinto.»
Ningún integrante del rebaño rosado logró deducir qué significaba «algo distinto».
La curiosidad había muerto en ellos tiempo atrás.
Luego vino el día de los pequeños.
Era un período —no una hora ni un año: un lapso intermedio— en que la Dama Da y Mercer
gozaban en silencio de la felicidad de la supercondamina. No tenían nada que decir, la droga lo
hacía todo por ellos.
De pronto, un desagradable bramido llegó desde la cabina de T'dikkat.
Ellos dos, y algún otro, miraron hacia el altavoz.
La Dama Da logró hablar, aunque el asunto no tenía importancia.
—Creo que es lo que llamábamos la alarma de guerra.
Volvieron a sumirse en su dichoso sopor.
Un hombre a quien le crecían dos rudimentarias cabezas junto a la suya se arrastró hacia
ellos. Las tres cabezas tenían un aspecto muy feliz, y a Mercer le pareció delicioso que adoptara
aquella forma caprichosa. Bajo el fulgor pulsátil de la supercondamina, Mercer lamentó no haber
aprovechado los lapsos de lucidez para preguntarle quién había sido. Sin embargo; él le dio una
respuesta. Abriendo los ojos a fuerza de voluntad, se cuadró ante la Dama Da y Mercer: era
como el remedo de un saludo militar.
—Suzdal —se presentó—, ex comandante de crucero. Están tocando la alarma. Deseo
informar que yo... yo... no estoy listo para el combate.
Se durmió.
La Dama Da, con un tono suavemente perentorio, le obligó a abrir los ojos.
—Comandante, ¿por qué tocan la alarma aquí? ¿Por qué has acudido a nosotros?
—Señora, tú y el caballero de las orejas parecéis pensar mejor que los demás integrantes del
grupo. Se me ocurrió que quizá tuvieras órdenes.
Mercer buscó al caballero de las orejas. Era él mismo. En ese momento tenía la cara cubierta
de pequeñas orejas, pero no les prestaba atención, salvo para esperar el momento en que
T'dikkat las cortara y los dromozoos le hicieran crecer otra cosa.
El ruido de la cabina se agudizó, haciéndose ensordecedor.
Muchas personas del rebaño se movieron.
Algunos abrieron los ojos, miraron alrededor.
—Es un ruido —murmuraron, y volvieron al feliz sopor de la supercondamina.
La puerta de la cabina se abrió.
T'dikkat salió a la carrera, sin el traje. Nunca lo habían visto en el exterior sin el traje de metal.
Corrió hacia ellos con ojos desorbitados, reconoció a la Dama Da y a Mercer, colocó a uno
debajo de cada brazo y corrió con ellos hacia la cabina. Los arrojó por la puerta doble.
Aterrizaron con estrépito, y les resultó divertido chocar contra el suelo con tal fuerza. El piso los
trasladó hasta la sala, T'dikkat los siguió poco después.
—Vosotros sois personas, o lo erais —bramó T'dikkat—. Comprendéis a las personas. Yo
sólo obedezco. Pero no en este caso. ¡Mirad!
Cuatro hermosos niños humanos yacían en el suelo. Los más pequeños parecían gemelos de
dos años de edad. Había una niña de cinco años y un niño de siete. Todos tenían los párpados
entornados. Todos ellos mostraban delgadas líneas rojas alrededor de las sienes. El pelo
rasurado indicaba que les habían extirpado el cerebro.
T'dikkat, sin prestar atención al peligro de los dromozoos, gritó:
—Vosotros sois personas verdaderas. Y yo soy un mero vacuno. Cumplo con mi deber. Mi
deber no incluye esto: ¡Son niños!
El rincón lúcido que sobrevivía en la mente de Mercer experimentó disgusto e incredulidad.
Le costó mantener esa emoción, porque la supercondamina batía contra su conciencia como una
marejada, haciendo que todo pareciera encantador. Una parte de su mente, rebosante de droga,
le decía: «¡Qué grato será tener niños con nosotros!» Pero la parte intacta de su mente, que
conservaba el honor que era suyo antes de Shayol, susurró: «¡Este crimen es peor que
cualquiera que hayamos cometido nosotros! ¡y lo ha cometido el Imperio.»
—¿Qué has hecho? —preguntó la Dama Da—. ¿Qué podemos hacer?
—Traté de llamar al satélite. Cuando comprendieron a qué me refería, cortaron la
comunicación. A fin de cuentas, no soy una persona. El médico jefe me ordenó que llevara a
cabo mi trabajo.
—¿Era el doctor Vomact? —preguntó Mercer.
—¿Vomact? —exclamó T'dikkat—. Murió de viejo hace cien años. No, un médico nuevo cortó
la comunicación. Yo no siento como las personas, pero nací en la Tierra, y tengo sangre
terráquea. Experimento emociones. ¡Emociones vacunas! No puedo permitir esto.
—¿Qué has hecho?
T'dikkat volvió los ojos hacia la ventana. Su rostro revelaba una determinación que, al margen
del amor que les hacía sentir la droga, aparecía como el padre de aquel mundo: responsable,
honrado, abnegado.
—Creo que me matarán por ello —sonrió T'dikkat—. Pero he dado el alerta galáctico: Todas
las naves aquí.
La Dama Da, sentándose en el suelo, declaró:
—¡Pero eso es sólo para los nuevos invasores! Es una falsa alarma.
Recobró la compostura y se puso en pie.
—¿Puedes extirparme estas cosas, ahora mismo, por si llega alguien? Y consigúeme un
vestido. ¿Tienes algo para contrarrestar el efecto de la supercondamina?
—¡Eso es lo que quería! —exclamó T'dikkat—. No llevaré a estos niños. Quiero vuestras
instrucciones.
Y de inmediato, en el suelo de la cabina, le quitó las partes sobrantes.
El corrosivo antiséptico llenó de humo el aire de la cabina. A Mercer le parecía muy dramático
y agradable, y se dormía por momentos. Luego sintió que T'dikkat lo operaba también a él.
T'dikkat abrió un largo cajón y guardó los especímenes; por el frío que despedía, debía de ser un
armario refrigerado.
Los apoyó a ambos en la pared.
—He estado pensando —dijo—. No hay antídoto contra la supercondamina. ¿Quién lo
querría? Pero os puedo aplicar las hipodérmicas de mi nave de rescate. Se supone que reponen
a una persona de cualquier accidente que le haya ocurrido en el espacio.
Se oyó un zumbido sobre el techo de la cabina. T'dikkat abrió una ventana con el puño,
asomó la cabeza y miró hacia arriba.
—Entrad —gritó.
Oyeron el ruido seco de una nave que aterrizaba. Chirriaron puertas. Mercer se preguntó,
vagamente desconcertado, por qué aterrizaba gente en Shayol. Cuando bajaron descubrió que
no eran personas; eran robots aduaneros, que podían viajar a velocidades que el cuerpo
humano no podía soportar. Uno llevaba insignias de inspector.
—¿Dónde están los invasores?
—No hay... —empezó T'dikkat.
La Dama Da, con aplomo imperial a pesar de su desnudez, dijo con voz muy clara:
—Soy ex emperatriz, la Dama Da. ¿Me conoces?
—No, señora —dijo el inspector-robot. Parecía tan turbado como podía parecer un robot. La
droga hizo pensar a Mercer que sería grato tener robots por compañía en la superficie de
Shayol.
—Declaro emergencia máxima, en las antiguas palabras. ¿Comprendéis? Ponedme en
contacto con la Instrumentalidad.
—No podemos... —empezó el inspector.
—Podéis preguntar —dijo la Dama Da.
El inspector obedeció.
La Dama Da se volvió hacia T'dikkat.
—Adminístranos esas inyecciones. Luego llévanos al exterior para que los dromozoos
cicatricen estas heridas. Tráenos de vuelta en cuanto se establezca contacto. Envuélvenos en
telas si no tienes vestidos, Mercer puede aguantar el dolor.
—Sí —dijo T'dikkat, apartando los ojos de los cuatro niños sin cerebro.
La inyección ardió más que el fuego. Debió de surtir efecto, pues T'dikkat los hizo salir por la
ventana para no perder tiempo en hacerlos pasar por la puerta, Los dromozoos, captando que
necesitaban reparación, se les lanzaron encima. Esta vez algo más combatía la
supercondamina.
Mercer no gritó, pero se apoyó en la pared y lloró diez mil años; debieron de ser varias horas
de tiempo objetivo.
Los robots aduaneros estaban tomando fotos. Los dromozoos también se lanzaban contra
ellos, a veces en enjambres enteros, pero no pasaba nada.
Mercer oyó que la voz del aparato de comunicaciones de la cabina llamaba a T'dikkat.
—Satélite de Cirugía llamando a Shayol. ¡T'dikkat, atiende!
Era evidente que él se negaba a responder.
Gritos suaves llegaban por el otro aparato de comunicaciones, el que habían traído los
funcionarios aduaneros. Mercer estaba seguro de que la máquina óptica estaba conectada y de
que los habitantes de otros mundos contemplaban Shayol por primera vez.
T'dikkat salió por la puerta. Había arrancado cartas de navegación de su nave de rescate. Los
cubrió con ellas.
La Dama Da cambió el arreglo de los mapas en ciertos detalles y de pronto tuvo el aspecto
de una persona de gran importancia.
Entraron de nuevo por la puerta de la cabina.
T'dikkat susurró con tono reverente:
—Se han comunicado con la Instrumentalidad, y un Señor de la ínstrumentalidad va a
hablarte.
Mercer no tenía nada que hacer, así que se sentó a mirar desde un rincón. La Dama Da, con
la piel cicatrizada, se erguía pálida y nerviosa en el centro del cuarto.
Un humo inodoro e intangible llenó la sala. El humo formó una nube. Había pleno contacto.
Apareció una figura humana.
Una mujer, vestida con un uniforme de corte radicalmente conservador, apareció frente a la
Dama Da.
—Esto es Shayol. Tú eres la Dama Da. Me has llamado.
La Dama Da señaló a los niños.
—Esto no debe suceder —declaró—. Este es un lugar de castigo, por acuerdo entre la
Instrumentalidad y el Imperio. Nadie dijo nada acerca de niños.
La mujer de la pantalla miró a los niños.
—¡Esto es obra de dementes! —exclamó. Dirigió una mirada acusatoria a la Dama Da—;
¿Eres del Imperio?
—Fui emperatriz, Señora —dijo la Dama Da.
—¡Y permites semejante cosa!
—¿Permitirla? —exclamó la Dama Da—. No he tenido nada que ver con ello. Yo misma soy
una prisionera, ¿es que no lo entiendes?
—No, no lo entiendo —replicó bruscamente la imagen.
—Soy un espécimen —explicó la Dama Da—. Mira aquel rebaño. Yo estaba entre ellos hace
unas horas.
—Sintonízame bien —ordenó la imagen a Tdikkat—. Quiero ver el rebaño.
Su cuerpo, muy erguido, atravesó la pared en un arco relampagueante y se detuvo en el
centro del rebaño.
La Dama Da y Mercer la observaron. Vieron que la imagen perdía rigidez y dignidad. La
imagen agitó el brazo indicando que la trajeran de vuelta a la cabina. Entonces T'dikkat la hizo
regresar.
—Os debo una disculpa —dijo la imagen—. Soy la Dama Johanna Gnade, Señora de la
Instrumentalidad.
Mercer se inclinó, perdió el equilibrio y tuvo que incorporarse. La Dama Da saludó
majestuosamente.
Ambas mujeres se miraron.
—Investiga —dijo la Dama Da—. Cuando lo hayas hecho, por favor, haznos ejecutar, ¿Has
oído hablar de la droga?
—No la menciones —advirtió T'dikkat—, ni siquiera pronuncies el nombre en un aparato de
comunicaciones. ¡Es un secreto de la Instrumentalidad!
—Yo soy la Instrumentalidad —declaró la Dama Johanna—. ¿Padecéis dolor? No creí que
ninguno de vosotros estuviera con vida. Había oído hablar de vuestros bancos quirúrgicos, pero
suponía que los robots cuidaban órganos humanos y enviaban los nuevos injertos por cohete.
¿Hay alguien más con vosotros? ¿Quién está a cargo? ¿Quién hizo esto a los niños?
T'dikkat se plantó ante la imagen. No se inclinó.
—Yo estoy a cargo.
—¡Eres una subpersona! —exclamó la Dama Johanna—. ¡Eres una vaca!
—Un toro, Señora. Mi familia está congelada en la Tierra, y con mil años de servicio ganaré
su libertad y la mía. En cuanto a tus otras preguntas, yo hago todo el trabajo. Los dromozoos no
me afectan mucho, aunque de vez en cuando me extirpo una parte de mí mismo y la tiro. Mis
órganos no van al banco. ¿Conoces el secreto de este lugar?
La Dama Johanna habló con alguien que estaba detrás de ella en otro mundo. Luego miró a
T'dikkat y ordenó:
—No menciones la droga ni hables mucho sobre ella. Cuéntame el resto.
—Tenemos —explicó T'dikkat muy formalmente— ciento veintiuna personas que todavía
pueden suministrarnos órganos cuando los dromozoos las injertan. Hay setecientas más, entre
ellas el capitán Álvarez, que han sido tan absorbidas por el planeta que no vale la pena
operarlas. El Imperio fundó este sitio como lugar de castigo supremo. Pero la Instrumentalidad
impartió órdenes secretas de que se administrara medicina —acentuó la palabra para dar a
entender que hablaba de la supercondamina— para aliviar el castigo. El Imperio suminis tra los
convictos. La instrumentalidad distribuye el material quirúrgico.
La Dama Johanna Gnade levantó la mano derecha en un gesto de silencio y compasión. Miró
alrededor. Observó de nuevo a la Dama Da. Tal vez intuía qué gran esfuerzo había realizado la
Dama Da para permanecer erguida mientras las dos drogas, la supercondamina y la droga de la
nave de rescate, luchaban en sus venas.
—Podéis descansar. Os prometo que se hará todo lo posible por vosotros. El Imperio está
acabado. El Acuerdo Fundamental, por el cual la Instrumentalidad entregó el Imperio hace mil
años, se ha anulado. No sabíamos que vosotros existíais. Lo habríamos descubierto con el
tiempo, pero lamento que no lo averiguáramos antes. ¿Hay algo que podamos hacer ahora
mismo?
—Tiempo es lo único de que disponemos —dijo la Dama Da—. Quizá nunca podamos irnos
de Shayol, a causa de los dromozoos y la medicina. Los primeros pueden ser peligrosos. Y no se
debe permitir que se conozca lo segundo.
La Dama Johanna Gnade miró alrededor. T'dikkat cayó de rodillas y levantó las manazas en
un ademán de súplica.
—¿Qué quieres? —preguntó la Dama.
T'dikkat señaló los niños mutilados.
—Ordena que no hagan esto a los niños. ¡Ordénalo ahora! —La segunda exclamación era
una orden, y ella la aceptó—. Señora... —Tdikkat se interrumpió tímidamente.
—¿Sí? Continúa.
—Señora, soy incapaz de matar. No está en mi naturaleza, Trabajar y ayudar sí, pero no
matar. ¿Qué haré con ellos?
Señaló a los cuatro niños inmóviles.
—Consérvalos —suspiró ella—. Sólo consérvalos.
—No puedo. No hay modo de salir con vida de este planeta. No tengo alimentos para ellos en
la cabina. Morirán dentro de unas horas. Y los gobiernos se toman las cosas con demasiada
tranquilidad —añadió sabiamente.
—¿Puedes administrarles la medicina.
—No, morirían si les diera esa sustancia sin que los dromozoos les hayan fortalecido los
procesos corporales.
La Dama Johanna Gnade soltó una risa tintineante que estaba al borde del llanto.
—¡Tontos, pobres tontos, y yo más estúpida que nadie! Si la supercondamina funciona sólo
después de la actividad dromozoica, ¿de qué sirve guardar el secreto?
T'dikkat se puso en pie, ofendido. Frunció el ceño, pero no encontró las palabras para
defenderse.
La Dama Da, ex emperatriz de un Imperio caído, interpeló a la otra Dama con energía y
solemnidad:
—Que los lleven al exterior, para que los ataquen. Les dolerá. Que T'dikkat les administre la
droga en cuanto lo considere seguro. Pido tu venia, Señora...
Mercer tuvo que sostenerla para que no cayera.
—Todos habéis sufrido demasiado —dijo la Dama Johanna—. Una nave de asalto con tropas
bien armadas se dirige a vuestro satélite-hospital. Capturarán al personal médico y averiguarán
quién ha cometido este crimen contra los niños.
Mercer se atrevió a hablar.
—¿Castigaréis al médico culpable?
—Tu te atreves a hablar de castigo —exclamó la Dama—. ¡Tú!
—Es justo. Si yo recibí mi castigo por actuar mal, ¿por qué no él?
—¡Castigar... castigar...! —se lamentó la Dama—. Curaremos a ese médico. Y también te
curaremos a ti, si podemos.
Mercer rompió a llorar. Evocó los océanos de felicidad que le había proporcionado la
condamina, sin tener en cuenta el insidioso dolor y las deformidades de Shayol. ¿No le pondrían
más inyecciones? No podía concebir una vida fuera de Shayol. El tierno y paternal T'dikkat no
vendría de nuevo con sus cuchillos?
Irguió la cara surcada de lágrimas ame la Dama Johanna Gnade y masculló:
—Señora, aquí estamos todos locos. Creo que no queremos irnos.
Ella apartó el rostro, impulsada por una gran compasión. Luego le habló a T'dikkat:
—Eres sabio y bondadoso, aunque no seas humano. Dales toda la droga que puedan resistir.
La Instrumentalidad decidirá qué hacer con vosotros. Enviaré a soldados-robot para que
registren el planeta. ¿Los robots estarán seguros, hombre-vaca?
A T'dikkat no le gustó esa desconsiderada denominación, pero no se ofendió.
—Los robots estarán bien, Señora, pero los dromozoos se excitarán si no pueden
alimentarlos y curarlos. Envía la menor cantidad posible. No sabemos cómo viven y mueren los
dromozoos.
—La menor cantidad posible —murmuró ella. Levantó la mano para impartir una orden a un
técnico que estaba a una distancia inimaginable. El humo inodoro la envolvió y la imagen se
esfumó.
—He arreglado tu ventana —anunció una voz estridente y jovial. Era el robot aduanero.
T'dikkat le dio las gracias distraídamente. Acompañó a Mercer y la Dama Da hasta la puerta. En
cuanto salieron recibieron el aguijonazo de los dromozoos. No importaba.
T'dikkat salió también, con los cuatro niños en sus tiernas manazas. Depositó los cuerpos
inertes en el suelo, cerca de la cabina. Pronto sufrieron espasmos cuando les atacaron los
dromozoos. Mercer y la Dama Da vieron que los pardos ojos vacunos estaban inflamados y que
las enormes mejillas mostraban rastros de lágrimas.
Horas o siglos.
¿Cómo podían saberlo?
El rebaño reanudó su vída normal, excepto por el hecho de que los intervalos entre
inyecciones se volvieron más breves, Suzdal, el ex comandante, rechazó las dosis cuando se
enteró de las novedades. Cada vez que podía caminar, seguía a los robots aduaneros mientras
fotografiaban el paisaje, tomaban muestras del suelo y contaban los cuerpos. Sentían especial
interés por el montañoso capitán Álvarez, y no estaban seguros de que aún albergara vida
orgánica. La montaña parecía reaccionar a la supercondamina, pero no encontraban sangre ni
pulso cardíaco. La humedad, impulsada por los dromozoos, parecía haber reemplazado los
procesos corporales humanos.
5
Una mañana, el cielo se abrió.
Aterrizaron naves, una tras otra. Salió gente vestida.
Los dromozoos ignoraron a los recién llegados. Mercer, que estaba en claro estado de júbilo,
trató confusamente de entender la situación, hasta que advirtió que las naves estaban cargadas
de máquinas de comunicaciones; las «personas» eran en realidad robots o imágenes de
personas que estaban en otra parte.
Los robots reunieron deprisa a los integrantes del rebaño. Usando carretillas, transportaron a
los cientos de personas sin cerebro hacia la zona de aterrizaje.
Mercer oyó una voz conocida. Era de la Dama Johanna Gnade.
—Elévame —ordenó la Dama.
Su imagen se elevó hasta alcanzar un cuarto del tamaño de Álvarez. La voz cobró más
volumen.
—Despiértalos a todos —ordenó la Dama.
Los robots caminaron entre ellos, rodeándolos con un gas que era nauseabundo y dulce a la
vez. Mercer sintió que recobraba la lucidez. La supercondamina aún actuaba en nervios y venas,
pero la corteza cerebral quedó libre de ella.
—Os traigo la decisión de la Instrumentalidad acerca del planeta Shayol —exclamó la
compasiva y femenina voz de la gigantesca Dama Johanna.
«Primero: continuarán los suministros quirúrgicos y no se molestará a los dromozoos.
Dejaremos aquí fragmentos de cuerpos humanos para que crezcan, y los injertos serán recogi-
dos por robots. Ningún hombre ni homúnculo volverá a vivir aquí.
»Segundo: el subhombre T'dikkat, de origen vacuno, será recompensado con un retorno
inmediato a la Tierra. Recibirá el doble del salario correspondiente a mil años de servicio.
La voz de T'dikkat, sin amplificación, sonó casi tan estentórea como la de la Dama a través
del amplificador.
—¡Señora, Señora! —protestó.
Ella miró hacia abajo. El enorme cuerpo de T'dikkat llegaba apenas al borde de la ondeante
falda.
—¿Qué quieres? —le preguntó la Dama con tono muy informal.
—Antes déjame terminar mi trabajo —exclamó T'dikkat para que todos oyeran—. Déjame
seguir cuidando de esta gente.
Los especímenes que tenían mente escucharon con atención. Los especímenes sin cerebro
intentaban ocultarse de nuevo en la blanda tierra de Shayol usando sus potentes zarpas.
Cuando uno empezaba a desaparecer, un robot lo sacaba aferrándole un brazo.
—Tercero: se practicará cefalectomía en todas las personas de mente irrecuperable. Los
cuerpos quedarán aquí. Las cabezas se transportarán a otra parte y recibirán la muerte más
llevadera que encontremos, quizá mediante una sobredosis de supercondamina.
—La última gran sacudida —murmuró el comandante Suzdal, que estaba cerca de Mercer—.
Me parece justo.
—Cuarto: hemos descubierto que los niños son los últimos herederos del Imperio. Un
funcionario excesivamente cauto los envió aquí para impedir que cometieran traición cuando
crecieran. El médico obedeció las órdenes sin cuestionarlas. Tanto el funcionario como el médico
han sido curados y les hemos borrado sus recuerdos sobre este incidente, así que no tienen por
qué avergonzarse ni lamentar lo que han hecho.
—Es injusto —gritó el medio-hombre—. ¡Hay que castigarlos como a nosotros!
La Dama Johanna Gnade lo miró.
—No habrá más castigos. Os daremos lo que pidáis, pero no el dolor de otros seres
humanos. Continúo:
«Quinto: como ninguno de vosotros desea reanudar su vida anterior, os trasladaremos a un
planeta cercano. Es similar a Shayol, pero mucho más hermoso. No hay dromozoos.
Se produjo un revuelo. El rebaño gritó, lloró, maldijo, suplicó. Todos querían la inyección,
aunque para ello tuvieran que quedarse en Shayol.
—Sexto —gritó la gigantesca imagen de la Dama, silenciando las protestas con su voz
imponente pero femenina—: no tendréis supercondamina en el nuevo planeta, pues sin dromo -
zoos os mataría. Pero habrá gorras. Recordad las gorras. Intentaremos curaros y transformaros
de nuevo en personas. Pero si renunciáis, no os obligaremos. Las gorras son muy potentes; con
ayuda médica podéis usarlas muchos años.
Los integrantes del rebaño callaron mientras intentaban comparar las gorras eléctricas que
estimulaban los centros del placer con la droga que los había anegado de felicidad mil veces.
Murmuraron aprobatoriamente.
—¿Alguna pregunta? —dijo la Dama Johanna.
—¿Cuándo recibiremos las gorras? —quisieron saber varios. Eran tan humanos como para
reírse de su propia impaciencia.
—Pronto, muy pronto.
—Muy pronto —repitió T'dikkat, reanudando su tarea, aunque ya no estaba a cargo.
—Una pregunta —exclamó la Dama Da.
—Señora —dijo la Dama Johanna, con el respeto debido a una ex emperatriz.
—¿Se nos permitirá el matrimonio?
La Dama Johanna se quedó atónita.
—No sé —respondió al fin. Sonrió—. No veo por qué no...
—Reclamo a este hombre, Mercer —declaró la Dama Da—. Cuando las drogas eran más
profundas, y el dolor más intenso, él era el único que siempre intentaba pensar. ¿Puedo
quedarme con él?
Mercer consideró que el procedimiento era arbitrario, pero se sentía tan feliz que no dijo
nada. La Dama Johanna Gnade lo estudió un instante y asintió. Levantó los brazos en un gesto
de bendición y despedida.
Los robots dividieron el rosado rebaño en dos grupos. Uno viajaría en una nave hacia un
nuevo mundo, nuevos problemas y nuevas vidas. Los demás, que intentaban ocultarse en la
tierra, fueron reunidos para recibir el último homenaje que el hombre podía tributar a la
humanidad de las víctimas.
T'dikkat, alejándose de los demás, trotó con su botella por la llanura para ofrecer al hombre-
montana Álvarez un gran obsequio de deleite.
HACIA UN MAR SIN SOL
¡Vibran en el cielo, arriba, oh, muy arriba! Brillante, cuan brillante es la luz de esas lunas
gemelas de Xanadú. Xanadú la perdida, Xanadú, la adorable, Xanadú la sede del placer. Placer
de los sentidos, del cuerpo, de la mente, del alma. ¿Alma?¿Quién habló del alma?
1
Donde se encontraban, el viento susurraba con suavidad. De vez en cuando Madu, en un
ancestral gesto femenino, se estiraba la diminuta falda plateada o se ceñía la chaqueta abierta y
sin mangas, igualmente diminuta. No porque tuviera frío. Su exigua vestimenta era apropiada
para el templado clima de Xanadú.
Se preguntaba cómo sería ese Señor de la Instrumentalidad: ¿viejo o joven, rubio o moreno,
sabio o tonto? No pensó: «apuesto o feo». Xanadú era célebre por la perfección física de sus
habitantes, y Madu era demasiado joven para concebir algo menos perfecto.
Lari, que aguardaba junto a ella, no pensaba en ese Señor del Espacio. Volvía a ver
mentalmente las cintas de vídeo de la danza, los pasos intrincados y el bello frenesí de
movimientos de ese grupo de los antiguos días, en la Cuna del Hombre, el grupo llamado
Boolshoi. «Algunas vez —pensaba—, oh, quizás alguna vez pueda bailar así...
Kuat pensaba: «¿A quién quieren engañar? Hace años que soy gobernador de Xanadú y es
la primera vez que nos visita un Señor. ¡Conque héroe de guerra de la batalla de Styron IV!
Vaya, eso ha sido hace muchos meses sustantivos... Ha tenido mucho tiempo para recobrarse,
si es verdad que lo hirieron. No, aquí hay algo más... Saben o sospechan algo... Bien, lo
mantendremos ocupado. No será difícil con todos los placeres que ofrece Xanadú... y está Madu.
No, ese hombre no podrá quejarse, pues de lo contrarío revelará sus verdaderas intenciones.»
Mientras el ornitóptero descendía, se acercaba el destino de todos ellos. El Señor no sabía
que él sería el destino de esa gente; no se proponía serlo, y aquellos destinos no estaban
predeterminados.
El pasajero del ornitóptero abrió su mente para percibir el lugar, para aprehenderlo. Era difícil,
terriblemente difícil. Una gruesa capa nubosa, una bruma, parecía separar su mente de las
mentes que trataba de indagar. ¿Era él mismo, su lesión mental de la guerra? ¿O era algo más,
la atmósfera del planeta, algo para obstaculizar o impedir la telepatía?
El Señor bin Permaiswari meneó la cabeza. Estaba tan lleno de dudas, tan confuso... Desde
la batalla. ¿Cuánto daño mental permanente habían provocado las desgarrantes sondas de las
máquinas del miedo? Tal vez en Xanadú pudiera descansar y olvidar.
El Señor bin Permaiswari sintió un desconcierto aún mayor al bajar del ornitóptero. Sabía que
Xanadú no tenía sol, pero no estaba preparado para la luz tenue y sin sombras que lo saludó.
Las lunas gemelas parecían suspendidas una junto a la otra y millones de espejos reflejaban su
luz. En las inmediaciones se extendían muchos U de playas de arena blanca, y más lejos se
erguían acantilados de greda lamidos por un mar negro como alquitrán. Negro, blanco, plata: los
colores de Xanadú.
Kuat se le acercó sin demora. Había sentido menos aprensión al ver al Señor del Espacio. El
visitante parecía enfermo y confuso de verdad: en consecuencia, Kuat fue inadvertida mente más
afable.
—Xanadú te da la bien venida, oh Señor bín Permaiswari. Xanadú y todo lo que Xanadú
contiene te pertenece. —El saludo tradicional sonaba extraño en ese tono tosco. El Señor del
Espacio vio a un hombre enorme, alto y proporcionalmente fornido, de músculos relucientes,
melena rojiza y barba de tono magenta bajo la luz de las lunas y los espejos.
—Me basta con estar en Xanadú, gobernador Kuat. Te devuelvo el planeta con todo lo que
contiene —respondió el Señor Kemal bín Permaiswari.
Kuat se volvió para presentar a sus dos acompañantes.
—Esta es Madu, una pariente lejana, y por tanto mi protegida. Y éste es Lari, mi hermano,
hijo de la cuarta esposa de mi padre, la que se ahogó en el Mar sin Sol.
El Señor del Espacio torció la cara ante la sonrisa de Kuat, pero los jóvenes no parecieron
reparar en ella.
La gentil Madu disimuló su desilusión y saludó al Señor con decoroso recato. Madu había
esperado (¿deseado?) una figura resplandeciente, una armadura centelleante, o quizá
simplemente un aura que proclamara: «Soy un héroe.» En cambio veía a un hombre de aire
intelectual, cansado, que aparentaba más de sus treinta años sustantivos. Se preguntó qué
habría hecho, por qué la Instrumentalidad proclamaba a este hombre el salvador de la cultura
humana en la batalla de Styron IV.
Lari, por ser varón, conocía más que Madu acerca de la batalla, y saludó al Señor bin
Permaiswari con grave respeto. En su mundo de sueños, la inteligencia ocupaba un lugar
importante, sólo precedida por los bailarines y los corredores gráciles. Este era el hombre que se
había atrevido a lanzar su persona, su mente viviente, su intelecto, contra las temidas máquinas
del miedo. ¡Y había vencido! El precio se le notaba en la cara, pero había vencido. Lari unió las
manos y se las llevó a la frente en un gesto de homenaje.
El Señor extendió el brazo en un ademán que conquistó para siempre el corazón de Lari.
Tocó la mano de Lari y dijo:
—Mis amigos me llaman Kemal.
Luego se volvió para incluir a Madu y, casi como si lo hubiera olvidado, a Kuat.
Kuat no reparó en el titubeo. Había dado media vuelta y caminaba hacia lo que parecía una
enorme masa de piel rayada, amarilla y negra. Soltó un raro chasquido y la masa se separó en
cuatro enormes gatos. Cada gato estaba ensillado, y cada silla estaba equipada con un anillo
para que el jinete montara, aunque aparentemente no había un medio para guiar los gatos.
Kuat respondió a ia pregunta de Kemal:
—No, claro que no hay modo de guiarlos. Son gatos puros, sin modificaciones, excepto por el
tamaño. ¡Aquí no hay subpersonas! Creo que somos el único planeta de la Instrumentalidad que
no tiene subpersonas... salvo Norstrilia, por cierto. Pero las razones de Norstrilia y las de Xanadú
están en los extremos opuestos del espectro. Nosotros gozamos de nuestros sentidos. No
creemos, como los norstrilianos, en esas patrañas sobre el carácter templado por el rigor del
trabajo. No creemos en la austeridad y en esas sandeces. Simplemente obtenemos mayor placer
sensual de nuestros animales no modificados. Tenemos robots para el trabajo sucio.
Kemal cabeceó.;
¿No estaba allí para eso, a fin de cuentas? ¿Para permitir que los sentidos le repararan las
lesiones de la mente?
Aun así, el hombre que se había enfrentado a las máquinas del miedo casi sin pestañear no
supo cómo acercarse al gato que le habían asignado.
Madu notó su vacilación.
—Griselda es muy amigable —dijo—. Sólo desea que le rasques las orejas; luego se
recostará y podrás montar.
Kemal alzó la frente y captó un destello de rechazo en los ojos de Kuat. No era una ayuda en
su búsqueda de mejoría.
Madu, sin advertir el disgusto de Kuat, había persuadido a la gran gata para que se
arrodillase y sonreía a Kemal.
Éste sintió que algo parecido al dolor lo apuñalaba con esa sonrisa. Madu era tan bella e
inocente que su vulnerabilidad le estrujaba el corazón. Recordó la frase de un sabio antiguo
citado por la Dama Ru: «La inocencia interior es armadura exterior», pero una telaraña de miedo
le cubrió la mente. La desechó con un gesto y montó en la gata.
Casi tres siglos después, mientras agonizaba, recordaría esa cabalgata. Fue tan emocionante
como su primer salto en el espacio. El brinco en la nada y la súbita sensación de estar viajando,
viajando, viajando sin voluntad, sin dominio del rumbo que tomaría su cuerpo: antes de que el
miedo pudiera afirmarse se convirtió en una excitación visceral, casi orgásmica, un torrente de
placer casi intolerable.
Con el pelo oscuro y húmedo ondeando sobre la cara, el Señor bin Permaiswari habría
resultado irreconocible para los Señores y Damas que se reunían en la Campana de la Vie ja
Tierra en tiempos de crisis. Ellos no habrían reconocido ese júbilo aniñado en una cara donde
estaban habituados a ver gravedad y preocupación. El Señor bin Permaiswari reía en el viento y
apretaba las rodillas contra los flancos de Griselda, empuñando el anillo de la silla con una mano
mientras con la otra saludaba a los demás, que lo seguían a poca distancia.
Griselda parecía notar cuánto le complacían sus brincos largos y ligeros. De pronto la
cabalgata cobró una nueva dimensión. El ornitóptero que había traído al Señor del Espa cio surcó
el cielo regresando al puerto espacial. Griselda se apartó del séquito y saltó en vano en pos del
ornitóptero en ascenso. Mientras la gata saltaba, Kemal tuvo que aferrarse al anillo con ambas
manos para no caer y hacer el ridículo. La gata brincó y pataleó en vano hasta que la máquina
se perdió de vista. Luego se sentó para lamerse y de paso, imprevistamente, lamió al jinete.
El Señor Kemal no encontró desagradable esa áspera lengua, pero se alarmó cuando el
colmillo le rozó la pierna. A cierta distancia, Kuat reía. La cara de Madu, aun a lo lejos, revelaba
preocupación; sin embargo, se distendió cuando el Señor agitó la mano. Lari, confiando en los
poderes del héroe de Styron IV, miraba soñadoramente la ciudad distante.
Más despacio, Griselda se reunió con el resto de la comitiva, al parecer avergonzada de
haber hecho una travesura de cachorro cuando le habían confiado el bienestar del distingui do
visitante.
A lo lejos las cúpulas y torres de la ciudad fulguraban como nácar bajo la luz suave y sin
sombras de las lunas y los espejos. El Señor Kemal bin Permaiswari notó que su sensa ción de
irrealidad se agudizaba. La ciudad parecía tan bella e irreal que pensó que se esfumaría en
cuanto se aproximaran. Pronto aprendería que la ciudad y todo lo que representaba eran cosas
demasiado reales.
Cuando se acercaron a las murallas, Kemal comprendió que la impecable blancura de la
ciudad era una ilusión. Las titilantes paredes blancas de los edificios tenían incrustaciones de
gemas en diseños intrincados: flores, hojas y dibujos geométricos que realzaban la belleza de
esa increíble arquitectura. El Señor Kemal no había visto nada semejante en todos los mundos
que había visitado; el palacio de Philip en el Planeta de las Gemas era una buhardilla comparado
con esos edificios.
Jardines geométricos con fuentes y estanques separaban un edificio de otro. Había arbustos
plantados aquí y allá, con una hábil planificación que los hacía parecer naturales. De pronto el
Señor del Espacio reparó en otro aspecto extraño del planeta: no había visto árboles. Los perros
les ladraron desde lejos cuando entraron en la ciudad, pero esta vez Griselda no se dejó tentar.
Ahora que estaba en la ciudad había cobrado un aíre majestuoso, como si deseara hacer olvidar
su descuido anterior. Enfiló directamente hacia la escalinata del palacio.
El Señor Kemal sintió que los músculos de las ancas de Griselda se tensaban cuando la gata
se dispuso a subir los escalones y atravesar la puerta abierta. La abertura sería an gosta para
que pasaran los dos. Por suerte Kuat llegó primero a la escalinata y frenó a la gata con un
chasquido. Kemal notó que Griselda obedecía de mala gana. Habría preferido subir dando
brincos, pero obedeció. Se tendió en el suelo, con las patas traseras recogidas y las delanteras
estiradas; el Señor Kemal se apeó ágilmente pero contra su voluntad, pues lamentaba casi tanto
como Griselda que el paseo hubiera terminado. Se agachó para rascar las orejas de la gata.
Madu sonrió aprobatoriamente.
—Eso es. Si trabas amistad con la gata, obedecerá con mejor predisposición.
—Yo tengo mi propio método —gruñó Kuat— para lograr que obedezcan si se pasan de
listos.
Por primera vez el Señor del Espacio reparó en un pequeño látigo dentado que Kuat llevaba
en el cinturón, y que ahora sañalaba.
—Kuat, no harías eso —protestó Madu—. Nunca lo has hecho...
—No me has visto —dijo Kuat. La cara de Madu se enturbió y Kuat añadió para tranquilizarla
—: Hasta ahora no ha sido necesario. Pero no creas que no lo haría.
Kemal notó que las palabras de Kuat no eran precisamente tranquilizadoras. Un velo de duda
o asombro pareció apagar el brillo franco de la cara de Madu. Una vez más el Señor Kemal sintió
una punzada de temor por ella, y una vez más la desechó.
Temía por la inocencia de la muchacha, cuyos ojos le evocaban a C'irena, en los viejos días
de su juventud verdadera, antes de que lo hubieran iniciado en las costumbres de la humanidad,
antes de que le hicieran saber que las subpersonas y los hombres verdaderos no podían unirse
como iguales. C'irena, con su gracia de cervatillo, la boca suave y gentil y los ojos inocentes de
la hembra de gamo de la cual derivaba. ¿Qué le habría sucedido después de que él se fuera?
¿Aún tendría en los ojos ese candor que ahora veía reflejado en los ojos de Madu? ¿O se habría
unido a un venado tosco y se le habría contagiado parte de esa tosquedad?
Recordándola con afecto, deseó que C'irena se hubiera unido a un ciervo elegante que le
hubiera dado cervatillos tan suaves y gráciles como ella era en sus recuerdos. Meneó la cabeza.
Las máquinas del miedo habían despertado toda clase de recuerdos y sentimientos extraños.
Acarició distraídamente a la gata.
Salieron criados para desensillar a los gatos. Con un nuevo sobresalto, el Señor del Espacio
advirtió que eran hombres verdaderos y no subpersonas, y recordó lo que Kuat había dicho
acerca de la sensualidad y de los animales. Había algo más, algo en lo que él casi había
pensado, pero que no podía captar del todo. Era como tratar de coger la cola de un animal
escurridizo que doblaba la esquina.
Precedido por Kuat y seguido por Madu y Lari, el Señor Kemal avanzó por un laberinto de
salones y corredores. Cada uno parecía más asombroso que el anterior. El Señor del Espacio
sólo había visto algo similar en las cintas de vídeo; una reconstrucción de la vieja Cuna del
Hombre tal como había sido antes de Radiación III. Las paredes estaban adornadas con tapices
y pinturas basadas en reproducciones de los origínales terráqueos; divanes, estatuas, coloridas y
confortables alfombras traídas por el fundador de Xanadú, el primer khan.
Sí, Xanadú era un regreso al placer de los sentidos, al lujo y la belleza, a lo innecesario.
Kemal empezaba a relajarse en esa atmósfera de encantamiento, pero el hechizo se rompió
al llegar al salón principal, cuando Kuat se desplomó sin ceremonias en el diván más cercano.
Mientras se estiraba cuan largo era, hizo una seña al resto del grupo.
—Sentaos, sentaos —dijo.
Las velas despedían un brillo fluctuante; las mesas bajas y los divanes eran acogedores.
Por primera vez desde las presentaciones iniciales, Lari habló con espontaneidad.
—Te damos la bienvenida a nuestro hogar —dijo—, y esperamos hacer todo lo posible para
que disfrutes de tu visita.
Kemal notó que había prestado poca atención al joven porque estaba absorto en impresiones
nuevas, y (tenía que admitirlo) Madu lo había fascinado. Lari era, a su manera, físicamente tan
perfecto como Madu. Alto, esbelto, ligeramente musculoso, un muchacho áureo, y, al igual que
Madu, tenía un curioso aire de franqueza y vulnerabilidad. Al señor Kemal le resultó extraño que
ambos hubieran crecido tan inocentes bajo la tutoría de un hombre tan rudo y brutal como
parecía ser Kuat.
Kuat interrumpió sus ensoñaciones.
—¡Vamos! ¡El dju-di!
Madu se dirigió de inmediato a una mesa donde reposaba una bandeja color cobre con
claroscuros plateados. En la bandeja había un ánfora de doble pico del mismo material, y ocho
copas pequeñas haciendo juego. Una tapa cubría la parte superior del ánfora. Cuando Madu la
alzó, Kuat soltó uno de esos gruñidos que cada vez desagradaban más al Señor del Espacio.
—Cerciórate de apoyar el pulgar en el orificio adecuado.
Madu respondió con un tono indulgente, pero un tanto desdeñoso, que asombró un poco a
Kemal.
—Hago esto desde la niñez. ¿Por qué habría de olvidarlo ahora?
Años después Kemal bin Permaiswari pensaría que esa noche era uno de los giros más
decisivos que había dado su vida en su tortuoso pasaje por el tiempo. Mientras sucedían los
hechos, él actuaba con distanciamiento, como un espectador que observara no sólo los actos
ajenos sino los propios, como si no los dominara, como en un sueño...
Madu se arrodilló grácilmente y apoyó un pulgar sobre uno de los dos orificios de la parte
superior del ánfora. La luz de las velas jugueteaba sobre la ligera pátina de polvo plateado que le
cubría toda la superficie de tez desnuda. Mientras Madu vertía el líquido rojo en cuatro de las
pequeñas copas, Kemal notó que incluso las uñas de las pequeñas manos de la mucha cha
estaban pintadas de color plata.
Kuat alzó su copa. El primer brindis, según las normas de la cortesía, debía homenajear al
huésped de honor, o por lo menos al miembro de la Instrumentalidad. Pero Kuat se regía por sus
propias normas.
—Por el placer —dijo, y vació la copa de un sorbo,
Mientras los demás bebían despacio, Kuat se levantó para servirse otro trago. Había apurado
la segunda copa antes de que los demás hubieran terminado la primera.
El señor Kemal paladeó el dju-di. Era diferente de todo lo que hubiera probado antes, ni dulce
ni amargo. Se parecía al zumo de granada más que cualquier otro sabor que hubiera probado, y
sin embargo era único.
Mientras lo paladeaba, una sensación grata y cosquilleante le invadió el cuerpo. Cuando
terminó la copa, estaba convencido de que el dju-di era lo más exquisito que había probado
jamás. En vez de aturdir como el alcohol o de brindar sólo placer sensual, como el electrodo, el
dju-di parecía realzarles sentidos y la percepción. Los colores eran más brillantes, la música de
fondo —en la que antes apenas había reparado— era de pronto dolorosamente adorable, la
textura del diván de brocado era un deleite, el perfume de flores que antes desco nocía lo
abrumaba. Su mente lesionada rechazó a Styron IV y todas sus implicaciones. Sentía un
momentáneo fulgor de camaradería, incluso hacia Kuat, y de pronto sintió que había topado con
una muralla digna de los dáimonos.
Entonces cayó en la cuenta. Su incapacidad para sentir o leer las otras mentes del planeta no
estaba en él mismo ni en ningún trastorno provocado por las máquinas del miedo, sino que se
relacionaba con Kuat, con alguna barrera no autorizada que Kuat había erigido. Sin embargo, la
barrera era imperfecta. Kuat no había sido capaz de proteger únicamente sus propios
pensamientos; había tenido que erigir una barrera universal. Esto era obvio, pues Kuat no daba
indicios de ser capaz de leer la mente del Señor del Espacio.
«¿Qué tendrás que ocultar? —se preguntó Kemal—. ¿Qué cosas atentan tanto contra las
leyes de la Instrumentalídad como para que hayas levantado una barrera mental universal?
Kuat, relajado, sonrió agradablemente.
Por primera vez desde Styron IV, el Señor Kemal bin Permaiswari intuyó que de verdad
podría recuperarse del todo. Era la primera vez que sentía un verdadero interés por algo.
Madu lo trajo de vuelta al presente.
—¿Te agrada nuestro dju-di? —dijo, pero en realidad no era una pregunta.
Kemal asintió, jubiloso y todavía absorto en el enigma que había encontrado.
—Puedes beber otra copa —dijo Madu—, pero no es conveniente beber más, pues después
causa aturdimiento, y eso no es agradable, ¿verdad?
Sirvió una segunda copa para Kemal, para Lari y también para ella.
Kuat tendió la mano hacia el ánfora, y Madu se la golpeó traviesamente.
—Una más y podrías servirte pisang por accidente.
Kuat rió.
—Soy más corpulento que la mayoría de los hombres, y puedo beber más que ellos.
—Entonces, deja al menos que te sirva yo —dijo ella, llenando su copa.
Madu se volvió nuevamente hacia el Señor del Espacio con una alegría juguetona que no
parecía del todo sincera.
—Todos debemos consentir a Kuat, pero es peligroso beber demasiado. ¿Ves cómo está
hecha el ánfora?
Madu alzó la tapa para mostrar la división del ánfora.
—En una mitad hay dju-di; en la otra hay pisang, que tiene sabor idéntico al del dju-di, pero
que es mortal. Una copa mata a quien la beba en menos de un eefunjung.
Kemal tembló contra su voluntad. La unidad de tiempo que Madu había mencionado era
prácticamente instantánea.
—¿No hay ningún antídoto?
—Ninguno.
Lari, que había guardado silencio, habló al fin.
—En realidad es la misma cosa. El dju-di es el pisang destilado. Provienen de un fruto que
sólo crece aquí, en Xanadú. La Galaxia sabrá cuántas personas han muerto comiendo la fruta o
bebiendo el pisang fermentado sin destilar antes de que se descubriera el secreto del dju-di.
—Cada una de esas muertes valió la pena —rió Kuat. Toda la calidez que el dju-di había
despertado en el Señor del Espacio hacia el gobernador de Xanadú se disipó al instante. No
obstante, la dualidad del ánfora le despertaba curiosidad.
—Pero si sabéis que el pisang es veneno, ¿por qué lo guardáis en el mismo recipiente que el
dju-di? Más aún, ¿por qué lo conserváis en estado puro?
Madu cabeceó aprobatoriamente.
—A menudo pregunto lo mismo, y me dan respuestas que no tienen sentido.
—Es la excitación del peligro —dijo Lari—. ¿No gozas más del dju-di sabiendo que existe la
probabilidad de que te sirvan pisang?
—A eso me refería —insistió Madu—. Las respuestas no tienen sentido.
—En primer lugar, está la tradición —intervino Kuat. La lengua se le trababa un poco, pero
hablaba con suficiente claridad—. En los viejos tiempos, bajo el primer Khan y antes de que
Xanadú entrara en la jurisdicción de los Señores de la Instrumentalidad, las actividades ilegales
proliferaban en Xanadú. Había luchas de poder por el liderazgo. Venían gentes de otros planetas
para adueñarse de nuestras riquezas. Tenía que haber un modo sencillo de eliminarlas antes de
que supieran que las iban a eliminar. Dicen que el ánfora doble está copiada de un ánfora china
traída por el primer Khan. No sé nada al respecto, pero aquí se ha convertido en tradición. En
Xanadú no existe un recipiente de dju-di sin su correspondiente recipiente de pisang.
Cabeceó sabiamente, como si lo hubiera explicado todo, pero el Señor del Espacio no quedó
satisfecho.
—De acuerdo —dijo—, fabricáis las ánforas al modo tradicional. Pero, por las nubes de
Venus, ¿por qué tenéis que seguir llenándolas de pisang?
Cuando Kuat respondió, habló con una voz aún más pastosa que antes; los efectos del
exceso de dju-di lo hacían parecer ebrio, y el Señor del Espacio decidió seguir el consejo de
Madu y no beber más de dos copas. Kuat sonrió arteramente y agitó un dedo admonitorio ante el
Señor Kemal.
—Los forasteros no deben hacer demasiadas preguntas. Todavía podría haber enemigos
cerca y todos estamos preparados. De un modo u otro, así es como ejecutamos a los
malhechores en Xanadú. —Rió con desenfado—. Ellos ignoran lo que les dan. Es como una
lotería. A veces juego con ellos. Primero les doy dju-di, y creen que los pondrán en libertad.
Luego les doy otra copa, y no sospechan nada. La beben alegremente, porque la primera copa
no les causó ningún efecto. Luego... Ja! ¡Hay que verles la cara cuando la parálisis los domina!
Por un instante la repulsión latente que el Señor del Espacio había concebido por Kuat estalló
con toda su fuerza. Luego pensó que ese hombre estaba ebrio. Se preguntó si estaría
expresando sus verdaderos sentimientos.
—¡No, Kuat, no! ¡No debes decir eso!
Kuat pareció reaccionar. Palmeó la rodilla de su hermano para calmarlo.
—No, no, claro que no. Creo que me iré a acostar. Cuidad de nuestro huésped, por favor.
Se tambaleó al levantarse, pero logró salir de la habitación con cierto aplomo.
De pronto la barrera se debilitó. El Señor del Espacio no podía leer la mente de Kuat, pero
captó algo maligno, extraño e ilegal en alguna parte del planeta. Y cierta frialdad pareció
reemplazar la tibieza del dju-di en sus venas.
El viento empezaba a soplar sobre las blancas dunas. Lejos de la ciudad, protegido por el
antiguo cráter del Mar sin Sol, el laboratorio presentaba una engañosa placidez exterior. Desde
dentro, el muerto diebr ilegal, aún no del todo sensitivo, se movió en el fluido amniótico; fuera.,
los árboles cargados de frutos mortales parecían temblar con pasmada ansiedad.
—Sabía que no tenía que haber bebido esa última copa, pero Kuat es caprichoso. —Madu
suspiró. Se volvió hacia Lari, sin prestar atención al Señor del Espacio, y dijo conciliadora mente
—: Claro que no hablaba en serio en cuando a lo de jugar con los prisioneros. Ha sido tan
bondadoso con nosotros todos estos años... nadie podría ser tan amable con nosotros y tan
cruel en otros sentidos, ¿verdad?
El Señor del Espacio volvió a mirar de soslayo a Lari. La cara apuesta y llena de vida, pero
tan, tan joven, tenía un aire de turbación.
—No, supongo que no... —Se interrumpió, recordando la presencia del Señor del Espacio—.
Claro que son habladurías —concluyó, pero el Señor Kemal tuvo la sensación de que no sólo se
empeñaba en tranquilizarse a sí mismo sino en borrar la mala impresión que había producido su
hermano.
—Ahora vamos a comer —dijo vivazmente Madu, y se levantó para entrar en el comedor.
De nuevo el Señor del Espacio tuvo la sensación de que cambiaban de tema.
2
En años posteriores el Señor del Espacio recordó. Los pensamientos se le agolpaban en la
mente: Oh Xanadú, no hay nada comparable en todas las galaxias. Los días y noches sin
sombra, las llanuras sin árboles, los repentinos estallidos de truenos y relámpagos sin lluvia que
se suman a tus encantos. Griselda, El único animal puro que he conocido jamás. El ronroneo
vasto y rugiente, el hocico blanco y rosado con la mancha negra en un costado, los ojos que
parecían mirar más allá de mi cara para escudriñar mi ser. ¡Oh Griselda., ojalá aún brinques y
saltes en alguna parte...!
Pero ahora los primeros días del Señor Kemal bin Permais-wari en Xanadú pasaron deprisa
mientras lo iniciaban en los infinitos placeres de aquel planeta.
Para el día siguiente, a la llegada de Kemal se había programado una prueba deportiva
donde correría Lari. El elemento de competición que se había introducido en Xanadú formaba
parte de un regreso deliberado a las alegrías simples que la humanidad había olvidado en su
mecanización.
Las multitudes del estadio eran alegres y gárrulas. La mayoría de las muchachas llevaba el
pelo suelto y ondeante; las mujeres, tanto mayores como jóvenes, vestían la indumen taria típica
de Xanadú: una diminuta falda corta y una chaqueta abierta sin mangas. En la mayoría de los
mundos, las mujeres de más edad habrían resultado grotescas, o al menos ridiculas, con esa
indumentaria, y las más jóvenes habrían parecido desvergonzadas. Pero en Xanadú había una
inocencia elemental y una aceptación del cuerpo, y sus mujeres, casi sin excepción y sin
importar la edad, parecían haber conservado una silueta esbelta y adorable, y no había falsos
pudores que destacaran esa semidesnudez.
La mayoría de los jóvenes, tanto varones como mujeres, usaban el brillante polvo corporal
que el Señor del Espacio había visto por primera vez en Madu; algunos usaban un polvo acorde
con su vestimenta, otros con el pelo o los ojos. Unos pocos usaban una pátina luminosa sin
color.
De todos ellos, Madu era la más encantadora para el Señor del Espacio.
Irradiaba una excitación que en parte se comunicaba al Señor Kemal. Kuat parecía
desprovisto de emociones.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —preguntó Madu.
—El muchacho ganará, lo sabes. De un modo u otro, las carreras de caballos son más
excitantes.
—Para ti, quizá. No para mí.
El Señor Kemal se interesó.
—Nunca he visto esas carreras —dijo—. ¿En qué consisten? ¿Los caballos corren juntos
para ver cuál es el más veloz?
Madu asintió.
—Parten a una señal y corren por un trayecto predeterminado. El primero en llegar a la meta
es el ganador. A él —señaló traviesamente a Kuat con la cabeza— le gusta apostar a la victoria
de su caballo. Por eso las carreras de caballos le gustan más que las de humanos.
—¿Y en las carreras de humanos no hay apuestas?
—Oh, no. ¡Sería degradante para los seres humanos apostar por sus logros o aptitudes!
Ese día había tres carreras, cada cual con menos competidores que la anterior. Ya en la
primera carrera fue evidente que no había una verdadera competencia; Lari superó a los demás
por tanta distancia que fue casi vergonzoso. Si no hubiera sido obvio que era un magnífico
corredor, habría sido fácil creer que los demás se rezagaban para permitir el triunfo del hermano
del gobernador de Xanadú.
Kuat caminó hacia el centro del estadio para participar en el remedo de un antiguo ritual de la
vieja Cuna del Hombre, que consistía en poner una corona de hojas doradas en la cabeza de
Lari.
En ausencia del gobernador, el Señor Kemal oyó susurros a sus espaldas. Captó las
palabras: «bailará con los aroi», «el viejo gobernador quedará complacido», «lástima que su ma-
dre...» Madu no parecía escuchar.
Después de las celebraciones, cuando el gobernador y su séquito regresaron al palacio, el
Señor Kemal recordó las curiosas frases; sobre todo le causaba intriga el tiempo futuro de «el
viejo gobernador quedará complacido» (en vez de habría. quedado complacido). Se le clavó en
la mente, irritante como una astilla en un dedo lastimado. Su mente apenas empezaba a
recobrarse de las lesiones producidas por las máquinas de miedo, y decidió que no podía
arriesgarse a una nueva infección.
Mientras Kuat bebía su segunda copa de dju-di, el Señor Kemal preguntó con aire informal:
—¿Cuánto hace que eres gobernador de Xanadú, Kuat?
El otro alzó la vista, intuyendo que la pregunta tenía una segunda intención.
—Yo era pequeño... —interrumpió Lari.
Kuat lo silenció con un gesto.
—Hace muchos años —dijo—, ¿Importa cuántos?
—No, era mera curiosidad —dijo el Señor del Espacio, optando por ser franco—. Pensé que
el gobierno de Xanadú era hereditario, pero hoy he oído algo que me ha hecho creer que aún
vivía el gobernador, tu padre.
Lari se apresuró a responder antes de que Kuat pudiera silenciarlo.
—Es que está vivo. Está con los aroi... Por eso mí madre...
El mal ceño de Kuat lo hizo callar.
—Esto no concierne a la Instrumentalidad, concierne a las costumbres locales de Xanadú,
protegidas por el artículo 376984, subartículo (a), parágrafo 34c del instrumento por el cual
Xanadú acordó ponerse bajo la protección de la Instrumentalidad. Te aseguro que sólo se trata
de cuestiones internas de origen puramente autóctono.
El Señor Kemal movió la cabeza aparentando aprobación. Sospechaba que había
descubierto otra pequeña pieza del enigma que lo intrigaba, que despertaba su interés como
nada lo había hecho desde Styron IV.
El cuarto «día» de su estancia en Xanadú, el Señor Kemal salió con Madu y Lari en su
primera expedición fuera de las murallas de la ciudad desde su llegada. Para entonces, el Señor
del Espacio ya le había cobrado un gran afecto a la gata Griselda. Se sentía halagado cuando
ella ronroneaba de placer y se tendía para que él montara, sin esperar una orden.
El Señor Kemal veía a los animales bajo una nueva luz. Comprendió turbadamente que las
subpersonas, animales modificados con forma de seres humanos, no eran en verdad ni una cosa
ni la otra. Oh, había subpersonas de gran inteligencia y poder, pero...
De¡ó ese pensamiento en el aire.
Galoparon alegremente por las llanuras. El pequeño planeta, ventoso y sin árboles, tenía una
belleza única y salvaje. El negro mar se encrespaba al pie de los acantilados de greda. Kemal,
contemplando los lis de arena, sintió una vez más la extrañeza del lugar. A lo lejos vio un gran
pájaro que se elevaba, vacilaba y caía.
Más tarde, mucho más tarde, la canción que escribió el ordenador cuando él lo alimentó con
los datos acerca del momento y el lugar, fue famosa a través de las galaxias:
Sobre una montaña oscura,
solitaria en la nube,
el águila se detuvo
y el viento ululó
en voz alta.
Rodó el trueno
y la bruma de la nube
formó la mortaja del águila
mientras ella caía,
las alas maltrechas y rotas.
Y el oleaje
al pie
del acantilado
fue blanco
esa noche
y brulotes
las alas
del ave
que caía.
Yo oí
el grito.
El hecho de que el Señor Kemal alimentara el ordenador con esos datos, de tal modo que
expresaron parte de su dolor, quizás atestigüe la hondura de sus sentimientos.
Madu y Lari también vieron la caída del ave, y algo que no podían entender del todo les
enturbió la alegría.
—¿Por qué? —susurró Madu—, Volaba tan libremente como nosotros cabalgábamos,
nosotros brincábamos mientras ella se remontaba, todos libres y felices. Y ahora...
—Y ahora debemos olvidarla —dijo el Señor del Espacio, con una sabiduría nacida de
incesantes padecimientos y de una cautela que lamentaba.
Pero él no pudo olvidar el águila. De ahí la canción del ordenador.
—Sobre una montaña oscura...
Más despacio, conmovidos por la muerte de la belleza y de la vida, reanudaron la marcha,
cada cual sumido en sus cavilaciones.
«¿Qué sentía mi madre? —pensaba Lari—. ¿Cuáles eran sus sentimientos y pensamientos
cuando entró en el mar oscuro, tibio y profundo, y supo que jamás regresaría?»
Madu sentía soledad y confusión. Era la primera vez que presenciaba la muerte en cualquiera
de sus formas. Sus padres eran irreales para ella, pues no los había conocido. Pero esa ave: la
había visto viva y libre, volando sin más preocupación que sus gráciles planeos y aleteos; y de
pronto estaba muerta. Madu no podía conciliar ambos pensamientos.
El Señor Kemal, dada su edad y experiencia, fue el primero en recobrarse.
—No me habéis contado —dijo— adonde nos dirigimos.
La sonrisa de Madu fue un pálido eco de su fulgor habitual, pero la muchacha hizo el
esfuerzo,
—Rodearemos el borde del cráter allá arriba, junto al pico. Es un bello panorama, y desde allí
se tiene la impresión de ver todo el planeta.
Lari asintió, decidido a participar en la conversación a pesar de los oscuros pensamientos que
le habían enturbiado la mente.
—Es verdad —dijo—. Desde allí se ve incluso el bosquecillo de árboles buahs. El pisang y el
dju-di se obtienen del fruto de esos árboles.
—Eso me llamaba la atención —dijo el Señor del Espacio—. No había visto ningún árbol
desde que aterricé en este planeta.
—No —dijeron Madu y Lari a dúo. Eso les hizo gracia, y rieron espontáneamente, actuando
con mayor naturalidad de la que habían demostrado desde la muerte del ave. Sin darse cuenta
contagiaron esa jovialidad a los gatos, que nuevamente brincaron con mayor celeridad.
La dicha del Señor del Espacio ante la alegría de sus jóvenes compañeros se enturbió un
poco, pues la conversación, que había empezado a ser interesante, no podía continuar en medio
de ese galope desenfrenado.
Mientras subían la cuesta, sin embargo, los gatos redujeron gradualmente la velocidad. El
cambio fue imperceptible al principio, pero a medida que continuaba el largo ascenso, el Señor
Kemal reparó en el creciente esfuerzo de Griselda. Había llegado a creer que nada podía cansar
a la gata, pero el ascenso hasta el borde del cráter era mucho más largo de lo que parecía desde
abajo.
Y la lentitud de los otros gatos revelaba que también ellos acusaban el esfuerzo.
El Señor del Espacio reanudó la conversación.
—Ibais a hablarme de los árboles —dijo.
Lari fue el primero en responder.
Tienes razón en cuanto a los árboles. Apenas se ven porque los únicos árboles que crecen
en Xanadú, además de los árboles buahs, son los árboles kelapos, y crecen en el fondo de los
cráteres de los volcanes más pequeños. También podrás ver algunos cuando lleguemos al borde
del cráter. Pero los árboles buahs siempre crecen en bosquecillos: se requieren machos y
hembras para engendrar el fruto, y sólo puedes acercarte al fruto en ciertas épocas. De lo
contrario, basta con inhalar el aroma para que sean mortales.
Madu asintió gravemente.
—Siempre debemos mantenernos alejados del bosquecillo buah hasta que Kuat haya
consultado a los arois. Cuando él dice que la época es apropiada, todos los habitantes de
Xanadú participan en la cosecha. Los arois bailan, y es la mejor época de todas...
Lari meneó la cabeza reprobatoriamente.
—Madu, no comentamos ciertas cosas con los extranjeros.
Madu se ruborizó y, con los ojos repentinamente húmedos, tartamudeó:
—Pero un Señor de la Instrumentalidad...
Los dos hombres notaron esa turbación, y cada cual se apresuró a remediarla a su manera.
—Soy hábil para no recordar lo que no debo —dijo el Señor del Espacio.
Lari le sonrió a Madu y le apoyó la mano derecha en el hombro.
—Está bien. Él lo comprende, y tú no querías causar daño. Ninguno de nosotros contará
nada a Kuat.
Mientras descansaba en su cuarto después de la cena, el Señor del Espacio trató de
reconstruir lo acontecido esa tarde. Habían llegado al borde del cráter. Tal como había dicho
Madu, el horizonte parecía ilimitado. El Señor del Espacio había tenido la abrumadora
percepción de la magnitud del infinito, algo que jamás había experimentado a tal punto en todos
sus viajes a través del espacio o del tiempo. Y, sin embargo, había tenido la pequeña y
persistente sensación de que algo no estaba del todo bien.
Parte de esa sensación se asociaba con el bosquecillo de buah. Estaba seguro de haber
entrevisto un edificio mientras el viento indeciso, a veces violento y a veces suave, mecía las
ramas de los buahs. No había comentado su observación a los jóvenes. Quizá fuera otro
elemento autóctono que estaba prohibido comentar, pues de lo contrario uno de ellos lo habría
mencionado.
Hurgó en su memoria (sí, sin duda su mente se estaba recobrando) en busca de una
persona, entre los criados del palacio, que estuviera dispuesto a hablar con un Señor de la
Instrumentalidad. De golpe recordó algo que debía de haber registrado subliminalmente, sin
notarlo de manera consciente en su momento. Uno de los hombres del establo de los gatos.
¿Qué era? El hombre había dibujado un pez en la arena de los gatos; luego, mirando de soslayo
al Señor del Espacio, había borrado la imagen con el cepillo. Más tarde el Señor Kemal había
visto un destello en el cuello de aquel hombre. ¿Una cruz del Dios Clavado en lo Alto? ¿Había
en Xanadú un miembro de la Vieja Religión Fuerte? En tal caso, había alguien a quien
chantajear. ¿O no? El hombre había intentado comunicarse con él. Ahora que lo pensaba,
estaba seguro. Bien, al menos tenía un posible colega. Solamente tenía que recordar el nombre
del individuo.
Dejó que su mente asociara ideas; evocó la cara del hombre, la mano tanteando la cadena
que le colgaba del cuello... Sí, era una cruz, ahora la veía... ¿Por qué no la había visto antes...?
Pero allí estaba, grabada en su mente. Y el nombre del criado: señor-Stokley-de-Boston. La rara
sospecha de que a pesar de todo había una subpersona en Xanadú cruzó la mente del Señor
del Espacio. El señor-Stokley-de-Boston no tenía aspecto de derivado de animal, pero el nombre
indicaba algo raro en su ascendencia.
El Señor Kemal bin Permaiswari no podía esperar hasta la «mañana» para tratar de conocer
mejor al señor-Stokley-de-Boston. ¿Con qué excusa podría bajar a los establos a esas horas?
Las puertas de Xanadú permanecerían cerradas las ocho horas siguientes. Luego advirtió que
estaba pensando como un ser humano común. Él era un Señor de la Instrumen talidad. No
necesitaba excusas para actuar a su antojo. Kuat sería gobernador de Xanadú, pero en la
jerarquía de la Instrumentalidad era una mota muy pequeña.
Empero, el Señor del Espacio decidió actuar con prudencia. Kuat había demostrado su falta
de escrúpulos, y algunas de esas prácticas «autóctonas» parecían muy especíales. Nadie
echaría de menos a un Señor del Espacio que «accidentalmente» bebiera pisang mientras
tuviera la mente trastornada. Y había que pensar en el bienestar del señor-Stokley-de-Boston.
Griselda. Ésa era la respuesta. El Señor del Espacio la había visto estornudar esa tarde, y lo
había comentado con Madu y Lari, quienes lo habían atribuido al polvo o al polen. Pero serviría
como excusa. Le había cobrado tanto afecto a Griselda que lo habían tomado a broma.
Seguramente se extrañaría de que se preocupara por ella.
Los corredores estaban extrañamente desiertos mientras se dirigía al establo. Cayó en la
cuenta de que no se había aventurado fuera de sus aposentos después de la última comida del
día de su llegada. Al parecer tanto amos como criados se retiraban después de la cena. Se
preguntó sí también los establos estarían desiertos.
Tuvo la increíble suerte de encontrar solo al señor-Stokley-de-Boston. Al menos, en ese
momento, pensó que el encuentro era casual. Más tarde interrogó al hombre-pájaro.
Pues el señor-Stokley-de-Boston resultó ser una subpersona, tal como había sospechado el
Señor del Espacio.
La sonrisa del señor-Stokley-de-Boston era sabia y benévola.
—Verás, el gobernador Kuat no sospecha que soy una subpersona. Y la barrera mental
universal, desde luego, no opera en mí. Fue un poco difícil, pero veo que logré comunicarme
contigo. Quedé un poco precupado cuando mi sonda mental mostró la cicatriz que te había
dejado Styron IV, pero he usado los métodos modernos para curarte la mente, y estoy seguro de
que vamos muy bien.
El Señor del Espacio se exasperó ante la idea de que una persona derivada de un animal
conociera su mente de forma tan íntima, pero la irritación se le pasó cuando asimiló la empatia
que había entablado con Griselda con la comunicación mental que tenía con el hombre-pájaro.
El señor-Stokley-de-Boston sonrió aún más.
—No me equivocaba contigo, Señor bin Permaiswari. Tú eres el aliado que necesitábamos en
Xanadú. ¿Te sorprende?
El Señor bin Permaiswari cabeceó.
—El gobernador insistió tanto en que no había subpersonas en Xanadú...
—No ha resultado fácil pasar inadvertido —admitió el señor-Stokley-de-Boston—, pero no
estoy solo. Y tenemos otras familias humanas, por cierto, pero hasta ahora nadie tan poderoso
como un Señor del Espacio.
El Señor Kemal descubrió que no le molestaba la presunción de que era un aliado. El
hombre-pájaro le volvió a leer los pensamientos y a sonreír. La sonrisa era curiosamente seduc-
tora, firme pero amable. Parecía digno de confianza, y el Señor Kemal estaba dispuesto a
aceptar las palabras del hombre-pájaro.
Los pensamientos de ambos se conectaron.
—Permite que me presente correctamente —pronunció el hombre-pájaro—. Mi nombre
verdadero es A'duard, y mi progenitor fue el gran A'telekeli, de quien tal vez hayas oído hablar.
La modestia de esta declaración conmovió al señor Kemal, quien inclinó la cabeza en señal
de respeto; el legendario hombre-pájaro, A'telekeli, era reconocido por la Instrumentalidad como
líder y asesor espiritual del subpueblo. Esa subpersona derivada de un huevo podía ser un
aliado muy útil para llevar a cabo la obra de la Instrumentalidad o una oposición de temibles
proporciones. Los Señores y Damas de la Instrumentalidad ansiaban su cooperación.
Muchas subpersonas eran célebres por sus extraordinarios poderes médicos y psíquicos, y el
Señor del Espacio se sintió reconfortado al saber que la persona de origen animal que le había
manipulado la mente era un descendiente de A'telekeli. Descubrió que verbalizaba sus
pensamientos porque A'duard obviamente podía oírlos. Si ambos cooperaban, la resolución del
misterio de Xanadú sería desde luego más simple para el Señor del Espacio, pero antes quería
saber si esa peculiar alianza violaba alguna ley de la Instrumentalidad.
—No —respondió empáticamente A'duard—. En rigor, se trata de corregir asuntos que están
reñidos con las reglas de la Instrumentalidad.
—¿Algo «autóctono»? —preguntó socarronamente el Señor del Espacio.
—La cultura nativa está involucrada en ello —le convino A'duard—, pero en verdad se la
utiliza para encubrir algo mucho más maligno... y empleo la palabra «maligno» no sólo en este
sentido —alzó la cruz del Dios Clavado en lo Alto— sino en el sentido de la violación de
derechos elementales de los seres vivientes. Me refiero al derecho de una entidad a existir, a
existir tal como es, siempre que no viole los derechos de otros, de llegar a su propio acuerdo con
la vida y de tomar sus propias decisiones.
Por segunda vez el Señor Kemal bin Permaiswari asintió manifestando aprobación y respeto.
—Ésos son derechos inalienables.
A'duard meneó la cabeza.
—Deberían serlo —dijo—, pero, en Xanadú, Kuat ha descubierto un modo de burlar esa
inalienabilidad. ¿Sabes, por cierto, qué son los muertos diehrs?
—Desde luego. «Y jamás una vida propia...» —entonó, citando una canción antigua—. ¿Pero
qué tienen que ver con los derechos de los vivos? Los muertos diehrs se cultivan con fragmentos
congelados de gentes notables muertas tiempo atrás. Es verdad que al regenerar la persona
física del muerto hemos tenido a veces resultados extraordinarios con los muertos diehrs en su
segunda vida. Pero a veces no... Sus logros parecen haber sido una combinación de
circunstancias y genes, no solamente de genes...
A'duard meneó la cabeza otra vez.
—No me refiero a los muertos diehrs controlados legal y científicamente, aunque a veces
siento pena por ellos. ¿Pero qué pensarías de muertos diehrs cultivados a partir de los vivientes?
El Señor del Espacio expresó su sorpresa y su horror mientras A'duard continuaba:
—Muertos diehrs que Kuat controla como marionetas, muertos diehrs que sustituyen a los
originales, de modo que ni los muertos diehrs ni el original tienen vida propia...
De repente el Señor del Espacio comprendió qué era el edificio que había entrevisto en el
bosquecillo de buahs.
—Ése es el laboratorio, ¿verdad?
A'duard asintió.
—Es un lugar perfecto. Kuat ha hecho correr la voz de que el aroma del árbol buah es mortal
excepto cuando él proclama que se pueden recoger los frutos sin peligro, tras consultar a los
arois. Nadie se atreve a acercarse al laboratorio. Pero son patrañas. El aroma del fruto de buah
es mortal sólo durante un período muy breve, justo antes de la cosecha... En otras palabras, la
dosis de verdad suficiente para volver creíble el rumor. Esta mañana viste la suerte de nuestro
explorador.
El Señor Kemal no comprendió.
—El águila no modificada que viste caer de los cielos esta mañana durante tu cabalgata. La
habíamos enviado a observar el laboratorio. La derribaron con un dardo de pisang. Esos
episodios hacen creer a la gente que nadie debe acercarse al bosquecillo.
—¿Podías comunicarte con el águila?
Por primera vez el Señor del Espacio atisbo una sombra de burla en la sonrisa del hombre-
pájaro.
—Desde luego. —A'duard bajó la vista, los ojos viejos y tristes—. Era un hermano mío. Nos
empollaron en el mismo nido, pero yo fui escogido para ser codificado genéticamente como
subpersona y él no. Nuestros sentimientos son un poco diferentes de los sentimientos de las
personas verdaderas, pero somos capaces de amor y lealtad, y también de tristeza...
El Señor Kemal evocó el ave elegante y rauda que había visto esa mañana durante su
cabalgata, y sintió la tristeza de A'duard. Sí, podía creer en los sentimientos de las subpersonas.
A'duard le cogió la mano.
—Noté que sufrías por él sin conocer las circunstancias. Ésa es una de las razones por las
que quise que me vieras esta noche. —De pronto su actitud cambió—. Ante todo debemos
encargarnos de los arois.
—He oído la palabra, pero ignoro qué significa —admitió el Señor del Espacio.
—No me sorprende. Los arois llevan una vida de placer: cantan y bailan, actúan y practican
una suerte de sacerdocio. Hay tanto hombres como mujeres entre los arois, y se los respeta y
honra. Pero para unirse a ellos hay que cumplir un siniestro requisito.
El Señor del Espacio no disimuló su curiosidad.
—Hay que sacrificar a todos los descendientes vivos de la pareja actual de la persona que se
una a los arois. O bien la pareja debe morir. Así, si hay más de un vastago de esa unión, también
debe morir un número equivalente de otros voluntarios.
El Señor Kemal comprendió:
—Conque ésa es la razón por la cual la madre de Lari se ahogó en el Mar sin Sol... para
salvar a su hijo. ¿Pero por qué el viejo gobernador se unió a los arois?
—¿No lo entiendes? Con Kuat como gobernador y el viejo gobernador con los arois, ese par
de conspiradores ejerce un poder absoluto sobre el planeta...
—Conque fue una conspiración desde el principio.
—Por supuesto. Kuat era el hijo de la primera esposa del gobernador, el que había tenido en
la flor de la juventud. En la vejez quiso perpetuar su poder pero, por así decirlo, con ayuda de un
virrey.
—¿Y los muertos diehrs del laboratorio?
—Esa es la razón de nuestra urgencia. Están totalmente desarrollados y son casi sensitivos.
Hay que destruirlos antes de que los originales sean sustituidos y muertos.
—Supongo que no hay otro camino, pero casi parece un asesinato.
A'duard manifestó su desacuerdo.
—La sustitución es un asesinato físico y espiritual. Esos muertos diehrs son como robots sin
alma... —Reparó en la débil sonrisa del Señor del Espacio—. Sé que no crees en la Vieja
Religión Fuerte, pero creo que entiendes a qué me refiero.
—Entiendo, No son, en el sentido que tú dices, seres vivientes. No tienen albedrío.
—Los arois están a dos aldeas de distancia, a unos cien lis. Tras haber representado su
celebración en esas aldeas, vendrán aquí. Ésa será la señal para que comience la cosecha del
fruto del buah y la sustitución de los seres vivos por los muertos diehrs que los imitan. Entonces
no habrá oposición a Kuat en el planeta, y él podrá dar rienda suelta a su crueldad... y planear la
conquista de otros mundos. Su hermano Lari será una de sus víctimas, pues Kuat teme la
popularidad del muchacho entre las multitudes.
—Pero las dos personas por las que ha manifestado verdadero afecto —replicó
incrédulamente el Señor Kemal— son Lari y Madu.
—No obstante, uno de los muertos diehr del laboratorio es una réplica de Lari.
—¿Y no se opondrá el padre, el viejo gobernador?
—Quizá, aunque es improbable que intervenga: se unió a los arois sabiendo qué precio
debería pagar en términos humanos.
—¿Y Madu?
—La mantendrá como es, por el momento, y tratará de moldearla según su voluntad. Kuat
respeta tan poco la individualidad que, en caso contrario, obtendrá un fragmento de su carne y la
sustituirá por un muerto diehr. Se contentaría con una réplica física sin preocuparse por la
ausencia de la persona.
El Señor del Espacio sintió que su fatigada mente intentaba ingerir más de lo que era posible
en un solo bocado. A'duard comprendió.
—Te he retenido demasiado tiempo. Debes descansar. Estaremos en contacto. Y no te
preocupes; la barrera mental de Kuat también lo afecta a él; sólo quedan exentas las
subpersonas y los animales, y todos estamos mancomunados.
Al regresar a sus aposentos, el Señor bin Permaiswari reparó nuevamente en el silencio, la
total ausencia de actividad humana en el palacio. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado
desde que había salido de su habitación para buscar al señor-Stokley-de-Boston en los establos.
Lamentó no haberse acordado de preguntar a A'duard cómo había adquirido ese raro nombre.
De inmediato oyó la voz de A'duard en la mente.
—Me fue otorgado por un pequeño servicio que presté a la Instrumentalidad en la vieja Cuna
del Hombre.
El Señor del Espacio dio un respingo. Había olvidado que no había barreras espaciales para
el lenguaje mental si dejaba la mente abierta.
—Gracias —pronunció, y luego cerró su mente.
4
Cuando despertó de un sueño tumultuoso, el Señor del Espacio sentía una fatiga que A'duard
sin duda habría llamado cansancio del alma. No había manera de comunicarse con la
Instrumentalidad. La próxima nave con destino al puerto espacial de Xanadú partiría en un futuro
demasiado lejano como para ser de alguna utilidad en el asunto de los muertos diehrs ilegales.
A'duard tenía razón. La sustitución debía detenerse antes de que comenzara. ¿Pero cómo? Le
parecía un poco humillante, en su condición de Señor del Espacio, tener que depender de una
subpersona. El único consuelo era que esa subpersona era un descendiente del gran A'telekeli.
Mientras comían la primera comida del día, Madu parecía desanimada; Lari no estaba presente.
El Señor Kemal, con la voz más agradable de que era capaz, preguntó a Kuat por el muchacho.
—Fue a Raraku a bailar con los arois —dijo Kuat. Luego pareció advertir que el Señor del
Espacio debía de ignorar la palabra «aroi»—. Es un grupo de bailarines y actores de Xanadú —
explicó amablemente.
Kemal sintió un frío en el corazón.
No veía el momento de comunicarse con A'duard.
—Lari no está —dijo en cuanto estuvo seguro de que Kuat no reparaba en sus palabras.
—Todos los muertos diehrs están todavía en su lugar, según informan nuestros exploradores
—respondió A'duard—. Trataremos de encontrarlo y de comunicarnos contigo.
Pero el tiempo pasó y las subpersonas sólo pudieron asegurar al Señor Kemal que Lari no
estaba con los arois ni en Raraku, y que su réplica diehr todavía ocupaba su sitio en el
laboratorio. Parecía haberse esfumado del planeta.
Madu había tomado literalmente la afirmación de Kuat; ahora estaba mucho más callada,
pero aparentemente creía que Lari estaba bailando con los arois. El Señor del Espacio la sondeó
con prudencia.
—Por lo que oí decir, entendía que los arois constituían un grupo cerrado al cual uno debía
unirse para participar.
—Oh sí, para participar plenamente —dijo Madu—, pero antes de la cosecha se permite que
los mejores bailarines dancen con los arois, sean miembros o no. Ahora no falta mucho tiempo.
Los arois se han trasladado de Raraku a Poike. Luego vendrán aquí. Me alegrará ver de nuevo a
Lari; siempre lo echo de menos cuando se va a correr o bailar.
—¿Lari se ha ido antes para bailar? —preguntó el Señor del Espacio.
—Bien, no a bailar. A correr, pero no para bailar. Pero es muy bueno. En realidad, antes no
tenía la edad suficiente.
—¿Y hay otros festejos de la cosecha además del baile —preguntó el Señor del Espacio,
buscando todavía una pista sobre el paradero del desaparecido Lari.
La sonrisa de Madu recobró parte de su esplendor.
—Oh, sí. En esta ocasión tenemos las carreras de caballos que te he mencionado. Es el
deporte favorito de Kuat. Aunque temo que esta vez —la cara de Madu se ensombreció— su
caballo no tendrá muchas oportunidades de ganar. Gogle ha corrido demasiado y en condiciones
muy exigentes; las patas traseras se le están desgastando. El veterinario habló de hacer le un
trasplante muscular en cuanto consiguieran un donante adecuado, pero dudo que lo hayan
encontrado.
Pero la perspectiva de ver pronto a Lari parecía devolver a Madu la alegría que el Señor del
Espacio asociaba con la muchacha. Salieron a cabalgar, y el Señor Kemal gozó nueva mente de
esa abrumadora sensación de asombro y placer mientras él y la gata Griselda se convertían en
un solo ser. Los sentimientos de ambos estaban tan íntimamente ligados que el Señor del
Espacio no tenía que apretar las rodillas ni chascar para que Griselda obedeciera cada uno de
sus deseos. Por primera vez en muchos días, el Señor bjn Permaiswari pudo olvidarse de
A'duard y los muertos diehr'syde su preocupación por Lari y de su temor a que la
Instrumentalidad no aprobara su alianza con el hombre-pájaro.
Y se preguntó, también por primera vez, cuánto se querrían Madu y Lari. Ahora que tenía a
Madu para él solo, sentía más que nunca la fuerte atracción que la muchacha ejercía sobre él.
En todos los mundos que había conocido, jamás había sentido semejante atracción por una
mujer. Y —tal era su honor— pensó que era aún más imperativo encontrar a Lari sano y salvo
antes de expresar a Madu sus sentimientos. Intentó comunicarse mentalmente con A'duard.
—Nada —dijo el hombré-pájaro—. No hemos encontrado rastros suyos. La última vez que
uno de los nuestros lo vio, estaba en las inmediaciones del palacio y se dirigía a los establos.
Eso es todo.
El día anterior a la cosecha, el Señor del Espacio, con Griselda como pretexto, fue
nuevamente a los establos.
A'duard trabajaba afanosamente, como el señor-Stokley-de-Boston. Miró gravemente al
Señor del Espacio, pero no abrió la mente. No habló. El Señor bin Permaiswari se sintió
ofendido. Abrió la mente y dijo:
—¡Bahy animales!
A'duard hizo una mueca pero no contestó nada.
El Señor del Espacio, pidió disculpas.
—Lo lamento. No iba en serio.
Esta vez A'duard respondió.
—Sí, lo has dicho en serio. Y somos animales. ¿Pero por qué tanto desprecio? Cada cual es
lo que es.
—Me ha molestado que me cerraras la mente a mí, un Señor del Espacio. Pero tienes
derecho a cerrar la mente ante cualquiera. Te pido disculpas.
A'duard aceptó gentilmente la declaración.
—Había una razón para que cerrara la mente —dijo—. Trataba de resolver cómo contarte
algo. Y necesitaba conocer bien tus verdaderos sentimientos sobre Madu y Lari antes de hablar
con libertad.
El Señor bin Permaiswari sintió un poco de embarazo; no se había comportado como un
Señor del Espacio sino como un niño. Trató de ser completamente franco.
—Estoy sinceramente preocupado por Lari. En cuanto a Madu, debes saber que existe una
fuerte atracción, pero ante todo debo averiguar dónde está el muchacho y ver cuáles son los
sentimientos de ella.
A'duard cabeceó.
—Hablas como yo esperaba que lo hicieras. Hemos hallado a Lari. Ha quedado inválido para
siempre.
El Señor Kemal inspiró, y el aire le quemó la garganta.
—¿A qué te refieres?
—Kuat ordenó a su veterinario que cortara al muchacho los músculos de los tobillos y los
trasplantara a Gogle, su caballo favorito. El caballo podrá correr una carrera más a toda ve -
locidad, burlando a quienes apuesten en contra de Kuat. Es improbable que una intervención
quirúrgica consiga que el muchacho camine de nuevo, y mucho menos que corra o baile.
El Señor del Espacio tenía la mente en blanco. Advirtió que A'duard todavía se dirigía a él.
—Tendremos al muchacho en una silla de ruedas mañana, en la carrera de caballos.
Necesitarás la ayuda de Madu. Entonces podrás decidir qué hacer.
Hasta el día siguiente, hasta el momento de la carrera, el Señor Kemal se sintió como en un
sueño, observando desapasionadamente sus movimientos. A'duard se comunicó con él una sola
vez.
—Hay que destruir de inmediato a los muertos diehrs —le dijo—. Mañana será el momento,
después de la carrera, cuando todos estén de fiesta. Manten ocupado a Kuat y yo me encar garé
del asunto.
Temeroso e infeliz, sintiéndose más débil que nunca desde Styron IV, el Señor Kemal bin
Permaiswari acompañó a Madu y al gobernador Kuat hasta la carrera de caballos. En el palco
estaba Lari, pálido, delgado, avejentado y en una silla de ruedas.
—¿Por qué? —gritó mentalmente el Señor del Espacio.
La voz de A'duard le llegó con mucha más calma.
—Kuat pensó que le hacía un favor. Lisiado, el muchacho no puede ser el héroe corredor que
ha sido. Kuat pensó que así no tendría que sustituirlo por un muerto diehr. No advirtió que lo ha
privado de su principal razón para vivir; es casi como si lo hubiera reemplazado por un muerto
diehr.
Madu sollozaba. Kuat, en lo que pretendía ser una tosca amabilidad, le acarició el pelo.
—Cuidaremos de él. ¡Y, por Venus, hoy burlaremos a los apostadores! Creen que Gogle no
puede correr más. ¡Se llevarán una sorpresa! ¡Claro que será sólo por esta carrera, pero valdrá
la pena!
«Valdrá la pena», pensó el Señor del Espacio. Valdrá el resto de la vida de Lari, lisiado,
incapaz de hacer lo que más amaba.
«Valdrá la pena», pensó Madu. No bailar, no correr más, no sentir el viento en el pelo
mientras las multitudes lo aclamaban.
«Valdrá la pena», pensó Lari. Qué importa ahora.
Gogle ganó por medio cuerpo.
Kuat, eufórico, dijo a los demás:
—Os veré en el salón principal del palacio. Tengo que recaudar mis apuestas.
La cara de Madu parecía tallada en mármol mientras conducía a Lari hacia un carro especial,
tirado por dos gatos, que lo había llevado al estadio. El Señor Kemal, sin una palabra, montó en
Griselda. Necesitaba estar solo, al menos por un rato.
Se alejaron, en callada comunicación, de las murallas de la ciudad. El Señor Kemal oyó un
grito desde las puertas de la ciudad, pero no le prestó atención. Pensaba en Lari. De nuevo el
grito. Otro brinco. De pronto Griselda tambaleó, rodó, se desplomó. El Señor del Espacio cayó de
bruces junto a la cara de la gata. Los ojos de Griselda estaban vidriosos. El Señor Kemal vio el
dardo que atravesaba el pescuezo de la gata. Pisang. Ella intentó lamerle la mano; él la acarició
con lágrimas en los ojos. La gata soltó un suspiro enorme y desgarrador, escudriñó al Señor
Kemal, se estremeció y murió. Una parte de él murió con ella.
Cuando llegó a la puerta interrogó al guardia.
Nadie debía abandonar la ciudad entre el final de las carreras y la cosecha del fruto del buah.
Griselda era víctima de un error, de la negligencia administrativa. Nadie se había acordado de
informar al Señor del Espacio.
El Señor Kemal regresó en silencio por los senderos de la ciudad. Cuan bella le había
parecido poco tiempo atrás. Cuan vacía y triste le parecía ahora.
Llegó al salón principal poco después que Madu y Lari.
Extrañamente, el deseo germinal que sentía por Madu se había agostado como una flor en la
escarcha.
Kuat entró riendo.
Una pregunta torturaría durante más de dos siglos al Señor Kemal. ¿Cuándo el fin justificaba
los medios? ¿Cuándo la ley era absoluta? En su mente veía a Griselda brincando sobre dunas y
llanuras, una Madu tan inocente como el alba, Lari bailando bajo una luna sin sol.
—¡Dju-di! —pidió Kuat.
Madu avanzó grácilmente hacía la mesa baja. Cogió el ánfora de dos orificios. El Señor
Kemal vio, a través del lenguaje mental de A'duard, que el jugo de písang era vertido en el
líquido amniótico de los muertos diehrs. Pronto estarían muertos de verdad.
—Hoy he ganado todas mis apuestas —rió Kuat.
Apartó los ojos de Madu para mirar al Señor Kemal.
Casi imperceptiblemente, Madu movió el pulgar de un orificio al otro.
El Señor Kemal no hizo nada en la infinita noche.
LA GUERRA NUMERO 81-Q
El conflicto desembocó en guerra.
Tibet y Norteamérica, tras reclamar ambas el Monopolio del Calor Radiante, solicitaron una
Autorización de Guerra para el 2127 d. C.
El Comité de Guerra Universal la concedió, estipulando, desde luego, las condiciones. Tras
algunas componendas y enmiendas, las naciones beligerantes aceptaron.
Las condiciones eran:
(a) Sólo combatirían aeronaves de 22.000 toneladas, combinación de aeroplano y dirigible.
(b) Las naves irían armadas con ametralladoras que sólo dispararían balas no explosivas.
(c) Ambas naciones, las Naciones Unidas de América del Norte y la Alianza Mongol,
alquilarían el Territorio de Guerra de Kerguelen para las dos horas que duraría la guerra, y esta
comenzaría el 5 de enero de 2127 al mediodía.
(d) La nación vencida pagaría todos los costes de la guerra, excepto el Alquiler del Territorio
de Guerra.
(e) No habría seres humanos en el campo de batalla. Los controles mongoles estarían en
Lhasa; los norteamericanos, en la Ciudad de Franklin.
Las naciones beligerantes no tuvieron dificultad para alquilar el Territorio de Guerra de
Kerguelen. La tarifa impuesta por la Liga Austral fue como de costumbre, de cuarenta millones
de dólares por hora.
Espectadores de todo el mundo se precipitaron a las fronteras del Territorio, ansiosos de
conseguir buenos lugares. Hubo gran demanda de telescopios le rayos Q.
Los mecánicos trabajaron cuidadosamente en los gigantescos artefactos bélicos.
Los controles de radio, delicados como relojes, se ajustaron con precisión, tanto en las
estaciones de control de Lhasa y Ciudad de Franklin como en las aeronaves de guerra.
Las naves llegaron en el minuto decidido.
Controlados por sus pilotos a miles de kilómetros de distancia, los grandes aeroplanos
revoloteaban y planeaban. Ninguna de ambas flotas se decidía a iniciar el ataque.
Había cinco naves norteamericanas, Próspero, Ariel, Oberón, Calibán y Titania, y cinco naves
chinas alquiladas por los mongoles, Han, Yuen, Tsing, Tsin y Sung.
La flota mongol se granjeó la antipatía de los espectadores al arrojar una cortina de humo que
dificultó la visión. El Próspero se internó entre el humo con las armas en marcha y salió por el
otro lado fuera de control, temblando con su maquinaria mal coordinada. Cuando se acercó al
borde, el piloto, que estaba sano y salvo a miles de kilómetros de distancia, lo destruyó. Pero el
sacrificio no fue en vano. El Han y el Sung, seriamente dañados, emergieron despacio de la
bruma. El Han, con un escoramiento que evidenciaba una avería, recibió un afortunado disparo
del Calibán y cayó varios cientos de metros, el ala izquierda en llamas. Pero por un par de
segundos, el piloto recobró el control y, con un solo disparo, inutilizó el Calibán; luego el Han se
precipitó contra las rocosas islas.
El Calibán y el Sung continuaron a la deriva, disparándose uno al otro.
En cuanto se vio que ninguno prestaría más utilidad en la batalla, fueron retirados del campo
por común acuerdo.
Así pues, quedaban tres naves de cada bando, que entraban y salían de la cortina de humo,
subiendo a veces para enfriar los motores.
Los espectadores se entusiasmaron cuando desde Ciudad de Franklin se anunció que un
piloto nuevo y casi desconocido, Jack Bearden, controlaría las tres naves al mismo tiempo.
¡Nunca un solo piloto había dirigido, por radio, más de dos naves!
Además, dos célebres ases mongoles, Baasrtek y Soong, participaban en la batalla, mientras
que una persona aun más famosa, el mercenario chino T'ang, piloteaba el Yuen.
Los espectadores norteamericanos protestaron: había que impedir que un piloto tan joven e
inexperto pusiera las naves en peligro.
El gobierno respondió que tenía plena confianza en la destreza de Bearden.
Pero cuando el joven piloto se situó ante la pantalla de televisión donde aparecía la batalla, y
ante el laberinto de controles, comprendió que tanto él como sus jefes habían sobrevalorado
esas actitudes.
Se encaramó al alto taburete y buscó las palancas de control de velocidad, que estaban a su
espalda. Se inclinó hacia atrás... ¡y se cayó! Su cabeza chocó contra dos botones: y vio cómo
estallaban el Oberón y el Titania.
Las tres naves enemigas lanzaron un ataque combinado contra el Ariel. Bearden hizo girar la
nave y la lanzó hacia la cortina de humo.
Vio la embestida de la enorme mole del Tsing. Disparó instintivamente, y acertó en el centro
de control.
El Tsin empezó a caer. Bearden viró hacia un costado y esquivó a la nave enemiga por
escasas pulgadas. El piloto del Tsin disparó contra los refuerzos del ala derecha del Ariel,
poniéndola en peligro.
Por unos instantes, Bearden se quedó solo o, mejor dicho, el Ariel quedó solo, ya que
Bearden estaba en el tablero de control del Edificio de Guerra de la Ciudad de Franklin.
El Yuen, controlado por el maestro piloto T’ang, se elevó detrás de él, disparó hasta
arrancarle la punta del ala izquierda y se perdió en las brumas de la cortina de humo antes que
el atónito Bearden atinara a disparar.
Tuvo mejor suerte con el Tsin. Cuando éste bajó hacia el Ariel, le desactivó el control de
armamentos. Luego, cuando la nave china se elevó en un intento de embestir al Ariel, Bearden
arrojó por la borda la mitad de las ametralladoras. Chocaron contra el Tsin, que estalló al
instante.
¡Sólo quedaban el Ariel y el Yuen! Un maestro piloto se enfrentaba a otro maestro piloto.
Bearden lanzó una afortunada descarga que dio en el timón del Yuen, pero sólo lo averió.
El Yuen arrojó más bombas de humo por la borda.
Bearden se elevó; no, Bearden seguía sano y salvo en América del Norte, pero el Ariel se
elevó.
Los espectadores, desde los helicópteros, soltaron silbidos, dispararon pistolas, lanzaron
hurras.
T'ang hizo descender el Yuen hasta pocos cientos de metros del agua.
Él también recibió ovaciones.
Bearden inspeccionó su nave con la autotelevisación. El menor esfuerzo la destruiría.
Dirigió la nave hacia la derecha, disponiéndose a descender.
La tensión le partió el ala izquierda; y el Ariel comenzó a caer en picado.
Enfocó su autotelevisación hacia el Yuen, sin atreverse a observar como se estrellaba la nave
que representaba su reputación y su futuro.
El ala izquierda, que caía como piedra, chocó contra el Yuen. El Yuen estalló y el Ariel cayó
cuarenta y seis segundos después.
Por ley internacional, Bearden había ganado la guerra en nombre de América del Norte, y con
ella los honores de la victoria y la posesión de las enormes ganancias del Calor Radiante.
Todo el mundo aclamó a este Lindbergh del siglo veintidós.
LA CIENCIA OCCIDENTAL ES TAN MARAVILLOSA
El marciano estaba sentado en la cima de un cerro de granito. Para disfrutar mejor de la brisa
había adoptado la forma de un pequeño abeto. El viento siempre resultaba más agrada-pie a
través de hojas perennes.
Al pie del cerro había un norteamericano, el primero que el marciano veía.
El norteamericano extrajo del bolsillo un artefacto muy ingenioso. Era una cajita de metal con
un hocico que se levantaba para producir una llama instantánea. Con ese artefacto milagroso el
norteamericano encendió un tubo de hierbas del placer. El marciano comprendió que los
norteamericanos llamaban «cigarrillos» a esos tubos. Cuando el norteamericano hubo encendido
el cigarrillo, el marciano adoptó la forma de un demagogo chino rubicundo, de patillas negras y
cinco metros de altura.
—¡Hola, amigo! —le gritó en inglés al norteamericano.
El norteamericano levantó la mirada y por poco se le salen los ojos de las órbitas.
El marciano bajó flotando hacia el norteamericano, acercándose despacio para no asustarlo
demasiado.
Aun así, el norteamericano parecía preocupado, pues murmuró:
—No eres real, ¿verdad? No puedes ser real. ¿O sí? El marciano examinó con moderación la
mente del norteamericano y comprendió que los demagogos chinos de cinco metros de altura no
eran imágenes tranquilizadoras para la psicología norteamericana cotidiana. Atisbo levemente la
mente del norteamericano buscando una imagen tranquilizadora. La primera imagen que vio fue
la de la madre del norteamericano, así que el marciano adoptó la forma de la mujer y respondió:
—¿Qué es real, querido?
El norteamericano se puso un poco verde y se cubrió los ojos con la mano. El marciano
examinó de nuevo la mente del norteamericano y vio una imagen ligeramente confusa.
Cuando el norteamericano abrió los ojos, el marciano había cobrado la forma de una
enfermera de la Cruz Roja haciendo strip-tease. Aunque la maniobra estaba destinada a resultar
agradable, el norteamericano no se tranquilizó. Su miedo se convirtió en ira.
—¿Qué diablos eres? —preguntó.
El marciano renunció a mostrarse complaciente. Adoptó la forma de un general nacionalista
chino educado en Oxford y dijo con claro acento británico:
—Soy uno de los personajes pintorescos de la región. Me atrae lo sobrenatural, sabes.
Espero que no te moleste. La ciencia occidental es tan maravillosa que tenía que examinar la
fantástica máquina que tienes en la mano. ¿Te gustaría charlar un poco antes de irte?
El marciano captó un embrollo de imágenes en la mente del norteamericano. Algo llamado
prohibición se mezclaba con un concepto llamado abstinencia y con la reiterada pregunta
«¿Cómo diablos he llegado aquí?».
Entre tanto, el marciano examinó el encendedor.
Se lo devolvió al norteamericano, quien parecía aturdido.
—Excelente truco —le felicitó el marciano—. No tenemos nada igual en estas colinas. Soy un
demonio de baja categoría. Veo que eres capitán del ilustre ejército de Estados Unidos.
Permíteme presentarme. Soy la 1.387.229 a encarnación subalterna oriental de un Lohan.
¿Tienes tiempo para charlar?
El norteamericano miró el uniforme chino nacionalista. Luego miró a sus espaldas. El
intérprete y los porteadores chinos yacían como pilas de harapos en el suelo herboso del valle;
todos se habían desmayado. El norteamericano atinó a preguntar:
—¿Qué es un Lohan?
—Un Lohan es un Arhat —explicó el marciano.
El norteamericano tampoco comprendió esta información y el marciano dedujo que no había
acertado en los detalles necesarios para entablar conocimiento con oficiales norteamericanos. El
afligido marciano borró su imagen de la memoria del norteamericano y de los chinos
desmayados. Regresó a la cima del cerro, recobró la forma de abeto y despertó al grupo. Vio
que el intérprete chino gesticulaba y supo que le decía al norteamericano:
—Hay demonios en estas colinas...
Al marciano le gustó la estentórea risotada con que el nor-eamericano acogió esta muestra
de superstición china.
Vio cómo el grupo desaparecía rodeando el bellísimo Lago del Río de Ocho Bocas.
Esto sucedía en 1945.
El marciano pasó muchas horas de reflexión tratando de materializar un encendedor, pero
nunca logró crear uno que no se disolviera en un desagradable efluvio primordial a las pocas
horas.
Llegó 1955. El marciano oyó que llegaba un oficial soviético, y aguardó con genuino placer la
oportunidad de conocer a otra persona del milagrosamente actualizado mundo occidental.
Peter Farrer era un alemán del Volga.
Los alemanes del Volga son tan rusos como los holandeses de Pennsylvania
norteamericanos.
Han vivido en Rusia durante más de doscientos años, pero las crudezas de la Segunda
Guerra Mundial dislocaron la mayoría de sus comunidades.
Farrer no había salido mal librado de esto. Tras servir varios años en el Ejército Rojo con el
grado de yefreitor, había llegado a subteniente. Había estudiado geología y agrimensura en un
technikum.
El jefe de la misión militar soviética en la provincia de Yunnan, en la República Popular China,
le había dicho:
—Farrer, serán unas verdaderas vacaciones. No hay peligro en este viaje, pero queremos
obtener un cálculo de las posibilidades de construir una carretera de montaña en los cerros del
oeste del lago Pakou. Le tengo a usted en alta estima, Farrer. Ha olvidado su apellido alemán y
es un buen ciudadano y oficial soviético. Sé que no creará problemas con nuestros aliados
chinos ni con los montañeses entre quienes debe viajar. Muéstrese tolerante con ellos, Farrer.
Son muy supersticiosos. Necesitamos el respaldo de nuestros aliados, pero podemos tomarnos
el tiempo necesario para obtenerlo. Aún queda lejos la liberación de la India, pero cuando
ayudemos a los hindúes a combatir el imperialismo norteamericano no queremos tener huecos
en la retaguardia. No se muestre demasiado exigente, Farrer. Cerciórese de realizar un buen
trabajo técnico, pero trabe amistad con todo el mundo, salvo con los elementos reaccionarios e
imperialistas.
Farrer asintió con seriedad.
—¿Quiere usted decir, camarada coronel, que debo trabar amistad con todos!
—Todos —repitió con firmeza el coronel.
Farrer era joven y le gustaba desempeñar el papel de cruzado.
—Soy ateo militante, coronel. ¿Debo mostrarme simpático con los sacerdotes?
—Especialmente con los sacerdotes —dijo el coronel, clavando la mirada en Farrer—. Trabe
amistad con todos, excepto con las mujeres. ¿Me oye, camarada? No se meta en problemas.
Farrer se cuadró y regresó a su despacho para disponer los preparativos para el viaje.
Tres semanas después, Farrer ascendía dejando atrás las pequeñas cascadas que
conducían al Río de las Arenas Doradas, el Chinshachiang, como llamaban los indígenas al Río
Largo o Yang Tse.
Junto a él trotaba Kungsun, secretario del Partido. Kungsun era un aristócrata de Pequín que
se había afiliado al Partido Comunista en su juventud. De cara y voz angulosas, compensaba su
origen aristocrático siendo el comunista más violento del noroeste de Yunnan. Aunque disponían
de escasas tropas y muchos porteadores locales de suministros, contaban con un oficial del viejo
Ejército de Liberación Popular para atender su bienestar militar y para vigilar la competencia
técnica de Farrer. El camarada capitán Li, rechoncho y jovial, sudaba fatigosamente detrás de
ellos mientras escalaban los abruptos cerros.
—Si quieren ustedes ser héroes del trabajo —gritó Li—, sigamos trepando. Pero si se atienen
a una sensata logística militar, sentémonos a tomar el té. De cualquier modo, no podemos llegar
a Pakouhu antes del anochecer.
Kungsun miró hacia atrás desdeñosamente. La hilera de soldados y porteadores se extendía
doscientos metros hacia abajo, formando una serpiente de polvo que reptaba por la rocosa
ladera de la montaña. Desde su posición, veía las gorras de los soldados y los cañones de los
rifles apuntando hacia arriba mientras trepaban. Vio las cabezas de los porteadores liberados,
envueltas en toallas, y supo sin hablarles que lo maldecían en un lenguaje tan violento como el
que habían usado para maldecir a los opresores capitalistas en el lejano pasado. Debajo de
ellos, el hilillo del Chinshachiang se trenzaba como una hebra de oro en el verdor grisáceo del
crepúsculo del valle.
—Si por usted fuera —escupió al capitán—, estaríamos sentados en una posada tomando té
caliente mientras los hombres dormían.
El capitán no se ofendió. Había conocido a muchos secretarios del Partido. En la Nueva
China era más seguro ser capitán. Algunos secretarios del Partido que él conocía habían llegado
a ser hombres muy importantes. Uno de ellos había llegado a Pequín, donde le habían asignado
un Buick para él solo, además de cincuenta y una plumas Parker. En la mentalidad de la
burocracia comunista, esto representaba un estado rayano en el júbilo. El capitán Li no quería
nada de eso. Dos suculentas comidas diarias y una incesante sucesión de patrióticas
campesinas, preferiblemente rechonchas, representaban su concepto de una China totalmente
liberada.
Farrer no dominaba el chino, pero comprendió de qué iba la discusión. En mandarín torpe
pero comprensible comentó en tono burlón:
—Vamos, camaradas. Aunque no lleguemos al lago hasta el anochecer, no podemos
acampar en este cerro.
Silbó Ich hatt' ein Kameraden entre dientes mientras avanzaba para encabezar el ascenso.
Así que fue Farrer quien llegó primero a la cima del cerro y se encontró cara a cara con el
marciano.
Esta vez el marciano estaba preparado. Recordaba su desalentadora experiencia con el
norteamericano, y no quería asustar a su huésped y echar a perder la ocasión. Mientras Farrer
subía la cuesta, el marciano se había asomado a la mente de Farrer, entrando y saliendo de sus
recuerdos como una traviesa ardilla entra y sale de un inmenso roble. De la mente de Farrer
había extraído muchos recuerdos gratos. Luego había vuelto deprisa a la cima del cerro y había
encarnado esos recuerdos en fantasmas con una apariencia muy real.
Farrer casi había llegado a la cumbre cuando advirtió qué tenía delante. Había dos camiones
militares soviéticos acampados en un pequeño claro, y mesas frente a ambos. Una de las mesas
presentaba una muy elaborada zakouska (el equivalente ruso de un smorgasbord). El marciano
esperaba mantener materializados esos objetos mientras Farrer los comía, pero tendría que
hacerlos desaparecer cada vez que Farrer tragara porque el marciano no estaba muy
familiarizado con el proceso digestivo de los seres humanos y no quería causar a su huésped un
violento dolor de estómago al permitirle depositar en su interior objetos de composición química
muy improvisada e incierta.
En el primer camión flameaba una gran bandera roja con caracteres rusos blancos:
Bienvenidos sean los héroes de Bryansk.
El segundo camión era aún mejor. El marciano notó que a Farrer le gustaban mucho las
mujeres, así que había materializado cuatro bonitas muchachas soviéticas, una rubia, una
morena, una pelirroja y una albina, para que todo resultara más interesante. El marciano no
confiaba en su capacidad para hacerles pronunciar las formas correctamente femeninas y
seductoras del idioma ruso, así que después de materializarlas las había puesto a dormir en
sillas de jardín. Se había preguntado qué forma debía adoptar, y decidió que resultaría
hospitalario si se presentaba como Mao Tse-tung.
Farrer no avanzó hacia la cima del cerro. Se quedó donde estaba. Miró al marciano, que le
dijo con voz zalamera:
—Ven. Te estamos esperando.
—¿Quién demonios eres? —ladró Farrer.
—Soy un demonio prosoviético —respondió el aparente Mao Tse-tung—, y ésta es la
materialización de una recepción comunista. Espero que te agrade.
En ese momento aparecieron Kungsun y Li. Este subió por la izquierda de Farrer, Kungsun
por la derecha. Los tres se detuvieron, boquiabiertos.
Kungsun fue el primero en recobrar la compostura. Reconoció a Mao Tse-tung. Nunca
desperdiciaba la oportunidad de conocer al alto mando del Partido Comunista. Con voz muy
débil tensa e incrédula dijo:
—Señor presidente del Partido Mao, nunca creí que te veríamos en estas colinas. ¿O acaso
no eres tú? Y si no eres tú ¿quién eres?
—No soy el presidente de vuestro partido —explicó el marciano—. Soy sólo un demonio local
con fuertes sentimientos procomunistas y me agradaría conocer a gente agradable como
vosotros.
Li se desmayó. Habría rodado cuesta abajo tumbando soldados y porteadores si el marciano
no hubiera extendido el brazo izquierdo, dándole forma de pitón, para recoger al inconsciente Li
y apoyarlo suavemente contra el flanco de uno de los camiones. Las bellas durmientes soviéticas
siguieron durmiendo. La pitón volvió a ser un brazo.
La cara de Kungsun se había puesto blanca; como él ya tenía un agradable y pálido color
marfil, su blancura era muy intensa.
—Creo que este wang-pa es un impostor contrarrevolucionario —murmuró débilmente—,
pero no sé qué hacer con él. Me alegra que la República Popular China cuente con un
representante de la Unión Soviética para instruirnos en engorrosos procedimientos de partido.
—Si es un embaucador, es un embaucador chino, no ruso —ladró Farrer—. Pero será mejor
que no le dé este nombre insultante. Parece tener ciertos poderes que funcionan. Mire lo que
hizo con Li.
El marciano decidió alardear de su cultura y dijo en tono conciliador:
—Si yo soy un wang-pa, tú eres un wang-pen. —Y añadió de buen humor, en ruso—: Eso
significa ingrato. Mucho peor que un impostor. ¿Te agrada mi forma, camarada Farrer? ¿Tienes
un encendedor? La ciencia occidental es tan maravillosa. Yo nunca consigo hacer cosas sólidas,
y vosotros fabricáis aviones, bombas atómicas y toda clase de refrescantes entretenimientos.
Farrer buscó un encendedor en el bolsillo.
Un grito resonó a sus espaldas. Uno de los soldados chinos había dejado atrás la columna y
se había asomado sobre el borde del cerro para ver qué ocurría. Al descubrir los camiones y la
imagen de Mao Tse-tung se puso a gritar:
—¡Aquí hay demonios! ¡Aquí hay demonios!
Después de siglos de experiencia, el marciano sabía que resultaba inútil tratar de entenderse
con los lugareños, a menos que fueran muy jóvenes o muy viejos. Caminó hasta el borde del
cerro para que todos los hombres pudieran verlo. Infló la figura de Mao Tse-tung hasta que
alcanzó siete metros de altura, Liego adoptó la forma de un antiguo dios chino de la guerra, con
patillas, cintas y borlas que ondearon en la brisa. Todos se desmayaron, tal como pretendía. Los
apoyó en las rocas para que ninguno rodara cuesta abajo. Luego adoptó la forma de un miembro
del Ejército soviético —una bonita rubia con insignias de sargento—- y volvió a materializarse
junto a Farrer. Farrer ya había sacado el encendedor. —¿Te gusta más esta forma? —le dijo la
bonita rubia. —No creo nada de esto —replicó Farrer—. Soy un ateo militante. He luchado contra
la superstición toda mi vida. —Farrer tenía veinticuatro años.
—Creo que no te gusta que sea una muchacha —comentó el marciano—. Te molesta,
¿verdad?
—Como no existes, no puedes molestarme. Pero si no te importa, adopta otra forma.
El marciano cobró la forma de un Buda pequeño y regordete. Sabía que estaba siendo un
poco sacrílego, pero le animó que Farrer soltara un suspiro de alivio. Hasta Li parecía más
animado ahora que el marciano había adoptado una forma religiosa conveniente.
—Escucha, monstruo demoníaco y obsceno —rugió Kungsun—, estamos en la República
Popular China. No tienes por qué andar adoptando formas sobrenaturales ni realizando
actividades antiateas. Por favor, anúlate y anula esas ilusiones. ¿Qué quieres, de todos modos?
—Me gustaría —contestó con toda humildad el marciano— ser miembro del Partido
Comunista Chino.
Farrer y Kungsun se miraron. Luego ambos hablaron al mismo tiempo, Farrer en ruso y
Kungsun en chino:
—Pero no podemos permitir que ingreses en el Partido.
—Si eres un demonio, no existes; y en caso de que existas, eres ilegal —dijo Kungsun.
El marciano sonrió.
—Tomad un refrigerio. Quizá cambiéis de opinión. ¿Os apetece una muchacha? —invitó,
señalando a las beldades rusas que aún dormían en las sillas del jardín.
Kungsun y Farrer negaron con la cabeza.
Con un suspiro, el marciano desmaterializó a las muchachas y las reemplazó por tres tigres
siberianos rayados. Los tigres se acercaron.
Un tigre se acercó mimosamente al marciano y se sentó. El marciano se sentó sobre el tigre.
—Me gusta sentarme en tigres —comentó el marciano en tono jovial—. Son muy cómodos.
Tomad un tigre.
Farrer y Kungsun miraban boquiabiertos sus respectivos tigres. Los tigres bostezaron y se
estiraron.
Con gran esfuerzo de voluntad, los dos jóvenes se sentaron en el suelo frente a los tigres.
Farrer suspiró.
—¿Qué quieres? Supongo que has ganado...
—Bebed vino —ofreció el marciano.
Materializó una jarra de vino y una taza de porcelana frente a cada uno, incluido él mismo. Se
sirvió un poco y los miró con ojos astutos y entornados.
—Me gustaría aprenderlo todo sobre la ciencia occidental. Soy un estudiante marciano a
quien exiliaron aquí para que se convirtiera en la encarnación subalterna oriental 1.387.229 a de
un Lohan, y he estado aquí durante más de dos mil años, y sólo puedo percibir en un radio de
cincuenta kilómetros. La ciencia occidental es muy interesante. Si pudiera, me gustaría ser
estudiante de ingeniería, pero como no puedo alejarme de este lugar me gustaría afiliarme al
Partido Comunista y recibir muchas visitas.
Kungsun había tomado una decisión. Era comunista, pero también era chino: un chino
aristócrata y un hombre versado en las tradiciones de su país. Kungsun usó una forma
cortesmente arcaica del dialecto cortesano de Pequín cuando dijo, en tono mucho más amable:
—Honorable y estimado demonio, es inútil que intentes afiliarte al Partido Comunista. Admito
que es muy patriótico de tu parte, como demonio chino, tratar de unirte al grupo progresista que
lidera al pueblo chino en su incesante lucha contra los perversos imperialistas norteamericanos.
Aunque me convencieras a mí, creo que no lograrías persuadir a las autoridades del Partido. Lo
único que puedes hacer en el nuevo mundo comunista de la Nueva China es convertirte en un
refugiado contrarrevolucionario y emigrar a territorio capitalista.
El marciano pareció huraño y afligido. Los miró con expresión taciturna mientras sorbía el
vino. A sus espaldas, Li roncaba durmiendo contra una rueda del camión.
—Entiendo, joven, que comienzas a creer en mí —dijo persuasivamente el marciano—. Ni
siquiera tienes que admitir mi existencia. Sólo creer un poquito en mí. Me alegra ver que tú,
secretario Kungsun, estás dispuesto a mostrarte educado. No soy un demonio chino, pues en un
principio era un marciano a quien eligieron para formar parte de la Asamblea Inferior de la
Concordia, pero que por culpa de un comentario inoportuno debe continuar viviendo como la
1.387.229a encarnación subalterna oriental de un Lohan durante trescientas mil primaveras y
otoños antes de regresar. Supongo que andaré por aquí mucho tiempo. Por otra parte, me
gustaría estudiar ingeniería, y creo que sería mucho mejor ser miembro del Partido Comunista
que ir a un lugar extraño.
Farrer tuvo una inspiración.
—Tengo una idea —le dijo al marciano—. Pero antes de que la cuente, ¿podrías hacer
desaparecer estos malditos camiones y llevarte la zakouska?. Se me hace agua la boca pero,
lamento decirlo, no puedo aceptar tu hospitalidad.
El marciano agitó la mano para complacerlo. Los camiones y las mesas desaparecieron. Li,
que estaba apoyado en un camión, se desplomó en la hierba. Masculló algo en sueños y siguió
roncando. El marciano se volvió hacia sus huéspedes. Farrer retomó el hilo de sus
pensamientos: —Dejando de lado la cuestión de si existes o no, te aseguro que conozco el
Partido Comunista Ruso y que mi colega, el ca-marada Kungsun, conoce el Partido Comunista
Chino. Los partidos comunistas son algo maravilloso. Conducen a las masas en su lucha contra
los malvados norteamericanos. ¿Comprendes que si no continuáramos la lucha revolucionaria,
todos tendríamos que beber Coca-Cola cada día?
—¿Qué es Coca-Cola? —preguntó el demonio. —No sé —respondió Farrer. —Entonces,
¿por qué tienes miedo de bebería? —Eso carece de importancia. He oído decir que los
capitalistas obligan a todo el mundo a bebería. El Partido Comunista no puede perder el tiempo
formando secretariados sobrenaturales. Si tuviéramos un secretario demoníaco, echaríamos a
perder nuestras campañas antirreligiosas. Te aseguro que el Partido Comunista Ruso no lo
tolerará, y nuestro amigo te asegurará que no hay lugar para ti en el Partido Comunista Chino.
Queremos que seas feliz. Pareces ser un demonio muy amistoso. ¿Por qué no te vas? Los
capitalistas te recibirán bien. Son muy reaccionarios y muy religiosos. Incluso podrías encontrar
gente que creyera en ti.
El marciano abandonó su forma de Buda rechoncho para adoptar el aspecto y el atuendo de
un joven chino, un estudiante de ingeniería de la Universidad de la Revolución en Pequín. Con
forma de estudiante, continuó:
—No quiero que la gente crea en mí. Quiero estudiar ingeniería, y quiero saberlo todo sobre
la ciencia occidental. Kungsun acudió en auxilio de Farrer. —Es inútil que trates de ser un
ingeniero comunista —aconsejó—. A mi entender, eres un demonio muy distraído, y creo que si
intentaras hacerte pasar por humano, te olvidarías, y a cada momento estarías cambiando de
forma. Eso atentaría contra la moral de clase de la gente.
El marciano pensó que el joven tenía razón en eso. Le desagradaba mucho mantener la
misma forma más de media hora. Conservar una forma material le provocaba picores. También
le gustaba cambiar de sexo de vez en cuando; resultaba estimulante. No admitió en voz alta que
Kungsun había dado en el clavo con ese comentario sobre el cambio de forma, pero asintió
afablemente y preguntó:
—Pero, ¿cómo podría irme?
—Simplemente, vete —propuso Kungsun, fatigado—. Vete. Eres un demonio. Puedes hacer
cualquier cosa.
—No puedo hacer eso —protestó el marciano-estudiante—. Para viajar necesito algún objeto.
—Se volvió hacia Farrer—. No serviría de nada que tú me lo dieras. Si me das algo ruso,
terminaría en Rusia, y por lo que has dicho no les interesa un marciano comunista, y tampoco a
los chinos. No me gustaría irme de mi hermoso lago, pero supongo que tendré que hacerlo si
quiero conocer la ciencia occidental.
—Tengo una idea —dijo Farrer. Se quitó el reloj de pulsera y se lo dio al marciano.
El marciano lo examinó. Muchos años antes, el reloj había sido fabricado en Estados Unidos.
Un soldado norteamericano se lo había dado a una señorita alemana, la abuela de la señorita
alemana se lo había dado a un soldado del Ejército Rojo a cambio de tres sacos de patatas, y el
soldado del Ejército Rojo se lo había vendido a Farrer por quinientos rublos cuando ambos se
conocieron en Kuibyshev. Los números y las manecillas estaban pintados con radio. Había
perdido la segunda manecilla, de modo que el marciano materializó una nueva. Le cambió la
forma varias veces hasta dar con la adecuada. En el reloj decía en inglés: COMPAÑÍA
RELOJERA MARVIN. En la parte inferior de la esfera del reloj figuraba el nombre de una ciudad:
WATERBURY, CONN.
El marciano leyó y le preguntó a Farrer:
—¿Dónde está Waterbury, Kahn?.
—Conn, es la abreviatura del nombre de un estado norteamericano. Si vas a ser un
capitalista reaccionario, ése es un buen lugar para un capitalista.
Aún pálido, pero con voz servil, Kungsun añadió:
—Creo que te gustaría la Coca-Cola. Es muy reaccionaria.
El marciano-estudiante frunció el ceño. Aún tenía el reloj en la mano.
—No me importa si es reaccionario o no. Quiero estar en un lugar muy científico.
—No podrías ir a ningún lugar más científico que Waterbury, Conn., especialmente Conn. —
insistió Farrer—. Es el lugar más científico de Estados Unidos, y estoy seguro de que sienten
gran simpatía por los marcianos y de que podrás afiliarte a un partido capitalista. No les
molestará. Pero los partidos comunistas te crearían muchos problemas.
Farrer sonrió. Le brillaron los ojos.
—Además —añadió como argumento definitivo— puedes quedarte con mi reloj, para
siempre.
El marciano frunció el ceño.
Hablando consigo mismo dijo:
—Veo que el comunismo chino se derrumbará dentro de ocho años, ochocientos años u ocho
mil años. Quizá sea mejor que vaya a Waterbury, Conn.
Los dos jóvenes comunistas asintieron enérgicamente y sonrieron.
—Honorable, estimado marciano, por favor, date prisa porque quiero atravesar el cerro con
mis hombres antes del anochecer. Ve con nuestro beneplácito.
El marciano cambió de forma. Adoptó la imagen de un Arhat, un discípulo subalterno del
Buda. Creció hasta tener dos metros y medio de estatura. Su rostro irradiaba una paz
sobrenatural.
Llevaba el reloj de pulsera, milagrosamente provisto de una nueva correa, sujeto a la muñeca
izquierda.
—Os bendigo, muchachos. Me voy a Waterbury. Y así lo hizo.
Farrer miró a Kungsun.
—¿Qué le ha pasado a Li?
Kungsun meneó la cabeza, aturdido.
—No sé. Me siento extraño.
(Al partir rumbo a ese lugar maravilloso y extraño, Waterbury, Conn., el marciano les había
borrado todo recuerdo del encuentro.)
Kungsun caminó hacia el borde del cerro. Vio a sus hombres durmiendo.
—Mira eso —masculló. Caminó hacia ellos gritando—: Arriba, estúpidos, tortugas. ¿A quién
se le ocurre dormir en un cerro cuando ya cae la tarde?
El marciano concentró todos sus poderes en Waterbury, Conn.
Era la 1.387.229a encarnación subalterna oriental de un Lohan (o un Arhat), y sus poderes
eran limitados, aunque impresionaran a los extraños.
Con una conmoción, un estremecimiento, una sensación de ruptura, de cosas hechas y
deshechas, se encontró en una región llana. Una extraña oscuridad lo rodeaba. Soplaba un aire
que nunca había olido antes. Farrer y Li estaban muy lejos, en un cerro sobre el Chinshachiang,
en un mundo con el que había roto. Recordó que había abandonado su forma.
Se miró distraídamente para ver qué forma había adoptado para el viaje.
Descubrió que había llegado con la apariencia de un Buda pequeño y risueño de dieciocho
centímetros de altura, tallado en marfil amarillento.
—¡Esto no servirá! —murmuró el marciano—. Debo adoptar una forma local...
Estudió las inmediaciones, buscando telepáticamente un objeto interesante.
—Aja, un camión de leche.
Y pensó: la ciencia occidental es verdaderamente maravillosa. ¡Imagínate! ¡Una máquina
creada exclusivamente para transportar leche!
Sin dudarlo un instante, se convirtió en camión de leche.
En la oscuridad, sus sentidos telepáticos no habían distinguido de qué metal estaba hecho el
camión, ni el color de la pintura.
Para pasar inadvertido, se convirtió en un camión de leche de oro macizo. Así, sin conductor,
puso en marcha el motor y se dirigió a una de las carreteras principales que conducían a
Waterbury, Connecticut. De modo que si alguien pasa por Waterbury, Connecticut, y ve un
camión de leche de oro macizo circulando sin conductor por las calles, sabrá que es un
marciano, también conocido como la 1.387.229 a encarnación subalterna oriental de un Lohan,
que todavía piensa que la ciencia occidental es maravillosa.
NANCY
Gordon Greene se encontró frente a dos hombres cuando entró en el despacho.
El joven ayudante era un cero a la izquierda. El general no. El general estaba sentado donde
debía, ante su escritorio. La mesa ocupaba buena parte del cuarto, pero el general hacía gala de
infinita cortesía: las cortinas estaban echadas de tal modo que la luz no encandilaba a la persona
entrevistada.
El general era Wenzel Wallenstein, el primer hombre que se había aventurado en los abismos
del espacio. No había llegado a una estrella. Nadie había llegado aún a una estrella, pero él
había ido más lejos que nadie.
Wallenstein era viejo pero no tenía muchos años. Tenía menos de noventa años en una
época en que muchos hombres llegaban hasta los ciento cincuenta. Wallenstein parecía viejo
por el sufrimiento que le había causado la tensión mental, no la angustia y la competencia, no la
mala salud.
Era un sufrimiento más sutil, una sensibilidad causada por su propio dolor.
Pero era real.
Wallenstein era un hombre muy estable, y el joven teniente se asombró al descubrir que en
su primera reunión con el comandante en jefe sentía una instintiva y rápida simpatía por el
hombre que estaba al mando de la organización.
—¿Su nombre?
—Gordon Greene —respondió el teniente.
—¿De nacimiento?
—No, señor.
—¿Cuál era su nombre original?
—Giordano Verdi.
—¿Por qué se lo cambió? Verdi también es un gran apellido.
—A la gente le costaba pronunciarlo, señor. Me pareció lo mejor.
—Yo he conservado mi nombre —dijo el viejo general—. Supongo que es cuestión de gustos.
El joven teniente levantó la mano izquierda, con la palma hacia afuera, en el nuevo saludo
propuesto por los psicólogos. Esto significaba que por el momento se podía prescindir de la
cortesía militar y que el oficial subalterno pedía permiso para hablar de hombre a hombre.
Conocía el saludo, pero en este ámbito no le tenía confianza.
El general reaccionó rápidamente. Respondió alzando la mano izquierda, con la palma hacia
fuera.
La cara vieja, ancha, cansada, sabia y tensa no mostró ningún cambio de expresión. El
general estaba alerta. Mecánicamente afables, sus ojos buscaron los del teniente, quien tuvo la
certeza de que no se escondía nada detrás de esos ojos, salvo mundos de problemas interiores.
El teniente habló de nuevo, esta vez con mayor confianza.
—¿Se trata de una entrevista especial, general? ¿Tiene usted planes para mí? En tal caso,
señor, permítame advertirle que me han declarado psicológicamente inestable. La sección de
personal rara vez se equivoca, pero quizá me hayan enviado aquí por error.
El general sonrió. La expresión era mecánica. Simple control muscular, no una muestra
espontánea de emoción humana.
—Conocerá todos mis planes cuando hayamos hablado, teniente. Haré que otro hombre se
siente conmigo y eso le dará una idea del rumbo que cobrará su vida. Usted sabe muy bien que
ha pedido ir al espacio profundo, y por mi parte cuenta con ello. La pregunta es si realmente
quiere ir, si está dispuesto a afrontarlo. ¿Para eso quería obviar las cortesías?
—Sí, señor —respondió el teniente.
—No era necesario que recurriera a la seña de cortesía para formular esa pregunta. Pudo
plantearla aun dentro de las normas militares. No nos pongamos demasiado psicológicos. No es
preciso, ¿verdad?
El general volvió a sonreír. Hizo un gesto dirigido al ayudante, que se cuadró de un brinco.
—Hágalo pasar —ordenó Wallenstein.
—Sí, señor —dijo el edecán.
Los dos hombres esperaron con ansiedad. Con paso ágil, vivaz, rápido y feliz, un extraño
teniente entró en el cuarto.
Gordon Greene no había visto a nadie que se pareciera a ese teniente. El teniente parecía
viejo, casi tan viejo como el general. La cara era alegre y no tenía arrugas. Los músculos de las
mejillas y la frente irradiaban felicidad, tranquilidad, una visión confiada de la vida. El teniente
ostentaba las tres condecoraciones más altas del ejército. No había condecoraciones más altas,
pero aquel hombre era viejo y aún era teniente.
El teniente Greene no entendía la situación. No sabía quién era aquel hombre. Para un joven
el grado de teniente bastaba, pero no para un septuagenario o un octogenario. Las personas de
esa edad eran coroneles, o se habían retirado, o ya no estaban.
O habían vuelto a la vida civil.
El espacio era cosa de jóvenes.
El general se levantó por respeto a su coetáneo. El teniente Greene abrió los ojos. Esto
también era raro. El general no tenía fama de violar la etiqueta.
—Siéntese, señor —dijo el extraño y viejo teniente.
El general se sentó.
—¿Qué quiere de mí? ¿Quiere que repitamos de nuevo la historia de Nancy?
—¿La historia de Nancy? —preguntó distraídamente el general.
—Sí, señor. La misma historia que he contado antes a estos jóvenes. Usted la conoce tanto
como yo. No tiene caso fingir. —El extraño teniente se volvió hacía Greene—. Soy Karl
Vonderleyen. ¿Ha oído hablar de mí?
—No, señor —respondió el teniente joven.
—Oirá hablar —comentó el teniente viejo.
—No lo digas con amargura, Karl —intervino el general—. Muchos otros han tenido
problemas además de ti. Yo fui e hice las mismas cosas que tú, y soy general. Al menos podrías
tener la gentileza de envidiarme.
—No lo envidio, general. Usted ha tenido su vida. Yo he tenido la mía. Usted sabe lo que se
perdió, o lo que imagina que perdió. Yo sé lo que he tenido, y estoy seguro de tenerlo.
El viejo teniente no prestó más atención al comandante en jefe. Se volvió hacia el joven y dijo:
—Usted irá al espacio y nosotros representaremos una pequeña función de vodevil. El
general no consiguió ninguna Nancy. No pidió ninguna Nancy. No pidió auxilio. Fue al arriba-
fuera y salió bien librado. Estuvo tres años. Tres años que se parecen más a tres millones de
años, supongo. Estuvo en el infierno y volvió. Mírele la cara. Es un triunfador. Es un gran
triunfador, gastado, cansado y al parecer dolido. Míreme a mí. Míreme atentamente, teniente.
Soy un fracaso. Soy teniente y el Servicio Espacial no me asciende.
El comandante en jefe permaneció en silencio, así que Vonderleyen continuó.
—Oh, me darán la pensión de general, supongo, cuando llegue el momento. Aún no estoy
dispuesto a retirarme. Quiero seguir en el Servicio Espacial. No hay mucho que hacer en este
mundo. Ya conseguí lo que me correspondía.
—¿Consiguió qué, señor? —se atrevió a preguntar el teniente Greene.
—Yo encontré a Nancy. Él no —dijo—. Así de simple.
El general intervino en la conversación.
—No es tan grave ni es tan simple, teniente Greene. Parece que el teniente Vonderleyen
tiene algún problema hoy. Tenemos que contarle esta historia y usted deberá tomar una
decisión. No hay ningún modo reglamentario de afrontar esta circunstancia.
El general fijó la mirada en el teniente Greene.
—¿Sabe qué le hemos hecho en el cerebro?
—No, señor.
—¿Ha oído hablar del virus sokta?
—¿El qué, señor?
—El virus sokta. Sokta es una palabra antigua que procede del chosenmal, el idioma de la
antigua Corea. Era un país que estaba al oeste de Japón. Significa «quizá» y nosotros le hemos
puesto un «quizá» en la cabeza. Es un cristal diminuto, no llega a ser microscópico. Está allí. En
la nave hay una máquina, que no es muy grande porque no disponemos de mucho espacio;
tiene una resonancia para activar el virus. SÍ usted activa el sokta, será como el teniente. Si no lo
hace, será como yo. Suponiendo que sobreviva en cualquiera de ambos casos. Quizá no
sobreviva ni regrese, en cuyo caso esta charla es un puro trámite.
El joven se armó de valor para preguntar:
—¿Cuál es la consecuencia? ¿Por qué dan tanta importancia a esto?
—No podemos revelarle mucho. Sobre todo porque no vale la pena hablar de ello.
—¿De veras no puede hablar, señor?
El general meneó la cabeza tristemente.
—No, yo me la perdí, él la consiguió, y sin embargo queda más allá del alcance de una
conversación.
A estas alturas de la historia, muchos años después, pregunté a mi primo:
—Bien, Gordon, si ellos dijeron que no podían hablar de ello, ¿cómo puedes hacerlo tú?
—Borracho, hombre, borracho —dijo mi primo—-. ¿Cuánto crees que tardé en llegar hasta
aquí? Nunca lo contaré de nuevo, nunca más. Aun así, tú eres mi primo, así que no cuentas. Y
le prometí a Nancy que no le contaría a nadie.
—¿Quién es Nancy?—le pregunté.
—Nancy es el meollo de la cuestión. De eso trata la historia. Eso era lo que aquellos viejos
trataban de contarme en la oficina. No sabían. Uno de ellos tenía a Nancy; el otro no.
—¿Es Nancy una persona?
Entonces me contó el resto de la historia.
La entrevista fue brusca. Transcurrió limpia, clara, simple, directa. Las alternativas eran
obvias. Wallenstein quería que Greene regresara vivo. El mando espacial prefería un fracasado
vivo a un héroe muerto. No les sobraban pilotos. Más aún, la moral empeoraría si se pedía a los
hombres que salieran en misiones suicidas.
Todo el asunto era psicológico y al salir de la oficina Greene se sentía más confuso que al
entrar.
Ambos insistían, cada cual a su modo —el general de buen humor, el teniente viejo de mal
humor—, en la seriedad del asunto. El hosco y viejo general hablaba jovialmente. El teniente feliz
hablaba con tono compasivo.
Y Greene se preguntó por qué se compadecía del comandante en jefe y no daba importancia
a un teniente viejo y fracasado. Sus sentimientos tendrían que haber seguido el curso inverso.
Dos mil millones de kilómetros después, cuatro meses más tarde en el tiempo común, cuatro
vidas después en el tiempo que había experimentado, Greene averiguó de qué hablaban.
Era una vieja lección psicológica. Los hombres morían cuando permanecían en completa
soledad. Las naves estaban diseñadas para protegerlos contra eso. Había dos hombres en cada
nave, donde disponían de muchas cintas, e incluso de algunos animales innecesarios; en este
caso habían embarcado un par de hámster. Los habían castrado, desde luego, para evitar el
problema de alimentar a la prole, pero no obstante formaban su propia pequeña familia en una
miniatura de la felicidad de la vida en la Tierra.
La Tierra quedaba muy atrás.
En ese momento murió el copiloto.
Todas las amenazas de Greene cobraron realidad.
Greene comprendió de pronto de qué habían hablado.
Los hámster eran su única esperanza. Acercó la cara a la jaula y les habló. Les atribuyó
estados de ánimo. Trató de convivir con ellos como si fueran personas.
Como si él formara parte de una comunidad en vez de estar allí, con el estentóreo silencio
que había más allá de la delgada pared de metal. No había nada que hacer, excepto pasearse
como un animal enjaulado entre máquinas que nunca entendería.
Perdió la perspectiva del tiempo. Sabía que estaba loco y sabía que el adiestramiento le
permitiría sobrellevar esa locura parcial. Incluso advertía que esa inestabilidad que le había
hecho sospechar que no serviría para el Servicio Espacial quizá contribuía a brindarle
esperanzas.
Pensaba una y otra vez en Nancy y el virus sokta.
¿Qué le habían dicho?
Le habían explicado que podía despertar a Nancy, fuera quien fuese. Nancy no era su
nombre favorito. Pero, de un modo y otro, el virus siempre funcionaba. Sólo tenía que mover la
cabeza hacía cierto punto, apretar el montante resonante de la pared: una presión y su misión
fracasaría, él estaría feliz, regresaría vivo.
No lo comprendía. ¿Por qué esa opción?
Parecieron transcurrir tres mil años más antes de que dictara su último mensaje al Servicio
Espacial. No sabía qué ocurriría. Era obvio que el viejo teniente, Vonderleyen o como se llamara,
aún estaba vivo. También era obvio que el general seguía con vida. El general había superado el
problema. El teniente no.
Y ahora el teniente Greene, a dos mil millones de kilómetros, tenía que escoger. Así lo hizo.
Decidió fracasar.
Pero, por cuestiones de disciplina, quiso hablar en nombre del hombre que fracasaba y dictó,
para los registros de la nave cuando ésta regresara a la Tierra, un mensaje muy simple que
concluía con una apelación a la justicia: «... y así, caballeros, he decidido activar el montante. No
sé qué significa la referencia a Nancy. No puedo adivinar qué hará el virus sokta, excepto que
me hará fracasar. Me avergüenzo mucho de ello. Lamento la flaqueza humana que me impulsa a
ello. La flaqueza es humana y ustedes, caballeros, la han consentido. En este sentido, no soy yo
quien fracasa, sino el Servicio Espacial, puesto que me ha dado el permiso para fracasar.
Caballeros, perdonen ustedes la amargura con que me despido en estos instantes.»
Dejó de dictar, parpadeó, echó una última ojeada a los hámster —¿quiénes serían cuando el
virus sokta empezara a funcionar?— apretó el montante y se inclinó hacia delante.
No ocurrió nada. Apretó de nuevo el montante.
La nave se llenó de un extraño olor que no pudo identificar. No sabía qué era.
De pronto cayó en la cuenta de que era heno recién segado, con un ligero aroma de geranios
y quizá de rosas. Era una fragancia habitual en la granja donde había ido a pasar el verano años
atrás. Era el olor de su madre en el porche, llamándolo para comer, y de él mismo, tan hombre
como para mostrarse indulgente con la mujer que había en su madre, tan niño como para
responder con felicidad a una voz familiar.
—SÍ éste es el efecto del virus —se dijo—, puedo resistir la situación y seguir trabajando con
eficacia. —Y añadió—: A dos mil millones de kilómetros, y con la única compañía de dos
hámster en años de soledad, unas alucinaciones no pueden hacerme ningún daño.
La puerta se abrió.
No se podía abrir.
Pero se abrió.
A estas alturas, Greene sintió un miedo más devastador del que le hubiera producido
cualquier peligro anterior.
—Estoy loco, estoy loco —se dijo, mirando la puerta abierta.
Una muchacha entró.
—Hola —saludó—. Me conoces, ¿verdad?
—No, no te conozco. ¿Quién eres?
La muchacha no respondió. Se quedó allí, sonriendo.
Llevaba una falda de sarga azul cortada de tal modo que caía en pliegues anchos y
verticales, un cinturón del mismo material, una blusa muy sencilla. No era una muchacha extraña
ni una criatura del espacio.
Era alguien que él había conocido a fondo. Quizá la había amado. No lograba identificarla en
este momento y lugar.
Ella, de pie, lo miraba. Eso era todo.
De pronto recordó. Desde luego, era Nancy. No sólo era esa Nancy de la que hablaban. Era
su Nancy, la Nancy que siempre había conocido, aunque no la había encontrado antes.
Logró recobrar la compostura para decirle:
—¿Cómo es posible que te conozca, si no te conozco? Eres Nancy. Te he conocido toda la
vida y siempre he querido casarme contigo. Eres la muchacha de quien siempre he estado
enamorado y nunca te había visto antes. Es curioso, Nancy. Es muy curioso. No lo comprendo,
¿y tú?
Nancy se le acercó y le apoyó la mano en la frente. Era una mano pequeña y la presencia de
la joven le resultaba entrañable, preciosa y grata.
—Tendrás que pensar un poco —dijo Nancy—. Verás, no soy real para nadie, excepto para ti.
Y, sin embargo, para ti soy más real que cualquier otra experiencia que puedas vivir. En esto
consiste el virus sokta, querido. El virus soy yo. Yo soy tú.
Él la miró fijamente.
Pudo haber sido desgraciado pero no se sentía así. Estaba muy contento de tenerla allí.
—¿A qué te refieres? —preguntó—. ¿El virus sokta te ha creado? ¿Estoy loco? ¿Esto es sólo
una alucinación?
Nancy negó con la cabeza sacudiendo los bonitos rizos.
—No es eso. Simplemente soy todas las muchachas que has deseado. Soy la ilusión que
siempre buscaste pero soy tú porque estoy en tu interior. Soy todo lo que tu mente pudo no
haber encontrado en la vida. Todo lo que temías desenterrar. Estoy aquí y voy a quedarme.
Mientras estemos en esta nave con la resonancia, nos llevaremos bien.
Aquí mi primo rompió a llorar. Cogió la jarra de vino y se sirvió un buen vaso de Dago Red.
Lloró un rato. Apoyando la cabeza en la mesa, alzó la mirada y me dijo:
—Ha pasado mucho tiempo. Ha transcurrido mucho tiempo, pero aún recuerdo cómo me
hablaba. Ahora entiendo por qué aseguran que no se puede hablar de ello. Un hombre tiene que
estar completamente borracho para hablar de una vida real que tuvo, una buena vida, una
hermosa vida que dejó escapar, ¿verdad?
—Es cierto —dije para alentarlo.
Nancy cambió la nave al instante. Movió los hámsters. Modificó la decoración. Examinó los
registros. El trabajo continuó con más eficacia que nunca.
Pero el hogar que construyeron para ellos era algo distinto. Olía a horno, a viento, y a veces
él oía la lluvia, aunque la lluvia más cercana caía a dos mil quinientos millones de kilómetros, y
no había nada sino la fricción del gélido silencio contra el frío metal del exterior de la nave.
Vivían juntos. No tardaron mucho en habituarse el uno al otro.
El era Giordano Verdi de nacimiento. Tenía limitaciones.
Y llegó el momento de estar más unidos que meros amantes.
—No puedo limitarme a tomarte, querida —dijo él—. No podemos hacerlo así, ni siquiera en
el espacio, ni siquiera aunque no seas real. Eres lo bastante real para mí. ¿Te casarás conmigo
según el Libro de las Plegarias?
Los ojos de ella se encendieron y sus labios incomparables resplandecieron en una sonrisa
muy característica.
—Desde luego —aceptó.
Lo abrazó. El le acarició los huesos del hombro con los dedos. Sintió las costillas de Nancy.
Sintió los mechones de pelo de Nancy, que le rozaban las mejillas. Esto era real. Era más real
que la vida misma, pero algún tonto le había dicho que era un virus, que Nancy no existía. Si
esto no era Nancy, ¿qué era?
La soltó y, desbordante de amor y felicidad, leyó el Libro de las Plegarias. Le pidió que
respondiera.
—Supongo que soy el capitán —dijo—, y supongo que acabo de declararnos marido y mujer,
¿verdad, Nancy?
El matrimonio anduvo bien. La nave seguía un perímetro tan inmenso como el de un cometa.
Se alejó. Se alejó tanto que el Sol se convirtió en un punto diminuto. La interferencia del sistema
solar ya no afectaba al instrumental. Un día Nancy dijo:
—Supongo que ahora sabes por qué eres un fracaso.
—No.
Ella lo miró gravemente.
—Yo pienso con tu mente —explicó—. Vivo en tu cuerpo. Si mueres a bordo, yo moriré
también. Mientras vivas, yo estaré viva como un ser independiente. Resulta curioso, ¿verdad?
—Curioso —repitió él, sintiendo un nuevo y antiguo dolor en el corazón.
—Y, sin embargo, puedo decirte una cosa que sé con la parte de tu mente que uso. Sé, sin ti,
que existo. Supongo que reconozco tu formación técnica y de alguna manera lo siento, aunque
no lamento su carencia. He tenido la educación que tú pensabas que yo tenía y que deseabas
que yo tuviera. ¿Pero ves lo que ocurre? Estamos trabajando con nuestro cerebro a media
potencia. Toda tu imaginación va destinada a mí. Todos tus pensamientos adicionales son para
mí. Los quiero, así como deseo que me ames, pero no queda nada para las emergencias y no
queda nada para el Servicio Espacial. Estás actuando al mínimo, eso es todo. ¿Valgo la pena?
—Claro que sí, querida. Eres todo lo que cualquier hombre puede pedir de su amada, y del
amor, de una esposa y de una verdadera compañera.
—Pero, ¿no lo entiendes? Me estoy apropiando de lo mejor de ti. Lo dedicas a mí y cuando la
nave regrese no habrá ningún yo.
De alguna manera él comprendió que la droga funcionaba. Podía ver lo que le ocurría al mirar
a su amada Nancy, con su cabello brillante, y advertía que el cabello no necesitaba cuidados ni
peinados. Le miraba la ropa y advertía que usaba prendas para las cuales no había espacio en
la nave. Y, sin embargo, se las cambiaba, deliciosa, seductora y atractivamente, todos los días.
Él comía alimentos que no podían estar en la nave. Nada de esto le inquietaba. Ni siquiera se
inquietaba ante la idea de perder a Nancy. Estaba casi convencido de que, a fin de cuentas, no
era una alucinación.
Era demasiado. Le acarició el cabello con los dedos.
—Sé que estoy loco, querida —empezó—, y sé que no existes...
—Pero existo. Soy tú. Soy tan parte de Gordon Greene como si me hubiera casado contigo.
Nunca moriré hasta que tú mueras, porque cuando vuelvas a casa, querido, volveré a caer en lo
más profundo de tu mente, donde viviré mientras tú vivas. No puedes perderme, no puedo
abandonarte, no puedes olvidarme. Y no puedo escapar hacia nadie excepto a través de tus
labios. Por eso todos hablan de ello. Por eso resulta tan extraño.
—Y sé que ahí es donde me equivoco —insistió tercamente Gordon—. Te amo y sé que eres
un fantasma y sé que te irás y sé que esto terminará, pero no me preocupa. Seré feliz con sólo
estar contigo. No necesito tomarme una copa. No tocaría una droga; la felicidad está aquí.
Se dedicaron a sus tareas domésticas. Revisaron el papel cuadriculado, almacenaron los
registros, incluyeron algunas tonterías en el registro permanente de la nave. Luego tostaron
malvaviscos ante una gran hoguera. El fuego crepitaba en una bonita chimenea irreal. Las
llamas no podían arder, pero lo hacían. No había malvaviscos en la nave, pero los tostaban y los
disfrutaban.
Así vivían, llenos de magia, y sin embargo la magia no tenía resquemor ni provocación, ni
furia, ni desesperanza, ni desesperación.
Eran una pareja muy feliz.
Incluso los hámsters lo percibían. Permanecían limpios y regordetes. Comían con ganas.
Superaron la náusea del espacio. Lo miraban.
Greene soltó a uno, el de hocico pardo, y lo dejó corretear por el cuarto.
—Eres todo un soldado, pobrecillo. Nacido para el espacio, haciendo aquí tu servicio.
Nancy mencionó una sola vez más el tema del futuro de ambos.
—No podemos tener hijos. La droga sokta no lo permite. Tú puedes tener hijos, si quieres,
pero será raro tenerlos si te casas con otra persona y yo siempre estoy en el trasfondo. Y estaré
allí.
Lograron regresar a la Tierra.
Cuando salió de la nave, un brusco y fatigado coronel médico lo miró con intensidad.
—Oh, ya sospechábamos que eso habría ocurrido —dijo.
—¿Qué, señor? —preguntó un regordete y radiante teniente Greene.
—Tiene usted a Nancy —respondió el coronel.
—Sí, señor. La traeré.
—Vaya a buscarla.
Greene entró de nuevo en el cohete y miró. No había ni rastro de Nancy. Salió a la puerta
asombrado. Aún no sentía abatimiento.
—Coronel —dijo—, no la veo, pero sin duda está por aquí.
El coronel esbozó una sonrisa compasiva y fatigada.
—Siempre estará por aquí, teniente. Usted ha hecho lo mínimo. No sé si deberíamos
desalentar a personas como usted. Supongo que es usted consciente de que ahora no recibirá
más ascensos. Obtendrá una condecoración, Misión Cumplida. Cumplida con éxito: ha llegado
más lejos que nadie. De paso, Vonderleyen dice que lo conoce y lo espera allá. Tendremos que
llevarlo al hospital para cerciorarnos de que no sufra usted un shock.
—En el hospital no se produjo shock —-finalizó mi primo. Ni siquiera echaba de menos a
Nancy.
¿Cómo iba a echarla de menos si ella no se había ido? Siempre estaba a la vuelta de la
esquina, detrás de la puerta, a unos metros de distancia.
Durante el desayuno supo que la vería para almorzar. Durante el almuerzo supo que la vería
a la tarde. Al caer la tarde supo que cenaría con ella.
Sabía que estaba loco. Loco de atar.
Sabía muy bien que no había ninguna Nancy y que nunca la hubo.
Suponía que debía odiar la droga sokta por hacerle eso, pero le daba su propio alivio.
El efecto Nancy era una inmolación a la perpetua esperanza, la promesa de algo que nunca
podía perderse, y la promesa de algo que no se puede perder es a menudo mejor que una
realidad huidiza.
Eso era todo. Le pidieron que testimoniara contra el uso de la droga sokta.
—¿Yo? —exclamó—. ¿Abandonar a Nancy? No seas tonto.
—No tienes a Nancy —insistió alguien.
—Eso crees tú —dijo mi primo, el teniente Greene.
LA FLAUTA DE BODIDHARMA
La música (dijo confucio) despierta la mente, la decencia la agudiza, la melodía la completa.
Lun Yu, Libro VIII, capítulo 8
1
Acaso fue en el segundo período de la cultura protoindia harappa, tal vez antes, en la
alborada de la era del metal, cuando un orfebre descubrió por casualidad la fórmula para una
flauta mágica. Para él, la flauta se convirtió en la muerte o la dicha, un camino de salvación o
condenación. Hombres de tiempos venideros habrían visto en la flauta el casual descubrimiento
de la activación de poderes psiónicos por medio del sonido.
Fuera lo que fuese, funcionaba. Mucho antes de Buda, sacerdotes dravidianos de pelo largo
supieron que funcionaba.
Forjada principalmente en oro, a pesar del cuidado del orfebre en la aleación, la flauta emitía
estridentes silbidos pero también vibraciones ultrasónicas en una banda estrecha, tan estrecha e
intensa como para reestructurar las sinapsis cerebrales y modificar las emociones básicas del
oyente.
El orfebre no sobrevivió mucho tiempo a su instrumento. Lo encontraron muerto.
La flauta pasó a ser propiedad de los sacerdotes; al cabo de un breve y terrible período de
usos y abusos, fue sepultada en la tumba de un gran rey.
2
Unos ladrones encontraron la flauta, la usaron y murieron. Algunos murieron en medio del
júbilo, algunos en medio del ocio, otros en un frenesí de temor e ilusión. Un superviviente,
temblando después de una ordalía de sensaciones y emociones inefables, envolvió la flauta en
una página de escritos sagrados y la obsequió a Bodidharma el Bendito, justo antes de que éste
emprendiera su arduo viaje desde la India hasta la lejana Catay, a través de los espinazos del
mundo.
Bodidharma el Bendito, el hombre que había visto Persia, el anciano portador de sabiduría,
cruzó las más altas montañas en el año en que la dinastía Wei del norte de China trasladó la
capital fuera de la divina Loyang. (En otras partes del mundo, donde los hombres calculaban los
años a partir del nacimiento de su Señor Jesucristo, era el año de gracia de 554, pero en las
altas tierras que se extendían entre la India y la China aún no había llegado el mensaje del
cristianismo, y la palabra de Gautama Buda era el evangelio más dulce que habían oído los
hombres.)
Bodidharma, vestido con una tenue túnica, trepó a los glaciares. Se alimentaba del aire,
condimentándolo con plegarias. Crudos vientos le azotaban la vieja piel, los cansados huesos;
se arropaba en el manto de la santidad y llevaba en el indómito corazón el conocimiento de que
el mensaje puro e intacto de Gautama Buda, por voluntad del tiempo y el azar, tenía que pasar
del mundo indio al chino.
Después de atravesar picos y collados, bajó al frío desierto. La arena le laceró los pies, pero
la piel no sangraba porque Bodidharma calzaba hechizos sagrados y encantamientos mágicos.
Al fin se le acercaron animales. Traían la fealdad de su pecado, ignorancia y vergüenza. Eran
bestias, pero al mismo tiempo eran más que bestias: eran las almas de los condenados a
incesantes renacimientos, ahora encarnadas en formas viles a causa de la maldad con que en
otro tiempo habían rechazado las enseñanzas de eternidad y la sabiduría que se presentaban
ante ellos con tanta claridad como los árboles y los cielos nocturnos. Cuanto más perverso el
hombre, más fea la bestia: ésta era la regla. En el desierto los animales eran muy feos.
Bodidharma el Bendito retrocedió.
No deseaba usar el arma.
—¡Oh, Bienaventurado Eterno, sentado en la Flor de Loto, Buda, ayúdame!
No sintió ninguna respuesta en el corazón. El pecado y la maldad de las bestias eran tales
que incluso el Buda apartaba gentilmente el rostro y negaba protección a su mensajero, el
misionero Bodidharma.
De mala gana, Bodidharma sacó la flauta.
El instrumento era un arma delicada, que tenía el doble de la longitud de un dedo humano.
Dorada, de forma extraña, casi fea, evocaba una civilización que ningún ser vivo de la India
recordaba. La flauta provenía de los orígenes de la humanidad, había atravesado una multitud
de épocas, una legión de años, y había sobrevivido como testimonio del poder de los hombres
primigenios.
En la punta de la flauta había una pequeña boquilla. Cuatro orificios permitían modular y
combinar una amplia variedad de notas.
Si se soplaba una vez, la flauta transmitía santidad. Esto ocurría si todos los orificios estaban
tapados.
Sí se soplaba dos veces con todos los orificios abiertos, la flauta comunicaba su propio poder.
Era un poder extraño. Acentuaba las emociones de cada ser vivo que la oyera.
Bodidharma el Bendito había llevado la flauta porque lo confortaba. Con los orificios cerrados,
sus notas le evocaban el sagrado mensaje de los Tres Tesoros de Buda, que ahora él llevaba de
India a China. Con los orificios abiertos, las notas transmitían júbilo a los inocentes y castigo a
los malvados. No era la flauta la que determinaba inocencia o maldad, sino los oyentes. Los
árboles que oían las notas a su manera arbórea hundían aún más las raíces en la tierra y
elevaban las ramas al cielo buscando nutrición con renovada aunque opaca esperanza vegetal.
Los tigres se volvían más tigres, las ranas más ranas, los hombres más buenos o malos, según
su temperamento.
—¡Deteneos! —exhortó Bodidharma el Bendito a las bestias.
Las bestias avanzaron: tigre y lobo, zorro y chacal, serpiente y araña.
—¡Deteneos! —repitió Bodidharma.
Las bestias siguieron avanzando: cascos y garras, aguijones y dientes, ojos brillantes.
—¡Deteneos! —dijo Bodidharma por tercera vez.
Las bestias continuaron su avance. Bodidharma sopló la flauta dos veces, los orificios
abiertos, con fuerza y claridad.
Dos veces, con fuerza y claridad.
Los animales se detuvieron. Después de la segunda nota se revolvieron inquietos,
encarcelados aún más profundamente en la bestialidad de su naturaleza. El tigre le rugió a sus
zarpas, el lobo se quiso morder la cola, el chacal huyó temeroso de su propia sombra, la araña
se ocultó bajo la oscuridad de las rocas, y las demás bestias viles que habían amenazado al
Bendito le cedieron el paso.
Bodidharma el Bendito continuó la marcha. En las calles de la nueva capital de Anyang, el
dulce evangelio del budismo fue recibido con curiosidad, calma y deleite. Los voluptuosos
bárbaros que dominaban el norte de China, los tártaros toba, colmaron sus almas y corazones
con la esperanza de la muerte en vez del miedo a la destrucción. Las madres lloraban de placer
al saber que sus hijos, al morir, habían llegado a la felicidad. El emperador mismo dejó su
espada para escuchar el amable mensaje que había atravesado con tanta valentía las
escarpadas montañas.
Cuando Bodidharma el Bendito murió, recibió sepultura en las inmediaciones de Anyang, con
la flauta en una caja de ónix sagrado junto a la mano derecha. Allí Bodidharma y la flauta
durmieron mil trescientos cuarenta años.
3
En el año 1894, un explorador alemán —así se calificaba él mismo— saqueó la tumba del
Bendito en nombre de la ciencia.
Los aldeanos lo sorprendieron y lo echaron de la ladera.
Escapó con un solo botín, una caja de ónix con una extraña flauta que parecía forjada en
cobre. Parecía cobre, pero el metal no estaba corroído como lo hubiera estado el cobre después
de haber estado enterrada tanto tiempo en una comarca húmeda. La flauta estaba sucia. El
explorador alemán la limpió y vio que era un objeto frágil, y que las inscripciones que tenía en el
lado no eran chinas.
No la limpió tanto como para tratar de tocarla: por eso sobrevivió.
La flauta fue a parar a un pequeño museo municipal que llevaba el nombre de una gran
duquesa alemana. Ocupó la caja número 34 del Dorotheum y permaneció allí durante cincuenta
y un años más.
4
Los B-29 se habían ido. Habían volado rugiendo rumbo a Rastart.
Wolfgang Huene saltó de la trinchera. Se odiaba a sí mismo, odiaba a los aliados y casi
odiaba a Hitler. Wolfgang pertenecía a las juventudes hitlerianas. Era apuesto, rubio, alto,
curtido. También era valiente, agudo, cruel y sagaz. Era un nazi. Sólo podía existir en un mundo
nazi. Sabía que sus padres eran escoria. Cuando su padre murió en un bombardeo, Wolfgang
permaneció impasible. Cuando su madre, medio muerta de hambre, murió de gripe, no se
preocupó por ella. Su madre era vieja y no importaba. Sólo Alemania importaba.
Ahora la Alemania que importaba se estaba desmoronando, atacada por explosiones, herida
por ondas de choque, acosada por el incesante ataque del poder aéreo aliado.
Wolfgang, siendo un joven nazi, no tenía miedo, pero estaba desconcertado.
De una manera animal e instintiva, sabía —sin pensar en ello— que si el hitlerismo no
sobrevivía, él tampoco lo haría. Sabía que hacía cuanto estaba en sus manos, lo poco que se
podía hacer. Buscaba espías mientras denunciaba a los débiles que se quejaban del Führer o de
la guerra. Ayudaba a organizar el Vblkssturm y aspiraba a convertirse en un guerrillero nazi
aunque los aliados cruzaran el Rin. Como un animal, pero como un animal muy inteligente, sabía
que tenía que luchar, aunque también era consciente de que la lucha podía ser desfavorable.
De pie en la calle, vio el polvo posándose después del bombardeo.
La luz de la luna alumbraba el pavimento resquebrajado.
Éste era un barrio tranquilo. Oía el crepitar de los incendios en las zonas céntricas, parecido
al ruido que hacía su padre cuando comía lechuga. Por allí cerca no oía nada; al parecer estaba
solo, bajo la Luna, en un rincón olvidado del mundo.
Miró alrededor.
Abrió los ojos con asombro: las bombas habían destruido el Dorotheum.
Caminó hacia las ruinas del museo y se detuvo en la oscura entrada.
Mirando hacia la calle y hacia el cielo para cerciorarse de que resultaba seguro abrir una luz,
encendió su linterna de bolsillo y apuntó el haz hacia la sala de exhibiciones. Las vitrinas estaban
rotas; casi todas las piezas aparecían cubiertas de vidrio astillado. Los cristales rotos de las
ventanas formaban charcos de hielo en los viejos suelos de piedra, bajo la luz glacial de la luna.
Delante de él había un anaquel tumbado.
Lo alumbró con la linterna. La luz iluminó un tubo corto que parecía el cañón de una pistola
antigua. Wolfgang recogió el tubo. Como había tocado en una banda reconoció el objeto. Era
una flauta.
La sostuvo en la mano un instante y luego se la guardó en la chaqueta. Echó un vistazo al
museo bajo la luz de la linterna y salió a la calle. No quería discutir con la policía.
Oyó los motores de los camiones: tosían, carraspeando con su combustible barato,
acercándose cuesta arriba.
Se guardó la linterna en el bolsillo. Palpó la flauta y la sacó.
Instintivamente, como hubiera hecho cualquier ser humano, cerró con los dedos los cuatro
orificios antes de soplar.
Inhaló con fuerza.
Sopló.
La flauta sonó.
Una dulce y áurea nota, más suave y salvaje que las notas más escalofriantes de la mejor
sinfonía del mundo, resonó en los oídos de Wolfgang.
Se sintió distinto, aliviado, feliz.
Su alma —cuya existencia Wolfgang ignoraba— alcanzó una paz que jamás había
experimentado. En ese momento nació una pequeña religión. Era una religión pequeña porque
estaba confinada en la mente de un adolescente brutal, pero era una religión verdadera porque
comunicaba un mensaje de esperanza, consuelo y plenitud que trascendía los límites de esa
vida individual. El amor y su devastador significado le inundaron la mente. El amor le relajó los
músculos de la espalda y permitió que los párpados doloridos le cubrieran los ojos en la primera
fatiga genuina que admitía en muchas semanas.
El nazi que había en él había desaparecido. La invocación de santidad, encerrada en la
olvidada magia de la flauta de Bodidharma, lo había afectado incluso a él. Luego Wolfgang
cometió un error mortal.
La flauta no albergaba más maldad que un arma antes de ser disparada, ni más odio que un
río antes de engullir a un cuerpo humano, ni más furia que un precipicio por el cual puede caer
un hombre; la flauta tenía su propio poder, que en parte consistía en el sonido mismo, pero
principalmente en la combinación mecánica y psiónica que el orfebre harappa había creado
siglos atrás con esa forma y aleación inusitadas.
Wolfgang Huene sopló de nuevo, sosteniendo la flauta entre dos dedos, sin cerrar ningún
orificio. Esta vez la nota sonó devastadora. En un terrible y convincente instante revelador,
Wolfgang fue la encarnación de todas las falsas determinaciones, el ponzoñoso patriotismo, la
venenosa valentía del Reich de Hitler. Fue de nuevo un joven hitleriano, un hombre
consumadamente nórdico. En sus ojos brillaba un mensaje que él sentía manar desde el interior.
Sopló de nuevo.
Esta tercera nota era la de perfeccionamiento, la nota que había protegido a Bodidharma el
Bendito mil quinientos cincuenta años antes, en el helado desierto del norte del Tíbet.
Huene se volvió aún más nazi. Ya no era un joven, ya no era un ser humano. Era la
exageración de sí mismo. Se convirtió en un guerrero puro, pero había olvidado quién era y por
qué luchaba.
Los camiones subían con las luces apagadas. Los ciegos ojos de Wolfgang los observaron.
Flauta en mano, rugió.
Una idea loca le cruzó por la mente: «Tanques aliados.»
Corrió frenéticamente hacia el primer camión. El conductor sólo vio una sombra y apretó los
frenos, demasiado tarde. El parachoques delantero dio contra un obstáculo blando.
La rueda delantera pasó sobre el cuerpo del joven. Cuando el camión frenó, el joven había
muerto y la flauta, medio aplastada, estaba apretada contra el asfalto de una calle alemana.
5
Hagen von Grün era uno de los expertos en aeronáutica alemanes que trabajaban en
Huntsville, Alabama. Había viajado a Cabo Cañaveral para participar en la quinta serie de
lanzamientos norteamericanos. El tercer cohete de la serie llevaría un satélite con un transmisor
diseñado para sintonizar ondas de radio de frecuencia estándar. El propósito era permitir que
escuchas de todo el mundo participaran en el rastreo del satélite, que estaba diseñado para
tener una vida relativamente breve. No podía durar más de cinco semanas.
El transmisor miniaturizado estaba diseñado para captar sonidos, por leves que fueran,
producidos por el recalentamiento y el enfriamiento del casco y para transmitir un patrón sónico
que reflejara el calor de los rayos cósmicos y, hasta cierto punto, para reproducir las imágenes
visuales en un patrón de sonido.
Hagen von Grün estaba presente en el montaje final. Una parte del trabajo consistía en
insertar un tubo que cumpliría la doble función de caja de resonancia entre el casco exterior del
satélite y un diminuto micrófono del tamaño de un guisante que luego traduciría el sonido emitido
por el casco exterior en señales de radio que los aficionados podrían seguir desde la superficie,
dos mil kilómetros más abajo.
Von Grün ya no fumaba. Había dejado de fumar aquella horrible noche en que los aviones
aliados bombardearon el convoy de camiones que lo trasladaba con sus compañeros hacia un
lugar seguro. Aunque había logrado conseguir cigarrillos durante la guerra, había desistido hasta
de llevar su boquilla En cambio, llevaba una extraña y vieja flauta de cobre que había hallado en
la carretera y que había reparado. Supersticioso ante la suerte de estar vivo, y agradecido
porque la flauta le recordaba que no debía fumar, nunca se molestó en limpiarla y soplarla. La
había pesado, había hallado su gravedad específica, la había medido, como buen alemán que
era, hasta el último milímetro y miligramo, pero la guardaba en el bolsillo, aunque resultaba un
poco incómodo llevarla.
Cuando montaron la última parte del cono del morro, el puntal se rompió.
No podía romperse, pero así fue.
Se necesitaban cinco minutos y un viaje en ascensor para hallar un nuevo tubo que hiciera
las veces de puntal.
Siguiendo un raro impulso, Hagen von Grün recordó que su flauta de la suerte tenía la
longitud adecuada y el diámetro correcto. Los orificios no importaban. Recogió un registro, anotó
la vieja flauta y la insertó.
Cerraron el casco del satélite. Montaron el cono. Siete horas después, el cohete partió. Era el
primero capaz de sintonizar todas las ondas de radio de la Tierra. Mientras contemplaba el
ascenso del cohete, Hagen von Grün se preguntó si tendría alguna importancia que los orificios
estuvieran abiertos o cerrados.
ANGERHELM
Raro raro raro. Es raro raro raro pensar sin cerebro. Pensar sin cerebro es como un truco
pero no es un truco. Hablar cuesta aún más, pero se puede hacer.
Aún recuerdo la vibración de esa frase cuando al fin llegamos a Nelson Angerhelm y le
hicimos escuchar la cinta zumbadora.
La historia comenzaba mucho antes de eso. Nunca he sabido el principio.
Trabajo como ayudante del señor Spatz, y Spatz ha pasado dieciocho años abriendo
boquetes en el presupuesto. Es el nombre que aprueba, en nombre del director de Presupuesto,
todas las solicitudes de enlaces especiales entre el Departamento de Ejército y la gente de
Inteligencia.
Es muy eficiente en su trabajo. Se ha presentado más gente a pedir dinero, para terminar con
una décima parte de lo que pidió, de la que se podría alinear en cualquier pasillo del Pentágono.
Eso es decir mucho.
Tuvimos noticias del asunto hace unos meses, cuando los rusos empezaron a recuperar esas
extrañas cápsulas de grabación. Las cápsulas salían de los Sputniks. No sabíamos qué había en
las cápsulas cuando regresaban del espacio orbital. Sólo sabíamos que contenían algo.
Las cápsulas descendían de tal modo que podíamos capta las por radar. Por desgracia, todas
caían en territorio ruso, excepto una sola cápsula, que cayó en el Atlántico. Cuando los gastos
llegaron a los siete millones de dólares, renunciamos a dar con ella.
El oficial de Inteligencia había anunciado al comandante de la flota atlántica que tendrían una
oportunidad de hallarla si seguían buscando. El comandante consultó a Washington, y la gente
de Presupuesto examinó la solicitud. La retuvo por un tiempo.
Nos enteramos del caso por cuatro fuentes simultáneas Primero, Khruschev dijo algo muy
raro al secretario de Estado, cuando se reunieron en Londres.
Al final de la reunión, Khruschev dijo:
—¿Usted gasta bromas, señor secretario?
El secretario quedó muy sorprendido al oír la traducción.
—¿Bromas, primer ministro?
—Sí.
—¿Qué clase de bromas?
—Bromas con aparatos.
—Las bromas con máquinas no caen muy bien —dijo el norteamericano.
Continuaron charlando como si gastar bromas fuera buena idea cuando cada cual tenía a
cargo una seria labor de espionaje.
El premier ruso insistía en que él no tenía espionaje, en que jamás había oído hablar de
espionaje y en que sus espías trabajaban tan bien que estaba seguro de no tener espionaje.
Ante esta vehemente afirmación, el secretario replicó que él tampoco tenía espionaje y que
los norteamericanos no sabían nada de lo que pasaba en Rusia. No sólo no sabíamos nada de
Rusia, sino que sabíamos que no lo sabíamos y nos asegurábamos de ello. Después de esta
conversación ambos dirigentes se despidieron, preguntándose qué diablos había querido decir el
otro.
Se consultó a Washington al respecto. Yo estaba en la lista de consultados.
En esa época yo tenía acceso «galáctico». El acceso galáctico venía poco después del
acceso universal. No era gran cosa, pero era algo. Yo debía examinar esos documentos
especiales como ayudante del señor Spatz en tareas de enlace. En realidad, sólo servía para
ocupar mi tiempo libre, cuando yo no estaba elaborando presupuestos.
El segundo indicio vino de uno de los muchachos del Valle. Nunca dábamos otro nombre a
ese lugar, y ni siquiera nos gusta verlo en el presupuesto federal. Sabemos sólo lo necesario y
luego dejamos de pensar en ello.
Dejar de pensar resulta mucho más seguro. No nos corresponde a nosotros pensar en lo que
hacen otros, sobre todo cuando están gastando varios millones de dólares al día de dinero del
Tío Sam, tratando de averiguar qué piensan ellos y llegando a muy pocas conclusiones.
Más tarde averiguamos que los muchachos del Valle habían enviado a casi todos los agentes
de seguridad del país a Minneapolis, en busca de un hombre llamado Angerhelm. Nelson
Angerhelm.
El nombre no significaba nada, pero antes de que tropezáramos con él terminó siendo la
mayor historia del siglo veinte. Si alguna vez la dan a conocer, se convertirá en la mayor historia
en dos mil años.
La tercera parte del asunto se reveló algo después.
El coronel Plugg estaba en G-2. Llamó al señor Spatz, pero no se pudo poner en contacto
con él, así que me llamó a mí.
—¿Qué le pasa a su jefe? —preguntó—. ¿Nunca está en la oficina?
—No, si yo puedo evitarlo. Él me manda a mí, no yo a él. ¿Qué desea, coronel?
—Mire —gruñó el coronel—, se supone que ustedes deben irme dinero para tareas de
enlace. No sé cuántos enlaces serán necesarios, ni siquiera sé si es cosa mía. Se lo pregunté a
mi superior y él tampoco sabe nada. Quizá deberíamos apartarnos y dejar que se encarguen del
asunto los muchachos de Inteligencia. O enviarlo a la Secretaría del Estado. Ustedes se pasan la
vida diciéndome si yo puedo tener enlaces o no y dándome el dinero para ello. ¿Por qué no
vienen aquí y asumen la responsabilidad, para variar?
Corrí a la oficina de Plugg. Era un problema de Ejército.
Éstos son los datos.
El asistente del agregado militar soviético, un tal teniente coronel Potariskov, solicitó una
entrevista. Cuando se presentó, no traía nada consigo. Ni siquiera un traductor. Su inglés no era
brillante, pero se entendía.
En esencia, Potariskov alegaba que no le parecía muy educado que los militares
norteamericanos interfirieran con solemnes informes meteorológicos introduciendo bromas en el
radar soviético. Si las fuerzas norteamericanas no tenían nada mejor que hacer, ¿por qué no se
gastaban bromas entre ellas en vez de fastidiar a las fuerzas soviéticas?
Esto no tenía mucho sentido.
El coronel Plugg trató de averiguar de qué hablaba el hombre. El ruso parecía estar fuera de
juicio e insistía en hablar de bromas.
Resultó que Potariskov llevaba un papel en el bolsillo. Lo sacó y se lo entregó a Plugg.
El papel tenía una dirección: Nelson Angerhelm, Ridge Drive número 2322, Hopkins,
Minnesota.
Resultó que Hopkins, Minnesota era un suburbio de Minneapolis. No tardamos mucho en
averiguarlo.
Esto no significaba nada para el coronel Plugg, quien preguntó a Potariskov qué deseaba.
Potariskov preguntó si el coronel estaba dispuesto a confesar la broma de Angerhelm.
Potariskov dijo que en Inteligencia nunca mencionan las bromas que gastan al Cuerpo de
Señales. Plugg insistió en que no sabía nada. Dijo que trataría de hacer averiguaciones y que se
pondría en contacto con Potariskov. El ruso se fue.
Plugg llamó al Cuerpo de Señales, y cuando terminó sus conferencias tenía otra pista que
conducía de nuevo al Valle. La gente del Valle se enteró y de inmediato envió a un hombre.
Aquí entré yo. Él no podía comunicarse con el señor Spatz, y habían surgido problemas.
Lo cierto es que las tres pistas confluían. Los muchachos del Valle habían conseguido un
nombre (no me corresponde a mí revelar cómo). El nombre Angerhelm había circulado por todo
el sistema de comunicaciones soviético. Se había preguntado a casi todos los funcionarios rusos
de todo el mundo si sabían algo sobre Nelson Angerhelm, y por lo que sabían los muchachos del
Valle, todos habían respondido que no tenían la menor noticia.
Alguna referencia a la conversación de Khruschev con el secretario de Estado sugería que el
caso Angerhelm podía estar vinculado con ella. Investigamos un poco más. Al parecer,
Angerhelm era la referencia correcta. Los muchachos del Valle ya habían averiguado algo sobre
él. Habían consultado al FBI.
El FBI había declarado que Nelson Angerhelm era un granjero retirado de sesenta y dos
años. Había servido en las fuerzas armadas durante la Primera Guerra Mundial.
Su servicio había sido breve. Había llegado a Plattsburg, New York, se había roto un tobillo,
pasó cuatro meses en un hospital, y la lesión se complicó. Desde entonces cobraba una pensión
de la Administración de Veteranos. Nunca había salido de Estados Unidos, no se había afiliado a
ninguna organización subversiva, no se había casado, jamás había gastado un céntimo. Por lo
que pudo averiguar el FBI, la vida de Angerhelm no tenía nada de interesante.
Esto dejaba el asunto en el aire. No había nada que lo conectara con la Unión Soviética.
Resultó que no me necesitaban. Spatz entró en la oficina y anunció que se había convocado
a una conferencia de toda la comunidad de Inteligencia. Gente de la Secretaría de Estado y un
representante especial de la Casa Blanca estarían presentes en la reunión.
Alguien preguntó quién era Nelson Angerhelm, y qué debíamos hacer.
Un agente que se especializaba en fingir que era un hombre del Servicio Fiscal Interno había
redactado un informe.
El «hombre del Servicio Fiscal Interno» era uno de los mejores expertos del FBI en
actividades subversivas. Era un gran conocedor del espionaje y lo sabía todo sobre las
conexiones sospechosas. Podía oler a un conspirador a tres kilómetros en un día claro. Si
pasaba un rato sentado en una habitación, era capaz de distinguir si alguien había asistido a una
reunión ilegal en los tres años anteriores. Tal vez exagero un poco, pero no demasiado.
Este sujeto, un verdadero especialista en detectar comunistas y cualquier cosa remotamente
parecida a un comunista, aportó nueva información sobre Angerhelm.
Angerhelm mantenía un único contacto con el resto del mundo. Tenía un hermano menor
llamado Tice. Un nombre exótico. Alguien nos contó después que derivaba de Theiss
Ankerhjelm, un almirante sueco que vivió hace doscientos años. Tal vez la familia estaba
orgullosa de eso.
El hermano menor había estudiado en West Point. Había hecho una carrera normal, según
nos informó la Oficina del Ayudante General.
La novedad era que el hermano menor había muerto hacía dos meses. Él también era
soltero. Uno de los psiquiatras que participó en el caso exclamó: «¡Qué madre!»
Tice Angerhelm había viajado mucho. En realidad, estaba relacionado con dos o tres de los
proyectos en los que yo había trabajado. Esto sugería diversas consecuencias.
Pero estaba muerto. Nunca había trabajado de forma directa en asuntos soviéticos. No tenía
amigos soviéticos, no había estado en la Unión Soviética, ni había conocido a militares
soviéticos. Ni siquiera había asistido a una recepción oficial de la Embajada soviética.
El hombre no había tenido ningún conocimiento especializado, excepto artillería, un poco de
francés y el programa de misiles. Le gustaba jugar a las cartas, era buen pescador de truchas y
don Juan los sábados por la noche.
Era momento de la cuarta etapa.
Ordenaron al coronel Plugg que se comunicara con el teniente coronel Potariskov y
averiguara qué sabía. Esta vez Potariskov respondió que prefería que su jefe, el embajador
soviético, visitara al secretario o al subsecretario del Estado.
Intercambiaron algunos regateos. El secretario se había ausentado, el subsecretario dijo que
tendría mucho placer en atender al embajador soviético si había algo que preguntar. Dijo que
habíamos hallado a Angerhelm, y si las autoridades soviéticas querían entrevistarse con él bien
podían viajar hasta Hopkins, Minnesota.
Esto causó una situación embarazosa, pues se descubrió que la zona de Hopkins, Minnesota
estaba en la región «vedada» a los diplomáticos soviéticos, en represalia por las regiones
«vedadas» impuestas a los diplomáticos norteamericanos en la Unión Soviética.
El problema fue resuelto. Se preguntó al embajador soviético si deseaba visitar al granjero de
Minnesota.
El embajador soviético respondió que no sentía gran interés por los granjeros, pero que le
agradaría ver al señor Angerhelm en una fecha posterior si al gobierno norteamericano le
parecía bien. El asunto se dio por terminado.
No ocurrió nada. Presumiblemente los rusos enviaban mensajes a Moscú mediante correos
especiales, cartas o los misteriosos sistemas que emplean los rusos cuando actúan con mucha
premeditación y solemnidad.
Yo no oí nada y la gente que vigilaba la Embajada soviética no detectó ningún contacto
inusual.
Nelson Angerhelm aún no había entrado en la historia.
Sólo sabía que varios personajes raros le habían preguntado acerca de veteranos que él
apenas conocía, alegando que estaban investigando una cuestión de seguridad.
Y un agente del Servicio Fiscal Interno mantuvo una larga y exhaustiva conversación con él
acerca de las propiedades del hermano. Eso no parecía conducir a ninguna parte.
Angerhelm siguió alimentando a los pollos de su granja. Tenía televisión y Minneapolis cuenta
con muchas emisoras. De vez en cuando iba a la iglesia; aunque visitaba la tienda con mayor
frecuencia.
Casi siempre salía de la ciudad para evitar los nuevos centros comerciales. No le gustaba el
modo como se había desarrollado Hopkins, y prefería los pequeños centros campestres donde
todavía había colmados en los que se encontraba de todo. Éste parecía ser el único placer del
viejo.
Al cabo de diecinueve días, y ahora puedo contar casi cada hora de esos días, debió de
llegar la respuesta de Moscú. Quizá la trajo el mensajero castaño y corpulento que hacía el viaje
cada quince días. Uno de los muchachos del Valle me lo contó. Se suponía que yo no debía
saberlo, y entonces no importaba.
Al parecer el embajador soviético tenía órdenes de no armar mucho alboroto. El embajador
visitó al subsecretario del Estado y terminaron hablando de los precios internacionales de la
mantequilla y el efecto que las exportaciones norteamericanas de aceite a Paquistán provocaba
en los intentos soviéticos de intercambiar aceite por cáñamo.
Aparentemente se trataba de un asunto extraordinario y confidencial, para que lo mencionara
el embajador soviético. El subsecretario se habría impresionado más si hubiera podido averiguar
por qué de pronto el embajador soviético había anunciado que su país había concedido un
crédito de ciento veinte millones de dólares a Paquistán para construir carreteras innecesarias.
Así pudo responder, con cierta aspereza, que si alguna vez la Unión Soviética decidía
desestabilizar los mercados internacionales con la cooperación de Estados Unidos, nos alegraría
mucho colaborar. Pero no era momento de hablar de dinero o de tratos justos cuando ellos
estaban arrojando cualquier basura exportable en nuestra dirección.
Este embajador soviético solía tomar estas réplicas con calma. Por lo visto su misión
consistía en no tener misión. Se marchó y eso fue todo.
Potariskov regresó al Pentágono, esta vez acompañado por un civil ruso. El inglés del nuevo
sujeto era más que perfecto. Era tan bueno que resultaba irritante.
Potariskov parecía un jovenzuelo corpulento de tez oscura, con pelo y ojos castaños. Logré
verlo porque me hicieron sentar en un rincón de la oficina de Plugg, fingiendo que esperaba a
alguien.
La conversación fue muy simple. Potariskov extrajo una cinta de grabación. Era una cinta
norteamericana corriente.
Plugg la miró y dijo:
—¿Quiere que la escuchemos?
Potariskov asintió.
La taquígrafa trajo un magnetófono. En ese momento entraron tres o cuatro oficiales, y
ninguno de ellos parecía dispuesto a irse. En realidad, uno de ellos ni siquiera era oficial, pero
ese día vestía uniforme.
Pusieron la cinta y escuché. Había zumbidos, siseos y chasquidos. Luego más zumbidos. Era
el sonido que produce una radio cuando la encendemos y ni siquiera hay estática. Sólo se
captan sonidos raros y zumbones que indican que alguien está emitiendo, pero ni siquiera tiene
la coherencia necesaria para producir chirridos de estática.
Todos escuchábamos con cierta solemnidad. Plugg, militar hasta la médula, estaba rígido y
movía los ojos, mirando tan pronto al magnetófono como a la cara de Potariskov. Potariskov
observó a Plugg y luego a todo el grupo.
El civil ruso, que era venenoso como una serpiente, nos estudió uno por uno. Obviamente
nos estaba evaluando y ansiaba averiguar si alguno de nosotros oía algo que a él se le
escapaba. Ninguno de nosotros entendía nada.
Cuando terminó la cinta, Plugg quiso apagar la máquina.
—No la apague —dijo Potariskov.
—¿No lo han oído? —preguntó el otro ruso.
Todos meneamos la cabeza. No habíamos oído nada.
—Por favor, pásela de nuevo —pidió Potariskov con extraña cortesía.
La pasamos de nuevo. Sólo oíamos zumbidos y chasquidos.
Al cabo de quince minutos empezamos a hartarnos. Un par de hombres se fueron. Ésos eran
los verdaderos visitantes. Los otros permanecieron en el cuarto.
El coronel Plugg ofreció a Potariskov un cigarrillo. Potariskov aceptó. Ambos fumaron y
pasamos la cinta por tercera vez.
—Apáguela —dijo Potariskov después de la tercera vez. Y preguntó—: ¿Ha oído eso?
—¿Qué? —preguntó Plugg.
—El nombre y la dirección.
Me dominó una sensación muy rara. Yo sabía que había oído algo y me volví hacia el
coronel.
—Es raro —murmuré—, no sé dónde ni cómo lo oí, pero sé algo que antes no sabía.
—¿Qué es? —intervino el civil ruso con la cara radiante.
—Nelson —respondí, queriendo decir «Nelson Angerhelm, Ridge Drive número 2322,
Hopkins, Minnesota». Lo que había visto en los documentos secretos «galácticos». Desde luego,
cerré el pico. Eso estaba en el documento y era muy secreto. Yo no tenía que saberlo.
El civil ruso me miró. Me dirigió una sonrisa rara, malvada, amigable y perversa.
—¿No oyó «Nelson Angerhelm, Ridge Drive número 2322, Hopkins, Minnesota», pero sin
saber cuándo lo oía?
Todos preguntaron qué había pasado.
Potariskov habló con singular franqueza. Hasta su acompañante ruso se mostró franco.
—Creemos que se trata de percepción marginal. Hemos reproducido esta grabación. Ésta es,
como pueden imaginar, una copia. Tenemos muchas más. Toda nuestra gente la ha escuchado.
Nadie puede especificar en qué punto lo oye. Hemos puesto en esto a nuestros mejores
expertos. Algunos dicen que está en el minuto tres. Otros hablan del minuto doce. Algunos
sugieren el minuto trece y medio. Pero diversas personas con diversos examinadores creen
haber oído «Nelson Angerhelm, Ridge Drive número 2322, Hopkins, Minnesota». Lo hemos
probado con chinos.
El civil ruso lo interrumpió.
—Sí, lo probamos con chinos y ellos oyeron lo mismo. Nelson Angerhelm. Aunque no sepan
el idioma oyen «Nelson Angerhelm». Aunque no sepan nada más oyen eso y captan el número.
El número está siempre en inglés. No pueden grabarlo. La grabación sólo presenta este ruido, y
sin embargo sale el número. ¿Qué opinan?
Lo que dijeron resultó ser cierto. Nosotros también lo probamos, cuando ellos se fueron.
Lo probamos con estudiantes universitarios, extranjeros, psiquiatras, empleados de la Casa
Blanca y hombres de la calle. Incluso pensamos en pasarla por una radio municipal como
programa de adivinanzas, ofreciendo premios a quien acertara. Eso nos pareció demasiado, así
que aceptamos la más segura sugerencia de probarla con el sistema de altavoces de la base del
Mando Aéreo Estratégico, que estaba vigilado día y noche.
De todos modos, pocas personas tenían permiso y fue fácil anular por una semana los que se
habían concedido. Pasamos esa maldita cinta seis veces y casi todos los ocupantes de la base
quisieron escribir una carta a Nelson Angerhelm, Ridge Drive número 2322, Hopkins, Minnesota.
Incluso se llamaban Angerhelm unos a otros y se preguntaban qué diablos quería decir.
Desde luego, había muchos retruécanos con el nombre e incluso algunas bromas un poco
procaces. Eso no ayudó.
El problema era que en estas pruebas no podíamos averiguar en qué punto empezaba la
transmisión subliminal del nombre y el domicilio.
Desde luego, era subliminal. Esto no resulta tan difícil. Cualquier buen psicólogo puede pasar
un mensaje con ruidos o una imagen visual sin que el receptor sepa exactamente cuándo lo ha
recibido. Es un problema de acercarse al umbral, permanecer un poco debajo de éste y luego
emitir el mensaje con nitidez, por debajo del nivel de percepción consciente, para que penetre.
Sabíamos a qué nos enfrentábamos. Lo que no sabíamos era qué estaban haciendo los
rusos, cómo lo habían recibido y por qué los molestaba tanto.
Al fin, todo fue a la Casa Blanca. Allí se celebró una conferencia a la cual asistió mi jefe, el
señor Spatz, como representante de los intereses del director de Presupuesto y del
contribuyente norteamericano.
Fue una conferencia breve. Todos los caminos conducían a Nelson Angerhelm, quien ya
estaba bajo el control de la mitad del FBI y buena parte de las fuerzas militares de la región.
Habían puesto micrófonos en todas las habitaciones de su casa, aparatos tan sensibles que
captaban los latidos de su corazón. Las precauciones que tomábamos con ese hombre eran
dignas del programa que tenemos para proteger Fort Knox.
Angerhelm era consciente de que habían pasado cosas raras, pero no sabía qué ni quién
estaba involucrado.
Meses después contó a alguien que sospechaba que su hermano había hecho alguna
falsificación y que estaban indagando por el vecindario. No advirtió que su seguridad constituía la
mayor inversión nacional del país desde el descubrimiento de la bomba atómica.
El presidente en persona dio la orden. Examinó las pruebas. El secretario de Estado declaró
que Khruschev no habría mencionado esa broma si él mismo no hubiera estado desorientado.
Incluso pusimos rusos a trabajar en el asunto, por supuesto, rusos que se habían pasado a
nuestro bando. No averiguaron mucho más. Todos oían el mismo maldito mensaje: «Nelson
Angerhelm, Ridge Drive número 2322, Hopkins Minnesota.»
Pero eso no conducía a ninguna parte.
Sólo quedaba trabajar con el hombre en cuestión.
Cuando se trataba de escoger personas que no llamaran la atención, los de Inteligencia eran
reacios a permitir que los extraños se adueñaran de su espectáculo. Por otra parte, no tenían
jurisdicción interna, especialmente porque el presidente había pedido al FBI —a J. Edgar Hoover
en persona— que se encargara de este asunto porque no le gustaba.
Alguien del Pentágono, quizás apremiado por Inteligencia Aérea, concibió la brillante idea de
que si el Ejército y el resto de la comunidad de Inteligencia no podían participar del espectáculo,
lo mejor que podían hacer era vengarse de la gente de enlace destinando a gente de enlace en
el asunto. Esto significaba el señor Spatz.
El señor Spatz ha permanecido muchos años en este trabajo a fuerza de evitar todo lo
interesante y lo emocionante, ateniéndose siempre a lo importante —el presupuesto y la
autorización para el año siguiente— y librándose de las personalidades controvertidas mucho
antes de que los demás advirtieran que lo eran.
Por lo tanto, no fue. Si el caso Angerhelm terminaba convirtiéndose en un embrollo, prefería
no mezclarse en él.
Me asignaron a mí.
Me convirtieron en una especie de miembro honorario del FBI, e incluso me permitieron llevar
la cinta. Debían de tener seis copias más de la cinta, así que el honor no era tan exclusivo como
parecía. Simplemente, debíamos actuar como personas que sabían algo sobre el hermano de
Angerhelm.
Era una tarde seca y rojiza de domingo, y parecía que ya anochecía.
Fuimos hasta una bonita casa. Tenía ventanas dobles y parecía tan acogedora como una
chimenea en invierno. No estábamos en invierno y como era de esperar el viejo no tenía aire
acondicionado. Pero la casa resultaba acogedora.
No había derroche ni ostentación. Sólo parecía una casa muy cómoda.
El agente del FBI tuvo la generosidad de dejarme tocar el timbre. No respondió nadie y llamé
de nuevo. No atendieron.
Decidimos esperar fuera y caminamos por el patio. Miramos el coche que había allí; parecía
estar en buenas condiciones.
Llamamos al timbre de nuevo, luego dimos la vuelta y miramos por la ventana de la cocina.
Examinamos el coche para ver si el radiador estaba caliente. Miramos la hora. Nos preguntamos
si el hombre se ocultaba y nos espiaba. Tocamos de nuevo el timbre.
Entonces el viejo apareció. Venía caminando por la acera.
Nos presentamos y los preliminares fueron los de costumbre. El corazón me latía con
violencia. Algo había intrigado a la Unión Soviética y al resto del mundo, algo que posiblemente
había caído del espacio, algo que miles de hombres habían oído y nadie podía identificar, algo
tan misterioso que el nombre de Nelson Angerhelm vibraba como un lamento más allá de los
límites de la comprensión. ¿De qué se trataba?
No lo sabíamos.
Allí estaba el viejo: erguido, bronceado, mejillas rojas, nariz roja, orejas rojas. Rebosante de
salud, sueco hasta la médula.
Bastó decirle que nos preocupaba su hermano, Tice Angerhelm, para que nos escuchara. No
nos planteó ningún problema.
Mientras escuchaba, abrió los ojos y comentó:
—Sé que han estado haciendo averiguaciones, sé que ustedes tenían problemas y sabía que
alguien vendría a hablarme, pero no creí que fuera tan pronto.
El agente del FBI masculló una frase cortés e imprecisa, y Angerhelm continuó:
—Supongo que ustedes son del FBI. No creo que mi hermano estafara a nadie. No era tan
deshonesto.
Otra pausa, y continuó:
—Pero tenía esa mente aguda y rara... parecía un hombre capaz de gastar una broma.
Los ojos se le iluminaron.
—Si gastó una broma, caballeros, pudo haber cometido un delito. No sé. Yo sólo crío pollos y
trato de vivir a mi aire.
Quizá no fuera el procedimiento adecuado, pero me adelanté al agente del FBI y dije:
—¿Es usted un hombre feliz, señor Angerhelm? ¿Lleva una vida satisfactoria?
El viejo me miró a los ojos. Era obvio que pensaba que algo andaba mal y que no confiaba
mucho en mi buen juicio.
Pero bajo la fiereza de su mirada subyacía cierta compasión, y sin duda sospechó que yo
había sufrido mucha tensión. Abrió más los ojos. Irguió los hombros con cierto orgullo.
Parecía un hombre que recordaba que uno de sus antepasados suecos había sido almirante,
y que mucho antes de que el apellido Angerhelm se agotara y secara en esa llana comarca al
oeste de Minneapolis, había sido grande, y que quizás hubiera chispas de esa grandeza en
alguna parte del universo.
No sé. Supongo que sintió esa importancia, porque me miró fijamente a los ojos.
—No, joven, mi vida no ha sido muy grata y no me ha gustado. Espero que nadie tenga que
vivir una vida como la mía. Pero no les diré más. Sospecho que usted no está dando palos de
ciego, sino que sabe algo malo y quiere decirlo.
El otro agente intervino.
—Sí, pero no implica nada malo para usted, señor Angerhelm. Ni siquiera el coronel
Angerhelm, su hermano, se molestaría si estuviera vivo.
—No esté tan seguro —dijo el viejo—. Mi hermano se molestaba por todo. Una vez me dijo:
«Escucha, Nelson, regresaría del infierno antes que permitir que alguien me calumniara.» Eso
dijo. Creo que hablaba en serio. Tenía un extraño orgullo, y si usted tiene alguna acusación
contra mi hermano, será mejor que la plantee.
Así terminamos con la charla intrascendente y pasamos al núcleo de la misión. Sacamos la
cinta, la pusimos en el magnetófono portátil de alta fidelidad que habíamos llevado. Pasamos la
cinta.
Yo la había oído tan a menudo que casi podía reproducir con las cuerdas vocales los distintos
chasquidos y zumbidos. No había ningún gemido, pero había más chasquidos y zumbidos y
algunos intervalos de monótono silencio, ese silencio forzado de un magnetófono en marcha
cuando no emite ningún sonido.
El viejo escuchó. La grabación no parecía surtir ningún efecto.
¿Ningún efecto? No es verdad.
Hubo un efecto. Cuando terminamos la primera vez, dijo de forma simple, directa, casi glacial:
—Pásenla de nuevo. Creo que he oído algo.
La pasamos de nuevo.
Después de la segunda vez, el viejo dijo:
—Qué cosa tan rara. Oigo mi nombre y domicilio, pero no sé dónde lo oigo. Les juro por Dios,
caballeros, que ésa es la voz de mi hermano. Oigo la voz de mi hermano entre los chasquidos y
los ruidos. Y sólo oigo Nelson Angerhelm, Ridge Drive número 2322, Hopkins, Minnesota. Y lo
oigo con toda claridad. Es la voz de mi hermano y no sé dónde la oigo. No sé de dónde sale.
La pasamos por tercera vez.
Cuando la cinta iba por la mitad, levantó las manos y exclamó:
—Apáguenlo. Apáguenlo. No puedo soportarlo. Apáguenlo.
Así lo hicimos.
Sentado en la silla, respiraba entrecortadamente. Al cabo de un rato dijo con voz quebrada:
—Tengo un poco de whisky. Está en ese anaquel, encima del fregadero. Sírvanme una copa,
caballeros, por favor.
El hombre del FBI y yo nos miramos. Él no quería verse mezclado en un envenenamiento
accidental, así que me mandó a mí. Regresé. Era whisky bastante bueno, una marca conocida.
Serví una copa y bebí un poco. Parecía tonto beber estando de servicio, pero no podía correr
el riesgo de envenenarlo. Después de tantos años de contraespionaje en el Ejército, quería
permanecer en el Servicio Civil y no deseaba arriesgarme a perder mi buen empleo con el señor
Spatz.
El viejo bebió el whisky y dijo:
—¿Se puede grabar en esa cosa al mismo tiempo que reproduce?
Le respondimos que no. No habíamos pensado en eso.
—Creo que puedo explicarles qué dice. Pero no sé cuántas veces podré hacerlo, caballeros.
Soy un hombre enfermo. No me encuentro bien. Nunca he disfrutado de buena salud. Mi
hermano vivió su vida, yo no. Nunca he vivido demasiado, ni he hecho nada ni he ido a ninguna
parte. Mi hermano tuvo de todo. Mi hermano conseguía las mujeres. Conquistó a la única
muchacha que yo amé, y luego no se casó con ella. Vivió su vida, se fue y murió. Gastaba
bromas y nunca permitía que nadie le ganara la mano. Y mi hermano, caballeros, ha muerto.
¿Comprenden? Mi hermano está muerto.
Le respondimos que estábamos al corriente de ello. No le contamos que lo habían exhumado,
que habían abierto el ataúd y habían examinado el esqueleto con rayos X. No le dijimos que
habían pesado los huesos, que se había hecho un nuevo proceso de identificación con lo que
quedaba de los dedos, y que estaban bastante bien conservados.
No le dijimos que habíamos examinado el número de serie, que todas ias circunstancias que
habían conducido a su muerte se investigaron y que entrevistamos a todos los que se habían
visto involucrados en ella.
No le contamos nada de esto. Sólo le dijimos que sabíamos que su hermano estaba muerto.
Él también lo sabía.
—Mi hermano ha muerto y esta extraña grabación reproduce su voz. Sólo tiene su voz...
Asentimos. Dijimos que no sabíamos cómo había llegado allí la voz de su hermano, que ni
siquiera sabíamos que era una voz.
No le informamos de que habíamos pasado la cinta mil veces y que sin embargo no
sabíamos dónde oíamos la voz.
No le revelamos que habíamos pasado la grabación en la base del Mando Aéreo Estratégico
y que todos los hombres de la base habían oído el nombre Nelson Angerhelm, habían oído algo
sin saber dónde.
No le contamos que toda la maquinaria de la Inteligencia soviética se había devanado los
sesos por esto, y que nuestra gente tenía el incómodo presentimiento de que la cinta venía de un
Sputnik.
No le dijimos todo eso, pero lo sabíamos. Sabíamos que si oía la voz de su hermano y quería
grabar, el asunto era serio.
—¿Puede conseguirme algo para dictar? —preguntó el viejo.
—Puedo tomar notas —replicó el hombre del FBI.
El viejo negó con la cabeza.
—Eso no basta. Creo que ustedes querrán recogerlo todo, y yo empiezo a captar fragmentos.
—¿Fragmentos de qué? —preguntó el hombre del FBI.
—Fragmentos del mensaje que se esconde detrás de ese ruido. Es la voz de mi hermano. Él
dice cosas. No sé qué dice. Me asusta. Hace que todo parezca malo y sucio. No sé si podré
aguantarlo, no lo soportaré dos veces. Creo que en cambio iré a la iglesia.
Nos miramos.
—¿Puede esperar diez minutos? Creo que podré conseguir un magnetófono.
El viejo asintió. El hombre del FBI fue hacia el coche y conectó la radio. Una gran antena salió
del coche, que por lo demás era un sedán Chevrolet muy poco llamativo. Se comunicó con su
oficina. Desde Minneapolis enviaron un magnetófono a Hopkins, con escolta policial. No sé
cuánto tardaban las ambulancias en recorrer esa distancia, pero el individuo que hablaba por la
radio dijo:
—Déme entre veinte y veintidós minutos.
Esperamos. El viejo no quería hablarnos ni quería escuchar la cinta. Sólo bebía whisky.
—Esto podría matarme, y quiero tener a mis amigos cerca. Mi pastor se llama Jensen. Si me
pasa algo, llámenlo, aunque no creo que me suceda nada. Pero llámenlo. Puedo morir,
caballeros, no podré aguantarlo mucho. Es la cosa más extraña que le ha sucedido a una
persona y no permitiré que ni ustedes ni nadie se inmiscuya. Podría matarme, caballeros.
Fingíamos entender, aunque nadie comprendía nada. Sospechábamos que el viejo tenía
problemas cardíacos y quizá se derrumbara.
La oficina había estimado veintidós minutos. El ayudante del FBI tardó dieciocho en llegar.
Traía uno de esos aparatos nuevos, compactos y limpios, esos aparatos que a la gente le
encantaría tener en casa. Se pueden meter en cualquier parte. Y la calidad del sonido es óptima.
El viejo se animó cuando vio que trabajábamos en serio.
—Denme un par de auriculares, déjenme hablar y graben. Yo trataré de reproducir lo que
dice. No será la voz de mi hermano. Ustedes oirán mi voz. ¿Entienden?
Encendimos el aparato.
Él dictaba, con el auricular en la cabeza.
Allí empezó el mensaje. Con el párrafo que he escrito al principio. Raro raro raro. Es raro raro
raro pensar sin cerebro. Pensar sin cerebro es como un truco pero no es un truco. Hablar cuesta
aún más, pero se puede hacer.
Nelson, habla Tice. He muerto.
Nelson, no sé si estoy en el cielo o en el infierno, pero creo que es el infierno. Y voy a gastar
la mayor broma que nadie haya gastado. Y es raro, porque soy un oficial norteamericano y estoy
muerto, pero no importa. ¿Entiendes, Nelson? Cuando estás muerto no importa si eres
norteamericano o ruso, no importa si eres oficial. Ni siquiera la risa importa.
Pero queda bastante de mí, de modo que quizá por última vez me reiré un poco contigo y los
demás.
No tengo cuerpo para reír, Nelson, ni tengo boca para reír, ni tengo mejillas para sonreír y en
realidad no me tengo a mí. Tice Angerhelm es algo diferente ahora. Estoy muerto.
Supe que estaba muerto cuando me sentí tan distinto. Estar muerto resultaba más cómodo,
más apacible. No había tensión.
Éste es el problema, Nelson, no hay ninguna tensión. No hay nada alrededor. No sientes el
mundo, no ves el mundo, pero lo sabes todo sobre él. Lo sabes todo sobre todo.
Me siento muy solo. Hay algunos rincones que no están solos, algunos recovecos donde
sientes amistad y otras cosas.
Es como los gatitos, la cara de los niños, o el olor del viento en un día agradable. Es como
cuando te alejas de ti y no piensas en ti.
Es como cuando no quieres algo y al mismo tiempo lo deseas.
Es como cuando no sientes rencor, ni odio ni temor ni desdén. Ésa es la parte agradable de
la muerte. Y supongo que algunos lo llamarían cielo. Y creo que puedes llegar al cielo si
adquieres la costumbre de tener el cielo cada día de tu vida corriente. Eso es. El cielo está allí,
Nelson, en tu vida corriente, cada día, día tras día, alrededor de ti.
Pero yo no tuve eso. Oh, Nelson, soy Tice Angerhelm, soy tu hermano y estoy muerto.
Puedes decir que esto es el infierno, pues es todo lo que yo he odiado.
Nelson, tiene el olor de todo lo que siempre deseé. Huele como olía el heno cuando yo tenía
mi viejo coche Willys y me acosté con la primera chica de mi vida, aquella tarde de agosto.
Puedes ir a preguntarle. Ahora es la señora Prai Jesselton. Vive en el lado este de St. Paul.
Nunca te enteraste de que me había acostado con ella, y si no me crees, compruébalo tú mismo.
Como ves, estoy en alguna parte y no sé qué parte es.
Soy yo, Tice Angerhelm, y gritaré esto a voz en grito aunque no puedo gritar. Lo diré bien
fuerte para que todo oído humano que lo perciba pueda grabarlo en este tonto artefacto soviético
y llevarlo. LLEVAD ESTE MENSAJE A NELSON ANGERHELM, RIDGE DRIVE NÚMERO 2322,
HOPKINS, MINNESOTA. Y lo repetiré un par de veces más para que sepas que habla tu
hermano y que estoy en alguna parte que no es el cielo ni el infierno, y ni siquiera está en el
espacio. Estoy en un lugar que no es el espacio, Nelson. Es sólo alguna parte donde estoy yo y
no hay nada más que yo. Yo soy todo.
Todos los contrarios son iguales. Todo lo que odié y todo lo que amé. Todo lo que temí y todo
lo que busqué. Todo es igual. Te digo que ahora es lo mismo y el castigo es el mismo si quieres
algo y lo consigues, que si deseas algo y no lo obtienes.
Lo único que importan son esos momentos hermosos y tranquilos de la vida en que no
deseas nada, Nelson. No eres nada. No anhelas nada y el mundo tan sólo está alrededor, y
recibes cosas simples como agua en la piel, cuando te sientes inocente y no piensas en nada
más.
En eso consiste la vida, Nelson. Soy Tice y te lo digo. Y sabes que estoy muerto, así que no
te mentiría.
Y por supuesto que no te diría esto en este cilindro soviético, este artefacto soviético que
regresará para fastidiarlos.
Nelson, espero que no te moleste mucho que todos sepan lo de esa chica. Espero que la
chica me perdone, pero el mensaje tiene que llegar.
Y no obstante ése es el mensaje: todo lo que temí. Temí algo en la guerra, y tú sabes cómo
huele la guerra. Huele como un matadero barato en julio. Apesta por todas partes. Hay
fragmentos ardientes, el olor de la goma al quemarse y el extraño olor de la pólvora. Nunca
estuve en una gran guerra con artefactos atómicos. Sólo explosiones anticuadas. Te lo dije antes
y me asustaba. Y junto con eso percibo el perfume de aquella muchacha en un hotel de
Melbourne, aquella muchacha que yo creía querer hasta que dije algo y allí terminó todo entre
nosotros. Y ahora estoy muerto.
Escucha, Nelson...
Escucha, Nelson, hablo como si fuera un truco. No sé cómo sé acerca del resto de nosotros,
los otros que están muertos como yo. Nunca conocí a ninguno y quizá nunca hable con ninguno.
Tengo la sensación de que están aquí. Pueden hablar.
Aunque en realidad no hablan.
Ni siquiera quieren hablar.
No tienen ganas de hablar. Hablar es un truco que cualquiera puede aprender, y supongo que
sólo un hombre estúpido e insignificante, un hombre que haya vivido su vida a despecho del
infierno y que ahora está en el infierno, puede hacerlo. Sólo esa clase de tonto puede recordar el
truco de hablar. Algo como un truco con monedas o con cigarrillos cuando nada más importa.
Así que te hablo, Nelson. Supongo que morirás como yo. No importa, Nelson. Es demasiado
tarde para cambiar. Eso es todo.
Adiós, Nelson. Estás bastante bien. Has vivido tu vida. Has sentido el viento en el cabello.
Has visto la buena luz del sol y no has odiado, temido ni amado demasiado.
Cuando el viejo terminó de hablar, el agente del FBI y yo le pedimos que lo repitiera.
Se negó.
Todos nos pusimos en pie. Llamamos al ayudante.
El viejo aún se negaba a dictar lo que percibía entre los sonidos donde sólo él oía una voz.
Podíamos haberlo detenido para obligarlo, pero no tenía mucho sentido, así que llevamos la
grabación a Washington e hicimos evaluar el texto.
Se despidió de nosotros cuando nos fuimos.
—Quizá pueda hacerlo de nuevo dentro de un año. Pero mi problema, caballeros, es que
creo que es cierto. Era la voz de mi hermano, Tice Angerhelm, y él está muerto. Me han traído
ustedes algo extraño. No sé dónde han conseguido un médium o un lector de espíritus para
grabar este mensaje en una cinta, y especialmente de tal modo que ustedes no lo oyen y yo sí.
Pero lo he oído, caballeros, y creo que les he dicho bien qué era. Las palabras que he
pronunciado no son mías, son de mi hermano. Así que sigan adelante, caballeros, y hagan lo
que puedan con eso. Si desean que no cuente a nadie que el gobierno está trabajando con
médiums, no lo haré.
Así se despidió de nosotros.
Cerramos la oficina local y fuimos deprisa al aeropuerto. Llevamos la cinta con nosotros, pero
ya se estaba cablegrafiando el texto a Washington.
Éste es el final de la historia y el final de la broma. Potariskov recibió una copia y entregamos
otra al embajador soviético.
Khruschev quizá se preguntó qué broma demente le estaban gastando los norteamericanos.
Utilización de un médium o alguna extravagancia en combinación con percepción subliminal para
atacar a la URSS por no creer en Dios ni en la muerte. ¿Eso habrá pensado?
He aquí un caso en el que espero que el espionaje soviético tenga buenos resultados. Espero
que sus espías sean tan eficientes que descubran nuestro desconcierto. Espero que adviertan
que hemos llegado a un callejón sin salida, y que los norteamericanos no hemos tenido nada que
ver con lo que hizo Tice Angerhelm o lo que alguien hizo en su nombre cuando grabó aquel
mensaje en un Sputnik soviético.
Si no hemos sido nosotros ni los rusos, ¿quién ha sido?
Espero que los espías rusos lo averigüen.
LOS BUENOS AMIGOS
La fiebre le había dado un aire infantil. La enfermera, de pie detrás del médico, lo observaba
atentamente, con una sonrisa que combinaba la ternura con una apreciación de sus atractivos
masculinos.
—¿Cuándo podré irme, doctor?
—Tal vez dentro de unas semanas. Primero tiene que ponerse bien.
—No hablo de volver a casa, doctor, sino de volver al espacio. Soy capitán, doctor. Soy
eficiente. Usted lo sabe, ¿verdad?
El doctor asintió con gravedad.
—Quiero regresar, doctor. Quiero regresar cuanto antes. Quiero estar bien, doctor. Quiero
estar bien ahora. Quiero regresar a mi nave, despegar otra vez. Ni siquiera sé por qué estoy
aquí. ¿Qué están haciendo conmigo, doctor?
—Intentamos curarle —respondió el médico, amigable, serio, autoritario.
—No estoy enfermo, doctor. Se ha equivocado de hombre. Trajimos de vuelta la nave,
¿verdad? Todo estaba bien, ¿verdad? Luego empezamos a salir y todo se sumió en la
oscuridad. Ahora estoy en un hospital. Aquí hay algo raro, doctor. ¿Me herí en el puerto?
—No —dijo el médico—, no se hirió en el puerto.
—Entonces, ¿por qué me desmayé? ¿Por qué estoy en cama? Algo me debe haber pasado,
doctor. Es lógico. De lo contrario no estaría aquí. Tiene que haber ocurrido algún estúpido
accidente, doctor. Después de tan buen viaje. ¿Dónde sucedió? —Una luz destelló en los ojos
del paciente—. ¿Alguien me hizo algo, doctor? No estoy herido, ¿verdad? No estoy estropeado,
¿verdad? Podré regresar al espacio, ¿verdad?
—Quizá —contestó el médico.
La enfermera inspiró como si fuera a hablar. El médico la miró con un gesto autoritario que la
obligó a permanecer en silencio.
El paciente lo advirtió.
—¿Qué ocurre, doctor? —preguntó con voz desesperada, casi un gemido—. ¿Por qué no me
dice qué pasa? Algo que ha sucedido. ¿Dónde está Ralph? ¿Dónde está Pete? ¿Dónde está
Larry? ¿Dónde está Went? ¿Dónde está Betty? ¿Dónde está mi grupo, doctor? No han muerto,
¿verdad? No soy el único, ¿verdad? Hábleme, doctor. Dígame la verdad. Soy un capitán del
espacio, doctor. He visto extraños infiernos, doctor. Puede usted decirme cualquier cosa, doctor.
No estoy tan mal. Puedo soportarlo. ¿Dónde está mi gente, doctor, mis compañeros de la nave?
Menudo viaje. ¿Por qué no habla, doctor?
—Hablaré —dijo gravemente el médico.
—Bien —se tranquilizó—. Cuénteme.
—¿Qué quiere saber?
—No sea tonto, doctor. Vaya al grano. Primero cuénteme qué pasó con mis amigos, y luego
explíqueme qué pasó conmigo.
—En cuanto a sus amigos —empezó el médico, midiendo cuidadosamente las palabras—,
estoy en situación de decirle que no se ha producido ningún cambio adverso en la situación de
las personas que usted ha mencionado.
—Bien, doctor. Si no es con ellos, el asunto va conmigo. Cuénteme. ¿Qué me ha pasado,
doctor? Algo muy horrible tiene que haber sucedido para que usted ponga esa cara de caballo
estreñido.
El médico sonrió amarga y torvamente ante el extraño cumplido.
—No trataré de explicar mi propia cara, joven. Nací con ella. Pero usted está grave y nosotros
intentamos curarle. Le diré toda la verdad.
—¡Adelante, doctor! Al grano. ¿Me atacó alguien en el puerto? ¿Estoy malherido? ¿Fue un
accidente? ¡Hable, hombre!
La enfermera se movió detrás del médico. El médico la observó. Ella desvió la mirada hacia la
jeringuilla que había en la bandeja. El médico sacudió la cabeza en un breve gesto de negación.
El paciente lo vio todo y lo entendió correctamente.
—Eso es, doctor. No deje que ella me duerma. No quiero dormir. Quiero la verdad. Si mi
grupo está bien, ¿por qué no está aquí? ¿Está Milly en el pasillo? Milly, así se llamaba, la del
pelo rizado. ¿Dónde está Jock? ¿Por qué no ha venido Ralph?
—Se lo contaré todo, joven. Resultará duro, pero cuento con que usted lo aceptará como un
hombre. Pero sería una ayuda si usted hablara primero.
—¿De qué? ¿No sabe quién soy? ¿No ha leído nada acerca de mi grupo y de mí? ¿No ha
oído hablar de Larry? ¡Menudo navegante! No estaríamos aquí de no ser por Larry.
La luz de la mañana entraba por la ventana abierta; una suave brisa primaveral rozó la cara
demudada del paciente. Había algo más que misericordia en la voz del médico.
—Soy sólo un médico. No estoy al corriente de las noticias. Conozco el nombre, la edad y la
historia clínica de usted. Pero no estoy al corriente de los detalles del viaje. Cuéntemelos.
—Doctor, está usted bromeando. Se necesitaría todo un libro. Somos famosos. Apuesto a
que Went se está haciendo rico en este momento, con las fotos que tomó.
—No me hable de todo, joven. Sólo hábleme de los últimos dos días antes del aterrizaje, y de
cómo llegaron a puerto.
El joven sonrió con aire culpable; había placer y recuerdos gratos en su rostro.
—Supongo que puedo contárselo, porque usted es médico y no divulgará confidencias.
El médico asintió, muy serio pero afable.
—¿Quiere usted que la enfermera se vaya? —preguntó en voz baja.
—Oh, no —exclamó el paciente—. Es una buena chica. No es como explicarlo todo a las
cintas de noticias.
El doctor asintió. La enfermera también asintió y sonrió. Sabía que se le escapaban las
lágrimas, pero no se atrevía a secarse los ojos. Este paciente era extremadamente observador.
Podría darse cuenta. Eso lo echaría todo a perder.
El paciente casi tartamudeaba en su avidez por contar la historia.
—Usted conoce la nave, doctor. Es una nave grande: doce cabinas, una sala de estar,
gravedad simulada, armarios, mucho espacio.
El médico parpadeó pero no dijo nada, se limitó a observar al paciente con atención y
comprensión.
—Cuando supimos que sólo faltaban dos días para llegar a la Tierra, doctor, y que todo iba
bien, organizamos un baile. Jock encontró la cerveza en uno de los armarios. Ralph le ayudó a
sacarla. Betty era una vieja amiga, pero yo traté de intimar con Milly. ¡Y vaya si intimamos! —
Miró a la enfermera y se ruborizó—. Obviaré los detalles. Celebramos una fiesta, doctor.
Estábamos excitados. Ebrios. Felices. ¡Vaya si nos divertimos! Creo que nadie se divirtió más
que nosotros, más que nuestro viejo grupo. Atracamos bien. Larry es todo un navegante. Estaba
borracho como una cuba y tenía a Betty sentada en las rodillas, pero dirigió la nave como una
anciana insertando una moneda en la caja de las limosnas. Todo salió de perlas. Creo que
tendría que avergonzarme de llegar a puerto con una tripulación borracha y feliz, pero fue el
mejor viaje, el mejor equipo y la mejor diversión que nadie ha disfrutado. Y habíamos cumplido la
misión, doctor. No nos habríamos soltado el pelo al final si no hubiéramos sabido que todo
andaba a la perfección. Así que llegamos y aterrizamos, doctor. Y luego todo se puso negro, y
aquí estoy. Ahora suelte su parte, pero asegúrese de contarme cuándo vendrán a verme Larry,
Jock y Went. Son verdaderos personajes, doctor. Su enfermera tendrá que vigilarlos. Quizá me
traigan una botella que yo no debo ni oler. Bien, doctor. Hable.
—¿Confía usted en mí? —preguntó el médico.
—Claro. Eso creo. ¿Por qué no?
—¿Cree usted que le voy a decir la verdad?
—Esto es grave, doctor. Realmente grave. Pero dígalo de todos modos.
—Quiero que primero le pongan la inyección —dijo el médico, esforzándose por mantener
una voz amable pero autoritaria.
El paciente se quedó desconcertado. Miró a la enfermera, la bandeja, la jeringuilla. Luego
sonrió al médico, pero en su expresión acechaba el miedo.
—Bien, doctor. Usted manda.
La enfermera lo ayudó a subirse la manga y fue a buscar la aguja.
El médico la detuvo. La miró directamente a los ojos.
—No, intravenosa. Yo la aplicaré. ¿Entiende?
La enfermera era lista.
Cogió un corto tubo de goma de la bandeja, lo enrolló de-prisa alrededor del brazo, justo
debajo del codo.
El médico miraba en silencio.
Cogió el brazo, lo palpó con el pulgar buscando la vena.
—Ahora —dijo.
Ella le dio la aguja.
El paciente, la enfermera y el médico observaban mientras la hipodérmica se vaciaba en la
abultada vena del interior del codo.
El médico extrajo la aguja. Parecía aliviado.
—¿Siente algo? —preguntó.
—Todavía no, doctor. ¿Puede contármelo ahora? No puedo causar problemas con esto que
me han inyectado. ¿Dónde está Larry? ¿Dónde está Jock?
—Usted no ha estado en una nave grande, joven. Viajó solo en una nave monoplaza. La
fiesta no duró dos días, sino veinte años. Larry no pilotó su nave. Las autoridades de la Tierra la
condujeron por telemetría. Usted estaba desnutrido, deshidratado y casi muerto. La nave tenía
una unidad de congelación y usted fue alimentado por el equipo de emergencia. Estuvo más
cerca de la muerte que ningún superviviente en la historia del viaje espacial. La nave tenía uno
de esos nuevos equipos hipodérmicos. Usted debió de tener un par de segundos para
colocárselo sobre la cara antes de que la nave se hiciera cargo. Con usted no iba nadie. Los
creó con su mente.
—Está bien, doctor. Todo va bien. No se preocupe por mí.
—No existió Jock, ni Larry, ni Ralph, ni Milly. Sólo el equipo hipodérmico.
—Entiendo, doctor. Está bien. Esta droga que me ha dado es eficaz. Me siento feliz y flotante.
Ahora puede irse y dejarme dormir. Me lo explicará todo por la mañana. Pero deje pasar a Ralph
y Jock cuando empiece el horario de visita.
Se volvió de lado dándoles la espalda.
La enfermera lo tapó con la manta.
Luego ella y el médico se fueron de la habitación. En el último momento la enfermera se
adelantó al médico y salió más deprisa. No quería que la viera llorar.