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Seminario Vida en el Espíritu: Fe y Sanación

Este documento presenta un seminario de vida en el Espíritu con 10 temas principales: 1) El amor de Dios, 2) El problema del mal y el pecado, 3) Jesús como Señor y Salvador, 4) Fe y conversión, 5) Sanación por el perdón, 6) Sanación interior, 7) La promesa del Padre es para ti, 8) Efusión y dones del Espíritu Santo, 9) Somos Iglesia cuerpo de Cristo, 10) Clausura. Cada tema explora conceptos como el plan de Dios para la

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Seminario Vida en el Espíritu: Fe y Sanación

Este documento presenta un seminario de vida en el Espíritu con 10 temas principales: 1) El amor de Dios, 2) El problema del mal y el pecado, 3) Jesús como Señor y Salvador, 4) Fe y conversión, 5) Sanación por el perdón, 6) Sanación interior, 7) La promesa del Padre es para ti, 8) Efusión y dones del Espíritu Santo, 9) Somos Iglesia cuerpo de Cristo, 10) Clausura. Cada tema explora conceptos como el plan de Dios para la

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SEMINARIO DE VIDA EN EL ESPÍRITU

TEMARlO

El amor de Dios
El problema del mal y el pecado
Jesús mi Señor y salvador
Fe y conversión
Sanación por el perdón
Sanación interior
La promesa del Padre es para ti
Efusión y dones del Espíritu Santo
Somos Iglesia cuerpo de Cristo
Clausura.

ESQUEMA:

1.- EL AMOR DE DIOS


Dios nos ama y tiene un plan perfecto. Nos creó para estar unidos a él y compartir su gloria. Él quiere que
seamos felices:
“Con amor eterno te he amado, por eso prolongué mi favor contigo” (Jr 31, 3).
Para el Señor, el amor es dar, y darse totalmente, hasta el punto de dar la propia vida por sus amigos, que es
la forma más perfecta de amar (Cf. Jn 15, 13—15).

2.- EL PROBLEMA DEL MAL Y EL PECADO


La vida plena no se hace realidad con tanta sencillez. Existen fuerzas que pretenden llevar al hombre hacia
actitudes y acciones equivocadas. Si un cristiano no está vigilante y fuerte, entonces cede ante la tentación
sutil y atractiva del pecado. En lugar de adorar y obedecer a Dios, el hombre se adoró a sí mismo y siguió su
propia voluntad.

El hombre también quedó separado de los demás hombres, sujeto al odio, la envidia, la injusticia, etc.:
“Todos pecaron y quedaron privados de la gloria de Dios” (Rm 3, 23). El hombre quedó en desequilibrio y
desarmonía.

3.- JESUS MI SEÑOR Y SALVADOR


Existe un camino de salvación: es Jesús. El ha pagado con su muerte en la cruz nuestra libertad del pecado,
ha logrado la redención del género humano y de toda la creación, pero hace falta que el hombre lo acepte
libre y voluntariamente. La fe es el medio necesario para conectar con la Salvación, pues por ella habita
Cristo en nuestro corazón.

“Que Cristo habite en sus corazones por la fe” (Ff3, 17).

4.- FE Y CONVERSION
Jesús ya nos salvó y nos dio la Nueva Vida que se inicia con nuestra conversión, que es volver a Dios. Pero
lo que hace falta es que aceptemos y recibamos los que Jesús ya ha ganado para nosotros. Jesucristo es así el
soberano, el Señor de todo cuanto existe, de todo lo visible e invisible.

5. SANACION POR EL PERDON


Cada uno de nosotros ha sido herido alguna vez en la vida, y eso de alguna manera afecta nuestra actitud
presente, no nos deja madurar como persona, como cristiano, ni menos avanzar en la vida en el Espíritu
Santo.

Jesús es el mismo y hoy también sigue perdonando y amando. Lo esencial de su enseñanza fue el perdón. El
nos mostró lo beneficioso que es perdonar y ser perdonados.
Con la ayuda de la oración en comunidad, Jesús puede sanarnos y damos nuevas energías para vencer el mal
que nos hace retroceder. Él es la luz y desplaza toda oscuridad.

“Y si nuestra conciencia no nos condena, queridos, acerquémonos a Dios con toda confianza. Entonces
cualquier cosa que pidamos a Dios nos escuchará” (1 Jn 3, 21—22).

6. SANACIÓN INERIOR
Todos los seres humanos estamos expuestos a contraer una serie de enfermedades corporales, ya sea por
contagio, una herida mal curada, o por el mal funcionamiento de algún órgano o sistema de nuestro cuerpo.
De la misma manera, nuestro interior -alma y espíritu- es sumamente sensible (por más que algunos nos
consideremos muy fuertes), y estamos sujetos a sufrir males interiores; esto es, heridas espirituales,
emocionales, de nuestra vida afectiva, voluntad, recuerdos, actitudes, etc.

Todos estos males deben ser sanados por nuestro Señor Jesucristo, pues una de sus promesas así lo indica, y
con ello podremos vivir plenamente el plan que Dios tiene para cada uno de nosotros

«Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi
yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.
Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.»
Mt 11, 28 -29
7.- LA PROMESA DEL PADRE ES PARA TI
Al resucitar Jesús se apareció a sus discípulos dándoles la orden de no apartarse de Jerusalén, sino que
esperaran la Promesa del Padre, de la que tanto ya les había hablado a lo largo de su ministerio:

“Yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa del Padre. Permaneced en Jerusalén hasta que seáis revestidos
de la fuerza de lo alto” (Lc 24, 49).

El Espíritu Santo es quien nos capacita para ser testigos de Jesucristo, para llevar la Buena Nueva de la
salvación a las gentes, y a proclamar con su poder las gracias y dones que tiene para todos los que creen y
aceptan a Jesucristo como Señor y Salvador personal.
Lo mismo que ocurrió en Pentecostés, la venida del Espíritu Santo se hace realidad hoy; y al igual que en los
apóstoles. Él cambia nuestra vida, porque recibimos la fuerza de lo alto.

8.- EFUSION Y DONES DEL ESPIRITU SANTO


Fruto de la efusión en el Espíritu Santo, nuestras vidas ahora serán diferentes, ya que seremos testigos de
Cristo y recibiremos los Dones del Espíritu, que nos dará generosamente para nuestra edificación personal y
para el servicio de nuestros hermanos.

Esa presencia del Espíritu Santo se manifiesta en el creyente en sus acciones y actitudes ante Dios, los
demás y él mismo, y estos signos visibles son los frutos del Espíritu Santo.

“En cambio, el fruto del Espíritu es caridad, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad,
fidelidad, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Ga 5, 22—23).

9.- ¡SOMOS IGLESIA CUERPO DE CIRSTO¡


La Nueva Vida que hemos empezado no se puede vivir aisladamente, sino compartida con los demás si
queremos perseverar en el Señor. Por esta razón debemos integrarnos a la comunidad, Cuerpo de Cristo =
Iglesia, donde se da el encuentro de Dios con el hombre y donde se hace efectiva y palpable la salvación de
Jesús:

“Del mismo modo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros y todos los miembros, aún siendo
muchos, forman un solo cuerpo, así también Cristo. Todos nosotros... hemos sido bautizados en un mismo
Espíritu, para formar un único cuerpo. Y a todos se nos ha dado a beber del único Espíritu” (1 Co 12, 12—
13).
Reflexionaremos igualmente cómo se nos demuestra este amor de Dios en la Iglesia a través de los
Sacramentos que nos dan vida, nos hacen crecer, nos llevan hasta la plenitud de la vida divina y al mismo
tiempo nos hace portadores de este amor para los demás.

Tema 01
El amor de Dios
Desarrollo
¿QUIÉN ES DIOS PARA MI?

Quienes participamos de un seminario de vida en el Espíritu, lo hacemos no sólo con el deseo de aprender
más acerca de Dios, es decir, recibir más explicaciones sobre temas religiosos, sino que lo hacemos
principalmente en busca de encontrar un avivamiento de nuestra fe y de hallar también respuestas a nuestras
interrogantes e inquietudes más importantes, sobre temas espirituales, y el cuestionamiento más grande que
toda persona se hace en algún momento de su vida es el de saber quién y cómo es Dios.

¿En qué “Dios’ creemos?


Todos tenemos, ya sea guardado o manifiesto explícitamente, un deseo profundo por conocer a Dios, y de
conocerlo tal como es. Aquí estamos, entonces, dispuestos a conocer a este Ser del cual nos han hablado
mucho o poco, algunas veces acercándonos a Él, y en otros, mostrándonos a un Dios muy diferente al que es
en realidad, causando en nosotros que en algunos casos nos alejemos atemorizados o decepcionados del
Señor, y en otros, que vivamos venerando una imagen equivocada de Dios; es decir, creyendo en otro dios
que nada tiene que ver con el verdadero Dios que nos presenta la Biblia, y en especial el Evangelio que nos
predicó su Hijo Jesucristo.

Iremos descubriendo, entonces, algunos de estos “rostros” o máscaras que deforman el verdadero rostro de
Dios y que nosotros mismos le hemos ido poniendo.

Las imágenes equivocadas de Dios


Muchos hemos visto en nuestro Dios de alguna manera reflejada la imagen de nuestros padres. Pero a
menudo lo hacemos tan mal que nos quedamos con una idea distorsionada de Dios y por lo tanto alejada de
la realidad, como cuando en un parque de diversiones entramos a un salón de espejos: grandes superficies
cóncavas o convexas que deforman a quienes en ella se miran, reduciéndolos a la estatura de los pigmeos, o
alargándolos curiosamente, o robusteciendo algunas partes del cuerpo mientras adelgazan otras, o
cambiando las facciones de modo que produzcan los más grotescos efectos.

Lo mismo hacemos muchas veces, sin saberlo, con nuestro Señor.


Algunas de estas falsas imágenes de Dios son, por ejemplo:

a) Unos lo imaginan como una fuerza difusa que se extiende por doquiera. Quienes lo imaginan así hacen de
todo el cosmos una materialización del ser divino al modo del panteísmo.
Sin embargo, los cristianos rechazamos esa identificación de la creación con el Creador. Él esta en todas
partes pero pero es ditinto de las cosas y no se agota en ellas, para nosotros hay un solo Dios, el Padre: todo
viene de El y nosotros vamos hacia El (1 Co 8,6).
b) Otros, imaginan a Dios como un ser majestuoso, inmenso, augusto, soberano de todo cuanto existe, una
especie de Rey Sol del universo, completamente despreocupado de sus súbditos, infinitamente lejano de
nuestra diarias inquietudes y necesidades. Un dios insensible, extraño a la historia o en el mejor de los casos,
un dios-abuelo de barba blanca que se entretiene jugando con el globo de la tierra
Efectivamente, Dios es Rey pero a la vez se hizo siervo, se redujo a la nada, tomando la condición de
servidor y se hizo semejante a los hombres” (Flp 2,7)
c) Por otro lado hay una serie de imágenes que aproximan al Señor plano humano de nuestra existencia pero
de modo poco grato para nosotros. Estas imágenes equivocadas son
La del dios vigilante, estricto que controla todo lo que hacemos los vivientes.
La del dios sádico, sólo atento a las faltas para castigarnos y demostramos así lo imperfectos y limitados que
somos.
La del dios contador, que lleva la cifra precisa de nuestros pecados anotándolos en su libreta, para pesarlos
el día del juicio final en una balanza exactísima e imponer inflexiblemente las condenas correspondientes
cuando la aguja se inclina al lado de las malas obras porque estas fueron mas numerosas que las buenas
obras.
La del dios policía, que nos reprime como a niños inquietos y desobedientes.
La del dios déspota, que prohíbe hacer lo que nos place y nos impide ser nosotros mismos y alcanzar la
felicidad
La del dios colérico, vengativo, celoso del progreso de los hombres.
La del dios caprichoso, que a uno salva y a otro condena sin aparente razón.
La del dios permisivo, que nos consiente en todo porque en el fondo no le preocupan nuestras faltas, ya
que está demasiado ocupado en otros asuntos más importantes que nosotros.
Esas figuras son totalmente opuestas al Dios que dijo: “No temas, yo soy tu Escudo” (Gn 15, 1). Se deben,
generalmente, a experiencias desagradables que hayamos podido tener principalmente con nuestros padres,
en especial nuestro padre natural, o con quien en nuestra infancia o juventud ejerció el papel de autoridad de
manera inadecuada, asociando nosotros inconscientementeesta imagen del padre humano a la del Padre
celestial.
Otra serie de falsas imágenes nos presenta a un dios “domesticado” por el hombre, a un dios “tapa huecos” o
“curandero”.
El dios curandero, al que acudimos en busca de alivio sólo cuando algo nos duele o aflige.
El dios bombero, dispuesto a extinguir los “incendios” que estallan y que se esfuma discretamente después
de cumplir su labor.

Es cierto que Dios sirve al hombre, lo acabamos de decir, pero no a la manera de un robot electrónico.

Nosotros, los cristianos, no podemos quedamos en tales representaciones de Dios. Tenemos que superarlas y
rechazarlas, como rechazaron los primeros cristianos los ídolos, pues así definitivamente no es el Señor, y
nosotros debemos aspirar conocerle tal como es. Y qué mejor que su propia Palabra para encontrar la
respuesta a la interrogante de ¿quién es Dios? ¿Qué es lo que nos dice la Biblia al respecto?

 Dios es Amor
La primera carta de san Juan, capítulo cuatro, versículo ocho, es clara y afirma sin rodeos: Dios es Amor.

Hoy todos hablan del amor. Es una palabra tan frecuente en el lenguaje de los hombres, que corre el peligro
de devaluarse. El amor no es algo que se hace, sino que se entrega de una manera libre y total de una
persona a otra. Es un don de sí, dádiva al otro.

El amor es algo que no sólo se afirma con palabras y frases poéticas, sino que se demuestra con hechos,
porque es una decisión. Así lo entiende el Señor, y así nos lo demostró dando a su Hijo Jesús por todos
nosotros: “así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Único, para que quien cree en él no se pierda, sino que
tenga vida eterna” (Juan 3, 16). Por amor a cada uno de nosotros entregó a la muerte a su Hijo amado en
quien tanto se complacía (Cf. Mc. 1, 11).

Para el Señor, el amor es darse, y darse totalmente, hasta el punto de dar la propia vida por sus amigos, que
es la forma más perfecta de amar (Cf. Jn 15, 13). Él nos amó hasta el extremo (Jn 13, 1). Y amar es también
ser alguien.

Dios es amor y todo cuanto ha hecho, en especial nosotros, como el culmen de su creación, ha sido por
Amor y para el Amor. Y notemos que es con imágenes humanas con que el pensamiento del hombre ha
visto encarnarse el amor de Dios.

Citemos algunos ejemplos:


Imagen del Padre: Sal 103, 13; 1 Co 8, 5—6
Imagen de la Madre: Is 49, 15—16
Imagen del Esposo: Is 62, 5
Imagen del Novio: Jr 2, 2
Imagen del Amigo: Jn 15,13

Dios es nuestro Padre


Esta es la gran verdad que Jesús nos revela: Que Dios es nuestro Padre, y no sólo esto, sino que quiere que
tengamos una relación con él como tal.

La Biblia nos presenta al Señor como el Padre que se lanza al cuello de su hijo pródigo para cubrirlo de
besos; nos dice que el Padre da cosas buenas a quienes se las piden (Cf. Mt 7, 7—11; Jn 16, 23), porque es
más generoso que cualquier padre de la tierra (Cf. Lc 11, 11—13), para que comprendamos que Dios no sólo
nos ama como un padre, sino que nos ama porque Él es nuestro Padre. Veamos algunas de las características
de este Amor del Padre:

a) Es un amor PERSONAL
“Y ahora, así te habla Yavé, que te ha creado (...) No temas, porque yo te he rescatado; te he llamado por tu
nombre, tú me perteneces (...) Porque tú vales mucho más a mis ojos, yo te aprecio y te amo mucho” (Isaías
43, 1.4). 

“Mira cómo te tengo grabada en la palma de mis manos” (Isaías 49, 16).

Dios ama a todos los hombres, pero también ama a cada uno de una manera personal, como cada uno
necesita ser amado. Nos ama como si fuéramos sus únicos y preferidos hijos, que se alegra con nuestras
alegrías y se compadece con nuestras penas.

b) Es un amor INCONDICIONAL
“Pero, ¿puede una mujer olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien,
aunque se encontrara alguna que lo olvidase, ¡yo nunca me olvidaría de ti!” (Isaías 49, 16).

“Los cerros podrán correrse, y moverse las lomas; mas yo no retiraré mi amor...” (Isaías 54, 10).

La respuesta del Señor a nuestras buenas o malas obras no es el premio o el castigo; la respuesta de Dios es
siempre misericordia y amor. Examínate, cómo te encuentras ahora, cómo has sido antes. No importa lo que
hayas sido en el pasado o seas en el presente: pecados, vicios o defectos. Él te ama incondicionalmente, por-
que su amor no cambia por lo que hagamos ni por lo que nos ocurra en la vida.

Esto es de suma importancia para todos nosotros, pues en cuántas oportunidades nos podemos haber sentido
alejados del Señor luego de haber cometido un gran pecado o falta, y hemos pensado que Él ya no quiere
saber nada de nosotros porque le hemos fallado, y que por lo tanto no merecemos ni siquiera invocarle
porque estamos “manchados”. Pues así le hayas fallado a Él y a los demás una y mil veces, el Señor nunca
dejará de amarte. Él no te ama por lo que haces, sino por lo que eres, y tú eres su hijo.

En realidad, incluso todo fracaso, problema y hasta pecado en tu vida puede convertirse en una oportunidad
para ti a fin de que experimentes el amor que te tiene Dios y que es siempre fiel.

 No necesitas aparentar algo diferente de lo que tú eres para que Dios te ame. Él te ama como eres. No te
pide cambiar o ser santo para amarte. Es su amor el que te hará cambiar y ser santo. Dios te ama con tus
cualidades y defectos. Él no te ama o te deja de amar por tus cualidades y defectos, por tus triunfos, o por tu
santidad, sino con tus cualidades y defectos, porque en su infinita omnipotencia, hay una sola cosa que Él no
puede hacer, y esa es dejar de amarte. Él es AMOR.

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Acaso las pruebas, la aflicción, la persecución, el hambre, la falta
de todo, los peligros o la espada? (...) Pero no; en todo esto saldremos triunfadores gracias a Aquel que nos
amó. Yo sé que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni las fuerzas del universo, ni el presente ni el futuro,
ni las fuerzas espirituales, ya sean del cielo o de los abismos, ni ninguna otra criatura podrán apartamos del
amor de Dios” (Romanos 8, 35.37—39).
c) Es un amor que busca LO MEJOR PARA TI
Dios ciertamente te ama como eres, pero porque te ama tanto, no te quiere dejar así. Él quiere algo mucho
mejor para ti.

 “A Dios, cuya fuerza actúa en nosotros y que puede realizar mucho más de lo que pedimos o
imaginamos...” (Efesios 3, 20).

Porque te ama, Dios quiere lo mejor para ti y tiene un proyecto para tu vida que hizo con toda sabiduría y
amor.

¿Te has preguntado alguna vez qué es lo que el Señor espera de ti? ¿Cuál es la misión que él te quiere dar?

La riqueza del amor de Dios por nosotros es tan grande que Él ya nos tiene preparado para nosotros un
camino lleno de bendiciones, porque en su misericordia no se ha fijado en nuestras limitaciones, pecados e
infidelidades, sino que nos ha tomado en cuenta para realizar su obra en el mundo. No lo merecemos, pero
Él ha decidido llamamos a nosotros. Por eso es que estamos aquí.

Este plan supera ampliamente lo que tú te imaginas o puedas pensar para tu bien, y lo irás descubriendo en
la medida en que vayas caminando por esta nueva vida en el espíritu, y que se inicia precisamente en el
momento en que experimentamos el amor de Dios.

Porque aquel que experimenta en su vida el amor de Dios, no puede ser ya la misma persona. Su vida es
transformada radicalmente. Ha nacido de nuevo, y descubre entonces toda esa inmensa riqueza de gracias y
bendiciones que el Señor le tiene preparado en esta vida como anticipo de la gloria eterna que disfrutará en
su presencia.

d) Es un amor que toma siempre la INICIATIVA


“En esto está el amor: no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó primero y envió a su
Hijo como víctima por nuestros pecados” (1 Juan 4, 10).
 “Ustedes no me eligieron a mí; he sido yo quien los eligió a ustedes...” (Juan 15, 16).
 Dios te ama y lo único que te pide es que creas en Él, en su amor, y confíes en sus proyectos más que en los
tuyos.
 Hasta hoy quizás has estado haciendo con tu vida lo que tú querías. Decidías hacer o dejar de hacer esto y
aquello. Y haciendo las cosas a tu manera has podido comprobar los resultados.
Si tú le abres las puertas de tu corazón al Señor, tienes que dejarte conducir por El y empezar a hacer las
cosas a su manera, y Él, que te ama más que nadie, sabrá conducirte mejor que nadie para que no vuelvas a
vivir en la oscuridad.
 Y lo primero que el Señor te pide no es que le ames, sino que te dejes amar por Él. No tienes que hacer nada
para ganarte su amor. Él ya te ama. Más bien, déjate amar por el Señor para que ese amor empiece a
transformarte.
 Él es el Buen Pastor, es la Luz; Él es la resurrección y la vida. Él es el perdón, la misericordia. Él es el
Amor.

Creer en Dios y conocerlo en verdad


Hemos mencionado que el Señor desea, como nuestro Padre que es, tener una relación personal con cada
uno de nosotros. Y esto es fundamental para ti.

 ¿De qué te sirve tener un gran concepto de Dios, así sea el correcto y sin máscaras, si él sigue siendo un
gran Extraño en tu vida? Pues no te servirá de mucho.

Y es que lo más importante para el cristiano es tener una relación con el Señor; es decir, que Él sea parte de
tu diario vivir, que lo hagas partícipe de todo lo que haces y vas a hacer. Eso es tener una auténtica relación
con el Señor. Eso es hacerlo tu Señor.
Pero para que Dios, tu Padre, deje de ser ese «Extraño» —o «Gran Extraño»— de tu vida, tiene que ocurrir
algo indispensable, y es que lo conozcas. Y conocer a Dios es mucho más importante que creer
intelectualmente en él, pues su Palabra nos dice que hasta “los demonios también creen, y tiemblan” (Stg 2,
19).

Conocer al Señor es lo necesario, conocerle es lo que hará cambiar tu vida. El que conoce verdaderamente al
Señor, deja de ser ya la misma persona de antes.

 Por ello san Pablo rogaba al Señor “que sean capaces de comprender, con todos los creyentes, cuán ancho, y
cuán largo, y alto y profundo es, en una palabra, que conozcan este amor de Cristo que supera todo
conocimiento” (Ef 3, 18—19).

 La pregunta que deberías hacerte en este momento es: ¿Y cómo puedo yo conocer a Dios?

 De lo que se trata aquí es de encontrar, no ya pruebas de que el Señor nos ama, sino de encontrar el camino
para recibir el Amor del Padre. Puede haber varias o muchas formas de recibir este supremo, incondicional y
personal Amor de Dios, pero todas pasan necesariamente por la experiencia personal.

Nadie puede conocer a Dios sin haber experimentado su amor. Por ello, bien nos dice san Juan: “El que no
ama no ha conocido a Dios, pues Dios es amor” (1 Jn 4, 8).

Busca tener esa experiencia propia del amor de Dios,. de cuánto te ama el Señor, y ella te convencerá más
que mil palabras y testimonios. Y esa experiencia marcará tu vida para siempre.

 Conclusión del tema

Muchos de nosotros nos hemos ido formando, quizás durante años, una imagen totalmente distorsionada de
Dios.
Pero debemos descubrir, a través de nuestra propia experiencia el verdadero rostro de Dios, nuestro Padre:
Dios nos ama personal e incondicionalmente, no por nuestros méritos, sino porque Él es Amor.

Tema 02
EL MAL Y EL PECADO
UN REINO SIN DIOS
Desarrollo

 [19]. De hecho no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. [20]. Por lo tanto, si hago lo que no
quiero, eso ya no es obra mía sino del pecado que habita en mí.
Rm 7, 19 – 20
[23]. Pues todos pecaron y están faltos de la Gloria de Dios.
Rm 3, 23
Dios-Amor es Dios-Perdón
El amor de Dios por cada uno de nosotros es algo innegable. Es un amor que no se aprende sino que se
conoce, y esto sólo a través de la experiencia personal. Precisamente, una de las formas en que se manifiesta
ese amor libre e incondicional de Dios por nosotros, es su misericordia. Quien descubre el rostro
misericordioso de Dios, que nos da mucho más de lo que merecemos, puede decir que ha tenido una
experiencia incuestionable del amor de Dios.

Hagamos entonces un breve ejercicio de nuestra memoria, y tratemos de recordar cuáles son los momentos
de nuestra vida en los que hemos experimentado con mayor fuerza el amor misericordioso de Dios.

Los hechos o momentos vividos que más vendrán a nuestra mente, serán, no cabe duda, aquellos en los que
fuimos objeto del perdón de Dios, nuestro Padre. Mediante su perdón, es quizás la manera más frecuente en
que Dios nos muestra su misericordia infinita que va más allá de todo cálculo de nuestra parte. Y decimos
que es la manera más frecuente, pues es un hecho el que necesitamos continuamente del perdón
misericordioso de Dios.
Nuestras continuas faltas contra la justicia y la caridad nos hacen sentir lo muy necesitados que estamos de
esa misericordia divina.

Precisamente, este encuentro con Dios-Perdón, nos permite darnos cuenta de quiénes somos y cuán alejados
hemos estado de Él. Nos permite ver la raíz de nuestros problemas: el pecado en sí.

La luz de Dios nos hace reaccionar; como cuando un ciego empieza ver y con ello a reconocer todo lo que
hay a su alrededor. Así, nosotros, iluminados y sin vendas en los ojos, podemos ser conscientes de quiénes
somos, de nuestra realidad y de las miserias que llevamos dentro. El ser conscientes de todo esto nos permite
damos cuenta de todo lo que nos aleja de la experiencia del amor de Dios, porque el pecado nos aleja de
Dios.

El hombre rechazó el amor de Dios


Tanto nos amó Dios que nos dio a su Hijo Jesucristo. Como Dios-Amor que es, se dio y se da a los que ama,
a nosotros que somos sus hijos. Pero ante este darse de Dios, la respuesta del hombre no fue la aceptación
alegre y agradecida. Fue el rechazo:

“Pero el hombre, ya desde el comienzo, rechazó el amor de su Dios; no tuvo interés por la comunión con Él.
Quiso construir un reino en este mundo prescindiendo de Dios. En vez de adorar al Dios verdadero, adoró
ídolos, las obras de sus manos, las cosas del mundo, se adoró a sí mismo. Por eso, el hombre se desgarró
interiormente. Entraron en el mundo el mal, la muerte, la violencia, el odio y el miedo. Se destruyó la
convivencia fraterna” (Puebla 185).

A veces solemos emplear palabras acomodadas para maquillar nuestras verdaderas intenciones. Decimos
entonces que aún no estamos preparados para seguir a Dios, que quizás no es tan pecado como algunos
creen, que eso es propio de personas escrupulosas que todo lo ven malo, que somos humanos, que todo el
mundo lo hace, que tenemos nuestras limitaciones y no nacimos con la capacidad o predisposición que
tienen algunos para hacer el bien, y tantas otras frases que empleamos cuando nos sentimos interpelados por
Dios y nuestra conciencia.

El mal está tan extendido en el mundo, que al pecado le damos poca importancia. Inclusive, para muchos
simplemente no existe, habiendo esa palabra desaparecido de su conciencia. Lo que es pecado, lo es aquí y
en todas partes, ahora, hace dos mil años y dentro de tres mil. En vez de perder nuestro tiempo buscando
excusas que aparenten tener algún sentido y lógica, reconozcamos la verdad: hemos rechazado a Dios, le
hemos dado la espalda. Y este pecado es rebeldía: “El que peca demuestra ser un rebelde; todo pecado es
rebeldía” (1 Jn 3, 4).

Con pleno conocimiento de lo que hacíamos, empezamos a construimos un reino, nuestra vida, en el que
rechazamos la majestad de Dios y nosotros usurpamos su lugar.
Despreciamos su amor, su perdón, su gracia, su amistad, la vida de su Hijo Jesucristo, la salvación que nos
ofrece. Cambiamos, como Esaú, nuestros derechos como hijos por un plato de lentejas. Preferimos criar
cerdos que formar parte de la familia de nuestro Padre. Ese es un rechazo injustificable. Ni todo el oro, ni la
fama, ni el poder del mundo pueden compararse con lo que Dios nos ofrece. No dejamos al Hijo de Dios
nacer en nuestro corazón y lo mandamos al establo.

Hasta nos hicimos una imagen de ser muy religiosos y devotos, y logramos engañar a muchos que creían
que éramos un ejemplo digno de seguir. Pero en realidad todo no era más que apariencia, una máscara que
encubría nuestra actitud de rebeldía hacia Dios. Decíamos que Dios existe pero no le quisimos servir ni
obedecer. Con los labios le decíamos “tú eres Dios “, pero con nuestros hechos le decíamos “no te serviré “.
Ni siquiera le quisimos agradecer por lo que nos daba. Todo el amor que nos dio y todo lo que hizo nos
pareció poco, y le respondimos con nuestra cruel indiferencia.

Nos sentimos muy seguros de nosotros mismos, muy dueños de nuestras potencialidades, muy fuertes,
inteligentes... y sintiéndonos autosuficientes nos desligamos de él. No hubo de nuestra parte interés por la
comunión con Dios. No nos parecía “conveniente”.
Heredamos el pecado de Adán y lo multiplicamos, dándole forma propia: la nuestra. Pensamos que
podíamos vivir sin Dios, que podíamos hacerlo todo por nuestra cuenta sin consultarle a él para nada.
Queriendo construir un reino en este mundo prescindiendo de Dios, hicimos todo según nuestra
“sacrosanta” voluntad y no la suya.
En vez de adorar al Dios verdadero, adoramos ídolos que terminaron por empobrecemos. Estos ídolos eran
obras de nuestras manos, de nuestra inteligencia y técnica, que nos llenaron de orgullo, y las adoramos. En
fin, nos adoramos de esa forma a nosotros mismos, siendo infieles a la alianza de amor con Dios.

Hoy encontramos personas que dicen que todo lo que tienen lo han logrado por sí mismos, por su talento,
inteligencia, creatividad, pensando que todo eso es muy suyo y que nadie se lo puede quitar. No tienen nada
de qué arrepentirse. Qué lejos están de pensar que en cualquier momento, si Dios quiere, o como consecuen-
cia de sus propios errores, lo pueden perder todo: un infarto, un derrame cerebral, un fracaso económico, un
accidente grave, la infidelidad o alejamiento de quien más queríamos y poníamos nuestras esperanzas, una
catástrofe de la naturaleza... pueden hacer que todo se venga abajo como un castillo de arena, y con él, toda
nuestra seguridad.

Por esa desobediencia, “el hombre se desgarró interiormente “. Cuando examinas tu propio corazón,
descubres tu inclinación hacia el mal, y que esto no tiene su origen en tu Padre, que es bueno.

Hay una lucha dramática dentro de ti, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la
muerte.

El pecado no nos hace felices ni nos da la paz que necesitamos. Más bien nos somete, nos pone fuertes
cadenas de las que nos es cada vez más difícil libramos.

Nos sentimos entonces infelices y engañados, pues rechazamos lo realmente bueno y perdurable, por ir tras
una ilusión de satisfacción temporal que se desvaneció apenas caímos en la trampa. La manzana, tan
atractiva por fuera, estaba podrida por dentro. Y nosotros, creyéndonos muy “astutos”, nos la comimos.

“Pensamos que podíamos vivir sin Dios, que podíamos hacerlo todo por nuestra cuenta sin consultarle a él
para nada” (Mt. 21, 33— 43).

Sufrimos cuando experimentamos cualquier mal. Y el peor mal que podemos sufrir es el provocado por el
pecado, pues nos aleja de Dios. Divididos e incapaces de resistir solos, andamos sumisos y resignados por la
senda que nos conduce a la esclavitud del pecado. Se cumplen entonces las palabras de Cristo: “El que vive
en el pecado es esclavo del pecado” (Jn 8, 34).

Nada de lo que hemos logrado apartados de Dios nos da felicidad. Interiormente nos sentimos insatisfechos
con nosotros mismos y con lo que logramos, a pesar de la acumulación de bienes, riquezas, fama, éxitos, etc.
Después de todo, nos volvimos a enfrentar con nuestra miseria.

Finalmente, llegamos al momento de recibir nuestra paga por lo que hicimos. Y nuestro salario justo y
merecido, es la muerte:

“El pecado paga un salario, y es la muerte” (Rm. 6, 23). Cosechamos de lo que sembramos. Y aprender esta
ley en carne propia resulta a veces muy doloroso.

El pecado
Al meditar sobre el problema del mal en el mundo, encontramos que la causa primera, lo que impide que en
nosotros se manifieste el amor de Dios y se realice su plan de felicidad, es el PECADO. Es como si el
pecado fuera un paraguas que no nos permite mojamos con el agua viva del amor de Dios. Cierra la puerta al
amor y a la bendición de Dios, y no conforme con eso, hace entrar por él en el mundo el mal, la muerte, la
violencia, el odio y el miedo.
¿Qué es el pecado? Es una falta contra la justicia o el amor —o ambas a la vez—, hacia Dios, nuestro
prójimo o hacia nosotros mismos. Es seguir el camino equivocado, sabiendo o suponiendo que lo es. Es
preferir las tinieblas y aborrecer la luz (Cf. Jn 3, 19—20).

Es un acto humano voluntario que produce daño, no sólo contra la persona hacia la que va dirigido el mal,
sino contra el mismo que peca. Precisamente, por ser un acto voluntario, es que decimos “por mi culpa, por
mi gran culpa “.

Conozcamos lo que señala el Catecismo de nuestra Iglesia en su definición de pecado:


“El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con
Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes” (Cal. N0 1849).

El pecado no está solamente en hacer algo evidentemente malo, también es pecado cuando nos encerramos
egoístamente en nuestros propios problemas sin abrimos a Dios y a los demás hermanos.

El pecado destruye no sólo la dignidad humana, sino la vida divina en el hombre, lo cual es el mayor daño
que una persona puede inferirse a sí misma y a los demás. Lo rebaja, humilla, aliena y desintegra. Quiebra
su dignidad e identidad, su realeza propia como hijo de Dios, y le quita el sentido a su vida.

Por ello, no es tan reprochable caer en pecado como vivir en pecado.

Lo grave está no tanto en los pecados aislados o crónicos que vamos cometiendo, sino en que en la medida
en que llevamos esa vida, nos vamos alejando del plan de Dios para nosotros. Su proyecto para cada uno se
deja de cumplir, porque nos salimos de su camino para escoger ir solos por la senda que nos atraía más, y
que finalmente nos conduce hacia la muerte y la soledad. La gracia que dejamos de recibir y el bien que
dejamos de hacer, es lo que más debe entristecemos.

A menudo, apenas hemos cometido una falta, nos arrepentimos y sentimos haberla realizado; en cambio,
vivir en el pecado es vivir en la mentira, es guardar porfiadamente un orgullo, un apego a nuestros criterios
personales y egoístas que no nos permite entrar en los caminos de Dios, aún cuando llevemos una vida exte-
riormente correcta.

En el Antiguo Testamento vemos el drama del amor de Dios que promete al hombre un nuevo espíritu, una
nueva alianza escrita, no sobre tablas de piedra, sino en su corazón de carne; es decir, el Señor intenta vivir
con su pueblo una bella relación de amor, la cual es rota una y otra vez por el hombre por medio del pecado.
El Señor se convierte entonces en el marido engañado por su pueblo, que somos nosotros.

“He pecado mucho...”


Decimos en el acto penitencial de la Eucaristía que hemos pecado mucho, y eso es cierto. Lamentablemente
cierto.

Para ser conscientes de ello tampoco necesitamos escarbar mucho en nuestra memoria. Sólo nos basta con
recordar nuestras malas acciones recientes. Cada vez que hemos sido injustos con Dios, con los demás y con
nosotros mismos, que no dimos a otros la ayuda que necesitaban, cada ofensa, desprecio, maltrato, burla,
cada vez que jugamos con los sentimientos de quienes nos aman, cada acto violento, de palabra o de obra...

Algunos pueden sentirse a veces —o a menudo— muy “buenos”, pero precisamente estas personas son las
que con frecuencia caen en las seducciones del maligno, como son: el creerse los mejores, el verse
superiores a los demás; el estar muy seguros de uno mismo; el creer que ya están convertidos del todo; el
quedarse en las cosas, medios, instituciones, métodos, reglamentos, y no ir a Dios.

La palabra de Dios en ese sentido es clara: “Pues todos pecaron y están faltos de la gloria de Dios” (Rm 3,
23). No llamemos “pecado” sólo a aquello que nos parece muy feo y que los otros hacen pero nosotros no.
Dejemos de construimos una religión “a nuestra medida”, como si nos estuviésemos haciendo un traje,
tomando del Evangelio sólo lo que nos conviene. Si tenemos una doble moral, complaciente con nosotros
mismos, útil sólo para “tapar” nuestras suciedades, pintándolas exteriormente con el barniz del
cumplimiento, estaremos consumando la obra del maligno en nosotros: no darnos cuenta ni de lo malo que
hacemos. Y lo peor no es el caer, sino el permanecer allí, en el suelo, sin querer levantarse.

Hemos pecado mucho, sí, pero eso significa -gloria a Dios por ello-, que necesitamos mucho de la
misericordia y del perdón de Dios. La gracia de Dios no está tan lejos. Como dice el Pregón Pascual: “¡Feliz
la culpa que mereció tal Redentor! “.

De pensamiento...
Cada uno tiene sus debilidades propias y por las que más frecuentemente cae en pecado. Y eso, el diablo
muy bien lo sabe. Algunos, pecan preferentemente con el pensamiento; otros, de palabra; otros, de obra y
también hay los que mayormente pecan por omisión.

Pecamos con el pensamiento cuando deseamos lo que es malo u opuesto al plan de Dios. Cuando nos
apegamos a los bienes materiales como el dinero y objetos; o a las personas, o también hábitos nocivos,
como algún vicio (alcohol, drogas, juego compulsivo). Cuando le damos el corazón a algo o alguien que no
es Dios, desplazándolo para poner en su lugar lo temporal, pecamos con nuestro pensamiento.

También lo hacemos cuando le deseamos mal a alguien. Cuando quisiéramos que le vaya mal en las cosas
que hace; cuando disfrutamos imaginando a esa persona caída en la desgracia y desesperación. ¿Cuántas
veces alguien conversaba confiadamente con nosotros, sin imaginarse que nosotros le estábamos deseando el
mal?

Pecamos también con nuestro pensamiento cuando, arrastrados por nuestra malicia, pensamos siempre lo
peor de las demás personas. Cualquier cosa que los otros hacen, le vemos el lado malo y perverso, la
segunda intención. En vez de ver a los demás con corazón limpio, nos decimos al ver pasar a alguien: “Ahí
va fulanita, la que hace años hizo tal cosa... “, o “allí está zutano, el borracho... o “ése es mengano, el que
engaña a su mujer... “. De esta forma, no vemos a las personas como tales, sino que les ponemos adjetivos,
las calificamos, les añadimos nuestro prejuicio y así quedan marcadas para nosotros.

Pecar con el pensamiento también es consideramos superiores a los demás, o dicho de otro modo, creer —
equivocadamente— que los demás tienen menos valor que nosotros. El despreciar en nuestro corazón a
alguien, así éste no se entere, es signo de vana soberbia y orgullo.

En fin, ¿cuántos de nuestros conocidos nos ven “actuar” siempre tan correctamente, sin saber lo que en
realidad llevamos en mente?, pues muchos hemos desarrollado la habilidad de aparentar virtudes que no
tenemos y de camuflar nuestras verdaderas intenciones. Pidamos perdón al Señor por ello.

De palabra...
La lengua puede servir para mucho bien, pues por el Bautismo fuimos llamados a anunciar el Evangelio a
toda la creación (Cf. Mc. 16, 15), pero también puede tomarse muy peligrosa y ser capaz de iniciar un
incendio de pasiones y divisiones.

La carta de Santiago es muy clara en ese sentido. Nos llega a decir que “el que no peca en palabras es un
hombre perfecto de verdad, pues es capaz de dominar toda su persona” (Stg. 3, 2). Y añade que con la
lengua “bendecimos a nuestro Señor y Padre y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de
Dios. De la misma boca salen la bendición y la maldición. Hermanos, esto no puede ser así. ¿Es que puede
brotar de la misma fuente agua dulce y agua amarga? (Stg 3, 9—11).

Las palabras hieren muchas veces más que los golpes. Cada vez que alguien esperaba quizás una palabra de
aliento o felicitación de nuestra parte, y recibió a cambio nuestro insulto, una grosería, una injusta
recriminación, o le hemos dicho a alguien, por un error cometido, que no servía para nada, hemos pecado
con la lengua.
La murmuración es otra debilidad de muchos y que el diablo también conoce muy bien. Es el arma que más
frecuentemente utiliza para dividir familias, amigos, grupos de oración o comunidades de todo tipo. Sólo
tiene que utilizar a quienes tienen esta debilidad y la división está garantizada. Con nuestras palabras
podemos sembrar la desconfianza de alguien ante terceras personas, diciéndoles cosas falsas o parcialmente
ciertas, pero que igualmente dañan y dividen.

Sigamos el consejo de la palabra de Dios: “Sean prontos para escuchar, pero lentos para hablar y enojarse”
(Stg 1,19). Hagamos como nos pide Pablo: “Bendigan a quienes los persigan; bendigan y no maldigan” (Rm
12, 14). “No salga de sus bocas ni una palabra mala, sino la palabra que hacía falta y que deja algo a los
oyentes” (Ef. 4, 29).

Pero pecar con las palabras no sólo es decir groserías. Es también decir palabras hirientes y proponer cosas
indecentes a los demás. Cada vez que tratamos de convencer a otro de hacer lo malo, hablándole suavemente
al oído, haciéndole creer que no es pecado, que es algo “normal” o una debilidad sin importancia, le estamos
conduciendo al pecado, y debemos pedir perdón al Señor por ello.

Cada vez que formamos mal a un niño o un joven, que puede ser incluso un hijo o familiar nuestro, y les
dijimos: “Si alguien te hace algo malo, devuélveselo peor”, o “haz con tu vida lo que quieras, y tú no te
metas en la mía”, o trastocamos los valores en la mente de alguien que es muy joven, haciéndole creer que
eso es algo permitido e incluso aconsejable, hemos pecado y debemos pedir perdón al Señor.

Debemos pedir perdón igualmente al Señor por las mentiras que decimos. Por las veces que engañamos a los
demás, incluso haciendo nacer en otras personas una ilusión, y luego las defraudamos, haciéndoles luego
perder la confianza en las palabras de las personas, pidamos perdón al Señor.

De obra...
Es tanto lo que podemos hacer y que ofende a Dios, a nuestro prójimo como a nosotros mismos, que la lista
sería interminable.
Reflexionemos simplemente sobre la armonía que debe haber entre lo que creemos y lo que hacemos. Si
decimos que creemos en Dios, ¿por qué con nuestros hechos no lo demostramos a los demás? ¿Acaso no nos
hemos dado cuenta de la importancia del testimonio de vida, de que nuestro comportamiento habla muchas
veces más que mil palabras?

No desliguemos nuestra fe, nuestra “vida religiosa”, de nuestra vida diaria, de lo que hacemos
cotidianamente. No pongamos una frontera entre nuestra fe y nuestra vida, pues la fe debe impregnar toda
nuestra vida. No existe razón para este divorcio.

Recordemos que lo que es pecado siempre lo es. No creamos que porque otros también lo hacen es menos
malo, o llega Dios a aceptarlo “por mayoría de votos”.

La prostitución, las borracheras, las llamadas “coimas”, el no pagar impuestos, el ocultismo, el juego
compulsivo, la mentira, la infidelidad, el divorcio mismo, están muy extendidos a nivel social, y por ello
para muchos llega a ser algo aceptable, y pensamos que el problema debe de ser de Dios, quien no se ha
modernizado. El pecado no es signo de progreso, ni de avance, ni evolución. La vida amoral nos degrada,
nos hace retroceder.

Tampoco pensemos que por ejercer determinada profesión u oficio, estamos exentos de hacer una valoración
moral de lo que hacemos, como si estuviésemos más allá del bien y del mal.

Hay trabajadores de la salud, por citar un ejemplo, que dicen que cuando están en el quirófano, ejercen la
ciencia, y por tanto, no cabe emplear en ese caso la moral y la fe, por lo que practican sin remordimientos
abonos. No podernos decir en ningún caso:
“Ése es mi trabajo, mi profesión “, como si ello nos justificara para hacer cualquier tipo de daño a los
demás. No somos máquinas insensibles. Por el contrario, el trabajo debe dignificar al hombre y conducirlo a
su plena realización como persona y como cristiano.

Un pecado grave contra la fe es el acudir a fuentes ocultas. Hay quienes por ignorancia piensan que no es
malo consultar las cartas, ir donde los brujos para averiguar su “destino”, llevar amuletos, participar de
prácticas de hechicería, y lo hacen porque tienen quizás miedo al futuro y ese temor no es otra cosa que el
resultado de vivir lejos de Dios y sin confiar en él.

De omisión...
Pero no sólo hay pecados de acción, sino también de omisión, es el bien que voluntariamente dejamos de
hacer.

La mano que dejamos estirada, la persona desesperada que quedó sin nuestro consejo, el testimonio que
dejamos de dar, el error que no hicimos ver, la necesidad de otros que no cubrimos pudiendo hacerlo,
simplemente por mantenemos tranquilos y apacibles, lo cual también indica temor de nuestra parte.

Recordemos la parábola de Lázaro y el rico (Cf. Lc. 16, 19—31). ¿Qué pecado cometió este rico que fue a
dar al infierno, mientras Lázaro estaba feliz cerca de Abraham? Fue el pecado de omisión. El rico, según la
parábola, fue indiferente a ese hombre que veía todos los días delante de la puerta de su casa, pudiendo darle
aunque sea unas migajas de pan. Ese es el gran pecado de omisión, que podemos estar cometiendo al ser
indiferentes, indolentes a las necesidades de los demás, consintiendo el pecado y la injusticia en vez de
luchar por cambiar esa situación.

Sólo pensemos en la actual situación de nuestra Iglesia y nuestra sociedad, en las carencias que hay. Pues
esto se debe a nuestra injustificable pasividad, porque declinamos a nuestra misión de ser luz del mundo y
sal de la tierra, para “dejarle el problema a otros”.

Veamos también nuestra actual situación y preguntémonos si le hemos dicho “sí” a la voluntad de Dios en
nuestra vida, y sí le permitimos cumplir su proyecto en nosotros. Quizás por ello muchas veces hemos
preferido no escucharle cada vez que sentimos que nos hablaba y hasta nos gritaba al corazón, y nos
ocupamos en hacer cosas, incluso religiosas, y le dijimos de alguna forma: “Disculpa, Señor, no me
interrumpas; ¿no me ves que estoy rezando?”

Dimensión social del pecado


No se puede dejar de considerar la dimensión social que tiene el pecado. Sabemos que nuestras acciones,
nuestras actitudes y criterios repercuten no sólo en nuestra vida personal, sino en nuestra vida social y
comunitaria, afectando a los demás, a nuestra familia, a nuestra comunidad.

Así también el pecado afecta a todo el entorno social del hombre. Por eso, no podemos decir: “Yo hago lo
que quiero y porque quiero “.

El pecado hace que la familia y la sociedad entera paguen las consecuencias del drogadicto, del borracho,
del corrupto, del egoísta, del avaro, del usurero, del libertino, del machista que abandonó a su familia, del
empresario que paga mal a sus trabajadores, etc., cumpliendo así la conocida frase: “Justos pagan por
pecadores “.

La misericordia de Dios
El Señor nos dice en su palabra que donde abunda el pecado, sobreabunda también la gracia de Dios (Cf.
Rm 5, 20). La misericordia es una cualidad dominante de Dios, incluye en ella la compasión, la ternura, la
tolerancia, la paciencia, clemencia, piedad.
En Dios encontramos a ese Padre bondadoso que está esperando con los brazos abiertos nuestro retomo a la
casa paterna a través de la conversión. Pero para ello es necesario el arrepentimiento de nuestra parte.
Ese arrepentimiento no sólo es fundamental para el hombre, sino un mandato de Dios. Si el arrepentimiento
fuera algo opcional para nosotros, entonces no tendría razón de existir el infierno. Pero el Señor no nos
forzará a arrepentimos.

La prueba de que Dios nos ama es precisamente que envió a su Hijo Jesucristo, quien murió por todos, no
porque seamos santos, sino por todo lo contrario: “Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando aún éramos
pecadores Cristo murió por nosotros” (Rm 5, 8).

El sentido de hacer todo este recuento de nuestras faltas, infidelidades y miserias no ha sido el de culpamos
de todo. Debemos, si, sentirnos culpables, pero de lo que realmente hemos hecho. Y arrepintámonos de ello,
porque ¿cómo podremos experimentar el perdón de Dios si no nos arrepentimos? Así como el hijo pródigo
tuvo que reaccionar y regresar humillado y sin condiciones a la casa paterna arrepintámonos por lo malo
que hemos hecho hasta el día de hoy y volvamos a Dios nuestro Padre.

Por mucho que le hayamos fallado al Señor, no pensemos que El nos rechazará; conozcamos por ello las
promesas que nos hace en su palabra:

“Aunque tus pecados sean de un rojo intenso, se volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la
púrpura, quedarán como lana blanca”
Is. 1,18

“Pero si confesamos nuestros pecados, El que es fiel y justo, nos perdonará nuestros pecados y nos limpiará
de toda maldad… Hijitos míos, les he escrito esto para que no pequen, pero si uno peca, tenemos un
defensor ante el Padre, Jesucristo el Justo
1 Jn 1, 9; 2,1
Busquemos con fe el perdón y la misericordia de Dios, sobre todo a través del sacramento de la
Reconciliación y pidámosle en este momento que nos renueve y transforme totalmente.

Conclusión del tema

• Nosotros escogimos construir nuestra vida de espaldas a Dios, haciéndonos el centro de nuestra atención.
• Debido a ello, terminamos esclavizados por el pecado y las cosas del mundo. La consecuencia del pecado
es la muerte.
• Arrepintámonos de corazón, para así vivir en gracia de Dios, como verdaderos hijos suyos.

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Tema 03
Desarrollo
JESÚS MI SEÑOR Y SALVADOR
Desarrollo

NOMBRE SOBRE TODO NOMBRE


No estamos lejos, pero...
Un día, un maestro de la ley se acercó a Jesús haciéndole preguntas sobre temas religiosos:

— ¿Cuál es el primer mandamiento de todos?


Jesús le contestó:
— El primero de todos es éste: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu
Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas...
El maestro de la ley agregó:
— Muy bien, Maestro. Tienes razón.
— No estás lejos del Reino de Dios
(Cf. Mc 12, 28—34).

Este buen hombre probablemente se fue a casa ese día muy satisfecho con la afirmación del Señor. Pero él
tenía en realidad un pequeño problema: Jesús le dijo que no estaba lejos del Reino de Dios, pero tampoco le
había dicho que estaba adentro. Ese malentendido podría costarle mucho, lo mismo que a nosotros.

Nosotros podemos estar “en la puerta” del Reino de Dios, asomarnos y ver lo que ocurre dentro. Podemos
incluso contagiarnos del ambiente de fiesta reinante y hasta imitar muy bien lo que hacen los invitados a la
fiesta de las bodas del Cordero, pero en realidad lo que cuenta es estar adentro. No vale quedarse en el
umbral y estar a sólo un paso...

La salvación no es cuestión de apariencias y gestos, ni siquiera de estar viviendo una acreditada religiosidad.
“El vino nuevo se echa en cueros nuevos, y así se conservan bien el vino y los recipientes” (Mt 9, 17). La
salvación implica cambios profundos, radicales. Es un pasar de la esclavitud a la libertad, y sobre todo, un
pasar de la muerte a la vida.

¡Salvados! ¿De qué?


La salvación. Esta es una palabra que para la mayoría está asociada a un futuro extremadamente lejano y
apartado por tanto de la propia experiencia. Es más, simplemente, la vemos como algo que disfrutaremos en
el más allá, es decir, después de la muerte.

Por ello muchos prefieren no escuchar sobre el tema porque lo ven semejante a aceptar un cheque en el que
dice: “páguese después de muerto”.

Es cierto que la mejor parte de la salvación que ganó Cristo para nosotros se va a hacer efectiva cuando
participemos de su gloria como coherederos que somos con Él (Cf. Rm 8, 17). Pero es igualmente cierto que
Jesús nos quiere liberar y salvar de muchísimas situaciones que se convierten aquí en este mundo (en “el
más acá”) en ataduras para nosotros.
¿Y de qué ataduras terrenales nos salva Jesús?
De todas, para empezar. Jesús nos salva —es decir, nos hace libres— de nuestros temores, que pueden ser a
muchas cosas; por ejemplo, al futuro, o a perder algo que consideramos valioso, de dejar cosas y hábitos a
los que nos sentimos apegados. ¿De qué temes actualmente desprenderte?

También nos libra el Señor de nuestro egoísmo, de ese Yo que nunca está satisfecho y pide cada vez más.
Jesús nos salva además del mundo de las apariencias y la mentira en que muchas veces vivimos, y que nos
obliga a llevar siempre máscaras puestas: máscara de ser fuertes, exitosos, felices, alegres, santos,
ejemplares... Jesús es la Verdad y hará que nos aceptemos, que seamos nosotros mismos y vivamos así en la
Verdad.
Nos salva también Jesús de nuestra vida sin sentido, sin límites, sin dignidad, dominada por el deseo de
placer, de acumular poder y dinero, “dioses” que nos ofrecen una ilusoria felicidad y seguridad, que
terminan por esclavizamos y nos llevan irremediablemente a la muerte:

“Otros la reciben [la Palabra] como entre espinos: éstos han escuchado la Palabra, pero luego sobrevienen
las preocupaciones de esta vida, las promesas engañosas de la riqueza y las demás pasiones, y juntas ahogan
la Palabra, que no da fruto”
Mc 4, 18—19

¿Qué ataduras tienes? ¿Qué te impide hacer la voluntad de Dios y ser una persona realmente libre?

¿Hábitos?, ¿vicios?, ¿drogas?, ¿sexo desenfrenado?, ¿modas?, ¿el chisme?, ¿la televisión?, ¿supersticiones?
Pues de eso precisamente te salva Cristo, y salvándote de ello te demostrará que Él desea y es capaz de darte
la salvación eterna.

Pero no sólo son las ataduras personales y terrenales las que nos afectan. Jesús, a través de su muerte en la
cruz y de su gloriosa resurrección, venció a los enemigos más terribles que tenemos: el pecado, la muerte y
Satanás.

a) El pecado. El que comete pecado termina volviéndose su esclavo. Sólo Jesús puede libramos de este
enemigo que nos acecha y domina, y que no podemos vencer por nuestras propias fuerzas:

“En verdad, en verdad les digo: el que vive en el pecado es esclavo del pecado. Pero el esclavo no se
quedará en la casa para siempre; el hijo, en cambio, permanece para siempre. Por tanto, si el Hijo los hace
libres, ustedes serán realmente libres” (Jn 8, 34—36).

b) La muerte: El pecado no es un juego; tiene sus consecuencias, y muy graves: “El pecado paga un salario,
y es la muerte” (Rm 6,23). El pecado conduce a la muerte eterna, produce la muerte de la persona. La muerte
es el signo de quien vive en pecado.
El que vive en pecado está muerto, aunque lo veamos caminar, hablar, reír, bailar... Con su resurrección,
Cristo logró lo que nadie podría hacer: vencer a la misma muerte.

El Hijo del Dios vivo tuvo que pasar por la muerte misma para poder derrotarla y anular su efecto y dominio
sobre nosotros:

“Un hombre trajo la muerte, y un hombre también trae la resurrección de los muertos. Todos mueren por
estar incluidos en Adán, y todos también recibirán la vida en Cristo...

Cuando nuestro ser corruptible se revista de su forma inalterable y esta vida mortal sea absorbida por la
inmortal, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: ‘¡Qué victoria tan grande! La muerte ha sido
devorada. ¿Dónde está, OH muerte, tu victoria? ¿Dónde está, OH muerte, tu aguijón?’ El aguijón de la
muerte es el pecado... Pero demos gracias a Dios que nos da la victoria por medio de Cristo Jesús, nuestro
Señor” (1 Cor. 15, 2 1—22.54—57).

c) Satanás: Jesucristo venció a nuestro adversario, el diablo, que lo es también tuyo. Por ello pasó gran parte
de su ministerio expulsando demonios, y lo venció definitivamente a través de su muerte obediente en la
cruz.

Su sangre derramada por todos nosotros es la gran arma que tenemos los creyentes en Cristo para vencer al
Maligno y librarnos de su opresión:

“Por fin ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios, y la soberanía de su Ungido.
Pues echaron al acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche ante nuestro Dios. Ellos lo
vencieron con la sangre del Cordero, con su palabra y con su testimonio, pues hablaron sin tener miedo a
la muerte’
Ap. 12, 10—11.

La salvación es algo serio


Hablar de “salvación eterna” suena para algunos, ya lo hemos dicho, como algo muy distante y además es
una expresión que ya hemos escuchado cientos de veces, que a algunos ya casi no les conmueve oírla porque
se han habituado a ella.

Para comprender y captar la magnitud de lo que significa nuestra salvación, tenemos que ser realmente
conscientes de qué hemos sido salvados.

Por ejemplo, esto lo notamos más claramente en aquellas personas que fueron rescatadas ante un inminente
peligro de muerte. Puede tratarse de alguien que estaba a punto de ahogarse en el mar, o de quemarse en un
incendio, o de alguien que iba a morir por falta de un donante de un órgano. Y cuando todo parecía perdido,
surgió alguien que lo rescató o ayudó. La reacción de la persona salvada será entonces muy notoria, pues no
se cansará de contar “de la que se salvó”. La vida cobra un renovado valor. Ahora apreciará más a las
personas y todo a su alrededor. Y a quien le salvó, le quedará “eternamente” agradecido, no encontrando la
forma de pagarle lo que hizo por ella.

Así pasa con alguien cuando se enfrenta con la muerte cara a cara y siente el peligro como algo real,
palpable. Proclama así, como el salmista: “Yo te alabo, Señor, porque me has librado... Me libraste del
abismo, me reanimaste cuando estaba a punto de morir... Tú cambiaste mi luto en danzas, por eso te canto
sin descanso: Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre” (Salmo 30).

En el Antiguo Testamento existía un personaje importante. Era el goel. Esta palabra significa protector
defensor, redentor.

Cuando alguien se empobrecía mucho y se veía obligado a vender su propiedad, incluso a venderse a sí
mismo como esclavo, aparecía la figura del goel, quien era su pariente más próximo. El tenía el derecho de
rescate, y así rescataba lo vendido por su hermano (Cf. Lv. 25, 25. 47—49).

El goel era entonces el defensor de los derechos de los miembros débiles y desprotegidos de la familia que
no podían defenderse por sí solos. Era su redentor.
Nosotros también necesitamos un redentor, pues la deuda contraída por causa de nuestros propios pecados e
infidelidades es inmensa. Y ese Redentor es Jesucristo, pues “en él y por su sangre fuimos rescatados, y se
nos dio el perdón de los pecados” (Ef. 1, 7).

Si pretendiésemos calcular el valor de esta redención realizada por Cristo, tenemos una parábola que nos
puede ser útil. Es la parábola del funcionario que no quiso perdonar (Cf. Mt 18, 23— 35).

En ella, resumiendo, Jesús nos dice que el Padre nos perdonó una “deuda” de diez mil talentos. Hay que
tener en cuenta que el salario diario en ese entonces era de un denario, y que un talento correspondía a seis
mil denarios, es decir, seis mil días de trabajo. Diez mil talentos, pues, equivalía a 60 millones de días de
trabajo (más de 164 mil años), que es lo que tendríamos que trabajar si quisiéramos “pagarle” al Señor la
deuda de la que nos redimió, lo que significa en realidad que es algo incalculable e imposible para nosotros.

¿Somos realmente conscientes de lo que Cristo logró para nosotros, de lo que significa su salvación?

Cómo sería de inmenso nuestro pecado y nuestra miseria humana, que fue necesario que el mismo Hijo de
Dios se encarnara y diera su vida en una cruz como si se tratase de un criminal, y resucitara al tercer día,
para que pudiésemos ser salvos. Jesús nos salvó de la muerte eterna, consecuencia de nuestro pecado. Por
voluntad del Padre, Cristo nos ha liberado del pecado, del poder del mal y de la muerte al convertimos de
simples criaturas en verdaderos hijos de Dios, y por lo tanto herederos de la gloria eterna:
“En Cristo Dios nos eligió antes de que creara del mundo, para estar en su presencia santos y sin mancha. En
su amor nos destinó de antemano para ser hijos suyos en Jesucristo y por medio de él” Ef 1,4-5

Esta maravillosa salvación incluye reconciliación con Dios, regeneración (adquisición de una nueva vida, la
vida divina) y nuestra glorificación en virtud de esa regeneración. Al hacemos partícipes de la vida divina,
Dios nos fortalece, ennoblece, engrandece, eleva y glorifica. Se cumplen con ello las palabras de Cristo: “Yo
he venido para que tengan vida y la tengan en plenitud” (Jn lO, 10).

La salvación es algo que se experimenta. No se obtiene porque te enteras de la noticia: “Te cuento que te
salvaste... “. Así como la muerte era algo palpable para quien estaba en un serio peligro, la salvación
también debe serlo. De lo contrario, será como el caso de uno que estaba en una celda encerrado por largo
tiempo, y luego alguien le comunica que la reja no tenía seguro, que en realidad había estado abierta todo el
tiempo. Esa noticia, en vez de alegrarlo, más bien le disgustaría. La salvación no es una idea, es algo que se
vive, se experimenta, como exclamó el profeta Isaías:

“Te doy gracias, Señor, porque tú estabas enojado conmigo, pero se te pasó el enojo y tú me consolaste.
¡Vean cómo es él, el Dios que me salva! Me siento seguro y no tengo más miedo, pues el Señor es mi fuerza
y mi canción, él es mi salvación. Y ustedes sacarán agua con alegría de las vertientes de la salvación”
Is 12, 1—2
Sólo Jesús salva
La Palabra de Dios es bien clara: “No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los
hombres ningún otro Nombre por el que debamos ser salvados”
Hch. 4, 12
Sólo Jesús salva. Él es Dios-salva (Cf. Mt 1, 21), es el único que tiene poder para liberar. Tenemos un Dios
que hace maravillas, que realiza portentos, para quien “nada es imposible” (Lc 1, 37). Jesús es “el Camino,
la Verdad y la Vida” (Jn 14,6), no hay otro Camino. El es “el único mediador entre Dios y los hombres” (1
Tm 2, 5).

Sólo Jesús puede llenar el vacío que hay en nuestro ser: “Les dejo la paz, les doy mi paz. La paz que yo les
doy no es como la que da el mundo. Que no haya en ustedes angustia ni miedo” (Jn. 14, 27).

A lo largo de nuestra vida quizás hemos buscado todas las alternativas posibles para llenar nuestro vacío.
Hemos acudido a tantas fuentes, intentando los medios más diversos para obtener a un precio muy bajo
nuestro ansiado bienestar. Lo buscamos en la tranquilidad, las comodidades, el dinero, la “buena vida”, en la
seguridad que significaban las amistades poderosas e influyentes. Acudimos quizás a curanderos, brujos, al
ocultismo y otras fuentes opuestas a la voluntad de Dios. Cualquier cosa antes que rendir nuestra vida al
Señor.

Vivimos a nuestra manera y no a la de Dios. Incluso acomodamos sus mandatos a nuestra propia
conveniencia, construyéndonos una religión “a nuestra medida” que logre satisfacer nuestras aspiraciones,
tranquilizar nuestra conciencia y no incomodamos para nada.

¿Y qué hemos logrado? ¿Encontramos en todo ello lo que buscamos y necesitamos? No sigas buscando. Por
más que lo intentes, lo único que comprobarás es que sólo Jesús nos da la paz, porque “él es nuestra paz”
(Ef. 2, 14). Nada tiene sentido sin Él. Sólo en Cristo descansa nuestra alma y encuentra el sosiego que
necesita. Acudir a cualquier otra fuente de salvación es una grave falta de fe en Cristo, y no podremos
llamamos cristianos si a la vez creemos en los “dioses” que nos ofrece el mundo y los seguimos.

Deja tus temores


Arriesgarse a ser libre requiere valor, es un acto de fe, pues es mucho más fácil seguir siendo un esclavo de
los demás y de las propias ataduras que nos dominan. Hasta nos sentimos conformes y lo consideramos
“normal” para nosotros vivir sometidos.
No fue fácil por ello para los israelitas emprender su camino hacia la libertad. Ellos vivían como esclavos en
Egipto, sometidos a trabajos forzados: “Los egipcios los sometieron a una dura esclavitud y les hicieron la
vida imposible” (Ex 1, 13—14).

Cuando Moisés y Aarón, por orden del Señor, se presentaron ante el Faraón y le dijeron que deje ir a su
pueblo escogido, éste respondió: ¿Quién es el Señor para que yo le obedezca y deje salir a Israel? Ni
conozco al Señor ni dejaré salir a Israel” (Ex 5, 2). Ante su negativa, el Señor realizó grandes prodigios y
señales, y tras ellas, libró a su pueblo de la esclavitud en que habían caído. Sin embargo, una vez ya libres,
en el desierto, sintieron hambre, y murmuraron contra Moisés y Aarón, diciéndoles:

“Ojalá el Señor nos hubiera hecho morir en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y nos
hartábamos de pan”
Ex. 16, 3

“El Señor les dará carne para comer. Más aún, no la comerán un día, ni dos, ni cinco, ni diez, ni veinte, sino
un mes entero, hasta que les produzca asco y la vomiten, por haber despreciado al Señor que está en medio
de ustedes, y haber llorado en su presencia, diciendo: ‘i,Por qué hemos salido de Egipto?”’
Nm. 11, 18—20.
Sin embargo, ese pueblo tuvo que aprender a tener fe en su Dios, de tal manera que tuvieron que vivir de esa
fe. Andaban por un desierto donde no habían caminos trazados, donde no podían sembrar ni criar ganado,
esperando cada día su ración de maná, la cual tampoco podían ni siquiera juntar para el día siguiente, si es
que algo sobraba, porque se podría
Cf. Ex 16, 19—20.
La libertad se conquista a fuerza de sacrificios, y es más difícil aún mantenerla. ¿Cuántas veces hemos
querido romper las cadenas de nuestro egoísmo, orgullo, resentimientos, hábitos descontrolados,
supersticiones, y no lo hemos logrado? ¡Es que hemos sido nosotros mismos los que quisimos libramos! Y
eso no era posible. Para nadie lo es.

Sólo Jesús salva: “Si el Hijo los hace libres, ustedes serán realmente libres” (Jn 8, 36). ¿Crees
verdaderamente que Cristo es el único que puede salvarte? ¿Estás dispuesto a permitirle hacerte libre y
aventurarte a iniciar el camino de tu salvación?

Aparentemente, es más cómodo mantenerse en estado de esclavitud y hacer lo que te ordenan. No decides
nada, sólo obedeces. Tememos el cambio porque estamos instalados en nuestra vida cómoda y tranquila, y
no queremos complicamos más.

La nueva vida implica nuevos compromisos, responsabilidades y decisiones que no siempre estamos
dispuestos a asumir. Ser libre significa ser yo mismo, tener personalidad, ser maduro, decir “sí” a la
voluntad de Dios y decir “no” al pecado. Tú eres un hijo de Dios, y no puedes vivir, como el hijo pródigo,
cuidando los “chanchos” de tus pecados y debilidades, cuando fuiste llamado a ser libre: “Cristo nos liberó
para ser libres. Manténganse, pues, firmes y no se sometan de nuevo al yugo de la esclavitud” (Gal. 5, 1).

Jesús es el único que puede romper tus cadenas, y eso tú lo sabes. Si no le permites liberarte de ellas, eso
significará que estás renunciando a tu dignidad como hijo de Dios y prefieres seguir con esas cadenas,
quizás porque son tus excusas para no servirle.

Salvados por la fe en Cristo


Si crees que Jesús es el Salvador, permítele que te salve a ti también. De nada te valdrá que Jesús haya
muerto en la cruz y resucitado, si es que tú no le permites salvarte. Su sacrificio y resurrección, en tu caso,
habrían sido en vano.
Jesús ya ganó la salvación para ti. Él hizo todo lo que tenía que hacer para que seas salvo; es por ello que
exclamó en la cruz:

“Todo está cumplido”


Jn 19, 30
Ante ello, no puedes permanecer indiferente, como si nada ocurriese. El sacrificio y resurrección de Jesús
exigen de ti una respuesta clara, pues es la mayor muestra del amor de Dios por ti.

Pero tampoco cabe sólo sentir una gran admiración y emoción: “, ¡Qué gran acto de amor el de Jesús,
cuánto me quería! “.

Si tuvieses un billete de la lotería, y te enteraras de que tu número resultó ser el ganador del premio mayor,
eso te causaría una gran emoción. Ya habría ocurrido lo más difícil: que tu número, entre muchísimos más,
haya resultado ser el ganador. Podrás si quieres hacer una gran fiesta para celebrarlo. Pero hay algo que
debes tomar en cuenta: mientras no cobres el premio, éste no será tuyo. Sólo tendrás un pedazo de papel
impreso.

Por nuestro Bautismo, todos recibimos nuestro “boleto ganador”. No son sólo unos “suertudos” los
beneficiados, sino todos los bautizados: “De modo que ya no eres esclavo, sino hijo, y siendo hijo, Dios te
da la herencia” (Gal 4, 7).

El Señor ya mencionó tu nombre: “Fulano de tal, acércate a hacer tuya tu salvación...”


Jesucristo, tu Salvador, ya logró tu salvación al precio de su sangre y de su propia vida. Ya hizo lo que para
nosotros era imposible. Pero si no vas por ella, sólo tendrás una promesa: “Estamos salvados, pero todo es
esperanza” (Rm 8, 24). Pero por la fe en Jesucristo es que alcanzamos esa salvación: “Ustedes han sido sal
vados por la fe, y lo han sido por gracia. Esto no vino de ustedes, sino que es un don de Dios” (Ef. 2, 8).

Alcanzar esta salvación requiere entonces de nuestra fe decidida, creer que Jesús nos salvó y pelear si es
preciso para alcanzarla, pues “la época de la Ley y de los Profetas se cerró con Juan. Desde entonces se está
proclamando el Reino de Dios, y cada cual se esfuerza por conquistarlo” (Lc 16, 16). San Agustín decía al
respecto: “Dios, que me creó sin mi, no me salvará sin mí”.

Permítele a Jesús salvarte, para que así puedas llamarle mí Salvador, mi Redentor:
“Pues también nosotros fuimos de esos que no piensan y viven sin disciplina: andábamos descarriados,
esclavos de nuestros deseos, buscando siempre el placer. Vivíamos en la malicia y la envidia, éramos
insoportables y nos odiábamos unos a otros, pero se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su
amor a los hombres; no se fijó en lo bueno que hubiéramos hecho, sino que tuvo misericordia de nosotros y
nos salvó. En el bautismo volvimos a nacer y fuimos renovados por el Espíritu Santo que Dios derramó
sobre nosotros por Cristo Jesús, nuestro Salvador. Habiendo sido reformados por gracia, esperamos ahora
nuestra herencia, la vida eterna”
(Tt. 3, 3—7)

Con la fe de María
En esta escuela de fe que es la vida misma, tenemos que aprender a tomar decisiones: saber decir “sí”
cuando el Señor necesita nuestra aceptación, y también saber decir “no” cuando la tentación del pecado y el
desaliento nos acechen.

La vida de María fue siempre un darse por completo y sin dudas a hacer la voluntad de Dios. Ella, a pesar de
su juventud, supo decir que sí al llamado de Dios, conociendo la tremenda responsabilidad que su aceptación
significaba. Su respuesta humilde permitió que el plan de Dios se realice en su vida: “Hágase en mí tal como
has dicho” (Lc 1, 38).
Por ello, inmediatamente se puso en marcha para ir en busca de su prima Isabel, quien, reconociendo su fe,
exclamó a María: “¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!” (Lc 1, 45).

Ella estuvo, por su fe, firme al pie de la cruz de su Hijo, soportando esos terribles momentos en que una
espada atravesaba su alma (Cf. Lc 2, 35). Y con esa misma fe permaneció junto a los discípulos alentándolos
en el cenáculo: “Todos ellos perseveraban juntos en la oración en compañía de algunas mujeres, de María, la
madre de Jesús...”
Hch 1, 14
La Iglesia por ello ve a María como un auténtico modelo de fe vivida. Aprendamos de su fe y de sus
respuestas a los llamados del Señor.

Renuncia a cualquier otro medio


Ante ti se presentarán soluciones fáciles que brindan una satisfacción parcial y temporal, y tú tendrás que
decidir. Ni el dinero, ni el poder, ni el placer te salvarán. La belleza física es pasajera, y mal empleada, sólo
acrecienta la vanidad y el vacío en nuestro ser.

Tampoco son solución a nuestros problemas las fuerzas ocultas. A través del ocultismo, lo único que
lograremos es ponernos argollas de hierro y pesadas cadenas que nos reducirán a una condición infra
-humana.

De nada te servirá ser muy “religioso” si además te haces leer las cartas, consultas a los muertos, acudes a
brujos, hechiceros o chamanes para practicar conjuros, mesadas, amarres, limpias, o portas amuletos y
ekekos, o te involucras en falsas religiones como el Mahikari o la Nueva Era.

Sólo Jesús salva. Él no puede ser “uno más”, y ni siquiera “el primero”. Jesús tiene que ser tu único
Salvador, o no lo es. Sólo Jesús puede salvarte integralmente; es decir, salvar tu cuerpo, alma y espíritu.
Recién cuando la salvación es integral, de todo el ser, entonces es real.

Por ello, el Señor te reclama el día de hoy que renuncies a cualquier otro medio de salvación, y te invita a
que recibas la salvación que sólo Cristo Jesús puede darte. El no te obligará a hacerlo.

Es una decisión que tú mismo, como persona libre, gracias a Cristo, debes tomar. Recibe esa vida en
abundancia que te ofrece Cristo, para que así puedas dar auténticas señales de vida.

No te quedes en el umbral. Crúzalo. Dale a Cristo la gran alegría de ver que en ti, su sacrificio, muerte y
resurrección no fueron en vano, sino que lograron el efecto tan esperado por El: tu salvación, pues “habrá
más alegría en el cielo por un solo pecador que vuelve a Dios que por noventa y nueve Justos que no tienen
necesidad de convertirse” (Lc 15, 7).

“Mira que estoy a la puerta y llamo: si uno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa y comeré con él y él
conmigo”
Ap 3, 20
“Así amó Dios al mundo: le dio al Hijo Único, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida
eterna”
Jn 3, 16
“Porque te salvarás si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees con tu corazón que Dios lo ha
resucitado de entre los muertos”
Rm 10, 9
Conclusión del tema
Todos necesitamos de la Salvación que sólo Jesucristo nos ofrece.
Esta salvación se empieza a manifestar en nuestra vida desde el momento en que lo recibimos como nuestro
Salvador, liberándonos de todas las ataduras que nos impiden ser verdaderamente libres.
Para ello, tenemos que proclamarlo por la fe como Salvador nuestro.

FE Y CONVERSIÓN
Tema 04
Desarrollo

Sabemos que Jesús ya nos salvó, pero no hemos experimentado todos los frutos de la salvación en nuestra
vida y en el mundo.
Él ya nos salvó y nos dio la Nueva Vida, lo que hace falta es que nosotros aceptemos y recibamos lo que
Jesús ha ganado para nosotros.

¿Qué debemos hacer para vivir la vida de Jesús? Le preguntó aquella multitud a Pedro la mañana gloriosa de
Pentecostés (Hch 2,38). La fe y la conversión es lo único que nosotros necesitamos para vivir la nueva vida
de Dios que nos trae Jesús.

LA FE
Ciertamente sólo Jesús salva, pero el medio por el cual esa salvación llega hasta nosotros es la fe: Rm 5. 1-2;
Hch 10,43

Y la palabra de Dios nos dice que "la fe es la garantía de lo que se espera: la prueba de las realidades que no
se ven" (Hb 11.1).

Hemos sido salvados por gracia, mediante la fe, y esto no viene de nosotros mismos, sino que es un don de
Dios: "Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de
Dios" (Ef 2,8).

Todo el que cree, obtiene por Jesucristo, la total justificación; "Tened pues, entendido, hermanos, que por
medio de éste os es anunciado el perdón de los pecados; y la total justificación que no pudisteis obtener por
la Ley de Moisés la obtiene por El todo el que cree" (Hch 13, 38-39). Esta fe, don de Dios, es al mismo
tiempo la respuesta a su iniciativa, que te dice: "Sí, te creo, y acepto cien por ciento al que Tú enviaste a este
mundo para salvarme ".

La fe es confianza, dependencia y obediencia a Jesús Salvador, muerto y resucitado que es el único


mediador entre Dios y los hombres.

La fe es la certeza de que Dios va a actuar conforme a la promesa de Cristo. Por tanto, la fe no es creer en
algo, sino en Alguien; esa persona es Jesús, a quien uno se entrega sin límites ni condiciones. Tampoco es un
asentimiento intelectual a cosas que no entendemos, sino una confianza y dependencia a Dios y su plan de
salvación.

La fe ni es un sentimiento, ni se mide por la emoción, ni es autosugestión. Es una decisión total del hombre
que envuelve todo su ser y compromete toda su persona.

FE COMO ENCUENTRO CON CRISTO


Esta es la Palabra de la fe que proclamamos: "Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor, y crees en tu
corazón que Dios lo suscitó de entre los muertos, serás salvo (…) Porque todo el que invoque el Nombre del
Señor encontrará salvación" (Rm 10, 9-10.13).

Fe no solo es el reconocimiento de la existencia de Dios o la aceptación de las verdades por El reveladas,


sino el encuentro con el Señor resucitado, como el de Pablo en el camino de Damasco, encuentro que
cambie totalmente el sentido y el curso de nuestra vida.

De pequeños, fuimos bautizados, quizá llevamos una vida cristiana de rectitud moral y cumplimiento
religioso; pero es necesaria una fe viva fruto del encuentro personal con Jesús; que lo reconozcamos, lo
aceptemos, lo confesemos y lo recibamos en nuestro corazón y en nuestra vida como Salvador.

¿QUIÉN ES CRISTO PARA TI?


El cristianismo no es sólo una doctrina, es ante todo entrar en una doctrina, es ante todo entrar en una
relación personal con Jesús vivo como Dios y Señor.
Parte de un encuentro real con Jesús, se mantiene y desarrolla en una íntima comunicación y comunión con
Él.

Como a los discípulos, Jesús nos hace a cada uno de nosotros esta pregunta: "Para ti… ¿Quién soy Yo?".
¿Cuál es nuestra respuesta personal? La respuesta que debe brotar de nuestra propia experiencia y no como
repetición de una lección aprendida.

Tu respuesta a esta pregunta es muy importante, pues es necesario que tu experiencia de conocer a Cristo te
lleve a re-conocerlo como tu Señor y Salvador ante los hombres.

¿Qué es el Cristianismo para ti? Para muchos el cristianismo se ha reducido a:

Una religión de prácticas exteriores, a las que se les da valor por sí mismas, de donde se saca una ilusión
vana de haber cumplido, o una satisfacción de tranquilidad de conciencia o de cumplimiento con cierto
sentido mágico y supersticioso de carácter utilitario o de temor a lo divino.
Una moral restrictiva, que limita la libertad e impide vivir una vida basada en prohibiciones. Un cristianismo
de legalismo sin vida, o una vida triste, apagada, con alma de esclavos.
Una ideología humanista que ve en Cristo sólo un hombre extraordinario y al evangelio como un ideal y un
programa de rectitud, justicia o liberación social.

El cristianismo y la fe son más que todo esto y anterior a ello.

Por eso el Papa nos dice: "A veces nuestra sintonía de fe es débil y yo les propongo esto para reavivar su fe:
un encuentro personal, vivo, de ojos abiertos y corazón palpitante con el Señor resucitado"

¿Cómo comenzar la vida cristiana? Con un encuentro vivo con Jesús.

Se inicia una vida nueva que se expresa con gozo y alegría, una vida de oración, sacramental y de servicio a
los demás, un comportamiento moral y en una vida cultural y religiosa como fruto y consecuencia normal de
la presencia viva de Jesús y de la acción poderosa del Espíritu Santo.

TIENES UNA RESPUESTA QUE DAR


Fe es un sí a la presencia y a la acción salvadora de Dios a través de Jesús. Un sí lúcido y consciente como el
de María, que se da una vez y se renueva permanentemente. Adhesión libre y responsable de nuestro ser
entero a Jesús y a la totalidad de su mensaje y su obra.

"Mira que estoy a la puerta y llamo, si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré Yo
con él y él conmigo" (Ap. 3, 20).

Escuchemos el llamado que nos hace Jesús y abrámosle la puerta; recibámoslo en nuestro corazón para que
nos salve.

Cristo es el que está a la puerta y llama al corazón de todo hombre, sin coartar su libertad, tratando de sacar
de esa misma libertad el amor (Documento de Medellín 5, 8).

Es un acto de la voluntad que dice SÍ a Jesús y a su salvación. Se necesita de nosotros una invitación
explícita a que entre a nuestro corazón y a nuestra vida. Es una opción lúcida por Cristo, una adhesión
personal a Jesús como Salvador.

LA CONVERSION
A comienzos del siglo XIII, un joven acaudalado se hizo soldado, soñaba con proezas heroicas, fama,
romances, pero Dios tenía otros planes. El joven Francisco Bernardone fue capturado y encarcelado, para
regresar finalmente a casa, como un decepcionado aspirante a héroe. Pero después, se dedicó a reparar
"iglesias destruidas". Ahora lo conocemos como San Francisco de Asís.

A mediados del siglo XIV, hubo en Jerusalén una prostituta, que siguiendo a un grupo de peregrinos llegó a
las puertas de la Iglesia del Santo Sepulcro; pero cuando trató de entrar, una fuerza invisible se lo impidió.
Después de tres frustrados intentos, se retiró llorando a una esquina del patio de la Iglesia y comenzó a orar.
A instancia de una voz interior, se arrepintió y abandonó la vida de pecado.

Santa María de Egipto, nombre por el cual fue conocida, pasó el resto de su vida en retiro y oración,
adorando a quien la había rescatado.
Estas dos personas, cada una a su manera, experimentaron una conversión a Cristo. Tocados por la gracia de
Dios decidieron seguirlo y recibir la salvación en Jesús, mediante su muerte y resurrección.

LA CONVERSION: DECISION VOLUNTARIA QUE RESPONDE AL LLAMADO DE DIOS


En el Nuevo Testamento, la palabra conversión viene del griego "epistrepho" que significa literalmente
"volver atrás" o "dar media vuelta": los primeros cristianos encontraron en este vocablo una descripción
gráfica de su propia experiencia y comprensión.

Con la formación de la tradición del Nuevo Testamento, esta palabra "epistrepho" adquiere un significado
teológico propio, en el que se acentúa la decisión de renunciar al pecado y volver a Dios.

"El poder de Dios les asistía, y un gran número de personas abrazaron la fe y se convirtieron (epestrephon)
al Señor" (Hch 11, 21) (ver además Lc 1, 17; 2º Co 3, 16; 1º Pe 2, 25).

La conversión de María de Egipto fue dramática. Ella decidió abandonar la vida de pecado público, pero no
sólo dejó de hacer las cosas que claramente violaban las leyes del amor de Dios, también luchó por eliminar
los malos pensamientos, tentaciones e impulsos internos que la alejaban del Señor.

Del mismo modo el joven Francisco de Asís se convirtió a Dios y decidió abandonar a juergas, aventuras y
romances, se dio cuenta de sus antiguos pecados y frecuentemente oraba para nunca más volver a caer en lo
mismo. Eligió a cambio lo mejor: pasar el resto de su vida imitando la humildad y pobreza de Cristo.

Con un simple examen de conciencia podemos observar que en nosotros hay inclinaciones pecaminosas;
malos deseos y apetitos que son propios de nuestra condición humana. Ago en nuestro corazón nos mueve a
abrigar tales pensamientos, expresiones o actos que sabemos pueden perjudicar a otras personas o ponernos
en situaciones peligrosas y finalmente alejarnos de la presencia del Señor.

ARREPENTIRSE Y CREER
Jesús se fue a Galilea, predicando el evangelio de Dios y decía: "Ha llegado el tiempo. El Reino de Dios está
cerca; arrepiéntanse y crean el evangelio" (Mc 1, 15).
El término usado en el Nuevo Testamento para arrepentimiento es "metanoía", palabra griega que
literalmente significa "cambio d corazón o mente". El arrepentimiento está íntimamente ligado a la
conversión como se refleja en el caso de María de Egipto.

El cambio de vida es el resultado de la acción de Dios en nuestro interior. Cuando experimentamos el tierno
amor de nuestro Salvador, comenzamos a anhelarlo de una manera insospechada, a abrir el corazón ante la
posibilidad de un encuentro con Dios, y a percibir que podemos ser liberados del sentido de culpa, del temor
y la ansiedad en que el pecado nos tenía sumidos.

Dios quiere darnos una nueva vida con su propia presencia en nuestros corazones, y su amor que nos mueve
a vivir de acuerdo a su voluntad. Y al experimentar este amor, veremos en nuestra vida rasgos parecidos a
los de Francisco y María en su nueva conciencia personal.

NACER DE NUEVO
Al dedicarnos a orar y tratar de comprender el maravilloso misterio de nuestra salvación, recordemos una
cosa: La conversión es nuestra respuesta a la inconmensurable gracia de Dios. Solamente el Espíritu Santo
nos hace comprender nuestra condición de pecadores necesitados del inmenso amor de Jesús.

El Señor dijo a Nicodemo "Te aseguro que a menos que uno nazca del agua y del Espíritu, no puede entrar
en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espíritu es espíritu". (Jn 3, 3-6).
La conversión es un acto humano de arrepentimiento y decisión en respuesta a la obra de Dios en nosotros.
Esta es la esencia del Sacramento del Bautismo. En este Sacramento se nos da todo lo que necesitamos para
una vida plena con Cristo. En las aguas del bautismo morimos con Jesús y resucitamos a una vida nueva con
El; el pecado original es borrado; se nos da el Espíritu Santo y somos incorporados al Cuerpo de Cristo, su
Iglesia. Pero teniéndolo todo a nuestra disposición, ello se nos da precisamente con el fin de que tomemos
una decisión libre y consciente de entregarnos a Dios por medio de Jesucristo.

Es importante reconocer el aspecto humano de la conversión. Todos somos criaturas únicas de Dios, con
personalidad, historia y futuro propios. En consecuencia, ninguna conversión será exactamente igual a otra.
Mientras unos tienen un abrumador sentido de pecado (como María de Egipto), otros pueden sentirse
impresionados por el inmenso amor de Cristo (como San Francisco de Asís). Incluso otros pueden llegar a
comprender que es imposible vivir santamente sin la gracia y el perdón de Dios.

Por la gracia de Dios podemos recibir la plenitud de vida que hay en Cristo, sin que nada lo impida. Con una
fe segura, pidámosle a Dios que se nos manifieste; seamos dóciles al Espíritu y permitamos que la
revelación de Jesucristo crucificado y resucitado traspase nuestro corazón. Rebosantes del conocimiento de
su amor y misericordia, convirtámonos a Cristo.

La conversión es cambio total: dar la espalda, dejar atrás, abandonar todo lo que es incompatible con Dios y
su plan de amor para nosotros, romper con el pecado y los ídolos como rechazo y sustitución de Dios,
rechazar a Satanás como instigador para el mal y cortar con sus ataduras.

PASOS DE LA CONVERSIÓN
Reconocer nuestro pecado: Sólo el Espíritu Santo puede darnos conciencia de pecado (Jn 16, 8-9); de otra
manera se reduce a un sentimiento de culpa o a la simple confrontación de nuestras acciones con la lista de
pecados.

"Yo la voy a enamorar; la llevaré al desierto y le hablaré al corazón" (Os 2, 14).

"Si te vuelves porque yo te haga volver, estarás en mi presencia; y si sacas lo precioso de lo vil, serás como
mi boca. Que ellos se vuelvan a ti, y no tú a ellos" (Jr 15, 19).

Arrepentimiento: El arrepentimiento o contrición es un dolor de corazón y rechazo del pecado con el


propósito de no volver a pecar.

Dolor y tristeza, de haber lastimado y ofendido a quien amamos; pero tristeza, no como la del mundo que
produce muerte, sino tristeza según Dios que lleva a la conversión: "Ahora me alegro. No por haberos
entristecido, sino porque aquella tristeza os movió a arrepentimiento. Pues os entristecisteis según Dios, de
manera que de nuestra parte no habéis sufrido perjuicio alguno. En efecto, la tristeza según Dios produce
firme arrepentimiento para la salvación; mas la tristeza del mundo produce la muerte" (2º Co 7, 9-11).

Voluntad decidida de romper con toda situación de pecado; propósito firme de enmienda y cambio.

Confesar el pecado: Es necesario reconocer y confesar explícitamente nuestros pecados ante Dios (Esd 9. 6-
15; Dan 9, 4-18; Bar. 1. 14; 3. 2).

"Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo como es El, nos perdonará nuestros pecados y nos limpiará de
toda maldad" (1º Jn 1, 9).

Necesitamos además hacer una renuncia explícita a Satanás y a todas sus obras incluyendo en ellas todo tipo
de ocultismo, esoterismo y superstición, con la voluntad firme de abandonarlo definitivamente.
Esto es necesario, pero además tenemos que recibir el Sacramento de la Reconciliación (Stg 5, 16; Jn 20,
23), para recibir la ratificación del perdón de Dios por la absolución través del sacerdote, el cual orará por
nosotros para librarnos de toda atadura y opresión del enemigo.

Reparación y reconciliación: Restaurar la unión de amor con Dios, exige resarcir los daños causados y
reconciliarse con el hermano, como hizo Zaqueo ante Jesús:

"Mira Señor voy a dar a los pobres la mitad de todo lo que tengo; y si le he robado algo a alguien, le
devolveré cuatro veces más" (Lc 19, 8) (ver además Hch 26, 20; Lc 3, 10-14).

Convertirse a Jesucristo: "Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más" (Jn 8,
11). "Y a vosotros que estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales vivisteis en otro tiempo
según el proceder de este mundo, según el Príncipe del imperio del aire (...) Pero Dios, rico en misericordia,
por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente
con Cristo (...) Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que
es don de Dios" (Ef 2, 1-2.4-5.8).

La conversión de los cristianos los debe llevar necesariamente a Jesús. Moralmente, convertirse es dejar el
pecado y aceptar el Evangelio. Intelectualmente, es aceptar que Jesús es la única y definitiva solución a los
problemas de la humanidad y a los de cada hombre, y efectivamente es aceptar a Jesús como el definitivo
bien y el amor de nuestras vidas.

La conversión ha de ser el acto inicial de la vida cristiana, prolongado en un proceso permanente de


búsqueda de Jesús.

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Tema 05
SANACION INTERIOR
Desarrollo del tema

28 «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. 29 Tomad sobre
vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para
vuestras almas. 30 Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.»
Mt 11, 28 -29

Todos los que estamos participando en este Seminario, y todos los hombres en general, hemos sido llamados
por el Señor a vivir en plenitud y en paz toda nuestra existencia, con esa paz que sólo Cristo nos puede dar.
Quizás alguno de nosotros llegó a este Seminario creyendo que el Evangelio era una opción desalentadora
que nos lleva al conformismo frente a nuestra situación y la adversidad, pero hemos venido descubriendo a
lo, largo de estos temas que es todo lo contrario. Las palabras con que Jesús inició su predicación resuenan
de manera cada vez más nítida y fuerte en nuestro corazón:

¡Bienaventurados! Y para ser bienaventurados es que nos ha creado y nos ha llamado Dios.

Cabe aquí que nos preguntemos:


¿Estamos viviendo esa vida en plenitud que Jesús nos ofrece y nos da?

A menudo nos ha podido suceder que luego de experimentar el amor de Dios y la salvación que Jesús nos
da, estamos deseosos de hacer muchas cosas por Él y servirle con todas nuestras fuerzas y con todo nuestro
amor.

Pero cuando nos disponemos a orar, o a dar testimonio ante los demás de lo que Jesús ha hecho en nuestra
vida, o tenemos que realizar algún servicio que en principio nos parecía fácilmente realizable, nos
encontramos con que no podemos hacerlo como queremos, estamos limitados y nos sentimos como atados.
La oración no brota como quisiéramos, nos cuesta mucho para alabar al Señor, o no nos salen las palabras a
la hora de testificar. Esa es la sensación de bloqueo que experimentamos en ocasiones y que tiene una razón
de ser.

La realidad que notamos en la mayoría de nosotros es que ese caudaloso torrente de vida que brota del
Espíritu Santo no se manifiesta en la misma medida en nosotros, debido a que el canal que somos se halla
obstruido y muchas veces hasta bloqueado por una serie de barreras y obstáculos que hoy vamos a ir
conociendo, y que no sólo son el pecado; barreras que, con la gracia de Dios, vamos a quitar desde hoy para
que ese río de Agua Viva corra con toda libertad a través de nuestro ser, aceptando que sólo el amor de Jesús
puede sanarnos.
LAS HERIDAS INTERIORES
Todos los seres humanos estamos expuestos a contraer una serie de enfermedades corporales, ya sea por
contagio, una herida mal curada, o por el mal funcionamiento de algún órgano o sistema de nuestro cuerpo.
De la misma manera, nuestro interior -alma y espíritu- es sumamente sensible (por más que algunos nos
consideremos muy fuertes), y estamos sujetos a sufrir males interiores; esto es, heridas espirituales,
emocionales, de nuestra vida afectiva, voluntad, recuerdos, actitudes, etc.

Las enfermedades interiores que pude sufrir cualquier persona en algún momento de su vida comprende las
siguientes áreas enfermedades psíquicas, morales y espirituales.

Las enfermedades psíquicas son las que nos hacen obrar con temor, o que dejan librados nuestros
sentimientos a un complejo de culpa o al complejo de inferioridad, o a cualquier otro complejo, o que nos
impulsan a tener un odio, o que nos hacen decir o pensar "no sirvo", "no soy amado" , "debería hacerlo pero
no me animo".

Las enfermedades morales son aquellas que traban la moral realización de actos virtuosos y que también
impulsan a vicios contrarios. Por ejemplo, la gula, que además de ser un vicio, es también fuente de otras
debilidades para el organismo interno, afloja la voluntad y llama a un cierto desprecio hacia si mismo.
También es el caso del alcoholismo. Hay algo superior al esfuerzo del hombre, algo que no depende sólo de
éste.

Las enfermedades espirituales son las que impiden relacionarse eficazmente con Dios, por sí mismas. Por
ejemplo, un fuerte bloqueo a tener fe, o una vez que adviene la fe y se realizan los actos consecuentes, puede
haber cierta frialdad y de fuerza para la realización de los mismos.

El ser humano está hecho para vivir y andar en el amor, y es por eso que la base afectiva es de suma
importancia para el crecimiento sano de la persona en todos los niveles.

Las heridas pueden producirse debido una inesperada frustración o fracaso; un fuerte golpe emocional, una
situación traumática provocada por un grave accidente o una violación; un largo período de soledad; una
decepción causada por un ser querido o cercano en quien tanto confiábamos y que traicionó dicha confianza;
la separación repentina de aquel ser a quien mucho amábamos y que se marchó de nuestro lado sin
explicación; un severo regaño que nos hicieron siendo pequeños nuestros padres o alguna persona adulta que
representaba en ese momento la autoridad, un error o pecado grave que cometimos y que no nos perdonamos
a nosotros mismos; un defecto o limitación física que poseemos y que ha sido motivo de continuas burlas o
desprecios por parte de los demás.

Estos y otros muchos casos son ejemplos de situaciones que en nosotros pueden ocasionar heridas interiores
debido a conflictos no resueltos, heridas que a veces se tornan muy serias, dolorosas y prácticamente
imposibles para nosotros de superar, en especial aquellas producidas desde hace mucho tiempo. Hoy se sabe
que las heridas ocurridas a más temprana edad, incluso las que se produjeron aún antes de nuestro
nacimiento, cuando captábamos y asimilábamos las reacciones e impresiones más fuertes de temor, rechazo
y dolor de nuestra madre, son las más difíciles de superar y las que más nos afecta en nuestro
comportamiento actual.

La manera en que todos estos conflictos no resueltos repercuten en nuestra forma de ser y vivir es muy
notoria, pues pueden llegar a afectar nuestros sentimientos y relaciones con los demás, nuestro estado de
ánimo, nuestras actitudes frente a la vida y las demás personas y la forma como reaccionamos ante
determinadas situaciones repentinas que se nos presentan.
Así tenemos, que ante ciertas situaciones, podemos reaccionar violentamente o con un irrefrenable temor.
Sentimos un rechazo hacia determinadas personas que no sabemos de dónde proviene. No sentimos el amor
que quisiéramos tener por los demás; y sí lo sentimos, nos encontramos con que no podemos demostrárselo
por una incapacidad de dar y demostrar afecto y cariño a los otros. En ocasiones, nuestro comportamiento y
actitudes ante determinadas personas están marcadas por un aislamiento incomprensible, complejos o
patrones de culpabilidad; o con frecuencia nos colocamos ciertas máscaras delante de los demás, que ocultan
lo que verdaderamente somos y sentimos.

Incluso, estos conflictos no resueltos pueden, con el tiempo desencadenar en males físicos, hoy llamados
enfermedades psico-somáticas; es decir, enfermedades físicas generadas en nuestra mente o espíritu.

Y la realidad es que, mientras estas heridas permanezcan abiertas, esos problemas actuales que son
consecuencias de ellas, quedarán sin solucionar.

Los conflictos y problemas no se pueden "Tapar" o postergar, porque peor va a ser para nosotros. Los
conflictos que no podemos manejar, aquello que no aceptamos, aquello que rechazamos, termina
transformándose con el tiempo en nuestro enemigo. Tenemos por ello que enfrentarlos y buscar su solución.

La Psicología muchas veces nos ayuda vivir con nuestro problema; es decir, que no nos cura interiormente,
sino que nos hace aceptar la situación y nos ayuda a sobrellevarla mejor para que no nos cree más conflictos.
Pero hay Alguien que si puede sanar por completo y de raíz todos nuestros males físicos y espirituales. Él es
Jesús.

JESÚS NOS QUIERE SANOS


Ante nuestra notoria limitación e impotencia muchas veces para sanar por nosotros mismos de estas heridas,
sobre todo cuando nuestra voluntad ha sido mellada por la angustia, el dolor y el pecado, se alza el amor y
la misericordia de nuestro Señor Jesucristo. La misericordia de ese mismo Jesús que nos amó "hasta el
extremo”.
El sólo hecho de experimentar el gran amor que nos tiene Jesús ya produce en nosotros un efecto salvador
sobre muchas de nuestras heridas que producían, por ejemplo, temores y fobias. Y es que, como lo dice la
Palabra del Señor, "Donde hay amor no hay miedo. Al contrario, el amor perfecto echa fuera el miedo " (I Jn
4, 18).

¿Cuántos de nosotros, al sentirnos por primera vez inundados por el infinito amor del Señor hemos
experimentado que ese amor nos iba sanando y nuestros temores a su vez iban desapareciendo? Y es que en
esos momentos Jesús conoce cuáles son nuestras necesidades y se manifiesta en nosotros como cada uno
requiere y nos ama como cada uno necesita ser amado. A quienes necesitan perdón, se les revela como un
Dios de Misericordia. A quienes sufren de angustia, los llena de su paz; a los temerosos los llena de su amor
y a los enfermos los sana.

Pero quizás nos habremos preguntado alguna vez: ¿El Señor quiere realmente que nos sanemos o nos
prefiere enfermos para que así nos "Purifiquemos" y santifiquemos?
Para quienes piensan lo segundo, tendríamos que decirles que en toda la Biblia no encontrarán ni un solo
versículo en que el Señor nos diga que su voluntad es vernos dolientes y sufridos, tristes y abatidos. En
cambio, las páginas del Evangelio, en especial, están llenas de narraciones de curaciones realizadas por el
Señor del cuerpo y del alma, liberaciones de la acción de los espíritus malignos y tantos mensajes en que nos
decían que Él nos quiere libres de todas la ataduras.

Cuando Jesús afirma, en Juan 10, 10: "Yo he venido para que tengan vida, y que la tengan en abundancia",
nos está diciendo que Él quiere que vivamos en plenitud, en todo orden de cosas, incluyendo por supuesto la
salud interior y corporal. Jesús nos da vida plena y abundante, vida nueva en el Espíritu, y en ella no caben
la enfermedad ni la muerte. "Cristo es nuestra paz" nos dice Pablo (Ef 2, 14), y nos repite: "Cristo mismo es
la vida de ustedes" (Col 3, 4).

Él mismo toma incluso nuestros cansancios y cargas cotidianas, de las cuales nos quiere aliviar: "Vengan a
mí todos ustedes que están cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré descansar" (Mt 11, 28).

Es cierto que nuestra fe ha de ser probada por el fuego muchas veces (ver 1 Pe 1, 6-7), y el Señor espera que
pasemos por diversas pruebas y dificultades para que, al ser superadas, nuestra voluntad y nuestra fe se
fortalezcan y purifiquen. Pero las heridas y enfermedades interiores, como el temor, el rencor, un trauma,
vicio o complejo, no nos permiten vivir plenamente ni desarrollamos. Son ataduras, y Jesús no nos quiere
con ataduras de ningún tipo; Él nos hizo y nos quiere libres y por ello es capaz de romper toda atadura de
nuestro corazón y de nuestro cuerpo: "Cristo nos dio libertad para que seamos libres" nos recuerda san Pablo
(Ga 5, 1).
Jesús quiere que enfrentemos las pruebas, pero quiere que lo hagamos con las manos libres para poder
luchar y emplear las armas que Él nos dio. La enfermedad es enemiga de Dios, por ello en la primera
curación que hizo, Jesús reprendió la fiebre de la suegra de Pedro, y ella quedó sana (Lc 4, 39).

JESUS TIENE PODER PARA SANARNOS


Para todos nosotros no debe quedar ninguna duda de que Jesús quiere librarnos de toda atadura, no sólo del
pecado y de la muerte, sino también de nuestras enfermedades físicas e interiores, de nuestros temores y
complejos, de nuestros sentimientos de culpabilidad y resentimientos, de nuestros recuerdos dolorosos y
traumas, de nuestros sentimientos de soledad y de vacío interior. Todo aquello que nos afecta y preocupa, le
preocupa e interesa también a Él.

Incluso, nuestras necesidades interiores son más importantes para Jesús que las físicas y materiales. Cuando
aquella vez le bajaron a un paralítico en una camilla desde el techo de una casa (Ver Lc 5, 17-26), en éste,
antes de sanarle del cuerpo, vio primero su necesidad interior y le perdonó sus pecados, para posteriormente
sanarle de su parálisis.

Pero es importante que entienda que Jesús no sólo quiere sanarle, sino que además ÉL puede hacerlo.
"Tenemos confianza en Dios, porque sabemos que si le pedimos algo conforme a su voluntad él nos oye
nuestras oraciones, también sabemos que ya tenemos lo que le hemos pedido" (1 Jn 5, 14-15). Sí hermanos,
sabemos que ya tenemos lo que le hemos pedido; es decir, que Jesús ya nos lo ha dado. Y así nos enseñó ÉL
mismo a orar, cuando nos dijo: "por eso les digo que todo lo que ustedes pidan en oración, crean que ya lo
han conseguido y lo recibirán" (Mc 11, 24). Ésta es la condición para recibir sus gracias: creer que ya lo
hemos conseguido de parte del Señor. Esta es la fe.

Y así no veamos aún los resultados, debemos creer que ya tenemos lo que le pedimos, pues "tener fe es
tener la plena seguridad de recibir lo que se espera; es estar convencidos de la realidad de cosas que no
vemos" (Hb 11, 1). No esperes, pues, ver que ya estás curado para recién empezar a creerlo.

Jesús nos enseñó también dos formas en que nuestra oración será más poderosa y efectiva: La primera, pedir
en nombre "Les aseguro que el Padre les dará todo lo que le pidan en mi nombre. Hasta ahora, ustedes no
han pedido nada en mi nombre: pidan y recibirán, para que su alegría sea completa" (Jn 16, 23-24).

La segunda forma es ponernos de acuerdo para pedir: "Sí dos de ustedes se ponen de acuerdo aquí en la
tierra para pedir algo en oración, mi Padre que está en el cielo se lo dará. Porque donde dos o tres se
reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 19-20).

Hermanos, aquí somos más de dos y nos vamos a poner de acuerdo para pedirle al Señor que nos sane de
todas aquellas heridas que aún nos oprimen, y sabemos que Él nos va a oír, porque nos ama más que nadie y
la oración hecha con fe tiene mucho poder.

Abandónate pues a sus brazos de amor y misericordia, como un niño en el regazo de su madre, y deja que
sus manos, con esas llagas de amor por las que "hemos sido curados" (1 Pe 2, 24) toquen hoy tu interior y
lleguen a lo más recóndito de tu corazón, y sanen completamente tus recuerdos, emociones, y todas las áreas
de tu alma que se encuentren dañadas y te causen dolor.

Jesús no sólo realizó estas curaciones mientras estuvo en la tierra, y las que aparecen escritas en la Biblia no
fueron las únicas que hizo. Jesús vive hoy, hermanos, y está presente y sanando hoy a todo aquel que acude a
Él, porque "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8).
De todas partes escuchamos los testimonios de lo que Jesús está haciendo en su Iglesia, que como Cuerpo
suyo que es, tiene que estar sana y llena de vida, y tú eres parte de su Iglesia y, por tanto, parte de su Cuerpo
e hijo de Dios, tienes pleno derecho a reclamar que en ti se cumplan sus maravillosas promesas.

"Que Dios mismo, el Dios de paz, los haga a ustedes perfectamente santos, y les conserve todo su ser,
espíritu, alma y cuerpo, sin defecto alguno, para la venida de nuestro Señor Jesucristo. El que los ha
llamado es fiel, y cumplirá todo esto" (1 Tes. 5, 23-24).
 
TEMA 6
SANACION POR EL PERDON
 
 
INTRODUCCION
Hemos compartido en el tema anterior acerca de las heridas interiores que requieren a menudo de oración de
sanación interior para ser superadas definitivamente. El amor sanador de Jesús puede actuar en cada uno de
nosotros si se lo permitimos y lo sabemos invocar.

Pocas veces somos ofendidos en realidad, aunque son muchas las veces que nos sentimos ofendidos por los
demás. Por ello, la causa más frecuente de heridas interiores que ocasionen fuertes bloqueos en las personas,
es la falta de perdón.

Un fuerte resentimiento puede afectar poderosamente la vida interior, incluso hasta ocasionarle molestias y
enfermedades corporales. Tanto así, que numerosas personas que sufrían este tipo de enfermedades, al
orarse por ellas en primer lugar para que puedan perdonar, se inició en ellas la sanación física desde el
momento mismo en que pudieron perdonar a la persona que más le había dañado.

La importancia del perdón en la sanación es tanta, que le hemos dedicado un tema aparte. Es que un
cristiano que busca entregarse completamente a hacer la voluntad de Dios, no podrá hacerlo si antes no se
reconciliado con Él, consigo mismo y con los demás.

¿QUÉ ES EL PERDON?
Es una gracia que viene de Dios, el fruto de ella nos hace entrar en una actitud de perdonar a quienes nos
ofendieron, pero es también necesaria nuestra decisión para poder lograrlo. Perdonar es abandonar o
eliminar todo sentimiento adverso contra el hermano.

Cuando no tomamos esta decisión, seguimos en las tinieblas del pecado, mas Dios Padres, rico en
misericordia nos regala esta promesa: "Aunque tus pecados como la nieve, aunque sean rojos como púrpura,
se volverán como lana blanca" (Is 1, 18).

La gracia de Dios es como esa nieve blanca que Él nos quiere regalara, si tomamos la decisión de perdonar.
Al dar este paso pidámosle a Jesús que venga a fortalecer con su presencia esta decisión, que no debe estar
apoyada únicamente en el sentimiento.

Hay que pedírselo no sólo un día, sino todos los días, para ser empapados por su gracia, ya que solos no
podemos, nuestra naturaleza humana es muy compleja y lenta para comprender.

¿POR QUE ES IMPORTANTE PERDONAR?


En la base de toda herida hay un perdón que dar o recibir, porque frecuentemente nos herimos unos a otros,
ya sea con: palabras, respuestas bruscas, reacciones toscas, preguntas impertinentes, gestos, miradas,
también cuando por egoísmo usamos a las personas (ellas se dan cuenta y se sienten lastimadas), al disponer
a las personas con calumnias, chismes, engaños, mentiras, hipocresías y ni qué decir de las infidelidades.

En realidad, nosotros mismos debemos ser los primeros interesados en perdonar a quienes nos hayan herido,
queriéndolo o no, pues esa persona a la que odiamos muy probablemente vive tranquila sin que nuestro odio
le afecte para nada, mientras los que cultivamos el rencor como los más afectados albergando interiormente
tales sentimientos tan perjudiciales, pues nos quitan la paz y la libertad, a la vez que envenenan el alma (ver
1 Jn 2, 11).

Las ofensas nos causan profundas heridas, que se traducen en ira, falta de paz, resentimientos y enemistades,
odio y venganza, y hasta pueden enfermarse físicamente (artritis reumatoide, úlceras, hipertensión, dolores
de cabeza constantes, malestares y desencadenar hasta ciertos tipos de cáncer), psíquicamente (nerviosidad,
depresiones, angustias, susceptibilidad) y espirituales (falta de paz). Para estos casos, no hay terapia más
sanadora y liberadora que el perdón.

¿QUIENES NO LOGRAN PERDONAR?


Hay personas que por deformación de su personalidad ni siquiera se proponen perdonar. A ellos tenemos
que ayudarles orando, comulgando diariamente y ayunando, hasta que la gloria de Dios, se manifieste. Son
principalmente quienes adoptan las siguientes reacciones o defensas ante los demás:

a.- Orgullosos.- No piden ni dan perdón. Consideran que acercarse a hablarle al enemigo es muy humillante.
Son personas testarudas, nos dan su brazo a torcer, no cambian sus decisiones aunque hayan sido tomadas en
un momento de ira. Son personas hipersensibles, cualquier cosa les lastima, su amor propio s siente herido y
su orgullo le dice: "¿Cómo es posible que me haya dicho esto a MÍ?, a mí no me pueden tratar así, de
ninguna manera... ".
Su orgullo le sigue diciendo: "Te ha ridiculizado, no le hables, no te acerques. Si lo hacer te estarías
humillando. Y tú estuviste bien, él no".

b.- Vengativos.- Tampoco perdonan, recuerdan frecuentemente lo sucedido, se amargan interiormente (los
demás no se dan cuenta), planean el desquite, para que esa persona sufra un pero daño que el que sufrió.
Al ser ofendidos se lo guardan, aparentan ante los demás que todo está bien mientras van maquinando su
venganza hasta lograrla. Los vengativos actúan con astucia e hipocresía.

c.- Egoístas.- Tampoco pueden perdonar, porque están centrados en sí mismos. No les interesa nadie más
que ellos. Si alguno los ofende, para ellos es persona muerta y la ignoran por completo.
Son personas que acaparan la atención de los demás hacia ellos, son desconfiados. Tienen una personalidad
conflictiva, sólo se llevan bien con aquellos que hacen lo que ellos quieren.

d.- Los que Odian.- Las personas que odian están llenas de resentimiento y de rencor, viven a la defensiva
con una agresividad franca o disimulada, llegan a desear que la otra persona desaparezca, que se muera.
"Todo el que aborrece a su hermano es un asesino". (1 Jn 3, 15). Toda el que odia tiende a rechazar a Dios y
a las personas que tengan similitud con quien las hirió.
También existen los casos de quienes, sin adoptar ninguna de estas cuatro reacciones, sí se proponen
perdonar, pero no pueden hacerlo. Esto se debe a que la herida que sufrieron fue tan grande, que perciben
que el resentimiento es más fuerte que ello, aunque en realidad no es así.
Quieren perdonar, pero el dolor producido por aquella herida aún abierta ha debilitado su voluntad como
para lograrlo. En estos casos, es aconsejable que la persona realice una oración de sanación por el perdón y
que además entienda que la sanación en este caso será un proceso.

¿QUIEN DEBE PEDIR PERDON?


Perdonar a otro (por sí mismo), no es fácil; pedir perdón tampoco es grato. Sólo la gracia de Dios nos ayuda
a dar esta paso. Si no nos abrimos a esta gracia, ni el ofendido ni el ofensor se reconciliarán.

Humanamente lo lógico es que pida perdón quien ha ofendido, pero el ofendido, como hijo de Dios, debe ser
instrumento de unidad, de amor, de paz y reconciliación. A nosotros, no sólo nos cabe determinar quién
causó la ofensa o quién la recibió, sino la iniciativa para que se produzca la reconciliación. ¿Cómo podemos
orar el Padrenuestro y decir: "perdona nuestras ofensas, como también perdonamos a los que nos ofende", si
nosotros no hemos perdonado? El Señor hará lo mismo con nosotros.

En toda herida por falta de perdón siempre hay un ofensor y un ofendido.


a.- El Ofensor.- Es la persona que lastima, hiere y causa daño "Por eso cuando presente una ofrenda al altar,
si recuerdas allí que tu hermano tiene alguna queja en contra tuya, deja ahí tu ofrenda ante el Altar, anda
primero a hacer las pacer con tu hermano y entonces vuelve a presentarla "(Mt 5, 23-24)
Hay veces que al orar, nos preguntamos: ¿Por qué Dios no me escucha? Y todavía nos hacemos los
desmemoriados, que queremos reconocer que hemos sido los causantes de las ofensas a nuestro hermano.
Dios nos dice: "Deja tu ofrenda y haz las paces con tu hermano", es decir, para que el Señor escuche tu
oración con agrado, anda primero donde tu hermano, reconoce tu error, sé valiente, pídele perdón y
reconcíliate con él. Sólo el perdón nos permite estar ante la presencia de Dios de nuevo y que nuestra
oración sea escuchada por Él: "la oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (Cf. Mt, 43-44).
(...) El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la creación no puede recibirse más que en un
corazón acorde con la compasión divina (...) El perdón es la condición fundamental de la reconciliación (cd.
2 Co 5. 18-21) de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí"(Nuevo Catecismo No. 2844).

b.- El Ofendido.- Es quien recibe la ofensa, el maltrato verbal y/o físico. Si bien es cierto que el ofendido
recibe toda la ira, amargura, prepotencias, frustraciones, etc., del ofensor; la palabra de Dios hoy no sólo
invita al ofensor a hacer las paces sino, también al ofendido; "Si tu hermano ha pecado contra ti, anda a
hablar con él a solas, si te escucha, has ganado a tu hermano".

Es como si Jesús te dijera: ve habla con tu hermano, pero no vayas con la actitud de una persona ofendida
sino de alguien que ha perdonado. Con tu actuar podrás ayudarle a que él reconozca su error. La palabra de
Dios Dice: "El que se humilla será ensalzado"(Lc. 18, 14b). Tú no tienes la culpa, pero si tu vas y te
humillas ante tu hermano lo habrás ganado. Dios con su gracia los unirá y manifestará su Gloria.

¿A QUIENES PERDONAR?
A través de la experiencia se ha podido comprobar que existen tres niveles del perdón, los cuales son:

Perdonar a Dios
Perdonar a los demás; y
Perdonarse a uno mismo.

a.- Perdonar a Dios.- Parece ilógico perdonar a Dios y decirle "yo te perdono Dios", ya que Él no ofende a
nadie porque Dios es Amor (1 Jn 4, 8), sino porque nosotros lo necesitamos. Quizás desde niños nos han
dicho: "Si no te portas bien Dios te va a castigar; si no comes Dios te va a castigar; si no cuidas a tu
hermanito Dios te va a castigar, etc.".
A veces pensamos que todo lo malo que nos sucede es culpa de Dios, reaccionamos como Adán cuando le
echó la culpa a la mujer, así, si perdemos el trabajo, ni nacimos con algún defecto o limitación física, si
murió algún ser querido, si tenemos alguna enfermedad, si pensamos que es culpa de Dios o que El Señor
me está castigando y le preguntamos "¿Por qué a mí?", llenándonos de rencor y de amargura contra Dios.
Nuestra naturaleza humana tiende siempre a echarle la culpa a alguien y en este caso a dios.
Perdonar a Dios es arrancar del corazón sentimiento de rencor que hemos nacer dejado por un castigo
inexistente. Por eso al perdonar a Dios, Él sana la herida causada por el castigo que nunca existió, nos ayuda
a comprender su amor, a entender nuestra torpeza humana y a restablecer los lazos de amistad con Él.
"También sabemos que Dios dispone todas las cosas para bien de los que lo aman, a quienes él ha llamado
según su propio designio"(Rm 8,28).

b.- Perdonarse a uno mismo.- El perdón a nosotros mismos es muy complejo, porque somos seres llenos de
culpabilidad, la cual origina desde el vientre de nuestra madre, al no ser acogidos, de nos ser ese niño que
esperaban, todo esto hace que nos sintamos culpables de vivir; quizás esperaban una niña y nací varón, no
acepto mi sexualidad, no me perdono el ser varón. Las personas que no se perdonan a sí mismas y alimentan
sentimientos de frustración, desprecio, impotencia e ira, también puede ser porque están descontentos con su
personalidad, raza, estatura, familia y defectos.
De manera especial, también por el remordimiento permanente de su vida pasada, el rechazo de un
determinado comportamiento y/o pecado (como puede ser la infidelidad al esposo /a sin que lo sepa).
Cuando sucede esto, aunque hayan recibido el sacramento de la Reconciliación, frecuentemente en cada
confesión vuelven a confesar ese mismo pecado, reviviendo y sufriendo las consecuencias del mismo; no
han descubierto la gracia profunda del perdón, no se perdonan a ellos mismos, viven con sentimientos de
culpabilidad, lo que puede llevarlos a la autodestrucción.

La culpabilidad nos corroe y nos destruye, porque somos muy crueles para juzgarnos a nosotros mismos.

Para poder perdonarnos hay que considerar los siguientes pasos:

Pedir al Espíritu Santo que nos ayude a analizar detenidamente nuestra conducta; por ejemplo, si fuiste infiel
a tu esposo/a: ¿qué buscabas al hacer eso?, ¿cuál es la raíz de tu problema (infidelidad)?.
Con la ayuda del Espíritu Santo, reconoce tu equivocación, sin disculpase ni echarle la culpa a la otra
persona, aceptar su culpabilidad sin resistirse, confesando tu falta ante el sacramento de la Reconciliación,
confiando en Cristo. Él te fortalecerá en tus debilidades: "Tan lejos como está el oriente del ocaso aleja él de
nosotros nuestras rebeldías"(Sal 103, 12). "Y de sus pecados e iniquidades no me acordaré ya. Ahora bien,
donde hay remisión de estas cosas, ya no hay más oblación por el pecado"(Hb 10, 17-18).
Perdonarse a sí mismo, orando para que el Señor sane la raíz de ese problema, dejándose bañar por la
misericordia de Dios; por eso es bueno decir: "Yo me perdono de todo corazón".
No lastimarte con el recuerdo de lo sucedido, cuando venga a tu mente, si no que ello te sirva para no volver
a caer en lo mismo.
Sacar el bien de lo acontecido para caminar firme y fortalecido con Cristo, ayudando a los que pasen por lo
mismo. El Señor los pondrá en tu camino.
Aceptarte y amarte tal como eres porque así te ama Dios.

c.- Perdonar a los demás.- Cuando dos carros chocan, ambos quedan magullados y necesitan ser reparados.

Nosotros al recibir la ofensa o ser causante de la misma, necesitamos que el bálsamo del perdón nos
restaure.

Perdonar las ofensas es ser el canal por donde pasa la gracia de Dios. La mejor medicina para sanar las
heridas del corazón es perdonar a los demás; es desatarnos ambos, porque al perdonar somos libres y damos
libertad al hermano.
El perdonar a los demás debe abarcar a todos sin excepción desde los padres, hijos, esposos, sacerdotes,
vecinos, compañeros de trabajo, jefes, etc.

Este perdón a los demás no debemos darlo únicamente a aquellos que lo merecen, es decir, a aquellos que
nos pidieron perdón o que descubrimos que en realidad no fue su intención dañarnos. El perdón cristiano
debe llegar también a aquellos que nos dañaron con toda la intención de hacerlo, y que hasta ni siquiera se
han tomado la molestia de pedirnos perdón o de explicarnos al menos las razones de su comportamiento.

Seguramente estas personas no merecen nuestro perdón, pero igual debemos perdonarlas, pues el perdón
implica misericordia, como la que nos tiene el Señor a todos nosotros. Él nos perdonó tantas veces, aún
cuando nosotros tampoco lo merecíamos. Pero fue misericordioso. De la misma manera debemos actuar
nosotros.

PASOS PARA PERDONAR


Cuando la herida provocada por otros se ha hecho tan grande que humanamente nos sentimos impotentes de
lograr perdonarle, debemos comprender ante todo que la sanación de esta herida y el completo perdón se
dará a través de un proceso, que implicará, como suele ocurrir en estos casos, un esfuerzo de nuestra parte si
queremos vernos verdaderamente librados de la atadura de la resentimiento.

Fundamentalmente, podemos hablar de tres pasos o etapas en del proceso del perdón, para estos casos
difíciles:
Tomar la DECISIÓN de perdonar: El primer paso es reconocer la necesidad de perdonar y decidirse a
hacerlo. Es decir, uno tiene que llegar a decir en su corazón, aún cuando en el fondo sienta humanamente
resistencia a hacerlo: "Yo decido perdonar a... porque Jesús lo perdona". Todo proceso de sanación tiene que
empezar por la firma decisión de perdonar, aún cuando todavía no se tengan "ganas" de hacerlo y el dolor se
siga sintiendo.
Perdonar con la VOLUNTAD: Lo que se tiene que hacer a continuación es realizar actos concretos que
vayan destinados a fortalecer nuestra voluntad. Es la etapa de empezar a querer hacerlo. Estos actos pueden
ser el saludar a esa persona amablemente cuando nos encontremos con ella, no rehuirla, evitar hablar mal y,
sobre todo, implica orar cada día intercediendo por ella para que el Señor la bendiga en todo. Esta oración
no debemos realizarla solamente hasta que dejemos de experimentar ese fuerte rechazo hacia esa persona,
sino que continuará hasta que sintamos verdadero amor hacia ella. Nos constará mucho esfuerzo
seguramente, pero si no realizamos actos concretos de este tipo, pronto abandonaremos todo propósito de
perdonar de verdad.
Perdonar con el CORAZON: Una vez que hayamos realizado durante un tiempo determinado estos actos
concretos, sentiremos que realmente ya hemos perdonado con el corazón, es decir, olvidando por completo
la herida.

Tema 07
LA PROMESA DEL PADRE ES PARA TI

LLENOS DEL ESPÍRITU


Desarrollo:

La condición necesaria

“El último día de la fiesta, que era el más solemne, Jesús, puesto en pie, exclamó con voz potente: «El que
tenga sed, que venga a mí. Pues el que cree en mí tendrá de beber. Del corazón del que crea en mí, como
dice la Escritura, correrán ríos de agua viva»”
Jn 7, 3 7—39
¿Quién, si no Jesús, conocía tanto al Espíritu Santo? Y es Jesús quien nos dice algo que debe cuestionamos y
llamar nuestra atención profundamente: si recibimos a Cristo por la fe y la conversión, nuestra vida tiene que
estar siendo renovada constantemente por el Espíritu Santo.

Quien está lleno del Espíritu Santo no puede ser siempre el mismo. Tiene en su interior esa fuerza dinámica,
un verdadero torrente de vida, de agua viva y abundante, es decir, inagotable.

Cuando Jesús afirmó a Nicodemo que había que nacer de lo alto para ver el reino de Dios, éste quedó
sorprendido y desconcertado. Pero Jesús continuó diciendo:

“En verdad te digo: El que no renace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que
nace de la carne es carne, y lo que nace del Espíritu es espíritu”
Jn 3, 5—6

Cuando nosotros le entregamos nuestra vida a Jesucristo, cuando lo proclamamos nuestro Señor y Salvador,
se inicia nuestra conversión. Jesús empieza a ser entonces el Señor de todas las áreas de nuestra vida, se
inicia su reinado y señorío en nuestro ser y quehacer. Se puede decir de nosotros, como lo afirma el apóstol
Pablo, que;

“El que está en Cristo es una nueva criatura. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha llegado”
2 Co 5, 17
Somos nuevas criaturas, pues hemos nacido de nuevo, de lo alto, y el hombre viejo ha muerto ya.

Pero la conversión, como bien sabemos, no se produce de la noche a la mañana. Es un proceso que dura toda
la vida. Comprende el cambio, no sólo de nuestro corazón, sino también de nuestra mentalidad que necesita
también ser transformada (Cf. Rm 12, 2), para abandonar así los principios, valores y criterios del mundo,
del hombre viejo que éramos, y asumir los del Evangelio de Jesucristo.

¿Y quién realiza esta obra en nosotros? Es el Espíritu Santo. Sólo él puede hacerlo. Esa es, además, su
misión. Cómo sería de importante y necesaria su venida, que el mismo Cristo tuvo que decir a sus apóstoles:
“Les conviene que yo me vaya, porque mientras yo no me vaya, el Protector no vendrá a ustedes. Yo me
voy, y es para enviárselo” (Jn 16, 7).

¿Somos realmente conscientes de la necesidad que tenemos todos de llenamos de la presencia del Espíritu
Santo? ¿Lo valoramos como debería ser? A veces nos parecemos a aquella mujer samaritana que buscaba
agua de un pozo, y a la que Jesús le ofreció aquello que calmaría definitivamente su sed:

“Si conocieras el don de Dios, si supieras quién es el que te pide de beber, tú misma le pedirías agua viva y
él te la daría”
Jn 4, 10

Entendamos bien esto. Mediante la conversión, hemos iniciado un nuevo camino. Ha empezado en nosotros
la Vida en el Espíritu:

“Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Ustedes ya no están en la carne, sino que viven en
el espíritu, pues el Espíritu de Dios habita en ustedes. Si alguno no tuviera el Espíritu de Cristo, éste no le
pertenecería”
Rm 8, 8—9

El que tiene el Espíritu de Cristo en su ser, tiene la Fuente de Vida misma brotando de su interior.

Vive tu propio Pentecostés


¿Cómo puede realizarse esto en nosotros, de modo que podamos decir, como Pablo: “Todos hemos bebido
del único Espíritu” (1 Co 12,13)?
Indudablemente, no basta con saber que necesitamos del Espíritu Santo. Tenemos que beber de él. Tiene que
ocurrimos algo, un acontecimiento renovador que nos haga despertar, que inflame nuestra alma de un amor
ardiente y nos convierta en esa luz para el mundo que Cristo espera que seamos (Cf. Mt 5, 14). Tiene que
ocurrirnos lo mismo que a los apóstoles.

Eran las nueve de la mañana de aquel día de Pentecostés después de la resurrección y ascensión de
Jesucristo a los cielos. Los creyentes estaban reunidos en un mismo lugar.

“De repente vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde
estaban, y aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y fueron posándose sobre cada uno de
ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les
concedía que se expresaran”
Hch 2, 2—4

Ante el desconcierto de todos los que se acercaron a verlos, Pedro, presentándose con los Once, “levantó su
voz” (Hch 2, 14) y predicó sin temor alguno, y lleno de la fuerza y unción del Espíritu Santo, el mensaje de
salvación a todos los presentes. Ellos, luego de oír su predicación, le preguntaron afligidos profundamente:
“¿Qué hemos de hacer, hermanos?”. Pedro les contestó:

“Arrepiéntanse, y que cada uno de ustedes se haga bautizar en el Nombre de Jesús, el Mesías, para que sus
pecados sean perdonados. Entonces recibirán el don del Espíritu Santo. Porque el don de Dios es para
ustedes y para sus hijos, y también para todos aquellos a los que el Señor, nuestro Dios, quiera llamar, aun
cuando se hayan alejado” (Hch 2, 38—39).

¡Qué gran noticia para todos! Tuvieron los creyentes que llenarse de la presencia del Espíritu Santo para así
poder recién ser testigos de Jesucristo, quien les había anunciado antes de ascender a los cielos:

“Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días... Recibirán
la fuerza del Espíritu Santo cuando venga sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en Samaria y
hasta los extremos de la tierra” (Hch 1, 5.8).

Sin la fuerza del Espíritu, no podremos convertimos en testigos de Cristo, pero llenos de El, lograremos lo
que parecía imposible: “Aquel día se unieron a ellos unas tres mil personas” (Hch 2, 41).

Pentecostés es mucho más que un hecho del pasado. Es un acontecimiento permanente en la Iglesia, entre
los creyentes en Cristo Jesús, quien nos llamó a todos los bautizados a ser sus testigos; y si es que esperas
serlo, tendrás que vivir tu propia experiencia de Pentecostés. Necesariamente debes tener tu Pentecostés
personal.

Esta es la experiencia que llamamos efusión o bautismo en el Espíritu, mediante la cual se libera en nosotros
el Espíritu Santo recibido en nuestro bautismo sacramental, y que por descuido y falta de interés de nuestra
parte ha permanecido durante mucho tiempo limitado y sin poder ejercer su acción libremente en nosotros.

Como producto de este encuentro nuevo, vivo y palpitante con Cristo muerto y resucitado, nos abrimos
totalmente a la persona del Espíritu Santo y a su acción en nuestro ser.

Es una verdadera renovación interior que se traduce en un cambio exterior, y que nos mueve a comunicar
esta maravillosa experiencia a los demás, como quien pasa a otro una antorcha encendida.

La experiencia de la efusión del Espíritu es un verdadero despertar a la vida, el inicio de nuestra vida nueva
en el Espíritu.

¡Vida nueva!
La experiencia de la conversión y de la efusión del Espíritu Santo debe partir nuestra vida en dos. Establece
un “antes de...” y un “después de... “. La palabra de Dios es clara en este sentido:
“El que está en Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha llegado” (2 Co 5, 17).

El hombre viejo murió: “Ustedes se despojaron del hombre viejo y de sus vicios y se revistieron del hombre
nuevo que no cesa de renovarse a la imagen de su Creador hasta alcanzar el perfecto conocimiento” (Col 3,
9b—lO). Lo engendrado por el Espíritu, es espiritual... Esto quiere decir para nosotros que tenemos que per-
mitir que el Espíritu Santo realice en nosotros toda esa transformación que necesitamos.

Vida nueva es un corazón nuevo, en el cual Jesucristo ocupa el primer lugar, es decir, un corazón gobernado
por Jesucristo y regido por el mandamiento del amor que Él nos comunicó.

Vida nueva es también una mente renovada, despojada de los contravalores, principios y criterios del
hombre viejo que hacía lo que el mundo le indicaba para poder agradarle, y que ha asumido una nueva
mentalidad, la del hombre nuevo, en la cual lo único que cuenta es hacer la voluntad de Dios y agradarle a
Él:

“No sigan la corriente del mundo en que vivimos, sino más bien transfórmense a partir de una renovación
interior. Así sabrán distinguir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le agrada, lo que es
perfecto” (Rm 12, 2).

Vivir la vida nueva es realizar ahora el plan de Dios en mi vida, anteponiéndolo a mis proyectos y deseos
personales. Es “tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo” (Flp 2, 5) y “portarse como él se porto” (1
Jn 2, 6), dejándonos renovar y conducir por su Espíritu. Eso es estar (vivir) en Cristo.

Esta vida nueva está llamada a crecer hasta llegar a la edad adulta en Cristo, a la madurez de comprensión y
de virtudes, hasta alcanzar la plenitud de gracia e identificación con Jesús en la gloria. La meta es una: la
santidad.

Esto se logra con mucha oración, con la lectura constante de la Palabra de Dios, la frecuentación de los
sacramentos y la viva participación en una comunidad cristiana.

Todo lo descrito aquí es el auténtico fruto de la conversión. Sin conversión no hay vida nueva, y sin vida
nueva no hay conversión. La vida nueva se produce cuando la conversión interior (del corazón) se traduce
en un cambio de nuestra forma de vivir y ver las cosas. Cuando hay un cambio de actitud. Es estar ahora
siempre disponibles cada vez que sintamos el llamado del Señor, como lo hizo María.

María: la mujer disponible al Espíritu


En las Escrituras vemos aparecer una íntima relación existente entre el Espíritu de Dios y la Virgen de
Nazareth.

María era, ante todo, la llena de gracia. Ella fue llena de gracia en el momento de su concepción
inmaculada, luego en la Encamación y posteriormente en el cielo, después de su Asunción. Ella estaba cada
vez más llena de gracia, pues Dios ensanchaba a cada paso la capacidad del alma receptora de María. Así, la
Virgen estaba siempre llena de gracia y, al mismo tiempo, crecía constantemente en ella. Y qué es esto si no
el estar llena del Espíritu Santo, que es la Persona-Don, la mayor de las gracias de Dios. El Espíritu Santo
estaba presente en ella de una manera viva, íntima, vital e intensa. Por ello, nada hizo al margen del Espíritu,
pues siempre estuvo toda sumergida y compenetrada en Él y con Él.

En ese sentido, María era a la vez Sagrario y Esposa del Espíritu Santo. Sagrario del Espíritu, pues Pablo
dijo: “¿No saben que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Co 3, 16). Y si
todo aquel que cree en Cristo es sagrario del Espíritu Santo pues Él mora en su alma, en María el Espíritu de
Dios no encontraba, como en nosotros, pecadores, a alguien remiso en su vida espiritual y que cae
fácilmente en el pecado.
Este Sagrario, que era María, le proporcionaba al Espíritu Santo máximo bienestar, pues en ella se
encontraba como en otro cielo, seguridad plena, pues no temía verse arrojado algún día del alma de María, y
exclusividad, pues María jamás admitió en su corazón a ningún otro huésped que no fuera el Espíritu de su
Señor.

Es Esposa del Espíritu Santo, pues por su intervención consagró e hizo fecunda la virginidad de María para
transformarla en Arca de la Alianza.

¿El Espíritu Santo encontrará en nosotros, como en María, aquel lugar cómodo y seguro donde habitar y
siempre disponible para actuar?

Llenos del Espíritu


Los primeros creyentes tenían muchas diferencias entre sí. Los había de toda raza y condición social,
económica y cultural. Pero había algo que los caracterizaba, igual que a María, y que era algo que tenían en
común: estaban todos llenos del Espíritu Santo. Esta expresión puede quizás llamarnos la atención.

Hemos oído decir tantas veces que recibimos el Espíritu Santo en nuestro Bautismo sacramental —lo cual es
cierto—, y que mora allí, como una llamita que lucha por mantenerse viva.

Esto último puede que se haya dado en nosotros hasta hoy, pero no puede seguir siendo así. Ahora tendrá
que ser como nos lo pide la Palabra de Dios: “Llénense del Espíritu Santo” (Ef5, 18b). Este es, pues, un
mandato del Señor para todo creyente en Cristo Jesús.

El libro de los Hechos de los Apóstoles, que nos narra el testimonio inicial de la primera comunidad
cristiana, emplea numerosas veces esta expresión para decimos que estos primeros testigos estaban llenos de
la presencia del Espíritu de Dios.

Así, el día de Pentecostés, “todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (2, 4). Luego, Pedro, “lleno del
Espíritu Santo” (4, 8), ante las autoridades judías que lo habían arrestado junto a Juan, les dijo bien claro:
“No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvamos” (4, 12). Y tras
su liberación, al reunirse con los demás creyentes, empezaron todos a orar, y el lugar donde estaban reunidos
tembló; “y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y se pusieron a anunciar con valentía la Palabra de Dios”
(4, 31).

Cuando los apóstoles eligieron diáconos para que se dediquen al servicio de las mesas, buscaron “siete
hombres de buena fama, llenos del Espíritu y de sabiduría” (6, 3), entre los cuales se encontraba Esteban,
“hombre lleno de fe y Espíritu Santo” (6, 5).

Es así que cuando Esteban, “hombre lleno de gracia y de poder” (6, 8), realizaba grandes prodigios y señales
milagrosas entre el pueblo, los judíos comenzaron a discutirle, pero no podían hacerle frente, “porque
hablaba con la sabiduría que le daba el Espíritu Santo” (6, 10). Por ello, en un momento de su defensa,
exclamó Esteban a sus acusadores: “Siempre están en contra del Espíritu Santo” (7, 51). Al oírlo, se
enfurecieron y rechinaron los dientes contra Esteban. Pero él, “lleno del Espíritu Santo, miró al cielo y vio
la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la derecha de Dios” (7, 54).

A Saulo, luego de quedar ciego en su camino a Damasco, Ananías le impuso las manos mientras le decía:
“El Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recobres la
vista y quedes lleno del Espíritu Santo” (9, 17). Del mismo modo, Bernabé, compañero de Pablo en los
inicios de su predicación, “era un hombre excelente, lleno del Espíritu Santo y de fe” (11, 24).

Podemos notar de estos textos que era el Espíritu Santo el gran protagonista de la primera evangelización. El
Espíritu dijo a Felipe: “Ve y acércate a ese carro” (Hch 8, 29) en el que se encontraba el funcionario etíope,
y luego de haberlo bautizado, “el Espíritu del Señor se llevó a Felipe” (8, 39). La Iglesia “aumentaba en nú-
mero con la ayuda del Espíritu Santo” (9, 31). A Pedro, luego de mostrarle una visión en oración, “el
Espíritu le dijo: ‘Tres hombres te vienen a buscan...” (10, 19).
Poco después, al narrar lo sucedido en casa de Cornelio y cómo “el Espíritu Santo bajó sobre todos” (10,
44), Pedro afirmó: “El Espíritu me mandó que, sin dudarlo, fuera con ellos” (11, 12).

Un día, mientras los creyentes estaban celebrando el culto del Señor y ayunaban, “el Espíritu Santo les dijo:
‘Sepárenme a Bernabé y a Saulo, y envíenlos a realizar la misión para la que los he llamado”’ (13, 2). De
esta forma, Bernabé y Saulo, “enviados por el Espíritu Santo “, bajaron a Seleucia y de allí navegaron hasta
la isla de Chipre (13, 4). Incluso, en una ocasión, “el Espíritu Santo no les permitió anunciar el mensaje en la
provincia de Asia” (16, 6), por lo que Pablo y sus acompañantes tuvieron que atravesar Frigia y la región de
Galacia.

Las citas sobre el tema abundan. Las aquí mencionadas son sólo unas muestras de cómo era el Espíritu
Santo quien dirigía e impulsaba la primera predicación de los apóstoles.

Es él quien tiene que guiamos, enviamos, enseñamos, corregirnos, darnos su fuerza, ungirnos...

A él tenemos que escuchar, seguir y obedecer. Y sobre todo, llenarnos de su presencia, a plenitud.

Es la Persona-Don
Si conociéramos realmente el don de Dios...

Si conociésemos al Espíritu Santo, lo que puede producir en nosotros, exclamaríamos ávidos lo que dice la
Secuencia del día de Pentecostés:

Ven, Espíritu Divino, manda tu luz desde el cielo.

Padre amoroso del pobre, don en tus dones espléndido, luz que penetra las almas, fuente del mayor
consuelo.

Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de
fuego gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma
el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos. Por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva
al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.
Amén.
Aleluya.

¡Qué Don más grande nos puede haber dado Dios! Él es el único Don, es la Persona-Don que se nos ha dado
y derrama en nuestro interior el amor del Dios-Amor: “Y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5, 5).

El Espíritu Santo debe no sólo habitar, sino actuar en nosotros. Tiene que transformar todo nuestro ser, y lo
hará en la medida en que se lo permitamos. Dejemos que sea el Espíritu Santo quien regenere y renueve
nuestra vida:

“Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por
obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de
regeneración y de renovación del Espíritu Santo” (Tt 3, 4-5).
Cómo ser lleno del Espíritu Santo
Lo más importante es que tengamos el firme anhelo de ser llenos de la presencia del Espíritu Santo y que
creamos que esto puede ocurrir en nosotros. Tenemos que creer el hecho de que el Espíritu Santo no sólo
puede llenar con su presencia a los ministros ordenados, a los dirigentes y pastores destacados de nuestra co-
munidad.
Lo que el Señor busca es derramarse en toda carne: “Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu
en toda carne. Tus hijos y tus hijas profetizarán, los ancianos tendrán sueños y los jóvenes verán visiones.
En aquellos días, hasta sobre los siervos y las sirvientas derramaré mi Espíritu” (Jl 3, 1—2). Esta profecía se
cumplió el día de Pentecostés (Cf. Hch 2, 1—4; 15—18) y se cumple cada vez que cualquier creyente abre
su corazón a la acción del Espíritu de Dios.

Para obedecer este mandato de ser lleno del Espíritu Santo, tenemos que:

Tener sed espiritual.


Debemos desear la plenitud del Espíritu reconociendo nuestra pobreza espiritual de la que nos habla Jesús en
el Sermón de la Montaña (Cf. Mt. 5, 3). Si con sincero deseo de llenarnos de la presencia de Dios para así
hacer su voluntad y convertirnos en sus testigos ante el mundo, le pedimos el Don del Espíritu Santo, el
Señor no nos lo va a negar:

“Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del Cielo dará el
Espíritu Santo a los que se lo pidan!”
Lc 11, 13

La sed por las cosas de Dios es lo que debe impulsamos a llenarnos de la presencia de Dios y hacer su
voluntad: “Como anhela la cierva estar junto al arroyo, así mi alma desea, Señor, estar contigo” (Sal 42, 1).

Confesar nuestra condición de pecadores.


Todo bautizado puede tener en su interior el Espíritu de Dios, pero no podrá estar lleno de él en plenitud si
es que vive en pecado y no reconoce su situación ante el Señor. No temamos mostrar nuestra realidad ante el
Señor. Mejor es que él nos pruebe, nos reprenda y corrija, antes que seguir como estábamos: “OH Dios,
examíname, reconoce mi corazón; ponme a prueba, reconoce mis pensamientos; mira si voy por el camino
del mal y guíame por el camino eterno” (Sal 139, 23—24).

El arrepentimiento conduce a la persona a ser purificado y renovado por el Espíritu de Dios:

“Rocíame con agua y seré limpio, lávame y seré blanco cual la nieve. Haz que sienta otra vez júbilo y
gozo... Crea en mí, OH Dios, un corazón puro, un espíritu firme pon en mí. No me rechaces lejos de tu
rostro ni apartes de mí tu santo espíritu” (Sal 51).

Entregarnos al Señor.
La entrega a Cristo es fundamental para el cristiano, pues de esta manera cedemos nuestra propia voluntad
para hacer ahora la de nuestro Señor. Es morir a sí mismo y tomar nuestra cruz, de tal manera que podamos
decir algún día: “Y ahora no vivo yo, es Cristo quien vive en mi” (Ga 2, 20).

Si queremos recibir el Espíritu y llenamos de su presencia, no cabe otra actitud que no sea la de obediencia y
docilidad a su voluntad: “Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado
Dios a los que le obedecen” (Hch 5, 32), y “si ahora vivimos según el espíritu, dejémonos guiar por el Espí-
ritu” (Ga 5, 25).
Esto significa someter a la autoridad y dirección del Espíritu Santo nuestra personalidad, pensamientos,
palabras y hechos, diciéndole, como María: “Que se haga en mi lo que has dicho” (Lc 1,38)

Creer la promesa.
Recordémosla una vez más: “De lo más profundo de todo aquél que crea en mí brotarán ríos de agua viva’
(Jn 7, 38).
¿Crees esto? ¿Crees que es la voluntad de Dios que esto ocurra en tu vida? La fe es la llave de nuestro
corazón y del corazón de Dios. La fe actualiza lo que esperamos, lo trae al hoy.

Nosotros no hemos recibido un espíritu de temor, “sino el Espíritu que nos hace hijos adoptivos” (Rm 8, 15)
que nos hace clamar ¡Abba!, o sea: ¡Papito! Dejémonos llenar por este Espíritu de Dios y permitámosle
libramos de toda atadura espiritual.

Si quieres llenarte de vida, llénate del Espíritu Santo, pues él es Señor y Dador de Vida. Esta vida está en ti,
pero está esperando llenarte en plenitud hasta derramarse. Sólo cuando se derrama en nuestro interior es que
pueden brotar esos ríos de agua viva que demostrarán que eres un testigo de Jesucristo.

¡Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!
¡Ven, Señor! Marana tha.

CONCLUSIÓN
• Sólo el Espíritu Santo puede realizar la transformación de nuestra vida que quiere el Señor.

• Pidamos al Señor que nos llene con su Espíritu como hizo con María y los apóstoles el día de
Pentecostés, para así tener la fuerza para ser auténticos y fieles testigos de un Cristo vivo.

TEMA 08
EFUSIÓN Y DONES DEL ESPIRITU SANTO

Crece la expectativa

Nos encontramos en este Seminario de Vida en el Espíritu viviendo la misma experiencia de los apóstoles, a
quienes Jesús anunció antes de ascender a los cielos: “Ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo dentro
de pocos días” (Hch 1, 5).

Es natural, por ello, que esta efusión del Espíritu Santo cause en nosotros una creciente expectativa en lo que
Dios hará: qué dones recibiremos, qué maravillas hará a través de nosotros por medio de su Santo Espíritu,
los grandes acontecimientos que ocurrirán porque él lo ha prometido a través de su Palabra. Es así que
estaremos en ese momento esperando confiadamente que el Señor haga todas esas cosas y muchas más, pues
su “fuerza actúa en nosotros y puede realizar mucho más de lo que pedimos o imaginamos” (Ef 3, 20). Así
es la obra de Dios en nosotros.

Debemos recordar, sin embargo, que desde nuestro bautizo hemos recibido el Espíritu Santo, y aunque hasta
hoy no hayamos servido a Dios como corresponde, no significa que no tengamos los dones y carismas con
los que nos bendijo en dicha ocasión. Precisamente, la efusión del Espíritu Santo despierta y renueva todas
las gracias que recibimos de Dios y nos capacita para el servicio a la comunidad.

Los carismas
El Espíritu Santo nos da todo lo que necesitamos para crecer y perseverar en esta nueva vida. Asimismo, nos
capacita para el servicio de la comunidad a la cual pertenecemos.

Uno de los instrumentos más importantes con los que el Espíritu Santo realiza su obra de capacitamos son
los carismas, los cuales son gracias del Señor que debemos poner al servicio de los demás, especialmente de
la comunidad a la que pertenecemos. Estas gracias se manifiestan en nosotros con miras a la evangelización
del mundo.
El término griego chárisma deriva de cháris (gracia, don gratuito). El carisma supone la gracia. Una gracia
es un regalo, un don de Dios. El principal Don de Dios es el Espíritu Santo, y todos los demás proceden de
él.

Los carismas son los dones del Espíritu en cuanto se refieren al bien de la comunidad, es decir, a la
edificación del Cuerno de Cristo.

Suponen, en su sentido más amplio, un llamamiento que nos hace el Señor a cada uno para que realicemos
en la Comunidad un determinado servicio.

El hecho de recibir los carismas no depende de las sensaciones externas que hayamos tenido durante nuestra
efusión en el Espíritu Santo, sino es un asunto de fe. Fe en el cumplimiento de la promesa de Jesús:

“Estas señales acompañarán a los que crean: en mi Nombre echarán demonios y hablarán en nuevas lenguas;
tomarán con sus manos serpientes y, si beben algún veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre
los enfermos y quedarán sanos” (Mc 16, 17—18).

Nuestra mejor disponibilidad para recibirlos es esperarlos con fe, confianza y sed ardiente, en oración y
unión con la Virgen María quien, como la mujer “llena de gracia”, y por ser la esposa del Espíritu, intercede
por nosotros para que seamos colmados y enriquecidos con las gracias que Dios nos da.

Decimos también que estos dones son concedidos por el Espíritu para edificación de la Iglesia:

«El mismo Espíritu Santo... distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición,
distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co 12, 11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para
ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la re-novación y la mayor edificación de la Iglesia»
(Lumen gentium 12).

Estos carismas se complementan unos con otros, lo que permite la unidad, armonía y cohesión en el Espíritu.
San Pablo lo señala en su Primera Carta a los Corintios (12, 4—11):

“Hay diferentes dones espirituales, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversos ministerios, pero el Señor es
el mismo. Hay diversidad de obras, pero es el mismo Dios quien obra todo en todos. La manifestación del
Espíritu que a cada uno se le da es para provecho común. A uno se le da, por el Espíritu, palabra de
sabiduría; a otro, palabra de conocimiento según el mismo Espíritu; a otro, el don de la fe, por el Espíritu; a
otro, el don de hacer curaciones, por el único Espíritu; a otro, poder de hacer milagros; a otro, profecía; a
otro, reconocimiento de lo que viene del bueno o del mal espíritu; a otro, hablar en lenguas, a otro,
interpretar lo que se dijo en lenguas. Y todo esto es obra del mismo y único Espíritu, que da a cada uno
como quiere”.

Esta unidad en el Espíritu es posible si todos los dones están al servicio del amor (Cf. 1 Co 13, 1—3), y sin
él no son nada, no construyen ni edifican.

El Espíritu Santo actúa en la Iglesia a través y por medio de una gran variedad de dones (Cf. 1 Co 12,4; Rm
12,6; 1 Tm 4, 14; 1 Pe 4, 10), con los cuales la vivifica y embellece. Estos dones carismáticos son
numerosos, es decir, no existe una lista única y definitiva de ellos. Aquí sólo trataremos sobre los dones
mencionados por San Pablo en 1 Co 12, 7—11.

• LA PALABRA DE SABIDURÍA:
Es un carisma que nos proporciona en un momento dado los conocimientos necesarios para defender la fe,
para dar testimonio del Señor, para solucionar un problema difícil, o para ver la manera de realizar un plan
que el Señor nos ha mostrado individual o comunitariamente. Dicho conocimiento debe ser expresado ver-
balmente.
Este carisma no es el fruto de una reflexión o razonamiento intelectual previo, sino de una iluminación
directa de Dios en la persona y que a su vez sirve de orientación cuando no se sabe qué hacer o responder en
una situación problemática concreta.

Un caso bíblico es cuando Salomón resolvió una disputa entre dos mujeres que peleaban por un mismo niño
(Cf. 1 Re 3, 16 - 28). Jesús también manifestó este don cuando respondió a la tentación del demonio en el
desierto (Cf. Mt 4, 1—10; Lc 4, 3—12); o cuando dio una directiva práctica al joven rico de cómo entrar en
el reino de los cielos (Cf. Lc 18, 22; Mc 12, 15 - 17). Asimismo en las primeras comunidades, los apóstoles
manifestaron este carisma en diversas oportunidades (Cf. Hch 4, 19—20; 6, 2—4; 15, 28 - 29).

Esta palabra de sabiduría es distinta a la sabiduría intelectual humana. El Señor nos la da para profundizar en
el mensaje y en sus criterios, así como para juzgar sabiamente los acontecimientos y realidades.

• LA PALABRA DE CIENCIA O DE CONOCIMIENTO


Es una revelación sobrenatural de situaciones, hechos, sucesos pasados, presentes o futuros que no son
conocidos por medios humanos y que Dios lo revela a nuestra inteligencia.

Muchas veces este don se manifiesta porque Dios quiere participamos conocimientos concretos con un fin
especial; los cuales comunica a nuestra mente como si fuera el diagnóstico de un problema, de un estado de
ánimo o de una situación. Este conocimiento exige ser comunicado a los demás.

Tenemos el caso del profeta Natán quien descubre el pecado de David y conoce también que ha sido
perdonado (Cf. 2 5am 12); Jesús supo que un poder había salido de él cuando la mujer tocó su manto (Cf.
Mc 5, 28 - 32), también les indicó a los apóstoles quién prestaría su casa para la última Cena (Cf. Mc 14, 13
- 15), y supo que ya venían a apresarlo en Getsemaní (Cf. Mc 14, 42).

Otros casos son el de Pedro, que conoce que llegan los que han de conducirlo a casa de Cornelio (Cf. Hch
10, 9 - 23); Ananías, quien tiene conocimiento sobrenatural de la presencia de Pablo en Damasco y de su
conversión (Cf. Hch 9, 10 - 16); Pedro, cuando conoce mediante este carisma la mentira de Ananías y Safira
(Cf. Hch 5, 3 - 4).

• EL DON DE FE:
Esta clase de fe es aquella que Cristo concede a algunos como don gratuito (no consiste solamente en una fe
dogmática) capaz de realizar obras que superan toda posibilidad humana.

Quien tiene esta fe puede decir a un cerro “vete de aquí a otro sitio”, y será. Cuando el cristiano cree sin
dudar en su corazón que Dios actuará, entonces ha recibido el don de fe (Cf. Mc 11, 24).

El don de fe es también una respuesta al hecho de que Dios está ahí y que nos muestra lo que podemos
esperar de Él. La fe es estar convencidos de que el Señor hará lo que nos ha mostrado, confiar en ello y
permitirle hacer su obra. Por ello, se basa en las promesas que Dios nos hace, lo que requiere primeramente
conocerlas.

Así tenemos que Jesús se admiró de la fe del centurión: “Basta que tú digas una palabra y mi sirviente se
sanará” (Cf. Lc 7, 1—10). La fe de la mujer cananea (Cf. Mc 7, 25—3 0). La fe de Pedro y Juan de que
sanaría un hombre tullido (Cf. Hch 3, 3—8).

• EL DON DE CURACIONES (Don de Sanación):


Jesús pasó curando la mayor parte de su tiempo a las personas enfermas (corporal, psicológica, moral y
espiritualmente). Éste era uno de los signos que acompañaban su predicación.

Para lograr la sanación se requiere de una fe expectante y confiada y, sobre todo, de mucho amor.

El Señor puede comunicar este don a cualquier creyente, y no únicamente a personas “especiales”, como
muchos piensan. Es importante aclarar que nosotros sólo somos instrumentos a través de los cuales el Señor
derrama la gracia física y espiritual. Jesús es quien sana (Cf. Hch 8, 4-8). Solamente Él puede llegar a donde
nadie ha llegado, a lo más íntimo de nuestro ser, donde El quiera derramar la gracia de la sanación física,
espiritual o ambas.

A menudo la oración por sanación se acompaña con la imposición de manos (Cf. Mc 16, 18).

• EL DON DE MILAGROS:
El milagro no es una demostración arbitraria de la omnipotencia de Dios, sino un testimonio del poder que
tiene de producir nuestra salvación en Jesucristo. El milagro es un signo del poder y del amor de Dios que
quiere salvar a todo el hombre y a todos los hombres. Es un hecho extraordinario que no encuentra explica-
ción en la ciencia y escapa a las leyes naturales conocidas.

Los milagros eran signos que acompañaban la evangelización de Jesús. Actualmente se siguen realizando en
la Iglesia y son manifestaciones que alimentan nuestra fe, como signo de que Jesús vive y sigue obrando
entre nosotros.

En la Biblia, tenemos por ejemplo el milagro de la multiplicación de los panes (Cf. Mc 6, 34); la
resurrección de Lázaro (Cf. Jn 11, 1); cuando Jesús camina sobre las aguas (Cf. Mc 6,47—53); el milagro
del paralítico de Betsaida (Cf. Jn 5, 2—9).

• LA PALABRA DE PROFECÍA:
Es uno de los medios que Dios usa para manifestamos su voluntad, pues a través de este don Dios comunica
al hombre sus propios pensamientos para dar un mensaje a una persona, a un grupo de individuos o a la
comunidad. Aunque la palabra de profecía puede ser de índole que predice, usualmente el mensaje se enfoca
en una verdad ya conocida, la cual hace falta recordar en ese momento.

Si confiamos y nos disponemos a ser usados por Dios, él mismo nos confiará su mensaje, requiriendo para
ello estar en íntima comunión con él.

La palabra de profecía sirve para alentar, reconfortar, corregir, prevenir, mostrar una mala conducta,
anunciar el perdón y mostrar nuevos caminos.

San Pablo da mucha importancia al don de profecía; en 1 Co 14, 1 - 5 lo pone en primer lugar y aconseja:
“Busquen el amor y aspiren a los dones espirituales, especialmente al de profecía”.

La palabra de profecía es una verdadera inspiración que el Señor da y que debe ser comunicada para el
beneficio de la comunidad. Asimismo, quienes oyen este mensaje deben tomarse el tiempo necesario para
entender cada profecía que el Señor les comunica. No se trata, pues, de recitar un versículo tras otro sin
entender lo que Dios quiere decirnos.

Un caso bíblico de este don son las palabras de Simeón a la Virgen María, cuando el niño Jesús fue
presentado en el Templo (Cf. Lc 2, 34 - 35). En la primera efusión del Espíritu, el día de Pentecostés, el
Señor cumplió la promesa que hizo a través del profeta Joel acerca de este don:

“Esto es lo que va a suceder después: Yo derramaré mi Espíritu sobre cualquier mortal. Tus hijos y tus hijas
profetizarán, los ancianos tendrán sueños y los jóvenes verán visiones” (JI 3, 1; Cf. Hch 2, 17 - 21).

• EL DISCERNIMIENTO DE ESPÍRITUS:
El don de discernimiento de espíritus nos permite reconocer o identificar el origen y la inclinación que
mueve a una persona a actuar en una situación concreta; es decir, si esta persona está actuando motivada por
el Espíritu Santo, por su propio espíritu humano o por el espíritu del mal.

Es también útil este don para reconocer si los apostolados que estamos realizando y los medios que estamos
empleando son los que quiere el Señor o no, pues debemos considerar que en los mejores planes que
tengamos, podemos sufrir el engaño del demonio, quien por algo es llamado el “padre de la mentira” (Jn 8,
44b).

Debemos siempre discernir sin apagar el Espíritu. Así por ejemplo lo señalaba el Cardenal Suenens:

“El discernimiento de espíritus es un carisma de muy difícil manejo, para el cual se requiere tener una
especial discreción, recordando siempre la invitación de San Pablo cara a las manifestaciones del Espíritu:
‘No apaguéis el Espíritu..., pero examinadlo todo y retened lo bueno’ (1 Tes. 5, 19—20)”.

Los siguientes textos bíblicos iluminan el uso y beneficio de este don:

• Jesús se sirve de este don para reprender a Pedro luego de anunciar su pasión (Cf. Mt 16, 22—23).
• Algunos fariseos prueban a Jesús preguntándole sobre el impuesto para el César (Cf. Mc 12, 13—
17).
• Pablo y Juan lo recomiendan (Cf. 1 Co 14, 29; 1 Jn 4, 1—6).

Toda comunidad está llamada a pedir humildemente este don, consiguiéndolo para el beneficio nuestro y de
la Iglesia.

• EL DON DE LENGUAS:
El Espíritu Santo es capaz de hablar por y dentro de nosotros en un lenguaje que la mente consciente no
puede comprender: la glosolalia (Cf. Hch 2, 3-4; Rm 8, 26), que es el hablar en lenguas.

Este es un don que se manifiesta de tres formas:

• La oración en lenguas, por medio del cual la persona ora a Dios pronunciando sonidos que no
entiende en un lenguaje que no conoce, simplemente dejándose guiar por el Espíritu, pues es el Espíritu de
Dios quien ora dentro de nosotros.

• Otra manifestación de este don es el canto en lenguas, que es cuando la oración en lenguas adquiere
una musicalidad y ritmo muy especial. Aún cuando cada persona tiene sus propios sonidos y diferentes a los
de los demás, en conjunto el canto en lenguas adquiere una armonía sinfónica, como si alguien la dirigiese
(Cf. Ef 5, 19; Col 3, 16 ss.).

• La tercera manifestación de la glosolalia es el mensaje en lenguas, que es un discurso en lenguas y es


para toda la comunidad. Para ello, el Espíritu Santo previamente ha inspirado al silencio para escucharla,
igual como sucede con una palabra de profecía. Luego de pronunciado el mensaje en lenguas a través de un
hermano que tiene el carisma, necesariamente debe seguir una inmediata interpretación de dicho mensaje.

El orar en lenguas es un signo de la presencia de Cristo y del Espíritu en la comunidad. El estar convencidos
de ello puede hacer madurar y fructificar la oración del creyente.

• EL DON DE INTERPRETACIÓN DE LENGUAS:


Si alguien pronuncia un mensaje en lenguas se necesita una interpretación. Quien tiene este carisma,
comprende el sentido de quien habla en lenguas y por una inspiración distinta del Espíritu da lo sustancial
del mensaje, sin que por ello se trate de una “traducción” del mensaje en lenguas.

Hay que seguir el consejo paulino que exige interpretación para todo mensaje en lenguas (Cf. 1 Co 14, 13.27
—28), a diferencia de la oración en lenguas que, como se dirige a Dios, no exige interpretación.

El discurso en lenguas se da en un momento de silencio y como respuesta a una motivación interior o


impulso inspirador. La persona se siente impulsada a dar el mensaje en el idioma de los presentes como
quien da una profecía, que puede ser más largo o más corto que lo dicho en lenguas. El mensaje se da en
primera persona de parte de Dios, que es quien habla. Muy ocasionalmente, el mensaje es un pasaje bíblico.
Los carismas siempre han existido. Nosotros, además, los hemos recibido desde nuestro bautizo y estamos
llamados a ejercitarlos, es decir a ponerlos al servicio de nuestra comunidad.

Estos dones son muchos, y cada uno de nosotros podemos recibir una o más de estas gracias que el Espíritu
Santo reparte cuando quiere y a quien quiere, para así edificar la Iglesia.

Así pues, sigamos el consejo de Pablo quien nos dice: “... si se interesan por los dones espirituales, ansíen
los que edifican la Iglesia. Así no les faltará nada” (1 Co 14, 12).

Los frutos del Espíritu Santo


Pero la obra del Espíritu no queda allí. Cuando él actúa en nosotros, brotan en nuestro ser diversas
manifestaciones con que nos enriquece aún más. Son los Frutos de la obra del Espíritu.

Los frutos del Espíritu son la prueba y manifestación de una auténtica vida cristiana. A medida que
caminamos en la vida nueva, en nosotros se van manifestando dichos frutos del Espíritu.

Un árbol bueno siempre da frutos buenos: “Planten ustedes un árbol bueno, y su fruto será bueno; planten un
árbol dañado, y su fruto será malo. Porque el árbol se conoce por sus frutos” (Mt 12, 33).

Una vida en continua comunión con Dios hará que se produzca en nosotros el fruto del Espíritu Santo del
que san Pablo nos habla en Gálatas 5, 22—23:

“En cambio, el fruto del Espíritu es caridad, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad,
fidelidad, mansedumbre y dominio de sí mismo. Estas son cosas que no condena ninguna Ley.”

Si estamos en Cristo y decimos que le pertenecemos, entonces vivamos como él: “Si alguien dice: «Yo
permanezco en él», debe portarse como él se portó” (1 Jn 2,6), y esto lo lograremos teniendo entre nosotros
“los mismos sentimientos que Cristo” (Flp 2, 5).

Esta es, entonces, la gran importancia de los frutos del Espíritu: ellos nos indican qué tan llenos estamos de
su presencia. Si se manifiestan en nuestras vidas, son una demostración incuestionable de que estamos
caminando hacia la santidad.

Si carecemos de ellos, a pesar de contar con numerosos carismas, deberá ser para nosotros motivo de
preocupación, pues no seremos más que “bronce que resuena y campana que retiñe” (1 Co 13, 1).

Conozcamos, entonces, cada uno de estos frutos, y examinemos si se están manifestando en nuestras vidas.

• CARIDAD (amor):
El amor es servicial, se da sin condiciones y se debe mostrar en todas nuestras acciones y reacciones.

Debemos dar y manifestar amor, y no quedamos sólo en palabras y gestos, pues el verdadero amor es mucho
más profundo y va más allá que un sentimiento: es una decisión.

Teniendo en nosotros el Amor de Dios, es más fácil amar a nuestros hermanos, incluso a nuestros enemigos.
Del amor brotan todas las otras manifestaciones del Espíritu Santo (Cf. 1 Co 13, 1— 8; Flp 1, 9; 1 Jn 4, 7—
8.16—20; Rm 12, 9).

• ALEGRÍA:
Es un gozo que brota de una fuente íntima y profunda, no es una respuesta emocional a algo.

Tiene su base más bien en el amor de Dios, quien siempre está con nosotros. El nos quiere alegres, pues esta
es la característica del cristiano. Alegría que no sólo se manifiesta cuando estamos bien, sino también en
medio de las dificultades y pruebas.
La alegría se alimenta de nuestra esperanza y es algo permanente porque sale de lo más profundo del espíritu
(Cf. 1 Ts 5, 16; Rm 12, 12; Flp 4, 4—5; Jn 16, 22—24; Lc 6, 23).

En ciertos momentos se expresa en un gran júbilo de alabanza.

• PAZ:
Es permanecer serenamente y en calma interior. Es tener orden en relación a Dios, a nosotros mismos y a los
demás (Cf. Flp 4, 7; Ef 2, 14; Jn 14,27). Esta paz no es como la que da este mundo (Cf. Jn 14,27). De Cristo
es de quien proviene la verdadera paz (Cf. Ef 2, 14), pues la vivimos y experimentamos cuando estamos con
Él y la perdemos cuando nos alejamos de Él.

La auténtica paz que nos da Jesús la experimentamos en toda circunstancia, aún en medio de las más
grandes dificultades (Cf. 2 Co 4, 8—9).

• COMPRENSIÓN DE LOS DEMÁS:


La persona que es comprensiva es la que soporta a los demás, se domina a sí mismo con paciencia constante,
se pone en el lugar del otro, siendo paciente ante las flaquezas de su prójimo (Cf. Tt 3, 2; 1 Co 13, 4—5).

• GENEROSIDAD:
Es saber ver las necesidades de otros y responder a ellas en forma calurosa y amable, sin sentirse por eso
“necesario”.

La persona generosa es aquella que da o se da con amor, sin esperar nada a cambio.

Da no sólo lo material, sino sobre todo su tiempo, su energía, sus dones y capacidades, poniendo al servicio
de sus hermanos todo lo que ha recibido de Dios. El generoso es un verdadero pobre de espíritu.

• BONDAD:
Ser bondadoso es actuar con el hermano como Jesús actuaría; es sacar del corazón las cosas buenas con las
que Dios nos ha bendecido (Cf. Lc 6, 45).

Como hijos de la luz debemos actuar con bondad (Cf. Ef 5, 9).

• FIDELIDAD:
Quien es fiel es alguien en quien se puede confiar, que sabe guardar los secretos y cumple sus compromisos,
pues antepone su deber a sus propios deseos e intereses. La persona que es fiel fundamenta la confianza en
la comunidad. La falta de fidelidad y lealtad crea desconfianza y divide la comunidad (Cf. Mt 25, 23; Stg 1,
22; 1 Co 4,2; Lc 16, 10).

• MANSEDUMBRE:
No es pasividad, es más bien fortaleza, pero bajo control. Mansedumbre significa suavidad, moderación; es
lo contrario a la altanería y la arrogancia. Con mansedumbre es que se debe amonestar a los hermanos de la
comunidad (Cf. 2 Tm 2,24; 1 Pe 3,4; Tt 3,2).

• DOMINIO DE SÍ MISMO (Templanza):


Es nuestra fortaleza interior. Significa ejercitar el poder o autoridad sobre los deseos de la carne poniéndolos
bajo el dominio de Jesús. Es tomar una decisión tranquila siendo guiado por su Espíritu (Cf. Ef 4, 26; Stg 1,
19.26).

¿Cómo cultivar los frutos del Espíritu Santo?


Lo que debemos tener en cuenta para cultivar los Frutos del Espíritu Santo es:

El amor que nos dispone a ponernos en la mente de Cristo, imitándole en todo.


Dejar que Jesús sea el Señor. Que Él nos transforme y discipline.
Cooperar con el Espíritu Santo: Olvidándonos de nosotros mismos, nos disponemos a servir a los demás y
dar los frutos que Dios quiere que demos: “Por lo demás, hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble,
de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo
en cuenta. Todo cuanto habéis aprendido y recibido y oído y visto en mí, ponedlo por obra y el Dios de la
paz estará con vosotros” (Flp 4, 8—9).

Tanto los carismas como los frutos del Espíritu Santo tienen una importancia muy grande para nuestra vida
en el Espíritu. Los carismas son aquellas “herramientas” que el Señor nos da para así servir a nuestros
hermanos; es, por tanto, nuestra responsabilidad desarrollarlos, hacerlos madurar y emplearlos para
provecho de nuestra Iglesia.

Los frutos del Espíritu, por su parte, serán los mejores indicadores de la obra que el Señor está haciendo en
nosotros. Si no los manifestamos claramente, puede ser que nuestra fe y nuestro cristianismo no sean tan
auténticos como creemos.

Conclusión del tema


• El Señor quiere obrar en nosotros, para así edificamos a nosotros mismos y edificar la Iglesia, que es su
Cuerpo.

• Tenemos que desarrollar los carismas que el Señor nos ha regalado, poniéndolos al servicio de nuestros
hermanos.

• Mediante la manifestación en nosotros de los Frutos del Espíritu Santo, daremos testimonio de llevar una
auténtica vida cristiana.

TEMA 09

SOMOS IGLESIA CUERPO DE CRISTO

¡SOMOS IGLESIA!
El tiempo de la Iglesia

Cuando todos nosotros profesamos en la Eucaristía el Símbolo de nuestra fe, que es el Credo, decimos
primero «Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso...», luego «creo en un solo Señor, Jesucristo...», «creo
en el Espíritu Santo,... » y, a continuación, «creo en la Iglesia,...».

Notemos, para empezar, que existe una íntima relación entre Dios Padre, Hijo, Espíritu Santo y su Iglesia,
formada por la comunión o asamblea de sus santos que viven en el amor.

Se realiza aquí, un proceso de salvación, un plan del Señor que se inició hace miles de años desde el llamado
del Señor a Abraham y los patriarcas, la liberación del pueblo elegido de Egipto, el anuncio de los profetas
del Antiguo Testamento, el nacimiento, predicación, pasión, muerte y resurrección de nuestro Salvador, la
venida del Espíritu Santo en Pentecostés y, unido a este hecho de manera inseparable y como consecuencia
del mismo, el nacimiento de la Iglesia, Cuerpo de Cristo.

La Iglesia es entonces parte del plan de salvación de Dios. Es su consumación. Estamos viviendo la etapa
del plan de Dios que corresponde a la Iglesia. Es “el tiempo de la Iglesia” (Cat. 732).

Qué es la Iglesia

La Iglesia es el Pueblo de Dios, y como tal tiene características que lo distinguen claramente de todos los
grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la historia (ver Cat. N0 782):

Es el Pueblo de Dios.- Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero El ha adquirido para sí un
pueblo de aquellos que antes no eran pueblo.
Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el «nacimiento de arriba», «del
agua y del Espíritu» (Jn 3, 3—5), es decir, por la fe en Cristo y el bautismo.

Este pueblo tiene por /efe (cabeza) a Jesús el Cristo (Ungido, Mesías): porque la misma unción, el Espíritu
Santo, fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es «el Pueblo mesiánico».

La identidad de este Pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones habita el
Espíritu Santo como en un templo.

Su ley es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo nos amó (Cf. Jn 13, 34).

Su misión es ser la sal de la Tierra y la luz del mundo (Cf. Mt 5, 13—16).

Su destino es el Reino de Dios, que Él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que Él
mismo lo lleve también a su perfección.

La palabra Iglesia quiere decir «asamblea» y es, como lo afirma el Credo de Nicea Constantinopla, una,
santa, católica y apostólica (ver Cat. N0 750).

UNA, porque uno es nuestro Señor, una nuestra fe y uno nuestro bautismo (Ef 4, 2—6), reunidos en torno a
un mismo Padre en un mismo Espíritu, que es su «alma», formando un mismo Cuerpo, del cual Cristo es la
cabeza. Hay en la Iglesia diversidad de razas, culturas y modos de pensar, pero esto no hace más que enri-
quecer a la misma y única Iglesia que nació en Pentecostés.

La Iglesia es una debido a que su fundador Jesucristo dijo: “Y ahora Yo te digo tú eres Pedro, o sea Piedra y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia que los poderes del infierno no podrán vencer” (Mateo 16, 18). Jesús
no dijo “mis...”, sino “mi Iglesia”. Jesucristo establece una Iglesia y nada más.

Él pide que su Iglesia sea una: “Que todos sean uno como Tú, Padre, estás en mí y Yo en ti. Sean también
uno en nosotros, así el mundo creerá que tú me has enviado” (Jn 17, 21).

Jesucristo quiere que su Iglesia sea señal de unidad, en un mundo desunido; no basta predicar a Cristo, es
necesario que los hombres vean en medio de ellos a la Iglesia única y unida. La separación y la división no
son de Cristo. Sólo en la unidad el mundo Creerá que somos de Cristo.

Ésa es la unidad que pedimos en cada Eucaristía, cuando el sacerdote ora al Señor: « Te pedimos
humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y la Sangre
de Cristo». Somos aquella asamblea que, reunida por el Pan de la unidad en la Mesa del Señor, y por la
acción del Espíritu que es comunión, nos convertimos en un solo pueblo, el pueblo de Dios.

San Pablo también nos exhortaba a la unidad de este modo: “Por encima de todo esto revestíos del amor, que
es el vínculo de la perfección” (Col 3, 14). Es entonces el amor el perfecto vínculo de unidad para una
Iglesia que predica precisamente el amor. Y es que si el Espíritu Santo, que es amor y es comunión, nos une
a todos nosotros, es natural que el vínculo de la perfección sea por ello el amor.

SANTA, porque tenemos un Señor, Jesús, que es Santo, y que nos comunica esa santidad a través de su
Espíritu santificador. La Iglesia es un Camino (Cf. Hch 9, 2) de santificación a través del cual el Señor nos
comunica sus infinitas gracias y bendiciones, por más que esté formada por hombres imperfectos y
pecadores. Somos, pues, el pueblo santo que se reúne para la alabanza de su Señor.

La siguiente frase de san Pedro nos puede mostrar lo valioso de nuestra vocación cristiana:
«... ustedes, al contrario, son una raza elegida, un reino de sacerdotes, una nación santa (consagrada), un
pueblo que Dios eligió para que fuera suyo y proclamara sus maravillas» (1 Pe 2, 9).
La Iglesia no puede dejar de ser santa. Cristo amó a su Iglesia como a su esposa y se entregó por ella para
santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerno y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de
Dios. Está pues la Iglesia santificada por Él.

Y no sólo eso, sino que «por Él y con Él, ella también ha sido hecha santificadora» (Cat. N0 824), pues todas
las obras de la Iglesia se esfuerzan en conseguir la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación
de Dios. En la Iglesia es en donde está depositada la plenitud de los medios de salvación; es en ella donde
conseguimos la santidad por la gracia de Dios. «La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la
salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación», nos recuerda el Nuevo Catecismo (N0 827).

CATÓLICA, que quiere decir universal; Iglesia católica significa «asamblea universal», comunidad de todos
los hombres en Cristo. Todos hemos sido invitados a esta unidad católica del pueblo de Dios, sin distinción,
privilegios ni acepción de personas de ninguna clase. «A esta unidad pertenecen de diversas maneras, o a
el/a están destinados, los católicos, los demás cristianos e incluso todos los hombres en general llamados a la
salvación por la gracia de Dios» (Lumen gentium 13; Cat. N0 836).

Universal, porque fuimos enviados por Cristo a llevar la Buena Nueva a toda criatura, «a las gentes de todas
las naciones» (Mt 28, 19), para que todos sean sus discípulos. Esa es nuestra misión. Por ello, todo cristiano
que se considera a sí mismo auténticamente católico, debe asumir como fruto de su identificación con Cristo
y como su vocación de vida, esta misión «católica» de evangelizar, es decir, de ser, donde le envíe el Señor,
un misionero; esto es, fermento en la masa, sal de la tierra, luz del mundo.

APOSTÓLICA, porque surgió de la institución de los Doce, a quienes Jesús llamo para hacerlos sus
compañeros y enviarlos a predicar (Cf. Mc 3, 14—19; Lc 9,1—2), sobre la base de Pedro (Cf. Mt 16, 18—
19) y la autoridad y poder que el Señor dio a sus apóstoles y sus sucesores, los obispos (Cf. Mt 18, 18; Jn 29,
23). La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los Apóstoles; ella fue y permanece edificada sobre
el fundamento de los apóstoles (Cf. Ef 2, 20).

Apóstol quiere decir enviado. Y todos nosotros hemos sido llamados igualmente para ser apóstoles; es decir,
para ser enviados por el Señor. A cada uno de nosotros corresponde por ello un apostolado que es nuestro
deber descubrir y asumir.

Somos, entonces, esa Iglesia que, como lo afirmó el papa Pablo VI y lo repitió el documento de Puebla,
existe para evangelizar. La Iglesia existe para evangelizar. La Renovación Carismática existe para
evangelizar. Nuestro grupo de oración existe para evangelizar.

Esta Iglesia es Camino y a la vez está en camino, como Iglesia peregrina que es, y así lo decimos al cantar
orgullosos: “Todos unidos, formando un solo cuerpo, un pueblo que en la Pascua nació; miembros de Cristo
en sangre redimidos, Iglesia peregrina de Dios “.

Somos el pueblo de Dios en marcha, que está en camino y que, como la caravana, sólo se detiene para
predicar.

La Iglesia es un cuerpo

Todos nosotros, a partir de nuestro bautismo y nuestra conversión, empezamos a formar parte de este
Cuerpo, y a través de nuestra efusión del Espíritu Santo, comenzamos a ser verdaderamente parte activa de
él, según la misión que el Señor nos haya encomendado.

Y el Señor espera que demos frutos, y que ese fruto sea abundante (Jn 15, 16). Pero ningún fruto podremos
dar si no permanecemos unidos a Cristo: “Yo soy la vid, y ustedes las ramas; el que está en mí, y yo en él,
éste produce mucho fruto; porque sin mí no pueden hacer nada” (Jn 15, 5). Y estar unidos a Jesús es estar
unidos a la Iglesia, es ser Iglesia, que es su Cuerno: “Y nadie jamás ha aborrecido su cuerpo; al contrario, lo
alimenta y lo cuida. Eso es justamente lo que Cristo hace por la Iglesia, pues nosotros somos parte de su
cuerpo” (Ef 5, 29-30).
Debemos entonces sentir esa identificación de Cristo con su Iglesia, que somos todos nos otros, por la que se
entregó a la muerte y resucitó. Él nos ama tanto que nos ha hecho parte suya, por ello nos cuida, protege,
santifica y donde la Iglesia está presente, Cristo también lo está.

¿Cómo no va a interesarse el Señor por nosotros, si somos parte suya? ¿Cómo no va a preocuparse por
nuestro bienestar y felicidad, si nuestra felicidad es la suya? Él nos ama tanto, que nos ha dejado el mejor
regalo que nos podía haber dado: su Espíritu Santo.

La Palabra de Dios nos dice: “Pues así como nuestro cuerpo en su unidad posee muchos miembros y no
desempeñan todos la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo
cuerpo en Cristo, siendo miembros los unos de los otros” (Rm 12, 4-5).

Y añade: “El cuerpo humano, aunque está formado por muchas partes, es un solo cuerpo. Así también
Cristo. Y de la misma manera, todos nosotros (...) fuimos bautizados para formar un solo cuerpo por medio
de un solo Espíritu” (1 Co 12, 12-13).

No hay mejor manera de “ilustrar” lo que es la Iglesia, que dibujando un cuerpo humano, poniendo a Cristo
como cabeza.

La Iglesia es un Cuerpo, y en un cuerpo, como acabamos de ver, tiene que haber unidad y además cada
miembro cumplir una función. En un cuerno nada sobra, todo tiene una función, una utilidad; todo tiene un
porqué y un para que.

La Renovación Carismática es igualmente una parte integrante del gran Cuerpo de Cristo que es la Iglesia
católica, en cuyo seno nació y en la que ha venido desarrollándose cada vez más, contribuyendo a su
renovación y mejoramiento.
De la misma manera, nuestro grupo de oración es también un pequeño cuerpo, semejante a la Iglesia, en que
cada uno de nosotros ocupamos el lugar definido por el Señor y cumplimos una función para beneficio de
todo el resto del cuerpo.

Función de los carismas en la Iglesia

La necesidad del buen funcionamiento de los ministerios es resaltada por san Pablo en su Carta a los Efesios
cuando afirma:

“Y ¿dónde están sus dones? Unos son apóstoles, otros profetas, otros evangelistas, otros pastores y maestros.
Así prepara a los suyos para las obras del ministerio en vista de la construcción del cuerpo de Cristo; hasta
que todos alcancemos la unidad en la fe y el conocimiento del Hijo de Dios y lleguemos a ser el Hombre
perfecto, con esa madurez que no es menos que la plenitud del Cristo.

Entonces no seremos ya niños a los que mueve cualquier oleaje o viento de doctrina o cualquier invento de
personas astutas, expertas en el arte de engañar.

Estaremos en la verdad y el amor, e iremos creciendo cada vez más para alcanzar a aquel que es la cabeza,
Cristo. Él hace que el cuerpo crezca, con una red de articulaciones que le dan armonía y firmeza, tomando
en cuenta y valorizando las capacidades de cada uno. Y así el cuerpo se van construyendo en el amor” (4, 11
—16).

Hermanos: este mensaje es muy claro para todos nosotros. Si queremos que nuestra Iglesia y nuestro grupo
de oración crezca y alcance la plena madurez, si queremos dejar de ser «niños» en la fe y empezar a crecer a
la estatura perfecta de Cristo, debemos crecer no sólo individualmente como personas, cada uno por su
cuenta, sino también crecer como cuerpo, es decir, crecer juntos como un todo, de manera homogénea. Y
ello se obtiene cuando cada hermano responde al llamado del Señor utilizando su carisma dentro de su
respectivo ministerio.
Cada vez que el Señor realiza en alguna comunidad una efusión de su Espíritu Santo, reparte en ella no sólo
sus dones, sino que ante todo llama a todos a un ministerio, dándole a cada uno el don o los dones que
necesitará para cumplir eficazmente con su labor en ese ministerio. Por ello, si recibimos un determinado ca-
risma, comprendamos que es porque el Señor nos ha llamado a un ministerio dentro del cual ese carisma
deberá ser ejercido.

Cuando uno de nosotros recibe un carisma del Señor y no lo practica, es decir, se lo guarda o lo ejerce fuera
del Cuerpo, afecta a todo el cuerpo, porque el Señor había repartido los carismas según las necesidades del
cuerpo, y no de la persona.

Si por ejemplo, en nuestro grupo hacían falta cuatro hermanos que se dediquen al ministerio de enseñanza,
el Señor les dará a cuatro hermanos este carisma. Pero si dos de ellos no utilizan el don recibido, entonces
los otros dos tendrán que multiplicarse para cubrir esta carencia, o si no tendrán que dedicarse a este
ministerio otros hermanos que no han recibido el carisma de enseñanza, con lo que se trastorna de esta
manera todo el funcionamiento normal del cuerpo.

Y cuando hablamos de ministerio, no nos referimos a alguna actividad a la que le dedicaremos


esporádicamente alguna atención. Tampoco quiere decir que si recibí el don de sanación, ahora voy a poder
orar y las personas se sanarán, sino que a partir de ahora voy a tener que dedicarme permanentemente, como
un apostolado o vocación de vida, a orar por las personas que sufren de enfermedades físicas o interiores.

Cuando en un grupo de oración cada hermano encuentra su ministerio y trabaja en él, todo el grupo crece y
madura, y así no padecerán de vaivenes y decaimiento que caracterizan a algunos grupos sin crecimiento,
porque no están bien cimentados.

No por coincidencia los grupos de oración que gozan de mayores bendiciones del Señor y en los que se
manifiesta con más fuerza, son aquellos en que los ministerios están sólidamente constituidos y trabajan de
forma continuada y dinámica.

Los sacramentos

Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y
en definitiva a dar culto a Dios, pero como signos, también tienen un fin instructivo. No sólo suponen la fe,
también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones.

Los sacramentos son siete y fueron instituidos por Cristo: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia,
Unción de los enfermos, Orden Sacerdotal y Matrimonio, los mismos que corresponden a todas las etapas y
momentos más importantes de la vida del cristiano: dan nacimiento y crecimiento, curación y misión a la
vida de fe de los cristianos.

Los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía, ponen los fundamentos de
toda la vida cristiana que es vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo.

A través de estos sacramentos, el hombre recibe la vida nueva de Cristo. Esta vida nueva de hijo de Dios
puede ser debilitada e incluso perdida por el pecado.

Jesucristo quiso que su Iglesia continuase con la fuerza del Espíritu Santo su obra de curación y salvación,
incluso en sus propios miembros. Esta es la finalidad de los sacramentos de curación: la Penitencia y la
Unción de los Enfermos.

Los otros dos sacramentos, el Orden y el Matrimonio, están ordenados al servicio de los demás. Contribuyen
ciertamente a la propia salvación, pero esto lo hacen mediante el servicio que prestan a los demás. Confieren
una misión particular en la Iglesia y sirven a la edificación del pueblo de Dios.
Al que nace a una vida de relación con Dios, el Bautismo le dice que puede vivir plenamente su condición
de hijo. Después de recibir este primer sacramento, para afirmar nuestra fe y profundizar más en nuestra
misión de ser testigos, la Confirmación nos revela lo que es la vida en el Espíritu de Dios.

Al hombre y mujer que decidan fundar un hogar y descubrir a la vez las riquezas y las dificultades de su
mutuo amor, el sacramento del Matrimonio garantiza que Dios, que es el Amor, muestra la vía de la
fidelidad.

Al pecador arrepentido que ha perdido la amistad con Dios, el sacramento de la Reconciliación (Penitencia)
afirma que puede contar con el perdón de Dios para restablecer su relación con él.

Al enfermo que sufre con sus limitaciones y su dependencia, la Unción de los enfermos le da el consuelo, la
paz y el ánimo para soportar su estado, el perdón de los pecados si no pudo confesarse sacramentalmente y
el restablecimiento de su salud física, si conviene a la espiritual.

A fin de que el cristiano viva en plena comunión con Dios y su Iglesia, la Eucaristía es el alimento que nos
une y fortalece cumplir con el propósito de Dios. A quienes el Señor llamó a ser pastores de esta comunidad
humana para guiar la Iglesia de Jesucristo, éste les dice a través del sacramento del Orden Sacerdotal: “Haz
esto en memoria mía “.

¡Así es, el Sacramento es una buena nueva! Si la recibes comunica esta experiencia a tus hermanos.

Identifícate con tu Iglesia

Tenemos el privilegio de pertenecer a la Iglesia fundada por Jesucristo que nos regala una Vida Nueva para
vivirla en plenitud, asumiendo nuestro compromiso con ella, pues nos necesita y con urgencia.

Para concluir, reflexionemos hermanos sobre nuestro compromiso con nuestra Iglesia, y bendigamos al
Señor desde lo más profundo de nuestro ser, porque tú y yo pertenecemos a la única Iglesia de Cristo, la
Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él (Lumen gentium
8). El Enemigo y los que son del mundo atacan a Cristo atacando a su Cuerpo, que es la Iglesia, para así
dañarte a través de ella.

Si tú has encontrado a Cristo en tu Iglesia, si has hallado el camino de salvación, de libertad y de vida eterna
en ella, ama a tu Iglesia, identifícate con ella, defiéndela y contribuye a mejorarla con tu aporte, que será tu
servicio.

“El árbol se reconoce por sus frutos” (Mt 12, 33) dijo Jesús.

Que tus principales frutos sean el amor y el espíritu de servicio y pertenencia a la Iglesia.

Así, gracias también a ti, la Iglesia será signo del amor de Dios a los hombres y su camino de salvación.

Exhortación final

Hemos llegado así, por gracia de Dios, al momento culminante de este Seminario de Vida en el Espíritu. Te
invitamos muy fraternalmente a continuar tu proceso de formación para que llegues a ser muy pronto un
cristiano maduro en la fe.

No te conformes por ello con lo que aquí hayas recibido, pues el Señor quiere hacer mucho más en tu vida.
Permítele que lo siga haciendo. Prepárate, entonces, para asumir y realizar la misión que Cristo tiene para ti
y que es tu deber ir descubriendo.

Este no es el final, sino el comienzo de un camino que te ha de llevar a la completa paz y libertad que
corresponde a los hijos de Dios. Hay mucho camino por andar, y el Señor sólo espera tu disponibilidad.
Ahora, que ya has tenido la experiencia personal y en comunidad del amor de Dios por ti, de conocer a
Jesucristo y de llenarte de su Espíritu, tienes algo muy importante y valioso que contar.

Comunica esa experiencia a tus hermanos que aún no conocen a Cristo; ya lo tienes TODO para poder
hacerlo, pues ahora eres

TESTIGO DE CRISTO VIVO.

¡QUE EL SEÑOR TE BENDIGA, HERMANO!

Conclusión del tema


Todos somos, por nuestro Bautismo y la fe en Cristo, miembros de la Iglesia, y no estamos ajenos a sus
necesidades.
Mediante nuestro servicio, ejercido en comunidad, contribuiremos -como es nuestro deber- a que nuestra
Iglesia católica esté cada vez más unida y sea cada vez más santa.
Por ello, descubramos qué parte del Cuerpo de Cristo somos y ejerzamos el ministerio (servicio) que el
Señor nos ha confiado con amor, humildad y santidad.

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