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HENRY, M., Fenomenologia de La Vida

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Fenomenología

de la vida

Michel Henry

Universidad
Nacional de
General
Sarmiento
FENOMENOLOGÍA DE LA VIDA
Michel Henry

Fenomenología de la vida
Traducción Mario Lipsitz

Universidad
Nacional de
General
Sarmiento
Henry, Michel
Fenomenología de la vida. - la ed. - Buenos Aires :
Prometeo Libros, 2010.
156 p. ; 21x15 cm.

Traducido por: Mario Lipsitz


ISBN 978-987-574-437-0

1. Filosofia Moderna. I. Lipsitz, Mario, trad. II. Título


CDD 190

Cuidado de la edición: Magali C. Álvarez Howlin

© Universidad Nacional de General Sarmiento, 2010

© De esta edición, Prometeo Libros, 2010


Pringles 521 (CI 183AEI), Ciudad Autónoma de Buenos Aires
República Argentina
Tel.: (54-11) 4862-6794/Fax: (54-11) 4864-3297
e-mail: [email protected]
http ://www. prometeoeditorial .com

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723


Prohibida su reproducción total o parcial
Derechos Reservado.«;
INDICE

Nota del traductor 9


Nota del traductor (París, junio de 1990) 11
Procedencia de los textos 13
Prólogo del autor 15
La filosofía de la vida y la fenomenología
Qué es aquello que llamamos la vida 19
La critica del sujeto 37
Vida y Praxis
La evolución del concepto de lucha de clases en el pensamiento
de Marx 51
Fenomenología de la conciencia-fenomenología de la vida 67
La vida, la cultura y el arte: hacia una nueva estética
El problema de la vida y la cultura en la perspectiva de una
fenomenología radical 81
Kandisky y la significación de la obra de arte 97
Fenomenología del inconsciente
El problema de la represión 115
Significación del concepto de inconsciente para el conocimiento
del hombre 129
Para una fenomenología de la comunidad 149
Nota del traductor
Bajo'el título de Fenomenología de la vida Michel Henry reunió en 1991,
para ser publicado en español, un grupo de ensayos y conferencias represen-
tativo de los diversos campos temáticos que abordaba su quehacer filosófico.
Cuando el libro apareció en Barcelona, ninguno de los grandes trabajos del
filósofo francés —Essence de la manifestation, Philosophie et phénoménologie du
corps, Marx, Généalogie ¿le la.psychanalyse—, había sido aún vertido a nuestra
lengua. La compilación ofrecía una primera posibilidad de acceder panorá-
micamente a su obra y entrever el proyecto que en ella se llevaba a cabo: el
desmontaje minucioso y la denuncia de un prejuicio ontològico capital sobre
el que se habría edificado, desde su comienzo griego, la filosofía occidental.
Desmontaje de la idea de que a nada le es dado aparecer, ser "fenómeno", "ser",
si no se ha desplegado previamente un medio en el que pueda inscribirse su
diferencia, si no se ha abierto una distancia, si no se ha extendido antes un
"afiiera" primordial. Desmontaje, en suma, de la idea de que todo aparecer se
cumple necesariamente como advenimiento del mundo y todo ser como ser en
el mundo. Proyecto de denuncia, decíamos también, pues si es cierto que la vida
—o más bien vivir—, nunca se vive ante todo en el mundo sino en la vida misma,
entonces el señalado prejuicio ontològico es, más que un error de academia,
un gravísimo despropósito ideológico y la teoría para un verdadero proyecto
de muerte en vida. Precisamente aquel del objetivismo y de una absurda, pues
imposible, "cultura" de la objetividad. La barbarie, mostrará Henry, no es sino
esto: el olvido de la vida.
Mostrar que la vida que vivimos y experimentamos rehuye este primer
modo de aparecer que es el de las cosas, mostrar que su venida no se cumple
esencialmente como venida del mundo o como ser en el mundo sino como
venida a sí en el ensimismamiento abismal de una auto-afección -que no es
sino su afectividad- mostrar que en esta afectividad se edifica el espesor sin
distancia de una interioridad y también llega a sí el viviente, significa todo esto
descubrir otro modo de ser, otro modo de aparecer más inicial que el aparecer
del mundo. Un aparecer que es aquello que somos.
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

No abundaré aquí en lo que no es necesario. Buena parte de la obra de


Michel Henry se encuentra traducida al español; el desarrollo de estudios hen-
rianos o inspirados por el pensamiento delfilósofofrancés ha dado lugar en estos
últimos veinte años a la creación de centros de investigación y publicaciones
especializadas; la marca de la obra de Henry sobre la filosofía, pero también
sobre las ciencias humanas, sociales y el arte ya no es menos que notable. La
Fenomenología Material de M. Henry es hoy considerada uno de los desarrollos
más importantes de la filosofía del siglo XX.
La nueva publicación de Fenomenologia de la vida^ cuya traducción ha sido
revisada, repone un material reunido por elfilósofopara presentar de un modo
sintético las implicaciones de sus análisis en diversos campos del conocimiento
y de la praxis. Algunos de los ensayos y conferencias habían sido modificados
por Henry para este libro. La correspondencia de trabajo que contiene las indi-
caciones delfilósofosobre estas pocas modificaciones puede ser consultada en la
Biblioteca de la Universidad Nacional de General Sarmiento. Se ha conservado
en esta edición nuestro prefacio a la primera edición española, por contener las
indicaciones acerca de la proveniencia de los textos presentados.
Deseo expresar mi profunda gratitud a la señora Anne Henry por haber
recibido con entusiasmo y autorizado esta nueva edición de la Fenomenologia
de la vida.
Mario Lipsitz
Buenos Aires, junio de 2010

10
Nota del traductor (París, junio de 1990)
La selección de trabajos que" proponemos reúne seis conferencias y tres
artículos delfilósofofrancés, agrupados en cinco campos temáticos que corres-
ponden a los problemas abordados a lo largo de su obra y los circunscriben de
manera general. Así, las conferencias «Qué es aquello que llamamos la vida»
y «La crítica del sujeto» que componen el primer capítulo, se originan y en-
cuentran su desarrollo en sus trabajos fundadores L'essence de la manifestation
y Philosophie et Phénoménologie du Corps. "El concepto de lucha de clases en el
pensamiento de Marx" y "Fenomenología de la conciencia - Fenomenología
de la vida" abordan algunas de las consecuencias de su trabajo monumental
sobre Marx publicado con el título de Marx I: Une philosophie de la réalité; II:
Une philosophie de l'économie. "Kandinsky y la significación de la obra de arte"
y "El problema de la vida y la cultura en la perspectiva de una fenomenología
radical" se refieren respectivamente a sus investigaciones en el campo de la es-
tética reunidas y publicadas con el título de Voir l'invisible. Sur Kandisky (París,
F Bourin, y La Barbarie (París, Grasset, 1987).
Las conferencias intituladas "El problema de la represión" y "Significación
del inconsciente para el conocimiento del hombre" resumen algunos de los
resultados de sus trabajos sobre la emergencia del concepto de inconsciente en
la cultura occidental, publicados con el título de Généalogie de lapsychanalyse,
le commencementperdu (París, PUF, Epiméthée, 1985). La conferencia "Por
una fenomenología de la comunidad", bosqueja las líneas de su pensamiento
actual.
La publicación de estos textos responde a la urgencia de presentar a los
lectores de habla hispana un pensamiento profundamente original que sin
duda vivifica la filosofía restituyéndole su papel fundamental en cuanto a la
comprensión de los fenómenos propios del hombre.
La elección de este material corto y sintético apunta a facilitar el acceso del
lector no especializado. Sin embargo, comporta un riesgo. Estos textos han sido
originalmente escritos por Michel Henry para responder a su intensa actividad
académica, y ello explica que, en particular en las conferencias, se encuentren
ciertas repeticiones; éstas, sin embargo, no deben ser tomadas en un sentido

11
TR.\DUCCIÓN M A R I O LIPSITZ

retórico, sino filosófico, corno la reactualización de intuiciones fiandamentales


que, a título de principios, gobiernan el conjunto de los desarrollos pese a su
riqueza y variedad.
La terminología empleada por el autor encuentra una equivalencia en
español, con algunas restricciones. El verbo francés éprouver, habitualmente tra-
ducido como "sentir" o "experimentar", está determinado en la fenomenología
material de Henry por una pasividad absoluta o por una no intencionalidad
que le permite designar desde un punto de vista ontològico la subjetividad del
sujeto. Por esto hemos utilizado a veces, en lugar de la acepción corriente, la
expresión "hacer la experiencia de", y "experienciar" pero cuando este uso no se
prestaba, recurrimos a "sentir" y "experimentar", que deben ser comprendidos
en el sentido mencionado.
Sin duda, nuestras dificultades serán subsanadas por otras soluciones más
adecuadas en las traducciones fiituras que estos textos esenciales no dejarán
de suscitar.
Deseo expresar mi agradecimiento al profesor Henry por haberme facilita-
do el acceso a estos textos y por haber aceptado este proyecto. Deseo también
expresarle mi gratitud por las numerosas precisiones que pacientemente accedió
a dispensarme; todo, tiempo robado a su infatigable trabajo.

M.L

12
Procedencia de los textos
Agradecemos a las revistas y a los editores que publicaron estos textos por
habernos autorizado a reproducirlos en la presente traducción española.
"¿Qué es aquello que llamamos la vida?", conferencia pronunciada en la Univer-
sidad de Trois Rivières en noviembre de 1977; publicada en Philosophiques,
vol. 5, n« 1, Montreal, mayo de 1978, pp. 133-150.
"La crítica del sujeto", traducción inglesa en Topoi, Kluwer Academic Publishers,
Boston-Londres, septiembre de 1988; texto francés en Cahiers Confrontations,
Aubier, París, 1989.
"Fenomenología de la conciencia - Fenomenología de la vida", en Hommage à
Paul Ricoeur, Seuil, Paris, 1975.
"La evolución del concepto de clases sociales en el pensamiento de Marx", en
Phénoménobgie hégelienne et husserlienne. Centre de Documentation sur
Hegel et Marx, Editions du CNRS, Paris, 1981.
"Los problemas de la vida y la cultura en la perspectiva de una fenomenología radi-
cal", conferencia pronunciada en la New School de Nueva York; texto en inglés
publicado en The public realm, State University of New York Press, 1989.
"Kandinsky y la significación de la obra de arte", conferencia pronunciada en
Oxford, noviembre de 1987.
"Fenomenología del inconsciente, significación del inconsciente para el conoci-
miento del hombre", conferencia pronunciada en el coloquio franco-soviético
de filosofía, París, 1987.
"El problema de la represión", conferencia pronunciada en el Collège Interna-
tional de Philosophie, París, 1987; publicada en Présence de Schopenhauer,
Grasset, París, 1989.
"Por una fenomenología de la comunidad", conferencia pronunciada en el Co-
llège International de Philosophie, París, 1988; publicada en Phénoménolo^e
Matérielle, Collection Epimethée, PUF, París, 1990.

13
Próloeo
&
del autor
Mario Lipsitz formó el proyecto de presentar mi pensamiento a un público
más amplio que el de los especialistas de la filosofía. Si a través de mi obra sólo
quise hablar de la vida, de esta vida que es la de todos y cada uno de nosotros,
¿cómo no suscribir su propósito?
La vida es aquello que todos sabemos y, al mismo tiempo, el misterio
más grande. Respecto de esta cuestión decisiva que toca a cada uno en lo más
profundo de su ser, el pensamiento de nuestro tiempo se muestra aún más des-
valido que el del pasado. Sólo la fenomenología se hace cargo hoy, en el plano
filosófico, de aquello que conforma la humanitas del hombre.
El hombre no es una cosa sino aquel donde se lleva a cabo la manifestación
de todas las cosas, el lugar donde éstas se revelan. Lo propio de la fenomenolo-
gía (a diferencia de las ciencias de la naturaleza y de las ciencias «humanas») es
interrogar, no por los objetos, sino por el modo en que éstos se dan a nosotros,
es decir, por el modo de su manifestación. Cuando se interpreta esta manifes-
tación como la «conciencia» de los clásicos o como la aletheia de los griegos, el
pensamiento queda cautivo en el horizonte del cuestionar tradicional.
Una fenomenología de la vida como la que se propone en las páginas
siguientes, no tiene la intención de ofrecerle a la reflexión algún campo de
objetos aún inexplorados. Lejos de esto, ella reexamina la manera en la que
los «objetos» se nos presentan, y al hacerlo descubre un nuevo campo de in-
vestigación, el de la revelación original, interior e invisible que define nuestra
realidad verdadera, nuestra vida.
La vida se experimenta ella misma en una suerte de abrazo patético donde
aún no hay ni objeto ni mundo, nada de lo que habitualmente llamamos «el co-
nocimiento». En esta experiencia muda y previa a las cosas es donde le advienen
sus propiedades fundamentales, la fuerza, la potencia, la corporeidad, la acción,
también un saber, mucho más profundo y decisivo que el de la conciencia o el
de la ciencia. Los textos reunidos en este libro intentan circunscribir una nueva
manera de pensar en el campo del arte y la cultura, en el de la vida económica,
en el del psicoanálisis, y finalmente, en el de la relación con los otros, o, como
dicen los filósofos, en el de la intersubjetividad.

15
TRADUCCIÓN MARIO LIPSITZ

No tengo la dicha de conocer el español, de modo que no podré juzgar


las traducciones aquí reunidas. Pero lo que sé, luego de muchos y profundos
encuentros, es que Mario Lipsitz es uno de los pocos filósofos que han sabido
llegar hasta el corazón de mi pensamiento. Quiero expresarle aquí, al mismo
tiempo que mi gratitud, mi total confianza.
Montpellier, 19 de octubre de 1990
LA FILOSOFÍA DE LA VIDA Y LA
FENOMENOLOGÍA
Qué es aquello que llamamos la vida
La vida es una noción muy vaga de múltiples significaciones, puesto que
se refiere tanto a fenómenos elementales, como los de la nutrición o los de la
reproducción, que podemos encontrar en todos los seres que hayan alcanzado
un grado mínimo de organización, como a la actividad cotidiana de los hom-
bres o aun a sus más elevadas experiencias espirituales. ¿No habrán de basarse
simplemente en esta confusión el «importe laudatorio» de la palabra «vida» y
los prestigios de las filosofías románticas que exaltan su expansión? A la idea
de vida se vincula también la de la espontaneidad que desvaloriza a la vez el
mecanismo, la lógica, la pálida abstracción y la propia razón. Es con vistas a
escapar de la irrealidad de las producciones ideales que uno se sumerge nue-
vamente en la vida, sea ésta instintiva o inconsciente, sobrenatural o mística.
Ello no obstante, si una filosofía rigurosa estableciese la cuenta exacta de estas
diversas significaciones, encontraría sin duda en cada una de ellas una misma
esencia misteriosa, aludida por sí misma o por analogía, la esencia que hace que,
nosotros también, seamos vivientes. Por esta razón, cuando abrimos el viejo
libro y leemos «Yo soy la Vía, la Verdad y la Vida», cuando Kierkegaard escribe
que «la verdad es aquello por lo que se querría vivir o morir», o cuando Marx
declara: «No es la conciencia de los hombres la que determina sus vidas, sino
su vida quien determina la conciencia», nos sentimos, pese al progreso que ha
alcanzado el análisis del lenguaje, alcanzados en el fondo de nosotros mismos
y conmovidos en nuestro propio ser. ¿Qué es, pues, aquello que llamamos la
vida?
Vivir significa ser. El concepto de vida es bruscamente rescatado de su
aparente indeterminación cuando circunscribe al mismo tiempo el campo y
la tarea de una ontología, es decir, de la filosofía misma. Entonces, si la vida
designa el ser, el hecho de ser, ya no podrá confundírsela más con ciertos
fenómenos específicos, por ejemplo, con los que estudia la biología o la mís-
tica; fenómenos que, lejos de poder definirla o explicarla, por el contrario la
presuponen, de la misma manera que todo aquello que es. Sin embargo, ¿no
habremos de perder lo que otorga a la vida su carácter concreto, así como la
razón por la cual su simple nombre nos emociona, si hacemos abstracción

19
TR.\DUCCIÓN M A R I O LIPSITZ

en ella de determinaciones tales como la alimentación, la sexualidad y todas


aquellas actividades que constituyen la sustancia de esta vida que es la de todos
y de la que todos hablamos? Alimentarse, vestirse, encontrarse y abrazar al
prójimo, sin duda nada de ello es ajeno a la vida, sino más bien, sus primeras
e irrecusables manifestaciones. No obstante, lo que tratamos de comprender
es el porqué de que tales determinaciones sean las de la vida, por qué y cómo
son vivientes y sobre qué esencia reinante en el fondo de ellas. Lo que tenemos
como tarea es comprender aquello que trata de decirnos Kafka cuando escribe:
«Con cada bocanada de lo visible, nos es tendida una bocanada invisible, con
cada vestimenta visible, una vestimenta invisible».'
Vivir significa ser. Pero el ser debe ser tal, debe estar comprendido de tal
suerte, que signifique idénticamente la vida. Ahora bien, lo que caracteriza a la
filosofía occidental -desde su origen griego hasta Heidegger comprendido en
ella (ya sea que esta filosofía se proponga explícitamente como una ontología
o que una ontología implícita la gobierne sin saberlo)— es que presupone en
general un concepto de ser que, lejos de acoger el concepto de vida, contraria-
mente, lo excluye de un modo insuperable. He aquí por qué el concepto de
vida sigue siendo sospechoso a los ojos de lafilosofía;de ningún modo porque
la vida fuera algo vago o dudoso, ella, la más cierta de las cosas, sino porque la
filosofía ha sido incapaz de pensarla. ¿Por qué? Porque en su ser más íntimo y
en su esencia más propia la vida se encuentra constituida como una interiori-
dad tan radical que, en verdad, apenas permite ser pensada. Por el contrario,
lo que caracteriza y define al ser occidental es la exterioridad. Si, por ejemplo,
consideramos la pared de esta habitación, hemos de decir que es una realidad
particular diferente de la mesa, y aún más diferente de su ser, es decir, de lo
que la hace ser y también hace ser a la mesa. ¿Cuál es, pues, este ser de la pared
o de la mesa? Es «su ser fuera de su ser»,^ nos dice Fichte en una proposición
que no sólo es suya, sino que también contiene en sí el destino de la metafísica
occidental. El ser de la pared no coincide, pues, con la pared misma; es la pared,
pero en la infinita diferencia que lo separa para siempre de sí, de manera que
no llega hasta sí misma ni encuentra su identidad más que en esta diferencia,
en esta exterioridad y por ella.
¿Por qué la exterioridad designa la esencia del ser? Porque ser quiere decir
aparecer, mostrarse, y porque el despliegue de la exterioridad forma la sustancia
de la apariencia, la fenomenalidad pura de lo que se fenomenaliza, el aparecer

'Journal Intime, Grasset, París, 1945, p. 309.


^Initiation à la Vie Bienheureuse, traducción de M. Touche, Aubier, Paris, 1944, p. 141.

20
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

de la pared pero, antes aun, el del aparecer mismo; el campo en que este apa-
recer adviene a la intuición de sí, el volverse visible de la visibilidad, la luz en
la efectividad de su acto de brillar. La exterioridad es, en sí misiha, el lugar en
donde ella misma se muestra en un mostrarse que es ese ser en el exterior en
cuanto tal. La exterioridad es en sí el para sí.
Podemos darnos cuenta de que el concepto de ser como exterioridad no
es la consecuencia de su simple espacialización y, por lo tanto, de una visión
inmediata e ingenua de la conciencia común, en el hecho de que el espacio
mismo sólo se manifiesta en el interior de un horizonte trascendental que designa
exclusivamente a esta salida original del ser fiiera de sí y su primer éxtasis. O,
como dice Kant, el espacio está en el tiempo comprendido como la condición
de todos los fenómenos, es decir, como su fenomenalidad. Pero, ¿qué es el
tiempo? Démosle la palabra a Heidegger «La temporalidad es la exterioridad
original en sí y para sí».^ De este modo, la interpretación que guía a la filosofía
occidental desde Hegel, interpretación del espíritu como tiempo, no es más
que una reafirmación de las presuposiciones que, sin saberlo, la determinan
desde siempre.
Sin embargo, ¿no habrá podido escapar la filosofía clásica a estas presupo-
siciones, a esta interpretación del ser como exterioridad, en cuanto, al menos
desde Descartes, se presenta como filosofía de la conciencia? ¿No estamos
acaso ante la presencia de una dimensión subjetiva de interioridad diferente y
opuesta al mundo, con esta conciencia que se propone como un sujeto opuesto
a un objeto y, además, como un Yo, o como habitada por un Yo? Al hacer del
ego cogito el punto de partida de la filosofía moderna, se olvida subrayar cuán
frágil y fiigitivo es en el mismo Descartes ese momento del copto. La segunda
Meditación se contenta con afirmar, en lo inherente a la pertenencia del ego a
esa conciencia que dice yo pienso, yo dudo, yo deseo, yo quiero y yo no quiero:
«Pues, es de suyo tan evidente que soy yo quien duda, escucha, y desea, que no
es necesario añadir nada aquí para explicarlo». La carencia de toda problemática
seria acerca de la ipseidad del ego, en momentos en que este ego es instalado
en el centro de la perspectiva a partir de la que se habrá de desplegar el pensa-
miento moderno, explica las incertidumbres y continuos extravíos en lo que
toca a su supuesto principio, así como por qué el Yo se encuentra a ratos, y con
la misma facilidad, incluido en la conciencia o excluido de ella, el motivo por el
que Hamelin declara que no hay que decir «Yo pienso» sino «es pensado» y que
Merleau-Ponty proponga «se siente» y no «yo siento»; el motivo, en fin, por el

^Sein und Zeit, Niemeyer, Hall, 1941, p. 329.

21
TRADUCCIÓN MARIO LIPSITZ

cual hoy en día el Sujeto se encuentra bruscamente «evacuado de la problemá-


tica» y enterrado sin que se tenga finalmente la menor idea sobre la identidad
de la persona que tan pomposamente se lleva al cementerio. Y a menudo es un
mismo autor - y no de los menores, Husserl, Sartre, por no citarlos más que
a ellos—, quien afirma sucesivamente la inmanencia o la trascendencia del ego
respecto del campo de la conciencia.
Pero, ante todo, lo que sigue siendo equívoco es el ser de este campo, el
ser de la conciencia misma. Cabe, en verdad, desechar la ilusión de que esta
concienciafiieseuna realidad particular y diferente de otra, un sujeto opuesto al
objeto. Si se comprende a la conciencia en su concepto puro, ésta ya no designa
más un algo que por añadidura disponga, entre otras cosas, de la propiedad
de ser consciente, sino el hecho de ser consciente, la condición consciente, es
decir, fenomenal, en una palabra, la fenomenalidad pura en cuanto a tal y lo
que Heidegger denomina el ser. Ahora bien, lo que caracteriza a la filosofía
de la conciencia es que presupone implícitamente, o expone explícitamente,
el mismo concepto de ser que el pensamiento occidental en general y que la
ontología heideggeriana en particular, el concepto de ser como exterioridad.
Cuando Fichte piensa ontològicamente el ser de la conciencia, lo identifica con
el ser en general. El ser de la conciencia es, precisamente, el ser de la pared,
no la pared, sino su propia exterioridad respecto de sí, es decir la exterioridad
propiamente tal. Dicho de otro modo, el ser de la pared es su oposición a sí,
su representación; y la conciencia es esta representación. El sujeto no es, pues,
diferente del objeto, sino que designa la condición fenomenal del objeto, su
representación, es decir, su objetividad misma. La subjetividad del sujeto en
Occidente no es más que la objetividad del objeto.
El movimiento por el que la subjetividad del sujeto se revela finalmente idén-
tica a la exterioridad y su despliegue, reviste históricamente las siguientes fases.
En Descartes, la aprehensión, de la subjetividad como experiencia vivida y, por lo
tanto, como momento de la vida bajo el título de «pensamiento», aprehensión que
se evidencia en la afirmación decisiva según la cual «sentir es también pensar»,'^
no preocupa largo tiempo al filósofo. Descartes no se interroga sobre la esencia
de la ipseidad ni sobre la estructura interior de la subjetividad, en cuanto ella
es, y puede ser, idéntica a la vida. Por el contrario, rápidamente, a partir de la
tercera Meditación, el interés de la investigación se desplaza hacia la relación
de la conciencia con su correlato, del cogito al cogitatum, y paulatinamente la
problemática se desplaza a éste, y al movimiento hacia éste, de la conciencia

* Méditation second y Principes de philosophie, par. 9.


Fenomenologia de la vida. Michel Henry

reducida a este «movimiento hacia», o sea, reducida a la apertura de la exteriori-


dad. La idea de Dios, a título de contenido intencional, el cogitatum en general,
su modo de presentación en la ¡dea clara y distinta y en la evidencia, es decir en
la objetividad, según los modos fenomenológicos de su cumplimiento efectivo,
constituyen el tebs que habrá de dirigir de ahí en más la investigación, cuya
última finalidad es establecer la existencia del mundo, legitimar el conjunto de
aserciones dirigidas sobre éste, es decir, fimdar trascendentalmente una teoría
del conocimiento y del saber científico en general.
Es menester observar que en la grandiosa reanudación husserliana del
proyecto cartesiano y, pese a algunas reservas que a fin de cuentas sólo tocan
al mantenimiento en el cartesianismo de ciertas construcciones trascendentes,
asistimos a un idéntico deslizamiento del interés que va de la materia conciencial
-por un momento considerada bajo el rótulo de «hyle»- a la intencionalidad, es
decir, a la triunfal irrupción de la exterioridad. Husserl habla de la conciencia
como de una vida; la experiencia es aquello que ella vive, la «Erlebnis». Las
«Lecciones para una fenomenología de la conciencia interna del tiempo» preten-
den delimitar la sustancia de esta vida, que es comprendida como un campo de
presencia originaria, como el Presente viviente. Pero este presente sólo sobrepasa
el límite abstracto del instante en la medida en que se le anuda continuada-
mente la cadena ininterrumpida de retenciones y protensiones que hacen de él
una totalidad concreta pero, en tanto intencionalidades, no designan a fin de
cuentas más que a la primera irrupción del ser al exterior de sí y su reiteración
indefinida. Es cierto que, de manera genial, Husserl percibe que no son estas
intencionalidades de la síntesis pasiva original de la experiencia las que pueden
darnos la vida; pues, de hacerlo, esta vida propuesta a la retención sólo sería
una vida en el pasado y, en la protensión, una vida por venir. Es menester, pues,
admitir que el primer surgimiento de la presencia, es decir, la vida, es anterior
a ese perpetuo deslizarse de la impresión al pasado; pero justamente reside en
la impresión misma, en cuanto impresión original («Urimpression»). Pero el
pensamiento de Husserl viene precisamente a morir frente a esta impresión cuya
esencia interior, que, sin embargo, no es otra que la de la vida, será incapaz de
aprehender. La impresión puede así, cosa que de hecho ya ocurría en el kantismo
y en Hume, contener a la existencia proponiéndose al mismo tiempo como un
dato misterioso e incomprendido en su ser, como un contenido opaco y, muy
precisamente, como lo contrario de la vida. Pues la vida es la verdad; y sólo es
viviente como revelación de sí y como constituida en lo más recóndito de su ser
y de parte a parte como esta revelación. Ahora bien, resulta notable constatar
que, cuando Husserl quiere tratar la vida según las prescripciones mismas de

23
TR.\DUCCIÓN M A R I O LIPSITZ

la fenomenología, es incapaz de confiar el cumplimiento de esta revelación a


algún otro poder más que a la intencionalidad. El flujo de la conciencia no llega
a la manifestación de sí, más que por el juego de las intencionalidades longitu-
dinales que corren a lo largo de este flujo y, manteniendo en el ser cada una de
sus fases, lo dan de este modo a él mismo en cada instante. El maravilloso ser
para sí del flujo es su constante referencia intencional a sí mismo; la donación
primera, como auto-donación, no cabe más que en el vacío de la exterioridad.
Por lo demás, vemos a la fenomenología orientada hacia el examen exclusivo
de los problemas constitucionales, es decir, de la constitución trascendente del
ser; y éste es siempre un correlato intencional, un cogitatum, de tal suerte que
la filosofía de Husserl se vuelve a encontrar con los caminos o los impases del
idealismo y del racionalismo del pensamiento clásico.
Sin duda es en Kant, al que ya hemos aludido, que este pensamiento mues-
tra sus límites más evidentes. La incapacidad de la problemática kantiana en
cuanto a aprehender la vida o incluso presentir su esencia se transparentó en
la famosa crítica del paralogismo de la psicología racional que priva de toda
legitimidad al concepto de alma, que es, de hecho, idéntico al de la vida. En
efecto, la Crítica pretende sustraerle el ser real del Yo al mismo Yo con el pretexto
de que sólo conocemos fenómenos y de que nuestro Yo es uno de ellos. Pero
la reivindicación de la fenomenalidad, en donde descansa la argumentación
de Kant, sigue siendo tributaria del concepto occidental del ser. En efecto, ser,
bajo el modo de fenómeno, quiere decir para Kant ser dado a la intuición y
ser pensado por el entendimiento. Pero intuición y pensamiento son, ambos,
representación, es decir, proyección extática de un horizonte de visibilidad. El
hecho de que el ser real del yo no pueda, como Kant lo muestra, exhibirse en
una intuición, y de que tampoco posea un concepto, muestra precisamente que
es irrepresentable, que la esencia de la ipseidad es irreductible a la exterioridad,
así como que las presuposiciones de la ontología kantiana permanecen cerradas
al ser de la vida. De ello resulta que, por añadidura, el kantismo es impotente
en cuanto a fundar lo que al menos denomina la existencia fenomenal del yo. El
contenido del sentido interno es una impresión ciega que nada permite vincular
a un yo, y, en particular, a este yo más bien que a cualquier otro o al ser ajeno.
La forma de este sentido no es más que la forma vacía de la representación y
no se encuentra motivo alguno para que un Yo «deba acompañarla», cuanto
más que esta representación de un Yo no tiene, según el autor de la Crítica,
«ningún contenido».
Una forma vacía, un contenido muerto, tal es la situación metafísica que
domina al pensamiento occidental a través de sus más diversas formulaciones.

24
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

En cuanto despliega su esencia mediante la exposición del éxtasis, el ser se


produce y se propone como un ser carente de interioridad, deshabitado; un ser
que sólo ofrece de sí sus «exteriores», una superficie, una cara sin espesor sobre
la cual la mirada se desliza y termina por morir. De suerte que cualquier pro-
fundización del conocimiento que de él se pretendiera, sólo vendría a significar
la llegada de una nueva apariencia objetiva, la llegada de un nuevo «afuera» y
también que el ser sólo es la sucesión extática de esas apariencias entre las cuales
se desparrama, apariencias que remiten una a la otra según una trascendencia
sin fin cuyo movimiento es indisociable del infatigable cumplimiento de la
exterioridad, es decir, asimismo del tiempo. No es, pues, meramente la cosa
espacial la que, en virtud de alguna necesidad que le habría de ser propia, se da
a nosotros únicamente a través de la serie abierta de sus siluetas, de modo tal
que su ser no habría de ser más que un polo ideal situado más allá de éstas, el
propio ser ideal como omnitemporalidad; todo ser posible en general obedece
a la ley de la dispersión. En el mundo, toda existencia está alienada, quebra-
da, y es indiferente, opaca, contingente, absurda. La existencia está quebrada
cuando sólo existe fuera de sí bajo la forma de su propia imagen, cuando se
ha vuelto una representación, y aquí reconocemos el fondo del idealismo. La
existencia está perdida, cuando lo que le confiere su efectividad no reside ya
en ella sino, precisamente, fuera de ella, en su propia exterioridad respecto de
sí. La existencia está alienada, cuando la ley de su desarrollo no es más la suya,
sino un espíritu ajeno. La existencia que no se edifica y desarrolla más a partir
de ella misma es contingente y mi cuerpo, desde el momento en que no es más
el surgimiento en unidad con él mismo del movimiento y del deseo (aquello
que soy, aquello que hago), desde que en su ser al exterior de sí se resuelve en
esa extraña yuxtaposición de partes y en esa reunión injustificable de fiinciones,
sólo es ante el espíritu de la conciencia, es decir, en la exterioridad, la paradoja
de una configuración imbécil. Pero el desamparo de lo que se muestra en la luz
del éxtasis se refiere a esta luz y al modo de develamiento que ésta lleva a cabo
cada vez. Toda trascendencia es el principio de una facticidad insuperable; para
la vida el más gran enemigo es la objetividad.
El ser objetivo desprovisto de razón es el único texto del racionalismo. Éste
buscá por todas partes evidencias, pruebas, que siempre significan una venida
a la evidencia de lo que debe ser establecido y no puede serlo más que de este
modo. Dado que cualquier seguridad y cualquier evidencia provienen de una
puesta en objeto, Heidegger ha podido pensar que la técnica moderna daba
cumplimiento a la teleología del racionalismo y develaba su verdadera natu-

25
TRADUCCIÓN M A R I O LIPSITZ

raleza, a saber, la voluntad de someter al ente haciendo de éste un objeto, el


objeto de una acción, una de cuyas formas más notables es la teoría científica.
Si esta acción termina en la depredación de la tierra, es que la técnica es ciega
respecto de la esencia en que descansa el ente. Pero esta esencia es justamente
la de la exterioridad; ella hace del ente un objeto. La depredación del mundo
en la época de la teoría moderna es una consecuencia de la teoría griega; la
técnica se inscribe en la historia del ser y le pertenece.
La tentativa de rechazar el racionalismo fracasará siempre que se apoye en
presuposiciones ontológicas idénticas a las de éste.
Así aconteció a mediados de este siglo con la llamada filosofía de la exis-
tencia. La renovación de los temas, la sustitución de los triángulos y axiomas
por la existencia histórica y corporal, o por la relación con el otro, o por la
angustia y la muerte, es menos operante de lo que parece, si la historicidad no
es más que el cumplimiento del éxtasis y la muerte, su correlato, si el cuerpo
es definido por la intencionalidad, si la angustia queda incomprendida en lo
inherente a su más última posibilidad interior, es decir, la afectividad de la vida
que hay en ella. El abandono de la existencia arrojada al mundo, la dehiscencia
del presente roído por la nada, el «no soy lo que soy»; todo este pseudo-pathos
no habría envejecido prematuramente si expresase algo más que el viejo reino
de la exterioridad, si hubiese sabido encontrar la vía que conduce a la vida.
Pues la vida permanece en sí misma; carece de afiiera, ninguna cara de su ser
se ofrece a la aprehensión de una mirada teórica o sensible, ni se propone como
objeto de cualquier acción. Nadie ha visto nunca a la vida y tampoco la verá
jamás. La vida es una dimensión de inmanencia radical. Tanto como podamos
pensar esta inmanencia, deberá significar, pues, la exclusión de cualquier exte-
rioridad, la ausencia del horizonte trascendental de visibilidad en que toda cosa
es susceptible de tornarse visible, y que llamamos mundo. La vida es invisible.
Sin embargo, lo invisible sólo es un concepto adecuado para pensar la vida si
lo distinguimos absolutamente de ese invisible, que es un modo límite de lo
visible y que pertenece, por lo tanto, aún al sistema de la conciencia como uno
de sus grados. Así, por ejemplo, la impresión husserliana recorre, luego de su
conversión retencional, la serie de lugares temporales que se hunden de más en
más en el pasado, con una claridad que sin cesar disminuye, hasta oscurecerse
en el límite, en el «inconsciente». Lo mismo ocurre con este transcurso tem-
poral, en cuanto no es ya percibido sino reproducido en la imaginación o en el
recuerdo; nos es dado con sus diferencias fenomenológicas que corresponden a
las diferencias temporales; pero, de tal suerte que, por no estar más presente en
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

persona sino bajo el modo del cuasi, el conjunto del transcurso se ve afectado
por un déficit fenomenologico suplementario y específico, propio de la repro-
ducción. En todas estas modificaciones, nos las habernos con la conciencia y
sus grados, y no con la vida. Con vistas a disociar radicalmente el invisible de
la vida de los modos declinantes de la fenomenalidad del mundo, hemos de
decir siniplemente lo siguiente: un modo de objetividad o de conciencia es
siempre susceptible de transformarse en otro; una conciencia confiasa, oscura
o marginal puede transformarse en conciencia clara, distinta y, finalmente, en
la plena luz de la evidencia. El proceso fenomenològico de elucidación, todo
proceso de clarificación en general, así como toda toma de con- ciencia, ya sea
ésta la del intelectualismo o la del psicoanálisis, y lodo pensamiento, descansan
sobre esta posibilidad inscrita en el curso de la experiencia e idéntica a éste.
Por el contrario, lo que pertenece a la vida y está conformado en su ser como
invisible, es por principio incapaz de transformarse en la determinación de lo
visible, o en cualquiera de sus modalidades. La vida no es ni consciente, ni
subconsciente, ni inconsciente, y tampoco es susceptible de llegar a serlo.
Por este motivo es también que el invisible de la vida no tiene nada que
ver con la no-verdad original que supuestamente estaría en el fundamento de
toda verdad. Si el develamiento se produce a partir de lo que no está develado,
y lo supone, entonces develamiento y no-develamiento son los de un mundo
y deben ser comprendidos a partir de éste. Aun menos, lo invisible habría de
ser la simple negación de lo visible o su resultado, la hipóstasis de un término
negativo con la pretensión de reemplazar al ser y definir su positividad. Pues,
aunque no tenga rostro, la vida no es una pura nada, la simple carencia de la
fenomenalidad.
La vida se siente, se experimenta a sí misma. No es que sea algo que además
dispone de la propiedad de sentirse a sí misma, sino que es ésta su esencia: la
pura experiencia de sí, el hecho de sentirse a sí misma. La esencia de la vida
reside en la auto-afección. Dado que el concepto de auto-afección es el concepto
de la vida, requiere ser pensado de manera rigurosa. Este rigor se pierde cuando
la auto-afección, con Kant y luego Heidegger, designa el sentido interno. Lo
que en cuanto a su posibilidad primera está en cuestión con el sentido interno
es, efectivamente, el ser más íntimo de la subjetividad y lo que hace de ella una
vida. Es posible ver cómo la elaboración de esta cuestión termina en ambos
autores en una equivocación decisiva, dado que la auto-afección que se cumple
en el sentido interno es la del tiempo por el horizonte temporal tridimensional
que él mismo proyecta extáticamente; en ese sentido es una afección del tiempo

27
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

por sí mismo, y ésta es la razón por la que Heidegger la expresa en términos


kantianos como «auto-afección». Pero está claro también que esta afección del
tiempo, por el horizonte extático que él proyecta y recibe, es una afección por
el medio original de la alteridad; lo que constituye el único contenido de esta
afección es la puesta en imagen de un mundo, este mundo en su mera munda-
nidad, la exterioridad trascendental. Tal afección no es otra que la sensibilidad
en su estructura específica, pues el sentido designa siempre una afección por
algo ajeno a la facultad que lo siente. Por el contrario, la vida, en su afección
primera, no es de ningún modo afectada por algo diferente de sí. Ella misma
constituye el contenido que recibe y que la afecta. La vida no es una autoposición
o una autoobjetivación; ella no se pone frente a sí para afectarse a sí misma en
un verse o un apercibirse, en el sentido de una manifestación de sí que sería la
manifestación de un objeto. Pues es precisamente esto lo que la vida no es y no
puede ser. La vida se afecta, es para sí, sin proponerse a sí misma en el estado
de yecto del éxtasis: ella se siente sin que esto ocurra por intermedio de algún
sentido, sea éste el interno o cualquier otro sentido en general. Pero esta auto-
afección original, en un sentido verdaderamente radical, en el sentido de una
inmanencia absoluta que excluye toda ruptura intencional y toda trascendencia,
no es un postulado del pensamiento. No tenemos que construir el ser lógica o
dialécticamente; no buscamos sus condiciones siguiendo la vía de un análisis
reflexivo; no decimos: «es necesario que», es necesario que la subjetividad sea
para sí misma, que la vida se haga ser como lo simple y permanente, como
el Uno y el sí mismo antes de poder ser afectada por cualquier otra cosa. La
fenomenología dispone de los medios requeridos para confrontarse con los
problemas últimos de lafilosofía,y en cierto modo sólo ella puede hacerlo. Lo
que se siente y se experimenta a sí mismo, sin que esto suceda por intermedio
de algún sentido, es, en su esencia, afectividad. La afectividad es la esencia
originaria de la revelación, la auto-afección fenomenològica del ser y su primer
surgimiento. He aquí el porqué de que lo invisible no sea el concepto antitético
formal y vacío de la fenomenalidad, sino su efectuación en la efectividad del
sentimiento. He aquí también el porqué de que lo invisible no pueda transfor-
marse en determinaciones de lo visible ni recorrer la serie de grados de conciencia
que van del inconsciente a la plena luz de la evidencia; es porque allí donde
la vida despliega su reino original en la efectividad del sentimiento de sí, no
hay exterioridad ni tampoco podría haberla. Así se explican las observaciones
de simples psicólogos, o de un profundo filósofo como Scheler, respecto del
trastorno que trae la atención al juego variado de nuestros sentimientos. No

28
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

se trata de ningún modo, de una intervención de la conciencia en el curso


de nuestra vida, sino por el contrario, de una imposibilidad de principio de
la mirada intencional de descubrir esta vida en su realidad, es decir, en la
interioridad radical de la auto-afección de su afectividad. El ser, debemos
decirlo con fuerza, contradiciendo a Heidegger, no es aquello que deba
ser pensado; pues no puede serlo. Y tampoco es una modificación de este
pensamiento o una nueva manera de aprehender la realidad, interpretarla
o comprenderla, lo susceptible de modificar algo en ella, dado que ésta
reside en la vida. «No es la conciencia de los hombres la que determina su
vida», no porque esta conciencia sea imperfecta o provisoria, sino porque
el medio en que se mueve, el ser extendido adelante, que ella quiere coger
en su percepción reunificadora y ofrecer a la luz de la inteligibilidad, no
contiene la esencia de la vida, sino que más bien la excluye. Es también
por eso, que debemos sonreír ante la pretensión que a fin de cuentas es la
del racionalismo: modificar mediante una toma de conciencia, un progreso
del conocimiento o un aumento de objetividad, la vida de la gente y su
historia propia. Pues un cambio de la realidad sólo puede producirse allí
donde esta realidad despliega su esencia, en la vida, en ella y por ella. A un
cambio tal que intervenga en la vida, a partir de ella y como su movimiento
propio, como cambio real en su flagrante oposición a la impotencia del
discurso teórico, y a la de cualquier teoría e ideología en general, nosotros
lo llamamos praxis.
¿Cuál es este movimiento de la vida querido a partir de ella y que pro-
duce incansablemente lo que produce? En primer lugar, tal movimiento es
por principio individual; es la propia transformación del individuo, al mismo
tiempo que resulta de éste como su obra propia. Y esto es así porque la vida,
por encontrar su ser viviente en la auto-afección de su afectividad, es monàdica.
La auto-afección es la esencia de la ipseidad si el Sí es el hecho de sentirse a sí
mismo, la identidad del afectante y del afectado. La vida no es, pues, como
un río indiferente a las ruedas que hace girar; el ser no precisa negarse en su
universalidad para darse el momento de la particularidad. Bien por el contra-
rio, el particular -por hablar este lenguaje- es la esencia del ser, su posibilidad
más íntima y el despliegue de su positividad. El yo, un yo, no se diferencia de
otro por ciertas cualidades naturales, psíquicas o espirituales, por el hecho, por
ejemplo, de que es más sensible o inteligente, o de que nació en tal lugar o en
tal época; y el principium individuationis no le debe nada a las categorías de la
exterioridad. Un yo se diferencia de otro porque es originariamente él mismo;

29
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

y lo es en su auto-afección y por ella. Es este ser-sí mismo en la afectividad y


por ella que pone a cada vida en relación consigo misma y hace que ella sea la
vida, oponiéndola al mismo tiempo a cualquier otra en el sufrimiento absoluto
de su individualidad radical.
Ello no obstante, ¿no es acaso cada vida individual tributaria del medio en
que se desenvuelve, así como del conjunto de circunstancias que atraviesa y que,
para ella, son otros tantos azares? ¿Acaso no está ella afectada en todo momento
por el mundo y determinada por esta afección? Pero la afección del individuo
por lo diverso de la sensibilidad presupone su afección por el mundo en que
esto diverso se da a sentir; presupone la sensibilidad misma. La sensibilidad,
sin embargo, el éxtasis del horizonte en su trascendencia, presupone, a su vez,
la auto-afección de este acto que nos abre al mundo; presupone la vida y su
afectividad. Todo lo que nos afecta y nos toca en el mundo, todo lo que viene
a nosotros, sólo puede hacerlo si esta venida es, ante todo, la venida de la vida
a sí misma, su experiencia sin límites en el sentimiento. He aquí el porqué
de que nada visible nos llegue sin ser también un invisible. Lo que sentimos,
determinado cada vez por el afectante, se encuentra sobredeterminado por la
afectividad de la vida que hay en nosotros, porque la afectividad constituye
la esencia de la afección, su vida oculta, y hace de ella una vida. Es, por ende,
la vida, quien rinde cuentas en última instancia de lo que experimentamos,
es decir, de sí misma. Hay que recusar las explicaciones superficiales, las que
hoy en día proliferan como nunca. No es el traumatismo del nacimiento, las
vicisitudes de la sexualidad infantil o adulta, lo que provoca nuestra angustia.
Algo como la angustia, o como una tonalidad afectiva cualquiera en general,
no puede producirse más que en un ser originalmente constituido en sí mismo
como auto-af(?cción, y que encuentre su esencia en la vida y en la afectivi-
dad. Hay múltiples cosas en el mundo que suscitan nuestros sufrimientos y
alegrías, pero sólo lo hacen porque sufrimiento y alegría son susceptibles de
tomar forma en nosotros como posibilidades de nuestra vida misma y como
modalidades fundamentales de su propia realización, esto es, de su efectuación
fenomenològica.
¿De qué modo la vida lleva en sí tonalidades afectivas fundamentales como
sus modalidades propias? En tanto se experimenta a sí misma en la inmanencia
radical de su auto-afección, la vida es esencialmente pasiva respecto de sí; ésta,
ligada a sí misma, es incapaz de romper ese lazo, incapaz de tomar respecto de
sí cualquier distancia. Es esto, en efecto, lo que caracteriza a la vida, la impo-
sibilidad de escapar de sí, de preparar detrás de sí una posición de repliegue

30
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

a la que le fuese posible retirarse, sustraerse de su propio ser y de lo que éste


pudiera tener de opresivo. En tanto la vida está acorralada contra sí misma en
la pasividad insuperable de esta experiencia de sí que no puede interrumpirse,
es un sufrir, el «sufrirse a sí misma» en y por el cual está irremediablemente
entregada a sí misma para ser lo que es.
Sin embargo, en el experimentar ese «sufrirse a sí misma» y en su sufri-
miento, la vida se siente, llega a sí, es dada a sí en la adherencia perfecta del ser
engarzado en sí mismo; se llena de su contenido propio, goza de sí, es el goce,
es el júbilo. La dicotomía fundamental de la afectividad, el hecho de que una
partición espontánea se efectúe entre todos nuestros afectos según su tonalidad,
considerada positiva y agradable, o negativa y desagradable, no es una simple
curiosidad empírica o un dato natural, sino que se enraiza en la esencia de la
vida y viene a expresarla. Pero entonces, podemos comprender el curso de esta
vida, la posibilidad del paso de todos nuestros afectos, de unos a otros. La ale-
gría sucede a la pena, no sólo porque un suceso favorable suceda en el mundo
a un suceso desfavorable, sino, ante todo, porque la alegría puede suceder a la
pena. Y esta posibilidad del paso de la pena a la alegría es igualmente su común
posibilidad, la esencia de la que ambas derivan, como descubrió Kierkegaard,
haciendo aparecer en el fondo de la desesperanza la esencia de la vida como
idéntica a la beatitud y conducente a ella.
El paso del sufrimiento a la alegría nos coloca frente a la realidad del tiempo.
La vida es temporalidad, pero la temporalidad de la vida resulta difícil de pensar.
Lafilosofíamoderna hizo hacer al pensamiento del tiempo grandes progresos.
Sin embargo, no pudo producir una auténtica fenomenología de la tempora-
lidad de la vida, sino sólo una fenomenología de la conciencia del tiempo, lo
que es harto diferente. Una fenomenología de la conciencia del tiempo, es una
fenomenología de la representación del tiempo, una fenomenología que trata
el tiempo como una representación y, finalmente, como la estructura misma
de la representación, es decir, como vimos, como la manifestación original del
ser en la exterioridad. Lo que constituye la carencia ontològica de semejante
concepción, es que se mueve en una dimensión de irrealidad pura. Irreales son
los lugares puros del futuro y del pasado, así como lo que en ellos se muestra.
Irreal es el presente mismo, si se lo define como una conciencia del presente,
como un horizonte extático y, por lo tanto, también como una exterioridad.
El presente real, el presente vivo, es la efectuación fenomenològica de la auto-
afección, la impresión, si se quiere, pero tomada en su esencia y en su posibili-
dad más interior, esto es, en la inmanencia radical de su afectividad. Mientras

31
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

que, por el contrario, el deslizamiento de la impresión al pasado significa la


sustitución de esta temporalidad inmanente de la vida por una conciencia del
tiempo donde la sustancia del presente se escurre fiiera de éste, y donde la
fiiga de toda afectividad hacia la exterioridad —que habrá de dominar tanto al
pensamiento posthusserliano como al pensamiento moderno en general- ya
se está llevando a cabo...
Pero, entonces, ¿en qué consiste la temporalidad que la fenomenología no
supo pensar, la temporalidad real inherente a la realidad y que se mueve en
ella sin dejarla un solo instante, la temporalidad de la impresión misma, su
automovimiento que no es el irse fuera de sí y fuera de nosotros de todo aquello
que llevamos de viviente y que tampoco es el brusco salto a lo irreal, la muerte
en todo instante, sino justamente el movimiento de la vida que se produce en
ella como su misma interioridad y como lo que no cesa de pertenecerle? ¿No es
acaso contradictorio un concepto tal? ¿Qué significa «pasar», si todo está allí y
no deja de estar allí en la indisoluble unión consigo de la auto-afección, si lo que
pasa no se separa de sí, si lo que pasa es la vida que se queda en sí misma?
Consideremos mi mano, no la mano objetiva que no toca la mesa, que no
hace nada ni jamás hizo algo, sino el poder subjetivo de prensión, el «Yo Puedo»
fundamental cuya auto-afección constituye nuestra corporeidad original. Desde
nuestro nacimiento, este poder ha realizado un gran número de movimientos,
de los que hoy en día decimos que han pasado. ¿Dónde están? ¿Se han esca-
pado como la impresión husserliana, deslizándose del ahora al recién pasado
y al de más en más pasado?; ¿se deslizaron hacia una oscuridad creciente y, en
definitiva, al inconsciente? Y si estos movimientos debieran volver, ¿lo harían a
título de recuerdos, bajo el modo irreal de la producción de una representación
que no da jamás el original? O bien el acto de coger, todos los que ya hemos
cumplido y todos los que habremos de efectuar, ¿no estarán más bien ya y
siempre, aquí mismo?; ¿acaso son algo diferente a la auto-afección del poder
de prensión y su potencial actualización? Y cuando esta actualización cesa, el
acto no recae fuera de nosotros, ni se nos aleja montado en la fugaz línea del
tiempo, sino que queda en nosotros como el quedar en sí de ese poder, como
la tensión latente que define a nuestro ser, y no es en absoluto abolido. Lo que
queda, y no es más consciente, no es la huella material, el ser muerto explotado
-yuxtapuesto- reunido en el inconsciente mitológico del pensamiento clásico
o de sus secuelas freudianas. Lo que queda, y no es más consciente ni tampoco
lo fue alguna vez, es el quedarse en sí mismo de la vida en su ser oculto. En ese
quedarse en sí, todos los poderes de la vida quedan en ellos mismos, mante-

32
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

niéndose entonces como poderes efectivos prestos a desplegarse, ellos, que no


dejan de unirse a sí mismos y a los que puedo unirme yo, que no soy más que
su ser dado a sí mismos, yo, que soy su vida. Es por esto que, en definitiva, el
ser no puede ser más pensado en términos de exterioridad. Todo lo que vive y
actúa se cumple a partir de lo que queda en sí y como lo que se queda; todo lo
que vive y actúa se cumple bajo la forma de iteración y repetición. Nada retorna
sino que proviene al presente vivo desde el poder de la vida.
En un apólogo titulado El Pueblo más Cercano, Kafka cuenta la historia
de un anciano que está sentado al umbral de su puerta mirando pasar a los
hombres. Si supieran -piensa-, cuán breve es la vida, no partirían siquiera al
pueblo más cercano, pues comprenderían que no tienen tiempo de ir. Este texto
nos significa la irrealidad del tiempo. Si miramos hacia atrás, en dirección a
nuestra vida pasada, vemos que todo eso se reduce a nada, que no hay más que
este instante que vivimos. Y el futuro tampoco es nada. Si deseáramos volver
a encontrarnos en aquel tiempo, por ejemplo, regresar, pese a la advertencia
de Kafka, al pueblo de nuestra infancia, no encontraríamos nada, nada que
fuésemos nosotros mismos; y nos encontraríamos como los cruzados frente a
la tumba vacía de un dios. Es que la vida es interioridad, y en la exterioridad
nadie la encontrará jamás.
Ajena al tiempo y a la exterioridad, eterna —pues la eternidad no es más que
el lazo indisoluble de la auto-afección, la esencia de la vida-, la vida exhibe sin
embargo en ella una temporalidad propia, la temporalidad real cuyo concepto
buscamos. Esta temporalidad no consiste solamente en la actualización dife-
renciada de las potencialidades constitutivas de la vida, ni en el paso continuo
de las tonalidades, unas en otras, paso tal que en su seno ninguna de ellas
desaparece, sino que queda en la que la habrá de «suceder», como su esencia
y su posibilidad, de suerte que, a través de todas estas modalidades, la vida no
deja de sentirse a sí misma y no se detiene. La temporalidad más original de
la vida debe ser comprendida a partir de su pasividad fundamental. La vida
no solamente es pasiva respecto de sí; más bien esta pasividad respecto de sí
misma significa la pasividad de la vida respecto de su propio fundamento. Que
la vida se sienta, quiere decir que ella misma no dispuso el contenido de su
afección —sí misma—, y que lo experimenta como aquello que ella misma no
dispuso, sino que le fue dado y que no deja de serle dado como lo que viene
en ella a partir de lo que ella no es. Pero la vida tampoco dispuso su esencia, el
hecho de venir de este modo a sí misma y de no dejar de sentirse en ese gozar
de sí. La vida no es más que la pasividad de esta venida a sí, y el movimiento

33
TRADUCCIÓN MARIO LIPSITZ

sin fin de esta venida a sí misma de la vida es el tiempo. Lo que viene no viene
a partir del futuro. Lo que viene es la venida de la vida a sí misma, tal como la
vida lo siente sintiéndose a sí misma, de modo tal que, sintiéndose a sí misma,
sumergiéndose a través de la transparencia de su afectividad, la vida se sumerge
en la potencia que la dispone y no deja de disponerla.
Las reflexiones que acabo de desarrollar no dejarán de parecer bastante
metafísicas y, a ese título, anacrónicas, ajenas en todo caso al mundo que vemos
a nuestro alrededor y que la ciencia tematiza con una objetividad que parece
constituir y garantizar la realidad. ¿Acaso una filosofía de la vida no resulta
sospechosa a esta ciencia, no reniega del esfuerzo de racionalidad de nuestra
cultura? ¿Es posible rechazar esta cultura con tanta ligereza? ¿Pero qué habría
de ocurrir si se mostrara que la razón misma tiene su fundamento en la vida;
que sus categorías concretas no pueden ser deducidas a priori del pensamiento
puro, sino que sólo son la expresión y representación de las categorías de la
vida; que la causalidad, por ejemplo -de la cual la razón es incapaz de rendir
cuenta, aun si la utiliza constantemente—, no es más que nuestra corporeidad
original y el «Yo Puedo» que somos?; ¿Si se mostrara que la suprema prueba
que se pueda dar, el último «es cierto que» que está presupuesto por todo saber
y al que todo enunciado hace referencia, es la revelación original que reside en
la vida y constituye propiamente su esencia?
En cuanto al mundo objetivo de cuya objetividad parece garante, ¿qué sería
a su vez de él?; ¿podría continuar descansando sobre ese fundamento, si los
fenómenos que forman su trama y se ofrecen a la percepción no se explicasen
ni por sí mismos ni por el medio del que toman su fenomenalidad propia; si,
por ejemplo, una crítica radical de la economía política estableciese que el con-
junto de las determinaciones económicas, tanto sus variaciones como su simple
mantenimiento, no dependen de una causalidad económica, sino del poder
de la vida, y que encuentran en ella a su verdadero naturante? De manera tal
que este universo económico, en donde todo sucede en la superficie y a pleno
día, no es de hecho más que el doble irreal, arbitrario, impotente y, finalmente,
fantástico de lo que se cumple en otro lado, en «el laboratorio secreto de la
producción», de Marx^ en la subjetividad invisible de los individuos vivientes.
Son pues las propiedades de esta subjetividad, las leyes de la vida, las que rinden
cuenta de las leyes de la economía; y, ante todo, es a partir de esta subjetividad
viviente que se construyen las realidades económicas que le sirven de equiva-
lentes objetivos, sin que esta equivalencia y la racionalidad que funda puedan

^ Oeuvres, Bibliothéque de la Plèiade, Gallimard, París, 1963,1, p. 725.

34
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

dejar de ser ilusorias. El gran malestar que recorre el mundo no será disipado
mediante un progreso del saber científico, sino por la llegada de nuevas formas
de vida. Una filosofía de la vida no es la supervivencia de una metafísica, hoy
en día sin objeto, sino que sólo ella es capaz de guiar la mirada trascendental
hasta la comprensión interior de este mundo - d e otro modo enigmático- en
medio del cual nos es dado vivir, así como solamente ella puede también abrir
en cada uno el camino que lo conduce a sí mismo.

35
La crítica del sujeto
La critica del sujeto pasa por ser el logro principal de la filosofía de esta
segunda mitad de siglo, y en gran medida, también de la primera. Esta crítica
asumió diferentes formas, a las que en cada oportunidad se puede asignar
una expresión histórica precisa. A decir verdad, está tan difundida, que se
debería establecer un repertorio que cubra la casi totalidad de movimientos
del pensamiento contemporáneo, para reconocer sus múltiples, y sin embargo
convergentes, formulaciones. Limitémonos aquí a citar, por un lado, su enrai-
zamiento filosófico en Heidegger, y por otro, su origen extra o para-filosófico
en las ciencias humanas, y en particular, en el marxismo y el freudismo, que
serían coronados por el estructuralismo, por no mencionar la lingüística.
Por diversos quefiaeranestos enfoques en cuanto a sus intenciones explícitas
y a su calidad -nos referimos al nivel de reflexión en que se sitúan-, poseen un
término común, que es precisamente, la crítica del sujeto, es decir, al fin y al
cabo, la del hombre concebido como realidad específica y autónoma. Pero hay
que entender esta autonomía y esta especificidad en el sentido que les atribuye
la filosofía del sujeto. El hombre, identificado al sujeto (vamos a emplear por
el momento este giro pasivo que deja' en la oscuridad aquello que será per-
fectamente precisado), no sólo es una realidad muy particular, superior, sino
también homogénea a las otras. El hombre recibe un privilegio exorbitante del
hecho de que, en última instancia, no haya ser ni ente más que relativamente
a él, para él y por él, en tanto constituye la condición apriórica de posibilidad
de toda experiencia y, de este modo, de todo aquello que es y pueda ser, al
menos para nosotros.
Al ser identificado con ese sujeto, el hombre, aparece como un súper-ente
al que todo aquello que es le confía su ser; ser del cual, desde ese momento,
el sujeto dispondrá, aunque no a su antojo (pues en ese caso también podría
no disponer, respetarlo, temerle, etc.), sino, como su condición ontològica
ineluctable e insuperable, como ob-jeto cuyo ser es el Sujeto.
Siguen entonces ciertas famosas descripciones cuya inútil reiteración evita-
remos al lector, excepto para incluir una observación. Estas descripciones son
las de nuestro mundo, las de la depredación de la Tierra por la Técnica. Esta

37
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

última, consiste en la sumisión incondicional al hombre -vuelto Sujeto-, del


Todo del ente vuelto el ob-jeto, el ob-jeto del sujeto dispuesto frente a él y por
él, y por tanto, disponible y sin otro fin que esta puesta a disposición, gravable
y sujeto a prestación personal como el siervo de este nuevo Señor.
No preguntaremos aquí cómo una ilusión puede poseer semejante poder.
Cómo la ilusión en virtud de la cual el hombre se toma por el sujeto y Señor de
las cosas, puede determinarlas globalmente en su realidad efectiva, cómo puede
conferirle el ser a todo lo que es. Ot;os problemas más urgentes nos requieren.
El rasgo común a todas las críticas del sujeto a que aludimos, no es el de
consentirle a la ilusión del Sujeto la extravagante capacidad de cambiar la faz de
la tierra (esta concepción totalmente ilusoria de la ilusión es propia de Heide-
gger, las otras críticas del sujeto ven en él sólo una ilusión sin consecuencias, o
seguida de efectos puramente ilusorios, «ideológicos», como dicen), sino, lo que
es aún más grave, no saber nada sobre el ser de ese sujeto que se va a despedazar
y, en el mejor de los casos, equivocarse totalmente a su respecto. Es menester,
pues, que nos hagamos dos preguntas: 1) ¿Cuál es el ser de este sujeto que se
debe eliminar, «evacuar» de la problemática? 2) ¿Quién, impugnando a la \ ez
el derecho y la existencia de tal sujeto, el derecho del hombre a identificarse
con él, procede a su eliminación?
Al menos dos veces, el sujeto fue tema de una problemática explícita en la
historia del pensamiento moderno. Los dos filósofos que corresponde nombrar
aquí. Descartes y Kant, son justamente los más grandes, aquellos cuya influencia
fue determinante y dieron al concepto de sujeto un sentido riguroso; por ello,
cualquier crítica que se dirija a este último, sin exponerse a la luz de los aná-
lisis fundadores de las Meditaciones y de la Crítica de la Razón Pura, carecería
de sentido. Por varias razones, una de las cuales se expondrá a continuación,
comenzaremos por el segundo.
Cómo no detenernos, en efecto, ante una situación conceptual extraordina-
ria: precisamente en Kant, quien refiere el ser de todo ente al Sujeto, es donde
éste se vuelve objeto de una contestación radical que terminará por denegarle
todo ser posible. Dicho de otro modo: en el preciso momento en que la filoso-
fía se concibe claramente como filosofía del sujeto, se le escapa el fundamento
cuya elucidación persigue de modo sistemático, y que ella se da explícita y
temáticamente, y, eludiendo sus redes, cae al vacío de la inanidad.
No podemos olvidar, en efecto, cómo los ricos desarrollos de la Analítica,
semejantes a un nudo repentinamente distendido, acaban por perderse en el
desierto de la Dialéctica. Ahora bien, esa singular inversión del positivo en ne-
gativo, se produce cuando llega el momento de preguntar por el ser del sujeto

38
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

mismo, cuando se trata de saber si tal sujeto existe y, de existir, en qué consiste.
La Crítica del Paralogismo de la Psicología Racional es, de hecho, la crítica ra-
dical del ser de ese sujeto; todo lo que se puede afirmar de ese ser encierra un
paralogismo, y, si pese a todo, fiaera necesario hablar de él, sólo se podrá decir
que es «una representación intelectual».
Esto significa que yo pienso (dado que se trata del cogito), equivale a «yo
me represento que pienso»; también significa que el ser del sujeto es asimilado
al objeto de una representación, objeto que, por un lado, presupone ese sujeto,
y por otro, por ser representado, no contiene nunca por sí mismo la realidad,
del mismo modo que el hecho de representarse un thaler, no implica necesa-
riamente que se tenga uno en el bolsillo. Así, el fundamento ontològico de
cualquier ser concebible, padece de una indigencia ontològica innata que nos
prohibe atribuirle algún ser a él mismo. Quiérase o no, es lafilosofíadel sujeto
la que planteó contra éste la más grave objeción, hasta volver problemática
su simple existencia. Sin duda, Kant no elimina de la problemática el Sujeto,
como los pedantes de hoy, pero lo reduce a «una simple proposición», sobre la
que, a lo sumo, nos concede el derecho de pronunciarla, y ello, sin dar la más
mínima razón.
Es necesario que ahora atendamos a nuestras dos preguntas: ¿qué sujeto se
encuentra arrojado fuera de la existencia y por quién? El sujeto arrojado fuera
de la existencia es el sujeto de la representación. Estos dos términos, «sujeto»
y «representación», son tautológicos. «Sujeto de la representación» no designa
una cosa que, por añadidura, dispondría de la facultad de representarse (lo
que fuere). Que según la crítica de los paralogismos el sujeto no sea una cosa,
que no sea un ente entre los otros, por privilegiado que éste fuera, significa:
el sujeto no es más que la representación, el puro hecho de poner delante, en
tanto apertura de un Afuera que es el mundo como tal. El sujeto no se opone al
objeto, sino al ente. Él es quien hace del ente un ob-jeto, algo que está puesto
delante, re-presentado. El sujeto es el ser-representado considerado como tal,
el hecho de ser representado;, no el ente, sino el ente en su condición de ob-
jeto, la objetividad como tal, su despliegue. La subjetividad del sujeto de la
filosofía del sujeto es la objetividad del objeto. La prueba es que el análisis que
desarrolla Kant de las estructuras de ese sujeto, es el análisis de las estructuras
de la objetividad (el espacio, el tiempo, la causalidad, etc.).
Pero, ¿por qué despliega el sujeto el Afuera de la objetividad, la representa-
ción?, ¿por qué lleva el ente a la condición del ob-jeto, del ser-representado? Para
que se muestre y sea algo más bien que nada; para hacer de él un fenómeno. La
representación es la esencia de la fenomenalidad. Esto es lo que Kant también

39
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

denomina: la conciencia, el yo pienso, la experiencia, es decir, la experiencia


pura, la condición de toda experiencia posible. Por lo tanto, para Kant, yo
pienso = la manifestación pura = la representación pura = la conciencia pura
= la experiencia pura = la representación. Si la experiencia es quien da el ser a
toda cosa, entonces la representación es la esencia del ser.
El sujeto arrojado fuera de la existencia, fuera del ser, es la esencia del
propio ser comprendido como la estructura de la representación. ¿Por quién
es arrojado este sujeto fuera del ser? Por sí mismo. Esto es lo que demuestra
toda la Crítica de la razón pura. En tanto el sujeto encuentra su esencia, su
ser, en la estructura de la representación y se identifica con ella, resulta im-
posible conferirle algún ser. En efecto, la estructura de la representación es,
por una parte, la intuición, y por otra, el concepto y, según las afirmaciones
explícitas de Kant, no poseemos ninguna intuición del yo pienso, y tampoco
algún concepto de él, de modo que nada podemos saber acerca suyo. Esto
significa: el yo pienso no es un fenómeno para nosotros y tampoco puede
serlo. La deconstrucción del sujeto por la filosofía del sujeto, es una autodes-
construcción, una autodestrucción. Aplicando sus propias presuposiciones a
la esencia del sujeto, a la esencia del ser, la filosofía del sujeto ya no encuentra
ai sujeto ni ser.
La autodestrucción histórica de la filosofía del sujeto fue expuesta aquí
-por somera que esta exposición haya sido— sólo por implicar al menos una
consecuencia decisiva: la esencia del sujeto, es decir, del ser, no puede consistir
en la representación, pues ésta, no descansa sobre sí misma y no puede fun-
darse ella misma, dado que, si es cuestión de la plena concreción de un ser que
exista efectivamente, que verdaderamente sea, en ese caso, ser no quiere decir
ser representado. ¿Qué quiere decir entonces «ser»? ¿Existe alguna esencia del
sujeto que no sucumba bajo sus propias presuposiciones, que no sea entregada
a la nada por su propio principio? O, por decirlo de otro modo, esta vez desde
un punto de vista epistemológico: ¿Existe alguna filosofía del sujeto capaz de
pensar un sujeto diferente de la representación y cuyo ser, por ende, no se
destruya a sí mismo?
El fundador de la filosofía del sujeto y, según se dice, también del pensa-
miento moderno, es Descartes. Dos rasgos decisivos caracterizan la problemá-
tica de Descartes en cuanto al sujeto, dos rasgos cuyo alcance ahora estamos
en condiciones de percibir. El primero de ellos, es que se trata de un intenso
esfuerzo por poner en duda el ser del sujeto, por derrumbarlo y, en el límite,
por negarlo, tentativa sin ejemplo, sin precedentes y sin continuación. En las
dos primeras Meditaciones, lo que se pone en tela de juicio es el ser del sujeto y,

40
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

con elio, el ser en lo que le es más propio. Cualquier interpretación que apunte
a reducir el alcance ontològico de la problemática cartesiana, asimilando el
ser de ese sujeto a un ente, o incluso a un súper-ente, es un sinsentido. Pues
Descartes no se pregunta primero con qué tipo de ser se las ha en el caso del
sujeto -el cogito-, sino pura y simplemente, si éste es, y para ello, cómo es:
Descartes examina el cómo de todo ser posible en general y, por consiguiente,
su esencia pura.
El segundo rasgo de la problemática cartesiana del sujeto, es que la
fundación del ser del sujeto, es decir, el reconocimiento de aquello por lo
que éste es, presupone a título de condición ineludible, la puesta fuera de
juego de la representación, a saber, en primer lugar, la puesta fuera de juego
de todo lo que es representado o sea susceptible de serlo y, en segundo lugar,
la puesta fuera de juego de la propia estructura de la representación. Pues
sólo puedo dudar globalmente de todo lo que es representado o represen-
table, del mundo sensible y del inteligible, si la representación misma en
general es dudosa.
Si lo que veo con evidencia en la luz de la representación -que 2+3=5, o
que «si pienso es necesario que sea»- puede y debe considerarse falso, como lo
considera Descartes, entonces lo falaz es el medio de la representación como
tal, la luz en la que me represento todo aquello que me represento, tanto las
cosas de este mundo como las verdades eternas.
La problemática cartesiana del sujeto se presenta entonces como una re-
ducción. Se trata de saber qué es lo que puede subsistir, es decir, ser; cuando la
representación fue puesta entre paréntesis cuando «ser» no es ni el todo ni una
parte de lo representado o de lo representable, y tampoco la representación,
cuando ser no es por la representación. Este trazo hecho sobre la representación
-dicho sea de paso— recuerda la situación que encontrábamos en el análisis del
paralogismo de la psicología, y en este caso, queremos decir del paralogismo
de Kant y no del que se le atribuye a Descartes. Pues si al preguntar por la
representación -por el ser del sujeto-, ésta flota en el vacío y es solamente una
mera forma carente de contenido, una simple expresión, y ni siquiera un con-
cepto —según las propias palabras de Kant—, esto se debe a que ella no es por
la representación, es decir por sí misma, sino solamente sobre el fondo de su
anti-esencia, de la anti-esencia de la representación, que es la esencia del sujeto.
Veamos de qué modo presenta Descartes la anti-esencia de la representación
como esencia del «sujeto».
Esta presentación se realiza de manera abrupta pero irrefutable en el artículo
26 de las Pasiones del Alma. Descartes practica allí, repentina y nuevamente.

41
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

la epoché radical del mundo; imagina la situación de un hombre que duerme


sumido en su sueño. Si sueña, todo lo que se representa en ese sueño es ilusorio,
es decir, no es. Pero, si en ese sueño experimenta una tristeza, una angustia, un
sentimiento cualquiera, este sentimiento es de modo absoluto pese a que se trate
de un sueño, pese a que la representación sea falsa. Este sentimiento no es, pues,
por la representación, sino, independientemente de ella. Esto quiere decir: es,
sin ser puesto delante, sin ser representado y a condición de no serlo, dado que
la representación es falsa.
Pero si el sentimiento no es puesto como es puesta la representación, esto
es, mediante una acción, ¿de qué modo adviene entonces al ser? Si poner
significa poner como pone la representación, es decir, mediante una suerte de
acción inscrita en la dehiscencia de un primer Afiiera y posibilitada por él, en
ese caso, el sentimiento no es puesto. Por no ser puesto, Descartes lo llama
pasión, determinando así de entrada a su ser por un sufrir ajeno a cualquier
acción y, ante todo, a cualquier Afuera. ¿Cuál es ese sufrir que no es el sufrir una
realidad ajena o una exterioridad, sino el sufrirse a sí mismo, el sentimiento?
¿Cómo sufre el sentimiento su propio ser, con vistas a ser de modo absoluto e
irrefutable? Lo hace en su afectividad y por ella.
Pero si la afectividad, el sufrirse, el hacer la experiencia de sí inmediatamente
y sin distancia, define el ser del sentimiento, en este caso, el ser de todo ser que
subsista, que sea, aun luego de la reducción, cuando la representación ilusoria
fue eliminada, entonces, esta efectividad, este pathos -diríamos-, por el que
todo ser es originaria e incondicionalmente, es asimismo la esencia del sujeto,
su subjetividad, y la esencia de todo ser posible.
Tan sólo cuando la filosofìa del sujeto retorna a la esencia original de la
subjetividad y del ser, como por un momento ocurrió con Descartes, el «sujeto»
puede volverse tema de una discusión filosófica. ¿Es preciso subrayar aquí lo
que habíamos indicado brevemente al principio de este estudio: que a través de
las diversas formas históricas que desde hace un siglo ha venido asumiendo, la
crítica del sujeto se ha desarrollado en la cuasi completa ignorancia de aquello
de que hablaba o creía estar hablando?
La equivocación más impresionante es la de Heidegger, quien identifica
de manera explícita y reiterada el «yo pienso» con un «yo me represento». Se
podría considerar que todo gran pensamiento tiene el derecho de interpretar
a su manera a aquellos que lo precedieron, y que incluso es éste su aporte; se
podría considerar que por inapropiada que fuera la crítica de la representación
para el cogito cartesiano, no deja de tener un valor eminente como pura crítica
de la representación, la cual, en todo caso, dominó el kantismo, y a través de

42
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

éste, todo el idealismo moderno. Pero nuestro propòsito es el del sujeto, y la


problemática heideggeriana que sirvió de fundamento, declarado o no, a toda
la crítica actual del sujeto, no evitò con ello perder toda posible significación
filosófica en cuanto al ser de ese sujeto.
Sin embargo, en lo que se refiere a la representación, sería igualmente
posible preguntarse por la proveniencia de tal crítica. ¿Es verdaderamente la
estructura de la representación lo que está en tela de juicio, lo que la crítica
realmente alcanza? Sí, en el sentido de que impugna el derecho que tiene un
sujeto que se erige como el Sujeto, de reducir al mismo tiempo el todo del ente
a la condición de ob-jeto para él, arrojado frente a él, por él y, así, ante él, puesto
a su disposición y explotable hasta ya no ser sino el objeto de esa explotación,
como sucede con la técnica moderna.
Pero el echamiento oponente del ente como objeto del sujeto, no se pro-
duce ex nihilo, debe ser posible, debe ser. ¿Qué ser, quiero decir, qué suerte de
ser le permite llevarse a cabo, poner delante de sí, oponer a sí y de esta forma
representarse todo aquello que se re-presenta? Qué ser sino el propio ser heide-
ggeriano, la trascendencia de Sein undZeit, el Dimensional extático de la Carta
sobre el Humanismo, el Ereignis de la últimafilosofía?En todo caso, un ser cuyo
ser, cuyo llegar al ser, cuyo hacer llegar al ser, consiste en el despliegue original
de la exterioridad y es idéntico a él; y ello, porque ser quiere decir aparecer, y el
aparecer en ese despliegue y por él, como la exteriorización de la exterioridad,
como la Apertura del Abierto que es la luz del mundo y el mundo mismo. Tan
sólo la representación se realiza en esta apertura y, precisamente, como uno de
sus modos de realización, su luz es la luz del mundo, su ob-jeto el fenómeno
griego, aquello que brilla en esa luz y se da a nosotros sólo en ese relucir. Tal como
Heidegger comprende el ser, la esencia de la representación es su nacimiento,
y la crítica de la filosofía del sujeto su simple e inútil repetición.
Algunos dirán que el ente griego no es en la representación y por ella. Pero
el ente griego es por el mismo ser por el que será la representación y entonces,
todo lo representado en ella. El hombre griego no se representa un objeto
{Gegenstand), no lo arroja ante sí como el Sujeto que él mismo no es. El griego
pertenece al Todo del ente, y lo deja venir a sí como lo que le adviene, como su
«en frente» {Gegenüber). Pero en el Gegenübert€\n^ el mismogegen que aquél sobre
cuyo fondo se alzará la representación, el gegen que posibilita el Gegenstand.
Lafilosofíade Heidegger es una aceptación, es más, una afirmación explícita
de la identidad última entre la esencia del ser y, sin duda, no la representación,
pero sí su esencia. La filosofía del sujeto es la metafísica de la representación.

43
TRADUCCIÓN MARIO LIPSITZ

y ésta se inscribe en la historia de la metafísica occidental. Pero la historia de


la metafísica es la historia del ser mismo. Es el ser quien se destina a nosotros
como la physis de los Griegos, o la idea de Platón, o la perceptio de Descartes,
o la representación de Leibniz o de Kant, la voluntad de poder de Nietzsche o
la Técnica moderna. No es la filosofía del sujeto la que se equivoca, sino el ser
quien la induce a error. La crítica heideggeriana del sujeto reducido a sujeto
de la representación y, por lo tanto, a la representación, no sólo deja escapar el
ser verdadero del sujeto, en tanto que éste no puede pensarse más que contra
la representación, contra cualquier Diferencia, sino que además, es doblemente
absurda, pues no tiene nada que oponerle al ser de ese sujeto que impugna,
salvo el propio ser de ese sujeto, y porque, si pese a todo existe una equivoca-
ción en cuanto a la verdadera naturaleza de ese ser, y así, del ser mismo, esta
equivocación se origina justamente en el propio ser, es una de las pasadas que
se complace en jugamos o que se juega a sí mismo.
En Freud, la crítica del sujeto sigue siendo ingenua, aunque con todo, al
permitir que se abran nuevos caminos, al menos muestra ser más útil. En cierto
':entido, también ella consiste en una simple e inútil reiteración. El sujeto que
Freud critica es el sujeto de la representación, lo que él llama la «conciencia»; y
lo hace con razón, si la estructura de la representación es la de la fenomenali-
dad, su esencia, y si la conciencia no designa sino esta esencia pura, no lo que
es consciente, sino el hecho de ser consciente, la cualidad de ser consciente, o,
por emplear sus propios términos, la BeivuQtheit. Es notable que, para justificar
lo que va a constituir el dato inicial de todos sus análisis -«...el hecho de ser
consciente... es el punto de partida de todos nuestros análisis»^-, Freud recurra
explícitamente a la tradición filosófica, a lo que ésta entiende por «conciencia».
La tradición, es decir, lafilosofíamoderna, así como para Freud la de un pasado
aún más lejano, entienden por conciencia precisamente la representación; y
esto Freud nos lo dirá claramente.^
La problemática mediante la que Freud apunta a demostrar la existencia de
un inconsciente puede resumirse de la siguiente manera: lo inconsciente existe
incontestablemente, porque existe lo no representado. Existen, por ejemplo,
recuerdos en los que ya no pensamos más. ¿Qué se ha hecho de ellos? ¿Dónde
permanecen mientras esperan el «recuerdo» que los volverá nuevameñte cons-
cientes? En el inconsciente, evidentemente. En este inconsciente necesariamente
permanece todo aquello que es representable -todo aquello que es-, pero que no

^Introducción al psicoanálisis. Imago Publisching Co., Londres, tomo XI, p. 288.


^ Cf. infra, p. 98.
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

está actualmente representado. El inconsciente se define entonces relativamente


a la conciencia entendida como representación. La no fenomenalidad pretende
reemplazar la fenomenalidad entendida como apertura de un Afuera, y definir
en su lugar la ley del ser. El sujeto consistente en el «yo me represento» se ve
expulsado de la problemática, es decir, ya no puede pretender reducir todo su
ser a su fenomenalidad, a su «conciencia», a su «yo me represento», puesto que
hay montones de cosas en su propio ser que él no se representa, por ejemplo,
la totalidad de sus recuerdos de infancia, etc.
Decíamos que ese sujeto estaba excluido de la problemática: esto es inexacto.
En la medida en que comprendo mi ser como el «yo me represento» y, entonces,
«me represento lo que soy», me es forzoso admitir que no me represento todo lo
que soy, que mi conciencia no es coextensiva con mi ser, que hay inconsciente
en mí, que no soy el amo de mi propia morada. Lafilosofíadel inconsciente es,
en este caso, una secuela de la metafísica de la representación a la que pertenece.
Esto se hace aún más evidente si hacemos una segunda observación:
Aquello que no es consciente por no ser representado, puede volverse
consciente por ser representable, como por ejemplo ocurre con los recuerdos de
infancia. El inconsciente continúa designando tan sólo la virtualidad de lo que,
en su actualidad, sería consciente, representación. El inconsciente no se opone
a la representación, sino que, por el contrario, la designa como ley de todo lo
que es, como su fenomenalidad imprescriptible. Pero resulta que, bajo esta ley
y dentro de semejante concepción de la fenomenalidad del sujeto, casi todo lo
que es, le escapa al sujeto y a esta fenomenalidad, es «inconsciente».
Hay una concepción de la terapéutica psicoanalítica que se funda en esta
metafísica de la representación: se trata de tomar conciencia, de traer a la actua-
lidad de la representación un no consciente que le es secretamente homogéneo
y que, por esta razón, puede transformarse en ella, un inconsciente constitui-
do por «representaciones inconscientes», es decir, aún no representadas que
-ontològicamente cuando no existencialmente-, no quieren más que serlo.
El pensamiento clásico esperó con su más cordial enhorabuena la llegada del
psicoanálisis.
Muy distinto es el sujeto que se nos aparece, cuando comprendemos que no
sólo permanece irrepresentado, sino que, además, es irrepresentable, y que su ser
originario no es la representación, sino su anti-esencia. Con este sujeto, ya en-
trevisto por Descartes, viene a toparse Freud cuando encuentra un inconsciente
que ya no es provisorio, que ya no es una fase de la historia de la representación
susceptible de acabar en ella, en la actualización de su plena esencia. La historia
de nuestras representaciones remite a una fuerza que justamente les permite

45
TRADUCCIÓN M A R I O LIPSITZ

actualizarse o se lo prohibe. Pero esta fuerza es irreductible a una representación.


Ella se ciñe a sí misma en una inmediación tan radical, y en esta inmediación
se sume en sí de modo tal, que ya no hay lugar para alguna Diferencia o alguna
distanciación merced a la cual se pueda percibir, re-presentar, ser consciente de
sí misma, bajo el modo de la representación.
Es entonces, en este decisivo alejamiento respecto de la metafísica de la re-
presentación, en el preciso instante en que descubre la dimensión más originaria
del ser -la fuerza irrepresentada e irrepresentable que secretamente gobierna
toda representación-, que Freud vuelve a sucumbir a las presuposiciones de
esta metafísica. Pues la manifestación, la experiencia pura, la conciencia pura,
sigue siendo identificada con la representación, y continúa definiéndose por
ella, de modo que lo que le escape, le escapará a cualquier conciencia posible,
es en sí inconsciente.
Así, el sujeto es reconducido a su ser verdadero, al ser que significa apare-
cer, pues, como decía Nietzsche, «¿qué puedo decir de un ser, que no consista
en enunciar los atributos de su apariencia?»®, sólo para verse inmediatamente
despojado de su propio ser y de lo que en general podría conferirle algún sentido
a su concepto. Pues el sujeto no es sino esto: lo que haciendo que aparezca el
aparecer, hace al mismo tiempo ser a todo lo que es.
El objeto de la crítica del sujeto no es la promoción de su retorno, como si
se tratara del retorno de una realidad ya pasada que, cansada del olvido, aspira
a desempeñar nuevamente su papel en la escena filosófica. Lo que esta crítica
nos mostró, es precisamente que el ser del sujeto nunca fue reconocido; no
anuncia pues, su «retorno», sino, su primera venida.
Pero entonces una pregunta se torna inevitable: ¿acaso Descartes no había
percibido ya el ser del sujeto -entreapercibido, habíamos dicho- en su pecu-
liaridad, como la anti-esencia de la representación? ¿Cómo explicar que toda
(o casi toda) la filosofía que le siguió, con Heidegger en último lugar, se haya
equivocado tan groseramente con el cogitó^. ¿No será que esta equivocación se
produjo en el mismo Descartes por una suerte de azar desafortunado, o tal vez
por razones de esencia?
La filosofía es un enfoque de la realidad que habitualmente se toma por la
realidad, confundiendo el proceso del pensamiento con el de la realidad. En
lo que se suele llamar el cogito, debemos reconocer el proceso del pensamiento
desarrollado en las dos primeras Meditaciones bajo la forma de una serie de
implicaciones y proposiciones con forma de texto y concluyendo en una evi-

^ Le Gai Savoir, en Oeuvres Philosophiques Completes, Gallimard, París, 1971, p. 79

46
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

dencia, a saber: que si pienso, es necesario que sea. El cogito pasa entonces por
una evidencia, es decir, por la forma acabada de la representación. Pienso, quiere
decir pienso que, pienso que pienso, me represento que pienso, me represento
que me represento, etc.
En tanto que evidencia, el cogito designa entonces la primera verdad, y el
prototipo de toda verdad. Al adentrarse desde antes del final de la Segunda Me-
ditación en un género de problemática que apunta a fundar el conocimiento,
y a través suyo, la ciencia, y al hacerlo sin subrayar la ruptura con lo que lo
precede. Descartes se hace en parte responsable de los malentendidos que
se anuncian. De ahí el vago malestar que aqueja a esta teoría trascendental
del conocimiento que habrá de regir el pensamiento moderno: ¿Cómo el
cogito, proveniente de la crítica radical de todo tipo de evidencia, puede ser él
mismo una evidencia, y, lo que es más, una evidencia «cierta», y a tal punto,
que todo descanse sobre ella? El último recurso que queda es considerar el
cogito como un texto, y someterlo a algún tipo de análisis lógico o histórico,
a fin de descubrir sus fallas, sus presuposiciones inconscientes, o a apreciar
sus dificultades.
Si lo consideramos ahora como designando la realidad, y ya no su manera
de verla o de conocerla, el cogito no tiene nada que ver con un proceso de pen-
samiento, ni tampoco con el pensamiento mismo, y aún menos con el texto de
las Meditaciones. Cogito significa muchas cosas, salvo yo pienso. Cogito designa,
en todo lo que aparece, o más bien, en el aparecer puro (que Descartes llama
pensamiento), lo que se aparece inmediatamente a sí mismo. Subjetividad es la
inmediación patética del aparecer, en tanto que auto-aparecer, de manera que
en ese abrazo patético del aparecer en su aparecerse original, ningún aparecer
-como el aparecer extático del mundo- aparecerá jamás. Así, por ejemplo, puedo
ver todo lo que veo, sólo en la medida en que me lo re-presento sobre el fondo
del ek-stasis del Mundo. Pero esta apertura extática no habría de aparecer, si
no se auto-afectase en el propio movimiento de su éxtasis. Esta auto-afección
del ek-stasis es sustancialmente diferente de su afección por el mundo: la se-
gunda consiste en la Diferencia que la primera excluye. Sentimus nos videre,
dice Descartes contra la duda hiperbólica. Pero, habiendo considerado que el
ver es dudoso, esto se entiende únicamente si no existe ningún ver en el sentir
originario por el que el ver se siente viendo. El ver no es, no aparece, sino a
condición de un no ver.
Frente a la fenomenalidad efectivizada de ese no-ver. Descartes retrocede.
Mientras que siempre -en la pasión, en la sensación, en el ver mismo-, Des-
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

cartes se refiere a la afectividad corno inmediación, como esencia originaria de


la subjetividad, la interpretará, por el contrario, como un disturbio que le es
ocasionado por una causa ajena. ¿Por qué? Porque el pensamiento es la luz, la luz
de la representación, la luz del mundo, la luz donde brillan las cosas y sus figuras
geométricas, la luz griega. Desde su comienzo, desde su acta de nacimiento, la
abortada filosofía del sujeto lleva inscrita la tara que todas las críticas del sujeto
irían a desarrollar y llevar a su punto extremo: el objetivismo absoluto, ya sea el
ingenuo objetivismo de las ciencias y, en particular, el de las ciencias humanas,
o el ek-stasis del ser, que sin que lo sepan, les sirve de fundamento.
Esta es en todo caso la enseñanza que aporta la crítica del sujeto, en tanto
que simple reiteración de lo que ella misma critica. A partir del momento en que
esta reiteración se percibe y comprende, lafilosoflíadel sujeto se torna posible.
La filosofía del sujeto no debe avergonzarse de su pasado, aún menos volverse
nostálgicamente hacia él: ella no tiene un pasado. Su trabajo y sus tareas los
encuentra en ella misma y los tiene todavía por delante.

48
VIDA Y PRAX:iS
La evolución del concepto de lucha de
clases en el pensamiento de Marx
La primera tentativa de elaboración temática del concepto de clase se
produce, en Marx, como extensión inmediata de la crítica de la religión, tal
como puede verse en los textos del 44 y, en particular, en la introducción
de la Contribución a la critica de la filosofía del derecho de Hegel. Tras haber
comprendido la religión, en la vía de Feuerbach, como el universo de la
ilusión y de la irrealidad, como el complemento imaginario del mundo
real, la crítica de la religión posee la significación de reconducirnos a éste,
es decir, a la realidad, que no es sino la sociedad. El análisis de la sociedad
nos sitúa ante sus constituyentes reales: las clases o, más bien, una de ellas,
el proletariado.
El filósofo que se interese en esta transición de la crítica de la religión al
mundo real de la sociedad y de sus clases, no dejará de sorprenderse. En efecto,
ocurre que, según las palabras del mismo Marx, lo que se toma en cuenta no es
el mundo real social, sino, por el contrario, su expresión teórica; no «el original»
sino una «copia»;' y esto, por tratarse de Alemania, caracterizada en el plano
social por su arcaísmo, mientras que sólo se mantiene al mismo nivel que los
otros pueblos -el nivel del presente- en virtud del radicalismo de su filosofía;
radicalismo que se expresa, precisamente, a través de la crítica de la religión. Por
consiguiente, al ir de la crítica de la religión a la sociedad alemana de principios
del siglo XIX, se va en realidad de la crítica de la religión a la filosofía alemana
de la crítica de la religión.
Marx se evade de este círculo porque la teoría alemana -lo único que en
Alemania es revolucionario- debe volverse el principio de transformación
de la sociedad alemana. La crítica de la religión es la pregunta alemana a
la que debe responder la realidad alemana; es la teoría a la luz de la cual la
sociedad -de hecho el proletariado— debe ser construido a priori. Sólo en-
tonces, la práctica alemana resultará adecuada a la teoría, la realidad podrá
aunarse con el pensamiento, y el proletariado y la filosofía se identificarán.
' Oeuvresphilosophiques, traducción al francés J. Molitor, edición de Alfred Costes, Tomo 1, p. 85.

51
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

Dicho de otro modo, la estructura que posee la crítica de la religión ya es


portadora de lo que será la estructura del proletariado, como algo que le
es prescrito a priori.
La estructura de la crítica de la religión es la estructura de la dialéctica. La
religión es una alienación, el devenir otro, la objetivación en Dios de la esencia
del hombre. La crítica de la religión -la teoría alemana- es la supresión de esta
alienación, el retorno a sí de la esencia del hombre.
En tanto se apoya sobre el esquema de la alienación y la supresión de
la alienación, la crítica feuerbachiana de la religión no sólo representa una
formulación empobrecida de los grandes temas de la metafísica alemana,
sino que también está sobredeterminada por ellos y, sin saberlo, los repro-
duce. Por consiguiente, el concepto mismo de dialéctica debiera ser aquí
objeto de una elucidación radical. Esta elucidación habría de revelar su
cuádruple origen: 1) en la alquimia medieval que considera el ente a través
del movimiento interno de su transformación en otro ente; 2) en la teosofía
de Jacob Boehme, que genialmente interpreta el devenir- otro del ente, no
como el de otro ente, sino como el de su ser, como la venida del ente a la
condición de la alteridad y de la objetividad, es decir, como su llegada a
la condición fenomenal de la presencia. La dialéctica recibe ya entonces la
significación ontològica que habrá de tener con Hegel: no designa sino la
estructura de la fenomenalidad y el movimiento por el cual la conciencia
del objeto deviene conciencia de sí; 3) en las concepciones cristianas que
se organizan alrededor del fenómeno central de la fe, a saber, la encarna-
ción y crucifixión de Cristo. Estas concepciones pueden formularse del
siguiente modo: ¿cómo puede Dios alienarse en la condición de horribre,
vaciándose para ello de su sustancia divina y llevando esta alienación a su
punto más extremado, hasta asumir la muerte, y la muerte ignominiosa
reservada a los condenados a muerte, a los esclavos? Observemos que, como
lo han mostrado Cottier y De Negri, esta formulación puede encontrarse
en Lutero, a través de quien se transmite a todo el pensamiento alemán; 4)
por último, el concepto de dialéctica se origina en la vida fenomenològica,
en la dicotomía de su afectividad fundamental, en el paso incesante de sus
tonalidades de una a otra, del sufrimiento al goce. Si observamos las tesis de
Lutero, en particular, aquella que será retomada por Kierkegaard, según la
cual la desesperanza conduce a la salvación, podemos darnos cuenta de que
las concepciones religiosas a las que aludimos no hacen más que expresar
la esencia de la vida.

52
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

En la Introducción de la Contribución a la Critica de la Filosofia del


Derecho de Hegel, el proletariado es precisamente aquella clase que alcanza el
punto extremo de la alienación y del sufrimiento, del sacrificio y de la negación
de sí, y que -cito a Marx- «lleva a cabo la pérdida completa del hombre a fin
de poder reconquistarse a sí misma por el renuevo completo del hombre».'" El
proletariado es el Cristo.
Dos preguntas se imponen: en primer lugar, ¿es posible la coherencia de
los elementos que juntos componen el esquema de la dialéctica, sus elementos
alquímicos, teosóficos, filosóficos, religiosos; o dicho de otro modo, ónticos,
ontológicos y existenciales? A decir verdad, cada uno de los elementos que entran
en ese esquema tiene sentido, pero sólo si se lo refiere a su lugar de nacimiento,
a la dimensión del ser o de la existencia de la cual él es el pensamiento. Por este
motivo somos conducidos a nuestra segunda pregunta: ¿qué puede significar
la transposición, la metábasis de estos elementos del campo para el que han
sido concebidos, a un campo completamente diferente y con el que no tienen
nada que ver? ¿Qué relación puede haber entre estas elaboraciones teóricas,
provenientes de diferentes situaciones y problemas, y la realidad del presente
alemán de 1844?
Ninguna. Por eso es que resulta bastante cómico ver a Marx preocupán-
dose por buscar en esa sociedad alemana una clase susceptible de responder a
las grandes exigencias del esquema dialéctico, una clase capaz de perderse en
una alienación radical para realizar una liberación radical, y de hecho sólo en-
contrar -cito nuevamente— «apenas un egoísmo modesto», «una mediocridad
estrecha y obtusa»,'' en pocas palabras, unas clases que se preocupan por sus
pequeños asuntos y no por aquella revolución total que ronda en las cabezas
de ciertos teóricos radicales de la izquierda hegeliana. A tal punto, que estas
clases revelan ser incluso incapaces de realizar una simple revolución política.
Lo afirma el análisis mismo de Marx: la construcción a priori del proletariado
no corresponde a nada en la realidad.
Y no corresponderá nunca a nada, pues, si el movimiento de la historia, el
desarrollo del proletariado industrial en el siglo XIX, pareció por un momento
ajustarse al esquema dialéctico, esta conformidad no habrá sido más que un
fruto del azar, y el azar -quiero decir el desarrollo propio de la realidad en su
indiferencia a las construcciones de lafilosofíaalemana- no tardaría en demos-
trarlo, como se puede ver en los grandes países industrializados del siglo XX.

• " M , I, 106.
p. 103.

53
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

Cuando se comprende que, por ejemplo, la tesis de la pauperización progresiva


del proletariado sólo es la transposición de una metafisica de la negatividad,
resulta imposible dejar de pensar en tantas disertaciones supuestamente socio-
lógicas, históricas y obviamente «científicas» que hubieran podido ser evitadas
con provecho.
El proletariado de 1844 no designa, pues, la realidad efectiva de una clase
social determinada, sino, en definitiva, la estructura del ser: lo prueba el hecho
de que su estructura, el ritmo de su temporalidad y su modo de desarrollo
no son sólo los suyos, sino también los de la sociedad en su conjunto y de la
historia. Entonces, se descubre ante nosotros esta última prescripción incluida
en el concepto de dialéctica: una realidad no puede realizaría alienándoíí", más
que a condición de ser sustancial y ontològicamente una realidad, de tal manera
que el proceso dialéctico es igualmente el proceso de lo Universal y su modo
de realización. Es por ello que -dicho sea de paso-, si otra clase se presentase
en la sociedad frente al proletariado para impedirle su marcha, esa dimensión
de alteridad y adversidad procedería secretamente de él, y no sería más que su
obstáculo, el contrario requerido para llegar -sólo gracias a esta aniquilación
del negativo y por ella- a la plena realización de sí. A título de ejemplo, citemos
esta sentencia de la introducción de 1844: «Para que una clase sea la clase de
la emancipación por excelencia, es necesario que, inversamente, otra clase sea
abiertamente la clase de la esclavitud».'^
Estas interpretaciones románticas y mesiánicas -aberrantes en todo caso,
pues se apoyan en la metábasis y resultan de ella- serán rechazadas por Marx
entre fines de 1844 y la primavera de 1845. No es que su pensamiento haya
cambiado bruscamente; al contrario, no hace más que continuar su progre-
so interno obedeciendo una teleología que lo anima desde el comienzo. Lo
que define a esta teleología es la realidad; y si por un momento Marx creyó
encontrar en Hegel, y luego en Feuerbach, una correcta aproximación de la
realidad y se apropió, sobre todo en el 44, de sus problemáticas y conceptos,
los iría a desechar poco tiempo después, al comprender que una ontología de
lo Universal o de su sustituto feuerbachiano -el Género Humano- y su pro-
ceso de auto-realización bajo la forma de auto-objetivación en la Sociedad y
en la Historia, lejos de constituir la esencia de la realidad, la deja escapar por
principio. Y ello porque la realidad, al residir en la vida, en la praxis subjetiva
del individuo, elude toda forma de universalidad objetiva, ya sea que ésta se
realice en el pensamiento o en la intuición.

54
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

Ahora bien, junto con una ontologia de tipo hegeliano, vacila también el
conjunto de totalidades trascendentes que se apoyan sobre ella; a saber: la histo-
ria, la sociedad, su estructuración dialéctica idéntica al proceso de objetivación,
y sus diferenciaciones internas, por ejemplo, las clases. Estos conceptos ya no
pueden cumplir la función de principios explicativos y, en esta medida, serán
eliminados del pensamiento de Marx.
La crítica del concepto de sociedad es radical. Toma como blanco a Proud-
hon, quien reprochaba a los economistas el no haber comprendido la sociedad
como una realidad sui generis, como una realidad general y como tal, como un
«ser colectivo» con leyes y estructuras específicas y, en consecuencia, diferentes
de las determinaciones y leyes individuales, Marx responde a estas tesis, que
desde entonces han hecho fortuna, con términos que bien valen una cita: «Nos
parece adecuado oponerle el pasaje siguiente de un economista norteamericano
que reprocha a los otros economistas exactamente lo contrario: la entidad mo-
ral {the moral entity), el ser gramatical {the gramatical bein^ llamado sociedad
ha sido investido de atribuciones que únicamente tienen existencia real en la
imaginación de aquellos que de una palabra hacen una cosa»,'^
La sociedad, pues, será sólo una palabra, siempre que se pretenda ver en ella
una realidad distinta de la de los individuos que la componen y que, según Marx,
constituyen su ser efectivo. Plantear una realidad social, específica y general,
más allá de los individuos, significa hipostasiarla, o «tratar a la sociedad como
a una persona»; «sociedad —continúa Marx—, que no es en absoluto la sociedad
de las personas, pues posee sus leyes particulares que no tienen nada en común
con las personas de las que se compone la sociedad, y por añadidura tiene su
"inteligencia propia", que no es la inteligencia del común de los hombres, sino
una inteligencia que desconoce lo que es el sentido c o m ú n » , d e modo que
-concluye Marx-, «la vida de esta sociedad sigue ciertas leyes que se oponen a
las que hacen actuar al hombre como individuo».'^
Esta crítica radical dirigida contra Proudhon en el 47 no es accidental,
sino prescripta por la filosofía de la praxis y prolonga la crítica del 45 contra
Stirner, a quien Marx reprochaba precisamente el transformar «mediante unas
comillas» a todos los individuos «en una persona, la sociedad como persona,
como sujeto».

Bibliothèque de la Pléiade, I, p. 62.


''Ibid.
Ibid., p. 63
•^Costes, op. cit., VII, pp. 200-201; Ideologie Allemande, Ed. Sociales, p. 232.

55
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

La crítica es tanto más notable cuanto que cuestiona el supuesto individua-


lismo de Stirner, quien en realidad, está operando la hipóstasis de la sociedad
del mismo modo que el materialismo al que cree oponerse, y que como éste, es
llevado a instituir la oposición ingenua por excelencia, la oposición del individuo
y la sociedad. Poco importa entonces que se intente resolver esta relación con-
flictiva en favor de una parte o de la otra. La determinación del individuo por la
sociedad que viene a reemplazar la relación quijotesca de Stirner (éste pretendía
rechazar la santa sociedad), también presupone la exterioridad recíproca entre
ambos términos y la trascendencia de la sociedad que Marx rechaza, puesto que
recusa la existencia de esta última como realidad unitaria, como término posible
de una relación. No es porque la sociedad es depravada que los individuos lo
son. No es porque ella está determinada de cierta manera que sus individuos
también lo están. Por el contrario, los individuos componen un determinado
tipo de sociedad porque viven, trabajan y coheren de tal o de tal otra manera.
Una relación entre la sociedad-que no existe- y el individuo, es imposible por
principio. Sólo puede ser tematizada la relación de los individuos entre sí.
La crítica de la Historia, expresión de la misma transformación en el pen-
samiento de Marx, no es menos radical.
En 1844 Marx afirmaba: «La historia no hace nada a medias». Algunos
meses más tarde escribiría: «La historia no hace nada». La Historia no consti-
tuye ninguna barrera para darse luego el gusto de derribarla; tampoco practica
la ironía ni anda con rodeos; no atraviesa múltiples fases para llevar una vieja
forma social hasta su última morada, ni agota el ser de lo posible para depositarlo
finalmente como un envoltorio vacío sobre el trayecto que había seguido; no
hace justicia ni es un tribunal; no crea tragedias ni comedias, ni algún teatro
donde la verdad pueda ser representada; no prueba nada, y tampoco lleva a
cabo la realización del género humano o la de la fenomenología del espíritu. Y
no hace nada de esto, por el simple hecho de que la Historia no existe, pues no
es -cito a Marx- «una persona aparte, un sujeto metafisico cuyos individuos
reales son sólo los simples sostenes».'^
La realidad de la historia reside fuera de ella,fiierade lo que nos representa-
mos bajo su concepto, cierto proceso unitario en cuyo seno se objetiva todo lo
que se produce. La realidad de la historia reside en aquello que Marx llama sus
presuposiciones, que son, y no se cansa de repetirlo: «la existencia de individuos
humanos vivientes... los hombres... los individuos reales».'®

'^Z/ï Sainte Famille, Costes, op. cit., II, p. 140; Ed. Sociales, p. 101.
'"Costes, VI, p. 154; Ed. Sociales, p. 45

56
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

Los individuos vivientes no constituyen sólo la realidad empírica de la his-


toria, su contenido efectivo, el conjunto de hechos históricos cuyas secuencias,
estructuras y leyes bastaría entonces describir. Por el contrario, ellos definen
ante todo la condición a priori de posibilidad de la historia, su condición
trascendental -Marx anota «una condición fundamental de toda historia»"
no una simple facticidad, es decir, una simple realidad histórica, sino lo que
ante todo hace que la historia se produzca, su acto proto-fundador. El carácter
proto-fundador de la vida fenomenològica individual reside en su propia esen-
cia, en la repetición de sus determinaciones fundamentales, en la indefinida
reiteración del deseo, de la necesidad y del trabajo. Y esta reiteración, en tanto
que condición siempre presente, presente en cada punto de la historia, en cada
individuo, es lo que hace que la historia se produzca, se produzca necesariamente
—y ahora podemos decirlo— como una historia de la producción y del consumo.
Es en ese sentido que -como lo afirma Marx a menudo- «los hombres hacen la
historia»; no por elegir en un momento dado un régimen republicano en lugar
de una monarquía, sino porque, por su condición de hombres, algo como la
historia existe.
Así como el fundamento de la historia no es histórico, a saber: una rea-
lidad situada en la historia y transportada por ella, sino que es lo simple y lo
permanente constantemente presente en ella y determinándola, tampoco es
histórico el pensamiento que piensa este fundamento; no es una realidad cul-
tural que aparece y desaparece, tributaria de un determinado estado de cosas.
Si llamamos materialismo histórico a la teoría apriórica de las condiciones a
priori de la historia, resulta evidente que éste no tiene nada que ver con una
ideología, y también que toda problematización del pensamiento de Marx como
historicismo o relativismo es un disparate.
Por estas mismas razones, el materialismo histórico tampoco tiene nada que
ver con la dialéctica, con la «lucha de clases», pues, ni las clases ni su oposición,
forman parte de las condiciones que hacen a priori que la historia sea posible y
necesaria. Una proposición como «la historia es la historia de la lucha de clases»
enuncia una simple facticidad, tiene sólo un valor asertórico, y ni siquiera es
exacta en ese plano de la contingencia histórica. En todo caso, es ajena a la di-
mensión de apodicticidad de principio en que se mueve la teoría de la historia.
No es difícil determinar en dónde se origina esta doble ilusión que hizo que
se incluyera el concepto de lucha de clases en el materialismo histórico, y que
pretendió emplearlo para una definición de la historia: en una ontología de

Ibid., p. 165; Ed. Sociales.

57
TR.\DUCCIÓN M A R I O LIPSITZ

lo Universal que sostiene que el ser es una totalidad preexistente a sus partes,
y que, por otra parte, concibe su estructura interna como oposición visible,
por ejemplo, en el proceso de su auto-realización bajo la forma de una auto-
objetivación. En Marx, la oposición, la contradicción, nunca es un comienzo,
pues ella no es una estructura ontològica ni, en consecuencia, un principio de
explicación, sino un hecho contingente.
La crítica del concepto de clase no es, en consecuencia, menos virulenta
que las críticas de los conceptos de historia y sociedad, e interviene en la pro-
blemática de Marx en el mismo momento que aquéllas, el de la emergencia
de la praxis.
Una nota marginal del manuscrito de la Ideología Alemana dice: «Preexis-
tencia de la clase en losfilósofos».El contexto nos muestra que se trata de los
neo-hegelianos, aquellos que pretenden contener la existencia efectiva en una
totalidad objetiva trascendente al individuo, ya sea el Estado hegeliano o la
clase. Lo muestra la continuación de ese pasaje: «La afirmación que frecuen-
temente encontramos en St. Max, según la cual todo lo que cada uno es lo es
por el Estado, es en el fondo la misma que hace del burgués un ejemplar de
la burguesía, afirmación que presupone que la clase de los burgueses ya existía
antes que los individuos que la componen».^" Entre la clase y el individuo,
el problema no es el de una prelación en el orden temporal, sino en el orden
ontològico, y la respuesta de Marx escapa a todo equívoco. La realidad está
definida por la praxis individual, por las determinaciones concretas y efectivas
de la vida fenomenològica, y la realidad de una clase no puede ser sino la de
estas determinaciones fenomenológicas en tanto se hallan en un gran número
de individuos que viven y actúan de manera semejante. Cito aquí a Marx:
«En la clase burguesa, como en cualquier otra clase, las condiciones personales
simplemente se han vuelto condiciones comunes y generales».^' Así se afirma
la tesis de una genealogía de las clases, que ya no les asigna a éstas dentro de
la problemática de Marx el lugar de un principio explicativo, sino el de una
realidad por explicar.
Las determinaciones fenomenológicas individuales que constituyen la rea-
lidad de las determinaciones sociales, no cambian de naturaleza, no escapan a
la esfera de inmanencia radical de la vida por el hecho de volverse comunes a
muchos, generales. Pero es posible representárselas, y entonces, aparecen ante
la conciencia como caracteres objetivos e ideales cuya comprensión y extensión

^"Costes, op. dt., VI, p. 223; Ed. Sociales, p. 92.


Ibid., V i l i , p. 211; Ed. Sociales, p. 394.

58
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

definen las determinaciones de una clase. Marx escribe: «Las relaciones sociales
y personales debían presentarse bajo la forma de condiciones ideales y de rela-
ciones necesarias, puesto que estaban expresadas en el pensamiento».^^
Así nace la ilusión objetivista, según la cual las condiciones sociales son
condiciones «objetivas» y, en última instancia, estructuras que se proponen, por
un lado, como los principios reguladores de todas las singularidades empíricas,
las que su vez, son reducidas a la condición de «elementos» o «soportes» y, por
el otro, como los únicos temas de investigación teórica, como los «objetos» de
la ciencia.
Marx también denunció esta ilusión: «La manera llamada "objetiva" de
escribir la historia, ha consistido precisamente en concebir las condiciones
históricas como separadas de la actividad. Carácter reaccionario».
Si una clase no es más que la suma de determinaciones fenomenológicas
de los múltiples individuos que la componen, en tanto que éstas son similares,
¿es posible su existencia en ausencia de toda mediación general, en ausencia de
todo principio unificador o de toda ideología objetiva? El análisis de la clase
campesina francesa de mediados del siglo XIX -que cumple aquí la función
de un análisis eidético- lo afirma.
Naturalmente, innumerables interrogantes se plantean a propósito de esta
genealogía práctica de las clases reales; el de la toma de conciencia por ellas
mismas; el de la pasividad de las determinaciones que las constituyen; el de su
origen en el fenómeno central de la división del trabajo, cuyo carácter subjetivo
Marx afirma, y, por último, el de la distinción que mantiene entre las determi-
naciones de clase y las determinaciones personales, problemas que no pueden
ser abordados en el marco de esta presentación. Por otra parte, no debíamos
hablar aquí de las clases, sino de su relación, de su lucha.
En la obra económica, la cuestión de la lucha de clases se plantea de un modo
totalmente nuevo. No es que se abandone el fundamento que la filosofía de la
praxis asignó a las clases en la Ideología Alemana: por el contrario, en lo sucesivo
va a constituir una premisa respecto del conjunto de la problemática.
Notemos ante todo la continuidad que parece establecerse entre los escritos
del 44 y los grandes textos económicos a propósito de la lucha de clases; esta
continuidad se traduce en el mantenimiento de una bipolarización que afecta a
la totalidad de la sociedad, y la escinde en dos clases en las que se funden todas
las otras. De este modo, se opera una suerte de simplificación y esquematiza-
ción de los fenómenos y problemas, al mismo tiempo que una concentración

^^ Ibid., VII, p. 164; Ed. Sociales, p. 210.

59
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

de la lucha en algo como un enfrentamiento titánico capaz de hacer revivir los


fantasmas del 44. Ésta es la razón por la cual la dialéctica pareciera triunfar
nuevamente y, más aún, revestir una significación incontestable en la medida
en que los dos términos que quedan en presencia se muestran unidos por una
conexión necesaria e interna, en virtud de la cual, cada uno remite al otro y
encuentra en la existencia del otro la condición de su propia existencia. Es en-
tonces cuando, más que nunca, «cada cosa parece estar encinta de su contrario»,
como lo declara Marx en un discurso pronunciado en Londres el 14 de abril
de 1856 en la fiesta del Diario del Pueblo.
La lectura de Marx resulta difícil porque exige superar ciertas analogías
engañosas y comprender que, bajo la persistencia de sistemas conceptuales errá-
ticos y de la retórica hegeliana, se mueven intuiciones radicalmente diferentes
que actúan desde el manuscrito del 42-43 haciendo que, cuando determinan
el análisis, toda significación se transforme.
Y ante todo, en lo que hace a nuestro problema, las dos clases, en las que
ahora se resume y se desarrolla el juego de la realidad, se transforman radical-
mente; ya no son clases sociales, clases en el sentido ordinario de la palabra. O
más bien, sólo una de ellas podrá aún ser subsumida bajo ese concepto, mientras
que la otra va a designar, en adelante, una realidad radicalmente diferente que
habrá de constituir, precisamente, el nuevo tema de la problemática, a saber,
la realidad económica.
En las obras de madurez, la lucha de clases, es decir, la relación de la
burguesía y el proletariado, se ha transformado en la relación del capital y
el trabajo. Cito a Marx: «la burguesía, dicho de otro modo, el capital»^^. La
identificación de la relación entre las clases con la relación entre el capital y
el trabajo es objeto de una afirmación explícita: «Pero, ¿qué es el aumento del
capital productivo, sino la mayor dominación de la burguesía sobre la clase
trabajadora?»^'' Así, la elucidación radical del concepto de lucha de clases pre-
supone que se descubra la relación entre capital y trabajo o, mejor dicho, se
identifica con ella, se identifica con el análisis económico en su conjunto. Lo
que muestra la envergadura de la tarea.
Por lo tanto, debemos aquí ir a lo esencial, y recordar que el análisis
económico de Marx no es un análisis económico, es decir, un análisis que se
limite al plano de la realidad económica y se mueva en su esfera, elaborando
sus conceptos y leyes específicas. Más bien consiste en una doble disociación

" L e Manifeste Comuniste, Pleiade, op. cit., I, p. 168.


Travail Salarie et Capital, Pléiade, op. cit., p. 215.

60
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

efectuada en la realidad, por un lado, entre la realidad económica stricto sensu, a


saber: el valor de cambio, y la realidad efectiva que en sí no es nada económico y
que es indiferente al valor, siéndole a la vez previa y heterogénea. Por otro lado,
dentro de la realidad efectiva, Marx establece un corte no menos decisivo entre
la realidad subjetiva de la praxis (la actividad individual concreta, la realidad
«personal», como Marx escribe a menudo) y, oponiéndose a ella, la realidad
«material», la naturaleza a la que co-pertenecen materias e instrumentos de
trabajo. Una vez establecida esta doble diferenciación, la tesis de Marx también
es doble y debe enunciarse del modo siguiente: en primer lugar, la realidad
económica carece por sí misma de realidad, es decir, de autonomía; se apoya,
por el contrario, sobre la realidad efectiva y está completamente determinada
por ella. Dicho de otro modo, la realidad, que en sí misma no es económica,
determina a la realidad económica en un sentido radical; ante todo, en que
es ella quien la produce. Si consideramos entonces el conjunto de fenómenos
económicos, sus propiedades, sus modificaciones y las regulaciones según las
cuales éstas se producen, podemos decir a priori: ninguno de estos fenómenos
económicos, ninguna de estas modalidades, ninguna de estas leyes, se explica
económicamente o es un fenómeno, una modalidad o una ley económica de otro
modo que en apariencia, ideológicamente. La ciencia que delimita un campo
específico de lo económico, tematizándolo y teorizándolo como tal, como un
sistema autosuficiente de realidad y de inteligibilidad, como una estructura,
es la economía política. Se entiende entonces que el pensamiento de Marx no
pudiera constituir sino una «crítica de la economía política», expresión que es
el título o subtítulo de sus principales obras. Como ejemplo de teoría que se
limita a las propiedades económicas y a su morfología específica, como ejemplo
de ideología, es decir, de teoría económica, podemos citar la diferencia entre
capital fijo y capital circulante, exacta desde un punto de vista morfológico,
pero cuyo poder explicativo es nulo.
En segundo lugar, en la realidad que determina al conjunto de fenómenos
económicos se debe reconocer - y ésta es la segunda tesis de Marx- que estos
fenómenos, sus propiedades y sus leyes están exclusivamente determinados por
el elemento subjetivo, y ello se debe a que sólo este elemento crea la realidad
económica, al ser el trabajo real, el trabajo viviente y subjetivo lo único que
produzca valor. De este modo, el valor, la valoración, el capital, se explicarán
exclusivamente por la actividad individual del trabajador; para poner en evi-
dencia esta teoría radical, Marx no duda en afirmar que la producción de valor
en el proceso económico sólo puede comprenderse si en el proceso real que le
corresponde y lo funda, se ponen entre paréntesis todos los elementos objetivos

61
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

—instrumentos de trabajo y materias primas- para así tener en cuenta única-


mente el elemento subjetivo. Dado que el valor producido y, por lo tanto, el
capital, sólo dependen de la masa de trabajo viviente puesta en actividad, cabe
y es menester, si se desea liberar esta verdad esencial, suponer la existencia de
un proceso de producción real que se desarrolle sin instrumentos ni materias
primas; es decir, se debe imaginar en el plano económico que es su calco, un
proceso de producción en que el capital constante sea igual a cero. Esto se
debe a que en el proceso de producción, el valor obtenido es absolutamente
indiferente al capital constante empleado, y depende únicamente del capital
variable. He aquí por qué la distinción entre capital constante y capital variable
reemplaza en la problemática de Marx la distinción entre capital fijo y capital
circulante de la escuela inglesa. Sin embargo, no se debe pensar que el capital
variable es el que produce valor o, como lo indica su concepto y es habitual
escuchar, que es un valor que varía, pues justamente, ésta es la incapacidad
propia a todas las determinaciones económicas; ningún valor es susceptible de
variar, y el concepto de capital variable es un irracional. Como el mismo Marx
lo escribe, este concepto sólo interviene en tanto que índice de la fuerza de
trabajo viviente puesta en acción, y ésta es, digámoslo una vez más, la única en
producir valor, valorización y capital.
Cuando la relación entre capital y trabajo -burguesía y proletariado- se
piensa a la luz de las presuposiciones fundamentales que acabamos de recordar,
se define de modo riguroso. El capital pertenece a la dimensión ontològica irreal
de lo económico; el trabajo, en tanto es praxis viviente, define la realidad. El
capital es un valor de cambio, el trabajo un valor de uso. Mejor dicho: dentro
de la totalidad de valores de uso que componen lo real, el trabajo es aquel
que produce y mantiene en el ser a todos los otros, el elemento subjetivo, sin
el cual, el todo de la objetividad —las materias e instrumentos de trabajo- se
desvanecería en la nada. Por eso Marx anota en una de sus proposiciones más
esenciales: «el trabajo se opone al capital no como un valor de uso, sino como
el valor de uso en general».^^
La disimetría radical que se establece en el orden ontològico entre capital y
trabajo, como disimetría entre la irrealidad y la realidad, es lo que explica por
qué la relación que se establece entre ellos no es un intercambio. Y no lo es,
no porque éste fiiera desigual o estuviera falseado. Marx muestra que la condi-
ción del intercambio y, por lo tanto, de la economía mercantil, es justamente

^^ Fondements de la critique de l'économie politique, trad. R. Dangeville, Anthropos, París, 1968,1,


p. 242.

62
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

la estricta igualdad de los términos intercambiados. Pero la igualdad de los


términos supone su homogeneidad. El intercambio es intercambio de valores
de cambio. Lo que se rompe, pues, frente a la heterogeneidad de un valor de
cambio y de un valor de uso, es el concepto mismo de intercambio, pues tal es
la relación que existe entre el capital y el trabajo. Y si en los cálculos del Capital
se establecen ciertas igualdades y desigualdades cuantitativas alrededor de esta
relación, es por la sola razón de que el valor de uso en cuestión, el valor de uso
de la fuerza de trabajo, posee la propiedad de crear valor, de tal manera que, al
final del proceso, será posible comparar el valor resultante de ella con un valor
inicial que el capitalista cambió por el uso de trabajo viviente.
La disimetría ontològica entre capital y trabajo significa también una
disimetría entre burguesía y proletariado. La burguesía es ajena a la realidad,
no tiene rostro, no es nadie. Aun si se la confunde con sus bienes materiales,
si se la confunde con el capital, con el capital fijo por ejemplo, con las máqui-
nas, fábricas, terrenos y galpones, sólo es posible encontrar en ellos el mismo
monstruoso anonimato. ¿Pero acaso la burguesía no está también compuesta
de individuos como el proletariado? Sucede que la relación del individuo con
la burguesía es una relación extrínseca, es una relación con procesos objetivos e
ideales sumamente complejos que suponen el pleno desarrollo del capitalismo.
Un burgués es aquel que, a cambio de cierta suma de dinero (con la cual la
relación ya es extrínseca), tiene la posibilidad de obtener como resultado una
suma de dinero del mismo orden, aumentada por una ganancia proporcional
a esta suma y a la tasa general de ganancia, es decir, a una tasa aplicable a
toda suma anticipada de dinero. Dicho de otro modo, si se considera sólo la
industria, la clase capitalista aparece cuando la ganancia ha reemplazado la
plusvalía correspondiente a cada empresa, cuando el precio de producción de
las mercancías ya ha reemplazado su valor.
A la definición económica de la burguesía se opone la definición real de la
clase obrera. La realidad de la clase obrera es la realidad misma, la praxis subjetiva
de los individuos vivientes. Por eso, mientras en la clase burguesa sus elementos
sólo se pueden comprender a partir de la totalidad económica que ella constituye
y que -cito a Marx- «cada capital tomado a parte constituye solamente una
fracción del conjunto del capital social promovida a la existencia autónoma,
por decirlo de algún modo, dotada de una vida individual, del mismo modo
que cada capitalista considerado aparte no es más que un elemento individual
de la clase capitalista»,^*^ en el plano de la realidad sucede lo contrario. En este

'Le Capital, Ed. Sociales, II, p. 2, pp. 7-8.

63
TR.\DUCCIÓN M A R I O LIPSITZ

plano, hay que partir de sus elementos constitutivos, o sea, de cada trabajador,
y decir que —cito nuevamente- «lo que es válido para la mercancía producida
por una determinada empresa individual, por un determinado obrero, se
aplica al producto anual de todas las ramas de la producción. Lo que es válido
respecto del trabajo cotidiano de un obrero productivo individual, se aplica al
trabajo anual realizado por la clase obrera productiva en su conjunto».^^ De
este modo, se ve en los textos económicos de Marx que el cálculo del valor y
la determinación en general del historial de un capital se hace, y sólo se puede
hacer, si se tiene en cuenta el número de obreros empleados en cada proceso
de producción, así como la relación existente para cada uno de ellos, entre el
tiempo de trabajo y el tiempo de plus trabajo. La existencia del trabajador, la
fenomenología de su vida cotidiana, constituye la presuposición y el contenido
de todo el análisis de Marx.
No hay que confundir la oposición social o histórica entre burguesía y
proletariado, oposición que se manifiesta, por ejemplo, en los albores del ca-
pitalismo y que, por otra parte, es su condición, con la oposición estructural
ontològica entre burguesía y proletariado, tal como acabamos de describirla,
como oposición entre la realidad y la irrealidad, o entre la realidad y la rea-
lidad económica. Esta confusión es tanto más fácil de hacerse cuanto que la
oposición social interviene en el mismo lugar de la problemática de Marx y,
aparentemente, en la misma demostración. Los textos y los hechos son cono-
cidos. Como consecuencia de expropiaciones masivas y arbitrarias, un gran
número de individuos, en particular los campesinos expulsados de sus tierras,
separados de sus medios de trabajo, se presentan en el mercado desprovistos
de todo, salvo de su fuerza de trabajo que deben vender para vivir. Esta es la
definición histórico-social del proletariado: una subjetividad orgánica reducida
a ella misma, privada de las condiciones de su puesta en acción. Frente a ella,
los poseedores de estas condiciones. A partir de este hecho, la compra de la
fuerza de trabajo de los proletarios por la burguesía que va a utilizarla puede
presentarse como una relación monetaria habitual, como un intercambio. Este
intercambio de hecho presupone, por un lado, una fuerza de trabajo separada
de las condiciones objetivas de su puesta en acción, y por el otro, la existencia
de esas condiciones en manos ajenas. Marx escribe: «La relación de clase entre
capitalista y asalariado... está entonces supuesta desde el instante en que ambos
se encuentran».^® Ello no obstante, es preciso recordar que esta desigualdad

""Ubíd., pp. 30-31.


^Ubid, II, p. 1, p. 33.

64
Fenomenologia de la vida. Michel Henry

social que corrompe el intercambio en el mismo momento en que tiene lugar,


no se recubre con la desigualdad que constituye el principio y la efectividad de
la producción capitalista, a saber: la existencia y actualización de un valor de
uso específicamente diferente del valor de cambio y opuesto a él, aun cuando
lo produce. Pues no es la relación de desigualdad social previa al intercambio la
que produce valor y capital, sino, luego de ella, únicamente el uso de la fuerza
de trabajo viviente.
Si proletariado y burguesía se oponen como realidad e irrealidad económica,
¿cuál es la naturaleza de la relación que los une? No es -ahora lo sabemos- una
relación de intercambio. ¿Esta relación es dialéctica? Un texto de Marx, que
primero sirvió para una conferencia, lo haría pensar. En Trabajo asalariado y
capital, los dos términos en presencia -digamos proletariado y burguesía- pa-
recen estar incluidos dentro de una totalidad que los domina y los determina,
de tal modo que cada uno remite al otro, implica al otro, y encuentra en él
la condición necesaria de su propia existencia. El trabajador jornalero cede al
granjerr su fuerza de trabajo por cinco groschen diarios, y éste, disponiendo
de su ;^leno uso, produce con ella un valor de diez grosche i. Habiendo gastado
sus cinco groschen para poder vivir, el trabajador no puede hacer otra cosa que
renovar su transacción con el granjero, quien, para duplicar el valor que posee,
tiene que intercambiarlo nuevamente contra el uso de la fuerza de trabajo del
jornalero, y así sucesivamente de manera indefinida. De este modo, el capital
puede aumentar sólo si se intercambia por trabajo viviente, es decir, engen-
drando trabajo asalariado que, por su parte, debe intercambiarse por capital, a
fin de adquirir los medios de subsistencia necesarios para su mantenimiento, y
sólo puede realizar este intercambio aumentando al mismo tiempo el capital,
reforzando así su potencia. «El capital -escribe Marx- supone entonces el tra-
bajo asalariado, el trabajo asalariado supone el capital: el uno es la condición
del otro; se crean mutuamente»."^ Y, comentando esta implicación recíproca,
añade: «Se suele decir que el capital y el trabajo tienen los mismos intereses,
pero esto sólo tiene un sentido: capital y trabajo son los dos términos de una
misma relación».
El capital es evidentemente una relación; pero, ¿qué es esta relación?; Marx
lo precisa rigurosamente en otro texto: «dado que el capital es una relación y
que ésta lo une esencialmente a la fuerza viviente de trabajo»^'. ¿Pero la fuerza

^'«Travail, Salaire et Capital», op. cit., I, p. 215.


^Hbid., p. 216.
Fondements de la critique de l'Economie Politique, op. cit., II, p. 192.

6S
TRADUCCIÓN MARIO LIPSITZ

viviente de trabajo no está acaso unida al capital a través del valor que éste le
entrega bajo la forma del salario que asegura su subsistencia? Sin embargo,
este valor, todo valor, proviene exclusivamente del trabajo viviente. El capital
es la «tierra nutricia» del proletariado, sólo en tanto ha sido producido por este
último. Entre capital y trabajo, la reciprocidad es pura apariencia. La relación
del capital, del capital con el trabajo, es la de un naturado con un naturante, y
entonces escapa a la dialéctica. Cuando la filosofía comprende la praxis como
esencia de la realidad, y la idealidad -el valor, el capital- como esencia de la
irrealidad, nos muestra la no reciprocidad entre capital y trabajo en el seno de
la relación capitalista. Por eso es posible ir del trabajo viviente al capital, mien-
tras que la operación inversa es imposible: el capital presupone la existencia
del trabajador. La relación que establece el capital con el trabajo es la de la
abstracción, es decir, la de una realidad que no puede subsistir de otro modo
que adosada a su fundamento y mantenida en la existencia por él. El capital
es un vampiro sediento de la sangre del trabajo viviente y sólo vive de él. Así
se explica la extraña estructura del libro I de El Capital, y también por qué los
anàlisi > económico-teóricos del régimen capitaUsta se entremezclan inextrica-
blemente con una fenomenología que no es algún vestigio humanista, sino el
reconocimiento y la exploración del naturante último de todo el sistema.
La conciencia de lo esencial siempre se proyecta en el futuro bajo la forma
de una representación profética. El socialismo, tal como Marx lo entendió, es la
conciencia que nos dice: el día en que el capital no encuentre más la fuerza que
lo produce, cuando el proceso de producción y el proceso de trabajo diverjan,
el día en que habiéndose vuelto objetivas las Rierzas productivas la praxis se
retire de ellas para volver a sí misma, el universo del valor desaparecerá y con
él, el capitalismo.
Fenomenología de la conciencia-
fenomenología de la vida
El problema del sentido de la existencia es tributario de una interpretación
filosofica previa, de aquello que es, en su esencia, la existencia misma. En tanto
el sentido, cualquier sentido posible en general, es constituido por una concien-
cia, el problema del sentido de la existencia gira en círculo vicioso si lo que se
piensa bajo el rótulo de existencia es, en realidad, la conciencia.
Es verdad que la filosofía de la existencia se definió en su proyecto contra
la filosofía clásica de la conciencia; sin embargo, cabría dudar de que haya
llevado a término su propósito. Esto se pone en evidencia cuando observamos
que la estructura ontologica original de la existencia -que aquella filosofía
define como trascendencia e intencionalidad— no hace mas que retomar la
estructura de la conciencia, tradicionalmente interpretada como relación con
el objeto, es decir, como representación. La conciencia es la representación del
ser. En esta representación, ella se da el Ser como objeto y al mismo tiempo le
confiere un sentido: el de ser, el de ser un objeto para ella, es decir, el sentido
de la objetividad y el de todas las determinaciones que ulteriormente vendrán
a especificar esta primera significación. Puesto que así la existencia se encuentra
reducida a la conciencia, es la existencia la que confiere su sentido al ser, que
de este modo se ve reducido a una pura significación. Además, la existencia se
determina a ella misma en la medida en que se confiere un sentido a través de
la actividad que esencialmente es la suya y que consiste, precisamente, en esta
donación de sentido.
Es posible edificar una fenomenología de la conciencia sobre la base de
estas presuposiciones que acabamos de identificar sumariamente. De hecho,
esta filosofía de la conciencia ya ha ocupado el lugar de una verdadera filosofía
de la existencia, pudiendo así asegurar -aunque veladamente- la continuidad
del pensamiento occidental. A esta fenomenología de la conciencia opondre-
mos radicalmente una fenomenología de la vida que se da como fundamento
explícito ciertas presuposiciones ontológicas profundamente diferentes, que
podemos resumir así: la relación originaria con el Ser no es una relación extá-

67
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

tica, lo que significa que el Ser no se da primitivamente a una representación,


a la conciencia, y que tampoco es una significación constituida por aquélla. El
Ser, en un sentido originario, se experimenta él mismo en la inmediación de
una presencia, en virtud de la cual es lo que es, no pudiendo separarse de sí, o
superarse en modo alguno, así como tampoco representarse y comprenderse
adecuada o inadecuadamente. Real, por consiguiente, será considerado todo
aquello que lleve en sí esta estructura de inmediación. Lo Real, en consecuencia,
es indiferente a cualquier representación que se pudiera hacer, e independiente
de cualquier significación que se le pudiera conferir: la necesidad, el hambre,
el sufrimiento, también el trabajo y la acción, todo aquello que consiste en. la
inmediata e insuperable experiencia interior de sí. A la inmanencia radical de
esta subjetividad, que constituye la realidad, la llamaremos por su nombre, la
llamaremos la vida.
Este estudio intenta, bajo la forma de un breve esbozo, motivar y hacer
necesaria la superación de una fenomenología de la conciencia; toma para ello
como hilo conductor la crítica dirigida por Marx contra la ideología. Y no
por casualidad, pues la ideología, tal como Marx la comprende, se agota en la
pretensión de definir el Ser por la conciencia, es decir, por la significación que
ésta le confiere, de tal modo que la realidad aparece como dependiente de esta
significación y, por tanto, de la conciencia. En Marx, la conciencia no designa
la existencia inmediata del individuo, sino la manera en que éste comprende
el mundo en que vive y, como consecuencia, la manera en que se comprende
a sí mismo. Lejos de identificarse con esta existencia real y poder definirla, la
conciencia es sólo una manera de representarla e interpretarla, de modo que una
modificación de la conciencia no significa una modificación de la existencia,
sino únicamente de la interpretación mediante la cual se la reconoce. Marx lo
dice textualmente: «El postulado de modificar la conciencia equivale a pedir que
se interprete de otro modo lo que existe, es decir, que se lo reconozca mediante
otra interpretación». Por consiguiente, la «conciencia» de un individuo no es
su vida, sino la manera en que se la representa, la idea que de ella se hace, la
significación que le confiere: «Del mismo modo -dice el Prefacio de la Crítica
de la Economía Política- que no se juzga a un individuo sobre la base de la idea
que él se hace de sí mismo, no se juzga una época... por su conciencia».
La sustitución de la realidad de la existencia -que Marx llama praxis— por
su representación consciente, es el momento decisivo de la ideología, el despla-
zamiento por el que ésta última somete la realidad a su registro, haciéndosela
homogénea. En efecto, a partir del momento en que la realidad consiste en
representaciones, cualquier modificación de éstas es ipso jacto una modificación

68
Fenomenología de la vida.MiclielHenr)'

de la realidad. A partir de ese momento, la acción del pensamiento es posible,


con el significado de concernir la realidad, con una significación que precisa-
mente no posee. La crítica de Marx contra la ideología es en esta fase doble: en
primer lugar consiste en desnudar la sustitución, el desplazamiento, y mostrarlo
como la mistificación por la que comienza toda ideología. En segundo lugar,
consiste en mostrar que, una vez efectuada la sustitución, el efecto que de ella
se espera es puramente ilusorio, puesto que una modificación de la concepción
que uno se hace de la realidad no puede cambiar nada en ella.
La crítica contra Stirner desarrolla estos temas y muestra cómo, en razón
de esta sustitución de la realidad por la conciencia, el cambio, por ejemplo, no
es el de la vida misma del individuo, sino que se sitúa en el plano de su con-
ciencia y afecta, por lo tanto, la relación de esta «conciencia» con su «objeto»,
es decir, sólo la manera en que ésta lo considera o lo comprende. Sabemos
que en Hegel la conciencia puede comprender el objeto como la verdad, o, al
contrario, comprenderse a sí misma como la verdad del objeto, o, finalmente,
elevarse a la comprensión verdad'ra de la verdad, aprehendiéndola como la
propia relación de la conciencia ron la verdad. «En la Fenomenología, la Biblia
Hegeliana, el Libro, los individuos son transformados primero en conciencia
y el mundo en "objeto", por lo que la diversidad de la vida y de la historia se
encuentra reducida a tres relaciones cardinales: 1. Relación de la conciencia
con el objeto considerado como la verdad, o con la verdad considerada co.mo
simple objeto. 2. Relación de la conciencia considerada como la verdad, con el
objeto. 3. Verdadera relación de la conciencia con la verdad, considerada como
objeto, o con el objeto considerado como verdad.
Pese a su aparente esquematismo, el alcance de este texto es inmenso, pues
nos permite comprender qué es una historia ideológica. Ésta, la historia de
Hegel, por ejemplo, es siempre la historia de la experiencia de la conciencia, la
historia de lo que es para ella, de lo que le adviene, de tal manera que lo que le
adviene nunca es más que el modo en que ella se lo representa o lo comprende.
Sin duda, la manera en que la conciencia se representa lo que le adviene es tan
ilusoria para Hegel como para esta conciencia misma. Es justamente porque
su «objeto» revela ser diferente de aquello por lo que la conciencia lo tomaba
inicialmente, que ésta entra en la historia, reemplazando su representación pri-
mitiva por una nueva que, no obstante, no es más que la nueva representación
que ella se hace de lo que es, nada más que una nueva manera de comprender
lo que le adviene. La realidad que se opone a la representación inicial, que la

^^Marx, Oeuvres Philosophiques, op.cit., VII, p. 109-110

69
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

descalifica, haciendo que la conciencia pierda en la angustia aquello que tomaba


por verdadero, no es pués más que una representación. Así es cómo, al comienzo
de su historia, la conciencia tomaba el ente por la verdad, se lo representaba
como la medida de la verdad, antes de comprender que esta medida estaba en
ella, antes de comprenderse a sí misma como la medida de lo verdadero.
Lo mismo ocurre con Stirner, para quien la historia es la historia de los
Antiguos y los Modernos. Para los Antiguos, el Mundo es la Verdad. Para los
Modernos, es decir, los cristianos, lo es la conciencia, el espíritu. Según Stirner,
es cuestión de rechazar no sólo el Mundo sino también el Espíritu, Dios, la Ley
moral, la justicia, la libertad, todo lo que sobrepase al individuo y pretenda im-
ponérsele como ley de su existencia. Lo que motiva la problemática stirneriana
y le confiere su carácter radical, es el rechazo de toda trascendencia. Pero, ¿cómo
puede el individuo desembarazarse de todas estas trascendencias?, y ante todo,
¿cómo se constituyen? Por una acción de la conciencia -según Stirner-, por la
acción del pensamiento: en ambos casos la respuesta es la misma. El individuo
vive ante un mundo espiritual que le parece sagrado y santo sólo por el hecho
de considerarlo así y representárr lo con estos caracteres, caracteres que tienen
su origen en esa representación y son creados por ella. Es la conciencia humana
la creadora de los dioses, de la ley, del derecho, y también es ella quien decreta
que la libertad es santa y que todo, inclusive los individuos, debe serle sacri-
ficado. Lo «santo» es el producto de una atribución de sentido que se realiza
en ia conciencia, y ésta es comprendida como el origen radical de ese sentido.
Lo «santo», bajo cualquiera de sus formas, no es más que mi actitud frente a él
por el respeto que le tengo, por la sumisión que le manifiesto. Antes que Sartre
que escribe «soy siempre yo quien decide que esta voz es la voz del ángel»", y
al igual que él, Stirner afirma «y sin embargo nada es sagrado en sí, sino por-
que yo lo decreto así, por el juicio que emito, por mis genuflexiones; en una
p a l a b r a , c o n c i e n c i a » ^ ' ' . Algunas páginas después, Stirner recuerda que «el
principio del cristianismo consiste en establecer la supremacía del espíritu, es
decir, la dominación del pensamiento y las ideas»^\ Podemos también leer en
El Único y su Propiedad: «Pues no hay que olvidar que hasta el día de hoy nos
han dominado ideas o principios»''^. Sin embargo, es el mismo Stirner quien

L 'existentialisme est un humanisme, Nagel, París, 1946, p. 31-38


^L 'Unique et sa Propriété, trad. H.Lasvignes, éd. De la Revue Blanche, Paris, 1980, subrayado
por M.H.
^''Ibtd., p. 212.
36 ïhfd

70
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

se mantiene dentro de aquel mundo de ideas, principios y conceptos"^^; él mis-


mo atribuye a la conciencia, a la manera en que ésta se representa las cosas, el
poder de decidir qué es sagrado e instituir «lo santo» en esa representación y
por ella. La conciencia podrá, con todo, deshacer lo que ella misma ha creado.
Para liberarse de lo Santo y abolido, bastará con dejar de considerarlo como
tal, no venerar más a Dios, no respetar más el derecho y la moral, no servir más
a la libertad, y, a lo sumo, servirse de ella. Cuando cesa el acto de conciencia
que crea lo Santo al considerarlo como tal, tan sólo queda de éste su cadáver,
al que Stirner llama fantasía: «El universo espiritual no es más que un universo
fantástico, a partir del momento en que le retiro mi consideración»^^.
«Santo» es también lo ajeno, todo aquello que sobrepasa al individuo como
algo que le es superior, pero ante todo, como algo que difiere o que es distinto
de él. Dejar de considerar las representaciones propias como lo santo, significa
también no considerarlas más como algo diferente de sí y, para el individuo,
considerarlas precisamente como sus representaciones, apropiárselas. «Así
como antes San Sancho podía considerar que todo le era ajeno, santo y que
existía sin él, con igual facilidad puede ahora considerarlo todo como obra
suya, existiendo sólo gracias a él, como su propiedad»^"*. Este es el principio
de «apropiación ideológica» que denuncia Marx. «San Sancho se contenta con
«liberar» su cabeza de lo «santo», o de «el espíritu de lo ajeno», y con «operar
su apropiación ideológica»"^". La posibilidad de apropiación ideológica se funda
en la estructura de la representación y le es idéntica. Es precisamente porque el
ser que se da en la representación de la conciencia es un objeto que este es algo
ajeno y, eventualmente, santo. Pero como esta representación de la conciencia
es inevitablemente la suya, resulta que no sólo es un objeto, sino también su
objeto, su propiedad y, por consiguiente, aquello de que la conciencia «se sirve».
«Como todo objeto, para el Yo no sólo es mi objeto, sino también mi objeto,
todo objeto puede indiferentemente -dado su contenido de no-propio o de
ajeno-, ser declarado «santo». El mismo objeto y la misma relación pueden
entonces, con igual facilidad y resultado, ser declarados «santo» o mi propiedad.
Sólo se trata de saber si se hace hincapié sobre mi o sobre objeto. En definitiva.

Mundo que, naturalmente no tiene ninguna relación con el mundo cristiano más allá de la
liistoria de "maitre d'école" de Stirner. Nota de MH.
'Unique et sa Propriété, op.cit. p. 262.
''^Marx, Oeuvres Philosophiques, op.cit., Vili, p. 100
""Ihîd., VIII, p. 104

71
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

los métodos de apropiación y de canonización no son más que dos «casos»


diferentes de la misma «manera de ver las cosas»^'.
Un solo paso media entre la propiedad que designa el simple hecho de
ser objeto de representación -la condición objetiva— y la propiedad jurídica y
social real, paso que Stirner puede dar tranquilamente gracias a la «sinonimia
etimológica (Vermögen = fortuna, vermögen = p o d e r ) S i n embargo, la
apropiación ideológica no se opera ni en el plano del lenguaje ni por eljuego de sus
figuras. Bajo su apariencia polémica, la crítica de Marx nunca ha abandonado
el suelo ontològico sobre el que se mueve. Sigue siendo cuestión de mostrar
que es imposible pasar de lo «ajeno» a la «apropiación ideológica» mediante un
simple movimiento de conciencia, y que así como la «apropiación» no es mera
apropiación en el pensamiento, el resultado de un proceso de conocimiento,
tampoco es posible reducir lo ajeno a su concepto: «esta representación de lo
ajeno que (Stirner) toma erróneamente por lo ajeno real». Y es por esto que,
aquí también, la crítica de la ideología debe denunciar la sustitución de la
realidad por su representación.
Esta sustitución posee una significación muy precisa cuando esta realidad
está constituida por la actividad práctica de los individuos y el conjunto de
relaciones que ésta instaura; se trata de la substitución de las relaciones concretas
de los individuos en sus actividades, en su comercio, etc., por el conjunto de
conceptos y nociones mediante los cuales estas relaciones son representadas y
pensadas. Y es precisamente la conciencia, quien opera esta sustitución, ella es
esta representación y este pensamiento. En un texto de gran concisión, Marx
escribe: «En la conciencia, las relaciones se transforman en nociones»'^^. El
origen de la ruinosa ilusión de una supuesta «objetividad» de estas relaciones
-objetividad en el sentido de e.xterioridad respecto de los individuos- es la
sustitución que opera la conciencia al reemplazar las relaciones vivientes por
un conjunto de representaciones ideales, cuando la realidad de estas relaciones
es la realidad de los individuos mismos en la efectividad de su praxis.
Pero lo que nos interesa ahora es lo siguiente: a partir del momento en
que un conjunto de representaciones ideales ha reemplazado la realidad de las
relaciones vivientes, la relación del individuo con estas relaciones (es decir, con
las determinaciones efectivas de su existencia concreta) se ve completamente
falsificada y transformada en la relación de su conciencia con ese conjunto de

96-97
""Ubid., VIII, p. 243
'^Ibíd, VI, p. 250

72
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

representaciones. En lugar de la relación de la vida con sus propias modalidades


-relación que obedece a las leyes de la subjetividad radical y que está absoluta-
mente determinada por la insuperable pasividad que la caracteriza por esencia-,
encontramos la relación de la conciencia con las representaciones que posee y
que forma en virtud de su espontaneidad. Esta espontaneidad está ligada a la
naturaleza de las objetividades que produce, objetividades por principio afec-
tadas de irrealidad. Nada tiene que ver, en todo caso, con la potencia propia
de la vida e inherente a sus modos, potencia que se halla sobredeterminada por
una impotencia aún más primitiva en virtud de la pasividad originaria del ser
respecto de sí mismo, y que hace de él, en su sentirse a sí mismo, un viviente. Es
esta potencia impotente de la vida lo que constituye lo específico de la práctica,
así como también su realidad, aquello que le confiere su estilo propio.
La distinción esencial que acabamos de bosquejar entre la relación de la con-
ciencia con sus representaciones y la vida con sus determinaciones inmanentes
requeriría una elucidación radical y sistemática. En todo caso ella aparece en la
IdeologíaAlemanay consútnyc una de sus piezas fundamentales. La crítica contra
Stirner contiene un pasaje sobre el que se apoya por completo. Refiriéndose
allí a la «canonización del mundo», Marx denuncia que su causa se encuentra
en «.la transformación de las colisiones prácticas, es decir, de las colisiones de los
individuos con sus condiciones prácticas de existencia, en colisiones ideales; es decir,
en colisiones de los individuos con las representaciones que ellos mismos se crean o
se meten en la cabeza»^. Y luego añade: «Las contradicciones reales en que se
encuentra el individuo son transformadas en contradicciones del individuo
con su representación...». Como consecuencia de esta sustitución decisiva de
las colisiones reales por colisiones ideales surge, por un lado, la ilusión de que
las primeras podrían resultar de las segundas —y debemos ver aquí un eco de la
crítica del hegelianismo-; y, por otro, la creencia de que alcanza con abandonar
o con transformar la colisión ideal para que la colisión práctica sea suprimida,
es decir, para que cese la relación de la vida con sus propias determinaciones.
«Él (Stirner) logra así transformar la colisión real -el original de la reproducción
ideal- en una consecuencia de esta apariencia ideológica. Llega de este modo al
siguiente resultado: ya no se trata de la supresión práctica de la colisión prácti-
ca, sino, simplemente, de abandonar la representación de esta colisión...»^5. Y
Marx saca la siguiente conclusión: «San Sancho transformó las contradiccio-
nes y colisiones en que se encuentra el individuo en simples contradicciones y

^^Ibid., VIII, p. 80, subrayado por M . H


/¿z^., VIII, p. 80-81

73
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

colisiones de este individuo con alguna de sus representaciones»''^. El sentido


de esta conclusión es evidente: la vida fue sustituida por la conciencia.
Pero este reemplazo de la vida por la conciencia no es sólo obra de Stirner
y de los ideólogos en general sino que también ocurre en nuestra vida, y es por
ello que la crítica de Marx posee un significado muy distinto del de ser una
simple polémica contra los representantes tardíos del hegelianismo, polémica
que hoy habría perdido todo interés. En su vida, en la medida en que se la re-
presentan, los hombres sustituyen las determinaciones efectivas de su existencia
por la relación que ésta establece con ciertas ideas, creencias, etc., de manera
que imaginan que lo que hacen es consecuencia de estas representaciones. Es
entonces cuando sustituyen su práctica real y sus determinaciones efectivas - a
saber, la vida en ellos y sus necesidades- por su propia conciencia, o sea, por la
relación ideal que establecen con representaciones ideales. Así, el propietario
imagina que su propiedad le corresponde en virtud del derecho, y, por otra
parte, que la manera de comportarse respecto de esta propiedad obedece a un
conjunto de prescripciones ideales que justamente constituyen el derecho en
su forma desarrollada. Naturalmente, esta concepción aparece más fácilmente
en los teóricos de profesión. Los juristas, al ocuparse sólo del derecho ideal,
llegan a considerar contingentes las relaciones vitales que éste subsume bajo sus
conceptos. «La misrria ilusión de los juristas explica que, tanto para ellos como
para cualquier código sea al fin y al cabo indiferente que los individuos entren
en relación unos con otros (...) que vean estas relaciones como algo que puede o
no establecerse y cuyo contenido depende de lo arbitrario de los contratistas»''^.
Pero esta ilusión alcanza su paroxismo cuando la estructura constituida por el
conjunto de relaciones ideales no sólo excluye las determinaciones y relaciones
individuales como si fuesen una contingencia indiferente, sino que, además,
pretende determinarlas y jugar respecto de ellas el rol de causa y —como lo
escribe Marx- de motor. «Es así que el juez, por ejemplo, que aplica el código
y la legislación, se vuelve, a su propio modo de ver, el verdadero motor.» La
radicalización de la teoría lleva la ideología a su punto extremo.
Es necesario comprender la amplitud y el alcance de la crítica que Marx
desarrolla aquí, pues no concierne solamente a la ilusión del juez y el legislador,
a la ilusión de todos aquellos que en virtud de la división del trabajo ejercen una
actividad teórica. O, mejor dicho, esta ilusión de los intelectuales e ideólogos
no sólo es la suya dentro de su oficio o de la especialidad que han elegido o

^^Ibid., V I I I , p. 8 1
V I , p. 2 4 9

74
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

les ha sido impuesta, sino que en realidad la proyectan sobre la totalidad de


la actividad humana, sobre la praxis en general y sobre sus formas originarias.
Consideremos una de estas formas: la relación concreta entre los individuos. La
interpretación de esta relación, como relación entre conciencias y su tematización en
la problemática de lafilosofíaclásica bajo el título de «problema de la comwiicación
de las conciencias», es ideológica por principio. En efecto, ¿de qué se trata cuando
la relación entre los individuos se ve reducida a la comunicación de las concien-
cias? De la manera en que un individuo se representa al otro y de la manera en
que se representa la representación que el otro se hace de él; por consiguiente,
de la manera en que éste se representa la relación que se establece entre ellos,
relación que se agota en este juego de representaciones. Si en esa dialéctica de
«conciencias» llegase a suceder que la representación que el otro se hace de él no
le satisface o no le parece conforme a lo que él es, «lo que él es» significaría lo
que es para su propia conciencia, la manera en que él se comprende a sí mismo.
El individuo se comprende a sí mismo como una conciencia, pero para el otro
no es más que un ser viviente. Es necesario entonces que logre llevar al otro a
considerarlo como una conciencia, a fin de que lo que es para el otro sea similar
a lo que es para él mismo. Para el otro, significa en la representación del otro.
Para él mismo, «para sí», significa en su propia representación. La lucha que
se entabla entre las conciencias puede ser una lucha real, el individuo puede
arriesgar su vida para mostrar que es algo distinto de un ser viviente. Esto significa
que la lucha cambia de plano y se sitúa precisamente en el plano de la vida, en el
plano de los individuos vivientes y actuantes que combaten efectivamente con sus
manos y sus cuerpos. «El combate espiritual es tan violento como la batalla de los
hombres»: sin embargo el primero ha cedido su lugar al segundo. La dialéctica
de las conciencias reviste el carácter amargo y trágico del que hace alarde sólo en
la medida en que, subrepticiamente, se lleva a cabo un desplazamiento esencial
que compromete la existencia y en virtud del cual la lucha tendrá ahora lugar
en el terreno de la realidad y ya no en el de la representación, en el terreno de
la práctica y no en el de la teoría.
La dialéctica hegeliana incluye este desplazamiento y lo admite como el lugar
de la prueba; sin embargo, inmediatamente lo desconoce y falsifica su sentido.
No es la vida la que explica la lucha de los vivientes; y el origen y finalidad de esta
lucha tampoco se hallan en ella, en sus modalidades propias, en sus necesidades.
Es, por el contrario, el juego de representaciones de la conciencia el que la
motiva como una mediación inevitable, aunque contingente, y el objetivo de
la lucha resulta ser solamente establecer la adecuación de esas representaciones,
adecuar la del otro a la mía. Que yo sea el Amo significa en Hegel que el otro

75
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

me considere como tal, que nazca una representación en su conciencia que me


represente como una conciencia, como lo que soy para mí. Mi ser de Amo,
mi Dominación, sólo depende de la representación que el otro se hace de mí
y debiera desvanecerse con ella. Más aún, esta representación que el otro tiene de
mí que me transforma en el Amo, sólo tendrá esta significación y este poder en tanto
yo me la represente como haciendo y pudiendo hacer de mí un Amo, es decir, en la
medida en que yo le confiera esta significación. Pues si dejara de atribuírsela, si me
representara la representación que él tiene de mí como nula y sin valor alguno;
si en mi conciencia, y gracias a ella, le quitara toda importancia, el sistema se
derrumbaría. Dejo de ser el Amo, ya sea porque el otro deja de considerarme
como tal, ya sea porque dejo de considerar válida la representación que el otro
tiene de mí. Siempre es la representación de la conciencia la que crea la Domi-
nación y la Servidumbre, y por ello es que esta dialéctica, esta lucha, no sólo es
una lucha de conciencias, sino, también, una lucha cuyo telos es la conciencia
misma. Pues lo que está en juego en la lucha y lo que ésta apunta a establecer
es, precisamente, la definición del individuo como conciencia, como poder de
representación, como totalidad de singularidades.
Pero esto no es todo. La representación de la conciencia no sólo me da la
representación que el otro tiene de mí, sino que, además, la determina. No se
debe afirmar simplemente: me represento que el otro se representa mi ser, no
como el de un viviente, sino como una conciencia y me considera su Amo. Es
porque yo me represento al otro —pues hago de él un objeto de mi representación—,
que él no es más que un objeto, mi objeto, el objeto del que soy sujeto. Es por esto,
por el efecto de mi representación, que, al no ser más que mi objeto, el otro puede
representarse como tal y comprenderme al mismo tiempo como una conciencia y
como su Amo.
Sucede a menudo en los epígonos de un gran filósofi?, cuando un pensa-
miento ya no ofrece más que una imagen esquemática y debilitada de sí, que su
falla se manifiesta. La descripción sartriana de la relación entre conciencias es, en
muchos aspectos, sólo una ilustración de la dialéctica hegeliana. Sin embargo,
lleva a su punto más alto el carácter ideológico de aquélla y lo vuelve evidente.
Lo primero que caracteriza a su descripción es la evacuación de todo aquello
que constituye la realidad propiamente dicha, el ser inmediato de la vida, sus
variadas determinaciones, sus motivaciones específicas. En el famoso ejemplo
del individuo que es sorprendido mirando por el agujero de la cerradura y
que, bajo la mirada del otro, conoce la experiencia de la vergüenza, lo que la
provoca en él no es su acto indiscreto, sino el hecho de que otra persona lo haya
visto. De entrada, ia problemática es desplazada desde el plano de la práctica

76
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

al de la teoría. Mientras que en Hegel el elemento real de la vida, aun si es


inmediatamente investido por el juego complejo de una serie de significaciones
que valen por ellas mismas, al menos está presente, en Sartre, por el contrario,
su eliminación pura y simple sitúa el análisis en su verdadero plano: él de la
representación, el de la conciencia, el de la mirada. La lucha de conciencias
se ha vuelto un combate de miradas. Pero esta simplificación arbitraria es, en
muchos aspectos, la verdad de la dialéctica hegeliana y nos permite comprender
una vez más que esta dialéctica no es una dialéctica real, que io que en ella se
lleva a cabo no es una acción real sino una acción ficticia, cuya inteligencia nos
conduce al concepto ideológico de práctica.
La acción sartriana es la acción de la mirada y, en lo que concierne a su
objeto - en este caso el ser del otro-, ésta no se limita a verlo, es decir, a dejarlo
ser tal como es en sí mismo, sino que lo modifica de manera esencial. Esta
modificación consiste en que, bajo mi mirada, el otro pierde su condición de
sujeto para no ser más que un objeto, más precisamente, el objeto de mi mira-
da. Mi mirada posee la extraordinaria propiedad de destruir el ser original del
otro, su serrpara-sí, o al menos, de hacerle padecer en el fondo de su ser una
transformación radical que lo arranca de él mismo, de su interioridad pura,
haciéndole entrar en otra dimensión de la existencia y añadiéndole en su interior
algo así como una exterioridad metafísica, una nueva objetividad, esa faz de él
mismo que le escapa y que está ahora aquí, para mí, bajo mi mirada.
El carácter ideológico de esta descripción -independientemente de las
confusiones que contiene— se hace evidente cuando constatamos que la mira-
da sartriana no es otra cosa que la representación en el sentido de una simple
representación, la conciencia en el sentido de Marx. Se trata de un modo de
representarse las cosas -aquí el ser del otro- que deja intacta su esencia real.
Que yo me represente al otro como un objeto -aun cuando él mismo se repre-
sentara de este modo, considerándose vil y miserable- no cambia en nada su
estatuto metafísico ni tampoco las determinaciones efectivas de la vida que hay
en él. Reducir al otro a la condición de objeto, con el pretexto de que lo hago
objeto de mi representación y así, «mi objeto», es un ejemplo particularmente
notable de «apropiación ideológica». Stirner, justamente, pretendía aplicar su
método de apropiación al prójimo y, una vez más, Marx le demostró su carácter
mistificador en ese caso particular. La crítica de la apropiación stirneriana del
Otro da de lleno en la problemática sartriana del ser-para-otro, y constituye
su crítica anticipada. En su genial simplicidad, el texto de la Ideología Alemana
dice: «Todo hombre a su alcance es al mismo tiempo su objeto y, en tanto que
objeto, su propiedad», su criatura. Cada uno de los Yo le dice al Otro: «Para

77
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

mí tú eres tan sólo lo que eres para mí..., es decir, mi objeto, y por ende, mi
propiedad». Por lo tanto, también mi criatura que, en todo momento, en
tanto soy su creador, puedo digerir y reabsorber en mí. Cada Yo considera al
otro, no como un Propietario sino como su propiedad, no como un Yo, sino
como un para-él (ais Sein-für-Ihn), como objeto, no como si se perteneciese,
sino como si le perteneciera, como enajenado de sí mismo. La continuación
del texto demuestra claramente que la denuncia del carácter ideológico que
posee la apropiación stirneriana se funda en la insuperable oposición que existe
entre la realidad y la representación que siempre es sinónimo de irrealidad, de
«imaginación»: «A San Sancho le parece importante considerar en las relaciones
con el prójimo, no la relación real, sino la relación que cada uno puede imaginar
en su propia reflexión^®», es decir, en su conciencia.
Si siguiendo a Marx se dirige la mirada sobre la vida real, es posible cons-
tatar hasta qué punto esta historia ideológica de la conciencia y de la relación
entre conciencias se aparta de la historia real, no pudiendo explicarla ni, con
más razón aun, ocupar su lugar y fundarla. Lo que entonces resulta posible
comprender es que las determinaciones de la vida se explican siempre a partir
de ella misma. No es la lucha a muerte de conciencias por su reconocimiento
lo que rinde cuenta de la formación de las parejas, de la familia, de la sociedad
y de su historia conjunta; es, por el contrario, la transparencia de la necesidad
y la subjetividad de los cuerpos quien lo hace. Con estas determinaciones, así
como con aquellas de la praxis en general, la filosofía se ve reconducida al lugar
de origen que le corresponde; y no puede más ser definida en primer lugar como
fenomenología de la conciencia, sino como fenomenología de la vida.

Ubtd., V I I I , p. 9 5 - 9 6

78
LA VIDA, LA CULTURA Y EL ARTE:
HACIA UNA NUEVA ESTÉTICA
El problema de la vida y la cultura
en la perspectiva de
una fenomenología radical
Hablar de vida activa y de vida contemplativa implica el conocimiento
previo de aquello que es la vida. Este conocimiento de la vida implica a su vez
que dispongamos de un método o de una filosofía que nos permita adquirirlo.
Esta filosofía es una fenomenología radical. No entendemos con ello la feno-
menología histórica que se desarrolló a partir de Husserl, sino una fenomeno-
logía ideal que vaya hasta el fondo de las preguntas que definen su objeto. El
objeto de la fenomenología no es el conjunto de fenómenos estudiado por las
ciencias, sino aquello que en cada instante permite que un fenótneno sea tal,
su fenomenalidad, el modo de donación conforme al cual nos es dado y es así
un fenómeno para nosotros.
A partir de Descartes, este modo de donación se interpreta como la
conciencia, aunque resulta difícil de aprehender qué es la conciencia. En la
fenomenología husserliana esta conciencia es puesta en evidencia gracias a un
método notable, la reducción fenomenològica, que en Krisis, donde es expues-
ta por última vez, se desarrolla en dos tiempos. Ante todo, la reducción es la
epoché del mundo de la ciencia galileana, ciencia que transformó el modo de
pensar y las concepciones del hombre europeo haciendo de él lo que es hoy
en día. El mundo nos es dado en apariciones sensibles, subjetivas y variables,
pero, según esta ciencia, es posible exhibir, más allá de la relatividad de sus
apariciones subjetivas, un ser verdadero del mundo, un mundo en sí. Y esto,
en la medida en que en el conocimiento de este mundo hagamos abstracción
precisamente de las cualidades sensibles y, de manera general, de todo cuanto
sea relativo a la subjetividad para sólo retener como siendo verdaderamente las
formas abstractas del universo espacio-temporal cuyas determinaciones geomé-
tricas constituyen un conocimiento unívoco. En cuanto al mundo del espíritu
y de la espiritualidad humana, éste se apoya sobre esta naturaleza científica y
se explica por ella.

81
TRADUCCIÓN MARIO LIPSITZ

La inversión husserliana de estas tesis que sostienen la ideología cientificista


y positivista de nuestro tiempo es uno de los análisis mayores del pensamiento
filosófico. El mundo de las idealidades matemáticas de la ciencia gaiileana no
puede rendir cuentas del mundo sensible y subjetivo en que transcurre nues-
tra vida cotidiana porque está fundado en él. Por una parte, las idealizaciones
científicas sólo tienen sentido respecto de este mundo. Por la otra, en tanto
son idealizaciones, éstas suponen la operación subjetivo trascendental que las
produce y en la que propiamente consiste la idealización. En vez de reducir la
subjetividad a una mera apariencia, el mundo de la ciencia encuentra en ella
el principio que continuamente la engendra. La naturaleza, por último, sobre
la que toda espiritualidad humana o animal se edifica, no es el mundo de la
ciencia y de sus idealidades abstractas, sino el mundo de la vida, un mundo
constantemente intuicionable y experimentable en los modos sensibles de su
donación subjetiva.
La subjetividad no sólo produce, pues, las idealizaciones del mundo
matemático de la ciencia, sino que, ante todo, produce el mundo de la vida,
no siendo sino el conjunto de procedimientos y modalidades según los cuales
aquél se ofrece a nosotros, o también, la metodología fundamental en virtud
de la cual el mundo existe. Ni los onta que pueblan el mundo de la vida
ni este mundo mismo se encuentran allí en una especie de inmediación y
como si fuera por sí mismos, como substratos de sus propias cualidades:
sólo son lo que son gracias al conjunto de operaciones subjetivas que los
hacen aparecer y los traen así a su condición de fenómenos, Husserl dice:
que los «constituyen». Estas prestaciones trascendentales que confieren
sentido y ser a todo lo que es y puede ser para nosotros, son sumamente
complejas. La percepción de la cara de un cubo, por ejemplo, o de una
casa, está ligada a las percepciones potenciales de los otros lados, según un
juego de reenvíos indefinidos. Ahora bien, en la actitud natural, sólo pres-
tamos atención á los entes y a los fines que éstos proponen a nuestra acción
práctica, mientras que las prestaciones trascendentales que los constituyen
permanecen desapercibidas; en el «anonimato», dicen los fenomenólogos.
Percibo la casa, no la percepción de la casa. Tengo siempre conciencia del
mundo y nunca conciencia de mi conciencia del mundo. Es por lo que, tras
la primera epoché que nos recondujo desde el mundo de la ciencia al de la
vida que le sirve de fundamento, se hace necesaria una segunda epoché
responder al problema del retorno del mundo de la vida a la conciencia de
este mundo.

H?.
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

Por importantes que hayan sido sus desarrollos, en particular los husserlianos,
interviene aquí la distancia que debemos tomar respecto de la fenomenología
histórica, para dirigirnos hacia una fenomenología más radical, si pretendemos
poder hablar de aquello que es objeto de nuestro encuentro, a saber: la vida. La
conciencia es, para Husserl, la conciencia del mundo, la conciencia de algo, a
saber: la intencionalidad. Que la conciencia sea en su esencia intencionalidad
significa que la intencionalidad es quien instala en la condición de la fenome-
nalidad, que es la fenomenalidad misma, que es ella quien hace ver. ¿De qué
modo hace ver la intencionalidad? En tanto se relaciona con algo que, de este
modo, se mantiene frente a ella como un trascendente; la intencionalidad es
el poder de instalar un "delante de" y, así, de trazar un camino hacia lo que se
tiene en ese delante. Es en este profundo sentido que la conciencia es conciencia
del mundo, en el sentido en que ser una conciencia quiere decir hacer ver y en
que hacer ver es situar delante, poner en un mundo.
Ahora bien, si en la conciencia que tenemos del mundo de la vida en el
seno de la actitud natural tenemos conciencia de los onta pero no de nuestra
conciencia del mundo, resulta importante comprender cómo podemos adquirir
la conciencia, ya no del mundo, sino de nuestra conciencia misma del mundo.
Pero, la solución de Husserl es, nuevamente, la intencionalidad. La reducción
fenomenològica que quiere volvernos conscientes de nuestra conciencia del
mundo es una reflexión sobre la consciencia espontánea, es decir, una mirada
intencional dirigida sobre la vivencia trascendental. Ciertamente, esta reflexión
presupone la retención, pero la retención es, ella misma, una intencionalidad. Si
formulamos pues la pregunta última, la de saber cómo la conciencia tiene con-
ciencia, no del mundo sino de ella misma, la pregunta sobre la auto-revelación
de la subjetividad absoluta, la respuesta es que la subjetividad absoluta se revela
a ella misma en tanto que se dirige intencionalmente sobre si misma, y esto,
en la auto-constitución del flujo de la subjetividad absoluta, auto-constitución
que es su auto-temporalización. La temporalización es el deslizamiento, el
surgimiento de una distancia, la primera puesta a distancia, un ek-stasis, y la
mirada intencional, primero de la retención y luego de la reflexión, se mueve
en el espacio abierto por este ek-stasis que constituye la primera apertura de
un mundo.
Conviene ahora tomar conciencia del fracaso de Husserl en lo que respecta a
nuestro problema de la auto-revelación de la subjetividad absoluta, en la medida
en que esta auto-revelación es la vida misma. Que el flujo de la subjetividad
absoluta se aparezca a sí mismo en tanto se constituye a sí mismo, en tanto

83
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

se relaciona intencionalmente consigo mismo, por consiguiente, en sus fases


constituidas fenoménicamente, que las fases constituyentes mismas no se den
más que así, en la intencionalidad y por ella —todo esto significa: estas fases no
se presentan nunca como constituyentes, la intencionalidad jamás se revela a sí
misma como tal, en tanto que operante y en su funcionamiento— y esto quiere
decir: aquello que hace ver nunca es visto. Por eso existe en la fenomenología
husserliana un último constituyente, un «ego absolutamente único funcionando
en última instancia» (Krisis, 55), sobre el que un manuscrito de 1933 declara de
manera esencial: «Yo no soy solamente algo para mí, sino que soy yo» —«Ich bin
nicht nur etwas fiir mich sondern ich bin ich»-, sin poder decir nada más acerca
de esta instancia suprema que no es otra que la Vida absoluta de la subjetividad
trascendental, es decir, la vida real, que queda en un anonimato insuperable,
no sólo en Husserl, sino también en la filosofía en general.
Para saber algo más sobre esta vida, para saber si se puede saber algo, vol-
vámonos sobre Descartes y el cogito. En la conferencia El Fin de la Filosofía y
la Tarea del Pensar, Heidegger dice que las Meditaciones Cartesianas no fueron
para Husserl sólo el título de las conferencias pronunciadas en París en 1929,
sino que su espíritu dominó el conjunto de sus investigaciones. Considero, sin
embargo, que esta meditación cartesiana, por fructífera que haya sido en tantos
aspectos, al igual que la crítica que Heidegger haría del co^to al que reduce a un
yo me represento, pierde la intuición fundamental de Descartes, ciertamente
aún por ser descubierta. Hablando en el &:50 de la Krisis de lo que denomina
el dispositivo cartesiano: «ego-cogitatio-cogitata», Husserl declara que, por su
parte, entiende recorrer este dispositivo al revés, no desde el ego cogito hacia el
cogitatum, sino partiendo del cogitatum. De manera general, el análisis fenome-
nològico toma siempre como punto de partida, como «guía trascendental», el
objeto intencional, ascendiendo a partir de éste a las síntesis constituyentes que
lo explican, y esto igualmente en el caso de los análisis llamados noéticos.
Sólo que según la problemática de las dos primeras Meditaciones de Des-
cartes, resulta imposible partir del cogitatum, incluso reducido a él mismo, a su
simple apariencia, imposible partir del cogitatum qua cogitatum, por la simple
razón de que la duda lo pone fuera de juego: es imposible fundarse sobre la
evidencia, sobre el ver apodíctico de algo cierto, es decir, de algo que no pue-
de ser de otro modo -por ejemplo, que «si pienso es necesario que exista», o
«pienso luego existo»—, porque tal vez la evidencia sea falsa (si tal es la voluntad
del Genio Maligno), porque el ver apodíctico tal vez sea falaz. Pero si todo
mundo posible, real o ideal, sensible o inteligible, es rechazado, (en la medida
que el medio extático de visibilidad en que estos mundos se me aparecen no

84
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

es tal, no es un «volver visible» o un «hacer ver», sino un «inducir a error», un


«engañar»), ¿qué es lo que queda?
Lo que subsiste para Descartes al término de la duda, es la experiencia
subjetiva de la visión, la auto-revelación de esta visión misma. Pero vemos a qué
condición: a condición de que la revelación original- no aquella que cumple
el ver en tanto ve todo lo que ve- sino la revelación que revela al mismo ver
no consiste en un tal ver, a defecto de lo cual ella misma sería dudosa puesto
que el ver y la evidencia han sido considerados falaces. En otros términos, la
revelación en la que el ver se revela a él mismo, se siente, y hace la experiencia
de sí, no es aquella por la que el ver alcanza a su objeto, no es el resultado de
una intencionalidad, no es la apertura de un ek-stasis. Si se trata entonces de
fundar el ver mismo y de asegurar toda evidencia, y si se trata de hacerlo sin
fundarse en el ver ni en la evidencia, esto sólo podrá hacerse mostrando como el
ver se instala en sí mismo y se auto-revela previamente a cualquier relación con
el mundo e independientemente de éste. Ahora bien, esta revelación original
y acósmica es la de la vida.^'
La reducción cartesiana, si se quiere designar de este modo la duda, nada
tiene entonces que ver con la reducción husserliana. Esta última sólo pone fuera
de juego el mundo para tener en cuenta su donación, es decir, la conciencia
del mundo, la intencionalidad, de tal suerte que en Husserl cogitano significa
la fenomenalidad del cogitatum, la luz del ek-stasis. Lo que se silencia —y esto
explica la aporia contra la que vino a estrellarse la fenomenología husserliana, su
incapacidad de conferirle un estatuto fenomenològico al constituyente último—
no es nada menos que aquello que Descartes llama el «conocimiento del alma»,
un conocimiento que, según la Segunda Meditación, precede al «conocimiento
del cuerpo». No hay un conocimiento y dos objetos de ese conocimiento, el
alma y el cuerpo, sino dos modos fundamentales conforme a los cuales se cumple
la fenomenalización de la fenomenalidad pura. El primero de estos modos es
la intencionalidad y lo que la funda es el ek-stasis donde ésta se despliega; el
segundo es la vida. Cogito, «conciencia», no quiere decir una cosa sino dos, por
otra parte, profundamente diferentes y heterogéneas.
Hemos, pues, distinguido: el mundo de la ciencia y el saber científico, el
mundo de la vida y la conciencia de ese mundo de la vida, y por último, la
vida. El saber científico se apoya sobre la conciencia del mundo, sobre la in-

Este último parágrafo («Lo que subsiste [...] es la revelación de la vida") fue propuesto por M.
Henry para reemplazar en este libro a uno más extenso que, con el mismo sentido, presenta la
cuestión en la versión original de la conferencia. M. Lipsitz

85
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

tencionalidad, de la que es una forma elaborada. El saber de la vida, no guarda


ninguna relación con el saber científico, así como tampoco con la conciencia
del mundo en general y, por no llevar en sí el ek-stasis de la intencionalidad,
tampoco le debe nada.
Consideremos un estudiante de biología leyendo una obra sobre el código
genético. Su lectura es la repetición, por un acto de su propia conciencia, de los
procesos complejos de conceptualización y teorización contenidos en el libro, es
decir, significados por los caracteres impresos. Pero mientras lee y, a fin de que
su lectura sea posible, el estudiante vuelve las páginas del libro con sus manos,
mueve los ojos para recorrer con la mirada y recoger en ella una tras otra las
líneas del texto. Cuando esté agobiado por su esfijerzo intelectual, se pondrá de
pie, dejará la biblioteca, cogerá una escalera para dirigirse a la cafetería, donde
podrá descansar, comer y beber. El saber contenido en la obra de biología,
asimilado por el estudiante durante su lectura, es el saber científico. La lectura
de la obra es la puesta en acción de un saber de la conciencia: la intuición de
las palabras, la aprehensión de las significaciones que éstas poseen. El saber que
posibilitó el movimiento de manos y ojos, el acto de levantarse, subir la escalera,
beber y comer, el descanso mismo, es el saber de la vida.
Si preguntamos cuál de estos tres saberes es el saber fundamental, debemos
rechazar de entrada el conjunto de prejuicios de nuestro tiempo, su ideología
cientificista y positivista, a saber: la creencia de que no sólo el saber científico
es el más importante, sino que, en realidad, es el único saber verdadero; la
creencia de que saber significa ciencia, es decir, ese tipo de saber matemático
de la naturaleza introducido en la época de Galileo y de que todo cuanto pre-
cedió a esta llegada de la ciencia a Occidente no ha sido más que prejuicios,
confusión e ilusiones. Pero los comienzos son siempre lo más difícil. ¿Cómo la
humanidad precientífica, desprovista de todos los medios que la ciencia pondría
a su disposición, habría podido no sólo sobrevivir y desarrollarse, sino, aún
más, producir en múltiples dominios, por ejemplo los del arte o la religión,
resultados extraordinarios a los que la humanidad de hoy en día sería incapaz
de llegar, si no hubiese dispuesto de un saber fundamental? Sobre este saber
hemos de decir algunas palabras más.
El saber de la vida no tiene ningún objeto, porque su esencia no es la
relación con el objeto. Si el saber que posibilita el movimiento de mover las
manos y se encuentra en éste tuviese un objeto, para el caso, estas manos y su
desplazamiento potencial, el movimiento de las manos jamás se produciría. El
saber se mantendría frente a él como frente a algo objetivo de lo que quedaría
separado para siempre por la distancia de la objetividad, se encontraría ante una

86
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

cosa y definitivamente imposibilitado de reunirse con ella. Por el contrario, la


capacidad de unirse al poder de las manos e identificarse con él, de ser lo que
éste es y hacer lo que éste hace, sólo la detenta un saber que se confiinde con
este poder, pues no es más que la experiencia que éste hace constantemente de
sí, su subjetividad radical. Sólo en la inmanencia absoluta de su subjetividad
radical y por ella, el poder de las manos, todo poder en general es posible, es
decir, está en posesión de sí y asípuede desplegarse en cada momento. Un saber
tal, que excluye de sí todo ek-stasis, un saber que no ve nada y que consiste,
por el contrario, en la subjetividad radical de su puro sentirse y en el pathos de
esta experiencia es, precisamente, el saber de la vida.
Ahora bien, la vida no es sólo la condición externa del saber científico, en
el sentido en que el sabio debe saber ante todo dar vuelta a las páginas de su
libro; ella es también su condición interna. El saber científico no es más que
una modalidad del saber de la conciencia, es decir, de la relación con el objeto.
Pero la conciencia solamente es posible sobre el fondo de la vida que lleva en sí.
La relación con el objeto es la visión del objeto, ya se trate de la visión sensible
del objeto sensible o de la visión intelectual de un objeto inteligible, de una
relación abstracta, de una idealidad, etc. Pero, ya lo hemos mostrado, el saber
implicado en la visión del objeto no se agota en modo alguno en el saber del
objeto, sino que implica el saber de la visión misma, un saber que no es más la
conciencia, la relación con el objeto, sino la vida.
En la medida en que la visión del objeto presupone el saber de la visión
misma, es decir, el pathos de su propia experiencia de sí, o, dicho de manera
más explícita: en la medida en que la auto-afección de la subjetividad absoluta,
que hace de ésta una subjetividad, encuentra su efectuación fenomenològica
en el pathos de su experimentarse, es decir, en una afectividad transcendental,
esta visión del objeto no es jamás una simple visión, sino que, por auto-
afectarse constantemente y sólo ser posible mediante esta auto-afección, es
una sensibilidad. Por esto es que el mundo no es un puro espectáculo que
se ofrece a una mirada vacía, sino un mundo sensible, un mundo de la vida.
Y es también por esto que el mundo de la ciencia, que pone fuera de juego
la sensibilidad, es necesariamente una abstracción respecto de este mundo
primitivo.
He aquí ahora nuestra tesis: la cultura es la cultura de la vida, en el doble
sentido en que la vida constituye a la vez el sujeto de esta cultura y su objeto.
La cultura es una acción que la vida ejerce sobre sí misma, acción mediante la
cual se transforma a ella misma en tanto que ella misma es quien transforma y
lo que es transformado. «Cultura», no designa otra cosa. «Cultura» designa la

87
TRADUCCIÓN M A R I O LIPSITZ

auto-transformación de la vida, el movimiento por el que no deja de modifi-


carse a sí misma a fin de llegar a formas de realización y de cumplimiento más
elevadas, a fin de crecer. Mas si la vida es este movimiento de auto-transformarse
y llevarse a cabo ella misma, ella será la cultura misma, la llevará inscrita en sí
y querida por sí como aquello mismo que ella es.
¿Por qué quiere la vida acrecentarse? Insistamos primero sobre el hecho de
que esta auto-transformación de la vida se apoya sobre un saber. Este saber es
el saber de la vida en un doble sentido. Es el saber de la vida, es decir, tiene a la
vida como contenido, como «objeto», aunque, en rigor, no sea nunca el saber
de un objeto. Es un saber del que carece por completo la conciencia -tanto el
saber del mundo como el de la ciencia- que siempre es el saber de algo distinto
de la vida. Así, por ejemplo, la biología es el saber de cierto tipo de procesos
naturales, exteriores a este saber, y no el saber de la vida del que hablamos,
saber que es la vida fenomenológipa de la subjetividad absoluta. En segundo
término, este saber sobre el que descansa la cultura lo constituye, en tanto que
saber, la vida misma, es la vida la que conoce lo que está aquí en juego y que,
por otra parte, es ella misma. A este saber, en tanto que es el producto de la
vida, en tanto que, por un lado, procede de la vida, y, por otro, tiene a la vida
como contenido, en tanto que en él la vida es quien conoce y también lo que es
conocido, lo llamo praxis. Solemos hablar, a cualquier propósito, de un punto
de vista teórico, de otro práctico y también de su diferencia como si se tratara
de algo trivial. Sin embargo, el principio de esta diferencia permanece oscuro,
pues se arraiga en las estructuras últimas del Ser y, en última instancia, en su
Fondo invisible, y sólo es allí donde podrá ser elucidada.
Puesto que la cultura es la cultura de la vida y se apoya sobre su propio
saber, ella es esencialmente practica. Consiste, afirmamos, en el auto-desarrollo
de las potencialidades subjetivas que definen a esta vida. Si se trata del ojo,
quiero decir, de la potencialidad subjetiva de la visión, todos podrán distinguir
fácilmente el ojo grosero, del que habla Marx en los Manuscritos del44, incapaz
de efectuar una percepción fina de aquello que observa e igualmente incapaz
de cualquier apreciación estética a su respecto —por ejemplo el discernimiento
de la belleza del material, de la forma, etc.-, y por otra parte, el ojo cultivado,
cuyo ejercicio refinado es, en su pathos, el placer estético. Si se trata de las po-
tencialidades subjetivas motrices, todo el mundo podrá establecer del mismo
modo la diferencia entre el cuerpo del bailarín capaz de dominar su fuerza,
de retenerla o liberarla, y el cuerpo del individuo inexperimentado y torpe.
Como autodesarrollo de las potencialidades de la vida, la cultura es, pues, su
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

puesta eri acto, su ejercicio, el cual supone, justamente, que la vida esté en
posesión de sus poderes y en la posibilidad de ejercerlos, es decir, que esté en
esa condición ontològica fundamental que es su esencia misma en tanto que
auto-afección y afectividad transcendental. Pues es en la auto-afección de esta
afectividad transcendental que cada uno de estos poderes adviene a sí y de este
modo crece de sí.
Preguntábamos: ¿por qué la vida quiere acrecentarse? Respondemos: porque
tal es su naturaleza, porque ella es el original advenir a sí que como tal es el
acrecentamiento de sí -aquello que Nietzsche llama Voluntad de poder. De esta
forma, el auto-desarrollo de los poderes de la vida nunca significa su simple
puesta en obra, sino un despliegue que tiende a verificar lo que éstos son, a
saber: el movimiento por el que entran en posesión de su propio ser no dejando
un solo instante de acrecentarse de sí. En tanto que subjetividad, la vida no
es; o más bien, ella es un perpetuo advenir como advenir a sí en el seno de un
arribar a sí. Este acrecentamiento de la vida, en el sentido de su eterna venida a
sí, es justamente un pathos, un experimentarse a ella misma, de tal suerte que en
ese experimentarse la vida se siente como aquello que ella misma no ha puesto
sino que más bien le adviene y no deja de advenirle, como algo que ella padece
constantemente en un padecer más fuerte que su libertad. Ese padecer, en el
que la vida no cesa de ser acometida y sumergida por su propio ser, la arroja
hacia adelante, la empuja a la acción: primero, no en el afuera de un mundo,
sino bajo la forma de aquel padecer, como un acrecentamiento de potencia y
como su despliegue. Cada ojo quiere ver más y cada fuerza acrecentarse. Lo
que lleva a que el ojo se abra aún más no es lo que éste ve (a menos de haber
dispuesto el objeto enfrente suyo con este fin), sino su visión. No es su posible
efecto o alguna finalidad sino su propia ebriedad lo que excita a la potencia y
la incita en pos de más potencia.
La cultura, en tanto que auto-desarrollo de la vida, reviste diferentes formas:
una forma inmediata, a saber, la organización social que es el sistema de las
necesidades y del trabajo tendiente a satisfacerlas. Necesidades y trabajo son dos
modos elementales de la praxis, situados el uno en la prolongación del otro: el
trabajo, o, más bien, la actividad original, no es más que el acrecentamiento de
la necesidad. Por otra parte, la cultura reviste formas superiores que son el arte,
la moral, y la religión. Ciertos momentos particularmente notables intervienen
en el desarrollo de la cultura cuando las formas superiores buscan de manera
explícita atraer hacia ellas las formas inferiores. Citemos, en el mundo moderno,
la corriente de pensamiento que parte de Ruskin y William Morris para concluir.

89
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

en Alemania, con la tentativa extraordinaria del Bauhaus, que buscó conferir a


la producción industrial los caracteres de una producción estética.
El movimiento inverso se produce algunas veces. No sólo se distiende el
dominio de las formas superiores sobre las inmediatas, sino que, en lugar de
proseguir su propio desarrollo, cada una de estas formas de realización de la
vida se empobrece y la vida en su totalidad parece declinar. La humanidad entra
entonces en un período de barbarie. La barbarie es siempre segunda respecto
de un estado de cultura que necesariamente la precede, y sólo ante éste puede
aparecer como una degeneración. Como dice Joseph de Maistre: la barbarie
es una ruina, no un rudimento. La cultura viene siempre primero. Hasta las
formas más rudimentarias de actividad y organización humana ya son formas
de cultura; presentan una organización, leyes implícitas, modos de conducta
destinados a hacer posible la existencia del grupo y su supervivencia, formas que,
en tanto persiguen el mantenimiento y la conservación del estado de fuerzas,
aparecen como condiciones de un progreso ulterior.
En la medida en que el auto- desarrollo de la vida bajo el modo de su auto-
acrecentamiento es querido y prescrito por ella, en tanto es idéntico a su esencia,
la interrupción de ese desarrollo es, por el contrario, la regresión; el reflujo de
la cultura hacia la barbarie resulta incomprensible. La genialidad de Nietzsche
consiste en haber percibido esta aporia y en haber llevado a cabo unos análisis
extraordinarios para resolverla. Estos análisis nos muestran, en primer lugar,
que el campo de la vida no es el de lo vago e indeterminado, prestándose así
a afirmaciones fantasiosas ajenas a una ciencia rigurosa, sino que se pueden
reconocer en ella ciertas correlaciones eidéticas y aprióricas, objetos de un
saber apodíctico. En lo que concierne a nuestro problema, Nietzsche nos
dice: si el declinar de las civilizaciones es posible, no lo es porque la fuerza
de la vida fuera susceptible de disminuir y transformarse progresivamente
en debilidad, sino, al contrario porque esta fuerza de la vida es infinita y, en
su fondo, no se debilita jamás. Sólo que, en aquello que llamamos debili-
dad, ocurre que esta fuerza infinita se dirige contra ella misma, como mala
conciencia, odio y resentimiento. Si los débiles pueden vencer a los fuertes
e, incluso, según Nietzsche, si lo hacen inexorablemente, es porque toman
apoyo en sí mismos sobre esta fuerza que, en el seno de su degeneración y
decrepitud, permanece intacta.
¿Por qué y cómo puede la vida dirigirse contra ella misma? Porque ella es
la vida, el «sufrirse a sí» y el «soportarse a sí» de la subjetividad absoluta, que
encuentra su plena efectuación fenomenològica en el Sufrimiento y, en el ex-

90
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

tremo de este sufrimiento, vuelto insoportable, no pudiendo ya soportarse a sí


mismo, emprende el deshacerse de sí, es decir, romper el lazo irremisible que
ata la vida a ella misma. Sólo en este loco proyecto de deshacerse de sí la vida
se transforma en debilidad, precisamente porque el lazo que la anuda consigo
misma no puede desatarse. Sucede entonces que la vida dirige su impotencia
contra los otros, o contra sí misma en el resentimiento, entregándose a la em-
presa de la destrucción. Las grandes civilizaciones no desaparecen sumergidas
por fuerzas exteriores; su muerte se origina en ellas mismas.
Hoy la humanidad entra nuevamente en la barbarie. Esta, sin embargo,
presenta caracteres particulares que importa subrayar y que resultan, principal-
mente, del hecho de que nuestra civilización es la de la ciencia y sus aplicaciones.
En la medida en que la ciencia es la ciencia de la naturaleza, ella ignora la vida.
La ignora tanto más cuanto que en el mundo que ella estudia hace abstracción
de que ese mundo es un mundo de la vida, en particular, de la sensibilidad.
Naturalmente, la ciencia matemática de la naturaleza posee su derecho propio; su
desarrollo prodigioso en los tiempos modernos ha conducido a extraordinarios
resultados, muchos de los cuales, si estuviesen puestos al servicio de la vida, le
ofrecerían nuevas posibilidades; pero cuando decimos «puestos al servicio de
la vida», suponemos que es ella quien juzga y quien decide en función de un
saber que es el suyo y le concierne. Sólo que al desarrollo teórico de la ciencia
galileana, se agrega una creencia a la que ya hemos aludido, a saber, la de que
esta ciencia constituye el único tipo de saber real o posible. A partir de entonces,
el desarrollo de la ciencia, es decir, de hecho, el reino de esta creencia, significa
la exclusión de cualquier otia forma de saber y, en particular, del saber de la
vida en sus desarrollos prácticos fundamentales que son el arte, la moral y la
religión. La eliminación del saber fundamental de la vida en el seno mismo
del extraordinario desarrollo de la ciencia matemática de la naturaleza y en
beneficio de esta única ciencia es, pues, aquello que produce y caracteriza la
barbarie propia de nuestro mundo. Esta eliminación de los saberes prácticos
fundamentales de la vida se manifiesta prácticamente, es decir, en el plano de
la vida de los grupos humanos: las iglesias están vacías, no hay más moral. Se
podría ver en ello, como de hecho ha sucedido, la liberación de la humanidad
respecto de sus creencias e interdicciones infundadas. Pero no hay creencias
sin fundamento. Toda creencia, por extraña o absurda que pudiera parecer, es
una creencia de la vida en sí misma y, en última instancia, le es idéntica. La
desaparición de las creencias en el mundo moderno es el estricto correlato de la
no consideración del saber fiandamental de la vida y también es su consecuencia.

91
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

El hecho de que esta eliminación del saber de la vida sea interpretada, por otra
parte, como una «liberación» es significativo. Así, por ejemplo, la liberación de
la sexualidad quiere decir que ésta debe tratarse en adelante como un proceso
natural y que, por consiguiente, su descripción y explicación es competencia
de una ciencia en el sentido de la ciencia de la naturaleza. El comportamiento
que el hombre debe tenerfi-entea la sexualidad encuentra entonces su principio
en aquel saber de la naturaleza o en algún otro saber copiado de éste y ya no
en el erotismo o en el amor, comprendidos como experiencias radicalmente
subjetivas. La vida ha dejado de dictarse ella misma sus propias leyes y ahora las
recibe de un trasmundo científico. Sería posible, a este propósito, reflexionar
indefinidamente sobre el éxito popular que encontró en nuestra época una
doctrina como el psicoanálisis.
Pero aquí tocamos un punto absolutamente general que podría denominarse
la naturalización del hombre. Puesto que el saber matemático de la naturaleza
es el único tipo de saber, sólo se podrá conocer algo acerca del hombre en la
medida en que lo tratemos, de un modo u otro, como un fragmento de esta
naturaleza, en la medida en que se reduzca su pretensión metafísica, como ya
lo hiciera la astronomía; en fin, sólo será posible el conocimiento del hombre
si se opera la conversión de la vida transcendental de la subjetividad absoluta
en datos empíricos objetivos listos para los diversos saberes positivos, los cuales,
haciendo uso de un aparato lógico y matemático tan riguroso como fiiera posi-
ble, nos habrían de decir finalmente qué es el hombre. La eliminación práctica
del saber práctico de la vida acarrea esta consecuencia en el plano teórico y se
vuelve visible en él.
Sería particularmente esclarecedor examinar los modos de comunicación
del saber, comunicación que, ante todo, supone la elección de los saberes que
se considera fundamentales y prioritarios. En esta perspectiva, la universidad es
un verdadero microcosmos y las innumerables reformas que en ella se suceden
a ritmo frenético tienen siempre por meta, tanto en el plano de la enseñanza
como en el de la investigación, la eliminación de las disciplinas tradicionales de
la cultura que trataban obscuramente de la vida como de una realidad específica,
en beneficio de las disciplinas científicas que se definen por el desconocimiento
de esta especificidad. La elección misma de las matemáticas como criterio para la
selección de los alumnos y estudiantes es relevadora. Más aún, en las disciplinas
de la cultura, la invasión de métodos científicos quita a éstas su objeto propio,
haciendo aparecer nuevos objetos definidos por la aplicación potencial de esos
métodos. Así es como la filosofía ha cedido su lugar a las ciencias humanas

92
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

caracterizadas por la alta tecnicìdad de sus metodologías diferenciadas, tecnici-


dad que va a la par con una credente ignorancia en lo que concierne al objeto
ùltimo de la investigación. Dentro de la filosofia misma, ésta fue substituida por
la epistemología, es decir, por una reflexión sobre el saber científico, el único
que existe e importa, la lógica matemática, etc. En Francia, en la disciplina
denominada «Literatura francesa», se abandona la literatura en provecho de la
lingüística o de diversos enfoques sociológicos, psicológicos o freudianos de
los textos, cuyo carácter iiterario, es decir estético, ya no es si quiera percibido;
ios textos de los grandes escritores son, por otra parte, reemplazados por textos
extraídos de los periódicos, a propósito de los cuales, efectivamente, el análisis
estético ya no tiene más razón de ser. El año pasado, siempre en Francia, en el
programa de las oposiciones para la cátedra de inglés, la literatura Inglesa fue
transformada en una asignatura optativa. De este modo, la universidad, que
tradicionalmente jugaba el papel de un hogar de cultura, se volvió en el mundo
contemporáneo una de las estaciones y centros de difiisión de la barbarie.
La afirmación de que la ciencia, considerada como el único modo de saber
posible, engendra !a barbarie no dejará de parecer demasiado vaga y excesiva.
Hagamos, pues, su dem.ostración a partir de ejemplos precisos. En Grecia,
en Eleuterio, subsisten los restos de una de las fortalezas que en el siglo VI
protegían el Ática. Se trata de un admirable muro de enormes bloques de pie-
dras que relucen al sol, por encima del que, lamentablemente, pasa una línea
eléctrica de alta tensión. Si se tratase de transportar corriente eléctrica de tal
lugar a tal otro y calcular las niejores condiciones de transporte, la solución
adoptada por los ingenieros griegos habría sido ciertamente la mejor. Si este
hecho se nos presenta como uno de los innumerables ejemplos de la barbarie
que flagela nuestro mundo, es porque en esos cálculos y para que sean posibles,
se ha hecho abstracción de la sensibilidad, es decir, del Todo de la subjetividad
absoluta como criterio y razón última de toda cosa. Si, de manera general, los
«decididores» de hoy son bárbaros, es porque la vida, la vida fenomenològica
transcendental, no forma parte ya de su saber.
Otro ejemplo. A mitad del siglo XX, era posible considerar que aún exis-
tían en el mundo, desde el punto de vista estético, es decir, en el plano de la
praxis (mismo si es cuestión de una praxis del pasado), tres principales países
cultivados: Italia, Alemania y, en cierta medida, Francia, donde sin embargo las
destrucciones habían sido considerables. En esos tres países todavía era posible
contemplar ciudades que, como tales, como lugares de habitación y actividad
humana, eran obras de arte. La destrucción de las ciudades alemanas durante

93
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

la segunda guerra mundial, precisamente de sus núcleos arquitectónicos (dicho


sea de paso sin ningún motivo militar o económico), constituye un ejemplo
perturbador de la barbarie de los decididores políticos y militares, tanto como
la ausencia de toda reacción frente a aquel daño irreparable cometido contra
una parte sumamente importante del patrimonio cultural de la humanidad y
muestra hasta qué punto la idea de una dimensión estética de la existencia,
es decir, de una praxis estética, ha sido excluida de la esfera de la experiencia
humana. Existe un círculo de la barbarie: únicamente hombres desprovistos de
sentido estético pueden vivir en las monstruosas urbes construidas en el siglo
XX, y, puesto que la vida nunca es totalmente eliminada, no logran hacerlo.
Un último ejemplo mostrará la intervención de la ciencia dentro de la
misma estética. Pues si la estética tiene todavía derecho de ciudadanía entre
nosotros, sólo lo tiene en la medida en que ella es científica y se atribuye fines
y métodos racionales. Pero si la ciencia es la eliminación de la sensibilidad,
¿qué puede querer decir una estética científica? No lejos de Eleuterio, en
Dafnis, se yergue un monasterio que data del siglo V. Su iglesia está cubierta
con magníficos mosaicos que han llegado hasta nosotros gracias a numerosas
y pacientes restauraciones. Pero en 1976, tuvo lugar una nueva restauración,
científica esta vez, a cuyo término se había destruido una gran parte de los
mosaicos mientras que aquellos que subsistieron están manchados con regueros
de cemento que los tornan irreconocibles y los desfiguran para siempre. ¿Qué
es lo que sucedió? Existen actualmente diversos procedimientos que permiten
fechar los materiales de manera rigurosa —en particular, el carbono 14—, y, por
consiguiente, discernir en una obra restaurada aquello que es original y aquello
que no lo es. Lo que en el monasterio bizantino de Dafnis le importa a la ciencia
es sólo aquello que puede ser científicamente establecido: la discriminación
de los agregados, empalmes y elementos repintados sobre la obra original y la
destrucción irreversible a martillazos de las teselas de los mosaicos no originales
es la consecuencia de la teoría y de su propia voluntad. Se objetará que no es el
carbono 14 quien nos dice que se debe destruir todo lo que no date de 1160.
Pero, ¿quién lo dirá? ¿En qué saber podrá uno fiindarse para decidir, si no existe
ningún otro saber más que el científico?
La interpretación de la cultura a partir de la vida fenomenològica absoluta, y
así como cultura esencialmente práctica, plantea, es verdad, numerosos interro-
gantes. Se preguntará si no existe una cultura teórica, si la humanidad no busca
acaso conocer cstz. vida que no puede contentarse con vivir en la inmediación, y
se añadirá: en la ceguera, pues uno imagina que conocer significa ver y que el

94
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

conocimiento es justamente la teoría. ¿Acaso no constituye un conocimiento


teórico de la vida, todo lo que a lo largo de este breve encuentro yo mismo he
dicho sobre ella? ¿Y cómo sería posible tal conocimiento si la vida no es jamás
un objeto, si por naturaleza ella es invisible?
Una cultura teórica, es decir, una teorización de la praxis, supone la opera-
ción, implícita o explícita, mediante la cual se substituye la vida por algo distinto
de ella que valdrá en su lugar, un equivalente objetivo, una representación suya,
de tal modo que esta representación no habrá de entregarnos nunca la vida mis-
ma en su realidad, sino solo un doble irreal. La economía política, por ejemplo,
consiste en una sustitución de este tipo a través de la cual se reemplaza la vida
práctica real de los individuos por un conjunto de determinaciones que, según
se supone, la representan. Se trata de las determinaciones económicas en general:
trabajo abstracto (que se ha obtenido eliminando todos los caracteres subjetivos
del trabajo, es decir, su realidad, trabajo al que Marx llama precisamente «trabajo
real», «trabajo vivo»), valor de cambio, dinero, capital, capital variable, etc. En
el plano teórico resulta de lo anterior que estas determinaciones no se explican
en absoluto por ellas mismas sino que, por el contrario, se presentan como
una fuente de aporías insuperables cuando permanecemos en su propio plano
suscitando, por otra parte, en el plano práctico, un profundo malestar.
Si preguntamos ahora cómo es posible una fenomenología radical de la
subjetividad absoluta, es decir, una teoría de la vida en general, se deberá
comprender que para ello es precisamente necesario construirla como la teoría
de las representaciones adecuadas de esta vida. Se vuelve de este modo patente
cómo en Husserl, por ejemplo, se opera un desliz impensado, que va desde la
pretendida captación de la realidad de la vivencia transcendental en la eviden-
cia intuitiva a la intuición de las esencias que rigen esa vivencia, pero que ellas
mismas, no son nada más que idealidades irreales que abren al fenomenólogo
un universo de meras posibilidades.
El movimiento inverso, el paso del reino de las puras posibilidades ideales al
de la realidad, es el que realiza la ética. El decir de la ética, tanto como el man-
damiento religioso, es teórico sólo en su modo de presentación a la conciencia
pues, en su significación misma, remite al otro de la teoría, a la praxis como
lugar de toda realidad: «se debe hacer», «los filósofos no han hecho más que
interpretar al mundo de diversas maneras, lo que imporra es transformarlo». Pero
la acción real nos reconduce a la cultura real, a la que pertenece precisamente
la ética. Lo mismo ocurre con la religión y con el arte, cuyas producciones sólo
son objetivas en apariencia.

95
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

La vida es, pues, praxis; es por esencia, la vida activa. Cuando se habla de
un hombre que lleva una vida activa, que recibe muchas llamadas telefónicas
y tiene citas importantes durante el día, se habla de otra cosa, no de la esencia
de la vida, sino de una de sus modalidades existenciales en la que ésta intenta
escapar de sí misma. El intento de la vida de huir de sí no es más que un modo
de esta vida, modo singular aunque universalmente extendido, es la debilidad
y la desesperación.
La vida contemplativa no es en sí menos praxis que la vida activa; ella es,
pues, lo Mismo. La vida contemplativa no es una contemplación en el sentido
de una teoría. Quien verdaderamente contempla no ve nada, los personajes de
Rembrandt carecen de mirada. En sus modos activos, la vida libera su propia
fuerza; en sus modos contemplativos se encuentra a la escucha de la fuerza
original que habita en toda fuerza y la arroja en sí misma antes de desplegarse;
es una vida que se confía a su propia esencia y que, abandonándose al incesante
movimiento de su propia venida a sí, la experimenta más intensamente.

96
Kandinsky y la significación de
la obra de arte
No es posible abordar la cuestión de la significación de la obra de arte sin
haber previamente respondido a un interrogante: el de su naturaleza o, como
preferimos llamarlo, el de su sitio. Es preciso pues, ante todo, saber en qué di-
mensión del ser se despliega el objeto estético y qué estatuto se debe reconocer
a todo aquello que pudiera ser el contenido de esta experiencia específica que
es el arte. Ahora bien, este problema ineludible nos enfrenta a una aporia.
Por un lado, la obra de arte es una realidad imaginaria. En ello suscribimos
las geniales indicaciones de Husserl en el 8c 111 de Ideen P". En la contem-
plación estética del grabado de Durerò «el Caballero, la Muerte y el Diablo»,
no somos dirigidos hacia la lámina grabada, ni hacia las figurillas que en trazos
negros aparecen sobre ella sino hacia ciertas realidades completamente distintas,
que son las «realidades figuradas», «en retrato» o «pintadas»; unas realidades
que no forman parte del grabado en cuanto objeto del mundo, sino del objeto-
grabado en cuanto obra de arte, su realidad estética. Operemos, entonces, una
distinción esencial entre, por un lado, los elementos materiales que sirven de
soporte a una obra de arte y que pertenecen al mundo real de la percepción a
igual título que «toda otra cosa» real y, por el otro, la obra de arte como tal, obra
que no tiene su sitio en el mundo sino fuera de él, de tal suerte que decimos
en este sentido que ella es un puro imaginario.
Las teselas de un mosaico, las maderas o cobres de un grabado, la tela de
un cuadro, los colores que lo recubren, forman parte del mundo que nos rodea.
Pero en la experiencia estética (ya sea la del creador o la del espectador), estos
elementos materiales sólo sirven para figurar una realidad de otro orden, la
realidad representada por el cuadro, el grabado o el mosaico. Se puede observar
la tela del cuadro, examinar su grano, sus resquebrajaduras, y esto es lo que se
hace cuando se intenta determinar su antigüedad con precisión. En el caso de
una pintura sobre madera, se supondrá que es flamenca si es roble, francesa si

Idees directrices pour une phénoménologie, traducción de Paul Ricoeur, Gallimard, París, 1950,
P. 373.

97
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

es nogal, italiana si es pino. Sin embargo, desde el instante en que comienza la


visión estética, desde que la «tela» o la «madera» se vuelven un «cuadro» y
penetran en la dimensión propia de la pintura, estos elementos materiales
son «neutralizados», al no ser ya percibidos ni puestos como objetos del
mundo sino como una entidad cuya imica función es producir la realidad
representada en el cuadro; realidad que también es neutralizada y que
pertenece tan poco al mundo real como los elementos que la representan
y junto con los cuales constituye una única y nueva dimensión de ser en la
que estos se unen mediante relaciones de semejanza; ésta es la dimensión
ontològica del arte.
Una prueba bastará para mostrar la diferencia entre esta dimensión y el
mundo real: un pequeñísimo espacio real sobre la tela puede representar en el
cuadro un inmenso espacio, como el de los paisajes que se descubren a través de
la ventana de cièrtos primitivos flamencos. De modo general, el cuadro entero
puede ser percibido como una '<ventana», como un agujero en el mundo real,
agujero o ventana a través de los cuales la mirada se descubre desviada a «otro
lugar» radical. En la pintura clásica, la diferencia de la que hablamos entre real
e imaginario, aquel «otro lugar» al que nos arroja, encuentra su primera expre-
sión en el hecho de que el cuadro está construido de manera tal que provoca
la ilusión de un espacio de tres dimensiones o la de profundidad en el mundo
real de la percepción, allí donde sólo existe la superficie plana de un muro, de
una madera o de la tela.
Debemos recordar, por otra parte, que toda obra estética se presenta como
una totalidad y que sólo resulta inteligible como tai. En un cuadro, cada color
adquiere su valor únicamente en función de todos los otros, tanto de aquellos
que le son contiguos como de los que vienen a establecer con él alguna rela-
ción más sutil en un punto alejado u opuesto de la tela. Ocurre lo mismo con
cada forma y cada volumen: todo elemento es necesario para el surgimiento
de lo que se denomina —por esto mismo— una composición, y por esta razón le
pertenece en un sentido riguroso. Allora bien, lo que nos importa y conviene
destacar es que esta composición es una composición estética, las relaciones en
que consiste y los elementos entre los cuales estas relaciones se instituyen son
de naturaleza estética y se sitúan dentro de aquella dimensión de irrealidad por
principio que es la de la obra. Cuando el pintor dispone un color sobre la tela,
no es ésta lo que examina; por el contrario, ve la composición y, en ella, lo que
corresponde a esta mancha o a aquel trazo, en pocas palabras, su efecto estético;
un efecto que se integra al conjunto de efectos, es decir, al Todo que es la obra.
Así es como, ante un Franz Halz, es preciso retroceder algunos pasos hasta el

98
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

lugar en que las pinceladas ampliamente trazadas se transforman bruscamente


en la sangre de una mejilla, o hasta allí donde el rostro del oficial de la miUcia
de Saint Adrien que se vuelve lentamente hacia nosotros se torna el Ojo de la
Vida que nos observa a través del tiempo.
La composición estética no es, pues, esa suerte de paleta coloreada que
se ha vuelto la tela bajo el efecto de las pinceladas o de los toques de espátula
del artista, si bien sólo es posible a partir de ella. Cada elemento plástico de la
composición es figurado a partir del elemento material y supone, por consi-
guiente, su existencia. A la totalidad plástica de la composición, que es la obra
misma, le corresponde necesariamente una unidad orgánica del substrato;
a la semejanza particular que siempre se establece entre tal parte de la tela y
su equivalente estético, le corresponde la semejanza global entre la obra y su
soporte. Este se ofrece como un continuum; posee una suerte de unidad. No
se trata de una unidad interna, unidad que sólo la obra posee, puesto que la
disposición material de los colores se halla determinada por el efecto estético
que ella habrá de producir. Por esta razón es que esta disposición es necesaria
en su estado. El continuum que exhibe el substrato material de la obra es lo
que le hace ser un su análogo, aquello a partir de lo que la obra podrá surgir
y desplegarse en su propia dimensión de existencia. Por esto es que el conti-
nuum debe ser preservado a todo precio, restablecido y reconstituido si fue
dañado o destruido. La restauración de una obra de arte se debe llevar a cabo
entonces en función de su unidad estética y nunca en función de su soporte:
suprimiendo en éste, por ejemplo, todo aquello que en el pasado hubiera sido
rehecho, para conservar únicamente los elementos que habían pertenecido a
la obra original. La restauración «científica» de las obras de arte, tal como se
la practica en la actualidad, que elimina, por ejemplo, en los frescos, las partes
reconstituidas por restauraciones anteriores y las reemplaza por espacios vacíos,
por regueros blanquecinos de cemento, resulta de hecho su destrucción criminal,
como es posible constatar en diversos lugares como Dafnis, los monasterios
serbios, Arezzo, Florencia, etc. Semejante restauración científica (que utiliza
procedimientos como el carbono 14), procede de un materialismo burdo que
desconoce el verdadero estatuto de la obra de arte en su calidad de no-real, en
su condición de imaginario puro.
A esta concepción de la obra de arte que, a través de un análisis fenome-
nològico preciso, se afana en reconocerle un campo de existencia específico, se
opone otra concepción que cuenta en su favor con la autoridad de uno de los
artistas más grandes de nuestro tiempo, aunque también, con la fuerza de su
propia evidencia: la tesis de que la dimensión ontològica en que se mueve el arte

99
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

es aquella de la sensibilidad. Consideremos las siguientes afirmaciones cruciales


de Kandinsky: «únicamente por la sensibilidad se logra alcanzar lo verdadero
en el arte»; «dado que el arte actúa sobre la sensibilidad, sólo puede actuar por
la sensibilidad». Así pues, las famosas leyes de lo Bello son las leyes de la sensi-
bilidad, y sólo en apariencia leyes matemáticas ideales y objetivas. Aun cuando
se lograra ofrecer una formulación matemática rigurosa a las formas y relaciones
que los elementos plásticos de una composición establecen entre sí, ésta nunca
habría de ser más que la aproximación ideal de proporciones y equilibrios que
juegan en el interior de la sensibilidad y que encuentran su propia posibilidad,
las exigencias a que responden y su última razón, en la sensibilidad y sus leyes
propias. He aquí por qué, como dice Kandinsky: «balances y proporciones no
se encuentran fiiera del artista, sino en él»'"'.
Sin embargo, si bien el arte remite a la sensibilidad, si en ella encuentra sus
leyes propias y también las exigencias a las que estas leyes intentan responder, al
mismo tiempo, la obra de arte no tiene su sitio en el mundo real, mundo que es,
justamente, un mundo sensible, dado a la sensibilidad y definido a partir de ella, a
partir de sus formas y de su contenido. Nos encontramos entonces atrapados por
la aporía según la cual la obra de arte pertenece y, a la vez, no pertenece al mundo
real. Antes de intentar superar esta dificultad, cuya solución nos permitirá com-
prender la verdadera naturaleza de la obra de arte y su significado, establezcamos
algunas de las implicaciones de la definición del arte, según la cual éste encuentra
su esencia en la sensibilidad y en la dimensión de ser circunscribe.
Sería para ello conveniente decir algo más sobre la sensibilidad y también
sobre el mundo del que ésta es condición. La sensibilidad es la Apertura de
este mundo, la transcendencia en y por la cual nace el primer Afuera, el Primer
Plano de luz que es todo mundo en cuanto tal. La sensibilidad es el Ek-stasis
del Ser. Es porque esta transcendencia habita en cada uno de nuestros sentidos,
que estos siempre son capaces de rebasarse hacia lo que constituye su objeto
propio (lo visto, lo escuchado, lo tocado), y de alcanzarlo en y por ese proceso
de transcendencia, por consiguiente, en el Dimensional extático donde se exhibe
ante nosotros todo aquello que nos ofrece su rostro, alguna faceta o aspecto de
su ser, todo aquello que es dado como ob-jeto.
Pero la sensibilidad no agota todo su ser en esta pura relación con un
mundo considerada en cuanto tal y como auto-suficiente, en una relación cuya
fenomenalidad se reduce a la de ese mundo y su surgimiento. En toda relación
de este género, en rigor, en toda afección por un ente cualquiera —afección

Du Spirituel dans l'Art, Denoël Gonthier, Paris, 1954, pp. 114-5.

100
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

que del ente hace un ob-jeto- reina el carácter de la afectividad, carácter que
no es ni sobreañadido ni contingente, sino que, por el contrario, determina a
la sensibilidad como siendo su propio Fondo y haciéndola posible en última
instancia. Por este motivo es que nuestra acritud respecto de las cosas nunca es
reductible a una pura mirada y a su insensible o indiferente desplazamiento. En
efecto, la mirada nunca es un simple ver, sino, precisamente, un sentir, un sentir
las cosas, puesto que el ver que nos abre a ellas es, ante todo y necesariamente,
un ver que se siente él mismo viendo -sentimus nos videre, dice Descartes-,^^ un
ver que se experimenta y se afecta él mismo antes de ser afectado por el mundo,
de tal manera que la fenomenalidad propia de esta autoafección originaria es
la afectividad en cuanto tal.
Por ello es que el mundo es por esencia un mundo sensible; porque la
relación con el objeto, es decir, en última instancia, el Ek-stasis del Ser en que
se funda todo mundo y la relación misma, se auto-afecta en su transcendencia,
de suerte tal que, sobre el fondo de esta auto-afección que originariamente la
revela a ella misma, tal relación es necesariamente afectiva: una sensibilidad.
Por eso es que Kant, buscando las condiciones de toda experiencia posible,
para él de todo mundo posible, comienza su investigación con una Estética
transcendental, es decir, con el análisis de la sensibilidad. Sin duda, su análisis
se desarrolla todavía sobre un plano que es el de la facticidad: Kant encuentra
la sensibilidad en el nacimiento del mundo, sin comprender verdaderamente
la razón del carácter sensible de este nacimiento. Esta razón está ahora ante
nosotros: el mundo es un mundo sensible porque la relación con el mundo es
afectiva conforme a la posibilidad más interior de su despliegue extático.
Por lo tanto, si suponemos que el arte posee su sitio propio en la sensibili-
dad, y que ésta consiste en la puesta en acto de sus poderes, debemos decir: el
arte no constituye en absoluto un dominio aparte reservado a los artistas, a los
estetas o a los especialistas sino que, por el contrario, lo encontramos con el
mundo, con cualquier mundo posible en general, puesto que rodo mundo es
sensible, encuentra su fuente en la sensibilidad y es sostenido por ella. Así, el
mundo concreto donde viven los hombres está en su totalidad comprendido por
las categorías de la estética y sólo por ellas resulta comprensible. Es un mundo
bello o feo, necesariamente; si no es ni lo uno ni lo otro, entonces, es, en una
suerte de neutralidad que no constituye más que una determinación estética
entre otras, un determinado estado de la sensibilidad, a la que este mundo se
ofrece por principio.

' Carta a Plempius del 3 de octubre de 1637. Adam et Tannery, 1, p. 413.

101
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

Un hecho bien conocido por los historiadores, antropólogos, etnólogos, etc.,


es que toda forma de civilización conocida hasta el presente -con la excepción
tal vez de la nuestra- lleva en sí el arte como una de sus principales actividades,
arte cuyas producciones son frecuentemente lo único que nos queda de su pasado
conmovedor. ¿A qué se debe? ¿Por qué toda cultura incluye el arte como una
de sus dimensiones esenciales? Porque todo mundo posible y, por consiguiente
también el nuestro, es necesariamente un mundo estético; porque todo hombre
en tanto que habitante de ese mundo es potencialmente un artista, al menos
todo aquel cuya sensibilidad funcione como la condición transcendental de ese
mundo y de su surgimiento. Un mundo por esencia estético, un arte inherente
a toda cultura, tales son las primeras dos implicaciones de la tesis según la cual
la obra de arte responde a la sensibilidad y le pertenece.
La definición del objeto estético como imaginario puro acarrea, por el
contrario, una consecuencia aporética, que Sartre recoge en su lectura de
Husserl: si el campo del arte fuera, en cuanto tal, ajeno al mundo real de la
percepción, éste último no podría ser, como tal, ni bello ni feo. Tesis difícil
de sostener, particularmente en la actualidad. En efecto, vivimos en la era de
la técnica; ésta devasta el mundo de nuestra existencia cotidiana desfigurando
sus paisajes, sitios, ciudades y monumentos legados por el pasado; haciendo
surgir en todas partes lo horrible y lo horrendo. ¿Cómo habría de ser posible
esta devastación del universo - d e la que somos impotentes testigos- si, en
cuanto sensible, este universo no estuviese atravesado, al menos virtualmente,
por categorías estéticas?
Tal evidencia salta a la vista al indagar más profundamente por las razones
de que la técnica sumerja a nuestro mundo en ese abismo de fealdad: se debe
a que ella procede de un saber enteramente nuevo, aparecido en la época de
Galileo, cuyos supuestos y decisiones habrían de conmocionar la humanidad
del hombre, haciendo de él lo que es hoy, el hombre europeo, un hombre cuyo
modelo se impone a la tierra en su totalidad.
En vista de alcanzar un conocimiento objetivo del mundo, la ciencia galilea-
ña había decidido hacer abstracción en él de sus cualidades sensibles, de la propia
sensibilidad, y sólo retener como constitutivas de su verdadera realidad las formas
geonietrizables de las cosas, sus propiedades ideales susceptibles de prestarse a
una determinación matemática y, como tal, rigurosa -la misma para todos-,
universalmente válida, «objetiva», científica, en lugar de sus apariciones sensibles,
subjetivas, individuales y cambiantes. Al definir así un mundo-de-la-ciencia
como único mundo «verdadero» y real, la ciencia gaiileana no sólo hipostasiaba

102
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

una abstracción -puesto que ese mundo de la ciencia remite necesariamente ai


mundo real sensible, mundo que le confiere su único sentido posible y del cual
no es más que una idealización- sino que, además, eliminaba todo aquello por
lo que este mundo es un mundo estético. Organizar la actividad social a la luz
de las posibilidades infinitas que ofrecía la nueva ciencia, implementar y dejar
que en todas partes funcionen los dispositivos instrumentales de la tecno-ciencia,
significaba introducir cambios en el campo de la sensibilidad que no tuviesen
cuenta alguna de ella, de su voluntad y de sus leyes: un universo por esencia
estético iba a dejar de obedecer a prescripciones estéticas. Tal es el principio
de la nueva barbarie propia de nuestra época, barbarie donde la restauración
científica de obras de arte que mencionábamos es algo así como un caso límite,
el ejemplo más significativo y lamentable,
La segunda aporia a la que lleva la tesis del estatuto imaginario de la obra
de arte, ya no es inherente al mundo real en que vivimos, sino, a la propia obra
de arte. Pues, si ésta fuese un imaginario puro y se agotase en él al igual que
una imagen ordinaria, buscaríamos en vano qué fundamento atribuirle a su
consistencia interna, es decir, a su legibilidad, a la rigurosa determinación de
sus partes en cuanto elementos de la composición estética y que, según hemos
visto, son estéticos. En efecto, lo que caracteriza a la imagen ordinaria, es que,
sostenida en todo momento por el acto imaginante de la conciencia posicional,
y siendo sólo el punto límite de esta actividad, no resiste ninguna pasividad de
la mirada y se desvanece tan pronto como se interrumpe el acto conciencial que
la crea. No puedo -dice Sartre- contar el número de colunmas del Panteón,
cuya imagen formo.
Ahora bien, uno de los rasgos notables de la obra de arte, es la claridad y la
precisión de los detalles (sobre la Deposición de Fray Angélico en San Marcos,
puedo contar exactamente los personajes del primer plano, el número de torres
de la muralla, el de casas o edificios que surgen por encima de la muralla, etc.),
su localización rigurosa, la evidencia y la fuerza apremiante de las relaciones
internas de la composición, relaciones que la hacen ser propiamente lo que es.
Más significativa aún es la manera en que la obra de arte se da a nosotros, no
en su carencia ontològica, como el frágil término de una actividad sin la cual
se hundiría inmediatamente en la nada, sino como la imposición masiva de
aquello que detenta, por su propia consistencia, el poder de ubicarnos ante sí
en condición de espectador, o sea, de un ser fijndarnentalmente pasivo respecto
de lo que le es dado contemplar y cuyo poder experimenta.
Nos toca, finalmente, dar cuenta de la emoción de la experiencia estética,
es decir, de la fuerza con que nos constriñe y que a la vez despierta en nosotros.

103
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

así como también de su pathos y, con ello, superar la aporía que nos ocupa
desde el comienzo.
Esta aporía consiste -recordémoslo- en que la obra de arte no puede ser
reducida a su «soporte», es decir, a esa cosa material que es la madera, el cuero,
la tela, y que, respecto a ellos, se encuentra en «otro lugar» radical que, por
su oposición al mundo real de la percepción, se ha calificado de irrealidad
por principio y, en ese sentido, de imaginario. Este análisis es exacto y no
es preciso ocuparse nuevamente de él, sino sólo de precisar la naturaleza de
ese «otro lugar» —es decir, del verdadero sitio de la obra de arte— para que
la aporía se resuelva. Que esta obra no se sitúe jamás en el mundo, que no
esté realmente allí donde está dis-puesto su soporte -allí, frente a nosotros,
sobre aquella pared-, no significa que sea ajena a la sensibilidad, sino, por
el contrario, que abreva en ella su esencia, desplegando su ser allí donde la
sensibilidad despliega el suyo, en la inmanencia en que el ver se experimenta
él mismo como vidente, donde el sentir se siente él mismo antes de sentir
toda otra cosa, donde es afectado por sí, y así, se auto- afecta antes de ser
afectado por el objeto - e n la inmanencia radical de la afectividad absoluta
donde no hay aún ni Afuera ni mundo— fuera de éste, por consiguiente, lejos
de todo cuanto allí se encuentre, en «otro lugar» que toda obra verdadera
permite sentir y que es también el otro lugar donde ella y nosotros mismos
nos encontramos: aquello que somos.
Un análisis filosófico de la sensibilidad nos permitirá vencer la aporía. Puesto
que el arte pertenece a la sensibilidad, y la substancia de la «cosa» estética es
la sensación color en la pintura, el sonido en la música, etc.- nos vemos
obligados a precisar el estatuto de la sensación: allí donde ésta encuentre su
lugar la obra de arte ha de encontrar el suyo. Pese a la apariencia, la sensación
en que se enraiza el mundo sensible, no es nada del mundo. Decimos que el
árbol es verde, que la calle es ruidosa, que su fealdad nos hace sufrir, aunque
en realidad, en las cosas no se encuentra ni color, ni sonido, ni sufrimiento.
Color, sonido y sufrimiento no puede haberlos más que «sentidos», «experi-
mentados», o «vividos»; sólo allí, pues, donde algo hace la experiencia de sí
y se siente a sí de modo tal que pueda sentir y experimentar toda otra cosa:
en la esencia previamente desplegada de la auto-afección como subjetividad
absoluta, como la vida.
Para esclarecer definitivamente el sitio de la obra, distinguiremos rigurosa-
mente, por un lado, aquello que denominaremos el ser original de la sensación,
y por otro, el ser constituido de la sensación o de la impresión. El ser original
de la impresión es su experimentarse a sí misma, la auto-impresión en la que

104
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

ella misma se siente sin distancia alguna en un sentir primitivo que es su afecti-
vidad. Y es de este modo como siempre ocurre: es por el dolor que conocemos
el dolor y por el color, el color, etc. Sin embargo, la impresión originariamente
dada a ella misma por su afectividad, también puede sernos dada una segunda
vez mediante una mirada, por una intencionalidad, y esto sucede cuando, al
deslizarse la impresión hacia el pasado, y así quedando separados de ella por
el primer distanciamiento del tiempo, una «retención» nos la propone como
«recién pasada» al aparecer en el mundo como una de sus cualidades sensibles:
el verde del árbol, el ruido de la calle.
Debemos insistir, sin embargo, en que la cualidad sensible de la cosa real,
«objetiva», sólo es posible como la proyección en la exterioridad por una inten-
cionalidad constituyente, de aquello que únicamente existe de modo originario
en su auto-afección y por ella. La cualidad sensible, en cuanto propiedad noe-
mática del ob-jeto, es precisamente, el ser-constituido de la sensación, el cual
remite a su ser original y lo supone. Pero, dado que la cualidad noernática, el
color noemático por ejemplo, sólo es la representación exterior de aquello que
no existe sino en la interioridad de su subjetividad, ella es un «irreal», como
Husserl y antes que él Descartes supieron reconocerlo con profundidad. Así
se nos vuelve súbitamente clara la irrealidad principal de la obra de arte: esta
irrealidad no debe pensarse a partir de la realidad de su soporte material y en
oposición a él, sino, por el contrario, a partir de la subjetividad entendida
como la auto-afección de la vida. Irreal, la obra de arte habrá de serlo mientras
nos equivoquemos acerca de su verdadero sitio y la consideremos en su perte-
nencia al mundo, allí donde colores y formas se proponen como propiedades
transcendentes, como caracteres noemáticos del objeto, de un objeto que, en
tanto es la obra, se confunde con el noema, con sus colores y formas irreales.
Reales, lo son estos colores y formas allí donde cada uno de ellos posee su
realidad originaria, allí donde se experimentan ellos mismos, en el pathos de
su subjetividad viviente.
Entre los grandes creadores y teóricos del arte, Kandinsky es quien nos
permite llegar más lejos en la inteligencia del estatuto de la obra y, así, en su
significación verdadera. Su intuición decisiva consiste precisamente en haber
reconocido que el sitio propio de la obra de arte está constituido por su subje-
tividad comprendida como el poder de auto-impresionarse, de experimentarse
ella misma, de «razonar», dice Kandinsky, y también «vibrar». Tal subjetividad
no es otra cosa que la vida. Porque la vida, constituye a la vez la forma y el
contenido de su afección originaria, ella es autónoma; y es esta experiencia
patética primitiva en su suficiencia interior la que define a la vez el sitio de la

105
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

obra y su contenido: «el elemento interior de la obra es su contenido»^^. Kan-


dinsky designa con el término de abstracción la autonomía de ese contenido
en tanto que en su auto-afección primitiva no hay nada más en él que él, ni
un afuera ni un mundo. Abstracción significa, pues, para el maestro de la
Bauhaus, exactamente lo contrario de lo que entendemos ordinariamente por
este término. En efecto, para la tradición, abstraer significa separar elementos
o caracteres primitivamente inmersos en un todo, en el Todo del mundo, a
fin de considerarlos por ellos mismos y atribuirles un valor particular. Es así
como se suele explicar la génesis de la pintura abstracta y su venida histórica
al arte moderno. Un trabajo efectuado sobre nuestra percepción del mundo
exterior, originado en éste, habría concluido por retener o al menos privilegiar
la luz, ciertas impresiones o formas geométricas; la abstracción kandinskiana
implica, por el contrario, una puesta suspensión global del mundo, que sin
embargo no nos deja en presencia de una nada sino de aquello que somos en
nuestro ser más profundo.
Pero, ¿la obra de arte no está constituida por elementos, formas y colores
que percibimos en el mundo, que vemos frente a nosotros, ante nuestra mirada?
Kandinsky llama forma a esos constituyentes exteriores de la obra y, en ellos,
distingue dos clases: «la forma dibujada y la forma pictórica»Estos elementos
exteriores de la obra son abstractos en el sentido ordinario de la palabra, carecen
por sí mismos de toda suficiencia de ser, de tal modo que jamás subsisten por
su propia fuerza o, por decirlo de alguna manera, en tanto confiados a ellos
mismos. ¿Dónde encuentran, pues, la potencia que les confiere el ser? En la
subjetividad precisamente, en la vida, donde todo color y toda forma se auto-
impresiona, resuena y vibra en él mismo antes de presentarse en la exterioridad
bajo el aspecto de este color y de esta forma que creemos ver, pero que en
realidad sólo vemos en la medida en que los sentimos en nosotros, allí donde
ellos se sienten y hacen la experiencia de sí mismos: en la vida. Kandinsky llama
«sonido», «sonoridad», «resonancia», «tono» a esta subjetividad originaria de
la vida donde la impresión, tanto la del color como la de la forma, abreva su
ser original.
El carácter musical de estas metáforas no nos debe desorientar. Ellas de-
signan, pura y simplemente, la subjetividad absoluta de la que toda impresión
es originariamente una modalidad, y que sirve siempre de fundamento a su
" «La pintura en tanto que arte puro», artículo aparecido en Der Sturm, n. 178-179, septiembre
de 1913, pp. 98-9.
^ Kandinsky: «La peinture en tant qu'art pur», in Regards sur le passé (Riikblicke, Der Sturm,
Berlín, 1915)

106
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

constitución objetiva, a su apariencia noernática. Lo prueba el hecho de que estos


términos estén habitualmente asociados al de interioridad que, en Kandinsky,
siempre califica el contenido original y abstracto del arte; a saber: precisa-
mente la vida. En efecto, siempre es cuestión de «sonido interior», «sonoridad
interior», de «resonancia interior» o también de «tensión viviente intrínseca»,
todos ellos, elementos radicalmente subjetivos que juntos componen fiiera del
mundo, en el invisible de nuestra Noche, a la vez el principio de nuestro ser y
el del arte. Lo que sucede es que Kandinsky descubrió en la música su designio
y capacidad de reproducir inmediatamente las determinaciones ocultas del
Alma, reconociéndola así, en su indiferencia a toda realidad objetiva, como «la
más inmaterial de las artes»^^, y asignó a la pintura la misma finalidad, no la de
expresar el mundo, sino la de expresar el fondo del Ser y la Vida. La pintura
conquistaría su significación metafísica y propiamente salvadora para la cultura
moderna, concibiendo su tarea a imagen de lo ya realizado por la música, y
no intentando expresarla, (propósito que, por el contrario, es el de un artista
como Auguste von Brisen)^*^ y, en vista de ello, debía volverse consciente y
deliberadamente «abstracta».
Si lo que acabamos de decir es correcto, se hace posible comprender la
distinción crucial que Kandinsky establece entre dos significaciones esencial-
mente diferentes del concepto de elemento pictórico; esto es, los colores y
formas con que toda pintura está hecha. Por una parte, cada uno de estos
elementos tomado en su aparente inmediatez, se presenta como un conteni-
do objetivo: aquel punto que vemos, esta línea con sus diversas variaciones
posibles -recta, curva, quebrada, etc.-, esos colores con sus degradés e
infinitos matices. Por otra parte, el análisis de estos elementos hace surgir
un hecho determinante: cada uno de ellos, cada tipo de punto o de línea,
cada color, está unido a una impresión subjetiva que le es propia, y que
Kandinsky llama, justamente, su «sonoridad interior», su «valor interior»,
su «sonoridad profunda», en resumidas cuentas, su contenido interior o
abstracto. Esta referencia de todo elemento objetivo a una determinación
subjetiva específica nos descubre, a la vez, los medios y los fines del arte, y
aclara notablemente aquello que hemos llamado el sitio de la obra de arte,
así como su última significación.

Du spirituel dans l'art, op. cit., p. 76.


^^Cf. nuestro trabajo: «Dibujar la música. Teoría para el arte de Brisen», en «Le Nouveau Com-
merce», París, Cahiers, 61, primavera de 1985.

107
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

El arte -por decirlo una primera vez muy rápidamente- no tiene más fin o
significación que expresar sus determinaciones subjetivas, las cuales constituyen
el fondo de nuestro ser, y, tal vez, las del ser mismo: el alma de las cosas y del
universo, de ser verdad que toda entidad, toda apariencia objetiva, posee su
resonancia interior y se apoya inicialmente en ella. Es porque esta dimensión
subjetiva del ser es también la esencia del universo y el contenido abstracto
-es decir, absolutamente real- que el arte quiere expresar, que Kandinsky pudo
hablar de «su profundidad cósmica», y también decir que «la génesis de una
obra de arte es de carácter cósmico»^^.
Pintar no es, pues, representar ingenuamente un objeto exterior guiándose
por éste como por un dato previo y visible, o por propiedades que verdade-
ramente le pertenecieran y que fueran legibles sobre él: su forma o su color
noemáticos. Pintar es, más bien, regresar a aquella realidad invisible que es,
indisolublemente, la del mundo y el hombre: es ella, en verdad, lo que el arte
se ha propuesto representar. Pintar no es más, entonces, guiarse por un modelo
exterior (cuya imitación, por otra parte, carecería de sentido, pues el modelo
es siempre superior a su copia), sino elegir y, lo más frecuentemente, inventar
elementos «objetivos» de ios que sólo cuenta el equivalente subjetivo, elemento
cuya «resonancia interior» es justamente la misma que aquélla que se desea ex-
presar; pintar es construir, ayudados por esos mínimos representativos que son
los puntos, líneas, superficies y otros elementos equivocadamente denominados
«geométricos», y también mediante colores, una composición cuya vibración
interior es el sentimiento que constituye su arquetipo y, a la vez, su exclusiva
finalidad. Si el contenido del arte, su contenido «abstracto», «cósmico», se nos
vuelve ahora inteligible, por el contrario, la manera de expresarlo, la naturaleza
de esa expresión, queda aún por ser precisada. «Sabemos qué queremos —dice
Kandinsky en la Conferencia de Colonia— mucho más a menudo que descu-
brimos cómo realizarlo.»
Ahora bien, estamos en condición de ofrecer una respuesta segura a este
problema de los medios del arte, en este caso, de la pintura. Si cada elemento
objetivo —forma, color, considerado bajo su aspecto exterior— está acompañado
por una determinación subjetiva que le sirve de soporte, ¿no sería conveniente
poner en evidencia esas tonalidades definidas que marcan la resonancia en no-
sotros de cada tipo de «objeto», la manera inesquivable y precisa que tenemos
de vivirlo? Esta tarea es doble. Se trata ante todo de hacer aparecer o, más bien,
de experimentar esa tonalidad interior que la actividad cotidiana, inmersa en

Conferencia de Colonia, 1911.

108
Fenomenología de la vida.MiclielHenr)'

su finalidad exclusivamente práctica, nos ha hecho ignorar. Se trata, por otra


parte, una vez que estas tonalidades interiores se hayan vuelto nuevamente
«sensibles», de establecer -por decirlo de algún modo— su inventario y liberar
las leyes de sus posibles combinaciones. Los escritos teóricos de Kandinsky con-
sisten, justamente, en el estudio sistemático de las tonalidades subjetivas en las
que colores y formas se dan a nosotros; en el reconocimiento de sus relaciones,
que son subjetivas corno ellos y que constituyen el fundamento de toda obra
de arte concebible, obra a la que Kandinsky llamará, significativamente, una
«composición».
La puesta en evidencia de la tonalidad subjetiva que acompaña a cada
elemento objetivo, dio lugar en Kandinsky a unos análisis admirables. Si, por
ejemplo, consideramos una letra, vemos que ésta se propone como una «forma
global» que, como tal, posee una sonoridad propia, alegre o triste. La letra com-
prende, por otra parte, diferentes líneas orientadas que, a su vez, producen tal
o tal otra impresión subjetiva. El conjunto de estas impresiones, o sonoridades,
define la «vida interior» de la letra. Resulta de ello que toda letra produce un
doble efecto: por un lado, actúa como signo poseedor de una finalidad propia
y, en ese sentido, sirve para formar palabras que son portadoras de una signi-
ficación definida; es la finalidad práctica, utilitaria de la letra que Kandinsky
denomina su «efecto exterior». Sin embargo, podemos también considerar la
letra olvidando ese efecto exterior, esa función de signo. Advertimos, entonces,
que la letra está unida por su forma pura a un «efecto interior» que constituye
su significación propiamente pictórica y que puede jugar de manera totalmente
independiente respecto de su función utilitaria. Más aún, toda vez que esta
función utilitaria se pierde de vista, el efecto interior que resulta únicamente
de la forma de la letra es experimentado en toda su fuerza^^.
Lo que acabamos de decir acerca de una simple letra es válido para todo
elemento exterior, cualquiera que éste fuera. Una línea, por ejemplo, sirve en
la vida ordinaria para delimitar un objeto y, así, para designarlo. Pero, si en un
cuadro se la libera de esta obligación de figurar un objeto determinado, si deja
de representar alguna cosa identificable, entonces se vuelve perceptible su «reso-
nancia puramente interior» y ésta recibe -escribe Kandinsky- «su plena fuerza
interior». «Plena», porque la resonancia ya no está más debilitada o escondida
por la significación utilitaria que la obscurece mientras funcione como signo o
como representación de un objeto. «Fuerza», porque una línea, percibida en y
Este análisis se encuentra en el artículo: «»Sobre la cuestión de la forma», aparecido en el Al-
manach der Dlaue Reiter de 1912.

109
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

por ella misma, manifiesta en cada una de sus inflexiones, curvaturas, ángulos
y, por cada uno de sus cambios de dirección, el efecto sobre sí de una fiierza
que, no siendo más la de algún proceso objetivo (pues éste ha desaparecido),
sólo existe efectivamente en nosotros, en nuestro cuerpo subjetivo, allí donde
toda fuerza real tiene su morada efectiva; por esta razón, Kandinsky la califica
de «interior».
Kandinsl^ propuso a propósito del movimiento, una impactante demos-
tración de la realidad subjetiva de todo elemento objetivo. La misteriosa y
mágica potencia de la subjetividad abismal del Ser, se hace sentir en nosotros
apenas deja de ser encubierta y disimulada por la madeja de relaciones ob-
jetivas y prácticas que componen el mundo de la banalidad cotidiana. "Un
movimiento simple, el más simple que se pueda imaginar y cuyo fin no fuera
conocido, ya actúa por sí mismo, cobra una importancia misteriosa, solemne.
Esta acción dura mientras nos mantengamos en la ignorancia del fin exterior
y práctico de ese movimiento. Actúa del mismo modo que un sonido puro. Si
desconocemos su razón de ser, cualquier trabajo simple ejecutado en común
(como los preparativos para el levantamiento de algo pesado) adquiere una im-
portancia singular y misteriosa, dramática y conmovedora. Involuntariamente,
uno se detiene como conmocionado por una visión, la visión de existencias
pertenecientes a otro clan»^^. Esta visión mágica de otro mundo —que ya no es
el mundo, sino algo como su reverso, la cara oculta que siempre se mantiene
más allá del espectáculo y nunca se muestra en él- es precisamente la visión
que pretende el arte; aquello que este nos hace contemplar o, más bien, como
hemos mostrado, lo que nos hace sentir como siendo una realidad originaria
que es, a la vez, la nuestra y la del cosmos.
El largo y minucioso análisis de los colores que ocupa buena parte de los
escritos teóricos, tiene el mismo fin que el análisis de la forma, a la que, por otra
parte, pertenece el color; se trata allí de mostrar que, dado que todo elemento
objetivo, y en particular el color noemático, tiene su realidad originaria y su
lugar de vibración (su auto-afección hace de él una impresión) en la subjetividad,
cada color deberá ser elegido en fimción de ella, en función de su resonancia
propia; la «necesidad interior» de cada color constituye la única motivación
posible de su intervención en una pintura. En la Conferencia de Colonia,
Kandinsky cuenta un recuerdo significativo de sus años de aprendizaje: «A
menudo —dice— una mancha de un azul límpido y de una potente resonancia
que observaba en la sombra de la maleza me subyugaba tan intensamente que

^^DM spirituel dans l'art, op. cit., p. 158.

NN
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

pintaba todo un paisaje únicamente para fijar esa mancha». La intensidad con
que Kandinslcy experimenta la repercusión subjetiva cíe cada color y de cada
fi^rma, es lo que hace que poco a poco abandone el «soporte objetivo» de una
pintura figurativa, para dejar el campo libre a la potencia del color y de «la
forma abstracta pura», es decir, a la subjetividad de la vida.
Si bien la finalidad del arte es rescatar el contenido interior y abstracto,
las tonalidades subjetivas, de su disolución en la percepción objetivista, re-
sulta problemático aislarlos y abstraerlos para devolverlos a la potencia de su
resonancia originaria, en la medida en que estas resonancias interiores, no se
encuentran rmnca aisladas, al igual que los elementos objetivos -formas y colores
noemáticos- que van a corresponderles en los cuadros. Por consiguiente, sólo
en un plano teórico resulta posible considerar cada elemento por separado, en
la exterioridad de su forma gráfica o pictórica o en la interioridad de su fuerza
subjetiva. En el contexto concreto de la obra ese aislamiento del elemento no
existe más; su tonalidad particular ya no resulta aprehensible directamente. Con-
viene entonces, para experimentarla por ella misma, modificar su posición, hacer
jugar su entorno. Así pues, siguiendo siempre a Kandinsky, si consideramos
un punto situado en el centro del Plano Original (es decir, de la hoja de papel
o de la tela) lograremos percibir su resonancia propia y la latente y misteriosa
resonancia del propio Plano Original -hasta ese entonces confundidas y, en
particular la del Plano, desconocidas- únicamente desplazando aquel punto
hacia uno de los lados del Plano.
Las dificultades relativas a la aprehensión de la tonalidad subjetiva de los
elementos aislados, no constituyen sino los principios mismos de la composi-
ción kandinskiana. Basta con multiplicar los elementos y sus relaciones posibles
para abrir el campo infinito de la invención plástica abstracta. Esos elementos
son tres: la forma, el color y el objeto (a los que se podría añadir el Plano).
Puesto que cada uno de ellos ejerce, en razón de su valor subjetivo, una acción
sobre nosotros, es fundamental que el artista, substituyéndose propiamente a
la Naturaleza, ponga conscientemente en acción los tres factores y combine su
efecto, es decir, el conjunto de tonalidades afectivas que suscitan en nosotros,
para construir la obra conforme a la Necesidad Interior, es decir, a lo que po-
dría llamarse la composición original de esas diversas tonalidades en nosotros,
y que es, a la vez, causa y resultado de la composición plástica: un estado de la
Fuerza y del pathos de la Vida en nosotros. Partiendo de este estado, es decir,
de las tonalidades subjetivas de los elementos objetivos, el artista abstracto los
dispone según principios, criterios y direcciones que, en última instancia, no
son sino las pulsiones más profirndas de su Alma y de su Deseo.

111
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

Si es verdad que a cada determinación objetiva le corresponde una determi-


nación patética, de tal suerte que el mundo es la totalidad de esas tonalidades
subjetivas por las que existe realmente en nosotros, entonces, la significación
de la obra de arte consiste en expresar este Alma, que es simultáneamente la
de cada uno y la del universo. Como lo expresa Kandinsky: «El mundo está
lleno de resonancias. Constituye un cosmos de seres que ejercen una acción
espiritual. La materia muerta es un espíritu vivo»^°.
Que ésta sea la significación universal de la obra de arte, y no sólo la de la
pintura abstracta, resulta de que ésta última no intervino más que a título de
ejemplo; la teoría de la pintura abstracta que hemos esbozado ayudados por
Kandinsky es, en realidad, una teoría de toda pintura posible. Si se considera un
cuadro clásico que represente una escena religiosa, una adoración de los reyes
magos, una deposición, etc., se ve que las fiarmas (por ejemplo, el ángulo en
que son presentados los personajes) y los colores (por ejemplo, de los vestidos),
no poseen ningún modelo objetivo, y que fiieron elegidos sólo en fimción de
su poder expresivo, es decir, de la tonalidad subjetiva con que cada una de esas
fiarmas o colores se vincula por principio. La pintura clásica es figurativa, pues,
sólo en apariencia. Una pintura realmente figurativa, o sea, una pintura cuyo
principio de construcción fijese la reproducción pura y simple de elementos
exteriores con su resonancia interior ordinaria, es decir, extremadamente débil
—como sucedió en ciertas épocas o en ciertas escuelas-, se desvanecería en la
insignificancia.
Una última observación para destacar el dinamismo y el carácter benéfico
del arte, pero también para recordar que las sociedades que, como la nuestra,
se deshacen de él y de la cultura en general, están amenazadas por la ruina, por
esa fiarma de degeneración que llamamos la barbarie. La finalidad del arte no es
la de expresar un estado subjetivo, entendido como un estado de hecho o como
una situación; es en este sentido que Kandinsky pudo decir: «No pinto estados
de ánimo». El arte pinta la vida, vale decir, una potencia de crecimiento; pues
la vida en tanto que subjetividad, es decir, en tanto que un experimentarse, es
justamente el poder de arribar a sí y, de este modo, acrecentarse de sí en cada
instante. Es por esta razón que cada ojo quiere ver todavía más que lo que ve
y cada fiierza llenarse de sí, volverse aún más eficiente y fiaerte. El arte es la
tentativa siempre reemprendida de llevar los poderes de la vida a su más alto
grado de intensidad y así, de placer; el arte es la respuesta que la vida da a su
esencia más íntima y al querer que la habita, a su deseo de superación.

' Sur la Question de la Forme, o p . cit.

112
FENOMENOLOGÍA DEL
INCONSCIENTE
El problema de la represión
La represión es ün proceso psíquico por el que ciertos hechos, también psí-
quicos, rechazan a otros prohibiéndoles, si no la existencia, al menos su acceso
a la conciencia. Esta sumaria definición nos sitúa, sin embargo, ante problemas
abismales. Si quisiéramos darle un mínimo sentido, ¿no sería necesario, cuando
menos, que sepamos qué es el psiquismo y, por lo tanto, los procesos y hechos
psíquicos? Sin duda también deberíamos saber qué es la conciencia, pues la
represión prohibe el acceso a ella. Tal definición implica además la disociación
de lo psíquico y lo consciente, que, como es sabido, constituye la gran rei-
vindicación de Freud. Renunciando a abordar frontalmente estas cuestiones
abismales, he de tomar un camino indirecto; seguiré durante un momento el
hilo conductor de la historia.
Schopenhauer es quien por primera vez introdujo temáticamente en el
pensamiento occidental el concepto de represión, y ello, a propósito de tres pro-
blemas a los que así aportaría soluciones verdaderamente originales. Se trata de
los problemas de la memoria, de la percepción, y de la razón o de la locura.
El problema de la memoria es el de la evocación o de la reminiscencia de
ciertos recuerdos y, correlativamente, el del olvido de otros. Un recuerdo es
una representación, una imagen que flota frente al espíritu; la imagen, por
ejemplo, de un paisaje o de un momento feliz de las últimas vacaciones. La
facultad de formar esta representación, de producirla, es decir, de conducirla
frente al espíritu, es la conciencia entendida en el sentido clásico, la conciencia
entendida, precisamente, como la facultad de representación.
Ante todo, se debe comprender que aquí nos enfrentamos a una tautología
cuya significación, siendo decisiva permanece, sin embargo, sin pensarse hasta
hoy. «Conciencia» quiere decir representación en un sentido estricto, en el
sentido en que re-presentar es presentar delante, poner delante (Vorstellen),
de modo que esta posición delante como tal, es lo que crea la fenomenalidad
de lo que es puesto delante. Toda representación posee un contenido deter-
minado -el paisaje o el momento feliz de las vacaciones-, pero lo que vuelve
a ese contenido un contenido consciente es el hecho de estar puesto delante,
de modo que la condición consciente, la cualidad «consciente», la Bewußtheit

115
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

de Freud, es el hecho de estar puesto delante, considerado por sí mismo en


cuanto a tal, el hecho de ser representado, la representación. La identidad de
la representación y la conciencia, que atraviesa el pensamiento clásico en su
totalidad, fue aceptada, y explícitamente afirmada, por Freud^^
La representación que es el recuerdo, también obedece a las condiciones
generales que acabamos de formular: un recuerdo que se recuerda, un recuerdo
consciente, es una «representación presente en nuestra conciencia», es decir,
puesta ante ella, y, por consiguiente, vista por ella y consciente a este título.
Sin embargo, por más importantes que fueran estas consideraciones, en modo
alguno agotan el problema de la memoria. En efecto, no basta con definir el
estatuto fenomenològico de un recuerdo que se recuerda, sino que, es nece-
sario, además, comprender por qué es éste el recuerdo que se presenta en la
conciencia y no aquel otro, que no lo hace, que no se vuelve consciente y que
tal vez no lo haga jamás.
Es aquí donde Schopenhauer, oponiéndose a toda lafilosofíaclásica, formula
una tesis verdaderamente sorprendente. A fin de que se evidencie su carácter
tan paradójico como decisivo, la expresaré de este modo: el poder de formar
un recuerdo, es decir de ponerlo delante de la conciencia y así de representarlo,
de volverlo «consciente», no es el de poner delante, no es el de re-presentar,
no es el poder de la conciencia. Dicho de otro modo, pese a consistir en la
formación de representaciones, la memoria no es una facultad representativa,
no depende de la conciencia entendida como representación y como el poder
de representación en general.
¿Qué poder gobierna entonces la formación de estas representaciones que
son los recuerdos, si no es el poder de formar representaciones en general? La
Voluntad, afirma Schopenhauer. La Voluntad de Schopenhauer difiere entera-
mente de lo que entendemos por voluntad, es decir, del poder de decir sí o no,
quiero o no quiero, la libertad. La Voluntad de Schopenhauer no es libre; ella
quiere eterna e invenciblemente, sin descanso, pero sin haber elegido querer, y
sin haberlo querido. Semejante a los deseos que laminan nuestro cuerpo o, más
bien, idéntica a ellos, la voluntad es la actividad que siempre se reanuda, que
nos atraviesa, que somos, y de la que no nos es posible escapar. La Voluntad de
Schopenhauer -dirá Freud- «equivale a los instintos del psicoanálisis»^^.
El pensamiento clásico piensa la voluntad a partir de la representación,
como una facultad de representarse fines y medios, y como la adecuación de

Cf. supra «Significación del concepto de inconsciente».


^^ Essais de Psichanalyse Appliquée, Les Essais, Galimard, París, 1933, p. 147.

116
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

los medios a los fines. También piensa la acción como un proceso objetivo —es
decir representado- y confiarme a un arquetipo ideal igualmente representado.
Schopenhauer pensará la Voluntad contra la representación. La representación
abre el campo de la conciencia, el de la luz, el del ver que en ella se mueve.
La Volimtad es ciega, no ve nada y no se representa nada, es en sí totalmente
ajena a la representación. Sin embargo, no es una pura nada. Su campo es el
de la fiierza. Ella es la causa eficiente, la potencia, la única fiierza y la única
potencia que hay en el mundo, la acción en la efectividad de su obrar y de su
despliegue. Más aún, esta acción, este querer, constituyen, según Schopenhauer,
la única realidad.
La representación, el mundo -pues «el mundo es mi representación»- sólo
es la representación de esa fiierza, su doble irreal, una simple imagen desprovista
de toda eficacia, carente de todo poder verdadero. A la voluntad todopoderosa,
en la que se concentra toda potencia existente, se opone pues, en un contraste
sobrecogedor, una representación enteramente pasiva. Pensaríamos rigurosa-
mente esta oposición, formulándola de este modo: la voluntad, es decir la fiierza,
está desprovista de la representación y de su luz. La representación, es decir,
esa luz, es decir, la conciencia, carece de voluntad, o sea, carece de toda fuerza.
Para que la economía del sistema schopenhaueriano se nos vuelva enteramente
inteligible, aún debemos añadir algo más: el psiquismo contiene sólo estas dos
instancias que acabamos de citar y que se definen por su exclusión recíproca, de
tal manera que el psiquismo es voluntad + representación, donde la voluntad
carece de representación y la representación carece de voluntad.
Este análisis del psiquismo es a la vez una teoría de la represión. Si bien la
Voluntad y la representación co-constituyen la esencia del psiquismo y de este
modo van juntas, su relación recíproca resulta de su exclusión recíproca. «La
razón de esa relación recíproca -escribe Schopenhauer- es que la voluntad, por
sí misma, no conoce y que el entendimiento que le está asociado es, de por
sí, incapaz de quercD).^^ Por lo tanto, cuando la voluntad y la representación
entran en relación, su conexión se establece de modo tal que la representación
aporta al querer la luz que éste no tiene, pero, desprovista de todo poder, se
somete necesaria y enteramente a él. La relación que se instaura entre estas dos
facultades del psiquismo es una relación de fuerza entre dos instancias, de las
cuales, una es la fiierza misma y, más aún, según Schopenhauer, en cada accionar
ésta concentra en sí toda la fuerza existente en el universo, al tiempo que la otra

^^ Le monde comme volonté et comme représentation, París, Alean, 1888. Esta edición consta de
tres tomos a los que remiten nuestras referencias; aquí, vol. III, p. 20.

117
TR.\DUCCIÓN M A R I O LIPSITZ

instancia carece congènitamente de ella. Pero como ia representación define el


pensamiento y la conciencia en general, resulta que ia totalidad de la vida con-
ciencial se encuentra determinada por un elemento privado de su luz: el poder
ciego de nuestros instintos y pulsiones. Aquí vacila y se invierte la concepción
clásica de la humanitas del hombre. Ya no es cuestión de que querramos una
cosa porque nos la representemos buena, sino de que nos la representamos y
juzgamos buena porque la queremos, es decir, porque la deseamos.
Però cuando el pensamiento y la razón son sólo y únicamente los valets de
nuestros instintos, la subversión de la humanidad del hombre adquiere una
profimdidad inequívoca. Como posición delante, la conciencia representativa
es un poner ante la vista y un hacer ver, pero, ¿qué sentido podría poseer este
hacer-ver a partir del momento en que, manipulado y condicionado por el
querer vivir, se ha vuelto sólo un constante deformar y falsificar todo aquello
que es? Hasta podríamos preguntarnos cómo es posible, en ese caso, todo
cuanto acabamos de decir, y cómo puede la conciencia, al menos, realizar su
autocrítica, arrojar sobre ella misma una mirada que le permita ver lo que ella
es en realidad, si tal mirada se halla constantemente viciada por una potencia
todopoderosa de error que ineluctablemente la domina.
Sea como fuere, ésta es en todo caso la desconcertante economía del psi-
quismo que define la nueva teoría schopenhaueriana de la memoria, es decir,
también la de la represión. La formación de una representación al evocarse un
recuerdo, su rechazo cuando el recuerdo es reprimido, ambos se explican por la
voluntad: es ella quien quiere o quien no quiere esta representación particular
y, en este último caso, quien «la tiene, por decirlo de algún modo, cubierta
con la mano»^^. Este es exactamente el mismo proceso que Freud va a describir
a partir de los Estudios sobre la Histeria de 1892. «Se trataba de cosas que el
enfermo quería olvidar y que intencionalmente mantenía, rechazaba, reprimía
fiiera de su pensamiento consciente»^^ Y si es verdad, como afirma Freud,
que la esencia de la represión «no consiste más que en el hecho de separar y
mantener distante de lo consciente»^^ , entonces, lo definido por esa exclusión
hecha por la Voluntad de una representación del campo de la conciencia es,
efectivamente, la represión.
Esta teoría de la memoria y del olvido es extensiva a la percepción, puesto
que también en su caso es la voluntad quien quiere o no quiere ver ciertos frag-

^ Ibid., p. 29
^'Trad. Francesa, p. 7
^ Metapsychobñe, p. 70

118
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

mentos del campo perceptivo y quien dirige para ello la mirada sobre éstos, o,
por el contrario, la desvía arrojando así un objeto, o alguna parte suya, afirera
de la representación, es decir, de la conciencia, para mantenerlo -como dice
Freud- «a distancia de lo consciente».
También la teoría de la locura se apoya en esta separación dentro del
psiquismo entre la fuerza pulsional y la representación, y, al igual que las
otras, prefigura sorprendentemente las concepciones freudianas. El origen del
trastorno es el rechazo de la voluntad a dejar que penetre en la conciencia una
representación que le es contraria. Pero para Schopenhauer -fiel heredero del
kantismo en éste y en muchos otros puntos- el mundo es un conjunto coherente
de representaciones, tanto de aquellas que definen el presente como del conjun-
to de representaciones pasadas o por venir, que también deberán someterse a
ciertas reglas, sin lo cual no serían posibles. De todo lo anterior resulta que, en
la hipótesis de una representación reprimida, el tejido de las representaciones
que forman el mundo, presentará bruscamente una laguna, un vacío dejado
por la representación faltante. Pero como un mundo con agujeros no es posi-
ble, el espíritu llenará la laguna mediante alguna representación inventada o
desplazada con ese fin e incompatible con el orden del mundo; la locura será
esta negación de lo real y su reemplazo por un material fabulado. «Pero si, aun
en un solo caso, la repugnancia y la resistencia de la voluntad a admitir una
verdad alcanzaran un grado en que esta operación ya no se cumple en toda
su pureza; si ciertos sucesos o ciertos detalles fiiesen de este modo totalmente
substraídos al intelecto... y si entonces, por el requerimiento de una concate-
nación necesaria, se llenase artificialmente la laguna así creada; entonces, nos
las habríamos con la locura»^^.
Tres teorías decisivas, la del recuerdo y el olvido, la de la percepción y la de
la razón y la locura, se apoyan entonces sobre la dicotomía de la representación
y el querer vivir igualmente definidos como lo consciente y lo inconsciente
pero, de modo tal, que el segundo determina enteramente al primero. Ahora
bien, puesto que esta dicotomía es lo que constituye el psiquismo, resulta que
la determinación de la conciencia representativa por el instinto ciego, es decir,
por la represión (ya sea que ésta juegue de modo positivo o negativo), no es un
rasgo particular del psiquismo sino su ley general, la expresión permanente e
inevitable de su estructura esencial. La vida imaginaria, por ejemplo, atestigua
esta manipulación de la representación por la pulsión. Por ello es que el psicoa-
nálisis utiliza la asociación de ideas y el conjunto de sistemas simbólicos para

^^Le Monde..., 1, pp. 211-212

119
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

intentar descubrir el inconsciente, es decir, inducirlo a partir de fenómenos


conscientes pensados como sus productos.
Al volverse inteligible la totalidad de la vida conciencial a partir de un
naturante que, al producirla continuamente, la explica, se vuelve asimismo
inteligible el sistema psíquico en su conjunto, en tanto que comprende a la vez
el producto consciente y su poder inconsciente de producción. Si bien la unión
del querer y la representación explica cómo el primero recibe o rechaza a la
segunda según ésta le convenga o no, lo que ahora resulta problemático es esta
unión en sí. En efecto, para permitir que llegue una representación al espíritu
o para prohibirlo, ¿no habría que saber previamente qué es esta representación,
conocerla de algún modo, aunque sólo fuera para apreciar su conveniencia o
su no conveniencia al deseo? ¿Pero cómo podría la voluntad poseer o adquirir
semejante conocimiento, si ella no conoce nada, si precisamente se define por
la Erkenntnislosigkeit. El conocimiento, la conciencia, consiste en la represen-
tación pero la voluntad es ajena a ésta y no se representa nada. ¿Cómo podría
entonces representarse la representación litigiosa?
El capítulo XXXII del suplemento del tercer libro descubre involunta-
riamente la aporía: «Si ciertos sucesos, ciertos detalles, son así enteramente
substraídos al intelecto porque la voluntad no puede soportar su aspecto... (weil
der Wille ihren Anblick nicht entragen kann...). Sin embargo, nunca algo pro-
pone una faceta de su ser ante la vista de la voluntad, no existe suceso ni detalle
que lo haga, puesto que la voluntad jamás pone algo delante de ella para verlo
y aprehender su aspecto. Ya el capítulo XIX tropezaba con esta misma aporía.
Formulando por primera vez la teoría de la resistencia, el texto explicaba la
manera en que la voluntad impone su Diktat ú intelecto «prohibiéndole ciertas
representaciones, ciertas series de ideas»; y ello, porque (la voluntad) sabe, o
más bien, porque el intelecto le enseñó que esas representaciones harían nacer
en ella... movimientos... ("weil er [der Wille] weißt- d.h. von ebendemselben
Intellekt erfährt, da-..."). Pero si es verdad que el problema de comprender
cómo la voluntad sabe y puede saber lo que fiiera es exactamente el mismo
problema que el de comprender cómo el entendimiento puede arreglárselas para
enseñárselo, entonces el extraordinario deslizamiento operado en el texto desde
la voluntad que sabe al entendimiento que le ha enseñado, se está esforzando
vanamente en escamotear la dificultad.
Pero esta aporía que socava el fondo de la teoría de la resistencia desde su
formulación misma, habita igualmente en el fondo de cualquier otra concepción
que quiera explicar cómo un poder desprovisto de conciencia puede hacer para

120
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

mantener a distancia una representación que no conoce en modo alguno; la


volveremos a encontrar entonces en toda filosofía que haga del inconsciente el
principio organizador del psiquismo. Pues, en efecto, este principio que aquí
separa una representación para reemplazarla por otra y que despierta tal o cual
recuerdo a fin de que venga a ocultar otro juzgado poco conveniente, este
pretendido inconsciente, es un estratega terriblemente inteligente que todo lo
sabe y todo lo conoce; en este caso ve previamente de reojo el contenido de la
representación que -como lo expresaba tan bellamente Schopenhauer- va a
«cubrir con su mano» para no verla.
A la luz de la aporia que acabamos de delimitar, la cuestión de la resistencia
se nos presenta como un problema filosófico, como un problema transcendental
que atañe a su posibilidad. Si la resistencia existe, más aún, si constituye la ley
del psiquismo, es decir, de nuestra vida transcendental (de la que el psiquismo
es sólo una objetivación), entonces, lo que debiéramos comprender es cómo es
posible a partir de esta vida; y ello significa que ante todo deberemos compren-
der esta vida misma, la esencia de la subjetividad absoluta. Pero este problema
filosófico es en realidad un problema fenomenològico. Dado que el poder que
separa la representación, a fin de querer separarla debe conocerla previamente
y, dado que ese poder no es capaz de representarse nada, será cuestión de saber
si existe alguna forma de conocimiento que sea ajena a la conciencia represen-
tativa, a la posición delante, al ver que en ella se mueve y, en última instancia,
al ek-stasis de la exterioridad en que toda representación vidente se apoya.
Pero dos exigencias, ambas imprescriptibles, están implicadas en la preg-
unta. Por una parte, es necesario que este tipo de conocimiento que tomará
conciencia de la representación sea también un poder, una fiierza que la domine
como el principio que la dirige y la organiza, o como lo que, de algún modo,
le prescribe desplegarse o se lo prohibe, haciendo de la representación algo
«secundario» o dependiente.
La segunda implicación de la pregunta es la más inquietante; es incluso
desconcertante; ella es la causa de la aporia contra la que choca la filosofía del
inconsciente. Pues este tipo de conocimiento que no posee en sí la estructura
oposicional de la re-presentación es precisamente el que nos debe dar acceso a la
representación; este conocimiento define un saber previo a toda representación
que, conociéndola antes que ella se forme, decide a solas sobre su formación,
decide hacerla efectiva o por el contrario, excluirla.
La fenomenología radical que he intentado constituir da respuesta a estas
cuestiones que condujeron el pensamiento clásico a la aporia del inconsciente

121
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

psíquico e incluso encuentra en ella la oportunidad privilegiada de poner a


prueba sus tesis fundamentales.
Primera pregunta: ¿existe algún otro modo de conocimiento que la repre-
sentación? Respuesta: el modo de conocimiento según el cual la vida se conoce
ella misma; entiendo la vida transcendental que define nuestro ser verdadero,
nuestra subjetividad absoluta. Naturalmente, la palabra «conocimiento» debe
aquí ser despojada de su significación occidental, según la cual conocimiento =
ver = poner delante. Este último sentido de conocimiento se origina en Grecia,
en el concepto de fenòmeno, fainomenon. Fenómeno designa, para los griegos,
lo que brilla en la luz, de tal suerte que se lo puede ver. El conocimiento occi-
dental, la ciencia, la técnica moderna, son la consecuencia y una de las formas
de la verdad griega.
En la vida, por el contrario, no hay luz ni tampoco algo que en ella brille,
nada que pueda verse, pues no hay Separación ni Diferencia de donde nazca
la luz y donde pueda deslizarse la mirada. La vida es lo invisible, no una nada
fenomenològica o lo que es lo mismo, un «inconsciente». Lejos de serlo, ella
designa, por el contrario, el primer aparecer, la primera manifestación, el primer
llevarse a cabo de cualquier experiencia concebible: la vida se experimenta ella
misma inmediatamente y sin distancia, de manera tal que la fenomenalidad
según la cual esta experiencia inmediata se fenomenaliza y se vuelve efectiva,
su «sentirse», su «sufrirse a sí misma», el Sufrir primitivo en que el Ser es dado
a él mismo en calidad de la vida, su Archi Revelación en tanto que su auto
afección, es la Afectividad. La Afectividad es la donación original, la auto-
donación en su efectuación y en su actualidad fenomenològica; ella es, en su
afectividad, la materia fenomenològica, la substancia de esta efectuación. La
respuesta al problema de saber si existe algún otro modo de conocimiento que
la representación extática -que para ver lo que ve, lo pone ante sí en la luz-, no
consiste en una proposición especulativa sino en el simple reconocimiento del
Fenómeno original, a saber, la promoción interna del Ser en su auto-aparecer
inmediato, en la experiencia patética e irrecusable que no cesa de hacer de él
mismo en tanto que es.
Sobre ese conocimiento no griego, inextático y sin luz, al que nada ni nadie
le ofrece nunca algún rostro, sobre ese puro sufrir encerrado en su pura subje-
tividad, que se dirá sonambúlico mientras se tome por modelo la relación con
el mundo en el Ek-stasis de la Exterioridad, criterio y estructura de cualquier
conocimiento posible; sobre él, según nuestros análisis precedentes, debemos
aún mostrar: 1) que hace posible todo poder, en particular el de formar una re-

122
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

presentación o el de rechazarla; 2) que no obstante su irreductibilidad a cualquier


representación, detenta el modo de acceso a ella, permitiéndonos conocerla y,
por consiguiente, disponer del motivo para producirla o para reprimirla.
Mostremos primero cómo la Afectividad constituye la esencia de todo
poder. Un poder cualquiera, el de mover los brazos, considerado como poder
radicalmente subjetivo, como ese Puedo que soy en mi cuerpo original, no
puede ejercerse más que a condición de coincidir consigo mismo en aquella
coincidencia absoluta donde no hay ni luz ni mundo, ni objeto, ni relación
con el objeto, ningún conocimiento ni sujeto del conocimiento, sino tan sólo
la pura experiencia de esa inmediación en la carne impresional de su afectivi-
dad. Todo hombre —y no sólo los sonámbulos— camina en estado de hipnosis,
es decir, en ausencia de cualquier conciencia representativa, de cualquier co-
nocimiento de objeto, de cualquier mención intencional de algún sentido, de
cualquier pensamiento. Todo cuanto hacemos y sabemos hacer, lo hacemos de
este modo, en la Noche de este saber primordial. Sólo de este modo movemos
interiormente nuestro cuerpo, lo hacemos en esta primitiva unión del cuerpo
con él mismo, sin mirar, sin ver, en su vida adherida a sí, donde cada poder
se abraza a sí mismo para poder actual. Pues si alguna vez, entre ese poder y
nosotros, entre ese poder y él mismo, se desplegase la distancia de la primera
dehiscencia, algún intervalo por donde percibirlo y mirarlo, ya no podríamos
unirnos a él y ponerlo en acción; llevar a cabo el más sencillo de los actos, mover
los brazos, caminar, por ejemplo, se encontraría fuera de nuestro alcance. Es falso
afirmar, como lo hace Merleau-Ponty, que nuestro cuerpo se abre de entrada
al mundo y que siempre en él se dibuja alguna intención, pues es esto lo que
-en su corporalidad original- no sucede jamás. Por ello es que toda potencia
es ante todo la pura experiencia de sí, un sentimiento de potencia y, como lo
expresó Nietzsche, la voluntad de potencia es un pathos.
Pero el poder del que hablamos, el híper-poder de la Afectividad que arroja
a la vida en ella misma permitiéndole sentirse y gozar de sí, ser lo que es y hacer
lo que hace, también es el poder de la representación, el poder que la forma o
no la forma. Nos encontramos aquí con nuestra segunda exigencia: mostrar
que la experiencia acósmica y patética que la vida hace de sí es precisamente
este tipo de conocimiento que nos permite conocer la representación antes de
que ésta se forme, y apreciarla en función de nuestro deseo, habitante también
de esa noche previa al mundo.
En un famoso pasaje de la carta a Plempius del 3 de octubre de 1637
Descartes contrapuso a la visión de los animales, que justamente no ven nada.

123
TR.\DUCCIÓN M A R I O LIPSITZ

una visión como la nuestra que verdaderamente lo es, que ve y que puede ver,
debido a que no es la visión del «cuerpo» o la de los «ojos», es decir, la de una
«cosa» —por principio incapaz de percibir lo que fuere—, sino la visión del alma.
Pero esta oposición entre lo que no ve y lo que ve, no es en absoluto la simple
oposición entre no ver y ver. Lo que el texto opone a la ceguera por principio
de los animales-cosas no es «vemos», sino «isentimus nos videre». Esto es decir
que hay visión efectiva sólo en virtud de que ella misma se experimenta inte-
riormente en un sentir primitivo, que es un sentirse ella misma. Lo decisivo,
es que la fenomenalidad en que consiste ese sentirse interior de la visión, en
nada tiene que ver con la luz donde ella ve lo que ve, con el Afuera en el que
los objetos le hacen frente. Lo demuestra la problemática de las dos primeras
Meditaciones, puesto que la duda elimina el ver, considerándolo falaz, y por
consiguiente, todo lo que éste ve, todo lo que se representa, todo mundo posible,
sensible o inteligible, dejando que sólo subsista intacto el sentir de la visión,
es decir, la visión reducida a su «sentirse», reducida a su invisible experiencia
interior. Digámoslo ahora mediante las categorías que rigen nuestro análisis:
el conocimiento de la vida, el Sufrir primitivo en que ella se abraza sin media-
ción permanece, mientras que el conocimiento griego, el ek-stasis del Ser y la
conciencia representativa que de él deriva, son eliminados.
Sólo la inextática y acósmica experiencia de la vida en la inmediación de su
Sufrir, nos da acceso al ver que pone en la luz, ante sí, aquello que ve; es esto
lo que devela el texto que intentamos comprender. Es sólo en la oposición de
este Sufrir, en tanto que sufrirse a sí mismo del ver, que somos puestos en él o
que el ver es puesto en sí mismo, de modo tal que pueda ver.
Veo y tengo la certeza de que veo, pero no es el ver en tanto que ver ante sí
(como ser en el mundo), quien me ofrece ese mismo ver en su certeza de que
ve. ¿Cómo podría hacerlo puesto que él es dudoso y que la evidencia en la que
el ver alcanza su perfección también es eliminada por la duda radical?
Lo que confiere al ver su certeza de ver y de ser la visión es únicamente
el conocimiento de la vida del que hablamos, el primitivo Sentir en que ella
misma hace la inmediata experiencia de sí. Sentimus nos videre.
En todo cuanto acabamos de decir, el ver no es más que un nombre para
la representación. Así, hemos respondido a nuestra última pregunta: ¿cómo
puede el conocimiento de la vida, pese a su irreductibilidad a la representación,
hacérnosla conocer? El conocimiento de la vida conoce la representación que
pone ante sí en la luz porque este conocimiento no es sino el autoconocimiento
del acto que pone delante. A este autoconocimiento se lo debe comprender en

124
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

su fenomenalidad propia, es decir, como afectividad, como la autoimpresión


del ver y, así, como su afecto. Un afecto -aquel mismo que entrega la mirada
a ella misma en su sentirse interior- es quien decide que esta mirada abra los
ojos sobre lo que tiene delante o, por el contrario, que los cierre para no verlo,
para reprimir la representación.
Pero, ¿acaso solucionamos con ello la aporia de la represión? ¿Cómo conoce
el afecto la representación sin representársela? No debemos olvidar nuestra
rigurosa definición de la fenomenalidad de la vida, es decir de la afectivi-
dad, en su heterogeneidad a la fenomenalidad del mundo: en la vida, en su
substancia fenomenològica propia, nunca algo es puesto delante, ningún
afuera, ningún espacio de luz; de tal suerte que, considerada por sí misma
y en su radical interioridad, esta vida no ve ni se representa nada. ¿Pero
no era ésta la situación de la Voluntad schopenhaueriana? Es porque ésta
carecía de representación que nos resultaba imposible comprender cómo
podía querer separar aquello a lo que, de todos modos, no tenía ningún
acceso. La afectividad transcendental de la vida no es, por cierto, la voluntad
inconsciente de Schopenhauer o la pulsión de Freud; no es el no-fenómeno,
sino el Archi-fenómeno.
Sin embargo, si esta Afectividad archi-fenomenal excluye de sí toda repre-
sentación, ¿cómo puede entrar en relación con ella, aceptarla o rechazarla?
Cumplamos con esta última elucidación que exigen los análisis. En la repre-
sentación, cabe distinguir, por un lado, el acto que pone delante, el representar
como tal (la intencionalidad, la transcendencia, el Ek-stasis como naturante),
y por otro, lo puesto delante, lo representado en cuanto tal. Llamemos a este
último -como ya lo habíamos hecho - contenido representativo. Está claro que
cualquier contenido representativo ha de estar excluido de la esencia interior
de la Vida puesto que lo está de la Afectividad transcendental que define a esta
esencia. Así, el afecto que va a reprimir la representación ignora todo sobre el
contenido representativo al que no ve ni habrá de ver jamás, ni antes, ni durante,
ni luego de la represión. Lo ve tanto menos cuanto que -contrariamente a lo
que creía Freud, aunque también Bergson, y con ellos toda la psicología de la
época— ese contenido no existe por sí mismo, independientemente de algún
acto efectivo de representar que lo represente actualmente; dicho de otro modo:
ningún contenido representativo subsiste por él mismo como puro represen-
tado, y es por esto que no hay representaciones inconscientes en tanto que
formaciones orgánicas autónomas ni tampoco algún inconsciente constituido
por tales representaciones.

125
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

Si bien el afecto desconoce el contenido representativo al que no puede ver,


y que por otra parte aún no existe, mantiene sin embargo una relación esencial
con el acto de representar que formará aquel contenido poniéndolo delante de
él; pero esta relación no es más que la experiencia en la que el acto de representar
es inmediatamente entregado a sí mismo tal como es, la autoafección que hace
de él un afecto y, al mismo tiempo, aquello que se conoce a sí mismo a través
de ese saber original que es, precisamente, el afecto como tal. Así pues, la re-
presentación es afectiva en su fondo, en su acto de representar, de modo que la
afectividad de su acto -afectividad constituyente del saber primordial que este
acto posee constantemente de sí- le permite desplegarse, la acompaña durante
su despliegue, la instiga a continuar o le prescribe interrumpirse.
Pero, podríamos preguntarnos, -cuando este acto se interrumpe, cuando
el contenido representativo no está formado o queda inacabado, ¿quién decide
esta interrupción?; ¿no lo hace acaso este mismo contenido representativo cuya
formación ha sido interrumpida?
Es preciso formular una pregunta crucial que aportará su validación úl-
tima a la teoría de la represión que aquí esbozamos: ¿por qué es reprimida la
representación? ¿Es en razón de su contenido representativo? Acabamos de
ver, sin embargo, que ese contenido aún no ha sido formado y la represión
consiste justamente en el hecho de que no habrá de serlo. Por consiguiente, si
la representación no despliega su contenido ante el espíritu, esto no puede ser
más que debido a su afectividad: lo que motiva su separación de la conciencia,
su no venida frente a su mirada, su no emergencia en el Afuera de la exterio-
ridad, es el desagrado, el sufrimiento y, en el límite, el terror vinculado con la
representación, no lo que ésta representa. Pero el afecto de la representación
ya se encontraba allí, y es él y solo él quien decidió excluir el contenido re-
presentativo, hacerle padecer la represión. Una fuerza ajena al contenido de
la representación es, pues, lo que determina su destino, su formación o su no
formación, tal como Schopenhauer lo había observado. Pero, oponiéndonos
ahora a sus afirmaciones más frecuentes, decimos que esta fuerza no se substrae
a toda forma de fenomenalidad, no es realmente inconsciente: por el contra-
rio, es el Afecto, es decir, la Archi-fenomenalidad. Eso es lo que le permite a
esta fuerza saber lo que ella misma hace, saberlo de modo absoluto y hacerlo,
entonces, con una certeza infalible, aquella misma certeza que distingue todas
las operaciones del supuesto inconsciente. El deseo por ejemplo, sabe qué desea
sin nunca equivocarse, de suerte tal que la imagen que producirá es justamente
la imagen de ese deseo, un contenido elegido y querido por él.

126
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

Por otra parte, esta fuerza no es tan ajena a la representación corno Scho-
penhauer lo pensó: ajena lo es a la luz en que se arroja la representación, pero
no al poder que despliega ese medio de claridad. Lejos de serlo, ella es, por
el contrario, la fuerza de aquel poder y, ante todo, su afecto, si es verdad que
un poder tiene la fuerza y así la posibilidad de ejercerse sólo si previamente se
apodera de sí mismo en la autoafección de su afectividad y por ella. El afecto,
pues, es el fondo de la representación o, más bien, del poder que va a desple-
garla; él hace posible el despliegue de aquel poder, pero también es su motivo,
aquello que habrá de llevarlo al acto y volverlo efectivo.
Pues el afecto siempre es singular. Hemos dicho que constituye el fondo
de la representación y también su poder, aquello que la determina y decide su
destino. Pero el afecto en sí mismo pertenece a la vida, y es cambiante como ella,
pues es sólo el modo infinitamente diverso según el cual ésta hace la experiencia
de sí conforme a leyes que son ias suyas, las de la Vida, no las de la representa-
ción. Al ser afectiva en su fondo, la representación obedece a leyes distincas de
las leyes de la representación o de las leyes de la conciencia, que son también
las del mundo, el espacio, el tiempo, la causalidad, la percepción, la asociación
y la ciencia. La representación, y, en su fondo, el mundo mismo, responden
a la ley del deseo, a la gran ley de la conexión interna de nuestras tonalidades
afectivas fundamentales y de su transformarse unas en otras. Se trata de leyes
rigurosas, no sólo las que rigen las transformaciones de nuestros afectos - lo que
Freud llamaba su destino-, sino también aquellas otras que determinan a esas
tonalidades afectivas mismas y que llamamos de esta manera por el hecho de
fundarse en la propia esencia de la Vida, es decir, de la subjetividad absoluta.
Partiendo de un análisis riguroso de ella, de un análisis fenomenològico, se torna
posible comprender por qué la subjetividad que define nuestra vida lleva en sí
aquellas tonalidades que llamamos Alegría, Sufrimiento, Ajigustia, y también
por qué pasa necesariamente de una a otra según un juego de potencialidades
predefinidas que se enraizan en su propia naturaleza y la constituyen.
No es el menor de los méritos de una problemática de la represión —y por
lo tanto de Schopenhauer- el reconducirnos desde el luminoso universo del
pensamiento del mundo, que tradicionalmente define nuestra humanidad, a
problemas mucho más difíciles pero más esenciales, a aquella dimensión anterior
al mundo, en la que siempre permanece nuestro ser verdadero y el propio
ser del mundo, en tanto que éste encuentra en nosotros su posibilidad más
última. Al operar un desplazamiento desde el mundo visible de la represen-
tación a la vida invisible, la represión nos ha obligado, aunque sólo fuera

127
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

para establecer su propia posibilidad, a redefinir la fenomenalidad y, por


consiguiente, también la fenomenología. El hecho de que ni Schopenhauer
ni Freud hayan sabido realizar ese progreso decisivo, que por conservar el
modelo griego hayan arrojado en un trasmundo mítico todo cuanto no se
le sometiera repitiendo así absurdamente en este trasmundo la estructura
de la representación, no impidió la irrupción de nuevos problemas vincu-
lados con la sexualidad, el deseo, la fuerza, la angustia, y con ellos, también
los del campo ontològico, aún inexplorado de manera sistemática, en que
necesariamente se inscriben. En la medida en que el destino de las repre-
sentaciones, es decir del pensamiento, depende del destino de las pulsiones
y de los afectos, es el estatuto de éstos lo que debe ser claramente definido
si es verdad que constituyen la realidad más profunda del hombre, y si el
hombre aún pretende saber qué es.

128
Significación del concepto de inconsciente
para el conocimiento del hombre
El problema del conocimiento del hombre es muy particular por ser a la vez
solidario y diferente del problema del conocimiento en general. El conocimiento
es, lo más frecuentemente, el conocimiento de algo que, en sí, es ajeno al cono-
cimiento mismo, de algo opaco y ciego que pareciera preceder a la mirada que
el conocimiento le va a dirigir, y que gracias a esta mirada será arrancado de su
lugar natural y llevado -en y por ella- ante la luz. Así, el ente de la naturaleza
-la piedra, el átomo, la molécula- están sumidos en una suerte de noche origi-
nal y cósmica que apenas se puede pensar, de donde el conocimiento vendrá a
substraerlos para proyectarlos frente a la mirada de la conciencia, para dárselos
a ésta. Por el contrario, el hombre, considerado en aquello que le es específico,
es decir, en aquello que lo diferencia de todo otro ente, no requiere para poder
acceder a la luz de la fenomenalidad de la intervención de algún principio que
le sea ajeno y que venga a substraerlo de una dimensión previa de obscuridad;
él mismo es esa luz; él es el conocimiento, él es conciencia. Con Descartes,
como es sabido, se produce -al menos en las dos primeras Meditaciones- esta
abrupta definición de la Humanitas del hombre por la fenomenalidad; más
precisamente, como fenomenalización de la fenomenalidad pura y, por consi-
guiente, en radical oposición a todo aquello que se encuentre desprovisto del
poder de llevar a cabo por sí mismo la obra de la manifestación. Esta oposición
es, en Descartes, la del alma y el cuerpo. Sin embargo, no basta con oponer
la luz de la fenomenalidad a la obscuridad intrínseca de la cosa opaca y ciega,
sino que es aún menester que se diga con mayor precisión en qué consiste esta
fenomenalidad, o, lo que es igual, en qué consiste la conciencia misma. Esta es
una cuestión decisiva dado que el inconsciente del psicoanálisis será pensado
contra la conciencia cartesiana y que, por otra parte, antes del psicoanálisis y
como su insoslayable antecedente, el concepto de inconsciente también aflora
y prolifera en la gran filosofía clásica occidental, como rechazo o consecuencia
del cogito de Descartes.

129
TR.\DUCCIÓN M A R I O LIPSITZ

¿Cómo entendía Freud la conciencia? La primera indicación no dejará de


parecemos decepcionante o, cuando menos, desconcertante. "No es necesario
explicar aquí lo que llamamos consciente; se trata de la misma conciencia de los
filósofos y del gran público"^®. Una segunda respuesta, por el contrario, llama
la atención por su claridad. Tras haber puesto en duda la tradicional identifi-
cación filosófica entre «psíquico» y «consciente», la Nota sobre el Inconsciente en
Psicoanálisis de 1912 declara categóricamente: «Llamemos, pues, "consciente"
a la representación que está presente en nuestra conciencia y que percibimos
como tal, y establezcamos que es éste el único sentido del término consciente''^».
Observemos sin más demora que una definición semejante de la conciencia
conduce, por una inferencia que parece necesaria, a establecer un inconsciente; y,
efectivamente, es en ella donde Freud se apoya para -según creía- demostrar la
existencia del inconsciente y desvirtuar cualquier recusación posible de éste.
Si la esencia de la conciencia reside en la representación, es decir, en la po-
sición delante de sí bajo la forma de una duplicación o de un desdoblamiento,
entonces, todo lo re-presentado, es decir, lo puesto-delante, lo que es visto y de
este modo conocido -en el texto de Freud: «la representación que está presente
a nuestra conciencia y que percibimos como tal»-, se encuentra afectado por
la finitud inherente a cualquier representación como tal; finitud, que es la del
espacio de luz abierto por ella. En otros términos: no puedo representarme
más de una cosa a la vez, por cierto con una zona de co-presentación marginal
siempre co-dada pero, de todos modos, estrecha y ya rodeada de sombra. Por
consiguiente, si ser es ser consciente, y si ser consciente significa estar repre-
sentado, entonces la casi totalidad del ser permanece fuera de la representación
efectiva o actual. Esta radical finitud ontològica también puede expresarse
diciendo que, casi todo lo representable se encuentra excluido de la representa-
ción. En consecuencia, no queda más que ponerlo, es decir, realizarlo, fuera de
la representación actual, conservándole sin embargo la estructura y las formas
que le debe a la representación, es decir, la estructura de un ser-puesto-delante
que subsiste como tal, independientemente del acto que lo pone delante.
Tal es el inconsciente freudiano en su primera formulación: el conjunto de
representaciones inconscientes consideradas como formaciones autónomas
que subsisten fiiera de la conciencia, es decir, fuera de la representación, cuya
estructura estática de ex-posición sin embargo habrán de conservar.

^Abrégé de psychanalyse, PUF, 1985, p. 12 ; Gesammelte Werke, XII, p. 81


® Subrayado por M. H.

130
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

Este es el texto en el cual se operan: 1) esta «demostración» de la existencia


del inconsciente; 2) su hipóstasis en un trasmundo que conserva la forma de
un mundo. «Podemos... aducir, para sostener la tesis de un estado psíquico
inconsciente, el hecho de que, en cada instante, la conciencia no contiene más
que un contenido mínimo, de modo que la mayor parte de lo que llamamos
conocimiento consciente necesariamente tiene que encontrarse durante la ma-
yor parte del tiempo en estado de latencia, esto es, en estado de inconsciencia
psíquica. Si se tiene en cuenta la existencia de todos nuestros recuerdos latentes,
resulta perfectamente incomprensible poner en duda lo inconsciente».^" La
demostración del inconsciente se hace a propósito del problema —clásico en
la época- de la memoria y del interrogante que suscita:¿qué se han vuelto los
recuerdos en que ya no pensamos? Respuesta -que no es sólo la de Freud, sino
también la de Bergson y la de toda la psicología de la época-: se conservan en
el inconsciente.
Pero tanto Freud como aquella filosofía clásica y esa psicología entienden
la memoria como una facultad representativa. Por ende, esta demostración
no sólo es aplicable a los recuerdos sino también a todas las representaciones,
a todas aquellas que excedan el reducido campo de actualidad conciencial;
con esta consecuencia: la hipóstasis de aquellas bajo la forma de represen-
taciones virtuales en un inconsciente groseramente realista inventado con
el único fin de acogerlas. Sin embargo, la interpretación de la conciencia
como representación no se circunscribe a una época y más bien parece ser
absolutamente general. Concierne tanto al cogito de Descartes como a toda
la filosofía que le siguió. Por retener sólo las lecturas más importantes del
cogito, citemos, en Francia el nombre de Gueroult y, en Alemania, los aún
más célebres de Husserl y Heidegger.
Para Husserl, la conciencia se define por la intencionalidad; ella es siempre
conciencia de algo. La intencionalidad es la conciencia misma, el hacer ver, en
tanto que un rebasarse hacia lo que se da de este modo, en esta transcendencia
y por ella, a título de correlato transcendente, a título de cogitatum.
El &20 de Krisi/' explica que en las primeras Meditaciones de Descartes es
necesario "hacer surgir el momento más significativo pese a haber quedado sin
desarrollo, a saber, la intencionalidad que forma la esencia de la vida egológi-
ca. Otro término para esto es cogitatio, tener conciencia de algo, de algo, por

Metapsychologie, Idées, nrf, p. 67 ; Gesammelte Werke, X, p. 266.


La crise des sciences européennes et la phénoménologie transcendentaU, traducción G. Granel,
Gallimard, Paris, 1976, p. 96.

131
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

ejemplo, que experimento, pienso, siento o quiero. Pues toda cogitatio posee su
cogitatum. Cada una es, en el más amplio sentido, un «creer» y, en consecuencia,
comporta algún modo de certeza, la certeza misma, la presunción, el tener por
cierto, la duda, etc."
En Heidegger, la reducción de la esencia de la conciencia a la esencia de
la representación es todavía más explícita. «En muchos pasajes importantes,
Descartes utiliza, en lugar de cogitare, la palabra percipere (per-capio), tomar
posesión de algo, apropiárselo y aquí, en el sentido de disponerlo ante sí, del
modo en que se pone algo delante de sí, en el hecho de re-presentárselo. He aquí
por qué el equivalente alemán de cogitatio es Vorstellung (representación) en el
sentido de vorstellen (representar) y Vorstellung tn el sentido de Vorgestelltes (algo
representado). Es la misma doble significación que recibe la palabra perceptio
en el sentido de pericipere y de perceptum: el hecho de traer firente a sí, y lo que
se trae fi-ente a sí y, en sentido amplio, lo-que-es-vuelto-visible»^^.
Dado el papel decisivo que ha desempeñado el cogito en el pensamiento
moderno, cabe interpretar a éste último en su conjunto como una «metafísica
de la representación». Esta llega a su punto culminante con Kant, donde la
estructura de cualquier experiencia posible es reducida a la de una relación del
Sujeto con el Objeto. La inteligencia interior de esta «relación con» exige que se
la entienda como la conciencia misma, como la fenomenalidad, la experiencia
como puro hecho de experimentar y de sentir, considerado por sí mismo y en
cuanto tal.
Por consiguiente, el sujeto no es un ente que se opone al objeto, sino que
le es propiamente idéntico, no designando, en resumidas cuentas, sino la es-
tructura de la objetividad en su pureza, aquello en que y por lo que, todo ente
- e n sí desconocido— (el noúmeno) alcanza la condición de ob-jeto, es decir, de
re-presentado y, así, de fenómeno para nosotros. Por esta razón es que en el
kantismo, el análisis del sujeto no es, en definitiva, más que el análisis de la
estructura de la objetividad y de sus formas esenciales.
Se puede observar en Kant una singular situación vinculada con esta con-
cepción de la conciencia-representación: por un lado, semejante conciencia se
encuentra vacía, pues todo contenido de experiencia se halla de-portado de
ella y de-yectado delante y ante ella bajo la forma de ob-jeto; por otro lado,
ella misma se mantiene en una suerte de inconsciencia, puesto que, lo que se
muestra, lo que se vuelve visible a título de fenómeno efectivo, es justamente
lo que entra en la condición de ob-jeto, es decir, de ser representado, y así, de

^^ Nietzsche, traducción P. Klossowski, Gallimard, París 1971. II, p. 122.

132
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

ser visto o de ser conocido. Tal es la paradoja que da de lleno en el corazón de


esta extraña filosofía de la conciencia: ante la inexistencia de algún estatuto
fenomenològico riguroso asignado al Yo pienso de la conciencia pura, es decir,
a la esencia de la fenomenalidad, se produce su negación implícita y, en el
límite, la tesis de una inconsciencia de la conciencia misma: «la inconsciencia
de la conciencia trascendental».
Pero, dado que esta situación resulta de la naturaleza de una fenomena-
lidad siempre presupuesta como posicion-delante, ob-posición, ob-yección
del ob-jetado, exteriorización original de la exterioridad transcendental y,
en última instancia, Ek-stasis del Ser, entonces tal situación no sólo domina
al kantismo, sino que también se la puede encontrar luego de él en todo el
idealismo alemán y, en particular, determinando completamente su primer
gran trabajo —Sistema del Idealismo Transcendental—, en Schelling, quien va a
desempeñar un papel decisivo en la venida del inconsciente al pensamiento
moderno.
A la conciencia entendida como ob-yección, es decir, como producción, le
es propio el no tomar conciencia de sí misma, el no pro-ducirse por sí misma
en la luz y, así, el aparecer sólo en el pro-ducto, en el ob-jeto, en consecuencia,
bajo la forma de éste último y nunca en sí misma, es decir, como pro-ductora o
naturante. De este modo, al no poder fundar el principio sobre el que descansa,
la filosofía de la conciencia se invierte en su contrario, que es, en realidad, lo
Mismo, una filosofía de la naturaleza, es decir, de lo inconsciente. La «verdad»
de la conciencia-representación es su destino como teoría del conocimiento
y, finalmente, como teoría de la ciencia; destino a cuyo término, lo único que
subsiste es el objeto sobre el que viene a concentrarse el todo de la realidad y
de la efectividad fenomenològica, el ser en el sentido de la objetividad. Fuera
de esto, nada: el ser y la nada.
La psicología del siglo XIX reproduce estas presuposiciones y su incons-
ciente reitera los dos caracteres que hereda de la filosofía de la conciencia: el
de designar cualquier presencia posible como presencia de objeto sobre un
fondo de horizonte obscuro que lo cierne y lo desborda completamente, y el
otro carácter más esencial aún, de dejar en la sombra la conciencia misma, el
proceso que proyecta el horizonte, que pone-delante, que pro-duce; dicho de
otro modo, deja en la oscuridad el acto de re-presentar como tal. Con este
doble inconsciente, marginal y transcendental, el pensamiento de fines del
siglo XIX está preparado para recibir el psicoanálisis naciente o, más bien, lo
produce como uno de sus retoños. El primer gran trabajo francés sobre Freud,

133
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

El método Psico analítico y la doctrina freudiana de Dalbiez^', posee el interés de


haber puesto en evidencia la afinidad historial de la filosofía de la conciencia, la
filosofía de la naturaleza, la psicología de la época y el propio psicoanálisis.
El psicoanálisis, es un sistema donde todo es psíquico: ¿cómo rendir cuentas
en un sistema semejante del carácter en virtud del cual todo contenido psíquico,
por ejemplo, la representación, parece imponérsenos como algo distinto de no-
sotros y, justamente a este título, como una realidad? Es el mismo problema que
se le planteaba al joven Schelling: ¿cómo, si la conciencia crea el mundo, puede
descubrirlo y vivirlo como una alteridad, como una «realidad exterior»?
La respuesta es la misma en los dos casos: puesto que el proceso que pro-duce
o que re-presenta se ignora él mismo en su producción, se encuentra ante su
producto como ante un término que le parece extraño, es decir, en realidad, que
procede de él sin que lo sepa. Esto es precisamente lo que ocurre en el sueño, en
la asociación de ideas, en la formación de los síntomas psiconeuróticos, etc.
Por eso es que, con el fin de poner en acción y legitimar la explicación
psicoanalítica, Dalbiez formula una teoría de la conciencia que reafirma, bajo
diversas formas, su inconsciencia original. Así es como, por ejemplo, en nuestra
percepción de un árbol «no conocemos de ningún modo nuestra visión; sólo
podemos aprehenderla posteriormente mediante un segundo acto»^^. Y esto no
sólo es válido para «la sensación externa», es decir, para la visión, sino también
para la vida psíquica en general. La concepción de un color no exhibe más
que este color; la concepción, que en sí es inconsciente, se vuelve consciente
únicamente tras un nuevo acto específico de aprehensión que hace también de
ella, pero sólo entonces, un «conocimiento».
La heterogeneidad del segundo acto respecto del primero se expresa en su
contingencia, en el hecho de que el primero no implica en absoluto su propia
toma de conciencia, así fuera bajo la forma de una modalidad ulterior: «es
perfectamente concebible que la sensación y la intelección se produzcan en
nosotros pero queden en estado inconsciente»^^.
El método psicoanalítico se presenta entgnces como una ilustración de esta
tesis de la posterioridad de la conciencia respecto del conocimiento inmediato
del objeto (la percepción del árbol, la concepción del color). La asociación de
ideas es, justamente, la incesante venida de los contenidos representativos a la
condición que les es propia, de tal modo que la venida misma, como produc-

Desclée de Brouwer et Cié, París, 1936.


^^Ibid II, p. 3.
'^Ibtd, p. 12.

134
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

don, siempre se oculta y desaparece en su producto. Por eso es que el producto,


separado de su raíz, surge como lo incomprendido, lo inesperado, lo sorpren-
dente o lo incoherente y, según Freud, este carácter lacunario, y por sí mismo
enigmático, es el rasgo más habitual del dato conciencial. La comprensión de
este dato exige entonces, que los procesos asociativos que lo originaron sean
revelados. La asociación es, en este caso, la pro-ducción misma y la inconscien-
cia de la producción es la inconsciencia de la asociación. De ahí ese esfuerzo
constante en el psicoanálisis que determina su método, esfuerzo por arrancarle
los procesos asociativos al inconsciente al que pertenecen por principio a fin
de rendir cuenta, a partir de ellos, del contenido manifiesto pero por sí mismo
ininteligible de la vida conciencial.
Llama la atención en el psicoanálisis, ya restituido a su contexto ideológico,
filosófico o psicológico, lejano o próximo, una especie de objetivismo a ultranza:
es que en una metafísica de la representación, lo psíquico sólo se comprende a
título de representado, es decir, al modo de las cosas, a título de cogitatum, de
ob-jeto. Freud reconoció la necesidad de que el psicoanálisis tomara lo cons-
ciente como material y soporte de sus análisis —«...el hecho de ser consciente...
es el punto de partida de todas nuestras investigaciones»^''- pero el hecho de
ser consciente significa el hecho de ser representado y, en consecuencia, ser un
ob-jeto, como cualquier otro objeto de la ciencia. Lo consciente que se trata
de comprender y lo inconsciente que lo va a explicar se sitúan, finalmente, en
un único y mismo círculo, como sus componentes unidos por la inextricable
relación del Sujeto con el Objeto. Pero eso significa también que ese círculo
define la humanitas del hombre y que se la sigue comprendiendo al modo más
clásico y tradicional: por el pensamiento, como pensamiento de algo. El freu-
dismo es, a este respecto, sólo el último avatar de aquella metafísica.
Nos toca ahora deconstruir esta metafísica de la representación y, así, el
o los conceptos de inconsciente que le están asociados por ser sus resultados
inmediatos.
Deconstruir, no significa aquí rechazar pura y simplemente o desconocer,
desconocer el mundo de la representación, a saber, el mundo mismo. Decons-
truir, quiere decir traer a la luz un fundamento aún más profundo sobre el
cual la representación se eleva y sin el cual ella no podría ser. Ahora bien, el
cogito de Descartes ya ha llevado a cabo esta deconstrucción que, si aún está
por pensarse, esto se debe sin duda a su radicalismo sin precedentes. Semejante
radicalismo se origina en el hecho de que sólo se puede hallar el último funda-

Metapsycholosie, op. cit., p. 76; G\V, X, p. 271.

135
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

mento de la representación y, por consiguiente, del pensamiento en el sentido


en que habitualmente se lo entiende -en particular en el «pienso, existo»-, a
condición de suspender y propiamente expulsar la representación y, por lo
tanto, el pensamiento mismo.
Esta suspensión es la duda o, como hemos de decir en un sentido muy
particular y preciso, la «reducción fenomenològica». Pues la duda anula el
mundo; tanto el mundo sensible como el inteligible; anula cualquier mundo
posible puesto que no tiene como objeto el contenido de ese mundo (los objetos
sensibles o las realidades inteligibles, las verdades racionales, matemáticas, por
ejemplo), sino su forma de mundo, su mundanidad, es decir, su fenomenalidad.
Lo que es puesto en duda en su fenomenalidad, es decir, la exteriorización ori-
ginal de la exterioridad transcendental en que todo mundo consiste, el espacio
primitivo de luz, la primera puesta a distancia en que se ftmda cualquier «relación
con», cualquier intencionalidad, cualquier conciencia en el sentido de conciencia
de algo o de pensamiento de algo, en el sentido de representación.
En efecto, si consideramos el objeto sobre el que Descartes va a realizar
su trabajo de análisis, a saber: el contenido fenomenològico aprehendido bajo
el famoso título de «ego-cogito-cogitatum», podemos observar que la duda o la
reducción elimina pura y simplemente el cogitatum; no lo que es pensado, lo
que es puesto delante, lo que es re-presentado, sino el hecho mismo de ser-
representado considerado por sí mismo y en cuanto tal; no el objeto, sino la
condición en virtud de la cual el ente ad-viene como ob-jetado y como ob-jeto,
la condición objetiva en su pura apariencia fenomenològica; dicho de otro
modo, la duda elimina la objetividad. Lo considerado dudoso en primer lugar
no es, pues, el ente sensible o matemático, sino la condición en la que estos
entes nos son dados a título de ob-jetos; por consiguiente, dudosa es la donación
misma por el hecho de consistir en una venida-delante a un primer plano de
luz, al dimensional de la fenomenalidad extática donde se enraiza cualquier
objetividad, luego, cualquier «objeto» posible, y en consecuencia, cualquier
representación. Lejos de estar constituida por una ex-posición fenomenològica
o de reducirse a ella, la cogitatio del cogito la excluye insuperablemente de sí,
y en la medida en que escapa a la duda sólo se la puede comprender por esta
exclusión. En el «pienso-existo», el pensar de ese Pienso significa muchas cosas
pero no el pensamiento en el sentido que se le da hoy, a saber: el pensamiento
de algo, su representación, su concepción, su interpretación. Esto se ve clara-
mente cuando el proceso de la duda recibe su formulación más breve y decisiva
c o n el artículo 2 6 de las Pasiones del Alma. Descartes e v o c a allí n u e v a m e n t e la

36
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

situación en que se encuentra el que duerme, como medio de hacer vacilar y


poner a prueba el conjunto de nuestras certezas y creencias.
Todo lo que aquel cree percibir en su sueño, todo lo que imagina o siente en
su cuerpo, todo lo que se representa, es falso, puesto que precisamente se trata de
un sueño. Pero si, siempre dentro de este sueño, el soñador experimenta alguna
pasión, algún temor, éste temor es lo que es, tal como lo experimenta, absolu-
tamente verdadero, intacto e inalterado en su ser pese al hecho de que se trate
de un sueño y de que el mundo de la representación se haya desvanecido.
«Así, a menudo, cuando dormimos, e incluso a veces estando despiertos,
imaginamos tan intensamente ciertas cosas que pensamos verlas frente a noso-
tros o sentirlas en nuestro cuerpo aunque no estén en él de ningún modo; pero
estemos dormidos o soñando, no podríamos sentirnos tristes o emocionados,
por alguna pasión sin que sea muy cierto que el alma posee en sí esta pasión.»
El mismo artículo declara además: «Uno puede equivocarse a propósito de
las percepciones que se relacionan con los objetos que se encuentran fuera de
nosotros, o bien de aquellas que se refieren a alguna parte de nuestro cuerpo,
pero no puede suceder lo mismo a propósito de las pasiones, dado que están tan
cerca y son tan interiores a nuestro alma que es imposible que ésta las sienta sin
que sean verdaderamente tal como las s i e n t e » Y ello -cito esta vez el artículo
1— porque «como cada uno las siente [las pasiones] en sí mismo, no es necesario
buscar en otro lado ninguna observación para descubrir su naturaleza»^®.
Es necesario comprender bien por qué la pasión sigue siendo con total
certeza lo que es, aun cuando el mundo de la representación se ha desvanecido,
es decir, aun cuando la fenomenalidad extática ha sido descalificada en su pre-
tensión de constituir por ella misma un hacer ver, un poder de mostración y de
demostración: es porque lo que revela la pasión a ella misma, su fenomenalidad,
difiere de la fenomenalidad de la representación, de la fenomenalidad extática
en general y no la requiere en absoluto. Por esto es que la pasión resulta ser
indiferente a la descalificación de esta fenomenalidad extática, no es afectada
por ella y permanece intacta, ¿Cuál es la fenomenalidad de la pasión, en su
indiferencia y en su heterogeneidad ontològica respecto a la fenomenalidad
extática del mundo? Su afectividad, el modo fenomenològico incontestable e
irrefiitable, según el cual toda pasión se experimenta ella misma; la afectividad
es este inmediato experimentarse y también aquello que hace de la pasión lo
que ella es, un afecto, un sentimiento.

^ Oeuvres de Descartes, ed. Adam el Tannery, París, vol. XII, pp. 348-349.
^Ubid., vol. XI, p. 327.

137
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

Semejante afectividad es transcendental y no un «estado psíquico» en


el sentido de la psicología o un contenido empírico de la experiencia in-
terna en el sentido de Kant y de la filosofía clásica. Pues lo que caracteriza
a tal contenido -sensación, sentimiento, deseo, etc.- es que requiere que
un poder de revelación diferente de él mismo venga a hacerlo manifiesto,
venga a hacer de él un fenómeno, un estado consciente, una «represen-
tación consciente», decía Freud. Y ese poder que vuelve manifiesto, que
hace ver, es justamente, la conciencia-representación, la conciencia que
vuelve consciente en el hacer-venir-delante bajo la forma de ob-jeto, ia
conciencia que re-presenta en la intuición apoyándose en lo que le sirve de
último fundamento: el primer Ek-stasis del tiempo, que es, precisamente,
el «sentido interno» de Kant.
Comprendida de esta manera por la filosofía del pasado o por la psicología
del mañana, la afectividad es objeto de una doble equivocación: 1) ya no es
ontològica sino óntica; en vez de cumplir en y por ella misma la revelación
primitiva y esencial, se vuelve apenas un contenido opaco y muerto que recla-
ma la intervención de algún poder de manifestación exterior; 2) dado que este
poder es el de la ex-posición extática, el ser de la afectividad se ve falsificado
por segunda vez volviéndose un contenido transcendente, un objeto de expe-
riencia, un re-presentado, algo que la afectividad nunca es en su realidad, ella
que, acorralada contra ella misma y ensimismada en la infranqueable pasividad
de su puro experimentarse y de su pasión, se revela en una total impotencia
respecto de su propio ser, no pudiendo jamás instituir entre ella y sí misma
la brecha de un mundo o la separación de alguna distancia merced a la cual
le fuese posible huir de ella misma, escapar de sí y dejar de ser lo que ella es.
En tanto es transcendental, la afectividad no es lo que llamamos un afecto, un
sentimiento, el sufrimiento, la angustia o el goce, sino aquello que hace que algo
como lo afectivo en general sea posible y despliega su esencia en todas partes
donde tiene lugar, antes del ek-stasis del mundo, la primera implosión en sí de
la experiencia, el pathos primitivo del ser y, así, de todo cuanto es y pueda ser.
Aquello que los psicólogos llaman afecto, sentimiento, etc., no es sino la
objetivación ulterior de lo que ya se ha construido interiormente en sí mismo,
como lo hace el primer aparecer, la esencia original de la Psiqué, a saber: el
inextático experimentarse que encuentra su efectuación fenomenològica y, de ese
modo, su substancialidad fenomenològica en la afectividad de que hablamos.
Por ello es que, la afectividad no constituye un campo a parte de la expe-
riencia, algo más o menos incierto, sino su universal fundamento y, entonces,
el fundamento de la propia representación, como lo muestra con genio la

138
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

problemática de la duda en las dos primeras Meditaciones. Al hacer vacilar toda


verdad concebible, la duda pone en tela de juicio el medio de visibilidad donde
esta verdad se nos presenta; el horizonte extático donde se ex-pone ante el es-
píritu todo lo que éste es susceptible de ver con los sentidos o con el intelecto
es subvertido por ella y deja de ser un hacer-ver y un mostrar, para volverse un
inducir a error y un engañar.
¿Pero qué queda entonces? At certe videre videor, dice Descartes^^. Al menos
me parece que veo. ¿Queda aún la experiencia subjetiva de la visión? Pero la
visión es falaz, habíamos dicho, y no sólo es falso lo que ve, sino que lo es debido
a que ella ha dejado de ser un exhibir para volverse un alterar y tergiversar. Poco
importa: falaz o no, el ver no deja de existir en tanto se experimenta él mismo
en cada punto de su ser, en su afectividad y por ella. Sentimus nos videre, dice
Descartes^°. Por consiguiente, es preciso decir que lo que vale para el temor,
intacto en su ser propio, en la carne de su afectividad -aun cuando el mundo
de la representación se ha disipado en la ilusión del sueño-, también vale para
la visión, por poco que, haciendo abstracción en ella de todo lo que ve y del ver
mismo en cuanto poder de referirse extáticamente a un mundo, la consideremos
sólo por ella misma, en la inmanencia de su sentirse y de su afectividad.
Así se descubre la primera dimensión de la experiencia, donde lo que debe
entenderse como el fondo de la psiqué se siente a sí misino en una inmediación
radical previa a toda «relación con» un «ob-jeto», antes del surgimiento de un
mundo y con independencia de él. Descartes circunscribió esta primera dimen-
sión arcaica de la experiencia bajo el nombre de idea. «Por idea entiendo esta
forma de cada uno de nuestros pensamientos por cuya percepción inmediata
tomamos conocimiento de estos pensamientos mismos»^^.
La esencia original de la cogitatio no es entonces la intencionalidad o la
representación, el desvelamiento en y por una exterioridad primordial de una
alteridad cualquiera, de un cogitatum, del ob-jeto, sino, la auto-revelación de la
cogitatio misma, su sentirse a sí más antiguo que el sentir o que el re-presentarse
el ob-jeto y haciéndolo posible.
Si comparamos esta tesis crucial de Descartes sobre las concepciones ya
expuestas de Dalbiez, de los neo-realistas americanos, de la psicología y de la
filosofía de la época, según las cuales la visión y la concepción son por ellas
mismas inconscientes, mientras que sólo su objeto se muestra, es decir, es

VII, p. 29; IX, p. 23.


Carta a Plempius del 7 de octubre de 1637. AT, op. cit., vol. 1. p. 413.
Raisons qui prouvent l'existence de Dieu, AT. op. cit., vol. IX. p., subrayado por M. H.

139
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

«consciente», vemos claramente cómo se oponen punto por punto, pero tam-
bién que el concepto de inconsciente es aquello que se debe volver a pensar y
de un modo radical.
El inconsciente de las representaciones latentes, de los recuerdos en que
ya no pensamos sólo concierne el mundo de la representación. Únicamente
una realidad inscrita en ese mundo y tributaria de la finitud inherente a toda
exposición ex-tática se encuentra irremediablemente marcado por él.
Si el destino original del psiquismo fiiese el de manifestarse en un mundo
y sernos dado gracias a él, habría que decir que, efectivamente, en una realidad
psíquica así definida, casi todo queda fuera del ser representado efectivo y actual,
permaneciendo fuera de él y, como lo dice Freud, en el «inconsciente». Pero
si la psiqué se revela originalmente a ella misma en la inmediación del afecto
y de su pathos, independientemente de la separación de la objetividad y antes
de cualquier representación, entonces, toda esta problemática se desmorona.
Puesto que lo psíquico no está constituido -digamos, ontològicamente- como
ser-representado, tampoco tiene entonces por qué conservar esta estructura que
le es ajena cuando se encuentra fuera de la actualidad fenomenològica de la
conciencia, es decir, fuera del ser-representado. El concepto de representación
inconsciente es decididamente absurdo. La esencia interior y original de la
psique debe por fin peníjarse en su propiedad si se desea adquirir un conoci-
miento nuevo y más profundo del hombre que no lo reduzca —como lo hace la
filosofía tradicional de la conciencia o sus vástagos positivistas- al sujeto vacío
o al contenido muerto de una representación.
Descartes ya había rechazado la objeción de que es imposible que todas
las ideas que forman el contenido del alma estén presentes en ella al mismo
tiempo®^. Lo que el alma posee siempre, no es el contenido representativo de
las ideas, sino el poder de formarlas. Por lo tanto, el análisis debe abandonar el
universo calmo e ineficiente de la representación y orientarse hacia las deter-
minaciones esenciales de la psique, que son Fuerza y Poder.
El análisis interior de la esencia del Poder muestra que éste sólo es tal, un
poder susceptible de prodigarse en todo momento, a condición de encontrarse
inmediatamente en posesión de él mismo, en la inmanencia radical de su sen-
tirse y experimentarse. Nuestro cuerpo, por ejemplo, es el conjunto de poderes
que tenemos sobre el mundo, mundo al que nos abre con su motricidad y sus
sentidos. Pero lo es, únicamente por ser capaz de apropiarse de cada uno de sus
poderes para coincidir con ellos y ponerlos en acción.

^Notae in programma, A.T., op. dt., V i l i , II, p. 366.

140
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

Una coincidencia tal no es otra que la subjetividad original y esencial, que


es el sentirse inmediato de estos poderes, y así, su saber; pero un saber que, en
lugar de representarlos, se identifica con ellos y con la posibilidad principial
de desplegarlos; la subjetividad es un saber que consiste en esta posibilidad; es,
pues, un saber hacer.
Así se descubre ante nosotros una subjetividad totalmente nueva, que no
se agota en el pensamiento representativo de otra cosa, sino que designa la
inmersión en sí de aquello que se siente a sí mismo y que, como tal, resulta
ser la vida.
Sólo este concepto de vida nos permite pensar el cuerpo como nuestro
cuerpo. Pues si el saber que poseemos de nuestro cuerpo -que ese cuerpo posee
de sí mismo- estuviese constituido por la puesta a distancia de una represen-
tación, nos encontraríamos frente a sus poderes como frente a algo de lo que
nos separaría para siempre la distancia de la objetividad, frente a algo que nos
sería imposible alcanzar y poner en acción. No es casual que el pensamiento
clásico haya sido totalmente incapaz de explicarse la relación entre el «alma»
y el cuerpo, mientras la comprendió como la de una representación, como la
de un cogito-cogitatum.
Se trataba de comprender cómo una veleidad de la conciencia era capaz
de provocar una modificación objetiva en el cuerpo, pensado como un objeto.
Pero una acción semejante del espíritu sobre el cuerpo es incomprensible o le
compete a la magia. Lo que sucede en realidad es muy diferente. Experimen-
tamos una fuerza con la que coincidimos y que, por tal razón, podemos poner
en acción. Mi cuerpo original es el Puedo que Soy, es un hacer inmediatamente
experimentado y vivido en la praxis subjetiva corporal. Sólo que, además,
podemos representarnos esta praxis bajo la forma de un proceso objetivo en el
mundo. No existe entonces un tránsito enigmático de lo subjetivo a lo objetivo,
sino un único movimiento que nos es dado dos veces; la primera vez, en su
realidad, bajo la forma de praxis vivida, la segunda, en la objetividad de una
representación mundana.
El concepto freudiano de inconsciente no es simplemente una consecuen-
cia y un avatar de la metafísica de la representación, sino que, de manera más
esencial, está implicando su rechazo. Se descubre entonces su significación
más profunda, que es la de conducirnos fuera de la representación, hacia el
irrepresentable dominio de la vida, cuyo primer rasgo acabamos de reconocer
a propósito del fenómeno del cuerpo: la acción, la fuerza, la praxis. Esta nueva
orientación que asume el concepto freudiano de inconsciente hacia los estratos

141
TRADUCCIÓN M A R I O LIPSITZ

originales y fundamentales de nuestra experiencia se percibe en la Nota sobre


el Inconsciente de 1912. La prueba, la «justificación» de lo inconsciente por
la latencia de la mayor parte de los contenidos psíquicos cede su lugar a una
consideración muy diferente. Ya no es la reaparición de estos contenidos -por
ejemplo de los recuerdos- al cabo de cierto lapso de tiempo lo que implica la
hipótesis de un estado de inconsciencia psíquica correspondiente a ese tiempo
de latencia, sino, la eficiencia de esos pensamientos inconscientes durante
su estado de inconsciencia; por consiguiente, lo que ahora ocupa el lugar de
argumento mayor es la actividad en tanto que actividad inconsciente, es decir,
produciéndose y llevándose a cabo independientemente de la conciencia represen-
tativa y previamente a ella. Más aún: cuando abandona el argumento clásico
según el cual la latencia o la virtualidad de las representaciones es sinónimo de
debilidad y sostiene que, por el contrario, los pensamientos inconscientes son
tanto más fijertes, presentan un carácter dinámico, Freud se encamina con su
«inconsciente eficiente» hacia la tesis radical según la cual la acción no sólo es
posible en estado inconsciente sino que únicamente se realiza de este modo, fiiera
de la representación, dado que el poder que actúa, cohete consigo mismo en la
inmanencia radical, y así, en la Noche de una subjetividad primordial donde
no existe separación ni distancia respecto de sí, ni tampoco intencionalidad u
objeto, y donde la luz de la objetividad y de la conciencia representativa no se
irradia ni llega jamás.
Pero esa noche del origen no es la de la ceguera o el caos, la morada de
instintos irracionales cuya amenaza continuamente suspendida sobre el mundo
luminoso de los hombres habría que conjurar. En ella habita, por el contrario,
un saber primitivo y esencial, el saber de la vida, el saber-mover-las-manos, el
saber-mover-los-labios, el saber-mover-los-ojos que precede, por ejemplo, toda
lectura y que hace así posible la adquisición del saber científico, precediéndolo
y, propiamente, fundándolo. Un saber semejante, en virtud del cual me levanto
y camino acompaña a la humanidad desde sus orígenes, le permite habitar la
tierra. Es un saber que es un saber-hacer, un saber del hacer que consiste en el
mismo hacer. Por este motivo, lo llamamos praxis y no lo entendemos como
aquello que se debiera reducir y eliminar progresivamente por ser lo incom-
prensible e irrepresentable que la conciencia penetrará poco a poco con su luz.
Este saber es, justamente, un irrepresentable en sí, irreductible al saber del
conocimiento científico y también aquello que este saber presupone en cada

Metapsychologie, op. cit., p. 183; GW, VIIÍ, p. 43!

142
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

una de sus operaciones como su inapercibida pero insuperable condición de


acceso a todo lo que sabe y, ante todo, a todo lo que hace.
Debemos mostrar ahora que este irrepresentable -que una metafísica de
la representación llama inconsciente- no puede servir de argumento a ningún
irracionalismo y que, por el contrario, constituye el fundamento y la primera
condición de todo saber, incluso del saber científico. En efecto, no hay que
olvidar la situación histórica en que emerge el concepto de inconsciente, cuando
Schopenhauer aporta una limitación decisiva al reino de la objetividad, del que
encuentra un desarrollo sistemático en la metafísica kantiana. Al mundo inefi-
ciente de la representación, incapaz de circunscribir la esencia del ser verdadero y
ofreciendo de ella un aspecto exterior y evanescente, Schopenhauer opone -bajo
el título de voluntad y de voluntad-de-vivir- las determinaciones ontológicas
esenciales de la fuerza y la acción que preceden al conocimiento objetivo, el
cual sólo es su representación posterior. Pero dado que tanto Schopenhauer
como Kant, y la filosofía clásica en general, identifican la fenomenalidad con
la objetividad de la representación, el avance hacia fuera de ella conduce a
una esfera cuyo estatuto fenomenològico queda totalmente indeterminado,
a un inconsciente cuyo carácter opaco y, finalmente, incomprendido, gravará
pesadamente el destino del pensamiento moderno. Tanto más cuanto que,
en estrecha vinculación con esta ausencia de estatuto fenomenològico para el
irrepresentable que designa la vida, interviene en Schopenhauer un concepto
profundamente pesimista de ella, a la que identifica con un Deseo sin objeto,
y de este modo, con un sufrimiento sin fin. Notemos, por otra parte, que esta
visión pesimista de la vida se vuelve a encontrar en el freudismo, donde esta
vez se entrecruza con las concepciones científicas de la época, en particular,
con la teoría de la entropía.
Lo que aquí nos interesa, si pretendemos al menos establecer la significa-
ción positiva del concepto de inconsciente para el conocimiento del hombre,
es mostrar que el fondo de la psique humana no puede ser un inconsciente
absoluto en nada distinguible del ente natural -como, por ejemplo, la piedra-
y que, bien por el contrario, este inconsciente se refiere a una primera esfera
de experiencia, precisamente a la experiencia misma ba¡o su forma primera;
Freud lo reconoce a su modo en la Psicopatologia de la Vida Cotidiana cuando,
al proponer una teoría general de las concepciones mitológicas, religiosas y me-
tafísicas del mundo, las explica como proyección exterior de la realidad psíquica
y, de este modo, como su desvelamiento ante la conciencia representativa. Se
vuelve entonces evidente que esta proyección supone la conciencia obscura de lo

143
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

que proyecta. «El obscuro conocimiento de los factores y hechos psíquicos del
inconsciente (dicho de otro modo: la percepción endopsíquica de estos factores
y de estos hechos) se refleja... en la construcción de una realidad suprasensible
que la ciencia vuelve a transformar en una psicología del inconsciente»®'^.
Pero la afirmación de un inconsciente que remite dentro de la psique a
su «percepción endopsíquica», es decir, a su autorrevelación en el seno de una
fenomenalidad original, no puede mantenerse en un plano simplemente espe-
culativo sino que debe ser fundada de modo fenomenològico; esto significa que
se debe poder indicar una forma o algún tipo de experiencia que, siendo ajena
al ek-stasis de la objetividad, no por ello deje de ser una experiencia efectiva.
¿Existe una fenomenalidad inextática, irreductible a la de un mundo (real,
imaginario o ideal), y, en caso afirmativo, en qué consiste? A decir verdad el
propio inconsciente freudiano nos pone en el camino de la respuesta al estar
constituido en su Fondo por el afecto, pues, como lo señala Freud en una pro-
posición decisiva: «es propio a la esencia de un sentimiento el ser percibido, por
lo tanto, el ser conocido por la conciencia»®^;y también: «una representación
puede existir incluso si no es percibida. Por el contrario, el sentimiento consiste
en la percepción»."®^ Cabe entonces sostener, aun si esta paradójica aserción
conmueve las ideas recibidas, que el fondo del inconsciente, en tanto que es
afecto, no es nada inconsciente.
Ahora bien, las precedentes afirmaciones no han sido tomadas al azar ni
indebidamente privilegiadas. Lo que en ellas está en tela de juicio es el sentido
mismo de la doctrina tanto como el de su terapia. Consideremos, por ejemplo,
la tesis crucial de la represión. ¿No actúa ésta tanto sobre las representaciones
como sobre los sentimientos? ¿Acaso no retiene también a estos últimos en un
inconsciente verdadero? El análisis riguroso del proceso de represión muestra
que esto no ocurre en absoluto. La represión siempre tiene como objeto la
asociación de una representación y un sentimiento, asociación sobre la cual
ella actúa deshaciéndola. Lo reprimido y empujado al inconsciente es la repre-
sentación a la que el sentimiento estaba fenomenològicamente asociado. Al ser
separado de ella, el sentimiento se enlaza con otra representación y, a partir de
ese momento, la conciencia lo tomará por la manifestación de esta última: es
entonces que a este sentimiento se lo llama inconsciente, cuando en realidad,
^ Psychopathobgie de la vie quotidienne, petite Bibliolhèque Payot, p. 276; G W , IV, pp. 287-
288.
^^ Metapsychobgie, op. cit., p. 82; G W , X, p. 276.
Nota sobre ia tesis de Saussure: "El método psicoanalítico", que criticaba a Freud en este
punto.

144
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

esta denominación sólo convendría a la representación con la que estaba pri-


mitivamente enlazado. Vemos, pues, que en este proceso de desestructuración
y reestructuración que es la represión, el sentimiento nunca ha dejado de ser
«conocido»; sólo su sentido, en este caso la representación a la que estaba aso-
ciado, fue «desconocido». «Puede suceder primero que una moción de afecto
o de sentimiento sea percibida pero desconocida. Al haber sido reprimido su
representante, ella se ha visto obligada a unirse con otra representación y ahora
la conciencia la toma por la manifestación de aquella. Cuando restablecemos la
conexión exacta, llamamos "inconsciente" a la moción de afecto originaria, si
bien su afecto nunca ha sido inconsciente y sólo la representación ha sucumbido
a la represión»®^. La permanencia del afecto en su condición fenomenològica
—es decir, fuera de la representación, de manera que, si desaparece la represen-
tación a la que inicialmente estaba unido, éste no tenga por qué desaparecer del
mundo de la representación al que jamás perteneció— no significa que el afecto
quede sin modificarse. La característica más notable del análisis freudiano del
destino de las pulsiones, es que pone de manifiesto una historia esencial de la
afectividad; historia en la que el afecto establece sucesivas relaciones significa-
tivas con el mundo de la representación antes de ser, de algún modo, devuelto
a su esencia propia: es lo que ocurre cuando surge la angustia, no la angustia
ante el objeto (Realangst), sino la angustia pura, o, si se lo prefiere, la angustia
ante la pulsión.
Aquí es donde se ofrece al pensamiento la conexión esencial Fuerza/Afecto
que constituye el Fondo de la psique y, también, del psicoanálisis ya devuelto a su
verdadera significación filosófica. En efecto, el Fondo de la psique es la pulsión,
pero ésta sólo es propiamente psíquica como afecto, el cual es, precisamente,
el «representante» del sistema bioenergético del organismo en la psique. Este
sistema bioenergético -que se puede interpretar como la causa del psiquismo o,
por el contrario, como una simple figura construida a partir de él y reveladora
de su naturaleza propia- comporta dos tipos de neuronas de las que dependen,
respectivamente, la afección externa y la afección interna del individuo viviente.
Lo esencial es aquí que, al contrario de la excitación externa, de la que es posible
sustraerse mediante una reacción motriz apropiada, por ejemplo, la fuga (que
por añadidura ofrece la ventaja de utilizar, y así de liquidar, el aflujo de energía
aportado por la excitación), en el caso de la afección endógena, o interna, resulta
imposible escapar de la excitación, o sea, del aflujo de energía. Pero la afección
o la excitación interna no es sino la pulsión —«la excitación pulsional... viene

Metapsychobgie, op. cit., p. 83; G W , X, p. 276.

145
TRADUCCIÓN MARIO LIPSITZ

del interior del propio organismo»®®— de modo que, por un lado, esta afección
del yo por sí mismo, es decir, su auto-afección, es constante —«la pulsión no
actúa jamás como fuerza de impacto momentánea sino siempre como fuerza
constante»®'- y, por otro, no deja al yo ninguna oportunidad de escaparle o
de huirle, «el yo queda sin defensa contra las excitaciones pulsionales»'". Esca-
par de la excitación, de la afección, de la impresión, sería distanciarse de ella,
interponer entre el yo y esta impresión que lo agobia alguna distancia que le
permitiera no experimentarla más, sustraerse de su impacto y, de esta manera,
huirle y escaparle. Pero esto es lo que el Yo no puede hacer por principio, en
tanto se siente constituido como esta auto-afección, de la cual pulsión no es
más que un nombre: «en el caso de la pulsión, dice Freud, la fuga no sirve de
nada, pues el yo no puede escapar de sí mismo»''.
Pulsión, en resumidas cuentas, no designa en Freud una moción particular,
sino el hecho de auto-impresionarse sin jamás poder escapar de sí, y, en tanto que
esta auto-impresión es efectiva, designa el peso y la carga de sí mismo. Pero esta
auto-impresión o auto-afección es la esencia de la afectividad, la cual constituye
entonces la esencia de la pulsión -es decir, de la fuerza- y su última condición
de posibilidad. Lo que se siente a sí en una inmediación sin escapatoria, en la
angustia de ser sí mismo, lo que se encuentra cargado de sí en un sufrir que
puede llegar hasta el sufrimiento extremo, quiere ante todo huir de sí, huir de
su sufrimiento, en todo caso quiere transformarse, transformarse en algo más
soportable, actuar para deshacerse de esta carga demasiado pesada que es la
carga de sí. Lo que actúa con este sentido y de este modo es la pulsión jreudiana.
La pulsión es lo que es, sobre el fondo en ella del afecto y de la esencia de la
afectividad- sobre el fondo de la esencia de la vida.
A partir de esta esencia de la vida que es pulsión, se torna fácil comprender
el conjunto de fenómenos de la Psiqué y, sin duda, también los fenómenos de
la cultura y de la civilización en general, si es cierto que las diferentes culturas
y civilizaciones que han existido sobre la tierra representan las diversas vías
abiertas y trazadas por la necesidad con vistas a su satisfacción.
La significación del concepto de inconsciente para el conocimiento del
hombre es, pues, referir dentro del ser de éste, a un campo más profundo que
el de la conciencia clásica, es decir, del pensamiento entendido como conoci-
miento objetivo y representación. Pues tanto ese mundo de la representación
p. 3 6 ; G W , X , p. 2 2 6 .
^''Ibid.
"^'Ibíd.
" Ibtd., 4 5 ; G W , p. 2 4 8 ; s u b r a y a d o p o r M . H .
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

corno cada una de sus determinaciones sólo resultan inteligibles a partir de una
instancia que le es irreductible -la de las pulsiones, los deseos, la necesidad,
la acción, el trabajo- que les da su forma, una forma más antigua que las del
pensamiento y que éste sólo puede volver a encontrar a posteriori.
Así pues, la reflexión sobre el afecto, las pulsiones, etc., no tiene en modo
alguno el efecto de separarnos del mundo en que viven los hombres, sino, por
el contrario, de llevarnos nuevamente a sus raíces para exhibir el verdadero
naturante, la auténtica ratio.

147
Para una fenomenología de la comunidad
La idea de comunidad supone, por un lado, la idea de algo que hay en
común, y, por otro, la idea de aquellos a los que se llama miembros de la co-
munidad, que tienen en común lo que hay en común.
La idea de comunidad nos enfrenta así a cuatro preguntas:
1. ¿Cuál es esta realidad que hay en común?
2. ¿Quiénes son aquellos que tienen esta realidad en común?
También es preciso preguntar:
3. ¿De qué modo los miembros de la comunidad forman parte de lo que
les es común, es decir: cuál es el modo de acceso conforme y gracias al cual
entran en posesión de lo que hay en común?
O sino:
4. ¿Cómo se da a cada uno de los miembros de la comunidad esta realidad
que tienen en común?
Estas dos últimas preguntas atestiguan el carácter fenomenològico de nues-
tra investigación. En efecto, como es sabido, la fenomenología no se ocupa de
las cosas, sino de su donación, es decir, del modo según el cual nos son dadas.
La fenomenología no trata pues de objetos, sino, como dice Husserl, de los
«objetos en el Cómo».
Pretendemos dilucidar el ser enigmático de la comunidad, y, sin embargo,
nuestro primer análisis no produce otro efecto que el de multiplicar las dificul-
tades, haciendo surgir cuatro preguntas allí donde sólo había una. A menos que
estas cuatro preguntas no constituyan más que una, es decir, que la realidad de
lo que hay en común, la realidad de los miembros de la comunidad, la realidad
del Cómo según el cual estos tienen acceso a la esencia común y la realidad
del Cómo según el cual esta esencia se ofrece a ellos, sea al fin y al cabo una
única y misma realidad, una única y misma esencia, a la vez la esencia de la
comunidad y la de sus miembros.

149
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

A esta realidad única y esencial de la comunidad y de sus miembros démosle


inmediatamente su nombre: se llama la vida. Ya podemos decir: la esencia de la
comunidad es la vida, toda comunidad es una comunidad de vivientes.
Es verdad que la fenomenología no se ocupa de las cosas, sino del Cómo de
su manifestación y, por lo tanto, de la manifestación pura en cuanto tal; pero
la vida de la que queremos hablar no es, precisamente, una cosa, cierto ente
particular dotado de propiedades y funciones como la motilidad, la nutrición,
la excreción, etc. La vida es un Cómo, un modo de revelación y la revelación
misma. Es por ello que el orden de nuestras cuatro preguntas debe invertirse
o, si se prefiere, debemos de inmediato constatar su identidad.
¿Cómo lo que es común se da a los miembros de la comunidad? Ésta es,
efectivamente, la pregunta. Que esta pregunta, la cuarta, sea igual a la primera,
significa que lo que los miembros de la comunidad tienen en común no es una
cosa determinada, ésta o aquella, tal parcela de tierra o tal oficio, sino el modo
en que estas cosas les son dadas. ¿Cómo les son dadas? En la vida y por ella.
Pero nuestra pregunta se repite inmediatamente: ¿De qué modo son dadas las
cosas en la vida y por ella? ¿Cómo da la vida?
La vida da de un modo que le es propio, de manera en verdad particular,
aunque este modo de donación singular sea lo Universal. La vida da de tal
modo que lo que da, se lo da a ella misma, y que lo que se da a ella misma, por
muy poco que sea, nunca está separado de ella, de suerte que lo que la vida se
da, es ella misma. La vida es la auto-donación en un sentido radical y riguroso,
en el sentido de que es ella quien da y quien es dada. Por ser ella quien da,
sólo en ella tenemos acceso a esta donación. Por ser ella quien es dada, sólo en
ella tenemos acceso a ella. Ningún camino conduce a la vida fuera de la vida
misma. En la vida, ningún camino conduce fuera de ella, quiero decir, ningún
camino permite a lo que es viviente dejar de serlo. La vida es la subjetividad
absoluta, en tanto que se experimenta ella misma y no es nada más que ello,
el puro hecho de experimentarse ella misma inmediatamente y sin distancia.
Esto es, pues, lo que constituye la esencia de cualquier comunidad posible, lo
que hay en común. Digámoslo una vez más, no se trata de alguna cosa, sino
de aquella donación original en tanto que la auto-donación, la experiencia
interna que todo lo que es viviente hace de sí mismo y que sólo le permite ser
viviente en ella y por ella.
Ahora bien, en la comunidad no sólo está la vida, también están los
miembros de la comunidad. ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen? ¿Qué vienen a
hacer en ella? ¿Qué significa esta proliferación de vivientes en la vida? ¿Es que

150
Fenomenología de la vida. Michel Henry

podemos obtener el atisbo de una respuesta a este género de pregunta? Lo que


sabemos, sin embargo, es que nada puede acceder a la vida si no es a partir de
ella. Los miembros de la comunidad no son, pues, algo extrínseco respecto de
su esencia, cierta adición, o el efecto de circunstancias ajenas o empíricas. No
son precisamente elementos empíricos fortuitamente reunidos conformando
repentinamente una comunidad. Sólo vivientes —subjetividades absolutas- en-
tran en la comunidad que es la de la vida. Y sólo entran a partir de la vida en
ellos. Entonces, hay que partir de la vida, si queremos comprender lo que fiiera
posible comprender acerca de la simple existencia de los vivientes.
La vida es el hacer la experiencia de sí. Ahora bien, considerado en su
efectividad, este experimentarse es singular en un sentido radical, puesto que
es necesariamente esta experiencia, este experimentarse irreductible a cualquier
otro. Por ejemplo, no hay angustia que no sea esta angustia y que, tocando
cada punto de su ser en la inmediación de su auto-afección, no colme todo; no
colme el mundo entero, como se suele decir figuradamente, cuando en realidad
ella es esto, el Todo del Ser, sólo en tanto que no se halla en ningún mundo,
sólo en tanto que ningún horizonte la desborda por algún lado y que ningún
espacio de repliegue le permite desprenderse de sí misma.
Sobre la estructura interna de la vida -estructura por cuyo efecto ella es
en cada ocasión un viviente- Kafka se expresa así: «Suerte que el suelo sobre el
que te encuentias no pueda ser más ancho que los dos pies que lo cubren». Se
trate de una «suerte» o de la insoportable carga de la vida arrinconada contra sí
misma, en todo caso, la interioridad radical de la vida, interioridad en la que se
adhiere a sí punto por punto, no la construye como aquella identidad exterior
de la cosa sobre la que decimos es ella misma, sino interiormente, como esta
experiencia que es lo que es, y lo es, en tanto sea esta experiencia ajustada punto
por punto a sí misma, sintiéndose y experimentándose de este modo. En otros
términos, la esencia de la subjetividad absoluta en tanto que hecho puro de
experimentarse inmediatamente, también es la esencia de la ipseidad.
La esencia de la ipseidad no es una esencia ideal, el correlato de alguna intui-
ción eidètica. Sólo es ello en nuestra representación, es decir, en la irrealidad. Por
el contrario, en tanto que esencia real, en tanto que la vida efectiva y viviente, la
esencia de la ipseidad siempre es un Sí efectivo, la identidad del afectante con el
afectado en una auto-afección que individualiza de modo radical, que pone el
sello de la individualidad en todo lo que en ella se auto-afecta. La subjetividad
es úprincipium, individuationis. En ella se origina siempre y necesariamente un
ego, un Individuo en el sentido transcendental, en el sentido de lo oue puede

ISL
TR.\DUCCIÓN M A R I O LIPSITZ

y debe ser tal por principio. En la medida en que la subjetividad de la vida


constituye la esencia de la comunidad, ésta es precisamente una comunidad,
no sólo la vida, sino un conjunto potencial de vivientes.
La comunidad no es sino este conjunto de individuos vivientes. El concepto
de individuo, en el sentido que hemos liberado, es esencial a tal punto, que no
hay comunidad más que con él. La tentativa de oponer la comunidad al indivi-
duo, de establecer entre ellos una relación jerárquica es un simple sinsentido que
significa oponerle a la esencia de la vida lo que está necesariamente implicado
por ella. Cuando algunos sistemas políticos predican, si no la eliminación del
individuo, al menos su subordinación a estructuras o a totalidades más esenciales
que éste, por ejemplo a una comunidad más elevada que él, esta comunidad no
es tal, esta totalidad es tan sólo una abstracción, por ejemplo, burocrática, que
ha ocupado el lugar de la vida y pretende hablar y actuar en su nombre. Pues
en la vida, el Individuo nunca está de más o se encuentra subordinado, dado
que él mismo es el modo de actualización fenomenològica de esta vida. Pero la
situación en que se produce el sometimiento del individuo no es únicamente
eventual o política, sino también teórica, y por esto, aspira a la universalidad;
esta situación siempre se produce allí donde, de un modo o de otro, la objeti-
vidad pasa por ser el lugar de cualquier verdad concebible, como sucede en el
universo de la técnica moderna, por ejemplo, resultando así eliminados la vida y
el individuo que les es consubstancial. Lo quiera o no, lo sepa o no, la consigna
de este objetivismo teórico se identifica con aquella otra que fuera formulada,
más claramente aún, en el plano político: «¡Viva la muerte!».
Puesto que el destino del individuo y el de la comunidad están enlazados
por no ser más que un mismo destino, nos ha de importar que el estatuto
del primero se precise, a fin de evitar cualquier malentendido. Meditemos
nuevamente sobre las palabras en que descubrimos este estatuto. Si el suelo
sobre el que me encuentro nunca es más vasto que los dos pies que lo cubren,
su contacto, es decir, la subjetividad absoluta, define un Hic absoluto, el Hic
en donde me mantengo, en donde estoy, o, más exactamente: el Hic que soy.
El hic es la ipseidad de la subjetividad. Lo que caracteriza a un hic semejante
es que: 1) jamás puede ser visto, porque en la ipseidad de la subjetividad -es
decir, en la subjetividad- no hay ninguna distancia, no existe el menor espacio
por donde una mirada pudiera deslizarse; 2) no siendo visto jamás tampoco
lo es en modo alguno, ni desde un allá, desde algún illic cualquiera, ni desde
algún supuesto hic susceptible de volverse este illic. El hic absoluto es indecli-
nable y nunca nadie cambia su lugar con él; 3) no siendo visto jamás, por no

152
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

encontrarse en un mundo, por no mostrarse en el ek-stasis del Ser, por no ser


un fenómeno en el sentido de la fenomenología, en el sentido griego, el hic
escapa a las categorías que pertenecen a ese mundo y que se apoyan en él. Por
ejemplo, la intencionalidad.
Aquí debemos actuar con precaución, pues para pensar la comunidad al
mismo tiempo que los individuos —los egos que la componen- será preciso
que nos desembaracemos enteramente del modo en que de manera habitual
comprendemos este ego, su hic, su cuerpo, sus diversas propiedades, etc. Pre-
cisamente lo comprendemos, como un ego, lo tomamos por el ego que es en
la medida en que lo comprendemos como tal. Esto significa: este ego adviene
al mundo y en su horizonte se muestra como este ego, como el mío o como
el tuyo. En la fenomenología husserliana: todo ego está constituido por una
intencionalidad que le confiere el sentido de ser un ego, y más, precisamente,
el mío, el tuyo, etc. De modo que el ser, la ipseidad de este ego, se reduce al
sentido de ser un ego, a mostrarse como un ego, a ser percibido como un ego
en ese mundo original donde se despliega la intencionalidad.
Pero veamos ahora, ¿por qué la intencionalidad percibe aquello que en el
mundo se muestra como un ego y le confiere el sentido de serlo? Esto, tendremos
que ir a preguntárselo a nuestras madres. Pues el poder que da sentido, puede
conferirle el sentido de ser una ipseidad a lo que se muestra en un mundo donde
no hay ni ipseidad ni ego posible, únicamente si esta ipseidad ya ha desplegado
su esencia en alguna otra parte. La intencionalidad se alza sólo al caer la noche.
La intencionalidad siempre llega tarde cuando es cuestión de decir algo, aunque
sea algo acerca de lo que es, al menos cuando se trata de la ipseidad del ego.
Insistimos, pues, lo poco, lo muy poco que ha dicho la filosofía occidental
sobre los miembros de la comunidad, lo tomó ciegamente de la estructura de
«cómo» que es el mundo. Esto se hace patente cuando la metafísica moderna
lleva esta estructura a su verdad y se transforma en la estructura de la represen-
tación. Re-presentar es presentar como. En la representación. Yo, la ipseidad,
se escribe: yo me re-presento. Es decir, presento algo como en calidad de yo,
en calidad de mi yo o en la del tuyo. ¿Por qué aquello que está puesto delante
es Yo o Tú? No tenemos la menor idea. ¿Y qué es aquello que es Yo o Tú? En
la representación tampoco lo sabemos.
Es cierto que en la representación el ego se desdobla de modo extraño: no
sólo es el objeto de la representación, sino además su sujeto, no sólo lo pre-
sentado, sino también lo que presenta, y presenta a él mismo, se re-presenta
en este segundo sentido. Hay que destacar además que este Ego, el ego verda-

153
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

dero, el Ego transcendental que acompaña toda representación y ai que toda


representación es presentada, se ha pensado sólo en función de esta última y,
finalmente, como idéntico a ella, y, por tanto, como idéntico al mundo del
que la representación es sólo el último avatar. «Yo me represento» enuncia la
estructura de la representación. Si es verdad lo que afirma Kant: el Yo soy es
sólo una «simple proposición» cuyo motivo desconocemos, puesto que cual-
quier tentativa de decir algo más acerca del ego -como por ejemplo asignarle
algún ser-- es un paralogismo, entonces, el hecho de que el ego aparezca en la
representación como el polo al que se refiere el representado, y que este polo sea
investido de una ipseidad, no sólo no es siquiera una simple presuposición, sino
que más bien es un descuido del lenguaje. La filosofía contemporánea formuló
una crítica radical contra la filosofía del Sujeto y del Ego-Sujeto, olvidando que
la propia filosofía del Sujeto ya la había desarrollado llegando a autodestruirse
por completo; no supo ver, pues, que su crítica contemporánea apenas habría
de ser una repetición inconsciente. Ahora bien, por qué el Ego-Sujeto y su
ipseidad implícita se habrían de descomponer al punto de desvanecerse en la
representación y, de manera aún más general, en la luz de un mundo, si no
fuera porque la esencia de la ipseidad es absolutamente irreductible a esta luz
y, no siendo un fenómeno griego, nunca aparece en ella.
Aquí debemos considerar con mayor atención nuestra propia tesis, quizás
tempranamente dada por evidente. Habíamos dicho: la esencia de la comu-
nidad es la vida, toda comunidad es una comunidad de vivientes. Si la vida se
auto-afecta inmediatamente sin la distancia de alguna Diferencia, fuera de la
representación y fuera del mundo, si la ipseidad se origina en esta experiencia
acósmica, si esta experiencia en tanto que efectiva es singular y determinada,
resulta finalmente que todo cuanto concierne a la comunidad, a sus miembros y
a sus relaciones, se encuentra de entrada expulsado de este mundo que, con todo,
nos parece ser aquél donde los hombres están juntos. ¿Debiéramos decir enton-
ces que, pese a la apariencia, toda comunidad es invisible? Lo afirmamos.
Se impone sin embargo una observación. Intentando esclarecer el ser de la
comunidad, hemos recurrido a la fenomenología y a sus presuposiciones. Para
la fenomenología, «tanto de apariencia, tanto de ser». Pero para ella, la apa-
riencia que funda al ser es el fenómeno griego, aquello que se muestra y brilla
en la luz. Estas mismas presuposiciones son las que acabamos de rechazar de
manera radical, para poder siquiera introducir al problema de la comunidad.
La fenomenología histórica y ahora clásica se apoyó en cambio sobre ellas para
resolverlo, y lo resolvió con gran estrépito puesto que hasta ese entonces el

154
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

problema había carecido de solución. El problema fue presentado como el de


la experiencia que se hace del otro, lo cual es correcto en la medida en que la
comunidad no se reduce a su propia esencia ni a sus miembros, sino que además
implica la relación que estos establecen entre sí. Bastaría con desembarazarse de
la interioridad, interioridad que con el cogito proyectó durante un momento
su sombra sobre el desarrollo de la filosofía occidental, así como -debemos
admitirlo- lo hace sobre nuestro propio análisis, para que la relación con el
Otro pudiera establecerse. A partir del momento en que se dejara de encerrar al
hombre dentro de sí mismo en una pseudo- interioridad, como en un recipiente
del que no puede salir, a partir del momento en que se lo comprendiera como
un ser-en-el-mundo y así, cercano a las cosas y a los otros, y, de este modo, con
ellos, el problema del Otro quedaría resuelto, o, más bien, se evidenciaría que
había sido un problema sólo para las construcciones tortuosas de las especula-
ciones groseras. El Dasein es como tal un Mit-sein.
Max Scheler fije quien dio a esta fenomenología de lo que está en el mundo,
allí y a ese título indiscutible, un desarrollo radical, sistemático, grandioso, y
también patético, pues su fondo está minado por la aporia que siempre socava
este género de evidencias antes de derribarlas. tesis de Scheler, es la de Husserl
en la quinta Meditación Cartesiana, con una ínfima diferencia, un minúsculo
matiz, una pequeña ayuda mediante la cual se intenta transformar en victoria
definitiva lo que ya se aproxima al fracaso. Para Husserl y Scheler (me limito
al resultado, obviando las problemáticas por falta de tiempo): percibo, alcanzo
directamente en mi intencionalidad el ser psico-físico del otro, su cuerpo, no
como una cosa análoga a las otras, sino como un cuerpo viviente, es decir, ha-
bitado por un psiquismo, un cuerpo que ve, .que toma, que siente, que sufre,
que experimenta placer, etc. El cuerpo viviente o el ser psico-físico del otro, es
una totalidad, una unidad indisociable, de suerte que es imposible percibir un
aspecto, el aspecto corporal, sin percibir el aspecto psíquico, e inversamente.
Pero veamos qué ocurre con estos dos aspectos. El hecho de que un acopla-
miento, una asociación infinitamente potente los una de modo tal que resulten
inseparables, no evita que se planteen a su respecto preguntas cruciales, onto-
lógicas y fenomenológicas. Y ante todo cabría preguntar: ¿estos dos términos
son homogéneos, están hechos de una misma realidad, de una misma materia?;
en otras palabras, ¿el poder de donación que los da es el mismo?; ¿es la misma
intencionalidad, o son dos intencionalidades diferentes?; ¿se trata en los dos
casos de una intencionalidad? Por más rápidamente, por más mal que estas
preguntas sean planteadas, la respuesta será negativa. El psiquismo del otro, su
alma, es sin duda radicalmente diferente de su cuerpo-cosa, pero, sobre todo.

155
TRADUCCIÓN MARIO LIPSITZ

el modo de donación de este psiquismo difiere profimdamente del modo de


donación del cuerpo.
En el análisis de Husserl esta diferencia es reconocida sólo para ser tan fal-
seada y escamoteada como fiiera posible. He aquí cómo: mientras que el cuerpo
del otro me es presentado, es decir es realmente dado a mi percepción que lo
alcanza en sí mismo tal como es, su psiquismo es únicamente a-presentado,
dado en acoplamiento con el cuerpo que percibo: pero no dado ni percibido
en sí mismo, no es presentado, sino sólo re-presentado. La diferencia entre la
percepción del cuerpo del otro y la de su alma, es la diferencia entre una percep-
ción propiamente dicha, entre los actos que dan en persona, y aquellos que no
dan más que una representación de la cosa, una imagen, una copia, un doble,
y no la cosa misma. La diferencia es, pues, una diferencia entre dos tipos de
intencionalidad, lo cual significa que es interior a una fenomenología intencional
y explicable por ella. En la experiencia que se hace del otro, la fenomenología
intencional puede mantener e incluso verificar su última presuposición: «todo
sentido que puede tener para mí la quididad y el hecho de la experiencia real
de un ser, es y puede ser tal, solamente en y por mi vida intencional».'^
Todo cuanto concierna a la experiencia que se hace del otro y, por consi-
guiente, a la comunidad, es por lo tanto reductible al sentido y expresable en
términos de sentido. Yo, que me percibo estando aquí, percibo al otro en mi
esfera de pertenencia como otro cuerpo, como un cuerpo viviente, y así, como
cuerpo del otro, como alter-ego que está allí y que, desde su allí que para él es
un aquí, me percibe como un allí que para mí es un aquí. El mismo allí que
para mí es aquí, para él es allí. Y, del mismo modo, todos los objetos forman
un sólo y único sistema de objetos que son vistos por mí de tal manera y por
él de tal otra, según dos sistemas de apariencias comprensibles y explicables a
partir de un sólo y único mundo objetivo. Comunidad de aquellos que perciben
este único y mismo mundo objetivo, y que son entre sí como los sistemas de
estas percepciones, algo así como diferentes apariencias de una misma y única
realidad, de un único y mismo mundo. Esto es lo que los hombres tienen en
común, la realidad ideal de aquel mundo objetivo, del que ellos son sistemas
armónicos de representación. Fenomenología de la percepción, del sentido,
del sinsentido.
Planteemos sin embargo una pregunta. ¿Por qué en la percepción del cuerpo
psíquico del otro, sólo se percibe el cuerpo, mientras que su alma no es más
que a-presentada, es decir, no percibida y -Husserl añade- nunca puede serlo.

^^ Meditations Cartesiennes, p. 43.

156
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

¿Será por qué es el otro? Tal vez sea por una razón más última: dado que lo que
constituye el ser de un ego —ya sea el otro o yo mismo—, a saber: la ipseidad y
la hicceidad absoluta de la subjetividad de la vida, no lleva en sí ningún afue-
ra, tampoco es susceptible de ser percibido en él, y así, escapa por principio a
cualquier intencionalidad concebible.
Este abismo que se ahonda bajo el paso de la fenomenología intencional, la
no perceptibilidad de la ipseidad de la vida, este último obstáculo que se yergue
frente a la mirada del pensamiento y que consiste en que éste no la ve jamás,
Scheler creyó poder eliminarlo gracias a una tesis inaudita, a saber: no solamente
percibo el cuerpo del otro, sino también el psiquismo. Este es el matiz aportado
al análisis husserliano: no percibo solamente el color rojo de su frente, sino
también su vergüenza, inmediatamente, indisolublemente, la unidad psico-física
es una unidad primitiva, y sólo a posteriori se introduce una disociación entre
dos series de fenómenos que, sin embargo, son fenómenos al mismo título,
cosas que brillan en la luz donde la mirada intencional las encuentra.
Scheler reconoce y enuncia la condición de esta percepción stricto sensu de
la realidad psíquica: lo psíquico debe ser una realidad transcendente, el correlato
de una intencionalidad posible. Y de hecho, el mundo no es en primera ins-
tancia solamente físico o material, sino un mundo constituido por predicados
axiológicos, afectivos, un mundo sereno o amenazador, perjudicial o ventajoso,
un mundo psíquico, lleno de fiebre, de enfrentamientos, de resentimiento, de
aburrimiento, de fatiga, un mundo poblado de miradas que me miran o que
me evitan, o que simplemente me ignoran. En esta corriente psíquica anónima
se forman, según Scheler, algo así como torbellinos que hacen que estas múl-
tiples realidades psíquicas no estén dispuestas al azar o indiferentemente, sino
que se organicen según una diversidad de mini-sistemas, que se encuentren
llevadas a centros que son los diversos egos frente a los cuales aparecen como
sus vivencias.
A Scheler habría que preguntarle entonces, por qué en esa corriente
psíquica se forman esos torbellinos que resultan ser egos, por qué la uni-
dad del ser psico-físico se diferencia en lo que es físico, es decir, lo que
no siente nada y no se siente a sí mismo, y lo que es psíquico, es decir, lo
que se siente y se experimenta a sí mismo. Habría que preguntarle qué es
la esencia de la ipseidad y qué es la esencia de la vida. Volvamos, pues, a
nuestro problema.
En la vida, la relación entre los vivientes no puede comprenderse más
que a partir de esta esencia que es la de la vida y que es la de ellos, es decir,
recordémoslo, solamente fiiera de la estructura de «cómo» que es el mundo.

157
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

fuera de toda intencionalidad, fuera de todo sentido. Esta esencia de la vida,


nosotros la pensamos como auto-afección. Ella es —como lo hemos mostrado—
lo que hace que esta vida sea en cada ocasión un viviente; lo que llamaríamos
un «ego», si con esta expresión no comprendiésemos inevitablemente el ego de
la representación, el ego que se proyecta y emerge en el horizonte del mundo
como un ente que es ego. Si este ego transcendente, ya sea que transcienda
o que sea transcendido, está ausente en la relación entre los vivientes en la
vida, entonces, una relación semejante no tiene nada que ver con lo que la
filosofía clásica y, luego de ella, la fenomenología describieron bajo el título
de experiencia del otro. Pues, según su descripción, en una experiencia tal, y a
fin de que sea una experiencia del otro, es menester que el otro sea percibido
como otro, como otro distinto de mí, como el alter de mi ego, ego, que estoy
entonces co-implicado en esta experiencia en tanto que yo, y, en cierto modo,
co-percibido en ella como yo.
Pero esto es precisamente lo que nunca sucede en las experiencias originales
que hacemos de los otros mientras estamos realmente con ellos. Y tampoco
podría suceder, dado que, como correlato de la intencionaUdad y como sen-
tido noemático, un ego -el otro o el mío— son irrealidades, y en ningún caso
portadores de la realidad de la vida en la efectividad de su auto-efectuación. Si
por ejemplo consideramos la relación del niño con su madre, al menos bajo sus
primeras formas, precisamente por producirse fuera del mundo y fuera de la
representación, no implica la emergencia de ningún yo en tanto que yo, ni de
ningún otro en tanto que otro. El niño se percibe tan poco como niño, como
percibe a su madre como madre, y esto, porque el horizonte en que podría
percibirse como el niño de su madre aún no se ha extendido. Por eso es que
las descripciones que se valen de tal percepción o que la suponen implícita-
mente como percepción de una relación respecto de la cual el niño se com-
prende, por ejemplo, como amando a su madre, son descripciones ingenuas
que proyectan retrospectivamente las estructuras de la representación sobre
una experiencia pura, sumida en su subjetividad, donde aún no hay mundo
alguno ni ninguna de las relaciones que lo constituyen. Si es cuestión de esta
pura experiencia que mundanamente designamos como niño, sólo podemos
concebirla como esta subjetividad de la que hablamos, arrinconada contra
sí, entregada a sus modalidades sin poder deshacerse de ellas, es decir, de sí
misma, sufriéndolas en un sufrir primitivo que excluye cualquier libertad,
es decir, que excluye justamente la posibilidad de desprenderse de ellas, es
decir, el ek-stasis de un mundo.

158
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

Se dirá que nuestro ejemplo, hoy en día tan trillado, es un ejemplo


límite. Por querer concebir la comunidad de los hombres fuera del mundo,
como si no fuera una comunidad de hombres en el mundo, de hombres
afrontados a este mundo, de tal manera que el carácter diferenciado de las
comunidades concretas depende justamente del carácter de este afronta-
miento, por ejemplo, de la relación con la naturaleza en el trabajo como
co-trabajo; por poner todo esto a un lado, pues, ¿no acabamos por ubicarnos
en la abstracción? Se objetará también que las fases en la formación de una
comunidad humana, es decir mundana, no tienen más que una significación
genética. ¿Pero es que la génesis tiene sólo un alcance histórico, delimitando
una fase destinada a ser superada o, por el contrario, es el regreso al Arché,
a lo siempre presente y actuante? Al igual que el animal de Nietzsche, el
niño de Freud no designa una etapa en un proceso, sino el nombre oculto
de una esencia, la esencia de la vida. Por ello es que sus caracteres vuelven
a encontrarse, en realidad, en toda determinación de la vida, independien-
temente de su edad.
Consideremos, pues, otro ejemplo: la hipnosis. Cualesquiera fueran las
incertidumbres que rodean a este extraño fenómeno, la única tesis segura que
pueda formularse a su respecto es ésta: ni el hipnotizador ni el hipnotizado son
para este último, y esto, porque ni el uno ni el otro aparecen en un mundo
como fenómenos en el sentido griego. Dicho de otro modo, el «hipnotizado»
no se representa ni al otro ni a sí mismo, porque no se representa nada, porque
allí donde está, en la vida, no hay representación.
Probablemente una situación semejante se vuelve a encontrar en la
hipnosis animal. Cuando una cierva es fascinada por una serpiente que se
apresta para tragarla, no la percibe como otro amenazante -así como se
dice que una vaca percibe la hierba como buena para comer—, ni tampoco
se percibe a sí misma como en peligro.
Si esta diferenciación subsistiese, la fascinación, la hipnosis, fracasaría. Según
parece, sólo se produce cuando el «animal» coincide con ima moción en él, con
una fuerza, no siendo más que esta fiierza y viéndose transportado por ella. Se
dirá que esta situación de la hipnosis es aún más particular que la del niño, y
que resulta paradójico concebir una comunidad de hombres, de adultos, sobre
este modelo. A menos que toda comunidad posible sea de orden hipnótico,
incluso las más evolucionadas, aquellas en que, según pareciera, la inteligencia
es la mayor parte. Tomemos pues un ejemplo más, la comunidad que forman
en psicoanálisis el analista y el paciente, o más bien, consideremos a este último

159
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

pues, precisamente el analista no existe para él, al menos en su representación:


se ha retirado de su mirada y hace como si no estuviese presente.
El psicoanálisis es una terapia que vale principalmente, al menos en sus
comienzos, para las neurosis de transferencia, y que consiste precisamente en
una transferencia, a saber: en la repetición de la transferencia de la que ella se
toma por terapia. Es, pues, doblemente esclarecedora en la medida en que nos
muestra dos veces la transferencia y su esencia; la primera vez, tal como tuvo
lugar en la vida del paciente, la segunda vez, tal como se la repite sobre el diván
del analista. A decir verdad, cuando decimos dos veces, nos equivocamos. La
transferencia no se produjo una vez en la vida del paciente, sino que más bien
se producía y se repetía sin cesar, era la repetición. La repetición que el análisis
intenta es muy particular, es una repetición que pretende ser la última, que
tiene como objetivo ponerse fin a sí misma. ¿Pero cómo?
Para poder responder, ¿no habría que saber, ante todo, por qué en la vida la
transferencia era la repetición? Lo era porque estaba en la vida, porque la vida es
la repetición. Pero no lo es del modo en que nos lo representamos, a la manera
de un evento que se produce varias veces en el mundo. La vida es repetición
en la medida en que no adviene a un mundo y que, ante la ausencia de
cualquier puesta a distancia y frente a la imposibilidad de instituir una entre
ella y sí misma, es lo que es para siempre. Por esto es también que hace lo
que hace y no deja de hacerlo. En la inmanencia radical de la subjetividad
absoluta de la vida, es decir, en su no diferencia consigo misma, reside la
condición de posibilidad y la esencia de cualquier acción, no siendo ésta
última sino la actualización de una fuerza en su inmanencia principial res-
pecto de sí misma y estando posibilitada por ella. Es por esta razón, pues,
que en la vida o en el análisis, la transferencia se repite a la manera de una
fuerza: porque es un Agieren obstinado, inmerso en sí, sumergido por sí
y no pudiendo hacer otra cosa que lo que hace, un Agieren sonambúlico,
ciego e indiferente a todo lo que lo rodea, un hacer en estado de hipnosis,
un hacer «inconsciente».
«Inconsciente», si consciente quiere decir: lo que se representa en un mundo
y se muestra en su luz, y si todo lo que se mantiene fiiera de esta luz sin poder
ser iluminado por ella se encuentra, por esto mismo, fuera de experiencia, y
así, resulta no ser nada, o en todo caso algo que nunca se muestra en sí y cuya
existencia sólo puede ser inducida a partir de algo que se muestra, por ejemplo,
índices, como lo son las asociaciones del paciente.
¿Pero qué es, pues, aquello que se repite en la transferencia y que en
ella actúa a la manera de una fuerza? ¿Nada que conozcamos, es decir, nada

160
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

consciente? O es, por el contrario, lo consciente en si, es decir, aquello que a


diferencia de todo lo representado, no puede cesar de estar presente: el afecto,
del que Freud nos dice que jamás es inconsciente. Deberíamos tener en cuenta
aquí, la pertinente observación de Mikkel Borch Jacobsen, según la cual, en la
transferencia analítica, el inconsciente se muestra al desnudo, tal como es en sí.
Y es por esta razón —añadimos nosotros- que el psicoanálisis ha organizado la
repetición de esta transferencia; porque aun cuando se imagina estarle confiando el
asunto al lenguaje y a la verbalización, le es necesario ir a buscar este inconsciente
allí donde se encuentra tal como es, como fuerza bruta y afecto puro.
¿Por qué la fiierza es un afecto? ¿Por qué el afecto es una fuerza? ¿En qué
sentido la cuestión del binomio primordial Fuerza/Afecto es la cuestión que
nos ocupa, la de la comunidad? Ninguna fiierza es posible, ninguna fiierza
puede actuar, si previamente no se encuentra en posesión de sí, si no se expe-
riencia ella misma en una inmediación que rechaza todo poner a distancia, es
decir, en la vida. La efectividad fenomenològica de esta experiencia, de esta
fenomenalidad no griega, es la afectividad en aquello que posee de irrefutable,
irreductible, absoluto, constante y subsistente aun cuando todo se desvaneciera.
Pues, según la intuición decisiva de Descartes, cuando -suponiendo que tal
vez sea sólo un sueño- el mundo en su totalidad es puesto entre paréntesis, el
miedo experimentado en ese sueño no deja de ser absolutamente verdadero,
de modo incondicional y pese a tratarse de un sueño. La vida es un absoluto
en este sentido, lo es en tanto que afecto.
¿Si toda fiierza es un afecto, todo afecto es una fiierza? Ante todo, el afecto
no es ningún afecto particular, sino la vida misma en su substancia fenomeno-
lògica irreductible a la de un mundo. Es la auto-afección, la auto-impresión,
el sufrir primitivo de la vida arrinconada contra sí, aplastada por ella misma,
agobiada bajo su propio peso; la vida afectándose ella misma pero no como la
afecta el mundo según una afección a distancia, puntual y lacunaria de la que
le es posible substraerse, desplazándose, por ejemplo, desviando la mirada. El
afecto es la vida afectándose según una afección endógena, interna, constante,
de la que esta vez le resulta imposible escapar. En esta experiencia, cuando no
pudiendo ya soportarse a sí mismo, el sufrir de la vida se torna un sufrimiento
insoportable, nace en la vida el movimiento de huir de ella misma y, como esto
no es posible, el de transformarse. La vida es entonces la necesidad, la pulsión.
Freud es profiindo cuando escribe que «el yo queda sin defensas contra las
excitaciones pulsionales»'^. Incluso es esta misma ausencia de defensa de la

' 2. Melapsycholoñe, en Freud, Gesammelte Werke, London Imago Publishing Co, X, p. 212.

161
TR.\DUCCIÓN MARIO LIPSITZ

vida respecto de ella misma lo que constituye y lo que es la pulsión. De este


modo, el afecto es una fuerza y no deja de suscitarla en sí a partir de lo que él
mismo es.
Acabamos de decir esquemáticamente qué es un viviente y con ello tam-
bién expusimos la naturaleza de las relaciones que los vivientes tienen entre
sí en la comunidad, puesto que la naturaleza de sus relaciones es, asimismo,
su propia naturaleza: no son relaciones situadas primero en el mundo y en su
representación, relaciones que hagan actuar las leyes de esta representación, las
leyes de la conciencia, sino relaciones situadas en la vida, que hacen actuar las
leyes de la vida, su naturaleza, y, en primer lugar, el afecto y la fuerza que éste
produce. Ahora podemos decir: toda comunidad es, por esencia, afectiva, no
sólo las comunidades fundamentales de la sociedad, la pareja, la familia, sino
cualquier comunidad en general, cualesquiera fueran sus intereses y motiva-
ciones explícitas.
Pero esta concepción de la comunidad ¿no es reductora? ¿Acaso no es en el
mundo y en función suya que se edifica toda socialidad concreta? Sin embargo,
si pensamos en aquella joven de Freud, que decide salir e ir a la calle, o en la
niña que al comienzo del Belétéáit Pavese actúa del mismo modo, atravesando
el espacio que se extiende ante ella, ¿no debiéramos sostener que, muy por el
contrario, la comunidad hacia la que ambas se dirigen ya existe en ellas, aunque
más no fuera como el peso de aquel malestar que las empuja a hacer lo que
hacen? La comunidad es un a priori.
¿Pero no es en el mundo donde ella se realiza, donde el encuentro ocurre,
donde la pareja se acopla? ¿Cómo excluir aquí los poderes de la representación?
¿Acaso no quieren tocarse los amantes?
¿Qué quieren tocar? La sensación del otro, su vida. Y esto es lo que nunca
sucede, pues si yo sintiera el placer del otro tal como él lo siente, es decir, en
realidad, tal como ese placer se siente a sí mismo, yo sería el otro, o él sería yo.
Así, cuando la pulsión se ha transformado en el deseo, en el deseo del otro en
un sentido radical, es preciso afirmar: ese deseo no tiene objeto, es decir, no
hay objeto para él. Por eso erra por el mundo como un fantasma, ligándose a
imágenes.
¿Qué es lo que en realidad ocurre en el acoplamiento erótico? La caricia
persigue las huellas del placer del otro, lo invoca, pero lo que toca es el cuerpo-
objeto del otro, no su cuerpo original radicalmente subjetivo, radicalmente
inmanente, su placer en sí, que se halla fuera del mundo, fuera de cualquier
mundo posible. Yes por eso que el momento de unión íntima, de fusión amorosa

162
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

es, paradójicamente, aquel en que los amantes buscan signos, escrutan índices,
se dirigen señales. El comportamiento erótico sobreañade instintivamente a
la venida del placer, el proyecto de su venida, allí donde habría de ser para el
otro como para él. Pero en aquel proyecto mismo se atestigua su fracaso, el
hecho de que el placer del otro no se encuentra presentado en sí mismo, sino
co-presentado, a-presentado según el acoplamiento asociativo cuya realización
mima el acoplamiento real. Pero cuanto más fuerte, cuanto más unificador sea
el acoplamiento asociativo, más evidente ha de ser la simple a-presentación, es
decir, a fin de cuentas, la alteridad que crece en él hasta el abismo que separa
para siempre dos lugares: aquél donde el placer es el placer y aquel donde se lo
supone ser tal, el Abismo en y por el cual el otro es Otro.
¿Hemos coincidido aquí con la descripción husserliana? Pero sólo nos
encontramos con ella al interior de una fenomenología de la percepción que
es una metafísica de la representación.
Es preciso, pues, que, mediante un último esfijerzo, continuemos pensando
la comunidad en su carácter propio, en la vida. En la vida están los vivientes,
aquellos que son tales por la ipseidad de la vid?, es decir, por su auto-afección.
Precisemos su naturaleza. Auto-afectarse, no significa como en el concepto
kantiano o en su comentario heideggeriano, ser el origen de su propia afección y
así, ponerse a sí mismo en el ser según la posición oponente del sentido interno,
es decir, del tiempo, en la cual el pienso se convierte en un soy. Cuando estas
presuposiciones del idealismo alemán se aplicaron de modo consecuente al
individuo—como fue el caso con Stirner— desembocaron en el concepto fabuloso
de un individuo que en todo momento se crea a sí mismo, y ello, en tanto que
piensa y, por lo tanto, se descubre al mismo tiempo siendo.
Nosotros decimos lo contrario. Decimos que en la vida y por su auto-
afección, nace cada vez esta experiencia de sí que es un viviente, y que, por esto
sólo lo es en ella, arrojado en sí por ella, y sólo en la medida en que, arroján-
dose en ella misma, la vida lo arroja en sí. Las palabras de Kierkegaard podrían
servirnos como un indicio de lo que debiera aqui pensarse: «el yo es la relación
consigo en tanto que dispuesta por otro», a condición de que comprendamos
que esta relación consigo designa la ausencia de relación, y que el otro no es algo
que sea puesto o pensado como otro, ni algo que sea realmente distinto de lo
que en él ha nacido. El suelo sobre el que estoy de pie nunca es más ancho que
los dos pies que lo cubren. Pues tal es el misterio de la vida: que el viviente es
coextensivo con el Todo de la vida que hay en él, que todo en él sea su propia
vida. El viviente no se ha fundado él mismo, tiene un Fondo que es la vida.

163
TR.\DUCCIÓN M A R I O LIPSITZ

pero ese Fondo no es diferente de él, es la auto-afección en la cual él se afecta


y, a la cual, de este modo, es idéntico.
No debemos tomar estas proposiciones especulativamente, como contra-
proposiciones, sino fenomenològicamente. La relación consigo mismo que no
fue establecida por sí, es el afecto en su afectividad, es decir, también en su
pasividad radical respecto de sí, en tanto se encuentra desbordado y sumergido
por su propio ser. Pues todo sentimiento es esto: lo que hace la experiencia
de sí en tanto que desbordado por sí y, ante todo, por el propio hecho de ex-
perimentarse, es decir, por la vida. He aquí, pues, lo que los miembros de la
comunidad tienen en común: la venida a sí de la vida, en la que cada uno de
ellos adviene a sí como aquel Sí que es. Los miembros de la comunidad son,
pues, a la vez lo Mismo, en tanto que la inmediación de la vida, y otros, en
tanto que este experienciarse de la vida es en ellos, en cada oportunidad, uno
de ellos de manera irreductible.
¿De qué modo -si fuese necesario que dijéramos algo, por poco que fuera,
sobre la experiencia del Otro- se relaciona cada uno de los miembros de la
comunidad con el otro en la vida, antes de que esto suceda en un mundo? En
esta experiencia primitiva que apenas se deja pensar, pues rehúye cualquier
pensamiento, ni el viviente ni el otro son para ellos mismos, sólo son puras
experiencias sin sujeto, sin horizonte, sin significado, sin objeto. Lo que el vi-
viente experimenta es, idénticamente, él mismo, el Fondo de la vida y el otro,
en tanto que también es ese Fondo; siente, pues, al otro en el Fondo y no en
el otro mismo, como la experiencia propia que el otro hace del Fondo. Esta
experiencia es el otro que tiene el Fondo en sí, así como el yo lo tiene en él.
Pero esto no se lo representan ni el yo ni el otro. Por ello es que ambos están
sumidos en lo Mismo. La comunidad es una napa afectiva subterránea, y en
ella cada uno bebe el mismo agua de esa fuente y de ese pozo que él mismo es;
pero sin saberlo, sin distinguirse de sí mismo, del otro, o del Fondo.
Cuando la relación entre los vivientes se lleva a cabo por la mediación del
mundo, cuando cada uno de los vivientes se mira, se representa y se piensa como
un ego o un alter ego, en lugar de que esta relación se cumpla «inconscientemen-
te», es decir, en la inmediación de la vida, en tanto que puro afecto, se origina
una nueva dimensión de experiencia que debe ser descripta según sus caracteres
propios. Ella no es jamás, sin embargo, otra cosa que una modificación o, por
decirlo aún mejor, una superestructura de la relación de los vivientes en la vida.
Es por eso que, para poder comprenderla en sus rasgos decisivos, no debemos
partir de la representación, sino de la vida. La mirada, por ejemplo, es en sí un
afecto, de tal modo que puede ser un deseo. Al menos es por esto que mira lo

164
Fenomenología de la vida. Micliel Henr)'

que mira, intentando inevitablemente ver lo que quiere ver. Siempre hay en el
ver un no-ver y así, un no-visto que lo determina enteramente.
Naturalmente, la esencia de la comunidad no es una cosa que es, no es «esto»,
sino Lo que adviene como la infatigable venida a sí de la vida, y así, como la
de cada uno a sí mismo. Esta venida ocurre de diversas maneras, pero siempre
conforme a leyes. Por ejemplo, no ocurre primero a partir del porvenir, sino de
la inmediación y, por ello, como un destino de pulsiones y afectos.
En la medida en que la afectividad es la esencia de la comunidad, ésta
última no se limita sólo a los humanos, sino que comprende todo aquello que
se encuentre definido por el sufrir primitivo de la vida, y así, por la posibilidad
del sufrimiento. Podemos sufrir con todo lo que sufre, hay un pathos-con que
constituye la forma más amplia de cualquier comunidad concebible.
Esta comunidad patética no excluye el mundo, sino solamente el mundo
abstracto, es decir, el que no existe, aquel en donde se hizo abstracción de la
subjetividad. La comunidad incluye el mundo real -el cosmos-, cuyos elementos
-forma, color- son últimamente, sólo si se auto-afectan, es decir, precisamente
en esta comunidad patética y por ella. «El mundo -dice Kandinsky- está lleno
de resonancias, constituye un cosmos de seres que ejercen una acción espiritual.
La materia muerta es un espíritu viviente»^'^. Por eso es que la pintura, por
ejemplo, no es la figuración de cosas exteriores, sino la expresión de su realidad
interior, de su tonalidad, de su «sonoridad interior» —dice Kandinsky-, es decir,
una experiencia de fiierzas y afectos. Finalmente, no hay más que una única
comunidad, situada en el lugar que hemos intentado delimitar, una única esfera
de inteligibilidad, donde todo lo que es, es inteligible a los otros y a sí mismo,
sobre el fondo de esta inteligibilidad primordial que es el pathosXjajs. comuni-
dades son múltiples y su estudio indispensable si se trata a cada una de ellas
como una variante del eidos de la comunidad, variante que permite conferirle
a esta esencia algún carácter aún no percibido. Evidentemente, tal estudio no
cabe en el cuadro limitado de este encuentro. Sólo he tratado de señalar las
presuposiciones a partir de las cuales las investigaciones que se realicen en ese
vasto campo podrán ser susceptibles de enfrentar problemas fundamentales.

''' En el artículo "Sur la Question de la Forme" publicado en el Almanach du Blaue Reiter, trad.
J-P. Bouillon, en Remrds sur le Passé, Hermann, París, 1974, p. 160.

165
El filòsofo francés Michel Henry
(igzî-iooz), fundador de la Fenomenología
Material, es autor de una vasta obra cuyos
títulos principales son:

- L'Essence de k wanifescation, i vol.,


Paris, PUF, 196}
- Philosophie et phénoménologie du
corps. Essai sur l'ontologie biranienne,
Paris, PUF, igó«;. (Trad. Filosofìa y
fenomenología del cuerpo: ensayo sobre
la ontologia de Maine de Biran. Ediciones
Sigúeme, zooy).
- Marx. Tomo I : Une Philosophie de
la réalité Tomo II : Une Philosophie de
l'économie, París, Galliniard, 1976 .
- Généalogie de la psychanalyse. Le
Commencement perdu, Paris, PUF,
igS-í. (Trad. Genealogía del psicoanálisis.
Editorial Síntesis, zooz)
- La Barbarie, Paris, Grasset, 1987. (Trad.
La Barbarie, Caparros Editores, 1 9 9 7 . )
Voir l'invisible. Sur Kandinsky, Paris,
François Bourin. 1988. (Trad. Ver lo
invisible: Acerca de Kandinsky. Ediciones
Siruela, 2 0 0 8 )
- Phénoménologie matérielle, Paris, PUF,
1990. (Trad. Fenomenología Material.
Ediciones Encuentro, 2.00g)
- Du communisme au capitalisme. Théorie
d'une catastrophe, Paris, Odile Jacob,
1990.
- C'est moi la vérité. Pour une philosophie
du christianisme, Paris. Seuil, içç6. (Trad.
Yo soy la verdad. Ediciones Sigúeme,
xooi).
- Incarnation. Une philosophie de la chair,
Paris, Seuil, zooo. (Encarnación: una
filosofía de la carne. Ediciones Sigúeme,
zooi)
- Paróles du Christ, Paris, Seuil, zooz.
(Trad. Palabras de Cristo. Ediciones
Sigúeme, Z 0 0 4 )
Impreso por TREINTADIEZ S.A en diciembre de 2 0 1 0
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La Colección Hiinunidiìdcs reúne los textos, resultados de
invesdgaciones y/o actividades académicas de la Universidad Nacional
de General Sarmiento, relacionados con las temáticas de historia,
historiografía, historia argentina, historia latinoamericana, historia
antigua y medieval, filosofía, epistemología y otras disciplinas de las
ciencias humanas.

El olvido de la Vida es un rasgo constitutivo kindamcntal de la filosofía


occidental. Pues la vida no es un ente ni cierta propiedad de un ente
privilegiado, susceptible de ser aclarada a través de las categorías del sen En
tanto vida real y no representada, en tanto vida "fenomenològica", es decir
experimentada, la vida no es ohieto de ningún saber, no entrega nunca su
realidatl a una mirada exterior; no es un "fenómeno" en el sentido griego, su
saber de si es inmediato e idéntico a lo que ella es: pMÍios, esfuerzo y acción
en los que también se engendra una subjetividad.

Un pensamiento de la vida en su interioridad abismal, c o m o el que propone la


filosofía de Michel Henry, exige pues una nueva concepción de la interioridad.
N o sólo el abandono del concepto occidental de interioritlad, que refiere
al lazo entre entes - e s decir, en realidad a su exterioridad recíproca- sino
su substitución por una comprensión verdaderamente ontològica de la
interioritlad. Sólo con una fenomenología capaz de distinguir radicalmente
entre el modo de aparecer de la vida y el modo de aparecer del mundo, el
concepto de inmanencia deja de designar la noche de la conciencia, el encierro
en lo de sí idéntico a la nada que tradicionalmente pensó la filosofia y permite
reconocer, por el contrario, la primera eclosión de la fenomenalidad, el
"fenómeno" por excelencia, la afectividad c o m o esencia de la vida. Al fundar
la verdad de la filosofía, sus juegos verbales y sus remisiones indeterminadas
en una verdad de otro orden y más originaria, la obra del filósofo francés
constituye una profunda y original crítica tie la cultura basada en una nueva
comprensión de la subjetividad humana.

Considerando al hombre como vida y a la vida c o m o una tuerza segura de


sí en la experiencia patética a la que ella misma se somete, Michel Henry
propone un nuevo principio explicativo susceptible de echar luz sobre
distintos campos de la experiencia humana: el cuerpo y la acción, el trabajo
y la praxis, el arte y la cultura, el inconsciente y, finalmente, la relación
con los otros. Los textos aquí reunidos, renuevan profundamente nuestra
interpretación de Husserl, Marx, Kandinsky o Freud y constituyen a la par
ensayos profundos y originales de uno de los pensadores más importantes de
la f i l o s o f í a del SÍKIO X X .

«prometeo^ Universidad
Nacional de
General
i l i b r o s Sarmiento

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