La Inquisicion Espanola Una Aproximacion A La Espana Intolerante
La Inquisicion Espanola Una Aproximacion A La Espana Intolerante
LA INQUISICION ESPAÑOLA
Gérard Dufour
LA INQUISICION
ESPAÑOLA
Una aproximación a la
España intolerante
MONTESINOS
Indice
Introducción Pág.
I. Judíos y Cristianos: La Inquisición como
“ solución final” ........................................ 9
II- El sistema inquisitorial.............................. 26
III- Cristianos viejos y nuevos: La Inquisición,
instrumento de lucha socio-racial.............. 43
IV. Santo Oficio y centralismo monárquico: las
relaciones ante la extensión de la nueva In
quisición ...................................................... 58
V. Nuevas víctimas ante la Inquisición:
Los moriscos.............................................. 67
VI. Cuando los propios cristianos viejos
pudieron ser víctimas de la Inquisición---- 77
VIL La Sociedad Española en libertad
condicional.................................................. 88
VIII. La Inquisición a la defensiva: El siglo de
las luces........................................................ 103
IX. Las aboliciones de la Inquisición............... 115
Conclusión.................................................. 126
Bibliografía................................................ 129
Biblioteca de Divulgación Temática / 41
El concepto de inquisición
9
Lucio III, donde se precisa que los herejes impenitentes se
rán entregados al brazo secular. La cruzada contra los albi-
genses institucionalizará la Inquisición: 4° Concilio de La-
trán, presidido por Inocencio III en 1215; Concilio de Tou
louse en 1929. A su cabeza: el famoso Santo Domingo.
La historia de la Iglesia no es más que una serie ininte
rrumpida de disensiones internas. Nicolau Eimeric, en su
Manual de Inquisidores, publicado en Aviñon en 1376, es
tablece un censo de cerca de un centenar de herejías. Y no
pretende ser exhaustivo. Lo que la Iglesia preferirá siempre
será vencer antes que convencer: aquí está el meollo del he
cho inquisitorial.
Inquisitio haereticae pravitatis: inquisición (búsqueda) de
la perversidad herética. Estas palabras lo dicen todo. La In
quisición es, por esencia, un sistema policiaco, represivo.
Pero, para que haya inquisición es preciso que, previamen
te, haya herejía, es decir, según Eimeric “ comprensión o in
terpretación del Evangelio no conforme a la comprensión y
a la interpretación tradicionalmente defendida por la Igle
sia” . Y para convencerse de que los casos de herejía son in
finitos, basta con leer la glosa de Francisco Peña al Manual
de Inquisidores de Eimeric (vid. p. 13). Pero la herejía no
es únicamente el error: es el error tenaz y el error comparti
do. Allí donde se da la herejía, hay secta, vuelve a decirnos
Eimeric, porque “ la noción de herejía abarca los tres con
ceptos de elección, adhesión y división” . Hay pues, en el
concepto de herejía, una dimensión social que en la simple
heterodoxia no se da. Eimeric es bien explícito a este respec
to: “ cualquier pueblo, cualquier nación que permita en su
seno el brote de la herejía, la cultive y no la extirpe a tiempo,
se pervierte, se aboca a la subversión y hasta puede desapa
recer” . Es esta dimensión social lo que, ajuicio nuestro, ex
plica el extraordinario éxito de la Inquisición española.
Una inquisición por el hecho de llevarse a cabo sobre una
herejía determinada, debiera cesar en cuanto la herejía en
cuestión fuera extirpada. Así fue como funcionó la Inquisi
ción antigua. La originalidad de la Inquisición española es
triba en el hecho de haberse transformado en organismo
10
permanente.
No conviene tampoco olvidar una verdad de Perogrullo:
“ no puede haber heterodoxia si no hay ortodoxia” —que
decía Gide. Es decir, que únicamente los cristianos pueden
ser reos de herejía y, por consiguiente, sólo ellos entran en la
jurisdicción del tribunal inquisitorial. Y eso aunque Eimeric
en un alarde de casuismo “ avant la lettre” , se empeñe en
pensar que los judíos —por la parte, al menos, de su religión
que anuncia el cristianismo— deben ser objeto de vigilancia
por parte del Santo Oficio. La Inquisición no tiene por qué
juzgar a los infieles sino a los fieles. Contrariamente a lo
que han propagado los Filósofos, la Inquisición no ha per
seguido ni a judíos ni a musulmanes. Ahora bien, en cuanto
—voluntariamente o no— un “ descreído” recibía el bautis
mo, se exponía a caer en la herejía. He aquí una de las ca
racterísticas más dramáticas de la Inquisición española.
No escasean, evidentemente, las críticas contra la Inquisi
ción.
Para Voltaire (Diccionario filosófico, 1769) ésta es “ una
invención admirable y completamente cristiana para hacer
más poderosos al Papa y a los monjes, y para volver hipó
crita a todo un reino” . En la leyenda negra que en Europa
se desarrolló contra España, la Inquisición fue un ingredien
te de talla.
Pero tampoco le han faltado defensores al Santo Oficio y
todavía recientemente, un religioso, el P. Miguel de la Pinta
Llorente, osaba escribir, sin empacho alguno, que “ defen
der a la Inquisición es hoy una actitud pasada de moda, pe
ro justa” . De hecho, lo que más molestó a los católicos —a
algunos, por lo menos— no fue tanto la acción de la Inquisi
ción cuanto el hecho de que hubiera desposeído a los obis
pos de una de sus prerrogativas: el “ jus judicandi” . Pero lo
que más han puesto de relieve los defensores de la Inquisi
ción ha sido el que gracias a ella España se ahorró las gue
rras de religión que, en el siglo XVI, padeció Francia. Y,
después de todo, ¿qué importancia tienen tormentos y casti
gos, puesto que “ la confesión no sólo es provechosa para la
República, sino también para el mismo hereje” (Simancas:
11
Auto de Fé presidido por Santo Domingo de Guzmán, por
Berruguete. Museo del Prado (Madrid).
12
De catholicis institutionibus, 1552)? ¿No dice igualmente
Peña (glosa al Manual de Inquisidores) que “ el bien público
debe situarse mucho más por encima de cualquier conside
ración caritativa por el bien de un solo individuo” ?
Pero los hechos son testarudos y la historia de la Inquisi
ción española da buena cuenta de estas supuestas justifica
ciones teológicas.
13
ES HERETICO...
14
7 / Es de fe toda conclusión teológica establecida por la
Iglesia (concilio o Sede apostólica) o propuesta por los
teólogos, por ejemplo: la presencia de dos voluntades en
Cristo, a deducir de Mateo, 26 (“ no como yo quiero, sino
según tu voluntad” ).
8/ Es de fe todo lo que los teólogos escolásticos han en
señado siempre de forma unánime.
FRANCISCO PEÑA
doctor en derecho canónigo y en de
recho civil Comentario al Manual de
los Inquisidores por el hermano Ni
colau Eimeric, dominico
(Roma, ¡578)*
15
I. Judíos y cristianos:
la Inquisición como
“solución final’*
El antisemitismo medieval
16
tica de apartheid: se les obliga a llevar en el pecho, para ver
güenza pública, un círculo de paño de color amarillo, de
cuatro dedos de diámetro. Los nazis no lo echaron en saco
roto.
Castilla no se libró de la corriente antisemita que afectó a
toda la cristiandad: en el 548, bajo Recaredo, ya se promul
garon leyes para limitar el poder de los judíos a los que se re
prochaba el hecho de formar una sociedad en la sociedad.
Las Cortes de Toro (1370) y las de Madrid (1405) decidirán
igualmente que los judíos muestren públicamente su condi
ción de tales mediante un signo distintivo visible: un pañue
lo rojo en el hombro derecho o un pañuelo azul en forma de
media luna. El vocabulario de la época es suficientemente
elocuente: el judío es así “ enamalgrado” , esto es, marcado
como un animal.
Los motivos de este odio son múltiples: se le odia al judío
porque es diferente; porque vive aparte, en la judería, para
sentirse arropado por los suyos en sus tradiciones y culto;
porque lleva otro género de vida: no come cerdo, consume
carne “ kascher” (procedente de animales lícitos sacrifica
dos siguiendo un rito especial), y, como su religión le prohi
be cocer a la cría en la leche de su madre, no se utiliza man
tequilla ni sebo para freír sino aceite de oliva (por lo que los
cristianos les acusan de “ apestar” —Cf. texto de Bernáldez,
p. 24) Incluso su aspecto físico molesta y se les reprocha,
en particular, la forma de la nariz. Es éste —dicho sea de
paso— un criterio antropométrico muy discutible: ¿por qué
entonces hacerles llevar un signo distintivo si basta con mi
rarles la nariz para reconocerles? La época lo exige: toda
malformación física no es sino la manifestación externa de
una deformación moral (Judas tenía que ser pelirrojo; un
cojo, diabólico; Satán tenía los pies hendidos, etc).
Se lés reprocha igualmente a los judíos el ser inteligente.
Hoy día, la inteligencia es una cualidad eminentemente po
sitiva, pero en la Edad Media, al contrario, despierta sospe
chas en cuanto que se la considera un atributo de Satán.
17
berbio y el cristiano no soporta ser despreciado por quien él
mismo desprecia.
Tanto menos lo soporta cuanto que desde el punto de vis
ta económico se siente a menudo sobrepasado e incluso
aplastado por el judio; ese judío que ha casi monopolizado
el comercio y lo que hoy llamaríamos las “ profesiones libe
rales” ; ese judío que, aprovechándose del anatema lanzado
por la Iglesia contra la usura, ha ocupado con presteza los
cargos de recaudadores y los oficios de prestamistas y usure
ros amasando rápidamente considerables fortunas.
Hay, indudablemente, en el odio de los cristianos contra
los judíos una indiscutible manifestación de lucha de clases
y, así, mientras que la nobleza no desdeñará el matrimonio
con ricas y bellas judías (el Libro Verde de Aragón pondrá
esta tendencia bien en solfa) es en el bajo pueblo donde el
antisemitismo revestirá la mayor virulencia.
Pero este odio, racial y social a la vez, no tendría tan trá
gicas consecuencias para el pueblo judío si no fuera atizado
por el odio religioso. Para los cristianos, el judío en cuanto
tal, es decir, todos los judíos, por el mero hecho de ser ju
díos, son responsables de la muerte de Cristo y, por consi
guiente, reos del peor de los crímenes: el deicidio. Y así, no
hay comportamiento de cristiano contra judio, por vil que
sea, que no resulte santificado.
Matanzas, predicaciones y conversiones
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a la conversión se vio reforzado por una serie de medidas
coercitivas que, por voluntad expresa del santo dominico,
fueron dictadas contra los que persistían en seguir abraza
dos a la religión judaica: nueva obligación de exhibir un sig
no distintivo; prohibición de ejercer cargos públicos o cam
biar de residencia.
Las vejaciones, el miedo sobre todo, explican fácilmente
el éxito de aquellas predicaciones “ milagrosas” : de una po
blación que —sin demasiadas garantías— se estima que de
bía rondar las 400.000 personas, más de la mitad dícese que
abrazó la religión católica. El carácter forzado de estas con
versiones no parece ofrecer la menor duda, pero eso a la
Iglesia Católica le tenía sin cuidado puesto que “ los niños
judíos o los judíos adultos bautizados bajo amenazas de
confiscación o de castigos corporales o de cualquier coer
ción, incluso la pena de muerte, están obligados a observar
lo que prometieron en el bautismo” (Eimeric: Manual del
Inquisidor).
¿Cómo puede llegar a creerse en la sinceridad dé conver
siones llevadas a cabo en semejantes circunstancias? No se
olvide, además, que la noción de pecado mortal —tan im
portante para los cristianos— no se da en la religión judía
que encomia al máximo la pertenencia al pueblo elegido,
sean cuales fueren las circunstancias y la estricta observan
cia de la ley mosaica. Lo que equivale a decir que, al recibir
el bautismo, el judío no renegaba de su fe; se limitaba a
cumplir un simple formalismo que le ponía a cubierto de to
da una serie de desgracias. Eso es lo que él creía. En reali
dad, al recibir el bautismo entraba dentro de la jurisdicción
inquisitorial que en Aragón existía ya a partir de 1232.
Una asimilación fracasada
Sinceras o no, estas conversiones hubieran debido aca
rrear la integración de sus protagonistas y familiares en la
sociedad cristiana. En ciertos casos así fue. La prueba: los
descendientes de judíos que formaron parte del aparato in
quisitorial y donde desplegaron una ejemplar actividad
19
(Torquemada, por ejemplo). Piénsese igualmente que el
apellido Franco era uno de los que irónicamente se daban a
las familias conversas porque un judío, para un cristiano,
tenía forzosamente que ser hipócrita y retorcido.
Pero los cristianos no querían en modo alguno que los ju
díos se les equipararan y negándose a admitir que el bautis
mo hubiera matado en ellos al “ hombre viejo” siguieron
considerándoles como tales judios. En el mejor de los casos
fueron tratados de “ cristianos nuevos” —de sospechosos,
en suma— por oposición a “ cristianos viejos” , esto es, inta
chables. Desde el punto de vista teológico la distinción era
aberrante. Pero, socialmente hablando, no dejaba de ser al
tamente fructífero por cuanto que —al decir de Sancho—
ser cristiano viejo podia ser un requisito ampliamente sufi
ciente “ para ser duque e incluso gobernador” .
Los cristianos mantuvieron, pues, contra los antiguos ju
díos la misma actitud de odio étnico-social que cuando eran
judíos a secas. Los conversos, por su parte, no podían, aun
que quisieran —lo que distaba mucho de ser el caso— adap
tarse a las costumbres cristianas. En una de sus glosas al Ma
nual de Inquisidores de Eimeric, Peña admitía que “ a un ju
dío converso que nunca ha probado ciertos manjares puede
costarle el acostumbrarse a cierto tipo de alimentación” . Lo
que no era obstáculo para que el mismo Peña afirmara ta
jantemente que “ hay signo externo de herejía siempre que
hay acción o palabra en desacuerdo con las costumbres co
munes del pueblo católico” . Simancas, en su De catholicis
institutionibus (1552) se mostrará aún más preciso: no co
mer cerdo es un índice suficiente de judaismo.
Teniendo constantemente que defenderse contra una so
ciedad hostil, los conversos prestan un oído atento a sus an
tiguos correligionarios, los “judíos públicos” , que habien
do permanecido dentro de la ley de Moisés y haciendo gala
pública de ello, se empeñan en hacer entrar al redil a las ove
jas descarriadas. La herejía judaizante es a menudo innega
ble. Excelente motivo para que los cristianos viejos puedan
desahogar su odio. Y el instrumento ideal (en el doble plano
religioso y social) lo tienen al alcance de la mano: la Inquisi
20
ción. ¿Qué allí donde el antisemitismo es más virulento
—Castilla— no existe? Todo es implantarla.
21
tienen una jurisdicción común. La unión peninsular esta en
marcha. Serán los conversos los que paguen la factura.
22
física y financieramente, a los judíos públicos. Pero, de re
chazo, creaba también las condiciones idóneas para la elimi
nación —física en cierta medida y, ante todo, económica—
de los demás hijos de Abraham ya que toda condena pro
nunciada por el Santo Oficio conllevaba automáticamente
la confiscación de todos los bienes del acusado: un tercio
para la Corona —cuyas arcas habían quedado exhaustas
tras la guerra de Granada—, otro tercio para obras de cari
dad y el último tercio para la Inquisición misma.
En 1492 los judios ya no tienen escapatoria posible. En un
período en que los reinos de Castilla y Aragón atraviesan
una grave recesión económica y, por consiguiente, el males
tar social se agrava y las fobias de origen étnico se exacer
ban, la Inquisición va a tomar el camino irreversible de lo
que para muchos será la “ solución final” .
23
“ POR JUDAIZAR, HEDIAN COMO JUDIOS...”
24
dad. Todo su hecho era crecer y multiplicar. Y en tiempo
de la empinación de esta herética pravedad de los gentil-
hombres de ellos, y de los mercaderes, muchos monaste
rios eran violados, y muchas monjas profesas adulteradas
y escarnecidas, de ellas por dádivas, de ellas por engaño
de alcahuetas, no creyendo ni temiendo la descomunión;
mas antes lo hacían por injuriar a Jesucristo y a la Igle
sia...
La mayor parte eran gentes logreras, y de muchas artes
y engaños, porque todos vivían de oficios holgados y en
comprar y vender no tenían conciencia para con los cris
tianos. Nunca quisieron tomas oficios de arar ni cavar, ni
andar por los campos criando ganados, ni lo enseñaron a
sus hijos salvo oficios de poblados y de estar sentados ga
nando de comer con poco trabajo.
Muchos de ellos en estos Reinos en poco tiempo allega
ron muy grandes caudales y haciendas porque de logros y
usuras no hacían conciencia diciendo que lo ganaban con
sus enemigos... En cuanto podían adquirir honra, oficios
reales, favores de Reyes y señores, algunos se mezclaron
con hijos e hijas de caballeros cristianos viejos con sobra
de riquezas que se hallaron bien aventurados por ello por
los casamientos y matrimonios que así hicieron, que que
daron en la Inquisición por buenos cristianos y con mucha
honra.
De todo lo sobredicho fueron certificados el Rey y la
Reina estando en Sevilla... y hubieron Bula del Papa Sixto
IV para proceder con justicia contra la dicha herejía por
via del fuego.
25
IL El sistema inquisitorial
26
dico del término. Y para obligar a la delación, el Inquisidor
hacía leer públicamente al notario una conminación que
exigía a todo cristiano— bajo la pena de excomunión que
únicamente el Papa o el propio Inquisidor podían levan
tar— la denuncia de todos los sospechosos de herejía.
Y tras el látigo, el pienso: el Inquisidor prometía tres años
de indulgencia cada vez que se le ayudara en su cometido.
La denuncia
27
gación inexcusable que todos tenían de informar a la Inqui
sición, el miedo de que el silencio no fuera sospechoso de
complicidad, con todas las trágicas consecuencias que ello
implicaba, todo esto explica, sin más, el que los inquisidores
pudieran pronto abandonar el papel de policías por el más
cómodo de jueces.
Ahora bien, las consecuencias fueron de talla: la función
inquisitorial propiamente dicha pasó, —primero en Casti
lla, luego en Aragón— a manos de cada uno de los cristia
nos, por el mero hecho de ser cristiano. Ningún otro país de
la cristiandad conoció una situación semejante.
El modelo de Inquisidor
28
Fray Diego de Deza, Arzobispo de Sevilla. Inquisidor Gene
ral (1498-1507), Retrato de Zurbarán, sobre grabado ante
rior. Museo del Prado (Madrid).
29
les concedió, por añadidura, a los inquisidores, en 1561, el
derecho de dar a eclesiásticos el nombramiento de notario
del Santo Oficio.
La instrucción del proceso
30
dentemente, a alimentar la leyenda negra. De hecho, se las
denomina secretas a estas prisiones para distinguirlas de
otros tipos de cárceles: las comunes (donde se encierra a
las personas que sin haber cometido delito alguno que pu
diera tacharse de herético algo habían hecho que incumbía a
la Inquisición de juzgar) y las medias (reservadas al personal
inquisitorial por algún crimen cometido en el ejercicio de
sus funciones). Mal que les pese a los detractores primarios
del Santo Oficio, estos calabozos no tenían nada de esas
mazmorras nauseabundas a que nos tiene acostumbrados el
cine y la literatura romántica. Los prisioneros no estaban
allí encadenados, ni llevaban esposas o collares de hierro.
Pero si las condiciones de detención eran materialmente
aceptables (aun cuando no se hacía nunca lumbre y se les
prohibía la luz a los prisioneros desdé las cuatro de la tarde
a las siete de la mañana) otra era la situación desde el punto
de vista moral, ya que el preso ignora de qué se le acusa y no
puede comunicarse más que con sus jueces. Como se ve, no
es la cárcel la que es secreta sino el prisionero el que es man
tenido en el secreto más absoluto. Este rigor moral quizá era
aún más difícilmente soportable que el material. Todavía en
1790, cuando ya la Inquisición no pronunciaba más penas
capitales, un francés, Maffre des Rieux, se suicidará por no
poder soportar tal silencio.
Los tres primeros días del encarcelamiento eran consagra
dos a las audiencias de monición. El prisionero se compro
metía a decir toda la verdad y, a cambio, se le ofrecía la ma
yor benevolencia. En caso contrario, caería sobre él todo el
peso de la ley inquisitorial. Ahora bien, como no sabía de
qué se le acusaba, se exponía el reo a hablar demasiado o de
masiado poco. En el primer caso agravaba su condena; en el
segundo, el proceso seguía su curso y pasaba al “ tormen
to” . En el transcurso de estas audiencias, la Inquisición
efectuaba algunas verificaciones sumarias haciendo que el
acusado recitara el credo, el padre nuestro, los artículos de
la fe o cualquiera otra parte del catecismo. Un error o una
omisión era considerado delito de flagrante herejía.
31
El tormento
El proceso
33
alguna del nombre de éstos ni de las circunstancias en que
habían sido pronunciadas. La única defensa posible era re
cusar a estos testigos, pero ¿cómo hacerlo, puesto que se ig
noraba su identidad? El prisionero tenía entonces que nom
brar a sus enemigos (quienes, por mala fe, hubieran podido
no haber intervenido más que para perjudicarle) mientras
que el Inquisidor se limitaba a pedir a los testigos que ratifi
caran sus declaraciones.
Venía a continuación la publicación de pruebas. De nue
vo, un secretario del Santo Oficio leía al acusado, en presen
cia de los inquisidores, las declaraciones de los testigos, de
teniéndose a cada punto para preguntarle si lo que acababa
de leer era exacto. Los calificadores del Santo Oficio inter
venían luego para pronunciar el veredicto definitivo. Dado
que raramente se reconocía al acusado inocente, las califica
ciones posibles oscilaban, por orden de gravedad, desde li
geramente hasta muy gravemente sospechoso de herejía
(desde de levi a vehementer suspectus haeresis) o bien entra
ba dentro de la categoría de hereje formal.
El auto de fe
34
la leña, los suplicios de garrote y verdugos necesarios a cuyo
fin se le anticipan avisos oportunos por parte de los inquisi
dores” .
A pesar del nombre, el auto de fe era, pues, una ceremo
nia mixta, religiosa y civil, simbolo perfecto de la colusión
del trono con el altar. Allí se desplegaba la mayor pompa y
sólo por curiosidad hubiera acudido la muchedumbre para
presenciar lo que constituía muchas veces el espectáculo del
año. Léase a este respecto la ejemplar Relación del Auto de
fe de Madrid de 1630 que publicó Moratín. Y para que na
die pudiera eludir su presencia en tan edificante ceremonia,
la asistencia era obligatoria y no faltaba tampoco la recom
pensa de unas indulgencias. Actores o espectadores, los
miembros todos de la comunidad cristiana hacían acto de
presencia. Ineludiblemente.
El auto de fe comenzaba con una procesión. Las fuerzas
vivas, las órdenes religiosas, todos los notables de la ciudad
se disputaban el honor de escoltar la bandera del Santo Ofi
cio (cruz verde sobre fondo blanco), precediendo a los con
denados. Los miembros del tribunal de la Inquisición cerra
ban la marcha. Los herejes eran el centro de las miradas:
con mitras de cartón en la cabeza, una cuerda de retama al
cuello y una antorcha de cera verde en la mano, exhibían un
sambenito con adornos que variaban según el tipo de supli
cio a que habían sido castigados. Los que se habían librado
de la muerte llevaban el sambenito amarillo: sin aspa si no
era más que ligeramente sospechoso de herejía; el que abju
raba declarándose violentamente sospechoso llevaba una
media aspa y el que, aunque hereje formal, había confesado
su culpa y se había reconciliado, llevaba un aspa entera en
su sambenito. Pero no todos habían salido tan bien libra
dos: los relapsos (reincidentes tras una primera condena)
arrepentidos eran entregados al brazo secular, lo mismo que
los impenitentes u obstinados hasta el final en el error. Al
relapso arrepentido no se le quemaba vivo, se le estrangula
ba caritativamente antes. Por eso su sambenito se parecía al
del hereje formal: un aspa sin llamas. Pero se diferenciaba
por la coroza, una especie de bonete cónico, adornado tam-
35
Arriba - Sambenito (Ph. Lim-
borch, H istoria Inquisi
tions..., Amsterdam, 1692)
Abajo izq. - Sambenito y co
roza de un reconciliado
Abajo Deha. - Sambenito y
coroza de un hereje relapso,
condenado a morir.
36
bién con una cruz. Si no había manifestado su arrepenti
miento más que después de haberse pronunciado la califica
ción definitiva de su crimen, y no en el transcurso del pro
ceso, como en el primer caso, el hereje seguía beneficiándo
se del mismo favor (el estrangulamiento antes de la quema)
pero se hacía notar su infamia con las llamas invertidas de
su coroza y un busto sobre una hoguera en su sambenito.
Por último, al que había sido declarado impenitente se le
quemaba vivo: las llamas, tanto de la coroza como del sam
benito (también con un busto sobre un brasero), estaban
pintadas hacia arriba. Llevaba igualmente figuras de diablo
en su ropa, dando a entender que los demonios se habían ya
apoderado de el.
Se daba también el caso de que los muertos fueran objeto
de la justicia inquisitorial (de esto hablaremos en el próximo
capítulo).
Se exhumaban entonces los restos de los difuntos conde
nados y se los llevaba, en el ataúd, en procesión hasta la ho
guera, precedidos de una estatua revestida de coroza y sam
benito con todos los signos de su infamia.
Una vez ante el patíbulo, se hacía pública lectura de las
pruebas que establecían la culpabilidad de los condenados y
la correspondiente sentencia.
Quien no era entregado al brazo secular (es decir: conde
nado a muerte) no por eso era absuelto. La reconciliación
acarreaba siempre penas o “ penitencias” entre las cuales, la
más frecuente era la prisión. Pero sobre todo, una condena
del Santo Oficio implicaba automáticamente el embargo de
todos los bienes del condenado y la infamia en adelante aso
ciada a su nombre y al de su familia entera. Cierto, se había
librado de la muerte física pero era en adelante un cadáver
civil y económico. Con todos sus principios religiosos, nin
gún tribunal social igualó al Santo Oficio en severidad.
Cuando las grandes carretadas de condenados del princi
pio de la la Inquisición cesaron y los autos de fe comenzaron
a escasear, se establecieron muy sutiles graduaciones de no-
menglatura. Se inventó la clasificación siguiente: auto de fe
general (con gran afluencia de público y condenados); auto
37
de fe particular (sin asistencia de corporaciones ni autorida
des, estando únicamente presente el juez ordinario si había
ejecución); auto de fe singular (para una sola persona sin
necesidad de celebrarse en la plaza pública; podía hacerse en
el interior de una iglesia). Mención especial merece el autillo
que tenía lugar en sesión privada, por así decirlo, dentro de
los locales de la Inquisición. Podía celebrarse a puertas
abiertas (sesión pública) o cerradas (con la única asistencia
de las personas eventualmente convocadas por la Inquisi
ción). El más célebre autillo fue el de Olavide (1766) (Vid.
Cap. VIII). Tanto el auto de fe particular, como el singular
o el autillo no son más que formas bastardas del auto verda
dero, el que se celebraba ante la más nutrida asistencia posi
ble y como muestra esplendente de una Iglesia triunfante.
El terrorismo inquisitorial.
“ Nada tan glorioso para la santa fe como confundir pú
blicamente a la herejía” nos dice Peña, doctor en derecho
canónico y civil, en sus comentarios al Directorium inquisi
torum. Y para ello, añade, “ no hay ninguna duda que ins
truir y aterrorizar al pueblo con la proclamación de las sen
tencias, la imposición de sambenitos, etc., es un buen ac
to” . Aquí tenemos, en la pluma de uno de los más expertos
teóricos del Santo Oficio, el fundamento mismo del sistema
inquisitorial: aterrorizar. Es por el terror que provoca como
el auto de fe debe disuadir al hereje para que no persevere en
el error y, por miedo de pasar por cómplice, incitar al buen
cristiano a la delación. La acción de la Inquisición no pre
tende tanto reconciliar al hereje como impresionar a las ma
sas. Es de nuevo Peña quien lo afirma: “ la finalidad prime
ra del proceso y de la condena a muerte no es salvar el alma
del acusado, sino procurar el bien público y aterrorizar al
pueblo” .
Más claro, imposible: vencer mejor que convencer. Del
“ militat gladio militat spiritu” de la Escritura* no se retiene
más que la primera parte. Y lo que acabó de perfeccionar es
ta organización del terror erigido en sistema fue el secreto
38
absoluto con que procedía: nadie, ni miembros del santo
Oficio, ni reconciliados, ni testigos, nadie podía decir lo que
pasaba dentro del tribunal del Santo Oficio. Asi fue como la
Inquisición, tanto en España como en el extranjero, alcanzó
una dimensión mítica que aún hoy, a pesar de los denoda
dos esfuerzos de la investigación histórica, está muy lejos de
haber perdido.
39
“ BUSCANDO EL MAYOR DOLOR DEL REO...”
40
Di la verdad... o se te mandará dar la segunda vuelta.de
mancuerda.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar el garrote en el mollero
del brázo izquierdo.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar la segunda vuelta de
mancuerda.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar el garrote en el mollero
del brazo izquierdo.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar la tercera vuelta de
mancuerda.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar el trampazo del pie de
recho.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar la cuarta vuelta de
mancuerda.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar el trampazo del pie iz
quierdo.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar la quinta vuelta de
mancuerda.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dár la sexta vuelta de man
cuerda.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar la séptima vuelta de
mancuerda.
Dióse.
* * *
42
III. Cristianos viejos y nuevos:
la Inquisición, instrumento
de lucha socio-racial
Malos comienzos.
La Inquisición nueva entró en funciones con mal agüero.
En 1481 precisamente, cuando, tras abandonar el convento
de San Pablo por demasiado pequeño, se estableció en el
castillo de Triana, una nueva calamidad se abatió sobre la
ciudad de Sevilla: la peste. El principal responsable de la
instalación del Santo oficio en Castilla, Fray Alonso de Ho-
jeda apenas tuvo tiempo de saborear el impacto de su elo
cuencia en el auto de fe en que perecieron quemados los pri
meros judaizantes: unos días más tarde Dios lo llamaba a su
seno. Fue él, recordémoslo, el primero que, en 1477, había
reclamado a los Reyes Católicos, de paso por Sevilla, la res
tauración de la Inquisición en la ciudad del Betis. Volviendo
a la carga al año siguiente, Fray Alonso de Hojeda fue quien
convenció a Fernando e Isabel con la revelación de las prác
ticas blásfematorias de ciertos conversos en la noche del
Jueves al Viernes Santo. Eri este primer auto de fe, según
Andrés Bernáldez, cronista de la época, perecieron en las
llamas seis herejes (hombres y mujeres). Días después les to
có la vez a tres de los más importantes y ricos personajes de
la ciudad. Uno de ellos era un tal Diego de Susán cuya for
tuna rondaba los diez millones de maravedises. Murió cris
tianamente. El lector podrá creerlo o no, pero así fue.
Como Dios protege a la inocencia pero no forzosamente a
los Inquisidores, éstos juzgaron prudente poner pies en pol
vorosa y alejarse de la peste. Se fueron a refugiar a Aracena,
zona montañosa a unos ochenta kilómetros al noroeste de
43
Sevilla.
Pero ni ante la peste los conversos fueron tratados como
los demás: mientras que los cristianos viejos pudieron libre
mente ponerse a salvo como, cuando y donde les pareció
bien, ellos necesitaron un permiso especial para ausentarse
de Sevilla. El Asistente se lo concedió con una condición:
que no se llevaran sus bienes y se contentaran con objetos de
poco valor. Igual que en 1492, eran libres de ir donde quisie
ran, pero sin riquezas. Los hubo que aprovecharon la oca
sión para quedarse en Portugal, Roma o los países moriscos
y volver a abrazar de nuevo el judaismo, pero la mayor par
te se volvieron a sus casas cuando desapareció la epidemia.
44
ipso facto— enajenárselos al tercero que los posee y ceder
los al Santo Oficio de la Inquisición” y entonces había una
prescripción teórica tras cinco años después de muerto el
sospechoso (cuarenta, en la práctica); o bien, se trataba de
arrojar el anatema sobre la memoria del difunto. El hereje
podía entonces —sin que lo salvara prescripción alguna—
incurrir en las penas siguientes: incineración o simple exhu
mación con entierro en una nueva sepultura fuera del ce
menterio cristiano.
Que la Iglesia haya osado juzgar a quienes ya lo habían si
do en la otra vida por Dios mismo, es algo difícil de justifi
car. Pero hacen falta mayores dificultades para arredrar a
un sutil canonista como Peña que nos facilita las verdaderas
razones que impulsaban al Santo Oficio a perseguir y conde
nar a los muertos: la confiscación. Sin afirmar, como cier
tos historiadores del siglo pasado, que la actividad inquisi
torial tenía como único objetivo el atesoramiento de bienes,
no puede dejarse de lado el hecho incontrovertible de que la
sagrada institución debía autofinanciarse. Y para ello esta
ban abocados a condenar. Esta es la única explicación váli
da del rigor de que se dio prueba en la localidad de Aracena.
Había otrá ventaja suplementaria en estos procesos con
tra los muertos: el espanto que producían en la población.
Es cierto que, desde una óptica fríamente racionalista, no
dejaba de ser menos cruel quemar cadáveres que seres vivos
pero el hecho era que el desfile de ataúdes tras las efigies qué
representaban a los condenados, producía en el público un
terror pánico. (Cf. p. 99) la reproducción de una de las
ilustraciones de Délices de l ’Espagne et du Portugal (Leyde,
1707) Y, no lo olvidemos, conseguir despertar el terror en
las gentes era el objetivo número uno del sistema inquisito
rial. Y que no se nos acuse de echar agua al molino de la le
yenda negra. Léase lo que dice de nuevo Peña en uno de sus
escolios al Manuel de Inquisidores cuando afirma sin am
bages que se trata —el proceso contra los muertos— de una
“ práctica muy loable, cuyo efecto terrorífico en el pueblo es
evidente” .
45
“Hasta que no quede ni uno.
46
Oficio: “ nunca les valieron favores ni las riquezas” . El ar
gumento es fácilmente reversible. Sin acusar a la Inquisición
y a la Hacienda real (que, evidentemente, eran los primeros
beneficiarios) de haber perseguido sistemáticamente a quie
nes más beneficios podían procurar, es indiscutible que esta
élite constituía la diana favorita de la Inquisición aunque no
fuera más que porque el éxito económico-social era lo que
los cristianos viejos perdonaban menos a los conversos.
Como reza el proverbio: “ no hay peor cuña que la de la
misma madera” . Bernáldez, simple cura de Los Palacios, no
puede disimular su entusiasmo cuando narra que fueron
quemados vivos en el transcurso de los tres primeros años de
Inquisición en Sevilla: “ tres clérigos de misa y tres o cuatro
frailes, todos de este linaje de conversos” y, sobre todo,
“ un doctor fraile de la Trinidad... que era gran predicador y
gran falsario, hereje engañador, que le aconteció venir el
Viernes Santo de predicar la Pasión y hartarse de carne” .
Bernáldez no debía de ser una excepción y no pocos cristia
nos viejos se alegrarían de ver condenado a un vecino o cole
ga más rico o considerado que ellos.
De hecho, el Santo Oficio constituía el arma absoluta de
una lucha socio-racial: más que la extirpación de una here
jía, lo que se perseguía era la eliminación, sin más, de los
marranos. El mismo Bernáldez no se andaba en barras:
“ pues el fuego está encendido, que quemará hasta que halle
cabo al saco de la leña que sería necesario arder, hasta que
sean desgastados y muertos todos los que judaizaron, que
no quede ninguno, y aun sus hijos, los que eran de veinte
años arriba, y si fueran todos de la misma lepra, aunque tu
viesen menos” .
Ante textos como éste, uno termina preguntándose si los
inquisidores no dieron prueba, finalmente, de una encomia-
ble moderación.
47
nes, por ejemplo, se celebraba una procesión de flagelantes
en la que tenían que participar todos los reconciliados por el
Santo Oficio. Para más humillación —suya y de su
familia— debían ir a cara descubierta. Hubo procesiones de
este tipo en la que tomaron parte —según se dijo— más de
quinientos penitentes. Para que todos tuvieran presente a la
memoria los nombres de los condenados, éstos dejaban sus
sambenitos colgados en las paredes de sus respectivas parro
quias. Sobre un papel se leía el nombre del interesado y los
motivos de su condena. Estos “ inris” seguían en su sitio
hasta que el paso del tiempo los reducía a polvo. Se renun
ció a esta costumbre cuando no quedó sitio en las iglesias
para colgar más sambenitos. Finalmente, para que nadie en
Sevilla —ciudad modelo en lo que a Inquisición se refiere—
olvidara que el Santo Oficio tenía derecho de vida y muerte
sobre todos los ciudadanos, se acotó un emplazamiento es
pecial para las ejecuciones en Tablada. Cuatro estatuas gi
gantescas que representaban a cuatro profetas del Antiguo
Testamento fueron erigidas en las cuatro esquinas del pro
montorio. No podía albergarse duda alguna sobre el carác
ter permanente del monumento. Ni pasar por alto el humor
siniestro de quien lo planeó pensando en la religión mosaica
de los actores que iban a beneficiarse de tan espectacular es
cenario.
El holocausto cultural
49
Tribunal el tremendo impacto que los autos de fe debieron
causar en la memoria de las gentes.
50
Los estatutos de pureza de sangre
Para mejor pasar desapercibidos, hubo judaizantes que
hicieron gala de coraje y astucia introduciéndose en el seno
mismo de la Iglesia. La Orden de los Jerónimos, de regla no
demasiado severa, fue la preferida. Fray Juan de Madrid
llegará a declarar que “ no se había metido fraile salvo para
guardar mejor la ley de los judíos porque en el monasterio
no era así visto” . Fingiendo estar enfermo, el Prior del mo
nasterio de La Silla, Fray García de Zapata, llegaba incluso
a observar la fiesta del Tabernáculo sin que nadie reparara
en él. Un caso extremo fue el de Fray Diego de Marchena,
del monasterio de Guadalupe, que llegó a profesar sin haber
sido nunca bautizado. Fue quemado vivo en Toledo en
1485. Esta posibilidad de camuflaje no duró mucho tiempo.
La Inquisición tomó cartas en el asunto y la condena por ju
daismo de varios jerónimos desacreditó a toda la Orden. En
1486 se hará público un estatuto especial prohibiendo a todo
converso y descendiente de converso el acceso a las dignida
des de prior, vicario o confesor del monasterio de Nuestra
Señora de Guadalupe.
No era esta la primera vez que se dictaban medidas de dis
criminación racial contra los cristianos nuevos. En 1482, la
Corporación de Albañiles de Toledo tenía prohibida la co
municación a todo converso de los secretos del oficio y en
Guipúzcoa no podian ni siquiera instalarse.
La primera tentativa de ley racial, no contra los judíos si
no contra los conversos, remonta al reino de Juan II de Cas
tilla. Cuando en 1449 el Condestable Don Alvaro de Luna
quiso recaudar en Toledo (en contra de los privilegios de la
ciudad) un impuesto de un millón de maravedises para fi
nanciar la guerra contra Aragón, la población se levantó en
armas. Un rico negociante, de origen judío, Alonso Cota,
fue tenido por responsable de tan impopular medida y el A l
calde Mayor, Pedro Sarmiento, que había acaudillado la re
belión, aprovechó la ocasión para proclamar una Sentencia
Estatuto por la que los conversos eran asimilados, pura y
simplemente, a los judíos y, por consiguiente, quedaban ex-
51
cluidos de todo cargo importante.
En un breve del 24 de setiembre de 1449, el Papa Nicolás
V condenó firmemente esta Sentencia Estatuto argumentan
do que había que respetar las Sagradas Escrituras y no hacer
diferencia alguna entre viejos y nuevos cristianos, del mismo
modo que San Pablo no distinguía entre judíos y griegos
porque “ no hay acepción de personas en Dios” (Epístola a
los Romanos, II, 11)
Al denunciar las tendencias cismáticas de la Sentencia Es
tatuto, el Soberano Pontífice prohibía oficialmente que los
conversos fueran objeto de medida discriminatoria alguna.
Amparados en esta decisión papal, los jerónimos conside
raron que podían apelar contra el estatuto que se les había
impuesto en 1486. Con este motivo se desencadenó una con
troversia en el seno de la Orden que no cesó hasta la inter
vención de Alejandro VI (un papa español, valenciano, por
más señas) que anuló en 1495 la decisión de su predecesor
Nicolás V. Esta vez ya no se trataba únicamente —como en
el proyecto inicial— de hacer de los conversos el lumpen de
los monasterios. Ahora se estipulaba la exclusión total de
toda persona de ascendencia judía puesto que ningún neófi
to, hasta la cuarta generación, podía aspirar a ingresar en la
Orden de San Jerónimo.
En la práctica no se había sin embargo esperado la oficial
toma de posición del Papa. Ya en 1488, el Colegio dé Santa
Cruz de Valladolid cerró sus puertas a los conversos. Es po
sible que en esto siguiera el ejemplo del Colegio Viejo de
San Bartolomé de Salamanca. La aprobación papal del esta
tuto de los Jerónimos en 1495 no hizo sino oficializar un
comportamiento nada excepcional. Es así como en 1486, el
Inquisidor General Tomás de Torquemada, de ascendencia
judía, obtuvo de la Santa Sede la autorización de incluir un
estatuto de pureza de sangre en la Regla del Monasterio de
Santo Tomás de Aquino que él había fundado en Avila. Al
año siguiente el Colegio de San Antonio en Sigüenza publi
caba un Statutum contra hebraeos.
En 1522 un decreto de la Suprema, es decir, de la misma
Inquisición, prohibía a los estudiantes de sangre hebrea la
52
asistencia a las aulas de las Universidades de Salamanca,
Valladolid y Toledo. En 1525 es la seráfica Orden de los
Franciscanos la que exige el certificado de pureza de sangre.
Como era de esperar, los capítulos de las catedrales no que
dan a la zaga: Sevilla se suma al movimiento discriminatorio
en 1515; Córdoba, en 1530. Tras una larga controversia el
Arzobispo Silíceo (su verdadero nombre era Guijarro) im
puso a su vez el estatuto de sangre en 1555, fecha en la que el
Papa Pablo IV ratificó la medida.
Cierto es que otros capítulos catedralicios no exigieron de
sus miembros la condición de cristianos viejos. Eso permitió
por ejemplo al autor de un Discurso en favor del Santo y no
ble estatuto de la limpieza (1638) afirmar que “ ha sucedido
por esto que alguno que no pudo ser dignidad en una Cate
dral de estatuto por sus buenas partes, fue Obispo de uno de
los más ricos obispados de España. Así que no tienen por
qué mostrarse sentidos los que no son cristianos viejos si
no estar contentos con su suerte” . Con todo y con eso, la
pureza de sangre será en adelante, en España, una de las
condiciones “ sine qua non” del éxito social. Para cursar es
tudios en un Colegio famoso, para la obtención de una sus
tanciosa prebenda, habrá que dejar bien establecido que
ninguno de los antepasados del impetrante (hasta la cuarta
generación) ha sido condenado por el Santo Oficio y que to
da su familia está integrada por cristianos viejos. Y como,
siempre en Derecho, es menos importante el hecho que la
prueba del hecho, auténtica o no, hubo quienes, con dinero
por delante, pudieron conseguir verdaderos falsos testimo
nios que acreditaban unos orígenes inmaculados. Pero, des
graciado de quien llevaba un apellido sospechoso (un mote
o el nombre de una ciudad, por ejemplo). A nadie podía ha
cer creer en su inocencia. Bien lo sabía Quevedo cuando, pa
ra divertir a sus lectores, le puso al maestro de Pablo el
nombre de Don Diego Coronel, el mismo que el banquero
de los Reyes Católicos, Abraham Senior, había adoptado
para sí, el día de su bautismo: “ escudos hacen escudos” .
Este concepto de pureza de sangre —que no se da en nin
guna otra parte de la cristiandad— completa y aclara singu-
53
larmente el papel específico de la Inquisición española.
Mientras que, desde un punto de vista teológico cada uno es
“ hijo de sus obras” y que en función de éstas debe ser juz
gado, cuando de cristianos nuevos se trataba no bastaba con
ser inocente uno mismo. Ni con que lo fueran los antepasa
dos. Bastaba con ser de origen judío (del linaje de los ju
díos, como se decía entonces) para ser considerado criminal.
Y el bautismo, que según la doctrina de Jesús, borra todos
los pecados, no podía nada contra éste.
Inquisición y estatuto de pureza de sangre se aunaron pa
ra rehusar categóricamente la integración de una sociedad
en otra. Y ello, en nombre de la religión.
54
minadas librerías. En pago de sus servicios obtienen venta
jas considerables. De orden espiritual, primero. Páramo en
su De origine et progressu officii Sanctae Inquisitionis (Ma
drid, 1598), consagra todo un capítulo a este aspecto. Seña
la concretamente que, por el simple hecho de acceder a este
cargo, los familiares ganan indulgencia plenaria. Indulgen^
eia plenaria que les es automáticamente renovada cada vez
que participan en la exterminación de los herejes (“ cum ad
haereticorum exterminium accinguntur” )
Esta garantia de acceso a la bienventuranza en la otra vi
da no excluye la obtención de importantes privilegios en es
ta. Los familiares pueden llevar armas defensivas y ofensi
vas, tanto de día como de noche, a la vista o disimuladas.
No entran tampoco dentro de la jurisdicción ordinaria, ni
civil, ni eclesiástica.
Estos privilegios eran sencillamente exorbitantes. Nada
de particular tiene que acarrearan pronto abusos. En 1567,
cuando el Inquisidor Sotosalazar visita su distrito de Valen
cia recibe las quejas de la población que soporta mal una su
perabundancia de familiares, muchos de los cuales son gen
te “ de mal vivir, facinerosos y usureros... que toman las fa-
miliaturas para defender con este apellido sus tratos ilíci
tos” . Hay entre ellos, incluso, “ confesos matadores, hom
bres aprocesados que no procuran las familiaturas sino para
hacer males y perturbar el Reino” . No hay duda de que los
celos dictan en buena medida estos propósitos pero, con to
do y con eso, es un hecho histórico, fehacientemente demos
trado por el profesor García Cárcel, que familiares del San
to Oficio fueron perseguidospor homicidio y bandidismo,
en Valencia todo a lo largo de los siglos XVI y XVII.
Las ventajas de que gozaban los familiares eran de tal im
portancia que, en el siglo XVII, la Inquisición puso en venta
las “ familiaturas” que de este modo pasaron a ser verda
deros “ cargos” , en el sentido que la administración real da
ba a este término. Así fue como, de instrumento de lucha
socio-racial que era en sus orígenes, el Santo Oficio pasó a
ser, para los cristianos viejos, un organismo de selección
económica.
55
“ CONVIENE A SABER..."
56
una hasta diez, y después tornándolas a matar, rezando
oraciones judáicas en los tales dias. O si bendijesen la
mesa según costumbre de judíos! o bebiendo vino Caser, o
si hiciesen la Baraha, tomando el vaso de vino en la mano,
diciendo ciertas palabras sobre él, dando a beber a cada
uno un trago. O si comiesen carne degollada de mano de
judios, o comiesen a su mesa con ellos y de sus manjares.
O si rezasen los Salmos de David sin Gloria Patri. O si es
perasen el mesias o dijesen que el Mesias prometido en la
Ley no era venido y que había de venir y le esperaban para
que los sacase del cautiverio en que decían que estaban y
los llevase a (ierra de promisión. O si alguna mujer guar
dase cuarenta días después de parida sin entrar en el tem
plo por ceremonia de la Ley de Moisés. O si cuando nacen
las criaturas los circuncidasen o pusiesen nombres de ju
díos, llamándolos asi, o si les hiciesen raer el Crisma, o la
varlos después de bautizados donde les ponen el Olio y
Crisma. O la setena noche del nacimiento de la criatura,
poniendo un bacín con agua, echando en él oro, plata, al-
fojar, trigo, cebada y otras cosas, lavando la dicha criatu
ra en la dicha agua, diciendo: “ asi seas abastado de los
bienes deste mundo como lo está este bacin” . O hubiese
hecho hadas a sus hijos. O si algunos están casados a mo
do judáico, o se hiciesen el Ruaya, que es cuando alguna
persona parte en camino. O si trajesen nóminas judaicas..
O si al tiempo que amasasen sacasen la ala de la masa y la
echasen a quemar por sacrificio. O si cuando está alguna
persona en el articulo de la muerte le volviesen á la pared a
morir, y muerto, le lavasen con agua caliente, rapándole
la barba, y debajo de los brazos y otras partes del cuerpo,
y amortajándole con lienzo nuevo, calzones y camisa y ca
pa plegada por cima, poniéndoles a la cabeza una alhoha-
da con tierra virgen, o en la boca moneda, o aljófar, u
otra cosa. O los endechasen, o derramasen el agua de ios
cántaros y tinajas en la casa del difunto, no saliendo de
casa por un año por observancia de dicha ley. O si los en
terrasen en tierra virgen o en osario de judios. O si algu
nos se han ido a tornar judíos. O si alguno ha dicho que es
tan buena la Ley de Moisés, como la de nuestro Redentor
Jesucristo.
Edicto de Fe
(leido en las iglesias al comenzar de la
Cuaresma).
57
IV. Santo Oficio y centralismo
monárquico: las reacciones ante
la extensión de la nueva
Inquisición
58
respectivos pone de relieve su deliberada voluntad de impo
ner a todos sus súbditos una jurisdicción común. Más claro
aún: a partir de 1483, la Inquisición castellana se convierte
en un organismo estatal mediante el nombramiento por la
Corona del primer inquisidor general y la real creación del
Consejo de la Suprema y General Inquisición (comúnmente
designada como “ La Suprema” ). Tan hechura de la Monar
quía era este organismo como los restantes consejos estricta
mente políticos o administrativos creados en 1480. No podía
traslucirse mejor la función civil de este tribunal religioso.
Torquemada, que acumuló en su persona el cargo de In
quisidor general para Castilla y Aragón, a partir del mismo
año 1483, encarna a la perfección esta nueva Inquisición es
pañola cuyo funcionamiento e institución fijó por lo menu
do en sus famosas Instrucciones del 29 de octubre de 1484.
Alrey Fernando no le costó trabajo alguno hacerle recono
cer como tal Inquisidor General por las Cortes de Aragón
(Tarazona, mayo de 1484) Y, sin embargo, los aragoneses
no habían dejado de manifestar su descontento ante la im
posición —contraria a sus Fueros— de esta nueva forma de
Santo Oficio.
Fue en Zaragoza donde se hizo pública la más firme resis
tencia a la implantación de la Nueva Inquisición. Torque
mada nombró allí (4 de mayo 1484) dos inquisidores: el do
minico Gaspar Yuglar y el canónigo Pedro Arbués. Pero las
autoridades de la ciudad y la alta nobleza se mostraron rea
cias a su acatamiento y hasta finales del año no pudo el nue
vo tribunal quedar definitivamente instalado. No dio por
ello pruebas de menor eficacia y en mayo y junio de 1485 los
zaragozanos pudieron ya asistir a dos brillantes autos de fe.
Ahora bien, los cristianos nuevos aragoneses se muestran
menos mansos que los castellanos y protestan públicamente
contra lo que consideran dos intolerables novedades: la con
fiscación de bienes y el secreto de los nombres de los tes
tigos. A ellos se suman “ muchos caballeros y gente princi
pal” , como dice Zurita en sus Anales de Aragón. Y no por
razones humanitarias sino por motivos políticos: la defensa
de las libertades del reino que consideran violadas por un
59
tribunal que no tiene empacho alguno en innovar en materia
jurídica. Con tal de salvaguardar estas libertades y hacer
que la Inquisición respete tanto el derecho civil como el ca
nónico, los aragoneses están dispuestos a hacer los sacri
ficios económicos necesarios. Pero el rey se muestra intran
sigente porque lo que le preocupa no es tanto enriquecer su
hacienda como imponer un organismo unitario a ambos
reinos, Castilla y Aragón. Cerrada la via de la negociación,
no tarda en formarse un complot. A su cabeza, un noble
aragonés, descendiente de judíos por via materna: Juan de
la Abadía. El 15 de setiembre de 1485, a las once de la no
che, cuando los monjes están en el coro, un grupo de conju
rados se acerca al inquisidor Pedro Arbués. Como éste no
las tenía todas consigo, llevaba cota de malla y una especie
de casco de hierro en la cabeza disimulado bajo el solideo.
Pero de estas precauciones estaban al corriente Juan de Es-
peraindeo, que le da en los brazos con el tajo de espada, y
Vidal de Uranso, que le hiere gravemente en la parte supe
rior del cuello. Dos días durará la agonía del inquisidor Pe
dro Arbués.
Como hubiera dicho Talleyrand, aquello fue “ peor que
un crimen: un error” . Los conjurados regalaron,a la Inqui
sición un mártir que la Iglesia se dio prisa en ofrecer a la ve
neración popular (correrá incluso la voz de que basta con
acercarse a su tumba para curarse de las liendres. Virtud
taumatúrgica que no debió ser ajena a la beatificación de
Pedro Arbués por Inocencio II en 1664)
Por de pronto, el mero anuncio del atentado doblemente
sacrilego (asesinato de sacerdote y profanación de iglesia)
desencadenó un tumulto popular contra los conversos acu
sados de instigadores del crimen. Sólo la intervención del ar
zobispo de Zaragoza, Alfonso de Aragón, impidió la carni
cería. Pero aseguró a las masas que los culpables serían cas
tigados sin piedad. De este modo se impuso a los habitantes
de Zaragoza el tribunal del Santo Oficio en medio del con
tento general. Vidal de Urranso fue detenido y denunció a
sus cómplices. Unas doscientas personas pagaron con su vi
da la participación en el complot. Las actas de la casi totali
60
dad de estos procesos pueden actualmente consultarse en la
Biblioteca Nacional de París que se las compró en 1820 a
Juan Antonio Llorente quien las descubrió en 1813 en los
archivos de la Inquisición de Zaragoza.
Teruel, Lérida, Barcelona, se opusieron también a la im
plantación del Santo Oficio. Para imponer con mayor fuer
za la autoridad de su institución, los Reyes Católicos obtu
vieron dos confirmácioanes papales“ del’ nombramiento de
Torquemada como Inquisidor General: el 11 de febrero de
1486 y el 6 de febrero de 1487. En esta última bula quedaba
confirmado como tal Inquisidor General en los reinos de
Castilla y León, Aragón y Valencia, el principado de Cata
luña y todos los territorios pertenecientes a Isabel y Fernan
do. Para que Barcelona no pudiera aducir su privilegio de
rechazar un inquisidor especialmente designado, se otorgó a
Torquemada —el titular del cargo también en esta ciudad—
la facultad de delegar sus poderes. Por todas partes lograba
Fernando el Católico implantar el Santo Oficio: Cerdeña
(1489), Sicilia (1500). Unicamente Nápoles se libró de la In
quisición tras dos tentativas (1504 y 1510) que fracasaron
frente a la determinación popular. Los napolitanos de ori
gen judío pagaron caro esta oposición a la real voluntad: to
dos, conversos y no conversos, fueron expulsados del reino
de Nápoles.
El tribunal del Santo Oficio se había, pues, convertido
—en las dos coronas de Castilla y Aragón— en un organis
mo supranacional que, por su naturaleza mixta (religiosa y
civil), estaba por encima de las otras jurisdicciones y, por
consiguiente, era particularmente eficaz y temido por todos,
cristianos viejos incluidos. Bien se vio en Córdoba, donde
las autoridades civiles y religiosas denunciaron unánime
mente los excesos del inquisidor Diego Rodríguez de Lucero
(nombrado en 1499. Cf. texto, p. 63). Pero fue en vano. Y
sin embargo la situación era tan insostenible que el marqués
de Diego intervino manu militari contra la Inquisición de
Córdoba liberando a los presos y arrestando al Procurador.
Lucero se salvó por pies pero se consiguió al fin su destitu
ción. De todas formas, lo que los cristianos viejos conside-
61
raban como insoportables vejaciones no era sino la estricta
aplicación del reglamento inquisitorial que los conversos pa
decían —sin derecho alguno a protesta— desde la instaura
ción del Santo Oficio.
Padeciéndolo en carne propia es como se daba uno cuenta
de la radical iniquidad del funcionamiento de la Inquisición
en cuanto Tribunal de excepción. La muerte del último fun
dador de la Inquisición, Fernando de Aragón, el 23 de enero
de 1516 permitió planear, si no la supresión del Santo Ofi
cio, sí algunas reformas importantes. Así fue como en fe
brero de 1518, las cortes castellanas osaron proponer en Va
lladolid al nuevo soberano Carlos I “ que en el oficio de la
santa Inquisición se proceda de manera que se guarde entera
justicia” y que “ los malos sean castigados y los buenos ino
centes no padezcan” . Según Pedro Mártir de Anglería,
buen conocedor de la Corte, se llegó incluso a ofrecer al
Gran Canciller Juan Sel vagio la suma de diez mil ducados
para que sométiera a la aprobación del Rey una pragmática
sanción reformando la actuación del Santo Oficio. Otros
diez mil ducados le fueron prometidos en caso de que la ges
tión tuviera éxito. Juan Selvagio se puso a redactar una
pragmática sanción en la que, entre otras innovaciones, se
estipulaba la supresión del secreto a que estaban sometidos
los prisioneros, la publicación del nombre de los testigos al
comienzo del proceso, la prohibición de someter al acusado
a la cuestión in caput alienum y el abandono del sistema de
confiscación total de los bienes del condenado. Pero, por
desgracia, la muerte repentina del Gran Canciller, el 31 de
mayo de 1518, dio al traste con las esperanzas de ver al San
to Oficio funcionando dentro de las normas de la más ele
mental legalidad jurídica. Peticiones en este sentido fueron
igualmente formuladas en las cortes de 1519. Carlos I que
esperaba ser nombrado emperador este año, prometió la ob
servancia de “ los sagrados cánones y las ordenanzas y de
cretos de la silla apostólica, sin atender nada en contrario”
Respuesta a todas luces ambigua y que no podía por menos
de dejar las cosas como estaban.
Habrá que esperar a 1808 y la invasión napoleónica para
62
“ LAS OBRAS DE LUCERO Y DE ALGUNOS DE
SUS CONSORTES Y OFICIALES ERAN
DIABOLICAS...”
“ Las obras del dicho Lucero y de algunos de sus con
sortes y Oficiales eran diabólicas y para perseguir nuestra
Santa Fe Católica porque él hacía mostrar con grandísimo
cuidado y diligencia a los mozos y mozas que prendía las
oraciones de los Judíos, forzaba y amenazaba, atormenta
ba e inducía por mil otras maneras, y más a los testigos
que en su- cárcel tenía presos, con que infamó y dejó testi
guados gran multitud de cristianos viejos, de quien jamás,
ni de sus linajes, se tuvo sospecha, en quien estaban nota
dos casi todas las personas eclesiásticas y de la mejor fama
y en el ejemplo de todo este obispado, y asimismo, de los
nobles y caballeros, y de los monjas y dueñas y doncellas,
y de todos los otros de esta ciudad, en la cual, aun no sola
mente padece este daño, pero de aqui salían centellas con
que muy presto, si esta maldad fuera adelante, todos estos
reinos y señoríos de Vuestra Alteza se abrasarán y desola
rán y quedarán en perpetua infamia por toda la cristian
dad.
Fingió y ordenó que se asentasen en los procesos que
había veinticinco mujeres profesas que, con licencia y au
toridad de sus padres, y en compañía de algunos de ellos,
y de otras personas señaladas, en número de cincuenta, y
con ellos algunos predicadores eclesiásticos, por rabíes,
los cuales, todos juntos, dicen y testifican que anduvieron
predicando y profetizando casi por todas las ciudades y vi
llas de estos reinos, cosa muy lejos de verosímil, porque
tanta gente junta era imposible andar secreta por tantas
partes, habiendo entre éstos algunos caballeros e hijas de
hombres principales, hidalgos y cristianos viejos, y otros
conversos, y de baja manera, cuya condición no se com
padecía... Y todo esto bastaba para que cualquier juez co
nociese que era maldad, pues eran cosas que no cabían en
juicio de persona podía acaecer. Y junto con estas tantas
abhominaciones, no son de callar otras muchas que, parti
cularmente, hacía de cada día, demás de las muertes y ro-
63
bos que hizo, porque en esta ciudad hay hombres que muy
poco tiempo ha eran pobres, y porque algunos días le han
ayudado en sus maldades, tienen gruesas haciendas, por
que de lo que secretaban, tomaban muy gran cantidad de
riquezas... Ni es de callar que él atormentaba a las muje
res desnudas de todo en todo para más las avergonzarlas y
poder que más temiesen. Y finalmente, a todos nos no
taba y nombraba por herejes, y asi hacia mandas de nues
tros beneficios y oficios y haciendas como si las tuviera en
la mano, y hacía amenazas y prisiones así que muy pode
rosa Señoría.
LA CIUDAD DE CORDOBA A
LA REINA JUANA
Diciembre de 1506
(Archivo General de Simancas, Pa
tronato Real, leg. 28, doc. 40; cit.
por Rafael Gracia Boix, Colección de
documentos para la historia de la In
quisición de Córdoba, 1982, p. 104-
105).
64
que desaparezca, “ este tribunal del cielo puesto entre los hu
manos y miserables” , como reza un manuscrito del siglo
XVII.
Felipe II hizo ver bien claro que el Santo Oficio era un or
ganismo estatal cuando creó el Consejo de la Suprema y Ge
neral Inquisición, y de importancia capital puesto que venía
inmediatamente después de los Consejos de Castilla y Ara
gón. Y todavía hubo miembros de la Suprema que reivindi
caron el segundo puesto en la categoría estatal con tal ardor
que se llegó a precisar oficialmente que ningún otro consejo
podría ser intercalado —en orden de importancia— entre
los dos primeros. La función política de esta “ institución
eclesiástica inspirada y dominada por un Estado que tendía
él mismo a erigirse en Iglesia” (Robert Ricard) la percibió
claramente Simon Contarini quien, en un informe que diri
gió en 1605 a la República de Venecia, llegó a escribir: “ El
Consejo de la Inquisición es absoluto en todo, respecto de
que trata cosas de la fe... dase gran mano a este tribunal con
pretexto de Religión, y es materia de estado” . Mientras que
la Iglesia, por un lado, se hacía estatal, gracias al Santo Ofi
cio, España entera, por otro, se clericalizaba y sus gober
nantes se hicieron en verdad acreedores al título de “ Majes
tad Católica” .
Esta clericalización de España se hará patente en la idio
sincrasia de un pueblo que ha estado durante tres siglos en
libertad vigilada, según veremos en el capitulo VIL Las ven
tajas políticas de tal situación, para una monarquía absolu
ta, saltan a la vista con sólo comparar la historia de España
con la de su vecina Francia: no hubo ninguna de las guerras
de religión —que hicieron vacilar el trono de soberanos
franceses—; ningún peligro de revolución que desemboque
en el peor de los sacrilegios: la muerte del Ungido del Señor.
El “ eslogan” de los ultrarrealistas del Trienio liberal: “ ¡Vi
van las cadenas! ¡Viva la Inquisición!” no puede ser más
significativo a este respecto.
La Inquisición era, por naturaleza, el más preciado auxi
liar del poder. Del poder, en cuanto tal, ya que no le impor
taba que fuera éste legitimo o no. En Mayo de 1808 no tuvo
65
ningún escrúpulo en enviar a todos sus tribunales una circu
lar condenando la sublevación del día 2 y exhortando a sus
servidores a “ la vigilancia más activa y esmerada... para
evitar que se repitan iguales excesos” .
Pero, por naturaleza también, la Inquisición era conser
vadora y toda innovación le parecía nefasta, incluso —y, so
bre todo— cuando era el Estado quien la proponía. De aquí
los conflictos que se originaron, más o menos abiertamente,
entre Santo Oficio y gobierno, cada vez que —como en el
caso de Carlos III— quiso éste último encaminar al país por
la vía del progreso (Cf. capítulo VIII). Aunque al servicio
del Poder, la Inquisición quiso siempre que el Estado estu
viera a su propio servicio.
No sin éxito.
66
V. Nuevas víctimas para la
Inquisición: los moriscos
67
mer arzobispo de Granada, Fernando de Talavera, quien,
para animar a los moros granadinos a abrazar la fe de Cris
to publicó, el 31 de octubre de 1499, un edicto ofreciendo
—a cargo de la Hacienda Real que debía indemnizar a los
amos— la libertad de todos los esclavos que aceptaran el
bautismo. Además, todo moro cuyo hijo se hiciera cristiano
tenía inmediatamente que entregarle la hijuela, a menos que
no abandonara él igualmente la religión islámica. Finalmen
te, todo nuevo cristiano recibiría una cantidad de bienes del
Trono, procedentes de la conquista del reino. Con semejan
tes argumentos el Cardenal Cisneros, a la sazón arzobispo
de Toledo, bautizó en un solo día, por el expeditivo procedi
miento de aspersión, a unos tres mil infieles. En total, más
de cincuenta mil moros —según datos oficiales, abandona
ron el islamismo por el cristianismo.
Estas conversiones en masa van a desencadenar el mismo
proceso de falsa integración protagonizado por los judíos
tras la predicación de Vicente Ferrer. A partir del 15 de fe
brero de 1502, por real decreto de Isabel y Fernando, todos
los moros que no quieran convertirse deberán abandonar el
reino en el plazo de un mes. Se les impone las mismas condi
ciones económicas que a los judíos en 1492, pero, para evi
tar que emigren con sus bienes a Africa, se Ies obliga a salir
de España por los Pirineos.
De hecho, la medida de expulsión no entrará en vigor más
que en Castilla. En el reino de Aragón, la hostilidad de los
grandes propietarios de tierras la convierte en letra muerta,
e incluso en las Cortes de Monzón (1510) y de Zaragoza
(1519) se reafirma solemnemente que los moros de Aragón
no están obligados a abrazar la fe cristiana.
Pero en este mismo año de 1519 estallan las Germanías en
Valencia y para disminuir el poder económico de los latifun
distas, los sublevados inventan una original manera de prac
ticar la lucha de clases: convertir por la fuerza a los moros
para que, una vez cristianos, no paguen más que la mitad de
tributos al señor. Una comisión teológica presidida por el
Inquisidor General Manrique y compuesta, muy significati
vamente —además de por obispos y teólogos— por miem-
bros de los consejos de la Inquisición de Aragón, de las In
dias y de las Ordenes Militares, dictaminará —después de
las Gemianías— la validez de estas conversiones, dispensan
do así a Carlos V de su juramento ante las Cortes de Aragón
de 1519.
Una vez el proceso en marcha no hay más que dejarse lle
var por el engranaje: el 16 de octubre de 1525 los moros que
han permanecido fieles al Islam tienen la obligación en ade
lante de llevar una señal distintiva (en forma de media luna)
que los expone al oprobio popular. Menos de dos meses más
tarde, el 8 de diciembre, un nuevo decreto fija para el 31 de
enero de 1526 la fecha límite en que deberán escoger entre el
bautismo o el destierro. A partir de entonces no tiene que
haber, teóricamente, ningún infiel en todo el territorio espa
ñol.
Moriscos y cristianos
70
“ CONVIENE A SABER...”
71
y bajando la cabeza, diciendo ciertas palabras en arábigo,
rezando la oración del Anduli/ey y colo y laguahal y otras
oraciones de moros. Y que no coman tocino ni beban vino
por guardia y observancia de la secta de los moros. O que
se hayan guardado la Pascua del Carnero habiéndole
muerto haciéndole primero el Guado, o que hayan hecho
el zahor. O si algunos se hayan casado o desposado según
rito y costumbres de moros, y que hayan cantado cantares
de moros, o hecho zambras o leylas con instrumentos
prohibidos. O si hubiese alguno guardado los cinco man
damientos de Mahoma o que haya puesto a sí o a sus hijos
o a otras personas hanzas que es una mano en remem
branza de los cinco mandamientos. O que hayan lavado
los difuntos amortajándolos con lienzo nuevo, enterrán
dolos en tierra virgen, en sepulturas huecas, poniéndolos
de lado con una piedra a la cabecera, poniendo en la se
pultura ramos verdes, miel, leche, y otros manjares; di
ciendo que el ánima del difunto ha de comer de ellos. O
que hayan llamado o invocado a Mahoma en sus necesida
des diciendo que es profeta y mensajero de Dios, y que el
primer templo de Dios fue la casa de la Meca, donde dicen
está enterrado Mahoma. O que hayan dicho que no se
bautizaron con creencia de nuestra Santa Fe Católica. O
que hayan dicho que “ buen siglo hayan sus padres o abue
los que murieron moros o judíos” . O que “ el moro se sal
va en su secta y el judío en su ley” . O que hayan hecho o
dicho otros ritos, o ceremonias de moros, o si alguno se ha
pasado a Berbería y renegado de nuestra Santa Fe Católi
ca, o a otras partes y lugares fuera de estos reinos a tor
narse judíos, moros o luteranos o a seguir otra secta re
probada” .
Edicto de Fe
72
El mes de Ramadàn ofrecía una ocasión pintiparada para
esta actividad. Bastaba con que el morisco rechazara la invi
tación a comer para que fuera inmediatamente denunciado.
En el fondo lo que los cristianos viejos negaban a los mo
riscos, lo mismo que a los descendientes de los judíos, era el
derecho a manifestarse diferentes. En el Edicto de Fe que,
por orden del Inquisidor General Manrique, se leyó en las
iglesias a partir del siglo XVI, cuando se entraba en Cuares
ma, se encuentran descripciones de ritos (los fúnebres, por
ejemplo) que determinan la prueba de una efectiva práctica
de la religión musulmana. Pero ¿cómo juzgar los cantos o
danzas, “ zambras” o “ levlas” al son de “ instrumentos pro
hibidos” (Cf. texto, p. 71)? De hecho, como afirma Mer
cedes García Arenal en su excelente obra: Inquisición y Mo
riscos. Los procesos del Tribunal de Cuenca, el Santo Oficio
no estableció diferencia alguna entre ceremonias y costum
bres moras. Incluso cuando la Inquisición terminó por ad
mitir implícitamente que la alimentación no constituía deli
to de herejía por sí sola (el Consejo de la Suprema prohibe
en 1537 someterlos a la cuestión para hacerles confesar que
se habían abstenido de comer cerdo y beber vino, si no ha
bía otros cargos) las costumbres domésticas de los moriscos
fueron siempre piedra de escándalo para los cristianos vie
jos. El odio racial llegó hasta denunciar a la Inquisición a
los vecinos que se sentaban en el suelo y no en una silla y a
los que cocinaban un “ couscous” .
Las consecuencias de la expulsión de los moriscos
73
pio del S. XVI dirigía Bernáldez a los judíos (Cf. texto
P- 24).
Los gráficos publicados por el profesor Jaime Contreras
en el catálogo de la exposición sobre la Inquisición (Madrid,
1982) son en extremo elocuentes: la importancia numérica
de los procesos incoados contra los moriscos es inversa
mente proporcional a la de los juicios contra los judíos. Las
incitaciones del Santo Oficio a la delación encuentran «un
eco particularmente favorable en el transcurso de los siglos
XVI y XVII cuando se trata de moriscos: de 49.000 procesos
examinados por Jaime Contreras, más de 11.000 entran en
la rúbrica de “ mahometismo” . En el reino de Aragón don
de abundaba especialmente la población morisca, esta here
jía viene en cabeza de las que sanciona la Inquisición: unas
7.500 condenas de un total de 26.000 aproximadamente, es
to es, un 29%. Hay regiones, igualmente de fuerte densidad
de población morisca, que ofrecen estadísticas más revela
doras: Valencia, 60%; Socuéllamos (Ciudad Real), 32 fami
lias moriscas (de Tas 49 que cuenta la aglomeración) en el es
pacio de cuatro años, 1582-1585; en Granada, entre 1550 y
1570, el Santo Oficio se ampara anualmente de los bienes de
70 moriscos.
Semejante encarnizamiento contra los moriscos fue poli
ticamente una catástrofe. Carlos V lo había intuido y por
ello pidió en las Cortes de Monzón que no se los persiguiera
mientras no fueran culpables de mahometismo flagrante.
Pero el rigor con que se los trató hizo imposible todo intento
de asimilación religiosa y social. Por más que teóricos como
Fray Alonso Chacón, én 1598, propusieran matrimonios
mixtos entre moriscos y cristianos viejos, como única solu
ción al problema, el .prejuicio de la pureza de sangre estaba
tan anclada en la mentalidad cristiana que resultaron total
mente inoperantes. Ni los moriscos eran favorables a tal me
dida. Quienes aceptaron no tardaron en lamentarlo: un tal
Iñigo Herrero tuvo que soportar que su mujer se quejara an
te la Inquisición de Cuenca de que su marido “ se tenía por
afrentado de acostarse con aquella perra, diciéndole por ser
cristiana y venía de cristianos viejos” . Se le incriminará el
74
hecho de montar en cólera cuando su mujer quiere poner
una estatua de la Virgen en la cabecera de la cama y, como
no tienen hijos, el fiscal no perderá la ocasión de encarnizar
se con él afirmando que “ debía haber procurado otras for
mas y modos para no tener generación de la dicha mujer” .
En respuesta al desprecio, vejaciones y exacciones de que
son objeto, los moriscos albergarán un profundo odio a los
cristianos. Con las esperanzas puestas en el Gran Turco, no
se privarán —en público incluso— de desear su victoria. La
actitud sistemáticamente recelosa de la Inquisición ha hecho
imposible toda coexistencia pacífica entre las dos comunida
des, morisca y cristiana. Y cuando la opresión se vuelva in
tolerable, como, por ejemplo, en Granada, donde la Inquisi
ción aumenta sin cesar las confiscaciones (entre 1563 y 1568
alcanzan su punto álgido) ocurrirá la inevitable sublevación.
Una de las más célebres fue la de las Alpujarras o guerra de
Granada en 1568, duramente reprimida pero sin poder aca
bar con el miedo de una rebelión general de los moriscos,
apoyados por el Gran Turco.
De hecho, los moriscos han llegado a ser efectivamente
“ enemigos del interior” . Bien se vio cuando en 1575 la In
quisición intercepta a un emisario que los moriscos de Ara
gón enviaban al gobernador de Bearn, Monsieur de Ros,
con el que deseaban firmar un pacto de alianza. En 1602, es
al propio rey de Francia, Enrique IV, a quien los moriscos
de Valencia dirigen un memorial pidiéndole que les libere de
la asfixia fiscal y religiosa. En tales circunstancias no hay
que extrañarse de que Felipe III decidá expulsar a los moris
cos de los reinos de Valencia y Castilla, en 1609, y de Ara
gón, Andalucía y Murcia, al año siguiente. Por miedo de
una alianza entre moriscos y bereberes, 300.000 personas
fueron deportadas al Magreb con gran detriménto de la eco
nomía nacional y de los intereses de los latifundistas arago
neses.
La Iglesia española, atrincherándose en una actitud es
trictamente represiva, faltó gravemente a su misión evangé
lica de enseñar a los gentiles. Todo lo que hizo fue enfrentar
de manera irreversible a dos comunidades que, sin su ac
75
ción, hubieran llegado a entenderse.
Y hacer pagar caro a España el precio de una supuesta
unidad religiosa.
76
VI. Cuando los propios
cristianos viejos pudieron ser
víctimas de la Inquisición
77
hijo Enrique II promulga en 1559 el edicto de Ecouen que
entrega a los calvinistas en manos del verdugo, la herejía
prosigue su marcha victoriosa. De 1562 a 1598 las guerras de
religión asolarán el territorio francés. Hugonotes y católicos
se encarnizarán en una espantosa guerra civil que culminará
en la atroz matanza de la San Bartolomé (24 de agosto de
1572) con el asesinato de 3.000 protestantes parisinos.
Un contagio evitado
78
poder para absolver los pecados. Y que en la hostia consa
grada no está el verdadero cuerpo de nuestro señor Jesucris
to. Y que no se ha de rogar a los Santos. Y que no ha de ha
ber imágenes en las iglesias. Y que no hay necesidad de rezar
por los difuntos. Y que no son necesarias las obras, que bas
ta la Fe con el bautismo para salvarse. Y que cualquiera
puede confesar y comulgar uno a otro debajo de entrambas
especies, pan y vino. Y que el Papa no tiene poder para dar
las indulgencias, perdones ni Bulas. Y que los Clérigos,
Frailes y Monjas pueden casar. O que hayan dicho que no
ha de haber Frailes, ni Monjas, ni monasterios, quitando las
ceremonias de la Religión. O que hayan dicho que no orde
nó ni instituyó Dios las Religiones. Y que mejor y más per
fecto estado es el de los casados que el de la Religión, ni el
de los Clérigos ni Frailes. Y que no hay fiesta más de los Do
mingos. Y que no es pecado comer carne en Viernes ni Cua
resma ni en vigilias porque no hay día prohibido para ello” .
O, finalmente, que alguien ‘‘se haya ido fuera de estos rei
nos a ser luterano” .
Los Iluminados
¿Estaba realmente inquieta la Inquisición por los progre
sos del Luteranismo en España o se curaba más bien en sa
lud? De hecho la herejía que tendia efectivamente a desarro
llarse en la península en el segundo decenio del siglo XVI era
la del Iluminismo. Contra ella fue promulgado el edicto de
gracia de Toledo (23 de setiembre de 1525). Los Iluminados
(como los Dejados igualmente concernidos por este edicto)
cometían el error de profesar una religión totalmente inte
riorizada y basada en el recogimiento (lícito e incluso orto
doxamente recomendable) y el dejamiento (totalmente pro
hibido). Su divisa se hizo célebre: “ este no pensar nada es
pensarlo todo” .
Se les reprochó sobre todo el que practicaran la oración
mental, en detrimento del rezo oral y el hecho de asociarse
en sectas o conventículos cuyos directores espirituales po
dían ser laicos (como Pedro Ruiz de Alcaraz) o, peor aún,
79
“ beatas” (como Francisca Hernández, Isabel de la Cruz o
María Cazalla. A esta última el tribunal de Toledo le repro
chará la presunción de que hizo gala “ tomando oficio de
predicadora y enseñadora de doctrina que a solos hombres
sabios y de Orden sacra de oficio se concede” .)
Los Iluminados, hay que reconocerlo, no carecían de au
dacia. María de Cazalla, por ejemplo (según el proceso cuya
minuta ha sido publicada por Milagros Ortega Costa en
1978) escandalizó a sus jueces al afirmar que “ estando ella
en el acto carnal con su marido estaba más allegada a Dios
que si estuviese en la más alta oración del mundo y que (...)
cuando pagaba la deuda marital a su marido que estaba to
da divina” .
Iluminismo y Reforma tenían en común una misma acti
tud crítica. Una y otra corriente espiritual negaban: que el
estado monacal implicara mayor santidad que cualquier
otro, la necesidad de la confesión oral y el culto de los san
tos. Por eso los inquisidores no dudaron en meter en el mis
mo saco a iluminados y luteranos, de manera francamente
abusiva. Así, Maria de Cazalla se vio acusada de una y otra
herejía a la vez y condenada finalmente por luterana, cuan
do constituía un ejemplo evidente de iluminismo.
En el Edicto de las delaciones, se les consagraba a los ilu
minados un párrafo especial en el que eran identificados co
mo sujetos a “ ciertos ardores, temblores y desmayos que
padecen con indicios del amor de Dios y que por ellos se co
nocen que están en gracia y tienen espíritu santo” .
80
descartar esta posibilidad. Y eso que el hecho de tener que
reconocer, en el interrogatorio de identidad con que se ini
ciaba todo proceso, que sus antepasados eran judíos e inclu
so que sus padres y abuelos habían sido reconciliados, no
dejaba de ser para los inquisidores una prueba más de cul
pabilidad. Pero, sean cuales fueren los orígenes étnicos de
los que fueron condenados por ¡luminismo, forzoso es reco
nocer que tanto esta corriente como el luteranismo consti
tuían auténticas herejías. Es decir, que nos hallamos ante
dos movimientos desviacionistas en el seno de la Iglesia ca
tólica, y no se trata, como en el caso de judaizantes o maho-
metanizantes, de una supervivencia de prácticas o creencias
de otra religión. Unos y otros no eran finalmente más que
judíos y moros obligados a fingir una condición de cristia
nos, pero, incluso si no era católico, ni mucho menos roma
no, un iluminado o un luterano era, ante todo, un cristiano.
De donde se deduce que la pureza de sangre no garantizaba
ya en modo alguno la impunidad persecutoria puesto que ni
los mismos cristianos viejos podían en adelante librarse del
furor inquisitorial.
82
LA CUAL PROPOSICION ES FEDA
PROPOSICION, ESCANDALOSA, HERETICA Y
POR ESTE SANTO OFICIO CONDENADA...
83
nio a la virginidadd, cuanto al primer término que dice
que es de mayor merecimiento el del matrimonio que el de
la virginidad es herejía y contra el Evangelio, el cual atri
buye al celibato fruto centésimo y al matrimonio trigési
mo y también está condenada. Cuanto a lo otro que dice,
pues no sentía delectación etc., es faclua sapiens heresim,
como está dicho.
... Y allende de estas proposiciones sobredichas, tiene
esta rea otras muchas muy arrogantes e factuas y escanda
losas y sospechosas por ser esta rea tan presuntuosa to
mando oficio de predicadora y enseñadora de doctrina
que a solos hombres sabios y de Orden sacra de oficio se
concede.
84
pio arzobispo de Toledo, Carranza, antiguo confesor de
Carlos V, tuvo que comparecer ante el santo tribunal. En
1563, Pio V promulgará la bula “ Pontifex Maximus” por la
cual se confiere a los cardenales inquisidores el derecho de
perseguir a obispos y prelados. De este modo el episcopado
pierde toda prerrogativa en materia de preservación de la fe
y toda la Iglesia de España queda sometida a la Inquisición.
El famoso proceso contra Fray Luis de León ilustra con su
ficiente elocuencia el alcance de la decisión papal.
Si el Santo Oficio desconfía de todos los fieles sin excep
ción, los de origen extranjero o relacionados con el extran
jero son sometidos a una particular vigilancia. Por ejemplo,
un tal Gil Antón, pobre calderero de origen parisino, tendrá
que comparecer ante el tribunal de Atienza acusado de lute
ranismo por haber dicho en cierta ocasión que “ más quería
que faltase la Iglesia que no el vino” . Su condición de ex
tranjero era en realidad lo que motivaba el proceso puesto
que fue dejado en libertad cuando pudo demostrar que no
había vuelto a Francia desde hacía diez años.
Para proteger a España de toda contaminación exterior,
la Inquisición establecerá un verdadero “ bloqueo sanita
rio” intelectual. El 1 de febrero de 1525, tres galeras vene
cianas cargadas de libros de Lutero, son decomisadas en un
puerto del reino de Granada. El Santo Oficio desempeñará
en adelante, y hasta su definitiva abolición, el papel de
aduana espiritual. Para que la situación quede todavía más
clara, el 2 de abril del mismo año, se renueva oficialmente la
prohibición absoluta de leer ningún escrito de Lutero ni de
sus seguidores. En esta prohibición quedan comprendidos
hasta los Coloquios de Erasmo. En 1527, en una asamblea
presidida por el Inquisidor General Manrique, los monjes
no habían conseguido la condena de su encarnizado enemi
go. En 1533 ya pueden respirar tranquilos.
El 22 de mayo de 1545, en respuesta a una petición del
Tribunal de Barcelona, La Suprema confecciona un memo
rial de obras prohibidas. Constituye, en forma manuscrita,
el primer Indice inquisitorial. En setiembre de 1547 aparece
impreso el primer Index librorum prohibitorum. A partir de
85
Retrato de Erasmo
86
esta fecha todo libro es “ a priori” sospechoso, e intelectual-
mente hablando, España queda en libertad condicional.
Los buenos y los malos
“ (...) es luterano,
es francmasón, ateísta,
gentil, calvinista,
judío, am ano...
de todito un poco
pero de cristiano nada.”
87
VII. La sociedad española en
libertad condicional
88
confiarán al poder civil exclusivamente (los Consejos de
Castilla y Aragón) la censura previa. Son los famosos privi
legios firmados en nombre del Rey que vemos estampados
en todas las obras clásicas de la literatura española, desde
los escritos de Cervantes a los de Torres Villarroel. Todas
las publicaciones, —sean cuales fueren los temas tra ta d o s-
tienen que prevalerse de esta autorización explícitamente
consignada, y los Consejos y Audiencias solicitarán a su vez
el dictamen de los especialistas en la materia antes de pro
nunciarse en favor o en contra. En el S. XVIII son las Aca
demias Reales cantera de censores. Sus informes (los de Jo-
vellanos —una buena parte, al menos— han sido publicados
en la B. A.E. y constituye un excelente ejemplo del funciona
miento de esta censura civil) nos muestran que no se juzgaba
únicamente el contenido; también el estilo era mirado con
lupa y si el censor lo juzgaba farragoso o poco interesante la
manera de abordar el tema, el terrible “ no ha lugar” se aba
tía sobre el escrito en cuestión, por inocente que fuera la in
tención de su autor. Quienes infringían la censura se expo
nían a ser desterrados, a ver sus bienes confiscados e incluso
—teóricamente— a morir en el patíbulo. Hay que llegar
hasta principios del siglo XIX (con las constituciones de Ba
yona y de Cádiz) para ver proclamada la libertad de impren
ta y legalmente reconocido el derecho intangible a su ejerci
cio.
La Inquisición, contrariamente a lo que se cree, sobre to
do allende los Pirineos, no ha ejercido nunca la censura pre
via. De lo que no se ha privado, en compensación, es de un
control a posteriori particularmente severo. El Santo Oficio
desempeñaba su papel censorio respecto a los libros de mo
do semejante a como lo ejercía con las personas: apelando a
la denuncia. Cada español se veía así confirmado en su fun
ción de Inquisidor en potencia puesto que, como lector, de
bía poner en conocimiento de La Suprema “ cualesquiera
cosas que fuesen contra Dios” . El libro en cuestión era ob
jeto de un atento exámen por parte de dos calificadores de
entre los ocho que integraban cada tribunal. (Según una car
ta patente de 1607 estos ocho especialistas serán elegidos en-
89
Santo Domingo y los Albigenses, por Pedro Berruguete
(Museo del Prado, Madrid).
90
tre “ los más eminentes y que hayan leído teología y sean
personas de edad, virtud y prudencia” .)
Era éste un cargo no remunerado, puramente honorífico
y que, dentro de la jerarquía inquisitorial, ocupaba el cuarto
rango: tras los inquisidores propiamente dichos, el fiscal y el
juez de bienes incautos. Si el libro sospechoso era juzgado
negativamente volvía al Consejo Supremo de la Inquisición
a quien incumbía la decisión última.
Este centralismo dogmático va a plasmarse en el estableci
miento de un índex que será conocido con el nombre de un
gran inquisidor: Valdés (1551 y 1559); Quiroga (1583 y
1584); Sandoval (1612); Zapata (1632); Sotomayor (1640);
Valladares-Marín (1707); Pérez de Prado (1747) y Rubín de
Cevallos (1790, completado en 1805).
Cuando la obra es prohibida en su totalidad (in totum),
todos los ejemplares en circulación deben ser entregados a la
Inquisición que los. echará a la hoguera siguiendo un cere
monial en vigor desde los orígenes del Santo Oficio, contra
los libros en hebreo en general y las biblias judías en particu
lar (Cf. cuadro de Berruguete, p. 90).
La censura puede ejercerse únicamente contra determina
dos pasajes. En este caso se recogen igualmente los ejempla
res y la Inquisición procede a la debida corrección de las lí
neas incriminadas.
Para evitar la difusión de los libros prohibidos, la Inquisi
ción extrema las precauciones: sus comisarios y familiares
inspeccionan periódicamente las imprentas, las librerías y
las bibliotecas. En las aduanas no hay paquete de libros o
simples impresos que pueda recogerse sin el consentimiento
previo de un miembro del Santo Oficio. De aquí los retrasos
y perjuicios consiguientes que padecen los libreros y sus fre
cuentes protestas. En vano siempre. Surge un contrabando,
lucrativo sin duda, pero arriesgado: pasan por las fronteras
toneles de doble fondo y hay libros cuyo contenido rio co
rresponde a la portada.
Salvo si se ha obtenido la necesaria licencia, estar err pose
sión de un libro prohibido constituye en sí un índice de here
jía: así lo ha decidido Pablo III por un breve del 7 de setiem-
91
bre de 1539 que autoriza al Inquisidor General Juan de Ta-
vera a perseguir a todo detentor de una de estas obras. Me
dida que resulta ser tan eficaz como extrema.
Por tan expeditivos procedimientos, la Inquisición hace
reinar un clima de inseguridad en el mundo de la imprenta.
Impresores, libreros y lectores son prisioneros de un sistema
coercitivo que, sin embargo, no deja de ofrecer escapa
torias: Virgilio Pinto Crespo (Inquisición y control ideológi
co en la España del S. XVI) ha demostrado irrefutablemente
la importancia del lapso de tiempo (5 años por término me
dio) que transcurría entre la publicación de una obra y su
condena por la Inquisición.
Era demasiado. Eficaz cuando se trataba de un producto
de lenta difusión pero totalmente inoperante si el impreso en
cuestión estaba destinado a una rápida lectura como era el
caso, a partir de la segunda mitad del XVIII, con la difusión
de la prensa periódica. La prensa, a secas, significará la
puntilla de la Inquisición.
¿Qué consecuencias tuvo el funcionamiento de la Inquisi
ción sobre las Letras y las Ciencias españolas? Hace más de
un siglo que adversarios y defensores del Santo Oficio se
disputan acaloradamente sobre este tema. Blanco White de
claraba: “ se ha observado que quien deseara formar una
buena biblioteca debería escoger sus libros en el Indice de
las obras prohibidas” . Frente a Núñez de Arce que veía en
la Inquisición el origen del retraso intelectual y científico de
España, Menéndez Pelayo afirmaba que “ nunca se escribió
más y mejor en España que en esos dos siglos de oro de la
Inquisición” . De hecho, la pregunta es ociosa y hace pensar
en los temas que discuten los intelectuales de salón. ¿Quién
puede saber lo que habría sido de las Letras y las Ciencias
españolas sin la Inquisición? De lo que no cabe la menor
duda es de que esta sagrada institución ha condicionado to
da publicación española desde el siglo XVI al XVIII inclusi
ve. Sthendal no tenía reparo en declarar que “ el despotismo
imprime idiotez en el estilo” . La literatura española muestra
con sus obras maestras que el despotismo inquisitorial ha
podido constituir un elemento estimulante. Pero ello, mal
92
que le pese a Menéndez Pelayo y a sus epígonos, no justifica
en modo alguno ningún tipo de censura.
93
cuentes como para que el Inquisidor General Abad y la Sie
rra encargara en 1793 al secretario del Santo Oficio, Llóren
te, un informe sobre tan espinoso asunto. Las conclusiones
a que llegó Llorente, tras examinar la documentación de los
Archivos dd'Consejo Supremo de la Inquisición, no dejan
de ser curiosas: los casos de “ solicitación” eran rarísimos
en el clero secular pero frecuentes en el regular y, principal
mente, en las órdenes mendicantes. Lo que equivale a decir
—según él— que cuanto mas pobre era el confesor (y, por
consiguiente, menos posibilidades tenía de recurrir a los ser
vicios de una ramera) más proclive era a la “ solicitación” .
Hubo un monje al menos que le dio la razón, Fray Servando
de Santa Teresa de Mier, que ha pasado a la historia por su
actitud en favor de la independencia de los territorios espa
ñoles de América, cuando afirmó: “ sin la Inquisición, la
confesión hubiera sido un gigantesco burdel” .
94
quien “ haya dicho o afirmado que la simple fornicación no
es un pecado o que es mejor y vale más estar uno amanceba
do que casado” .
Es admirable la sutileza de la distinción: fornicar o vivir
en concubinato son pecados. Y pecados mortales. Pero la
Inquisición no persigue a amenes los cometen sino a quie
nes (hayan dado o no el paso al acto) sostienen que no hay
tal pecado o que, como mucho, se trata de un pecado venial.
Como ha demostrado Jean-Pierre Dedieu en una brillante
ponencia del Simposio Internacional sobre la Inquisición ,
celebrado en Cuenca en 1978, es sobre todo entre 1566 y
1590 cuando la Inquisición ha atacado más duramente a los
defensores de la inocencia de la simple fornicación: un ter
cio del total de las caiisas juzgadas en Toledo durante es
tos 24 años. Puede el lector imaginar la sorpresa de los cas
tellanos ante tamaño rigor, desconocido hasta la fecha, que
el Concilio de Trento imponía a la Iglesia española. En la
mayor parte de los casos, los reos de tal delito tuvieron que
abjurar “ de levi” . A partir de 1640, La Inquisición dejó de
perseguir este tipo de “ crimen” y no porque los españoles se
hubieran vuelto más mojigatos —apostaríamos nosotros—
sino porque habían aprendido a reservarse para sí su opi
nión personal sobre la materia.
‘ Si el concubinato es un pecado, la bigamia —manifesta
ción de desprecio hacia un sacramento— constituye un acto
herético. Por consiguiente, todo fiel debe poner en conoci
miento del Santo Oficio “ si alguna persona se ha casado se
gunda, o más veces, teniendo su primera mujer o marido vi
vo” . De los 49.000 procesos estudiados por el profesor Con
treras 2.790 han sido motivados por bigamia. El porcentaje
(5,7%) no es nada despreciable: ligeramente inferior al que
resulta de las causas contra el luteranismo (7,12%). Y no va
ya a creerse que los 2.790 reos de bigamia practicaban el
triángulo amoroso. Se trataba, sencillamente, de personas
que, habiendo abandonado el hogar conyugal por uno u
otro motivo, habian querido rehacer su vida en otra ciudad.
En una época en que era impensable la ruptura del vínculo
matrimonial (únicamente obteniendo una anulación de la
95
Santa Sede, medida tan excepcional como económicamente
gravosa) constituía esta decisión una especie de “ divorcio a
la española” que los archivos inquisitoriales nos han permi
tido conocer.
Más grave era el delito de sodomía: en el siglo XVI, no só
lo la Inquisición, sino también los tribunales civiles lo cas
tigan con la hoguera. Una centuria más tarde se rebaja la
pena a cien o doscientos latigazos y dé tres a cinco años de’
galeras.
A este respecto, los archivos de la Inquisición han permi
tido a Bartolomé Bennassar un extraordinario estudio an
tropológico del pueblo español (El hombre español). Las
clases acomodadas no parecen haber practicado la homose
xualidad. Perct, en el supuesto de que se hubiera “ visto u oí
do decir” —como rezaba el edicto de fe — que un noble o un
prelado “ haya cometido el crimen nefando de la Sodomía,
¿quién hubiera tenido el valor de denunciarlo al Santo Ofi
cio? El rey francés Enrique III era cordialmente detestado
por los católicos de la Liga y sin embargo nadie vino a mo
lestarle al Louvre donde mantenía su harem de “ mignons” .
Había límites en la aplicación de la ley y si la acusación
—fundada o no— contra Antonio Pérez, el secretario de Fe
lipe II, llegó a los tribunales fue porque de trataba de un
asunto de Estado.
Las minutas de los procesos que han llegado hasta no
sotros nos obligan a concluir que los casos registrados de ho
mosexualidad masculina no se daban tanto por inclinación
natural cuanto por eso de que “ necesidad obliga” : practi
can la sodomía aquellos que por imperativos profesionales
(marinos) o económicos (vagabundos, esclavos) no pueden
acceder al comercio carnal con las mujeres, incluidas las
prostitutas. En este terreno los monjes están también con
cernidos. Lazarillo de Tormes sugiere que es realmente cria
do “ para todo” del Fraile de la Merced. Se trata de una fic
ción literaria, claro está; pero los procesos contra miembros
de la misma Orden de la Merced en Valencia, en los años
1635 y 1687, no eran literatura.
En el campo, es a menudo la bestialidad lo que permite el
96
Por querer a una burra - Goya. (Album C)
desahogo de una sexualidad imposible de satisfacer de otro
modo. Goya nos ha dejado un bien triste testimonio de un
hombre condenado por “ querer a una burra” (Vid. Ilustra
ción, p. 98). No es una invención artística. En las estadísti
cas elaboradas por Jaime Contreras han quedado consigna
dos 2.979 procesos (6% del cómputo total) por sodomía,
bestialidad y otras formas de “ desviación” sexual. Si tene
mos en cuenta los juicios por bigamia, la actividad inquisi
torial consagrada a la vigilancia de la vida privada de los es
pañoles asciende a un porcentaje del 12% de todas las cau
sas juzgadas entre 1540 y 1700. Incluyendo los procesos
contra los “ clérigos solicitantes” alcanzamos la cifra de
14%.
Ortodoxia y orden moral estaban, pues, íntimamente uni
dos no solamente en la mente de los inquisidores sino tam
bién en la de todos los fieles. Esta indisociabilidad ¿ha desa
parecido totalmente hoy día del espíritu hispánico?
Inquisición y brujería
Entre los transgresores del orden moral (y, por ende, cau
santes de desorden social) figuran, evidentemente, los bru
jos y las brujas. Sus poderes maléficos inspiran inquietud.
El erotismo satánico de los aquelarres turba las almas. Pero
¿cometen realmente los actos mágicos que se les atribuye o
que ellos mismos reivindican a veces? Dentro de la misma
Iglesia no ha habido unanimidad a este respecto. San Agus
tín consideraba que no podía tratarse sino de alucinaciones
diabólicas. Santo Tomás de Aquino, por su parte enseña
que “ la fe católica afirma la existencia de los demonios y su
capacidad de hacer daño” .
La Inquisición española se ha adscrito a una y otra de es
tas dos contrapuestas apreciaciones. Los días 6 y 7 de no
viembre de 1610, por ejemplo, se celebró en Logroño un au
to de fe cuya relación pasó a la posteridad gracias a la edi
ción anotada de Leandro Fernández de Mor'atín. Por haber
participado en aquelarres en que el diablo en persona los
arrastraba al desenfreno —y otros actos de magia negra—
98
“ Y ESTO PASABA EN EL CONFESIONARIO...”
99
que el dicho Salcedo vino a dicho confesionario y hubo
besos y abrazos y que el dicho Gil de Salcedo tomó las ma
nos de esta testigo y se las puso en parte deshonesta de su
persona, y él también puso sus manos en las partes desho
nestas de esta testigo, y que entendió de él que vino en po
lución.
Item que esto era antes de las confesiones; item que lue
go que estos tocamientos y actos pasaron inmediatamente
sin salir de allí, y esta testigo se confesó algunas de estas
veces con el susodicho y se acusó de este pecado y de otros
algunos que tenia y él la oía de confesión y la absolvía.
Item que preguntándole esta testigo la primera vez que
hubo estas deshonestidades que si la podía confesar y ab
solver, habiendo pasado entre ellos aquello, item que si se
ría cosa valedera sin ofensa de Dios, dijo que bien podía y
así la oía y absolvía como tiene dicho, y que duró la amis
tad suya y espacio de confesar por dos o tres años, y que
después de las últimas veces que esto pasó con él no quiso
más confesar con él...
ARCHIVO HISTORICO
NACIONAL
Inquisición, legajo 2 120
(publicado por M‘ Helena Sánchez
Ortega en La Inquisición española,
nueva visión, nuevos horizontes. Si
glo XXI Editores, 1980).
100
55 personas comparecieron ante el Sagrado Tribunal. De
ellas, 42 fueron reconciliadas y 11 entregadas al brazo secu
lar (5 de las cuales en efigie; sus cuerpos fueron exhumados
y arrojados a la hoguera). Ahora bien, cuatro años después,
el Consejo Supremo del Santo Oficio se dirige por escrito a
los miembros del Tribunal de Logroño invitándolos a verifi
car escrupulosamente la realidad de los hechos incrimina
dos. En otras palabras: a mostrarse menos ingenuos. El
Consejo Supremo da prueba en esta circunstancia de un es
píritu crítico completamente excepcional. Tentados estamos
de calificarles de precursores del espíritu de las luces. No ol
videmos que todo el mundo europeo cree entonces en el dia
blo y en brujerías.
Hubo, a pesar de todo, una posición oficial de la Iglesia:
la definida en 1484 por Inocencio VIII en su bula Summis
dissidentes effectibus que desencadenó una verdadera era de
caza de brujas. En Francia fueron los jueces civiles los en
cargados de los crímenes de brujería. Algunos se hicieron cé
lebres en esta tarea. Bodin, por ejemplo, autor de un libro
titulado explícitamente:.Acerca de la demonomanía de los
brujos. Boguet, también, que escribió un Discurso execrable
de los brujos (1603). Ambas obras alcanzaron una enorme
difusión y la primera en particular puede ser calificada de
best-seller de la época. Boguet manifestó, además, un parti
cular celo en la persecución de “ servidores de Satán” , sin
preocuparse demasiado en verificar lo bien fundado de las
acusaciones. Novecientos sospechosos de magia negra pasa
ron así por su tribunal en el pueblo de Saint-Claude (Jura).
La protestante Inglaterra persiguió también sin piedad a
brujos y brujas. El proceso de “ las brujas de Salem” da
buena prueba de ello. Arthur Miller ha hecho revivir en su
obra The Crucible (1953) las trágicas dimensiones de este
luctuoso suceso ocurrido en los albores del siglo XVII
(1692) en dicha localidad norteamericana de Massachusetts.
Fueron víctimas del puritanismo inglés (al servicio del opor
tunismo político y económico) una veintena de personas,
mujeres en su mayoría.
101
No hay que tener reparo alguno en decir que, frente a la
crueldad estúpida de que hizo gala en este terreno toda Eu
ropa, la Inquisición española manifestó una sensata pruden
cia. ¿Qué importa que esta última haya explayado su actitud
en una casuística por demás sutil? Por ejemplo, cuando Pe
ña, en su glosa de Directorium inquitorum, precisa que no
hay herejía evidente cuando se invoca al demonio en “ tér
minos imperativos (como: te ordeno, te apremio, te inti
mo)” y sí, en cambio, “ la hay en la utilización de términos
deprecativos (como: te suplico, te ruego), pues la plegaria
implica adoración” .
Añadamos, para terminar, que en la mayoría de los casos
más que de brujería y magia se trataba de simple charlata
nismo. Los famosos filtros de amor que, según Peña, eran
de uso corriente a finales del S.XVI, constituyeron una ex
celente fuente de ingresos para quienes supieron aprove
charse de la credulidad de los ingenuos con mal de amores.
En el S.XVI llegó a utilizarse para tales fines la hostia con
sagrada. En el XVIII, sin embargo, se contentaban con in
gerir polvo de dientes de un ahorcado. Era deber de la In
quisición reprimir estas prácticas supersticiosas, sacrilegas o
no.
102
V ili. La Inquisición a la
defensiva: El siglo de las luces
103
sidad a menudo malsana. Y también una vehemente indig
nación: “ Los españoles que la Inquisición no ha quemado le
son tan adictos que lo tomarían a mal si se les suprimiera”
—dice Montesquieu en sus Cartas persas (1721). Vóltaire
se burla de ella en Cándido (1759) y le inspira una emotiva
reacción en su Ensayo sobre las costumbres (1756) y el Tra
tado sobre la intolerancia (1763). En esta última obra pre
gunta a Roma “ si Jesucristo ha dictado las leyes sanguina
rias, si ha ordenado la intolerancia, si ha mandado construir
los calabozos de la Inquisición, si los verdugos de los autos
de fe los ha acreditado él” . También en su Diccionario filo
sófico afirma irónicamente que tiene que haber en la Inqui
sición “ algo divino, porque es incomprensible que los hom
bres hayan soportado pacientemente este yugo...” .
104
den ejecutarse las sentencias capitales y no permite la lectura
de ciertos libros sino a los sujetos de conocida erudición,
virtud y juicio” .
Hay que decir que, cuando Cadalso escribió este elogio
del Santo Oficio, la Inquisición se habia humanizado mu
cho. Bajo la dirección de Manuel Quintano de Bonifaz, que
será inquisidor general de 1758 a 1770, no habrá más que
dos condenados a la hoguera y sólo diez personas compare
cerán en un auto de fe público para ser reconciliadas. Es evi
dente que no por ser sólo dos los muertos, la decisión inqui
sitorial es más aceptable. Pero en esta circunstancia precisa
la Inquisición no se mostró más sanguinaria que el Parla
mento de París que, en 1766, condena al caballero de Laba-
rre a ser quemado vivo, después de haberle sido amputadas
la mano derecha y la lengua por haber mutilado un crucifi-
jo.
La presencia de Bonifaz al frente de la institución inquisi
torial influyó sin duda de modo decisivo en esta humaniza
ción del Santo Oficio: a él se debe el que la Inquisición re
nuncie al empleo de la tortura en los interrogatorios. Pero
no deja de amenazarse a los prisioneros con someterlos al
tormento de modo que a menudo el miedo sigue siendo el
agente decisivo de “ la confesión” . No hay que dejar de sub
rayar, igualmente en favor de Bonifaz, que, en la mayor
parte de los casos, se renuncia a la divulgación pública de la
pena. En los delitos de poca importancia se contentan los
jueces con hacer comparecer al acusado infligiéndole una
simple amonestación. En los casos más graves se reconcilia
al culpable en un auto secreto (sin testigos) o en un autillo
(en presencia de unas cuantas personas especialmente desig
nadas por el tribunal para que escarmienten en cabeza aje
na)
Regalismo e Inquisición
105
al contrario, que la Inquisición sigue controlándolo todo,
incluso el aparato estatal.
Recordemos lo sucedido. Apenas llevaba dos años insta
lado en el trono Carlos III, cuando el Santo Oficio publicó
un breve de Clemente XIII prohibiendo la lectura de una
obra redactada en 1774 por un jansenista francés, Mesen-
gui: Exposición de la doctrina cristiana. Nadie hubiera dado
importancia alguna a la prohibición de un libro más, si no
fuera porque Carlos III ha escogido precisamente esta obra
para la educación cristiana de su hijo y que no está dispues
to a ceder. En consecuencia ha opuesto el veto a la publica
ción del breve. No era ésta la primera vez que la Inquisición
queria imponer la voluntad de la Curia romana a la corte
madrileña. En 1721, sin ir más lejos, el Duque de Saint-Si
mon, siendo embajador en España, había oído de labios del
propio Arzobispo de Toledo, Diego de Astorga y Céspedes
que había tenido que renunciar, por este motivo, a su nom
bramiento de Gran Inquisidor. Apenas un año le había du
rado el cargo.
Pero era la primera vez que estallaba abiertamente un
conflicto entre el monarca y el Santo Oficio.
Carlos III, que no piensa en modo alguno renunciar a su
politica de despotismo ¡lustrado absoluto, considera que la
Inquisición, como toda la Iglesia de España ha de obedecer
a la voluntad real: el Inquisidor General no tarda en gustar
la amargura del exilio. Al año siguiente el monarca no se
priva de recordar al Santo Oficio, por edicto, que no puede
publicar breves ni bulas pontificales, como tampoco sus
propios edictos o índice sin su personal aprobación. Muy a
pesar suyo, los miembros del Santo Oficio han de aceptar el
estatuto de funcionarios del Estado.
Esta política ultrarregalista de Carlos III cuenta con par
tidarios en el seno mismo de la Iglesia española. Están de
acuerdo con ella todos los que sueñan con una vuelta a la
Iglesia primitiva y, en consecuencia, desean el triunfo del
episcopalismo sobre el ultramontanismo. Son los que recibi
rán, impropiamente, el calificativo de “ jansenistas” .
Creerán éstos haber conseguido una victoria definitiva
106
con la expulsión por Aranda de los jesuítas en 1766. Desde
Paris, Voltaire saluda esta medida considerándola como la
sentencia de muerte de la aborrecida institución. “ Europa
entera ha bendecido al Conde de Aranda por haberle corta
do las garras y limado los colmillos al monstruo” —escribe
alborozado al final de su artículo Inquisición del Dicciona
rio filosófico (1769). “ Aunque —añade— aún respira” .
¡Y cómo que respiraba todavía!
107
le hacen 146 cargos que van desde haber atribuido los mila
gros a causas naturales hasta la intención de erigir un semi
nario para muchachas pasando por opiniones irreverentes
contra el Santo Oficio y la lectura de libros prohibidos. Tan
nutrido acusatorio le va a valer la calificación de “ hereje
formal” . Al oírlo, las fuerzas le abandonan a Olavide y cae
por tierra desfallecido.
El Inquisidor General, Felipe Beltrán, está literalmente
enfermo de tener que condenar al acusado: los dos días si
guientes a la celebración del autillo no podrá abandonar el
lecho. Como no ha podido impedir que tenga lugar el juicio,
Beltrán se va a esforzar por aligerar la condena todo lo posi
ble. A su mansedumbre deberá Olavide el haberse librado
del sambenito y de los azotes a que le habia condenado el
tribunal. Pero la buena voluntad, aunque la manifieste el
mismísimo Inquisidor General, de nada sirve para detener la
terrible máquina del Santo Oficio, una vez que se pone en
marcha. Todo ha venido de la acusación envidiosa de un
mediocre, el prefecto de los capuchinos alemanes encargado
de velar por el bienestar espiritual de sus compatriotas en las
nuevas colonias de Sierra Morena: el padre Romuald Fri
bourg. Pero es el P. Eleta, confesor de la reina y Consejero
de la Inquisición quien obliga prácticamente al Inquisidor
General a incoar el proceso para dar un escarmiento a esos
“ filósofos” partidarios de innovar tanto en el terreno ideo
lógico como en el económico.
La Inquisición se ha puesto al frente de la lucha contra las
tendencias secularizadoras del despotismo ilustrado.
El soldado católico en la Guerra de Religión
108
Matanza de Judíos en 1391 en Barcelona.
109
Habiendo conseguido huir a Francia, Pablo de Olavide
fue allí testigo de la Revolución francesa. Pronto al entu
siasmo siguió la decepción. Tras haber sufrido encarcela
miento bajo el Terror y visto de cerca la guillotina, redacta
una apología de la religión cristiana, El Evangelio en triun
fo , que obtiene un gran éxito de prensa y público a princi
pios del S. XIX. No por seguir sosteniendo ideas reformis
tas e incluso ser partidario de ciertas realizaciones sociales
de la Revolución, prevaleció menos, tras la lectura de esta
obra, la opinión general de que —como escribe el caballero
de Bourgoing— el autor había “ aprendido que había en el
mundo algo más temible que la Inquisición” .
Para evitar a España la contaminación del ejemplo revo
lucionario, el gobierno de Floridabianca impuso el silencio
sobre los acontecimientos de allende los Pirineos.
El Santo Oficio se politizó entonces enteramente incau
tando, a partir de setiembre de 1789, todo escrito, impreso o
manuscrito opuesto a “ la subordinación, vasallaje-, obe
diencia y reverencia al Rey” .
La alianza entre el trono y el altar quedaba así sellada.
Todo católico se convierte a partir de entonces en soldado
listo para entrar en “ guerra de religión” , como proclamaba
uno de los más empecinados reaccionarios de esta época y
de todas las épocas: Fray Diego José de Cádiz.
Reformar la Inquisición
A partir del momento en que el Santo Oficio defiende “ el
orden politico y social y, por consiguiente, la jerarquía cris
tiana” —según reza el decreto inquisitorial del 13 de diciem
bre de 1789— las fuerzas progresistas le declaran, a su vez,
una lucha sin cuartel. En la proclama A la Nación española
que hace tirar en Bayona a cinco mil ejemplares, Marchena
declara que “ el primer paso hacia toda mejora consiste en la
destrucción de los fundamentos mismos de la Inquisición” .
Sin ir tan lejos, la idea de que el derecho procesal de la In
quisición no concuerda ni con las leyes divinas ni con el de
recho a secas, comienza a difundirse cada vez entre más vas-
110
SI LA INQUISICION FUERA TAL CUAL LA
PINTAN LOS FRANCESES ¿QUIEN PODRIA NO
ABORRECERLA?
111
capital, añadiendo los doctores a esta profanación de las
armas de la Iglesia el horroroso conjunto de todos los ra
mos del fanatismo en prohibir que nadie rezase por aquel
principe a quien llamaban maldito en su decreto. No era
por cierto, inquisidor ni teólogo español el que mandó
colgar por los pies el cadáver del Almirante Coligny en la
horca que estaba en Maufaucon, acudiendo el rey Carlos
IX con toda su corte a ver tan horroroso espectáculo.
¿Fue la Inquisición de España o la Junta del Colegio de
Paris la que, en el día 17 de enero de 1589, decretó que los
vasallos estaban no sólo libres del juramento de fidelidad,
sino en libertad de armarse contra su soberano? ¿Fué es
pañol el monstruo Jacobo Clement, que pensó hacer una
obra meritoria en el regicidio? ¿ Imprimióse y publicóse
en Madrid o en París una relación de su suplicio llamado
martirio, en que se decía expresamente que un ángel se le
había aparecido, mostrándole una espada desenvainada y
mandando matar al tirano? ¿Fueron acaso españoles los
que...? Esos monstruos y sus semejantes no son ni france
ses ni españoles, sino una nación de bárbaros llamados fa
náticos, y es una calumnia indigna de una noble pluma ha
cer caer sobre toda una nación ios excesos de unos pocos
hombres que ha habido en todas partes en unos siglos más
que en otros, según ha reinado la ignorancia o la ilustra
ción. No obstante, búsquese en toda nuestra historia cosa
que se parezca a esta escena de horrores que he sacado de
la francesa, y nótese que en el mismo siglo en que esto su
cedió en Francia, era la edad en que tuvo más despotismo
en España el tribunal de la Inquisición.
José de CADALSO
Defensa de la Nación española con
tra la carta persa L X X V lll de Mon
tesquieu (edición de Guy Mercadier,
France-Ibérie recherche, 1970).
112
to público, propagada, sobre todo, por los jansenistas que
desean la atribución de nuevo a los obispos del “ jus judi
candi” (derecho de juzgar). En 1793, uno de ellos, Manuel
Abad y la Sierra es nombrado Inquisidor General. Encarga
entonces a su secretario en Madrid, Juan Antonio Llorente,
la redacción de un informe sobre los orígenes del derecho
procesal inquisitorial (así se procedía en la época antes de
emprender cualquier reforma). Cuando Llorente le hace en
trega del trabajo, le propone oralmente toda una serie de
modificaciones y entre ellas la anulación del secreto de los
testigos y del total aislamiento de los acusados, completa
mente injustificado y que tan caro le había costado al fran
cés Maffre des Rieux. Abad y la Sierra aprueba las proposi
ciones de Llorente y le pide la elaboración de un proyecto
concreto de reforma del derecho procesal de la Inquisición.
Pero al año siguiente, Abad y la Sierra es destituido y reem
plazado por Lorenzana. Toda esperanza de reforma del
Santo Oficio se volatiliza.
Llorente llegará a redactar, sin embargo, dicho proyecto
en 1797. De hecho está a punto de caer en la encerrona que
le ha preparado la Inquisición en cuyos archivos se guardan
pruebas de la misión que le ha encomendado Abad y la Sie
rra. Sale indemne gracias a la protección de Godoy. Llóren
te contraataca enviando copia del informe a Jovellanos
quien sacará de ella lo esencial de la Representación sobre el
tribunal de la Inquisición que lee a Carlos IV en 1798. Pero
en vano porque no tardará en caer en desgracia.
De hecho, lo que está entonces en juego no es tanto la su
pervivencia de la Inquisición cuanto el triunfo o la extinción
de una Iglesia nacional española. Desde Francia, el cam
peón de las iglesias nacionales y del episcopalismo ‘‘el ciu
dadano Grégoire, Obispo de Blois” , escribe en 1789 una
carta abierta al Inquisidor General de España, Ramón de
Arce, conminándole (en francés y en español) en nombre de
Cristo a disolver un tribunal que, según él, no puede aca
rrearle sino odio y aborrecimiento. El cisma de Urquijo (de
creto del 5 de setiembre sobre las Dispensas matrimoniales)
está a punto de consagrar el triunfo de los jansenistas. Pero
113
la caída en desgracia del ministro y la consiguiente persecu
ción de que fueron objeto acaba con toda esperanza janse
nista.
Para acabar de una vez para siempre con el Santo Oficio
no bastaba con limitarse a reformarlo, por profundos que
fueran los cambios preconizados. Era necesario —como de
cía Marchena— dinamitar sus cimientos mismos.
Se imponía no una reforma sino una revolución.
114
IX. Las aboliciones de la
Inquisición
Napoleón y la Inquisición
116
un nada cómodo apelativo: el de “ mal patriota” .
Ayudó a la ejecución del decreto de abolición del Santo
Oficio la actitud del Inquisidor General: Ramón de Arce. Si
diez años antes se había hecho el sordo al requerimiento pú
blico del Obispo francés Grégoire, ahora no opuso dificul
tad alguna para renunciar al cargo. (También es cierto que
de esta renuncia dependía el conservar o no la dignidad de
Patriarca de España y de las Indias, tan satisfactoria espiri
tual como económicamente puesto que estaba dotada con
una renta anual de tres millones y medio de reales).
Sin Inquisidor General la Inquisición no existia, ni de he
cho ni de Derecho. Con el consiguiente alboroto de los pala
dines del absolutismo político y religioso que, como el “ Ve
nerable Padre Fr. Diego de Cádiz” se lanzaron en la capital
de las Cortes a una desenfrenada actividad publicista desti
nada a probar la “ utilidad del Santo Oficio” (Reflexiones
del Venerable Padre Fr. Diego José de Cádiz... sobre la uti
lidad del Tribunal de la Santa Inquisición).
Ni la Constitución de Bayona ni la de Cádiz (publicada el
19 de marzo de 1812 “ en nombre de Dios Todopoderoso,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y legislador supremo de
las sociedades” ) se pronunciaron sobre la perduración o no
del Santo Oficio español. El articulo 12 (capitulo II del títu
lo II) de esta última especificaba también que “ la religión de
la nación española es y será perpetuamente la católica, apos
tólica, romana, única verdadera. La nación la protege por
leyes sabias y justas, y prohibe el ejercicio de cualquier
otra” .
Pero ¿cómo debía interpretarse este texto? El 4 de junio
de 1812 la Comisión de Constitución se pronuncia en favor
de la incompatibilidad de la Inquisición con la Constitución
española. Ahora bien, haciendo caso de las reticencias y ob-
jecciones de dos de sus miembros, Rie y Pérez, se decidió
proceder a una investigación a fondo de los orígenes del
Santo Oficio. Curiosamente, fue en la obra de un afrancesa
do, Llorente, donde los miembros de la Comisión (favora
bles u hostiles al Santo Oficio) encontraron argumentación
a su actitud: la Memoria histórica sobre cuál ha sido la opi
n i
nión nacional de los españoles acerca del tribunal de la In
quisición. Gracias a documentos de excepcional importan
cia de los archivos de la Suprema que Llorente habia podido
consultar en su calidad de Director de Bienes Suprimidos,
pudo éste redactar una historia de la fundación de la Inqui
sición en España que, después de haberla leido en la Real
Academia de la Historia, le publicó Sancha en 1812. Defen
día en ella la tesis de que la “ opinión nacional” había sido
siempre hostil al Santo Oficio y pretendía convencer al lec
tor u oyente de la necesidad de agradecer su abolición.
La comisión, tras largos debates eruditos, llegó a la con
clusión de que la Inquisición es incompatible con la Consti
tución “ porque se opone a la soberanía e independencia de
la nación y a la libertad civil de los españoles que las Cortes
han querido asegurar y consolidar en la ley fundamental” .
El 22 de febrero de 1813, la Regencia, en “ ausencia y cau
tividad” del Rey, confirmaba la abolición de la Inquisición
(de hecho ya efectiva con el restablecimiento de la jurisdic
ción de los obispos en materia de fe, el 26 de enero de 1813)
y decretaba que sus bienes pasaban a ser propiedad de la na
ción española.
El restablecimiento de la Inquisición
118
uso de la tortura en todos los tribunales del Santo Oficio.
En Francia, la publicación en 1817-1818 de la Historia críti
ca de la Inquisición en España del antiguo secretario de la
Inquisición, Juan Antonio Llorente, provoca vivas polémi
cas entre ultras y liberales. El cómputo exagerado de las víc
timas de Torquemada hace subir la temperatura de las polé
micas. Los reaccionarios arrojan a la cara de sus rivales las
cifras de guillotinados bajo el Terror en la Revolución fran
cesa.
La Inquisición no tarda evidentemente en enterarse de la
aparición de la obra de Llorente pero da la callada por res
puesta para no contribuir a una propaganda suplementaria
y no la incluye en el Index. La prudente reacción es sobre in
teligente, de una gran clarividencia y prueba que los propios
dirigentes de la Suprema están al cabo de la calle de su pér
dida de eficacia.
119
haber recibido el “ imprimatur” del Ordinario de la dióce
sis. Monseñor Giustiniani no solicitaba en realidad más que
la aplicación del decreto de las Cortes del 10 de noviembre
de 1810. Pero exageraba sus pretensiones cuando, pretex
tando que los escritos más inocentes pueden contener doc
trinas perniciosas, exigia la misma obligatoriedad de censu
ra eclesiástica para todas las obras que traten de política e
incluso las publicaciones periódicas.
Las pretensiones del Nuncio Apostólico (enteramente
aprobadas por Roma y en particular por el Secretario de Es
tado, Monseñor Consalvi, que declaraba a través de la Co
misión de asuntos de España que los españoles no podían
prestar juramento a la Constitución porque ésta autorizaba
la libertad de imprenta) eran tan exorbitantes que Monseñor
de Borbón no se atrevió a darle entera satisfacción. Sin em
bargo, en una pastoral del 24 de abril de 1824 anunciaba la
creación de dos juntas diocesanas, una en Madrid y otra en
Toledo, encargadas de dar una calificación a todos los escri
tos tocantes a la religión, buenas costumbres y disciplina
eclesiástica, antes de pasar a la imprenta. Debían además
emitir un juicio sobre las proposiciones sospechosas que pu
dieran hallarse en otros libros, lo mismo que sobre los pro
pósitos heréticos en boca de sacerdotes, religiosos e incluso
laicos de la diócesis.
De este modo, la Inquisición convertía su jurisdicción de
nacional en local y su censura de posterior en previa.
Para luchar contra las ideas liberales Monseñor Giustinia
ni mobilizó, pues, a los obispos quienes en sus pastorales
multiplicaron las prohibiciones de obras “ perniciosas” . Por
más que las Cortes prohibieron el 5 de setiembre de 1820
que se confiscaran obras impresas mientras el Gobierno no
hubiera hecho público un nuevo Index, esta orden fue papel
mojado. Aunque legalmente la Inquisición ha desaparecido,
el espíritu inquisitorial seguía en la práctica causando estra
gos. Aprovechándose de la ambigüedad de la Constitución
que preconizaba a la vez el principio de libertad de imprenta
y el de protección exclusiva de la religión católica, el episco
pado intentó incluso en Barcelona llevar a juicio una obra
120
publicada en Francia por Juan Antonio Llorente: Discursos
sobre una constitución religiosa considerada como parte de
la civil nacional. Llamado a comparecer, en agosto de 1820,
ante la Oficialidad de Barcelona, como editor de la obra,
Llorente se hizo representar por miembros de la Sociedad
Patriótica de la Ciudad que defendieron, no una obra, ni
mucho menos a un autor, sino un principio: el de la libertad
de expresión. Pero la obra no se hubiera librado de la con
dena —lo que hubiera creado un precedente que hubiera
sentado jurisprudencia— de no haber sido porque una su
blevación popular obligó al obispo de Barcelona a huir a
Mallorca.
Vox populi, vox Dei: el pueblo había logrado amordazar
a los censores eclesiásticos que tuvieron que batirse en reti
rada. Ahora bien, si en adelante fue posible expresarse libre
mente en España sobre temas religiosos e incluso editar y
vender obras francamente hostiles al Santo Oficio (como
España venturosa por vida de la Constitución y muerte de la
Inquisición, de Bernabeu, o la célebre Historia crítica de la
Inquisición en España, de Juan Antonio Llorente) los parti
darios del absolutismo político-religioso no se dieron por
vencidos. Su siniestra divisa “ ¡Vivan las cadenas!” no ofre
cía duda alguna sobre su firme determinación de restaurar el
Santo Oficio en cuanto la soldadesca de la Santa Alianza de
rrotara a los liberales.
Letargo y muerte de la Inquisición
Una vez restaurado “ rey neto” por los cien mil Hijos de
San Luis en 1823, Fernando VII no hizo nada por restable
cer, como en 1814, el Santo Oficio en España. ¿Por qué?
Difícil es saberlo. Probablemente siguió, en este punto al
menos, los consejos de moderación y prudencia que le pro
digó su primo y salvador el duque de Angulema tras la vic
toria del Trocadero. (Por miedo, seguramente, de la opi
nión pública francesa, incluso monárquica, que hubiera
protestado contra la intervención de sus tropas para resuci
tar a un Tribunal tan anacrónico como desacreditado). Pero
121
Diego de Arce y Reynoso, Obispo de Tuy, Avila y Plasèn
cia, Inquisidor Generat (1643-1665).
122
el abstencionismo fernandino irritaba sobremanera a los ar
dientes defensores del Trono y del Altar. Y cuando, por or
den del rey, el duque del Infantado quiso saber, en 1825,
lo que arzobispos, obispos y capitanes generales pensaban
del Estado de la tranquilidad pública..., la mayor parte de
los prelados aprovecharon la ocasión para reclamar a voz en
cuello el restablecimiento de la Suprema. Monseñor Blas Al
varez de Palma, arzobispo de Granada, no se anduvo por
las ramas y, en un alarde de sinceridad y penetración, decla
ró: ‘‘cuando sea restablecido el Santo Oficio de la Inquisi
ción, como lo desean ardientemente todos los buenos, en
tonces si que será superflua la policía” Vid. texto p. 125).
Peor aún: para satisfacer sus ansias de Inquisición hubo
obispos que no dudaron en recurrir a la solución preconiza
da por el Nuncio Apostólico Giustiniani en 1820: las Juntas
Diocesanas. Estas Juntas de Fe duraron hasta 1827 y en
1826 la de Valencia llegó a condenar a muerte y a ejecutar a
un maestro de escuela, Cayetano Ripoll, por practicar una
especie de religión natural. La emoción que provocó en el
extranjero (en Inglaterra y Francia, sobre todo) la noticia de
la ejecución obligó al Consejo de Ministros a declarar ilega
les a estas Juntas de Fe pero es evidente que este crimen no
pudo ser cometido sin el consentimiento de las autoridades y
la aprobación de una parte de la población.
Como en tantos otros puntos, la actitud de Fernando VII
respecto a la Inquisición no pudo ser más ambigua. Porque
si bien es cierto que no la había restablecido, tampoco puede
decirse que la hubiese abolido oficialmente ya que se pro
nunció en este sentido en plena fiebre revolucionaria cuyas
realizaciones había declarado caducas. De hecho, sin abolir
la, Fernando VII la había abandonado al letargo. Pero to
dos los fanáticos dél absolutismo la echaban de menos y no
soñaban más que con despertarla y hacerla entrar en acción,
aunque fuera con otro nombre. Este fue al menos el deseo
acariciado por el Nuncio Apostólico en Madrid, Monseñor
Giustiniani hasta que cesó en el cargo, en 1827.
124
“ ENTONCES SI QUE SERA SUPERFLUA LA
POLICIA...”
Cuando sea restablecido el Samo Oficio de la Inquisi
ción, como lo desean ardientemente todos los buenos, en
tonces si que será superflua la policia; entonces sí que sin
vejaciones ni gravámenes de los pueblos habrá un Tribu
nal que, por su secreto tan afamado y por el carácter de
sus ministros, merecerá la mayor confianza de los celosos
y dignos españoles, inquirirá con facilidad y prontitud las
noticias relativas a tramas y conspiraciones contra el Tro
no y el Altar, tomará medidas suaves y al mismo tiempo
eficaces para remediar estos males, y se ocupará con fruto
en arrancar la perversa cizaña del error y la inmoralidad,
de donde provienen todos los desastres del Reino. Las
otras medidas adoptadas por el Sacerdocio y el Imperio
desde que faltó la Inquisición, no han producido efecto
hasta el punto que se deseaba y que se hubiera conseguido
el santo Tribunal.
Mas en mi juicio su restablecimiento no conviene se ha
ga restituyendo los empleos a todos los que los tenían al
tiempo de la extinción, sino solamente a aquellos que se
encuentren muy dignos después de las más delicadas inda
gaciones. De lo contrario los males continuarán a la som
bra de lo que se llamará, y no será, su remedio.
125
Conclusion
126
Erasmismo y judaismo: dos acusaciones que, tres siglos
antes le hubieran obligado al político andaluz a responder
de ellas ante el tribunal del Santo Oficio.
En sus Divagaciones intranscendentes, publicadas en Va
lladolid en 1938, el futuro primer titular de la cátedra de psi
quiatria de la Universidad central de Madrid, Doctor Valle-
jo Nájera coloca el doble sambenito judeo-morisco al mar
xismo español: “ el tronco racial del marxismo español es ju
deo-morisco” . Este fanático de la “ Cruzada” reivindica,
muy significativamente, la condición de inquisidor en el ca
pítulo titulado, sin tapujo alguno, Pro Inquisición: “ corre
sangre de inquisidores por nuestras venas, y en nuestros ge
nes paternos y maternos restan incrustados cromosomas in
quisitoriales” . Por supuesto, Antonio Vallejo Nájera estaba
íntimamente convencido de que la España nacionalista resu
citaría a la Inquisición: “ una Inquisición modernizada, con
otras orientaciones, fines, medios y organización; pero In
quisición rigida y austera, sabia y prudente, obstáculo al en
venenamiento literario de las masas, a la difusión de las
ideas antipatrióticas, a la ruina definitiva del espíritu de la
Hispanidad” . El lector juzgará si el régimen franquista de
fraudó o no al doctor Vallejo Nájera.
De lo que no cabe la menor duda es de que la censura de
Franco, tal como fue definida en el decreto del 23 de diciem
bre de 1936 y en vigor durante prácticamente todo el fran
quismo, seguía fielmente las líneas directrices de la censura
inquisitorial. Entre las preguntas a las que debian obligato
riamente responder los censores, había tres —las tres prime
ras— encaminadas a saber si la obra en cuestión: Io, ataca
ba al dogma; 2o, la moral; 3o, la Iglesia o sus ministros. Ma
nuel L. Abellán, en su extraordinario libro: Censura y crea
ción literaria en España, 1939-1976 nos ha comunicado la
censura del estudio de Ricardo Gullón sobre la poesía de
Luis Cernuda. Una simple lectura del documento basta para
apercibirnos del inconfundible estilo inquisitorial —históri
camente hablando— del epigono de Torquemada: “ se trata
del problema de resolver sobre la apología de una figura y
una temática declaradamente enemiga de los principios reli
127
giosos: es blasfematorio; morales: es uranista; políticos: es
rojo.”
Hoy día, el artículo 16 de la Constitución española, apro
bada por las Cortes el 31 de octubre de 1978 y ratificada por
el referéndum nacional del 6 de diciembre del mismo año,
garantiza la libertad ideológica, religiosa y cultural de los in
dividuos y de las comunidades sin que nadie tenga necesidad
de justificar la ideología, religión o creencias que profesa.
Ahora bien, aunque es cierto que en el tercer párrafo de este
árticulo se lee que “ ninguna confesión tendrá carácter esta
tal” , no lo es menos que se estipula también: “ Los poderes
públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la so
ciedad española y mantendrán las consiguientes relaciones
de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesio
nes” .
Es de desear que los poderes públicos no olviden nunca
que la Historia de España ha sido en buena medida la de la
inquisición y ojalá sepan mantener esta “ cooperación” con
la Iglesia sin sobrepasar los estrictos limites que determina
siempre el respeto de la persona humana en su pensar, en su
sentir y en su obrar.
128
Bibliografía
129
ces (que figuraban en la edición original de 1817-1818) hace
muy difícil su manejo, tanto más cuanto que no es posible
leer de un tirón un libro tan farragoso. De Juan Antonio
LLORENTE puede consultarse la reedición de Gérard DU
FOUR (con introducción y notras en francés): Memoria so
bre cuál ha sido la opinión nacional de España acerca del
Tribunal de la Inquisición. París, P.U.F. 1977.
El tema de Los alumbrados —ha sido objeto de un ex
traordinario estudio por parte de Antonio MARQUEZ
(Madrid, Taurus, 1972). Igualmente deben consultarse los
excelentes trabajos de Angela SE1KE y, en particular, El
Santo Oficio de la Inquisición de FR, Francisco Ortiz (Ma
drid, Guadarrama, 1968).
De Antonio MARQUEZ igualmente recomendamos Lite
ratura e Inquisición en España: 1478-1834. (Madrid, Tau
rus, 1980) que podrá completarse con la obra de Virgilio
PINTO CRESPO: Inquisición y control ideológico en la Es
paña del S. X V I (Madrid, Taurus, 1983).
La actividad del Santo Oficio en lo que a control de lectu
ra de libros extranjeros se refiere ha sido particularmente es
tudiado por Marcelin DEFOURNEAUX: Inquisición y lec
tura de libros en la España del siglo XV III (Madrid, Taurus,
1973). Antonio ALVAREZ DE MORALES acaba de inten
tar una síntesis de las relaciones entre Inquisición e Ilustra
ción en el periodo ¡700-1834 (Madrid, Fundación Universi
taria, 1982).
Hay que tener en cuenta la valiosa (por su aportación do
cumental, sobre todo) Introducción a la Inquisición españo
la (Madrid, Editora Nacional, 1980) de Miguel JIMENEZ
MONTESERIN.
Esta bibliografía que ofrecemos es forzosamentre parcial
e incompleta. A pesar de los límites impuestos no queremos
dejar de mencionar obras colectivas de la importancia del
número especial de Historia 16 (Extra n° 1, Die. 1976) o las
Actas del Primer Symposium internacional celebrado en
Cuenca (Set. 1978) y publicadas por Joaquin PEREZ VI
LLANUEVA con el título de La Inquisición española: nue
va visión, nuevos horizontes (Madrid, Siglo XXI editores,
130
1980), lo mismo que la obra publicada bajo la dirección de
Bartolomé BENNASSAR: La Inquisición española, poder
político y social, Grijalbo, 2 aed., 1984.
Sería injusto igualmente pasar por alto el excelente catá
logo de la exposición organizada en octubre-diciembre de
1982 por el Ministerio de Cultura, la Dirección de Bellas Ar
tes, Archivos y Bibliotecas y la Subdirección de Archivos,
que tan acertadamente combina texto e ilustraciones.
131
Indice
Introducción Pág.
I. Judíos y Cristianos: La Inquisición como
“ solución final” ........................................ 9
II- El sistema inquisitorial.............................. 26
III- Cristianos viejos y nuevos: La Inquisición,
instrumento de lucha socio-racial.............. 43
IV. Santo Oficio y centralismo monárquico: las
relaciones ante la extensión de la nueva In
quisición ...................................................... 58
V. Nuevas víctimas ante la Inquisición:
Los moriscos.............................................. 67
VI. Cuando los propios cristianos viejos
pudieron ser víctimas de la Inquisición---- 77
VIL La Sociedad Española en libertad
condicional.................................................. 88
VIII. La Inquisición a la defensiva: El siglo de
las luces........................................................ 103
IX. Las aboliciones de la Inquisición............... 115
Conclusión.................................................. 126
Bibliografía................................................ 129
EN LA MISMA COLECCION