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La Inquisicion Espanola Una Aproximacion A La Espana Intolerante

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Gérard Dufour

LA INQUISICION ESPAÑOLA
Gérard Dufour

LA INQUISICION
ESPAÑOLA
Una aproximación a la
España intolerante

MONTESINOS
Indice

Introducción Pág.
I. Judíos y Cristianos: La Inquisición como
“ solución final” ........................................ 9
II- El sistema inquisitorial.............................. 26
III- Cristianos viejos y nuevos: La Inquisición,
instrumento de lucha socio-racial.............. 43
IV. Santo Oficio y centralismo monárquico: las
relaciones ante la extensión de la nueva In­
quisición ...................................................... 58
V. Nuevas víctimas ante la Inquisición:
Los moriscos.............................................. 67
VI. Cuando los propios cristianos viejos
pudieron ser víctimas de la Inquisición---- 77
VIL La Sociedad Española en libertad
condicional.................................................. 88
VIII. La Inquisición a la defensiva: El siglo de
las luces........................................................ 103
IX. Las aboliciones de la Inquisición............... 115
Conclusión.................................................. 126
Bibliografía................................................ 129
Biblioteca de Divulgación Temática / 41

® Montesinos Editor. S.A. 1086


c / Maignón 26. 3o - 08024 Barcelona
Diseño cubierta: Julio Vivas
ISBN: 84 - 7639 - 0 1 2 - 2
Depósito legal: B - 31480
imprim e: Cronion S.A.. Barcelona
Impreso en España
Printed in Spain
^COPILACION«^
délas Inftruvftiones del Officio dela falicita Inquiiìci ♦
on hechas por el. muy Rcuerendo feiìor fray Tho*
mas de Torqucmada Prior del monafterio de lància
cruz de Scgouia primero Inquifidor generai délos
rey nos y léñenos de Efpaña : E por los otros Reue*
rendiíhmos ícnores InquíOdores gem rales q dcfpues
luccedicroji ✓ cerca déla orden que fe Rade tener enei
cxercicio del lancilo offido-donde van puertas íucccífi
uamctc por fu parte todas las inftru «friones q tocan a
los Inqutíidores E a otra parte las q toca a culi vno
délos officiales y minírtros del ianefro Offi'do: las qua*
les (è copilaró cnla manera q dicha es por madido del
IlIuftriíTimo y Reueredíflímo léñor do Aiolo mauri
que Cardenal délos doze aportóles Arcobifpo de Se
uilía Inquiíídor general de Efpaña.
✓ X*30o

Portada de la primera edición de las instrucciones de Tor


quemada. Granada 1537.
Introducción

El concepto de inquisición

Que el cristianismo haya podido engendrar a la Inquisi­


ción, he aquí la paradoja más dramática de la historia de la
humanidad. Sin embargo fue el mismo Pedro apóstol, a
quien Jesús habla personalmente ordenado que perdonara
“ setenta veces siete” (Mateo, XVIII, 22), el que realizó el
primer acto inquisitorial al denunciar y condenar a Ananias
y a Safira por haber ocultado una parte del producto de la
venta de su personal propiedad (Hechos de los Apóstoles,
V, 1-11)
En cuanto los cristianos se constituyen en comunidad o
Iglesia, desde el momento en que esta Iglesia deja de ser ante
todo cristiana para convertirse en católica, apostólica y ro­
mana, se plantea el problema de la autoridad dogmática. Y
si Cristo impartía el perdón por doquier, la Iglesia castiga
sin titubear a quién dé prueba del menor “ desviacionis-
mo” : San Pablo, que pasa por ser un modelo de mansedum­
bre, recomiendá a Tito, obispo de Creta, que se den dos ad­
vertencias al hereje (“ una primera y una segunda vez” ) an­
tes de “ rechazarlo” (Ep. a Tito, III, 10), esto es: excluirlo
de su seno. Ahora bien , cuando la Iglesia pueda contar con
el apoyo de la autoridad civil hará gala de una extrema seve­
ridad: en el año 332 Teodosio da la orden a los prefectos de
perseguir a los maniqueos y, en caso de que no abjuren,
condenarlaos a muerte y confiscar sus bienes. Es cierto que
la Iglesia no interviene directamente, pero da su aproba­
ción. En 1184 es con el concilio de Verona, presidido por

9
Lucio III, donde se precisa que los herejes impenitentes se­
rán entregados al brazo secular. La cruzada contra los albi-
genses institucionalizará la Inquisición: 4° Concilio de La-
trán, presidido por Inocencio III en 1215; Concilio de Tou­
louse en 1929. A su cabeza: el famoso Santo Domingo.
La historia de la Iglesia no es más que una serie ininte­
rrumpida de disensiones internas. Nicolau Eimeric, en su
Manual de Inquisidores, publicado en Aviñon en 1376, es­
tablece un censo de cerca de un centenar de herejías. Y no
pretende ser exhaustivo. Lo que la Iglesia preferirá siempre
será vencer antes que convencer: aquí está el meollo del he­
cho inquisitorial.
Inquisitio haereticae pravitatis: inquisición (búsqueda) de
la perversidad herética. Estas palabras lo dicen todo. La In­
quisición es, por esencia, un sistema policiaco, represivo.
Pero, para que haya inquisición es preciso que, previamen­
te, haya herejía, es decir, según Eimeric “ comprensión o in­
terpretación del Evangelio no conforme a la comprensión y
a la interpretación tradicionalmente defendida por la Igle­
sia” . Y para convencerse de que los casos de herejía son in­
finitos, basta con leer la glosa de Francisco Peña al Manual
de Inquisidores de Eimeric (vid. p. 13). Pero la herejía no
es únicamente el error: es el error tenaz y el error comparti­
do. Allí donde se da la herejía, hay secta, vuelve a decirnos
Eimeric, porque “ la noción de herejía abarca los tres con­
ceptos de elección, adhesión y división” . Hay pues, en el
concepto de herejía, una dimensión social que en la simple
heterodoxia no se da. Eimeric es bien explícito a este respec­
to: “ cualquier pueblo, cualquier nación que permita en su
seno el brote de la herejía, la cultive y no la extirpe a tiempo,
se pervierte, se aboca a la subversión y hasta puede desapa­
recer” . Es esta dimensión social lo que, ajuicio nuestro, ex­
plica el extraordinario éxito de la Inquisición española.
Una inquisición por el hecho de llevarse a cabo sobre una
herejía determinada, debiera cesar en cuanto la herejía en
cuestión fuera extirpada. Así fue como funcionó la Inquisi­
ción antigua. La originalidad de la Inquisición española es­
triba en el hecho de haberse transformado en organismo

10
permanente.
No conviene tampoco olvidar una verdad de Perogrullo:
“ no puede haber heterodoxia si no hay ortodoxia” —que
decía Gide. Es decir, que únicamente los cristianos pueden
ser reos de herejía y, por consiguiente, sólo ellos entran en la
jurisdicción del tribunal inquisitorial. Y eso aunque Eimeric
en un alarde de casuismo “ avant la lettre” , se empeñe en
pensar que los judíos —por la parte, al menos, de su religión
que anuncia el cristianismo— deben ser objeto de vigilancia
por parte del Santo Oficio. La Inquisición no tiene por qué
juzgar a los infieles sino a los fieles. Contrariamente a lo
que han propagado los Filósofos, la Inquisición no ha per­
seguido ni a judíos ni a musulmanes. Ahora bien, en cuanto
—voluntariamente o no— un “ descreído” recibía el bautis­
mo, se exponía a caer en la herejía. He aquí una de las ca­
racterísticas más dramáticas de la Inquisición española.
No escasean, evidentemente, las críticas contra la Inquisi­
ción.
Para Voltaire (Diccionario filosófico, 1769) ésta es “ una
invención admirable y completamente cristiana para hacer
más poderosos al Papa y a los monjes, y para volver hipó­
crita a todo un reino” . En la leyenda negra que en Europa
se desarrolló contra España, la Inquisición fue un ingredien­
te de talla.
Pero tampoco le han faltado defensores al Santo Oficio y
todavía recientemente, un religioso, el P. Miguel de la Pinta
Llorente, osaba escribir, sin empacho alguno, que “ defen­
der a la Inquisición es hoy una actitud pasada de moda, pe­
ro justa” . De hecho, lo que más molestó a los católicos —a
algunos, por lo menos— no fue tanto la acción de la Inquisi­
ción cuanto el hecho de que hubiera desposeído a los obis­
pos de una de sus prerrogativas: el “ jus judicandi” . Pero lo
que más han puesto de relieve los defensores de la Inquisi­
ción ha sido el que gracias a ella España se ahorró las gue­
rras de religión que, en el siglo XVI, padeció Francia. Y,
después de todo, ¿qué importancia tienen tormentos y casti­
gos, puesto que “ la confesión no sólo es provechosa para la
República, sino también para el mismo hereje” (Simancas:

11
Auto de Fé presidido por Santo Domingo de Guzmán, por
Berruguete. Museo del Prado (Madrid).

12
De catholicis institutionibus, 1552)? ¿No dice igualmente
Peña (glosa al Manual de Inquisidores) que “ el bien público
debe situarse mucho más por encima de cualquier conside­
ración caritativa por el bien de un solo individuo” ?
Pero los hechos son testarudos y la historia de la Inquisi­
ción española da buena cuenta de estas supuestas justifica­
ciones teológicas.

13
ES HERETICO...

“ Con arreglo a la opinión de Torquemada y otros doc­


tores... es herética cualquier proposición que se oponga:
a / A lo que expresamente contiene la sagrada Escritura,
b / A lo que se desprende necesariamente del significado
de la Escritura.
c / Al contenido de las palabras de Cristo, transmitidas
a los apóstoles quienes las transmitieron a la Iglesia.
d / A lo que ha sido objeto de definición en alguno de
los concilios universales.
e/ A lo que la iglesia ha propuesto como fe a los fieles,
f/ A lo que ha sido proclamado unánimemente por los
padres de la Iglesia, tocante a refutación de la herejía.
g / A lo que se desprende necesariamente de los princi­
pios establecidos en los puntos c, d, e, y f.
El Inquisidor tendrá, además, en cuenta las ocho re­
glas siguientes, gracias a las cuales podrá determinar, a
contrarío, el carácter herético de una proposición:
1/ La verdad católica es la contenida explicita e implíci­
tamente en la Escritura. A- la Iglesia atañe explicar los
contenidos implícitos, pues ella es el fundamento mismo
déla verdad.
^2/ Es de fe todo lo gue enseñan los doctores y los pa­
dres de la Iglesia solemnemente reunidos en concilio.
3/ Es de fe lo que la Sede apostólica o el Sumo Pontífice
definen como tal.
4 / Es de fe la interpretación unánime de un párrafo de
la sagrada Escritura, o de una opinión (en materia de fe)
hecha por todos los padres, pues, como escribe San Jeró­
nimo, no son los padres quienes enseñan, sino el mismo
Dios por sus bocas.
5/ Es de fe lo que pertenece a la tradición apostólica
(por ejemplo, la concepción virginal de María, la necesi­
dad de bautizar a los niños).
6/ Es de fe todo dogma proclamado por un concilio,
confirmado por el papa y propuesto por él a los fieles.

14
7 / Es de fe toda conclusión teológica establecida por la
Iglesia (concilio o Sede apostólica) o propuesta por los
teólogos, por ejemplo: la presencia de dos voluntades en
Cristo, a deducir de Mateo, 26 (“ no como yo quiero, sino
según tu voluntad” ).
8/ Es de fe todo lo que los teólogos escolásticos han en­
señado siempre de forma unánime.

FRANCISCO PEÑA
doctor en derecho canónigo y en de­
recho civil Comentario al Manual de
los Inquisidores por el hermano Ni­
colau Eimeric, dominico
(Roma, ¡578)*

‘ Seguimos el texto traducido del latín ai francés por Luis


Sala-Molins en su versión castellana por Francisco Marín
(Muchnick Editores, Archivos de la Inquisición 4, Barce­
lona 1983).

15
I. Judíos y cristianos:
la Inquisición como
“solución final’*

A la intransigencia religiosa de los Reyes Católicos (que


acabaron la Reconquista contra los moros, expulsaron de
España a los judios y establecieron la Inquisición nueva) se
ha opuesto a menudo el espíritu de tolerancia que permitió,
en los siglos precedentes, la “ coexistencia pacífica” de cris­
tianos, judios y musulmanes.
Es cierto que Fernando III de Castilla (San Fernando)
—cuyo reinado abarca de 1230 a 1252— se arrogó el título
de “ soberano de tres religiones” . Pero entre estos tres gru­
pos o etnias religiosas, las relaciones no fueron nunca tan
idílicas como ha pretendido la historiografía romántico-li­
beral. Cristianos y musulmanes tuvieron presénte al espíritu
la guerra y, vencedores o vencidos, ocupantes u ocupados,
el tributo fue siempre el precio de la tolerancia. Ello no ex­
cluye el odio racial como lo prueban las matanzas de moros
por cristianos en el transcurso del siglo XIV. El único punto
de acuerdo entre ambos contendientes fue su odio común al
judío: el 30 de diciembre de 1066, 4.000 judíos mueren a
manos de musulmanes. En 1391, en Sevilla, los cristianos no
se quedarán atrás.

El antisemitismo medieval

La Iglesia aprueba, fomenta incluso, entre sus miembros


este antisemitismo. En el Concilio de Letrán (1215) se decre­
tan numerosas medidas de discriminación contra los judios.
Veinte años después, el Concilio de Arles prescribe una polí­

16
tica de apartheid: se les obliga a llevar en el pecho, para ver­
güenza pública, un círculo de paño de color amarillo, de
cuatro dedos de diámetro. Los nazis no lo echaron en saco
roto.
Castilla no se libró de la corriente antisemita que afectó a
toda la cristiandad: en el 548, bajo Recaredo, ya se promul­
garon leyes para limitar el poder de los judíos a los que se re­
prochaba el hecho de formar una sociedad en la sociedad.
Las Cortes de Toro (1370) y las de Madrid (1405) decidirán
igualmente que los judíos muestren públicamente su condi­
ción de tales mediante un signo distintivo visible: un pañue­
lo rojo en el hombro derecho o un pañuelo azul en forma de
media luna. El vocabulario de la época es suficientemente
elocuente: el judío es así “ enamalgrado” , esto es, marcado
como un animal.
Los motivos de este odio son múltiples: se le odia al judío
porque es diferente; porque vive aparte, en la judería, para
sentirse arropado por los suyos en sus tradiciones y culto;
porque lleva otro género de vida: no come cerdo, consume
carne “ kascher” (procedente de animales lícitos sacrifica­
dos siguiendo un rito especial), y, como su religión le prohi­
be cocer a la cría en la leche de su madre, no se utiliza man­
tequilla ni sebo para freír sino aceite de oliva (por lo que los
cristianos les acusan de “ apestar” —Cf. texto de Bernáldez,
p. 24) Incluso su aspecto físico molesta y se les reprocha,
en particular, la forma de la nariz. Es éste —dicho sea de
paso— un criterio antropométrico muy discutible: ¿por qué
entonces hacerles llevar un signo distintivo si basta con mi­
rarles la nariz para reconocerles? La época lo exige: toda
malformación física no es sino la manifestación externa de
una deformación moral (Judas tenía que ser pelirrojo; un
cojo, diabólico; Satán tenía los pies hendidos, etc).
Se lés reprocha igualmente a los judíos el ser inteligente.
Hoy día, la inteligencia es una cualidad eminentemente po­
sitiva, pero en la Edad Media, al contrario, despierta sospe­
chas en cuanto que se la considera un atributo de Satán.

Consciente de su inteligencia, el judío es igualmente so-

17
berbio y el cristiano no soporta ser despreciado por quien él
mismo desprecia.
Tanto menos lo soporta cuanto que desde el punto de vis­
ta económico se siente a menudo sobrepasado e incluso
aplastado por el judio; ese judío que ha casi monopolizado
el comercio y lo que hoy llamaríamos las “ profesiones libe­
rales” ; ese judío que, aprovechándose del anatema lanzado
por la Iglesia contra la usura, ha ocupado con presteza los
cargos de recaudadores y los oficios de prestamistas y usure­
ros amasando rápidamente considerables fortunas.
Hay, indudablemente, en el odio de los cristianos contra
los judíos una indiscutible manifestación de lucha de clases
y, así, mientras que la nobleza no desdeñará el matrimonio
con ricas y bellas judías (el Libro Verde de Aragón pondrá
esta tendencia bien en solfa) es en el bajo pueblo donde el
antisemitismo revestirá la mayor virulencia.
Pero este odio, racial y social a la vez, no tendría tan trá­
gicas consecuencias para el pueblo judío si no fuera atizado
por el odio religioso. Para los cristianos, el judío en cuanto
tal, es decir, todos los judíos, por el mero hecho de ser ju­
díos, son responsables de la muerte de Cristo y, por consi­
guiente, reos del peor de los crímenes: el deicidio. Y así, no
hay comportamiento de cristiano contra judio, por vil que
sea, que no resulte santificado.
Matanzas, predicaciones y conversiones

El deicidio va a constituir el tema favorito de los pulpitos


con previsible efecto favorable entre los fieles. Y si el predi­
cador da muestras de una particular elocuencia, el resultado
no se hace esperar: el oficio religioso puede prolongarse en
pogrom. De fácil contagio, a veces, como ocurrió con el se­
villano de 1391 que se propagó a todo el suelo español.
Para escapar a estas carnicerías, muchos judíos se hacen
bautizar. Hay que tener en cuenta que, tras este baño de
sangre, hubo una febril actividad misionera, general en to­
da España, y en la que se distinguió muy especialmente Vi­
cente Ferrer, en 1412. El celo de los predicadores incitando

18
a la conversión se vio reforzado por una serie de medidas
coercitivas que, por voluntad expresa del santo dominico,
fueron dictadas contra los que persistían en seguir abraza­
dos a la religión judaica: nueva obligación de exhibir un sig­
no distintivo; prohibición de ejercer cargos públicos o cam­
biar de residencia.
Las vejaciones, el miedo sobre todo, explican fácilmente
el éxito de aquellas predicaciones “ milagrosas” : de una po­
blación que —sin demasiadas garantías— se estima que de­
bía rondar las 400.000 personas, más de la mitad dícese que
abrazó la religión católica. El carácter forzado de estas con­
versiones no parece ofrecer la menor duda, pero eso a la
Iglesia Católica le tenía sin cuidado puesto que “ los niños
judíos o los judíos adultos bautizados bajo amenazas de
confiscación o de castigos corporales o de cualquier coer­
ción, incluso la pena de muerte, están obligados a observar
lo que prometieron en el bautismo” (Eimeric: Manual del
Inquisidor).
¿Cómo puede llegar a creerse en la sinceridad dé conver­
siones llevadas a cabo en semejantes circunstancias? No se
olvide, además, que la noción de pecado mortal —tan im­
portante para los cristianos— no se da en la religión judía
que encomia al máximo la pertenencia al pueblo elegido,
sean cuales fueren las circunstancias y la estricta observan­
cia de la ley mosaica. Lo que equivale a decir que, al recibir
el bautismo, el judío no renegaba de su fe; se limitaba a
cumplir un simple formalismo que le ponía a cubierto de to­
da una serie de desgracias. Eso es lo que él creía. En reali­
dad, al recibir el bautismo entraba dentro de la jurisdicción
inquisitorial que en Aragón existía ya a partir de 1232.
Una asimilación fracasada
Sinceras o no, estas conversiones hubieran debido aca­
rrear la integración de sus protagonistas y familiares en la
sociedad cristiana. En ciertos casos así fue. La prueba: los
descendientes de judíos que formaron parte del aparato in­
quisitorial y donde desplegaron una ejemplar actividad

19
(Torquemada, por ejemplo). Piénsese igualmente que el
apellido Franco era uno de los que irónicamente se daban a
las familias conversas porque un judío, para un cristiano,
tenía forzosamente que ser hipócrita y retorcido.
Pero los cristianos no querían en modo alguno que los ju­
díos se les equipararan y negándose a admitir que el bautis­
mo hubiera matado en ellos al “ hombre viejo” siguieron
considerándoles como tales judios. En el mejor de los casos
fueron tratados de “ cristianos nuevos” —de sospechosos,
en suma— por oposición a “ cristianos viejos” , esto es, inta­
chables. Desde el punto de vista teológico la distinción era
aberrante. Pero, socialmente hablando, no dejaba de ser al­
tamente fructífero por cuanto que —al decir de Sancho—
ser cristiano viejo podia ser un requisito ampliamente sufi­
ciente “ para ser duque e incluso gobernador” .
Los cristianos mantuvieron, pues, contra los antiguos ju­
díos la misma actitud de odio étnico-social que cuando eran
judíos a secas. Los conversos, por su parte, no podían, aun­
que quisieran —lo que distaba mucho de ser el caso— adap­
tarse a las costumbres cristianas. En una de sus glosas al Ma­
nual de Inquisidores de Eimeric, Peña admitía que “ a un ju­
dío converso que nunca ha probado ciertos manjares puede
costarle el acostumbrarse a cierto tipo de alimentación” . Lo
que no era obstáculo para que el mismo Peña afirmara ta­
jantemente que “ hay signo externo de herejía siempre que
hay acción o palabra en desacuerdo con las costumbres co­
munes del pueblo católico” . Simancas, en su De catholicis
institutionibus (1552) se mostrará aún más preciso: no co­
mer cerdo es un índice suficiente de judaismo.
Teniendo constantemente que defenderse contra una so­
ciedad hostil, los conversos prestan un oído atento a sus an­
tiguos correligionarios, los “judíos públicos” , que habien­
do permanecido dentro de la ley de Moisés y haciendo gala
pública de ello, se empeñan en hacer entrar al redil a las ove­
jas descarriadas. La herejía judaizante es a menudo innega­
ble. Excelente motivo para que los cristianos viejos puedan
desahogar su odio. Y el instrumento ideal (en el doble plano
religioso y social) lo tienen al alcance de la mano: la Inquisi­

20
ción. ¿Qué allí donde el antisemitismo es más virulento
—Castilla— no existe? Todo es implantarla.

Establecimiento de la nueva Inquisición


Judíos y conversos son acusados de los más abominables
crímenes. El más famoso de todos ellos: el rapto y crucifi­
xión del Niño de la Guardia, en 1480. Un crimen que sin du­
da no ha existido más que en la imaginación de las gentes.
Desde 1477, el fraile dominico Alonso de Hojeda no cesa
de pedir la creación de un tribunal del Santo Oficio en Sevi­
lla arguyendo para ello la herejía judaizante que reina en la
ciudad. Vuelve a la carga al año siguiente ante los Reyes Ca­
tólicos quienes, esta vez, piden al Papa la autorización nece­
saria para instaurar la Inquisición en Castilla. Sixto IV les
concede la anhelada bula. Isabel la Católica, sin embargo,
no le da inmediatamente satisfacción a Alonso de Hojeda.
Antes de instaurar la Inquisición en sus estados, los Reyes
Católicos decretan una significativa medida: la obligación
para los “ judíos públicos” de volverse a las juderías (Cortes
de Toro, 1480)
Así queda determinado el terreno donde operará la futura
Inquisición puesto que todo judío que.no resida en su jude­
ría es considerado automáticamente como convertido. Se
designa entonces a los primeros inquisidores de Castilla y
León: Fray Miguel Morillo y Fray San Juan de San Martín,
ambos de la orden de Santo Domingo.
En enero de 1481 el Santo Oficio se instala en Sevilla. Se­
gún Bernáldez, no le faltó trabajo.
Poco a poco la Inquisición se extiende a toda España. En
1483: Córdoba, Jaén, Toledo y Villarreal. En 1485: Valla­
dolid, Calahorra, Murcia, Cuenca, Zaragoza y Valencia.
No es ocioso señalar que la Inquisición nueva ha desplazado
en el reino de Aragón a la antigua. 1487: en Barcelona y Ma­
llorca se instala a su vez el Santo Oficio.
La significación política de esta tela de araña que se ex­
tiende, a partir de Sevilla, por toda España es por demás
evidente: por primera vez los reinos de Castilla y Aragón

21
tienen una jurisdicción común. La unión peninsular esta en
marcha. Serán los conversos los que paguen la factura.

Nada más que cristianos


No sólo los conversos: conversos y judios. El estableci­
miento de la Inquisición en España no cobra sentido más
que con el decreto de expulsión de los judios en 1492, dos
meses después de la toma de Granada. Teóricamente se tra­
ta para los judíos de optar entre dos decisiones: convertirse
al cristianismo (y poder quedarse en España) o permanecer
fieles a la religión de sus antepasados (y tener que exiliarse).
De hecho la elección es también de tipo económico porque
aunque pueden vender sus bienes antes de atravesar la fron­
tera, no pueden llevar consigo, bajo pena de muerte, ni oro
ni plata. Existe ya, claro está, el equivalente de nuestra letra
de cambio, pero ¿quién va a salir fiador de quien nada tiene
ya? Los hay más listos que los demás, que creen haber en­
contrado una buena solución tragándose las monedas. Ya
las recuperarán sin más que dejar obrar a la fisiologia. Pero
se corre la voz. Los bandoleros atacan a los judíos camino
del exilio y despedazan los cadáveres a la búsqueda —vana
la mayoría de las veces— del codiciado botín. Andrés Ber-
náldez nos ha dejado un estremecedor relato de este bochor­
noso episodio de la historia de España en su Historia de tos
Reyes Católicos.
No había, pues, otra tesitura: rehusar el bautismo, en
1492, equivalía, para un judío español, a abrazar el destie­
rro. Y, con el destierro, la ruina. Se calcula que más de cien
mil se lanzaron, a pesar de todo, a esta nueva diàspora. Na­
die puede negarles una buena dosis de heroísmo. Tampoco
mayor lucidez que los que se quedaron.
Porque todos aquellos que pensaron librarse de la expo­
liación abrazando la fe católica cayeron en las garras de la
Inquisición o, si se prefiere, en su terreno jurisdicional. Y
esta vez la Inquisición estaba lista para entrar en funciones
procesando a quienes, de todas las maneras, creía insinceros
en su nueva fe. La expulsión de 1492 eliminaba de España,

22
física y financieramente, a los judíos públicos. Pero, de re­
chazo, creaba también las condiciones idóneas para la elimi­
nación —física en cierta medida y, ante todo, económica—
de los demás hijos de Abraham ya que toda condena pro­
nunciada por el Santo Oficio conllevaba automáticamente
la confiscación de todos los bienes del acusado: un tercio
para la Corona —cuyas arcas habían quedado exhaustas
tras la guerra de Granada—, otro tercio para obras de cari­
dad y el último tercio para la Inquisición misma.
En 1492 los judios ya no tienen escapatoria posible. En un
período en que los reinos de Castilla y Aragón atraviesan
una grave recesión económica y, por consiguiente, el males­
tar social se agrava y las fobias de origen étnico se exacer­
ban, la Inquisición va a tomar el camino irreversible de lo
que para muchos será la “ solución final” .

23
“ POR JUDAIZAR, HEDIAN COMO JUDIOS...”

“ Y como en aquel tiempo los herejes y judíos malaven­


turados huían de la doctrina eclesiàstica, así huían de las
costumbres de los cristianos. Los que podían excusarse de
no bautizar sus hijos no los bautizaban, y los que los bau­
tizaban, lavábanlos en casa desde que los traían... Las
costumbres de la gente común de ellos antes de la Inquisi­
ción ni más ni menos era de los propios hediondos ju­
díos, y. esto causaba la continua conversación que con
ellos tenían; asi eran tragones y comilones, que nunca per­
dieron el comer a costumbre judáica de manjarejos, u
olletas de adefina, manjarejos de cebollas y ajos, refritos
con aceite, y la carne la guisaban con aceite porque lo
echaban en lugar de tocino y de grosura por excusar el to­
cino; y asi sus casas y puertas hedían muy mal a aquellos
manjarejos y ellos mismos tenían el olor de los judíos por
causa de los manjares y de no ser bautizados... Por judai­
zar, hedían como judíos: no comían puerco si no fuese en
lugar forzoso; comían carne en las cuaresmas y vigilias y
cuatro témporas de secreto; guardaban las pascuas y sába­
dos como mejor podían; enviaban aceite a las sinagogas
para las lamparas; tenían judíos que les predicaban en sus
casas en secreto, especialmente a las mujeres, muy de se­
creto; tenían judíos rabies que Ies degollaban las reses y
aves para sus negocios; comían pan cenceño al tiempo de
los judíos, carnes tájales; hacían todas las ceremonias ju­
daicas de secreto en cuanto podían; así los hombres como
las mujeres se excusaban de recibir los sacramentos de la
Santa Iglesia de su grado, salvo por fuerza de las constitu­
ciones de la Iglesia. Nunca confesaban la verdad, y acae­
ció a confesor con persona de esta generación cortarle un
poquito la ropa, diciendo: pues nunca pecaste, quiero que
me quede vuestra ropa por reliquia para sanar los enfer­
mos...
No creían dar a Dios galardón por virginidad y casti-

24
dad. Todo su hecho era crecer y multiplicar. Y en tiempo
de la empinación de esta herética pravedad de los gentil-
hombres de ellos, y de los mercaderes, muchos monaste­
rios eran violados, y muchas monjas profesas adulteradas
y escarnecidas, de ellas por dádivas, de ellas por engaño
de alcahuetas, no creyendo ni temiendo la descomunión;
mas antes lo hacían por injuriar a Jesucristo y a la Igle­
sia...
La mayor parte eran gentes logreras, y de muchas artes
y engaños, porque todos vivían de oficios holgados y en
comprar y vender no tenían conciencia para con los cris­
tianos. Nunca quisieron tomas oficios de arar ni cavar, ni
andar por los campos criando ganados, ni lo enseñaron a
sus hijos salvo oficios de poblados y de estar sentados ga­
nando de comer con poco trabajo.
Muchos de ellos en estos Reinos en poco tiempo allega­
ron muy grandes caudales y haciendas porque de logros y
usuras no hacían conciencia diciendo que lo ganaban con
sus enemigos... En cuanto podían adquirir honra, oficios
reales, favores de Reyes y señores, algunos se mezclaron
con hijos e hijas de caballeros cristianos viejos con sobra
de riquezas que se hallaron bien aventurados por ello por
los casamientos y matrimonios que así hicieron, que que­
daron en la Inquisición por buenos cristianos y con mucha
honra.
De todo lo sobredicho fueron certificados el Rey y la
Reina estando en Sevilla... y hubieron Bula del Papa Sixto
IV para proceder con justicia contra la dicha herejía por
via del fuego.

ANDRES BERNALDEZ, Cura de


los Palacios (1488-1513). Crónica de
los Reyes Católicos.

25
IL El sistema inquisitorial

En 1481 el reino de Castilla estrena el sistema inquisitorial


codificado por el Directorum inquisitorum de Nicolau Ei-
meric, publicado en Aviñón en 1376.
El período de gracia
Cuando un inquisidor toma posesión de su cargo, con el
título real en mano, exige primeramente —bajo pena de ex­
comunión— a las autoridades civiles locales un juramento
de ayuda y obediencia a su persona. A renglón seguido pro­
nuncia un sermón general en el que exhorta a los herejes a la
reconciliación y a los buenos cristianos a la denuncia. Para
no perturbar la vida litúrgica, este sermón general no podía
tener lugar un día de fiesta mayor y debía pronunciarse un
domingo que no fuera ni de Cuaresma ni de Adviento. Pero
para estar seguros de una conveniente afluencia de público,
se evitaba toda posible competencia prohibiendo todo ser­
món en la ciudad ese día y concediendo cuarenta días de in­
dulgencia a quien estuviera presente.
El Inquisidor acordaba en esta ocasión un período de gra­
cia generalmente de un mes (cuarenta días como máximo),
durante el cual los herejes que se acusaran espontáneamente
de sus “ crímenes” serían tratados con la mayor indulgen­
cia. Obsérvese bien que no era cuestión de confesarse sino
de acusarse. No olvidemos que el secreto de la confesión ata
las manos del sacerdote y lo que el tribunal de la Inquisición
quería era no perder su condición de tribunal, no de tribunal
de la confesión, sino de tribunal a secas, en el sentido jurí-

26
dico del término. Y para obligar a la delación, el Inquisidor
hacía leer públicamente al notario una conminación que
exigía a todo cristiano— bajo la pena de excomunión que
únicamente el Papa o el propio Inquisidor podían levan­
tar— la denuncia de todos los sospechosos de herejía.
Y tras el látigo, el pienso: el Inquisidor prometía tres años
de indulgencia cada vez que se le ayudara en su cometido.
La denuncia

Pasado el plazo de gracia, el hereje se exponía a caer en


las garras de la Inquisición si era objeto de acusación, dela­
ción o inquisición. La diferencia entre acusación y delación
era tan sutil como importante: acusar a un hereje implicaba
no sólo una acusación formal sino también personalizada.
Es decir: el acusador no sólo tenía que estar seguro de los
cargos que aducía sino también del juicio que le merecían.
Si incurría en error, la equivocación le costaba caro: se le
aplicaba la ley del Talión y sufría el castigo que se hubiera
aplicado al acusado. Sin embargo, cuando se trataba de una
delación no había ningún peligro para el denunciante que se
limitaba a comunicar al Inquisidor simples informes y, a ve­
ces, ni eso, sólo sospechas. Era el Santo Oficio quien tenía
que decidir si merecía la pena llevar a juicio al sospechoso.
Es fácilmente comprensible que, en tales circunstancias,
escasearan las acusaciones y llovieran las delaciones. Más
aún, la acusación brilló pronto por su ausencia y la ley del
Talión no se aplicó más que a quienes a ciencia y conciencia
habían suministrado a la Inquisición informes erróneos, con
el único y deliberado propòsito de dañar a alguien.
La base que sustentó el edificio inquisitorial fue la dela­
ción. ¿Qué necesidad tenía el Santo Oficio de practicar la in­
quisición (en el sentido estricto de encuesta) desde el mo­
mento en que contaba con material suficiente abastecido
por los denunciantes? Y, como veremos en el capítulo si­
guiente, las denuncias no escasearon desde el momento
mismo del establecimiento del Santo Oficio en Sevilla. El
odio que los cristianos viejos sentían por los judíos, la obli­

27
gación inexcusable que todos tenían de informar a la Inqui­
sición, el miedo de que el silencio no fuera sospechoso de
complicidad, con todas las trágicas consecuencias que ello
implicaba, todo esto explica, sin más, el que los inquisidores
pudieran pronto abandonar el papel de policías por el más
cómodo de jueces.
Ahora bien, las consecuencias fueron de talla: la función
inquisitorial propiamente dicha pasó, —primero en Casti­
lla, luego en Aragón— a manos de cada uno de los cristia­
nos, por el mero hecho de ser cristiano. Ningún otro país de
la cristiandad conoció una situación semejante.

El modelo de Inquisidor

El Inquisidor que recibía las denuncias debía ser, según la


fórmula consagrada, “ honesto en su porte, de extrema pru­
dencia, de perseverante firmeza, de erudición católica per­
fecta y lleno de virtudes” (Eymeric: Manual de Inquisido­
res). Tenía que tener cuarenta años cumplidos pero en Espa­
ña, excepcionalmente, podía accederse al cargo de Inquisi­
dor a partir de los treinta.
Y como las prerrogativas del Inquisidor podían despertar
los celos de más de un obispo, estaba establecido, desde Ur­
bano IV (1261), que nadie, a no ser el propio Papa, podía
excomulgarlo ni lanzar contra él una suspensión a divinis.
Del Inquisidor dependía el nombramiento de los “ comisa­
rios del Santo Oficio” que eran designados entre los frailes
o sacerdotes de la ciudad donde se había instalado el Tri­
bunal y, en particular, entre los miembros del Capítulo de la
catedral. De todas formas, según Peña, también “ el comi­
sario inquisitorial debe ser prudente, instruido, cristiano
viejo, piadoso” . En su Historia crítica de la Inquisición es­
pañola (1817) Juan Antonio Llorente —buen conocedor del
problema puesto que él mismo había ocupado antaño el car­
go de comisario— nos dirá que, de hecho, era sobre to­
do para escapar a la jurisdicción del obispo y poder así más
cómodamente hacer caso omiso del voto de castidad, por lo
que buen número de sacerdotes solicitaron el cargo. Pío IV

28
Fray Diego de Deza, Arzobispo de Sevilla. Inquisidor Gene­
ral (1498-1507), Retrato de Zurbarán, sobre grabado ante­
rior. Museo del Prado (Madrid).

29
les concedió, por añadidura, a los inquisidores, en 1561, el
derecho de dar a eclesiásticos el nombramiento de notario
del Santo Oficio.
La instrucción del proceso

La Inquisición tomaba en consideración todas las denun­


cias, incluso las anónimas. El delator debía, tras prestar ju­
ramento de decir verdad, exponer los hechos que motivaban
su acusación e indicar los nombres de las personas suscep­
tibles de confirmar el carácter herético del sospechoso.
También a éstos se les tomaba declaración y junto con la del
primer testigo se constituía el sumario (información sumaria
o instrucción preparatoria) sobre el que los inquisidores se
basaban para pronunciar la calificación, es decir, declarar
oficialmente si los hechos alegados por el denunciante y
confirmados por los testigos entraban o no dentro del terre­
no de la herejía. Ahora bien, lo grave del asunto era que a
los testigos no se les pedía que confirmaran o invalidaran el
testimonio del delator sino únicamente que declararan “ si
no habían visto u oído nada que les pareciera contrario a la
fe católica o a los derechos de la Inquisición” sin que fueran
informados de la identidad del acusado. Astuta manera de
obtener una multiplicidad de informaciones a partir de una
sola denuncia. Con el tiempo el sistema se perfeccionará
más aún y cuando un tribunal decida —a la vista de la ins­
trucción preliminar— incoar un proceso, hará llegar a los
demás tribunales una circular pidiendo la revista de Regis­
tros, es decir, todas las informaciones que obren en los res­
pectivos archivos y que puedan añadirse al pliego de cargos
contra el acusado.

En las cárceles del Santo Oficio.


Cuando la calificación de los hechos revelados era positi­
va, el acusador (fiscal) pedía la detención y encarcelamiento
del presunto culpable en las cárceles secretas del Santo Ofi­
cio. Este término de “ cárceles secretas” ha contribuido, evi-

30
dentemente, a alimentar la leyenda negra. De hecho, se las
denomina secretas a estas prisiones para distinguirlas de
otros tipos de cárceles: las comunes (donde se encierra a
las personas que sin haber cometido delito alguno que pu­
diera tacharse de herético algo habían hecho que incumbía a
la Inquisición de juzgar) y las medias (reservadas al personal
inquisitorial por algún crimen cometido en el ejercicio de
sus funciones). Mal que les pese a los detractores primarios
del Santo Oficio, estos calabozos no tenían nada de esas
mazmorras nauseabundas a que nos tiene acostumbrados el
cine y la literatura romántica. Los prisioneros no estaban
allí encadenados, ni llevaban esposas o collares de hierro.
Pero si las condiciones de detención eran materialmente
aceptables (aun cuando no se hacía nunca lumbre y se les
prohibía la luz a los prisioneros desdé las cuatro de la tarde
a las siete de la mañana) otra era la situación desde el punto
de vista moral, ya que el preso ignora de qué se le acusa y no
puede comunicarse más que con sus jueces. Como se ve, no
es la cárcel la que es secreta sino el prisionero el que es man­
tenido en el secreto más absoluto. Este rigor moral quizá era
aún más difícilmente soportable que el material. Todavía en
1790, cuando ya la Inquisición no pronunciaba más penas
capitales, un francés, Maffre des Rieux, se suicidará por no
poder soportar tal silencio.
Los tres primeros días del encarcelamiento eran consagra­
dos a las audiencias de monición. El prisionero se compro­
metía a decir toda la verdad y, a cambio, se le ofrecía la ma­
yor benevolencia. En caso contrario, caería sobre él todo el
peso de la ley inquisitorial. Ahora bien, como no sabía de
qué se le acusaba, se exponía el reo a hablar demasiado o de­
masiado poco. En el primer caso agravaba su condena; en el
segundo, el proceso seguía su curso y pasaba al “ tormen­
to” . En el transcurso de estas audiencias, la Inquisición
efectuaba algunas verificaciones sumarias haciendo que el
acusado recitara el credo, el padre nuestro, los artículos de
la fe o cualquiera otra parte del catecismo. Un error o una
omisión era considerado delito de flagrante herejía.

31
El tormento

Si el fiscal estimaba que el prisionero no había confesado


todo, o, sencillamente, que se había mostrado reticente, so­
licitaba al tribunal que se le diera tormento. El simple hecho
de hacer esta petición constituía una tortura moral y la In­
quisición estaba tan convencida de ello que en el siglo
XVIII, cuando ya no se aplicaba el tormento, el fiscal seguía
amenazando al acusado con hacer intervenir al verdugo con
objeto de obtener más acusaciones del reo. Las sesiones de
tortura a que eran sometidas las víctimas del Santo Oficio
han provocado en todo tiempo y lugar una indignación uná­
nime. En realidad, el tormento era una de las bases de todo
sistema jurídico, desde el momento en que se creía comun­
mente, hasta el siglo XVIII, que no había otro modo de
hacer confesar a un culpable que el dolor físico. “ Un no no
tiene más letras que un sP' le hace decir Cervantes a Ginés
de Pasamonte que veía en estas dos palabras la única dife­
rencia entre un culpable y un inocente, o, mejor dicho, entre
un condenado y un hombre libre. El Santo Oficio español
compartió enteramente esta opinión general. Peor aún,
según Simancas en su De Catholicibus institutionibus (1552)
“ los inquisidores deben ser más inclinados al tormento que
otros jueces porque el crimen de herejía es oculto y dificul­
toso de probar” . ¿Con qué finalidad? Muy sencilla:
“ causarle el más intenso dolor al prisionero” Y para ello los
inquisidores se intercambiaban sus particulares recetas (Cf.
texto, p. 40) Ellos, los inquisidores, son los que determi­
nan, según la condición del acusado o los cargos que se le
imputan, el modo de tortura que se les aplicará. Hay cinco
tipos de tormento, como en la justicia civil: horca, garrote,
caballete, garrucha y brasa. Pero no había por qué limitarse
a estos cinco: también se podía recurrir al suplicio del agua,
al de los borceguíes o a cualquier otro si se suponía que iba a
dar buen resultado. En este sentido, el método preferido de
los inquisidores fue el del garrote. Para acallar escrúpulos
de conciencia se ha pensado en tomar ciertas medidas “ hu­
manitarias” : un médico, por ejemplo, asiste a las sesiones
32
de tortura y garantiza que el prisionero va a resistir el supli­
cio sin peligro de muerte. Si se presentaba un riesgo mortal,
el Inquisidor pronunciaba la suspensión del tormento. Astu­
ta manera de eludir la obligación que tenian los inquisidores
de no someter a los prisioneros más que a una sola sesión de
suplicio. Al reanudarse ésta, seguía siendo la misma puesto
que no había hecho más que “ suspenderse” . Para terminar,
digamos que el acusado podía verse sometido al tormento
no sólo para que confesara en detrimento propio (tormen­
tum in caput proprium) sino también en perjuicio ajeno
(tormentum in caput alienum). Pero lo peor de todo era que
ni la más robusta de las constituciones físicas junto con la
mayor firmeza de carácter, reunidas en una sola persona,
podían poner a salvo a un sospechoso porque, de todas for­
mas, incluso si había resistido a los tormentos infligidos, los
inquisidores podían declararse convencidos por las declara­
ciones de los testigos de cargo, en cuyo caso nada ni nadie le
libraba al acusado de ser declarado impenitente y entregado
al brazo secular.

El proceso

Una vez convencidos de la culpabilidad del acusado (en


general por confesión propia, en el transcurso de las audien­
cias de monición o en el tormento) los inquisidores informa­
ban por fin al prisionero de los cargos que se le imputaban.
En la sala de audiencias un secretario del Santo Oficio le
leía, en presencia de los jueces, la acusación del fiscal, dete­
niéndose a cada artículo citado para preguntarle si era o no
conforme a la verdad. Finalizada la lectura de los cargos y
de la acusación, se le preguntaba al prisionero si alegaba al­
go en su favor. En caso afirmativo se hacía copia del pliego
de cargos y de las respuestas y el acusado debía designar
—entre los abogados, exclusivamente del Santo Oficio— al
defensor de su causa. Para defender a su cliente, este aboga­
do disponía, además de la copia ya citada, de las conclusio­
nes de la instrucción donde únicamente se mencionaban las
declaraciones de los testigos de cargo sin que fuera cuestión

33
alguna del nombre de éstos ni de las circunstancias en que
habían sido pronunciadas. La única defensa posible era re­
cusar a estos testigos, pero ¿cómo hacerlo, puesto que se ig­
noraba su identidad? El prisionero tenía entonces que nom­
brar a sus enemigos (quienes, por mala fe, hubieran podido
no haber intervenido más que para perjudicarle) mientras
que el Inquisidor se limitaba a pedir a los testigos que ratifi­
caran sus declaraciones.
Venía a continuación la publicación de pruebas. De nue­
vo, un secretario del Santo Oficio leía al acusado, en presen­
cia de los inquisidores, las declaraciones de los testigos, de­
teniéndose a cada punto para preguntarle si lo que acababa
de leer era exacto. Los calificadores del Santo Oficio inter­
venían luego para pronunciar el veredicto definitivo. Dado
que raramente se reconocía al acusado inocente, las califica­
ciones posibles oscilaban, por orden de gravedad, desde li­
geramente hasta muy gravemente sospechoso de herejía
(desde de levi a vehementer suspectus haeresis) o bien entra­
ba dentro de la categoría de hereje formal.

El auto de fe

La lectura de la sentencia y la ejecución del juicio tenían


lugar en una solemne manifestación religiosa o acto de fe
(auto de fe). Si nos atenemos a la definición de Juan Anto­
nio Llorente —la más sencilla— en su muy útil glosario de
“ las palabras y expresiones propias a la lengua del Santo
Oficio” que encabeza su Historia crítica de la Inquisición en
España, “ auto de fe es la lectura pública y solemne de los su­
marios dé los procesos del Santo Oficio, y de las sentencias
que los inquisidores pronuncian estando presentes los reos o
efigies que los representen concurriendo todas las autori­
dades y corporaciones respetables del pueblo, particular­
mente el juez real ordinario a quien se entregan allí mismo
las personas y las estatuas condenadas a relajación, para
que luego pronuncie sentencias de muerte y fuego, confor­
me a las leyes del reino, contra los herejes, y enseguida las
haga ejecutar, teniendo a este fin preparados el quemadero,

34
la leña, los suplicios de garrote y verdugos necesarios a cuyo
fin se le anticipan avisos oportunos por parte de los inquisi­
dores” .
A pesar del nombre, el auto de fe era, pues, una ceremo­
nia mixta, religiosa y civil, simbolo perfecto de la colusión
del trono con el altar. Allí se desplegaba la mayor pompa y
sólo por curiosidad hubiera acudido la muchedumbre para
presenciar lo que constituía muchas veces el espectáculo del
año. Léase a este respecto la ejemplar Relación del Auto de
fe de Madrid de 1630 que publicó Moratín. Y para que na­
die pudiera eludir su presencia en tan edificante ceremonia,
la asistencia era obligatoria y no faltaba tampoco la recom­
pensa de unas indulgencias. Actores o espectadores, los
miembros todos de la comunidad cristiana hacían acto de
presencia. Ineludiblemente.
El auto de fe comenzaba con una procesión. Las fuerzas
vivas, las órdenes religiosas, todos los notables de la ciudad
se disputaban el honor de escoltar la bandera del Santo Ofi­
cio (cruz verde sobre fondo blanco), precediendo a los con­
denados. Los miembros del tribunal de la Inquisición cerra­
ban la marcha. Los herejes eran el centro de las miradas:
con mitras de cartón en la cabeza, una cuerda de retama al
cuello y una antorcha de cera verde en la mano, exhibían un
sambenito con adornos que variaban según el tipo de supli­
cio a que habían sido castigados. Los que se habían librado
de la muerte llevaban el sambenito amarillo: sin aspa si no
era más que ligeramente sospechoso de herejía; el que abju­
raba declarándose violentamente sospechoso llevaba una
media aspa y el que, aunque hereje formal, había confesado
su culpa y se había reconciliado, llevaba un aspa entera en
su sambenito. Pero no todos habían salido tan bien libra­
dos: los relapsos (reincidentes tras una primera condena)
arrepentidos eran entregados al brazo secular, lo mismo que
los impenitentes u obstinados hasta el final en el error. Al
relapso arrepentido no se le quemaba vivo, se le estrangula­
ba caritativamente antes. Por eso su sambenito se parecía al
del hereje formal: un aspa sin llamas. Pero se diferenciaba
por la coroza, una especie de bonete cónico, adornado tam-

35
Arriba - Sambenito (Ph. Lim-
borch, H istoria Inquisi­
tions..., Amsterdam, 1692)
Abajo izq. - Sambenito y co­
roza de un reconciliado
Abajo Deha. - Sambenito y
coroza de un hereje relapso,
condenado a morir.

36
bién con una cruz. Si no había manifestado su arrepenti­
miento más que después de haberse pronunciado la califica­
ción definitiva de su crimen, y no en el transcurso del pro­
ceso, como en el primer caso, el hereje seguía beneficiándo­
se del mismo favor (el estrangulamiento antes de la quema)
pero se hacía notar su infamia con las llamas invertidas de
su coroza y un busto sobre una hoguera en su sambenito.
Por último, al que había sido declarado impenitente se le
quemaba vivo: las llamas, tanto de la coroza como del sam­
benito (también con un busto sobre un brasero), estaban
pintadas hacia arriba. Llevaba igualmente figuras de diablo
en su ropa, dando a entender que los demonios se habían ya
apoderado de el.
Se daba también el caso de que los muertos fueran objeto
de la justicia inquisitorial (de esto hablaremos en el próximo
capítulo).
Se exhumaban entonces los restos de los difuntos conde­
nados y se los llevaba, en el ataúd, en procesión hasta la ho­
guera, precedidos de una estatua revestida de coroza y sam­
benito con todos los signos de su infamia.
Una vez ante el patíbulo, se hacía pública lectura de las
pruebas que establecían la culpabilidad de los condenados y
la correspondiente sentencia.
Quien no era entregado al brazo secular (es decir: conde­
nado a muerte) no por eso era absuelto. La reconciliación
acarreaba siempre penas o “ penitencias” entre las cuales, la
más frecuente era la prisión. Pero sobre todo, una condena
del Santo Oficio implicaba automáticamente el embargo de
todos los bienes del condenado y la infamia en adelante aso­
ciada a su nombre y al de su familia entera. Cierto, se había
librado de la muerte física pero era en adelante un cadáver
civil y económico. Con todos sus principios religiosos, nin­
gún tribunal social igualó al Santo Oficio en severidad.
Cuando las grandes carretadas de condenados del princi­
pio de la la Inquisición cesaron y los autos de fe comenzaron
a escasear, se establecieron muy sutiles graduaciones de no-
menglatura. Se inventó la clasificación siguiente: auto de fe
general (con gran afluencia de público y condenados); auto

37
de fe particular (sin asistencia de corporaciones ni autorida­
des, estando únicamente presente el juez ordinario si había
ejecución); auto de fe singular (para una sola persona sin
necesidad de celebrarse en la plaza pública; podía hacerse en
el interior de una iglesia). Mención especial merece el autillo
que tenía lugar en sesión privada, por así decirlo, dentro de
los locales de la Inquisición. Podía celebrarse a puertas
abiertas (sesión pública) o cerradas (con la única asistencia
de las personas eventualmente convocadas por la Inquisi­
ción). El más célebre autillo fue el de Olavide (1766) (Vid.
Cap. VIII). Tanto el auto de fe particular, como el singular
o el autillo no son más que formas bastardas del auto verda­
dero, el que se celebraba ante la más nutrida asistencia posi­
ble y como muestra esplendente de una Iglesia triunfante.

El terrorismo inquisitorial.
“ Nada tan glorioso para la santa fe como confundir pú­
blicamente a la herejía” nos dice Peña, doctor en derecho
canónico y civil, en sus comentarios al Directorium inquisi­
torum. Y para ello, añade, “ no hay ninguna duda que ins­
truir y aterrorizar al pueblo con la proclamación de las sen­
tencias, la imposición de sambenitos, etc., es un buen ac­
to” . Aquí tenemos, en la pluma de uno de los más expertos
teóricos del Santo Oficio, el fundamento mismo del sistema
inquisitorial: aterrorizar. Es por el terror que provoca como
el auto de fe debe disuadir al hereje para que no persevere en
el error y, por miedo de pasar por cómplice, incitar al buen
cristiano a la delación. La acción de la Inquisición no pre­
tende tanto reconciliar al hereje como impresionar a las ma­
sas. Es de nuevo Peña quien lo afirma: “ la finalidad prime­
ra del proceso y de la condena a muerte no es salvar el alma
del acusado, sino procurar el bien público y aterrorizar al
pueblo” .
Más claro, imposible: vencer mejor que convencer. Del
“ militat gladio militat spiritu” de la Escritura* no se retiene
más que la primera parte. Y lo que acabó de perfeccionar es­
ta organización del terror erigido en sistema fue el secreto

38
absoluto con que procedía: nadie, ni miembros del santo
Oficio, ni reconciliados, ni testigos, nadie podía decir lo que
pasaba dentro del tribunal del Santo Oficio. Asi fue como la
Inquisición, tanto en España como en el extranjero, alcanzó
una dimensión mítica que aún hoy, a pesar de los denoda­
dos esfuerzos de la investigación histórica, está muy lejos de
haber perdido.

39
“ BUSCANDO EL MAYOR DOLOR DEL REO...”

“ Di la verdad de lo que se te fuere preguntando, y no te


quieras ver en tan miserable estado.
Di la verdad... o se mandará entrar al ministro de justicia.
Mandóse entrar.
Di la verdad... o se te mandará desnudar.
Di la verdad... o se te mandará reconocer por el ministro.
Se le reconoció.
Di la verdad... o se mandará entrar los médicos para que
se te reconozca mejor.
Entraron y reconocieron.
Di la verdad... o se mandará subir el potro.
Subióse el potro.
Di la verdad... o se te mandará fajar.
Fajóse.
Di la verdad... o se te mandará afianzar el pie izquierdo
paraelirampazo.
Afianzóse.
Di la verdad... o se te mandará afianzar el pie derecho pa­
ra el trampazo.
Afianzóse.
Di la verdad... o se te mandará afianzar de los brazos.
Afianzóse.
Di la verdad... o se te mandará dar la ligadura del brazo
derecho.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar la ligadura del brazo
izquierdo.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará afianzar el mollero del
brazo derecho para el garrote.
Afianzóse.
Di la verdad... o se te mandará afianzar el mollero del
brazo izquierdo para el garrote.
Afianzóse.
Di la verdad... o se te mandará dar la primera vuelta de
mancuerda.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar el garrote en el mollero
del brazo derecho.
Dióse.

40
Di la verdad... o se te mandará dar la segunda vuelta.de
mancuerda.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar el garrote en el mollero
del brázo izquierdo.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar la segunda vuelta de
mancuerda.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar el garrote en el mollero
del brazo izquierdo.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar la tercera vuelta de
mancuerda.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar el trampazo del pie de­
recho.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar la cuarta vuelta de
mancuerda.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar el trampazo del pie iz­
quierdo.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar la quinta vuelta de
mancuerda.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dár la sexta vuelta de man­
cuerda.
Dióse.
Di la verdad... o se te mandará dar la séptima vuelta de
mancuerda.
Dióse.
* * *

Deben entender V.Sas. que estas divisiones del modo de


dar tormento se dirigen a ir buscando el mayor dolor del
reo para conseguir su confesión por medio de lo más sen­
sible, transitando por los miembros.
Ahora, V.Sas. pueden elegir lo más proporcionado, que
yo apunto lo que he alcanzado en esto.”

Informe de un Inquisidor, siglo XVI


(Biblioteca Nacional, Madrid, Ma­
nuscrito 13 441, fo l 44r - 45 v)
Escudo de la Inquisición española (Historia Inquisitionis,
de Ph. Limbureh, 1632)

42
III. Cristianos viejos y nuevos:
la Inquisición, instrumento
de lucha socio-racial

Malos comienzos.
La Inquisición nueva entró en funciones con mal agüero.
En 1481 precisamente, cuando, tras abandonar el convento
de San Pablo por demasiado pequeño, se estableció en el
castillo de Triana, una nueva calamidad se abatió sobre la
ciudad de Sevilla: la peste. El principal responsable de la
instalación del Santo oficio en Castilla, Fray Alonso de Ho-
jeda apenas tuvo tiempo de saborear el impacto de su elo­
cuencia en el auto de fe en que perecieron quemados los pri­
meros judaizantes: unos días más tarde Dios lo llamaba a su
seno. Fue él, recordémoslo, el primero que, en 1477, había
reclamado a los Reyes Católicos, de paso por Sevilla, la res­
tauración de la Inquisición en la ciudad del Betis. Volviendo
a la carga al año siguiente, Fray Alonso de Hojeda fue quien
convenció a Fernando e Isabel con la revelación de las prác­
ticas blásfematorias de ciertos conversos en la noche del
Jueves al Viernes Santo. Eri este primer auto de fe, según
Andrés Bernáldez, cronista de la época, perecieron en las
llamas seis herejes (hombres y mujeres). Días después les to­
có la vez a tres de los más importantes y ricos personajes de
la ciudad. Uno de ellos era un tal Diego de Susán cuya for­
tuna rondaba los diez millones de maravedises. Murió cris­
tianamente. El lector podrá creerlo o no, pero así fue.
Como Dios protege a la inocencia pero no forzosamente a
los Inquisidores, éstos juzgaron prudente poner pies en pol­
vorosa y alejarse de la peste. Se fueron a refugiar a Aracena,
zona montañosa a unos ochenta kilómetros al noroeste de

43
Sevilla.
Pero ni ante la peste los conversos fueron tratados como
los demás: mientras que los cristianos viejos pudieron libre­
mente ponerse a salvo como, cuando y donde les pareció
bien, ellos necesitaron un permiso especial para ausentarse
de Sevilla. El Asistente se lo concedió con una condición:
que no se llevaran sus bienes y se contentaran con objetos de
poco valor. Igual que en 1492, eran libres de ir donde quisie­
ran, pero sin riquezas. Los hubo que aprovecharon la oca­
sión para quedarse en Portugal, Roma o los países moriscos
y volver a abrazar de nuevo el judaismo, pero la mayor par­
te se volvieron a sus casas cuando desapareció la epidemia.

Proceso contra los muertos

En Aracena, los inquisidores no permanecieron ociosos.


Andrés Bernáldez nos da testimonio de la condena a muerte
de veintitrés, personas. Para un pueblo como Aracena que
no pasaba de los mil habitantes, no estaba nada mal. A pe­
sar de lo cual y como, sin duda, no tenían más víctimas vi­
vas a su disposición, se fueron a buscarlas al cementerio. Ser
enterrado “ more judaico” , es decir, “ unos sobre otros” era
la prueba de que el difunto habia guardado fidelidad a la ley
mosaica hasta el fin de sus días. Se procedió, pues, a la ex­
humación de todos los cadáveres sospechosos de enterra­
miento herético. No había innovación alguna en la materia:
la macabra medida habia sido aprobada por Alejandro IV
(1254-1261) y su sucesor Urbano IV (1261-1264) y Nicolás
Eimeric la incorpora a su Directorum inquisitorum. “ Per­
seguir” a un muerto, es decir, a quien, por definición, no
podía defenderse, no dejaba de plantear problemas mora­
les. Peña, comentando esta obra de Eimeric, acudió al quite
y ejecutó la siguiente revolera dialéctica: tal procedimiento
no es admisible en Derecho Civil pero en este caso se trata
de un delito de lesa majestad divina. Había, por otra parte,
que hacer la distinción entre dos situaciones: o bien se con­
denaba al difunto “ para confiscar sus bienes,— o, con más
exactitud, para declarar que sus bienes quedan confiscados

44
ipso facto— enajenárselos al tercero que los posee y ceder­
los al Santo Oficio de la Inquisición” y entonces había una
prescripción teórica tras cinco años después de muerto el
sospechoso (cuarenta, en la práctica); o bien, se trataba de
arrojar el anatema sobre la memoria del difunto. El hereje
podía entonces —sin que lo salvara prescripción alguna—
incurrir en las penas siguientes: incineración o simple exhu­
mación con entierro en una nueva sepultura fuera del ce­
menterio cristiano.
Que la Iglesia haya osado juzgar a quienes ya lo habían si­
do en la otra vida por Dios mismo, es algo difícil de justifi­
car. Pero hacen falta mayores dificultades para arredrar a
un sutil canonista como Peña que nos facilita las verdaderas
razones que impulsaban al Santo Oficio a perseguir y conde­
nar a los muertos: la confiscación. Sin afirmar, como cier­
tos historiadores del siglo pasado, que la actividad inquisi­
torial tenía como único objetivo el atesoramiento de bienes,
no puede dejarse de lado el hecho incontrovertible de que la
sagrada institución debía autofinanciarse. Y para ello esta­
ban abocados a condenar. Esta es la única explicación váli­
da del rigor de que se dio prueba en la localidad de Aracena.
Había otrá ventaja suplementaria en estos procesos con­
tra los muertos: el espanto que producían en la población.
Es cierto que, desde una óptica fríamente racionalista, no
dejaba de ser menos cruel quemar cadáveres que seres vivos
pero el hecho era que el desfile de ataúdes tras las efigies qué
representaban a los condenados, producía en el público un
terror pánico. (Cf. p. 99) la reproducción de una de las
ilustraciones de Délices de l ’Espagne et du Portugal (Leyde,
1707) Y, no lo olvidemos, conseguir despertar el terror en
las gentes era el objetivo número uno del sistema inquisito­
rial. Y que no se nos acuse de echar agua al molino de la le­
yenda negra. Léase lo que dice de nuevo Peña en uno de sus
escolios al Manuel de Inquisidores cuando afirma sin am­
bages que se trata —el proceso contra los muertos— de una
“ práctica muy loable, cuyo efecto terrorífico en el pueblo es
evidente” .

45
“Hasta que no quede ni uno.

De vuelta a Sevilla, cuando la peste acabó por desapa­


recer, no se privaron los inquisidores de seguir aplicando un
sistema que tan excelentes resultados daba y entraron a saco
en los sepulcros de la Trinidad, San Agustín y San Ber­
nardo. El mismo tipo de proceso se aplicó contra quienes no
habían regresado a sus casas, dando asi prueba de su culpa­
bilidad. Condenados por contumacia se los quemaba tam­
bién en efigie. Todo esto no era obstáculo —al contrario—
para perseguir igualmente a los conversos que habían vuelto
a su domicilio. Según el testigo presencial Andrés Bernáldez
“ más de setecientas personas” perecieron en la hoguera y
“ más de cinco mil” fueron reconciliados en Sevilla en el es­
pacio de ocho años: desde 1481 hasta 1488. Estas cifras hay
que cogerlas con pinzas. En Sevilla el elemento judío brilla­
ba por su importancia y los inquisidores mismos hincharon
las estadísticas para mayor efecto de disuasión. Así, por
ejemplo, hicieron colocar una lápida én Sevilla donde se ha­
bía grabado que entre 1492 y 1524 fueron quemados milla­
res (“ fere millia” ) de herejes y reconciliados más de 20.000
(“ vigenti millia haereticorum et ultra” ).
Así y todo, la cifra de condenados a muerte que nos sumi­
nistra Bernáldez no parece disparada. En Toledo y Zarago­
za, donde el problema judío se planteaba con menos acui­
dad, las estadísticas pueden confirmar lo bien fundado del
balance sevillano. Según el historiador norteamericano Lea
fueron declarados culpables en la ciudad imperial y entrega­
dos al brazo secular, entre 1483 y 1501, 297 conversos; en
Zaragoza, desde 1485 hasta 1502, 124 (y, por otra parte, hu­
bo 458 reconciliados).
Cuando se lee la Historia de los Reyes Católicos de An­
drés Bernáldez, se tiene la impresión de que las víctimas de
la Inquisición fueron, de preferencia, los más ricos e impor­
tantes de la ciudad: “ algunos de los más honrados, y de los
más ricos, veinticuatros, y jurados, y bachilleres, y letrados,
y hombres de mucho favor.” De aquí saca argumento el
cronista para afirmar la neutralidad y objetividad del Santo

46
Oficio: “ nunca les valieron favores ni las riquezas” . El ar­
gumento es fácilmente reversible. Sin acusar a la Inquisición
y a la Hacienda real (que, evidentemente, eran los primeros
beneficiarios) de haber perseguido sistemáticamente a quie­
nes más beneficios podían procurar, es indiscutible que esta
élite constituía la diana favorita de la Inquisición aunque no
fuera más que porque el éxito económico-social era lo que
los cristianos viejos perdonaban menos a los conversos.
Como reza el proverbio: “ no hay peor cuña que la de la
misma madera” . Bernáldez, simple cura de Los Palacios, no
puede disimular su entusiasmo cuando narra que fueron
quemados vivos en el transcurso de los tres primeros años de
Inquisición en Sevilla: “ tres clérigos de misa y tres o cuatro
frailes, todos de este linaje de conversos” y, sobre todo,
“ un doctor fraile de la Trinidad... que era gran predicador y
gran falsario, hereje engañador, que le aconteció venir el
Viernes Santo de predicar la Pasión y hartarse de carne” .
Bernáldez no debía de ser una excepción y no pocos cristia­
nos viejos se alegrarían de ver condenado a un vecino o cole­
ga más rico o considerado que ellos.
De hecho, el Santo Oficio constituía el arma absoluta de
una lucha socio-racial: más que la extirpación de una here­
jía, lo que se perseguía era la eliminación, sin más, de los
marranos. El mismo Bernáldez no se andaba en barras:
“ pues el fuego está encendido, que quemará hasta que halle
cabo al saco de la leña que sería necesario arder, hasta que
sean desgastados y muertos todos los que judaizaron, que
no quede ninguno, y aun sus hijos, los que eran de veinte
años arriba, y si fueran todos de la misma lepra, aunque tu­
viesen menos” .
Ante textos como éste, uno termina preguntándose si los
inquisidores no dieron prueba, finalmente, de una encomia-
ble moderación.

El reino del terror

Imposible les era a los conversos olvidar la amenaza que


en todo momento pesaba sobre sus cabezas. Todos los vier-

47
nes, por ejemplo, se celebraba una procesión de flagelantes
en la que tenían que participar todos los reconciliados por el
Santo Oficio. Para más humillación —suya y de su
familia— debían ir a cara descubierta. Hubo procesiones de
este tipo en la que tomaron parte —según se dijo— más de
quinientos penitentes. Para que todos tuvieran presente a la
memoria los nombres de los condenados, éstos dejaban sus
sambenitos colgados en las paredes de sus respectivas parro­
quias. Sobre un papel se leía el nombre del interesado y los
motivos de su condena. Estos “ inris” seguían en su sitio
hasta que el paso del tiempo los reducía a polvo. Se renun­
ció a esta costumbre cuando no quedó sitio en las iglesias
para colgar más sambenitos. Finalmente, para que nadie en
Sevilla —ciudad modelo en lo que a Inquisición se refiere—
olvidara que el Santo Oficio tenía derecho de vida y muerte
sobre todos los ciudadanos, se acotó un emplazamiento es­
pecial para las ejecuciones en Tablada. Cuatro estatuas gi­
gantescas que representaban a cuatro profetas del Antiguo
Testamento fueron erigidas en las cuatro esquinas del pro­
montorio. No podía albergarse duda alguna sobre el carác­
ter permanente del monumento. Ni pasar por alto el humor
siniestro de quien lo planeó pensando en la religión mosaica
de los actores que iban a beneficiarse de tan espectacular es­
cenario.

El holocausto cultural

Para facilitar la tarea de los denunciantes, la Inquisición


puso a la disposición del pueblo una serie de signos inequí­
vocos de herejía. A partir del siglo XVII, se leyeron en los
púlpitos —al entrar en Cuaresma— los llamados edictos de
fe que constituían un excelente catálogo de manifestaciones
externas de herejía.
No faltan, claro está, las prácticas religiosas de carácter
heterodoxo (los ritos mortuorios, por ejemplo. No hay que
olvidar que para el converso lo importante no era haber ab­
jurado sino continuar viviendo como judío y, evidente­
mente, morir como judío. El mito de la “ buena muerte” no
48
es exclusivo de los cristianos). Pero también nos encontra­
mos con costumbres culinarias, higiénicas o domésticas que
podían constituir una aceptable base de denuncia. Comer
un animal previamente degollado, o, en ciertas épocas del
año, probar la lechuga o cualquier ensalada amarga, lo
mismo que el apio, bastaba para incurrir en sospecha. Cam­
biar de camisa o tomar un baño el sábado era la prueba evi­
dente de que se preparaba uno para celebrar el sabat. Tam­
poco convenía, por las mismas razones, cambiar de sábanas
ese día o poner mantel nuevo en la mesa. Cortarse el pelo o
las uñas en determinadas fechas era igualmente un índice de
judaismo nada despreciable. De modo que, mientras que la
Iglesia se esforzó siempre por recuperar los ritos paganos
dándoles una nueva significación (las fiestas de San Juan o
de la Candelaria, concretamente) la Inquisición negó siem­
pre a los conversos el derecho a la diferencia en su vida de
todos los días. Para pasar por inocentes ante los cristianos
viejos, no les bastaba a los conversos con observar —incluso
escrupulosamente— los mandamientos de la Iglesia. Tenían
también que renunciar ante todo a las tradiciones del pueblo
judío. Podían librarse del holocausto físico pero les era im­
posible del todo punto escapar al holocausto cultural.

Importancia de las condenas del Santo Oficio en !a memoria


colectiva.

Juan Antonio Llorente, primer verdadero historiador de


la Inquisición, calculó que hubo 10.220 condenados a muer­
te, 6.800 quemados en efigie y 96.321 reconciliados. Np por
célebre, esta estadística es menos errónea. El jesuíta Padre
Mariana habla en su Historia de España (1552) de dos mil
condenas a muertes en la ciudad de Sevilla exclusivamente
durante el año 1481. Páramo, inquisidor de Sicilia, en su De
origine et progressu officii Sanctae Inquisitionis (1598),
aduce la misma cifra de 2.000 herejes quemados, pero en di­
versos lugares y épocas distintas. De hecho, no sabemos las
cifras exactas de esta macabra contabilidad pero sí podemos
deducir de estos dos millares de presuntas victimas del Santo

49
Tribunal el tremendo impacto que los autos de fe debieron
causar en la memoria de las gentes.

Una resistencia clandestina.

En buena lógica, este sistemático terror contra los conver­


sos debió acabar con toda huella de judaismo, religioso y
cultural. Sin embargo, no fue así. Nos faltan, es cierto, da­
tos precisos sobre la actividad de la Inquisición en sus co­
mienzos, pero, gracias a los imprescindibles trabajos del
profesor Jaime Contreras podemos hablar con conocimien­
to de causa del período 1540-1700. Durante este siglo y me­
dio largo, de un total de 50.000 procesos (que representan el
75% de la actividad judicial del Santo Oficio), 5.000 tuvie­
ron como causa el judaismo: concretamente 4.065 en Casti­
lla (de un total de 23.202 causas, esto es, el 19,7%) y 942 en
Aragón (de 25.890: el 3,6%) La inmigración de marranos
portugueses a Castilla durante el siglo XVII explica en parte
el desequilibrio estadístico.
Pero en parte, solamente, porque hay un factor que debe
tomarse en consideración: la resistencia que los judaizantes
supieron organizar en la clandestinidad, una vez superados
los primeros momentos de estupor. Los procesos contra la
Complicidad de los chuetas de Mallorca, el primero en 1677
(con cinco autos de fe en los que fueron reconciliados un to­
tal de 250 judaizantes) y luego en 1691 (donde hubo 45 sen­
tenciados a muerte, tres de los cuales fueron quemados vi­
vos —a los restantes se les hizo la caridad de darles garrote
antes—), prueban que, a pesar de los peligros, muchos ma­
rranos supieron seguir observando los ritos de sus antepasa­
dos.
La Inquisición fue eficaz en el terreno de la lucha socio-
racial, pero desde el punto de vista estrictamente religioso
no consiguió sino crear una férrea oposición tanto más sóli­
da y eficaz cuanto que sus miembros sabían a qué se expo­
nían en caso de ser descubiertos.

50
Los estatutos de pureza de sangre
Para mejor pasar desapercibidos, hubo judaizantes que
hicieron gala de coraje y astucia introduciéndose en el seno
mismo de la Iglesia. La Orden de los Jerónimos, de regla no
demasiado severa, fue la preferida. Fray Juan de Madrid
llegará a declarar que “ no se había metido fraile salvo para
guardar mejor la ley de los judíos porque en el monasterio
no era así visto” . Fingiendo estar enfermo, el Prior del mo­
nasterio de La Silla, Fray García de Zapata, llegaba incluso
a observar la fiesta del Tabernáculo sin que nadie reparara
en él. Un caso extremo fue el de Fray Diego de Marchena,
del monasterio de Guadalupe, que llegó a profesar sin haber
sido nunca bautizado. Fue quemado vivo en Toledo en
1485. Esta posibilidad de camuflaje no duró mucho tiempo.
La Inquisición tomó cartas en el asunto y la condena por ju­
daismo de varios jerónimos desacreditó a toda la Orden. En
1486 se hará público un estatuto especial prohibiendo a todo
converso y descendiente de converso el acceso a las dignida­
des de prior, vicario o confesor del monasterio de Nuestra
Señora de Guadalupe.
No era esta la primera vez que se dictaban medidas de dis­
criminación racial contra los cristianos nuevos. En 1482, la
Corporación de Albañiles de Toledo tenía prohibida la co­
municación a todo converso de los secretos del oficio y en
Guipúzcoa no podian ni siquiera instalarse.
La primera tentativa de ley racial, no contra los judíos si­
no contra los conversos, remonta al reino de Juan II de Cas­
tilla. Cuando en 1449 el Condestable Don Alvaro de Luna
quiso recaudar en Toledo (en contra de los privilegios de la
ciudad) un impuesto de un millón de maravedises para fi­
nanciar la guerra contra Aragón, la población se levantó en
armas. Un rico negociante, de origen judío, Alonso Cota,
fue tenido por responsable de tan impopular medida y el A l­
calde Mayor, Pedro Sarmiento, que había acaudillado la re­
belión, aprovechó la ocasión para proclamar una Sentencia
Estatuto por la que los conversos eran asimilados, pura y
simplemente, a los judíos y, por consiguiente, quedaban ex-

51
cluidos de todo cargo importante.
En un breve del 24 de setiembre de 1449, el Papa Nicolás
V condenó firmemente esta Sentencia Estatuto argumentan­
do que había que respetar las Sagradas Escrituras y no hacer
diferencia alguna entre viejos y nuevos cristianos, del mismo
modo que San Pablo no distinguía entre judíos y griegos
porque “ no hay acepción de personas en Dios” (Epístola a
los Romanos, II, 11)
Al denunciar las tendencias cismáticas de la Sentencia Es­
tatuto, el Soberano Pontífice prohibía oficialmente que los
conversos fueran objeto de medida discriminatoria alguna.
Amparados en esta decisión papal, los jerónimos conside­
raron que podían apelar contra el estatuto que se les había
impuesto en 1486. Con este motivo se desencadenó una con­
troversia en el seno de la Orden que no cesó hasta la inter­
vención de Alejandro VI (un papa español, valenciano, por
más señas) que anuló en 1495 la decisión de su predecesor
Nicolás V. Esta vez ya no se trataba únicamente —como en
el proyecto inicial— de hacer de los conversos el lumpen de
los monasterios. Ahora se estipulaba la exclusión total de
toda persona de ascendencia judía puesto que ningún neófi­
to, hasta la cuarta generación, podía aspirar a ingresar en la
Orden de San Jerónimo.
En la práctica no se había sin embargo esperado la oficial
toma de posición del Papa. Ya en 1488, el Colegio dé Santa
Cruz de Valladolid cerró sus puertas a los conversos. Es po­
sible que en esto siguiera el ejemplo del Colegio Viejo de
San Bartolomé de Salamanca. La aprobación papal del esta­
tuto de los Jerónimos en 1495 no hizo sino oficializar un
comportamiento nada excepcional. Es así como en 1486, el
Inquisidor General Tomás de Torquemada, de ascendencia
judía, obtuvo de la Santa Sede la autorización de incluir un
estatuto de pureza de sangre en la Regla del Monasterio de
Santo Tomás de Aquino que él había fundado en Avila. Al
año siguiente el Colegio de San Antonio en Sigüenza publi­
caba un Statutum contra hebraeos.
En 1522 un decreto de la Suprema, es decir, de la misma
Inquisición, prohibía a los estudiantes de sangre hebrea la

52
asistencia a las aulas de las Universidades de Salamanca,
Valladolid y Toledo. En 1525 es la seráfica Orden de los
Franciscanos la que exige el certificado de pureza de sangre.
Como era de esperar, los capítulos de las catedrales no que­
dan a la zaga: Sevilla se suma al movimiento discriminatorio
en 1515; Córdoba, en 1530. Tras una larga controversia el
Arzobispo Silíceo (su verdadero nombre era Guijarro) im­
puso a su vez el estatuto de sangre en 1555, fecha en la que el
Papa Pablo IV ratificó la medida.
Cierto es que otros capítulos catedralicios no exigieron de
sus miembros la condición de cristianos viejos. Eso permitió
por ejemplo al autor de un Discurso en favor del Santo y no­
ble estatuto de la limpieza (1638) afirmar que “ ha sucedido
por esto que alguno que no pudo ser dignidad en una Cate­
dral de estatuto por sus buenas partes, fue Obispo de uno de
los más ricos obispados de España. Así que no tienen por
qué mostrarse sentidos los que no son cristianos viejos si­
no estar contentos con su suerte” . Con todo y con eso, la
pureza de sangre será en adelante, en España, una de las
condiciones “ sine qua non” del éxito social. Para cursar es­
tudios en un Colegio famoso, para la obtención de una sus­
tanciosa prebenda, habrá que dejar bien establecido que
ninguno de los antepasados del impetrante (hasta la cuarta
generación) ha sido condenado por el Santo Oficio y que to­
da su familia está integrada por cristianos viejos. Y como,
siempre en Derecho, es menos importante el hecho que la
prueba del hecho, auténtica o no, hubo quienes, con dinero
por delante, pudieron conseguir verdaderos falsos testimo­
nios que acreditaban unos orígenes inmaculados. Pero, des­
graciado de quien llevaba un apellido sospechoso (un mote
o el nombre de una ciudad, por ejemplo). A nadie podía ha­
cer creer en su inocencia. Bien lo sabía Quevedo cuando, pa­
ra divertir a sus lectores, le puso al maestro de Pablo el
nombre de Don Diego Coronel, el mismo que el banquero
de los Reyes Católicos, Abraham Senior, había adoptado
para sí, el día de su bautismo: “ escudos hacen escudos” .
Este concepto de pureza de sangre —que no se da en nin­
guna otra parte de la cristiandad— completa y aclara singu-

53
larmente el papel específico de la Inquisición española.
Mientras que, desde un punto de vista teológico cada uno es
“ hijo de sus obras” y que en función de éstas debe ser juz­
gado, cuando de cristianos nuevos se trataba no bastaba con
ser inocente uno mismo. Ni con que lo fueran los antepasa­
dos. Bastaba con ser de origen judío (del linaje de los ju­
díos, como se decía entonces) para ser considerado criminal.
Y el bautismo, que según la doctrina de Jesús, borra todos
los pecados, no podía nada contra éste.
Inquisición y estatuto de pureza de sangre se aunaron pa­
ra rehusar categóricamente la integración de una sociedad
en otra. Y ello, en nombre de la religión.

Los familiares del Santo Oficio.

La Inquisición y su corolario: los estatutos de limpieza de


sangre, ocasionaron una auténtica revolución social. Los
descendientes de los judios pasaron de clase dominadora a
clase dominada. De aquí, el interés en poseer un título que
certificara, de modo irrefutable, la pertenencia a la “ raza
pura” , Y ¿quién sino la Inquisición podia extenderlo? Esto,
nada menos, significaba el título de familiar del Santo Ofi­
cio.
En un principio fue Inocencio III (1198-1261) quien deci­
dió acordar indulgencias y grandes privilegios a los cruzados
(“ cruce signati” ) que se ponían a la disposición de los inqui­
sidores para capturar y castigar a los herejes.
Empezaron considerándose cruzados a los doscientos de a
pie y cincuenta de a caballo que constituían la escolta de
Torquemada. En ambos sentidos de la palabra: para rendir­
le honores lo mismo que para protegerle, si la ocasión se
presentaba.
El familiar estaba pues a la disposición de la Inquisición
para todo lo que se terciara.
De hecho, tras las Ordenanzas de 1561 los familiares se li­
mitarán a servir de escolta a los condenados en los autos de
fe. También podrán encargarse de ciertos servicios de ru­
tina, como en Madrid, por ejemplo, la vigilancia de deter­

54
minadas librerías. En pago de sus servicios obtienen venta­
jas considerables. De orden espiritual, primero. Páramo en
su De origine et progressu officii Sanctae Inquisitionis (Ma­
drid, 1598), consagra todo un capítulo a este aspecto. Seña­
la concretamente que, por el simple hecho de acceder a este
cargo, los familiares ganan indulgencia plenaria. Indulgen^
eia plenaria que les es automáticamente renovada cada vez
que participan en la exterminación de los herejes (“ cum ad
haereticorum exterminium accinguntur” )
Esta garantia de acceso a la bienventuranza en la otra vi­
da no excluye la obtención de importantes privilegios en es­
ta. Los familiares pueden llevar armas defensivas y ofensi­
vas, tanto de día como de noche, a la vista o disimuladas.
No entran tampoco dentro de la jurisdicción ordinaria, ni
civil, ni eclesiástica.
Estos privilegios eran sencillamente exorbitantes. Nada
de particular tiene que acarrearan pronto abusos. En 1567,
cuando el Inquisidor Sotosalazar visita su distrito de Valen­
cia recibe las quejas de la población que soporta mal una su­
perabundancia de familiares, muchos de los cuales son gen­
te “ de mal vivir, facinerosos y usureros... que toman las fa-
miliaturas para defender con este apellido sus tratos ilíci­
tos” . Hay entre ellos, incluso, “ confesos matadores, hom­
bres aprocesados que no procuran las familiaturas sino para
hacer males y perturbar el Reino” . No hay duda de que los
celos dictan en buena medida estos propósitos pero, con to­
do y con eso, es un hecho histórico, fehacientemente demos­
trado por el profesor García Cárcel, que familiares del San­
to Oficio fueron perseguidospor homicidio y bandidismo,
en Valencia todo a lo largo de los siglos XVI y XVII.
Las ventajas de que gozaban los familiares eran de tal im­
portancia que, en el siglo XVII, la Inquisición puso en venta
las “ familiaturas” que de este modo pasaron a ser verda­
deros “ cargos” , en el sentido que la administración real da­
ba a este término. Así fue como, de instrumento de lucha
socio-racial que era en sus orígenes, el Santo Oficio pasó a
ser, para los cristianos viejos, un organismo de selección
económica.

55
“ CONVIENE A SABER..."

Conviene a saber si alguno de vos ha visto u oido decir


que alguna o algunas personas hayan guardado sábados
por honra, guarda y observancia de la Ley de Moisés, vis­
tiendo en ellos camisas limpias y ropas mejoradas y de
fiesta, poniendo en las mesas manteles limpios, y echando
en las camas sábanas limpias por honra del dicho sábado,
no haciendo lumbre ni otra cosa alguna en ellos, guardán­
dolos desde el viernes en la tarde. O que hayan purgado o
desebado ¡a carne que han de comer echándola en agua
para la desangrar, o que hayan sacado la landrecilla de la
pierna del carnero o de otra cualquier res. O que hayan
degollado reses o aves que han de córner, atravesadas, di­
ciendo “ bendito sea el Señor que nos encomendó el de­
güello", catando primero el cuchillo en la uña por ver si
tiene mella, cubriendo la sangre con tierra. O que hayan
comido carne en Cuaresma y en otros dias prohibidos por
la Santa Madre Iglesia, sin tener necesidad para ello, te­
niendo y creyendo que lo podían comer sin pecado. O que
hayan ayunado el ayuno mayor que dicen del perdón, an­
dando aquel día descalzos. O si rezasen oraciones de ju­
díos y a la noche se demandasen perdón los unos a los
otros, poniendo los padres a los hijos la mano sobre la ca­
beza sin los santiguar ni decir nada, o diciendo “ que de
Dios y de mi seáis bendecidos” por lo que dispone la Ley
de Moisés y sus ceremonias, o si ayunasen el ayuno de la
reina Ester, o el ayuno del Rebaseo, que llaman del perdi­
miento de la Casa Santa, u otros ayunos de judíos de entre
semana, como el lunes o el jueves, no comiendo en los di­
chos dias hasta la noche salida la estrella y en aquellas no­
ches no comiendo carne y lavándose un día ames para los
dichos ayunos, cortándose las uñas y las puntas de los ca­
bellos, guardándolas o quemándolas, rezando oraciones
judaicas alzando y bajando la cabeza vueltos de cara a la
pared, y antes que las recen lavándose las manos con agua
o tierra vistiendo vestiduras de sarga, estameña o lienzo,
con ciertas cuerdas o corregüellas colgadas de los cabos
con ciertos nudos. O celebrasen la Pascua del pan
cenceño, comenzando a comer lechugas, apio u otras ver­
duras amargas en los tales dias. O guardasen la Pascua de
las Cabañuelas, poniendo ramos verdes o paramentos, co­
miendo y recibiendo colación, dándola los unos a los
otros. O la fiesta de las Candelillas, encendiéndolas una a

56
una hasta diez, y después tornándolas a matar, rezando
oraciones judáicas en los tales dias. O si bendijesen la
mesa según costumbre de judíos! o bebiendo vino Caser, o
si hiciesen la Baraha, tomando el vaso de vino en la mano,
diciendo ciertas palabras sobre él, dando a beber a cada
uno un trago. O si comiesen carne degollada de mano de
judios, o comiesen a su mesa con ellos y de sus manjares.
O si rezasen los Salmos de David sin Gloria Patri. O si es­
perasen el mesias o dijesen que el Mesias prometido en la
Ley no era venido y que había de venir y le esperaban para
que los sacase del cautiverio en que decían que estaban y
los llevase a (ierra de promisión. O si alguna mujer guar­
dase cuarenta días después de parida sin entrar en el tem­
plo por ceremonia de la Ley de Moisés. O si cuando nacen
las criaturas los circuncidasen o pusiesen nombres de ju­
díos, llamándolos asi, o si les hiciesen raer el Crisma, o la­
varlos después de bautizados donde les ponen el Olio y
Crisma. O la setena noche del nacimiento de la criatura,
poniendo un bacín con agua, echando en él oro, plata, al-
fojar, trigo, cebada y otras cosas, lavando la dicha criatu­
ra en la dicha agua, diciendo: “ asi seas abastado de los
bienes deste mundo como lo está este bacin” . O hubiese
hecho hadas a sus hijos. O si algunos están casados a mo­
do judáico, o se hiciesen el Ruaya, que es cuando alguna
persona parte en camino. O si trajesen nóminas judaicas..
O si al tiempo que amasasen sacasen la ala de la masa y la
echasen a quemar por sacrificio. O si cuando está alguna
persona en el articulo de la muerte le volviesen á la pared a
morir, y muerto, le lavasen con agua caliente, rapándole
la barba, y debajo de los brazos y otras partes del cuerpo,
y amortajándole con lienzo nuevo, calzones y camisa y ca­
pa plegada por cima, poniéndoles a la cabeza una alhoha-
da con tierra virgen, o en la boca moneda, o aljófar, u
otra cosa. O los endechasen, o derramasen el agua de ios
cántaros y tinajas en la casa del difunto, no saliendo de
casa por un año por observancia de dicha ley. O si los en­
terrasen en tierra virgen o en osario de judios. O si algu­
nos se han ido a tornar judíos. O si alguno ha dicho que es
tan buena la Ley de Moisés, como la de nuestro Redentor
Jesucristo.

Edicto de Fe
(leido en las iglesias al comenzar de la
Cuaresma).

57
IV. Santo Oficio y centralismo
monárquico: las reacciones ante
la extensión de la nueva
Inquisición

La Inquisición no sólo fue, desde sus orígenes, un instru­


mento de lucha socio-racial que permitió a la vox populi de­
nunciar a los detestados conversos; también constituyó el
Santo Oficio un organismo estatal al servicio del centra­
lismo monárquico.
España nace como nación en 1479 cuando Fernando el
Católico sube al trono de Aragón. Isabel, su esposa, es ya
reina de Castilla desde 1474. Los dos reinos parecen conser­
var su propia soberanía (“ Tanto monta, monta tanto, Isa­
bel como Fernando” ), pero, de hecho, la unión matrimo­
nial supone la unión politica. Esta última va a concretizarse
administrativamente en las Cortes de Toledo de 1480 donde
quedarán constituidos cuatro Consejos que regirán la futura
España: Consejo de Castilla, Consejo de Aragón, Consejo
de Estado /Consejo de Hacienda.
Desde el punto de vista ideológico, la nación española va
a forjarse con la defensa de los valores cristianos en su más
exaltada expresión: la Cruzada. Con su doble dimensión:
exterior (contra los infieles de la guerra de Granada) e inte­
rior (contra los judíos hasta su expulsión). En 1492 estas dos
facetas de la cruzada interior pueden darse por concluidas:
Granada se rinde y los judíos tienen que abandonar España.
Pero una nueva modalidad de cruzada interna ha queda­
do abierta, en el seno mismo de la comunidad cristiana, des­
de que en 1481 la Nueva Inquisición se estableció en Sevilla:
la cruzada contra los herejes judaizantes.
Como ya hemos dicho, la rapidez con que los dos sobe­
ranos extendieron esta Nueva Inquisición por sus dominios

58
respectivos pone de relieve su deliberada voluntad de impo­
ner a todos sus súbditos una jurisdicción común. Más claro
aún: a partir de 1483, la Inquisición castellana se convierte
en un organismo estatal mediante el nombramiento por la
Corona del primer inquisidor general y la real creación del
Consejo de la Suprema y General Inquisición (comúnmente
designada como “ La Suprema” ). Tan hechura de la Monar­
quía era este organismo como los restantes consejos estricta­
mente políticos o administrativos creados en 1480. No podía
traslucirse mejor la función civil de este tribunal religioso.
Torquemada, que acumuló en su persona el cargo de In­
quisidor general para Castilla y Aragón, a partir del mismo
año 1483, encarna a la perfección esta nueva Inquisición es­
pañola cuyo funcionamiento e institución fijó por lo menu­
do en sus famosas Instrucciones del 29 de octubre de 1484.
Alrey Fernando no le costó trabajo alguno hacerle recono­
cer como tal Inquisidor General por las Cortes de Aragón
(Tarazona, mayo de 1484) Y, sin embargo, los aragoneses
no habían dejado de manifestar su descontento ante la im­
posición —contraria a sus Fueros— de esta nueva forma de
Santo Oficio.
Fue en Zaragoza donde se hizo pública la más firme resis­
tencia a la implantación de la Nueva Inquisición. Torque­
mada nombró allí (4 de mayo 1484) dos inquisidores: el do­
minico Gaspar Yuglar y el canónigo Pedro Arbués. Pero las
autoridades de la ciudad y la alta nobleza se mostraron rea­
cias a su acatamiento y hasta finales del año no pudo el nue­
vo tribunal quedar definitivamente instalado. No dio por
ello pruebas de menor eficacia y en mayo y junio de 1485 los
zaragozanos pudieron ya asistir a dos brillantes autos de fe.
Ahora bien, los cristianos nuevos aragoneses se muestran
menos mansos que los castellanos y protestan públicamente
contra lo que consideran dos intolerables novedades: la con­
fiscación de bienes y el secreto de los nombres de los tes­
tigos. A ellos se suman “ muchos caballeros y gente princi­
pal” , como dice Zurita en sus Anales de Aragón. Y no por
razones humanitarias sino por motivos políticos: la defensa
de las libertades del reino que consideran violadas por un

59
tribunal que no tiene empacho alguno en innovar en materia
jurídica. Con tal de salvaguardar estas libertades y hacer
que la Inquisición respete tanto el derecho civil como el ca­
nónico, los aragoneses están dispuestos a hacer los sacri­
ficios económicos necesarios. Pero el rey se muestra intran­
sigente porque lo que le preocupa no es tanto enriquecer su
hacienda como imponer un organismo unitario a ambos
reinos, Castilla y Aragón. Cerrada la via de la negociación,
no tarda en formarse un complot. A su cabeza, un noble
aragonés, descendiente de judíos por via materna: Juan de
la Abadía. El 15 de setiembre de 1485, a las once de la no­
che, cuando los monjes están en el coro, un grupo de conju­
rados se acerca al inquisidor Pedro Arbués. Como éste no
las tenía todas consigo, llevaba cota de malla y una especie
de casco de hierro en la cabeza disimulado bajo el solideo.
Pero de estas precauciones estaban al corriente Juan de Es-
peraindeo, que le da en los brazos con el tajo de espada, y
Vidal de Uranso, que le hiere gravemente en la parte supe­
rior del cuello. Dos días durará la agonía del inquisidor Pe­
dro Arbués.
Como hubiera dicho Talleyrand, aquello fue “ peor que
un crimen: un error” . Los conjurados regalaron,a la Inqui­
sición un mártir que la Iglesia se dio prisa en ofrecer a la ve­
neración popular (correrá incluso la voz de que basta con
acercarse a su tumba para curarse de las liendres. Virtud
taumatúrgica que no debió ser ajena a la beatificación de
Pedro Arbués por Inocencio II en 1664)
Por de pronto, el mero anuncio del atentado doblemente
sacrilego (asesinato de sacerdote y profanación de iglesia)
desencadenó un tumulto popular contra los conversos acu­
sados de instigadores del crimen. Sólo la intervención del ar­
zobispo de Zaragoza, Alfonso de Aragón, impidió la carni­
cería. Pero aseguró a las masas que los culpables serían cas­
tigados sin piedad. De este modo se impuso a los habitantes
de Zaragoza el tribunal del Santo Oficio en medio del con­
tento general. Vidal de Urranso fue detenido y denunció a
sus cómplices. Unas doscientas personas pagaron con su vi­
da la participación en el complot. Las actas de la casi totali­

60
dad de estos procesos pueden actualmente consultarse en la
Biblioteca Nacional de París que se las compró en 1820 a
Juan Antonio Llorente quien las descubrió en 1813 en los
archivos de la Inquisición de Zaragoza.
Teruel, Lérida, Barcelona, se opusieron también a la im­
plantación del Santo Oficio. Para imponer con mayor fuer­
za la autoridad de su institución, los Reyes Católicos obtu­
vieron dos confirmácioanes papales“ del’ nombramiento de
Torquemada como Inquisidor General: el 11 de febrero de
1486 y el 6 de febrero de 1487. En esta última bula quedaba
confirmado como tal Inquisidor General en los reinos de
Castilla y León, Aragón y Valencia, el principado de Cata­
luña y todos los territorios pertenecientes a Isabel y Fernan­
do. Para que Barcelona no pudiera aducir su privilegio de
rechazar un inquisidor especialmente designado, se otorgó a
Torquemada —el titular del cargo también en esta ciudad—
la facultad de delegar sus poderes. Por todas partes lograba
Fernando el Católico implantar el Santo Oficio: Cerdeña
(1489), Sicilia (1500). Unicamente Nápoles se libró de la In­
quisición tras dos tentativas (1504 y 1510) que fracasaron
frente a la determinación popular. Los napolitanos de ori­
gen judío pagaron caro esta oposición a la real voluntad: to­
dos, conversos y no conversos, fueron expulsados del reino
de Nápoles.
El tribunal del Santo Oficio se había, pues, convertido
—en las dos coronas de Castilla y Aragón— en un organis­
mo supranacional que, por su naturaleza mixta (religiosa y
civil), estaba por encima de las otras jurisdicciones y, por
consiguiente, era particularmente eficaz y temido por todos,
cristianos viejos incluidos. Bien se vio en Córdoba, donde
las autoridades civiles y religiosas denunciaron unánime­
mente los excesos del inquisidor Diego Rodríguez de Lucero
(nombrado en 1499. Cf. texto, p. 63). Pero fue en vano. Y
sin embargo la situación era tan insostenible que el marqués
de Diego intervino manu militari contra la Inquisición de
Córdoba liberando a los presos y arrestando al Procurador.
Lucero se salvó por pies pero se consiguió al fin su destitu­
ción. De todas formas, lo que los cristianos viejos conside-

61
raban como insoportables vejaciones no era sino la estricta
aplicación del reglamento inquisitorial que los conversos pa­
decían —sin derecho alguno a protesta— desde la instaura­
ción del Santo Oficio.
Padeciéndolo en carne propia es como se daba uno cuenta
de la radical iniquidad del funcionamiento de la Inquisición
en cuanto Tribunal de excepción. La muerte del último fun­
dador de la Inquisición, Fernando de Aragón, el 23 de enero
de 1516 permitió planear, si no la supresión del Santo Ofi­
cio, sí algunas reformas importantes. Así fue como en fe­
brero de 1518, las cortes castellanas osaron proponer en Va­
lladolid al nuevo soberano Carlos I “ que en el oficio de la
santa Inquisición se proceda de manera que se guarde entera
justicia” y que “ los malos sean castigados y los buenos ino­
centes no padezcan” . Según Pedro Mártir de Anglería,
buen conocedor de la Corte, se llegó incluso a ofrecer al
Gran Canciller Juan Sel vagio la suma de diez mil ducados
para que sométiera a la aprobación del Rey una pragmática
sanción reformando la actuación del Santo Oficio. Otros
diez mil ducados le fueron prometidos en caso de que la ges­
tión tuviera éxito. Juan Selvagio se puso a redactar una
pragmática sanción en la que, entre otras innovaciones, se
estipulaba la supresión del secreto a que estaban sometidos
los prisioneros, la publicación del nombre de los testigos al
comienzo del proceso, la prohibición de someter al acusado
a la cuestión in caput alienum y el abandono del sistema de
confiscación total de los bienes del condenado. Pero, por
desgracia, la muerte repentina del Gran Canciller, el 31 de
mayo de 1518, dio al traste con las esperanzas de ver al San­
to Oficio funcionando dentro de las normas de la más ele­
mental legalidad jurídica. Peticiones en este sentido fueron
igualmente formuladas en las cortes de 1519. Carlos I que
esperaba ser nombrado emperador este año, prometió la ob­
servancia de “ los sagrados cánones y las ordenanzas y de­
cretos de la silla apostólica, sin atender nada en contrario”
Respuesta a todas luces ambigua y que no podía por menos
de dejar las cosas como estaban.
Habrá que esperar a 1808 y la invasión napoleónica para

62
“ LAS OBRAS DE LUCERO Y DE ALGUNOS DE
SUS CONSORTES Y OFICIALES ERAN
DIABOLICAS...”
“ Las obras del dicho Lucero y de algunos de sus con­
sortes y Oficiales eran diabólicas y para perseguir nuestra
Santa Fe Católica porque él hacía mostrar con grandísimo
cuidado y diligencia a los mozos y mozas que prendía las
oraciones de los Judíos, forzaba y amenazaba, atormenta­
ba e inducía por mil otras maneras, y más a los testigos
que en su- cárcel tenía presos, con que infamó y dejó testi­
guados gran multitud de cristianos viejos, de quien jamás,
ni de sus linajes, se tuvo sospecha, en quien estaban nota­
dos casi todas las personas eclesiásticas y de la mejor fama
y en el ejemplo de todo este obispado, y asimismo, de los
nobles y caballeros, y de los monjas y dueñas y doncellas,
y de todos los otros de esta ciudad, en la cual, aun no sola­
mente padece este daño, pero de aqui salían centellas con
que muy presto, si esta maldad fuera adelante, todos estos
reinos y señoríos de Vuestra Alteza se abrasarán y desola­
rán y quedarán en perpetua infamia por toda la cristian­
dad.
Fingió y ordenó que se asentasen en los procesos que
había veinticinco mujeres profesas que, con licencia y au­
toridad de sus padres, y en compañía de algunos de ellos,
y de otras personas señaladas, en número de cincuenta, y
con ellos algunos predicadores eclesiásticos, por rabíes,
los cuales, todos juntos, dicen y testifican que anduvieron
predicando y profetizando casi por todas las ciudades y vi­
llas de estos reinos, cosa muy lejos de verosímil, porque
tanta gente junta era imposible andar secreta por tantas
partes, habiendo entre éstos algunos caballeros e hijas de
hombres principales, hidalgos y cristianos viejos, y otros
conversos, y de baja manera, cuya condición no se com­
padecía... Y todo esto bastaba para que cualquier juez co­
nociese que era maldad, pues eran cosas que no cabían en
juicio de persona podía acaecer. Y junto con estas tantas
abhominaciones, no son de callar otras muchas que, parti­
cularmente, hacía de cada día, demás de las muertes y ro-

63
bos que hizo, porque en esta ciudad hay hombres que muy
poco tiempo ha eran pobres, y porque algunos días le han
ayudado en sus maldades, tienen gruesas haciendas, por­
que de lo que secretaban, tomaban muy gran cantidad de
riquezas... Ni es de callar que él atormentaba a las muje­
res desnudas de todo en todo para más las avergonzarlas y
poder que más temiesen. Y finalmente, a todos nos no­
taba y nombraba por herejes, y asi hacia mandas de nues­
tros beneficios y oficios y haciendas como si las tuviera en
la mano, y hacía amenazas y prisiones así que muy pode­
rosa Señoría.

LA CIUDAD DE CORDOBA A
LA REINA JUANA
Diciembre de 1506
(Archivo General de Simancas, Pa­
tronato Real, leg. 28, doc. 40; cit.
por Rafael Gracia Boix, Colección de
documentos para la historia de la In­
quisición de Córdoba, 1982, p. 104-
105).

64
que desaparezca, “ este tribunal del cielo puesto entre los hu­
manos y miserables” , como reza un manuscrito del siglo
XVII.
Felipe II hizo ver bien claro que el Santo Oficio era un or­
ganismo estatal cuando creó el Consejo de la Suprema y Ge­
neral Inquisición, y de importancia capital puesto que venía
inmediatamente después de los Consejos de Castilla y Ara­
gón. Y todavía hubo miembros de la Suprema que reivindi­
caron el segundo puesto en la categoría estatal con tal ardor
que se llegó a precisar oficialmente que ningún otro consejo
podría ser intercalado —en orden de importancia— entre
los dos primeros. La función política de esta “ institución
eclesiástica inspirada y dominada por un Estado que tendía
él mismo a erigirse en Iglesia” (Robert Ricard) la percibió
claramente Simon Contarini quien, en un informe que diri­
gió en 1605 a la República de Venecia, llegó a escribir: “ El
Consejo de la Inquisición es absoluto en todo, respecto de
que trata cosas de la fe... dase gran mano a este tribunal con
pretexto de Religión, y es materia de estado” . Mientras que
la Iglesia, por un lado, se hacía estatal, gracias al Santo Ofi­
cio, España entera, por otro, se clericalizaba y sus gober­
nantes se hicieron en verdad acreedores al título de “ Majes­
tad Católica” .
Esta clericalización de España se hará patente en la idio­
sincrasia de un pueblo que ha estado durante tres siglos en
libertad vigilada, según veremos en el capitulo VIL Las ven­
tajas políticas de tal situación, para una monarquía absolu­
ta, saltan a la vista con sólo comparar la historia de España
con la de su vecina Francia: no hubo ninguna de las guerras
de religión —que hicieron vacilar el trono de soberanos
franceses—; ningún peligro de revolución que desemboque
en el peor de los sacrilegios: la muerte del Ungido del Señor.
El “ eslogan” de los ultrarrealistas del Trienio liberal: “ ¡Vi­
van las cadenas! ¡Viva la Inquisición!” no puede ser más
significativo a este respecto.
La Inquisición era, por naturaleza, el más preciado auxi­
liar del poder. Del poder, en cuanto tal, ya que no le impor­
taba que fuera éste legitimo o no. En Mayo de 1808 no tuvo

65
ningún escrúpulo en enviar a todos sus tribunales una circu­
lar condenando la sublevación del día 2 y exhortando a sus
servidores a “ la vigilancia más activa y esmerada... para
evitar que se repitan iguales excesos” .
Pero, por naturaleza también, la Inquisición era conser­
vadora y toda innovación le parecía nefasta, incluso —y, so­
bre todo— cuando era el Estado quien la proponía. De aquí
los conflictos que se originaron, más o menos abiertamente,
entre Santo Oficio y gobierno, cada vez que —como en el
caso de Carlos III— quiso éste último encaminar al país por
la vía del progreso (Cf. capítulo VIII). Aunque al servicio
del Poder, la Inquisición quiso siempre que el Estado estu­
viera a su propio servicio.
No sin éxito.

66
V. Nuevas víctimas para la
Inquisición: los moriscos

Para desempeñar debidamente su papel de aparato ideo­


lógico al servicio del Estado, la Inquisición debía ser una
institución permanente. Pero, por definición, dejaba de ser
necesaria desde el momento en que habia terminado con la
herejía cuya presencia constituía su razón de ser. No tenía
más remedio, si quería durar, que señalar constantes doctri­
nas heterodoxas. De este modo, la Reforma, los Filósofos,
el Liberalismo llegaron siempre a tiempo para justificar su
existencia. Ahora bien, cuando no había más herejía que la
de los judaizantes no quedó más remedio que ampliar el
campo de la culpabilidad aplicando a los moros el mismo
sistema que tan buen resultado dio con los judíos.

Violación de las Capitulaciones de Santa Fé.


Como ya hemos tenido ocasión de ver, las relaciones en­
tre moros y cristianos eran muy distintas de las que estos úl­
timos tenían con los judíos. Cierto es que los cristianos
odiaban tanto —por no decir: más— al Islam que al ju­
daismo pero toleraban a los moros vencidos, por su valía la­
boral. En el reino de Aragón especialmente constituían una
excelente mano de obra agrícola. Por ello y para acelerar la
rendición de Boabdil en Granada, los Reyes Católicos no
dudaron en firmar las Capitulaciones de Santa Fé con un ar­
ticulo especial por el que se comprometían a garantizar “ pa­
ra siempre jamás” la libertad de culto de sus nuevos súb­
ditos. Lo que no impedía, claro está, que se intentara con­
vertirlos por buenos modos como pretendió, en vano, el pri-

67
mer arzobispo de Granada, Fernando de Talavera, quien,
para animar a los moros granadinos a abrazar la fe de Cris­
to publicó, el 31 de octubre de 1499, un edicto ofreciendo
—a cargo de la Hacienda Real que debía indemnizar a los
amos— la libertad de todos los esclavos que aceptaran el
bautismo. Además, todo moro cuyo hijo se hiciera cristiano
tenía inmediatamente que entregarle la hijuela, a menos que
no abandonara él igualmente la religión islámica. Finalmen­
te, todo nuevo cristiano recibiría una cantidad de bienes del
Trono, procedentes de la conquista del reino. Con semejan­
tes argumentos el Cardenal Cisneros, a la sazón arzobispo
de Toledo, bautizó en un solo día, por el expeditivo procedi­
miento de aspersión, a unos tres mil infieles. En total, más
de cincuenta mil moros —según datos oficiales, abandona­
ron el islamismo por el cristianismo.
Estas conversiones en masa van a desencadenar el mismo
proceso de falsa integración protagonizado por los judíos
tras la predicación de Vicente Ferrer. A partir del 15 de fe­
brero de 1502, por real decreto de Isabel y Fernando, todos
los moros que no quieran convertirse deberán abandonar el
reino en el plazo de un mes. Se les impone las mismas condi­
ciones económicas que a los judíos en 1492, pero, para evi­
tar que emigren con sus bienes a Africa, se Ies obliga a salir
de España por los Pirineos.
De hecho, la medida de expulsión no entrará en vigor más
que en Castilla. En el reino de Aragón, la hostilidad de los
grandes propietarios de tierras la convierte en letra muerta,
e incluso en las Cortes de Monzón (1510) y de Zaragoza
(1519) se reafirma solemnemente que los moros de Aragón
no están obligados a abrazar la fe cristiana.
Pero en este mismo año de 1519 estallan las Germanías en
Valencia y para disminuir el poder económico de los latifun­
distas, los sublevados inventan una original manera de prac­
ticar la lucha de clases: convertir por la fuerza a los moros
para que, una vez cristianos, no paguen más que la mitad de
tributos al señor. Una comisión teológica presidida por el
Inquisidor General Manrique y compuesta, muy significati­
vamente —además de por obispos y teólogos— por miem-
bros de los consejos de la Inquisición de Aragón, de las In­
dias y de las Ordenes Militares, dictaminará —después de
las Gemianías— la validez de estas conversiones, dispensan­
do así a Carlos V de su juramento ante las Cortes de Aragón
de 1519.
Una vez el proceso en marcha no hay más que dejarse lle­
var por el engranaje: el 16 de octubre de 1525 los moros que
han permanecido fieles al Islam tienen la obligación en ade­
lante de llevar una señal distintiva (en forma de media luna)
que los expone al oprobio popular. Menos de dos meses más
tarde, el 8 de diciembre, un nuevo decreto fija para el 31 de
enero de 1526 la fecha límite en que deberán escoger entre el
bautismo o el destierro. A partir de entonces no tiene que
haber, teóricamente, ningún infiel en todo el territorio espa­
ñol.

Moriscos y cristianos

Que las conversiones en masa de los moriscos hayan sido


motivadas por razones económicas o sicológicas, por interés
o miedo, de lo que no cabe ninguna duda es de que nada tie­
nen de sinceras. Un inquisidor aragonés no dudará en afir­
mar, hablando de los recientes conversos: “jamás hallé nue­
vo convertido de quien hubiese probabilidad de que fuese
cristiano” .
No hay que olvidar que las dos religiones, cristiana y mu­
sulmana, tienen demasiado en común como para no ser ene­
migas. Por un lado reconocen los moriscos en Jesucristo a
un profeta pero, por otro, niegan la Santa Trinidad, la virgi­
nidad de María y la resurrección como corolario de la cruci­
fixión. Los cristianos no son para ellos más que unos idóla­
tras y se mofan del culto de los santos así como de la presen­
cia del divino Mesías en la hostia, a propósito de la cual se
preguntan con sarcasmo en qué se convierte el cuerpo de
Dios una vez digerido por el organismo humano. Por ello,
están persuadidos —lo mismo que los cristianos—, que su
religión es la única verdadera y que ninguna otra permite la
salvación eterna. Ahora bien, contrariamente al cristianis-
69
mo que exhorta a sus fieles al testimonio, es decir: al marti­
rio, la religion musulmana exige únicamente una fidelidad
íntima con la aplicación, en caso de necesidad, de una serie
de reglas casuísticas: la taqiyya que permite el cumplimiento
de ritos cristiançs sin dejar por eso de ser buenos musulma­
nes. Por ejempío, para preservar a sus hijos del bautismo se
servirán en la indispensable ceremonia de otro niño de la co­
munidad que ya ha recibido este sacramento y que está a la
disposición de cuantas familias hayan menester de él para
dicho trámite. Si no se dispone de “ comodín” bautismal,
basta con lavar concienzudamente al recién bautizado, una
vez en casa, para que desaparezca toda marca de cristianis­
mo.
Así pasan los moriscos a la clandestinidad, lo mismo que
los judaizantes. Como ha declarado acertadamente Juan
Antonio Llorente en su Historia crítica de la Inquisición en
España, el Santo Oficio no ha convertido nunca a nadie; lo
único que ha hecho ha sido proteger y desarrollar la hipo­
cresía no castigando más que a aquellos poco dotados para
el disimulo.
Podría ocurrir, por ejemplo, que en la taberna, animado
por la bebida, un morisco se ponga a insultar por vía religio­
sa a un cristiano. El delito era juzgado con relativa benevo­
lencia puesto que el acusado beneficiaba de una circunstan­
cia atenuante, la embriaguez, manifestación evidente de
cristianismo puesto que el Corán prohibe el consumo del vi­
no. Pero, por regla general, la imprudencia se pagaba caro.
Así, un morisco de Cuenca que, jugando a los bolos con un
cristiano viejo, respondió al “ ¡Válgame Dios!” de su com­
pañero con un “ ¡Y a mí Mahoma!” fue denunciado a la In­
quisición puesto que “ Mostró la creencia que tenía en la sec­
ta de Mahoma y ley de los Moros” . Había, por otra parte,
cristianos viejos que no dudaban en recurrir a la provoca­
ción para desenmascarar a los moriscos por los que sentían
un odio visceral. Con esta aviesa intención se invitaba a un
vecino morisco para acechar su comportamiento. En Arcos,
un tal Juan Grande comparecerá ante el Santo Oficio en
1569 por haber rehusado comer huevos fritos con manteca.

70
“ CONVIENE A SABER...”

$¡ saben que algunas personas han dicho o afirma­


do que la secta de Mahoma es buena y que no hay otra pa­
ra entrar en el Paraíso. Y que Jesucristo no es Dios, sino
profeta, y que no nació de nuestra Señora siendo virgen
antes del parto, en el parto, y después del parto. O que ha­
yan hecho algunos ritos y ceremonias de la secta de Maho­
ma por guarda y observancia de ella, asi como hubiesen
guardado los viernes por fiesta, comiendo carne en ellos o
en otros prohibidos por la Santa Madre Iglesia, diciendo
que no es pecado, vistiéndose en los dichos viernes cami­
sas limpias y otras ropas de Tiesta. O hayan degollado aves
o reses u otra caza atravesando el cuchillo, dejando la
nuez en la cabeza, volviendo la cara hacia el adquibla, que
es hacia el oriente, diciendo vizmelea y atando los pies a
las reses. O que no coman ningunas aves que estén por de­
gollar; ni que estén degolladas a mano de mujer, ni que­
riendo degollar las dichas mujeres por les estar prohibido
en la dicha secta de Mahoma, o que hayan retajado a sus
hijos poniéndoles nombres de moros, y llamándoles así, o
que se llamasen nombres de moros, o que se huelguen que
se los llamen, o que hayan dicho que no hay más que Dios
y Mahoma su mensajero. O que hayan jurado por el Al-
quibla o dicho Alayminzula, que quiere decir por todos
los juramentos. O que hayan ayunado el ayuno del Rama­
dàn. guardando su Pascua, dando en ella a los pobres li­
mosna, no comiendo ni bebiendo en todo el dia hasta la
noche, salida la estrella, comiendo carne o lo que quieren.
O que se hayan levantado las mañanas antes que amanez­
ca a comer lo que es el çahor, y después de haber comido
lavarse la boca y tornarse a la cama. O que hayan hecho el
Guado, lavándose los brazos, de las manos a los codos,
cara, boca, narices, oidos y piernas y partes vergonzosas.
O que hayan hecho después el zalá volviendo la cara hacia
el Alquibla, poniéndose sobre una estera o poyal, alzando

71
y bajando la cabeza, diciendo ciertas palabras en arábigo,
rezando la oración del Anduli/ey y colo y laguahal y otras
oraciones de moros. Y que no coman tocino ni beban vino
por guardia y observancia de la secta de los moros. O que
se hayan guardado la Pascua del Carnero habiéndole
muerto haciéndole primero el Guado, o que hayan hecho
el zahor. O si algunos se hayan casado o desposado según
rito y costumbres de moros, y que hayan cantado cantares
de moros, o hecho zambras o leylas con instrumentos
prohibidos. O si hubiese alguno guardado los cinco man­
damientos de Mahoma o que haya puesto a sí o a sus hijos
o a otras personas hanzas que es una mano en remem­
branza de los cinco mandamientos. O que hayan lavado
los difuntos amortajándolos con lienzo nuevo, enterrán­
dolos en tierra virgen, en sepulturas huecas, poniéndolos
de lado con una piedra a la cabecera, poniendo en la se­
pultura ramos verdes, miel, leche, y otros manjares; di­
ciendo que el ánima del difunto ha de comer de ellos. O
que hayan llamado o invocado a Mahoma en sus necesida­
des diciendo que es profeta y mensajero de Dios, y que el
primer templo de Dios fue la casa de la Meca, donde dicen
está enterrado Mahoma. O que hayan dicho que no se
bautizaron con creencia de nuestra Santa Fe Católica. O
que hayan dicho que “ buen siglo hayan sus padres o abue­
los que murieron moros o judíos” . O que “ el moro se sal­
va en su secta y el judío en su ley” . O que hayan hecho o
dicho otros ritos, o ceremonias de moros, o si alguno se ha
pasado a Berbería y renegado de nuestra Santa Fe Católi­
ca, o a otras partes y lugares fuera de estos reinos a tor­
narse judíos, moros o luteranos o a seguir otra secta re­
probada” .
Edicto de Fe

72
El mes de Ramadàn ofrecía una ocasión pintiparada para
esta actividad. Bastaba con que el morisco rechazara la invi­
tación a comer para que fuera inmediatamente denunciado.
En el fondo lo que los cristianos viejos negaban a los mo­
riscos, lo mismo que a los descendientes de los judíos, era el
derecho a manifestarse diferentes. En el Edicto de Fe que,
por orden del Inquisidor General Manrique, se leyó en las
iglesias a partir del siglo XVI, cuando se entraba en Cuares­
ma, se encuentran descripciones de ritos (los fúnebres, por
ejemplo) que determinan la prueba de una efectiva práctica
de la religión musulmana. Pero ¿cómo juzgar los cantos o
danzas, “ zambras” o “ levlas” al son de “ instrumentos pro­
hibidos” (Cf. texto, p. 71)? De hecho, como afirma Mer­
cedes García Arenal en su excelente obra: Inquisición y Mo­
riscos. Los procesos del Tribunal de Cuenca, el Santo Oficio
no estableció diferencia alguna entre ceremonias y costum­
bres moras. Incluso cuando la Inquisición terminó por ad­
mitir implícitamente que la alimentación no constituía deli­
to de herejía por sí sola (el Consejo de la Suprema prohibe
en 1537 someterlos a la cuestión para hacerles confesar que
se habían abstenido de comer cerdo y beber vino, si no ha­
bía otros cargos) las costumbres domésticas de los moriscos
fueron siempre piedra de escándalo para los cristianos vie­
jos. El odio racial llegó hasta denunciar a la Inquisición a
los vecinos que se sentaban en el suelo y no en una silla y a
los que cocinaban un “ couscous” .
Las consecuencias de la expulsión de los moriscos

A medida que los casos de judaismo se iban haciendo ra­


ros, los moriscos reemplazan a los judíos en la persecución
racial. “ Todo su intento es acuñar y guardar dinero acuña­
do y para conseguirlo trabajan y no comen” , hace decir
Cervantes a Berganza en su novela ejemplar El Matrimonio
engañoso y Coloquio de los perros publicada en 1613. Y
añade que “ entre ellos no hay castidad” y por eso “ todos
multiplican, porque el vivir sobriamente aumenta las causas
de la generación” . Son los mismos reproches que a princi-

73
pio del S. XVI dirigía Bernáldez a los judíos (Cf. texto
P- 24).
Los gráficos publicados por el profesor Jaime Contreras
en el catálogo de la exposición sobre la Inquisición (Madrid,
1982) son en extremo elocuentes: la importancia numérica
de los procesos incoados contra los moriscos es inversa­
mente proporcional a la de los juicios contra los judíos. Las
incitaciones del Santo Oficio a la delación encuentran «un
eco particularmente favorable en el transcurso de los siglos
XVI y XVII cuando se trata de moriscos: de 49.000 procesos
examinados por Jaime Contreras, más de 11.000 entran en
la rúbrica de “ mahometismo” . En el reino de Aragón don­
de abundaba especialmente la población morisca, esta here­
jía viene en cabeza de las que sanciona la Inquisición: unas
7.500 condenas de un total de 26.000 aproximadamente, es­
to es, un 29%. Hay regiones, igualmente de fuerte densidad
de población morisca, que ofrecen estadísticas más revela­
doras: Valencia, 60%; Socuéllamos (Ciudad Real), 32 fami­
lias moriscas (de Tas 49 que cuenta la aglomeración) en el es­
pacio de cuatro años, 1582-1585; en Granada, entre 1550 y
1570, el Santo Oficio se ampara anualmente de los bienes de
70 moriscos.
Semejante encarnizamiento contra los moriscos fue poli­
ticamente una catástrofe. Carlos V lo había intuido y por
ello pidió en las Cortes de Monzón que no se los persiguiera
mientras no fueran culpables de mahometismo flagrante.
Pero el rigor con que se los trató hizo imposible todo intento
de asimilación religiosa y social. Por más que teóricos como
Fray Alonso Chacón, én 1598, propusieran matrimonios
mixtos entre moriscos y cristianos viejos, como única solu­
ción al problema, el .prejuicio de la pureza de sangre estaba
tan anclada en la mentalidad cristiana que resultaron total­
mente inoperantes. Ni los moriscos eran favorables a tal me­
dida. Quienes aceptaron no tardaron en lamentarlo: un tal
Iñigo Herrero tuvo que soportar que su mujer se quejara an­
te la Inquisición de Cuenca de que su marido “ se tenía por
afrentado de acostarse con aquella perra, diciéndole por ser
cristiana y venía de cristianos viejos” . Se le incriminará el

74
hecho de montar en cólera cuando su mujer quiere poner
una estatua de la Virgen en la cabecera de la cama y, como
no tienen hijos, el fiscal no perderá la ocasión de encarnizar­
se con él afirmando que “ debía haber procurado otras for­
mas y modos para no tener generación de la dicha mujer” .
En respuesta al desprecio, vejaciones y exacciones de que
son objeto, los moriscos albergarán un profundo odio a los
cristianos. Con las esperanzas puestas en el Gran Turco, no
se privarán —en público incluso— de desear su victoria. La
actitud sistemáticamente recelosa de la Inquisición ha hecho
imposible toda coexistencia pacífica entre las dos comunida­
des, morisca y cristiana. Y cuando la opresión se vuelva in­
tolerable, como, por ejemplo, en Granada, donde la Inquisi­
ción aumenta sin cesar las confiscaciones (entre 1563 y 1568
alcanzan su punto álgido) ocurrirá la inevitable sublevación.
Una de las más célebres fue la de las Alpujarras o guerra de
Granada en 1568, duramente reprimida pero sin poder aca­
bar con el miedo de una rebelión general de los moriscos,
apoyados por el Gran Turco.
De hecho, los moriscos han llegado a ser efectivamente
“ enemigos del interior” . Bien se vio cuando en 1575 la In­
quisición intercepta a un emisario que los moriscos de Ara­
gón enviaban al gobernador de Bearn, Monsieur de Ros,
con el que deseaban firmar un pacto de alianza. En 1602, es
al propio rey de Francia, Enrique IV, a quien los moriscos
de Valencia dirigen un memorial pidiéndole que les libere de
la asfixia fiscal y religiosa. En tales circunstancias no hay
que extrañarse de que Felipe III decidá expulsar a los moris­
cos de los reinos de Valencia y Castilla, en 1609, y de Ara­
gón, Andalucía y Murcia, al año siguiente. Por miedo de
una alianza entre moriscos y bereberes, 300.000 personas
fueron deportadas al Magreb con gran detriménto de la eco­
nomía nacional y de los intereses de los latifundistas arago­
neses.
La Iglesia española, atrincherándose en una actitud es­
trictamente represiva, faltó gravemente a su misión evangé­
lica de enseñar a los gentiles. Todo lo que hizo fue enfrentar
de manera irreversible a dos comunidades que, sin su ac­

75
ción, hubieran llegado a entenderse.
Y hacer pagar caro a España el precio de una supuesta
unidad religiosa.

76
VI. Cuando los propios
cristianos viejos pudieron ser
víctimas de la Inquisición

Política y religión: La Reforma


1520: Martín Lutero quema la bula de excomunión que
ha lanzado contra él León X y proclama la independencia
del cristiano respecto a la jerarquía eclesiástica. En abierta
oposición a la Iglesia romana, nace de las llamas de la
hoguera la Iglesia reformada.
Es un cisma. Pero pudo ser una revolución. Cujus regio,
eius religio: la unidad monárquica exige la unidad religiosa.
Es lo que afirmará Luis XIV al proclamar la necesidad pa­
ra Francia de “ un rey, una fe, una ley” . En adelante, quien
abrace una religión distinta de la de su soberano incurre en
delito de alta rebelión. Es éste el mensaje implícito en la
obra de Lutero Llamada a la nobleza cristiana de la nación
alemana. Numerosos caballeros, pretextando su adhesión a
la Reforma, invaden los territorios del arzobispo de Tréveris
En Alsacia y en Suecia, los campesinos, enarbolando la mis­
ma bandera, tendrán la osadía de rebelarse contra nobleza y
clero. Los dos privilegiados estamentos no dudarán en'unir­
se contra esos pordioseros que el propio Lutero anatematiza
poniéndose del lado de la nobleza: 18.000 campesinos alsa-
cianos y 10.000 suecos pagarán con su vida tamaña osadía o
tan acuciante desesperación.
El monarca francés Francisco I —dotado de tal realismo
político que no duda en aliarse con el Gran Turco contra el
emperador Carlos V— hará todo lo posible por frenar el
avance del calvinismo. La Sorbona condena la herejía, el
Châtelet a los herejes. Sin resultado alguno. Por más que su

77
hijo Enrique II promulga en 1559 el edicto de Ecouen que
entrega a los calvinistas en manos del verdugo, la herejía
prosigue su marcha victoriosa. De 1562 a 1598 las guerras de
religión asolarán el territorio francés. Hugonotes y católicos
se encarnizarán en una espantosa guerra civil que culminará
en la atroz matanza de la San Bartolomé (24 de agosto de
1572) con el asesinato de 3.000 protestantes parisinos.

Un contagio evitado

España se salva de semejantes calamidades. Carlos V


se muestra tan piadoso retirándose a Yuste como pragmáti­
co en la Dieta de Spira (1529) tolerando el luteranismo en
los estados de Alemania donde ha triunfado (aunque no es­
catimando medida alguna para evitar su propagación). Es
una política ésta de paños calientes que no contenta a nadie,
ni a católicos ni a reformistas. Estos últimos protestan vehe­
mentemente contra la decisión imperial: así pasan a la His­
toria con el nombre de protestantes.
Alemania constituye la “ oveja negra” del imperio espa­
ñol. Pero, en compensación, la península ibérica podrá que­
dar a salvo del “ contagio” herético. Mientras que en Fran­
cia, Francisco I no puede contar más que con los tribunales
civiles y eclesiásticos ordinarios en la lucha contra el protes­
tantismo, su “ primo” Carlos V dispone para la misma tarea
de todo un pueblo. Le basta con movilizar a sus súbditos es­
pañoles comunicándoles que tienen la obligación de denun­
ciar al Santo Oficio, no sólo a judaizantes y mahometanos
sino también a los “ secuaces de Lutero” . Es lo que hará el
Inquisidor General Manrique incluyendo en el Edicto de de­
laciones los indicios que permiten descubrir a los nuevos he­
rejes. Todo buen católico tendrá en adelante que poner en
conocimiento de la Inquisición si “ alguna o algunas perso­
nas hayan dicho, o tenido o creído que la falsa y dañada sec­
ta de Martín Lutero y sus secuaces es buena. O hayan creído
y aprobado algunas opiniones suyas, diciendo que no es ne­
cesario que se haga la confesión al Sacerdote, que basta con­
fesarse a sólo Dios. Y que el Papa ni los sacerdotes no tienen

78
poder para absolver los pecados. Y que en la hostia consa­
grada no está el verdadero cuerpo de nuestro señor Jesucris­
to. Y que no se ha de rogar a los Santos. Y que no ha de ha­
ber imágenes en las iglesias. Y que no hay necesidad de rezar
por los difuntos. Y que no son necesarias las obras, que bas­
ta la Fe con el bautismo para salvarse. Y que cualquiera
puede confesar y comulgar uno a otro debajo de entrambas
especies, pan y vino. Y que el Papa no tiene poder para dar
las indulgencias, perdones ni Bulas. Y que los Clérigos,
Frailes y Monjas pueden casar. O que hayan dicho que no
ha de haber Frailes, ni Monjas, ni monasterios, quitando las
ceremonias de la Religión. O que hayan dicho que no orde­
nó ni instituyó Dios las Religiones. Y que mejor y más per­
fecto estado es el de los casados que el de la Religión, ni el
de los Clérigos ni Frailes. Y que no hay fiesta más de los Do­
mingos. Y que no es pecado comer carne en Viernes ni Cua­
resma ni en vigilias porque no hay día prohibido para ello” .
O, finalmente, que alguien ‘‘se haya ido fuera de estos rei­
nos a ser luterano” .
Los Iluminados
¿Estaba realmente inquieta la Inquisición por los progre­
sos del Luteranismo en España o se curaba más bien en sa­
lud? De hecho la herejía que tendia efectivamente a desarro­
llarse en la península en el segundo decenio del siglo XVI era
la del Iluminismo. Contra ella fue promulgado el edicto de
gracia de Toledo (23 de setiembre de 1525). Los Iluminados
(como los Dejados igualmente concernidos por este edicto)
cometían el error de profesar una religión totalmente inte­
riorizada y basada en el recogimiento (lícito e incluso orto­
doxamente recomendable) y el dejamiento (totalmente pro­
hibido). Su divisa se hizo célebre: “ este no pensar nada es
pensarlo todo” .
Se les reprochó sobre todo el que practicaran la oración
mental, en detrimento del rezo oral y el hecho de asociarse
en sectas o conventículos cuyos directores espirituales po­
dían ser laicos (como Pedro Ruiz de Alcaraz) o, peor aún,

79
“ beatas” (como Francisca Hernández, Isabel de la Cruz o
María Cazalla. A esta última el tribunal de Toledo le repro­
chará la presunción de que hizo gala “ tomando oficio de
predicadora y enseñadora de doctrina que a solos hombres
sabios y de Orden sacra de oficio se concede” .)
Los Iluminados, hay que reconocerlo, no carecían de au­
dacia. María de Cazalla, por ejemplo (según el proceso cuya
minuta ha sido publicada por Milagros Ortega Costa en
1978) escandalizó a sus jueces al afirmar que “ estando ella
en el acto carnal con su marido estaba más allegada a Dios
que si estuviese en la más alta oración del mundo y que (...)
cuando pagaba la deuda marital a su marido que estaba to­
da divina” .
Iluminismo y Reforma tenían en común una misma acti­
tud crítica. Una y otra corriente espiritual negaban: que el
estado monacal implicara mayor santidad que cualquier
otro, la necesidad de la confesión oral y el culto de los san­
tos. Por eso los inquisidores no dudaron en meter en el mis­
mo saco a iluminados y luteranos, de manera francamente
abusiva. Así, Maria de Cazalla se vio acusada de una y otra
herejía a la vez y condenada finalmente por luterana, cuan­
do constituía un ejemplo evidente de iluminismo.
En el Edicto de las delaciones, se les consagraba a los ilu­
minados un párrafo especial en el que eran identificados co­
mo sujetos a “ ciertos ardores, temblores y desmayos que
padecen con indicios del amor de Dios y que por ellos se co­
nocen que están en gracia y tienen espíritu santo” .

Una herejía auténtica

Los inquisidores calificaron de luterana toda actitud u


opinión que, sin relación con las prácticas judaizantes o ma­
hometanas, se apartaba de la estricta ortodoxia. Siguiendo a
Marcel Bataillon, todos aquellos que hai. estudiado el Ilu­
minismo (Antonio Márquez y Angela Selke, entre otros)
han subrayado el origen judío de la mayor parte de sus
adeptos. Cabe preguntarse si la fe de los conversos era más
viva y profunda que la de los cristianos viejos. No hay que

80
descartar esta posibilidad. Y eso que el hecho de tener que
reconocer, en el interrogatorio de identidad con que se ini­
ciaba todo proceso, que sus antepasados eran judíos e inclu­
so que sus padres y abuelos habían sido reconciliados, no
dejaba de ser para los inquisidores una prueba más de cul­
pabilidad. Pero, sean cuales fueren los orígenes étnicos de
los que fueron condenados por ¡luminismo, forzoso es reco­
nocer que tanto esta corriente como el luteranismo consti­
tuían auténticas herejías. Es decir, que nos hallamos ante
dos movimientos desviacionistas en el seno de la Iglesia ca­
tólica, y no se trata, como en el caso de judaizantes o maho-
metanizantes, de una supervivencia de prácticas o creencias
de otra religión. Unos y otros no eran finalmente más que
judíos y moros obligados a fingir una condición de cristia­
nos, pero, incluso si no era católico, ni mucho menos roma­
no, un iluminado o un luterano era, ante todo, un cristiano.
De donde se deduce que la pureza de sangre no garantizaba
ya en modo alguno la impunidad persecutoria puesto que ni
los mismos cristianos viejos podían en adelante librarse del
furor inquisitorial.

La elocuencia de las estadísticas

La persecución de iluminados y luteranos por parte de la


Inquisición obedecía a un evidente motivo: la extirpación
del espíritu de libre exámen, la marca de la modernidad.
Consiguió lo que pretendía sólo en lo que respecta a los pri­
meros. El auto de fe de Toledo del 22 de julio de 1529 señala
el comienzo de una represión que pronto habrá alcanzado
su objetivo: de los 40.092 procesos inventariados por el pro­
fesor Jaime Contreras en el periodo 1540-1700, sólo 149
(0,3%, porcentaje a todas luces ínfimo) concernieron a los
iluminados.
Más encarnizada resistencia ofreció el luteranismo. Los
adeptos de Lutero fueron reos, durante el mismo lapso de
tiempo, en 3.499 juicios (7,12%), con un desigual reparto
entre los reinos de Catilla (1215, de un total de 23.202 =
5,23%) y de Aragón (2.284, de 25.890= 9%).
81
Estas 3.499 personas acusadas de luteranismo ¿profesa­
ban realmente tal doctrina? Nada menos seguro. Lo que sí
es cierto es que los jueces del Santo Oficio aplicaron esta eti­
queta a un número relativamente escaso de los reos que juz­
garon. Hubo casi tantos bigamos (2.790) y reos de supersti­
ción (3.350). Y más fueron juzgados (3.954) por delito de in­
jurias al Tribunal de la Suprema. De hecho, entre 1540 y
1700, la Inquisición centró su actividad represiva contra las
“ proposiciones heréticas” , esto es, las afirmaciones u opi­
niones heterodoxas pero aisladas y circunstanciales, sin que
pudiera decirse que constituyeran un cuerpo de doctrina.
14.319 procesos hay que incluir en esta rúbrica, es decir, el
29,16% del total de las causas incoadas (43,7% si prescindi­
mos de los juicios por mahometismo o judaismo).
Y es que el herético no era para el Santo Oficio quien
—como lo definiría Eimerich en su Manual de Inquisidores
(Cf. supra p. 71)— formaba una secta basándose en una
Interpretación errònea y condenada del dogma, sino todo
aquel que no se ajustaba estrictamente a la ortodoxia cató­
lica tal como fue definida por el concilio de Trento (1534-
1563) y, anteriormente, según la Inquisición la entendía.
Esta despiadada persecución de la heterodoxia explica
probablemente el poco eco que la Reforma encontró en Es­
paña: en 160 años la cantidad de protestantes perseguidos
por el Santo Oficio no es mayor que el total de los que pere­
cieron únicamente en la noche de la San Bartolomé en París,
bajo el reinado de Carlos IX.
El aislamiento intelectual de España
Nadie escapó en España a la jurisdicción del Santo Ofi­
cio. En 1558, el inquisidor general Valdés obtuvo de Pablo
IV —bajo cuyo pontificado el tribunal romano de la Inqui­
sición desplegó la mayor actividad— una apremiante exhor­
tación al más severo rigor para con todo inculpado peligro­
so o considerado como tal, sin tener en cuenta su rango se­
cular, pontifical o eclesiástico y sin distinción de Orden, há­
bito o estamento. En virtud de tan severa disposición el pro-

82
LA CUAL PROPOSICION ES FEDA
PROPOSICION, ESCANDALOSA, HERETICA Y
POR ESTE SANTO OFICIO CONDENADA...

La primera que decía esta rea y otra persona que es Pe­


dro Ruiz de Alcázar, que darían ellos mayor autoridad a
Isabel de la Cruz que a San Pablo y a todos los Santos. La
cual proposición es injuriosa a los Santos y a la doctrina
evangélica y demás desto muy escandalosa y herética por­
que tiene esta rea ser de mayor autoridad la de Isabel de la
Cruz que la del Espíritu Santo en la cual se funda la doc­
trina de san Pablo y de los Santos.
La segunda proposición es que decía esta rea que estan­
do ella en el acto carnal con su marido estaba más allega­
da a Dios que si estuviese en la más alta'oración del mun­
do y que también decía la sobredicha rea que cuando pa­
gaba la deuda marital a su marido que estaba toda divina.
La cual proposición, cuanto a lo primero, es feda propo­
sición, escandalosa, herética, y por este Santo Oficio con­
denada. Cuanto a lo segundo, es proposición factua y es­
candalosa y sapiens heresim.
La tercera proposición que esta rea tenia un libro en el
cual, leyendo muchas de ellas, cierta persona vio que en
ninguna de ellas habia cosa católica, sino cosas de los
alumbrados en que la una de las cartas decía que todos
los hijos que esta rea habia parido, los había concebido
sin delectación, y que no los quería más que a hijos de sus
vecinos y que menospreciaba el estado de virginidad por­
que decía que merecía más en el estado del matrimonio,
pues no sentia delectación en el acto carnal.
Cuanto a lo primero, es muy sospechosa y en cuanto a
lo segundo, es dicho muy arrogante y feo y sapiens here-
ses... La tercera es herética porque menosprecia el estado
excelente de la virginidad aprobado por Christo Nuestro
Redemptor como cosa excelente que cae debajo del conse­
jo. Cuanto a la razón que da por do prefiere el matrimo-

83
nio a la virginidadd, cuanto al primer término que dice
que es de mayor merecimiento el del matrimonio que el de
la virginidad es herejía y contra el Evangelio, el cual atri­
buye al celibato fruto centésimo y al matrimonio trigési­
mo y también está condenada. Cuanto a lo otro que dice,
pues no sentía delectación etc., es faclua sapiens heresim,
como está dicho.
... Y allende de estas proposiciones sobredichas, tiene
esta rea otras muchas muy arrogantes e factuas y escanda­
losas y sospechosas por ser esta rea tan presuntuosa to­
mando oficio de predicadora y enseñadora de doctrina
que a solos hombres sabios y de Orden sacra de oficio se
concede.

Proceso de María Cazalla


Toledo. 1531-1535.

84
pio arzobispo de Toledo, Carranza, antiguo confesor de
Carlos V, tuvo que comparecer ante el santo tribunal. En
1563, Pio V promulgará la bula “ Pontifex Maximus” por la
cual se confiere a los cardenales inquisidores el derecho de
perseguir a obispos y prelados. De este modo el episcopado
pierde toda prerrogativa en materia de preservación de la fe
y toda la Iglesia de España queda sometida a la Inquisición.
El famoso proceso contra Fray Luis de León ilustra con su­
ficiente elocuencia el alcance de la decisión papal.
Si el Santo Oficio desconfía de todos los fieles sin excep­
ción, los de origen extranjero o relacionados con el extran­
jero son sometidos a una particular vigilancia. Por ejemplo,
un tal Gil Antón, pobre calderero de origen parisino, tendrá
que comparecer ante el tribunal de Atienza acusado de lute­
ranismo por haber dicho en cierta ocasión que “ más quería
que faltase la Iglesia que no el vino” . Su condición de ex­
tranjero era en realidad lo que motivaba el proceso puesto
que fue dejado en libertad cuando pudo demostrar que no
había vuelto a Francia desde hacía diez años.
Para proteger a España de toda contaminación exterior,
la Inquisición establecerá un verdadero “ bloqueo sanita­
rio” intelectual. El 1 de febrero de 1525, tres galeras vene­
cianas cargadas de libros de Lutero, son decomisadas en un
puerto del reino de Granada. El Santo Oficio desempeñará
en adelante, y hasta su definitiva abolición, el papel de
aduana espiritual. Para que la situación quede todavía más
clara, el 2 de abril del mismo año, se renueva oficialmente la
prohibición absoluta de leer ningún escrito de Lutero ni de
sus seguidores. En esta prohibición quedan comprendidos
hasta los Coloquios de Erasmo. En 1527, en una asamblea
presidida por el Inquisidor General Manrique, los monjes
no habían conseguido la condena de su encarnizado enemi­
go. En 1533 ya pueden respirar tranquilos.
El 22 de mayo de 1545, en respuesta a una petición del
Tribunal de Barcelona, La Suprema confecciona un memo­
rial de obras prohibidas. Constituye, en forma manuscrita,
el primer Indice inquisitorial. En setiembre de 1547 aparece
impreso el primer Index librorum prohibitorum. A partir de

85
Retrato de Erasmo

86
esta fecha todo libro es “ a priori” sospechoso, e intelectual-
mente hablando, España queda en libertad condicional.
Los buenos y los malos

Lo peor es que la opinión pública mide con el mismo rase­


ro a todos los condenados por la Inquisición, sea cual fuere
el motivo, englobándolos en un mismo desprecio y oprobio.
A los condenados y a sus descendientes, en un Discurso en
favor del santo y loable estatuto de pureza de sangre, el no­
tario del Santo Oficio y profesor de Latín, Bartolomé Pa­
trón, no establece diferencia alguna entre “ los descendien­
tes de moros, judíos y luteranos” . Asi queda patente una
asimilación ideológico-racial que niega la condición de buen
cristiano (y, por consiguiente, de buen español) a quien no
pueda mostrar la prueba de una ortodoxia irreprochable
tanto por su parte como por la de sus antepasados.
En el siglo XVIII queda formado el binomio reprobatorio
“judeo-luterano” . En el XVIII pasa a trinomio “ judeo-lu-
terano-francmasón. Tras la condena de Olavide (1778) cir­
cula por Madrid el siguiente panfleto anónimo:

“ (...) es luterano,
es francmasón, ateísta,
gentil, calvinista,
judío, am ano...
de todito un poco
pero de cristiano nada.”

En el siglo XX ya no hay Inquisición, pero la amalgama


judío-francmasón subsiste. El conglomerado indiscrimina­
torio se ha enriquecido con un nuevo término: comunista,
que ha reemplazado a luterano.
Nada nos autoriza a pensar que el mecanismo no siga fun­
cionando.

87
VII. La sociedad española en
libertad condicional

La Inquisición y los libros


Como revolución cultural que era, la Reforma se apoyó
en la más importante innovación tecnológica de todos los
tiempos: la imprenta. Ginebra, sede de la teocracia calvinis­
ta, llegó muy pronto a publicar 300.000 volúmenes anuales,
convirtiéndose así en uno de los centros neurálgicos de la
edición mundial.
La Iglesia no tardó tampoco en percatarse del peligro que
se le venía encima. El arzobispo de Tréveris es el primero en
imponer el “ imprimatur” (la censura previa) en sus estados
a todos los escritores de tema religioso. Bajo el pontificado
de Pablo III, el Concilio de Trento extiende esta medida al
conjunto de los reinos católicos, a partir del 8 de abril de
1546.
En España, autoridades civiles y religiosas hacen lo impo­
sible por impedir la difusión de los libros heréticos por
cuanto que —como se diría hoy— dado su carácter subver­
sivo, amenazan con desestabilizar el régimen instituido. Por
ello, y a partir de 1502, la Corona se reserva el derecho de
controlar las importaciones de literatura extranjera y toda
impresión de obras por el procedimiento de Gutemberg. Los
presidentes de las Cancillerías de Valladolid y Granada, los
arzobispos de Toledo, Sevilla y Granada, así como los obis­
pos de Burgos y Salamanca son los únicos que pueden otor­
gar el permiso de imprimir, condición necesaria para que
un libro salga a la calle. Las ordenanzas de la Corona de
1554, definitivamente modificadas por Felipe II en 1558,

88
confiarán al poder civil exclusivamente (los Consejos de
Castilla y Aragón) la censura previa. Son los famosos privi­
legios firmados en nombre del Rey que vemos estampados
en todas las obras clásicas de la literatura española, desde
los escritos de Cervantes a los de Torres Villarroel. Todas
las publicaciones, —sean cuales fueren los temas tra ta d o s-
tienen que prevalerse de esta autorización explícitamente
consignada, y los Consejos y Audiencias solicitarán a su vez
el dictamen de los especialistas en la materia antes de pro­
nunciarse en favor o en contra. En el S. XVIII son las Aca­
demias Reales cantera de censores. Sus informes (los de Jo-
vellanos —una buena parte, al menos— han sido publicados
en la B. A.E. y constituye un excelente ejemplo del funciona­
miento de esta censura civil) nos muestran que no se juzgaba
únicamente el contenido; también el estilo era mirado con
lupa y si el censor lo juzgaba farragoso o poco interesante la
manera de abordar el tema, el terrible “ no ha lugar” se aba­
tía sobre el escrito en cuestión, por inocente que fuera la in­
tención de su autor. Quienes infringían la censura se expo­
nían a ser desterrados, a ver sus bienes confiscados e incluso
—teóricamente— a morir en el patíbulo. Hay que llegar
hasta principios del siglo XIX (con las constituciones de Ba­
yona y de Cádiz) para ver proclamada la libertad de impren­
ta y legalmente reconocido el derecho intangible a su ejerci­
cio.
La Inquisición, contrariamente a lo que se cree, sobre to­
do allende los Pirineos, no ha ejercido nunca la censura pre­
via. De lo que no se ha privado, en compensación, es de un
control a posteriori particularmente severo. El Santo Oficio
desempeñaba su papel censorio respecto a los libros de mo­
do semejante a como lo ejercía con las personas: apelando a
la denuncia. Cada español se veía así confirmado en su fun­
ción de Inquisidor en potencia puesto que, como lector, de­
bía poner en conocimiento de La Suprema “ cualesquiera
cosas que fuesen contra Dios” . El libro en cuestión era ob­
jeto de un atento exámen por parte de dos calificadores de
entre los ocho que integraban cada tribunal. (Según una car­
ta patente de 1607 estos ocho especialistas serán elegidos en-

89
Santo Domingo y los Albigenses, por Pedro Berruguete
(Museo del Prado, Madrid).

90
tre “ los más eminentes y que hayan leído teología y sean
personas de edad, virtud y prudencia” .)
Era éste un cargo no remunerado, puramente honorífico
y que, dentro de la jerarquía inquisitorial, ocupaba el cuarto
rango: tras los inquisidores propiamente dichos, el fiscal y el
juez de bienes incautos. Si el libro sospechoso era juzgado
negativamente volvía al Consejo Supremo de la Inquisición
a quien incumbía la decisión última.
Este centralismo dogmático va a plasmarse en el estableci­
miento de un índex que será conocido con el nombre de un
gran inquisidor: Valdés (1551 y 1559); Quiroga (1583 y
1584); Sandoval (1612); Zapata (1632); Sotomayor (1640);
Valladares-Marín (1707); Pérez de Prado (1747) y Rubín de
Cevallos (1790, completado en 1805).
Cuando la obra es prohibida en su totalidad (in totum),
todos los ejemplares en circulación deben ser entregados a la
Inquisición que los. echará a la hoguera siguiendo un cere­
monial en vigor desde los orígenes del Santo Oficio, contra
los libros en hebreo en general y las biblias judías en particu­
lar (Cf. cuadro de Berruguete, p. 90).
La censura puede ejercerse únicamente contra determina­
dos pasajes. En este caso se recogen igualmente los ejempla­
res y la Inquisición procede a la debida corrección de las lí­
neas incriminadas.
Para evitar la difusión de los libros prohibidos, la Inquisi­
ción extrema las precauciones: sus comisarios y familiares
inspeccionan periódicamente las imprentas, las librerías y
las bibliotecas. En las aduanas no hay paquete de libros o
simples impresos que pueda recogerse sin el consentimiento
previo de un miembro del Santo Oficio. De aquí los retrasos
y perjuicios consiguientes que padecen los libreros y sus fre­
cuentes protestas. En vano siempre. Surge un contrabando,
lucrativo sin duda, pero arriesgado: pasan por las fronteras
toneles de doble fondo y hay libros cuyo contenido rio co­
rresponde a la portada.
Salvo si se ha obtenido la necesaria licencia, estar err pose­
sión de un libro prohibido constituye en sí un índice de here­
jía: así lo ha decidido Pablo III por un breve del 7 de setiem-

91
bre de 1539 que autoriza al Inquisidor General Juan de Ta-
vera a perseguir a todo detentor de una de estas obras. Me­
dida que resulta ser tan eficaz como extrema.
Por tan expeditivos procedimientos, la Inquisición hace
reinar un clima de inseguridad en el mundo de la imprenta.
Impresores, libreros y lectores son prisioneros de un sistema
coercitivo que, sin embargo, no deja de ofrecer escapa­
torias: Virgilio Pinto Crespo (Inquisición y control ideológi­
co en la España del S. XVI) ha demostrado irrefutablemente
la importancia del lapso de tiempo (5 años por término me­
dio) que transcurría entre la publicación de una obra y su
condena por la Inquisición.
Era demasiado. Eficaz cuando se trataba de un producto
de lenta difusión pero totalmente inoperante si el impreso en
cuestión estaba destinado a una rápida lectura como era el
caso, a partir de la segunda mitad del XVIII, con la difusión
de la prensa periódica. La prensa, a secas, significará la
puntilla de la Inquisición.
¿Qué consecuencias tuvo el funcionamiento de la Inquisi­
ción sobre las Letras y las Ciencias españolas? Hace más de
un siglo que adversarios y defensores del Santo Oficio se
disputan acaloradamente sobre este tema. Blanco White de­
claraba: “ se ha observado que quien deseara formar una
buena biblioteca debería escoger sus libros en el Indice de
las obras prohibidas” . Frente a Núñez de Arce que veía en
la Inquisición el origen del retraso intelectual y científico de
España, Menéndez Pelayo afirmaba que “ nunca se escribió
más y mejor en España que en esos dos siglos de oro de la
Inquisición” . De hecho, la pregunta es ociosa y hace pensar
en los temas que discuten los intelectuales de salón. ¿Quién
puede saber lo que habría sido de las Letras y las Ciencias
españolas sin la Inquisición? De lo que no cabe la menor
duda es de que esta sagrada institución ha condicionado to­
da publicación española desde el siglo XVI al XVIII inclusi­
ve. Sthendal no tenía reparo en declarar que “ el despotismo
imprime idiotez en el estilo” . La literatura española muestra
con sus obras maestras que el despotismo inquisitorial ha
podido constituir un elemento estimulante. Pero ello, mal

92
que le pese a Menéndez Pelayo y a sus epígonos, no justifica
en modo alguno ningún tipo de censura.

Una policía eclesiástica

Empleando la represión y la prevención —las dos coorde­


nadas del sistema policíaco—, la Inquisición pretendía ase­
gurarse el control exclusivo de la formación cultural e ideo­
lógica de los españoles. Ya veremos hasta qué punto logró
su objetivo.
Desde el siglo XVI al XVIII, como la lectura no dejaba de
ser una actividad de minorías, fue en la vida cotidiana —y,
sobre todo, en el terreno de la sexualidad— donde el Santo
Oficio extremó su vigilancia. Nadie se libró de ella. Ni si­
quiera el clero. Por más que Francisco Peña pretendió en su
comentario al Manual de Inquisidores de Eimerich: “ No
hay que mostrarse muy celoso en perseguir a religiosos y sa­
cerdotes pues el proceso de un sacerdote puede siempre in­
terpretarse como proceso a todo el clero” , el Inquisidor Ge­
neral Manrique, en el Edicto de fe leído al entrar en cuares­
ma, obligó a todos los fieles a denunciar el hecho de que
“ algún confesor o confesores, clérigos o religiosos, de cual­
quier estado, preminencias o condición que sean, en el acto
de la confesión o antes o después inmediatamente a ella (...)
hayan solicitado o atentado a solicitar a cualquier persona,
induciéndolas y provocándolas a actos torpes y deshones­
tos” . Los tiros iban contra los famosos clérigos “ solicitan­
tes” que se aprovechaban del sacramento de la penitencia
para abusar de sus penitentes. En el periodo que va de 1540
a 1700, el profesor Jaime Contretas ha contabilizado 1241
procesos inquisitoriales contra estos fogosos confesores. (Y
el propio Contreras calcula que no ha podido examinar más
allá de un 75% de la actividad inquisitorial). El balance no
arroja unos resultados excesivos: 2,5% del total de los pro­
cesos incoados en dicho período. Pero no deja de ser el 50%
de las causas contra el luteranismo y casi diez veces la cifra
de juicios contra los Alumbrados. En el siglo XVIIÍ, los ca­
sos de “ clérigos solicitantes” eran lo suficientemente fre­

93
cuentes como para que el Inquisidor General Abad y la Sie­
rra encargara en 1793 al secretario del Santo Oficio, Llóren­
te, un informe sobre tan espinoso asunto. Las conclusiones
a que llegó Llorente, tras examinar la documentación de los
Archivos dd'Consejo Supremo de la Inquisición, no dejan
de ser curiosas: los casos de “ solicitación” eran rarísimos
en el clero secular pero frecuentes en el regular y, principal­
mente, en las órdenes mendicantes. Lo que equivale a decir
—según él— que cuanto mas pobre era el confesor (y, por
consiguiente, menos posibilidades tenía de recurrir a los ser­
vicios de una ramera) más proclive era a la “ solicitación” .
Hubo un monje al menos que le dio la razón, Fray Servando
de Santa Teresa de Mier, que ha pasado a la historia por su
actitud en favor de la independencia de los territorios espa­
ñoles de América, cuando afirmó: “ sin la Inquisición, la
confesión hubiera sido un gigantesco burdel” .

Inquisición y moral sexual


Pero el clero, evidentemente, no monopoliza la cólera del
Santo Oficio cuando de comportamientos deshonestos se
trata. Desde que San Pablo sublimó su personal frigidez
viendo en ella un don de Dios (Epístola I a los Corintios:
“ mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; mas
cada cual tiene de Dios su gracia particular, unos de una
manera, otros de otra” ) la castidad se ha vuelto una virtud
fundamental para la Iglesia. San Juan Clímaco (traducido
por Fray Luis de Granada) declarará incluso que la fornica­
ción es peor que la herejía porque “ la Iglesia Católica recibe
a los herejes después que han abjurado y anatematizado sus
pecados” mientras que el que ha fornicado “ aunque confie­
se su culpa y salga de su pecado no se lo consiente por espa­
cio de algunos años” . La “ simple fornicación” , esto es, el
acto sexual libremente consentido por dos personas de sexo
opuesto es, pues, fuera del contexto del matrimonio, un pe­
cado. Como tal, quien lo comete debiera comparecer ante el
Tribunal de la Penitencia y no el de la Inquisición. Y, sin
embargo, el Edicto de fe de Manrique obliga a denunciar a

94
quien “ haya dicho o afirmado que la simple fornicación no
es un pecado o que es mejor y vale más estar uno amanceba­
do que casado” .
Es admirable la sutileza de la distinción: fornicar o vivir
en concubinato son pecados. Y pecados mortales. Pero la
Inquisición no persigue a amenes los cometen sino a quie­
nes (hayan dado o no el paso al acto) sostienen que no hay
tal pecado o que, como mucho, se trata de un pecado venial.
Como ha demostrado Jean-Pierre Dedieu en una brillante
ponencia del Simposio Internacional sobre la Inquisición ,
celebrado en Cuenca en 1978, es sobre todo entre 1566 y
1590 cuando la Inquisición ha atacado más duramente a los
defensores de la inocencia de la simple fornicación: un ter­
cio del total de las caiisas juzgadas en Toledo durante es­
tos 24 años. Puede el lector imaginar la sorpresa de los cas­
tellanos ante tamaño rigor, desconocido hasta la fecha, que
el Concilio de Trento imponía a la Iglesia española. En la
mayor parte de los casos, los reos de tal delito tuvieron que
abjurar “ de levi” . A partir de 1640, La Inquisición dejó de
perseguir este tipo de “ crimen” y no porque los españoles se
hubieran vuelto más mojigatos —apostaríamos nosotros—
sino porque habían aprendido a reservarse para sí su opi­
nión personal sobre la materia.
‘ Si el concubinato es un pecado, la bigamia —manifesta­
ción de desprecio hacia un sacramento— constituye un acto
herético. Por consiguiente, todo fiel debe poner en conoci­
miento del Santo Oficio “ si alguna persona se ha casado se­
gunda, o más veces, teniendo su primera mujer o marido vi­
vo” . De los 49.000 procesos estudiados por el profesor Con­
treras 2.790 han sido motivados por bigamia. El porcentaje
(5,7%) no es nada despreciable: ligeramente inferior al que
resulta de las causas contra el luteranismo (7,12%). Y no va­
ya a creerse que los 2.790 reos de bigamia practicaban el
triángulo amoroso. Se trataba, sencillamente, de personas
que, habiendo abandonado el hogar conyugal por uno u
otro motivo, habian querido rehacer su vida en otra ciudad.
En una época en que era impensable la ruptura del vínculo
matrimonial (únicamente obteniendo una anulación de la

95
Santa Sede, medida tan excepcional como económicamente
gravosa) constituía esta decisión una especie de “ divorcio a
la española” que los archivos inquisitoriales nos han permi­
tido conocer.
Más grave era el delito de sodomía: en el siglo XVI, no só­
lo la Inquisición, sino también los tribunales civiles lo cas­
tigan con la hoguera. Una centuria más tarde se rebaja la
pena a cien o doscientos latigazos y dé tres a cinco años de’
galeras.
A este respecto, los archivos de la Inquisición han permi­
tido a Bartolomé Bennassar un extraordinario estudio an­
tropológico del pueblo español (El hombre español). Las
clases acomodadas no parecen haber practicado la homose­
xualidad. Perct, en el supuesto de que se hubiera “ visto u oí­
do decir” —como rezaba el edicto de fe — que un noble o un
prelado “ haya cometido el crimen nefando de la Sodomía,
¿quién hubiera tenido el valor de denunciarlo al Santo Ofi­
cio? El rey francés Enrique III era cordialmente detestado
por los católicos de la Liga y sin embargo nadie vino a mo­
lestarle al Louvre donde mantenía su harem de “ mignons” .
Había límites en la aplicación de la ley y si la acusación
—fundada o no— contra Antonio Pérez, el secretario de Fe­
lipe II, llegó a los tribunales fue porque de trataba de un
asunto de Estado.
Las minutas de los procesos que han llegado hasta no­
sotros nos obligan a concluir que los casos registrados de ho­
mosexualidad masculina no se daban tanto por inclinación
natural cuanto por eso de que “ necesidad obliga” : practi­
can la sodomía aquellos que por imperativos profesionales
(marinos) o económicos (vagabundos, esclavos) no pueden
acceder al comercio carnal con las mujeres, incluidas las
prostitutas. En este terreno los monjes están también con­
cernidos. Lazarillo de Tormes sugiere que es realmente cria­
do “ para todo” del Fraile de la Merced. Se trata de una fic­
ción literaria, claro está; pero los procesos contra miembros
de la misma Orden de la Merced en Valencia, en los años
1635 y 1687, no eran literatura.
En el campo, es a menudo la bestialidad lo que permite el

96
Por querer a una burra - Goya. (Album C)
desahogo de una sexualidad imposible de satisfacer de otro
modo. Goya nos ha dejado un bien triste testimonio de un
hombre condenado por “ querer a una burra” (Vid. Ilustra­
ción, p. 98). No es una invención artística. En las estadísti­
cas elaboradas por Jaime Contreras han quedado consigna­
dos 2.979 procesos (6% del cómputo total) por sodomía,
bestialidad y otras formas de “ desviación” sexual. Si tene­
mos en cuenta los juicios por bigamia, la actividad inquisi­
torial consagrada a la vigilancia de la vida privada de los es­
pañoles asciende a un porcentaje del 12% de todas las cau­
sas juzgadas entre 1540 y 1700. Incluyendo los procesos
contra los “ clérigos solicitantes” alcanzamos la cifra de
14%.
Ortodoxia y orden moral estaban, pues, íntimamente uni­
dos no solamente en la mente de los inquisidores sino tam­
bién en la de todos los fieles. Esta indisociabilidad ¿ha desa­
parecido totalmente hoy día del espíritu hispánico?

Inquisición y brujería
Entre los transgresores del orden moral (y, por ende, cau­
santes de desorden social) figuran, evidentemente, los bru­
jos y las brujas. Sus poderes maléficos inspiran inquietud.
El erotismo satánico de los aquelarres turba las almas. Pero
¿cometen realmente los actos mágicos que se les atribuye o
que ellos mismos reivindican a veces? Dentro de la misma
Iglesia no ha habido unanimidad a este respecto. San Agus­
tín consideraba que no podía tratarse sino de alucinaciones
diabólicas. Santo Tomás de Aquino, por su parte enseña
que “ la fe católica afirma la existencia de los demonios y su
capacidad de hacer daño” .
La Inquisición española se ha adscrito a una y otra de es­
tas dos contrapuestas apreciaciones. Los días 6 y 7 de no­
viembre de 1610, por ejemplo, se celebró en Logroño un au­
to de fe cuya relación pasó a la posteridad gracias a la edi­
ción anotada de Leandro Fernández de Mor'atín. Por haber
participado en aquelarres en que el diablo en persona los
arrastraba al desenfreno —y otros actos de magia negra—

98
“ Y ESTO PASABA EN EL CONFESIONARIO...”

Julio, a catorce días del mes de abril de 1570, estando el


señor inquisidor, doctor Quijano de Mercado a la au­
diencia de la mañana, en el monasterio de San Quirce, pa­
reció sin ser llamada y juró en forma y prometió decir ver­
dad doña Leonor de Mendoza, monja profesa en el mo­
nasterio de San Quirce de esta villa, y de edad de cuarenta
años poco más o menos.
Item dijo que... lo que tiene que decir por descargo de
conciencia es que habrá cuatro o cinco años poco más o
menos que esta testigo se comenzó a confesar con Gil de
Salcedo, natural de Avila, de la Compañía de Jesús, algu­
nas veces que serian más de quince o dieciséis veces. Y
que, en este tiempo, algunas veces ames o despues oe tas
confesiones, estando esta testigo a los pies ames de confe­
sar, el susodicho solicitó a esta testigo y la persuadió a que
le quisiese bien, diciéndole que él le había tomado mucho
amor y afición y que la deseaba servir y dar contènto y que
la suplicaba que ella le quisiese mucho pues ésta no le que­
ría y deseaba servir. Y esto pasaba en el confesionario, y
vino un día esta testigo a confesar y a hablar con él al con­
fesionario y halló que estaba quitada una llave de un can-
dadillo que suele estar echada por parte de dentro. Y esta
testigo le dijo “ Jesús, abierto está” y esta testigo abrió la
dicha ventanilla con parecerle que el susodicho no se atre­
via a cosa ninguna. Y estando abierto, el susodicho Salce­
do metió la mano y trabó a esta testigo de la saya y se la
besó y no se acuerda si por entonces le llegó al rostro. Y
entonces persuadió a esa testigo con mucha insistencia que
hiciese una llave de aquel candado de aquella reja para
que cuando él viniese allí la pudiese hallar y esta testigo hi­
zo hacer la dicha llave. Y habiendo él venido algunas veces
a parlar con esta testigo en el dicho confesionario, esta
testigo le abrió la dicha reja, y allí hubo entre ambos pala­
bras amorosas y tocamientos torpes y deshonestos de una
parte a otra. Y esto sería en tres veces poco más o menos

99
que el dicho Salcedo vino a dicho confesionario y hubo
besos y abrazos y que el dicho Gil de Salcedo tomó las ma­
nos de esta testigo y se las puso en parte deshonesta de su
persona, y él también puso sus manos en las partes desho­
nestas de esta testigo, y que entendió de él que vino en po­
lución.
Item que esto era antes de las confesiones; item que lue­
go que estos tocamientos y actos pasaron inmediatamente
sin salir de allí, y esta testigo se confesó algunas de estas
veces con el susodicho y se acusó de este pecado y de otros
algunos que tenia y él la oía de confesión y la absolvía.
Item que preguntándole esta testigo la primera vez que
hubo estas deshonestidades que si la podía confesar y ab­
solver, habiendo pasado entre ellos aquello, item que si se­
ría cosa valedera sin ofensa de Dios, dijo que bien podía y
así la oía y absolvía como tiene dicho, y que duró la amis­
tad suya y espacio de confesar por dos o tres años, y que
después de las últimas veces que esto pasó con él no quiso
más confesar con él...

ARCHIVO HISTORICO
NACIONAL
Inquisición, legajo 2 120
(publicado por M‘ Helena Sánchez
Ortega en La Inquisición española,
nueva visión, nuevos horizontes. Si­
glo XXI Editores, 1980).

100
55 personas comparecieron ante el Sagrado Tribunal. De
ellas, 42 fueron reconciliadas y 11 entregadas al brazo secu­
lar (5 de las cuales en efigie; sus cuerpos fueron exhumados
y arrojados a la hoguera). Ahora bien, cuatro años después,
el Consejo Supremo del Santo Oficio se dirige por escrito a
los miembros del Tribunal de Logroño invitándolos a verifi­
car escrupulosamente la realidad de los hechos incrimina­
dos. En otras palabras: a mostrarse menos ingenuos. El
Consejo Supremo da prueba en esta circunstancia de un es­
píritu crítico completamente excepcional. Tentados estamos
de calificarles de precursores del espíritu de las luces. No ol­
videmos que todo el mundo europeo cree entonces en el dia­
blo y en brujerías.
Hubo, a pesar de todo, una posición oficial de la Iglesia:
la definida en 1484 por Inocencio VIII en su bula Summis
dissidentes effectibus que desencadenó una verdadera era de
caza de brujas. En Francia fueron los jueces civiles los en­
cargados de los crímenes de brujería. Algunos se hicieron cé­
lebres en esta tarea. Bodin, por ejemplo, autor de un libro
titulado explícitamente:.Acerca de la demonomanía de los
brujos. Boguet, también, que escribió un Discurso execrable
de los brujos (1603). Ambas obras alcanzaron una enorme
difusión y la primera en particular puede ser calificada de
best-seller de la época. Boguet manifestó, además, un parti­
cular celo en la persecución de “ servidores de Satán” , sin
preocuparse demasiado en verificar lo bien fundado de las
acusaciones. Novecientos sospechosos de magia negra pasa­
ron así por su tribunal en el pueblo de Saint-Claude (Jura).
La protestante Inglaterra persiguió también sin piedad a
brujos y brujas. El proceso de “ las brujas de Salem” da
buena prueba de ello. Arthur Miller ha hecho revivir en su
obra The Crucible (1953) las trágicas dimensiones de este
luctuoso suceso ocurrido en los albores del siglo XVII
(1692) en dicha localidad norteamericana de Massachusetts.
Fueron víctimas del puritanismo inglés (al servicio del opor­
tunismo político y económico) una veintena de personas,
mujeres en su mayoría.

101
No hay que tener reparo alguno en decir que, frente a la
crueldad estúpida de que hizo gala en este terreno toda Eu­
ropa, la Inquisición española manifestó una sensata pruden­
cia. ¿Qué importa que esta última haya explayado su actitud
en una casuística por demás sutil? Por ejemplo, cuando Pe­
ña, en su glosa de Directorium inquitorum, precisa que no
hay herejía evidente cuando se invoca al demonio en “ tér­
minos imperativos (como: te ordeno, te apremio, te inti­
mo)” y sí, en cambio, “ la hay en la utilización de términos
deprecativos (como: te suplico, te ruego), pues la plegaria
implica adoración” .
Añadamos, para terminar, que en la mayoría de los casos
más que de brujería y magia se trataba de simple charlata­
nismo. Los famosos filtros de amor que, según Peña, eran
de uso corriente a finales del S.XVI, constituyeron una ex­
celente fuente de ingresos para quienes supieron aprove­
charse de la credulidad de los ingenuos con mal de amores.
En el S.XVI llegó a utilizarse para tales fines la hostia con­
sagrada. En el XVIII, sin embargo, se contentaban con in­
gerir polvo de dientes de un ahorcado. Era deber de la In­
quisición reprimir estas prácticas supersticiosas, sacrilegas o
no.

102
V ili. La Inquisición a la
defensiva: El siglo de las luces

Las delicias de España


Para desviar de sí la atención del Santo Oficio, los espa­
ñoles van a adoptar ese aire de gravedad que los caracteriza­
rá por largo tiempo, al decir de los extranjeros. Eso es, al
menos, lo que se piensa en Francia a principios del siglo
XVIII. En 1707, precisamente, Juan Alvarez de Colmenar
ha publicado en Leyde Las delicias de España y Portugal.
En primer plano del panorama de delicias que ofrece al ex­
tranjero la península ibérica está la Inquisición. Entre los
grabados del libro que representan escenas de la vida coti­
diana hay cuatro que nos muestran el Santo Oficio en plena
acción, con una sesión de tortura y un auto de fe en que el
artista no ha escatimado medios para inspirar espanto al lec­
tor. El libro conoció un éxito sin límites y, a partir de enton­
ces, los franceses asociaron definitivamente la Inquisición a
la península ibérica. Otra obra, no menos célebre, vino a
echar leña al fuego: Procedimientos curiosos de la Inquisi­
ción de Portugal contra los masones, publicada “ en el Valle
de Josafai, en años 2803 de la fundación del templo de Salo­
món” (1745).
En adelante todo viajero francés que pase por España
—Saint-Simon, en 1721; Peyron, en 1777-78; Bourgoing, en
1789— se creerá obligado a hacer una redacción sobre el
Santo Oficio, copiando a menudo de Colmenar.
Otro tanto harán los ingleses: Twiss, en 1776; Swinburne,
en 1787.
Vista desde el extranjero, la Inquisición suscita una curio-

103
sidad a menudo malsana. Y también una vehemente indig­
nación: “ Los españoles que la Inquisición no ha quemado le
son tan adictos que lo tomarían a mal si se les suprimiera”
—dice Montesquieu en sus Cartas persas (1721). Vóltaire
se burla de ella en Cándido (1759) y le inspira una emotiva
reacción en su Ensayo sobre las costumbres (1756) y el Tra­
tado sobre la intolerancia (1763). En esta última obra pre­
gunta a Roma “ si Jesucristo ha dictado las leyes sanguina­
rias, si ha ordenado la intolerancia, si ha mandado construir
los calabozos de la Inquisición, si los verdugos de los autos
de fe los ha acreditado él” . También en su Diccionario filo ­
sófico afirma irónicamente que tiene que haber en la Inqui­
sición “ algo divino, porque es incomprensible que los hom­
bres hayan soportado pacientemente este yugo...” .

El más moderno tribunal


Para Voltaire, denunciar a la Inquisición no suponía de­
nigrar a España sino atacar al Infame (el fanatismo religioso
católico y romano) quintaesenciado en la institución del
Santo Oficio. Pero no todos lo entendieron así y hubo espa­
ñoles que tomaron las críticas de los escritores franceses
contra la Inquisición por mala fe y odio contra su país.
Cadalso mismo, gran admirador de Montesquieu, su
modelo en las Cartas Marruecas, redacta una Defensa de la
nación española contra la carta persa L X X V lll. Pero no
le fue publicada —dicho sea de paso— cuando la escribió
(entre 1768 y 1771) porque aludía en ella a obras prohibidas
como El Espíritu de las leyes. Paradoja de una censura in­
quisitorial que llega a morderse la cola en el ejercicio de su
injustificable función. Porque Cadalso se libra a una autén­
tica apología del Santo Oficio en este escrito, negando que
se trate, como dicen los franceses, de un “ tribunal sangrien­
to, inhumano, avariento, fraudulento, que manda prender,
sentenciar y quemar al primero que pasa por la calle sin deli­
to, sin juicio, sin necesitar más autoridad que la que le da el
fanatismo” . Afirma, por el contrario, que “ está enteramen­
te subordinada al monarca, sin cuyo consentimiento no pue­

104
den ejecutarse las sentencias capitales y no permite la lectura
de ciertos libros sino a los sujetos de conocida erudición,
virtud y juicio” .
Hay que decir que, cuando Cadalso escribió este elogio
del Santo Oficio, la Inquisición se habia humanizado mu­
cho. Bajo la dirección de Manuel Quintano de Bonifaz, que
será inquisidor general de 1758 a 1770, no habrá más que
dos condenados a la hoguera y sólo diez personas compare­
cerán en un auto de fe público para ser reconciliadas. Es evi­
dente que no por ser sólo dos los muertos, la decisión inqui­
sitorial es más aceptable. Pero en esta circunstancia precisa
la Inquisición no se mostró más sanguinaria que el Parla­
mento de París que, en 1766, condena al caballero de Laba-
rre a ser quemado vivo, después de haberle sido amputadas
la mano derecha y la lengua por haber mutilado un crucifi-
jo.
La presencia de Bonifaz al frente de la institución inquisi­
torial influyó sin duda de modo decisivo en esta humaniza­
ción del Santo Oficio: a él se debe el que la Inquisición re­
nuncie al empleo de la tortura en los interrogatorios. Pero
no deja de amenazarse a los prisioneros con someterlos al
tormento de modo que a menudo el miedo sigue siendo el
agente decisivo de “ la confesión” . No hay que dejar de sub­
rayar, igualmente en favor de Bonifaz, que, en la mayor
parte de los casos, se renuncia a la divulgación pública de la
pena. En los delitos de poca importancia se contentan los
jueces con hacer comparecer al acusado infligiéndole una
simple amonestación. En los casos más graves se reconcilia
al culpable en un auto secreto (sin testigos) o en un autillo
(en presencia de unas cuantas personas especialmente desig­
nadas por el tribunal para que escarmienten en cabeza aje­
na)

Regalismo e Inquisición

La moderación de Quintano de Bonifaz no debe hacernos


creer que el Santo Oficio es ya un organismo sin importan­
cia. El asunto del catecismo de Mesengui, en 1661, prueba,

105
al contrario, que la Inquisición sigue controlándolo todo,
incluso el aparato estatal.
Recordemos lo sucedido. Apenas llevaba dos años insta­
lado en el trono Carlos III, cuando el Santo Oficio publicó
un breve de Clemente XIII prohibiendo la lectura de una
obra redactada en 1774 por un jansenista francés, Mesen-
gui: Exposición de la doctrina cristiana. Nadie hubiera dado
importancia alguna a la prohibición de un libro más, si no
fuera porque Carlos III ha escogido precisamente esta obra
para la educación cristiana de su hijo y que no está dispues­
to a ceder. En consecuencia ha opuesto el veto a la publica
ción del breve. No era ésta la primera vez que la Inquisición
queria imponer la voluntad de la Curia romana a la corte
madrileña. En 1721, sin ir más lejos, el Duque de Saint-Si­
mon, siendo embajador en España, había oído de labios del
propio Arzobispo de Toledo, Diego de Astorga y Céspedes
que había tenido que renunciar, por este motivo, a su nom­
bramiento de Gran Inquisidor. Apenas un año le había du­
rado el cargo.
Pero era la primera vez que estallaba abiertamente un
conflicto entre el monarca y el Santo Oficio.
Carlos III, que no piensa en modo alguno renunciar a su
politica de despotismo ¡lustrado absoluto, considera que la
Inquisición, como toda la Iglesia de España ha de obedecer
a la voluntad real: el Inquisidor General no tarda en gustar
la amargura del exilio. Al año siguiente el monarca no se
priva de recordar al Santo Oficio, por edicto, que no puede
publicar breves ni bulas pontificales, como tampoco sus
propios edictos o índice sin su personal aprobación. Muy a
pesar suyo, los miembros del Santo Oficio han de aceptar el
estatuto de funcionarios del Estado.
Esta política ultrarregalista de Carlos III cuenta con par­
tidarios en el seno mismo de la Iglesia española. Están de
acuerdo con ella todos los que sueñan con una vuelta a la
Iglesia primitiva y, en consecuencia, desean el triunfo del
episcopalismo sobre el ultramontanismo. Son los que recibi­
rán, impropiamente, el calificativo de “ jansenistas” .
Creerán éstos haber conseguido una victoria definitiva

106
con la expulsión por Aranda de los jesuítas en 1766. Desde
Paris, Voltaire saluda esta medida considerándola como la
sentencia de muerte de la aborrecida institución. “ Europa
entera ha bendecido al Conde de Aranda por haberle corta­
do las garras y limado los colmillos al monstruo” —escribe
alborozado al final de su artículo Inquisición del Dicciona­
rio filosófico (1769). “ Aunque —añade— aún respira” .
¡Y cómo que respiraba todavía!

Un proceso de escarmiento: El “Caso Olavide ”


A la muerte del Inquisidor General Quintano de Bonifaz
es Felipe Beltrán quien se hace cargo de las riendas del Santo
Oficio. Beltrán es un hombre de una extrema bondad. Juan
Antonio Llorente, uno de los adversarios más encarnizados
de la Inquisición no dirá lo contrario. Y sin embargo, ba­
jo su responsabilidad, la Suprema va a añadir dos víctimas
más a su haber. La última subirá a la hoguera en Sevilla, en
1781, tres años antes de que Felipe Beltrán ceda el cargo a su
sucesor.
Curiosamente, lo que provoca una airada protesta en to­
das las cortes europeas no es esta doble ejecución sino una
simple pena de ocho años de prisión. También es cierto que
la víctima no es un cualquiera. El condenado en cuestión es
lo que hoy llamaríamos un “ alto funcionario” . Pablo An­
tonio José de Olavide y Jaúregui no ha ocupado más que
cargos superiores. Ha sido director del madrileño Hospicio
de San Fernando y Asistente e Intendente de Sevilla. A él se
debe, sobre todo, la población de Sierra Morena, que era
entonces un desierto, con diez mil familias de Alemania,
Suiza y Holanda. Volteriano y orgulloso de serlo, Olavide es
uno de esos ilustrados decididos a regenerar a España. Con
este fin ha elaborado dos proyectos de reforma (uno sobre
las universidades y otro sobre la ley agraria) que testimonian
un indiscutible espíritu de progreso.
En 1776 la Inquisición se ampara de Olavide, lo mantiene
prisionero durante dos años y le hace comparecer en un au­
tillo al que son “ invitados” unos sesenta amigos del reo. Se

107
le hacen 146 cargos que van desde haber atribuido los mila­
gros a causas naturales hasta la intención de erigir un semi­
nario para muchachas pasando por opiniones irreverentes
contra el Santo Oficio y la lectura de libros prohibidos. Tan
nutrido acusatorio le va a valer la calificación de “ hereje
formal” . Al oírlo, las fuerzas le abandonan a Olavide y cae
por tierra desfallecido.
El Inquisidor General, Felipe Beltrán, está literalmente
enfermo de tener que condenar al acusado: los dos días si­
guientes a la celebración del autillo no podrá abandonar el
lecho. Como no ha podido impedir que tenga lugar el juicio,
Beltrán se va a esforzar por aligerar la condena todo lo posi­
ble. A su mansedumbre deberá Olavide el haberse librado
del sambenito y de los azotes a que le habia condenado el
tribunal. Pero la buena voluntad, aunque la manifieste el
mismísimo Inquisidor General, de nada sirve para detener la
terrible máquina del Santo Oficio, una vez que se pone en
marcha. Todo ha venido de la acusación envidiosa de un
mediocre, el prefecto de los capuchinos alemanes encargado
de velar por el bienestar espiritual de sus compatriotas en las
nuevas colonias de Sierra Morena: el padre Romuald Fri­
bourg. Pero es el P. Eleta, confesor de la reina y Consejero
de la Inquisición quien obliga prácticamente al Inquisidor
General a incoar el proceso para dar un escarmiento a esos
“ filósofos” partidarios de innovar tanto en el terreno ideo­
lógico como en el económico.
La Inquisición se ha puesto al frente de la lucha contra las
tendencias secularizadoras del despotismo ilustrado.
El soldado católico en la Guerra de Religión

Paradógicamente, Olavide va a pasar de víctima arquetí­


pica de la Inquisición ante todos los filósofos de Europa
(Diderot le consagrará, en 1779 un entusiasta Compendio
histórico “ para enseñar a los hombres cuán peligroso es ha­
cer el bien contra la voluntad de la Inquisición y a permane­
cer vigilantes por todas partes donde este tribunal existe” ) a
su mejor justificación, lo mismo en España que en Francia.

108
Matanza de Judíos en 1391 en Barcelona.

109
Habiendo conseguido huir a Francia, Pablo de Olavide
fue allí testigo de la Revolución francesa. Pronto al entu­
siasmo siguió la decepción. Tras haber sufrido encarcela­
miento bajo el Terror y visto de cerca la guillotina, redacta
una apología de la religión cristiana, El Evangelio en triun­
fo , que obtiene un gran éxito de prensa y público a princi­
pios del S. XIX. No por seguir sosteniendo ideas reformis­
tas e incluso ser partidario de ciertas realizaciones sociales
de la Revolución, prevaleció menos, tras la lectura de esta
obra, la opinión general de que —como escribe el caballero
de Bourgoing— el autor había “ aprendido que había en el
mundo algo más temible que la Inquisición” .
Para evitar a España la contaminación del ejemplo revo­
lucionario, el gobierno de Floridabianca impuso el silencio
sobre los acontecimientos de allende los Pirineos.
El Santo Oficio se politizó entonces enteramente incau­
tando, a partir de setiembre de 1789, todo escrito, impreso o
manuscrito opuesto a “ la subordinación, vasallaje-, obe­
diencia y reverencia al Rey” .
La alianza entre el trono y el altar quedaba así sellada.
Todo católico se convierte a partir de entonces en soldado
listo para entrar en “ guerra de religión” , como proclamaba
uno de los más empecinados reaccionarios de esta época y
de todas las épocas: Fray Diego José de Cádiz.

Reformar la Inquisición
A partir del momento en que el Santo Oficio defiende “ el
orden politico y social y, por consiguiente, la jerarquía cris­
tiana” —según reza el decreto inquisitorial del 13 de diciem­
bre de 1789— las fuerzas progresistas le declaran, a su vez,
una lucha sin cuartel. En la proclama A la Nación española
que hace tirar en Bayona a cinco mil ejemplares, Marchena
declara que “ el primer paso hacia toda mejora consiste en la
destrucción de los fundamentos mismos de la Inquisición” .
Sin ir tan lejos, la idea de que el derecho procesal de la In­
quisición no concuerda ni con las leyes divinas ni con el de­
recho a secas, comienza a difundirse cada vez entre más vas-

110
SI LA INQUISICION FUERA TAL CUAL LA
PINTAN LOS FRANCESES ¿QUIEN PODRIA NO
ABORRECERLA?

Si la Inquisición fuera tal cual la pintan los franceses,


¿quién podría no aborrecerla? Según ellos, es un tribunal
sangriento, inhumano, avariento, fraudulento, que man­
da prender, sentenciar y quemar al primero que pasa por
la calle sin delito, juicio, ni sin necesitar más autoridad
que la que da el fanatismo. Según lo que vemos, es un tri­
bunal que vigila sobre que no domine en España más que
una fe, y por tanto quita todos los inmensos infortunios
que han producido en otras partes la diversidad de religio­
nes, y serían mucho más temibles en España. Está subor­
dinada al monarca, sin cuyo consentimiento no pueden
ejecutarse las sentencias capitales, y no permite la lectura
de ciertos libros sino a los sujetos de conocida erudición,
virtud y juicio. Si esto es malo, será muy bueno y muy ver­
dadero todo cuanto dice el señor barón de Secondât, Pre­
sidente de Montesquieu, en su 'Carta Persa n° 78, que
es la presente.
Pero vea el Señor Presidente mi gana de complacerle.
Supongo por un instante que sean verdaderos los excesos
que sus paisanos suponen: ¿Acaso las épocas más fanáti­
cas que ellos quieren atribuir a las violencias de este tribu­
nal llegarán jamás a las que se leen en los mismos autores
franceses que hablan de los siglos en que el fanatismo ar­
mó la mitad de su nación contra la otra mitad? Aunque la
Inquisición, desde su establecimiento haya quemado perió­
dicamente todos los años dos docenas o très dé inocentes
¿llegará acaso este número al de los degollados en Francia
la noche del 23 al 24 de agosto del año de 1572? Aunque la
Inquisición haya pretendido abstraerse de la obediencia al
soberano, aunque haya fomentado la superstición ¿ha caí­
do jamás en los delirios de algunos tribunales y doctores
eclesiásticos franceses? No era la Inquisición ni los teólo­
gos españoles los de la Sorbona .que adhirieron al dicta­
men del doctor Juan Petit para asesinar al duque de Or­
leans, ni los treinta y seis doctores de la misma causa que
condenaron a la Doncella de Orleans a ser quemada viva
por haber sido el angel tutelar de su patria y de su rey, ni
los sesenta doctores de la misma que declararon a Enrique
IÌI indigno de reinar, ni los ciento y ochenta doctores de la
propia que excomulgaron a los infelices ciudadanos de
París que habían pretendido admitir -a Enrique IV en su

111
capital, añadiendo los doctores a esta profanación de las
armas de la Iglesia el horroroso conjunto de todos los ra­
mos del fanatismo en prohibir que nadie rezase por aquel
principe a quien llamaban maldito en su decreto. No era
por cierto, inquisidor ni teólogo español el que mandó
colgar por los pies el cadáver del Almirante Coligny en la
horca que estaba en Maufaucon, acudiendo el rey Carlos
IX con toda su corte a ver tan horroroso espectáculo.
¿Fue la Inquisición de España o la Junta del Colegio de
Paris la que, en el día 17 de enero de 1589, decretó que los
vasallos estaban no sólo libres del juramento de fidelidad,
sino en libertad de armarse contra su soberano? ¿Fué es­
pañol el monstruo Jacobo Clement, que pensó hacer una
obra meritoria en el regicidio? ¿ Imprimióse y publicóse
en Madrid o en París una relación de su suplicio llamado
martirio, en que se decía expresamente que un ángel se le
había aparecido, mostrándole una espada desenvainada y
mandando matar al tirano? ¿Fueron acaso españoles los
que...? Esos monstruos y sus semejantes no son ni france­
ses ni españoles, sino una nación de bárbaros llamados fa­
náticos, y es una calumnia indigna de una noble pluma ha­
cer caer sobre toda una nación ios excesos de unos pocos
hombres que ha habido en todas partes en unos siglos más
que en otros, según ha reinado la ignorancia o la ilustra­
ción. No obstante, búsquese en toda nuestra historia cosa
que se parezca a esta escena de horrores que he sacado de
la francesa, y nótese que en el mismo siglo en que esto su­
cedió en Francia, era la edad en que tuvo más despotismo
en España el tribunal de la Inquisición.
José de CADALSO
Defensa de la Nación española con­
tra la carta persa L X X V lll de Mon­
tesquieu (edición de Guy Mercadier,
France-Ibérie recherche, 1970).

112
to público, propagada, sobre todo, por los jansenistas que
desean la atribución de nuevo a los obispos del “ jus judi­
candi” (derecho de juzgar). En 1793, uno de ellos, Manuel
Abad y la Sierra es nombrado Inquisidor General. Encarga
entonces a su secretario en Madrid, Juan Antonio Llorente,
la redacción de un informe sobre los orígenes del derecho
procesal inquisitorial (así se procedía en la época antes de
emprender cualquier reforma). Cuando Llorente le hace en­
trega del trabajo, le propone oralmente toda una serie de
modificaciones y entre ellas la anulación del secreto de los
testigos y del total aislamiento de los acusados, completa­
mente injustificado y que tan caro le había costado al fran­
cés Maffre des Rieux. Abad y la Sierra aprueba las proposi­
ciones de Llorente y le pide la elaboración de un proyecto
concreto de reforma del derecho procesal de la Inquisición.
Pero al año siguiente, Abad y la Sierra es destituido y reem­
plazado por Lorenzana. Toda esperanza de reforma del
Santo Oficio se volatiliza.
Llorente llegará a redactar, sin embargo, dicho proyecto
en 1797. De hecho está a punto de caer en la encerrona que
le ha preparado la Inquisición en cuyos archivos se guardan
pruebas de la misión que le ha encomendado Abad y la Sie­
rra. Sale indemne gracias a la protección de Godoy. Llóren­
te contraataca enviando copia del informe a Jovellanos
quien sacará de ella lo esencial de la Representación sobre el
tribunal de la Inquisición que lee a Carlos IV en 1798. Pero
en vano porque no tardará en caer en desgracia.
De hecho, lo que está entonces en juego no es tanto la su­
pervivencia de la Inquisición cuanto el triunfo o la extinción
de una Iglesia nacional española. Desde Francia, el cam­
peón de las iglesias nacionales y del episcopalismo ‘‘el ciu­
dadano Grégoire, Obispo de Blois” , escribe en 1789 una
carta abierta al Inquisidor General de España, Ramón de
Arce, conminándole (en francés y en español) en nombre de
Cristo a disolver un tribunal que, según él, no puede aca­
rrearle sino odio y aborrecimiento. El cisma de Urquijo (de­
creto del 5 de setiembre sobre las Dispensas matrimoniales)
está a punto de consagrar el triunfo de los jansenistas. Pero
113
la caída en desgracia del ministro y la consiguiente persecu­
ción de que fueron objeto acaba con toda esperanza janse­
nista.
Para acabar de una vez para siempre con el Santo Oficio
no bastaba con limitarse a reformarlo, por profundos que
fueran los cambios preconizados. Era necesario —como de­
cía Marchena— dinamitar sus cimientos mismos.
Se imponía no una reforma sino una revolución.

114
IX. Las aboliciones de la
Inquisición

Napoleón y la Inquisición

“ La nación despreciaba a su gobierno; reclamaba a gritos


una regeneración. Desde la altura a la que el destino me ha­
bía elevado, creí digno de mí llevar a cabo en paz tan gran
acontecimiento... Liberé a los españoles de sus odiosas insti­
tuciones y les di una constitución liberal” . Con estas pala­
bras justificó Napoleón en Santa Elena su injustificable in­
tervención en España, en 1808. Entre esas “ odiosas institu­
ciones” cuya abolición le otorgaba el derecho de sentar a su
hermano en el trono español, figuraba, evidentemente, en
lugar privilegiado, el Santo Oficio. Por eso, en buena lógi­
ca, el proyecto de constitución que redactó, por orden suya,
el secretario de Estado imperial Maret, duque de Bassano,
preveía la supresión, sin más, del sagrado tribunal. Sin em­
bargo, las Cortes que Urquijo presidió en Bayona, en junio
de 1808 (y que, en su conjunto, se mostraron perfectamente
dóciles a la voluntad del Emperador) no retuvieron este artí­
culo. La presencia activa en el seno de esta asamblea del
Consejero de la Inquisición Ettenhard debió de influir pode­
rosamente en esta decisión. Habia, además, la voluntad de­
liberada, por parte de Napoleón, de no herir la susceptibili­
dad religiosa de los españoles. No olvidemos que el artículo
Io del primer título de la Constitución proclamaba que “ la
religión católica, apostólica y romana, en España y en todas
las posesiones españolas, será la religión del Rey y de la na­
ción y no se permitirá otra alguna” .
De nada le sirvió a Napoleón esta prudente política. Los
115
españoles no querían saber nada de un soberano intruso.
Obligado a intervenir personalmente a la cabeza de sus ejér­
citos para restablecer a su hermano en el trono español, el
Emperador no tardó en darse cuenta de ello. Y eso que antes
de entrar en Madrid, cuya rendición acababa de obtener,
promulgó en su cuartel general de Chamartín, el 4 de di­
ciembre de 1808, cuatro decretos que acababan con el anti­
guo régimen y le conciliarían —a juicio suyo— el agradeci­
miento de los españoles o, al menos, de todos los ilustrados.
Decidió asi la supresión en España de los bienes feudales, la
abolición de los arbitrios municipales y la reducción en dos
tercios de las órdenes religiosas (y confiscación de los bienes
de los conventos suprimidos). El “ Emperador de los france­
ses, Rey de Italia y Protector de la Confederación del Rin”
deja también estipulado que “ el Tribunal de la Inquisición
queda suprimido como atentatorio a la Soberanía y a la Au­
toridad Civil” . El articulo 2 del decreto precisaba: “ los bie­
nes pertenecientes a la Inquisición se secuestrarán y reunirán
a la Corona de España para servir de garantia a los Vales y
cualesquiera otros efectos de la deuda de la Monarquia” .

La Inquisición en Las Cortes de Cádiz


¿Qué duda cabe de que la medida era muy hábil? Por su
dimensión politica tenía que satisfacer a todos los que de­
seaban la abolición del Santo Oficio y en su aspecto econó­
mico le granjeaba a Napoleón la simpatia de todos los por­
tadores de Vales Reales. El problema era que la dictaba un
soberano extranjero y que, por añadidura, no disimulaba
que el único derecho que le asistía era el de la fuerza de las
armas. El Semanario patriótico de Cádiz ponía el dedo en la
llaga cuando, entre bromas y veras, escribía:
“ Lógica censoria:
el tribunal de la Inquisición
fue abolido por Napoleón.
Los periodistas tratan de que sea abolido,
ergo son espías d"e napoleón” .
Aprobar el decreto de Chamartín era exponerse a endosar

116
un nada cómodo apelativo: el de “ mal patriota” .
Ayudó a la ejecución del decreto de abolición del Santo
Oficio la actitud del Inquisidor General: Ramón de Arce. Si
diez años antes se había hecho el sordo al requerimiento pú­
blico del Obispo francés Grégoire, ahora no opuso dificul­
tad alguna para renunciar al cargo. (También es cierto que
de esta renuncia dependía el conservar o no la dignidad de
Patriarca de España y de las Indias, tan satisfactoria espiri­
tual como económicamente puesto que estaba dotada con
una renta anual de tres millones y medio de reales).
Sin Inquisidor General la Inquisición no existia, ni de he­
cho ni de Derecho. Con el consiguiente alboroto de los pala­
dines del absolutismo político y religioso que, como el “ Ve­
nerable Padre Fr. Diego de Cádiz” se lanzaron en la capital
de las Cortes a una desenfrenada actividad publicista desti­
nada a probar la “ utilidad del Santo Oficio” (Reflexiones
del Venerable Padre Fr. Diego José de Cádiz... sobre la uti­
lidad del Tribunal de la Santa Inquisición).
Ni la Constitución de Bayona ni la de Cádiz (publicada el
19 de marzo de 1812 “ en nombre de Dios Todopoderoso,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y legislador supremo de
las sociedades” ) se pronunciaron sobre la perduración o no
del Santo Oficio español. El articulo 12 (capitulo II del títu­
lo II) de esta última especificaba también que “ la religión de
la nación española es y será perpetuamente la católica, apos­
tólica, romana, única verdadera. La nación la protege por
leyes sabias y justas, y prohibe el ejercicio de cualquier
otra” .
Pero ¿cómo debía interpretarse este texto? El 4 de junio
de 1812 la Comisión de Constitución se pronuncia en favor
de la incompatibilidad de la Inquisición con la Constitución
española. Ahora bien, haciendo caso de las reticencias y ob-
jecciones de dos de sus miembros, Rie y Pérez, se decidió
proceder a una investigación a fondo de los orígenes del
Santo Oficio. Curiosamente, fue en la obra de un afrancesa­
do, Llorente, donde los miembros de la Comisión (favora­
bles u hostiles al Santo Oficio) encontraron argumentación
a su actitud: la Memoria histórica sobre cuál ha sido la opi­

n i
nión nacional de los españoles acerca del tribunal de la In­
quisición. Gracias a documentos de excepcional importan­
cia de los archivos de la Suprema que Llorente habia podido
consultar en su calidad de Director de Bienes Suprimidos,
pudo éste redactar una historia de la fundación de la Inqui­
sición en España que, después de haberla leido en la Real
Academia de la Historia, le publicó Sancha en 1812. Defen­
día en ella la tesis de que la “ opinión nacional” había sido
siempre hostil al Santo Oficio y pretendía convencer al lec­
tor u oyente de la necesidad de agradecer su abolición.
La comisión, tras largos debates eruditos, llegó a la con­
clusión de que la Inquisición es incompatible con la Consti­
tución “ porque se opone a la soberanía e independencia de
la nación y a la libertad civil de los españoles que las Cortes
han querido asegurar y consolidar en la ley fundamental” .
El 22 de febrero de 1813, la Regencia, en “ ausencia y cau­
tividad” del Rey, confirmaba la abolición de la Inquisición
(de hecho ya efectiva con el restablecimiento de la jurisdic­
ción de los obispos en materia de fe, el 26 de enero de 1813)
y decretaba que sus bienes pasaban a ser propiedad de la na­
ción española.
El restablecimiento de la Inquisición

Este decreto de las Cortes iba a tener una vigencia de esca­


sa duración. El 21 de julio de 1814, Fernando VII, restaura­
do en el trono de España como soberano absoluto, volvía a
restablecer el Santo Oficio. La tarea principal del nuevo In­
quisidor General, Mier y Campillo (que reemplaza a Ramón
de Arce, prudentemente refugiado en Francia) tenía menos
de religiosa que de politica y consistió esencialmente —des­
de 1814 a 1820— en la expurgación de las obras liberales o
afrancesadas impresas durante la guerra de Independencia.
Pero incluso acantonada en un papel de censura ideológi­
ca, la Inquisición no dejará de presentar un rancio carácter
anacrónico, soporte como es, por añadidura, de un absolu­
tismo monárquico cada vez más insoportable. En 1816, el
mismo Pío VI (poco sospechoso de liberalismo) prohibe el

118
uso de la tortura en todos los tribunales del Santo Oficio.
En Francia, la publicación en 1817-1818 de la Historia críti­
ca de la Inquisición en España del antiguo secretario de la
Inquisición, Juan Antonio Llorente, provoca vivas polémi­
cas entre ultras y liberales. El cómputo exagerado de las víc­
timas de Torquemada hace subir la temperatura de las polé­
micas. Los reaccionarios arrojan a la cara de sus rivales las
cifras de guillotinados bajo el Terror en la Revolución fran­
cesa.
La Inquisición no tarda evidentemente en enterarse de la
aparición de la obra de Llorente pero da la callada por res­
puesta para no contribuir a una propaganda suplementaria
y no la incluye en el Index. La prudente reacción es sobre in­
teligente, de una gran clarividencia y prueba que los propios
dirigentes de la Suprema están al cabo de la calle de su pér­
dida de eficacia.

Bajo el trienio liberal

Cuando Fernando VII, obligado por el éxito del pronun­


ciamiento del general Riego, tiene que aceptar, el 7 de
marzo de 1820, la tan aborrecida constitución, el Santo Ofi­
cio tiene los días contados. El 9 de marzo se proclama, por
decreto, su abolición. Al día siguiente se restablece la liber­
tad de imprenta. El Nuncio Apostólico en Madrid, Monse­
ñor Giustiniani a quien la simple palabra de “ liberalismo”
le produce pesadillas, va a hacer todo lo posible y lo imposi­
ble por hacer inoperante esta medida. A falta de Index in­
quisitorial se servirá del Index romano. Cada vez que escri­
be a la Santa Sede no olvida incluir en su misiva una lista de
libros y opúsculos que, a juicio suyo, representan un peligro
para la fe o para la monarquía a fin de que la Congregación
del Indice (que no siempre le hace caso) los anatematice. Lo
que en el fondo persigue es instituir una inquisición paralela
que censure lo impreso. Con este fin le pide el 17 de marzo
de 1820 a Monseñor de Borbón, arzobispo de Toledo y Pre­
sidente de la Junta Provisional de Gobierno que vigile y
prohiba todas las publicaciones que traten de religión sin

119
haber recibido el “ imprimatur” del Ordinario de la dióce­
sis. Monseñor Giustiniani no solicitaba en realidad más que
la aplicación del decreto de las Cortes del 10 de noviembre
de 1810. Pero exageraba sus pretensiones cuando, pretex­
tando que los escritos más inocentes pueden contener doc­
trinas perniciosas, exigia la misma obligatoriedad de censu­
ra eclesiástica para todas las obras que traten de política e
incluso las publicaciones periódicas.
Las pretensiones del Nuncio Apostólico (enteramente
aprobadas por Roma y en particular por el Secretario de Es­
tado, Monseñor Consalvi, que declaraba a través de la Co­
misión de asuntos de España que los españoles no podían
prestar juramento a la Constitución porque ésta autorizaba
la libertad de imprenta) eran tan exorbitantes que Monseñor
de Borbón no se atrevió a darle entera satisfacción. Sin em­
bargo, en una pastoral del 24 de abril de 1824 anunciaba la
creación de dos juntas diocesanas, una en Madrid y otra en
Toledo, encargadas de dar una calificación a todos los escri­
tos tocantes a la religión, buenas costumbres y disciplina
eclesiástica, antes de pasar a la imprenta. Debían además
emitir un juicio sobre las proposiciones sospechosas que pu­
dieran hallarse en otros libros, lo mismo que sobre los pro­
pósitos heréticos en boca de sacerdotes, religiosos e incluso
laicos de la diócesis.
De este modo, la Inquisición convertía su jurisdicción de
nacional en local y su censura de posterior en previa.
Para luchar contra las ideas liberales Monseñor Giustinia­
ni mobilizó, pues, a los obispos quienes en sus pastorales
multiplicaron las prohibiciones de obras “ perniciosas” . Por
más que las Cortes prohibieron el 5 de setiembre de 1820
que se confiscaran obras impresas mientras el Gobierno no
hubiera hecho público un nuevo Index, esta orden fue papel
mojado. Aunque legalmente la Inquisición ha desaparecido,
el espíritu inquisitorial seguía en la práctica causando estra­
gos. Aprovechándose de la ambigüedad de la Constitución
que preconizaba a la vez el principio de libertad de imprenta
y el de protección exclusiva de la religión católica, el episco­
pado intentó incluso en Barcelona llevar a juicio una obra

120
publicada en Francia por Juan Antonio Llorente: Discursos
sobre una constitución religiosa considerada como parte de
la civil nacional. Llamado a comparecer, en agosto de 1820,
ante la Oficialidad de Barcelona, como editor de la obra,
Llorente se hizo representar por miembros de la Sociedad
Patriótica de la Ciudad que defendieron, no una obra, ni
mucho menos a un autor, sino un principio: el de la libertad
de expresión. Pero la obra no se hubiera librado de la con­
dena —lo que hubiera creado un precedente que hubiera
sentado jurisprudencia— de no haber sido porque una su­
blevación popular obligó al obispo de Barcelona a huir a
Mallorca.
Vox populi, vox Dei: el pueblo había logrado amordazar
a los censores eclesiásticos que tuvieron que batirse en reti­
rada. Ahora bien, si en adelante fue posible expresarse libre­
mente en España sobre temas religiosos e incluso editar y
vender obras francamente hostiles al Santo Oficio (como
España venturosa por vida de la Constitución y muerte de la
Inquisición, de Bernabeu, o la célebre Historia crítica de la
Inquisición en España, de Juan Antonio Llorente) los parti­
darios del absolutismo político-religioso no se dieron por
vencidos. Su siniestra divisa “ ¡Vivan las cadenas!” no ofre­
cía duda alguna sobre su firme determinación de restaurar el
Santo Oficio en cuanto la soldadesca de la Santa Alianza de­
rrotara a los liberales.
Letargo y muerte de la Inquisición

Una vez restaurado “ rey neto” por los cien mil Hijos de
San Luis en 1823, Fernando VII no hizo nada por restable­
cer, como en 1814, el Santo Oficio en España. ¿Por qué?
Difícil es saberlo. Probablemente siguió, en este punto al
menos, los consejos de moderación y prudencia que le pro­
digó su primo y salvador el duque de Angulema tras la vic­
toria del Trocadero. (Por miedo, seguramente, de la opi­
nión pública francesa, incluso monárquica, que hubiera
protestado contra la intervención de sus tropas para resuci­
tar a un Tribunal tan anacrónico como desacreditado). Pero

121
Diego de Arce y Reynoso, Obispo de Tuy, Avila y Plasèn­
cia, Inquisidor Generat (1643-1665).

122
el abstencionismo fernandino irritaba sobremanera a los ar­
dientes defensores del Trono y del Altar. Y cuando, por or­
den del rey, el duque del Infantado quiso saber, en 1825,
lo que arzobispos, obispos y capitanes generales pensaban
del Estado de la tranquilidad pública..., la mayor parte de
los prelados aprovecharon la ocasión para reclamar a voz en
cuello el restablecimiento de la Suprema. Monseñor Blas Al­
varez de Palma, arzobispo de Granada, no se anduvo por
las ramas y, en un alarde de sinceridad y penetración, decla­
ró: ‘‘cuando sea restablecido el Santo Oficio de la Inquisi­
ción, como lo desean ardientemente todos los buenos, en­
tonces si que será superflua la policía” Vid. texto p. 125).
Peor aún: para satisfacer sus ansias de Inquisición hubo
obispos que no dudaron en recurrir a la solución preconiza­
da por el Nuncio Apostólico Giustiniani en 1820: las Juntas
Diocesanas. Estas Juntas de Fe duraron hasta 1827 y en
1826 la de Valencia llegó a condenar a muerte y a ejecutar a
un maestro de escuela, Cayetano Ripoll, por practicar una
especie de religión natural. La emoción que provocó en el
extranjero (en Inglaterra y Francia, sobre todo) la noticia de
la ejecución obligó al Consejo de Ministros a declarar ilega­
les a estas Juntas de Fe pero es evidente que este crimen no
pudo ser cometido sin el consentimiento de las autoridades y
la aprobación de una parte de la población.
Como en tantos otros puntos, la actitud de Fernando VII
respecto a la Inquisición no pudo ser más ambigua. Porque
si bien es cierto que no la había restablecido, tampoco puede
decirse que la hubiese abolido oficialmente ya que se pro­
nunció en este sentido en plena fiebre revolucionaria cuyas
realizaciones había declarado caducas. De hecho, sin abolir­
la, Fernando VII la había abandonado al letargo. Pero to­
dos los fanáticos dél absolutismo la echaban de menos y no
soñaban más que con despertarla y hacerla entrar en acción,
aunque fuera con otro nombre. Este fue al menos el deseo
acariciado por el Nuncio Apostólico en Madrid, Monseñor
Giustiniani hasta que cesó en el cargo, en 1827.

El 29 de setiembre de 1833 moría el último rey absoluto


123
español. La Inquisición no le sobrevivirá puesto que menos
de un año después, el 15 de julio de 1834, la Regente María
Cristina de Borbón hacía público el decreto de abolición
(esta vez, definitiva) del Santo Oficio.
Quedaba por extirpar el espíritu inquisitorial de la mente
de los españoles.
Pero esto ya es harina de otro costal.

124
“ ENTONCES SI QUE SERA SUPERFLUA LA
POLICIA...”
Cuando sea restablecido el Samo Oficio de la Inquisi­
ción, como lo desean ardientemente todos los buenos, en­
tonces si que será superflua la policia; entonces sí que sin
vejaciones ni gravámenes de los pueblos habrá un Tribu­
nal que, por su secreto tan afamado y por el carácter de
sus ministros, merecerá la mayor confianza de los celosos
y dignos españoles, inquirirá con facilidad y prontitud las
noticias relativas a tramas y conspiraciones contra el Tro­
no y el Altar, tomará medidas suaves y al mismo tiempo
eficaces para remediar estos males, y se ocupará con fruto
en arrancar la perversa cizaña del error y la inmoralidad,
de donde provienen todos los desastres del Reino. Las
otras medidas adoptadas por el Sacerdocio y el Imperio
desde que faltó la Inquisición, no han producido efecto
hasta el punto que se deseaba y que se hubiera conseguido
el santo Tribunal.
Mas en mi juicio su restablecimiento no conviene se ha­
ga restituyendo los empleos a todos los que los tenían al
tiempo de la extinción, sino solamente a aquellos que se
encuentren muy dignos después de las más delicadas inda­
gaciones. De lo contrario los males continuarán a la som­
bra de lo que se llamará, y no será, su remedio.

... Granada, y Agosto, 16 de 1825


Informe del Exmo. Sr. Blas
Joaquin, Arzobispo de Granada
al Exmo. Sr. Duque del Infantado)

(Archivo General de Palacio, Sección


Histórica, Caja Azul, 293 —publica­
do en Documentos del Reinado de
Fernando Vil— II. Informes sobre el
estado de España. C.S.I.C. 1966)

125
Conclusion

La Inquisición no ha podido campar por sus respetos en


España durante más de tres siglos sin dejar profunda huella
en la mentalidad y costumbres de los españoles. En 1916,
Unamuno escribía: “ Raspemos un poco y muy luego dare­
mos en nuestra actual sociedad española con la Inquisición
inmanente y difusa, vestida con formalismo de latísima for­
malidad, con la gravedad, nada seria, de la morgue castilla­
ne. ” Pero es sin duda a Federico Garcia Lorca a quien debe­
mos la más virulenta denuncia de ese espíritu inquisitorial
que durante tanto tiempo tuvo sojuzgados a los españoles.
¿Qué es La Casa de Bernarda Alba (“ documental fotográfi­
co” —no lo olvidemos— según el propio autor) sino la re­
presentación dramática de un inquisidor con faldas que im­
pera sobre una familia a la que, al precio que sea, obliga a
respetar un férreo código socio-religioso, con la espada de
Dámocles de la murmuración suspendida encima de toda la
familia?
“ La inquisición ha desaparecido; pero no el espíritu in­
quisitorial” . Esta frase de Caro Baroja, no por escalofrian­
te es menos exacta. En 1933, para desacreditar al ministro
socialista Fernando de los Ríos (gran aficionado y ejecutan­
te él mismo de “ cante jondo” ) la revista Blanco y Negro no
duda en publicar la coplilla siguiente:
“ Con fermatas y jipíos
que producen entusiasmo
nos cantará De los Ríos
las granadinas de Erásmo
y el tango de los judíos” .

126
Erasmismo y judaismo: dos acusaciones que, tres siglos
antes le hubieran obligado al político andaluz a responder
de ellas ante el tribunal del Santo Oficio.
En sus Divagaciones intranscendentes, publicadas en Va­
lladolid en 1938, el futuro primer titular de la cátedra de psi­
quiatria de la Universidad central de Madrid, Doctor Valle-
jo Nájera coloca el doble sambenito judeo-morisco al mar­
xismo español: “ el tronco racial del marxismo español es ju­
deo-morisco” . Este fanático de la “ Cruzada” reivindica,
muy significativamente, la condición de inquisidor en el ca­
pítulo titulado, sin tapujo alguno, Pro Inquisición: “ corre
sangre de inquisidores por nuestras venas, y en nuestros ge­
nes paternos y maternos restan incrustados cromosomas in­
quisitoriales” . Por supuesto, Antonio Vallejo Nájera estaba
íntimamente convencido de que la España nacionalista resu­
citaría a la Inquisición: “ una Inquisición modernizada, con
otras orientaciones, fines, medios y organización; pero In­
quisición rigida y austera, sabia y prudente, obstáculo al en­
venenamiento literario de las masas, a la difusión de las
ideas antipatrióticas, a la ruina definitiva del espíritu de la
Hispanidad” . El lector juzgará si el régimen franquista de­
fraudó o no al doctor Vallejo Nájera.
De lo que no cabe la menor duda es de que la censura de
Franco, tal como fue definida en el decreto del 23 de diciem­
bre de 1936 y en vigor durante prácticamente todo el fran­
quismo, seguía fielmente las líneas directrices de la censura
inquisitorial. Entre las preguntas a las que debian obligato­
riamente responder los censores, había tres —las tres prime­
ras— encaminadas a saber si la obra en cuestión: Io, ataca­
ba al dogma; 2o, la moral; 3o, la Iglesia o sus ministros. Ma­
nuel L. Abellán, en su extraordinario libro: Censura y crea­
ción literaria en España, 1939-1976 nos ha comunicado la
censura del estudio de Ricardo Gullón sobre la poesía de
Luis Cernuda. Una simple lectura del documento basta para
apercibirnos del inconfundible estilo inquisitorial —históri­
camente hablando— del epigono de Torquemada: “ se trata
del problema de resolver sobre la apología de una figura y
una temática declaradamente enemiga de los principios reli­

127
giosos: es blasfematorio; morales: es uranista; políticos: es
rojo.”
Hoy día, el artículo 16 de la Constitución española, apro­
bada por las Cortes el 31 de octubre de 1978 y ratificada por
el referéndum nacional del 6 de diciembre del mismo año,
garantiza la libertad ideológica, religiosa y cultural de los in­
dividuos y de las comunidades sin que nadie tenga necesidad
de justificar la ideología, religión o creencias que profesa.
Ahora bien, aunque es cierto que en el tercer párrafo de este
árticulo se lee que “ ninguna confesión tendrá carácter esta­
tal” , no lo es menos que se estipula también: “ Los poderes
públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la so­
ciedad española y mantendrán las consiguientes relaciones
de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesio­
nes” .
Es de desear que los poderes públicos no olviden nunca
que la Historia de España ha sido en buena medida la de la
inquisición y ojalá sepan mantener esta “ cooperación” con
la Iglesia sin sobrepasar los estrictos limites que determina
siempre el respeto de la persona humana en su pensar, en su
sentir y en su obrar.

128
Bibliografía

La bibliografía sobre la Inquisición es inmensa. E. VAN


DER VEKENE la ha inventariado desde sus orígenes hasta
1962 en Bibliographie der Inquisition. Ein versuch, Vers-
lagsbuchandlung, Hidesheim, 1963.
Muchos trabajos se han publicado posteriormente y en la
actualidad está editándose una monumental Bibliotheca bi­
bliografica historiae Sanctae Inquisitionis, también de E.
VAN DER VEKENE. Ha aparecido el primer tomo (Topos
Verlag, Vaduz, 1982).
Para entender el espíritu inquisitorial, es imprescindible:
Directorium inquisitorum de Nicolau Eimeric, con comen­
tarios de Francisco Peña. En castellano disponemos de la
versión de Luis SALA-MOLIENS:
Nicolau EIMERIC-Francisco PEÑA: El Manual de los
Inquisidores. Traducción del latín al francés y notas de Luis
SALA-MOLIENS. Traducido del francés por Francisco
Martín. Barcelona, Muchnik editores, 1983 . 6Col. “ Archi­
vos de la Herejía” n° 4).
Las relaciones entre judíos, cristianos y conversos han si­
do magníficamentes estudiadas por Julio CARO BAROJA
en Los judíos en la España moderna y contemporánea. Ma­
drid, 1962.
La obra clásica de Juan Antonio Llorente: Historia críti­
ca de la Inquisición de España sigue siendo una fuente capi­
tal de información, si bien es cierto que hay que completar y
rectificar numerosos pasajes, sirviéndose de la historiografía
reciente. Contamos con la edición de Hiperión, 1981, pero,
desgraciadamente no es una edición critica y la falta de índi-

129
ces (que figuraban en la edición original de 1817-1818) hace
muy difícil su manejo, tanto más cuanto que no es posible
leer de un tirón un libro tan farragoso. De Juan Antonio
LLORENTE puede consultarse la reedición de Gérard DU­
FOUR (con introducción y notras en francés): Memoria so­
bre cuál ha sido la opinión nacional de España acerca del
Tribunal de la Inquisición. París, P.U.F. 1977.
El tema de Los alumbrados —ha sido objeto de un ex­
traordinario estudio por parte de Antonio MARQUEZ
(Madrid, Taurus, 1972). Igualmente deben consultarse los
excelentes trabajos de Angela SE1KE y, en particular, El
Santo Oficio de la Inquisición de FR, Francisco Ortiz (Ma­
drid, Guadarrama, 1968).
De Antonio MARQUEZ igualmente recomendamos Lite­
ratura e Inquisición en España: 1478-1834. (Madrid, Tau­
rus, 1980) que podrá completarse con la obra de Virgilio
PINTO CRESPO: Inquisición y control ideológico en la Es­
paña del S. X V I (Madrid, Taurus, 1983).
La actividad del Santo Oficio en lo que a control de lectu­
ra de libros extranjeros se refiere ha sido particularmente es­
tudiado por Marcelin DEFOURNEAUX: Inquisición y lec­
tura de libros en la España del siglo XV III (Madrid, Taurus,
1973). Antonio ALVAREZ DE MORALES acaba de inten­
tar una síntesis de las relaciones entre Inquisición e Ilustra­
ción en el periodo ¡700-1834 (Madrid, Fundación Universi­
taria, 1982).
Hay que tener en cuenta la valiosa (por su aportación do­
cumental, sobre todo) Introducción a la Inquisición españo­
la (Madrid, Editora Nacional, 1980) de Miguel JIMENEZ
MONTESERIN.
Esta bibliografía que ofrecemos es forzosamentre parcial
e incompleta. A pesar de los límites impuestos no queremos
dejar de mencionar obras colectivas de la importancia del
número especial de Historia 16 (Extra n° 1, Die. 1976) o las
Actas del Primer Symposium internacional celebrado en
Cuenca (Set. 1978) y publicadas por Joaquin PEREZ VI­
LLANUEVA con el título de La Inquisición española: nue­
va visión, nuevos horizontes (Madrid, Siglo XXI editores,

130
1980), lo mismo que la obra publicada bajo la dirección de
Bartolomé BENNASSAR: La Inquisición española, poder
político y social, Grijalbo, 2 aed., 1984.
Sería injusto igualmente pasar por alto el excelente catá­
logo de la exposición organizada en octubre-diciembre de
1982 por el Ministerio de Cultura, la Dirección de Bellas Ar­
tes, Archivos y Bibliotecas y la Subdirección de Archivos,
que tan acertadamente combina texto e ilustraciones.

131
Indice

Introducción Pág.
I. Judíos y Cristianos: La Inquisición como
“ solución final” ........................................ 9
II- El sistema inquisitorial.............................. 26
III- Cristianos viejos y nuevos: La Inquisición,
instrumento de lucha socio-racial.............. 43
IV. Santo Oficio y centralismo monárquico: las
relaciones ante la extensión de la nueva In­
quisición ...................................................... 58
V. Nuevas víctimas ante la Inquisición:
Los moriscos.............................................. 67
VI. Cuando los propios cristianos viejos
pudieron ser víctimas de la Inquisición---- 77
VIL La Sociedad Española en libertad
condicional.................................................. 88
VIII. La Inquisición a la defensiva: El siglo de
las luces........................................................ 103
IX. Las aboliciones de la Inquisición............... 115
Conclusión.................................................. 126
Bibliografía................................................ 129
EN LA MISMA COLECCION

1. El Barroco José M.a Valverde


2. La Escolarización Claudio Lozano
3. Los Presocráticos Miguel Morey
4. La Historiografía Carlos M. Rama
5. El Impresionismo Estela Ocampo
6. El Psicoanálisis Victor Gómez Pin
7. La Dialéctica Ramón Valls
8. El Helenismo Caries Miralles
9. El Historicismo Manuel Cruz
10. La Semiótica Sebastià Serrano
11. Heterodoxias y Contracultura
F. Savater y L. A. de Villena
12. La Literatura José M.a Valverde
13. El Expresionismo Josep Casals
14. El Quattrocento Rafael Argullol
15. La Música I Josep Solé-
16. La Música II Josep Solé
17. El Teatro Ricard Salvat
18. El Judaismo Mario Satz
19. Las Ciudades Jesús Arpal
20. El Positivismo Lógico Miquel Porta
21. El Surrealismo J. Luis Giménez-Frontin
22. La Lingüistica Sebastià Serrano
23. El Romanticismo Menene Gras
24. El Empirismo José Manuel Bermudo
25. Metopias Xavier Rubert de Ventós
26. El Esoterismo Carlos Garrido
27. El Epicureismo Emilio Lledó
28. Las Matemáticas Josep Plá i Carrera
29. Historia de la Construcción
J. A. Tineo i Marquet
30. La alta Edad Media Manuel Riu
31. La baja Edad Media Manuel Riu
32. La Inflación José Luis Sampedro
33. La Antropologia Javier San Martin
34. Los Talleres Literarios
Juan Sánchez-Enciso y Francisco Rincón
35. La Personalidad Vicente Palomera
36. La Sexualidad José Gurrea
37. La Sofistica Antonio Alegre
38. La Geografia Florado Capel
Los trabajos sobre la Inquisición española se
han multiplicado considerablemente en los últi­
mos diez años, coincidiendo con la desapari­
ción de la dictadura franquista. Estos estudios
han renovado a fondo la visión tradicional del
Santo Oficio español. Pero, ocurre a menudo
que, a fuerza de multiplicar los detalles, se pier­
de de vista lo esencial: los árboles nos impiden
ver el bosque.
En esta obra de síntesis, escrita sin prejuicios
ni complacencias, el lector encontrará un pano­
rama completo y una explicación global de la
acción y el significado del Tribunal de la Inquisi­
ción en la historia de España.

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