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PRÁCTICA 2 Doctor Death

La señora misteriosa visita al autor y la actriz antes de la representación de la obra. Ella insinúa que es la Muerte, aunque habla de forma enigmática. El autor y la actriz no están seguros de su identidad. La señora les advierte que tengan cuidado al tratar temas serios como la muerte, y luego se va dejándolos confundidos.
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PRÁCTICA 2 Doctor Death

La señora misteriosa visita al autor y la actriz antes de la representación de la obra. Ella insinúa que es la Muerte, aunque habla de forma enigmática. El autor y la actriz no están seguros de su identidad. La señora les advierte que tengan cuidado al tratar temas serios como la muerte, y luego se va dejándolos confundidos.
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f m
AÑO IV 1-X1I-1928 mm* 171

K
.

REPARTO
PERSONAJES ACTORES

PROLOGO
La actriz Natividad Zaro.
Una señora Magda Donato.
El autor "Azorin"
El traspunte C. Rivas Cherif.

LA ARAÑITA EN EL ESPEJO

Leonor Natividad Zaro.


Lucía Regina.
Don Pablo Eusebio de Gorbea.
La voz de un mendigo C. Rivas Cherif.

DOCTOR DEATH, DE 3 A 5

La enferma Magda Donato.


La hermana de la Caridad Regina.
Un viejecito Ernesto Burgos.
El ayudante c '
doctor Felipe Lluch Garín.
A Rosarío Pino
siempre niña, siempre con tan
fina y wivaz sensibilidad.
PROLOGO.— LA ARAÑITA EN EL ESPEJO.— EL SEGADOR.—
DOCTOR DEATH, DE 3 A 5

Sobre el tablero de la mesa— —


limpio, despejado un ra-
mo pomposo de rosas. Algunos pétalos han caído, y re-
posan en la brillante superficie. Un libro abierto. Lectura
larga, despaciosa, entrecortada de meditaciones. Ese li-
bro ha sido leído, vuelto a leer, sentido, a lo largo de
muchos meses. El autor era uno de los más grandes poe-
tas contemporáneos. Vivía solitario, abstraído, obsesio-
nado por su último trance. Su vida parecía un hiiito de
cristal; a cada momento podía ser roto. Podían romperlo
un soplo tenue, una vibración casi imperceptible, la caída
de uno de estos pétalos de las rosas, que se van despren-
diendo ahora, en el silencio, sobre el limpio tablero. Un
día, cuatro líneas en los periódicos. Nada más. La vorá-
gine de los sucesos universales continuaba. Parecía que
en el tráfago mundanal, entre el estrépito de las cosas,
se había oído como un débilísimo lamento. No era nada
y era mucho. Era, en el curso de la Humanidad, uno de
los mayores sucesos que pudieran acontecer. El poeta
más fino entre todos los modernos desaparecía. Con el
silencio, la delicadeza, la suavidad con que había vivido,
se iba de este mundo. El cielo, aquella mañana en que
leía yo la noticia, estaba radiante. Las rosas rojas resalta-
ban entre la verdura del follaje. Todo era lo mismo que
antes, y un cambio profundo se había operado en las re-
giones del espíritu. La Humanidad se sentía aminorada.
Rainer-María Rilke había muerto. Durante muchos me-
ses, yo había ido sintiendo vibrar la sensibilidad del poe-
ta en sus obras. La muerte era la obsesión de Rilke. "Se-

ñor escribía el poeta — , da a cada cual su muerte, su
muerte adecuada, una muerte que salga verdaderamente
del fondo de nuestra vida... Porque nosotros, los morta-
,

"
6
" A Z O R I N

les, no somos más que la corteza y la hoja. Y todo tien-


de, entre los humanos, como el fruto natural, hacia la
grande muerte que cada cual lleva en sí."
La lectura de la obra maestra del gran poeta, Los cua-

dernos de Malte Laurids Brigge el libro de la Muerte —
ha suscitado estos tres actos, escritos para que una ac-
triz pueda desenvolver todo su arte.

Madrid, mayo 1927.


PROLOGO
PERSONAJES
actriz. — Una señora. —El autor. — El traspunte.
Cortina o telón de primer término. En escena, la Actriz y el

Aütor.

AUT. ¿Se va ya a principiar?


ACTR. Faltan unos minutos.
AUT. ¿Han dado ya la segunda?
ACTR. Todavía no. (Aparece una señora vestida con
un traje corriente. Se dirige a la Actriz.)
SEÑO. ¿Un momento, señora?
ACTR. Todos los que usted quiera.
SEÑO. Pocos; la representación va a comenzar.
AUT. Yo, con permiso de ustedes, me retiro.
SEÑO. No, no; es usted el autor de la obra, y yo ten-
go interés en que el autor asista a esta con-
versación.
AUT. Si es así...
SEÑO. Por usted tanto como por la actriz, la eminente
actriz,he venido.
ACTR. Gracias, señora.
SEÑO. ¿No me conocen ustedes? (Aparece el traspun-
te con el libreto en la mano.)
TRASP. ¿Doy la segunda?
SEÑO. ¿Quién es este caballero?
ACTR. El traspunte de la compañía.
TRASP. Servidor de usted.
SEÑO. ¿Y usted no me conoce tampoco?
TRASP. No, señora, no.
SEÑO. Se me quedaba usted mirando de un modo...
ACTR. Si usted permite, el traspunte ha de ir a ultimar
algunos detalles.
TRASP. Con permiso. (Se marcha.)
SEÑO. Me he permitido venir para tener el gusto de
saludar a ustedes.
"
10 " AZ O R I N

ACTR. Gracias.
AUT. Muchas gracias.
SEÑO. Y ustedes saben quién soy... y no lo saben.
ACTR. Si he de decir la verdad...
AUT. En cuanto a rní...
SEÑO. No, si no tiene nada de particular. Usted repre-
senta bien, maravillosamente, la obra.
ACTR. Muy bondadosa.
SEÑO. Y usted... A usted yo quisiera decirle algo sin
que se incomodara.
AUT. Puede usted decir cuanto quiera.
SEÑO. ¿Cree usted que se puede jugar con cosas se-
rias, muy serias?
AUT. ¡Oh, indudablemente que no!
SEÑO. ¿Cree usted que los grandes misterios de la
vida pueden ser tratados a la ligera?
AUT. Me hace usted unas preguntas...
SEÑO. Las que debo.
ACTR. Señora, usted perdone. Yo creo que estamos
representando una escena un poco misteriosa.
SEÑO. Muy misteriosa, en efecto; así es.
AUT. Yo, hasta ahora, no comprendo nada de lo que
esta señora dice.
SEÑO. Conozco su obra. He visto su representación.
Señor autor: cuidado con lo que se hace.
AUT. ¿Por qué he de tener cuidado?
SEÑO. Mucho cuidado, repito, con que se escribe;
lo
llevar a la escena temas como éste es un poco
peligroso.
AUT. Peligroso, ¿por qué?
SEÑO. ¿No lo cree usted, señora?
ACTR. Si usted no se explica mejor...
SEÑO. Usted interpreta bien los personajes; su gesto
su cara, toda su persona expresa el misterio, el
terror. Tiene usted un arte prodigioso para ha-
cer sentir...
ACTR. Hacer sentir ¿qué?
SEÑO. No necesita decirlo. (Sonriendo ligeramente.)
AUT. ¿Sonríe usted?
SEÑO. ¿Quiere usted que me nombre a mí misma?
LO INVISIBLE 11

¿Tan poco perspicaz es usted, que no me ha


conocido?
ACTR. Entonces usted cree ser...
SEÑO. ¡Bah, bah! Si no lo fuera, ¿estaría yo en todas
partes? ¿Sabría yo lo que pasa en todos los
lugares del mundo?
AUT. Es curioso.
SEÑO. ¿Dice usted que es curioso? ¿Duda usted? ¿No
lo cree?
AUT. Yo no pongo en duda su veracidad.
SEÑO. Hace usted bien. Ahora ha dicho usted unas
palabras profundas. ¡Nada hay en el mundo
tan verdadero como yo! ¡Yo soy la verdad
misma!
ACTR. Pero, en fin, aclaremos ese misterio.
SEÑO. No necesita usted aclaraciones.
AUT. La señora es...
SEÑO. Hable usted; no tenga miedo.
ACTR. Pero ¿es de veras?
SEÑO. iJa, ja, ja! Me hacen ustedes reír. ¡Y si vieran
ustedes qué pocas veces río!
AUT. Tiene usted una risa extraña.
ACTR. Muy extraña.
SEÑO. No me ven ustedes con mi propia figura.
¿Creían ustedes que yo iba a ir vestida de ne-
gro, con un gran velo? No; ahora voy como
todos.
AUT. ¿Lleva usted alguna vez otro traje?
SEÑO. No llevo traje; no lo necesito.
AUT. Es una economía.
SEÑO. ¿Irónico también?
ACTR. Deje usted que hable la señora.
SEÑO. Con un relojito de arena y una guadaña chi-
quita me basta.
AUT. Menaje sencillo.
SEÑO. Muy sencillo. Todos lo saben... y ustedes tam-
bién.(Aparece el traspunte.)
TRASP. Perdonen ustedes; el público se impacienta.
ACTR. Que toquen una sinfonía larga.
TRASP. Ya lo han hecho.
ACTR. Pues dé usted la tercera.
"
12 AZOR I N

SEÑO. (Al traspunte.) ¿Otra vez me mira usted asom-


brado?
TRASP. No, señora. ¿Por qué?
ACTR. Deje usted que vaya a dar la tercera.
SEÑO. Yo también suelo dar avisos algunas veces;
otras, no. Y mucha gente no los oye.
TRASP. Con permiso de ustedes. (Se marcha.)
SEÑO. Yo me voy a marchar también.
AUT. Y quedamos como antes.
SEÑO. Como antes, no.
ACTR. La señora es tan misteriosa...
SEÑO. Saben ustedes quién soy. ¿No es verdad, señor
autor?
AUT. - Hable usted con franqueza.
SEÑO. Yo he querido venir esta noche a visitar a us-
tedes; pero es una simple visita de cortesía.
ACTR. Y nosotros... lo agradecemos mucho.
SEÑO. Yo estoy en todas partes; deben saber todos
quién soy; pero mucha gente se empeña en no
querer saberlo.
ACTR. ¿Está usted en todas partes?
SEÑO. De un modo invisible; pero basta un detalle
cualquiera, un incidente, un pormenor insigni-
ficante, para que mi presencia se revele a to-
dos. ¿Qué saben los pobres mortales lo que ha-
cen? El más sano, el más fuerte, el más robus-
to, en pocas horas puede estar conmigo. Basta
a veces un vaso de agua, una corriente de aire,
un mal paso... Todo en el mundo está lleno
de mí. Cuando más descuidada está una perso-
na, yo voy pasito a paso, despacito, callando,
y le toco en el hombro con mi guadaña. ¿No lo
creen? ¡Qué cara ponen ustedes dos! ¡Ja,
ja, ja!
AUT. Sí; gracioso, gracioso.
ACTR. Divertido.
SEÑO. No, no se preocupen.
ACTR. Señora, representación va a comenzar.
la
SEÑO. Todo el mundo es una representación. Y yo
soy en ella el principal personaje. ¡Ja, ja, ja!
LO INVISIBLE 13

Me voy, me voy. Siempre a las órdenes de us-


tedes.
AUT. No, no; nunca.
SEÑO. Alguna vez será.
ACTR. Acabemos.
SEÑO. Yo siempre estoy acabando... acabando con
los demás.
AUT. ¡Qué pesadilla!
ACTR. Es absurdo.
SEÑO. ¿Absurdo? ¡Ja, Pocas veces me río; pe-
ja, ja!
ro ustedes me han puesto de buen humor.
ACTR. A escena, a escena.
AUT. A principiar, a principiar.
SEÑO. ¡Ja, ja, ja! (Desaparece.)
ACTR. ¡Qué cosa más rara!
AUT. ¡Extravagante!
ACTR. ¡Insensata!
AUT. ¡Locura! (De pronto vuelve la señora; trae
puesta la careta de una calavera. Hace una
gran reverencia y torna a desaparecer.)
AUT. ¿Qué es esto?
ACTR. Un sueño. (Telón y comienza inmediatamente
el acto primero.)
LA ARAÑITA EN EL ESPEJO

Estrenada en el teatro Eldorado, de Barcelona, por la


compañía de Rosario Iglesias, el 15 de octubre de 1927.
REPARTO
PERSONAJES ACTORES

Leonor Rosario Iglesias


Lucía Ascensión Vivero.
Don Pablo ... Cecilio Rodríguez de la Vega.
La voz Manuel Pinto.
Sala decorosa. Puerta a la derecha; puerta a la izquierda. Al fon-:
do, ancho balcón por el que se divisa, en la lejanía, el mar.
Una mesita con libros. Al levantarse el telón, Leonor, que estaba
leyendo junto al balcón, lo abre y se asoma a él.

VOZ. ¡Señorita, señorita!


LEO. Perdone por Dios, hermano.
VOZ. Una limosnita.
LEO. No tengo aquí nada.
VOZ. Hágalo por Dios.
LEO. Espere, espere. (Leonor deja balcón, ste di- el
rige a la puerta de la izquierda y grita:) ¡Lu-
cía! ¡Lucía! (Aparece Lucía.) Lucía, una mone-
da; diez céntimos.
LUCIA. Tome, tome, señorita. (Le da Lucía ta moneda
y Leonor la echa al pobre.)
VOZ. ¡Dios se lo pague, señorita! ¡Qué buena es
usted! ¡Y qué ojos tan bonitos!
LEO. Vaya, vaya, no diga boberías.
VOZ. Sí, sí, señorita; muy bonitos; pero... ¿se lo
digo?
LEO. Vamos, diga. (Esforzándose por sonreír.)
VOZ. Pero un poco tristes.
LEO. ¿Ves, Lucía? Dice que mis ojos son un poco
*

tristes.
LUCIA. Hermano, hermano, márchese; deje a la seño-
rita.
VOZ. ¡Y que no le pase a usted nada malo, señorita!
LEO. ¡Que no me pase nada malo!
LUCIA. No haga usted caso.
LEO. Los ojos tristes, ¿Cómo no había de tener-
sí.

los tristes? Y que no me pase nada malo... Me


pasará, me pasará.

2
18 "AZORIN"
LUCIA. No quiero oír decir a usted esas cosas. ¿Qué
mal le va a pasar a usted? (Leonor se yergue
en el balcón, e inmóvil, ensimismada, contem-
pla la lejanía. En este momento aparece en la
puerta de la derecha don Pablo. S)e detiene en
el umbral y pregunta por señas algo a Lucía.
Lucía, por señas también, contesta negativa-i
mente. Don Pablo se pone el dedo índice de
través en los labios, indicando silencio, y des-
aparece. Leonor se vuelve hacia la escena.)
LEO. ¡Qué pensamientos tan tristes! El mar me pone
triste; el mar es misterio y melancolía.
LUCIA. No tiene usted motivos para estar triste.
LEO. Oye, Lucía, ¿con quién hablabas antes?
LUCIA. ¿Yo? Con nadie.
LEO. i
Qué cosa tan raraí Hay
días en que nuestra
sensibilidad está tan agudizada que parece...
parece que sentimos las cosas a distancia. ¿No
hablabas tú con nadie? Hubiera creído que ha-
bía alguien en la sala.
LUCIA, jOh, no, señorita! No había nadie; estaba yo
sola.
LEO. ¿Tú sola? Yo también estoy sola; lo estoy con
mis pensamientos... Y mira, soy feliz, casi soy
feliz. ¿No he realizado ya mi ensueño?
LUCIA. Sí, sí; a la señorita no le falta nada.
LEO. No me falta' nada... Nada más que lo que ya
he tenido. Y lo que he tenido es el amor, el
afecto, el cariño tan puro, tan generoso, de
Fernando.
LUCIA. jAh, sí, sí!Lo que es eso...
LEO. ¿No es verdad que todo parece un sueño? Yo
tan enferma, tan débil, tan poquita cosa, ca-
sarme con Fernando; con un hombre tan fuerte,
tan bueno...
LUCIA. Vamos, vamos, señorita; no se excite usted.
LEO. No, no me ocultes la verdad. No quiero ocul-
tármela a mí misma. Ya no sirven engaños. Yo
estoy convencida de todo. Ya cada día lo estoy

más. Cada día que pasa, y que veo y lo veis

todos que mi mal no tiene remedio.
LO INVISIBLE 19

LUCIA, i
Que me incomodo y llamo a su padre! Llamo
a don Pablo y le digo todos los disparates que
está usted diciendo.
LEO. Y se los diré también a él. Yo no creía nunca
que Fernando llegara a casarse conmigo. Yo
enferma, de esta enfermedad... Sí, sí; soy fuer-
te para saberlo; no me importa ya nada de la
vida y del mundo. Lo sé, lo sé; no me lo ocul-
to a mí misma. Yo no creía nunca que Fernan-
do llegara a casarse conmigo. ¡Casarse él, tan
sano y fuerte, con una enferma como yo! ¿Le
guiaba el amor? ¿Le guiaba una piedad supre-
ma? Yo no lo sé; no he querido saberlo. Cuan-
do por primera vez el brazo de Fernando en-
lazó mi brazo, yo me sentí desfallecer. Era
aquél, querida Lucía, el sueño de toda mi vida.
LUCÍA. ¡Ay, Señor, qué cosas dice la señorita!
LEO. Y las digo por algo que no comprendo; por
algo que siento en el fondo de mi espíritu y que
no acierto a adivinar.
LUCIA. Cálmese, cálmese; no está bien que se excite
usted así, señorita.
LEO. Ya desde aquel día no me importaba nada: ni
la vida ni la muerte. Un momento, Fernando y
yo habíamos sido dichosos; yo era la mujer de
Fernando. Ya el ensueño está realizado. Y des-
pués Fernando fué llamado a Africa, a la gue-
rra...
LUCIA. Han pasado seis meses.
LEO. Seis meses en que, día por día, he tenido no-
ticias suyas. Su carta diaria era para mí un
asombro, una maravilla. Yo decía: "No, no se
casó conmigo por piedad. No; me tiene cariño;
me tiene amor."
LUCIA. Alguna vez han faltado esas cartas.
LEO. Es verdad; han faltado dos, o tres, o cuatro
días. Pero yo sabía que la vida de campaña le
obligaba a trabajos que le impedían escribir.
LUCIA. Sí, sí; la guerra tiene sus lances... Hay que
pensar en todo.
LEO. ¿Pensar en todo? Yo no pienso en nada malo
"
20 " AZOR I N

para Fernando. Yo pienso en mí misma. Y casi,


casi me alegro...
LUCIA. La guerra es cosa terrible.
LEO. Pero la guerra no ha sido cruel con Fernando.
¡Qué heroico siempre, en todos los momentos!
¿Verdad que todos lo dicen?
LUCIA. Sí, sí; el señorito Fernando ha dado un ejem-
plo muy hermoso.
LEO. Di, di; me gusta que mehables de ese modo;
me agrada oír esas palabras. Y dentro de unas
horas Fernando estará aquí, aq *i junto a mí,
entre nosotros.
LUCIA. Ea, señorita; conviene que tenga usted sere-
nidad.
LEO. ¿Por qué?
LUCIA. Porque se desasosiega usted y eso puede da-
ñarle.
LEO. ¿\ qué me importa ya a mí el daño? Dentro
de unas horas estará aquí Fernando. Pero... es
raro que no haya escrito.
LUCIA. No se preocupe de eso.
LEO. El viaje estaba señalado para hoy. No habrá
tenido tiempo de avisar.
LUCIA. No siempre se puede hacer lo que se quiere.
LEO. Hablas de un modo tan frío, tan apagado...
¿Qué te sucede hoy?
LUCIA. ¿Sucederme? Nada.
LEO. ¿Estás triste?
LUCIA. No; como siempre.
LEO. Como siempre, no.
LUCIA. Si estoy un poco triste, es de ver a usted...
LEO. ¿De verme a mí?
LUCIA. De oír las cosas que dice usted.
LEO. ¿Y qué cosas quieres que diga?
LUCIA. Me refiero a lo que decía antes la señorita.
LEO. ¿Y por eso te pones de ese modo? ¿Por eso
estás hoy como si te hubiera ocurrido una des-
gracia?
LUCIA. ¿Qué le voy a hacer?
LEO. Porque tú no te formas idea de lo que me su-
cede a mí. Yo pienso así, digo esas cosas que
LO INVISIBLE 21

he dicho, por el mismo amor que le tengo a


Fernando.
LUCIA. Y yo no quiero que usted, señorita, tenga esos
pensamientos tan negros.
LEO. Vamos, vamos, Lucía; hoy no es día de que
riñamos; estoy segura de tu cariño. Me quie-
res bien... y estoy, sí, un poquito alegre, quiero
estarlo, me esfuerzo por estarlo. Dentro de un
momento... (Se asoma al balcón.) ¡Qué bonito
está el mar! El mar azul, radiante, allá a lo le-
jos. El azul del mar se funde en el horizonte
con el azul del cielo. ¡Inmensidad, eternidad!
¡Marchar, marchar en espíritu, como una nube,
blandamente, en silencio, por la inmensidad
azu!l Desde aquí se oyen las sirenas de los
barcos que llegan al puerto. Pero no se les ve
llegar. Yo quisiera verles llegar. A mí me en-
canta esta casita aislada, puesta en lo alto de
la colina.
LUCIA. Pero estaría mejor la señorita en la montaña.
LEO. Sí; papá no quería que habitáramos aquí, al
lado del mar; pero, tú lo sabes, yo me opuse
tenazmente a que nos separáramos del mar.
Yo quería estar aquí, más cerca de la tierra de
Africa, viendo este mar, por donde se fué y ha
de volver Fernando.
LUCIA. El mar es alegre y es triste.
LEO. Ahora, Lucía, no es triste. No es triste para
mí... Digo esto y, sin embargo, no sé qué pen-
sar. Es extraño lo que me sucede. Antes creí
que había entrado alguien en la habitación.
Ahora, cuando tiendo la vista por la lejanía del
mar, me estremezco toda.
LUCIA. ¿No ha dormido bien esta noche la señorita?
LEO. Perfectamente; toda la noche en un sueño.
LUCIA. ¿Y no ha soñado nada?
LEO. Soñaba en nubes doradas, blancas, que cami-
naban por el azul. Y yo era una de esas nubes
que, poquito a poco, con lentitud, con suavidad,
se iba disolviendo, disolviendo en el horizonte,
hasta no quedar nada en el cielo limpio.
22 " A Z O R I N

LUCIA. ¡Qué cosas tan raras piensa usted, señorita!


LEO. ¿Cosas raras? Esa es la vida.
LUCIA. Las once.
LEO. ¡Ah! Voy un momento al cuarto de Fernando;
no vengas; déjame sola; quiero echar una mi-
rada por si falta algo, y quiero también... sen-
tirme sola allí, entre las cuatro paredes, pen-
sar en silencio, sentir como el primer día de fe-
licidad.
LUCIA. Yo espero aquí; veré al señor. (Se marcha
Leonor. Breve pausa. De pronto Lucía rompe a
llorar amargamente. Aparece en la puerta de la
derecha don Pablo y se dirige con precipitación
a Lucía.)
PABLO. ¡Por Dios, calla, calla!
LUCIA. ¡El señorito Fernando era tan bueno!
PABLO. Te puede oír Leonor.
LUCIA. No; está en la otra parte de la casa; se ha
marchado un momento al cuarto del señorito.
PABLO. ¿No ha oído nada Leonor la noche pasada?
LUCIA. Cuando a las dos trajeron el primer telegra-
ma, no hicieron ruido al llamar. Después, sí, a
las cuatro, cuando llegó el segundo.
PABLO. Yo estaba inquieto, lleno de ansiedad.
LUCIA. La señorita no se despertó; estuve en su cuar-
to; vi que dormía.
PABLO. ¡Qué terrible situación!
LUCIA. ¡Pobre, pobre!
PABLO. Vamos, no llores más. Podría venir pronto.
LUCIA. No tardará.
PABLO. ¡Y yo tener que darle la noticia! Antes he es-
tado en la puerta...
LUCIA. Sí, lo he comprendido.
PABLO. Y no me he atrevido a decirla nada. La vi en
el balcón, contemplando el mar; gozaba de un
momento de paz, de sosiego espiritual; y no
quise interrumpir ese momento.
LUCIA. Será preciso, señor.
PABLO. Sí, es preciso. ¿No ha dicho Leonor nada an-
tes? ¿No sospecha nada?
LO INVISIBLE 23

LUCIA. No, señor; todo lo que piensa es por ella


misma.
PABLO. Por ella misma, sí; obsesionada con su rnrier-
te, no sospecha la muerte de los demás,
LUCIA. Y está tan triste...
PABLO. ¡Tan cerca del hecho terrible y tan distante!
No sé lo que voy a decir cuando ahora, dentro
de un minuto, tenga que hablarle.
LUCIA. Yo no podría, señor. Eso es una cosa tan
cruel... Y la señorita está tan delicada...
PABLO. Su salud me preocupa; cada vez la veo más
lejana del mundo, de las cosas... ¿Tendré fuer-
zas para hablar sin que desde el primer instan-
te me traicione?
LUCIA. ¿Quiere el señor que llame a alguien?
PABLO. No, no, Lucía; nadie podrá hacer lo que yo de-
bo hacer.
LUCIA. ¿El señor tendrá valor para hablar a la seño-
rita?
PABLO. No sé; procuraré tener un poco de serenidad.
LUCIA. Ya parece que vuelve.
PABLO. Vete; déjanos solos.
LUCIA. ¡Está tan enferma la pobre!
PABLO. Vete, vete. (Se marcha Lucía.) ¡Dios mío, dad-
me fuerzas en este trance terrible! (Don Pa-
blo coge un libro, ste sienta y finge abstraerse
profundamente en la lectura. Aparece Leonor;
se detiene un momento y avanza después hacia
don Pablo, lentamente, en silencio. Al estar
junto a su padre, le levanta la cabeza del libro
con suavidad y te da un beso en la frente.)
LEO. Estás un poco pálido, papá.
PABLO. La mala noche que he pasado. Y tú, ¿cómo te
encuentras?
LEO. Un poco fatigada. Y no sé... no sé lo que me
sucede hoy. Parece que todo alrededor de mí
hay como unos velos sutiles, invisibles, que me
van envolviendo. No he sentido nunca esta sen-
sación tan extraña.
PABLO. Aprensiones tuyas, Leonor.
y

24 " AZO R I N

LEO. ¿Dices que aprensiones mías? ¿Tú crees que


yo soy supersticiosa?
PABLO. No, no lo creo. Cuando eras niña, a todos nos
maravillabas con tu clarividencia. Tenías
los tienes ahora —unos ojos anchos y lumino-

sos, y ya, a los seis años, parecía que todo el
misterio del mundo se reflejaba en ellos.
LEO. ¡Qué bonito es eso que dices, papá! Ahora, en
el cuarto de Fernando, yo he visto un retrato
mío de cuando era niña. ¿Y sabes lo que me ha
impresionado? Un mohín de los labios que pa-
rece de tristeza. ¿Era yo así cuando tema seis
años?
PABLO. Vamos, Leonor, querida Leonor; no comiences
a atormentarme.
LEO. ¿Tú crees que yo temo las cosas terribles del
mundo? ¿Tú no te acuerdas de mí cuando era
niña?
PABLO. ¿No he de acordarme? A los ocho años ya te-
nías la inteligencia de una mujer hecha, de una
mujer de gran talento. Tu inteligencia nos pas-
maba a todos... y nos daba un poquitín de
miedo.
LEO. Pero yo no tengo miedo, papá. Todos los te-
rrores que tenéis vosotros, yo no los he tenido
nunca, ni los tengo ahora.
PABLO. ¡Oh, la mujer fuerte, audaz!
LEO. Te esfuerzas en sonreír, en ser irónico. Pero
yo te lo digo, papá: tu espíritu está muy lejos
ahora de la ironía. Y te voy a contar lo que
acabo de ver. ¿Sabes lo que acabo de ver en
el cuarto de Fernando?
PABLO. No sé; tú dirás.
LEO. He echado una mirada por todo el cuarto; que-
ría ver si faltaba algo; me he acercado al es-
pejo y he visto sobre el cristal una arañita.
PABLO. ¿Una arañita? Claro, el cuarto está cerrado
desde hace seis meses.
LEO. Y esa arañita me ha dicho muchas cosas; pero
yo no me he asustado.
PABLO. ¿Por qué ibas a tener miedo?
LO INVISIBLE
LEO. ¿Tú crees que conocemos todo el mundo de
misterio que nos rodea? ¿ i ú no crees que hay-
signos, señales, en lo conocido que son como
enlaces misteriosos con lo desconocido?
PABLO. Estás un poco enigmática.
LEO. La arañita no me ha dado miedo. Y, sin em-
bargo, yo sabía que estaba allí por mí.
PABLO. ¿Por ti?
LEO. Sí,por mí. Papá, yo quiero hablarte con fran-
queza en este momento. ¿Me dejas que lo ha-
ga? ¿No te vas a poner triste?
PABLO. Habla, habla; pero no desvaríes.
LEO. ¿Desvariar yo? ¿Lo he hecho alguna vez?
PABLO. No, nunca; di; habla.
LEO. Yo no deseo ya nada en el mundo. Mi enfer-
medad es incurable...
PABLO. Leonor, Leonor...
LEO. No, no protestes; la niña terrible de antaño, la
niña que lo sabía todo, todo el misterio de las
cosas, te habla ahora. Y ahora es ya mujer. ...
es mujer que se despide del mundo.
PABLO. Vamos, hija mía; no puedo oír eso.
LEO. Y se despide del mundo, después de haber sido
un momento feliz. Ahora quiere hacer feliz a
otra persona: a Fernando. ¡Que mi Fernando
sea dichoso en la vida!
PABLO. ¡No puedo, Leonor, no puedo oírte!
LEO. ¿No me habías prometido callar, oír en silen-
cio?
PABLO. Pero estás diciendo desatinos.
LEO. (Tomando la cabeza de don Pablo entre sus
manos y besándole en la frente.) No, no, pa-
pá; para mí no hay misterios ni terrores. Tú lo
sabes: tú eres fuerte; deja que yo lo sea ahora
también. ¡Que Fernando, libre de mí, libre de
esta pobre enferma, sea feliz! La vida es para
él; él puede encontrar una mujer que sea digna
de su persona. A mí, durante un momento, me
ha dado toda la dicha del mundo. ¿Qué podía
yo esperar sino soledad y tristeza? Y él fué tan
generoso que se casó conmigo. (Don Pablo
"
26 " A Z O R I N

llora en silencio.) ¿Lloras, papá? No llores; yo


ya casi no soy tuya. No soy de este mundo.
Dentro de un momento, Fernando estará entre
nosotros. ¿No es verdad?
PABLO. ¡Leonor, Leonor!
LEO. ¡Y cuán feliz sería yo si mientras él está aquí
a mi lado, teniendo mi mano entre sus manos,
acabara todo para mí!
PABLO. ¡Dios mío, no me abandones!
LEO. Esta es una hora suprema para mí. Deja que
llegue hasta el fin. Sí, que acabara todo para
mí, teniendo la mirada de Fernando fija en mis
ojos.
PABLO. ¡No quiero, no cjuiero oírte hablar así!
LEO. Cada vez me siento más abatida, más débil,
más cansada. No sé lo que me
sucede. Debo
alegrarme, alegrarme por la vuelta de Fernan-
do, y no puedo sentirme alegre.
PABLO. Serénate, Leonor, hija mía. Haz un esfuerzo.
LEO. ¿A qué hora decíais que entraba el barco?
PABLO. ¿El barco?
LEO. Sí, sí; el barco en que viene Fernando.
PABLO. ¡Ah, sí, el barco! Me han dicho... he oído de-
cir... que ha retrasado su llegada.
LEO. Debía entrar a mediodía. ¿No es eso? Sí, ésa
era la hora. Vamos, papá; no estemos aquí.
¿No hemos de ir a esperarle?
PABLO. Sí, sí; pero hay tiempo.
LEO. No comprendo.
PABLO. Pudiera no venir.
LEO. ¡Pudiera no venir! Pero, ¿tú sabes algo?
PABLO. Nada; lo sospecho.
LEO. ¡Tú me ocultas algo!
PABLO. Leonor...
LEO. ¿Qué quieres decir?
PABLO. Yo quisiera que tú, en este momento... (Breve
pausa. Don Pablo coge las manos de Leonor.
De pronto se oye a lo lejos la sirena de un bar-
co. Don Pablo y Leonor escuchan ansiosos.)
LEO. ¿Es la sirena del barco?
PABLO. Sí, sí, Leonor.
27
LO INVISIBLE
grande! (Se
LEO ¡Qué angustia! ¡Qué angustia tan
deja caer desplomada en un sillón.)
O ¡Leonor, Leonor!
:

PART -
.

Quiero morir,
LEO ¡Qué opresión tan angustiosa!
quiero morir...

TELON
EL SEGADOR
Estrenado en M teatro Pereda, de Santander,
por la«

abril de 1927.
pañía de Rosario Pino, el 30 de
REPARTO
PERSONAJES ACTORES

María Rosario Pino.


Teresa Angeles Jiménez Molina.
Pedro Ramón Gatuellas.
En una reducida y pobre casita de labriegos. Cocina con chimenea
de campana; puerta al fondo; al fondo también, no lejos de Isu
puerta, una ventana. Puerta a la derecha. En la pared de la de-
recha, un retablito con una Virgen, y delante de la imagen, una
mariposa encendida, en un vaso. Una cuna con un niño de me-
ses. Las paredes, blancas, con un zócalo de vivo azul, separado

de lo blanco por una raya negra. Crepúsculo vespertino. María


cose junto a la ventana. Breve pausa. La p'uerta está entornada.
Entra sin llamar Pedro.

PEDRO. ¿Se puede pasar?


MARIA. Siéntese, Pedro, siéntese.
PEDRO. Como siempre, como todos los finales de mes.
MARÍA. ¿Y Teresa?
PEDRO. Teresa se ha quedado un momento en la Casa
de Arriba.
MARIA. ¿Y ustedes siempre bien?
PEDRO. Siempre bien por aquellas alturas.
MARIA. No están ustedes lejos de la ciudad...
PEDRO. Un poco más lejos que tú, media hora.
MARIA. ¿Y siempre trabajando?
PEDRO. No hay otro remedio; la tierra quiere asisten-
¿Y tú?
cia continua.
MARIA. ¿Yo? Sola como siempre.
PEDRO. No debías vivir tan sola.
MARIA. Los pobres estamos siempre solos.
PEDRO. Pero debías ir al pueblo.
MARIA. ¿Y qué voy a hacer en el pueblo? Desde que
murió Antonio yo no tengo deseos de nada. Y
como murió aquí, yo no quiero dejar estas pa-
redes.
PEDRO. Dos meses ya que murió...
MARIA. ¿Estuvo usted el mes pasado?
32 " A2 O R í N

PEDRO. ¿No te acuerdas? Siempre que vamos al pue-


blo tenemos que descansar aquí un ratito. Te-
resa te quiere también mucho; ahora vendrá.
MARIA. Pocos amigos tengo yo, Pedro; ustedes son de
los buenos.
PEDRO. Nosotros lo que quisiéramos es no verte sola.
Y en este terrazgo tan seco... No hay en estos
contornos más que retamas y aliagas.
MARIA. Yo no tengo ilusión de nada; sólo me alegra
un poco el ver a mi niño %
PEDRO. ¡Está siempre tan hermoso!
MARIA. Gordito, colorado; si viera usted... Ahora está
durmiendo.
PEDRO. Y 'ú, ¿no tienes miedo?
MARíA. Miedo, ¿a qué?
PEDRO. No sé; en los días de invierno tan sola en esta
casita... \Y por las noches!
MARIA. ¿Quién va a querer robar a una pobre co-
mo yo?
PEDRO. ¿Quién sabe las intenciones de la mala gente,
María?
MARIA. Sí, mala gente hay por el mundo.
PEDRO. Vamos, te estoy asustando. No hagas caso, pe-
ro no vivas aquí. Hazlo por tu niño.
MARIA. ¿Por mi niño?
PEDRO. ¿No puede estar enfermo?
MARIA. ¿Mi niño enfermo? Tan sano como está.
PEDRO. Si se pone enfermo, ¿cómo lo vas a cuidar
aquí?
MARIA. Es verdad; sí se pone enfermo el niño... No,
no; no quiera Dios.
PEDRO. Teresa está en la Casa de Arriba; se ha que-
dado allí un poco, porque tienen el chico en-
fermo.
MARIA. ¿El chico de Blasa y de Tomás, los labradores
de la Casa de Arriba?
PEDRO. Está muy eníermito; cuando pasábamos, hemos
oído llorar dentro.
MARIA. ¿Estaban llorando?
PEDRO. Yo no ios he visto; Teresa ha entrado y me ha
dicho que la esperara aquí.
LO INVISIBLE 33

MARIA. Es un niño pequeñito.


PuDKÜ. ¿No pensaba Antonio haber labrado este se-
queral?
MARIA, 'lerna dos años.
PEDRO. ¿Vosotros comprasteis este pedazo de tierra
para hacer un huerto?
MARIA, i
Y era tan bonito! Yo Ip vi una vez,*.. ¿Cuando
ío vi? No me acuerdo.
PEDRO. ¿Qué dices, María?
MARIA. Hablo del niño.
PEDRO. Yo te hablaba de este pedazo de tierra. Anto-
nio hubiera hecho de todo esto un vergel.
MARIA. ¿Usted no ha querido entrar en la casa?
PEDRO. No, no... ¿Venderías tú este pedazo de tierra?
MARIA. ¿Y no han llamado al médico?
PEDRO. Oye, oye, María; yo no estoy interesado, va-
ya; pero si tú no necesitas esta tierra...
MARIA. Debían haber llamado al médico. ¿No saie us-
ted lo que tiene ei niño?
PEDRO. No lo he preguntado. ¿Qué vas a hacer tú con
esta tierra? Es un erial; no vale para siembra.
MARIA. Yo no sabía nada; si me hubieran llamado...
Pero ¿quién se va a acordar de mí? Usted, Pe-
dro, debiera haber entrado a verle. Yo no pue-
do ver sufrir a una criatura. ¿Dice usted, Pe-
dro, que estaba muy enfermito?
PEDRO. No tardará Teresa. Hemos de llegar al pueblo
antes de que sea de noche.
MARIA. Ya está aquí. (Entra Teresa.)
TERE. i
Jesús, Jesús, qué malito está el niño!
MARIA. ¿Está muy enfermo?
TERE. Tiene la cara pálida, y está muy frío, muy
frío.
MARIA. (Con ansiedad; retrocediendo instintivamente,
de espaldas, hacia la cuna del niño.) ¿Tan en-
fermito está?
TERE. No saben lo que hacer; todos rodean a la cria-
tura; yo he entrado; les he dicho...
PEDRO. Vamos, vamos, Teresa; cálmate.
TERE. ¿No quieres que lo cuente?
PEDRO. Habla; di lo que quieras.
3
"
34 " A Z O H I N

TERE. No, nene ése no es como el de María. ¿Ver-


el
dad, María? El niño de Blasa y de Tomás no
es como el tuyo; el tuyo ¡es tan bonito! ¡Y es-
tá tan rollizo! ¿Verdad, María?
MARIA. (Como cubriendo con su cuerpo la cuna del
niño.) Sí, sí; mi niño está muy sano. ¡Dios sea
loado!
TERE. Eso les decía yo a todos en la Casa de Arriba:
"¿Por qué no habéis tenido con este niño el
cuidado que tiene con el suyo María?"
PEDRO. ¿Y qué te contestaban?
TERE. Nada; están todos como locos; no me oían.
MARIA. ¿Y qué le dan al niño?
TERE. ¿Darle? Tiene los ojos cerraditos; no habla;
alguna vez suspira.
PEDRO. Ya decía yo que ese chico estaba muy pálido.
MARIA. Pues yo le he visto siempre bueno.
TERE. Sí, sí; bueno... No se puede decir lo que pa-
sará el día de mañana. Tú, María, ¿quieres
mucho a tu hijo?
MARIA. ¿Si quiero? Como a mis propias entrañas.
le
TERE. ¿Ha estado malo estos días?
MARIA. No le ha sucedido nada.
TERE. Cúidale mucho. ¿Duerme ahora?
MARIA. Hace un rato que está durmiendo.
TERE. (Acercándose a la cuna ) A ver, a ver... ¡Qué
bonito está siempre!
MARIA. (Acunando al niño.) Duerme, duerme, niñito
mío. Duerme, duerme.
PEDRO. ¿No nos vamos?
TERE. Estaremos en el pueblo antes de anochecer.
¿Quieres tú algo para el pueblo, María?
MARIA. Yo, nada.
TERE. ¿Vas a bajar tú al pueblo pronto?
MARIA. ¿Para qué he de bajar al pueblo?
TERE. Parece que el niño se despierta.
MARIA. Duerme, duerme, niñito mío. Duerme, duerme.
TERE. ¡Qué coloradito está! El de allá arriba está tan
pajizo...
PEDRO. ¿No le has aconsejado tú nada?
TERE. Cada uno de los que están alrededor del niño
.LO INVISIBLE 35

manda una cosa; el niño no quiere tomar nada.


MARIA. ¿Cómo puede estar así?
PEDRO. ¿Qué van a hacer?
MARIA. Que lo lleven a la ciudad.
TERE. Ya no serviría para nada. Tiene los labios
amorataditos.
MARIA. ¡Jesús, Dios mío!
TERE. ¿Tienes miedo?
PEDRO. Deja a María. No la metas en aprensiones.
TERE. Yo no le digo nada.
MARIA. Niñito mío, niñito mío. ¡Quiera Dios conser-
vármelo siempre sano!
PEDRO. Y que lo veamos todos, María.
MARIA. Son ustedes buenos amigos míos.
PEDRO. Y que lo digas.
TERE. Para mí sería un gran dolor que se pusiera
enfermo tu niño.
MARIA. (Con ansiedad.) ¿Enfermo mi niño?
TERE. Corren muchas enfermedades por ahí.
MARIA. No, no; que el Señor no lo quiera.
TERE. ¡Y tan lozano como está! ¿Quieres que le dé
un beso?
MARIA. (Sacando el niño de la cuna.) Niño mío, niño
querido.
TERE. Seria un dolor el ver el nene sin esos colores.
PEDRO. Vamos, Teresa, no le digas esas cosas a Ma-
ría.
TERE. No, si lo digo por su bien. Yo lo que quiero
es que este niño sea un mozo garrido.
PEDRO. Como nosotros no tenemos chicos, tú te pren-
das de todos.
TERE. ¡Lo que yo quiero a los niños! (Tomándolo
en sus brazos y haciéndole fiestas.) ¿Quién te
quiere a ti, pimpollo? ¿No es verdad que todos
esos males que corren por ahí no te cogerán
a ti?
MARIA. ¡Jesús,me angustia usted!
PEDRO. Vaya, Teresa, deja # al niño y vamos al pueblo.
TERE. (Haciéndole fiestas* al niño.) ¡Lo que yo quie-
ro a los niños! Estos colorcitos estarán siem-
pre en la cara del niño. No, no; enfermito no
36 A Z O R I N

estará él nunca. Todos, todos están enfermos


por ahí.
MARIA. (Con angustia creciente.) ¿Todos están en-
fermos por ahí?
TERE. Vaya. ¡No hay poca mortandad de criaturas
en todos los caseríos de la montaña!
MARÍA. ¡Mortandad de criaturas! Y yo sin saber nada.
TERE. Se han muerto, que yo sepa, diez o doce en
estos días.
MARIA. ¿Diez o doce niños? ¡Dios mío, Dios mío! No,
no; éste, no. ¡Líbramelo, Dios, de enfermeda-
des!
PEDRO. Teresa, Teresa, que se nos hace tarde...
TERE. ¿No sabías nada, María? Todos esos niños
han muerto en dos días.
MARIA. ¡Qué horror! No me digan ustedes eso. Sólo
de pensarlo me estremezco toda. No, no será
verdad.
PEDRO. Dejad esa conversación. ¿Para qué entriste-
certe, María?
TERE. Mira, mira, María, cómo está elniño.
MARIA. (Tomando al niño.) Traiga usted. ¡Ay, está
mojadito el niño! Ustedes perdonen; vuelvo
en seguida. (Se entra con el niño por la puer-
ta de la derecha.)
TERE. Y no le he dicho nada del segador.
PEDRO. Es verdad; el segador.
TERE. ¿Crees tú que debo decírselo?
PEDRO. Ya se lo dirás sin que te lo aconseje yo.
TERE. ¿Se va a asustar mucho si se lo digo?
PEDRO. No se lo digas.
TERE. No, no se lo diré.
PEDRO. Ya verás cómo se lo dices.
TERE. ¿Crees tú que se asustará mucho?
PEDRO. Se asuste o no se asuste, tú acabarás por de-
círselo.
TERE. Estas señoritas .de la ciudad...
PEDRO. ¿Qué tiene María de labradora?
TERE. No ha salido nunca del pueblo; hasta que se
casó Antonio con ella no pisó el campo.
LO INVISIBLE 37

PEDRO. Si nos vendiera esta tierra... El ruedo de la


casa es un pedazo magnífico.
TERE. ¿Buena tierra?
PEDRO. Parece peña dura, porque está sin romper; pe-
ro es todo mantillo.
TERE. ¿Nos la venderá?
PEDRO. Podíamos tenerla por un puñado de cuartos.
TERE. ¡Qué bonita haríamos aquí!
finca
PEDRO. Yo no sé por qué se empeña María en estar
en esta casa.
TERE. Acabará por aburrirse y marcharse al pueblo.
¿Le digo lo del segador?
PEDRO. Ya se lo dirás...
TERE, Pues es una cosa tan verdad como la luz.
PEDRO. Verdad es; muchas personas lo han visto.
TERE. Y tú también.
PEDRO. Yo también he visto.
lo
TERE, ¿Va vestido de negro?
PEDRO. Cuando yo le vi, sí.
TERE. ¿Y dónde se cobija?
PEDRO. No lo sabe nadie: en la montaña.
TERE. Ya sale María. Yo no le digo nada.
PEDRO. Díselo, a ver si se asusta y se marcha.
MARIA, Miren mi niño; miren mi ninito hermoso.
TERE. jQué bonito está ahora! ¡Y cómo se ríe con
esos ojuelos picaros!
PEDRO. Buen mozo promete ser.
TERE. ¡Qué manecitas tan lindas tiene! Oye, María,
¿tú te asustarás mucho?
MARIA. Asustarme, ¿de qué?
TERE. ¿Quieres que se lo diga, Pedro?
PEDRO. Vamos, mujer; ten juicio.
TERE. Yo creo que debo decírselo.
MARIA. Me acongojan ustedes; no entiendo lo que di-
cen. ¿Qué es eso que me ocultan?
TERE. No, no; si te lo digo es porque creo que debes
saberlo.
MARIA. ¡Hablen, hablen, por Dios! Estoy intranquila.
PEDRO. ¿Ves, Teresa?
TERE, Pues no se lo diré.
38 AZORIN
MARIA. ¡No, no; hablen, por Dios! Se lo pido, se lo
ruego. Díganme eso que me ocultan.
TERE. Pues... mira, María: dicen que por estos con-
tornos anda un segador.
MARIA. ¿Un segador? ¿Y qué?
TERE. ¿Y qué? Pues que ese segador es un hombre
del otro mundo.
MARIA. ¿Del otro mundo? Yo no creo en fantasmas.
¿Qué mal puede hacerme a mí un fantasma?
TERE. No digas eso; ese segador...
PEDRO. Dilo, dilo todo.
TERE. Ese segador se lleva a los niños.
MARIA. ¿Un segador que se lleva a los niños? ¡A los
niños! Eso es una locura.
TERE. Sí, locura, locura... Ese segador anda de casa
en casa llamando a las puertas por la noche.
Cuando salen a abrir, ya se ha marchado. Va
vestido de negro. Lo ven una vez aquí y otra
a diez leguas de donde estaba antes.
MARIA. Y cuando llama a las puertas, ¿qué sucede?
TERE. Cuando llama a las puertas el segador, media
hora después ya están los niños enfermos. No
llama más que a las casas donde hay niños.
MARIA. (Con ansiedad suprema, apretando el niño
contra su pecho.) ¡Dios mío, qué horror! ¡No,
mi niño, no! No es verdad y es verdad. No lo
creo y lo creo. Hable usted; más, más; dígame
usted más; quiero saberlo todo. Pero, ¿es cier-
to o es un engaño? ¿Ha visto alguien *a ese se-
gador? ¡Mi niño, mi niño! ¡Niño mío querido!
No, nunca; siempre aquí. Siempre con su ma-
dre; junto a mi pecho; mi boca en su frente.
No quiero; estoy ya como loca. ¡El segador!
No es verdad... No, no; Pedro, Teresa, dígan-
me ustedes que todo eso es un embuste. ¿No
es cierto que es un embuste? Estoy tranquila;
mi niño está sano. ¿Han visto muchos al se-
gador?
PEDRO. ¿Ves, ves, Teresa? ¿No te lo decía yo?
MARIA. Deje usted que hable. ¿Lo han visto muchos?'
TERE- Lo han visto en la casa de la Fontana.
LO INVISIBLE 39

MARIA. ¿En casa de la Fontana?


la
TERE. Y en el Catrascal.
MARIA. ¿Y en el Carrascal?
TERE. Y en los Pinares.
MARIA. ¿Y en los Pinares?
TERE. Y en la Umbría.
MARIA. ¿Y en la Umbría?
TERE. Y todos los niños que había en esas casas...
MARIA. (Con emocióén profunda.) ¿Y todos los niños
que había en esas casas...?
TERE. Han muerte.
MARIA. ¡Han muerto! No puede ser. ¡Mi niño, mi ni-
ño adorable!
TERE. Se han puesto enfermos poco después que el
segador ha llamado a la puerta.
MARIA. ¿Poco después de haber llamado?
7'ERE. Y cuando han abierto no le han visto.
PEDRO. Pero le han visto muchos luego, por la noche,
por los caminos, con una guadaña al hombro.
MARIA. ¡Qué horror!
TERE. No, María, no temas; no vendrá por aquí.
MARIA. ¡Mi niño, mi niño adorado! (De pronto se
oven grifos y llantos lejanos. Breve pausa.)
TERE. ¿Oís?
MARIA. ¿Qué es?
PEDRO. Se oyen gritos y lloros.
TERE. Lloran en la casa de arriba; ha muerto, sin
duda, el niño.
MARIA. Sí, lloran; ha muerto el niño. (Apretando con-
tra su pecho el niño.) ¡Señor, sálvame el niño!
¡Virgen mía, que este niñito no ha hecho mal
a nadie!
TERE. ¡Cómo lloran!
PEDRO. Teresa, vamos.
TERE. Vamos, Pedro.
MARIA. ¿Se marchan ustedes?
PEDRO. No hay más remedio.
TERE. Estate tranquila.
PEDRO. Adiós, María.
TERE. Adiós, María.
MARIA. Adiós, adiós. (Sf marchan; breve pausa, Ma-
40 "AZORIN
ría queda en el centro de la escena, absorta,
con el niño entre los brazos, mirándolo fija-
mente. Después, saliendo de su doloroso ensi-
mismamiento, dice:) ¿Qué iba yo a hacer? No
lo sé... No sé lo que me sucede... No puedo
pensar en nada. Y sólo se me ocurre mirar,
mirar mucho, mirar fijamente a los ojitos del
niño. Ya es de noche... No sé lo que iba a ha-
cer... ¡Dios mío. no me abandones! En tu bon-
dad infinita confío. Dejaré el niño en la cuna;
me da p°na separarlo de mí; quisiera tenerle
siempre cocido junto a mi pecho, apretado,
muy apretado. ¿Es que teniéndole yo junto a
mi necho se lo puede llevar nadi°? ¡Llevarse
a mi niño! ¡Separarlo de mí! ¿Separarlo para
siempre? No, no; vov a dejarlo un poco en la
cuna. No es verdad lo que me ha dicho Tere-
sa; no puede ser; son mentiras, embustes. Y
dicen qu^ lo han visto muchos... ¡Y que han
muerto tantos niños! (Deja al niño en la cuna,
Se ove sonar el Angelus, lejano. La luz diurna
ha ido decreciendo : crepúsculo.) El Angelus...
Quiero rezar como todas las tardes... (Se arro-
dilla ante el retablo v va rezando.) "El áncrel
del Señor anunció a María y concibió por obra
y gracia del Esníritu Santo... Dios te salve,
María, llena eres de gracia..." Se ha oído un
ruidito... Es el viento: yo creo que no será na-
die... "He aquí la esclava del Señor: hágase
en mí según tu palabra." j Virgen mía, libra
de todos los males a mi niño! No. no; que no
se lo lleven de mi lado... "Y el Verbo se hizo
carne y habHó entre nosotros... Dios te salve,
María..." (Con angustia.) ¿Hav alguien en la
puerta? ¿Hay alguien? ;Han llamado? Me pa-
recía haber oído un golne... ¡Un goloe en la
puerta! No, no; habré oído mal... "Ruega por
nosotros, Santa Madre de Dios, para aue nos
hadamos dignos de las promesas de Cristo"...
Parece oue se oyen pasos fuera... Qué ho-
i

rror... No, no; no es nadie... "Rogárnoste, se-


O INVISIBLE 41

ñora, que derrames lagracia en nuestras al-


mas, a fin de que..." (Se oyen, en este instante,
dos o tres golpes en la puerta. María, gritando,
andando de rodillas, con ademán de cubrir la
cuna, se abalanza a ésta y coge el niño en los
brazos.) ¡Socorro! ¡Auxilio!... ¡Qué angustia!
¡Qué horror! Sí, sí; han llamado a la puerta;
han llamado... Yo he oído los golpes... ¡Vir-
gen, Virgen mía, que no se lleven a mi niño!
(Llorando amargamente, con su cara junto a la
cara del niño.) ¡Que no se lo lleven!... ¡No
quiero! ¡No quiero! ¡Virgen mía, qué pobrecí-
ta... qué pobrecita soy!

TELON
i
I

DOCTOR DEATH, DE 3 A 5

Estrenado en el teatro Pereda, de Santander, por la com-


pañía de Rosarlo Pino, el 28 de abril de 1927.
REPARTO
PERSONAJES ACTORES

La enferma Rosario Pino.


La Hermana de la Candad... Angeles Jiménez Molina.
Un viejecito Ramón Gatvellas.
El ayudante del Doctor Manuel Bernardos.
Salita desmantelada. Tres paredes pintadas de azul claro. Puer-
ta al fondo; puerta a la derecha. Una ventana a la izq'uierda. Ni
cuadros ni cenefas ni más muebles que dos sillas y una mesita.
Al levantarse el telón, se halla sentado ante la mesita colocada —
junto a la puerta de la derecha —
y leyendo un libro, el Ayudante
,

del Doctor. Breve pausa. Se oye ruido de forcejeo en la puerta


del fondo. El Ayudante del Doctor debe ir vestido, en esta pri-
mera escena, con el traje blanco que se usa en las clínicas ope-
ratorias.

AYUD. ¿Quién es?


ENFER. (Desde fuera.) Soy yo, doctor.
AYUD. Pase usted.
ENFER. No puedo.
AYUD. Empuje usted la puerta.
ENFER. Pero si no se puede abrir.
AYUD. ¿Cómo que no? (Se levanta y se acerca a la
puerta.)
ENFER. ¿Qué tiene esta puerta?
AYUD. ¿Está usted tirando en sentido contrario?
ENFER. No, no; hago lo que usted dice.
AYUD. Es raro; es decir, no es raro.
ENFER. ¿Dice usted que no es raro?
AYUD. Ya está, ya está.
ENFER. Sí, ya cede la puerta. (Entra la enferma.) ¡Qué
dichosa puerta!
AYUD. ¿Cree usted que es dichosa?
ENFER. (Sonriendo.) No lo sé, doctor.
AYUD. Perdone usted; no soy el doctor Death; soy su
ayudante.
ENFER. ¡Ah, perdone usted también!
AYUD. No hay de qué.
ENFER. ¿No es ésta la hora de la consulta?
46 " A ZO R I N

AYUD. De la consulta especial, de tres a cinco.


ENFER. ¡Y no hay nadie!
AYUD. Los enfermos no faltan, señora. Ya verá usted.
ENFER. ¡Qué sencillo es todo esto!
AYUD. Excesivamente sencillo.
ENFER. Paredes desnudas, pintadas de azul. Y nada
de cuadros ni de adornos.
AYUD. El doctor Death es un gran simplificados
ENFER. ¿Le gusta lo sencillo?
AYUD. Tiene un profundo amor a todo lo que es so-
brio.
ENFER. ¡Qué sensación tan grata experimento aquí!
AYUD. Lo celebro; todos dicen lo mismo... Al prin-
cipio.
ENFER. ¿Al principio? No comprendo.
AYUD. Ya lo comprenderá usted; ahora está usted un
poco cansada, tal vez nerviosa.
ENFER. Nerviosa, no. Siento una gran complacencia.
Ya casi me creo curada de mi enfermedad.
AYUD. Lo mismo que todos.
ENFER. ¡Qué bonito es todo esto! Yo no creía que el
doctor Death tuviera tan buen gusto.
AYUD. Señora, en nombre del doctor, un millón de
gracias.
ENFER. (Acercándose a la ventana.) ¡Y por esta venta-
na se ve un jardín tan bello!
AYUD. Es el jardín del patio de la casa.
ENFER. ¿Pasean ustedes mucho por él?
AYUD. No tenemos tiempo.
ENFER. ¿El doctor estará muy ocupado?
AYUD. Todo el día trabajando... Y toda la noche.
ENFER. ¿Toda la noche? Es raro.
AYUD. Cuando usted esté enterada de todo, verá us-
ted que no es raro.
ENFER. No comprendo algunas cosas de las que usted
me dice. ¿He de estar yo enterada después de
algo?
AYUD. De algo importante.
ENFER. Me intriga usted.
AYUD. No sienta usted temor ninguno.
ENFER. Me lo hace usted abrigar con sus alusiones, sus
LO INVISIBLE 47

sus equívocos, que no comprendo.


reticencias,
AYUD. ¿Quiere usted sentarse? Tenga la bondad.
ENFER. ¿Tardaré mucho en pasar?
AYUD. Un momento nada más.
FNFER. ¿Tiene alguien dentro el doctor?
AYUD. Siempre hay alguien que reclame sus cuidados.
ENFER. ¿Ha oído usted?
AYUD. ¿Qué?
ENFER. Parecía que caía al suelo una cosa pesada. Se
ha oído un ruido muy grande.
AYUD. Tal vez. Si usted me permite, voy a ver. (Se
marcha el Ayudante.)
ENFER. ¡Qué extraño es todo esto! No sé qué pensar.
Me he sentido un poco molesta, inquieta; más
que de costumbre; he pensado que debía poner
remedio a esta inquietud mía, a este malestar,
y aquí he venido. Me decían... ¿Quién me lo ha
dicho? Me decían que este doctor Death reme-
diaría mis inquietudes, mi malestar. No sé; ya
no me acuerdo de nada. Parece como si entre
el pasado y mi presente se haya interpuesto
una nube. Todo aquí, azul, limpio. Y el silencio
es profundo. No entra nadie. Diríase que no
habita nadie en la casa. (Da viieltas por la es-
tancia.) No se oye nada. El jardín es bonito.
Pero ¡qué aire fúnebre, trágico, tienen esos ci-
preses! No puedo apartar la vista de ellos; me
atraen. ¡Qué cosas pienso! Por un lado me sien-
to inquieta, y por otro experimento ahora un
sosiego como no lo he experimentado jamás.
Sí, es como una dulzura exquisita, inefable.
(Volviendo a mirar el jardín.) ¡Cómo me atrae
este jardín! ¡Ah, qué raro! Antes no había vis-
to las siemprevivas; todo está lleno de siem-
previvas... No sé qué pensar. ¡Y esos cipreses
tan altos, tan rígidos, tan negros! Todo esto
es un poco extraño. (Se queda absorta \en la
ventana. Pausa. Entra por la puerta del fondo
un viejecito. Tierie una larga barba blanca y
marcha silencioso, apoyado en un bastón. Ca-
mina hasta colocarse detrás de la Enferma.)
48 AZ0R1N
VIEJE. (Tosiendo.) ¡Ejem, ejemí
ENrER. (Volviéndose.) ¡Oh, qué susto!
VíEjE. No se asusté usted, señora.
ENFER. ¿Quién es usted?
VIEJE. Ya lo ve: un viejecito.
ENrER. ¿Un viejecito enfermo?
VIEJE. No, enfermo, no. Estoy sano. Digo, yo creo
que no tengo nada.
ENFER. Y si no tiene usted nada, ¿cómo está usted aquí
en casa del doctor?
VIEJE. ¿En casa del doctor? ¡Ja, ja, ja!
ENFER. ¿Es usted alegre?
VIEJE. ¡Oh, muy alegre! ¡Ja, ja ja! Ya lo he visto to-
do en el mundo.
ENFER. ¿Pero su presencia aquí...?
VIEJE. No estoy enfermo; pero he vivido mucho. Ten-
go noventa años.
ENFER. ¡Noventa años!
VíEjE. Ya lo creo; por eso estoy aquí.
ENFER. No comprendo.
VIEJE. Ya lo comprenderá usted. ¡Ja,ja ja! No me
queda ya nada que ver en la vida. Y
estoy can-
sado, agotado, sin fuerzas.
ENFER. Me intranquiliza usted.
VIEJE. No, no se desasosiegue; serénese. Yo estoy
aquí por viejecito. No podía vivir más; me iba
consumiendo como una llamita. ¿Entiende us-
ted?
ENFER. No entiendo nada; es decir... (Hablando con-
sigo misma, desasosegada.) ¡Qué desasosiego
tengo! ¿Será verdad? No puedo creer tal cosa.
VIEJE. ¿Qué iba yo a hacer en el mundo? Ya no co-
nocía a nadie; todos, todos mis amigos, mis
conocidos, mis camaradas, habían... pasado
por aquí.
ENFER. ¿Habían pasado por esta consulta del doctor?
VIEJE. ¿Consulta del doctor? ¡Ja, ja, ja!
ENFER. Se ríe usted de un modo especial; tan especial,
que me da miedo.
VIEJE. ¿No se ha fijado usted en el nombre del doc-
tor?
LO INVISIBLE 49

ENFER. El doctor Death.


VIEJE. Eso es; cabal: el doctor Death; es decir, el
doctor Muerte.
ENFER. ¿El doctor Muerte? ¡Qué horror! No, no; us-
ted bromea.
VIEJE. ¿Yo bromear? Aquí, señora, no se bromea.
ENFER. ¡Qué horrible! No, no puede ser... ¡Y siento
un malestar!
VIEJE. ¿Ha sido usted dichosa en la vida?
ENFER. No; la dicha perfecta no existe.
VIEJE. ¿Ha tenido usted muchos afectos, muchos ca-
riños?
ENFER. Como una sutil neblina se han disipado todos.
VIEJE. ¿Ha tenido usted muchos amigos? ¿Amigos?
¡Ja, ja, ja! Yo pregunto unas cosas tan necias.
¿Verdad?
ENFER. No, necias, no.
VIEJE. ¡Amigos! ¿Ha encontrado usted alguna amis-
tad, leal, pura, fiel, en todos los momentos, y
en los momentos terribles, difíciles, especial-
mente? ¡Amigos! ¡Ja, ja, ja!
ENFER. Me da usted miedo.
VIEJE. No lo tenga usted. Ya no se puede tener mie-
do; es decir, un poquito, todavía. Después,
nada.
ENFER. ¿Después? ¿Cuándo?
VIEJE. Cuando entre usted a ver al doctor.
ENFER. ¿Y usted no va a entrar también?
VIEJE. Ya lo creo. ¿Ve usted esa puerta? (Señalando
la puerta de la derecha.)
ENFER. Sí; la puerta de la consulta.
VIEJE. Por esa puerta se entra a ver al doctor Death.
Después ya no se sale.
ENFER. ¿No se sale por aquí? Habrá otra puerta.
VIEJE. No se sale por ninguna parte.
ENFER. (Con creciente intranquilidad.) ¡Dios mío, Dios
mío! Yo no sé lo que me sucede; me siento
profundamente intranquila. ¿Dónde estaré yo?
¿Es todo esto un sueño? Diga usted, buen an-
ciano, ¿es todo esto un sueño?
4
50 "AZORIN
V1EJE. ¿Un sueño? Puede ser. Y ahora vamos a des-
pertar.
ENFER. ¿Despertar? No, no; yo no quiero. Yo me mar-
cho, huyo; no quiero estar aquí.
VIEJE. Un poco de calma. ¿Para qué quiere usted des-
esperarse? No conseguiría usted nada. Cuando
se ha llegado hasta aquí, no se puede retroce-
der. ¿Ve usted lo tranquilo que yo estoy? No
tengo nada; no estoy enfermo. Pero mi vida
estaba consumida, agotada. ¡Qué cosa tan ra-
ra! ¿En? ¡Noventa años! Noventa años de ver
cosas. Y ahora no me acuerdo de nada. ¡Ja,
ja, ja!
ENFER. ¡Qué malestar tan profundo siento! Consuéle-
me usted; no me desampare.
VIEJE. Ahora, dentro de un momento, el doctor Death
la consolará a usted. Yo me marcho a verle.
Ea, querida señora; ánimo; no se desespere.
Adiós, adiós. ¡Noventa años! ¡Ja, ja, ja! (Se
marcha el viejecito. Breve pausa.)
ENFER. (Tras un momento en que ha permanecido ab-
sorta, tratando de serenarse.) ¡Bah! Son apren-
siones mías. ¿Quién era ese anciano? Un loco,
sí; indudablemente un loco. No es extraño; en
la clínica del doctor puede haber entrado un
enfermo del cerebro, un desequilibrado. No
tengo duda; ese hombre era un demente... De-
bo creerlo así. Lo que decía era disparatado,
sin sentido. Yo me encuentro bien; antes pare-
cía que estaba un poco desazonada, febril. No
tengo ya fiebre. Parece que descanso. Me sen-
tía anhelante, fatigada, rendida, y ahora expe-
rimento una tregua en mi desasosiego. Me en-
cuentro bien; todo ha sido una pesadilla. Veré
al doctor; me examinará; me trazará un plan...
Y estaré tan sana, tan fuerte, como antes. (Es-
forzándose por sonreír.) ¡Y qué estrafalario
era el buen señor! Claro, con noventa años a
cuestas... No sabía lo que decía. Un loco en
una clínica; cosa corriente, natural. Lo extraño
es que no haya nadie aquí; no se oye ningún
LO INVISIBLE 51

ruido. Ni el ayudante del doctor vuelve. Debe


de estar muy ocupado. Y va pasando el tiempo.
La tarde avanza. Llega el crepúsculo. Sí; la luz
va decreciendo. (Va menguando la luz.) Debie-
ran traer ya luces. ¡Qué disparates ha dicho
ese anciano¡ Intranquila no estoy; ahora me
encuentro mejor, mucho mejor que antes. (Se
pasa la mano por la cara y la posa en la fren-
te.) No; un poco febril, sí estoy; es verdad. ¡Y
siento un poco de ansiedad! No quiero enga-
ñarme a mí misma. ¿Para qué serviría el enga-
ñarme? Estoy profundamente abatida. ¡Dios
mío, sácame de este trance! ¡Cuántas cosas voy
a hacer en la vida si salgo de este momento te-
rrible! Decrece rápidamente la luz. ¿Por qué
no traen luces? No se vé nada. ¿Y el jardín?
Quiero ver otra vez el jardín. (Se aproxima a
la ventana para contemplar el jardín, y de pron-
to lanza un grito de angustia.) ¡Qué horror!
¡Horrible, horrible! ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Dios
mío, Dios mío! Todo en el jardín está lleno de
cruces, de tumbas; no se ven más que sepul-
turas. ¿Estoy soñando? ¿Es esto una pesadi-
lla? ¡Socorro! No quiero estar aquí; me siento
desfallecer; no puedo tenerme en pie. (Se sien-
ta, abatida, anonadada.) ¡Yo que estaba tan
fuerte, tan sana! No puedo; no quiero... (Llora
en silencio, con la cabeza entre las manos, los
codos sobre las rodillas.) ¡No quiero, y no se-
rá! (Exaltada, se yergue con ímpetu.) No, no;
no será ¡Todavía soy fuerte! No, no quiero.
Yo quiero vivir, gozar de la vida. ¡Y viviré!
Huyo de aquí; me marcho. (Se acerca rápida-
mente a la puerta y trata de abrirla.) No se
puede abrir. La abriré con mis uñas, con toda
mi persona. Quiero abrirla... No se puede. ¡No
es posible abrir la puerta, no es posible esca-
par! (Cayendo otra vez en un profundo abati-
miento.) ¡Que sea lo que Dios quiera! (Se
sienta de nuevo.) Yo no puedo luchar más. Y
lloro, lloro como una niña. Todos @n este mo-
52 A 2 O R I N

mentó somos como niños débiles, sin concien-


cia y sin deseos. (Respirando fuertemente, ja-
deante. Llora en silencio, con el cuerpo incli-
nado y la cabeza entre las manos. Entra por la
puerta del fondo, despacito, en silencio, la Her-
mana de la Caridad. Se aproxima a la Enferma
y le pone suavemente la mano en la espalda.
La enferma levanta la cabeza.)
HERM. ¿Llora usted?
ENFER. Lloro. Pero sé que mi llanto es inútil.
HERM. No llore usted; cálmese.
ENFER. No puedo sosegar.
HERM. Vamos, vamos; haga usted un ligero esfuerzo.
ENFER. ¡Qué angustiada estoy! Me acuerdo ahora de
cuando yo era niña, de cuando tenía seis años.
Yo llevaba un vestidito azul; mamá me ponía
sobre sus rodillas y me daba en silencio unos
besos muy apretados. Mamá era muy buena;
estaba siempre triste; sufría mucho. Iba vestida
de negro. Yo me acuerdo ahora de todo. Vi-
víamos muy alto, y desde la ventana se veía la
montaña azul, con sus picachos blancos en in-
vierno.
HERM. No se fatigue; descanse un poco.
ENFER. ¡Cuánto me acuerdo yo ahora de mi pobre ma-
dre! Con su traje negro, con su tez pálida, con
sus anchas ojeras, se fué también. Yo quiero
ir a verla; yo quiero que otra vez me ponga
sobre sus rodillas. Y que me bese. Y que me
apriete contra su pecho... Yo soy ahora peque-
ñita otra vez. ¿No es verdad?
HERM. Cálmese, cálmese. No se agite.
ENFER. No, no. Si estoy tranquila.
HERM. Está usted un poquito desasosegada.
ENFER. Sí, es verdad; me desasosiega la idea de que
ya no podré ver más el campo, el cielo, las
montañas.
HERM. No diga usted eso; los verá usted.
ENFER. No, no los veré más.
HERM. Tenga usted resignación.
ENFER. (La escena se va iluminando &on una claridad
LO INVISIBLE 53

verde.) luz tiene un color verde... Todo está


La
iluminado de ese color. ¿Quién solloza en esta
habitación? No hay
nadie; no veo a nadie; pe-
ro es como si sollozaran. Y ahora oigo el mur-
mullo de un rezo. Sí, rezan por mí. Pero ¿dón-
de? No sé ya dónde estoy. Yo quisiera mar-
charme; pero no tengo fuerzas para salir de
aquí. Y, después de todo, ya lo mismo da.
HERM. Piense usted en otra cosa; yo estoy a su lado
para atenderla en todo.
ENFER. ¿A mi lado? Poco voy a necesitar a usted ni a
nadie.
HERM. No, eso no. No diga esas cosas.
ENFER. Estoy resignada. Ya no quiero ni deseo nada.
Ni campos, ni montañas. ¡Adiós a todo!
HERM. Un poco de serenidad.
ENFER. La tengo. Parece como si toda mi persona flo-
tara en el aire. Soy tenue, impalpable; todas las
cosas a mi alrededor son sutiles, etéreas.
HERM. Debe venir el ayudante del doctor.
ENFER. Se ha oído un ruidito allá dentro.
HERM. Sí, debe ser el ayudante del doctor. (Se apro-
xima a la puerta de la derecha. Breve pausa.
Se abre la puerta y aparece rígido, vestido de
negro, severamente, fúnebremente, el ayudante
del doctor. Avanza hacia la enferma. La esce-
na queda casi en tinieblas.)
AYUD. Vamos, ya es hora; el doctor está esperando.
HERM. Ya es hora.
ENFER. Sí, sí; ya ha llegado el momento. Mi cuerpo es
como si fuera de aire. (El Ayudante y la Her-
mana se aproximan a enferma; ésta se le-
la
vanta de la silla; entre los dos la cogen suave-
mente y la van llevando despacio, con gran
lentitud, hacia la puerta de la derecha.)
AYUD. Cuidado, cuidado; camine usted despacio.
HERM. Apóyese usted bien en mí.
ENFER. No me importa ya nada. No siento terror. No,
no. Antes, sí; ahora, ya no. Es como si todo
fuera de una gran suavidad, de una gran dul-
¡rcira.
54 AZOR 1 1\
'

ÁYUD. Dentro de un momento...


HERM. (Rezando la oración de los agonizantes.) "Sal,
alma cristiana, de este mundo, en nombre de
Dios Padre"...
EN PER. ¡Qué dulzura tan grande!
HERM. "En nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo,
que por ti padeció"... (El grupo llega ante la
puerta. En este instante la Enferma, con un
movimiento brusco, se desase de sus acompa-
ñantes. Se yergue y, rígida, enhiesta, hierática,
la cabeza echada hacia atrás, dice con voz
clara.)
ENFER. Infinito...(La Hermana y el Ayudante caen de
rodillas a cada lado de la piierta. Y la enfer-
ma, en la misma actitud, añade:) Eternidad...
(Y penetra en la estancia, en tanto que los
acompañantes permanecen postrados de hino-
jos, con la cara entre las manos.)

TELON LENTO

EL
— — — TEATRO
MODERNO —
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