Alfredo Castillero Calvo.
HISTORIA Y SOCIEDAD LOS GRUPOS DE PODER
EN LA COLONIA. En publicación seriada: TAREAS. Número 116, enero-abril
2004. 5-44. Centro de Estudios Latinoamericanos, (CELA), "Justo Arosemena",
Panamá, R. de Panamá
HISTORIA Y SOCIEDAD
LOS GRUPOS DE PODER
EN LA COLONIA*
Alfredo Castillero Calvo**
La historia de Panamá está impregnada de ambigüedades, contradicciones, confusiones,
omisiones, asunciones y mitos. No es la primera vez que lo afirmo. Grandes tramos del pasado
se desconocen totalmente, y permanecen ocultos bajo un manto de sombras. Se percibe el
pasado lejano como un cúmulo de eventos que no tienen que ver con el presente. Y se
machaca persistentemente en lo que ha ocurrido desde 1903 para acá como el único pasado
que debiera interesarnos. Como si surgiese de la nada y hubiese sido posible sin las varias
centurias de experiencias colectivas que lo prepararon.
Esta incomprensión del pasado explica nuestra propia consideración de la función social de
la historia como memoria colectiva. Los hechos no cambian. Son como esos objetos que
permanecen en la oscuridad, ocultos en rincones olvidados de la casa, guardando secretos
incontables que no se descubren hasta que los hombres, o las sociedades se encuentran en
condiciones de reconocerlos. Nada de lo contenido en ellos, desde el momento en que se
produjeron, cambia con el paso de los siglos. Sin embargo, cuando los descubrimos, se
reservan parte de su contenido, y no se nos revelan en su plenitud. Ello es así, porque cada
sociedad percibe los hechos del pasado de manera distinta. A menudo se encuentra frente a
ellos sin percatarse de su existencia, y cuando los advierte sólo rescata una mínima parte de lo
que encierran, porque no siempre está en situación de comprenderlos.
Esto significa que la recuperación del pasado es un acto social, en el que intervienen los
hombres con los instrumentos mentales de cada época. Y significa también que nos acercamos
al pasado con actitudes polivalentes, que interpretamos los hechos ya ocurridos de maneras
muy diversas, y que lo que un individuo, o una generación percibe de una manera, otros
individuos y otras generaciones lo verán de manera muy distinta. Somos nosotros los que
cambiamos y nuestra forma de ver las cosas.
De esta suerte, la percepción del pasado cambia con las edades, y es transformado por las
generaciones, o permanece para siempre en las tinieblas. Cambiamos el pasado con cada
presente. Rescatamos del pasado lo que queremos, lo que nos interesa, desde la perspectiva
de nuestras pulsiones políticas, ideológicas, o prácticas, o para satisfacer nuestras inquietudes
intelectuales. Por ello, el hecho permanece inabarcable, como un manantial que nunca se
seca, a la espera de que otros hombres y otras generaciones acudan a él para saciar su sed.
La mejor evidencia de lo anterior, la ofrece actualmente Panamá, con la creación de sus
propios mitos, pretendiendo rescatar héroes olvidados, o bajando a otros de su peana, y
atizando los coléricos debates que suscita el recuerdo de 1903. Sin embargo, la prueba más
clara es la obsedente pasión por la identidad nacional, un tema recurrente de nuestra
intelectualidad, que parece no agotarse. ¿Pero dónde debieran abrevar los estudiosos, sino es
en la fuente de nuestro propio pasado?
Los estados nacionales más avanzados han comprendido que la enseñanza y difusión de
la historia constituyen un vehículo fundamental para la creación de conciencia colectiva y
alentar el patriotismo. Lo hace así porque entiende que la identidad de los pueblos se sustenta
sobre la conciencia de su pasado, y que mientras más fuerte es su identidad más sólido es el
sentido de historicidad, de pertenencia a un pasado común. Pero esa acumulación de
experiencias colectivas a lo largo de los siglos sólo adquiere significado y trascendencia
cuando se convierte en memoria escrita, ya que es así como la memoria se hace permanente y
durable.
En Panamá vivimos un momento privilegiado en ese sentido, gracias a la oportunidad que
nos brinda la celebración del Centenario de la República. Los medios de comunicación nos
están inundando de alusiones vagas o concretas sobre la historia patria, la proliferación de
historiadores y de aficionados a la historia brota como la lava de un volcán en erupción
irrefrenable.
Sin embargo, hasta ahora no se ha visto una reflexión sobre el quehacer histórico, ni
consideraciones sobre el sentido de la historia. Lo que abunda es la trivia, la historia superficial
y anecdótica. La acumulación de cronologías ha suplantado al análisis, el debate rabioso sobre
la conducta moral de nuestros antepasados ocupa el lugar que corresponde a la interpretación
del contexto, en lugar de biografías se hacen reseñas banales y unidimensionales de
personajes conspicuos, se ha reinstaurado la antigua moda de reconstituir historias de familias
y linajes, y nuevos mitos y personajes se han sumado al santoral.
Pero los hechos de épocas más lejanas no forman parte de la agenda. Y el pasado sigue
siendo percibido como un hecho dado, agotado en sí mismo, como una realidad definida que
no admite cambios. Una paradoja de la historiografía panameña es que sin haber madurado ya
está dando muestras de envejecimiento, porque se asoma al pasado con los métodos y
enfoques que practicaban los antiguos historiadores, y ya es tiempo de que empiece a
remozarse. Estamos perdiendo otra gran oportunidad.
Se puede hacer mucho ruido con toda esa pirotecnia de imágenes y luces disparando
nombres y fechas sin fin, como se está haciendo, en un esfuerzo que asemeja más una parada
de carnaval con tarascas y artificios, que una verdadera producción histórica. Y mucho me
temo que nada de eso servirá para lo que se pretende que sirva, a saber, fortalecer nuestra
identidad, o alimentar el patriotismo.
Me apoyaré en la reflexión anterior para explicar el tema que he escogido en esta
ocasión. Cuando la Vicerrectoría de Investigación y Post-Grado me hizo el honor de invitarme
para abrir este congreso, acepté a condición de que se me permitiera hablar de un tema en el
que me encontraba trabajando. En los últimos dos años, gracias a que la Universidad de
Panamá me ha permitido acogerme a la figura de profesor investigador de dedicación
exclusiva, he podido dedicarme con gran intensidad al estudio de nuestro pasado, remoto y
reciente, rescatando hechos totalmente olvidados o poco conocidos. De este esfuerzo ha
resultado un libro titulado Panamá la Vieja, cultura material, economía y sociedad, en cuyas mil
páginas me asomo a casi cualquier hecho que haya considerado útil para explicar el pasado
urbano de nuestra ciudad primada hasta el ataque de Morgan en 1671. También de este
esfuerzo han resultado otras tantas páginas para la Historia general de Panamá, que patrocina
el Comité Nacional del Centenario, y cuya extensión todavía sigue creciendo.
En estas investigaciones he utilizado una abundante documentación de archivo que he ido
acumulando durante casi cuatro décadas como historiador, algunas desde cuando era
estudiante en Sevilla y Madrid. Gran parte de ella ya la había trabajado antes, pero estas
mismas fuentes, que ya creía haber agotado, me revelaron cosas muy distintas a las que
originalmente había percibido. Esto prueba que lo importante no es haber descubierto la fuente,
sino estar preparado para abrevar en ella y que, como dije al principio, un mismo “hecho”, en
otro momento de análisis puede revelarnos secretos que no sospechábamos. El “hecho”, que
nos resultaba ya familiar y viejo, se nos muestra entonces como un personaje desconocido,
lleno de vitalidad y sorpresas.
Entre todos mis trabajos recientes escogí para esta tarde la formación de los primeros
grupos de poder, sobre todo porque en torno al nacimiento de nuestra oligarquía se han ido te-
jiendo durante los últimos años varias hipótesis que han sido aceptadas con poca o ninguna
discusión por parte de la comunidad académica, pero que adolecen de lo que yo denomino la
falacia de la documentación deficiente. Se han convertido en tópicos de nuestra historiografía,
y ya han ingresado al panteón de las verdades consagradas. Y yo creo que todo historiador
tiene el compromiso, no sólo de enseñar a pensar históricamente, y de contribuir con sus
propias investigaciones a desmitificar el pasado, reivindicando la supremacía de la evidencia
documental sobre cualquier elucubración basada en categorías o supuestos ideológicos, o en
meras especulaciones carentes del necesario respaldo en las fuentes de archivo. Sino que,
además, debe tratar de explicar la historia, para hacer que otros puedan comprenderla, y al
hacerlo, señalar las interrelaciones y las tramas contextuales en las que se desarrolla la
sociedad, con sus múltiples sutiles matizaciones, y con la claridad necesaria para que pueda
captar el interés de sus lectores.
Son cinco las hipótesis a que me refiero. Tres de ellas ya se encontraban establecidas
cuando yo era estudiante, y los estudiosos siguen repitiéndolas sin apenas atreverse a
revisarlas. Dos son ya clásicas y muy viejas. Una de ellas sostiene que los vecinos de las
ciudades terminales del Istmo carecían de arraigo. La otra afirma que los vecinos tenían una
participación tangencial en las actividades comerciales de la ruta transístmica, y se
contentaban con ser meros agentes comisionistas o corredores de aduana del gran comercio
peruano o peninsular. Ya en mis tiempos, la segunda fue revisada y sustituida por la tesis de la
“burguesía comercial”, en el sentido de que los vecinos eran nada más que comerciantes, es
decir, un enfoque diametralmente opuesto al de la supuesta pasividad transitista.
Otra tesis muy vieja, que ya lleva circulando más de medio siglo, es la de la ruralización de la élite capitalina,
que se trasladaría hacia el interior para poder sobrevivir, y donde, se asegura, formaría una “oligarquía agraria” que
tendría su origen en la segunda mitad del siglo XVIII. Esta tesis ha sido remozada pero sin cambiarla,
supuestamente enriqueciéndola con nuevos nombres y datos. Contemporánea a esta hipótesis renovada y que
también lleva años circulando es la que sostiene que la primera oligarquía panameña surgió en el siglo XVIII.
Sin embargo, estos dos últimos supuestos se basan en fuentes limitadas al siglo XVIII, es
decir el siglo donde sus autores detuvieron sus pesquisas, sin remontar la búsqueda más atrás,
como si esa élite hubiese hecho eclosión de la nada, sin vínculos genealógicos con la sociedad
que la precedió, y como si las actividades económicas no relacionadas a lo terciario y basadas
en la explotación del agro o la ganadería, o la minería, hubiesen sido ajenas a la élite capitalina
en fechas más lejanas. Pero no hay que olvidar que en historia siempre hay un ante quem, un
precedente, una trama que hunde sus raíces más profundo de lo que se observa al primer
examen.
Hay otros tópicos también muy arraigados, aunque no menos falsos, como el de la
supuesta siesta colonial, el de la inexistencia de vida cultural, o de la pobreza de la cultura
material, pero esta tarde me limitaré a los cinco primeros que he señalado.
Lo cierto es que, tan temprano como en la década de 1530, es decir casi en el mismo
momento que llegaban al Perú los primeros europeos y empezaba a explotarse la ruta
panameña como punto de encuentro mercantil, numerosos aventureros y empresarios se
radicaron en Panamá y Nombre de Dios dedicándose casi a cualquier actividad económica que
representara oportunidades de negocios, ya sea en el comercio de importación y exportación,
en los transportes hacia y desde el Istmo o entre las ciudades terminales, en la ganadería, en
el alquiler de casas, en la construcción de barcos y viviendas, en la pesquería de perlas, en la
extracción maderera y aurífera, e incluso procuraron participar como socios o empresarios en
las campañas de conquista de Veraguas, famosa por sus minas de oro y su abundante
población indígena. Nada que prometiera ganancias escapó a su rapacidad, y esa mentalidad
nunca abandonó a los grupos de poder que se radicaron en Panamá desde entonces.
De hecho, durante este período se formaron los primeros dos grupos de poder económico
y político del período colonial panameño. Se observa al principio, entre las décadas de 1530 y
1540, la supervivencia de un segmento mínimo de viejos conquistadores, los muy pocos que
sobrevivieron a las oleadas migratorias hacia Nicaragua, Perú y otras partes. En Nombre de
Dios permanecían Juan de Valdés y Francisco de Pradanos; en Panamá, Pascual de
Andagoya, Juan de Panes, Andrea de la Roca, Alvaro del Guijo, Gonzalo Martel de la Puente,
Juan Díaz Guerrero, Gómez de Tapia y Arias de Acevedo.
Igualmente, durante estos primeros años empezaron a llegar numerosos comerciantes,
agentes mercantiles o simples aventureros, que rápidamente encontraron su espacio social,
desplazando a los primeros pobladores y ocupando posiciones de fuerza, no sólo en el campo
económico sino también en la arena política. Con su ímpetu arrollador, fueron acaparando los
puestos del Cabildo tanto de Nombre de Dios como de Panamá y otras posiciones claves en la
administración del gobierno.
Muy temprano se decantaron dos grandes bandos rivales. Uno estaba encabezado por el
próspero encomendero y viejo conquistador Arias de Acevedo. Este grupo reclama derechos
de antigüedad, sus ingresos provienen sobre todo de la encomienda indígena, y se dedica a la
agricultura y la ganadería. Pero, tal vez, su mayor fuerza deriva de sus vínculos con la
representación del poder metropolitano, al aliarse con las altas jerarquías de gobierno que se
envían desde España.
El cabecilla del otro grupo era Juan Fernández de Rebolledo, hijo de Martín Fernández de
Enciso, el conocido rival de Vasco Núñez de Balboa y fundador de Santa María la Antigua.
Este grupo estaba compuesto en su mayoría por comerciantes, pero sus intereses económicos
son muy variados. De hecho, varios de sus miembros más importantes son encomenderos y
también tienen intereses en la agricultura y la ganadería.
Eran bandos opuestos con intereses políticos enfrentados, pero también rivales en el plano
económico ya que si, por un lado, compiten por el mismo mercado, por otro, cada grupo tiene
una mayoría alineada en sectores económicos claramente diferenciados, a saber, el agrícola
por un lado y el mercantil por otro y, aunque no siempre esta dicotomía es muy clara, es
evidente el énfasis de los unos en el agro y de los otros en el comercio.
Así, desde sus distintas posiciones de fuerza, cada grupo procuró imponer sus intereses
mediante un intenso juego de influencias y presiones en la arena política y administrativa. El
grupo de Arias de Acevedo se aseguró el favor de los gobernadores Alonso de Almaraz,
Francisco Pérez de Robles, Alvaro de Sosa y Sancho Clavijo. Pero, a su vez, el grupo de
Fernán dez de Rebolledo, con el apoyo de los comerciantes, tuvo mucha influencia sobre los
oidores Paz de la Serna y Ramírez de Quiñones, el gobernador Juan Barba de Vallecillo y el
teniente general Juan Ruiz de Monjaraz. De esa manera, ambos grupos ejercieron su
ascendiente sobre los representantes del poder metropolitano. Esta pugnacidad cubre un
período de aproximadamente cinco lustros, es decir que envolvió a toda una generación.
El grupo de Fernández de Rebolledo no sólo contaba con la fuerza que le daba el apoyo
del sector mercantil, el más poderoso económicamente, sino que también controló desde
temprano los cabildos de Panamá y Nombre de Dios, es decir, los principales órganos de poder
político local. De hecho, Tierra Firme fue la primera colonia del Nuevo Mundo donde los
comerciantes controlaron el Cabildo, convirtiéndose en jueces y parte en la administración de la
cosa urbana. También este grupo consiguió que la Corona le permitiera a sus alcaldes asumir
el gobierno central cada vez que se presentaba una acefalía, que en aquella época eran muy
frecuentes. De manera que este mismo grupo, más de una vez, tuvo el control, no sólo de la
administración municipal, sino también de todo el gobierno.
Sin embargo, aunque el grupo liderado por Arias de Acevedo estaba en minoría, y disponía
de menos recursos materiales, gozaba de una unidad relativamente compacta y, aprovechando
sobre todo sus ventajosas posiciones en la Administración, varias veces logró poner en jaque
al bando de Fernández de Rebolledo, derrotándole en varias de las pequeñas y cotidianas
fricciones que se suscitaban en torno a cuestiones fiscales y políticas. A la postre, sin embargo,
prevalecería el grupo de Fernández de Rebolledo, que era más amplio y contaba con más
recursos.
Frente a estas tensiones internas, sobrevinieron otras de origen externo que pondrían a
prueba la cohesión de ambos grupos. Durante las décadas de 1540 y 1550, Panamá fue
invadida tres veces, primero por las fuerzas pizarristas de Hernando Bachicao y Pedro de
Hinojosa entre 1545 y 1547 y luego en 1550, por los hermanos Contreras, nietos de Pedrarias.
Durante esos años, hasta 1562, un obispo fue amarrado a un palo, y sometido a vejaciones y
escarnio; varios cabecillas fueron encarcelados o asesinados; hubo choques armados entre los
grupos rivales, y atentados contra la vida de cuatro gobernantes.
Pero la violencia de esa época no era gratuita. Aquella era una sociedad en transición, que
buscaba apresuradamente definirse como tal, y donde dos fuerzas en pugna, radicalmente
opuestas, luchaban por prevalecer. Lo que estaba en juego era una cuestión decisiva y de su
resultado dependía el rumbo que seguiría la naciente sociedad americana.
La figura más representativa de esa época fue Fernández de Rebolledo. Tenía casa y
negocios en Sevilla, de donde era oriundo. Era propietario de barcos que cruzaban el Atlántico,
y tenía barcos construidos en Panamá que viajaban a Perú; era dueño de una encomienda
indígena en Panamá y otra en Natá; tenía aserraderos, cultivos y hatos de ganado, que
exportaba a Lima, donde tenía intereses comerciales. Además, era el alguacil mayor del reino,
un cargo de primera importancia, ya que tenía jurisdicción policíaca en todo el país, y que ya
habían ejercido su padre, Fernández de Enciso, y luego su hermano Rodrigo. Fue, además,
teniente de gobernador en 1549, es decir, el segundo al mando en la colonia. Presionó con
éxito para que el virrey del Perú nombrase a uno de sus allegados, Juan Ruiz de Monjaraz,
como gobernador de Panamá. En 1548 la familia Colón le había dado título para la conquista
de Veraguas, una empresa que fracasó, pero en 1558 fue el socio capitalista de su antiguo
subalterno y compadre Francisco Vásquez, el vecino de Natá que finalmente conquistó
Veraguas. Era un hombre polifacético a la vez que problemático y astuto, que dominó la
escena doméstica hasta que en 1562 regresó a Sevilla, de donde nunca más volvió.
No hubo área potencialmente lucrativa, incluyendo las extra-económicas, donde él y su
grupo no metieran mano. La gran mayoría eran sevillanos o andaluces, como el propio
Fernández de Rebolledo. Su influencia fue dominante hasta principios de la década de 1560,
cuando la Corona les puso freno, primero con la creación de la segunda Audiencia de Tierra
Firme en 1563 y luego con otros controles políticos e institucionales que se implantaron desde
la metrópoli para establecer nuevas reglas de juego. Para esas fechas el grupo empezó a
desintegrarse. Cuatro de sus miembros más importantes regresaron a España para no volver:
Díaz de Avila, Gómez de Tapia, Fernández de Rebolledo y Hernando de Luque. Otra de las
figuras clave —Ruiz de Marchena— emigró a Perú y fueron pocos —aunque los hubo, como
los Luque— que permanecieron o dejaron descendencia en el país. Fue una oligarquía
transitoria que no echó raíces, pero que no obstante implantó el modelo que otros elencos de
poder, a lo largo del período colonial, una y otra vez reprodujeron casi al pie de la letra.
En ánimo de encontrar una explicación simplificada a las bases económicas y políticas que
subyacían a la rivalidad entre los dos grupos que se enfrentaron durante este período, podría
decirse que el grupo de Arias de Acevedo representaba la “modernidad”, ya que trataba de
insertar el moderno modelo de Estado monárquico centralizado, frente al retraso
medievalizante representado por los defensores del pizarrismo. De hecho, este grupo trae las
primeras avanzadillas de la burocracia letrada modernizadora que trata de frenar las
pretensiones feudales de los viejos conquistadores, y de implantar los instrumentos del nuevo
orden político. Una prueba palmaria de este proceso lo constituye la primera Audiencia con la
llegada de Pérez de Robles en la década de 1530, o la aún más importante de Pedro de la
Gasca en 1547, nombrado por la Corona para meter en cintura a los rebeldes pizarristas.
Sin embargo, el grupo antagonista, que era partidario de un Estado débil y que aspiraba a
salvaguardar los privilegios individuales de los conquistadores, también traía consigo un claro
elemento de vigorosa modernidad, ya que su base económica era el comercio transoceánico
basado en una economía de escala con mercados a distancia. De hecho, eran los heraldos que
trataban de insertar a Panamá en el moderno sistema capitalista mundial. Pero a la vez este
grupo, aunque compuesto en su mayoría por una incipiente burguesía comercial, también lo
integraban los principales propietarios de encomiendas indígenas, factor éste que era una de
las claves sobre las que descansaban las pretensiones feudalizantes de los conquistadores. No
obstante, miembros del otro grupo también eran encomenderos y primeros conquistadores, y al
menos dos, que se sepa, se beneficiaron como transportistas del comercio a distancia. A la
vez, el grupo mercantil también accedió al control del gobierno central, el cual debía representar los
modernizantes intereses políticos metropolitanos.
Aunque ambos grupos aportaban elementos de modernidad, también compartían intereses
cuyas raíces se perdían en una época lejana que aún se resistía a desaparecer. Tampoco eran
rígidamente homogéneos, ya que las barreras que separaban a cada grupo eran porosas y sus
miembros podían deslizarse sin dificultad hacia el bando contrario. No todos los comerciantes
eran necesariamente sevillanos, ni todos los funcionarios andaluces apoyaban a la facción de
Fernández de Rebolledo y el grupo comercial. Al parecer, el oidor Pérez de Robles era
andaluz, pero se identifica con el bando “realista”, y era un declarado enemigo de los hermanos
Rebolledo, que eran sevillanos. El juez de Residencia, Ramírez de Quiñónez, favoreció a
varios de los comerciantes sevillanos, pero no en cambio a Rodrigo de Rebolledo, siendo
ambos paisanos. El alcalde mayor Pedro de Casaus era de Sevilla, pero los enemigos de
Fernández de Rebolledo, Juan Gómez de Amaya, Alonso de Almaraz y Juan de Valdés, lo
consideraban parte de su grupo. Y así otros ejemplos.
Podrían encontrarse otras contradicciones aparentes. Pero, como es obvio, la historia no
es tan simple, y los elementos en juego eran demasiado complejos para reducirlos a una mera
categorización. En aquella época, por supuesto, no se hablaba de modernizar el orden político,
ni de pretensiones feudalizantes, ni de capitalismo mundial, o de economía de mercado,
conceptos estos que fueron acuñados varios siglos después.
Lo que sí destaca en los textos son más bien conflictos de intereses que trascienden a las
simpatías políticas o ideológicas, sea para controlar los instrumentos de poder, o para
asegurarse ventajas económicas. Es decir, nada que debiera sorprendernos en una sociedad
humana, aún cuando la que aquí se discute estuviese sometida a las fuertes presiones de un
excepcional momento de transición y de rápidos cambios en la historia de Occidente.
Después de que estos grupos se apartaron de la escena, y a lo largo del siguiente cuarto
de siglo, se definieron las estructuras económicas, institucionales, políticas y sociales que
habrían de regir en Panamá durante el resto del período colonial. En el plano administrativo,
quedan establecidas las normas para las ferias de Portobelo; se instaura la Audiencia como el
órgano de representación metropolitana, que se fortalece a fines del siglo con la figura del
presidente, gobernador y capitán general, cuando el Istmo se convierte en plaza militar; y se
redefinen las funciones del Cabildo como órgano de representación local. En el plano
económico, se estructura el sistema de transportes transístmico, se inicia la explotación de las
minas de oro de Veraguas, proliferan los bergantines para la pesquería de perlas en el Golfo, y
la ganadería se expande por todo el Interior, desde Chepo hasta Alanje. El ganado se
reproduce tan prodigiosamente que la carne de res se convirtió, desde mediados del siglo XVI,
en el soporte básico de la dieta. Llegó a ser tan abundante y barata que a fines del siglo XVI
fue preciso eliminar masivamente gran parte del rebaño para mejorar los precios.
En el plano social, se observa un extraordinario enriquecimiento entre los colonos, sobre
todo gracias a las actividades vinculadas a las ferias, al extremo de que en la década de 1570
se levantó un censo para conocer cuántos ricos había. Este censo evidenció que había vecinos
con más de 800.000 de pesos de capital, varios con alrededor de 100.000 pesos, y que 99 del
total de 500 vecinos tenían más de 5.000 ducados de capital, lo que constituía una suma
respetable entonces. Es decir, que uno de cada cinco calificaba como rico. Sin embargo, era un
grupo que no tenía la intención de arraigarse. Se trataba de comerciantes que llegaban para
hacer fortuna y cuando la hacían se regresaban a España, como habían hecho Fernández de
Rebolledo y su grupo.
Pero las fortunas continuaron acumulándose hasta la década siguiente, cuando la
tendencia alcista de las ferias empezó a amainar. El volumen de mercancías disminuyó, y las
ferias empezaron a perder la regularidad anual que habían tenido.
Por otra parte, las demás actividades económicas conservan el mismo perfil que antes.
Siguen dominando los comerciantes sevillanos, y los hombres de negocios continúan
dedicándose a diversas actividades a la vez. La figura paradigmática tendría recua de mulas,
alguna chata o bongo, almacén y bodegas de alquiler. Tendría intereses en la minería aurífera
y sería dueño de bergantines para la pesquería de perlas. Además, un colono exitoso típico se
interesaría en adquirir por compra un regimiento del Cabildo, lo que constituía una inversión
como cualquier otra, a la vez que un paso firme para su consolidación social, ya que el acceso
a un cargo público, por nombramiento o por compra, constituía un medio de legitimación social.
Pero fue la venta de cargos públicos, desde fines del siglo XVI, lo que tendría un impacto
realmente decisivo en la formación de las oligarquías coloniales. Esta medida respondía a una
política instaurada por la Corona española para estabilizar a la sociedad colonial, ya que de
esa manera se aseguraba el arraigo de los vecinos más prósperos, pues un cargo adquirido
por compra tenía carácter vitalicio y podía ser transmitido en herencia por varias vidas.
Al establecerse el sistema de “oficios vendibles y renunciables”, empezando con los cargos
del Cabildo, el Estado español procuraba, en efecto, estimular la permanencia de los vecinos,
ofreciéndoles la posibilidad de fortalecer su posición en el seno de la sociedad, a fin de
constituirse propiamente en élite, ya que la propiedad de un cargo por compra les permitía
transmitirlo a sus herederos, preparándoles el camino para convertirse en miembros de una
oligarquía hereditaria. La posibilidad de adquirir un cargo público se convierte a partir de
entonces en uno de los objetivos ineludibles para cualquier vecino que quisiera convertirse en
alguien y formar parte de la élite local.
Al Estado español le convenía, para su propia consolidación, favorecer y proteger a las
lejanas élites coloniales, concediéndoles prerrogativas exclusivas a la vez que delegando su
poder. Con esta política se establecía un vínculo de subordinación, a la vez que de lealtad al
rey, como se demostró de manera consistente a lo largo de todo el período colonial. Mediante
la venta de los oficios y los nombramientos para cargos públicos por parte del Estado en favor
de miembros de las élites locales, el poder político se constituye en una extensión del poder
real y el ejercicio político deviene en una actividad exclusiva de las minorías (los blancos ricos
o los blancos acomodados). Es así como se instaura en las colonias una sociedad de
privilegiados. El vínculo o alianza que de esa manera se institucionaliza entre Estado y minoría
privilegiada, no sólo fortalece a ambos sino que, además, contribuye a asegurar su mutua
perpetuación. Incluso la propia Corona procura que esta minoría privilegiada mantenga su
estatus con el esplendor y los atributos exteriores de lujo y ostentación que le corresponden.
Se comprende, entonces, la coincidencia que existe entre élite política y élite
económica, ya que ningún blanco con recursos materiales podía permitirse quedar excluido del
funcionariado. De hecho, es muy raro encontrar personajes conspicuos que no ostenten algún
cargo público. O, como lo expresaba claramente el Cabildo en una carta al rey de 1610: “En
todo este distrito no hay 500 vecinos y los 250 son ministros de real justicia de vuestra
majestad y allegados a ellos”.
Es decir, que la mitad de la élite (de los 500 que para esa fecha calificaban como vecinos,
o blancos cabeza de familia), o bien eran funcionarios o eran sus allegados. Y es que no se
puede estudiar la sociedad colonial sin considerar los vínculos entre la élite y el funcionariado,
ya que ser miembro de la élite suponía, casi invariablemente, ejercer además un cargo público.
La transformación socio-política que estoy comentando cobra forma aceleradamente en las
últimas dos décadas del siglo XVI, y es el germen de la primera aristocracia local.
Gracias a la institucionalidad de los cargos públicos que son adquiridos por compra, se fue
estructurando la primera élite panameña en el tránsito del siglo XVI al XVII. Algunos miembros
de esta primera oligarquía llegan entre 1580 y 1590, otros, en la primera década del siglo XVII.
Hacia 1620 ya está plenamente consolidada, y entre 1630 y 1640, ya ha desaparecido
virtualmente de la escena doméstica.
Durante ese período, es decir, hasta 1640, los vecinos o cabezas de familias blancas se
mantenían en torno a los 500, una cifra que virtualmente no había variado en toda esa
generación. Aunque entonces la riqueza que fluye es menor que en la década de 1570 y a que
me referí antes, abundan los hombres ricos y los muy ricos. De hecho, durante el resto del
período colonial no volverá a encontrarse una acumulación de riqueza tan grande. Es en este
período cuando se observa la mayor concentración de actividades constructivas en Panamá la
Vieja. Se edifican de piedra todos los conventos e iglesias, se reedifica la catedral, y se
construyen varias viviendas particulares de cal y canto, como la casa de Pedro de Alarcón o la
de Francisco González Carrasco, cada una a un costo de 25.000 pesos, una gran suma
entonces. La gran mayoría de lo que queda actualmente en pie en la vieja ciudad data de esa
época.
Una de las claves del entramado social de este período, es que en el seno de la propia
élite, se van formando varios grupos de poder, estructurados en torno a linajes familiares. Las
estrategias matrimoniales se tejen alrededor de estos lazos de familia y los vínculos de sangre
se convierten en la base del poder social. Se trata de una estrategia que prevalecerá durante el
resto del período colonial. Agustín Franco, tal vez la figura social más representativa de este
período, detalla en un texto los lazos familiares de cuatro grupos de poder, aunque él mismo es
cabeza de un quinto grupo. Algunos de estos grupos rivalizan entre sí, pero cuando estos
grupos establecen entre sí vínculos familiares, sus rivalidades se atenúan o desaparecen. Las
rivalidades entre los grupos mostraban muchas aristas. Cada grupo tenía sus propios ámbitos
económicos. Y cada uno trataba de atraerse el favor de los oidores o del presidente,
gobernador y capitán general. La documentación está ahíta de mutuas acusaciones en ese
sentido.
Aunque en esta época se acumulan grandes fortunas, algunas de 300.000 y más pesos,
las posibilidades de que aumentase el número de ricos parecía improbable debido a que el
volumen de las ferias encontró su propio techo, y eran las ferias lo que hacía posible la
formación de tan grandes fortunas. Durante el siglo XVII el tonelaje de las mercancías, el
volumen de la plata que llegaba de Perú, así como el mercado de consumidores, apenas
sufrían variaciones de un año a otro. Así era la naturaleza de la economía en aquella época.
De esa manera, si la oligarquía seguía creciendo en número de miembros, acabaría
empobreciéndose.
La élite panameña recurrió entonces, a una fórmula probablemente única en el continente,
a saber, frenar su número, y hasta 1640 consiguió mantenerse en el límite de los 500 vecinos.
Pero sucede que alrededor de 1640 se inició un encadenamiento de graves trastornos que
afectaron profundamente la economía panameña, produciendo lo que en una conferencia que
dicté aquí mismo el año pasado, bauticé como “La peor crisis del siglo XVII”. La trata esclavista
cesó por completo desde 1640 y las ferias perdieron para siempre su regularidad anual desde
1654. Todo el aparato económico entró en una fase de contracción y declive que se extendió
hasta el siglo XVIII. Los negocios escasean, algunas familias emigran, la riqueza se reduce, y
ya son muy raros los ricos con más de 100.000 pesos de capital. Como había menos riqueza
que repartir, la élite optó entonces, para ajustar nuevamente su número, por reducirlo a 300, y
en ese nivel se mantenía hasta la mudanza a la nueva Panamá. Para sobrevivir como grupo de
poder, controló su crecimiento, contrayéndolo, y lo hizo sobre todo emigrando hacia otros
horizontes. Fue un caso único en América.
Pero esos 300 vecinos permanecieron, y aunque hubo tránsfugas, algunas viejas familias
de la élite continuaron viviendo en Panamá y sus descendientes siguieron conservando sus
posiciones como miembros de la élite en el siglo XVIII y aún en el siglo XIX. Tal vez el caso
más representativo sea la familia Arosemena, cuyo primer ascendiente por la línea femenina se
remonta a fines del siglo XVI. Pero no fue la única.
Sin embargo, no fueron muchos los grupos familiares que lograron sobrevivir el paso de los
siglos. En el camino se produjeron profundas rupturas. Muchos de los grandes apellidos de-
saparecieron para siempre, unos porque empobrecieron o se arruinaron, otros porque
emigraron. Y cada vacante era cubierta por un nuevo elenco, porque uno de los comportamie-
ntos típicos de la élite consistía no solo en unir en matrimonio a miembros de una familia
poderosa con otra, sino también en casar a sus mujeres con prometedores inmigrantes que
incesantemente llegaban de España, como oficiales del Ejército, o miembros del funcionariado.
Esta práctica continuó hasta el fin del período colonial.
Cada generación tuvo su caudillo. A Fernández de Rebolledo le sucede dos generaciones
después Agustín Franco, quien es reemplazado por Pedro de Segura y Tuesta en la década de
1660 que, a su vez, es sucedido por Antonio de Echéverz y Subiza entre fines del XVII y la
década de 1730, al que suceden sus hijos y sobrinos los Echéverz-Urriola a mediados del siglo
XVIII, a quienes a su vez sustituye en el liderazgo el conde de Santa Ana Mateo de Izaguirre en
la década de 1770, que a su vez es reemplazado por Pablo Arosemena a fines del siglo XVIII.
Franco, Segura Tuesta, Echéverz e Izaguirre son todos españoles de la Península, los únicos
nacidos en Panamá son los Echéverz-Urriola y Pablo Arosemena.
Lejos de una supervivencia del linaje a toda prueba, se trata de una sucesión de rupturas
en las que la propia élite se reinventa y remoza, nutriéndose de nuevos inmigrantes. No existe
tal cosa como una linealidad sin fisuras, o una continuidad ininterrumpida de una oligarquía que
se arraiga desde los más oscuros comienzos y alcanza triunfante los años finales de la colonia
y aún más acá. Tal vez eso quisieran algunas familias de nuestra oligarquía. Pero en historia,
como en la vida, no hay un avance continuo en una sola dirección, sino una sucesión de
rupturas, de bifurcaciones donde las sociedades y los hombres pueden escoger varios caminos
posibles, y no siempre escogen el mejor.
Concluiré con una breve referencia a la quinta hipótesis, la de la “ruralización” del siglo
XVIII planteada por Hernán Porras o del “país profundo” de Gasteazoro, y repetida por muchos
otros autores, incluso por mí mismo, cuando era mucho más joven, estaba mal documentado
y aún dependía de los maestros.
Leyendo a cualquier autor de fines de la colonia, como Juan de Urbina, Francisco Silvestre,
Juan Franco, así como al propio Mariano Arosemena y consultando las no menos rotundas
evidencias fiscales, se percibe claramente que no hubo tal ruralización o interiorización. La
ganadería continuó explotándose como venía haciéndose desde el siglo XVI. Los proyectos por
realizar cultivos novedosos como el cazabe o la caña de azúcar, también se remontan a ese
siglo. Nada de eso era nuevo. En la segunda mitad del siglo XVII crece el interés por ciertos
cultivos, sobre todo el plátano, a raíz de las endémicas carestías que padecía el país, aunque
es el Darién (no el clásico interior) el gran proveedor de plátanos de la capital.
En la segunda mitad del siglo XVIII, los estancos o monopolios estatales del tabaco y el
aguardiente, abrieron nuevas posibilidades para el cultivo de la caña de azúcar y el tabaco.
Pero estos cultivos tropezaron con muchas dificultades para expandirse, como la falta de
brazos y de capitales y, sobre todo, por los obstáculos que presentaba el propio sistema
estatal, menos interesado en fomentar la producción que en la recaudación de ingresos
fiscales. Lo cierto es que se perdió la oportunidad para expandir los cultivos para la producción
de caña y de tabaco. De hecho, el llamado del interior, del “país profundo”, fue sobre todo
ganadero, es decir, un llamado que formaba parte de arcaicas tradiciones y que de nuevo no
tenía nada. Hubo, es cierto, otras tentativas, como el cultivo del cacao en Darién y del café en
Portobelo e, incluso, se introdujo por primera vez el cultivo del mango (aunque esto último ya
muy tarde, a principios del siglo XIX), pero todo esto se redujo a meras experimentaciones que,
en su época, apenas si modificaron el paisaje rural, el cual continuó, como desde hacía tres
siglos, dominado por la ganadería.
La tesis de la ruralización se ha querido reforzar destacando la existencia de una
“oligarquía agraria” que tendría su origen en la segunda mitad del siglo XVIII. Pero esta pro-
puesta descansa en fuentes limitadas al mismo siglo XVIII, y desconoce lo que sucedía con
anterioridad. Es cierto que en Penonomé y Santiago, sobre todo, surgieron algunas familias
poderosas e influyentes, como los Guardia y Ayala penonomeños, o los Fábrega en Veraguas.
Sin embargo, miembros de las familias urbanas de la élite, desde hacía varias generaciones
se habían establecido en el interior, sea como funcionarios o como militares o, más a menudo,
buscando oportunidades de negocios, sobre todo en la ganadería y en la minería.
Este fenómeno no era nuevo en el siglo XVIII, ni se trataba de una tendencia reciente o
desconocida, surgida al impulso de un apremio por buscar nuevas alternativas de
supervivencia social o económica, sino de algo que se venía haciendo históricamente, y cuyas
raíces podemos remontar a tiempos lejanos del siglo XVII y aún antes. El interés de la élite
capitalina en la agricultura, la minería y sobre todo la ganadería no era una novedad, ya que se
remontaba a los mismos comienzos de la colonia, es decir que ya llevaba más de un siglo.
No hubo, pues, ni ruralización de la economía ni ruralización de la élite. La élite que siguió
dominando continuó siendo, aún en los peores momentos de la contracción económica del
siglo XVIII, la élite capitalina y fueron el comercio y los servicios, no la agricultura o la
ganadería, los sectores productivos que sostuvieron la economía del país.
Cuando se supone que se estaba produciendo el proceso de ruralización de nuestra
sociedad, en el último tercio del siglo XVIII las grandes fortunas se concentraban en la capital,
no en el interior. Estas eran las de Mateo de Izaguirre, conde de Santa Ana, José Manuel de
Arze Maoño, José Ventura Soparda y Pablo Arosemena. Izaguirre y Soparda enriquecieron en
la trata de esclavos, el comercio y los transportes. Soparda era yerno de Arze, que era un
próspero comerciante y propietario de bienes raíces, y ambos se dedicaron también a la
minería. Pablo Arosemena era comerciante. Izaguirre, Soparda y Arosemena, cada uno en su
tiempo, fueron coroneles de las milicias, la más alta jerarquía honorífica del ejército civil.
Izaguirre se hizo conde con la fortuna acumulada en Panamá y Soparda aspiró al marquesado
del Darién, que se le otorgó pero se ignora si lo llegó a ejercer. Arosemena adquirió la orden de
Carlos III, un título honorífico que ningún otro panameño alcanzó en su generación. Izaguirre
salvó de apuros a la Administración en una insurrección de soldados por la falta de situados,
cubriendo el déficit con sus propios medios. El apoyo económico de Soparda resultó decisivo
durante las campañas del Darién contra los cunas en 1785 y 1786, a las que abasteció con
vituallas y pertrechos a crédito. Nadie en el interior, durante ese período, accedió ni a la
fortuna, ni a la influencia o el prestigio de estos cuatro hombres, tal vez los más representativos
de la élite en su época.
Cuando se produjo la independencia de 1821, la única que tenía capacidad para impulsar
el movimiento con éxito, con planteamientos prácticos, ideológicos, racionales y coherentes,
fue la élite de la capital. La oligarquía rural se mostró incongruente y, como lo evidencian sus
respectivas actas separatistas, lo hicieron con propuestas inacabadas y más emotivas que
racionales o, como en el caso de Veraguas, invocando principios religiosos más que políticos o
económicos. Es más, fue desde la capital, no del interior, que la conspiración separatista se
empezó a gestar y coordinar tal vez desde 1818 y fue la élite capitalina la que en todo
momento mantuvo el liderazgo, mientras que sus contactos en el interior, desde Penonomé a
David, adoptaron un rol subalterno, como en los casos de Eduardo de la Guardia y Lorenzo
Gallegos, dos de los más conspicuos representantes de las élites rurales.
De hecho, las propuestas teóricas originales sobre la “ruralización” de la economía y el
“país profundo” no son más que especulaciones sin el adecuado respaldo de la documen-
tación. Eran ideas sugerentes y estimulantes, pero nada más.
Como hemos visto, también es falsa la hipótesis de la falta de arraigo de nuestra sociedad
colonial. Somos descendientes de aquellos que permanecieron y echaron raíces, y sin cuyo
arraigo no estuviésemos hoy aquí. Era gente con sentido común, a quienes las propias
circunstancias indujeron a diversificar sus actividades, desde el comercio y los transportes, a la
agricultura, la minería y la pesquería de perlas. Muchos eran casatenientes, dueños de
aserraderos y ricos armadores con barcos que navegan por el Atlántico y el Pacífico. Sus redes
comerciales se extendían desde Sevilla a Perú y a fines de la colonia, acumularon
considerables fortunas en el comercio entre México y Jamaica. Preferían el comercio, ya que
este les producía beneficios mayores y más rápidos, pero es evidente que no descuidaron
otras oportunidades de negocios. Y los grupos privilegiados existieron desde muy temprano y,
como tales, defendieron su supremacía como lo hacen siempre los que constituyen las
minorías que ocupan la cumbre social, con tenaz voracidad, y disputando con sus rivales
encarnecidamente, recurriendo a todas las artes para acceder y controlar el poder. Esas
oligarquías ya llevaban varias generaciones de existir en Panamá y en el siglo XVIII no eran
ninguna novedad, como no era novedad la diversidad de sus intereses económicos.
Todo lo anterior contradice frontalmente lo que sostienen las cinco hipótesis contrarias que
he analizado esta tarde y que, como no son ciertas, han contribuido, como otros mitos histo-
riográficos, a distorsionar nuestra comprensión del pasado colonial.
Consciente de la trascendencia que pueden tener las falsas visiones de pasado en la
formación de las memorias colectivas, como historiador debo comprometer mi esfuerzo en
limpiar de mitos nuestra historiografía. Mucha maleza queda todavía por librar porque, como
dice Eric Hobsbwan, son los historiadores los principales productores de la materia prima que
se transforma en propaganda y mitología. Pero también es cierto que somos los historiadores
los que tenemos la responsabilidad de combatir y destruir los mitos. La historia falsa, lejos de
ser inocua, es nociva y no contribuye a fortalecer la conciencia nacional ni a estimular el
patriotismo. Las frases tecleadas en un ordenador por un mal historiador pueden convertirse en
opio y anestesiar a las sociedades. Si la historia debe estar al servicio de la memoria colectiva,
difícilmente podrá cumplir con su tarea si lo hace con falsedades. Y debemos enfrentar con
madurez las historias que nos revelen verdades dolorosas. Las naciones se nutren de mitos,
pero se harán más fuertes y su conciencia colectiva se hará más vigorosa, si se alimentan de
verdades.
*Conferencia magistral para la inauguración del 22º Congreso de Ciencia y Tecnología de la Universidad de Panamá.
Paraninfo de la Universidad de Panamá, 6 de octubre de 2003.
**Profesor investigador del Departamento de Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Panamá.