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AUTO APRENDIZ AJE

COMO LEER

LITERARIOS
EL EQUIPAJE DEL LECTOR

Julián Moreiro
AUTO APRENDIZ AJE

He aquí un libro que aborda la lectura del texto


literario desde una perspectiva poco frecuente, ya que
tiene un propósito divulgador. No hay en estas
páginas análisis académicos, sino descripciones
sencillas, prácticas y rigurosas de los factores estéticos
y estilísticos cuyo conocimiento facilita la comprensión
del mensaje literario.
La obra contiene, ante todo, una apasionada
invitación a la lectura, actividad que el autor concibe
como «una experiencia de radical intimidad que
asegura la pervivencia de los libros por encima de todo
mal augurio». Pero como no todas las personas
disponen de las herramientas necesarias para
adentrarse en el complejo mundo de la literatura, este
equipaje del lector incluye cuanto resulta imprescindible
para disfrutar de un viaje de placer por el universo de
la ficción.
El libro contiene, además, una amplia selección de
textos críticos y de creación literaria: una antología
comentada que interesará, sin duda, a profesores,
estudiantes y lectores en general.

E D A F
JULIÁN MOREIRO

COMO LEER
TEXTOS
LITERARIOS
El equipaje del lector

AUTOAPRENDIZAJE
Director de la colección AUTO APRENDIZAJE:
VÍCTOR DE LAMA

Dirección en Internet: http://w w w .arrakis.es/~edaf


Correo electrónico: [email protected]

© 1996. JULIÁN MOREIRO


© 1996. Editorial EDAF, S. A. Jorge Juan, 30. Madrid

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni


la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por foto­
copia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del
Copyright.

Depósito legal: M. 26.108-1998


ISBN: 84-414-0109-8

PRINTED IN SPAIN ___________________________ IMPRESO EN ESPAÑA


IMPRIME: IBÉRICA GRAF1C, SL. - FUENLABRADA (MADRID)
Para Juana, p o r su equipaje de ternura.
Y para Chuchi y José Manuel, con quienes
tanto he leído.
El hombre construye casas porque está vivo, pero escribe
libros porque se sabe mortal. Vive en grupo porque es gregario,
pero lee porque se sabe solo. Esta lectura es para él una compa­
ñía que no ocupa el lugar de ninguna otra pero que ninguna
otra compañía podría sustituir. No le ofrece ninguna explica­
ción definitiva sobre su destino pero teje una apretada red de
connivencias que expresan la paradójica dicha de vivir a la vez
que iluminan la absurdidad trágica de la vida. De manera que
nuestras razones para leer son tan extrañas como nuestras razo­
nes para vivir.
DANIEL P e n n a C: Como una novela
ÍNDICE

Pá^s.

N ota p r e v i a ....................................................................................................... 13

P r im e r a parte

EL LECTOR ANTE EL TEXTO

1. LA ESCRITURA Y SUS A L ED A Ñ O S................................ 15


1.1. Realidad y literatura....................................................... 15
1.2. Literatura y cultura......................................................... 18
1.3. Literatura y tradición...................................................... 21
1.4. Para quién se escribe...................................................... 23
1.5. La literatura como necesidad............. ........................... 25
1.6. La literatura y el lector............................................... 27

2. NATURALEZA DE LA LENGUA LITER A RIA............... 29


2.1. La lengua de todos y la de cada u n o ............. .............. 29
2.2. La lengua literaria........................................................... 31
2.2.1. Palabras con eco................................................ 33
2.2.2. De la connotación al símbolo.......................... 36
2.2.3. «No le toques ya más...» .................................. 38
2.2.4. El interlocutor cómplice................................... 40
2.2.5. El interlocutor burlado..................................... 44

3. SABERES, PREJUICIOS Y HÁBITOS DEL LECTOR..... 45


10 Cómo leer textos literarios

PágS.

3.1. Actitudes ante la lectura..................................................... 45


3.2. Prejuicios del lector inexperto........................................... 47
3.2.1. Lecturas por delegación................................... 48
3.2.2. La simplificación subjetiva............................. 49
3.2.3. La ficción y el testim onio................................ 52
3.2.4. Defectos y excesos de interpretación............. 55

Segunda parte
GEOGRAFÍA DEL TEXTO LITERARIO

4. LO QUE SE DICE Y LO QUE SE QUIERE DECIR: EL


T E M A .......................................................................................... 60
4.1. Texto incompleto.............................................................. 61
4.2. Complicidad ideológica.................................................. 65
4.3. Palabras clave.................................................................... 68
4.4. El juego de fa ro l................................................................ 72

5. CADA COSA EN SU SITIO: LA ESTRU C TUR A ............ 75


5.1. N arraciones....................................................................... 76
5.1.1. Fragmentos narrativos...................................... 76
5.1.2. Fragmentos descriptivos.................................. 80
5.1.3. Relatos breves................................................... 82
5.1.4. Audacias de la novela contemporánea.......... 88
5.2. Textos poéticos............. .................................................... 91
5.2.1. Esquemas de reiteración.................................. 94
5.2.2. Esquemas de contraste..................................... 98
5.2.3. Monólogos, diálogos, divagaciones............... 101
5.2.4. Del yo al nosotros y a la inversa.................... 104

6. CUESTIÓN DE ESTILO: JUEGO DE PALABRAS.......... 106


6.1. El plano sonoro................................................................ 108
6.1.1. El ritmo en el verso.......................................... 108
índice H

Págs.

6.1.2. La aliteración..................................................... 112


6.1.3. La onomatopeya y otros juegos fonéticos...... 114
6.2. El plano del significado.................................................. 116
6.2.1. Selección del lé x ic o ........................................... 116
6.2.2. La m etáfora......................................................... 118
6.2.3. La hipérbole........................................................ 120
6.2.4. Antítesis y paradojas.......................................... 122
6.2.5. Ironía y parodia.................................................. 126
6.3. El orden de las palab ras................................................. 132
6.3.1. A vueltas con el adjetivo................................... 132
6.3.2. El ritmo sintáctico.............................................. 136

7. QUIÉN HABLA: LA FUNCIÓN DEL NARRADOR......... 144


7.1. Narrador en primera persona.......................................... 145
7.2. Narrador en tercera persona........................................... 148
7.3. Otros puntos de vista....................................................... 153
7.3.1. Narrador en segunda persona............................ 153
Ί.3.2. Confluencia de perspectivas............................. 154
7.4. Maneras de m ira r............................................................. 156
7.4.1. La realidad degradada......................... ;............ 157
7.4.2. La realidad empequeñecida.............................. 159
7.4.3. La realidad m itificada...................................... 161

8. UNA VISITA A LOS PER SO N A JES.................................... 164


8.1. Tipos de personajes.......................................................... 165
8.1.1. El protagonista.................................................... 165
8.1.2. Los secundarios.................................................. 167
8.1.3. Tipos y caracteres.....................;........................ 168
8.2. Formas de presentar el personaje................................... 169
8.2.1. El retrato............................................................. 170
8.2.2. El personaje en a cció n ..................................... 173
8.2.3. El estudio psicológico del personaje.............. 176
12 Cómo leer textos literarios

PágS.

9. UN APARTE CON EL TEA TRO............................................ 183


9.1. El diálogo......................................................................... 184
9.2. Los personajes.................................................................. 189

T er c er a parte

EL TEXTO EN SU ÉPOCA Y EN LA POSTERIDAD

10. EL TEXTO DESDE FUERA: LA SITUACIÓN................. 195


10.1. Factores biográficos................................................... 197
10.2. Factores sociohistóricos............................................ 200
10.3. Factores estéticos....................................................... 206

11. LA LITERATURA COMO «MOSAICO DE CITAS» ...... 208


11.1. De tópicos y reescrituras.......................................... 211
11.2. Viaje a través de un tópico........................................ 214

FINAL............. ..................................................................................... 225

B ib l io g r a f ía ..................................................................................... 227

ÍNDICE DE AUTORES CITADOS........................................................... 231


NOTA PREVIA

Se dice que vivimos una época propicia para los escépticos: cre­
cen a la sombra de una sociedad de consumo que ha convertido en
espectáculo la vida cotidiana y amenaza la existencia misma de la
intimidad. Mirando ese espectáculo, se diría que lo literario es cosa
de profesores desorientados, intelectuales pesimistas y escritores que
salen en televisión y andan a la greña en los periódicos, buscando
cada cual en ojo ajeno la paja que es viga en el propio. Se habla
demasiado de demasiados aspectos relacionados con la literatura (su
enseñanza, su conexión con el poder, su naturaleza estética, su
dependencia del mercado...) y a veces se olvida que nada importa
más que la íntima relación entre un libro y un lector.
Estas páginas se ocupan del texto literario pensando en quienes
se acercan a él sin otra pretensión que la de leer y entender. De modo
que, si la expresión se permite, es un libro que trata de una literatura
en zapatillas, de andar por casa.

* * *

Según el dicho, hay viajes para los que no hacen falta alforjas. Los
viajes que merecen la pena, en cambio, hay que emprenderlos bien
equipados. Entre éstos está el viaje solitario y apasionante de la lectu­
ra. Leer es embarcarse en una aventura sin billete de vuelta a plazo
fijo: uno se echa a andar por el camino del suspense, o del amor, o de
la tragedia y no sabe qué puerto alcanzará con su carga de emociones
14 Cómo leer textos literarios

nuevas. En todo caso, y para llegar lo más lejos posible, es bueno dis­
poner de ciertos recursos: los que conforman el equipaje del lector.
Éste es un libro dirigido a los lectores faltos de información y lige­
ros de equipaje. Sus páginas tratan de orientar a quienes no están acos­
tumbrados a hacer la maleta y a quienes no saben qué poner dentro de
ella. Dicho más llanamente: aspira a ayudar a los lectores poco expertos.
Por eso no es un tratado técnico: se detiene en la explicación pormenori­
zada de ciertas cuestiones básicas, de las que no siempre se ha hablado
con el detalle y la claridad suficientes para ponerlas al alcance de todos.
El volumen tiene tres partes. En la primera se reflexiona sobre
algunas circustancias socioculturales que rodean al texto y sobre la
relación entre literatura y realidad, se analizan las peculiaridades de
la lengua literaria y se advierte sobre determinados prejuicios que
dificultan la lectura creadora. En la segunda parte se recorre la geo­
grafía del texto literario: se habla de los artificios estéticos más fre­
cuentes, de cómo se descubren y de qué influencia tienen sobre el
significado textual. La tercera parte, en fin, señala algunas líneas de
estudio para quienes se interesan por la dimensión histórica de la lite­
ratura, que es un producto de época y también un mosaico de citas.
Pero no se encontrarán aquí recetas o fórmulas mágicas que pue­
dan aplicarse indiscriminadamente. En ese sentido, nuestra preten­
sión de mostrar cómo leer textos literarios debe matizarse, de inme­
diato, con la advertencia de que los textos son siempre diferentes,
distintos, irrepetibles; y cada lector, también. Sería, pues, vano el
intento de servir café para todos: señalamos caminos, abrimos pers­
pectivas de análisis, ofrecemos pistas y desvelamos procedimientos,
temas y recursos que se repiten con frecuencia y que el lector tiene
muchas posibilidades de encontrar.
Lo demás corre a cargo de cada uno. Afortunadamente. La radical
intimidad de la experiencia lectora produce una satisfacción tal que
asegura la pervivencia de los libros por encima de todo mal augurio.
Mientras quede un solo lector, habrá literatura, no se romperá el hilo
invisible que nos une, traspasando las fronteras del tiempo, de las len­
guas y de las creencias, con el primer poeta. Con el primer hombre.

Madrid, Día del Libro, 1996


PRIMERA PARTE

El lector ante el texto

Toda creación transforma las circustancias persona­


les o sociales en obras insólitas. El hombre es el olmo
que da siempre peras increíbles.

OCTAVIO P a z : Las peras del olmo

1. LA ESCRITURA Y SUS ALEDAÑOS

1.1. R e a l id a d y lit e r a t u r a

Llamamos literatura al conjunto de obras escritas o trasmitidas


oralmente que la tradición considera dignas de aprecio artístico. En
sus páginas están contenidas la biografía íntima y la memoria de la
hum anidad. Nada más real, pues, que la literatura, «una defensa
contra las ofensas de la vida» en palabras del poeta italiano Cesare
Pavese.
Claro que, para evitar equívocos, conviene que aclaremos el sen­
tido que tiene el término realidad. La tendencia a aplicarlo sólo a lo
aparente y externo, a lo que se ve y se sufre o se disfruta directamen­
te, reduce sin necesidad su significado: la realidad está también en lo
que el hombre desea, lo que sueña, lo que quisiera poseer, lo que se
deja en el camino y lo que quién sabe si le espera al volver de una
esquina. Y cuántas veces esa otra realidad termina por revelarse más
trascendente que la única que creemos tener.
En el discurso pronunciado al recibir un premio literario, el nove­
lista español Javier Marías justificaba la necesidad de la literatura (de
escribirla y de leerla) por estar inmersa en ese ámbito interior al que
no siempre prestamos la atención que merece:
16 Cómo leer textos literarios

Cuando se habla de la vida de un hombre o de una mujer, cuando


se hace recapitulación o resumen, cuando se relata su historia o su
biografía, sea en un diccionario, o en una enciclopedia o en una cróni­
ca o charlando entre amigos, se suele relatar lo que esa persona llevó
a cabo y lo que le pasó efectivamente. Todos tenemos en el fondo la
misma tendencia, es decir, a irnos viendo en las diferentes etapas de
nuestra vida como el resultado y el compendio de lo que nos ha ocu­
rrido y de lo que hemos logrado y de lo que hemos realizado, como si
fuera tan sólo eso lo que conforma nuestra existencia. Y olvidamos
casi siempre que las vidas de las personas no son sólo eso: cada tra­
yectoria se compone también de nuestras pérdidas y nuestros desper­
dicios, de nuestras omisiones y nuestros deseos incumplidos, de lo
que una vez dejamos de lado o no elegimos o no alcanzamos, de las
numerosas posibilidades que en su mayoría no llegaron a realizarse
— todas menos una, a la postre— , de nuestras vacilaciones y nuestras
ensoñaciones, de los proyectos frustrados y los anhelos falsos o
tibios, de los miedos que nos paralizaron, de lo que abadonamos o
nos abandonó a nosotros. Las personas tal vez consistimos, en suma,
tanto en lo que somos como en lo que no hemos sido, tanto en lo
comprobable y cuantificable y recordable como en lo más incierto,
indeciso y difuminado; quizá estamos hechos en igual medida de lo
que fue y de lo que pudo ser.
• Y me atrevo a pensar que es precisamente la ficción la que nos
cuenta eso, o mejor dicho, la que nos sirve de recordatorio de esa
dimensión que solemos dejar de lado a la hora de relatamos y expli­
carnos a nosotros mismos.

[Javier M a r ía s : «L o que no sucede y sucede»,


en El País, 12 de agosto de 1995]

Vista así, la literatura resulta ser un m étodo de indagación y


conocimiento. El trabajo del artista empeñado en esa tarea inmensa
queda definido con las palabras de otro escritor, el poeta José Ángel
Valente (el término poesía debe entenderse aquí en su sentido más
amplio, como equivalente a creación artística en general):

Lo dado, lo experimentado, la experiencia, puede conocerse de


modo analítico, estudiando su carácter y origen e incluyéndolo en un
mecanismo total cuyas leyes cumple o permite establecer (conocí-
El lector ante el texto 17

miento científico). Lo que el científico trata de fijar en la experiencia


es lo que hay en ella de repetible, lo que puede capacitarle para repro­
ducir una cadena determinada de experiencias a fin de obtener un
determinado tipo de efectos previsibles. Pero la experiencia puede ser
conocida en su particular unicidad, en su compleja síntesis (conoci­
miento poético). Al poeta no le interesa lo que la experiencia pueda
revelar de constante sujeta a unas leyes, sino su carácter único, no
legislable, es decir, lo que hay en ella de irrepetible y fugaz [...]
El hombre, sujeto de la compleja síntesis de la experiencia, queda
envuelto en ella. La experiencia es tumultuosa, riquísima y, en su ple­
nitud, superior a quien la protagoniza. En gran parte, en parte enorme,
rebasa la conciencia de éste. Sabido es que los grandes (felices o
terribles) acontecimientos de la vida pasan, suele decirse, «casi sin
que nos demos cuenta». Precisamentre sobre ese inmenso campo de
realidad experimentada pero no conocida opera la poesía. Por eso
toda poesía es, ante todo, un gran caer en la cuenta.

[José Á ng el V alente : Las palabras de la tribu,


Siglo XXI, Madrid, 1971, págs. 5-6]

Ahora bien: la poesía, la literatura, no siempre muestra en primer


plano los lazos que la atan estrechamente a la realidad; más aún, no
lo hace casi nunca. De ahí que la lectura atenta y rigurosa se convier­
ta tam bién en un caer en la cuenta del verdadero significado del
texto, un descubrimiento de la capacidad del creador para explicar­
nos el mundo.
Sucede que el texto literario nos llega como obra acabada y en él
se ha producido ya una trasformación de las cosas, a cuyo proceso no
nos es posible asistir: la realidad visible se ha difuminado, convertida
en realidad poética. Cualquier lector sabe que en el texto el mundo no
aparece como estamos acostumbrados a verlo. Y sin embargo, está:

La realidad es indispensable al poeta, pero en sí sola no es sufi­


ciente. Lo real es crudo. El mundo es una posibilidad, pero es incom­
pleto y perfectible [...] El poeta tiene que revisar, confirmar y aprobar
la realidad. Y el poeta la confirma o recrea por medio de la palabra,
con sólo ponerla en palabras [...] Es erróneo decir que el poeta no
vive en la realidad: vive en ella más que nadie, más que el banquero o
el médico. Le duele más porque él es particularmente sensible a ella.
18 Cómo leer textos literarios

El poeta se nutre de realidad, lo mismo que el cuerpo humano de aire:


el hombre respira el aire, no podría vivir sin él, y lo mismo le pasa al
poeta con la realidad. Se trata aquí de dos realidades existentes: ¿en
qué forma operan? El poeta absorbe la realidad, pero, al absorberla,
reacciona contra ella; lo mismo que el aire se exhala después de pasar
por una transformación química en los pulmones, la realidad vuelve
también al mundo transformada, en parte, por la operación poética.
[Pedro S a l in a s : «La reproducción de la realidad»,
en Ensayos completos, I, Taurus, Madrid, 1983, pág. 191]

Recapitulemos: en el empeño de perfeccionar y transformar la


realidad (el afán más humano que existe; si se prefiere, es el empeño
que nos hace hum anos), el creador se convierte en artífice de un
mundo nuevo. En él, la experiencia no está sometida a leyes consta­
ta b a s — eso sólo sucede en la vida que aparentemente vivimos y
contamos— , sino que está sujeta a normas artísticas; esto no debe
olvidarse si no se quiere cometer el error de confundir realidad expe­
rimental con realidad literaria: la primera es objetiva, precisa, conta­
ble; la segunda es inaprensible y sugerente.
En ese mundo nuevo se guardan las opciones que no tomamos,
los amores que no disfrutamos, las aventuras en las que no participa­
mos... Es, en suma, el depositario de lo que, por no haber sido, nos
ha hecho como somos. Por eso al leer un libro caemos en la cuenta
de que en ese espacio recreado, devuelto a la apariencia por obra del
poeta, están los datos que tantas veces echamos en falta cuando trata­
mos de entendernos mejor a nosotros mismos.
En fin: si la literatura está en la raíz misma de lo real, leer y
escribir no pueden ser sino tareas de primera necesidad.

1.2. LITERATURA Y CULTURA

La historia de la literatura pone a nuestro alcance autores y obras


fundamentales para entender mejor la identidad de un país. Porque,
entre los rasgos que definen la cultura de un pueblo (modo de actuar y
de pensar, manera de enfrentarse a la vida, costumbres y tradiciones), a
El lector ante el texto 19

la literatura le cabe un papel destacado: viene a ser un archivo de cuan­


to, a lo largo de los siglos, ha contribuido a modelar el presente.
Cuando hablam os de cultura no nos referim os a una realidad
tínica, definida. Es un término que admite matices, y algunos son
además contradictorios: los españoles tenemos, sin duda, rasgos que
nos caracterizan como colectividad; por otra parte, somos parecidos a
los ciudadanos de muchos otros países, con quienes compartimos
experiencias, y, al mismo tiempo, ciertas notas relevantes distinguen,
sin salir de España, a los habitantes de unas regiones y otras. ¿De qué
hablamos, entonces, cuando hablamos de cultura? De las tres cosas;
pero conviene tener presente que la buena salud cultural se aviene
mal con cualquier afán exclusivista.
Las identidades regionales, incluso las locales, si las hay, no son
sino variaciones más o m enos peculiares de una gran realid ad
comiín: la que integramos, al borde del siglo xxi, quienes pertenece­
mos a la llamada cultura occidental. Ya no cabe ser otra cosa que ciu­
dadanos del mundo, por más que encontremos a veces dificultades
para dejar de ser provincianos. Pues bien: de todo ese conjunto de
similitudes y diferencias da testimonio la historia de los libros.
Conocer nuestra literatura sirve tanto para reafirmarnos en lo que
nos singulariza como para reconocernos unidos a tantos otros, más
allá de toda frontera. Compartimos un entramado de ficciones seme­
jantes, en las que la humanidad ha ido dejando el testimonio no sólo
de lo que ha sido, sino también de lo que hubiera querido ser. La lite­
ratura es un seno gigantesco al que lectores y escritores estamos uni­
dos por el cordón umbilical de la imaginación, cosa que sabemos
todos desde que en nuestra niñez nos fascinaron los cuentos:

Es curioso que este oficio de contar cuentos sea uno de los más
viejos del mundo, si no el más, como si la necesidad de fabulación
del hombre hubiera nacido con él, como si en el mismo instante en
que adquiere conciencia de la realidad, necesitara salirse de ella,
situarse a distancia, quizá comprenderla. Los historiadores de las reli­
giones tienen en los cuentos una copiosa fuente de información, suje­
ta a las más variadas interpretaciones. Y sean cuales fueren las con­
clusiones a las que lleguen, el punto de partida parece indiscutible: al
hombre no le basta la vida. Nunca le ha bastado [...]
20 Cómo leer textos literarios

Cada vez que un contador de cuentos toma la palabra parece que


el mundo parte de cero, y su auditorio se instala en la ignorancia para,
al ir escuchando, ir aprendiendo, ir entendiendo. Ciertamente, el con­
tador de cuentos tiene en ese momento el mundo en sus manos. La
realidad se va esfumando mientras él desarrolla el relato y ofrece esa
otra realidad donde se producen hechos extraordinarios, donde, casi
siempre, se rompen las fronteras del tiempo y se superan las limita­
ciones de la vida, porque el objetivo máximo, la meta del cuento, es
alcanzar la inmortalidad. Acaso la necesidad de fabulación del hom­
bre sea más fuerte que su necesidad de dar testimonio de la realidad.
Es, desde luego, más antigua.
[S o le d a d P u é r t o la s : La vida oculta ,
Anagrama, Barcelona, 1993, págs. 27-28]

En la literatura está la memoria colectiva, sí. Pero la herencia


cultural se la debemos también a personajes singulares que se ele­
van del conjunto y sobresalen como eminencias. Son figuras que
surgen muy de tiempo en tiempo y que son capaces de expresarse en
nombre de todos; faros que alumbran el camino de la colectividad;
los clásicos.
En un mundo como el nuestro, tan devoto de la modernidad, tan
fanático de las novedades, un prejuicio nos hace ver a los clásicos
como seres lejanos y ajenos. Muchas personas creen que un escritor
contemporáneo ha de estar, por fuerza, más próximo a sus intereses;
pero esa creencia ignora que nada se nos acerca tanto como aquello
que nos toca íntimamente. Y eso no depende del tiempo sino de la
capacidad de un escritor para ponerse a nuestro lado. O para llevar­
nos al suyo.
No es posible leer El Quijote o La Celestina, ahora mismo, sin
sentirse aludido, señalado, descubierto hasta la desnudez por sus
autores. No importa cuándo vivieron: su contemporaneidad se renue­
va a cada instante, con cada nueva generación de lectores, porque
supieron atrapar en sus obras lo que en los humanos hay de perma­
nente: generosidad y miedo, esperanza y abatimiento, amor y odio,
mezquindad y nobleza... Los clásicos no son sólo buenos compañe­
ros de viaje: son amistades imprescindibles.
EI lector ante el texto 21

¿Qué es un autor clásico? Un autor clásico es un reflejo de nues­


tra sensibilidad moderna. La paradoja tiene su explicación: Un autor
clásico no será nada, es decir, no será clásico, si no refleja nuestra
sensibilidad. Nos vemos en los clásicos a nosotros mismos. Por eso
los clásicos evolucionan", evolucionan según cambia y evoluciona la
sensibilidad de las generaciones. Complemento de la anterior defini­
ción: Un autor clásico es un autor que siempre se está formando. No
han escrito las obras clásicas sus autores; las va escribiendo la poste­
ridad. No ha escrito Cervantes el Quijote, ni Garcilaso las Églogas, ni
Quevedo los Sueños. El Quijote, las Églogas, los Sueños los han ido
escribiendo los diversos hombres que, a lo largo del tiempo, han ido
viendo reflejada en esas obras su sensibilidad. Cuanto más se presta
al cambio, tanto más vital es la obra clásica.

[A z o r Ín : Lecturas españolas,
Espasa Calpe, col. Austral, Madrid, 1964, pág. 12]

1.3. L iter a tu r a y t r a d ic ió n

Lo ha dicho el novelista argentino Ernesto Sábato de m anera


exacta: un creador·, «es un hombre que en algo “perfectamente” cono­
cido encuentra aspectos desconocidos». Obsérvese bien: la tarea del
escritor es encontrar una forma diferente de mirar lo ya conocido.
En efecto, la literatura es posible porque se genera en un marco
de experiencias, ideas y formas heredadas que constituyen la tradi­
ción. Un acto de creación absoluta, desligado de toda referencia, es
impensable. Otra cosa es que el escritor deba dejar en su obra un
sello peculiar: ese aire personal que trasluce todo producto artístico:
la originalidad.
El concepto de originalidad, tal como hoy lo entendemos, es
reciente: nació con los románticos, a principios del siglo X IX , como
fruto del orgullo artístico y del deseo de alejarse de cualquier mode­
lo. En cambio, para un hombre del Renacimiento, por ejemplo, el
artista era más virtuoso cuanto más lograba acercarse a sus modelos;
llevada esa idea al extremo, se conoce el caso de algún escultor que
enterró su obra para poder descubrirla en una excavación y presen­
tarla como antigüedad romana...
22 Cómo leer textos literarios

Más allá de los cambios de sensibilidad, antes y después del


Romanticismo, la literatura se ha insertado siempre en una tradición
consolidada. Lo prueba la existencia de tópicos: temas, ideas o ele­
mentos que se repiten hasta convertirse en lugares comunes. Muchos
de ellos han sobrevivido a los siglos y las revoluciones estéticas: «la
vida como sueño», «la fugacidad del tiempo», la existencia como
«río que va a dar en la mar del morir», la búsqueda de una «vida
sosegada en contacto con la naturaleza»... son enunciados de temas
constantes en la literatura española y occidental. Dibujan lazos que
nos unen con el pasado, contribuyen a desvelar el presente y definen
la tarea del creador: acrecentar el patrimonio heredado con su aporta­
ción personal:

En toda expresión poética, en toda obra literaria y artística, se com­


binan dos elementos contradictorios: tradición y novedad. El poeta que
sólo se atuviese a la tradición podría crear una obra que de momento
sedujese a sus contemporáneos, pero que no resistiría al paso del tiem­
po; el poeta que sólo se atuviese a la novedad podría igualmente crear
una obra, por caprichosa y errática que fuese, que tampoco dejaría en
ciertas circustancias de atraer a sus contemporáneos, aunque tampoco
resistiría al paso del tiempo. Es necesario que el poeta, haciendo suya la
tradición, vivificándola en él mismo, la modifique según la experiencia
que le depara su propio existir, en el cual entra la novedad, y así se
combinan ambos elementos. Hay épocas en que el elemento tradicional
es más fuerte que la novedad, y son épocas académicas; hay otras en
que la novedad es más fuerte que la tradición, y son épocas modernis­
tas. Pero sólo por la vivificación de la tradición al contacto de la nove­
dad, pueden surgir obras que sobrevivan a su época.
[Luis C ernuda: Estudios sobre poesía española contemporánea,
Guadarrama, Madrid, 1975, pág. 11]

De estas cuestiones nos ocuparemos en el capítulo 11. Añadamos


ahora que, entre los elementos que conforman la tradición, ninguno
es tan poderoso, tan vivificador como la lengua, que es, al decir de
Octavio Paz, la única patria del escritor.
La literatura no dispone de otro instrumento de trabajo. A través
del idioma, el creador se vincula con quienes fueron conformándolo a
El lector ante el texto 23

lo largo del tiempo, y en primer lugar con los clásicos. Caja de reso­
nancia en que confluyen todas las voces, el genio de la lengua dice
cómo somos y de dónde venimos y nos comunica dudas y certezas,
hábitos y formas de analizar la realidad: eso que constituye una deter­
minada visión del mundo. La herencia lingüística es tan importante
que ha llegado a considerarse como la verdadera sangre del creador:

La tradición, para el escritor, no consiste tanto en un repertorio de


ideas, creencias, sentires y «géneros literarios», cuanto en el «color»,
en la fisonomía de esa lengua con que se las arregla (no en el plano
gramatical y fonético, que es neutral, sino en el nivel estilístico, en el
uso establecido). Las palabras, melodías, ritmos, tonos, giros retóri­
cos y repertorios de imágenes que elegirá si usar o no usar, no se le
ofrecen simplemente como algo vigente en su comunidad social, sino,
con resonancia desde lejos, como algo vigente entre los demás escri­
tores — de los cuales los contemporáneos son sólo una parte, y no
siempre la más importante.
La «tradición», pues, es el modo como el escritor encuentra que
se le aparece su propia lengua — insisto, no como sintaxis y sonido,
sino como costumbres de empleo— , con determinadas ofertas y m ise­
rias, con peculiares facilidades y dificultades, con modelos y vacíos.

[José M a ría V a lv erd e: La literatura, Montesinos,


Barcelona, 1982, págs. 65-66]

1.4. P a r a q u ié n se e sc r ib e

Una vieja discusión plantea si la literatura ha de ponerse al alcance


de la mayoría o si es, por su condición, necesariamente minoritaria.
Las opiniones se han expresado a veces con mucha contundencia: el
poeta Juan Ramón Jiménez colocó al frente de alguno de sus libros
este lema: «A la minoría, siempre»; años después, otro poeta, Blas de
Otero, le replicó hablando de «la inmensa mayoría». Entre ambas pos­
turas había casi medio siglo; pero, más que el tiempo, las distanciaban
la perspectiva, la actitud estética y las convicciones personales.
Estamos, pues, ante un problema ideológico. Por otra parte, es
una cuestión ajena al acto mismo de la creación y se suscita en el
24 Cómo leer textos literarios

entorno de la literatura, no en su mismo centro. El escritor escribe


siempre para un receptor múltiple y atemporal, del que, quizá, desta­
ca el perfil de un lector ideal, a su medida. Pero, al analizar el hecho
literario, al teórico se le plantean algunas dudas: esa voz del creador,
adobada de empeño artístico, ¿puede estar al alcance de cualquiera?
¿Debe estarlo? ¿O es inútil pretender que las masas la acepten y la
entiendan?
Antonio Machado tenía, en 1931, una conciencia clara de la tarea
educadora, casi evangélica, del intelectual:

Yo no creo en una próxima edad frígida que excluya la actividad


del poeta. Que el mundo venidero haya de ser, como supone Spen-
gler, el de una civilización fría, puramente intelectualista y técnica,
me parece una afirmación temeraria. Tampoco la aspiración de las
masas hacia el poder y hacia el disfrute de los bienes del espíritu ha
de ser, necesariamente, como muchos suponen, una ola de barbarie
que anegue la cultura y la arruine. No está probado [...] que una difu­
sión de la cultura suponga una ineluctable degradación de la misma.
Difundir la cultura no es repartir un caudal limitado entre los muchos,
para que nadie lo goce por entero, sino despertar las almas dormidas
y acrecentar el número de los capaces de espiritualidad.
Por lo demás, la defensa de la cultura como privilegio de clase,
implica, a mi juicio, defensa inconsciente de lo ruinoso y muerto y,
más que de valores actuales, defensa de prestigios caducados.

[A ntonio M a c h a d o : borrador de su discurso de ingreso


en la Real Academia, en Los complementarios,
Losada, Buenos Aires, 1968, pág. 123]

Vivimos otra época y no parece que la frialdad sea una nota


característica de nuestra civilización. Tampoco cabe hablar de masas
ignorantes; pero una serie de circunstancias han ido provocando el
descrédito de la literatura: una enseñanza poco atractiva, un rechazo
social por lo que carece de utilidad inmediata para el consumo, una
tendencia a la comodidad... La literatura, la buena literatura, es apta
para todos los públicos, pero no siempre los públicos están dispues­
tos a aceptarla. Asediados por ofertas innumerables y seductoras, los
ciudadanos no muestran hoy especial predilección por los textos lite-
EI lector ante el texto 25

rarios. Les resulta más cóm odo dejarse fascinar por la im agen o
engancharse a una de esas historias esquemáticas y previsibles que
caracterizan a los libros de gran tirada, confeccionados para el éxito,
y que alguien ha dicho que integran una literatura del prét a porter.
¿Significa eso que la buena literatura ha de ser un fenómeno de
minorías? No lo creemos. Y, en todo caso, ofrece un saludable refu­
gio para el hombre contemporáneo. Si el lector quiere, nada más fácil
que recuperar la inocencia perdida: un libro abierto en la tranquilidad
de una tarde cualquiera desmiente todos los prejuicios. Nos habla
directamente, sin más intermediario que la imaginación, de cosas que
nos conciernen. El escritor, en ese momento, escribe exclusivamente
para nosotros.
Esa escena íntima dibuja el único escenario seguro para la tras­
cendencia del texto literario. En ocasiones, intelectuales y escritores,
animados por nobles empeños revolucionarios, han creído que la lite­
ratu ra podía cam biar la sociedad; puede que algunas personas
todavía lo crean, desafiando todo escepticismo. Pero si es difícil que
los libros modifiquen la organización de toda una colectividad, sí
pueden trasformar a un lector solitario que, una tarde cualquiera, se
siente íntimamente aludido por un verso exacto, por un relato m iste­
rioso o por una vibrante réplica teatral.

1.5. LA LITERATURA COMO NECESIDAD

«La literatura es el único medio de proyección personal del hom ­


bre», ha escrito el filósofo Julián Marías. Se proyecta el lector, desde
luego, pero, en primer lugar, ese vertido de intimidad alude al escri­
tor. Por eso se habla en ocasiones del proceso creador como un acto
de máxima tensión, de vaciado, que extenúa.
Como lectores, nos interesa más el producto que recibimos. Ante
él podemos hacernos muchas preguntas; una de las imprescindibles
es ésta: ¿qué deja de sí mismo el creador en aquello que escribe? ¿Y
dónde? ¿En cada página, en sus personajes, sólo en las apreciaciones
del narrador...? Sin duda, el escritor se deja en el texto una parte
importante de lo que es y de lo que desearía ser (muchos pensadores,
26 Cómo leer textos literarios

Unamuno entre otros, han dicho que eso, lo que desearíamos, es lo


que verdaderamente somos). Pero no lo deja tanto en la superficie de
las historias que cuenta o en los rasgos aparentes de sus criaturas
como en el sustrato que lo sostiene todo.
Digamos que en el texto literario hay dos niveles de edificación:
el más inmediato, el que los lectores percibimos al pronto, y otro más
profundo, equivalente a los cimientos, donde residen las conviccio­
nes que sustentan y explican la obra artística: es ahí donde, de veras,
está el creador. Por eso pudo decir el novelista francés Gustave Flau­
bert, preguntado sobre el posible modelo real de su criatura de fic­
ción Emma Bovary: «Madame Bovary soy yo.» Tenía toda la razón.
El escritor no hace sino perseguir su realidad más íntima, hasta
para él mismo desconocida, en todo lo que escribe. Así considerada,
la obra literaria es un proyecto, una búsqueda, aun cuando parezca
hablar de realidades alejadas de la persona, imaginarias e imposibles:
el creador siempre se busca entre la niebla y la duda. Jorge Luis Bor­
ges, escritor argentino, plasmó esa convicción en esta breve pero fas­
cinante historia:

Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de


los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de
montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de
instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de
morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen
de su cara.

[J. L. B orges : Obras completas, vol. II,


Círculo de lectores, Barcelona, 1992, pág. 451]

Esa dimensión íntima y egocéntrica del texto literario es, paradó­


jicamente, la que le confiere la capacidad de implicar al lector: es
una realidad tan profundam ente enraizada en lo hum ano que no
puede ser ajena a nadie; es un puente que se tiende hacia el conoci­
miento y también hacia el placer compartido:

No es verdad, pues, que se escriba para sí mismo: sería el mayor


de los fracasos; al proyectar las emociones sobre el papel, apenas se
El lector ante el texto 27

lograría procurarles una lánguida prolongación. El acto creador no es


más que un momento incompleto y abstracto de la producción de una
obra; si el autor fuera el único hombre existente, por mucho que escri­
biera, jamás su obra vería la luz como objeto; no habría más remedio
que dejar la pluma o desesperarse. Pero la operación de escribir supo­
ne la de leer como su correlativo dialéctico y estos dos actos conexos
necesitan dos agentes distintos. Lo que hará surgir ese objeto concreto
e imaginario, que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del
autor y del lector. Sólo hay arte por y para los demás.
[Je a n P a ul S artre : ¿Qué es la literatura?,
Losada, Buenos Aires, 1967, pág. 68]

LA LITERATURA Y EL LECTOR

Esa busca de apartamiento, cuando llega el momento de la lectura,


en algo se toca con el impulso que lleva a los enamorados hacia las
soledades para sus pláticas. El lector se recrea con el libro; pero para
eso tiene que re-crearlo él. Anatole France decía que en fin de cuentas
un libro tiene tantos ejemplares como lectores; aludía a ese acto de
mutua posesión y entrega incluso en la lectura profunda. Va el leer
mejor más allá del enterarse, del entender, del disfrutar: es recibir y
vivirse reviviendo. Y así el creador del libro se siente seguido en los
siglos por un largo séquito de recreados y recreadores, participantes
todos en la faena de mantener la obra en vida. Es probable que así
como el agua del Ganges o del Amazonas no ha parado de correr,
desde su origen, haya habido ciertos libros que no dejaron de ser leídos
ni un solo día, desde que se escribieron, por ojos humanos tras ojos
humanos, en los lugares más distanciados de la tierra. Que en estos
momentos haya alguien que reviva a Helena en su Troya, a Fausto en
su laboratorio, a Emma B ovary en su provincia, y haciéndolo, se con­
vierta momentáneamente en una onda de esos enormes caudales alum­
brados por Homero, Goethe o Flaubert, la vida incesante del libro,
misión encargada a sus lectores sucesivos. Para mí, si el lector se incli­
na a retraerse cuando va a leer, es porque se siente encaminado a un
acto de amorosa comunicación, al que conviene cierto recato.

[P edro S a l in a s : El defensor,
Alianza Editorial, Madrid, 1983, pág. 191]
28 Cómo leer textos literarios

Retengamos una idea, sobre la que volveremos más adelante: leer


es re-crear. No es lector quien se contenta con descifrar unos signos y
captar un mensaje ajeno sin poner nada de sí para solidarizarse con
él, rechazarlo o matizarlo y, sobre todo, para relacionarlo con su pro­
pia experiencia y con sus saberes anteriores a la lectura. Leer es un
proceso de ida y vuelta porque la escritura es una pregunta constante
que exige constantes respuestas por parte de quien lee. Sólo si se da
tal circustancia puede producirse ese acto de comunicación denso,
rico, emotivo, que Pedro Salinas tilda de acto amoroso.
Cuando el lector se enfrenta con el libro, decimos, tiene el privi­
legio de recrearlo. Ello asegura la pervivencia de la literatura y expli­
ca, por ejemplo, que El Quijote siga dando lugar a nuevas interpreta­
ciones tras una ingente cantidad de estudios dedicados a interpretar­
lo. Se ha dicho que, si bien la escritura finaliza cuando el escritor
abandona la plum a (habrá que ir pensando en decir el teclado del
ordenador), la literatura no hace sino em pezar entonces: cuando
comienza la lectura. Que es, como sabemos, una actividad capaz de
colocarnos a la altura del creador: uno de los más altos destinos que
pueden ofrecérsenos, pues es oficio de dioses.
Además, la lectura es una herramienta que contribuye a vertebrar
la sociedad alrededor de una experiencia común. Si los miembros de
un grupo tienen lecturas comunes (lo que sucederá siempre que exis­
tan lectores, pues es seguro que hallarán espacios para la coinciden­
cia), se encontrarán en un mundo de referencias compartidas. Eso
permite desde llenar la conversación de sobrentendidos y alusiones
(citar unos versos, mencionar a grandes personajes o decirle a un
amigo «cada vez creo menos en eso de que cualquier tiempo pasado
fu e mejor»), hasta sentirse amparados por las ideas, creencias, aspira­
ciones, etc., que constituyen la riqueza espiritual de una sociedad. En
suma, leer es una actividad que favorece la concordia y la solida­
ridad.
Ahora bien, para participar de esa experiencia decisiva, el lector
necesita recursos, saberes técnicos, costumbres y hábitos; es decir,
debe contar con un buen equipaje. Para que nada se interponga entre
el lector y el libro, estas páginas se ofrecen como intermediario por
un momento, en tanto se hace posible ese apartamiento amoroso del
EI lector ante el texto 29

que hablaba el poeta para salir de uno mismo y entrar en contacto


con quienes nos hablan desde lejos:

La escritura representa la posibilidad de oír otra voz que no sea la


propia, o la del otro que, desde el mismo presente, nos habla. La escri­
tura es, pues, la presencia de otro pasado que no es el propio, un pasado
que no sólo puede tener la misma dimensión que el nuestro, sino que,
como historia, llega infinitamente más lejos. Y ese pasado histórico, o
sea, ese pasado sin otra sujeción al presente que las letras que lo «trans­
criben», es una vez más la ruptura de los límites de nuestro propio
tiempo y la ruptura de la monotonía de nuestro propio lenguaje.
No habría escritura que pudiese aglutinar la experiencia de la que
es símbolo, sin ese lector que es, en lo más personal de su ser, un len­
guaje; pero tampoco habría lector si éste no supiese romper el cerco de
su mundo personal con las voces que, a través de las letras, le llegan.
[E m ilio L le d ó : El surco del tiempo ,
Círculo de Lectores, Barcelona, 1994, pág. 108]

2. NATURALEZA DE LA LENGUA LITERARIA

2 .1 . L a LENGUA DE TODOS Y LA DE CADA UNO

En la comunicación cotidiana, el hablante acude a su sentido


práctico del idioma. Le importa, sobre todo, trasmitir con claridad
sus ideas o sus sentimientos, aunque no siempre lo consiga. Al hablar
o al escribir, todos centramos nuestra atención en el contenido de
nuestros mensajes. Y tratamos de asegurar que se nos ha entendido:
«¿Queda claro?», «¿Te has enterado?»...
La lengua nos resulta muchas veces insuficiente para decir lo que
querem os. Nos desazona tener que hablar en público porque no
resulta fácil expresarse con eficacia. El idioma es algo muy nuestro,
como la piel, pero lo sentimos con frecuencia extraño. Y nunca ter­
minamos de sabérnoslo.
De lo que todos estamos seguros es de que un idioma no es un
organismo muerto, enterrado en gramáticas, ordenado en dicciona­
rios y sometido a reglas inmutables. En absoluto. Cada hablante es,
30 Cómo leer textos literarios

con más o menos fortuna, un intérprete de la lengua. Cada cual adap­


ta el sistema a sus gustos, necesidades o conveniencias y, lo pretenda
o no, imprime un sello característico a lo que dice o escribe. Cierto
que muchas personas tienen tendencia a ser hablantes gregarios y
emplean sistemáticamente frases hechas, palabras-comodín que tanto
sirven para un roto como para un descosido, expresiones de prestado;
hablan un idioma postizo, como si llevaran un peluquín interior. Pero
ni aun así dejan de hacerse la lengua a su medida: el idioma tiene
vitalidad, precisamente, porque es de todos pero tam bién de cada
uno.
El sentido práctico del idioma no está reñido con el carácter sub­
jetivo con que nos expresam os. Al contrario: es la necesidad de
comunicarnos mejor la que nos lleva a personalizar la lengua, a hacer
que nuestras palabras signifiquen cosas que ni siquiera figuran en el
diccionario y a m anipular todos sus resortes en beneficio propio.
C ualquier conversación está llena de fenóm enos lingüísticos que
muestran la capacidad de iniciativa y la creatividad de los hablantes.
Por ejemplo:

— Acariciam os las palabras cuando pretendem os alcanzar un


deseo, convencer al interlocutor para que nos satisfaga: «¿Me prestas
mil peset illas!»
— Cargamos la mano sobre las palabras para expresar m ejor
nuestro desagrado o nuestro desprecio: «Fulano es un arbitrucho.»
— Sacamos de quicio, exageramos una situación para que nues­
tras palabras resulten expresivas: «Estoy muerto de cansancio.»
— Dam os significados nuevos, personales, a ciertas palabras
habituales, que dejan de serlo cuando nos importa individualizarlas:
«Eres un ángel, reina mía...»

Los hablantes, en suma, no representamos objetivamente la reali­


dad, no hacemos copias exactas de la misma. Si hiciéram os eso,
nuestras relaciones perderían calor, afectividad, pasión; puede que
incluso la comunicación se hiciera imposible. Hablaríamos como un
libro de gramática, convertidos en aburridísimos bichos parlantes.
El lector ante el texto 31

2.2. LA LENGUA LITERARIA

Hemos dicho que la lengua es una y múltiple. Eso sucede porque


la flexibilidad del idioma es incalculable: puede acomodarse a propó­
sitos muy distintos, opuestos incluso, y es capaz de adaptarse a cual­
quier exigencia.
Los grupos profesionales y algunos sectores sociales muy defini­
dos utilizan el idioma con afán de reservarse una parcela del mismo.
La lengua va adquiriendo así tonos característicos según los usos: los
publicitarios investigan las posibilidades de idear mensajes llamati­
vos, capaces de ganarse la voluntad del consumidor; los líderes polí­
ticos emplean el idioma como arma para convencer a los votantes;
ciertos sectores marginados de la sociedad, o deseosos de distinguir­
se de los demás, acuñan un vocabulario peculiar, casi secreto, que los
protege de oídos indiscretos: hablan en su jerga particular...
Cuando el escritor se enfrenta a su tarea, tiene toda la lengua a su
disposición: con las reglas propias de un sistema común y con las
ricas variantes de sus múltiples usos. Pero en la actitud del creador
hay algo que lo distingue de los demás hablantes: utiliza el idioma
con intención estética, no utilitaria. El texto literario no pretende con­
vencer para mover la voluntad en uno u otro sentido o para ganar
adeptos a ciertas ideas: fija nuestra atención sobre las propias pala­
bras, elegidas, entre otras cosas, por su poder de evocación y su
capacidad para sugerir. Nada más ajeno a la literatura que esos m en­
sajes contundentes e inapelables que nos asaltan a diario: se trata de
encontrar la manera de que la escritura pueda penetrar en el mundo
íntimo de cada lector. Es, por decirlo de manera coloquial, un arte de
birlibirloque.

* * *

El uso literario de la lengua se relaciona con el uso cotidiano más


de lo que parece. El escritor intenta emocionar, divertir, sorprender y,
sobre todo, comunicar sentimientos. Igual que nosotros, hablantes de
a pie. La diferencia radica en que el texto literario sabe aprovechar
las posibilidades del idioma para crear un lenguaje cargado de expre­
32 Cómo leer textos literarios

sividad, de matices significativos y sugerencias hasta alcanzar un


grado de comunicación más profundo que el que nosotros logramos
en nuestra vida diaria.
Pero interesa tener presente que la lengua literaria no es en abso­
luto ajena a nosotros. Se sirve de un material que es común, de todos,
y que todos somos capaces de entender. Y ello sucede tanto en los
géneros que podrían parecer menos artificiosos como en el más suje­
to a elaboración estética: la poesía. ¿Hay palabras poéticas y no poé­
ticas? Y si es así, ¿quién les concede la patente de voces literarias?
¿O acaso todo depende del uso que se haga de las palabras? El poeta
español Jorge Guillén ofrece aquí una respuesta:

La poesía no requiere ningún especial lenguaje poético. Ninguna


palabra está de antemano excluida; cualquier giro puede configurar la
frase. Todo depende, en resumen, del contexto. Sólo importa la situa­
ción de cada componente dentro del conjunto, y este valor funcional
es el decisivo. La palabra «rosa» no es más poética que la palabra
«política». Por supuesto, «rosa» huele mejor que «política»: simple
diferencia de calidades reales para el olfato. [...] Belleza no es poesía,
aunque sí muchas veces su aliada. De ahí que haya más versos en que
se acomode «rosa» que «política». A priori, fuera de la página, no
puede adscribirse índole poética a un nombre, a un adjetivo, a un
gerundio. Es probable que «administración» no haya gozado aún de
resonancia lírica. Pero mañana, mañana por la mañana podría ser pro­
ferido poéticamente, con reverencia, con ternura, con ira, con desdén.
«¡Administración!» Bastaría el uso poético, porque sólo es poético el
uso, o sea, la acción efectiva de la palabra dentro del poema: único
organismo real. No hay más que lenguaje de poema: palabras situadas
en un conjunto.

[Jorge G uillen : Lenguaje y poesía,


Alianza Editorial, Madrid, 1972, pág. 195]

Anotemos que lo poético, lo literario si se prefiere, está en el uso


y surge de un contexto en que las palabras funcionan como conjunto
expresivo. Fuera del poema, en consecuencia, no hay palabras (y
tampoco realidades) que en sí mismas sean o dejen de ser poéticas.
Y una nueva observación: el uso de la lengua es la clave principal de
El lector ante el texto 33

la literatura, y no los temas o asuntos que el texto aborde. Idear una


historia está al alcance de muchas más personas que escribirla.

2.2.1. Palabras con eco

El efecto primordial del uso artístico de la lengua es que concede


a la palabra un privilegio del que carece en otros tipos de comunica­
ción más prácticos e inmediatos: la autosuficiencia.
En la lengua usual todo enunciado depende de una realidad extra-
verbal a la que remite: esa referencia permanente hace que nos enten­
damos. Así, si digo «El gato es un animal mamífero», el mensaje
evoca una realidad empírica que asegura la comunicación; sólo falla­
ría si el receptor no conociera el animal mencionado o ignorara qué
es un mamífero.
En cambio, el texto literario crea su propia realidad. No puede
decirse que rompa toda ligazón con el mundo visible, pero éste no
condiciona el contenido ni sirve para explicarlo: «En un lugar de La
Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme»..., palabras con las
que com ienza El Quijote, no es un enunciado que m antenga una
conexión similar a la frase anterior con la realidad extraverbal: yo
puedo conocer La Mancha, pero las palabras citadas no remiten a esa
zona geográfica sino a la peculiar realidad del texto, y sólo dentro de
los límites del texto cobran sentido.
La única realidad del texto es la lingüística, pero en ella se conci­
tan, como veremos, muchas otras realidades. Las palabras adquieren
un valor especial y nos fuerzan a prestarles atención: si en otros casos
son meros instrumentos que representan algo, en la lengua literaria las
palabras valen por lo que son tanto o más que por lo que dicen. De ahí
la autosuficiencia a que nos referíamos antes. Un cuadro comunica por
lo que representa, pero también por el uso que hace de los colores; una
composición musical envía su mensaje gracias a la naturaleza y la
sucesión de los sonidos; una composición literaria reclama nuestra
atención sobre las mismas palabras con las que está hecha.
En la lengua literaria, las palabras tienen la facultad de parecer-
nos siempre recién estrenadas, pues el creador convierte en insólito
34 Cómo leer textos literarios

el lenguaje conocido. Tal sucede en este poema que, aparentemente,


habla de una hum ilde chaqueta de lana... pero que term ina por
sumergirnos en el más insondable misterio de la vida:

Soneto triste para mi última chaqueta


Esta tibia chaqueta rumorosa
que mi cuerpo recoge entre su lana,
se quedará colgada una mañana,
se quedará vacía y silenciosa.

Su delicada tela perezosa


cobijará una sombra fría y vana,
cobijará una ausencia, una lejana
memoria de la vida presurosa.

Conmigo no vendrá, que habré partido,


y entre su mansa lana entretejida
tan sólo dejaré mi propio olvido.

Donde alentara la gozosa vida,


no alentará ni el más pequeño ruido,
sólo una helada sombra dolorida.
[R afael M o rales : Obra poética, Espasa Calpe,
col. Selecciones Austral, Madrid, 1982, pág. 119]

Pero también por la autosuficiencia del texto literario, las pala­


bras adquieren una ambigüedad de la que carecen en otros mensajes.
Al no existir una realidad extraverbal que determine su siginiñcado,
la lengua literaria pierde lógica, gana afectividad y adquiere, en fin,
un valor plurisignificativo que la llena de sugestiones: las palabras
tienen ecos múltiples, resonancias que tocan a cada lector de manera
diferente y que evocan sensaciones en vez de emitir mensajes con­
cretos y precisos. Tal es el secreto del lenguaje figurado propio de la
literatura: un lenguaje para el que puede suceder que dos y dos no
sean cuatro.
Póngase a prueba: intente buscar un sentido a estos versos de
Pablo Neruda, con los que comienza uno de sus veinte poemas de
El lector ante el texto 35

amor... Observe su ambigüedad, asuma el desconcierto que provocan


(¡estamos tan acostumbrados a las rutinas del lenguaje!...), fíjese en
la autocom placencia con que nos m iran esas palab/as... Trate de
entenderlas recurriendo a su experiencia de la realidad y relacionan­
do con ella las sugerencias del poeta:

Para que tú me oigas


mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas.

Un ejemplo más. Vea ahora la estrofa inicial de un soneto de


Jorge Luis Borges, incluido en su libro El hacedor. Los dos últimos
versos aluden delicadam ente a una experiencia com partida por
muchos: el poder evocador de la lluvia, tan vecina de la nostalgia.
¿Será'éste un dato útil para interpretar las palabras del escritor?:

Bruscamente la tarde se ha aclarado


Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.

* >H

Decimos que la literatura es el reino de la ambigüedad y la suge­


rencia; dicho de otra forma, es el ámbito de la máxima expresividad:
el texto puede significar algo distinto para cada lector porque carece
de precisión. Y de ahí (otro privilegio) la longevidad del mensaje
literario, su capacidad maravillosa de mantenerse vivo sobre el paso
de los siglos y de las generaciones de lectores. Ya lo advertimos: es
el arte de birlibirloque.
Ahora bien, lo dicho no impide que un poema, un relato, tengan
intrepretaciones más válidas que otras; no significa que toda ocurren­
cia sirva. En primer lugar, porque la conexión entre el texto y la rea­
lidad empírica se debilita, pero no se rompe; en segundo lugar, por­
que quien escribe maneja creencias, ideas y tópicos compartidos por
36 Cómo leer textos literarios

una comunidad; en tercer lugar, porque los textos tienen marcas for­
males que nos permiten identificarlos dentro de un género, de un
estilo, de una época...
En suma, Ifay una serie de rasgos que nos ayudan a interpretar lo
escrito; y aunque quede siempre una puerta abierta para que cada uno
reciba el mensaje de manera peculiar, hay datos en el texto que no
pueden ignorarse o malinterpretarse sin incurrir en una lectura inge­
nua o disparatada.

2.2.2. De la connotación al símbolo

Un texto no es un mero conjunto de palabras. Comunica con su


sonido, con su apariencia externa, con su estructura. Com unica,
incluso, con lo que no dice. Tiene en cuenta lo que el lector sabe de
antemano y lo incorpora indirectamente. Juega con determinadas alu­
siones que pueden evocar imágenes en el receptor, pues nadie lee con
la mente en blanco. El texto literario es un complejo lingüístico dota­
do de múltiples órganos y capaz de cumplir muchas funciones. Y su
mensaje equívoco se sitúa en el extremo opuesto al de un texto cien­
tífico, cuyo autor se esfuerza por dotarlo de la calidad de inequívoco:
una hipotenusa es una hipotenusa. Siempre.
La lengua común, sin embargo, no es ajena a la ambigüedad: la
subjetividad del hablante, a la que nos referimos más atrás, hace que
las palabras adquieran sentidos peculiares en determinadas circuns­
tancias; la realidad no es una y la manera de verla tiene mucha rela­
ción con las vivencias de cada cual. Por eso las palabras presentan
caras muy diferentes aquí o allá. Es habitual poner ejemplos con tér­
minos como muro, cuyo significado objetivo figura en el diccionario
(tal es su valor denotativo), pero que adquiere significados añadidos
muy distintos cuando lo usan dos albañiles, dos presos o dos estu­
diantes internos en un colegio. La palabra muro cobra así un valor
subjetivo o connotativo.
Pues bien: la lengua literaria, que se aleja de la objetividad como
ninguna otra forma de expresión, es esencialmente connotativa. Ade­
más, los escritores extreman el subjetivismo expresivo y con frecuen­
El lector ante el texto 37

cia otorgan a las palabras connotaciones propias, originales, que las


convierten en símbolos: representaciones de realidades o sensaciones
enteram ente distintas a las habituales, que por eso sorprenden, o
incluso fascinan, al lector.
La presencia de símbolos en un texto literario puede conferirle un
tono tan misterioso y desconcertante como el de este famoso poema
de Rafael Alberti, en el que la ambigüedad resulta extrema. Escritos
poco después de terminada la guerra civil española, son versos que
han dado lugar a intrepretaciones diversas, algunas opuestas; pero
envuelven con su imprecisa belleza a todos los lectores:

Se equivocó la paloma.
Se equivocaba.
Por ir al Norte, fue al Sur.
Creyó que el trigo era agua.
Se equivocaba.
Creyó que el mar era el cielo;
que la noche, la mañana.
Se equivocaba.
Que tu falda era tu blusa;
que tu corazón, su casa.
Se equivocaba.
(Ella se durmió en la orilla.
Tú, en la cumbre de una rama).

[R afael A lberti: Poesía (1924-1967),


Aguilar, Madrid, 1977, págs. 482-483]

¿Qué es, qué significa realmente esa palom a? Porque si la toma­


mos, sin más, por un ave desnaturalizada que ha perdido el sentido
de la orientación, nos quedamos sin poema. ¿Y quién es fií...?
El texto es una muestra clara de que el creador no copia la reali­
dad, sino que la rein venta, por lo que el mundo real es una referencia
insuficiente. Lo curioso és que, aunque produzca perplejidad, el
poema llega y toca al lector: la enigmática paloma de Alberti ha ani­
dado en el corazón de varias generaciones de españoles que han leído
esos versos con desconcertada emoción, seguros de que tras las pala­
bras alienta un no sé qué de inquietante dramatismo.
38 Cómo leer textos literarios

2.2.3. «No le toques ya más...»

En la comunicación habitual es práctica frecuente y necesaria


m odificar, rectificar o aclarar los m ensajes hasta lograr hacerlos
comprensibles. Si nos dirigimos a alguien y no nos entiende, repeti­
mos lo dicho de otra forma, acudimos a palabras distintas, de signifi­
cado similar, para que la comunicación pueda establecerse. En el
caso de la expresión escrita, o extremamos el cuidado en la selección
de términos y en la construcción de las frases, o corremos el riesgo
de que la comunicación fracase: no hay posibilidades de ofrecer acla­
raciones a un lector que no tenemos delante.
Por contra, el poder significativo de la lengua literaria no reside en
la claridad sino en la ambigüedad del mensaje. Se equivocan los lectores
poco expertos cuando se empeñan en traducir a un lenguaje inequívoco,
a términos lógicos, textos inmersos en una expresividad ilógica, domi­
nada por la afectividad. Considere el lector lo que sucedería con el
poema de Alberti si alguien se empeñara en interpretar cada palabra de
acuerdo con la realidad extraverbal: paloma, blusa, casa, rama...
El texto literario es un mensaje cuyos componentes lingüísticos no
pueden sustituirse por otros más cotidianos o familiares: no podemos
alterarlo sin romperlo, no cabe acudir a sinónimos porque las palabras
son las que son (y tras ellas hay a veces muchas horas de búsquedas y
ejercicios de estilo). La mayoría de las leyes que gobiernan un texto
literario están dentro de él, y ni siquiera la gramática puede imponerle
sus límites, como han demostrado muchos creadores.
Hablamos de una cualidad exclusiva del uso estético de la lengua.
Ninguna otra realización lingüística tiene ese carácter de intocable,
ninguna es tan frágil y, a la vez, tan sólida. Cuando los lectores accede­
mos al texto lo encontramos como obra acabada, irreemplazable en
todos sus extremos. Juan Ramón Jiménez, poeta que se pasó la vida
obsesionado por hallar «el nombre exacto de las cosas», explicó muy
bien esa condición intocable del texto que crea una realidad estética;
para él un poema era un ente autónomo, de modo que pudo escribir:

¡No le toques ya más,


que así es la rosa!
El lector ante el texto 39

Observemos que la rosa de que habla el poeta no es la flor que


está en el jardín, sino la que brota en el poema (dice le, no la), pro­
ducto de aquella operación a que aludía Pedro Salinas en un texto ya
comentado: «El poeta absorbe la realidad, pero, al absorberla, reac­
ciona contra ella; lo mismo que el aire se exhala después de pasar por
una transformación química en los pulmones, la realidad vuelve tam­
bién al mundo transformada, en parte, por la operación poética.» El
texto es así para siempre, como así son Las meninas de Velázquez,
tan diferentes de las personas que le sirvieron de modelo, tan autosu-
ficientes en su espléndida realidad artística...
El grado de absorción y trasformación lingüística de la realidad
varía de unos textos a otros: hay escritores que se hacen el firme pro­
pósito de alumbrar un mundo autónomo; pero también los hay que se
esfuerzan por retratar con minuciosidad el entorno. Pues bien: aun
estos últimos elaboran la lengua que usan con cuidado extremo y
ponen a las palabras un vestido diferente, que las aleja de esas otras
cotidianas a las que, según el dicho, se lleva el viento.
Fíjese en el vuelo que toman las palabras en el texto que sigue.
Pío Baroja describe con aparente precisión de fotógrafo un puebleci-
to castellano, que él llama Castro Duro. Pero la verdad es que nos
vemos envueltos en una realidad que sólo está en lo que leemos y
que nadie puede habitar si no es con la imaginación: aunque Castro
Duro figurara en el mapa, no sería así:

Hay una hora en estos pueblos castellanos, adustos y viejos, de


paz y serenidad ideales. Es el comenzar de la mañana. Todavía los
gallos cantan, las campanadas de la iglesia se derraman por el aire y
el sol comienza a penetrar en las calles en ráfagas de luz. La mañana
es un diluvio de claridad que se precipita sobre el pueblo amarillen­
to. [...]
El pueblo se despereza; pasan algunos curas camino de la iglesia;
salen de su casa algunas devotas y comienzan a llegar vendedores y
vendedoras de los pueblecillos próximos. Las campanas hacen ese
tilín talán triste que parece exclusivo de estos pueblos muertos. En la
calle principal los comercios se abren; un muchacho con una pértiga
cuelga las mantas, las alpargatas y las boinas en la portada. Recuas de
mulos se ven delante de los almacenes de trigo; algunos carboneros
40 Cómo leer textos literarios

pasan, vendiendo carbón, y mujeres campesinas llevan del ronzal


borriquillos cargados de cántaros y cazuelas.
Se oyen todos los pregones, todos los ruidos característicos del
pueblo. El que vende leche, el que vende miel, el que vende casta­
ñas, tiene sus inflexiones propias y tradicionales. El velonero da
unos golpes sonoros con dos candelabros de cobre; el afilador silba
en su flauta...
Luego, al mediodía, vendedores y campesinos desaparecen, el sol
aprieta y la tarde es aburrida y enervante.
[Pío B a r o ja : César o nada,
Planeta, Barcelona, 1965, págs. 235-236]

2.2.4. El interlocutor cómplice

Cuando hablamos con alguien, confiamos parte de la comunica­


ción a determinados gestos, signos no verbales, entonaciones matiza­
das. De ciertas personas nos dicen más sus tics nerviosos, sus postu­
ras, los movimientos de sus manos, que sus palabras. Una mirada
resuelta es a veces más significativa que una frase de advertencia.
Todo ello es posible en la comunicación oral porque la persona que
habla y su interlocutor están frente a frente.
Ante el texto escrito, cualquier texto escrito, el lector se encuen­
tra solo. Para un científico que se propone explicar en un ensayo un
fenómeno determinado, esa circunstancia supone una dificultad; debe
esforzarse por ser claro, preciso, y asegurarse en lo posible de que
sus palabras no sean interpretadas en un sentido distinto al que él les
da. La situación se repite, en menor grado, en otros casos: quien
escribe una carta para pedir excusas a otra persona, quien defiende
una determ inada actitud en un escrito público, quien trata de dar
explicaciones sobre su comportamiento, por ejemplo, han de esme­
rarse para que la información no sea malinterpretada por alguien que
no está presente al emitirse el mensaje.
En el caso de la literatura, la ausencia de interlocutor no afecta al
texto de la misma forma. El escritor no está interesado en emitir un
mensaje inequívoco, de modo que no le preocupa ser entendido de
El lector ante el texto 41

una manera precisa cuando escribe un poema o una novela: al revés,


aspira a decir muchas cosas a la vez a lectores distintos, de modo que
no tiene más remedio que apelar a la imaginación creadora de los
destinatarios.
Para el escritor, el lector es un cómplice. En realidad, en el texto
literario, aunque el interlocutor esté físicamente ausente, tiene una
presencia poderosa. Se escribe siempre para alguien: para un lector
definido, cuya imagen se fabrica el creador a su medida, o para uno
difuso y anónimo; en ambos casos, el autor no duda en implicarlo en
lo que dice mediante guiños, sobrentendidos, invitaciones...
Umberto Eco, crítico y novelista italiano, advierte en su libro
Lector in fabula que todo texto está incompleto mientras no es actua­
lizado por un lector. Pero matiza que el escritor, en el momento de la
producción, se fabrica un «modelo de lector» cuyas reacciones ima­
gina y tiene en cuenta, como un jugador de ajedrez prevé las alterna­
tivas que tendrá el contrincante o un estratega m ilitar analiza los
posibles movimientos del enemigo antes de decidir su táctica. Podría­
mos añadir que la relación del escritor con el lector tiene más de cor­
tejo amoroso que de otra cosa; es un proceso de seducción jalonado
por señales más o menos evidentes: si el lector no capta esas señales,
el romance se vuelve imposible, es decir, la comunicación falla.
Un buen lector, un lector experimentado, es siempre activo: no
lee esperando que el mensaje le llegue, sino que va a su encuentro
aceptando el juego que propone el escritor. De otra forma, no hay
lectura completa y fructífera: el miedo al texto puede impedirnos ser
interlocutores de un poema o un relato con los que hubiéramos podi­
do disfrutar.
En los dos textos siguientes se constata lo que venimos diciendo.
Ambos son columnas, una de las formas más consolidadas del actual
periodismo literario. En el primer caso, la apelación al interlocutor es
abierta y descarada, cosa frecuente cuando, como en este texto, el
escritor se dirige a un lector muy definido. Lea con atención, y trate
de descubrir las señales que se emiten en busca de la solidaridad de
lectores que puedan hallarse en circustancias parecidas a las del emi­
sor; cuando menos, observe que el periodista demanda la sonrisa
compasiva de quienes sean capaces de hacerse cargo de la situación:
42 Cómo leer textos literarios

Hijos
Hemos pasado media vida dominados por nuestros padres y
ahora pasamos la otra mitad dominados por nuestros hijos. Somos la
generación de los gilipollas, que es la peor.
Nuestros padres nos enseñaron a tenerlo todo ordenado en casa,
trasnochar poco y ser personas de provecho. No sabíamos exactamen­
te qué era eso del provecho, pero no obstante nos esforzamos en con­
seguirlo.
Luego ha resultado que nuestros hijos, que no son tontos, vieron
alrededor el desconcierto actual que hemos sembrado en el intento de
alcanzar metas imposibles. Y se han limitado muy sabiamente a poner­
lo todo patas arriba. Detestan el orden, se acuestan al amanecer y ni
siquiera se plantean la cuestión de llegar a ser personas de provecho.
Estos hijos, la mitad ya de matrimonios separados, saben cómo
nadar y guardar la ropa. De buena mañana — es decir, a partir de las
dos de la tarde— se aplican los microaltavoces al tímpano y deambu­
lan por el llamado hogar con la boca amarga de la copa nocturna. Si
suena el teléfono no lo oyen. Si alguien llama a la puerta no se ente­
ran. Si se rompe una cañería no advierten que el agua invade la
vivienda. Mientras el nivel no llegue al equipo de alta fidelidad, aquí
no pasa nada.
Muchos tocan instrumentos, especialmente la guitarra eléctrica y
la batería. Tocan, es un decir. Imitan los ruidos de las grandes figuras
' sin cobrar por la insufrible actuación.
Cuando cogen el coche lo dejan sin gota de combustible, con una
multa en el parabrisas y un revuelto de casetes y accesorios acústicos
en el interior. Sus habitaciones son de ensueño. Los posters de sus
ídolos llenan las paredes de contorsiones escénicas. La ropa íntima y
el atuendo tejano se apilan a los pies de la cama.
Y cuando dices algo dudando si debes decirlo, te paran en seco
con mucho amor: «Tranqui, tranqui, que así te dará un infarto.»

[Ignacio C arrión , en El País, 27/9/1989]

El segundo texto es más sutil: aquí encontramos apenas guiños,


hechos por quien sabe que pueden conectar con sus palabras muchos
interlocutores diferentes. Tras la fantasía del relato, hay indicios sufi­
cientes que invitan al lector a unirse con el autor en una mirada críti­
ca e irónica a la absurda burocracia de la Administración:
El lector ante el texto 43

Espejos
Bastaban sólo dos funcionarios por planta para llenar todo el
Ministerio. Un sistema de espejos montado en los ángulos los refle­
jaba, los multiplicaba indefinidamente e introducía su imagen en los
despachos, en las distintas salas. De esta forma, cualquier ciudada­
no que entrara en este edificio de la Administración no advertía
nada extraño. Cada mesa parecía ocupada a simple vista por un ser­
vidor del Estado. Varios centenares de personas estaban en nómina
en ese organismo, pero ninguna excepto dos por planta según el
orden establecido acudía nunca al trabajo. La pareja de funcionarios
de carne y hueso se colocaba frente al espejo principal del piso asig­
nado y allí comenzaba a actuar. Mientras uno escribía a máquina o
bostezaba, otro removía cartapacios en una estantería o trataba de
atender al público. Este simulacro con ademanes idénticos se divi­
día de modo confuso, se multiplicaba ilimitadamente por medio de
sucesivos espejos secundarios y, vertiéndose a través de escaleras y
altillos, las imágenes se entrelazaban, componían todas las variantes
del funcionariado y finalmente se situaban en el lugar exacto, susti­
tuyendo a cada empleado de aquel Ministerio. El público departía
con subdirectores generales, jefes de negociado", oficiales y bedeles
sin advertir que sólo hablaba con unas sombras o reflejos. Nadie
sabe cuándo comenzó esta ficción. Sólo se sabe que terminó por un
simple accidente el otro día. Un ciudadano vulgar entró en el edifi­
cio para reclamar un expediente durante muchos meses archivado y
tuvo un altercado fuera de lo común con un funcionario que no
quiso atenderle. El ciudadano trató de agarrarlo por el cuello por
encima del mostrador y entonces vio con terror que aquella figura
se desvanecía dentro de su puño. Lleno de pánico, arrojó el maletín
contra un cristal y al instante todas las infinitas imágenes que los
espejos reflejaban en cadena se disolvieron rotas en pedazos que­
dando el Ministerio desierto. El público huyó despavorido. Y aún
hoy se ignora si esto mismo va a ocurrir en todas las oficinas del
Estado.

[M an uel V icent: A favor del placer,


El País/Aguilar, Madrid, 1993, págs. 171-172]
44 Cómo leer textos literarios

2.2.5. El interlocutor burlado

Quien lee hace continuamente hipótesis, previsiones, acerca de lo


que sucederá. La misma conducta observamos en otros ámbitos de la
vida. Estamos llenos de expectativas sobre lo que puede suceder a lo
largo del día y utilizamos lo que ya sabemos para prever o encarar el
futuro: así, al salir de casa, esperamos que la calle sea la de siempre,
que los coches circulen en el sentido acostumbrado, que nuestros
pasos tomen los derroteros conocidos... Toda nuestra existencia está
llena de previsiones inconscientes que, en buena medida, se confir­
man: si eso no sucede, surge el desconcierto que, por ejemplo, se
produce si, al salir de casa, encontramos la calle cubierta por la nieve
o alfombrada de flores.
También al leer, como decimos, hacemos previsiones sobre lo
que puede suceder: son hipótesis formuladas de manera inconsciente,
que surgen de continuo en la mente del lector. La mayor parte de los
textos escritos son previsibles, aunque en grado diverso: la tabla cla-
sificatoria de la liga de fútbol, una receta de cocina, una crónica de
un suceso, un acta de una reunión, una carta... podrían formar una
escala de textos ordenados de más a menos por su condición de pre­
decibles; en todos los casos, el lector cree difícil que sus expectativas
se vean frustradas de manera notoria (como sucedería si la receta de
cocina no siguiera un orden establecido, la crónica no dijera qué
sucedió, dónde y cómo, o la carta de un amigo no nos hablara de
experiencias compartidas).
Pues bien, la escritura literaria, que convierte en cómplice al lec­
tor más que ningún otro tipo de escritura, también lo sorprende y
desconcierta como ninguna: hablamos por eso del interlocutor burla­
do. El texto literario encuentra uno de sus mayores atractivos en la
ruptura de las expectativas, que consigue de muchas maneras como
veremos con detalle más adelante. El desconcierto del lector puede
provocarlo una inadecuación sintáctica, o un desacostumbrado giro
lógico, o la irrupción de un dato que da un giro radical a los aconteci­
mientos... En todo caso, son sorpresas que subrayan el sentido del
texto y llaman la atención, una vez más, sobre una escritura que se
complace en la transgresión.
EI lector ante ei texto 45

Ilustraremos lo dicho, para terminar este capítulo, con un breve


relato contemporáneo. El juego que propone al lector es muy caracte­
rístico de la literatura de nuestro tiempo, que ha llevado al extremo el
procedimiento de buscar cómplices para después burlarlos. El texto
provoca el desconcierto en el tercer párrafo, cuando, metido en situa­
ción y de acuerdo con la experiencia, el receptor ha previsto las cosas
de una manera determinada. Sin embargo, ocurren de tal forma que
las expectativas saltan en añicos y el lector termina por quedarse pas­
mado:

E l cigarrillo

El nuevo cigarrero del zaguán — flaco, astuto— lo miró burlona­


mente al venderle el atado.
Juan entró en su cuarto, se tendió en la cama para descansar en la
oscuridad y encendió en la boca un cigarrillo.
Se sintió furiosamente chupado. No pudo resistir. El cigarro lo
fue fumando con violencia; y lanzaba espantosas bocanadas de
pedazos de hombre convertidos en humo.
Encima de la cama el cuerpo se le fue desmoronando en ceniza,
desde los pies, mientras la habitación se llenaba de nubes violáceas.
[E n riq u e A n d e r s o n Im bert, en La mano de la hormiga,
Fugaz Ediciones, Madrid, 1990, pág. 22]

3. SABERES, PREJUICIOS Y HÁBITOS DEL LECTOR

3.1. A c t it u d e s a n t e l a l e c t u r a

Nadie se enfrenta a un texto con inocencia absoluta. Si considera­


mos lo que sucede con la lectura de un libro, mucho antes de empezar­
la cualquier persona activa sus conocimientos previos, los que tiene
por su experiencia de la realidad, y se hace su composición de lugar: el
libro en cuestión tal vez ha recibido un premio prestigioso; quizás el
autor es una persona muy conocida que suele caer bien o mal, o tiene
fama de provocadora o de ingeniosa; puede que el libro haya sido
recomendado por un amigo en cuyos gustos se confía... Múltiples
46 Cómo leer textos literarios

datos, en fin, pueden dar lugar a una predisposición favorable o desfa­


vorable ante el libro, cosa que influirá sin duda en la lectura.
Hay otras informaciones que proporciona el entorno inmediato
del texto: la cubierta del libro es más o menos atractiva; el volumen
tiene un form ato cóm odo o su encuadernación es deficiente; su
número de páginas parece adecuado o excesivo; su impresión invita a
la lectura o, por el contrario, resulta abigarrada y provoca rechazo;
los capítulos son cortos y atractivos, o densos y excesivamente lar­
gos, sin apenas diálogos ni puntos y aparte...
Todos esos rasgos, y otros que no es preciso enumerar, influyen
de una u otra forma en el lector, en cualquier lector, si bien por lo
general no llegan a condicionar sus decisiones: si alguien selecciona
sus lecturas en función del número de páginas que el libro tenga, del
atractivo de su diseño o de las veces que su autor aparece en televi­
sión, actúa como quien compra una lavadora por lo bien decorada
que está la tienda donde la venden. La actitud crítica del consumidor
ante la presión publicitaria es siempre recomendable; en el caso de la
literatura resulta imprescindible: de otra forma, el lector se desnatu­
raliza y se convierte en víctima de los intereses comerciales.

* * *

Otros elementos que influyen en la lectura provienen del mismo


texto; son también inevitables y comunes a todos los lectores. Así, el
título de una obra no suele dejar indiferente a nadie; pero puede con­
vertirse en dato relevante si acierta a despertar la curiosidad o a cap­
tar la atención por su poder expresivo. Sucede algo parecido con los
nombres de los personajes, que con frecuencia suscitan evocaciones
o resonancias más o menos positivas; para el escritor Gabriel García
Márquez, los nombres son tan importantes que «hay muchas novelas
en este mundo, inclusive novelas buenas, que se desbarrancan en el
olvido porque los personajes tienen nombres equivocados».
No exagera el novelista colombiano: hay nombres adecuados y
nombres inadecuados, y el lector lo sabe muy bien. Haga usted una
prueba, que puede ayudarle a entender mejor lo que venimos dicien­
do: suponga que va a leer un relato en el que, entre otros personajes,
El lector ante el texto 47

intervienen un detective privado, un importante financiero y un fon­


tanero; elija el nombre que, a su juicio, le convenga mejor a cada uno
de ellos: Eduardo de Espinosa-, Faustino Martín-, Lalo Gálvez. Si
puede, compare su elección con la de otras personas y comprobará
que las coincidencias son muchas. Usted tiene una determinada idea
de la realidad y también de cómo se nombra esa realidad: y ello no es
ajeno a su actitud ante la lectura de una novela, por ejemplo.
En fin: desde que comenzamos a pasar las páginas de un libro,
especulamos con lo que puede suceder, nos hacemos una idea general
del desarrollo de la historia. El estilo del autor, el arte con que dosifi­
que la información, la manera de organizar el relato, la forma de cerrar
un capítulo, etc., son nuevos datos que subrayan o contrarían las
expectativas. De modo que leer es una actividad compleja sobre la que
inciden múltiples circunstancias. Obliga a poner en estado de alerta
nuestros conocimientos previos y, gracias a ellos, situamos el nuevo
texto dentro de un sistema de referencias culturales y afectivas.

3.2. P rejuicios d e l lec to r in experto

Pero en este libro nos interesa hablar, más que de actitudes y


expectativas, de prejuicios, es decir, de ideas que se construyen sobre
una realidad de la que no se tiene conocimiento cierto. A diferencia
de las expectativas, que dan lugar a hipótesis razonables sobre el
futuro, los prejuicios impiden el análisis: quien los posee, trata de
hacer coincidir los datos con supuestos preestablecidos. El resultado
es que la realidad se difumina, se deforma o se escapa.
Los prejuicios producen un doble efecto pernicioso en el lector:
inducen a buscar coartadas para las propias limitaciones y carencias
(«ese libro es muy largo: no me interesa»; «no voy nunca al teatro:
dicen que es aburrido») y le hacen ver, en vez de lo que el texto dice,
lo que esperaba o suponía que dijera.
Los lectores inexpertos tienen muchos prejuicios: por eso encuen­
tran dificultades para comprender los textos literarios. Aunque cada
caso es distinto, hay ideas y actitudes inconvenientes muy extendi­
das, algunas de las cuales vamos a examinar a continuación.
48 Cómo leer textos literarios

3.2.1. Lecturas por delegación

Formarse un criterio propio está al alcance de cualquiera. Es ver­


dad que existen lectores aventajados, capaces de descubrir en los tex­
tos literarios aspectos que se le escapan a la mayoría: son los críticos
y estudiosos de la literatura. Pero eso no significa que los demás
debamos delegar en ellos y ver a través de sus ojos: lo inteligente es
aprovechar sus habilidades en beneficio de una lectura personal más
enriquecedora.
Desarrollar el espíritu crítico hasta lograr la autonomía lectora es
empeño imprescindible. En buena medida, conseguirlo depende de la
práctica atenta: los buenos lectores lo son, entre otras cosas, por la
fuerza de la costumbre. Así, por ejemplo, saben identificar las mar­
cas específicas de los géneros literarios, ciertos rasgos formales que
se repiten y que permiten reconocer un escrito como perteneciente a
tal o cual forma literaria.
Los relatos, los poemas, los dramas, forman series, conjuntos de
textos relacionados entre sí y que es posible delimitar por sus carac­
terísticas com unes. Cualquier persona que se dispone a leer una
novela sabe que en ella se contará una historia de m anera más o
menos ordenada, que habrá unos personajes protagonistas y que los
hechos sucederán en unos determinados ambientes; quien va a ver
una obra de teatro conoce asimismo ciertos rasgos formales que, sin
duda, verá reflejados en la escena. Y es que hay normas, leyes y
estructuras que constituyen una referencia constante: tanto si el
nuevo texto las repite como si las transgrede (tal sucede con las crea­
ciones innovadoras), sirven como punto de comparación e identifica­
ción: la literatura es una red de conexiones.
El lector inexperto activa una red limitada, por lo que se enfren­
ta a sus lecturas en condiciones de inferioridad y no aprende leyen­
do. ¿Qué significa esto? Hay personas que reconocen una estructu­
ra determ inada en un poem a que leen por prim era vez porque la
relacionan con otros textos sim ilares ya leídos: han aprendido;
pero hay otras personas que carecen de capacidad para discrim inar
y aprovechan una parte muy pequeña de sus lecturas para el futuro:
no aprenden lo suficiente. La consecuencia es que desconfían de
El lector ante el texto 49

su criterio, se dejan guiar por orientaciones ajenas y no adquieren


la experiencia adecuada. Todo eso conduce al desánimo o al aban­
dono de la lectura, convertida en una actividad costosa e insatis­
factoria.
Se impone, en estos casos, un cambio de actitud: el lector pasivo
debe abrir paso al lector activo que todos llevamos dentro, que dialo­
ga con el texto, que se hace preguntas y que descubre, en fin, el pla­
cer de la lectura creadora.

3.2.2. La simplificación subjetiva

M uchos lectores encuentran serias dificultades para captar la


información principal de un texto, sea o no literario. Ese problema
puede deberse a muchos motivos, pero hay uno de tipo general al que
cabe achacar buena parte de las dificultades: la confusión entre lo
que es objetivamente importante con lo que resulta importante para
el sujeto lector.
Veamos. En todo escrito el autor trasmite un pensamiento, una
idea principal en torno a la cual organiza el mensaje: es la informa­
ción que podemos llamar objetiva. Pero el receptor se enfrenta al
texto con una determinada experiencia previa y puede considerar
im portante otra cosa por razones subjetivas. Esto sucede muchas
veces y es tan lógico como inevitable: todos recordamos detalles
secundarios de un libro que nos impresionaron más que sus ideas
fundamentales. Por lo demás, entender un texto no equivale a enten­
der lo que quiso decir el autor, pues casi nunca estamos en condicio­
nes de saberlo.
Pero la subjetividad se convierte en un problema si un prejuicio
impide al lector captar los mensajes provenientes del texto y lo lleva
a sustituirlos o relegarlos por otros de diferente origen.
Así, si sabemos o hemos oído que cierto escritor es un machista,
quizás un detalle irrelevante de uno de sus escritos nos haga ver en él
un mensaje discriminatorio sin que exista. Y si el machista es el lec­
tor, tal vez se acerque al libro publicado por una mujer deseoso de
confirm ar que sus argum entaciones carecen de altura intelectual,
50 Cómo leer textos literarios

aunque para ello deba hacer (incluso sin pretenderlo) una interpreta­
ción sesgada de lo escrito.
En nuestros días, los múltiples escaparates propagandísticos de la
sociedad de consumo tienden a exacerbar la importancia comunicati­
va de la subjetividad; eso sucede sobre todo en la industria de la
publicidad. En este caso, el emisor pretende que el receptor asocie el
contenido del anuncio con su mundo afectivo y sustituya la informa­
ción objetiva por otra subjetiva: se trata de insinuar que la compra
del producto es menos importante que la consecución de ciertos pla­
ceres a él asociados.
Observe el anuncio adjunto (página siguiente); en la prensa y en
las vallas y otros soportes de las vías públicas pueden encontrarse
muchos otros de características similares. Y bien: ¿cuál es el mensa­
je? Objetivam ente, apenas existe: sin embargo, la im agen utiliza
multitud de elementos capaces de evocar sensaciones en los destina­
tarios: en esas sensaciones absolutamente subjetivas reside, precisa­
mente, la cuestión.
La publicidad difunde la idea de que lo importante no es el obje­
to, el mensaje, sino el sujeto, el receptor; contribuye de esta forma a
crear prejuicios en el público y a simplificar hasta el extremo el pro­
ceso comunicativo. De ello se resiente notablemente la literatura,
donde no hay nada más importante que el texto. Aunque el mensaje
sea frecuentemente equívoco y una obra literaria pueda decir cosas
diferentes a cada lector, nada autoriza a hacer del texto un zapato a
nuestra medida por encima de toda interpretación razonable. El escri­
tor emplea una serie de recursos para subrayar ciertos pasajes y lla­
mar la atención sobre determinadas informaciones. Haciendo uso de
tales recursos, un dramaturgo, por ejemplo, puede hacer que un per­
sonaje nos resulte simpático o antipático, pero también expone ideas
y sentimientos que el lector inteligente sabrá descubrir mientras que
se le escaparán a quien tome el texto como pretexto.
Una lectura creadora capta la información que el escrito contiene
y la pone en relación con la propia subjetividad: esa relación interde-
pendiente, ese ir y venir del texto a la propia experiencia, define al
lector bien equipado que huye de las simplificaciones y entiende la
creación literaria como una invitación a la sutileza.
TUSCANY PER DONNA LE REGALA
SU MÁS IRRESISTIBLE TENTACIÓN.
t S T í m .G A N U DI- Ü O lS O S E R Á 5U ‘f O C O M P lfc TAMENTfc
GRA1!!> HOR IA C O M P R A DE C U A LQ U IE R P R O D U C T O D£ SU LIN EA .

D f '·»'f N 7 ¿ t M A L M A C E N E S V t*£ £ r U t 9 ! A i í 5 P t C . ' A l ! ¿ Λ ί> Λ ■


V ft O M O C I Ó N V / ' . l ü A MI F H i í ' ü ü l < ΗΑ' . · Γή Λ Ο Π Τ Α Κ f ). \ i. r f Ί C > ·,

a ra m i s
52 Cómo leer textos literarios

3 .2 .3 . La ficción y el testimonio

¿Quién está en mejores condiciones de escribir un poema o un


relato sobre el drama que supone carecer de libertad: un preso o un
buen poeta o novelista? Piense, antes de responder, que hablamos de
escribir un texto literario. Por ejemplo, éste:

Que por mayo era por mayo,


cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan
y están los campos en flor,
cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor,
sino yo, triste cuitado,
que vivo en esta prisión,
que ni sé cuándo es de día
ni cuándo las noches son,
sino por una avecilla
que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero:
¡déle Dios mal galardón!

[Romancero viejo, Castalia, col. Castalia Didáctica,


Madrid, 1987, pág. 223]

La tragedia de ese personaje que se ve privado de todo contacto


con el exterior, donde estalla la primavera, ¿nos conmueve por la
compasión que despierta el prisionero real (¿?) o por la verdad que
hay en las palabras, en el texto? ¿En qué consiste la autenticidad de
la obra literaria y qué relación tiene con la vida de quien la escribe?
He aquí una cuestión que provoca no pocos errores de lectura.
La obra literaria es una elaboración artística y, en ese sentido,
artificiosa. Su contenido es siempre ficción, aunque de la manera de
expresarlo se derive una verdad inapelable que emocione, entusias­
me, asuste o divierta. Eso significa que no debemos buscar más allá
del texto la realidad de éste: empieza y termina en sus palabras.
El lector ante el texto 53

Los lectores que tienden a ver al autor, persona de carne y hueso,


reflejado de manera directa en lo que leen, identifican ficción y testi­
monio y pueden interpretar un texto de manera equivocada. El nove­
lista, el poeta, el dramaturgo, son seres reales; los textos, son elabo­
raciones estéticas, basadas sin duda en la experiencia de los autores,
pero su realidad es artística. Bécquer, en una de sus rimas más cono­
cidas, expresa el entusiasmo del enamoramiento a través de estos
versos:

Hoy la tierra y los cielos me sonríen,


hoy llega al fondo de mi alma el sol,
hoy la he visto..., la he visto y me ha mirado...
¡hoy creo en Dios!

[G. A. B écquer : Rimas, Castalia,


col. Clásicos Castalia, Madrid, 1976, pág. 120]

La autenticidad del sentimiento, la claridad del mensaje quedan


patentes sin necesidad de que trivialicemos el poema y nos mostre­
mos dispuestos a creer que Bécquer, ese día, la ha visto en efecto
cruzar la plaza y, desde ese momento, ha comenzado a creer eri Dios.
Más aún: ¿acaso es necesario que ese la represente a una mujer real?
Su existencia o su inexistencia, ¿pone o quita algo al significado de
los versos?
Recordemos el aviso para lectores demasiado crédulos que dejó
el gran poeta portugués Femando Pessoa:

El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que hasta finge que es dolor
el dolor que en verdad siente.

[F. P e sso a : El poeta es un fingidor (Antología poética),


Espasa Calpe, col. Selecciones Austral, Madrid, 1982, pág. 111]

Si el escritor quiere dar testimonio de algo que le afecte personal­


mente, hace como los demás mortales: por ejemplo, se lo cuenta a
una persona amiga. En cuanto escribe un texto literario, elabora ese
54 Cómo leer textos literarios

sentimiento, lo pasa por el tamiz de la creación, que todo lo transfor­


ma, y busca un argumento que le permita expresarlo de manera esté­
tica y eficaz. El lector puede conectar con el sentimiento expresado,
pero no debe identificar cada personaje, cada hecho, con el autor y
con los sucesos reales de su vida cotidiana: son cosas diferentes, aun­
que sin duda relacionadas, y conviene caer en la cuenta.
Tendremos ocasión de recordar estas advertencias más adelante,
cuando nos preguntemos quién habla en un texto. De momento, ano­
temos estas palabras de Carmen Martín Gaite, pues en ellas se resu­
me perfectamente el problema de la verdad literaria:

La verdad narrativa o poética toma su harina de un costal bien


diferente de aquel donde se guarda la que sirve para amasar los crite­
rios de credibilidad comúnmente admitidos para enjuiciar como falso
o verdadero lo que se desarrolla en el ámbito de la vida real [...] En el
reino de lo literario, las únicas leyes que valen para garantizar la ver­
dad de lo expuesto no hay que irlas a buscar fuera, sino dentro del
texto [...] Lo que está bien contado es verdad, y lo que está mal conta-
. do es mentira: no hay más regla que esa para aceptarlo o rebatirlo.
Cuando leemos, por ejemplo, un soneto amoroso de Shakespea­
re, de John Donne o de Petrarca, no se nos ocurre ni por lo más
remoto rastrear en la biografía de esos autores datos que nos pudie­
ran inducir a invalidar la verdad literaria de sus mensajes, a la luz
de un cotejo riguroso con la vivencia que los originó. A l lector que
se deja invadir por el conjunto de emociones y sugerencias que esas
com posiciones le comunican poco le importa, en el momento de
recibirlas e incorporarlas al caudal de su propia memoria, investigar
si las personas a quienes iban dedicadas fueron mejor o peor trata­
das por el autor a lo largo de las relaciones íntimas qüe pudo haber
mantenido con ellas, y ni siquiera saber si existieron o no como
tales receptores en carne y hueso del recado amoroso. Éste se erige
por derecho propio en verdadero, simplemente por el hecho de con­
servar intacto a lo largo de los siglos el fermento para seguir con­
moviendo; es decir, por haber acertado a plasmarse en aquellos tér­
minos únicos. Y nunca habría llegado a lograr tan precisa y eficaz
expresión si el autor no hubiera sentido — o creído sentir— como
verdad las emociones que nos transmite [...] Lo que importa es que
quien las experimentó consiguiera fijarlas, transformando en infini-
El lector ante el texto 55

to su fugaz y confuso acontecer, dando rostro y figura a lo impalpa­


ble mediante el recurso de la palabra.

[C arm en M a r tín G a ite: El cuento de nunca acabar,


Destino, col. Destinolibro, Barcelona, 1985, págs. 251-252]

3.2.4. Defectos y excesos de interpretación

Ya hemos dicho que la lengua literaria no es directa, que las palabras


cobran en ella valores añadidos, a veces insospechados o insólitos, y que
el texto, en fin, nos llega cargado de matices significativos. Si aplicamos
a su lectura la simple lógica y tomamos las palabras por sus valores
denotativos, incurriremos en un error de interpretación por defecto.
Este problema afecta a los lectores para quienes todo cuanto se
dice en un texto es concreto y puede traducirse al nivel de la conver­
sación; como consecuencia, trivializan lo escrito y reducen su alcan­
ce. Así, puede tomarse como experiencia personal lo que, en reali­
dad, tiene validez general: una de las virtudes del creador es que
puede hablar en nombre de todos, trascender el plano de lo particular
y expresar sentimientos universales, aun manteniendo el discurso en
primera persona: «yo, a mí, me...»
Consideremos, por ejemplo, esta otra famosa rim a de Bécquer:

Volverán las oscuras golondrinas


en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.

Pero aquéllas que el vuelo refrenaban


tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres...
ésas... ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas


de tu jardín sus tapias a escalar
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.
56 Cómo leer textos literarios

Pero aquéllas cuajadas de rocío


cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
ésas... ¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos


las palabras ardientes a sonar,
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.

Pero mudo y absorto y de rodillas


como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido... desengáñate,
así... ¡no te querrán!
[G ustavo A dolfo B écquer : Rimas, ed. cit., págs. 144-145]

Una interpretación insuficiente del texto puede entender que lo


que el poeta dice refleja, sin más, una situación personal: ha perdido
un amor y advierte a su amada de que nada será ya igual. Ahora bien:
¿acaso no ha logrado Bécquer, pese a utilizar el yo continuamente,
hablar en nombre de todos? ¿No es generalizable esa sensación de
que las experiencias compartidas trasforman la realidad y que ésta,
en soledad, no vuelve a ser la misma, como sucede con las golondri­
nas y las madreselvas del poema? ¿Y no es una lógica consecuencia
del despecho la de suponer que nadie va a tratar como nosotros a
quien fue nuestra amada o nuestro amado?
La fortuna de los grandes textos literarios reside en esa capaci­
dad de alzarse sobre sí mismos hasta tocar la conciencia colectiva.
O dicho al revés: por ser capaces de eso los tenemos por grandes
logros creativos. Sea como fuere, una lectura chata, demasiado pega­
da a la letra, que tome el texto literario como documento informati­
vo, impide una comprensión cabal del poema comentado.

* * *

Un prejuicio de signo distinto lleva a ciertos lectores a cometer


excesos interpretativos. Según los conocimientos y el mundo de refe­
rencias que se dominen, el exceso puede concretrase de dos formas:
El lector ante el texto 57

a) Los lectores con poca experiencia y conocimientos apenas


básicos de la teoría literaria (a quienes puede representar bien un
estudiante de enseñanza secundaria) tienden a inventar películas a
propósito de los textos literarios: su afán es buscar explicaciones que
concedan verosim ilitud a los hechos relatados o los sentimientos
expuestos, confundiendo la realidad textual con la tangible. En el
caso del poema de Bécquer, estos lectores suponen, por ejemplo, que
al poeta «lo ha dejado su novia», lo que le produce resentimiento y lo
lleva a escribir esos versos a modo de desquite o venganza (interpre­
tación efectivamente hecha por un alumno de bachillerato). No ha
habido una lectura del poema como realidad autónoma, sino que el
texto se ha convertido en mero reflejo del mundo aparente, conside­
rado desde la experiencia del sujeto.
b) Ciertos lectores que tienen un exceso de instrucción academi-
cista o que han adquirido hábitos interpretativos y los aplican indiscri-
minádamente pueden excederse en el análisis por buscar tres pies al
gato: se esfuerzan por encontrar intenciones simbólicas y mensajes
ocultos más allá de lo razonable. En ocasiones se hacen lecturas cuya
justificación y coherencia son ajenas al texto original, residen única­
mente en la propia interpretación. Así, una supuesta mirada psicoanalí-
tica a la rima de Bécquer ve una simbología sexual oculta bajo las
palabras: las golondrinas que anidan y las madreselvas que escalan,
representarían el órgano sexual masculino, activo, frente al femenino,
receptivo, vagamente aludido por el balcón y las tapias del jardín.
Interpretaciones de ese tipo parecen, cuando menos, innecesarias.
Gabriel García Márquez llamó la atención sobre ellas en un artículo
periodístico:

Mi hijo Gonzalo tuvo que contestar a un cuestionario de literatura


elaborado en Londres para un examen de admisión. Una de las pre­
guntas pretendía establecer cuál era el símbolo del gallo en El coro­
nel no tiene quien le escriba '. Gonzalo, que conoce muy bien el estilo

1 Es una novela del propio García Márquez, protagonizada por un viejo coronel,
antiguo revolucionario, que lleva veinticinco años esperando a que el gobierno le
comunique que le ha concedido una pensión. Un gallo de pelea es lo único que posee.
Cómo leer textos literarios

de su casa, no pudo resistir la tentación de tomarle el pelo a aquel


sabio remoto y contestó: «Es el gallo de los huevos de oro». Más
tarde supimos que quien obtuvo la mejor nota fue el alumno que con­
testó, como se lo había enseñado el maestro,, que el gallo del coronel
era el símbolo de la fuerza popular reprimida. Cuando lo supe me ale­
gré una vez más de mi buena estrella, pues el final que yo había pen­
sado para ese libro, y que cambié a última hora, era que el coronel le
torciera el pescuezo al gallo e hiciera con él una sopa de protesta [...]
Lo cual terminó de convencerme de que la manía interpretativa
termina por ser a la larga una nueva forma de ficción que a veces
encalla en el disparate.
[G a b r ie l G a r c ía M á r q u e z : Notas
de prensa. 1980-1984,
Mondadori, Madrid, 1991, págs. 53-54]
SEGUNDA PARTE

Geografía del texto literario

N o se es escritor por haber decidido decir ciertas


cosas, sino por haber decidido decirlas de cierta manera.
J e a n -P a u l S a r tr e : ¿Qué es la literatura?

Resumamos lo dicho en páginas anteriores: la literaria es la más


compleja y rica de las realizaciones lingüísticas. Por su naturaleza
estética, constituye tanto un mensaje formal como ideológico. Su lec­
tura, que abre perspectivas nuevas, exige atención y esfuerzo.
Hemos dicho también que la lectura es un acto solitario y que el
texto adquiere significaciones diferentes porque cada lector lo asocia
a su experiencia; pero, al propio tiempo, en el escrito existen marcas,
señales de tipo formal que delimitan el territorio de la comunicación
y orientan al lector.
De ahí que leer suponga hacerse preguntas: qué puede suceder,
por qué ha sucedido algo y qué repercusiones tendrá sobre lo que
está por venir, qué razón hay para que tales hechos se presenten de
tal o cual manera, por qué se habrá definido así a un personaje...
Cuestiones como éstas (que se suscitan de forma inadvertida en la
mente del lector experto) se plantean a partir de las sugerencias que
contiene el texto: conocer las claves del código escrito resulta, pues,
imprescindible para entablar ese diálogo silencioso y fructífero de la
lectura placentera.
Perfeccionar la capacidad de comprender es tarea que no se agota
nunca y que se alimenta de la propia lectura. Lo que aquí se pretende
es proporcionar referencias a los lectores poco experimentados, colo­
car algunos mojones en el camino: ¿qué rasgos técnicos, y lingüísti­
cos suelen reclamar nuestra atención en un texto? ¿De qué forma?
60 Cómo leer textos literarios

¿Dónde reside su eficacia? D ar respuesta a esas preguntas (en la


medida en que es posible señalar generalidades) es el objeto de las
páginas que siguen.

4. LO QUE SE DICE Y LO QUE SE QUIERE DECIR: EL TEMA

El texto, cualquier texto, sea literario o no, significa más de lo


que literalm ente dice, más de lo que expresan las palabras. En la
comunicación oral, el gesto, el tono de voz, la mirada... alcanzan a
dar sentido a mensajes verbales poco informativos. En la comunica­
ción escrita, la inexistencia de auxilios como los mencionados, nos
obliga a desvelar el significado del mensaje sin más ayuda que la
que proporcionan las palabras y nuestra experiencia anterior: ésta nos
permite hacer conjeturas y determinar si una frase como «¡Qué bien
te encuentro!», en el contexto de un enunciado más largo, significa
literalmente eso o todo lo contrario.
No es fácil descubrir el sentido preciso de lo que leemos. Sin
embargo, es imprescindible hacerlo. Preguntas como «¿De qué trata
esto?» señalan la búsqueda de la idea principal de un texto: lo que el
autor quiere decimos. La búsqueda se complica notablemente en el
caso de la lengua literaria porque raramente encontraremos enuncia­
da de m anera directa y clara esa idea principal: el texto literario
(como toda expresión artística) es alusivo y elusivo. Y muchas veces
se ha dicho que lo demasiado explícito resulta contraproducente:

El arte descriptivo, minucioso, es pueril y pesado. El arte expresi­


vo, expresionista, aísla rasgos y gana, no sólo en economía, sino en
eficacia, porque arte es reducir las cosas a uno solo de sus rasgos,
enriquecer el universo empobreciéndole, quitarle precisión para otor­
garle sugerencia.

[F r a n c is c o U m b ra l: M ortal y rosa,
Cátedra-Destino, col. Letras Hispánicas, Madrid, 1995, pág. 98]

En literatura suele denominarse tema a la idea principal del texto,


al pensamiento o sentimiento que su autor quiso comunicar. Hay que
Geografía del texto literario 61

distinguirlo de la anécdota, la historia o el asunto de que se valió


para trasmitirlo, y que, en la narrativa y el teatro, se concretan en un
argumento.
De lo que se trata es de tener presente que, en El Quijote, Cervan­
tes relata la historia de un hidalgo manchego que enloquece leyendo
libros de caballería, se lanza a los caminos decidido a proteger a los
débiles y vive una serie de disparatadas aventuras, al final de las cuales
regresa, maltrecho, a morir en su cama tras recobrar el juicio: tal es,
muy resumido, el argumento de la novela; pero su trascendencia no
radica en eso, sino en la serie de pensamientos y sentimientos que Cer­
vantes dejó en sus páginas y que hay que buscar bajo la superficie
argumental, en un nivel más profundo, que es el temático.
No siempre es sencillo descubrir el tema (en el caso de un libro
tan complejo como El Quijote tendríamos que hablar de un entrama­
do de temas). Cada texto, además, es un mundo diferente y no pue­
den aplicarse recetas previamente aprendidas para desvelar sus secre­
tos. Pero hay ciertas señales superficiales en un escrito que nos per­
miten penetrar en su interior: buscarlas es obligado cuando, como
suele suceder, el sentido último del mensaje no aparece expreso. Nos
ocuparemos a continuación de explicar algunos de los recursos con
que puede contar un lector avisado.

4.1. EL TEXTO INCOMPLETO

Sabemos que el lector es cómplice del autor, que colabora en la


escritura del texto. Para desentrañar su sentido, el receptor debe apor­
tar significados que no aparecen escritos porque se dan por supues­
tos: debe, en suma, completar el texto.
Naturalmente, el grado de implicación del lector no es siempre el
mismo: varía de unos textos a otros, en función de cómo hayan sido
concebidos por los autores. A veces, el propio texto discrimina a sus
lectores, elige a una porción de ellos y prescinde de otros, pues exige
conocimientos muy precisos para poder entenderlo. Por ejemplo, la
poesía barroca daba por supuestos conocim ientos de la m itología
grecolatina, de modo que determinados poemas sólo podían enten­
62 Cómo leer textos literarios

derse si el lector sabía de qué mito y de qué personajes se hablaba en


sus versos.
Este soneto de Garcilaso de la Vega no lo entenderá quien desco­
nozca la historia de Dafne, criatura bellísima de la que se enamoró el
dios Apolo; cuando era perseguida por éste, fue convertida en laurel
para evitar su deshonra. El poeta describe el momento de la trasfor-
mación e imagina que Apolo (a quien se alude sólo como «causa del
daño»), al llorar su pérdida, acelera el proceso, pues riega con sus
lágrimas la planta en que se está convirtiendo la muchacha, cuyos
rubios cabellos (símbolo de la juventud y la belleza) eran capaces de
oscurecer el brillo del mismo sol. Garcilaso termina subrayando lo
paradójico que resulta que la pena de Apolo (¿y la de todo amante?)
aumente al ponerse de manifiesto con el llanto:

A Dafne ya los brazos le crecían


y en luengos ramos vueltos se mostraban;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos que el oro escurecían;

de áspera corteza se cubrían


los tiernos miembros que aun bullendo estaban;
los blancos pies en tierra se hincaban
y en torcidas raíces se volvían.

Aquél que fue la causa de tal daño,


a fuerza de llorar, crecer hacía
este árbol, que con lágrimas regaba.

¡Oh miserable estado, oh mal tamaño,


que con llorar crezca cada día
la causa y la razón por que lloraba!
[ G a r c ila s o d e l a V eg a : Poesías completas,
Castalia, col. Castalia Didáctica, Madrid, 1989, págs. 58-59]

D esde luego, los conocim ientos culturales del lector tienen


mucha importancia para desentrañar determinados textos, sobre todo
si se escribieron en el pasado. Pero hay un tipo de complicidad que
Geografía del texto literario 63

se basa en sobrentendidos más generales, más al alcance del lector


medio, pues hacen referencia a experiencias de vida o a conocimien­
tos muy generalizados. Es un caso mucho más frecuente que el ante­
rior: todos tenemos ocasiones a diario de encontrarnos en esa situa­
ción. Veamos dos ejemplos.
El primer texto pertenece a un curioso libro que, desde su mismo
título, advierte al lector de lo que va a encontrar en él: La Oveja
negra y demás fábulas. Se trata, en efecto, de un conjunto de fábulas
modernas, es decir, de historias protagonizadas por animales, pero de
las que cabe extraer enseñanzas referidas al mundo de los humanos,
como sabe cualquier persona desde su infancia:

La Oveja negra
En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después,· el rebaño arrepentido le levantó una estatua
ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran
rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones
de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la
escultura.
[A ugusto M onterroso : La Oveja negra y demás fábulas,
Anagrama, Barcelona, 1991, pág. 23]

El lector, avisado ya desde el título del libro, reconoce de inme­


diato la forma de cuentecillo popular («En un lejano país...»), y ello
invita a considerarlo como texto didáctico pues sabe que los cuentos
populares tienen esa característica; entiende además lo que significa
ser «una oveja negra», pues es una frase hecha en español; cuando
llega al final, sabe que el relato no habla verdaderamente de ovejas,
sino de sociedades humanas, y está en condiciones de apreciar la iro­
nía de Monterroso al interpretar la historia y la condición del héroe,
despreciado en su tiempo y ensalzado por la posteridad.
El grado de comprensión de la ironía variará, sin duda, de un lec­
tor a otro: pero el sentido más inmediato del texto está al alcance de
todos porque lo que se da por supuesto también lo está. Completar el
64 Cómo leer textos literarios

sentido de ese cuentecillo exige solamente una lectura consciente y


atenta.
El segundo texto que analizamos apela más abiertamente aún a la
complicidad del lector:

Ha estado fuera de casa una semana. Al volver, parece otro.


Cuando nos acostamos, me ha acariciado con mucha ternura. Me ha
dicho que no volverá a atormentarme con lo de mis ronquidos, y
me ha extrañado que ahora se le ocurra esa idea. Desde que nos
casamos —será más exacto decir desde un par de años después de
habernos casado— suele despertarme, zarandeándome, varias veces
cada noche: «ya estás roncando otra vez, roncando como una bestia;
qué pena que no puedas oírte». Y yo jamás hice otra cosa que pedir­
le perdón. Muchas veces me echaba a llorar, lo que servía para irri­
tarle más aún: «cállate ya: primero, ronquidos y ahora, lloros. ¿Es
que no voy a poder dormir tranquilo?» Así una y otra noche desde
hace cinco años. Y yo nunca me quejaba, sólo le pedía perdón.
Hasta fui al médico, a ver si eso de los ronquidos tenía algún reme­
dio, y me dijo que no.
Ahora, esta noche, me ha acariciado, me ha pedido perdón, me ha
dicho que soy una santa y él un bruto. Y que nunca se perdonará
haberme hecho sufrir tantas y tantas noches. El viaje lo ha cambiado
extrañamente. Ha estado fuera una semana, en no sé qué congreso al
que asistió por cuenta de su empresa. «Por lo menos —dijo al mar­
charse— estaré una semana sin escuchar tu orquesta. Dormiré a pier­
na suelta». Eso es lo que me dijo. Y ahora, al volver, me pide perdón
por todo lo que me ha hecho sufrir. Y por todo lo que he callado.
«Porque tú —me dice— podías haberme dicho que yo ronco también,
no sé si tan escandalosamente como tú, pero ronco toda la noche». Es
cierto que ronca. Y que nunca se lo dije por no humillarlo. Pero ahora
él sabe que ronca, y me pide perdón, y todo se ha arreglado. Y me
abraza, y me dice que soy una santa y él un miserable.
Todo ha cambiado, ya lo dije, a la vuelta de su viaje. Estuvo en
un congreso en Palma de Mallorca. Viene más moreno, más alegre y
hermoso, más tierno. Nunca le preguntaré quién le ha dicho que
ronca.
[José H ierro , en Prosa hispánica contemporánea, Ministerio de
Educación y Ciencia-Vicens Vives, Barcelona, 1987, pág. 47]
Geografía del texto literario 65

El último párrafo suscita, al pronto, una cierta sorpresa en el lec­


tor, que rectifica su lectura: descubre que el marido engaña a la mujer
y que ésta lo sabe. Pero ¿acaso es tan sorprendente? ¿No ha ido pro­
porcionando el texto indicios para sospechar lo que verdaderamente
sucedía? Un congreso en Mallorca del que viene moreno y como si
fuera otro: un conjunto de detalles que remite a una experiencia com ­
partida, aunque sólo sea por la cantidad de veces que hemos visto en
el cine cómo él utiliza la excusa de un congreso (o un viaje de nego­
cios) para ir a un lugar como Mallorca (no parecería lo mismo, desde
luego, si el viaje fuera a Calahorra).
En realidad, la clave del texto está en lo que no dice, pues tampoco
se nos habla de la estupidez del marido (sin pretenderlo, se descubre)
ni se nos aclara cómo hemos de interpretar la actitud de la mujer: ¿es
una víctima dispuesta a pasar por cualquier cosa con tal de mantener
su matrimonio? ¿O es, por encima de todo, una persona que responde
con un digno silencio a la zafiedad del otro? En cualquier caso, ¿por
qué decide no preguntarle quién le ha dicho que ronca...?
Las ideas o sugerencias principales del relato de José Hierro
están más allá de las palabras. He ahí un caso muy expresivo de esa
circunstancia comunicativa que tantas veces se produce en la litera­
tura: el lector se ve implicado de tal m anera que debe ocupar el
espacio del escritor para terminar el texto. Si todo estuviera dicho
en él, lo escrito por José Hierro dejaría de tener capacidad de esti­
mular la imaginación y no sobrepasaría, quizás, el nivel de un coti­
lleo vecinal.

4.2. Complicidad ideológica

Un caso especial de texto incompleto es el que deja fuera de él


únicamente una conclusión, que se deriva de lo que sí está escrito.
Son textos con menor riqueza de sugerencia que los que acabamos de
leer y dejan más delimitado el territorio del lector.
Este tipo de texto, cuya idea principal se deduce o se obtiene por
generalización a partir de las que aparecen explícitas, es frecuente en
los ensayos, escritos didácticos en los que se exponen ideas y enseñan­
66 Cómo leer textos literarios

zas intelectuales y morales. La complicidad que el escritor espera de su


desconocido interlocutor raramente sobrepasa la esfera ideológica.
El género ensayístico, relativamente moderno, ha alcanzado un
extraordinario desarrollo en el siglo XX. Aunque tiene a veces un
dudoso carácer literario, suele considerarse como tal cuando su autor
cultiva también otros géneros o cuando muestra un estilo cuidadoso
y expone sus ideas con rigor, amenidad y cierto toque personal.
El ensayista trasmite sus argumentos con claridad, con el afán de
que el lector los reciba de manera directa y precisa. Pero hay escrito­
res que prefieren emplear un lenguaje conceptuoso e irónico: sus tex­
tos buscan un lector inteligente a quien se sugieren tesis o se presen­
tan argumentaciones ingeniosas, llenas de sobrentendidos. En estos
casos, para determinar el tema hay que entrar, sí, en el juego de la
complicidad, que es sobre todo ideológica pero que también descan­
sa en un ejercicio de estilo.
Algunos escritores han cultivado con gran éxito una prosa carac­
terizada por la sutileza y la concentración expresiva. Trate de descu­
brir el lector los guiños que contienen estas tres breves muestras:
Uno de los medios más eficaces para que las cosas no cambien
nunca por dentro es renovarlas —o removerlas— constantemente por
fuera. Por eso —decía mi maestro— los originales ahorcarían si
pudieran a los novedosos, y los novedosos apedrean cuando pueden
sañudamente a los originales.
[A ntonio M a c h a d o : Juan de Mairena,
Castalia, col. Clásicos Castalia, Madrid, 1971, pág. 168]

* * *
R elativismo estético . El famoso «criterio de los peritos»; es
bello lo que los peritos encuentran bello. Bach es superior a Strauss
porque así lo afirman los peritos.
Objeción: ¿cómo se sabe que un señor es perito? Porque prefiere
Bach a Strauss.
Resultado: Bach es superior a Strauss porque así lo afirman los
señores que prefieren Bach a Strauss.
[Ernesto S ábato : Hombres y engranajes. Heterodoxia,
Alianza Editorial, Madrid, 1973, pág. 108].
Geografía del texto literario 67

* H<

Quien dice de su enemigo: «No entiende más lenguaje que el de la vio­


lencia» nos está descubriendo sin querer lo que, a su vez, de sí mismo se
afana en ignorar: que él tampoco conoce otro lenguaje que ése. De lo con­
trario, no llamaría lenguaje al de las armas.
[ R a f a e l S á n c h e z F e r lo s io : Vendrán más años malos y nos harán
más ciegos, Círculo de Lectores, Barcelona, 1995, pág. 34]

Cuando la complicidad ideológica predomina en una obra de fic­


ción (un poema, un relato, un drama), las virtualidades estéticas pue­
den resentirse: sobre todo si el autor renuncia a aprovechar las posi­
bilidades expresivas de la alusión, la sugerencia y el poder connotati-
vo y evocador de las palabras.
Un caso extremo es el de la llamada literatura de urgencia o de
circunstancias, denominación que alude a ciertas obras surgidas en
una situación muy concreta (una guerra, un régimen político tiráni­
co), como respuesta a una necesidad política o propagandística.
Sólo los textos que se alzan sobre la circunstancia por su potencia
estética (es decir, por su valor literario) consiguen sobrevivir: el
poema «Se equivocó la paloma», de Alberti (pág. 37) es un buen
ejemplo.
También lo son estos versos, escritos por el poeta peruano César
Vallejo ante el horror de la guerra civil española. Más allá de ese
momento, el texto sigue expresando con fuerza arrebatadora un grito
por la paz y la solidaridad. La complicidad se produce aquí en un
espacio más emotivo que ideológico; el texto sería absurdo si nos
atuviéramos al plano meramente conceptual, pero su valor simbólico
le confiere un profundo poder de comunicación:

Masa
Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»
Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo.
68 Cómo leer textos literarios

Se le acercaron dos y repitiéronle:


«¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»
Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,


clamando: «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!»
Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos,


con un ruego común: «¡Quédate, hermano!»
Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo.

Entonces, todos los hombres de la tierra


le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar...
[C ésar V allejo : Obra poética completa,
Alianza Tres, Madrid, 1982, pág. 300].

4.3. Palabras clave

La relación entre el significado de un texto y el léxico que en él


se emplea existe siempre, pero se hace más significativa en algunos
casos. Nos referimos aquí a cierto tipo de escritos en los que el voca­
bulario constituye una referencia imprescindible para determinar el
tema: de ahí que podamos hablar de la presencia de palabras clave.
C onsiderem os, por ejem plo, este fam oso soneto de G erardo
Diego, dedicado al ciprés existente en el claustro del monasterio de
Silos. La soberbia planta del árbol ha im presionado vivam ente a
muchos visitantes y ha dado lugar a no pocas composiciones poéti­
cas, entre las que sobresale ésta:

Enhiesto surtidor de sombra y sueño


que acongojas al cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza,
devanado a sí mismo en loco empeño.
Geografía del texto literario 69

Mástil de soledad, prodigio isleño,


flecha de fe, saeta de esperanza.
Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza,
peregrina al azar, mi alma sin dueño.

Cuando te vi señero, dulce, firme,


qué ansiedades sentí de diluirme
y ascender como tú, vuelto en cristales,

como tu, negra torre de arduos filos,


ejemplo de delirios verticales,
mudo ciprés en el fervor de Silos.

[Gerardo D iego : Manual de espumas. Versos humanos,


Cátedra, col. Letras Hispánicas, Madrid, 1986, pág. 144]

Las palabras que hemos colocado en cursiva describen la imagen


del ciprés con insistencia obsesiva: su firmeza, su derechura, su deci­
dido impulso vertical. Frente a eso, nótese que el alma del poeta se
define, por contraste, como peregrina al azar y sin dueño. El léxico
contribuye eficazmente a orientar al lector hacia una interpretación
adecuada del texto: no es una simple descripción del árbol, sino la
expresión del sentimiento de elevación que el poeta experimenta al
ver encarnada en el ciprés la voluntad de ser, de la que él carece.
Si repasa el Romance del prisionero (pág. 52), verá que el léxico
que el poeta emplea para definir y enfrentar la realidad exterior (el
campo estalla en primavera) y el utilizado para caracterizar la suerte
del personaje en su oscura prisión, produce una oposición significati­
va que se revela como clave temática del poema.

* * *

La impronta personal con que un escritor mira la realidad condi­


ciona el significado del texto y aporta una dosis elevada de informa­
ción al lector. Pero a veces no resulta fácil descubrir el valor de esa
mirada: al traducirse en palabras, en ocasiones éstas cobran sentidos
muy peculiares, estrictamente ligados al texto en que aparecen y ale­
jados de lo que tales términos significan para los demás.
70 Cómo leer textos literarios

Toda palabra representa a otra realidad: mesa no es el mueble en


que usted está pensando, sino una representación convencional del
objeto (no hay ninguna razón, salvo el acuerdo de los hablantes, para
que esas letras representen a ese mueble); decimos por eso que las
palabras son signos inmotivados. Ahora bien: cuando yo hablo de
balanza como representación de justicia, estoy empleando un símbolo
ya que entre una palabra y otra sí hay una relación motivada: se ha
acordado que la balanza representa el equilibrio que debe mantener la
justicia. Los valores asociados a ciertos colores («verde esperanza»,
«rojo pasión»), «paloma» como representación de la paz o «río» como
imagen del fluir de la vida humana son otros ejemplos de símbolos.
Lo peculiar de la lengua literaria, y muy especialmente de la poé­
tica, es que el escritor tiende a emplear, junto a los símbolos más o
menos compartidos, otros mucho más sugerentes, vagos e impreci­
sos, de uso personal. Al carecer de convenciones y referencias comu­
nes, el lector sólo puede interpretarlos recurriendo a la misma len­
gua: el sonido y aspecto de las palabras, la relación que guardan con
otros textos en que el autor las utiliza, las asociaciones que el escritor
invita a realizar, etc.
Por eso, hay poemas que sólo se entienden (hasta donde es posi­
ble: siempre queda — ¡por fortuna!— espacio para el misterio) si se
consideran dentro del poemario al que pertenecen; de otra forma, la
comprensión del texto es parcial, no capta su verdadera dimensión
expresiva. A veces se alude a esto hablando de las diversas lecturas
que pueden hacerse de un escrito.
Veamos un ejemplo: se trata de un conocido poema de Antonio
Machado. Palabras como camino, soñar o tarde cobran un valor sim­
bólico que sólo se descubre si se lee Soledades, el libro al que el
texto pertenece:

Yo voy soñando caminos


de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas!...
¿Adonde el camino irá?
Yo voy cantando, viajero
Geografía del texto literario 71

a lo largo del sendero...


— La tarde cayendo está— .
«En el corazón tenía
»la espina de una pasión;
»logré arrancármela un día:
»ya no siento el corazón.»
Y todo el campo un momento
se queda, mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento
en los álamos del río.
La tarde más se oscurece;
y el camino que serpea
y débilmente blanquea,
se enturbia y desaparece.
Mi cantar vuelve a plañir:
«Aguda espina dorada,
»quién te pudiera sentir
»en el corazón clavada.»

[A ntonio M a c h a d o : Poesía y prosa, II; Poesías completas,


Espasa Calpe-Fundación Antonio Machado, Madrid, 1988, pág. 436]

No im porta ahora el valor de los sím bolos m achadianos. El


poema, en todo caso, le habla también a un lector que no conozca la
obra del poeta, llena de proyecciones subjetivas: sobre todo porque la
espina clavada en el corazón es una metáfora de dominio público y
resulta decisiva para captar el tono nostálgico de un texto que habla
de la necesidad de experimentar un sentir, aunque sea dolorido. Pero
la lectura de otros poemas de Soledades mejora, sin duda, la com­
prensión de esos versos.
Los símbolos pueden llegar a oscurecer por completo el sentido
de un texto cuando nacen de asociaciones que ni siquiera para el
poeta son racionales: a fin de cuentas, el creador reinventa la realidad
y no es posible traducirla, pues la presiden otras leyes. Y esto vale
también para el uso de la lengua.
Algunos poemas de García Lorca aparecen envueltos en un mis­
terio encantador que emana de su simbolismo desconcertante; tal
sucede con el Romance sonámbulo, que comienza así:
72 Cómo leer textos literarios

Verde que te quiero verde.


Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.

Imposible traducir el significado de ese verde. Imposible poner


en lenguaje lógico un texto que, de principio a fin, destila incerti-
dumbre. Absurdo, además, pretenderlo, pues eso significaría acabar
con la misma poesía.
Cuando la lengua literaria se oscurece, cuando m ira hacia sus
recovecos más secretos, el lector debe renunciar, más que nunca, al
intento de pintar con colores conocidos lo que el texto dibuja con
gama propia. Cuando se alcanza el límite del análisis racional sólo
cabe dejarse seducir por ló que nunca veremos, que es como Gerardo
Diego definió, sabiamente, la poesía.

4.4. E l ju e g o d e farol

La subjetividad del narrador puede mostrarse de muchas mane­


ras; queremos llamar la atención aquí sobre una de ellas, basada en el
uso de un recurso peculiar. Sucede cuando el narrador va de farol (si
se nos permite decirlo así), como los jugadores de póquer: pretende
hacer creer al lector que juega con unas cartas cuando tiene otras.
De acuerdo con la experiencia más frecuente, un asunto triste o
dramático se narra de una cierta forma adecuada al tema, muy dife­
rente, desde luego, de la forma que elige el narrador para contar algo
divertido o ligero. Digamos que a un asunto y tono del primer tipo,
corresponde un texto x y que a un asunto más distendido y un tono
en consonancia corresponde un texto y. Si el escritor recurre al estilo
característico de y para abordar una historia que por su contenido es
propia de x (o al revés), se produce una ruptura de las expectativas
del lector: el texto resultante produce un efecto particular, que pode­
mos denominar z.
La falta de acomodación entre lo narrado y el tono con que se
narra provoca extrañeza y llama la atención de quien lee: algo en el
Geografía del texto literario 73

texto no es lo que parece. Pero no estamos ante un mero juego for­


mal; al usarlo, el escritor ofrece indirectamente información sobre su
manera de ver la realidad, sobre su idea del mundo.
Veamos un ejemplo. Las líneas siguientes pertenecen a una obra
de Baroja ambientada en los últimos años del siglo XIX. El narrador
describe la preparación de la comida en una oscura casa de huéspe­
des del centro de Madrid. Aunque la novela está formalmente poco
organizada, todas sus páginas guardan una estrecha relación con el
tema general; conviene por eso que el lector sepa que Baroja ofrece
en este libro una visión pesimista de la existencia humana — la ve
como una despiadada lucha por la vida— , a través de unos persona­
jes que añaden a su existencia miserable una absoluta pobreza moral:

A media tarde, la Petra comenzó a preparar la comida. La patrona


mandaba traer todas las mañanas una cantidad enorme de huesos para
¿1 sustento de los huéspedes. Es muy posible que en aquel montón de
huesos hubiera, de cuando en cuando, alguno de cristiano; lo seguro
es que, fuesen de carnívoro o de rumiante, en aquellas tibias, húmeros
y fémures, no había nunca una mala piltrafa de carne. Hervía el osario
en el puchero grande con garbanzos, a los cuales se ablandaba con
bicarbonato, y con el caldo se hacía la sopa, la cual, gracias a su can­
tidad de sebo, parecía una cosa turbia para limpiar cristales o sacar
brillo a los dorados.
Después de observar en qué estado se encontraba el osario en el
puchero, la Petra hizo la sopa, y luego se dedicó a extraer todas las
piltrafas de los huesos y a envolverlas hipócritamente con una salsa
de tomate. Esto constituía el principio en casa de doña Casiana.
Gracias a este régimen higiénico, ninguno de los huéspedes caía
enfermo de obesidad, de gota ni de cualquiera de esas otras enferme­
dades por exceso de alimentación, tan frecuentes en los ricos.
[PÍO BAROIA: La busca, Caro Raggio, Madrid, 1972, pág. 24]

Llama la atención la frialdad con que el narrador contempla la


escena y sorprende que la ironía y el humor negro caractericen el
texto. El lector nota de inmediato la extrañeza que produce la no aco­
modación entre lo narrado y la perspectiva y el tono del narrador.
Pero si lee la novela (o si tiene en cuenta las breves indicaciones que
74 Cómo leer textos literarios

hicimos anteriormente), puede interpretar este pasaje como una pro­


yección del pesimismo descreído de Baroja.
En efecto, el escritor acude a un narrador inadecuado para susci­
tar una reacción en el lector e implicarlo en el mundo miserable que
está retratando. Esa mirada tan poco compasiva provoca un gesto de
desagrado, una leve sonrisa amarga: no otro es el efecto buscado por
el escritor. La miseria concebida como espectáculo es, a fin de cuen­
tas, una imagen eficaz,por paradójica,de la pobre condición humana.

* * *

El procedimiento de anunciar unas cartas para terminar mostran­


do otras tiene muchas posibilidades expresivas. Veamos sólo una
más en la pluma de Camilo José Cela, un escritor muy dado a jugar
de farol. En realidad no se trata de un texto narrativo: forma parte de
una nota explicativa sobre la azorosa vida editorial de la novela La
colmena; pero el estilo es, inconfundiblemente, el del Cela novelista.
El desacuerdo entre asunto y tono tiene el objetivo de provocar, sin
más, la sonrisa del lector. La exhibición de un léxico culto, el empleo
de una sintaxis dada a la perífrasis y al preciosismo para explicar una
supuesta enfermedad profesional, es puro juego distractor; la elabo­
ración estilística no esconde nada, salvo las ganas de divertir:

Permítaseme una breve digresión. Entre las enfermedades profesio­


nales —la silicosis de los mineros, el cólico saturnino de los pintores, la
gota del holgazán— no suele considerarse la que pudiéramos llamar
cachitis o inflamación de las cachas, enojosa dolencia que ataca a jine­
tes, ciclistas y escritores. El sieso del homo sapiens, contra lo que
pudiera pensarse al escucharlo nombrar de posaderas, no fue inventado
para servir de permanente soporte a sus miserias sino, antes al contra­
rio, para posarlas a veces y con intermitencias cautelosamente medidas
y sabiamente calculadas: a la hora de comer, por ejemplo, en los toros y
en el teatro, en parte de la misa, en un alto en el paseo, etc. Pues bien:
los mortales que abusamos del sedentarismo (sedentario, etimológica­
mente, quiere decir el que está sentado: en una silla de estar, en una
silla de montar o en un sillín de bicicleta, que a estos efectos tanto vale)
acabamos con hinchazón de las asentaderas, que en recta ley e higiene
no son — repito— sino asentaderas para de vez en cuando y no para
Geografía del texto literario 75

siempre. Los médicos hacen terminar en itis — colitis, cistitis, hepatitis,


laringitis— los nombres de las enfermedades inflamatorias, y de ahí la
cachitis que propongo para bautizar el túmido nalgatorio de quienes,
por razón de oficio, abusamos de sus resistencias.

[Camilo José C e l a , «Historia incompleta de unas páginas


azacaneadas», en La colmena, Cátedra, Madrid, 1988, pág. 341]

5. CADA COSA EN SU SIT IO : LA ESTRU C TU R A

Como el lector sabe, cada tipo de texto tiene una organización


peculiar. Y es uno de los principales datos que nos permiten recono­
cer la clase de inform ación ante la que nos hallamos y prever la
dirección que el escrito puede ir tomando.
Así, si al comenzar a leer nos encontramos.con una frase como
«Las principales razones que llevan al partido X a votar en contra de
la m oción son las que siguen...», sabemos que estamos ante una
exposición y que las líneas posteriores presentarán un orden determi­
nado. Si por el contrario el texto comienza «A las ocho de la tarde de
ayer se produjo un accidente en el kilómetro 12 de la carretera nacio­
nal...», nos preparamos para leer un relato, una narración de hechos,
lo que supone una organización diferente del texto, etc.
La comprensión de textos escritos se apoya en una serie de refe­
rencias: la estructura del mensaje es una de las más relevantes, hasta
el punto de que un lector que se enfrenta a un texto cuya organiza­
ción no le es familiar tiene dificultades para comprenderlo. Por eso,
ciertas formas vanguardistas o innovadoras de la literatura contempo­
ránea son rechazadas por algunas personas que se resisten a cambiar
sus concepciones previas: tal sucede, por ejemplo, al abordar un rela­
to que, en lugar de presentar los acontecimientos cronológicamente,
lo hace de manera aparentemente desordenada y obliga a realizar un
esfuerzo de reconstrucción temporal.
Esos lectores tal vez ignoren que, en los textos literarios, la
estructura no sólo es un esquema en torno al que se organizan párra­
fos y frases, sino un elemento que comunica por sí mismo, que tiene
un elevado componente significativo y que, en ocasiones, es la clave
76 Cómo leer textos literarios

para desvelar el tema. La estructura form a parte del componente


estético del texto: el creador, erigido en constructor, dispone el conte­
nido de una forma determinada en función de su finalidad comunica­
tiva. Mientras que un emisor cualquiera se sirve de un molde organi­
zativo previamente fijado para verter en él la información, un creador
introduce variantes en los esquem as conocidos para dotarlos de
expresividad y efectos novedosos.
Un lector poco atento o poco experto puede no encontrar la rela­
ción entre la estructura de un texto literario y su contenido temático. Es
verdad que todos distinguimos el ritmo general de un relato, de una
descripción, de un ensayo; y más sencillo aún es reconocer un poema o
un texto dramático. Pero ese reconocimiento superficial, externo, es
insuficiente en la mayoría de los casos: la arquitectura específica de un
poema, por ejemplo, ofrece detalles peculiares que no se nos pueden
escapar sin que se resienta nuestro nivel de comprensión.
En estas páginas hablamos, por tanto, de un grado de estructura­
ción que está más allá de la apariencia textual: nos referimos a la
estructura interna, que debe distinguirse de la externa. El texto de una
novela puede estar distribuido en capítulos de dimensiones más o
menos equivalentes; pero eso no significa que su organización interna
sea coincidente, ya que ésta depende de un entramado lógico y técnico
existente en el subsuelo del texto. La lectura comprensiva exige, pues,
radiografiar el escrito, evitando que la mera apariencia nos desoriente.
Nos enfrentamos a una enorme cantidad de posibilidades: en rea­
lidad, hay tantos entramados como textos y es inútil aspirar a hacerse
con una colección de recetas o plantillas. Ahora bien, como en apar­
tados anteriores, es posible destacar determinados esquemas que se
repiten y que, por eso, son representativos. Nos ocuparem os por
separado de los textos narrativos y de los poéticos.

5.1. N arraciones

5.1.1. Fragmentos narrativos

Todo relato se sirve o puede servirse de tres modos narrativos


que suelen aparecer integrados en el texto: la narración propiamente
Geografía del texto literario 77

dicha (relato de hechos), la descripción (pintura de personajes,


ambientes o lugares) y el diálogo (conversación entre personajes que
suele reproducirse textualmente). Las tres formas hacen progresar la
acción y tienen, por tanto, valor narrativo.
El escritor combina narración, descripción y diálogo de manera
diferente según exigencias del relato; son ingredientes que se sirven
en dosis más o menos elevadas para dar carácter y sabor a un texto, y
su mayor o menor presencia influye de manera notable en el ritmo y
la organización del escrito.
Veamos, a título de ejemplo, cómo utiliza Ignacio Aldecoa narra­
ción, descripción y diálogo en este fragmento de uno de sus cuentos.
El autor quiere hacer un cuadro animado, dar la sensación de un
ambiente. Para ello emplea diálogos vivaces y rápidos; el narrador da
breves pinceladas descriptivas y narrativas, se lim ita a mover la
cámara para poner una nota de color o para subrayar el tono o el sen­
tido de las diversas intervenciones. El resultado parece próximo a
una secuencia cinematográfica:

Faroles de gas. Bajo la vegetal luminosidad de un farol alguien


espera. Los faroles hacen más vagos los perfiles del atardecer, más
lejano el permanente flash de la media luna, más profundos los oscu­
ros de la arboleda. Bajo el farol de gas se acaba la espera.
—Hola, Pilar.
—Hola, Manuel.
—¿Vamos, Pilar?
—Vamos, Manuel.
—¿Vamos hacia la estación, Pilar?
—Vamos donde tú digas, Manuel.
—¿A tomar un vermut, Pilar?
—Yo un café con leche, Manuel.
[.··]

A los novios les gusta repetir los nombres; a los jefes les gusta
repetir los apellidos. El jefe de la parada de tranvías de la Estación del
Norte da órdenes. Grita al cobrador del tranvía de Campamento:
Cómo leer textos literarios

—González, cambie el trole; dése prisa... González, páseme el


estadillo... González, ¿me oye?
Grita al conductor del tranvía de Campamento:
—Rodero, cinco minutos de retraso... Rodero, que hay que recu­
perar... Rodero, salga enseguida.
Grita al viejo guardavías:
— Muñoz, no se duerma... Muñoz, vamos ya... Muñoz, ojo al 60.

Los soldados patinan sobre los herrajes de las botas entrando en


el Metro atropelladamente. La cerillera joven se desgañita:
— ¡Tíos asquerosos, borricos!
La castañera apoya:
—Son como salvajes.
El ciego mueve la cabeza:
—Cuarenta iguales.

Desde su quiosco, la vendedora de periódicos contempla la vida


aburridamente; contesta a un cliente:
—Marca se ha acabado.

Pilar y Manuel han pasado el bar del buen café y el bar de la gran
tapa. Entran en Revertito. Tienen que reñir un poco, deben reñir un
poco. Es el amor.
—¿Por qué tienes que estar a las ocho en tu casa, Pilar?
—Te lo he dicho tres veces, Manuel.
Manuel se pone flamenco, porque es parte del juego.
—No me vale, Pilar.
Pilar se desespera falsamente, porque sabe que debe hacerlo.
—¡Cómo eres, Manolo!
Manuel hace un silencio. Pilar insiste.
[Ignacio A l deco a : Cuentos completos,
Alfaguara, Madrid, 1995, págs. 398-400]
Geografía del texto literario 79

La organización narrativa más frecuente se articula en tomo a la


sucesión de hechos. Los acontecimientos que integran un relato se
producen en un orden determinado, que puede coincidir o no con el
orden lógico temporal: a veces el escritor cuenta un suceso desde el
principio, siguiendo escrupulosamente la cronología de los hechos,
pero en otras ocasiones altera deliberadamente ese orden buscando
un determinado efecto expresivo. En la narrativa contemporánea, el
desorden cronológico es frecuentísimo, al punto de que ciertas nove­
las se convierten en verdaderos rompecabezas.
Veamos un pasaje narrativo que podemos considerar clásico, en
el que el orden cronológico se respeta absolutamente (más adelante
nos referiremos a las peculiares estructuras de algunos relatos breves
más audaces). El texto de Baroja contiene una serie de marcas tem ­
porales (que colocamos en cursiva) cuya misión es la de servir de
conexión entre las acciones sucesivas, definidas por la abundancia de
verbos en pasado. La abundante señalización temporal es un eficaz
apoyo para la lectura. El fragmento está perfectamente construido:

Una noche, doña Justa se agravó tanto, que se llamó al canónigo


gordo de la casa de huéspedes del piso de arriba para que confesara a
la enferma [...]
Mientras llegaba el vicario, el canónigo, que tenía la facies estú­
pida de un animal cebado, y que se pasaba la vida jugando al tute con
la hija de la patrona, sacó un libro del bolsillo y se puso a leer las ora­
ciones de los difuntos, equivocándose a cada palabra.
Un cura vino con la Unción y se marchó enseguida. El canónigo
gordo seguía equivocándose y mirando de reojo a doña Justa para ver
si había concluido, y viendo que no, sacó un escapulario de la Virgen
del Pilar y lo acercó a los labios de la enferma. Aquello fue de una
eficacia inaudita: al momento doña Justa torció la cabeza y dejó de
alentar. Entonces el canónigo gordo se guardó el libro en el bolsillo y
se volvió a su casa.
Enseguida las vecinas comenzaron a vestir a la muerta, tirando de
aquí, rasgando de allá, hasta que lograron ponerle un hábito negro.
Luego, a la sacristana, también vecina de la casa y que no tenía
dientes, le pareció muy mal que la pobre doña Justa pasara a la pre­
80 Cómo leer textos literarios

sencia de Dios sin herramientas en la boca. La dentadura postiza,


aquella hermosa dentadura que hacía clac se le había escapado al
morir de entre los labios y había ido rodando hasta el suelo.
La sacristana, viendo que las vecinas eran de su opinión, metió
con mucho cuidado, como quien hace una delicada operación quirúr­
gica, los dedos en la boca de la muerta, introdujo después la dentadu­
ra y... clac. Luego le puso en la cara un pañuelo negro para sujetarle
la mandíbula y adelantó la capucha del hábito para que no se viese el
pañuelo [...]
Al día siguiente los labios de doña Justa se habían contraído de
una manera tan notable que parecía que estaba sonriendo.
[Pío B a r o ja : Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre
Paradox, Caro Raggio, Madrid, 1973, págs. 205-206]

5.1.2. Fragmentos descriptivos

Describir, como narrarles una actividad lingüística que todos rea­


lizamos a diario; lo habitual es que ambas se den a la vez, dentro de
mensajes de tono narrativo general.
En los textos literarios tam bién aparecen juntas, com o hemos
visto. Pero los pasajes decriptivos cobran a veces tal im portancia
que destacan en el conjunto del texto y m erecen atención por parte
del lector. Las descripciones son frecuentes en los textos narrati­
vos y tam bién en cierto tipo de ensayos y en los libros de viajes:
en este últim o caso, pueden justificar por sí m ism as la totalidad
del escrito.
Por lo que hace a su estructura, hay que distinguir dos grandes
tipos de textos descriptivos: los caracterizados por el orden, el detalle
y el afán de pintar al vivo, de manera detallista, y los que obedecen a
una técnica más impresionista. El escritor opta por unos u otros en
función del carácter general del texto que tiene entre manos: en una
novela realista abundarán los primeros, mientras que en una novela
costum brista o en un libro de viajes serán frecuentes los pasajes
impresionistas. La eficacia expresiva de unas descripciones y otras es
grande, pero tienen un aire notablemente distinto, que se observa en
su ritmo y en su estructura.
Geografía del texto literario 81

Azorín se muestra interesado en el siguiente fragmento por tras­


mitir al lector la imagen de tranquilidad y frescor de la tarde: colorea
su prosa con abundantes adjetivos, recurre a un léxico preciso y trata,
en suma, de apresar la realidad y dejarla detenida y definida, recreada,
con las palabras. El orden de la descripción es lógico; el observador
procede por acercamientos sucesivos a los detalles desde una primera
mirada general y, aunque no renuncia a introducir algunos rasgos
im presionistas de ambiente, se esmera por situar cada cosa en el
plano que le corresponde, pretende ordenar el paisaje, en suma:

La tarde está limpia, plácida, fresca. La carretera blanca serpen­


tea, con suaves curvas, en lo hondo de las verdes gargantas; el río,
inmóvil, callado, espejea junto al camino la silueta de los esbeltos y
finos álamos. Una rana hace «croá-croá»; resuena a lo lejos el grito
' de un boyero: «¡aidá!, ¡aidá!» Las montañas, de un verde oscuro, cie­
rran el horizonte y se levantan, en empinados recuestos, a una y otra
banda. Arriba, en las cumbres, un pedazo de peña azulina, grisácea,
brillante, aparece; más bajo, entre el verdor oscuro de los castañares,
se extiene un ancho cuadro de pradería, claro, suave, con redondas
manchas oscuras que en su tapiz colocan los manzanos; más bajo,
destaca una ringla de nogueras que corre a lo largo de una senda; más
bajo, un festón de espesos matorrales araña el cristal sosegado del río.
[A zorín: L os pueblos, Losada, Buenos Aires, 1976, pág. 72]

En este otro ejemplo, Camilo José Cela compone una descripción


más dinámica, que aspira a crear la sensación de un ambiente a base
de anotar detalles significativos, como quien pinta un cuadro con
trazo grueso. Notemos que el texto no obedece a un orden determina­
do por la realidad descrita, sino a un orden subjetivo, establecido por
el propio escritor con la intención de que domine el efecto expresivo.
El resultado, ahora, es una escena animada, en la que el lector alcan­
za a ver los movimientos perezosos del atardecer en la plaza de un
pueblo:

El viajero se lava en el zaguán, en una palangana colocada en una


silla de enea. Un niño llora sin demasiadas ganas. Las gallinas empie­
zan a recogerse. Un perro escuálido husmea los pies del viajero. El
82 Cómo leer textos literarios

viajero le da una patada, y el perro huye, con el rabo entre las piernas.
Se ve que es un perro acostumbrado a recibir patadas. Una niña juega
con un gato blanco y negro, y otra niña la ve jugar, con cara de mala
uva y sin quitarle el ojo de encima. Un burro pasa, solo, camino de la
cuadra; empuja la puerta con el hocico y se cuela dentro.

[C am ilo José C e l a : Viaje a la Alcarria,


Espasa Calpe, col. Austral, Madrid, 1973, pág. 45]

5.1.3. Relatos breves

Aunque en estas páginas no podemos ocuparnos del complejo


problema de las estructuras novelísticas, sí queremos dedicar aten­
ción al relato breve, cuyas dimensiones lo convierten en un texto
muy adecuado para el análisis. Es, por lo demás, un tipo de escrito
que ha alcanzado gran desarrollo en el siglo XX y que resulta caracte­
rístico de nuestro tiempo: cada vez se publican más libros de relatos
y su presencia es habitual en diarios y revistas.
El relato breve es, hoy, más breve que nunca. Aunque sigue culti­
vándose el cuento de dimensiones tradicionales (entre diez y veinte o
treinta páginas), ciertos narradores cultivan una clase de narraciones
mucho más cortas, que tiene reconocidos maestros en el mundo his­
pánico. En el caso más extremo, hay textos que no ocupan más allá
de una veintena de lincas, o menos.
Esa trasformación externa (la longitud del texto), ha ido acom­
pañada de cambios más importantes en la concepción del relato:
entre ellos, tal vez el más decisivo sea el registrado en el nivel de la
estructura. Y es que los cuentos breves plantean sobre todo un pro­
blema de construcción.
Con frecuencia, el escritor rompe la estructura habitual de los
cuentos tradicionales, en los que se relata un acontecim iento de
manera ordenada y cuyo final deja todos los cabos atados. Simplifi­
cando, se inician con un «Había una vez...» y terminan con fórmulas
de cierre muy definidas, como «Y en adelante vivieron felices». En
el cuento contemporáneo, principio y fin sufren cambios notabilísi­
mos: no es raro que las historias comiencen de repente, en mitad de
Geografía del texto literario 83

un conflicto (comienzo in medias res se denomina técnicamente), y


que presenten un final abierto, que, lejos de atar cabos, sume al lec­
tor en el desconcierto.
En el resto del relato, puede suceder que la habitual sucesión de
acontecimientos deje paso a una prosa discursiva, más próxima al
ensayo, o sea sustituida por una desordenada acumulación de hechos,
o despierte expectativas en el lector que no se ven satisfechas al
final. Esta ruptura de los moldes típicos conocidos por todos — inclu­
so por quienes no leen— produce extrañeza en el lector y lo sitúa
ante un texto nuevo que, al menos inicialmente, desorienta.
Lo que decimos puede constatarse en este relato del escritor ita­
liano Giorgio Manganelli:

Al salir de una tienda en la que había entrado para comprar una


loción para después del afeitado, un señor de mediana edad, serio y
tranquilo, descubrió que le habían robado el Universo. En lugar del
Universo había sólo un polvillo gris, .la ciudad había desaparecido,
desaparecido el sol, ningún ruido provenía de aquel polvo que parecía
estar totalmente acostumbrado a su oficio de polvo. El señor poseía una
naturaleza tranquila, y no le pareció oportuno hacer una escena; se
había producido un hurto, un hurto mayor de lo habitual, pero al fin y al
cabo un hurto. En efecto, el señor estaba convencido de que alguien
había robado el Universo aprovechando el momento en que había
entrado en la tienda. No era que el Universo fuese suyo, pero él, en
tanto que nacido y vivo, tenía algún derecho a utilizarlo. En realidad, al
entrar en la tienda, había dejado fuera el Universo, sin aplicar el meca­
nismo antirrobo, que no utilizaba jamás, pues sus enormes dimensiones
lo hacían de un uso poco práctico. Pese a su severidad consigo mismo,
no se sentía culpable de escasa vigilancia, de imprudencia; sabía que
vivía en una ciudad afectada por una delincuencia insolente, pero jamás
se había producido un hurto del Universo. El señor tranquilo se dio la
vuelta, y, tal como esperaba, la tienda también había desaparecido.
Cabía pensar, por consiguiente, que los ladrones no andaban demasiado
lejos. Se sentía, sin embargo, impotente y algo molesto; un ladrón que
roba todo, incluidos todos los comisarios de policía y todos los guardias
urbanos, es un ladrón que se sitúa en una posición de privilegio, que
habitualmente no corresponde a un ladrón; el señor, aunque tranquilo,
experimentaba aquel estado de ánimo que lleva a muchos señores a
84 Cómo leer textos literarios

escribir cartas a los directores de periódicos; y de existir periódicos, tal


vez lo hubiera hecho. De igual manera, de haber existido una comisa­
ría, habría formalizado una denuncia, precisando que el Universo no
era suyo, pero que lo utilizaba todos los días, desde el instante de su
nacimiento, de manera cuidadosa y sobria, sin haber tenido jamás que
ser llamado al orden por las autoridades. Pero no había comisarías, y el
señor se sintió molesto, burlado, vencido. Se estaba preguntando qué
tenía que hacer, cuando, inequívocamente, alguien le tocó en el hom­
bro, tranquilamente, para llamarle.
[G iorgio M ang an elli : Centuria. Cien breves novelas-río,
Anagrama, Barcelona, 1982, págs. 127-128]

Repasemos el texto. Tras planteársenos un conflicto insólito e


inverosímil, que no se justifica de ninguna forma (la desaparición del
universo), asistimos a las disquisiciones del extraño personaje prota­
gonista con la sensación de que falta tono narrativo (no sucede nada,
no se ofrecen datos, no hay progreso en la acción) y nos topamos, en
fin, con un desenlace que nos deja boquiabiertos: el conflicto no se
soluciona, y además se introduce un elemento que lo complica. Pre­
cisamente entonces el relato termina. El autor no sólo apela a un lec­
tor cómplice, sino que le pasa la pelota y la perplejidad.
La eficacia del relato reside en su organización, pues nos permite
ir conociendo una serie de rasgos que rompen una por una todas las
expectativas del lector. En efecto, se ofrecen datos de los que toma­
mos nota para después comprobar que carecen de relevancia (¿para
qué precisar de dónde sale el señor y qué había comprado?) o que no
tienen tan siquiera justificación narrativa (el protagonista constata
que el polvo a que se ha reducido el universo parece estar «totalmen­
te acostumbrado a su oficio de polvo»); por el contrario, se ocultan
informaciones que podríamos esperar razonablemente (¿quién es ese
señor de mediana edad?); el personaje utiliza razonamientos que con­
travienen la lógica (analiza como un hurto cualquiera el robo del uni­
verso y se plantea ir a quejarse de que se lo hayan quitado, ya que él
lo usaba todos los días), etc.
Puede usted seguir con el juego de descubrir otras rupturas, pues
con ello se habrá cumplido uno de los previsibles objetivos del escri-
Geografía del texto literario 85

tor: introducir elementos de disolución en el orden lógico que a usted


y a mí nos permite reconocer la realidad.

ψ * *

Un juego parecido nos propone este texto de Juan José Millás,


que avanza aún más en el afán de romper esquemas conocidos:

El infierno

Estábamos enterrando a un amigo cuando un teléfono móvil inte­


rrumpió la grave ceremonia. Tras un breve intercambio de miradas
reprobatorias, comprendimos que el ruido procedía del cadáver, cuyo
féretro había sido abierto para que el finado recibiera su último adiós.
La viuda, después de unos segundos de suspensión, se inclinó sobre
el muerto y le sacó el teléfono de uno de sus bolsillos de la chaqueta.
«Diga», pronunció dolorosamente. No sabemos qué escuchó al otro
lado, pero la vimos palidecer; en seguida gritó: «Fernando falleció
ayer y usted es una zorra que ha destruido nuestro hogar.» Dicho esto,
interrumpió la comunicación y devolvió el artefacto a su lugar.
Al abandonar el cementerio supe por alguien de la familia que
había sido deseo del propio Fernando ser enterrado con su móvil, lo
que, constituyendo una excentricidad perfectamente afín a su carác­
ter, me devolvía la imagen menos grata y oscura de quien sin duda
había sido una de las referencias más importantes de mi vida. Como
es costumbre, me dirigí en compañía de los íntimos a casa de la viuda
para darle consuelo. Ella nos ofreció un café que estábamos saborean­
do mientras hablábamos de cosas intrascendentes, cuando sonó el
teléfono. Tras unos instantes de terror, los presentes alcanzamos un
acuerdo tácito: nadie había oído nada, ningún sonido de ultratumba se
había colado en aquella reunión de amigos. Después de diez o doce
llamadas, el aparato enmudeció y la propia viuda se levantó a descol­
garlo. «No estoy para pésames», dijo.
Aquella noche, a la hora en la que los insomnes suelen descabe­
zar un sueño, me levanté, fui al teléfono y marqué el número del
móvil de Fernando. Lo cogieron al primer pitido, pero colgué antes
de escuchar ninguna voz. Sólo quería comprobar que el infierno
existía.
[Juan J osé M i llá s , en El País, 29-9-1995]
86 Cómo leer textos literarios

Se trata de un escrito aparecido en un periódico y en un lugar en


el que su autor y otras personas publican a diario ese tipo de artículos
breves que se conocen como columnas. Este dato es muy importante,
ya que crea expectativas en quien lee. Al ver el espacio que ocupa, el
lector comienza a hacer hipótesis: debe ser un artículo periodístico y
seguramente costumbrista, como los que aparecen en esa página del
diario. Tras leer la primera frase parece confirmarse la suposición: se
habla de un entierro.
Sin embargo, pronto aparecen datos sorprendentes, más propios
de la ficción (aunque, ¡pasan cosas tan raras!). Además descubrimos
el estilo característico de la narración en un texto que renuncia a
ofrecer los comentarios y apreciaciones críticas que suelen aparecer
en un artículo: el escritor se limita a narrar unos hechos.
Hay, pues, una especie de cruce o superposición de esquemas, de
suerte que el lector no sabe muy bien a qué atenerse (el hecho de que esté
leyendo un periódico, no lo olvidemos, es determinante en su actitud).
Para colmo, duda qué debe pensar del yo que habla: en un relato encama­
ría a un narrador (entidad no real), mientras que en un artículo represen­
taría a la figura auténtica del periodista... En ese no saber a qué atenerse
reside la eficacia de esta clase de texto, mitad relato y mitad artículo cos­
tumbrista, que subvierte la realidad sin salirse del todo de ella: por eso
termina dejando cierta inquietud en el lector y, quizás, la sensación de
que la historia posee la extraña verosimilitud de las pesadillas.

* * *

Haga ahora su propio análisis de lo que sucede con esta historia.


Es un cuento de final sorprendente, como muchos otros; pero ese
final tiene retroceso y repercute sobre la totalidad del texto: el autor
nos ha engañado hasta el párrafo final, nos ha ocultado un dato deci­
sivo cuando creíamos poseer toda la información. Y descubrimos
que lo que hemos creído leer no es, en realidad, lo que está escrito...

Underwood
La carta había demorado en llegar. La tenía ahora frente a los
ojos, desdoblada, convulsa entre sus dedos. No lograba iniciar la lee-
Geografía del texto literario 87

tura. Las letras se desdibujaban fundiéndose unas con otras como si el


llanto las hubiese escurrido. Pero no lloraba. Hacía mucho tiempo que
no se daba esa satisfacción. En cambio vacilaba, temeroso de la res­
puesta que había aguardado en secreto durante lo que ya parecía una
vida. Se concentró, haciendo un esfuerzo enorme, y las letras fueron
recuperando sus pequeñas estaturas, la separación breve y nítida que
caracterizaba a la Underwood portátil que él mismo le había compra­
do poco después de la boda.
T odo el c o n te n id o p o d ía re su m irse en la ú ltim a línea:

TE AMO AÚN. LLEGO EL VIERNES.

Arrugó la hoja. Casi en seguida volvió a estirarla. Sus ojos reco­


rrieron ávidos las disculpas, los ruegos, el esbozo de planes que
habrían de realizar juntos. Ella había tenido la culpa de todo, asegura­
ba. Pero no volvería a ocurrir. Y luego venía la reafirmación de lo qué
él había rogado todas las noches. Y el anuncio escueto de su llegada.
Al buscar la hora en su reloj, notó sorprendido que ya era viernes.
Corrió hasta el auto anticipando el abrazo, sintiendo contra su cuerpo
el arrepentimiento de ella, su vergüenza. Amanecía.
Esperó largas horas en la estación. Sus ideas se perdían en las
enmarañadas conjeturas. Recordó de pronto que no sabía a qué hora
llegaría. Ni cómo viajaría hasta él. Hasta podía llegar en avión, nada
tendría de raro. Entonces ¿por qué estaba él en la estación, esperando
quién sabe qué autobús? Sin darse cuenta manejó hasta allí, guiado
quizá por la forma que había tomado tantas veces aquel sueño. Siem­
pre la miraba bajar sonriente, buscándolo con la vista, hasta que lo
veía de pie junto a la columna que ahora sostenía su peso. Se dijo,
angustiado, que era un imbécil.
Por suerte traía la carta. La desdobló presuroso. No había ningún
indicio de cómo se transportaría hasta la ciudad. Pasaron los minutos y la
incertidumbre se iba espesando en sus jadeos. ¿Cómo no se le ocurrió
explicar claramente la hora y el lugar de su arribo? No había cambiado.
Sigue siendo tan irresponsable como siempre. Tendrá que tomar un taxi
hasta la casa porque él no puede hacer nada más. Allá la esperaría.

La noche se hizo densa y angustiosa. De nada le sirvió leer durante


el día las revistas que lo rodeaban. Tampoco se distrajo escuchando la
radio ni saliendo al balcón a cada rato. Pronto serían las doce y enton­
ces la llegada del sábado se encargaría de probar otra vez lo que él
siempre sospechó: era una mentirosa, la más cruel de las farsantes.
88 Cómo leer textos literarios

A la una de la mañana confirmó que ya nunca más le creería una


sola palabra. Aunque llegaran mil cartas pidiéndole perdón o volviera
a escuchar su voz suplicante por teléfono. Caminó hasta la pequeña
Underwood, insertó un papel, tecleó aprisa. Las letras salían débiles,
destintadas. Cambió la cinta. Escribió:
Querido Ramiro:
Tienes que perdonarme. Perdí el avión el viernes. Iré la próxima
semana, sin falta. Ya te avisaré. Te amo. Debes creerme...
[Enrique Jaramillo L ev i : Duplicaciones,
Joaquín Mortiz, M éxico, 1973, págs. 100-102]

5.1.4. Audacias de la novela contemporánea

Los grandes narradores realistas del siglo XIX convirtieron la


novela en el género literario predominante. Y dejaron bien definidos
sus rasgos formales, tanto en lo que se refería a los personajes, como
al narrador o la estructura. Pero el siglo XX, que ha provocado nota­
bles revoluciones técnicas en todos los géneros literarios, ha puesto
en cuestión las formas narrativas consolidadas: muchas grandes
novelas de nuestro tiempo (y también muchos intentos fallidos) se
caracterizan por su afán de romper con las normas establecidas. El
escritor cubano Alejo Carpentier decía que todas las obras importan­
tes de este siglo habían hecho exclamar al lector: «¡Esto no es una
novela!»
No podemos aquí entrar en el análisis de un fenómeno que pro­
voca siempre polémica, tanto en el caso de la novela como en el del
teatro, la poesía, la arquitectura o la pintura; pero parece lógico que
el artista busque nuevas formas expresivas. Lo que ciertos novelistas
han pretendido es llevar al papel el desorden del mundo, el descon­
cierto con que el hombre contemporáneo se enfrenta a la vida. Un
intento que, naturalmente, empieza por desestructurar el relato. Así
lo explica Ernesto Sábato:

La necesidad de dar una visión totalizadora de Dublin obliga a


Joyce a presentar fragmentos que no mantienen entre sí una coheren-
Geografía del texto literario 89

cía cronológica ni narrativa, fragmentos de un complicado y ambiguo


rompecabezas, pero de un rompecabezas que nunca aparecerá com­
pletamente aclarado, pues muchas de sus partes faltarán, otras perma­
necerán en las tinieblas o serán apenas entrevistas. Esto no es un arbi­
trario juego destinado a asombrar a los lectores, es lo que sucede en la
vida misma: vemos a una persona un momento, luego a otra, contem­
plamos un puente, nos cuentan algo sobre un conocido o desconoci­
do, oímos los restos dislocados de un diálogo; y a estos hechos actua­
les en nuestra conciencia se mezclan los recuerdos de otros hechos
pasados, sueños y pensamientos deformes, proyectos del porvenir. La
novela que ofrece la mostración o presentación de esa confusa reali­
dad es realista en el mejor sentido de la palabra.

[Ernesto sá b a to : El escritor y sus fantasmas,


Círculo de Lectores, Barcelona, 1994, pág. 102]

El lector, enfrentado a un relato que es preciso recom poner,


actúa, él mismo, como estructurador. De ahí que la lectura de este
tipo de textos sea costosa, tal vez antipática para algunas personas.
De todas formas, bueno será tener en cuenta en qué se traducen las
principales audacias estructurales (de otras ya nos ocuparemos más
adelante) de la narrativa más característica de este siglo, audacias
que, por cierto, parecen haber retrocedido en las últimas décadas.
Por lo que hace a la estructura externa, es decir, a la apariencia y
disposición del texto, es frecuente que desaparezca la unidad típica
de la novela tradicional, el capítulo, que divide el relato en apartados
de dimensiones similares y que suele tener sentido completo en sí
mismo. La simple ojeada de una de estas novelas permite constatar
que el texto puede estar distribuido en tramos o secuencias, separa­
dos por espacios en blanco; que el discurso apenas se vea interrumpi­
do por puntos y aparte o por diálogos; que el texto adopte la aparien­
cia de poema; que se transgredan las convenciones tipográficas y
ortográficas, etc.
Todo esos artificios contribuyen a romper la rigidez formal del
texto escrito. A veces no hay duda sobre lo justificado de ciertas
decisiones: en La colmena, por cuyas páginas Camilo José Cela hace
desfilar cientos de personajes y de situaciones, la tradicional distribu­
ción del texto en capítulos hubiera entorpecido la fluidez del relato.
90 Cómo leer textos literarios

Otras veces da la sensación de que el escritor nos propone un juego,


recurso legítimo que confiere a la lectura un sentido gozoso y advier­
te al lector sobre la conveniencia de mantenerse activo. Así, Rayuelo,
obra de Julio Cortázar, puede leerse de dos maneras, según explica
el mismo escritor: como una novela corriente, capítulo tras capítulo
desde el 1 al 56 (una lectura pensada para pusilánimes), o siguiendo
un itinerario que comienza en el capítulo 73 y termina en el 131 (tra­
yecto para lectores cómplices, a cuya disposición hay un total de 155
capítulos).
En la estructura interna, es decir, cuanto se refiere a la organiza­
ción y el desarrollo de la novela, los cambios son más desconcertan­
tes. Los más significativos afectan al tiempo: las rupturas del orden
cronológico en el relato de los hechos llegan, en ocasiones, a conver­
tir el texto en el rompecabezas de que hablaba Sábato. Como muestra
significativa y abarcable en estas páginas, analicemos el comienzo de
Cien años de soledad, la obra maestra de Gabriel García Márquez: .

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coro­


nel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que
su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea
de veinte casas de barro y cañabrava...

Observemos que hay tres planos temporales en esas líneas:


a) El primero es el tiempo en que se sitúa el narrador: es poste­
rior a todos los demás, ya que cuenta lo sucedido en pasado.
b) El segundo corresponde al episodio que va a relatarse: la tarde
en que Aureliano conoció el hielo. De todas formas el «Macondo era
entonces...» anuncia una ampliación de este segundo plano temporal:
pasamos de un momento concreto — una tarde memorable— a una
descripción general del lugar donde el episodio sucede.
c) El tercer tiempo es el de un suceso que se anticipa (Aureliano
frente al pelotón de fusilamiento) y que tendrá lugar «muchos años
después».
El escritor nos introduce así en un mundo de ficción que tiene sus
propias leyes temporales; y éstas contravienen todas las que rigen el
decurso del tiempo en la realidad a fuerza de ir y venir, dar vueltas
Geografía del texto literario 91

sobre lo ya narrado, anticipar hechos o volver sobre otros que tuvie­


ron lugar en el pasado, etc.
También en esas líneas comprobamos que la novela comienza in
medias res, algo que la narrativa contemporánea ha convertido en
norma habitual. Un comienzo así exige regresar al pasado, páginas
después, para explicar los antecedentes necesarios. Como tampoco es
raro que los relatos dejen el final abierto, la sensación que puede
tener el lector ante muchas novelas es de auténtico vértigo; de ser así,
el escritor habría conseguido una obra realista en el sentido que daba
al término Ernesto Sábato: habría recreado la desazón vertiginosa
que produce el mundo que nos rodea.

5.2. T e x t o s p o é t i c o s

En los poemas, textos muy breves salvo excepción, la estructura


está estrechamente relacionada con el tema: la forma de comunicarlo,
la arquitectura lógico-sintáctica del escrito, apenas puede diferenciar­
se de su contenido conceptual. Y con frecuencia el sentido del poema
tiene un paralelo absoluto con su esquema organizativo.
La misma elección de una determinada estrofa supone ya un con­
dicionamiento estructural: el contenido suele acomodarse a ese pie
forzado. Esto resulta evidente, por ejemplo, en el caso del soneto,
una de las formas preferidas por la poesía española desde el siglo x v i
y que permite un análisis significativo, pues en él coincide la estrofa
con el poema. Está compuesto por catorce versos, que se agrupan en
cuatro subestrofas (dos cuartetos y dos tercetos); el poeta opta
muchas veces por distribuir el mensaje de manera diferenciada entre
cuartetos y tercetos o hace que la información progrese y se diferen­
cie en cada subestrofa. Así, el aspecto más externo del texto se
corresponde con el de su estructura interna.
Veamos un ejemplo (las posibilidades son muchas, pero siempre
fácilm ente reconocibles). Lope de Vega reflexiona en este soneto
sobre la muerte; cada uno de los aspectos de su reflexión ocupa una
subestrofa, de modo que todas ellas tienen sentido por sí mismas y se
cierran con un punto. El poeta dice, sucesivamente, que la muerte
92 Cómo leer textos literarios

sólo es terrible para quien no deje memoria de sí en este mundo; que


es un paso inevitable, pues lo fue incluso para Dios hombre; que, en
sí, la muerte no es buena ni mala, lo son los hombres; que no es la
muerte, en fin, lo triste, sino la vida:

A la muerte
La muerte para aquél será terrible
con cuya vida acabe su memoria,
no para aquél cuya alabanza y gloria
con la muerte morir es imposible.
Sueño es la muerte, y paso irremisible,
que en nuestra universal humana historia
pasó con felicísima Vitoria
un hombre que fue Dios incorrutible.
Nunca de suyo fue mala y culpable
la muerte, a quien la vida no resiste:
al malo, aborrecible; al bueno, amable.
No la miseria en el morir consiste;
sólo el camino es triste y miserable,
y si es vivir, la vida sola es triste.

[En Lope de Vega esencial, Taurus, Madrid, 1990, pág. 108].

Por otra parte, en la poesía contem poránea no es infrecuente


encontrar disposiciones peculiares de los versos, que buscan recrear
una imagen relacionada con el asunto desarrollado. Este tipo de poe­
mas visuales se ofrecen al lector como un juego puramente formal,
pues convierten la apariencia externa y el ritmo en la clave temática
de la composición. Son famosos, por ejemplo, los caligramas, verda­
deros poemas pintados, cuyos versos dibujan estrictamente la reali­
dad aludida: un molino en el caso del que insertamos al lado.
Más sutil, pero también expresiva, es la disposición de estos versos,
que sugieren el movimiento y la cadencia del ir y venir de las olas:
Mar rizada.
O las de tres m etros.
Olas de ocho á diez metros.
Geografía del texto literario 93

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94 Cómo leer textos literarios

Olas que sobrepasan los quince metros.


Olas de alrededor de seis metros.
Olas de hasta cuatro metros.
Marejada.
Mar en calma.
[P ed ro P r o v e n c io : Deslinde,
Ave del Paraíso, Madrid, 1995, pág. 74]

Pero al margen de la estrofa elegida, el poema presenta siempre


un lenguaje muy estructurado. Examinamos ahora algunos modelos
organizativos que aportan mucha información al lector, ya que con­
tribuyen a definir el contenido temático. Aunque no son exclusivos
de la poesía, adquieren mayor relevancia en este género literario.

5.2.1. Esquemas de reiteración

El rasgo más definidor del texto poético es el ritmo, al punto de


que sin él no existe la poesía: incluso las composiciones más audaces
de este siglo, las que rompen con la medida, la rima, las estrofas y la
misma apariencia del verso, mantienen ese sentido de la musicalidad
que las diferencia de la prosa. Para los casos en que ésta subraya
mucho el efecto rítmico del lenguaje se ha acuñado el concepto de
prosa poética o poema en prosa.
No debe extrañar, en consecuencia, que las repeticiones o reitera­
ciones sean abundantes en la poesía: en ellas se fundamenta el ritmo.
Pues bien: hay varios tipos de organización textual basados en la rei­
teración formal o conceptual o en las dos a la vez. Podemos agrupar
los casos en tomo a la presencia de dos recursos:

A) Paralelismo. Es un recurso expresivo de larga tradición poé­


tica, presente tanto en las manifestaciones más antiguas de la cultura
popular como en los textos vanguardistas más audaces. Supone la
repetición de estructuras sintácticas y semánticas. El contenido del
poema nos llega a través de frases y sugerencias reiteradas, compara­
ciones o contrastes, enfrentamientos de realidades, etc.
Geografía del texto literario 95

Por ejemplo, la rima de las golondrinas de Bécquer (puede releerla


volviendo a la págs. 55-56) está organizada en torno a la repetición
de dos pares de estrofas: «Volverán...» «Pero aquéllas... no volve­
rán». Además, la estructura sintáctica de cada estrofa es idéntica, con
excepción de la última. Precisamente por diferenciarse de las otras,
deja subrayado el mensaje central del texto: así no te querrán. Por lo
demás, a esas alturas el lector ha tomado nota de la contundencia
expresiva de los abundantes futuros, de modo que la afirmación del
poeta adquiere un tono inapelable reforzado por las reiteraciones.
En suma (y puede lector profundizar en el análisis para constatar
la perfecta arquitectura del texto), los paralelism os son la clave
estructural del poema, y sirven a la vez de justificación temática: el
aserto final del poeta, que evidencia un orgullo despechado, resulta­
ría impertinente si no estuviera arropado por las afirmaciones ante­
riores, que la experiencia demuestra irrefutables: nada volverá a ser
como ha sido.
Examinemos ahora este hermoso poema de Luis Cernuda:

Te quiero.

Te lo he dicho con el viento,


Jugueteando como animalillo en la arena
O iracundo como órgano tempestuoso;

Te lo he dicho con el sol,


Que dora desnudos cuerpos juveniles
Y sonríe en todas las cosas inocentes;

Te lo he dicho con las nubes,


Frentes melancólicas que sostienen el cielo,
Tristezas fugitivas;

Te lo he dicho con las plantas,


Leves criaturas transparentes
Que se cubren de rubor repentino;

Te lo he dicho con el agua,


Vida luminosa que vela un fondo de sombra;
96 Cómo leer textos literarios

Te lo he dicho con el miedo,


Te lo he dicho con la alegría,
Con el hastío, con las terribles palabras.

Pero así no me basta:


Más allá de la vida,
Quiero decírtelo con la muerte;
Más allá del amor,
Quiero decírtelo con el olvido.
[Luis C er n u d a : Poesía completa,
Barral Editores, Barcelona, 1977, pág. 142]

El efecto del paralelismo es, aquí, diferente. El poema parte de una


afirmación rotunda y destacada, «Te quiero», cuya dimensión signifi­
cativa va agrandándose con las reiteraciones: «Te lo he dicho con»...
Otra vez el último grupo de versos rompe el paralelo sintáctico para
introducir el no va más de la expresividad: el paradójico deseo de amar
más allá de la vida y del mismo amor, en la muerte y el olvido. Desde
luego, la poderosa emotividad del texto reside en múltiples elementos,
textuales y extratextuales, pero la estructura colabora para crear un
clima cálido y arrebatado que subyuga al lector.

B) Anáfora. Es la repetición de una palabra o de un grupo de


palabras al comienzo de dos o más versos. En realidad, cualquier
poema en el que se den paralelismos contiene anáforas (como «Vol­
verán» en el caso de la rima de Bécquer); pero muchas veces la aná­
fora aparece aisladamente.
La anáfora remite a una información anterior o la recuerda (tal es
el significado etimológico de la palabra, procedente del griego), y es
un recurso útil cuando el autor quiere subrayar algo: la repetición
raramente se le escapa al lector atento, quien toma nota del rasgo que
se pretende resaltar, consciente de que estará próximo a la idea prin­
cipal del texto.
El siguiente soneto de Rafael Alberti, escrito en el exilio, evoca
el momento en que se traslada desde Argentina, donde ha vivido
muchos años, a Roma. A esta ciudad se dirige el poeta, reclamándole
Geografía del texto literario 97

calor y cariño, ya que es mucho lo que se deja atrás, en España, al


otro lado del Atlántico, en la infancia, en la juventud... La obsesiva
repetición del «dejé»... subraya ese dato, y el lector comprende que,
en realidad, el desenlace del poem a (lo que espera de Rom a) no
importa, pues la cuestión principal radica en lo mucho que ya se ha
dejado en el camino:

Lo que dejé por ti


Dejé por ti mis bosques, mi perdida
arboleda, mis perros desvelados,
mis capitales años desterrados
hasta casi el invierno de mi vida.

Dejé un temblor, dejé una sacudida,


un resplandor de fuegos no apagados,
dejé mi sombra en los desesperados
'ojos sangrantes de la despedida.

Dejé palomas tristes junto a un río,


caballos sobre el sol de las arenas,
dejé de oler la mar, dejé de verte.

Dejé por ti todo lo que era mío.


Dame tú, Roma, a cambio de mis penas,
tanto como dejé para tenerte.

[R afael A lberti , en Antología poética de la generación del 27,


Castalia, col. Castalia Didáctica, Madrid, 1990, pág. 348]

Por su parte, Rafael Morales apresa el momento mismo en que la


nostalgia y la tristeza se apoderan del poeta, cercado por un otoño
equívoco (¿meteorológico o vital?). Obsérvese la potencia expresiva
de la repetición anafórica de «ahora», reforzada por la presencia de
verbos en presente. La necesidad de encontrar asideros en el recuer­
do se hace acuciante y domina todo el poema; pero al lector eso no se
le desvela hasta cerca del final (diferir la información principal es un
recurso bien empleado aquí), de modo que la única certeza de quien
lee'tantos ahora es la sensación de urgencia que se comunica. Otras
98 Cómo leer textos literarios

anáforas y algunos paralelismos acumulan pérdidas vitales, lo que


explica la tristeza del poeta:

Ahora que el otoño me unce a su tristeza


Ahora que el otoño me unce a su tristeza,
ahora que imperturbable me arrastra a sus carriles
y empuja como un río de implacables espadas;
ahora que me sumerge en su mapa de niebla
y va borrando terco los nombres y las cosas
en las que yo cantaba,
por las que yo esperaba,
por las que yo vivía;
ahora que en mi cuerpo golpean los adioses
como pájaros muertos caídos desde el aire,
como largos pañuelos de oscuros emigrantes;
ahora entro y me busco en el recuerdo,
mientras llueve en el parque,
y no me encuentro,
perdido en la memoria,
niño solo
, buscando una esperanza.

[Rafael M orales : Obra poética, Espasa Calpe,


col. Selecciones Austral, Madrid, 1982, pág. 227]

5.2.2. Esquemas de contraste

Hay poemas que se estructuran en torno al contraste de concep­


tos, subrayado casi siempre por medios formales. Es el tipo de orga­
nización que encontramos en el Romance del prisionero (pág. 52),
donde se contraponen dos realidades y se marca el contraste con la
conjunción sino.
En ocasiones, este tipo de estructura es una variante del paralelis­
mo; si nos referimos a ella por separado, es en razón de su frecuencia y
su gran expresividad. El poeta, al presentar dos realidades antagónicas,
llama la atención sobre el dramatismo de un sentimiento o una sitúa-
Geografía del texto literario 99

ción, la contradictoria condición humana, la preponderancia de una rea­


lidad frente a otra, la perplejidad de quien se enfrenta a un dilema, etcé­
tera. El procedimiento es también frecuente en la prosa narrativa y en
los ensayos y textos argumentativos: exponer juicios o creencias que
contrastan entre sí es un eficaz método para alumbrar conclusiones.
Veamos dos ejemplos poéticos. El primero pertenece a Bécquer,
escritor que mostró una notable predilección por esta forma de orga­
nizar el texto:

Tú eras el huracán y yo la alta


torre que desafía su poder:
¡tenías que estrellarte o que abatirme!
¡No pudo ser!

Tú eras el océano y yo la enhiesta


roca que firme aguarda su vaivén:
¡tenías que romperte o que arrancarme!
¡No pudo ser!

Hermosa tú, yo altivo: acostumbrados


uno a arrollar, el otro a no ceder:
la senda estrecha, inevitable el choque...
¡No pudo ser!

[G u sta v o A d o l f o B é cq u e r: Rimas, ed. cit., pág. 137]

El poema se estructura sobre el paralelismo, la anáfora y la antí­


tesis: la información progresa en las dos primeras estrofas siguiendo
una forma sintáctica similar y enfrentando realidades opuestas que
ejemplifican, de manera figurada, lo que el poeta afirma en la tercera
estrofa: la relación amorosa fracasó por lo que podríamos llamar
incompatibilidad de caracteres.
Observemos la eficacia de las imágenes que Bécquer emplea
para mostrar ese choque. Y notemos que la aparente sencillez del
texto esconde una meditada disposición estructural y una cuidadosa
selección del léxico (también los significados de las palabras más
importantes contrastan entre sí); es decir, que en el poema encontra­
mos todo un ejercicio de estilo.
100 Cómo leer textos literarios

El segundo ejemplo corresponde a Juan Ramón Jiménez. Es un


poema justamente famoso, que expresa el desgarramiento que supo­
ne la certeza de la muerte, o de la finitud de la vida, con un dramáti­
co lirismo. Respetamos, como es costumbre, la peculiar ortografía
del autor:

El viaje definitivo
... Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol
y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;


y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;


y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará, nóstáljico...

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol


verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.
[J. R. JIMÉNEZ: Selección de poemas, Castalia,
col. Clásicos Castalia, Madrid, 1987, págs. 102-103],

El texto está escrito desde el presente pero se refiere al futuro y


evoca lo inevitable: la muerte (el título es una frase hecha que no
deja lugar a dudas sobre el tipo de viaje del que se habla). El poeta
lamenta no poder disfrutar siempre de la belleza natural y de los
afectos personales. Hay una realidad que perm anecerá y otra que
desaparecerá (reparemos en la extraordinaria fuerza comunicativa del
futuro verbal): el contraste entre una y otra, resaltado por paralelis­
mos, anáforas y antítesis, es la clave del texto y hace sentir al poeta
una suerte de nostalgia por adelantado.
Geografía del texto literario 101
El lector capta el dramatismo del texto gracias al recurso de pre­
sentar como antagónicas, inevitablemente antagónicas, la existencia
humana y la natural. Y es la conciencia de que nuestra vida resulta fuga/
la que confiere al paisaje una belleza intensísima: todo parece estar
descrito de forma obvia (árbol verde, pozo blanco, cielo azul y pláci­
do), pero las palabras adquieren aquí una resonancia que no pueden
explicar los libros de gramática.

5.2.3. Monólogos, diálogos, divagaciones

Generalmente, la voz del poeta nos llega en primera persona. En


el poema habla un yo que expone ideas y sentimientos en tono ínti­
mo. Por eso el lector (aunque se sepa ante una realidad que reside
sólo en el poema) experim enta una sensación de cosa vivida, de
autenticidad, que raramente comunica ningún otro tipo de texto lite­
rario. La poesía se nos ofrece con la calidez de un testimonio.
En ocasiones, el yo del poeta se desdobla en un tú que representa
a la primera persona en una especie de juego que todos practicamos
alguna vez («¡Que cara tienes hoy, amigo!», nos decimos ciertas
mañanas al mirarnos al espejo). Ese falso tú, que aparece también
ocasionalmente en textos narrativos, produce un peculiar efecto de
confidencia, útil para objetivar reflexiones como hace Cernuda en
este poema escrito en el exilio; obsérvese cómo el supuesto interlo­
cutor se convierte en elemento estructural del texto:

Peregrino
¿Volver? Vuelva el que tenga,
Tras largos años, tras un largo viaje,
Cansancio del camino y la codicia
De su tierra, su casa, sus amigos,
Del amor que al regreso fiel le espere.

Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas,


Sino seguir libre adelante,
Disponible por siempre, mozo o viejo,
102 Cómo leer textos literarios

Sin hijo que te busque, como a Ulises,


Sin Itaca que aguarde y sin Penélope.

Sigue, sigue adelante y no regreses,


Fiel hasta el fin del camino y tu vida,
N o eches de menos un destino más fácil,
Tus pies sobre la tierra antes no hollada,
Tus ojos frente a lo antes nunca visto.
[Luis C e r n u d a : Poesía completa, Barral editores,
Barcelona, 1977, pág. 509]

Más habituales son los textos en los que el poeta se dirige a una
segunda persona que forma parte de la ficción, y con la que aparen­
temente habla. Ese tú siempre silencioso (salvo en los poemas real­
mente dialogados, muy infrecuentes), casi inexcusable en la poesía
amorosa, permite organizar el texto en torno a una doble referencia:
la del yo y la de la persona amada, cuyas realidades son exclusiva­
mente literarias. La ilusión poética queda subrayada por poemas
como aquél de Pedro Salinas que comienza:

Para vivir no quiero


islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!

* * *

Otras veces, el yo elige una forma distinta de organizar la expre­


sión de la intimidad: el monólogo. El poeta habla de sí mismo o con­
sigo mismo; y es otro dato que nos contagia la sensación de verdad,
pues las personas practicamos con frecuencia lo que Antonio Machado
confesaba en verso conocido: «Converso con el hombre que siempre
va conmigo.» El poema se articula entonces como mensaje unidirec­
cional, pero permite a cada lector sentirse interlocutor único y privi­
legiado.
Cuando el poeta comunica sentimientos inciertos, exponentes de
una situación de perplejidad o de un ánimo suspenso, el texto se pue­
Geografía del texto literario 103

bla de balbuceos, contradicciones, puntos suspensivos, palabras


como pero, quizás, tal vez, reticencias, preguntas retóricas... etc.
En pocos poemas se ha expresado de forma tan afortunada la
incertidumbre de quien vive en la frontera del amor, el desamor y el
olvido, como en el Poema 20 de Pablo Neruda:

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,


y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.»

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.


Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.


La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.


Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir las versos más tristes esta noche.


Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.


Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.


La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.


Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.


Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.


Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
104 Cómo leer textos literarios

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.


Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.


Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.


Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,


mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,


y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.
[Pablo N e r u d a : Veinte poemas de amor y una canción
desesperada, Bruño, col. Anaquel, Madrid, 1994, págs. 96-97],

El monólogo del yo se convierte en este caso en divagación, y de


ahí la estructura característica del texto: escrito en versos largos y
pausados, lentos, que parecen tener la mágica capacidad de represen­
tar la pesadumbre, el poema se organiza en tomo a un ir y venir de
sentimientos enfrentados y de abiertas contradicciones.
La aparente falta de organización lógica es, precisamente, la clave de
su estructura: la abundancia de pausas, la presencia, una tras otra, de sen­
saciones que no parecen guardar relación entre sí, las afirmaciones inme­
diatamente puestas en duda por la misma persona que las hace..., reflejan
muy bien el desordenado fluir del pensamiento en una situación como la
que Neruda evoca. Los versos finales cierran el texto, pero no la divaga­
ción, en la que el lector se ha introducido ya de lleno: lo suficiente como
para saber que éstos no serán los últimos versos que el poeta / e escriba.

5.2.4. Del y o al nosotros y a la inversa

Finalmente, nos ocuparemos de las composiciones que se estruc­


turan en torno al tránsito del yo al nosotros, o al revés. En cierta
manera, todo texto poético se mueve entre ambas esferas: el poeta es
Geografía del texto literario 105

un individuo que siente y también una voz que indaga en la realidad


compartida con sus semejantes. Pero hablamos ahora de textos que,
expresamente, relacionan la intim idad y la experiencia común, de
modo que del contacto entre ambas surge la reflexión.
A veces el poeta constata una verdad general para trazar después
un paralelo con sentimientos, desazones o dudas particulares. Obsér­
vese cómo, en la siguiente rima de Bécquer, el tránsito lo marcan el
vocativo mujer, que da un giro personal a los dos versos finales, y el
cambio de tono desde la aseveración a la pregunta. Todo ello nos
permite deducir que al poeta no le inquieta el amor en general, como
parece al principio, sino un amor: el que se ha desvanecido entre los
dos. La organización del texto es, por tanto, la clave temática:

¡Los suspiros son aire y van al aire!


¡Las lágrimas son agua y van al mar!
Dime, mujer, cuando el amor se olvida,
¿sabes tú a dónde va?

[B écq uer : Rimas, ed. cit., pág. 135]

En otras ocasiones el yo procede a la inversa: hace una conside­


ración de valor general tras exponer un sentimiento íntimo en el que
acabamos viendo un reflejo de la experiencia colectiva. Tal sucede
en el texto siguiente, un buen modelo para el análisis:

Cumpleaños
Yo lo noto: cómo me estoy volviendo
menos cierto, confuso,
disolviéndome en aire
cotidiano, burdo
jirón de mí, deshilachado
y roto por los puños.

Yo comprendo: he vivido
un año más, y eso es muy duro.
¡ Mover el corazón todos los días
casi cien veces por minuto!
106 Cómo leer textos literarios

Para vivir un año es necesario


morirse muchas veces mucho.

[ Á n g e l G o n z á le z : Poemas,
Cátedra, col. Letras Hispánicas, Madrid, 1988, pág. 36]

Parece claro el sentimiento trasladado por el poeta: el paso del


tiempo deja señales dolorosas.
¿Qué relación mantienen tema y estructura? Anotemos los detalles
más característicos de su organización: hay tres grupos de versos que
tienen distintas medidas y el número de versos de cada grupo disminu­
ye del· primero al último: 6, 4 y 2. En cuanto al contenido, el poema
comienza expresando sensaciones personales (Yo lo noto, yo compren­
do) y termina enunciando una idea general (Para vivir un año...).
Se advierte, pues, un paso de lo particular a lo general, cosa que
confirman los verbos: en los últimos cuatro versos aparecen en infiniti­
vo, forma no personal, en contraste con la primera persona empleada
antes. Otros datos que subrayan el cambio de referencias son la pro­
gresiva sencillez expresiva (frente a las complejidad estilística del
comienzo, el final destaca por su concisión y recuerda el lenguaje pro­
verbial, tan sintético y generalizador) y la disminución del número de
versos que forman cada grupo: las verdades que se presentan como
universales necesitan menos explicación que las sensaciones íntimas.
De esta manera, la estructura del poema presta un soporte idóneo
a la reflexión que contiene: el yo que nos habla trasciende su circuns­
tancia —ha cumplido años— y expresa un pensamiento de alcance
universal sobre la huella que deja el transcurso del tiempo en las per­
sonas — ¡hasta cuesta mover el corazón!— . El lector se siente direc­
tamente aludido por los versos finales y no puede sino compartir la
amarga tarta de cumpleaños a que el poeta lo convida.

6. CUESTIÓN DE E ST ILO : JU E G O DE PALABRAS

La personalidad de un texto literario, aquello que le confiere una


identidad, reside en buena medida en su creatividad lingüística. Es
decir, en el grado de individualidad que muestre su autor al utilizar la
lengua. Recuérdense las palabras de Jean Paul Sartre que citábamos
Geografía del texto literario 107

al comenzar la segunda parte de este libro: plasmar las cosas de una


determinada manera es lo que define al escritor.
De modo que la literatura es, sobre todo, forma: no tanto lo que
un texto dice sino su concreción en una manera de decir. Éste es el
verdadero factor discriminatorio en un escrito: no es fácil hablar de
algo nuevo, idear un asunto que no haya sido ya tratado; sin embar­
go, cabe abordarlo con personalidad y trasladarlo al papel de tal
manera que, por su expresividad, parezca nuevo. Sólo los grandes
creadores consiguen realmente un estilo propio, que puede adjetivar­
se inequívocamente: cervantino, galdosiano, becqueriano; pero todos
tratan de encontrar una voz peculiar que se diferencie en algo percep­
tible de los muchos ecos heredados.
La búsqueda consciente de un estilo es, pues, lo que distingue a
la lengua literaria. Ésta tiene una función poética (también denomi­
nada estética), pues llama la atención sobre la manera de decir. El
escritor es una conciencia vigilante dispuesta a aprovechar las posibi­
lidades expresivas que ofrece el idioma, parte de las cuales usamos
los hablantes a diario de forma inadvertida, con sólo poner en juego
nuestro instinto lingüístico.
La función poética domina en la comunicación cuando subrayamos
hiperbólicamente el mensaje y decimos «Estoy muerto» para hablar de
nuestro cansancio; cuando elegimos una fórmula entre varias posibles y
decidimos si alguien está «grueso», «gordo», «rellenito» o «como un
cerdo»; cuando aseguramos, recurriendo a una metáfora humorística,
que tal persona «está mal de la azotea», etc. Pero las más de las veces
no hacemos sino emplear imágenes gastadas, convertidas en clichés,
ajenas a la creatividad que caracteriza el uso literario de la lengua.
El único lenguaje que busca también de manera consciente los
efectos de la función poética es el de la propaganda en todas sus ver­
tientes, y de forma muy especial en el campo publicitario. A diferen­
cia de la lengua literaria, la publicitaria tiene una intención inmedia­
ta: persigue la utilidad, pretende convencer al receptor. Como las exi­
gencias de un mercado cada vez más competitivo han aguzado el
ingenio de los técnicos en lenguaje publicitario, en las próximas
páginas recurrirem os a algunos ejemplos provenientes de él para
ilustrar determinados efectos estilísticos.
108 Cómo leer textos literarios

* * *

Los manuales de retórica estudian un repertorio amplísimo de


recursos destinados a embellecer el discurso. No se trata aquí de
repetirlos, ni es nuestro propósito enumerar fenómenos por enume­
rarlos. Como hemos hecho hasta ahora, llamaremos la atención sobre
determinados aspectos del uso de la lengua que la literatura ha veni­
do empleando con eficacia y cuyo conocimiento ayuda a mejorar la
calidad de la lectura. Seleccionamos, pues, los fenómenos que más
directamente atañen a la comprensión del texto y prescindimos de los
que sólo interesan a una disciplina académicai. Analizaremos su fun­
ción expresiva y su relación con el sentido general del mensaje eii
poemas o fragmentos narrativos, según la frecuencia con que cada
recurso aparece en uno u otro género.
Nos ocuparemos sucesivamente de los diversos planos de la len­
gua: el sonoro, el del significado y el morfosintáctico.

6.1. E L PLANO SONORO

6.1.1. El ritmo en el verso

Lo que diferencia sustancialm ente al verso de la prosa es el


ritmo, es decir, la repetición de fenómenos a intervalos regulares. Los
factores que más contribuyen a marcar el ritmo en los versos son la
medida, la rima, las pausas y el acento rítmico. Aunque no podemos
ocuparnos aquí de realizar un estudio métrico, nos interesa detener­
nos un momento, sobre todo en el fenómeno de la acentuación.
Los acentos rítmicos de un verso pueden no coincidir con los
acentos prosódicos (los que corresponden a cada palabra de acuerdo
con la fonética del idioma). Y ello porque se subordinan a un esque­
ma musical que el poeta elige y que puede dar lugar a que dos versos
de la misma medida tengan una cadencia diferente.
Observemos el efecto musical que distingue, por ejemplo, a estos
dos endecasílabos:
Geografía del texto literario 109

¿Dónde la hermana dirige sus huellas? (Villaespesa)


En tanto que de rosa y azucena (Garcilaso)

El primer verso, de ritmo muy marcado, es el llamado endecasí­


labo de gaita gallega, y tiene acentos en las sílabas Ia, 4a, 7a y 10a; el
segundo, de discurrir más suave, es una de los tipos de endecasílabo
común, con acentos en las sílabas 2a, 6a y 10a. El endecasílabo de
Villaespesa no suele combinarse en un poema más que con otros del
mismo ritmo; el de Garcilaso, en cambio, permite alternar con alguna
variedad distinta de endecasñabo común.
En todo caso, interesa anotar que el ritmo es, en ocasiones, determi­
nante. Muchos poetas de principios de este siglo, como los modernistas
en España e Hispanoamérica, escribieron versos de ritmo y medidas que
eran inhabituales, decididos como estaban a renovar la tradición poética.
Los versos de Rubén Darío tienen siempre una cuidada musicalidad, que
los colorea y los llena de sugestiones; tal sucede con los famosos alejan­
drinos de su «Sonatina», evocadores del mundo de los cuentos:

La princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa?


Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro;
y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.
[R u b én D a r ío : Prosas profanas y otros poemas,
Castalia, col. Clásicos Castalia, Madrid, 1988, pág. 97]

En esta acotación de la F arsa y licencia de la reina castiza de


Valle-Inclán, la brevedad de los versos, la rima consonante marcadí­
sima y los acentos se alian para conseguir un efecto casi visual:

Rechina una puerta:


sale repentino
un viejo ladino
que estaba detrás.
Y enfrente aparece,
torciendo el mostacho,
110 Cómo leer textos literarios

otro mamarracho
al mismo compás.

En este otro ejem plo, procedente de la m ism a obra, el ritm o


subraya con eficacia el escalofrío erótico de la reina, pintada como
animal en celo, ante uno de sus amantes (obsérvese además la expre­
sividad del léxico utilizado por el escritor):

Lucero se precia con toses de guapo,


ríe la comadre feliz y carnal,
y un temblor cachondo le baja del papo
al anca fondona de yegua real.
[V A L L E -lN C L Á N : Tablado de marionetas,
Ed. Aguilar, Madrid, 1970, págs. 187 y 166],

Unamuno juega con la repetición de palabras esdrújulas y de


sonidos rotundos para componer una lista eufónica de nombres de
lugares; el texto pretende mostrar la musicalidad y el poder evocador
del idioma, ligado a la tierra:

Toponimia hispánica
Avila, Málaga, Cáceres,
Játiva, Mérida, Córdoba,
Ciudad Rodrigo, Sepulveda,
Ubeda, Arévalo, Frómista,
Zumárraga, Salamanca,
Turégano, Zaragoza,
Lérida, Zamarramala,
Arramendiaga, Zamora.
Sois nombres de cuerpo entero,
libres, propios, los de nómina,
el tuétano intraductible
de nuestra lengua española.

[M ig u e l d e U n a m u n o : Poemas de los pueblos de España,


Cátedra, col. Letras Hispánicas, Madrid, 1977, pág. 171 ]
Geografía del texto literario 111

En un poema de Que trata de España, Blas de Otero convierte la


frase «Tierra de Campos, parda tierra de tristes campos» (cuya musi­
calidad está fuera de duda incluso escrita así) en cuatro versos llenos
de posibilidades rítmicas que afectan, incluso, a la interpretación del
pasaje:

Tierra
de Campos, parda
tierra de tristes
campos.

Obsérvese que hay, apenas disim ulados, dos heptasílabos de


ritmo muy marcado, con acentos en Ia, 4a y 6a: «Tierra de Campos
parda / tierra de tristes campos.» Pero el poeta nos obliga a leerlos de
otra forma y fija nuestra atención sobre un pentasílabo muy intencio­
nado: «tierra de tristes.» Son cuatro versos muy elaborados, en los
que además hay una expresiva repetición de los sonidos de la f y de
la r.
En fin: Carlos Bousoño escribe en versos brevísimos esta biogra­
fía fugaz de alguien, cuya vida parece volar y despeñarse por la acu­
mulación de agudas y de pausas violentas, a lo que se une la contun­
dencia inapelable de las formas verbales. Es el ritmo el que traslada
al lector la sensación de fugacidad vital que el poeta evoca:

Biografía
Nació.
Salió.
Se capacitó.
Regresó.
Abrió la puerta y la cerró.
Miró.
Salió.
Reflexionó.
Volvió.
Encendió
la luz que luego apagó.
Cuidadosamente cogió
112 Cómo leer textos literarios

la manzana que no se comió,


y escogió
una silla donde se sentó.
No miró:
recapacitó.
Marchó. Regresó.
Sopló
y desapareció.
[C a r l o s B o u s o ñ o : Antología poética (1945-1973),
Plaza y Janés, Barcelona, 1976, pág. 307]

6.1.2. La aliteración

La repetición intencionada de sonidos idénticos o similares, fenó­


meno conocido como aliteración, es uno de los recursos sonoros más
frecuentes en español. Tiene la virtud de subrayar el contenido, como
hace un rotulador sobre el papel, y, en consecuencia, atrae la atención
del lector sobre el pasaje así destacado.
Aun cuando el receptor no sea consciente de la llamada de aten­
ción, ésta surte su efecto: el instinto idiomático del hablante registra
el fenómeno, como registra otros usos peculiares de la lengua. Preci­
samente, esa falta de conciencia es explotada por los mensajes publi­
citarios, que aprovechan la expresividad de la aliteración para refor­
zar sus consignas y convencer al consumidor (cuanto menos cons­
ciente sea éste de que se está orientando su voluntad, más eficaz
resulta el intento).
Enunciados como «Renault 19, fuerza emergente» o «Nuevo
Range Rover. Garras de acero con guantes de seda», destacan el
sonido fuerte que caracteriza fonéticamente a las m arcas que se
anuncian, pero sugieren, al tiempo, la potencia de los vehículos;
potencia que, en el segundo caso, se hace compatible con la suavidad
sugerida por las eses: el consumidor capta la oferta de un vehículo
poderoso («garras de acero») pero confortable («guantes de seda»).
En la lengua literaria, la aliteración suele aparecer junto a otros
subrayados que aumentan la expresividad fonética. En los poemas
Geografía del texto literario 113

que reproducíamos anteriormente, la aliteración se añadía a los efec­


tos rítmicos: en los versos de Unamuno se repite la z y en los de Blas
de Otero la r y la t, como ya advertimos.
Blas de Otero es, por cierto, uno de los poetas que mejor han tra­
bajado el plano fonético de los versos. He aquí un texto que parece
escrito como si de un «poema para viento» se tratara y debiera escu­
charse, más que leerse:

En el principio
Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua;
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.

Si he sufrido la sed, el hambre, todo


lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.

Si abrí los labios para ver el rostro


puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.

[B la s d e O ter o : Expresión y reunión,


Alianza Editorial, Madrid, 1981, pág. 102]

Entre las aliteraciones que contiene el poema, la más notable es


la que se produce en el séptimo verso:

si he segado las sombras en silencio

La abundancia de eses produce un siseo, ostensible si leemos en


voz alta: el sonido del verso se aproxima al que emitimos para rogar
silencio y el texto alcanza mayor expresividad; la imagen acústica
resulta tan gráfica que casi se nos perm ite ver ese deslizam iento
silencioso de que nos habla el poeta.
114 Cómo leer textos literarios

Pero hay otras aliteraciones. En la última estrofa, la repetición de


sonidos fuertes, abruptos (abrí, rostro, terrible, patria, desgarrárme­
los, palabra), tiñe de dramatismo la desgarrada voz del poeta. Tam­
bién hay que citar el tercer verso («si he perdido la voz en la male­
za»), donde se juega con un sonido, el de la zeta, que llena la boca.
A este respecto, terminemos citando a Antonio M achado, que en
estos versos acumula ese sonido hasta macizar el texto:

Mas otra España nace,


la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.

6.1.3. La onomatopeya y otros juegos fonéticos

En nuestro idioma, y en todos, existen algunas palabras que imi­


tan un sonido o un movimiento natural: son las onomatopeyas. En
términos como tic-tac, quiquiriquí, vaivén o zigzaguear, la relación
entre el significado y el significante tiene una motivación de la que
carece, en general, la lengua.
Las onomatopeyas se utilizan con profusión, sobre todo, en los
poemas y cancioncillas infantiles. Pero el afán lúdico (que también
interesa al arte) lleva a veces a los escritores a proponer verdaderos
divertimentos basados en las sugestivas evocaciones que pueden con­
tener los sonidos. Así como las brujas de los cuentos de hadas ocultan
su misterio tras los abracadabras, algunos creadores, en vez de descri­
bir la belleza oculta de las cosas, la recrean con un juego fonético.
Tal es el intento de Rafael Alberti en este pasaje de un poema
que pretende poner en palabras el mundo abigarrado de los cuadros
del pintor holandés «El Bosco»; no se trata de mostrar la realidad,
sino de suscitar vagas sensaciones mediante neologismos, términos
desfigurados y onomatopeyas que han perdido la relación lógica
entre significante y significado (algunos estudiosos llaman a estas
últimas palabras jitanjáforas, denominación que, como el fenómeno
mismo, es un puro juego fonético):
Geografía del texto literario 115

El diablo hocicudo,
ojipelambrudo,
cornicapricudo,
perniculimbrudo
y rabudo,
zorrea,
pajarea,
mosquiconejea,
humea,
ventea,
pedí trompetea
por un embudo.
[...]
Virojo, pirojo,
diablo trampantojo.

El diablo liebre,
tiebre,
notiebre,
sipilipitiebre,
y su comitiva
chiva,
estiva,
sipilipitriva,
cala,
empala,
desala,
traspala,
apuñala
con su lavativa.

(R afafel A lberti: Poesía (1924-1967),


Aguilar, Madrid, 1977, págs. 729-730]

Y es el caso que la magia de un lenguaje creativo y disparatado,


com binado con el ritm o frenético de los versos cortos, consigue
hacernos ver la danza diabólica.
116 Cómo leer textos literarios

6.2. E L PLANO DEL SIGNIFICADO

6.2.1. Selección del léxico

Como advertíamos en el capítulo inicial de este libro, la literatura


no requiere un lenguaje especial: no existe un léxico propiamente
literario frente a otro que no lo sea, sino que cualquier palabra puede
alcanzar, en un texto, valor poético.
Pero la historia de la cultura muestra que, en momentos determi­
nados, una serie de palabras adquieren prestigio estético y tienen un
uso privilegiado en los textos literarios; la tendencia del creador a
renovar la lengua, así como la adopción de ciertos modelos culturales,
explican el hecho. Ese vocabulario especial cambia con el paso del
tiempo, no sin dejar en parte su huella en el patrimonio idiomático.
En consecuencia, es posible significar algunos términos como
característicos de una época o un movimiento. Incluso un mediano
conocedor de la historia literaria puede decubrir un cierto aire de fam ilia
en palabras de uso corriente: adjetivos como lánguido, cándido, gentil o
argentino conservan aún su perfume modernista; términos como delirio,
melancolía, frenesí o ilusorio recuerdan el gusto romántico. El eclecti­
cismo que caracteriza en nuestro siglo tanto a la literatura como a las
demás artes ha roto el afán por buscar un léxico exclusivo; al contrario,
la libre entrada del vocabulario coloquial en la esfera literaria es, posi­
blemente, uno de los rasgos característicos de la contemporaneidad.
Por otro lado, hay escritores de estilo muy peculiar en cuyos textos
se advierte un cuidadoso empeño en la selección del léxico; sus lecto­
res no tardan en familiarizarse con él y en reconocer su debilidad por
tal o cual tipo de palabras. Es conocido el gusto de Unamuno por los
juegos conceptuales, por el uso de regionalismos y por la utilización de
las palabras según su sentido etimológico; Azorín muestra un amoroso
esmero en el uso de un vocabulario de honda raíz castellana, preciso y
rico en matices, adecuado para su empeño de distinguir cada objeto
por su nombre; Góngora tiende al aristocraticismo léxico e introduce
gran cantidad de cultismos en sus poemas, etc.
El conocimiento de tales extremos facilita, sin duda, la compren­
sión de los textos, pero informa principalmente sobre la ideología y
Geografía del texto literario 117

la estética de un periodo literario; es decir, sirve más al interesado


por la historia de los estilos y los movimientos artísticos que al lector
medio. En todo caso, y puesto que las palabras trasmiten una visión
de la realidad, resulta ilustrativo comprobar la evolución de los gus­
tos y de las actitudes ante la vida poniendo en paralelo textos caracte­
rísticos de épocas diferentes.
Las tres descripciones que siguen pintan la belleza femenina con
arreglo a los tópicos literarios de las respectivas épocas. La lectura
perm ite constatar que ciertos cánones de belleza perm anecen, se
objetivan en el ideal estético (la palidez, el cabello rubio, la frialdad
de una hermosura que sólo en el caso de Rubén Darío insinúa tonos
cálidos); lo que cambia es la atmósfera peculiar en que el escritor
coloca a la criatura.
En ese entorno se proyecta la subjetividad, la peculiar m anera
de concebir la realidad idealizada: el equilibrio de los endecasíla­
bos de G arcilaso dibuja la plenitud de una belleza serena pero
pasajera; el personaje que habla en el texto de Bécquer enlaza la
herm osura con el m isterio, con el m undo de los sueños y de los
ideales secretos; Rubén, en fin, introduce morbidez en la descrip­
ción, que se tiñe de un erotism o refinado muy del gusto del fin de
siglo:

1.
En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
con clara luz la tempestad serena;

y en tanto que el cabello, que en la vena


del oro se escogió, con vuelo presto
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena;

coged de vuestra alegre primavera


el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.
118 Cómo leer textos literarios

Marchitará la rosa el viento helado,


todo lo mudará la edad ligera,
por no hacer mudanza en su costumbre.
[G arcilaso déla V eg a : Poesías completas, ed. cit., pág. 90]

2.
[...] aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusa­
mente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en
los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo
lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales. Su
rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiri­
tual demacración; sus armoniosas facciones, llenas de una suave y
melancólica dulzura; su intensa palidez, las purísimas líneas de su
contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco y flo­
tante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi
era un niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago
amor de la adolescencia!

[G u sta v o A d o l f o B é c q u e r : Leyendas,
Bruño, col. Anaquel, Madrid, 1991, pág. 86]

3.

Ya tenía quince años y medio Inés. La cabellera dorada y lumino­


sa al sol era un tesoro. Blanca y levemente amapolada, su cara era
una creación murillesca si se veía de frente. A veces, contemplando
su perfil, pensaba en una soberbia medalla siracusana, en un rostro de
princesa. El traje, corto antes, había descendido. El seno, firme y
esponjado, era un ensueño oculto y supremo; la voz, clara y vibrante,
las pupilas azules inefables, la boca llena de fragancia, de vida y de
color púrpura. ¡Sana y virginal primavera!

[R u b é n D a r í o : Azul...,
Espasa Calpe,
col. Austral, Madrid, 1972, pág. 82]

6.2.2. La metáfora

La imaginación de los hablantes es inagotable. Su creatividad lin­


güística obedece a muchas razones: necesidad de explicar sentimien­
Geografía deI texto literario 119

tos difíciles de trasladar a los demás, intuiciones, tendencia al hum o­


rismo... Esas y otras circunstancias llevan a dislocar el recto sentido
de las palabras en busca de mayor vehemencia: «Te doy mi cora­
zón», «Tienes un corazón de oro», «Tienes la cabeza llena de pája­
ros», «Tu pelo es de seda», etc.
Cuando decimos cosas así, utilizamos las palabras con un sentido
distinto al que les corresponde, empleamos tropos. El más importante
de los tropos, y el de mayores posibilidades estéticas, es la metáfora,
que en su forma más tradicional es un tropo basado en la relación de
semajanza que hay entre dos términos, uno real (cabello rubio, am a­
rillo) y otro imaginario (oro, metal amarillo): cabellos de oro.
En realidad, la lengua es netam ente metafórica. Se ha dicho,
incluso, que el idioma es tan inexacto que sólo con la metáfora pode­
mos aspirar a ser un poco precisos: una forma de subrayar la capaci­
dad de crear significados por intuición y subjetividad que tiene el len­
guaje metafórico. En su libro Heterodoxia, escribe Ernesto Sábato:

Es imposible hablar o escribir sin metáforas, y cuando parece que


no lo hacemos es porque se han hecho familiares hasta el punto de
hacerse invisibles: nadie advierte que nos expresamos figuradamente
cuando decimos que «los años corren» o «el valle se inclina». Basta
alterar apenas algunas de las metáforas más habituales para notar
hasta qué punto son (eran) audaces: basta tomar la sosegada expre­
sión «los árboles arrojan sombra» y transformarla en su equivalente
lógico «los árboles nos tiran con sombra».
[E r n e s to sá b a to : Hombres y engranajes. Heterodoxia,
Alianza Editorial, Madrid, 1973, pág. 182]

La familiaridad de que habla Sábato es uno de los problemas que


debe eludir el creador, obligado a buscar imágenes nuevas, no gasta­
das. La literatura contemporánea, o mejor, la poesía, ha trasformado
la naturaleza de la metáfora hasta convertirla, en palabras de Pedro
Salinas, en un «acto poético puro»: una nueva forma de percepción
que no brota de la semejanza lógica entre dos realidades, sino de una
intuición que busca un lenguaje capaz de recrear la realidad. Esa bús­
queda explica la destacada presencia de la imagen irracional en la
120 Cómo leer textos literarios

poesía de nuestro tiempo: metáforas que obligan al lector a convertir­


se, a su vez, en intérprete intuitivo del texto.
En los siguientes pares de versos de García Lorca, hay una serie
de metáforas de complejidad diversa: van desde una cierta expresión
lógica a la franca irracionalidad. El lector debe realizar una opera­
ción mental diferente para interpertar unas y otras, porque el oficio
de leer consiste en adaptarse al juego que propone el creador en cada
texto (los dos últimos ejemplos exigen la lectura completa de los
poemas correspondientes):

Las piquetas de los gallos


cavan buscando la aurora
(Los gallos cantan anunciando el amanecer)

La luna vino a la fragua


con su polisón de nardos
(La luna parece estar vestida con amplias enaguas blancas)

Cuando las estrellas clavan


rejones al agua gris
(El reflejo de las estrellas penetra en el agua como un rejón)

Algunas veces el viento


es un tulipán de miedo
(¿?)

La piedra es una frente donde los sueños gimen


sin tener agua curva ni cipreses helados
(¿n

6.2.3. La hipérbole

En la vida cotidiana recurrimos a exagerar la expresión de la rea­


lidad para enfatizar nuestras afirmaciones. Ese recurso se denomina
hipérbole y es muy frecuente en el habla coloquial española, que
tiende a hacer mayor lo que es grande y menor lo que es pequeño:
«¡Te lo he dicho mil veces!», «¡No tengo ni una perra!».
Geografía del texto literario 121

Esta práctica pone de manifiesto lo mucho que cuenta la subjeti­


vidad del hablante en la conversación: no tratamos de trasmitir la
realidad como es, sino como la sentimos. En esto, otra vez el uso
individual de la lengua se aproxima a su uso literario. Pero, mientras
en la vida cotidiana la hipérbole se manifiesta principalmente a tra­
vés de frases hechas, de fórmulas acuñadas como las que hemos utili­
zado en el párrafo anterior (o de invenciones ingeniosas que, de
inmediato, hacen fortuna y se convierten en nuevos clichés), la len­
gua literaria emplea la hipérbole con una marcada tendencia a la crea­
tividad.
Recurrimos a la hipérbole, sobre todo, en la expresión del amor y
otros sentimientos aledaños y en situaciones de tipo burlesco, irónico
o hum orístico. Un hablante cualquiera no duda en utilizar frases
hechas porque su única intención es manifestar un sentimiento, darlo
a conocer a su interlocutor («Te quiero más que a mi vida») o trasla­
dar ál otro su visión subjetiva y desenfadada de la realidad («Fulano
no ve tres en un burro»). El creador, en cambio, busca la imagen
nueva, se coloca en un ángulo antes no utilizado, para que su hallaz­
go se proyecte en el lector y encuentre en él una caja de resonancia;
la expresividad del texto literario se actualiza permanentemente en
quien lo lee.
El valor de la hipérbole creadora queda de manifiesto en estas
greguerías de Ramón Gómez de la Serna, que nos enseñó á mirar la
realidad de otra manera: «Cuando el armario está abierto toda la casa
bosteza»; «Aquel retrato miraba y parecía hablar; no le faltaba más
que toser»; «Las monjas tienen los senos cóncavos»; «El sapo se
sabe tan feo que sólo sale de noche». O en estas imágenes de Pablo
Neruda: «Para mi corazón basta tu pecho, / para tu libertad bastan
mis alas»; «A nadie te pareces desde que yo te amo»; «Desnuda eres
pequeña como una de tus uñas»; «Dos amantes dichosos no tienen
fin ni muerte, / nacen y mueren muchas veces mientras viven, / tie­
nen la eternidad de la naturaleza».
El recurso es imprescindible en textos de tono burlón como cier­
tas descripciones que exageran los rasgos de la realidad con afán
caricaturesco. La literatura española ha dado grandes talentos des­
criptivos, pero si hablamos de un retrato hiperbólico, nada mejor que
122 Cómo leer textos literarios

recurrir a la famosa imagen del licenciado Cabra que nos legó Que-
vedo. Obsérvese la viveza de las imágenes, originales y sorprenden­
tes como pocas:

Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza


pequeña, los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba
por cuévanos, tan hundidos y escuras, que era buen sitio el suyo para
tiendas de mercaderes; [...] las barbas descoloridas de miedo de la
boca vecina, que, de pura hambre, parecía que amenazaba a comérse­
las; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes
y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como de
avestruz, con una nuez tan salida, que parecía se iba a buscar de
comer forzada de la necesidad; los brazos, secos; las manos, como un
manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo, parecía tene­
dor o compás, con dos piernas largas y flacas.

[Francisco de Q u e v ed o : El Buscón, Bruño,


col. Anaquel, Madrid, 1991, págs. 74-75]

6.2.4. Antítesis y paradojas

Como ya hemos dicho, la antítesis consiste en colocar próximos,


de modo que contrasten, términos o frases de sentido opuesto. La
idea que se expresa queda resaltada por el artificio lógico:

Es tan corto el amor y es tan largo el olvido (Neruda)


Ayer naciste, y morirás mañana (Góngora)

Es un recurso presente en la lírica popular («Mis penas son como


ondas del mar, / que unas vienen y otras se van»), pero alcanzó su
máximo desarrollo en el Barroco, pues permite un juego conceptual
muy del gusto de aquella estética. Así, Lope de Vega define el senti­
miento amoroso en un conocido soneto cuyos versos están llenos de
antítesis; éste es el primer cuarteto:

Desmayarse, atreverse, estar furioso,


áspero, tierno, liberal, esquivo,
Geografía del texto literario '1 2 3

alentado, mortal, difunto, vivo,


leal, traidor, cobarde y animoso.

Por la m ism a época, la m exicana Sor Juana Inés de la Cruz


muestra las contradicciones amorosas en versos de extrema concep­
tuosidad:

Al que ingrato me deja, busco amante;


al que amante me sigue, dejo ingrata;
constante adoro a quien mi amor maltrata;
maltrato a quien mi amor busca constante.

La literatura contemporánea no acostumbra a utiliza este fenóme­


no en estructuras tan marcadas. Bécquer es, quizá, el poeta moderno
más proclive a construir sus poemas mediante contrastes: las muchas
rimas en que presenta el desam or como resultado de un conflicto
entre caracteres le permiten aprovechar los efectos de la antítesis, al
punto de significar uno de sus rasgos de estilo más reconocibles:

Nuestra pasión fue un trágico sainete


en cuya absurda fábula,
lo cómico y lo grave confundidos,
risas y llanto arrancan.

Pero la difusión de esta figura estilística en otros usos de la len­


gua le ha hecho perder eficacia artística. Frecuente en el habla colo­
quial y en las fórmulas proverbiales («Obras son amores y no buenas
razones»), la antítesis se ha extendido, por ejemplo, en el lenguaje
periodístico («El presidente se va porque vienen más problemas»);
en nombres de establecimientos, asociaciones o grupos; en títulos de
obras que recurren al ingenio («El negro que tenía el alma blanca»);
y, sobre todo, en el mundo de la publicidad, que emplea el recurso
para poner de manifiesto las ventajas de un producto: «AGF Segu­
ros: el mañana se decide hoy»; «Mucho interés por poco dinero»;
«Garras de acero con guantes de seda», etc.
Los ejem plos citados m uestran con claridad las ventajas del
juego de contrastes en frases cortas, que se retienen como consignas;
124 Cómo leer textos literarios

pero el hablante reconoce una cierta obviedad en el procedimiento si


no se utiliza con cautela.

* * *

Emparentada con la antítesis, la paradoja surge de la unión de


dos ideas contrapuestas. El significado resultante es nuevo y, gene­
ralm ente, se deduce mediante una operación m ental que perm ite
encontrar la lógica en un aparente sinsentido. A Napoleón se atribuye
la frase «Voy despacio porque tengo prisa», con que se refería a la
forma de mover los ejércitos para ganar tiempo. Cuando dos concep­
tos contrarios aparecen íntimamente relacionados en una unidad lin­
güística, hablamos de una variante de la paradoja llamada oxímoron:
«alegre tristeza», «silencio sonoro».
Los hablantes utilizamos muchas paradojas, sobre todo para
subrayar sentimientos cuya intensidad ,es difícilmente comunicable
(«Soy tan feliz que quisiera morirme»), para poner de relieve lo sor­
prendente o complejo de una situación («Cuanto más te conozco
m enos sé de ti»), o para m anifestar que los extrem os se tocan
(«Quien bien te quiere te hará llorar»).
Como la antítesis, la paradoja resulta eficaz en consignas de todo
tipo: un sindicato llamó a la huelga diciendo «Paremos el país para
echar a andar»; jóvenes airados manifestaron su descontento con el
lema «Sé realista: pide lo imposible»; una obra de teatro se titula «Ni
pobre ni rico, sino todo lo contrario»; una compañía de seguros advier­
te al cliente de que «La tranquilidad no tiene precio: cómpresela»...
La lengua literaria registra múltiples usos de la paradoja a lo
largo de la historia. Está presente en las formas poéticas más elemen­
tales, como sucede en esta cancioncilla popular:

No quiero que te vayas,


ni que te quedes,
ni que me dejes sola,
ni que me lleves.
Quiero tan sólo...
Pero no quiero nada:
lo quiero todo.
Geografía del texto literario 1 25

Los místicos españoles utilizan expresiones paradójicas para tra­


tar de objetivar sentimientos inefables: «Vivo sin vivir en mí / y tan
alta vida espero / que muero porque no muero», escribe Santa Teresa;
San Juan de la Cruz habla, recurriendo al oxímoron, de «música
callada» y «soledad sonora». El lenguaje amoroso, en general, tiende
también a la paradoja: Quevedo escribió un soneto en que definía el
amor mediante una serie de afirmaciones contradictorias y antitéti­
cas, como puede comprobarse en su primer cuarteto:

Es hielo abrasador, es fuego helado,


es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado.

En la literatura contem poránea, debemos subrayar el caso de


Miguel de Unamuno, que mostró una rara afición a la paradoja, qui­
zás porque, como él dijo, fue un hombre de contradicción y de pelea:
«Hay recuerdos de cosas futuras como hay esperanzas de cosas pasa­
das», «No hay nada más malicioso que la inocencia».
El recurso tiene una eficacia indudable, en todo caso. Obsérvese,
por ejemplo, en estos versos de Octavio Paz, que resaltan una reali­
dad en sí misma, contradictoria: la naturaleza de la creación, en la
que a veces cobra la vida mayor verdad, siendo ficción, que en la
realidad misma:

Epitafio para un poeta


Quiso cantar, cantar
para olvidar
su vida verdadera de mentiras
y recordar
su mentirosa vida de verdades.
[O c t a v io P a z : Libertad bajo palabra,
Cátedra, col. Letras Hispánicas, Madrid, 1990, pág. 116]

Por lo demás, hay personajes de novelas y obras de teatro que


son profundamente paradójicos: los escritores se sirven de ellos para
126 Cómo leer textos literarios

poner de manifiesto las complejidades y los sinsentidos de la existen­


cia. Los protagonistas de relatos trascendentales para la historia de la
narrativa contemporánea, como La metamorfosis de Kafka o Ulises
de James Joyce, tienen una vida paradójica, como la tienen los prota­
gonistas del drama de Pirandello Seis personajes en busca de autor.
Puede decirse que la literatura de nuestro tiempo ha hecho de la para­
doja un instrumento válido para describir las profundas contradiccio­
nes de la vida.

6.2.5. Ironía y parodia

A diario empleamos un lenguaje irónico en muchas situaciones.


Como método para relajar una conversación tensa, en el trato con perso­
nas de nuestra confianza, con el propósito de buscar mayor contunden­
cia para nuestras opiniones, la ironía nos sirve de vehículo expresivo:
«Llevas un sombrero muy moderno», decimos con un tono intencionado
a quien luce un sombrero de mal gusto; «Te estás quedando en los hue­
sos», le advertimos a un amigo que últimamente engorda a ojos vista.
En términos estrictos, la ironía consiste en dar a entender una
cosa distinta, generalmente opuesta, de la que decimos. También
hablamos de intención irónica cuando se utiliza un tono burlesco
aparentando seriedad (si la ironía resulta amarga o hiriente, se deno­
mina sarcasmo). En la prosa narrativa, es irónica la actitud de un
narrador que se distancia de lo narrado y lo presenta ante el lector
con un guiño cómplice. Nuestra historia literaria ofrece ejemplos de
grandes ironistas, escritores que, desde Cervantes y Quevedo a Bara­
ja y Cela, han mostrado preferencia estilística por este recurso.
Conviene advertir que, si en la expresión oral contamos con los
gestos y el tono para subrayar el efecto irónico de lo que decimos, la
lengua escrita puede dar lugar a equívocos o dudas interpretativas o
hacer que el lector no entienda el mensaje real. Porque hablamos de
un recurso complejo, que exige que autor y lector compartan una
serie de experiencias y supuestos previos para que quien lee pueda
sobrepasar el nivel superficial del texto y acceder al plano profundo,
donde está el verdadero significado.
Geografía de! texto literario 127

Con todo, la duda puede permanecer. La siguiente rim a de Béc­


quer tiene una interpretación equívoca; el problema radica en los dos
últimos versos, que hay quien entiende en sentido literal y quien con­
sidera cargados de ironía sarcástica. Todo depende, en buena medida,
de la experiencia y las concepciones previas que tenga el lector sobre
el asunto tratado por el poeta:

Cuando me lo contaron sentí el frío


de una hoja de acero en las entrañas,
me apoyé contra el muro, y un instante
la conciencia perdí de donde estaba.

Cayó sobre mi espíritu la noche,


en ira y en piedad se anegó el alma
¡y entonces comprendí por qué se llora,
y entonces comprendí por qué se mata!

Pasó la nube de dolor... con pena


logré balbucear breves palabras...
¿quién me dio la noticia?... Un fiel amigo...
Me hacía un gran favor... Le di las gracias.
[G u sta v o A d o l f o B é c q u e r : Rimas, ed. cit., pág. 138]

Para ciertos lectores, el texto no ofrece pistas suficientes que per­


mitan interpretar en sentido recto o irónico el final; para otros, el giro
que da el poema en su tercera estrofa es significativo: si no es un
guiño sarcástico, ¿qué sentido tiene que el poeta agradezca la infor­
mación a un amigo que, sospechosamente (por innecesario), califica
de fiel?
Pero es más frecuente que el lector cuente con datos para descubrir
el tono irónico. Conocer el pensamiento del autor, sus costumbres y
obsesiones, aclara algunas veces un pasaje ambiguo. En la mayor parte
de los casos, no obstante, el contexto, el entorno lingüístico de la iro­
nía, basta para que podamos reconocerla, como sucede cuando Cela
escribe en su Viaje a la Alcarria (ed. cit., pág. 116): «Pareja es un pue­
blo donde la gente tiene ideas. Un rico, dos o tres años atrás, plantó
judías en lugar de cebada. Echó un bando diciendo que a todo el que
128 Cómo leer textos literarios

quisiera trabajar para él poniendo judías, le pagaba a veinte céntimos


el golpe [...] Cuando llegó la cosecha y echó cuentas, se encontró con
que se había gastado treinta mil pesetas y había sacado judías por valor
de mil.» El sentido de la frase inicial es el contrario del que en un prin­
cipio creíamos: la ironía actúa así con efecto retardado.
La ironía puede proyectarse sobre amplios pasajes o, incluso,
sobre la totalidad del texto: así sucede si forma parte de la mirada del
autor, de la actitud que adopta al contemplar la realidad. Veamos
algunos ejemplos ilustrativos:

Las costumbres de Alcolea eran españolas puras; es decir, de un


absurdo completo [...]
Muchas veces a Hurtado le parecía Alcolea una ciudad en estado
de sitio. El sitiador era la moral, la moral católica. Allí no había nada
que no estuviera almacenado y recogido: las mujeres, en sus casas; el
dinero, en las carpetas; el vino, en las tinajas [...]
Con aquel régimen de guardarlo todo, Alcolea gozaba de un
orden admirable; sólo un cementerio bien cuidado podía sobrepasar
tal perfección.
Esta pefección se conseguía haciendo que el más inepto fuera el
que gobernara.
[Pío B aroja: El árbol de la ciencia,
Caro Raggio-Cátedra, col. Letras Hispánicas,
Madrid, 1986, págs. 211-212]

En este texto se observa bien el distanciamiento del narrador:


dentro de un tono narrativo realista, adopta una perspectiva que deli­
beradamente empequeñece y ridiculiza la realidad. A medida que
leemos, la ironía va resultando cada vez más clara: cuando encontra­
mos la alusión al orden admirable y a la perfección, el sarcasmo es
absoluto; el comienzo del párrafo siguiente augura una sátira de las
costumbres políticas del lugar (y así es, como podrá comprobar quien
lea entero ese capítulo de la novela).
Otras veces, el narrador despliega su espíritu burlesco aludiendo
en situación inadecuada a realidades bien conocidas por el lector: al
tener éste que aplicar su experiencia de forma insólita, advierte el
efecto de la ironía. Es el procedimiento que sigue el autor del Laza­
Geografía del texto literario 129

rillo en este pasaje de su primer capítulo (seguimos la edición de


Bruño, 1991):

Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas


sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por
lo cual fue preso, y confesó y no negó, y padesció persecución por
justicia. Espero en Dios que esté en la gloria, pues el Evangelio los
llama bienaventurados.

El fragmento, pese a su brevedad, es riquísimo en guiños dirigi­


dos al lector. El padre de Lázaro practica «sangrías mal hechas» a los
sacos de quienes llevan trigo a moler a su molino, pues, en vez de
procurar la salud de los costales, los deja enfermos. Acusado de
ladrón, «confiesa y no niega», expresión que recuerda un pasaje
evangélico, en el que San Juan relata que el Bautista «confesó y no
negó» que él no era el Mesías. Las ironías blasfemas se completan
con el equívoco siguiente: identifica a los perseguidos por la justicia
como delincuentes con quienes sufren persecución por declararse
cristianos, que son los bienaventurados. La narración desenfadada,
irreverente y distanciada de los hechos, da lugar a una m agistral
muestra de estilo.
Una comparación es el recurso que sirve a Mihura (en uno de sus
Cuentos para perros, Bruño, 1994) para crear humor: «Era tan feliz,
que mi felicidad sólo era comparable a la de una mocita sevillana que
tuviese cinco lunares negros y un pozo en el patio.» Es evidente el
sentido burlesco de la referencia a un tópico tan conocido; el efecto
humorístico queda subrayado por la sintaxis, ya que la coordinación
final desemboca casi en el absurdo.
En fin, Monterroso pone en cuestión su propio oficio en un libro
cuya naturaleza es, en sí misma, irónica: inclasificable en género
conocido, sus páginas borran las fronteras entre ficción y realidad y
sumen al lector en una atmósfera ambigua, traspasada por la ironía:

El conocimiento directo de los escritores es nocivo. «Un poeta


— dijo Keats— es la cosa menos poética del mundo.» En cuanto uno
conoce personalmente a un escritor al que admiró de lejos, deja de
leer sus obras. Esto es automático. Por lo que se refiere a las obras
130 Cómo leer textos literarios

mismas, una idea sensata, y que ahora comienza a ponerse en prácti­


ca, es publicar al mismo tiempo en diversos países de América las
mejores, o por lo menos las más resonantes, que también pueden ser
buenas. Las muy malas deben ser editadas por el Estado a todo lujo,
empastadas en piel y con ilustraciones, para hacerlas prohibitivas a
los pobres y, a la vez, tener contentos a la mayoría de los poetas y
novelistas.
[A u g u sto M o n te r r o so : Movimiento perpetuo,
Anagrama, Madrid, 1990, pág. 67]

ψ * *

La parodia es una forma especial de ironía, que se produce cuan­


do el escritor imita un texto, un tipo de textos o un estilo con inten­
ción burlesca. Si la imitación es estilística, el autor crea un pastiche,
que, por regla general, es una mezcla de tonos, ritmos y estilos reco­
nocibles tras la deformación a que son sometidos; la narrativa con­
temporánea ofrece múltiples ejemplos de este procedimiento artístico
que manipula la literatura desde la misma literatura.
La parodia viene a ser un negativo de la realidad parodiada. Pre­
senta el envés de los valores, referencias y rasgos que definen el ori­
ginal: lo que en éste es heroicidad, altura de miras o sensatez, es en el
texto parodiante cobardía, egoísmo e insensata vulgaridad.
Para que un texto sea parodiable debe formar parte de un conjun­
to con características bien conocidas: así, se pueden parodiar temas
tópicos (una pasión romántica, por ejemplo), personajes convertidos
ya en arquetipos (un detective), estructuras narrativas muy definidas
(la de las novelas de aventuras) o los rasgos más superficiales de esti­
los perfectamente acuñados (como el preciosismo modernista).
También puede parodiarse una situación real que, o bien constitu­
ye ya un tópico, o bien adquiere esa categoría por efecto de la misma
parodia: esto sucede cuando el escritor generaliza actitudes, conduc­
tas o situaciones para ridiculizarlas. Es un recurso eficaz como ins­
trumento de la crítica social, que puede ser amarga o adoptar un tono
humorístico más amable. Se encuentra con frecuencia, por ejemplo,
en el costumbrismo que practican muchos columnistas en la prensa
Geografía del texto literario 131

diaria. He aquí un comienzo característico de uno de esos artículos


que generalizan los comportamientos para ponerlos en solfa:

Lo último que se lleva es ser bueno. No existe nada tan moderno


como la ternura de corazón. He aquí la novedad: si quieres pertenecer
al círculo de los seres más refinados no hables nunca de política ni de
dinero, pon cara de mermelada ante cualquier acto de violencia, hazte
erudito en algo raro del siglo xvm y muéstrate histérico ante detalles
sin importancia; por ejemplo, cuando a tu perro le salga un eczema en
una pata. Vuelve a estar de moda la bondad clásica...
[M a n u e l V ice n t: A fa vo r del placer,
El País-Aguilar, Madrid, 1993, pág. 211]

Cuando se hace parodia de modelos literarios o culturales, la


correcta comprensión de la ironía exige que el lector sepa qué refe­
rencias se someten a burla: los contemporáneos de Cervantes enten­
dían muy bien las alusiones del escritor a los libros de caballerías. Si
la parodia tiene referentes menos populares (como es el caso de las
novelas Ulises de Joyce o Tiempo de silencio de M artín-Santos),
queda reservada a un público minoritario.
En cualquier caso, el procedimiento se basa siempre en sobren­
tendidos. Veamos un ejemplo sencillo en el siguiente relato. Su título
alude al mundo de los cuentos infantiles, pero hay una intención iró­
nica en el uso de la palabra «costumbres». Luego el texto omitirá
algunos datos relevantes para la comprensión porque está escrito
pensando en un lector que conoce las historias de príncipes valientes,
hermosas princesas y dragones terribles. En fin, la referencia directa
a supuestos interlocutores y la intromisión final del narrador, que
hace un sorprendente juicio de valor sobre los hechos, no hacen sino
confirmar que el escritor nos propone un divertimento:

Costumbres de príncipes y princesas


Una princesa le dijo a un príncipe:
— ¿Te quieres casar conmigo?
El príncipe le respondió:
— Oh, sí, gentil princesa. Primeramente, sin embargo, tendrás que
ser encantada, después te desencantaré y después después tendré que
132 Cómo leer textos literarios

luchar contra un dragón. Después después después, tu padre se opon­


drá a la boda y yo buscaré a una bruja buena que me dé un elixir para
apaciguar la ira de tu padre y después después después después habrá
un torneo que yo ganaré, y entonces me casaré contigo.
La princesa, conmovida, hizo lo necesario. Dejóse encantar por la
primera bruja mala que lo intentó. Era una bruja novata y se le veía
enseguida la intención, pero la princesa quería casarse pronto. Quedó
encantada y así continúa. El príncipe, sea por lo que fuere, se casó
con otra.
Ya lo sabéis. ¡Podéis ir a desencantarla, muchachos!
Se dice, con todo, que si se la desencanta, pide que matéis un dra­
gón, que convenzáis a su terrible padre y que ganéis un torneo. Des­
pués de tanto tiempo, ¿qué menos se puede pedir, no?

[JOSEP-Vic e n t MARQUÉS: Amores imposibles,


Montesinos, Barcelona, 1988, pág.20]

6.3. El orden de las palabras

6.3.1. A vueltas con el adjetivo

En la lengua literaria, el papel reservado al adjetivo es muy


importante: se trata de una palabra dotada de un gran poder evoca­
dor, descriptivo y valorativo. Aporta detalles de la realidad que, o
bien son importantes para la correcta pintura de lo descrito, o bien
son necesarios para que quien habla exprese su personal visión de las
cosas.
Cuando se trata de fijar las características de la realidad, se utili­
za un tipo de adjetivo que precisa y delimita el significado del sus­
tantivo: «ventana verde»; es un adjetivo especificativo. En cambio, el
adjetivo explicativo no aporta una mayor precisión semántica al sus­
tantivo, o apenas lo hace, pero contiene información sobre la actitud
o las ideas del hablante: «persona admirable.»
El predominio de un tipo de adjetivo u otro confiere al texto
peculiaridades expresivas que queremos hacer notar. Comparemos
estas dos descripciones de personajes (donde subrayamos algunos
adjetivos que después comentaremos):
Geografía del texto literario 133

A)
Carlos Yarza era un muchacho alto, delgado, de cara larga y
estrecha, frente espaciosa, nariz recta y labios finos. No llevaba barba
ni bigote, estaba siempre pálido, reía poco, casi nunca; tenía una
mirada/π α y clara, una sonrisa irónica y un gran aplomo.
Era Carlos un tipo de mozo vascongado, huesudo y fuerte, de
esos que tienen algo de la esbeltez desgarbada de un caballo de carre­
ras y de la arrogancia en el andar de un gallo.

[PÍO B aro ja : Las tragedias grotescas,


Espasa Calpe, col. Austral, Madrid, 1973, pág. 29]

B}
Frisaba la edad de este excelente joven en los treinta y cuatro
años. Era de complexión fuerte y un tanto hercúlea, con rara perfec­
ción formado, y tan arrogante, que si llevara uniforme militar ofrece­
ría el más guerrero aspecto y talle que pueda imaginarse. Rubios el
cabello y la barba, no tenía en su rostro la.flemática imperturbabilidad
de los sajones, sino, por el contrario, una viveza tal que sus ojos pare­
cían negros sin serlo. Su persona bien podía pasar por un hermoso y
acabado símbolo [...] El profundo sentido moral de aquel insigne
joven le hacía muy sobrio de palabras...
[B enito P érez G a l d ó s : Doña Perfecta,
Alianza Editorial, Madrid, 1988, pág. 33]

Las dos descripciones comparten el rasgo de ser subjetivas; tanto


un narrador como el otro hacen valoraciones del aspecto físico y de
la personalidad del retratado. Ambos narradores, además, ofrecen
detalles propios de quien lo conoce todo acerca del personaje (rasgos
internos y externos); son, pues, dos descripciones de características
técnicas similares.
Sin embargo, a poco que preste atención, el lector advierte una
diferencia palpable entre un texto y otro; el de Baroja resulta más
preciso que el de Galdós. Es el momento de que nos fijemos en los
adjetivos que hemos resaltado en ambos textos; los de Baroja son en
su mayoría especificativos y aportan mucha información concreta:
«muchacho alto y delgado», «cara larga y estrecha», «nariz recta»,
«labios finos»...
134 Cómo leer textos literarios

Por contra, buena parte de los adjetivos que emplea Galdós son
explicativos y no delimitan la realidad descrita. Expresiones como
«excelente joven», «hermoso y acabado símbolo», etc., no aportan
datos concretos al lector: los adjetivos no afectan semánticamente al
sustantivo, sólo nos hablan del juicio que la persona descrita merece
al narrador.
Como vemos, el uso de los adjetivos influye notablemente en el
sentido de un texto y en la actitud que el narrador muestra ante la
realidad. Pero debemos detenernos aún en el valor que tiene la colo­
cación del adjetivo.
En español, los adjetivos antepuestos al sustantivo producen un
efecto muy peculiar: suelen ser explicativos y añaden, por eso, escasa
precisión semántica, como sucedía en el caso de «excelente joven»;
se escamotea la información, que se da por supuesta o aparece implí­
cita en el orden de las palabras. Nuestro idioma tiende a crear estruc­
turas lingüísticas de adjetivo + sustantivo que los hablantes conside­
ramos como unidades fosilizadas: «triste gracia», «alta mar», «feliz
año»... Todo esto explica la sensación que tenemos ante ciertos pasa­
jes del texto de Galdós de que el autor maneja tópicos u obviedades.
Por lo dicho, la lengua literaria utiliza con prudencia los adjeti­
vos antepuestos (en cambio, no es raro que los escritores primerizos
abusen de ellos hasta el empalago, tal vez porque el hablante sabe
que la anteposición es más propia de la lengua escrita que de la
hablada). Aparecen más en el verso que en la prosa, pues tienen un
gran poder musical y rítmico. Y son habituales en ciertos textos
humorísticos, de intención paródica: la anteposición deliberada del
adjetivo pretende coñvertir en tópico no ya la expresión, sino la reali­
dad reflejada, que pierde su individualidad.
Miguel Mihura, por ejemplo, los utiliza con profusión: las «lin­
das señoritas», «guapas m uchachas», «gruesas señoras», «viejos
señores», «bonitos paisajes» y otros clichés lingüísticos que pueblan
sus escritos nos introducen en un universo irreal, de cartón piedra,
donde las personas y los objetos no son más que proyecciones paró­
dicas de un mundo absurdo.
Entre los escritores contemporáneos, el adjetivo infunde gran res­
peto. El poeta chileño Vicente Huidobro escribió en un poema titula­
Geografía del texto literario 135

do «Arte poética»: «Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra; / el


adjetivo, cuando no da vida, mata.» También los prosistas han hecho
advertencias parecidas: Josep Pía decía que todo el problema de la
literatura está en acertar con el adjetivo; Azorín, consciente de los
abusos de cierto estilo neorromántico empalagoso, aseguraba que el
valor del adjetivo en la escritura es similar al que tiene el respeto en
las relaciones humanas. El francés Paul Claudel, en fin, anotó en su
Diario que «el temor al adjetivo es el comienzo del estilo».
La preferencia de los narradores de hoy por la descrición de tipo
impresionista y la penetración de lo coloquial en la lengua escrita parece
haber desterrado ciertas prácticas estilísticas proclives a la adjetivación
abundante. Cori todo, algunos prosistas de este siglo nos han dejado des­
cripciones de gran plasticidad, basadas en una prosa musical muy elabo­
rada y situadas al borde mismo de lo que el buen gusto puede tolerar.
Don Ramón del Valle-Inclán es una cita obligada en este sentido.
Veamos dos descripciones del escritor gallego. Son sendas escenas
palaciegas a las que el lenguaje confiere una atmósfera muy diferente.
En el primer caso, el léxico seleccionado provoca una sensación de
solemnidad teatral: todos los detalles están dispuestos con sumo cuida­
do hasta componer una escena tan amanerada como estética; en el
segundo fragmento (de prosa igualmente pulida y musical), hay una
intención evidente de degradar a los personajes mediante el uso de un
léxico de rotundo efecto fonético. La subjetividad extrema del narrador
justifica la abundancia de adjetivos antepuestos en uno y otro caso:

Subimos la señorial escalera. Hallábanse francas todas las puertas,


y viejos criados con hachas de cera nos guiaron a través de los salones
desiertos. La cámara donde agonizaba Monseñor Estefano Gaetani
estaba sumida en religiosa oscuridad. El noble prelado yacía sobre un
lecho antiguo con dosel de seda. Tenía cerrados los ojos: Su cabeza
desaparecía en el hoyo de las almohadas, y su corvo perfil de patricio
romano destacábase en la penumbra inmóvil, blanco, sepulcral, como
el perfil de las estatuas yacentes. En el fondo de la estancia, donde
había un altar, rezaban arrodilladas la Princesa y sus cinco hijas.

[ V a lle - I n c lá n : Sonata de primavera,


Bruño, col. Anaquel, Madrid, 1992, págs. 67-68]
136 Cómo leer textos literarios

La majestad de Isabel II, pomposa, frondosa, bombona, campanean­


do sobre los erguidos chapines, pasó del camarín a la vecina saleta.
La dama de servicio, con el aire maquinal de los sacristanes viejos
cuando mascullan sacros latines, le prendió en los hombros el manto
de armiño. Los regios ojos, los claros ojos parleros, el labio popular y
amable, agradecieron con una sonrisa a la cotorrona de Casa y Boca.
Aquella estantigua de credo apostólico, nobleza rancia, cacumen
escaso, chismes de monja y chascarrillos de fraile, también intrigaba
en las tertulias de antecámara desde el año feliz de las bodas reales.
[V a lle - I n c lá n : La corte de los milagros ,
Alianza Editorial, Madrid, 1973, pág. 28]

Estamos ante un estilo que comunica más con los aspectos for­
males que con los semánticos: una inmersión en la entraña musical
del español.

6.3.2. El ritmo sintáctico

La construcción de la frase confiere un determinado ritmo al len­


guaje, con el que los escritores consiguen efectos muy diversos. La
complejidad sintáctica es uno de los rasgos definidores, por ejemplo,
de cierta narrativa contemporánea que concibe el texto como una
especie de rompecabezas, trasunto de la complicada apariencia del
mundo. El lector se ve sumergido en universos asfixiantes, cerrados
en sí mismos, laberintos de palabras donde las subordinaciones, los
paréntesis, los incisos dan lugar a fragmentos como éste, de prosa
que parece enredadera:

De forma que tantas veces com o pretendí ponerme en viaje


— Oh, eran tan sólo una ficción y ninguna de las personas de la trini­
dad, ni siquiera la reclusa, intimidada ante las otras por un prurito
ridículo, le daba la importancia de una escapatoria juvenil, seguras de
que en ningún caso podría llegar a su término; porque se trataba de un
juego fraudulento y convenido, una especie de asueto de la reclusa
(incomunicada desde el final de la guerra) que las otras dos ^—usu­
fructuaria y celadora— tenían a bien tolerar con esa mezcla de pater-
Geografía del texto literario 137

nal severidad y condescendencia con que se observa y sigue el intento


de fuga de quien, víctima de su desesperación, no intentará a la postre
sino volver a la celda que le libera por la renuncia de tantos anhelos
imposibles— me vi finalmente sentada en la cuneta de una carretera
desierta o en el andén de una estación del absurdo, antes o después de
Macerta, confusa, turbada y sin fuerzas para prolongar un instante
más una decisión contraceptiva y tratando de explicar a un factor
somnoliento (envuelto en lágrimas, perfumes de hollín y aromas de
vino) las últimas consecuencias y el primer y más inmediato remedio
(todos los trenes pasaban a media noche) contra un mal adquirido en
los últimos días de la güera...

[JUAN B e n e t: Volverás a Región,


Alianza Editorial, Madrid, 1974, págs. 142-143]

Volverás a Región es, en nuestra narrativa, la más acabada mues­


tra (magistral, para muchos) del intento por dotar al texto de autono­
mía absoluta; el lenguaje se convierte en protagonista y la realidad
extratextual pierde casi todo su sentido: el mundo está en las pala­
bras. Grandes creadores de nuestro siglo han explorado ese camino
que, en la literatura española, tiene un ilustre cultivador en el Siglo
de Oro: Luis de Góngora, quien creó un idioma poético deslumbrante
a fuerza de romperle las coyunturas a la sintaxis del español.
La elección de un ritm o sintáctico muy distinto, en este caso,
caracterizado por la brevedad, la rapidez y la concisión, permite al
escritor de relatos policiacos Georges Simenon crear una escena de
gran plasticidad en este inicio de una de sus historias de misterio:

Viernes, 7 de noviembre. Concarneau está desierta [...] Hay plea­


mar y, en el puerto, una tormenta del sudoeste hace entrechocar las
barcas. El viento barre con violencia las calles, donde a veces vuelan,
a toda velocidad, pedazos de papel a ras de suelo.
En el Muelle del Aguijón no hay ni una luz. Todo está cerrado.
Todo el mundo duerme. Sólo las tres ventanas del café del Hotel de
lAmiral, que dan a la plaza y al muelle, siguen todavía iluminadas.
Aunque las ventanas no tienen postigos, a través de las vidrieras
verdosas las siluetas apenas se adivinan. A menos de cien metros, el
aduanero de guardia, acurrucado en su garita, envidia a esas personas
que remolonean eii el café [...]
138 Cómo leer textos literarios

La puerta del Café de l'Amiral se abre. Aparece un hombre, que


sigue hablando un instante por el resquicio de la puerta con las perso­
nas del interior del café. La tormenta le atrapa bruscamente, le agita
los faldones del abrigo y le levanta su sombrero hongo; el hombre lo
atrapa a tiempo y lo sujeta sobre su cabeza mientras camina.
Incluso de lejos, se nota que va algo bebido; al caminar, las pier­
nas le flaquean y tararea algo. El aduanero lo sigue con la mirada y
sonríe cuando el hombre se empeña en encender un cigarro: comienza
una cómica lucha entre el borracho, el abrigo que el viento quiere
arrebatarle y el sombrero, que se le escapa y revolotea por la acera.
Enciende hasta diez cerillas.
El hombre del sombrero hongo descubre el umbral de una casa,
se refugia en él y se agacha. Se vislumbra un resplandor, muy breve.
El fumador se tambalea y se agarra con fuerza al pomo de la puerta.
¿Ha percibido el aduanero un ruido ajeno a la tormenta? No está
seguro. Ahora ríe al ver que el noctámbulo pierde el equilibrio y
retrocede completamente ladeado.
El hombre cae en el borde de la acera, con la cabeza en el barro
del arroyo. El aduanero se golpea los costados con las manos para
combatir el frío [...]
Pasan uno, dos minutos. Dirige otra mirada al borracho, que no
se ha movido. En cambio, ha aparecido un perro, procedente de no se
sabe dónde, y olfatea al borracho.
«¡Sólo en ese momento tuve la sensación de que había ocurrido
algo!», dirá el aduanero en el curso de la investigación.
[G e o r g e s Sim enon: E l perro canelo,
Tusquets, Barcelona, 1994, págs. 7-9]

En ese fragmento de estilo tan cinematográfico, el narrador nos


introducé en la escena de un crimen a través de la mirada de un testi­
go desorientado. El ritmo narrativo contribuye a crear una ilusión de
realidad: el mundo aparente es, ahora sí, una referencia explícita para
ese ambiente creado con palabras.
La flexibilidad sintáctica permite múltiples variantes estilísticas.
Como hemos visto en los ejemplos anteriores, el ritmo lingüístico
puede alcanzar vibrantes efectos expresivos en la configuración
general del texto. Además, la lengua literaria, y particularmente la
poética, ha utilizado siempre con profusión ciertos fenómenos que
Geografía del texto literario 139

afectan al orden de palabras de diversas formas. Los examinamos a


continuación.

A) Hipérbaton

Consiste en alterar el orden sintáctico que, teóricamente, sería el


más habitual del idioma: sujeto-verbo-complemento («La niña tiene
una muñeca»).
La verdad es que ese orden se ve alterado en la comunicación
cotidiana casi continuam ente: los hablantes introducim os toda
suerte de cam bios en la colocación de las palabras por razones
subjetivas, norm alm ente para subrayar la im portancia de uno de
los elem entos del mensaje: en frases como «Harto me tienes» o
«Cinco m il pesetas m e ha costado la entrada», aparecen en el
lugar más destacado, al principio de la frase, las palabras sobre las
que interesa llam ar la atención del interlocutor. De modo similar
procede el lenguaje periodístico, sobre todo al confeccionar titula­
res: «Goles llovieron en el B ernabeu», «Tres m uertos causó un
choque frontal».
El hipérbaton, o cuando menos cierto «desorden» sintáctico, es,
pues, fenóm eno corriente, ligado al uso intencionado del idioma.
Pero es también un recurso muy literario y, sobre todo, uno de los
elementos de mayor eficacia rítmica en la poesía. La musicalidad del
verso obliga a escribir de una manera determinada frases que no pue­
den escribirse de otra sin que el poema desaparezca: el soneto de
Lope «A la m uerte», que reproducíam os más atrás (pág. 92), no
puede empezar sino como empieza: «La muerte para aquel será terri­
ble / con cuya vida acabe su memoria.» Lo mismo sucede con la
conocida rima de Bécquer:

Del salón en el ángulo oscuro,


de su dueña tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo,
veíase el arpa.
140 Cómo leer textos literarios

B) Asíndeton y polisíndeton

Cuando el discurso acumula nexos sintácticos que no son impres­


cindibles, se produce el fenómeno conocido por polisíndeton («Ven,
que quiero matar o amar o morir o darte todo», escribe Vicente Alei-
xandre); el caso contrario, es decir, la ausencia de los nexos que
esperaríamos, produce asíndeton.
Ambos recursos alteran las expectativas de quien oye o lee, y en
eso reside su valor estilístico. Obsérvese el efecto que produce la rei­
teración de la conjunción y en este impresionante poema de Rubén
Darío:

Lo fatal
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adonde vamos,
ni de dónde venimos!...

[Rubén D a río : Cantos de vida y esperanza,


Espasa Calpe, col. Austral, Madrid, 1980, pág. 148]

El efecto amplificador de esa y aumenta la sensación de pesa­


dumbre que experimenta el poeta al considerar el misterio de la vida.
Su perplejidad ante lo que siente como un destino fatal queda marca­
da vivamente por el polisíndeton: convierte en interm inables las
razones que angustian al poeta y consigue que nos alcance el profun­
do desconcierto de esos versos de tono solemne y enérgico, acongo­
jante. (El lector puede regresar a El viaje definitivo de Juan Ramón
Geografía del texto literario 141

Jiménez — pág. 100— y comprobar cómo también allí el polisínde­


ton se revela como una de las claves de la emotividad alcanzada por
los versos.)
La manifestación más frecuente del asíndeton es la ausencia ines­
perada de la conjunción copulativa en el cierre de una enumeración.
En la lengua común, el nexo no falta casi nunca: «Tengo un billete de
mil, tres monedas de quinientas, una de cien y cuatro de duro»; otra
forma de cerrar el periodo es colocar puntos suspensivos al final del
último elemento enumerado.
Cuando el mensaje no utiliza ninguno de esos procedimientos,
provoca extrañeza en el lector, reclama su atención; así sucede en
estos atormentados versos de Miguel Hernández, con los que el poeta
describe el horror de un campo de batalla sembrado de cadáveres:

Una extensión de muertos humeantes:


muertos que humean ante la colina,
muertos bajo la nieve,
muertos sobre los páramos gigantes,
muertos junto a la encina,
, muertos dentro del agua que les llueve.
[M ig u e l H ern á n d ez: Obra poética completa,
Zero, Madrid, 1976, pág. 319]

El lector tiene la sensación de que las realidades nombradas care­


cen de límite. El final repentino de la enumeración desconcierta, y
además contrasta con la anáfora «muertos... muertos... muertos», que
provoca una acumulación agobiante, casi visual, de cadáveres: la
muerte, parece decir el poeta, ha invadido el paisaje.
Lope de Vega recurre al asíndeton en este epitafio de un soldado
fanfarrón para subrayar el tono burlesco de los versos. La rapidez
vertiginosa con que se suceden los verbos en la primera estrofa pro­
duce un efecto rítmico muy peculiar, que se diría evoca los perfiles
ridículos de la figura del bravucón:

Rendí, rompí, derribé,


rajé, deshize, rendí,
142 Cómo Ieer textos literarios

desafié, desmentí,
vencí, acuchillé, maté.

Fui tan bravo, que me alabo


en la misma sepultura.
Matóme una calentura,
¿cuál de los dos es más brabo?
[Lope d e V e g a : Rimas, tomo II,
Universidad de Castilla-La Mancha, 1994, pág. 343]

C) Encabalgamiento

Este fenómeno, característico de la poesía, se produce cuando el


ritmo sintáctico y el ritmo del verso no coinciden, de modo que una
unidad sintáctica no cabe en un verso y continúa en el siguiente; o
bien, cuando una estructura sintáctica se despliega en un verso pero
se inicia en el anterior. Recordemos la primera estrofa del poema de
Ángel González Cumpleaños, ya comentado:

Yo lo noto: cómo me estoy volviendo


menos cierto, confuso,
disolviéndome en aire
cotidiano, burdo
jirón de mí, deshilachado
y roto por los puños.

El encabalgamiento es la nota más peculiar de la estrofa: él ritmo


versal rompe con estrépito la unidad sintáctica. La ruptura alcanza el
punto máximo en el cuarto verso, compuesto por dos adjetivos: el
primero depende sintácticamente del verso anterior y el segundo del
verso siguiente. Ese juego deliberado permite al poeta resaltar de
manera notable la aspereza de la sensación producida por el paso del
tiempo (vid, pág. 105).
Algo similar sucede en los siguientes versos de Antonio M acha­
do; tam bién en ellos hay encabalgamientos bruscos que parecen
Geografía del texto literario 143

aumentar la fuerza del sentimiento expresado por el texto, la desorien­


tación vital, al obligamos a realizar una lectura entrecortada y dubita­
tiva (pruebe el lector a leer los versos en voz alta, como tal vez hicie­
ra el propio Machado al componerlos):

Como perro olvidado que no tiene


huella ni olfato y yerra
por los caminos, sin camino, como
el niño que en la noche de una fiesta

se pierde entre el gentío


y el aire polvoriento y las candelas
chispeantes, atónito, y asombra
su corazón de música y de pena,

así voy yo, borracho melancólico,


guitarrista lunático, poeta,
y pobre hombre en sueños,
áiempre buscando a Dios entre la niebla.

[A ntonio M a c h a d o : Poesía y prosa. II:


Poesías completas, ed. cit., pág. 481]

El encabalgamiento ofrece extraordinarias posibilidades expresi­


vas. En este poema, el escritor aprovecha con inteligencia el recurso
para recrear rítmicamente el juego erótico. Los versos se entrelazan,
como los amantes, en una cadena de palabras (o de caricias) que ter­
mina cerrada sobre sí misma (y vuelta a empezar):

Tus labios en
los míos en
tus manos en
mis ingles en
tus hombros en
mis labios en
los tuyos en
mis manos en
tus ingles en
mis hombros en
144 Cómo leer textos literarios

tus labios en
los míos.

[P ed ro P r o v e n c io : Tiempo al tiempo,
Hiperión, Madrid, 1991, pág. 51]

7. QU IÉN HABLA: LA FU N CIÓ N D E L N A RR A D O R

Los hechos que ocurren en un relato son trasmitidos por una voz
a la que llamamos narrador.
Escritor y lector están en la realidad, fuera de la obra literaria. No
obstante, ambos participan un tanto de la ficción: el lector se introdu­
ce en el relato para desentrañar determinadas sugerencias, desvelar
sobrentendidos, etc. El escritor, como autor o creador de un mundo,
se implica en la historia pues toma decisiones que afectan a la totali­
dad de su creación (estructura, estilo, visión del mundo, etc.); una de
ellas es buscar la voz que narre los hechos. El narrador, por tanto,
tiene relación con el escritor, es un producto de su voluntad artística,
pero es una entidad diferente: conviene tener esto en cuenta para no
realizar excesos interpretativos o perder la orientación lectora.
El narrador cuenta los hechos desde una perspectiva, desde un
ángulo determinado: el punto de vista. En términos generales, puede
estar situado dentro de la historia misma (narrador en primera perso­
na) o fuera de ella (narrador en tercera persona). Optar por una u
otra posibilidad (cada una de las cuales, como veremos, puede dar
pie a múltiples variantes) no es una cuestión baladí.
Todo lo que atañe a este asunto repercute en el significado gene­
ral del texto y preocupa mucho a los escritores: para el novelista
Antonio Muñoz Molina, «la mirada del narrador es tan definitiva en
la novela como el encuadre en una película, y una mirada errónea o
mal situada convierte la novela entera en una equivocación». La
verosimilitud de lo narrado, su fuerza expresiva, la eficacia comuni­
cativa del texto, dependen en buena medida de que la cámara esté en
el lugar adecuado.
Si consideramos las cosas desde la óptica del receptor, la función
del narrador es también decisiva: al lector se le proporciona una
Geografía del texto literario 145

determinada visión de los hechos y, con ello, se le ocultan (o sólo


se le sugieren) otras posibilidades que, de haber estado en primer
plano, podrían haber cambiado su interpretación del texto. Algunos
relatos contemporáneos instan a participar en un juego de perspecti­
vas e invitan al lector a considerar ángulos apenas insinuados en la
narración.
Hagamos un modesto experimento literario: regresemos por un
momento a la curiosa historia de José Hierro sobre el marido que se
quejaba de los ronquidos de la esposa (texto que puede encontrarse
en la página 64). El punto de vista elegido nos fuerza a conocer los
hechos desde una m irada particular e interesada: la de la esposa.
A través de ella nos hacemos idea de cómo es el marido, pero su
imagen tal vez cambiaría si él fuera el narrador de la historia. ¿Qué
repercusiones tendría sobre el relato un cambio de punto de vista?
Podemos intuir que el cuento sería distinto, quizás menos sugerente
porque lo sucedido tendría que contarlo el personaje activo, no el
pasivo, naturalmente más observador... Para utilizar la imagen de
Muñoz Molina, es fácil que el nuevo «encuadre» perjudicara la cali­
dad de la película...
Las decisiones que afectan al narrador son, en suma, de gran
importancia: todos los que alguna vez hemos intentado escribir un
rela to lo sabem os, aunque no hayam os sido conscientes en su
momento. Y la crítica literaria dedica una atención creciente a los
problemas del punto de vista, que alcanza gran complejidad en la
novela de nuestro tiempo. En las páginas siguientes se examinan
algunas implicaciones de la función del narrador en la lectura del
texto literario.

7.1. N arrador en primera persona

En los textos escritos en prim era persona, un personaje es el


encargado de narrar los hechos. Habla, pues, desde dentro de la his­
toria. Si la perspectiva elegida es la del protagonista, o la de uno de
los protagonistas, el relato adquiere aire o carácter autobiográfico y
un fuerte tono psicológico, ya que el lector se adentra en las interiori-
146 Cómo leer textos literarios

dades de la criatura y asiste a sus reflexiones más íntimas. Si el punto


de vista se corresponde con un personaje secundario, el narrador
actúa como testigo, aunque privilegiado y subjetivo, de los hechos
que relata.
Los cuentos y novelas escritos en primera persona (perspectiva
preferida por los escritores románticos, pero muy utilizada en todas
las épocas, desde El Lazarillo a nuestros días) proporcionan al lector
una gran sensación de realidad, sobre todo cuando habla el personaje
protagonista:

La gran ventaja de la primera persona es la conexión inmediata


del personaje con el lector. La seducción puede ser más fuerte. La pri­
mera persona se presta a un tono más desenfadado, un lenguaje
menos correcto porque, aun cuando la responsabilidad última de la
narración recae, como es lógico, sobre el autor, el narrador-protago-
nista puede permitirse muchas más licencias que el narrador omnis­
ciente. Él no conoce la historia en su totalidad, tiene más excusas
cuando se producen vacíos y huecos, incluso incoherencias. Como
contrapartida, creo que le exigimos más, tiene que ser un perfecto
seductor, no abrumarnos con confidencias, no abusar de nosotros,
encontrar el tono y la distancia exacta.

[S o le d a d P u é r t o la s : La vida oculta,
Anagrama, Barcelona, 1993, pág 286]

Ese tipo de historias, en efecto, resultan creíbles y no es raro que


susciten nuestras simpatías por alguien de quien terminamos sabien­
do muchas cosas: no sólo a través de sus opiniones expresas, sino
también por sus actitudes ante el entorno y por la manera de relacio­
narse con los demás, como puede comprobarse en este ejemplo:

Conocí a mis abuelos en el entierro de mi madre. Se trataba de


unos viejecitos simpáticos y bonachones que se alababan continua­
mente y, por cualquier motivo, de su amor por los animales; constante­
mente venían a repetir que ellos acostumbraban a darles a sus bichitos
— tortugas, pájaros, perros y gatos, según supe en aquellos mismos
días— un trato mismamente humano, lo que no dejó de preocuparme
dado el estado de hipersensibilización en el que me encontraba, como
Geografía del texto literario 147

consecuencia del fallecim iento de mi madre y que, a no tardar, inter­


preté en el sentido de que si a los animales les daban un trato huma­
no, nada de particular tendría que, a los humanos, los tratasen com o a
animales; tal pensamiento [...] me valió a m í para explicarme, de una
sentada, los, prácticamente, diecisiete años de silencio casi absoluto,
de aislamiento casi perfecto a los que habían sometido a m i madre; y
com encé a odiarlos.

[ A lf r e d o C onde: Memoria de Noa,


Alfaguara, Madrid, 1984, pág. 68]

La proximidad entre estos relatos y los escritos de carácter testi­


monial (diarios, memorias, autobiografías...), explica que algunas
narraciones adopten una de esas apariencias, con lo que el texto
adquiere aún mayor sensación de cosa vivida: M iguel Delibes ha
publicado novelas como Diario de un emigrante o Diario de un ju b i­
lado-, Pepita Jiménez, de Juan Valera, está escrita, en parte, en forma
epistolar; por contra, el Diario de Ana Frank, adolescente judía que
escribió sus impresiones durante el tiempo en que estuvo escondida
de los nazis, se lee hoy como una apasionante novela.
El enfoque subjetivo de la realidad que preside los relatos escri­
tos en primera persona (también en el cine existe la «cámara subjeti­
va») es aprovechado con frecuencia por el autor para conseguir efec­
tos sorprendentes. En una magnífica novela corta de Henry James,
Otra vuelta de tuerca, el punto de vista se convierte en la verdadera
clave de la historia: una institutriz inglesa se encarga del cuidado de
dos niños adorables, a los que cree poseídos por la institutriz anterior
y el jardinero, ambos muertos, y cuyas relaciones eróticas fueron
escandalosas en opinión de la protagonista. La obra termina sin que
sepamos a ciencia cierta qué había de realidad en los hechos y qué
era simple invención de una mente que se adivina enferma: la de la
institutriz-narradora.
Este inquietante desconcierto fascina a los lectores y justifica que
el libro sea ya un clásico de las novelas de terror. Su ambigüedad es
fruto de la elección de una mirada interesada: el resto de los persona­
jes no ve las cosas que la protagonista cree ver y el lector, privado de
otras referencias, queda sumido en la perplejidad.
148 Cómo leer textos literarios

Caso distinto es el que representa El extranjero, novela del egeri­


tor francés Albert Camus. Aquí encontramos un relato en primera
persona que logra una objetividad inesperada, paradójica: el protago­
nista no indaga en su interioridad y se limita a transitar con desgana
por un entorno absurdo, un mundo inexplicable ante el que se siente
como un extranjero, es decir, un extraño. Lo que sucede, sucede, y no
parece ir con el personaje. Este es un fragmento del capítulo primero:

Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegra­


ma del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condo­
lencias». Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer [...]
Pedí dos días de licencia a mi patrón y no pudo negármelos ante
una excusa semejante. Pero no parecía satisfecho. Llegué a decirle:
«No es culpa mía.» No me respondió. Pensé entonces que no debía
haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no tenía por qué excusarme. Más
bien le correspondía a él presentarme las condolencias. Pero lo hará
sin duda pasado mañana, cuando me vea de luto. Por ahora, es un
poco como si mamá no estuviera muerta. Después del entierro, por el
contrario, será un asunto archivado y todo habrá adquirido aspecto
más oficial.
Tomé el autobús a las dos. Hacía mucho calor. Comí en el restau­
rante de Celeste, como de costumbre. Todos se condolieron mucho de
mí, y Celeste me dijo: «Madre hay una sola.» Cuando partí, me
acompañaron hasta la puerta.
[A lbert C a m u s : El extranjero,
Alianza Editorial, Madrid, 1980, págs. 7-8]

7.2. N a r r a d o r e n ter c era perso n a

El narrador en tercera persona es ajeno a los hechos que ocurren


en el relato: cuenta desde fuera de la acción. Generalmente este tipo
de narrador actúa con absoluto dominio de lo que sucede: conoce
todos los datos, los pensamientos de los personajes, los antecedentes
de las cosas, etc., y por eso decimos que es omnisciente. Posiblemen­
te sea la perspectiva más utilizada desde que mostraron sus posibili­
dades los escritores realistas del siglo XIX.
Geografía del texto literario 149

En este fragmento de una obra reciente, el narrador explica lo que


un personaje piensa mientras espera. La ironía con la que se expresa
evidencia, además, una actitud deliberadamente subjetiva ante la reali­
dad, una intención explícita de influir en el lector suscitando en él unas
determinadas reacciones. Puede comprobarse en el pasaje que el punto
de vista es una de las claves del tono burlesco y paródico que caracteri­
za a toda la novela, subrayado también por la retórica del estilo:

Paco Bodes aliviaba la espera reconstruyendo, apostado en la


esquina de la calle y vigilando el panorama de la Plaza, uno de aque­
llos poemas que su mujer le había destruido, en el trance de sus más
duras desavenencias, poco antes de lo que él denominaba el Portazo
de la Liberación.
Aurelia Lucillo había hecho desaparecer casi el setenta y cinco
por ciento de su obra inédita, por el ignominioso procedimiento de
irla tirando en la taza del retrete y en el cubo de la basura. La antigua
musa llegó a convertirse en una obcecada vengadora de la desdicha
conyugal. Y la lírica, que un día sublimara aquella relación tan pre­
dispuesta al infarto amoroso, acaparó todo el odio, como si los versos
fermentasen corrompiendo las enaltecidas imágenes, destilando los
más rastreros gusanos de la inquina y el desamor.
Era un poema inspirado en la Plaza nevada, escrito bajo el
sonámbulo influjo de un nocturno invernal, en el que los endecasíla­
bos enumeraban el blanco sopor de la nieve, la pacificación de su
mortal caricia, como si el ánimo fuese propicio a una anciana melan­
colía, saboreada en el helado esplendor de la noche.
La lechosa claridad de la luna embargaba esa lírica y momentá­
nea ensoñación de Paco Bodes, que no lograba llegar más allá del
segundo cuarteto, perdidos los versos siguientes bajo los copos,
disueltos en la gélida corteza que cubría el pavimiento y la memoria.

[Luis M a t e o D ie z : La fuente de la edad,


A lfa g u a r a , M adrid , 1986, p ág. 89]

La actitud subjetiva es un rasgo que comparten casi todos los


narradores, aunque en grado diverso, como veremos. Pero algunas
corrientes novelísticas del siglo X X han querido llevar al extremo las
posibilidades de un narrador objetivo que, actuando como mero testi­
go de los hechos, se limita a dar cuenta de lo que sucede sin aventu­
150 Cómo leer textos literarios

rarse en la explicación de causas, consecuencias o motivaciones psi­


cológicas. Rafael Sánchez Ferlosio publicó en 1956 una novela, El
Jarama, en la que aplicó un objetivismo a ultranza al punto de vista
del narrador. El resultado puede comprobarse en este fragmento, que
representa bien el tono general de la novela; los jóvenes protagonis­
tas del relato se bañan en el río Jarama y se gastan bromas:

L ucí estaba con Santos y Carmen y Paulina; los cuatro se habían


cogido en corro, por los brazos, y subían y bajaban al compás,
metiendo la cabeza y saltando después hacia arriba, entre espumas.
Mely se había retirado un poco y estaba por su cuenta, haciendo
esfuerzos para mejorarse en su manera de nadar. Tito y Fernando se
reían de su empeño:
— ¿Qué pasa —les dijo ella— . ¡Si que vosotros lo hacéis bien!
Venga, marcharos ya de aquí, merluzos, no me deis la tabarra. No
puede una...
T ito s e burlaba:
— ¡Quiere ser Esther Williams...! ¡Se lo ha creído...!
— ¡¡Idiota!!
Tito se acercó a ella y la cogió por un tobillo y tiraba, riéndose.
— ¡Suelta, asqueroso, suéltame...! — gritaba Mely, agitando los
brazos, para no hundir la cabeza.
Vino Fernando por detrás y saltó a las espaldas de Tito, hasta
sumergirlo del todo. Mely, ya libre, miraba el forcejeo inestable de
Fernando y adivinaba al otro debatiéndose por debajo del agua.
— ¡Eso es!, ¡tenlo un rato!, ¡por idiota!
En seguida Fernando salió disparado hacia arriba, y apareció la
cabeza de Tito, entre espuma.
— ¡Me alegro! ¡Te está bien empleado! — le dijo Mely, mientras
él respirabá recobrando todo el aire perdido.
[R a f a e l S á n c h e z F e r l o s i o : El Jarama,
Orbis-Destino, Barcelona, 1986, pág. 50]

Naturalmente, las variantes que admite el narrador en tercera per­


sona son múltiples: no podemos sino esbozar las más frecuentes,
simplificando la exposición de un asunto que es muy complejo. Por
ejemplo, nos interesa llamar la atención sobre un rasgo peculiar de
ciertas novelas en las que todo gira en torno a uno o a varios protago­
Geografía del texto literario 151

nistas; en estos casos, si el escritor elige un narrador en tercera perso­


na, es frecuente que éste hable desde la perspectiva del personaje, de
modo que el punto de vista resulta ambiguo.
Tal sucede, por ejemplo, en una de las novelas más conocidas de
Miguel Delibes, El camino. Este fragmento pertenece al comienzo de
la narración; Daniel, el niño protagonista, no puede dormir pensando
en que, al día siguiente, debe irse a estudiar fuera del pueblo:

Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin


embargo, sucedieron así. Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus
once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo aca­
tara como una realidad inevitable y fatal. Después de todo, que su
padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho
que honraba a su padre. Pero por lo que a él afectaba...
Su padre entendía que esto era progresar; Daniel, el Mochuelo,
no lo sabía exactamente. El que él estudiase el Bachillerato en la ciu­
dad podía ser, a la larga, efectivamente, un progreso. Ramón, el hijo
del boticario, estudiaba ya para abogado en la ciudad, y cuando les
visitaba, durante las vacaciones, venía empingorotado como un pavo
real y les miraba a todos por encima del hombro; incluso al salir de
misa los domingos y fiestas de guardar, se permitía corregir las pala­
bras que don José, el cura, que era un gran santo, pronunciara desde
el púlpito. Si esto era progresar, el marcharse a la ciudad a iniciar el
Bachillerato, constituía, sin duda, la base de este progreso.
Pero a Daniel, el Mochuelo, le bullían muchas dudas en la cabeza a
este respecto. El creía saber cuanto puede saber un hombre. Leía de corri­
do, escribía para entenderse y conocía y sabía aplicar las cuatro reglas.
Bien mirado, pocas cosas más cabían en un cerebro normalmente desarro­
llado [...] Seguramente, en la ciudad se pierde mucho el tiempo —pensa­
ba el Mochuelo— y, a fin de cuentas, habrá quien, al cabo de catorce años
de estudio, no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga
de un cagajón. La vida era así de rara, absurda y caprichosa.

[M ig u e l D e lib e s : El camino ,
Destino, coi. Destinolibro, Barcelona, 1993, págs. 7-8]

Como vemos, el autor elige un narrador en tercera persona muy


pegado al protagonista, pero que no es él. Esto permite a Delibes
mezclar los pensamientos de Daniel con reflexiones que no resultarían
152 Cómo leer textos literarios

verosímiles en un niño: lo dicho en las líneas finales parece reprodu­


cir los pensamientos de Daniel pero es, sin duda, de la cosecha del
narrador (y, en definitiva, del mismo Delibes): él es quien traslada al
lector la reflexión sobre el significado del saber.
Muchos otros pasajes de la novela muestran cómo el cruce entre
ambos puntos de vista permite ofrecer un análisis de la psicología del
protagonista, pero también el retrato de una colectividad. Algo pare­
cido sucede, por ejemplo, en novelas como La Regenta de Clarín o
Madame Bovary de Flaubert y en muchos de los cuentos de Ana
María Matute. Esta estrategia dio lugar a la aparición, en la época
realista, de un procedimiento narrativo muy fecundo, adecuado para
los pasajes de introspección psicológica: el estilo indirecto libre.
Normalmente, lo que dice o piensa un personaje se traslada tex­
tualmente (estilo directo: «Dijo: “Este hecho honra a mi padre”») o a
través del narrador (estilo indirecto'. «Dijo que aquel hecho honraba a
su padre»). En el caso que nos ocupa, ambos estilos se confunden, lo
que permite al narrador entrar en la interioridad del personaje sin
interrumpir el ritmo narrativo. Así sucede en el texto de Delibes con
la frase «Después de todo, que su padre aspirara a hacer de él algo
más que un quesero era un hecho que honraba a su padre»: el pensa­
miento del protagonista nos llega directamente, pero no en primera
persona, pues su organización lingüística es la que corresponde a una
tercera persona encargada de trasladar las reflexiones.
Ese procedimiento narrativo es habitual en la novelística contem­
poránea, sobre todo cuando el relato corre a cargo de un narrador
ajeno a los hechos que, en ciertos momentos, adopta el punto de vista
de un personaje para que el lector se asome cómodamente a su inte­
rior. Estas líneas ofrecen otro ejemplo: Carlos Deza, el protagonista
de la novela, aguarda la visita de una joven y piensa en la mejor
manera de recibirla; el narrador y el personaje se confunden en los
momentos en que se nos trasladan las cavilaciones de Carlos, sin
transición alguna, lo que es posible por la versatilidad de la forma
narrativa elegida:

¿Dónde la recibiría? ¿En el salón o en el cuarto de la torre? Haría


frío. Subió de dos zancadas y encendió la chimenea. Debía invitarla:
Geografía del texto literario 153

ella lo había hecho también el día de su primera visita. Preparó la


cafetera napolitana, tazas, azúcar, cucharillas, y lo puso en la bandeja
traída por Doña Mariana. Había sido muy oportuno el regalo. Tam­
bién había coñac. ¿Le gustaría a Rosario? Quizá mejor jerez y unas
galletas. Lo llevó todo a la torre; dejó una luz prendida y la puerta
abierta; bajó al zaguán y esperó. No pasaba de las ocho y media.
Estaba mal que le sorprendiese agitado. Debía recibirla con tran­
quilidad, o mejor aún con frialdad...

L os gozos y las sombras, I.


[G o n z a lo T o r r e n t e B a l le s t e r :
El señor llega, Bruguera, Madrid, 1981, pág. 286]

7.3.. O tr o s p u n to s d e v is ta

La literatura contemporánea se caracteriza por su afán investiga­


dor, por su permanente búsqueda de nuevas posibilidades artísticas.
En el caso de la novela, el siglo XX ha provocado una verdadera
revolución técnica; nos importa significar aquí algunas novedades
relativas al punto de vista, lo suficientemente asentadas ya como para
que el lector pueda tropezarse con ellas con frecuencia.

7.3.1. Narrador en segunda persona

En realidad es una variante del narrador en primera persona: el


protagonista se dirige a sí mismo, habla de tú a una proyección de su
propia intimidad, en un intento de objetivar el pensamiento. Aunque
tiene una raíz indudablemente lírica (ya dijimos, en su momento, que
el tú es a veces en la poesía una desdoblamiento del yo), en la narra­
tiva este procedimiento es también adecuado para textos de sentido
irónico: el personaje se distancia de sí mismo para someter a crítica
su existencia.
La narración en segunda persona raramente se mantiene en toda
la novela, sino que suele alternar con otros puntos de vista; así suce­
de en San Camilo 36 de Camilo José Cela, o en Λ salto de mata de
José Antonio Gabriel y Galán. En Señas de identidad es el punto de
154 Cómo leer textos literarios

vista dom inante; el protagonista (trasunto del propio autor, Juan


Goytisolo) hace una profunda y nada complaciente indagación en
torno a su vida y a la cultura española a principios de los sesenta (la
novela apareció en 1966):

Durante tus frecuentes viajes por la vasta y desmerecida geografía


de tu patria [...], te detenías a menudo en algún poblado amarillo y
blanco o una primitiva y olvidada aldea de pescadores y, en la taberna,
el mercado o la fonda según se terciara, pegabas la hebra con sus habi­
tantes y, hábilmente, trababas amistad con ellos. A salvo tú de la nece­
sidad, gracias al destino aleatorio que te brindara nacer en una cuna
rica, les oías hablar por espacio de unas horas de su vida, familia, traba­
jo, privaciones, esperanzas con un interés apasionado que tus interlocu­
tores tomaban cándidamente por hermandad pura y que tú sabías en tu
trasfondo, aunque al momento no lo reconocieras, dictado por el mez­
quino propósito de llevar a cabo tu ansiado documental sobre la emi­
gración. De este modo, al calor de una botella de Jumilla o unos chatos
de Moriles, fraguaste amistades intensas y efímeras con yunteros de
Lubrín, leñadores de Siles, muleros de Totana, albañiles de Cuevas con
falaces promesas de visita, intercambios de direcciones y compromisos
de contestar a sus cartas con periódica regularidad. Al despedirte de
ellos, la emoción de su abrazo o su apretón de manos rudo te infundían
un sentimiento ambiguo de cinismo y de culpa. Tenías conciencia de
que al ofrecer tu amistad los embaucabas y te embaucabas lamentable­
mente a ti mismo pues, disipada la atmósfera fugaz creada por su pre­
sencia, los olvidarías en seguida y no volverías a verlos más.

[J u a n G o y t i s o l o : Señas de identidad,
Argos Vergara, Barcelona, 1979, págs. 392-393]

7.3.2. Confluencia de perspectivas

Algunos escritores han intentado una suerte de cuadratura del


círculo: llevar a la novela una mirada plural y simultánea de la reali­
dad (pues así es la realidad), complicado empeño para un instrumen­
to, el lenguaje, que es lineal y sucesivo. Es un intento imposible,
pero ha dado lugar a experimentos varios, a veces fallidos y a veces
llenos de una deslumbrante expresividad.
Geografía del texto literario 155

El primer escritor que se preocupó por esta cuestión entre nosotros


fue el asturiano Ramón Pérez de Ayala. Más de una vez habló del
novelista como un ser limitado, pues en sus obras no puede reprodu­
cir la multiplicidad del mundo aparente. Estas palabras pertenecen al
parlamento de un personaje de Belannino y Apolonio, obra publicada
en 1921:

Los cíclopes veían el mundo superficialmente, porque sólo tenían


un ojo. Los cíclopes, por ver el mundo superficialmente, quisieron
asaltar el Olimpo; pero los dioses los precipitaron en el hondo Tártaro
[...] El novelista es como un pequeño cíclope, esto es, como un cíclo­
pe que no es cíclope. Sólo tiene de cíclope la visión superficial y el
empeño sacrilego de ocupar la mansión de los dioses, pues a nada
menos aspira el novelista que a crear un breve universo, que no otra
cosa pretende ser la novela. El hombre, con ser más mezquino, aven­
taja al cíclope, a causa de poseer dos ojos con que ve en profundidad
el mundo sensible. Ahora bien, describir es como ver con un ojo,
paseándolo por la superficie de un plano, porque las imágenes son
sucesivas en el tiempo, y no se funden, ni superponen, ni, por tanto,
adquieren profundidad [...] El novelista, en cuanto hombre, ve las
cosas estereoscópicamente, en profundidad; pero, en cuanto artista,
está desprovisto de medios con que reproducir su visión. No puede
pintar: únicamente puede describir, enumerar.

[R a m ó n P é r e z d e A y a la : Belarmino y Apolonio,
Cátedra, col. Letras Hispánicas, Madrid, 1982, págs. 91-92]

Las ventajas de esa visión estereoscópica fue defendida también


por el novelista Aldous Huxley en su novela Contrapunto (1928).
Otro narrador británico, Lawrence Durrell, aplica una técnica pers-
pectivista en El cuarteto de Alejandría (1957-1960), novela en cua­
tro volúmenes donde se narran los mismos hechos, sucesivamente,
desde la mirada de cuatro personajes diferentes.
Un intento aún más audaz es el de hacer confluir las perspectivas,
dejando que hablen a la vez varias personas. El peruano Mario Vargas
Llosa ensayó esa técnica en un relato breve: Los cachorros. Además
de alternar la primera y la tercera personas incluso en una misma frase,
recurre al estilo indirecto libre junto al estilo directo, aunque el diálogo
156 Cómo leer textos literarios

no está introducido por las marcas lingüísticas habituales. El resultado


es francamente artificioso. El texto pretende sumergir al. lector en un
universo multiforme y ondulante, que ni siquiera es alterado por las
convenciones gráficas de la lengua escrita; pero también podríamos
ver en él una muestra de la frustración del creador que, como señalaba
Pérez Ayala, no puede ocupar la mansión de los dioses:

Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos,


entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a
correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del «Terra­
zas», y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese
año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat.
Hermano Leoncio, ¿cierto que viene uno nuevo?, ¿para el «Ter­
cero a», Hermano? Sí, el Hermano Leoncio apartaba de un manotón
el moño que le cubría la cara, ahora a callar.
Apareció una mañana, a la hora de la formación, de la mano de
su papá, y el Hermano Lucio lo puso a la cabeza de la fila porque era
más chiquito todavía que Rojas, y en la clase el Hermano Leoncio lo
sentó atrás, con nosotros, en esa carpeta vacía, jovencito. ¿Cómo se
llamaba? Cuéllar, ¿y tú? Choto, ¿y tú? Chingolo, ¿y tú? Mañuco, ¿y
tú? Lalo.
[ M a r io V a r g a s L l o s a : L os cachorros,
Cátedra, col. Letras Hispánicas, Madrid, 1982, págs. 55-56]

7.4. M a n e r a s d e m ir a r

Hemos dicho que el narrador puede mostrar actitudes diversas


ante los hechos narrados. La forma de contar (con más o menos entu­
siasmo, con más o menos intencionalidad) incide sobre el sentido
general del texto y, a veces, determina su significado.
El narrador es siempre subjetivo (ni siquiera las narraciones de
objetivismo ferviente son neutrales), pues adoptar un punto de vista
supone renunciar a otros. La subjetividad admite grados, pero se
muestra tanto si el narrador está próximo a los personajes y los suce­
sos como si aparece distanciado de ellos: en el primer caso, es previ­
sible que el relato esté cargado de afectividad y de pasión (como
Geografía del texto literario 157

sucede en El camino)·, en el segundo, puede ocurrir que el texto sor­


prenda por su frialdad (y así es en una novela como La metamorfosis,
de Franz Kafka).
Nos detendrem os ahora en algunos ejem plos ilustrativos de
narraciones dominadas por el distanciamiento (los relatos paródicos,
de los que nos hemos ocupado ya, podrían recordarse aquí como una
muestra más). Son tres pasajes de efecto expresivo diferente, que
explican cómo la literatura tiene recursos propios para interpretar la
realidad: si la prosa reflexiva y explícita de un ensayo puede some­
terla a análisis rigurosos, textos narrativos como los que vamos a
comentar desvelan aspectos ocultos tras la apariencia de las cosas.

7.4.1. La realidad degradada

Uno de los movimientos artísticos más importantes del siglo XX


es el expresionismo. Sus propulsores, en la Alemania de la segunda
década del siglo, veían la realidad como proyección de las tensiones
y tormentas internas del individuo; de ahí que ofrecieran visiones
distorsionadas, angustiadas, de un entorno que no les satisfacía.
En general, lo expresionista de un texto literario deriva del punto
de vista, de la manera de mirar. En España, Valle-Inclán dio forma a
una estética emparentada con el expresionismo, que él llamo esper­
pento. El propio escritor decía que lo esperpéntico era el resultado de
ver a los personajes «desde arriba», como marionetas en manos del
creador, frente a la comedia que produce personajes del mismo tama­
ño que el creador o la tragedia, que tiene por protagonistas a héroes,
personajes agrandados porque se les ve «desde abajo».
El entorno en que se mueven los personajes esperpénticos está
también desfigurado, deformado por el ángulo de visión elegido. En
fin, a esa realidad degradada corresponde un lenguaje encanallado,
que dibuja escenas dominadas por una cierta estética de la fealdad,
como ésta:

El entierro iba sesgando el olivar: Llevaba una carrera agalgada,


gacho y nocharniego [...]. Acezaba el cortejillo de jayanes y mujeru-
Cómo leer textos literarios

cas lloronas, enternecidas con el anisete de cinco noches de velorio.


Era muy remoto el cementerio, y el camino, traspuesto el olivar, de
muy mal paso. En la tarde serena y azul, el flaco cortejillo calcaba su
silueta galguera, remontando por la ribera del río, a buscar los vados
por donde iba antaño el arruinado puente de maderos [...] El entierro
galgueaba adonde dicen Vado Jardón. De la mano contraria, por un
vericueto, aparecían los brillos de la cruz parroquial, y entre cuatro
mantillas revoloteaba la sobrepelliz del clérigo. Tras de la cruz aguza­
ba sus cuernos el bonete. Se adelantó el sacristán, y encaramado a una
cresta de la orilla, dio al aire su carraspera de viejo mandón que anda
a escobazos con los santos:
— ¡Ahí va la soguilla!
Tiró un tejuelo amarrado al cabo de una piola. Al otro lado, todo
el cortejillo alzaba los ojos siguiendo el vuelo del tiro. Cayó la piedra
en mitad de la corriente. El sacristán habló para sí: Rosmaba. Borra­
chín, barbudo, pelicano, tenía el tartajo de cascarrabias que los añejos
chascarrillos atribuyen a San Pedro. Corriendo por la vera del río,
volteaba el brazo para darle impulso al tejo, que otra vez se hundió en
la corriente. Gritó el viudo, al canto del féretro:
— ¡Más nervio, padre mantecas!
— Haber traído tú la soguilla, ya que te pones por tan diestro.
El clérigo, con brusco arrebato, arrojó el hisopo en el calderete,
se recogió la sotana, reclamó el tejuelo, y con arte de mayoral, lo
lanzó, remontando sobre el río, a la otra ribera. Al verlo caer, algarea-
ron los jayanes que acompañaban a la muerta:
— ¡Ahí se ven los hombres!
— ¡Ha estado usted muy güeno, Padre Cura!
— ¡Eso lo hace la bota y el magro!
Los jayanes que acompañaban a la difunta, halaron de la piola
hasta tocar el amarre de una soga fuerte [...] Ya habían sacado a la
difunta del ataúd, y estaban apretándole el lazo de la reata en las cani­
llas de cera [...]
Renovóse el planto de las mujerucas. En la otra orilla, el preste
entonaba su latino responso y sacudía el hisopo sobre las aguas del
río [...]
El cuerpo de la vieja zozobraba en el curso de la corriente. El
sacristán, asistido de algunos mozos, recogía la soga en la ribera.
Cantaba el preste. Las remotas campanas daban su doble y abrían en
el atardecido círculos de sombra sonora. Los zapatos de la difunta
navegaban río abajo, haciendo agua. La mellada luna, en el fondo de
Geografía del texto literario 159

la corriente, guiñaba el ojo. Sólo salían fuera del agua las manos de
cera.
[V a llE -I n c lA n : La corte de los milagros.
Alianza Editorial, Madrid, 1973, págs. 186-187 1

7.4.2. La realidad empequeñecida

Hay muchas maneras de poner en evidencia ciertos aspectos de la


realidad para criticarlos; una de ellas es el humor.
En la literatura española, una serie de escritores que vivieron su
apogeo creador en los años veinte, treinta y cuarenta confirieron dig­
nidad estética al humor, que hasta entonces solía reducirse a comici­
dad gruesa y fácil. Ramón Gómez de la Serna es el abanderado de
ese humorismo nuevo, inteligente, basado en el ingenio y no en el
chiste fácil, que propone, ni más ni menos, una mirada distinta a la
realidad para descubrir en ésta facetas insólitas.
Miguel Mihura, uno de los grandes de esa generación, es, posi­
blemente, el padre del humor inteligente contemporáneo. Sus textos
están absolutamente pegados a la realidad, pero se proponen trasfor-
marla a fuerza de negar lo que la experiencia tiene por lógico o de
dar carta de cotidianidad a lo extraordinario e inverosímil. El resulta­
do es un mundo nuevo, donde los tópicos y las experiencias compar­
tidas resultan empequeñecidos en su ridiculez.
La actitud que adopta el narrador en los relatos de M ihura se
caracteriza por la deliberada ingenuidad de su mirada: los hechos se
narran con lógica infantil y con arbitrariedades de todo tipo: gene­
ralizaciones insólitas («Ya sabemos todos la enorm e tristeza que
suele haber en los desiertos, sobre todo cuando en Nochebuena se
muere algún niño pobre o alguna niña pobre»), rupturas de lo previ­
sible, afirmaciones que contravienen lo aceptado («Todos sabemos
lo estupendo que resulta ser niño de la inclusa, o niño abandonado
en un portal, o niño robado por unos gitanos, o niño muerto»), etcé­
tera.
El resultado de todo ello puede apreciarse en el siguiente frag­
mento de un relato escrito en 1932. El tono disparatado del texto
160 Cómo leer textos literarios

hace que la realidad quede, en efecto, empequeñecida, como si fuera


de juguete; pero no por eso se nos oculta la sátira del mundo moder­
no que hay en estas líneas:

Aquel señor era de Nueva York y vivía en un rascacielos, porque


tanto han hablado de los rascacielos los señores que han venido de
Nueva York, y tantos cuadros de rascacielos se han hecho en las
revistas de Martín y en las revistas de Romea, que los americanos no
han tenido más remedio que poner rascacielos en las calles [...]
Aquel señor era de Nueva York y era tan rico, tan rico, que se
casó, y en vez de tener un niño, tuvo un submarino; y en vez de tener
una niña, su esposa dio a luz una fábrica de locomotoras.
Y tan rico era que un día fue y compró el cielo.
Se lo compró a un señor muy viejecito y muy bueno, que era el
amo del cielo, y que ya se había cansado de él porque, en realidad, le
había ido muy mal y le había dado muchos disgustos.
Aquel señor era tan rico que se lo compró todo entero y empezó a
hacer mejoras estupendas con su gran espíritu americano para los
negocios.
Lo primero que hiz:o fue barrer todo y ponerlo todo muy limpio.
Y quitar todos los mosquitos, que es lo primero que hacen todos los
señores en Nueva York. Después se dedicó en seguida a modernizar
por dentro las habitaciones del cielo, pues se encontró con que todo
aquello estaba un poco cursi. Sobre todo la salita y el comedor [...]
En lugar de los ángeles, que no hacían más que tocar el arpa y
llegar tarde a todos los recados, organizó un servicio de mecanógrafas
muy rubias, con unas piernas preciosas y unas ligas azules de cuaren­
ta pesetas [...]
En la tierra se instalaron grandes suscursales y oficinas de infor­
mación y se suprimieron las antiguas, en donde no había más que vie­
jas pobres en la puerta pidiendo cinco céntimos o diez.
En estas modernas oficinas había jóvenes empleados que masca­
ban goma y numerosas ventanillas para cada servicio, en donde la
gente que tenía que pedir algo llenaba unos impresos especiales. Para
hablar con el cielo se habilitaron las antiguas cabinas que había antes,
con un señor dentro, por modernas cabinas con teléfonos. Y en todas
las oficinas grandes letreros decían así: «El tiempo es oro», «Nuestro
tiempo es tan precioso como el vuestro» y «Haga usted el favor de
marcharse ya, caramba».
Geografía del texto literario 161

La gente no hacía más que telefonear con el director para pedirle


que arreglase eso de las enfermedades y la muerte, porque la gente
seguía tan pesada como siempre, pidiendo nada más que tonterías.
Pero no hubo más remedio que complacerlos.
La gran empresa norteamericana, obligada por tantas súplicas,
como no podía suprimir del todo estas dos cosas, porque hay muchos
intereses creados, organizó, para las enfermedades y la muerte, la jor­
nada de ocho horas [...].

[ M i g u e l M ih u r a : Cuentos para perros,


Bruño, col. Anaquel, M ad rid , 1994, págs. 150-153]

7.4.3. La realidad mitificada

La experiencia lectora nos lleva a considerar que un texto realista-


trata de reflejar la realidad tangible, o aproximarse a ella o, cuando
menos, dar una gran sensación de verosimilitud al contar. Y todos
reconocemos, intuitivamente, técnicas narrativas propias del realis­
mo: orden en el relato de los acontecimientos, descripciones detalla­
das, personajes con perfiles reconocibles a partir de referencias extra-
textuales, etc.
En nuestro ámbito cultural, la narrativa hispanoamericana de los
años sesenta causó una verdadera conmoción: la publicación de una
serie de novelas de éxito fulgurante puso de moda muchos nombres
hasta entonces desconocidos, parte de los cuales son hoy considerados
como maestros de la literatura escrita en español: Cortázar, García
Márquez, Juan Rulfo, Vargas Llosa... El secreto de aquel deslumbra­
miento estaba, en buena medida, en la aplicación de las técnicas realis­
tas a asuntos y acontecimientos inhabituales, maravillosos: pronto se
empezó a hablar del realismo mágico o de lo real maravilloso.
Estamos, de nuevo, ante una cuestión de perspectiva y actitud,
ante una narración distanciada: la exuberante naturaleza americana,
las costumbres y los ritos de unas culturas ancestrales se mezclan con
supersticiones sugestivas, leyendas populares o inventadas y fabula-
ciones de todo tipo. El resultado es un mundo fascinante, donde lo
verosímil y lo maravilloso se funden, y que se nos cuenta con la
162 Cómo leer textos literarios

misma naturalidad con que un narrador del realismo convencional


narra la salida de unos niños del colegio.
En Cíen años de soledad, ese nuevo mundo narrativo, vigoroso y
hechizante, aparece como una realidad mítica o mitificada, movida
por leyes misteriosas que sólo dentro de la ficción se explican. Y, sin
embargo, el lector reconoce a un narrador realista, lo que desconcier­
ta aún más: un narrador que no subraya lo insólito y que, por eso,
sume en la perplejidad y el estupor a quien lee. García Márquez no
hizo más que recrear poéticamente una cultura y personalizar una tra­
dición literaria: su novela no surgió de la nada. Pero, a partir de ella
(1967), se consolidó una forma de contar que ha influido a escritores
de todo el mundo y que, pasados los primeros años de imitaciones
apresuradas, se revela como uno de los grandes estilos novelísticos
de nuestro tiempo.
Aunque no es fácil hacerse una idea clara de libro tan complejo a
partir de unas líneas, el fragmento seleccionado deja entrever cómo
el contraste entre lo narrado y la form a de narrar aumenta el aire
mítico de la historia. En este caso, además, reconocemos al fondo un
episodio bíblico (las plagas de Egipto), y eso da mayor carácter al
pasaje, cuya lectura nos sumerge en una atmósfera legendaria:

Una noche, por la época en que Rebeca se curó del vicio de


comer tierra y fue llevada a dormir en el cuarto de los otros niños, la
india que dormía con ellos despertó por casualidad y oyó un extraño
ruido intermitente en el rincón. Se incorporó alarmada, creyendo que
había entrado un animal en el cuarto, y entonces vio a Rebeca en el
comedor, chupándose el dedo y con los ojos alumbrados como los de
un gato en la oscuridad. Pasmada de terror, atribulada por la fatalidad
de su destino, Visitación reconoció en esos ojos los síntomas de la
enfermedad cuya amenaza los había obligado, a ella y a su hermano,
a desterrarse para siempre de un reino milenario en el cual eran prin­
cipes. Era la peste del insomnio [...]
La india les explicó que lo más temible de la enfermedad del
insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cueipo no sentía
cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifesta­
ción más crítica: el olvido. Quería decir que cuando el enfermo se acos­
tumbraba a su estado de vigilia, empezaban a borrarse de su memoria
Geografía del texto literario 163

los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y


por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio
ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado [...]
No se alarmaron hasta el tercer día, cuando a la hora de acostarse
se sintieron sin sueño, y cayeron en la cuenta de que llevaban más de
cincuenta horas sin dormir.
— Los niños también están despiertos — dijo la india con su
convicción fatalista— . Una vez que entra en la casa, nadie escapa a la
peste.
Habían contraído, en efecto, la enfermedad del insomnio. Úrsula,
que había aprendido de su madre el valor medicinal de las plantas,
preparó e hizo beber a todos un brebaje de acónito, pero no consi­
guieron dormir, sino que estuvieron todo el día soñando despiertos.
En ese estado de alucinada lucidez no sólo veían las imágenes de sus
propios sueños, sino que los unos veían las imágenes soñadas por los
otros. Era como si la casa se hubiera llenado de visitantes [...] Mien­
tras tanto, por un descuido que José Arcadio Buendía no se perdonó
jamás, los animalitos de caramelo fabricados en la casa seguían sien­
do vendidos en el pueblo. Niños y adultos chupaban encantados los
deliciosos gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces rosados
del insomnio y los tiernos caballitos amarillos del insomnio, de modo
que el alba del lunes sorprendió despierto a todo el pueblo.
[G a b r ie l G a r c ía M á r q u e z : Cien años de soledad,
Cátedra, col. Letras Hispánicas, Madrid, 1987, págs. 119-121]

* Ψ *

De lo visto cabe deducir que toda obra literaria es realista en


cuanto que trata de dar idea de una realidad, sea ésta objetiva o sub­
jetiva. Y eso es independiente de que el escritor aspire o no a reflejar
de forma verosímil el mundo sensible.
Cu’ando comenzamos a leer La metamorfosis y vemos que Gre­
gorio Samsa se despierta una mañana convertido en una especie de
escarabajo, sin que se nos dé explicación alguna, ponemos un gesto
de incredulidad; pero el hecho adquiere una profunda verdad cuando
le permite a Kafka mostrarnos lo inquietante y absurdo que es el
mundo contemporáneo. No hay en esa novela menos realidad que en
Fortunata y Jacinta, donde Galdós radiografía con toda meticulosi-
164 Cómo leer textos literarios

dad el M adrid de finales del siglo x ix ; incluso nos sentimos más


cerca de poder ser gregorios samsas que cualquiera de las criaturas
galdosianas.
La mirada del creador busca, perm anentemente, la form a más
eficaz de hablarnos de la realidad: amor, muerte, odio, miedo, espe­
ranza, solidaridad, soledad, guerra, misterio, paz..., son sentimientos
profundamente reales, trátense como se traten. Picasso representó
muy bien el horror de la guerra en el Guernica, aunque no pintara
con técnica figurativa. Y es que, mientras la mirada es una opción, la
realidad es un punto de encuentro.

8. UNA VISITA A LOS PERSONAJES

En las obras narrativas y dramáticas, los personajes son elemen­


tos de capital importancia. Su carácter, sus reacciones, su modo de
enfrentar la vida, sus sentimientos, se ofrecen a la consideración del
lector o del espectador con intensidad creciente; ellos mantienen el
interés de la anécdota y hacen que la obra literaria tome cuerpo ante
nuestros ojos. Ellos, en suma, son responsables directos, en buena
medida, del poder de fascinación que tiene un libro.
En palabras de un lector apasionado, Fernando Savater, en el pró­
logo a su libro Criaturas del aire, «no es que nos identifiquemos con
el personaje, sino que éste nos identifica, nos aclara y define frente a
nosotros mismos; algo en nosotros se identifica con esa individuali­
dad im aginaria, algo contradictorio con otras “identificaciones”
semejantes, algo que de otro modo quizá sólo en sueños hubiera
alcanzado carta de naturaleza».
El proceso mediante el cual un lector (o un espectador) n©ta que
una corriente cálida de simpatía se establece entre él y una criatura
de ficción, hasta llegar a disfrutar o sufrir con ella, muestra que la
imaginación es capaz de anular las mismas leyes físicas. Es fácil for­
zar la identificación del lector o del espectador con el personaje; por
eso ciertos productos de escasa calidad renuncian a toda elaboración
artística y se limitan a definir unas criaturas simples, pensadas para
que las corrientes de simpatía y de antipatía se impongan por encima
Geografía del texto literario 165

de todo: las historias de «buenos» y «malos» han resultado siempre


efectistas y siguen dominando en los productos audiovisuales (tele­
novelas, radionovelas, cine) de mayor éxito entre el gran público.
Sin embargo, esos personajes de ocasión, pensados para cubrir
apenas necesidades primarias de un público acomodaticio, desapare­
cen en seguida. Sólo permanecen las grandes creaciones, criaturas
complejas y contradictorias como lo somos los humanos, que fueron
pensadas para protagonizar historias de mucho mayor calado. Crear
un verdadero personaje no es fácil, y conseguir una criatura universal
(Don Quijote, Hamlet, Werther) está sólo al alcance de los genios: es,
a fin de cuentas, oficio de dioses.
En estas páginas esbozaremos algunos de los rasgos que intervie­
nen en el diseño de los personajes y anotaremos ciertos indicadores
que facilitan la comprensión de sus comportamientos.

8.1. T ip o s d e p e r s o n a j e s

8.1.1. El protagonista

Según la importancia de su papel en la obra, los personajes pue­


den ser protagonistas o secundarios.
El protagonista tiene la parte sustancial en los hechos. Puede
haber más de uno (y hablamos entonces de personajes principales),
pero tam bién en esos casos es frecuente que alguno sobresalga y
alcance mayor relevancia. En ciertas obras, un personaje se caracteri­
za por dar la réplica al protagonista y sustentar valores opuestos o
complementarios a los suyos, o por entrar en colisión con otros y
provocar un conflicto que determ ina toda la historia: hablam os
entonces del antagonista. Sancho lo es, en cierto modo, con respecto
a Don Quijote; el comendador Fernán Gómez de Guzmán es el ene­
migo común de los villanos en la obra de Lope Fuenteovejuna', la
bruja, el mago o el espíritu del mal que se oponen a los deseos del
protagonista de un cuento popular, son sus antagonistas.
A veces, al personaje principal se le nombra como héroe. No es
imprescindible, para ello, que tenga rasgos de superhombre que deñ-
166 Cómo leer textos literarios

nan su heroísmtf: el término designa a quien protagoniza la historia.


El antihéroe sería, entonces, su antagonista; pero también se llama
así al protagonista que se distingue por poseer valores contrarios a
los que se esperarían en un héroe: cobardía, egoísmo, maldad, espíri­
tu mezquino...
Algunos nombres que nacieron como antihéroes, como Lázaro de
Tormes o Don Quijote, terminaron por encarnar a un nuevo tipo de
héroe, modesto y marginal. La literatura del siglo XX ha ahondado en
ese tipo de figuras y ha puesto de relieve los aspectos más grises de la
existencia: ha convertido en héroe al personaje sin atributos, al hombre
anónimo y pequeño, a la criatura débil, indefensa ante el mundo.
Así son los protagonistas de novelas que ya hemos citado más
atrás, como La metamorfosis, Ulises o Tiempo de silencio. A veces,
incluso, es una figura que carece de nombre: el protagonista de otra
novela de Kafka, El castillo, se llama simplemente K. Son siempre
criaturas complejas, cargadas de misterio, que, como aseguraba el
novelista británico E. M. Forster, resultan «invisibles en sus tres
cuartas partes, como los icebergs», frente a los personajes creados
por la novela decimonónica, que eran explícitos, estaban bien perfila­
dos, y aparecían insertos en un mundo cuidadosamente definido.
En la novela tradicional, los personajes son siempre individuales.
Otra característica de la narrativa contemporánea es que ha produci­
do muchas obras donde el protagonista es un personaje colectivo, lo
que contribuye a aumentar el carácter antiheroico de las criaturas. El
individuo queda así diluido en un conjunto abigarrado y gris que sig­
nifica la irrupción de la masa en la literatura. La colmena es un buen
ejemplo de este tipo de obras, que muestran una concepción pesimis­
ta del hombre fraguada en las primeras décadas de este siglo.
En los años veinte, el escritor español Benjamín Jarnés escribió
una novela de título muy significativo: Locura y muerte de nadie
(1929); observemos el esceptisimo resignado que hay en estas profé-
ticas palabras, puestas en labios de uno de los personajes (y notemos
también cómo dejan traslucir una cierta nostalgia del héroe):

Le invito a aprovechar los últimos instantes de una vida heroica


que se extingue. Pronto, si algún héroe surge, se sonreirá aburrida­
Geografía del texto literario 167

mente de su propio heroísmo. El mundo va adoptando posturas inteli­


gentes, es decir, va suprimiendo las posturas. Pronto no quedarán
héroes «monumentalizables». La vida moderna está reduciendo el
rostro del mundo a esquemas simplicísimos, a geometrías colectivas,
donde no caben profundas contracciones individuales [...] Van a redu­
cirse los tipos originales, se llegará quizá a una estandarización del
hombre [...] La razón es porque el mundo, nuestro mundo, comienza
a ser toda la tierra [...] El mundo va borrando de su tablero de ajedrez
las grandes piezas, y prefiere seguir la partida con los peones solos, a
quienes, de vez en cuando, les endosa una caperuza de caudillo. El
novelista nuevo rebana el cuello a los altos fantasmones y prefiere
manipular con las masas. Ya los principales personajes de la novela
actual tienen cien mil cabezas. A casi nadie le interesa un problema
individual. El mundo entero está cansado de monólogos.

en Los vanguardistas españoles. 1925-1935,


[B e n j a m ín Ja r n é s ,
Alianza Editorial, Madrid, 1973, págs. 106-108],

El tránsito del héroe al antihéroe y del individuo a la masa como


referencia principal, resume, en buena medida, la historia de la litera­
tura. Y también la propia historia del mundo.

8.1.2. Los secundarios

Los personajes secundarios actúan en función de los principales


y, por lo general, les sirven de complemento: con sus réplicas, nos
perm iten conocer mejor al protagonista; sirven para conformar el
ambiente que rodea a los personajes destacados; intervienen en un
suceso o anécdota de importancia menor pero que matiza o ayuda a
situar más cabalmente la historia principal, etc. Si una criatura sólo
aparece circunstancialmente, en una acción secundaria sobre la que
no se vuelve, es decir, en un episodio, suele hablarse de personaje
episódico.
En la novela tradicional, y sobre todo en el realismo del siglo
XIX, los personajes secundarios son abundantes. En conjunto, suelen
tener un papel importante en la historia, pues conforman el telón de
fondo en que se desenvuelven las criaturas principales. Esto sucede
168 Cómo leer textos literarios

en obras como Fortunata y Jacinta o La Regenta, que incluyen un


retrato vivo y complejo de una sociedad. Muchos de ellos aparecen y
desaparecen en unas páginas, por lo que el narrador acostumbra a
presentarlos mediante la técnica del retrato (de la que hablaremos en
seguida); ofrecen una ocasión pintiparada para el ejercicio de estilo
de unos novelistas que fueron maestros en el trazo de perfiles físicos
y psicológicos.
En buena parte de la novela contemporánea, los personajes secun­
darios son menos numerosos. Los escritores se centran muchas veces
en una situación, con lo que el protagonismo lo ocupan, más que los
personajes, los estados de ánimo (la duda, el desamor, la frustración, la
desesperanza...), en función de los cuales se dispone el material narra­
tivo; en esos relatos introspectivos, sólo importan los personajes prin­
cipales, que encarnan los sentimientos de que se habla.
Pero hoy coexisten muchos modelos narrativos. De modo que,
pese a lo dicho en el párrafo anterior, la literatura española más
reciente registra algunos títulos de éxito cuyo objetivo es presentar
un retrato generalizados de trazo grueso, de una generación o de un
ambiente. No hay más que recordar el eco obtenido por novelas
como Historias del Kronen de José Ángel Mañas o Días contados de Jua n
Madrid; por las páginas de estas dos narraciones desfilan multitud de
figurantes, para decirlo en términos cinematográficos: a fin de cuen­
tas, son libros próximos al cine por su técnica y su ritmo narrativo.

8.1.3. Tipos y caracteres

Según estén concebidos, los personajes pueden ser complejos o


simples. Los primeros presentan un carácter cambiante que se va for­
mando a lo largo de la obra y en el que descubrimos matices variados
que les confieren un aire muy real: se llaman caracteres o personajes
redondos. Otros tienen unos rasgos muy evidentes, que por lo gene­
ral remiten a tópicos conocidos por el lector, y su actitud no varía a
lo largo de la obra: son los tipos o personajes planos', a veces respon­
den a moldes establecidos (el traidor, el viejo usurero, el tonto, la
vecina entrometida, etc.).
Geografía del texto literario 169

Casi todos los grandes personajes literarios son caracteres (desde


Don Quijote y Hamlet a Emma Bovary y Pascual Duarte). Pero eso no
impide que haya personajes planos trazados con maestría que sirven de
apoyo eficaz a otras intenciones artísticas: así, el dramaturgo francés
Moliere utilizó tipos magníficos en sus comedias más celebradas para
poner en solfa determinados vicios: la usura, la avaricia, la hipocresía...
Otra cosa son ciertos relatos concebidos para atrapar a un público
cómodo, que se conforma con la superficie de las cosas, y en los que
todo gira en torno a las vicisitudes de unos personajes planos que
nunca sorprenden ni dejan lugar a la duda: el marido infiel, la espo-
sa-víctima, el joven irresponsable y juerguista, la pobre chica explo­
tada y ultrajada, etc. El reproche que cabe hacer a esos textos es que
atentan contra la esencia misma del relato de personajes, al ofrecer al
lector unos protagonistas despersonalizados. Como además los asun­
tos que tratan y la forma de organizados son repetitivos y las situa­
ciones previsibles, escamotean todo rastro de creatividad. Algunos
críticos engloban esas publicaciones bajo el rótulo de subliteratura.
La llamada novela rosa (precursora de los culebrones televisivos) es
un ejemplo característico.
Las obras que merecen el calificatico de literarias, raramente pre­
sentan personajes planos fuera de determinados episodios. Eso sí:
hay algunos subgéneros novelescos que recurren a protagonistas con
rasgos tópicos porque están al servicio de la trama, que es el elemen­
to trascendental del relato. Sucede, por ejemplo, en las novelas de la
serie negra: el detective es un tipo de costumbres solitarias y bohe­
mias, misterioso, descreído y cínico, que se desenvuelve en ambien­
tes dudosos poblados por una fauna siempre idéntica a sí misma.
Aunque hay grandes cultivadores de ese género, también existen
demasiados productos irrelevantes: la reiteración de esquemas narra­
tivos es su peor enemigo.

8.2. Formas d e pr e s e n t a r e l p e r s o n a je

En términos generales, un personaje puede ser presentado por un


narrador ajeno a los hechos o puede presentarse a sí mismo (narrador
170 Cómo leer textos literarios

en primera persona); otras veces lo conocemos por lo que opinan de


él los demás. Y siempre recibimos mucha información a través de
sus actos, de su forma de comportarse. A lo largo de una novela,
todas esas formas de presentación suelen combinarse.
Cada una de las posibilidades aludidas se concreta de forma dis­
tinta en el relato. Pasamos ahora revista a las técnicas descriptivas
más importantes.

8.2,1. El retrato
Un retrato se hace en un texto normalmente breve que contiene
una descripción física o moral (con frecuencia, ambas) de un perso­
naje. Es un procedimiento habitual en las novelas realistas de cual­
quier época, en cuyas páginas la aparición de una nueva criatura da
lugar casi siempre a una descripción dé la misma. Para Pío Baroja,
eso permite que el narrador se sienta más asentado en el terreno que
pisa: «No podría hablar de un personaje secundario sin conocerle
algo y sin saber dónde vive y en qué ambiente se mueve.»
El retrato puede hacerse siguiendo la técnica del detalle o puede
concebirse de manera impresionista. En el primer caso, la minuciosidad
da una gran sensación de verosimilitud, como si el narrador pretendiera
aproximarse al estilo fotográfico. En el segundo caso, el retrato es más
esquemático y se contenta con resaltar ciertos rasgos; es una técnica que
se emplea preferentemente con los personajes no protagonistas.
Páginas atrás analizábamos la adjetivación en dos retratos extraí­
dos de novelas escritas con afán realista (pág. 133). Vamos a comen­
tar ahora un texto de procedencia diferente, aunque la técnica emplea­
da por el autor no difiera mucho. El pintor José Gutiérrez Solana
publicó en 1920 un impresionante libro de viajes, mitad costumbrista
y m itad expresionista, de título bastante significativo: La España
negra. A él pertenece este retrato, en el que podemos observar la
carga expresiva de una descripción intencionada:

Los carreteros de Tembleque


Son éstos hombres de pelo en pecho; sus caras se parecen a la del
toro, muy barbudos, con las cejas muy pobladas y juntas, las caras
Geografía del texto literario 171

atezadas por el sol, las frentes llenas de arrugas y las mejillas con sur­
cos, como la tierra abierta con la azada; encerrados por el negro del
afeitado de la barba y el bigote, destacan, más descoloridos, los labios
y los dientes muy blancos; sus manos, desproporcionadas, grandes y
membrudas; sus chaquetas llenas de cuchillos de tela de distinto
color, para tapar los rotos, con la zamarra al hombro, en cuyo bolsillo
asoma el pañuelo moquero con el que suenan fuerte y lo atan al cue­
llo para empapar el sudor; sus piernas, calzadas con polainas de cuero
con todos los broches y hebillas tapadas y blancas por el barro de los
días de lluvia; sus sombreros, de forma rara, encasquetados hasta las
orejas. ¡Qué bien saben estos carreteros comer de pie mientras hay un
descanso! Abrazan la cazuela y la recuestan en el pecho, llena de
patatas, de berzas y cocido; el pan se convierte en moreno cuando lo
amasan con los dedos tiznados y negros, donde resaltan el blanco de
sus uñas, que suelen ser zapateras por los golpes, y a alguno le suele
faltar un dedo de la mano, que se ha cogido entre dos moles de pie­
dra; al quedar este dedo deshecho, como un colgajo, ellos mismos se
han hecho la amputación, sin tener que ir a la Casa de Socorro;
abriendo la faca, se lo han cortado y tirado al suelo.
[J o s é G u t ié r r e z S o l a n a : La España negra,
Barral Editores, Barcelona, 1975, págs. 140-141]

He ahí un retrato de clara estirpe expresionista. Lo preside el


interés del observador por traer a primer plano determinados aspec­
tos de la fisonomía y el talante de los personajes, de quienes se ofre­
ce una visión subjetiva e intencionada. Tanto, que, pese a que el
autor se refiere a un grupo, habla como si de una sola persona se tra­
tara. Las líneas finales llevan al extremo la generalización y se cen­
tran en un dato que subraya el efecto buscado: a los ojos del escritor,
estos personajes encarnan un tipo aguerrido, hosco y brutal de la
España más atrasada, como tantos otros que desfilan por las páginas
de la obra. El gusto por el detalle y el afán por seleccionar la realidad
confieren al texto un valor peculiar: es un retrato con «mensaje».
Notemos que, pese a tener el aire de un apunte tomado del natu­
ral, el texto se separa de la realidad para crear otra, una realidad lite­
raria donde no hay personas, sino personajes. Gutiérrez Solana no
pretende escribir una obra de ficción, pero utiliza los procedimientos
172 Cómo leer textos literarios

de un novelista en su propósito de denunciar la realidad miserable


del país: las gentes retratadas conforman una estampa antifolclórica,
que huye de cualquier tentación de tipismo, aunque acaba incurrien­
do, a su vez, en cierto exceso por el lado contrario.
El siguiente texto, tomado de una novela, es un ejemplo de retra­
to impresionista y esquemático de un personaje episódico:

Viladecans llevaba alfiler de corbata de oro y gemelos de platino.


Por impecable lo era hasta la calvicie, convertida en pulimentado y
agostado lecho de río, encajonado entre dos riberas pobladas de pelo
canoso recortado por el mejor peluquero de la ciudad, a juzgar por el
cuidado con que una y otra vez la mano del abogado repasaba la con­
sistencia de la maleza superviviente, mientras una lengua pequeñita
subrayaba el saboreo recorriendo los labios casi cerrados.
[ M a n u e l V á z q u e z M o n t a l b á n : Los mares d el Sur,
Planeta, Barcelona, 1981, pág. 18]

Vázquez M ontalbán no pretende individualizar al personaje:


Viladecans es un tipo. Su retrato rem ite al lector a realidades que
conoce previamente (lo atildado y relamido del abogado sugiere la
imagen tópica de un representante de cierta clase acomodada) y así
adquiere sentido lo que, de otra forma, proporcionaría una informa­
ción insuficiente por su brevedad.
En cierto sentido, todos los tipos tienen algo de caricaturesco,
pues simplifican el mundo y lo reducen a esquemas. Pero suele reser­
varse el término caricatura para una clase de retrato que exagera
ciertos detalles físicos del personaje con la intención de ridiculizarlo.
Es un procedimiento de gran rendimiento expresivo que opera siem­
pre de la misma forma: em pequeñece la realidad para m irarla de
form a ingeniosa. Suele reservarse para personajes secundarios y
cuenta en nuestra historia literaria con maestros consumados. Galdós
es uno de ellos, como comprobamos en este ejemplo:

Desapareció por la escalera abajo aquel hombre feísimo, de sem­


blante extraño, por tener los ojos tan poco separados que parecían
juntarse y ser uno solo cuando fijamente miraban. La nariz le salía de
Geografía del texto literario 173

la frente, y después bajaba chafada y recta, esparranclando sus dos


ventanillas en el nacimiento del labio superior, dilatado, tirante y tan
extenso en todas direcciones que ocupaba casi la mitad del rostro. La
boca era larga, terminada en dos arrugas que dividían la barba en tres
compartimentos fláccidos, de pelambre ralo y gris; la frente estrecha,
las manos enormes y velludas, el cogote recio, el cuerpo corto, incli­
nado hacia adelante, como resabio de una raza que hasta hace poco ha
andado a cuatro pies. Al descender la escalera parecía que la bajaba
con las manos, agarrándose al barandal.
[B e n ito P é r e z G a ld ó s : Miau,
Labor, Barcelona, 1981, pág 129]

Las muestras analizadas ponen de relieve que el retrato suele ser


un instrumento del narrador (y, a través de él, del autor) al servicio
de la narración. Si el personaje es importante, su conducta posterior a
lo largo del relato lo hace crecer ante los ojos del lector, de modo que
esa primera descripción pierde importancia y se reduce muchas veces
a un par de rasgos. En el caso de los secundarios, el retrato tiene otro
sentido: su finalidad no es tanto pintar un personaje (que con fre­
cuencia nada aporta a los hechos) como servir de decorado a la
acción principal y permitir que el autor dirija una mirada divertida,
caricaturesca, pesimista, etc., a la realidad.

8.2.2. El personaje en acción

Decíamos que el personaje va creciendo a medida que la obra se


desarrolla. Toma cuerpo, se convierte en un amigo del lector o en un
ser despreciable; siente, padece, disfruta. Lo conocemos de verdad
gracias a lo que hace, a lo que dice y a lo que piensa, más allá de la
primera impresión que pudo dejarnos su retrato. El personaje se hace
a ló largo del libro.
Pero hay momentos especialmente significativos, de los que un
lector atento extrae multitud de datos. Son momentos en que una
conversación, una reacción inesperada, la revelación de un detalle
oculto, etc., nos descubren una faceta decisiva del talante de un per­
174 Cómo leer textos literarios

sonaje. Naturalmente, eso sucede de maneras muy diferentes, y no es


posible exponer un muestrario de casos. Pero sí podemos detenemos
en un ejemplo significativo.
Hay en el Lazarillo un episodio famoso, muchas veces reproduci­
do en las antologías e interpretado por los ilustradores. Pertenece al
primer tratado, cuando Lázaro acompaña al ciego; éste se empeña en
educar de manera implacable al niño para que aprenda a valerse por
su cuenta en un mundo lleno de trampas y peligros. Y Lázaro va
aprendiendo. Como le gusta el vino, trata de ingeniárselas para tomar
a escondidas lo que su amo le niega (seguimos la edición citada al
final, pero modernizamos algunas palabras para facilitar la lectura):

Usaba poner cabe sí un jarrillo de vino, cuando comíamos, y yo


muy presto le asía y daba un par de besos callados y tornábale a su
lugar. Mas duróme poco, que en los tragos conocía la falta y, por
reservar su vino a salvo, nunca después desamparaba el jarro, antes lo
tenía por el asa asido. Mas no había piedra imán que así trajese a sí
como yo con una paja larga de centeno que para aquel menester tenía
hecha, la cual, metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino, lo
dejaba a buenas noches. Mas, como fuese el traidor tan astuto, pienso
que me sintió, y dende en adelante mudó propósito, y asentaba su
jarro entre las piernas y tapábale con la mano, y ansí bebía seguro.
Yo, como estaba hecho al vino, moría por él; y viendo que aquel
remedio de la paja no me aprovechaba ni valía, acordé en el suelo del
jarro hacerle una fuentecilla y agujero sutil, y delicadamente con una
delicada tortilla de cera taparlo; y al tiempo de comer, fingiendo
haber frío, entrábame entre las piernas del triste ciego a calentarme en
la pobrecilla lumbre que teníamos, y al calor de ella, luego derretida
la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destilarme en la
boca, la cual yo de tal manera ponía, que maldita la gota se perdía.
Cuando el pobreto iba a beber, no hallaba nada; espantábase, malde­
cíase, daba al diablo el jarro y el vino, no sabiendo qué podía ser.
— No diréis, tío, que os lo bebo yo — decía— , pues no le quitáis
la mano.
Tantas vueltas y tientos dio al jarro, que halló la fuente y cayó en
la burla; mas así lo disimuló como si no lo hubiera sentido. Y luego
otro día, teniendo yo rezumando mi jarro como solía, no pensando el
daño que me estaba aparejado ni que el mal ciego me sentía, sentéme
Geografía del texto literario 175

como solía. Estando recibiendo aquellos dulces tragos, mi cara puesta


hacia el cielo, un poco cerrados los ojos por mejor gustar el sabroso
licor, sintió el desesperado ciego que agora tenía tiempo de tomar de
mí venganza, y con toda su fuerza, alzando con dos manos aquel
dulce y amargo jarro, le dejó caer sobre mi boca, ayudándose, como
digo, con todo su poder, de manera que el pobre Lázaro, que de nada
de esto se guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado y
gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo, con todo lo que en
él hay, me había caído encima.
Fue tal el golpecillo, que me desatinó y sacó de sentido, y el
j arrazo tan grande, que los pedazos de él se me metieron por la cara,
rompiéndomela por muchas partes, y me quebró los dientes, sin los
cuales hasta hoy día me quedé. Desde aquella hora quise mal al mal
ciego; y, aunque me quería y regalaba y me curaba, bien vi que se
había holgado del cruel castigo. Lavóme con vino las roturas que con
los pedazos del jarro me había hecho, y sonriéndose decía:
— ¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud.

[Lazarillo de Tormes, Bruño, col. Anaquel, 1991, págs. 64-67]

La escena es memorable. Asistimos a una pugna entre ingenios,


que se nos cuenta desde la perspectiva de uno de los personajes. Pero
resulta muy eficaz la objetivación de la realidad a que dan lugar cier­
tos recursos empleados por el narrador-personaje: adelanta cosas que
no sabrá sino hasta más tarde (que el ciego ha descubierto el agujero
en el fondo del jarro); ironiza sobre la situación y sobre su propia
desgracia (así, habla de «golpecillo»); subraya el contraste al descri­
bir con morosa voluptuosidad su placer cuando bebe frente a la bru­
talidad del golpe recibido (tanto más fuerte cuanto más inesperado)
y, en fin, llega a abandonar un momento la prim era persona para
hablar de sí mismo desde fuera: «el pobre Lázaro.»
Esa objetivación narrativa centra nuestra mirada en la competen­
cia entre ingenios. La clave reside en el juego dispuesto por el ciego
(cuya inteligencia, subrayada por el narrador, conoce ya el lector por
episodios anteriores). El personaje actúa con gran frialdad, siguiendo
un especie de plan de entrenamiento para su mozo que ni éste ni el
lector conocen al principio. El ciego pone las reglas y señala los lím i­
tes: por eso permite que Lázaro le robe el vino sin decir nada hasta
176 C óm o leer textos literarios

que comprueba que la inventiva del chico casi le gana la partida; en


ese momento da por terminado el juego. Antes, se cobra las enseñan­
zas impartidas con refinada crueldad: la ironía final del amo hurga en
la herida, pues se regodea en la victoria.
La form a en que el narrador cuenta los hechos produce así un
efecto magnífico: el lector cree que la iniciativa la lleva el niño, pero
descubre al final que los hilos los ha movido siempre el ciego. En
realidad, Lázaro sigue siendo un aprendiz, por más que casi nos
engañe al recrearse en el relato de su astucia.
El pasaje es un estupendo ejemplo de cómo pueden mostrarse
con sutileza maneras de ser, rasgos de carácter, sin necesidad de rea­
lizar una descripción explícita: los personajes actúan y el lector avi­
sado puede tomar buena nota de todo. Si repasa usted el texto que
hemos comentado en síntesis, descubrirá otros detalles que matizan
aún más la actuación de tan inolvidables criaturas.

8.2.3. El estudio psicológico del personaje

Las novelas psicológicas giran en torno a uno o varios personajes


(más frecuentemente lo primero), cuyas intimidades se analizan y
exponen con detalle. Son relatos que profundizan en las motivacio­
nes internas de los actos y en los que interesa más la repercusión de
los acontecimientos, su trascendencia sobre el carácter de los prota­
gonistas, que los hechos en sí.
Este tipo de novelas cobraron gran importancia en la época del
realismo decimonónico: títulos como Madame Bovary, Ana Kareni­
na o Crimen y castigo son ejemplos acabados. En ellas abundan las
páginas dedicadas a exponer los pensamientos de los protagonistas,
al punto de terminar convirtiéndose en una especie de biografías inte­
riores. El narrador omnisciente descubre los pliegues más escondidos
de la personalidad, y para ello suele combinar la narración en tercera
persona, el monólogo y el estilo indirecto libre. Como ya sabemos,
este último procedimiento contribuye a la fluidez del relato y facilita
la alternancia entre lo expuesto desde fuera y la voz interior del per­
sonaje.
G eografía d el texto literario 177

En España, sobresale en la época realista La Regenta, obra maes­


tra de Clarín, de la que tomamos un ejemplo. El fragmento pertenece
a un m omento en que la protagonista, Ana Ozores, hace una re ­
flexión íntima sobre la falta de alicientes que tiene su vida, obligada
como está a guardar las apariencias y soportar el aburrimiento. En su
mente bullen las figuras de su marido, mucho mayor que ella, y de
don A lvaro M esía, un apuesto galán en cuyos brazos term inará
cayendo, y a quien ahora imagina protagonizando su ópera favorita:

—«¡Qué vida tan estúpida!»—, pensó Ana, pasando a reflexiones


de otro género.
Aumentaba su mal humor con la conciencia de que estaba pasan­
do un cuarto de hora de rebelión. Creía vivir sacrificada a deberes que
se había impuesto; estos deberes algunas veces se los presentaba
como poética misión que explicaba el porqué de la vida. Entonces
pensaba:
—«La monotonía, la insulsez de esta existencia es aparente; mis
días están ocupados por grandes cosas; este sacrificio, esta lucha es
más grande que cualquier aventura del mundo.»
En otros momentos, como ahora, tascaba el freno la pasión sojuz­
gada; protestaba el egoísmo, la llamaba loca, romántica, necia y
decía:
— ¡Qué vida tan estúpida!
Esta conciencia de la rebelión la desesperaba; quería aplacarla y
se irritaba. Sentía cardos en el alma. En tales horas no quería a nadie,
no compadecía a nadie. En aquel instante deseaba oír música; no
podía haber voz más oportuna. Y sin saber cómo, sin querer, se le
apareció el Teatro Real de Madrid y vio a don Alvaro Mesía, el presi­
dente del Casino, ni más ni menos, envuelto en una capa de embozos
grana, cantando bajo los balcones de Rosina:
Ecco ridente il ciel...
La respiración de la Regenta era fuerte, frecuente; su nariz palpi­
taba ensanchándose, sus ojos tenían fulgores de fiebre y estaban cla­
vados en la pared, mirando la sombra sinuosa de su cuerpo ceñido por
la manta de colores.
Quiso pensar en aquello, en Lindoro, en el Barbero, para suavizar
la aspereza de espíritu que la mortificaba.
—¡Si yo tuviera un hijo!... ahora... aquí... besándole, cantándole...
Huyó la vaga imagen del rorro, y otra vez se presentó el esbelto
178 Cóm o leer textos literarios

don Alvaro, pero de gabán blanco entallado, saludándola como salu­


daba el rey Amadeo.
Mesía, al saludar, humillaba los ojos, cargados de amor, ante los
de ella, imperiosos, imponentes.
Sintió flojedad en el espíritu. La sequedad y tirantez que la morti­
ficaban se fueron convirtiendo en tristeza y desconsuelo...
Ya no era mala, ya sentía como ella quería sentir; y la idea de su
sacrificio se le apareció de nuevo; pero grande ahora, sublime, como
una corriente de ternura capaz de anegar el mundo. La imagen de don
Alvaro también fue desvaneciéndose, cual un cuadro disolvente; ya no
se veía más que el gabán blanco, y detrás, como una filtración de luz,
iban destacándose una bata escocesa a cuadros, un gorro verde de ter­
ciopelo y oro, con borla, un bigote y una perilla blancos, unas cejas
grises muy espesas..., y al fin sobre un fondo negro brilló entera la res­
petable y familiar figura de su don Víctor Quintanar con un nimbo de
luz en tomo. Aquél era el sujeto del sacrificio, como diría don Cayeta­
no. Ana Ozores depositó un casto beso en la frente del caballero.
Ύ sintió vehementes deseos de verle, de besarle en realidad como
al cuadro disolvente.
[CLARÍN: La Regenta, Espasa Calpe,
col. Austral, Madrid, 1985, págs. 166-167]

La lectura del fragmento permite observar un contraste de pala­


bras, expresiones, vivencias y sentimientos:

— Rebelión, enfado frente a resignación, monotonía.


— Pasión frente a insatisfacción, deseos incumplidos.
— Palpitación, respiración agitada frente a tristeza y flojedad.

Ana Ozores duda entre dos impulsos: rebelarse buscando otras


experiencias capaces de satisfacerla o aceptar su papel de respetable
y aburrida señora casada. El primer impulso pone de relieve sus dra­
máticas carencias («¡qué vida tan estúpida!»); el segundo, la impulsa
a justificar su vida como un sacrificio sublime, incluso como «una
corriente de ternura capaz de anegar el mundo».
Entre ambos extremos se debate una atormentada personalidad.
El narrador no lo dice explícitamente, pero el lector puede entender
G eografía d e l texto literario 179

que la Regenta es una mujer frustrada, cuyo erotismo reprimido pare­


ce, por un monento, a punto de estallar. El magnífico final, cuando
asistimos a esa imaginaria trasformación del galán en la figura «res­
petable y familiar» del esposo, expresa de nuevo la insatisfacción en
que vive la Regenta.
Pero hablamos de una novela muy larga. Pese a la gran cantidad
de información que tiene el fragmento comentado, apenas es un deta­
lle del ambicioso y profundo estudio del alma femenina que Clarín
dejó en sus páginas.

* Ψ *

Las corrientes narrativas innovadoras del siglo XX (en el que los


análisis psicológicos han seguido interesando a los escritores) han
incorporado una técnica narrativa audaz, paralela a otras que ya
hemos analizado: el monólogo interior.
Ese procedimiento trata de reproducir los pensamientos de un
personaje tal como surgen en la conciencia, de modo desordenado
cuando no caótico. Los saltos en el tiempo, las asociaciones inespera­
das entre ideas e im ágenes, la evocación de varias realidades al
mismo tiempo, todo lo que caracteriza el libre fluir de nuestros pen­
samientos, suele dar lugar a un relato que pone orden, lógica y cohe­
rencia donde no la hay. El novelista contemporáneo, en cambio, hace
desaparecer al narrador y trata de imitar lo que sucede en la mente,
aunque para ello deba violentar el lenguaje y convertir el texto en un
aparente caos.
Se lleva así a la práctica narrativa lo que Unamuno pensaba sobre
el monólogo y que explicaba en el prólogo a San M anuel Bueno,
mártir, y tres historias más (Espasa Calpe, 1976): «Lo que así se
llama suelen ser monodiálogos, diálogos que sostiene uno con los
otros que son, por dentro, él, con los otros que componen esa socie­
dad de individuos que es la conciencia de cada individuo.»
El grado de alejamiento de la lógica y las convenciones de la
escritura en los m onólogos interiores es diverso. Hay monólogos
que, bajo un aparente desorden, siguen un rígido esquema sintáctico;
otros son más atrevidos y sus rupturas más llamativas. Cualquier lee-
180 Cómo leer textos literarios

tor de novelas contemporáneas habrá encontrado más de un ejemplo.


El monólogo más famoso de la literatura está en la novela de Joyce
Ulises, un hito, como ya sabemos, en la narrativa contemporánea.
Sus páginas finales reproducen la larga divagación de la mujer del
protagonista, Molly Bloom, que, en situación de duermevela, pasa
revista a su vida en tanto le llega el sueño.
Reproducimos un breve fragmento, en el que M olly da vueltas
a la extrañeza que le ha producido la actitud de su marido al acos­
tarse (le ha pedido que le lleve el desayuno a la cam a a la m añana
siguiente); piensa que quizás ha ten id o u n a re la c ió n sex u al.
Obsérvese que Joyce prescinde de todas las m arcas habituales en
el texto escrito; el pensamiento de la m ujer va asociando ideas,
progresa y retrocede, y, aunque podemos seguir el hilo de su dis­
curso (a fin de cuentas, el lenguaje no puede autodestruirse), el
texto es efectista y consigue sumergirnos en la corriente del pen­
samiento en libertad:

[...] o si no es eso habrá sido cualquier putilla con la que se ha


enredado en algún sitio o la ha pescado a escondidas si le conocie­
ran tan bien como yo sí porque anteayer estaba garrapateando algo
como una carta cuando yo entré en la salita a por cerillas para ense­
ñarle lo de la muerte de Dignam en el periódico como si algo me lo
hubiera dicho y él lo tapó con el secante haciendo como que pensa­
ba en negocios así que muy propablemente eso era para alguna que
se imagina que le ha conquistado porque todos los hombres se
ponen un poco así a su edad especialmente para los cuarenta como
él ya va ahora con vistas a sacarle todo el dinero que pueda no hay
tonto como un tonto viejo y luego el acostumbrado beso en el culo
para esconderlo no es que me importe un pito con quién lo hace ni a
quién había conocido antes así aunque me gustaría averiguarlo con
tal de que no los tenga a los dos delante de las narices todo el tiem­
po como aquella sinvergüenza de Mary que tuvimos eri Ontario
Terrace poniéndose rellenos falsos en el trasero para excitarle ya
está mal sentir cómo echa él el olor de esas mujeres pintadas una
vez o dos tuve sospechas al hacerle que se me acercara cuando le
encontré el pelo largo én la chaqueta sin contar la vez que entré en
la cocina y él haciendo como que bebía agua 1 mujer no les basta
fue todo culpa de él claro echando a perder a las criadas y luego
G eografía d el texto literario 181

proponiendo que la dejáramos comer a nuestra mesa en Navidad por


favor oh no gracias no en mi casa [...]
[J a m e s J o y c e : Ulises, v o l. II,
Bruguera-Lumen, Madrid, 1979, págs. 376-377]

* * *

Hay narraciones en las que el personaje no es sólo el elemento


principal, sino el único que justifica la existencia del relato. Son
obras de carácter psicológico que no se interesan por ningún otro
aspecto de la realidad que envuelve al protagonista. Si M adam e
Bovary, La Regenta o Fortunata y Jacinta ofrecen un análisis del
entorno de los personajes (el narrador en tercera persona se encarga
de ello), esta otra clase de libros se desentiende de una realidad que
sirve únicamente como referencia o proyección del individuo. El per­
sonaje es el relato, y al revés.
Con frecuencia están escritos en prim era persona. La elección
de este punto de vista favorece el proceso de introspección y per­
m ite que todo se ponga, con naturalidad, al servicio de la criatura.
Goethe hizo en Los sufrim ientos del jo ve n Werther (1774) un ínti­
mo retrato de la personalidad exacerbada por el sentimiento amoro­
so y el desasosiego vital; el texto se convirtió en libro de cabecera
de los jóvenes románticos, que encontraron en él una proyección
de sus propios sentimientos. Lo mism o sucedería, años después (y
salvemos todas las distancias) con una novela como E l guardián
entre el centeno (1951). Su autor, el norteam ericano J. D. Salin­
ger, realizó un m agnífico análisis de un adolescente desorientado
en el que se han visto reflejados (y siguen viéndose) m iles de
jóvenes.
Convertir a un personaje en elemento clave de un cuento es tam­
bién bastante habitual. En ese caso no es posible realizar un estudio
profundo: los relatos breves se centran en una situación determinada.
Por eso mismo no resulta raro que, en vez de penetrar en un carácter
individual, traten de ser representativos para una clase de personas.
Veamos un ejemplo:
182 Cóm o leer textos literarios

El niño al que se le murió el amigo


Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la
valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: «El
amigo se murió. Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.»
El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos
y los codos en las rodillas: «Él volverá», pensó. Porque no podía ser
que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el
reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino
la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a
cenar. «Entra, niño, que llega el frío», dijo la madre. Pero, en lugar de
entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con
las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba.
Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el
árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga
noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando
llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos, y pensó:
«Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda,
no sirve para nada.» Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con
mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha creci­
do este niño, Dios mío, cuánto ha crecido.» Y le compró un traje de
hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.
[A n a M a r ía M a tu te : El árbol de oro y otros relatos,
B ru ñ o , c o l. A n a q u e l, M ad rid , 1991, pág. 99]

Se trata de un texto simbólico: lo que en él sucede no interesa


por el hecho en sí, sino por lo que representa. La autora pretende
captar un momento decisivo en el proceso de m aduración de un
niño, un momento traumático. La experiencia de la muerte cambia
el orden de valores del personaje, a quien su mundo se le queda de
pronto pequeño.
Observemos que el relato no entra en el análisis de un individuo,
sino que trata de ofrecer una visión diferente, atractiva por su nove­
dad, del tránsito de la infancia a una primera madurez. Parece claro
su sentido generalizador: el protagonista del relato es innominado
porque representa a otros; no es sólo que sea un tipo, sino que ade­
más tiene valor arquetípico.
G eografía d el texto literario 183

9. UN APARTE CON EL TEATRO

El género dramático presenta una notable particularidad frente a


los demás: produce textos de ficción, como la poesía y la narrativa,
pero sólo adquiere su verdadero sentido si se representa ante el
público sobre un escenario. En ese momento, una serie de elementos
extratextuales (decorados, movimientos, gestos, música, etc.) lo con­
vierten en un espectáculo dotado de una complejidad considerable,
cuya realidad sobrepasa con mucho el ámbito de lo literario. Más aún
si se tiene en cuenta que el teatro del siglo XX ha concedido una
importancia cada vez mayor a la tarea de la dirección, al punto de
que los elementos escénicos antes aludidos han reducido muchas
veces el texto a un papel subsidiario.
Todo ello condiciona la organización del texto dramático, que no
está pensado, como otras producciones literarias, para que alguien lo
lea en soledad. Algunos famosos escritores que se aventuraron en el
teatro sin tener plena conciencia de sus peculiaridades (o enfrentán­
dose deliberadamente a ellas) fracasaron en su empeño: tal sucedió
con los dramas escritos por Unamuno, Azorín o Pedro Salinas; y lo
mismo puede decirse de algunas incursiones teatrales de narradores
tan sólidos como Vargas Llosa o García Márquez.
La facilidad con la que el teatro llega a los receptores, su inm e­
diatez, explica que se haya visto sometido siempre a vicisitudes
muy particulares. La censura política o moral ha puesto en la picota
a autores y actores en no pocas ocasiones; además, al ser un espec­
táculo caro, exige la participación de un empresario, cuyos intere­
ses com erciales tienden a prevalecer sobre los artísticos. En fin,
intelectuales de diversas épocas se han referido al valor instructivo
del teatro; Federico García Lorca hablaba de él como un instrum en­
to capaz de edificar un país, y en una ocasión llegó a afirmar que
«un pueblo que no ayuda y fomenta su teatro, si no está muerto,
está moribundo».
Aquí sólo podemos referirnos al teatro en cuanto texto literario,
que tiene un cierto parentesco con el narrativo, pues, como él, relata
acontecimientos. Lo peculiar del género que nos ocupa es que debe
contar los hechos en el breve tiempo de una representación y que la
184 Cómo leer textos literarios

historia (que sigue habitualmente el esquem a estructural clásico:


exposición, nudo del conflicto y desenlace) no está en manos de un
narrador: progresa gracias a los sucesivos diálogos entre personajes.
No obstante, las acotaciones actúan a modo de elementos des-
criptivo-narrativos: son breves notas, que suelen imprimirse en letra
cursiva, en las que el dramaturgo explica cómo viste alguien, cómo
es la escena, qué actitudes adopta un personaje, etc. Para el especta­
dor, esas notas cobran realidad práctica en el desarrollo de la acción;
a ojos del lector pertenecen plenamente al texto y sustituyen a un in­
existente narrador.
En el teatro escrito en nuestros días ha disminuido de manera nota­
ble la importancia de las acotaciones: el director de la obra decide
sobre todo lo que afecta a la representación y la interpretación. Pero
hasta hace unas décadas no existía la dirección tal como hoy la cono­
cemos: de ahí que las indicaciones del autor fueran entonces más deta­
lladas. Algunos dramaturgos, incluso, les concedían el mismo estatuto
literario que al resto del texto; tal es el caso, por ejemplo, de Valle-
Inclán, a una de cuyas obras pertenece esta acotación:

Viana del Prior. Clamoreo de campanas. Noche de luceros. Un hos­


tal fuera de puertas. Hacen allí posada mendigos y trajinantes de toda
laya, negros segadores, amancebados criberos, mujeres ribereñas que
venden encajes, alegres picaros y amarillos enfermos que, con la manta
al hombro y un palo en la mano, piden limosna para llegar al Santo Hos­
pital. El acaso los junta en aquel gran zaguán, sin otra luz que la llama
del hogar y la tristeza de un candil colgado a la entrada de las cuadras.
Aparece Rosa la Tatula tirando del carretón del enano, llega al mostrador
y se registra la faltriquera al tiempo que ríe toda su boca sin dientes.
[VALLE-lNCLÁN: Divinas palabras,
Espasa Calpe, col. Austral, Madrid, 1972, pág. 82]

9.1. EL DIÁLOGO

El diálogo es el verdadero soporte de la acción. C arece de


introductor y es siempre directo y vivo, pero adopta en ocasiones
G eografía d el texto literario 1 85

fórm ulas capaces de su stituir el elem ento narrativo: es lo que


sucede cuando un personaje relata a otro (y, en ocasiones, directa­
mente al público) hechos que han sucedido fuera de escena, ante­
cedentes de una situación, reacciones de los im plicados en un
suceso, etc.
Este diálogo narrativo era más frecuente en el teatro clásico,
pues la falta de medios técnicos obligaba a sustituir con el relato
hechos y circunstancias que, en el teatro actual, pueden sugerirse con
muy diversos recursos escénicos. Conscientes de ello, los propios
autores escribían a veces largos parlamentos narrativos, adornados
con gracias y efectos retóricos para contrarrestar su menor teatrali­
dad. El teatro contemporáneo lo emplea en muchas menos ocasiones
y de manera comedida (los largos parlamentos narrativos resultan
torpes y rompen el ritmo).
Su utilidad se observa bien en este ejemplo, tomado de Los inte­
reses creados: Crispin, criado de Leandro, da cuenta en charla con su
señor de la difícil situación en que se encuentran, y aprovecha para
hacernos saber, de paso, su muy acreditada trayectoria de embauca­
dores:

Lea nd r o .¿Qué d ic e s ?
Que nuestra situación es ya insostenible, que hemos
C r is p in .
apurado nuestro crédito, las gentes ya empiezan a pedir algo efecti­
vo. El hostelero, que nos albergó con toda esplendidez por muchos
días, esperando que recibieras tus libranzas. El señor Pantalón, que,
fiado en el crédito del hostelero, nos proporcionó cuanto fue preciso
para instalarnos con suntuosidad en esta casa... Mercaderes de todo
género, que no dudaron en proveernos de todo, deslumbrados por
tanta grandeza. Doña Sirena misma, que tan buenos oficios nos ha
prestado en tus amores... Todos han esperado lo razonable, y sería
injusto pretender más de ellos, ni quejarse de tan amable gente...
¡Con letras de oro quedará grabado en mi corazón el nombre de esta
insigne ciudad que desde ahora declaro por mi madre adoptiva!
A más de éstos..., ¿olvidas que de otras partes habrán salido y anda­
rán en busca nuestra? ¿Piensas que las hazañas de Mantua y de Flo­
rencia son para olvidarlas? ¿Recuerdas el famoso proceso de Bolo­
nia?... ¡Tres mil doscientos folios sumaban cuando nos ausentamos
alarmados de verle crecer tan sin tino! ¿Qué no habrá aumentado
186 Cóm o leer textos literarios

bajo la pluma de aquel gran doctor jurista que le había tomado por
su cuenta? [...]
[ J a c i n t o B e n a v e n t e : Los intereses creados,
Bruño, col. Anaquel, Madrid, 1992, págs. 130-131]

Otras veces, el diálogo sirve para que unos personajes hablen de


otros que no están presentes, permitiendo de esta forma que el lector
o el espectador conozcan mejor tanto a los dialogantes como a los
aludid os. Pero el que más propiamente podemos considerar como
diálogo teatral es el que se produce entre personajes que, con sus
réplicas y contrarréplicas, hacen que el conflicto dramático alcance
momentos sucesivos de tensión y distensión.
En un pasaje del segundo acto de La casa de Bernarda Alba, el seco
diálogo entre la protagonista y su criada, La Poncia, subraya un
momento de extraordinaria tensión, no sólo por los hechos que aca­
ban de suceder y que dan pie a la disputa, sino por la dura pugna
entre dos caracteres fuertes de cuyo enfrentamiento saltan, verdade­
ramente, chispas. He aquí un breve fragmento; nótese el ritmo cor­
tante de las frases, que contribuye a crear un clima adecuado:

B e r n a r d a . ¿ M e tie n e s q u e p rev en ir d e a lg o ?
P o n c i a . Y o n o a c u so , B ernarda: y o s ó lo te d ig o : abre lo s o jo s y
verás.
B e r n a r d a . ¿ Y v erá s qu é?
Siempre has sido lista. Has visto lo malo de las gentes a
P o n c ia .
cien leguas; muchas veces creí que adivinabas los pensamientos. Pero
los hijos son los hijos. Ahora estás ciega [...] Se trata de lo tuyo. Peró
si fuera la vecina de enfrente, ¿qué sería?
B e r n a r d a . Y a e m p ie z a s a sa ca r la p u n ta d e l c u c h illo .
P o n c i a . (Siempre con crueldad.) No, Bernarda: aquí pasa una
cosa muy grande. Yo no te quiero echar la culpa, pero tú no has deja­
do a tus hijas libres. Martirio es enamoradiza, digas tú lo que quieras.
¿Por qué no la dejaste casar con Enrique Humanes? ¿Por qué el
mismo día que iba a venir a la ventana le mandaste recado que no
viniera?
B e r n a r d a . {Fuerte.) ¡Y lo haría mil veces! ¡Mi sangre no se
junta con la de los Humanes mientras yo viva! Su padre fue gañán.
G eografía d el texto literario 187

P o n c i a . ¡Y a sí te v a a ti c o n e s o s h u m os!
B e r n a r d a . L os te n g o p o r q u e p u e d o te n e rlo s. Y tú n o lo s tie n e s
p o rq u e sa b e s m u y b ie n c u á l e s tu o rig en .
P o n c i a . ( Con odio.) ¡N o m e lo recu erd es! E sto y y a vieja . S ie m ­
pre a g r a d e cí tu p r o te cc ió n .
Bernarda. (Crecida.) ¡N o lo p a rece!
P o n c i a . ( Con odio envuelto en suavidad.) A Martirio se le olvi­
dará esto.
B e r n a r d a . Y s i n o lo o lv id a p e o r para e lla . N o cre o q u e é sta s e a
la cosa muy grande q u e a q u í p asa. A q u í n o p a s a nada. ¡E so q u isier a s
tú! Y si pasara a lg ú n día, e stá te seg u ra q u e n o traspasaría la s p ared es.
P o n c i a . ¡E so n o lo sé y o ! E n e l p u e b lo h a y g e n te s q u e le e n ta m ­
b ié n d e le jo s lo s p e n s a m ie n to s e sc o n d id o s !
B e r n a r d a . ¡C ó m o g o z a r ía s d e v e r n o s a m í y a m is h ija s c a m in o
d e l lupanar!
P o n c i a . ¡N a d ie p u e d e c o n o c e r su fin !
B e r n a r d a . ¡Y o s í s é m i fin ! ¡Y e l d e m is hijas! E l lup anar se
q u ed a para a lg u n a m u jer y a d ifu n ta ...
P o n c ia . (Fiera.) ¡Bernarda, respeta la memoria de mi madre!
B e r n a r d a . ¡N o m e p e r sig a s tú c o n tus m a lo s p e n sa m ie n to s!

[F e d e r ic o G a r c í a L o r c a : La casa de Bernarda Alba,


Castalia, col. Castalia Didáctica, Madrid, 1987, págs. 88-89]

El monólogo es un discurso de un solo hablante. Aunque a veces


se emplea para comunicar al auditorio ciertos detalles importantes
para el desarrollo de la acción, su forma más interesante es la que
equivale al monólogo interior narrativo. Se utiliza en momentos en
que la acción se concentra y gana intimidad: el enfrentamiento dra­
mático deja paso a un instante más lírico y subjetivo, en que un per­
sonaje expone su estado de ánimo o su visión de un aspecto conflicti­
vo de la realidad que le afecta profundamente. Hay en la historia del
teatro famosos ejemplos de m onólogos, como el de Hamlet en la
obra del mismo título o el de Segismundo en La vida es sueño.
Su función es particularmente importante en obras que protagoni­
zan personajes atormentados, que se enfrentan a situaciones genera­
doras de hondo dram atism o. Tal sucede en la pieza antibelicista
Escuadra hacia la muerte, cuyos protagonistas (un grupo de sóida-
188 Cómo leer textos literarios

dos abocados a la muerte) están inmersos en una realidad que les


produce miedo y desolación. El dramaturgo divide la obra en cua­
dros, y la acción progresa a través de los diálogos que enfrentan pun­
tos de vista; pero el cuadro quinto es un monólogo de Javier, el más
pusilánime de los integrantes de la escuadra, quien expone su trage­
dia íntima mientras hace un tumo de guardia.
La escena crece en emotividad y fuerza dramática a medida que
se desarrolla, desde los miedos iniciales del joven al estallido final.
El texto permite comprobar la potencia expresiva del monólogo,
capaz de implicar al espectador por su gran carga de afectividad; la
situación se llena de patetismo. Para subrayar ese efecto, el actor,
según advierte el dramaturgo en las acotaciones, debe estar ilumina­
do por un proyector sobre un escenario en sombras:

Ja v ie r . N o se ve nada... sombras... De un momento a otro parece


que el bosque puede animarse..., soldados..., disparos de fusiles y gri­
tería..., muertos, seis muertos desfigurados, cosidos a bayonetazos...,
es horrible... No, no es nada... Es la sombra del árbol que se mueve...
Estas gafas ya no me sirven..., nunca podré hacerme otras... Esto se
ha terminado. ¿Son pasos? Será Adolfo, que viene al relevo. Ya era
hora. (Grita.) ¡Quién vive? (Nadie contesta. El eco en el bosque.)
¿Quién vive? (El eco. Javier monta el fusil y mira, nervioso.) No es
nadie..., nadie... Me había parecido... Será el viento... No viene Adol­
fo. ¿Qué pasará? ¿Le habrá pasado algo? Puede que los hayan sor­
prendido en la casa. Yo no he oído nada, pero puede... Es posible que
a estas horas esté yo solo, rodeado... Tengo miedo... Hay que pensar
en otra cosa. Hay que pensar en otra cosa. Hay que pensar en otra
cosa. Es Navidad. Sí, ha llegado el tiempo..., diciembre... Mamá esta­
rá sola. Mañana es la víspera de Navidad. Si me pongo a pensar en
esto voy a llorar... No importa... Necesito llorar... Me hará bien.... Me
he aguantado mucho... Llorar... Estoy llorando... Hace mucho frío...
Mamá me ponía una bufanda, me decía que cerrara la boca al salir...
«No vayas a coger frío». Si supiera que estoy muerto de frío... Este
puesto de guardia... El viento se le mete a uno hasta los huesos... ¿Por
qué no viene Adolfo? ¿Por qué no viene? Han pasado dos horas y
más. ¡Un, dos! ¡Un, dos! Una escuadra hacia la muerte. ¡Un, dos! Lo
éramos ya antes de estallar la guerra. Una generación estúpidamente
condenada al matadero. Estudiábamos, nos afanábamos por las cosas,
G eografía del texto literario 189

y ya estábamos encuadrados en una gigantesca escuadra hacia la


muerte. Generaciones condenadas... Hace frío... Esto no puede durar
mucho... Estamos ya muertos... No contamos para nadie... ¡Un, dos!
Nos despeñaremos perfectamente formados, uno a uno. Yo no quiero
caer prisionero. ¡No! ¡Prisionero, no! ¡Morir! ¡Yo prefiero... (Con un
sollozo sordo) morir! ¡Madre! ¡Madre! ¡Estoy aquí..., lejos! ¡No me
oyes? ¡Madre! ¡Tengo miedo! ¡Estoy solo! ¡Estoy en un bosque, muy
lejos! ¡Somos seis, madre! ¡Estamos... solos..., solos..., solos...!
[A l f o n s o S a s t r e : Escuadra hacia la muerte. La mordaza,
Castalia, col. Clásicos Castalia, Madrid, 1975, págs. 94-95].

9.2. LOS PERSONAJES

En buena medida, los personajes son el teatro. La esencia del juego


dramático está en el conflicto que representan sobre la escena una serie
de criaturas, que deben dar al espectador una sensación de realidad con
sus diálogos, sus gestos, sus actitudes y sus movimientos.
Los personajes teatrales pueden ser, como los de una obra narra­
tiva, principales o secundarios, planos o redondos. Los dramaturgos
nos han dejado grandes creaciones a lo largo de la historia, algunas
de las cuales se han convertido en arquetipos, es decir, en modelos
de actuaciones o comportamientos que se convierten en referencia:
tal es el caso de Hamlet, Macbeth, Don Juan, Segismundo...
El valor arquetípico no está reservado a los personajes redondos:
tipos como el misántropo o el avaro, de Moliere, tienen ese mismo
valor de referencia dentro de nuestra cultura. Hubo incluso un mode­
lo teatral muy difundido por Europa a partir del siglo X V I, la llamada
Commedia dell'arte, en la que siem pre participaban los mism os
tipos: los jóvenes enamorados, los viejos intransigentes, los criados
sabios, los fanfarrones, etc., tan cristalizados hoy como sus mismos
nombres: Arlequín, Pantalón, Colombina...
Otra peculiaridad teatral es la frecuencia con que aparecen los
personajes alegóricos o simbólicos, que encarnan ideas en vez de
individuos. En nuestro teatro clásico, los autos sacramentales, piezas
en un acto que desarrollaban sencillos argumentos en torno al miste­
190 Cóm o lee r textos literarios

rio de la Eucaristía, incluían personajes como el Mundo, la Muerte,


la Fe, etc. Una de las piezas más fascinantes de nuestro teatro con­
temporáneo, La dama del alba de Alejandro Casona, está protagoni­
zada por una extraña peregrina que simboliza a la muerte.
En cuanto a los modos de presentación de los personajes, las aco­
taciones perm iten un prim er acercam iento. Cuando com ienza la
representación (o el diálogo, si estamos leyendo) nos encontramos
ante unas criaturas que visten de una manera determinada, muestran
tal o cual actitud y actúan de acuerdo con las indicaciones generales,
más o menos detalladas, contenidas en las acotaciones y que se repi­
ten cada vez que entra en liza un nuevo personaje. Así, el inicio de
La casa de los siete balcones es preparado de esta form a por su
autor, Alejandro Casona, luego de ofrecer ciertos detalles sobre el
decorado:

Don Germán, Amanda, Rosina y Uriel. Don Germán, médico


rural, setenta años de experiencia tranquila, sentado ante una taza de
café, mira a Uriel, que está sonrientemente ensimismado, sentado en
el suelo, terminando de ajustar velas y cordaje a un bergantín lo sufi­
cientemente grande para ser, más que un juguete, una cumplida labor
de artesanía. De cuando en cuando levanta su obra, contemplándola
satisfecho, y continúa su trabajo en silencio, completamente ausente.
Es un pálido adolescente de dieciocho años. Amanda, hermosa mujer
en su plenitud, poco vestida para señora y mucho para criada, mira
alternativamente a Don Germán y Uriel en silencio. Rosina, moza
agreste recién bajada de sus montañas con frescura de aire alto, lustra
los cobres sentada en el hogar. Pausa larga de Don Germán mirando a
Uriel y Amanda a Don Germán.
[A l e j a n d r o C a s o n a : Prohibido suicidarse
en primavera. La
casa de los siete balcones, EDAF, Madrid, 1985, pág. 101]

Esos apuntes apenas insinuados, vagos e insuficientes, irán


adquiriendo verdadero sentido a medida que la acción se desarrolle.
En ocasiones, ciertos personajes hablarán de otros, ausentes en ese
momento (lo que nos permitirá ir conociéndolos a todos: a los unos,
por lo que dicen; a los otros, por su proyección en el entorno). Otras
veces, un m onólogo, nos ayudará a penetrar en la intim idad de
G eografía d e l texto literario 191

alguien. O un personaje aprovechará un aparte (parlamento breve


dirigido al público, no al interlocutor) para comentar la situación,
permitiéndonos así anotar nuevos rasgos de su talante.
Pero la caracterización de los personajes se hace, sobre todo, en el
transcurso mismo de la acción, y la deducimos de sus intervenciones
en los diálogos. Interpretando lo que dicen, observando sus actitudes y
comportamientos, terminamos haciéndonos una idea cabal de sus per­
sonalidades; entramos así en el terreno más específicamente teatral,
que dota a la criatura de una aire de verosimilitud incomparable.
Leamos el siguiente texto para comentarlo a continuación:

[Acaba de alzarse el telón. En escena se encuentran dos persona­


jes. Consuelito realiza diversos trabajos en una parroquia; Lorenzo,
que está recién llegado, es campanero.]
L o r e n z o . ¿ U ste d d e d ó n d e es?
C o n s u e l i t o . (Ofendida) De ningún sitio. En mi familia todos
hemos sido feriantes, Menos una tía abuela que salió monja...
¿Y usted?
L o r e n z o . Mi padre era farero.
C o n s u e l i t o . ¡Huy, qué mascabrevas! Bueno, un faro y un cam­
panario son casi iguales. Ya ve: ustedes a pararse; nosotros, a pendo-
near; de pipirijaina en pipirijaina... ¡La vida! (A lo suyo) Al principio
íbamos en una troupe. Mi madre era Zoraida. La partían en cuatro,
dentro de una caja, con una sierra. Mi padre era el que la partía: un
hipnotizador buenísimo. Pero un día quiso partirla de verdad y mi
madre salió pegando gritos de la caja. A la mañana siguiente se había
escapado con la domadora...
L o r e n z o . ¿ S u m adre?
C o n s u e l it o . ¡Mi padre! Tenía un cohete en el culo, por así decir.
L o r e n z o . ¿L a d om ad ora?
C o n s u e l it o , ¿Mi padre! Y lo seguirá teniendo, si no se lo han
sacado.
LORENZO. Pero, ¿quién le puso el cohete?
Hijo, es una manera de hablar. A ver qué se figura.
C o n s u e l it o .
Mi padre era muy hombre. Tan hombre, que hace quince años que lle­
gamos aquí y aquí nos quedamos. Mi madre y yo, se entiende; más
plantadas que un pino. Entonces, mi madre cogió y se estableció de
vidente. Lo que ella decía: «Para adivinar el porvenir, lo mismo da un
Cómo leer textos literarios

pueblo que otro». Lo que hay que saber es ponerse el turbante. Por­
que se ponía un turbante morado, mire usted, con un plumero aquí...
Estaba de guapa...
L o r e n z o . U s te d tam b ién e s m u y guap a.
C o n s u e l i t o . ¡Qué disparate! A usted lo que le pasa es que es
también artista.
L o r e n z o . Bueno... Yo la veo muy guapa.
C o n s u e l i t o . Pues del oído, no sé. Pero lo que es de la vista,
anda usted bueno.
L o r e n z o . Y a u sted , ¿ le a d iv in ó su m ad re e l p orven ir?
C o n s u e l i t o . Huy, con los de la familia no daba una, fíjese. Con
los clientes, como no los volvíamos a ver, vaya. Pero con los de la
familia... Con decirle que, después de que mi padre nos abandonó,
siguió poniendo tres platos en la mesa... Siete años, día por día,
diciendo: «Hoy es. De hoy no pasa que vuelva». Y hasta que no nos
terminábamos el postre no me dejaba comerme la sopa de mi padre,
que estaba ya más fría...
L o r e n z o . ¿ U sted n o era d e la p r o fe sió n ?
C o n s u e l i t o . Naturalmente. Contorsionista. Lo que pasa es que a
los nueve años me di con la cabeza en un bordillo y perdí muchas
luces... ¡Huy, cuántas cosas le estoy contando! Como usted es
nuevo... En esta casa nadie me hace caso. Yo no hablo. Aquí es como
si una hubiese muerto. Como si una se hubiera dormido una noche y,
por la mañana, quisiese despertarse y no pudiera. «Pero, Consuelito,
hija, si estás muerta», me digo muchas veces. Aquí no puede pasar
nada de nada. Nada. Por eso estoy nerviosa... Yo no es que sea tonta a
todas horas, es que soy muy nerviosa. Y he oído las campanas..., ya
usted ve, una cosa de nada —dindón, dindón— era lo que yo estaba
esperando...Y además que me da mucha alegría que usted sea tan
sordo, porque así puedo hablarle alto, que es lo que a mí me gusta. Yo
quise ser campanera. Yo quise ser de todo. Pero doña Hortensia me
quitó la ilusión: dice que campanera es nombre de vaca... (Pausa).
Me podía usted enseñar a tocar las campanas. (Tendiéndole las
manos, que él toma). ¿Serviría?
L o r e n z o . Sí... Consuelito.
C o n s u e l i t o . Andá, pues ¿no sabe mi nombre? Qué artista es
usted, hijo. Por agilidad no quedará: yo tengo todavía. (C o n s u e l i t o
ha hecho descender dos maromas, de las que, en otro tiempo, colga­
rían dos lámparas) ¿Le hago una demostración?
L o r e n z o . ¿ D e q u é?
G eografía d e l texto literario 193

C o n s u e l i t o . De contorsionismo. No querrá usted que le ahor­


que... (Deseando) ¿Se la hago?
L o r e n z o . Por mí... (L o r e n z o afirma. C o n s u e l it o comienza a
hacer un número un poco tonto, no muy difícil; y seguirá conforme al
diálogo). ¿Qué bien!
C o n s u e l i t o . L e gu sta , ¿n o?

[A n t o n i o G a l a : Los buenos días perdidos, Espasa Calpe,


col. Austral, Madrid, 1981, págs. 84-86]

Pese a la brevedad del texto, hay datos que nos revelan ciertas
facetas de la personalidad de Consuelito. Lorenzo actúa aquí como
mero interlocutor para darle réplicas, algunas de las cuales provocan
equívocos, fácil recurso humorístico del que se sirve el autor para
marcar el tono ligero de la conversación. Pero el diálogo nos permite
hacernos una primera idea de cómo es la joven, y eso será de gran
utilidad para la comprensión de acontecimientos posteriores.
El registro lingüístico que emplea Consuelito corresponde a un
nivel popular de lengua. Su expresividad descansa en el uso de frases
hechas, términos coloquiales, fórmulas sincopadas, exclamaciones,
etcétera. Es el habla propia de una persona sencilla, con escasa for­
m ación. La procedencia social de la m uchacha (que ella m ism a
explica) concuerda, pues, con su manera de expresarse; pero el len­
guaje nos informa además de la espontánea jovialidad y del carácter
ingenuo del personaje. Esto se pone también de manifiesto en la sen­
cillez y el desparpajo con que habla de sí misma y de su familia ante
un desconocido, así como en la ausencia de disimulo: no tiene incon­
veniente en convertirse en objeto de su propia ironía.
Estamos ante una muchacha falta de cariño, que vive en conflicto
con quienes la rodean y que se siente víctima de la indiferencia ajena
(si no de la animadversión: la referencia a «doña Hortensia» parece
bastante reveladora). Lorenzo le da ocasión de poder hablar con
alguien, de relacionarse con una persona nueva, alejada de un entor­
no que la tiene por loca y la obliga a actuar como si estuviera «muer­
ta» (lo que contrasta con la nada casual mención a sus deseos de ser
campanera). En fin, el hecho de que se sienta tan feliz ante la presen­
cia de un desconocido es muy significativo: su necesidad de calor y
194 Cóm o leer textos literarios

de comunicación («en esta casa nadie me hace caso») queda patente


a lo largo del fragmento.
Como resultado de todo ello, el lector (y más aún el espectador)
toma partido a favor de la joven: se le hace simpática, casi entraña­
ble, y genera expectativas marcadas por el afecto. Todo lo cual, natu­
ralmente, responde a la intención del autor, que selecciona el lengua­
je, la mirada y el tono adecuados para lograr su propósito.
TERCERA PARTE

El texto en su época y en la posteridad

La pasión por la literatura es también una forma de


reconocer que cada uno somos muchos; y de esa raíz
opuesta al sentido común en que habitamos mana el goce
literario.
F e r n a n d o S avater: Criaturas del aire

10. EL TEXTO DESDE FUERA: LA SITUACIÓN

La comprensión cabal de un texto literario exige casi siempre el


conocimiento de las circunstancias en que fue escrito. La peripecia
vital del autor, las especiales condiciones históricas que vivió, la
repercusión de ciertos acontecimientos sociales, la estética y las ideas
imperantes en aquellos momentos, son factores ajenos al texto pero
situados en un entorno tan inmediato que pueden matizar e, incluso,
trasformar el significado aparente de lo escrito.
Ese conjunto de circunstancias extralingüísticas constituye la
situación. Y si es importante en cualquier acto comunicativo, mucho
más en el caso de los mensajes literarios, pues es más compleja,
intervienen en ella muchos más factores y no es compartida por los
lectores.
Aparentemente, los textos escritos en la estricta contemporanei­
dad de sus lectores permiten mayor proximidad: compartir un tiempo
y una circunstancia histórica con el autor parece facilitar la compren­
sión de la obra. En todo caso no la asegura: el mundo de referencias
culturales no es el mismo y ello produce desajustes tan grandes que,
a veces, un texto publicado en nuestros días presenta una dificultad
superior a la de cualquier otro. Por descontado, las creaciones artísti­
196 Cóm o leer textos literarios

cas que investigan nuevos caminos causan gran desconcierto y gene­


ran no pocas incomprensiones: Góngora, Baudelaire, Valle-Inclán o
Franz Kafka ponen de manifiesto lo que decimos.
Por otra parte, la excesiva proximidad disminuye el ángulo de
visión: la falta de perspectiva dificulta el análisis. Al juzgar la litera­
tura contemporánea hay circunstancias ajenas a lo meramente artísti­
co que condicionan la reflexión. Sobre esto han hablado no pocos
críticos y escritores:

La literatura creativa, es decir, la poesía, ya en verso o en prosa,


obedece en su producción, y debe de estar sometida en cuanto a las
estimaciones, a criterios propios, autónomos, que en su caso serán los
de carácter estético; pero la literatura, como el resto de las artes, se
produce dentro de unas circunstancias sociales concretas y determina­
das que no pueden dejar de marcar su huella en la obra ni dejar de
influir en la valoración pública que de ella prevalezca. Colocada
como lo está en el terreno de la vida práctica, es inevitable que afec­
ten a la actividad literaria las alternativas a que toda realidad histórica
se halla expuesta. Y así la apreciación del valor artístico estará siem­
pre influida en medida mayor o menor por factores ajenos a la pura
consideración estética. A nadie debe extrañar demasiado lo que
demasiado bien entiende el sociólogo: que los juicios de valor aparez­
can mediatizados y alterados por consideraciones en todo ajenas al
valor mismo. Ello es comprensible, normal, y sólo cuando la desvia­
ción resulta clamorosa puede constituir ocasión de escándalo. Por lo
común ocasionará a lo sumo sorpresa, acaso una sorpresa divertida.
[F ra n c is c o A y a la : La retórica del periodismo y otras retóricas,
Espasa Calpe, col. Austral, Madrid, 1985, pág. 121]

Todo eso da pie a algunos estudiosos para asegurar que la lengua


literaria no es una mera realización especial de la lengua general,
sino uña realidad autónoma, independiente del idioma común, que
sólo puede entenderse y analizarse en el marco de la historia de la
literatura y en relación con las teorías estéticas y los contextos histó-
rico-sociales que la hacen posible. La lectura del texto no bastaría,
pues, para poder comprenderlo: cada época tiene una literatura pecu­
liar, estrechamente ligada a la visión del mundo entonces dominante.
El texto en su época y en la p o ste rid a d 197

Sin embargo, no es difícil conocer los principales factores que


permiten a un lector medio asegurarse un discreto grado de compren­
sión de la mayoría de los textos: la Historia de la literatura es la dis­
ciplina que se ocupa de su estudio. Naturalmente, no podemos abor­
darla aquí: hemos de contentarnos con resaltar algunos aspectos sig­
nificativos, de modo que el lector interesado pueda contar con alguna
orientación para adentrarse en mayores profundidades.

10.1. F a c t o r e s b io g r á fic o s

Al hablar de los prejuicios del lector inexperto, llamábamos la


atención sobre la necesidad de identificar el texto literario como
ficción y no como testim onio (cf. 3.2.3). Pero es indudable que las
vicisitudes biográficas del escritor influyen sobre la obra y que, en
ocasiones, llegan a condicionarla. No puede negarse que, como
escribió Galdós, «la vida del hombre y el trabajo del artista van tan
íntim am ente ligados, y se com penetran de tal modo, que no hay
m anera de que por separado se produzcan, sin afectarse m utua­
mente».
Ahora bien: explicar una obra desde las circunstancias biográfi­
cas del autor es un modelo de análisis literario que ha dado lugar a
excesos interpretativos. Lo mismo ha sucedido con los estudios que
investigan en la psicología del escritor para explicar desde ella sus
creaciones, o a la inversa. Conviene huir de simplificaciones: el lec­
tor no debe olvidar que el texto escrito es la realidad cierta. Asegura­
do eso, es evidente que el autor está en sus escritos y que, como cual­
quier ciudadano, tiene una biografía que es útil conocer siquiera en
síntesis; porque a veces arroja mucha luz sobre algún extremo impor­
tante de la obra que leemos. Veamos dos ejemplos.
El p o e ta Miguel Hernández estaba en la cárcel, condenado a
m uerte y enferm o, cuando escribió las Nanas de la cebolla, un
poema dedicado a su hijo, todavía un bebé, que apenas podía ser ali­
mentado por su madre. Esos datos son importantes, determinantes
incluso, pues nos permiten" entender mejor los versos y captar su dra­
matismo; incluso ayudan a explicar por qué las nanas llegaron a con­
198 Cóm o leer textos literarios

vertirse, en los años del franquismo, en un punto de encuentro para


determinados sentimientos políticos.
Muchos de los poemas que Rafael Alberti escribió en el exilio
acusan netamente esa situación personal, pero no la explicitan, de
modo que si no estamos sobre aviso podemos entenderlos mal o no
entenderlos en absoluto. En esta composición de Poemas de Punta
del Este (1945-1956), hay una carga emotiva que sólo se capta en su
intensidad si se tiene en cuenta que expresa el sueño de un deste­
rrado:

¡Qué solo estoy!...


¡Qué solo estoy a veces, oh qué solo,
y hasta qué pobre y triste y olvidado!
Me gustaría así pedir limosna
por mis playas natales y mis campos.
Dad al que vuelve, ¡por amor!, un trozo
de luz tranquila, un cielo sosegado.
¡Por caridad! Ya no me conocéis...
No es mucho lo que pido... Dadme algo.
Poesía (1924-1967),
[R a f a e l A l b e r t i :
Aguilar, Madrid, 1977, pág. 895]

El poema de Alberti, con todo, contiene datos que ponen sobre


aviso al lector y sugieren la conveniencia de buscar información si se
carece de ella. Basta con anotar ese «dad al que vuelve» que el poeta
quisiera pronunciar en sus playas y campos natales: informa de un
deseo que, por alguna razón, no es posible; de ahí que un tiempo ver­
bal que expresa irrealidad («me gustaría») se alce sobre el resto del
poema y tiña de dramatismo la nostalgia contenida en esos versos
últimos en que el poeta, metido en la situación soñada, pide limosna
a unos interlocutores imposibles.
Mayor atención merecen otros textos que apenas aluden misterio­
samente a una circunstancia personal, cuyo conocimiento, sin embar­
go, llega a determinar el sentido de la lectura. Entre los muchos
ejemplos que podrían aducirse, es sobradamente conocido el caso de
este poema de Antonio Machado:
El texto en su Época y en la p o ste rid a d 199

A un olmo seco
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo,
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
Soria, 1912.
[A n t o n io M achado: Poesías completas, II. Poesía y prosa,
ed. cit„ págs. 541-542]

Pocas veces una fecha alcanza tanta trascedencia como parte del
texto: por ella podemos entender una relación metafórica fundamen­
tal para la comprensión del poema. El año de 1912 es el de la muerte
200 Cómo leer textos literarios

de Leonor, la joven esposa de Machado, que fallece el día 1 de agos­


to; la «rama verdecida», pues, nos sitúa en un momento en que la
muchacha ya está tan grave que el corazón del poeta sólo puede
esperar un milagro similar: se nos aclara así, sólo al final, la equiva­
lencia olmo-Leonor y rama-corazón.
En ese punto descubrimos que el poema tiene un valor simbólico.
El olmo es algo más que un árbol al borde del camino y lo verdade­
ramente clave en el poema son los tres versos finales: los anteriores
son un excurso, una larga consideración previa que sólo establece
una referencia temática. Eso sí: el hecho de que ocupen tantos versos
los presagios y las alusiones a la fatal desaparición del olmo, parece
síntoma del pesimismo del poeta, cuyo deseo final puede entreverse
tan ferviente como desolado.
Una nueva lectura del texto nos permite reinterpretar palabras y
sugerencias que para el poeta tuvieron siempre un sentido inequívo­
co, pero que desorientaron un tanto al lector desprevenido.

10.2. F actores sociohistóricos

La literatura se produce en sociedad y se sirve de un instrumento,


el lenguaje, que es social además de individual. El escritor tiene un
pensam iento, más o menos acorde o enfrentado con la ideología
dominante, y su visión del mundo lo coloca en una determinada posi­
ción ante la sociedad en que se desenvuelve. En cuanto al público, es
un receptor cambiante: sus características socio-culturales y econó­
micas han sido muy distintas a lo largo de la historia, y eso ha hecho
que su relación con los libros haya sido también diferente: no puede
examinarse igual la literatura producida para una exigua minoría de
lectores (como sucedió durante siglos) que para una amplísima parte
de la población, como en nuestros días. En fin, la difusión misma del
libro, sus condiciones materiales, el lugar que ocupa como valor de
mercado, es otro aspecto que puede considerarse cuando se analiza la
literatura de una época.
Todos esas circunstancias interesan a quienes estudian la literatu­
ra atendiendo a sus relaciones con el medio en que surge. Visto así,
E l texto en su época y en la p o ste rid a d 201

el texto no es una entidad autónoma, sino que forma parte de una rea­
lidad más amplia y compleja, que le da su cabal y definitivo sentido.
En lo que aquí nos importa, el conocimiento de ciertos factores
sociohistóricos puede ser útil para la comprensión de un libro, pero
sólo en contadas ocasiones ese conocimiento será decisivo para la
lectura, al punto de hacerla posible o inviable. En la mayor parte de
los casos, los factores históricos y sociales completan, mejoran y
matizan la comprensión de un texto: que no es poco. Consideremos
algunos ejemplos.

* * *

Las obras literarias escritas en épocas de crisis política o econó­


mica, o en periodos de opresión, por ejemplo, suelen acusar condi­
cionamientos mayores que la literatura escrita en momentos históri­
cos más sosegados: los textos publicados en la España de la posguerra
reflejan inequívocamente, en su mayoría, una circunstancia dramáti­
ca (o se alejan deliberadamente de ella, lo que también tiene relevan­
cia ideológica). La realidad de aquella España obliga en ocasiones al
escritor a afilar la plum a y llenar de sugerencias su lengua para
esquivar la censura.
Considérese la rabia contenida, el sordo grito que encierran estos
versos atormentados, que forman parte de un poema escrito por Gabriel
Celaya en 1954; todo lo que se dice (y, sobre todo, lo que no se dice), se
expresa por medios fonéticos a través de violentas aliteraciones:

Hablando en castellano,
mordiendo erre con erre por lo sano,
la materia verbal, con rabia y rayo,
lo pone todo en claro.
Y al nombrar doy a luz de ira mis actos.

Hablando en castellano,
con la zeta y la jota en seco zanjo
sonidos resbalados por lo blando,
zahondo el espesor de un viejo fango,
cojo y fijo su flujo. Basta un tajo [...]
202 Cóm o leer textos literarios

Hablando en castellano,
tan sólo con hablar, construyo y salvo,
mascando con cal seca y fuego blanco,
dando diente de muerte en lo inmediato,
el estricto sentido de lo amargo.

Hablando en castellano,
las sílabas cuadradas de perfil recortado,
los sonidos exactos, los acentos airados
de nuestras consonantes, como en armas, en alto,
atacan sin perdones, con un orgullo sano.
[ G a b r ie l C e la y a : Itinerario poético,
Cátedra, col. Letras Hispánicas, Madrid, 1977, págs. 88-89]

* * *

No por casualidad, la novela picaresca floreció en la España del


siglo XVII, ganada por el pesimismo y el desengaño; pero resulta
interesante contraponer el afán crítico de esos libros con el sentido de
nuestro teatro clásico, que tanta popularidad alcanzó en la misma
centuria, y que supone, en buena medida, una defensa del sistema
social dé la monarquía absoluta.
Ambas expresiones literarias, hijas de una misma época, se con­
traponenpor razones que sólo un estudio extratextual puede aclarar
pero que, en términos generales, tienen que ver con las distintas
maneras de encarar la realidad y los diferentes alineamientos ideoló­
gicos que se suscitan en tiempo de crisis.

* * *

La mentalidad de los ilustrados, dispuestos como estaban a tras-


formar la sociedad desde el poder, aconsejaba poner la literatura al
servicio de la educación popular: de ahí el extraordinario desarrollo
que alcanza el ensayo en el siglo XVIII, frente a la relativa decadencia
de los demás géneros literarios. El pensamiento de aquellos intelec­
tuales tiene perfiles muy característicos; un mediano conocedor de
El texto en su época y en la p o sterid a d 203

nuestra historia literaria no vacilaría en atribuir este texto a la pluma


de un ilustrado:

Es por lo mismo necesario sustituir a estos dramas otros capaces


de deleitar e instruir, presentando ejemplos y, documentos que perfec­
cionen el espíritu y el corazón de aquella clase de personas que más
frecuentará el teatro. He aquí el grande objeto de la legislación: per­
feccionar en todas sus partes este espectáculo, formando un teatro
donde puedan verse continuos y heroicos ejemplos de reverencia al
Ser Supremo y a la religión de nuestros padres; de amor a la patria, al
Soberano y a la Constitución; de respeto a las jerarquías, a las leyes y
a los depositarios de la autoridad; de fidelidad conyugal, de amor
paterno, de ternura y obediencia filial; un teatro que presente prínci­
pes buenos y magnánimos, magistrados humanos e incorruptibles,
ciudadanos llenos de virtud y de patriotismo, prudentes y celosos
padres de familia, amigos fieles y constantes; en una palabra, hom­
bres heroicos y esforzados, amantes del bien público, celosos de su
libertad y sus derechos, y protectores de la inocencia y acérrimos per­
seguidores de la iniquidad. Un teatro, en fin, donde no sólo aparezcan
castigados con atroces escarmientos los caracteres contrarios a estas
virtudes, sino que sean también silbados y puestos en ridículo los
demás vicios y extravagancias que turban y afligen la sociedad.
[ G a s p a r M e l c h o r d e J o v e l l a n o s : Espectáculos
y diversiones públicas. Informe sobre la ley agraria,
Cátedra, col. Letras Hispánicas, Madrid, 1983, págs. 132-133]

* * *

La preponderancia de una clase social condiciona y favorece el


desarrollo de unas ciertas formas de literatura: de ahí que los cantares
de gesta alcanzaran su apogeo en la Edad M edia para exaltar las
hazañas de los caballeros; o que el teatro se convirtiera en el gran
espectáculo del siglo X V II, cuando la población urbana era ya impor­
tante y se habían generado las condiciones sociales adecuadas.
La novela es el género dominante en la segunda mitad del siglo X IX,
cuando la relación de fuerzas ha cambiado y la burguesía domina ya
una sociedad compleja y multiforme, que sólo puede analizarse, a
204 Cómo leer textos literarios

juicio de los escritores, desde un género tan versátil y tan penetrante


como el narrativo.
Galdós no tiene dudas acerca de la tarea del escritor. Se trata de
novelar las costumbres, de retratar la sociedad, cuya protagonista, la
clase media, es la base del nuevo orden; en ella reside la capacidad
de iniciativa y es ella la que encarna los problemas cotidianos del
mundo contemporáneo. Al pasar revista a éstos, no sólo establece los
asuntos y los temas que deben inquietar al novelista, sino que da
cuenta de toda un serie de valores que fundamentan su visión de la
realidad como representante de clase:

La novela moderna de costumbres ha de ser la expresión de


cuanto bueno y malo existe en el fondo de esa clase, de la incesante
agitación que la elabora, de ese empeño que manifiesta por encon­
trar ciertos ideales y resolver ciertos problemas [...] Esa clase es la
que determina el movimiento político, la que administra, la que
enseña, la que discute, la que da al mundo los grandes innovadores
y los grandes libertinos, los ambiciosos de genio y las ridiculas
vanidades; ella determina el movimiento comercial [...] Al mismo
tiempo en la vida doméstica, ¡qué vasto cuadro ofrece esta clase,
constantemente preocupada por la organización de la familia! Des­
cuella en primer lugar el problema religioso, que perturba los hoga­
res y ofrece contradicciones que asustan, porque mientras en una
parte la falta de creencias afloja o rompe los lazos morales y civiles
que forman la familia, en otra produce los mismos efectos el fana­
tismo y las costumbres devotas.
Al mismo tiempo se observan con pavor los estragos del vicio
esencialmente desorganizador de la familia, el adulterio, y se duda si
esto ha de ser remediado por la solución religiosa, la moral pura o
simplemente por una reforma civil. Sabemos que no es el novelista el
que ha de decidir directamente estas graves cuestiones, pero sí tiene
la misión de reflejar esa perturbación honda, esta lucha incesante de
principios y hechos que constituye el maravilloso drama de la vida
actual.
[B e n it o P é r e z G a l d ó s : «Observaciones sobre la novela con­
temporánea en España», cit. por Carmen Bravo-Villasante: Galdós
visto por sí mismo, Magisterio Español, col. Novelas y cuentos,
Madrid, 1976, págs. 60-61]
El texto en su época y en la p o ste rid a d 205

ψ ψ *

En fin, en nuestro tiempo, la influencia y la importancia de nue­


vas formas de expresión y la complejidad de las sucesivas revolucio­
nes tecnológicas, colocan a la literatura ante un mundo desconcertan­
te. El lugar que ocupa y que puede ocupar el texto literario entre el
público es, desde luego, muy diferente al de otros momentos.
Todo lo relacionado con eso está dando lugar, desde hace tiempo,
a una polémica en que las opiniones se mueven entre dos extremos:
la posición de quienes auguran un futuro incierto para la literatura,
que ven sustituida por la imagen y otros sistemas de comunicación, y
la de quienes creen que la creación poética y la ficción ocuparán
siempre un lugar destacado en la Vida de los hombres.
Volviendo a la novela, su dominio absoluto en la literatura uni­
versal durante los últimos 150 años parece amenazado hoy, ajuicio
de algunos, por la importancia que ha cobrado el cine, el arte de este
siglo. Las cosas han cambiado mucho, sin duda, desde que Galdós
escribiera las palabras antes citadas, cuando el novelista pudo creerse
capaz de encerrar el mundo en un libro y dejarlo allí perfectamente
ordenado. Corren ahora tiempos mucho más propicios al escepticis­
mo. Uno de los grandes especialistas en literatura contemporánea,
José María Valverde, sitúa la cuestión en estos términos:

Y esto nos lleva a uno de esos hechos de las «entrañas del presen­
te» que condicionan la vida de las letras, para hoy y para mañana:
hemos de reconocer que la pantalla (sobre todo la pequeña, que tam­
bién incluye la grande, con las películas vistas en casa), nos ha cam­
biado la mente a todos, incluso a los que somos poco «televidentes».
Y eso no sólo en el efecto sobre la imaginación a que aludía antes,
sino incluso en el orden intelectual, en nuestro modo de pensar: basta
haber participado alguna vez en algún debate televisivo para que
nuestro juego de ideas en soledad adquiera en adelante cierto carácter
de «¿qué diría yo si me preguntaran sobre esto en la tele?» (y tiene
que ser algo rápido, contundente, redondo.) El filósofo que se consi­
dere totalmente intocado por esa nueva «composición de lugar», que
nos tire a la cabeza su más reciente libro y lo examinaremos a ver si
no hay en él absolutamente nada de ese sentido de diálogo público,
206 Cómo leer textos literarios

que podría tener algo de platónico si los que manipulan las preguntas
no se parecieran tan poco a Sócrates.
Y si ese nuevo medio está colonizando incluso el sancta sanc­
torum del intelectual más abstracto, mucho más ocurre esto con la
narrativa. Dicho groseramente: la mayoría de los narradores actua­
les —en países como el nuestro— tienden a darnos con letras la
película que les gustaría hacer. No pueden negar la gran ilusión que
tienen de ver su obra filmada, por más que tal traslado suela ser la
aniquilación de la novela misma. Hoy por hoy, sólo la diferencia
entre el coste de escribir y editar un libro y el coste de hacer una
película y distribuirla —así como la mayor limitación del merca­
do— es lo que impide una deserción casi total de los narradores a la
forma cinematográfica.
[José M a r ía V a l v e r d e , «La literatura, hoy y mañana»,
en Jordi Llovet (ed.): Lecciones de literatura universal, Cátedra,
Madrid, 1995, pág. 1137]

10.3. F a c to r es estétic o s

Los creadores se han ocupado siempre de los mismos temas. En


ese aspecto, es empeño inútil buscar un asunto nuevo: ya hemos
dicho que la originalidad no es concepto que apunte a la absoluta
novedad de lo que se dice, sino al sello peculiar que el artista impri­
me a su obra.
Pero un escritor forma parte de un ambiente, de un movimiento,
de una estética. Los gustos y los cánones artísticos, las ideas sobre la
lengua, evolucionan, adquieren nuevos matices y provocan cambios
de rumbo; en ocasiones memorables, abren caminos que deslumbran
por su acusada personalidad. Conocer qué principios y qué líneas
generales sustentan un estilo o una época, ayuda a leer mejor un
texto literario.
Algunos escritores y algunos movimientos han marcado hitos en
la historia; y asombra la profundidad de la huella que han dejado. Tal
es el caso, por ejemplo, de Aristóteles, cuya Poética (una reflexión
metódica y normativa sobre la creación literaria) estableció modelos
seguidos por muchos artistas durante siglos. Y es el caso del Roman-
El texto en su época y en la p o ste rid a d 207

ticismo y del Surrealismo, los movimientos que mayor trascendencia


han tenido en los dos últimos siglos, cuya proyección aún se nota en
la literatura universal de nuestros días.
Si nos ocupáramos de las épocas en que suele dividirse la historia
literaria (lo que desborda por completo el propósito de estas pági­
nas), comprobaríamos que, en ciertos momentos, las ideas estéticas
han conformado un canon normativo seguido de cerca por todos los
escritores (como sucedió en el Renacimiento o el Neoclasicismo); en
otros periodos, la búsqueda de unas señas de identidad personales
presidió la tarea del creador (aunque no dejó de estar inserto en una
tradición: el adanismo literario no existe): así ocurrió en el Romanti­
cismo.
Desde esa última época, y sobre todo desde finales del siglo xix,
los creadores se entregaron a la búsqueda de otras miradas y perspec­
tivas y llevaron la investigación formal a extremos de gran audacia.
La literatura del siglo XX tiene una marcada tendencia al eclecticis­
mo y este fin de milenio parece marcado por la ausencia de normas:
una actitud escéptica domina las ideas de los escritores sobre la lite­
ratura, y nunca los lectores han contado con tantas posibilidades de
elegir.
Entre otras cosas, se han relativizado hasta casi anularse las fronte­
ras que identificaban tradicionalmente a los géneros: Camilo José Cela
define la novela como cualquier libro que incluya la palabra «novela»
en la cubierta; con ello reconoce la inmensa variedad hoy existente,
desde las más galdosianas y tradicionales a las que apenas tienen argu­
mento y se aproximan al ensayo o la lírica. Los poetas tienen ideas
muy distintas, con frecuencia opuestas, acerca de lo que es o debe ser
la poesía: un testimonio o un método de indagación; la voz peculiar de
Leopoldo María Panero sintetiza ambas posturas cuando afirma que
«la literatura es la ciencia de la realidad devenida insoportable». En
fin, Luis Landero describe bien en las líneas siguientes la perplejidad
del escritor (y del lector) en los tiempos que corren:

Uno tiende a pensar que hoy nadie sabe bien lo que es el realis­
mo, del mismo modo que tampoco es fácil esclarecer qué es ser
romántico, o ser clásico, o sencillamente ser de izquierdas. Todas esas
208 Cóm o leer textos literarios

categorías parecen haberse descatalogado para dar paso, desde hace


ya muchos años, a una especie de «realismo a la carta». Eso, además,
es muy propio de la época en que vivimos, donde todo se mezcla, y
todo vale y todo se combina, y no hay líneas estéticas magistrales.
[Luis L a n d e r o : El oficio de escritor,
Asociación de Profesores de Español,
Madrid, 1994, págs. 28-29]

Terminaremos mencionando otro rasgo peculiar de la literatura


actual: lo que José M aría Valverde ha denominado exceso de cons­
ciencia de los escritores, que ha llevado a la literatura a interesarse
por sí misma en un sorprendente proceso narcisista. El escritor escri­
be sobre la escritura misma, sobre la manera de escribir, sobre el esti­
lo, practicando así un tipo de realismo paradójico, ya que la realidad
abordada es un artificio.
En las novelas que participan de ese carácter, lo narrativo se con­
funde con lo ensayístico y lo filosófico, mientras que los personajes
se diluyen tras un torrente de reflexiones. Pueden citarse las cuatro
obras que componen la Antagonía de Luis Goytisolo (aparecidas
entre 1973 y 1981) o Gramática parda (1982) de Juan García Horte­
lano. Son obras que ofrecen escaso atractivo al lector no especialista:
renuncian casi por entero a los recursos propios de la ficción para
investigar los problemas que se le plantean al creador.

11. LA LITERATURA COMO «MOSAICO DE CITAS»

El entorno cultural que rodea al texto en la época en que nace nos


ayuda a entenderlo mejor, hemos dicho. Pero eso no debe hacernos
olvidar que la literatura es, por encima de todo, un punto de encuen­
tro para ideas y sensibilidades que traspasan todas las barreras (geo­
gráficas, cronológicas, lingüísticas): ninguna literatura nacional, y
por supuesto, ninguna literatura de una época determ inada, está
cerrada ni puede explicarse por sí misma.
Durante los últimos años se han desarrollado mucho los estudios
literarios sobre la intertextualidad, término que alude a las conexiones
El texto en su épo ca y en la p o ste rid a d 209

temáticas y estilísticas existentes entre los textos. Una estudiosa del


fenómeno literario, Julia Kristeva, lo ha expresado con palabras muy
atinadas: «Todo texto se construye como mosaico de citas, todo texto
es absorción y transformación de otro texto.» Y ya Antonio Machado
había escrito que «toda poesía es, en cierto modo, un palimpsesto», es
decir, un manuscrito bajo cuya superficie se descubre la huella de una
escritura anterior no bien borrada. En ese sentido se ha dicho que la
literatura es tradición o no es nada; y también que el escritor, como
todo artista, se nutre en primer lugar del mismo arte que practica.
Con su habitual afición a la paradoja, Borges subraya esos extre­
mos en este relato recogido en el libro misceláneo El hacedor.

LA TRAMA
Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una esta­
tua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las
caras y los aceros la de Marco Junio Bruto, su protegido, acaso su
hijo, y ya no se defiende y exclama: «¡Tú también, hijo mío!» Sha­
kespeare y Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías;
diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires,
un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahi­
jado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas
palabras hay que oírlas, no leerlas): «¡Pero, che!» Lo matan y no sabe
que muere para que se repita una escena.
[Jo r g e L u is B o r g e s : Obras completas, II,
Barcelona, Círculo de Lectores, 1992, pág. 387]

El lector debe ser consciente de esa realidad, que no sólo atañe a


los creadores: también quien lee se introduce en un mundo de refe­
rencias culturales. Francisco Umbral lo explica de esta manera tan
lírica, en un libro que contiene una profunda reflexión del hombre y
del escritor; según sus palabras, la literatura es la materia de que está
hecho el hombre, y, a través de ella, nos encontramos en un inmenso
seno común, punto de partida y también de llegada:

Los inmensos telares de la literatura, extendidos ante mí, abier­


tos, palpitantes, cuando leo o escribo. Salvación única, tarea febril.
210 Cóm o leer textos literarios

Ser la lanzadera y el hilo, el ojo que mira y lá mano que teje. Quedar
convertido en instrumento, en oficio, en tarea. Hacer de la vida un
tapiz, porque la muerte no se merece la vida y no hay que reservárse­
la. La literatura es al mismo tiempo el reino de la gran actividad.
Todo en él está vivo porque todo está muerto. Cervantes y Proust no
van a fallecer nunca. Sus personajes tampoco. Ellos son sus persona­
jes. Como nunca han sido, nunca morirán. La literatura es el reino de
la salud perenne. Cuando el mundo se me nubla de dolor, el idioma
no es sólo el oficio, sino también la patria. El idioma, la literatura, lo
que escribo y lo que leo, lo que me escribe y lo que me lee. Leo a los
clásicos en la misma medida en que ellos me leen a mí. Leen al hom­
bre que soy ahora, lo interpretan, lo iluminan, cuando yo los estoy
leyendo. Aprenden de mí y cobran nueva dimensión con mi lectura.
El torrente del pensamiento, de la cultura, es un río en que puedo
hundirme a capricho, en que puedo ahogarme para salvarme [...]
Habito, así, la continuidad de la cultura, el círculo que es la cos­
tumbre del infinito. No ser nadie en la cultura. Mejor no ser nadie.
Una abeja más en la inmensa colmena de las palabras, un obrero anó­
nimo en los telares del idioma. Toda la torrentera de una lengua ha
pasado a través de mí, con sus clásicos, sus primitivos, sus anónimos
y sus poetas. Trabajar en literatura es trabajar en un molino inmortal.
Tomar contacto con el filo deslumbrante de lo eterno [...] La eterni­
dad del idioma es funcional, es continuidad. Está siempre haciéndose
y deshaciéndose. Hay tantos mares como idiomas. Trabajo en el idio­
ma y el idioma trabaja en mí. No es una ilusión de eternidad, sino,
más sencillamente, un compromiso con la continuidad.
[F r a n c is c o U m b r a l: Mortal y rosa,
Cátedra-Destino, col. Letras Hispánicas, Madrid, 1995, págs. 164-165]

Nótese que el escritor habla de un proceso fascinante, en que


todo se confunde y se repite aunque, al mismo tiempo, sucede por
vez primera en cada ocasión: «Nadie se baña dos veces en el mismo
río de palabras», dice Umbral. Y también Borges lo refrenda en un
poema de 1981, al que pertenecen estos versos (Obras completas, IV,
ed. cit., pág. 208):

El que abraza a una mujer es Adán. La mujer es Eva.


Todo sucede por primera vez [...]
E l texto en su épo ca y en la p o ste rid a d 211

Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno.


El que lee mis palabras está inventándolas.

Ese círculo que se cierra entre el estreno permanente y la perma­


nente repetición de lo ya dicho, lo ya sentido, lo ya vivido, nos intro­
duce en un espacio legendario, donde cada texto lim ita consigo
mismo pero no deja de proyectarse en los demás. La literatura repro­
duce el mito del eterno retomo.

11.1. D e tópicos y reescritur as

Las referencias culturales contenidas en un texto dan lugar a


diversos niveles de lectura e interpretación: no todos los lectores dis­
ponen de un bagaje idéntico, de modo que no todos entienden lo
mismo en un escrito que aluda a episodios bíblicos, o relatos mitoló­
gicos, o acontecimientos históricos.
Los textos que incluyen muchas referencias, están seleccionando
el tipo de lector al que se dirigen; pero eso no significa que queden
por completo fuera del alcance de otros lectores menos cultivados: el
ejemplo de lo sucedido con la novela de Umberto Eco El nombre de
la rosa (1980) es bastante significativo. Pese a ser un relato cargado
de sobrentendidos y de sesudas reflexiones en torno a complejos
aspectos de la sociedad y las creencias medievales, se convirtió en
uno de los libros más vendidos de la reciente historia editorial europea.
Es posible que debamos recurrir al fenómeno de la comunicación de
masas para explicar ese hecho, pero la magnífica intriga policial que
el relato contiene se impuso a las dificultades de lectura y atrajo a
personas de muy diversa preparación intelectual.
Pocas veces la literatura ha dependido tanto de sus antecedentes,
pocas veces se ha hecho tan al dictado de ideas y estilos modélicos
insoslayables como en los siglos x v i y xv n . En el Renacimiento y el
Barroco, desarrolladas ya las lenguas literarias modernas, apenas era
concebible un texto literario que no exhibiera con delectación sus
antecedentes clásicos, que no reprodujera y recreara recursos, ideas y
asuntos procedentes de los modelos grecolatinos o de los del Renací-
212 Cóm o le e r textos literarios

miento italiano. Eso explica la dificultad que presenta, para un lector


medio, la lectura de la poesía de Garcilaso o de Góngora y la prosa
de Femando de Rojas o de Quevedo.
Precisamente en ese periodo se originan o se consolidan, a fuerza
de repetirse una y otra vez, los grandes tópicos de nuestra cultura
literaria. Son tópicos o lugares comunes, como sabemos, ciertos
esquemas formales o conceptuales fijos, convertidos en clichés, que
alcanzan a ser generalmente aceptados como fórmulas de referencia.
La mayor parte de ellos provienen de la antigüedad y han llegado
hasta nosotros gracias a los espaldarazos que recibieron de nuestros
clásicos. Seguir la historia de esos tópicos a lo largo de los siglos
(luego esbozaremos la biografía de uno de ellos), permite comprobar
que la literatura es, más que nada, un proceso de reescritura.
Los escritores del siglo XX utilizan con frecuencia citas y alusio­
nes culturales no explícitas, que pueden convertir un texto en un
complejo entramado: El nombre de la rosa es un ejemplo, como lo
son también novelas aún más elaboradas, como Ulises, y otras de
apariencia más sencilla como Cien años de soledad.
No pocas veces, el título de una obra hace un guiño al lector,
pues recuerda un tópico, una realidad consagrada por la cultura o un
texto anterior cuyo conocimiento puede resultar relevante para la lec­
tura. Así sucede en Ulises, título irónico que rem ite a uno de los
mayores héroes de todos los tiempos, el protagonista de La Odisea',
sus hazañas y aventuras se parodian a través de un moderno antihé­
roe, Leopold Bloom, personaje gris e irrelevante cuya odisea no
supera la grotesca vulgaridad. Novelas españolas recientes como
Campo de Agramante de José Manuel Caballero Bonald, Corazón
tan blanco de Javier Marías o Beatus ille de Antonio Muñoz Molina,
remiten, respectivamente, a un pasaje de una obra del poeta renacen­
tista italiano Ludovico Ariosto, a un momento de una tragedia de
Shakespeare y a un conocido tópico renacentista.
También es práctica habitual jugar con frases hechas, verdades
aceptadas por el folclor o imágenes que no tienen estirpe literaria,
sino popular: Guillermo Cabrera Infante recurre a un trabalenguas
para titular su novela más famosa e innovadora, que es también todo
un trabalenguas estilístico: Tres tristes tigres; Miguel Delibes alude
El texto en su época y en la p o ste rid a d 213

en el título de Los santos inocentes a la condición de sus protagonis­


tas, víctimas inocentes del atropello de los poderosos; Gramática
parda de García Hortelano y El palomo cojo de Eduardo Mendicutti
remiten a dichos populares que tienen estrecha relación con las nove­
las respectivas.
En el caso de la lírica, algunos títulos de poemarios so,n una cita
que reproduce versos de poetas anteriores. El poema al que pertenece
la cita, o la obra toda de su autor, pueden resultar claves para la com­
prensión correcta del nuevo libro; pero también puede tratarse de un
hom enaje a alguien que el poeta tiene por uno de sus m aestros.
Tomando palabras de Calderón de la Barca, Alberti titula de manera
intencionada un libro en que hom enajea al cine mudo: Yo era un
tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Cernuda se apropia
de un verso de Bécquer, bien expresivo, para condensar el sentido de
toda su obra: Donde habite el olvido. Y Pedro Salinas adopta la parte
final de un endecasílabo de Garcilaso al titular su más celebrada
creación, La voz a ti debida: un homenaje implícito a quien el propio
Salinas consideraba cima de la poesía amorosa.
En la poesía de este siglo sorprende, además, la abundancia de
versos ajenos que los poetas mezclan con sus propios versos: la cita
se señala a veces mediante comillas o cursivas, pero en no pocas oca­
siones se incluye sin marca alguna, proponiendo al lector un juego
que no siempre logra descubrir. De esta forma, la trayectoria de la
lírica contemporánea no hace sino confirmar las palabras de Macha­
do: la poesía es un palimpsesto.
' A veces, el poeta reelabora una antigua imagen, como hace Lorca
en uno de sus romances («las piquetas de los gallos / cavan buscando
la aurora») recordando un verso del Poema del Cid: «A priessa can­
tan los gallos e quieren quebrar albores». Una alusión no explícita a
una muy conocida metáfora de Jorge Manrique, permite a Manuel
Áltólaguirre introducir una variante de su cosecha, ligada a un sím­
bolo que utiliza mucho, el espejo: «Nuestras vidas son los ríos / que
van a dar al espejo / sin porvenir de la muerte.» Angel González, por
su parte, se ahorra explicaciones con esta irónica revisión de un
archiconocido poema de Bécquer:
214 Cómo leer textos literarios

Poética n° 4
Poesía eres tú,
dijo un poeta
—y esa vez era cierto—
mirando al Diccionario de la Lengua.
[A. González: Poemas,
Cátedra, col. Letras Hispánicas, Madrid, 1988, pág. 169]

Todos los ejemplos citados (mínima muestra de uno de los recur­


sos más reiterados por los escritores contemporáneos) ponen de relie­
ve, una vez más, que el autor confía en la complicidad del lector: si
éste no entra en el juego, tendrá que quedarse en los aledaños del
texto o, lo que es peor, completamente al margen de él.
Así, hay que aceptar el guiño con que Azorín comienza uno de
sus artículos memorables para poder disfrutar con su insólita pro­
puesta. El escritor nos invita a falsear una historia que, por ser de fic­
ción, era ya falsa: «Calisto y M elibea se casaron -—como sabrá el
lector, si ha leído La Celestina— a pocos días de ser descubiertas las
rebozadas entrevistas que tenían en el jardín.» Recordemos que, en
realidad, Calisto y Melibea murieron trágicamente sin haberse casa­
do; a continuación de ese sorprendente comienzo, Azorín imagina la
plácida vida del matrimonio...

11.2. V iaje a través de un tópico

El deseo de vivir en contacto con la naturaleza, al margen de las


ambiciones y los disimulos de la vida cortesana o ciudadana, es un
antiguo lugar común: el paraíso terrenal de los cristianos (como otros
mitos similares procedentes de culturas distintas) encama el espacio
idílico de los sueños.
La literatura dio forma moderna a ese mito cuando el Renacimiento
recuperó apasionadamente la vieja idea de vivir al margen de las vanida­
des del mundo. Se tomó como punto de partida un poema del poeta latí-
Et texto en su época y en Ia p o ste rid a d 215

no Horacio que empezaba con las palabras Beatus ille, es decir, Dichoso
aquél·, las palabras dieron nombre al tópico y el poema suscitó múltiples
imitaciones más o menos sinceras, que eso es lo de menos: paradójica­
mente, el texto de Horacio que sirve de modelo tiene un aire burlón, y el
personaje que hace el elogio de la vida sencilla es un cínico.
Entre las versiones castellanas del tópico, la más conocida es la
de Fray Luis de León, autor de una oda o canción «a la vida retirada»
mucho más sincera y sentida que la del poeta latino; he aquí algunas
de sus estrofas:

¡Qué descansada vida


la del que huye del mundanal ruido
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!;

que no enturbia el pecho


de los soberbios grandes el estado,
ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio Moro, en jaspes sustentado.

No cura si la fama
canta con voz su nombre pregonera,
ni cura si encarama
la lengua lisonjera
lo que condena la verdad sincera [...]

Un no rompido sueño,
un día puro, alegre, libre quiero;
no quiero ver el ceño
vanamente severo
de a quien la sangre ensalza, o el dinero.

Despiértanme las aves


con su cantar sabroso no aprendido;
no los cuidados graves,
de que es siempre seguido
el que al ajeno arbitrio está atenido.
216 Cómo leer textos literarios

V ivir quiero conm igo;


gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.
[F r a y L u is d e L e ó n : Poesías completas,
Espasa Calpe, col. Austral, Madrid, 1988, págs. 39-41]

El tópico hizo fortuna también en la centuria siguiente, durante el


Barroco. Pero los escritores de esa época de contrastes no dudaron en
poner en solfa, al mismo tiempo, los abusos de la imitación. En Que-
vedo se encuentran, como tantas veces, ambos extremos; y así, en el
primero de los sonetos que siguen, hace su aportación seria al tópico,
mientras que en el segundo lo parodia:

a)
A un amigo que retirado
de la Corte pasó su edad
Dichoso tú, que, alegre en tu cabaña,
mozo y viejo espiraste la aura pura,
y te sirven de cuna y sepoltura
de paja el techo, el suelo de espadaña.

En ésa soledad, que, libre, baña


callado sol con lumbre más segura,
la vida al día más espacio dura,
y la hora, sin voz, te desengaña.

No cuentas por los cónsules los años;


hacen tu calendario tus cosechas;
pisas todo tu mundo sin engaños.

De todo lo que ignoras te aprovechas;


ni anhelas premios, ni padeces daños,
y te dilatas cuanto más te estrechas.
d e Q u e v e d o : Poemas escogidos, Castalia,
[F r a n c i s c o
col. Clásicos Castalia, Madrid, 1980, págs. 83-84]
El texto en su época y en la p o ste rid a d 217

b)
Prefiere la hartura y sosiego
mendigo a la inquietud magnífica
de los poderosos
Mejor me sabe en un cantón la sopa,
y el tinto con la mosca y la zurrapa,
que al rico, que se engulle todo el mapa,
muchos años de vino en ancha copa.

Bendita fue de Dios la poca ropa,


que no carga los hombros y los tapa;
más quiero menos sastre que más capa:
que hay ladrones de seda, no de estopa.

Llenar, no enriquecer, quiero la tripa;


lo caro trueco a lo que bien me sepa:
somos Píramo y Tisbe yo y mi pipa.

Más descansa quien mira que quien trepa;


regüeldo yo cuando el dichoso hipa,
él asido a Fortuna, yo a la cepa.
[F r a n c is c od e Q u e v e d o : Antología poética, Castalia,
col. Castalia Didáctica, Madrid, 1989, pág. 154]

Los románticos, espíritus desarraigados e inconformistas, hicie­


ron del rechazo a las convenciones sociales uno de sus temas recu­
rrentes, m anifestando por contra su creencia en el buen salvaje y
exhibiendo su nostalgia por el paraíso perdido: un tópico éste al que
los románticos dieron forma y carta de naturaleza definitivas, hasta
convertirlo en una de sus señas de identidad, y que legaron a la poe­
sía de este siglo (alguien ha dicho que se escribe porque es imposible
no extrañar la infancia: el paraíso perdido).
El canto a la vida retirada se tiñe, pues, de melancolía y adquiere
un aire misántropo en la voz de algunos escritores de esa época: tal
es el caso de Rosalía de Castro, cuya delicada voz dolorida tiene una
gran personalidad. Aunque muchos de sus poemas encierran ecos
218 Cóm o leer textos literarios

sombríos, en el que reproducimos reelabora el tópico ajustándose


escrupulosamente al tono clásico de un Fray Luis:

Glorias hay que deslumbran, cual deslumbra


el vivo resplandor de los relámpagos,
y que como él se apagan en la sombra,
sin dejar de su luz huella ni rastro.

Yo prefiero a ese brillo de un instante,


la triste soledad donde batallo,
y donde nunca a perturbar mi espíritu
llega el vano rumor de los aplausos.
[R o s a l ía d e C a s t r o : En las orillas del Sar,
Castalia, col. Clásicos Castalia, Madrid, 1979, pág. 165]

M ediado el siglo X IX , la entronización de la burguesía como


clase dominante tiene importantes repercusiones para la historia de la
literatura. Por reacción contra el dominio de una clase que aspira a
lam inar individualidades, los escritores del fin de siglo ponen en
cuestión los tópicos, las convenciones y las referencias culturales
asumidas por la burguesía y se refugian, desafiantes, en el delirio
estético: Oscar Wilde afirma que la vida imita al arte y Baudelaire se
complace en cantar a los paraísos artificiales.
No es raro que el tema del Beatus ille se aborde en lo sucesivo
desde perspectivas algo diferentes, aunque no falten, desde luego,
visiones ortodoxas. Tal es el caso de Unamuno, quien, desde su des­
tierro en Francia, recupera la sinceridad de Fray Luis al recordar con
nostalgia sus paseos salmantinos y una vida sencilla y tranquila, ale­
jada de mundanales ruidos:

— Carretera de Zamora
¡Oh, clara carretera de Zamora,
soñadero feliz de mi costumbre,
donde en el suelo tiene el sol su lumbre
desde que apunta hasta que rinde su hora!
E l texto en su época y en la p o ste rid a d 219

¡Cómo tu cielo aquí en mi pecho mora


y me alivia la grasa pesadumbre
de esta ya más que mucha muchedumbre
de París, que el reposo me devora!

Bulevares, esquares, avenidas,


sumideros del Metro, ¡qué albafiales
del curso popular, con sus crecidas!;

senaras de la Armuña, ¡qué pañales


disteis a mis ensueños! ¡Cuántas vidas
abortan en las grandes capitales í
d e U n a m u n o : Poemas de los pueblos de España,
[M i g u e l
Cátedra, col. Letras Hispánicas, Madrid, 1977, págs. 51-52]

Por la misma época, un escéptico Antonio Machado denuncia la


conversión de los sentimientos ante la naturaleza en una mera excusa
artística, una coartada para escapar de uno mismo o un refugio contra
lo que hoy llamaríamos estrés. Y es que el punto de vista se ha hecho
ya plenamente ciudadano:

Pero no debemos engañarnos. Nuestro amor al campo es una mera


afición al paisaje, a la Naturaleza como espectáculo. Nada menos campe­
sino y, si me apuráis, menos natural que un paisajista. Después de Juan
Jacobo Rousseau, el ginebrino, espíritu ahíto de ciudadanía, la emoción
campesina, la esencialmente geórgica, de tierra que se labra, la virgiliana
y la de nuestro gran Lope de Vega, todavía, ha desaparecido. Él campo
para el arte moderno es una invención de la ciudad, una creación del
tedio urbano y del terror creciente a las aglomeraciones humanas.
¿Amor a la Naturaleza? Según se mire. El hombre moderno busca
en el campo la soledad, cosa muy poco natural. Alguien dirá que se
busca a sí mismo. Pero lo natural en el hombre es buscarse en su vecino,
en su prójimo [...] Más bien creo yo que el hombre moderno huye de sí
mismo, hacia las plantas y las piedras, por odio a su propia animalidad,
que la ciudad exalta y corrompe. Los médicos dicen, más sencillamente,
que busca la salud, lo cual, bien entendido, es indudable.
[A n t o n io M a c h a d o : Juan
de Mairena, Castalia,
col. Clásicos Castalia, Madrid, 1971, pág. 156]
220 Cómo leer textos literarios

Cuando surge la llamada sociedad de consumo, la vida natural


adquiere valor de mercado y la realidad empírica se superpone a la
realidad literaria del tópico: el campo es poético, aunque aburrido.
Un hotelito en las afueras de la ciudad, como se decía hace años, es
el sueño de distinción de la nueva sociedad, aunque disfrace su afán
presuntuoso de amor por la naturaleza. Los escritores ironizan al res­
pecto, como hace Julio Camba en un libro publicado en 1947:

De toda esta ya larga bucólica he venido a sacar en limpio una


reflexión que brindo, desde estas páginas, a los defensores de la ciu­
dad: la paz del campo es el aburrimiento. A menudo, en mis excursio­
nes por los valles y por las sierras, he oído decir:
— ¡Qué poético es todo esto! ¡Qué hermoso! ¡Lástima que no
tenga alguna distracción!
Esto, en efecto, no tiene distracciones; pero por ello tiene la paz y
la poesía. La poesía, en su sentido bucólico, es sencillamente un abu­
rrimiento metrosilábico. Cuando yo hago un artículo muy poético en
elogio de la paz campesina, será que estoy aburridísimo. Hasta ahora
se había creído que la poesía campestre sólo es aburrida al leerla;
pero lo es también al escribirla.
[ J u lio C a m b a : Playas, ciudades y montañas,
Espasa Calpe, col. Austral, 1963, pág. 44]

Dos pasos más: el amor por la naturaleza se convierte en una


actitud ideológica, consagrada por la generación hippie, y, después (o
al mismo tiempo), en una actitud turística. El círculo parece cerrarse:
el bucolismo es, en este fin de siglo, un tópico de la vida cotidiana
que la literatura pone en solfa. Así lo hace Julio Cortázar, recurriendo
a un divertido cinismo irónico al que no escapan los propios literatos
disfrazados de modernos —y falsos— frayluises:

Lucas, sus meditaciones ecológicas


En esta época de retorno desmelenado y turístico a la naturaleza,
en que los ciudadanos miran la vida de campo como Rousseau miraba
al buen salvaje, me solidarizo más que nunca con: a) Max Jacob, que
en respuesta a una invitación para pasar el fin de semana en el campo,
dijo entre estupefacto y aterrado: «¿El campo, ese lugar donde los
El texto en su épo ca y en la p o ste rid a d 221

pollos se pasean erados?»; b) el doctor Johnson, que en mitad de una


excursión al parque de Greenwich, expresó enérgicamente su prefe­
rencia por Fleet Street; c) Baudelaire, que llevó el amor de lo artifi­
cial hasta la noción misma de paraíso.
Un paisaje, un paseo por el bosque, un chapuzón en una cascada,
un camino entre las rocas, sólo pueden colmarnos estéticamente si
tenemos asegurado el retorno a casa o al hotel, la ducha lustral, la
cena y el vino, la charla de sobremesa, el libro o los papeles, el erotis­
mo que todo lo resume y lo recomienza. Desconfío de los admirado­
res de la naturaleza que cada tanto se bajan del auto para contemplar
el panorama y dar cinco o seis saltos entre las peñas; en cuanto a los
otros, esos boy-scouts vitalicios que suelen errabundear bajo enormes
mochilas y barbas desaforadas, sus reacciones son sobre todo monosi­
lábicas o exclamatorias; todo parece consistir en quedarse una y otra
vez como estúpidos delante de una colina o una puesta de sol que son
las cosas más repetidas imaginables.
Los civilizados mienten cuando caen en el deliquio bucólico; si
les falta el scotch on the rocks a las siete y media de la tarde, maldeci­
rán el minuto en que abandonaron su casa para venir a padecer tába­
nos, insolaciones y espinas; en cuanto a los más próximos a la natura­
leza, son tan estúpidos como ella. Un libro, una comedia, una sonata,
no necesitan regreso ni ducha; es allí donde nos alcanzamos por todo
lo alto, donde somos lo más que podemos ser. Lo que busca el inte­
lectual o el artista que se refugia en la campaña es tranquilidad,
lechuga fresca y aire oxigenado; con la naturaleza rodeándolo por
todos lados, él lee o pinta o escribe en la perfecta luz de una habita­
ción bien orientada; si sale de paseo o se asoma a mirar los animales
o las nubes, es porque se ha fatigado de su trabajo o dé su ocio. No se
fíe, che, de la contemplación absorta de un tulipán cuando el contem­
plador es un intelectual. Lo que hay allí es tulipán + distracción, o
tulipán + meditación (casi nunca sobre el tulipán). Nunca encontrará
un escenario natural que resista más de cinco minutos a una contem­
plación ahincada, y en cambio sentirá abolirse el tiempo en la lectura
de Teócrito o de Keats, sobre todo en los pasajes donde aparecen
escenarios naturales. Sí, Max Jacob tenía razón: los pollos, cocidos.
[Ju l io C o r t Az a r : Un tal Lucas,
Alfaguara, Madrid, 1979, págs. 43-45]
222 Cómo le e r textos literarios

Pero el tópico del Betaus ille no ha muerto porque da forma a


una íntima y sincera aspiración del hombre, que coexiste con ciertas
perversiones colectivas propiciadas por las m odas. Poetas como
Miguel Hernández han dejado escritos sinceros cantos a la vida sen­
cilla, invocando de nuevo a Fray Luis: así, en un poem a titulado
Huerto mío, al que llama «paraíso local», y en el que podemos leer
esta estrofa:

Yo, dios y adán, que lo cultivo y riego,


por mi mano y conducto,
de frescor artesiano, su sosiego
recojo, su producto,
sus dádivas de miel en usufructo.
Obra poética completa,
[M i g u e l H e r n á n d e z :
Zero, Madrid, 1976, pág. 101]

Y, en fin, Pablo Neruda lleva sus sentimientos de comunión con


la tierra y el mar a desear fundirse con la Naturaleza para siempre. El
tópico adquiere en este poema proporciones impresionantes, pues lo
que el poeta celebra es la unidad del universo:

Oh tierra, espérame
Vuélveme oh sol
a mi destino agreste,
lluvia del viejo bosque,
devuélveme el aroma y las espadas
que caían del cielo,
la solitaria paz de pasto y piedra,
la humedad de las márgenes del río,
el olor del alerce,
el viento vivo como un corazón
latiendo entre la huraña muchedumbre
de la gran araucaria.

Tierra, devuélveme tus dones puros,


las torres del silencio que subieron
de la solemnidad de sus raíces:
El texto en su épo ca y en la p o ste rid a d 223
quiero volver a ser lo que no he sido,
aprender a volver desde tan hondo
que entre todas las cosas naturales
pueda vivir o no vivir: no importa
ser una piedra más, la piedra oscura,
la piedra pura que se lleva el río.
[P a b l o N e r u d a : Antología poética, Espasa Calpe,
col. Selecciones Austral, Madrid, 1981, págs. 390-391]

Por su parte, el lector puede celebrar la unidad esencial de la lite­


ratura, la mágica condición del texto, que, estando ya escrito, se rees-
cribe incesantemente.
Final

Q u e o tro s s e ja c te n d e las p á g in a s q u e h a n escrito;


a m í m e e n o r g u lle c e n la s q u e h e le íd o . .

J o r g e L u is B o r g e s : Elogio de la sombra

En conclusión: leer. Por encima de todo. Todos somos lectores, o


podemos serlo, y no disponemos de muchos territorios mejores que
el de la lectura para encontramos y reconocernos.
En uno de sus testamentos poéticos (un famoso soneto escrito
desde su refugio en la Torre de Juan Abad), Quevedo contaba cómo
poblaban su soledad las voces provenientes de los libros: «vivo en
conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muer­
tos.» Gómez de la Sema definió al libro, en una de sus greguerías,
como «el salvavidas de la soledad». Y ya citamos en otro momento
la evocación que hacía Pedro Salinas del lector que «se siente enca­
minado a un acto de amorosa comunicación, al que conviene cierto
recató».
La lectura es un acto solitario, sí. Pero gracias a ella nos encon­
tramos con una muchedumbre: encendemos la lámpara, ocupamos el
sillón favorito, abrimos el libro... y el salón, sin saber cómo, se nos
llena de gente. Leyendo aprendemos muchas cosas y descubrimos lo
mucho que aún ignoramos.
No se diga que, en estos tiempos saturados de sugestiones e invi­
taciones al entretenimiento, se hace difícil encontrar un momento
adecuado para leer: precisamente por la abundancia de ofertas agra­
decemos más la soledad sonora de que habló el poeta.
Más aún: hacerse un lector apasionado es asegurarse un inmejo­
rable «plan de pensiones»: caminamos hacia una época que tendrá
226 Cóm o leer textos literarios

exceso de ocio, y carecer de un hábito como la lectura, capaz de abo­


lir el tiempo muerto para devolvemos tiempo vivido, es algo que no
podemos permitimos. Por simple prudencia.
Este libro ha querido ser una sencilla guía para el lector no expe­
rimentado. En sus páginas hemos procurado dejar consejos y, sobre
todo, sugerencias para que pudiera orientarse en el complejo mundo
de la literatura quien no es, ni tiene necesidad de ser, un experto en
los estudios literarios. Muchas veces las cosas se han confundido, y
se ha ofrecido al lector la receta culinaria en vez de los cubiertos ade­
cuados para dar buena cuenta del guiso.
Ahora bien: ni este libro ni ningún otro pueden sustituir la lectu­
ra, que es tarea de máxima intim idad de la que cada quien debe
hacerse responsable. Allá cada cual con sus placeres. Tiene razón
Daniel Pennac cuando afirma que «el verbo leer no soporta el impe­
rativo» y que existe el derecho a no leer. Quien no lee no incumple
norma alguna. Eso sí, pierde la ocasión de disfrutar una experiencia
inefable: sentirse vivido por otros y dar vida a otros, como a don
M iguel de Unamuno: «Cuando vibres todo entero / soy yo, lector,
que en ti vibro.»
Cualquier buen lector sabe cuánta magia esconden las páginas de
los libros. Borges (a quien tanto debemos los lectores) lo sabía: por
eso estaba tan orgulloso.
Bibliografía

En consonancia con el propósito de este libro, no ofrecemos aquí


un repertorio bibliográfico extenso ni demasiado técnico. Servimos
más a nuestro plan comentando con brevedad el interés que pueden
despertar en el lector una decena de volúmenes (buena parte de ellos
ya citados a lo largo de nuestra exposición) que, como éste, quedan
al alcance de la mayoría. Hemos atendido a aspectos diversos de la
literatura, de modo que distintas curiosidades puedan verse satisfe­
chas. Son estudios que, a nuestro juicio, no defraudarán las expectati­
vas de quien ya tuviera interés por el tema o de quien pudiera haberlo
desarrollado con la lectura de este libro.

AMORÓS, Andrés: Introducción a la literatura, Castalia, Madrid,


1987.
El profesor A m orós, a quien no puede negarse el don de la
amena claridad, pasa revista al sentido que tiene la literatura en nues­
tro tiempo y a las principales claves de su estudio. Es un ensayo de
tono personal, nada complejo, trufado de citas reveladoras y concebi­
do más con la pasión del lector que con la perspectiva del experto.

GÓMEZ R e d o n d o , Fernando: El lenguaje literario. Teoría y


práctica, EDAF, Madrid, 1994.
Es el número 6 de esta misma colección. Gómez Redondo hace
un análisis técnico de los discursos poético, narrativo y dramático, e
incluye un amplio y actualizado repertorio bibliográfico sobre el
228 Cóm o leer textos literarios

tema. Aunque, inevitablemente, es complejo por momentos, el estu­


dio tiene la virtud de examinar con todo rigor la naturaleza del len­
guaje literario sin incurrir en excesos terminológicos. Es un útil libro
de consulta.

LAPESA, Rafael: Introducción a los estudios literarios, Cátedra,


Madrid, 1 9 81,15a ed. (Ia edición, 1966).
Por este libro no han pasado los años, pese al tiempo trascurrido
desde su publicación. Claro, sencillo, casi lacónico, Lapesa pasa
revista a cuestiones como el lenguaje literario, las imágenes, la métri­
ca o la historia de los géneros. Util para un primer acercamiento a los
estudios literarios: como su título advierte, tiene un carácter introduc­
torio.

MARCHESE, Angelo, y Joaquín FORRADELLAS: Diccionario de


retórica, crítica y terminología literaria, Ariel, Barcelona, 1986.
Un instrumento útil para orientarse en el campo de la retórica y
de los estudios literarios en general, tan cargado en ocasiones de con­
ceptos y términos complicados. La prim era edición italiana es de
1978; Forradellas, en la versión castellana, lo actualiza e introduce
ejemplos referidos a la literatura española. Es otra práctica obra de
consulta.

M edina-BOCOS MONTARELO, Am paro: Temas constantes en la


literatura española, Akal, col. G uía de lectura, M adrid, 1991.
He aquí un libro bastante peculiar, que pasa revista brevemente a
alguno de los principales tópicos de nuestra literatura (asuntos,
temas, personajes). Concebido como material didáctico, ofrece expli­
caciones sintéticas y propone diversas actividades. Es uno de los
pocos trabajos que existen sobre una materia que, sin duda, resultará
atractiva para el lector.

NAVARRO D u r a n , Rosa: Comentar textos literarios, Alhambra


Longman, col. Nueva Breda, n° 2, Madrid, 1995.
Este volumen forma parte de una colección pensada para estu­
diantes, por lo que tiene un tono didáctico muy adecuado e incluye
B ibliografía 229

abundantes actividades. Encuentra un justo equilibrio entre el rigor,


la sencillez y la claridad, virtudes no siempre presentes en las publi­
caciones de este tipo. La autora explica qué es un texto y cuáles son
sus límites, revisa las figuras retóricas y algunas referencias cultura­
les importantes, se ocupa de la estructura interna del texto literario y
termina ofreciendo una guía y algunos ejemplos de comentarios de
texto.

P e d r a z a Jim én ez, F; M. R o d r í g u e z C á c e r e s , y M. C a s t i l l o
MOLINA (coordinadores): Textos literarios comentados (2 vols.),
Cénlit, Pam plona, 1991-1992.
Dos colecciones de comentarios literarios resueltos por profeso­
res de secundaria. Referidos a autores pertenecientes a todas las épo­
cas de nuestra literatura, tienen un nivel accesible a los estudiantes y
a cualquier lector medio. La utilidad de estos comentarios (cada uno
de los cuales ocupa un cuadernillo independiente) radica en que pue­
den servir de guía y ejemplo para trabajos similares o, simplemente,
para mejorar el nivel de lectura ante poemas, fragmentos narrativos y
breves escenas dramáticas.

SÁBATO, Ernesto: El escritor y sus fantasmas, Seix Barral, colec­


ción B iblioteca breve, Barcelona, 1987.
Libro escrito en 1963, ofrece una mirada lúcida y, por momentos,
cautivadora, sobre la literatura narrativa desde la perspectiva de un
creador. Compuesto por múltiples capítulos breves, el autor repasa en
tono personal y sugerente todos los aspectos imaginables que concu­
rren en la redacción y en la lectura de una obra de ficción. Comparta
sus opiniones o disienta de ellas, el lector se interesa por lo que dice
Sábato desde la primera línea.

S a v a te r , Femando: La infancia recuperada, Taurus, Madrid, 1995.


La primera edición de este ensayo es de 1976. Savater es un lec­
tor apasionado y lo demuestra en esta evocación de las narraciones y
los autores que iluminaron su infancia y la de tantos otros lectores.
Salgari, Verne, Stevenson, Tolkien y otros grandes novelistas desfi­
lan por unas páginas que rinden homenaje a los creadores de histo­
230 Cóm o leer textos literarios

rias y criaturas inolvidables. Se ha dicho, no sin razón, que este libro


es una declaración de amor.

V a l v e r d e , José María: La literatura. Qué era y qué es, Monte­


sinos, Biblioteca de divulgación temática, Barcelona, 1982.
He aquí un tratado breve, subjetivo e inteligente. Comienza por
hablar de la literatura como lenguaje para desembocar en lo que en
ella hay de tradición; termina haciéndose algunas inquietantes pre­
guntas sobre el futuro. Pese a lo heterodoxo de su planteamiento, es
lectura recomendable pues sugiere posibilidades, abre caminos para
la reflexión y propone perspectivas de estudio poco habituales.
INDICE DE AUTORES CITADOS

A C

A l b e r t i , Rafael: 37, 38, 67, 96-97, 114- C a b a l l e r o B o n a ld , José Manuel: 212.


115, 198, 213. C a b r e r a I n f a n t e , Guillermo: 212.
A ld e c o a , Ignacio: 77-78. C a l d e r ó n d e l a B a r c a , Pedro: 213.
A l e ix a n d r e , Vicente: 140. C a m b a , Julio: 220.
A lt o l a g u ir r e , M anuel: 213. C a m u s, A lbert: 148.
A m o r ó s , A ndrés: 227. C a r p e n t e r , A lejo: 88.
A n d e r so n I m b e r t , E nrique: 45. C a r r i ó n , Ignacio: 42.
A r io st o , L udovico: 212. C a s o n a , A lejandro: 190.
A r is t ó t e l e s : 206. C a s t i l l o M o lin a , M anuel: 229.
A y ala , Francisco: 196. C a s t r o , R osalía de: 217-218.
A z o r ín : 21, 81, 116, 1 3 5 ,1 8 3 , 214. C e l a , C a m ilo Jo sé: 7 4 -7 5 , 81-82, 89,
126, 127, 1 5 3 ,2 0 7 .
C e la y a , G abriel: 201-202.
B C e r n u d a , Luis: 2 2 ,9 5 -9 6 ,1 0 1 -1 0 2 ,2 1 3 .
C e r v a n t e s , M iguel de: 61, 1 2 6,131.
B a r o j a , Pío: 39-40, 73-74, 79-80, 126, C l a r í n : 1 5 2 ,1 7 7 -1 7 9 .
128, 133, 170. C l a u d e l , Paul: 135.
B a u d e l a i r e , Charles: 196, 218. C o n d e , A lfredo: 147
B é c q u e r , G ustavo A dolfo: 53, 55-57, C o r t A z a r , Julio: 9 0 ,1 6 1 , 221.
95, 96, 99, 105, 117-118, 123, 127,
139,213.
B é n a v e n te , Jacinto: 186. D
B e n e t, Juan: 137.
B o r g e s , Jorge Luis: 26, 35, 209, 210, D a r ío , Rubén: 1 0 9 ,1 1 7 -1 1 8 ,1 4 0 .
225, 226. D e lib e s , Miguel: 14 7 ,1 5 1 -1 5 2 , 212.
BousoÑ o, Carlos: 111-112. D ie g o , Gerardo: 68-69, 72.
D iez, Luis Mateo: 149.
D u r r e l , Lawrence: 155.
232 Cóm o lee r textos literarios

E H u id o b ro , V icente: 93,134.
H u x le y , A ldous: 155.
Eco, Umberto: 41, 211.

J
F
Ja m es, H enry: 147.
F l a u b e r t , G ustave: 26,152. J a r a m ill a L e v i , E nrique: 88.
F o r r a d e l l a s , Joaquín: 228. J a r n é s , B enjam ín: 166-167.
F o r s t e r , E. M.:166. Jim énez, Juan R am ón: 23, 38, 100, 140-
F r a n k , A n a : 147. 141.
J o v e l l a n o s , G asp ar M e lch o r de: 203.
Jo y c e , Jam es: 126,131,180-181.
G J u a n d e l a C r u z , San: 125.
J u a n a In é s d e l a C r u z , Sor: 123.
G a b r i e l y G a l á n , José Antonio: 153.
G a l a , Antonio: 193
G a r c í a H o r t e l a n o , Juan: 208,213. K
G a r c í a L o r c a , Federico: 71, 120, 183,
187,213. K a f k a , Franz: 126,157,163, 166, 196.
G a r c í a M á r q u e z , G ab riel: 46, 57-58, K r i s t e v a , Julia: 209.
90, 161, 162-163, 183.
G a r c i l a s o d e l a V e g a : 62, 109, 117-
118, 212,213. L
G o e th e , Joh an n W .: 181.
G ó m e z d e l a S e r n a , R am ón: 121, 159, L a n d e r o , Luis: 207-208.
225. L a p e s a , R afael: 227.
G ó m e z R e d o n d o , Fernando: 226. L o p e d e V e g a , F élix: 91-92, 122, 139,
G ó n g o r a , L u is de: 116, 122, 137, 196, 141-142,165.
212. L le d ó , E m ilio: 29.
G o n z á le z , Ángel: 106,142,213-214. L u ís d e L e ó n , Fray: 215-216, 218, 222.
G o y t i s o l o , Juan: 154.
G o y t i s o l o , L uis: 208.
G u i l le n , Jorge: 32. M
G u t i é r r e z S o l a n a , José: 170-171.
M a c h a d o , Antonio: 24, 66, 70-71, 102,
114, 142-143, 198-200, 209, 213, 219.
H M a d r id , Juan: 168.
M a n g a n e l l i , Giorgio: 83-84.
H e r n á n d e z , M iguel: 141, 197, 222. M a n r iq u e , Jorge: 213.
H i e r r o , José: 64-65. M a ñ a s , Javier: 168.
H o r a c io : 214, 215. M á r c h e s e , Angelo: 228.
Indice de autores citados 233

M a r ía s , Javier: 15-16,212. Q
M a r ía s , Julián: 25.
M a r q u é s , Josep-Vicent: 132. Q u e v e d o , Francisco de: 122, 125, 126,
M a r tÍ n - G a ite , Carmen: 54-55. 2 1 2 ,2 1 6 -2 1 7 , 225.
M a r t ín - S a n t o s , Luis: 131.
M a t u te , Ana María: 152, 182.
M e d in a - B o c o s M o n t a r e l o , Amparo: R
228.
M e n d ic u tti, Eduardo: 213. R o d r íg u e z C A c e re s, Milagros: 229.
M ih u r a , Miguel: 129, 134, 159-161. R o ja s , Fernando de: 212.
M i l l a s , Juan José: 85. R u l f o , Juan: 161.
M o lie r e : 169,189.
M o n t e r r o s o , A ugusto: 63, 129-130.
M o r a l e s , Rafael: 34, 97-98. S
M u ñ o z M o lin a , Antonio: 1 4 4 ,1 4 5 ,2 1 2 .
S á b a to , Ernesto: 21, 66, 88-89, 90, 91,
119, 229.
N S a l in a s , Pedro: 18, 27-28, 3 9 ,1 0 2 , 119,
1 8 3 ,2 1 3 ,2 2 5 .
N a v a r r o D u r a n , Rosa: 227. S a l i n g e r , J. D.: 181.
N e r u d a , Pablo: 34, 103-104, 121, 122, S á n c h e z F e r l o s i o , Rafael: 6 7 ,1 5 0 .
222-223. S a r t r e , Jean-Paul: 2 7 ,5 9 ,1 0 6 .
O S a s t r e , Alfonso: 189.
S a v a te r , Fernando: 164, 1 9 5,229.
O t e r o , Blas de: 23, 111, 113. S h a k e s p e a r e , William: 212.
S im en o n , Georges: 137-138.

P
T
P a n e r o , Leopoldo María: 207.
P a v e se , Cesare: 15. T e r e s a d e J e s ú s , Santa: 125.
P a z , Octavio: 15, 22, 125. T o r r e n t e B a l l e s t e r , Gonzalo: 153.
P e d r a z a Jim énez, Felipe: 229.
P e n n a c , Daniel: 7, 226.
P é r e z d e A y a l a , Ramón: 155, 156. U
P é r e z G a l d ó s , Benito: 133-134, 163,
172-173, 197, 204, 205. U m b r a l, Francisco: 60, 209-210.
P e s s o a , Fernando: 53. U n a m u n o , M iguel de: 2 6 , 110, 113,
P i r a n d e l l o , L uigi: 126. 116, 125, 179, 183, 218-219, 226.
pL A ,Josep: 135.
P r o v e n c io , Pedro: 94, 144.
P u É r t o la s , Soledad: 20, 146.
COLECCIÓN AUTOAPRENDIZAJE

1 ORTOGRAFÍA PRÁCTICA, por Guillermo Suazo Pascual.


2 GRAMÁTICA PRÁCTICA, por Antonio Benito Mozas.
3 ESCRITURA CREATIVA, por Louis Timbal-Duclaux.
4 DICCIONARIO DE DUDAS, por Carmen de Lucas.
5 EJERCICIOS DE SINTAXIS, por Antonio Benito Mozas.
6 EL LENGUAJE LITERARIO, por Fernando Gómez Redondo.
7 CONJUGACIÓN DE LOS VERBOS, por Guillermo Suazo Pascual.
8 SELECTIVIDAD 96, Materias comunes, coord. Víctor de Lama.
9 SELECTIVIDAD 96, Opciones C y D: Letras, coord. Víctor de Lama.
10 SELECTIVIDAD 96, Opciones A y B: Ciencias, coord. Rosa del Rey.
11 CÓMO LEER TEXTOS LITERARIOS, Julián Moreiro.
12 LA CRÍTICA LITERARIA DEL SIGLO XX, Fernando Gómez Redondo.

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