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pensamiento-contra-la-civilizacion-tecnificada-que-cobra-vigencia-cada-dia/
CULTURA
Heidegger y “el olvido del Ser”:
un vigoroso pensamiento contra
la civilización tecnificada que
cobra vigencia cada día
A 45 años de su muerte, ¿por qué el polémico filósofo
alemán sigue influyendo entre quienes hoy debaten en
todo el mundo nuestra comprensión de la vida entre redes
sociales, algoritmos y teléfonos inteligentes?
Por
Nicolás Mavrakis
26 de Mayo de 2021
Martin Heidegger (Grosby)
El 26 de mayo de 1976, “después de un agradable despertar por la mañana”,
anota el biógrafo Rüdiger Safranski, uno de los más grandes filósofos del
siglo, Martin Heidegger, se adormeció otra vez y a los 87 años murió. Dos
días antes había escrito sus últimas palabras, un saludo para Bernhard Welte,
un teólogo nacido en la misma ciudad alemana que él, Messkirch, no muy
lejos de la Selva Negra, donde menciona una de las cuestiones por las que el
pensamiento heideggeriano, a través del tiempo y la distancia, sigue entre
nosotros: “Es necesaria la reflexión acerca de cómo puede existir todavía una
patria en la época de la civilización del mundo uniformemente tecnificada”.
Esta preocupación por el impacto de la técnica en la existencia acompañó a
Heidegger durante toda su vida. En 1910, con apenas 21 años, ya le
reprochaba a la modernidad su “sofocante atmósfera, el hecho de ser un
tiempo de la cultura exterior, de la vida rápida, de una furia innovadora
radicalmente revolucionaria, de los estímulos del instante, y, sobre todo, el
hecho de que representa un salto alocado por encima del contenido anímico
más profundo de la vida y del arte”, recuerda Safranski. ¿Y acaso esta
condena al vértigo provocado por la técnica (la tecnología, diríamos ahora) no
suena parecida a la que cualquier crítico contemporáneo hoy le reprocha a lo
que internet hace con nuestras vidas?
Si pensamos en filósofos actuales de la técnica como el surcoreano-
alemán Byung-Chul Han, el italiano Franco “Bifo” Berardi o el
francés Éric Sadin, el trazo grueso de sus advertencias contra una civilización
digitalizada converge en lo mismo: a la sombra de las ideas de Heidegger, a su
modo todos repiten con fórmulas como “la sociedad del rendimiento y la
transparencia”, “tormenta de infoestimulación” o “siliconización del mundo”,
que la humanidad aún es despojada de su esencia por el avance de la técnica
(bajo la forma de redes sociales, algoritmos y pantallas), motivo por el cual
nos convertimos en poco más que eslabones inertes de un mecanismo de pura
explotación mercantil.
Byung-Chul Han, Franco “Bifo” Berardi y Éric Sadin
Es este “olvido del Ser”, en las palabras de Heidegger, lo que en pleno siglo
XXI aún establece las coordenadas del conflicto entre el hombre y la máquina.
Para entenderlo del modo más simple posible, nada mejor que las palabras del
ensayista argentino Eduardo Grüner en La obsesión del origen (Ubu
Ediciones): lo que la pregunta heideggeriana por la técnica revela es “una
lógica cuya finalidad es la sustitución de la Verdad del Ser por un Saber
mecanicista que hace del mundo una imagen eficiente, pero despojada de
fundamento y valor profundo”.
El frenesí de la técnica desenfrenada
Si Heidegger marca todavía la raíz de las grandes inquietudes provocadas por
los dispositivos tecnológicos que rodean nuestra existencia, es porque las
computadoras, la televisión y los teléfonos celulares ocupan de manera
creciente gran parte de nuestro tiempo “y la técnica presenta este hecho como
un triunfo del espíritu”, explica el ensayista argentino Oscar del Barco en El
estupor de la filosofía (Biblioteca Internacional Martin Heidegger). De
hecho, la injerencia de la técnica incluso en la intimidad de la vida es
presentada como lo que “salva”, escribe del Barco, en el sentido de que, tal
como nos indica la lógica exhibicionista de las redes sociales, “la
transparencia total es exhibida como felicidad”.
El punto clave está en que este proceso conduce a un mundo cada vez más
anulado, rígidamente racional “y simultáneamente desprovisto de razón”,
subraya del Barco. Y aún así, lo que el actual salto tecnológico digital hoy nos
demuestra de manera cotidiana, Heidegger lo percibió antes (y mejor) bajo la
idea de una naturaleza que se convierte en un objeto de cálculo, de manera
que también el hombre empieza a mirarse a sí mismo como si se tratara de una
cosa entre cosas. En términos heideggerianos, el Ser, es decir, la esencia
humana que debería “desocultarse” para que pueda acontecer la verdad,
resulta “velado” por la técnica.
Algunas obras del autor alemán
Pero la diferencia entre lo que estas ideas significaron para Heidegger y lo que
hoy significan para sus acólitos quedó marcada por el singular contexto
histórico del gran pensador alemán. A comienzos de los años treinta, cuando
en el apogeo de su carrera Heidegger ya era rector de la Universidad de
Friburgo, la tecnificación de la existencia era disputada por dos grandes
poderes antagónicos en lo ideológico pero idénticos en lo modernizador: el
comunismo y el capitalismo. Y ante “este mismo siniestro frenesí de la técnica
desenfrenada y de la organización sin raíces del hombre normatizado”, como
escribió Heidegger, fue entonces que con sus promesas de recuperación de los
valores del suelo y la tradición, el nacionalsocialismo de Adolf Hitler sedujo
al filósofo como una opción superadora.
Pensar antes y después del nazismo
De las perspectivas conjugadas durante décadas para entender la raíz
filosófica del vínculo entre Heidegger y el nazismo, una de las más
interesantes es la que encuentra el punto clave en el carácter de “revolución
conservadora” del Tercer Reich. En tanto signo de aborrecimiento de lo
moderno, por lo tanto, la decisión de Heidegger en favor del nazismo (al que
se afilió y acompañó en público como académico hasta 1934, cuando renunció
al rectorado de Friburgo) podría pensarse como una toma de posición
humanística y, a la vez, antidemocrática, “replegada en los valores de la
tradición y las raíces representados por el Führer”, como explican los
franceses Luc Ferry y Alain Renaut en Heidegger y los modernos.
Según esta explicación, lo que Heidegger habría valorado en el proyecto de
poder nazi es un retorno ideal a un “universo premoderno”, capaz de
establecer en nombre de la identidad y la tradición germánicas un límite
impenetrable a la avasallante tecnificación de la esencia humana (entre
cuyos efectos estaba el fracaso de la democracia, ya que esta sólo reproduce la
voluntad del poder técnico bajo la ilusión del voto). Aunque el entusiasmo
duró apenas hasta 1934, lo interesante de esta perspectiva es que, a su manera,
vuelve a plantear un dilema actual. ¿Es posible limitar el desarrollo
tecnológico? ¿Acaso el siglo XXI no se pregunta todavía qué tanta internet es
positiva y qué tanta es negativa? Y si ese límite fuera mensurable y se fijara
en nombre de una tradición o una utopía, ¿quién lo establecería y cómo lo
haría cumplir?
Martin Heidegger (Grosby)
Desde ya, ninguna explicación sobre la relación entre Heidegger y el nazismo
puede soslayar la contradicción entre los caminos abstractos del pensar y los
rieles de acero que llevaron a millones de judíos a los campos de exterminio
(de los que el filósofo se enteró después de 1945). Sin embargo, afirmar que
Heidegger fue antisemita es inconsecuente con su vida privada o pública.
En tal caso, si su romance con Hannah Arendt, la brillante filósofa judía que
conoció en Marburgo cuando era apenas una estudiante, suele mencionarse
como prueba de que Heidegger, evidentemente, no practicaba ningún
“nazismo biológico” (como también lo prueba el vínculo tutelar con Leo
Strauss, Karl Löwith o Emmanuel Levinas), su rechazo a viajar durante la
guerra a los países ocupados como representante oficial del pensamiento
alemán marca sus claras reservas como “nazi político”. En este sentido, el
retiro oficial de los profesores judíos en Friburgo, por ejemplo, fue una
política racial de la burocracia nazi a la que Heidegger (a pesar de sus a veces
caricaturescos comentarios antisemitas en los Cuadernos negros) nunca dio
una palabra pública de apoyo.
Serenidad ante las cosas y apertura al misterio
Concluida la Segunda Guerra Mundial y extinguido el Tercer Reich, se daría
inicio a un largo debate académico (que durante unos años mantendría a
Heidegger impedido de dar clases en las universidades) acerca de si se debía
“cancelar” o no al autor de Ser y tiempo como filósofo o si, en el mejor caso,
él mismo debía ofrecer el mea culpa de rigor que le permitiera rehabilitarse
oficialmente como pensador. Contra lo más previsible, sin embargo,
Heidegger sostuvo un sólido silencio sobre su etapa como simpatizante nazi
que, con el correr de los años, fue llenándose con la abierta admiración de su
obra por parte de nuevos y agradecidos difusores, en especial franceses,
como Jean-Paul Sartre, Jacques Lacan, Michel Foucault y Jacques
Derrida, entre otros.
Alrededor de la misma época, el pensamiento de Heidegger daría un giro (o
un “retorno ahondado de lo mismo”, como apunta Grüner) hacia una versión
más ligada al acontecimiento poético del Ser y su historia, movimiento con el
cual retomará la pregunta por la técnica del modo en que todavía circula entre
los filósofos del presente. Este proceso tuvo lugar durante los años en que,
proscripto en los ámbitos universitarios, Heidegger siguió con sus seminarios
y conferencias entre un público muy distinto: la burguesía de Bremen y
Múnich, ciudades en las que trabajó gracias a la ayuda de viejos alumnos a
pesar de que los empresarios, los comerciantes y las amas de casa que asistían
a sus lecciones en clubes y salones no tenían la formación filosófica para
entenderlo del todo. En 1953, a pesar de esto, Heidegger pronunció en Múnich
una de sus conferencias más importantes, La pregunta por la técnica.
"El estupor de la filosofía", de Oscar del Barco; "Fragmentar el futuro", de
Yuk Hui, y "El placer de la transgresión", de Renata Salecl
Pero fue en 1955 en su Messkirch natal donde Heidegger habló sobre la
“serenidad”, un concepto con el que ofreció una respuesta propia al avance del
engranaje de la tecnificación que marca, también hasta hoy, la paradoja en la
que se deslizan quienes denuncian con espanto una sociedad digitalizada
frente a la que tampoco es viable una actitud de negación o fuga. Esta
“serenidad”, explica Heidegger, requiere una “actitud de simultáneo sí y no al
mundo técnico con una palabra antigua: desasimiento de las cosas”, por lo que
deberíamos dejar a los objetos técnicos “dentro de nuestro mundo cotidiano y
a la vez afuera”. Por supuesto, la “serenidad” remite a la disposición a un
nuevo destino (que al ocurrir aclare “la esencia del Ser”) antes que a una
práctica concreta y calculada sobre los aparatos que nos rodean. Mientras
tanto, debemos asumir “serenidad ante las cosas y apertura al misterio”.
Un incandescente legado filosófico en favor y en contra
Martin Heidegger no sólo tiene rigurosos adeptos entre los más populares
autores de la filosofía actual (en La sociedad paliativa, el nuevo libro
de Byung-Chul Han, se alude incluso a su concepto de “tierra” como lo que
se oculta contra la “curiosa penetración calculadora”), sino que aún un
marxista tan ajeno a sus ideas como Slavoj Žižek lo menciona (también en su
nuevo libro, Como un ladrón en pleno día) tanto para subrayar la importancia
de un pensar dispuesto a avanzar contra sí mismo como para recordar qué
significa “el fin de la naturaleza” en manos de la biogenética. La misma estela
recorre a autores argentinos como Eduardo Grüner y Oscar del Barco,
capaces de iluminar los últimos debates en torno a Heidegger, aunque también
es palpable en otras líneas de análisis que, a partir de las premisas de su
filosofía de la técnica, ofrecen ideas propias para pensar el presente. Es el caso
de La imprevisibilidad de la técnica (UNR editora), de Margarita
Martínez e Ingrid Sarchman.
"La obsesión del origen", de Eduardo Grüner; "La imprevisibilidad de la
técnica", de Margarita Martínez e Ingrid Sarchman, y "La sociedad paliativa",
de Byung-Chul Han
A la luz de discípulos díscolos de Heidegger como el francés Gilbert
Simondon o el alemán Peter Sloterdijk, las autoras trazan una relación con
las máquinas del siglo XXI que escapa de la “histeria antitecnológica” que se
niega a asumir, precisamente bajo el peso de los preceptos heideggerianos,
que la naturaleza humana es “el resultado de la técnica circundante”. A partir
de ahí, sus discusiones abordan asuntos tan distintos como el significado del
término “deconstrucción” (acuñado por Derrida antes de resurgir en las
disputas de género mediante una reapropiación de los conceptos de Heidegger
sobre el lenguaje técnico) o procesos urbanos como la “gentrificación”, que
permite entender cómo funciona ese “espectro de la melancolía” que renueva
en clave vintage la fascinación por los discos de vinilo o los cassettes, objetos
cuya extinción se tiñe con los mismos tonos sepia con los que Instagram
exhibe nuestra última selfie. Y es otra vez sobre el territorio digital, entonces,
que nuestras imágenes virtuales se (y nos) tensionan entre “el develamiento y
la ocultación”.
Por lo demás, la presencia de Heidegger continúa entre quienes apuestan por
pensar dentro de las universidades como entre quienes, por el contrario, lo
hacen más allá de las aulas. Es por esta razón que, aún si los académicos que
analizan los pormenores más detallados de su obra siguen publicando y
discutiendo nuevos libros año tras año, al mismo tiempo su nombre reaparece
tanto en la obra de un autor novel como el chino Yuk Hui, que
en Fragmentar el futuro (Caja Negra) intenta “ir más allá del discurso de
Heidegger sobre la tecnología”, como en los artículos de la eslovena Renata
Salecl, cuya crítica a la “obsesión por la eficiencia” en El placer de la
transgresión (Ediciones Godot) es deudora de las mismas intuiciones
realizadas hace más de cien años por uno de los más grandes y polémicos
filósofos del siglo XX.