Cuento de los tres
deseos
Jeanne-Marie Le Prince de
Beaumont
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Había una vez un hombre, que no era muy rico,
que se casó con una bella mujer. Una noche de
invierno, sentados junto al fuego, comentaban
la felicidad de sus vecinos que eran más ricos
que ellos.
—¡Oh! —decía la mujer— si pudiera disponer
de todo lo que yo quisiera, sería muy pronto
mucho más feliz que todas estas personas.
—Y yo —dijo el marido—. Me gustaría vivir en
el empo de las hadas y que hubiera una lo
su cientemente buena como para concederme
todo lo que yo quisiera.
En ese preciso instante, vieron en su cocina a
una dama muy hermosa, que les dijo:
—Soy un hada; prometo concederles las tres
primeras cosas que deseen; pero tengan
cuidado: después de haber deseado tres cosas,
no les concederé nada más.
Cuando el hada desapareció, aquel hombre y
aquella mujer se hallaron muy confusos:
—Para mí, que soy el ama de casa —dijo la
mujer— sé muy bien cuál sería mi deseo: no lo
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deseo aún formalmente, pero creo que no hay
nada mejor que ser bella, rica y na.
—Pero, —contestó el marido— aún teniendo
todas esas cosas, uno puede estar enfermo,
triste o incluso puede morir joven: sería más
prudente desear salud, alegría y una larga vida.
—¿De qué serviría una larga vida, si se es
pobre? —dijo la mujer—. Eso sólo serviría para
ser desgraciado durante más empo. En
realidad, el hada habría debido prometer
concedernos una docena de deseos, pues hay
por lo menos una docena de cosas que yo
necesitaría.
—Eso es cierto —dijo el marido— pero
démonos empo, pensemos de aquí a mañana
por la mañana, las tres cosas que nos son más
necesarias, y luego las pediremos.
—Puedo pensar en ello toda la noche —dijo la
mujer— mientras tanto, calentémonos pues
hace frío.
Mientras hablaba, la mujer cogió unas tenazas
y a zó el fuego; y cuando vio que había
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fi
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bastantes carbones encendidos, dijo sin
re exionar:
—He aquí un buen fuego, me gustaría tener un
alna de morcilla para cenar, podríamos asarla
fácilmente.
Tan pronto como terminó de pronunciar esas
palabras, cayó por la chimenea un alna de
morcilla.
—¡Maldita sea la tragona con su morcilla! —
dijo el marido—; no es un hermoso deseo, y
sólo nos quedan dos que formular; por lo que a
mí respecta, me gustaría que llevaras la
morcilla en la punta de la nariz.
Y, al instante, el hombre se percató de que era
más tonto aún que su mujer, pues, por ese
segundo deseo, la morcilla saltó a la punta de
la nariz de aquella pobre mujer que no podía
arrancársela.
—¡Qué desgraciada soy! —exclamó— ¡eres un
malvado por haber deseado que la morcilla se
situara en la punta de mi nariz!
—Te juro, esposa querida, que no he pensado
en que pudiera ocurrir —dijo el marido—.
fl
¿Qué podemos hacer? Voy a desear grandes
riquezas y te haré un estuche de oro para tapar
la morcilla.
—¡Cuídate mucho de hacerlo! —prosiguió la
mujer— pues me suicidaría si tuviera que vivir
con esta morcilla en mi nariz, te lo aseguro.
Sólo nos queda un deseo, cédemelo o me
arrojaré por la ventana.
Mientras pronunciaba estas frases corrió a
abrir la ventana y su marido, que la amaba,
gritó: —Detente mi querida esposa, te doy
permiso para que pidas lo que quieras.
—Muy bien, —dijo la mujer— deseo que esta
morcilla caiga al suelo.
Y al instante, la morcilla cayó. La mujer, que era
inteligente, dijo a su marido:
—El hada se ha burlado de nosotros, y ha
tenido razón. Tal vez hubiéramos sido más
desgraciados siendo más ricos de lo que somos
en este momento. Créeme, amigo mío, no
deseemos nada y tomemos las cosas como
Dios tenga a bien mandárnoslas; mientras
tanto, comámonos la morcilla, puesto que es lo
único que nos queda de los tres deseos.
El marido pensó que su mujer tenía razón, y
cenaron alegremente, sin volver a preocuparse
por las cosas que habrían podido desear.
FIN
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