UNIVERSIDAD RAFAEL LANDÍVAR
FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES
TÉCNICO UNIVERSITARIO EN TRABAJO SOCIAL
INVESTIGACION:
MOTINES DE INDIOS ÉPOCA COLONIAL
KERENN ALICIA SAGASTUME DÍAZ
CARNÉ: 2288920
KIMBERLY DOMITILA PINEDA MONTEPEQUE
CARNÉ: 2288620
ZACAPA, AGOSTO DE 2022
CAMPUS SAN LUIS GONZAGA, S.J. DE ZACAPA
Motines de Indios Época Colonial
El pensamiento político de Severo Martínez Peláez es indisoluble de su
investigación histórica en La patria del criollo y en Motines de indios. Es una
indagación del pasado motivada por un odioso presente que se quiere volver un
futuro distinto. En este último libro, el examen de motines y rebelión está vertebrado
por la búsqueda de las causas de la obediencia y la rebelión y tal búsqueda no es
neutral. Motines de indios, de Severo Martínez Peláez, a pesar de ser un texto
inconcluso, tiene un potencial explicativo para muchos temas, entre ellos, los
orígenes del terrorismo de Estado, la cultura del terror, que hicieron de su patria de
origen, el escenario del genocidio más importante de la América contemporánea.
Severo Martínez
Nacido en la ciudad de Quetzaltenango en 1925, Severo Martínez Peláez presenció
de manera muy directa la continuación del orden colonial a través del orden
oligárquico-liberal. Es bastante conocido el origen español de su familia paterna y
además su situación acomodada durante los años veinte del siglo pasado, cuando la
abarrotería fundada por el abuelo Severo Martínez Annia conocía todavía su
esplendor. Su familia materna era parte de los finqueros cafetaleros del occidente de
Guatemala, y su niñez y adolescencia transcurrió en el contexto de la dictadura de
Jorge Ubico (1931-1944). Este régimen político perpetuaría, en gran medida, el
orden colonial sólo que ahora articulado a la agroexportación hacia el mercado
mundial capitalista. Todo apuntaba a que aquel muchacho de clase acomodada en
la segunda ciudad de la república de Guatemala, tendría una existencia
convencional y sería continuador en la administración del patrimonio familiar. Pero
otro sería el rumbo de aquel joven complejo y atormentado, entre otros hechos por el
suicidio de su madre cuando él era todavía un niño. No es este el lugar para abundar
en las causas de su paulatina inclinación hacia el pensamiento revolucionario, las
cuales ya han sido analizadas en otros lugares.
El libro
Motines de Indios fue inicialmente publicado en 1985 como un avance de
investigación. La edición de 1985 contiene un plan general de la obra que nunca se
completó y, además, la promesa incumplida de que pronto se convertiría en un libro
consumado. Pero este texto había sido redactado desde los años setenta y puede
agregarse que muchas de las ideas de Motines de indios ya están contenidas en La
patria del criollo. No solamente porque en este libro está comprendida la
interpretación de las causas estructurales de la violencia colonial, los motines
incluidos, sino porque en él hay referencias puntuales acerca de dichos motines.
Baste mencionar en el capítulo quinto su alusión a la prohibición de prácticas
religiosas paganas como causa de motines y en el capítulo sexto la desvinculación
de éstos con la lucha por la Independencia con respecto a España. Es posible pues
conjeturar que varias de las ideas de Motines de indios ya se encontraban
germinando en los años sesenta del siglo xx y con certeza podemos decir que
estaban siendo escritas desde principios de esos años.
La conjetura y certeza con respecto a las fechas en que estaban naciendo las ideas
sobre violencia y rebelión que después serían escritas en Motines de indios, sirven
para relacionar estos hechos con el contexto en que surgieron y se escribieron.
El punto medular de la interpretación de Severo Martínez Peláez con respecto a los
motines de indios se encuentra en los primeros párrafos de la introducción de su
inconcluso libro. Al debatir con algún crítico imaginario, argumenta el motivo por el
cual se ha enfocado en los momentos críticos de la vida colonial del indio y no en
aquellos en los que su vida transcurría con normalidad. En su opinión es erróneo
creer que las clases sociales oprimidas viven una vida “normal” cuando no se
rebelan, la cual se vuelve “anormal¨ cuando se rebelan: en realidad la violencia en
los momentos críticos se gesta en la entraña de la vida cotidiana “normal”. En
general, la violencia tiene causas estructurales, por lo que puede decirse que la
causa primordial de los motines de indios fue el régimen colonial que colocó al indio
colonial en los límites de la desesperación y de la explosión violenta. Las causas
estructurales de la violencia son las que el autor llama “causas determinantes”.
Éstas no deben ser confundidas con las causas desencadenantes, que pueden ser
hechos fortuitos que actúan como factores precipitantes.
Hay una diferencia esencial, de contenido, entre la violencia que nace en la
desesperación de los oprimidos y la que aplican los opresores para silenciarlos. La
violencia represiva actúa a través de la autoridad y sus agentes represores para
preservar los mecanismos de explotación, mientras los oprimidos la ejercen contra
dichos mecanismos. Esto nos indica que la violencia social nunca es un fin en sí
mismo, siempre es un medio que apunta a un objetivo ulterior. Martínez Peláez
además sabe distinguir entre la violencia como acto y la que actúa como
expectativa, es decir, el terror. El terror que tiene una relación de especie de género
con la violencia, no es más que la violencia aplicada con la mayor de las
contundencias para lograr efectos ejemplares y disuasivos. La violencia en potencia,
la que dimana de la ejemplaridad de los castigos es la violencia que el oprimido
siente todo el tiempo. Hay una relación dialéctica entre la violencia en acto y la
violencia en potencia: la primera aparece intermitente para alimentar de manera
permanente a la segunda. Viviendo en una sociedad regida por una dictadura militar
de carácter terrorista, a Severo Martínez Peláez le llama poderosamente la atención
el terror en la vida colonial centroamericana. Su examen de los castigos a los
amotinados y rebeldes, el carácter público de éstos, lo hace concluir que el propósito
era infundir terror y que el terror era una pieza clave en el mantenimiento de la paz y
la estabilidad colonial: las protestas de los indios tenían que ser castigadas con rigor
y prontitud.
Así como el terrible orden represivo que le tocó vivir, tal vez lo volvió sumamente
perspicaz para analizar la violencia represiva, el potencial de rebeldía en Guatemala
y Centroamérica lo llevó a ser también bastante sutil para detectar las regularidades
de la violencia desde abajo y la rebeldía que la nutría. Postuló así que las causas del
ánimo rebelde podían ser causas de orden positivo coyuntural, causas de orden
positivo interno y causas de orden interno negativo.
Motín y rebelión como expresión de los límites del oprimido y expoliado
De acuerdo con lo que indica Severo, la explicación de la importancia del tributo en
los amotinamientos deriva de que el plan monárquico se orientó a convertir a los
indios en tributarios del rey, y fueron organizados para esto. Ciertamente los indios
fueron sometidos a diversas formas de explotación: tributación, repartimiento,
servicios gratuitos a la Iglesia, endeudamiento forzoso por compras forzadas de
mercancías, exacciones de los caciques. Pero fueron tributos, monopolio comercial y
cobro de impuestos mercantiles los principales mecanismos de succión de riquezas
en vista de que el reino era pobre en la producción de metales. Por consecuencia, el
repartimiento tuvo un lugar subordinado en la estructura colonial; finalmente era un
mecanismo de explotación que beneficiaba a los hacendados criollos. Los motines
derivados de la usurpación de las tierras de indios fueron excepcionales o no los
hubo; de igual manera los motines ocasionados por el repartimiento, es decir, el
trabajo forzado por periodos semanales en las haciendas. Esto sucedió porque la
tierra era necesaria para el mantenimiento de los indios y para pagar el tributo a la
Corona y porque el repartimiento era una concesión temporal de ésta a los
hacendados.
El orden colonial estaba constituido por una estructura que, de arriba abajo,
comenzaba con la monarquía misma, continuaba con los altos funcionarios
coloniales, exportadores radicados en la península, comerciantes monopolistas
locales, corregidores, alcaldes mayores, y finalizaba con los indios nobles y los
ladinos (mestizos) establecidos en los pueblos de indios. Como expresión de luchas
de clases, los motines, en muchas ocasiones, fueron dirigidos contra los enemigos
más inmediatos en esa formidable estructura de dominación: indios nobles y ladinos
que en muchas ocasiones actuaron como esbirros locales. A estos enemigos
inmediatos hay que agregar los curas regionales y locales.
En la visión de Martínez Peláez, la lucha de clases en el régimen colonial dista
mucho de ser una resistencia reivindicativa de una identidad visualizada de manera
esencialista. Así, esa lucha de clases también.
dista de ser una mera confrontación entre indios contra ladinos, criollos y
peninsulares. Tanto en La patria del criollo, como en Motines de indios, ciertamente
veremos a los indios luchar contra sus opresores, pero entre estos opresores no
solamente habrá criollos y peninsulares, sino también ladinos pobres e indios
acomodados. Estos últimos, los “justicias” (alcaldes, regidores y alguaciles) y los
“principales” (la “nobleza” india local). Veremos conflictos entre indios nobles
(“principales” contra “justicias”), también alianzas entre indios y ladinos pobres
cuando ambos grupos fueron sometidos a idénticas condiciones de trabajo y
explotación. Dentro de la cadena represiva constituida por los curas, ladinos de
pueblos de indios y “cabildos de indios”, estos últimos fueron el eslabón más débil.
La razón fue que estaban más cerca de los indios explotados por razones de
vivienda y culturales. Además, las rivalidades entre principales y justicias debilitaban
dicho eslabón (ídem).
A excepción de la rebelión de los zendales, la violencia colonial indígena en
Centroamérica fueron los motines: pequeñas sublevaciones contra autoridades
locales porque los amotinados no podían alcanzar a autoridades más altas. La
propia condición del indio no daba para más que el motín, eran seres atados de pies
porque no podían salir de los pueblos sin autorizaciones, o atados de la palabra
porque no sabían hablar el castellano ni mucho menos escribirlo, salvo algunos
escribanos. Acaso uno de los elementos más controversiales de la interpretación de
Martínez Peláez radica en su visión de la cultura del indio colonial: una cultura
pobre, infradotada de recursos tecnológicos y visión del mundo que le permitiera ir
más allá de intermitentes, pero efímeros brotes de insubordinación. La visión del
mundo del indio colonial estaba constituida por fantasías religiosas hispánicas y
prehispánicas refundidas en un nuevo sistema de creencias coloniales. No incluía la
visualización del sistema mismo, cuya estructura institucional desconocían por
completo. El motín como forma de resistencia en la visión de Severo es, entonces,
un síntoma de estas limitaciones observadas en los indios coloniales. Por esto, nos
dice el historiador, los motines fueron explosiones impremeditadas, focales,
circunstanciales, desimplementadas, prepolíticas, no planificadas (o improvisadas en
pocas horas), con un alto costo de sacrificio y de muy corta duración.
Raros fueron los motines de una semana, lo que no quiere decir que, en ocasiones,
no fueran expresión de una violencia extrema. El motivo de esto fue que los indios
no supieron, en la mayoría de los casos, qué hacer después del brote de ira.
También porque la reacción represiva era rápida y fulminante para impedir los daños
grandes y la propagación de la rebeldía. Finalmente, porque los indios sabían de lo
devastadora que era esa reacción represiva. También los motines fueron
canalizaciones de odio popular contra una o varias personas responsables de
abusos, nunca dirigidas contra los sistemas de explotación básicos, ni contra las
clases explotadoras, ni contra el sistema colonial. La intención fue frenadora y
punitiva de algún exceso, no fue reformadora ni menos aún revolucionarias. El
carácter espontáneo de los movimientos, la ausencia de plan, no permitía una
solidaridad firme entre los menos comprometidos, aun cuando entre los que más lo
estaban sí existía. Las confesiones y acusaciones entre los mismos amotinados
fueron frecuentes. Los motines de indios se hicieron con recursos tecnológicos
(armas) escasamente ofensivos: piedras, garrotes y eventualmente machetes. La
excepción en ese pobre armamento fue la rebelión de los zendales. En los motines,
el auge de la cólera no hacía desaparecer totalmente el miedo. El motín ejerció la
violencia tratando, en la mayor parte de los casos, que ésta no llegara a extremos,
porque se sabía que la derrota era una posibilidad real. Las escasas o nulas
posibilidades de victoria radicaban en que el aparato represivo colonial era vasto.
Comenzaba con los corregidores y alcaldes mayores, aliados a la Iglesia presente y
vigilante de los pueblos de indios. Los curas cumplían además de la función
religiosa, funciones políticas sumamente importantes. Los religiosos coloniales, en
relación con los motines de indios fueron defensores del sistema y cualquier
veleidad de defensa de estos últimos hubiera sido definitivamente subversiva. El
aparato represivo incluía al ejército regular que constaba de batallones fijos de
infantería, caballería y artillería y sobre todo a las milicias, una fuerza temporal
constituida por los mestizos varones de entre 16 y 40 años. El aparato represivo
colonial resultaba entonces ágil, eficiente y barato, pues solamente un grupo
reducido de personas era quien estaba siempre sobre las armas (batallones fijos y
oficialidad española), mientras que bastante gente tenía que tomarlas, si se daba la
necesidad y era citada.
En lo que se refiere a la violencia como acto de resistencia, a diferencia de lo
acontecido en los motines, en la rebelión se llevó hasta las últimas consecuencias.
Se observaron azotes y ejecuciones en los pueblos de indios que no apoyaron la
rebelión. Y estas acciones extremas fueron dirigidas, sobre todo, a los fiscales y
mayordomos (sirvientes y hombres de confianza de los curas), esbirros al servicio
del corregidor y en general hacia los indios ricos. Tampoco faltaron las masacres de
mujeres y niños ladinos y ejecuciones de curas. En suma, violencia ejercida contra la
primera línea del aparato represivo que cotidianamente sufrían los pueblos de indios.
La violencia de los oprimidos y expoliados creció en los momentos finales de la
rebelión cuando la tropa colonial ya había realizado matanzas indiscriminadas en los
pueblos que había sometido, de tal manera que las atrocidades cometidas por los
sublevados tuvieron también un contenido de venganza. Martínez Peláez hurga en
la subjetividad de los sublevados las motivaciones de una violencia que no se había
visto.
Las raíces coloniales del terror en Guatemala
En el plano de la conjetura, impresión subjetiva que surge en el investigador de la
revisión de los documentos, Severo Martínez Peláez afirmó que no podía haber
existido menos de un motín por cada semana en los siglos de la dominación colonial
española. “Cincuenta motines por año son ciertamente pocos, habida cuenta de que
en el Reino de Guatemala se contaban con más de setecientos setenta pueblos de
indios”. Pocos para el número de pueblos de indios, con el tiempo los motines de
esa manera calculados suman miles, casi quince mil, a lo largo de los 297 años de
vida del régimen colonial. No puede sino aventurarse la hipótesis de que en toda la
región centroamericana, pero particularmente en las zonas con mayor densidad
demográfica como lo fueron lo que hoy es Chiapas, Guatemala y El Salvador, debe
haberse constituido un hábito represivo. Hay que recordar la carga de crueldad y
pragmatismo que se observó en la represión de las insubordinaciones indígenas:
despliegue rápido de batallones fijos o milicias, expropiaciones de bienes en el caso
de los indios acomodados, encarcelamiento por años en lugares insalubres y en
prisiones en las peores condiciones, azotes públicos o en el interior de las cárceles,
ejecuciones sumarias a través de estrangulamiento en el garrote vil, balazo para los
casos especiales o ahorcamiento como método más regular, ejecución de cabecillas
reales o supuestos para evitar la mortandad en masa de una población que se
necesitaba como fuerza de trabajo, decapitaciones, colocación de cabezas en picas
en las entradas de los pueblos de indios. Y, como alguna vez lo dijera el autor, esos
pueblos de indios no eran “sino cárceles con régimen municipal”. Con lo avasallante
que era el terror colonial, su violencia opresora no podía matar a todos los
amotinados, por ello esta violencia tuvo un enorme contenido ejemplar. La
ejemplaridad de la violencia, que implica en muchas ocasiones el montaje del
espectáculo punitivo, nos indica que fue el terror el contenido esencial de la violencia
opresora. En Motines de indios se cumple la promesa del subtítulo del libro. Aunque
inconcluso, es un detallado estudio de la violencia colonial en Centroamérica y
Chiapas en donde el autor destaca un monstruo bicéfalo que mantiene la paz
colonial. Por un lado, el ejercicio de la violencia que tiene como propósito aterrorizar.
Por otro, la labor adormecedora de la Iglesia católica con su red de obispos y curas
diseminados por todo el territorio. Terror colonial y enajenación religiosa, tales fueron
las dos cabezas del monstruo represivo.
El hábito represivo se legitimó durante la Colonia con un discurso racista que
retrataba al indio como holgazán, inclinado al vicio (especialmente a la embriaguez)
y a la conformidad puesto que vivía feliz y tranquilo en una situación que no era de
pobreza. Esos son los tres grandes prejuicios que Martínez Peláez denuncia en La
patria del criollo, a los cuales habría que agregar el endilgarles su carácter hipócrita
y desconfiado. Prejuicios racistas que eran funcionales en la legitimación del látigo,
picota y patíbulo como único trato que podía dársele a alguien con esa ontología.
Legitimación necesaria para mantener el orden represivo que necesitaba la
reproducción del trabajo forzado y todas las formas expoliadoras que eran la base
de los ingresos de la Corona y de los correspondientes a criollos latifundistas. Del
periodo colonial proviene la construcción de una de las dos grandes otredades
negativas que fueron necesarias para legitimar el genocidio en la Guatemala
contemporánea: el indio. (Ibarra, 2012)
Rebelión en Guatemala
Después de la confrontación militar desigual durante la invasión a partir de 1,524,
uno de los periodos de mayor sublevación indígena contra la esclavitud, la opresión
cultural y la imposición de la religión católica, fue el que antecedió a la llamada
independencia de 1,821. Numerosas sublevaciones indígenas sucedieron durante
esa época encabezadas por dirigentes mayas como Manuel Tot, capturado,
salvajemente torturado y asesinado por el régimen colonial alrededor de 1,815. Entre
los levantamientos más conocidos está el encabezado por Atanasio Azul y Lucas
Aguilar en Totonicapán en 1,820. Toda esta batalla histórica maya contra el despojo
y la esclavitud colonial, la aprovecharon los hijos criollos de los invasores convertidos
en ricachones terratenientes para llevar a sus bolsillos los tributos y la riqueza que
antes enviaban a la metrópoli española.
Durante el mismo siglo, el gobierno liberal de 1,871 acentuó el despojo de las tierras
comunales para convertirlas en grandes fincas de café, puso al Estado al servicio del
cultivo y la exportación del café y arraigó la mentalidad de desprecio racista hacia los
pueblos indígenas impulsando políticas de destrucción de la cultura indígena, como
la conversión del indígena en ladino por decreto. Esto explica la visión racista de
algunos intelectuales de principios del siglo pasado que sostuvieron que había que
“traer sangre azul de Europa” para mejorar genéticamente a los indígenas de
Guatemala. Hacia principios del siglo pasado, el proceso creciente de explotación,
trabajo forzado de los sectores populares y campesinos empobrecidos y, la dictadura
ubiquista en los años 30, llevó a importantes sectores urbanos, profesionales,
estudiantiles, democráticos y un importante grupo de oficiales progresistas del
ejército a un levantamiento para derrocar al Gobierno de Ubico e iniciar la revolución
democrática de 1,944 abriendo de nuevo la posibilidad de cambio de la situación
colonial.
10 años después, en 1,954 la intervención norteamericana interrumpió las
transformaciones estructurales en marcha y cerró toda posibilidad política de
buscarle solución a los problemas nacionales. La sistemática y cruel persecución del
Estado guatemalteco se ensañó contra las comunidades campesinas e indígenas,
maestros y líderes agraristas revolucionarios.
Esta situación llevó a las comunidades indígenas a retornar y profundizar el camino
de la resistencia maya acumulada y fraguada en cada momento de la historia de la
explotación y opresión colonial. Así, cuando hubo que aceptar la cruz católica se
aceptó y se guardó la espiritualidad maya. Cuando hubo que aguantar los
repartimientos y las encomiendas se preservó la vida y la esperanza. Cuando se
impuso las Mayordomías españolas en forma de cofradías, las comunidades mayas
las practicaron y las convirtieron en una estructura que guardó durante largo tiempo
tradición, pensamiento y sabiduría ancestral maya. Cuando robaron las tierras
comunales para convertirlas en fincas de café, las comunidades mayas le arrancaron
a las sagradas montañas su vida y su futuro. Y cuando hubo que levantarse frente la
opresión y dominación colonial, se hizo cientos de veces, en muchos casos con
resultados como el fusilamiento de los 7 Principales Ixhiles de Nebaj en 1,936,
resultados a los cuales siempre se sobrepuso la decisión de seguir buscando la
construcción del nuevo amanecer para las futuras generaciones. Sobre ese sustrato
de la resistencia maya arraigada y madurada desde 1,524, en los años siguientes a
la intervención norteamericana de 1,954 se fue hilvanando un movimiento social y
democrático constituido principalmente por estudiantes, maestros, sindicalistas,
organizaciones campesinas y sectores progresistas del ejército que buscó retomar el
camino de la revolución democrática. Con este propósito y la meta inmediata de
derrocar al gobierno de Idígoras Fuentes en 1,960 a través de un alzamiento de
oficiales jóvenes del ejército, se inició el proceso de lucha armada en Guatemala
que, en su desenvolvimiento, fue dando lugar a la configuración de un proyecto
revolucionario de transformación estructural desde una formación ideológico política
esencialmente marxista leninista.
La lucha revolucionaria de la década de los años 60, fue desarticulada por la
represión gubernamental a mediados de ésa década, por ello, no alcanzó las metas
que se propuso ni concluyó con el proceso iniciado, pero favoreció el esparcimiento
de las semillas de la revolución guatemalteca en las comunidades rurales sobre el
terreno fértil de la resistencia maya, que éstas penetraran al corazón de las luchas
campesinas indígenas contra la explotación y el trabajo forzado en las fincas y,
mostraran una alternativa de cambio ante los sectores sociales y populares, las ligas
campesinas, la acción católica, las cooperativas y otras formas de organización
social y política, a las que el Estado les había cerrado las puertas bajo el alto mando
del ejército. Evidentemente, las semillas del proyecto revolucionario guatemalteco
encontraron un terreno fértil en el descontento y la movilización popular y en la
resistencia indígena. Ello explica que, a pesar de la derrota del movimiento
insurgente guerrillero revolucionario en la década anterior, en los años setenta éste
resurge, recupera su iniciativa, se extiende y tiene importantes grados de
generalización de la guerra de guerrillas en bastas regiones del país, incluso en la
clara disputa de masas, terreno y poder local a finales de la década de los años 70.
Las organizaciones revolucionarias guerrilleras por su lado se habían apertrechado
con su estrategia de la guerra popular revolucionaria, sus planos estratégicos,
mejores métodos de trabajo con su línea de masas, con una formación político militar
en la que cultivaron la capacidad del ser humano por encima de la capacitad de las
armas, una mística revolucionaria profunda, entre otros factores, que les permitió
conquistar la confianza y participación de importantes sectores de la población
guatemalteca y en particular una incorporación masiva de comunidades mayas en
distintas regiones del país.
Ahondando en el análisis de la participación masiva de los pueblos indígenas en el
proceso revolucionario, en extensas regiones del país, principalmente de los
Departamentos de las Verapaces, El Petén, El Quiché, Huehuetenango, San Marcos,
Quetzaltenango, Sololá, Chimaltenango, el área central y la franja de la bocacosta
encontramos distintas razones que la explican, como son: el objetivo común de
cambiar de raíz al sistema colonial, explotador y racista; el mensaje y la actividad
revolucionarias que además de estar en los centros urbanos llegó a las montañas del
altiplano noroccidental y a las fincas de agroexportación en la costa sur; los
conceptos universales del materialismo histórico y la filosofía dialéctica se
encontraran, complementaran y enriquecieran mutuamente con el pensamiento y la
cosmovisión maya dual basada en el respeto a la madre naturaleza, el arte de la
guerra aplicada a la guerra de guerrillas y el caudal de experiencias de resistencia de
los pueblos indígenas, una profunda mística revolucionaria con el espíritu de
resistencia y el sueño del nuevo amanecer indígena y, además que este ejercicio de
teoría y práctica revolucionarias se diera en los propios idiomas mayas en distintos
frentes guerrilleros.
En este contexto revolucionario, las comunidades Popti, Chuj, Ixhil, K’ich’e, Q’eqch’i,
Mam y otras, registran en su memoria histórica la decisión de sus autoridades
tradicionales, los Mamines en San Miguel Acatán, los Mama’ y B’aalvatztiixh en la
Región Ixil, entre otros, de incorporarse de manera colectiva y comunitaria al
proyecto revolucionario como continuación de su resistencia maya de siglos a tras,
fue una decisión histórica de los consejos comunitarios mayas.
Con la masiva participación indígena, en distintas regiones del país la lucha
revolucionaria guerrillera se insertó en las miles de formas de la resistencia indígena,
esta vez, en sus propias montañas, barrancos, bosques y milperíos, desarrollando
frente al enemigo común, el ejército y su política de represión y genocidio, la
creatividad más grande, de indios y ladinos revolucionarios, hombres y mujeres, para
llevar al movimiento guerrillero a sus momentos más álgidos y de mayor fortaleza a
finales de los años 70.
Mientras tanto, en el plano de la movilización social, las consecuencias del terremoto
del 4 de febrero de 1,976 y la solidaridad que generaron en amplios sectores medios,
aumentaron la conciencia popular que se fortaleció con la marcha de los mineros de
Ixtahuacán - Huetenango y de los trabajadores del Ingenio Pantaleón y otros en la
Costa Sur en 1,977, el surgimiento del Comité de Unidad Campesina –CUC- en
1978, el fortalecimiento del Comité Nacional de Unidad sindical –CNUS- y la
constitución del Frente Democrático contra la Represión, hasta llegar a la histórica
toma de la Embajada de España por los campesinos del norte del Quiché el 31 de
enero de 1,980 y la huelga en las fincas de la costa sur que subió el salario mínimo
de Q1.12 a Q3.20 por jornal de trabajo, en febrero del mismo año.
Todo aquello resultó evidente para el ejército, las elites económicas y terratenientes y
por supuesto para el alto mando del ejército. Para la mentalidad conservadora
colonial y racista, las movilizaciones en las carreteras y las huelgas en las fincas de
agroexportación encendieron el terror del opresor, el miedo del criollo y el ladino
colonial. El levantamiento de los indios era como ver a las piedras y las rocas
levantarse y venirse encima de uno, palabras más palabras menos, fueron las
expresiones de los finqueros de la costa sur. Además de esta reacción instintiva del
sector terrateniente predominante, por supuesto que privó también el interés de las
distintas cámaras empresariales del país, la industria, la banca y el comercio de
proteger la riqueza que sus progenitores se habían apropiado desde 1,524, 1,821 y
luego en 1,871. Había que salvar el capital acumulado a partir del despojo de las
tierras de los pueblos indígenas, del trabajo forzado de indios en las fincas de café,
caña de azúcar y algodón y de la apropiación de los recursos del país a través del
control del aparato del Estado. Siendo herederos del poder colonial y su mentalidad
racista no iban a permitir una revolución con clara participación de los pueblos
indígenas o el levantamiento indígena en el marco de un proceso revolucionarioDado
el contexto internacional y centroamericano, también estaban aterrorizados por el
triunfo de la revolución sandinista en 1,979 y el avance del FMLN en El Salvador.
La principal y única reacción que tuvieron los grupos poderosos fue la represión por
parte del ejército al servicio de los terratenientes finqueros y una burguesía
capitalista incipiente, dependiente, con mentalidad todavía muy conservadora, criolla
y racista.El ejército tenía que cumplir con su parte: matar indios, ancianos mujeres y
niños, más allá de quitarle el agua al pez, los polos de desarrollo, las patrullas civiles,
fusiles y frijoles, etc, en bastas regiones mayas claramente seleccionadas por el alto
mando del ejército. El ejército tiene en sus registros más quemas de viviendas y
cosechas, violaciones de mujeres, asesinatos de niños y ancianos, aldeas arrasadas
y actos de genocidio que combates contra las columnas guerrilleras revolucionarias.
Según el Informe Memoria del Silencio de la Comisión para el Esclarecimiento
Histórico de las violaciones de los derechos humanos durante el conflicto armado
interno, mas del 80 % de las víctimas de las masacres por parte del ejército la
sufrieron las comunidades del Pueblo Maya como resultados de la política de
genocidio, tierra arrasada y de muerte aplicada por el ejército de Guatemal. Este es
el último holocausto que han sufrido los pueblos indígenas y los sectores populares
de Guatemala, que no logró corta el sueño indígena del nuevo amanecer, ni evitar
que las comunidades mayas retomen las huellas de su resistencia ni su espíritu de
rebelión que les heredaron los antiguos mayas además de su civilización milenaria.
Por ello, desde las propias cenizas del genocidio y la tierra arrasada aplicadas por el
ejército de Guatemala, los huérfanos, las viudas y las comunidades indígenas mayas
desafiando la muerte y la sangre, retomaron el camino de la resistencia heroica en
importantes regiones del país, permitiendo que las semillas de revolución
guatemalteca se preservaran y retoñaran en los momentos más difíciles de la
represión gubernamental, siendo las Comunidades de Población en Resistencia una
de sus expresiones más organizadas. Sobre esta base creció la emergente
movilización social y popular en esos años. En este contexto, la Comandancia
General de la URNG abrió camino al diálogo y la negociación que culminó con la
firma de los Acuerdos de Paz el 29 de diciembre de 1,996.La guerra interna de
Guatemala posibilitó la maduración de la conciencia maya de sus combatientes,
indígenas y ladinos, de las comunidades indígenas que participaron activamente en
el impulso del proyecto revolucionario guatemalteco, de las comunidades indígenas y
campesinas que se vieron obligados a abandonar la madre tierra y refugiarse en
distintos países de la región y del continente, de los sectores sociales, populares,
estudiantiles y democráticos que conocieron el proceso y sufrieron la persecución,
represión y las políticas de contrainsurgencia. Hoy la sociedad guatemalteca habla
de pluriculturalidad, empieza a pensar en la construcción de la unidad nacional y de
la nueva nación, aunque la mentalidad colonial y la cultura de discriminación racista
estén todavía muy arraigadas.
Sin embargo, las heridas del genocidio, la tierra arrasada y el terror militar que el
ejército implantó no se han roto, no se han superado, Guatemala quedó herida de
muerte, sus hijos e hijas crecieron en el marco de la desinformación, del terror
generado por el genocidio, de la ignorancia de su pasado milenario maya y de su
pasado revolucionario. Las elites empresariales, por su lado, se fragmentaron,
perdieron el control de la administración del estado y en los últimos años han vuelto a
fortalecer el papel del ejército sin que puedan combatir a los grupos de poder
paralelo, si es que alguna vez han tenido la intención de combatirlos. En el caso de
las comunidades indígenas en su horizonte inmediato está la reconstrucción del
tejido social roto por el genocidio y la tierra arrasada cometidos por el ejército. Hoy
en distintas regiones del país sigue creciendo el número de organizaciones, comités,
asociaciones, entidades de todo tipo de los pueblos indígenas. Hoy, a diferencia del
pasado, la espiritualidad maya ha ido ayudando a retomar los ejes filosóficos de la
resistencia, la fortaleza de la voluntad de los pueblos indígenas de no doblegarse
ante los momentos más difíciles, por más crueles que sean, como los fueron las
masacres y el genocidio en tiempos de la invasión de 1,524 o en los años 66 y 67 en
el oriente del país, o en los años 80, 81, 82 y 83 del siglo pasado en el altiplano
noroccidental de Guatemala.
En numerosas comunidades de distintas regiones mayas principalmente, en base a
la cosmovisión maya y a la cohesión social propia de su vida comunitaria, se han
empezado a dar pasos importantes en la reconciliación, cada vez hay más
patrulleros civiles que confiesan haber sido obligados a cometer violaciones a los
derechos humanos obligados por el ejército de Guatemala y hay un esfuerzo
comunitario para rehacer la armonía, el respeto, la convivencia, concepción y
práctica muy distante de la política gubernamental, tanto del gobierno pasado como
el actual, quienes primero pagaron a los patrulleros civiles por la destrucción y las
violaciones a los derechos humanos que éstos cometieron obligados por el ejército,
pero en el fondo encubriendo a los victimarios y, también ambos gobiernos, tratando
de hacer uso electoral de los fondos del programa nacional de resarcimiento que las
organizaciones de víctimas definieron en su momento. (Ceto, 2006)
Bibliografía
Ceto, P. (2006). Rebelión y genocidio en Guatemala . albedrio .
Ibarra, C. F. (2012). Violencia y rebelión en Motines de indios de Severo Martínez
Peláez. Bajo el Volcán, 12, 29-56.