0% encontró este documento útil (0 votos)
74 vistas47 páginas

Programa de Filosofia Politica

Este documento presenta el programa de un seminario de filosofía política para estudiantes de tercer año de filosofía. El programa incluye objetivos, una introducción al concepto de filosofía política, y ocho capítulos que cubren temas como la política, el ordenamiento político, los medios y fines del ordenamiento político, las normas de procedimiento y preferencia, el gobierno político y los métodos democráticos. También incluye lecturas recomendadas, actividades de aprendizaje y criterios de evaluación.

Cargado por

Karol
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
74 vistas47 páginas

Programa de Filosofia Politica

Este documento presenta el programa de un seminario de filosofía política para estudiantes de tercer año de filosofía. El programa incluye objetivos, una introducción al concepto de filosofía política, y ocho capítulos que cubren temas como la política, el ordenamiento político, los medios y fines del ordenamiento político, las normas de procedimiento y preferencia, el gobierno político y los métodos democráticos. También incluye lecturas recomendadas, actividades de aprendizaje y criterios de evaluación.

Cargado por

Karol
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 47

1

SEMINARIO DIOCESANO DE “LA ANUNCIACIÓN” DE CD. ALTAMIRANO GRO.


FACULTAD DE FILOSOFÍA
3ro. DE FILOSOFÍA
MATERIA: FILOSOFÍA POLÍTICA
PROGRAMA
Objetivo: Los alumnos de tercero de filosofía, clarifican, reflexionan y analizan la situación socio-
política, con el fin de formar un juicio y criterio que les ayude a promover la organización, la paz y la
justicia dentro de la sociedad.
INTRODUCCIÓN
A) La sociabilidad natural
B) El concepto de filosofía política
Primera parte: ¿Por qué la Política?
CAPÍTULO I: LA POLÍTICA ()
1. El concepto de política
1.1. La acción política
1.2. El poder político
2. La sociedad política y la sociedad civil
2.1. El juzgar en la política
2.2. La cuestión de la identidad política
CAPITULO II: EL ORDENAMIENTO POLÍTICO ()
1. El concepto de ordenamiento político
2. Las formas del ordenamiento político
2.1. La norma fundamental
CAPITULO III: LOS MEDIOS DEL ORDENAMIENTO POLÍTICO ( )
1. La cohesión
2. La legalidad
3. La centralización
4. La coacción
4.1. El desafío terrorista
5. La autoridad
6. El problema de la soberanía
CAPITULO IV: LOS FINES DEL ORDENAMIENTO POLÍTICO ( )
1. La diversidad de los fines
2. El fin procedimiento de la paz
2.1. ¿El fin justifica los medios?
2

CAPÍTULO V: LAS NORMAS DE PROCEDIMIENTO DEL ORDENAMIENTO POLÍTICO


()
1. La democracia como norma constitutiva
1.1. La regla de la mayoría
1.2. El estado de derecho
2. La justicia como norma regulativa
2.1. La regla de equidad
2.2. La regla de la imparcialidad
CAPÍTULO VI: LAS NORMAS DE PREFERENCIA DEL ORDENAMIENTO POLÍTICO
( )
1. El principio de libertad
2. El principio de igualdad
2.1. La regla de solidaridad
2.2. El “estado de bienestar”
3. El problema de legitimidad
CAPÍTULO VII: EL GOBIERNO POLÍTICO ( )
1. El concepto de gobierno político
2. Las formas de gobierno político
2.1. El gobierno autocrático
2.2. El gobierno democrático
2.3. El paradigma pluralista
CAPÍTULO VIII: LOS MÉTODOS DEL GOBIERNO DEMOCRÁTICO ( )
1. La democracia directa
2. La democracia representativa
2.1. El sistema de división de poderes
2.2. El sistema de los partidos políticos
2.3. El sistema del pluralismo
2.4. El sistema de la opinión pública
3. El problema de gobernabilidad
4. Los fines del gobierno político
4.1. Las ideologías políticas
4.2. La utopía : justificación de un ordenamiento internacional de paz
4.3. El mundialismo democrático
3

LECTURA DE LOS DIFERENTES ARTÍCULOS


 Leer y hacer un reporte de lectura la obra de La Política de Aristóteles, como trabajo final
(entregar a más tardar en el mes de Diciembre)
 Leer y hacer reportes de lectura de los siguientes artículos (uno por mes)
1. Platón y Aristóteles, dos miradas sugestivas entorno a la política (Agosto)
2. La filosofía política clásica De la antigüedad al renacimiento. Atilio Borón - compilador
Teoría política y práctica política en Platón. Capítulo I: (Septiembre)
3. Maquiavelo o el indicador de la ciencia política moderna (Octubre)
4. El poder: De Maquiavelo a Foucault (Noviembre)

Actividades de aprendizaje con docente= estrategias didácticas


 Exposición en clases
 Comentarios sobre los artículos de lectura
 Comentarios en relación con la clase anterior
Actividades de aprendizaje independientes=
 Reportes de lectura
 Lectura de una obra filosófica
 Investigación personal
 Cuadro sinóptico
 Mapa conceptual
 Línea del tiempo
Criterios de evaluación
 Reportes de lectura 25%
 Exposiciones 25%
 Reporte de lectura de la obra final 30%
 Examen final 20%

BIBLIOGRAFÍA

1. Filosofía política. NORBERT BILBENY. UOC, Barcelona 2008.


2. Filosofía Política. ALFREDO CRUZ PRADOS. EUNSA, España, 2009
3. Teoría del Estado. BASAVE, A. JUS, México, 2003
4. El hombre y el Estado. MARITAIN, J. Buenos Aires, 1984.
5. Platón y Aristóteles: dos miradas sugestivas en torno a la política Miguel A. Rossi* y Javier
Amadeo*
6. Revista de Ciencias Sociales (RCS) Vol. XVIII, No. 2, Abril - Junio 2012, pp. 367 – 380. El
Poder: De Maquiavelo a Foucault. ÁVILA-FUENMAYOR, FRANCISCO* Ávila Montaño,
Claudia**
4

7. Platón y Aristóteles: dos miradas sugestivas en torno a la política. MIGUEL A. ROSSI* Y


JAVIER AMADEO**
8. La filosofía política clásica De la antigüedad al renacimiento. ATILIO BORÓN - compilador
Teoría política y práctica política en Platón
INTRODUCCIÓN
La filosofía surge en el mundo griego, que era el mundo de la polis. La polis era el marco vital de esa
cultura, su condición de posibilidad y su fuente de inspiración. Para el hombre griego, el ámbito político
era el ámbito de lo propiamente humano, y la vida política –la forma de vida que tenía lugar dentro de la
polis– era la vida verdaderamente humana. Era lógico, por tanto, que muy pronto la filosofía dirigiese su
atención hacia la vida política, es decir, que se convirtiese en objeto de la reflexión filosófica el marco
vital en el que la misma filosofía había surgido.
Comprender al ser humano, entender su vivir y su actuar, era comprender la vida política, la realidad
vital que la polis constituía. Así, La filosofía de las cosas humanas era, esencialmente, filosofía política.
Como todo conocimiento humano, la filosofía política partía de la experiencia. Experiencia de la vida en
la polis. La filosofía política reflexionaba buscando la comprensión profunda, la intelección de la
realidad que asomaba en esa experiencia. Esto significa que la filosofía política no consistía en una mera
prolongación de las conclusiones de otros saberes filosóficos –la metafísica, por ejemplo–, ni en una
simple aplicación de estos saberes al «caso» de la vida política.
La filosofía política tenía su propio punto de partida en una experiencia específica –una experiencia que
no es la simple experiencia del ser, de que las cosas son–, y en el análisis de esta experiencia era donde
la filosofía política encontraba sus propios principios.
La filosofía política clásica era, pues, la reflexión racional sobre una forma de vida concreta y real,
sobre un ethos, institución o molde vital, determinado y peculiar, que constituía la experiencia
fundamental que el hombre griego tenía de sí mismo, de lo humano. La filosofía política era la filosofía
de la polis, de lo que tenía lugar en el seno de esta institución, de lo que caracterizaba el modo de vivir
que se gestaba dentro de ella. El hombre griego no solo no tenía experiencia de esas otras formas
sociales, sino que, además, estaba convencido de que la vida política, la vida en la polis, era la forma de
vida auténticamente humana.
En el mundo moderno. La filosofía política va dejando de ser la filosofía de la polis, la comprensión de
un ethos o forma de vida, y se convierte poco a poco en el análisis de un fenómeno o factor social: el
poder. Lo político ya no significa lo referente a un género de vida o comunidad, sino solo lo relativo a
un instrumento potencialmente presente en cualquier actividad: el poder.
Esta reducción de la filosofía política a simple ciencia sobre el poder, es la consecuencia del modo de
tratar la realidad social por parte del pensamiento moderno. La sociedad es considerada como una
pluralidad de dimensiones o esferas de actividad autónomas, cada una de las cuales constituye la materia
de una ciencia correspondiente, igualmente autónoma. La esfera política, distinguida de las demás, y
excluyendo de ella el contenido de cualquier otra, queda reducida a ser la esfera del ejercicio del poder,
y el estudio de este pasa a ser el cometido único de la filosofía política.
5

En el mundo moderno, las realidades como la ética, el derecho, la economía, etc., son presentadas como
fenómenos independientes, dotadas de una lógica propia y, por lo tanto, supuestamente comprensibles
de manera aislada, es decir, sin necesidad de contemplarlas integradas en el conjunto del vivir político.
Este planteamiento ha llevado, lógicamente, a un considerable descuido de la reflexión política. La
supuesta autosuficiencia racional de la ética, el derecho, la economía, etc., y la reducción de lo político
al estrecho campo del poder, constituyen ciertamente, una invitación a desentenderse del saber político.
De este modo se empieza a cuestionarse la posibilidad de que exista un saber político, de que lo político
sea objeto de una reflexión racional. Se considera lo político como algo carente de racionalidad y
verdad, como algo de lo que no cabe saber o ignorar, y la misma expresión «filosofía política» resulta
más bien desconcertante y paradójica.
Para recuperar la conciencia del valor de lo político, y de la posibilidad y trascendencia de su
conocimiento racional, es preciso desandar en buena medida lo andado, y volver a entender que la
realidad política no es un elemento más de la estructura y dinámica sociales, sino que es la misma
realidad de la polis, la misma realidad de una forma social determinada, considerada como un todo.
Comprender a fondo esta forma social, este género de vida colectiva no solo es posible, sino que es,
además, necesario para llegar a comprender acabadamente las realidades humanas que se dan dentro de
ella.
Ciertamente, la verdad política carece de la exactitud y certeza de la verdad matemática. Así ocurre con
todo saber práctico, con todo conocimiento que versa sobre lo que es praxis, acción humana. La
posibilidad de certeza y precisión de un saber es inversamente proporcional a la complejidad de su
objeto. Lo genuinamente humano, el vivir y obrar del hombre es, posiblemente, lo más complejo que se
presenta a nuestra razón, y la vida y la acción humanas son tanto más complejas cuanto más abarcante e
integrador es su marco de referencia.
Pero esto no significa que no exista verdad sobre lo político, y sobre lo práctico en general. El
conocimiento no deja de ser tal por carecer de la exactitud propia de un tipo particular de conocimiento.
La verdad no deja de ser verdad por no ser una verdad apodíctica. Como ya advertía Aristóteles, lo
razonable, lo conforme con la realidad es no buscar en todo saber el mismo grado de rigor. No admitir
más verdad que la verdad científica o matemática es un reduccionismo completamente infundado, es una
postura racionalista en lo epistemológico, que conduce a una postura sofística en lo político: a postular
que la política no es campo de la razón, sino solo de la pura y gratuita voluntad.
Para probar la validez de la filosofía política se necesita la argumentación y el proceder a analizarla
racionalmente. Solo de esta manera podemos estar en condiciones de elaborar con solvencia nuestros
razonamientos políticos. Esta tarea es la tarea de la filosofía política. Solo si es posible una reflexión
crítica y racional sobre lo político, será también posible la existencia de argumentos políticos que no se
apoyen meramente en una posición previa de la voluntad. Solo si es posible la filosofía política –y si la
practicamos efectivamente– será posible superar la mera ideología.
Con frecuencia, el lenguaje que utilizamos para hablar de lo político nos oculta la realidad que
pretendemos estar expresando. Los términos pueden ser engañosos e impedirnos reconocer lo que
realmente está ocurriendo en la vida política, y lo que realmente estamos haciendo con nuestras acciones
6

políticas. El lenguaje político nunca es neutral, pues es siempre deudor de una determinada concepción
política, de la que emana como expresión característica.
Un lenguaje político veraz es condición para que sea posible un diálogo político auténtico. No es
función de la filosofía política proporcionar soluciones concretas, indicar objetivos políticos
determinados. La acción real y concreta, aquí y ahora, solo puede proceder de la prudencia. La reflexión
filosófica sobre lo político se ordena a iluminar, a dar mayor fundamento y seguridad a nuestra tarea
práctica, prudencial, de deliberar y tomar decisiones políticas en las circunstancias concretas de cada
momento. La filosofía política es filosofía, es decir, teoría, y de la teoría nunca puede proceder la
respuesta acabada a un problema práctico, la decisión.
Por esta razón, cuando una teoría política se nos presenta como poseedora de la clave definitiva de lo
que hay que hacer políticamente, cuando pretende proporcionarnos la pauta inmediata de nuestra acción,
podemos estar seguros de que no se trata de una auténtica teoría o filosofía política, sino de una
ideología: un pensamiento que se origina desde el compromiso con un objetivo político particular y que
no es sometido a crítica racional. Una «teoría» que marca directamente un objetivo concreto no es más
que un pensamiento estratégico, que teoriza cómo alcanzar ese objetivo, previamente propuesto.
C) La sociabilidad natural
El hombre es, por naturaleza, un ser social. La experiencia de que el ser humano tiende a la sociedad y
necesita de esta para vivir humanamente es tan clara y permanente que no hace falta un gran esfuerzo
especulativo para captar el carácter natural de la sociabilidad humana.
Decía John Stuart Mill, «el estado social es a la vez tan natural, tan necesario y tan habitual para el
hombre que, con excepción de algunas circunstancias poco comunes, o a causa del esfuerzo de una
abstracción voluntaria, no puede el ser humano concebirse a sí mismo más que como miembro de un
colectivo». Pensar al hombre al margen de la sociedad solo sería una abstracción carente de todo
fundamento en la misma realidad humana.
Que el hombre es social por naturaleza no significa solo que el ser humano, de suyo y por sí mismo,
tiende a vivir con sus semejantes. Significa también, y más estrictamente, que el ser humano solo puede
ser lo que es –humano– si vive en sociedad. Lo natural no es solo lo que un ser es y posee
originariamente, y lo que procede espontáneamente de su patrimonio nativo. Lo natural es también lo
que un ser es, lo que le es propio y característico, una vez alcanzado su pleno desarrollo, su constitución
completa, aunque para esto haga falta la concurrencia de factores externos.
La sociabilidad natural del ser humano significa, pues, que este solo alcanza su auténtica naturaleza en
sociedad; que la misma naturaleza humana es de índole social, porque solo en sociedad llega
verdaderamente a actualizarse. Solo en sociedad, el hombre puede llegar a ser realmente –en acto, en
ejercicio, en la práctica– lo que constitutivamente puede y está llamado a ser. La necesidad que el
hombre tiene de la sociedad no debe interpretarse como una consecuencia de la imperfección o
deficiencia del ser humano, sino, al contrario, como una expresión de su perfección y dignidad
ontológicas. Como dice Santo Tomás, «cuanto más perfecto es un ser, tiene una aspiración más
universal, que tiende a lo común». Por su perfección, por su racionalidad y su libertad, el hombre tiende
a bienes comunes, y no solo a bienes individuales. Es decir, tiende a los bienes más perfectos, pues
7

cuanto más perfecto es un bien, más comunicable es. Cuanto más perfecto es un ser, más capaz es de
bienes comunes –de apetecerlos y poseerlos– y más común es su bien propio. El bien del hombre, el
bien en el que este encuentra su plenitud y realización, es un bien común, que solo se realiza y se posee
en comunidad.
Aristóteles va decir que fuera de que el hombre tienda a la sociedad por necesidad en los diversos
campos de protección o facilidad de intercambio, aunque pueda surgir por las necesidades de la vida, la
polis se ordena principalmente a la vida buena, a la excelencia humana o virtud.
Practicar nuestra condición humana, ser humanos en la práctica, consiste en nuestro mismo vivir social,
en nuestro mismo participar en la sociedad, participando así del bien común, de la clase de bien que nos
corresponde por naturaleza, y que no es otra cosa que la misma perfección de la sociedad. La
actualización de nuestra naturaleza es la actualización de nuestra sociabilidad.
Toda actualización de nuestra naturaleza, de nuestras posibilidades y capacidades naturales, se lleva a
cabo mediante una determinación operativa de estas, es decir, según una forma práctica concreta.
La sociabilidad humana se realiza progresivamente, a través y en la forma de diversas comunidades:
 La primera, la más inmediata y básica es la familia o comunidad doméstica. La familia
constituye la humanización, la realización auténticamente humana del iniciarse de la vida
humana y de la capacidad de dar inicio a una vida humana. La comunidad doméstica constituye
la forma social y práctica concreta. La familia puede ser considerada como una comunidad
natural. la familia necesita incorporarse a comunidades más amplias.
 Clan o la tribu,
 La aldea
 La poli.
La secuencia puede ser diferente, pero el camino que va desde la comunidad doméstica hasta la
comunidad política siempre significa la progresiva realización de la sociabilidad humana, que
encuentra su perfecto acabamiento en esa forma social que es la polis.
El término «polis» tanto para referirme a la polis griega de la Antigüedad, cuanto para significar la
sociedad civil o política en general.
La sociedad política es la sociedad perfecta porque solo esta clase de sociedad –no la familia, y mucho
menos el individuo solo– es suficiente para el desarrollo de la vida buena, de la vida plenamente
humana. Como sociedad perfecta, la polis es superior a las otras comunidades, y es fin de todas ellas.
Las comunidades menores tienden y se ordenan a la polis por cuanto lo que se está realizando a través
de ellas –la sociabilidad humana– alcanza su plena realización en la sociedad política. En esas
comunidades se incoa lo que en la polis se consuma.
«La polis –dice Aristóteles– es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo
es necesariamente anterior a la parte». La polis posee, respecto de las sociedades imperfectas, la
anterioridad que corresponde a lo que es fin y a lo que es todo. El fin es la razón de lo que se ordena a él:
lo perfecto es la razón de lo imperfecto. El todo es la razón de las partes que lo componen.
8

Si el ser humano es social por naturaleza, y la polis es la sociedad perfecta, en la que la naturaleza
humana se actualiza plenamente, podemos afirmar que el ser humano es político por naturaleza. Como
dice Aristóteles, «el hombre es por naturaleza un animal político».
El hombre es un viviente cuya forma de vida, pasado. A esta sociedad se la denomina con frecuencia
«Estado», pero me parece más conveniente utilizar generalmente el término «polis», porque el término
«Estado», por una parte, connota un cierto reduccionismo: nos invita a pensar solo en la estructura
pública de poder y administración; y por otra, posee un uso más preciso y estricto, que es el que
hacemos cuando nos referimos al Estado Moderno, es decir, a la forma o configuración típicamente
moderna de la sociedad política.
Por tanto, la polis es una sociedad natural. Si la polis es el fin de comunidades que son naturales, la polis
es también natural, pues «la naturaleza es fin». Podemos decir, incluso, que la polis es la sociedad más
natural al ser humano, en el sentido de que es en esta sociedad donde la naturaleza humana alcanza su
completa constitución práctica o activa.
Toda comunidad eleva al ser humano por encima de su individualidad, le hace transcender su condición
de mero individuo, y le hace así capaz de bienes comunes: bienes superiores a los meramente
individuales, es decir, a los bienes de los que es capaz el hombre en cuanto simple individuo. Que el
hombre es social por naturaleza significa, pues, que solo es capaz de sus bienes más específicos en
sociedad, con otros seres humanos. El hombre tiende a formar y forma comunidades para alcanzar
mejores y más adecuados bienes: bienes que son diferentes de los que podría alcanzar y disfrutar como
individuo.
La polis –como acertadamente advierte Aristóteles– no es una familia en grande. La diferencia entre la
una y la otra no es solo material o cuantitativa, sino formal. La polis es una nueva forma de vida,
compuesta por acciones, relaciones y bienes comunes, que no se dan –o se dan de diverso modo– en la
comunidad doméstica. Aunque la polis es natural, ninguna polis, real y concreta, es natural, si por
«natural» se entiende dada por la misma naturaleza, surgida espontánea y necesariamente desde la sola
naturaleza humana, o dictada por esta de manera inmediata y unívoca.
La sociabilidad humana es natural de un modo no idéntico a como lo es la sociedad –siempre concreta e
histórica– que constituye la realización o satisfacción de aquella. Por naturaleza, el hombre tiende a la
sociedad, pero no tiende a una sociedad determinada. Toda polis real es una creación humana, es una
obra libre y voluntaria de los hombres. Existe por decisión humana, y su carácter –como el de cada ser
humano– consiste en el fruto o síntesis de decisiones humanas. Ninguna polis le viene impuesta al
hombre por factores ya dados y objetivos, sean estos externos o internos. Ni las condiciones
ambientales, ni la raza, ni la lengua, ni el pasado determinan imperiosamente la polis que ha de
realizarse. Lógicamente, estos y otros factores pueden influir y merecer ser tenidos en cuenta, pero, a
pesar de ello, la polis siempre consiste, en última instancia, en la «elección deliberada de una vida en
común».
Por lo tanto, no existe un modelo universal, un arquetipo o paradigma de cómo ha de ser la polis. No
existe un prototipo de polis, que podamos conocerlo de una vez y para siempre, y que, una vez conocido,
solo nos quede la tarea de reproducirlo fielmente cuantas veces sea necesario.
9

Cada polis, en cada momento, es el resultado de la permanente toma de decisiones sobre la realidad de la
polis, de la permanente actividad de comprender y realizar qué es la polis aquí y ahora. La vida política
no consiste en actuar o moverse en el interior de un entorno, de un mundo fijo y cristalizado. La vida
política es la permanente transformación de ese mundo común que es la polis, desde el mismo vivir en y
según la polis. En el fondo, decir esto, decir que la vida política es política en el doble sentido apuntado,
es estar diciendo que la vida política es auténtica vida: actividad inmanente, actividad que caracteriza o
formaliza la misma forma de ser que es su principio. La vida política deja de ser auténticamente política
en la medida en que deja de ser auténtica vida: en la medida en que es sometida a una forma de
violencia.
D) El concepto de filosofía política, teoría política y ciencia política
El concepto de filosofía política
A pesar de las reflexiones sobre la política que nos han legado los filósofos de la Antigüedad clásica y
del Renacimiento –desde Platón y Aristóteles hasta Maquiavelo y Bodin–, la filosofía no empieza a
dedicar una atención especial y sistemática hacia la política hasta algunos autores del siglo XVII
preocupados por hacer de ella un objeto del saber metódico y, así, de la ciencia.
El llamado “iusnaturalismo”, o fundamentación de las leyes de conducta humana en la naturaleza,
constituye la concepción de fondo de los nuevos filósofos políticos, opuestos a convertir sus temas en
mero saber probable y finalmente en materia del arte de la disputa, en que vino a parar la tradición
aristotélica sobre las leyes y el gobierno de los hombres.
Al método tradicional de la interpretatio basado en la retórica y en ciertos saberes indiscutidos
(argumenta et loci), los filósofos del siglo de Galileo oponen también para la política el método de la
demonstratio, apoyado en la lógica como nueva técnica del discurso y en el descubrimiento del saber a
partir de la naturaleza misma. Ese es prácticamente el punto de partida de autores tan esenciales para
la filosofía política como Grotius, Hobbes, Locke y Spinoza, en el mismo siglo.
Para este último, autor de una ética ordine geométrico demonstrata, el saber político debe de quedar
libre de ideología y prejuicios en los siguientes términos, aún valederos en nuestro tiempo: “Así, pues,
cuando me puse a estudiar la política, no me propuse exponer algo nuevo o inaudito, sino demostrar
de forma segura e indubitable o deducir de la misma condición de la naturaleza humana sólo aquellas
cosas que están perfectamente acordes con la práctica. Y, a fin de investigar todo lo relativo a esta
ciencia con la misma libertad de espíritu con que solemos tratar los temas matemáticos, me he
esmerado en no ridiculizar ni lamentar ni detestar las acciones humanas, sino en entenderlas. Y por
eso he contemplado los afectos humanos, como son el amor, el odio, la ira, la envidia, la gloria, la
misericordia y las demás afecciones del alma, no como vicios de la naturaleza humana, sino como
propiedades que le pertenecen como el calor, el frío, la tempestad, el trueno y otras cosas por el estilo
a la naturaleza del aire.”
Pero pronto, no más de un siglo después, el interés de los filósofos por la política se ve doblemente
desbordado. Primero, en el siglo XVIII, por la atención creciente hacia la “sociedad civil” y sus leyes
10

primordialmente económicas: es la obra de Mandeville, Ferguson y la llamada economía política, desde


Adam Smith hasta casi Max Weber.
Después, al iniciarse el siglo XIX la filosofía política se verá desplazada por el interés hacia las “leyes de
la sociedad” en general.
A partir de Saint-Simon y Comte, introductores de la sociología, y prácticamente hasta hoy, se
reservará para las ciencias sociales el análisis riguroso de los temas asignados clásicamente a la filosofía
práctica y “filosofía moral” en particular.
La filosofía política tuvo que esperar recuperar la sustantividad descubierta con los iusnaturalistas del
siglo XVII y pronto puesta en entredicho por las ciencias sociales de los siguientes siglos, pues sólo ellas
podían “predecir” el desarrollo social. Tal recuperación tiene lugar entre los años cincuenta y setenta
del siglo XX, tanto por motivos teóricos como extrateóricos.
Entre los primeros se encuentra la revalidación de la filosofía práctica después de la insuficiencia del
positivismo y de toda supuesta concepción científica para el conocimiento de la acción humana en
general.
Entre los segundos motivos ha sido decisivo el impacto de la Segunda Guerra Mundial y las ideologías
involucradas en el conflicto, que obligaban a replantear tanto la filosofía para la política como la
política para la filosofía:
¿Qué hay que entender hoy por filosofía política? Dice Norberto Bobbio, La filosofía política, con todo,
sólo es una parte de la teoría política. Generalmente ésta se ha dedicado a describir las formas
existentes de la política, pero también a discutirlas y proponer, a menudo, fórmulas nuevas. Más que
una explícita “filosofía” política se ha mantenido tradicionalmente un discurso aglutinador de “ciencia”
e “ideología” políticas a la vez.
El lenguaje de la política se compone del discurso propiamente político, los términos, por así decir, de
la ideología política, y del discurso de la teoría política. El primero expresa nuestros actos y creencias
políticos y su función es esencialmente normativa. El segundo se refiere a este mismo lenguaje –es un
discurso de segundo orden– y su cometido es básicamente meta-normativo.
La teoría política puede desarrollarse a su vez como ciencia política, la “politología” que describe y
explica los hechos y las reglas de la política, o como filosofía política, el “pensamiento político” –en
todo caso ya no es political science– que más que someter a verificación empírica el lenguaje de la
política trata de analizar y comprender el alcance de sus términos.
En este sentido son por lo menos tres las tareas que pueden asignarse a la filosofía política. Puede ser
en primer lugar filosofía de la ciencia política (del mismo modo que la filosofía del derecho empieza,
según Bobbio, por una teoría de la ciencia jurídica), es decir, el análisis de los conceptos y métodos de
la ciencia política. La función de la teoría es aquí aclaratoria: aclarar los elementos de cada concepto,
investigar sus conexiones lógicas con otros conceptos y en definitiva ayudar a buscar más precisión y
11

coherencia en el conocimiento de la política. Pero esta función, con ser primordial, no deja de ser
metodológica, subalterna en relación con la aportación original, explicativa o comprensiva, de la teoría.
El carácter sustantivo, no instrumental, de la filosofía política aparece al configurarse ésta como
filosofía de la política (lo que en la filosofía jurídica sería la teoría del derecho), un ejercicio que puede
reunir las funciones de analizar, valorar críticamente y si cabe justificar los hechos, las reglas y los fines
u objetivos de la actividad propiamente política.
Esta última función justificativa, quizás la esencial de una filosofía “de” la política, consiste en dar razón
–justificar– de los principios presentes de modo explícito o implícito en todos estos momentos de la
actividad política. Una vez superada la prueba de su racionalidad ésta podrá considerarse
fundamentada. Esa es la tarea del filósofo de la política en relación no sólo con las creencias, sino con
las reglas de acción y los actos mismos de la política.
Por último la filosofía política puede ser concebida, con carácter igualmente sustantivo, como una
filosofía del ordenamiento político. Al filósofo le corresponde justificar el ordenamiento político en sí
mismo, antes que postular un contenido u otro del orden político o pasar a describir su organización
efectiva, lo que corresponde al ideólogo y al científico de la política, respectivamente.
Atender a la cuestión de un modelo racional previo a todo orden y organización de la política nos
traslada al centro
Es cierto, como ha dicho Bobbio de la ciencia política, que la filosofía política tampoco es totalmente
neutral frente a las creencias políticas. Pero si Bobbio lo atribuye a una casi ineludible elección entre
unos u otros valores determinados de la política (al estudiar los “medios” el científico no tarda en
confrontarse con los fines o valores de la política), desde otro punto de vista puede pensarse que el
compromiso de quien se preocupa por las formas racionales de la política es ante todo y debe ser sólo,
en consecuencia, con la política misma, y no con alguno de sus contenidos, por más próximo que se
sienta a él.
Spinoza fue el primer filósofo político que se propuso mantener la independencia ideológica en el
plano de la teoría. La moral y la política se deducen del conocimiento y la razón.
Sociología y metafísica, pues, o ideología –en el peor sentido de la palabra– y valores, son obstáculos
en el esclarecimiento, respectivamente, de la política y el derecho como un conjunto de normas y de la
ciencia jurídica y política como un conocimiento objetivo. Pero la ciencia jurídica no puede convertirse
en una “política jurídica” ni la ciencia política en una “política” simplemente.
En el pensamiento político y jurídico de Kelsen aparecen no pocas huellas de este movimiento
intelectual, tan disonante en la propia tradición universitaria alemana. Un régimen de libertad, según
este autor, funda la obediencia política en móviles racionales y trata de elevar, en todo caso, los
problemas políticos al nivel de la autoconsciencia.
PRIMERA PARTE: ¿POR QUÉ LA POLÍTICA?
CAPÍTULO I: LA POLÍTICA
12

1. El concepto de política
Existen muchas definiciones de la política. Para su término medio es el “arte de lo posible”. De hacer
posible, desde un extremo realista, lo que meramente hay, o de hacer posible, desde el idealista, lo
imposible mismo. Pero si atendemos al término medio de las experiencias vividas, no de la teoría, la
política parece más bien el arte de “hacer imposible lo posible”.
Desde la clásica definición de los griegos, la política es el arte o técnica de la polis, el lugar donde viven
juntas muchas personas. Aunque no es el arte sólo de vivir juntos, sino de vivir juntos bien. También el
resto de animales “conviven”, pero los humanos, políticos por naturaleza (el hombre es politikon zóion,
recuerda Aristóteles), buscan además “vivir bien”.
Este objetivo, y la actividad de participación, es lo propio de la vida política y lo constitutivo de la polis
como tal, que no se resigna al agrupamiento, porque es mejor vivir juntos de modo sensato y
autosuficiente.
A partir de la formación del estado moderno los autores se inclinan por una definición más realista de
la política. En el caso de Max Weber dice que la política es la lucha por el poder del Estado. En cambio
Maquiavelo la considera como el arte de mantener a la gente en la convicción de que se le gobierna
por su interés (El príncipe, XXI).
Ahora bien surge la necesidad de distinguir un triple aspecto de la política. Es muy distinto decir: “La
política de nuestra empresa es la más acertada”, “La política de Franco fue dictatorial” y “La política
interesa poco a los conformistas”.
En el primer caso decir la política es una relación específica de gobierno (policy). En el segundo nos
referimos a un conjunto de estas relaciones específicas con carácter relativamente estructurado
(politics). En el último se trata, más allá de una clase u otra de gobierno o de régimen político, de una
forma de acción y de organización general de la sociedad (polity, y en la Grecia clásica politeia).
La política es cada una de estas cosas por separado o incluso todas a la vez: una clase de relación, de
red de relaciones y de sistemas, en último término, para establecer relaciones. Puede entonces que la
nota común sea un tipo particular de relación, basada, como veremos, en la acción y el poder,
elementos no tan destacables en otras relaciones humanas.
La política es, por antonomasia, res publica: el conjunto de los asuntos públicos que precede al
ordenamiento político, la civitas, y su constitución, el status civilis. Es claro, mientras, que no hay nada
público donde no hay nada privado, la singulorum utilitas de los clásicos.
Con el estado nacional empieza propiamente la organización pública de lo privado, hasta el punto que
cada ámbito viene a definirse en función del otro. Pero no hasta el extremo de consentir por mucho
tiempo la primacía de lo público sobre lo privado, como en la democracia ateniense, ni de lo privado
sobre lo público, como en los regímenes tiránicos.
El fenómeno del desapego de la política (“No todo es política”) no hace a menudo sino recordar este
moderno reclamo del equilibrio. Se trata de limitar lo público en lo privado, aunque éste se relacione
13

con aquél, como nos recuerdan los “apolíticos” que, a pesar de todo, se dirigen al poder público para
que les trate como clientes o consumidores en sus intereses privados.
Pero existen otros dos fenómenos del llamado, por Bobbio, “reflujo político”, que niegan en el fondo
de su posición la existencia misma de lo público. Son, ahora, quienes renuncian a la política (“La
política no es de todos”, lo contrario de un régimen democrático) y quienes finalmente la rechazan (“La
política no vale la pena”), bien por egoísmo, bien, quizás, por una idea iluminada de la caridad. La
política, sin embargo, es más que una relación de gobierno, y su existencia se explica por algo más que
por los problemas que acarrearía su inexistencia. La política no puede ser ignorada sin que repercuta
globalmente en perjuicio de lo público. Además, si éste falta o es puesto en entredicho, ¿cómo
prosperaría una alternativa a la política?
¿Por qué hay ser y no más bien nada?, se preguntaba Leibniz. ¿Por qué deber y no otra cosa?,
continuaba Kant. El primero aducía el motivo de una “razón suficiente”. El segundo el interés de una
“razón práctica”. Pero queda todavía: ¿Por qué política y no algo distinto? Es la primera pregunta que
ha debido hacerse el filósofo de la política; aunque ni el filósofo suele plantearse una cuestión tan
práctica ni el político una tan teórica. Pregunta tan radical o queda sin respuesta o se contesta, más a
menudo, dispuestos a acabar con toda duda. La que se quiere dar aquí es un término medio.
Imaginémonos estar bajo una ocupación enemiga que nos hace callar y priva salir de casa. Justo lo que
echamos en falta es la política en su condición esencial: romper la soledad y el silencio. El salto a lo
público es lo que hace que exista la política y no otra cosa.
La palabra y la acción nos constituyen como personas. Luego sin relación con los demás no seríamos
nosotros mismos. Sólo esta necesidad de lo público, que nos pone en tensión con el mero presente y lo
estricto particular, justifica seguramente la existencia de la política.
1.1. La acción política
La política pertenece al espacio de lo público. Las relaciones entre individuos o grupos que tienen lugar
en ella pueden poseer muy distintos fines, pero manifiestan dos caracteres constantes: se generan con
la acción y constituyen formas de poder entre los sujetos implicados.
Políticos, ideólogos y teóricos del siglo XX han insistido en la idea y hasta el fin primordial de la acción –
la “acción” del partido, de las masas, del gobierno– como configuradora no sólo de cada nueva política,
sino del propio régimen político. En realidad la gran transformación social iniciada en el siglo XIX –la
sociedad industrial de masas y de partidos– había ya introducido la acción como medio ineludible de la
política. El movimiento obrero no veía un instrumento mejor para su lucha, lo mismo que la burguesía
para sus partidos y la vieja nobleza para su estado. Pero los griegos habían descubierto mucho antes el
carácter central de la acción, la praxis, en las relaciones de la política. Es muy distinto el vivir activo del
vivir de cosas. Sólo el primero se identifica en el ser humano, que no se conforma con “hacer cosas”,
con el acto mismo de vivir: “La vida es acción, no producción”, escribe Aristóteles. Porque sólo la
acción, a diferencia de otras actividades, es capaz en el hombre de preguntarse por sí misma y
disponernos, así, ante el orden superior de los principios. La vida activa es la vida misma, pero eso no
dejaba de remitirla para los griegos a la vida teorética, la del conocimiento de los principios. La in-
14

quietud de una no era percibida como lo opuesto a la quietud de la otra. Incluso para la vida
contemplativa medieval el pensar y la oración, si bien no eran facere, sí eran concebidos como una
forma, y aún la mejor, del agere.
Con el Renacimiento y la expansión burguesa se prepara la verdadera oposición entre la vida activa y la
contemplativa. El pensar es la inacción y la acción el puro hacer: la confusión generalmente de ésta con
la labor y ésta a su vez con el trabajo. De suerte que cuando el hombre termina su tiempo de trabajo y
deja de ser animal laborans pasa a convertirse en un ser “inactivo”. La acción, mientras tanto,
entendida como aquella praxis asociada clásicamente al habla y a la vida pública, se ha transformado
en el privilegio de unos pocos: los que viven “para” la política o “de” ella misma, ambas cosas
desconocidas en la democracia antigua.
No obstante, entonces y después la acción comparte el mismo puesto preferente en la política, aunque
haya cambiado el cometido y el entorno de los agentes en la esfera pública. Cabe, pues, preguntarse
ahora por las categorías de la acción misma. Palabra y acción, recuerda Hannah Arendt, son las dos
principales realizaciones de la condición humana. De hecho son dos modalidades de la vida activa que,
a diferencia de otras, están enlazadas entre sí en su mutua función de insertarnos en el orden humano.
Permiten la aparición de cada uno en la esfera pública (nos presentamos unos a otros como individuos,
no como objetos físicos) y en el mismo acto permiten que nos presentemos como diferentes en lugar
de meramente distintos. La labor o el trabajo no pueden cumplir este papel de revelación personal que
cumple la acción. Ésta y la palabra son, pues, las únicas actividades que ningún ser humano puede
rechazar sin dejar al mismo tiempo de ser humano. La identidad individual y la relación con los demás
sólo pueden ocultarse si se opta por el silencio y la pasividad. Y aunque sin el habla la acción pierde
todo su carácter personal, posee unas características esenciales que aquélla no tiene: ante todo la
acción es la capacidad para comenzar algo nuevo. Ella, mediante la voluntad, nos confiere la
posibilidad de empezar una relación en el mundo y de pensar que ésta constituye una iniciativa, es
decir, que somos libres. Hay otras categorías de la acción. Como espontánea es, en rigor,
impronosticable, y como acto, irreversible. A diferencia de la labor y el trabajo, es igualmente
intangible, e ilimitada, pues toda su “productividad” consiste en liberar procesos de relación que
desembocan en la política. Por eso, por ser ajena a los resultados tangibles, es en último término la
más frágil de las actividades humanas. El remedio contra esto fue hallado por los griegos en la misma
política, que debía ser no sólo el lugar del gobierno, sino del reconocimiento público del gobernante y
de su memoria en el tiempo.
La acción es la condición específica de la vida política. No es una simple disposición de medios, la “acción
instrumental” con la cual la política se contradice como actividad pública. Ni es tampoco, por otro lado, una
forma de “intercambio de información” en la sociedad mediática, con lo cual se contradice en definitiva como
actividad.

1.2. El poder político


La política es un conjunto de relaciones caracterizadas por la acción, pero también por el poder, e
incluso la confundimos a veces con el “espectáculo del poder”. La acción política tiene como distintivo
15

último la obtención y el ejercicio del poder en una sociedad determinada. ¿Pero qué clase de poder es
éste?
Los iusnaturalistas del siglo XVII pensaron en el poder de un modo sustancialista, como la posesión
efectiva de una capacidad y unos medios para conseguir ciertos fines materiales o por lo menos
obtener de los demás los efectos psicológicos buscados. Sin embargo la teoría contemporánea tiende,
desde Weber, a pensar en el poder de un modo formalista. El poder es una forma de relación entre dos
o más sujetos en la que algunos pueden determinar el comportamiento de otros. En realidad eso no
ocurre sólo en la política. A lo largo de la historia es difícil encontrar una sociedad con un solo centro
de poder. Casi todas las sociedades son policráticas, porque el poder no se concentra en una sola clase
de relación humana. Hay varias clases de relaciones y por lo tanto de poderes.
Para distinguir los poderes es necesario seguir el criterio analítico de considerar la función que ejerce
cada poder, su objetivo específico y sobre todo los medios a través de los cuales consigue el fin
propuesto. Según estos medios las tres clases esenciales de poder social son el poder económico (el
medio es la riqueza), el poder ideológico (el saber o control mental) y el poder político (la fuerza), que
Hobbes denominaba respectivamente libertas (económico), religió (religión) y potestas (politica). Cada
clase de poder constituye un subsistema social, pero contribuye, a su modo, separando entre ricos y
pobres, expertos e ignorantes, fuertes y débiles, a mantener las relaciones de desigualdad en el
sistema global y a perpetuar en él las ocasiones de conflicto. Con todo, si algún poder caracteriza
tradicionalmente en la sociedad al grupo dominador éste es el que posee la fuerza física: el poder
político.
El poder político tiene, en cuanto a sus medios, la condición necesaria de la fuerza física y la condición
suficiente de tener el uso exclusivo o monopolio de los medios coactivos. El estado moderno, desde
Hobbes y antes Maquiavelo, no sólo va acompañado por la idea de la primacía del poder político: se
entiende además que éste es el poder por excelencia. Controla con la fuerza al resto de poderes y esto
lo hace superior a ellos. Aunque tal cosa no presupone que, fuera de este orden de los medios, el
estado siga distinguiéndose por el poder coactivo y en exclusiva. El ordenamiento político tiene
también otros fines, además o en lugar del ejercicio de la fuerza, como veremos.
El poder es la capacidad de hacer cumplir la propia voluntad y lo que caracteriza esencialmente al
poder político es que puede hacerlo mediante la amenaza de la fuerza. El ordenamiento político no
puede evitar seguramente la existencia de estafadores y objetores de impuestos, pero sí que
continúen a sus anchas después de ser condenados: puede embargar sus bienes o llevarlos a la cárcel.
Y esta naturaleza inevitable del poder político es lo que hace que los sujetos implicados en él
mantengan una relación muy diferente a la que tienen en otros ámbitos del poder. Aristóteles y Locke
pensaron que las tres relaciones básicas del poder son las que se establecen entre padre e hijo (poder
paternal), amo y esclavo (poder patronal) y gobernante y gobernado (poder civil), cuyas formas
corruptas dan lugar, respectivamente, a la política paternalista, despótica y tiránica.
La relación política fundamental es ésta de gobernante con gobernado, que es una relación de superior
a inferior –de fuerte a débil– marcada sobre todo por la disposición del uso de la fuerza. La relación
16

entre gobernante y gobernado no consiste sólo en que uno tiene el derecho de mandar y otro el de
obedecer, sino en que el primero posee los medios para ser obedecido a la fuerza por el segundo.
A partir de esta relación básica el poder político puede ser observado como un flujo en dos direcciones
por la línea vertical: en el sentido de arriba hacia abajo, como es propio del poder autocrático (la
relación del soberano o el déspota con sus súbditos), y en el sentido de abajo hacia arriba, que
corresponde al poder democrático (la relación entre ciudadanos y gobernantes elegidos). La misma
doble dirección ha sido recogida por la teoría política: trazada a partir del estado como algo anterior a
los individuos o a partir del conjunto de éstos hacia los poderes públicos. El tratamiento de los temas
será distinto en orden y contenido según se analice la política desde lo alto o desde lo bajo del poder.
En un caso priman los relativos al gobierno y su legitimidad; en otro los relacionados con la ciudadanía
y sus derechos.

2. Sociedad política y sociedad civil.


La acción y el poder político tienen su origen en la sociedad: no podría ser de otro modo. Igualmente
ambos influyen en el conjunto de la sociedad. Pero no todo en la sociedad es política ni depende
estrictamente del ordenamiento político. Hay incluso formas de organización con su gobierno propio
(hasta organizaciones con carácter público) que no pertenecen a esta esfera de lo político. A la
sociedad en tanto que dependiente de un gobierno político la llamamos sociedad política, y al resto de
ella, por oposición, sociedad civil.
La relación entre la sociedad política (“estado”) y la sociedad civil (“sociedad” sin más) ha sido
concebida de muy distintas maneras. Para la mayoría de autores lo no-estatal es lo pre-estatal:
 La sociedad civil es lo que está antes de la sociedad política, bien como un paso previo, bien
como una condición independiente todavía de ésta. En la primera interpretación se encuentran
los pensadores con una visión organicista o globalizante del sistema político, por ejemplo
Aristóteles, Bodin y Hegel. Toda la sociedad civil, que es societas naturalis, está amenazada por
las consecuencias de una falta de poder político.
 Sociedad política, hallamos los pensadores iusnaturalistas (desde Hobbes hasta prácticamente
Kant) y en particular aquellos más propensos (desde la Ilustración escocesa hasta Rawls) a una
visión individualista y liberal de la política. El estado o sociedad política -el soberano personifica
el máximo homo artificialis–, pero evita sus consecuencias de guerra.
Lo que Marx denunciaba era que la sociedad civil fuese precisamente sociedad burguesa y el estado
–”superestructura jurídica y política”– simplemente la coraza protectora de aquella “base real” de la
sociedad. Por lo tanto Marx niega la autonomía y aún la necesidad del estado –instrumento de
dominación de la clase burguesa destinado a desaparecer. El estado, para el marxismo, camina hacia su
propia extinción.
17

Sociedad y política no son lo mismo ni están radicalmente separadas: la existencia de partidos políticos
y del estado social moderno nos muestra además su nexo común. La sociedad civil es el lugar en que
surgen y se desarrollan todos los poderes y todos los conflictos. La sociedad política es el lugar en que
continúa desarrollándose particularmente el poder político para atender a todos aquellos conflictos.
Los poderes públicos tienen por función elemental la mediación en los conflictos: si es necesario con su
represión y si es posible con su prevención. Por eso no se puede disociar la sociedad civil de la sociedad
política y viceversa.
2.1. El juzgar en la política
La política y la ética son distintas. En nuestra acción moral partimos de una consciencia común del bien
y del mal como presupuesto de nuestra determinación personal del deber.
Por eso es esencial en el arte y la política la facultad del juicio. Si no lo fuera no ocurriría que mientras
la amoralidad es la excepción en la ética, el apoliticismo es la regla en la política. No estamos tan
preparados ni predispuestos para juzgar en la política, en la que antes de ser actores hemos de ejercer
de observadores, como para decidir nuestro deber en la moral.
La facultad de juzgar qué es lo bueno o malo, “justo” o “injusto”, de una circunstancia política
determinada, exige ciertamente la aplicación comprometida de un criterio o regla para discriminar
entre lo bueno y lo malo de los hechos.
La política abarca desde lo más general –los valores, las ideologías– a lo más particular y concreto –los
hechos, las circunstancias. Actuar como gobernantes o como ciudadanos es un continuo tener que
enfrentarnos con “casos” y al mismo tiempo con asuntos de “principio”, teniendo que conectarlos
inevitablemente entre sí.
Un político sólo de ideas se estrella; otro, sólo de gestión, no avanza. Por eso la operación intelectual y
moral –y práctica, sin duda– de juzgar es tan importante en la política, la haga quien la haga –
ciudadanos o gobernantes, políticos de un signo o estilo, o bien de otro. Porque, en el juzgar, el
pensamiento atiende y resuelve la realidad; y, al revés, ésta se impone como límite y contraste de la
reflexión y las ideas.
Pero juzgar no es sólo importante por esta razón de validez, por así decirlo, permanente. Sino también
por la razón histórica añadida de que, cuando unos individuos, una sociedad, no son capaces de juzgar,
es decir, de pensar con sentido de la realidad, y, a su vez, de ser realistas con cierta altura de miras,
han perdido de vista lo político. Son apolíticos. Sin ir más lejos, la deriva, en nuestra época de la imagen
y del impacto mediático, de la democracia en demagogia, del liberalismo en populismo o del socialismo
en nacionalismo, caminos de vuelta, todos ellos, a la autocracia, es un fenómeno que viene a
indicarnos que se está ante una sociedad y bajo unos líderes que ya no hacen uso, como sea, de la
capacidad de juzgar. No ejercen el “pensamiento”, pero tampoco el “sentido de la realidad”. Las ideas
son tenidas tan poco en cuenta como los hechos. Hay mensajes o silencio, pero no se juzga. La política,
entonces, es una apariencia de lo que dice ser; un cúmulo de imágenes y consignas, tan atractivas
18

como vacías de contenido, para disimular en definitiva el triunfo del apoliticismo. Pero la democracia
es el tipo de política que menos puede subsistir en estas condiciones.
La importancia del juicio no pide disolver la política en la ética, sino rescatarla del apoliticismo Escribe
Rousseau: “Tan pronto como alguien diga de los asuntos de estado ‘¿Qué me importan a mí?’,
podemos estar seguros de que el estado está perdido.” (El contrato social, III, 15)
2.2. La cuestión de la identidad política
Todos tenemos una identidad, incluso como sujetos de la política: actuamos, hablamos, pensamos
–“juzgamos”, según se acaba de ver– no sólo dando por supuesto que tenemos una identidad, sino en
función de ésta. A su vez, nuestra conducta política influirá sobre ella.
La identidad es un asunto personal, aunque incorpore, en el caso de la identidad política de la
persona, tantos elementos externos aprendidos: la lengua, el parentesco, la cultura del grupo, la
religión, la nacionalidad, la clase social, la educación, el contexto político del presente. La identidad
política, valga la obviedad, es “social”, hecha en gran medida con la sociedad al entorno del sujeto
individual, pero se perfila y decide en personas, los ciudadanos o sujetos de la política.
Los sujetos de la política nos valemos de una identidad, y ésta es personal, aunque incorpore lo
colectivo y se proyecte hacia él. La identidad es, pues, un supuesto básico innegable de la política, que
en la modernidad, con la defensa de una democracia atenta a los derechos humanos y en especial al
valor ético-político de la autonomía personal, ha adquirido un protagonismo de primer orden, tanto en
lo teórico como en lo práctico de la política.
CAPITULO II: EL ORDENAMIENTO POLÍTICO (Efraín)
1. El concepto de ordenamiento político
El orden político de una sociedad es, ciertamente, su gobierno, constituido en sentido general por los “poderes
públicos”, que son los órganos principales –no los únicos– del poder político. De modo que una sociedad ya
dispone de orden político si posee estos medios para promulgar, aplicar y hacer cumplir determinadas reglas de
conducta entre sus miembros, con la doble condición, hay que añadir, de que estas reglas sean generalmente
obedecidas y de que sólo ellas estén, también, comúnmente reconocidas como amparadas de forma legítima
por el uso de la fuerza.

Ahora bien, el orden político configurado por los órganos principales del poder político exige como condición de
estos órganos y de sí el ordenamiento normativo. Sin normas para la existencia de los órganos del orden político
no hay propiamente una organización política de la sociedad en general. Aristóteles ve en todo régimen político
una “cierta ordenación” de los habitantes de un lugar. Y Kant, desde otra perspectiva, reconoce igualmente que
un estado no es sino la unión de estos habitantes siempre bajo leyes jurídicas. El ordenamiento normativo es la
justificación racional de la organización política, y ésta, a su vez, es la garantía de aquel ordenamiento, que se
basa en algo tan universal y necesario como el principio de la convivencia: “Obrar externamente de tal modo
que el uso libre de tu arbitrio pueda coexistir con la libertad de cada uno según una ley universal”.

Hay varias teorías sobre el estado. La más tradicional de las teorías descriptivistas de esta forma política se
distingue aún por su carácter valorativo: se describe, sobre todo, “qué se espera” del estado. Para Aristóteles
19

constituye una comunidad de ciudadanos con un mismo régimen de vida y para Cicerón, especificando mejor,
una asociación humana hecha sobre el acuerdo de respetar la ley justa y perseguir el bien común, por eso la res
publica es asimismo res populi.

En la alta Edad Media: el regnum o imperium son el único poder autorizado para ejercer la fuerza porque sus
fines son la paz y la justicia. Y en cierta manera la muy distinta teoría racionalista de Hegel conserva el mismo
signo valorativo: el estado es la “realidad efectiva de la idea ética” y el supremo deber del individuo es ser
miembro de este despliegue último de la racionalidad.

Otras teorías más realistas, describen el “cómo actúa” el estado. Maquiavelo y Marx son dos ejemplos de dicho
realismo, aunque de significación opuesta. Para ambos el estado es la máxima organización de un grupo social
sobre un territorio determinado en virtud del poder de mando de unos individuos sobre otros de este mismo
grupo. Pero la teoría de Maquiavelo es conservadora y la de Marx revolucionaria.

Otra forma de describir el estado es la adoptada por las teorías genealógicas, a partir de la pregunta “¿cómo
surge?” la organización política. Esta descripción del estado ha adoptado por lo general el paradigma histórico,
primero a partir del ejemplo del Imperio Romano –desde Agustín de Hipona, su interés renace con los
modernos: Vico y Montesquieu, Voltaire y Hegel– y después con el ofrecido por la Revolución Francesa, que
alcanza a todo el espectro ideológico: Fichte y Burke, Proudhon y Tocqueville.

Hacia mediados del siglo XIX se introduce el paradigma sociológico en la teoría del estado –es el caso notorio
de Engels, inspirado en la etnología de Lewis Morgan–, que conducirá, casi por saturación de las visiones de este
tipo, muy impregnadas finalmente de ideología, a la adopción de la teoría funcionalista del estado que
encabeza Max Weber. La preocupación por los principios y mecanismos básicos del estado es lo que hizo
reaccionar antes también a Hobbes contra el realismo aún poco metódico de Maquiavelo y presentarse a sí
mismo como el primer filósofo de la política.

Para Weber, con quien empieza a ser posible la recuperación moderna de la filosofía política, el orden estatal
no puede seguir describiéndose por su contenido, sino por sus medios y la función de éstos. Weber viene a
representar así la última opción del descriptivismo en la teoría del estado: “El estado es aquella comunidad
humana que en el interior de un determinado territorio reclama para sí, con éxito, el monopolio de la coacción
física legítima”. Hobbes habría añadido el fin sustancial de este medio, la “protección y defensa” de los
individuos a su alcance.

Una alternativa a la teoría descriptivista del estado es la que se desprende de la teoría normativista
representada por Norberto Bobbio y clásicamente por Hans Kelsen. El estado sigue siendo descrito, según el
primero, como un “conjunto de aparatos que ejercen el poder coactivo en un sistema social organizado”.

Pero esta descripción aún no basta para decir lo que el estado es: ante todo es un ordenamiento normativo.
Kelsen especifica: una “organización política constituida por un ordenamiento jurídico”. Y este último, el orden
jurídico, no es más que un sistema de normas, todo lo positivas y coactivas que se quiera, pero producidas con
arreglo a un procedimiento pensado a este fin normativo. El estado es, pues, una organización política basada
en un ordenamiento normativo por procedimiento. Metafóricamente viene a ser la “personificación” o unidad
de la totalidad del orden normativo y coactivo a la vez.

En la definición normativa del ordenamiento político no se dice lo que éste persigue o cómo funciona en
abstracto; de dónde ha surgido o cómo es, de hecho, su comportamiento. Se dice en qué consiste con arreglo al
20

ordenamiento normativo que lo hace posible, no en virtud de los fines (relativos) o los medios (accidentales)
que, sin duda, coexisten también en el ordenamiento político en general.

De éste el filósofo político no toma, por así decir, lo ordenado, sino la ordenación misma, la esfera de lo
propiamente normativo, y deja aparte para el filósofo moral el horizonte de fines posibles de dicha ordenación.
Y aunque se ha hablado de la importancia del juicio individual en la política (Cap. I, 2.1), una asociación de
individuos sólo basada en este enlace subjetivo no puede constituir nada objetivo.

El ordenamiento político necesita depender ante todo de la validez de las normas que lo constituyen: antes o a
la vez que un hecho ex facto es un hecho ex iure. Es claro que estas normas no se formarían ni transformarían
sin la clave del juicio individual. Pero han de tener una existencia independiente de éste si aspiran a constituir
algo objetivo.

La teoría normativista procedimental aquí asumida debería más a un Hobbes (la unión estatal es “verdadera
unidad”, no simple concordia)

2. Las formas del ordenamiento político o “formas de estado”

No son aún las formas posibles de gobierno de dicho ordenamiento. Aquellas formas han sido clasificadas
tradicionalmente o bien según el criterio histórico (estado “feudal”, de “clases”, “absoluto” y “representativo”,
principalmente) o bien bajo un criterio ideológico: estado “burgués” o “proletario”, “liberal” o “social”, por
ejemplo. En reacción a criterios de este tipo Maquiavelo resuelve de modo más claro: “Todos los estados, todos
los dominios que han tenido y tienen soberanía sobre los hombres, han sido y son repúblicas o principados”. Sin
embargo, tanto por criterios históricos como conceptuales esta división ya no es válida para hoy: la primera
república moderna, la estadounidense, tiene una constitución casi monárquica, y las pocas monarquías que se
conservan tienen una constitución casi republicana. La demarcación ofrecida por Spinoza parece más
recuperable. Así como hay individuos autónomos y otros que son esclavos, hay también multitudes libres y
multitudes sojuzgadas. Las primeras se guían por la razón y la esperanza en busca de la vida y la paz. Las otras se
conducen por el apetito y el miedo, de ahí que actúen a fin de dominar al resto o simplemente de evitar su
propia muerte.

Hay, pues, una sociedad autónoma, que “vive para sí”, como el hombre libre vive bajo su criterio (sui iuris), y
una sociedad heterónoma que vive “como ganado” o del mismo modo que el esclavo vive bajo el criterio de su
amo.

El ordenamiento político de una sociedad autónoma sólo puede corresponder a la unión de todos sus
individuos; el de una sociedad heterónoma sólo depende del derecho de guerra de unos sobre otros.

Los términos en que Hans Kelsen se refiere también a las dos únicas formas posibles de ordenamiento político
son democracia (poder del pueblo) y autocracia (poder de uno mismo). Una y otra están de acuerdo en que han
de gobernar los mejores, pero difieren tan pronto responden a las dos cuestiones implicadas: quién ha de ser el
gobernante y cómo llegar a serlo.

La discusión entre democracia y autocracia arranca con el problema del método para la selección de
gobernantes. La autocracia no posee ningún método al respecto. Repite que gobiernen los mejores, y si cabe
especifica que éstos son los que hacen las mejores leyes. Pero a lo sumo añade que éstas son las hechas por los
mejores. Desde la autocracia no hay un argumento decisivo contra la democracia.
21

Ahora bien: tampoco la democracia posee un argumento decisivo en cuanto, al menos, al método de selección
de sus gobernantes. Lo único que incorpora de nuevo a este método es una base social más extensa tanto para
designar como para sustituir a los gobernantes, lo que se presta a un mayor control del uso y de la duración de
su cargo. Si democracia y autocracia son dos métodos distintos para la selección de gobernantes, lo son
también, en consecuencia, para la creación del orden jurídico y en definitiva del ordenamiento político de una
sociedad.

El ordenamiento político democrático es aquel cuyas normas han sido creadas por aquellos mismos a quienes
van dirigidas. El autocrático es aquel cuyas normas han sido creadas por personas distintas a sus destinatarios.
Democracia y autocracia son las dos formas políticas fundamentales: la forma de la autonomía y la heteronomía,
respectivamente. Las dos únicas formas posibles de ordenamiento político corresponden, pues, a dos tipos o
modelos esenciales de la política que se distinguen, a primera vista, por el método de producción de su
ordenamiento, y en el fondo por el principio de autonomía respetado o no por este método. Si el ciudadano
puede controlar al gobernante es libre y está en una democracia. Si no puede hacerlo no lo es y está en una
autocracia: es sólo un súbdito del estado.

La contraposición entre los dos tipos esenciales de la política se hace visible especialmente en las relaciones
políticas internacionales. Los ordenamientos autocráticos son los más proclives a provocar o consentir la guerra
y los menos dispuestos a ceder su soberanía. El derecho internacional es para ellos sólo un mal necesario o
innecesario en relación con sus intereses particulares. De cualquier modo la contraposición entre democracia y
autocracia remite a dos concepciones opuestas del mundo: la fundada en verdades o valores relativos y una
actitud racional, en aquélla, y la basada en principios absolutos y una actitud irracional, propia de iluminados y
fanáticos, en la segunda.

Kelsen escribe: “Quien sabe con certeza absoluta cuál es el orden social mejor y más justo, rechazará
enérgicamente la exigencia insoportable de hacer depender la realización de este orden del hecho de que, por lo
menos la mayoría de aquellos sobre los que ha de valer, se convenzan de que es el mejor y el que más le
conviene”. Desde aquí la alternativa entre democracia y autocracia, como las dos únicas formas posibles de
ordenamiento político, nos conduce, más al fondo aún, al antagonismo insuperable entre el carácter íntimo de
las personas.

En la personalidad democrática el ego se siente igual al tú: la autoconsciencia está reducida por la presencia del
otro y se es más propenso a la igualdad. Además, aunque la realidad psicológica de la democracia sea la falsa
creencia de que la voluntad del elegido “traduce” la del elector, el carácter democrático no se identifica
absolutamente ni con el súper-ego propio ni con el de los demás. De este modo se es más propenso a la
libertad.

En suma, la personalidad democrática es la que tiende a preferir el poder que más respeta la autonomía
individual y a preferir que sea la base social más amplia la que decida este poder.

En el sustrato último de un ordenamiento político autocrático vemos, en cambio, la personalidad autoritaria. En


ella el ego se siente distinto al tú –autoconsciencia exagerada que impide la igualdad– y la persona gusta de
identificarse absolutamente con su propio súper-ego o con el de quien manda, que es el secreto de la
obediencia al estado autocrático. Inclinado al mando o a la sumisión –el autoritario reúne casi siempre ambas
cosas–, un carácter de este tipo es el mejor dispuesto a aceptar, con más o menos excusas, el máximo poder
ejecutivo y la mínima base social para imponerlo.
22

3. La norma fundamental

Desde un punto de vista normativo, no descriptivo, el ordenamiento político, sea del tamaño de un municipio o
de un posible orden mundial, es un sistema unificado de normas jurídicas y coactivas –sólo ellas disponen del
uso legítimo de la fuerza– sujetas a un método de procedimiento y creadas a partir de un fundamento que da
existencia eficaz, validez y posibilidad de autocorrección a todo el ordenamiento normativo.

En cuanto al método ya se ha hablado de la democracia y la autocracia como las dos formas esenciales de
creación del ordenamiento político.

En cuanto al fundamento todo lo que cabe decir es que es, formalmente al menos, uno y el mismo en ambos
casos. Este fundamento del orden político es una norma, y es una norma que precede a los actos y al resto de las
normas, pero de tal forma que es independiente del conjunto de todos ellos. Es la llamada, por Kelsen, la norma
fundamental, cuya naturaleza máximamente general la hace no sólo distinta de un hecho o un valor, sino de
toda norma positiva o legal.

Así, toda autoridad política tiene su raíz en la norma fundamental que, con mayor o menor claridad, está
presupuesta en ambos casos. En resumen, la norma fundamental de un ordenamiento político no puede ser
confundida con su poder originario –puro hecho de fuerza, si no de violencia–, pero tampoco con su
constitución o norma constituyente. La norma fundamental es el precepto nuclear, el presupuesto normativo de
ambos orígenes de la política, como para la constitución estadounidense lo es la norma del pueblo en busca de
una unión beneficiosa, para la constitución china la de un pueblo obrero bajo la dirección del partido comunista o
para la constitución española la de una atribución de la soberanía al pueblo español. Algo muy parecido a esta
concepción normativa del ordenamiento político se encuentra ya en Kant: sólo el “estado en general”, es decir,
en la idea, sirve de base a todo el orden normativo dirigido a formar una sociedad política.

En una y otra visión, la norma del más elevado rango no está solicitada, ni siquiera “postulada” por el
ordenamiento general. Este la admite como el supuesto lógico del que depende. De modo que si un cambio de
la sociedad política se hace dentro de su constitución –una reforma–, ello no implica ningún cambio de la norma
fundamental que da validez a la constitución misma. Pero si el cambio político conlleva una sustitución de ésta
por otra –una revolución o un golpe de estado–, el hecho presupone la existencia de una nueva norma
fundamental para el ordenamiento político consiguiente. No han faltado por eso las críticas a la teoría normativa
de Kelsen: Bobbio dice que aunque el poder se quiera fundado en la norma, y no al revés, la norma siempre
habrá necesitado al poder para tener existencia.

Sin embargo esto es pensar que la norma básica del ordenamiento político es aún positiva, cuando se trata de
un supuesto lógico y, además, “transcendental”: el fundamento del orden político es independiente de los
hechos que nos hacen pensar en él. Estos se limitan a presuponerlo, no a darlo como parte aún de esta realidad.
Y nada puede desmentir esta separación, existente de un modo u otro tan pronto como seamos capaces de
distinguir entre la creación del orden político y su inmediata aplicación.

Desde un punto de vista normativo de este tipo el fundamento del ordenamiento político, la norma
fundamental, no puede ser establecida, y no vale apelar a un poder o una doctrina como previos a todo
principio del orden político. Si la norma fundamental es lo que da validez a cualquier contenido de este orden
político –y da, en rigor, validez, no contenido– es precisamente por dicho carácter independiente que no le
permite ser una norma “establecida”. Tampoco habría sido posible concebir el orden político como resultado de
un método, y elegir el razonable método democrático en lugar del autocrático, si el recorrido para este orden no
23

se hubiera iniciado desde una norma tan poco positiva, en relación con un poder o una ideología previos, como
es la norma fundamental

CAPITULO III: LOS MEDIOS DEL ORDENAMIENTO POLÍTICO ( P. Raúl )


El ordenamiento político, aunque se respalda de la autoridad legítima de hacer cumplir las normas de
comportamiento social, tiene o debe tener algunos medios que le ayudan y facilitan su aplicación y
efectividad. Entre ellos están la cohesión, la legalidad, la centralización, la coacción, la autoridad y el
problema de la soberanía.
3.1. La cohesión

Autocracia y democracia no comparten ni métodos ni fundamento. Sus normas de procedimiento y de


preferencia para la creación del ordenamiento político son distintas. También lo son las normas fundamentales
que constituyen el presupuesto de este ordenamiento. Sólo tienen en común el hecho de llegar a ser un
ordenamiento político y de actuar como tal con medios iguales. Uno de los medios más habituales es el conjunto
de instrumentos asociados al principio de la cohesión.

¿Que entendemos por cohesión?

Así podemos ver que el orden político trata de hacer llegar su acción a la sociedad, de él dependiente y tener
eficacia sobre ésta. Para ello la unidad de su ordenamiento normativo no le es materialmente suficiente y ha de
apoyarse en la unidad de la sociedad política.

En busca de su propia eficacia, el medio que éste debe utilizar para conseguir la unidad de la sociedad política se
apoya en los mitos políticos relacionados con la idea de cohesión.

El ordenamiento político dispone del medio para transformar lo disperso en cohesionado, y la diversidad de
tierras, gentes y clanes en una sola sociedad política.

Pero la cohesión hay que buscarla no sólo en el espacio, sino en el tiempo: el mito del pueblo hace pensar en la
variedad de la población como una sola comunidad. Los ciudadanos que aprobaron una constitución o eligieron
un gobierno no son los mismos al cabo de un tiempo, pero el funcionamiento político les da continuidad como
pueblo.

El orden político, finalmente, requiere hacer ver que él no es sólo uno como ordenamiento y organización, sino
uno con su territorio y comunidad, para lo cual dispone del mito de la nación, que expresa así la cohesión
política.

La nación se puede comprender desde dos perspectivas:

a) La natío que alude al origen común del nacimiento. Es la visión primera, era etnocentrica.
b) La nación moderna trata más bien de hacer olvidar esto, porque se afirma, como la comunidad política
en la que caben todos los que asumen un mismo orden político, sea cual sea el origen de cada uno.

La nación moderna, se ve el estado como causa de la nación y como equivalente a una sola nación. En esta
visión, para decirlo de otra manera, la nación remite más al mito de pueblo, elemento social y vinculado a la
voluntad, que al mito de patria, elemento cultural y ligado a la simbolización del inconsciente.
24

El ordenamiento político ha apelado históricamente al principio de cohesión para poder desplegar su acción
sobre la sociedad que trata de regular. Las formas de este principio han tenido hasta ahora un carácter mítico: el
suelo común, para la polis; el pueblo, para la civitas republicana; el pueblo de Dios, para el regnum medieval; la
nación, para el estado burgués.

Si pensamos, con Aristóteles, que en el orden político “ante todo es necesario tener en común el lugar” , tal
forma no puede ser otra que la del respeto a la Tierra, representada en su integridad planetaria, y siendo
excluida de este principio cualquier “homogeneidad” esencial de raza o cultura, contradictoria con un
ordenamiento democrático.

3.2. La legalidad

Otro medio usado por el ordenamiento político es la ley, que a la vez manda, permite y prohíbe actuar a todos
los que están sujetos a ella. Contra la realidad del conflicto en la sociedad aparece la figura de la ley para
resolver este conflicto desde el orden político. Además de mitos éste utiliza símbolos, y la ley es el primero de
los símbolos políticos.

La ley es un conjunto de normas de acción que sirve a su vez como la principal fuente para otras normas, pues
se trata del único conjunto de normas que vincula a toda la sociedad. La ley es vinculante porque, como ya
recordaban los griegos, se la identifica con la voz de la razón –no es cambiante como la pasión– y tiene carácter
universal: se aplica a todos sin excepción.

El ordenamiento político es el único titular de los medios de la legalidad al menos por dos razones:

En primer lugar, porque lo único que constituye su existencia como tal ordenamiento es su dependencia de un
orden normativo. Si no se atuviera al derecho, ¿qué distinguiría al orden coactivo de un estado del de una
organización mafiosa o de una banda de piratas, como se preguntaba Agustín de Hipona?

En segundo lugar, porque ni un grupo de mafiosos ni de santos puede atribuirse la posesión de los medios de la
legalidad y constituirse en un estado paralelo al ordenamiento existente. De lo contrario, éste dejaría de tener
sentido por esta otra razón.

Y que el ordenamiento político es el único orden cuya ley posee jurisdicción universal sobre una sociedad
determinada quiere decir asimismo dos cosas. Una, que es el único orden facultado para promulgar, aplicar y
hacer cumplir las leyes que regulan, en efecto, esta sociedad. Otra, que la ley es el medio con que el orden
político regula su propia actividad, y que éste es el único orden que puede disponer tan sólo de su ley para
hacerlo.

El ordenamiento político es al mismo tiempo un orden jurídico, y es esto antes que nada, en cuanto el poder
político es precisamente el único por completo legalizado: no es el poder de una banda de piratas.

3.3. La centralización

Un medio del que se sirve también el ordenamiento político es la centralización de sus órganos y actividades,
especialmente de los relacionados con la aplicación y el cumplimiento del orden jurídico: la administración y la
justicia. Por centralización no cabe pensar aquí en una concentración meramente geográfica del poder político
(estructura radial del poder), sino en una distribución jerárquica sobre un único eje de funcionamiento. Aunque
el poder político se descentralice en sentido horizontal (estructura reticular del poder), continua estando
centralizado en sentido vertical, salvo que hablemos de un poder nuevo.
25

Hay para ello una razón histórica: la crisis de la sociedad feudal abre paso a una progresiva expropiación de los
poderes tradicionales y monopolización de funciones por parte del poder emergente. A la vez, la centralización
del ordenamiento político obedece a un más largo proceso histórico de división del trabajo político, en que las
instancias ejecutivas y judiciales se configuran antes que las legislativas.

Con todo, hay otra razón de tipo funcional: la integración de estados cada vez mayores, más poblados y más
urgidos a prestar servicios requiere cierto grado de centralización para la eficacia indispensable de sus
instituciones y organismos dependientes.

Esta centralización es la herencia de la monarquía absoluta. La administración central es muy anterior al estado
surgido con la Revolución Francesa. Antes de 1789, escribe Tocqueville, “los particulares ya confiaban más en la
administración que en ellos mismos”, de forma que el cambio de reglamentos que tuvo lugar en 1787 le hace
decir al mismo autor que fue una “primera revolución”.

Después se han sucedido gobiernos, regímenes y formas de estado, pero los grandes ejecutores de la
centralización han sobrevivido.

La administración es el principal instrumento de la centralización del poder político sujeto a un ordenamiento.


Su función inmediata es asistir y, cada vez más, asesorar al poder ejecutivo, y no sólo en materia técnica. Pero
con el crecimiento de la sociedad de masas han crecido también sus funciones de administración del orden, del
amparo y de la prestación de bienes públicos que solicita esta sociedad. Lo que a su vez ha dado cuerpo a la
burocracia, un poder caracterizado por la sujeción a reglas que tratan de maximizar su eficacia como medio
político y social al mismo tiempo. Tales reglas, como la competencia y disciplina, han hecho considerarla “la
forma más racional de ejercerse una dominación”, al decir de Max Weber.

Pero no es posible perder de vista que se trata de un fenómeno esencialmente ligado a las dimensiones del
orden político y de la sociedad que administra, no a la forma adoptada –democracia o autocracia– por el
ordenamiento político

3.4. La coacción

El ordenamiento político usa la violencia como uno de sus principales medios. De hecho, toda forma de control
de unas personas sobre otras incluye en algún momento la coacción física o psíquica, como sugiere el encuentro
de Robinson y Viernes. La sociedad no “concede” al orden político el derecho a usar la coacción. Simplemente
renuncia a este ejercicio en favor del gobierno, pues –recuerda Hobbes– antes de instituir el orden político
“todo hombre tiene derecho a todo”, incluida la violencia. Pero eso no habilita al poder político a usar la fuerza
con la misma arbitrariedad que la sociedad sin ley.

El crimen o terrorismo de estado, el genocidio y la represión del adversario político –violencia que genera más
violencia– contradicen la unidad y el sentido de un poder como orden jurídico. La ley distingue a los hombres y
la fuerza a las bestias, dice Maquiavelo, pero a veces “a un príncipe le conviene saber hacer como la bestia y el
hombre”.

El orden político no es, entonces, comparable al resto de órdenes de coexistencia, en que cuando hay normas
no existe fuerza –caso de la moral– y cuando hay fuerza no existen propiamente normas –caso del hampa
(grupos maleantes). Se trata del único orden normativo que puede garantizar sus normas por la probabilidad de
la fuerza.
26

Sólo él dispone, en palabras de Max Weber, del “monopolio legítimo de la coacción física”. Por eso, aunque no
es el reino de la paz, tampoco –si es tal orden político– lo es de la guerra indiscriminada . ¿Pero en qué se
diferencia la fuerza legal de cualquier otra fuerza?

Para Trasímaco, en pugna con Sócrates, “la justicia no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte”, y para la
interpretación marxista posterior éste es siempre la clase dominante.

Cabe pensar que la legalidad añade a la fuerza algunos caracteres en los que se mezclan lo simbólico y lo
técnico. Por lo primero, contra la fuerza gratuita el derecho añade a la fuerza una justificación –explica por qué
se debe forzar a algo. Por lo segundo, contra la fuerza ciega le añade una finalidad –expone el para qué: la
defensa hacia adentro y hacia afuera del orden político. Y contra la fuerza bruta le presta a la fuerza una forma –
dice cuándo, cómo y sobre todo quién puede usar la violencia. Si bien los tres caracteres se resumen en uno: el
derecho a la fuerza está para hacer cumplir a la fuerza el derecho.

La coacción no es, entonces, un “hecho material” al margen –por delante o por detrás– del orden jurídico, sino,
como piensa Kelsen, un predicado fundamental del propio derecho, que confirma así su positividad.

a) El desafío terrorista

El terrorismo es una forma extrema de coacción, usada y defendida por algunos como un “medio” de la política.
Lo específico de este medio es crear un clima de terror y de desestabilización que beneficie a sus partidarios: al
provocar que haya más represión, se cree justificada por duplicado su causa. Es la “espiral del terror”, una
dinámica de “acción-reacción”, constante y aparentemente insoluble. Pueden recurrir al terrorismo desde
gobernantes (terrorismo de Estado, tanto de estados totalitarios como formalmente democráticos) a individuos
que actúan en solitario, aunque es un recurso más común en grupos políticos que operan en la clandestinidad o
muy próximos a ella (“organizaciones militares”, en su lenguaje, o “bandas armadas”, para el poder legal que las
persigue).

El recurso al terror fue introducido hacia finales del siglo XIX, pero es un fenómeno creciente en el mundo
contemporáneo. Se debe, de una parte, a las limitaciones, en la sociedad de masas, para vencer políticamente al
adversario imbatible (por ejemplo, el Estado) de una forma legal y eficaz; y, de otra parte, a la sofisticada
tecnología militar, con armas y explosivos cada vez más manejables y mortíferos.

Para unos es legítima defensa (los terroristas serían soldados, revolucionarios, incluso mártires), para otros un
delito de lesa humanidad (el terrorista como genocida o mero delincuente de sangre). También hay quien
sostiene que el terrorismo es una interpretación más del principio de que el fin justifica los medios, familiar a la
política en general. Pero parece que se olvida que el terror no es sólo un “medio”, para el terrorista, sino que
constituye un “fin”: es un objetivo concreto y principal de su manera de hacer política, e incluso de entenderla.
Terroristas, dice, son “los otros”, estén en el gobierno o en la oposición, sean legales o clandestinos.

Lo que es cierto es que el terrorismo no obedece a una violencia gratuita. Es político; sus causas y sus remedios
lo son. Pero, para empezar, no es legal. Usa la fuerza sin el control y la contención de la ley. Eso lo distingue
radicalmente de cualquier otro uso político de la violencia. La prueba es que, cuando los terroristas obtienen el
poder, lo primero que suprimen es el terrorismo que pueda usarse contra él.

En segundo lugar, no es democrático. Aunque la democracia tenga que usar a veces la coacción y la violencia, su
fin es la paz, y su medio es el derecho. Es, por definición, el régimen de la ley y de las normas por encima, si no
“en lugar”, deseablemente, de los meros hechos y de la fuerza.
27

También es, el régimen de la palabra y del debate, cosas ambas ignoradas, o, mejor, burladas, por el recurso a
los instrumentos terroristas.

Es desde luego es inmoral: En primer lugar, su opción es la fuerza, no la protesta ni el diálogo. Usa la fuerza al
margen de las normas aceptadas por la mayoría. La usa desproporcionadamente, y siempre de modo
imprevisto, justo para provocar el terror, aunque las víctimas sean inocentes. Es, por lo tanto, esencialmente
perverso: no sólo no le importa que por su causa haya más represión, sino que lo busca así. Además, los
terroristas actúan de forma anónima y se esconden tras sus crímenes. Y no les basta con provocar el dolor:
humillan a sus víctimas con excusas políticas, como en la toma de rehenes. Su estrategia, por lo demás, viene a
ser una forma de chantaje: o se les hace caso, o van a seguir aterrorizando. Entienden, en fin, que vencer al
adversario es eliminarlo. Nada más inmoral. Admitido, pues, que no haya una definición universal de quien es
terrorista y quien no, lo que debe estar claro, por lo menos en un sentido ético, es que no hay ningún terrorismo
bueno.

El terrorismo es un desafío para todo tipo de sociedades y de estados. Lo es mucho más que la corrupción y el
narcotráfico, porque su causa es política y se reviste de argumentos de esta clase. En este sentido, sólo tiene un
parangón: el totalitarismo. Y es también un desafío porque, más allá de lo político, se sirve de los individuos que,
por ignorancia o fanatismo, creen que un disparo es más eficaz que un voto, o que su voto, sencillamente, vale
más que el de los demás. La respuesta a este desafío, como a la violencia incontrolada en general, no es
exactamente el pacifismo, sino la democracia, el régimen del voto y la palabra. Es el único régimen pensado para
resolver los desacuerdos por medios pacíficos y no a tiros o bombazos.

La democracia responde al terror con estos medios y, en caso extremo, por medios coactivos, pero siempre
debe hacerlo, como democracia, de forma legal y proporcionada para preservar el valor moral de su legalidad,
su mejor arma.

3.5. La autoridad

La autoridad es el medio más sutil de la política y el que viene a representar la piedra de toque de todos los
demás. El poder político es la capacidad de dictar leyes y de que éstas sean obedecidas. Pero una cosa es tener
la capacidad de provocar la obediencia por la fuerza, mediante el medio de la coacción, y otra de provocarla de
modo voluntario, mediante la autoridad.

En el primer caso el poder político se reduce a una posesión del poder de imposición o de “mando”: la potestas
se limita a potentia o capacidad de coacción. En el segundo caso el poder político incluye al mismo tiempo la
posesión de un poder de reconocimiento ante sus destinatarios, es decir, de ser aceptado libremente por éstos.

El poder que sólo tiene el mando tiene que ser obedecido por la fuerza; el que tiene además la autoridad no la
necesita, o no la necesita siempre: se basta con la palabra y sobre todo con la credibilidad de sus palabras.

Decía Aristóteles: en el poder político tener poder no es lo mismo que tener autoridad. El poder del gobernante
implica un “derecho de” hacer algo sobre el gobernado; su autoridad supone a la vez el “derecho a” recibir algo
de éste. De lo que no puede presumir quien sólo manda, porque posee un derecho de acción, pero no de
recepción frente a sus mandados.

Poder y autoridad no son, pues, sustituibles entre sí, aunque a veces se quiera decir una cosa por otra: la pre-
potencia se atribuye la autoridad y la im-potencia el poder. Pero uno y otro medio son complementarios. El
28

poder necesita de la autoridad para ser un poder reconocido y la autoridad necesita del poder para ser una
autoridad efectiva.

Sin su complementario, el poder es mando y la autoridad una tenencia subjetiva. Cuando se da la suma de poder
y autoridad, una vez admitido que ninguno es consecuencia del otro, se habla, con Weber, de la dominación.

La dominación en aquel otro sentido es la posibilidad de encontrar obediencia a un mandato mediante algo no
tan sólo relativo a la fuerza del gobernante, sino a su presunta legitimidad.

La dominación se manifiesta de diversos modos: Tradicional- carismática -racional o legal. Aunque los tres se
tratan de “tipos puros” –, hay que reconocer que el tercero es el llamado a imponerse, dada la moderna
secularización del poder político. Una “dominación racional” es pues aquella en que el titular del poder es
obedecido por motivo de su cargo y de la norma que lo establece, siempre en la creencia de que obedecer así es
más racional que hacerlo de otras maneras.

La autoridad –capacidad de ser libremente obedecido– nos recuerda de paso que toda la “positividad” de este
sistema normativo tiene más que ver con una relación jurídica que con una relación material.

3.6. El problema de la soberanía

La soberanía es la atribución mediante la cual el ordenamiento político justifica la disposición de todos sus
medios. Poseer la soberanía es poseer la supremacía en relación con otros órdenes de poder.

En la Edad Media dos potestades se disputaban la supremacía: la iglesia, poder espiritual y el estado, poder
coactivo.

Pero en el tránsito al Renacimiento se impone el principio que asocia el derecho a ejercer el poder político con la
exclusividad de este derecho en cada territorio determinado. De modo que quien acaba teniendo la supremacía
o soberanía, es decir, el derecho exclusivo a ostentar el poder político es el monarca o soberano. Maquiavelo es
uno de los primeros en darlo como un hecho: el príncipe regenta el principado entero, no sólo la parte de éste
que es la sociedad civil.

Y Bodin, también dirá después: “La soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una república”. El poder del
estado es absoluto porque sólo depende de Dios y la naturaleza; es perenne porque es el único que puede
hacerse obedecer a la fuerza.

Más tarde Hobbes especifica los motivos de por qué el estado ha de reunir la summa potestas: porque sin este
árbitro único la sociedad se vuelve por naturaleza contra sus propios individuos. “En cambio, en el estado civil,
en el que el derecho de vida y muerte y de toda pena corporal pertenece al estado, ese mismo derecho de
matar no puede ser concedido a un particular”.

De éstos y similares planteamientos de la soberanía se deriva el principio de la “razón de estado”. El estado,


dice Hobbes, no puede oponerse nunca a la razón. ¿Pero a quién pertenece esta razón? No a la razón privada,
que conduciría a leyes inciviles, ni a una razón compartida por sabios, que puede torcer aún más estas leyes,
sino a “la razón de este nuestro hombre artificial que es el estado y su mandato”.

Hegel añade aún: “El estado es lo racional en sí y para sí”. De ahí a la defensa del estado como un fin en sí mismo
hay un paso mínimo, y a la defensa de todos los medios para conseguirlo un paso todavía más imperceptible.
29

La razón de estado es una doctrina que emerge de la identificación del fundamento de la soberanía con el hecho
mismo del poder político, emplazado desde la baja Edad Media por encima de otros poderes sociales. Sin
embargo, y sin apartarse de la política, el fundamento de la soberanía del orden político, por la cual este poder
tiene en definitiva la autoridad legal suprema, tiene que ver más con la norma que hace existir al poder político
que con éste en sí mismo.

La idea de soberanía estatal va ligada comúnmente a esta oscura y contradictoria concepción de lo que es tener
supremacía en el orden político.

CAPITULO IV: LOS FINES DEL ORDENAMIENTO POLÍTICO ( Elberth )


1. La diversidad de los fines
El ordenamiento político posee medios y al mismo tiempo fines: son términos implicados entre sí. La mayoría
de teóricos de la política admiten que el ordenamiento político posee fines sustanciales y que éstos son su
justificación como tal ordenamiento.

Para Hegel, incluso, al absolutizar racionalmente el estado, como fin supremo del individuo: el interés particular
de éste “está contenido y preservado en el interés y el fin del estado”.

Todas estas teorías tienen su raíz común en la noción aristotélica de la polis, que “nació a causa de las
necesidades de la vida, pero subsiste para el vivir bien”. No es el vivir, sino el vivir bien lo que la justifica.

Pero Aristóteles puede plantearse este fin sustancial porque presupone en el ordenamiento político una
comunidad de gente, no aún una sociedad compleja, en que hay otros fines específicos y hasta el fin de la buena
vida se busca al margen de la política.

Aunque amplia cada vez más sus competencias, el estado moderno no es tan omnicompetente como la antigua
ciudad griega, autárquica y sobre todo tenida por una unidad de vida.

Por eso sus fines han sido concebidos según se conciba el tipo y número de competencias de que es capaz. Las
teorías al respecto pueden dividirse aquí entre aquellas que asignan una función positiva al estado y aquellas
que le otorgan una función, por así decir, negativa.

Función positiva: piensa más en los fines futuros del orden político, porque éste es concebido de modo idealista

Función negativa: se piensa en los actuales, porque la concepción es realista.

Para descubrir de qué fines se trata puede tomarse como referencia la máxima de Goethe: “ Prefiero la injusticia
al desorden”.

Las teorías de la función positiva del estado priman la justicia sobre el orden. El fin de la justicia incluye
variablemente, pero en destacado lugar, los fines asociados de libertad, igualdad y bienestar. la justicia lleva a
distinguir el poder de lo que son sus propios fines

Las teorías negativas al contrario. Promueven el orden por encima de la justicia. El fin del orden se vincula a los
de seguridad, iniciativa privada y propiedad. Hace que el poder se constituya en su propio fin

En aquéllas En las otras. Para unas; para otras, el orden.


30

Una función positiva al estado, es porque éste posee una eficacia creadora o por lo menos incrementadora de la
realidad social existente: promueve bienes y derechos, no sólo los protege.

Al referirnos a la función negativa, en cambio, es porque se espera que la eficacia sea conservadora de lo que
hay o al menos preventiva de los conflictos que lo amenazan: trata de mantener los bienes y a este fin protege
los derechos.

En la tesis de la función positiva del estado se encuentran, entre otras, las doctrinas inspiradas en principios
comunitaristas y utilitaristas, sin exceptuar al citado Aristóteles y a Hegel (el estado es tan positivo para éste que
hasta la guerra puede serlo, al revés de lo que pensaría Hobbes).

Los partidarios de una función negativa del estado asumen principios individualistas y contractualistas, aunque
no todos los favorables al estado como contrato son de esta tendencia.

2. El fin procedimiento de la paz


Sean positivas o negativas, en ambas concepciones subsiste un denominador común. Todos quienes justifican la
existencia del ordenamiento político admiten que ha de cumplir un fin mínimo: hacer posible una sociedad
organizada.

El reconocimiento de este fin es común a expresiones como “sociedad justa” y “sociedad ordenada”.
Igualmente suelen ser compartidas, desde ambas perspectivas, las condiciones formales cuya suma hará posible
una tal sociedad organizada: una seguridad jurídica, una estabilidad política y una convivencia o cohesión social.
Búsquese el bienestar colectivo o la seguridad colectiva, la disposición de estos mínimos elementos es
imprescindible para la consecución de cualquier fin del orden político.

Una sociedad organizada no es exactamente una sociedad ordenada. Esta presupone al menos dos cosas que no
exige una sociedad de la que decimos tan sólo que está organizada: un principio externo –el “orden”– que debe
ser explicado y el supuesto de que cada individuo tiene en ella un lugar asignado, el puesto “correspondiente” a
este orden.

Pero una sociedad organizada no es ni esta sociedad de “orden y concierto” ni la sometida a la “ley de hierro”
de una oligarquía burocrática o tecnocrática, es decir, una sociedad totalmente organizada. Es aquella con una
disposición tal que permite a cada uno de sus miembros el acuerdo al igual que el desacuerdo con el resto.

Para que se cumpla el fin mínimo de una sociedad organizada en las condiciones descritas debe reconocerse al
mismo tiempo la satisfacción de un fin inmediato y preliminar a todos los demás, por mínimos que sean: la paz.
Al margen de los fines propuestos, la paz es el fin esencial para que el ordenamiento político pueda proponerse
fines.

La paz es el fin procedimental del ordenamiento político. Por eso la máxima que puede igualmente servir de
inicio a la discusión sobre este fin incondicional de la política es aquella puesta en boca sin distinción por jefes
de estado, de clan y de comando guerrillero: Para qué perder el tiempo con palabras si se soluciona antes con
las armas.

Los fines del orden político cambian según los grupos que lo dirigen, no hay fines que éstos no se hayan
propuesto y no hay ningún fin explícito que haya sido propuesto por todos. Como ordenamiento jurídico y
coactivo el orden político no puede proponerse fines en general ni estar él mismo sujeto a fines, salvo que se
trate de este fin formal y procedimental de la paz.
31

La paz no es la no-guerra, o simple período existente entre guerra y guerra, ni el orden obtenido por cualquier
medio, por ejemplo el estado absoluto, como hace Hobbes, que piensa que el fin de éste es asegurar el fin de la
naturaleza: pax est quaerenda. La paz no se concibe, pues, como un fin más del orden político, sino como la
condición, el fin preliminar a todos sus fines posibles.

2.1. ¿El fin justifica los medios?

El ordenamiento político es un conjunto de medios dispuestos para uno u otro fin. La legalidad es uno de estos
medios y la paz es un fin: el fin preliminar a todos los demás. Aunque sucede a veces, como decía un clásico, que
“Entre las armas, las leyes enmudecen”, y todavía más veces, como dice un moderno, que “El poder no es un
medio, es un fin”.

De cualquier forma, haga lo que se haga con él, el ordenamiento político es, en cuanto poder, un conjunto
determinado y estable de medios –es el stato de Maquiavelo–, o bien deja de ser tal poder.

El primero es que hay que evitar a toda costa errores o defectos en los medios, y así se dice que “un fallo, en
política, es peor que un crimen”.

El segundo es que si un defecto en los medios es tolerable, sólo debe serlo en aras a un fin que lo compense, y
así se admite que “el fin justifica los medios”, aunque no se diga abiertamente.

La aplicación más sobresaliente de este último axioma, ya desde antiguo, es la expresión Si vis pacem, para
bellum, recogida por Cicerón y contestada después por Tito Livio –tan admirado precisamente por Maquiavelo
limitaos a dejar entrever una guerra y tendréis la paz que bien puede entenderse como un más conciso: si no
quieres la guerra, prepara la paz. Pero que el fin justifica los medios, volviendo a la realidad, es norma que se
aplica de muchos modos en el estado contemporáneo, no sólo en la defensa exterior y el secreto de estado,
como es tradicional, sino gracias a la nueva disposición de medios, económicos y técnicos, en la financiación
ilegal y en el llamado terrorismo de estado.

El siglo XX es testigo, además, de la facilidad con la que todas estas posibilidades de enlazar los fines con los
medios se mezclan extrañamente entre sí.

En la realidad política, al igual que en Macbeth, hay por lo menos tantas ocasiones para creerse que del mal (de
fines o medios “malos”) puede nacer el bien, como de darse cuenta que del bien (de fines o medios “buenos”)
ha podido nacer el mal. “El fin justifica los medios” no es una frase de Maquiavelo, pero sí un pensamiento que
se desprende de sus escritos.

En éstos propone la creación de un estado fuerte e independiente de la religión y la moral, al contrario, en este
sentido, del estado cristiano solicitado por su contemporáneo Lutero. La política, para el florentino, debe ser
autónoma, y lo espiritual, lo mismo que la guerra, debe ponerse a su servicio como instrumentum regni. Por eso,
porque en política no hay tribunal superior al que recurrir, se acude al “fin” de las acciones, que sólo el resultado
las justifica, como escribe en El Príncipe (XVIII). Si el soberano logra conservar su estado, “...todos los medios
que haya aplicado serán juzgados honorables”, apunta en el mismo lugar. Aunque ello puede suponer, a veces, y
según la fuerza de la “necesidad” con que se le presentan las cosas, que el soberano haya tenido que aprender a
“poder no ser bueno”, es decir, a “saber entrar en el mal”

“Allí donde se trata de la salvación de la patria –escribe– no debe tomarse en consideración si algo es justo o
injusto, cruel o compasivo, digno de alabanza o de censura, sino que, dando de lado a toda otra idea, es preciso
seguir aquella decisión que le salva la vida y le mantiene la libertad”. Ello da a entender que es fácil para el
32

soberano conservar el poder cuando se tiene el dominio en tiempos tranquilos, y ya no lo es, en cambio, allí
donde la supervivencia de la comunidad, y con ella la de su cabeza, se encuentran en peligro.

Soberano es aquel que desafía, en fin, a la fortuna, sabiendo hacer, a su modo y conveniencia, de la necesidad
virtud, como reza otra vieja sentencia. El soberano deberá hacer, en estas circunstancias, aquellas cosas que no
se atrevería a hacer si escuchara sólo los dictados de la razón: la necesidad le excusa.

Maquiavelo suministra, pues, una teoría para la relación entre los fines y los medios del ordenamiento político,
y lo hace, para su tiempo, como un avanzado del tratamiento moderno del asunto.

Por lo demás, la defensa maquiaveliana de que un fin terrenal justifica los medios constituye un reconocido
tributo a la doctrina de la razón de estado. Pero en Maquiavelo se juntan dos factores, la admisión, por un lado,
de que el buen fin hace cualquier medio legítimo, y el compromiso.

Hans Kelsen y Carl Schmitt, dos pensadores igualmente testigos de las mencionadas mutaciones del
maquiavelismo, pero opuestos entre sí en su visión del problema y a la hora de dar definitiva respuesta a la
cuestión de si el fin justifica los medios.

El trabajo Kelsen apunta ya que el estado es y sólo es un ordenamiento jurídico y coactivo, cuya existencia es por
consiguiente normativa. De modo que si el orden estatal existe en y por el derecho, ni hay propiamente sentido
en la expresión “estado de derecho” ni cabe hablar, en rigor, de un estado que cometa actos ilícitos.

Ningún fin, mejor dicho, puede justificar para Kelsen ni los medios buenos ni los medios malos del estado, ya
que si su esencia es convertir el poder en derecho, no puede haber otros fines para el estado que los fines
jurídicos, el primero de los cuales es la paz.

No hay, así, fines políticos que le sean inherentes, pues como ordenamiento legal y coactivo el estado no es más
que un medio para la realización, sólo después, de todos los fines posibles.

La contraposición entre estado y derecho forma parte sencillamente de una ideología que pretende justificar al
estado desde un supuestamente separado derecho como posterior, nunca preliminar al orden estatal, cuando
en realidad cualquier estado depende a la vez de su norma constituyente, y aún más radicalmente, piensa
Kelsen, depende de una “norma fundamental” implícita en su poder.

Escribe Kelsen: “Este es el principio maquiavélico: que el príncipe debe determinar sus acciones mirando
únicamente al interés del estado en cada momento o, mejor, a lo que el príncipe estima o declara que en un
momento dado constituye el interés estatal; no mirando al derecho, que era derecho popular”.

Queda, así, el estado como ámbito de lo público, es decir, de los dictados del príncipe o derecho autocrático, a
lo sumo, y el considerado derecho por antonomasia, por otra parte, que es, en cambio, la esfera de lo privado, lo
consuetudinario y popular, que se identificará más tarde con el derecho democrático.

Un soberano como el propuesto por Maquiavelo en El Príncipe –empieza por decir– no es un dictador; ahora
bien, la tecnicidad ejecutiva y racional de su gobierno, no ligado a otros fines que básicamente la seguridad, lo
“conduce directamente –escribe– a la esencia de la dictadura”. Maquiavelo no es sólo un teórico de la razón de
estado, sino de la técnica política propia del estado moderno y particularmente de la dictadura tal como se
desarrollará en el mundo contemporáneo, es decir, sin que represente una situación prevista en el orden
constitucional, pero tampoco sin ser equivalente a una burda e injustificada tiranía.
33

La pregunta clave de la soberanía es: ¿quién decide? ….Antes que las normas, el cuerpo del derecho vigente
(lex), está también, en el orden político, la decisión del soberano sobre su propia seguridad, que no es la
característica de una persona física, sino la del soberano como encarnación del orden político o sea persona
civilis.

Un elemento destacado de esta teoría constitucional es la separación entre estado y derecho, de especial
trascendencia para la cuestión de si el fin justifica los medios. El estado identificado con el derecho, a la manera
de Kant, Weber o Kelsen, conduce a un sistema político vacío de política, una “pura ficción” de legalidad que
entiende que la ley se reduce a la norma y deja fuera a la voluntad, la decisión del soberano, que es lo esencial
de la ley y es la política misma.

El orden político no es todo orden y medida, por así decir, sino además y sustancialmente es política, cuyo
fenómeno esencial son las decisiones y la voluntad, no la ratio y el juego formal de las normas.

Donde existe, ciertamente, esta “supremacía de lo existencial –escribe Schmitt– sobre la simple normatividad”,
estará justificada en ocasiones la violación de la ley por un acto particular de soberanía. Ello es posible sólo por
mano del soberano, en situación imprevista de necesidad, porque no representa, además, una alteración del
orden constitucional, y porque se trata, en último término, de una “medida”, no de un obrar normativo,
legislador, medida tomada siempre en virtud de la “existencia política del todo”, concluye. En cambio, donde no
existe esta primacía de la politische Existenz y todo se hace normativo, el quebrantamiento a veces necesario de
la ley tiene que concebirse, de modo contradictorio, amén de vergonzante, como un “acto apócrifo de
soberanía” (apokrypher Souveränitätsakte).

La vehemencia con la que sostuvo este punto de vista, según el cual el soberano está habilitado para crear
derecho desde la excepcionalidad, influyó sin duda en el ascenso del nazismo dentro del marco incluso de la ley,
algo que la Ley Fundamental de Bonn se prestó a corregir unos años después.

Es verdad que Schmitt no propone, con su alegato prodictatorial, la figura de un déspota: el presidente con
poder excepcional, aclara, toma sólo “medidas”, en su derecho, de carácter fáctico, no es autocráticamente
legislador ni juez. Pero hay algo muy evidente que objetar a esta suavización de los términos. Y es que si la
excepcionalidad del soberano era prevista por un Maquiavelo justamente para salir de la necesidad (otra cosa es
que al soberano le interese tan poco hacerlo), la misma excepcionalidad está envuelta en Schmitt por un halo de
complacencia en la necesidad y de justificación intelectual, en todo caso, de los reclamos de la “existencia
política”, algo que no se encuentra en el nada existencial, nada cosmonecesitario Maquiavelo, apologista de la
virtù contra lo que sea.

En cambio en Schmitt clama constantemente la necesidad: primero, como dice, de la homogeneidad del pueblo;
después, de la distinción entre amigos y enemigos como segundo principio de la política, y finalmente la
necesidad de dar el visto bueno a la consigna Der Führer schützt das Recht (el caudillo protege el derecho), de su
propio cuño.

Lo que ha hecho de Schmitt es precisamente esta radicalidad de lo político, incluso allí donde almas bellas y
almas siniestras se juntan para postular la “neutralidad” del derecho, es decir, en los fundamentos del estado.
Schmitt hace pensar, como lo hace también Maquiavelo, en los terrores a que puede conducir una autonomía
intrínseca de la política. Es, por ejemplo, de un cinismo atroz escuchar de un ministro procesado por terrorismo
de estado palabras de desautorización de los tribunales de justicia y mezcladas todas ellas con una defensa
desesperada de la “autonomía” del poder político.
34

La relación entre fines y medios de la política es tratada por Norberto Bobbio siguiendo por su parte a Kelsen y
en buena medida a Hobbes. El estado es un conjunto de medios jurídicocoactivos ordenados en un sistema
simplemente instrumental, y dichos medios poseen un solo fin inmediato, que es el fin de la paz. Si los medios
estatales constituyen un orden, este fin de la paz, desarrollo último de la coherencia imprescindible a todo
orden, es lógicamente, más que su valor –un “valor” más–, su necesario presupuesto, aquello que va a hacer
posible los valores.

No es la paz, pues, el único fin de la política, ni un fin todavía de signo naturalista, como era ambas cosas para
Hobbes, con su axioma Pax est quaerenda, sino fin inmediato o procedimental, con el que y por el que se hacen
posibles otros fines o valores de la política.

Que el fin del orden político sea un estado de paz, no de guerra, quiere decir que los acuerdos necesarios en
toda política son tomados por negociación y compromiso, y sólo por ellos, no por victoria del más fuerte. Y
quiere decir, por supuesto, que lo que trata de eliminar no es el conflicto mismo, que se resuelve, no
“desaparece”, sino esta imposición del más fuerte, la guerra.

El mismo Maquiavelo se vio obligado a distinguir entre las “crueldades bien usadas” de Agatocles y las “mal
usadas” de Oliverotto da Fermo, porque las primeras servían bien para mantener el estado y estas otras
cumplen mal para el mismo fin, hasta destruirlo.

Hay, en suma, más que una relación mecanicista entre fines y medios: gozan de una mutua adaptabilidad. Si
bien, con todo, los fines y los medios siguen estando en sitios diferentes y a veces opuestos. Admitida esta
diferencia, resultará generalmente más difícil ponerse de acuerdo en los fines, aunque sean tenidos por buenos,
que hacerlo en los medios, aunque parezcan menos buenos.

Todo lo cual hace concluir a Bobbio la importancia de las reglas para la discusión de los objetivos y la obtención
de un acuerdo. Así, escribe: “No es el fin bueno el que justifica el medio incluso malo, sino que es el medio
bueno, o considerado como tal, el que justifica el resultado incluso, para algunos, malo”. O dicho de otro modo:
el mejor resultado es el que se ha obtenido con las mejores reglas.

En la democracia los medios importan tanto o más que los fines. En un caso extremo, el demócrata puede no
saber cuáles son los fines al margen de los medios, pero debe saber cuáles son los medios al margen de los fines.
Estos medios son las normas y los poderes sujetos a ellas y mantenidos a raya por ellas. Una vez dispuestos y
respetados tales medios puede aplicarse el fin que se quiera.

En una democracia, por ejemplo, donde es más claro que el “gobierno de las leyes”, como recuerda Aristóteles,
debe sustituir al “gobierno de los hombres”, esos medios que son las leyes son algo más que medios o simples
reglas, porque constituyen el modo de evitar el abuso del gobierno de los hombres y de convertir la democracia
en autocracia. Por eso cuando en una democracia se quiebra la legalidad se rompe también casi toda su razón
de ser o legitimidad.

En realidad, el “medio democrático” que antecede a un fin autocrático ya es en parte un medio (y un fin)
autocrático. Del mismo modo, el “fin democrático” que sigue a un medio autocrático ya es en cierta manera un
fin (y un medio) autocrático. Lo que al menos sirve para desenmascarar a liberales y autoritarios maquiavélicos.

Nota: El fin justifica los medios; ¿Cuál es el fin del estado, según Maquiavelo? ¿Cuál es su moral?
(todo está permitido, siempre y cuando se consiga la seguridad-orden) ¿Cuánto tiempo tiene que
35

pasar el soberano en el poder? ¿Quién gobierna el soberano o el Estado? ¿La perspectiva de


Maquiavelo el gobierno es autocrática o democrática?

CAPÍTULO V: LAS NORMAS DE PROCEDIMIENTO DEL ORDENAMIENTO POLÍTICO


( Efraín)
1. La democracia como norma constitutiva
La paz es el fin inmediato del orden político en tanto que instrumento –en un ordenamiento normativo– para
muchos otros fines posibles. El orden político es un ordenamiento de paz, la cual constituye, así, su fin
procedimental.

Sin la paz no se puede proceder a otros fines políticos.

Ahora bien, si la paz no es no-guerra (mera “privación de la guerra”, dice Spinoza), sino la disposición previa a los
requisitos de una sociedad organizada (seguridad jurídica, estabilidad política y convivencia social), la paz no es
tampoco una disposición provisional, como la que resultaría de la victoria de un bando contendiente sobre otro.

La paz debe ser, en cambio, duradera, lo que se obtiene mediante un compromiso, no mediante una victoria
entre intereses y grupos opuestos: “La paz no consiste en la privación de la guerra, sino en la unión de los
ánimos o concordia”, continúa Spinoza. Pero si la paz es un compromiso, y éste una adopción de normas que
faciliten el acuerdo, la única forma de ordenamiento político que asegura la paz es la democracia. Esta, a
diferencia de la autocracia, es precisamente la regla y el resultado del compromiso entre los intereses de la
mayoría y de la minoría.

Por lo demás, un ordenamiento político que no es un ordenamiento de paz, es decir, cuyo orden jurídico y
coactivo no procura este compromiso, se vuelve prácticamente inefectivo, porque la sociedad organizada
tiembla aquí desde su primer pilar. En este sentido es autocontradictoria la célebre tesis de Von Clausewitz: “La
guerra es un instrumento de la política”.

En cuanto a sus fines acabamos de ver, a partir del fin procedimental de la paz, que la democracia es el único
método que asegura su propia efectividad como ordenamiento normativo. En resumen, la democracia reúne las
dos condiciones básicas para ser razonablemente la única norma constitutiva del ordenamiento político.

Por una parte es uno de los dos métodos posibles para la formación de dicho ordenamiento, lo que equivale a su
condición de necesidad: el sistema político ya existe. Por otra parte es ya el único método posible para
corresponder al fin preliminar del ordenamiento político, la paz. Lo que viene a representar su condición de
suficiencia en cuanto a las normas básicas de procedimiento para un sistema político: éste ya puede realmente
funcionar.

La democracia es una norma constitutiva del ordenamiento político. Como norma, para empezar, convierte en
acto un hecho natural, al que da significación y sentido práctico. Pero además, puesto que es un esquema de
enjuiciamiento, se convierte ella misma en principio práctico de otros actos.

Spinoza es uno de los avanzados en defender la democracia como una norma de procedimiento: aquella según
la cual “todos los hombres tienen colegiadamente soberano derecho en todas las cosas que pueden”. Desde la
misma perspectiva procedimental puede añadirse a esta definición que la democracia es aquel conjunto de
36

reglas que es necesario observar para permitir a todos los sujetos de un ordenamiento político la más amplia y
segura participación en su gobierno.

Estas reglas son principalmente aquellas que dicen “quién” debe tomar las decisiones del orden político y
“cómo” deben ser tomadas por los llamados a hacerlo. De modo que la democracia es una norma que sustenta
reglas, pero al mismo tiempo actores para estas reglas y comportamientos a seguir por estos actores, con la
particularidad de que éstos pueden serlo todos.

La democracia es, además, una norma constitutiva. No es lo mismo una norma regulativa que una norma
constitutiva. Ésta proporciona la base mediante la que se crea una actividad o una institución. Aquélla
simplemente nos dice de qué forma éstas tienen que usarse. La democracia es más racional y consistente que la
autocracia, pero precisamente por esto tiene que admitir, a diferencia de ésta, que sus límites no son
infranqueables. La democracia representa una norma tan abierta a la revisión continua que está a completa
merced de sí misma.

En la democracia no es el fin bueno el que justifica un medio incluso malo, sino que es el medio bueno el que
justifica como bueno un fin incluso malo desde el punto de vista de los resultados. La regla de la mayoría

1.1. La regla de la mayoría


En una autocracia, donde sólo uno o muy pocos toman las decisiones políticas, se trata ante todo de satisfacer
contenidos posibles de gobierno. En una democracia, donde son todos los que participan o pueden hacerlo,
importa primero, lógicamente, la manera de hacer posible el gobierno antes que asegurar sus contenidos
posibles.

La democracia cree que además de un gobierno “para el pueblo” es preciso que éste sea un gobierno “del
pueblo”. Entre otras razones fundamentales porque no ve cómo puede saberse lo que conviene a todos sin que
se les pregunte a todos. El problema del gobierno de todos surge a la hora de determinar qué se entiende por la
decisión de todos. Pues es un hecho reiterado que todos no deciden lo mismo, ni tienen por qué hacerlo. Antes
de que surja este problema la autocracia ya dispone de una regla: “Lo que decide el autócrata es ley”. La norma
fundamental de la democracia dice, en cambio: “Lo que decide la voluntad de todos es ley”, aunque tiene que
añadir una nueva regla para cuando esta voluntad no es unánime. La regla típica de la democracia para resolver
los desacuerdos de todos y entre todos es la regla de la mayoría: todos aceptarán lo que la mayoría decida.

Es su regla más antigua. Pericles se dirigió así a los atenienses, hace veinticinco siglos: “Tenemos un régimen de
gobierno que no envidia las leyes de otras ciudades, sino que más somos ejemplo para otros que imitadores de
los demás. Su nombre es democracia, por no depender el gobierno de pocos, sino de la mayoría”.

La regla de la mayoría sólo es la típica regla democrática porque es la menos imperfecta: ofrece algunas
posibilidades más que el resto para hacer de la decisión el reflejo de lo que realmente se quiere y, sobre todo,
de lo que puede hacerse.

Pero las circunstancias e intereses en juego se encargan a veces de complementar esta regla con otra o de
sustituirla por ella. La alternativa suele ser aquí la regla de la unanimidad, si bien para los casos en que hay que
decidir entre pocos y que por la índole de lo que se decide no importa que la decisión de uno solo paralice la del
resto. Incluso Rousseau, en su teoría de la democracia para sociedades pequeñas, tiene que aceptar como
superior, en cambio, el voto mayoritario, que “obliga siempre a todos los demás” e impide así la sociedad
ingobernable.
37

Hasta aquí la justificación de la regla de la mayoría es más técnica que propiamente política, y sin embargo tiene
dos importantes razones para ser alegada:

1. La regla de la mayoría corresponde a un principio de transacción o compromiso entre los intereses


dominantes en la política y los que lo son menos. En la democracia, pues, la mayoría no se impone a la
minoría con una dictadura, sino como resultado de las influencias recíprocas entre ambos grupos.
2. Por otra parte la regla de la mayoría suscribe el principio de autonomía o libertad ligado igualmente a la
forma democrática del ordenamiento político.

El individuo nace siempre dentro de un orden social establecido y crece casi siempre dentro de un
ordenamiento político en cuya fundación él no ha tenido parte. En la práctica, y con suerte, su participación se
limita al desarrollo de este ordenamiento recibido. Sin embargo la regla de la mayoría contribuye a la posibilidad
de que pueda rectificar el orden establecido incluso en su norma fundamental, y a que se haga de forma que el
cambio tenga más partidarios que adversarios, los cuales, por la misma regla, pueden esperar a ver invertida su
posición en un futuro.

1.2. El estado de derecho


La decisión de la mayoría quiere decir el voto de la mayoría. No puede saberse qué ha decidido la mayoría si
todos no han tenido antes la oportunidad de votar. Este es el llamado voto o sufragio universal. En una
democracia la universalidad es la condición política del voto: la participación tiene su base en los individuos y en
todos ellos. Pero el voto ha de reunir también una doble condición ética: ser un voto en igualdad y libertad,
porque todos los individuos son tenidos por iguales y libres. Por lo tanto en una democracia votar no puede ser
obligatorio, pues sería una coacción contradictoria con uno de sus principios.

El voto no es obligatorio, y por la misma razón han de ser aceptados sus resultados. Contrariamente, ¿qué
sentido tendría en ambos casos la libertad de votar? La oposición a un acuerdo democrático ya es por sí misma
una declaración de guerra. El rechazo de la paz, es decir, de los acuerdos y de las normas que los facilitan, es lo
que trata de impedir el llamado “estado de derecho”.

Se dice a veces: “El estado de derecho termina allí donde comienza la razón de estado”. Pero ni ésta ni una
“voluntad” del estado o de sus súbditos pueden constituir una razón contra el predominio de las normas sobre
los hechos que caracteriza al ordenamiento político normativo.

No hay estado sin derecho, pero no todos son un estado de derecho. La rule of law inglesa vino a decir que no
bastaba un rey con ley, sino un rey bajo la ley. El ordenamiento político de derecho admite desde entonces que
el gobierno de las leyes está antes que el gobierno de los hombres. Que gobiernen las leyes de estos, y no otra
cosa al margen o por encima de las leyes, quiere decir básicamente que se gobierna, en efecto, según las leyes,
pero asimismo a través de las leyes, no de ningún otro medio descartado por ellas.

En la democracia, a diferencia de la autocracia, la fuerza de los hechos es puesta de principio a final bajo la
supremacía de las leyes, y ni siquiera puede valer antes que éstas con el pretexto de salvarlas.

Ante la regla de la mayoría, por ejemplo, no sólo tiene que reconocer su legalidad, sino garantizarla según la ley
y la fuerza, si es preciso, que sólo la ley disponga. De otro modo ya no es un ordenamiento político de derecho ni
democrático.

2. La justicia como norma regulativa


38

Democracia y justicia son las dos normas generales de procedimiento de un ordenamiento político. No dicen lo
que éste debe hacer sino cómo debe hacerlo: no son aún normas de preferencia. Más en particular, la
democracia dice cómo, primero, debe constituirse el ordenamiento: es una norma constitutiva. Y la justicia dice
cómo debe regularse lo ya constituido: es una norma regulativa. En otras palabras, la democracia crea y hace
efectivo un orden político de normas y la justicia es lo que hace ponderados el significado y el uso de estas
normas.

Aunque democracia y justicia sean de la misma naturaleza formal, previa a contenidos políticos, su relación no
es la de dos normas equiparables entre sí.

Reducir la democracia a las ideas de la minoría y la justicia al voto de la mayoría es una forma de absolutismo.
Pero si no se reducen entre sí tampoco puede decirse que al menos se implican. Lo que se acaba de argumentar
impide pensar que entre una y otra pueda darse una derivación necesaria: no es una exigencia lógica que un
orden democrático sea también justo y viceversa.

La democracia le presta su racionalidad y la justicia su razonabilidad. Por esto será muy difícil que aunque sean
rivales independientes no puedan ser pensadas a la vez como normas complementarias y coactuantes del
ordenamiento político. Decir justo equivale a decir correcto, pero de un modo específico. La justicia concierne al
orden de la sociedad y al mismo tiempo a la relación de cada uno de sus miembros con este orden. El fin mínimo
de un ordenamiento político, conseguir una sociedad organizada, no sería posible sin que el orden social y la
relación de cada individuo con este orden fueran los correctos.

La justicia legal resulta de la promulgación de unos principios sobre lo considerado correcto para una sociedad
organizada, así como de la aplicación de unos procedimientos, dependientes a su vez de normas, que tratan de
asegurar el cumplimiento de dichos principios.

Desde Platón no se han aportado muchas más soluciones al contenido sustancial de la justicia que las discutidas
en el primer libro de La república: dar a cada uno lo suyo (concepto popular), beneficiar al amigo (concepto
mítico), beneficiar al más fuerte (concepto realista), que todos cumplan armoniosamente su cometido (concepto
filosófico).

2.1. La regla de equidad


Una justicia procedimental debe reunir por lo menos las características formales de equidad e imparcialidad.
Ambas son maneras de referirse a la idea igualmente formal de igualdad que subyace, desde los griegos, en la
tradicional división entre un criterio de igualdad proporcional para la justicia distributiva (partes iguales para los
iguales, desiguales para los desiguales) y un criterio de igualdad aritmética para la misma (partes iguales a
iguales y desiguales, como el voto democrático).

Así, la imparcialidad representa en la justicia una forma de sostener la igualdad estricta en las relaciones sociales
y la equidad una forma de intervenir en ellas que implica una cierta discriminación o desigualdad. Veamos esto
último.

La regla de la equidad dispone tratar de un modo igual los casos iguales y de un modo desigual los desiguales.
Sostiene, pues, una distribución proporcional, y por lo tanto alguna forma de discriminación. Pero hay que
tomar ésta no en el sentido de una preferencia arbitraria, sino de una atinada ponderación (discriminare y kríno:
saber apreciar) entre las cosas distintas, y por eso no hay que olvidar tampoco que la raíz de la equidad es la
igualdad.
39

La tal discriminación suele hacerse en virtud de tres condiciones de la persona: la necesidad, la capacidad y el
mérito. Sólo pensando en la primera se ve bien claro que el hecho equitativo de distribuir de un modo desigual –
por ejemplo en la redistribución de rentas en una sociedad de clases– tiene por objetivo en realidad que todo
esté distribuido de un modo más igual.

La discriminación que supone la equidad no tiene otro fin que evitar la discriminación a causa de una previa
desigualdad personal. Ahora bien: ¿son razones de utilidad o estrictamente de dignidad las que hacen sostener
este justo trato discriminatorio? Desde una posición utilitarista, que propugna los principios de justicia como un
medio al servicio del interés general, se destaca la discriminación conforme a las diferencias relativas al mérito
por encima de la efectuada según las diferencias propias de la necesidad.

Si es la equidad según la capacidad se piensa igualmente en el valor de ésta en sí misma y no tanto en sus
resultados (excepto cuando éstos son inaceptables por la mayoría). Y si se hace según el mérito se aduce al
mismo tiempo la excelencia humana significada con él y sus posibles beneficios sociales. Incluso cuando se
invoca el interés general para una distribución equitativa no puede dejarse de lado que es el de las personas
individuales.

2.2. La regla de la imparcialidad


La regla de la imparcialidad es complementaria con la de la equidad. Ambas son dos condiciones necesarias para
la aplicación de una norma de justicia en el sentido procedimental de tener en cuenta la forma de lo justo antes
que sus contenidos morales.

Pero la imparcialidad, a diferencia de la equidad, dispone tratar de un modo igual tanto los casos iguales como
los desiguales. Una justicia imparcial, por ejemplo, reconoce el derecho de un superdotado y de un
discapacitado a participar del mismo modo en unas votaciones. Las diferencias no son ni deben ser tenidas en
cuenta, y éste es el deber considerado inherente a todas aquellas funciones de autoridad y custodia que han de
actuar con imparcialidad.

La justicia como imparcialidad exige ser interpretada igualmente por un espectador imparcial que pueda
efectivamente contribuir a la distribución igual de cargas y beneficios.

La regla de la imparcialidad es un proceder formal que presupone, con más claridad aún que la justicia como
equidad, una consideración de los sujetos implicados como fines en sí mismos y no como medios del interés
general.

Existen dos limitaciones básicas a la regla de la imparcialidad:

a) La primera, por más evidente, es que hay situaciones en que la imparcialidad no es necesaria y la
parcialidad es incluso justificable: por ejemplo, a la hora de escoger uno sus amigos en la vida privada, o
sus compañeros, aliados o representantes en la vida pública.
b) La otra limitación de la regla de la imparcialidad es la que resulta de tener en cuenta en determinados
casos la regla de la equidad, de la misma manera que ésta ya viene limitada en otros casos por la regla
de la imparcialidad. En general deben ser ignoradas todas las diferencias, excepto si la imparcialidad
redunda en contra de la igualdad. Ante una contradicción tan patente se impone entonces aquella
discriminación que salvaguarda la igualdad: la regla de la equidad.
40

SEMINARIO DE “LA ANUNCIACIÓN” DIÓCESIS DE CD ALTAMIRANO GRO.


FILOSOFÍA POLÍTICA
CAPÍTULO VI:
LAS NORMAS DE PREFERENCIA DEL ORDENAMIENTO POLÍTICO
4. El principio de libertad
Hemos visto las normas de procedimiento del ordenamiento político: la democracia y la justicia. Pero
hay otras normas del mismo ordenamiento que pueden ser llamadas de preferencia, porque en lugar de
poder ser inmediatamente traducibles en órdenes, e indirectamente en instituciones, se limitan a actuar
como directrices y a mostrar en último término su carácter de ideas o principios de la política.
Las dos normas o principios de preferencia fundamentales de un ordenamiento político democrático y
justo son la libertad y la igualdad. Sin la democracia y la justicia los principios de libertad e igualdad son
ciegos, pero sin éstos las normas de democracia y justicia son vacías. La falta de sólo uno de ellos en la
política conduce a ésta a la sinrazón de las ideas y al desastre de los hechos.
El principio de libertad está involucrado en la propia norma constitutiva del ordenamiento político que
es la democracia. Por tres razones.
1. La primera es ostensible. Si la democracia es una norma que atribuye un poder, el titular de este
poder ha de estar libre para ejercerlo, y cuanto más poder, tanto más libre.
2. La segunda tiene más que ver con la regla que con los resultados de la democracia. Esta se basa
principalmente en la regla de la mayoría, que a su vez se apoya en el principio de la libertad. No
puede hacerlo en el de igualdad, porque las opiniones, en rigor, no pueden ser medidas y
sumadas entre sí, ni lo que se toma por suma mayoritaria vale más por si misma que la suma
minoritaria, excepto que nos pleguemos al hecho bruto de que “muchos” valen más que “pocos”.
Lo que justifica a la regla de la mayoría es el principio de que sean libres el mayor número
posible, es decir, que sólo el menor número pueda pensar que su voluntad no coincide con la
expresada en el orden político. Y la prueba que el principio de la libertad no se opone, pese a
todo, al de la igualdad, es que con la regla de la mayoría se pretende hacer libres al mayor
número posible y ello sin que se tenga que presuponer que la libertad de unos vale más que la de
otros.
3. La tercera razón por la que la libertad está involucrada en la democracia es aún más radical. A
pesar de que la democracia permanezca en los fríos términos de una norma de procedimiento ello
no la convierte en algo ajeno a una preferencia de valor. Al fin y al cabo, lo que hace posible la
democracia es lo que la hace preferible también: la libertad.
La democracia, es un método capaz de servir a valores, pero sobre todo responde a un valor tan
fundamental como la libertad. Spinoza escribe que su fin no es dominar por el miedo, sino liberar del
miedo. La libertad es lo que hace preferible la democracia y la libertad es otra cosa preferible también.
41

Spinoza recuerda que el individuo es autónomo cuando puede vivir bajo su razón o criterio y no depende
jurídicamente de la potestad de otro.
Muchos individuos libres forman una sociedad, pero una multitud de seres sojuzgados sólo forman una
soledad. De ahí que el mismo filósofo acepte que “lo mejor es siempre aquello que el hombre o la
sociedad hacen con plena autonomía”.
Esta condición representa también, en la moral y la política, la libertad frente a algo (libertad negativa) y
la libertad para poder hacer algo (libertad positiva).
En la política la libertad depende de la misma voluntad, pero peculiarmente en relación con la voluntad
de otros muchos expresada en los imperativos legales. El problema de la libertad como autonomía surge
a la hora de preguntarse cómo es posible estar sujeto a la voluntad de la mayoría y ser al mismo tiempo
autónomo.
Para Rousseau, este era el problema fundamental del ordenamiento político, pero lo resuelve diciendo:
al obedecer las leyes de ésta, en la que cada individuo participa como ciudadano político, uno no
obedece a otro más que a sí mismo.
5. El principio de igualdad
Este principio está involucrado en las dos normas de procedimiento del ordenamiento político, la
democracia y la justicia.
La igualdad, como la libertad, constituye una norma o principio de preferencia de este ordenamiento
político, que se rige, pues, por directrices de valor y no sólo por normas de procedimiento. La igualdad
hace preferible la justicia a la injusticia, la democracia a la autocracia, y es ella misma preferible a la
desigualdad.
Por una parte, si la democracia consiste básicamente en la regla de la mayoría, ésta es indesligable del
principio de igualdad. El fundamento de esta regla es asegurar el más alto grado de libertad política,
como ya se ha dicho.
La igualdad, pues, lo mismo que la libertad, hace preferibles las normas de justicia y democracia frente a
otras normas rivales de la política, en el sentido, al menos, que no se puede dar una mejor directriz de
valor a estas normas esenciales que la que viene exigida en sus propios fundamentos. Y asimismo la
igualdad, como la libertad, es preferible también por sí misma, lo que precisa una más detenida
explicación.
“Todos los hombres han sido creados iguales”, dice la cabecera de la Declaración de Independencia
americana (1776). ¿Pero qué quiere decir ser por naturaleza iguales? Si la igualdad es un hecho los
propios hechos se encargan de desmentirla: por naturaleza somos por lo menos tan desiguales como
iguales y por cultura somos aún más diferentes que semejantes. Luego la igualdad no es tanto la
afirmación de un hecho como la de un derecho o expresión de una exigencia. Cabe decir mejor: “Todos
42

son iguales ante la ley y tienen el derecho a obtener de ella igual protección, sin ninguna
discriminación”, como consta en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.
Pedir igualdad es pedir que no haya desigualdad injusta o arbitraria. O lo que es lo mismo: la igualdad es
la exigencia de que no haya discriminación por ciertos motivos de naturaleza y de cultura que no se está
dispuesto a aceptar como causas de desigualdad.
La justificación de este derecho da por sentado que todas las personas son diferentes en características
naturales y cualidades morales, pero añade dos elementos que las hacen iguales. El primero es de orden
fáctico: todas poseen por igual ciertas necesidades y capacidades, como la necesidad de alimento y la
capacidad de decidir por sí mismas. El segundo es de carácter moral: todas poseen dignidad por igual.
Pues sí, en efecto, pueden hacer uso de su razón para decidir por sí mismas, con ello muestran su
autonomía y por tanto su valor de dignidad, por ser en sí mismas un fin y no un simple medio. Y por
último: ¿a qué se tiene derecho por igual? Es impreciso decir que se tiene derecho, en términos
generales, a una consideración igual, porque excluye el uso explícito, en determinados casos que la
igualdad lo solicite, de la diferenciadora regla de la equidad.
Tampoco resulta del todo satisfactorio decir que se tiene derecho a unas oportunidades iguales en
relación con nuestras capacidades y méritos, porque ocurre a menudo que una distribución igual de
oportunidades donde subsisten algunas diferencias –por ejemplo económicas o culturales– conduce a
mayores diferencias y con ellas al resultado contraproducente de constituir para muchos un motivo de
desánimo y no un incentivo para el desarrollo de sus cualidades personales.
Es más preciso y satisfactorio decir, en cambio, que aquello a que se tiene derecho por igual es a la
satisfacción de nuestras necesidades básicas y al respeto de nuestra dignidad, las dos principales
características humanas que nos permiten hablar de la igualdad.
Si la igualdad y la libertad son preferidas por sí mismas puede verse más claro que la justicia y la
democracia son preferibles a sus contrarios. Aunque si democracia y justicia han de darse juntas –
respectivamente, una constituye el ordenamiento político y la otra lo regula–, libertad e igualdad, sus
directrices de valor, habrán de convivir también y hacerlo con el mayor equilibrio posible.
Los hechos están aún muy lejos de este ideal.
5.1. La regla de solidaridad
Gracias a los cordeliers (La Sociedad de Amigos de los Derechos del Hombre y del Ciudadano; clup político
populista) la fraternidad logró introducirse en el lema de la Revolución Francesa: “Libertad, igualdad,
fraternidad”.
El postulado de la fraternidad ha sido sustituido por el de la cooperación, el valor que da sentido al
socialismo marxista, y por el de la mutualidad, que impregna, en contraste, al socialismo libertario. Pero
ni uno ni otro han conseguido imponerse, incluso más allá de las ideologías, como lo ha hecho la regla
de la solidaridad.
43

Dijo el anarquista Bakunin que “la primera ley humana es la solidaridad social”. Sin embargo, aunque la
solidaridad sea algo más que un postulado es algo menos que una ley. Es una regla de la interacción
social, desde luego, pero con valor sólo de máxima, no de ley.
De una idea como la de libertad y la igualdad sí puede deducirse una ley, pero la idea de solidaridad no.
Es la regla de acción que dicta una provisión común ante necesidades y, en general, derechos comunes,
y esta regla es una máxima, no una ley. La solidaridad es una regla de acción que verifica y amplia para
determinados casos los principios de libertad e igualdad. La solidaridad presupone siempre la libertad y
la igualdad, pero no a la inversa.
La actual democracia postindustrial, capitalista y social al mismo tiempo, debe atender a la distribución
de derechos relativos a la seguridad y calidad de vida. Los nuevos movimientos sociales –pacifismo,
ecologismo, feminismo y de ayuda al Tercer Mundo– han sido los principales responsables de recordar
que en esta distribución de derechos sea completado el principio de igualdad con la regla de la
solidaridad.
La regla de la solidaridad, recuerda: ante necesidades y derechos comunes hay que adoptar una
provisión igualmente común, de estos derechos y necesidades. La regla de la solidaridad tiene sus
propias reglas. Para que atienda a una efectiva provisión común debe empezar por no obedecer a razones
de oportunidad, que se contradicen con la idea de provisión seria, y regirse, mejor, por criterios de
legalidad.
5.2. El “estado de bienestar”
La igualdad es una norma de preferencia del ordenamiento político. Según esta norma debe haber un
derecho igual al respeto de la dignidad y a la satisfacción de las necesidades básicas.
El estado liberal clásico mantiene dos postulados característicos que reflejan su posición respecto del
principio de igualdad: que el esfuerzo en el desarrollo de los méritos y las capacidades de cada uno se
realiza en beneficio propio, y que no es función del estado ocuparse de aquellos que no han sabido
beneficiarse de las oportunidades existentes para el desarrollo de dichos méritos y capacidades.
Contra el primer supuesto han reaccionado, con diferencias entre sí, el estado socialista y el comunista.
Ambos aceptan que el esfuerzo se realiza en beneficio de todos, pero a la hora de distribuir los bienes
que satisfacen las necesidades básicas ambos estados difieren uno de otro.
El estado socialista dice: de cada uno según su capacidad y a cada uno según su trabajo. Quiere tenerse
en cuenta el mérito y recompensarse el esfuerzo del trabajador.
El estado comunista replica: de cada uno según su capacidad y a cada uno según sus necesidades. No se
tiene en cuenta el mérito ni la recompensa del esfuerzo, ya que se debe contribuir por igual al beneficio
de todos y se supone que el esfuerzo no tiene otro sentido que el beneficio común.
44

Pero contra el estado liberal clásico ha reaccionado también el llamado “estado del bienestar”, que
apoyado unas veces en la economía socialista y otras en la capitalista rechaza en especial el segundo
supuesto del estado liberal en torno a la igualdad.
El estado del bienestar se ocupa, a diferencia de éste, de aquellos individuos que no han sabido
beneficiarse de las oportunidades existentes para el desarrollo de sus propios méritos y capacidades. Su
máxima viene a decir: las necesidades básicas relativas a la seguridad y calidad de vida han de ser
satisfechas con un mínimo para todos y con independencia de las capacidades y posibles méritos de cada
uno.
El estado del bienestar entiende bien que no se trata de satisfacer con ello un deseo o privilegio
cualquiera, sino un derecho, por lo que justifica su máxima haciendo mención de las reglas de la justicia
distributiva y característicamente de la regla de la solidaridad. Ahora bien, a la hora de entender cuándo
unas necesidades básicas han de ser tratadas como un derecho los estados del bienestar discrepan entre
sí, pues dicho reconocimiento depende de los fines propuestos y de los medios disponibles por cada uno
de ellos. Y a la hora de entender cuáles son las necesidades básicas de la gente, no sólo éstos, sino todos
los estados en general se sirven de criterios diferentes, pues la respuesta a la cuestión va a depender
siempre de una valoración.
La prueba está en que un mismo “estado del bienestar”, por satisfacer unas determinadas necesidades
humanas, puede ser a la vez “estado del malestar”, por despreocuparse de otras generalmente menos
materiales. Aunque el estado del bienestar allana el camino de la política a la justicia no está exento de
dificultades que comprometen a esta última.
El estado del bienestar su fusión principal es intervencionista incluso en la economía. El estado del
bienestar puede no ser democrático, como puede no ser capitalista, pero lo que no puede es ser un estado
mínimo: está basado en la justicia distributiva y ha de ser, por tanto, intervencionista, si cabe contra las
leyes del mercado. De ahí los problemas asociados en general a un estado del bienestar, coexista o no
con el mercado.
Lo mismo que el estado de derecho, el estado del bienestar tiene sus propios problemas. Por todo lo
dicho hasta ahora éstos son: que devenga un estado social, pero amenazado por la disociación o la
insolidaridad; que se convierta en un estado providencial, donde los ciudadanos son tratados como
clientes o simples consumidores; y en todo caso, coincidiendo o no con lo anterior, que abra paso al
gobierno de una tecno burocracia. En cualquiera de las tres situaciones se está cerca o dentro ya de la
autocracia. Luego el mejor estado del bienestar es también el que coincide con la democracia.
6. El problema de legitimidad
Después de tratar sobre los medios del ordenamiento político aparecía el problema de la soberanía.
Después de haberlo hecho sobre sus fines y normas de preferencia aparece el problema de la
legitimidad.
45

No hay un acuerdo general sobre el uso ni menos el sentido de ambos términos, por eso deben ser
tratados como un problema a esclarecer, mientras que ninguna respuesta parece mucho más concluyente
que las demás. Dice Hobbes que el soberano no puede usar la fuerza sin que el poder para hacerlo sea
“legítimo”. Mucho antes Agustín de Hipona escribía: “Sin la justicia, ¿qué serían los reinos en realidad,
sino bandas de ladrones?”
Cuando uno defiende lo legítimo quiere decir lo justo; cuando el otro defiende lo justo quiere decir lo
legítimo. Así, si al tratar sobre la cuestión de la soberanía se apuntaba la pretensión de distinguir entre
un poder legal y un mero poder de hecho, ahora, al tratar la cuestión de la legitimidad, despunta la
preocupación por separar entre un poder legítimo o justo y un mero poder legal.
En la primera estaba en juego la legalidad del poder y en ésta su licitud. Pues lo legítimo no sólo es lo
conforme a leyes, sino además lo justo, que recoge más explícitamente el término licitus.
Se ha dicho que la soberanía es la atribución mediante la cual el ordenamiento político justifica la
disposición de todos sus medios. Con cierto paralelismo puede decirse que la legitimidad es la atribución
mediante la cual el mismo ordenamiento político –de hecho, el poder político– justifica la formulación
de todos sus fines.
Estos son, en cualquier forma de ordenamiento, el fin mínimo de una sociedad organizada, y en el
ordenamiento político democrático, el fin procedimental de la paz y las dos esenciales normas de
preferencia de la libertad y la igualdad.
En la soberanía el juicio de justificación del poder político por sí mismo se dirigía en particular a dar
razón del ejercicio de dicho poder: poder soberano o supremo es el que se ejerce legalmente sobre todos
los demás.
Lo importante para la legitimidad del poder político es la acreditación de licitud suficiente, como tal
poder, para la formulación de cualquiera de sus fines posibles. Los fines del poder político son buenos si
es bueno o legal el ejercicio del poder y si además es bueno o lícito el título de este poder, es decir, si
este poder es legítimo.
Sin embargo, la legitimidad política ni puede ser sólo la justificación de fines o valores, lo que socava
su sentido político, ni puede ser sólo la justificación de formas o procedimientos, lo que diluye
seguramente el concepto mismo de legitimidad, en mayor o menor medida valorativo: poder político
legítimo es aquel a cuyo título se le atribuye al menos el valor de ser lícito.
Bobbio ha pensado un concepto de legitimidad del poder político que es procedimental y valorativo a la
vez. Esta concepción presupone una recíproca relación entre los atributos o requisitos del poder. En
cuanto al poder, para empezar, el requisito que justifica su ejercicio es la legalidad y el que da razón de
su título es la legitimidad. Sin la primera no podrían establecerse los derechos del gobernado y los
deberes del gobernante; sin la segunda no podría haber derechos del gobernante y deberes del
gobernado. Algunos autores han mantenido, a propósito de sendos requisitos, que el poder legal, por ser
legal, es también legítimo (Weber), o que el poder legítimo, por ser legítimo, es también legal (Hobbes).
46

Pero es más general el reconocimiento de que un poder puede ser legal, pero no legítimo, o legítimo,
pero no legal, sobre el principio de que se trata siempre de dos requisitos independientes.
Un requisito esencial de su justificación es la validez y otro de parecida importancia es la justicia.

CAPÍTULO VII: EL GOBIERNO POLÍTICO ( Elberth )


3. El concepto de gobierno político
4. Las formas de gobierno político
4.1. El gobierno autocrático
4.2. El gobierno democrático
4.3. El paradigma pluralista
CAPÍTULO VIII: LOS MÉTODOS DEL GOBIERNO DEMOCRÁTICO ( Efraín )
1. La democracia directa
2. La democracia representativa
2.1. El sistema de división de poderes
2.2. El sistema de los partidos políticos
2.3. El sistema del pluralismo
2.4. El sistema de la opinión pública
3. El problema de gobernabilidad
4. Los fines del gobierno político
4.1. Las ideologías políticas
4.2. La utopía : justificación de un ordenamiento internacional de paz
4.3. El mundialismo democrático

LECTURA DE LOS DIFERENTES ARTÍCULOS


 Leer y hacer un reporte de lectura la obra de La Política de Aristóteles, como trabajo final
(entregar a más tardar en el mes de Diciembre)
 Leer y hacer reportes de lectura de los siguientes artículos (uno por mes)
3. Platón y Aristóteles, dos miradas sugestivas entorno a la política (Agosto)
4. La filosofía política clásica De la antigüedad al renacimiento. Atilio Borón - compilador Teoría
política y práctica política en Platón. Capítulo I: (Septiembre)
5. Maquiavelo o el indicador de la ciencia política moderna (Octubre)
6. El poder: De Maquiavelo a Foucault (Noviembre)

Actividades de aprendizaje con docente


47

 Exposición en clases
 Comentarios sobre los artículos de lectura
 Comentarios en relación con la clase anterior
Actividades de aprendizaje independientes
 Reportes de lectura
 Lectura de una obra filosófica
 Investigación personal
Criterios de evaluación
 Reportes de lectura 25%
 Exposiciones 25%
 Reporte de lectura de la obra final 30%
 Examen final 20%

BIBLIOGRAFÍA

1. Filosofía política. NORBERT BILBENY. UOC, Barcelona 2008.


2. Filosofía Política. ALFREDO CRUZ PRADOS. EUNSA, España, 2009
3. Teoría del Estado. BASAVE, A. JUS, México, 2003
4. El hombre y el Estado. MARITAIN, J. Buenos Aires, 1984.
5. Platón y Aristóteles: dos miradas sugestivas en torno a la política Miguel A. Rossi* y Javier
Amadeo*
6. Revista de Ciencias Sociales (RCS) Vol. XVIII, No. 2, Abril - Junio 2012, pp. 367 – 380. El
Poder: De Maquiavelo a Foucault. ÁVILA-FUENMAYOR, FRANCISCO* Ávila Montaño,
Claudia**
7. Platón y Aristóteles: dos miradas sugestivas en torno a la política. MIGUEL A. ROSSI* Y
JAVIER AMADEO**
8. La filosofía política clásica De la antigüedad al renacimiento. ATILIO BORÓN - compilador
Teoría política y práctica política en Platón

También podría gustarte