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Análisis de "El ogro filantrópico"

Este documento es la introducción al libro "El ogro filantrópico" de Octavio Paz. La introducción describe el contexto político convulso del siglo XX y la tendencia de los intelectuales a alinearse con ideologías. Resalta la independencia de Paz y su capacidad de analizar eventos políticos de manera lucida pero sin dogmatismo. Finalmente, identifica tres temas fundamentales del libro: el intelectual ante la vida pública mexicana, la situación mundial y el intelectual frente a sí mismo y sus palabras.

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Análisis de "El ogro filantrópico"

Este documento es la introducción al libro "El ogro filantrópico" de Octavio Paz. La introducción describe el contexto político convulso del siglo XX y la tendencia de los intelectuales a alinearse con ideologías. Resalta la independencia de Paz y su capacidad de analizar eventos políticos de manera lucida pero sin dogmatismo. Finalmente, identifica tres temas fundamentales del libro: el intelectual ante la vida pública mexicana, la situación mundial y el intelectual frente a sí mismo y sus palabras.

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Octavio Paz

El ogro filantrópico

Historia y política

1971-1978
Título original: El ogro filantrópico

Octavio Paz, 1979

Diseño de cubierta: Vivas


INTRODUCCIÓN

Es esta la primera vez que escribo un libro cuyo contenido fundamental es la


política o, si se prefiere, la importancia que el acontecer político ha tenido y tiene en
nuestro desgarrado siglo XX.
Es verdad que no son muy numerosos los libros de literatura política que he leído y
la mayor parte de ellos me han dejado un árido sabor a ceniza.
En tres categorías podría dividirlos. Una, que llamaría la de los libros
«profundos», y en la que sus autores con doctas y a menudo incomprensibles sentencias,
desde el alejamiento de la realidad y con la fruición del saber de laboratorio, proponen
tesis, más o menos honradas, más o menos eficaces, para tratar de mejorar a través de sus
sugerencias y teorías la desgraciada condición humana.
La segunda categoría es la de los «panfletarios». En estos libros, rojos, azules o
verdes, sin apenas uso del pensamiento y con grave indigencia literaria, se nos insiste,
como si uno fuera un ingenuo párvulo, además de ciego y de retrasado mental, en los
caminos que deberíamos seguir para alcanzar la felicidad y la dicha en la tierra. No creo
necesario añadir que en su ordenancista y mesiánico tono también se puede leer, entre
líneas, los castigos que esperan al que no se conmueva hasta las lágrimas con sus
generosas palabras salvadoras.
La tercera y última categoría es la que llamaría de las «momentáneos». Son libros
en las que la actualidad política está tratada con un estilo de gran reportaje para interesar
y apasionar al lector, cosa que a veces logran, pero que como un diario atrasado, su
interés se borra al poco tiempo.
Podría dar numerosos ejemplos de estos tres tipos de libros, pero creo que
cualquier persona mínimamente informada guarda también en su memoria sus propios
ejemplos.

Es obvio decir que El ogro filantrópico no pertenece a ninguna de estas tres, más o
menos infaustas, categorías.
Octavio Paz, como pocos escritores de nuestro tiempo, analiza una serie de hechas
políticos contemporáneos, mexicanos e internacionales, con lucidez pero sin suficiencia,
con rigor pero sin dogmatismo, con cultura pero sin pedantería, con valor pero no con
bravuconería.
Y hay algo que, por encima de todo, siempre me ha interesado y he admirado en él:
su independencia. Esa ejemplar independencia, que desde hace muchos años le ha
permitido escribir sobre su verdad humana o su pasión política sin buscar ayuda en las
ideologías testaferro de izquierda o derecha que en nuestro desolado mundo han caído y
siguen cayendo, como una maza de mentira y deshonor, sobre sus impotentes habitantes.
Él, junto a algunos otros intelectuales y escritores, nos ha ayudado a escapar de ese
determinismo, tan injusto como estúpido, según el cual debemos elegir entre Moscú o los
fantasmas del Berlín hitleriano, entre Washington o La Habana.
Y ahora, antes de comentar más detenidamente los temas que este libro sugiere,
quiero hacer una relación entre estos pensamientos y una lejana experiencia personal.
Recuerdo, en aquella hosca y hostil España franquista de mi juventud, la sensación
de claustrofobia que experimentaba hablando y discutiendo, sobre todo en los medios
intelectuales y universitarios de entonces, del porqué tener que partir siempre, en lo
referente a la actitud política y por tanto vital, de una elección tan falaz y tan extrema, la
de que sólo se podía ser franquista o comunista y que para un intelectual, para un escritor
no había otra opción.
Me desagrada profundamente, aun me sigue desagradando en el recuerdo, el
régimen del general Franco, pero después de un breve paso por el clandestino Partido
comunista lo que vi allí tampoco me llenó de felicidad, ni siquiera de credibilidad.
Fue en aquel momento, a los veinte o veintiún años y un tanto aislado de los unos y
de los otros, cuando tuve la suerte de descubrir y de poder leer en profundidad a dos
autores hacia los cuales mi gratitud y mi admiración se siguen manteniendo vivas.
Uno, el poeta Luis Cernuda, el más alto ejemplo de poesía y de ética que ha tenido
España en este siglo. El otro, un escritor francés que hacía poco había ganado el Premio
Nobel de Literatura: Albert Camus.
Sobre Cernuda Octavio Paz ha escrito, en poesía y en prosa, los mejores textos que
existen. Sobre Camus también ha escrito y en este libro se le menciona varias veces.

Lo que encontré en ellos, como luego en Bertrand Russell —también mencionado y


citado en las páginas de El ogro filantrópico— y más tarde en la propia obra de Paz, es
una visión del hombre y hacia el hombre, desde la fundamental dignidad individual, desde
su más íntima e imprescindible libertad. La imagen de un hombre, responsable ante él
mismo de su destino, rehuyendo los falaces cantos de las sirenas políticas y los más o
menos disimulados fanatismos de las ideologías, con sus cómodas religiones amparadoras.
Solitaro pero también solidario. Esta actitud se puede ver en la obra y —aún más
importante— en la vida pública de los cuatro escritores que he mencionado. Todos ellos
supieron estar con la causa de la España republicana en los trágicos días de la Guerra
Civil, con el antinazismo y el antifascismo, pero también muy lejos de los «paraísos» de
Stalin y de Mao.
Sus testimonios, literarios y humanos, han dejado claro a quienes los hemos leído y
seguido, que un intelectual, un escritor, no tiene porqué estar aislado en una torre de marfil
pero tampoco tiene porqué escribir en una pocilga.
Algunos sectarios de uno u otro bando llaman a esto egoísmo (y cosas peores) y los
nuevos inquisidores de nuestra época dicen que es un papel fácil y acomodaticio. Yo, por
mi parte, considero que lo más difícil e incómodo en este siglo de mordazas ideológicas es
ser un hombre auténtico e independiente.
Quizá los lectores más jóvenes de este libro no puedan darse cuenta, en la lejanía
del tiempo, de lo que fue, sobre todo en Europa, el llamado compromiso político de los
intelectuales.
Si a lo largo de la historia, desde Platón y Aristóteles a los Enciclopedistas
franceses, pasando por Maquiavelo y por otros muchos, la política y el deseo de opinar
sobre ella fue una gran tentación, es después de la Revolución francesa y durante todo el
siglo XIX, cuando empezó a adquirir niveles alarmantes. Por fin, a partir de las
Revoluciones mexicana y rusa y de la Primera Guerra europea, el mundo de la cultura
empezó a politizarse como nunca lo había hecho.
Pocos años después, la irreprimible ascensión del fascismo y del nazismo y la
Guerra Civil española serían culpables de que la literatura propagandística de uno u otro
signo llegase a cimas alucinantes.
Cuando ahora vemos muchas de esas películas o reportajes, poblados de
implacables nazis y de fascistas casi de opereta desfilando por ciudades conquistadas, nos
es difícil recordar que esa aparente farsa, que ese gran guignol trágico fuese durante algún
tiempo sueño y esperanza para muchos de los más preclaros escritores de este siglo,
aquellos que sucumbieron a la ilusión del fascismo.
Unos más tibiamente, otros renegando después y otros llevando sus creencias hasta
las últimas consecuencias, escritores como D’Annunzio, Pirandello, Heidegger, Céline,
Drieu la Rochelle, el mismo Yeats y desde luego Ezra Pound, simpatizaron con lo que
creyeron un resurgir del espíritu y del orgullo europeo.
Los hombres que estaban enfrente, los que, unos temporalmente y otros hasta su
muerte, creyeron que en el baño de sangre de la Revolución rusa se estaba gestando un
porvenir más justo y humano fueron también hombres, literariamente hablando, de primera
fila: Brecht, Eluard, Aragon, Sartre, Alberti, César Vallejo o Pablo Neruda, etcétera.
En la pasión, tantas veces innoble, con que ambos bandos se atacaron durante
años, quedaba poco margen para escuchar las palabras solitarias y dignas de Bertrand
Russell. Por eso hoy esas palabras tienen una doble grandeza.
Este fue el convulsionado escenario de la juventud de Octavio Paz y además lo
vivió como testigo de primera fila: en la España desgarrada del 37 y en el París prebélico.
Si a esto se añaden las trágicas realidades que había vivido en el México
postrevolucionario, no quedan muchas dudas de que pudo haberse convertido en un
fanático o en un escéptico. Sin embargo, ha preferido, y las páginas de esta obra son claro
testimonio, la coherencia consigo mismo y con su verdad, la defensa de los valores
fundamentales del ser humano, tan ultrajados en este siglo que ahora se acerca a su fin.
Volvamos ahora a algunos otros de los temas tratados por Paz en este libro, no sin
antes advertir a mis posibles lectores que, si muy a menudo, el prólogo de un libro suele
ser bastante prescindible como explicación del mismo, en este caso lo es, entre otras, por
dos razones.
La primera, la claridad meridiana y directa de su prosa. La segunda, que con gran
acierto, además de sus meditaciones escritas, se publican aquí varias y sugerentes
meditaciones orales. Es decir, diversas entrevistas y coloquios con Octavio Paz en los que
la palabra escrita y la hablada se complementan y se explican.

Creo que son tres los motivos fundamentales que coinciden y se entremezclan en El
ogro filantrópico: el intelectual ante el acontecer de la vida pública mexicana, el intelectual
frente a la situación mundial y por último, aunque considero que en primer lugar, el
intelectual frente a él mismo y sus palabras.
Aunque he vivido diversas temporadas en México y he podido tener un contacto
relativo con su realidad política y otro, mucho más amplio y entrañable, con su realidad
social y humana, me sería difícil tratar de juzgar, con suficiente conocimiento y clara
imparcialidad, las páginas referentes a este país y sus problemas. Aquí, aparte de otras
referencias, las dos primeras partes del libro: «El presente y sus pasados» y «Hechos y
dichos» indagan, revuelven, especulan y tratan de esclarecer la realidad o irrealidad
mexicana vistas en su presente y reflejadas en su pasado.

Quizá de todos esos trabajos, yo me quedaría con el que da título a la totalidad de


la obra: El ogro filantrópico. Ese monstruo temible del poder estatal y burocrático y de las
ideologías huecas o anquilosadas.
Lo que sí me parece claro es que una afirmación suya como la que cito a
continuación, tan dura como realista, debería ser tema de meditación para todos aquellos
mexicanos que honestamente se interesan por su futuro:
«Hay que encontrar una solución distinta a la del PRI, algo que hasta ahora no han
podido hacer los partidos políticos tradicionales de la oposición. Hay un anquilosamiento
intelectual de la izquierda mexicana, prisionera de fórmulas simplistas y de una ideología
autoritaria no menos sino más nefasta que el burocratismo del PRI y el presidencialismo
tradicional de México. En cuanto a la derecha: hace mucho que la burguesía mexicana no
tiene ideas —sólo intereses.»
Otro motivo o argumento de este libro, y al cual ya nos hemos referido, es el del
intelectual frente a la situación política mundial y son muchas las inquietudes y
sugerencias que estos capítulos nos transmiten.
Desde el pensamiento utópico de Charles Fourier hasta el enfrentamiento crítico,
sin tópicos ni demagogia, con la realidad norteamericana. Desde la tajante condena a los
generales golpistas chilenos, a la, no menos tajante, de los campos de concentración
soviéticos y el estremecedor universo del Gulag.
Las «confesiones» de Heberto Padilla, una conmemoración del inicio de la Guerra
Civil española, numerosas y acertadas consideraciones sobre la figura y el pensamiento de
Trotsky, un breve y sustancioso ensayo sobre erotismo, amor y política, las contradicciones
y las traiciones de Jean-Paul Sartre, etc., son otros de los puntos aquí tratados. Enfocados
siempre con altura y objetividad, estas virtudes no niegan, afortunadamente, la pasión y en
algunos casos la ira o el sarcasmo.
Pero siempre, a través de todas esas páginas, surge una obsesión tenaz y de capital
importancia en su pensamiento: la defensa de la democracia como régimen político.
Todos sabemos que el sistema democrático tiene numerosos defectos y que no es la
panacea universal, pero también que aun con todos esos defectos es el mejor y el más justo
de los sistemas políticos. Reseñemos aquí sus esclarecedoras palabras:
«La crítica a la democracia ha sido hecha muchas veces, por la izquierda y por la
derecha. Una y otra coinciden en señalar que la democracia no es realmente democrática,
quiero decir, que es una engañifa. Sin embargo, hay una manera muy simple de verificar si
es realmente democrático un país o no lo es: son democráticas aquellas naciones en donde
todavía, cualesquiera que sean las injusticias y los abusos, los hombres pueden reunirse
con libertad y expresar sin miedo su reprobación y su asco.»
Frente a la tentación totalitaria, frente a los estados ogros que se alimentan de sus
mejores hijos, frente al horror sin paliativos, Paz nos advierte de la obligación moral que
tenemos de defender la democracia, aunque, a veces, en su nombre se cometan tantas
injusticias y tan graves equivocaciones. Al fin y al cabo, su principal ventaja es que,
privada o públicamente, podemos denunciarlas y tratar de repararlas. Frente a la
posibilidad del horror es mucho más inteligente elegir la posibilidad del error. El uno
aniquila, el otro puede ser subsanado.
El tercer motivo, y como decía, el primero y fundamental de los aquí tratados, es el
del intelectual frente a sí mismo y frente a sus palabras, en este caso sus opciones y sus
palabras políticas.

Aparte de algunos trabajos cuyo título no deja duda como el llamado «El escritor y
el poder», este interés, esta consciente preocupación, recorre todas las páginas de El ogro
filantrópico y pienso que es lo que le da verdadera unidad y un interés más perenne, por
encima del meramente circunstancial, a todo su conjunto.
Sin sonambúlicas ilusiones pero tampoco sin determinismos negativos, Octavio Paz,
como antes Camus o Russell, trata de ver, en las desbaratadas posibilidades de nuestro
hoy, cuál puede ser el argumento positivo para nuestro mañana. Desde su soledad de
escritor, qué palabra, qué gesto, sirven mejor para comunicar un aliento de esperanza y de
afirmación a los hombres de nuestro tiempo y a los del futuro.
«Tenemos que aprender a mirar de frente a la gran noche del siglo XX. Y para
mirarla necesitamos tanto a la entereza como a la lucidez: sólo así podremos, quizá,
disiparla.»
Creo que muy pocos autores en nuestros países tienen el valor de plantearse, tan a
las claras, sus propias dudas, esperanzas, anhelos y decepciones. También creo que pocos
libros, en la publicitaria y politiquera sociedad en que vivimos, pueden ayudamos como
éste a despertar de todas nuestras pesadillas, para que, con realismo y con imaginación al
mismo tiempo, construyamos la materia de un sueño más hermoso, entrañable y duradero.

   JUAN LUIS PANERO


Barcelona, julio, 1983
el ogro filantrópico
A Kostas Papaioannou
PROPÓSITO

Es tirano fuero injusto


Dar a la razón de Estado
Jurisdicción sobre el gusto.
Juan Ruiz de Alarcón
(Los favores del mundo)

En otros libros he expuesto las razones que me hacen sospechoso cualquier intento
de poner la literatura y el arte al servicio de una causa, un partido, una iglesia o un
gobierno. Todas esas doctrinas —por más opuestos que sean sus ideales: convertir a los
paganos o consumar la revolución mundial— se proponen un fin parecido: someter al arte y
a los artistas. Cierto, muchos y muy grandes poetas han escrito para la mayor gloria de una
fe, un imperio o una idea. No hay que confundir, sin embargo, las intenciones del artista
con el significado de su obra; una cosa es lo que quiere decir el escritor y otra lo que dicen
realmente sus escritos. Es difícil compartir las opiniones de Dante sobre la querella entre
los güelfos y los gibelinos; no lo es conmoverse con el relato de Francesca y su pasión
desdichada. Pero lo que me prohíbe adherirme a la dudosa y confusa doctrina del «arte
comprometido» no es tanto una reserva de orden estético como una repugnancia moral: en
el siglo XX la expresión «arte comprometido» ha designado con frecuencia a un arte oficial
y a una literatura de propaganda.
Desde su nacimiento en el siglo XVIII, la literatura moderna ha sido una literatura
crítica, en lucha constante contra la moral, los poderes y las instituciones sociales. De Swift
a Joyce y de Laclos a Proust: literatura contra la corriente y, a menudo, marginal. Por eso
no es extraño que nuestros poemas y novelas hayan sido más intensa y plenamente
subversivos cuanto menos ideológicos. La literatura moderna no demuestra ni predica ni
razona; sus métodos son otros: describe, expresa, revela, descubre, expone, es decir, pone a
la vista las realidades reales y las no menos reales irrealidades de que están hechos el
mundo y los hombres. Los escritores modernos, casi siempre sin proponérselo, al mismo
tiempo que edificaban sus obras, han realizado una inmensa tarea de demolición crítica; al
enfrentar la realidad real —el interés, la pasión, el deseo, la muerte— a las normas y al
descubrir en el sentido al sinsentido, han hecho de la literatura una suerte de reducción al
absurdo de las ideologías con que sucesivamente se han justificado y enmascarado los
poderes sociales. En cambio, la «literatura comprometida» —pienso sobre todo en el mal
llamado «realismo socialista»— al ponerse al servicio de partidos y estados ideológicos, ha
oscilado continuamente entre dos extremos igualmente nefastos: el maniqueísmo del
propagandista y el servilismo del funcionario. La «literatura comprometida» ha sido
doctrinaria, confesional y clerical. No ha servido para liberar sino para difundir el nuevo
conformismo que ha cubierto el planeta de monumentos a la revolución y de campos de
trabajo forzado.
Movidos por un impulso generoso, muchos escritores y artistas han querido ser los
evangelistas de la pasión revolucionaria y los cantores de su Iglesia militante (el Partido).
Casi todos, tarde o temprano, al descubrir que se han convertido en propagandistas y
apologistas de sinuosas prácticas políticas, terminan por abjurar. Sin embargo, unos
cuantos, decididos a ir hasta el fin, acaban sentados en el palco de la tribuna donde los
tiranos y los verdugos contemplan los desfiles y procesiones del ritual revolucionario. Hay
que decirlo una vez y otra vez: el Estado burocrático totalitario ha perseguido, castigado y
asesinado a los escritores, los poetas y los artistas con un rigor y una saña que habría
escandalizado a los mismos inquisidores. Entre las victimas de las tiranías del siglo XX, a
la derecha como a la izquierda, se encuentran muchos escritores y artistas pero, salvo
conocidas excepciones, la mayoría no pertenece al campo de los «comprometidos» sino al
de los sin partido y sin ideología. El arte rebelde del siglo XX no ha sido el arte
oficialmente «revolucionario» sino el arte libre y marginal de aquellos que no han querido
demostrar sino mostrar.
La literatura política es lo contrario de la literatura al servicio de una causa. Brota
casi siempre del libre examen de las realidades políticas de una sociedad y de una época: el
poder y sus mecanismos de dominación, las clases y los intereses, los grupos y los jefes, las
ideas y las creencias. A veces la literatura política se limita a la crítica del presente; otras,
nos ofrece un proyecto de futuro. Va del panfleto al tratado, del cahier de doléances al
manifiesto, de la apología al libelo, de La República al Français encore un effort si vous
voulez être republicains, de La Cittá del Sole a El 18 brumario de Luis Napoleón
Bonaparte. La literatura mexicana, desde Fray Servando Teresa de Mier y Lorenzo de
Zavala hasta Luis Cabrera y Daniel Cosío Villegas, ha sido particularmente rica en textos
de crítica política. A esa tradición mexicana pertenece El ogro filantrópico. Está compuesto
por una selección de los artículos y ensayos que he escrito durante los últimos años, casi
todos ellos publicados en Plural (1971-1976) y en Vuelta. El título viene de un ensayo
sobre la peculiar fisonomía del Estado mexicano.
Mis reflexiones sobre el Estado no son sistemáticas y deben verse más bien como
una invitación a los especialistas para que estudien el tema. Ese estudio es urgente. Por una
parte, el Estado mexicano es un caso, una variedad de un fenómeno universal y
amenazante: el cáncer del estatismo; por la otra, será el administrador de nuestra inminente
e inesperada riqueza petrolera: ¿está preparado para ello? Sus antecedentes son negativos:
el Estado mexicano padece, como enfermedades crónicas, la rapacidad y la venalidad de los
funcionarios. El mal viene desde el siglo XVI y es de origen hispánico. En España se
llamaba a la plata de los cohechos y sobornos «unto de México». Pero lo más peligroso no
es la corrupción sino las tentaciones faraónicas de la alta burocracia, contagiada de la manía
planificadora de nuestro siglo. El peligro es mayor por la inexistencia de ese sistema de
controles y balanzas que permite a la opinión pública, en otros países, fiscalizar la acción
del Estado. En México, desde el siglo XVI, los funcionarios han visto con desdén a los
particulares y han sido insensibles lo mismo a sus críticas que a sus necesidades. ¿Cómo
podremos los mexicanos supervisar y vigilar a un Estado cada vez más fuerte y rico?
¿Cómo evitaremos la proliferación de proyectos gigantescos y ruinosos, hijos de la
megalomanía de tecnócratas borrachos de cifras y de estadísticas? Los caprichos de los
antiguos príncipes arruinaban a las naciones pero al menos dejaban palacios y jardines:
¿qué nos ha dejado la triste fantasía de la nueva tecnocracia? En los últimos cincuenta años
hemos asistido con rabia impotente a la destrucción de nuestra ciudad y de nada nos han
valido ni las críticas ni las quejas: ¿tendremos más suerte con nuestro petróleo que con
nuestras calles y monumentos?
La gran realidad del siglo XX es el Estado. Su sombra cubre todo el planeta. Si un
fantasma recorre al mundo, ese fantasma no es el del comunismo sino el de la nueva clase
universal: la burocracia. Aunque quizá el término burocracia no sea enteramente aplicable
a este grupo social. La antigua burocracia no era una clase sino una casta de funcionarios
unidos por el secreto de Estado mientras que la burocracia contemporánea es realmente una
clase, caracterizada por el monopolio no sólo del saber administrativo, como la antigua,
sino del saber técnico. Y hay algo más y más decisivo: tiene el control de las armas y, en los
países comunistas, el de la economía y el de los medios de comunicación y publicidad. Por
todo esto, cualquiera que sea nuestra definición de la burocracia moderna, la pregunta sobre
la naturaleza del Estado es la pregunta central de nuestra época. Por desgracia, sólo hasta
hace poco ha renacido entre los estudiosos el interés por este tema. Para colmo de males,
ninguna de las dos ideologías dominantes —la liberal y la marxista— contiene elementos
suficientes que permitan articular una respuesta coherente. La tradición anarquista es un
precedente valioso pero hay que renovarla y extender sus análisis: el Estado que conocieron
Proudhon y Bakunin no es el Estado totalitario de Hitler, Stalin y Mao. Así, la pregunta
acerca de la naturaleza del Estado del siglo XX sigue sin respuesta. Autor de los prodigios,
crímenes, maravillas y calamidades de los últimos 70 años, el Estado —no el proletariado
ni la burguesía— ha sido y es el personaje de nuestro siglo. Su realidad es enorme. Lo es
tanto que parece irreal: está en todas partes y no tiene rostro. No sabemos qué es ni quién
es. Como los budistas de los primeros siglos, que sólo podían representar al Iluminado por
sus atributos, nosotros conocemos al Estado sólo por la inmensidad de sus devastaciones.
Es el Desencarnado: no una presencia sino una dominación. Es la Impersona.
Estos ensayos y artículos, escritos durante cerca de diez años, ¿representan todavía
lo que pienso y siento? Es natural que algunos de estos textos no coincidan enteramente con
mi pensamiento actual, en particular los más alejados en el tiempo o los comentarios sobre
la cambiante actualidad mexicana recogidos en la segunda parte (Hechos y Dichos). Pero
las diferencias no son esenciales sino de matiz y de énfasis: hoy subrayaría algunas cosas,
aludiría apenas a otras y omitiría unas cuantas. Otro defecto que procede de la naturaleza
misma de esta clase de misceláneas: es imposible evitar ciertas peticiones. Dicho esto,
agrego: mis opiniones de ayer son substancialmente las mismas de ahora; si tuviese que
escribir de nuevo estos artículos, diría las mismas cosas aunque de manera ligeramente
distinta.
La primera parte de este libro está compuesta por diversas reflexiones sobre la
historia de México. Estos ensayos son alcances y prolongaciones de temas que he tocado en
El laberinto de la soledad y en Postdata. Los estudios históricos son descripciones e
interpretaciones del pasado de una sociedad; mejor dicho, de sus pasados pues en todas las
sociedades y singularmente en la mexicana el pasado es plural: confluencia de pueblos,
civilizaciones, historias. Pero también son una terapéutica de sus males presentes. No fue
otra la función de la historia en Tucídides, en Maquiavelo y en Michelet. La terapéutica no
se limita a ofrecer al paciente remedios sino que comienza por ser un diagnóstico de su mal.
En el caso de las sociedades, el diagnóstico es particularmente difícil porque —aparte de la
relatividad de todo saber histórico, siempre aproximativo— muchas fuerzas y grupos tienen
interés en escamotear y ocultar ésta o aquella parte del pasado. Por ejemplo, sólo hasta
principios del siglo XIX (y por influencia inglesa) se empezó a recordar en la India que
durante más de mil años el budismo había sido el interlocutor contradictorio del hinduismo.
Este «olvido» no fue accidental y para entenderlo hay que acudir a las enseñanzas de
Nietzsche y del psicoanálisis. La ocultación del budismo facilitó la tarea de absorción
sincretista de credos extraños que caracteriza al hinduismo. Favoreció especialmente a la
casta de los bramines y fue en parte obra suya. El hinduismo es la boa de las religiones y se
ha tragado vivas a muchas de ellas. Otro ejemplo igualmente dramático de ocultación y
falsificación de la historia es la quema de los libros clásicos chinos en 213 a. C., ordenada
por el Primer Emperador, Shih Huang-ti. Hay dos casos que nos tocan de cerca: uno es la
destrucción, por la Iglesia y los descendientes de Constantino, de los libros paganos de
polémica anticristiana, especialmente las obras de Celso, Porfirio y el Emperador Juliano;
otro, en el siglo XX, es la fraudulenta versión de la historia de la Revolución rusa elaborada
durante la época staliniana y que todavía circula en la URSS.
El primer ejemplo mexicano de falsificación histórica es el de Izcóatl que,
aconsejado por Tlacaelel, consejero del Tlatoani, ordenó la destrucción de los códices y las
antigüedades toltecas, con el objeto de «rectificar la historia» en favor de las pretensiones
aztecas. Sobre esta mentira se edificó la teología política de los mexicas. A esta mentira
inicial han sucedido otras y todas animadas por el mismo propósito: la justificación del
dominio político de éste o aquel grupo. Nueva España comienza con dos quemas célebres,
ambas obra de dos obispos que eran, significativamente, dos intelectuales, dos ideólogos:
Juan de Zumárraga y Diego de Landa. Uno ordenó la destrucción de los códices y
antigüedades de los mexicanos y otro la de los mayas. Así se quiso extirpar (y en parte se
logró) la memoria de la civilización prehispánica en la mente de los vencidos. Fue un
verdadero asesinato espiritual. Otra mixtificación que me maravilla: a finales del
siglo XVII los jesuitas descubrieron que Quetzalcóatl había sido el Apóstol Santo Tomás;
fue el comienzo de la carrera de Quetzalcóatl, continuada bajo distintos nombres y
máscaras, entre ellos y sobre todo la de José Vasconcelos. Al lado de los mitos: los silencios
y las lagunas. La historia que aprendemos los mexicanos en la escuela está llena de blancos
y pasajes tachados: el canibalismo de los aztecas; el guadalupanismo de Hidalgo, Morelos y
Zapata; el proamericanismo de Juárez; el patriotismo de Miramón; el liberalismo de
Maximiliano… omnis homo mendax.
La segunda parte de este libro es una prolongación de la primera y comprende un
conjunto de ensayos y artículos sobre diversos aspectos de la situación mexicana después
de la crisis de 1968. En Postdata indiqué que los acontecimientos de 1968 revelaron una
grieta en el sector desarrollado de la sociedad mexicana. Asimismo, un deseo de cambio. Ni
la grieta se ha cerrado ni el deseo de cambio ha logrado articularse en un programa concreto
y realista capaz de encender la voluntad de la gente. Hay un vacío en la vida política
mexicana: el Gobierno y los partidos de oposición no han podido decirnos qué México
quieren y con qué medios piensan alcanzar sus fines.
Entre los ensayos y artículos de la tercera parte de El ogro filantrópico figuran dos
textos acerca de Fourier y la rebelión erótica de Occidente. También reproduzco mi
discurso en Jerusalén. Sobre esto último repetiré lo que he manifestado varias veces: mi
defensa de Israel no implica insensibilidad ante los sufrimientos de los palestinos ni
ceguera ante sus derechos. Pienso, como Martin Buber, que «si es irrenunciable la
reivindicación judía de Palestina… también debe encontrarse un compromiso entre las
reivindicaciones israelíes y las de los otros». Soy partidario del derecho de
autodeterminación de los palestinos, incluida la posibilidad de establecer un hogar nacional.
En esa misma sección se publican dos textos antiguos. Uno es un discurso de 1951
(Aniversario español) pronunciado en una reunión de desterrados españoles en París. Fue
recogido en la primera edición de Las peras del olmo pero la censura española lo suprimió
en una nueva edición de ese libro. Como esa edición es la que circula todavía, lo incluyo
ahora en El ogro filantrópico. Lo publico, además, porque contribuye a aclarar y precisar la
posición política que he mantenido desde hace treinta años. El otro texto es una nota de ese
mismo año sobre los campos de concentración soviéticos. Recojo ese documento porque,
como Aniversario español, fija mi posición en el tiempo. La fecha de esa nota (1951) revela
la lentitud con que los intelectuales de izquierda han aceptado al fin la existencia de un
sistema de campos de trabajo forzado en la URSS y en los países bajo su dominación.
¡Veinticinco años para admitir la realidad de Gulag y lo que significa: la irrealidad del
socialismo soviético! Pero hago mal en decir que se ha aceptado la significación de Gulag:
todavía hay muchos intelectuales latinoamericanos para los que ese sistema de opresión y
explotación no es un rasgo inherente y esencial del «socialismo» totalitario sino apenas un
incidente que no afecta a su naturaleza profunda. Un accidente y un incidente que tienen ya
más de medio siglo… La resistencia a ver la realidad real de la URSS —y a deducir la
consecuencia necesaria: ese régimen es la negación del socialismo— es un síntoma más de
la degeneración del marxismo, en su origen pensamiento crítico y hoy superstición
pseudorreligiosa. La contribución de Marx (hablo del filósofo, el historiador y el
economista, no del autor de profecías que la realidad ha hecho añicos) ha sido inmensa pero
su suerte ha sido semejante a la de Aristóteles con la escolástica tardía: la grey de los
sectarios y los fanáticos ha hecho de su obra —viva, abierta y felizmente inacabada— un
sistema cerrado y autosuficiente, un pensamiento muerto y que mata.
La sección final es una colección de textos sobre las relaciones entre el escritor y el
poder. Se abre con la presentación del número que dedicó Plural a este tema y se cierra con
una conversación que sostuve con Julio Scherer publicada en la revista Proceso, y que es
una recapitulación y una reafirmación de lo que pienso y creo. Aunque quizá la palabra
creo no sea la más a propósito; en uno de los textos de este libro (La libertad contra la fe)
ya dije mi convicción: la libertad no es un concepto ni una creencia. «La libertad no se
define: se ejerce.» Es una apuesta. La prueba de la libertad no es filosófica sino existencial:
hay libertad cada vez que hay un hombre libre, cada vez que un hombre se atreve a decir
No al poder. No nacemos libres: la libertad es una conquista —y más: una invención.
Recordaré dos líneas de Ifigenia cruel, el poema dramático del olvidado y negado Alfonso
Reyes. Arrebatada por Artemisa y transportada a Taúride, donde oficia ritos sangrientos
como sacerdotisa de la diosa, Ifigenia pierde la memoria y se convierte en un ser sin
historia. Un día, al encontrarse con su hermano Orestes, recuerda; al recordar, recobra su
historia, su destino. Pero justamente en ese momento se rebela y se niega a seguir a su
hermano, que le impone la voluntad de la sangre. Ifigenia se escoge a sí misma, inventa su
libertad:
Llévate entre las manos, cogida por tu ingenio,
Estas dos conchas huecas de palabras: No quiero.
   OCTAVIO PAZ
México, D. F., a 1 de agosto de 1978

He dedicado este libro a varios amigos. No me une a ellos ninguna creencia o


doctrina; ni profesamos las mismas ideas ni formamos un grupo. Encuentro en sus actos y
en sus escritos, a pesar de la diversidad de sus opiniones, ciertos rasgos comunes:
independencia moral y entereza, rigor crítico y tolerancia, pasión e ironía. Son escritores
que prefieren los hombres de carne y hueso a las abstracciones, los sistemas y las
ortodoxias. Los definen, doblemente, la conciencia y el corazón.
O. P.
I

EL PRESENTE Y SUS PASADOS

A Gabriel Zaid
VUELTA A EL LABERINTO DE LA SOLEDAD

(CONVERSACIÓN CON CLAUDE FELL)[*]

Es bastante difícil hacerle preguntas sobre El laberinto de la soledad, que es una


obra sumamente coherente, marcada por un balanceo dialéctico constante, y que sugiere al
lector los calificativos de «claridad y transparencia» con los que usted define en el mismo
libro la obra de Alfonso Reyes. Sin embargo, con motivo de lo que es algo como un
aniversario, a 25 años de la primera publicación del libro, podemos tratar de hacer un
balance de los principales problemas planteados por El laberinto de la soledad. Usted
mismo, en 1970, después de los acontecimientos de 1968 en México y en otras partes del
mundo, sintió la necesidad de volver sobre el libro y darle una «prolongación» titulada
Postdata, donde escribe: «El laberinto de la soledad fue un ejercicio de la imaginación
crítica: una visión y, simultáneamente, una revisión. Algo muy distinto a un ensayo sobre la
filosofía de lo mexicano o a una búsqueda de nuestro pretendido ser. El mexicano no es una
esencia sino una historia.»
Mi primera pregunta será más bien técnica: ¿cuáles son las diferencias esenciales
entre la primera edición del Laberinto, publicada en 1950, y la segunda, de 1959?
Yo no creo que haya ninguna diferencia esencial entre las dos ediciones. Las
correcciones más importantes tienden a poner el libro al día. Además, hay correcciones
secundarias, una tentativa por darle mayor precisión, mayor concisión. Hay cosas un poco
naïves de la primera edición que traté de corregir… Pero fundamentalmente es el mismo
libro.
¿Qué había cambiado en la situación interior mexicana, entre las dos versiones del
libro?

Creo que cuando hice la segunda versión, ya era visible que habíamos pasado el
período activo de la Revolución Mexicana. Estábamos en pleno régimen institucionalista,
en esta paradoja de la revolución petrificada o institucionalizada.
Y en lo que toca a la situación internacional, la oposición entre países
desarrollados y países subdesarrollados ¿se había afirmado plenamente?

Fue algo que me impresionó mucho en esos años. La oposición entre los países
pobres y los países ricos quiere decir, desde el punto de vista de la historia y la cultura:
países centrales o imperiales y países periféricos o marginales, países sujetos y países
objetos. El libro forma parte de esta tentativa de los marginales para, literalmente, recobrar
la conciencia: volver a ser sujetos. Otro tema que no figuraba en la primera edición: la
crítica del partido único. Es un libro escrito después de la terrible experiencia del
stalinismo. Se trata, sin embargo, de un fenómeno universal: los partidos únicos
aparecieron lo mismo en países fascistas (Italia y Alemania) que en países con revoluciones
en el poder, como la Unión Soviética o como México. Y ahora el fenómeno, lejos de
disiparse, se extiende por todo el Tercer Mundo. Un hecho concomitante ha sido la
aparición de los dogmatismos ideológicos. La ortodoxia es el complemento natural de las
burocracias políticas y eclesiásticas. Ante las modernas ortodoxias y sus obispos siento la
misma repulsión que el pagano Celso frente a los cristianos primitivos y su creencia en una
verdad única. Por fortuna, el partido mexicano no es un partido ideológico; como el Partido
del Congreso de la India, es una coalición de intereses. Esto explica que en México no haya
habido terror, en el sentido moderno de la palabra. Tampoco inquisición. Ha habido
violencia estatal y violencia popular, pero nada parecido al terrorismo ideológico del
nazismo y el bolchevismo.
¿Cómo fue acogido el libro al ser publicado?

Más bien de un modo negativo. Mucha gente se indignó; se pensó que era un libro
en contra de México. Un poeta me dijo algo bastante divertido: que yo había escrito una
elegante mentada de madre contra los mexicanos.
¿Cómo se situaba el libro en relación con la obra de Samuel Ramos y con la
producción de lo que se podría llamar la escuela de José Gaos?

Este tipo de reflexión sobre los países es tan viejo como la cultura moderna. En
Francia, en el siglo pasado, hubo algunos ensayos importantes en este aspecto. En nuestra
lengua, la generación española del 98 inició el género. En la Argentina, el ensayo de
Ezequiel Martínez Estrada. Cuando escribí El laberinto de la soledad no lo había leído; en
cambio, sí había leído dos o tres ensayos breves de Borges en los que tocaba, con gracia y
rigor, aspectos del carácter y del lenguaje de los argentinos. En México la reflexión sobre
estos asuntos comenzó con Samuel Ramos. Las observaciones de Ramos fueron sobre todo
de orden psicológico. Estaba muy influido por Adler, el psicólogo alemán, discípulo más o
menos heterodoxo de Freud. El centro de su descripción era el llamado «complejo de
inferioridad» y su compensación: el machismo. Su explicación no era enteramente falsa
pero era limitada y terriblemente dependiente de los modelos psicológicos de Adler.
Después de Ramos, por la influencia del filósofo español Gaos, se insistió mucho en
la historia de las ideas. Salieron varios libros, uno de O’Gorman sobre la historia de la idea
del descubrimiento de América, otro de Zea acerca del positivismo en México. Este último
me interesó particularmente, pues analizaba un período decisivo para el México
contemporáneo. Cuando apareció ese libro, publiqué un artículo en Sur de Buenos Aires en
el que hacía ciertas reservas críticas. El libro es un examen excelente de la función histórica
del positivismo en México y explica cómo esta filosofía fue adoptada por las clases
dominantes. Lo mismo en Europa que entre nosotros, el positivismo fue la filosofía
destinada a justificar el orden social imperante. Pero —y en esto reside mi crítica— al
cruzar el mar el positivismo cambió de naturaleza. Allá el orden social era el de la sociedad
burguesa: democracia, libre discusión, técnica, ciencia, industria, progreso. En México, con
los mismos esquemas verbales e intelectuales, en realidad fue la máscara de un orden
fundado en el latifundismo. El positivismo mexicano introdujo cierto tipo de mala fe en las
relaciones con las ideas. Equívoco no sólo entre la realidad social —neolatifundismo,
caciquismo, peonaje, dependencia económica del imperialismo— y las ideas que pretendían
justificarla sino aparición de un tipo de mala fe particular, pues se introducía en la
conciencia misma de los positivistas mexicanos. Se produjo una escisión psíquica: aquellos
señores que juraban por Comte y por Spencer no eran unos burgueses ilustrados y
demócratas sino los ideólogos de una oligarquía de terratenientes.
Hay que mencionar, además, los trabajos de un grupo más joven, el grupo Hiperión.
También eran discípulos de José Gaos y en ellos fue muy profunda la influencia de la
filosofía que en aquellos años estaba en boga, el existencialismo, sobre todo en la versión
francesa de Sartre y Merleau Ponty. Uno de estos jóvenes, Luis Villoro, examinó con
penetración la primera etapa de la Independencia desde la perspectiva de la historia de las
ideas; quiero decir: analizó la relación entre los caudillos revolucionarios, Hidalgo
especialmente, y las ideas que profesaban. Otros hicieron brillantes análisis psicológicos,
como el ensayo de Portilla sobre el relajo. En general, esos muchachos trataron de hacer
una «filosofía del mexicano» o de «lo mexicano». Incluso uno de ellos —una inteligencia
excepcional: Emilio Uranga— habló de «ontología del mexicano». En cuanto a mí: yo no
quise hacer ni ontología ni filosofía del mexicano. Mi libro es un libro de crítica social,
política y psicológica. Es un libro dentro de la tradición francesa del «moralismo». Es una
descripción de ciertas actitudes, por una parte y, por la otra, un ensayo de interpretación
histórica. Por eso tiene que ver, a mi juicio, con el examen de Ramos. Él se detiene en la
psicología; en mi caso, la psicología no es sino un camino para llegar a la crítica moral e
histórica.
Y en el Laberinto, usted dice que la tipología tal como la establece Ramos tendría
que ser superada por el psicoanálisis.
Sí. Una de las ideas ejes del libro es que hay un México enterrado pero vivo. Mejor
dicho: hay en los mexicanos, hombres y mujeres, un universo de imágenes, deseos e
impulsos sepultados. Intenté una descripción —claro que fue insuficiente: apenas una
ojeada— del mundo de represiones, inhibiciones, recuerdos, apetitos y sueños que ha sido y
es México. El estudio de Freud sobre el monoteísmo judaico me impresionó mucho. Hablé
antes de moral; ahora debo agregar otra palabra: terapéutica. La crítica moral es
autorrevelación de lo que escondemos y, como lo enseña Freud, curación… relativa. En
este sentido mi libro quiso ser un ensayo de crítica moral: descripción de una realidad
escondida y que hace daño. La palabra crítica, en la edad actual, es inseparable del
marxismo y yo sufrí la influencia del marxismo. Por esos años leí los estudios de Caillois y,
un poco más tarde, los de Bataille y del maestro de ambos, Mauss, sobre la fiesta, del
sacrificio, el don, el tiempo sagrado y el tiempo profano. Encontré inmediatamente ciertas
analogías entre aquellas descripciones y mis experiencias cotidianas como mexicano.
También me enseñaron mucho los filósofos alemanes que unos pocos años antes había dado
a conocer en nuestra lengua Ortega y Gasset: la fenomenología, la filosofía de la cultura y
la obra de historiadores y ensayistas como Dilthey y Simmel.
Ya en esa época pensaba lo que pienso ahora: la historia es conocimiento que se
sitúa entre la ciencia propiamente dicha y la poesía. El saber histórico no es cuantitativo ni
el historiador puede descubrir leyes históricas. El historiador describe como el hombre de
ciencia y tiene visiones como el poeta. Por eso Marx es un gran historiador (ésa fue su
verdadera vocación). También lo es Maquiavelo. La historia nos da una comprensión del
pasado y, a veces, del presente. Más que un saber es una sabiduría. En fin, mi tentativa fue
ver el carácter mexicano a través de la historia de México.
Con esto llegamos a una clave de El laberinto de la soledad, es decir, la concepción
de la historia que se desprende del libro. Es un libro anti-anecdótico. Usted rehúsa toda
historia événementielle, todo determinismo histórico, y trata de determinar lo que ciertos
historiadores franceses actuales llaman «intra-historia». Para confirmar esta orientación,
se puede citar una de las primeras frases de Postdata: «El mexicano no está en la historia,
es la historia.»
¿Puede usted explicarse sobre el particular?

El español tiene una ventaja un poco desleal sobre el francés: tenemos estar y ser.
«Estar en la historia» significa estar rodeado por las circunstancias históricas; «ser la
historia» significa que uno mismo es las circunstancias históricas, que uno mismo es
cambiante. Es decir, que el hombre no solamente es un objeto o un sujeto de la historia,
sino que él mismo es la historia, él es los cambios. Uno de los llamados factores históricos
que operan sobre él es… él mismo. Hay una continua interacción. A mí me parece que la
expresión «intra-historia» —¿no fueron los españoles los primeros en usarla: Unamuno o
Américo Castro?— es más adecuada que otra expresión que ustedes emplean, «historia de
las mentalidades». Porque las mentalidades, al menos para una persona de lengua española,
son algo externo: tienen que ver con la mente y con las ideas. Yo creo que la historia
auténtica de una sociedad tiene que ver no sólo con las ideas explícitas sino sobre todo con
las creencias implícitas. Ortega y Gasset distinguía, me parece que con bastante razón, dos
dominios: el de las ideas y el de las creencias. Las creencias viven en capas más profundas
del alma y por eso cambian mucho menos que las ideas. Por ejemplo, todos sabemos que la
Edad Media fue tomista, el siglo XVII cartesiano y que ahora mucha gente es marxista. Sin
embargo, en Londres, en Moscú y en París, la gente sigue leyendo tratados de astrología
que tienen sus orígenes en Babilonia, o acuden a prácticas mágicas del neolítico. Lo que me
interesó en el caso de México, fue rastrear ciertas creencias enterradas.
Todo esto nos lleva a otra noción esencial, la del mito. ¿Puede concebirse El
laberinto de la soledad como un «décryptage» de los mitos mexicanos?
Sí, ésa fue mi intención. En esto hay que recordar lo que Lévi-Strauss ha dicho:
todo desciframiento de un mito es otro mito. Los cuatro volúmenes de Le cru et le cuit son
un tratado de mitología sudamericana y, también, son otro mito. Un mito en otro lenguaje.
Yo creo que El laberinto de la soledad fue una tentativa por describir y comprender ciertos
mitos; al mismo tiempo, en la medida en que es una obra de literatura, se ha convertido a su
vez en otro mito.
En un artículo de la revista Esprit, Lévi-Strauss escribía que ocurría que un mito
«s’exténue saris pour autant disparaître. Deux voies restent encore libres; celle de
l’élaboration romanesque et celle du remploi aux fins de légitimation historique». ¿Cree
usted, como Lévi-Strauss, que los mitos degeneran y mueren? ¿No se han convertido los
mitos mexicanos en partes de programas políticos o en obras intelectuales?
Creo que los mitos, como todo lo que está vivo, nacen, degeneran, mueren. También
creo que los mitos resucitan. Pero hay algo en lo que no estoy de acuerdo con Lévi-Strauss.
Me extiendo sobre esta divergencia en el ensayo que escribí sobre él. Para Lévi-Strauss hay
una diferencia esencial entre la poesía y el mito: el mito se puede traducir y la poesía es
intraducible. Creo lo contrario: creo que el mito y la poesía son traducibles, pero que la
traducción implica transmutación o resurrección. Un poema de Baudelaire traducido al
español es otro poema y es el mismo poema. Ocurre lo mismo con los mitos: las antiguas
diosas precolombinas renacen en la Virgen de Guadalupe, que es su traducción al
cristianismo de Nueva España. Los criollos traducen la Virgen de Guadalupe —virgen
española— al contexto mexicano. Doble traducción de mitología hispánica e india. La
Virgen de Guadalupe es uno de los pocos mitos vivos de México. Asistimos todos los días a
su resurrección en la sensibilidad popular. El caso de Quetzalcóatl —también examinado
por su compatriota Jacques Lafaye— es muy distinto. Ahí sí, como piensa Lévi-Strauss, el
mito se ha transformado en política y literatura. El mito literario de Quetzalcóatl —la
novela, el poema, el teatro— ha sido más bien desafortunado. Lo mejor fue La serpiente
emplumada de Lawrence, un libro desigual, brillante y deshilvanado. Como mito político,
Quetzalcóatl ha tenido más suerte: muchos de nuestros héroes no son, para la imaginación
popular, sino traducciones de Quetzalcóatl. Traducciones inconscientes. Es significativo
porque el tema del mito de Quetzalcóatl —y el de todos sus sucesores, de Hidalgo a
Carranza— es el de la legitimación del poder. Fue la obsesión azteca, fue la de los criollos
novohispanos y es la del PRI.
En el fondo de la psiquis mexicana hay realidades recubiertas por la historia y por la
vida moderna. Realidades ocultas pero presentes. Un ejemplo es nuestra imagen de la
autoridad política. Es evidente que en ella hay elementos precolombinos y también restos
de creencias hispánicas, mediterráneas y musulmanas. Detrás del respeto al Señor
Presidente está la imagen tradicional del Padre. La familia es una realidad muy poderosa.
Es el hogar en el sentido original de la palabra: centro y reunión de los vivos y los muertos,
a un tiempo altar, cama donde se hace el amor, fogón donde se cocina, ceniza que entierra a
los antepasados. La familia mexicana ha atravesado casi indemne varios siglos de
calamidades y sólo hasta ahora comienza a desintegrarse en las ciudades. La familia ha
dado a los mexicanos sus creencias, valores y conceptos sobre la vida y la muerte, lo bueno
y lo malo, lo masculino y lo femenino, lo bonito y lo feo, lo que se debe hacer y lo
indebido. En el centro de la familia: el padre. La figura del padre se bifurca en la dualidad
de patriarca y de macho. El patriarca protege, es bueno, poderoso, sabio. El macho es el
hombre terrible, el chingón, el padre que se ha ido, que ha abandonado mujer e hijos. La
imagen de la autoridad mexicana se inspira en estos dos extremos: el Señor Presidente y el
Caudillo.
La imagen del Caudillo no es mexicana únicamente sino española e
hispanoamericana. Tal vez es de origen árabe. El mundo islámico se ha caracterizado por su
incapacidad para crear sistemas estables de gobierno, es decir, no ha instituido una
legitimidad suprapersonal. El remedio contra la inestabilidad han sido y son los jefes, los
caudillos. En América Latina, continente inestable, los caudillos nacen con la
Independencia; en nuestros días se llaman Perón, Castro y, en México, Díaz, Carranza,
Obregón, Calles. El caudillo es heroico, épico: es el hombre que está más allá de la ley, que
crea la ley. El Presidente es el hombre de la ley: su poder es institucional. Los presidentes
mexicanos son dictadores constitucionales, no caudillos. Tienen poder mientras son
presidentes; y su poder es casi absoluto, casi sagrado. Pero deben su poder a la investidura.
En el caso de los caudillos hispanoamericanos, el poder no les viene de la investidura sino
que ellos le dan a la investidura el poder.
El principio de rotación, que es una de las características del sistema mexicano, no
existe en los regímenes caudillescos de América Latina. Aquí aparece, al lado del tema del
padre terrible, otra vez el tema de la legitimidad. El misterio o enigma del origen. Algo
particularmente grave para la América Latina, desde la Independencia. El caudillismo, que
ha sido y es el verdadero sistema de gobierno latinoamericano, no ha logrado resolverlo;
por eso tampoco ha podido resolver el de la sucesión. En el régimen caudillesco la sucesión
se realiza por el golpe de Estado o por la muerte del caudillo. El caudillismo, concebido
como el remedio heroico contra la inestabilidad, es el gran productor de inestabilidad en el
continente. La inestabilidad es consecuencia de la ilegitimidad. Después de cerca de dos
siglos de independencia de la monarquía española, nuestros pueblos no han encontrado
todavía una forma de legitimidad. En este sentido el compromiso mexicano —la
combinación de presidencialismo y dominación burocrática de un partido único— fue una
solución. Lo es cada vez menos.
Podemos ahora detenemos en el proceso histórico analizado en El laberinto de la
soledad. En su presentación de la Revolución Mexicana de 1910, usted privilegia el
zapatismo, lo que en la época en que fue escrito el libro era algo nuevo y excepcional, en la
medida en que casi no se hablaba de Emiliano Zapata. Cuando aparecía en los periódicos
o en unos escritos se le presentaba invariablemente como el «Atila del Sur», como un
bandido sanguinario, etc. ¿Cómo se explica el relieve que tiene el zapatismo en su libro?
Hay dos razones. La primera es de tipo anecdótico, y es que mi padre, aunque
originario de una familia burguesa, fue amigo y compañero del gran revolucionario Antonio
Díaz Soto y Gama, uno de los fundadores de la Casa del Obrero Mundial. Mi padre
formaba parte de un grupo de jóvenes más o menos influidos por el anarquismo de Soto y
Gama. Estos jóvenes querían irse al norte, en la época de la dictadura de Victoriano Huerta,
donde estaban los ejércitos más disciplinados y los que realmente, desde el punto de vista
militar, le dieron el triunfo a la Revolución. En el norte dominaban los rancheros y la clase
media; en el sur, los campesinos sin tierra, bandas que la prensa llamaba «bárbaros», hunos,
etc. Sucedió que esos jóvenes no pudieron unirse a las fuerzas norteñas y se fueron al sur,
donde conocieron a Zapata y fueron conquistados por el zapatismo. Mi padre pensó desde
entonces que el zapatismo era la verdad de México. Creo que tenía razón. Más tarde, la
amistad con Soto y Gama y otros que habían combatido en el sur con los ejércitos
campesinos consolidó mis creencias y sentimientos. El sur era y es acentuadamente indio;
allá la cultura tradicional está todavía viva. Cuando yo era niño visitaban mi casa muchos
viejos líderes zapatistas y también muchos campesinos a los que mi padre, como abogado,
defendía en sus pleitos y demandas de tierras. Recuerdo a unos ejidatarios que reclamaban
unas lagunas que están —o estaban— por el rumbo de la carretera de Puebla: los días del
santo de mi padre comíamos un plato precolombino extraordinario, guisado por aquellos
campesinos: «pato enlodado» de la laguna, rociado con pulque curado de tuna…
La idea que la propaganda oficial ha dado del zapatismo es bastante falsa y
convencional. Como traté de explicar en El laberinto de la soledad, lo que distinguía al
zapatismo de las otras facciones fue su tentativa por regresar a los orígenes. En todas las
revoluciones hay ese impulso de regreso a un pasado que se confunde con los orígenes de la
sociedad. Un pasado en el que reinaban la justicia y la armonía, violado por los poderosos y
los violentos. Las revoluciones son las encarnaciones modernas del mito de regreso a la
edad de oro. De ahí su inmenso poder de contagio. En el zapatismo este anhelo se expresó
como una vuelta a la propiedad comunal de la tierra, al ejido. Esa forma de propiedad había
existido realmente en la época precolombina y, lo que es más notable, había sido
reconocida por la monarquía española. Bien que penosa y difícilmente, el ejido coexistió
con la gran hacienda colonial y con los enormes latifundios de la Iglesia. La primera
demanda de los zapatistas fue la devolución de la tierra y la segunda, que era subsidiaria, la
repartición. La devolución: la vuelta al origen.
La paradoja del zapatismo consiste en que fue un movimiento profundamente
tradicionalista; y en este tradicionalismo reside, precisamente, su pujanza revolucionaria.
Mejor dicho: por ser tradicionalista, el zapatismo fue radicalmente subversivo. Ese
elemento a un tiempo tradicional y revolucionario fue el que, desde el principio, me
apasionó. El zapatismo significa la revelación, al salir a flote, de ciertas realidades
escondidas y reprimidas. Es la revolución no como ideología sino como un movimiento
instintivo, un estallido que es la revelación de una realidad anterior a las jerarquías, las
clases, la propiedad.
Precisamente, usted insiste mucho en que la Revolución Mexicana no tuvo bases
ideológicas.

Esta es la gran diferencia con movimientos como el liberalismo del siglo pasado.
Llamar revolución a los cambios y trastornos que se iniciaron hacia 1910 es, quizá, ceder a
una facilidad lingüística. Años más tarde, al repensar el tema de los grandes trastornos y
conmociones del siglo XX, he llegado a la conclusión de que hay que distinguir entre
revolución, revuelta y rebelión. He dedicado a esto algunas páginas de Corriente alterna,
Conjunciones y disyunciones y Postdata. Las revoluciones, hijas del concepto de tiempo
lineal y progresivo, significan el cambio violento y definitivo de un sistema por otro. Las
revoluciones son la consecuencia del desarrollo, como no se cansaron de decirlo Marx y
Engels. Las rebeliones son actos de grupos e individuos marginales: el rebelde no quiere
cambiar el orden, como el revolucionario, sino destronar al tirano. Las revueltas son hijas
del tiempo cíclico: son levantamientos populares contra un sistema reputado injusto y que
se proponen restaurar el tiempo original, el momento inaugural del pacto entre los iguales.
En los trastornos de México, entre 1910 y 1929, debemos distinguir varios
fenómenos. Primero, una revolución de la burguesía y de la clase media para modernizar al
país; es la que ha triunfado y a ella se deben muchas de las cosas buenas y muchas de las
malas que hoy existen —por ejemplo, este horror que es la ciudad de México. Frente a esta
revolución progresista y que continúa al liberalismo y al porfirismo, está su negación, la
revuelta de los campesinos mexicanos en el Sur. Esta revuelta fue vencida militarmente y
su jefe, Zapata, asesinado. Después, ideológicamente, fue expropiada y desfigurada por los
vencedores. La facción triunfante concibió al ejido en términos predominantemente
económicos. Ahora bien, como sistema de producción el ejido es inferior a la agricultura
capitalista. Pero el ejido no sirve para producir más sino para vivir mejor —para vivir de
una manera diferente, más justa, armoniosa y libre que la actual. Su función consiste en ser
la base económica de un tipo de sociedad que está igualmente lejos del modelo capitalista y
del modelo que, sin mucha exactitud, se llama socialista.
El movimiento zapatista fue una verdadera revuelta, un volver al revés las cosas, un
regreso al principio. Su fundamento era histórico porque los campesinos querían volver a la
propiedad comunal de la tierra; al mismo tiempo, estaban inspirados por un mito: la edad de
oro del comienzo. La revuelta tenía una intensa coloración utópica: querían crear una
comunidad en la cual las jerarquías no fuesen de orden económico sino tradicional y
espiritual. Una sociedad hecha a imagen y semejanza de las aldeas del neolítico:
económicamente autosuficientes, igualitarias —salvo por las jerarquías «naturales»: padres
e hijos, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, casados y solteros, etc.— y en las cuales se
reducía al mínimo la autoridad política y la religiosa, es decir, se eliminaba a las dos
burocracias: la estatal y la eclesiástica. Un hecho significativo: los zapatistas llevaban
estandartes e insignias de la Virgen de Guadalupe; eran religiosos pero no clericales.
Tampoco eran nacionalistas: la realidad que conocían y defendían era el pueblo, la pequeña
comunidad de agricultores y artesanos, no las abstracciones crueles que son la Nación y el
Estado. Si hubiera podido, Zapata habría quemado la silla presidencial. Soto y Gama, en su
famoso discurso en la Convención, estrujó la bandera nacional y la llamó: este trapo.
Este concepto de utopía vuelve a aparecer periódicamente en la historia mexicana:
en tiempos de la Conquista, con los misioneros; en el siglo XIX, con el liberalismo; y a
principios del siglo XX con el zapatismo.

Sí, este concepto utópico, comunitario, lo encuentro en los misioneros y también en


el zapatismo. No lo encuentro en el liberalismo, que es utopismo en el sentido racionalista
de la palabra. La mayor parte de las revoluciones del siglo XX han sido como la revolución
liberal mexicana del siglo XIX: tentativas por imponer esquemas geométricos sobre
realidades vivas. Han engendrado monstruos. En México, la facción vencedora en las
luchas revolucionarias continúa el proceso de «modernización» iniciado en el siglo XIX.
Entre Juárez y Carranza hay una conexión muy clara; no la hay entre Juárez y Zapata.
Cegado por su odio a Juárez, no se dio cuenta Vasconcelos de que Zapata era el anti-Juárez,
la negación de todo jacobinismo y de todo progresismo. Creo que uno de los grandes
méritos de Jean Meyer es haber visto esto con mucha claridad, en su excelente libro La
Revolution Mexicaine. El libro de John Womack también arroja luz sobre el verdadero
zapatismo. ¡Un yanqui y un francés!… Pero vuelvo a lo que decíamos: por más
contradictorias que nos parezcan sus figuras y sus ideas, hay una continuidad entre Lorenzo
de Zavala, Mora, Gómez Farías, Juárez, Ocampo, Porfirio Díaz, Justo Sierra, Limantour,
Carranza, Calles, Bassols, Lombardo Toledano, etc., etc. Esa continuidad es el
«progresismo», la tentativa por «modernizar» a México. Todos esos proyectos tienen en
común el querer borrar, por decirlo así, la mancha, el pecado original de México: el haber
nacido frente y contra el mundo moderno. Zapata es la negación de todo eso. Zapata está
más allá de la controversia entre los liberales y los conservadores, los marxistas y los
neocapitalistas: Zapata está antes —y tal vez, si México no se extingue, estará después.
Una última pregunta sobre este período revolucionario. A propósito del cardenismo
su posición aparece por lo menos muy matizada.

Yo fui testigo del cardenismo, lo viví; mientras el zapatismo lo leí, lo estudié, lo


respiré, lo mamé, pero no lo viví. Creo que la política del general Cárdenas en muchos
aspectos fue admirable. Por ejemplo, en el campo de la política internacional, en su actitud
contra el fascismo, Hitler, Mussolini, la invasión de Etiopía, España. Todo eso fue
irreprochable. No olvidemos tampoco algo que a mí me conmueve mucho: fue el único jefe
de Estado que dio asilo a Leon Trotsky. Cárdenas fue el hombre que abrió las puertas a los
refugiados españoles, primero, y luego a los europeos. La acción internacional de Cárdenas
fue posible no sólo porque existían las condiciones internas para realizarla —es decir,
porque correspondía a una realidad nacional y expresaba las necesidades y las aspiraciones
de México en ese momento— sino también porque la coyuntura internacional era
favorable. El mundo todavía no se petrificaba en dos bloques y las rivalidades de las
grandes potencias daban cierta latitud de maniobra a las naciones medianas y aun las
pequeñas. Después de la segunda guerra mundial hemos asistido a la congelación
progresiva de la vida internacional, a pesar de los esfuerzos anti-hegemónicos de un
De Gaulle y, ahora, de China. El ejemplo de Cuba muestra que es casi imposible librarse de
las garras de una de las superpotencias sin caer en las redes de la otra. Pero las cosas
empiezan a cambiar de nuevo y ya comienza a ser posible, dentro de ciertos límites, una
política internacional independiente. Naturalmente, habrá que definir esa política. No se
trata de regresar a la de Cárdenas: eso sería un anacronismo. En política internacional,
como en todo, hay que huir de la gran tentación latinoamericana: los gestos no sustituyen a
los actos.
La presencia de los intelectuales europeos, sobre todo la de los españoles, en el
México de la década de la guerra, fue muy benéfica. A ellos les debemos, en buena parte, la
renovación de la cultura mexicana. Pero la política de Cárdenas en materia cultural padeció
de graves limitaciones. No tuvo ninguna simpatía por la Universidad ni por los aspectos
superiores de la cultura, quiero decir, por la ciencia y el saber desinteresados y por el arte y
la literatura libres. Sus gustos artísticos —o los de sus colaboradores cercanos— tendían al
didactismo pseudorrevolucionario y al nacionalismo. Ésa ha sido, por lo demás, en materia
de arte y literatura, la política de nuestros Gobiernos, con excepciones contadas como la de
Vasconcelos. El arte público de México es un arte estatal, hinchado como un atleta de circo.
Su único gran rival es el arte soviético. Nuestra especialidad es la glorificación de las
figuras oficiales —sobre todo ex funcionarios de los gobiernos recientes— pintadas o
esculpidas con el conocido método de la amplificación. Producción en serie de gigantes de
cemento. Una vegetación de pesados monolitos cívicos aplasta nuestros parques y plazas.
Pero Cárdenas no tuvo mucha culpa en esto; el horror empezó antes y se multiplicó bajo sus
sucesores. En cambio, sí permitió que se echase del Gobierno y que se injuriase a los poetas
y escritores del grupo Contemporáneos —lo mejor de la literatura mexicana en aquellos
días— bajo la odiosa acusación de ser homosexuales y reaccionarios. Lo más extravagante
del período cardenista fue lo de la educación socialista en un país que no era socialista. Era
otra vez la enajenación ideológica.
En los aspectos económicos y sociales la obra de Cárdenas fue importante y, en
general, positiva. La nacionalización del petróleo fue un gran paso, aunque no haya dado
los frutos que se esperaban. (Éste es un asunto sobre el que ya es tiempo que se haga una
investigación.) También fue ejemplar su política agraria y obrera. Pero ni Cárdenas ni sus
sucesores sospecharon lo que nos tenía reservado el porvenir y no supieron prever las
desastrosas consecuencias del irreflexivo culto al desarrollo y a la industrialización à
outrance. La política conservadora de sus sucesores —la miope adopción del modelo de
desarrollo a la norteamericana— no hizo sino precipitar lo que ya está a la vista: el fracaso.
El camino escogido para resolver los viejos problemas de México no fue un camino sino un
muro ante el que nos hemos estrellado. Empeñados en la «modernización» del país,
ninguno de nuestros gobernantes —todos ellos rodeados de consejeros, «expertos» e
ideólogos— se dio cuenta a tiempo de los peligros del excesivo e incontrolado crecimiento
de la población. El «otro» México, el no-desarrollado, crece más rápidamente que el
desarrollado y terminará por ahogarlo. Tampoco tomaron medidas contra la centralización
demográfica, política, económica y cultural, que ha convertido a la ciudad de México en
una monstruosa, hinchada cabeza que aplasta el endeble cuerpo que la sostiene. A pesar de
que bastaba con asomarse a la frontera para enterarse de que en las grandes ciudades
norteamericanas el aire era ya irrespirable —para no hablar de los otros horrores físicos y
morales de las sociedades industriales— no hicieron nada contra la contaminación
atmosférica. Tampoco previeron el gigantesco fracaso de los planes educativos y el
desplome de la educación superior… ¿Sigo?
En cuanto a la política propiamente dicha: bajo Cárdenas se gozó de gran libertad de
expresión. Mérito inmenso. Otro no menos grande: Cárdenas fue el primer Presidente que
dejó voluntariamente el poder y que no quiso gobernar detrás del trono, como Calles. El
estilo de gobernar de Cárdenas fue también admirable. Para los presidentes de México es
muy grande la tentación de convertirse en ídolos; Cárdenas la resistió. Mientras estuvo en
el poder, tuvimos la sensación, extraña entre todas, de que nos gobernaba un hombre, un ser
como nosotros. Sin embargo, el cardenismo no intentó la experiencia democrática sino que
fortaleció al partido único. El general Cárdenas siguió a los antiguos jefes revolucionarios
que habían fundado el Partido Nacional Revolucionario, transformado por él en Partido de
la Revolución Mexicana y que se llama ahora Partido Revolucionario Institucional. En
estos tres nombres se concentra la historia de la burocracia política que domina al país
desde hace medio siglo.
Nadie puede entender a México si omite al PRI. Las descripciones marxistas son
insuficientes. Imbricado en las estructuras del Estado, como una casta política con
características propias, gran canal de la movilidad social, ya que abarca del municipio de la
aldea a las esferas más altas de la política nacional, el partido único es un fenómeno que no
aparece en el resto de América Latina (salvo en Cuba, recientemente y con rasgos muy
distintos). Por cierto, en México el poder es más codiciado que la riqueza. Si es usted
millonario, le será muy difícil —casi imposible— pasar de los negocios a la política. En
cambio, puede usted pasar de la política a los negocios. El enorme prestigio del poder
frente al dinero es un rasgo antimoderno de México. Otro ejemplo de cómo los modos de
pensar y sentir premodernos, precapitalistas, aparecen en nuestra vida diaria.
Volviendo a las evocaciones históricas de El laberinto de la soledad, tenemos que
detenernos en el período colonial. Por una especie de balance dialéctico, usted escribe que
la religión católica sirvió de «refugio» a las poblaciones indias. Y algunas líneas después
añade que en realidad se trataba de una religión «petrificada». ¿Cómo conciliar estos dos
aspectos?
Hay que partir de un hecho: el sincretismo. Cuando los españoles llegaron a
México, se encontraron con la sociedad azteca. En el templo mayor de México se levantaba
la imagen de Huitzilopochtli, que era el dios tribal azteca, y la imagen de Tlaloc, el dios de
la lluvia. Este dios no era azteca, era un dios anterior. El primero que describió —con
penetración— el sincretismo del Estado azteca fue Jacques Soustelle en La pensée
cosmologique des anciens mexicains. La versión de la civilización occidental que llegó a
México también era sincretista. Por un lado, el sincretismo católico, que había asimilado la
antigüedad greco-latina y los dioses de los orientales y de los bárbaros; por el otro, el
sincretismo español. Los siglos de lucha con el Islam habían permeado la conciencia
religiosa de los españoles: la noción de cruzada y de guerra santa es cristiana pero también
es profundamente musulmana. Hay que comparar la actitud de los españoles con la de los
ingleses, los holandeses y los franceses: ninguno de ellos tiene esa idea española de
«misión», cuyas raíces son medievales y musulmanas. Bernal Díaz del Castillo, al ver los
templos de Tenochtitlán, habla de «mezquitas». Para él, como para Cortés, los indios eran
«los otros» y los otros eran, por antonomasia, los musulmanes.
Los españoles derriban las estatuas de los dioses, destruyen los templos, queman los
códices y aniquilan a la casta sacerdotal. Es como si les hubiesen quitado los ojos, los
oídos, el alma y la memoria al pueblo indígena. Al mismo tiempo, el catolicismo les da una
visión del mundo y del trasmundo; les da un estatuto y les ofrece un cielo; los bautiza, es
decir, les abre las puertas de un orden distinto. El catolicismo fue un refugio porque era una
religión sincretista: al bautizar a los indios, bautizó a sus creencias y dioses. Pero el
catolicismo, además, era una religión a la defensiva. El catolicismo que vino a México era
el de la Contrarreforma. En la Universidad de México, la más antigua de América, se
enseñaba el neotomismo; es decir, la cultura mexicana nace con la filosofía que en ese
momento el Occidente abandonaba. El sentido de la oposición del México tradicional frente
al mundo moderno, y sobre todo frente a los Estados Unidos, no podrá entenderse si se
olvida que México nació en la Contrarreforma. Es una diferencia esencial: ellos nacieron
con la Reforma; nosotros con la Contrarreforma. En ese sentido hablo de una religión
«petrificada».
¿No cree usted que a lo largo de los años el catolicismo cambió de forma, como por
ejemplo lo apunta Mariano Picón Salas en su ensayo De la conquista a la Independencia,
cuando sostiene que el catolicismo fue en los primeros tiempos esencialmente militante,
misionero, itinerante, abierto, para luego encerrarse en las ciudades, bajo la influencia de
los jesuitas?
El catolicismo cambió pero no en el sentido que dice Picón Salas. Los jesuitas no
tenían por qué ir al campo: ya estaba convertido. Pero la conversión de California fue en
gran parte obra de los jesuitas. También fue obra suya la evangelización de los nómadas en
el norte de México y en el sur de los Estados Unidos. Según Robert Ricard, la política de
los franciscanos y de los primeros misioneros —influidos por el milenarismo de Joaquín de
Flora— fue la de tabla rasa de las creencias indígenas. Los sucedieron los jesuitas, la orden
religiosa más rica, poderosa e influyente de Nueva España en los siglos XVII y XVIII.
Ellos fueron los principales autores de la «traducción» al cristianismo de los mitos
indígenas. Fueron guadalupanos fervientes y los que trataron de justificar la fantástica
hipótesis de que Quetzalcóatl era el Apóstol Santo Tomás. Ése fue el cambio decisivo de la
Iglesia: los jesuitas mexicanizaron al catolicismo mientras que los franciscanos querían
cristianizar a los indios. Digo todo esto a pesar de que no tengo gran simpatía por la
Compañía de Jesús. Los jesuitas son los bolcheviques del catolicismo.
Claro, pero por otra parte poco a poco la Iglesia viene a ser el terrateniente más
importante de México y el catolicismo extiende sobre el país, por lo menos a nivel del indio
y del peón, una estructura opresiva.

Sí, pero llamar terrateniente a la Iglesia tal vez sea demasiado simplista. Hay que
hacer, por lo menos, dos distinciones. En primer término, habría que hablar en plural y
decir las propiedades eclesiásticas; eran muchas: las de la Iglesia secular, las de las órdenes
religiosas, las de los conventos, etc. En segundo lugar, esas propiedades no eran bienes
individuales sino que pertenecían a distintas colectividades. En este sentido, se parecían
más bien a la propiedad comunal de los pueblos. Así lo vieron Juárez y los liberales, que
decretaron al mismo tiempo la desaparición de ambas modalidades. El latifundismo del
régimen porfirista fue una consecuencia de la reforma liberal. La propiedad eclesiástica, si
usted quiere, también podría parecerse a la de las modernas compañías y consorcios por
acciones. En esas compañías no es tanto la voluntad de los accionistas individuales lo que
cuenta como la de la burocracia técnica que las rige. Algo semejante ocurría con las
propiedades de los conventos, las órdenes y los Obispados. Pero sería una exageración
comparar a las empresas capitalistas modernas con la Iglesia de Nueva España. Después de
todo, el ánimo ostensible de estas corporaciones es el lucro mientras que ni el más primario
anticlericalismo puede reducir la función de la Iglesia en esos siglos a la mera ganancia.
Hay que examinar de nuevo la naturaleza social e histórica de Nueva España. Es una de las
omisiones de El laberinto de la soledad y me gustaría escribir sobre esto. Insinué algo en el
prólogo al libro de Lafaye sobre Guadalupe y Quetzalcóatl. Lafaye parte de la idea de que
la historia de México es una desde el mundo precolombino hasta nuestros días; yo creo que
no, que hay una ruptura y varias interrupciones. En realidad, estamos ante tres sociedades
distintas. La primera es la precolombina, a su vez dividida en el período, el más alto de esa
civilización, llamado de las grandes teocracias (Teotihuacán, Palenque, Monte Albán, etc.)
y después el período de las ciudades-estados militaristas, que empieza en Tula y tiene su
apogeo en Tenochtitlán. Aquí se sitúa el gran corte de la Conquista. Ésa es la línea de
separación. En el siglo XVII surge la nueva sociedad: la sociedad criolla, dependiente de
España pero cada vez más autónoma. Nueva España es creadora original en la arquitectura,
en el arte de gobernar, en la poesía, en el urbanismo, en la cocina, en las creencias. A fines
del siglo XVII nace un proyecto nacional, el primero de México: hacer de la Nueva España
una España otra, el Imperio de la América Septentrional. Es un reflejo doble de Roma y de
México-Tenochtitlán: la herencia latina y la indígena. En ese proyecto los jesuitas tuvieron
una participación cardinal. Pero la Independencia —que es, simultáneamente,
desmembramiento del Imperio Español y nacimiento de otra sociedad— significa el fin de
la sociedad criolla. La agonía de Nueva España fue larga y se consumó sólo hasta la
segunda mitad del siglo XIX con la República Restaurada. Así, en el siglo XIX abortó el
proyecto imperial del siglo XVIII. De las ruinas de ese proyecto nace una tercera sociedad,
ésta que vivimos ahora, y que todavía no acaba de formarse completamente. La sociedad
novohispana de los siglos XVII y XVIII es un todo mucho más perfecto y armónico que la
sociedad mexicana de la primera mitad del siglo XX. Para mí la arquitectura es el testigo
insobornable de una sociedad. Comparemos a las tres sociedades en sus obras: las
pirámides y templos mesoamericanos; las iglesias, conventos y palacios de Nueva España;
la chabacana y pesada arquitectura —megalomanía estatal y espíritu de lucro de la
burguesía mexicana— del siglo XX.
En El laberinto de la soledad, usted afirma que este «catolicismo-refugio»
implantado por los españoles, ha permitido también la supervivencia del fondo
precortesiano. ¿En qué consiste esta supervivencia?
La palabra sincretismo lo dice todo. O la expresión de aquella periodista
norteamericana, Anita Bremen, «ídolos detrás de los altares». El catolicismo mexicano no
ha creado una teología ni una mística pero ha creado muchas imágenes y ha fundido las de
Occidente con las del mundo precolombino. ¡Ay de la religión o de la sociedad que no tiene
imágenes! Una sociedad sin imágenes es una sociedad puritana o, opresora del cuerpo y de
la imaginación.
Para cambiar otra vez de tema, podemos pasar a otro plano importante en el libro,
el de la vida cultural mexicana. Usted la define a través de dos términos antagónicos:
«compromiso» y «crítica». Por otra parte, usted volverá a insistir sobre la necesidad de
una actitud «crítica» en Postdata. ¿Nos puede dar su sentimiento sobre este punto?
Yo creo que el término «compromiso», de origen sartreano, es equívoco. No
sabemos muy bien lo que quiere decir un compromiso. Si se entiende por compromiso la
relación de un escritor con su realidad y con la sociedad en que vive, todos somos escritores
comprometidos, incluso los que no quieren estar comprometidos. Lo que a mí me parece
inaceptable es que un escritor o un intelectual se someta a un partido o a una iglesia. En el
siglo XX hemos visto a muchos y grandes escritores ceder ante las exigencias de los
partidos y de las iglesias. Pienso en Claudel y en sus odas a Franco y Pétain; pienso en los
himnos a Stalin de Aragon y Neruda. Nuestro siglo, decía Benjamin Peret, ha sido «el del
deshonor de los poetas». También el de su honor: la sátira de Mandelstam contra Stalin, que
le costó la vida, o el sacrificio de Lorca.
La crítica es, para mí, una forma libre del compromiso. El escritor debe ser un
francotirador, debe soportar la soledad, saberse un ser marginal, Que los escritores seamos
marginales es una condenación que es una bendición. Ser marginales puede dar validez a
nuestra escritura. Y debo decir algo más sobre la crítica: para mí la crítica es creadora. La
gran diferencia entre Francia e Inglaterra, por un lado, y España e Hispanoamérica, por el
otro, es que nosotros no tuvimos siglo XVIII. No tuvimos ningún Kant, Voltaire, Diderot,
Hume.
En El laberinto aparecen también los problemas sobre los cuales usted insistirá
extensamente en obras posteriores, como por ejemplo Signos en rotación: los problemas
del lenguaje. El lenguaje concebido como una máscara…
Mire usted. Hemos hablado de las deudas mías: Freud, Marx… No hemos hablado
de una influencia esencial, sin la cual no hubiera podido escribir El laberinto: Nietzsche.
Sobre todo ese libro que se llama La genealogía de la moral. Nietzsche me enseñó a ver lo
que estaba detrás de palabras como virtud, bondad, mal. Fue un guía en la exploración del
lenguaje mexicano: si las palabras son máscaras, ¿qué hay detrás de ellas?
En esta búsqueda de un lenguaje auténtico, usted destaca la importancia de la obra
de Alfonso Reyes.

Reyes fue fiel al lenguaje, y en este aspecto fue admirable. Claro que el hombre
tuvo debilidades morales. Quizá fue demasiado obsequioso con los poderosos. Hay que
olvidar todo eso y recordar que fue un escritor que logró que el español fuese transparente
en ciertos momentos. Por ejemplo, en su gran poema Ifigenia cruel, y en algunos textos en
prosa. Bioy Casares me contaba que él y Borges, cuando querían saber si un párrafo estaba
bien escrito, decían: «Vamos a leerlo con el tono con que lo leería Alfonso Reyes.»
¿Cuál debe ser la actitud del creador en relación con el lenguaje?

Yo creo que la actitud del creador frente al lenguaje debe ser la actitud del
enamorado. Una actitud de fidelidad y, al mismo tiempo, de falta de respeto al objeto
amado. Veneración y transgresión. El escritor debe amar al lenguaje pero debe tener el
valor de transgredirlo.
En el capítulo de El laberinto de la soledad titulado «Nuestros días», usted aborda
el problema del enfrentamiento entre países pobres y países ricos. En relación con este
asunto, ¿qué piensa usted del concepto de «cultura de la pobreza», elaborado por el
antropólogo Oscar Lewis a partir del ejemplo mexicano?
No estoy muy de acuerdo con eso. En primer lugar, este concepto es poco científico,
poco exacto. ¿Qué quiere decir «pobreza»? Pobreza es una categoría muy relativa.
¿Pobreza con respecto a qué? El mérito de Lewis es otro. Su tema fueron los campesinos
que viven en una cultura tradicional y que, debido a la sobrepoblación y al desempleo
rurales, atraídos por la fascinación de la gran ciudad, dejan su pueblo. Es un fenómeno que
conoció Europa en el siglo XIX y que nuestra América vive de modo mucho más trágico en
el siglo XX: la perversión y destrucción de la cultura tradicional. Los campesinos son
cultos aunque sean analfabetos. Tienen un pasado, una tradición, unas imágenes. Llegan a
México o a Guadalajara y olvidan todo. Y entonces, ¿qué tienen sus hijos, y los hijos de sus
hijos? La cultura de la sociedad industrial moderna. Pero las formas de la cultura industrial,
cuando llegan a México, ya son muy inferiores a las de los Estados Unidos o de Europa. A
su vez, lo que llega a la gente que pertenece al lumpenproletariat son los restos, los detritos
de esas formas e ideas. Esto no tiene nada que ver con la pobreza en sentido estricto sino
con el fenómeno de coexistencia de dos sociedades: sociedades industriales y sociedades
tradicionales. Es el fenómeno de la «dependencia», como se llama ahora, o para hablar más
sencillamente, del imperialismo. Asimismo, de la sobrepoblación urbana.
El hombre, por el hecho de ser hombre es un enajenado. Marx pensaba que si el
hombre fuera dueño de sus productos, sería dueño de su destino: recobraría su ser natural y
cesaría la enajenación. Pero yo creo que la enajenación consiste, fundamentalmente, en ser
otro dentro de uno mismo. Esa enajenación es el fondo de la naturaleza humana y no de la
sociedad de clases. Estoy más cerca de Nietzsche y de Freud que de Marx y Rousseau.
Todas las civilizaciones son civilizaciones de la enajenación y todos los civilizados se
rebelan contra la enajenación.
¿Podría usted dar una respuesta a la pregunta que hace en El laberinto: «¿Qué es
lo que da sentido a nuestra presencia en la tierra?»? Por otra parte, ¿ha encontrado
México esa «forma» que desde hace siglos busca y combate a la vez?
Comenzaré por la segunda pregunta: México no ha encontrado esa «forma». En el
zapatismo había probablemente el germen de la respuesta. Pero otra vez se han superpuesto
formas externas a nuestra realidad y se han aplastado los gérmenes de salud que había en la
revuelta zapatista. Evidentemente, en el campo de la creación poética y literaria, sí, ahí hay
expresiones que me devuelven la fe en la originalidad de México. En cuanto a saber «lo que
da sentido a nuestra presencia en la tierra»: me reconozco hombre no en la respuesta que
podría dar ahora a esta pregunta sino en la pregunta misma. Esa pregunta, repetida desde el
principio, desde Babilonia y aun antes, es lo que da sentido a nuestros afanes terrestres. No
hay sentido: hay búsqueda del sentido.
En el último capítulo del libro, usted afirma que en nuestro mundo el amor y la
poesía son forzosamente marginales. ¿Sigue usted pensando que hay una oposición entre
«historia» y «poesía»?

Sí. Creo que hay una oposición fundamental entre lo que yo llamo la realidad real y
la otra realidad. Hay una frase de Marx (está en el Manifiesto Comunista) que Luis Buñuel
pensó en utilizar como subtítulo de su película La Edad de Oro. Usted sabe que el tema de
esa película es la suerte del amor en el mundo moderno. La frase de Marx es, en español,
un alejandrino perfecto: En las aguas heladas del cálculo egoísta. Eso es la sociedad. Por
eso el amor y la poesía son marginales.
NUEVA ESPAÑA: ORFANDAD Y LEGITIMIDAD[*]

La imaginación es la facultad que descubre las relaciones ocultas entre las cosas. No
importa que en el caso del poeta se trate de fenómenos que pertenecen al mundo de la
sensibilidad, en el del hombre de ciencia de hechos y procesos naturales y en el del
historiador de acontecimientos y personajes de las sociedades del pasado. En los tres el
descubrimiento de las afinidades y repulsiones secretas vuelve visible lo invisible. Poetas,
científicos e historiadores nos demuestran el otro lado de las cosas, la faz escondida del
lenguaje, la naturaleza o el pasado. Pero los resultados son distintos: el poeta produce
metáforas, el científico leyes naturales y el historiador —¿qué produce el historiador?
El poeta aspira a una imagen única que resuelva en su unidad y singularidad la
riqueza plural del mundo. Las imágenes poéticas son como los ángeles del catolicismo:
cada una es en sí misma una especie. Son universales singulares. En el otro extremo, el
científico reduce los individuos a series, los cambios a tendencias y las tendencias a leyes.
Para la poesía, la repetición es degradación; para la ciencia, la repetición es regularidad que
confirma las hipótesis. La excepción es el premio del poeta y el castigo del científico. Entre
ambos, el historiador. Su reino, como el del poeta, es el de los casos particulares y los
hechos irrepetibles; al mismo tiempo, como el científico con los fenómenos naturales, el
historiador opera con series de acontecimientos que intenta reducir, ya que no a especies y a
familias, a tendencias y corrientes.
Los hechos históricos no están gobernados por leves o, al menos, esas leyes no han
sido descubiertas. Todavía están por nacer los Newton y los Einstein de la historia. Sin
embargo, ¿cómo negar que cada sociedad y cada época son algo más que un conjunto de
hechos, personas, cosas e ideas dispares? Unidad hecha del choque de tendencias y fuerzas
contradictorias, cada época es una comunidad de gustos, necesidades, principios,
instituciones y técnicas. El historiador busca la coherencia histórica —modesto equivalente
del orden de la naturaleza— y esa búsqueda lo acerca al científico. Pero la forma en que se
manifiesta esa coherencia no es la de la ciencia, sino la de la fábula poética: novela, drama,
poema épico. Los sucesos históricos riman entre sí y la lógica que rige sus movimientos
evoca, más que un sistema de axiomas, un espacio donde se enlazan y desenlazan ecos y
correspondencias.
La historia participa de la ciencia por sus métodos y de la poesía por su visión.
Como la ciencia, es un descubrimiento; como la poesía, una recreación. A diferencia de la
ciencia y la poesía, la historia no inventa ni explora mundos; reconstruye, rehace el del
pasado. Su saber no es un saber más allá de ella misma; quiero decir: la historia no contiene
ninguna metahistoria como las que nos ofrecen estos quiméricos sistemas que, una y otra
vez, conciben algunos hombres de genio, de San Agustín a Marx. Tampoco es un
conocimiento, en el sentido riguroso de la palabra. Situada entre la etnología (descripción
de sociedades) y la poesía (imaginación) la historia es rigor empírico y simpatía estética,
piedad e ironía. Más que un saber es una sabiduría. Ésa es la verdadera tradición histórica
de Occidente, de Herodoto a Michelet y de Tácito a Henry Adams. A esa tradición
pertenece el notable libro de Jacques Lafaye sobre dos mitos de la Nueva España:
Quetzalcóatl/Santo Tomás y Tonantzin/Guadalupe.
La investigación de Lafaye pertenece a la historia de las ideas o, más exactamente, a
la de las creencias. Ortega y Gasset pensaba que la sustancia de la historia, su meollo, no
son las ideas sino lo que está debajo de ellas: las creencias. Un hombre se define más por lo
que cree que por lo que piensa. Otros historiadores prefieren definir a las sociedades por sus
técnicas. Es legítimo, sólo que tanto las técnicas como las ideas cambian con mayor rapidez
que las creencias. El tractor ha sustituido el arado y el marxismo a la escolástica pero la
magia del neolítico y la astrología de Babilonia todavía florecen en Nueva York, París y
Moscú. El libro de Jacques Lafaye es una admirable pintura de las creencias de Nueva
España durante los tres siglos de su existencia. Creencias complejas en las que se
confunden dos sincretismos: el catolicismo español y la religión azteca. El primero
marcado por su coexistencia de siglos con el Islam, religión de cruzada y de fin del mundo;
el segundo también religión militante de pueblo elegido. La masa de los creyentes no era
menos compleja que sus creencias: las naciones indias (cada una con una lengua y una
tradición propias), los españoles (igualmente divididos en naciones e idiomas), los criollos,
los mestizos, los mulatos. Sobre este fondo abigarrado se despliegan los dos mitos que
estudia Lafaye. Ambos nacen en el mundo prehispánico y son reelaborados en el siglo XVII
por espíritus en los que el naciente pensamiento moderno se mezcla con la tradición
medieval (Descartes y Tomás de Aquino). Los dos mitos, sobre todo el de Guadalupe, se
convierten en símbolos y estandartes de la guerra de Independencia y llegan hasta nuestros
días, no como especulaciones de teólogos y de ideólogos, sino como imágenes colectivas.
El pueblo mexicano, después de más de dos siglos de experimentos y fracasos, no cree ya
sino en la Virgen de Guadalupe y en la Lotería Nacional.
Las reconstrucciones del historiador son asimismo excavaciones en el subsuelo
histórico. Una sociedad es sus instituciones, sus creaciones intelectuales y artísticas, sus
técnicas, su vida material y espiritual. También es aquello que está detrás o debajo de ellas.
La metáfora que nombra esa realidad escondida cambia con las escuelas, las generaciones y
los historiadores: factores históricos, raíces, células, infraestructuras, fundamentos,
estratos… Metáforas tomadas de la agricultura, la biología, la geología, la arquitectura,
todos esos nombres aluden a una realidad oculta, recubierta por las apariencias. La realidad
histórica tiene muchas maneras de ocultarse. Una de las más eficaces consiste en mostrarse
a la vista de todos. El libro de Lafaye es un ejemplo precioso de esto último: el mundo que
nos descubre —la sociedad virreinal de los siglos XVII y XVIII de México— es un mundo
que todos conocíamos pero que nadie había visto. Abundan los estudios sobre ese mundo y,
no obstante, ninguno de ellos nos lo había mostrado en su singularidad. Lafaye nos revela
un mundo desconocido no por haber estado oculto sino por lo contrario: por su visibilidad.
Su libro nos obliga a frotarnos los ojos y a confesarnos que habíamos sido víctimas de una
extraña ilusión de óptica histórica.
Nueva España: este nombre recubre una sociedad extraña y un destino no menos
extraño. Fue una sociedad que negó con pasión sus antecedentes y antecesores —el mundo
indígena y el español— y que, al mismo tiempo, entretejió con ellos relaciones ambiguas; a
su vez, fue una sociedad negada por el México moderno. México no sería lo que es sin
Nueva España pero México no es Nueva España. Y más: México es su negación. La
sociedad novohispana fue un mundo que nació, creció y que, en el momento de alcanzar la
madurez, se extinguió. Lo mató México. La ilusión de óptica histórica no es accidental ni
inocente. No vemos a la Nueva España porque, si la viésemos realmente, veríamos todo lo
que no pudimos y no quisimos ser. Lo que no pudimos ser: un imperio universal; lo que no
quisimos ser: una sociedad jerárquica regida por un Estado-Iglesia.
La mayoría de los historiadores nos presentan una imagen convencional de la Nueva
España: situada entre el México indio y el moderno, la conciben como una etapa de
formación y de gestación. La perspectiva lineal nos escamotea la realidad histórica: Nueva
España fue algo más que una pausa o un período de transición entre el mundo azteca y el
México independiente. La historia oficial representa una negación aún más categórica:
Nueva España es un interregno, una etapa de usurpación y opresión, un período de
ilegitimidad histórica. La Independencia cierra este paréntesis y restablece la continuidad
del discurso histórico, interrumpido por los tres siglos coloniales. La Independencia es una
restauración. Nuestro defecto de visión ante la realidad histórica de la Nueva España se
revela al fin como lo que es realmente: no una miopía sino una ocultación inconsciente. El
libro de Lafaye nos obliga a desenterrar el cadáver que teníamos escondido en el patio
trasero de nuestra casa.
Nueva España es el origen del México moderno pero entre ambos hay una ruptura.
México no continúa a la sociedad de los siglos XVII y XVIII: la contradice, es otra
sociedad. Aunque esta idea no aparece explícitamente en el libro de Lafaye, es una
consecuencia que, legítimamente, deduzco de muchas de sus páginas. La sociedad virreinal
no sólo fue una sociedad singular sino que muy pronto sintió la necesidad de afirmar su
singularidad. No contenta con ser y sentirse diferente de España, se inventó un destino
universal frente y contra el universalismo español. Nueva España quiso ser la Otra España:
un Imperio, la Roma de América. Proposición contradictoria: Nueva España quería ser la
realización de la Vieja y este proyecto implicaba su negación. Para consumar a la Vieja
España, la Nueva la negaba y se hacía otra. La imagen del Fénix aparece constantemente en
la literatura de los siglos XVII y XVIII; Sigüenza y Góngora llama a Santo
Tomás/Quetzalcóatl: el Fénix de Occidente, es decir, el Fénix americano. El apóstol nace de
la pira en que se incendia el dios indio y Nueva España brota de las cenizas de la Vieja.
Misterio insoluble: es otra y es la misma. Este misterio le da el ser pero encierra una
contradicción que no puede resolver sin dejar de ser: para ser otra debe morir, negar a la
Vieja y a la Nueva. La contradicción que la define posee el carácter ambiguo del pecado
original. Sólo que, a diferencia de la «culpa feliz» de San Agustín, la Nueva España está
condenada: la razón de su ser, su pecado, es la causa de su muerte.
Lafaye observa en el siglo XVI una voluntad de ruptura total con la civilización
prehispánica. A la Conquista sucedió el exterminio de la casta sacerdotal, depositaria del
antiguo saber religioso, mágico y político; a la sumisión de los indios, su evangelización.
Los primeros franciscanos —inspirados por el profetismo de Joaquín de Flora— se negaron
a todo compromiso con las religiones y creencias prehispánicas. Ninguno de los ritos y
ceremonias que describe Sahagún —a pesar de sus turbadoras semejanzas con la confesión,
la comunión, el bautismo y otras prácticas y sacramentos cristianos— fue visto como un
«signo» que pudiese servir de puente entre la religión antigua y la cristiana. El sincretismo
apareció únicamente en la base de la pirámide social: los indios se convierten al
cristianismo y, simultáneamente, convierten a los ángeles y santos en dioses prehispánicos.
El sincretismo como deliberada especulación con vistas a enraizar el cristianismo en el
suelo de Anáhuac y desarraigar a los españoles, surge más tarde, en el siglo XVII, y alcanza
su apogeo, magistralmente descrito por Lafaye, en el XVIII.
La re-interpretación de las historias y mitos prehispánicos a la luz de una lectura
delirante del Antiguo y el Nuevo Testamento coincide con la creciente importancia de dos
grupos marcados por su ambivalencia frente al mundo indígena y español: los criollos y los
mestizos. A los cambios en la composición étnica y social del país corresponde el ocaso de
los franciscanos, desplazados por la Compañía de Jesús. Los jesuitas se convirtieron en los
voceros de los agravios, las aspiraciones y las esperanzas criollas: hacer de la Nueva
España la Otra España. La conciencia de la singularidad novohispana aparece temprano, al
otro día de la Conquista; la transformación de esa conciencia en una voluntad por crear
Otra España duró más de un siglo. Se expresó primero en altas creaciones artísticas y
especulaciones sacro-históricas; después en alegatos políticos como el célebre sermón de
Fray Servando Teresa de Mier en la Basílica de Guadalupe en el que afirmó, ahora ya como
uno de los fundamentos del derecho a la independencia, la identidad entre Quetzalcóatl y el
Apóstol Santo Tomás.
Los historiadores han interpretado todo esto como una suerte de prefiguración del
nacionalismo mexicano. El mismo Lafaye incurre en esta visión lineal de la historia
mexicana. Dentro de esa perspectiva los jesuitas, Sigüenza y Góngora y hasta Sor Juana
Inés de la Cruz serían los «precursores» de la Independencia mexicana. Convertir a una
poetisa barroca en un autor nacionalista no es menos extravagante que haber hecho del
último tlatoani azteca, Cuauhtémoc, el origen del México moderno. Incluso críticos
perspicaces como Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña descubrieron en las comedias de
Ruiz de Alarcón y en los sonetos y décimas de Sor Juana no sé qué esencias mexicanas. Es
indudable —basta tener ojos y oídos para darse cuenta— que tanto las artes plásticas como
la poesía de la Nueva España, durante el período barroco, se distinguen poderosamente de
los modelos peninsulares. Esto es particularmente cierto en el caso de la poesía de Sor
Juana a pesar de los ecos de Calderón, Góngora y otros poetas que contiene su obra. Lo
mismo puede decirse, aunque sean talentos menores, de Luis de Sandoval y Zapata y de
Carlos de Sigüenza y Góngora. En la esfera de la arquitectura se produjo el mismo
fenómeno: el barroco novohispano es irreductible al barroco español, aunque depende
estilísticamente de este último. Estamos en presencia no de un nacionalismo artístico —
invención romántica del siglo XIX— sino de una variante, ricamente original, de los estilos
imperantes en España al finalizar el siglo XVII.
El arte de la Nueva España, como la sociedad misma que lo produjo, no quiso ser
nuevo: quiso ser otro. Esta ambición lo ataba aún más a su modelo peninsular: la estética
barroca se propone sorprender, maravillar, extrañar, ir más allá. El arte de Nueva España no
es un arte de invención sino de libre utilización —o más bien: utilización más libre— de los
elementos básicos de los estilos importados. Es un arte de combinación y mezcla de
motivos y maneras. En su gran poema El Sueño Sor Juana combina el estilo visual y
plástico de Góngora con el conceptismo y ambos con la erudición científica y el
hermetismo neoplatónico. Pero la originalidad de Sor Juana no reside únicamente en la
combinación más bien insólita de tantos elementos contrarios sino en el tema mismo de su
poema: el sueño del conocimiento y el conocimiento como sueño. No hay un solo poema en
toda la historia de la poesía española, desde sus orígenes hasta nuestros días, que tenga por
asunto un tema semejante. Aunque Sor Juana fue probablemente el poeta más inteligente de
su siglo (con la excepción de Calderón), no es la inteligencia lo que la distingue de sus
contemporáneos sino la vocación intelectual. Para encontrar algo semejante hay que ir a
una tradición que Sor Juana no conoció: los poetas «metafísicos» ingleses, con su mezcla
de imágenes brillantes, agudezas conceptistas y preocupaciones científicas. Donne y Sor
Juana comparten la misma fascinación ante los aparatos científicos y los procesos
fisiológicos, la astronomía y la física. Ciencia y magia: ambos creían que los astros regían a
las pasiones —aunque, hay que confesarlo, la experiencia pasional de Sor Juana,
comparada con la de Donne, es más bien pobre. El poeta inglés es incomparablemente más
rico, suelto, libre y sensual que ella pero, me atreveré a decirlo, no es más inteligente ni
más agudo.
Sor Juana, como poeta y salvo en El Sueño, no va más allá de su época y su obra se
inscribe, en sus desviaciones mismas, en la sintaxis poética del seiscientos hispano. Lo que
la distingue, vale la pena repetirlo, es la mirada intelectual: no ve al mundo como objeto de
conversión religiosa, meditación moral o acción heroica —las vías de la poesía española—
sino como objeto de conocimiento. Al final de su vida fue sitiada y luego abandonada por
su confesor. Además y sobre todo fue hostigada por el poderoso y neurótico Arzobispo de
México. Este personaje odiaba a las mujeres con la misma pasión con que aborrecía a los
herejes, como si ellas hubiesen sido una herejía de la naturaleza. Doblegada por la soledad
y la enfermedad, Sor Juana cede. Renuncia a la literatura y al saber como otros renuncian a
las pasiones de los sentidos. Entregada a los ejercicios devotos vende sus libros y sus
instrumentos de música, calla —y muere. Su silencio expresa el conflicto sin salida a que se
enfrentaba aquella sociedad.
La contradicción de la Nueva España está cifrada en el silencio de Sor Juana. No es
difícil descifrarlo. La imposibilidad de crear un nuevo lenguaje poético era parte de una
imposibilidad mayor: la de crear, con los elementos intelectuales que fundaban a España y
sus posesiones, un nuevo pensamiento. En el momento en que Europa se abre a la crítica
filosófica, científica y política que prepara el mundo moderno, España se cierra y encierra a
sus mejores espíritus en las jaulas conceptuales de la neo-escolástica. Los pueblos
hispánicos no hemos logrado ser realmente modernos porque, a diferencia del resto de los
occidentales, no tuvimos una edad crítica. Nueva España era joven y tenía vigor intelectual
—como lo demuestran Sor Juana y Sigüenza y Góngora— pero no podía, dentro de los
supuestos intelectuales que la constituían, inventar ni pensar por su cuenta. La solución
habría sido la crítica de esos supuestos. Dificultad insuperable: la crítica estaba prohibida.
Además, esa crítica la hubiera conducido a la negación de sí misma, como ocurrió en el
siglo XIX. Ése fue el predicamento en que se encontró Fray Servando Teresa de Mier: sus
argumentos sacro-históricos sobre Quetzalcóatl/Santo Tomás —tomados de Sigüenza y
Góngora— justificaban no sólo la separación de la Vieja España sino la destrucción de la
Nueva. La sociedad independiente mexicana rompió deliberadamente con Nueva España y
adoptó como fundamentos principios ajenos y antagónicos: el liberalismo democrático de
los franceses y los ingleses.
En el ámbito propiamente religioso la situación no era distinta: el catolicismo de la
Nueva España era el de la Contrarreforma, una religión a la defensiva y que había agotado
ya sus poderes creadores. Contradicción estética, intelectual y religiosa: los principios que
habían fundado a Nueva España —el doble universalismo de la Contrarreforma católica y
la Monarquía española— se habían convertido en obstáculos que la ahogaban. Las
generaciones que siguen a Sor Juana intentan perforar el muro de la historia: enraizar el
catolicismo en la tierra de Anáhuac por medio de la especulación sincretista, hacer de la
Nueva España la Otra España y de México-Tenochtitlán, cabeza del Imperio azteca, la
Roma de la América Septentrional. Su proyecto culminó con la Independencia pero la
Independencia aniquiló esos sueños y destruyó a los soñadores: México no fue criollo sino
mestizo y no fue imperio sino república. En 1847 la bandera de los Estados Unidos se
plantó en el palacio de Moctezuma Ilhuicamina y de los Virreyes. El sueño del imperio
mexicano se disipó para siempre: el verdadero imperio era otro. México se hizo más pobre,
no más sabio: un siglo después de la guerra con los norteamericanos nos preguntamos
todavía qué somos y qué queremos. Los mestizos destruimos mucho de lo que crearon los
criollos y hoy estamos rodeados de ruinas y raíces cortadas. ¿Cómo reconciliarnos con
nuestro pasado?
La contradicción novohispana se despliega en todos los órdenes y niveles, de la
poesía a la economía y de la teología a las jerarquías raciales. La ambigüedad de la Nueva
España frente al mundo indígena y el mundo español es la ambigüedad de los dos grupos
centrales: los criollos y los mestizos. Los criollos eran españoles y no lo eran; como los
indios, habían nacido en América y, casi siempre sin saberlo, compartían con ellos muchas
de sus creencias. Los criollos despreciaban y odiaban a los indios con la misma violencia
con que envidiaban y aborrecían a los españoles. La ambigüedad mestiza duplica la
ambigüedad criolla aunque sólo para, en un momento final, negarla: como el criollo, el
mestizo no es español ni indio; tampoco es un europeo que busca arraigarse: es un producto
del suelo americano, el nuevo producto. El enraizamiento que busca el criollo por la
mediación del sincretismo religioso e histórico, lo realiza existencial y concretamente el
mestizo. Socialmente es un ser marginal, rechazado por indios, españoles y criollos;
históricamente es la encarnación de los sueños criollos. Su relación con los indios obedece
a la misma ambivalencia: es su verdugo y su vengador. En Nueva España el mestizo es
bandido y policía, en el siglo XIX es guerrillero y caudillo, en el XX banquero y líder
obrero. Su ascenso fue el de la violencia en el horizonte histórico y su figura encarnó la
guerra civil endémica. Todo lo que en el criollo fue proyecto y sueño se actualizó en el
mestizo. Pero se actualizó como violencia que, hasta 1910, careció de proyecto histórico
propio. Durante más de un siglo los mestizos hemos vivido de las sobras de los banquetes
intelectuales de los europeos y los norteamericanos.
En el siglo XVII los criollos descubren que tienen una patria. Esta palabra aparece
tanto en los escritos de Sor Juana como en los de Sigüenza y en ambos designa
invariablemente a la Nueva España. El patriotismo de los criollos no contradecía su
fidelidad al Imperio y a la Iglesia: eran dos órdenes de lealtades diferentes. Aunque los
criollos del seiscientos sienten un intenso antiespañolismo, no hay en ellos, en el sentido
moderno, nacionalismo. Son buenos vasallos del Rey y, sin contradicción, patriotas de
Anáhuac. Todavía un siglo y medio más tarde, al reclamar la Independencia, los criollos
desean ser gobernados por un príncipe de la casa real española. En el teatro de Sor Juana y
en sus villancicos cantan y hablan, cada uno a su manera, indios y negros, blancos y
mestizos. La universalidad del imperio amparaba la pluralidad de hablas y de pueblos. El
patriotismo novohispano y el reconocimiento de sus singularidades estéticas no estaba en
contradicción con ese universalismo:
¿Qué mágicas infusiones
de los indios herbolarios
de mi Patria, entre mis letras
el hechizo derramaron?
La contradicción aparece más tarde, hacia 1730, advierte Lafaye. A medida que
pasan los años la discordia se agrava y en el momento de la Independencia se revela
insoluble. Hay un episodio que ilustra con cierto dramatismo esta contradicción: la querella
entre las dos cabezas de la Independencia, Hidalgo y Allende, uno caudillo de los indios
mestizos y el otro de los criollos.
La necesidad de arraigarse en América y de disputar a los españoles sus títulos de
dominación llevó a los criollos a la exaltación del pasado indígena. Una exaltación que fue
asimismo una transfiguración. Lafaye describe con perspicacia el sentido de esta operación:
«Al abolir la ruptura de la historia americana que representaba la conquista, se intentaba dar
a la América un estatuto espiritual —y por consecuencia, jurídico y político— que le
pusiera sobre un pie de igualdad con la potencia tutora, España». Cuando Sigüenza y
Góngora escoge a los emperadores aztecas como tema del arco triunfal que se levantó para
recibir al nuevo Virrey Conde de Paredes (1680), encabeza su texto con esta declaración:
«Teatro de virtudes políticas que constituyen un Príncipe: advertidas en los monarcas
antiguos del Mexicano Imperio, con cuyas efigies se hermoseó el arco triunfal que la muy
noble, imperial ciudad de México erigió…» Sigüenza y Góngora propone al Virrey español,
como ejemplo de buen gobierno, no a los emperadores de la antigüedad clásica, paradigmas
de sabiduría política, sino a los reyes aztecas. Es notable también la insistencia —común en
todos los textos de la época— con que aparece el adjetivo imperial, aplicado
indistintamente al Estado azteca y a la ciudad de México.
La exaltación del muerto pasado indio coexistía con el odio y el temor ante el indio
vivo. El mismo Sigüenza y Góngora cuenta que, al limpiar un canal de la ciudad, se
hallaron «un infinito número de pequeños objetos de superstición… muchas figurillas y
muñecos de barro, todos de españoles y todos atravesados por cuchillos y lanzas hechas de
la misma materia o con pintura roja en los cuellos como si los hubiesen acuchillado…
prueba indudable del odio que nos profesan los indios y de la suerte que desean a los
españoles…» Sigüenza y Góngora subraya que el canal en donde se habían encontrado esos
objetos de magia negra era el mismo en que habían perecido muchos españoles durante la
Noche Triste. Admiración, temor, odio: también amistad. Entre los grandes amigos de
Sigüenza y Góngora se encuentra un indio puro, don Fernando de Alva Ixtlixóchitl,
descendiente de los antiguos reyes de Texcoco. Eran tan amigos que Ixtlixóchitl, que no
tenía herederos, legó a Sigüenza su rica colección de crónicas, papeles y antigüedades
indias. «Sólo un espíritu simple», decía Gide, «puede decir que hay sentimientos simples».
Desde la segunda mitad del siglo XVI hasta finales del XVII, Nueva España fue una
sociedad estable, pacífica y próspera. Hubo epidemias, ataques de piratas, escasez de maíz,
tumultos populares, sublevaciones de nómadas en el norte pero hubo asimismo abundancia,
paz y, con frecuencia, buen gobierno. No porque todos los virreyes fuesen buenos, aunque
los hubo excelentes, sino porque el sistema constituía de hecho un régimen de balanza de
poderes. La autoridad del Estado estaba limitada por la de la Iglesia. A su vez, el poder del
Virrey se enfrentaba al de la Audiencia y el del Arzobispo al de las Órdenes religiosas.
Aunque en este sistema jerárquico los grupos populares no podían tener sino una influencia
indirecta, la división de poderes y la pluralidad de las jurisdicciones obligaban al Gobierno
a buscar una suerte de consenso público. En este sentido, el sistema de la Nueva España era
más flexible que el actual régimen presidencialista. Bajo la máscara de la democracia,
nuestros presidentes son, a la romana, dictadores constitucionales. Sólo que la dictadura
romana duraba seis meses y la nuestra seis años. Nueva España no creó una ciencia ni una
filosofía pero sus creaciones artísticas son admirables, particularmente en las esferas de la
poesía, el urbanismo y la arquitectura. En 1640 Bernardo de Balbuena publicó un extenso
poema sobre la ciudad de México y lo intituló «Grandeza Mexicana». La expresión puede
parecer hiperbólica, sobre todo si se recuerda la auténtica grandeza de Teotihuacán mil años
antes; no lo es si se piensa en el desastre urbano, social y estético que es la moderna ciudad
de México.
La creación más compleja y singular de Nueva España no fue individual sino
colectiva y no pertenece al orden artístico sino al religioso: el culto a la Virgen de
Guadalupe. Si la fecundidad de una sociedad se mide por la riqueza de sus imágenes
míticas, Nueva España fue muy fecunda: la identificación de Quetzalcóatl con el apóstol
Santo Tomás fue una invención no menos prodigiosa que la creación de
Tonantzin/Guadalupe. El estudio de Lafaye sobre el nacimiento y la evolución de estos dos
mitos es un modelo del género. No creo que sea fácil añadir algo que valga la pena, de
modo que mis observaciones serán más bien marginales.
El mito de Quetzalcóatl/Santo Tomás nunca fue realmente popular. Desde el
principio se presentó como un tema de interpretación histórica y teológica más que como
un misterio religioso. Por eso preocupó y apasionó a los historiadores, a los juristas y a los
ideólogos. Tonantzin/Guadalupe, en cambio, cautivó el corazón y la imaginación de todos.
Fue una verdadera aparición, en el sentido numinoso de la palabra: una constelación de
signos venidos de todos los cielos y todas las mitologías, del Apocalipsis a los códices
precolombinos y del catolicismo mediterráneo al mundo ibérico precristiano. En esa
constelación cada época y cada mexicano ha leído su destino, del campesino al guerrillero
Zapata, del poeta barroco al moderno que exalta a la Virgen con una suerte de
enamoramiento sacrilego, del erudito del seiscientos al revolucionario Hidalgo. La Virgen
fue el estandarte de los indios y mestizos que combatieron en 1810 contra los españoles y
volvió a ser la bandera de los ejércitos campesinos de Zapata un siglo después. Su culto es
íntimo y público, regional y nacional. La fiesta de Guadalupe, el 12 de diciembre, es
todavía la Fiesta por excelencia, la fecha central en el calendario emocional del pueblo
mexicano.
Madre de dioses y de hombres, de astros y hormigas, del maíz y del maguey,
Tonantzin/Guadalupe fue la respuesta de la imaginación a la situación de orfandad en que
dejó a los indios la Conquista. Exterminados sus sacerdotes y destruidos sus ídolos,
cortados sus lazos con el pasado y con el mundo sobrenatural, los indios se refugiaron en
las faldas de Tonantzin/Guadalupe: faldas de madre-montaña, faldas de madre-agua. La
situación ambigua de Nueva España produjo una reacción semejante: los criollos buscaron
en las entrañas de Tonantzin/Guadalupe a su verdadera madre. Una madre natural y
sobrenatural, hecha de tierra americana y teología europea. Para los criollos la Virgen
morena representó la posibilidad de enraizar en la tierra de Anáhuac. Fue matriz y también
tumba: enraizar es enterrarse. En el culto de los criollos a la Virgen hay la fascinación por
la muerte y la oscura esperanza de que esa muerte sea transfiguración: sembrarse en la
Virgen tal vez signifique lograr la naturalización americana. Para los mestizos la
experiencia de la orfandad fue y es más total y dramática. La cuestión del origen es para el
mestizo la central, la cuestión de vida y muerte. En la imaginación de los mestizos
Tonantzin/Guadalupe tiene una réplica infernal: la Chingada. La madre violada, abierta al
mundo exterior, desgarrada por la Conquista; la Madre Virgen, cerrada, invulnerable y que
encierra en sus entrañas a un hijo. Entre la Chingada y Tonantzin/Guadalupe oscila la vida
secreta del mestizo.
Quetzalcóatl es, como el fénix del poeta barroco Sandoval y Zapata, «alada
eternidad del viento». Su nombre es náhuatl pero es un dios antiquísimo, anterior al nombre
con lo que conocemos. Fue una divinidad de la costa, asociado al mar y al viento, que
asciende al Altiplano, se asienta en Teotihuacán como un gran dios y, destruida la
metrópoli, reaparece en Tula varios siglos después, ya con su nombre de ahora. En Tula se
desdobla: es el dios creador y civilizador Quetzalcóatl, deidad que la gente de Tula, recién
salida de la barbarie, hereda o roba a Teotihuacán; y es un sacerdote-rey que tiene como
nombre ritual el del dios (Topiltzin-Quetzalcóatl).[1] Tula es devastada por una guerra civil
religiosa que es también un combate único entré las deidades guerreras de los nómadas y el
dios civilizador originario de Teotihuacán. Quetzalcóatl —¿el dios o el rey-sacerdote?—
huye y desaparece en el lugar «donde el agua se junta con el cielo»: el horizonte marino
donde aparecen alternativamente Vésper y Lucifer. La fecha de la desaparición y
transfiguración de Quetzalcóatl en Estrella de la Mañana es un año ce acatl. El año de su
regreso, dice la profecía, será también ce acatl.
La caída de Tula y la fuga de Quetzalcóatl abren un interregno en Anáhuac. Siglos
después surge el Estado azteca, creado como el de Tula por bárbaros recién civilizados. Los
aztecas edifican México-Tenochtitlán a la imagen de Tula que, a su vez, había sido
edificada a la imagen de Teotihuacán.[2] En el antiguo México la legitimidad era de orden
religioso. Así, no es extraño que los aztecas, para fundar la legitimidad de su dominación
sobre las otras naciones indias, se proclamasen herederos directos de Tula. El tlatoani
mexica gobierna en nombre de Tula. La aparición de Cortés, precisamente por el horizonte
marino y un año ce acatl, parece cerrar el interregno: Quetzalcóatl regresa, Tula vuelve por
su herencia. Cuando los aztecas —o una fracción de su casta dirigente— descubren que los
españoles no son los mensajeros de Tula, ya es demasiado tarde. Los historiadores que
minimizan este episodio no perciben su verdadero significado: la llegada de los españoles
puso al descubierto la falsedad de las pretensiones de los aztecas. Aun antes de que se
desmoronase la resistencia de México-Tenochtitlán se había ya desmoronado el fundamento
religioso de su hegemonía.
Quetzalcóatl o la legitimidad: al demostrar con toda clase de pruebas la identidad
entre Quetzalcóatl y el Apóstol Santo Tomás, Don Carlos de Sigüenza y Góngora y el
jesuita Manuel Duarte no hacen sino repetir la operación de legitimización religiosa de los
aztecas varios siglos antes. Como dice Lafave: «Si la patria americana debía arraigarse en
el suelo mismo, también tenía que adoptar un sentido sui generis; no podía comenzar sino
buscando sus fundamentos en la Gracia del Cielo y no en la desgracia de una conquista que
se parecía demasiado a un Apocalipsis. Santo Tomás-Quetzalcóatl fue para los mexicanos el
instrumento de este cambio de estatuto espiritual…»
Quetzalcóatl desaparece en el horizonte histórico del siglo XIX, salvo para los
escritores y los pintores que, sin mucha fortuna, lo han escogido como tema de sus obras.
Desaparece pero no muere; ya no es dios ni apóstol sino héroe cívico. Se llama Hidalgo,
Juárez, Carranza: la búsqueda de la legitimidad se prolonga hasta nuestros días. Cada una
de las grandes figuras oficiales del México independiente y cada uno de los momentos
capitales de su historia son manifestaciones de ese cambiante principio de consagración.
Para la mayoría de los mexicanos, la Independencia fue una restauración, es decir, un
acontecimiento que cerró el interregno iniciado por la Conquista. Curiosa concepción que
hace de Nueva España apenas un paréntesis. A su vez, Juárez representa le legitimidad
nacional frente a Maximiliano, llamado significativamente el intruso: el Imperio de
Maximiliano es otro paréntesis histórico. Por último, el grupo vencedor en la Revolución
Mexicana se llamó a sí mismo constitucionalista y se levantó contra la usurpación del
general reaccionario Huerta. Independencia, Revolución liberal de 1857, Revolución
popular de 1910: todos estos movimientos, según la interpretación corriente, han
restablecido la legitimidad. Sin embargo, la búsqueda de la legitimidad continúa y ya hay
quienes piensan que el régimen que desde hace medio siglo nos rige es una usurpación de la
legítima Revolución Mexicana. El interregno abierto por la fuga de Quetzalcóatl en 987 aún
no se ha cerrado.
Para un mexicano es una extraordinaria aventura intelectual seguir a Jacques Lafaye
en su análisis de los dos mitos, acompañarlo en la descripción de la lógica histórica que los
rige y contemplar su reconstrucción de las creencias en que se insertan. Al final de la
expedición el lector se encuentra con dos constantes de la historia mexicana: la obsesión
por la legitimidad y el sentimiento de orfandad. ¿No se trata de expresiones de una misma
situación histórica y psíquica? Los mitos de Nueva España y los del México moderno son
tentativas por responder, como todos los grandes mitos, a la pregunta sobre el origen. En
este sentido, no son una exclusiva mexicana: orfandad y búsqueda de la legitimidad
aparecen, con otros nombres, en todas las sociedades y todas las épocas. El libro de Lafaye
nos muestra el carácter doble de la historia: describe situaciones universales y, al mismo
tiempo, esas situaciones son particulares e irreductibles a otras. Levi-Strauss piensa que los
mitos, a diferencia de los poemas, son traducibles. Lo son pero cada traducción, como la de
un poema, es una transubstanciación: Quetzalcóatl/Santo Tomás no es
Topiltzin/Quetzalcóatl. Cada situación histórica es única y cada una es una metáfora del
hecho universal de ser hombres. En la obra de Lafaye —etnología, poesía y reflexión— se
despliega la ambigüedad de la historia, oscilando siempre entre lo relativo y lo absoluto, lo
particular y lo universal. Si no es la metafísica sino la historia la que define al hombre,
habrá que desplazar la palabra ser del centro de nuestras preocupaciones y colocar en su
lugar la palabra entre. El hombre entre el cielo y la tierra, el agua y el fuego; entre las
plantas y los animales; en el centro del tiempo, entre pasado y futuro; entre sus mitos y sus
actos. Todas estas frases pueden reducirse a una: el hombre entre los hombres.
Cambridge, a 8 de octubre de 1973
EL ESPEJO INDISCRETO[*]

Antes de ser una realidad, los Estados Unidos fueron para mí una imagen. No es
extraño: desde niños los mexicanos vemos a ese país como al otro. Un otro que es
inseparable de nosotros y que, al mismo tiempo, es radical y esencialmente el extraño. En el
norte de México la expresión «el otro lado» designa a los Estados Unidos. El otro lado es
geográfico: la frontera; cultural: otra civilización; lingüístico: otra lengua; histórico: otro
tiempo (los Estados Unidos corren detrás del futuro mientras que nosotros todavía estamos
atados a nuestro pasado); metafórico: son la imagen de todo lo que no somos. Son la
extrañeza misma. Sólo que estamos condenados a vivir con esa extrañeza: el otro lado es el
lado contiguo. Los Estados Unidos están siempre presentes entre nosotros, incluso cuando
nos ignoran o nos dan la espalda: su sombra cubre todo el continente. Es la sombra de un
gigante. La idea que tenemos de ese gigante es la misma que aparece en los cuentos y las
leyendas. Un grandulón generoso y un poco simple, un ingenuo que ignora su fuerza y al
que se puede engañar pero cuya cólera puede destruirnos. A la imagen del gigante bueno y
bobalicón se yuxtapone la del cíclope astuto y sanguinario. Imagen infantil y licenciosa: el
ogro devorador de niños de Perrault y el ogro de Sade, Minsk, en cuyas orgías los libertinos
comen humeantes platos de carne humana sobre los cuerpos chamuscados que les sirven de
mesas y sillas. San Cristóbal y Polifemo. También Prometeo; el fuego de la industria y el de
la guerra. Las dos caras del progreso: el automóvil y la bomba.
Los Estados Unidos son la negación de lo que fuimos en los siglos XVI, XVII y
XVIII y de lo que, desde el siglo XIX, muchos entre nosotros querrían que fuésemos.
Como todos los países, México ha nacido varias veces. La primera vez en el siglo XVII,
cien años después de la Conquista; la segunda al iniciarse el siglo XIX: la Independencia.
Pero quizá es inexacto decir que México ha nacido dos veces; lo que ocurre es que
llamamos con el mismo nombre (México) a varias y distintas entidades históricas. La
primera de esas entidades es la antigua sociedad indígena, compuesta por ciudades-estados
regidas por teocracias militares y creadoras de complejas religiones y no menos complejas
obras artísticas. Más que como otra sociedad, este mundo se presenta como otra
civilización. Después, tras el gran tajo de la Conquista y la Evangelización, hacia mediados
del siglo XVII, aparece otra sociedad: Nueva España. Esta sociedad no fue realmente una
colonia, en el sentido recto de la palabra, sino un reino sujeto a la corona de España como
los otros que componían el Imperio español: Castilla, Aragón, Navarra, Sicilia, Andalucía,
Asturias.
Desde su origen, los hijos de los españoles nacidos en México, los llamados
criollos, se sintieron distintos a los europeos y este sentimiento se acentuó a partir del
siglo XVII. La conciencia de la propia singularidad social e histórica —al principio oscura
y confusa— se expresa paulatina pero poderosamente a lo largo de los siglos XVII y XVIII.
En tres dominios fue particularmente visible la originalidad del genio criollo: en el de la
sensibilidad, en el de la estética y en el de la religión. Ya a fines del siglo XVII puede
hablarse de un carácter criollo, es decir, de una manera de ser en la que se despliegan una
gama de actitudes vitales: modos de enfrentarse a este mundo y al otro, al sexo y a la
muerte, al ocio y al trabajo, a uno mismo y a los otros (sobre todo a los otros por
antonomasia: los españoles europeos). En el dominio de las artes los criollos se expresaron
con verdadera felicidad: apenas si es necesario recordar la arquitectura barroca —lo mismo
la culta que la popular— o la figura de Sor Juana Inés de la Cruz. Esta mujer no sólo es un
gran poeta sino que fue la conciencia intelectual de su sociedad y, en ciertos aspectos, lo
sigue siendo de la nuestra. Pero las grandes creaciones de Nueva España están sobre todo
en la esfera de las creencias y mitos religiosos. Y la más grande de todas fue la Virgen de
Guadalupe.
La sociedad criolla tuvo aspiraciones separatistas desde su nacimiento pero sólo
hasta finales del siglo XVIII esas aspiraciones se manifestaron abiertamente. Contrasta el
carácter embrionario y confuso de los sentimientos políticos de los criollos con la riqueza,
complejidad y originalidad de sus creaciones y expresiones artísticas y religiosas. Cuando
los criollos comienzan a pensar en términos políticos, lo hacen bajo la inspiración de los
jesuitas. La Compañía de Jesús se había convertido no sólo en la educadora de la clase
dirigente criolla sino en su conciencia moral y política. En ese momento en que la
revelación de su singularidad se convierte en conciencia política, algunos entre ellos se dan
cuenta de que su tradición —monarquismo y neotomismo— aparte de haber perdido
vigencia en el mundo, no ofrecía una base suficiente para fundar sus aspiraciones y
articularlas en un programa de acción política. Cierto, los criollos y sus mentores jesuitas
habían concebido, vagamente, el proyecto de un Imperio de la América Septentrional. Esta
idea, cuyos orígenes se remontan al último tercio del siglo XVII, perduró en el Partido
Conservador mexicano hasta la mitad del siglo XIX.
Más que una idea política, el Imperio mexicano fue una imagen. Como imagen,
sedujo a muchos espíritus notables; como idea, no tardó en revelar ciertas inconsistencias.
La primera y más grave es que era una simple prolongación del sistema español y, por lo
tanto, no ofrecía elementos y conceptos para elaborar un programa realmente nacional. En
efecto, Nueva España era una realidad social más vasta que los criollos y comprendía
grupos sociales y étnicos, los indios y los mestizos, a los que no podía mover la idea
imperial. Aparte de ser mera prolongación del sistema español, la idea del Imperio
mexicano era un proyecto que iba en contra de la corriente general de esa época. En esos
años la idea de nación, que era el fundamento de la independencia, se había vuelto
inseparable de la idea de soberanía popular, que era a su vez el fundamento de las nuevas
repúblicas. Por último, en la aspiración hacia la independencia había un elemento que no
aparecía en el proyecto imperial: el ansia de modernidad. O como se decía entonces: el
ansia de progreso. Independencia, república y democracia fueron, en México y en el resto
de la América hispana, palabras sinónimas de progreso y modernidad.
La expulsión de los jesuitas precipitó la crisis intelectual de los criollos: no sólo se
quedaron sin maestros sino sin un sistema filosófico que justificase su existencia. Muchos
entre ellos volvieron entonces los ojos hacia la otra tradición, la enemiga de la tradición que
había fundado a Nueva España. En ese momento se hizo visible y palpable la radical
diferencia entre las dos Américas. Una, la de lengua inglesa, es hija de la tradición que ha
fundado al mundo moderno: la Reforma, con sus consecuencias sociales y políticas, la
democracia y el capitalismo; otra, la nuestra, la de habla portuguesa y castellana, es hija de
la monarquía universal católica y la Contrarreforma. Los criollos mexicanos no podían
fundar su proyecto separatista en su tradición política y religiosa: adoptaron, aunque sin
adaptarlas, las ideas de la otra tradición. Éste es el momento del segundo nacimiento de
México; más exactamente: es el momento en que Nueva España, para consumar su
separación de España, se niega a sí misma. Esa negación fue su muerte y el nacimiento de
otra sociedad: México.
Los Estados Unidos aparecen en nuestra historia durante este segundo momento.
Aparecen no como un poder extraño que hay que combatir sino como un modelo que debe
imitarse. Fue el principio de una fascinación que, si ha cambiado de forma durante los
últimos ciento cincuenta años, no ha decrecido en intensidad. La historia de esa fascinación
se confunde con la de los grupos de intelectuales que, desde la Independencia, han
elaborado todos esos programas de reforma social y política con los que se ha intentado
transformar el país en una nación moderna. Por encima de sus diferencias, hay una idea
común que inspira a los liberales, los positivistas y los socialistas: el proyecto de
modernizar a México. Desde los primeros años del siglo XIX ese proyecto se define frente
—por o contra— los Estados Unidos. La pasión de nuestros intelectuales por la civilización
norteamericana va del amor al rencor y de la adoración al horror. Formas contradictorias
pero coincidentes de la ignorancia: en un extremo, el liberal Lorenzo de Zavala, que no
vaciló en tomar el partido de los texanos en su guerra contra México; en el otro, los
marxistas-leninistas contemporáneos y sus aliados, los «teólogos de la liberación», que han
hecho de la dialéctica materialista una hipóstasis del Espíritu Santo y del imperialismo
norteamericano la prefiguración del Anticristo.
La «inteligencia» no es la única que ha experimentado sentimientos encontrados
hacia los Estados Unidos. Al otro día de la Independencia y hasta la mitad del siglo XIX,
las clases acomodadas estuvieron resueltamente en contra de ellos; después se convirtieron
en sus aliados y, casi siempre, en sus servidores y cómplices. No obstante, al fin y al cabo
herederos de la sociedad jerárquica que fue Nueva España, nuestros ricos nunca han hecho
realmente suya la ideología liberal y democrática; son amigos de los Estados Unidos por
razones de interés pero sus verdaderas afinidades morales e intelectuales están con los
regímenes autoritarios. De ahí su simpatía por Alemania durante las dos guerras mundiales
de este siglo. La misma evolución se observa en la casta política y en la casta militar: el
general Miramón, conservador, fue enemigo de los Estados Unidos pero el general Porfirio
Díaz, liberal, fue su procónsul. Puede concluirse, hasta donde es posible arriesgar
generalizaciones en materia tan contradictoria, que durante el siglo XIX los liberales fueron
los amigos y los aliados de los Estados Unidos (el ejemplo máximo es Juárez) y los
conservadores sus adversarios (Lucas Alamán es el caso más notable) mientras que en el
siglo XX los papeles se invierten. Pero en uno y otro siglo los enemigos de los
norteamericanos han tenido que buscar aliados y protectores fuera del continente: en el
XIX, un Miramón miraba hacia Francia; en el XX, un Fidel Castro mira hacia la URSS.
En el Brasil no se negó a Portugal; en cambio, en la América hispana los liberales
fueron antiespañoles. El antiespañolismo de nuestros liberales puede parecer absurdo e
irracional. Lo es, en efecto. Pero es explicable: las ideas democráticas adoptadas por los
liberales eran la negación de todo lo que había sido Nueva España. La revolución de
Independencia, en México y en toda la América española, fue simultáneamente una
afirmación de las naciones hispanoamericanas y una negación de la tradición que había
fundado a esas naciones. Fue una autonegación. Aquí aparece otra diferencia con los
Estados Unidos. Al separarse de Inglaterra los norteamericanos no rompieron con su
pasado; al contrario, afirmaron lo que habían sido y lo que querían ser. La Independencia de
México fue la negación de lo que habíamos sido desde el siglo XVI; no fue la instauración
de un provecto nacional sino la adopción de una ideología universal ajena del todo a
nuestro pasado.
Entre puritanismo, democracia y capitalismo no había oposición sino afinidad; el
pasado y el futuro de los Estados Unidos se reflejan sin contradicción en estas tres palabras.
Entre la ideología republicana y el mundo católico del virreinato mexicano, mosaico de
supervivencias precolombinas y formas barrocas, hubo una ruptura: México negó su
pasado. Como todas las negaciones, la nuestra contenía una afirmación: la de un futuro.
Sólo que nosotros no elaboramos nuestra idea del futuro con ideas y elementos extraídos de
nuestra tradición, sino que nos apropiamos de la imagen del futuro inventada por europeos
y norteamericanos. Desde el siglo XVI nuestra historia, fragmento de la de España, había
sido una apasionada negación de la modernidad naciente: Reforma, Ilustración y todo lo
demás. Al principiar el siglo XIX decidimos que seríamos lo que eran ya los Estados
Unidos: una nación moderna. El ingreso a la modernidad exigía un sacrificio: el de nosotros
mismos. Es conocido el resultado de ese sacrificio: todavía no somos modernos pero desde
entonces andamos en busca de nosotros mismos.
Los primeros gérmenes de la democracia en este continente aparecen entre las
comunidades y sectas disidentes de Nueva Inglaterra. Cierto, los españoles establecieron en
las tierras conquistadas la institución del ayuntamiento, fundado en el autogobierno de las
villas y ciudades. Pero los ayuntamientos vivieron siempre una vida precaria, estrangulados
por una extensa y compleja red de jurisdicciones y privilegios burocráticos, nobiliarios,
eclesiásticos y económicos. Nueva España fue siempre una sociedad jerárquica, sin
gobierno representativo y dominada por el poder dual del Virrey y el Arzobispo. Max
Weber dividía a los regímenes premodernos en dos grandes categorías: el sistema feudal y
el patrimonial. En el primero, el Príncipe gobierna con —a veces contra— sus iguales por
el nacimiento y el rango: los barones; en el segundo, el Príncipe rige a la nación como si
fuese su patrimonio y su casa; sus ministros son sus familiares y sus criados. La monarquía
española es un ejemplo de régimen patrimonialista. También lo han sido (y lo son) sus
sucesores, las «repúblicas democráticas» de América Latina, oscilantes siempre entre el
Caudillo y la Demagogia, el Padre déspota y los Hijos revoltosos.
Las comunidades religiosas de Nueva Inglaterra afirmaron celosamente, desde su
nacimiento, su autonomía frente al Estado. Inspirados por el ejemplo de las iglesias
cristianas de los primeros siglos, estos grupos fueron siempre hostiles a la tradición
autoritaria y burocrática de la Iglesia católica. Desde Constantino el cristianismo había
vivido en simbiosis con el poder político; durante más de mil años el modelo de la Iglesia
había sido el Imperio cesáreo-burocrático de Roma y Bizancio. La Reforma fue la ruptura
de esta tradición. A su vez, las comunidades religiosas de Nueva Inglaterra llevaron esta
ruptura a sus últimas consecuencias, acentuando los rasgos igualitarios y la tendencia al
autogobierno de los grupos protestantes de los Países Bajos. En Nueva España la Iglesia fue
ante todo una jerarquía y una administración, es decir, una burocracia de clérigos que
recuerda en algunos de sus aspectos la institución de los mandarines del antiguo imperio
chino. De ahí la admiración de los jesuitas en el siglo XVII ante el régimen de K’ang-hsi,
en el que veían realizada al fin su idea de lo que podía ser una sociedad jerárquica y
armoniosa. Una sociedad estable pero no estática, como un reloj que, aunque camina
siempre, da siempre las mismas horas. En las colonias inglesas la iglesia no fue una
jerarquía de clérigos dueños del saber sino la libre comunidad de los fieles. La iglesia fue
plural y estuvo desde el principio constituida por una red de asociaciones de creyentes,
verdadera prefiguración de la sociedad política de la democracia.
El fundamento religioso de la democracia norteamericana no es visible ahora pero
no por ello es menos poderoso. Más que un cimiento es una raíz enterrada; el día que se
seque, se secará ese país. Sin ese elemento religioso es imposible comprender ni la historia
de los Estados Unidos ni el sentido de la crisis que hoy padece. La presencia de la ética
religiosa protestante transforma un incidente como el de Watergate en un conflicto que toca
los fundamentos mismos de la democracia norteamericana. Esos fundamentos no sólo son
políticos —el pacto social entre los hombres— sino religiosos: el pacto de los hombres con
Dios. En todas las sociedades colindan la política y la moral pero, a la inversa de lo que
ocurre en una democracia laica como la francesa, en los Estados Unidos es casi imposible
separar la moral de la religión. En Francia la democracia nació de la crítica de las dos
instituciones que representaban l’ancien régime: el Trono y el Altar. La consecuencia de la
crítica de la religión fue la rigurosa separación entre la moral religiosa, dominio privado, y
la moral política. En cambio, en los Estados Unidos la democracia es la hija directa de la
Reforma, es decir, de una crítica religiosa de la religión. La fusión entre moral y religión es
característica de la tradición protestante. En las sectas reformistas los ritos y los
sacramentos ceden su sitio cardinal a la moral y al examen de conciencia. Otras épocas y
otras civilizaciones habían conocido teocracias de monjes guerreros e imperios regidos por
burocracias sacerdotales; no es rara sino frecuente la unión entre teología y poder, dogma y
autoridad. Tocaba a la era moderna, la edad que hizo la crítica del reino de los cielos y de
sus ministros en la tierra, invertir los términos de la antigua e impura alianza entre la
religión y la política. La democracia norteamericana carece de dogma y de teología pero
sus fundamentos no son menos religiosos que el pacto que une a los judíos con Jehová.
Por sus orígenes religiosos tanto como por las filosofías políticas que más tarde la
conformaron, la democracia norteamericana tiende a fortalecer a la sociedad y al individuo
frente al Estado. Desde el principio se encuentra en la historia norteamericana una
aspiración dual al igualitarismo y al individualismo. Gérmenes de vida pero asimismo
gérmenes contradictorios. En estos días los intelectuales norteamericanos, a propósito del
bicentenario de la Independencia y ante la crisis que sacude su país hasta los cimientos, han
vuelto a hacerse la pregunta que dividió a los «padres fundadores»: ¿libertad o igualdad? La
polémica corre el riesgo de convertirse en una disputa escolástica: libertad e igualdad se
transforman en entelequias apenas pierden sus dimensiones históricas concretas. La libertad
se define frente a sus límites y obstáculos; lo mismo sucede con la igualdad. En el caso de
los Estados Unidos, la libertad se definió frente a la desigualdad jerárquica de la sociedad
europea, de modo que su contenido fue igualitario; a su vez, el deseo de igualdad se
manifestó como acción contra la opresión de los privilegios económicos, esto es, como
autodeterminación y libertad. Ambas, libertad e igualdad, fueron valores subversivos; pero
lo fueron porque antes habían sido valores religiosos. Libertad e igualdad eran dimensiones
de la vida ultramundana; eran dones de Dios y aparecían misteriosamente como
expresiones de la voluntad divina. Del mismo modo que en la tragedia griega la libertad de
los héroes es una dimensión del Destino, en la teología calvinista la libertad está ligada a la
predestinación. Así, la revolución religiosa de la Reforma anticipó la revolución política de
la democracia.
En la América Latina ocurrió precisamente lo contrario: el Estado luchó contra la
Iglesia no para fortalecer a los individuos sino para sustituir al clero en el control de las
conciencias y las voluntades. En nuestra América no hubo revolución religiosa que
preparase a la revolución política; tampoco hubo, como en Francia en el siglo XVIII, un
movimiento filosófico que hiciese la crítica de la religión y de la Iglesia. La revolución
política en América Latina —me refiero a la Independencia y a las luchas entre liberales y
conservadores que ensangrentaron nuestro siglo XIX— no fue sino una manifestación, otra
más, del patrimonialismo hispano-árabe: combatió a la Iglesia como a un rival que había
que desplazar; fortaleció al Estado autoritario y los caudillos liberales no fueron más
blandos que los conservadores; acentuó el centralismo, aunque con la máscara del
federalismo; en fin, volvió endémico el régimen de excepción que impera en nuestras
tierras desde la Independencia: el caudillismo.
La Independencia fue un falso comienzo: nos liberó de Madrid, no de nuestro
pasado. A los males heredados, agregamos otros únicamente nuestros. A medida que
nuestros sueños de modernización se disipaban, crecía la fascinación por los Estados
Unidos. La guerra de agresión de 1847 la convirtió en obsesión. Fascinación ambivalente:
el titán era, al mismo tiempo, el enemigo de nuestra identidad y el modelo inconfesado de
lo que queríamos ser. Los Estados Unidos, además de ser un ideal político y social, eran un
poder intruso, un agresor. Esta imagen doble y que correspondía y corresponde a la realidad
—los Estados Unidos son una democracia y un imperio— se prolongó a lo largo del
siglo XIX y fue uno de los temas de la polémica entre liberales y conservadores. Para
comprender la actitud de los liberales basta con recordar cuál ha sido la actitud de miles de
«intelectuales progresistas» ante la URSS: cierran los ojos ante la realidad de la burocracia
soviética, su policía omnipresente y omnipotente, sus campos de concentración y la política
imperialista de Moscú, para ver con la mente la imagen de una patria socialista, libre,
pacífica y feliz. Los liberales eran menos crédulos, pero también en ellos la ideología
poseía más realidad que la realidad real.
Los liberales eran enemigos del pasado mexicano, al que denunciaban como una
imposición ajena, una intrusión española. Por eso decían que México había «recobrado» su
Independencia, como si la nación hubiese existido antes de la llegada de los españoles. Al
pasado inauténtico del Virreinato no oponían el pasado precolombino —que no conocían y
muchos despreciaban: el indio Juárez no fue indigenista— sino el futuro de la democracia
liberal. Frente a las dos excentricidades (desde el punto de vista del Occidente moderno)
que nos constituían, el pasado español y el pasado indio, los liberales postularon una
universalidad abstracta, hecha de las ideologías progresistas de la época. Los Estados
Unidos eran el ejemplo inmediato de esa universalidad: en su presente podíamos ver
nuestro porvenir. Espejo indiscreto: cada vez que, como la madrastra del cuento, le
preguntábamos por nuestra imagen, nos enseñaba la del otro.
Los conservadores pensaban que los Estados Unidos, lejos de ser un modelo, eran
una amenaza contra nuestra soberanía y nuestra identidad. El contagio ideológico no les
parecía menos peligroso que la agresión física: era una forma complementaria de
penetración. Si el futuro que nos proponían los liberales era una enajenación, la defensa de
nuestro presente exigía, por la misma razón complementaria, la de nuestro pasado. El
razonamiento de los conservadores era irreprochable sólo en apariencia: ese pasado que
ellos se obstinaban en defender y que, no sin razón, identificaban con el presente, era un
pasado en descomposición. Ya he señalado que la tradición de Nueva España —una
tradición admirable y que los mexicanos modernos han cometido la tontería de ignorar y
aun de menospreciar— no ofrecía elementos ni principios que pudieran servir para resolver
el doble problema al que la nación se enfrentaba: el de la vida independiente y el de la
modernización. El primero estribaba en encontrar la forma política y la organización social
que debería adoptar el México independiente; el segundo consistía en elaborar un programa
viable que le permitiera al país, sin demasiados sacudimientos, penetrar al fin en aquella
modernidad a la que hasta entonces el Imperio español le había impedido el ingreso. Como
toda la América Española, México estaba condenado a ser libre y a ser moderno, pero su
tradición había negado siempre la libertad y la modernidad.
La Independencia no fue tanto una consecuencia del triunfo de las ideas liberales —
adoptadas sólo por una minoría— cuanto de dos circunstancias poco estudiadas hasta
ahora. La primera fue la desintegración del Imperio español. Sobre esto hay que repetir,
aunque la afirmación haga alzar las cejas a más de un lector, que la Independencia de la
América Española se logró no sólo por la acción de los insurgentes sino, más que nada, por
la inercia y la parálisis de la Metrópoli. La América hispana era un continente joven y
revoltoso, pero sano; la Metrópoli era un alma dormida en un cuerpo desangrado. Esta
imagen da cuenta del fenómeno de la Independencia con mayor economía y no menor
exactitud que las explicaciones ideológicas. La segunda circunstancia determinante fue la
existencia de una contradicción social en Nueva España. Esa contradicción, insoluble
dentro de los supuestos del orden novohispano y no sin analogías con la que hoy afrontan
los Estados Unidos ante sus minorías étnicas, consistió en la oposición entre criollos y
mestizos. La clase dirigente de los criollos postulaba un universalismo abstracto pero los
mestizos —la nueva realidad histórica— no tenían cabida, salvo metafóricamente, en ese
universalismo. Herederos del doble universalismo hispánico —el Imperio y la Iglesia— los
criollos habían soñado, durante el siglo XVIII y bajo la influencia de los jesuitas, con un
Imperio mexicano: la Nueva España sería la Otra España. La Independencia consumó las
aspiraciones separatistas de los criollos, sólo que los verdaderos vencedores no fueron ellos
sino los que, hasta entonces, habían sido un grupo marginal dentro de la sociedad novo-
hispana: los mestizos. México no fue un Imperio sino una República y la ideología que
alimentó a su casta gobernante no fue la de un imperio católico sino el nacionalismo
burgués.
El episodio de Maximiliano ilustra cruelmente el carácter ilusorio del proyecto
conservador. Llamar a un príncipe europeo para fundar un imperio latino que pusiese un
dique a la expansión de la república yanqui era una solución no del todo descabellada en
1820 pero anacrónica en 1860. La solución monárquica había dejado de ser viable porque
la monarquía se identificaba con la situación anterior a la Independencia. La oposición
entre criollos y españoles había sido la causa determinante del movimiento separatista.
Desde la iniciación de la lucha, los mestizos y muchos indios —es decir, las clases
desheredadas— habían participado en los combates por la Independencia. Era natural que,
al consumarse ésta, estos grupos no tuvieren interés en reconstruir el sistema monárquico.
No por republicanismo sino porque la monarquía significaba la legitimización y
consagración de las jerarquías sociales. Los mestizos, que eran la porción más viva y
dinámica de la sociedad, buscaban un estatuto social, económico y político. La República
democrática abría las puertas a sus aspiraciones y ambiciones, aunque éstas no tuviesen
mucho que ver ni con el republicanismo ni con la democracia.
La ideología liberal no fue una verdadera solución. El nacionalismo de los
republicanos era una superficial imitación del nacionalismo francés; su federalismo —copia
del norteamericano— era un caciquismo disfrazado; su democracia, la fachada de la
dictadura. En lugar de monarcas tuvimos dictadores. El cambio de ideología tampoco se
tradujo por un cambio de las estructuras sociales y, menos aún, de las psíquicas. Cambiaron
las leyes, no los hombres ni las relaciones de propiedad y dominación. Durante las guerras
civiles y exteriores del siglo XIX la aristocracia criolla fue desplazada por los grupos
mestizos. El Ejército fue la escuela de los nuevos grupos dirigentes. El régimen se apoyó en
la fuerza militar y buscó y obtuvo la protección de las potencias extranjeras, especialmente
de los Estados Unidos. La carrera imperial de la república norteamericana coincide, en su
primera parte, durante la segunda mitad del siglo XIX, con el afianzamiento del régimen
liberal, que no tardó en transformarse en dictadura. Es un fenómeno que, mutatis mutandis,
se repite en toda la América Hispana. La revolución liberal, iniciada en la Independencia,
no resultó en la implantación de una verdadera democracia ni en el nacimiento de un
capitalismo nacional, sino en una dictadura militar y en un régimen económico
caracterizado por el latifundio y las concesiones a empresas y consorcios extranjeros,
especialmente norteamericanos. El liberalismo fue infecundo y no produjo nada
comparable a las creaciones precolombinas o a las de la Nueva España: ni pirámides ni
conventos, ni mitos cosmogónicos ni poemas de Sor Juana Inés de la Cruz.
México siguió siendo lo que había sido pero ya sin creer en lo que era. Los viejos
valores se derrumbaron, no las viejas realidades. Pronto las recubrieron los nuevos valores
progresistas y liberales. Realidades enmascaradas: comienzo de la inautenticidad y la
mentira, males endémicos de los países latinoamericanos. A principios del siglo XX
estábamos ya instalados en plena pseudomodernidad: ferrocarriles y latifundismo,
constitución democrática y un caudillo dentro de la mejor tradición hispanoárabe, filósofos
positivistas y caciques precolombinos, poesía simbolista y analfabetismo. La adopción del
modelo norteamericano contribuyó a la disgregación de los valores tradicionales; la acción
política y económica del imperialismo norteamericano fortaleció las arcaicas estructuras
sociales y políticas. Esta contradicción reveló que la ambivalencia del gigante no era
imaginaria sino real: el país de Thoreau era también el país de Roosevelt-Nabucodonosor.
La Revolución Mexicana fue una tentativa por recuperar nuestro pasado y por
elaborar al fin un provecto nacional que no fuese la negación de lo que habíamos sido. Pero
cometo algo peor que una inexactitud: una simplificación, al hablar de la Revolución
Mexicana como si fuese una. Desde el principio se desplegó en varios y contradictorios
movimientos; todos ellos, más que postular programas ideológicos y filosofías políticas,
fueron reacciones populares, espontáneas sublevaciones alrededor de un jefe. La palabra
Revuelta sería más apropiada que la de Revolución. Entre los grupos revolucionarios había
uno que, instintivamente, se propuso rectificar el rumbo adoptado por nuestros dirigentes
desde la Independencia: el movimiento de campesinos que encabezó Emiliano Zapata. Lo
que pedían y querían realmente los zapatistas era una vuelta a los orígenes, es decir, a un
tipo de sociedad agraria precapitalista: la aldea autosuficiente, caracterizada por la
propiedad comunal de la tierra y en la que la célula social, económica y espiritual de la
comunidad no fuese el individuo sino la familia. Los zapatistas llevaban como estandarte a
una imagen de la Virgen de Guadalupe, la misma que había servido de bandera a los
campesinos descalzos que habían combatido por la Independencia. La imagen de la Virgen
expresaba admirablemente no la marcha hacia el progreso y la «modernización», sino el
regreso a las raíces. Devolver la tierra a los pueblos: esta frase, núcleo del programa de
Zapata, señala el verdadero sentido de su movimiento; se quería volver a una situación —
en parte realidad histórica y en parte mito milenarista— que era la negación misma del
programa de «modernización» del liberalismo y de su heredero, el régimen de Porfirio
Díaz. En cambio, las otras tendencias revolucionarias estaban decididas a continuar la obra
de «modernización» de los liberales y positivistas, aunque con métodos distintos.
La facción triunfante elaboró un programa que trataba de armonizar las distintas
aspiraciones de los revolucionarios. Más que una síntesis, fue un compromiso. Se
levantaron altares cívicos a Zapata —México es tierra de elección del arte oficial y
burocrático— pero el programa de «modernización», bajo diferentes nombres, se convirtió
en el dogma central del régimen que desde hace más de cincuenta años nos gobierna. Es
sabido lo que ocurrió después: la Revolución Mexicana fue confiscada por una burocracia
política no sin analogías con las burocracias comunistas del Este de Europa y por una clase
capitalista hecha a la imagen y semejanza del capitalismo norteamericano y dependiente de
éste. En el México contemporáneo, salvo algunos excéntricos que desconfiamos del
«desarrollo» y que quisiéramos un cambio de orientación de nuestra sociedad, lo mismo las
facciones de derecha que las de izquierda, aunque irreconciliables, coinciden en el mismo
culto suicida al progreso.
Viajar por los Estados Unidos, para un mexicano, es penetrar en el castillo del
gigante y recorrer sus cámaras de horrores y maravillas. Pero hay una diferencia: el castillo
del ogro nos sorprende por su arcaísmo, los Estados Unidos por su novedad. Nuestro
presente está siempre un poco atrás del verdadero presente, mientras que el suyo está un
poco más adelante. El suyo es un presente en el que ya está escrito el porvenir; el nuestro
está todavía atado al pasado. Hago mal en usar el singular cuando hablo de nuestro pasado:
son muchos, todos están vivos y todos pelean continuamente en nuestro interior. Aztecas,
mayas, otomíes, castellanos, moros, fenicios, gallegos: maraña de raíces y ramas que nos
ahogan. ¿Cómo convivir con ellos sin ser su prisionero? Ésta es la pregunta que sin cesar
nos hacemos y a la que no hemos logrado dar una respuesta definitiva. No hemos sabido
asumir nuestro pasado, quizá, porque tampoco hemos sabido hacer su crítica. La dificultad
de los norteamericanos es precisamente la contraria: nacieron como una crítica tajante del
pasado. Esa crítica fue una afirmación no menos tajante de los valores de la modernidad, tal
como habían sido definidos primero por la Reforma y después por la Ilustración. No es que
no tengan un pasado sino que es un pasado orientado hacia el futuro.
La conquista del futuro es la tradición norteamericana. Por eso es la tradición del
cambio, en tanto que la hispánica es la tradición de la resistencia al cambio. España y sus
obras: construcciones perdurables y significados eternos, intemporales. Lo valioso es, para
nosotros, sinónimo de duración. La herencia precolombina acentúa esta inclinación: la
pirámide es la imagen de la inmutabilidad. Las oposiciones entre norteamericanos y
mexicanos se condensan en nuestras actitudes ante el cambio. Para nosotros el secreto no
consiste en llegar antes sino en quedarse donde uno está. Es la oposición entre el viento y la
roca. No hablo de ideas y filosofías sino de creencias y estructuras mentales inconscientes;
cualquiera que sea nuestra ideología, incluso si es progresista, nosotros referimos
instintivamente el presente al pasado, en tanto que los norteamericanos lo refieren al futuro.
Los trabajadores mexicanos que emigran a los Estados Unidos han mostrado una notable
capacidad de inadaptación a la sociedad norteamericana. Esa capacidad está hecha de
insensibilidad frente al futuro. En ellos el pasado está vivo. Es el mismo pasado que ha
preservado a los chicanos, probablemente la minoría de los Estados Unidos que ha
guardado mejor su identidad. En México no han sido los profesionales del anti-
imperialismo los que han resistido mejor sino la gente humilde que hace peregrinaciones al
Santuario de la Virgen de Guadalupe. Nuestro país sobrevive gracias a su tradicionalismo.
Desde el siglo XVIII la tradición que fundó a México y a los otros países de la
América Española reveló sus insuficiencias y sus limitaciones. El imperio español no pudo
cambiar y por eso se rompió en tantos fragmentos. Ahora le ha tocado el turno a la tradición
que encarnan los Estados Unidos. Las ideas que constituyen a la modernidad desde hace
más de doscientos años y que integran lo que puede llamarse la tradición del futuro han
perdido no sólo gran parte de su prestigio universal sino que incluso muchos dudan de su
coherencia y de su valor. El progreso era una idea no menos misteriosa que la voluntad de
Alá para los musulmanes o la Trinidad para los católicos pero movió las almas y las
voluntades durante dos siglos. Hoy nos preguntamos: ¿progreso hacia dónde y para qué?
Resulta inútil extenderse sobre los síntomas de lo que desde hace cerca de cincuenta años
se llama «la crisis de la civilización de Occidente». Durante el último decenio esa crisis se
ha manifestado y agudizado en la nación más rica, próspera y poderosa de nuestro mundo,
los Estados Unidos. No es, esencial o básicamente, una crisis económica ni de pujanza
militar —aunque afecte a su economía y a su estrategia mundial— sino que es una crisis
política y moral. Es una duda sobre el camino que ha emprendido la nación, sobre sus
metas y sobre los métodos para alcanzarlas; es una crítica de la capacidad y la honradez de
los hombres y los partidos que dirigen el sistema; en fin, más que una interrogación, es un
someter a juicio los principios que han sido la base y la justificación de la sociedad
norteamericana.
Muchos de los problemas a que se enfrentan los Estados Unidos —aunque lejos de
ser insignificantes— son más bien síntomas que causas del mal que padecen. Tal es el caso,
para citar un ejemplo notable y reciente, de la rebelión juvenil en la década pasada. El
problema racial, en cambio, afecta de una manera más profunda y permanente la vida del
país: es una herida enconada, un foco permanente de infección. Los Estados Unidos están
ante un dilema: la perpetuación de la discordia civil o la construcción de una democracia
multirracial. No es ilusorio pensar que escogerán la segunda solución. En realidad ya la han
escogido y hacia ella se encaminan, no sin desviaciones y tropiezos. Otras oposiciones,
presentes desde el nacimiento de la nación, son de carácter básico. Todas las sociedades
llevan en sus entrañas un principio de vida que es asimismo un principio de muerte. Ese
principio es, por necesidad, dual y en los momentos de crisis asume la forma de una
contradicción. Se trata de cuestiones de vida o muerte como lo fueron para las polis griegas
las guerras y rivalidades entre las ciudades o como lo fue para los emperadores romanos de
los siglos III y IV encontrar una política frente al cristianismo y las sectas gnósticas. La
contradicción de los Estados Unidos —la que les dio la vida y puede causar su muerte— se
resume en una pareja de frases: al mismo tiempo son una democracia plutocrática y una
república imperial.
La primera contradicción afecta a las dos nociones que fueron el eje del
pensamiento político de los «padres fundadores». La plutocracia provoca y acentúa la
desigualdad; a su vez, la desigualdad convierte en quimeras las libertades políticas y los
derechos individuales. En esto la crítica de Marx dio justo en el blanco. Cierto, la
plutocracia norteamericana, a diferencia de la romana, es creadora de abundancia y así
puede aligerar y aliviar las injustas diferencias entre los individuos y las clases. Pero lo ha
hecho trasladando las desigualdades más escandalosas del ámbito nacional al internacional:
los países subdesarrollados. Algunos piensan que esta desigualdad internacional también
podría, ya que no eliminarse del todo, al menos reducirse al mínimo. La historia reciente
desmiente esta hipótesis. Pero incluso si se revelase cierta, se olvida algo esencial: el dinero
no sólo oprime sino que también corrompe. Y corrompe por igual a pobres y ricos. Sobre
esto los moralistas de la Antigüedad, especialmente los estoicos y los epicúreos, sabían más
que nosotros. La democracia norteamericana ha sido corrompida por el dinero.
La segunda contradicción, estrechamente ligada a la primera, se despliega entre lo
que son interiormente los Estados Unidos: una democracia, y lo que son en su acción hacia
el exterior: un imperio. Libertad y opresión son las caras opuestas y complementarias de su
ser nacional. Del mismo modo que la plutocracia comienza por engendrar la desigualdad y
acaba por maniatar a la libertad, por un proceso insensible y que el escándalo de Watergate
puso al desnudo, las armas que el Estado imperial esgrime en contra de sus enemigos del
exterior fatalmente se convierten en instrumentos que la burocracia política usa contra los
ciudadanos independientes. Las necesidades del imperio crean una burocracia especializada
en el espionaje y los otros métodos de la lucha internacional; a su vez esa burocracia
amenaza a la democracia nacional.
La primera contradicción acabó con las instituciones republicanas de Roma. La
segunda con la vida misma de Atenas como ciudad independiente. No pronuncio la
sentencia de muerte de la democracia norteamericana. Además de temerario sería ridículo.
Las analogías históricas son útiles como figuras retóricas; no son leyes históricas: son
metáforas. Toda reflexión sobre la crisis de la república de los Estados Unidos debe
terminar en una interrogación. En un primer término, no hay determinismos históricos.
Mejor dicho: si existen los determinismos, no los conocemos ni es fácil que lleguemos a
conocerlos pues son demasiado vastos y complejos. En segundo lugar, las sociedades no
mueren víctimas de sus contradicciones sino de su incapacidad para resolverlas. Cuando
esto ocurre, una suerte de parálisis inmoviliza al cuerpo social, primero a los centros
pensantes y deliberativos, después a los brazos ejecutores. La parálisis es la respuesta de la
sociedad a preguntas sobre las que su tradición y los supuestos de su historia no ofrecen
otra contestación que la del silencio. Esto fue lo que sucedió con el Imperio español. Todas
las desgracias de los pueblos hispanoamericanos son efectos lejanos de ese estupor hecho
de obstinación, orgullo y ceguera que sobrecogió a la monarquía austríaca a la mitad del
siglo XVII. Los norteamericanos se encuentran ante una coyuntura muy distinta. En los
principios mismos que los fundaron está, ya que no la respuesta, el método para
encontrarla. Ese método no es otro que el empleado por los puritanos para escudriñar la
voluntad de Dios en su propia conciencia: el examen interior, la expiación, la propiciación
y la acción que nos reconcilia con nosotros mismos y con los otros.
México, junio de 1976
LAS ILUSIONES Y LAS CONVICCIONES[*]

Imitate him if you dare,


World-besotted traveler; he
Served human liberty.

W. B. Yeats

En 1910 México cumplía cien años de vida independiente y Daniel Cosío Villegas
doce años de edad. Ese mismo año fue el del reconocimiento universal de Porfirio Díaz —
más de un tercio de siglo de estabilidad política y de prosperidad material— y el de su
rápido, sangriento ocaso. Los años de la adolescencia de Cosío Villegas fueron los años
violentos de la guerra civil y las luchas entre las facciones revolucionarias. Su primera
juventud coincidió con la victoria de Álvaro Obregón, que pacificó al país y con la que se
inicia un nuevo período de la historia de México: el nuestro. En 1920 la Revolución era
joven y llamó a los jóvenes, sobre todo a los que sabían leer y escribir: el país había sido
destruido y había que reconstruirlo o, más exactamente, construirlo, hacerlo de nuevo.
Todos tenían la sensación de que otro México iba a nacer entre las cenizas del antiguo.
Como la mayoría de sus brillantes compañeros de generación, Cosío Villegas colaboró con
el nuevo gobierno revolucionario. José Vasconcelos dirigía la Secretaría de Educación
Pública —no como se maneja un ministerio sino como se encabeza una cruzada. Daniel
Cosío Villegas fue uno de los cruzados.
Entre sus trabajos de aquella época quiero recordar uno, no tanto por sus
consecuencias intelectuales sino por su significación espiritual y moral: la traducción de las
Enéadas para la colección de clásicos que editaba Vasconcelos. (Una traducción de la
versión inglesa.) Sería inútil buscar en su obra posterior huellas de las especulaciones de
Plotino sobre el Uno y sus emanaciones. Tanto por temperamento como por decisión
intelectual, Cosío Villegas esquivó siempre las cuestiones metafísicas; sus preferencias
filosóficas se orientaron hacia un escepticismo viril y un sobrio empirismo. Rasgos
saludables en la viciada atmósfera intelectual de México: entre nosotros predominan los
simplismos ideológicos y los intelectuales no muestran mucho respeto por la realidad. No
en su caso: su obra fundamental —la Historia Moderna de México—, aparte de tener una
sólida base sociológica y económica, hace pensar a veces en Gibbon y otras en Tucídides y
Maquiavelo. Pero es imposible que Cosío Villegas haya atravesado indemne por las páginas
encendidas y transparentes de Plotino. Tal vez hay que buscar esa influencia más en su vida
que en su pensamiento: en la rectitud de la conducta y en la constante aspiración hacia lo
bueno.
La generación de Cosío Villegas heredó la superstición positivista de la sociología;
quiero decir, creyó en la posibilidad de una ciencia de la sociedad, distinta de la etnografía
y de la historia. Se trata de una superstición que ha sobrevivido al positivismo y que incluso
ha contagiado a muchos marxistas. Estos últimos olvidan que la ciencia de la sociedad era,
para Marx, la historia. Más que una geología, como tanto se ha dicho, el materialismo
histórico era, para su inventor, una suerte de biología. «La mercancía», dice en El Capital,
«es la célula social». Biología era (y es) sinónimo de evolución, es decir, de cambio;
cuando Engels quería ponderar la importancia científica del marxismo, no citaba a Newton
sino a Darwin. Pero no es necesario seguir a Marx para darse cuenta de que los sociólogos,
cuando lo son de verdad, son historiadores que se ignoran. La sociología, dice Paul Veyne,
es «una fraseología o una descripción, no una explicación».[1] Para justificar este juicio cita
tres explicaciones, dos de carácter científico y la tercera de orden sublunar, es decir, hija de
una causalidad confusa, ya que está sujeta a dos imponderables: el azar y la libertad
humana. «La fórmula de Newton explica el movimiento de los planetas, la patología
microbiana explica la rabia y el alza de los impuestos explica la impopularidad de
Luis XVI.» En los dos primeros casos estamos «ante un proceso que confirma un sistema
hipotético-deductivo»; en el tercer caso la explicación es «hija de la Memoria» y la
recomienda no la ciencia sino la prudencia. Buscar en el tercer caso «categorías generales
que puedan aplicarse a otras situaciones es buscar un vocabulario para describir la vida
social». La sociología es una fraseología y a partir de ella «nada puede deducirse ni
preverse». En verdad, la sociología nos propone, como la historia, analogías entre una
situación y otra. La diferencia consiste en que el historiador se contenta con esas analogías
mientras que el sociólogo trata de hacerlas pasar por leyes.
La justeza de estas ideas se verifica apenas hacemos esta comparación: si queremos
saber algo de física o de biología, acudimos a ciertos principios y leyes que forman un
cuerpo de doctrina más o menos invariante; si queremos saber algo de sociología, no
tenemos más remedio que estudiar los sucesivos sistemas sociológicos: Durkheim no
desplaza a Tocqueville ni Max Weber a Pareto. Como estos grandes maestros, los jóvenes
mexicanos que hacia 1920 se interesaban en los problemas sociales y políticos de México
creían que hacían estudios sociológicos pero practicaban la historia. En 1923 —tenía
apenas 25 años— Cosío Villegas impartió en la Universidad un curso de Sociología
Mexicana. El tema había sido sugerido por otro de los jóvenes cruzados, Manuel Gómez
Morín, Director de la Facultad de Derecho. La contradicción entre los términos era
palpable. También era fecunda: ¿cómo concebir una sociología mexicana, salvo como la
descripción de una sociedad concreta, en un espacio y un tiempo determinados? El curso de
Cosío Villegas no era realmente un curso de sociología sino de etnografía, pero el objeto de
su descripción no era una tribu primitiva sino la sociedad mexicana moderna. Disolución de
la sociología en la etnografía y de la etnografía en la historia. Es evidente que Cosío
Villegas no intentaba formular leyes sino describir casos; por tanto, en el seno mismo de las
regularidades sociales, aceptaba la existencia de excepciones. Y esas excepciones eran
características. La «sociología mexicana» reunía así las condiciones de la historia, que
considera lo particular simultáneamente como transgresión y como ejemplo de una
situación.
Aunque no lo sabía, ya en 1923 Cosío Villegas hacía historia de México. Digo
hacía, porque para él, como para toda su generación, la frontera entre el hacer y el escribir
era muy tenue. Para aquellos jóvenes el pensamiento era una forma de la acción y ésta no
era sino una actualización del pensamiento. La «sociología mexicana» de Cosío Villegas
era una historia que, a su vez, desembocaba en una política. La exploración de la realidad
social era ya el primer paso para transformarla. En el Diorama de la Cultura de Excélsior
(en el número del 14 de marzo pasado) se publicó una versión taquigráfica, tomada por uno
de sus alumnos, de la lección inaugural del curso. Cosío Villegas empieza confesando, en
un lenguaje muy cercano al de Vasconcelos, que la sociedad mexicana, «más que una
cuestión científica, es una cuestión de arte, de evangelio…» Se trata de conocer a México.
Y de conocerlo para cambiarlo. El país vivía un momento único: ¿ese momento era el del
fin o el del nacimiento? En aquellos años Cosío Villegas creía que en México comenzaba
algo, un nuevo país, una nueva sociedad. Pero para saberlo con certeza había que ir al
fondo de las cosas «y al fondo de las cosas se llega sólo con la crítica. Para saber es
necesario herir; para conocer es necesario cortar… Hay que hacer la crítica de nuestro país,
de su situación, de sus riquezas, de sus ciudadanos… Crítica, crítica severa, honrada…
crítica y siempre crítica…» El pensamiento crítico realiza una doble función: es un método
para conocer la realidad, una exploración, y un guía del camino a seguir: «el país no avanza
porque no se sabe adónde es necesario llegar». La ignorancia más que la coalición de los
intereses materiales y las pasiones de los hombres, era el principal obstáculo para el
movimiento histórico. Esta idea viene tanto de Vasconcelos como del positivismo (saber
para prever) pero sus raíces están en La República y en Las Leyes.
La vocación intelectual de la generación de Cosío Villegas fue indistinguible de su
voluntad de reforma social, política y moral. En un primer momento todos ellos
concibieron su actividad no frente o contra sino dentro del Estado. El gobierno
revolucionario los había llamado a colaborar en la tarea de la reconstrucción nacional y
ellos, al aceptar ese llamado, asumieron la responsabilidad íntegra de esa colaboración.
Incluso la crítica al poder se hizo desde el poder. La diferencia con los intelectuales
europeos o con la situación del México contemporáneo es radical. Entre 1920 y 1940 los
intelectuales de México creyeron que su misión era la de ser consejeros de los príncipes
revolucionarios. La realidad los desengañó cruelmente: aquellos príncipes, como casi todos
los de la historia, o estaban sordos o no querían oír.
En algunos casos el desengaño llevó a los intelectuales a apartarse del gobierno y a
intentar, desde la oposición política, un cambio de rumbo de nuestra historia (Manuel
Gómez Morín). Otros se obstinaron hasta el final en buscar fórmulas de colaboración, cada
vez más vacías, con el poder (Vicente Lombardo Toledano). La acción de Cosío Villegas
adoptó la forma de la colaboración indirecta —«empresario cultural»— alternada con
escritos críticos más y más francos y rigurosos. En otra parte de Plural el joven historiador
Enrique Krauze se refiere a su actividad de fundador y animador de instituciones como el
Fondo de Cultura Económica y El Colegio de México. Las sucesivas decepciones ante las
sucesivas gestiones de los gobiernos revolucionarios (o más exactamente: post-
revolucionarios) lo llevaron a escribir ensayos en los que la creciente severidad de los
juicios se aliaba a la inflexible lucidez. En 1947, cuando todavía muchos se resistían a
admitir el fracaso, Cosío Villegas publicó en Cuadernos Americanos (número XXXII de
marzo-abril) un ensayo célebre: La crisis de México. En este texto la gravedad de las
conclusiones correspondía a la exactitud intransigente del análisis: si los regímenes
revolucionarios se mostraban incapaces de regenerarse, el país no sólo perdería su futuro
sino incluso su identidad.
La Revolución Mexicana, según Cosío Villegas, había fracasado en sus tres
propósitos centrales: instaurar un régimen democrático; dar razonable prosperidad y
dignidad a los ciudadanos, especialmente a los campesinos y a los obreros; construir una
nación moderna, dueña de sus recursos, reconciliada con su historia y decidida a
enfrentarse a su futuro. En sus aspectos negativos, la Revolución había alcanzado sus
metas: la destrucción del régimen autoritario de Porfirio Díaz, la derrota de la oligarquía y
la liquidación del latifundio. Pero la Revolución substituyó la dictadura personal de un
caudillo por la dictadura impersonal de un partido único; destruyó el latifundio pero no creó
una nueva agricultura; recobró algunos de los recursos nacionales (el petróleo como
ejemplo máximo) pero no supo ni explotarlos ni administrarlos; en fin, su política
nacionalista no había roto las cadenas que ataban el país a los intereses extranjeros. Cierto,
no todo había sido negativo: los regímenes revolucionarios habían provisto al país con una
red de carreteras, habían construido presas y habían implantado, mal que bien, un sistema
de educación popular. No obstante, ninguna de sus creaciones podía compararse con los
logros del pasado. En esto Cosío Villegas se equivocaba; hay un aspecto en el que el
Porfiriato es decididamente inferior a la Revolución: en el tamaño de los monumentos que
uno y otro régimen han erigido a sus prohombres. Compárense las modestas estatuas del
Paseo de la Reforma con la tribu de cíclopes revolucionarios que se han plantado en las
plazas y jardines de nuestras ciudades durante los últimos 25 años.
En otra parte de su ensayo, Cosío Villegas subrayaba el carácter genuino, realmente
popular, del movimiento revolucionario, en contraste con los hombres del Porfiriato, entes
de levita y chistera en un país descalzo y vestido de manta de algodón. Los revolucionarios
—instintivos, directos, con la sabiduría innata del que ignora las letras pero no la dureza de
la vida y sus injusticias— eran la verdad de México. Una verdad escondida en sus entrañas
y que repentina y violentamente la explosión revolucionaria había revelado. Pero esa
verdad, al contacto con el poder, se había gastado, desfigurado y corrompido; vuelta
caricatura de sí misma, era ya mentira, dolo, opresión. Ninguno de los revolucionarios,
afirmaba Cosío Villegas, había estado a la altura de las circunstancias; todos habían sido
inferiores a lo que el país les pedía. Juicio terrible, desolador —y que podríamos extender a
casi todos los gobiernos que México ha tenido desde la Independencia. El fracaso de los
regímenes revolucionarios, ¿era el fracaso de la sociedad mexicana? Los gobernantes
revolucionarios habían salido del pueblo; ellos o sus familias habían sido las víctimas del
cacique, el militar, el latifundista. Y ahora esas víctimas se habían convertido en jefes
despóticos, ministros voraces, senadores y diputados serviles, gobernadores ladrones,
alcaldes arbitrarios. Al final de la lección inaugural de 1923, Cosío Villegas había dicho: «si
nuestro país no triunfa ni avanza, hemos de creer que una fuerza superior —la mano de
Dios o del demonio— traza el camino fatal de los pueblos y de los hombres y que el
nuestro es fracasar». En 1947 vuelve a hacerse la pregunta, aunque en términos menos
impregnados de religiosidad.
Ante las decepciones del presente nos quedan siempre dos recursos: hacer del futuro
la sede de la perfección o situarla en el pasado. La historia como ascenso o como descenso:
la utopía que nos espera al final de los tiempos o la edad de oro que está a su comienzo. La
elección entre estas dos actitudes es más bien cuestión de temperamento que de filosofía:
mientras los optimistas ven en la miseria presente un escalón hacia el futuro radiante, los
pesimistas ven en ella la prueba de la irremediable corrupción del pasado dichoso. Ninguna
de las dos actitudes es más cuerda que la otra. Ya lo dijo Quevedo:
¿Qué te ríes, filósofo cornudo?
¿Qué sollozas, filósofo anegado?
Sólo cumples con ser recién casado
Como el otro cabrón recién viudo…
No obstante, ante ciertas situaciones la fe del optimista resulta desvarío. El México
de 1950 era el reverso del que había provocado las esperanzas de 1920. Las ilusiones
perdidas —ese tema balzaciano— son una constante en la historia de los intelectuales
modernos. El nihilismo ha sido, generalmente, la respuesta al desengaño. No en el caso de
Cosío Villegas. La crítica le había servido, en 1923, para preparar un futuro que creía
inminente; ahora le serviría para interrogar al pasado. No buscaba una edad de oro sino una
explicación: ¿cuáles eran las causas de nuestro fracaso? La historia, que es la madre de la
sabiduría, es la hija del desengaño.
Otros mexicanos, desencantados como él, se habían hecho ya la misma pregunta. A
pesar de ser un temperamento ahistórico —un poeta filósofo que nunca debió haber escrito
tratados sino poemas como el de Lucrecio— Vasconcelos no había encontrado remedio
mejor, para curarse de sus descalabros políticos, que escribir una Historia de México. Las
diferencias entre Vasconcelos y Cosío Villegas no son menos significativas que sus
semejanzas. Ambos parten de la misma visión negra del México contemporáneo y ambos
interrogan a los mismos fantasmas pero sus respuestas son distintas y aun contrarias.
Vasconcelos escribió una historia sintética y su libro, más que una teoría —una procesión
de hechos y explicaciones— es una imagen que, alternativamente, nos seduce y nos repele.
En cambio, Cosío Villegas analiza sucesos y situaciones, aduce cifras, exhibe datos recién
desenterrados de los archivos, combina el trabajo del minero con el del estadístico, elabora
hipótesis —no muestra: demuestra.
Alamán fue el modelo de ambos, declarado en Vasconcelos y en Cosío Villegas
implícito. Vasconcelos sigue a Alamán en sus ideas y en su filosofía política; Cosío Villegas
en su rigor intelectual y en su respeto por hechos y personas, es decir por lo que se llama la
«objetividad histórica». También lo emula en la exactitud cruel de ciertos retratos. Allí
donde Vasconcelos, romántico y expresionista, presenta personajes sublimes o grotescos,
Cosío Villegas desenreda la madeja de los intereses y las pasiones. Uno procede de la
tradición bíblica, es un profeta metido a historiador, y su historia es una suerte de juicio
final; el otro viene de los grandes historiadores del siglo XVIII y XIX, especialmente los
ingleses, y su libro no es una galería de ángeles y monstruos sino un museo de las
singularidades de una sociedad y una época. No sólo son distintos, los estilos y los métodos
de Vasconcelos y Cosío Villegas: también lo es el objeto de su estudio. Para Vasconcelos la
historia de México comienza en el siglo XVI; para Cosío Villegas en el XIX. Para el
primero, la Conquista inaugura nuestra historia; para el segundo, la Independencia.
Vasconcelos ve en los siglos XVII y XVIII una época de madurez, un mediodía
histórico. (Creo que no se equivocaba: son los dos grandes siglos mexicanos.) Durante esos
doscientos años el genio criollo logró crear una sociedad civilizada, no exenta de injusticias
y muchos horrores, claro, pero que no podemos comparar con nada o casi nada de lo que
hemos hecho después: paz en el interior y capacidad defensiva en el exterior; un territorio
que sin cesar se extendía; una economía próspera, al menos para el grado de desarrollo
técnico de la época; un sistema de equilibrio de poderes ya que no de libertades públicas;
un régimen de jurisdicciones especiales, en ausencia de una legislación igualitaria; una gran
arquitectura, el arte social por excelencia; una literatura, una historiografía y los comienzos
de una tradición científica —en fin y sobre todo: un pueblo unido y regido por valores
religiosos que eran asimismo valores morales, estéticos y políticos. Desde esta perspectiva,
la historia moderna de nuestro país, de la Independencia a la Revolución, es la de una
caída, en todos los sentidos de la palabra y sobre todo en el teológico. El agente de esa
caída —el seductor maligno— es el espíritu moderno. Un demonio con dos caras:
liberalismo e imperialismo norteamericano. Vasconcelos recoge los grandes temas de la
historiografía europea y los traduce a los términos de nuestra historia, que se convierte así
en un episodio de la lucha entre civilizaciones, el Norte protestante y el Sur católico. Los
hechos históricos pierden su autonomía —dejan de ser configuraciones de una causalidad
irreductible a leyes— y se vuelven ilustraciones de un drama mítico-filosófico.
Vasconcelos percibió admirablemente la conexión entre protestantismo, capitalismo
y democracia burguesa. Muchas de las páginas en que describe los efectos corrosivos y
desintegradores del espíritu moderno —aridez en el alma y agitación maquinal del apetito
vital— resisten con ventaja la comparación con otras análogas de autores famosos, como
Solvenitzin. Su visión es de una pasmosa simplicidad. Como todas las visiones maniqueas,
tiene el atractivo de la coherencia y la totalidad: es una explicación global y autosuficiente.
Su defecto es el de todos los sistemas: al ofrecer una respuesta para cada enigma, suprime
las excepciones y mutila a la realidad. Al explicar demasiado finalmente no explica nada.
Atribuir los males de México a un demonio con los rasgos del protestantismo y del
imperialismo norteamericano no es ofrecernos una explicación sino una imagen. En
realidad, el tema de Vasconcelos no es la caída de México sino la decadencia de España. Un
tema que, a su vez, es un capítulo de otro más vasto: el nacimiento de la era moderna.
Cosío Villegas ataca el mismo tema pero desde una perspectiva radicalmente opuesta.
Vasconcelos ve en la modernidad el agente de la decadencia de nuestra civilización y de
nuestro país; Cosío Villegas se pregunta por qué la modernidad fracasó en México.
El período de formación de México, según Cosío Villegas, comenzó con la
Independencia o un poco antes. Su prematuro mediodía —mejor dicho: su alba, indecisa y
fugaz— dura diez años, de 1867 a 1876. Son los de la restauración de la República liberal,
tras la derrota de Maximiliano y del Partido Conservador. En el prólogo al tercer tomo de la
Historia Moderna de México (1956), Cosío Villegas explica, en unas cuantas páginas
nítidas, la razón de su juicio sobre este período. «México había alcanzado el punto más alto
de su desarrollo político… no sólo porque la Constitución de 1857 y las leyes de Reforma
eran el mejor molde logrado hasta entonces para vaciar la vida política del país sino porque
se vivió libre y democráticamente… Nuestro país se acercó en esos años a la vida
democrática mucho más de lo que estuvo antes y de lo que ha estado hasta el día de hoy. La
prensa y el parlamento eran libres y cada hombre era y se sentía libre… El grupo dirigente
no sólo era el mejor que ha dado la Nación hasta ahora sino que era amplio, nutrido y lo
formaban hombres con méritos propios y ciertos.»
¿Por qué fracasó el experimento liberal y democrático? México era una sociedad
desequilibrada. En el mismo prólogo Cosío Villegas explica en qué consistía ese
desequilibrio: «A una Constitución liberal, a una vida democrática, a una libertad pública e
individual limitada, a un interés apasionado en la cosa pública, a una vida política, en suma,
sana, robusta y libre, no correspondía una economía vigorosa.» Después de más de medio
siglo de guerras civiles y extranjeras el país se había empobrecido; en cincuenta años
habíamos destruido las riquezas acumuladas durante los tres siglos de Nueva España.
Además, la desigualdad social y la ignorancia y pasividad populares: ¿cómo preservar la
democracia en un país de campesinos indigentes y analfabetos y en el que la clase media
era tan minúscula? A la República Restaurada le faltó una base económica y una clientela
popular.
El régimen autocrático de Porfirio Díaz fue la respuesta de la «realidad rugosa» a la
construcción demasiado geométrica y diáfana que fue la República Restaurada. El
Porfiriato intentó comenzar por el principio y sentó las bases económicas para construir una
sociedad moderna. Sólo que, en lugar de atenuar el desequilibrio que había causado el
derrumbe de la República Restaurada, lo acentuó: por una parte, destruyó la democracia
política y, por la otra, agravó las diferencias entre las clases. Fue un régimen que legisló y
gobernó únicamente para los ricos. El descontento de una clase media privada de derechos
políticos y el resentimiento de un pueblo mal comido y mal tratado —junto con otras
circunstancias como la lucha entre las generaciones y una coyuntura internacional favorable
— provocaron la convulsión revolucionaria. Los regímenes revolucionarios y post-
revolucionarios, a su vez, no lograron remediar los males que habían ocasionado la ruina de
la República liberal y del Porfiriato. Concluyo: al cabo de cien años de esfuerzos y
tentativas, el desequilibrio con que se inició nuestra historia moderna no sólo no ha
desaparecido sino que se ha agravado. En cuanto a las relaciones con el exterior: la
dependencia económica se ha acentuado y, si se ha hecho algún avance en política
internacional, no ha sido tanto por el fortalecimiento del Estado mexicano como por la
crisis a que se enfrenta la República Imperial. Es probable que esa crisis se intensifique en
el futuro inmediato. Pero el ocaso de los Estados Unidos no es anuncio de independencia
sino de nuevas sumisiones a otras y más despiadadas hegemonías. El caso de Cuba es un
aviso.
La persistencia del desequilibrio que Cosío Villegas señala como la falla básica de
la República de 1867 —la disparidad o contradicción entre las estructuras económicas,
sociales y políticas— nos enfrenta a una conclusión que él, tal vez, no habría aceptado: no
estamos ante el fracaso de los «científicos» del Porfiriato o de los tecnócratas del régimen
post-revolucionario sino ante la bancarrota del proyecto liberal. Ahora bien, ese proyecto —
su figura representativa es Juárez— no se identifica sólo con la doctrina liberal clásica. La
prueba es que ni el Porfiriato ni la Revolución —el primero enemigo del jacobinismo de los
liberales y la segunda de su individualismo y su laissez-faire en materia económica—
renegaron del juarismo. El punto de unión entre el Porfiriato y la Revolución, esos gemelos
enemigos, es el liberalismo, la República Restaurada en 1867. Porfiristas y revolucionarios
se consideraron siempre herederos y continuadores de la Constitución de 1857 y las Leyes
de Reforma. La razón salta a la vista: los tres proyectos —el liberal, el positivista y el
revolucionario— son variantes de la misma idea. Los une el mismo propósito y los anima la
misma voluntad: convertir a México en una nación moderna. Así, el fracaso de estas tres
tentativas es el fracaso del proyecto liberal original. Aquí es necesario subrayar que ese
proyecto se inicia realmente en la Independencia. En ese momento se opera la gran ruptura
con la sociedad tradicional de Nueva España y el país cambia de rumbo. Ese cambio se
hizo, primero, a pesar de la oposición de las clases acaudaladas y, después de 1867, con su
colaboración y complicidad.[2] Al término de nuestra reflexión sobre la historia moderna de
México nos encontramos con Vasconcelos y con el pensamiento de los conservadores; lo
que está en entredicho es el proyecto nacional mismo, tal como fue formulado desde la
Independencia.
Los sucesivos planes de modernización han sido verdaderas camisas de fuerza que
han deformado nuestra cultura sin cambiar ni nuestra sociedad ni nuestras almas. Antonio
Caso había reflexionado sobre esto y había llegado a la conclusión de que se trataba de un
fenómeno social estudiado por Gabriel Tarde y al que llamaba: «imitación extralógica».
Caso nos propuso un vocabulario para describir un fenómeno pero no nos dio una
explicación. Un revolucionario del siglo XX, Frantz Fanon, ha descrito la misma situación
en uno de sus libros mejores: Peau noire, masques blancs (1952). Fanon explica la
«imitación extralógica» dentro del contexto del colonialismo. Sus ideas no son enteramente
aplicables al caso de México porque las sociedades que estudia son muy distintas a la
nuestra. Ni los pueblos negros ni menos aún las naciones islámicas de África del Norte son
entidades mestizas; quiero decir; en México el proceso de «aculturación» es ya tan
avanzado que es irreversible. El Islam está vivo en Argelia y Marruecos mientras que
Huitzilopochtli y Tonantzin, para la mayoría de los mexicanos, son meros nombres. Lo
característico del caso mexicano no es que las supervivencias precolombinas se presenten
enmascaradas sino que es imposible separar la máscara del rostro: se han fundido.
La vuelta a la «cultura nacional» que pedía Fanon como primer paso de los pueblos
coloniales para recobrar la conciencia de sí mismos, en México significaría, más que
regresar a Tenochtitlán, volver a Nueva España. Pero ni Tenochtitlán ni Nueva España son
México, aunque ambos circulen por nuestra sangre. En esto Cosío Villegas tenía razón:
México comienza con la Independencia. No obstante, hay que enmendar y completar su
afirmación: México comienza como ruptura y negación. Para comprender esa negación
debemos interrogar a la sociedad negada: Nueva España. Los siglos XVII y XVIII no sólo
son lo que fuimos y ya no somos sino aquello que nos determina negativamente: Nueva
España no es nuestro espejo sino nuestro interlocutor. Y en Nueva España, también como
negación primero y después sublimado e idealizado, está Tenochtitlán. Aquí debo señalar
que hay un gran ausente en la obra de Cosío Villegas: el mundo precolombino. Es un
ausente que, en la de Vasconcelos, se transforma en demonio. Es el otro, el reverso del
demonio protestante. El otro y el mismo.
Recordar todo esto es recordar la extraordinaria complejidad de nuestro país. Este
repaso a la historia moderna de México y su fracaso nos lleva a preguntarnos si es posible
formular otro proyecto de modernización. Es un tema que rebasa los límites de este
artículo. Aquí me contento con decir que no se trata de cambiar a nuestro país —y menos
aún de arriba para abajo— sino de devolverle su capacidad creadora. Un pueblo que ha
levantado Teotihuacán y ha construido Morelia y Puebla, que ha producido una Sor Juana
Inés de la Cruz y un Ramón López Velarde, no es un pueblo condenado, por más grave que
haya sido el fracaso de este último siglo y medio. De ahí que la actitud de Cosío Villegas en
1923 tenga todavía vigencia: la función de la crítica, hoy como hace cincuenta años, es una
función creadora. Yo agregaría que nos hacen falta también simpatía e imaginación, la
dimensión humana de la crítica y que se resuelve en lo que llamaba Max Weber la
comprensión. Necesitamos comprender —con el entendimiento y la sensibilidad— nuestra
historia en su totalidad: los tres Méxicos, cada uno presente en los otros, en sus alianzas,
rupturas y metamorfosis. Los tres Méxicos: sus instituciones, dioses, héroes, monstruos,
ideas, grupos étnicos, clases, individuos —y la red secreta de creencias e impulsos que nos
mueven, esas corrientes psíquicas que irrigan el subsuelo social y que producen a veces un
crimen y otras un poema.
Más de una vez Cosío Villegas señaló, como una de las fallas más graves de la
República Restaurada, la desaparición del Partido Conservador. Sin enemigo al frente, «el
Partido Liberal agotó su capacidad política creadora. La victoria había sido demasiado
aplastante; su tolerancia lo condujo a renunciar aun al shadow-boxing con lo que quedaba
de conservadurismo; consintió, pues, en la supervivencia de los conservadores pero sin
alentarlos a reconstituirse como partido, no ya por la salud de ellos sino de los liberales…»
Los conservadores se infiltraron en el Gobierno liberal y esta tendencia se acentuó y
generalizó durante el Porfiriato: «la lucha ideológica contra el conservador fue cada vez
más insincera y más formal; pronto se le incorpora y aún se le llama al poder; el
conservador, por su parte, limita su fuego a los jacobinos inofensivos… y se cuela en el
poder.» El fenómeno se ha repetido en el período revolucionario. Hay además otra
circunstancia que no menciona Cosío Villegas: tanto los liberales como los revolucionarios
cambiaron las leyes del país pero no sus realidades. Victorias en el papel: el federalismo, la
división y autonomía de los tres poderes, la democracia representativa. La realidad es otra;
México es un país centralista, el poder legislativo y el judicial son apéndices obedientes del
poder ejecutivo, Porfirio Díaz nombraba a los diputados y senadores y después cada
Presidente revolucionario ha hecho lo mismo. En este aspecto, la única diferencia con el
Porfiriato es la existencia del PRI. El resultado de esta palpable contradicción entre la
verdad legal y la verdad duradera ha sido la aclimatación de la mentira en nuestra vida
pública. No menos grave que la naturalización de la mentira ha sido el eclipse de las ideas
conservadoras: nadie las profesa ni nadie las defiende, ni siquiera los banqueros. Aclaro:
desapareció el Partido Conservador y su filosofía política, no los intereses conservadores.
Lo que ha sucedido es que esos intereses aparecen enmascarados, primero con la máscara
liberal y ahora con la revolucionaria.
Durante el Porfiriato el régimen tuvo una manifestación corpórea y otra espiritual:
el Caudillo y la Idea, Don Porfirio y el Positivismo. Como la ortodoxia (supuesta) del
régimen era el liberalismo de la Constitución de 1857, la filosofía positivista fue la
ideología oficiosa del régimen. Algo semejante sucede ahora. La manifestación física del
régimen es dual: el Señor Presidente y el PRI; su ortodoxia es «el ideario de la
Revolución»; su filosofía oficiosa una amalgama que puede llamarse la Ideología y que está
hecha de retazos de marxismo vulgar y radicalismo populista. A diferencia del Positivismo,
filosofía de profesores y para profesores, la Ideología es la doctrina oficial de poderosos
Estados y de influyentes partidos políticos: la Ideología es una fe mundial. Cierto, las
formas mexicanas son generalmente versiones confusas y gaseosas de la doctrina. Hay que
decir, además, que es una doctrina muy difícil de aislar y definir: ¿dónde está la verdad
verdadera, en Moscú o en Pekín, en Belgrado o en Hanoi, en el Partido Comunista de
España o en el de Portugal, en el de Italia o en el de Angola? Tampoco es fácil definir la
ortodoxia del régimen actual. Es un sincretismo hecho de fragmentos de diversos
evangelios y revelaciones: el de Don Benito y el de Don Emiliano, el de Don Lázaro y el de
Don Pancho, el de Don Venustiano y el de Don Plutarco. En apariencia hay una oposición
irreductible entre la Ortodoxia y la Ideología. No es así y, como todos sabemos, abundan
los ejemplos de flexibilidad y acomodo. Uno de los más socorridos —et pour cause— es el
de la pintura mural revolucionaria de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. Pero el
ejemplo máximo de este curioso y mexicanísimo empleo de la dialéctica es Vicente
Lombardo Toledano que logró, al mismo tiempo, ser partidario de Miguel Alemán y de José
Stalin.
Durante los últimos quince años de su vida, la actividad intelectual de Daniel Cosío
Villegas se orientó más y más hacia el examen y la crítica de nuestra vida pública. Después
de haber sido el historiador del período moderno de México, fue el moralista de su etapa
contemporánea. Moralista en el sentido de escritor que describe la conducta, los usos y las
pasiones de los hombres. Entre sus escritos de estos años —demasiado numerosos para
reseñarlos y analizarlos en este artículo— unos son estudios de nuestro sistema político y
otros comentarios del diario acontecer. En los primeros su estilo colinda a veces con el de
esos libros de historia natural que nos cuentan las «moeurs» de los elefantes de Ceilán, los
ritos de las hormigas de Nigeria y las sectas de los coyotes del desierto americano. Esos
volúmenes podrían llevar como título general uno de Baudelaire, levemente modificado:
Curiosités Politiques. Los comentarios periodísticos poseen un doble valor, además del de
ser documentos de una época que en ocasiones, como en 1968, ha sido dramática: la
claridad y la valentía. Claridad en el sentido físico, intelectual y moral: capacidad para
distinguir entre lo justo y lo injusto, lo útil y lo nocivo, lo bueno y lo malo. Valentía: sus
otros nombres son entereza, integridad en el carácter, las ideas y los actos. Por fatalidad de
temperamento y por vocación moral, Cosío Villegas escogió la soledad —no el aislamiento.
La suya fue soledad en el centro de la vida pública. Muy pronto se dio cuenta de que el
destino de los escritores, tanto en México como en el resto del mundo, es la marginalidad y
él aceptó con decisión ser un hombre marginal. Por eso, por no haber tenido miedo a
quedarse solo, es ahora una figura central.
En Plural aparecieron sus últimos artículos. Nosotros procuraremos ser fieles a su
memoria siendo fieles a su ejemplo: defenderemos siempre la libertad y la independencia
de los escritores. La lucidez y la ironía —las dos cualidades de su prosa y, asimismo, de su
actitud vital— no lo abandonaron nunca. Fue leal con los demás porque fue leal a sí mismo.
Entre sus maestros y compañeros de generación no todos tuvieron su entereza y su rectitud.
Alguno, al final de su vida, abrazó el oscurantismo religioso y, en política, la violencia
fascista; otros se contagiaron de la lepra stalinista, enfermedad incurable; otros practicaron
el arte de la sonrisa obsequiosa y del compromiso con el poder arbitrario; los demás,
aterrados o asqueados, se encerraron en sus gabinetes de estudio o en sus laboratorios…
Cosío Villegas atravesó sonriente el fúnebre baile de disfraces que es nuestra vida pública y
salió limpio, indemne. Cosío Villegas fue un liberal de 1867 que hubiese leído a Marx y a
Keynes, a Freud y a Bertrand Russell. Fue inteligente e íntegro, irónico e incorruptible.
Como la mayoría de los intelectuales de nuestro siglo, perdió las ilusiones; como muy
pocos entre ellos, guardó siempre sus convicciones.
EL OGRO FILANTRÓPICO[*]

Adspice sim quantus! Non est hoc corpore


major Jupiter in coelo…

Ovidio (Met. XIII)

Los liberales creían que, gracias al desarrollo de la libre empresa, florecería la


sociedad civil y, simultáneamente, la función del Estado se reduciría a la de simple
supervisor de la evolución espontánea de la humanidad. Los marxistas, con mayor
optimismo, pensaban que el siglo de la aparición del socialismo sería también el de la
desaparición del Estado. Esperanzas y profecías evaporadas: el Estado del siglo XX se ha
revelado como una fuerza más poderosa que la de los antiguos imperios y como un amo
más terrible que los viejos tiranos y déspotas. Un amo sin rostro, desalmado y que obra no
como un demonio sino como una máquina. Los teólogos y los moralistas habían concebido
al mal como una excepción y una transgresión, una mancha en la universalidad y
transparencia del ser. Para la tradición filosófica de Occidente, salvo para las corrientes
maraqueas, el mal carecía de substancia y no podía definirse sino como falta, es decir,
como carencia de ser. En sentido estricto no había mal sino malos: excepciones, casos
particulares. El Estado del siglo XX invierte la proposición: el mal conquista al fin la
universalidad y se presenta con la máscara del ser. Sólo que a medida que crece el mal, se
empequeñecen los malvados. Ya no son seres de excepción sino espejos de la normalidad.
Un Hitler o un Stalin, un Himler o un Yéjov, nos asombran no sólo por sus crímenes sino
por su mediocridad. Su insignificancia intelectual confirma el veredicto de Hannah Arendt
sobre la «banalidad del mal».
El Estado moderno es una máquina pero es una máquina que se reproduce sin cesar.
En los países de Occidente, lejos de ser la dimensión política del sistema capitalista, una
superestructura, es el modelo de las organizaciones económicas; las grandes empresas y
negocios, a imitación suya, tienden a convertirse en Estados e imperios más poderosos que
muchas naciones. En los últimos cincuenta años hemos asistido no a la esperada
socialización del capitalismo sino a su paulatina pero irresistible burocratización. Las
grandes compañías transnacionales prefiguran ya un capitalismo burocrático. Frente a ellas,
las burocracias totalitarias del Este europeo. Allá el proceso ha sido más rápido y feroz. La
sociedad civil ha desaparecido casi enteramente: fuera del Estado no hay nada ni nadie.
Sorprendente inversión de valores que habría estremecido al mismo Nietzsche: el Estado es
el ser y la excepción, la irregularidad y aun la simple individualidad son formas del mal, es
decir, de la nada. El campo de concentración, que reduce al prisionero a un no-ser, es la
expresión política de la ontología implícita en las ideocracias totalitarias.
A pesar de la omnipresencia y omnipotencia del Estado del siglo XX —a pesar
también del antecedente de la tradición anarquista, tan rica en adivinaciones y
descripciones proféticas— sólo hasta hace poco ha renacido la crítica del poder y del
Estado. Pienso sobre todo en Francia, Alemania y Estados Unidos. En América Latina el
interés por el Estado es mucho menor. Nuestros estudiosos siguen obsesionados con el tema
de la dependencia y el subdesarrollo. Cierto, nuestra situación es distinta. Las sociedades
latinoamericanas son la imagen misma de la extrañeza: en ellas se yuxtaponen la
Contrarreforma y el liberalismo, la hacienda y la industria, el analfabeto y el literato
cosmopolita, el cacique y el banquero. Pero la extrañeza de nuestras sociedades no debe ser
un obstáculo para estudiar al Estado latinoamericano que es, precisamente, una de nuestras
peculiaridades mayores. Por una parte, es el heredero del régimen patrimonial español; por
la otra, es la palanca de la modernización. Su realidad es ambigua, contradictoria y, en
cierto modo, fascinante. Las páginas que siguen, escritas sobre el caso que mejor conozco:
el de México, son el resultado de esa fascinación. Apenas si debo advertir a los suspicaces
que mis opiniones no son una teoría sino un puñado de reflexiones.
La primera evidencia: el Estado creado por la Revolución Mexicana es más fuerte
que el del siglo XIX. En esto, como en tantas otras cosas, los revolucionarios no sólo han
mostrado una decidida inclinación tradicionalista sino que han sido infieles a aquellos que
reconocen como sus antecesores: los liberales de 1857. Salvo durante los interregnos de
anarquía y guerra civil, los mexicanos hemos vivido a la sombra de gobiernos
alternativamente despóticos o paternales pero siempre fuertes: el rey-sacerdote azteca, el
virrey, el dictador, el señor presidente. La excepción es el corto período que Cosío Villegas
llama la República Restaurada y durante el cual los liberales trataron de limar las garras del
Estado heredado de Nueva España. Esas garras se llamaban (se llaman): burocracia y
ejército. Los liberales querían una sociedad fuerte y un Estado débil. Tentativa ejemplar que
pronto fracasó: Porfirio Díaz invirtió los términos e hizo de México una sociedad débil
dominada por un Estado fuerte. Los liberales pensaban que la modernización sería la obra
—como en otras partes del mundo: Inglaterra, Francia, Estados Unidos— de la burguesía y
la clase media. No fue así y con Díaz el Estado comienza a convertirse en el agente de la
modernización. Cierto, la acción económica del régimen se apoyó en las empresas privadas
y en el capitalismo extranjero. Pero la fundación de empresas industriales y la construcción
de fábricas y ferrocarriles no fue tanto la expresión del dinamismo de una clase burguesa
como el resultado de una deliberada política gubernamental de estímulos e incentivos.
Además, lo decisivo no fue la acción económica sino el fortalecimiento del Estado. Para
que un organismo sea capaz de llevar a cabo tareas históricas como la modernización de un
país, el primer requisito es que sea fuerte. Con Porfirio Díaz el Estado mexicano recobró el
poder que había perdido durante los conflictos y guerras que sucedieron a la Independencia.
El historiador conservador Carlos Pereyra señala que las convulsiones políticas y el
estado caótico del país hasta la dictadura de Díaz fueron, esencialmente, una consecuencia
de la debilidad de los gobiernos desde la Independencia. El Estado novohispano había sido
una construcción de extraordinaria solidez y que fue capaz de hacer frente lo mismo a los
revoltosos encomenderos que a los obispos despóticos. Al derrumbarse, dejó una clase rica
muy poderosa y dividida en facciones irreconciliables. La ausencia de un poder central
moderador tanto como la inexistencia de tradiciones democráticas explican que las
facciones no tardasen en acudir a la fuerza para dirimir sus diferencias. Así nació la plaga
del militarismo: la espada fue la respuesta a la debilidad del Estado y al poderío de las
facciones. ¿Por qué era débil el Estado mexicano? La debilidad, dice Pereyra, era una
consecuencia de la pobreza. Aclaro: no pobreza del país sino del poder político. El Estado
era pobre frente a una Iglesia dueña de la mitad del país y una clase de propietarios y
hacendados inmensamente ricos. ¿Cómo someter a los obispos y cómo lograr que
prevaleciera la ley en una sociedad donde cada jefe de familia se sentía un monarca? Bajo
la dictadura del general Díaz el Estado mexicano empezó a salir de la pobreza. Los
gobiernos que sucedieron a Díaz, pasada la etapa violenta de la Revolución, impulsaron el
proceso de enriquecimiento y muy pronto, con Calles, otro general, el gobierno mexicano
inició su carrera de gran empresario. Hoy es el capitalista más poderoso del país aunque,
como todos sabemos, no es ni el más eficiente ni el más honrado.
El Estado revolucionario hizo algo más que crecer y enriquecerse. Como el Japón
durante el período Meiji, a través de una legislación adecuada y de una política de
privilegios, estímulos y créditos, impulsó y protegió el desarrollo de la clase capitalista. El
capitalismo mexicano nació mucho antes que la Revolución pero maduró y se extendió
hasta llegar a ser lo que es gracias a la acción y a la protección de los gobiernos
revolucionarios. Al mismo tiempo, el Estado estimuló y favoreció a las organizaciones
obreras y campesinas. Estos grupos vivieron y viven a su sombra, ya que son parte del PRI.
No obstante, sería inexacto y simplista reducir su relación con el poder público a la del
súbdito y el señor. La relación es bastante más compleja: por una parte, en un régimen de
partido único como es el de México, las organizaciones sindicales y populares son la fuente
casi exclusiva de legitimación del poder estatal; por la otra, las uniones populares, sobre
todo las obreras, poseen cierta libertad de maniobra. El gobierno necesita a los sindicatos
tanto como los sindicatos al gobierno. En realidad, las dos únicas fuerzas capaces de
negociar con el gobierno son los capitalistas y los dirigentes obreros. Por último, no
contento con impulsar y, en cierto sentido, modelar a su imagen al sector capitalista y al
obrero, el Estado post-revolucionario completó su evolución con la creación de dos
burocracias paralelas. La primera está compuesta por administradores y tecnócratas;
constituye el personal gubernamental y es la heredera histórica de la burocracia
novohispana y de la porfirista. Es la mente y el brazo de la modernización. La segunda está
formada por profesionales de la política y es la que dirige, en sus diversos niveles y
escalones, al PRI. Las dos burocracias viven en continua osmosis y pasan incesantemente
del Partido al Gobierno y viceversa.
La descripción que acabo de hacer es apresurada y esquemática pero no es inexacta.
Por ella no es difícil comprobar que el poder central, en México, no reside ni en el
capitalismo privado ni en las uniones sindicales ni en los partidos políticos sino en el
Estado. Trinidad secular, el Estado es el Capital, el Trabajo y el Partido. Sin embargo, no es
un Estado totalitario, ni una dictadura. En la Unión Soviética el Estado es el propietario de
las cosas y de los hombres, quiero decir: es el dueño de los medios de producción, de los
productos y de los productores. A su vez, el Estado es la propiedad del Partido Comunista y
el Partido es la propiedad del Comité Central. En México el Estado pertenece a la doble
burocracia: la tecnocracia administrativa y la casta política. Ahora bien, estas burocracias
no son autónomas y viven en continua relación —rivalidad, complicidad, alianzas y
rupturas— con los otros dos grupos que comparten la dominación del país: el capitalismo
privado y las burocracias obreras. Estos grupos, por lo demás, tampoco son homogéneos y
están divididos por querellas de intereses, ideas y personas. Además, hay otro sector, cada
vez más influyente e independiente: la clase media y sus voceros, los estudiantes y los
intelectuales. La función de los frailes y los clérigos en Nueva España la desempeñan ahora
los universitarios y los escritores. El lugar que antes ocupaban la teología y la religión, lo
ocupa hoy la ideología. Por fortuna México es una sociedad más y más plural y el ejercicio
de la crítica —único antídoto contra las ortodoxias ideológicas— crece a medida que el país
se diversifica.
La acción de todas estas clases, grupos e individuos se despliega dentro de un
marco: el contexto internacional. Algunos países, a través de distintos grupos, influyen
indirectamente en la opinión, sobre todo entre los estudiantes, los periodistas y otros
sectores profesionales. A veces, como en el caso de Cuba, esa influencia no está en relación
ni con su poderío real —su fuerza militar es impresionante pero no es propia sino
dependiente de la Unión Soviética— ni con sus avances en materia económica, social o
cultural. En nuestro siglo la ideología no sólo es un vidrio de aumento: también es un cristal
deformante que produce toda clase de aberraciones —no cromáticas sino morales. En el
caso de los Estados Unidos, por el contrario, no es necesario acudir a la ideología para
explicarse las imágenes que provoca en la conciencia de los mexicanos: su poder es
múltiple y ha sido constante en nuestra historia desde hace siglo y medio. Un poder que es
económico, científico, técnico, militar y cultural. El poderío norteamericano asume la
forma de fascinación, es decir, suscita una reacción contradictoria hecha de atracción y
repulsión. Su influencia es particularmente profunda —y con frecuencia nefasta— en la
vida económica; asimismo, penetra en los dominios de la técnica, la ciencia, la cultura, la
sensibilidad popular y, claro, la política. La presencia de los Estados Unidos en la vida
mexicana es una evidencia histórica que no necesita demostración: posee una realidad
física, material. La observación que he hecho a propósito de la relación ambigua que
prevalece entre los sindicatos y el Estado mexicano, puede aplicarse a la que nos une con
Washington; quiero decir: es una relación de dominación que no puede reducirse pura y
simplemente al concepto de dependencia y que permite cierta libertad de negociación y de
movimientos. Hay un margen de acción. Por más estrecho que nos parezca ese margen, es
de todos modos considerablemente más amplio que el de Polonia, Hungría, Checoslovaquia
o Cuba frente a la Unión Soviética. Por supuesto, en momentos de crisis política la
influencia del Embajador de Estados Unidos en México puede ser —y de hecho ha sido—
tan importante y decisiva como la del Sátrapa del Gran Rey durante la guerra de
Peloponeso.
Los autores radicales que, a principios de siglo, se ocuparon de la historia social de
la Rusia pre-revolucionaria —Plejanov, Trotskv, Lenin— coincidían en señalar la debilidad
de la burguesía frente al Estado autoritario. Una de las características del capitalismo ruso
fue su dependencia del Estado zarista. La burguesía jamás logró liberarse del todo de la
tutela de la autocracia. Esta flaqueza le impidió finalmente llevar a cabo la tarea que, según
los marxistas, constituía su misión histórica: la modernización de Rusia. Toda la polémica
entre los bolcheviques y los mencheviques arranca de las distintas posiciones que unos y
otros adoptaron frente a esta situación. Aparte de la debilidad de la burguesía, hay que
mencionar otro factor que se omite con frecuencia: el Estado zarista no podía ser un agente
eficaz de modernización porque en su estructura, en sus cuadros dirigentes y en el espíritu
que lo animaba era todavía, en gran parte, un Estado patrimonialista, en el sentido en que
Max Weber emplea esta expresión. En suma, es indudable que la debilidad de la burguesía
rusa frente al Estado patrimonialista fue la causa determinante de la suerte ulterior de la
Revolución. La burocracia soviética, sucesora de la autocracia, se enfrentó a la tarea que
históricamente —según los marxistas— correspondía a la burguesía (la modernización)
pero el resultado fue diametralmente opuesto tanto a las previsiones de los mencheviques
como a las de los bolcheviques. La conjunción del poder político y del poder económico —
ambos absolutos— no produjo ni la revolución democrática burguesa ni el socialismo sino
la implantación de una ideocracia totalitaria.
He recordado el caso de Rusia porque, por más alejado que parezca, ilumina
indirectamente las peculiaridades de la situación mexicana. Como en la Rusia de principios
de siglo, el proyecto histórico de los intelectuales mexicanos y, asimismo, el de los grupos
dirigentes y el de la burguesía ilustrada, puede condensarse en la palabra modernización
(industria, democracia, técnica, laicismo, etc.). Como en Rusia, ante la relativa debilidad de
la burguesía nativa, el agente central de la modernización ha sido el Estado. Por último,
como en Rusia, nuestro Estado es el heredero de un régimen patrimonial: el virreinato
novohispano. No obstante, hay diferencias capitales. La primera: entre el Estado
novohispano y el moderno se interpone el breve pero imborrable período democrático de la
República Restaurada (1867-1876). La segunda: mientras el Estado totalitario liquidó a la
burguesía rusa, sometió a los campesinos y a los obreros, exterminó a sus rivales políticos,
asesinó a sus críticos y creó una nueva clase dominante, el Estado mexicano ha compartido
el poder no sólo con la burguesía nacional sino con los cuadros dirigentes de los grandes
sindicatos. Ya he apuntado que la relación entre los gobiernos mexicanos, los dirigentes
obreros y campesinos y la burguesía es ambigua, una suerte de alianza inestable no exenta
de querellas, sobre todo entre el sector privado y el público. Todo esto puede condensarse
en una diferencia que las engloba a todas y que es capital: mientras en Rusia el Partido es el
verdadero Estado, en México el Estado es el elemento substancial y el Partido es su brazo y
su instrumento. Así, aunque México no es realmente una democracia tampoco es una
ideocracia totalitaria.
Me falta mencionar otra característica notable del Estado mexicano: a pesar de que
ha sido el agente cardinal de la modernización, él mismo no ha logrado modernizarse
enteramente. En muchos de sus aspectos, especialmente en su trato con el público y en su
manera de conducir los asuntos, sigue siendo patrimonialista. En un régimen de ese tipo el
jefe de Gobierno —el Príncipe o el Presidente— consideran el Estado como su patrimonio
personal. Por tal razón, el cuerpo de los funcionarios y empleados gubernamentales, de los
ministros a los ujieres y de los magistrados y senadores a los porteros, lejos de constituir
una burocracia impersonal, forman una gran familia política ligada por vínculos de
parentesco, amistad, compadrazgo, paisanaje y otros factores de orden personal. El
patrimonialismo es la vida privada incrustada en la vida pública. Los ministros son los
familiares y los criados del rey. Por eso, aunque todos los cortesanos comulguen en el
mismo altar, los regímenes patrimonialistas no se petrifican en ortodoxias ni se transforman
en burocracias. Son lo contrario de una iglesia y de ahí que, a la inversa de lo que ocurre en
cuerpos como la Iglesia Católica y el Partido Comunista, los vínculos entre los cortesanos
no sean ideológicos sino personales. En las burocracias políticas y eclesiásticas el orden
jerárquico es sagrado y está regido por reglas objetivas y por principios inmutables, tales
como la iniciación, el noviciado o aprendizaje, la antigüedad en el servicio, la competencia,
la diligencia, la obediencia a los superiores, etc. En el régimen patrimonial lo que cuenta en
último término es la voluntad del Príncipe y de sus allegados.
En el interior del Estado mexicano hay una contradicción enorme y que nadie ha
podido o intentado siquiera resolver: el cuerpo de tecnócratas y administradores, la
burocracia profesional, comparte los privilegios y los riesgos de la administración pública
con los amigos, los familiares y los favoritos del Presidente en turno y con los amigos, los
familiares y los favoritos de sus Ministros. La burocracia mexicana es moderna, se propone
modernizar al país y sus valores son valores modernos. Frente a ella, a veces como rival y
otras como asociada, se levanta una masa de amigos, parientes y favoritos unidos por lazos
de orden personal. Esta sociedad cortesana se renueva parcialmente cada seis años, es decir,
cada vez que asciende al poder un nuevo Presidente. Tanto por su situación como por su
ideología implícita y su modo de reclutamiento, estos cuerpos cortesanos no son modernos:
son una supervivencia del patrimonialismo. La contradicción entre la sociedad cortesana y
la burocracia tecnócrata no inmoviliza al Estado pero sí vuelve difícil y sinuosa su marcha.
No hay dos políticas dentro del Estado: hay dos maneras de entender la política, dos tipos
de sensibilidad y de moral.
Lo mismo en Inglaterra que en Francia, los regímenes modernos se esforzaron
desde el principio por dotar al nuevo Estado burgués de una burocracia ad-hoc,
radicalmente distinta a la de las monarquías de los siglos XVII y XVIII. Mejor dicho, como
ha mostrado admirablemente Norbert Elias, las burocracias del siglo XIX y del XX, en
Occidente, se formaron dentro del Tercer Estado y la «nobleza de toga», en lucha
permanente contra la sociedad cortesana de los regímenes absolutistas. Por su origen, sus
métodos de trabajo, sus jerarquías y su moral, la nueva burocracia fue la negación del
patrimonialismo. Su evolución fue la misma de la burguesía, que pasó del derecho a la
economía y de la lógica jurídica a la lógica de la empresa privada. Así, impuso la
racionalidad económica, esencialmente cuantitativa, en el despacho de los negocios de
Estado. Exigencia imposible: el Estado no es una empresa. Las ganancias y las pérdidas de
una nación se calculan de una manera distinta a la que nos enseñan las reglas de
contabilidad. Ésta es una contradicción que el Estado burgués liberal no ha podido resolver.
Desde la perspectiva de la administración de las cosas, las burocracias de las sociedades
democráticas burguesas han sido incomparablemente superiores no sólo a las de las
antiguas monarquías sino a las de los Estados totalitarios de nuestros días. Agrego que,
además de ser más eficaces, han sido más humanas y más tolerantes. Pero esta superioridad
de orden profesional y moral se convierte en inferioridad si se pasa de la administración a la
política. La inferioridad se vuelve manifiesta en el dominio de las relaciones
internacionales.
Abundan los ejemplos de la ineptitud política de las democracias burguesas. Su
actitud ante Hitler fue una mezcla extraordinaria de inconsistencia y de ceguera. Al
principio, su intransigencia y su egoísmo frente a Alemania favorecieron él surgimiento del
nazismo; después, a veces por cálculo y otras por cobardía, fueron cómplices del dictador.
Su política con Stalin no fue más clarividente. La misma mezcla de realismo pérfido y a
corto plazo inspira su actitud ante las satrapías y tiranías del Nuevo y el Viejo Mundo. El
oportunismo no explica enteramente estas flaquezas e incoherencias. La falla es congénita y
ya apunté la razón más arriba: el Estado no es una fábrica ni un negocio. La lógica de la
historia no es cuantitativa. La racionalidad económica depende de la relación entre el gasto
y el producto, la inversión y la ganancia, el trabajo y el ahorro. La racionalidad del Estado
no es la utilidad ni el lucro sino el poder: su conquista, su conservación y su extensión. El
arquetipo del poder no está en la economía sino en la guerra, no en la relación polémica
capital/trabajo sino en la relación jerárquica jefes/soldados. De ahí que el modelo de las
burocracias políticas y religiosas sea la milicia: la Compañía de Jesús, el Partido
Comunista.
La naturaleza peculiar del Estado mexicano se revela por la presencia en su interior
de tres órdenes o formaciones distintas (pero en continua comunicación y osmosis): la
burocracia gubernamental propiamente dicha, más o menos estable, compuesta por técnicos
y administradores, hecha a imagen y semejanza de las burocracias de las sociedades
democráticas de Occidente; el conglomerado heterogéneo de amigos, favoritos, familiares,
privados y protegidos, herencia de la sociedad cortesana de los siglos XVII y XVIII; la
burocracia política del PRI, formada por profesionales de la política, asociación no tanto
ideológica como de intereses faccionales e individuales, gran canal de la movilidad social y
gran fraternidad abierta a los jóvenes ambiciosos, generalmente sin fortuna, recién salidos
de las universidades y los colegios de educación superior. La burocracia del PRI está a
medio camino entre el partido político tradicional y las burocracias que militan bajo una
ortodoxia y que operan como milicias de Dios o de la Historia. El PRI no es terrorista, no
quiere cambiar a los hombres ni salvar al mundo: quiere salvarse a sí mismo. Por eso quiere
reformarse. Pero sabe que su reforma es inseparable de la del país. La cuestión que la
historia ha planteado a México desde 1968 no consiste únicamente en saber si el Estado
podrá gobernar sin el PRI sino si los mexicanos nos dejaremos gobernar sin un PRI.
El tema de la Reforma Política, como se llama a las recientes tentativas del
Gobierno mexicano por introducir el pluralismo, merece una pequeña digresión. El PRI
nació de una necesidad: asegurar la continuidad del régimen post-revolucionario,
amenazado por las querellas entre los jefes militares sobrevivientes de las guerras y
trastornos que sucedieron al derrocamiento de Porfirio Díaz. Su esencia fue un compromiso
entre la auténtica democracia de partidos y la dictadura de un caudillo como en los otros
países de América Latina. El régimen nacido de la Revolución Mexicana vivió durante
muchos años sin que nadie pusiese en duda su legitimidad. Los sucesos de 1968, que
culminaron en la matanza de varios cientos de estudiantes, quebrantaron gravemente esa
legitimidad, gastada además por medio siglo de dominación ininterrumpida. Desde 1968
los Gobiernos mexicanos buscan, no sin contradicciones, una nueva legitimidad. La fuente
de la antigua era, por una parte, de orden histórico o más bien genealógico, pues el régimen
se ha considerado siempre no sólo el sucesor sino el heredero, por derecho de
primogenitura, de los caudillos revolucionarios; por la otra, de orden constitucional, ya que
era el resultado de elecciones formalmente legales. La nueva legalidad que busca el
régimen se funda en el reconocimiento de que existen otros partidos y proyectos políticos,
es decir, en el pluralismo. Es un paso hacia la democracia.
A la larga, si no se malogra, la Reforma Política realizará el sueño de muchos
mexicanos, sin cesar diferido desde la Independencia: transformar al país en una verdadera
democracia moderna. A corto plazo, sin embargo, es lícito dudar que baste con unas cuantas
medidas de orden legal para cambiar las estructuras políticas de una sociedad. En efecto,
ante todo hay que preguntarse: ¿cuáles son los partidos políticos que podrían disputarle al
PRI su dominación? Si descartamos a los partidos peleles que durante años han
desempeñado el papel de títeres en la farsa electoral, el único rival serio del PRI ha sido el
PAN. Es un partido nacionalista, católico y conservador que, como su nombre lo indica
(Partido Acción Nacional), estuvo emparentado en su origen con tendencias más o menos
influidas por el pensamiento de Maurras y de su Action Française (el monarquismo y el
antisemitismo excluidos). El PAN ha sido el eterno derrotado en las elecciones, aunque no
siempre legalmente. No hay que olvidar que el PRI no es un partido que ha conquistado el
poder: es el brazo político del poder. Hasta ahora sólo a unos cuantos les ha importado que
el PRI gane invariablemente las elecciones. Esta indiferencia explica por qué ni el PAN ni
ninguno de los otros grupos de oposición, de la derecha o la izquierda, han sido capaces de
organizar un movimiento de resistencia nacional. El descontento del pueblo mexicano no se
ha expresado en formas políticas activas sino como abstención y escepticismo. Hoy el
régimen busca una nueva legalidad en el pluralismo y en esto reside la novedad de la
situación. Pero la crisis del sistema político mexicano no ha beneficiado al PAN, que no ha
podido capitalizar en su favor el descontento contra el partido oficial. Al contrario: hoy el
PAN es más débil que hace quince años. Para colmo, desgarrado por luchas intestinas,
padece una suerte de crisis de identidad. Aunque trata de olvidar sus inclinaciones
autoritarias y «maurrasianas», no ha logrado convertirse en un partido demócrata cristiano.
¿Y los otros partidos?
El Partido Comunista mexicano, a pesar de que fue fundado hace más de cincuenta
años, antes que el PRI, es una agrupación pequeña, con nula o escasa influencia entre los
trabajadores. Sin embargo, gracias a su control de algunos grupos de estudiantes y, sobre
todo, a su dominación en varios sindicatos de empleados y profesores, se ha hecho fuerte en
las Universidades. El Partido Comunista de México es un partido universitario y esta
paradoja, que habría escandalizado a Marx, significa una conquista estratégica apreciable:
las Universidades son uno de los puntos sensibles del país. Desde hace poco, inspirado y
alentado sin duda por el ejemplo de los europeos (Italia, España y Francia), el Partido
Comunista de México se ha declarado partidario del pluralismo democrático, aunque sin
renunciar al «centralismo democrático» leninista. Este cambio implica en cierto modo una
autocrítica de su pasado stalinista. Por desgracia, no ha sido una crítica explícita; además,
ha sido demasiado tímida y está llena de lagunas y reticencias. Es revelador que el Partido
Comunista mexicano, en varias declaraciones y manifestaciones recientes, se haya
mostrado afín a las posiciones del Partido Comunista francés, el más conservador y
centralista de los tres grandes partidos europeos. (Althusser lo ha descrito hace unos meses,
en Le Monde, como una organización cerrada de tipo militar, una «fortaleza».) Otra
característica de la situación mexicana: la nula influencia de los intelectuales de izquierda
en esta evolución del Partido Comunista de México. El cambio de los Partidos Comunistas
europeos, como es sabido, se debe en buena parte a la crítica de sus intelectuales disidentes;
en México —salvo raras excepciones como las de José Revueltas, Eduardo Lizalde y otros
pocos más— los intelectuales marxistas han sido los fieles aunque poco imaginativos
apologistas del «socialismo histórico», a través de todas sus contradictorias metamorfosis,
de Stalin a Brejnev.
El Partido Demócrata Mexicano tiene orígenes semejantes a los del PAN, aunque su
clientela no es la clase media sino los campesinos pobres de la región central. Un partido
auténticamente plebeyo. Es el descendiente directo de la Unión Nacional Sinarquista, una
organización animada por un populismo nacionalista y religioso en el que no era difícil
reconocer, al lado de retazos de ideologías fascistas, las aspiraciones tradicionales de los
movimientos revolucionarios campesinos. Entre los sinarquistas todavía estaba viva la
tradición de los levantamientos agrarios, nota constante de la historia de México desde el
siglo XVII. Extraño amasijo: la hermandad religiosa, la falange fascista y la jacquerie
revolucionaria. El Partido Demócrata Mexicano atraviesa por una crisis de identidad
semejante a la del PAN, y no acaba de definir su nuevo perfil democrático. Sin embargo, a
pesar de ser un partido pobre lo mismo en recursos materiales que en ideas, tiene todavía
influencia entre los campesinos y la clase media pobre del centro del país. Un rasgo común
de estos partidos: los tres quisieran olvidar su pasado autoritario. Pero no acaban de
exorcisar las sombras de Maurras, Mussolini y Stalin… Una agrupación política que no
arrastra ningún pasado terrible y que surgió de un genuino anhelo de cambio social y
democrático: el Partido Mexicano de los Trabajadores. Nacido de la crisis de 1968, su
aparición fue vista con gran simpatía por muchos grupos de estudiantes e intelectuales;
asimismo, por los veteranos de los descalabros del movimiento obrero en el pasado. Por
desgracia, este partido todavía no ha sido capaz de formular un programa que le otorgue
fisonomía política y que lo distinga de los otros grupos de izquierda. Podría mencionar a
otros partidos independientes pero son minúsculos y sin fuerza apreciable.
El espectador más distraído descubre inmediatamente en este panorama dos grandes
ausencias. Una, la de un partido conservador como el Republicano de los Estados Unidos o
los partidos conservadores de la Gran Bretaña, Francia, Alemania y España; otra, la de un
auténtico partido socialista con influencia entre los trabajadores, los intelectuales y la clase
media. Esto último es lo verdaderamente lamentable y revela cruelmente una de las
carencias más graves de México y de América Latina: la inexistencia de una tradición
socialista democrática. ¿El pluralismo mexicano que prepara la Reforma Política estará
compuesto por partidos minoritarios y que difícilmente merecen el calificativo de
democráticos? Lo más probable es que ese remedo de pluralismo, lejos de aliviarla, agrave
la crisis de legitimidad del régimen. Si así fuese, el desgaste del PRI se acentuaría y el
Estado, para no disolverse, tendría que apoyarse en otras fuerzas sociales: no en una
burocracia política como el PRI sino, según ha sugerido recientemente Jean Meyer, en la
burocracia militar.[1] Hay, sin embargo, otro remedio. Pero es un remedio visto con horror
por la clase política mexicana: dividir al PRI. Tal vez su ala izquierda, unida a otras fuerzas,
podría ser el núcleo de un verdadero partido socialista.
La Reforma Política ha sido concebida por uno de los hombres más inteligentes de
México, un verdadero intelectual que es asimismo un político sagaz. Sin embargo, como se
ha visto, este proyecto se enfrenta al mismo muro que ha cerrado el paso a otras iniciativas
de nuestros intelectuales y hombres de Estado, de Juárez y los liberales de 1857 a nuestros
días. No es un muro de piedras ni ideas ni intereses: es un muro de vacío. Entre «la idea y la
realidad, entre el impulso y el acto, cae la sombra». Como en el poema de Eliot, ¿México es
«la tierra muerta, la tierra de cactos», cubierta de ídolos rotos y de imágenes apolilladas de
santos y santas? ¿No hacemos sino «dar vueltas y vueltas al nopal»? Pero ese nopal no es,
en nuestra mitología, la planta del reino de los muertos; al contrario: es la planta heráldica
de la fundación de México Tenochtitlán y sus frutos sangrientos simbolizan la unión del
principio solar y el agua primordial. Tal vez hemos equivocado el camino; tal vez la salida
está en volver al origen.
Aclaro: no condeno prematura y precipitadamente a la Reforma Política. Es
benéfica incluso dentro de sus limitaciones. Creo que hay que profundizarla y, por decirlo
así, democratizarla: descender del nivel de los partidos, que es el nivel de la ideología, al de
los intereses y sentimientos concretos y particulares de los pueblos, los barrios y los grupos.
En el caso de la Reforma Política, la expresión «volver al origen» quiere decir: tratar de
insertarla en las prácticas democráticas tradicionales de nuestro pueblo. Esas prácticas y
esas tradiciones —ahogadas por muchos años de opresión y recubiertas por unas estructuras
legales formalmente democráticas pero que son en realidad abstracciones deformantes—
están vivas todavía. Vivas en muchas formas de convivencia social y, sobre todo, vivas en
la memoria colectiva. Pienso, por ejemplo, en la democracia espontánea de los pequeños
pueblos y comunidades, en el autogobierno de los grupos indígenas, en el municipio
novohispano y en otras formas políticas tradicionales. Ahí está, creo, la raíz de una posible
democracia mexicana. Sólo que, para que la Reforma Política llegase al pueblo real, el
Estado tendría que comenzar por su autorreforma. Si democracia es pluralismo, lo primero
que hay que hacer es descentralizar. ¿Es posible? La otra tradición histórica mexicana es el
centralismo. En México la realidad de realidades se llama, desde Izcóatl, poder central.
Contra esa realidad se estrellaron los liberales y federalistas del siglo pasado. Además,
burocracia es sinónimo de centralismo y el Estado mexicano, como todos los del siglo XX,
inexorablemente tiende a convertirse en un Estado burocrático.
La situación de los partidos políticos es uno de los signos de la ambigua modernidad
de México. Otro signo es la corrupción. Desde la perspectiva de la persistencia del
patrimonialismo es más fácil entender este fenómeno. En todas las cortes europeas, durante
los siglos XVII y XVIII, se vendían los empleos públicos y había tráfico de influencias y
favores. Durante la regencia de Mariana de Austria, el privado de la reina, don Fernando
Valenzuela (el Duende de Palacio), en un momento de apuro del erario público, decidió
consultar con los teólogos si era lícito vender al mejor postor los altos cargos, entre ellos
los virreinatos de Aragón, Nueva España, Perú y Nápoles. Los teólogos no encontraron
nada en las leyes divinas ni en las humanas que fuese contrario a este recurso. La
corrupción de la administración pública mexicana, escándalo de propios y extraños, no es
en el fondo sino otra manifestación de la persistencia de esas maneras de pensar y de sentir
que ejemplifica el dictamen de los teólogos españoles. Personas de irreprochable conducta
privada, espejos de moralidad en su casa y en su barrio, no tienen escrúpulos en disponer de
los bienes públicos como si fuesen propios. Se trata no tanto de una inmoralidad como de la
vigencia inconsciente de otra moral: en el régimen patrimonial son más bien vagas y
fluctuantes las fronteras entre la esfera pública y la privada, la familia y el Estado. Si cada
uno es el rey de su casa, el reino es como una casa y la nación como una familia. Si el
Estado es patrimonio del Rey, ¿cómo no va a serlo también de sus parientes, sus amigos,
sus servidores y sus favoritos? En España el Primer Ministro se llamaba,
significativamente, Privado.
La presencia de la moral patrimonialista cortesana en el interior del Estado
mexicano es otro ejemplo de nuestra incompleta modernidad. Lo mismo en los estratos más
bajos —la sociedad campesina y sus creencias religiosas y morales— que en la clase media
y en la alta burocracia tropezamos con la mezcla desconcertante de rasgos modernos y
arcaicos. La modernización de México, iniciada a fines del siglo XVIII por los virreyes de
Carlos III, sigue siendo un proyecto realizado a medias y que afecta sólo a la superficie de
las conciencias. La mayoría de nuestras actitudes profundas ante el amor, la muerte, la
amistad, la cocina, la fiesta, no son modernas. Tampoco lo son nuestra moralidad pública,
nuestra vida familiar, el culto a la Virgen, nuestra imagen del Presidente… ¿Por qué? En
otros escritos he tratado de responder a esta pregunta. Aquí sólo repetiré que desde la gran
ruptura hispánica —la crisis del final del siglo XVIII y su consecuencia: la Independencia
— los mexicanos hemos adoptado varios proyectos de modernización. Todos ellos no sólo
se han revelado inservibles sino que nos han desfigurado. Máscaras de Robespierre y
Bonaparte, Jefferson y Lincoln, Comte y Marx, Lenin y Mao: si la historia es teatro, la de
nuestro país ha sido una mascarada ininterrumpida una y otra vez por el estallido del motín
y la revuelta. No predico el regreso a un pasado, imaginario como todos los pasados, ni
pretendo volver al encierro de una tradición que nos ahogaba. Creo que, como los otros
países de América Latina, México debe encontrar su propia modernidad. En cierto sentido
debe inventarla. Pero inventarla a partir de las formas de vivir y morir, producir y gastar,
trabajar y gozar que ha creado nuestro pueblo. Es una tarea que exige aparte de
circunstancias históricas y sociales favorables, un extraordinario realismo y una
imaginación no menos extraordinaria. No necesito recordar que el renacimiento de la
imaginación, lo mismo en el dominio del arte que en el de la política, siempre ha sido
preparado y precedido por el análisis y la crítica. Creo que a nuestra generación y a la que
sigue les ha tocado este quehacer. Pero antes de emprender la crítica de nuestras sociedades,
de su historia y de su presente, los escritores hispanoamericanos debemos empezar por la
crítica de nosotros mismos. Lo primero es curarnos de la intoxicación de las ideologías
simplistas y simplificadoras.
México, D. F., a 28 de marzo de 1978
II

HECHOS Y DICHOS

A Enrique Krauze
RESPUESTAS A DIEZ PREGUNTAS[*]

¿Qué puede decirnos de la ola de críticas que ha despertado el apoyo de algunos


intelectuales al actual gobierno?

Ya expliqué, en un artículo publicado hace poco en Excélsior, en qué consiste mi


actitud y cuáles son las razones que la inspiran. Es verdad que he expresado públicamente
apoyo a ciertas medidas recientes del gobierno —tales como la liberación de la mayoría de
los presos políticos y la voluntad de entablar un diálogo con la opinión independiente—
pero he subrayado, una y otra vez, que mi apoyo no era ni podía ser incondicional. Al
contrario, es crítico y condicional. Mis opiniones son las de un hombre que vive fuera del
sistema político mexicano: son opiniones independientes. También debo declarar que yo
nunca he dicho que apoyaba al régimen o al Presidente total o globalmente, sino —y el
matiz es importante— que apoyaba ciertas medidas tendentes a crear las posibilidades de
un debate democrático. Es indudable que esas posibilidades, por más modestas y precarias
que nos parezcan, existen ahora. Existen y debemos aprovecharlas.[1]
¿Acepta usted que existen diferencias entre sus opiniones y las de los estudiantes?

Bueno, no hay que exagerar. Existen diferencias de opinión con grupos aislados.
Lamento no coincidir con ellos. Al mismo tiempo, me parece que las diferencias de opinión
no sólo son inevitables sino que son saludables. Por lo demás, si no soy un adulador del
poder establecido, tampoco lo soy del poder juvenil. Un poder con el que es difícil dialogar
porque tiene mil cabezas, así como el poder institucional sólo tiene una. En México el
debate se complica precisamente por esa perpetua oscilación entre la gritería y el
monólogo… Pero, repito, no hay que exagerar nuestras diferencias con los jóvenes: son
menores y, sobre todo, frente a grupos minoritarios.
¿En qué consisten esas diferencias?

La diferencia capital, a mi juicio, consiste en la idea que unos y otros nos hacemos
sobre el sentido y las perspectivas de la crisis política que vive México. Para mí no es la
crisis final del régimen actual. Al contrario: es una crisis de crecimiento; y aún más: es la
consecuencia de los cambios que ha introducido en nuestra sociedad el relativo desarrollo
del último cuarto de siglo. La crisis del sistema mexicano se inició hacia 1958, en las
postrimerías del período de Ruiz Cortines, y se agudizó diez años después, en 1968.
Fundamentalmente consiste en lo siguiente: el desarrollo económico del país, por más
injusto y desigual que haya sido, ha provocado la aparición de nuevas fuerzas sociales.
Unas todavía dormidas y satisfechas, como la clase obrera; otras despiertas y críticas, como
los grupos estudiantiles y los intelectuales. Por cierto, quisiera decir aquí algo que se olvida
con frecuencia: la crítica de la sociedad contemporánea —una crítica que abarca tanto a sus
formas de vida como a sus creencias, a sus pasiones tanto como a su lenguaje— ha sido
primordialmente la obra de los poetas, escritores y artistas mexicanos, más que de los
teóricos de la política revolucionaria y de los ideólogos marxistas. Inclusive puede decirse
que contrasta la debilidad teórica de los ideólogos radicales —sin excluir a muchos de los
dirigentes estudiantiles— con el brillo, la pación y la verdad, de algunas de las obras de la
literatura y el arte contemporáneos de México. Naturalmente, la crítica de los escritores y
de los artistas no es una crítica ideológica: es una crítica que penetra en estratos de la
conciencia más profundos que la ideología.
Pero volvamos a nuestro tema: decía que en los últimos quince años han aparecido
nuevas fuerzas sociales que no encuentran lugar en el sistema político y económico de
México. O dicho de otra manera: hay un México moderno, plural, que no puede expresarse
porque le cierra el paso del monopolio político en íntima alianza con el monopolio
económico.
Hay una contradicción entre nuestra arcaica estructura política y los nuevos grupos
sociales que ha creado el desarrollo económico. Y en esta contradicción está la raíz, la
esencia de la crisis que vivimos.
¿Entonces hay, según usted, una contradicción entre la realidad social de México y
nuestro sistema político?

Exactamente. El sistema político mexicano es único en América Latina. Sólo que es


una singularidad, como me he esforzado en mostrar en Postdata y en otros escritos, que
comparte con todos aquellos países que, en el siglo XX, han realizado revoluciones, sean
éstas socialistas o sin ideología precisa como la nuestra y las de algunos países de Asia y
África. La teoría clásica preveía revoluciones en los países que hoy llamamos
desarrollados. La realidad del siglo XX ha desmentido esta idea: únicamente en países
subdesarrollados o atrasados, como la Rusia de 1917 o el México de 1910, para no hablar
de ejemplos más recientes, han estallado revoluciones. En todos esos países, apenas
conquistado el poder, los regímenes revolucionarios han tenido que enfrentarse al problema
del subdesarrollo. En efecto, para realizar el programa político y social de la revolución es
necesario primero desarrollar al país, industrializarlo, modernizarlo. El desarrollo exige, a
su vez, acumulación de capital, sea éste privado o estatal. Para esto es necesario suspender,
así sea provisional y parcialmente, el programa social y político de la revolución; y para
esto también es necesario crear una doble burocracia: una burocracia de técnicos y
administradores, y una burocracia política y policíaca. La primera se encarga de modernizar
la economía y la segunda tiene por misión garantizar la paz social, ya que si hay disturbios
o reclamaciones el proceso de desarrollo se interrumpe. La burocracia de técnicos y
administradores reintroduce la desigualdad social; la burocracia política suprime la
disidencia y la oposición. Y ambas burocracias suprimen a la revolución. Ésta ha sido la
tragedia de los países que llamamos socialistas.
¿Puede aplicarse este esquema a México?

No. El caso de México no se ajusta estrictamente a este esquema. El desarrollo de


México fue confiado, en buena parte, a los intereses privados y ha sido un desarrollo de tipo
capitalista. Además, hay otro factor: la influencia decisiva del imperialismo
norteamericano, que ha deformado nuestro desarrollo y ha contribuido a deshumanizarlo.
Pero la burocracia política, el Partido en sus tres encarnaciones pseudorreligiosas:
Nacional, Revolucionario e Institucional, ha realizado una función social semejante, aunque
no idéntica, a la del partido único de otros países. Digo que es semejante y no idéntica
porque nuestro partido no es ideológico: es una coalición de intereses.
¿En qué consiste el sistema político mexicano?

Es un sistema dual: el PRI y el Presidente. Sin el Presidente, el PRI no existiría; a su


vez, el PRI es el sustento social y político de nuestro régimen presidencialista: todos los
presidentes vienen del PRI. El sistema no es democrático pero nos salvó de un peligro
cierto y de un mal general en todos los países de América Latina, con excepciones
contadísimas como la de Chile: el caudillismo. Gracias al PRI no hemos tenido dictaduras
de tipo personal. El PRI nos impidió la recaída en el cesarismo; al mismo tiempo impuso la
dominación de una estructura burocrática impersonal.
¿Cuándo dejó de funcionar el sistema político mexicano?

El sistema político mexicano funcionó con cierta perfección durante unos treinta
años. Hacia 1958 se inició la crisis, como ya dije, y se agudizó en 1968. ¿En qué consiste la
crisis? En algo muy simple. La función política del PRI consistía y consiste en resolver de
un modo pacífico los conflictos políticos. El PRI representa un compromiso entre un
régimen de auténtica democracia y otro de fuerza. Fue una tentativa por encontrar
soluciones políticas a los conflictos políticos. En el momento en que el PRI se muestra
incompetente, como ocurrió en 1968, para resolver un problema político y el gobierno tiene
que acudir al ejército, a la policía o a la fuerza armada —o en el momento en que
intervienen grupos paramilitares como los Halcones… pues bien, en ese momento
precisamente el sistema entra en crisis. Aquí debo hacer tres observaciones. La primera es
que la crisis actual es una crisis de orden político, es la crisis del sistema que ha regido al
país durante los últimos cuarenta años; en segundo lugar, el fenómeno se circunscribe al
México desarrollado; y en tercer término, la crisis es una consecuencia de un cambio social:
la Revolución Mexicana, a pesar de que ha sido congelada y desfigurada, liberó ciertas
fuerzas sociales que ahora aparecen en la escena histórica. Una vez más: hay una
contradicción entre estas fuerzas sociales y la estructura política mexicana.
¿Cuáles son, a su manera de ver, las alternativas de la presente situación?

He dicho varias veces que solamente hay dos alternativas: la alternativa democrática
o la de la fuerza, la de la dictadura. La democratización, me apresuro a decirlo, no significa
la solución automática de los problemas de México pero es la vía, la única vía, para que
aparezcan a la superficie esos problemas. Los problemas y, sobre todo, las soluciones, las
posibles soluciones. Nuestros problemas son graves. El mayor es la disparidad entre el
México desarrollado y el México marginal. Al lado de este problema realmente inmenso,
hay otros también muy importantes. Por ejemplo, la terrible desigualdad social y cultural en
el México desarrollado; el problema demográfico; el de nuestra política internacional: es
urgente redefinir nuestras relaciones con Estados Unidos. Finalmente, hay algo que a mí me
parece decisivo: la reorientación de nuestro desarrollo. Hasta ahora el desarrollo económico
de México se ha hecho teniendo en cuenta el modelo norteamericano. No sólo eso: ha sido
un desarrollo impuesto por los intereses del capitalismo mexicano y del imperialismo
norteamericano. Ahora bien, el espectáculo de Nueva York o de cualquier otra gran ciudad
norteamericana, muestra que este desarrollo termina en la creación de vastos infiernos
sociales. Por supuesto también los programas pseudosocialistas de desarrollo han creado
sus infiernos. El ejemplo más perfecto de esto último es la Unión Soviética. Así pues,
nosotros tenemos que elaborar, de acuerdo con nuestra historia y nuestra tradición,
programas distintos de desarrollo. Algo imposible si no hay una atmósfera democrática en
México.
¿Y la otra alternativa?

La otra alternativa no es, como mucha gente piensa, la alternativa del statu quo. No:
es la regresión pura y simple. En 1968 se rompió el equilibrio y desde entonces México está
en movimiento. Ese movimiento es continuo e irreversible. Aunque nada lo detendrá, su
dirección no está determinada de antemano; puede ir hacia adelante o hacia atrás. Cada
paso que se da hacia la reforma democrática, por más pequeño que sea, nos lleva
necesariamente a dar otro paso; al mismo tiempo, cada vacilación, cada pausa, no significan
simplemente un alto, sino que se convierten fatalmente en un retroceso.
¿Cómo ve usted el porvenir inmediato?

Vivimos en una pausa. Después de los sucesos del 10 de junio, el Presidente le pidió
al Regente de la ciudad y al Jefe de la Policía que se fuesen. Un gesto excepcional en
cualquier parte del mundo y en México realmente inusitado. Creo que es la primera vez que
sucede. La medida presidencial conquistó la aprobación y la simpatía de la gran mayoría de
la opinión pública. El Presidente ganó nuestra confianza. Pero nuestra confianza, ya lo dije,
es condicional y crítica. El Presidente prometió una investigación y el castigo a los
culpables. Ahora el país entero espera, con angustia y con impaciencia, conocer los
resultados de esa investigación. Subrayo que la investigación tiene una doble importancia:
jurídica y política. Jurídica, porque se trata de un crimen y los culpables del crimen deben
ser castigados. En México los infractores de la ley, cuando son poderosos, conquistan con
frecuencia la impunidad. Si ahora se castiga a los culpables se habrá mostrado que México
empieza a vivir en un régimen de derecho. Además del aspecto jurídico y moral hay el
aspecto político: la existencia de grupos armados como el de los Halcones niega la
posibilidad de una apertura democrática. Por eso desde el 13 de junio un grupo de escritores
pedimos la disolución de esas bandas de delincuentes políticos. Pues lo que está en juego en
estos días, desde el punto de vista político, es saber si la gente puede manifestarse
libremente en las calles sin peligro de ser asesinada por bandas armadas y bajo el ojo
complaciente de la policía… Para terminar quisiera decir algo más: como yo creo que
México atraviesa por una crisis social, histórica, las medidas de fuerza no la resolverán sino
que la agravarán. Si la gente no puede manifestar en la calle y a pleno sol, la gente se
expresará en el subsuelo y en la oscuridad. En Postdata escribí algo que me parece
necesario repetir ahora. «La persistencia de la crisis agudizará en el porvenir inmediato las
luchas políticas. Esto último es seguro y no vale la pena preguntarse si habrá o no grandes
batallas políticas en México, sino si serán públicas o clandestinas, pacíficas o violentas. Se
trata de una pregunta que sólo el régimen tiene el privilegio —y la responsabilidad— de
contestar.»
México, a 14 de julio de 1971
BUROCRACIAS CELESTES Y TERRESTRES[*]

Cambridge, a 19 de enero de 1972


Sr. Adolfo Gilly,
Cárcel de Lecumberri, Crujía N,
México, D. F.
Su carta me llegó con muchísimo retraso. Desde octubre no resido en México
(aunque volveré dentro de unos meses). Por otra parte, sus editores nunca me enviaron su
libro, La Revolución interrumpida. Por fortuna, un amigo me prestó hace unos días un
ejemplar. Lo leí de un tirón. Su contribución a la historia de la Revolución Mexicana es
notable. No lo es menos la que hace a la historia viva, quiero decir, a la historia que en
México, en estos días, todos vivimos y hacemos (o, a veces, deshacemos). Usted ha dicho
varias cosas nuevas, ha recordado otras que habíamos olvidado y ha iluminado algunas que
nos parecían oscuras. Dicho esto, no le ocultaré mi desacuerdo con muchas de sus
afirmaciones. Pero como no se trata de escribir un estudio sobre su libro —aunque lo
merece— sino de cambiar ideas con usted, en lo que sigue me limitaré a comentar la parte
final, la más actual, para destacar rápidamente mis divergencias y mis convergencias.
Todos sabemos que desde hace unos cuantos años se ha iniciado una crisis histórica
en México. Estoy de acuerdo con usted en que todo intento por resolverla debe comenzar, a
pesar de las diferencias de la situación nacional e internacional, por una vuelta a la tradición
cardenista. Como un punto de partida, claro, no como una meta. La gran enseñanza del
cardenismo, su significación actual, reside en ser un ejemplo de lo que puede ser una gran
alianza popular y de las posibilidades históricas y sociales de un movimiento de esa índole.
Al mismo tiempo, nos enseña que hay que preservar la independencia de la alianza frente al
Estado y el Partido oficial, algo que no fue posible durante la época de Cárdenas.
Igualmente válido me parece lo que usted dice acerca de las tres grandes conquistas
—todavía vivas aunque desfiguradas— de la Revolución Mexicana: el ejido, las empresas
públicas descentralizadas y los sindicatos obreros. No sólo hay que defender esas
conquistas sino adaptarlas a las circunstancias actuales y, sobre todo, lograr que recobren su
función social original. El petróleo nacionalizado, por ejemplo, ha servido más que nada
para subvencionar a los empresarios industriales pero no, a pesar de su bajo precio, para
crear un buen sistema colectivo de transportes. Hay que re-socializar las conquistas del
pueblo mexicano, confiscadas por la burguesía para su provecho. Los grupos y grupitos que
menosprecian esta herencia y quieren comenzar todo de nuevo están condenados a una
suerte peor que la de los comunistas en la época de Cárdenas. En aquel entonces los
comunistas se convirtieron en el furgón de cola del lombardismo; ahora los grupitos se
están transformando en una minúscula orquesta crepuscular de ranas y grillos que toca una
delirante musiquita en las afueras de la realidad. El tema de esta estridente partitura, su
sonsonete, es «la revolución ahora mismo» pero su verdadero significado, lo que llaman los
psicoanalistas el contenido latente, es el suicidio político.
La alianza popular deberá englobar a los trabajadores del campo —ejidatarios y
otros—, a los de las empresas descentralizadas y a los obreros. Además, ha de comprender
a otros grupos que usted sólo menciona de paso: los técnicos, los estudiantes, los
profesores, los intelectuales, los trabajadores del sector terciario y otras capas de la clase
media. La aparición de estos grupos en la vida pública —y su existencia misma— es una de
las consecuencias del desarrollo económico de los últimos treinta años. Por eso no es
extraño que hayan sido los primeros en expresar de una manera articulada la oposición
crítica al actual estado de cosas. También han sido ellos los primeros en enunciar, así sea
confusamente, las aspiraciones populares, según lo mostraron palpablemente los sucesos de
1968. En cuanto a los técnicos: subrayo que han sido tradicionalmente, tanto en las
empresas descentralizadas como dentro del Estado, los defensores de la herencia
revolucionaria lo mismo frente al capitalismo nacional que ante el imperialismo. Por
último, no menciona usted a la enorme masa que emigra del campo a la ciudad y que vive
en los márgenes de la sociedad en situación permanente de subempleo. Yo los llamo los
«nómadas urbanos», aunque los verdaderos nómadas viajan con su cultura y sus
instituciones mientras que éstos, desarraigados de su mundo y despojados de todo, han sido
arrojados al vacío urbano. Su verdadera patria es el lote baldío. Por su mismo desamparo
material y por la pérdida de sus tradiciones, esos grupos pueden convertirse en instrumentos
de la violencia reaccionaria. (¿Cuál era sino ése el origen social de los Halcones y las otras
bandas paramilitares?) No obstante, la alianza popular podría cambiarlos: al insertarlos
dentro de un vasto movimiento de recuperación nacional, les abriría el camino para
conquistar su identidad social y psíquica. El camino de la vuelta a uno mismo pasa por los
otros… En fin, creo que a pesar de estas discrepancias, coincidimos en que es necesario y
posible constituir una gran alianza popular independiente.
Debo tocar ahora otro tema: las causas de la crisis actual y las razones del despertar
popular. Para esto es útil volver al ejemplo del periodo cardenista. Al analizar el origen del
gran viraje de 1933 que permitió la elección de Cárdenas a la Presidencia, usted menciona
los siguientes factores: las tendencias antiimperialistas y socializantes de un grupo activo
aunque minoritario dentro del PNR y el Estado (ignorado dogmáticamente por los
comunistas stalinistas); el recrudecimiento de las huelgas obreras; la situación del campo,
frustrado por la paralización de la reforma agraria y sacudido por brotes de violencia.
Olvida usted, me parece, la influencia del vasconcelismo. Cualesquiera que hayan sido sus
confusiones y sus errores, ese movimiento cumplió una función política importante si bien
negativa: hizo la crítica moral del callismo, denunció la corrupción de los revolucionarios
enriquecidos y le arrancó al régimen el antifaz democrático. El callismo perdió la autoridad
moral que le quedaba (ya bastante quebrantada después del asesinato de Obregón). El
renacimiento cardenista se explica por la conjunción de estas circunstancias: la existencia
de un ala izquierda dentro del PNR y el Gobierno; la energía social liberada por las
reformas de Obregón y del primer Calles, acumulada después durante el período de
represión y que hacia 1933 empezó a manifestarse en una serie de estallidos obreros y
campesinos; y el desgaste moral del callismo.
En su análisis de la situación internacional de esos días, subraya usted la existencia
en otras partes del mundo de movimientos más o menos similares, como el populismo de
los primeros años de Roosevelt y los Frentes Populares. En cambio, quizá minimiza usted
ciertos factores que podrían considerarse adversos, como el fascismo y el ascenso de Hitler.
Me interesa señalar la diversidad y pluralidad de tendencias del período, en contraste con la
uniformidad que sucedería a la segunda guerra mundial. Una de sus afirmaciones me parece
fantástica: «la revolución nacionalista de México pudo ir tan lejos durante la etapa
cardenista porque, aun cercada por el imperialismo, existía la Unión Soviética que, a pesar
de la política de su dirección, era un punto de apoyo objetivo para todos los progresos
revolucionarios de las masas del mundo». (Página 352.) Confieso que no veo cómo, dónde
o cuándo la Unión Soviética fue «un punto de apoyo objetivo» para el movimiento
mexicano. ¿Podría dar usted un ejemplo concreto? En realidad, la situación internacional
ofreció una coyuntura favorable a la política de Cárdenas por una razón esencial que usted
omite y que nada o muy poco tiene que ver con las luchas del proletariado internacional: las
querellas entre las grandes potencias. Sólo en un mundo dividido en varios grupos —
Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, Alemania e Italia, Unión Soviética, Japón— podía
desplegarse una política nacionalista y antiimperialista como la de Cárdenas sin peligro de
convertirla en un instrumento de ésta o aquella gran potencia. La polarización del mundo en
dos bloques, nefasta consecuencia de la segunda guerra, canceló automáticamente y por un
largo período la posibilidad de movimientos revolucionarios independientes.
Podemos ahora volver los ojos hacia el contexto contemporáneo para tratar de
descifrarlo. En los treinta años que nos separan del cardenismo hemos asistido a la gradual
división de México en dos países: uno relativamente desarrollado y otro miserable y
estancado. Sufrimos dos tipos de desigualdades: una horizontal de región a región (la
miseria de Oaxaca, digamos, frente a la modesta prosperidad de Sonora o Sinaloa) y otra
vertical entre clase y clase en el interior de cada región. En el México moderno o en vías de
modernización, el innegable desarrollo económico ha creado clases y grupos (una clase
media y un nuevo proletariado) que no encuentran acomodo en las estructuras políticas
existentes y que tampoco comparten, así sea en proporción modesta, las fabulosas
ganancias de los últimos años. Así pues, hay una contradicción entre la realidad social de
estos grupos y los monopolios económicos y políticos que constituyen la gran burguesía y
el PRI. Esta contradicción es el origen de los sucesos de 1968 y el secreto de la popularidad
del movimiento estudiantil. Esta contradicción, a su vez, está contenida en otra: la
disparidad entre el México desarrollado y el estancado. La conjunción de estas dos
contradicciones es el fondo de la crisis actual. No se puede entender el sentido de la crisis si
no se acepta que es, por una parte, la consecuencia del crecimiento del primer México, y,
por la otra, la expresión de la contradicción entre ese crecimiento y el estancamiento del
segundo México. La unión de ambas contradicciones pone en entredicho las estructuras
económicas y políticas en que se funda el sistema de jerarquías y privilegios de la sociedad
mexicana contemporánea.
El segundo México es el que ha pagado la industrialización y el relativo progreso
del primero. Ahora comienza de nuevo a agitarse y revolverse. Como no posee canales
políticos para expresarse (no sólo se le ha esquilmado sino que se le ha condenado a la
mudez), se manifiesta por señas que debemos interpretar —desde el gesto pasivo de la
emigración a la ciudad y a los Estados Unidos hasta el gesto activo de la violencia, como en
los secuestros y otros actos de terrorismo. Pero la violencia terrorista no es un lenguaje sino
un grito, quiero decir, no es una solución sino que es el tiro por la culata de la
desesperación. La solución es la organización política, algo que el segundo México no
puede hacer sino en estrecha alianza con las fuerzas inconformes del primer México. A su
vez, la acción del primer México debe comenzar por el comienzo: el deshielo de las
organizaciones populares, esto es, la liquidación de las usurpaciones burocráticas y del
charrismo en los sindicatos y en las otras asociaciones. Concluyo: aunque las causas de la
crisis no sean idénticas a las de la crisis que precedió al cardenismo, el método y el
instrumento para resolverla es análogo: la alianza popular.
La fórmula de la alianza popular postula implícitamente algo que lo mismo la
derecha y el PRI que la antigua izquierda y los grupitos se niegan obstinadamente a
reconocer: el carácter plural del México contemporáneo. Hay una oposición entre el
México real, diverso y múltiple, y los monolitismos económicos, políticos e ideológicos. La
pluralidad es el enemigo de los monopolios políticos (PRI), económicos (burguesía e
imperialismo) e ideológicos (sectarismos). Al mismo tiempo el pluralismo mexicano, la
realidad real de nuestro país, coincide con el deshielo, todavía tímido pero que nada ni
nadie detendrá, de los bloques internacionales. La hegemonía ruso/americana pertenece al
pasado. Las alianzas se deshacen y se rehacen: Nixon visita Pequín, Moscú busca la
amistad de Tokio, Europa Occidental no tardará en encontrar una política internacional
propia y que corresponda a su poderío. Todo esto significa que los países como México
tendrán más y más una mayor capacidad de maniobra internacional. En esto el ejemplo de
Cárdenas también sigue siendo actual: negoció con tirios y troyanos sin comprometer jamás
la independencia nacional.
¿Es viable la alianza popular? Sobre esto usted ha dicho algo capital: desde los días
de Obregón, los gobiernos mexicanos han tenido que hacer frente a la doble necesidad de
controlar a las masas (y de ahí el PRI y sus tentáculos burocráticos en las organizaciones
obreras y campesinas) y de apoyarse en ellas (y de ahí la «apertura» actual). Esta
contradicción, tercamente ignorada por muchos análisis pseudomarxistas, es una de las
condiciones de posibilidad del renacimiento de las fuerzas populares. Como este punto es
axial debo tratarlo con alguna extensión. Aunque usted ha visto con gran claridad la
paradójica naturaleza del Estado mexicano —éste es uno de los hallazgos más brillantes de
su libro— su explicación del fenómeno me parece, otra vez, fantástica. Dice usted: «El
obregonismo fue el modelo al que quedaron atados después todos los gobiernos de la
burguesía mexicana. Nunca pudieron aplastar a las masas ni desorganizarlas. No sólo
debieron permitir la organización de las masas sino que tuvieron que depender de ellas,
controlándolas…» Para usted la razón de esta extraña conducta de los gobiernos mexicanos
es la siguiente: «Si la revolución rusa no hubiera triunfado en 1917, la revolución mexicana
no habría encontrado un punto de apoyo mundial para evitar que su reflujo se convirtiera en
desbande…» (página 338). Francamente, por más esfuerzos que hago, no comprendo cómo
la Revolución Rusa pudo influir en la derrota de Carranza y en la victoria de Obregón. Me
refiero a una influencia real, traducida en hechos concretos. Veo, sí, una vaga influencia
ideológica sobre todo entre grupos de intelectuales de la clase media.[1] Usted cree y quiere
hacernos creer que la sola existencia de la Unión Soviética, sin que mediase ningún acto
real de su parte, preservó a la Revolución Mexicana e impidió que fuese aniquilada por la
burguesía y el imperialismo.[2] Aparte de que eso es mucho creer, ¿por qué esos mismos
poderes para obrar a distancia y de una manera intangible (ésa es la doctrina neo-platónica
de las emanaciones, ni más ni menos) no salvaron a otras revoluciones de Europa, Asia y
América?
No, el secreto de la contradicción del Estado mexicano, condenado simultáneamente
a depender de las masas y a controlarlas, no está en las emanaciones de la revolución
mundial sino en la naturaleza misma de ese Estado. Hay un rasgo que distingue al gobierno
mexicano de todos los gobiernos burgueses: el Partido. La existencia del Partido como un
órgano constitutivo y esencial del Estado mexicano post-revolucionario es algo que espera
todavía un análisis. La mayoría de los especialistas en estos temas esquiva el problema;
otros se limitan a una descripción y a observaciones sueltas; otros más, los marxistas,
afirman mecánicamente que el PRI y el Estado son una simple expresión de la burguesía.
Usted, marxista, afirma también que el Estado mexicano (y por tanto el PRI), es una
expresión de la burguesía. No obstante, marxista inteligente, no tiene más remedio que
acudir a definiciones que usted mismo llama «complicadas»: «el cardenismo fue un
gobierno nacionalista revolucionario y antiimperialista al frente de la forma peculiar de
Estado capitalista surgido de la revolución agraria de 1910-1920» (página 351). En un
pasaje anterior (página 345) dice: «las características peculiares del aparato político del
Estado burgués surgido de la Revolución y obligado a depender de las masas…» (Todos los
subrayados son míos.) Si dejamos en su estuche los anteojos conceptuales del marxismo
escolástico, encontraremos probablemente una explicación más simple de las
peculiaridades del Estado mexicano. Una explicación que, según usted verá, las disuelve en
un fenómeno de orden general: la aparición, en el siglo XX y en escala internacional, del
Estado burocrático.
El Partido es una burocracia de especialistas en la organización y en la
manipulación de las masas. Su influencia se extiende horizontalmente sobre todo el país y,
verticalmente, desciende hasta el ejido, el sindicato, el municipio y la cooperativa. A través
de sus avatares y cambios de color (PNR, PRM y PRI) no ha cambiado de función: es el
órgano de control de las masas pero asimismo, hasta hace algunos años y más mal que bien,
era su órgano de expresión. Precisamente la manifestación más inmediata y aguda de la
crisis actual reside en que el PRI, aunque sigue controlando a las masas, ha dejado
enteramente de expresarlas. De todos modos, la supervivencia del Partido revela que es un
órgano esencial del Estado mexicano post-revolucionario. Se trata de un rasgo que, por una
parte, lo distingue de todos los Estados burgueses y que, por la otra, comparte con los
países llamados «socialistas» del Este europeo y de otras partes. Este rasgo aparece
también, aunque en forma menos pura, en todos aquellos países del tercer mundo en donde
han triunfado revoluciones populares o movimientos de liberación nacional, como Egipto.
Puesto que en otra parte me he ocupado del tema, aquí sólo recordaré que el nacimiento de
las burocracias políticas del siglo XX, es el resultado de revoluciones en países
insuficientemente desarrollados y sin tradiciones democráticas.[3] El Partido, en el sentido
especial que ha adquirido esta palabra en nuestro siglo, es la consecuencia de dos omisiones
históricas, una internacional y otra nacional: la ausencia de la revolución proletaria en los
países desarrollados y la ausencia (o la debilidad) de una burguesía nativa capaz de llevar a
buen término la industrialización del país. Allí donde se produce con toda pureza el
fenómeno, como en Rusia, la revolución liquida a la burguesía pero la burocracia política
asume la dirección del Estado y de la economía; en otros casos, como el de México, la
burocracia política se convierte en la aliada y en el rival, simultáneamente, de la burguesía
pero sin confundirse enteramente con ella. En ambos casos la burocracia se proclama la
heredera y continuadora del movimiento revolucionario. En Postdata y aun antes, en El
laberinto de la soledad, había ya señalado que la burguesía mexicana post-revolucionaria
es, parcialmente al menos, una criatura del Estado mexicano. Lo que no había mostrado de
un modo claro es la dialéctica de oposición/alianza que une al Estado y a la burguesía, sin
fundirlos del todo. Se trata de la contrapartida de la otra relación contradictoria que usted ha
descubierto y que alternativamente lleva al Estado (y al Partido) a depender de las masas y
a dominarlas.
Como usted sabe muy bien, el fenómeno de la sociedad burocrática preocupó
mucho a Trotsky. Una primera formulación del problema se encuentra en La revolución
traicionada. Más tarde, como el asunto provocase enconadas discusiones en el seno de la
IV Internacional, Trotsky le dedicó, un poco antes de ser asesinado, un artículo que fue su
último texto teórico (La Unión Soviética en la guerra, 1939). Haré un brevísimo resumen.
Ante el carácter jerárquico y autoritario de la sociedad soviética, Trotsky se preguntó cuál
era su verdadera naturaleza, es decir, su composición social, las relaciones entre las clases y
los medios de producción y la determinación de la clase que ejercía efectivamente la
dominación económica y política. Después de desechar la hipótesis del capitalismo de
Estado, llegó a la conclusión de que se trataba de un Estado obrero degenerado, «una
sociedad contradictoria a medio camino entre el capitalismo y el socialismo». Estado
obrero porque el proletariado había tomado el poder sin haber consumado totalmente la
transformación socialista; degenerado porque «aunque los medios de producción
pertenecen al Estado, éste pertenece, por decirlo así, a la burocracia». La degeneración, la
enfermedad social del Estado y de la sociedad, era la burocracia y su encarnación visible el
Secretario General del Partido, Stalin. Pero la enfermedad no era constitucional: Trotsky se
negó siempre a considerar a la burocracia como una clase, ya que su dominación no se
fundaba en la propiedad de los medios de producción. La burocracia era una casta
usurpadora y de ahí que no constituyese realmente una alternativa histórica. A medio
camino entre el capitalismo y el socialismo, la Unión Soviética resolvería la contradicción
que le desgarraba ya por la victoria del socialismo (liquidación de la usurpación burocrática
stalinista) o por la restauración del capitalismo. Ninguna de las dos alternativas se ha
realizado.
Al final de su vida, durante su polémica con algunos miembros de la sección
norteamericana de la IV Internacional, Trotsky modificó un poco sus puntos de vista y
admitió una posibilidad (que él juzgaba remotísima): el «colectivismo burocrático».
Trotsky tomó esta expresión de Bruno R.,[4] un revolucionario italiano autor de un libro
muy poco conocido pero muy plagiado: La bureaucratisation du monde (1939). A lo largo
de su artículo Trotsky repetía, en esencia, sus argumentos sobre la burocracia como una
casta y no una clase. También criticaba a Bruno R. por ignorar —a pesar de las semejanzas
entre los tres regímenes— todo lo que distinguía a la Unión Soviética de Alemania e Italia:
en la primera el Estado poseía los medios de producción mientras que en las segundas se
había conservado intacta la propiedad capitalista. No obstante, al final decía que si el
régimen burocrático se revelase no como una excrecencia pasajera y regresiva del Estado
obrero sino como una nueva forma social de opresión y si, al mismo tiempo, «el
proletariado internacional se mostrase realmente incapaz de realizar la función que le
asigna el desarrollo de las fuerzas históricas, no quedaría sino reconocer abiertamente que
el programa socialista, basado en las contradicciones internas de la sociedad capitalista, se
ha revelado finalmente como una utopía». Y agregaba con decisión y generosidad
características: «Entonces sería necesario formular un nuevo programa mínimo para
defender a los esclavos de la sociedad burocrática totalitaria.» Ignoro qué nombre daría hoy
Trotsky, si viviese, a la Unión Soviética y a los países que viven bajo su influencia. En
cuanto a mí, debo decirle con franqueza que llamarlos «Estados obreros», como usted lo
hace, me parece un piadoso autoengaño.
La supervivencia de la burocracia soviética y su proliferación en muchos otros
países revela que no es una enfermedad pasajera del Estado nacido de la Revolución. Ahora
bien, si no es una casta ¿qué es? Muchos afirman, el último ha sido Djilas, que se trata bel
et bien de una clase, la «nueva clase». Es difícil saber quién tiene razón. Por una parte, la
burocracia «socialista» no posee los medios de producción y por tanto no puede
perpetuarse, como las otras clases de la historia, a través de la herencia. Por otra parte, al
dominar totalmente al Estado, posee los medios de producción sin necesidad de certificados
de propiedad. Asimismo, se perpetúa no a través de títulos hereditarios sino por la
educación y otros medios que colocan a sus hijos en el círculo interno de los grupos
dominantes. La situación histórica de la burocracia es «ilegítima» pero ¿no sucede lo
mismo en las sociedades capitalistas? La burguesía gobierna en nombre del pueblo y la
burocracia en nombre del proletariado. Por último, hay algo innegable: sea casta o clase, la
burocracia posee una notable cohesión social que la distingue y separa de los otros grupos y
capas de la sociedad… Es tentador comparar a las burocracias «socialistas» con las
tecnocracias de Occidente, tal como han sido descritas por Robert Morris, J. K. Galbraith y
otros economistas. Las diferencias no son menos significativas que las semejanzas. Entre
las primeras: la burocracia soviética fue el resultado de una revolución en un país
insuficientemente desarrollado y cercado de enemigos; las tecnocracias son la expresión de
un capitalismo avanzado. Otra diferencia: los tecnócratas controlan las grandes
corporaciones y capturan al Estado capitalista: van de la economía y la técnica a la política;
las burocracias controlan al Estado y desde ahí dominan la vida económica: van de la
política a la técnica y a la economía. Movimientos divergentes que a la postre se resuelven
en una convergencia: el Estado tecno-burocrático en el que las consideraciones de
hegemonía y por tanto de orden militar tienen la prioridad.
¿Y la burocracia política mexicana? Es evidente que, en el sentido tradicional de la
palabra, no es una clase. No le conviene tampoco la denominación de casta. (La misma
observación habría que hacer por lo que toca a las burocracias «socialistas»: no son
realmente castas. Este término debería reservarse exclusivamente, si se desea manejar un
vocabulario con un mínimo de exactitud, a las castas [jeti] de la India.) Aunque la
burocracia política mexicana no es una clase, sí es una entidad social relativamente
independiente y que posee rasgos únicos, distintivos. No se caracteriza, socialmente, por la
propiedad de los medios de producción ni por la condición asalariada sino por el control de
las organizaciones populares desde los niveles más bajos hasta los más altos. Es una
sociedad dentro de la sociedad. A pesar de no poseer una ideología coherente ni un «sistema
del mundo» —ese gran cemento invisible de las iglesias y, ahora, de las burocracias
«socialistas»— su cohesión social está a prueba de cambios de rumbo y de crisis de
conciencia. El Partido ha cambiado de dirección ideológica tres veces por lo menos (PNR,
PRM y PRI) sin que se haya quebrantado la disciplina ni hayan surgido cismas graves. Si la
fábrica intelectual del Partido es gaseosa y cambiante, su fábrica social es inconmovible. El
origen de los grupos que forman el Partido no ha variado desde la época de su fundación,
hace cuarenta años: la pequeña burguesía y, en menor proporción, la aristocracia obrera y
campesina. Hoy estrechamente aliado a la burguesía, el Partido no es una agrupación de
burgueses ni de propietarios. Sus dirigentes llegan a serlo pero en general, cuando lo
logran, dejan la política activa y se dedican a «sus negocios». Sociedad jerárquica pero
abierta, sociedad que abre el camino de los privilegios y del poder a los que poco o nada
tienen, mitad orden religiosa y mitad agencia de empleos, hermandad y mutualidad, el
Partido otorga a sus miembros un sentimiento de identidad social. Esto es precioso porque
es algo que el mundo moderno niega a los hombres: esa seguridad que da saberse parte de
una comunidad y, a través de ese saber, sentirse al fin uno mismo. La enajenación, en el
sentido recto de este manoseado vocablo, es doble: el Partido enajena a sus miembros pero
también se enajena a sí mismo. Quiero decir: no se concibe como un partido, una parte de
México, sino que se proyecta como una totalidad —es la nación entera con su pasado, su
presente y futuro. El Partido es la Revolución y el Pasado y el Porvenir, es Juárez y Doña
Josefa Ortiz de Domínguez, Madero y Moctezuma Ilhuicamina, las Pirámides de
Teotihuacán y el Monumento a la Madre. Todos los tiempos y todos los espacios: en su
seno desaparecen todas las contradicciones. Es la totalidad: fuera del Partido los mexicanos
no tienen ni realidad política ni realidad histórica.
Pese a su pretensión de totalidad, el Partido vive en inestable equilibrio entre la
burguesía y las masas: con la primera están sus intereses y con las segundas su posibilidad
de supervivencia. Por eso no se confunde ni con una ni con las otras. Esta situación
contradictoria no es única en la historia. Incluso podría decirse que ésa ha sido la suerte de
todas las grandes burocracias políticas del pasado. Durante más de dos mil años los
mandarines vivieron en perpetua rivalidad y compromiso con otros poderes y fuerza
sociales. Como el PRI, tenían necesidad de apoyarse en las masas para enfrentarse a sus
rivales sucesivos, pactar con ellos o derrotarlos: primero la antigua aristocracia feudal,
después el «partido de los eunucos» —y siempre el ejército. El sinólogo Etienne Balazs ha
escrito sobre esto un libro que arroja indirectamente mucha luz sobre la historia del
siglo XX (La bureaucratie céleste, 1969). Vale la pena detenerse un instante en el tema del
régimen de los mandarines en la antigua China y hacer una breve digresión. Tres
conclusiones se desprenden, a mi juicio, del libro de Balazs y las tres, según verá usted,
tienen una relación pertinente con la situación contemporánea en México y en otras partes
del mundo.
La primera se refiere a las etapas de la evolución histórica. En general se pretende
que hay un proceso inexorable y necesario que va de la sociedad esclavista al feudalismo,
de éste al capitalismo y después al socialismo y así sucesivamente. La llamada época Chou
puede considerarse, hasta cierto punto, como el equivalente del feudalismo de Occidente,
pero la crisis en que termina la sociedad feudal china no se resuelve por el tr iunfo del
capitalismo sino por el de la burocracia de los mandarines. Max Weber y el sinólogo
norteamericano Joseph R. Levenson habían llegado a resultados semejantes en sus análisis
de la sociedad china. Así pues, ni el proceso es inexorable y necesario (la historia no es
enteramente previsible) ni puede hablarse de un desarrollo único para todas las sociedades:
la historia universal revela más bien una pluralidad de caminos y direcciones. La teoría del
desarrollo único es una teoría etnocentrista que consiste en aplicar el modelo histórico de
Occidente a todas las sociedades. La segunda conclusión se refiere al carácter ambiguo de
las relaciones de los mandarines con las otras clases y fuerzas sociales y a la duración
extraordinaria de ese sistema de pactos, alianzas y compromisos. Desde la proclamación de
la dinastía Chin en 246 antes de Cristo hasta la proclamación de la República en 1912, los
mandarines conservaron el poder pero nunca totalmente y siempre en inestable compromiso
con otros grupos y clases. En cierto modo esto le daría la razón a Trotsky: la burocracia es
un régimen de excepción que nunca resuelve las contradicciones básicas de una sociedad.
Bajo los mandarines China vivió a medio camino entre el feudalismo y el capitalismo. Pero
un régimen que dura más de dos mil años no puede llamarse transitorio, por más triste que
sea reconocerlo. Finalmente, gracias a su relativa independencia frente al Trono, del cual
dependía y al cual debía controlar, la burocracia inventó la institución de la censura (al
Emperador) y creó entre los letrados una hermosa tradición de crítica a los poderosos. Allí
donde la burocracia no tiene rivales, como en los países «socialistas», suprime la crítica. La
libertad (relativa) de crítica que tenemos en México se debe a las mismas razones que
llevaron a los mandarines a inventar la censura del Emperador; quiero decir, es una
consecuencia de la pluralidad social y política de nuestro país tanto como de la situación
paradójica a que hace frente el grupo gobernante.
Es importante destacar la relativa independencia del Estado mexicano y de su
órgano político porque de otra manera se corre el riesgo de no ver cuáles son los verdaderos
términos de la disyuntiva actual. Si es cierto que el Estado está condenado a la
contradicción que consiste en apoyarse en las masas y en controlarlas, hay que tener el
valor de extraer la conclusión lógica de esa proposición: el Estado se apoya en las masas
contra o frente a la burguesía y el imperialismo, el Estado las controla para convivir o
pactar con ellos. Ése es el dilema del Estado y del Partido, pero ése no es el dilema de la
burguesía. Para la burguesía la disyuntiva es otra: gobernar con el Estado y el PRI o sin
ellos. ¿Con quién entonces? Con el Ejército o con grupos y fuerzas paramilitares como los
Halcones. Por tanto, las alternativas reales son: reforma democrática y social o violencia
reaccionaria. Con cierta ligereza la izquierda incurre en violencias meramente verbales y
ahora, con los secuestros, recurre a gestos de violencia simbólica. Pero el verdadero peligro
de subversión está del otro lado: la alta burguesía puede sentir la tentación de romper su
alianza con el PRI y recurrir a la fuerza. ¿Ha leído usted Tiempo mexicano, el reciente libro
de Carlos Fuentes? En esas páginas la crónica política conquista un rango literario —épico,
burlesco, lírico, pasional— que hace muchísimo no tenía en nuestra lengua ni en otras
(Mailer sería el otro caso en lengua inglesa— ¿pero quién en Francia?). Pues bien, uno de
los textos más impresionantes de ese libro es La muerte de Rubén Jaramillo. Ésa es la otra
alternativa de México y contra ella debemos luchar. De nuevo: alianza popular
independiente o violencia autoritaria.
He mencionado varias veces los avances económicos de los últimos decenios.
Vuelvo ahora al tema pero para tratarlo desde otro punto de vista: el de la búsqueda de
modelos distintos de desarrollo. Desde hace unos cuantos años los mexicanos —pienso en
los que pertenecen a la porción más o menos desarrollada del país— tienen ya una
experiencia directa de lo que es la sociedad industrial. Al principio, la saludaron con
entusiasmo; ahora muchos la miran con desconfianza y otros con horror. La experiencia ha
sido negativa. No le repetiré lo que usted sabe: las incomodidades, las angustias, las
penalidades, los peligros, las ignominias, los crímenes, la contaminación psíquica, el aire
emponzoñado… Los que viven en la ciudad de México ya tienen una idea de lo que es vivir
en Nueva York, Moscú o Tokio. Así pues, está en entredicho no sólo el desarrollo capitalista
sino la noción misma de desarrollo. Este tipo de crítica no se encuentra en el marxismo,
creyente en el progreso y en la técnica; en cambio, aparece en el llamado «socialismo
utópico». La sociedad armoniosa no es una sociedad progresista, aunque Fourier haya
querido fundarla en los progresos de la ciencia. Nadie pretende, por lo demás, renunciar a la
ciencia. Tampoco podríamos, aunque quisiéramos, prescindir de la técnica: estamos
condenados a vivir con ella y en ella. Pero no estamos condenados a ser sus esclavos. La
tradición del «socialismo utópico» cobra actualidad porque ve en el hombre no sólo al
productor y al trabajador sino al ser que desea y sueña: la pasión es uno de los ejes de toda
sociedad por ser una fuerza de atracción y repulsión. A partir de esta concepción del
hombre pasional podemos concebir sociedades regidas por un tipo de racionalidad que no
sea la meramente tecnológica que priva en el siglo XX. La crítica del desarrollo en sus dos
vertientes, la del Oeste y la del Este, desemboca en la búsqueda de modelos viables de
convivencia y desarrollo.
Al hablar de modelos viables señalo que, incluso si no son inmediatamente
realizables, no son imaginarios. Tampoco son geometrías ideales fuera del espacio y el
tiempo. Muchas veces esos modelos existen ya en la práctica social, así sea en forma
embrionaria. Le daré un ejemplo de lo que quiero decir. En la página 358 de La Revolución
interrumpida escribe usted: «La persistencia del ejido no se debe a que haya tenido éxito
económico… No es una cuestión económica sino social… No es la economía, es la
conciencia alcanzada por los campesinos de no retroceder a la propiedad privada y el apoyo
que esa conciencia ha encontrado en la revolución mundial…» De nuevo, da usted en el
clavo pero inmediatamente, movido por sus creencias progresistas e historicistas, ahoga su
hallazgo original en consideraciones más o menos fantásticas sobre el desarrollo histórico.
(Observará usted que lo que para usted es real, dueño de una racionalidad porque está
sujeto a las supuestas leyes de la historia, para mí resulta casi siempre ideal o, más bien,
fantasía ideológica.) La persistencia del ejido se explica no por la influencia de la
revolución mundial sino por motivos de orden histórico, cultural y antropológico: la
propiedad ejidal está estrechamente ligada a la organización social y tradicional y al sistema
ético que, también tradicionalmente, rige las relaciones sociales y familiares de los
campesinos mexicanos. Pero no es esto lo que me interesa destacar. Usted tiene razón en
decir que no es una cuestión económica sino social. Así es: el ejido representa una
racionalidad distinta a la racionalidad económica moderna basada en la rentabilidad y en la
productividad. El ejido no es un modelo óptimo desde el punto de vista económico: es un
modelo posible de sociedad armoniosa. El ejido es inferior a la agricultura capitalista si de
lo que se trata es de producir más quintales de arroz o de alfalfa; no lo es, si lo que nos
importa es la producción de valores humanos y el establecimiento de relaciones menos
duras y más justas y libres entre los hombres. No digo que hay que echar por la ventana el
concepto de rentabilidad y las otras nociones de la economía; señalo que esos conceptos no
son ni deben ser los únicos. Los economistas clásicos decían que el sistema de libre
empresa poseía una racionalidad implícita y en nombre de esa racionalidad se esclavizó a
los hombres; la economía planificada de los países «socialistas» postula una racionalidad
explícita y en nombre de esa racionalidad se ha esclavizado a millones. ¿Dónde está la
razón en todo eso? La verdadera razón está en el ejido y en formas sociales análogas.
Todo lo anterior le muestra mis convergencias y mis divergencias. Entre las últimas
me parece que la principal es mi desacuerdo con la idea central que inspira a su libro: la
visión de la historia como un discurso racional cuyo tema es la revolución mundial y cuyo
protagonista es el proletariado internacional. No, yo no creo que la historia se despliegue
conforme a un orden progresivo, ya sea el orden lineal del evolucionismo (una teoría
biológica aplicada mecánicamente a la historia) o el de la dialéctica. No hay leyes históricas
o sociales en el sentido en que hay leyes físicas y biológicas. Es posible (yo lo creo) que la
sociedad esté regida por tendencias más o menos constantes, por recurrencias y variaciones
a las que podría llamarse, con ciertas reservas, leyes sociales. Todavía no han sido
descubiertas. Si las descubriesen, ¿serían aplicables a la historia? Tal vez, aunque no hay
que desdeñar otra dificultad; la esfera de la antropología y la sociología es, para emplear
dos cultismos de moda, la de la sincronía, mientras que el dominio de la historia es el de la
diacronía. La historia es diacrónica: variación, cambio. Es el mundo de lo imprevisible y lo
singular, la región en donde «el día menos pensado» es el día histórico por excelencia. Por
eso nos da la sensación, quizá ilusoria, de ser el dominio de la libertad: la historia se nos
presenta como una posibilidad de escoger. Usted escogió el socialismo —y por eso está en
la cárcel. Este hecho también me lleva a mí a escoger y a condenar a la sociedad que lo
encarcela. Así, al menos en ciertos momentos, nuestras diferencias filosóficas y políticas se
disuelven y se resuelven en esta proposición: hay que luchar contra una sociedad que
encarcela a los disidentes.
Ya es hora de terminar. Espero que a mi regreso podamos continuar esta
conversación al aire libre. Si no fuese así, iré a visitarlo a su celda de la prisión de
Lecumberri —esa prisión que empieza a convertirse, según Womack, en nuestro Instituto
de Ciencias Políticas.
Cordialmente.
DEBATE: PRESENTE Y FUTURO DE MÉXICO[*]

FREDERICK C. TURNER/JOHN WOMACK/OCTAVIO PAZ

Octavio Paz:

Ante todo declaro mi perplejidad ante el tema de nuestra conversación: Presente y


futuro de México. Tres enigmas: el enigma de México, el de su presente y el más
enigmático de los tres: el de su futuro. Confieso que la futurología no es mi fuerte y que
siento la misma desconfianza ante las predicciones de los economistas y los sociólogos que
ante las profecías de la magia y de la astrología. El pensamiento científico desacreditó la
creencia de que en el cielo estrellado, en la palma de nuestra mano o en la taza de café
estaba escrito nuestro destino. La realidad histórica contemporánea no ha sido menos cruel
con las predicciones de los filósofos y pensadores: el catálogo de los errores en la historia
de las ciencias sociales no es menos grande que el catálogo de las herejías en la historia del
catolicismo. Pero si el futuro es incierto, el pasado es nebuloso y de ahí que se haya dicho
que el historiador es un profeta al revés. No sé si ustedes recuerden que en uno de los
últimos Episodios nacionales aparece un excéntrico —en las novelas de Galdós, como en
las de Cervantes, abundan los chiflados— que ha decidido escribir una historia de España,
no para contar lo que ocurrió realmente, sino lo que debería haber ocurrido. El personaje se
llama, naturalmente, Confusio —con ese. La tentativa no era descabellada pues, ¿quién
puede decir qué fue lo que ocurrió efectivamente? La historia no es menos quimérica que la
futurología… Y como el presente es ese momento en que el pasado se lanza hacia el futuro,
sin alcanzarlo, mi situación es la de ese hombre del que habla Chuang-Tzu que salió
mañana hacia la ciudad de Lue y llegará ayer… En suma, estamos en el terreno de las
adivinaciones. Nada de lo que se diga, en consecuencia, pretende tener valor científico. Mis
opiniones son opiniones y como tales deben ser juzgadas.
Hablé del enigma de México. No necesito decirles que la idea de un enigma
mexicano o de un México misterioso me es profundamente antipática. Yo no creo en el
«misterio de México». Mejor dicho, creo que todas las sociedades son, hasta cierto punto,
misteriosas y que en ese sentido México no es ni más ni menos misterioso que la sociedad
norteamericana o la esquimal. Al emplear la palabra «misterio» incurro, voluntariamente,
en una ambigüedad; si fuese sociólogo diría: ninguna sociedad es misteriosa, aunque todas
son complejas y problemáticas. Ahora bien, las complejidades se aclaran y los problemas se
describen y aun, a veces, se resuelven; pero cuando todo parece que se ha puesto en claro,
brota lo imprevisto, sucede lo inesperado, aparece lo increíble. Las sociedades son
depositarias de una carga explosiva, por decirlo así, la carga de lo imprevisible. La historia
es el dominio de lo impensado y también de lo impensable, de aquello que se resiste al
pensamiento y de aquello que no puede ser pensado. En este sentido, pero sólo en éste,
México sí es misterioso. Como todas las otras, la mexicana es una sociedad histórica, una
sociedad sometida a la contingencia.
Procuraré enumerar, muy rápidamente, los rasgos que me parecen característicos de
México en su presente situación. Creo que será una buena manera de empezar la discusión.
Empezaré por repetir una definición, si es que podemos llamarla así, de orden muy general:
México es un país subdesarrollado y dependiente del imperialismo norteamericano. O sea,
un país del tercer mundo. Esta definición no es falsa pero es simplista y primaria.
Desarrollo y subdesarrollo con conceptos exclusivamente socioeconómicos con los que se
pretende medir a las sociedades como si fuesen realidades cuantitativas. Así, no se toman
en cuenta todos esos aspectos rebeldes a la estadística y que son los que dan fisonomía a
una sociedad: su cultura, su historia, su sensibilidad, su arte, sus mitos, su cocina, todo eso
que antes se llamaba el alma o el genio de los pueblos, su manera propia de ser. Además, el
concepto de desarrollo afirma implícitamente que sólo hay un modelo de desarrollo: el de
Occidente tal como lo ejemplifican las sociedades industriales contemporáneas. Inclusive la
Unión Soviética se ajusta a este arquetipo. La expresión «tercer mundo» no es menos vaga
que los términos desarrollo y subdesarrollo. Se dice que el tercer mundo está formado por
sociedades no industrializadas y dependientes, de modo que implícitamente se equipara
dependencia a no-industrialización. Sin embargo, hay sociedades industriales que son
dependientes, como Checoslovaquia, y sociedades no enteramente industrializadas que son
plenamente independientes, como China. Por otra parte, la mayoría de los países que
forman el llamado «tercer mundo» no pertenecen a la civilización occidental, en tanto que
América Latina es una porción de Occidente, como lo son los Estados Unidos y Canadá.
Las dos mitades del Continente son dos porciones excéntricas de Occidente, dos versiones
distintas de una misma civilización.
Aquí interviene una de las peculiaridades de México, algo que lo distingue de
muchos países de América. En México la conquista española destruyó la civilización india
pero, al contrario del muerto del poema de Vallejo, el cadáver siguió viviendo. Enterrado,
oculto, el muerto está vivo. La civilización india fue aniquilada como civilización, es decir,
como un conjunto de instituciones culturales, religiosas, políticas, familiares, económicas
—pero sobrevive de muchas maneras. Mencionaré algunas. En primer lugar, en lo que
llamaríamos la sensibilidad nacional y que lo mismo se expresa en nuestra manera de
hablar el español que en nuestro arte y en nuestra cocina. En seguida, menos visible pero
quizá más poderosa y profundamente, en todas esas creencias, mitos, ideas que Dumézil
llama la «ideología» y que consisten en una manera particular de ver al mundo y a la
sociedad. Esa «ideología», a su vez, depende de ciertas estructuras mentales tradicionales
que son una suerte de patrones inconscientes con los que clasificamos y entendemos a la
realidad objetiva y a nosotros mismos.
Debo mencionar ahora otro rasgo característico de México, ése sí compartido por
muchos países hispanoamericanos: lo español. La cultura española es una visión singular y
pasional de la civilización de Occidente, una versión muy original del mundo europeo y
que se expresa con la misma intensidad en su gran arte que en su acción histórica —y aun
en los remordimientos que acompañan, como un gran contrapunto crítico, a su expansión
imperial: el admirable temple moral, crítico y autocrítico, de algunos españoles como Las
Casas y Sahagún. Los verdaderos fundadores de la antropología fueron los españoles y los
portugueses… Pues bien, lo español no está menos vivo en México que lo indio. En nada se
parecen lo indio y lo español salvo en la complejidad: lo indio es una pluralidad de culturas
y sociedades y lo mismo ocurre con lo español, que es romano y visigodo, judío y moro.
Ésta es la realidad subyacente de México. Recubierta por las instituciones modernas —una
modernidad sui generis, como ustedes saben— constituye una dimensión poderosa de
nuestro presente. Una realidad, una presencia, que no podemos obstinarnos en ignorar.
No es necesario referirse a las supervivencias de las estructuras sociales indias y
españolas (sobre todo las últimas) en el México contemporáneo. En cambio, vale la pena
dar el ejemplo de un arquetipo ideológico que oscila entre el modelo indio y el modelo
hispanoárabe: nuestra imagen —pues es una imagen más que una idea— de la autoridad del
jefe, especialmente en su representación máxima, el Presidente de la República. En toda la
América Latina, con la excepción de Chile y de Uruguay, la idea popular del jefe cristaliza
en la imagen, alternativamente radiante o sombría, del caudillo, una idea hispanoárabe; en
México, esa imagen se yuxtapone a otra: la del sacerdote-rey de la tradición azteca. El
caudillo es personal y excepcional; el sacerdote-rey es impersonal e institucional. El
primero pertenece a la épica, el segundo al rito. A estos dos elementos hay que agregar otro,
de origen más moderno: el culto a la legalidad. En nuestra imagen de la autoridad política
se funden la concepción religiosa, la épica y la legalista.
Es hora de hablar de un rasgo que distingue a México del resto de la América
Latina: la Revolución Mexicana. Como todos ustedes saben, hasta la Revolución Cubana,
la de México era la única en Latinoamérica y el caso de México sigue siendo único porque
las diferencias entre la Revolución de Cuba y la de México no son menos sino más
acusadas que sus semejanzas. No haré una recapitulación de la historia de la Revolución
Mexicana: sus logros (mucho más importantes de lo que afirman sus críticos), sus
limitaciones, sus crímenes y sus fracasos. Me concentraré en un tema. La Revolución
Mexicana, como todas las revoluciones de los países subdesarrollados, sin excluir a las de
Rusia y China, tuvo que enfrentarse al problema del atraso económico y social. El
desarrollo económico se convirtió en la meta nacional, con los resultados que todos
conocemos. A reserva de volver sobre esto dentro de unos instantes, señalo que el régimen
revolucionario tuvo que enfrentarse, al mismo tiempo, con un problema no menos grave
que el del subdesarrollo: el mantenimiento del nuevo orden revolucionario. Como todas las
revoluciones al conquistar el poder, el régimen mexicano tuvo que suprimir las herejías, las
disidencias y las querellas entre los grupos revolucionarios. Los vencedores —que eran el
ala derecha de la revolución, es decir, la facción conservadora y termidoriana—, después de
exterminar a sus opositores, empezaron a matarse entre ellos. Pero la sangría es un remedio
que acaba por matar al enfermo. Así, se idearon dos remedios menos drásticos: el primero
fue la prohibición de la reelección presidencial, que nos liberó del cesarismo
revolucionario, plaga de todas las revoluciones; el segundo, la fundación del Partido
Nacional Revolucionario, que aseguró la continuidad revolucionaria y que fue un factor
decisivo, además, en la unificación del país (uno de los grandes logros de la Revolución de
México). Después de más de una década de matanzas entre los revolucionarios, se fundaron
las dos instituciones políticas que caracterizan al México contemporáneo: el Presidente y el
Partido. Un inteligente compromiso entre el caudillismo y la anarquía. Nos salvamos de la
dictadura de un césar, a la latinoamericana, pero caímos en la burocracia impersonal del
siglo XX.
La burocracia política mexicana no es un fenómeno único. A lo largo del siglo XX,
desde Rusia hasta China, hemos asistido al nacimiento de grandes y poderosas burocracias
políticas. En todas partes la conversión de partidos revolucionarios en burocracias que
administran la vida económica y política se debe a las mismas causas: la falta de una base
económica pero asimismo la ausencia de tradiciones democráticas. Por lo primero, el
régimen revolucionario debe enfrentarse al problema del subdesarrollo y de ahí que se
sacrifiquen las metas sociales y políticas revolucionarias a la meta del progreso económico.
Por lo segundo, el partido revolucionario suprime la disidencia y la crítica. El modelo más
perfecto de esta extraña involución de los regímenes revolucionarios es la Unión Soviética.
El caso de México no se ajusta enteramente al modelo por muchísimas razones. La
principal es que el partido revolucionario no aniquiló a las clases dominantes, como en
Rusia, sino que compartió el poder con la burguesía. Incluso hay que decir que la nueva
burguesía es, en parte, la hechura del Estado Mexicano. La Revolución Mexicana fue un
movimiento primordialmente de los campesinos y de la clase media; los obreros no fueron
una fuerza central y participaron lateralmente en la lucha. La facción vencedora se enfrentó,
como todas las revoluciones del siglo XX, al problema del desarrollo económico, quiero
decir, al atraso de México. No obstante, sobre todo en la época de Lázaro Cárdenas, que fue
un período de ascenso revolucionario, la idea del desarrollo económico era también y sobre
todo una idea social. Se concebía el desarrollo como una función social cuyo directo
beneficiario sería el pueblo. Por eso el Estado nacionalizó varias industrias y creó un sector
público frente al sector privado. Al mismo tiempo se llevó a cabo una reforma agraria y se
fortalecieron los sindicatos obreros y las organizaciones populares. Ésa es la herencia de la
Revolución Mexicana, una herencia que debemos defender y que sería una locura
menospreciar.
A pesar del carácter eminentemente popular del cardenismo, México no conoció una
reforma democrática que correspondiese a las reformas sociales. Al contrario, el Partido
malogró esa posibilidad y convirtió a las organizaciones obreras y campesinas en sus
apéndices. No tuvimos un Estado popular sino que los obreros y los campesinos, a través
del Partido, se convirtieron en los instrumentos de la política gubernamental. De ahí que, en
estos momentos, la condición primera y esencial de un renacimiento de las fuerzas
populares sea la democratización de los sindicatos obreros y las organizaciones campesinas.
Por otra parte, el Partido mexicano no ha sido un partido ideológico y esto nos ha salvado
de purgas sangrientas. El Partido no es una Iglesia, por fortuna para los mexicanos. Pero
esta flexibilidad ideológica —hoy degenerada en oportunismo— no nos ha preservado en
los últimos años de violencias y atropellos terribles contra los disidentes.
Hacia el fin de la segunda guerra mundial, derrotada la facción de izquierda dentro
del Gobierno y el Partido, se decidió que el sector privado fuese un sector esencial en el
desarrollo de México. Como el sector privado mexicano era relativamente débil, se decidió
también que colaborase en el desarrollo el capital extranjero. El resultado fue que se aplicó
a México el modelo económico del desarrollo capitalista. Así, en unos cuantos años, el
capitalismo mexicano se convirtió en el socio menor del capitalismo norteamericano. La
Revolución Rusa fue expropiada por la burocracia política del Partido comunista ruso; la
Revolución Mexicana fue confiscada por el imperialismo norteamericano.
Sería injusto negar que la Revolución Mexicana realizó grandes cosas. Por ejemplo,
la Revolución ha dado conciencia de nación a la mayoría de los mexicanos y así consumó
efectivamente un proceso de integración que comenzó hacia fines del siglo XVIII. Incluso
la crisis actual de México es una prueba de que, al menos parcialmente, la Revolución
Mexicana alcanzó algunas de sus metas. El desarrollo económico de nuestros días, por más
injusto y monstruoso que sea, ha creado una nueva clase media, un nuevo proletariado y
una nueva «inteligencia». Todas esas fuerzas poseen una aguda conciencia crítica y quieren
cambiar a México, es decir, quieren transformar el desarrollo económico en desarrollo
social y político. Este programa sería utópico si no existiese ya la base económica y cultural
para la gran reforma que necesita el país. Así pues, México vive una disyuntiva histórica
que no sólo es el resultado de las abdicaciones y traiciones de los últimos 25 años sino
también de lo que, durante esos mismos años, se ha realizado. ¿Por qué desdeñar o negar lo
que han hecho y creado los mexicanos? Esta actitud negativa no es menos lamentable que
la complacencia gubernamental.
El desarrollo por el desarrollo benefició únicamente al capitalismo extranjero y
nacional. Además, hemos asistido al deterioro gradual pero inexorable de nuestra incipiente
democracia. Quiebra moral y política del PRI: nadie cree en sus proclamas y manifiestos.
Es hora de cambiar el rumbo de nuestra orientación política y social. ¿Es viable un
movimiento popular democrático en México? Algunos doctrinarios subestiman esa
posibilidad y predican una violencia que únicamente sería estúpida si, además, no fuese
suicida. Otros más son los perros falderos de la ortodoxia, una señora muy conocida en la
familia revolucionaria por sus relaciones incestuosas. Uno de los errores de estos grupos es
pensar que el PRI y el Gobierno son meras expresiones de la burguesía en el poder. Es un
lugar común del marxismo que, repetido en 1971, revela cierta ceguera ante la historia de
México tanto como ante la historia mundial del siglo XX. El PRI es el aliado de la
burguesía y del imperialismo norteamericano pero ni por su origen ni por su función
política y social es un mero apéndice de esas fuerzas. El PRI es una organización
relativamente autónoma. Por supuesto, yo no postulo una reforma democrática y social de
México desde arriba. Al señalar la composición del PRI y el carácter de su función política,
subrayo que en México existe una pluralidad de fuerzas y tendencias sociales. Si es verdad
que sólo un movimiento independiente puede realizar la reforma que México necesita,
también es verdad que ese movimiento sólo puede nacer dentro de un contexto democrático
y en una situación de pluralidad política y social. Por eso la meta inmediata sigue siendo:
democratización. La otra posibilidad no es el statu quo sino la violencia reaccionaria. Si el
Gobierno y el PRI decidiesen cerrar los canales a la crítica, al disentimiento y a la acción
democrática independiente, se repetirían los horrores de 1968 y los del Corpus Christi de
1971. La repetición de esos hechos sería el principio del fin del PRI y del actual Estado
porque se abriría la puerta al Ejército o, más probablemente, a bandas paramilitares. No se
crea que soy un profeta de mal agüero, pero no quiero cerrar los ojos ante un peligro cierto,
aunque no inminente. Es verdad que, antes de acudir a la violencia subversiva, la burguesía
procurará intimidar al Gobierno con toda clase de presiones económicas y advertencias
internacionales. Pero si fallasen los chantajes económicos y las amenazas políticas y
diplomáticas, los grupos extremistas de la derecha sentirán la tentación de la violencia. De
ahí que sea necesaria y urgente la organización de un movimiento popular democrático. El
recurso a la violencia no es una posibilidad real de la izquierda (la única violencia de los
doctrinarios sin seso es la violencia verbal o el terrorismo suicida) sino de la derecha. Ése
es nuestro dilema: reforma democrática y social apoyada en una gran alianza popular o
violencia reaccionaria.
Frederick C. Tumer:

Una de mis preocupaciones, y la comparto con muchos mexicanos, es la del


crecimiento desmedido de la población. Hace poco hubo un simposio en la Universidad
Nacional Autónoma de México, que tuvo como tema: México, 1980. Uno de los trabajos
presentados fue de Raúl Benítez Zenteno, y trataba de la población de México. Señaló que
en 1980 dicha población, que actualmente es de poco más de 50 millones, probablemente
alcance los 72 millones. En la década pasada, 1960-1970, el incremnto demográfico tuvo
un ritmo de 3,4% anual, lo cual contrasta con países como Japón, con 1%, o los Estados
Unidos, con poco menos de 1%, según las sorprendentes cifras de este último verano.
Algunos intelectuales mexicanos que, a mi parecer, valientemente, como Octavio Paz,
escriben para Excélsior, pero utilizan sus páginas para hacer crítica —me refiero a don
Daniel Cosío Villegas— han expresado serias dudas respecto a la actitud del gobierno de
Echeverría, o más bien a su indiferencia respecto al problema de la población. Echeverría
ha dicho que el crecimiento económico de México, en el futuro como en el pasado, puede
resolver el problema demográfico. Si echan ustedes un vistazo a la situación en el resto de
América Latina, encontrarán la curva más baja de crecimiento de la población en Uruguay
y en Argentina, pero también encontrarán ahí un aumento menor en el PNB. Aun tomando
en cuenta el crecimiento acelerado de la población en México, se notará que ha tenido un
fuerte crecimiento económico en los últimos diez años. Un informe reciente da la cifra de
46% en términos reales para la década de los sesentas. Al mismo tiempo en países como
España, en donde no ha habido ningún esfuerzo organizado de parte del gobierno, se ha
logrado reducir el incremento de la población. Quizás en México se podrá lograr algo
semejante, aun sin esfuerzos gubernamentales organizados. Pero me parece a mí, como a
Cosío Villegas y a algunos de los expertos más jóvenes, especialmente los que trabajan en
la sección de Demografía de El Colegio de México, que el problema es tan grave que
quizás requiera un cambio de directrices de parte del gobierno.
La educación, a pesar de las fuertes inversiones del gobierno en este renglón, ha
mostrado adelantos muy lentos y escasos. El porcentaje de alfabetizados aumentó en la
última década de aproximadamente 65% a aproximadamente 78%. Pero la calidad de la
educación es aún más importante que la alfabetización. Al mismo tiempo, el crecimiento de
México parece estar tendiendo en algunos campos hacia una mayor utilización de mano de
obra, debido a la necesidad de emplear a un mayor número de personas. Pienso en el
anuncio, hecho el día 28 de octubre, de un nuevo programa por el cual en la construcción
de carreteras rurales en México se buscaría una mayor utilización de mano de obra, en lugar
de una mayor inversión de capital, con la esperanza de dar empleo inmediato a algo así
como 15 o 20.000 personas.
Desgraciadamente (y digo desgraciadamente desde mi punto de vista, y dados mis
propios valores), no es probable que el gobierno mexicano cambie su actitud respecto a este
problema, mientras el crecimiento económico conserve la delantera. Uno de los motivos
por los cuales la curva del incremento de la población en los Estados Unidos ha comenzado
a bajar, es la depresión económica, que induce a los matrimonios a esperar un poco antes de
tener más niños. Actualmente se estima en 80.000 el número anual de abortos en la ciudad
de México. Pero esa cantidad no basta para modificar la actitud del gobierno. En cambio
parece haber influido notablemente en la posición de Eduardo Frei, en Chile. Ésta fue una
de las razones que dio para modificar la posición oficial de su país respecto a la población.
Pero en México éste es un tema que se discute insuficientemente. A menos que mis colegas
quieran referirse al problema de la población en este momento, hablaré ahora de otro asunto
que me preocupa…
Octavio Paz:

Puesto que el profesor Turner me hace indirectamente la pregunta, respondo… Sí,


es urgente la adopción de una política demográfica en México. En esto la izquierda no ha
sido menos culpable, con su silencio, que lo han sido el Gobierno y la Iglesia con su
hipócrita complacencia. También convengo en que el Estado y la sociedad mexicana han
descuidado la educación superior, lo mismo la científica y técnica que la llamada
humanista. No sólo no hemos logrado acabar con el analfabetismo sino que nuestras
universidades y politécnicos producen cada año miles y miles de semiletrados. El
analfabeto mexicano no es un ser inculto: posee una cultura tradicional que es muchas
veces superior a la nuestra. En cambio, el semiletrado es un bárbaro… Pero, repito,
únicamente en una atmósfera política democrática podremos discutir los verdaderos
problemas de México: el de la población, el de nuestro equivocado e injusto desarrollo
económico, el de nuestra cultura, y muchos otros. Por todo esto es urgente la reforma
radical de la actual situación.
Frederick C. Turner:

Naturalmente, ésas son palabras muy fuertes, y no podría yo estar más de acuerdo.
Dada la falta de un programa gubernamental en México, me parece especialmente valioso
escuchar las opiniones tan claramente expresadas de mexicanos de tanto relieve en la
comunidad mundial.
Otro asunto que podríamos considerar por un momento es el de la distribución de la
riqueza. ¿Hasta dónde llega el llamado populismo de Echeverría? ¿Es una careta o es una
realidad? ¿Qué grado de distribución de la riqueza producirá en realidad? Durante el primer
año, hemos visto un impuesto de 10% sobre los artículos de lujo, que reduce un poco el
consumo conspicuo de los muy ricos, los nuevos ricos, pero, ¿no es más símbolo que
realidad? Ciertamente, es cuando menos un símbolo. Ciertamente se ha hecho cumplir.
Pero, ¿cuántas otras medidas la seguirán? ¿Qué tan efectivas y radicales? Echeverría ha
tratado de convertirse simbólicamente en otro Cárdenas; esto salta a la vista si uno hojea las
revistas, los periódicos, las publicaciones oficiales. Hasta se llegó al grado de que
Cuauhtémoc Cárdenas pusiera las palabras de Echeverría en boca de su difunto padre.
Echeverría viaja por todo el país, como Cárdenas. No hace el derroche exterior, brillante, de
Díaz Ordaz. Simbólicamente, la imagen que presentan él y su familia en las reuniones
oficiales no se parece a la imagen de Díaz Ordaz. Es muy difícil para un hombre que
ocupaba el cargo que él ocupaba en 1968, ponerse el manto de Cárdenas con alguna
autenticidad, pero me parecería, quizás porque estoy lejos de México, que está haciendo
esfuerzos sinceros y que, si tiene oportunidad y apoyo, puede ir más lejos.
Si se me permite, me gustaría proponer un último tema a la discusión. Se trata del
Ejército Mexicano. Esta fuerza, ¿se volverá más activa, tendrá más intervención en los
destinos de la nación, tendrá un mayor control en el futuro? Me parece que actualmente el
ejército no controla los destinos del país, aunque tiene un poder considerable. Como punto
de partida quizás puede servir un contraste entre el Brasil y México. Ambos países han
estado aplicando, en el pasado reciente, lo que Helio Jaguaribe llamó en el curso de Ciencia
Política que dio aquí en Harvard hace varios años, y también en su libro, publicado por
Harvard University Press, una estrategia «neo-capitalista» de crecimiento. Ambos han
tenido éxito, en cuanto al PNB per cápita que se ha logrado en los últimos años. Y sin
embargo, si uno ve de qué hombres se ha rodeado Echeverría para que gobiernen bajo su
dirección, se da cuenta de que son economistas. En Brasil, los economistas también toman
decisiones, pero son los generales los que tienen el poder. Los generales y los economistas
están de alguna manera ligados, en algún sentido están trabajando por el mismo tipo de
estrategia neo-capitalista con resultados económicos parecidos; sin embargo, en el caso de
México los economistas tienen más poder, y en el caso de Brasil son los generales quienes
tienen más poder. También la represión política ha sido más fuerte en el Brasil: la tortura, el
exilio de los izquierdistas, la limitación de los derechos políticos de los líderes al
desbandarse los partidos anteriores.
En México, los militares reciben un salario relativamente reducido; ser militar tiene
poco prestigio social. Se pueden hojear las revistas de los militares mexicanos, aun desde
aquí, desde los Estados Unidos se puede uno dar cuenta; en las páginas de una revista como
El Legionario, vemos hombres cuyos rostros no expresan arrogancia, seguridad, sensación
de poder. Son tristes, no son ostentosos; hasta notamos la ausencia en sus uniformes de las
condecoraciones que lucen tantos militares latinoamericanos. Más importante aún que los
salarios bajos, más importante que el escaso prestigio social es el hecho de que los militares
han tenido, hasta ahora, menos poder en México que en otras repúblicas latinoamericanas, y
por lo tanto, el que escoge la carrera militar ha tenido, según creo, motivos diferentes en
México. Si uno quiere adquirir fuerza política, si quiere ejercer el poder en México, el
primer lugar en donde piensa acomodarse para hacer carrera, no es el ejército. Es el PRI. Es
el sistema político civil. ¿Seguirá siendo ésta la situación, o el faccionalismo y la represión
traerán como consecuencia una mayor influencia por parte del sector militar? ¿Qué piensan
ustedes respecto al papel del ejército mexicano en la política? ¿Es probable que se convierta
en un factor de importancia?
John Womack:

Creo que de hecho sí se convirtió, indiscutiblemente, en un factor de importancia


durante la crisis de 1968. Pero creo que cuando el régimen se sostuvo y reparó parcialmente
el daño sufrido, el ejército se retiró de nuevo a su posición acostumbrada. Mientras
prevalezcan las condiciones actuales, dudo que el ejército —o aun grupos significativos
dentro del ejército— tomen alguna iniciativa en política. Sólo en el caso de que el régimen
se derrumbe o entre de nuevo en crisis, entonces, una vez que haya tenido lugar un cambio
político, algunos grupos del ejército podrían quizás actuar por su cuenta. Probablemente
algunos buscarían una «solución» del tipo brasileño, y otros querrían seguir el camino de
los militares peruanos. Pero a menos que sucediera un acontecimiento importante en la
política mexicana, no creo que tomaran iniciativas o actuaran por su cuenta.
Turner:

Sí, espero y pienso que los militares no se volverán más represivos, pero ésta es una
pregunta que tiene que permanecer abierta.
John Womack:

De lo que yo quiero hablar hoy es de las condiciones en las cuales se desarrolla,


tiene lugar, la política mexicana. Pienso que la más importante es una que los estudiosos de
ciencias políticas olvidan con mucha frecuencia: el contexto internacional. El señor Paz se
ha referido al imperialismo, y éste es el tema del cual quiero hablar.
Un hecho que yo considero básico en la política mexicana es el hecho de que
México colinda con los Estados Unidos en toda la extensión de su frontera norte, o sea a lo
largo de unos 2.000 kilómetros, y ésta es una frontera muy larga en cualquier parte del
mundo. Es la frontera más larga de ningún país latinoamericano con otro país, excepto en el
caso de la frontera entre Chile y Argentina. Y no es una frontera natural. Es una frontera
facilísima de cruzar, para viajes de recreo, negocios, o para acciones militares; es imposible
de defender. En términos comparativos, se parece mucho a la frontera que va de
Kalenihgrado, en el Báltico, a Odessa, en el Mar Negro —y casi el doble de largo.
Geopolíticamente, mutatis mutandis —y hay muchas diferencias que tendré gusto en
reconocer—, los Estados Unidos son a México lo que la Unión Soviética es a Europa
Oriental.
A primera vista, parecería haber un paliativo. Cuando menos son Guatemala y
Belice las que colindan con México en la frontera sur, a lo largo de unas 600 millas. A
primera vista, entonces, México no ha sido, y no tiene necesariamente que ser, la Polonia
del Nuevo Mundo, a través de la cual una Rusia y una Alemania americanas se atacaran
mutuamente, y que les sirviera de campo de batalla. Pero, al examinar con más
detenimiento la situación, nos damos cuenta de que la frontera sur de México no ofrece
tanta seguridad, ya que dada la fuerte influencia de los Estados Unidos sobre Guatemala y
sobre el resto de América Central, México colinda también al sur, por implicación, con los
Estados Unidos, ya que en esa frontera, Guatemala actúa como cliente y agente de los
Estados Unidos.
Me parece importante recordar esta condición internacional básica, o sea el hecho
de que para fines prácticos, los Estados Unidos rodean a México, ya que esto impone
ciertas limitaciones al libre juego de la política mexicana, que a veces los políticos
mexicanos exageran, pero que deben siempre de tomar en cuenta. Impone una tremenda
tensión a la política y a los políticos, y produce una especie de política claustrofóbica.
Pensando en esto me gustaría sugerir dos reglas prácticas para la interpretación de la
política mexicana, que quizás puedan considerar las personas que se proponen actuar en la
política mexicana.
Una es que si los Estados Unidos se mantienen en su actual organización económica
y política, con su ejército tan autónomo y tan corrompido como en la actualidad, México
debe pagar por la poca o mucha independencia que todavía retiene privándose de una
actividad política libre y abierta, una actividad verdaderamente liberal, con disentimiento
real, y verdadera lucha por el poder, desarrollándose éstas a la luz pública y pacíficamente.
Es decir, mientras que los Estados Unidos sigan siendo lo que son, la conservación de la
soberanía mexicana requiere de una política más bien cerrada y autoritaria. Éste me parece
un panorama gris y deprimente, pero sin embargo cierto. Creo que la política mexicana
podría abrirse hasta cierto punto sin gran riesgo. Pero también creo que los Estados Unidos,
tal y como son actualmente, limitan seriamente la posibilidad de nuevas libertades para los
mexicanos dentro de México.
Consideren ustedes lo que probablemente sucedería si los Estados Unidos siguieran
como están y México llegara a ser mucho más liberal y tuviera una actividad política más
libre. Creo que es probable que el ala derecha surgiría tan rápidamente y con tanta fuerza
como la izquierda. De hecho, dados los intereses norteamericanos en México, me parece
que un partido de derecha en México pronto encontraría apoyo, incluso apoyo financiero,
en los Estados Unidos o en otra parte. Debido a los intereses norteamericanos
prevalecientes, la consecuencia sería, me temo, que pronto México tendría un gobierno aún
más autoritario y un control aún más rígido sobre su actividad política, que los actuales. De
hecho, lo que pronto sucedería, es que México se convertiría en una especie de enorme
Guatemala.
En pocas palabras, ignorar la existencia de los Estados Unidos, y pedir un régimen
muy liberal en México es, me parece, invitar a la guatemalización de México.
No quiero dar a entender, al presentar mi argumento en términos tan bruscos, que no
sería posible una mayor libertad en México sin que el país se convirtiera en una gran
Guatemala. Pero sí quiero decir que es necesario ser realistas acerca del grado de libertad
que podría lograrse, y del tiempo que duraría.
La otra regla práctica es un corolario: si cambian los Estados Unidos, y si la
estructura de su economía y los patrones de su política cambian también, de tal manera que
la exigencia de dominio en otras partes del mundo no sea tan desmedida como lo es
actualmente, entonces México podría tener una política mucho más liberal, en el contexto
de la cual podría formar sus propias alianzas, programar su propio desarrollo, con mucha
mayor libertad. Entonces, creo yo, México podría ejercer su soberanía y gozar de ella
mucho más auténticamente.
De manera que puede surgir la pregunta ¿qué hay que hacer, qué deben hacer las
personas a quienes les importa México? Entre norteamericanos, que son a los únicos a los
cuales, hasta este momento, tengo yo el derecho y el deber de hablar libremente, yo diría
que la mejor manera de ayudar a México es dedicarse con renovado ímpetu a la causa de
una reforma democrática profunda en este país, con una meta que a mí me parece debe ser
una especie de socialismo. No es justo que desesperemos de cambiar la situación aquí,
porque si desesperamos, no sólo estamos rindiéndonos nosotros mismos —rendición a la
cual supongo que tenemos derecho, si preferimos vivir en la queja a vivir en el sistema de
libertad y justicia al cual desde niños hemos jurado fidelidad— sino que también estamos
fracasando respecto a nuestras responsabilidades con hombres de otras partes del mundo,
los seres humanos que viven en otros países que están más o menos sujetos a los poderes
opresivos que ahora prevalecen aquí en donde vivimos nosotros. Sólo si logramos imponer
aquí una reforma democrática tendrán ellos una mejor oportunidad de lograr la libertad y la
justicia allá.
Para los mexicanos es obviamente mucho más complicado saber qué decir o cómo
decirlo, por muchas razones, legales, morales y de cortesía. Lo más importante que hay que
tomar en cuenta para ellos y para nosotros es que, históricamente, los consejos que han
recibido de los «gringos» han sido de los peores que hayan recibido —sólo han resultado
más estúpidos los que han recibido de los franceses y de los alemanes. En cierto sentido los
mexicanos no necesitan de nuestros consejos, sino comprensión y ayuda mutua —no una
alianza, palabra e idea que ahora tiene tristes connotaciones, sino solidaridad. En otras
palabras creo que hay una obligación, para aquellos a quienes les importa México, de
hablar cuando menos de lo que no pudieron ofrecerse mutuamente.
Lo que yo desearía es que estas discusiones siguieran adelante dando por supuesto
que la estrategia de reforma en México no debilite al Estado mexicano. Esto cuando menos
apoyaría la fuerza e integridad que todavía conserva México. En vez de eso, la estrategia
podría consistir en organizar y actuar como una «mafia liberal» en la política mexicana,
defender la soberanía mexicana de las presiones norteamericanas, y al mismo tiempo,
dentro del régimen, exigir el respeto por los derechos civiles y humanos… posiblemente
crear crisis que pongan en peligro al PRI, pero no a la Presidencia.
Esto parece cuando menos práctico en un país donde está tan hipertrofiada la
burocracia. No hay ninguna causa evidente por la cual los miembros dedicados y leales que
haya dentro del gobierno no pudieran operar eficazmente, sobre todo ahora, cuando por lo
menos resulta plausible ver al Presidente como patrocinador o favorecedor de sus
actividades. ¿No podrían maniobrar dentro de la burocracia más eficazmente que fuera de
ella, como miembros de un partido nuevo y débil?
De hecho ésta es una estrategia tradicional en la política mexicana; y en la política
hispánica e hispanoamericana, en general. Es una estrategia como la de los reformadores de
fines del siglo XVIII en España, que, a través de los ministerios, lograron mucho más de lo
que hubieran logrado mediante una estrategia más abierta. Es también la estrategia de los
masones en los primeros años de la historia nacional mexicana. Es también la estrategia del
Opus Dei en España.
No estoy haciendo esta proposición por amor a la intriga, ni porque resultaría
divertido para los historiadores seguirles la pista a las intrigas más tarde —no estoy
tratando de crear un tema de investigación para dentro de unos 25 años.
Ni tampoco estoy haciendo esta proposición por amor a la tradición o porque no me
importan las libertades públicas, o por desconfianza del pueblo, el tipo de desconfianza que
expresó Alexander Hamilton en este país, y que expresó Lucas Alamán en México. Estoy
haciendo esta proposición por un razonamiento sencillo que es el siguiente: puesto que la
situación básica o fundamental de la política mexicana no ha cambiado, puesto que las
fuerzas que amenazan la soberanía y la libertad de México siguen siendo más fuertes que
las fuerzas que protegen a México, entonces la estrategia básica de la política tampoco
debería cambiar mucho. En las condiciones que prevalecen actualmente, México está en
situación defensiva, haciendo un esfuerzo por sostener una posición. Y pensando en esto,
podemos decir que ha logrado una sorprendente cantidad de reformas. El goce de una
mayor libertad y una mayor justicia de las que disfruta actualmente, no sólo permitiría a los
mexicanos sino también a los norteamericanos respirar con más tranquilidad. Las tácticas
para lograr mayores reformas pueden ser ofensivas. Pero será mejor que la estrategia sea
defensiva.
Octavio Paz:

A mí me ha interesado muchísimo lo que ha dicho nuestro amigo Womack. Nos ha


recordado la existencia de realidades geopolíticas e históricas que sería peligrosísimo
ignorar. Pero yo no soy tan pesimista. En México han surgido nuevas clases y grupos que
ofrecen, objetivamente, una alternativa que Womack subestima. No, la mascarada de
democracia más o menos subvencionada por los Estados Unidos y que en el fondo sería la
dominación de una oligarquía… no, esa posibilidad me parece irreal. Es verdad que la clase
obrera y la clase media no han demostrado un gran temple revolucionario en los países
industrializados, pero en México la situación es distinta. En primer término, los obreros y la
clase media tienen que luchar por la democracia en el seno de sus propias organizaciones y
esto los convierte, a diferencia de lo que sucede en los Estados Unidos y en Europa
Occidental, en clases inconformes, críticas. Los obreros y la clase media de México tienen
todavía muchas batallas que pelear —y ganar. Además hay toda esa población flotante —
los millones de «hijos de Sánchez»— que es un foco de descontento. Esos grupos podrían
ser usados por la derecha (ejemplo: los Halcones) pero la izquierda democrática también les
podría dar una conciencia social. Y hay algo más: la terrible desigualdad entre el campo y la
ciudad, el México llamado desarrollado y el subdesarrollado. No, la crisis de México es una
crisis social y política. No es una invención de los intelectuales ni de los doctrinarios. Es
una consecuencia de la historia de México y particularmente de los éxitos y fracasos de la
Revolución. Más de los éxitos que de los fracasos. ¿Quiénes somos los que hacemos la
crítica del actual estado de cosas? Pues los que fuimos favorecidos por sus reformas. No
hablo sólo de los intelectuales sino de la clase media y de los obreros que tienen
organizaciones gracias a la legislación revolucionaria. Hablo de los ejidatarios y los
maestros rurales… Womack sugiere una alternativa jesuítica o mandarina: trabajar en el
interior del Gobierno y del Partido oficial para preservar la herencia de la Revolución y la
independencia de México. Bueno, eso es lo que han hecho muchísimos mexicanos desde
hace más de treinta años. La política de infiltración fue seguida por numerosos
intelectuales, técnicos, economistas, diplomáticos: Silva-Herzog, Alfonso Caso, Cosío
Villegas, José Gorostiza, Padilla Nervo… la lista es muy extensa y muchos de los mejores
nombres de México pertenecen a ella. Ahora mismo hay gente en el Gobierno que defiende
la herencia de los años creadores de la Revolución. Pero esa acción, por más meritoria que
sea, es puramente defensiva. Además, sin apoyo popular está condenada al fracaso. La
política de infiltración ya fue intentada, tuvo éxito durante algún tiempo y finalmente se
reveló totalmente insuficiente. Para que la acción interior tenga eficacia e importancia, es
necesario que, desde el exterior, se vea confrontada y, a veces apoyada —siempre de un
modo condicional y crítico— por un gran movimiento popular independiente. La crítica
tiene que venir del exterior y la reforma tiene que brotar de abajo… Pero estoy de acuerdo
con Womack en dos puntos. El primero es que es esencial defender la independencia de
México. Esto implica defender y fortalecer al Estado Nacional mexicano, sí, pero siempre y
cuando ese Estado sea realmente nacional, popular y democrático. El segundo punto que
ha tocado Womack me parece fundamental. Sé que para bien y para mal (en general ha sido
para lo último) el destino de México está ligado al de Estados Unidos. En consecuencia la
transformación de México en una sociedad más justa, más libre y más humana —un
socialismo democrático fundado en nuestra historia— está ligada a la transformación de los
Estados Unidos. La lucha de ustedes es nuestra lucha. Nuestros amigos son ustedes porque
sus enemigos también son los nuestros. La solidaridad entre los disidentes norteamericanos
y mexicanos es una proposición que me ha conmovido y contesto: ¡claro que sí, tenemos
que estar juntos para juntos cambiar a nuestros dos países!
A CINCO AÑOS DE TLATELOLCO[*]

El movimiento estudiantil de 1968 y la represión gubernamental que brutalmente lo


quebró fueron los sucesos que conmovieron a los mexicanos. Se inició entonces una crisis
política, social y moral que todavía no ha sido resuelta. El libro de Elena Poniatowska, La
noche de Tlatelolco, no es una interpretación de esos acontecimientos. Es algo mejor que
una teoría o una hipótesis: un extraordinario reportaje o, como ella dice, un collage de
«testimonios de historia oral». Crónica histórica pero antes de que la historia se enfríe y las
palabras se vuelvan documento escrito.
Para el cronista de una época saber oír no es menos sino más importante que saber
escribir. Mejor dicho: el arte de escribir implica dominar antes el arte de oír. Un arte sutil y
difícil, pues no sólo exige finura de oído sino sensibilidad moral: reconocer, aceptar la
existencia de los otros. Dos razas de escritores: el poeta oye una voz interior, la suya; el
novelista, el periodista y el historiador oven muchas voces afuera, las de los otros. Elena
Poniatowska se dio a conocer como uno de los mejores periodistas de México y un poco
después como autora de intensos cuentos y originales novelas, mundos regidos por un
humor y una fantasía que vuelven indecisas las fronteras entre lo cotidiano y lo insólito. Lo
mismo en sus reportajes que en sus obras de ficción, su lenguaje está más cerca de la
tradición oral que de la escrita. En La Noche de Tlatelolco pone al servicio de la historia su
admirable capacidad para oír y reproducir el habla de los otros. Crónica histórica y,
asimismo, obra de imaginación verbal.
El libro de Elena Poniatowska es un testimonio apasionado pero no partidista.
Apasionado porque, frente a la injusticia, la frialdad es complicidad. La pasión que corre
por sus páginas es pasión por la justicia, la misma que inspiró a los estudiantes en sus
manifestaciones y protestas. A imagen del movimiento juvenil, La Noche de Tlatelolco no
sostiene una tesis explícita ni revela una dirección ideológica precisa; en cambio, es un
libro animado por un ritmo, ora luminoso y ora dramático, que es el de la vida misma.
Empieza en el entusiasmo y la alegría: los estudiantes, al lanzarse a la calle, descubren la
acción en común, la democracia directa y la fraternidad. Armados de estas armas, se abren
paso frente a la represión y conquistan en poquísimo tiempo la adhesión popular. Hasta ese
momento la crónica de Elena Poniatowska es la del despertar cívico de una juventud. La
crónica del entusiasmo colectivo no tarda en ensombrecerse: la oleada juvenil se estrella
contra el muro del poder y la violencia gubernamental se desata: todo acaba en un charco
de sangre. Los estudiantes buscaban el diálogo público con el poder y el poder respondió
con la violencia que acalla a todas las voces. ¿Por qué? ¿Por qué la matanza? Desde octubre
de 1968 los mexicanos se hacen esta pregunta. Hasta que no sea contestada el país no
recobrará la confianza en sus gobernantes y en sus instituciones. No recobrará la confianza
en sí mismo.
Como todos los acontecimientos históricos, los sucesos de 1968 son un tejido de
hechos y significados ambiguos. Son reales pero su realidad no tiene la consistencia de la
realidad de todos los días. Tampoco poseen la coherencia fantástica de la imaginación: la
suya es la realidad contradictoria de la historia, la más problemática y enigmática de todas
las realidades. Daré dos ejemplos: la actitud de los dirigentes estudiantiles y la del
gobierno.
Desde el principio los estudiantes revelaron una notable habilidad política. Su
instantáneo descubrimiento de la democracia directa como un método para rejuvenecer al
movimiento y no alejarlo de su fuente original, la colectividad; su insistencia en sostener un
diálogo público con el gobierno, en un país acostumbrado a las componendas entre
bastidores y a la corrupción palaciega; la moderación de sus demandas, englobadas en la
palabra democratización, aspiración nacional de los mexicanos desde 1910 —todo esto es
un ejemplo de madurez y aun de sabiduría política. Pero estas virtudes y capacidades son de
orden táctico y se evaporan apenas los oímos reflexionar sobre las perspectivas del
movimiento, sus alcances y su significado dentro del doble contexto de la historia de
México y de la situación mundial. En lugar del realismo táctico y estratégico: las fórmulas
huecas, los esquemas rígidos, el simplismo doctrinario, las frases gaseosas. Casi todos se
imaginaban participar en un movimiento distinto a aquél en que realmente participaban. Era
como si el México de 1968 fuese una metáfora de la Comuna de París o de la toma del
Palacio de Invierno: México era México y simultáneamente era otro tiempo y otro lugar,
otra realidad. La pieza de teatro que estaban escribiendo no era la misma que leían. Sus
actos eran reales, sus interpretaciones imaginarias. Algunos creían advertir una filiación
directa entre el movimiento de los ferrocarrileros en 1958 y el suyo diez años después;
minimizaban así no sólo la diferencia de objetivos, tácticas y, sobre todo, de clase, sino los
significados distintos de ambos episodios. Otros pensaban que al movimiento estudiantil de
la clase media sucederían movimientos de obreros y campesinos: la historia como carrera
de relevos. Pero el relevo no vino: la clase obrera mexicana mostró la misma indiferencia
que la de los países de Occidente y los Estados Unidos antes llamados y esperanzas
semejantes.
Más desconcertante —y muchísimo menos perdonable— fue la actitud del gobierno
de México. Lo que impresiona sobre todo es su sordera y su ceguera. Ambas son hijas de la
incredulidad. No es que nuestros gobernantes estuviesen ciegos y sordos sino que no
querían oír ni ver. Reconocer la existencia del movimiento estudiantil habría equivalido,
para ellos, a negarse a sí mismos. El sistema político mexicano está fundado en una
creencia implícita e inconmovible: el Presidente y el Partido encarnan la totalidad de
México.
Acostumbrados al monólogo e intoxicados por una retórica altisonante que los
envuelve como una nube, nuestros Presidentes y dirigentes difícilmente pueden aceptar que
existan voluntades y opiniones distintas a las suyas. Ellos son el pasado, el presente y el
futuro de México. El PRI no es un partido político mayoritario: es la Unanimidad. El
Presidente no sólo es la autoridad política máxima: es la encarnación de la historia
mexicana, el Poder como sustancia mágica transmitida desde el primer Tlatoani a través de
virreyes y presidentes. El autoritarismo mexicano, a diferencia del caudillismo hispánico y
latinoamericano, es legalista y las raíces de ese legalismo son religiosas. De ahí la terrible
violencia que descendió sobre los estudiantes.
La operación militar contra ellos no fue una acción política únicamente sino que
asumió la forma casi religiosa de un castigo de lo alto. Una venganza divina. Había que
castigar ejemplarmente. Moral de Dios padre colérico. Los orígenes de esta actitud se
hunden en la historia de México, en el pasado azteca y en el pasado colonial. Son una
suerte de petrificación de la imagen pública del gobernante, que deja de ser un hombre para
convertirse en un ídolo. Una expresión más del machismo y, sobre todo, de la preeminencia
del padre en la familia y la sociedad mexicana… En suma, en el México de 1968, una vez
más, los hombres hicieron la historia con los ojos vendados.
II

Siempre he pensado que para entender al México contemporáneo, así sea


parcialmente, hay que volver a la historia de Nueva España. Allí no está, claro, la respuesta
a nuestras preguntas pero el mundo novohispano, por ser el directo antecedente del nuestro,
ofrece la posibilidad de la comparación con el presente. En el caso de 1968, ¿cómo no
pensar en los llamados «tumultos de 1692»? Las semejanzas entre los dos episodios no son
menos significativas, según se verá, que sus diferencias.
El final del siglo XVII fue un período afortunado para México. Mientras España se
hundía más y más en un sopor político y social que duraría cerca de dos siglos, Nueva
España prosperaba. La paz reinaba sobre el inmenso territorio, apenas interrumpida de vez
en cuando por esporádicos desórdenes en las provincias y sublevaciones de indios bravos
en el lejano norte, todavía no enteramente sometido a la autoridad central. Al amparo del
notable desarrollo de la agricultura y la minería, especialmente de esta última, había crecido
una rica clase de propietarios criollos. Clase emprendedora, devota y fastuosa: gracias a sus
dádivas las ciudades se cubrieron de admirables construcciones civiles y religiosas.
En la segunda mitad del siglo XVII la cultura colonial alcanzó su mediodía y, entre
muchos ingenios notables, produjo dos figuras de primer rango, una de ellas universal: la
poetisa Sor Juana Inés de la Cruz y el historiador y matemático Carlos de Sigüenza y
Góngora. No es extraño que los mexicanos viesen en la ciudad de México, como dice el
mismo Sigüenza y Góngora, a «la cabeza y metrópoli de América» y que la llamasen, con
orgullo parecido al de los bostonianos un siglo y medio más tarde, «la nueva Roma». Los
extranjeros no eran menos entusiastas que los naturales y todavía a principios del siglo XIX
el barón Alejandro de Humboldt escribe: «Ninguna ciudad del Nuevo Continente, sin
exceptuar a los Estados Unidos, ofrece establecimientos científicos tan grandes como los de
México… ni tantos edificios hermosos y que podrían figurar en las mejores calles de París,
Berlín o Petersburgo.» La sociedad criolla se contemplaba confiadamente en el esplendor y
solidez de sus iglesias y palacios: altares y salones dorados, cimientos y muros de piedra.
Pero aquella sociedad resultó ser más frágil que sus monumentos.
En 1692 la escasez de maíz sublevó al pueblo —indios, mestizos y aun criollos
pobres— y la ciudad de México fue teatro de graves disturbios. La multitud se echó a las
calles y este acto de osadía cogió por sorpresa al gobierno, que no estaba acostumbrado a
ver desafiada su autoridad. La gente saqueó los almacenes y, arremolinada en la plaza
central, quemó los archivos y amenazó con incendiar la sede del poder virreinal. Los
desórdenes se transformaron en algo más que una protesta contra la falta de maíz y
adquirieron una coloración política subversiva. Las autoridades, recobradas de su sorpresa
inicial, desencadenaron una represión implacable que ensombreció el fin del siglo XVII
mexicano.
El sueño dorado del virreinato terminó en una llamarada; a su luz la sociedad
colonial descubrió su otra mitad: una cara india y mestiza, una cara colérica y
ensangrentada. Hasta entonces los disturbios habían sido desórdenes locales y, en el norte,
actos de tribus indómitas todavía no evangelizadas. Los tumultos en la ciudad de México
revelaron una escisión en el centro mismo de la sociedad. El testimonio de Sigüenza y
Góngora, que presenció los desórdenes, no es menos impresionante que el de Elena
Poniatowska: «Por aquella calle donde yo estaba (y por cuantas otras desembocaban en las
plazas) venían atropellándose bandadas de hombres. Traían desnudas sus espadas los
españoles y, viendo lo mismo que allí me tenía suspenso, se detenían porque los negros, los
mulatos y todo lo que es plebe gritaba: ¡Muera el Virrey y cuantos lo defendieren! Y los
indios: ¡Mueran los españoles que nos comen nuestro maíz! Y exhortándose unos a otros a
tener valor, supuesto que ya no había otro Cortés que los sujetase, se arrojaban a la plaza a
acompañar a los otros y a tirar piedras. ¡Ea, señoras!, decían las indias en su lengua unas a
otras, ¡vamos con alegría a esta guerra y como quiera Dios que se acaben en ella los
españoles, no importa que muramos sin confesión! ¿No es nuestra tierra? Pues ¿qué quieren
en ella los españoles?»
Casi todos los historiadores ven en los tumultos de 1692 una anticipación de las
luchas por la Independencia, cien años más tarde. No sé, sin embargo, si alguno haya
reparado en lo que, a mi modo de ver, es la nota característica del episodio. Los amotinados
de 1692 se levantaron contra el poder virreinal y la dominación española pero su revuelta
no fue realmente un acto revolucionario sino una explosión instintiva. Su negación no
contenía ninguna afirmación. Sería inútil buscar en su protesta una idea acerca de cómo
debería ser la sociedad mexicana una vez desaparecido el poder virreinal. El regreso al
mundo anterior a la Conquista era imposible: había sido destruido con sus príncipes y sus
sacerdotes, sus dioses y sus pirámides. Sobre sus ruinas se había construido otro mundo: los
rebeldes que gritaban contra el Virrey, lo hacían en español y adoraban al mismo Dios que
sus opresores.
Ninguno de los principios que habían fundado a la sociedad colonial —los dos
universalismos: el Imperio español y el Catolicismo romano— podía operar como un
principio de reforma. La sociedad colonial se encontró de pronto en un callejón sin salida:
no había solución dentro de los supuestos religiosos, filosóficos y políticos que la fundaban.
Entre el universalismo católico-monárquico y el particularismo de los amotinados indios y
mestizos había una contradicción insoluble. Más exactamente: la solución no estaba dentro
sino fuera de la ideología de la Nueva España. Hubo que esperar más de un siglo para que
los mexicanos, lenta y tímidamente, buscasen los principios de otro universalismo y
tratasen de aplicarlos, con poquísimo éxito por lo demás, a nuestra realidad. Esos principios
ajenos fueron los de la Ilustración, tal como habían cristalizado en las dos revoluciones que
sirvieron de modelo a los movimientos de independencia de la América Española: la
Revolución francesa y la norteamericana.
La historia moderna de México, como la de los otros países hispanoamericanos, está
marcada por el fracaso de nuestras guerras de Independencia. Logramos liberarnos
políticamente de España pero no pudimos cambiar nuestras sociedades ni logramos
instaurar en nuestras tierras instituciones realmente democráticas. La fachada republicana
cubrió una realidad arcaica y atroz. El tema de la dificultad que han experimentado y
experimentan los países hispánicos y lusitanos para adoptar y adaptar los principios
democráticos debería ser el tema central de los estudios históricos y sociales en América
Latina, España y Portugal. No ha sido así y, aunque parezca increíble, todavía no sabemos
por qué las instituciones democráticas no han sido viables en la mayoría de nuestros países.
Se habla mucho de nuestro subdesarrollo económico y en los últimos tiempos el
subdesarrollo y la dependencia se han convertido en los chivos expiatorios de todas
nuestras fallas. No niego al, subdesarrollo y a la dependencia pero observo que pocos se
han preguntado si existe o no una relación entre ese subdesarrollo y nuestra vida política.
La modernidad no se mide exclusiva ni primordialmente por el número de fábricas y de
máquinas sino por el desarrollo de la crítica intelectual y política. Probablemente la pobreza
de nuestra tradición científica y filosófica tiene el mismo origen que nuestra pobre tradición
democrática. Nuestra historia está infestada de caudillos como las aguas del Golfo de
México de tiburones y nuestra historia intelectual de canónigos quema-herejes, jacobinos
corta cabezas y marxistas con vocación de carceleros.
III

Los tumultos de 1968 tienen indudable analogía con los de 1692. En ambos casos
estamos ante el despertar de un sueño de injusta prosperidad y falsa armonía social. Hacia
1950 los grupos dirigentes de México en la esfera de la política y la economía —sin excluir
a la mayoría de los técnicos y a muchos intelectuales— empezaron a sentir cierta
satisfacción ante los progresos logrados desde la consolidación del régimen post-
revolucionario (1930): estabilidad política; desarrollo económico no interrumpido a pesar
de una alta tasa de crecimiento demográfico; obras públicas impresionantes; nacimiento de
una clase media; extensión de la clase obrera y elevación de su nivel de vida; en fin, a
semejanza del siglo XVII, un clima de tranquilidad, como si todos estuviesen de acuerdo,
de los dirigentes obreros a los banqueros y de los jerarcas de la Revolución
institucionalizada a los procónsules de los consorcios internacionales.
En 1690 la sociedad criolla se veía retratada en sus palacios barrocos y en sus
conventos y colegios; en 1960 la sociedad post-revolucionaria se contemplaba en sus
fábricas, sus ranchos, sus mansiones a la Hollvwood y sus colosales monumentos a las
glorias y los héroes revolucionarios. (Sería injusto, sin embargo, comparar el arte barroco
del siglo XVII, exquisito aun en sus delirios, con el estilo megalomaníaco del México post-
revolucionario, en la mejor tradición del arte de Stalin.) El elogio extranjero no podía faltar.
El más resonante fue el del Presidente Kennedy, que no vaciló en afirmar que el régimen
mexicano era un ejemplo para la América Latina. Los herederos de los revolucionarios
recibían al fin la consagración de Washington. Triunfo póstumo de la Revolución mexicana.
En realidad, la pobre Revolución había sido víctima de una doble confiscación: la
confiscación política del Partido gubernamental, una burocracia que tiene más de una
semejanza con las burocracias comunistas del Este europeo; y la confiscación económica y
social de una oligarquía financiera estrechamente ligada a los grandes consorcios
norteamericanos.
En 1968 se rompió el consenso y apareció otra cara de México: una juventud
encolerizada y una clase media en profundo desacuerdo con el sistema político que nos rige
desde hace cuarenta años. Los tumultos de 1968 revelaron una grieta en el interior de la
sociedad mexicana que podemos llamar desarrollada, es decir, en ese sector
predominantemente urbano que forma cerca de la mitad de la población y que ha pasado en
los últimos decenios por un acelerado proceso de modernización. Pero lo que otorga
dramatismo y urgencia a la crisis del México moderno y desarrollado es su trasfondo: el
otro México en andrajos, los millones de campesinos pobrísimos y las masas de
semidesocupados que emigran a las ciudades y se convierten en los nuevos nómadas —los
nómadas del desierto urbano.
Como en 1692, el movimiento de 1968 careció de una ideología precisa. A
diferencia de 1692, no fue un movimiento de las clases bajas sino de los estudiantes, la
clase media y los grupos intelectuales. Como en 1692, aunque por razones distintas,
englobó y expresó el descontento general del país. Descontento ante la anquilosis del
sistema político implantado después del período violento de la Revolución mexicana (el
Partido gubernamental fue fundado en 1929); descontento, asimismo, ante la degradación
del programa social de los revolucionarios en una política «desarrollista» que ha
beneficiado sólo a una minoría. De ahí que el llamado a la «democratización» haya
conquistado inmediatamente la adhesión de la mayoría de la población perteneciente al
sector urbano.
Como en 1692 —de nuevo: por razones distintas— las demandas políticas pasaron a
primer término. Y aquí aparece la diferencia mayor entre los tumultos de 1692 y los de
1968: mientras que los principios en que estaba fundada la sociedad colonial no ofrecían
una respuesta a la crisis de 1692, en los que fundan a la sociedad mexicana se encuentra
precisamente la solución, al menos en germen, a nuestros problemas. Cierto, la
«democratización» no es la solución pero es el camino para examinar en público nuestros
problemas, discutirlos, proponer soluciones y organizamos políticamente para lograr la
aplicación de esas soluciones. A los impacientes hay que recordarles lo que ha significado y
significa, en incontables sufrimientos físicos y degradación moral, el desarrollo a marchas
forzadas del «socialismo» burocrático. La creación de una tradición democrática en México
no es menos importante y urgente que el desarrollo económico y que la lucha por la
igualdad.
En 1968 el sistema político mexicano entró en crisis; cinco años después no hemos
logrado todavía crear un movimiento democrático independiente que ofrezca soluciones
reales a los inmensos problemas de nuestro país. A la espontánea y saludable negación de
1968 no ha sucedido una afirmación. Hemos sido incapaces de elaborar un programa
coherente y viable de reformas y también de crear una organización nacional. La verdad es
que el primero y casi el único que ha aprovechado la experiencia de 1968 es el régimen
mismo, que en los últimos años —no sin contradicciones y recaídas como la del 10 de junio
de 1971— se ha embarcado en un programa de reformas tendientes a liberalizarlo. Sería
inmoral ignorarlas o minimizarlas; sería falso decir que son suficientes. No, el remedio no
puede venir de una reforma desde arriba sino desde abajo, impulsada por un movimiento
popular independiente.
Hay que encontrar una solución distinta a la del PRI, algo que hasta ahora no han
podido hacer los partidos políticos tradicionales de la oposición. Hay un anquilosamiento
intelectual de la izquierda mexicana, prisionera de fórmulas simplistas y de una ideología
autoritaria no menos sino más nefasta que el burocratismo del PRI y el presidencialismo
tradicional de México. En cuanto a la derecha: hace mucho que la burguesía mexicana no
tiene ideas —sólo intereses. Por todo esto, la «democratización» que pedían los estudiantes
en 1968 sigue siendo una demanda válida y una tarea urgente. Ésa es la condición esencial
de toda tentativa de reforma en México. La democracia, en su expresión más simple, es ese
espacio libre donde se despliega la crítica. Pero la crítica de los otros exige la autocrítica.
Para hablar con los demás, debemos primero aprender a hablar con nosotros mismos. Los
grupos que desean el cambio en México deberían empezar por autodeterminarse, es decir,
por introducir la crítica y el debate dentro de sus organizaciones. Y más: deberían
examinarse a sí mismos y hacer la crítica de sus actitudes y sus ideologías. Entre nosotros
abundan los teólogos soberbios y los fanáticos obtusos: los dogmas petrifican. La
regeneración intelectual de la izquierda sólo será posible si pone entre paréntesis muchas de
sus fórmulas y oye con humildad lo que dice realmente México —lo que dicen nuestra
historia y nuestro presente. Entonces recobrará la imaginación política. ¿O habrá que
esperar, como en 1692, otro siglo?
México, octubre de 1973
ATERRADOS DOCTORES TERRORISTAS[*]

Entre Viriato y Fanfarrias

No pudimos comentar oportunamente —nuestro número anterior estuvo


íntegramente dedicado a la joven literatura mexicana— varios sucesos que apasionaron a la
opinión nacional durante el mes pasado y que todavía son materia de discusiones. El
primero fue el secuestro del Cónsul de los Estados Unidos en Guadalajara por un grupo de
extremistas; el segundo fue la agresión de la policía de Puebla, el primero de mayo, contra
una manifestación de estudiantes. El funcionario norteamericano fue liberado apenas el
Gobierno accedió a canjearlo por treinta «presos políticos» y se pagó un crecido rescate; en
la refriega de Puebla fueron asesinados dos estudiantes y el Gobernador del Estado, ante el
clamor nacional, tuvo que presentar su renuncia.
Apenas si es necesario repetir nuestra opinión sobre las guerrillas urbanas y rurales.
La actividad guerrillera posee eficacia sólo en determinadas circunstancias y se justifica
sólo dentro de contextos sociales e históricos muy precisos: frente a la ocupación del país
por un ejército extranjero o contra un gobierno usurpador o contra una tiranía a la que
únicamente la fuerza puede derribar. En estos casos y en otros semejantes se acude a la
guerrilla porque se han agotado los otros medios de lucha política. La violencia no es un
lenguaje pero es una respuesta contra el silencio que impone el poder. Recurso de
excepción en una situación de excepción, la guerrilla encarna en su misma clandestinidad y
aparente aislamiento la voluntad de una población a la que se ha negado la posibilidad de
expresarse, organizarse y actuar. De ahí que los auténticos guerrilleros cuenten siempre con
la simpatía y el apoyo de la población. Sin sostén popular la guerrilla no es verdaderamente
guerrilla sino banda de aventureros suicidas. Esto último es lo que ha ocurrido
recientemente en América Latina y ahora, en escala menor, en México. Los grupos
guerrilleros latinoamericanos, generalmente compuestos por jóvenes de la clase media, han
fracasado porque no son representativos de las aspiraciones populares. Más que una
disidencia revolucionaria son una excepción nihilista. Oscilan entre Viriato y Fantomas.
Son una nostalgia y una impaciencia que se resuelven en un charco de sangre.
Por más injusta e insatisfactoria que sea la situación de nuestro país, sería absurdo
afirmar que no nos queda más recurso que la violencia pues se nos han cerrado los otros
caminos de acción y de protesta. Lo contrario es lo cierto: el régimen actual, no sin
contradicciones y limitaciones que somos los primeros en lamentar y que no nos
cansaremos de denunciar, ha emprendido un proceso de autocrítica y de liberalización.
Seamos honrados: los grupos independientes no han sabido o no han podido explorar y
aprovechar muchas vías de acción política democrática. Los movimientos populares deben
conquistar la legalidad, no la clandestinidad. Los extremistas que prefieren la conspiración
en el subsuelo a la organización democrática al aire libre, aparte de no ser muy ortodoxos
desde el punto de vista de la doctrina que dicen profesar: el marxismo, revelan que no han
comprendido nada de la historia reciente de México y del mundo. En general se trata de
muchachos de la clase media que transforman sus obsesiones y fantasmas personales en
fantasías ideológicas en las que el «fin del mundo» asume la forma paradójica de una
revolución proletaria… sin proletariado. Los grupos que en México han escogido el camino
de la violencia han escogido también el camino del aislamiento que lleva a la derrota. Sus
actos favorecen fatal aunque involuntariamente a las tendencias más reaccionarias y
autoritarias del país. Al desplazar la controversia del campo de la acción política al de las
operaciones militares y policíacas, los extremistas dan argumentos a todos los que, fuera y
dentro del gobierno, piden un regreso a la política de mano dura. Y hay algo más y más
grave: los violentos estorban la acción de todos aquellos que por medios políticos buscan
un cambio del actual estado de cosas. La violencia aislada y los golpes de mano no dan el
poder al pueblo pero abren la puerta a los militares, como lo muestran los casos de Brasil,
Bolivia, Perú, Uruguay, Guatemala… Veámonos en el espejo (roto) de América Latina.
La otra violencia

La crítica de la violencia antigubernamental es la mitad de la crítica. La otra mitad


es la crítica de la violencia gubernamental. El atropello contra la manifestación estudiantil
de Puebla no nos parece menos sino más condenable que los secuestros y los asaltos a los
bancos. La agresión policíaca parece darle la razón a los partidarios de la violencia: el
ejercicio pacífico de los derechos democráticos implica en México un riesgo mortal.
Pesimismo explicable pero no enteramente justificable: el atentado gubernamental provocó
una reacción nacional, movilizó a los estudiantes y a los profesores en todo el país y fue la
causa inmediata de la renuncia del Gobernador. Todo esto indica las posibilidades de la
acción democrática. Fue una victoria contra el grupo más reaccionario y agresivo del país,
heredero del cruel caciquismo poblano y del clericalismo ultramontano. Victoria parcial
porque no basta con la caída del Gobernador: hay que exigir una investigación imparcial de
los sucesos y el castigo de los culpables. Hay que luchar también porque no se reduzca
todo, como es costumbre, a un simple cambio de personas. Pero estos objetivos reclaman
algo que la izquierda todavía no ha podido hacer: una organización popular independiente.
Hay otro aspecto de los sucesos de Puebla que nos parece indispensable comentar.
En esta misma sección,[*] en el número 15 (Los misterios del Pedregal), indicamos los
peligros de la utilización de las universidades como armas de combate y advertimos que la
situación de Puebla fatalmente desembocaría en una confrontación violenta. Dijimos
también que en la década de los 30 —después de la derrota del vasconcelismo y, sobre
todo, después de la reforma del artículo tercero de la Constitución que implantó la llamada
educación socialista— un numeroso y activo sector de la clase media había tratado de
apoderarse de las universidades para transformarlas en bastiones contra el Gobierno. El
movimiento —nacionalista y conservador, más o menos inspirado por las ideas de Maurras
a través de Gómez Morín y otros intelectuales— no derrocó al Gobierno pero estuvo a
punto de acabar con las universidades. Ahora los comunistas y sus aliados han adoptado la
misma táctica. Los resultados son ya los mismos: el Gobierno no se tambalea pero las
universidades y los politécnicos se desmoronan con impresionante rapidez. Hace unos
pocos meses el astrónomo Guillermo Haro se refirió al «desastre de la educación y la
investigación científica». El desastre es total y abarca también a las humanidades. El nivel
académico de nuestras instituciones de educación superior amenaza con convertirse en uno
de los más bajos del mundo.
Las universidades y los politécnicos pueden (deben) ser centros de crítica
intelectual, moral y política pero no pueden transformarse en catapultas revolucionarias. El
caso de la Universidad de Puebla no es el único. En Sinaloa la Universidad se ha entregado
a una actividad política cada vez más directa y cada vez menos universitaria. La función
crítica ha sido sustituida por el activismo radicaloide y el resultado, claro, no ha sido el
cambio de las estructuras sociales sino la destrucción de la vida universitaria. Sobre los
extremistas de Sinaloa podría decirse, parodiando a Baudelaire, que han puesto en la
política la ferocidad natural del amor: las peleas entre los grupos, fracciones y facciones
han culminado en el asesinato de un profesor y de un estudiante. Tránsito de las
universidades mexicanas: del debate en el claustro a la arena de los gladiadores y de ésta a
la callejuela donde se apuñalan los matones. Por todo esto vemos con verdadera zozobra los
nuevos ataques contra la Universidad Nacional. Los extremistas no quieren a un rector
enérgico e independiente como el doctor Soberón; quieren a un politicastro y a un
demagogo que se preste a sus insensatos proyectos: convertir a la Universidad Nacional en
una base de operaciones políticas como la de Puebla. Incapaces de organizar y guiar a los
obreros y a los campesinos, intentan ser los capitanes de las mesnadas estudiantiles.
Exactamente como los nacionalistas conservadores de hace 25 años. El 2 de junio de 1948
el candidato a rector del grupo extremista conservador, en un discurso pronunciado en el
auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras, dijo lo siguiente: «Yo les ofrezco, aunque me
maten, que dentro de la UNAM afirmaré a Dios y afirmaré a Cristo, y que esta campaña
que hoy iniciamos la sostendré hasta la derogación del artículo tercero de la Constitución.»
Los colores de la venda son distintos pero el personaje que da palos de ciego es el mismo:
la clase media.
¿Cómo defender a las universidades sin, al mismo tiempo, abandonar la lucha por la
reforma social y política de México? Lo primero es cambiar el sitio de la confrontación
política: crear un espacio público abierto donde se despliegue la actividad de los grupos
independientes. O sea: esforzarse de verdad por la democratización del país. Éste fue el
sentido profundo del movimiento estudiantil de 1968 y lo que le valió la inmediata
adhesión popular. La izquierda es la heredera natural del movimiento de 1968 pero en los
últimos años no se ha dedicado a la organización democrática sino a la representación —
drama y sainete— de la revolución en los teatros universitarios. Pervertida por muchos años
de stalinismo y, después, influida por el caudillismo castrista y el blanquismo guevarista, la
izquierda mexicana no ha podido recobrar su vocación democrática original. Además, en
los últimos años no se ha distinguido por su imaginación política: ¿cuál es su programa
concreto y qué es lo que propone ahora —no para las calendas griegas— a los mexicanos?
Tampoco ha podido organizar a sus contingentes y movilizarlos en acciones nacionales.
Todavía sigue siendo un vago proyecto la gran alianza popular independiente que muchos
proponen desde 1970. Incapaz de elaborar un programa de reformas viables, se debate entre
el nihilismo y el milenarismo, el activismo y el utopismo. El modo espasmódico y el modo
contemplativo: dos maneras de escaparse de la realidad. El camino hacia la realidad pasa
por la organización democrática: la plaza pública, no el claustro ni la catacumba, es el lugar
de la política.
Plural 21, junio de 1973
II

El desierto político

En el primer tercio del siglo XIX el poeta Nerval, al alzar los ojos hacia el cielo,
descubrió con horror que era un desierto: lo mismo los dioses del paganismo que los
ángeles y los santos del cristianismo se habían evaporado. La razón crítica despobló al
cielo. El observador político que hoy alce los ojos hacia el «cielo ideológico» de México
encontrará un desierto semejante al contemplado por Nerval: eclipse de las ideas, fuga de la
imaginación política. Pero no ha sido la crítica sino la ausencia de crítica y, sobre todo, de
autocrítica, la que ha transformado nuestra vida política en un páramo. Un yermo
pedregoso, cubierto por una vegetación chaparra y espinosa que oculta toda suerte de
insectos, bichos y víboras. ¿Quién será el jardinero que convierta este llano inhospitalario,
ya que no en un jardín, en un lugar habitable? Ante todo hay que limpiarlo, quemar la yerba
mala, regarlo, mover las piedras donde se esconden las alimañas ponzoñosas. Jardinería
política: escoba, tijeras y regadera. El barrido, la poda y el agua fría de la crítica.
Como una contribución a esta tarea crítica hemos publicado en este número de
Plural una «Ojeada a la situación de México»: la política interior (Rafael Segovia), la
exterior (Mario Ojeda) y la económica (Carlos Bazdresch). Ojeada lúcida y desilusionada.
La descripción crítica que hace Rafael Segovia de nuestros partidos es difícilmente
mejorable y lo mismo debe decirse de su reflexión sobre la violencia. Tiene razón, sobre
esto último, en señalar la responsabilidad del Gobierno. Más de una vez nos hemos referido
en estas columnas a los sucesos sangrientos del 10 de junio de 1971 y hemos dicho que,
como la mayoría de los mexicanos, seguimos esperando conocer los resultados de la
investigación prometida. No se puede ser candil de la calle y oscuridad de su casa: el
Gobierno no tendrá autoridad moral para condenar la violencia de los grupos extremistas
dentro y fuera de las universidades mientras no esclarezca lo del Corpus Christi de hace dos
años. ¿Quiénes eran los Halcones; quiénes los organizaron; contaban o no con la
complicidad de la Policía y de altos funcionarios del Gobierno?
El tema de la violencia está a la orden del día en México y, aún más, en la América
Latina. Es innecesario repetir que condenar la violencia gubernamental en Puebla y en otros
sitios —o el escamoteo de la justicia en el caso del Corpus Christi de 1971— no implica
justificar la violencia de los extremistas, así se amparen en ideologías «socialistas».
Emplear métodos fascistas y aun de gangsters en nombre del socialismo es una perversión
no menos grave que el autoritarismo y el burocratismo stalinianos. Nuestra condenación de
la violencia ciega y que se vuelve como un bumerang no sólo contra los que la practican
sino contra el pueblo entero, como acaba de suceder en Uruguay. Condenamos a los que
desde la impunidad de la cátedra y el periódico, doctores vitriólicos con la boca babeante de
ira, bendicen a los tupamaros de aquí y de allá con citas truncadas de las escrituras
revolucionarias. Cierto, a veces la violencia es legítima. Otras, además, es eficaz. No ahora
ni aquí. Además, no estamos muy seguros de que la violencia sea realmente «la partera de
la historia». Tal vez es lo contrario: esteriliza a las sociedades y las hace oscilar entre los
dos polos de la destrucción, la agresión y el suicidio. En fin, cualquiera que sea nuestra
opinión sobre la violencia, es evidente que la que preconizaba Marx es muy distinta a la
que predican y practican los extremistas en México y en América Latina.
Los doctores montoneros

Para Marx la violencia revolucionaria estaba ligada orgánicamente al proletariado,


es decir, su liga no era ideológica sino real, histórica, social: las organizaciones obreras.
Hacer una política pro-obrera sin obreros es algo más que un error: es dar el primer paso
hacia la dictadura. El César de hoy es el aventurero político de ayer. Por eso Marx y Engels
repudiaron categóricamente al «blanquismo», ahora rampante en la América Latina,
consagrado por la sangre de un justo trágica y radicalmente equivocado: Guevara. Oigamos
a Engels: «Blanqui es un revolucionario puramente político aunque sus sentimientos sean
socialistas… De la concepción de Blanqui se desprende la necesidad de una dictadura
después del triunfo del golpe de Estado revolucionario. Su concepción afirma que cada
revolución es un golpe de Estado ejecutado por un pequeño grupo de revolucionarios. No
se trata, naturalmente, de la dictadura de toda la clase revolucionaria, el proletariado, sino
de un pequeño número: aquellos que han participado en el golpe de Estado y que, a su vez,
están ya organizados bajo la dictadura de unos pocos» (Littérature des Emigrés, 1874).
Digamos de paso que para Marx y para Engels la dictadura del proletariado no significó
nunca la dictadura de un partido. Ambos insistieron siempre en la pluralidad de partidos,
una vez que el proletariado conquistase el poder y mientras subsistiese el Estado. Tampoco
los bolcheviques, hasta que no tomaron el poder, hablaron de la dictadura de un partido
único. Esta «innovación» fue justificada por Lenin y Trotsky como una desafortunada pero
imperiosa necesidad política resultante de la guerra civil y de la situación del país en los
años siguientes. La verdad es que el régimen de partido único tiene más que ver con la
tradición rusa —autocracia arriba y terrorismo abajo— que con el marxismo auténtico. El
mismo Trotsky, recobrado en parte de su intoxicación bolchevique, aunque sin confesarlo
del todo, escribe en La revolución traicionada (1936): «Supongamos que la burocracia
soviética es desplazada del poder por un partido revolucionario… Ese partido comenzará
por restablecer la democracia en los sindicatos y en los soviets. Podrá y deberá restablecer
las libertades de los partidos soviéticos…» (Nosotros subrayamos). Compárese estos textos
con las proclamas y los actos de los terroristas latinoamericanos y mexicanos.
Tal vez no sea del todo exacto llamar «blanquistas» a los extremistas
latinoamericanos. Luis Blanqui fue un revolucionario romántico y su figura pertenece a la
prehistoria revolucionaria (aunque algunas de sus concepciones tienen una inquietante
semejanza con el leninismo). En todo caso, la ideología de los latinoamericanos es un
«blanquismo» que se ignora. Pero más bien se trata de una lectura terrorista del marxismo.
El lector ha sido una clase media exasperada, cogida entre la ausencia de auténticas
revoluciones proletarias y socialistas en los países desarrollados y la emergencia de
«socialismos» totalitarios y burocráticos en Rusia y China. De ahí la colusión de la
izquierda con el peronismo en Argentina. De ahí el caudillismo igualitario de Castro. De ahí
los tupamaros y, fenómeno menor pero significativo, «los Enfermos» de Sinaloa.
En realidad estamos ante nuevos brotes de viejos males hispanoárabes y
latinoamericanos: el caudillo, la montonera, el jalifa, los cuadrilleros, las partidas. En
nuestras tierras el jefe y sus montoneros se han disfrazado sucesivamente con retazos de
ideologías: Robespierre, Danton, Jefferson, Garibaldi, Lenin, Mao. Las máscaras cambian,
el desenlace es el mismo: si la aventura fracasa, desemboca en la muerte; si triunfa, en la
dictadura. Pero la dictadura no salva al jefe del otro fracaso, el histórico. Oigamos de nuevo
a Engels: «Lo peor que le puede pasar al jefe de un partido extremista es tomar el poder en
una época en la que el movimiento no está aún maduro para la dominación de la clase que
representa ni para la aplicación de las medidas que exige la dominación de esa clase… Así
se encuentra fatalmente colocado ante un dilema insoluble: aquello que puede hacer
contradice toda su acción anterior, sus principios y los intereses inmediatos de su partido, y
aquello que debe hacer es irrealizable… Aquel que cae en esta situación está
irremediablemente perdido» (Engels: La guerre des paysans, 1850). Los ejemplos están a la
vista en América Latina.
Plural 22, julio de 1973

III

El plagio, la plaga y la llaga

Plaga: lo mismo que llaga,


que es como hoy se dice.
Mariana, Historia de España
El secuestro del suegro del Presidente de la República, el universitario y político
José Guadalupe Zuno, ha provocado indignación y estupor. Indignación porque con este
acto se trata de herir al Jefe del Estado y lesionar su autoridad moral y política en
momentos particularmente difíciles, cuando la nación se enfrenta a una situación
económica desastrosa y cuando la clase obrera y sus dirigentes, ¡al fin!, parecen despertar
de su letargo conformista y anuncian una acción que, si llega a orientarse como se debe y se
conduce a buen término, podrá enderezar un poco las cosas en favor de las mayorías.
Estupor porque el grupo que se ha declarado responsable del secuestro se dice marxista y
revolucionario. Para colmo, el FRAP (Frente Revolucionario Armado del Pueblo) ha
llamado a su fechoría: Operación Tlatelolco, 2 de octubre de 1968. Invocar la memoria de
Tlatelolco para justificar el secuestro de un anciano de 80 años, conocido por sus ideas
populistas, revela la descomposición moral e ideológica de los extremistas. Los
«Enfermos», como se llamaba a sí mismo uno de estos grupos (el de la Universidad de
Sinaloa), se han vuelto los Incurables.
La actitud del Gobierno, hasta el momento de escribir este comentario (1.º de
septiembre), ha sido la que desde el principio, hace más de dos años, se ha sugerido en estas
mismas columnas: no ceder al chantaje de gente que jura en nombre de Carlos Marx pero
que obra como Al Capone. Naturalmente que no basta con rehusarse a pactar con los
facinerosos. El Gobierno debe mostrar, además, que es fuerte y que es capaz de usar su
fuerza con moderación y cordura. Lo primero significa, ante todo, eficacia: los autores del
secuestro han de ser aprehendidos en un plazo razonable. Lo segundo quiere decir que no se
ha de tomar ninguna decisión que limite o restrinja los derechos políticos de los mexicanos,
desde la libertad de información y opinión hasta la de reunión y manifestación pública de
las ideas, cualesquiera que éstas sean. Sería lamentable que la provocación de los
extremistas sirviese para justificar una política de represiones y mano dura, como ya
empiezan a pedirlo los grupos conservadores. Las imperfecciones de la democracia no se
curan con la supresión de la democracia. Nuestro sistema político es todavía un
compromiso inestable entre la tradición autoritaria mexicana y la verdadera democracia. El
actual Gobierno ha enmendado en muchos aspectos las prácticas brutales de los regímenes
anteriores. Su acción ha sido positiva pero no suficiente: otro gallo nos cantaría si, como se
ha pedido muchas veces en estas páginas, se hubiese hecho una averiguación de los sucesos
del 10 de junio de 1971 y se hubiese castigado a los responsables.
Bohemia y revolución

Los brotes de violencia en el campo, enfermedad endémica de México desde la


época virreinal, son el resultado de circunstancias locales bien conocidas: el caciquismo, el
subempleo, el hambre de tierras, el hambre de justicia, el hambre de escuelas. En una
palabra: el Hambre. La violencia campesina no es nacional ni ideológica: es regional y
espontánea. Los campesinos no son delincuentes sino desesperados. La violencia del campo
no es un problema de orden policíaco ni militar sino político y social. Lo que hace falta en
el Estado de Guerrero es una verdadera reforma agraria, escuelas, casas, hospitales,
caminos, centros de trabajo. El terrorismo urbano es ideológico y tiene otras causas y otro
estilo. Los terroristas no reclutan sus milicias entre la clase obrera sino entre la clase media
y la pequeña burguesía. La desesperación de estos grupos es más de orden psicológico y
moral que social. Son las verdaderas víctimas de la alienación. Durante el siglo pasado la
clase media fue el almácigo de los bohemios y artistas ratés; hoy lo es de los
revolucionarios manqués. Ayer vestían el chaleco rojo de Teófilo Gautier pero nunca
escribieron una línea que valiese la pena; hoy leen a Lenin pero su «toma del Palacio de
Invierno» se reduce al asalto de un banco y al secuestro de un inocente. El romanticismo de
los bohemios del siglo pasado no dañaba a nadie sino a ellos mismos; el activismo de los
bohemios de la revolución es una operación de violencia circular: se inicia como una
agresión contra un tercero y termina por volverse contra los agresores. Es la dialéctica
suicida y bien conocida del perseguido/perseguidor.
El terrorismo urbano es un fenómeno universal. El hecho de que todos estos grupos
se alimenten, o mejor dicho, se intoxiquen, con la retórica de la izquierda, es un síntoma de
la profunda crisis intelectual y moral por que atraviesa el pensamiento revolucionario. Los
mismos grupos que, hace 40 años, hicieron suyos los delirios ideológicos de Hitler y las
filosofías antidemocráticas de Mussolini, Maurras y José Antonio Primo de Rivera, ahora se
sirven de las ideas de Marx, Lenin y Trotsky. Pero entre la pequeña burguesía desesperada y
las ideologías fascistas había un lazo orgánico; no lo hay entre el socialismo y los nuevos
extremistas. Cierto, el leninismo fue la primera gran quiebra de la tradición democrática del
socialismo, no sólo porque exageró las tendencias autoritarias del marxismo sino porque
suplantó la idea de la dictadura del proletariado por la dictadura del partido bolchevique.
Pero los partidos comunistas, incluso en sus peores momentos, durante el período stalinista,
siempre han buscado aliarse con la clase obrera y aspiran siempre a constituirse en partidos
de masas.
La docta adulación

Una de las causas de la proliferación de los grupos extremistas fue, probablemente,


el descrédito que rodeó a los partidos comunistas después de las revelaciones de Jruschov y
de que fueron conocidos los crímenes del stalinismo. Pero más decisivo fue el ascenso
publicitario, entre 1960 y 1970, de una suerte de «blanquismo» para gente acomodada y
con remordimientos por su desahogo económico. Esta gente, víctima no de la crisis
económica del capitalismo sino del nihilismo de la abundancia, encontró paradójicamente
sus arquetipos en personalidades y movimientos tan disímbolos como Che Guevara, los
guerrilleros de Palestina, las Panteras Negras y Danny el Rojo. Entre estas buenas almas
afligidas por sentimientos de culpas reales e imaginarias había, como es natural, muchos
intelectuales. La mayoría no halló mejor manera de librarse de sus obsesiones que proyectar
sus sueños en las actividades de los jóvenes estudiantes rebeldes. Pero no se contentaron
con aprobar la legítima rebelión juvenil sino que se convirtieron en los apologistas y en los
teóricos de la alianza contra natura entre las prácticas fascistas de los extremistas y la
ideología del socialismo. Todavía hace unos pocos años el autor de estas líneas provocó la
irritación de varios notables de la izquierda mexicana porque, durante una comida, se
atrevió a criticar a los tupamaros. Al cabo de unos meses, como todos sabemos, pese a la
virtuosa indignación de los doctores del extremismo académico, las actividades de aquellos
«jóvenes héroes» —como llamó uno de los comensales a los tupamaros— abrieron la
puerta a los militares uruguayos. También fueron coreadas con entusiasmo por nuestros
radicales de salón las bravatas del MIR, que prometió a corto plazo el asalto al poder y que,
a la hora de la verdad, fue incapaz de ofrecer una resistencia seria a Pinochet y sus
jenízaros.
Las sonrisas de complacencia con que nuestros intelectuales contemplaban todavía
hace poco las proezas de los extremistas se han transformado en muecas de sorpresa y,
ahora, en mohines de reprobación. Pero como son más amigos de la ideología que de la
triste verdad, han pergeñado una curiosa explicación del terrorismo del FRAP y los otros
extremistas: se trata, en realidad, de agentes del imperialismo yanqui y de la extrema
derecha. Durante los últimos trastornos universitarios, algunos profesores y periodistas
también atribuyeron los desórdenes a Fidel Velázquez, al imperialismo yanqui y aun a la
«crisis de la sociedad capitalista». No obstante, todos sabemos que el movimiento de los
trabajadores y empleados universitarios que llevó a la renuncia del rector González
Casanova, estaba dirigido por el Partido Comunista. Por supuesto, es muy posible que en
los grupos extremistas haya una infiltración de la CIA y de otras organizaciones semejantes.
También es indudable que las actividades de estos grupos provocan reacciones de repulsa
en la opinión pública que son aprovechadas inmediatamente por los partidarios de la
violencia derechista, como ocurrió en Uruguay y en Chile. Pero la derecha no podría
servirse de los extremistas de izquierda si, antes, no se hubiese bendecido y santificado la
alianza ilegítima e inmoral entre las ideas socialistas y las prácticas fascistas y gangsteriles.
Elogios que matan

El primer deber del intelectual es hacer luz, despejar las confusiones, limpiar los
cerebros de las marañas de la pasión y de la ideología. La regla de Descartes: no tener por
verdadero nada que yo no sepa que lo es evidentemente, no sólo es imperativa en la esfera
de la ciencia y del pensamiento sino también en las de la moral y de la política. Por eso es
inadmisible que personas inteligentes y que se llaman «de izquierda» afirmen que «es
evidente» (yo subrayo) «que el secuestro del señor Zuno responde a un plan de la extrema
derecha y del imperialismo», al mismo tiempo que pasan como si pisaran ascuas sobre las
declaraciones del FRAP. ¿No fue gente del FRAP la que secuestró hace unos meses a un
Cónsul de los Estados Unidos? Esta actitud ha sido compartida por varios periodistas
católicos que han abrazado las ideas de izquierda con esa fe simplista que tradicionalmente
se atribuye a los carpinteros. La confusión mental de uno de ellos es tal que cada noche, al
acostarse, reza ante la Hoz y cada mañana, al levantarse, da un martillazo con la Cruz. Para
esta alma de Dios es «absurdo» pensar que los extremistas de izquierda sean responsables
del secuestro; y no sólo absurdo: «es inverosímil que un grupo revolucionario cometa estos
actos». No, no es inverosímil: esos actos se cometen todos los días.
La reaparición del terrorismo revela, en primer término, la crisis general —política,
moral y filosófica— del pensamiento revolucionario. El malestar se inició en la época de
los procesos de Moscú y se agravó con las revelaciones de Jruschov, la disputa chino-
soviética y la invasión de Checoslovaquia. Esta crisis ha frustrado la acción de los partidos
socialistas y comunistas en aquellos países que deberían haber sido el teatro natural de su
acción histórica: las naciones industriales de Occidente. En segundo lugar: ante una
situación sin salida, el terrorismo parece, aunque no lo sea, una respuesta. Como la mayoría
de los países subdesarrollados, México se encuentra entre la espada y la pared. El modelo
capitalista clásico, que consumó el tránsito del antiguo régimen a la sociedad moderna de
Occidente, ha resultado inoperante. Y es inoperante —entre otras causas de orden histórico,
cultural y demográfico— porque nuestra burguesía, a diferencia de la burguesía de
Occidente, en su momento de ascenso histórico, es una clase dependiente. Pero también el
modelo socialista es inoperante. Impuesto a naciones que carecían de las estructuras
económicas y sociales creadas por la burguesía —democracia política, alto nivel industrial
y técnico, clase obrera con una larga tradición de libertad sindical— ha degenerado en
burocracias terroristas. También se deben mencionar otras circunstancias que pertenecen a
la historia del mundo ibérico e indio, tales como el caudillismo, el personalismo, el
centralismo y la ausencia de una tradición de crítica intelectual y moral en España y sus
antiguas colonias. Somos los hijos de la Contrarreforma y de este hecho se derivan, en
buena medida, las dificultades que hemos tenido desde fines del siglo XVIII para dar el
salto hacia la modernidad. Por último: los extremistas de la clase media no habrían podido
disfrazarse de izquierdistas si los intelectuales de izquierda hubieran sido un poco más
rigurosos y un poco menos narcisistas y complacientes. La impopularidad es uno de los
riesgos —y asimismo: uno de los placeres— del ejercicio de la crítica.
¿Hay salida?

Para salir de la encrucijada en que se encuentra nuestro país se necesitaría, ante


todo, un cambio en la orientación de nuestra política de desarrollo. Habría que cambiar el
rumbo que ha tomado nuestro país desde la época de Ávila Camacho y aun antes. Digo esto
porque, si es cierto que desde la presidencia de Ávila Camacho el desarrollo del país ha
beneficiado casi exclusivamente a la oligarquía financiera y a la burocracia política oficial,
también lo es que los regímenes revolucionarios y post-revolucionarios heredaron la idea de
la modernización de México del porfirismo que, a su vez, la heredó de los liberales. La
imitación extralógica, como la llamaba Antonio Caso, siguiendo a Tarde, ha sido una
constante de la vida política mexicana desde la Independencia. Por eso el cambio que
sugiero abriría al mismo tiempo la posibilidad de una reconciliación con nuestro pasado
histórico, sobre todo con nuestros dos grandes siglos: el XVII y el XVIII, ignorados y
desdeñados al otro día de la Independencia. Con frecuencia me he referido a ciertos rasgos
sombríos de nuestra tradición: el culto al jefe, la confusión entre religión y política, el
reinado de la máscara y la mentira. Pero el cambio de orientación significaría el
redescubrimiento de otra porción de nuestro pasado. Lo mismo en el mundo precolombino
que en el de la Nueva España existen instituciones y tradiciones que podrían ser los puntos
de partida hacia una democracia social y política. Pienso, por ejemplo, en la propiedad
comunal de la tierra y en el régimen de los ayuntamientos. Pienso también en el genio
urbanístico de nuestro pueblo, hoy degradado por la confabulación del dinero y el poder. La
modernidad, en sus dos vertientes, está en crisis: ¿por qué no explorar otros caminos?
Los dos modelos de modernización que nos ofrece el exterior, aunque en muchos
aspectos diametralmente opuestos, tienen en común una concepción cuantitativa de la
sociedad y de la historia: producir más y más. Mito inhumano, el progreso por el progreso
es un culto más cruel que los de los aztecas y babilonios. Moloch y Huitzilopochtli son
deidades benévolas comparadas al «time is money» del capitalismo y a la moral
estajanovista del sovietismo. A todo esto debe añadirse el problema demográfico a que nos
enfrentamos y que muchos toman a la ligera. Somos 58 millones de mexicanos, es decir,
nuestro país tiene una población ligeramente superior a la de Francia: ¿cuántos años, bajo el
régimen social y político que sea, necesitaremos para llegar al nivel que tienen hoy los
franceses? La respuesta no está en imitar a tirios o troyanos: producir y producir más y más.
Lo que hace falta es humanizar la economía. De ahí que sea imperativo un cambio de
dirección de la producción y, asimismo, como objetivo a largo plazo, un control racional de
los nacimientos. Ni el suplicio tantálico del capitalismo: el hombre encerrado en el círculo
sin salida de producir para consumir y consumir para producir, ni el hombre como un
engranaje del Plan, ese Juggernaut del socialismo burocrático, ídolo abstracto hecho de
cifras que son víctimas humanas. Por último, para países en las condiciones geopolíticas de
los nuestros, cambiar un modelo por otro significa simplemente cambiar de dependencia,
como lo muestra cruelmente el caso de Cuba. ¿No hay salida? No, en términos absolutos;
sí, en términos relativos. Diseñar otro modelo de desarrollo podría ser el primer paso por el
camino hacia la independencia, hasta donde ésta es posible y viable en el mundo de
tiburones que son las grandes potencias del siglo XX. La descentralización económica,
política y cultural, con la correspondiente redistribución regional de la población; la
revitalización de la agricultura; la lucha contra la inflación demográfica, a la larga más
peligrosa que la inflación monetaria; y, en fin, y sobre todo, la utilización racional de
nuestros inmensos recursos humanos en un vasto programa de obras que sirvan a la
comunidad —éstas y otras tareas no menos urgentes nos harían, ya que no más poderosos,
sí más justos y libres. Gabriel Zaid ha mostrado en esta misma revista (Cinta de Moebio)
que el Estado gobierna casi exclusivamente para la porción desarrollada o moderna de
México: burguesía, burocracias políticas y gubernamentales, clase media, proletariado
urbano y los grupos que integran el sector de la agricultura capitalista. ¿No es hora de
gobernar para el otro México?
Plural 36, septiembre de 1974
THANATOS Y SUS TRAMPAS

(3 NOTAS SOBRE DEMOGRAFÍA)

1. Hacia una política de población en México[*]

La discusión sobre el crecimiento demográfico no es nueva pero en el transcurso de


los últimos años se ha convertido en una preocupación mundial. El tema del aumento de la
población se confunde ya con el tema de la supervivencia de la especie humana. La
situación de la sociedad moderna ante este problema es única. Las sociedades animales
poseen mecanismos de control automático de la población y en las sociedades primitivas el
control se realiza a través de mecanismos culturales. En cuanto a las sociedades históricas:
desde las primeras civilizaciones urbanas hasta el siglo XIX hubo un relativo equilibrio
entre los dos factores que determinan el crecimiento de las poblaciones, la natalidad y la
mortalidad. La era moderna rompe el equilibrio: la mortalidad infantil disminuye y la
población aumenta. Al principio, las clases dirigentes y los Gobiernos vieron el aumento
como una bendición. Para unos: mano de obra abundante y barata; para otros: más carne de
cañón. La burguesía hizo suyo el precepto bíblico: creced y multiplicaos. Una idea que
habría escandalizado no sólo a los orgullosos espartanos sino a la mayoría de los filósofos
de la Antigüedad: ni griegos ni romanos padecieron la idolatría del número.
La crítica de la política y la moral poblacionistas se inició casi al mismo tiempo que
el brusco salto demográfico. En unos casos, la crítica fue económica y social: hay una
disparidad entre el ritmo de crecimiento de los recursos alimenticios y el de las bocas
humanas (Malthus). En otros casos, la crítica fue moral y política: cada niño que nace es un
esclavo asalariado más o un nuevo soldado que engrosa los ejércitos del Estado opresor.
Otros críticos subrayaron que la reproducción humana es una esfera en la que los Estados y
las Iglesias no pueden legislar por encima de la pareja y, sobre todo y ante todo, por encima
de la mujer. En esta tendencia se fundían dos corrientes, una que nace en el siglo XVIII y
otra en la era romántica: la libertad erótica y la libertad de la mujer. La rebelión del cuerpo
es inseparable de la liberación femenina. Y lo es porque desde el neolítico la opresión sobre
la mujer ha sido doble: social y sexual.
Desde mediados del siglo XIX hasta el XX la correspondencia entre el aumento de
la población, la mano de obra barata y las guerras imperialistas fueron un tema constante de
pacifistas, anarquistas, feministas y otros disidentes y revolucionarios. Pero esta
correspondencia se nubló en la conciencia de muchos revolucionarios cuando apareció el
primer Estado «socialista». La legislación soviética en materia de población y sexualidad,
tras un breve período inicial de gran libertad, no fue menos sino más reaccionaria que la de
la mayoría de los países capitalistas, con la excepción de la Alemania de Hitler y la Italia de
Mussolini. En todas partes triunfó el «poblacionismo» y el arquetipo universal fue la
imagen, entre grotesca y obscena, de la «madre de muchos hijos» condecorada por los jefes
de Estado. Después de la segunda guerra mundial, la quiebra del «poblacionismo» fue total,
aunque hubo recaídas como la del general de Gaulle. Hoy todos sabemos que el excesivo
crecimiento de la población no sólo es un obstáculo para el desarrollo de las naciones de
América Latina, Asia y África sino que es una amenaza contra la supervivencia de la
humanidad entera. Thanatos y sus trampas: lo que se creía una derrota de la muerte ahora
parece una estratagema suya para mejor aniquilarnos.
En México tres inercias, tres obstinaciones, se han opuesto a la legalización y a la
difusión de las prácticas anticonceptivas: la Iglesia Católica, el Gobierno y la izquierda
tradicional. No es ésta ocasión para detenerse sobre la posición de la Iglesia. Baste con
decir que todo lo que se haga en este campo ha de ser sin ella o contra ella. La actitud del
Gobierno coincidió substancialmente con la de los intelectuales de izquierda: la verdadera
respuesta a los problemas de la pobreza y el subdesarrollo no es el control de los
nacimientos sino el acrecentamiento de la riqueza y, sobre todo, su mejor distribución.
Apenas si vale la pena aclarar que nadie dice que en el control del crecimiento de la
población está la solución de nuestros problemas; lo que muchos decimos es que esos
problemas no serán resueltos si, al mismo tiempo, no nos enfrentamos con el que nos
plantea la tasa de aumento anual de la población mexicana —una cifra literalmente
catastrófica: 3½ por ciento. Por fortuna, no es necesario continuar esta discusión: todos,
Gobierno e intelectuales, aunque tardíamente, están ya más o menos convencidos de la
gravedad de la amenaza.[1] Ojalá que de veras y pronto se adopten medidas eficaces para
combatirla.
Plural pidió a Víctor L. Urquidi, director de El Colegio de México y uno de
nuestros mejores economistas, un Suplemento sobre la política de población en México. El
doctor Urquidi reunió a algunos sociólogos y demógrafos vinculados con el Centro de
Estudios Económicos y Demográficos de El Colegio de México y con el Instituto de
Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional: Ricardo Alvarado, Gustavo Cabrera
Acevedo, Agustín Parras y René Jiménez. Este grupo preparó asimismo una bibliografía
selecta comentada que aparece en otra sección de Plural. Damos las gracias a Víctor L.
Urquidi y a sus distinguidos colaboradores por el conjunto de artículos y estudios que
componen este Suplemento.
Pensamos, por otra parte, que era también necesario publicar un testimonio de lo
que ocurre en México en ausencia de una política y una legislación modernas sobre el
control de la natalidad. El artículo de Elena Poniatowska acerca del aborto en México habla
por sí solo. Nos pareció indispensable que fuese precisamente una escritora mexicana la
que tratase este tema. Aparte de sus significados sociales y económicos, el control de la
natalidad posee en México y en América Latina una significación moral especial: es una
brecha contra el machismo que envenena las relaciones entre hombres y mujeres en
nuestras tierras.
México, septiembre de 1972

2. Entre la píldora y Herodes[*]

En el número 12 de Plural (septiembre de 1972), dedicado parcialmente a los


problemas del crecimiento demográfico de nuestro país, publicamos un interesantísimo
artículo de Elena Poniatowska sobre el aborto. Ahora Elena vuelve al tema y publica en un
diario dos reportajes no menos interesantes y esclarecedores. Como es sabido, la legislación
mexicana considera el aborto como un delito. Se trata de una legislación bárbara y,
asimismo, inoperante: nadie la cumple. Si la ley se aplicase, las cárceles de México estarían
llenas de médicos, enfermeras, comadronas, y honorables madres de familia.[2] En materia
de aborto, por lo demás, las diferencias entre los países ricos y los pobres son menores que
las diferencias entre las clases bajas y altas de cada país. Oigamos a Elena Poniatowska:
«Dos terceras partes de la población del mundo practican el aborto y entre los países que lo
han legalizado se encuentran Japón, India, los países escandinavos, Inglaterra y Estados
Unidos. Según el doctor Benjamín Viel, director para el Hemisferio Occidental de la
Federación de Planificación Familiar en América Latina, la tasa de mortalidad causada por
abortos es de 16 por cada diez mil habitantes. En los países en que el aborto ha sido
legalizado la cifra máxima es de 0,1 habitantes por cada diez mil.» La economía es uno de
los factores decisivos en la práctica del aborto: ¿lo es la moral religiosa? Oigamos de nuevo
a Elena Poniatowska: «La doctora Blanca Sánchez Ordóñez, Prevención del Centro
Médico, nos dijo —cuando le preguntamos acerca del aspecto moral y religioso del aborto
— que el factor religioso no es determinante, ya que el 98 por ciento de la población
mexicana se confiesa católica…» ¿Acuden al aborto las solteras embarazadas que quieren
deshacerse de su ‘pecado’ o la mayoría de las que abortan son casadas? ¿Son pobres, ricas o
de la clase media? Respuesta: «Según se elevan las clases, baja la mortalidad infantil y sube
el aborto. Esta tendencia cambia en los estratos altos de la sociedad: allí el aborto es muy
bajo y también lo es la natalidad porque las mujeres conocen los anticonceptivos y recurren
a ellos… La clase media baja constituye la gran mayoría de la población que practica el
aborto.» Y algo más sobre lo que deberían reflexionar nuestras autoridades y nuestros
moralistas de púlpito o de tribuna popular: «La mayoría de las mujeres que abortan no son
solteras sino casadas que tienen cinco o seis hijos.»
La legislación mexicana sobre el aborto es doblemente nociva: es represiva y es
ineficaz. Un espantapájaros que a nadie espanta. Nadie duda de la necesidad de reformarla
sustancialmente. Hay, sin embargo, un aspecto moral y social que la mayoría de los
especialistas mexicanos elude: el aborto forma parte del derecho de las mujeres a disponer
de ellas mismas, de sus cuerpos y de sus vidas. No es que la práctica sea aconsejable ni que
sea moralmente neutra sino que es bárbaro castigarla. Bárbaro y socialmente inútil. Así
pues, el tema del aborto se inscribe, por una parte, dentro del tema general de los problemas
demográficos pero, por la otra, es una cuestión indisolublemente ligada a la libertad de la
mujer. Este segundo aspecto del problema es el que, en general, se trata de eludir en
México. Naturalmente, la reforma de la legislación sobre el aborto no puede constituir un
acto aislado sino que debe ser precedida y acompañada por una acción del Gobierno y de
las asociaciones privadas tendiente a difundir los métodos preventivos, que son los
aconsejables y recomendables. La reforma legal no puede ser sino parte de una política
general en materia de población.
El control de la natalidad no es una panacea universal. Es un remedio a largo plazo
y de ahí la lentitud de los gobiernos para adoptar una política de población y la resistencia
de las comunidades para llevarla a cabo; además, la reducción de los nacimientos no es el
substituto de una política social. En realidad, el problema presenta dos aspectos
contradictorios y que exigen solución con la misma urgencia: la desigualdad social, según
se ha visto, ha sido un factor determinante en el monstruoso crecimiento de nuestra
población; simultáneamente, entre las causas de esa desigualdad figura en lugar prominente
el excesivo crecimiento demográfico. Los efectos se vuelven causas y las causas efectos.
Una sana política de población deberá atacar al mismo tiempo los dos problemas. La tarea
es sobrehumana y no es seguro que los mexicanos tengamos la disciplina y los recursos —
más bien de orden moral y social que económicos— para realizarla. La otra posibilidad es
la catástrofe: escasez, hambres, estancamiento social, convulsiones, dictadura y quizá, al
final, la extinción de la nación.
Aplaudimos la creación del Consejo Nacional de Población y nos prometemos
seguir de cerca su acción. Sabemos que se enfrenta a obstáculos formidables, unos de orden
social y otros ideológicos. Entre los primeros hay que señalar la estructura misma de la
sociedad mexicana: la diferencia entre la tasa de nacimientos entre los ricos y los pobres
refleja abismales diferencias económicas, sociales y culturales. Entre los obstáculos
ideológicos hay que mencionar, además de la timidez gubernamental, el doble dogmatismo
oscurantista de muchos católicos y de una izquierda empeñada en atacar un fantasma
llamado neomalthusianismo. Pero nadie habla de otro obstáculo de orden psicológico: el
machismo mexicano. En el dominio de la sexualidad y de las relaciones familiares, como
en tantos otros, todavía está viva la herencia dual de México: el pasado hispanoárabe, con
su culto al patriarca y a Don Juan, y la tradición indígena, no menos rígida y opresora de la
mujer. El machismo ve con horror a los anticonceptivos porque sabe que son —y no se
equivoca— un instrumento de la liberación de la mujer, un medio para que sea dueña al fin
de su cuerpo. La píldora puede servir para que las mujeres se liberen y, así, para que nos
liberen también a nosotros. La otra posibilidad es un Herodes nacional o, más
probablemente, extranjero.
México, abril de 1974

3. Ixtlixóchitl y otros ejemplos[*]

«México es el único país del mundo que, teniendo 60 millones de habitantes, crece a
una tasa anual promedio de 3,5%.» Con esta frase se inicia un interesante y aterrador folleto
del Consejo Nacional de Población. Sería un insulto a la inteligencia del lector detenerse en
las consecuencias de este exagerado crecimiento. Baste con señalar la más obvia: dentro de
muy poco será imposible satisfacer adecuadamente las demandas crecientes de educación,
salubridad, habitación, empleo, esparcimiento, servicios urbanos y alimentación. En el año
2000, es decir: dentro de 25 años, México tendrá una población de 153 millones si no hay
reducción en la fecundidad y de 126 millones si se consigue (¿cómo y por cuál milagro?)
una declinación gradual, del 3,1% en los primeros años al 1,6% en los últimos. Además, el
crecimiento demográfico es una de las causas determinantes de la macrocefalia que
padecemos. No la única: hay otras de orden social, económico e histórico, entre ellas el
centralismo, hermano gemelo del autoritarismo, ambos con raíces en el México
precolombino y en la tradición hispánica. Hoy la población de la ciudad de México es la
sexta del mundo y será la primera en el año 2000, con 31,5 millones de habitantes.
La política de reducción de la fecundidad tropieza en México con resistencias
poderosas y numerosas, unas conscientes y otras, las más, inconscientes. Las segundas
están alimentadas por la moral tradicional. Las más fuertes son el temor a la desintegración
de la familia, la preocupación (hipócrita) por la virtud de la mujer y, en fin, ese complejo de
actitudes que llamamos «machismo». La mujer mexicana no es dueña de su cuerpo; uno de
los caminos para que llegue a serlo es precisamente la maternidad responsable —y de ahí el
horror con que nuestros «machos» ven a las prácticas anticonceptivas. En cuanto a las
resistencias y oposiciones conscientes y más o menos racionales: su gama es muy variada y
va desde las objeciones de orden teológico de la Iglesia Católica a los argumentos, no
menos dogmáticos, de los doctores que se inspiran en las críticas de Marx contra Malthus.
La posición de la Iglesia —es mejor que se acabe el mundo a que se pierdan las almas— se
justifica únicamente desde una perspectiva religiosa; como nuestra perspectiva es histórica,
no la discutiremos siquiera. En cuanto a las opiniones de nuestros sabihondos de izquierda:
la situación actual no sólo ha superado los términos de la crítica de Marx a Malthus sino
que los ha cambiado. Para comprobarlo basta con reparar por un instante en dos factores
que ni uno ni otro pudieron tener en cuenta: el primero es la influencia de la medicina,
especialmente de los antibióticos, en el descenso de la mortalidad infantil; el segundo es el
descubrimiento del carácter finito de nuestros recursos naturales. No se trata tan sólo de la
disparidad entre el crecimiento de la población y el de la agricultura, proposición central de
Malthus, sino de una contradicción que el optimismo de Marx, fiel creyente en los poderes
de la técnica y la industria, no pudo prever: mientras teóricamente el aumento de la
población es ilimitado, no lo son los recursos naturales destinados a alimentar las
necesidades de la gigantesca industria contemporánea.
Algunos de nuestros especialistas en demografía arguyen que la disminución de la
fecundidad es una consecuencia del desarrollo económico y de la elevación general del
nivel de vida y de la educación. El desarrollo, según esta hipótesis, se refleja primero en
una reducción de la tasa de mortalidad; después, en una segunda fase, se da el fenómeno de
la reducción de la natalidad. En México sólo se ha dado la primera fase —reducción de la
mortalidad—, porque nuestro desarrollo ha sido injusto y no ha favorecido a las mayorías.
No negamos la odiosa injusticia de nuestro desarrollo pero dudamos que esta tesis simplista
pueda explicarnos cabalmente las complejidades de un fenómeno como el de los cambios
demográficos. A los especialistas les gusta generalizar; sus generalizaciones, naturalmente,
son poco generales, es decir dejan fuera de muchas cosas, ya sea por ignorancia o por
dogmatismo. Son especialistas en generalizaciones estrechas. El ejemplo de la China
contemporánea muestra que el control de la natalidad, lejos de ser la consecuencia del
desarrollo económico, puede ser una de las condiciones para realizarlo. En China, país
subdesarrollado, predominantemente agrícola y con una altísima proporción de analfabetos,
ha sido posible llevar a cabo, con éxito apreciable según parece, un programa de control de
los nacimientos.
La experiencia histórica, por otra parte, no se ajusta enteramente al esquema
ideológico que, en general, presentan nuestros demógrafos. Por ejemplo, el historiador
Pierre Chaunu, una autoridad en el dominio de la historia demográfica —para no hablar de
sus contribuciones al estudio de la economía y la cultura de la América Latina durante los
siglos XVI y XVII— señala que el fin de la antigüedad clásica fue un período de notable
reducción de la natalidad. Las causas fueron materiales y culturales, de la decadencia de la
agricultura y la bancarrota de las comunicaciones (y por tanto del comercio) a la doble y
complementaria propagación del nihilismo y las supersticiones. Entre los factores de orden
ideológico Chaunu menciona la difusión entre las clases altas del neoplatonismo, una
filosofía indiferente cuando no adversaria de la reproducción humana. Podría agregarse
también el estoicismo, que influyó hasta en los mismos cristianos y que, como el
neoplatonismo, fue una defensa intelectual frente a la inseguridad material y psíquica de
esos siglos terribles. Sin embargo, hacia fines del siglo VII la población comienza a
aumentar. Las razones de orden material se enlazan a las de orden espiritual: los progresos
de la agricultura (gracias a la introducción de un nuevo arado tirado por caballos) no fueron
menos decisivos que el renacimiento intelectual carolingio. Así, en los siglos XII y XIII, el
gran momento de la sociedad medieval, nos encontramos con una Europa en la que la
plétora demográfica coincide con el gran arte y con la plenitud de la filosofía escolástica.
Inmediatamente el mundo medieval busca un remedio a los peligros de la sobrepoblación.
La solución fue doble: por una parte, la emigración hacia España, tierra de conquista y de
espacios vacíos (un movimiento de expansión que continuaría varios siglos, saltaría el mar
y se desplegaría en América) y, por la otra, la limitación de la natalidad. ¿Cómo? Por el
mismo método de la China contemporánea: el matrimonio tardío. A partir del siglo XII y
hasta el XIV, el siglo de las grandes pestes y de la catástrofe demográfica, se eleva
paulatinamente la edad matrimonial de las mujeres. No, como podría pensarse, la edad de
las mujeres nobles, sino de las campesinas, las aldeanas y las pertenecientes a los estratos
bajos y medios de la sociedad.
El fenómeno se repite tres siglos después. Se inicia en las postrimerías del
siglo XVI, se extiende durante el XVII y se populariza en el XVIII. En un ensayo que
recomendamos a nuestros especialistas, el historiador y demógrafo André Burguière
demuestra que, «gracias al análisis estadístico de la fecundidad familiar, ya no hay la menor
duda: las prácticas malthusianas se difundieron en la masa de la población francesa en el
siglo XVIII». (Cf. Las claves del «milagro» demográfico occidental, Plural 57, junio de
1976). Desde el siglo XVI Europa toma el camino de la reducción de la natalidad. El
método más eficaz y socorrido fue, como en la Edad Media y en la China contemporánea,
el matrimonio tardío. En la Toscana del quatrocento la mayoría de los hombres se casaba
después de cumplir los 30 años y las mujeres después de los 20. En Parma la edad
promedio del matrimonio era, para los hombres, 33 años y para las mujeres 25. Estas cifras
se elevaron, en el siglo XVIII, a 35 años para los hombres y 30 para las mujeres. La misma
tendencia en Francia: hacia 1550 las normandas se casaban a los 21 años y un siglo más
tarde a los 25. Otro tanto puede decirse, mutatis mutandis, del resto de Francia. Las cifras
aumentan a medida que se penetra en el siglo XVII. Así, concluye Burguière, «entre los
siglos XVII y XVIII la actividad reproductora de la mujer se vio reducida en diez años».
Naturalmente, los europeos también comenzaron, desde el siglo XVI, a utilizar
métodos que quizá convendría llamar «artesanales». La práctica más favorecida fue, a pesar
de la condenación de la Iglesia, el coitus interruptus. Muchos fieles descubrieron con
sorpresa —conocemos el dato por los informes de los sacerdotes a sus obispos— que el
«pecado de Onán», que identificaban con la masturbación, era precisamente el coitus
interruptus que ellos practicaban con sus cónyuges. La Iglesia no fue insensible a estos
cambios en la moral social. El jesuita Suárez había llegado a autorizar el coitus interruptus
en las relaciones extraconyugales. Dos morales sexuales, una para la casa y otra para la
calle, dualidad todavía vigente en el México contemporáneo. «La gran revolución del
siglo XVIII», dice Burguière, «consistió en introducir el comportamiento extraconyugal en
las relaciones conyugales». Es una revolución que todavía está por realizarse en nuestro
país. Concluyo: el estudio de Burguiére revela que, lejos de ser una consecuencia de la
revolución industrial, el control de la natalidad la preparó. Este descubrimiento
complementa la tesis de Max Weber sobre la génesis del capitalismo. El control de la
natalidad fue uno de los factores determinantes en el nacimiento de la edad moderna: «la
austeridad sexual tuvo la misma función que el ahorro en el origen del sistema capitalista».
Pueden darse otros ejemplos. Para nadie es un secreto que durante los siglos XVII y
XVIII se practicó en Japón un severo control de los nacimientos que no excluía el
infanticidio. En Grecia, desde el siglo IV antes de Cristo las ciudades se preocuparon por
regular los nacimientos a fin de llegar al número óptimo de habitantes. Platón pensó que
5040 era el número ideal. La oposición entre Atenas y Esparta se manifiesta también en
esto: los atenienses se enfrentaron a la sobrepoblación mientras que los espartanos
acudieron, sin gran éxito, a medidas tendientes a aumentar el número de nacimientos. Hacia
el siglo II, tal vez como consecuencia de la decadencia de las ciudades después de las
conquistas de Alejandro, la despoblación se generalizó en la Grecia continental. El
testimonio de Polibio es impresionante: «No hemos sufrido epidemias ni guerras
prolongadas pero nuestras ciudades se han despoblado y no se cultivan nuestros campos…
Las gentes no quieren casarse y cuando lo hacen procuran tener sólo un hijo o dos… para
educarlos con desahogo y dejarles una buena herencia.» Las prácticas malthusianas no sólo
fueron populares en Roma sino que se acudió a otras más drásticas todavía, como el
infanticidio y el abandono de los recién nacidos. Fueron populares asimismo las formas de
copulación anal, oral y onanísticas, según observa el historiador L. P. Wilkinson. No hay
duda sobre la extensión y la importancia de esas prácticas en Roma: «el control privado de
la natalidad fue siempre un factor importante en la determinación de la población. Este
hecho ha sido ocultado por la natural reticencia de la gente que se rehusa a hablar
abiertamente de infanticidios, abortos y prácticas destinadas a impedir la concepción.»
(L. P. Wilkinson: Classical Approaches. I Population and Family Planning, Encounter,
April, 1978). Ya me he referido al descenso de la natalidad durante el Bajo Imperio y a sus
causas históricas e ideológicas. El caso de la civilización grecorromana no es el único: otras
sociedades y civilizaciones se implantaron el celibato obligatorio para ciertas categorías
sociales, generalmente la clase sacerdotal, e incluso favorecieron y estimularon, al lado del
ascetismo, la homosexualidad. Pero sin duda la mejor ilustración de una planeación
racional de la fecundidad se encuentra en las sociedades primitivas. Durante milenios, hasta
su destrucción en la era moderna, los primitivos lograron alcanzar, en materia de población,
lo que ninguna otra sociedad histórica ha realizado: el número óptimo de miembros del
grupo. Lo más notable es que lo consiguieron sin romper el equilibrio ecológico —la
sociedad primitiva es la única que no deja ruinas por donde pasa, como sucede con todas
las sociedades históricas— y sin tampoco sacrificar las necesidades del grupo.
Los casos que he mencionado —podría agregar otros muchos— muestran la
importancia de los cambios de mentalidad colectiva en las variaciones de la demografía. Es
claro que la fertilidad humana no es un mero epifenómeno del desarrollo económico y
social, como creen muchos demógrafos mexicanos. Pero tampoco los ejemplos que he
aducido nos autorizan a generalizaciones indebidas ni a postular una suerte de relación
invariable entre los cambios de mentalidad y los cambios demográficos. Con muy buen
juicio Burguière observa: «Si el interés de las fuentes demográficas sólo fuera función de su
calidad estadística, la época contemporánea sería a un tiempo el objeto de estudio más
cómodo y mejor conocido de la demografía histórica… Sin embargo, el estudio de las
poblaciones preindustriales ha progresado más, durante los últimos veinte años, que el
estudio de las poblaciones de la era industrial. Fenómenos complejos como la disminución
de la fecundidad y la introducción del control de la natalidad en la Europa del siglo XVIII,
han sido estudiados y explicados mucho mejor que el fenómeno inverso: el aumento de la
natalidad, llamado baby boom, que se produjo en la época de los cuarenta —fenómeno
reciente y de importancia capital, cuyos efectos son obvios en el mundo que nos rodea; y
fenómeno misterioso, ya que surge al mismo tiempo, entre 1940 y 1945, en países
afectados por la guerra en forma tan desigual como Australia y Checoeslovaquia, Estados
Unidos y Suecia, Francia y el Reino Unido…»
Cuando los historiadores y los demógrafos se refieren al carácter «misterioso» de la
fertilidad humana y de sus ciclos, aluden a lo que podría llamarse, a pesar de ser un
fenómeno biológico, su naturaleza histórica. La fertilidad es imprevisible como la historia
misma. El historiador norteamericano Woodrow Borah es autor de varios estudios
fundamentales que nos han hecho cambiar nuestras ideas sobre la población de México y de
las Antillas antes de la Conquista. También ha estudiado con pertinencia los cambios
demográficos de México durante los siglos XVI y XVII. Pues bien, en un ensayo reciente
(«Rasgos novohispanos en el México contemporáneo», Plural 46, julio de 1975) Borah
dice: «Entre las costumbres y prácticas adoptadas por los españoles, la más enigmática fue
la de la tasa de natalidad. Los españoles y africanos que vinieron a México seguramente
tenían las tasas de nacimiento del Antiguo Régimen, en las cuales se limitaba
considerablemente la procreación. La sociedad indígena había conservado la tasa de
nacimiento asiática, mucho más alta y con muchas menos limitaciones, o casi ninguna, de
procreación. Uno de los misterios más interesantes de la historia mexicana es la adopción
hecha por los inmigrantes del Viejo Mundo de la tasa de nacimiento indígena, y el haberla
conservado a través de todas las innovaciones (no sólo las de la cultura moderna europea,
sino también las de la era industrial).» Es verdaderamente extraño que esta observación del
historiador norteamericano, a pesar de su evidente importancia histórica y actual, no haya
provocado, que yo sepa, ni el más mínimo comentario de nuestros historiadores y
demógrafos. ¿Por qué?
La adopción de la tasa asiática de natalidad por los españoles y, después, por los
criollos y los mestizos mexicanos, es un ejemplo más de la persistencia de rasgos
premodernos —precolombinos y novohispanos— en nuestras costumbres, instituciones,
ideas y creencias. Ya aludí al carácter histórico, es decir: imprevisible, de la fertilidad
humana. La palabra imprevisible linda, en uno de sus extremos, con la palabra
contingencia; en el otro, con la palabra libertad. La fertilidad es imprevisible pero, como la
historia lo muestra, es controlable por la acción de los hombres. Los mismos indios
mexicanos fueron capaces, en momentos difíciles, de modificar la tasa asiática de natalidad.
En un artículo inteligente y ameno como todos los suyos, publicado recientemente en
Excélsior, el antropólogo Gutierre Tibón nos cuenta que los toltecas también practicaron —
y con notable éxito— la limitación de los nacimientos. Como buen historiador, Gutierre
Tibón no vacila en subrayar la influencia determinante del factor ideológico, es decir, de la
moral pública y la disciplina colectiva. Por eso atribuye el éxito de los toltecas, lo mismo
que el de la China contemporánea, a lo que él llama una «mística nacional —algo que nos
falta». La información sobre las prácticas malthusianas de los toltecas procede del
historiador indio Fernando de Alva Ixtlixóchitl. Al salir huyendo de Culhuacán, derrotados
y perseguidos, los toltecas hicieron un voto: «En veintitrés años los hombres no habrían de
conocer a sus mujeres ni ellas a sus maridos: y los que quebrantasen ese voto habían de ser
castigados cruelmente.» Años después, «vagueando subieron a unas islas y costa de mar
llamada Chimalhuacán Ateneo… aquí fue la primera parte en que comenzaron los hombres
a tener acceso a sus mujeres y ellas comenzaron a parir». La razón, comenta Gutierre
Tibón, es que había desaparecido la angustia por alimentar a los hijos. «Los veintitrés años
de castidad obedecen a una cifra mágica: son la suma de los trece cielos, los nueve
infiernos y el plano terrestre.»
México, julio de 1975
MONÓLOGO EN FORMA DE DIÁLOGO[*]

Una habitación espaciosa; pocos muebles y adustos; en los muros, cuadros sombríos
y estantes con libros; al fondo, una puerta alta, cerrada; en el centro, una pesada mesa
cuadrada; sobre la mesa, tres platones de plata y sobre cada platón una cabeza cortada: al
centro, frente al espectador, la cabeza de Basilio; a su izquierda, la de Astolfo; a su derecha,
la de Clotaldo. La luz oblicua de un ventanuco relumbra sobre la calva de Basilio; la
cabellera de Astolfo, negra y abundante como su barba, arroja chispas sombrías; la testa de
Clotaldo, grisácea y bien peinada, modera el indiscreto rayo de sol. La voz de Basilio es
grave, sonora; la de Astolfo, nasal y levemente aguda; la de Clotaldo, metálica.
Basilio. La indignación ha sido general. Basta dar una ojeada a los periódicos para
comprobar que todas las personas pensantes de México condenan lo ocurrido en la
Universidad el pasado 10 de marzo.
Astolfo. Sí, todos condenamos la agresión contra el Presidente Echeverría, aunque…
Basilio. Hoy cerca de quinientos intelectuales publican una protesta y denuncian la
agresión como síntoma de tendencias profascistas impulsadas por la CIA.
Clotaldo. Protestar y condenar es fácil, sobre todo para nuestros intelectuales. Son
ritos inocuos, como persignarse para las beatas. Así tranquilizan sus conciencias y se
ahorran el trabajo de pensar.
Basilio. No hay mucho que pensar. Todo está claro. La prensa y la televisión han
informado con amplitud y con libertad.
Astolfo. Me hubiera gustado que algún politólogo nos explicase lo que realmente
sucedió.
Basilio: ¿No te basta con lo publicado en los diarios?
Clotaldo. Lo que Astolfo quiere decir, creo, es que echa de menos una
interpretación objetiva de los hechos.
Basilio. ¡Los periódicos han publicado cientos de artículos! Hay verdaderas
montañas de comentarios…
Clotaldo. Todos ellos interesados, ideológicos. Los estudiantes arrojan piedras pero
los ideólogos nos apedrean con sus adjetivos. No sé qué sea peor.
Basilio. A las ideas se contesta con las ideas. El apedreo no sustituye al debate.
Clotaldo. A condición de que efectivamente haya debate. En el caso de los libros de
texto, por ejemplo, sus defensores no se tomaron la molestia de responder a las críticas; se
limitaron a denunciar como reaccionarios y ultramontanos a sus opositores. En lugar de
examinar las razones del adversario, se da por sentado que sus razones son máscaras que
esconden motivos inconfesables. Curiosa perversión de Marx y de Freud: para condenarme
al oprobio, basta con invocar mi clase social o los fantasmas de Edipo y de Electra.
Astolfo. Exageras como siempre… aunque debo confesar que en el caso de los
estudiantes no te falta razón. Fue muy aventurado acusar a los escandalosos de fascistas y
de instrumento de la CIA.
Basilio. Los procedimientos de los alborotadores eran fascistas. Oponer el grito a la
idea, contestar con insultos a la crítica, negarse a discutir, utilizar la violencia verbal y
física… todo eso es el camino hacia el fascismo. ¿No ha dicho Luckács que hay una
relación directa entre irracionalidad y fascismo? No importa que esos muchachos lanzasen
slogans radicales y repitiesen consignas pseudoizquierdistas: su actitud era irracional y,
conscientes o no de lo que hacían, eran instrumentos de la CIA.
Astolfo. Pero los muchachos dijeron claramente que pertenecían a la izquierda. Eran
opositores de izquierda. Tú decías que los periódicos informaron con cierta objetividad.
Bueno, al enumerar las agrupaciones que se manifestaron en contra de la visita presidencial
de la Universidad, la abrumadora mayoría resulta de izquierda: Juventud del Partido
Comunista, Cuarta Internacional, Frente Popular Independiente, STEUNAM, grupos de
trotskistas y anarquistas, etc.
Clotaldo. Excélsior publicó también el discurso del estudiante que contestó al
Presidente de la República. Ahí se dice con todas sus letras que es un miembro del Partido
Comunista de México.
Astolfo. Es claro que esos muchachos no son fascistas sino opositores. ¿Qué fue lo
que llevó a estos grupos de izquierda a manifestarse en contra de la presencia del Presidente
en la Universidad? Ésta es la pregunta que no se han hecho —o que no quieren hacerse— la
mayoría de los que llaman fascistas a los estudiantes.
Basilio. Acepto que, tal vez, en algunos casos, se trata de opositores de izquierda.
Pero en lugar de expresar racionalmente sus quejas y dolencias, prefirieron portarse como
fascistas y hacer el juego de la CIA.
Astolfo. Concedo que tú también, en parte, tienes razón. Estoy casi seguro de que,
entre la gente que protestaba de buena fe, se deslizaron individuos pertenecientes a los
grupos de extrema derecha. Por ahí andaban los del MURO. Esos y los agentes de la CIA
fueron los que arrojaron las piedras. No eran los mismos que los que se manifestaron
democráticamente en el auditorio.
Clotaldo. ¡Valiente democracia la tuya y la de tus amiguitos: gritar e insultar!
Ustedes dos han caído en la tentación en que cayó el Presidente Echeverría y los
intelectuales que lo apoyan. Las actitudes que Basilio llama «irracionales» no son
exclusivas del fascismo ni del imperialismo. A lo largo del siglo XX y cada vez con mayor
frecuencia, la izquierda acude a métodos violentos, antidemocráticos y autoritarios. De la
dictadura de un partido único al culto al Jefe, de los campos de trabajo forzado al
terrorismo, la izquierda del siglo XX ha sido culpable de crímenes no menos abominables
que los del fascismo, el nazismo y el imperialismo. Nadie se atreve a decir estas cosas
porque todos tienen miedo a ser llamados reaccionarios. Ser de izquierda equivale a tener
una bula de indulgencias plenarias. El desprestigio de la derecha y sus ideas es tal que hasta
Isabelita Perón y su astrólogo se llaman revolucionarios.
Basilio. Te equivocas: detrás del problema semántico hay un problema político…
Clotaldo. Yo diría que se trata de un problema moral. Nuestros contemporáneos
tienen horror a la verdad…
Astolfo. Te equivocas: la izquierda no ha tenido más remedio que contestar a la
violencia con la violencia. Mira lo que le pasó a Allende. Por sus fines, ya que no por sus
métodos, la violencia de la izquierda es muy distinta a la de la derecha. La violencia
revolucionaria es progresista y creadora… «es la partera de la historia».
Clotaldo. Una partera que saca más fetos y monstruos que criaturas sanas. En
cuanto a la diferencia entre la violencia de la izquierda y la de la derecha, te sugiero que
hagas una encuesta entre los millones exterminados por Hitler y los millones exterminados
por Stalin. Ellos te explicarán las diferencias dialécticas entre una y otra violencia.
Basilio. Estoy de acuerdo con Astolfo: la violencia puede ser creadora. Lo que yo le
reprocho a los estudiantes no es la violencia sino la irracionalidad. Su alboroto sólo
favoreció a la derecha.
Astolfo. Tú estás de acuerdo conmigo pero yo no estoy de acuerdo contigo. Lo que
ni tú ni Clotaldo se han preguntado es si los estudiantes tenían o no motivos para negarse al
famoso diálogo que les propone el Gobierno. ¿Qué es lo que han hecho las autoridades para
crear las bases de un verdadero diálogo? Sí, ha habido muchas y loables declaraciones pero
«obras son amores y no buenas razones». Mientras no se aclare lo del 10 de junio de 1971,
es difícil que la mayoría de los estudiantes —y con ellos una fracción nada despreciable de
la opinión pública— dé crédito al Gobierno.
Basilio. Eres injusto. ¿Cómo puedes comparar la situación de México en 1975 con
la que prevalecía en 1968? Es innegable que existe, ya que no una verdadera democracia, al
menos un clima de tolerancia y de libertades políticas. También se ha renovado nuestra
política internacional. Echeverría ha liberado a los presos políticos…
Astolfo. ¡Todavía hay presos políticos! Precisamente el estudiante que contestó al
Presidente indicó que una de las demandas de los grupos estudiantiles era la liberación de
«docenas y docenas de presos políticos»…
Basilio. ¡Qué sofisma! Esas personas no están en la cárcel por sus ideas sino por
asaltar bancos, secuestrar gente y haber dado muerte a varios inocentes. Ni con la mejor
buena voluntad del mundo se puede calificar las acciones de esos individuos como
«actividades políticas». Son delincuentes.
Astolfo. Son guerrilleros.
Clotaldo. Da lo mismo delincuentes o guerrilleros: no son presos políticos, en el
sentido normal del término. Lo más extravagante —para aludir con suavidad a semejante
hipocresía— es la razón que dio el estudiante comunista para justificar su demanda: «si
bien es cierto que se encuentran presos a raíz de acciones armadas, esto es parte del reflejo
del clima antidemocrático que se vive en el país». Todos sabemos que, lo mismo en México
que en otras partes del mundo, la actividad de estos jóvenes se debe a un renacimiento de
las tácticas terroristas.
Basilio. Las otras demandas consistían en una modificación del estatuto
universitario, el desplazamiento de los actuales líderes obreros (¿cómo?) y la «salida de los
gorilas de la Universidad de Guerrero»… Ninguna de las demandas mencionaba lo del 10
de junio.
Astolfo. Es un tema que está en el ánimo de todos, incluso si los estudiantes no lo
formularon explícitamente. Te recuerdo que el Presidente Echeverría prometió
públicamente que se haría una investigación. Han pasado tres años y…
Basilio. Querido Astolfo: eres más papista que los estudiantes. Lee lo que dijo el
estudiante.
Clotaldo. A mí no me interesa lo que han dicho los estudiantes sino lo que dijo el
Presidente Echeverría. Y él prometió una investigación.
Basilio. Sí, la prometió. Pero no se puede hacer todo lo que se quiere. Ir hasta el fin,
como ustedes piden, quizá habría puesto en peligro la estabilidad del país. Una acción
política del género de la rectificación emprendida por el régimen actual tropieza a veces
con obstáculos que no es exagerado llamar insuperables.
Clotaldo. Lo que dices me recuerda a Jruschov. Dicen que habría sido un suicidio ir
hasta el fin en la «desestalinización». Tal vez habría acarreado la destrucción del régimen.
No obstante, me pregunto si no hubiera sido mejor para el pueblo ruso… y para la causa del
auténtico socialismo.
Astolfo. Tu comparación es pérfida…
Basilio. Y ociosa. Lo esencial es que el Presidente Echeverría no haya cedido a la
tentación de la represión y la mano dura. Desde 1970 escogió la otra alternativa: encontrar
una solución política a la crisis de las instituciones políticas creadas por el régimen post-
revolucionario. No niego los titubeos y aun los retrocesos parciales pero ustedes tampoco
pueden negar que se ha superado el dilema de 1968.
Astolfo. Es el triunfo del principio de realidad. Hasta 1968 los regímenes post-
revolucionarios vivieron en la ficción de la unanimidad. Reconstruir la unanimidad es
imposible. Ésa es la lección del 14 de marzo.
Clotaldo. No sé si el Presidente concurrió a la Universidad con suficiente
información. Ignoro si hubo un error de cálculo o si, como parece más probable,
intervinieron factores imprevisibles. El azar es la sal (y el vinagre) de la historia. Pero
supongamos que no hubiese habido griterío ni pedradas: habría habido de todos modos
polémica y oposición. El hecho de que la oposición se haya manifestado en forma tan baja
e irracional es lo lamentable. Si el regreso a la unanimidad es imposible, ¿es factible la
construcción de la pluralidad política? Ésa es la pregunta que nos plantea el incidente del
14 de marzo… (La puerta del fondo se abre. Entra una recamarera con un plumero y
empieza a sacudir el polvo de las cabezas).
LA UNIVERSIDAD, LOS PARTIDOS Y LOS INTELECTUALES[*]

1. Los partidos en la Universidad

   inter audaces lupus errat agnos

Horacio

El conflicto universitario terminó después de diecisiete días. Se perdieron


cuatrocientos millones de pesos —para no hablar de otras pérdidas más cuantiosas aunque
intangibles— y se derramaron océanos no de sangre sino de tinta. Los líderes del
STUNAM aceptaron lo que previamente habían rechazado y denunciado como una
imposición intolerable: los términos del arreglo en siete puntos que las autoridades
universitarias les habían propuesto dos días antes de que se iniciase el movimiento. La
actitud del Rector Soberón mostró, una vez más, que la firmeza es la mejor política para
emprender una negociación. Firmeza, flexibilidad y claridad: lo mismo en sus
declaraciones públicas que en sus conversaciones con los líderes sindicales, Soberón
manifestó que ciertos principios no eran negociables: la libertad de cátedra y de
investigación, el pluralismo ideológico y filosófico, la independencia de la vida académica
de las contingencias de la política y del sindicalismo. Cierto, fue lamentable la intervención
policíaca; pero la medida, que el mismo Rector deploró, fue impuesta por la intransigencia
de los líderes del STUNAM. El Gobierno, a su vez, parece que al fin ha aprendido la
lección de 1968 y del 10 de junio: usó la fuerza sólo como medida extrema y con un
mínimo de violencia. Nadie está preso.
¿Y los líderes del STUNAM? Es difícil comprender por qué escogieron un curso de
acción que fatalmente los llevaría a chocar, doble e irrevocablemente, con el Gobierno y la
Universidad. El momento no era propicio, la relación de fuerzas les era adversa y dudosa la
legitimidad de sus exigencias. Otro ejemplo de cómo la hybris, el pecado de desmesura,
pierde a los soberbios. Imprudencia: impolítica. Pero la explicación psicológica, aunque no
es falsa, es insuficiente. Detrás de las decisiones de los líderes del sindicato estaba y está el
Partido Comunista de México, a cuya dirección pertenecen algunos de ellos. Así, para tratar
de entender lo que ocurrió —a sabiendas, claro, de la fragilidad y la relatividad de estas
interpretaciones— hay que tener en cuenta la situación peculiar del Partido Comunista en la
vida universitaria.
Desde 1970 el Partido Comunista no ha cesado de ganar posiciones e influencia en
las universidades del país, tanto en la capital como en provincia. Incluso hay varias que
están casi enteramente bajo su dominio. Por eso nadie pestañeó cuando una de ellas, la de
Puebla, otorgó un doctorado honoris causa al líder comunista chileno Luis Corvalán.
Contrasta la influencia de los comunistas en nuestras universidades con la pobreza de los
resultados de su acción entre los obreros y los campesinos. No es exagerado decir que el
Partido Comunista de México no es un partido obrero sino universitario. La razón de esta
peculiaridad, probablemente única en el mundo, se debe tanto a las circunstancias de la vida
política mexicana como a la historia reciente de nuestras universidades. Me referiré a lo
primero más adelante. En cuanto a lo segundo: después de 1968 hubo un vacío político e
ideológico en la Universidad Nacional. Ese vacío fue ocupado por la única formación que
poseía cierta coherencia ideológica y una organización política: el Partido Comunista. El
movimiento estudiantil de 1968 no fue dirigido por partido alguno. Ni siquiera fue una
ideología: fue una sensibilidad, una explosión libertaria. De ahí que haya fascinado a tantos
y a tantas. Pasó el tiempo y los líderes de 1968 dejaron las aulas: unos regresaron al
anonimato, otros fueron recogidos por la alta burocracia. Los otros partidos no podían
ocupar el vacío dejado por los líderes juveniles. Unos, como el Partido Popular Socialista,
porque estaban y están desprestigiados por su largo contubernio con el Gobierno; otros,
como el PAN, porque viven un período de desintegración y confusión ideológica; otros más
recientes, como el Partido Mexicano de los Trabajadores, porque carecen de organización y,
lo que es más grave, de verdadero programa. Por último, el PRI: el partido oficial jamás ha
tenido ni puede tener influencia en la Universidad, aunque sus dirigentes salgan, sin
excepción, de las aulas universitarias. Así, el Partido Comunista recogió la herencia de
1968, a pesar de que, como todos sabemos, en un principio se opuso abiertamente al
movimiento y, después, participó sólo tangencialmente y à contre-coeur.
La situación actual es análoga a la de la década que va de 1930 a 1940. La derrota
del vasconcelismo y el paso del tiempo, que cobró su tributo a los líderes del movimiento
estudiantil de 1929 —de nuevo: más explosión de una sensibilidad libertaria que una
política precisa—, produjeron también un vacío; simetría inversa: al revés de lo que hoy
ocurre, el hueco lo llenaron fracciones clericales y conservadoras. La colaboración de
Lombardo y Bassols con el Gobierno había desprestigiado a la izquierda. Pero hay una
diferencia entre la situación de los treinta y la de ahora: la influencia conservadora se
ejercía a través de los profesores y estudiantes, mientras que los comunistas, según
corresponde a su estrategia, dominan el sindicato de empleados y lo han convertido en su
base de operaciones. Esta ventaja es asimismo una desventaja pues puede aislarlos de los
profesores y estudiantes. Por ejemplo, en el pasado conflicto estuvieron a punto de
enfrentarse con la opinión universitaria que —salvo pequeños grupos— no es sectaria y
siente instintiva repugnancia por todas las ortodoxias militantes. La diferencia que acabo de
apuntar no anula la extraordinaria semejanza entre la situación de hace cuarenta años y la
de ahora.
Los conservadores y los clericales manejaron la Universidad por un tiempo pero a la
postre fueron desalojados. Su error consistió en desafiar al Gobierno con el apoyo de una
clase media amorfa y sin contar con otras fuerzas políticas organizadas. Ahora los
comunistas cometen las mismas imprudencias. Pero ¿se trata realmente de imprudencias?
Creo, más bien, que la naturaleza de su campo de operaciones, la Universidad, es la que
determina la táctica, lo mismo en el caso de los líderes de ayer que en el de los de ahora y
por más opuestas que sean sus filosofías políticas. La Universidad ha sido la fortaleza de la
oposición al Gobierno pero es una fortaleza que acaba por ahogar a aquellos mismos que
ampara. La salud política está afuera, en el aire libre de la intemperie. Aquí aparece la
contradicción del Partido Comunista y que esencialmente no es distinta a la de Gómez
Morín y sus partidarios. El Partido Comunista carece de fuerza y de crédito fuera de la
Universidad; así, no posee capacidad de maniobra ni puede replegarse en un sitio para
avanzar en otro. El único espacio en donde puede desplegarse y replegarse es el
universitario. Movido por la lógica de su movimiento e impulsado por sus éxitos iniciales,
tiende espontáneamente a ocupar todo el espacio que tiene al frente; si tropieza con un
obstáculo, tiende a desbordarlo —o se estrella. En otras palabras, cada uno de sus
movimientos significa un avance o un retroceso, una victoria o una derrota. Sin saberlo, sus
acciones han sido y son una ilustración de la máxima de Heráclito: el camino de subida es
el de bajada. El Partido Comunista no tiene respiro y está condenado a moverse sin cesar
pero sólo en dos sentidos: hacia adelante o hacia atrás. Por eso, cada vez que se mueve —y
debe moverse continuamente— tiene que jugarse el todo por el todo.
Aludí a la hybris, destructora de monarcas, jefes y secretarios generales. El lugar
que ocupa la Universidad Nacional en la vida de nuestro país explica la persistente
aparición de esta pasión en la política universitaria. El Partido Comunista sólo dispone de
un campo de acción pero ese campo es magnético. Es muy difícil abandonarlo porque
ocuparlo es ocupar un sitio estratégico con ramificaciones en todos los órganos del poder
político, cultural y económico. No es necesario extenderse sobre la diversidad de formas
que asume la influencia de la Universidad en el México contemporáneo. Sus profesores
representan el saber, la técnica y algo más precioso aún: la memoria, la continuidad de la
cultura mexicana. Sus estudiantes son los hijos de la burguesía y la clase media: lo que
ocurra mañana en México será, en buena parte, obra suya. Los Gobiernos sienten cierto
supersticioso terror ante los estudiantes y rehúyen hasta donde pueden las confrontaciones
con ellos. Nuestra sociedad es benévola con el parricidio y exalta a los jóvenes rebeldes que
se levantan contra sus padres, los inmolan y, ritualmente, los devoran; en cambio, ve con
horror a Saturno, el padre que se come vivos a sus hijos. En suma, desde la Universidad se
puede intervenir e influir en la marcha pública y en el Estado mismo. Es un punto sensible
y tocarlo es tocar uno de los centros nerviosos de México. Aquí aparece otra vez la
contradicción: precisamente por ser un punto sensible, la Universidad es particularmente
vulnerable. El Gobierno no puede soportar por mucho tiempo las presiones ejercidas desde
el sagrado universitario. A su vez, la opinión de los dos sectores que definen a la
Universidad —los profesores y los estudiantes— no puede consentir indefinidamente en
que se degrade la institución hasta convertirla en mero instrumento político de ésta o
aquella facción. La hybris encarna: es una tentación y asume una forma doble. La tentación
del Partido Comunista se llama provocación; la del Gobierno, represión. ¿Dónde está la
salud? De nuevo: afuera. La plaza pública, no el aula ni el laboratorio, es el espacio de las
luchas políticas.
2. El país sin partidos

   Fébriles fantômes

Verlaine

Se ha pretendido reducir el conflicto universitario al problema sindical. La verdad


es que el sindicalismo es sólo uno de los aspectos del problema y no el central. Es evidente
que los empleados universitarios tienen el derecho de unirse en defensa de sus intereses
como el resto de los trabajadores mexicanos; también es evidente que la Universidad no es
un patrón en el sentido corriente de la palabra y que su función económica no es la de una
fábrica de embutidos o de automóviles. Es claro que una legislación especial debe regir las
relaciones también especiales entre la Universidad y sus empleados. Los profesores son,
asimismo, trabajadores y deberían estar regidos por una legislación análoga, con una
salvedad: las reglas de designación, promoción y las otras derivadas de su función
específica, tienen que ser también específicas. En uno y otro caso la legislación debe tener
en cuenta la especie (trabajadores) y la familia (empleados/profesores). «One Law for the
Lion and the Ox is Oppression.» Ahora bien, incluso si se resolviesen de una vez por todas
los problemas de trabajo, la Universidad seguiría siendo un campo de batalla. El mal no
está en la ausencia de legislación adecuada sino en la inexistencia de un espacio político
abierto a todos. Eso es lo que ha convertido a la Universidad en una plaza fuerte sitiada,
tomada y saqueada una y otra vez por las facciones políticas y la policía. Apenas si debo
aclarar que no abogo por una Universidad cerrada a la discusión, al debate y a la crítica. Al
contrario: una de sus funciones —derivada precisamente de los principios que la definen: el
pluralismo ideológico y la libertad de investigación y de cátedra— es ser refugio de
disidentes y heterodoxos. Pero hay ciertas diferencias entre el simposio donde se discute y
la barricada donde se golpea.
Puede concluirse de todo esto que la raíz del mal no está en la Universidad sino
fuera de ella. Lo mismo en 1930 que en 1970 los mexicanos no hemos sabido o no hemos
podido crear ese espacio donde, en las democracias, se despliegan las luchas políticas. El
principal responsable de esta situación es el PRI, que ha ejercido un monopolio desde hace
medio siglo. Vivimos bajo la dominación, alternativamente benévola y severa, de una
burocracia política que engloba a los líderes obreros y a otros especialistas de la
manipulación de las masas. Las sucesivas conmociones que ha sufrido el país, en 1958 y en
1968, han mostrado las cuarteaduras del edificio construido por Calles y sus sucesores. El
sistema político mexicano empieza a convertirse en una reliquia pero en una reliquia
temible: su derrumbe puede sepultarnos a todos. El remedio no está en tapar las goteras
sino en salir al aire libre: la evolución hacia una verdadera democracia. A este fin, creo,
tienden los esfuerzos del actual Gobierno y ése es el sentido de lo que se ha llamado la
«reforma política». Pero haríamos mal en culpar únicamente al PRI. En primer término, el
PRI es el heredero de errores que comenzaron probablemente con la Independencia y entre
los cuales el mayor de todos ha sido la instauración de la mentira constitucional: la realidad
legal de México nunca ha reflejado la realidad real de la nación. Todos somos culpables de
la perpetuación de esta mentira, sobre todo los intelectuales poseídos por el dogmatismo y
el espíritu de partido. En segundo lugar: no es menor la responsabilidad de los dirigentes de
los partidos de la oposición. La culpa es colectiva y puede repartirse, equitativamente y por
partes iguales, entre tirios y troyanos. Nuestros partidos, del PAN al Partido Comunista, de
la Unión Nacional Sinarquista al Partido Mexicano de los Trabajadores, unos a la derecha y
otros a la izquierda, son una asamblea de fantasmas.
Alegar la dominación del PRI para explicar y justificar la naturaleza espectral de los
partidos independientes es un recurso de mala fe. También lo es achacarla a la pobreza de
nuestro pueblo, a su ignorancia o al imperialismo norteamericano (nuestro chivo
expiatorio). Los españoles vivieron cuarenta años bajo la tiranía de Franco y hoy salen a la
superficie el Partido Socialista Español, el segundo de su país, y el Partido Comunista,
respetado y maduro. En la India hay más pobres y analfabetos, que en México pero su
partido socialista y su partido comunista, aunque ambos divididos, son incomparablemente
más fuertes e influyentes que nuestra desgarrada izquierda. Venezuela es un país
dependiente, como México; también es una democracia más avanzada que la nuestra y en la
que existe un partido como el MAS (Movimiento al socialismo). Nuestra izquierda debería
reflexionar un poco ante el caso del MAS, doblemente ejemplar: por su independencia
frente a los «socialismos» totalitarios y por sus esfuerzos para comprender la realidad
venezolana. La izquierda mexicana, en cambio, ha cubierto la realidad real del país con una
capa de fórmulas y lugares comunes. Hubo un obscurantismo clerical; ahora hay un
obscurantismo progresista. El marxismo ha dejado de ser crítico.
La derecha mexicana ha sido más original. La derecha o lo que así llamamos por
pereza o por facilidad —y que no hay que confundir con la alta burguesía y el gran
capitalismo. En verdad, el término que conviene a estos movimientos y tendencias es más
bien el de reaccionarios, en el sentido de Joseph de Maistre pero también en el de Alamán
y Vasconcelos. Se trata de movimientos realmente populares y el sinarquismo podría
reclamar orgullosamente, como el zapatismo en su tiempo, que se le llamase un partido
plebeyo. Si la Unión Nacional Sinarquista penetró profundamente entre los campesinos
pobres, el PAN movió a la gente modesta y a la clase media de las ciudades. Hoy estos
partidos tradicionalistas, por razones que no es del caso analizar aquí, viven un período de
desintegración. La crisis de la Iglesia no es ajena probablemente a esta decadencia.
Tironeados entre el origen popular de su clientela, el tradicionalismo de sus primeros
líderes y una confusa aspiración a modernizarse, como si tuviesen vergüenza de sus
orígenes —no acaban de encontrar su camino, ni es fácil que lo encuentren. Pero sólo la
obstinación ideológica, que es una forma moral de la ceguera, puede no ver que en estos
movimientos se ha expresado algo muy profundo y antiguo de México.
Desde la época de Lombardo Toledano la izquierda mexicana ha dado pocas ideas
nuevas. Más escasas aún han sido sus interpretaciones de la realidad mexicana. Por lo
demás, la aportación de Lombardo, en materia de teoría política, tampoco fue muy original.
Su contribución esencial fue una suerte de versión, adaptada a las necesidades de su
colaboración con los distintos gobiernos, de las tesis del stalinista norteamericano Earl
Browder. Después de Lombardo se han publicado algunos estudios y ensayos pero las
interpretaciones más interesantes son de autores que sólo tangencialmente pueden llamarse
marxistas. En todo caso, ninguno de estos estudios ha servido como base o plataforma para
la elaboración de un programa político y social. Así, su influencia ha sido nula en el
movimiento de izquierda, a la inversa de lo que ha ocurrido con tesis cubanas y
latinoamericanas, a pesar de que éstas no fueron pensadas para México. Curiosa
incomunicación entre la izquierda mexicana y sus intelectuales. En realidad la crítica
política y social más aguda ha sido hecha por liberales como Cosío Villegas o por escritores
con una perspectiva intelectual muy alejada de la óptica izquierdista, como Gabriel Zaid y
Rafael Segovia. La esterilidad intelectual de la izquierda ha sido tan grande como su
incapacidad para organizarse y unificarse. Falta de ideas y falta de líderes.
No deja de ser desconcertante que, a pesar de que fue fundado hace medio siglo, no
existía todavía un Partido Comunista fuerte y con un programa realmente mexicano. Desde
su nacimiento este Partido no ha dado una sola figura de primer orden ya sea en el campo
del pensamiento político o en el de la acción militante. Más desolador aún es que no exista
un auténtico movimiento socialista independiente, crítico frente a los regímenes
burocráticos del Este de Europa y con un programa que conjugue la democracia política
con las reformas sociales y económicas. Un programa que represente una alternativa visible
frente al PRI. Nos hace falta un modelo de desarrollo distinto al que nos ofrecen los
«socialismos» totalitarios y el neocapitalismo pero la izquierda mexicana —la nueva en
esto más vieja que la vieja— continúa repitiendo las gastadas fórmulas de hace treinta o
cuarenta años. Es imposible saber qué es lo que piensa la izquierda sobre muchos de los
problemas fundamentales de México y del mundo. Durante muchos años, con obstinación
tan arrogante como ignara, se negó a aceptar que fuese un problema siquiera el crecimiento
demográfico de nuestro país. El tema central de la discusión política en todo el mundo es el
de la compatibilidad o incompatibilidad de socialismo y democracia: ¿qué dice la izquierda
mexicana? La lista podría alargarse… En fin, no pido nada del otro mundo. Pido lo que
tienen, cada uno a su manera y en dosis variable, un Mitterand en Francia, un González en
España, un Soares en Portugal, un Petkoff en Venezuela: un poco de independencia,
realismo, imaginación.
3. Ulemas y alfaquíes

   Creer sospechas y negar verdades

Lope de Vega

La mayoría de los intelectuales y de los profesores universitarios se mostró


favorable al Rector Soberón aunque, como es natural, no de una manera incondicional. Pero
no faltaron los anatemas y las excomuniones de algunos calificadores del Santo Oficio,
seguidos de la acostumbrada procesión de exorcistas, versicularios, sacristanes y otros
familiares. Hubo un manifiesto —entre los firmantes estaban dos escritores que todos
estimamos— en el que se reprochaba al Rector, como crimen abominable, la decisión de no
pagar salarios caídos a los huelguistas (algo que a la postre no fue cumplido). En otro
manifiesto un grupo de profesores protestó (con alguna razón) por la intervención de la
policía pero (sin razón) no dijo ni pío sobre las circunstancias que explican la medida. En
general, las críticas sobre la presencia policíaca en la Universidad omiten tocar los
antecedentes del caso; asimismo, guardan silencio sobre un precedente aleccionador: la
caída del Rector González Casanova, envuelto también en un conflicto con el mismo
sindicato. ¿Se le reprocha a Soberón que no haya escogido sufrir la suerte de su predecesor?
No quiero decir que fuese indiscutible la decisión del rector. Al contrario: había que
discutirla y, si era justo, condenarla. Eso es lo que echo de menos en las excomuniones de
nuestros ulemas y muftíes: la discusión, el examen. Los intelectuales están sobre la tierra
para, en primer término, pensar; después, si ése fuese el caso, para protestar. Convertir la
protesta en un reflejo pavloviano, más que una ligereza, es un vicio del carácter y una
perversión del espíritu. ¿Por qué nuestros censores ignoraron los antecedentes y
circunstancias que definían al conflicto universitario? ¿Por qué cerraron los ojos ante el
carácter minoritario del sindicato de profesores, la amenaza de intromisión en la vida
académica y, en fin, la naturaleza plenamente política del movimiento y sus transparentes
designios hegemónicos sobre la Universidad? Comprendo que les haya parecido reprobable
la presencia de la policía pero ¿no les pareció reprobable la tentativa de convertir a la
Universidad en el feudo de una facción política? Todo esto que digo, más que un juicio, es
una queja: algunos de los censores son mis amigos y los estimo.
Las actitudes que he mencionado son apenas un síntoma, un reflejo pálido, de
hábitos morales e intelectuales más y más frecuentes y extendidos. Respiramos una
atmósfera de furores ideológicos como la que se respiró durante las guerras de religión. En
nombre de principios reputados absolutos e intocables —la trinidad, la plusvalía, la
transubstanciación, la pauperización progresiva del proletariado— se enreda y se embrolla,
se oculta y se disimula, se delata y se levantan falsos testimonios. Todo lo que sucede aquí
abajo es relativo y no posee más valor y significación que su referencia a la otra realidad: la
dialéctica, la lucha de clases, el Comité Central. Por lo tanto, podemos cambiar los hechos
y los dichos, desfigurar las opiniones y los actos, afirmar la inocencia del verdugo y escupir
sobre los restos de la víctima. Extraño idealismo: la realidad está al servicio de la idea y la
idea al servicio del tribunal de la historia. El mundo como un proceso criminal. La
epidemia es universal pero ataca sobre todo a los intelectuales. Sus estragos han sido
mayores allí donde no existe la vacuna de la crítica: América Latina. Entre nosotros todo el
mundo encuentra natural que se denuncien los horrores de Pinochet y se callen los del
Mariscal Kim Il Sung. A todos nos indigna y entristece lo que pasa en Argentina, Brasil,
Uruguay y Nicaragua pero es de mal tono musitar que tampoco es alentador lo que sucede
en Checoslovaquia, Bulgaria, Cuba, Albania. Se descarta el testimonio de Solyenitzin con
el pretexto de que es un reaccionario, como si la veracidad de un testigo dependiese del
color de su filosofía. Estamos tan ocupados en defender las víctimas del apartheid en África
del Sur que no nos enteramos siquiera de las matanzas en Cambodia.
¿Cómo calificar estas actitudes? ¿Maniqueas? Ése es el adjetivo más usado. No
estoy muy seguro de que sea justo. Los maniqueos se distinguieron, como todos los
gnósticos, por la pureza de su conducta y la intransigencia de sus opiniones. Por eso fueron
víctimas de muchas persecuciones, entre ellas la feroz cruzada de los dominicos que acabó
con la civilización provenzal. Los intelectuales que llamamos maniqueos no sufren
persecución por sus opiniones; al contrario, los tiranos y sus propagandistas se sirven de sus
opiniones para justificar sus persecuciones. Además, el maniqueísmo concibe al mundo
como el campo de batalla de dos principios, la luz y la tiniebla, el espíritu y la materia. El
maniqueísmo fue un dualismo y las ideologías a que me refiero son una duplicidad. En
efecto, en nombre del mismo principio —casi siempre: los derechos humanos— los
faccionarios denuncian los crímenes de unos y callan los de los otros. En un libro brillante
(Su moral y la nuestra), Trotsky sostenía que era moral todo aquello que servía a la
revolución e inmoral todo lo que la combatía. Trotsky no negaba la universalidad de la
regla moral pero la sometía, mientras los hombres no llegasen al comunismo, a los
accidentes de la lucha revolucionaria. La regla moral se bifurcaba, por decirlo así, y el
mismo acto podía ser moral o inmoral, según el contexto histórico. Hay un terror blanco y
hay un terror rojo: uno es inmoral y otro moral. Trotsky postulaba una casuística no sin
analogías con la de los jesuitas y todo lo que dice Pascal contra ellos podría aplicarse al
revolucionario ruso. Se puede discrepar de Trotsky (yo discrepo), no acusarlo de
incoherencia ni de hipocresía. No es el caso de los intelectuales faccionarios.
El espíritu de partido, por más poderosas que sean las pasiones que suscita, no
explica enteramente la existencia y la persistencia de estas actitudes. Una explicación
parcial podría ser la del (mal entendido) patriotismo latinoamericano: Cambodia fue
bombardeada por los norteamericanos, Cuba sufre su bloqueo, Moscú nos defiende de
Washington, etc. El razonamiento es infantil e inmoral… Cualesquiera que sean las causas
del fenómeno, produce cierto sonrojo darse cuenta de que nuestros intelectuales de
izquierda —con las excepciones conocidas: un Vargas Llosa en Perú, un Revueltas en
México o, en España, un Juan Goytisolo, un Semprún, un Savater y otros pocos más como
Liscano y Franqui— no han pasado por esas crisis de conciencia que periódicamente han
experimentado los intelectuales europeos. La comparación con Francia es instructiva. En
América no ha habido nada comparable a la serie de abjuraciones y retracciones que son ya
parte de la historia moral e intelectual de la literatura francesa desde 1920. Cito al azar:
Breton y los surrealistas al final de la década de los veintes, André Gide en 1938, André
Malraux durante la segunda guerra y después de ella Camus, Merleau-Ponty, el biólogo
Jacques Monod y así sucesivamente hasta Sartre. La reciente abjuración de Phillip Sollers,
Kristeva y los otros miembros del grupo Tel Quel se inserta en esta serie impresionante.
Como en la Alemania de la primera postguerra, desde hace unos veinte años ha
habido en Francia un renacimiento del marxismo (o más bien de la escolástica marxista).
La mayoría de los jóvenes marxistas latinoamericanos ha sufrido la influencia de lo que
podría llamarse «la escuela de París» y entre ellos son numerosos los discípulos del
profesor Althusser. Pues bien, esta primavera aparecieron en París, casi simultáneamente,
varios libros de jóvenes profesores universitarios —la prensa los ha llamado, no muy
afortunadamente, los «nuevos filósofos»— que son otras tantas apasionadas denuncias del
marxismo-leninismo. Algunos de estos muchachos habían participado en la rebelión de
Mayo de 1968, otros habían militado en el maoísmo (La Cause du Peuple) y casi todos
habían sido discípulos de Althusser. Pero sería inútil buscar entre ellos a alguno de los
jóvenes latinoamericanos de «la escuela de París».
La historia espiritual y moral del siglo XX ha sido y es, en buena parte, la historia
de las desventuradas relaciones de la «inteligencia» con el marxismo y con las revoluciones
de Rusia y China. El marxismo nos sedujo porque creímos que era una llave que abriría la
puerta prohibida —la puerta que han cerrado desde el comienzo del comienzo el poder, las
religiones y las filosofías. La emancipación de los hombres significaba asimismo el fin del
exilio: el hombre recobraría su reino perdido y, al reconciliarse con los otros, se
reconciliaría consigo mismo. El descubrimiento de que esa llave servía, en la Unión
Soviética, no para abrir puertas sino para cerrarlas, ha conmovido y conturbado a varias
generaciones de intelectuales. El socialismo se ha convertido poco a poco en sinónimo de
prisión. De Bertrand Russell —el primero que, en 1920, percibió el verdadero carácter del
régimen ruso— a Solyenitzin, los testimonios y los documentos se han ido acumulando. De
Cilinga a Trotsky, de Serge a Margarita Neuman, disponemos ahora de una masa enorme de
cifras, revelaciones, datos e interpretaciones. Una biblioteca de horrores. Y lo que después
hemos sabido de Checoslovaquia, Indochina, Albania, Bulgaria, Rumania… En un ensayo
reciente Edgar Morin hacía un resumen de las preguntas que nos hace la experiencia
histórica de nuestro siglo —subrayo: la realidad es la que nos interroga y no a la inversa.
No resisto a la tentación de reproducir, a pesar de su extensión, parte de lo que dice Morin:
«¿Las nociones de explotación y de dominación deben aplicarse únicamente al
capitalismo y a las formas sociales precapitalistas? ¿No se ha creado, justamente en los
países llamados ‘socialistas’ una forma —a la vez nueva y antigua— de dominación,
esclavitud y explotación? ¿El capitalismo es la única causa de los males de nuestro tiempo:
guerras, campos de concentración, explotación, represión policíaca?
»¿Debe ocultarse el fenómeno de los campos de concentración o decir que se trata
de un accidente, una contingencia, algo extraño a la naturaleza del régimen soviético? ¿El
término totalitario debe seguir siendo considerado como inadecuado para definir a la URSS
o a China?
»¿No hay que examinar de nuevo la palabra socialismo? Si uno afirma ser
realmente socialista, ¿no hay que decir que el régimen soviético no es socialista?
»¿No hay que continuar el análisis de la ‘sociedad concentracionaria’ iniciado por
David Rousset en 1950 bajo la rechifla de los que se decían ‘izquierdistas’, el análisis de la
‘sociedad totalitaria’ tal como lo había esbozado Hannah Arendt, el análisis de la ‘sociedad
burocrática’ emprendido por Lefort y Castoriades en su revista Socialismo o Barbarie?»
La evolución de los Partidos Comunistas de Italia, Francia y España sería
inexplicable sin la crítica de los intelectuales de esos países. El informe de Jruschov y las
revelaciones y relatos de los disidentes rusos estremecieron la conciencia europea; los
escritores recogieron ese horror y esa cólera —y todo ese clamor penetró las células de los
partidos, subió hasta los comités centrales y contribuyó al cambio actual. El silencio y la
docilidad de nuestros escritores fraccionarios es una de las causas del anquilosamiento
intelectual y de la insensibilidad moral de la izquierda latinoamericana. Hace poco
reprodujimos en Vuelta la respuesta de Bukovski a una peregrina afirmación de Luis
Corvalán. Cuando fue canjeado por el disidente ruso, el líder chileno dijo que «en la Unión
Soviética no había presos políticos». Hace poco Corvalán estuvo en México, nada menos
que invitado por el PRI, y a nadie se le ocurrió comentar o mencionar siquiera esta
extravagante afirmación. ¿Por qué? Pues porque para hacer ciertas preguntas a los líderes
de los movimientos de izquierda, nuestros intelectuales deben antes hacerse las preguntas
que se hace Morin en su artículo. Es lástima: necesitamos con urgencia saber qué es lo que
piensan esos líderes de temas como el pluralismo político y cultural, la democracia en una
sociedad socialista, el feminismo, el derecho de huelga, la dictadura del proletariado, la
libertad de tránsito y de domicilio, los derechos de las minorías (políticas, étnicas,
lingüísticas, religiosas, sexuales)… Si los intelectuales latinoamericanos desean realmente
contribuir a la transformación política y social de nuestros pueblos, deberían ejercer la
crítica. Decir cuatro verdades al adversario es, relativamente, fácil; lo difícil es decírselas al
amigo y al aliado. Pero si el escritor se calla, se traiciona a sí mismo y traiciona a su amigo.
Me consta que algunos de los firmantes de uno de esos manifiestos pensaban que el
movimiento del STUNAM era un disparate y una provocación; no obstante, callaron y, a la
hora de la hora, firmaron la protesta ritual. ¿Los escritores latinoamericanos han dejado de
ser las tapaderas de los antiguos caudillos para serlo de los secretarios generales?
México, a 18 de julio de 1977
III

EROS/JOB

A Eduardo Lizalde
ANIVERSARIO ESPAÑOL[*]

La fecha que hoy reúne a los amigos de los pueblos hispánicos preside, como un
astro fijo, la vida de mi generación. Luz y sangre. Así, permitidme que recuerde lo que fue
para mí, y para muchos hombres de mi edad, el 19 de julio de 1936. Nada más distinto de
tener veinte años en 1951 que haberlos tenido en 1936. Yo era estudiante y vivía en
México. En aquella época todo nos parecía claro y neto. No era difícil escoger. Bastaba con
abrir los ojos: de un lado, el viejo mundo de la violencia y la mentira con sus símbolos: el
Casco, la Cruz, el Paraguas; del otro, un rostro de hombre, alucinante a fuerza de esculpida
verdad, un pecho desnudo y sin insignias. Un rostro, miles de rostros y pechos y puños. El
19 de julio de 1936 el pueblo español apareció en la historia como una milagrosa explosión
de salud. La imagen no podía ser más pura: el pueblo en armas y todavía sin uniforme.
Algo tan increíble e inaudito y, al mismo tiempo, tan evidente como la súbita irrupción de
la primavera en un desierto. Como la marcha triunfal del incendio. El pueblo —vulnerable
y mortal, pero seguro de sí y de la vida. La muerte había sido vencida. Se podía morir
porque morir era dar vida. Cuerpo mortal: cuerpo inmortal. Durante unos meses
vertiginosos las palabras, gangrenadas desde hacía siglos, volvieron a brillar, intactas,
duras, sin dobleces. Los viejos vocablos —bien y mal, justo e injusto, traición y lealtad—
habían arrojado al fin sus disfraces históricos. Sabíamos cuál era el significado de cada uno.
Tanta era nuestra certidumbre que casi podíamos palpar el contenido, hoy inasible, de
palabras como libertad y pueblo, esperanza y revolución. El 19 de julio de 1936 los obreros
y campesinos españoles devolvieron al mundo el sabor solar de la palabra fraternidad.
Desde México veíamos arder la inmensa hoguera. Y las llamas nos parecían un signo: el
hombre tomaba posesión de su herencia. El hombre empezaba a reconquistar al hombre.
El rasgo original del 19 de julio reside en la espontaneidad fulminante con que se
produjo la respuesta popular. La sublevación militar había dislocado toda la estructura del
Estado español. Despojado de sus medios naturales de defensa —el ejército y la policía—
el gobierno se convirtió en un simple fantasma: el del orden jurídico frente a la rebelión de
una realidad que la República se había obstinado en ignorar. El gobierno no tenía nada que
oponer a sus enemigos. Y en este momento aparece un personaje que nadie había invitado:
el pueblo. La violencia de su irrupción y la rapidez con que se apoderó de la escena no sólo
sorprendió a sus adversarios sino también a sus dirigentes. Las organizaciones populares,
los sindicatos, los partidos y eso que la jerga política llama el «aparato» fueron desbordados
por la marea. En lugar de que otros, en su nombre y con su sangre, hicieran la historia, el
pueblo español se puso a hacerla, directamente, con sus manos y su instinto creador.
Desapareció el coro: todos habían conquistado el rango de héroes. En unas cuantas horas
volaron en añicos muchos esquemas intelectuales y mostraron su verdadera faz todas esas
teorías, más o menos maquiavélicas y jesuíticas, acerca «de la técnica del golpe de Estado»
y la «ciencia de la Revolución». De nuevo la historia reveló que poseía más imaginación y
recursos que las filosofías que pretenden encerrarla en sus prisiones dialécticas. Lo que
ocurrió en España el 19 de julio de 1936 fue algo que después no se ha visto en Europa: el
pueblo, sin jefes, representantes e intermediarios, asumió el poder. No es éste el momento
de relatar cómo lo perdió, en doble batalla.
La espontaneidad de la acción revolucionaria, la naturalidad con que el pueblo
asumió su papel director durante esas jornadas y la eficacia de su lucha, muestran las
lagunas de esas ideologías que pretenden dirigir y conducir una revolución. Pero la
insuficiencia no es el único peligro de esas construcciones. Ellas engendran escuelas. Los
doctores y los intérpretes forman inmediatamente una clerecía y una aristocracia, que
asumen la dirección de la historia. Ahora bien, toda dirección tiende fatalmente a
corromperse. Los «estados mayores» de la Revolución se transforman con facilidad en
orgullosas, cerradas burocracias. Los actuales regímenes policíacos hunden sus raíces en la
prehistoria de partidos que ayer fueron revolucionarios. Basta una simple vuelta de la
historia para que el antiguo conspirador se convierta en policía, como lo enseña la
experiencia soviética. La nueva casta de los jefes es tan funesta como la de los príncipes.
Ellos prefiguran la nueva sociedad totalitaria, que espera en un recodo del tiempo el
derrumbe final del mundo burgués. Contra esos peligros sólo hay un remedio: la
intervención directa y diaria del pueblo. Informe y fragmentaria, la experiencia del 19 de
julio nos enseña que esto no es imposible. El pueblo puede luchar y vencer a sus enemigos
sin necesidad de someterse a esas castas que, como una excrecencia, engendra todo
organismo colectivo. El pueblo puede salvarse, eliminando en primer término a los
salvadores de profesión.
No es ésta la única lección del combate de los pueblos hispánicos. Quisiera destacar
otro rasgo, precioso y original entre todos, capital para un hispanoamericano: la defensa de
las culturas y nacionalidades hispánicas. La lucha por la autonomía de Cataluña y Vasconia
posee en nuestro tiempo un valor ejemplar y polémico. Contra lo que predican las
modernas supersticiones políticas, la verdadera cultura se alimenta de la fatal y necesaria
diversidad de pueblos y regiones. Suprimir esas diferencias es cegar la fuente misma de la
cultura. Nada más estéril que el «orden» que postulan las ideologías; se trata de una visión
parcial del hombre, de una camisa de fuerza que ahoga o degrada la libre espontaneidad de
las naciones. Frente a la abstracta «unidad» de los imperios, los pueblos españoles
rescataron la noción de anfictionía. Ésta es la única solución fecunda al problema de las
nacionalidades hispánicas, dentro del cuadro de una nueva sociedad. No fue otro el sueño
de Bolívar en América. No fue otro el sueño griego. Las grandes épocas son épocas de
diálogo. Grecia fue coloquio. El Renacimiento coincide con el esplendor de las repúblicas.
Cuando desaparecen las autonomías regionales y nacionales, la cultura se degrada. El arte
imperial es siempre arte oficial. Ilustrado o bárbaro, burocrático o financiero, todo imperio
tiende a erigir como modelo universal una sola y exclusiva imagen del hombre. El jefe o la
casta dominante aspira a repetirse en esa imagen. Una sola lengua, un solo señor, una sola
verdad, una sola ley. La unidad es el primer paso en el camino de la repetición mecánica:
una misma muerte para todos. Pero la vida es diversidad.
Ante las propagandas que luchan por la «supremacía cultural» de éstos o de
aquéllos, nosotros proclamamos que cultura quiere decir espontaneidad creadora,
diversidad nacional, libre invención. Afirmamos el genio individual de cada pueblo y el
valor irreemplazable de cada creador. No creemos en una lengua mundial sino en la
universalidad de las lenguas vivas. No se puede cantar en esperanto. La poesía moderna
nace al mismo tiempo que los idiomas modernos. No nos oponemos a que la ciencia, la
técnica y las otras formas de la cultura inventen su lenguaje. En realidad así ha ocurrido.
Hace muchos siglos que las matemáticas constituyen un lenguaje que entienden todos los
especialistas. Y otro tanto sucede con la mayoría de las ciencias. Pero no son los sabios los
que quieren borrar las lenguas nacionales, ni son ellos los que desean acabar con las
culturas locales. Son los comerciantes y los políticos. Y los servidores de las nuevas
abstracciones: los profesionales de la propaganda, los expertos en la llamada educación de
las masas. Sólo que no hay masas. Hay pueblos.
Afirmar que las diferencias nacionales o regionales deben desaparecer, en provecho
de una idea universal del hombre o de las necesidades de la técnica moderna, es uno de los
lugares comunes de nuestro tiempo. Muchos de los partidarios de esta idea ignoran que
postulan una abstracción. Al imponer a pueblos y naciones un esquema unilateral del
hombre, mutilan al hombre mismo. Porque no hay una sola idea del hombre. Uno de los
rasgos específicos de la humanidad consiste, precisamente, en la diversidad de imágenes
del hombre que cada pueblo nos entrega. Sólo las sociedades animales son idénticas entre
sí. Y en esa pluralidad de concepciones el hombre se reconoce. Gracias a ella es posible
afirmar nuestra unidad. El hombre es los hombres.
La abstracción que los poderes modernos nos proponen no es sino una nueva
máscara de una vieja soberbia. El primer gesto del hombre ante su semejante es reducirlo,
suprimir las diferencias, abolir esa radical «otredad». Pero el otro resiste. No se resigna a
ser espejo. Reconocer la existencia irreductible del otro, es el principio de la cultura, del
diálogo y del amor. Reducirlo a nuestra subjetividad, es iniciar la árida, infinita dialéctica
del esclavo y del señor. Porque el esclavo jamás se resigna a ser objeto. La realidad
humillada acaba por hacer saltar esas prisiones. Aun en la esfera del pensamiento puro se
manifiesta esa tenaz resistencia de la realidad. Machado nos enseña que el principio de
identidad, sobre el cual se ha edificado nuestra cultura, se rompe los dientes frente a la
«otredad» del ser. Acaso en esto radique la insuficiencia de nuestra cultura. Todo
imperialismo filosófico o político se funda en esta fatal y empobrecedora soberbia. No en
vano Nietzsche llamó a Parménides «araña que chupa la sangre del devenir». Y algo
semejante ocurre en el mundo de la historia: los imperios chupan la sangre de los pueblos.
La unidad que imponen oculta un horror vacío. No nos dejemos engañar por la grandeza de
sus monumentos: la vida ha huido de esas inmensas piedras. Esos monumentos son tumbas.
Resulta escandaloso recordar estas verdades. Vivimos en la época de la
«planificación» y del paternalismo estatal. En ciertas bocas y en ciertos sitios estas frases
encubren apenas otros designios. En nombre de la abstracción se pretende reducir al
hombre a la pasividad del objeto. Unos utilizan el mito de la historia, otros el de la libertad;
pero nosotros nos rehusamos a ser mercancías tanto como a convertirnos en instrumentos o
herramientas. Sabemos a dónde conducen esos programas: al campo de concentración.
Toda concepción mecanicista y utilitaria —así se ampare en la llamada «edificación
socialista»— tiende a degradar al hombre. Frente a esos poderes nosotros afirmamos la
espontaneidad creadora y revolucionaria de los pueblos y el valor de cada cultura nacional.
Y volvemos los ojos hacia el 19 de julio de 1936. Allí empezó algo que no morirá.
París, a 18 de julio de 1951
¿POR QUÉ FOURIER?[*]

El 7 del pasado abril se cumplió el segundo centenario del nacimiento de Fourier.


Entre 1772 y 1972 Fourier ha nacido, muerto y renacido muchas veces. Su último
renacimiento, entre danzas rituales hopi en una «reservación» del sur de los Estados
Unidos, fue un día de agosto de 1945. Ante el comienzo de la Nueva Era Glacial —Europa
desangrada espiritual y físicamente por el nazismo y la guerra, la victoria de los pueblos
sobre el Eje escamoteada por el imperialismo de las superpotencias, la Revolución rusa en
su fase final de congelación burocrática— André Breton se vuelve hacia Fourier y escribe
la Oda que publicamos en este número de Plural, traducida por Tomás Segovia. Cuando
apareció el poema de Breton, fue denunciado como un regreso hacia formas utópicas y ya
superadas de la revuelta. A los tenores del Partido de Stalin (como los Aragon) y a los
dómines ergotistas (como Sartre) les pareció una fuga, una dimisión. Veinticinco años
después nadie se acuerda de esas acusaciones y la Oda a Fourier, sin perder nada de su
magnetismo poético, adquiere una actualidad crítica extraordinaria. No es extraño: a
medida que los males de la sociedad civilizada se extienden como una suerte de lepra
universal que ataca por igual a los países capitalistas y a los que llamamos sin gran
exactitud «socialistas», el pensamiento de Fourier se convierte en una verdadera piedra de
toque. Si queremos tener una idea de la situación contemporánea, nada mejor que comparar
la realidad que vivimos con las visiones de Fourier. La experiencia es vertiginosa y
revulsiva: náuseas ante la civilización y sus desastres.
Al predicar la duda absoluta frente a las ideas recibidas, Fourier nos enseña a
confiar en el cuerpo y en sus impulsos; al exaltar la desviación, también absoluta, de todas
las morales, nos muestra que el camino más corto entre dos seres es el de la atracción
apasionada. Los «sueños» de Fourier no son fantasías: son la crítica de la sensibilidad y la
espontaneidad contra las camisas de fuerza de los sistemas y las abstracciones. Como Sade
y Freud, su crítica de la civilización parte del cuerpo y sus verdades pero, a diferencia de
ellos, no hay en él apenas huella de la moral judeo-cristiana. Dos visiones opuestas pero
coincidentes del erotismo, ambas inspiradas (negativamente) por la tradición judeo-
cristiana: para Sade el placer es agresión y transgresión, para Freud es subversión (y de ahí
que la sociedad, so pena de perecer desgarrada por las pasiones, deba recurrir a la represión
y a la sublimación). Fourier afirma, en cambio, que todas las pasiones, sin excluir a las que
él llamaba «manías» y nosotros perversiones y desviaciones, son notas del teclado de la
atracción universal. Sade hace una estética nihilista de la excepción erótica y Freud una
terapéutica pesimista: para ambos la excepción es irreductible. En Fourier asistimos a la
reintegración de las excepciones: regidas por un principio matemático y musical, se
despliegan como un abanico. Los cuerpos son un tejido de jeroglíficos: aunque cada uno es
distinto, todos dicen lo mismo porque no son sino variaciones de la pareja deseo/placer.
La oposición a la tradición judeo-cristiana se manifiesta también en su actitud frente
al trabajo. Para Marx y sus discípulos, sin excluir a Lenin y a Trotsky, el trabajo será
siempre una pena y no podremos nunca escapar a su condenación. A lo más que podemos
aspirar como recompensa de nuestro esfuerzo, una vez abolida la infamia del trabajo
asalariado, es a la satisfacción del deber cumplido. Una sublimación altruista del egoísmo
individual, según Trotsky. Pero Fourier sostuvo siempre la posibilidad del trabajo atrayente.
En el régimen «civilizado» el trabajo es una «tortura»; en Harmonía, un placer. Las
incitaciones al trabajo como sacrificio —que en su época estaban inspiradas por la moral y
la religión como ahora lo están por la «ideología» y el espíritu de competencia— lo ponían
fuera de quicio. Repite con exasperación una frase de Burke: «Debemos recomendar
paciencia, frugalidad, sobriedad, trabajo, religión; lo demás es fraude y mentira» —y
comenta: «Sí, todo es fraude y mentira —comenzando por estos preceptos morales. Si los
moralistas supiesen cómo volver agradable y productivo al trabajo, ¡no necesitarían
recomendar paciencia, frugalidad y religión!» En Harmonía el trabajo es un juego y un arte
porque está regido por la atracción pasional. Desviación absoluta: nosotros imponemos a
los niños el modelo del trabajo adulto, Fourier propone que el trabajo adulto se inspire en el
ejemplo de la sociedad infantil y sus juegos.
Con frecuencia los críticos han lamentado la miopía de Fourier, que no supo prever
el prodigioso desarrollo que tendría la industria en los siglos XIX y XX. En realidad no se
trata tanto de miopía como de antipatía: «Dios ha dado al trabajo industrial un limitado
poder de atracción… La felicidad disminuiría si transtornamos el equilibrio de la atracción
y le quitamos tiempo a la agricultura para dárselo a la industria. La naturaleza busca reducir
al mínimo el tiempo que hay que dar al trabajo en las fábricas… La concentración en las
ciudades de fábricas repletas de criaturas desdichadas, como ahora sucede, es contraria al
principio del trabajo atrayente… Las fábricas deberían dispersarse en las áreas rurales… y
no deberían ser la principal ocupación de la comunidad.» Esta profesión de fe en la
agricultura pudo hacernos reír hace unos años, no ahora: ya sabemos que la felicidad de los
pueblos, o al menos su bienestar, no se mide por la producción de toneladas de acero. Es
sorprendente, por otra parte, la profesión de fe ecológica que contiene el párrafo que he
citado. Es un tema que aparece constantemente en sus escritos. En los albores de la era
industrial, poquísimos hicieron la defensa del paisaje. Uno de ellos fue Fourier. Otro,
William Blake. En otro pasaje Fourier nos revela su concepción de la industria: «Refutemos
el extraño sofisma de los economistas que sostienen que el aumento ilimitado de los
productos manufacturados constituye un aumento de riqueza… Los economistas se
equivocan en este punto como se equivocan al desear el ilimitado aumento de la población
o sea de la carne de cañón… Para los economistas, el aumento en la producción y el
consumo de objetos industriales son los índices de la prosperidad. En Harmonía se busca lo
contrario: infinita variedad de productos manufacturados y mínimo consumo.»
Curiosa prefiguración crítica de la sociedad contemporánea. Como si adivinase lo
que ocurriría durante la segunda mitad del siglo XX, Fourier piensa que hay que poner un
hasta-aquí al crecimiento demográfico y al progreso industrial. En Harmonía la industria
no producirá objetos en serie en cantidades ilimitadas y de mínima duración sino una
inmensa variedad de objetos en cantidades limitadas y de enorme duración («los objetos
serán eternos», dice con su exageración habitual). Del mismo modo que la Cocina asciende
en Harmonía al rango del Arte y que el Erotismo se convierte en la forma suprema de la
Santidad, la industria harmoniana poseerá la perfección y la durabilidad de la Artesanía.
Con más de un siglo y medio de anticipación, Fourier hizo la crítica del «productivismo»
socialista y de la sociedad de consumo neocapitalista.
La situación de la mujer fue una de sus preocupaciones centrales: «las naciones más
corrompidas han sido aquellas que con mayor rigor han subyugado a la mujer». Una de las
razones del atraso de España es que «los españoles han sido los menos indulgentes con el
sexo femenino y por eso van a la zaga de los otros europeos y no se han distinguido ni en
las ciencias ni en las artes». ¿Qué habría dicho de México y de la imagen de «la sufrida
mujer mexicana»? La situación de la mujer es un índice de la salud de la sociedad: «el
avance social coincide siempre con la marcha de la mujer hacia la libertad y el retroceso de
los pueblos resulta de la disminución de las libertades femeninas… La extensión de los
privilegios de las mujeres es la causa fundamental de todo progreso social».
Al dedicar este número de Plural a Charles Fourier, no nos proponemos nada más
rendir un homenaje a un precursor del socialismo. Lo que deseamos es subrayar el nexo
indisoluble entre visión y crítica, imaginación y realidad. Fourier: piedra de toque del
siglo XX.
México, agosto de 1972
LA MESA Y EL LECHO

Civilización y Harmonía

Las comparaciones que me propongo desarrollar requieren una justificación. Si


quiero examinar la situación actual de México, espontáneamente la comparo con nuestro
pasado y pienso en los tiempos de Moctezuma, el Virrey Bucareli, el dictador Santa-Anna o
el Presidente Cárdenas; en el caso de los Estados Unidos la comparación tiende a
establecerse entre la realidad presente y alguna construcción utópica. Como la mayoría de
los países, México es el resultado de las circunstancias históricas más que de la voluntad de
los ciudadanos. En esto los Estados Unidos también son una excepción: el elemento
voluntarista fue determinante en el nacimiento de esa nación. El poeta Luis Cernuda me
decía: «estoy condenado a ser español». Y un personaje de La región más transparente, la
novela de Carlos Fuentes, dice: «Aquí me tocó nacer, ¡qué remedio me queda!» Se dirá que
hay norteamericanos para los que es una condenación el hecho de serlo, sobre todo después
de Vietnam. No importa: en su origen y durante todo el período de su formación, los
Estados Unidos fueron una elección, no una fatalidad. Son los hijos de un proyecto de
sociedad más que de una sociedad dada. La constitución norteamericana es un pacto
destinado a fundar una nueva sociedad y, en este sentido, se sitúa antes de la historia. Antes
de la historia y más allá de ella: la sociedad norteamericana sobrevalora el cambio y se
concibe a sí misma como voluntad de anexión al futuro. De ahí que no sea absurdo
comparar el estado actual de los Estados Unidos con otras realidades o ideas fuera de la
historia. Por ejemplo, con las sociedades primitivas o con las imaginadas por el
pensamiento utópico: Rousseau o Fourier, la aldea del neolítico o el falansterio. La primera
está antes de la historia, como el pacto que fundó a los Estados Unidos; la segunda está más
allá de ella, en el futuro, tierra de elección de los norteamericanos.
Las semejanzas entre la sociedad primitiva y la utópica no provienen únicamente de
que ambas están fuera de la historia. La sociedad primitiva (o nuestra idea de ella) es, hasta
cierto punto, una proyección de nuestros deseos y de nuestros sueños y así participa del
carácter ejemplar de la sociedad utópica; a su vez, las construcciones de los utopistas en
buena parte se inspiran en los rasgos reales o imaginarios de las sociedades arcaicas.
Fourier dice que el mundo futuro de Harmonía estará más cerca de la simplicidad e
inocencia de los bárbaros que de las costumbres corrompidas de los civilizados. Nuestras
visiones de lo que fue (o pudo ser) y de lo que será (o podría ser) la sociedad humana,
cumplen funciones semejantes: aparte de su mayor o menor realidad, son paradigmas,
padrones. A través de ellas nos vemos, nos examinamos, nos juzgamos.
En los últimos años, tal vez como parte de ese fenómeno que he llamado en otros
escritos «el ocaso del futuro»,[1] se tiende a preferir los padrones de las sociedades arcaicas:
la aldea y no la cosmópolis, el artesano y no el tecnócrata, la democracia directa y no la
burocracia. El futuro nos decepciona cuando no nos espanta. No obstante, aunque sea para
enfrentar las esperanzas de ayer a las realidades de hoy, se me ocurre que valdría la pena
comparar el estado social que describe Fourier con los cambios que se han operado en los
Estados Unidos en materia de moeurs eróticos. Mejor dicho: con los cambios en las ideas
de los norteamericanos sobre el amor y sobre la variedad de las inclinaciones y las prácticas
sexuales. Pues es claro que se trata sobre todo de un cambio en las ideas y en las opiniones;
las costumbres, naturalmente, han cambiado muchísimo menos de lo que se cree. La
diferencia no radica tanto en lo que se hace como en la actitud ante lo que se hace.
¿Por qué Fourier? Pues porque hace unos pocos años una estudiosa francesa,
Simone Debout, descubrió y publicó, precedido por un prólogo inteligente y docto sin
pedantería, el manuscrito de Le Nouveau Monde Amoureux,[2] un texto capital que
discípulos pudibundos habían hecho perdidizo. En la sociedad que describe Fourier, gracias
a la organización cooperativa del trabajo y a otras reformas sociales y morales, entre ellas y
de manera primordial la absoluta igualdad entre hombres y mujeres, «reina la abundancia y
es necesario, para la concordia general, no sólo una inmensa variedad de placeres sino que
cada uno se entregue ardientemente al placer…» Aunque los Estados Unidos están lejos de
haber alcanzado el estado de justicia y de armonía social que pinta Fourier, la industria ha
creado una abundancia que, sin cerrar los ojos ante sus horrores, es única en la historia. Esa
abundancia material y una tradición todavía viva de crítica y de individualismo son el fondo
social e histórico sobre el que se despliega la rebelión erótica. Las analogías entre el mundo
norteamericano y el imaginado por Fourier no son menos reveladoras que las diferencias.
Entre las primeras: la abundancia material y la libertad erótica, esta última total en
Harmonía y relativa en los Estados Unidos. La diferencia mayor es que la sociedad de
Fourier, como su nombre lo indica, ha alcanzado la armonía —un orden social que, a
semejanza del que gobierna a los cuerpos celestes, está regido por la atracción que une a las
oposiciones sin suprimirlas—, mientras que en los Estados Unidos, abierta o
disimuladamente, imperan el lucro, la mentira, la violencia y los otros males de la sociedad
civilizada.
En Harmonía la soberanía está dividida —como en todas las sociedades, dice
Fourier— en dos esferas: la Administración y la Religión. La primera se ocupa de la
producción y la distribución, es decir, del trabajo, si es posible distinguir entre trabajo y
placer en la sociedad armoniosa. La segunda es el dominio de los placeres propiamente
dichos. En la sociedad civilizada la Religión legisla sobre los placeres, señaladamente sobre
los del lecho y la mesa —la Religión es amor y comunión— pero para reprimirlos y
desviarlos. Al contradecir las pasiones y las inclinaciones, las transforma en obsesiones y
delirios feroces. No hay pasiones crueles: la represión de la moral y de la Religión nos
enardece y, literalmente, nos enfurece. En Harmonía, abolida la moral de la civilización, la
Religión ya no oprime sino que libera, exalta y armoniza los instintos, sin excluir a
ninguno. «Mi teoría se limita a utilizar las pasiones tal como la naturaleza las crea y sin
cambiar nada en ellas.» Habría que agregar: salvo el contexto social. En la sociedad
civilizada las pasiones son maléficas, dividen a los hombres; en Harmonía, los unen. A
pesar de que se despliegan totalmente y sin freno, no rompen la cohesión social ni lesionan
a los individuos. Precisamente porque está enteramente socializado, el hombre de Fourier
es enteramente libre. Todo está permitido pero, al contrario de lo que sucede en el mundo
de Sade, gracias a una radical reversión de los valores, las pasiones destructoras cambian de
signo y se vuelven creadoras. El sadismo se ejerce siempre sobre un objeto erótico y el
masoquismo consiste en la tendencia del sujeto a convertirse en objeto; en el mundo de
Harmonía, regido por la atracción pasional, todos son sujetos.
La jurisdicción de la Religión es dual: el amor y el gusto, la comunión y el convivio,
la Erótica y la Gastrosofia. El erotismo es la pasión más intensa y la gastronomía la más
extensa. Ni los niños ni los viejos pueden practicar la primera; en cambio, la segunda
abarca a la infancia y a la vejez. Aunque una y otra están hechas de enlaces y
combinaciones, en un caso de cuerpos y en el otro de sustancias, en la Erótica el número de
combinaciones es limitado y el placer tiende a culminar en un instante (el orgasmo),
mientras que en la Gastrosofia las combinaciones son infinitas y el placer, en lugar de
concentrarse, tiende a extenderse y propagarse (sabores, paladeos). Por eso, probablemente,
Fourier hace del amor un arte, el arte supremo, y de la gastronomía una ciencia. Las artes
son el dominio de la Erótica, las ciencias el de la Gastrosofia. La Erótica, que es entrega,
corresponde a la virtud; la Gastrosofía, que es distribución, a la sabiduría.
Harmonía tiene sus santos y sus héroes, muy distintos a los nuestros: son santos los
campeones en el arte del amor, son héroes los hombres de ciencia, los poetas, los artistas.
En la sociedad civilizada acceder a las fantasías de un perverso o hacer el amor con una
anciana, es una excentricidad o un acto de prostitución; en Harmonía es una acción
virtuosa. El ejercicio de la virtud no es un sacrificio sino que es el resultado de la
abundancia. No es difícil ser generoso cuando nadie padece de privación sexual (todos
tienen derecho a un mínimo erótico). Además, el santo o la santa de Harmonía, al satisfacer
los deseos de los otros, gana el reconocimiento público y así satisface una pasión no menos
violenta que la sensual: la ambición, la pasión «cabalista», como la llama Fourier. Trátese
del sexo o del gusto, el placer deja de ser la satisfacción de una necesidad para convertirse
en una experiencia en la que el deseo simultáneamente nos revela lo que somos y nos invita
a ir más allá de nosotros mismos para ser otros. Imaginación y conocimiento o, como dice
Fourier, virtud y sabiduría. Desde la doble perspectiva de la Erótica y la Gastrosofía
podemos dar ahora un vistazo a la sociedad norteamericana.
Higiene y represión

La cocina nortamericana tradicional es una cocina sin misterio: alimentos simples,


nutritivos y poco condimentados. Nada de trampas: la zanahoria es la honrada zanahoria, la
papa no se ruboriza de su condición y el bistec es un jayán sanguinolento.
Transubstanciación de las virtudes democráticas de los Fundadores: una comida franca, un
platillo detrás del otro como las frases sensatas y sin afectación de un virtuoso discurso. A
semejanza de la conversación entre los comensales, la relación entre las substancias y los
sabores es directa: prohibición de salsas encubridoras y aderezos que exaltan a los ojos y
confunden al gusto. La separación entre los alimentos es análoga a la reserva del trato entre
los sexos, las razas y las clases. En nuestros países la comida es comunión y no sólo entre
los convivios sino entre los ingredientes; la comida yanqui, impregnada de puritanismo,
está hecha de exclusiones. La preocupación maniática por la pureza y el origen de los
alimentos corresponde al racismo y al exclusivismo. La contradicción norteamericana —un
universalismo democrático hecho de exclusiones étnicas, culturales, religiosas y sexuales—
se refleja en su cocina. En esta tradición culinaria resultaría escandaloso nuestro culto por
los guisos sombríos y pasionales como los moles —espesas y suntuosas salsas rojas, verdes
y amarillas. También lo sería el lugar de elección que tiene en nuestra mesa el huitlacoche
que, además de ser una enfermedad del elote, es un alimento de color negro. O nuestro
amor por los chiles y las mazorcas de maíz, ellos del verde perico al morado eclesiástico y
ellas del dorado solar al azul nocturno. Colores violentos como los sabores. Los
norteamericanos adoran los colores y los sabores tiernos y frescos. Su cocina es como
pintura al agua o al pastel.
La cocina norteamericana teme a las especias como al diablo pero se revuelca en
pantanos de crema y mantequilla. Orgías de azúcar. Oposiciones complementarias: la
sencillez y la sobriedad casi apostólicas del lunch frente a los placeres sospechosamente
inocentes y pregenitales del ice-cream y el milk-shake. Dos polos: el vaso de leche y el vaso
de whisky. El primero afirma la primacía del home y de la madre. Las virtudes del vaso de
leche son dobles: es un alimento sano y nos devuelve a la infancia. Fourier odiaba el repas
familial, imagen de la familia en sociedad civilizada, diaria ceremonia del tedio oficiada
por un padre tiránico y una madre fálica. ¿Qué habría dicho del culto al vaso de leche? En
cuanto al whisky y al gin: son bebidas para solitarios e introvertidos. Para Fourier, la
Gastrosofía no sólo era la ciencia de la combinación de los alimentos sino de los convivios:
a la variedad de los manjares debería corresponder la de los participantes en la comida. Los
vinos, licores y alcoholes son el complemento de la comida y, así, tienen por objeto
estimular las relaciones y las uniones que se anudan en torno a una mesa. Al revés del vino,
el pulque, la champaña, la cerveza y el vodka, ni el whisky ni el gin acompañan a la comida.
Tampoco son aperitivos ni digestivos. Son bebidas que acentúan el retraimiento y la
insociabilidad. En una edad gastrosófica su reputación no sería grande. La afición universal
que se les profesa revela la situación de nuestras sociedades, oscilantes entre la
promiscuidad y la soledad.
La ambigüedad y la ambivalencia son recursos que desconoce la cocina
norteamericana. En esto, como en tantas otras cosas, es el antípoda de la francesa, hecha de
matices, variaciones y modulaciones de una delicadeza extrema. Tránsitos de una sustancia
a otra, de un sabor a otro; hasta el vaso de agua, en una suerte de eucaristía profana, se
transfigura en un cáliz erótico:
Ta lèvre contre le cristal
Gorgée à gorgée y compose
Le souvenir pourpre et vital
De la moins éphémere rose.[3]

Lo contrario también de la cocina mexicana y de la hindú, cuyo secreto es el choque


de sabores: lo fresco y lo picante, lo salado y lo dulce, lo cálido y lo ácido, lo áspero y lo
delicado. El deseo es el agente activo, el productor secreto de los cambios, trátese del
tránsito de un sabor a otro o del contraste entre varios. El deseo, lo mismo en gastronomía
que en erótica, pone en movimiento a las sustancias, los cuerpos y las sensaciones: es la
potencia que rige los enlaces, las mezclas y las transmutaciones. Una cocina razonable en la
que cada sustancia es lo que es y en la que se evitan tanto las variaciones como los
contrastes, es una cocina que ha excluido al deseo.
El placer es una noción (una sensación) ausente de la cocina yanqui tradicional. No
el placer sino la salud, no las correspondencias entre los sabores sino la satisfacción de una
necesidad: éstos son sus dos valores. Uno es físico y el otro es moral; ambos están
asociados a la idea del cuerpo como trabajo. A su vez el trabajo es un concepto a un tiempo
económico y espiritual: producción y redención. Estamos condenados a trabajar y el
alimento repara al cuerpo de la pena del trabajo. Se trata de una verdadera reparación, tanto
en el sentido físico como en el moral. Por el trabajo el cuerpo paga su deuda: al ganar su
sustento físico gana también su recompensa espiritual. El trabajo nos redime y el signo de
esa redención es la comida. Un signo activo en la economía espiritual del hombre: el
alimento restaura la salud corporal y la del alma. Si los alimentos nos dan la salud física y
la espiritual, se justifica la exclusión de las especias por razones morales e higiénicas: son
los signos del deseo y son indigestas.
La salud es la condición de dos actividades del cuerpo: el trabajo y el deporte. En la
primera, el cuerpo es un agente productor y, al mismo tiempo, redentor; en la segunda, el
signo cambia: el deporte es un gasto. Contradicción aparente pues en realidad se trata de un
sistema de vasos comunicantes. El deporte es un gasto físico que, a la inversa de lo que
ocurre con el placer sexual, al final se vuelve productivo: el deporte es un gasto que
produce bienes y así transforma la vida biológica en vida social, económica y moral. Hay,
además, otro nexo entre trabajo y deporte: ambos se despliegan en el ámbito de la rivalidad,
ambos son competencia y emulación. Los dos son formas de la pasión «cabalista» de
Fourier. En este sentido, el deporte posee el rigor y la gravedad del trabajo; asimismo, el
trabajo posee la gratuidad y la ligereza del deporte. El elemento lúdico del trabajo es uno de
los pocos rasgos de la sociedad norteamericana que hubiera podido merecer el elogio de
Fourier, aunque sin duda le habría horrorizado la mercantilización del deporte. La
preeminencia del trabajo y del deporte, actividades que excluyen por necesidad el placer
sexual, posee la misma significación que la exclusión de especias en la cocina. Si la
gastronomía y el erotismo son uniones y cópulas de sustancias y sabores o de cuerpos y
sensaciones, es evidente que ni la una ni la otra han sido preocupaciones centrales de la
sociedad norteamericana. De nuevo: como ideas y valores sociales, no como realidades más
o menos secretas. En la tradición norteamericana el cuerpo no es una fuente de placer sino
de salud y de trabajo, en el sentido material y en el moral.
El culto a la salud se manifiesta como «ética de la higiene». Digo ética porque sus
recetas son a un tiempo fisiológicas y morales. Una ética despótica: la sexualidad, el
trabajo, el deporte y la cocina misma son sus provincias. Se trata, otra vez, de un concepto
dual: la higiene rige tanto la vida corporal como la moral. Cumplir con los preceptos de la
higiene significa no sólo obedecer reglas de orden fisiológico sino principios éticos:
sobriedad, mesura, reserva. La moral de la separación inspira a las reglas higiénicas del
mismo modo que la estética de la fusión anima las combinaciones de la gastronomía y la
erótica. En la India me tocó ser testigo muchas veces de las exageradas preocupaciones
higiénicas de los norteamericanos. Su horror ante las posibilidades del contagio parecía no
tener límites; todo podía ser portador de gérmenes: la comida, la bebida, las cosas, la gente,
el aire mismo. Estas preocupaciones son exactamente la contrapartida de las
preocupaciones rituales de los bramines ante el peligro de contacto con alimentos y cosas
impuras, sin excluir a gente de casta diferente a la suya. Muchos dirán que las
preocupaciones del norteamericano son justificadas mientras que las del bramín son
supersticiones. Todo depende del punto de vista: para el bramín las bacterias que teme el
norteamericano son ilusorias pero son absolutamente reales las manchas morales que
produce el contacto con gente extraña. Esas manchas son marcas que lo aíslan: ningún
miembro de su casta se atrevería a tocarlo hasta que no haya celebrado largos y
complicados ritos de purificación. El temor al aislamiento social no es menos intenso que el
de la enfermedad. El tabú higiénico del norteamericano y el tabú ritual del bramín poseen
un elemento en común y que es el fundamento de ambos: la pureza. Ese fundamento es
religioso aunque, en el caso de la higiene, esté recubierto por la autoridad de la ciencia.
El culto a la higiene, en el fondo, no es sino otra expresión del principio que inspira
las actitudes ante el deporte, el trabajo, la cocina, el sexo y las razas. El otro nombre de
pureza es separación. Aunque la higiene es una moral social que se funda explícitamente en
la ciencia, su raíz inconsciente es religiosa. Sin embargo, la forma en que se expresa, y su
justificación, son racionales. En la sociedad norteamericana, a diferencia de lo que ocurrió
en las nuestras, la ciencia ocupó desde el principio un lugar privilegiado en el sistema de
creencias y valores. La querella entre la fe y la razón no tuvo jamás la intensidad que
asumió en los pueblos hispánicos. Desde su nacimiento los norteamericanos fueron
modernos; para ellos es natural creer en la ciencia, para nosotros esa creencia implica una
negación de nuestro pasado. El prestigio de la ciencia es tal en la opinión pública
norteamericana que incluso las disputas políticas adoptan con frecuencia la forma de
polémicas científicas, del mismo modo que en la Unión Soviética se presentan como
querellas en torno a la ortodoxia marxista. Dos ejemplos recientes son la cuestión racial y el
movimiento feminista: ¿son genéticas o de orden histórico-cultural las diferencias
intelectuales entre las razas y los sexos?
La universalidad de la ciencia (o de lo que pasa por ciencia) justifica la elaboración
y la imposición de padrones colectivos de normalidad. La imbricación entre ciencia y moral
puritana permite, sin necesidad de recurrir a la coerción directa, la imposición de reglas que
condenan las singularidades, las excepciones y las desviaciones de una manera no menos
categórica e implacable que los anatemas religiosos. Contra las excomuniones de la ciencia
no hay ni el recurso religioso de la abjuración ni el jurídico del amparo (habeas corpus).
Aunque ostenten la máscara de la higiene y la ciencia, la función de esos padrones de
normalidad en el dominio del erotismo no es distinta a la de la cocina «sana» en la esfera de
la gastronomía: la extirpación o la separación de lo extraño, lo diferente, lo ambiguo, lo
impuro. Una misma condenación para los negros, los chicanos, los sodomitas y las
especias.
La insurrección de las especias

Las observaciones anteriores tienden a configurar la imagen de un mundo cuyo


rasgo distintivo sería la conformidad social. No es así: el mismo puritanismo que vela por la
insipidez de los alimentos y que ha hecho del trabajo una moral de salvación, es la raíz de
los movimientos de crítica y de autocrítica que periódicamente conmueven a la sociedad
norteamericana y la obligan a examinarse y a hacer actos de contricción. Esta característica
es plenamente moderna. Baudelaire decía que el progreso se mide no por el aumento de
lámparas de gas en el alumbrado público sino por la disminución de la señas del pecado
original. Para mí el índice es otro: la modernidad no se mide por los progresos de la
industria sino por la capacidad de crítica y de autocrítica. Todo el mundo repite que las
naciones latinoamericanas no son modernas porque todavía no han logrado industrializarse;
pocos han dicho que a lo largo de nuestra historia hemos revelado una singular incapacidad
para la crítica y la autocrítica. Lo mismo sucede con los rusos: pagaron con sangre,
literalmente, su industrialización pero la crítica sigue siendo entre ellos un artículo exótico
y por eso su modernidad es incompleta, superficial. Cierto, rusos e hispanos conocemos la
ironía, la sátira, la crítica estética. Tenemos a Cervantes y a Chejov, no a Swift, Voltaire,
Thoreau. Nos hace falta la crítica filosófica, social y política: ni los rusos ni los hispanos
tuvimos siglo XVIII. Ésta carencia ha sido fatal para los pueblos latinoamericanos: la
crítica no sólo prepara los cambios sociales sino que, sin ella, esos cambios se convierten
en fatalidades externas. Gracias a la crítica asumimos los cambios, los interiorizamos,
cambiamos nosotros mismos. En esto los norteamericanos son admirables: sus cambios
históricos han sido simultáneamente crisis sociales y crisis de conciencia.
Los Estados Unidos han atravesado por varias crisis y ahora mismo viven una que
quizá sea la más grave de su historia. En todas ellas el disentimiento, incluso cuando la
disensión colinda con la escisión, como sucede en estos días, le ha devuelto la salud a ese
pueblo. Pero la palabra placer no había aparecido antes en el vocabulario de los disidentes.
Es natural: no es una palabra que pertenezca a la tradición filosófica y moral de los Estados
Unidos. Fueron fundados por otras palabras, las opuestas: deber, expiación, culpa, deuda.
Todas ellas son el fundamento moral y religioso del puritanismo; todas ellas, al concebir la
vida humana como falta y deuda que debemos pagar al Creador, fueron la levadura del
capitalismo; todas ellas se traducen en términos económicos y sociales: trabajo, ahorro,
acumulación. El placer es gasto y así es la negación de todos esos valores y creencias. El
hecho de que ahora esa palabra brote en tantos labios y con tal violenta vehemencia es un
portento, como el «ocaso del futuro» y otros signos, de que tal vez la sociedad
norteamericana cambia de rumbo. Pero las perspectivas de un cambio revolucionario son
remotas. La razón, como todos sabemos, es la ausencia, lo mismo en los Estados Unidos
que en Europa Occidental, de una clase revolucionaria internacional; el proletariado no ha
mostrado ni temple internacional ni vocación revolucionaria. Si la revolución no está a la
vista, al menos en la acepción que hasta hace poco tenía ese término tanto en la tradición
marxista como en la anarquista, sí es perceptible una mutación inmensa, quizá más
profunda que una revolución y cuyas consecuencias todavía no es posible prever. Una
mutación: un cambio de valores y de orientación.
El gusto de los norteamericanos ha cambiado. Han descubierto la existencia de otras
civilizaciones y viven una suerte de cosmopolitismo gastronómico. En las grandes ciudades
coexisten en una misma calle las tradiciones culinarias de los cinco continentes. Los
restaurantes rivalizan con los grandes museos y bibliotecas por la excelencia y variedad
enciclopédica de sus productos. Más que Babel, Nueva York es Alejandría. No sólo
abundan los restaurantes que sirven manjares insólitos, de las hormigas de África a las
trufas de Périgord, sino que en los supermercados no es raro encontrar un departamento de
especias y condimentos exóticos que despliega en sus escaparates una gama de productos y
sustancias que habría arrobado el mismo Brillat-Savarin (por cierto: era primo de Fourier).
Hay además una profusión de libros de cocina y muchos institutos y escuelas de
gastronomía. En la televisión los programas sobre el arte culinario son más populares que
los religiosos. Las minorías étnicas han contribuido a este universalismo; en muchas
familias se conservan las tradiciones culinarias de Odesa, Bilbao, Orvieto o Madrás. Pero el
eclecticismo en materia de cocina no es menos nocivo que en filosofía y en moral. Todos
esos conocimientos han pervertido a la cocina nativa. Antes, aunque modesta, era honrada;
ahora es ostentosa y trapacera. Y lo que es peor: el eclecticismo ha inspirado a muchos
guisanderos que han inventado platillos híbridos y otras paragustias. El melting-pot es un
ideal social que, aplicado al arte culinario, produce abominaciones. No es extraño este
fracaso: es más difícil tener una buena cocina que una gran literatura, como lo enseña el
ejemplo de Inglaterra.
A las fantasías perversas de los cocineros sin genio, hay que agregar la
industrialización de los alimentos. Ése es el verdadero mal. La industria de la alimentación
ha sido y es el agente principal de la degradación del gusto y ahora se ha convertido en una
amenaza contra la salud pública. Justicia poética: la posibilidad del envenenamiento
colectivo es el castigo de la obsesión por la pureza de los alimentos y por su origen. Nadie
sabe qué es lo que come cuando abre una lata o un paquete de comida prefabricada. La
desenvoltura de la industria es asombrosa; no lo es menos su impunidad. Viola los antiguos
tabúes alimenticios, mezcla las sustancias, usa más de 3000 «aditivos» y compuestos
químicos, da gato por liebre y todo esto no en beneficio del gusto o de la salud sino como
un negocio colosal. La industria alimenticia tiene ramificaciones sociales y políticas: basta
con pensar en los millones de hambrientos y subalimentados del Tercer Mundo;
económicas: es un gigantesco monopolio de tres o cuatro compañías cuyas operaciones
ascienden a la suma total de 125 billones de dólares; sanitarias: los norteamericanos se
alimentan más y más de sucedáneos que nadie sabe si a la larga no afectarán adversamente
a la salud pública: no-dairy creamers, filled-milk, jugos de frutas sintéticos y otros
prodigios del Food Engineering. El tema de la industrialización de la alimentación es
demasiado vasto y rebasa los límites de este artículo tanto como los de mi competencia.[4]
Lo que me interesa subrayar es que la moral culinaria (pues en este caso se trata de una
moral y no de una estética) se ha quebrantado en los Estados Unidos por partida doble:
primero, por la industrialización de los alimentos y por sus siniestras consecuencias:
segundo, por el cosmopolitismo y el eclectismo reinantes, que han minado los tabúes
alimenticios. Aceptar las salsas extrañas, los condimentos raros, los aliños, los adobos y los
aderezos revela no sólo un cambio de gustos sino de valores. El placer en su forma más
inmediata, directa e instantánea: el olor y el sabor, desplaza a los valores tradicionales. Es
lo contrario del ahorro y del trabajo. El cambio modifica a la visión misma del tiempo: el
ahora es el tiempo del placer mientras que el tiempo del trabajo es el mañana.
El descubrimiento de la ambigüedad y la excepción en el ámbito del erotismo ha
sido paralelo al de las especias y condimentos en la gastronomía. Pero es un error hablar de
descubrimiento como si el erotismo y el cuerpo hubiesen sido realidades desconocidas. No,
los norteamericanos conocían los poderes del cuerpo, surtidor de maravillas y horrores;
precisamente porque los conocían, los temían. El cuerpo es una presencia constante en
Whitman, Melville y Hawthorne. Los Estados Unidos son un país pobre en especias, rico
en hermosura humana. También es un error pensar que la laxitud de la moral pública ha
aumentado el número de perversiones y desviaciones. (Con mayor objetividad, Fourier las
llamaba manías; desviación y perversión son palabras que aluden a modelos de normalidad
más bien arbitrarios y que varían en cada siglo y en cada sociedad.) Sin duda la nueva
moralidad ha hecho que caigan innumerables máscaras colectivas e individuales; muchos y
muchas que ni siquiera a sí mismos se atrevían a confesar su pederastia o su safismo, ahora
se enfrentan con mayor decisión a su propia verdad erótica. Igualmente: sería obtuso negar
que hoy la gente goza con mayor libertad su cuerpo y el de los otros. Además y sobre todo:
sin el miedo de antes. Al mismo tiempo: es obvio que ni las prácticas han cambiado ni la
rebelión erótica ha alterado o modificado el arte de amar. No sé si hay más encuentros
eróticos; estoy seguro de que no hay maneras distintas de copular. Quizá la gente hace más
el amor (¿cómo saberlo?) pero la capacidad de gozar y sufrir no aumenta ni disminuye. El
cuerpo y sus pasiones no son categorías históricas. Es más difícil inventar una nueva
postura que descubrir un nuevo planeta. En el dominio del erotismo y de las pasiones, como
en el de las artes, la idea del progreso es particularmente risible.
El carácter eminentemente popular de la rebelión erótica fue percibido
inmediatamente por las grandes compañías que manejan los medios de difusión y por las
industrias de la diversión y el vestido. No han sido las iglesias ni los partidos políticos sino
los monopolios industriales y económicos los que se han repartido los poderes de
fascinación que el erotismo ejerce sobre los hombres. En el reparto no fueron ni la industria
del espectáculo —cine, teatro, televisión— ni la antigua pornografía literaria las que se
quedaron con la parte del león, sino la publicidad. La boca y los dientes, el vientre y los
senos, el pene y la vulva —signos alternativamente sagrados o malditos de los sueños, los
mitos y las religiones— se han convertido en slogans de éste o aquel producto. Lo que
comenzó como una liberación se ha transformado en un negocio. En la esfera de la
sexualidad ha ocurrido lo mismo que en la de la gastronomía: la industria erótica es la
hermana menor de la industria alimenticia. En el mundo de Harmonía, la libertad erótica
coincide con la libertad social y la abundancia: ha desaparecido la necesidad económica y
la autoridad del Estado se reduce a la autoadministración de cada falansterio. En el
siglo XX, lo mismo en los Estados Unidos que en Europa Occidental, la industria confisca
la rebelión erótica y la mutila. Es la expropiación de la utopía por los negocios privados. En
su época de ascenso, el capitalismo humilló y explotó al cuerpo; ahora lo convierte en un
anuncio de publicidad. De la prohibición a la abyección.
Muchos críticos han señalado que Fourier no supo prever el desarrollo de la
industria y los cambios que introduciría en el mundo. Esta miopía bastaría para
desacreditarlo como profeta. Sin embargo, no es imposible que esa supuesta falta de visión
haya sido, en el fondo, una visión más certera del porvenir. Fourier nunca ocultó su
antipatía por la industria manufacturera, la única que existía en su tiempo. Sin duda en su
actitud se reflejan las experiencias de su trato con los desdichados trabajadores textiles de
Lyon, a los que conoció íntimamente. Pero las razones de su enemistad contra la industria
son más profundas. El eje del sistema de Harmonía es el trabajo atractivo. En los
falansterios los hombres y las mujeres trabajarán con el mismo entusiasmo con que ahora
juegan y se entregan a sus pasiones favoritas. Por eso las faenas de Harmonía son muy
variadas. La pasión mariposeante, el amor por el cambio y la variedad, es uno de los
principios rectores del sistema de Fourier: la verdadera condenación no consiste en trabajar
sino en hacer siempre las mismas cosas. El principio de placer es difícilmente aplicable al
trabajo industrial porque, como Fourier no se cansa de repetirlo, es un trabajo
intrínsecamente monótono, inatractivo. De ahí que la actividad principal de Harmonía sea
la agricultura. Al mismo tiempo, Fourier se da cuenta de que es imposible suprimir
enteramente a la industria. ¿Qué hacer? Su solución es ingeniosa y consiste en la aplicación
de su principio cardinal: la contradicción absoluta.
En la sociedad civilizada la regla es la producción casi ilimitada del mismo
producto. La producción en serie se basa en un consumo máximo y, por lo tanto, en una
durabilidad mínima del producto. En Harmonía la regla es la contraria: inmensa variedad de
productos de gran durabilidad y, en consecuencia, consumo mínimo. Con su temerario
aplomo, Fourier dice que los productos de Harmonía serán prácticamente eternos. Para
evitar el peligro del cansancio y mantener viva la atracción pasional, esos objetos serán de
gran perfección y belleza. Es la aplicación del modelo de la artesanía a la industria. Las
necesidades de este modo de producción serían las opuestas a las de nuestras fábricas: no
un ejército de trabajadores sino un grupo reducido de obreros-artistas ocupados en producir
un número limitado de objetos de extraordinaria variedad y de perfecto acabado. Así se
reducirían al mínimo el horror y el tedio del trabajo industrial. La producción
manufacturera, concluye triunfalmente Fourier, no requerirá sino una cuarta parte de la
jornada de labor. En Harmonía «la verdadera riqueza estará basada, primero, en el mayor
consumo posible de diferentes clases de alimentos y, segundo, en el menor consumo
posible de diferentes clases de ropa, muebles, objetos…» Exactamente lo contrario de lo
que sucede en la sociedad contemporánea: no sólo las artesanías han desaparecido sino que
la cocina misma es ya una industria y forma parte de la producción en serie. La solución de
Fourier nos puede hacer sonreír. No obstante, no es sino el reverso, exacto y simétrico, de la
contradicción central de la sociedad norteamericana y de todo el mundo que llamamos
desarrollado: la oposición entre industria y atracción pasional. La industria ha creado la
abundancia pero ha convertido a Eros en uno de sus empleados.
Erotismo, amor, política

Las revueltas eróticas del pasado afectaban casi exclusivamente a las capas
superiores de la población. La extraordinaria libertad erótica del siglo XVIII fue un
fenómeno circunscrito a la nobleza y a la alta burguesía. La filosofía libertina no penetró en
el pueblo: ni Lacios ni el mismo Restif de la Bretonne fueron autores populares. Lo mismo
puede decirse del «amor cortés», que fue una erótica y una poética de aristócratas y
letrados. Así, es la primera vez que en Occidente la masa popular participa directamente en
una rebelión de esta índole. En otras civilizaciones los movimientos erotizantes llegaron a
tener un carácter realmente popular: el taoísmo sexual en China, el tantrismo en India,
Nepal y Tibet. Se dirá que el taoísmo y el tantrismo fueron movimientos esencialmente
religiosos, mientras que la rebelión erótica contemporánea se despliega fuera de las iglesias
y es, en ocasiones, violentamente anticristiana. Aclaro: anticristiana, no arreligiosa. Más
bien pararreligiosa. Puesto que el instinto religioso, como temía Hume y parece confirmarlo
la historia del siglo XX, es congénito en los hombres, me pregunto si el frenesí erótico de
nuestros días no es un presagio del advenimiento de futuros cultos orgiásticos. Hasta hace
unos pocos años los alegatos en favor de la libertad erótica se hacían en nombre del
individuo y sus pasiones; ahora el acento se pone en los aspectos colectivos y públicos.
Otra diferencia: no se exalta tanto el placer como el espectáculo y participación. La erosión
de la moral tradicional y la decadencia de los rituales del cristianismo (para no hablar del
descrédito de las ceremonias oficiales) no han hecho sino avivar la necesidad de las
comuniones y liturgias colectivas. Nuestro tiempo padece hambre y sed de fiestas y ritos.
El movimiento erótico norteamericano está impregnado de moral, pedagogía,
buenas intenciones sociales y política progresista. Todo esto, además de su carácter popular
y democrático, lo distingue tanto de los otros movimientos erotizantes de la historia de
Occidente como de la tradición de esa familia intelectual que va del Marqués de Sade a
Georges Bataille y que ha pensado al erotismo como violencia y transgresión. Ante las
visiones sombrías de Sade o el pesimismo filosófico de Bataille, el optimismo de los
rebeldes norteamericanos resulta asombroso. Al romper el esquema de la moral puritana,
que condenaba a la existencia clandestina la mitad inferior de nuestro cuerpo, la rebelión
erótica ha realizado una operación de extraña pero indudable coloración moral. No se trata
de conocer algo que estaba oculto sino de reconocerlo en el sentido jurídico de la palabra.
Ese reconocimiento es una consagración del sexo como naturaleza. El reconocimiento
alcanza a todas las excepciones, desviaciones y perversiones: son legítimas por ser
inclinaciones naturales. No hay excepciones: todo es natural. Es la legitimación de los
aspectos prohibidos y secretos del erotismo, algo que habría escandalizado a Bataille.
La rebelión erótica afirma que las pasiones que llamamos antinaturales, los antiguos
«pecados contra natura», son naturales y, por lo tanto, legítimas. Sus críticos responden que
las pasiones contra natura y las otras perversiones son excepciones, violaciones de la
normalidad: trastornos y enfermedades a las que hay que enfrentarse con el diván del
psicoanalista, la camisa de fuerza del asilo o las rejas de la cárcel. A estos críticos hay que
recordarles, una vez más, que «naturaleza» y «normalidad» son convenciones. Pero a los
rebeldes hay que decirles que el erotismo no es sexo natural sino sexo social. La idea de los
disidentes reposa sobre una confusión entre lo natural y lo social, la sexualidad y el
erotismo. La sexualidad es animal, es una función natural, mientras que el erotismo se
despliega en la sociedad. La primera pertenece al dominio de la biología, el segundo al de
la cultura. Su esencia es lo imaginario: el erotismo es una metáfora de la sexualidad. Hay
una línea de separación entre erotismo y sexualidad: la palabra como. El erotismo es una
representación, una ceremonia de transfiguración: los hombres y las mujeres hacen el amor
como los leones, las águilas, las palomas o la manta religiosa; ni el león ni la manta
religiosa hacen el amor como nosotros. El hombre se ve en el animal, el animal no se ve en
el hombre. Al contemplarse en el espejo de la sexualidad animal, el hombre se cambia a sí
mismo y cambia a la sexualidad. El erotismo no es sexo en bruto sino transfigurado por la
imaginación: rito, teatro. Por eso es inseparable de la perversión y la desviación. Un
erotismo natural, aparte de ser imposible, sería un regreso a la sexualidad animal. Fin de las
«manías» de Fourier y de los penchants de Sade pero fin asimismo de las caricias más
inocentes, del ramo de flores y del beso. Fin de toda esa gama de sentimientos y
sensaciones que, desde el neolítico o tal vez desde antes, ha enriquecido la sensibilidad y la
imaginación de los hombres y las mujeres. La consecuencia final de la rebelión erótica sería
la desaparición del erotismo y de lo que ha sido su expresión más alta y revolucionaria: la
idea del amor. En la historia de Occidente el amor ha sido la potencia secreta y subversiva:
la gran herejía medieval, el disolvente de la moralidad burguesa, el viento pasional que
mueve (conmueve) a los románticos y llega hasta los surrealistas.
¿Es posible, viable, imaginable siquiera, una sociedad sin prohibiciones y
represiones? Aquí Freud, Sade y Bataille se dan la mano con San Agustín y Buda: no hay
civilización sin represión y de ahí que la esencia del erotismo, a diferencia de la sexualidad
animal, sea la violencia transgresora. Fourier replicaría que hay transgresión porque hay
prohibición: no son los instintos sino las represiones las que han hecho fieras de los
hombres. Aunque yo no puedo sino simpatizar con todos aquellos que luchan contra las
represiones, sean las sexuales o las políticas, no me parece que sea posible abolirías
enteramente. Las pasiones humanas no son solitarias; quiero decir, incluso en el llamado
«placer solitario» aparece la dualidad sujeto/objeto. Machado decía que Onán sabía muchas
cosas que ignoraba Don Juan. También en la relación narcisista y en la masoquista
interviene la pareja sujeto y objeto: el yo se desdobla en el sujeto que contempla y en el
objeto contemplado. El mismo individuo es la plaie et le couteau, le souflet et la joue. Las
pasiones se manifiestan siempre en sociedad y por eso, desde el paleolítico, los poderes
sociales han tratado de regularlas y canalizarlas. Entre las pasiones eróticas, por otra parte,
hay toda una gama que pertenece a esa variedad que Sade llamaba inclinaciones fuertes o
crueles, es decir, destructoras o autodestructoras. La pareja víctima/verdugo no vive
únicamente en la esfera de la dominación política sino que habita también el reino equívoco
de la fascinación erótica. Sade imaginó una sociedad de «pasiones fuertes y leyes blandas»,
en la que el único derecho sagrado sería el derecho a la jouissance; en ese mundo la pena
de muerte sería abolida pero no el asesinato sexual. Nada más parecido a una corrida de
toros o a un matadero que la sociedad imaginada por Sade.
Si se acepta que Freud tiene razón y que la sublimación y la represión son el precio
que debemos pagar por vivir en sociedad, no tendremos más remedio que convenir que,
entonces, Bataille también tiene razón: la esencia del erotismo es la transgresión. La
sociedad de Fourier se desvanece como una utopía: estamos condenados, simultáneamente,
a inventar reglas que definan lo normal en materia sexual —y a transgredirlas. No es fácil
negar esta visión pesimista de la naturaleza humana y de nuestras pasiones. Tampoco es
fácil aceptarla sin pestañear. A mí siempre me ha repugnado. La idea del pecado original no
cesa de escandalizarme. Por eso, quizá, el libertinaje de los gnósticos, los tántricos, los
taoístas y otras sectas me ha parecido siempre una salida al dilema del erotismo. Estas
tendencias y movimientos representaron una tentativa por trascender la doble condenación
que parece ser la condición del erotismo: represión y transgresión, interdicción y ruptura. A
pesar de que las filosofías que inspiraron a estos grupos eran muy distintas —cristianismo,
hermetismo, budismo, hinduismo— en todos ellos aparece un elemento común: la
ritualización de la transgresión. Lo mismo entre los gnósticos cristianos y paganos que
entre los tántricos budistas e hindúes, el rito se propone integrar a la excepción. Más que
una transformación se opera una conversión radical, en el sentido religioso de la palabra
conversión: el crimen se vuelve sacramento. La ruptura con la moral social aparece como
unión con lo absoluto. Además, según se ve en los ritos gnósticos y en los tántricos, el
proceso de simbolización cumple admirablemente la función sublimadora que Freud
asignaba a la cultura y, particularmente, al arte y a la poesía.
Al acentuar y profundizar la relación de afinidad entre el ritual erótico y el religioso,
esos movimientos no hicieron sino, una vez más, poner de manifiesto el parentesco entre
erotismo, religión y poesía (en el sentido más amplio de esta última). El puente de unión
entre la experiencia de lo sagrado y el erotismo es la imaginación. El rito religioso y la
ceremonia erótica son, ante todo y sobre todo, representaciones. Por todo esto la idea de
Bataille, sin ser falsa, me parece incompleta, unilateral: el erotismo no sólo es transgresión
sino representación. Violencia y ceremonia: caras opuestas y complementarias del erotismo.
Apenas concebimos a la unión sexual como ceremonia, descubrimos su relación íntima con
el rito religioso y con la representación poética y artística. El erotismo no está en la
sexualidad animal: es algo que el hombre ha inventado. Más exactamente: es una de las
formas en que se manifiesta el deseo. Colinda con la religión y con la poesía por la función
cardinal y subversiva de la imaginación. En las tres experiencias la realidad real se vuelve
imagen y, a su vez, las imágenes encarnan. La imaginación vuelve palpables los fantasmas
del deseo. Por la acción de la imaginación, el deseo erótico siempre va más allá,
precisamente más allá de la sexualidad animal.
Una de las cuerdas del erotismo —la metáfora del cuerpo como un instrumento
musical es antiquísima— es la transgresión. Pero la transgresión no es sino un extremo de
ese movimiento que nos lleva, a partir de nuestro cuerpo, a imaginar otros cuerpos y, en
seguida, a buscar la encarnación de esas imágenes en un cuerpo real. Éste es el origen de la
ceremonia erótica, una ceremonia que, a su manera, consagra la excepción. Ahora bien, el
erotismo, por ser un ir más allá, es una búsqueda. ¿De qué o de quién? Del otro —y de
nosotros mismos. El otro es nuestro doble, el otro es el fantasma inventado por nuestro
deseo. Nuestro doble es otro y ese otro, por ser siempre y para siempre otro, nos niega: está
más allá, jamás logramos poseerlo del todo, perpetuamente ajeno. Ante la distancia esencial
del otro, se abre una doble posibilidad: la destrucción de ese otro que es yo mismo (sadismo
y masoquismo) o ir más allá todavía. En ese más allá está la libertad del otro y mi
reconocimiento de esa libertad. El otro extremo del erotismo es lo contrario de la
transgresión sadomasoquista: la aceptación del otro. El otro extremo del erotismo se llama
amor.
La originalidad del «amor cortés», frente al gnosticismo y el tantrismo, fue doble.
Por una parte, en lugar de convertir al erotismo en un ritual, consagró su autonomía como
una ceremonia íntima, ajena a las liturgias religiosas tanto como a las convenciones sociales
y morales; así, se situó fuera de la iglesia y, al mismo tiempo, fuera del matrimonio. Por
otra parte, a la inversa de las sectas libertinas gnósticas y tántricas, no fue un «camino de
perfección» paralelo y antagónico del ascetismo, sino una experiencia personal, una
liberación íntima —de nuevo: fuera de los cultos y las teologías. Transgresión y
consagración no-religiosa. De una y otra manera, como ceremonia y como experiencia, la
erótica de Occidente desemboca en algo que no aparece, salvo aislada y fragmentariamente,
en otras épocas y civilizaciones: el amor. Esta experiencia no consiste en la visión religiosa
de la Otredad sino en la visión pasional del otro: una persona humana como nosotros y, sin
embargo, enigmática. Frente al misterio numinoso de la presencia divina, el devoto se
aprehende a sí mismo como radical extrañeza; ante el misterio de la persona amada, el
enamorado se percibe simultáneamente como semejanza e irreductible diferencia. Nacidas
de la misma zona psíquica, las dos experiencias se bifurcan; entre el misterio religioso y el
misterio amoroso hay una frontera y esa frontera es de orden ontológico, quiero decir, es
una raya infranqueable que divide dos modos de ser: el divino y el humano. En Provenza,
entre los siglos XI y XII, los hombres descubrieron —o, más exactamente: reconocieron—
un tipo de relación que, aunque ligada en su origen al erotismo y a la religión, no es
reducible ni al uno ni a la otra. He dicho reconocieron porque la experiencia amorosa es tan
antigua como los hombres, aunque sólo en Provenza, por una conjunción de circunstancias
históricas, logró perfilarse con entera soberanía.
La historia del amor, considerado como un dominio distinto al del erotismo
propiamente dicho, está todavía por hacerse. No sé si sea una invención exclusiva de
Occidente pero, en todo caso, sí puede decirse que en el mundo árabe, en la India clásica,
en China y en Japón aparecen versiones del amor que no se ajustan al arquetipo occidental.
Cierto, la erótica persa y árabe está muy cerca de la provenzal y es más probable que su
influencia haya sido determinante en el nacimiento del «amor cortés». Las diferencias son
más netas y acusadas si se piensa en la India y en el Extremo Oriente: en esas civilizaciones
la noción de persona, es decir, de un ser dotado de un alma, eje de la relación amorosa en
Occidente, se atenúa e incluso, en las sociedades budistas, se disgrega. Para el hinduismo,
el alma, errante de encarnación en encarnación, termina por disolverse en el seno de
Brahma: con ella se evapora también lo que llamamos persona. Para el budismo, más
radical, la creencia en el alma es una herejía. Bao-yu y Dai-yu, los enamorados del Sueño
del Aposento Rojo, son dos encarnaciones de una Piedra mágica y de una Flor igualmente
mágica; sus amores no son sino un momento en el largo y tortuoso camino que lleva a la
Piedra y a la Flor «de la contemplación de la Forma (que es la Ilusión) a la Pasión que, a su
vez, se consume en la Forma para despertar en la Vacuidad (que es la Verdad)». A pesar de
que los caracteres de Bao y Dai son inolvidables, su realidad es fugitiva: son dos momentos
de una peripecia espiritual. Para medir lo que nos separa de esta concepción basta con
pensar en Paolo y Francesca, condenados a ser lo que son por toda la eternidad y a
quemarse perpetuamente en su pasión desdichada.
En Occidente, desde Platón, el amor ha sido inseparable de la noción de persona.
Cada persona es única —y más: es persona— por ser un compuesto de alma y cuerpo.
Amar no quiere decir experimentar una atracción por un cuerpo mortal o por un alma
inmortal sino por una persona: una aleación indefinible de elementos corporales y
espirituales. El amor no sólo mezcla la materia y el espíritu, la carne y el alma, sino las dos
formas del tiempo: la eternidad y el ahora. El cristianismo perfeccionó al platonismo: la
persona no sólo es única sino irrepetible. Al romper el tiempo circular del paganismo
clásico, el cristianismo afirma que sólo vivimos una vez sobre la tierra y que no hay
retorno. Violenta paradoja: esa persona que amamos «para siempre» la amamos por una
sola vez. La herencia árabe refinó la herencia platónica y, finalmente, Provenza consumó lo
que podría llamarse la autonomía de la experiencia amorosa. No es extraño que el carácter
paradójico del amor occidental —alma y cuerpo, una inmortal y el otro mortal— haya
suscitado una serie de imágenes memorables. El Renacimiento y la Edad Barroca
favorecieron la del hierro atraído por el imán. Fue una metáfora convincente pues en la
piedra magnética parecen fundirse las parejas irreconciliables de que está compuesto el
amor. El imán, piedra inmóvil, provoca el movimiento del hierro; a su vez, como el imán, la
amada es un objeto que nos atrae y nos mueve hacia ella, es decir, es un objeto que se
vuelve sujeto —sin dejar de ser objeto.
La metáfora del imán ilustra las diferencias entre amor y erotismo: el amor hace del
objeto erótico un sujeto con albedrío; el erotismo convierte al ser deseado en un signo que
es parte de un conjunto de signos. En la ceremonia erótica cada participante ocupa un lugar
determinado y realiza una función específica, a la manera en que las palabras se asocian
para componer una frase. La ceremonia erótica es una composición que es, asimismo, una
representación. Por eso en ella la desnudez misma es un disfraz, una máscara; en otros
casos, como en Sade y en Fourier, es un ejemplo filosófico, una alegoría de la naturaleza y
sus manifestaciones, alternativamente aterradoras y placenteras. Las parejas desnudas y sus
distintas posiciones no son sino cifras en las combinaciones de la matemática pasional del
universo. También para las sectas erótico-religiosas la desnudez es un emblema: la
muchacha de baja casta que copula con el adepto en el rito tántrico, es realmente una
divinidad, la Sakti o la Dakini, la Vacuidad y la vagina; y él mismo, el yoguín, es
simultáneamente la manifestación del rayo, vajra, el pene y la esencia diamantina del Buda.
Me falta todavía apuntar otras diferencias entre el amor y el erotismo. El primero es
histórico, quiero decir: si hemos de dar crédito a los testimonios del pasado, aparece sólo en
ciertos grupos y civilizaciones. El segundo es una nota constante en todas las sociedades
humanas; no hay sociedad sin ritos eróticos como no hay sociedad sin lenguaje y sin
trabajo. Además y sobre todo: el amor es individual; nadie ama, con amor amoroso, a una
colectividad o a un grupo sino a una persona única. El erotismo, en cambio, es social: por
eso la forma más antigua y general del erotismo es la ceremonia colectiva, la orgía o la
bacanal. El erotismo tiende a enaltecer no el carácter único del objeto erótico sino sus
singularidades y excentricidades —y siempre en beneficio de algún poder o principio
genético, como la naturaleza o las pasiones. El amor es el reconocimiento de que cada
persona es única y de ahí que su historia, en la edad moderna, se confunda con las
aspiraciones revolucionarias que, desde el siglo XVIII, han proclamado la libertad y la
soberanía de cada hombre. El erotismo, por el contrario, afirma la primacía de las fuerzas
cósmicas o naturales: los hombres somos los juguetes de Eros y Thanatos, divinidades
terribles.
El romanticismo y el surrealismo fueron movimientos que exaltaron al amor y así
continuaron con gran y violenta originalidad la tradición de Occidente. En cambio, en la
rebelión erótica moderna el amor no tiene un carácter central. En un artículo como éste no
puedo detenerme en las causas de esta omisión, verdadera lesión espiritual y pasional de
nuestra época. Me limitaré a decir que la decadencia del amor está en relación directa con
el ocaso de la idea de alma. Al alejarse de la tradición de Occidente —o sea: de las
sucesivas imágenes del amor que nos han dado poetas y filósofos— la rebelión erótica ha
seguido, sin saberlo y a su manera, el camino que antes recorrieron sectas y tendencias
como el gnosticismo y el tantrismo. Pero el movimiento moderno se despliega dentro de un
contexto arreligioso y, así, a la inversa de gnósticos y tántricos, no se nutre de visiones
religiosas sino que se alimenta de ideologías. De ahí que se manifieste no como una
desviación religiosa sino como una protesta política. En realidad, tiene el mismo carácter
espurio de las pseudo-religiones políticas del siglo XX. Ésta es la diferencia esencial entre
los movimientos del pasado y el moderno.
El tantrismo fue una erotización del budismo y del hinduismo; algo semejante se
propusieron, en los primeros siglos de nuestra era, los gnósticos: erotizar al cristianismo —
y fracasaron. Hoy asistimos a una tentativa de signo contrario: la politización del erotismo.
Protesta contra la moral occidental y muy especialmente contra el puritanismo, la rebelión
erótica ha florecido sobre todo en los Estados Unidos y en otros países protestantes como
Inglaterra, Alemania y, claro, en Suecia y Dinamarca. Incluso si se simpatiza, como en mi
caso, con muchas de las reivindicaciones políticas, morales y sociales de estos
movimientos, creo que hay que distinguir entre los aspectos políticos y los eróticos. Es
cierto, por ejemplo, que la mujer ha sido oprimida en todas las civilizaciones pero no es
cierto que la relación entre hombres y mujeres pueda reducirse a una relación de
dominación política, económica o social. Esta reducción produce inmediatamente una
confusión. No, la esencia del erotismo no es la política.
La rebelión contra la moral de la represión está ligada a dos condiciones que, si no
la determinan, sí la explican: la abundancia económica y la democracia política. En los
países comunistas no hay rebelión erótica y, como todos sabemos, las desviaciones sexuales
se pagan con el presidio y el campo de trabajos forzados. En Occidente, la rebelión erótica
es síntoma de un hecho decisivo y que está destinado a alterar el curso de la historia
norteamericana y, con ella, la del mundo: el derrumbe del sistema de valores del
capitalismo protestante. Ese derrumbe asume inmediatamente la forma de la crítica moral.
La crítica se transforma en protesta y la protesta en exigencia política: el reconocimiento de
la excepción. Así, a través de un curioso proceso, nuestra época convierte a la sexualidad en
ideología. Por una parte, la excepción erótica desaparece como excepción: no es sino una
inclinación natural; por la otra, reaparece como disentimiento: el erotismo se convierte en
crítica social y política. La moralización del erotismo, su legalización, conduce a
politizarlo. El sexo se vuelve crítico, redacta manifiestos, pronuncia arengas y desfila por
calles y plazas. Ya no es la mitad inferior del cuerpo, la región sagrada y maldita de las
pasiones, las convulsiones, las emisiones y los estertores. En Sade el sexo filosofa y sus
silogismos son una procesión de lava: la lógica de la erupción y de la destrucción. Ahora el
sexo se ha vuelto predicador público y su discurso es un llamado a la lucha: hace del placer
un deber. Un puritanismo al revés. La industria convierte al erotismo en un negocio; la
política en una opinión.
Cambridge, Mass., octubre de 1971
LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN SOVIÉTICOS[*]

Tanto los juristas soviéticos como la legislación proclaman que el derecho penal
soviético está «fundado en la corrección por el trabajo productivo y socialmente útil». Esta
concepción sustituye a las nociones de «pena» y «castigo». El trabajo socialmente útil no
puede confundirse con el trabajo artesanal que priva en algunos centros penitenciarios de
otros países. El «trabajo correctivo» constituye una de las fuerzas productivas de la URSS.
La legislación soviética prevé el «trabajo correctivo» sin privación de libertad,
generalmente por períodos no mayores de seis meses, combinado o no con el exilio a
regiones apartadas; y el «trabajo correctivo» con privación de libertad, hasta por cinco
años, en colonias agrícolas e industriales, campos de trabajo en masa y colonias
penitenciarias. Se puede ser condenado a «trabajos correctivos», con o sin privación de
libertad, por sentencia judicial o por decisión del Comisariado de Asuntos Interiores
(antigua NKVD), organismo encargado de la administración y de la gerencia económica de
los campos. Los condenados pueden ser prestados por la NKVD a los diferentes consorcios
y empresas estatales necesitadas de mano de obra. En general los detenidos desempeñan
labores de obreros no calificados: construcción de canales, puentes, vías de comunicación,
etc. En los campos la vigilancia interior puede confinarse a los detenidos socialmente
menos peligrosos, esto es, a los delincuentes de orden común. Así los condenados ocupan el
sitio más bajo de la sociedad soviética, ya que su situación económica y jurídica es inferior
a la de los obreros no calificados. Es imposible conocer su número exacto, pero la
importancia de las labores que se les encomienda da derecho a pensar que constituyen una
categoría social numerosa. Algunos autores afirman que hay entre seis y ocho millones de
condenados; otros aseguran que hay más de veinte. Es imposible verificar esas cifras. De
todos modos, puede afirmarse que la masa de los condenados no está compuesta por
elementos pertenecientes a las antiguas clases (ya desaparecidas), ni a la oposición política.
El pueblo soviético —obreros y campesinos— nutre los campos de trabajo.
Lo mismo el capítulo dedicado al sistema penitenciario soviético en la obra Les
Grands Systèmes penitentiaires actuels (París, 1950), que el Código de Trabajo Correctivo
(que no debe confundirse con el Código Penal), indican que los condenados pueden gozar
de vacaciones anuales, del 75% de su salario (el resto se les entrega a la extinción de la
condena), de premios y menciones honoríficas, etc. Las penas corporales están prohibidas.
Los locales y dormitorios deben ser amplios, secos y bien ventilados. Las actividades
culturales y la educación política son objeto del Capítulo IV del Código. No deja de
sorprender el contraste que existe entre estas disposiciones y los terribles relatos de todos
aquellos que han escapado de esos «centros de regeneración». En la imposibilidad de
verificar esos relatos o de comprobar hasta qué punto se aplican las disposiciones del
Código, parece lícita la siguiente reflexión: el nivel de vida de los condenados debe ser
inferior al de los grupos menos favorecidos del llamado sector libre del pueblo soviético. Y
puede sospecharse hasta qué punto son explotados los condenados y a qué extremos debe
llegar su miseria si se recuerdan los sacrificios que se ha impuesto e impone al pueblo la
marcha de la revolución industrial. Los campos de trabajo forzado son la otra cara del
stajanovismo (que, como es sabido, consiste en elevar gradualmente las normas de trabajo
sin aumentar los salarios). El trabajo correctivo y el stajanovismo son las espuelas de la
industrialización. Pero estas espuelas se clavan en la carne de los trabajadores soviéticos.
La URSS vive bajo un régimen no sin analogías con el descrito por Marx en el «período de
acumulación primitiva del capital».
La descripción anterior permite vislumbrar el verdadero carácter del derecho
penitenciario soviético en la fase actual del Estado burocrático. Si es cierto que, como todo
derecho penal, especialmente en momentos de conflicto interior o exterior, es un
instrumento de terror al servicio del Estado, también lo es que constituye uno de los
aspectos de la economía planificada. Los campos son algo más que una aberración moral,
algo más que el fruto de una necesidad política: son una función económica. Al transformar
el sentido de la pena, el condenado se convierte en útil, es decir, en un instrumento de
trabajo en manos del Estado. Así se ha creado una nueva categoría social, desconocida en la
historia aunque no sin cierto parentesco con la antigua esclavitud. En suma: el trabajo
correctivo no es sólo expresión de la política del régimen; también lo es de su estructura
social. Y, por lo tanto, de su naturaleza histórica: los condenados constituyen una de las
bases de la pirámide burocrática. El problema de los campos soviéticos plantea el de la
verdadera significación histórica del Estado ruso y de su incapacidad para resolver en favor
de las clases productoras las contradicciones sociales del capitalismo.
Los stalinistas afirman que Rousset cometió un fraude al omitir que el artículo 8 del
Código de Trabajo Correccional se refiere al «trabajo correctivo sin privación de libertad».
El argumento es puramente formal: los otros textos oficiales soviéticos muestran que en la
URSS existen campos de trabajos forzados (llamados de «reeducación por el trabajo»), a
los que una persona puede ser enviada por sentencia judicial o por decisión de la NKVD.
Por otra parte, la pena de «trabajos correctivos sin privación de libertad», por sentencia o
acuerdo administrativo, no es sino una manera de legalizar la explotación por parte del
Estado. ¿Se aceptaría que los patrones de una fábrica o los administradores de una finca
condenen a sus empleados a «trabajos correctivos» sin privación de libertad? ¿O que lo
haga la policía del lugar? La institución del «trabajo correctivo sin privación de libertad»
descubre nuevos matices jerárquicos en la sociedad soviética: en la base se encuentran los
detenidos en campos; en seguida, los condenados a trabajos sin privación de libertad;
después, los obreros y campesinos «libres» (con las restricciones que todo el mundo
conoce, privada la clase obrera de sus derechos más elementales de defensa: la libertad
sindical y el derecho de huelga). Sobre esta masa viven los obreros especializados, los
técnicos, las milicias. Arriba, la burocracia, la policía, la oficialidad y los generales, el
Partido, sus intelectuales y sus dignatarios. La URSS es una sociedad jerárquica. Lo cual no
implica que sea inmóvil, aunque como todas las sociedades aristocráticas tienda a la
petrificación. Las purgas, los cambios de «línea», la necesidad de nuevos hombres y
talentos para dirigir o vigilar los proyectos gigantescos del régimen (industrialización de
Siberia, apertura de canales, mantenimiento del ejército terrestre más numeroso del mundo,
etc.), exigen sangre fresca. La URSS es joven y su aristocracia todavía no ha tenido el
tiempo histórico necesario para consolidar su poder. De ahí su ferocidad. Esta
circunstancia, tanto como las necesidades de la guerra y de la industrialización a todo
vapor, explica los campos de trabajos forzados, las purgas, las deportaciones en masa y el
stajanovismo. Es inexacto, por lo tanto, decir que la experiencia soviética condena al
socialismo. La planificación de la economía y la expropiación de capitalistas y latifundistas
no engendran automáticamente el socialismo, pero tampoco producen inexorablemente los
campos de trabajos forzados, la esclavitud y la deificación en vida del Jefe. Los crímenes
del régimen burocrático son suyos y bien suyos, no del socialismo.
París, octubre de 1950
LAS «CONFESIONES» DE HEBERTO PADILLA[*]

Las «confesiones» de Bujarin, Radeky los otros bolcheviques, hace treinta años,
produjeron un horror indescriptible. Los Procesos de Moscú combinaron a Iván el Terrible
con Calígula y a ambos con el Gran Inquisidor: los crímenes de que se acusaron los
antiguos compañeros de Lenin eran a un tiempo inmensos, abominables e increíbles.
Tránsito de la historia como pesadilla universal a la historia como chisme literario: las
autoacusaciones de Heberto Padilla. Pues supongamos que Padilla dice la verdad y que
realmente difamó al régimen cubano en sus charlas con escritores y periodistas extranjeros:
¿la suerte de la Revolución cubana se juega en los cafés de Saint-Germain des Prés y en las
salas de redacción de las revistas literarias de Londres y Milán? Stalin obligaba a sus
enemigos a declararse culpables de insensatas conspiraciones internacionales, dizque para
defender la supervivencia de la URSS; el régimen cubano, para limpiar la reputación de su
equipo dirigente, dizque manchada por unos cuantos libros y artículos que ponen en duda
su eficacia, obliga a uno de sus críticos a declararse cómplice de abyectos y, al final de
cuentas, insignificantes enredos politicoliterarios.
No obstante, advierto dos notas en común: una, esa obsesión que consiste en ver la
mano del extranjero en el menor gesto de crítica, una obsesión que nosotros los mexicanos
conocemos muy bien (basta con recordar el uso inquisitorial que se ha hecho de la frasecita:
partidario de las «ideas exóticas»); otra, el perturbador e inquietante tono religioso de las
confesiones. Por lo visto, la autodivinización de los jefes exige, como contrapartida, la
autohumillación de los incrédulos.
Todo esto sería únicamente grotesco si no fuese un síntoma más de que en Cuba ya
está en marcha el fatal proceso que convierte al partido revolucionario en casta burocrática
y al dirigente en césar. Un proceso universal y que nos hace ver con otros ojos la historia
del siglo XX. Nuestro tiempo es el de la peste autoritaria: si Marx hizo la crítica del
capitalismo, a nosotros nos falta hacer la del Estado y las grandes burocracias
contemporáneas, lo mismo las del Este que las del Oeste. Una crítica que los
latinoamericanos deberíamos completar con otra de orden histórico y político: la crítica del
gobierno de excepción por el hombre excepcional, es decir, la crítica del caudillo, esa
herencia hispanoárabe.
México, mayo de 1971
POLVOS DE AQUELLOS LODOS[*]

J’ay souvent ouy dire que la


couardise este mere de cruauté.

Montaigne

En 1947 leía yo, con frío en el alma, la obra de David Rousset sobre los campos de
concentración de Hitler: Los días de nuestra muerte. El libro de Rousset me impresionó
doblemente: era el relato de una víctima de los nazis pero asimismo era un lúcido análisis
social y psicológico de ese universo aparte que son los campos de concentración del
siglo XX. Dos años después Rousset publicó en la prensa francesa otra denuncia: la
industria homicida prosperaba también en la Unión Soviética. Muchos recibieron las
revelaciones de Rousset con el mismo horror e incredulidad de aquel que de pronto
descubre una lepra secreta en Venus Afrodita. Los comunistas y sus amigos respondieron
airadamente: la denuncia de Rousset era una burda invención de los servicios de
propaganda del imperialismo norteamericano. Los intelectuales «progresistas» no se
portaron mejor. En la revista Les temps modernes, Jean-Paul Sartre y Maurice Merleau-
Ponty asumieron una curiosa actitud (véase los números 51 y 57 de esa revista, enero y
julio de 1950). Los dos filósofos no trataron de negar los hechos ni de minimizar su
gravedad pero se rehusaron a extraer las consecuencias que su existencia imponía a la
reflexión: ¿hasta qué punto el totalitarismo staliniano era el resultado —tanto o más que del
atraso económico y social de Rusia y de su pasado autocrático— de la concepción leninista
del Partido? ¿No eran Stalin y sus campos de trabajos forzados el producto de las prácticas
terroristas y antidemocráticas de los bolcheviques desde que conquistaron el poder en
1917?
Años más tarde, Merleau-Ponty trató de responder a esas preguntas en Las
aventuras de la dialéctica, parcial rectificación de un libro que, al final de su vida, le
pesaba mucho haber escrito: Humanismo y Terror. En cuanto a Sartre: conocemos sus
opiniones. Todavía en 1974 afirma simultáneamente, aunque lo deplora, la inevitabilidad de
la violencia y de la dictadura. No de una clase sino de un grupo: «la violencia es necesaria
para pasar de una sociedad a otra pero ignoro la naturaleza del orden que, quizá, suceda a la
actual sociedad. ¿Habrá una dictadura del proletariado? A decir verdad, no lo creo: habrá
siempre una dictadura ejercida por los representantes del proletariado, lo cual es algo
completamente diferente…» (Le Monde, 8 de febrero de 1974). El pesimismo de Sartre
ofrece al menos una ventaja: pone las cartas sobre la mesa. Pero en 1950, presos en un
dilema que ahora sabemos falso, los dos escritores franceses decidieron condenar a David
Rousset: al denunciar el sistema represivo soviético en los grandes órganos periodísticos de
la burguesía, su antiguo compañero se había convertido en un instrumento de la guerra fría
y daba armas a los enemigos del socialismo.
En aquellos años yo vivía en París. La polémica sobre los campos de concentración
rusos me conmovió y me sacudió: ponía en entredicho la validez de un provecto histórico
que había encendido la cabeza y el corazón de los mejores hombres de nuestro tiempo. La
revolución de 1917, como decía André Breton precisamente en esos años, era una bestia
fabulosa semejante al Aries zodiacal: «si la violencia había anidado entre sus cuernos, toda
la primavera se abría en el fondo de sus ojos». Ahora esos ojos nos miraban con la mirada
vacía del homicida. Hice una recopilación y una selección de documentos y testimonios que
probaban, sin lugar a dudas, la existencia en la URSS de un vasto sistema represivo,
fundado en el trabajo forzado de millones de seres e integrado en la economía soviética.
Victoria Ocampo se enteró de mi trabajo y, una vez más, mostró su derechura moral y su
entereza: me pidió que le enviase la documentación que había recogido para publicar en
Sur, acompañada de una breve nota de presentación. (Véanse págs. 275-278 de este mismo
libro.) La reacción de los intelectuales «progresistas» fue el silencio. Nadie comentó mi
estudio pero se recrudeció la campaña de insinuaciones y alusiones torcidas comenzada
unos años antes por Neruda y sus amigos mexicanos. Una campaña que todavía hoy se
prosigue. Los adjetivos cambian, no el vituperio: he sido sucesivamente cosmopolita,
formalista, trotskista, agente de la CIA, «intelectual liberal» y hasta ¡«estructuralista al
servicio de la burguesía»!
Mi comentario repetía la explicación usual: los campos de concentración soviéticos
eran una tacha que desfiguraba al régimen ruso pero no constituían un rasgo inherente al
sistema. Decir eso, en 1950, era un error político; repetirlo ahora, en 1974, sería algo más
que un error. Como a la mayoría de los que en esos años se ocuparon del asunto, lo que me
impresionó sobre todo fue la función económica de los campos de trabajos forzados. Creía
que, a diferencia de los campos nazis —verdaderos campos de exterminación— los
soviéticos eran una forma inicua de explotación no sin analogía con el estajanovismo. Una
de «las espuelas de la industrialización». Estaba equivocado: ahora sabemos que la
mortalidad de los campos, un poco antes de la segunda guerra mundial, era del 40% de la
población internada mientras que el rendimiento de un obrero era el 50% del de un
trabajador libre. (Hannah Arendt: Le Système Totalitaire, pág. 281, París, 1972). La
publicación de la obra de Robert Conquest sobre las grandes purgas (The Great Terror,
Londres, 1968) completa los relatos y testimonios de los supervivientes —la mayoría
comunistas— y cierra el debate. Mejor dicho: lo abre en otro plano. La función de los
campos es otra.
Si la utilidad económica de los campos es más que dudosa, su función política
presenta peculiaridades a un tiempo extrañas y repulsivas. Los campos no son un
instrumento de lucha contra los enemigos políticos sino una institución de castigo para los
vencidos. El que cae en un campo no es un opositor activo sino un hombre derrotado,
indefenso y que ya no es capaz de ofrecer resistencia. La misma lógica rige a las purgas y
depuraciones: no son episodios de combates políticos e ideológicos sino inmensas
ceremonias de expiación y de castigo. Las confesiones y las autoacusaciones convierten a
los vencidos en cómplices de sus verdugos y así la tumba misma se convierte en basurero.
Lo más triste es que la mayoría de los internados en los campos no eran (ni son) opositores
políticos: son «delincuentes» que pertenecen a todos los estratos de la sociedad soviética.
En la época de Stalin la población de los campos llegó a sobrepasar los 15 millones. Ha
disminuido desde la reforma liberal de Jruschov y hoy oscila entre 1 millón y 2 millones de
personas, de las cuales, según los peritos en esta lúgubre materia, sólo unas 10.000 pueden
ser consideradas como presos políticos, en el sentido estricto de la palabra. Es increíble que
el resto —un millón de seres humanos— esté constituido por delincuentes, al menos en la
acepción que damos en nuestros países al término. La función política y psicológica de los
campos se esclarece: se trata de una institución de terror preventivo, por decirlo así. La
población entera, incluso bajo el dominio relativamente más humano de Jruschov y sus
sucesores, vive bajo la amenaza de internación. Asombrosa transposición del dogma del
pecado original: todo ciudadano soviético puede ser enviado a un campo de trabajos
forzados. La socialización de la culpa entraña la socialización de la pena.
Archipiélago de tinta y de bilis

La publicación de Archipiélago Gulag y la campaña de difamación contra Alejandro


Solyenitzin que culminó en su expulsión de la Unión Soviética pusieron a prueba, una vez
más, como en 1950, el temple y la independencia de los escritores del mundo entero. Entre
nosotros, algunos protestaron, otros callaron: otros, se deshonraron. Un escritor que admiro
pero que hoy hace, en la televisión oficial, al mismo tiempo las delicias de la burocracia
que nos gobierna y de los intelectuales que la critican, no vaciló en atacar a Solyenitzin: en
nombre de la «libertad abstracta», el disidente raso difamaba el «experimento social más
importante del siglo XX». Según este escritor, lo que quieren los disidentes rasos es volver
al régimen de libre empresa mientras que los defensores de la verdadera libertad son
Brejnev y el Padre Arrupe, Capitán General de los Jesuitas, ¡que se ha declarado enemigo
del sistema capitalista! Un energúmeno lanzó en la página editorial de un periódico un
escupitajo en forma de comentario. Cito un párrafo de ese texto como una poco frecuente
muestra de desfachatez moral e intelectual: «En el mundo libre, grandes cartas de dolor, de
protesta intelectual, por el atentado… y luego, miren ustedes, qué lástima de aparato,
cuando lo que se da a luz es un ratón. Un ratón, hijo de los montes parturientos. He aquí
que el mártir, el presunto torturado, el conflictivo Alejandro Solyenitzin, ni fue a
mazmorras de la Siberia ni lo desollaron vivo, ni le han metido por una oreja una jeringa
para lavados cerebrales, ni nada. Sencillamente se le ha dicho: ¿tienes nostalgia del mundo
capitalista occidental? ¡Pues vete allá, no faltaba más! Entonces, la víctima, convertido en
hombre rico y burgués, merced a su Premio Nobel y a sus derechos de autor, queda listo
para sufrir su castigo en donde mejor le parezca. Puede residir en París donde hasta el
boxeador Mantequilla Nápoles goza en el Lido y tiene consideraciones. O bien, puede
comprarse un castillo en la campiña, donde se instale con toda su familia, de aquí a la
eternidad. O también puede mudarse a Estados Unidos, para disfrutar del Establishment, y
escribir libretos para la televisión… Se ha derrumbado un oportuno teatro montado para
tragedia y resuelto en sainete… Solyenitzin es casi un desconocido en la Unión Soviética,
donde hay más de 20.000 escritores.» El autor de estas líneas no es un stalinista
empedernido, sino, parece, un «católico de izquierda».
La mayoría de los escritores y periodistas mexicanos que se han ocupado de
Solyenitzin lo han hecho con mayor discreción, dignidad y generosidad. Sin embargo, muy
pocos han hablado con la franqueza y la valentía de José Revueltas. El novelista mexicano
ha mostrado, otra vez, que las convicciones revolucionarias no están reñidas con el amor a
la verdad y que un examen de lo que pasa en los países llamados «socialistas» exige
asimismo una revisión de la herencia autoritaria del marxismo. Una revisión que, agrego al
margen, debe ir más allá de Lenin e interrogar los orígenes hegelianos del pensamiento de
Marx.
En Inventario, la aguda y casi siempre atinada crónica de Diorama de la Cultura,
probablemente con el propósito de defender a Solyenitzin de las dentelladas de los rabiosos,
se recordó que Lukács lo había considerado, al final de sus días, como un verdadero realista
socialista. Reproduzco ese párrafo: «Lukács presenta al autor de El primer círculo como el
exponente más logrado del realismo socialista que tiene, social e ideológicamente, la
posibilidad de descubrir todos los aspectos inmediatos y concretos de la sociedad, y
representarla artísticamente a base de las leyes de su propia evaluación. En el discurso
escrito para agradecer el Premio Nobel de 1970, Solyenitzin dijo unas palabras capaces de
resumir lo que Lukács entendió por realismo socialista, algo enteramente distinto a los
textos publicitarios con disfraz novelístico que no son realistas y mucho menos socialistas:
la literatura es la memoria de los pueblos; transmite de una a otra generación las
irrefutables experiencias de los hombres. Preserva y aviva la llama de la historia ajena a
toda deformación, lejos de toda mentira.» Ante este curioso texto, se me ocurren dos
observaciones. La primera: desde sus orígenes, en 1934, el «realismo socialista» fue un
dogma literario-burocrático del stalinismo, mientras que Solyenitzin, escritor rebelde, más
bien es un heredero del realismo de Tolstoi y Dostoyevski, profundamente eslavo y
cristiano. La segunda: incluso si Solyenitzin fuese un «realista socialista» que se ignora,
Archipiélago Gulag no es una novela sino una obra de historia. En otro lugar de este
número de Plural aparece un ensayo de Irving Howe que desvanece toda duda sobre el
peregrino «realismo socialista» que Lukács atribuyó a Solyenitzin. El segundo punto, el
más importante, merece una pequeña ampliación.
Archipiélago Gulag no es únicamente una denuncia de los excesos del régimen
staliniano, por atroces que hayan sido, sino del sistema soviético mismo, tal como fue
fundado por Lenin y los bolcheviques. Hay dos fechas que forman parte esencial del título
del libro y de su contenido: 1918-1956. La obra abarca desde los orígenes del sistema
represivo soviético (la fundación de la Cheka en 1918) hasta el comienzo del régimen de
Jruschov. Sabemos, además, que en otros volúmenes no publicados todavía el escritor ruso
se ocupa de la represión en el período contemporáneo, es decir, de Jruschov a Brejnev. Las
opiniones de Solyenitzin son, claro está, discutibles y en otra parte de Plural se publica la
crítica que le hace Roy Medvedev desde la perspectiva del marxismo-leninismo. El
historiador ruso conviene en que no sería honrado ocultar los graves errores de Lenin pero
piensa que esos errores no comprometen en su totalidad el proyecto histórico bolchevique.
La posición de Medvedev no está muy alejada de la que adoptaron Merleau-Ponty y Sartre
en 1950, aunque no incurre en la beatería de la leyenda piadosa de los bolcheviques («en
Lenin y Trotsky», decía el editorial del número 51 de Les Temps Modernes, «no hay una
sola palabra que no sea sana»). A medio camino entre Solyenitzin y Medvedev se encuentra
Sajarov, el gran físico y matemático. Su condenación del leninismo es más terminante que
la de Medvedev pero en su crítica no hay eslavofilia ni cristianismo como en la de
Solyenitzin. Sajarov es un intelectual liberal, en el verdadero sentido de la expresión, y está
más cerca de Herzen y Turgenev que de Dostovevski y Tolstoi.
Esta sumaria descripción revela la variedad de posiciones de los disidentes
soviéticos. Un rasgo realmente notable es la supervivencia —o más exactamente: la
vitalidad— de corrientes intelectuales y espirituales anteriores a la Revolución de 1917 y
que, después de medio siglo de dictadura del marxismo-leninismo, reaparecen e inspiran a
hombres tan distintos como el historiador Andrei Amalrik y el poeta Joseph Brodskv. Los
análisis históricos del primero no le deben gran cosa al método marxista y el pensamiento
del segundo está profundamente marcado por la filosofía judaico-cristiana de León
Chestov. En realidad, asistimos a una resurrección de la vieja cultura rusa. Señalé más
arriba la filiación liberal y europeísta de Sajarov, en la línea de Herzen. En cambio, el
pensamiento de Solyenitzin se sitúa en la tradición de esa corriente filosófica cristiana que
representó, a fines de siglo, Vladimiro Soloviev (1835-1900). La posición de los hermanos
Medvedev es también un indicio de que cierto «marxismo a la occidental», un marxismo
social-demócrata, más cerca de los mencheviques que de las ideas de Lenin y Trotsky, no
pereció en el destierro con Plejanov y Martov.
El primer signo de la resurrección de la cultura rusa, al menos para nosotros los
extranjeros, fue la publicación de la novela de Pasternak. El lector recordará tal vez que en
los primeros capítulos se alude a las ideas y aún a las personas de Soloviev y de Viacheslav
Ivanov. La figura de Lara, fusión de Rusia y la mujer, recuerda inmediatamente la visión
erótico-religioso-patriótica de Soloviev y su culto a Sofía. La fascinación de Pasternak no
es única. En su juventud Soloviev había impresionado de tal modo a Dostoyevski que
algunos de sus rasgos reaparecen en los de Aliocha Karamazov. Más tarde el filósofo
marcaría a Alejandro Block y hoy influye en Solyenitzin. Pero el novelista ruso se asocia
más estrechamente a la tradición de exaltada religiosidad y eslavofilia de un Serafín de
Sarov y de un Tikhon Zadonsky, tal como la encarna el Patriarca Zósima en la novela de
Dostoyevski (Cf. The Icon and the Axe de James H. Billington, Nueva York, 1968). En
Solyenitzin no hay pan-eslavismo ni imperialismo ruso pero sí una clara repugnancia hacia
Occidente, su racionalismo y su democracia materialista de comerciantes sin alma. En
cambio Soloviev nunca ocultó sus simpatías por el catolicismo romano y por la civilización
europea. Sus dos maestros fueron, por más extraño que parezca, Joseph de Maistre y
Augusto Comte. La actualidad de Soloviev es extraordinaria. Sin duda los lectores de
Plural recordarán el ensayo del gran poeta polaco Czeslaw Milozs sobre una de sus obras:
Tres conversaciones acerca de la guerra, el progreso y el fin del mundo, con una historia
breve del Anticristo y suplementos (Plural 12, septiembre de 1972). En esta obra célebre
Soloviev profetiza, entre otras cosas, el conflicto sino-ruso, un conflicto en el cual él veía,
no sin razón, el principio del fin.
Explorar las relaciones entre la historia espiritual de Rusia y los disidentes
contemporáneos es una tarea que sobrepasa, simultánemante, los límites de este artículo y
mi capacidad. No me he propuesto tampoco exponer las ideas de Solyenitzin; menos aún
defenderlas o atacarlas. El temple del escritor, la hondura de sus sentimientos y la rectitud y
entereza de su carácter despiertan espontáneamente mi admiración pero esa admiración no
implica adhesión a su filosofía. Cierto, aparte de la simpatía moral que le profeso, siento
también cierta afinidad, espiritual más que intelectual: Solyenitzin no sólo es un crítico de
Rusia y del bolchevismo sino de la edad moderna misma. ¿Qué importa que esa crítica se
haga desde supuestos distintos a los míos? Otro disidente ruso, el poeta Brodsky, me decía
hace dos meses, en Cambridge, Mass.: Todo empezó con Descartes. Pude haber alzado los
hombros y contestarle: Todo empezó con Hume… o con Kant. Preferí callarme y pensar en
la historia atroz del siglo XX. No sé cuándo empezó todo; me pregunto, ¿cuándo acabará?
La crítica de Solyenitzin no es más profunda ni verdadera que la crítica de Thoreau, Blake
o Nietzsche. Tampoco invalida lo que, en nuestros días, han dicho nuestros grandes poetas
y rebeldes. Pienso en los irreductibles e incorruptibles —Breton, Russell, Camus y otros
pocos, unos muertos y otros vivos— que no cedieron ni han cedido a la seducción
totalitaria del comunismo y el fascismo o al confort de la sociedad de consumo. Solyenitzin
habla desde otra tradición y esto, a mí, me impresiona: su voz no es moderna sino antigua.
Es una antigüedad que se ha templado en el mundo de ahora. Su antigüedad es la del viejo
cristianismo ruso pero es un cristianismo que ha pasado por la experiencia central de
nuestro siglo —la deshumanización de los campos de concentración totalitarios— y ha
salido intacto y fortalecido. Si la historia es el lugar de prueba, el cristiano Solyenitzin ha
pasado la prueba. Su ejemplo no es intelectual ni político ni siquiera, en el sentido corriente
de la palabra, moral. Hay que usar una palabra más antigua y todavía con sabor religioso —
con sabor a muerte y sacrificio: testigo. En el siglo de los falsos testimonios, un escritor se
vuelve testigo del hombre.
Las ideas de Solvenitzin —lo mismo las religiosas que las políticas y literarias—
son discutibles pero no seré yo el que, en este artículo, las discuta. Su libro plantea
problemas que rebasan, por una parte, su filosofía política y, por la otra, la condenación
ritual del stalinismo. Esto último me atañe. El proyecto bolchevique, es decir, el marxismo-
leninismo, es un proyecto universal y de ahí el interés del libro de Solvenitzin para el lector
no-ruso. Archipiélago Gulag no es un libro de filosofía política sino una obra de historia;
más exactamente: es un testimonio —en el antiguo sentido de la palabra: los mártires son
los testigos— del sistema represivo fundado en 1918 por los bolcheviques y que permanece
intacto hasta nuestros días, aunque haya sido relativamente humanizado por Jruschov y hoy
no ostente los rasgos monstruosos y grotescos del período staliniano.
Marxismo y leninismo

El terror jacobino fue una medida temporal de emergencia, un recurso


extraordinario para hacer frente simultáneamente a la insurrección interior y a la agresión
exterior. El terror bolchevique empezó en 1918 y perdura en 1974; medio siglo. En El
Estado y la Revolución, una obra escrita en 1917, un poco antes del asalto al Palacio de
Invierno, Lenin se opuso a las ideas de Karl Kautsky y a la tesis de la II Internacional —
esas tendencias le parecían autoritarias y burocráticas— e hizo un exaltado elogio de la
libertad política y de la autogestión obrera. El Estado y la Revolución es un libro que
contradice muchas de las opiniones anteriores de Lenin y, más decisiva y
significativamente, toda su práctica desde que el Partido bolchevique tomó el poder. Entre
la concepción leninista del Partido bolchevique, «vanguardia del proletariado» y el
encendido semi-anarquismo de El Estado y la Revolución hay un abismo. La figura de
Lenin, como todas las figuras humanas, es contradictoria y dramática: el autor de El Estado
y la Revolución fue asimismo el fundador de la Cheka, los campos de trabajos forzados y el
hombre que instauró la dictadura del Comité Central sobre el Partido.
¿Lenin habría acometido, de haber vivido más tiempo, la reforma democrática, tanto
del Partido como del régimen mismo? Es imposible saberlo. En su llamado «testamento»,
sugirió que, para evitar el peligro de una dictadura burocrática, se ampliase el número de
miembros del Comité Central y del Politburó. Algo así como aplicar un sinapismo para
curar un cáncer. El mal no estaba (ni está) únicamente en la dictadura del Comité sobre el
Partido sino en la del Partido sobre la nación. La proposición de Lenin, por lo demás, no
fue recogida: el Politburó de 1974 está compuesto, como el de 1918, por 11 miembros,
sobre los que reina un Secretario General. Tampoco los otros jefes bolcheviques mostraron
comprensión del problema político y todos ellos confundieron en un mismo sentimiento de
desprecio a lo que ellos llamaban la «democracia burguesa» y a la libertad humana. Gracias
tal vez a la influencia de Bujarin, Lenin adoptó la política llamada NEP, que salvó a Rusia
de la gran crisis económica que sucedió a la guerra civil. Pero ni Lenin ni Bujarin pensaron
aplicar el liberalismo económico de la NEP a la vida política. Oigamos a Bujarin: «Entre
nosotros también pueden existir otros partidos. Pero aquí —y éste es el principio
fundamental que nos distingue de Occidente— la única situación imaginable es la
siguiente: un partido gobierna, los otros están en prisión.» (Troud, 13 de noviembre de
1927). Esta declaración no es excepcional. En 1921 Lenin había dicho: «El lugar de los
mencheviques y de los socialistas revolucionarios, lo mismo los que confiesan serlo que los
que lo disimulan, es la prisión…» Y para disipar todo equívoco entre el liberalismo
económico de la NEP y el liberalismo político, Lenin escribe a Kamenev en una carta
fechada el 3 de noviembre de 1922: «Es un error muy grande pensar que la NEP ha puesto
fin al terror. Vamos a recurrir otra vez al terror y también al terror económico.»
La mayor parte de los historiadores piensan que el camino que condujo a la
perversión stalinista se inició cuando se pasó de la dictadura de los Soviets (Consejos de
obreros, campesinos y soldados) a la dictadura del Partido. Sin embargo, algunos olvidan
que la justificación teórica de esa confusión entre los órganos de la clase obrera y el Partido
constituye el meollo mismo del leninismo. Sin el Partido, decía Lenin, no hay revolución
proletaria: «la historia de todos los países muestra que, por sus solos esfuerzos, la clase
obrera no es capaz de desarrollar sino una conciencia sindical». Lenin convierte a la clase
obrera en una menor de edad y hace del Partido el verdadero agente de la historia. Trotsky
comentó proféticamente, en 1904 (en el folleto Nuestras tareas políticas): así se pasa de la
fase en que el Partido sustituye al Proletariado a la fase en que el Comité Central sustituye
al Partido y después a la fase en que el Politburó sustituye al Comité Central hasta llegar a
la fase en que un dictador sustituye al Politburó.
Más tarde Trotsky cayó en la misma aberración que había denunciado. Hizo suyas
las ideas leninistas sobre la fundación de «vanguardia» del Partido y dijo, con su claridad y
coherencia habituales, en Terrorismo y Comunismo (1920): «Se nos ha acusado más de una
vez de haber sustituido la dictadura de los Soviets por la del Partido. Sin embargo, podemos
afirmar sin riesgo de equivocarnos que la dictadura de los Soviets no ha sido posible sino
gracias a la dictadura del Partido… La sustitución del poder de la clase obrera por el poder
del Partido no ha sido algo fortuito o accidental: los comunistas expresan los intereses
fundamentales de la clase obrera… Pero, nos dicen algunos ladinos, ¿quién garantiza que
sea precisamente el Partido de ustedes el que expresa el desarrollo histórico? Al suprimir o
reprimir a los otros partidos, ustedes han eliminado la rivalidad política, fuente de la
emulación, y así se han privado de la posibilidad de verificar la justeza de la línea política
adoptada por ustedes… Esta crítica está inspirada en una idea puramente liberal de la
marcha de la revolución… Nosotros hemos aplastado a los mencheviques y a los socialistas
revolucionarios y ese criterio nos basta. En todos los casos, nuestra tarea consiste no en
medir a cada minuto, con unas estadísticas, la importancia de los grupos que representan
cada tendencia sino en asegurar la victoria de nuestra tendencia, que es la tendencia de la
dictadura proletaria…» Para justificar la dictadura del Partido sobre los soviets, Trotsky
sustituye el criterio cuantitativo y objetivo —o sea el criterio democrático que consiste en
«medir» qué tendencias representan la mayoría y cuáles la minoría— por un criterio
cualitativo y subjetivo: la supuesta capacidad del Partido para interpretar los «verdaderos»
intereses de las masas, incluso contra la opinión y la voluntad de éstas.
En el último gran debate político en el interior del Partido bolchevique y que
terminó con la aniquilación de la llamada Oposición Obrera (X Congreso del Partido,
1921), Trotsky dijo: «La Oposición Obrera ha transformado en fetiches los principios
democráticos. Ha colocado el derecho de los trabajadores a elegir sus representantes por
encima del Partido, por decirlo así, como si el Partido no tuviese el derecho de imponer su
dictadura, incluso si esa dictadura se opusiese temporalmente a las tendencias cambiantes
de la democracia obrera… Debemos tener presente la misión histórica revolucionaria del
Partido. El Partido está obligado a mantener su dictadura sin tener en cuenta las
fluctuaciones transitorias de las reacciones espontáneas de las masas y aun las vacilaciones
momentáneas de la clase obrera… La dictadura no reposa a cada instante sobre el principio
formal de la democracia obrera.» En su testamento, Lenin reprocha a Trotsky su arrogancia
(«tiene excesiva confianza en sí mismo») y sus tendencias burocráticas («está demasiado
inclinado a no considerar sino el lado puramente administrativo de las cosas»). Pero Lenin
no reparó que esas tendencias de la personalidad de Trotsky habían encontrado una
justificación y un alimento en las mismas ideas de Lenin sobre las relaciones entre el
Partido y la clase obrera. Lo mismo puede decirse de las tendencias personales de Bujarin y
de Stalin: el leninismo era su común fundamento teórico y político. No quiero comparar a
dos hombres eminentes, aunque trágica y radicalmente equivocados, Bujarin y Trotsky, con
un monstruo como Stalin. Simplemente apunto su común filiación intelectual.
La noción leninista del poder político es inseparable de la noción de dictadura; esta
última, a su vez, conduce al terror. Lenin fue el creador de la Cheka y los bolcheviques del
período heroico fueron los primeros en justificar el fusilamiento de los rehenes, las
deportaciones en masa y la liquidación de colectividades enteras. Antes de que Stalin
asesinase a los bolcheviques, Lenin y Trotsky aniquilaron físicamente, con métodos
violentos e ilegales, a los otros partidos revolucionarios, de los mencheviques a los
anarquistas y de los socialistas revolucionarios a la oposición comunista de izquierda. Años
más tarde, ya en el destierro, Trotsky se arrepintió, aunque sólo en parte, y concedió, en La
Revolución Traicionada (1936), que lo primero que había que hacer en Rusia era
restablecer la legalidad de los otros partidos revolucionarios. ¿Por qué únicamente la de los
partidos revolucionarios?
En el marxismo había tendencias autoritarias que venían de Hegel. Pero Marx nunca
habló de dictadura de un Partido único sino de algo muy distinto: dictadura temporal del
proletariado en el período siguiente a la toma del poder. El leninismo introdujo un nuevo
elemento: la noción de un partido revolucionario, vanguardia del proletariado, que asume
en su nombre la dirección de la sociedad y la historia. La esencia del leninismo no está en
las generosas ideas de El estado y la Revolución, que aparecen también en otros autores
socialistas y anarquistas, sino en la concepción de un partido de revolucionarios
profesionales que encarna la marcha de la historia. Ese partido tiende a convertirse
fatalmente en una casta, apenas conquista el poder. La historia del siglo XX nos ha
mostrado una y otra vez la inexorable transformación de los partidos revolucionarios en
despiadadas burocracias. El fenómeno se ha repetido en todas partes: dictadura del Partido
Comunista sobre la sociedad, dictadura del Comité Central sobre el Partido Comunista,
dictadura del César revolucionario sobre el Comité Central. El César se puede llamar
Brejnev, Mao o Fidel: el proceso es el mismo.
El sistema represivo soviético es una imagen invertida del sistema político creado
por Lenin. Los campos de trabajos forzados, la burocracia policíaca que los administra, los
arrestos sin proceso, los juicios a puerta cerrada, la tortura, la intimidación, las
autoacusaciones y confesiones, el espionaje generalizado: todo esto no es sino la
consecuencia de la dictadura de un Partido único y, dentro del Partido, de la dictadura de un
grupo y de un hombre. La pirámide política que es la sociedad comunista se reproduce en la
pirámide invertida que es su sistema represivo. A su vez, la opresión que ejerce el Partido
sobre la población se reproduce en el seno del Partido; a la destrucción de los opositores
políticos en el exterior, sucede necesariamente la destrucción de los rivales y disidentes en
su interior: los bolcheviques siguieron el camino de los mencheviques, los anarquistas y los
socialistas revolucionarios. Confundidos en el mismo oprobio histórico yacen el Presidente
Liu-Shao-Ch’i y su antiguo enemigo el Mariscal Lin Piao. El recurso a las purgas
sangrientas y las revoluciones culturales no es accidental: ¿de qué otra manera pueden
renovarse los cuadros intermedios y superiores de los dirigentes del Partido y de qué otro
modo podrían resolverse las disputas y rivalidades políticas? La supresión de la democracia
interna condena al Partido a periódicas convulsiones violentas.
Cultura, tradición, personalidad

Por más determinantes que nos parezcan las estructuras económicas, es imposible
ignorar la función decisiva de las ideologías en la vida histórica. Aunque según Marx y
Engels las ideologías son meras superestructuras, la verdad es que esas «superestructuras»
sobreviven muchas veces a las «estructuras». El cristianismo sobrevivió al régimen
burocrático e imperial de Constantino, al feudalismo medieval, al absolutismo monárquico
del siglo XVII y al nacionalismo democrático burgués del XIX. El budismo ha mostrado
aún mayor vitalidad. ¿Y qué decir de Confucio? Probablemente sobrevivirá a Mao, como
ha sobrevivido a los Han, los Tang y los Ming. Pues bien, más hondo que las ideologías,
hay otro dominio que apenas tocan los cambios de la historia: las creencias. La magia y la
astrología, para acudir a dos ejemplos muy socorridos, han sobrevivido a Platón y
Aristóteles, a Abelardo y Santo Tomás, a Kant y Hegel, a Nietzsche y Freud. Así, para
explicar el sistema represivo soviético tenemos que tener en cuenta diversos niveles o
estratos de la realidad social e histórica. Para Trotsky el stalinismo fue sobre todo la
consecuencia del atraso económico y social de Rusia: la estructura económica era lo
determinante. Para otros críticos, fue más bien el resultado de la ideología bolchevique.
Ambas explicaciones son, simultáneamente, exactas e insuficientes. Me parece que no es
menos importante otro factor: la historia misma de Rusia, su tradición religiosa y política,
toda esa masa gaseosa y semiconsciente de creencias, sentimientos e imágenes que
constituye lo que los historiadores antiguos llamaban el genio (el alma) de una sociedad.
Hay una clara continuidad entre el despotismo ilustrado de Pedro y Catalina y el de
Lenin y Trotsky, entre la paranoia sanguinaria de Iván el Terrible y la de Stalin. El
stalinismo y la autocracia zarista nacieron, crecieron y se alimentaron de la realidad rusa.
Lo mismo debe decirse de la burocracia y del sistema policíaco. Autocracia y burocracia
son rasgos que Rusia probablemente heredó de Bizancio, al mismo tiempo que el
cristianismo y el gran arte. Otros rasgos de la sociedad rusa son orientales y otros se
remontan al paganismo eslavo. La historia de Rusia es una extraña mezcla de sensualidad y
exaltado espiritualismo, brutalidad y heroísmo, santidad y abyecta superstición. El
«primitivismo» ruso ha sido descrito y analizado muchas veces, con admiración en
ocasiones y otras con horror. Se trata, hay que decirlo, de un primitivismo muy poco
primitivo: no sólo es el creador de una de las literaturas más profundas, ricas y complejas
del mundo sino que representa una tradición espiritual viva y única en nuestro tiempo.
Estoy convencido de que esa tradición está llamada a fertilizar como un manantial al
reseco, egoísta y podrido Occidente contemporáneo. Los relatos de los sobrevivientes de
los campos de concentración nazis y soviéticos revelan la diferencia entre la «modernidad»
occidental y el «primitivismo» ruso: en el caso de los primeros, los adjetivos que se repiten
sin cesar son inhumanidad, impersonalidad y eficiencia homicida, mientras que en el de los
segundos, al lado del horror y la bestialidad, destellan siempre palabras como compasión,
caridad, fraternidad. El pueblo ruso ha conservado, según puede verse por sus escritores
actuales y sus intelectuales, un fondo cristiano.
Rusia no es primitiva: es antigua. A pesar de la Revolución su modernidad es
incompleta: Rusia no tuvo siglo XVIII. Sería inútil buscar en su tradición intelectual,
filosófica y moral a un Hume, un Kant o un Diderot. Esto explica, en parte al menos, la
coexistencia en la Rusia contemporánea de virtudes precapitalistas y de vicios como la
indiferencia frente a las libertades políticas y sociales. Hay una semejanza —poco
explorada todavía— entre la tradición hispánica y la rusa: ni ellos ni nosotros tenemos una
tradición crítica porque ni ellos ni nosotros tuvimos realmente algo que se pueda comparar
a la Ilustración y al movimiento intelectual del siglo XVIII en Europa. Tampoco tuvimos
nada parecido a la Reforma protestante, gran semillero de libertades y democracia en el
mundo moderno. De ahí el fracaso de las tentativas democráticas en España y en sus
antiguas colonias. El imperio español se desintegró y con él nuestros países. Frente a la
anarquía que sucedió a la disgregación del orden español, no nos quedó sino el remedio
bárbaro del caudillismo. La triste realidad contemporánea es la consecuencia del fracaso de
nuestras guerras de Independencia: no pudimos reconstruir, bajo principios modernos, el
orden español. Desmembrados, fuimos víctimas de jefes de mesnadas —nuestros generales
y presidentes— y de los imperialismos, especialmente el de los Estados Unidos. Con la
Independencia no comenzó una nueva fase de nuestros pueblos sino que se precipitó y se
consumó el fin del mundo hispánico. ¿Cuándo resucitaremos? En Rusia no hubo
integración: la burocracia comunista remplazó a la autocracia zarista.
Como buen ruso, Solvenitzin se resignaría —lo ha dicho recientemente— a ver su
país gobernado por un régimen no-democrático, a condición de que corresponda, así sea de
lejos, a la imagen que se hizo el pensamiento tradicional del soberano cristiano, temeroso
de Dios y amante de sus súbditos. Una idea, diré de paso, que tiene su equivalente en el
«soberano universal» del budismo (Asoka es el gran ejemplo) y en la idea confuciana de
que el Emperador gobierna por Mandato del Cielo. La idea del novelista ruso puede parecer
fantástica y en cierto modo lo es. No obstante, corresponde a una visión más bien realista y
honda de la historia de su patria. Y nosotros, los hispanoamericanos y los españoles, ¿no es
hora ya de que veamos con mayor sobriedad y realismo nuestro presente y nuestro pasado?
¿Cuándo tendremos un pensamiento político propio? Un siglo y medio de caudillos,
pronunciamientos y dictaduras militares, ¿no nos ha abierto los ojos? El fracaso de las
instituciones democráticas, en sus dos versiones modernas: la anglo-sajona y la francesa,
nos deberían impulsar a pensar por nuestra cuenta y sin los anteojos de la ideología a la
moda. La contradicción entre nuestras instituciones y lo que somos realmente es
escandalosa y sería cómica si no fuese trágica. No siento nostalgia alguna por el Tlatoani o
por el Virrey, por la Culebra Hembra o por el Gran Inquisidor; tampoco por su Alteza
Serenísima, por el Héroe de la Paz o por el Jefe Máximo de la Revolución. Pero esos
nombres grotescos o temibles designan unas realidades y esas realidades son más reales que
nuestros códigos y constituciones. Es inútil cerrar los ojos ante ellas y más inútil aún
reprimir nuestro pasado y condenarlo a vivir en el subsuelo histórico; la vida subterránea lo
fortalece y periódicamente reaparece en forma de explosión y estallido destructor. Así se
venga de la ingenuidad, la hipocresía o la estupidez de aquellos que pretendieron enterrarlo
en vida. Necesitamos nombrar nuestro pasado, encontrar formas políticas y jurídicas que lo
integren y lo transformen en una fuerza creadora. Sólo así empezaremos a ser libres.
Las revoluciones no sólo introducen prácticas e instituciones nuevas; también, casi
siempre inconscientemente, desentierran creencias, ideas e instituciones del pasado y las
actualizan. Un ejemplo inmediato: el ejido en México. Otras veces las revoluciones
acentúan y perfeccionan ciertos rasgos del régimen al que han desplazado. La Revolución
Francesa continuó y extremó el centralismo de la monarquía borbónica. En Rusia los
bolcheviques sustituyeron a la autocracia y perfeccionaron y extendieron su sistema
policíaco y represivo. La deportación de delincuentes del orden común y de presos políticos
a Siberia no fue una invención de los comunistas sino del zarismo. Las infames colonias
penales rusas eran justamente famosas en todo el mundo y en 1886 un explorador
norteamericano, George Kennan, dedicó un libro a este tema sombrío: Siberia and the Exile
System. Sería ofender al lector recordar a Dostoyevski y a su Casa de los Muertos. Menos
conocida es la obra de Antón Chejov: La Isla, un viaje a Sajalín. Pero hay una diferencia
esencial: los libros de Dostoyevski y Chejov aparecieron legalmente en la Rusia zarista
mientras que Solyenitzin tuvo que publicar su libro en el extranjero, con los riesgos que se
sabe. En 1890 Chejov decidió hacer un viaje a la célebre colonia penal de Sajalín y escribir
un libro sobre el sistema penitenciario ruso. Aunque parezca extraño, las autoridades
zaristas autorizaron su viaje y el escritor ruso pudo entrevistar con considerable libertad a
los prisioneros (salvo a los políticos). Cinco años después, en 1895, publicó su libro: una
condenación total del sistema penal ruso. La experiencia de Chejov bajo el zarismo es
inimaginable en cualquier régimen marxista-leninista del siglo XX.
Además de las circunstancias de orden histórico y nacional, hay que mencionar los
factores de orden personal. Casi siempre estos factores se entretejen con la realidad
internacional y el contexto nacional. Por ejemplo, en el caso de Yugoslavia, además de ser
el jefe del Partido Comunista, Tito acaudilló primero la resistencia nacional contra los nazis
y después contra las tentativas de intervención de Stalin. El nacionalismo yugoslavo
contribuyó a que el régimen se aligerase del peso terrible de la tradición rusa y leninista:
Yugoslavia se humanizó. Sería un error ignorar la influencia benéfica de la personalidad de
Tito en esa revolución. En cada uno de los países comunistas el César en turno imprime su
estilo al régimen. En la época de Stalin, la coloración del sistema era la amarilla y verdosa
de la rabia; hoy es gris como la conciencia de Brejnev. En China el régimen no es menos
opresor que en Rusia pero sus modales no son brutales ni glaciales: no Iván el Terrible sino
Houang-ti, el Primer Emperador. Hay un parecido impresionante entre Houang y Mao,
como lo señalaba Etiemble en estas mismas páginas (Plural 29, febrero de 1974). Ambos
rivales de Confucio y ambos poseídos por una misma ambición sobrehumana: hacer del
tiempo mismo —pasado, presente y futuro— un enorme monumento que repita sus rasgos.
El tiempo se vuelve maleable, la historia es una materia dócil que adopta la forma
bonachona y terrible del Presidente-Emperador. La primera Revolución Cultural fue la
quema de los clásicos chinos, especialmente los libros de Confucio, ordenada por Houang-
ti en 213 antes de Cristo. Variedades locales de un arquetipo universal: el César de La
Habana se sirve de la dialéctica como los antiguos latifundistas españoles del látigo.
La seducción totalitaria

Las semejanzas entre el régimen stalinista y el nazi autorizan a calificar a los dos
sistemas como totalitarios. Ése es el punto de vista de Hannah Arendt pero también es el de
un hombre como Andrés Sajarov, uno de los padres de la bomba de hidrógeno rusa: «El
nazismo duró doce años; el stalinismo dos veces más. Al lado de numerosos rasgos
comunes, hay diferencias entre ellos. La hipocresía y la demagogia del stalinismo eran de
un orden más sutil, se apoyaban no sobre un programa francamente bárbaro como el de
Hitler sino sobre una ideología socialista, progresista, científica y popular, ideología que era
un biombo cómodo para engañar a la clase obrera, y adormecer la vigilancia de los
intelectuales y de los rivales en la lucha por el poder… Gracias a esa ‘peculiaridad’ del
stalinismo se asestaron los golpes más terribles al pueblo soviético y a sus representantes
más activos, competentes y honrados. Entre diez y quince millones de soviéticos, por lo
menos, han perecido en las mazmorras de la NKVD, martirizados o ejecutados, así como en
los campos para los ‘kulaks’ y sus familias, campos ‘sin derecho de correspondencia’ (esos
campos fueron los prototipos de los campos de exterminación nazis), o muertos de frío y de
hambre o agotados por el trabajo inhumano en las minas glaciales de Norilsky Vorkuta, en
las innumerables canteras y explotaciones forestales, en la construcción de canales o,
simplemente, al ser transportados en vagones cerrados o ahogados en las calas inundadas de
los ‘barcos de la muerte’ sobre el mar de Okhotsk, cuando la deportación de pueblos
enteros, tártaros de Crimea, alemanes del Volga, calmucos y otros grupos del Cáucaso.» (La
Liberté Intellectuelle en URSS et la coexistance, Gallimard, 1968). El testimonio del
célebre economista soviético Eugenio Varga no es menos impresionante: «Aunque en las
mazmorras y campos de concentración de Stalin hubo menos verdugos y sádicos que en los
campos hitlerianos, puede afirmarse que no existía ninguna diferencia de principio entre
ellos. Muchos de estos verdugos siguen en libertad y reciben jugosas pensiones.»
(Testament, 1964, publicado en París, Granet, en 1970).
Por más terribles que sean los testimonios de Solyenitzin, Sajarov, Varga y otros
muchos, me parece que debe hacerse una distinción capital: ni el período anterior a Stalin
(1918-1928) ni el que le ha sucedido (1956-1974) pueden equipararse al nazismo. Así pues,
hay que distinguir como lo hace Hannah Arendt, entre sistemas totalitarios propiamente
dichos (nazismo y stalinismo) y dictaduras burocráticas comunistas. Sin embargo, es claro
que hay una relación causal entre bolchevismo y totalitarismo: sin la dictadura del Partido
sobre la nación y del Comité Central sobre el Partido, no podría haberse desarrollado el
stalinismo. Trotsky pensaba que la diferencia entre el stalinismo y el nazismo consistía en
la distinta organización de la economía: propiedad estatal en el primero y propiedad
capitalista en el segundo. La verdad es que, más allá de las diferencias en el régimen de
propiedad, los dos sistemas se parecen en ser dictaduras burocráticas de un grupo que está
por encima de las clases, la sociedad, la moral. La noción de grupo aparte es capital. Ese
grupo es un partido político que originalmente asume la forma de una agrupación de
conspiradores. Al conquistar el poder, la celda secreta de los conspiradores se transforma en
la celda policíaca, igualmente secreta, del interrogatorio y de la tortura. El leninismo no es
el stalinismo pero es uno de sus antecedentes. Los otros están en el pasado ruso y, también,
en la naturaleza humana.
Más allá del leninismo está el marxismo. Aludo al marxismo original, el elaborado
por Marx y Engels en sus años de madurez. Ese marxismo contiene igualmente gérmenes
autoritarios —aunque en muchísimo menor grado que en Lenin y Trotsky— y muchas de
las críticas que le hizo Bakunin son todavía válidas. Pero los gérmenes de libertad que se
hallan en los escritos de Marx y Engels no son menos fecundos y poderosos que la
dogmática herencia hegeliana. Y todavía puede agregarse algo más: el proyecto socialista es
esencialmente un proyecto prometeico de liberación de los hombres y los pueblos.
Solamente desde esta perspectiva se puede (y se debe) hacer una crítica de las tendencias
autoritarias del marxismo. En 1956 Bertrand Russell resumía admirablemente la posición
de una conciencia libre frente a los dogmas terroristas: «Mis objeciones al comunismo
moderno son más profundas que mis objeciones a Marx. Lo que encuentro particularmente
desastroso es el abandono de la democracia. Una minoría que se apoya sobre las
actividades de la policía secreta tiene que convertirse en una minoría cruel, opresora y
oscurantista. Los peligros que engendra el poder irresponsable fueron generalmente
reconocidos durante los siglos XVIII y XIX pero muchos, cegados por los éxitos exteriores
de la Unión Soviética, han olvidado todo aquello que fue penosamente aprendido durante
los años de la monarquía absoluta: víctimas de la curiosa ilusión de que forman parte de la
vanguardia del progreso, han retrocedido a las peores épocas de la Edad Media.» (Portraite
from Memory, New York, 1956.)
El rechazo del cesarismo y de la dictadura comunista no implica en manera alguna
justificar al imperialismo norteamericano, al racismo o a la bomba atómica, ni cerrar los
ojos ante la injusticia del sistema capitalista. No podemos justificar lo que pasa en
Occidente y en América Latina diciendo que es peor lo que pasa en Rusia o en
Checoeslovaquia: los horrores de allá no justifican los horrores de aquí. La existencia de
ciudad Netzahualcóyotl con su millón de seres humanos viviendo una vida subhumana a las
puertas mismas de la ciudad de México nos prohíbe toda hipócrita complacencia. Lo que
pasa entre nosotros es injustificable, trátese de la prisión de Onetti, los asesinatos de Chile o
las torturas de Brasil. Pero tampoco es posible cerrar los ojos ante la suerte de los disidentes
rusos, checos, chinos o cubanos. La defensa de las llamadas «libertades formales» es, hoy
por hoy, el primer deber político de un escritor, lo mismo en México que en Moscú o en
Montevideo. Las «libertades formales» no son, claro está, toda la libertad y la libertad
misma no es la única aspiración humana: la fraternidad, la justicia, la igualdad, la
seguridad, no son menos deseables. Pero sin esas libertades formales —la de opinión y
expresión, la de asociación y movimiento, la de poder decir no al poder— no hay ni
fraternidad, ni justicia, ni esperanza de igualdad.
Sobre esto deberíamos ser rigurosos y denunciar implacablemente todos los
equívocos, las confusiones y las mentiras. Es inadmisible, por ejemplo, que personas que
todavía hace unos cuantos meses llamaban a la libertad de prensa una «mistificación
burguesa» y excitaban a los estudiantes, en nombre de un radicalismo trasnochado y
oscurantista, a violar el principio de libertad de cátedra, ahora formen comités y firmen
manifiestos para defender esa misma libertad de prensa en Chile y en Uruguay. Hace poco
Günter Grass nos ponía en guardia recordando la frivolidad pseudo-radical de los
intelectuales alemanes del periodo de la república de Weimar. Mientras hubo democracia en
Alemania, no cesaron de burlarse de ella y denunciarla como una ilusión y una trampa de la
burguesía, pero cuando, fatalmente, llegó Hitler, huyeron —no hacia Moscú sino hacia
Nueva York, sin duda para continuar con mayor ardor su crítica de la sociedad burguesa.
Las semejanzas morales y estructurales entre el stalinismo y el nazismo no nos
deben hacer olvidar sus diferentes orígenes ideológicos. El nazismo fue una ideología
estrechamente nacionalista y racista mientras que el stalinismo fue la perversión de la gran
y hermosa tradición socialista. El leninismo se presenta como una doctrina universal. Es
imposible no conmoverse con el Lenin de El Estado y la Revolución. También es imposible
olvidar que fue el fundador de la Cheka y el hombre que desató el terror contra los
mencheviques y los socialistas revolucionarios, sus compañeros de armas. Casi todos los
escritores de Occidente y de América Latina, en un momento o en otro de nuestras vidas, a
veces por un impulso generoso aunque ignorante, otras por debilidad frente a la presión del
medio intelectual y otras simplemente por «estar a la moda», hemos sufrido la seducción
del leninismo. Cuando pienso en Aragon, Eluard, Neruda y otros famosos poetas y
escritores stalinistas, siento el escalofrío que me da la lectura de ciertos pasajes del Infierno.
Empezaron de buena fe, sin duda. ¿Cómo cerrar los ojos ante los horrores del capitalismo y
ante los desastres del imperialismo en Asia, y África y nuestra América? Experimentaron
un impulso generoso de indignación ante el mal y de solidaridad con las víctimas. Pero
insensiblemente, de compromiso en compromiso, se vieron envueltos en una malla de
mentiras, falsedades, engaños y perjurios hasta que perdieron el alma. Se volvieron,
literalmente, unos desalmados. Puedo parecer exagerado: ¿Dante y sus castigos por unas
opiniones políticas equivocadas? ¿Y quién cree hoy en el alma? Agregaré que nuestras
opiniones en esta materia no han sido meros errores o fallas en nuestra facultad de juzgar.
Han sido un pecado, en el antiguo sentido religioso de la palabra: algo que afecta al ser
entero. Muy pocos entre nosotros podrían ver frente a frente a un Solyenitzin o a una
Nadeja Mandelstam. Ese pecado nos ha manchado y, fatalmente, ha manchado también
nuestros escritos. Digo esto con tristeza y con humildad.
México, marzo de 1974
GULAG: ENTRE ISAÍAS Y JOB[*]

Algunos escritores y periodistas, en México y en otros países de América y de


Europa, han criticado con cierta dureza las declaraciones —no siempre acertadas, es verdad
— que ha hecho Solvenitzin durante los últimos meses. El tono de esas recriminaciones,
entre vindicativo y reconfortado, es el de aquel al que se le ha quitado un peso de encima:
«Ah, todo se explica, Solyenitzin es un reaccionario…» Esta actitud es un indicio más de
que las denuncias y revelaciones del escritor ruso acerca del sistema totalitario soviético
fueron aceptadas à contre coeur por muchos intelectuales de Occidente y de América
Latina. No es extraño: el mito bolchevique, la creencia en la pureza y bondad esenciales de
la Unión Soviética, por encima o más allá de sus faltas y extravíos, es una superstición
difícilmente erradicable. La antigua distinción teológica entre sustancia y accidente opera
en los creyentes de nuestro siglo con la misma eficacia que en la Edad Media: la sustancia
es el marxismo leninismo y el accidente es el stalinismo. Por eso, cuando se publicaron los
primeros libros de Solyenitzin, el inteligente y tortuoso Lukács intentó transformarlo en un
«realista socialista», es decir, en un disidente dentro de la Iglesia. Pero la aparición de
Solyenitzin —y no sólo la suya sino la de muchos otros escritores e intelectuales rusos
independientes— fue y es significativa y precisamente por lo contrario: son disidentes fuera
de la Iglesia. Su repudio del marxismo leninismo es total. Esto es lo que me parece
portentoso: más de medio siglo después de la Revolución de octubre, numerosos espíritus
rusos, tal vez los mejores: científicos, novelistas, historiadores, poetas y filósofos, han
dejado de ser marxistas. Incluso algunos, como Solyenitzin y Brodsky, han regresado al
cristianismo. Se trata de un fenómeno incomprensible para muchos intelectuales europeos y
latinoamericanos. Incomprensible e inaceptable.
No sé si la historia se repita: sé que los hombres cambian poco. No hay salvación
fuera de la Iglesia: si Solyenitzin no es un revolucionario disidente, tiene que ser un
imperialista reaccionario. Condenar a Solyenitzin, que se atrevió a hablar, es absolverse a
uno mismo, que calló años y años. La verdad es que Solyenitzin no es ni revolucionario ni
reaccionario: su tradición es otra. Al repudiar al marxismo leninismo repudió también a la
tradición «ilustrada» y progresista de Occidente. Está tan lejos de Kant y de Robespierre
como de Marx y de Lenin. Tampoco siente simpatía por Adam Smith y Jefferson. No es ni
liberal ni demócrata ni capitalista. Cree en la libertad, sí, porque cree en la dignidad
humana; también cree en la caridad y en la fraternidad, no en la democracia representativa
ni en la solidaridad de clase. Aceptaría que Rusia fuese gobernada por un autócrata, si ese
autócrata fuese asimismo un cristiano auténtico: alguien que creyese en la santidad de la
persona humana, en el misterio cotidiano del otro que es nuestro semejante. Aquí debo
detenerme, por un instante, y decir que disiento de Solyenitzin en esto: los cristianos no
aman a sus semejantes. Y no los aman porque nunca han creído realmente en el otro. La
historia nos enseña que, cuando lo han encontrado, lo han convertido o lo han exterminado.
En el fondo de los cristianos, como en el de sus descendientes marxistas, percibo un terrible
disgusto de sí mismos que los hace detestar y envidiar a los otros, sobre todo si los otros
son paganos. Ésta es la fuente psicológica de su celo proselitista y de las inquisiciones con
que unos y otros han ensombrecido el planeta.
El cristianismo de Solyenitzin no es dogmático ni inquisitorial. Si su cristianismo lo
aleja de las instituciones políticas democráticas creadas por la revolución burguesa, también
lo convierte en enemigo de la idolatría al César y a su momia, así como el culto a la letra de
los libros santos, esas dos religiones de los países comunistas. En suma, el mundo de
Solyenitzin es la sociedad premoderna con su sistema de jurisdicciones especiales,
libertades locales y fueros individuales. Ahora bien, por más arcaica que nos parezca su
filosofía política, su visión refleja con mayor claridad que las críticas de sus adversarios la
encrucijada histórica en que nos hallamos. Confieso que muchas veces sus razones no me
convencen y que su estilo intelectual es ajeno y contrario a mis hábitos mentales, a mis
gustos estéticos e incluso a mis convicciones morales. Estoy más cerca de Celso que de
Orígenes, prefiero Plotino a San Agustín y Hume a Pascal. Pero la mirada directa y simple
de Solyenitzin atraviesa la actualidad y nos revela lo que está escondido entre los pliegues y
repliegues de los días. La pasión moral es pasión por la verdad y provoca la aparición de la
verdad. Hay un elemento profético en sus escritos que no encuentro en ningún otro de mis
contemporáneos. A veces, como entre los tercetos de Dante —aunque la prosa del ruso es
más bien pesada y su argumentación prolija— oigo la voz de Isaías y me estremezco y
rebelo; otras, oigo la de Job y entonces me apiado y acepto. Como los profetas y como
Dante, el escritor ruso nos habla de la actualidad desde la otra orilla, esa orilla que no me
atrevo a llamar eterna porque no creo en la eternidad. Solyenitzin nos habla de lo que está
pasando, es decir, de lo que nos pasa y nos traspasa. Toca la historia desde la doble
perspectiva del ahora mismo y del más allá.
Salvo en ciertas regiones cuya historia se desvía del curso general de la europea
hacia fines del siglo XVII (pienso en España, Portugal y las antiguas colonias americanas
de ambas naciones), Occidente vive el fin de algo que comenzó en el siglo XVIII: esa
modernidad que, en la esfera de la política, se expresó en la democracia representativa, el
equilibrio de poderes, la igualdad de los ciudadanos ante la lev y el régimen de derechos
humanos y de garantías individuales. Como si se tratase de una confirmación irónica y
demoníaca de las previsiones de Marx —una confirmación al revés— la democracia
burguesa muere a manos de su creación histórica. Así parece cumplirse la negación
creadora de Hegel y sus discípulos: digo parece porque se cumple de una manera perversa:
el hijo matricida, el destructor del viejo orden, no es el proletariado universal, sino el nuevo
Leviatán, el Estado burocrático. La Revolución destruye a la burguesía pero no para liberar
a los hombres sino para encadenarlos más férreamente. La conexión entre el Estado
burocrático y el sistema industrial, creado por la democracia burguesa, es de tal modo
íntima que la crítica del primero implica necesariamente la del segundo.
El marxismo resulta insuficiente en nuestros días porque su crítica del capitalismo,
lejos de incluir la del industrialismo, contiene una apología de sus obras. Cantar a la técnica
y pensar en la industria como el agente máximo de liberación de los hombres, creencia
común de los capitalistas y los comunistas, fue lógico en 1850, legítimo en 1900, explicable
en 1920 pero resulta escandaloso en 1975. Hoy nos damos cuenta de que el mal no reside
únicamente en el régimen de propiedad de los medios de producción, sino en el modo
mismo de producción. Es imposible, naturalmente, renunciar a la industria; no lo es dejar
de endiosarla y tratar de limitar sus destrozos. Aparte de sus nocivas consecuencias
ecológicas, quizá irreparables, el sistema industrial entraña peligros sociales que ya nadie
ignora. Es inhumano y deshumaniza todo lo que toca, de los «señores de las máquinas» a
sus «servidores», como llama el economista Perroux a los que intervienen en el proceso,
propietarios, tecnócratas y trabajadores. Cualquiera que sea el régimen político en que se
desarrolle, la industria moderna crea automáticamente estructuras impersonales de trabajo y
relaciones humanas no menos impersonales, despiadadas y mecánicas. Esas estructuras y
esas relaciones contienen ya en potencia, como la célula al futuro organismo, al Estado
burocrático con sus administradores, sus moralistas, sus jueces, sus psiquiatras y sus
campos de reeducación por el trabajo.
Desde que apareció, el marxismo ha pretendido conocer el secreto de las leyes del
desarrollo histórico. Esta pretensión no lo ha abandonado a lo largo de su historia y se
encuentra en los escritos de todas las tendencias en que se ha dividido, de Bernstein a
Kautsky y de Lenin a Mao. No obstante, entre sus previsiones acerca del futuro no figura la
posibilidad que ahora nos parece más amenazadora e inminente: el totalitarismo burocrático
como desenlace de la crisis de la sociedad burguesa. Hay una excepción: la de León
Trotsky. La menciono —aunque una golondrina no hace verano— porque el caso es
patético. Al final de su vida, en el último artículo que escribió, poco antes de ser asesinado,
Trotsky evocó —sin creer mucho en ella, de pasada, como quien disipa una pesadilla— la
hipótesis de que la visión marxista de la historia moderna como el triunfo final del
socialismo pudiese ser un terrible error de perspectiva. Dijo entonces que, en la ausencia de
revoluciones proletarias en Occidente, en el curso de la segunda guerra mundial o
inmediatamente después de ella, la crisis del capitalismo se resolvería por la aparición de
regímenes colectivistas totalitarios, cuyos primeros ejemplares históricos eran, en aquellos
días (1939), la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin. Más tarde, algunos grupos
trotskistas (aunque disidentes dentro de esa tendencia, como el que publica Socialisme ou
Barbarie) han orientado sus análisis en la dirección apuntada por Trotsky pero no han
logrado diseñar una verdadera teoría marxista del totalitarismo colectivista. El obstáculo
principal para la recta comprensión del fenómeno es que se niegan a reconocer, como su
maestro, el carácter de la clase de la burocracia.[1]
Lo más extraño es que lo único que se le ocurrió a Trotsky para enfrentarse al nuevo
Leviatán fue ¡elaborar un programa mínimo de defensa de los trabajadores! Es revelador
que, a pesar de su extraordinaria inteligencia, no reparase en dos circunstancias. La primera
es que él mismo, con su intolerancia dogmática y su concepción rígida del partido
bolchevique como el instrumento de la historia, había contribuido poderosamente a la
edificación del primer Estado burocrático mundial. La ironía es más hiriente si se recuerda
que Lenin, en su «testamento», reprocha a Trotsky sus tendencias burocráticas y su
inclinación a tratar los problemas desde el ángulo puramente administrativo. La segunda
circunstancia es la desproporción entre la enormidad del mal que percibía Trotsky —el
totalitarismo colectivista en lugar del socialismo— y la inanidad del remedio: un programa
mínimo de acción. Curiosa visión de los revolucionarios profesionales: reducen la historia
del mundo a la redacción de un manifiesto y a la constitución de un comité. La burocracia y
el apocalipsis.
El Estado burocrático no es una exclusiva de los países llamados socialistas. Se dio
en Alemania y podrá darse en otras partes: la sociedad industrial lo lleva en su vientre. Lo
prefiguran las grandes empresas transnacionales y otras instituciones que son parte de las
democracias de Occidente, como la CIA norteamericana. Por todo esto, si la libertad ha de
sobrevivir al Estado burocrático, debe encontrar una alternativa distinta a la que hoy
ofrecen las democracias capitalistas. La debilidad de estas últimas no es física sino
espiritual: son más ricas y más poderosas que sus adversarios totalitarios pero no saben qué
hacer con su poder y con su abundancia. Sin fe en nada que no sea el logro inmediato, han
pactado con el crimen una y otra vez. Esto es lo que ha dicho Solyenitzin —aunque en el
lenguaje religioso de otra edad— y esto es lo que ha provocado el escándalo de los fariseos.
Agregaré algo que debería haber dicho y que es lamentable que no haya dicho: las
democracias de Occidente han protegido y protegen a todos los tiranos y tiranuelos de los
cinco continentes.
Se dice con frecuencia que Solyenitzin no ha revelado nada nuevo. Es verdad: todos
sabíamos que en la Unión Soviética existían campos de trabajo forzado que eran lugares de
exterminio de millones de seres humanos. Lo nuevo es que la mayoría de los «intelectuales
de izquierda» por fin ha aceptado que el paraíso era infierno. Esta vuelta a la razón, me
temo, se debe no tanto al genio de Solyenitzin como al saludable efecto de las revelaciones
de Jruschov. Creyeron por consigna y han dejado de creer por consigna. Tal vez por esto
muy pocos entre ellos, poquísimos, han tenido el valor humilde de analizar en público su
extravío y explicar las razones que los movieron a pensar y obrar como lo hicieron. Es tan
grande la resistencia a reconocer que se ha cometido un error, que una de esas almas
empedernidas, un gran poeta, dijo: «¿cómo no me iba a equivocar yo, un escritor, si la
Historia misma se equivocó?» Los griegos y los aztecas sabían que sus dioses pecaban pero
los modernos los aventajan: la Historia, esa idea encarnada, se va de picos pardos como una
matrona de cascos ligeros, con el primero que llega, llámese Tamerlán o Stalin. En esto ha
parado el marxismo, un pensamiento que se presenta como «la crítica del cielo».
En un artículo que consagré a la aparición del primer volumen de Archipiélago
Gulag («Polvos de aquellos lodos», recogido en este mismo libro, págs. 281-305), subrayé
que el respeto que me inspira Solyenitzin no implica adhesión a sus ideas ni a sus
posiciones. Apruebo su crítica al régimen soviético y al hedonismo, hipocresía y miope
oportunismo de las democracias de Occidente; repudio su idea simplista de la historia como
una lucha entre dos imperios y dos tendencias. Solyenitzin no ha comprendido que el siglo
de la desintegración y liquidación del sistema imperial europeo ha sido también el del
renacimiento de viejos países asiáticos, como China, y el del nacimiento de jóvenes
naciones en África y en otras partes del mundo. ¿Esos movimientos se resolverán en un
gigantesco fracaso histórico como el que ha sido, hasta ahora, el de Brasil y los países
hispanoamericanos, nacidos hace un siglo y medio de la desintegración española y
portuguesa? Es imposible saberlo pero el caso de China apunta más bien hacia lo contrario.
La ignorancia de Solyenitzin es grave porque su verdadero nombre es arrogancia.
Es una característica, por lo demás, muy rusa, como lo saben todos los que han tratado con
escritores e intelectuales de esa nación, sean disidentes o pertenezcan a la ortodoxia oficial.
Éste es otro de los grandes misterios rusos, como lo saben también todos los lectores de
Dostoyevski: en ellos la arrogancia va unida a la humildad, la brutalidad a la piedad, el
fanatismo a la mayor libertad espiritual. Insensibilidad y ceguera de un gran escritor y de un
gran corazón: Solyenitzin, el valeroso y el piadoso, ha mostrado cierta indiferencia
imperial, en el sentido lato de la palabra, ante los sufrimientos de los pueblos humillados y
sometidos por Occidente. Lo más extraño es que, siendo como es el amigo y el testigo de la
libertad, no haya sentido simpatía por las luchas de liberación de esos pueblos.
El ejemplo de Vietnam ilustra las limitaciones de Solyenitzin. Las suyas y las de sus
críticos. Los grupos que se opusieron, casi siempre con buenas y legítimas razones, a la
intervención norteamericana en Indochina, negaron al mismo tiempo algo innegable: el
conflicto era un episodio de la lucha entre Washington y Moscú. No verlo —o tratar de no
verlo— fue no ver lo que han visto muy bien Solyenitzin y (también) Mao: la derrota
norteamericana alienta las aspiraciones de hegemonía soviética en Asia y en Europa
occidental. Esos mismos grupos —socialistas, libertarios, demócratas, liberales
antiimperialistas— denunciaron con razón la inmoralidad y la corrupción del régimen de
Vietnam del Sur pero no dijeron una palabra sobre la verdadera naturaleza del que rige
Vietnam del Norte. Un testigo insospechable, Jean Lacouture, ha calificado al gobierno de
Hanoi como el más stalinista del mundo comunista. Su líder, Ho Chi Minh, dirigió una
purga sangrienta contra los trotskistas y otros disidentes de izquierda después de la
conquista del poder. Las crueles medidas adoptadas por el triunvirato que rige Cambodia
han consternado y avergonzado a los partidarios en Occidente de los kmeres rojos. Todo
esto comprueba que la izquierda está aprisionada por su propia ideología; por eso no ha
encontrado aún la manera de combatir al imperialismo sin ayudar al totalitarismo y a la
inversa. Pero Solyenitzin es también prisionero de la malla ideológica: dijo que la guerra de
Indochina fue un conflicto imperial pero no dijo que fue también y sobre todo una guerra de
liberación nacional. Esto último fue lo que le dio legitimidad. Ignorarlo no sólo es ignorar
la complejidad de toda realidad histórica sino su dimensión humana y moral. El
maniqueísmo es la trampa del moralista.
Las opiniones de Solvenitzin no invalidan su testimonio. Archipiélago Gulag no es
ni un libro de filosofía política ni un tratado de sociología. Su tema es otro: el sufrimiento
humano en sus dos notas extremas, la abyección y el heroísmo. No el sufrimiento que
inflige al hombre la naturaleza, el destino o los dioses sino otros hombres. El tema es
antiguo como la sociedad humana, antiguo como la horda primitiva y como Caín. Es un
tema político, biológico, psicológico, filosófico, religioso: el mal. Nadie ha podido decirnos
todavía por qué hay mal en el mundo y por qué hay mal en el hombre. La obra de
Solvenitzin tiene dos méritos, ambos muy grandes: el primero es ser el relato de algo vivido
y padecido; el segundo es constituir una completa y abrumadora enciclopedia de horror
político en el siglo XX. Los dos volúmenes que hasta ahora han aparecido son una
geografía y una anatomía del mal de nuestra época. Ese mal no es la melancolía ni la
desesperación ni el taediun vitae sino un sadismo sin erotismo: el crimen socializado y
sometido a las normas de la producción en masa. Un crimen monótono como una
multiplicación infinita. ¿Qué época y qué civilización pueden ofrecer un libro que compita
con el de Solvenitzin o con los relatos de los sobrevivientes de los campos nazis? Nuestra
civilización ha tocado el límite del mal (Hitler y Stalin) y esos libros lo revelan. En esto
consiste su grandeza. Las resistencias que han provocado las obras de Solvenitzin son
explicables: son la descripción de una realidad cuya sola existencia es la refutación más
completa, desoladora y convincente de varios siglos de pensamiento utópico, de
Campanella a Fourier y de Moro a Marx. Además, son la pintura verídica de una sociedad
abominable pero en la que millones de nuestros contemporáneos —entre ellos
innumerables escritores, científicos y artistas— han visto nada menos que los rasgos
adorables del Mejor de los Mundos Futuros. ¿Qué se dirán hoy a sí mismos, si es que se
atreven a hablar con ellos mismos, los autores de esos exaltados libros de viajes a la URSS
(Regreso del Futuro se llamaba uno de ellos) y de esos poemas entusiastas y encendidos
reportajes sobre «la patria del socialismo»?
Archipiélago Gulag asume la doble forma de la historia y del catálogo. Historia del
origen, desarrollo y multiplicación de un cáncer que comenzó como una medida táctica en
un momento difícil de la lucha por el poder y que terminó como una institución social en
cuyo funcionamiento destructivo participaron millones de seres, unos como víctimas y
otros como verdugos, guardianes y cómplices. Catálogo: inventario de los grados —que son
también gradas en la escala del ser— entre la bestialidad y la santidad. Al contarnos el
nacimiento, los progresos y las metamorfosis del cáncer totalitario, Solyenitzin escribe un
capítulo, tal vez el más terrible de la historia general del Caín colectivo; al relatar los casos
que ha presenciado y los que le han referido otros testigos oculares —en el sentido
evangélico de la expresión— nos entrega una visión del hombre. La historia es social; el
catálogo, individual. La historia es limitada: los sistemas sociales nacen, se desarrollan,
mueren: son pasajeros. El catálogo no es histórico: no tiene que ver con los sistemas sino
con la condición humana. La abyección y su contrapartida: la visión de Job en el muladar,
no tiene fin.
Cambridge, Mass., a 30 de octubre de 1975
LOS CENTURIONES DE SANTIAGO[*]

El cuartelazo del ejército chileno y la muerte violenta de Salvador Allende han sido
acontecimientos que, una vez más, han ensombrecido a nuestras tierras. Ayer apenas Brasil,
Bolivia, Uruguay —ahora Chile. El continente se vuelve irrespirable. Sombras sobre las
sombras, sangre sobre la sangre, cadáveres sobre cadáveres: la América Latina se convierte
en un enorme y bárbaro monumento hecho de las ruinas de las ideas y de los huesos de las
víctimas. Espectáculo grotesco y feroz: en la cumbre del monumento un tribunal de
pigmeos uniformados y condecorados gesticula, delibera, legisla, excomulga y fusila a los
incrédulos. Mientras Nixon se lava las manos sucias de Watergate en el lavamanos
ensangrentado que le tiende Kissinger, mientras Brejnev inaugura nuevos hospitales
psiquiátricos para disidentes incurables, mientras Chou en Lai agasaja a Pompidou en Pekín
y alerta a los europeos accidentales sobre «el peligro ruso» —los generalitos
latinoamericanos hacen otra de las suyas. La paz que construyen las superpotencias se
edifica sobre la humillación de los pueblos, el sacrificio de los disidentes y los despojos de
las democracias destruidas: Grecia, Checoslovaquia, Uruguay, Chile. En Praga los tanques
rusos y en Santiago los generales entrenados y armados por el Pentágono, unos en nombre
del marxismo y los otros en el del antimarxismo, han consumado la misma «demostración»:
la democracia y el socialismo son incompatibles.
Condenar la acción de los militares chilenos y denunciar las complicidades
internacionales que la hicieron posible, unas activas y otras pasivas, puede calmar nuestra
legítima indignación. No es bastante. Entre los intelectuales la protesta se ha convertido en
un rito y una retórica. Aunque el rito desahoga al que lo ejecuta, ha perdido sus poderes de
contagio y convencimiento. La retórica se gasta y nos gasta. No protesto contra las
protestas. Al contrario: las quisiera más generalizadas, enérgicas y eficaces. Pido, sobre
todo, que sean acompañadas o seguidas por un análisis de los hechos. La indignación puede
ser una moral pero es una moral a corto plazo. No es ni ha sido nunca el sustituto de una
política. Renunciar al pensamiento crítico es renunciar a la tradición que fundó el
pensamiento revolucionario y abrazar, ya que no las ideas, los métodos intelectuales del
adversario: la invectiva, la excomunión, el exorcismo, la recitación de las autoridades
canónicas. Lo ocurrido en Chile ha sido una gran tragedia. También ha sido, digámoslo sin
miedo, una gran derrota. Una más en una larga serie de derrotas. ¿Por qué y cómo? Hay que
hacer un examen de la situación nacional e internacional, valorar las fuerzas sociales en
juego, reflexionar sobre los métodos empleados y reconocer —aunque sea humillante para
los dirigentes y los teóricos, engreídos con sus frágiles esquemas— que los resultados han
sido desastrosos. Y hay que completar esta reflexión histórica y política con un examen de
conciencia.
La izquierda latinoamericana lucha contra formidables enemigos: el imperialismo
norteamericano —hoy más o menos tranquilo en sus flancos internacionales gracias a su
doble entendimiento con Rusia y con China—, las grandes oligarquías, la casta militar y los
restos de los antiguos partidos conservadores. En algunos casos, como sucedió en Chile, ha
convertido a su aliada natural en este periodo histórico, la clase media, en su adversario.
Pero la izquierda también está en lucha con ella misma. No sólo está dividida en muchas
tendencias sino que, más grave y decisivamente, está desgarrada entre la relativa debilidad
de sus fuerzas y el carácter geométrico y absoluto de sus programas. Su predicamento es el
de aquel que pretende perforar rocas con alfileres. En Europa Occidental contrasta la fuerza
de los movimientos de izquierda franceses e italianos con la prudente modestia de sus
programas; en América Latina sucede exactamente lo contrario. Apenas si es necesario
añadir que el radicalismo de los grupos extremistas —el último ejemplo es el del MIR
chileno— opera invariablemente como una provocación. Los extremistas pertenecen a la
clase media y en sus actos e ideologías son determinantes, como lo fueron en los de los
jóvenes fascistas de la década anterior a la segunda guerra, la desesperación, la inseguridad
psicológica y las tendencias inconscientes al suicidio.
La tarea más urgente de los movimientos realmente democráticos y socialistas de la
América Latina es elaborar programas viables y diseñar una nueva estrategia y una nueva
táctica. Subrayo la palabra realmente porque estoy convencido de que el socialismo sin
democracia no es socialismo. La derrota de Chile expone a la izquierda latinoamericana a
graves tentaciones morales y políticas. La primera es pensar que la trágica experiencia de
Salvador Allende ha cerrado la vía democrática hacia el socialismo. Es un sofisma simplista
pero por su mismo simplismo, atractivo. Para refutarlo basta con recordar los recientes
fracasos de la violencia revolucionaria: ¿las derrotas de Guevara y los «tupamaros»
significan que la vía violenta hacia el socialismo se ha clausurado? La verdad es que
violencia y legalidad son variables que dependen tanto de las circunstancias nacionales
como de la situación internacional. Las condiciones de Chile no fueron propicias, eso es
todo. El dirigente socialista francés François Mitterrand piensa que en Francia las cosas
habrían ocurrido de otra manera: «Es absurdo querer comparar un país subdesarrollado con
un país industrializado. Nuestro socialismo será un socialismo de la abundancia.»
En un artículo reciente (El tránsito hacia el socialismo pacífico, en Le Monde del 24
de septiembre), Maurice Duverger comenta el caso de Chile y hace algunas observaciones
dignas de meditarse: «La primera condición del paso democrático hacia el socialismo, en
un país de Europa Occidental como Francia, es que el gobierno de izquierda tranquilice a
las clases medias sobre su suerte en el régimen futuro, para así disociarlas del núcleo de los
grandes capitalistas, condenados a desaparecer o a sufrir un estrecho control. Esto significa
que la evolución hacia el socialismo debe ser progresiva y muy lenta, de modo que en cada
etapa el régimen pueda contar con el apoyo de una buena parte de aquellos que al principio
lo temían. La suerte de los pequeños negocios debe precisarse con la mayor claridad,
mostrando que será mejor que bajo el capitalismo de los grandes monopolios y oligopolios.
La nacionalización de las grandes industrias no debe acompañarse de ocupaciones violentas
y desordenadas, algo que hizo mucho daño al régimen de Allende. Debe mantenerse con
firmeza el orden público, incluso si esto implica restringir la espontaneidad de los
movimientos populares. Estas condiciones son draconianas y es comprensible que los
extremistas las rechacen. Hay que recordarles la frase de Lenin: los hechos son testarudos.
La realidad es la realidad, por más desagradable que sea. Por otra parte, la vía
revolucionaria hacia el socialismo es aún más difícil que la vía democrática en los países de
Occidente.» Agregó: y todavía más en los países subdesarrollados y dependientes.
La pregunta sobre la pretendida incompatibilidad entre el socialismo y la
democracia debería cambiarse por otra: ¿es posible el socialismo en un país
subdesarrollado, dependiente, apenas o insuficientemente industrializado y que, colmo de
males, vive esencialmente de la exportación de un producto único? La respuesta de Marx y
Engels habría sido un categórico: No. Ambos concebían al socialismo primordialmente
como un instrumento de transformación social y secundariamente de transformación
económica; quiero decir, para ellos el socialismo sería la consecuencia de la industria y no
un método para la industrialización. Engels subrayó muchas veces que una revolución no
podía ir más allá de sus estructuras económicas y que era imposible saltar las etapas
históricas. Para los fundadores, el socialismo multiplica y hace más racional la producción
y la distribución en la sociedad industrial pero no tiene por misión crear a la industria. El
proletariado, la clase revolucionaria per se, no es el padre sino el hijo de la era industrial.
Nada más extraño al marxismo original que el «voluntarismo» económico de un Mao —
para no hablar del ascetismo socialista que Guevara pretendía imponer a los trabajadores. A
pesar de los cambios que ha sufrido la doctrina, ninguno de los sucesores, de Kautsky a
Trotsky y de Rosa Luxemburgo a Lenin, afirmó nunca la posibilidad de establecer
auténticos regímenes socialistas en países no-industrializados, y, además, monoproductores.
Tampoco Stalin. El ideólogo del «socialismo en un solo país» puso siempre, como
condición determinante, que el país tuviese las dimensiones y los recursos de un continente
—la URSS. Es verdad que después hemos visto a países como Cuba y Albania llamarse a sí
mismos socialistas. ¿Lo son realmente? Engels llamaba al estatismo de Bismark:
«socialismo de cuartel». Si el socialismo, en el sentido recto del término, no puede ser en
esta etapa histórica mundial el remedio para los inmensos males de las naciones
latinoamericanas, ¿cuál puede ser el programa mínimo de la izquierda? Ésta es la pregunta
que deberíamos hacernos todos. El porvenir de nuestros desdichados países depende, en
buena parte, de la respuesta que logremos darle. ¿O es ya demasiado tarde?
Para combatir con eficacia al adversario hay que conocerlo. El cuartelazo de Chile
presenta los rasgos tradicionales de los «pronunciamientos» latinoamericanos. A los
mexicanos nos recuerda la sublevación del general Huerta y el asesinato del Presidente
Madero. Sin embargo, en el movimiento chileno aparecen ciertas notas distintas y
distintivas. Conviene destacarlas porque, probablemente, se acentuarán en el futuro. Me
refiero a la movilización y la manipulación de la clase media y de la pequeña burguesía
pobre, a la xenofobia, al puritanismo sexual (las dictaduras son púdicas) y, sobre todo, al
proyecto de crear un Estado corporativo en el que el Ejército tendrá el lugar privilegiado
que tenía el Partido en la Italia de Mussolini. Aunque no se trata de una verdadera ideología
sino de una «cobertura ideológica» hecha de retazos, todos estos síntomas evocan la imagen
del fascismo.[1] La comisión de actos abyectos como el saqueo de la casa de Pablo Neruda y
de la destrucción de sus libros y sus papeles, acentúa el parecido. Apenas nacido, el
régimen chileno se distingue ya del brasileño. Este último es una dictadura militar
tecnocrática, apoyada en el gran capital nacional e internacional, no-ideológica y que, hasta
ahora, no ha pretendido servirse políticamente de las clases medias. El recurso a la
ideología y la explotación de la xenofobia indican que la situación chilena es mucho más
crítica que la brasileña. En Chile no podrá operar la movilidad social, resultado del
desarrollo económico brasileño, como válvula de escape a las tensiones sociales. El
régimen militar de Santiago se enfrentará a las mismas severas limitaciones económicas a
que se enfrentó Allende.
Extraño triángulo: frente al régimen militar chileno, el brasileño; ante ellos, la
ambigüedad extraordinaria del peronismo. El fracaso de las ideologías políticas
tradicionales —los más sonados han sido el de los radicales argentinos y el de la
democracia cristiana chilena— son la causa inmediata de la aparición de todos esos
regímenes bizarros, en el sentido que daba Baudelaire a esa palabra: singularidad en el
horror. Escribí: «la causa inmediata» porque las mediatas son más profundas y se remontan
al gran fracaso de nuestras guerras de independencia, gran semillero de caudillos. El
militarismo latinoamericano nació con la independencia, aunque sus raíces son más
antiguas y se hunden en el pasado hispano-árabe. Estamos ante verdaderos híbridos
históricos. Para comprobarlo basta con echar una ojeada al mapa político: en un extremo el
populismo nacionalista de los militares peruanos y en el otro la dictadura tecnocrático-
militar brasileña. Él panorama es desolador: nuestras tierras son todavía la tierra de Tirano
Banderas. El personaje de Valle-Inclán es monstruoso y, al mismo tiempo, es intensamente
real. Es una realidad sin ideas, lo que no quiere decir que sea una realidad estúpida. Tirano
Banderas es la respuesta bárbara de la realidad latinoamericana a la miopía y a la ceguera
de los ideólogos.
El examen del pasado inmediato y del presente nos cura de la peor intoxicación: la
ideológica. Hay que acercarse a la realidad con humildad. Necesitamos elaborar programas
que correspondan a nuestra historia y a nuestro presente. A la luz de la terrible experiencia
del siglo XX, esos programas tendrán que ser democráticos —aunque no tienen por qué ser
copias de las democracias burguesas occidentales. También deberán contener los gérmenes
de un futuro socialismo y, ante todo, deberán proponer modelos de desarrollo económico y
de organización social que sean menos inhumanos e injustos que los de los regímenes
capitalistas y de los del «socialismo burocrático». No se trata de fundar paraísos sino de dar
respuestas reales a la realidad de nuestros problemas. Nos hacen falta, en dosis iguales, la
imaginación política y la sobriedad intelectual. América Latina es un continente de
retóricos y de violentos —dos formas de la soberbia y dos maneras de ignorar la realidad.
Debemos oponer a la originalidad monstruosa pero real de Tirano Banderas la originalidad
humana de una política a un tiempo realista y racional. Tenemos una literatura y un arte,
¿cuándo tendremos un pensamiento político?
Estas apresuradas observaciones no tienen nada de categórico o definitivo. Son
opiniones personales y no editoriales. No se proponen tanto sostener una tesis como iniciar
un diálogo. Más que nada son una imitación a estudiar en serio y con ojos nuevos los
problemas históricos, sociales y políticos de nuestra América. Una vez más: Plural está
abierto a la discusión. Pero no solamente a la discusión: Plural afirma su solidaridad con
las víctimas de la represión y especialmente con los escritores y artistas chilenos.
Cambridge, a 28 de septiembre de 1973
DISCURSO DE JERUSALÉN[*]

Hace apenas unos días mi mujer y yo dejamos la ciudad de México. Durante el


viaje, mientras volábamos sobre dos continentes y dos mares, pensé continuamente en un
párrafo de la carta que, unos meses antes, me había enviado el señor Teddy Kollek, Alcalde
de Jerusalén, para anunciarme que se me había otorgado el Premio que hoy, conmovido y
agradecido, tengo el honor de recibir. En su carta el señor Kollek me decía que el Premio
Internacional Jerusalén tiene por objeto distinguir una obra literaria que sea asimismo una
defensa y una exaltación de la libertad. Nada me parece más natural que unir libertad y
literatura: son realidades complementarias. Sin la libertad, la literatura es sólo sonido sin
destino ni sentido; sin la palabra, la libertad es un acto ciego. La palabra encarna en el acto
libre y la libertad se vuelve conciencia al reflejarse en la palabra. Ya en el avión volví a
pensar en el misterio de la libertad y descubrí que estaba indisolublemente enlazado a las
piedras y al destino de Jerusalén. Pero antes de describir la naturaleza de la relación entre
Jerusalén y la libertad, debo hacer un breve paréntesis.
Llamo misterio a la libertad —a pesar de ser un término que usamos todos los días
— por dos razones; la primera, por ser un concepto paradójico y que desafía a todas las
definiciones; la segunda, porque en el antiguo sentido de la palabra, es decir, en su sentido
religioso, la libertad fue literalmente un misterio. En su origen, la libertad fue un fenómeno
indefinible, ambiguo, simultáneamente obscuro y luminoso, según ocurre con todo lo que
pertenece al dominio, magnético y contradictorio, que llamamos lo sagrado. En nuestros
días la libertad es un concepto político, pero las raíces de ese concepto son religiosas. Del
mismo modo que el científico encuentra en un pedazo de terreno diversos estratos
geológicos, en la palabra libertad podemos percibir diferentes capas de significados: idea
moral, concepto político, paradoja filosófica, lugar común retórico, careta de tiranos y, en el
fondo, misterio religioso, diálogo del hombre con el destino.
Al reflexionar sobre los cambios de sentido de la palabra libertad, descubrí de
pronto que la dirección de mi viaje, en el plano geográfico y espacial, correspondía a la de
mi pensamiento en el plano histórico y espiritual. Al aterrizar el avión en Nueva York,
primera escala de nuestro vuelo, recordé que en la fundación de esa ciudad había sido
decisiva la doble concepción, holandesa e inglesa, de la libertad. Esta concepción, traducida
primero a términos filosóficos y después a jurídicos y políticos, fue el fundamento de la
constitución de los Estados Unidos y de su historia. Al llegar a Londres, segunda escala de
nuestro viaje, di otro salto en el espacio y en el tiempo: ¿cómo olvidar que el mundo
moderno comienza con la Reforma y cómo olvidar que los ingleses transformaron ese
movimiento de libertad religiosa en la primera revolución política de Occidente? Por
último, al enfilar el avión hacia Jerusalén, volví a comprobar la correspondencia de mis
movimientos con la orientación de mi pensamiento: regresaba al origen, al lugar donde la
palabra humana y la divina se enlazaron en un diálogo que fue el comienzo de la doble idea
que ha alimentado a nuestra civilización desde el principio: la idea de libertad y la idea de
historia. Ambas son inseparables de la palabra judía y, especialmente, de uno de los
momentos centrales de esa palabra: El libro de Job. Con el diálogo entre Job, sus amigos y
Dios, comienza algo que después se prosiguió en otras tierras y ciudades —Atenas,
Florencia, París, Londres— algo que todavía no termina y que hoy ha regresado al lugar de
su nacimiento. Jerusalén, «la ciudad de las hermosas colinas», como la llamó Jehuda-
Haleví, que no llegó a verla con los ojos de la carne pero que la contempló con los ojos de
la imaginación, Jerusalén, la antigua ciudad de la palabra, ahora se ha convertido en la
ciudad de la libertad.
En todas las civilizaciones hay un momento en el que el hombre se enfrenta al
enigma de la libertad. En el Bhagavad Gita ese momento es el de la epifanía del dios
Krisna. El dios ha asumido la forma humana de cochero del carro de guerra del héroe
Arjuna. Un día antes de la batalla, Arjuna vacila y duda: si toda matanza es horrible, la que
se avecina lo es más que las otras pues los jefes del ejército enemigo son sus primos y
parientes, gente de su propia casta. La destrucción de la casta, dice Arjuna, produce la
destrucción de «las leyes de la casta», es decir, la destrucción de la ley moral. Krisna
combate las razones del héroe con argumentos éticos y racionales pero, ante la resistencia
de Arjuna, se manifiesta en su forma divina. Esa forma abarca todas las formas, las de la
vida tanto como las de la muerte. Arjuna, aterrado, se prosterna ante esta presencia que
comprende todas las presencias y en la que bien y mal dejan de ser realidades opuestas.
Krisna resume la situación del hombre frente a Dios en una frase: Tú eres mi herramienta.
La libertad se disuelve en el absoluto divino. En el otro extremo, Sófocles nos presenta el
predicamento de Antígona frente al cadáver de su hermano: si lo entierra, cumple con la ley
del cielo pero viola la ley de la ciudad. El diálogo entre Creonte y Antígona no es el
conflicto entre dos voluntades sino entre dos leyes: la sagrada y la humana. Antígona
escoge la ley del cielo —y perece; Creonte escoge la de los hombres —y también perece.
¿Escogieron realmente? El destino griego no es menos implacable que el dios Krisna.
En el Libro de Job la perspectiva cambia radicalmente. Los sufrimientos de Job
pueden verse como una ilustración viva del poder de Dios y de la obediencia del justo. Éste
es el punto de vista divino, por decirlo así. El punto de vista de Job es otro: aunque está
«vestido de llagas» —como dice, admirablemente, la versión castellana de Cipriano de
Valera— persiste en sostener su inocencia. Cierto, se inclina ante la voluntad divina y
admite su miseria; al mismo tiempo, confiesa que encuentra incomprensible el castigo que
padece: «Diré a Dios: no me condenes, hazme entender por qué pleiteas conmigo.» (X, 2).
Si no duda, tampoco cede: «Aun cuando me matare, en él esperaré: empero mis caminos
defenderé delante de él.» (XII, 15). El diálogo que entabla Job con Dios no es un diálogo
entre dos leyes sino entre dos libertades. Job no niega su miseria ontológica —Dios es el
ser y el hombre está roído por la nada— pero desde la perspectiva de su insignificancia
—«mis días son contados y el sepulcro me está aparejado»— afirma el carácter irreductible
y singular de su persona. Job es Job, un ser al mismo tiempo único y desdichado. Job
reclama el reconocimiento de su particularidad y en esta exigencia, simultáneamente justa e
insensata, reside el fundamento de la libertad y su carácter indefinible: la libertad es lo
particular frente a lo general, la partícula de ser que escapa a todos los determinismos, el
residuo irreductible y que no podemos medir. El verdadero misterio no está en la
omnipotencia divina sino en la libertad humana.
La libertad no es una esencia ni una idea en el sentido platónico de estas palabras,
porque es, como no se cansa de repetirlo Job, una particularidad que dialoga con un
determinismo y que, frente a él, se obstina en ser distinta y única.[1] La libertad es
indefinible; no es un concepto sino una experiencia concreta y singular, enraizada en un
aquí y un ahora irrepetibles. Por ser siempre distinta y cambiante la libertad es historia.
Mejor dicho, la historia es el lugar de manifestación de la libertad. No niego la existencia
de fuerzas y factores objetivos, unos de orden material y otros ideológicos; digo
simplemente que la historia no puede reducirse a esas fuerzas y que hay que contar con la
complicidad o con la rebeldía del hombre frente a ellas. Alternativamente víctima y señor
de esas fuerzas, el hombre es el donador de sentido. La historia no es el sentido del hombre,
como sostienen con cierta perversidad algunas filosofías: el hombre es el sentido de la
historia. De Bossuet a Hegel y Marx, las distintas filosofías de la historia son engañosas. La
historia no es discurso ni teoría: es el diálogo entre lo general y lo particular, los
determinismos objetivos y un ser único e indeterminado.
El azar y la necesidad, dos palabras muy citadas en estos días, quizá puedan explicar
los fenómenos biológicos, no los históricos. El azar, en la historia, se llama libertad. Es el
elemento imprevisible, la partícula de indeterminación, el residuo rebelde a todas las
definiciones y medidas. Es Job. La historia no es una filosofía ni puede extraerse de ella
una filosofía, salvo la filosofía antifilosófica de lo particular y lo imprevisible —la filosofía
de la libertad.
El caso de la historia moderna de Israel ilustra de un modo insuperable lo que acabo
de decir. Nuestro siglo ha sido y es un tiempo sombrío, inhumano. Un siglo terrible y que
será visto con horror en el futuro —si los hombres han de tener un futuro. Pero también
hemos sido testigos de momentos y episodios luminosos. Uno de esos momentos fue el de
la fundación de Israel; otro, el del combate por la existencia y la independencia de esta
nueva nación; otro más, la unificación de Jerusalén y su actual renacimiento cívico y
cultural. Aquí conviene repetir que toda tentativa por dividir de nuevo a Jerusalén no sólo
sería un inmenso e injustificable error histórico, sino que acarrearía otra vez incontables
sacrificios a las poblaciones judía y árabe. Nada de lo que he dicho es obstáculo para que se
encuentre una solución justa y pacífica que ponga fin al conflicto que desgarra a esta parte
del mundo y en la que tengan cabida las legítimas aspiraciones de los distintos pueblos y
comunidades, sin excluir naturalmente a las de los palestinos… Termino: la historia no
demuestra; muestra. La lucha de Israel por su existencia y su independencia no se resuelve
en una doctrina o en una filosofía política o social. Israel no nos ofrece una idea sino, algo
mejor, más vivo y más real: un ejemplo.
Jerusalén, a 26 de abril de 1977
LA LIBERTAD CONTRA LA FE[*]

¡Oh libertad preciosa


conocida tan mal de quien la tiene!
Lope de Vega
1. Tiros por la culata

Malos tiempos los nuestros: las revoluciones se han petrificado en tiranías


desalmadas; los alzamientos libertarios han degenerado en terrorismo homicida; Occidente
vive en la abundancia pero corroído por el hedonismo, la duda, el egoísmo, la dimisión. El
socialismo había sido pensado para Europa y su prolongación ultramarina: los Estados
Unidos. Según uno de los principios cardinales del marxismo (el verdadero), la revolución
proletaria sería la consecuencia necesaria del desarrollo industrial capitalista. Sin embargo,
no sólo no se cumplieron las profecías del «socialismo científico» sino que ocurrió algo
peor: se cumplieron al revés. Hoy son «socialistas» dos antiguos imperios, el zarista y el
chino —para no hablar de Cuba, Cambodia, Albania o Etiopía. La revolución rusa no tardó
en convertirse en una ideocracia totalitaria. Su desarrollo ha sido asombroso, no en
dirección hacia el socialismo sino hacia la constitución de un formidable imperio militar.
Aunque Occidente ha sido a su vez teatro de muchas convulsiones, ninguna de ellas
ha modificado realmente las estructuras económicas, sociales y políticas. Gran Bretaña,
Francia, Holanda y Bélgica han dejado de ser imperios coloniales. Alemania ha sido
dividida y los Estados Unidos son ahora la cabeza de Occidente pero el modo de
producción sigue siendo el mismo (capitalismo) y los sistemas políticos no han cambiado
en lo fundamental. En uno de los países con mayor y más profunda tradición marxista,
predestinado por la teoría a ser uno de los primeros en donde estallaría una revolución
proletaria, Alemania, se produjo un cambio de signo contrario: Hitler y sus nazis. Otro tiro
por la culata del marxismo. Nietzsche y Dostoyevski vieron más claro y más lejos que
Marx: la gran novedad del siglo XX no ha sido el socialismo sino la aparición del Estado
totalitario, dirigido por un comité de inquisidores.
Vencido el nazismo, los países europeos han regresado poco a poco a la democracia
liberal burguesa y las últimas dictaduras —España, Portugal, Grecia— han desaparecido.
No obstante, a pesar de la prosperidad económica y de la existencia de instituciones
democráticas —cada vez más deterioradas—, todos sabemos que Europa vive un «fin de
época». Si en algo no se equivocó Marx, fue en pensar que nuestra sociedad sufría un
padecimiento mortal y que sólo un cambio radical en los sistemas y las estructuras podría
devolvernos la salud, es decir, asegurar la continuidad de la vida civilizada en Europa y en
el mundo. Se equivocó en el remedio: no basta con cambiar el sistema de propiedad de los
medios de producción ni es cierto que la estructura económica sea la determinante y el resto
—política, religión, ciencia, artes, ideas, pasiones— meras superestructuras y
epifenómenos. Marx no fue, por lo demás, el único que en el siglo XIX vio la sociedad
civilizada como un organismo gravemente enfermo. El tema de la «decadencia de
Occidente» comenzó muy pronto y se extendió y creció a medida que transcurría el
siglo XIX. Es significativo que para muchos de esos pensadores —Tocqueville y Henry
Adams entre otros— la revolución no fuese un antídoto contra la decadencia sino uno de
sus resultados. En fin, cualquiera que sea nuestro diagnóstico sobre la naturaleza de esos
males, lo cierto es que después de la Segunda Guerra los intentos de los europeos por
cambiar sus estructuras han sido más y más tímidos. ¿Por qué?
Las causas de la inmovilidad europea son, sin duda, múltiples. Es evidente que el
proletariado no ha sido la clase revolucionaria internacional del mesianismo marxista; al
contrario: ha sido y es nacionalista y reformista. Pero el descenso del temple revolucionario
se debe también, en gran parte, a una suerte de parálisis de los grupos y partidos que
podrían haber emprendido esos cambios. Parálisis voluntaria, aunque no del todo
consciente y en la que ha sido determinante, sobre todo después de 1945, la influencia del
poderío de la Unión Soviética. No hay ningún misterio en esta aparente paradoja: no es
fácil que ningún socialista europeo —ni, en su fuero interno, ningún comunista lúcido—
desee para su país la suerte de Polonia o Checoslovaquia. Desde el fin de la Segunda
Guerra, Europa Occidental vive en un forzado status quo: todo cambio alteraría el
equilibrio en favor de la Unión Soviética. Este temor explica también la evolución de los
partidos comunistas occidentales hacia esa forma híbrida que se llama «eurocomunismo».
La sombra que arroja sobre el Continente europeo la máquina militar de la URSS, la
potencia más agresiva y expansionista en esta segunda mitad de siglo, es una sombra
venenosa que ha paralizado los movimientos socialistas en los países desarrollados. El
«socialismo soviético» no sólo ha sido incapaz de encender la revolución europea, como
esperaban Lenin y Trotsky, sino que ha impedido toda evolución hacia el verdadero
socialismo. Así, ha condenado a Occidente a la inmovilidad en materia social y política. A
su vez, la inmovilidad de Occidente ha provocado, no en la clase obrera sino en la clase
media intelectual, un estado de espíritu que, del desaliento a la exasperación, ha
desembocado en el terrorismo. Otro tiro por la culata: el terrorismo, contra lo que creen sus
adeptos, es un proceso circular que, al desencadenar la represión, fortifica al Estado y
consolida la inmovilidad social.
En la Unión Soviética la evolución ha sido aún más lenta que en Occidente. Por más
grandes que hayan sido los cambios después de la muerte de Stalin, la URSS y sus satélites
son esencialmente lo que fueron desde su origen: ideocracias totalitarias. Tels qu’en eux-
mêmes enfin le marxisme-leninisme les change…
El contraste con los países subdesarrollados no puede ser más grande. Esa realidad
heterogénea y abigarrada que se designa con la inexacta expresión Tercer Mundo (¿qué
tienen en común Zaire y Argentina, Brasil y Birmania, Costa Rica y Etiopía?) vive en
continuas revueltas, estallidos y trastornos. Casi todos los países asiáticos y africanos han
alcanzado la independencia pero muchos han caído bajo dictaduras nativas no menos
injustas y con frecuencia más feroces que la antigua dominación imperialista. América
Latina, un continente que es una porción excéntrica de Occidente, ha padecido también
sacudimientos. Todos ellos, sin excepción alguna, han terminado en dictaduras militares.
Este tercio de siglo nos sorprende por la proliferación de tiranías: Vietnam, Uruguay,
Indonesia, Chile, Angola, Argentina, Cambodia, Libia, Irak, etcétera, etcétera. Tiranías
verdes, rojas, negras o blancas pero todas sangrientas.
Un vistazo a la situación contemporánea revela que no es posible discernir un
propósito en todas estas agitaciones. El mundo se mueve pero ¿hacia dónde? Esas idas y
venidas, ya que no un sentido, ¿tienen una dirección? ¿Cómo saberlo? Si la historia es una
pieza de teatro, hay que confesar que no tiene pies ni cabeza. El texto, corrompido por
actores infieles, ha sido escrito por un loco cuyo perverso método de composición se reduce
a esmaltar sus improvisaciones con crímenes e incoherencias. El siglo XIX entronizó a la
historia y la convirtió en filosofía; los hombres, a través de ella, se adoraron a sí mismos.
Marx fue más allá: decretó la muerte de la filosofía. Sobrepasada por el materialismo
histórico, la filosofía sería «realizada» por la revolución proletaria. Para otros la historia fue
la nueva Sibila de Cumas. Los pensadores liberales y positivistas, de Comte a Michelet,
descorrieron el velo del futuro y nos mostraron su rostro… distinto en cada caso. Ahora la
historia, como siempre, ha desmentido las predicciones del liberalismo burgués, del
positivismo y del materialismo histórico. La refutación más convincente de todas las
filosofías de la historia es la historia misma. Todavía en 1930 Trotsky escribe: «La fuerza
del marxismo reside en su poder de predicción», frase que revela la enormidad de esas
ilusiones —y la magnitud del desengaño.
Kant esperaba la llegada de un Newton de la historia, que descubriría las leyes del
movimiento social como el otro había descubierto las que rigen las revoluciones de los
cuerpos celestes. El Newton de la historia no ha nacido ni es fácil que aparezca alguna vez
sobre esta tierra. Mientras tanto, en los campos de la física y la astronomía otros
descubrimientos y otros sistemas han restringido la validez de los de Newton. Pero las
decepciones de la historia son más dolorosas que las de la ciencia. Ante el fracaso de tantas
predicciones, muchos intelectuales se refugian en el escepticismo y el nihilismo; otros
buscan en los antiguos cultos y religiones de Oriente y Occidente un sustituto de las
ilusiones perdidas. Sin embargo, como procuraré mostrar en los artículos siguientes,
nuestro tiempo nos pide a todos y especialmente a los intelectuales no el abandono sino el
rigor. Sólo el renacimiento del espíritu crítico puede darnos luz en la oscuridad de la
historia presente.
2. Engañarse engañando

En el llamado Tercer Mundo: dictaduras, luchas intestinas y guerras exteriores, unas


y otras con la intervención de las grandes potencias, zarabanda grotesca de disfraces
ideológicos, matanzas que dejarían boquiabiertos a los asirios, los tártaros y los aztecas. En
el mundo «socialista»: regímenes que, bajo banderas idénticas, se amenazan e injurian sin
cesar, cuando no se combaten abiertamente como ocurre ahora con Vietnam y Cambodia.
Estas disensiones no son el reflejo de diferencias ideológicas profundas sino de intereses
contrarios: unos y otros están regidos por burocracias semejantes, con ideologías gemelas y
métodos de represión y terror paralelos. Lo más notable de todo esto es la persistencia de
los rasgos tradicionales, bajo el maquillaje ideológico. El Zar y el Hijo del Cielo siguen
gobernando, invisiblemente, a Rusia y a China. El gran superviviente del siglo XX ha sido
el nacionalismo.
Nada de lo que ocurre en el mundo subdesarrollado y en el «socialista» debe
hacernos cerrar los ojos ante la abyección de Occidente. Si queremos saber cuál es el estado
de la sociedad occidental, lo mejor será preguntarlo no a los economistas y a los politólogos
sino a los novelistas y a los poetas, es decir, a los cronistas de la vida de las sociedades, la
pública y la oculta. La literatura moderna, desde principios de siglo, es una vasta y
alucinante guía del infierno. A diferencia del infierno de Dante, el nuestro tiene puertas de
entrada pero no de salida —salvo las de la muerte. Pasajes circulares, galerías, túneles,
cárceles de espejos, subterráneos, jaulas suspendidas sobre el vacío, ir y venir sin fin y sin
salida: páginas de Joyce, Proust, Céline, Kafka. No es extraño que uno de los grandes
poemas del siglo se llame The Waste Land. Tampoco lo es que entre las líneas más citadas
de Pound se encuentren éstas: Llevaron putas a Eleusis, / sentaron cadáveres en el
banquete / por mandato de Usura. Sí, Diógenes ha dejado su tonel, se volvió star de
televisión y gana millones en un show; sí, en el Foro construyeron una perrera de oro para
la perra sarnosa del éxito, la diosa perra que odiaba Lawrence; sí, los íncubos y los súcubos
ofician en el Santuario; sí, en el Simposio se picotean los pericos borrachos y los cerdos
hozan el cadáver de Diotima.
Los políticos de Occidente han mostrado, con unas cuantas excepciones, una mezcla
suicida de miopía y cinismo. Han sido agresivos con los débiles y mansos con los
poderosos y los arrogantes. En otros casos, el más notable fue el de Watergate, han
revelado, a pesar de su astucia, una corrupción sin grandeza. Tanto o más que una derrota
militar, la guerra de Vietnam fue para los Estados Unidos un desastre moral y político. Su
intervención fue reprobable, su manera de hacer la guerra ineficaz y cruel, su salida sin
honor. La conducta de los Estados Unidos con sus aliados recuerda el discurso del
embajador de Atenas ante los notables de Melos para convencerlos de que rompiesen su
alianza con los lacedemonios. Harían bien los latinoamericanos en tener siempre presentes
estas palabras:
«En cuanto a lo que esperáis de los lacedemonios: si verdaderamente pensáis que su
sentido del honor los llevará a defenderos, os felicitamos por vuestra candidez pero no os
envidiamos vuestra inconsciencia. En sus relaciones entre ellos y en todo lo que toca a sus
instituciones nacionales, los lacedemonios manifiestan altas virtudes morales, pero habría
mucho que decir sobre sus tratos con los pueblos extranjeros. Para caracterizar lo mejor
posible y en pocas palabras su conducta, os diremos, lo sabemos por experiencia propia,
que no hay otro pueblo que tenga como ellos tal invencible propensión a confundir la moral
con su conveniencia y la justicia con su interés…»
Los ciudadanos de Melos, confiados en las promesas de los lacedemonios,
rechazaron el ultimátum ateniense. La ciudad fue sitiada, tomada, saqueada y destruida sin
que los lacedemonios interviniesen. Los atenienses mataron a todos los hombres en edad
militar y vendieron como esclavos a las mujeres y a los niños.
Durante la guerra de Vietnam los estudiantes, los intelectuales y muchos clérigos
multiplicaron sus protestas contra la intervención de los Estados Unidos y denunciaron las
atrocidades y excesos del ejército norteamericano. Su protesta era justa y su indignación
legítima pero ¿quiénes entre ellos se han manifestado ahora para condenar el genocidio en
Cambodia o las agresiones de Vietnam contra sus vecinos? Este ejemplo no es único.
Aquellos que por vocación y por misión expresan la conciencia crítica de una sociedad, los
intelectuales, han revelado durante estos últimos años una frivolidad moral y política no
menos escandalosa que la de los gobernantes de Occidente. De nuevo, no niego las
excepciones: Breton, Camus, Orwell, Gide, Bernanos, Russell, Silone y otros menos
conocidos como Salvemini o, entre nosotros, Revueltas. Cito sólo a los muertos porque
están más allá de las injurias y de las sospechas. Pero este puñado de grandes muertos y el
otro puñado de intelectuales todavía vivos se resisten: ¿qué son frente a los millares de
profesores, periodistas, científicos, poetas y artistas que, ciegos y sordos, pero no mudos ni
mancos, no han cesado de injuriar a los que se han atrevido a disentir y no se han cansado
de aplaudir a los inquisidores y a los verdugos?
Durante años y años me ha desvelado saber por qué los intelectuales de Occidente y
de América Latina, entre ellos algunos que admiro, se aferran con tal obstinación a una
superchería que, además de ser manifiesta, es criminal. Entre esos creyentes hay muchos
que, como tantos príncipes de la Iglesia, al perder la fe no pierden el gusto por los hombres
y las dignidades. La historia está llena de obispos, cardenales y papas ateos. Otros son las
víctimas del gran conformismo moral que producen las modas intelectuales que han
dominado la vida espiritual de Occidente desde principios de siglo. Esclavos del qué dirán,
no tienen miedo de cometer una falta moral sino de desentonar. Pero otros, los más puros y
sinceros, a veces los más inteligentes, han creído y creen con una mezcla de ceguera y
desesperación que habría complacido a Tertuliano. ¿Cómo explicar las sucesivas
declaraciones de fe, seguidas de abjuraciones igualmente apasionadas de un Sartre? Ahora,
al final de su vida, en una retractación que es asimismo una última afirmación, rompe no
sólo con el «socialismo burocrático» y los comunistas sino que profesa convicciones
cercanas a las de Camus. Sí, ese Camus que él y sus amigos habían injuriado cuando, hace
años, publicó aquella crítica del marxismo ideológico que fue L’Homme Revolté. El caso de
Sartre es conmovedor pero otros, la mayoría, no han tenido el valor de reconocer sus
errores y culpas.
Raymond Aron llamó al marxismo, con la crueldad de todo lo que es exacto, «el
opio de los intelectuales». Cuando Marx escribió esa frase —la religión es el opio del
pueblo— esa substancia era empleada como un calmante. Para Marx la religión era un
remedio, sólo que un remedio que impedía la cura radical. En el mismo texto dice «la
miseria religiosa es, a la vez, la expresión de la miseria real y, simultáneamente, la protesta
contra esa miseria. La religión es el suspiro de la criatura agobiada, el corazón del hombre
descorazonado, el espíritu de tiempos sin espíritu…» Si la ideología marxista cumple entre
muchos intelectuales de Occidente y de América Latina la doble función religiosa de
expresar la miseria de nuestro mundo y de protestar contra esa miseria, ¿cómo
desintoxicarlos? Marx mismo nos enseñó la vía: mediante un examen de conciencia
filosófica. Los intelectuales marxistas deberían seguir el consejo del fundador y proponerse
como tarea inmediata un examen de conciencia, es decir, una crítica del marxismo como
ideología.
3. Las dos ortodoxias

La veleta es el símbolo del Occidente contemporáneo; la aplanadora es el de Moscú.


En Occidente las poblaciones se agitan sin cesar, agitación frenética que se disipa en idas y
venidas: los occidentales se mueven pero no avanzan. En el Este europeo las poblaciones
callan, se doblan y obedecen a una voluntad que, aunque parece mecánica, no carece de
astucia, dirección y determinación. Lo sorprendente es que en una sociedad por tantos años
y tan cruelmente oprimida, el espíritu de los hombres no se haya quebrado enteramente. No
exagero si digo que los disidentes soviéticos y de los otros países del Este son —como los
mártires de la antigüedad y los de la inquisición— la nobleza y el honor de nuestro mundo.
Es verdad que en Occidente y en América Latina también hemos tenido rebeldes y mártires:
no olvido a las víctimas de las tiranías militares sudamericanas y de otros países. Pero
ninguna represión, ni siquiera la de Franco, ha durado tanto ni ha sido tan dura como la
rusa.
¿Y el gran movimiento de rebelión juvenil de la década pasada, que tantos
entusiasmos despertó? Una de sus ramas, los hippies, era pararreligiosa; la otra, la de los
estudiantes, recogió la gran herencia libertaria. Los hippies, en los que algunos vimos algo
así como un eco de los antiguos gnósticos, se han evaporado. La revuelta estudiantil, al
agotarse, dejó un reguero de pequeños grupos de sectarios fanáticos que, a su vez, han
engendrado a las bandas terroristas. Los jóvenes de esa década descubrieron el antiguo
manantial de la libertad; sus sucesores, después de cercar la fuente, la han cegado. Hay otro
movimiento: el femenino. Aunque también ha sufrido el contagio de la ideología, sus
reivindicaciones son más concretas y tienen más sustancia y realidad que la revuelta
juvenil. El movimiento de las mujeres expresa algo más profundo que una ideología —y de
más alcance: quiere un cambio pero no tanto de los sistemas como de las relaciones
humanas, cualesquiera que sean los sistemas. Sus aspiraciones y reclamaciones son válidas
lo mismo en la URSS que en los Estados Unidos, en Cuba que en México. Ojalá que no se
pierda en los arenales burocráticos y en las disputas ideológicas.
Digamos la verdad: ninguno de los movimientos de Occidente, durante los últimos
años, ha tenido el carácter desesperado y dramático de la disidencia del Este. Pienso no
solamente en los rusos sino en los polacos, los checos, los húngaros, los rumanos, los
búlgaros, los yugoslavos, los alemanes. Su lucha, precisamente por ser tan desigual,
enciende una esperanza. Si ellos pudieron resistir, todo puede cambiar. Y lo que digo de los
disidentes del Este europeo debe extenderse a los cubanos, a los chinos y a los de los otros
países del Sudeste asiático: allá también hay almas que resisten.
Mi admiración por los disidentes del Este no implica —lo he dicho varias veces—
coincidencia con sus ideas. Me refiero a Solyenitzin más que a Sajarov o a Kolakowski.
Las críticas de Solyenitzin a Occidente son, en general, justas; su nostalgia por una nueva
Edad Media, eco de Chestov y Berdiaev, revela entre otras cosas una singular ignorancia de
la Historia. El triunfo del monoteísmo judeocristiano inició una larga serie de persecuciones
que opacaron a las de los emperadores romanos. ¿Ha olvidado Solyenitzin a los gnósticos y
a los albigenses? La intolerancia contemporánea no es, en su esencia, distinta a la de la
antigua Iglesia: consiste en la fusión de ideología y poder político. Entre el comisario y el
jesuita hay más de una semejanza. El Estado-Iglesia estaba servido por teólogos; la
ideocracia comunista por ideólogos. Si alguna herencia intelectual y moral debemos
rescatar, ésa es la del siglo XVIII: el escepticismo de un Hume, la libertad de espíritu de un
Voltaire y un Diderot, la templanza y la tolerancia de un Kant. Cuando Solyenitzin dice que
hay que recobrar el temple heroico, la decisión moral de oponerse a la fuerza, tiene razón;
no la tiene cuando suspira por otra ortodoxia. Al escritor ruso le parece escandalosa la
facilidad con que tantos religiosos han abrazado el «socialismo» burocrático; a mí no: en su
tradición intelectual la pluralidad de opiniones y la tolerancia no ocupó nunca un lugar
central. Por eso no me parece raro que el cura Cardenal se declare marxista-leninista: antes
fue falangista.
Hace unos años, un 25 de diciembre, el profesor y crítico norteamericano Harry
Levin nos invitó a mi mujer y a mí a cenar en su casa de Cambridge (Massachusetts). Había
invitado también, entre otras personas, a un disidente ruso, el poeta Joseph Brodsky. Esa
noche cayó una nevada terrible y Brodsky, que venía de Nueva York, detenido por la
tempestad, llegó ya tarde. Cuando entró, con una amiga y un joven poeta norteamericano,
sopló sobre el estudio del profesor Levin una ráfaga blanca y negra, como si hubiese
entrado con los visitantes la noche y sus torbellinos de nieve. Todo se calmó después pero
durante la cena se levantó otra pequeña tempestad. Eran los días de Watergate y Brodsky
hizo algunos comentarios acerbos sobre la sociedad norteamericana, su hedonismo y su
vacío interior. Los norteamericanos le respondieron desconcertados. Esperaban oír un
comentario en el estilo de moda en Harvard, dry pero no sin humor, y en su lugar
escuchaban una diatriba, en un lenguaje encendido y religioso, más cerca de Joseph de
Maistre que de John K. Galbraith. Aquellos profesores eran intelectuales liberales
igualmente versados en las sutilezas de la filosofía analítica y en las simplificaciones del
behaviorismo (el profesor Skinner había dejado la reunión unos minutos antes de que
llegase el poeta ruso); para ellos la expresión «materialismo dialéctico» resultaba
escandalosa no por la primera palabra sino por la segunda: la «dialéctica» les parecía un
incongruente rabo metafísico.
Harry Levin manifestó cortésmente su sorpresa ante la frecuencia con que aparecía
la palabra alma en labios de Brodsky: «Es una palabra que ha desaparecido del vocabulario
intelectual norteamericano, un concepto que ya nadie utiliza en psicología o en filosofía,
aunque a veces», se corrigió sonriendo «la usamos los críticos literarios… por ejemplo,
cuando hablamos de literatura rusa. El alma rusa: un concepto vacuo pero mágico, rico en
asociaciones verbales». Mientras los oía discutir pensaba: ¿cómo pueden entenderse los
hijos de Jeremías Bentham con los hijos del Padre Zózima? ¡Y qué lejos estaban unos y
otros, los anglosajones y los eslavos, de lo que yo, mexicano, sentía y pensaba!
En el curso de la discusión se habló del autoritarismo marxista. Me atreví a decir
algo no muy original pero cierto: «Los orígenes autoritarios del marxismo están en Hegel.
Ahí comenzó el mal.» Brodsky respondió con vehemencia: «No, viene de mucho antes. El
mal empezó con Descartes, que dividió al hombre en dos y que sustituyó al alma por el
yo…» Se extendió en esto por un rato. Cuando terminó, comenté: «Todo lo que usted ha
dicho me recuerda a Chestov, el filósofo cristiano del absurdo, el maestro de Berdiaev.» Me
interrumpió: «¡Y el mío!» Se levantó y me estrechó la mano: «¡Qué alegría encontrar aquí a
alguien que recuerda a Chestov! Aquí, en el corazón del cientismo, el empirismo y el
positivismo lógico… Sólo podía ocurrir esto con un poeta latinoamericano.» No quise
desengañarlo: haber reconocido un eco de Chestov en sus palabras no significaba que yo
estuviese de acuerdo con todo lo que él había dicho. Brodsky, el perseguido por una
ortodoxia estatal, no se daba cuenta de que lo que nos proponía, en el fondo, era cambiar el
Estado-Partido por la Iglesia-Estado. Disiento de los disidentes: el regreso a la antigua
sociedad, en caso de que fuese posible, significaría la sustitución de una ortodoxia por otra.
4. Los propietarios de la verdad

En el artículo anterior equiparé al cristianismo y al marxismo. No ignoro que son


dos visiones opuestas del hombre y del mundo; tratar de tender un puente entre estas dos
doctrinas, como ahora está de moda, es un ejercicio intelectual ilusorio y una depravación
moral. No las comparo: señalo apenas que son dos ortodoxias. Una y otra tienden siempre a
realizar esa fusión entre la idea y el poder, la doctrina y el Estado, contra la que el hombre
moderno se ha levantado desde el siglo XVII. No es inimaginable —todo lo contrario—
una sociedad en la que la mayoría de los ciudadanos sea cristiana o marxista; lo intolerable
es que el Estado lo sea y que, en nombre de la fe oficial, persiga a los no creyentes. El
Estado no debe ser ni Iglesia ni Partido: ésta es la primera condición de una sociedad
realmente moderna y realmente democrática.
La predisposición del cristianismo —sobre todo en dos de sus formas: la bizantina y
la romana— a convertirse en ideología estatal e imperial es un hecho histórico bien
establecido. Sucede lo mismo con el marxismo. Hay que decir que, en su origen, el
marxismo no fue una ortodoxia: fue un pensamiento crítico abierto. Marx no pudo siquiera
terminar su obra central. Fueron sus herederos, de Kautsky a Lenin, los que transformaron
su pensamiento en una doctrina completa y cerrada. Así se ha convertido, para emplear las
palabras del mismo Marx, en «una teoría general del mundo… y en su compendium
enciclopédico, su sanción moral, su razón general de consolación y justificación». Es decir,
en una ideología y una pseudorreligión.
Entre el marxismo y el cristianismo hay una doble relación de enemistad y de
filialidad. No repetiré aquí todo lo que se ha dicho sobre el profetismo de Marx y su
«traducción» al lenguaje filosófico y político del siglo XX de la escatología judeocristiana.
Pero hay otra semejanza, poco señalada y que me interesa destacar: una y otra doctrina
conciben al hombre como una criatura, un producto ya sea de la potencia divina o de las
fuerzas sociales. La idea de que el hombre y sus creaciones e invenciones, lo que llamamos
cultura, son meros reflejos de otra realidad se encuentra ya en Platón, padre común de todo
lo que se ha pensado en Occidente. Para Platón nuestras opiniones sobre lo verdadero, lo
justo y lo hermoso no son sino un reflejo de las verdaderas ideas, los arquetipos; para Marx
la cultura es una superestructura, un reflejo de la estructura económica. Marx invierte el
platonismo pero no nos ofrece una interpretación nueva de la cultura. La subversión de
Marx no cambia el estatuto de dependencia de la cultura y, con ella, del hombre: somos
reflejos de otra realidad, todopoderosa y oculta. La misión del hombre es adivinar la
dirección y el sentido de esa realidad, asentir, aceptar la voluntad de Dios o de la Historia.
La idea de que el hombre es una realidad que depende o resulta de otras realidades
—sean éstas sobrenaturales, naturales o sociales— no es descabellada. Al contrario: es
plausible. Pero una cosa es el valor filosófico o científico de esta opinión y otra sus
consecuencias sociales y políticas. Saber que somos el resultado de otras fuerzas y poderes
es saludable, puesto que nos hace reflexionar sobre nuestra condición y sus límites; en
cambio, es abusivo que un grupo de hombres —secta, iglesia, partido— se declare
intérprete de la voluntad de Dios o de la Historia. La noción de una iglesia custodia de la
palabra divina o de un partido vanguardia del proletariado se convierte fatalmente en
justificación de la tiranía de un grupo. No hay despotismo más despiadado que el de los
propietarios de la verdad. Los ricos tienen mala conciencia; la de los teólogos y los
ideólogos es imperturbable: dictan sentencias de muerte con la misma tranquila objetividad
con que encadenan razonamientos en sus discursos. Su lógica ignora los remordimientos y
su virtud la piedad. Las iglesias comienzan predicando la palabra de Dios y terminan
quemando herejes y ateos en nombre de esa misma palabra; los partidos revolucionarios
actúan primero en nombre del proletariado y después, también en su nombre, lo amordazan
y lo oprimen.
Mi desconfianza ante todas las ortodoxias no me hace ignorar la preeminencia y
anterioridad de los vínculos sociales: en el principio no fue el individuo sino la sociedad.
Todas las sociedades, desde las bandas del paleolítico hasta las naciones de la era industrial,
son un tejido de intereses, necesidades, pasiones, instituciones, técnicas, ritos, ideas. El
tejido social no está hecho únicamente de relaciones biológicas o económicas: en cada
sociedad los miembros comparten ciertos principios básicos. Esos principios son el
fundamento de la sociedad y cuando, por esta o aquella causa, se rompen o aflojan, la
fábrica social se desintegra.
Tanto los antiguos creyentes como los nuevos, unos en nombre de Dios y otros en el
de la Historia, subrayan que una de las debilidades de la democracia consiste en no ofrecer
a la sociedad un principio básico común, algo en que todos los hombres se reconozcan. La
democracia no es una fuente de valores comunales como el cristianismo y el marxismo.
Contesto: por una parte, la democracia no es ni una teoría de la historia ni una doctrina de
salvación sino una forma de convivencia social; por la otra, la democracia también es, a su
modo, una ortodoxia. Pero es una ortodoxia negativa o, más bien, neutra: el único principio
básico de una democracia moderna es la libertad que tienen todos para profesar las ideas y
principios que prefieran. El único principio del Estado es no tener principios: la neutralidad
frente a todos los principios.
La libertad no es ni una filosofía ni una teoría del mundo; la libertad es una
posibilidad que se actualiza cada vez que un hombre dice No al poder, cada vez que unos
obreros se declaran en huelga, cada vez que un hombre denuncia una injusticia. Pero la
libertad no se define: se ejerce. De ahí que sea siempre momentánea y parcial, movimiento
frente, contra o hacia esto o aquello. La libertad no es la justicia ni la fraternidad sino la
posibilidad de realizarlas, aquí y ahora. No es una idea sino un acto. La libertad se
despliega en todas las sociedades y situaciones pero su elemento natural es la democracia.
A su vez, la democracia necesita de la libertad para no degenerar en demagogia. La unión
entre democracia y libertad ha sido el gran logro de las sociedades modernas de Occidente,
desde hace dos siglos. Sin libertad, la democracia es tiranía mayoritaria; sin democracia, la
libertad desencadena la guerra universal de los individuos y los grupos. Su unión produce la
tolerancia: la vida civilizada.
Se dice que la democracia, justamente por su liberalismo, es incapaz de frenar el
juego de los intereses y las pasiones; su neutralidad fomenta el egoísmo individual, afloja
los lazos de la solidaridad, enciende luchas intestinas de todos contra todos y termina
siempre por premiar el triunfo de los fuertes sobre los débiles. O dicho de otro modo: en los
regímenes burgueses la libertad es la alcahueta de la opresión. Sería necio ocultar o
disculpar los males y las injusticias de las democracias burguesas de nuestros días. Casi no
necesito aclarar que la democracia no es una forma política exclusiva de este o de aquel
régimen y de este o aquel modo de propiedad y de producción económica. La democracia
no se identifica con ningún sistema, filosofía, organización o institución política. Así, por
ejemplo, los primitivos conocieron una democracia directa que, aunque no fuese perfecta,
era superior a las democracias representativas modernas, deformadas por la maquinaria
burocrática de los partidos y el peso aplastante del Estado. Los clásicos del socialismo
pensaban que la democracia total sólo podría realizarse en una sociedad en donde hubiesen
desaparecido la sujeción económica y el trabajo asalariado: en una sociedad socialista.
Predicción hasta ahora inverificable aunque no necesariamente falsa: ninguno de los
«socialismos» del siglo XX es socialista. Pero en el estado actual del mundo y en el de
nuestras sociedades dominadas por monopolios económicos y políticos, la democracia es
uno de los pocos baluartes que nos quedan. Defenderla es defendernos. No es la salud pero
sí es la vía para recobrarla o, al menos, para no sucumbir del todo.
La Segunda Guerra terminó en 1945 y desde entonces vivimos en una extraña
pausa, algo así como las vísperas del fin del mundo. Se trata de un sentimiento con el que
estaban familiarizados los aztecas y que conocieron los cristianos del Año Mil pero que el
hombre moderno ignoraba. La existencia de las armas nucleares ha hecho añicos todas las
doctrinas del progreso y todas las teorías sobre el sentido de la historia. La gran víctima
filosófica de la bomba ha sido la idea que se habían hecho los hombres del futuro. Al
mismo tiempo, la amenaza atómica ha detenido a las grandes potencias y les ha impedido,
hasta ahora, desatar una nueva guerra total. Pero los hombres no han renunciado a la
guerra: la han continuado por los medios tradicionales. Mil novecientos cuarenta y cinco no
fue el año de la paz universal sino el del principio de otra contienda. Ese conflicto aún no
termina y su teatro de operaciones ha sido el planeta entero. Aunque ninguno de los cinco
continentes se ha escapado, los focos más constantes e intensos han sido el Medio Oriente y
el Sudeste asiático: en las dos regiones se combate desde hace ya medio siglo. Ahora la
guerra se ha extendido al África y mañana, quizá, podría encenderse en las montañas y
desfiladeros que, simultáneamente, unen y separan a Paquistán de Afganistán. O en
cualquier otro lugar: ¿quién podría asegurar, por ejemplo, que el recién descubierto petróleo
de México no despertará las ambiciones y no desatará las agresiones de tirios y troyanos?
Nuestro tiempo es el de la guerra universal, permanente y transmigrante.
La distinción entre regímenes antidemocráticos y democráticos es inesencial en el
caso de una conflagración atómica. Todo lo que los hombres han pensado y han hecho
desde hace treinta mil años, inclusive este pobre artículo y sus lectores, se desvanecería en
una llamarada. En cambio, si en la contienda se juega no la vida de la especie sino la suerte
de la civilización, la distinción sí es esencial. Lo es porque sin la democracia la civilización
moderna se extinguiría. Muchas y grandes civilizaciones no conocieron la democracia pero
la nuestra es impensable sin ella. Sólo en dos dominios los hombres modernos pueden
mirar frente a frente y sin rubor a los del pasado: no en los dominios del arte, la virtud, la
sensibilidad, el valor o la cortesía, sino en los de la ciencia y la libertad. Un ciudadano del
Nueva York del siglo XX no es un ser más refinado ni mejor que un habitante del Pequín
del XVII pero sí es un hombre más libre. Ahora bien, sin democracia no hay libertad y, a la
larga, tampoco ciencia. El porvenir de la ciencia en las ideocracias totalitarias no será
distinto al que tuvo la filosofía pagana en el medievo: una se convirtió en teología y la otra
se transformará en ideología.
La crítica a la democracia ha sido hecha muchas veces, por la izquierda y por la
derecha. Una y otra coinciden en señalar que la democracia no es realmente democrática,
quiero decir, que es una engañifa. Sin embargo, hay una manera muy simple de verificar si
es realmente democrático un país o no lo es: son democráticas aquellas naciones en donde
todavía, cualesquiera que sean las injusticias y los abusos, los hombres pueden reunirse con
libertad y expresar sin miedo su reprobación y su asco. No es cierto que la postración moral
y política de Occidente sea culpa de la democracia. El mal, los males, vienen de otras
partes: los grandes consorcios, las burocracias políticas y sindicales, el poder corruptor del
Estado, los medios de publicidad y su influencia sobre la sensibilidad y la inteligencia de la
gente, la demagogia de los tribunos, la dominación de las oligarquías, las conspiraciones de
las camarillas… De ahí la doble y continua batalla de los amigos de la democracia: por una
parte, contra los enemigos del exterior, las dictaduras bárbaras y las ideocracias totalitarias;
por la otra, frente a los que, en el interior, casi siempre con el pretexto de la defenderla, la
violan, la deforman y quieren maniatarla.
En las críticas de las ortodoxias a la libertad encuentro no sólo un elogio sino el
secreto mismo de sus resurrecciones sucesivas. Es verdad que la libertad no es una fe; es
algo mejor: una elección. En esto, en ser algo que escogemos y no algo que nos escoge,
radica no su debilidad sino su fuerza. La historia moderna de Occidente, desde la
«gloriosa» Revolución inglesa, no ha cesado de darnos ejemplos de la vitalidad del espíritu
libertario. Ahora mismo la lucha de los disidentes rusos es una prueba de que sigue siendo
un imán de almas y voluntades. Sé que no es fácil —no imposible— cumplir lo que nos
pide nuestro tiempo: recobrar el temple, luchar contra la opresión de afuera y la de adentro,
sin renunciar a la conciencia crítica, a la duda y a la tolerancia. Pero no hay otra opción: no
se puede defender a la libertad con las armas de la tiranía ni combatir a la inquisición con
otra inquisición. Tenemos que aprender a mirar de frente a la gran noche del siglo XX. Y
para mirarla necesitamos tanto a la entereza como a la lucidez: sólo así podremos, quizá,
disiparla.
México, a 12 de julio de 1978
IV

LA LETRA Y EL CETRO

A Mario Vargas Llosa


LA LETRA Y EL CETRO[*]

Buena parte de este número de Plural está dedicado al tema: los escritores y el
poder. Escritores y no intelectuales por dos razones. Una: el campo de nuestra revista es la
literatura, no la ciencia ni la técnica. Otra: no todos los intelectuales son escritores pero
todos (o casi todos) los escritores son intelectuales. En la figura del escritor se dibuja una
ambigüedad que consiste en la combinación, en dosis variables, de rasgos antiguos y
modernos. Nos proponemos explorar esa ambigüedad.
El escritor es un artista y en este sentido su relación con la realidad en que vive no
es esencialmente distinta a la que tuvieron sus predecesores con la de su época, trátese del
mundo de la prehistoria o de la China de los Han, la Florencia del siglo XII o el Madrid del
siglo XVII. Lírica, dramática o épica (sin excluir a la novela, forma más o menos próxima a
la épica), la poesía es la presentación de un trozo de tiempo. Ese tiempo, por más íntimo y
personal que sea, es asimismo un tiempo histórico, social. El poeta canta y su canto —
narración, descripción o evocación: metáforas y metonimias— es siempre una
consagración: himno, lamento, exaltación, condenación, celebración, maldición, burla. Pero
desde el alba del mundo moderno, sigularmente a partir del siglo XVIII, el canto del poeta,
sin cesar de ser canto, se vuelve reflexión y crítica. El escritor —la boca que canta y cuenta
— se desdobla en la mente que analiza y desmonta situaciones y personajes. La
presentación se interioriza y se transforma en una reflexión sobre aquello que presenta y
sobre sí misma. El escritor moderno introduce en la sociedad la crítica de la sociedad.
Como, a su vez, el lenguaje es una sociedad, la literatura se convierte en crítica del
lenguaje.
Homero nos presenta a la sociedad de los héroes y los reyes: los exalta o los maldice
pero no los analiza; al presentarnos a la sociedad francesa de su tiempo, Balzac vuelve
problemática, por el análisis, la naturaleza de esa sociedad: no es un misterio que hay que
venerar o abominar sino un enigma que debemos descifrar. La divina comedia es la pintura
del juicio de Dios sobre los hombres: infierno, purgatorio, paraíso; la «Comedia humana»,
más que el juicio de un hombre sobre los hombres es una inmensa tentativa por explicar a
los hombres modernos en su medio natural: la ciudad. Expresión de la modernidad y,
simultáneamente, condición de la existencia moderna, la ciudad es el verdadero personaje
de las grandes obras literarias del siglo XIX y del XX. En su vientre nace, vive y muere el
hombre moderno. También sueña: para Baudelaire la ciudad es una pesadilla geométrica de
lo que ha sido abolido «el vegetal irregular». Una pesadilla que sólo se desvanece, dice
Xavier Villaurrutia, a la hora del despertar: la muerte. La ciudad es nuestro mundo y
nuestro trasmundo: el lugar donde los hombres, por sus actos, se salvan o se pierden. Estas
palabras tenían antes una dimensión ultraterrenal; la modernidad las desacraliza y las
inserta en la urbe. Son la vegetación a un tiempo monstruosa y geométrica de los nuevos
poderes: la razón, la duda, el análisis. La burguesía es la primera clase que asume el poder
no en nombre de un principio intemporal o inamovible sino en nombre del cambio mismo:
la razón crítica. Por eso también es la primera clase que no puede fundar su legitimidad: la
crítica es su razón de ser, su arma de combate y su llaga incurable.
La ciudad antigua se abría a la eternidad, al cielo o al infierno; la moderna a la
historia, a un futuro que a veces se llama república de los justos y otras república de los
iguales. La dignidad de la política proviene de este cambio: deja de ser el arte de ganar o
conservar el poder y se transforma en el juego donde se juega el porvenir de los hombres.
Un juego que jugamos entre todos y que exige un mínimo de libertad para realizarse. El
espacio donde se despliega la libertad política es circo, arena, teatro, tribunal, academia
filosófica, laboratorio científico e iglesia al aire libre, todo junto. A veces es un pequeño
cuarto donde se reúne en secreto un comité; otras es una plaza abierta donde una multitud
enardecida asesina o es asesinada; otras más es un campo de batalla grande como el
planeta. El juego de la política colinda por un lado con la filosofía y por el otro con la
guerra. De una y otra manera, por las ideas o por las armas, es una forma de la crítica.
En el pasado, se consideraba a la política como la manifestación de las fuerzas que
mueven a las sociedades, fuesen éstas las pasiones e intereses humanos o potencias
sobrenaturales como el Destino de los paganos o la Providencia cristiana. Fuera del ámbito
político, reservado a los menos (reyes, señores y jefes), se extendía al inmenso dominio
público de la religión con sus fiestas, rituales y ceremonias. La modernidad invierte los
términos: la política se convierte en el dominio de todos y la religión en asunto de fuero
interno. La teología católica y la protestante se habían inclinado sobre el misterio
insondable de las relaciones entre la omnipotencia divina y el libre albedrío humano; en la
época moderna los filósofos de la historia y los sociólogos disertan sobre la extraña
dialéctica que alternativamente une y desune a necesidad y libertad. Incluso para los
deterministas, la política es materia de elección, decisión y opinión personales. Así nace
una paradoja no menos asombrosa que la del misterio teológico de la libertad cristiana:
aunque esté aherrojado por la camisa de fierro de la necesidad histórica o genética, el
hombre político es responsable de sus acciones y de sus opiniones. Acto e idea, en la
política se alian el amor por el poder y la fascinación por la teoría, la aspiración hacia la
justicia y la envidia, la nostalgia por la comunión fraternal y el furor del inquisidor, el
apetito por la dominación y el gusto (muy de escritor) por la autoacusación y el desgarrarse
las vestiduras en la plaza. Una trasposición religiosa.
La historia de la literatura moderna, desde los románticos alemanes e ingleses hasta
nuestros días, es la historia de una larga pasión desdichada por la política. De Coleridge a
Mayakowski, la Revolución ha sido la gran Diosa, la Amada eterna y la gran Puta de poetas
y novelistas. La política llenó de humo el cerebro de Malraux, envenenó los insomnios de
César Vallejo, mató a García Lorca, abandonó al viejo Machado en un pueblo de los
Pirineos, encerró a Pound en un manicomio, deshonró a Neruda y Aragon, ha puesto en
ridículo a Sartre, le ha dado demasiado tarde la razón a Breton… Pero no podemos renegar
de la política; sería peor que escupir contra el cielo: escupir contra nosotros mismos.
EL ESCRITOR Y EL PODER[*]

Por los aires de México corre un secreto a voces: el sistema político que desde hace
más de cuarenta años nos rige, está en quiebra. El 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de
1971 fueron el testimonio —la prueba por la sangre— de la gravedad de la crisis. Pero todo
comenzó antes, hace unos quince años. Precisamente entonces, en 1958, algunos de los que
ahora participamos en este intercambio de opiniones publicamos un manifiesto en el que
preveíamos lo que vendría; un poco después apareció El Espectador, revista de crítica
política. Así, la crisis del sistema y la crítica de los escritores se iniciaron casi al mismo
tiempo. Una y otra se han agravado e intensificado.
El sistema político mexicano es dual: el Partido y el Presidente. El Partido es la
continuidad; los Presidentes, la renovación o, al menos, el cambio. Gracias al precepto
constitucional que prohíbe la reelección, el régimen revolucionario y sus herederos
insertaron el principio del movimiento dentro de la continuidad. El Partido es el monopolio
de la vida pública; el Presidente, su renovación sexenal. El ciclo posee una regularidad que
habrían envidiado los antiguos chinos y caldeos. Nuestro calendario político combina la
precisión astronómica con el poder astrológico: cada cambio en el zodiaco del poder
produce cambios aquí abajo. Unos suben y otros bajan. Pero la armonía entre el cielo y la
tierra no tarda en restablecerse y todo sigue igual.
La institución presidencialista mexicana se parece, más que al presidencialismo
norteamericano que la inspiró, a la dictadura de la antigua Roma. Como el dictador
constitucional romano, el presidente mexicano tiene un mandato limitado, sólo que en el
caso del primero el mandato era de seis meses y en el del segundo de seis años. El dictador
romano era elegido cuando se declaraba el estado de sitio, no podía promulgar nuevas leyes
y tenía a su lado, lugarteniente y censor, al jefe de la caballería. En México no existen esas
limitaciones: ni el Poder Legislativo ni el Poder Judicial tienen poder alguno. Los
Presidentes son, durante seis años, todopoderosos. No obstante, aunque muchos han
abusado de sus atribuciones (oro y/o sangre), no hemos tenido ni un Calígula ni un Trujillo.
Nuestro último dictador a la latinoamericana fue Calles, el Jefe Máximo de la Revolución
—y duró poco. Otra similitud con Roma: ni en el magistrado romano ni en el mexicano hay
trazas de cesarismo. Al contrario, la institución mexicana fue un remedio contra el mal
endémico de los países hispánicos: el caudillismo. Nuestros presidentes son dictadores
constitucionales, no caudillos. La legalidad es, en parte, el origen de su fuerza. Pero esa
legalidad nace de una contradicción que corroe a su fuerza: la dictadura romana era un
régimen de excepción en un estado de excepción, el presidencialismo mexicano es un
régimen de excepción en una situación de paz y normalidad.
El Partido nació en 1929. Sus nombres sucesivos muestran con claridad la paulatina
petrificación de una facción revolucionaria nacionalista en una burocracia conservadora:
Partido Nacional Revolucionario, Partido de la Revolución Mexicana, Partido
Revolucionario Institucional. Desde el principio el Partido ha vivido en simbiosis con el
Estado y, en verdad, el uno es indistinguible del otro. Sin el Gobierno y sus recursos no
habría PRI, pero sin el PRI y sus masas no habría Gobierno. El Partido recluta a sus adeptos
como los misioneros del siglo XVI cristianizaban a los indios: por el bautismo colectivo.
Aparte de no ser individual, el reclutamiento es jerárquico: va del líder del barrio, la aldea o
el sindicato a los procónsules de las ciudades y de éstos a los cónsules de la capital. Así se
teje una red de alianzas y complicidades. Esa red ahoga a México. La red es fuerte porque
el PRI es un canal de la movilidad social: los líderes salidos de la pequeña burguesía y de
las aristocracias obreras y campesinas trepan por las escaleras de esta pirámide política.
Una pirámide que es también, con frecuencia, la de los negocios y la riqueza.
Más que un partido político en el sentido tradicional de la palabra, el PRI es una
gigantesca burocracia, una maquinaria de control y manipulación de las masas. Es la
expresión mexicana de un fenómeno que aparece en todos los países que han sido teatro de
revoluciones populares y que consiste en la transformación de los partidos revolucionarios
en burocracias políticas. (Cf. Postdata y «Burocracias celestes y terrestres», págs. 109-124
de este volumen.) Las burocracias políticas del siglo XX, desde la soviética hasta la
mexicana, esperan todavía una descripción científica; no sabemos si son una clase o una
casta pero poseen características de ambas. A diferencia de las burocracias comunistas, la
nuestra no controla la economía nacional sino que se inserta en un contexto capitalista y,
hasta cierto punto, democrático. Esta doble circunstancia y la ausencia de una ortodoxia
ideológica explican su relativo liberalismo y su relativa inestabilidad. También su relativa
independencia. Para sobrevivir debe realizar lo imposible: si quiere preservar su alianza con
la burguesía, tiene que controlar a las masas; si quiere preservar su identidad frente a la
burguesía, tiene que apoyarse en las masas. En esa contradicción reside la crisis del PRI y
la razón de la actual «apertura democrática».
En otros escritos me he ocupado de las causas de la crisis y de la vía para resolverla.
No sé si valga la pena repetir lo que he dicho. Pensar en una transformación revolucionaria
es quimérico y suicida dentro de la perspectiva nacional e internacional. La otra posibilidad
—la violencia reaccionaria— no es nada remota aunque, todavía, no es inmediata. Todos
debemos luchar contra ella. Ahora el régimen intenta la reforma del PRI y del sistema.
Tampoco es una verdadera solución. La solución consiste en el nacimiento de un
movimiento popular independiente y democrático que agrupe a todos los oprimidos y
disidentes de México en un programa mínimo común. Como ciudadano soy partidario de
ese movimiento. Como escritor mi posición no es distinta ni contraria sino, valga la
paradoja, otra. Como escritor mi deber es preservar mi marginalidad frente al Estado, los
partidos, las ideologías y la sociedad misma. Contra el poder y sus abusos, contra la
seducción de la autoridad, contra la fascinación de la ortodoxia. Ni el sillón del consejero
del Príncipe ni el asiento en el capítulo de los doctores de las Santas Escrituras
revolucionarias.
Desde el siglo XVIII la política ha sustituido a la religión. Las querellas políticas se
transforman en disputas teológicas y las diferencias de opinión en herejías. Los inquisidores
no vacilan en desenterrar a los réprobos muertos y deshonrar sus nombres. La fiebre
religiosa ha hecho de los partidos políticos modernos milicias de fanáticos que se
proclaman la encarnación de una clase, una raza, una nación o, incluso, de la historia. Las
burocracias sacerdotales de la antigüedad pretendían ser depositarias de un saber sagrado.
Ese saber se llamaba antes «secreto de Estado»; ahora, «ortodoxia revolucionaria». Dos
formas equivalentes de esa mentira institucional que es la «verdad oficial». Entre nosotros
consiste en la monstruosa identificación del PRI con la nación mexicana y su historia.
Triple confusión: el PRI es la Nación y la Nación es la Verdad. Los santones de la
burocracia comunista son distintos a los santones de la burocracia mexicana: unos juran en
nombre de Marx y Lenin, otros de Juárez y Zapata pero todos juran en vano. Los partidos
modernos son iglesias sin religión dirigidas por clérigos blasfemos.
La palabra del escritor tiene fuerza porque brota de una situación de no-fuerza. No
habla desde el Palacio Nacional, la tribuna popular o las oficinas del Comité Central: habla
desde su cuarto. No habla en nombre de la nación, la clase obrera, la gleba, las minorías
étnicas, los partidos. Ni siquiera habla en nombre de sí mismo: lo primero que hace un
escritor verdadero es dudar de su propia existencia. La literatura comienza cuando alguien
se pregunta: ¿quién habla en mí cuando hablo? El poeta y el novelista proyectan esa duda
sobre el lenguaje y por eso la creación literaria es simultáneamente crítica del lenguaje y
crítica de la misma literatura. La poesía es revelación porque es crítica: abre, descubre,
pone a la vista lo escondido —las pasiones ocultas, la vertiente nocturna de las cosas, el
reverso de los signos. El político representa a una clase, un partido o una nación; el escritor
no representa a nadie. La voz del político surge de un acuerdo tácito o explícito ante sus
representados; la voz del escritor nace de un desacuerdo con el mundo o consigo mismo, es
la expresión del vértigo ante la identidad que se disgrega. El escritor dibuja con sus
palabras una falla, una fisura. Y descubre en el rostro del Presidente, el César, el Dirigente
Amado y el Padre del Pueblo la misma falla, la misma fisura. La literatura desnuda a los
jefes de su poder y así los humaniza. Los devuelve a su mortalidad, que es también la
nuestra.
México, D. F., octubre de 1972
EL PARLÓN Y LA PARLETA[*]

Los primeros escritos de Sartre obedecían al modelo germánico de sus maestros


Husserl y Heidegger, es decir, a lo que podría llamarse: la filosofía como trabalenguas. Con
los años Sartre pasó del ser y/o la nada a los dédalos de la dialéctica marxista y, en su estilo
verbal y escrito, del trabalenguas al guirigay. Hoy habla a chorros sobre lo que ocurre,
ocurrirá o no ocurrirá en los seis continentes y el por qué de cada acontecimiento. ¿Un
Diógenes del VI arroridissement de París? El griego vivía desnudo en su tonel; Sartre anda
envuelto en una nube de palabras. Uno era un sabio lacónico; el otro es un filósofo
deslenguado. Desde el fin de la guerra Sartre no cesa de emitir opiniones políticas y, nueve
veces sobre diez, yerra. Sería aburrido y poco misericordioso hacer una lista de sus
equivocaciones, desde su defensa (parcial) de Stalin —recuérdese su polémica con David
Rousset a propósito de los campos de concentración soviéticos— hasta su reciente prédica
a favor de la abstención electoral en Francia y por las acciones violentas y clandestinas.
Semejante persistencia en el error debería haberlo obligado a callar desde hace mucho. No
ha sido así: Sartre sigue hablando y los intelectuales latinoamericanos de izquierda le
siguen creyendo. Un ejemplo de su puntería para no dar jamás en el blanco son las
declaraciones que hizo a un grupo de escritores hispanoamericanos en junio pasado (Libre,
IV, 1972). Al hablar de la ineficacia de los métodos puramente políticos para conquistar el
poder y criticar a la «revolución reformista» de Allende, Sartre señaló que la verdadera vía
consiste en la acción coordinada entre las guerrillas urbanas y campesinas: «Evidentemente
esta táctica fracasó en Brasil porque allí los revolucionarios tuvieron que enfrentarse a
grandes dificultades. Pero los tupamaros representan ahora una alternativa; son lo
suficientemente fuertes como para que la situación se defina entre ellos y el gobierno». No
había acabado el filósofo de pronunciar estas palabras cuando, ¡paf!, el éjercito uruguayo
deshizo a los tupamaros y, ya sin enemigo al frente, asumió la dirección del país.
Su ignorancia de la historia y de la realidad latinoamericanas lo lleva a decir en otro
momento: «Cuando fui por primera vez a Cuba, recuerdo que una de las principales
preocupaciones de los cubanos era la de resucitar su antigua cultura, que infortunadamente
es la española, para oponerla a la influencia de los Estados Unidos.» Nos gustaría saber por
qué es infortunado hablar en español. ¿Qué otra cultura quería Sartre que tuviesen los
cubanos? ¿Les habría ido mejor si hablasen francés, inglés, ruso, holandés? La idea de que
Castro y sus partidarios querían «resucitar su antigua cultura» es más bien cómica. Es
imposible resucitar a la cultura española porque, alicaída y todo, no ha muerto. En
Hispanoamérica no sólo sobrevive sino que ha cambiado y se ha renovado. En Cuba la
cultura hispanoamericana se llama Martí, Varona, Casal, Ballagas, Lydia Cabrera,
Carpentier, Guillén, Lezama Lima, Vitier, Cabrera Infante, Sarduy… Por supuesto, no
creemos que una cultura se pueda reducir a unas cuantas obras. Creemos que las obras son
el testimonio (y la expresión) de la existencia de una cultura.
Iván y Shih Huang-ti

Si de América Latina pasamos a otros continentes, la puntería de Sartre no mejora.


La pregunta sobre la verdadera naturaleza social de la Unión Soviética —¿socialista,
Estado obrero degenerado, Estado burocrático, capitalismo de estado, etc.?— comenzó al
iniciarse la década de los 30. Ahora, en 1972, Sartre admite al fin lo que negaba
obstinadamente desde 1946: «la URSS ya no es un estado socialista». Dice esto sin
parpadear y sin retirar todas las acusaciones e injurias que lanzó contra todos aquellos que,
desde la época de los procesos de Moscú y aun antes, empezaron a dudar de la naturaleza
socialista del estado soviético y sospecharon que se trataba más bien de una dictadura
burocrática y/o de un capitalismo de estado. Sartre añadió: «sobre este punto comparto la
opinión de los partidarios de Mao». Pero Mao piensa que bajo el régimen de Stalin la
URSS era todavía socialista y atribuye a los «revisionistas» la degeneración del socialismo
soviético. ¿Sartre piensa lo mismo? Y si no lo piensa ¿por qué no lo dice abiertamente? Tal
vez porque decirlo significaría confesar que durante más de 20 años estuvo en el error y que
en nombre de ese error fulminó a todos los que no lo compartían.
A Sartre le parece que la revolución cultural china tuvo un carácter antiburocrático
y, por eso, la aprueba en principio. Uno de sus interlocutores le pregunta: «¿No existe una
contradicción entre la finalidad aparente de la revolución cultural —liberar la iniciativa de
las masas— y la imposición de un pensamiento único, el pensamiento de Mao?» La
respuesta de Sartre es curiosa: «Sí. Pero el pensamiento de Mao es muy general, está
expresado en el librito rojo y cada cual lo interpreta a su manera…» Con la misma ligereza
con que en 1948 dijo que los campos de concentración stalinianos no afectaban a la
naturaleza esencialmente socialista de la URSS, ahora dice que el culto a Mao y a su
pensamiento no afecta a la naturaleza esencialmente revolucionaria de China. Sus opiniones
sobre la revolución cultural, a pesar de la gárrula seguridad con que las emite, revelan la
misma superficialidad que sus comentarios sobre Chile, Uruguay y Brasil. La intervención
del Ejército chino para controlar y, después, eliminar a las guardias rojas al mismo tiempo
que consumaba la pérdida de Liu-Shao-Ch’i y su facción; la eliminación posterior de Lin
Piao y su grupo; la vuelta a la superficie del Partido Comunista Chino después de la gran
marejada y la emergencia de un nuevo aparato político-burocrático-militar… ¿todo esto,
aunque el contexto sea muy distinto, no le recuerda a Sartre la serie de alianzas y rupturas
entre las facciones bolcheviques que precedieron a la consolidación definitiva de Stalin y
de su grupo? Tal vez Mao es Lenin y Stalin en una sola persona. En todo caso es evidente
que en 1972 y 1973 asistimos en China a una restauración: los extremistas, aliados
circunstanciales de Mao y Chou en Lai, han sido eliminados. La figura una y dual
Mao/Chou representa probablemente lo mismo que representaba Stalin en 1936, una vez
que hubo aniquilado a las oposiciones de izquierda y derecha. Apenas si necesitamos
aclarar que esta comparación deja de lado diferencias notables, casi todas de orden
histórico-culturales tales como el carácter relativamente humanitario de Mao frente al
frenesí sanguinario de Stalin. Es muy distinto ser heredero de Iván el Terrible que serlo del
Primer Emperador Shih Huang-ti. Pero estas consideraciones históricas no caben en la
perspectiva de Sartre. Su marxismo, como el de muchos otros, es un materialismo histórico
sin historia.
¡Abajo el intelectual!

El grito del general falangista español —¡muera la inteligencia!— ha sido repetido a


lo largo del siglo XX en muchos púlpitos negros, blancos, pardos y rojos. Lo sorprendente
es que ahora lo profiera un intelectual típico como Sartre. Aunque no tanto: la atrición, la
contrición, la maceración y, en fin, el odio a sí mismo, es parte de su herencia protestante.
Las palabras placer, belleza, contemplación, ironía y humor no pertenecen a su vocabulario.
Por eso ha condenado a poetas y escritores como Baudelaire y Flaubert, doblemente
culpables a sus ojos: por burgueses y por artistas. Hoy extiende la condenación a los
intelectuales de izquierda: no basta coincidir con las luchas de la clase obrera, hay que ser
obrero: «el obrero no puede devenir un intelectual pero el intelectual puede muy bien
convertirse en un obrero». En una entrevista anterior Sartre había sido más explícito: los
intelectuales tienen que «reeducarse» y, para esto, «tienen que suprimirse en tanto que
intelectuales». Maurice Nadeau comentó en La Quinzaine Littéraire (15 de febrero de
1973): «¿Entonces el escritor deberá dejar de escribir? Sartre no ha dicho una sola palabra,
tal vez sorprendido de que su análisis lo lleve a esta curiosa conclusión. La nuestra será
banal. Se limita a comprobar que los intelectuales existen y que es más fácil para ellos que
para los obreros introducir la perturbación en el sistema de valores que sirve de fundamento
al edificio de la clase dominante. Es una tarea que no acometen ni los sindicatos ni los
partidos… Muchas experiencias han mostrado que el mero cambio del poder económico no
basta para cambiar la vida. ¿Qué decir, por el contrario, de la contribución a ese cambio
necesario que han hecho un Artaud, un Breton o un Bataille? ¿Quién osará pedirle a
Solyenitzin que se autosuprima?»
Proletaire du dimanche

Es significativo que Sartre no aplique su receta de la «autosupresión» a los


intelectuales rebeldes de la Unión Soviética: «Las personas que en la URSS denuncian al
sistema son los intelectuales y no hay país, incluyendo los Estados Unidos, donde el
intelectual se encuentre más desvinculado de las masas que en la URSS… Los obreros, en
la medida en que ahora ganan más, no protestan, están satisfechos con el régimen, aprueban
sus medidas; muchos aprobaron, por ejemplo, la intervención soviética en Praga.» Si la
descripción que hace Sartre del estado de ánimo del proletariado ruso es exacta, es claro
que la conversión del intelectual en obrero no sólo sería inútil sino contraproducente. El
intelectual-convertido-en-obrero sería la oveja negra de su clase de adopción como ahora lo
es de su clase de origen. Es extraño que Sartre no se dé cuenta de que la situación rusa no
es semejante a la de los países capitalistas. La clase obrera de los Estados Unidos es una
clase satisfecha y acaba de darle la victoria electoral a Nixon; la clase obrera francesa no
mostró la menor simpatía por la lucha de los argelinos contra el imperialismo francés y
rechazó la posibilidad de una acción conjunta con los estudiantes en mayo de 1968; la clase
obrera inglesa es profundamente nacionalista y lo mismo sucede con la alemana… No, en
los países capitalistas desarrollados —y aun en los subdesarrollos, como lo muestra la CTM
de México, ala derecha del PRI— la clase obrera no es más sino menos revolucionaria que
en Rusia. En la Unión Soviética los sindicatos todavía tienen que luchar por su
independencia y todavía los obreros deben conquistar la libertad de asociación y de
reunión. En Rusia la clase obrera está más explotada y oprimida que en los países
capitalistas.
Hay cuatro o cinco temas realmente centrales y que desde hace unos 30 años
desvelan a la conciencia intelectual: la ausencia de revoluciones proletarias en los países
más avanzados industrialmente nos obliga a preguntarnos acerca de la función histórica de
la clase obrera en el siglo XX: ¿es efectivamente una clase revolucionaria internacional?;
las revoluciones en la periferia del sistema capitalista, en naciones atrasadas y/o
subdesarrolladas como Rusia y China, con proletariados débiles y burguesías incipientes y
embrionarias, ¿no pone en entredicho las previsiones del marxismo, sin excluir a las de
Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo, que creían firmemente en la proximidad de la
revolución proletaria en los países capitalistas industrializados?; la desigualdad de las
relaciones económicas y políticas entre los países llamados socialistas y la lucha de los
pequeños (Yugoslavia, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Albania, Corea del
Norte, Vietnam) para defenderse de los grandes (Rusia y China), ¿no nos está diciendo que
debemos revisar nuestras ideas acerca del imperialismo como mera expresión del
capitalismo en su última etapa?; la transformación del capitalismo más avanzado en
burocracias tecnocráticas transnacionales (el «complejo financiero-militar-industrial» de los
Estados Unidos es el ejemplo máximo), ¿no nos exige un nuevo examen de nuestra
concepción del Estado?; la rápida transformación de los regímenes revolucionarios en
poderosas burocracias políticas (el ejemplo mayor es el Partido Comunista Soviético) ¿no
vuelve a indicarnos la insuficiencia de nuestras ideas acerca de la naturaleza del Estado en
nuestra época, ya que no sólo es la expresión de la clase dominante sino que se está
volviendo por sí mismo una clase: la burocracia? La verdadera misión del intelectual es
hacerse con rigor estas preguntas y procurar contestarlas —no en «autosuprimirse» para
convertirse en un obrero de gala, un proletaire du dimanche. Con 30 años de retraso
intelectual y político, Sartre denuncia al régimen soviético como una dictadura burocrática.
Sin embargo, su análisis es superficial y de orden moral, como si estuviésemos ante un
pecado, un extravío, y no ante un fenómeno de raíces y significación universales. Y cuando
se le pregunta si es posible «contrarrestar las inevitables tendencias a la burocratización»,
se alza de hombros y, con una resignación que está lejos de ser ejemplar, exclama: «¡Ah, si
yo supiera!» Pero la misión del intelectual es, precisamente, tratar de saber.
México, marzo de 1973
DECLARACIÓN SOBRE LA LIBERTAD DEL ARTE[*]

En las salas de la exposición retrospectiva de la obra de David Alfaro Siqueiros (por


cierto, jamás ningún Gobierno había organizado un acto de tal magnitud para honrar la
memoria de un artista o un escritor, de Ramón López Velarde, José Vasconcelos y Alfonso
Reyes a José Clemente Orozco y Diego Rivera: ¿será porque el maniqueísmo oficial se
reconoce en el maniqueísmo ideológico de Siqueiros?) el Presidente de la República ha
hecho unas declaraciones en las que reconoce el fracaso del Instituto Nacional de Bellas
Artes, lamenta el individualismo de los artistas, los excita a volver a la tradición del arte
popular y social, fustiga el mercantilismo artístico y pide sugestiones para reorganizar el
INBA o para fundar un nuevo instituto que lo sustituya.
No es difícil coincidir con algunas de las opiniones del Presidente —no con todas,
naturalmente— pero me parece más urgente manifestar mi inconformidad de principio: las
autoridades no tienen por qué expresar ideas de orden estético ni deben apoyar esta o
aquella tendencia artística. Esta función le corresponde a la crítica, al público y a los
artistas y creadores. En materia de arte —como en materia de creencias, ideas y opiniones
— el Estado debe ser rigurosamente imparcial. Una de las razones de la rápida
degeneración del muralismo mexicano, al lado de la ideología primaria y cerrada de
muchos pintores, fue la intervención del Estado, que convirtió a nuestra pintura en un arte
oficialista. El catecismo sustituyó a la visión. Los artistas mexicanos tuvieron que luchar
durante muchos años contra ese arte oficial disfrazado de arte revolucionario. Sería
lamentable que hoy se volviese a caer en tendencias que, desde el punto de vista artístico,
se han petrificado en un academismo grandilocuente y, en lo moral y político, en un arte
burocrático, pseudorrevolucionario y patriotero.
Todo esto no implica, por supuesto, que no me parezca de veras importante el
llamamiento del Presidente. Es bueno que se pida la colaboración de escritores y artistas
para, entre todos, buscar la manera de cambiar la orientación, efectivamente demasiado
burocrática, de las actividades del Estado en materia de literatura y de arte. En el próximo
número de Plural se comentará con toda amplitud este tema. Por ahora, me limito a
subrayar dos principios de orden general.
El primero: debe gastarse menos en administración y más en ayuda a los creadores y
productores de literatura y arte. Por ejemplo: en lugar de hacer revistas mediocres, o de
organizar innumerables y aburridas mesas redondas sobre dos o tres lugares comunes de la
sociología del arte, el INBA debería dar becas a los escritores y artistas jóvenes. Lo ideal
sería constituir un Fondo para el fomento de la literatura y el arte, que funcionase de una
manera independiente y destinado a ayudar a escritores y artistas dentro de la máxima
libertad estética e ideológica. Hay precedentes en Inglaterra y en otros países.
El segundo principio es más bien de higiene moral: es indispensable distinguir de
una vez por todas entre artistas e ideólogos. La mayor parte de las personas que redactan
manifiestos, forman asociaciones, se reúnen, acusan, gritan y manotean, no son artistas sino
ideólogos. Y añado: ideólogos con pocas ideas y muchos pulmones. El lugar de los
ideólogos está en la tribuna y el púlpito. El artista no es ni orador ni predicador. No hay
masas para él sino hombres, personas, cada una con un nombre propio. La misión del arte
no es ni convencer ni adoctrinar: el arte es participación. Si el Estado quiere de veras
fomentar la libre creación literaria y artística, debe dirigirse a los escritores y artistas, no a
los que hablan en nombre de ellos, casi siempre sin derecho y sin autoridad.
México, mayo de 1975
LA LIBERTAD COMO FICCIÓN[*]

Desde su independencia de España y Portugal, hace más de siglo y medio, las


naciones latinoamericanas han vivido bajo Constituciones republicanas y democráticas.
Para nadie es un secreto que, salvo en períodos aislados y generalmente cortos, casi todos
estos regímenes nominalmente republicanos y democráticos han sido, de hecho, dictaduras.
Desde 1825 a 1976 nuestros gobiernos han adoptado muchas ideologías, pero la diversidad
de todas esas máscaras no ha logrado ocultar la realidad permanente de nuestra historia
política: el caudillo. Dentro de esta situación, que es hoy imperante en América Latina —
salvo unas cuantas excepciones como las de Costa Rica y Venezuela— el caso de México
es único, peculiar. Nuestro régimen es un compromiso entre la democracia auténtica y el
caudillismo a la latinoamericana. Pero este compromiso, positivo en su primera etapa, se ha
vuelto más y más inoperante. La crisis de 1968 fue un ejemplo dramático del progresivo
desgaste del sistema mexicano. El partido en el poder durante cerca de medio siglo, incapaz
de resolver el conflicto por medios políticos, no tuvo más remedio que apelar a la fuerza y
llamar al ejército.
El gobierno actual recogió la lección e intentó una reforma democrática dentro del
partido. La mayoría de los observadores encuentran, con razón, que los cambios han sido
insuficientes. Se nos dio un respiro, pero no se logró infundir en nuestra anémica
democracia un poco de vitalidad. En las verdaderas democracias la vitalidad es sinónimo de
diversidad ideológica y de pluralidad de opiniones y partidos. La crisis de nuestro sistema
político es tal que ninguno de los partidos independientes presentó candidatos en la
elección presidencial de este año. El panorama es aún más desolador si se piensa en la
situación de los dos poderes que, según nuestra Constitución, están encargados de preservar
la democracia en México: el poder legislativo y el judicial. El primero, formado por una
abrumadora mayoría de miembros del partido oficial, no es un órgano de discusión y
deliberación sino de aprobación mecánica de las iniciativas presidenciales. La misión de
nuestros senadores y diputados es aplaudir y elogiar al presidente en turno… La función del
poder judicial es todavía más triste: no es sino un apéndice del ejecutivo.
Los cambios ocurridos en el diario Excélsior adquieren su cabal significado sólo
dentro de la realidad que, someramente, acabo de describir. En México no existe una
auténtica vida política porque carecemos de ese espacio libre donde se despliega, en las
democracias, la actividad de los grupos y los individuos. Ese espacio es plural: es el lugar
público por excelencia, llámese plaza, parlamento, periódico o cualquier otro sitio de
confrontación y discusión de ideas y personas. Los mexicanos no tenemos vida política
real, pero tenemos una ficticia: cada tres y seis años celebramos elecciones. En ellas
participan partidos y grupos fantasmas que no tienen más función que probar, con su
irrealidad, la realidad aplastante y omnipresente del Partido Revolucionario Institucional
(PRI). También tenemos una Cámara de Senadores y otra de Diputados, una Suprema Corte
de Justicia y una federación de Estados soberanos.
Nuestra ficticia vida política sería incompleta si no tuviéramos una libertad de
prensa igualmente ficticia. Teóricamente nuestros periódicos pueden decir lo que quieren:
prácticamente dicen lo que pueden. Y lo que pueden es lo que quiere el gobierno. O lo que
quieren los grandes intereses que dominan al país, de las corporaciones privadas a las
poderosas burocracias obreras y políticas. Aunque no hay que exagerar la influencia de los
organismos privados y gremiales: en México el verdadero poder es político y se concentra
en el Estado.
Ante la experiencia de 1968 el régimen decidió liberalizar su política frente a la
prensa. Fue una decisión positiva que la mayoría de los mexicanos aplaudimos sin reserva.
Excélsior era un periódico como los otros: gracias a la nueva coyuntura política, y, sobre
todo, gracias a la iniciativa de su director, Julio Scherer García, se transformó en un
periódico distinto a los otros: Excélsior empezó a decir lo que muchos querían y no podían
decir. El diario se convirtió en el centro de convergencia de las opiniones libres y disidentes
de México. No todo lo que se dijo en Excélsior coincide con lo que yo pienso y creo. Más
de una vez estuve en desacuerdo con muchos de sus colaboradores. No defiendo sus
opiniones: defiendo su derecho a sostener ideas distintas a las mías. Defiendo nuestro
derecho a disentir del poder de los poderosos.
Justo en el momento en que el ocaso de los partidos independientes clausuraba el
reducido espacio político mexicano, Excélsior abrió otro espacio. Hoy ese espacio también
se cierra. No asistimos al triunfo de una ideología verde, roja o negra: asistimos al triunfo
del color gris, el color del conformismo y la pasividad. ¿Por cuánto tiempo?
México, julio de 1976
VUELTA[*]

Vuelta, como su nombre lo dice, no es un comienzo sino un regreso. En octubre de


1971 apareció una revista, Plural; navegó contra viento y marea durante cerca de cinco
años; al llegar al número 58, desapareció; hoy reaparece, con otro nombre. ¿Es la misma?
Sí y no. El Consejo de Redacción, los colaboradores y los propósitos son los mismos. Se ha
reducido un poco el número de páginas y se han cambiado, también un poco, el diseño y la
tipografía. Vuelta quiere decir regreso al punto de partida y, asimismo, mudanza, cambio.
¿Dos sentidos contradictorios? Más bien complementarios: dos aspectos de la misma
realidad, como la noche y el día. Damos vueltas con las vueltas del tiempo, con las
revoluciones de las estaciones y las revueltas de los hombres: así cambiamos; al cambiar,
como los años y los pueblos, volvemos a lo que fuimos y somos. Vuelta a lo mismo. Y al
dar la vuelta, descubrimos que ya no es lo mismo: el que regresa es otro y es otro a lo que
regresa. El mismo y el otro, lo mismo y lo otro: nosotros que somos otros, vosotros, los
mismos. La vuelta es cambio y el cambio, vuelta. Plural desapareció —la publicación que
circula por ahí ni siquiera es una caricatura: es una falsificación— y ahora reaparece; ya no
es Plural, aunque no renuncia a la pluralidad de voces, sino Vuelta. El mismo y el otro.
En 1971 el director de Excélsior, Julio Scherer, nos propuso la publicación de una
revista literaria, en el sentido amplio de la palabra literatura: invención verbal y reflexión
sobre esa invención, creación de otros mundos y crítica de este mundo. Aceptamos con una
condición: libertad. Scherer cumplió como los buenos y jamás nos pidió suprimir una línea
o agregar una coma. Actitud ejemplar, sobre todo si se recuerda que más de una vez los
puntos de vista de Plural no coincidieron con los de Excélsior. Es sabido lo que ocurrió
después: un conflicto en la cooperativa que edita Excélsior provocó la salida del grupo que
dirigía el periódico. Nosotros, todos los que hacíamos la revista, sin vacilar un instante,
decidimos irnos también. Se ha discutido mucho sobre la responsabilidad del Gobierno en
el caso de Excélsior. No es fácil medir esa responsabilidad pero me parece indudable que el
golpe no se habría dado si sus autores no hubiesen contado por lo menos con el
consentimiento tácito del Poder.
Las consecuencias han sido igualmente funestas para el régimen y para la nación.
Para el régimen porque, después de seis años de proclamar su decisión de respetar la
libertad de crítica, acabó o permitió que se acabase con uno de los poquísimos centros de
crítica independiente del país. Para la nación porque el conflicto de Excélsior ha coincidido
con la crisis de los partidos políticos. Los de izquierda no han podido unirse ni, lo que es
más grave, han sabido elaborar un programa de veras nacional que, simultáneamente, sea
viable y corresponda a la realidad real de México. La izquierda está paralizada por una
tradición dogmática y por su pasado stalinista. La derecha no existe, al menos como
pensamiento político. Hay que repetirlo: nuestra obtusa derecha no tiene ideas sino
intereses. De ahí que prefiera infiltrarse en el PRI; es más fácil corromper a los funcionarios
públicos que presentar a los mexicanos un programa distinto al oficial. El hecho de que el
PAN no haya postulado un candidato en las recientes elecciones presidenciales es una
muestra no sólo de su crisis interna sino de su impotencia ideológica. No sé si el
desfallecimiento de los partidos sea el anuncio de su próximo fallecimiento. En todo caso,
es una confirmación de que el Estado sigue siendo el poder determinante en México. El
Gobierno crece a expensas de la sociedad. La izquierda y la derecha, el líder obrero y el
banquero, el periodista y el obispo, todos, viven de hinojos ante la Silla Presidencial. Por
eso es grave lo de Excélsior: ¿dónde se va a hacer la crítica del Poder y de los poderosos?
Desde que apareció el primer número de Plural se nos acusó de «elitistas» y de
publicar textos incomprensibles. No era extraña la acusación: los populistas tienen una idea
más bien baja de la inteligencia y la sensibilidad de la gente. En el fondo del populismo hay
un gran e inconfesado desprecio por el pueblo. Esos ataques no fueron los únicos. Los
conservadores o, más exactamente, los ricos (en México ya no hay conservadores, todos
somos revolucionarios), sin leernos, como es su costumbre, nos condenaron al infierno
donde se queman los comunistas y los otros rojillos. A su vez, en una operación simétrica,
los comunistas nos colocaron sus sambenitos ideológicos, esos zurcidos de invectivas y
lugares comunes rituales. Poseídos por el Odium Theologicum, los católicos de izquierda se
unieron a los anatemas de los ateos y los paganos. Ya Hume decía que, «por distintos que
sean sus dogmas, son iguales los curas de todas las religiones». Aunque no cree ni en Dios
ni en el Diablo —su única deidad es el Presupuesto— la burocracia política que nos
gobierna quiso atraernos. Fracasó y hay que agradecerle que no haya intentado
amedrentarnos. En fin, unos ya no tan jóvenes radicales, después de clasificarnos como
supervivientes de una especie ya extinta: «los intelectuales liberales», decretaron nuestra
expulsión del «discurso político». No preveían que ellos y nosotros, a la vuelta de cuatro
años, seríamos expulsados no del «discurso» sino del diario que había hecho posible la
difusión de nuestros discursos (en plural). Ojalá que sean capaces de extraer las rectas
consecuencias de esta pequeña lección de historia.
Lo extraordinario no es que Plural haya provocado ataques —ésa es la suerte de
todas las revistas vivas— sino la respuesta del público. Jamás en la historia de la literatura
hispanoamericana una revista literaria había tenido tantos y tan atentos lectores. Se
equivocaron los que nos acusaron de «elitismo». El público mexicano ha demostrado ser
más curioso, abierto e inteligente de lo que suponen los que se empeñan en mantenerlo en
una perpetua minoría de edad. Esta experiencia es la que nos ha movido a publicar Vuelta.
Sabemos que nuestra revista era leída no por ser el órgano de una ortodoxia sino por ser el
lugar de confluencia de muchas voces solitarias y libres. Dejamos Plural para no perder
nuestra independencia; publicamos Vuelta para seguir siendo independientes. Así
afirmamos y renovamos nuestro pacto tácito con los lectores.
Hemos decidido salir solos, confiados en la ayuda del público y en su amistad. Una
amistad que se ha manifestado desde el principio: los primeros números de la revista
saldrán gracias a los amigos que hicieron donativos: más de setecientos. Les pedimos que
perseveren y que nos sigan ayudando. ¿Qué podemos ofrecerles en cambio? Ser fieles a
nosotros mismos: escribir. No nos avergüenza decir que la literatura es nuestro oficio y
nuestra pasión. Cierto, la literatura no salva al mundo; al menos, lo hace visible: lo
representa o, mejor dicho, lo presenta. A veces, también, lo transfigura; y otras, lo
trasciende. La presentación de la realidad incluye casi siempre su crítica. Gibbon decía:
«Todo lo que los hombres han sido, todo lo que ha creado su genio, todo lo que su razón ha
ponderado, todas esas obras que se acumulan en nuestras ciudades —todo eso ha sido
hecho por la crítica.» Tal vez el gran historiador exageraba. No demasiado: un pueblo sin
poesía es un pueblo sin alma, una nación sin crítica es una nación ciega.
SUMA Y SIGUE[*]

Julio Scherer García: La mayor parte de los escritores mexicanos han descubierto
la política en sus años de estudiantes universitarios. Tu situación, Octavio, es diferente y
singular; podríamos decir que naces en la política. Por una parte, el año de tu nacimiento
(1914: triunfo de la coalición revolucionaria contra Huerta, primera guerra mundial). Por
otra, tu abuelo, a quien alcanzas a conocer, el general Ireneo Paz, una figura importante
del liberalismo mexicano; y tu padre, un intelectual capitalino ligado al zapatismo y que
llega a representar a Zapata en los Estados Unidos. ¿Cómo influyen en ti estas
condiciones, podemos decir, excepcionales? ¿Qué herencia política recoges de tu padre y
de tu abuelo?
O. P. Mi padre y mi abuelo eran muy distintos. Como todas las casas, la mía era el
teatro de la lucha entre las generaciones (aparte de la otra, tal vez más profunda, entre los
sexos.) Mi abuelo —periodista y escritor liberal— había peleado contra la Intervención
Francesa y después había creído en Porfirio Díaz. Una creencia de la que, al final de sus
días, se arrepintió. Mi padre decía que mi abuelo no entendía la Revolución Mexicana y mi
abuelo replicaba que la Revolución había sustituido la dictadura de uno, el caudillo Díaz,
por la dictadura anárquica de muchos: los jefes y jefecillos que en esos años se mataban por
el poder. Ni a mi abuelo ni a mi padre les alcanzó la vida para ver cómo la fundación del
PNR resolvió la disyuntiva entre dictadura y anarquía por la instauración de una
«democracia dirigida».
Mi abuelo tenía razón pero también era cierto lo que decía mi padre: los viejos
liberales, además de haber caído en la idolatría del «hombre fuerte», habían mostrado una
extraordinaria ceguera ante los problemas sociales de México. Mi padre decía que él había
descubierto al verdadero México al convivir, durante la Revolución, con los campesinos de
Morelos, Guerrero y Puebla. Muchos antiguos zapatistas visitaban mi casa. Entre ellos
Antonio Díaz Soto y Gama, una figura quijotesca a la que quise y admiré mucho. Después
fui alumno suyo en la cátedra de Historia de la Revolución Mexicana, que impartía en San
Ildefonso.
Mi padre me había iniciado en el conocimiento de la otra historia de México al
hablarme de la lucha de los campesinos por la tierra. Soto y Gama completó y amplió esta
iniciación y me dio otra visión de México. Comprendí que desde la Independencia nuestro
país se esfuerza por convertirse en una sociedad moderna y que este propósito había
inspirado lo mismo a los viejos liberales como mi abuelo que, aunque con métodos
distintos, a los positivistas porfirianos. Al margen de estas «soluciones por arriba», y a
veces contra ellas, una y otra vez los campesinos mexicanos habían intentado establecer, en
escala reducida y regional, un tipo de sociedad no-progresista pero más justa, libre y
humana. Una sociedad regida no por una ética «productivista» sino por reglas de
convivencia social fundadas en una moral precapitalista. El calpulli era la semilla social y
económica de esta utopía milenarista, extraída no de los libros sino de la tradición
campesina. El zapatismo fue la expresión más radical de este milenarismo. Desde entonces
comencé a hacerme algunas preguntas que sólo más tarde, en El laberinto de la soledad,
logré expresar con cierta claridad. No creo, por supuesto, haber encontrado una respuesta.
Creo, en cambio, que el valor de mi libro, si alguno tiene, consiste en haber formulado esas
preguntas.
Aunque mi abuelo y mi padre murieron antes de que surgiese el México
contemporáneo, los dos puntos de vista que ellos representaban siguen teniendo
extraordinaria actualidad. El tema de mi abuelo, la democracia: México sigue siendo, en
materia política, a pesar de la Constitución y la retórica oficial, un régimen patrimonialista
como los del siglo XVII. Con mayor libertad y autoridad que los virreyes de Nueva España,
que lo hacían en nombre del rey, los gobernantes mexicanos rigen la cosa pública como si
fuese su patrimonio personal. El tema de mi padre: por más urgente que sea la reforma
política, el problema que debería ser el centro de la reflexión y la discusión es el de la
modernización o, como se dice ahora, el desarrollo. Los grupos dirigentes mexicanos
sucesivamente han adoptado los modelos políticos, económicos y sociales que les ofrecía
Occidente: liberalismo democrático, evolucionismo positivista, capitalismo clásico y, en sus
distintas versiones, socialismo. Las diferencias entre el Partido Comunista Mexicano y los
patronos de Monterrey son enormes pero ambos grupos creen que en el desarrollo industrial
y económico está la salvación de México. Son adoradores del Progreso, aunque unos juren
por Ford y los otros por Lenin. Pero hoy sabemos que las dos vertientes de la sociedad
industrial moderna —la democracia capitalista y el colectivismo burocrático mal llamado
«socialista»— terminan en un impasse. ¿No es hora de buscar otro camino?
Cumples 15 años cuando Vasconcelos inicia su campaña presidencial: ¿llegas a
participar en el vasconcelismo? ¿Te afecta el desengaño que sufrieron quienes eran en
1929 un poco mayores que tú? ¿Qué piensas, casi medio siglo después, de esa única y
frustrada tentativa de un intelectual mexicano por hacerse del poder? (Del poder real, no
de sus inmediaciones como consejero, ideólogo, redactor de discursos o elemento
decorativo.)

Yo participé en la gran huelga estudiantil de 1929 pero no en el movimiento


vasconcelista. Muchos amigos y compañeros, casi todos mayores que yo, si fueron
vasconcelistas militantes. Algunos de ellos, después de la derrota, se orientaron hacia el
marxismo y comenzaron a trabajar en organizaciones y partidos radicales. Otros derivaron
hacia posiciones de signo contrario: las juventudes católicas, Acción Nacional, el
sinarquismo. Otros más escogieron el camino de la colaboración con el Gobierno.
Justificaron esta táctica en nombre del realismo y la eficacia. Seguían así el ejemplo de la
generación anterior: Gómez Morín, Lombardo Toledano, Bassols, Alfonso Caso, Cosío
Villegas… Años más tarde Lombardo Toledano perfeccionó esta política con una suerte de
doctrina metafísica —fundada, claro, en la dialéctica marxista— que le permitió apoyar a
todos los presidentes y, al mismo tiempo, hacer cada dos o tres años peregrinaciones
rituales a la Plaza Roja.
Es comprensible la obsesión de los intelectuales mexicanos por el poder. En nuestra
escala de valores el poder está antes que la riqueza y, naturalmente, antes que el saber.
Cuando los mexicanos sueñan con la gloria, se ven el pecho cruzado por la banda
trigarante. No predico la abstención: los intelectuales pueden ser útiles dentro del
Gobierno… a condición de que sepan guardar las distancias con el Príncipe. Gobernar no es
la misión específica del intelectual. El filósofo en el poder termina casi siempre en el
patíbulo o como tirano coronado. Los que mueren antes, como Lenin, tampoco se escapan:
los embalsaman y los transforman en fetiches. El intelectual, ante todo y sobre todo, debe
cumplir con su tarea: escribir, investigar, pensar, pintar, construir, enseñar. Ahora bien, la
crítica es inseparable del quehacer intelectual. En un momento o en otro, como Don Quijote
y Sancho con la Iglesia, el intelectual tropieza con el poder. Entonces el intelectual
descubre que su verdadera misión política es la crítica del poder y de los poderosos.
La derrota salvó a Vasconcelos. Si triunfa, habría acabado mal. (Aunque, de todos
modos, acabó mal. Lástima: un hombre admirable y al que no es inexacto llamar, en todos
los sentidos de la palabra, genial.) El gran fracaso del vasconcelismo no fue la derrota
electoral sino la incapacidad de Vasconcelos y sus amigos para formar un auténtico partido
político con un programa propio. Gómez Morín lo intentó después, sin mucho éxito. Una
pregunta que no se han hecho nuestros politólogos: ¿por qué no hay partidos políticos en
México? Si los hubiese, Reyes Heroles no habría tenido necesidad de inventar la actual
reforma política.
Aunque claramente y desde un principio tu vocación es poética y no política, en los
años treintas te pareces a muchos jóvenes de los setentas: estudias marxismo, escribes
poemas contra el avance fascista, vas a España en plena guerra y luego a Yucatán a
enseñar a leer a los campesinos.[1] ¿Qué piensas hoy de ese muchacho que fuiste? ¿Qué
piensas de los muchachos que hoy son como tú fuiste hace 40 años?
Es natural sentir un poco de ternura por el muchacho que fuimos. Pero un poco de
ironía y dos o tres coscorrones no le harían daño a ese fantasma juvenil… En 1937 la
amenaza eran Hitler y sus aliados. Hicimos bien en oponernos. Además, había la gran
esperanza encendida por la Revolución de Octubre en Rusia. Ahora sabemos que ese
resplandor, que a nosotros nos parecía el de la aurora, era el de una pira sangrienta. La
situación de 1977 es muy diferente a la de 1937. Después de miles de testimonios —en un
extremo los de Trotsky y Víctor Serge, en el otro los de Souvarine y Solyenitzin, en el
centro el informe de Jruschov— es imposible cerrar los ojos. La peste totalitaria, por lo
demás, no es un monopolio soviético: se extiende a China y a todos los países que, en la
Europa del Este y el Sudeste asiático, se llaman socialistas. (Una excepción, a medias: la
Yugoslavia de Tito.) Yo no me atrevo a juzgar a ningún joven. Sé que el impulso que los
mueve es, casi siempre, la generosidad y la indignación ante las miserias e injusticias
materiales y morales de nuestro mundo. Sin embargo, me parece inexcusable ignorar o
callar la realidad de la URSS y los otros países «socialistas».
¿Por qué has excluido de Libertad bajo palabra casi toda tu poesía política o
comprometida de esos años? ¿No ves en ello una falta de solidaridad para con tu propio
pasado? ¿Cuáles son los poemas más representativos que ahora quieres olvidar o
sepultar?
Excluí de la segunda edición de Libertad bajo palabra más de cuarenta poemas y
entre ellos sólo uno era de tema político («Elegía a un compañero muerto en el frente de
Aragón»). En cambio dejé otro («El barco»), también inspirado por la guerra de España,
porque me sigue gustando. Esto te demuestra que las exclusiones han sido por motivos de
orden estético y no político. Y hay algo más: a pesar de que el poema excluido no me gusta,
he decidido reintroducirlo en la edición de mi Obra Poética que publicará Seix-Barral el
año próximo. La razón, en este caso, es moral, política y afectiva: ese poema está dedicado
a mi amigo y camarada José Bosch, un joven anarquista catalán que vivió en México
cuando yo era estudiante y que, en 1930, fue expulsado de nuestro país por el Gobierno.
Bosch influyó mucho en mí y en otros amigos. Gracias a él pude conocer relativamente
temprano el pensamiento libertario. La historia de Bosch es dolorosa pero larga de contar.
Aquí diré solamente que fue una víctima, una más, del franquismo y del stalinismo… Otros
dos poemas han sido excluidos: «¡No pasarán!» y «Oda a España». No por razones
ideológicas sino por su indigencia poética. En cambio, hay un poema bastante más
importante que los que he citado, «Entre la piedra y la flor», de tema también social, que
aparece en todas las reediciones de mis libros. Como nunca me he sentido totalmente
satisfecho con ese texto, el año pasado escribí una nueva versión. Apareció en el número 9
de Vuelta.
¿Cuál fue tu experiencia durante el cardenismo, especialmente tu actitud en
Yucatán, y cómo fue tu gran descubrimiento de la miseria mexicana?

Fui a Yucatán, en 1937, para fundar, con Octavio Novaro y Ricardo Cortés Tamayo,
una escuela secundaria para hijos de trabajadores. El poema que acabo de citar, «Entre la
piedra y la flor», expresa mis sentimientos de entonces… y de ahora. Reproduzco un
fragmento de la nota que acompañaba, en Vuelta 9, a la nueva versión del poema: «El
Gobierno había repartido la tierra entre los trabajadores pero la condición de éstos no había
mejorado. Por una parte eran (y son) las víctimas de la burocracia gremial y gubernamental
que ha sustituido a los antiguos latifundistas; por la otra, seguían dependiendo de las
oscilaciones del mercado internacional. Quise mostrar la relación que, como un verdadero
nudo estrangulador, ataba la vida concreta de los campesinos a la estructura impersonal,
abstracta, de la economía capitalista.»
En la entrevista que te hizo recientemente, Elena Poniatowska dijo que siempre
habías sido anticomunista. Pero hay otros que te consideran trotskista. ¿Qué piensas de
Trotsky? ¿Cómo influyó en ti su llegada a México y, sobre todo, su asesinato por órdenes
de Stalin?
Yo me atrevo a corregir un poco a mi querida amiga Elena Poniatowska: Octavio
Paz no ha sido nunca anticomunista pero es, desde hace mucho, un enemigo de la
burocracia que ha convertido a la URSS y a otros países «socialistas» en ideocracias
totalitarias. Pensar así no me convierte en un anticomunista: el que asesinó a los comunistas
fue Stalin, no sus críticos. Pero lo mejor, para deshacer el equívoco, será citar un párrafo de
El arco y la lira: «La idea de una comunidad universal en la que, por obra de la abolición
de las clases y del Estado, cese la dominación de los unos sobre los otros y la moral de la
autoridad y del castigo sea reemplazada por la de la libertad y la responsabilidad personal
—una sociedad en la que, al desaparecer la propiedad privada, cada hombre sea propietario
de sí mismo y esa ‘propiedad individual’ sea literalmente común compartida por todos
gracias a la producción colectiva; la idea de una sociedad en la que se borre la distinción
entre trabajo y arte— esa idea es irrenunciable… Renunciar a ella sería renunciar a lo que
ha querido ser el hombre moderno, renunciar a ser… El marxismo es la última tentativa del
pensamiento occidental por reconciliar razón e historia». Pero en la misma página añadía:
«Si ha de surgir un nuevo pensamiento revolucionario, tendrá que absorber dos tradiciones
desdeñadas por Marx y sus herederos: la libertaria y la poética.»[2] Por desgracia, el
marxismo se ha mostrado incapaz de absorber esa tradición de libertad y ésa es la razón de
su petrificación en el Este europeo y de su crisis en Occidente y en América Latina. El
maestro de mis adversarios, el filósofo comunista francés Luis Althusser, hace unas
semanas, en una conferencia en Venecia que algunos llaman «confesión ideológica», admite
al fin que hay un mal que roe a la doctrina, aunque no se atreve a diagnosticar la
enfermedad: «Sí, el marxismo está en crisis… Asumamos todas las contradicciones y las
lagunas de la teoría para darle a la crisis del marxismo su función liberadora.»
Admiré y admiro profundamente a Trotsky. Al escritor, al político, al hombre. Pero
no cierro los ojos ante los aspectos aterradores de su pensamiento y de su actividad política.
Trotsky contribuyó poderosamente a que la idea de Marx sobre la dictadura del proletariado
se convirtiese en la de la dictadura del partido comunista sobre los otros partidos proletarios
y sobre el proletariado mismo. Lenin, Trotsky, Bujarin y los otros bolcheviques tienen una
indudable responsabilidad, aunque no hayan sido ésas sus intenciones, no sólo en la
instauración de la tiranía paranoica de Stalin sino en la transformación del antiguo imperio
zarista en una ideocracia totalitaria. ¿Qué pensaría hoy Trotsky? Sus últimos escritos me
hacen pensar en una rectificación de muchas de sus ideas. Tal vez habría vuelto a ser el
menchevique que fue en su juventud. Natalia Sedova, su viuda, un poco antes de morir
renunció a la IV Internacional.
¿Qué determinó tu ruptura con los comunistas: el pacto Hitler-Stalin, la muerte de
Trotsky? ¿Qué consecuencias tuvo esta ruptura para tu vida y tu trabajo?

La política del Frente Popular despertó en mí, al principio, ciertas resistencias y


escrúpulos. Pero mis amigos comunistas me convencieron: ante el avance de Hitler la
táctica adecuada era la unión de todos los antifascistas. Ésa fue la política que defendimos
en El Popular. De ahí que el pacto entre Hitler y Stalin me haya escandalizado e indignado.
Dejé el periódico y me alejé de mis amigos. Me quedé muy solo. Por fortuna había algunos
que pensaban como yo. En cambio la ruptura con Neruda y otros fue total y dolorosa. Los
debates de aquellos años —también los de ahora— pertenecen no tanto a la historia de las
ideas políticas como a la de la patología religiosa. Se trata de un desplazamiento del objeto
religioso: se pasa de la adoración a una divinidad a la de una idea y de ésta a la adoración
de los sistemas y los jefes. Se termina en la androlatría, el culto a un hombre divinizado. Lo
más extraño es que esta enfermedad —a la que le conviene más que a la lepra la
denominación de «mal sagrado»— ataca a gente de gran imaginación y sensibilidad.
Extraña corrupción: las intenciones y los sentimientos del creyente son puros pero el objeto
de su creencia es vil. En esos años conocí a Víctor Serge. Mis conversaciones con Serge
aclararon mis ideas políticas como, durante mi adolescencia, la amistad con Bosch había
templado mi carácter. Pero la lección de Serge no fue exclusiva y predominantemente
teórica; lo que me impresionaba en él no eran las ideas —aunque las tenía y brillantes—
sino el corazón, la nobleza de alma. Años después, al conocer a Breton, recordé a Serge:
ambos eran lo que se llama hombres de conciencia. Y la conciencia, decía Breton, es
aquello que, «ocurra lo que ocurra, nos lleva a oponernos a todo lo que atente contra la
dignidad de la vida». La conciencia es lo contrario de la razón de Estado.
¿Es cierto que durante la «guerra fría», cuando los intelectuales de izquierda aún
quieren suponer que los campos de concentración stalinianos son un invento de la
propaganda anticomunista o, en el mejor de los casos, que no debe hablarse de ellos «para
no hacer el juego al enemigo», tú te atreves a romper el silencio y publicas en la revista
Sur de Buenos Aires documentos que luego aceptaron los Partidos Comunistas del mundo y
el mismo XX Congreso de la URSS como irrefutables?
Sí, en 1950 reuní una documentación sobre los campos de trabajos forzados en la
URSS. Me serví sobre todo de los textos dados a conocer durante el proceso público que
enfrentó David Rousset al semanario comunista Lettres Françaises. No pude publicar este
trabajo en México: las publicaciones de izquierda y aun las liberales estaban paralizadas
por la guerra fría. Otra vez la razón de Estado y el argumento hipócrita: no hay que darle
armas al enemigo. José Bianco llevó mi texto a Victoria Ocampo y ella decidió,
valerosamente, publicarlo en Sur. En esa ocasión, como tantas veces, se me acusó de
«anticomunismo». Para deshacer esta vieja calumnia stalinista reproduzco la parte final de
mi trabajo: «Pero es inexacto decir que la experiencia soviética condena al socialismo. La
planificación de la economía y la expropiación de capitalistas y latifundistas no engendran
automáticamente el socialismo pero tampoco producen inexorablemente los campos de
trabajos forzados, la esclavitud y la deificación en vida del Jefe. Los crímenes del régimen
burocrático son suyos y bien suyos, no del socialismo.» Este texto apareció en marzo de
1951. Ha pasado un cuarto de siglo y estas frases hoy no tienen el sabor sacrilego que
tenían cuando se escribieron. Ojalá que esto haga reflexionar a los sacristanes que, después
de santiguarse, me apedrean.
Mucha gente, aun la que comparte tus críticas a la represión psiquiátrica,
ideológica y carcelaria en la URSS, lamenta que en el antiguo Plural y en Vuelta los
perseguidos, torturados o exterminados por los regímenes militares del sur no ocupen
siquiera un mínimo del espacio dedicado al combate contra Gulag y a la defensa de los
disidentes soviéticos y de la Europa central. ¿Cómo responderías a estos juicios? Sé que
condenas a Pinochet, a Bánzer, a Videla. Pero ¿a qué se debe que tu obsesión sea tan
distante como Gulagy no tan próxima como América Latina?
¡Falso! En Plural y Vuelta hemos procurado siempre denunciar los crímenes de los
regímenes militares de América Latina. Un ejemplo entre muchos: en Plural apareció un
reportaje —necesariamente anónimo— sobre los fusilamientos en la prisión militar de
Trelew (Argentina). Fue un hecho terrible pero al que la prensa mexicana e internacional
concedió poca atención. Sobre el cuartelazo de Chile publicamos muchos textos, entre ellos
un artículo mío que fue reproducido por Le Monde y The New York Times. Sobre la política
norteamericana en Vietnam y en otras partes también publicamos muchos artículos, entre
ellos algunos de Chomsky y de Stone. Finalmente, lo que pasaba y pasa fuera no ha sido
nunca para nosotros un pretexto para callar ante lo que pasa en México. Vuelta es una
revista literaria y artística pero, cada vez que ha sido necesario, nos hemos ocupado de la
actualidad política mexicana.
Tu crítica delata un error de óptica. En México, sobre todo entre la izquierda, que
todavía constituye la opinión ilustrada (a la derecha no le interesan las ideas y los debates le
producen dolor de cabeza), asombra e irrita cualquier crítica a los países llamados
socialistas. Ciertos temas siguen siendo tabú. Así como hay un puritanismo sexual hay un
puritanismo político. Condenar los crímenes de los generalotes y los generalillos es un
ritual sin riesgos; decir que los soldados cubanos no tienen nada que hacer en África, salvo
perder la vida, es más grave que blasfemar ante la Virgen de Guadalupe.
En cuanto al argumento de la distancia: me parece una variante de la razón de
Estado. No importa que Pinochet esté en Chile y el Mariscal Kim Il Sung en Corea; en
materia de moral política no hay cerca ni lejos: hay verdugos y hay víctimas.
Desde otro punto de vista, no moral sino histórico, es bueno distinguir entre los
regímenes militaristas de América Latina y las ideocracias contemporáneas. Los Pinochet y
los Videla son un pasado sangriento que se perpetúa. La denuncia de las dictaduras
militares y sus conexiones con Washington es una tarea de limpia moral y política; el
examen de los regímenes llamados socialistas es un trabajo de análisis histórico. Por un
colosal equívoco, esos regímenes se ostentan como los herederos de una de las tradiciones
más nobles de la historia moderna: el socialismo. El análisis de estas sociedades se inició
no en los círculos conservadores sino entre los grupos revolucionarios, marxistas y
anarquistas. Por ejemplo, el eje de la polémica entre Trotsky y los intelectuales
norteamericanos de la IV Internacional giró en torno al problema de la verdadera naturaleza
histórica de la URSS (una polémica que recuerda curiosamente las disputas medievales
sobre el sexo de los ángeles). En un momento de la discusión Trotsky no descartó
enteramente la posibilidad de que la URSS, en lugar de ser un «Estado obrero degenerado»
(ésa era su definición), fuese una nueva forma de dominación y explotación de los hombres.
El colectivismo burocrático sustituía al sistema de explotación capitalista y, con respecto a
éste, significaba un retroceso. A mí me parece que ningún tabú pseudorrevolucionario
puede impedir el libre examen de estos problemas.
Si rechazas la solución socialista ¿qué alternativa ya no digamos de justicia sino de
estricta salvación encuentras para la inmensa tragedia que es la vida mexicana en
particular y latinoamericana en general? ¿No crees que el liberalismo ha agotado ya todas
sus posibilidades y que no hay más elección que entre el socialismo y el fascismo de la
dependencia?

Yo no rechazo la solución socialista. Al contrario, el socialismo es, quizá, la única


salida racional a la crisis de Occidente. Pero, por una parte, me niego a confundir al
socialismo con las ideocracias que gobiernan en su nombre en la URSS y en otros países.
Por otra parte, pienso que el socialismo verdadero es inseparable de las libertades
individuales, del pluralismo democrático y del respeto a las minorías y a los disidentes. Por
último, el socialismo fue pensado y diseñado para los países desarrollados. Según Marx y
Engels, es la etapa más alta del desarrollo social, de modo que viene después y no antes del
capitalismo y la industrialización. Sobre esto Engels fue terminante: no se pueden saltar las
etapas históricas. Una de las tragedias del siglo XX es que las revoluciones no han ocurrido
ahí donde la teoría las esperaba (en los países avanzados) sino en la periferia, en países con
un capitalismo incipiente y con estructuras políticas arcaicas, como la Rusia zarista y el
antiguo imperio chino.
El dilema para la América Latina no consiste en escoger entre socialismo y fascismo
de la dependencia. En primer lugar, el socialismo no está a la orden del día en América
Latina. El socialismo no es un método para desarrollarse más pronto sino una consecuencia
del desarrollo. El socialismo en los países subdesarrollados, como lo demuestra la
experiencia de este siglo, se transforma rápidamente en un capitalismo de Estado,
generalmente controlado por una burocracia que gobierna de una manera despótica y
absoluta en nombre de una idea (ideocracia). Tampoco es exacta la denominación
«fascismo de la dependencia» para describir a las dictaduras militares sudamericanas. Son
regímenes dictatoriales, fundados en la fuerza militar, generalmente (pero no siempre:
recuerda el caso del Perú) conservadores y más o menos dependientes de Washington. En
ellos no aparece ninguna de las características del fascismo: el jefe, el partido, la ideología
pseudosocialista, populista y populachera, etc. En América Latina lo más cercano al
fascismo han sido Perón y el peronismo.
No tengo recetas infalibles para curar los males de México y América Latina.
Tengo, sí, unas cuantas ideas o, más bien, sugerencias. Volveré sobre esto al final de la
entrevista, ya que tu última pregunta repite implícitamente ésta que ahora me haces. En
cambio, sí quiero decirte algo sobre el Estado. Ésa es la verdadera amenaza a la que se
enfrentan lo mismo los europeos que los asiáticos, los africanos que los latinoamericanos,
es decir, el mundo entero. El «monstruo frío» ha crecido desmesuradamente en este siglo. A
su imagen y semejanza, las otras organizaciones sociales —empresas capitalistas,
sindicatos obreros, partidos políticos— se han transformado en Estados en miniatura, cada
uno dotado de su correspondiente burocracia. El planeta se estatiza, es decir, se burocratiza.
El proceso está más avanzado en los países llamados socialistas pero también en los
capitalistas ha dado pasos gigantescos: las multinacionales, el complejo «militar-
financiero» de los Estados Unidos, la CIA, el sindicalismo monolítico, los monopolios de la
comunicación, etc. La era del Big Brother ha comenzado. En esto Orwell y Zamiatin fueron
más perspicaces que los sabihondos del liberalismo y del marxismo. También hay
indicaciones valiosas en Max Weber e intuiciones asombrosas en la tradición anarquista.
Nosotros, primero en Plural y ahora en Vuelta, nos hemos ocupado y nos seguiremos
ocupando del tema. (Te recomiendo, en el número 8 de Vuelta, el estudio de Nico Berti:
Anticipaciones anarquistas sobre los «nuevos patrones»), Hay que luchar contra la
estatización universal. En México, por ejemplo, la crítica del centralismo no es menos
urgente que la implantación de una política demográfica. El centralismo —económico,
político, cultural— no es sino una forma más perfecta y terrible del monopolio, es decir, del
absolutismo.
Se ha dicho (en el número 13 de Plural, octubre de 1972) que tu renuncia a la
Embajada en la India fue un acto moral que despertó expectativas políticas, imposibles de
cumplirse pues no querías ni podías regresar a México para convertirte en cabeza de la
oposición. ¿Qué opinas al respecto?
El comentario de mi amigo José Emilio Pacheco (en Plural 13) se basa, a mi juicio,
en una confusión. No creo que se deba separar, en este caso, la moral de la política. Incluso
podría afirmarse que la eficacia política de mi actitud consistió en que fue la expresión de
una decisión moral. Dejé la Embajada de la India para expresar mi inconformidad moral
con una política gubernamental. Así, no podía ni puedo convertirme en cabeza política de
este o aquel grupo sin traicionar mi actitud. Creo que el escritor —la palabra «intelectual»
es muy amplia y abarca a muchas categorías— es, como escritor, en las sociedades
modernas, un ser marginal. Y por serlo, justamente, ejerce una función crítica. Esa función
es central pero a condición de que aquél que la ejerce no esté en el centro de la acción,
como el político, sino al margen. La eficacia política de la crítica del escritor reside en su
carácter marginal, no comprometido con un partido, una ideología o un gobierno.
En México, todos o casi todos los escritores, sin excluir a gente que fue la
independencia misma como Revueltas y Cosío Villegas, hemos servido en el Gobierno.
Compromiso peligroso que puede convertirse en pecado mortal si el escritor olvida que su
oficio es un oficio de palabras y que entre ellas una de las más cortas y convincentes es NO.
Uno de los privilegios del escritor es decir NO al poder injusto. Pero ese NO debe brotar de
la conciencia y no de la táctica, la ideología o las necesidades del partido. La función
política del escritor depende de su condición de hombre fuera de las combinaciones
políticas. El escritor no es el hombre del poder ni el hombre del partido: es el hombre de
conciencia.
Tras un breve entusiasmo inicial (el artículo de 1971 en Excélsior en que dijiste que
el presidente había «devuelto su transparencia a las palabras», a raíz del cese de Martínez
Domínguez y Flores Curiel después del 10 de junio) tú mantuviste tus distancias respecto a
Echeverría y él, en correspondencia, parece que se negó a darte el premio nacional de
letras. ¿Cómo juzgas o cómo explicas o justificas a tus amigos intelectuales que se
comprometieron de pies a cabeza con Echeverría?
Escribí ese artículo, a pedido tuyo, a raíz de la salida de Martínez Domínguez y de
Flores Curiel y de la promesa del presidente Echeverría de que se haría una investigación
sobre los sucesos del 10 de junio de 1971. Dije que Echeverría «había devuelto su
transparencia a las palabras» pero dije asimismo que, justamente por eso, «merecía nuestra
crítica». El presidente no cumplió su promesa y las palabras volvieron a empañarse. Así lo
dije en una entrevista con Solares, un mes o dos después de la promesa presidencial, y en
muchos artículos en Plural. Sin embargo, algunos amigos míos —Carlos Fuentes, Fernando
Benítez, José Luis Cuevas y otros pocos más— decidieron colaborar con el régimen y darle
su apoyo público. No estuve de acuerdo con su posición y así se lo dije, en privado, varias
veces. Nunca pensé que yo tenía derecho a condenarlos. Además, ¿cómo olvidar las
actitudes valerosas de Fuentes y Benítez en tantas ocasiones —un ejemplo: ante el
asesinato de Jaramillo— mientras muchos de sus críticos de ahora no chistaban?
Naturalmente, nunca se me ocurrió que fuesen inmunes a la crítica y en Plural se
publicaron algunos artículos más bien severos sobre su posición. Pero me parece que hay
cierta diferencia entre la crítica de un Zaid, por ejemplo, inflexible y cortés, y los ladridos y
los aullidos de tantos perros y chacales que merodean por las afueras de la literatura.
A pesar de mi actitud reticente y distante, Echeverría fue siempre amable conmigo.
No creo que él haya influido para que no se me diese el premio nacional de letras. El último
año de su gobierno se me acercó uno de los jurados, amigo mío, y me preguntó si yo estaría
dispuesto a aceptar el premio. Respondí que, después del atentado contra Excélsior y
Plural, la pregunta me parecía una broma lúgubre. El mejor premio literario que puede dar
un gobierno es respetar la libertad de expresión y garantizar el ejercicio de la crítica. Cosío
Villegas pensaba que el punto positivo de la gestión de Echeverría, por el que le serían
perdonadas muchas cosas, era su respeto por la libertad de prensa. ¿Por qué, a la última
hora con un solo gesto, anuló lo que había hecho? La soberbia es el vicio de los poderosos.
¿Qué puede hacer realmente por su país un escritor mexicano?

Yo no creo que los escritores tengan deberes específicos con su país. Los tienen con
el lenguaje —y con su conciencia.
A 9 años de Tlatelolco y 7 de Postdata ¿cuál es tu visión actual del 68 en México?
Mi opinión sobre los acontecimientos de 1968 no ha variado sustancialmente.
Después de Postdata (1970), he aventurado algunas reflexiones complementarias en
«Burocracias celestes y terrestres» (1972), en el prólogo a la edición en inglés de La noche
de Tlatelolco de Elena Poniatowska (1973) y en algunos artículos publicados en Plural y en
Vuelta. Hacia 1930 se consolida el régimen post-revolucionario. Entre 1945 y 1960 el país
—mejor dicho: la burguesía, la clase media y vastos sectores de la clase obrera— viven en
un estado de satisfacción hipnótica. Era el reposo de la digestión, la siesta histórica. El
despertar fue brusco. En 1968 se rompió el consenso y apareció otra cara de México: una
juventud indignada. Esa juventud pertenecía a la clase media, la nueva clase, surgida en los
años de relativa prosperidad y que pedía, aunque sin formular claramente sus aspiraciones,
una mayor participación en la vida política nacional. «Los tumultos de 1968» decía yo
cinco años después, en una serie de tres artículos publicados en Excélsior, «revelaron una
grieta en el interior de la sociedad mexicana que podemos llamar desarrollada, es decir, en
ese sector urbano que ha pasado en los últimos años por un acelerado proceso de
modernización… Pero lo que otorga dramatismo y urgencia a la crisis del México moderno
y desarrollado es su trasfondo: el otro México en andrajos, los millones de campesinos
pobrísimos y las masas de desocupados que emigran a las ciudades y se convierten en los
nuevos nómadas, los nómadas del asfalto».
Hoy, en 1977, la contradicción entre el México desarrollado y el subdesarrollado se
ha vuelto más aguda. No es la contradicción de dos clases sino de dos tiempos históricos e,
incluso, de dos países.
El movimiento de 1968 expresó el descontento del sector urbano, lo mismo ante el
sistema político mexicano (PRI) que ante la política económica, social y cultural de los
últimos gobiernos. Había también el contagio de las agitaciones y revueltas juveniles en
Estados Unidos y en Europa Occidental. El gran viento de rebeldía de esa década también
sopló en México y agitó muchas conciencias. A pesar de su vaguedad, la palabra que
condensaba las aspiraciones de los estudiantes —democratización— conquistó la adhesión
de la clase media en todo el país. La demanda correspondía a algo real y de ahí que el
gobierno de Echeverría y ahora el de López Portillo, después de la represión de 1968,
hayan tratado de satisfacerla, aunque no sin contradicciones y vacilaciones. La reforma
política en curso es, esencialmente, una consecuencia del movimiento de 1968. Pero es
evidente que lo que México necesita no es tanto una reforma de la legislación como el
nacimiento espontáneo, desde abajo, de partidos populares independientes. ¿Por qué el
movimiento de 1968 no tuvo como consecuencia la formación de uno o varios partidos
políticos? Sería absurdo atribuir al monopolio del PRI la debilidad de los partidos políticos
mexicanos. En España, después de cuarenta años de dictadura, hemos presenciado la
reaparición de dos partidos vigorosos: el Socialista y el Comunista. En Venezuela hay una
vida política más intensa y sana que en México. ¿Por qué?
El panorama político no es alentador. La derecha mexicana ha dejado de pensar en
términos políticos desde la derrota de Miramón. Es una clase acomodaticia y oportunista.
Su táctica, lo mismo en la época de Díaz que ahora, consiste en infiltrarse en el Gobierno.
Es una clase que hace negocios pero que no tiene un proyecto nacional. El país, para ellos,
no es el teatro de su acción histórica sino un campo de operaciones lucrativas. La izquierda
sufre una suerte de parálisis intelectual. Es una izquierda murmuradora y retobona, que
piensa poco y discute mucho. Una izquierda sin imaginación. No obstante, hay débiles
signos que anuncian, quizá, un cambio. Por ejemplo, a juzgar por ciertas declaraciones
recientes, el ejemplo de los comunistas españoles, italianos y franceses comienza a
inquietar y sacudir a las conciencias petrificadas por tantos años de recitación de los
catecismos pseudomarxistas. ¿Despertará la durmiente del bosque? Para que México
encuentre al fin su camino, los mexicanos debemos comenzar a pensar por cuenta propia.
En lugar de importar soluciones para resolver problemas que no tenemos, deberíamos
estudiar nuestros propios problemas. Son inmensos. No pido soluciones: pido que alguien
se atreva a hacer las preguntas pertinentes.
Una última pregunta imposible e indispensable (pues nadie se hubiera imaginado
en 1967 el México de 1977): ¿cómo ves el porvenir de nuestro país, sus innumerables
amenazas y sus contadas esperanzas?

Contestar a tu pregunta exigiría, aparte del don de videncia, muchas páginas y


muchas horas. Ni tú dispones de las primeras ni yo de las segundas. Los budistas tienen un
libro santo en cien mil estrofas pero tienen otro, no menos santo, que compendia toda la
doctrina en un monosílabo: A. Por desgracia, no habla ningún Bodisatva por mi boca, de
modo que no me queda el recurso de pronunciar una sílaba enciclopédica. Además sería
muy presuntuoso de mi parte enumerar las amenazas que nos rodean (tú mismo dices que
son innumerables). En cuanto a las esperanzas: son vanas por definición. No, no veo —lo
que se llama ver— el porvenir de México. Me consuelo pensando que los hombres, en
general, no ven el futuro. Por eso, quizá, nuestra ocupación favorita es preverlo. Para
desquitarnos de nuestra ceguera histórica, los hombres hacemos proyectos. Esos proyectos
se transforman en obras que, a su vez, se convierten en ruinas.
Hubo un gran proyecto mexicano en la segunda mitad del siglo XVIII: el Imperio.
Lo derrumbaron, el siglo pasado, primero las tropas yanquis que nos invadieron y, después,
los cañones republicanos. Otro proyecto: la república liberal de Juárez. No se derrumbó:
Porfirio Díaz lo convirtió en un templo hueco. En el altar colocó dos estatuas: el telégrafo y
el ferrocarril. Los revolucionarios colgaron de los postes del telégrafo a los caciques
porfiristas y en cada estación de ferrocarril libraron una batalla. Y así sucesivamente. La
historia de México, como la de todas las naciones, es un cementerio de proyectos. Pero sin
estos proyectos los pueblos no son pueblos ni la historia es historia.
¿Qué veo? Una ausencia de proyectos. Si vuelvo la cara hacia la derecha veo a
gente atareada haciendo dinero; si la vuelvo a la izquierda, veo gente atareada discutiendo.
Las ideas se han evaporado. O han hecho sus pruebas y han fracasado. La situación de
México no es excepcional: el mundo vive, desde hace ya años, no las consecuencias de la
muerte de Dios sino de la muerte del Proyecto. Ese Proyecto se llamó a veces Progreso,
otras Revolución. Su nombre se ha desgastado. Los mexicanos creíamos que nuestro país
era un cuerno de abundancia y sobre esa ilusión construimos, el siglo pasado, nuestro
proyecto nacional. Al doblar el siglo descubrimos nuestra miseria: los tesoros del cuerno se
los habían robado los de fuera o no eran tales tesoros sino un montón de piedras. Ahora el
mundo entero comparte nuestra desilusión: asistimos al ocaso de las utopías, lo mismo las
capitalistas que las socialistas. Unas y otras estaban basadas en la creencia en el progreso
infinito que, a su vez, había engendrado la ilusión del desarrollo continuo. Hemos
descubierto que vivimos en un planeta finito y con recursos finitos. La crisis de los
energéticos y el futuro y previsible agotamiento de los recursos naturales pone un hasta
aquí al optimismo de las filosofías del siglo pasado. En el mundo subdesarrollado hay cada
vez más habitantes y cada vez menos recursos. A menos de imprevisibles innovaciones
técnicas y científicas, la situación de los desarrollados tenderá a empeorar. Cuando la
situación se vuelva insostenible, acudirán a la fuerza. Ésa es la primera y gran amenaza.
Los mexicanos tienen la tendencia a olvidar que viven en el mundo, no en una isla. Es
bueno recordar de tiempo en tiempo que no estamos solos. Y prepararnos para lo peor.
La conjunción del exagerado crecimiento demográfico y del centralismo político y
económico es explosiva. El centralismo, sea en la forma de monopolios capitalistas
(nacionales y extranjeros) o en la forma de monopolios estatales, agudiza las enormes
diferencias que separan a los mexicanos y hacen de cada clase social un mundo aparte, una
plaza fuerte, y de cada individuo una planta espinosa. A su vez, el crecimiento demográfico
puede paralizar nuestro modesto desarrollo económico y convertir a la ciudad de México,
por ejemplo, en otra y más vasta Calcuta. Aunque con lentitud desesperante, nos
encaminamos hacia formas políticas más democráticas. La demografía puede paralizar
también este proceso. Cierto, tenemos el petróleo. Puede aliviar nuestros males, no
curarlos. Agotado, la recaída será peor.
Nuestra pobreza es nuestra verdadera y única riqueza: la gente. Esa población
desocupada, pasiva, ignorante, que nos parece una piedra atada al cuello, puede convertirse
en brazos que trabajan e inteligencias que piensan. Si el almacén de proyectos históricos
que fue Occidente se ha vaciado, ¿por qué no ponernos a pensar por nuestra cuenta, por qué
no inventar soluciones? Algunos, poco oídos, han comenzado a hacerlo. Por ejemplo,
Gabriel Zaid en esa serie de artículos que publicó en Plural bajo el título de Cinta de
Moebio. Otros, también, hemos pedido que se diseñen nuevos modelos de desarrollo. ¿Por
qué no discutir esos temas en un ámbito nacional? En el fondo, el gran debate de la historia
moderna de México, desde el siglo XVIII, es el de la modernización. De los jesuitas de
Nueva España a los liberales de Juárez, de los positivistas porfirianos a los revolucionarios
del siglo XX, sin excluir a los marxistas y a los capitalistas —todos, con distintos métodos,
han propuesto una misma idea: la modernización. El progreso ha sido y es para todos ellos
sinónimo de modernización. Muy pocos intelectuales han hecho la crítica de la
modernización. La crítica la ha hecho el tradicionalismo del pueblo mexicano, algunos
poetas (López Velarde: Patria, sé fiel a tu espejo diario) y, a veces, como en la época de
Zapata, el pueblo pobre en armas. Su utopía no venía de los libros. No era una utopía
progresista sino intemporal, con raíces en la tradición oral y no en la libresca. No sugiero
volver a Zapata ni a la aldea autosuficiente ni al neolítico. Pienso que en ese sueño de
nuestros campesinos hay una semilla de verdad. ¿Por qué no poner en entredicho los
proyectos ruinosos que nos han llevado a la desolación que es el mundo moderno y diseñar
otro proyecto, más humilde pero más humano y más justo?
ÍNDICE DE NOMBRES
Abelardo, Pedro,
Adams, Henry,
Adler, Alfred,
Agustín, San,
Alamán, Lucas,
Alejandro Magno,
Alemán, Miguel,
Alfaro Siqueiros, David,
Althusser, Luis,
Alvarado, Ricardo,
Allende, Ignacio,
Allende, Salvador,
Amalrik, Andrei,
Aquino, Tomás de,
Aragon, Louis,
Arendt, Hannah,
Aristóteles,
Aron, Raymond,
Arrupe, Pedro,
Artaud, Antonin,
Asoka,
Ávila Camacho, Manuel,
Bakunin, Miguel,
Balazs, Etienne,
Balbuena, Bernardo de,
Balzac, Honorato de,
Ballagas, Emilio,
Banzer, Hugo,
Bassols, Narciso,
Bataille, Georges,
Baudelaire, Charles,
Bazdresch, Carlos,
Benítez, Fernando,
Benítez Zenteno, Raúl,
Bentham, Jeremías,
Berdiaev, N. A.,
Bernal, Ignacio,
Bernanos, Georges,
Bernstein, Eduard,
Berti, Nico,
Besancon, Alain,
Bianco, José,
Billington, James H.,
Bioy Casares, Adolfo,
Bismark, Otto,
Blake, William,
Blanqui, Luis,
Block, Alejandro,
Bolívar, Simón,
Bonaparte, Napoleón,
Borah, Woodrow,
Borges, Jorge Luis,
Bosch, José,
Bossuet, Jacques Bénigre,
Brejnev, Leónidas I.,
Bremen, Anita,
Breton, André,
Brillat-Savarin,
Brodsky, Joseph,
Browder, Earl,
Buber, Martin,
Bucareli, A. M.,
Buda,
Bujarín, Nicolás I.,
Bukovski, Vladimiro,
Buñuel, Luis,
Burguière, André,
Burke, Edmundo,
Cabrera, Luis,
Cabrera, Lydia,
Cabrera Acevedo, Gustavo,
Cabrera Infante, Guillermo,
Caillois, Roger,
Calderón de la Barca, Pedro,
Calígula,
Calles, Plutarco Elías,
Campanella, Tomasso,
Camus, Albert,
Capone,
Cardenal, Ernesto,
Cárdenas, Cuauhtémoc,
Cárdenas, Lázaro,
Carlos III de España,
Carpentier, Alejo,
Carranza, Venustiano,
Casal, Julián del,
Caso, Alfonso,
Caso, Antonio,
Castoriades, Cornelius,
Castro, Américo,
Castro, Fidel,
Catalina II de Rusia,
Céline, Louis Ferdinand,
Celso,
Cernuda, Luis,
Cervantes, Miguel de,
Cilinga, Anton,
Claudel, Paul,
Cohn-Bendit, Daniel,
Coleridge, Samuel Taylor,
Comte, Auguste,
Confucio,
Conquest, Robert,
Constantino,
Cortés, Hernán,
Cortés Tamayo, Ricardo,
Corvalán, Luis,
Cosío Villegas, Daniel,
Cruz, Sor Juana Inés de la,
Cuauhtémoc,
Cuevas, José Luis,
Chaunu, Pierre,
Chejov, Antón,
Chestov, León,
Chomsky, Noam,
Chou en Lai,
Chuang-Tzu,
Daix, Pierre,
Dante,
Danton, Jorge,
Darwin, Charles,
Debout, Simone,
Descartes, René,
Díaz, Porfirio,
Díaz del Castillo, Bernal,
Díaz Ordaz, G.,
Díaz Soto y Gama, Antonio,
Diderot, Denis,
Dilthey, Wilhelm,
Diógenes,
Djilas, Milovan,
Donne, John,
Dostoyevski, Fedor M.,
Duarte, Manuel,
Dumézil, Georges,
Durkheim, Emile,
Duverger, Maurice,
Echeverría, Luis,
Einstein, Albert,
Elias, Norbert,
Eliot, T. S.,
Eluard, Paul,
Engels, Federico,
Etiemble,
Fanon, Franz,
Flaubert, Gustave,
Flora, Joaquín de,
Flores Curiel, Rogelio,
Ford, Henry,
Fourier, Charles,
Franco, Francisco,
Franqui, Carlos,
Frei, Eduardo,
Freud, Sigmund,
Fuentes, Carlos,
Galbraith, John K.,
Gaos, José,
García Lorca, Federico,
Garibaldi G.,
Gaulle, Charles de,
Gautier, Teophile,
Gibbon, Edward,
Gide, André,
Gilly, Adolfo,
Gómez Morín, Manuel,
Góngora, Luis de,
González, Felipe,
González Casanova, Pablo,
Gorostiza, José,
Goytisolo, Juan,
Grass, Günter,
Guevara, Ernesto,
Guillén, Nicolás,
Hamilton, Alexander,
Haro, Guillermo,
Hawthorne, Nathaniel,
Hegel, G. W. F.,
Heidegger, Martin,
Henríquez Ureña, Pedro,
Heráclito,
Herodes,
Herodoto,
Herzen, Alexander,
Hidalgo, Miguel,
Himler, H.,
Hirschman, Albert O.,
Hitler, A.,
Ho Chi Min,
Homero,
Horacio,
Howe, Irving,
Huerta, Victoriano,
Humboldt, Alejandro de,
Hume, David,
Isaías,
Iván el terrible,
Ivanov, Viacheslav,
Ixtlixóchitl, Fernando de Alva,
Izcóatl,
Jaguaribe, Helio,
Jaramillo, Rubén,
Jefferson, Thomas,
Jehuda-Haleví,
Jiménez, René,
Joyce, James,
Jruschov, Nikita,
Juárez, Benito,
Juliano,
Kafka, Franz,
Kamenev, L. B.,
K’ang-hsi,
Kant, E.,
Kautsky, Karl,
Kennan, George,
Kennedy, John F.,
Keynes, John Maynard,
Kim Il Sung,
Kissinger, H.,
Kolakowski, Leszek,
Kollek, Teddy,
Krauze, Enrique,
Kristeva, Julia,
Laclos, Pierre Choderlos de,
Lacouture, Jean,
Lafaye, Jacques,
Landa, Diego de,
Las Casas, Fr. Bartolomé de,
Lawrence, D. H.,
Lefort, Claude,
Lenin, V. I.,
Levenson, Joseph R.,
Lévi-Strauss, Claude,
Levin, Harry,
Lewis, Oscar,
Lezama Lima, José,
Limantour, José Ives,
Lincoln, Abraham,
Lin Piao,
Liscano, Juan,
Liu-Shao-Ch’i,
Lizalde, Eduardo,
Lombardo Toledano, Vicente,
Lope de Vega Carpio, Félix,
López Portillo, José,
López Velarde, Ramón,
Luckacs, Georg,
Lucrecio,
Luis XVI,
Luxemburgo, Rosa,
Machado, Antonio,
Madero, Francisco I.,
Mailer, Norman,
Maistre, Joseph de,
Malraux, André,
Malthus, Th. R.,
Mallarmé, Stéphane,
Mao-Tse-Tung,
Mandelstam, Nadeja,
Mandelstam, Osip,
Maquiavelo, Nicolás,
Margáin, Hugo,
Mariana de Austria,
Mariana, Juan de,
Martí, José,
Martínez Domínguez, Alfonso,
Martínez Estrada, Ezequiel,
Martov, I. O.,
Marx, Karl,
Maurras, Charles,
Mauss, Marcel,
Maximiliano de Austria,
Mayakowski, Vladimir,
Medvedev, Roy,
Melville, Herman,
Merleau Ponty, Maurice,
Meyer, Jean,
Michelet, Jules,
Milozs, Czeslaw,
Miramón, Miguel,
Mitterrand, Frangois,
Moctezuma Ilhuicamina,
Monod, Jacques,
Mora, José María Luis,
Morelos, José María,
Morin, Edgar,
Moro, Tomás,
Morris, Robert,
Mussolini, B.,
Nadeau, Maurice,
Nápoles, José Ángel «Mantequilla»,
Neher, André,
Neruda, Pablo,
Nerval, Gerard de,
Neuman, Margarita,
Newton, Isaac,
Nixon, Richard,
Nietzsche, Friedrich,
Novaro, Octavio,
Obregón, Álvaro,
Ocampo, Melchor,
Ocampo, Victoria,
O’Gorman, Edmundo,
Ojeda, Mario,
Onetti, Juan Carlos,
Orígenes,
Orozco, José Clemente,
Ortega y Gasset, José,
Ortiz de Domínguez, Josefa,
Orwell, George (Blair, Eric Arthur),
Padilla, Heberto,
Padilla Nervo, Luis,
Pacheco, José Emilio,
Papaiannou, Kostas,
Paredes, Conde de (Cerda y Aragón, Tomás Antonio de la),
Pareto, Vilfredo,
Parménides,
Parras, Agustín,
Pascal, Blaise,
Pasternak, Boris,
Paz, Ireneo,
Pedro I de Rusia,
Peret, Benjamín,
Pérez Galdós, Benito,
Pereyra, Carlos,
Perón, Isabel,
Perón, Juan Domingo,
Perrault, Charles,
Perroux, François,
Pétain, Philippe,
Petkoff, Teodoro,
Picón Salas, Mariano,
Pinochet, Augusto,
Platón,
Plejanov, G. V.,
Plotino,
Polibio,
Pompidou, Georges,
Poniatowska, Elena,
Porfirio,
Portilla, Jorge,
Primo de Rivera, José Antonio,
Proudhon, Pierre Joseph,
Proust, Marcel,
Radek, Karl,
Ramos, Samuel,
Restif de la Bretonne, Nicolás,
Revueltas, José,
Reyes, Alfonso,
Reyes Heroles, Jesús,
Ricard, Robert,
Rivera, Diego,
Rizzi, Bruno,
Robespierre, Maximiliano de,
Rodríguez, Luis I.,
Roosevelt, Franklin D.,
Rousseau, Jean Jacques,
Rousset, David,
Roy, M. N.,
Ruiz Cortines, Adolfo,
Ruiz de Alarcón, Juan,
Russell, Bertrand,
Sade, Donacien A. F. de,
Sahagún, Fr. Bernardino de,
Sajarov, Andrei,
Salvemini, Gaetano,
Sánchez Ordóñez, Blanca,
Sandoval y Zapata, Luis de Antonio,
Santa-Anna, Antonio López,
Sarduy, Severo,
Sarov, Serafín de,
Sartre, Jean Paul,
Savater, Fernando,
Scherer García, Julio,
Sedova, Natalia,
Segovia, Rafael,
Segovia, Tomás,
Semprún, Jorge,
Serge, Víctor,
Shih Huang-ti,
Sierra, Justo,
Sigüenza y Góngora, Carlos de,
Silone, Ignazio,
Silva-Herzog, Jesús,
Simmel, George,
Skinner, B. F.,
Smith, Adam,
Soares, Mario,
Soberón, Guillermo,
Sófocles,
Soloviev, Vladimiro,
Solares, Ignacio,
Solares, Josefina,
Sollers, Phillip,
Soustelle, Jacques,
Souvarine, Boris,
Spencer, Herbert,
Stalin, José,
Stone, I.,
Suárez, Francisco,
Swift, Jonathan,
Tácito, Cornelio,
Tamerlán,
Tarde, Gabriel,
Teresa de Mier, Fray Servando,
Tertuliano,
Thoreau, Henry David,
Tibón, Gutierre,
Tito (Josip Brosz),
Tlacaelel,
Tocqueville, Alexis de,
Tolstoi, León,
Tomás, Santo,
Trotsky, León,
Trujillo, Rafael Leónidas,
Tucídides,
Turguenev, Ivan,
Turner, Frederick C.,
Unamuno, Miguel de,
Uranga, Emilio,
Urquidi, Víctor L.,
Valenzuela, Fernando,
Valera, Cipriano de,
Valle-Inclán,
Vallejo, César,
Van Allen, Judith,
Varga, Eugenio,
Vargas Llosa, Mario,
Varona, Emilio José,
Vasconcelos, José,
Velázquez, Fidel,
Veyne, Paul,
Videla, Jorge Rafael,
Viel, Benjamín,
Villaurrutia, Xavier,
Villoro, Luis,
Vitier, Cintio,
Voltaire,
Weber, Max,
Whitman, Walt,
Wilkinson, L. P.,
Womack, John,
Yéjov, N. I.,
Zadonsky, Tikhon,
Zaid, Gabriel,
Zamiatin, Eugenio,
Zapata, Emiliano,
Zavala, Lorenzo de,
Zea, Leopoldo,
Zumárraga, Juan de,
Zuno, José Guadalupe.
NOTAS
[*]
Entrevista publicada en Plural 50 (noviembre, 1975). <<
[*]
Prólogo a Quetzalcóatl et Guadalupe, de Jacques Lafaye, París, Gallimard, 1974.
<<
[1]
El nombre del supremo sacerdote azteca también era Quetzalcóatl. <<
[2]
Cf. el estudio de Ignacio Bernal sobre la influencia de Teotihuacán en los destinos
de México, publicado en tres números de Plural (21, 22 y 23), México, 1973. <<
[*]
Plural 58, julio de 1976. <<
[*]
Plural 55, abril de 1976. <<
[1]
Paul Veyne: Comme on écrit l’Histoire, París, 1971. <<
[2]
Esas clases, por supuesto, no fueron exactamente las mismas. La clase que se
opuso al liberalismo en la primera mitad del siglo XIX era la heredera del régimen
novohispano; la sucedió otra, predominantemente neolatifundista, enriquecida con la venta
de los bienes de la Iglesia, y que medró a la sombra de la República Restaurada y del
Porfiriato. Esta clase, a su vez, fue desplazada por la nueva plutocracia revolucionaria. <<
[*]
Vuelta 21, agosto de 1978. <<
[1]
«Technocrates en uniforme: L’État Symbiotique», Critique, agosto-septiembre,
1978. <<
[*]
Entrevista con Josefina e Ignacio Solares, transmitida por Radio Universidad el
13 de julio de 1971 —un mes después de los sucesos del 10 de junio— y reproducida el 14
de julio por el diario Excélsior. <<
[1]
Algunos, no necesariamente de mala fe, confundieron al principio mi actitud con
la de otros escritores y artistas mexicanos. La confusión se desvaneció pronto y los que
persistieron en ella lo hicieron deliberadamente y a sabiendas de que levantaban un falso
testimonio. <<
[*]
Plural 5, febrero de 1972. <<
[1]
No sé si haya leído usted las Memorias de M. N. Roy, el antiguo agente de la
Tercera Internacional en Asia. Cuenta que estuvo en México durante los últimos años de la
primera guerra mundial y que participó decisivamente en la primera (hubo dos) fundación
del Partido Comunista Mexicano. Llamado por Lenin, viajó hacia la Unión Soviética con
un pasaporte diplomático mexicano otorgado nada menos que por órdenes de Carranza.
Este pequeño episodio revela hasta qué punto son engañosas las consideraciones
meramente ideológicas. <<
[2]
«El surgimiento de la Unión Soviética… estableció el comienzo de la dualidad
mundial de poderes entre el proletariado y la burguesía que impidió que la inmensa
insurrección campesina mexicana fuese aniquilada por el capitalismo…» (página 394). Y
en la página 358: «Sin la revolución mundial, todas las conquistas de la revolución
mexicana hubieran sido destruidas después de Cárdenas.» <<
[3]
Conjunciones y disyunciones (páginas 130-135) México, 1969; Postdata (páginas
95-100), México, 1970. <<
[4]
En los primeros meses de 1946, cuando trabajaba en la Embajada de México en
París, me encontré en un armario donde se archivaban «papeles reservados» un legajo: una
copia en máquina del libro de Bruno Rizzi (ése es su nombre completo) con una carta
dirigida al entonces (1939) Ministro de México en Francia, que era, si no recuerdo mal,
Luis I. Rodríguez, el antiguo Secretario de Cárdenas. En su carta, Bruno Rizzi le pedía al
diplomático mexicano, «representante del gobierno democrático y popular de Cárdenas»,
que hiciese llegar una copia de su libro (todavía inédito) a Leon Trotsky. Insistía en que era
vital que el revolucionario ruso leyese su obra y agregaba que usaba el conducto
diplomático porque no encontraba otro seguro; se sentía perseguido por las policías de todo
el mundo y veía a Europa amenazada por la peste totalitaria. Supongo que Rodríguez
cumplió el encargo de Rizzi. <<
[*]
Mesa Redonda celebrada en la Universidad de Harvard el 15 de noviembre de
1971. Dirigió los debates el economista Albert O. Hirschman. Plural 6, marzo de 1972. <<
[*]
Prólogo a la edición en inglés del libro de Elena Poniatowska La Noche de
Tlatelolco, The Viking Press, New York. Excélsior, 1, 2 y 3 de octubre de 1973. <<
[*]
Entre los textos desechados, al hacer la selección de los que formarían El ogro
filantrópico, se encontraban estas tres notas sobre el terrorismo y los intelectuales,
publicadas en distintos números del antiguo Plural. El secuestro y el asesinato del joven
filósofo Hugo Margain [1978] me hicieron pensar que tal vez valía la pena recoger estos
comentarios, a pesar de sus notorias insuficiencias. El tema del terrorismo en la segunda
mitad del siglo XX es extraordinariamente complejo y no lo son menos las actitudes
ambiguas que ha provocado y provoca entre los intelectuales de izquierda. El terrorismo es
un espejo que repite no nuestro rostro sino el de nuestro demonio. Pero ¿cómo distinguir
entre el uno y el otro? El terrorismo no es sino la imagen invertida del terror estatal. Ambos
son criaturas de las religiones ideológicas del siglo XX. Para exorcisar al demonio del
terrorismo debemos hacer un examen de conciencia: la crítica de la violencia terrorista [la
estatal y la de los grupos e individuos] comienza con la crítica de la ideología y esto
significa, en el caso de los intelectuales, la autocrítica. <<
[*]
Letras, letrillas y letrones. <<
[*]
Presentación del Suplemento de Plural 12, dedicado a los problemas de población
de México. <<
[1]
Fui demasiado optimista. Todavía muchos y muy conocidos «intelectuales de
izquierda» —sociólogos, historiadores, economistas— se oponen a la planeación familiar;
la denuncian como una maniobra «diversionista» de la burguesía e incluso como una
tentativa de genocidio inspirada por el imperialismo norteamericano. El Partido Comunista
de México y los otros partidos de izquierda han asumido una actitud semejante. Por
ejemplo, hoy leo en la prensa que el Partido Socialista de los Trabajadores, por boca de su
Secretario General, condena la tímida política de población del Gobierno mexicano:
«establecer mecanismos de control demográfico es anticonstitucional… Somos un país en
pleno ascenso… y no tenemos por qué darle gusto a los Estados Unidos que, a través de su
política imperialista, tratan de frenar el crecimiento poblacional de los países dependientes.
Los esfuerzos oficiales por detener la explosión demográfica indican que México ha cedido
a la presión de las agencias imperialistas de los Estados Unidos» (Últimas Noticias de
Excélsior, primera plana, 13 de mayo de 1978). <<
[*]
Plural 31, abril de 1974. <<
[2]
Según el Presidente de la Asociación de Planeación Familiar el número de abortos
clandestinos en México llega a los dos millones anuales (Novedades, 31 de mayo de 1978).
<<
[*]
Plural 46, julio de 1975. <<
[*]
Plural 43, abril de 1975. En marzo de 1975 el Presidente Echeverría visitó la
Universidad Nacional de México. Fue recibido tumultuosamente y apenas pudo hacerse oír.
<<
[*]
Vuelta 10, septiembre de 1977. <<
[*]
Palabras pronunciadas en un acto organizado por un grupo de republicanos
españoles en París, el 19 de julio de 1951. El otro orador fue Albert Camus. María Casares
dijo poemas de Antonio Machado. (Cf. Solidaridad Obrera, órgano de la CNT de España,
París, 29 de julio de 1951.) <<
[*]
Plural 11, agosto de 1972. <<
[1]
Corriente alterna, México, 1967; Conjunciones y disyunciones, México, 1969. <<
[2]
Charles Fourier: Le Nouveau Monde Amoureux, notes et introduction de Simone
Debout, éditions Anthropos, París, 1967. <<
[3]
Stéphane Mallarmé: Verre d’eau. <<
[4]
Cf. el artículo de Judith Van Alien: «Mastering the Art of Gourmet Poisoning,
America’s Food Industrial Complex», Ramparts, mayo, 1972. <<
[*]
Nota publicada en el No. 197 (marzo de 1951) de la revista Sur de Buenos Aires.
Este texto figuraba como comentario final a una selección de testimonios y documentos
sobre los campos de concentración soviéticos, presentados durante el proceso entre David
Rousset y el semanario Lettres Françaises. Como quizá algunos lectores recordarán, Lettres
Françaises había llamado a Rousset «falsario», acusándolo de «falsear los textos» y «de
haber acumulado a esta primera falsedad relatos que son vulgares transposiciones de lo que
ha ocurrido en los campos nazis». El Tribunal condenó al semanario comunista e impuso a
dos de sus redactores una multa por el delito de difamación pública. Años después uno de
ellos, el escritor Pierre Daix, ha reconocido su error y ha escrito valientes y lúcidos estudios
sobre el régimen totalitario soviético. El ejemplo de Daix no ha sido muy seguido ni en
México ni en los otros países de América Latina. <<
[*]
Siempre!, junio de 1971. <<
[*]
Plural 30, marzo de 1974. <<
[*]
Plural 51, diciembre de 1975. <<
[1]
Fui demasiado tajante. Debemos a los animadores de Socialisme ou Barbarie,
Cornelius Castoriades y Claude Lefort, análisis penetrantes sobre la verdadera naturaleza
del Estado burocrático ruso, que sobrepasan las limitaciones de la crítica tradicional
trotskista y que completan las que, desde otra perspectiva, han hecho en Francia Kostas
Papaiannou y Alain Besançon. <<
[*]
Plural 25, octubre de 1973. <<
[1]
El régimen chileno no evolucionó hacia el fascismo, ni siquiera en la forma
híbrida que han inventado los ideólogos: fascismo de la dependencia. Aunque sus métodos
represivos son análogos a los de los sistemas totalitarios, los rasgos característicos del
régimen chileno no evocan tanto la imagen del fascismo —dirigismo económico,
corporatismo, populismo y, sobre todo, un partido único y un Jefe— como el rostro
sombrío y bien conocido en nuestros países de la dictadura militar reaccionaria. <<
[*]
Discurso de aceptación del Premio Jerusalén (1977). <<
[1]
Cf. La Non-Philosophie Biblique de André Neher en Histoire de la Philosophie,
1, La Pléiade, Gallimard, París, 1969. <<
[*]
Serie de cuatro artículos publicados en diarios y revistas hispanoamericanos en
julio y agosto de 1978. <<
[*]
Plural 13, octubre de 1972. Presentación del número dedicado al tema Los
escritores y el poder. <<
[*]
Plural 13, octubre de 1972. <<
[*]
Plural 18, marzo de 1973. No sin vacilaciones reproduzco esta nota. En los
últimos años Sartre ha reconocido la razón de las críticas que algunos habíamos hecho a sus
opiniones y posiciones políticas, desde la época le su polémica con Camus (1951) y aún
antes. Me decidí a incluir este comentario, a pesar de mis dudas, porque el caso de Sartre es
ejemplar en más de un sentido y uno de ellos —poco imitado por la mayoría de los
intelectuales— es esa admirable lealtad con sus lectores y consigo mismo, que lo ha llevado
a reconocer sus errores. No hubiera sido leal, por mi parte, suprimir mi crítica, sobre todo
cuando en otros escritos he puntualizado con mayor amplitud mis diferencias políticas y
filosóficas con su pensamiento. (Cf. Corriente alterna, tercera parte.) <<
[*]
Excélsior, mayo de 1972. <<
[*]
Texto publicado en julio de 1976 en varios periódicos y revistas del extranjero (Le
Monde de París, Cambio 16 de Madrid, T. L. S. de Londres, Dissent de Nueva York, etc.).
<<
[*]
Vuelta 1, noviembre de 1976. <<
[*]
Conversación con Julio Scherer García (revista Proceso, Núms. 57 y 58, 5 y 12
de diciembre de 1977). <<
[1]
En realidad, primero estuve en Yucatán y después en España. <<
[2]
Poética no en el sentido literario de la palabra sino en el más amplio que le doy
en El Arco y la Lira: visión de la otredad que somos cada hombre, percepción de nuestra
extrañeza en el mundo. Véanse las páginas 265-270 de ese libro. <<

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