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Cámara de Niebla Cuba 2019 - Antología Gabriel Chávez Casazola

Este documento presenta un resumen de un libro de poemas titulado "Cámara de niebla" de Gabriel Chávez Casazola. El libro contiene una serie de poemas organizados en secciones que exploran temas como la muerte, los recuerdos, la familia y la lluvia. Ha sido publicado en varias ediciones entre 2014 y 2019 en países como Argentina, Bolivia, Costa Rica y Cuba.

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Cámara de Niebla Cuba 2019 - Antología Gabriel Chávez Casazola

Este documento presenta un resumen de un libro de poemas titulado "Cámara de niebla" de Gabriel Chávez Casazola. El libro contiene una serie de poemas organizados en secciones que exploran temas como la muerte, los recuerdos, la familia y la lluvia. Ha sido publicado en varias ediciones entre 2014 y 2019 en países como Argentina, Bolivia, Costa Rica y Cuba.

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CÁMARA DE NIEBLA

Antología personal

Gabriel Chávez Casazola


Primera edición

El Suri Porfiado Ediciones, Buenos Aires, Argentina, 2014

Segunda edición

Plural Editores, La Paz, Bolivia, 2015

Tercera edición

Casa de Poesía, San José, Costa Rica, 2017

Cuarta edición

Ediciones Matanzas, Matanzas, Cuba, 2019


I

Cámara de niebla
De la velocidad de los fantasmas

En un prólogo leo que un poeta fue prematuramente muerto.


Pero, ¿acaso hay alguien que muere antes de tiempo?
Todos morimos en el momento exacto.
Lo que ocurre es que los muertos jóvenes dejan más cosas pendientes
y tardan mucho en desplazarse
—distraídos y perplejos— para cerrar sus círculos.

Sí, los muertos jóvenes viajan muy lentamente


para poder ajustar cuentas:
sé de una muchacha cuyo fantasma demoró largos veinte años
en recorrer a pie la ruta desde Buenos Aires hasta San Lorenzo,
en el norte,
atravesando pampas y cañaverales,
para poder decir adiós
con una vaharada de perfume a un hombre que fue suyo,
y sé también de un piloto, muerto en cierto accidente,
que demoró diez años en llegar a los sueños de su madre
para revelarle en cuál pico de los molestos Andes
se encontraba, congelado y envejecido,
cual la heroína de Horizontes Perdidos en el Tibet,
su exquisito cadáver treintañero.

Los muertos viejos no.


Los fantasmas de los que han muerto viejos llevan los pies livianos
ya casi alígeros de tan inmateriales
(recuerda A Christmas Carol)
y pueden cerrar cuentas —si aún las tienen— en una misma noche,
en esa misma noche en que los velan.

Los muertos niños


los muertos niños no se van del todo
se quedan atrapados e indefensos entre sus juguetes
sin percatarse de que han muerto,
de que algo ha cambiado radicalmente entre ellos y nosotros.

Por eso, cuando de noche en tu departamento se encienda algún juguete sin motivo
aparente o si, como en cierto palacete de San Isidro en Lima,
un niño se le aparece a una invitada
de voz bella, con toda naturalidad,
jugando tras del escritorio,
es que allí algún pequeño no ha cerrado su círculo
entre sí mismo y la dura razón de la existencia.

Los muertos no nacidos fluyen siempre en el torrente de la sangre de sus madres.


La canción de la sopa

En tiempos de mi abuelo las familias eran grandes


vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,
inclusive diminutas, pero grandes.

Comían alrededor de grandes mesas


mesas fuertes, cubiertas o no de mantel largo
pero bien establecidas en el piso.

Con cucharas enormes comían la sopa


en los grandes mediodías. La sopa extraída con grandes cucharones
de unas enormes soperas.

Se reunían juntos después a oír la radio, a tomar café,


a fumarse un cigarrillo
sin grandes (ni pequeños) cargos de salud o de conciencia.

Mamá, bordando a veces y a veces tejiendo,


veía sucederse a los hijos y a los nietos
en un ininterrumpido y gran bordado.

Papá, la autoridad papá, llegaba todas las tardes a las 6


montado en un gran auto americano o en un gran caballo
o con un gran estilo
de caminar
para pasar la noche junto con los hijos y los nietos que el
tiempo no había interrumpido,
salvo aquél que enfermó, aquél que se fue
dejando un enigma y una sensación de vacío
—una enorme sensación de vacío—
flotando, con el humo de los cigarrillos,
sobre la sobremesa de la cena.
A veces, en esos momentos, papá, la autoridad papá,
dejaba de escuchar los sonidos de la radio y quería estar
solo consigo mismo, simplemente
no estar ahí, tal vez estar corriendo por alguna lejana
carretera con una rubia parecida a mamá cuando no era
mamá, montado en un gran auto americano o en un gran caballo o
con un gran estilo de caminar aún no vejado por el tiempo.

Mamá a su vez algunas sobremesas sentía un nudo


en la garganta, un nudo que después salía flotando de su
boca montado en un gran suspiro,
un enorme nudo que se enredaba en el vapor
de su taza de café, con unas
volutas que le robaban la mirada y la hacían desear
estar sola,
simplemente no estar ahí, escuchando los llantos
de las últimas hijas y los primeros nietos.

Así fueron los años, vinieron los cafés y los cigarrillos


y un día la gran casa se fue quedando sola, las enormes
soperas vacías, las cucharas mudas
de una enorme mudez que a hijas y nietos nos persiguió
a lo largo de miles de kilómetros de carretera, de cable de
teléfono, de grandes ondas que ya no se miden en kilómetros.

Incluso aquél que enfermó, el primero en partir


como cada quien que bebió de esa sopa fue alcanzado por la mudez,
que se metió en su pecho por la gran boca abierta
de un enorme bostezo.

Entonces
compró una breve sopa instantánea
y entre sus mínimas volutas
se permitió un pequeño llanto.
No podía tomar la sopa.
en su diminuto departamento no había una sola cuchara,
una sola mesa bien fundada, algo
que vagamente pudiera parecerse a la felicidad
y sus rutinas.

Entonces pensó en los tiempos de su abuelo o del mío


o del tuyo, cuando las familias eran grandes
vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,
inclusive diminutas, pero grandes
y veían sucederse a los hijos y a los nietos
en un ininterrumpido y gran bordado
con enormes hilos invisibles abrazándolos a todos en el aire.
Los patios son para la lluvia

Los patios son para la lluvia


cuando ella cae despiertan sus baldosas,
abren los ojos del tiempo sus aljibes.

Y entonces los patios cantan.

Un canto hondo,
en un idioma arcano
que hemos olvidado pero que comprendemos
cuando cae la lluvia sobre los patios
y volvemos a ser niños que oyen llover.

Bajo la lluvia todas las cosas son renovadas en los patios


y cuando escampa el mundo huele a recién hecho, a sábado de Dios, a primavera.

El canto de los patios en la lluvia borra el dolor del universo y susurra el dolor del
universo
por las lluvias perdidas, por los patios perdidos, por los cantos perdidos,
por ti y por mí que bailamos
bajo la lluvia de Bizancio
arcanas danzas
con movimientos hondos e indescifrables
en los patios de la memoria.

Por ti y por mí que bailamos


que llovemos
que despertamos las estaciones mientras el patio canta

porque la lluvia es para los patios,


esos indescifrables.
Contraluz

Adivino hundo los ojos en el ácido.


Busco revelaciones:
el corazón se ha tornado en cuarto oscuro
donde poner los muertos a secar.

El ejercicio es vano, hiere.


¿Para qué mirar hacia adelante si es atrás?

Mejor acudir —temo— a la cámara de niebla.

Ella aguarda en el centro del cerebro


como una nuez.
Entre sus recovecos
la bella besa y transfigura su propia bestia
los damascos tienen pulpa más sabrosa
el que avisa no es traidor
y la mayor de las batallas
—esa, precisamente—
guarda un cántaro de paz.

Es la hora de la difuminación,
de la falta de aristas,
la región más transparente.

Aquí todo encuentra su razón de ser.

La memoria
es el tenue envejecer de la verdad.
1972

Fue el año en que Nixon visitó la China


que Marco Antonio Campos refutó a Neruda

—Las páginas no sirven.


La poesía no cambia
sino la forma de una página—

que estrenaron Solaris (lo dije en otro poema) pero también Aguirre Cabaret Garganta
profunda El hombre de La Mancha Gritos y susurros El útimo tango —ah María
Schneider en la tina y Brando ubicuo, bilocal, al mismo tiempo en el ático parisino y
en Villa Corleone, otro y el mismo— mientras Zefirelli hacía volar a Chiara y
Francesco en una nube de flores, Snoopy se iba de casa junto a Woodstock y Chaplin
volvía a Hollywood (ya Osvaldo Soriano lo contó en una novela suya).

Murieron Chevalier, Alejandra y Kawabata, el primero bailando los otros dos


al filo del espejo
y se despidió de este mundo una princesa
Carolina Matilde de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg, bautizada como Princesa
Viktoria-Irene Adelheid Auguste Alberta Feodora Karoline Mathilde de Schleswig-
Holstein-Sonderburg-Glücksburg
de la que solo queda el nombre en Wikipedia.

También dijo arrivederci el profeta de la usura, que solía contemplarse en los ríos
en noches de plenilunio y enderezar aun las torres con sus cantos.

Una estela explosiva dejó el cohete fallido que propulsaba a la sonda Cosmos hacia
Venus
y otra Harry S. Truman, con su cortejo de átomos y carne chamuscada.

Bobby Fischer, el díscolo, el irreductible, venció a Boris Spassky


llevándose el título a casa junto a unas cervezas,
en tanto el odio ensangrentaba los juegos olímpicos de Munich el penal de Trelew
un domingo en Irlanda del Norte el campus de la universidad de El Salvador
en cuanto un terremoto destruía Managua y en Roma
un tal Laszlo Toth atacaba la Pietà de Miguel Ángel con un martillo,
gritando que él era Jesucristo.

Era 1972 y en un país perdido entre montañas,


en una clínica metodista, por puro azar,
nacía yo, que debí haber nacido en otra ciudad y otro hospital;
y poco antes o después nacían otros niños y niñas con los ojos también maravillados,
de este y del otro lado del Ecuador, dedicados ahora, como yo, a este inútil,
maravillosamente inútil oficio de escritura.

Sí, de seguro fueron los efectos del cohete de la Cosmos


el poderoso cóctel de todas esas películas
algo de los últimos alientos de Pound y la Pizarnik,
y sobre todo la estela del poema de Marco Antonio Campos:

Las páginas no sirven. / La poesía no cambia / sino la forma de una página, la


emoción, / una meditación ya tan gastada. / Pero, en concreto, señores, nada
cambia. / La poesía no hace nada. / Y yo escribo estas páginas sabiéndolo.

Eppur si muove, cuarenta años después


ya solo quedan en pie los poemas de Alejandra, los cantos de Ezra, algo de las novelas de
Kawabata, mucho de los versos de Neruda y casi todas esas cintas
indescriptibles

mientras el resto: Nixon Mao Neftalí Reyes Tarkovski Klaus Kinski Bob Fosse la
deliciosa
Linda Lovelace el insoportable Ingmar Bergman la más deliciosa María Schneider el
más insoportable Marlon Brando el ya no se diga Charles Chaplin Osvaldo el Negro
Soriano Charles M. Shulz Maurice Chevalier Carolina Matilde de Schleswig-
Holstein-Sonderburg-Glücksburg el propio Ezra el programa espacial soviético la
URSS Truman Bobby Fischer y todos sus rivales las víctimas y los asesinos el loco del
martillo
son ya carne de gusanos y de la desmemoria
como lo seremos los poetas del 72 y Zefirelli y Marco Antonio Campos algún día
pero no su refutación a Neruda que se refuta a sí misma

perdurando

inútil y maravillosa
como la poesía,
como la Loren
como La Pietá

triste, solitaria
y final.
II

Tatuajes
De la relatividad de la luz

Nada puede viajar más rápido que la luz.

Es una de las leyes de la física.

Ni el sonido, ni las partículas ni las moléculas


ni las sondas velocísimas creadas por los hombres.

Nada puede viajar más rápido que la luz,


ni siquiera los impulsos eléctricos que llamamos pensamiento
y tampoco los ángeles, que son seres de luz y viajan a la misma velocidad que ella.

No hay, no puede haber nada más veloz en el universo,


en todos los universos
reales o imaginarios, pues la imaginación es más lenta que la luz
y no puede concebir, en toda su irrealidad,
nada que sea más veloz que sí misma.

Incluso cuando viajas en sueños viajas más lento


o al unísono de la luz
porque los sueños no son más rápidos que ella.

La luz es la velocidad por excelencia, el descapotable más fantástico de la Chrysler de


Dios.

Detente ahora a mirar el sol, siente sus rayos


que calientan la piel de tu antebrazo
y las hojas del árbol del jardín.

De allí, de esa iluminación nace la vida


—lo intuyeron los bisabuelos de tus bisabuelos,
que adoraban un astro—
y la vida no es más veloz que aquello que la engendra.
Hasta la muerte llega más lenta que la luz
aun si viene como suele venir en la saeta,
pues no hay flecha capaz
—ni la flecha del tiempo, ni la que lo detiene para ti—
de viajar como ella.

Sí, dicen los físicos que es cierto todo esto.

Acaso los teólogos hagan la salvedad de Dios


pero Dios, si es, es la luz
que brilla en las tinieblas
e irradia a 300.000 kilómetros cada segundo
rasgando la noche de los tiempos
como la luz del quirófano que te hirió (y bienvino) al nacer,
como esa estrella fugaz que surca el horizonte
pero es el horizonte.

Y sin embargo,
sin contradecir en absoluto todo lo anterior,
nada hay más lento que la luz, tú lo sospechas.

Tarda tanto en viajar por el espacio


que su velocidad de poco sirve
a esa llamada de anhelo
o de esperanza
que en nuestras retinas es apenas
parpadeo de luz de un sol remoto,
punto que brilla entre otros puntos luminosos
suspendidos
del cielorraso de la noche.

Cuando a ti llega viene ya de un mundo muerto


del que jamás sabremos algo
ni de su amor
—si lo tuvo—
ni de su abrigo.

Cuando a otros ojos como los míos y los tuyos


llegue la luz de nuestro sol,
para ellos parpadeo remoto
punto en el cielorraso,
los millones y millones que lo vimos cada día despuntar y yacer,
esos millones
desde el Neanderthal que por primera vez hizo fuego
hasta el iluminado Boddhisatva
que desprendía iridiscencia como las luciérnagas,
desde el oscuro inventor de las lámparas de aceite
hasta Thomas Alva Edison con su bombillo eléctrico
y Truffaut con su noche americana,

todos
y todo

ya habremos entrado en la noche de los tiempos


y la luz de nuestra estrella
y su asombrosa velocidad
no acusarán recibo
de nuestro amor y nuestro abrigo y nuestro odio y nuestro desamparo.

Solos en la noche última


nos habremos oscurecido para siempre
aunque la tibia luz de este martes siga viajando lenta
y toque —ya fría— una retina de otro ser al cabo de los siglos.

El firmamento es un cementerio de esperanzas muertas,


de anhelos desvanecidos.

Cada vez que lo mires, reza un responso por los seres del Universo
—pequeños cometas de alocada melena—
que creyeron en la luz de las estrellas
y en el pasado o en el futuro
se aferraron a ella
como la primera mañana en que la luz se hizo
y era buena.

Apiádate de ellos, de nosotros un momento.

Nada puede viajar más rápido que la luz


pero este es un conocimiento perfectamente inútil.
Elemental

Si yo fuera panteísta —me decías—


escogería venerar a los dioses domésticos,
los dioses del hogar, pequeños y sencillos,
que se esconden tras una planta del jardín,
en la corteza de un mueble de madera
o dentro de un jarrón de cerámica
que alguna vez una muchacha aborigen portó sobre su cabeza
—cómo ondeaba su cintura en equilibrio, su cabello negrísimo.

Los dioses diminutos y traviesos


de la lluvia en verano o del agua cayendo desde la regadera,
la diosa de la acequia en una vieja huerta
que aún frecuenta mi infancia,
las diosas del estanque o de la alberca
—siempre hay algo divino entre las aguas—,
el dios de la puerta, el dios de las almohadas, el dios de los jabones,
el dios de las ventanas,
la turbulenta deidad de la caldera que hierve,
el dios mayor del hogar, escondido (y revelado) en el fuego.

Si yo fuera panteísta, me decías, creería en todos esos dioses.


O en la porción secreta de Dios que hay en todos los elementos
—repuse.

Y mientras conversábamos, al caer de la tarde,


miraba yo con recelo y ternura, al mismo tiempo,
ensombrecidas pero aureoladas de luz nueva,
todas las cosas de la casa.
La Odisea, libro XVII

Ese mendigo que, estopa en crisma ves llegar,


ese despojo
que Atenea ha vestido
y a quien nadie conoce, ya cerca de casa,
al final del camino iniciado
veinte años ha,
es, sin embargo,
(lo has descubierto con un temblor de tus orejas)
el mismo apuesto doncel que te enseñara
a cazar ciervos y liebres por el monte
en aquellas tardes de libertad
cuando eras raudo y tu cuerpo elástico
y no esta
cosa
que yace hoy sobre el estiércol
(estopa en pelo, despojo también tú).
Mas, sin embargo,
—con la certeza instintiva que da la amistad
que profesan los de tu especie, no los de la nuestra—
en este alto mediodía eres el solo capaz de reconocer
(ni Eumeo ni Filetio ni tan siquiera Telémaco)
al astroso que llega y menearle el rabo
en penúltima señal de alegría
(veinte años ha el camino)
justo antes de ser a tu vez reconocido,
esbelto galgo de ayer,
por Ulises que retorna a habitar lo que es suyo
y atravesar de parte a parte a los traidores
pretendientes
que te dejaban morir en el estiércol
porque les recordabas
al amigo incómodo que se llevaron
(pero no para siempre, lo intuías)
los mares,
y al que creían ya morador definitivo
de esotra orilla
donde seguramente nos reencontraremos contigo,
Argos,
en alguna de tus formas y tus nombres
de invariable aunque múltiple
complicidad
con nosotros, pobres hombres,
que no te merecemos.
Lucía, cuatro años, toma conciencia de la muerte

Lucía, cuatro años, toma conciencia de la muerte


y dice: ¿cuando crecemos, nos volvemos viejos?
¿Cuando somos viejos, nos quedamos solos?
¿Y cuando estamos solos nos morimos?

Así, con súbita tristeza, hace preguntas ella


que recién ha sido bienvenida aquí a la Tierra
que a su vez recién ha sido bienvenida a sus ojos
y cuando visten ambas un vestido de estreno
del color de las colinas después de que ha llovido.

Ella, la estrenada, preocúpase por la vejez


como también por soledades
que no conoce, pues está siempre bien rodeada
por quienes la queremos, por juguetes
a los que otorga vida
y hasta por los amigos que imagina
en esa edad donde todo nos sorprende y hace compañía:
un botón, una caja de bombones que se torna el cofre del tesoro
o un lápiz que despega del suelo y, raudamente, vuela.

Por si fuera poco, Lucía se pregunta por la muerte:


ella que solo vio morir a una mascota digital en la pantalla
—una equis dibujada sobre los grandes ojos japoneses—
y a los grillos del jardín, cuyo cadáver devoran las hormigas.

Las que conoce fueron, supongo yo, muertes pequeñas


—¿o sabrá cómo se mata la carne de su plato?—
pero al parecer también sospecha
que hay otra forma de morir no menos cruenta:
la paulatina, la que ve en nosotros cada día
(la barba va tiñéndose de blanco después de los 40).
Haciendo gala de temprano escepticismo,
no parece creer demasiado en la sencilla explicación del Paraíso,
que me apresuro en darle. Ni siquiera pregunta
—como habría hecho yo— a dónde van, al morir, todos los grillos
o si la muerte es apenas un viaje hacia otra parte, hacia un
nuevo destino: digamos, la ciudad de los muertos.

¿Cómo explicar, entonces, a Lucía, lo que nadie conoce?


¿Cómo decirle que todos abrigamos sospechas y esperanzas,
y a pesar de la fe que nos alumbra (si es que la poseemos)
cierta inquietud nos devora por dentro
cuando comienzan a fallar nuestras entrañas?

Lucía, cuatro años, con sus preguntas toma conciencia de la muerte


y se pronuncia: si es que cuando crecemos nos volvemos viejos
y si cuando somos viejos nos quedamos solos
y cuando estamos solos nos morimos,
entonces, papá, yo no quiero crecer.

¿Será que en algún momento de sus juegos incesantes


la soledad la ha visitado?
¿La esencial, digo, esa que viene con nosotros de la mano
y se va con nosotros, moneda de Caronte;
aquella que nos enfrenta con el borde
de nuestras posibilidades, con nuestro derrotero material;
la piel de nuestro yo: primera y última
frontera,
lugar donde fuimos desterrados?

Lucía, cuatro años, toma conciencia de la muerte


y no quiere crecer.

¿Cómo darle, aunque quisiera, la razón, sin desmoronar


todas las apariencias? ¿Cómo no dársela y llorar con ella,
repitiendo en voz alta —cual los niños perdidos de Pan—
yo no quiero crecer yo no quiero crecer yo no quiero?

Pero también, al mismo tiempo, cómo no decirle a Lucía


que algunas tardes, al cabecear la siesta
y oír que un viento peina las hojas caídas en el patio
sabemos que es abuela muerta que nos habla
ahora bajo la forma de la brisa

y que muchas noches, al despertar de pronto,


llega el rumor del mar por sobre las montañas
y es abuelo que respira como hacía hace tiempo;
un fuerte y calmo mar que atraviesa el espacio
susurrándonos que nunca estamos solos,
demoliendo los muros de la ciudad de los muertos

como hará este mismo poema cuando ella,


—que hoy tiene cuatro años y se pregunta por la muerte—
o su hija más pequeña, puedan leerlo.
Tatuajes

Una mariposa de tinta se ha posado en la espalda


de esa muchacha.

Una mariposa de tinta que durará más que la lozanía


de la piel donde habita.

Cuando la muchacha sea una anciana, allí estará,


joven aún, la mariposa.

¿Cómo se verá la espalda de la muchacha


cuando la lozanía de su piel haya pasado?

¿Cómo se verá la muchacha que ahora ilumina


la verdulería, como una fruta más para mi mano?

¿Los viejos de mañana se verán como los de hoy


y los de siempre?

¿O serán diferentes, ellas con piercings en los senos caídos


y ellos grandes aretes en las orejas sordas?

¿Volarán mariposas en la espalda de las muchachas viejas,


arrugarán sus alas sobre camas del coma, se marchitarán flores
de tinta dibujadas donde se abren sus nalgas?

Tal vez no pueda verlo, ya yo estaré ido para entonces


con mi mano temblando bajo un jean de mezclilla
o con la mente ausente en la cannabis
procurando aliviar dolores cancerígenos.

Ah, una mariposa de tinta se ha posado en la espalda


de esa muchacha.
Una mariposa de tinta que durará más que su aire.

Cuando ella haya exhalado por vez última


allí estará la mariposa todavía.

¿Echará a volar cuando incineren su morada de carne?

¿Se pudrirá en la tumba como una concubina egipcia?

¿La escuchará alguien volar o quemarse o pudrirse


y podrá venir para contarlo?

¿Escuchará alguien la historia desde la soledad de sus audífonos,


de los grandes aretes en sus orejas sordas?

¿No son estas las viejas preguntas de siempre?

¿Volveré a ver a algún día a la mariposa?


¿Volveré a ver a la muchacha?
¿Continuarán existiendo las verdulerías?
La felicidad

Y acaso a veces
o casi siempre
la felicidad sea solo un arrebato:

un rapto

algo así como


la velocidad en un descapotable
o la sensación de la velocidad en un descapotable
o la maravillosa sensación de escuchar Chicago a toda mecha en un descapotable
que recorre un camino bordeado de sembríos verde y oro.

Sí, eso.

La cuestión es escuchar Chicago —o Pachelbel u ópera— y pensar que estamos


corriendo por una carretera
larga y libre
muy larga y muy libre
y que somos ese descapotable
celeste y oro
que jamás tendremos.

Algo así.
Punto

Es maravilloso haber llegado al punto


en que ya no es preciso buscar la razón de tu vida
el amor de tu vida
el norte (y sur) de tu vida
porque ya has encontrado todas esas cosas
o ellas te han encontrado
y ahora puedes llamarlas, casi familiarmente,
con un sustantivo,
sea éste el nombre de alguien
—aquí puedes poner el que desees—
o de algo misterioso, como la poesía.

Y sin embargo, lo más maravilloso


de todo esto
es que sigues buscando, debes
seguir buscando
porque todas las cosas y los seres
que se encuentran
así como llegan, se alejan.

Incluso la poesía, a momentos.


Esa desconocida.
III

La mañana se llenará de jardineros


Koyu Abe siembra una semilla de girasol

Koyu Abe, con rigurosa túnica negra,


alta y rapada la cabeza
llano el ceño
siembra una semilla de girasol en los jardines del templo de Genji.

Con parsimonia deposita la pequeña cáscara repleta


de luz en potencia
de futuros asombros
en un cuenco cavado entre la tierra.

La cubre con una pequeña pala


la riega con una regadera anaranjada.

Pasa la brisa sobre los jardines del templo de Genji


la siente Koyu Abe en sus manos salpicadas por el agua.

En una bolsa de tela colgada en el regazo lleva


unas decenas o cientos de semillas.

Es aún muy de mañana y sembrar cada una es su tarea


y cubrirla
y regarla con su regadera anaranjada.

Un millón de girasoles habrán de alfombrar pronto los jardines de Genji y los huertos
aledaños.

Monjes, campesinas,
todos habrán de tener manos humedecidas por el agua que riega los futuros
asombros amarillos de los niños,
las que serán luces piadosas para ojos extenuados.

Koyu Abe no conoce a Van Gogh, mas pinta girasoles con su pala.
Koyu Abe, cuya mirada divisa, en lontananza, los perfiles grisáceos de los silos
nucleares.

A la vera de Fukushima se levantan los jardines del templo de Genji


y es preciso purificar el cielo, purificar las aguas, purificar el suelo, purificar los soles
sembrando girasoles.

No es un efecto estético, me dice Koyu Abe, en el silencio de la imagen:


las raíces absorben los metales pesados
y del veneno nace, como si tal, la flor.

Mas es verdad que también la belleza purifica


por sí misma,

acota el holandés, saliendo del silencio de la tela,


y Koyu Abe me extiende una bolsa de semillas
de cáscaras repletas de diminuta luz.

La enorme regadera anaranjada


me la alcanza Van Gogh.
C.3.3
(Wilde en Berneval)

La gran oruga blanca, como le puso de moquete


una enemiga suya, de las tantas, reparte caramelos a los niños franceses
en el balneario de Berneval, en ocasión del jubileo de la Reina Victoria.

Él, que conmovió con su verbo hasta a los rudos leñadores


de las Montañas Rocosas
—¿y quién le pegó el tiro a Benvenuto Cellini?, le inquirieron—
después de haber brillado en los salones y teatros de este y del viejo mundo,
de haber impresionado al príncipe de Gales
—Ecce homo—
y a tantos aristócratas y esfinges y a los hermanos Goncourt, a quienes gustaba el relato
de los leñadores y Cellini,
reparte mansamente caramelos a los niños.

Ha expiado su arrogancia y ya no cree en lo invicto del ingenio


ni que la verdad deba ir necesariamente de la mano con la belleza,
como sostenía, girasol en mano, otrora.

Sin embargo, él, que ha visto a Cristo en el hedor de las mazmorras,


no puede dejar de pensar, a la hora de la conversión,
que la flagelada verdad hebrea podría
—y acaso debería—
darle un rincón en su establo
(o en su celda)
a la belleza griega.

Y le consuela la memoria de su primer viaje a Roma, el haber


descubierto entonces
—cuando era aún grácil e ingenioso—
a los dioses
(o las estatuas de los dioses, que es lo mismo)
debidamente expuestos y admirados en los museos vaticanos,
entre las hornacinas de los apóstoles y de los mártires,
como una concesión, piadosa y final, de los cristianos
a Petronio.

(Pero este es ya Sienkewicz y su Petronio, quien se abrió las


venas creyendo que con su sangre y la de su esclava se irían la
belleza y los placeres del mundo pagano; un Petronio y un
mundo de los que Oscar Fingan O Flaherty quiso —y supo—
ser una suerte de retoño en un tiempo tan poco propicio a la
belleza y al ingenio y a la verdad como este mismo, Eunice.)
Memento mori

Ni el arco que contempló las pomposas victorias de César Marco Aurelio Antonino Augusto
ni aquél que casi fue rozado por la tiara del Papa Rey erguido en una cabalgadura
preciosamente enjaezada
ni ese otro que vio al Gran Corso desfilar con sus tropas en el cénit
de su tardío imperio decimonónico
y ni siquiera el pequeño seto de pino bajo el cual paseaba el Libertador,
hombre más bien menudo,
en la quinta de San Pedro Alejandrino,
cobijaron el mismo poder
que el arco que forma tu cintura
ni celebraron mejor
la frágil duración
de los reinos y el reino de este mundo
que la curvatura de tu espalda
cuando mi mano, en el alba, la atraviesa.
La equivocación

Escucho girar la Tierra en el museo de Ripley.


No el silencio de los astros, no.
No la música de las esferas.
Un ruido atronador, como de miles de voces lanzadas al viento
a una velocidad terrible, inconmensurable.
La verdadera voz del mundo, su quejido sinfónico.
No el susurro de Júpiter, el silbido de Marte.
Nuestras gargantas
—polifonía de soledades—
atraviesan el Universo
y dicen
de la estupenda equivocación de Dios
al crearnos.
Nada por descubrir

Ya nada queda por descubrir


a lo largo y ancho de esta tierra, todos
los cabos, las bahías, las penínsulas, los istmos,
los volcanes encendidos y los volcanes apagados,
los mares, los océanos,
incluso las corrientes submarinas y
hasta la última isla otrora ignota
todos
los puntos de la geografía y todas las geografías
han
perdido
su misterio.

Tienen
nombre
—es el problema—
y ahora que nada queda por nombrar, tampoco
quedan héroes, pioneros, descubridores, adelantados,
y ni siquiera
viajeros de aventuras.

Sólo
restan
los libros
y la
remota y siempre tentadora
posibilidad de un asalto
a los transbordadores.
No

No en el precioso y preciso jaspeado carmesí en el corazón de esta flor


blanca como un cáliz de nieve,
no en sus pétalos albos y pequeños, no en las
líneas carmesíes diminutas como trazos de sangre de un gorrión
malherido de amor sobre esa nieve;
no.

La belleza está en los ojos del que mira,


en el preciso y precioso jaspeado del iris de sus ojos,
en el corazón de su pupila,
en las líneas nerviosas diminutas que conectan el ojo
con la mente.

La belleza no está en el mundo por sí misma y para sí.


La belleza del mundo está en los ojos de los habitantes del mundo,
en la mente de los habitantes del mundo, en todos los sentidos de los habitantes del
mundo
pues no hay olor sabor textura ni trinos de gorrión ni cálices de nieve
sino aquél que puede maravillarse en ellos.

La belleza está en tus ojos en tu lengua en tu pezón


en el funcionamiento maravillosamente armónico del martillo y el yunque y el tímpano
de tu oído interno
en las células olfativas que trémulas se extienden debajo de tu rostro.

Contra la muerte y el dolor y el mal,


a pesar de la extensión de su reinado en ti y en mi,
la belleza está en ti y en mí, no en esta flor

que temblorosa sostiene


su blancura
y sus irisaciones carmesíes
en una palma cuyo pulso un día dejará de latir
y será trazo de sangre en el corazón de un gorrión niño
y cáliz de tierra y humus para las nuevas flores
como esta

que temblorosa sostiene


su blancura
para aquellos que podemos percibir la suma
de todos los colores.
Plegaria del molinero

para Antonio

Es sabido que los duendes únicamente se aparecen a los niños


y para ser más precisos
a los niños que están dejando atrás la infancia
pues son ellos quienes se la llevan consigo
secuestrada
como al bebé del cuento de los Grimm,
nieto de un molinero
e hijo de un rey y de una molinera
celebérrima por hilar muy áureas pajas
y muy finas.

En el cuento,
la reina molinera e hilandera recupera al niño
al descubrir, por boca de un lacayo,
y luego pronunciar,
delante de aquel duende,
el nombre secreto que guardaba.

Concédeme, oh Rey, a mí, que soy apenas tu lacayo,


poco menos que un molinero de las palabras,
que un hilador de los sonidos,
poder develar y pronunciar el nombre de aquel duende
que se le ha aparecido a mi hijo esta mañana
—un rumpeltiltskin lugareño, la verdad sea dicha,
de ancho sombrero alón y camijeta—;

poder pronunciar su nombre, digo,


antes de que se vaya allá, muy lejos,
llevándose la infancia de mi niño
como se llevaron otros duendes las de todos
el día en que se nos aparecieron
y, sobre todo,
se nos

d e s a p a r e c i e r o n

dejándonos ahí mismo, parados,


en medio del campo o de la calle o del patio,
convertidos en lo que somos:

apenas unos ex niños


unos pobres adultos
unos extraños que ya no creemos en los duendes.
Promesa
Donde el poeta, investido como un personaje de Kozinski, conversa con su hija

Para Clara
Y si de pronto un rayo o un camión se abaten
sobre la palma erguida,
sobre su razón llena de pájaros
y mediodías

si la malaventura hiere su frente de luz


y la desguaza
y convierte en escombros su razón
y su alegría
que era también la nuestra

no te dejes llevar por la tristeza,


hija,
recuerda que detrás de los escombros
siempre quedan semillas

y que algún día,


pronto,
después del rayo y la malaventura

se abrirá la luz
cantarán los pájaros
y nuestra calle y todas las calles del mundo
donde alguna vez hubo palmeras abatidas
se llenarán de felices jardineros
que peinarán
los nuevos brotes
y regarán los mediodías.

Te lo prometo, hija:
la mañana se llenará de jardineros.
IV

El agua iluminada
Bartimeo sueña

No puedo ver

mi indigencia como un cayado


golpea a tientas la roca de la noche

quiere beber del agua


que lava la ceniza
de los ojos del mundo

entonces
alguien me arroja un sueño
pasa un dios

limpia mis párpados con su saliva

veo

todos los ríos dividirse


todas las aguas confluir

es más
me hundo hasta el cuello en el río primigenio
y contemplo los manzanares a su orilla

me tiendo en la hierba
despliego
un muy precioso mantel blanco que compré allá en Esmirna

vuelvo a comer de la manzana


veo a Eva llegar

Eva que baila


con blancos pies en la mañana del río
el fulgor me enceguece y
despierto

es el veneno de la manzana

no puedo ver

busco el cayado

a mi diestra
a mi siniestra

duerme una mujer

toco su rostro
tiene la cara del dios

pero está ciega.


Albricias
A Lucía

Como un don o como la retribución de un don


cual una fruta presentada en un ritual simplísimo
la niña ha entrado en la casa, lo ha
visto todo con su escuchar,
todo lo ha oído con su ver y así
tan atenta al universo
que acababa de crear
el primer día
(en el principio era la tiniebla y el espíritu de Dios flotaba
dulcemente, en posición fetal, bajo la faz de las aguas)
hágase la luz
ha dicho
sin apelación a ningún significante

y Nos hemos comenzado otra vez a existir


briznas de su costilla,
depuesta la flamígera,
la desnudez desnuda,
su greda fresca, el jardín
recién regado.
Lucas 13, 4

¿Quiénes eran aquellos dieciocho hombres


—acaso mujeres, acaso también niños, aquí el genérico es equívoco—
sobre cuyas cabezas vieron desmoronarse
la Torre de Siloé, de la que nada sabemos
salvo lo que sigue refiriéndonos en su Evangelio
el médico y cronista hebreo Lucas?

¿Eran tal vez constructores


que levantaban la estructura de la Torre
o que la apuntalaron, fallando en el intento?
¿Eran transeúntes, que pasaban cobijándose a su sombra
del fuego cenital, del brillo inclemente del sol en las arenas?

Nada sabemos de ellos tampoco, salvo lo que el Elegido dijo


—reverberación, eco límpido a través de los siglos—
por la mano de Lucas:

Que los muertos de Siloé


(y pudo haber dicho de Port au Prince o del Maule)
no eran más ni menos culpables
que los demás hombres y mujeres de la tierra.

Que el misterio de la tragedia —o mejor: del accidente—


es algo que escapa a nuestras mentes breves
y secretamente forma parte del anverso de la trama
del Gran Tejido, del cual vemos solamente
—per speculum in aenigmate—
su reverso,

lleno de torpes nudos, de cabos sueltos,


de absurdas muertes como las de
aquellos dieciocho hombres
—o mujeres, o niños— de Siloé
o los miles de Kerman, de Shan Si y de otras provincias
de los reinos que hemos fatigosamente construido
y que un día pueden desmoronarse
como la torre de Jerusalén, partirse en dos o en tres
cual las calles de San Francisco o de Lisboa.

—Y sin embargo,
los arqueólogos afirman que la torre derruida
pertenecía a las murallas de la ciudad y se erguía junto a una fuente
de la que además tomaba el nombre, en el valle de Tyropean.

Hablo de la afamada fuente de Siloé, de la que hablaron ya los profetas


Nehemías e Isaías,
a cuyo estanque acaso habían ido a calmar su sed
aquellos dieciocho hombres;
a cuyas aguas siguieron yendo a calmar su sed los hombres y las mujeres y
los niños
por mucho tiempo después de la tragedia;

ya que el accidente, el dolor, la muerte, el sinsentido,


la catástrofe,
por más que nos aplasten
o aplasten a quienes más cerca se encuentren de nosotros
no pueden apagar la sed de infinito
que nos aqueja desde el principio,
la sed de luz
que saciamos en los abrevaderos de la dicha,
aun cuando se encuentren situados
en los estanques mismos donde nos desmoronó el sufrimiento.

Allí mismo, en el valle de Tyropean.


El predilecto

Este hijo mío


—el primogénito—
desea ser Emperador para tener
en su mesa todos los platillos del universo
conocido,
todas las sopas de las más extrañas especies
de criaturas del mar y de agua dulce, combinadas
con los brotes de las plantas más exóticas
y las fuentes
repletas de animales de caza,
debidamente sazonados con un estilo único,
y esto sin olvidar los postres
—¡ah, los postres!—
de los cuales no habría ni siquiera que hablar.

Mi predilecto, en cambio,
—uno de los pequeños—
quiere ser Cocinero de la corte imperial.
I Ching

El hombre sabio construye su casa


con amplios corredores
para sentarse a tomar el fresco
en la acera exterior
los días calurosos
y ver caer la tarde en los días de tedio,
saludando a quienes pasan con una leve inclinación
de cabeza,
mientras estos le sonríen,
agradecidos por ofrecerles cobijo del sol
cuando caminan,
y cobijo del agua cuando llueve
y el hombre sabio está dentro de su casa,
destilando hasta el ocaso
el mosto del ayer.
Celebración

Un brindis por los que murieron jóvenes.

Por los que no claudicaron.


Por los que apuraron el vaso hasta las heces.
Por los que quisieron ser trueno y no se resignaron al gemido.

No los envidiamos.
No deseamos ser como fueron ellos
ni morir de sus heroicas muertes.

Solo brindamos a su memoria


con este viejo vino que los toneles de roble
han sabido atemperar.
De su estancia

De su estancia en vaya a saberse cuáles ciudades de la confusión


conservaba,
apenas a salvo de la humedad y el calor propio a esa hacienda
estacada en el centro del verano,
unas cuantas revistas que en el cuarto de baño daban cuenta
de un pasado mejor, de unos años
de bullente actividad intelectual,
de grupos activistas, de talleres de cuento, de seminarios
lacanianos,
de círculos de discusión de la Escuela de Frankfurt
y otros misterios reservados para los iniciados en
el buen sexo y los porros de aquella época y de aquellas ciudades de la
confusión
en las que esa mujer altiva y lúcida aprendió a preparar un par
de buenos platos
—por ejemplo, pollo al mole—
que hoy junto a las revistas son todo el patrimonio que perdura
de aquellos años dorados, esplendentes,
en que todos querían cambiar el mundo a fuerza
de bullente actividad intelectual y porros y Gramsci y hasta de Louis Althusser,
hasta que Louis Althusser estranguló a su mujer e ingresó al manicomio
y murió babeando su impotencia y su ira en un camino
lodoso, del color del mole del pollo al mole,
botando sangre como rojos un cuadro de Frida Kahlo,
ese lugar común ahora, por entonces aún un descubrimiento
en una de las tapas de aquellas revistas estacadas
en medio del baño de aquella hacienda,
estacada a su vez
en el centro de esa mujer altiva y lúcida, tan digna
en su derrota
como la golondrina de Wilde cuando decía
despreciar el verano.
De senectute

Y así, de un modo insensible, imperceptible, va uno envejeciendo,


no hay brusca ruptura de la vida, váse extinguiendo
con esa diuturnidad, ese quehacer cotidiano
Marco Tulio Cicerón, “De la vejez”

Como un coral joven,


una dendrita que extendiera su primer
filo al mundo para asir el tejido,
como un bibosi cuando se prende al árbol con uñas breves y raíces
todavía tiernas,
así en algún momento allanó este dolor
la casa del verano
y fue poco a poco instalándose en ella,
construyendo su sillón de hierro sobre el piso del living,
entornillando su plato de aluminio vacío
en la mesa en la que repicaban las cucharas,
hincando un tenedor de ponzoña en los guisos que aromaban la cocina,
acostando su cuerpo de calamar viscoso en nuestra cama,
haciendo un agujero en alguna
tubería del baño
—gota sobre gota que marcaba
las lentas e intermitentes fugas de la dicha.

Como un arrecife de coral, como un manglar de dendritas


las uñas y raíces de este dolor hicieron suya la casa del verano.

Ahora este silencio presagioso que inquieta la biblioteca


y recorre los estantes y la mesa de noche
acaso anuncia que el invasor muy pronto enmohecerá los libros
o desvanecerá sus letras,
entrepalabrándolas
con panfletos y facturas vencidas.
De ahí que sea una urgencia llenar páginas de signos
que más aprisa que la carcoma
que más aprisa que el tumor puedan acusar
recibo
de que existió el verano y existieron las cucharas y los guisos
y la cama de lino feliz y el agua en la regadera
y los libros en la mesa de noche
y este que escribe
y este que escribe.
Y que a las orillas

Y que a las orillas del río de caimanes te caven una tumba


en la loma más cercana,
te conduzcan
con bronce en el cuello y las orejas
y los tobillos y un gran ramo de flores amarillas
escogidas con primor
por las núbiles
—con suerte orquídea de las islas—

Un ramo
que cuando encuentren tu cuerpo los arqueólogos
japoneses y alemanes a la orilla
del gran río de caimanes
sea
la prueba mayor de que tus hijos veneraban a los muertos
cargando sus rodillas con un peso amarillo
que no era de oro, no,
pero que igual vencía
la natural resistencia de los huesos
al fin y al cabo de tu civilización impúdicamente ofrecidos
en arco abierto
—eso del peso de las flores,
el peso de la belleza en las ancas de la muerte—

Dispuestos ya tus huesos a la carnicería de los futuros


si eso quiere decir algo todavía,
ahora que es entonces y tus manos de niña
cortan los pétalos de flores amarillas
y lanzan sus veletas al socaire
preguntándose en lenguas ya desaparecidas
me quiere no me quiere
—¿se preguntaban los antiguos estas cosas?
mucho
—¿conocían el amor nuestros antiguos?
poquito
—o era una enfermedad como la peste, llegada de lontano.

Ah, cuán pesadas las flores


qué frágiles mis huesos y esta lengua que hoy hablo
nadie podrá escribirla cuando
—¿cuándo? —

Muchacha de los ríos enterrada en cuál loma

mucho
poquito

mis huesos ya vencidos

saben que acaso


nada

(Inscripción escuchada en una excavación, lengua desconocida.


Esta es apenas una versión muy libre
del aroma que emanan las flores amarillas:
la cultura a la que perteneció la poseedora de estos restos era ágrafa).
Oliver Twist

Nació, como muchos hijos de la calle,


y su primera (o tal vez única) tibieza
fue el rescoldo del motor de un automóvil,
allí mismo donde fue parido y abandonado.

Lo adoptamos la mañana siguiente.


Lo bañamos, lo alimentamos, le dimos nombre.
En rigor de verdad, con el paso de los meses le dimos muchos nombres
como todos deberíamos tenerlos, de acuerdo a
nuestros cambios y los cambios de las circunstancias.
—¿Recuerdan la confederación de las almas
de la que habló Tabucchi?

Ni siquiera llegó a conocer el amor ni a multiplicarse.


No tuvo demasiadas alegrías, salvo las rutinarias
—compartir algunos ratos con otros seres, dejarse acariciar la
cabeza cada tanto—
ni demasiados pesares,
salvo una muerte horrible.

Lo encontramos una noche desangrándose por la boca,


con su interior destrozado.
—Cuentan ¿será posible? que tiempo antes
de acabar con los judíos, en algún lugar les quitaron
sus perros y sus gatos y sus canarios, y por crueldad o
diversión los asesinaron de una forma espantosa.

Dije que lo encontramos pero en rigor de verdad


lo escuchamos.
Daba alaridos bajo el auto
en el mismo lugar en el que fue parido
y que eligió para morir,
quién sabe buscando aquel rescoldo
esa primera (o tal vez única) tibieza
del motor recién apagado, que le dio la ilusión
de haber sido bienvenido en este mundo
y de que alguien o algo le decía adiós
cuando salía de él del mismo modo en que había entrado:
envuelto en sangre y solo,
exactamente de la manera en que suelen hacerlo
los muchos hijos de la calle.
El hijo del verdugo

El hijo del verdugo no conoce el oficio de su padre.

El verdugo ya no lleva capucha como la llevaban antes


ni permite a su hijo asistir a las ejecuciones.

Suelen no usar uniforme los verdugos modernos


o por lo menos no un uniforme de verdugo.

Las hachas y el garrote vil pasaron a la Historia:


vistos por la calle nada permite saber a qué se dedican los verdugos.

Todo es ya muy aséptico y muy burocrático y muy tecnológico.

Es más, este verdugo que me ocupa


nunca ha matado personalmente a nadie, ni falta que le hacía.

A lo mucho habrá dejado unas cuantas familias en la calle vía WhatsApp


porque era necesario para seguir puesto en su sitio.

De hecho, el hijo del verdugo piensa que su padre es un buen tipo


aunque tenga algunas mañanas el gesto taciturno
y a veces se le quede el tenedor rumbo a la boca
cuando van a almorzar fuera los domingos.

¿Qué será cuando crezca del hijo del verdugo?


¿Qué será de este niño?
Hoja de vida

Setenta y cinco gramos


tamaño carta, tanto por tanto
y letra Monotype Corsiva 10
para decir

que naciste el año que estrenaron Solaris


que tu nombre es tu nombre
lo que hicieron de ti en doce años
lo que hiciste de ti en otros siete
y
en lo que llevas de vida sin The Wall
con “Welcome to the Machine” y todo eso

en una página

que da exacta idea


de-lo-que-construiste-en-ese-transcurrir

y sin embargo
poco o nada revela
de cuanto aniquilaste o dejaste
estar

ni de aquel
niño

que
con
ojos
de
a
som
bro
contemplaba

las constelaciones.
Coraza

Porque tú siempre existes dondequiera


pero existes mejor donde te quiero.
Mario Benedetti, “Corazón coraza”

Tu corazón está lleno de sorpresas


es como una feria para niños
y como un cementerio.

Tu corazón tiene bosques con árboles prohibidos en su centro


mares de playas solitarias y volcanes dormidos
tiene murallas chinas monumentos favelas
sus catedrales góticas y pequeñas ermitas.

Tu corazón está lleno de vacíos, preguntas,


de miradas de noche a los cielos ajenos.

Tu corazón está lleno de rutinas


es como un taller mecánico
o como una cita a ciegas.

Tu corazón tiene zonas baldías y habitaciones clausuradas


avenidas con anuncios fluorescentes y ruletas
barrios peligrosos donde no es posible aventurarse sin coraza
glorietas floridas como en domingo de ciudad pequeña.

Tu corazón está lleno de certezas, de credos,


mediodías alegres con los pies en la tierra.

Tu corazón es un aeropuerto
una nota a pie de página
una estación de paso
la casa donde vivo.
Solo tu corazón entiende a tu corazón,
solo tu corazón se desentiende.
El agua iluminada

Y de pronto hay días que, en efecto, la luz es como el agua, el aire es como el agua, la
noche es como el agua, la piel es como el agua
primera
donde
fuimos felices
y sin saberlo nos regocijábamos por ello
y por todas las cosas
nuevas
bajo el sol
sentados meciéndonos
con los pies colgando alegremente
sobre el techo.
El deseo de Aladino

Que esta línea de tinta se torne en una ajorca

que de la ajorca crezca la danza de una bailarina

que en los ojos de la danzante asome la noche

que en su noche haya estrellas fugaces

y que una de ellas trace esta línea de tinta


V
Vuelo nocturno
Vuelo nocturno / Arte poética 1

Esa luz que se apaga


no es un imperio
ni una luciérnaga.

Antoine lo sabía, lo supo volando sobre la Patagonia.

Esa luz que se apaga es una casa que cesa de hacer su ademán
al resto del mundo,
una mansión

—una humilde mansión si cosa cabe: todas las casas del hombre
son una mansión, todas las mansiones del hombre una cabaña—

una mansión, decía Antoine, que se cierra sobre su amor. O sobre su tedio.

Una luz vacilante a la que


—frío al calor—
unos labriegos reunidos
se aferran

náufragos que balancean un fósforo


ante la inmensidad
desde una isla desierta.
Alivios

Aliviaba cierto dolor de la infancia atesorando


piedras de cuarzo
recogidas en las calles de tierra
piedras
comunes pero tocadas por alguna veta mágica
que las había transfigurado
transmutado
guijarros ocres elevados hacia el mármol.

Las reunía en el patio trasero de la infancia


y se las enseñaba a algún vecino pobre alguna tarde pobre
a otro niño cualquiera como él que
sorprendido
las pesaba y admiraba entre sus manos
maravillado
por la existencia de una belleza que no había entrevisto antes
guijarro ocre también él
y desde entonces surcado por una contemplación secreta
por una veta
que elevaba sus ojos al destello del mármol.

¿Qué habrá sido, me pregunto en esta tarde pobre de febrero,


de ese vecino y aquel patio trasero y la colección de cuarzos?
¿Y qué habrá sido del coleccionista?

En cuanto a él,
abrigo algunas sospechas sobre su paradero.

De hecho
yo mismo alivio ciertos dolores de la madurez recorriendo
las calles de tierra o de cemento de la tierra
buscando piedras
comunes
—palabras—
surcadas por alguna veta mágica
secreta
que permita transmutarlas hacia el mármol
con solo saber escuchar
—caracolas calladas—
lo que podrían decir
reunidas
en un patio trasero.

Las recojo, las reúno, las atesoro,


me maravillo
de su belleza oculta
guijarro ocre
las transcribo
y se las muestro alguna tarde a algún vecino.

A veces pienso que no sirven de nada


y una voz en el sueño me dice que no alcanzan,
que no alcanzan.

Es verdad que la colección de cuarzos no logró borrar el dolor que desfiguraba la


infancia
del coleccionista,
sacar de la pobreza a su vecino ni mejorar la calle o el traspatio

mas su solo estar ahí bastaba


para aliviar el mundo,
para transfigurarlo

para poner en los ojos un destello


y así elevar la piedra y aproximar el mármol
haciendo al mundo ligeramente más bello

y acaso
también
menos

cruel.
Vuelo nocturno / Arte poética 2

El eje del mundo se ha movido hoy diez centímetros

a la izquierda o a la derecha quién lo sabe


pero los poetas esta noche andan revueltos

y se descalzan
y entran al río
y se ponen
a atrapar
el resplandor
de las estrellas

a atraparlas
con las manos
en el agua.
El pie de Eurídice

Piensa un momento en el pie que


como un fruto
—opimo, terso, deleitable—
posa Eurídice en el territorio de la luz

antes de que el abismo la devore


—sombra fundida en otra sombra—
en el momento en que Orfeo osa mirarla.

Piensa ahora en el otro pie de Eurídice.

Aquél que como un fruto oscuro


el sol no baña sino el agua de Aqueronte.

En el pie que mordiera la serpiente,


el que se queda atrás y que la arrastra.

El pie mortal.

Acaso la poesía es una Eurídice


tendida como un arco
entre las zonas de la luz y de la sombra
que están dentro de Orfeo.

(Ocurre, breve, cuando el poeta osa mirarla


—verse—
a los ojos
y porque la mira
deja de estar).

Tal vez muchas otras cosas son eurídices:


nosotros, entre la sabiduría y el deseo,
la memoria y el olvido,
el adentro y el afuera,
o todo lo que existe
entre las reminiscencias del Ser y del no Ser.
Escalera de mano

Para escalar
lo indecible
como un albañil has de subir primero
peldaño tras peldaño
el balde de lo dicho

y aunque nunca te acerques


a la cima

en el momento justo
has de vaciar
el balde

y es preciso además
renunciar a la escala.

(It is the Ultimate of Talk —


The impotence to Tell —

Lo escribió Emily, la que sabía


de las fronteras del jardín
y de esos anchos senderos
—no recorridos por ella—
que más allí se abrían)
Una rendija

Y tomando barro de la acequia


el niño formó cinco pajarillos cuando nadie lo veía.

Se alisó entonces el cabello que le cubría la frente


tomó aire
sopló suavemente sobre ellos

y echaron a volar.

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