Un espejo en el desierto
E l poeta persa que llamamos Rumi cuenta, en el Masnavi, la historia de un hombre de horrible
fealdad que atravesó a pie el desierto.
Vio algo que brillaba en la arena. Era un trozo de espejo. El hombre se agachó, cogió el espejo y
lo miró. Nunca antes había visto un espejo.
—¡Qué horror! —exclamó—. ¡No me extraña que lo hayan tirado!
Tiró el espejo y prosiguió su camino.
Tomado de: El círculo de los mentirosos —Cuentos filosóficos del mundo entero— de Jean Claude Carrière
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El olvido
A bel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se
reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra,
hicieron una fogata y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina
el día. En el cielo asomaba alguna estrella que aún no había recibido su nombre a la luz de las llamas,
Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la
boca y pidió que le fuera perdonado su crimen
Abel contestó:
¿Tu me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estarnos juntos como antes.
Ahora sé que en verdad me has perdonado –dijo Caín– porque olvidar es perdonar. Yo trataré
también de olvidar. Abel dijo despacio:
– Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.
Jorge Luis Borges. en, Libro del cielo y del infierno.
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Cada mujer: un museo
C ada mujer es un museo, le dije mientras ella abría sus puertas y yo buscaba la obra perfecta en su
interior. Nada encontré, sólo recorrí pasillos y pasillos de arte inútil y superficial.
Cada mujer es un tiovivo, le dije, mientras dábamos vueltas y vueltas, ambos sonriendo para los
fotógrafos. Flash-flash. Sólo eran apariencias que los retratos ayudaban a esconder.
Cada mujer es un mapa, le dije, mientras yo intentaba trazar cartografías, nuevos caminos.
Aunque todo está recorrido, uno pretende ser descubridor.
Cada mujer es un punto fijo, insistí, mientras ella hacía maletas, guardaba su vida y se marchaba.
—¿Estás seguro? —cuestionó.
—Cada mujer —le aseguré.
—Nada de eso —corrigió.
Cada mujer se aleja tarde o temprano, terminé por decirle, mirándola irse, dejándola ir.
Luis Humberto Crosthwaite en, Lecturas vertiginosas
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La buena conexión
O tra vez, Nasrudín le dio un cántaro a una de sus hijas y le pidió que fuese a buscar agua a la
fuente. Justo cuando ella estaba a punto de salir de casa, él le dio un fuerte bofetón y le dijo:
—¡Ve con cuidado y no rompas el cántaro!
Un amigo que estaba allí le dijo a Nasrudin:
—A veces tu comportamiento me parece muy injusto. ¿Por qué has abofeteado a la pobre
muchacha?
—La he abofeteado en el momento indicado —contestó Nasrudín—. ¿De qué serviría abofetearla
después de que hubiese roto el cántaro?
Tomado de: El círculo de los mentirosos —Cuentos filosóficos del mundo entero— de Jean Claude Carrière
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El solitario de la isla
A l desembarcar en la isla ignorada por todos los geógrafos, los marineros la hallaron habitada sólo
por un hermoso anciano, de rostro fresco y clara mirada, que los recibió sonriendo. Le pidieron
que les contara su historia.
—Sólo puedo decirles —dijo el anciano, siempre sonriente— que he venido aquí a olvidar.
Los marineros, más curiosos, estrecharon el círculo:
—¿A olvidar qué?
El solitario, que sonreía aún, respondió:
—Lo he olvidado.
Oscar Wilde
Tomado de: El Semanario, suplemento cultural del periódico Novedades, número 76, 2 de octubre de 1983.
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Amor silente
C reo que ésta será la última vez que te dé las gracias. Posiblemente no recuerdes cuál fue la
primera. Yo sí. Hace mucho tiempo, bajábamos juntos en el ascensor de la escuela donde
estudiábamos y te fijaste en que llevaba el cuello del gabán descolocado. Te acercaste y con las dos
manos me agarraste por las solapas y me atrajiste con fuerza hacia tu metro cincuenta, al mismo
tiempo que liberabas una de las puntas hasta dejarlas simétricamente ordenadas. Todo transcurrió
en unos milisegundos de esos que aparecían en los ejercicios de clase, pero su efecto duró casi once
años. Cada vez que me embutía en una prenda de abrigo no podía evitar darte las gracias por aquel
instante de dulzura. Hoy será la última vez, me cuesta trabajo aceptar la idea de que has permanecido
impacible a todo mi caudal de gratitud, a toda la fuerza de mis pensamientos, a todo el tiempo de
proceso cerebral que te dediqué, pero debo aceptarlo. Te vi ayer, se lo estabas haciendo a tu marido.
Melquiades Carbajo Martín
Tomado de: Babelia, suplemento cultural del periódico El País, número 552, 22 de junio de 2002.
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Los dos anillos
U n hombre amaba por igual a dos mujeres. Ellas le pidieron que les dijera cuál de ellas era su
favorita.
Les pidió que esperaran hasta que él les comunicara su decisión.
Entonces mandó hacer dos anillos exactamente iguales. Y dio un anillo a cada una de ellas por
separado.
Entonces las llamó a las dos y les dijo:
“La que tiene el anillo es a la que más amo”.
Attar de Nishapur
(Sufí del siglo IX)
Traducción de Juan Antonio Ayala.
Tomado de: El Semanario, suplemento cultural del periódico Novedades, número 72, 4 de septiembre de 1983.
27
Isidora
A l hombre que cabalgaba largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad.
Finalmente llega a Isidora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de
caracoles marinos, donde se fabrican según las reglas del arte largavistas y violines, donde cuando el
forastero está indeciso entre dos mujeres encuentra siempre una tercera, donde las riñas de gallos
degeneran en peleas sangrientas entre los apostadores. Pensaba en todas estas cosas cuando deseaba
una ciudad. Isidora es, pues, la ciudad de los sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía
joven; a Isidora llega a avanzada edad. En la plaza está la pequeña pared de los viejos que miran pasar
la juventud; el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos son ya recuerdos.
Ítalo Calvino
(Traducción de Aurora Bernárdez)
Tomado de: El Semanario, suplemento cultural del periódico Novedades, número 67, 31 de julio de 1983.
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Corazón de barro
Para Rafael López Castro
U na noche tuve un sueño maravilloso. Soñé que estaba a la orilla del mar, en una playa rocosa. Las olas
reventaban y la espuma me salpicaba. Comencé a oír una canción; la canción más hermosa que he
escuchado jamás. La cantaba una sirena que tocaba su guitarra en el agua, cerca de la orilla.
A la mañana siguiente me levanté tempranito. Era domingo y todos dormían. Me vestí sin hacer ruido,
para no despertar a mi hermano; bajé las escaleras, atravesé el patio y entré al taller. ¡Qué quieto, qué callado
estaba! Hacía un poquito de frío. Junto a la ventana, en una repisa, había un montón de barro, cubierto con un
trapo mojado. Puse un poco en uno de los tornos, me eché agua en las manos y comencé a trabajar.
Dentro de mí yo seguía viendo a la sirena que cantaba. Cerraba los ojos y la veía tan claramente como en
mi sueño. Comencé a copiarla con pedacitos de arcilla. Trabajé mucho tiempo, sin moverme de mi lugar. Le
puse su corona de plumas, su guitarra, sus collares, su gran cola de pescado. Luego la vi completa, mi sirena, y
me gustó. Al final le puse, por fuera, también de barro, un corazón.
—Eres un artista —me dijo el abuelo al rato, cuando la vio. La llevamos al horno. Luego la pinté. La puse
en mi cuarto, arriba de la mesa. En las noches, cuando me estoy quedando dormido, como que la oigo cantar.
Felipe Garrido en, Minificción mexicana. UNAM.
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El temor a los fantasmas
U na noche de luna llena, un hombre que caminaba por el bosque inclinó la cabeza y, al ver su
sombra, pensó que un mal espíritu estaba a sus pies. Luego levantó la cabeza y, al ver los
mechones de su cabello, creyó que un demonio estaba detrás de él. Lleno de pavor se dio la vuelta y
caminó de espaldas hasta su casa.
Shun Kuang
(Siglo IV a. C.)
Tomado de: La largueza del cuento corto chino, Verdealago
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