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Historia de Una Escalera

Este documento es el prólogo de la obra de teatro "Historia de una escalera" de Antonio Buero Vallejo. Presenta la escenografía del primer acto, que transcurre en el rellano de una escalera de una casa modesta. Se describe a los personajes y la interacción entre ellos, como una vecina que pide ayuda para pagar la luz a otro vecino de posición más acomodada.
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Historia de Una Escalera

Este documento es el prólogo de la obra de teatro "Historia de una escalera" de Antonio Buero Vallejo. Presenta la escenografía del primer acto, que transcurre en el rellano de una escalera de una casa modesta. Se describe a los personajes y la interacción entre ellos, como una vecina que pide ayuda para pagar la luz a otro vecino de posición más acomodada.
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Historia

de una
escalera
Drama en tres actos

(texto edición Espasa Calpe - Madrid - 2006)

Premio Lope de Vega de 1949

Historia de una escalera


historia de una escalera

Porque el hijo deshonra al padre, la hija se levan-


ta contra la madre, la nuera contra su suegra: y
los enemigos del hombre son los de su casa.

(Miqueas, cap. VII, vers. 6.)


historia de una escalera

Derecha e izquierda, las del espectador

Acto primero

Un tramo de escalera con dos rellanos, en una casa modes-


ta de vecindad. Los escalones de bajada hacia los pisos infe-
riores se encuentran en el primer término izquierdo. La ba-
randilla que los bordea es muy pobre, con el pasamanos de
hierro, y tuerce para correr a lo largo de la escena limitan-
do el primer rellano. Cerca del lateral derecho arranca un
tramo completo de unos diez escalones. La barandilla lo se-
para a su izquierda del hueco de la escalera y a su derecha
hay una pared que rompe en ángulo junto al primer pelda-
ño, formando en el primer término derecho un entrante con
una sucia ventana lateral. Al final del tramo la barandilla
vuelve de nuevo y termina en el lateral izquierdo, limitan-
do el segundo rellano. En el borde de éste, una polvorienta
bombilla enrejada pende hacia el hueco de la escalera. En
el segundo rellano hay cuatro puertas: dos laterales y dos
centrales. Las distinguiremos, de derecha a izquierda, con
los números I, II, III y IV.

El espectador asiste, en este acto y en el siguiente, a la gal-


vanización momentánea de tiempos que han pasado. Los
vestidos tienen un vago aire retrospectivo.

(Nada más levantarse el telón vemos cruzar y subir fatigo-


samente al Cobrador de la luz, portando su grasienta
cartera. Se detiene unos segundos para respirar y llama des-
pués con los nudillos en las cuatro puertas. Vuelve al I, don-
de le espera ya en el quicio la Señora Generosa: una po-
bre mujer de unos cincuenta y cinco años.)
Antonio Buero Vallejo

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Cobrador.—La luz. Dos sesenta. (Le tiende el recibo. La
puerta III se abre y aparece Paca, mujer de unos
cincuenta años, gorda y de ademanes desenvueltos.
El Cobrador repite, tendiéndole el recibo.) La
luz. Cuatro diez.

Generosa.—(Mirando el recibo.) ¡Dios mío! ¡Cada vez


más caro! No sé cómo vamos a poder vivir.

(Se mete.)

Paca.—Ya, ya! (Al Cobrador.) ¿Es que no saben hacer


otra cosa que elevar la tarifa? ¡Menuda ladrone-
ra es la Compañía! ¡Les debía dar vergüenza
chuparnos la sangre de esa manera! (El Cobra-
dor se encoge de hombros.) ¡Y todavía se ríe!

Cobrador.—No me río, señora. (A Elvira, que abrió la


puerta II.) Buenos días. La luz. Seis sesenta y cin-
co.

(Elvira, una linda muchacha vestida de calle, recoge el


recibo y se mete.)

Paca.—Se ríe por dentro. ¡Buenos pájaros son todos uste-


des! Esto se arreglaría como dice mi hijo Urba-
no: tirando a más de cuatro por el hueco de la es-
calera.

Cobrador.—Mire lo que dice, señora. Y no falte.

Paca.—¡Cochinos!
historia de una escalera

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Cobrador.—Bueno, ¿me paga o no? Tengo prisa.

Paca.—Ya va, hombre! Se aprovechan de que una no es na-


die, que si no...
(Se mete rezongando. Generosa sale y paga al Cobra-
dor. Después cierra la puerta. El Cobrador aporrea otra
vez el IV, que es abierto inmediatamente por Doña
Asunción, señora de luto, delgada y consumida.)

Cobrador.—La luz. Tres veinte.

Doña Asunción.—(Cogiendo el recibo.) Sí, claro... Buenos


días. Espere un momento, por favor. Voy aden-
tro...

(Se mete. Paca sale refunfuñando, mientras cuenta las


monedas.)

Paca.—¡Ahí va!

(Se las da de golpe.)

Cobrador.—(Después de contarlas.) Está bien.

Paca.—Está muy mal! ¡A ver si hay suerte, hombre, al ba-


jar la escalerita!

(Cierra con un portazo. Elvira sale.)

Elvira.—Aquí tiene usted. (Contándole la moneda fraccio-


naria.) Cuarenta..., cincuenta..., sesenta... y cin-
co.
Cobrador.—Está bien.
Antonio Buero Vallejo

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(Se lleva un dedo a la gorra y se dirige al IV)

Elvira.—(Hacia dentro.) ¿No sales, papá?

(Espera en el quicio, Doña Asunción vuelve a salir, en-


sayando sonrisas.)

Doña Asunción.—Cuánto lo siento! Me va a tener que


perdonar. Como me ha cogido después de la
compra y mi hijo no está...

(Don Manuel, padre de Elvira, sale vestido de calle. Los


trajes de ambos denotan una posición económica
más holgada que la de los demás vecinos.)

Don Manuel.—(A Doña Asunción.) Buenos días. (A su


hija.) Vamos.

Doña Asunción.—Buenos días! ¡Buenos días, Elvirita!


¡No te había visto!

Elvira.—Buenos días, doña Asunción.

Cobrador.—Perdone, señora, pero tengo prisa.

Doña Asunción.—Sí... sí... Le decía que ahora da la ca-


sualidad que no puedo... ¿No podría volver lue-
go?

Cobrador.—Mire, señora: no es la primera vez que pasa


y...
historia de una escalera

11
Doña Asunción.—¿Qué dice?

Cobrador.—Sí. Todos los meses es la misma historia. ¡To-


dos! Y yo no puedo venir a otra hora ni pagarlo
de mi bolsillo. Conque si no me abona tendré
que cortarle el fluido.

Doña Asunción.—Pero si es una casualidad, se lo asegu-


ro! Es que mi hijo no está, y...

Cobrador.—Basta de monsergas! Esto le pasa por querer


gastar como una señora en vez de abonarse a
tanto alzado. Tendré que cortarle.

(Elvira habla en voz baja con su padre.)

Doña Asunción.—(Casi perdida la compostura.) ¡No lo


haga, por Dios! Yo le prometo...

Cobrador.—Pida a algún vecino...

Don Manuel.—(Después de atender a lo que le susurra su


hija.) Perdone que intervenga, señora.

(Cogiéndole el recibo.)

Doña Asunción.—No, don Manuel. ¡No faltaba más!

Don Manuel.—¡Si no tiene importancia! Ya me lo devol-


verá cuando pueda.

Doña Asunción.—Esta misma tarde; de verdad.


Antonio Buero Vallejo

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Don Manuel.—Sin prisa, sin prisa. (Al Cobrador.) Aquí
tiene.
Cobrador.—Esta bien. (Se lleva la mano a la gorra.) Bue-
nos días.

(Se va.)

Don Manuel.—(Al Cobrador.) Buenos días.

Doña Asunción.—(Al Cobrador.) Buenos días. Muchí-


simas gracias, don Manuel. Esta misma tarde...

Don Manuel.—(Entregándole el recibo.) ¿Para qué se va


a molestar? No merece la pena. Y Fernando,
¿qué se hace?

(Elvira se acerca y le coge del brazo.)

Doña Asunción.—En su papelería. Pero no está conten-


to. ¡El sueldo es tan pequeño! Y no es porque sea
mi hijo, pero él vale mucho y merece otra cosa.
¡Tiene muchos proyectos! Quiere ser delinean-
te, ingeniero, ¡qué sé yo! Y no hace más que leer
y pensar. Siempre tumbado en la cama, pensan-
do en sus proyectos. Y escribe cosas también, y
poesías. ¡Más bonitas! Ya le diré que dedique al-
guna a Elvirita.

Elvira.—(Turbada.) Déjelo, señora.

Doña Asunción.—Te lo mereces, hija. (A Don Ma-


nuel.) No es porque esté delante, pero ¡qué pre-
ciosísima se ha puesto Elvirita! Es una clavelli-
na. El hombre que se la lleve...
historia de una escalera

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Don Manuel.—Bueno, bueno. No siga, que me la va a
malear. Lo dicho, doña Asunción. (Se quita el
sombrero y le da la mano.) Recuerdos a Femandi-
to. Buenos días.

Elvira.—Buenos días.

(Inician la marcha.)

Doña Asunción.—Buenos días. Y un millón de gracias...


Adiós.

(Cierra. Don Manuel y su hija empiezan a bajar. El-


vira se para de pronto para besar y abrazar impulsivamen-
te a su padre.)

Don Manuel.—Déjame, locuela! ¡Me vas a tirar!

Elvira.—Te quiero tanto, papaíto! ¡Eres tan bueno!

Don Manuel.—Deja los mimos, pícara. Tonto es lo que


soy. Siempre te saldrás con la tuya.

Elvira.—No llames tontería a una buena acción... Ya ves,


los pobres nunca tienen un cuarto. ¡Me da una
lástima doña Asunción!

Don Manuel.—(Levantándole la barbilla.) El tarambana


de Fernandito es el que a ti te preocupa.

Elvira.—Papá, no es una tarambana... Si vieras qué bien


habla...
Antonio Buero Vallejo

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Don Manuel.—Un tarambana. Eso sabrá hacer él..., ha-
blar. Pero no tiene donde caerse muerto. Hazme
caso, hija; tú te mereces otra cosa.

Elvira.—(En el rellano ya, da pueriles pataditas.) No quie-


ro que hables así de él. Ya verás cómo llega muy
lejos. ¡Qué importa que no tenga dinero! ¿Para
qué quiere mi papaíto un yerno rico?

Don Manuel.—¡Hija!

Elvira.—Escucha: te voy a pedir un favor muy grande.

Don Manuel.—Hija mía, algunas veces no me respetas


nada.

Elvira.—Pero te quiero que es mucho mejor. ¿Me harás


ese favor?

Don Manuel.— Depende...

Elvira. - ¡Nada! Me lo harás.

Don Manuel.— ¿De qué se trata?

Elvira.—Es muy fácil, papá. Tú lo que necesitas no es un


yerno rico, sino un muchacho emprendedor que
lleve adelante el negocio. Pues sacas a Fernando
de la papelería y le colocas, ¡con un buen sueldo!,
en tu agencia. (Pausa.) ¿Concedido?

Don Manuel.—Pero, Elvira, ¿y si Fernando no quiere?


Además...
historia de una escalera

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Elvira.—¡Nada! (Tapándose los oídos.) ¡Sorda!

Don Manuel.—¡Niña, que soy tu padre!

Elvira.—¡Sorda!

Don Manuel.—(Quitándole las manos de los oídos.) Ese


Fernando os tiene sorbido el seso a todas porque
es el chico más guapo de la casa. Pero no me fío
de él. Suponte que no te hiciera caso...

Elvira.—Haz tu parte, que de eso me encargo yo...

Don Manuel.—¡Niña!

(Ella rompe a reír. Coge del brazo a su padre y le lleva, en-


tre mimos, al lateral izquierdo. Bajan. Una pausa. Trini
–una joven de aspecto simpático– sale del III con una bo-
tella en la mano, atendiendo a la voz de Paca.)

Paca.—(Desde dentro.) ¡Que lo compres tinto! Que ya sa-


bes que a tu padre no le gusta el blanco.

Trini.—Bueno, madre.

(Cierra y se dirige a la escalera. Generosa sale del I, con


otra botella.)

Generosa. —¡Hola, Trini!

Trini.—Buenos, señora Generosa. ¿Por el vino?

(Bajan juntas.)
Antonio Buero Vallejo

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Generosa.—Sí. Y a la lechería.

Trini.—Y Carmina?

Generosa.—Aviando la casa.

Trini.—¿Ha visto usted la subida de la luz?

Generosa.—¡Calla, hija! ¡No me digas! Si no fuera más


que la luz... ¿Y la leche? ¿Y las patatas?

Trini.—(Confidencial.) ¿Sabe usted que doña Asunción no


podía pagar hoy al cobrador?

Generosa.—¿De veras?

Trini.—Eso dice mi madre, que estuvo escuchando. Se lo


pagó don Manuel. Como la niña está loca por
Fernandito...

Generosa.—Ese gandulazo es muy simpático.

Trini.—Y Elvirita una lagartona.

Generosa.—No. Una niña consentida...

Trini.—No. Una lagartona...

(Bajan charlando. Pausa. Carmina sale del I. Es una pre-


ciosa muchacha de aire sencillo y pobremente vestida. Lle-
va un delantal y una lechera en la mano.)

Carmina.—(Mirando por el hueco de la escalera.) ¡Madre!


¡Que se le olvida la cacharra! ¡Madre!
historia de una escalera

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(Con un gesto de contrariedad se despoja del delantal, lo
echa adentro y cierra. Baja por el tramo mientras se abre el
IV suavemente y aparece Fernando, que la mira y cierra
la puerta sin ruido. Ella baja apresurada, sin verle, y sale
de escena. El se apoya en la barandilla y sigue con la vista
la bajada de la muchacha por la escalera. Fernando es,
en efecto, un muchacho muy guapo. Viste pantalón de luto
y está en mangas de camisa. El IV vuelve a abrirse. Doña
Asunción espía a su hijo.)

Doña Asunción.—¿Qué haces?

Fernando.—(Desabrido.) Ya lo ves.

Doña Asunción.—(Sumisa.) ¿Estás enfadado?

Fernando.—No.

Doña Asunción.—Te ha pasado algo en la papelería?

Fernando.—No.

Doña Asunción.—¿Por qué no has ido hoy?

Fernando.—Porque no.

(Pausa.)

Doña Asunción.—Te he dicho que el padre de Elvirita


nos ha pagado el recibo de la luz?

Fernando.—(Volviéndose hacia su madre.) ¡Sí! ¡Ya me lo


has dicho! (Yendo hacia ella.) ¡Déjame en paz!
Antonio Buero Vallejo

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Doña Asunción.—¡Hijo!

Fernando.—¡Qué inoportunidad! ¡Pareces disfrutar re-


cordándome nuestra pobreza!

Doña Asunción.—¡Pero, hijo!

Fernando.—(Empujándola y cerrando de golpe.) ¡Anda,


anda para adentro!

(Con un suspiro de disgusto, vuelve a recostarse en el pasa-


manos. Pausa. Urbano llega al primer rellano. Viste tra-
je azul mahón. Es un muchacho fuerte y moreno, de fiso-
nomía ruda, pero expresiva: un proletario. Fernando lo
mira avanzar en silencio. Urbano comienza a subir la es-
calera y se detiene al verle.)

Urbano.—¡Hola! ¿Qué haces ahí?

Fernando.—Hola, Urbano. Nada.

Urbano.—Tienes cara de enfado.

Fernando.—No es nada.

Urbano.—Baja al «casinillo». (Señalando el hueco de la ven-


tana.) Te invito a un cigarro. (Pausa.) ¡Baja,
hombre! (Fernando empieza a bajar sin prisa.)
Algo te pasa. (Sacando la petaca.) ¿No se puede
saber?

Fernando.—(Que ha llegado.) Nada, lo de siempre...


historia de una escalera

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(Se recuestan en la pared del «casinillo». Mientras hacen
los pitillos.) ¡Que estoy harto de todo esto!

Urbano.—(Riendo.) Eso es ya muy viejo. Creí que te ocu-


rría algo.

Fernando.—Puedes reírte. Pero te aseguro que no sé cómo


aguanto. (Breve pausa.) En fin, ¡para qué hablar!
¿Qué hay por tu fábrica?

Urbano.—¡Muchas cosas! Desde la última huelga de me-


talúrgicos la gente se sindica a toda prisa. A ver
cuándo nos imitáis los dependientes.

Fernando.—No me interesan esas cosas.

Urbano.—Porque eres tonto. No sé de qué te sirve tanta


lectura.

Fernando.—¿Me quieres decir lo que sacáis en limpio de


esos líos?

Urbano.—Fernando, eres un desgraciado. Y lo peor es que


no lo sabes. Los pobres diablos como nosotros
nunca lograremos mejorar la vida sin la ayuda
mutua. Y eso es el sindicato. ¡Solidaridad! Ésa es
nuestra palabra. Y sería la tuya si te dieses cuen-
ta de que no eres más que un triste hortera.
¡Pero como te crees un marqués!

Fernando.—No me creo nada. Sólo quiero subir. ¿Com-


prendes? ¡Subir! Y dejar toda esta sordidez en
que vivimos.
Antonio Buero Vallejo

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Urbano.—Y a los demás que los parta un rayo.

Fernando.—¿Qué tengo yo que ver con los demás? Nadie


hace nada por nadie. Y vosotros os metéis en el
sindicato porque no tenéis arranque para subir
solos. Pero ese no es camino para mí. Yo sé que
puedo subir y subiré solo.

Urbano.—¿Se puede uno reír?

Fernando.—Haz lo que te dé la gana.

Urbano.—(Sonriendo.) Escucha, papanatas. Para subir


solo, como dices, tendrías que trabajar todos los
días diez horas en la papelería; no podrías faltar
nunca, como has hecho hoy...

Fernando.—¿Cómo lo sabes?

Urbano.—¡Porque lo dice tu cara, simple! Y déjame con-


tinuar. No podrías tumbarte a hacer versitos ni
a pensar en las musarañas; buscarías trabajos
particulares para redondear el presupuesto y te
acostarías a las tres de la mañana contento de
ahorrar sueño y dinero. Porque tendrías que
ahorrar, ahorrar como una urraca; quitándolo de
la comida, del vestido, del tabaco... Y cuando lle-
vases un montón de años haciendo eso, y ensa-
yando negocios y buscando caminos, acabarías
por verte solicitando cualquier miserable empleo
para no morirte de hambre... No tienes tú ma-
dera para esa vida.
historia de una escalera

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Fernando.—Ya lo veremos. Desde mañana mismo...

Urbano.—(Riendo.) Siempre es desde mañana. ¿Por qué


no lo has hecho desde ayer, o desde hace un mes?
(Breve pausa.) Porque no puedes. Porque eres un
soñador. ¡Y un gandul! (Fernando lo mira lívi-
do, conteniéndose, y hace un movimiento para mar-
charse.) ¡Espera, hombre! No te enfades. Todo
esto te lo digo como un amigo.

(Pausa.)

Fernando.—(Más calmado y levemente despreciativo.) ¿Sa-


bes lo que te digo? Que el tiempo lo dirá todo. Y
que te emplazo. (Urbano lo mira.) Sí, te empla-
zo para dentro de... diez años, por ejemplo. Ve-
remos, para entonces, quién ha llegado más le-
jos; si tú con tu sindicato o yo con mis proyectos.

Urbano.—Ya sé que yo no llegaré muy lejos; y tampoco tú


llegarás. Si yo llego, llegaremos todos. Pero lo
más fácil es que dentro de diez años sigamos su-
biendo esta escalera y fumando en este «casini-
llo».

Fernando.—Yo, no. (Pausa.) Aunque quizá no sean mu-


chos diez años...

(Pausa.)

Urbano.—(Riendo.) ¡Vamos! Parece que no estás muy se-


guro.
Antonio Buero Vallejo

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Fernando.—No es eso, Urbano. ¡Es que le tengo miedo al
tiempo! Es lo que más me hace sufrir. Ver cómo
pasan los días, y los años..., sin que nada cambie.
Ayer mismo éramos tú y yo dos críos que venía-
mos a fumar aquí, a escondidas, los primeros pi-
tillos... ¡Y hace ya diez años! Hemos crecido sin
darnos cuenta, subiendo y bajando la escalera,
rodeados siempre de los padres, que no nos en-
tienden; de vecinos que murmuran de nosotros
y de quienes murmuramos... Buscando mil re-
cursos y soportando humillaciones para poder
pagar la casa, la luz... y las patatas. (Pausa.) Y
mañana, o dentro de diez años que pueden pa-
sar como un día, como han pasado estos últi-
mos..., ¡sería terrible seguir así! Subiendo y ba-
jando la escalera, una escalera que no conduce a
ningún sitio; haciendo trampas en el contador,
aborreciendo el trabajo..., perdiendo día tras
día... (Pausa.) Por eso es preciso cortar por lo
sano.

Urbano.—¿Y qué vas a hacer?

Fernando.—No lo sé. Pero ya haré algo.

Urbano.—¿Y quieres hacerlo solo?

Fernando.—Solo.

Urbano.—Completamente?

(Pausa.)
historia de una escalera

23
Fernando.—Claro.

Urbano.—Pues te voy a dar un consejo. Aunque no lo cre-


as, siempre necesitamos de los demás. No podrás
luchar solo sin cansarte.

Fernando.—¿Me vas a volver a hablar del sindicato?


Urbano.—No. Quiero decirte que, si verdaderamente vas
a luchar, para evitar el desaliento necesitarás...

(Se detiene.)

Fernando.—¿Qué?

Urbano.—Una mujer.

Fernando.—Ése no es problema. Ya sabes que...

Urbano.—Ya sé que eres un buen mozo con muchos éxi-


tos. Y eso te perjudica; eres demasiado buen
mozo. Lo que te hace falta es dejar todos esos no-
viazgos y enamorarte de verdad. (Pausa.) Hace
tiempo que no hablamos de estas cosas... Antes,
si a ti o a mí nos gustaba Fulanita, nos lo decía-
mos en seguida. (Pausa.) ¿No hay nada serio
ahora?

Fernando.—(Reservado.) Pudiera ser.

Urbano.—No se tratará de mi hermana, ¿verdad?

Fernando.—¿De tu hermana? ¿De cuál?


Antonio Buero Vallejo

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Urbano.—De Trini.

Fernando.—No, no.

Urbano.—Pues de Rosita, ni hablar.

Fernando.—Ni hablar.

(Pausa.)

Urbano.—Porque la hija de la señora Generosa no creo


que te haya llamado la atención... (Pausa. Le
mira de reojo, con ansiedad.) ¿O es ella? ¿Es Car-
mina?

(Pausa.)

Fernando.—No.

Urbano.—(Ríe y le palmotea la espalda.) ¡Está bien, hom-


bre! ¡No busco más! Ya me lo dirás cuando
quieras. ¿Otro cigarrillo?

Fernando.—No. (Pausa breve.) Alguien sube.

(Miran hacia el hueco.)

Urbano.—Es mi hermana.

(Aparece Rosa, que es una mujer joven, guapa y provoca-


tiva. Al pasar junto a ellos los saluda despectivamente, sin
detenerse, y comienza a subir el tramo.)
historia de una escalera

25
Rosa.—Hola, chicos.

Fernando.—Hola, Rosita.

Urbano.—¿Ya has pindongueado bastante?

Rosa.—(Parándose.) ¡Yo no pindongueo! Y, además, no te


importa.

Urbano.—Un día de éstos le voy a romper las muelas a al-


guien!

Rosa.—¡Qué valiente! Cuídate tú la dentadura por si aca-


so.

(Sube. Urbano se queda estupefacto por su descaro. Fer-


nando ríe y le llama a su lado. Antes de llamar Rosa en
el III se abre el I y sale Pepe. El hermano de Carmina
ronda ya los treinta años y es un granuja achulado y pre-
suntuoso. Ella se vuelve y se contemplan, muy satisfechos.
Él va a hablar, pero ella le hace señas de que se calle y le
señala el «casinillo», donde se encuentran los dos mucha-
chos ocultos para él. Pepe la invita por señas a bailar para
después y ella asiente sin disimular su alegría. En esta ex-
presiva mímica los sorprende Paca, que abre de improvi-
so.)

Paca.—¡Bonita representación! (Furiosa, zarandea a su


hija.) ¡Adentro, condenada! ¡Ya te daré yo di-
versiones!

(Fernando y Urbano se asoman.)


Antonio Buero Vallejo

26
Rosa.—¡No me empuje! ¡Usted no tiene derecho a maltra-
tarme!

Paca.—¿Que no tengo derecho?

Rosa.—;No, señora! ¡Soy mayor de edad!

Paca.—¿Y quién te mantiene? ¡Golfa, más que golfa!

Rosa.—¡No insulte!

Paca.—(Metiéndola de un empellón.) ¡Anda para adentro!


(A Pepe, que optó desde el principio por bajar un
par de peldaños.) ¡Y tú, chulo indecente! ¡Si te
vuelvo a ver con mi niña te abro la cabeza de un
sartenazo! ¡Como me llamo Paca!

Pepe.—Ya será menos.

Paca.—¡Aire! ¡Aire! ¡A escupir a la calle!

(Cierra con ímpetu. Pepe baja sonriendo con suficiencia.


Va a pasar de largo, pero Urbano le detiene por la man-
ga.)

Urbano.—No tengas tanta prisa.

Pepe.—(Volviéndose con saña.) ¡Muy bien! ¡Dos contra


uno!

Fernando.—(Presuroso.) No, no, Pepe. (Con sonrisa servil.)


Yo no intervengo; no es asunto mío.
historia de una escalera

27
Urbano.—No. Es mío.

Pepe.—Bueno, suelta. ¿Qué quieres?

Urbano.—(Reprimiendo su ira y sin soltarle.) Decirte nada


más que si la tonta de mi hermana no te conoce,
yo sí. Que si ella no quiere creer que has estado
viviendo de la Luisa y de la Pili después de lan-
zarlas a la vida, yo sé que es cierto. ¡Y que como
vuelva a verte con Rosa, te juro, por tu madre,
que te tiro por el hueco de la escalera! (Lo suelta
con violencia.) Puedes largarte.

(Le vuelve la espalda.)

Pepe.—Será si quiero. ¡Estos mocosos! (Alisándose la man-


ga.) ¡Que no levantan dos palmos del suelo y
quieren medirse con hombres! Si no mirara...

(Urbano no le hace caso. Fernando interviene, aplaca-


dor)

Fernando.—Déjalo, Pepe. No te... alteres. Mejor será que


te marches.

Pepe.—Sí. Mejor será. (Inicia la marcha y se vuelve.) El mo-


coso indecente, que cree que me va a meter mie-
do a mí... (Baja protestando.) Un día me voy a liar
a mamporros y le demostraré lo que es un hom-
bre...

Fernando.—No sé por qué te gusta tanto chillar y amena-


zar.
Antonio Buero Vallejo

28
Urbano.—(Seco.) Eso va en gustos. Tampoco me agrada a
mí que te muestres tan amable con un sinver-
güenza como ése.

Fernando.—Prefiero eso a lanzar amenazas que luego no


se cumplen.

Urbano.—¿Que no se cumplen?

Fernando.—¡Qué van a cumplirse! Cualquier día tiras tú


a nadie por el hueco de la escalera. ¿Todavía no
te has dado cuenta de que eres un ser inofensi-
vo?

(Pausa.)

Urbano.—¡No sé cómo nos las arreglamos tú y yo para


discutir siempre! Me voy a comer. Abur.

Fernando.—(Contento por su pequeña revancha.) ¡Hasta


luego, sindicalista!

(Urbano sube y llama al III. Paca abre.)

Paca.—Hola, hijo. ¿Traes hambre?

Urbano.—¡Más que un lobo!

(Entra y cierra. Fernando se recuesta en la barandilla y


mira por el hueco. Con un repentino gesto de desagrado se
retira al «casinillo» y mira por la ventana, fingiendo dis-
tracción. Pausa. Don Manuel y Elvira suben. Ella
aprieta el brazo de su padre en cuanto ve a Fernando. Se
detienen un momento; luego continúan.)
historia de una escalera

29
Don Manuel.—(Mirando socarronamente a Elvira, que
está muy turbada.) Adiós, Fernandito.

Fernando.—(Se vuelve con desgana. Sin mirar a Elvira.)


Buenos días.

Don Manuel.—¿De vuelta del trabajo?

Fernando.—(Vacilante.) Sí, señor.

Don Manuel.—Está bien, hombre. (Intenta seguir, pero


Elvira lo retiene tenazmente, indicándole que ha-
ble ahora a Fernando. A regañadientes, termina
el padre por acceder.) Un día de éstos tengo que
decirle unas cosillas.

Fernando.—Cuando usted disponga.

Don Manuel.—Bien, bien. No hay prisa; ya le avisaré.


Hasta luego. Recuerdos a su madre.

Fernando.—Muchas gracias. Ustedes sigan bien. (Suben.


Elvira se vuelve con frecuencia para mirarle. Él
está de espaldas. Don Manuel abre el II con su
llave y entran. Fernando hace un mal gesto y se
apoya en el pasamanos. Pausa. Generosa sube.
Fernando la saluda muy sonriente.) Buenos días.

Generosa.—Hola, hijo. ¿Quieres comer?

Fernando.—Gracias, que aproveche. ¿Y el señor Grego-


rio?
Antonio Buero Vallejo

30
Generosa.—Muy disgustado, hijo. Como lo retiran por la
edad... Y es lo que él dice: «¿De qué sirve que un
hombre se deje los huesos conduciendo un tran-
vía durante cincuenta años, si luego le ponen en
la calle?». Y si le dieran un buen retiro... Pero es
una miseria, hijo; una miseria. ¡Y a mi Pepe no
hay quien lo encarrile! (Pausa.) ¡Qué vida! No
sé cómo vamos a salir adelante.

Fernando.—Lleva usted razón. Menos mal que Carmi-


na...

Generosa.—Camina es nuestra única alegría. Es buena,


trabajadora, limpia... Si mi Pepe fuese como
ella...

Fernando.—No me haga mucho caso, pero creo que Car-


mina la buscaba antes.

Generosa.—Sí. Es que me había olvidado la cacharra de


la leche. Ya la he visto. Ahora sube ella. Hasta
luego, hijo.

Fernando.—Hasta luego.

(Generosa sube, abre su puerta y entra. Pausa. Elvira


sale sin hacer ruido al descansillo, dejando su puerta entor-
nada. Se apoya en la barandilla. Él finge no verla. Ella le
llama por encima del hueco.)

Elvira.—Fernando.

Fernando.—¡Hola!
historia de una escalera

31
Elvira.—¿Podrías acompañarme hoy a comprar un libro?
Tengo que hacer un regalo y he pensado que tú
me ayudarías muy bien a escoger.

Fernando.—No sé si podré.

(Pausa.)

Elvira.—Procúralo, por favor. Sin ti no sabré hacerlo. Y


tengo que darlo mañana.

Fernando.—A pesar de eso no puedo prometerte nada.


(Ella hace un gesto de contrariedad.) Mejor dicho:
casi seguro que no podrás contar conmigo.

(Sigue mirando por el hueco.)

Elvira.—(Molesta y sonriente.) ¡Qué caro te cotizas! (Pau-


sa.) Mírame un poco, por lo menos. No creo que
cueste mucho trabajo mirarme... (Pausa.) ¿Eh?

Fernando.—(Levantando la vista.) ¿Qué?

Elvira.—Pero ¿no me escuchabas? ¿O es que no quieres


enterarte de lo que te digo?

Fernando.—(Volviéndole la espalda.) Déjame en paz.

Elvira.—(Resentida.) ¡Ah! ¡Qué poco te cuesta humillar a


los demás! ¡Es muy fácil.., y muy cruel humillar
a los demás! Te aprovechas de que te estiman
demasiado para devolverte la humillación... pero
podría hacerse...
Antonio Buero Vallejo

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Fernando.—(Volviéndose furioso.) ¡Explica eso!

Elvira.—Es muy fácil presumir y despreciar a quien nos


quiere, a quien está dispuesto a ayudarnos... A
quien nos ayuda ya... Es muy fácil olvidar esas
ayudas...

Fernando.—(Iracundo.) ¿Cómo te atreves a echarme en


cara tu propia ordinariez? ¡No puedo sufrirte!
¡Vete!

Elvira.—(Arrepentida.) ¡Femando, perdóname, por Dios!


Es que...

Fernando.—¡Vete! ¡No puedo soportarte! No puedo re-


sistir vuestros favores ni vuestra estupidez.
¡Vete! (Ella ha ido retrocediendo muy afectada. Se
entra, llorosa y sin poder reprimir apenas sus ner-
vios. Fernando, muy alterado también, saca un ci-
garrillo. Al tiempo de tirar la cerilla:) ¡Qué ver-
güenza!

(Se vuelve al «casinillo». Pausa. Paca sale de su casa y lla-


ma en el I. Generosa abre.)

Paca.—A ver si me podía usted dar un poco de sal.

Generosa.—¿De mesa o de la gorda?

Paca.—De la gorda. Es para el guisado. (Generosa se mete.


Paca, alzando la voz.) Un puñadito nada más...
(Generosa vuelve con un papelillo.) Gracias,
mujer.
historia de una escalera

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Generosa.—De nada.

Paca.—¿Cuánta luz ha pagado este mes?

Generosa.—Dos sesenta. ¡Un disparate! Y eso que procu-


ro encender lo menos posible... Pero nunca con-
sigo quedarme en las dos pesetas.

Paca.—No se queje. Yo he pagado cuatro diez.

Generosa.—Ustedes tienen una habitación más y son más


que nosotros.

Paca.—¡Y qué! Mi alcoba no la enciendo nunca. Juan y yo


nos acostamos a oscuras. A nuestra edad, para lo
que hay que ver...

Generosa.—¡Jesús!

Paca.—¿He dicho algo malo?

Generosa.—(Riendo débilmente.) No, mujer; pero... ¡qué


boca, Paca!

Paca.—¿Y para qué sirve la boca, digo yo? Pues para usar-
la.

Generosa.—Para usarla bien, mujer.

Paca.—No he insultado a nadie.

Generosa.—Aun así...
Antonio Buero Vallejo

34
Paca.—Mire, Generosa: usted tiene muy poco arranque.
¡Eso es! No se atreve ni a murmurar.

Generosa.—¡El Señor me perdone! Aún murmuro dema-


siado.

Paca.—¡Si es la sal de la vida! (Con misterio.) A propósito:


¿sabe usted que don Manuel le ha pagado la luz
a doña Asunción?

(Fernando, con creciente expresión de disgusto, no pier-


de palabra.)

Generosa.—Ya me lo ha dicho Trini.

Paca.—¡Vaya con Trini! ¡Ya podía haberse tragado la len-


gua! (Cambiando el tono.) Y, para mí, que fue El-
virita quien se lo pidió a su padre.

Generosa.—No es la primera vez que les hacen favores de


ésos.

Paca.—Pero quien lo provocó, en realidad, fue doña Asun-


ción.

Generosa.—¿Ella?

Paca.—¡Pues claro! (Imitando la voz.) «Lo siento, cobrador,


no puedo ahora. ¡Buenos días, don Manuel!
¡Dios mío, cobrador, si no puedo! ¡Hola, Elviri-
ta, qué guapa estás!». ¡A ver si no lo estaba pi-
diendo descaradamente!
historia de una escalera

35
Generosa.—Es usted muy mal pensada.

Paca.—¿Mal pensada? ¡Si yo no lo censuro! ¿Qué va a ha-


cer una mujer como ésa con setenta y cinco pe-
setas de pensión y un hijo que no da golpe?

Generosa.—Femando trabaja.

Paca.—¿Y qué gana? ¡Una miseria! Entre el carbón, la co-


mida y la casa se les va todo. Además, que le des-
cuentan muchos días de sueldo. Y puede que lo
echen de la papelería.

Generosa.—¡Pobre chico! ¿Por qué?

Paca.—Porque no va nunca. Para mí que ése lo que busca


es pescar a Elvirita... y los cuartos de su padre.

Generosa.—¿No será al revés?

Paca.—¡Qué va! Es que ese niño sabe mucha táctica, y se


hace querer. ¡Como es tan guapo! Porque lo es;
eso no hay que negárselo.

Generosa.—(Se asoma al hueco de la escalera y vuelve.) Y


Carmina sin venir... Oiga, Paca: ¿es verdad que
don Manuel tiene dinero?

Paca.—Mujer, ya sabe usted que era oficinista. Pero con la


agencia esa que ha montado se está forrando el
riñón. Como tiene tantas relaciones y sabe tanta
triquiñuela...
Antonio Buero Vallejo

36
Generosa.—Y una agencia, ¿qué es?

Paca.—Un sacaperras. Para sacar permisos, certificados...


¡Negocios! Bueno, y me voy, que se hace tarde.
(Inicia la marcha y se detiene.) ¿Y el señor Grego-
rio, cómo va?

Generosa.—Muy disgustado, el pobre. Como lo retiran


por la edad... Y es lo que él dice: «¿De qué sirve
que un hombre se deje los huesos durante cin-
cuenta años conduciendo un tranvía, si luego le
ponen en la calle?». Y el retiro es una miseria,
Paca. Ya lo sabe usted. ¡Qué vida, Dios mío! No
sé cómo vamos a salir adelante. Y mi Pepe, que
no ayuda nada...

Paca.—Su Pepe es un granuja. Perdone que se lo diga, pero


usted ya lo sabe. Ya le he dicho antes que no
quiero volver a verle con mi Rosa.

Generosa.—(Humillada.) Lleva usted razón. ¡Pobre hijo


mío!

Paca.—¿Pobre? Como Rosita. Otra que tal. A mí no me


duelen prendas. ¡Pobres de nosotras, Generosa,
pobres de nosotras! ¿Qué hemos hecho para este
castigo? ¿Lo sabe usted?

Generosa.—Como no sea sufrir por ellos...

Paca.—Eso. Sufrir y nada más. ¡Qué asco de vida! Hasta


luego, Generosa. Y gracias.
historia de una escalera

37
Generosa.—Hasta luego.

(Ambas se meten y cierran. Fernando, abrumado, va a


recostarse en la barandilla. Pausa. Repentinamente se en-
dereza y espera, de cara al público. Carmina sube con la
cacharra. Sus miradas se cruzan. Ella intenta pasar, con los
ojos bajos. Fernando la detiene por un brazo.)

Fernando.—Carmina.

Carmina.—Déjeme...

Fernando.—No, Carmina. Me huyes constantemente y


esta vez tienes que escucharme.

Carmina.—Por favor, Fernando... ¡Suélteme!

Fernando.—Cuando éramos chicos nos tuteábamos...


¿Por qué no me tuteas ahora? (Pausa.) ¿Ya no te
acuerdas de aquel tiempo? Yo era tu novio y tú
eras mi novia... Mi novia... Y nos sentábamos
aquí (Señalando los peldaños.), en ese escalón,
cansados de jugar..., a seguir jugando a los no-
vios.

Carmina.—Cállese.

Fernando.—Entonces, me tuteabas y... me querías.

Carmina.—Era una niña... Ya no me acuerdo.

Fernando.—Eras una mujercita preciosa. Y sigues siéndo-


lo. Y no puedes haber olvidado. ¡Yo no he olvi-
Antonio Buero Vallejo

38
dado! Carmina, aquel tiempo es el único recuer-
do maravilloso que conservo en medio de la sor-
didez en que vivimos. Y quería decirte... que
siempre... has sido para mí lo que eras antes.

Carmina.—No te burles de mí!

Fernando.—¡Te lo juro!

Carmina.—¿Y todas... ésas con quien has paseado y... que


has besado?

Fernando.—Tienes razón. Comprendo que no me creas.


Pero un hombre... Es muy difícil de explicar. A
ti, precisamente, no podía hablarte..., ni besarte...
¡Porque te quería, te quería y te quiero!

Carmina.—No puedo creerte.

(Intenta marcharse.)

Fernando.—No, no. Te lo suplico. No te marches. Es pre-


ciso que me oigas... y que me creas. Ven. (La lle-
va al primer peldaño.) Como entonces.

(Con un ligero forcejeo la obliga a sentarse contra la pared


y se sienta a su lado. Le quita la lechera y la deja junto a
él. Le coge una mano.)

Carmina.—¡Si nos ven!

Fernando.—¡Qué nos importa! Carmina, por favor, crée-


me. No puedo vivir sin ti. Estoy desesperado. Me
historia de una escalera

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ahoga la ordinariez que nos rodea. Necesito que
me quieras y que me consueles. Si no me ayudas,
no podré salir adelante.

Carmina.—¿Por qué no se lo pides a Elvira?

(Pausa. Él la mira, excitado y alegre.)

Fernando.—Me quieres! ¡Lo sabía! ¡Tenías que querer-


me! (Le levanta la cabeza. Ella sonríe involunta-
riamente.) ¡Carmina, mi Carmina!

(Va a besarla, pero ella le detiene.)

Carmina.—¿Y Elvira?

Fernando.—La detesto! Quiere cazarme con su dinero.


¡No la puedo ver!

Carmina.—(Con una risita.) ¡Yo tampoco!

(Ríen, felices.)

Fernando.—Ahora tendría que preguntarte yo: ¿y Urba-


no?

Carmina.—Es un buen chico! ¡Yo estoy loca por él! (Fer-


nando se enfurruña.) ¡Tonto!

Fernando.—(Abrazándola por el talle.) Carmina, desde


mañana voy a trabajar de firme por ti. Quiero
salir de esta pobreza, de este sucio ambiente. Sa-
lir y sacarte a ti. Dejar para siempre los chismo-
Antonio Buero Vallejo

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rreos, las broncas entre vecinos... Acabar con la
angustia del dinero escaso, de los favores que
abochornan como una bofetada, de los padres
que nos abruman con su torpeza y su cariño ser-
vil, irracional...

Carmina.—(Reprensiva.) ¡Fernando!

Fernando.—Sí. Acabar con todo esto. ¡Ayúdame tú! Es-


cucha: voy a estudiar mucho, ¿sabes? Mucho.
Primero me haré delineante. ¡Eso es fácil! En un
año... Como para entonces ya ganaré bastante,
estudiaré para aparejador. Tres años. Dentro de
cuatro años seré un aparejador solicitado por to-
dos los arquitectos. Ganaré mucho dinero. Por
entonces tú serás ya mi mujercita, y viviremos en
otro barrio, en un pisito limpio y tranquilo. Yo
seguiré estudiando. ¿Quién sabe? Puede que
para entonces me haga ingeniero. Y como una
cosa no es incompatible con la otra, publicaré un
libro de poesías, un libro que tendrá mucho éxi-
to...

Carmina.—(Que le ha escuchado extasiada.) ¡Qué felices se-


remos!

Fernando.—¡Carmina!

(Se inclina para besarla y da un golpe con el pie a la leche-


ra, que se derrama estrepitosamente. Temblorosos, se levan-
tan los dos y miran, asombrados, la gran mancha blanca en
el suelo.)

TELÓN
Escuadra
hacia la
muerte
Drama en dos partes

Escuadra hacia la muerte

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