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Waris Dirie Flor del desierto

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Waris Dirie Flor del desierto

Título original: Desert Flower


©1998, Waris Dirie
Publicado según acuerdo con Harper Collins Publishers Inc.
© por la traducción: Cristina Pagès Boune, 1999
© 2002, Maeva Ediciones
© 2003, RBA Coleccionabas SA, para esta edición Diseño de la cubierta: Idee
Fotografía de la cubierta: © PhotoDisc
ISBN: 84 — 473 — 3325 — 6
Depósito legal: B. 47.682 — 2003
Impreso en España — Printed in Spain

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Waris Dirie Flor del desierto

PARA MAMÁ

ME doy cuenta de que cuando una viaja por los caminos de la vida,
resistiendo las tormentas, disfrutando del sol, de pie en el ojo de numerosos
huracanes, lo único que determina la supervivencia es la propia fuerza de voluntad.
Por tanto, dedico este libro a la mujer sobre cuyos hombros me levanto, cuya fuerza
no cede: a mi madre, Fattuma Ahmed Aden.
Ha dado a sus hijos la prueba de la fe mientras se encara a una adversidad
impensable. Ha equilibrado una devoción igual hacia sus doce hijos (asombrosa
hazaña en sí) y dado pruebas de una sabiduría que humillaría al más perspicaz de
los sabios.
Sus sacrificios han sido numerosos y sus quejas escasas. Nosotros, sus hijos,
siempre supimos que daba lo que tenía, por muy poco que fuera, sin reservas. Ha
sufrido más de una vez la tremenda pena de perder un hijo y, no obstante, conserva
la fuerza y el valor que la ayudan a seguir luchando por los hijos que le quedan. Su
espíritu generoso y su belleza interior y exterior son legendarios.
Mamá, te quiero, te respeto y te amo, y doy gracias al todopoderoso Alá por
haberme dado a ti como madre. Rezo por honrar tu legado y criar a mi hijo del
mismo modo en que tú has cuidado, nutrido y querido infatigablemente a tus hijos.

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Waris Dirie Flor del desierto

Oh, eres un kilt que un joven dandi ha escogido.


Oh, eres como una valiosa alfombra por la que se han pagado millones.
¿Encontraré a alguien como tú, tú, a quien me han mostrado una sola vez
Un paraguas se deshace; tú eres tan fuerte como el hierro curvado;
oh, tú, que eres como el oro de Nairobi, finamente moldeado,
tú eres el sol que se levanta y los primeros rayos del amanecer,
¿encontraré a alguien como tú, tú, a quien me han mostrado una sola vez?

Poema tradicional somalí


(De Daughters of Africa,
editado por Margaret Busby.
© Margaret Busby, 1992.
Reproducido con autorización.)

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Waris Dirie Flor del desierto

NOTA DE LA AUTORA

FLOR del desierto es la verdadera historia de Waris Dirie; todos los


acontecimientos que figuran en el libro son reales y se basan en los recuerdos de
Waris. Si bien todos los personajes son auténticos, hemos usado un seudónimo para
la mayoría, a fin de proteger su intimidad.

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Waris Dirie Flor del desierto

LA HUIDA

UN ligero ruido me despertó y, cuando abrí los ojos, me encontré mirando


directamente a los ojos de un león. Despierta, hechizada, abrí mucho los ojos, mucho,
mucho, como para poder contener al animal que tenía delante de mí. Traté de
ponerme en pie, pero llevaba varios días sin comer y mis débiles piernas temblaron y
se doblaron. Me desmoroné contra el árbol bajo el cual había estado descansando,
protegida del sol del desierto africano, que se vuelve implacable al mediodía. En
silencio, incliné la cabeza hacia atrás, cerré los ojos y sentí la dura corteza del árbol al
presionar contra mi cráneo. El león se hallaba tan cerca que percibía su olor
almizclado en el aire caliente. Invoqué a Alá.
—Éste es mi fin, Dios mío. Por favor, llévame ahora.
Mi largo recorrido por el desierto tocaba a su fin. No tenía con qué
protegerme, no tenía armas ni energía para correr. Sabía que incluso en el mejor de
los casos no conseguiría subirme a un árbol antes que el león, porque, como todos los
felinos, es un excelente trepador y sus fuertes garras le ayudan a ser más rápido de lo
que puedo ser yo. Apenas me hubiese levantado a medias, zas, un zarpazo y habría
desaparecido. Sin miedo, volví a abrir los ojos y le dije al león:
—Vamos, ven a por mí. Estoy preparada.
Era un hermoso macho de melena dorada y larga cola que agitaba de un lado
a otro para espantar las' moscas. Era joven y saludable: tendría unos cinco o seis
años. Sabía que podría aplastarme con facilidad; era el rey. Toda la vida había visto
patas como las suyas derribar ñúes y cebras que pesaban cientos de kilos más que yo.
El león me miró fijamente y entrecerró poco a poco aquellos ojos suyos del
color de la miel. Mis ojos castaño oscuro sostuvieron su mirada, se trabaron con los
suyos. Apartó la vista.
—Venga, cógeme ahora.
Me echó otra ojeada y de nuevo desvió la vista. Se relamió y se tumbó. Luego
se levantó y anduvo de arriba abajo, delante de mí, sensual, elegante. Por fin, giró
sobre sí mismo y se alejó; sin duda había decidido que con tan poca carne sobre los

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Waris Dirie Flor del desierto

huesos no merecía la pena engullirme. Atravesó el desierto con paso majestuoso


hasta que su pelaje pardo se confundió con la arena.
Cuando me di cuenta de que no iba a matarme, no suspiré de alivio, pues no
había sentido miedo. Estaba preparada para morir. Era obvio que Dios, que había
sido siempre mi mejor amigo, tenía otra cosa planeada para mí, algún motivo para
mantenerme viva.
—¿Qué es? —le pregunté—. Llévame..., guíame. —Y con gran esfuerzo me
puse en pie.

Este viaje de pesadilla empezó porque huí de mi padre. Contaría yo unos trece
años y vivía con mi familia, una tribu de nómadas del desierto somalí, cuando mi
padre anunció que había hecho arreglos para que me casara. Supe que tenía que
actuar deprisa o mi nuevo marido se presentaría de pronto a por mí. Le dije a mi
madre que quería huir. Mi plan consistía en encontrar a mi tía, la hermana de mi
madre, que vivía en Mogadiscio, capital de Somalia. Por supuesto, nunca había
estado en Mogadiscio; ni en ninguna otra ciudad. Tampoco conocía a mi tía. Pero con
el optimismo característico de los niños, creía que las cosas funcionarían a mi favor,
como por arte de magia, y me lancé a recorrer quinientos kilómetros de desierto.
Mientras mi padre y el resto de la familia dormían, mi madre me despertó.
—Vete ahora.
Miré en busca de algo que coger, algo que llevarme, pero no había nada, ni
una botella de agua, ni un frasco de leche, ni una cesta con comida. De modo que,
descalza y cubierta por un pañuelo, corrí hacia la negra noche del desierto.
Como no sabía en qué dirección se hallaba Mogadiscio, me limité a correr,
poco a poco al principio, porque no veía nada; avancé tambaleante, tropezando con
raíces. Por fin, decidí sentarme, porque en África por todas partes hay serpientes y yo
les tenía pavor. Me imaginaba que cada raíz que pisaba era el cuerpo de una siseante
cobra. Me senté y observé cómo el cielo se iluminaba paulatinamente. Aun antes de
que saliera el sol, eché a correr como una gacela. Corrí y corrí, y seguí corriendo
durante horas.
Al mediodía ya había avanzado a fondo por la arena rojiza y a fondo por mis
pensamientos. ¿Hacia dónde demonios me dirigía?, me pregunté. Ni siquiera sabía

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Waris Dirie Flor del desierto

en qué dirección iba. El paisaje se extendía hacia la eternidad; tan sólo alguna que
otra acacia o un espino rompían ocasionalmente la monotonía de la arena. Veía
kilómetros y kilómetros delante de mí y a mí alrededor. Hambrienta, sedienta,
cansada, aminoré el paso y caminé en lugar de correr. Vagando, aturdida y aburrida,
me pregunté hacia dónde me llevaría mi nueva vida. ¿Qué me ocurriría después?
Mientras me planteaba estas preguntas, creí oír «Waris... Waris...». ¡Me
llamaba la voz de mi padre! Me volví varias veces y le busqué, pero no vi a nadie.
Acaso me estaba imaginando cosas, me dije. «Waris... Waris...», la voz se repetía en
forma de eco a mi alrededor, en un tono suplicante que no impidió que tuviera
miedo. Si me atrapaba, me llevaría de vuelta y me obligaría a casarme con ese
hombre y, encima, probablemente me daría una paliza. No eran imaginaciones mías:
era mi padre y se estaba acercando. Eché a correr tan rápido como pude. Aunque le
llevaba varias horas de ventaja, me había alcanzado. Más tarde me percaté de que me
encontró siguiendo mis huellas en la arena.
Mi padre era demasiado viejo para atraparme, al menos eso creía yo, porque
yo era joven y veloz. En mi mente infantil, él era un anciano. Y ahora recuerdo,
riendo, que por entonces él contaba treinta y tantos años. Todos estábamos en muy
buena forma porque íbamos corriendo a todas partes; no teníamos coche ni ninguna
clase de transporte público. Además, yo siempre había sido rápida, persiguiendo
animales, buscando agua, echándole una carrera a la inminente oscuridad a fin de
llegar a casa a salvo antes de que se perdiera la luz.
Al cabo de un rato ya no oí a mi padre llamarme, de modo que aminoré el
paso. Si seguía moviéndome, papá se cansaría y regresaría a casa, me dije. De pronto
miré hacia atrás, hacia el horizonte, y le vi venir, en lo alto de una loma. Él también
me había visto. Aterrada, eché a correr aún más deprisa, y más. Diríase que hacíamos
surfing en olas de arena. Yo volaba loma arriba y él bajaba, casi deslizándose, por la
loma anterior. Así continuamos durante horas, hasta que de súbito advertí que hacía
tiempo que no lo había visto y que ya no me llamaba.
Con el corazón latiendo como un tambor, me detuve por fin, me oculté detrás
de un arbusto y miré alrededor. Nada. Escuché atentamente. Nada. Cuando llegué a
una piedra plana que sobresalía de la arena me detuve a descansar. Pero había
aprendido la lección de la noche anterior y, cuando eché a correr de nuevo, lo hice
por las rocas, donde el suelo era duro, y cambié de dirección a fin de que mi padre no
pudiera seguir mis huellas.

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Waris Dirie Flor del desierto

Supuse que papá había dado media vuelta para regresar a casa, porque el sol
se estaba poniendo. Con todo, no llegaría antes de que la luz se desvaneciera; tendría
que regresar en plena oscuridad, tratar de oír los ruidos nocturnos de nuestra familia,
trazar el camino gracias a las voces, los gritos y las risas de los niños, a los ruidos, el
mugido y el balido de los animales. En el desierto, el viento desplaza muy lejos el
sonido, de modo que estos ruidos hacían las veces de faro cuando nos perdíamos de
noche.
Tras caminar por las rocas, alteré mi trayectoria. No importaba qué dirección
elegía porque no tenía idea de cuál era la que me llevaría a Mogadiscio. Corrí hasta
que se puso el sol; la luz desapareció y la noche era tan negra que no veía nada. Para
entonces estaba famélica y sólo podía pensar en la comida. Mis pies sangraban. Me
senté a descansar bajo un árbol y me dormí.
Por la mañana, el sol me quemó el rostro y me despertó. Abrí los ojos y miré
hacia las hojas de un hermoso eucalipto que se alzaba hacia el cielo. Poco a poco se
me fue presentando la realidad de mi situación. «Dios mío, estoy sola. ¿Qué voy a
hacer?»

El león me despertó durante una de estas siestas. Para entonces ya no me


importaba mi libertad; sólo quería ir a casa, con mi mamá. Más que comida y agua, lo
que quería era a mi mamá. Y aunque ocurría con cierta frecuencia que pasáramos un
par de días sin comer o beber, sabía que no sobreviviría mucho tiempo más. Me
sentía tan débil que apenas podía moverme, y mis pies estaban tan agrietados y
doloridos que cada paso suponía una tortura. Cuando el león se sentó delante de mí
y se lamió los labios, yo ya había perdido toda esperanza y aguardaba su zarpazo
como un modo de escapar de mi sufrimiento.
Pero el león miró los huesos que casi se salían de mi piel, mis mejillas
hundidas y mis ojos saltones y se alejó. No sé si sintió compasión por un alma tan
desdichada o si sencillamente tomó la decisión más pragmática de que yo no
equivalía ni siquiera a un tentempié. O si Dios había intercedido por mí. En todo
caso, decidí que Dios no podía ser tan despiadado como para salvarme sólo para
dejarme morir de una manera más cruel, como de hambre, por ejemplo. Tenía otros
planes para mí, así que le pedí que me guiara. Apoyándome en el árbol para
mantener el equilibrio, me puse en pie.

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Waris Dirie Flor del desierto

—Llévame..., guíame —grité.


Emprendí el camino de nuevo y al cabo de unos minutos llegué a una zona de
pastoreo y me vi rodeada de camellos. Distinguí a la hembra que más leche llevaba
en las ubres, corrí hacia ella y mamé como un bebé. El pastor me descubrió y me
gritó:
—¡Lárgate, pequeña hija de puta! —Y oí cómo restallaba su látigo. Pero yo
estaba desesperada y seguí bebiendo, apurando la leche tan rápido como mi boca me
lo permitía.
El pastor corrió hacia mí; me chilló a voz en grito. Sabía que si no me
espantaba, para cuando me alcanzara sería demasiado tarde, pues ya no quedaría
leche. Pero yo ya había bebido suficiente y eché a correr. Me persiguió y logró darme
un par de latigazos antes de que, como era más rápida que él, le tomara la delantera
y le dejara atrás, de pie sobre la arena, maldiciendo bajo el sol de la tarde.
Ahora que tenía combustible recuperé la energía. Seguí corriendo hasta llegar
a una aldea. Nunca antes había estado en un lugar como aquél, con edificios y calles
hechas de tierra batida. Caminé por el centro de la calle, pues daba por sentado que
debía hacerlo por allí. Paseé por la aldea; boquiabierta, observé el extraño paisaje,
volviendo la cabeza en todas direcciones. Una mujer pasó a mi lado, me miró de
arriba abajo y me dijo en voz muy alta:
—Eres una estúpida. ¿Dónde crees que estás? —Y a otros aldeanos que iban
por la calle les comentó—: ¡Dios mío!, mirad sus pies. —Y señaló mis pies, agrietados
y cubiertos de costras de sangre—. ¡Eh! ¡Ay, Dios mío! Debe de ser una estúpida
palurda. —Lo había adivinado y me gritó—: Niña, si quieres vivir, ¡sal de la calle, sal
del camino! —Me apartó con un gesto del brazo y se echó a reír.
Yo sabía que todos la habían oído y me sentí sumamente avergonzada.
Agaché la cabeza, pero continué andando por el medio del camino, porque no
entendía de qué hablaba. Al poco tiempo llegó un camión —¡bip!, ¡bip!— y tuve que
apartarme de un salto. Me volví de cara al tráfico y al ver coches y camiones que se
dirigían hacia mí levanté la mano, tratando de que alguien se detuviera y me
ayudara. No puedo decir que hiciera autostop, porque ni siquiera sabía lo que eso
significaba. Así que me detuve en el camino con la mano extendida para que alguien
se parara. Un coche pasó a toda velocidad y casi me arrancó la mano, de modo que la
replegué bruscamente. Volví a extenderla, pero no tanto, me acerqué un poco más al
lado del camino y seguí andando. Miraba los rostros de las personas que pasaban en

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Waris Dirie Flor del desierto

sus coches y rezaba en silencio porque una de ellas se detuviera y me ayudara.


Por fin, un camión se detuvo. No me siento orgullosa de lo que ocurrió a
continuación, pero ocurrió, ¿y qué remedio me queda, sino decir la verdad? Todavía
hoy, cuando pienso en aquel camión, desearía haber confiado en mi instinto y no
haberme subido.
El camión llevaba una carga de piedras para la construcción, piedras como
serradas un poco más pequeñas que las pelotas de béisbol. Al frente iban dos
hombres; el conductor me abrió la puerta y me dijo en somalí:
—Súbete, cariño.
Me sentí impotente, muerta de miedo.
—Voy a Mogadiscio —expliqué.
—Te llevaré a donde quieras ir.
El conductor sonrió. Cuando sonreía se le veían los dientes, rojos, como el rojo
del tabaco. Pero yo sabía que no era el tabaco lo que les daba ese color, porque había
visto a mi padre masticarlo en una ocasión. Era khat, una planta narcótica que
mastican los africanos y que se asemeja a la cocaína. A las mujeres no se les permite
ni tocarla, por suerte. Hace que los hombres se vuelvan locos, agresivos, y ha
destrozado muchas vidas.
Supe que tenía problemas, pero no sabía qué otra cosa podía hacer, de modo
que acepté. El conductor me dijo que subiera atrás, y la idea de no estar cerca de
aquellos dos hombres me supuso cierto alivio. Me subí, me senté en un rincón y traté
de acomodarme sobre el montón de piedras. Ya había oscurecido y el desierto había
refrescado. El camión empezó a moverse y, como tema frío, me tumbé para
protegerme del viento.
Lo siguiente que supe fue que el hombre que iba al lado del conductor se
hallaba junto a mí, arrodillado sobre las piedras. Tendría unos cuarenta y tantos años
y era feo, feísimo. Era tan feo que su cabello lo abandonaba, se estaba volviendo
calvo. Pero trataba de compensarlo con un bigotito. Le faltaban dientes y los que le
quedaban estaban rotos, manchados de rojo oscuro por el khat; no obstante, me
sonrió y los exhibió con orgullo. Nunca olvidaré mientras viva la sonrisa lujuriosa de
su cara.
Además, era gordo, como vi cuando se bajó los pantalones. Su pene erecto
saltaba delante de mí cuando me cogió de las piernas y trató de separármelas.

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Waris Dirie Flor del desierto

—Ay, no, por favor, no, por favor —le supliqué.


Entrelacé mis flacas piernas, formando una especie de ocho, y las mantuve
cerradas con todas mis fuerzas. Él forcejeó conmigo y trató de obligarme a separarlas.
Luego, como no lo conseguía, levantó una mano y me dio una fuerte bofetada. Solté
un grito agudo que el aire llevó consigo mientras el camión avanzaba a toda
velocidad en la noche.
—¡Abre las jodidas piernas!
Luchamos. Tenía todo su peso encima y las duras piedras me cortaban la
espalda. Volvió a levantar la mano y a golpearme, pero más fuerte. Con el segundo
bofetón supe que tenía que idear otra táctica, pues él era demasiado fuerte para mí. A
diferencia de mí, tenía experiencia. Sin duda había violado a muchas mujeres y yo
estaba a punto de convertirme en la próxima. Deseaba matarlo, ¡ay, cómo lo
deseaba!, pero no disponía de ninguna arma.
De modo que fingí desearlo.
—De acuerdo, de acuerdo —le dije con dulzura—, pero primero déjame hacer
pis.
Advertí que se estaba excitando aún más —¡vaya, esta chiquilla lo deseaba!—
y dejó que me levantara. Fui al extremo opuesto del camión y fingí ponerme en
cuclillas y hacer pis en la oscuridad. Esto me dio un momento para pensar en lo que
debía hacer. Para cuando acabé con mi pequeña farsa, había ideado un plan. Cogí
una de las piedras más grandes que encontré y, con ella en la mano, regresé y me
tumbé a su lado.
Él se subió encima de mí y yo apreté la piedra. Con todas mis fuerzas la
levanté hacia un lado de su cabeza y le golpeé de lleno en la sien. Le golpeé una vez y
vi que se mareaba. Volví a golpearle y le vi caer. De pronto sentí que poseía una
fuerza tremenda, como la de un guerrero. No sabía que tenía tanta fuerza, pero
cuando alguien te ataca e intenta matarte te vuelves poderosa. No sabes lo fuerte que
eres hasta ese momento. Él continuaba tumbado y le di otro golpe y vi cómo le salía
sangre de la oreja.
Su amigo, el que conducía el camión, lo vio todo desde la cabina. Empezó a
gritar:
—¿Qué coño pasa ahí atrás? —Y buscó unos arbustos para aparcar junto a
ellos.

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Waris Dirie Flor del desierto

Sabía que si me atrapaba acabaría conmigo. Conforme el camión aminoraba la


marcha, me deslicé hacia la parte trasera, me levanté sobre las piedras y salté al
suelo, como una gata. Entonces corrí tan rápido como pude.
El camionero era un anciano. Saltó fuera de la cabina y gritó con voz rasposa:
—¡Has matado a mi amigo! ¡Vuelve aquí! ¡Le has matado!
Me persiguió un rato entre los arbustos y renunció, o eso creí.
Regresó al camión, se subió, arrancó y empezó a perseguirme por el desierto.
Los faros delanteros iluminaban el suelo a mí alrededor; oí el rugido del vehículo a
mis espaldas. Corría tan rápido como podía, pero, claro, el camión me iba ganando
terreno. Corrí en zigzag y di una vuelta en la oscuridad. Como no pudo mantenerme
a la vista, renunció y se dirigió de nuevo hacia el camino.
Por mi parte, corrí como un animal perseguido; corrí por el desierto, luego por
la jungla y de nuevo por el desierto, sin saber dónde me encontraba. El sol se levantó
y yo seguí corriendo. Por fin di con otro camino. Aunque estaba muerta de miedo
por lo que podría ocurrir, decidí hacer autostop de nuevo, porque sabía que tenía
que alejarme cuanto más mejor del camionero y su amigo. Nunca he sabido qué le
ocurrió a mi asaltante después de que le golpeara con la piedra, pero lo último que
quería era volver a encontrarme con aquellos dos.
De pie, al lado del camino bajo el sol de la mañana, debía de ofrecer una
imagen increíble. Mi pañuelo ya sólo era un harapo asqueroso; llevaba días corriendo
sobre la arena y mi piel y mi cabello estaban cubiertos de polvo; mis brazos y mis
piernas parecían palos susceptibles de romperse con una fuerte ráfaga de viento y las
heridas de mis pies podían rivalizar con las de un leproso. Con la mano extendida,
hice que un Mercedes se detuviera. Un hombre elegante paró a un lado del camino.
Me subí, casi a rastras, hasta el asiento de cuero y observé el lujo boquiabierta.
—¿A dónde vas? —preguntó el hombre.
—Por allí.
Señalé hacia delante, en la dirección que llevaba el auto. El hombre abrió la
boca, enseñando sus hermosos dientes blancos, y se echó a reír.

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Waris Dirie Flor del desierto

II

CRIARSE CON ANIMALES

ANTES de huir de casa, mi vida giraba en torno a la naturaleza, la familia y


nuestro estrecho vínculo con los animales, que nos mantenían vivos. Desde mi
primera infancia compartí una característica común en los niños del mundo entero.
De hecho, mi primer recuerdo es mi cabra, Billy. Billy era mi tesoro especial, lo era
todo para mí, y tal vez la quería porque era una cría. Solía darle, a escondidas, toda la
comida que encontraba, hasta que se convirtió en la cría de cabra más gorda y feliz
del rebaño.
—¿Por qué está tan gorda esta cabra, cuando las demás son tan flacas? —
preguntaba sin cesar mi madre.
Yo la cuidaba muy bien, la cepillaba, la acariciaba y le hablaba durante horas.
Mi relación con Billy era representativa de nuestra vida en Somalia. El destino
de mi familia se entrelazaba con el de nuestros rebaños; nuestra necesidad de ellos
conllevaba un gran respeto por nuestra parte y este sentimiento formaba parte de
todo lo que hacíamos. Todos los niños de mi familia cuidábamos a nuestros animales,
una tarea en la que ayudábamos tan pronto empezábamos a andar. Nos criábamos
con los animales, prosperábamos cuando ellos prosperaban, sufríamos cuando ellos
sufrían, moríamos cuando ellos morían. Criábamos vacas, ovejas y cabras, pero
aunque yo quería mucho a mi pequeña Billy, no cabía duda de que nuestros camellos
eran los animales más importantes de cuantos poseíamos.
El camello es legendario en Somalia. Somalia se enorgullece de tener más
camellos que cualquier otro país del mundo; hay más camellos en Somalia que
personas. En mi país existe una larga tradición de poesía oral, que en gran parte
transmite el conocimiento sobre camellos de una generación a otra, y refiere cuán
valiosos son para nuestra cultura. Recuerdo que mi madre nos cantaba una canción
que más o menos decía: «Mi camello se ha ido con el hombre malo, que lo matará o
me lo robará, así que suplico, rezo, por favor, devuélveme mi camello». Desde que
era un bebé supe de la gran importancia de estos animales, porque en nuestra
sociedad son como el oro: no se puede vivir en el desierto sin ellos. Según los versos
de un poeta somalí:

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Waris Dirie Flor del desierto

Una hembra de camello es una madre


para quien la posee.
Mientras que un camello macho es la arteria
de la que depende la vida misma.

Y es cierto. La vida del hombre se mide por camellos; así, cien camellos es el
precio de un hombre asesinado; el clan del asesino ha de pagar cien camellos a la
familia de la víctima, de lo contrario, el clan del muerto atacará al asesino. El precio
tradicional de las novias se da en camellos. Pero en lo cotidiano, los camellos nos
mantenían vivos. Ningún otro animal domesticado encaja tan bien con la vida en el
desierto. El camello quiere beber una vez por semana, pero puede pasar un mes sin
agua. Entretanto, sin embargo, la hembra del camello da leche para alimentarnos y
apagar nuestra sed, lo cual supone una enorme ventaja cuando uno se encuentra
lejos del agua. Incluso con las temperaturas más calientes, los camellos retienen el
líquido y sobreviven; se alimentan de los ralos arbustos de nuestro árido paisaje y
dejan el pasto para otra clase de ganado.
Los criábamos para que nos transportaran por el desierto y cargaran con
nuestras escasas pertenencias y para pagar nuestras deudas. En otros países, puede
uno subirse a un coche, pero nuestros camellos eran nuestro único medio de
transporte, aparte de nuestras piernas.
La personalidad de este animal es muy parecida a la del caballo: puede llegar
a tener una relación estrecha con su amo y hacer por él cosas que no haría por nadie
más. Los hombres doman a los camellos jóvenes —una práctica peligrosa— y los
adiestran para poder montarlos y para que sepan seguir al de cabeza. Se debe ser
firme con ellos, porque si perciben debilidad en el jinete pueden tirarlo o patearlo.
Como la mayoría de somalíes, nuestra vida era la de los pastores. Aunque la
supervivencia nos exigía una lucha constante, éramos ricos, según las normas de mi
país, gracias a nuestros nutridos rebaños de camellos, vacas, ovejas y cabras.
Siguiendo la tradición, mis hermanos solían cuidar de los animales más grandes, o
sea, las vacas y los camellos, y las chicas cuidábamos de los más pequeños.

15
Waris Dirie Flor del desierto

Siendo nómadas, viajábamos continuamente: nunca nos quedábamos en el


mismo lugar más de tres o cuatro semanas. El cuidado de nuestros animales era lo
que impulsaba este incesante desplazamiento; buscábamos comida y agua para
mantenerlos vivos y en el clima seco de Somalia rara vez resultaba fácil encontrarla.
Nuestro hogar consistía en una choza tejida con hierba que por ser portátil
parecía una tienda. Con palos formábamos un marco, luego mi madre tejía esteras de
hierba y nosotros las colocábamos encima de ramitas torcidas, formando un domo de
unos dos metros de diámetro. Cuando llegaba el momento de trasladarnos,
desmantelábamos la choza y atábamos los palos, las ramitas, las esteras y nuestras
escasas posesiones a lomos de nuestros camellos. Son animales increíblemente
fuertes; los bebés y los niños pequeños iban montados encima de todo y el resto
caminábamos a su lado, guiando al ganado hasta nuestro siguiente hogar. Cuando
encontrábamos un lugar con agua y follaje para pasto, establecíamos un nuevo
campamento.
La choza proporcionaba un refugio a los bebés, sombra para protegernos del
sol de mediodía y un lugar donde almacenar la leche fresca. De noche, el resto —los
niños acurrucados todos juntos en una estera— dormíamos al raso, bajo las estrellas.
Al caer el sol, el desierto se volvía frío; no teníamos suficientes mantas para todos y,
como tampoco había mucha ropa, nos calentábamos con el calor de nuestros cuerpos.
Mi padre, nuestro guardián, el protector de la familia, dormía a un lado.
Por la mañana nos levantábamos con el sol. Nuestra primera tarea consistía en
ir a los corrales donde guardábamos los rebaños y los ordeñábamos. Adondequiera
que fuéramos, cortábamos árboles jóvenes para construir los corrales, a fin de que los
animales no se dispersaran por la noche. Poníamos a las crías en corrales aparte,
separadas de sus madres, para que no se tomaran toda la leche. Una de mis tareas era
ordeñar las vacas, separar un poco de leche para hacer mantequilla y dejar suficiente
para los terneros. Después de ordeñar, dejábamos que las crías entraran a mamar.
Luego desayunábamos leche de camella, que es más nutritiva que la de los
otros animales y contiene vitamina C. Nuestra región era muy seca, no había agua
suficiente para el cultivo, de modo que no teníamos verduras ni pan. En ocasiones
seguíamos a los jabalíes verrugosos que nos llevaban a las plantas; con su olfato
hallaban raíces silvestres y extraían el festín con pezuñas y hocico. Nuestra familia
compartía este tesoro llevándolo a casa y añadiéndolo a nuestra dieta.
Matar animales por su carne representaba para nosotros un desperdicio y sólo

16
Waris Dirie Flor del desierto

lo hacíamos en casos urgentes o en ocasiones especiales, como las bodas. Nuestros


animales eran demasiado valiosos para que los matáramos y los comiéramos, pues
los criábamos por su leche y para cambiarlos por otras cosas que necesitábamos. El
alimento cotidiano consistía en leche de camella para el desayuno y para la cena. A
veces no había suficiente para todos, de modo que primero alimentábamos a los más
pequeños, luego a los más ancianos, y así. Mi madre nunca tomaba un bocado hasta
que todos hubiesen comido; de hecho, no recuerdo haber visto a mi madre comer, si
bien me doy cuenta de que debió de hacerlo. Pero si no teníamos con qué cenar, daba
igual, no nos espantaba, no era motivo de llantos o quejas. Los bebés podían llorar,
pero los niños mayores conocíamos las normas, y simplemente nos dormíamos.
Tratábamos de ser alegres, mantener la calma y guardar silencio; al día siguiente,
Dios mediante, encontraríamos algo. In'shallah, si Dios quiere, era nuestra filosofía.
Sabíamos que nuestra vida dependía de las fuerzas de la naturaleza y nosotros no las
controlábamos, sino Dios.
Una gran ocasión, como lo sería la fiesta mayor en otras partes del mundo, era
cuando mi padre traía un costal de arroz. Entonces usábamos la mantequilla que
preparábamos agitando leche de vaca en una cesta tejida por mi madre. De vez en
cuando cambiábamos una cabra por maíz cultivado en las regiones más húmedas de
Somalia, lo molíamos y preparábamos gachas o lo hacíamos saltar en un cazo sobre
el fuego. Cuando había otras familias, compartíamos todo lo que teníamos. Si una
familia tenía algún otro alimento, dátiles o raíces, o si había matado un animal por su
carne, lo cocinaba y lo repartía entre todos. Compartíamos nuestra buena suerte,
porque aunque nos encontrábamos aislados la mayor parte del tiempo (viajábamos
con una o dos familias), formábamos parte de una comunidad más extensa. Además,
puesto que no teníamos neveras, la carne y cualquier alimento fresco debía
consumirse enseguida.
Cada mañana, después del desayuno, sacábamos a los animales del corral. A
los seis años, yo era responsable de llevar rebaños de unas sesenta o setenta ovejas y
cabras a pastar en el desierto. Cogía mi palo largo y me iba sola con mi rebaño,
guiándolo con mi cancioncita. Si uno se apartaba del grupo, usaba mi palo para
devolverlo al redil. Estaban deseosos de ir, pues se daban cuenta de que salir del
corral significaba que había llegado el momento de comer. Era importante salir
temprano, antes que otros, para encontrar el mejor lugar con agua fresca y mucha
hierba. Cada día me apresuraba a buscar agua a fin de tomar la delantera a otros
pastores; de lo contrarío, sus animales se beberían la poca agua disponible. En todo

17
Waris Dirie Flor del desierto

caso, a medida que el sol iba calentando, la tierra se volvía tan sedienta que absorbía
toda el agua. Me aseguraba de que los animales bebieran cuanta pudieran, porque
quizá pasaría una semana antes de que encontráramos más. O dos. O tres. ¿Quién
sabe? A veces, durante las sequías, lo más triste era ver morir a todos los animales.
Avanzábamos cada día más lejos en busca de agua; los animales trataban de seguir
adelante, pero llegaba un momento en que ya no podían y, cuando caían, sentía la
mayor impotencia del mundo porque sabía que había llegado el fin y que no había
nada que yo pudiera hacer.
En Somalia, el terreno de pastoreo no pertenece a nadie, de modo que me
tocaba ser más astuta y descubrir zonas con muchas plantas para mis cabras y ovejas.
Mi instinto de supervivencia se centraba en buscar señales de lluvia y oteaba el cielo
por si había nubes. Mis otros sentidos también entraban en juego, pues cierto olor o
cierta sensación en el aire presagiaban lluvia.
Mientras los animales pastaban, yo vigilaba por si aparecía algún depredador,
y de ésos hay muchos en África. Las hienas solían acercarse sigilosamente y atrapar
las crías de cordero o de cabra que se habían apartado del rebaño. Había que prestar
atención a los leones y a los perros salvajes. Todos viajaban en manada, pero yo
estaba sola.
Al observar el cielo, calculaba con cuidado cuánto podía alejarme para
regresar a casa antes del anochecer. Sin embargo, solía equivocarme en mis cálculos y
entonces empezaban mis problemas. Mientras trastabillaba en la oscuridad, tratando
de llegar a casa, las hienas atacaban, porque sabían que no las veía. Daba un
bastonazo a una, pero otra se me acercaba sin hacer ruido y cuando espantaba a ésta,
otra se aproximaba corriendo sin que yo la viera. Las hienas son las peores, por
implacables; no abandonan hasta lograr su objetivo. Cada noche, cuando llegaba a
casa y metía a mis animales en el corral, los contaba varias veces por si faltaba
alguno. Una noche regresé con mi rebaño y al contar las cabras advertí que faltaba
una. Volví a contar, y conté de nuevo. De pronto me di cuenta de que no había visto
a Billy y correteé entre las cabras buscándola. Corrí hacia mi madre, gritando:
—Mamá, he perdido a Billy. ¿Qué voy a hacer?
Por supuesto, ya era demasiado tarde y ella se limitó a acariciarme la cabeza
mientras yo lloraba al percatarme de que las hienas habían devorado a mi rechoncho
animalito.
Pasara lo que pasara, la responsabilidad de cuidar al ganado no se

18
Waris Dirie Flor del desierto

interrumpía; era nuestra primera prioridad, incluso en épocas de sequía, enfermedad


o guerra. Los constantes trastornos políticos que padecía Somalia causaban enormes
problemas en las ciudades, pero estábamos tan aislados que a nosotros no solían
afectarnos. Luego, cuando tenía yo unos nueve años, un gran ejército acampó cerca
de nosotros. Habíamos oído hablar de soldados que violaban a las niñas que pillaban
a solas y yo conocía a una chica a la que le había sucedido. Fuera un ejército somalí o
marciano, no eran de los nuestros, no eran nómadas, y los evitábamos a toda costa.
Una mañana, mi padre me encargó dar de beber a los camellos, de modo que
emprendí el camino con mi rebaño. Obviamente, el ejército había llegado durante la
noche y sus tiendas y camiones se extendían hasta donde me alcanzaba la vista. Me
oculté detrás de un árbol y contemplé cómo andaban de un lado a otro con sus
uniformes. Tenía miedo, pues me acordaba de lo que le había ocurrido a la otra chica,
y no había nadie que pudiera protegerme, por lo que los hombres podrían hacer lo
que les viniera en gana. En cuanto los vi, los odié. Odié sus uniformes, odié sus
camiones, odié sus armas. Ni siquiera sabía lo que hacían, hasta podrían haber estado
salvando Somalia, pero no quería tener nada que ver con ellos. Sin embargo, mis
camellos precisaban agua. El único camino que yo conocía para evitar su
campamento era demasiado largo y tortuoso con un rebaño, así que decidí soltar a
los camellos y dejar que atravesaran el campamento sin mí. Y efectivamente, tal
como yo esperaba, se dirigieron directamente hacia el agua, pasando por entre los
soldados. Rodeé el campamento, agazapada por detrás de arbustos y árboles, hasta
reunirme con los camellos al otro lado de la charca. Luego, cuando el cielo empezaba
a oscurecerse, repetimos el truco y llegamos a casa sanos y salvos.
Cada noche, cuando regresaba a casa con la puesta de sol y guardaba mi
rebaño en el corral, tocaba ordeñar de nuevo. En el cuello de los camellos colgamos
campanas de madera, cuyo sonido resulta celestial para los nómadas, quienes en el
ocaso escuchan su tañido hueco cuando empieza el ordeño. Las campanas son como
un faro para el viajero que busca llegar a casa cuando la luz desaparece. Durante el
ritual de nuestras tareas vespertinas, la gran curva del cielo del desierto oscurece y
aparece un brillante planeta, una señal de que ha llegado el momento de guardar a
las ovejas en su corral. En otras naciones este planeta se conoce como Venus, el
planeta del amor, pero en mi país lo llamamos maqal hidjid, o sea, «esconder a los
corderos».
Éste solía ser el momento en que tenía problemas, pues después de trabajar
desde la salida del sol ya no podía mantener los ojos abiertos. Andando en el ocaso,

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Waris Dirie Flor del desierto

me dormía y las cabras me golpeaban, o bien, daba cabezadas cuando me agachaba


para ordeñar. ¡Ay de mí, como mi padre me pillara dormitando! Quiero a mi padre,
pero podía ser un hijo de tal; si me pillaba durmiendo cuando debía estar trabajando,
me daba una paliza para asegurarse de que me tomaría el trabajo en serio y prestaría
atención a lo que hacía. Al acabar con nuestros quehaceres, cenábamos leche de
camella y luego recogíamos leña para prender una gran hoguera y nos sentábamos
en torno a su calor, hablando y riendo hasta que nos quedábamos dormidos.

Aquellos atardeceres constituyen mis mejores recuerdos de Somalia: sentada


con mis padres, mis hermanas y hermanos, cuando todos estábamos hartos y todos
reíamos. Siempre tratábamos de mostrarnos animados y optimistas. Nadie se
quejaba, ni gimoteaba, ni decía cosas como «eh, hablemos de la muerte». La vida era
muy dura, precisábamos toda nuestra energía vital para sobrevivir y ser negativos
nos la agotaba.
Aunque nos encontrábamos lejos de cualquier aldea, nunca me sentí sola,
porque jugaba con mis hermanas y hermanos. Tenía un hermano y dos hermanas
mayores y varios hermanos y hermanas menores. Nos perseguíamos de manera
incansable los unos a los otros, trepábamos a los árboles como monos, jugábamos a
tres en raya en la arena, dibujando las líneas con los dedos, recogíamos piedras y
cavábamos agujeros en el suelo para jugar a un juego africano llamado manéala;
hasta teníamos nuestra propia versión de las tabas, sólo que en lugar de una pelota
de goma y piezas de metal, echábamos una piedra y cogíamos otras piedras. Éste era
mi juego preferido porque era muy buena en él y siempre trataba de que mi
hermanito Ali lo jugara conmigo.
Nuestro mayor placer, sin embargo, era la alegría de ser niños en un ambiente
natural, de gozar de la libertad de formar parte de la naturaleza y experimentar lo
que en ella veíamos, oíamos y olíamos. Observábamos manadas de leones tumbados
el día entero, tostándose bajo el sol, poniéndose boca arriba con las patas extendidas
y roncando. Los cachorros se perseguían los unos a los otros y jugaban como
nosotros. Corríamos con las jirafas, las cebras, los zorros. El hýrax, un animal africano
del tamaño de un conejo aunque es descendiente del elefante, era uno de nuestros
favoritos: aguardábamos con paciencia a que asomara el morro de su madriguera y
lo perseguíamos por la arena.

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Waris Dirie Flor del desierto

En una ocasión, en una caminata, descubrí un huevo de avestruz. Decidí


llevármelo a casa porque quería ver cómo salía el pollito de su cascarón y guardarlo
como animal de compañía. El huevo de avestruz es más o menos del tamaño de una
bola de bolos; lo saqué de su agujero en la arena y ya me lo estaba llevando cuando la
madre avestruz vino a por mí. Me persiguió, y creedme, son rápidos, corren a una
velocidad de hasta unos sesenta y cinco kilómetros por hora. No tardó en atraparme
y empezó a picotearme la cabeza. Creí que iba a romperme el cráneo como si fuese
un huevo, de modo que dejé a su bebé en la arena y corrí como si en ello me fuera la
vida..., y así era.
Rara vez nos hallábamos cerca de un bosque, pero cuando lo estábamos nos
encantaba ver a los elefantes. Oíamos su atronador barrito desde muy lejos y nos
subíamos a un árbol para observarlos. Como los leones, los monos y los seres
humanos, los elefantes viven en comunidad. Si había una cría entre ellos, todos los
adultos, el primo, la prima, el tío, la tía, la hermana, la madre, el abuelo, la abuela —
todos—, la cuidaban, y se aseguraban de que nadie la tocara. Nosotros, los niños,
subíamos a la copa de un árbol y pasábamos horas riendo y contemplando el mundo
de los elefantes.

No obstante, los dichosos tiempos con mi familia se fueron desvaneciendo


paulatinamente. Mi hermana huyó; mi hermano fue a la escuela en la ciudad; yo me
enteré de tristes hechos de mi familia, de la vida. La lluvia dejó de caer y atender a
los animales se volvió cada día más difícil. La vida se hizo más y más dura. Y yo me
endurecí con ella.
Parte de esa dureza se formó al ver a mis hermanos y hermanas morir. Éramos
doce niños en mi familia, pero ahora sólo quedábamos seis. Mi madre tuvo unos
mellizos que murieron justo después de nacer. Tuvo otra hermosa niñita; a los seis
meses era un bebé fuerte y sano y un día mi madre me llamó:
—¡Waris! —Corrí hacia ella y la vi arrodillada e inclinada sobre el bebé. Yo era
apenas una chiquilla, pero advertía que algo terrible ocurría, que el bebé no estaba
bien—. Waris, ve y tráeme leche de camella, ¡corre! —me ordenó, pero yo no podía
moverme—. ¡Anda, corre! —Pero yo me quedé como en un trance, mirando a mi
hermanita, aterrada—. ¿Qué te pasa? —me chilló mi madre.
Finalmente, conseguí reaccionar, pero sabía lo que me esperaría al regresar

21
Waris Dirie Flor del desierto

con la leche. Y, efectivamente, cuando volví, el bebé estaba totalmente quieto y supe
que había muerto. Cuando miré a mi hermana de nuevo, mamá me dio un bofetón.
Durante mucho tiempo me culpó de su muerte, creía que yo tenía una especie de
poder de bruja y que la provoqué cuando miré a la pequeña, estando en trance.
No tenía yo tales poderes, aunque mi hermano menor sí que poseía poderes
sobrenaturales. Todos estaban de acuerdo en que no era un niño corriente. Le
llamábamos el Viejo porque cuando tenía unos seis años su cabello encaneció del
todo. Era sumamente inteligente y todos los hombres le pedían consejo.
—¿Dónde está el Viejo? —indagaban.
Luego, por turnos, sentaban al niño de cabello gris en su regazo y le
preguntaban cosas como:
—¿Qué opinas de la lluvia este año?
Y por Dios que, si bien por su edad era un niño, nunca se comportó como tal.
Pensaba, hablaba, se sentaba y actuaba como un anciano muy sabio. Todos le
respetaban, aunque también le temían, pues resultaba obvio que no era uno de los
nuestros. El Viejo murió siendo todavía muy joven, técnicamente, como si hubiese
comprimido toda una vida en unos pocos años. Nadie supo por qué, pero todos
sentían que su muerte tenía sentido, pues «no pertenecía a este mundo».

Como en cualquier familia grande, cada uno de nosotros se forjó un papel; el


mío fue el de rebelde, reputación que me gané con una serie de actos que a mí se me
antojaban lógicos y justificados, pero a mis mayores, sobre todo a mi padre, les
parecían escandalosos. Un día mi hermano menor, Ali, y yo nos encontrábamos
sentados bajo un árbol comiendo arroz blanco con leche de camella. Ali engulló el
suyo con avidez, pero puesto que constituía todo un festín para nosotros, yo comí el
mío poco a poco, bocado a bocado. La comida no era algo que diéramos por sentado
y yo solía valorar la mía, saboreaba cada bocado. Sólo me quedaba un poco de arroz
y leche en mi cuenco y ya lo estaba degustando por anticipado cuando de súbito Ali
metió su cuchara en mi cuenco y se llevó mi último bocado, hasta el último grano de
arroz. Sin pensármelo, cogí un cuchillo que había a mi lado y me desquité
clavándoselo en el muslo. Ali chilló, pero se sacó el cuchillo y lo clavó exactamente
en el mismo lugar de mi muslo. Ahora los dos teníamos la pierna herida, pero como

22
Waris Dirie Flor del desierto

yo había empezado, me culparon a mí. Todavía hoy lucimos la cicatriz de aquella


comida.
Uno de mis primeros arranques de rebeldía se centró en mi deseo de tener un
par de zapatos. Los zapatos me han obsesionado toda la vida. Ahora, pese a ser
modelo, no poseo mucha ropa —un par de téjanos, un par de camisetas—, pero mi
armario está repleto de zapatos de tacón alto, sandalias, zapatos de deporte,
mocasines y botas, y lo irónico es que no tengo con qué ponérmelos. De niña estaba
desesperada por tener unos zapatos, pero no todos los niños de la familia tenían ropa
y ciertamente no sobraba dinero para zapatos. Sin embargo, yo soñaba con calzar
hermosas sandalias de piel como mi madre. ¡Cómo deseaba ponerme zapatos
cómodos y cuidar a mis animales, caminar sin preocuparme por las piedras y las
espinas, las serpientes y los alacranes! Mis pies estaban siempre llenos de
magulladuras y heridas y todavía hoy se ven negras las cicatrices.
En una ocasión, una espina me atravesó el pie; a veces se rompían al pisarlas.
Aunque no había médicos en el desierto, ni medicamentos para curar las heridas,
teníamos que caminar porque debíamos cuidar a los animales. Nadie decía «no
puedo»; lo hacíamos, sin más; salíamos cada mañana y nos las arreglábamos
cojeando.
Uno de los hermanos de mi padre era muy rico. El tío Ahmed vivía en la
ciudad, en Galcaio, pero nosotros le cuidábamos los camellos y otros animales. Él
prefería que yo me encargara de sus cabras porque lo hacía a conciencia, me
aseguraba de que se alimentaran y bebieran bien y hacía todo lo posible por
protegerlas de los depredadores. Un día, cuando yo contaba unos siete años, el tío
Ahmed nos visitó y yo le dije:
—Oye, quiero que me compres zapatos.
Él me miró y se rió.
—Sí, sí, de acuerdo. Te compraré zapatos.
Sabía que se había sorprendido porque no era nada normal que una chica
pidiera algo, ya no digamos algo tan extravagante como unos zapatos.
La siguiente ocasión en que mi padre me llevó a visitarlo, me sentía muy
emocionada, porque aquél sería el día en que me darían mi primer par de zapatos. A
la primera oportunidad le pregunté, ansiosa:
—¿Los has traído?

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Waris Dirie Flor del desierto

—Sí, aquí los tengo.


Me entregó un paquete. Cogí los zapatos y los examiné. Eran chancletas de
goma. No eran unas hermosas sandalias de piel, como las de mi madre, sino baratas
chancletas amarillas, de goma. No me lo podía creer.
—¿Éstos son mis zapatos? —chillé, y se las arrojé. Cuando las chancletas
rebotaban en el rostro de su hermano, mi padre intentó enojarse, pero, sin poder
evitarlo, se partió de risa.
—Me cuesta creerlo —exclamó mi tío—. ¿Cómo estás criando a esta criatura?
Empecé a luchar con él, a darle manotazos, pues me sentía muy decepcionada
y furiosa.
—¡He trabajado muy duro para esta mierda! —grité—. ¿Esto es lo que me das
después de todo lo que he trabajado para ti? ¿Un par de chancletas? ¡Bah! Prefiero ir
descalza... ¡Iré descalza hasta que me sangren los pies, antes que ponerme esta
basura!
Y señalé el regalo.
El tío Ahmed me miró y puso los ojos en blanco.
—¡Ay, Alá! —gimió, se agachó, cogió las chancletas y se las llevó a casa.
Pero yo no estaba dispuesta a ceder. Después de aquel día envié mensajes a mi
tío con cada pariente, amigo y extraño que iba a Galcaio:
—¡Waris quiere zapatos!
Sin embargo, tuve que esperar varios años antes de hacer realidad mi sueño
de poseer unos zapatos. Entretanto seguí criando las cabras del tío Ahmed y
ayudando a mi familia a cuidar nuestros rebaños, andando descalza miles de
kilómetros.

Varios años antes del incidente de los zapatos con el tío Ahmed, cuando era
yo muy pequeña, de unos cuatro años, un día nos visitó Guban, un buen amigo de
mi padre, que venía a vernos a menudo. Estuvo conversando con mis padres hasta el
ocaso, hasta que mi madre miró el cielo, vio salir el brillante planeta maqal hidjid y
dijo que era hora de guardar las ovejas.

24
Waris Dirie Flor del desierto

—¿Por qué no dejáis que lo haga yo? Waris puede ayudarme.


Me sentí importante porque el amigo de papá me había escogido a mí, y no a
los chicos, para ayudarle con los animales. Me cogió de la mano, nos alejamos de la
choza y reunimos el rebaño. En condiciones normales, yo también habría estado
correteando como un animal salvaje, pero empezaba a oscurecer y, ya que tenía
miedo, me quedé cerca de Guban. De pronto se quitó la chaqueta, la extendió sobre
la arena y se sentó en ella. Lo miré, confundida, y protesté:
—¿Por qué te sientas? Está anocheciendo... Tenemos que reunir a los animales.
—Tenemos tiempo. Lo haremos en un minuto. —Se apoyó a un lado de la
chaqueta y con una palmada indicó el espacio vació a su lado—. Ven, siéntate.
Me acerqué a él de mala gana. Desde muy chiquita me encantaban los cuentos
y supuse que ésta sería una buena ocasión para que me contara uno.
—¿Me contarás un cuento?
Guban volvió a dar unos golpecitos a su abrigo.
—Si te sientas, te contaré uno.
En cuanto me senté a su lado, trató de tumbarme.
—No quiero acostarme, quiero que me cuentes un cuento —insistí, tozuda, me
revolví y me incorporé.
—Vamos, vamos. —Su mano me empujó firmemente por el hombro—.
Acuéstate y mira las estrellas y te contaré un cuento.
Me tendí; puse la cabeza sobre su chaqueta y los pies en la fría arena y clavé la
vista en la fosforescente Vía Láctea. Mientras el índigo del cielo se tornaba negro, las
ovejas corrían en círculos en torno a nosotros, balando en la oscuridad, y aguardé con
ansias a que empezara el cuento. De pronto el rostro de Guban apareció entre el mío
y la Vía Láctea; se acuclilló entre mis piernas y levantó el pañuelo que me rodeaba
por la cintura. Lo siguiente que sentí fue algo duro y mojado presionando contra mi
vagina. Al principio me quedé petrificada, sin entender qué sucedía, pero sabiendo
que era algo muy malo. La presión se intensificó hasta que se convirtió en un
punzante dolor.
—¡Quiero a mi mamá! —De pronto me inundó un líquido caliente y un
nauseabundo olor acre impregnó el aire nocturno—. ¡Te has hecho pis sobre mí! —
grité, horrorizada.

25
Waris Dirie Flor del desierto

Me levanté de un brinco, me froté las piernas con el pañuelo para limpiarme el


apestoso líquido.
—No, no, está bien —me susurró en tono tranquilizador y me cogió del
brazo—. Sólo trataba de contarte un cuento.
Me aparté bruscamente y corrí hacia mi madre, perseguida por Guban. Al ver
a mi mamá, de pie junto a la hoguera, y la luz anaranjada que brillaba en su cara, me
arrojé sobre ella y la abracé por las piernas.
—¿Qué pasa, Waris? —inquirió mamá, alarmada. Guban llegó resollando y mi
madre le miró—. ¿Qué le ha pasado?
Él soltó una risa desenfadada y agitó un brazo.
—Oh, sólo estaba tratando de contarle un cuento y se espantó.
Yo seguía abrazando férreamente a mi madre, quería decirle lo que me había
hecho el amigo de papá, pero no conocía las palabras, no sabía lo que me había
hecho. Observé su rostro sonriente a la luz de la hoguera, un rostro que tendría que
ver una y otra vez a lo largo de los años, y supe que le odiaría siempre.
Mi madre me acarició la cabeza, que yo mantenía apretada contra su muslo.
—Waris, está bien. Vamos, vamos, es sólo un cuento, criatura. No es verdad.
¿Dónde están las ovejas? —preguntó a Guban.

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Waris Dirie Flor del desierto

III

LA VIDA DEL NÓMADA

PUESTO que me crié en África no tenía ese sentido de la historia que tan
importante parece en otras partes del mundo. Nuestro idioma, el somalí, no tuvo
escritura hasta 1973, de modo que no aprendimos a leer y a escribir. Los
conocimientos se transmitían a través de la palabra hablada —en poesía o en relatos
populares— o, y esto era lo más importante, a través de las habilidades que nuestros
padres nos enseñaban para poder sobrevivir. Por ejemplo, mi madre me enseñó a
fabricar —con hierba seca— envases con un punto tan apretado que en ellos se podía
guardar leche; mi padre me enseñó a cuidar a nuestros animales y a asegurarme de
que se mantuvieran sanos. No hablábamos mucho del pasado, nadie tenía tiempo
para eso. Todo se refería a la actualidad, al día mismo: ¿Qué vamos a hacer hoy?
¿Están todos los niños en casa? ¿Están a salvo todos los animales? ¿Qué vamos a
comer? ¿Dónde podemos encontrar agua?
En Somalia vivíamos como lo habían hecho nuestros antepasados durante
miles de años. Nada había cambiado de modo drástico. Como éramos nómadas, no
contábamos con electricidad, teléfonos, automóviles, ya no digamos ordenadores,
televisores o los viajes en el espacio. Estos hechos, sumados a nuestro afán de vivir en
el presente, nos daban una perspectiva del tiempo muy distinta de la que predomina
en el mundo occidental.
Como el resto de mi familia, no sé cuántos años tengo; sólo puedo adivinarlo.
En mi país hay pocas garantías de estar vivo un año después del nacimiento, de
modo que el concepto de llevar la cuenta de los cumpleaños no reviste la misma
importancia que en Occidente. Cuando yo era niña no nos regíamos por las
artificiales construcciones de tiempo que suponen los horarios, los relojes y los
calendarios. Nuestra existencia se regía por las estaciones y el sol, planeábamos los
desplazamientos en función de la lluvia, y el día, en función de las horas solares
disponibles. Contábamos el tiempo con el sol. Si mi sombra se hallaba al Oeste, era la
mañana, y cuando pasaba al otro lado, era la tarde. Cuanto más avanzaba el día, más
larga se hacía mi sombra, clara señal de que era hora de emprender el camino de
casa, antes de que oscureciese.
Al levantarnos por la mañana, decidíamos qué haríamos aquel día y lo

27
Waris Dirie Flor del desierto

hacíamos lo mejor que podíamos, hasta terminarlo o hasta que el cielo estuviese
demasiado oscuro para ver. No se nos ocurría levantarnos y tener todo el día
planificado paso a paso. En Nueva York, la gente saca a menudo su agenda y
pregunta:
—¿Estás libre para comer el día 14, o qué te parece el 15?
Y yo suelo contestar:
—¿Por qué no me llamas el día antes de que quieras que nos veamos?
Puedo anotar mis citas una y otra vez, pero no me acostumbro a la idea.
Cuando llegué a Londres me dejaba perpleja que la gente mirara su muñeca y luego
exclamara: «¡Tengo que marcharme corriendo!». Tenía la impresión de que todos
corrían por todos lados, de que todo lo que hacían estaba cronometrado. En África no
teníamos prisa ni «estrés». El tiempo africano es muy, pero que muy lento. Si alguien
dice: «Nos vemos mañana hacia el mediodía», quiere decir hacia las cuatro o las
cinco. Yo todavía me niego a usar reloj.
En mi niñez en Somalia nunca se me ocurrió pensar en el futuro ni hurgar en
el pasado, al menos no tanto como para preguntan «Mamá, ¿cómo te criaste?». En
consecuencia, sé poco de la historia de mi familia, sobre todo teniendo en cuenta que
me fui de casa a tan temprana edad. Desearía poder regresar y plantear esas
preguntas ahora; a mi madre, cómo era su vida cuando era una niña, o de dónde era
su madre, o cómo murió su padre. Me preocupa el hecho de que quizá nunca lo
sabré.
Con todo, algo que sí sé de mi madre es que era muy bella. Sé que parezco la
típica hija que adora a su madre, pero en serio que lo era. Su cara era como una
escultura de Modigliani y su piel tan oscura y suave que diríase que la habían
esculpido con mármol negro. Puesto que su tez era negra como el azabache y sus
dientes de un blanco deslumbrante, de noche le brillaban, como si flotaran,
incorpóreos, en la oscuridad. Su cabello era largo y lacio, muy suave, y solía
alisárselo con los dedos, puesto que nunca poseyó un peine. Mi madre es alta y
delgada, características que todas sus hijas hemos heredado.
Es de porte tranquilo, muy sereno. Pero cuando empieza a hablar es
sumamente chistosa y se ríe mucho. Cuenta chistes, algunos de los cuales son muy
divertidos, otros realmente obscenos y otros chanzas bobas con las que nos
desternillábamos. Me miraba y me decía algo como:

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Waris Dirie Flor del desierto

—Waris, ¿por qué desaparecen tus ojos en tu cara?


Y cuando quería burlarse de mí, lo que hacía era llamarme Avdohol, que
significa «boca chiquita». Me miraba y, sin razón alguna, inquiría:
—Oye, Avdohol, ¿por qué tienes la boca tan pequeña?
Mi padre era muy guapo y creedme que lo sabía. Medía aproximadamente un
metro ochenta y cinco, era delgado y de tez más clara que mi mamá; su cabello era
castaño oscuro y sus ojos castaño claro. Era presumido porque se sabía de buen ver;
solía provocar a mi madre con declaraciones como:
—Puedo ir a buscarme otra mujer si tú no... —O—: Oye, me estoy aburriendo
por aquí. Me voy a conseguir otra mujer...
Mi madre le contestaba:
—Adelante, a ver qué consigues.
Se querían de verdad, pero, por desgracia, un día estas bromas se volvieron
realidad.
Mi madre se crió en Mogadiscio, la capital de Somalia; mi padre, en cambio,
era nómada y siempre había vagado por el desierto. Cuando lo conoció, a mi madre
le pareció tan guapo que la idea de vivir una existencia de nómada con él se le antojó
romántica. Pronto decidieron casarse; mi padre fue a visitar a mi abuela, pues mi
abuelo había muerto, y le pidió permiso para casarse con mi madre. Ella le
respondió:
—¡No, no, no, de ninguna manera! —Y a mi madre le explicó—: No es más
que un mujeriego.
Mi abuela no estaba dispuesta a dejar que su hermosa hija desperdiciara la
vida criando camellos con «este hombre, ¡este hombre del desierto!». No obstante,
cuando tenía unos dieciséis años, mi madre se fugó y se casó con él.
Se fueron a vivir al otro extremo del país, con la familia de mi padre, en el
desierto, lo que supuso toda una serie de problemas para mi madre. Su familia tenía
dinero y poder, y ella no sabía lo dura que era la vida de los nómadas. Peor que ese
dilema, sin embargo, era el hecho de que mi padre era de la tribu Daarood y mi
madre de la Hawiye. Como las culturas nativas norteamericanas, los ciudadanos de
Somalia se dividen por tribus, y cada uno siente una lealtad fanática por la suya. Este
orgullo tribal ha sido la causa de muchas guerras en nuestra historia.

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Waris Dirie Flor del desierto

Entre los Daarood y los Hawiye existe una fuerte rivalidad y la familia de mi
padre siempre trató mal a mi madre, pues daban por sentado que por ser de otra
tribu era un ser inferior. Mamá se sintió sola mucho tiempo, pero tuvo que adaptarse.
Después de fugarme y de estar separada de mi familia, me di cuenta de lo que debió
de ser para ella la vida, sola entre los Daarood.
Mi madre empezó a tener bebés y a criarlos con el amor que echaba de menos
al estar separada de sus gentes. Con todo, ahora que soy mayor, me doy cuenta de
cuánto debió de sufrir al tener doce hijos. Recuerdo que cuando estaba embarazada
desaparecía de pronto y no la veíamos en varios días. Luego aparecía con un
diminuto bebé en brazos. Se iba sola, al desierto, y daba a luz, llevándose algo afilado
para cortar el cordón umbilical. En una ocasión, después de que ella desapareciera,
tuvimos que trasladar el campamento debido a nuestra eterna búsqueda de agua.
Tardó cuatro días en encontrarnos: atravesó el desierto con su hijo recién nacido en
brazos mientras buscaba a su marido.
Sin embargo, siempre sentí que, entre todos sus hijos, yo era la preferida.
Teníamos un fuerte vínculo, nos entendíamos muy bien, y todavía pienso en ella
cada día y suplico a Dios que la cuide hasta que yo pueda hacerlo. De niña siempre
quería estar junto a ella, y me pasaba el día anticipando mi regreso a casa al
anochecer, cuando me sentaba al lado de mamá y ella me acariciaba la cabeza.
Mi madre tejía hermosas cestas, una habilidad que requiere años de práctica.
Pasamos muchas horas juntas, mientras ella me enseñaba cómo hacer una tacita con
la que beber leche, pero mis intentos con proyectos más ambiciosos nunca dieron el
mismo resultado que los suyos y mis cestas eran precarias y llenas de agujeros.
Un día, mi deseo de estar con ella, unido a mi natural curiosidad infantil, me
impulsó a seguirla sin que ella lo supiera. Una vez al mes pasaba una tarde fuera de
nuestro campamento, a solas.
—Quiero saber qué haces, mamá. ¿Qué haces una vez al mes? —le pregunté.
Ella me dijo que me ocupara de mis asuntos. En África, los niños no tienen
derecho a inmiscuirse en los asuntos de sus padres. Y, como de costumbre, me dijo
que me quedara en casa y vigilara a los niños más pequeños. Pero cuando se alejó, la
seguí a cierta distancia, escondiéndome detrás de los arbustos para que no me viera.
Se encontró con otras cinco mujeres que también habían recorrido una larga
distancia. Juntas, se sentaron debajo de un enorme y hermoso árbol, durante las
horas de siesta, cuando el sol calentaba demasiado para que se pudiera hacer nada.

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Waris Dirie Flor del desierto

Durante esas horas, los animales y la familia descansan, de modo que ellas tenían un
poco de tiempo para sí mismas. De lejos vi cómo sus cabezas negras se juntaban, cual
hormigas, y las observé comer palomitas de maíz y beber té. Todavía ahora no sé de
qué hablaron y estaba demasiado lejos para oírlas. Al cabo de un rato decidí hacer
patente mi presencia, sobre todo porque quería algo de su comida. Me acerqué con
humildad y me paré junto a mi madre.
—¿Y tú de dónde vienes? —preguntó.
—Te seguí.
—Niña mala —me regañó.
Pero las otras se rieron y me hicieron mimos.
—Ay, mira qué bonita niñita. Ven aquí, cariño—
De modo que mi madre cedió y me dio unas palomitas.
A tan tierna edad, no concebía otro mundo, distinto de aquel en que vivíamos
con nuestras cabras y nuestros camellos. Sin viajes a otros países, libros, televisión o
cine, mi universo consistía sencillamente en lo que veía en mi entorno cada día.
Ciertamente no sabía que mi madre venía de una vida diferente. Antes de su
independencia en 1960, el sur de Somalia había sido colonizado por Italia; por
consiguiente, en la cultura, la arquitectura y la sociedad de Mogadiscio era muy
patente la influencia italiana, de modo que mi madre hablaba italiano. De vez en
cuando, si se enfadaba, soltaba una retahíla de tacos en italiano.
—¡Mamá! —Yo la miraba, alarmada—. ¿Qué estás diciendo?
—¡Oh!, es italiano.
—¿Qué es italiano?
—Nada..., métete en tus propios asuntos. —Y con un gesto de la mano me
indicaba que la dejara en paz.
Más tarde descubrí, como descubrí los coches y los edificios, que el italiano
formaba parte de un mundo más extenso, más allá de nuestra choza. Nosotros, los
niños, interrogábamos a mamá acerca de su decisión de casarse con nuestro padre.
—¿Por qué seguiste a este hombre? Mientras tus hermanos y hermanas viven
por todo el mundo..., son embajadores y otras cosas, mira dónde vives tú. ¿Por qué te
fugaste con este perdedor?

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Waris Dirie Flor del desierto

Nos contestaba que se había enamorado de papá y decidió fugarse con él para
poder estar juntos. Sin embargo, mi madre es una mujer fuerte, muy fuerte. A pesar
de todo lo que la he visto aguantar y sufrir, nunca la oí quejarse. Nunca la oí decir:
«Estoy harta de esto» o «ya no pienso hacer esto». Mamá era, sencillamente,
silenciosa y dura como el hierro. Luego, sin previo aviso, nos hacía estallar en
carcajadas con una de sus bromas. Mi meta es ser un día tan fuerte como ella.
Entonces podré decir que mi vida ha sido un éxito.
Nuestra familia era típica en cuanto a las ocupaciones que elegíamos, puesto
que más del sesenta por ciento de los somalíes son pastores nómadas y se ganan la
vida criando animales. Periódicamente, mi padre se aventuraba a ir a una aldea a
vender un animal a fin de comprar un costal de arroz, tela para la ropa o mantas.
Ocasionalmente, mandaba lo que quería vender con alguien que fuera a la ciudad,
junto con una lista de los artículos que deseaba a cambio.
Otro modo de ganar dinero consistía en vender mirra, el incienso mencionado
en la Biblia como uno de los regalos que los Reyes Magos llevaron al Niño Jesús. Su
aroma es tan valorado hoy como lo era en la antigüedad. La mirra procede de un
árbol terebintáceo que crece en las tierras altas del nordeste de Somalia. Es hermoso,
mide aproximadamente un metro y medio y sus ramas cuelgan, curvadas, dándole el
aspecto de un paraguas abierto. Yo cogía un hacha y golpeaba el árbol, con suavidad
para no dañarlo, justo lo suficiente para cortar su corteza, que soltaba un líquido
lechoso; esperaba un día a que este jugo blanco se endureciera hasta adquirir la
textura de la goma; de hecho, a veces lo masticábamos, como se hace con el chicle,
por su sabor amargo. Metíamos los trozos en cestas y mi padre los vendía. Mi familia
también quemaba la mirra de noche, en la hoguera, y ahora, siempre que la huelo,
me siento transportada a aquellas veladas. A veces, en Manhattan, en algún
escaparate, veo que anuncian la venta de mirra y, desesperada por algún recuerdo de
mi hogar, la compro, pero su olor es tan tenue —una mera imitación— que no puede
compararse con el exótico perfume de nuestras hogueras en la noche del desierto.

Nuestra familia era extensa, algo también típico de Somalia, donde las mujeres
tienen un promedio de siete hijos. A los niños se los ve como una futura pensión,
pues cuidarán de sus padres cuando éstos envejezcan. Los niños somalíes respetan
mucho a sus padres y abuelos y no se atreverían a poner en tela de juicio su

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Waris Dirie Flor del desierto

autoridad. De niño debes tratar con respeto a todos los mayores, incluyendo a tus
hermanos y hermanas mayores, y debes obedecerlos en todo. Por eso, en parte, mis
actos de rebeldía escandalizaban tanto.
Una de las razones de que hubiera familias extensas, aparte de la falta de
métodos de control de natalidad, es que cuantas más personas comparten el trabajo,
tanto más fácil resulta la existencia. Hasta las funciones más básicas, como tener agua
^no mucha agua, ni siquiera suficiente agua, sino agua, sin más—, exigían un
esfuerzo agotador. Cuando la zona en la que estábamos se secaba, mi padre salía a
buscar agua. Ataba enormes bolsas a lomos de nuestros camellos, bolsas que mi
madre había tejido con hierba, y se iba; permanecía fuera varios días, hasta que
encontraba agua; llenaba las bolsas y regresaba. Tratábamos de quedarnos en el
mismo lugar mientras le esperábamos, pero los días se hacían cada vez más difíciles,
y era todo un reto, pues teníamos que alejarnos más para dar de beber a los rebaños.
En ocasiones teníamos que irnos sin él, pero siempre nos encontraba, incluso sin
caminos, señales de tráfico ni mapas. Además, cuando mi padre se marchaba,
cuando iba a una aldea a por comida, uno de los niños tenía que hacer su trabajo,
porque mamá debía quedarse en casa para que todo siguiera funcionando.
A veces, estas tareas recaían en mí. Caminaba varios días, cuantos fueran
necesarios, para encontrar agua, porque no tenía sentido regresar sin ella. Sabíamos
que no debíamos regresar con las manos vacías, porque entonces no quedaba
ninguna esperanza. Teníamos que seguir hasta encontrar algo. Nadie aceptaba un
«no puedo» por excusa. Mi madre me decía que debía encontrar agua, y eso debía
hacer Punto. Cuando vine al mundo occidental me asombró ver que la gente se
quejara diciendo cosas como: «No puedo trabajar porque me duele la cabeza». «Deja
que te dé un trabajo duro —me habría gustado decirles—, y entonces no volverás a
quejarte del tuyo.»

Una de las técnicas empleadas para contar con más manos que redujeran la
carga de trabajo consistía en incrementar el número de mujeres y niños, lo cual
significa que tener varias esposas es una práctica común en África. Mis padres
quedaban fuera de la norma porque durante muchos años formaron una pareja.
Finalmente, un día, después de dar a luz y criar a doce hijos, mi madre dijo:
—Soy demasiado vieja... ¿Por qué no te consigues otra esposa y me das un

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Waris Dirie Flor del desierto

respiro? Déjame en paz.


No sé si lo decía en serio o no, pero supongo que no creyó que mi padre
aceptaría.
Sin embargo, un día papá desapareció. Al principio creímos que había ido a
por agua o a por comida, y mi madre lo supervisó todo a solas. Cuando llevaba dos
meses fuera, creímos que había muerto. Luego, una tarde, reapareció, tan de
improviso como se había marchado. Los niños nos encontrábamos todos delante de
la choza, sentados. Se acercó tranquilamente.
—¿Dónde está vuestra madre? —nos preguntó.
Le contestamos que todavía estaba fuera, con los animales.
—Bien. Mirad todos —nos sonrió—, quiero presentaros a mi esposa.
Y tiró de una chiquilla de unos diecisiete años, no mucho mayor que yo.
Nosotros nos limitamos a clavar la vista en ella porque no se permitía decir nada.
Además, en realidad, no sabíamos qué decir.
Cuando mi madre regresó fue horrible. Los niños esperamos, tensos, a ver qué
diría. Mamá lo miró airadamente, sin haber visto a la otra todavía, debido a la
oscuridad.
—¡Vaya! Así que has decidido reaparecer, ¿eh?
Papá cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro f miró alrededor.
—Sí, pues sí. Por cierto, te presento a mi esposa.
Y rodeó con un brazo los hombros de su nueva esposa.
Nunca olvidaré la cara de mi madre a la luz de la hoguera. Parecía que le caía
hasta el suelo. Entonces lo entendió. «¡Maldición! —parecía pensar—. ¡Le he perdido
por esta muchachita!» Se moría de celos, pero, que Dios la bendiga, hizo todo lo
posible para no demostrarlo.
No teníamos idea de dónde era la nueva esposa de mi padre, ni sabíamos
nada de ella. Eso no impidió que nos diera órdenes de inmediato. Luego, aquella
chica de diecisiete años empezó a darle órdenes a mi madre, a decirle que hiciera
esto, que le diera lo otro, que le cocinara tal cosa. La situación se estaba poniendo
muy, pero que muy tensa, hasta que un día cometió un error fatal: abofeteó a mi
hermano el Viejo.

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Waris Dirie Flor del desierto

El día en que esto ocurrió, nosotros, los niños, nos encontrábamos todos en
nuestro lugar de reunión habitual. Dondequiera que nos trasladáramos
encontrábamos un árbol cerca de la choza y éste se convertía en «la habitación de los
niños». Así, estaba yo sentada bajo el árbol, con mis hermanos y hermanas, cuando oí
al Viejo llorar. Me puse en pie y vi a mi hermanito que se acercaba a mí.
—¿Qué te pasa? ¿Qué ha ocurrido?
Me incliné para secarle la cara.
—Me ha dado una bofetada..., una bofetada muy fuerte.
Ni siquiera tuve que preguntar quién lo había hecho porque nadie en mi
familia le había puesto nunca una mano encima. Ni mi madre, ni mis otros hermanos
mayores que él, ni siquiera mi padre, que nos zurraba con regularidad. No hacía falta
azotar al Viejo, pues era el más sabio de todos nosotros y siempre hacía lo correcto.
Esa bofetada constituyó el punto de ruptura, pues era más de lo que estaba yo
dispuesta a aguantar, y fui a buscar a aquella chica tonta.
—¿Por qué le has dado una bofetada a mi hermano? —exigí saber.
—Se bebió mi leche —respondió con su típica altanería, como si fuese la reina
y toda la leche de nuestros rebaños fuera suya.
—¿Tu leche, cómo la tuya? Yo puse esa leche en la choza, y si él la quiere, si
tiene sed, puede tomarla. ¡No tienes por qué pegarle!
—¡Ay, cierra el condenado pico y lárgate! —me gritó con un ademán
despectivo de la mano.
La miré fijamente y agité la cabeza, porque sabía que había cometido un error
fatal.
Mis hermanos y hermanas aguardaban debajo del árbol, tratando de oír la
discusión entre la esposa de papá y yo. Al ver su expresión expectante, les dije: —
Mañana.
Y ellos asintieron con la cabeza.

Al día siguiente tuvimos suerte, porque mi padre informó de que se marchaba


por un par de días. Cuando llegó la hora de la siesta, llevé mis animales a casa y

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Waris Dirie Flor del desierto

encontré a mi hermana y dos hermanos.


—La nueva esposa de papá se está apoderando de todo. —Señalé lo obvio
para empezar— Tenemos que hacer algo para darle una lección, porque esto tiene
que terminar.
—Sí, pero, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Ali.
—Ya verás. Venid conmigo y ayudadme.
Cogí una gruesa y resistente cuerda, la que usábamos para atar nuestras
pertenencias sobre el camello cuando viajábamos. Llevamos a la espantada esposa de
papá lejos del campamento, a los arbustos, y la obligamos a quitarse toda la ropa.
Luego eché un extremo de la cuerda por encima de la rama de un enorme árbol y lo
até al tobillo de la Pequeña Esposa. Ella empezó a soltar tacos, gritos y sollozos,
mientras nosotros tirábamos de la cuerda y la levantábamos. Mis hermanos y yo
tiramos y aflojamos la cuerda, la dejamos cabeza abajo a unos dos metros y medio
del suelo —para que los animales salvajes no se la comieran—, atamos el extremo
suelto de la cuerda y regresamos a casa; y allí se quedó, retorciéndose y chillando en
pleno desierto.
Mi padre regresó por la tarde, un día antes de lo previsto. Nos preguntó
dónde se hallaba su mujercita. Nosotros nos encogimos de hombros y declaramos
que no la habíamos visto. Por suerte, la habíamos llevado tan lejos que nadie oía sus
gritos.
Él nos miró con recelo.
Por la noche todavía no la había encontrado. Sabía que algo malo, muy malo
ocurría y empezó a interrogarnos.
—¿Cuándo la visteis por última vez? ¿La habéis visto hoy? ¿Y ayer?
Le dijimos que no había regresado a casa la noche anterior, cosa que, por lo
demás, era cierta.
Mi padre se dejó llevar por el pánico y, asustado, la buscó por todas partes.
Pero no la encontró hasta la mañana siguiente. La nueva esposa de papá llevaba casi
dos días colgada boca abajo y se encontraba muy mal cuando él cortó la cuerda y la
bajó. Al llegar a casa estaba furioso.
—¿Quién es el responsable de esto? —exigió saber.
Todos nos callamos y nos miramos los unos a los otros. Ella, por supuesto, se

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Waris Dirie Flor del desierto

lo dijo.
—Waris era la jefa. ¡Fue la primera que me atacó!
Papá empezó a azotarme, pero todos los chicos se abalanzaron sobre él.
Sabíamos que estaba mal eso de golpear a nuestro propio padre, pero ya no le
aguantábamos.
Después de aquel día, la pequeña esposa de mi padre cambió. Nos habíamos
propuesto darle una lección y ella la aprendió muy bien. Después de dos días con la
sangre en la cabeza, el cerebro debió de refrescársele y se volvió dulce y educada. A
partir de entonces besaba los pies de mi madre y la atendía como una esclava.
—¿Qué puedo traerte? ¿Qué puedo hacer por ti? No, no, yo haré eso. Tú
siéntate y descansa.
«Bien —pensé—. Así debías haberte comportado desde un principio, pequeña
hija de puta, y nos habrías ahorrado muchas penas innecesarias.» Pero la vida del
nómada es dura y, aunque contaba veinte años menos que mi madre, la nueva
esposa de mi padre no era tan fuerte como ella. Mi madre acabó por darse cuenta de
que no tenía nada que temer de aquella muchachita.

La vida del nómada es dura, pero también está llena de belleza. Es una vida
tan ligada a la naturaleza que las dos son indivisibles. El nombre que me dio mi
madre significa «flor del desierto», un milagro de la naturaleza. La flor del desierto
florece en un entorno yermo, donde pocas cosas vivas sobreviven. A veces, en mi
país, no llueve durante más de un año; pero por fin cae el agua y limpia el
polvoriento paisaje y entonces, como un milagro, aparecen las flores; son de un
brillante naranja amarillento y por eso el amarillo ha sido siempre mi color preferido.
Cuando una chica se casa, las mujeres de su tribu salen al desierto a recoger
estas flores. Las secan, les añaden agua y forman una pasta con la que cubren la cara
de la novia y esto le da un brillo dorado. Adornan sus pies y manos con complicados
dibujos hechos con henna; le pintan el contorno de los ojos con khol, dándoles un
aspecto profundo y sensual. Todos estos cosméticos están elaborados a base de
plantas y hierbas y, por tanto, son del todo naturales. Luego, envuelven a la novia
con pañuelos de colores vivos, rojos y rosas, naranjas y amarillos, cuantos más,
mejor. Es posible que no tengan muchas posesiones; muchas familias son

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Waris Dirie Flor del desierto

increíblemente pobres, pero esto no supone una vergüenza. La novia se pondrá lo


mejor que ella, su madre, sus hermanas o sus amigas puedan encontrar, y lo hará con
fiero orgullo, un rasgo muy somalí. Para cuando llega el día de la boda, la que sale a
reunirse con el novio es una belleza deslumbrante. ¡El hombre no se lo merece!
Para la boda, los miembros de la tribu llevan regalos; de nuevo, no tienen por
qué sentirse presionados para comprar ciertas cosas ni preocuparse por no poder
permitirse algo mejor. Das lo que tienes: tejes una estera para que duerman en ella, o
les ofreces un cuenco y, si no tienes ni lo uno ni lo otro, llevas comida para la
celebración posterior a la ceremonia. En mi cultura no existe nada parecido a una
luna de miel, de modo que el día de la boda es también un día de trabajo para los
recién casados, y necesitarán todos los regalos para iniciar su nueva vida.

Aparte de las bodas, tenemos pocas celebraciones. No existen los días de


descanso fijados arbitrariamente en el calendario. El otro motivo importante de
regocijo y celebración es la llegada de la tan esperada lluvia. En mi país, el agua
escasea y, sin embargo, constituye la esencia misma de la vida. Los nómadas del
desierto sienten un profundo respeto por el agua y cada gota es para ellos un bien
preciado. Todavía hoy me encanta el agua. Me deleito con el simple hecho de verla.
Tras meses enteros de sequía, a veces nos desesperábamos, y cuando esto
ocurría la gente se reunía y rezaba a Dios, pidiéndole lluvia. En ocasiones
funcionaba; otras, no. Un año ya habíamos entrado en la supuesta estación de lluvias,
pero no había caído una sola gota. La mitad de nuestros animales había muerto y la
sed había debilitado a la otra mitad. Mi madre me dijo que todos íbamos a rezar
pidiendo lluvia. Las gentes se reunieron, y todos parecían haber salido literalmente
de la nada. Rezábamos, cantábamos y bailábamos, tratando de mostrarnos felices y
de animarnos.
A la mañana siguiente, las nubes cubrieron el cielo y la lluvia cayó a cántaros.
Y entonces, como siempre cuando llueve, empezó el auténtico regocijo. Todos se
despojan de la ropa y corren hacia el agua, chapotean y se lavan por primera vez en
varios meses. La gente lo celebra con los bailes tradicionales: las mujeres baten
palmas y canturrean; sus dulces voces traspasan la noche del desierto, y los hombres
saltan muy alto. Todos contribuyen con comida y comemos como reyes para rendir
homenaje al don de la vida.

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Waris Dirie Flor del desierto

Después de las lluvias, la sabana florece, dorada, y los pastos se ponen verdes.
Los animales pueden comer y beber hasta hartarse y nos ofrecen la oportunidad de
descansar y de disfrutar la vida. Podemos ir a los lagos recién creados por la lluvia y
bañarnos y nadar. En el aire fresco, las aves cantan y el desierto de los nómadas se
convierte en un paraíso.

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Waris Dirie Flor del desierto

IV

HACERSE MUJER

LLEGÓ el momento de la ablación, es decir, la circuncisión, de mi hermana


mayor, Amam. Yo, como todas las hermanas menores, sentí envidia, celos de que ella
entrara a formar parte de este mundo de adultos que todavía me estaba vedado.
Amam era una adolescente, tenía bastantes más años de lo que es habitual para la
ablación, pero hasta entonces nunca se había presentado el momento oportuno.
Mientras mi familia viajaba por África en nuestro interminable ciclo, no habíamos
conseguido dar con la gitana que practicaba este antiguo ritual. Cuando mi padre por
fin la encontró, la trajo para que practicara la ablación a mis dos hermanas mayores,
Amam y Halemo. Pero cuando la gitana llegó a nuestro campamento, Amam había
ido a buscar agua, de modo que sólo se la practicó a Halemo. Mi padre empezaba a
preocuparse, pues Amam llegaba a la edad casadera, pero no podía casarse si no la
habían «arreglado». En Somalia se cree que entre las piernas de las chicas existe algo
malo, partes del cuerpo con las que nacemos, pero que no son limpias. Estas cosas
tienen que extirparse, de modo que les cortan el clítoris, los labios internos y gran
parte de los labios externos de la vulva, luego cosen la herida y dejan una cicatriz
donde antes estaba el órgano genital. Sin embargo, los detalles del ritual son un
misterio, algo que nunca se explica a las chicas. Sólo saben que, llegado el momento,
algo especial les sucederá.
En consecuencia, todas las chicas somalíes aguardan expectantes la ceremonia
que las transformará de niñas en mujeres. En un principio, el procedimiento se
llevaba a cabo cuando llegaban a la pubertad, y el ritual tenía significado, pues la
chica se volvía fértil y capaz de tener hijos. No obstante, cada vez son más pequeñas
las niñas a las que se les practica la circuncisión femenina, en parte debido a la
presión que ejercen las propias niñas, pues ansían este «momento especial» tanto
como las niñas occidentales ansían sus cumpleaños o la llegada de Papá Noel en
Navidad.
Cuando me enteré de que la vieja gitana vendría a circuncidar a Amam, quise
que también me circuncidaran a mí. Amam era mi hermosa hermana mayor, mi
ídolo, y yo quería todo lo que ella deseaba o tenía. El día antes del gran
acontecimiento supliqué a mi madre, tirando de su brazo.

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Waris Dirie Flor del desierto

—Mamá, que nos lo hagan a las dos a la vez. Vamos, mamá, ¡que nos lo hagan
a las dos mañana! Mamá me apartó de un empujón. —Tú, cállate, criatura.
Sin embargo, Amam no estaba tan entusiasmada. Recuerdo que rezongó:
—Sólo espero no acabar como Halemo. Pero yo era demasiado pequeña para
saber lo que quería decir, y cuando le pedí que me lo explicara cambió de tema.
Al día siguiente, muy temprano, mi madre y su amiga llevaron a Amam a la
mujer que le practicaría la ablación. Como siempre, rogué que también me dejaran ir,
pero mamá me dijo que me quedara a cuidar de los mis pequeños. No obstante,
mediante las mismas técnicas solapadas a las que recurrí d día en que mi madre se
encontró con sus amigas, seguí al grupo de mujeres a una distancia segura,
escondiéndome detrás de arbustos y árboles.
La gitana acudió. En nuestra comunidad se la considera muy importante, no
sólo porque posee conocimientos especializados, sino también porque gana mucho
dinero con las ablaciones. El pago por este procedimiento supone uno de los mayores
gastos de una familia, aunque se ve como una buena inversión, pues sin él las niñas
no pueden entrar en el mercado matrimonial. Con los genitales intactos, son
indignas, zorras inmundas que ningún hombre se rebajaría a tomar por esposas. De
modo que la gitana, como la llaman algunos, es un miembro importante de nuestra
sociedad, aunque yo la llamo la Asesina, por todas las niñas que han muerto en sus
manos.
Escondida detrás de un árbol, observé cómo mi hermana se sentaba en el
suelo; luego mi madre y su amiga la cogieron por los hombros y la obligaron a
permanecer sentada. La gitana empezó a hacer algo entre las piernas de mi hermana
y vi cómo una expresión de dolor cruzaba el rostro de Amam. Mi hermana era alta y
muy fuerte. De pronto, ¡bum!, levantó un pie y empujó el pecho de la gitana, con lo
que ésta cayó de espaldas. A continuación, mi hermana forcejeó y se liberó de las
mujeres que la mantenían sujeta y se levantó de un brinco. Horrorizada, vi que de
sus piernas caía sangre en la arena, dejando un rastro mientras corría. Todas la
persiguieron, pero Amam les llevaba mucha delantera, hasta que se desplomó. Las
mujeres la hicieron tumbar allí mismo y continuaron con su tarea. Me dieron náuseas
y no pude seguir mirando, así que regresé a casa corriendo.
Ahora sabía algo que deseaba no saber. No entendía lo ocurrido, pero me
aterraba la idea de que me hicieran pasar por eso. No podía hacerle preguntas a mi
madre, porque se suponía que no lo había visto. Mantuvieron a Amam separada del

41
Waris Dirie Flor del desierto

resto de los niños mientras se curaba. Dos días más tarde le llevé agua; me arrodillé a
su lado y en voz queda inquirí:
—¿Qué sentiste?
—¡Oh, fue horrible! —empezó a decir. Supongo que le pareció mejor no
contarme la verdad, a sabiendas de que también a mí me circuncidarían y que me
asustaría en lugar de esperarlo con entusiasmo—. De todos modos, no falta mucho
para que te lo hagan a ti, ya te tocará muy pronto.
Y no quiso decirme más.
A partir de entonces temí el ritual que tendría que padecer para convertirme
en mujer. Traté de apartar aquel horror de mi mente, y, con el paso del tiempo,
también desapareció el recuerdo del sufrimiento que vislumbré en el rostro de mi
hermana. Finalmente, tonta de mí, me convencí de que yo también quería ser mujer y
unirme a mis hermanas mayores.

Un amigo de mi padre —y su familia— viajaba siempre con nosotros. Era un


viejo malhumorado, y cuando yo o mi hermana menor le incordiábamos, nos alejaba
con un gesto de la mano, como espantando moscas, y para provocarnos decía:
—Apartaos de mí, chiquillas antihigiénicas, criaturas inmundas. ¡Ni siquiera
os han circuncidado todavía!
Solía espetar estas palabras como si por el hecho de que no nos hubiesen
practicado la ablación fuéramos tan asquerosas que apenas soportaba mirarnos.
Estos insultos me alteraban tanto que por fin decidí encontrar la manera de conseguir
que aquel estúpido cerrara la boca.
Este hombre tenía un hijo adolescente llamado Jamah, y yo me enamoré de él,
pese a que nunca me hacía caso, puesto que quien le interesaba era Amam. Con el
tiempo se me ocurrió que su preferencia por mi hermana se centraba en el hecho de
que ella era superior por haber sido circuncidada. Como su padre, Jamah
probablemente no quería relacionarse con chiquillas inmundas. Cuando tenía unos
cinco años, empecé a incordiar a mi madre.
—Mamá, encuéntrame a esa mujer. Vamos, ¿cuándo vas a hacérmelo?
«Tengo que acabar con eso, que me hagan ya esa cosa misteriosa», pensaba.

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Waris Dirie Flor del desierto

Tuve la suerte de que sólo transcurrieran unos días antes de que la gitana apareciera
de nuevo.
Una tarde, mi madre me comentó: —Por cierto, tu padre se topó con la gitana.
La estamos esperando. Acudirá cualquier día de éstos.
La noche antes de mi ablación, mi madre me dijo que no bebiera demasiada
agua o leche, para que no tuviera que hacer mucho pis. No sabía lo que quería decir
ni se lo pregunté, y me limité a asentir con la cabeza. Me sentía nerviosa, pero
decidida a acabar de una buena vez con ello. Aquella noche, la familia me mimó más
y me dio más de cenar que de costumbre. Ésa era la tradición que había observado a
lo largo de los años y que me hacía sentir celos de mis hermanas mayores. Justo antes
de que me durmiera, mi madre me avisó:
—Te despertaré por la mañana cuando haya llegado el momento.
No tengo idea de cómo sabía que la gitana vendría, pero mamá siempre sabía
estas cosas; sencillamente, su intuición decía cuándo alguien estaba a punto de llegar
o cuándo era tiempo de que ocurriera tal o cual cosa.
Aquella noche, excitada, permanecí despierta. De pronto, mi madre se
encontraba de pie a mi lado. El cielo estaba oscuro todavía; era aquel momento antes
del amanecer cuando el negro se ha aclarado imperceptiblemente, convirtiéndose en
gris. Me indicó que guardara silencio y me tomó de la mano. Cogí mi corta manta y,
todavía medio dormida, la seguí, tambaleante. Ahora sé por qué llevan a las niñas
tan temprano por la mañana: quieren aislarlas antes de que los demás despierten,
para que nadie las oiga gritar. Pero en aquel momento, aunque algo confundida,
obedecí. Nos alejamos de nuestra choza, hacia los arbustos.
—Esperaremos aquí —dijo mamá, y nos sentamos en el frío suelo.
El día se iba aclarando ligeramente. Apenas si distinguía las formas y pronto
oí el sonido de las sandalias de la gitana. Mi madre gritó el nombre de la mujer.
—¿Eres tú? —añadió.
—Sí, por aquí. —Se oía su voz, pero todavía no se la veía. Luego, sin que la
viera llegar, se encontró justo a mi lado—. Siéntate allí. —Señaló una piedra plana.
No hubo saludos ni conversación. Ningún «¿cómo estás?», ni «lo que va a
ocurrir hoy será muy doloroso, pero tienes que ser una chica valiente». No. La
Asesina fue directamente al grano.

43
Waris Dirie Flor del desierto

Mamá cogió un trozo de raíz de un viejo árbol y me instaló sobre la roca; se


sentó detrás de mí y puso mi cabeza sobre su pecho; sus piernas me rodearon y yo le
rodeé los muslos con los brazos. Mi madre me puso la raíz entre los dientes.
—Muérdela.
El terror me dejó petrificada cuando, de pronto, en mi mente surgió la imagen
de la cara atormentada de Amam.
—¡Esto me va a doler! —murmuré con la raíz entre los dientes. Mamá se
inclinó sobre mí y me susurró:
—Sabes que no puedo sostenerte. Estoy sola, así que trata de ser una buena
chica, nena. Sé valiente para tu mamá, y será rápido.
Miré entre mis piernas y vi que la gitana se estaba preparando. Era como
cualquier otra mujer somalí: lucía un colorido pañuelo en la cabeza y un alegre
vestido de algodón, excepto que no había sonrisa en su cara. Me miró con expresión
severa, con ojos como muertos, y entonces rebuscó en una vieja bolsa de viaje. Clavé
la mirada en ella, porque quería saber con qué iba a cortarme. Esperaba un largo
cuchillo, pero lo que sacó de la bolsa fue una diminuta bolsa de algodón. Introdujo
sus largos dedos en ella y extrajo una cuchilla de navaja, rota. La hizo girar y la
examinó. El sol acababa de salir y la luz permitía distinguir los colores, pero no los
detalles; sin embargo, noté sangre seca en su filo desigual. La gitana escupió en ella y
se la secó en el vestido. Mientras ella la limpiaba, mi mundo se oscureció, pues mi
madre me había vendado los ojos con un pañuelo.
Lo siguiente que percibí fue cómo me cortaban la carne, los genitales. Sentí la
hoja embotada atravesar mi piel, de arriba abajo, serrándola. Sinceramente, cuando
pienso en ello, me cuesta creer que me ocurrió a mí. Tengo la sensación de estar
hablando de otra persona. No existen palabras para describir lo que se siente. Es
como si alguien te rebanara el muslo o te cortara el brazo, sólo que lo están haciendo
en la parte más sensible de tu cuerpo. Sin embargo, no me moví ni un centímetro,
porque me acordé de Amam y supe que no había forma de escapar. Y quería que
mamá se sintiera orgullosa de mí. Permanecí sentada, como hecha de piedra,
diciéndome que cuanto más me moviera, tanto más duraría la tortura. Por desgracia,
mis piernas empezaron a estremecerse, a temblar sin control, y recé, Dios, por favor,
que acabe pronto. Y así fue, porque me desmayé.
Cuando volví en mí creí que habíamos terminado, pero apenas había
empezado lo peor. Me habían quitado la venda y a su lado la Asesina había apilado

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Waris Dirie Flor del desierto

un montón de espinas de acacia; las usó para perforarme la piel y luego pasó un
fuerte hilo blanco por los agujeros y me cosió. Mis piernas estaban totalmente
entumecidas, pero el dolor entre ellas era tan intenso que deseé morir. Sentí como si
flotara hacia arriba, me alejaba del suelo, dejaba atrás el dolor y miraba hacia abajo
desde una distancia de varios metros; observaba cómo aquella mujer cosía mi cuerpo
mientras mi pobre madre me sostenía en sus brazos. En aquel momento experimenté
una paz total; ya no sentía ni preocupación ni miedo.
Mi recuerdo acaba en ese instante..., hasta que abrí los ojos y la mujer se había
ido. Me habían cambiado de lugar y ahora me encontraba tumbada en el suelo, cerca
de la piedra. Me habían atado las piernas desde los tobillos hasta las caderas con
trozos de tela, de modo que no podía moverme. Busqué a mi madre, pero ella
también se había marchado, de modo que me encontraba sola, y me pregunté qué
sucedería después. Volví la cabeza hacia la piedra: estaba empapada de sangre, como
si en ella hubiesen matado a un animal. Había trozos de mi carne, de mi sexo, encima
de la piedra, secándose bajo el sol, sin que nada ni nadie los tocara.
Permanecí así, contemplando cómo el sol subía hasta situarse justo encima de
mí. No había sombra y las oleadas de calor me golpearon la cara, hasta que mi madre
y mi hermana regresaron. Me arrastraron hacia la sombra de un arbusto y acabaron
de preparar mi árbol, siguiendo la tradición: prepararon una pequeña choza especial
debajo de un árbol, en la cual descansaría y me recuperaría durante las siguientes
semanas. Cuando mamá y Amam acabaron, me metieron en la choza.
Creí que el tormento había acabado, hasta que tuve que orinar, y entonces
entendí el consejo de mi madre de que no bebiera demasiada agua o leche. Tras horas
de esperar, me moría por orinar, pero las piernas atadas me impedían moverme.
Mamá me había advertido que no debía caminar, para no rasgarme, porque si la
herida se abre, tienen que volver a coserla. Creedme, no había nada que me
apeteciera menos.
—Tengo que hacer pis —grité a mi hermana. Su expresión me dijo que no era
una buena noticia. Vino y me hizo rodar sobre mí misma, hasta dejarme de lado, y
cavó un agujero en la arena. —Venga.
La primera gota me escoció como si un ácido me estuviese corroyendo la piel.
Después de que me cosiera la gitana, la orina y la sangre de la menstruación sólo
podían salir por un minúsculo agujero del diámetro de una cerilla. Con esta brillante
estrategia, se aseguraban de que no practicara el sexo hasta después de casarme y de

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Waris Dirie Flor del desierto

que mi marido supiera que se casaba con una virgen. Conforme la orina se
acumulaba sobre mi herida sangrienta y goteaba, poco a poco, por mis piernas hasta
la arena —gota a gota—, empecé a sollozar. No había llorado, ni siquiera cuando la
Asesina me estaba descuartizando, pero ahora el escozor resultaba insoportable.
Por la noche, cuando empezaba a oscurecer, mi madre y Amam regresaron
con la familia y yo me quedé a solas en mi choza. No obstante, ahora no tenía miedo
de la oscuridad, ni de los leones y las serpientes aun cuando me hallaba tumbada,
impotente, sin poder correr. Desde el momento en que salí flotando de mi cuerpo y
observé cómo la vieja me cosía el sexo, nada podía asustarme. Simplemente
permanecí tumbada en el duro suelo, cual un tronco, inconsciente del miedo,
sintiendo un dolor paralizante, sin importarme si vivía o moría. Me daba igual que
en casa estuvieran riendo en torno a la hoguera mientras yo me hallaba sola en la
oscuridad.

Mientras permanecía en mi choza y los días transcurrían, interminables, se me


infectaron los genitales y tuve mucha fiebre. Perdía y recuperaba el conocimiento.
Tenía tanto miedo del dolor que provocaba orinar que había contenido el impulso,
hasta que mi madre me dijo:
—Nena, si no orinas, morirás. Entonces intenté hacerlo. Si tenía que orinar y
no había nadie conmigo, me arrastraba un par de centímetros, me ponía de lado y me
preparaba para el acuciante dolor que sentiría. Pero mi herida se infectó tanto que no
pude orinar durante cierto tiempo. Mamá me llevó comida y agua durante dos
semanas; aparte de esto, permanecía sola, tumbada, con las piernas atadas todavía. Y
esperaba a que la herida cicatrizara. Febril, aburrida y apática, sólo podía
preguntarme por qué. ¿Qué fin tenía la ablación? A aquella edad no entendía nada
sobre sexo, sólo sabía que me habían mutilado con permiso de mi madre y no
entendía la razón.
Finalmente, mamá vino a buscarme y regresé a casa, arrastrando los pies, con
las piernas aún atadas. La primera noche, mi padre me preguntó: —¿Cómo te
sientes?
Supongo que se refería a mi nueva condición de mujer, pero yo sólo podía
pensar en el dolor entre las piernas. Pero como apenas tenía cinco años, me limité a
sonreírle. ¿Qué sabía yo de ser mujer? Aunque todavía no me daba cuenta, sabía

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Waris Dirie Flor del desierto

mucho de lo que significaba ser una mujer africana: sabía soportar el dolor a la
manera pasiva e impotente de una niña.
Mantuvieron mis piernas atadas durante más de un mes, a fin de que la herida
cicatrizara. Mi madre me advertía constantemente contra correr o saltar, así que
andaba arrastrando los pies con todo cuidado. Teniendo en cuenta que yo era una
niña enérgica y activa, que corría como un leopardo cazador, trepaba a los árboles y
saltaba sobre piedras, eso de tener que quedarme quieta mientras mis hermanos
jugaban suponía otra clase de tormento. Pero me aterraba tanto la posibilidad de
tener que pasar por el procedimiento de nuevo, que apenas me movía unos
centímetros. Cada semana mi madre comprobaba si la herida cicatrizaba como era
debido. Cuando me quitaron las ataduras pude mirarme por primera vez. Descubrí
un trozo de piel totalmente lisa, excepto por una cicatriz en medio, como una
cremallera, y esa cremallera estaba definitivamente cerrada. Mis genitales se hallaban
sellados, como un muro de piedra que ningún hombre podría penetrar hasta la
noche de mi boda, cuando mi marido me rajaría con un cuchillo o me penetraría a la
fuerza.
Tan pronto pude andar de nuevo, tuve una misión. Había pensado en ella
cada día, todas las semanas que estuve en la choza, desde el día en que la vieja me
mutiló. Mi misión consistía en regresar a la piedra donde me habían sacrificado y ver
si mis genitales se hallaban allí todavía. Pero habían desaparecido, sin duda comidos
por un buitre o una hiena, animales que forman parte del ciclo vital de África. Su
papel consiste en limpiar la carroña, la prueba morbosa de nuestra dura existencia en
el desierto.

Aunque sufrí como resultado de la ablación, tuve suerte. Podría haberme ido
mucho peor, como les ocurría a menudo a otras chicas. En nuestro recorrido por
Somalia conocíamos a otras familias y yo jugaba con sus hijas. Cuando los
visitábamos de nuevo, las chicas habían desaparecido. Nadie decía la verdad acerca
de su ausencia y ni siquiera las mencionaban. Morían como resultado de la
mutilación: desangradas, por la conmoción, por una infección o por el tétanos. No es
de sorprender, dadas las condiciones en que se lleva a cabo. Lo que sorprende es que
cualquiera de nosotras sobreviviera.
Apenas recuerdo a mi hermana Halemo. Tendría yo unos tres años cuando

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Waris Dirie Flor del desierto

estaba con nosotros y al día siguiente ya no. Pero no entendía qué le había sucedido.
Más tarde supe que, llegado su «momento especial», cuando la vieja gitana la
circuncidó, murió desangrada.
Cuando contaba unos diez años me hablaron de la experiencia de mi prima
menor. La circuncidaron a los seis años y un hermano que vivió con nosotros
después nos lo explicó. Una mujer fue y cortó a su hermana. Luego la metieron en
una choza a fin de que se recuperara. Pero su «cosita», como la llamaba mi primo, se
inflamó y el hedor que salía de la choza era insoportable. Cuando nos lo contó, no me
lo creí. ¿Por qué iba a oler tan mal? No nos había ocurrido ni a Amam ni a mí. Ahora
me doy cuenta de que decía la verdad: como resultado de las condiciones asquerosas
en que las mutilan, entre arbustos, la herida de mi prima se infectó. El hedor es
síntoma de gangrena. Una mañana, su madre fue a ver a su hija, que, como siempre,
había pasado la noche a solas en su choza. Encontró a la chiquilla muerta, con el
cuerpo frío y azul. Pero antes de que los animales de rapiña pudieran hacer
desaparecer la morbosa prueba, la enterraron.

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EL CONTRATO MATRIMONIAL

UNA mañana me despertaron unas voces. Me levanté de mi esterilla y, como


no vi a nadie, decidí investigar. A través de la quietud seguí el rastro de aquellas
voces y corrí más o menos un kilómetro hasta donde se hallaban mi madre y mi
padre, despidiéndose de un grupo de personas que se alejaba.
—¿Quién es, mamá? —Señalé la espalda de una mujer menuda con un
pañuelo en la cabeza.
—¡Oh! Es tu amiga, Shukrin.
—¿Se va su familia?
—No, ella va a casarse —fue la respuesta de mi madre.
Atónita, clavé la vista en las figuras que ya desaparecían. Contaría unos trece
años y Shukrin, de unos catorce, era apenas mayor que yo. Me costaba creer que iba a
casarse.
—¿Con quién? —Nadie me contestó, pues se consideraba que no era de mi
incumbencia—. ¿Con quién? —insistí y, de nuevo, mi pregunta no obtuvo sino
silencio—. ¿Se irá de aquí..., con el hombre con el que se casará?
Era una práctica común y lo que más miedo me daba era no volver a ver a mi
amiga.
—No te preocupes. Tú serás la próxima —comentó mi padre con brusquedad.
Mis padres se volvieron y regresaron a nuestra choza. Yo me quedé
paralizada, tratando de comprender la noticia. ¡Shukrin iba a casarse! ¡A casarse! Era
un término que había oído repetidamente, pero hasta aquella mañana no me había
preguntado qué significaba.
Como todas las niñas en Somalia, nunca pensaba en el matrimonio ni en el
sexo. En mi familia —en toda nuestra cultura—, nadie hablaba de eso. Era algo que
nunca se nos ocurría, nunca. Si pensaba en los niños, era para competir con ellos para
ver quién cuidaba mejor a los animales, para hacer carreras con ellos y para darles
palizas. Acerca del sexo, lo único que se decía era: «Cuidado, no vayas a liarte con

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Waris Dirie Flor del desierto

nadie. Se supone que debes ser virgen cuando te cases». Las chicas saben que serán
vírgenes al casarse y que se casarán con un solo hombre, nada más. Así es la vida.
Mi padre solía decirnos a mis hermanas y a mí: —Vosotras sois mis reinas.
Mi hermana mayor, Amam, estaba un día cuidando a los animales cuando un
hombre la abordó. No dejaba de incordiarla y ella no dejaba de repetirle: —Déjame
en paz. No me interesas. Finalmente, el hombre, al ver que de nada le servía su
encanto, la cogió y trató de violarla. Fue un terrible error, pues mi hermana era una
amazona de un metro ochenta y cinco y tan fuerte como cualquier hombre. Le dio
una paliza, regresó a casa y se lo contó a mi padre. Mi padre fue en busca del pobre
imbécil y también él le dio una paliza. Ningún hombre iba a meterse con sus hijas.

Una noche desperté cuando otra de mis hermanas, Fauziya, soltó un chillido.
Como de costumbre, dormíamos al aire libre, bajo las estrellas, pero ella se
encontraba apartada del resto, a un lado. Me incorporé y distinguí vagamente a un
hombre alejándose a la carrera. Fauziya siguió gritando mientras mi padre perseguía
al intruso. Nos acercamos a ella y le tocamos las piernas, cubiertas de blanco y
viscoso semen. El hombre logró escapar, pero por la mañana vimos las huellas de las
sandalias del pervertido junto al lugar donde dormía mi hermana. Papá se imaginaba
quién era el culpable, pero no estaba seguro del todo.
Al cabo de un tiempo, durante una intensa sequía, cuando mi padre había ido
a por agua a un pozo local, un hombre se acercó mientras se hallaba en el suelo
húmedo del fondo del pozo. El hombre se impacientó al esperar su turno y le gritó:
—¡Venga! ¡Yo también tengo que coger agua!
En Somalia, los pozos consisten en zonas abiertas donde alguien ha cavado lo
bastante hondo —a veces hasta treinta metros— para llegar al agua subterránea. A
medida que va escaseando el agua la gente se vuelve competitiva en sus esfuerzos
por conseguir agua para los animales. Mi padre contestó que el caballero podía coger
el agua que necesitara.
—Sí, lo haré.
Sin perder tiempo, el hombre bajó al fondo del hoyo. Se dedicó a llenar sus
bolsas de agua y, mientras caminaba, mi padre se fijó en las huellas que dejaban sus
sandalias.

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—Fuiste tú, ¿verdad? —le cogió por los hombros y le zarandeó—. Cabrón
enfermizo, ¡tú eres el que se metió con mi hija! *
Le golpeó propinándole la paliza que el canalla se merecía. Pero el canalla
sacó un cuchillo, un largo cuchillo africano, con el mango tallado tomo una daga
ceremonial, y le apuñaló cuatro o cinco veces en las costillas, antes de que papá
consiguiera quitarle el cuchillo y apuñalarlo a su vez con su propia daga. Ambos se
ha— liaban gravemente heridos. Mi padre logró a duras penas salir del pozo y
regresar a nuestra choza; llegó sangrando y débil. Tras una larga enfermedad se curó,
pero más tarde me di cuenta de que había dicho la verdad, que, en efecto, había
estado dispuesto a morir por el honor de mi hermana.
—Sois mis reinas, mis tesoros, y os guardo bien encerradas —solía bromear
con nosotras, las chicas—. ¡Y yo tengo la llave!
—Pero, papá, ¿dónde está la llave? —le preguntaba yo.
Él reía como un loco y contestaba:
—¡La he tirado!
—Entonces, ¿cómo vamos a salir? —exclamaba yo, y todos nos reíamos.
—No saldréis, cariños míos, hasta que yo diga que estáis preparadas para
salir.

Estas bromas nos las hacía a todas, desde mi hermana mayor, Amam, hasta la
más pequeña. En realidad no eran bromas, pues sin el permiso de mi padre nadie
tendría acceso a sus hijas. Pero había más en juego. No se trataba sólo de defendernos
de las insinuaciones no deseadas o los intentos de violación. Las vírgenes son un bien
muy codiciado en el mercado matrimonial africano, una de las principales razones
implícitas en la ablación. Mi padre podía esperar un buen precio por sus hermosas
hijas vírgenes, pero pocas esperanzas tendría de deshacerse de una que se hubiese
mancillado practicando el sexo con otro hombre. Sin embargo, cuando yo era niña,
nada de esto me preocupaba, porque a mi edad nunca pensaba en el sexo ni en el
matrimonio.
Al menos, no hasta que me enteré del matrimonio de mi amiga Shukrin. Unos
días después, oí a mi padre gritar, de regreso a casa por la tarde:

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Waris Dirie Flor del desierto

—¿Dónde está Waris?


—Aquí, papá —grité.
—Ven aquí —pidió en voz más baja. Normalmente se mostraba muy severo y
agresivo, de modo que supe que algo ocurría. Supuse que quería que le hiciera un
favor, algo con los animales al día siguiente, buscar agua, comida, o algo por el estilo.
Por tanto me quedé donde estaba, mirándole con cautela y tratando de imaginar lo
que tenía en mente—. Ven, ven, ven, ven —me ordenó, impaciente.
Avancé un par de pasos, sin dejar de mirarle con suspicacia, pero no dije nada.
Papá me cogió y me sentó sobre su regazo.
—¿Sabes? Has sido muy buena. —Ahora sí que supe que algo grave sucedía—
. Has sido muy buena, más que un niño, más que un hijo para mí. —Éste era el
mayor de los halagos.
—Mmm —murmuré, y me pregunté a qué se debían tantas alabanzas.
—Has sido como un hijo. Has trabajado tan duro como un hombre, has
cuidado bien a los animales. Sólo quiero que sepas que te voy a echar mucho de
menos.
Al oír esto creí que mi padre temía que me fuera a fugar como mi hermana
Amam, que se fugó cuando papá trató de arreglar un matrimonio para ella. Tema
miedo de que yo también huyera y los abandonara, a él y a mamá, con todo el trabajo
duro.
Me embargó una oleada de ternura y le abracé. Me sentía culpable de ser tan
suspicaz.
—¡Ay, papá! No voy a ir a ninguna parte.
Se apartó un poco y me miró directamente a la cara.
—Sí que te irás —repuso con voz suave.
—¿Adónde voy? No voy a ninguna parte. No voy a dejaros a ti y a mami.
—Sí que te irás, Waris. Te he encontrado un marido.
—¡No, papá, no! —Me levanté de un brinco y él trató de cogerme de los
brazos y retenerme—. No quiero irme, no quiero irme de casa. ¡Quiero quedarme
contigo y con mamá!
—Sst, sst, sst, todo irá bien. Te he encontrado un buen marido.

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Waris Dirie Flor del desierto

—¿Quién? —Ahora sentía curiosidad.


—Ya le conocerás.
Los ojos se me llenaron de lágrimas, aunque traté de hacerme la dura. Empecé
a golpearle y a gritar.
—¡No quiero casarme!
—De acuerdo, Waris, mira... —Papá cogió una piedra pequeña, luego
escondió las manos a su espalda y cambió la piedra de una mano a otra y luego puso
las manos al frente, cerradas las dos de modo que no pudiera ver cuál guardaba el
premio—. Escoge la derecha o la izquierda. Escoge la que tiene la piedra. Si aciertas,
harás lo que te diga y tendrás suerte el resto de tu vida. Si te equivocas, tus días
estarán llenos de penas, porque te expulsaremos de la familia.
Le contemplé y me pregunté qué sucedería si escogía la mano equivocada.
¿Moriría? Toqué su mano izquierda y él puso la palma vacía hacia arriba.
—Supongo que no voy a hacer lo que me digas —murmuré, triste.
—Podemos hacerlo de nuevo.
—No —agité la cabeza lentamente—. No, papá, no voy a casarme.
—¡Es un buen hombre! —exclamó mi padre—. Tienes que confiar en mí...
Reconozco a un buen hombre cuando lo veo, ¡y tú vas a hacer lo que yo te diga!
Permanecí quieta, con los hombros hundidos, y negué con la cabeza,
espantada y sintiendo náuseas.
Él arrojó en la oscuridad la piedra que guardaba en su mano derecha y gritó:
—¡Entonces tendrás mala suerte toda la vida! —Pues supongo que tendré que
vivir con eso, ¿verdad?
Me dio un bofetón, porque nadie le hablaba así a mi padre. Ahora me doy
cuenta de que tenía que casarme rápido, tanto por mi comportamiento como por las
tradiciones. Me había convertido en una rebelde, en una marimacho, impertinente y
temeraria, y empezaba a tener fama de tal. Papá debía encontrarme un marido
mientras fuera todavía un bien valioso, porque ningún africano quiere que su esposa
le desafíe.

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Waris Dirie Flor del desierto

Al día siguiente me levanté y llevé a los animales a pastar, como de


costumbre. Mientras los vigilaba pensé en el nuevo concepto, el del matrimonio.
Traté de idear un plan que me permitiera persuadir a mi padre de que me dejara
quedarme en casa, pero en el fondo sabía que nunca lo lograría. Me pregunté quién
sería mi marido. Hasta entonces, mi único sentimiento medianamente romántico
tenía que ver con Jamah, el hijo del amigo de mi padre. Le había visto muchas veces,
porque nuestras familias viajaban juntas con frecuencia. Jamah era mucho mayor que
yo y a mí se me antojaba muy guapo, pero todavía no se había casado. Mi padre lo
quería como a un hijo y consideraba que se portaba como un buen hijo con su propio
padre. Pero probablemente lo que más me atraía de Jamah era que él se había
enamorado de mi hermana Amam y ni siquiera se daba cuenta de mi existencia. Para
él, yo era una chiquilla y Amam una mujer deseable. Cuando yo susurraba a Amam
que le gustaba a Jamah, ella lo descartaba con un gesto despectivo de la mano.
—¡Bah! —decía.
Ni se dignaba mirarlo porque conocía demasiado bien la vida de los nómadas
y no deseaba casarse con un hombre como mi padre. Hablaba siempre de ir a la
ciudad y casarse con un hombre muy rico, y cuando papá trató de casarla con un
compañero nómada, se fugó y fue en busca de su gran sueño. Nunca más supimos de
ella.
Durante todo aquel día, mientras vigilaba a los animales, traté de
convencerme de que el matrimonio no sería algo tan espantoso, y me imaginé
viviendo con Jamah, como vivían mi padre y mi madre. Al ponerse el sol, regresé al
campamento con mi rebaño. Mi hermanita salió corriendo y anunció:
—Papá está con alguien y creo que te están esperando.
Mi hermana sospechaba de este repentino interés en Waris y creía que la
estaban excluyendo de algo importante y bueno. Yo, sin embargo, me estremecí, pues
sabía que mi padre seguía con su plan, como si no me hubiese opuesto a él.
—¿Dónde están?
Mi hermana señaló en una dirección. Me volví y caminé en la dirección
contraria.
—¡Waris, te están esperando! —chilló mi hermanita.
—¡Cierra el pico! ¡Déjame en paz!
Metí mis cabras en su corral y me dediqué a ordeñarlas. Había ordeñado la

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Waris Dirie Flor del desierto

mitad cuando oí a mi padre gritar mi nombre.


—Sí, papá, ya voy.
Me puse en pie, temerosa, aunque sabía que de nada serviría retrasar lo
inevitable. Un destello de esperanza me dijo que quizá me esperaba con Jamah y
evoqué su hermoso y suave rostro. Avancé con los ojos cerrados.
—Por favor, que sea Jamah... —murmuré, trastabillando.
Jamah se había convertido en mi salvación, en lo que me evitaría la
desagradable posibilidad de tener que irme de casa con un desconocido.
Finalmente abrí los ojos y miré el cielo color rojo sangre; el sol se derritió en el
horizonte y vi la silueta de dos hombres delante de mí.
—¡Ah!, aquí estás —dijo mi padre—. Ven, cariño. Éste es el señor...
No oí más. Mis ojos se clavaron en un hombre sentado y aferrado a un bastón.
Tenía al menos sesenta años y ostentaba una larga barba blanca.
—¡Waris! —Por fin advertí que mi padre me hablaba—. Saluda al señor
Galool.
—Hola —dije con la voz tan fría como pude.
Debía mostrarme respetuosa, pero no entusiasta. El viejo bobo se limitó a
sonreírme, apoyando todo su peso en el bastón, pero no contestó. Probablemente no
sabía qué decir al ver a la chica con la que estaba a punto de casarse, la chica que le
miraba horrorizada. A fin de ocultar mi expresión, agaché la cabeza y bajé los ojos.
—Venga, Waris, querida, no seas tímida.
Miré a mi padre y cuando vio mi cara se dio cuenta de que la mejor táctica
consistía en alejarme, a fin de que no espantara a mi futuro marido.
—Bien, de acuerdo, ve a acabar tus quehaceres. —Se volvió hacia el señor
Galool—. Es una joven tímida y silenciosa —le explicó.
No me quedé un segundo más y regresé corriendo con mis cabras.
Aquella noche no dejé un momento de pensar cómo sería mi vida si me casaba
con el señor Galool. Como no me había separado nunca de mis padres, traté de
imaginar lo que sentiría si vivía, no con ellos, sino con una persona a la que no
conocía. Tuve la suerte, al menos, de no empeorar mi desolación con la idea de
practicar el sexo con un viejo asqueroso. A mis tiernos trece años era una ingenua en

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Waris Dirie Flor del desierto

lo que respecta a esa parte del trato. Para distraerme de mi dilema propiné una paliza
a mi hermanito.
Al día siguiente, temprano por la mañana, mi padre me llamó.
—¿Sabes quién era el hombre de anoche?
—Puedo imaginármelo.
—Es tu futuro marido.
—Pero, papá, ¡es tan viejo!
Todavía me costaba creer que mi padre me tuviera tan poco aprecio como
para enviarme a vivir con un viejo como aquél.
—¡Son los mejores, cariño! Es demasiado viejo para andar de mujeriego y traer
otras esposas a casa. No te abandonará..., te cuidará. Además —esbozó una orgullosa
sonrisa—, ¿sabes cuánto va a pagar por ti?
—¿Cuánto?
—¡Cinco camellos! Me va a dar cinco camellos. —Papá me dio unas
palmaditas en el brazo—. Estoy muy orgulloso de ti.
Aparté la vista y observé cómo los dorados rayos del sol matutino llenaban el
paisaje de vida. Cerré los ojos y sentí su calor en la cara. Volví a pensar en la noche
anterior, cuando no podía dormir y, tumbada entre los miembros de mi familia,
contemplé las estrellas dar vueltas en el cielo, y tomé la decisión. Sabía que si
protestaba por tener que casarme con el viejo, la situación no se arreglaría, que mi
padre me encontraría otro viejo, y luego otro y otro, porque estaba decidido a
deshacerse de mí..., y a conseguir sus camellos. Por tanto asentí con la cabeza.
—Bien, padre, tengo que llevarme mis animales.
Papá me miró satisfecho y le leí el pensamiento: «Vaya, fue mucho más fácil
de lo que esperaba».
Aquel día, mientras observaba a las cabras juguetear, supe que sería la última
vez que vigilaba el rebaño de mi padre. Imaginé mi vida con el anciano, los dos solos
en un lugar aislado del desierto. Yo realizaría todo el trabajo y él andaría cojeando,
apoyado en su bastón. Viviría sola después de que le diera un ataque al corazón o,
peor, cuidaría a solas a cuatro o cinco hijos después de su muerte, porque en Somalia
las viudas no pueden volver a casarse. Tomé mi decisión: aquélla no era vida para

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Waris Dirie Flor del desierto

mí. Cuando regresé a casa por la noche, mi madre me preguntó qué me sucedía.
—¿Has visto al hombre? —espeté.
No hizo falta que me preguntara cuál.
—Sí, le vi el otro día.
—Mamá, ¡no quiero casarme con ese hombre! —exclamé en un frenético
susurro para que mi padre no me oyera.
—Cariño, no está en mis manos. —Mi madre se enconé de hombros—. ¿Qué
puedo hacer yo? Es decisión de tu padre.
Yo sabía que al día siguiente, o quizás al otro, mi nuevo marido vendría a por
mí y traería Vos cinco camellos a cambio. Decidí fugarme antes de que fuera
demasiado tarde.
Aquella noche, después de que todos se durmieran, escuché los familiares
ronquidos de mi padre. Me levanté, fui hacia mi madre, sentada todavía junto a la
hoguera.
—Mamá —susurré—, no puedo casarme con ese hombre. Voy a fugarme.
—¡Sst, calla! ¿Adonde, hija? ¿Adónde irás?
—Encontraré a mi tía en Mogadiscio.
—¿Tú sabes dónde está? ¡Yo no!
—No te preocupes, la encontraré.
—Bueno, ahora es de noche —comentó, como si esto pudiese detener el
destino.
—Ahora no, sino por la mañana —susurré—. Despiértame cuando salga el sol.
Sabía que necesitaba su ayuda. A fin de cuentas no podía poner un
despertador. Necesitaba descansar antes de emprender mi largo viaje, pero también
necesitaba adelantarme antes de que mi padre se levantara.
—No. —Mi madre negó con la cabeza—. Es demasiado peligroso.
—¡Por favor, mami, no puedo casarme con ese hombre! ¡No puedo irme y ser
su esposa! Por favor, te lo ruego. Regresaré a por ti. Sabes que lo haré.
—Acuéstate.

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Waris Dirie Flor del desierto

Su expresión era grave, una expresión que me decía que ya no se hablaría del
tema. Dejé a mi cansada madre contemplando la hoguera y me hice un hueco entre la
maraña de brazos y piernas, entre mis hermanos y mis hermanas, buscando su calor.

Mientras dormía sentí que mi madre me tocaba el brazo. Se arrodilló en el


suelo a mi lado.
—Vete ahora.
Desperté sobresaltada y me embargó una amarga sensación ante lo que tenía
que hacer. Retorciéndome, me separé cuidadosamente de los cuerpos calientes y
comprobé que mi padre se hallaba en su habitual posición, protegiendo a la familia.
Todavía roncaba.
Temblé y me alejé de la choza en compañía de mi madre.
—Mamá, gracias por despertarme.
En la tenue luz traté de distinguir su rostro, de memorizar sus rasgos, porque
no vería esa cara en mucho tiempo. Había planeado ser fuerte, pero la voz se me
quebró por las lágrimas y la abracé muy fuerte.
—Ve..., ve antes de que despierte —me dijo en voz muy baja al oído. Sentí que
sus brazos me estrechaban—. Estarás bien..., no te preocupes por eso. Pero sé muy
cuidadosa. ¡Muy cuidadosa! —Me soltó—. Y, Waris..., por favor, una cosa más..., no
me olvides.
—No te olvidaré, mamá...
Di media vuelta sobre los talones y eché a correr en la oscuridad.

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Waris Dirie Flor del desierto

VI

DE CAMINO

APENAS habíamos recorrido unos kilómetros cuando el hombre elegante


detuvo el Mercedes en el arcén.
—Me temo que hasta aquí llego. Te dejaré aquí para que puedas seguir
haciendo autostop. —¡Oh!
La noticia resultaba muy decepcionante, pues después de huir de mi padre,
andar por el desierto, pasar varios días hambrienta, ser perseguida por un león,
azotada por un pastor y atacada por un camionero, el caballero del Mercedes era lo
mejor que me había ocurrido desde que me marchara de casa.
—Buena suerte en tu viaje —me gritó desde la ventanilla abierta, me saludó
con la mano y mostró de nuevo su blanca dentadura.
Me quedé de pie bajo el sol, a un lado de la polvorienta carretera, y le saludé
sin gran entusiasmo. Vi cómo su coche se alejaba a toda velocidad entre las rutilantes
oleadas de calor y eché a andar, preguntándome si llegaría a Mogadiscio.
Aquel día unas cuantas personas me llevaron en coche, pero siempre
distancias cortas. Entre un viaje en coche y otro, seguí caminando. Cuando el sol se
ponía, otro camión se detuvo a un lado de la carretera. Aterrada, clavé la vista en los
faros rojos y recordé mi última experiencia con un camionero. Me quedé pensativa y
el conductor se volvió y me miró. Sabía que si no hacía algo pronto, se iría sin mí, de
modo que me acerqué a la cabina a toda prisa. Era un enorme semirremolque.
Cuando el conductor me abrió desde dentro, subí con cierta dificultad.
—¿Adónde vas? Yo voy sólo hasta Galcaio.
Cuando el conductor dijo «Galcaio» se me ocurrió una gran idea. No me había
dado cuenta de lo muy cerca que me hallaba de la ciudad donde vivía mi acaudalado
tío. En vez de andar por toda Somalia buscando Mogadiscio, podía alojarme en casa
de mi tío Ahmed. Además, desde mi punto de vista, teníamos un asunto pendiente,
puesto que nunca recibí los zapatos a cambio de cuidarle sus animales. Me imaginé
saboreando una gran cena en su elegante casa y durmiendo allí en lugar de hacerlo
debajo de un árbol.

59
Waris Dirie Flor del desierto

—Sí, allí es adónde voy. —Sonreí. La idea me gustaba cada vez más—. Yo
también voy a Galcaio.
En la parte trasera, el camión iba lleno de comida: montones de mazorcas
amarillas, costales de arroz y de azúcar. Al verlos, recordé cuánta hambre tenía.
El camionero tendría unos cuarenta años y era tremendamente coqueto. Todo
el tiempo intentaba conversar, y aunque yo deseaba mostrarme amistosa estaba
asquerosamente espantada; lo último que quería era que creyera que me interesaba
«liarme» con él. Con la vista clavada en la ventanilla, traté de idear el mejor modo de
encontrar la casa de mi tío, pues no tenía idea de dónde vivía. Pero uno de los
comentarios del camionero me llamó la atención.
—Te has fugado, ¿verdad?
—¿Por qué lo dice? —pregunté sorprendida.
—Lo intuyo. Sé que te has fugado. Voy a entregarte a las autoridades.
—¿Qué? ¡No! Por favor.., por favor... Tengo que ir. Sólo quiero que me lleve...,
me lleve a Galcaio. Tengo que visitar a mi tío allí, me está esperando.
Su expresión me indicó que no me creía, pero siguió conduciendo. Mi mente
se adelantó: ¿dónde debía pedirle que me dejara? Después de haberle dicho que mi
tío me esperaba, no podía reconocer que no sabía adónde ir. Al entrar en la ciudad
observé las calles atestadas de edificios, coches y gentes; era mucho más grande que
la aldea con la que me había topado antes, y por primera vez advertí a qué me
enfrentaba al tratar de buscar a mi tío.
Desde la cabina del semirremolque miré hacia abajo, nerviosa, hacia la
confusión de Galcaio. Para mis ojos, la ciudad constituía un caos y me sentí dividida
entre el deseo de no bajarme del camión y la impresión de que más valía que me
bajara pronto, antes de que el tipo decidiera entregarme por fugitiva. Cuando se paró
junto a un mercado al aire libre, vi los puestos llenos de comida y decidí bajarme allí
mismo.
—Oiga, mmm, amigo, aquí me bajo. Mi tío vive por allí. —Señalé un callejón y
salté fuera de la cabina antes de que él pudiera detenerme—. Gracias por traerme —
le grité al cerrar de un portazo.
Anduve por el mercado, aturdida. Nunca, jamás, había visto tanta comida.
Recuerdo haber pensado que era absolutamente hermoso. Montones de patatas,
montañas de maíz, estantes enteros de pasta. Y, ¡Dios mío!, tanto colorido. Cubos

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Waris Dirie Flor del desierto

repletos de brillantes plátanos amarillos, melones verdes y dorados, y miles, ¡miles!


de tomates rojos. Yo nunca había visto tomates y me quedé asombrada delante de un
puesto de ellos. En aquel preciso momento empecé a adorar los deliciosos tomates
maduros y nunca me he hartado de ellos. Clavé la vista en los tomates y en torno mío
las personas que andaban por el mercado me miraban a mí. La propietaria del puesto
se dirigió hacia mí, ceñuda. Era toda una mama. (En África, «mama» es un término
respetuoso; significa que eres madura, mayor de edad y para merecer el adjetivo
tienes que ser madre.) Todos sus colores y sus pañuelos centelleaban.
—¿Qué quieres? —me preguntó la mama.
—Por favor, ¿puede darme un poco de esto? —Señalé los tomates.
—¿Tienes dinero?
—No, pero tengo tanta hambre...
—¡Lárgate! ¡Fuera! —gritó, y con una mano me alejó, espantándome como a
una mosca.
Fui a otra vendedora y lo intenté de nuevo.
—No necesito mendigos delante de mi puesto —dijo—. Estoy llevando un
negocio aquí. Venga, lárgate.
Le conté mi historia, que necesitaba encontrar a mi tío Ahmed y le pregunté si
sabía dónde vivía. Supuse que, puesto que era un acaudalado hombre de negocios,
los habitantes de Galcaio le conocerían.
—Mira, cierra el pico. No puedes venir aquí desde el culo del mundo y
ponerte a gritar. ¡Sst, sst! Un poco de respeto, criatura, tienes que callarte. ¡Cállate!
No andes gritando los nombres de tu familia así, en público.
«¡Ay, Señor! —pensé, mirándola alelada—. ¿De qué habla esta mujer, y cómo
voy a comunicarme con esta gente?»
Cerca, un hombre se apoyó en una pared.
—Chica, ven aquí —me gritó.
Me acerqué, emocionada, y traté de explicarle mi apuro.
El hombre tendría unos treinta años, era un africano de aspecto muy, pero que
muy corriente, nada fuera de este mundo, pero su expresión era amistosa.
—Cállate un momento —me pidió con paciencia—. Puedo ayudarte, pero

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Waris Dirie Flor del desierto

tienes que andarte con cuidado.


No puedes ir por ahí gritando el nombre de tu tribu. Vamos, ¿de qué tribu
eres?
Le dije todo lo que sabía de mi familia y del tío Ahmed.
—De acuerdo, creo que sé dónde vive. Vamos, te ayudaré a encontrarle.
—¡Ay! Por favor, por favor... ¿Puede llevarme allí?
—Sí, vamos. No te preocupes, encontraremos a tu hombre.
Nos alejamos del concurrido mercado, andando por uno de los sombreados
callejones. El hombre se detuvo delante de una casa.
—¿Tienes hambre?
Esto, por supuesto, resultaba dolorosamente evidente para cualquiera que
tuviese ojos en la cara. —Sí.
—Pues ésta es mi casa. ¿Por qué no entras y te consigo algo de comer y luego
podemos ir a buscar a tu tío?
Agradecida, acepté la oferta.
Cuando entramos me chocó un olor muy extraño, un olor que nunca había
percibido. Me hizo sentarme y me dio comida.
—¿Vienes a acostarte conmigo, a dormir la siesta? —sugirió en cuanto acabé el
último bocado.
—¿La siesta?
—Sí, descansa un poco.
—No, por favor, quiero encontrar a mi tío.
—Lo sé, lo sé. Pero primero durmamos la siesta. Luego, tú no te preocupes,
que lo encontraremos.
—No, por favor. Usted duerma... Yo lo esperaré aquí. No me molesta.
Aunque fuera la hora de la siesta, no tenía ninguna intención de acostarme
con aquel extraño. Me había percatado de que pasaba algo malo, muy malo, pero,
ignorante y cría como era, no sabía qué hacer al respecto.
—Mira, chiquilla —repuso enfadado—, si quieres que vaya a buscar a tu tío

62
Waris Dirie Flor del desierto

contigo, más te vale tumbarte y dormir la siesta.


Sabía que necesitaba su ayuda para encontrar al tío Ahmed y, cuanto más
beligerante e insistente se ponía, tanto más me asustaba, de modo que acabé por
hacer lo peor que podía hacer. Cedí. Por supuesto, en lo que menos pensaba él era en
la siesta. Nada más acostarnos en su cama, en menos de dos segundos, el jodido
capullo trató de subirse encima de mí. Forcejeé y le di la espalda, pero él me asestó
un golpe en la parte trasera de la cabeza. «No digas nada», me conminó. Sin
embargo, en cuanto pude, aproveché la oportunidad, bajé de la cama y salí de la
habitación casi de un brinco. Mientras corría, le oí gritar, desde su cama:
—Oye, chiquilla, ven aquí... —Y luego oí una risita.
Salí corriendo a la oscura calle, llorando, histérica, y regresé a toda prisa al
mercado en busca de la seguridad que supone estar rodeada de personas. Una vieja
mama se acercó a mí, una mujer de unos sesenta años.
—Criatura, ¿qué te pasa? —Me asió firmemente del brazo y me hizo
sentarme—. Venga, venga. Háblame, dime qué te pasa.
No podía reconocer lo que acababa de sucederme, me sentía demasiado
abochornada y avergonzada para contárselo a nadie. Me sentía como una idiota,
terriblemente idiota por ir a casa del hombre y dejar que se produjera el incidente.
Entre sollozos expliqué a la mama que buscaba a mi tío y no podía encontrarlo. —
¿Quién es tu tío? ¿Cómo se llama?
—Ahmed Dirie.
La vieja mama levantó un dedo huesudo y señaló hacia una casa pintada de
azul en la esquina opuesta, en diagonal.
—Es allí. ¿Ves eso? Es tu casa. Allí estaba, allí había estado siempre, al otro
lado de la calle en la que yo había rogado al cabrón que me ayudara a encontrar a mi
tío. Posteriormente me di cuenta de que mientras le contaba mi historia, él sabía
quién era yo y quién era mi tío. La anciana me preguntó si quería que me
acompañara. La miré con atención, porque ya no confiaba en nadie, pero vi en su
cara que era una auténtica mama.
—Sí, por favor.
En la esquina cruzamos la calle y llamé a la puerta de la casa azul. Mi tía abrió
y me contempló sorprendida.

63
Waris Dirie Flor del desierto

—¿Qué haces aquí?


La anciana se dio la vuelta y se alejó.
—Tía, ¡estoy aquí! —fue mi simplona respuesta.
—En nombre de Alá, ¿qué estás haciendo aquí? Te has fugado, ¿verdad?
—Pues...
—Voy a llevarte de vuelta —declaró en tono firme.

El tío Ahmed, hermano de mi padre, también se asombró al verme, pero lo


que más le desconcertó fue que hubiese podido encontrar su casa. En mi explicación
no incluí detalles como la pedrada al camionero ni que su vecino casi me había
violado. Sin embargo, aunque le impresionó mi capacidad para dar con el camino en
el desierto y encontrarle, no tenía intención de permitir que me quedara en su casa.
Se preocupó por quién cuidaría sus animales, una tarea que me había sido
encomendada desde hacía años y a cambio de la cual me había comprado unas
chancletas de goma. Todos los hijos mayores de mi padre se habían ido de casa; yo
era la mayor de los que quedaban, la fuerte, más fiable que los más pequeños.
—No, debes regresar a casa. ¿Quién va a ayudar a tu padre y a tu madre con
su trabajo? ¿Qué vas a hacer si vienes aquí? ¿Quedarte sentada sobre tu culo?
Por desgracia no tenía respuestas convincentes. Sabía que de nada serviría
decirle que me había fugado porque papá quería obligarme a casarme con un
anciano de barba blanca. El tío me miraría como si estuviese loca.
—¿Ah, sí? ¿Ah, sí? Waris, tienes que casarte. Tu padre necesita los camellos...
—diría.
De nada serviría explicarle que yo era distinta del resto de mi familia. Quería a
mis padres, pero lo que querían para mí no me bastaba. Sabía que había más en la
vida, aunque no estaba segura de qué. Al cabo de unos días me enteré de que el tío
había mandado un mensaje a mi padre y que éste venía de camino.
Conocía bien a dos hijos del tío Ahmed, porque solían pasar las vacaciones
escolares con mi familia. Nos ayudaban con los animales y nos enseñaban palabras
somalíes. En aquella época, según la tradición, los chicos que iban a la escuela en la

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Waris Dirie Flor del desierto

ciudad iban al desierto durante las vacaciones y daban clases a los hijos de los
nómadas. Mientras estuve con ellos en Galcaio, mencionaron que sabían dónde vivía
mi hermana Amam: al fugarse de casa fue a Mogadiscio y se casó. Esta noticia me
alegró muchísimo porque hasta entonces no había sabido nada de ella; igual podría
haber muerto. Al hablar con mis primos me di cuenta de que mis padres sabían
dónde se encontraba Amam, pero la habían expulsado de la familia y, por tanto,
nunca hablaban de ella.
Cuando supe que mi padre venía a por mí, mis primos y yo ideamos un plan.
Me dijeron cómo encontrar a mi hermana al llegar a la capital. Así que una mañana
me llevaron a la carretera y me dieron el poco dinero que poseían.
—Por allí, Waris, ése es el camino de Mogadiscio.
—Prometedme que no diréis a nadie adonde he ido. Recordad que cuando
llegue mi padre no sabéis qué pudo haberme pasado. Me visteis en la casa por última
vez esta mañana. ¿De acuerdo?
Asintieron con la cabeza y se despidieron con un gesto de la mano. Yo eché a
andar.
El viaje a Mogadiscio resultó de una lentitud atormentadora. Tardé varios
días, pero al menos tenía algún dinero y podía comprar alimentos por el camino.
Entre esporádicos tramos en coche, anduve muchos kilómetros. Frustrada por el
lento avance, acabé por pagar un viaje en un «taxi», o sea, un camión con unas
cuarenta personas a bordo. Son muy comunes en África; descargan cereales o caña de
azúcar y en el camino de regreso llevan pasajeros en la parte trasera, ya vacía,
rodeada por una especie de marco de madera semejante a una valla. Sentados o de
pie junto a este marco, los pasajeros parecen niños en un gigantesco parque. También
van repletos de bebés, maletas, artículos del hogar, muebles, cabras vivas y jaulas con
pollos y gallinas; el conductor suele apiñar tantos pasajeros como puede. No me
importaba; tras mis recientes experiencias, estaba dispuesta a apretujarme entre un
nutrido grupo, en lugar de ir sola con un desconocido. Cuando llegamos a las afueras
de Mogadiscio, el camión se detuvo y nos dejó junto a un pozo donde la gente daba
de beber a sus animales. Ahuequé las manos y bebí un poco de agua antes de
remojarme la cara. Para entonces ya había advertido que había muchos caminos,
puesto que Mogadiscio es la ciudad más grande de Somalia, con una población de
setecientos mil habitantes. Abordé a dos nómadas que se hallaban allí con sus
camellos.

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Waris Dirie Flor del desierto

—¿Saben cuál de estos caminos lleva a la capital?


—Sí, el de allí.
Eché a andar en la dirección que me había señalado uno de ellos, rumbo al
interior de la ciudad. Mogadiscio es una ciudad portuaria junto al océano índico y
por entonces era una hermosa ciudad. Mientras caminaba, alargaba el cuello para ver
los espléndidos edificios blancos rodeados de palmeras y flores de brillantes colores.
Gran parte de la arquitectura se debía a los italianos, de cuando Somalia era colonia
italiana. Las mujeres que pasaban lucían primorosos pañuelos de estampado
amarillo, rojo y azul; con ellos se rodeaban la cabeza y se los ataban debajo de la
barbilla, pues la brisa marina levantaba los picos. La fina y grácil tela flotaba detrás
de las mujeres, que andaban contoneándose. Vi a muchas mujeres musulmanas con
la cabeza cubierta por pañuelos y la cara tapada por velos oscuros. Las miré con
fijeza y me pregunté cómo sabían por dónde ir. La ciudad centelleaba bajo el sol y
todos los colores parecían electrizados.
Conforme avanzaba, iba deteniendo a la gente y preguntando cómo llegar al
barrio de mi hermana. No sabía el nombre de su calle, pero pensaba usar el mismo
sistema que había utilizado en Galcaio para encontrar a mi tío Ahmed. En cuanto
llegara a su zona, iría al mercado y preguntaría si la conocían. No obstante, no sería
tan crédula esta vez, y no dejaría que me «ayudaran» los desconocidos.
Llegué al barrio de Amam, encontré pronto un mercado y lo recorrí
tranquilamente, examinando la comida y decidiendo lo que compraría con mis
últimos céntimos somalíes. Finalmente compré leche en un puesto administrado por
dos mujeres; las escogí porque su leche era la más barata. Pero cuando tomé el
primer sorbo supe que había gato encerrado. Sabía mal.
—¿Qué le pasa a esta leche? —pregunté.
—¡Nada! ¡No le pasa nada a nuestra leche!
—Ay, vamos. Si hay algo que conozco es la leche. Y ésta no sabe bien. ¿Le han
añadido agua o algo así?
Finalmente reconocieron que la mezclaban con agua para venderla más
barata. A sus clientes no les molestaba. Nuestra conversación continuó y les dije que
había venido a la capital en busca de mi hermana, y les pregunté si conocían a
Amam.
—Sí, ¡ya me parecía que tu cara me era familiar! —exclamó una de las mujeres.

66
Waris Dirie Flor del desierto

Yo me reí, porque de niñas yo era idéntica a mi hermana. La conocían porque iba al


mercado cada día. La lechera llamó a su hijo pequeño y le dijo que me enseñara
dónde vivía mi hermana—. Llévala a casa de Amam, ¡y vuelve enseguida! —le
ordenó.
Caminamos por las tranquilas calles. Era la hora de la siesta y la gente
descansaba del calor. El niño señaló una pequeña choza. Yo entré y vi a mi hermana
dormida. Le sacudí un brazo y la desperté.
—¿Qué haces aquí...? —preguntó adormilada, y me miró como si fuese un
sueño.
Me senté en la cama y le conté que me había fugado, igual que ella años antes.
Por fin tenía alguien con quien hablar, alguien que sabía que me entendería;
entendería que a los trece años no podía soportar la idea de casarme con aquel viejo
estúpido, ni siquiera por papá.
Amam me explicó que había venido a Mogadiscio y encontrado su propio
marido, un hombre bueno y tranquilo, trabajador. Estaba embarazada de su primer
hijo, sólo faltaba un mes para su nacimiento. Sin embargo, cuando se levantó no me
pareció una mujer a punto de dar a luz. Con su metro noventa, se la veía
simplemente alta y elegante y, gracias a su holgado vestido africano, ni siquiera
parecía embarazada. Recuerdo haber pensado que era hermosa y que esperaba tener
el mismo porte que ella cuando me quedara embarazada.
Conversamos un rato y por fin me atreví a hacerle la pregunta que me moría
por plantearle:
—Amam, por favor, no quiero regresar a casa... ¿Puedo quedarme contigo?
—Así que te has fugado y has dejado a mami con todo el trabajo —comentó
con tristeza.
No obstante, aceptó que me quedara todo el tiempo que hiciera falta. Su
vivienda consistía en dos habitaciones: una minúscula, donde yo dormía, y otra que
ella compartía con su marido. Sin embargo, casi no le veíamos: iba a trabajar por la
mañana, regresaba a comer, dormía la siesta y regresaba al trabajo hasta muy
avanzada la tarde. Cuando se encontraba en casa hablaba tan poco que casi no
recuerdo nada de él, ni siquiera su nombre, ni lo que hacía para ganarse la vida.
Amam dio a luz una hermosa niña y la ayudé a cuidarla. También limpiaba la
casa, sacaba la ropa, la lavaba y la tendía.

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Waris Dirie Flor del desierto

Iba al mercado y hacía la compra; así que aprendí el fino arte del regateo.
Imitando a la gente de la zona, iba a un puesto y preguntaba de inmediato:
—¿Cuánto por esto o por lo otro?
E1 ritual bien podría haber formado parte de un guión, pues era el mismo
cada día: una mama colocaba delante de mí tres tomates, uno grande y dos más
pequeños, y me pedía lo que yo pagaría por tres camellos.
—¡Ay, es demasiado! —contestaba yo con expresión aburrida y un ademán de
la mano.
—Bien, venga pues, ¿cuánto quieres pagar?
—Dos cincuenta.
—¡Oh, no, no, no!
Momento en que yo me apartaba ostentosamente y hablaba con otra
vendedora, siempre a la vista de la primera. Luego regresaba y seguía donde lo había
dejado discutiendo hasta que una de las dos se cansaba y cedía.
Mi hermana no dejaba de manifestar su preocupación por nuestra madre,
inquieta porque desde que me fugué tuviera que hacerlo todo sola. Cada vez que
surgía el tema, parecía que yo era la única culpable. Yo también me preocupaba por
mamá, pero Amam nunca mencionaba que ella se había fugado primero. Volvían a
mi mente imágenes olvidadas de nuestra niñez. Mucho había cambiado en los
aproximadamente cinco años transcurridos desde que la había visto por última vez,
pero a sus ojos yo era todavía la chiquilla chistosa a la que había dejado atrás; y ella
sería siempre, pero siempre, la hermana mayor, la más sensata y sabia. Empecé a
darme cuenta de que, si bien nos parecíamos mucho en lo físico, nuestras
personalidades no se asemejaban en absoluto. Acabé por aborrecer su tendencia a ser
mandona. Cuando mi padre trató de casarme con el viejo me fugué porque creía que
había algo más en la vida. Cocinar, lavar y cuidar bebés —cosa que ya había hecho
hasta hartarme con mis hermanitos y hermanitas— no era lo que tenía en mente.
Un día me marché de la casa de Amam para encontrar lo que el destino me
tenía deparado. No lo comenté con ella ni le dije que me marchaba. Sencillamente,
me fui un día y no regresé. En aquel momento me pareció una buena idea, pero
todavía no sabía que nunca volvería a verla.

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Waris Dirie Flor del desierto

VII

MOGADISCIO

MIENTRAS vivía con ella, Amam me llevó de visita a casa de otros parientes
que residían en Mogadiscio. Por primera vez en mi vida, conocí a algunos miembros
de la familia de mi madre, quien se crió en la capital con su madre, cuatro hermanos
y cuatro hermanas.
Me alegro de haber conocido a mi abuela mientras estuve en Mogadiscio. Hoy
cuenta con noventa años, pero cuando me la presentaron tenía setenta y pico. Mi
abuela es una absoluta mama. Su rostro, de piel clara, muestra una mujer dura de
pelar, una mujer de carácter y férrea voluntad. De sus manos diríase que han
escarbado tanto en la tierra que les ha salido piel de cocodrilo.
Mi abuela se crió en un país árabe, pero no sé cuál. Es una musulmana devota,
reza cinco veces al día mirando hacia La Meca y cuando sale de casa se cubre la cara
con un velo oscuro; se cubre de pies a cabeza. Yo solía bromear con ella.
—Abuelita, ¿te encuentras bien? ¿Estás segura de que sabes adónde vas?
¿Puedes ver a través de esa cosa?
—Oh, vamos, vamos, vamos —me espetaba—. Esta cosa es totalmente
transparente.
—Bien, entonces, ¿puedes respirar y verlo todo? —insistía yo, y me echaba a
reír.
Fue al alojarme en casa de mi abuela cuando me di cuenta de dónde sacaba mi
madre su fuerza. Mi abuelo llevaba muchos años muerto y la abuela, como vivía sola,
se encargaba de todo.
Cuando la visitaba me dejaba agotada. En cuanto despertábamos por la
mañana estaba dispuesta a ponerse a trabajar.
—Venga, vamos, Waris, vámonos —me decía sin darme un respiro.
Vivía en un barrio bastante alejado del mercado. Cada día hacíamos las
compras.
—Venga, abuelita, tomémoslo con calma —le pedía yo—. Vayamos en

69
Waris Dirie Flor del desierto

autobús. Hace demasiado calor y el mercado está demasiado lejos para ir andando.
—¿Qué? ¡El autobús! Anda, vamos, vamos, vamos. Vámonos. ¡Querer ir en
autobús una jovencita como tú! Te estás volviendo holgazana, Waris. Hoy, todos los
niños..., no sé qué os pasa. Cuando yo tenía tu edad caminaba muchísimos
kilómetros... Criatura, vienes conmigo, ¿sí o no?
Y nos íbamos juntas, porque quedaba claro que si me rezagaba, ella se iría sin
mí. Camino de casa, la seguía, arrastrando los pies, cargando las bolsas.
Después de que me marchase de Mogadiscio, una de las hermanas de mi
madre murió, dejando nueve hijos. Mi abuela los cuidó y los crió como había hecho
con los suyos. Es una auténtica mama y hacía lo que tenía que hacerse.
Conocí a otro hijo suyo, el hermano de mi mamá, Wolde'ab. Un día fui al
mercado y, cuando regresé, estaba sentado en casa de mi abuela con uno de mis
primos encima del regazo. Aunque no le había visto antes, corrí hacia él porque allí
estaba un hombre que se parecía extraordinariamente a mi madre y yo echaba
mucho de menos todo lo que tuviera que ver con ella. Corrí hacia él y, como yo
también me parezco mucho a ella, fue un momento fantástico pero extraño, como
mirarse en un espejo distorsionado. Se había enterado de que me había fugado y me
encontraba en Mogadiscio.
—¿Eres quien creo que eres? —preguntó cuando me acerqué.
Aquella tarde reí más de lo que había reído desde que me fui de casa, porque
el tío Wolde'ab no sólo se parecía a mi madre, sino que también poseía el mismo
sentido del humor. Hermano y hermana debieron de formar un formidable equipo
cuando crecían, haciendo que todos en la familia se troncharan de risa hasta que se
les saltaran las lágrimas, y me habría gustado verlos juntos.
Pero la mañana en que me marché de casa de Amam, fui a la de mi tía L'uul.
La habíamos visitado poco después de mi llegada a Mogadiscio y aquel día decidí
que le pediría que me dejara alojarme con ella. Era tía política, pues estaba casada
con un hermano de mi madre, el tío Sayyid. Sin embargo, pasaba el día criando a sus
tres hijos a solas, ya que él vivía en Arabia Saudí. Puesto que la economía de Somalia
era tan pobre, el tío Sayyid trabajaba en Arabia Saudí y mandaba dinero a casa. Por
desgracia, estuvo fuera todo el tiempo que yo viví en Mogadiscio, de modo que no lo
conocí.
Cuando llegué, la tía L'uul se sorprendió, aunque parecía realmente contenta

70
Waris Dirie Flor del desierto

de verme.
—Tía, las cosas no funcionan muy bien entre Amam y yo, y me preguntaba si
podía quedarme contigo un tiempo.
—Pues sí, sabes que estoy sola con mis hijos. Sayyid está fuera casi todo el
tiempo y me vendría bien una ayuda. Sí, sería agradable.
Qué alivio el mío. Amam me había aceptado de mala gana y yo sabía que la
situación no la complacía. Su casa era diminuta y hacía relativamente poco que se
había casado. Además, lo que de veras quería era que yo regresara a casa para
tranquilizar su conciencia por haberse fugado hacía tantos años y haber dejado a
mamá.

En casa de Amam, y luego en la de la tía L'uul, me acostumbré a la vida de


interior. Al principio me pareció raro el confinamiento: el que un techo me ocultara el
cielo, el espacio limitado por las paredes, los matorrales y los olores de los animales
del desierto sustituidos por el olor del alcantarillado y del monóxido de carbono de
una ciudad atestada. La casa de mi tía era un poco más grande que la de Amam, pero
de ninguna manera espaciosa. Y aunque las instalaciones me ofrecían nuevos lujos —
mantenerme caliente de noche y seca cuando llovía— resultaban primitivas
comparadas con las normas occidentales modernas. Seguí respetando el agua, pues
era todavía un bien preciado. Se la comprábamos a un vendedor que la transportaba
en burro por el barrio, y luego la almacenábamos afuera, en un tonel. La familia la
usaba con suma prudencia para bañarse, limpiar, preparar té y cocinar. En la
reducida cocina, mi tía cocinaba sobre un fogón de camping—gas. Por la noche nos
quedábamos sentadas en la casa y charlábamos iluminadas por lámparas de
queroseno, ya que no había electricidad. El excusado era el típico en esa parte del
mundo: un agujero cavado en el suelo, por el que caían la orina y los excrementos,
cuyo hedor permanecía en pleno calor. Bañarse significaba llenar un cubo de agua,
meterlo en la casa y asearse con una esponja, dejando que el exceso bajara por el
hoyo del excusado.
Poco después de mi llegada a casa de la tía L'uul advertí que había conseguido
más de lo que esperaba al pedir un lugar en el que alojarme. También había
conseguido un trabajo de canguro a tiempo completo, cuidando a sus tres asquerosos
hijos. En realidad no debería decir que el bebé era asqueroso, pero su

71
Waris Dirie Flor del desierto

comportamiento me alteraba.
Cada mañana, hacia las nueve, mi tía se levantaba, desayunaba y se iba
alegremente a casa de sus amigas, con las que pasaba el día entero cotilleando sin
cesar sobre otras amigas, sus enemigos, sus conocidos y sus vecinos. Por fin, ya
avanzada la tarde, regresaba tranquilamente. Mientras ella se encontraba fuera, el
bebé de tres meses lloraba sin parar; quería comer y cuando yo lo cogía en brazos
trataba de mamar.
—Mira, tía..., ¡por todos los cielos!... Tienes que hacer algo. El bebé trata de
chuparme cada vez que le cojo en brazos y yo no tengo leche. ¡Si ni siquiera tengo
tetas! —le decía yo cada día.
—Pues no te preocupes, dale un poco de leche —contestaba ella con placidez.
Además de limpiar la casa y cuidar del bebé tenía que vigilar a una niña de
nueve años y a un crío de seis. Eran como animales salvajes. No sabían comportarse
—obviamente porque su madre no les había enseñado nada—. Traté de remediar la
situación dándoles unas buenas azotainas cada vez que podía. Pero tras años de
andar por ahí como hienas no iban a convertirse en angelitos de la noche a la
mañana.
Según pasaban los días, yo me sentía cada vez más frustrada. Me preguntaba
cuántas situaciones imposibles como ésta tendría que soportar antes de que me
sucediera algo positivo. Siempre buscaba el modo de mejorar las cosas, de avanzar,
de encontrar la misteriosa oportunidad que yo sabía que me aguardaba. Cada día me
preguntaba: «¿Cuándo ocurrirá? ¿Hoy? ¿Mañana? ¿Adónde iré? ¿Qué voy a hacer?».
No tengo idea de por qué me lo preguntaba. Supongo que en aquella época creía que
todos teníamos unas vocecitas que nos hablaban. No obstante, desde que lo recuerdo,
siempre supe que mi vida sería distinta a la de los otros. Lo que no sabía era hasta
qué punto sería diferente.
Mi estancia en casa de la tía L'uul llegó al punto crítico al cabo de
aproximadamente un mes. Una tarde, mientras ella hacía su ronda de cotilleos, su
hija mayor, la de nueve años, desapareció. Primero salí y la llamé. Cuando no
contestó, caminé por todo el barrio buscándola. Finalmente la encontré en un túnel
con un chiquillo. Era una niña muy voluntariosa y curiosa, y cuando la encontré se
estaba mostrando muy inquisitiva acerca de la anatomía del niño. Entré en el túnel,
la cogí del brazo y la levanté bruscamente. El niño echó a correr como un animal
espantado. En cuanto a mi prima, durante todo el camino a casa le fui dando

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Waris Dirie Flor del desierto

nalgadas. Nunca en mi vida me había sentido tan enojada con una niña.
Aquella tarde, cuando su madre regresó a casa, la niña se quejó, lloriqueando,
de las azotainas que le había dado. Mi tía L'uul se puso furiosa.
—¿Por qué pegas a mi hija? —quiso saber—. Mantén las manos apartadas de
mi bebé. Te voy a pegar a ti, a ver si te gusta —me gritó y se aproximó a mí,
amenazadora.
—Créeme, no quieras saber por qué le pegué, ¡porque no querrás saber lo que
yo sé! Si hubieses visto lo que hizo hoy, dirías que no es hija tuya. Esta criatura está
descontrolada, es como un animal.
Mi explicación no mejoró nuestra relación. De pronto, después de dejar que
yo, una chiquilla de trece años, aguantara a sus tres hijos de menos de diez años..., de
pronto, digo, el bienestar de su hija se le antojó de suma importancia. Se abalanzó
sobre mí con el puño levantado y amenazó con propinarme una paliza por lo que le
había hecho a su angelito. Pero yo ya estaba harta, no sólo de ella, sino también del
mundo entero.
—¡Oye, ni se te ocurra tocarme! —grité—. Si lo haces, vas a acabar calva.
Con esto puse fin a la posibilidad de que me pegan, aunque supe que tenía
que irme. Pero, ¿adónde ir esta vez?

Al levantar la mano para llamar a la puerta de mi tía Sahru, hermana de mi


madre, pensé: «Allá vamos de nuevo, Waris». Con expresión medio avergonzada, la
saludé cuando me abrió. Tema cinco hijos y me pareció que esto no suponía un buen
augurio para mi felicidad, pero, ¿qué remedio me quedaba? (Convertirme en
carterista o mendigar comida en la calle? Sin entrar en detalles acerca de mis razones
por marcharme de casa de la tía L'uul, le pregunté si podía quedarme un tiempo con
su familia.
—Tienes una amiga aquí —contestó, para gran sorpresa mía—. Si quieres
quedarte con nosotros, eres bienvenida. Si quieres hablar de algo, estoy aquí.
La cosa empezaba mejor de lo que había anticipado. Por supuesto, empecé a
ayudar en los quehaceres de la casa, pero como la hija mayor de mi tía Sahru, Fátima,
contaba diecinueve años, sobre ella recaía la mayor parte de la responsabilidad.

73
Waris Dirie Flor del desierto

Mi pobre prima Fátima trabajaba como una esclava. Se levantaba temprano


cada día, iba a la universidad, regresaba a las doce y media a preparar la comida,
regresaba a la escuela y volvía hacia las seis y media a preparar la cena. Después de
la cena limpiaba y luego estudiaba hasta muy entrada la noche. No sé por qué
motivo, su madre la trataba de modo distinto y exigía mucho más de ella que de sus
otros hijos. Con todo, Fátima se portó bien conmigo; me trató como una amiga y en
aquella época yo necesitaba una amiga. No obstante, me parecía que su madre era
injusta con ella, de modo que traté de ayudarla a hacer la cena. No sabía cocinar,
pero me esforcé por aprender observándola. La primera vez que probé la pasta fue
cuando la preparó Fátima, y me pareció celestial.
Mis deberes consistían principalmente en limpiar la casa, y mi tía Sahru
todavía dice que soy la que mejor limpia de todas las que ha tenido en casa. Fregaba
y pulía la casa, un trabajo arduo, aunque prefería limpiar a hacer de niñera, sobre
todo después de mis aventuras de los últimos meses.

Como Amam, mi tía Sahru seguía preocupándose por mi madre y el hecho de


que se hubiese quedado sin hijas mayores que la ayudaran. Quizá mi padre la
ayudaba con los animales, pero no levantaría un dedo para cocinar, coser, tejer cestas
o cuidar a los niños. Era trabajo de mujeres y, por tanto, problema de mamá. Después
de todo, ¿no había colaborado al traer otra esposa que la ayudara? Sí, seguro. Pero a
mí también me preocupaba esto desde la oscura mañana en que la vi por última vez.
Cuando pensaba en ella recordaba lo muy cansada que parecía su cara a la luz de la
hoguera la noche antes de mi partida. No podía apartar estos pensamientos de mi
cabeza mientras corría por el desierto, buscando Mogadiscio. El recorrido se me
había antojado tan interminable como mi dilema: ¿cuál era la mejor elección? ¿Cuidar
a mi madre o deshacerme del viejo? Recuerdo un ocaso cuando me desplomé bajo un
árbol y pensé: «¿Quién va a cuidar a mamá ahora? Ella va a cuidar de todos, pero a
ella, ¿quién la va a cuidar?». ¿Sin embargo, ahora no tenía sentido que diera marcha
atrás, pues significaría que mis sufrimientos de los últimos meses no habrían servido
de nada. Si regresaba a casa, mi padre no dejaría pasar un solo mes sin traer cada
tonto cojo y decrépito del desierto que poseyera un camello para tratar de casarme
con él. Entonces no sólo tendría que aguantar un marido, sino que no estaría presente
para ayudar a mi madre. No obstante, un día decidí que un remedio parcial a este
problema consistía en ganar dinero y mandárselo; así podría comprar las cosas que

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Waris Dirie Flor del desierto

su familia precisaba y no tendría que trabajar tan duro.


Me dediqué, pues, a buscar empleo; lo busqué por toda la ciudad. Un día, mi
tía me mandó al mercado a hacer las compras, y camino de casa pasé frente a un
solar en construcción. Me paré y vi cómo los hombres cargaban ladrillos y mezclaban
hormigón echando paladas de arena y removiéndolo con un azadón.
—¡Eh! —grité—, ¿llenen trabajo?
El tipo que ponía los ladrillos se detuvo y se burló de mí.
—¿Quién quiere saberlo?
—Yo. Necesito un trabajo.
—No. No tenemos trabajo para chiquillas flacas como tú. Algo me dice que no
eres albañil. —Y se rió de nuevo.
—Oiga, se equivoca. Puedo hacerlo..., soy muy fuerte. En serio. —Señalé a los
tipos que mezclaban el hormigón, que habían dejado de trabajar y cuyos pantalones
apenas les cubrían el trasero—. Puedo ayudarlos. Puedo traer toda la arena y
mezclarla tan bien como ellos.
—De acuerdo, de acuerdo. ¿Cuándo empiezas?
—Mañana por la mañana.
—Ven a las seis y veremos lo que puedes hacer.
Regresé a casa de mi tía Sahru con la sensación de estar flotando: apenas
tocaba el suelo con los pies. ¡Tenía un empleo! Ganaría dinero..., ¡al contado! Y
ahorraría cada centavo y se lo mandaría a mamá. Se iba a llevar una sorpresa.
Al llegar a casa se lo conté a mi tía. No se lo creyó.
—¿Que has conseguido un trabajo dónde? —Para empezar, no creía que una
chica quisiera hacer esa clase de trabajo—. ¿Y qué es, exactamente, lo que vas a hacer
para esos hombres?
En segundo lugar, no creía que el jefe empleara a una mujer, y menos a mí,
porque todavía parecía medio muerta de hambre. Pero cuando insistí en que era
verdad no le quedó más remedio que creerme.
Cuando por fin me creyó, se enojó porque tenía la intención de vivir con ella y,
en lugar de ayudar con los quehaceres de la casa, trabajar para otra persona.

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Waris Dirie Flor del desierto

—Mira —respondí cansada—, necesito mandar dinero a mamá y, para


hacerlo, tengo que conseguir un empleo. Será éste u otro, pero tendré que hacerlo.
¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Mi carrera de albañil empezó al día siguiente, muy temprano. Y fue horrible.
Todo el día me deslomé cargando pesadísimos montones de arena; no tenía guantes
y el asa del cubo me cortó las manos, y aparte de las heridas se me formaron unas
enormes ampollas. Al final de la jornada, las ampollas se habían abierto y me
sangraban las manos. Todos creyeron que esto me haría renunciar, pero yo estaba
resuelta a regresar al día siguiente.
Aguanté un mes, hasta tener las manos tan destrozadas que apenas podía
doblarlas. Pero cuando dejé aquel empleo había ahorrado el equivalente a sesenta
dólares. Con orgullo, informé a mi tía de que había ahorrado dinero para mandárselo
a mamá. Un hombre que mi tía conocía nos había visitado hacía poco y pronto iría
al» desierto con su familia; se ofreció a llevar el dinero.
—Sí, conozco a su gente; puedes confiar en ellos —me i dijo mi tía.
Huelga decir que fue el fin de los sesenta dólares. Años más tarde me
enteraría de que, después de tanto esfuerzo, mi madre no vio un solo centavo.
Cuando dejé el trabajo de albañil me dediqué de nuevo a los quehaceres en
casa de mi tía. Al poco, estaba yo limpiando, como de costumbre, cuando acudió un
invitado distinguido: el embajador somalí en Londres. Resulta que el embajador,
Mohamed Chama Farah, estaba casado con otra tía mía, Maruim, hermana de mi
madre. Mientras limpiaba la habitación contigua le oí conversar con mi tía Sahru.
Había venido a Mogadiscio en busca de una criada antes de tomar el cargo
diplomático en Londres, cargo que duraría cuatro años. Supe, instantáneamente, que
aquélla era la oportunidad que esperaba.
Irrumpí en la habitación.
—Tía, necesito hablarte.
Ella me miró exasperada.
—¿Qué pasa, Waris?
—Por favor..., aquí. —Cuando traspuso la puerta y estuvo fuera de la vista del
embajador la cogí con fuerza del brazo—. Por favor, te lo ruego, dile que me lleve a

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Waris Dirie Flor del desierto

mí. Puedo ser su criada.


Cuando mi tía me miró vi su expresión herida, pero yo, chiquilla voluntariosa,
sólo pensaba en mis deseos en lugar de pensar en lo que había hecho por mí.
—¡Tú! No sabes nada de nada. ¿Qué vas a hacer en Londres?
—¡Puedo limpiar! ¡Dile que me lleve a Londres, tía! ¡Quiero ir!
—No lo creo. Ahora, deja de incordiar y ponte a trabajar.
Regresó a la otra habitación y se sentó junto a su cuñado.
—¿Por qué no la llevas? —la oí preguntar en voz queda—. Es realmente
buena, ¿sabes? Es muy buena para limpiar.
Mi tía me llamó. Traspuse la puerta de un brinco y me planté delante de ellos
con el plumero en una mano y masticando chicle ruidosamente.
—Soy Waris. Está casado con mi tía, ¿verdad?
E1 embajador frunció el entrecejo.
—¿Te molestaría sacarte ese chicle de la boca? —Lo escupí hacia un rincón. Él
miró a mi tía Sahru—. ¿Es ésta la chica? ¡Ay, no, no, no!
—Soy excelente. Sé limpiar, sé cocinar... ¡Y soy buena con los niños!
—Oh, sí, estoy seguro de que sí.
Me volví hacia mi tía.
—Dile...
—Basta, Waris. Vuelve a tu trabajo.
—¡Dile que soy la mejor!
—¡Waris! ¡Calla! —Y a mi tío le comentó—: Es mayé joven todavía, pero es
muy buena trabajadora. Créeme, te servirá bien...
El tío Mohamed permaneció quieto un rato, mirándome con expresión
asqueada.
—De acuerdo. Escucha, nos vamos mañana. ¿De acuerdo? Vendré por la tarde
con tu pasaporte y luego nos marcharemos a Londres.

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VIII

EL VIAJE A LONDRES

¡LONDRES! No sabía nada de esa ciudad, pero me gustaba cómo sonaba su


nombre. No sabía dónde estaba, pero sí sabía que quedaba muy lejos y lo que yo
quería era ir muy lejos. Me parecía la respuesta a mis oraciones, pero demasiado
buena para ser cierta.
—Tía, ¿de veras iré? —chillé.
Ella agitó un dedo, reprendiéndome.
—Tú, cállate. No empieces. —Pero al ver mi expresión de pánico sonrió—. De
acuerdo, sí, de veras que irás.
Presa de excitación, corrí a contárselo a mi prima Fátima, que apenas
empezaba a preparar la cena.
—¡Voy a ir a Londres! ¡Voy a ir a Londres! —grité y bailoteé en la cocina.
—¿Qué? ¡Londres! —Me cogió del brazo, interrumpiendo una vuelta, y me
obligó a explicárselo—. Vas a ser blanca —anunció, sin más.
—¿Qué has dicho?
—Que vas a ser blanca, ya sabes..., blanca.
No lo sabía. No tenía idea de qué hablaba, pues nunca había visto a una
persona blanca y, de hecho, ni siquiera sabía que existieran tales personas. No
obstante, su comentario no me alteró en lo más mínimo.
—Cierra el pico, por favor —pedí en mi tono más altanero—. Sólo estás celosa
porque voy a ir a Londres y tú no. —Continué bailando, meciéndome y batiendo
palmas, como si celebrara la llegada de la lluvia—. Voy a ir a Londres —canturreé—.
Oaieee... ¡Voy a ir a Londres!
—¡Waris! —gritó mi tía Sahru con acento amenazador.
Aquella tarde me equipó para el viaje. Recibí mi primer par de zapatos, unas
sandalias de fina piel. En el avión lucí un largo vestido de alegre colorido que ella me
regaló, cubierto por una holgada túnica africana. No tenía maleta, pero daba igual,

78
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pues no poseía nada salvo las prendas que me pondría cuando el tío Mohamed me
recogiera al día siguiente.
Cuando salimos de casa para ir al aeropuerto, me despedí de la tía Sahru, de
la querida Fátima y de todos mis primitos con un abrazo y un beso. Fátima se había
mostrado tan bondadosa conmigo que deseaba llevármela. Pero sabía que había
trabajo para una sola persona, y en ese caso me alegraba de que fuese para mí. El tío
Mohamed me dio mi pasaporte y lo contemplé maravillada: mi primer documento
oficial, pues no poseía partida de nacimiento ni nada que llevara mi nombre. Al
entrar en el coche me sentí muy importante y me despedí con la mano de mi familia.

Hasta aquel día había visto los aviones desde el suelo; algunas veces, cuando
salía con mis cabras, los veía sobrevolar el desierto, de modo que sabía que existían.
No obstante, nunca vi uno de cerca hasta la tarde en que me marché de Mogadiscio.
El tío Mohamed me acompañó por el aeropuerto y nos detuvimos delante de la
puerta del avión. En la pista vi un gigantesco jet británico centelleando bajo el sol
africano. En aquel momento oí a mi tío parlotear algo como:
—... tu tía Maruim te espera en Londres. Yo me reuniré con vosotras en unos
días. Debo atender unos asuntos antes de poder irme.
Boquiabierta, me volví hacia él, quien puso el billete de avión en mis manos.
—Ahora no vayas a perder tu billete..., ni tú pasaporte..., Waris. Son
documentos muy importantes, así que aférrate a ellos.
—¿No va a venir conmigo? —Apenas conseguí pronunciar las palabras con
voz entrecortada.
—No —contestó impaciente—. Tengo que quedarme unos días más.
Me eché a llorar; tema miedo de ir sola y, ahora que mi partida de Somalia era
inminente, no estaba segura de que fuese una buena idea. Pese a todos sus
problemas, era el único hogar que conocía y lo que me esperaba era un misterio
absoluto.
—Vamos..., todo irá bien. Alguien irá a buscarte al aeropuerto de Londres; te
dirán lo que tienes que hacer cuando llegues. —Solté un quedo gemido y mi tío me
empujó con suavidad hacia la puerta—. Anda, el avión se va. Súbete... Súbete al

79
Waris Dirie Flor del desierto

avión, Waris.
Petrificada de miedo, crucé la ardiente pista. Examiné al personal de tierra que
correteaba en torno al jet, preparándolo para el despegue. Mi mirada siguió a los
hombres que cargaban el equipaje, al equipo que revisaba el avión, y luego miré la
escalerilla y me pregunté cómo se suponía que iba a entrar en esa cosa. Opté por la
escalerilla y empecé a subirla. Sin embargo, como no estaba acostumbrada a los
zapatos, me costó salvar los resbalosos peldaños sin tropezar con mi vestido largo.
Una vez a bordo, no sabía por dónde ir y sin duda parecía una idiota redomada. Los
pasajeros ya estaban sentados y, mientras me echaban una ojeada inquisitiva, me
pareció que pensaban: «¿Quién diablos es esta boba campesina que ni siquiera sabe
viajar en avión?». Me volví, y me senté en un asiento vacío al lado de la puerta.
Fue la primera vez que vi a una persona blanca. Un blanco sentado a mi lado
me dijo:
—Éste no es tu asiento.
Al menos supongo que me dijo eso, pues yo no hablaba una sola palabra de
inglés. Le miré, presa del pánico, y pensé: «¡Ay, Dios mío! ¿Qué me está diciendo este
hombre? ¿Y por qué tiene ese aspecto?». Él repitió lo que había dicho y yo repetí mi
expresión de pánico, pero entonces, gracias a Dios, la azafata llegó y me quitó el
billete. Obviamente, esta mujer sabía que yo no tenía la menor idea de qué debía
hacer. Me asió del brazo y me guió por el pasillo hasta mi asiento, ciertamente no en
primera clase, donde me había yo instalado al principio. Mientras andaba, todos los
rostros se volvieron a mirarme. La azafata me sonrió y me señaló mi asiento. Me dejé
caer en él, contenta de que ya no me vieran. Con una sonrisa bobalicona, incliné la
cabeza hacia ella a modo de agradecimiento.
Poco después del despegue, la misma azafata regresó con una cesta de
caramelos, que me presentó con otra sonrisa. Con una mano levanté un pliegue de
mi vestido a fin de formar una bolsa, como si cogiera frutas, y con la otra tomé un
gran puñado de caramelos. Estaba muerta de hambre, así que pensaba atiborrarme.
¿Quién sabía cuándo iba a ver más comida? Mi mano volvió a por otro puñado y la
azafata trató de apartar la cesta. Me estiré y me aferré a la cesta, en tanto ella la iba
alejando de mi alcance.
«¡Ay, cielos! —parecía decir su cara—. ¿Qué voy a hacer con ésta?»
Mientras desenvolvía y devoraba mis caramelos observé a los blancos que me
rodeaban. Se me antojaron fríos y enfermizos. «Necesitan sol», les habría comentado,

80
Waris Dirie Flor del desierto

de haber hablado inglés. Daba por sentado que se trataba de una enfermedad
pasajera; no podían estar siempre así, ¿verdad? Seguro que se habían quedado
blancos porque llevaban demasiado tiempo sin sol. Entonces decidí que quería tocar
a uno a la primera oportunidad, porque quizá podría quitarles la blancura
frotándolos un poco; acaso debajo de lo blanco eran realmente negros.
Al cabo de unas nueve o diez horas en el avión sentía una necesidad
desesperada de orinar. Estaba a punto de estallar, pero no sabía a dónde ir. «Vamos,
Waris —me dije—, puedes averiguarlo.» Así pues, después de observar atentamente,
advertí que toda la gente a mí alrededor se levantaba y se dirigía hacia una única
puerta. «Debe de ser allí», razoné. Me puse en pie y fui hacia la puerta, justo cuando
alguien salía. Adentro, cerré la puerta y miré alrededor. «Tiene que ser aquí, pero,
¿cuál es el lugar exacto?»
Descarté el lavabo. Examiné el asiento del váter, lo olfateé y decidí que aquél
era el lugar indicado. Encantada, me senté y..., ¡uf!
Mi alivio duró hasta que me levanté y me di cuenta de que mi pis se quedaba
allí. «Ahora, ¿qué hago?» No quería dejarlo allí para que lo viera la siguiente
persona. «Pero, ¿cómo lo saco de aquí?» Como no hablaba —ni leía— inglés, la
palabra flush impresa encima del botón no me decía nada. Y aunque la hubiese
entendido, nunca en mi vida había visto un retrete con palanca de cisterna. Estudié
cada palanca, cada botón y cada tornillo. Me pregunté si con «éste» haría desaparecer
la orina. Una y otra vez volví al botón de la cisterna, pues me parecía el más obvio.
Pero tenía miedo de que, si lo pulsaba, el avión estallara. En Mogadiscio había oído
que eso ocurría de vez en cuando. Con las constantes luchas políticas, la gente
hablaba de bombas y explosiones, de hacer estallar esto o lo otro. Si yo pulsaba ese
botón, el aparato entero podría estallar y todos moriríamos. Tal vez eso rezaba
encima del botón: «¡NO PULSAR! ¡HARÁ ESTALLAR EL AVIÓN!». Más valía no
arriesgarme por un poco de pis, decidí. Con todo, no quería que otros encontraran
trazas del mío y estaba segura de que sabrían exactamente quién lo había dejado
porque para entonces todos estaban fuera, llamando a la puerta.
Impulsada por una ráfaga de inspiración, cogí un vaso de papel usado, lo
llené de agua que goteaba del grifo y la eché por el retrete, pues me pareció que si
diluía la orina, la siguiente persona creería simplemente que estaba lleno de agua. Me
afané, pues, y llenaba el vaso, echaba el agua, llenaba el vaso, echaba el agua. Para
entonces, la gente no sólo llamaba a la puerta, sino que también gritaba. Y yo no
podía contestar, ni siquiera con «un momento...». De modo que seguía adelante con

81
Waris Dirie Flor del desierto

mi plan, llenando el vaso ya desgastado con el agua que goteaba del grifo, y no me
detuve hasta que el nivel de agua llegó justo por debajo del borde del asiento. Sabía
que si añadía una sola gota más se derramaría. Pero al menos el contenido parecía
agua corriente. Me levanté, pues, me alisé el vestido y abrí la puerta. Con los ojos
clavados en el suelo, me abrí paso entre la multitud allí reunida, y me alegré de no
haber hecha caca.

Cuando aterrizamos en Heathrow, el miedo que me daba tener que


enfrentarme a un país extraño se vio superado por el alivio de bajar del avión. Me
alegré al pensar que al menos mi tía estaría esperándome. Conforme descendía del
jet, el cielo fuera de la ventana cambió de blancas y esponjosas nubes a un borrón
gris. Cuando los otros pasajeros se pusieron en pie, los imité y me dejé llevar por la
oleada de cuerpos que salían del aparato, sin saber a dónde ir ni qué hacer. La
multitud avanzó hasta que llegamos a una escalera. Pero había un problema: la
escalera se movía. Me detuve en seco y la observé. El mar de gentes se separó a mí
alrededor, las vi subir tranquilamente á la escalera móvil y ascender. Imitándolas, di
un paso al frente y subí a la escalera mecánica. Pero una de mis sandalias se me cayó
y se quedó en el suelo.
—¡Mi zapato! ¡Mi zapato! —grité en somalí y traté de correr hacia abajo para
recuperarlo.
Pero el apretujado gentío detrás de mí no me dejaba moverme.
Cuando nos bajamos de la escalera avancé cojeando con una única sandalia.
Luego llegamos a la aduana. Miré a los blancos con su elegante uniforme británico...,
pero no sabía quiénes eran. Un funcionario de aduanas me habló en inglés.
Aproveché la oportunidad y gesticulé en dirección de la escalera.
—¡Mi zapato! ¡Mi zapato! —chillé en somalí.
El funcionario me miró con una expresión entre airada, aburrida y sufrida, y
repitió su pregunta. Yo solté una risita nerviosa y olvidé de momento mi zapato. El
oficial señaló mi pasaporte y se lo entregué. Tras examinarlo con atención, lo selló y
con un gesto de la mano, me indicó que siguiera adelante.
Fuera de la aduana un hombre con uniforme de chófer me abordó y me
preguntó en somalí:

82
Waris Dirie Flor del desierto

—¿Estás aquí para trabajar para el señor Farah?


Fue tal mi alivio, al encontrar a alguien que hablara mi idioma que exclamé
extasiada:
—¡Sí! ¡Si! Soy yo, Waris. —El chófer echó a andar, queriendo alejarme, pero lo
detuve—. Mi zapato, tenemos que bajar a por mí zapato.
—¿Tu zapato?
—Sí, sí, está allí.
—¿Dónde está?
—Está debajo de esa escalera que se mueve. —Señalé en la dirección
opuesta—. Lo perdí cuando me subí a la escalera.
El chófer bajó la vista hacia mis pies, uno con sandalia y el otro desnudo.
Por suerte, como también hablaba inglés, consiguió que nos dejaran volver a
entrar a por mí sandalia. Sin embargo, cuando llegamos al lugar donde la había
perdido no había señales del dichoso zapato. Me costaba creer que mi suerte fuese
tan mala. Me quité la otra sandalia y, con ella en mano, escruté el suelo mientras
volvíamos a subir. Pero ahora tenía que volver a pasar por la aduana. En esta ocasión
el mismo funcionario pudo hacerme las mismas preguntas, pero con la traducción
del chófer.
—¿Cuánto tiempo va a quedarse? —inquirió el funcionario. Yo me encogí de
hombros—. ¿A dónde va?
—A vivir con mi tío, el embajador —contesté orgullosa.
—Su pasaporte dice que tiene dieciocho años, ¿es cierto?
—¿Qué? ¡No tengo dieciocho años! —protesté ante el chófer.
Él lo tradujo.
—¿Tiene algo que declarar?
Como no entendí la pregunta, el chófer me lo explicó.
—¿Qué traes contigo al país?
Levanté una sandalia. El funcionario de aduanas la " miró un minuto, agitó
ligeramente la cabeza, me devolvió mi pasaporte y nos indicó que saliéramos.
—Oye, tú pasaporte dice que tienes dieciocho años, y eso es lo que le dije al

83
Waris Dirie Flor del desierto

hombre —me explicó el chófer, conforme me guiaba por el abarrotado aeropuerto—.


Si alguien te lo pregunta, debes decir que tienes dieciocho años.
—Pero no tengo dieciocho años —le respondí enojada—. Eso es ser viejo.
—Bien, ¿cuántos tienes?
—No lo sé, unos catorce, pero no soy tan vieja.
—Oye, eso dice tu pasaporte, y ésa es la edad que tienes ahora.
—¿Qué me estás diciendo? No me importa lo que ponga en mi pasaporte...
¿Por qué dice eso, si yo te digo que no es verdad?
—Porque eso es lo que les dijo el señor Farah.
—¡Pues está loco! ¡No sabe nada! Cuando llegamos al coche estábamos
gritándonos y el chófer y yo sentíamos una fuerte antipatía mutua.
Yo iba descalza. En Londres nevaba. Me puse mi única sandalia, tirité y me
envolví en mi fina túnica de algodón. Nunca había visto un tiempo como éste ni
había visto nieve.
—¡Ay, Dios mío! ¡Aquí hace mucho frío!
—Ya puedes ir acostumbrándote. El chófer salió del aeropuerto y se unió al
matutino tráfico londinense. Me sentí terriblemente triste y solitaria, en un lugar
completamente desconocido, ajeno, rodeada únicamente de caras blancas y
enfermizas. ¡Alá! ¡Cielos! ¡Mamá! ¿Dónde estoy? En aquel momento anhelaba
desesperadamente ver a mi madre. Aunque el suyo fuese el único otro rostro negro,
el chófer del tío Mohamed no me supuso un consuelo. Obviamente, me consideraba
inferior.
Mientras conducía me habló de la casa a la que iba. Viviría allí con mi tío y mi
tía, con la madre del tío Mohamed, con otro tío que no conocía —un hermano de mi
madre y de la tía Maruim—, y mis siete primos, hijos de mis tíos Mohamed y
Maruim. Después de decirme quién vivía en la casa, me informó de a qué hora debía
levantarme, lo que haría, lo que cocinaría, dónde dormiría, cuándo me acostaría y
cómo lo haría: agotada al final de cada día.
—¿Sabes?, tu tía, la patrona, dirige su casa con puño de hierro —me confió con
toda tranquilidad—. Te lo advierto, le hace difícil la vida a todo el mundo.
—Pues puede que a usted le haga la vida difícil, pero es mi tía.

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Waris Dirie Flor del desierto

Después de todo era mujer, hermana de mi madre, me dije. Pensé en lo mucho


que echaba de menos a mi madre, y lo buenas que habían sido conmigo mi tía Sahru
y Fátima. Hasta Amam tenía buenas intenciones pero no nos entendíamos. Las
mujeres de la familia se querían y se cuidaban mutuamente. Me recosté en el
respaldo, de súbito rendida tras un viaje tan largo.
Con los ojos entornados miré por la ventanilla, tratando de averiguar de
dónde venían los copos blancos. Paulatinamente, la nieve estaba poniendo las calles
blancas, mientras nos deslizábamos por la elegante zona residencial de Harley Street.
Cuando nos detuvimos delante de la casa de mi tío la observé, atónita, y me di
cuenta de que iba a vivir en este lugar grandioso. Nunca, en mi limitada experiencia
de África, había visto nada igual. La residencia del embajador consistía en una
mansión de cuatro pisos y era amarilla, mi color preferido. Nos dirigimos hacia la
puerta delantera, una impresionante entrada con montante de abanico. En el interior,
un enorme espejo de marco dorado reflejaba una pared tapizada de libros, una pared
de la biblioteca.
La tía Maruim vino a recibirme al vestíbulo.
—¡Tía! —grité.
Una mujer ligeramente menor que mi madre, vestida con elegantes ropas
occidentales, se hallaba en el vestíbulo.
—Entra —me contestó con frialdad—. Cierra la puerta. —Yo tenía intención
de correr hacia ella, pero algo en su modo de quedarse quieta, con las manos juntas,
me dejó petrificada en la entrada—. Primero quisiera enseñarte la casa y explicarte
cuáles serán tus obligaciones.
—¡Oh! —Sentí que me abandonaba la última chispa de energía que me
quedaba— Tía, estoy muy cansada. Sólo quiero acostarme. ¿Puedo irme a dormir
ahora, por favor?
—Bueno, pues sí. Ven conmigo.
Entró en la sala de estar y, mientras subíamos por la escalera, vislumbré el
elegante mobiliario: la araña en el techo, el sofá blanco con docenas de cojines, óleos
abstractos sobre la repisa de la chimenea, en la cual crepitaban unos leños. La tía
Maruim me llevó a su dormitorio y me dijo que podía dormir en su cama, una cama
de cuatro postes del tamaño de la choza de mis padres y cubierta por un hermoso
edredón. Acaricié la sedosa tela y disfruté de su textura.

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Waris Dirie Flor del desierto

—Cuando despiertes te enseñaré la casa.


—¿Vas a despertarme?
—No. Ya te despertarás sola. Duerme todo lo que quieras.
Me metí debajo de las mantas y pensé que nunca había sentido nada tan suave
y celestial. La tía cerró la puerta sin hacer ruido y me dormí con la impresión de estar
cayendo por un túnel, un largo y oscuro túnel.

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Waris Dirie Flor del desierto

IX

LA CRIADA

CUANDO abrí los ojos creí que todavía estaba soñando, y era un sueño
hermoso. ¡Despertar en aquella enorme cama en una hermosa habitación! Al
principio no creí que aquello fuese real. Esa noche, la tía Maruim debió de dormir
con una de sus hijas, pues permanecí inconsciente en su habitación hasta la mañana
siguiente. Pero en cuanto salté de la cama, mi vida de fantasía chocó con la vida real.
Salí de la habitación de mi tía, situada en el primer piso, y andaba vagando
por la casa cuando me encontró.
—Bueno, por fin te has levantado. Vamos a la cocina y te enseñaré lo que vas a
hacer.
Aturdida, la seguí a la estancia que llamaba cocina y que nada tenía que ver
con la cocina de mi tía en Mogadiscio. Estaba rodeada de armarios de un blanco
cremoso y centelleantes azulejos de cerámica azul. En el centro, dominando la
habitación, había una cocina de seis fogones. Mi tía abrió y cerró bruscamente varios
cajones.
—Y aquí están los utensilios, los cubiertos y los manteles —iba diciendo. Yo
no tenía idea de qué hablaba ni qué era todo aquello que me enseñaba, y mucho
menos qué debía hacer con eso—. Cada mañana a las seis y media servirás el
desayuno a tu tío, porque él va a la embajada temprano. Es diabético, así que
tenemos que vigilar su dieta. Desayuna siempre lo mismo: una infusión y dos huevos
pasados por agua. Yo quiero el café en mi habitación, a las siete; luego, prepararás
tortitas para todos los niños; ellos desayunan a las ocho en punto porque tienen que
estar en la escuela a las nueve. Después del desayuno...
—Tía, ¿cómo se supone que he de saber hacer todas estas cosas? ¿Quién va a
enseñarme? No sé cómo hacer, ¿cómo era?, tortitas. ¿Qué son tortitas?
La tía Maruim acababa de respirar hondo y estaba señalándome la puerta
cuando la interrumpí. Contuvo el aliento un momento, con el brazo tendido todavía,
y me miró con una expresión muy próxima al pánico. Luego soltó poco a poco el
aliento, bajó el brazo y juntó las manos como la primera vez que la vi.

87
Waris Dirie Flor del desierto

—La primera vez las haré yo, Waris. Pero debes observarme bien. Observa
muy atentamente, escucha y aprende.
Yo asentí con la cabeza y ella volvió a respirar y siguió donde lo había dejado.

Tras la primera semana y algunos desastres de poca importancia, conseguí


convertir la rutina en una ciencia. La seguí a diario, los 365 días del año, durante
cuatro años. Aunque era una chica que no tenía noción del tiempo, aprendí a vigilar
el reloj y a regirme por él. De pie a las seis, el desayuno de mi tío a las seis y media, el
café de mi tía a las siete, el desayuno de los niños a las ocho. Luego limpiaba la
cocina. El chófer traía el coche después de haber dejado a mi tío en la embajada y
llevaba a los niños a la escuela. A continuación me ponía a limpiar el dormitorio de
mi tía, luego su cuarto de baño, y continuaba con lo mismo en cada habitación de la
casa: quitaba el polvo, pasaba la fregona y enceraba de abajo arriba las cuatro plantas
de la casa. Y creedme, si mi manera de limpiar no satisfacía a alguien, me enteraba.
—No me gusta cómo has limpiado el cuarto de baño. La próxima vez que esté
bien limpio. Estos azulejos blancos deben estar brillantes, impecables.
Aparte del chófer y del cocinero, yo era la única criada; mi tía me explicó que
no hacía falta contratar a nadie más para una casa pequeña como la nuestra. El
cocinero preparaba la cena seis noches a la semana y el domingo, su día de asueto,
cocinaba yo. En cuatro años no tuve un solo día libre. A mi tía le daba tal pataleta las
pocas veces que se lo pedía que dejé de intentarlo.
No comía con la familia. Comía lo que podía y cuando podía y seguía
trabajando hasta caer rendida en la cama, hacia medianoche. Sin embargo, no comer
con la familia no se me antojaba tan terrible, porque la comida del cocinero me
parecía basura. Era somalí, pero de otra tribu. Era un holgazán pomposo y malvado
que disfrutaba atormentándome. Cuando mi tía entraba en la cocina, él empezaba a
decir sin razón aparente cosas como:
—Waris, cuando regresé el lunes por la mañana la cocina estaba hecha un
asco. Tardé horas en limpiarla.
Por supuesto, era mentira. Era lo único que le permitía congraciarse con mis
tíos, y sabía que no lo haría con su comida. Le dije a mi tía que yo no quería comer lo
que preparaba el cocinero.

88
Waris Dirie Flor del desierto

—Prepárate lo que quieras —contestó.


Y entonces me alegré de veras de haber observado a mi prima Fátima cómo
cocinaba en Mogadiscio. Tenía muchas dotes para la cocina y, siguiendo mi intuición,
preparaba pasta y creaba toda clase de platos, todo gracias a mi imaginación. En
cuanto la familia vio lo que comía, también quisieron probarlo y al poco tiempo me
preguntaban qué quería preparar, qué ingredientes necesitaba del mercado, etc. Esto
no me hizo precisamente más popular con el cocinero.
Al terminar mi primera semana en Londres, me percaté de que yo tenía una
idea sumamente distinta de la de mis tíos acerca de mi papel en su vida. En África
ocurre a menudo que una familia más acaudalada albergue a los hijos de sus
parientes más pobres, y que éstos ganen el sustento trabajando. A veces los educan y
los tratan como si fueran sus propios hijos, pero otras veces no lo hacen. Obviamente,
yo esperaba que mi situación entrara en la primera categoría, pero no tardé en
advertir que mis tíos tenían cosas más importantes en qué pensar que cultivar a esta
niña ignorante del desierto a la que habían acogido y que se suponía que trabajaría
como criada. El tío estaba tan ocupado con su trabajo que prestaba poca atención a lo
que sucedía en casa, pero mi tía, que debía ser como una segunda madre —en mis
fantasías, antes de llegar a Londres—, no tenía la más mínima intención de tratarme
como a una tercera hija. Yo era una simple criada. Cuando, aunado a la pesadez de la
larga jornada, este hecho se volvió brutalmente claro, se acabó mi alegría por estar en
Londres. Descubrí que a mi tía le obsesionaban las reglas y las normas; todo debía
hacerse exactamente como ella lo indicaba, exactamente a la hora que ella indicaba.
Cada día, sin excepciones. Acaso su rigidez se debía a su deseo de tener éxito en una
cultura tan distinta de la de nuestra patria. Sin embargo, y por suerte, encontré en mi
prima Basma a una amiga.
Basma era la hija mayor de mis tíos; éramos de la misma edad. Era
despampanante y todos los chicos andaban detrás de ella, pero ella no les hacía caso.
Iba a la escuela y de noche lo único que le interesaba era la lectura. Se metía en su
dormitorio y leía durante horas, tumbada en la cama. Con frecuencia, el libro la
absorbía tanto que se olvidaba de comer, a veces el día entero, hasta que alguien la
sacaba de su habitación a rastras.
Aburrida y sintiéndome sola, yo iba a visitarla a su dormitorio y me sentaba
en una esquina de su cama.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntaba.

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Waris Dirie Flor del desierto

—Déjame en paz —murmuraba sin alzar la vista—. Estoy leyendo.


—Pero, ¿no puedo hablarte?
Con la vista clavada todavía en el libro, contestaba sin inflexiones y
pronunciando mal las palabras, como si estuviese dormida.
—¿De qué quieres hablar?
—¿Qué estás leyendo?
—¿Mmm?
—¿Qué estás leyendo? ¿De qué va?
Finalmente, cuando por fin captaba su atención, se detenía y me contaba de
qué trataba el libro. A menudo eran novelas rosa y el clímax llegaba cuando, tras
varias interrupciones y malas interpretaciones, el hombre y la mujer por fin se
besaban. Puesto que siempre me han gustado las historias de amor, disfrutaba
enormemente; me quedaba sentada, fascinada mientras con ojos centelleantes ella
describía la trama entera, con gran lujo de detalles, moviendo mucho los brazos. Al
escucharla me daban ganas de aprender a leer, porque suponía que entonces podría
disfrutar de las historias cuando se me antojara.
El hermano de mamá, que vivía con nosotros, el tío Abdullah, había venido a
Londres con su hermana para ir a la universidad. Me preguntó si quería ir a la
escuela.
—¿Sabes, Waris? Tienes que aprender a leer. Si te interesa, yo puedo ayudarte.
Me dijo dónde estaba la escuela, a qué horas había clases y, lo más importante,
que era gratis. A mí no se me habría ocurrido nunca que yo pudiera ir a la escuela. El
embajador me pagaba una pequeñísima cantidad cada mes como dinero de bolsillo,
pero ciertamente insuficiente para pagar la escuela. Emocionada con la idea de
aprender a leer, fui a hablar con mi tía Maruim y le dije que quería ir a la escuela.
Quería aprender a leer a escribir y a hablar inglés. Aunque vivíamos en Londres, en
casa hablábamos somalí y, puesto que no tenía ningún contacto con el mundo
exterior, apenas sabía unas palabras en inglés.
—Déjame pensarlo —me respondió mi tía.
Pero cuando lo consultó con mi tío, él dijo que no. Yo seguí insistiéndole a mi
tía para que me dejara ir, pero ella no quería oponerse a su marido. Finalmente
decidí ir sin su permiso. Las clases se daban tres veces por semana, entre las nueve y

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Waris Dirie Flor del desierto

las once de la noche. Mi tío Abdullah aceptó llevarme la primera vez y enseñarme
adonde ir. Para entonces tendría yo unos quince años y era la primera vez que pisaba
un aula. Ésta se encontraba llena de gente de todas las edades y de todas partes del
mundo. Después de la primera noche, un anciano italiano me recogía cuando salía, a
hurtadillas, de casa de mi tío, y me traía de vuelta cuando acabábamos. Tenía tantas
ganas de aprender que la maestra solía decirme:
—Eres buena, Waris, pero ve más despacio.
Aprendí el alfabeto y empezaba a aprender las reglas básicas del inglés
cuando mi tío descubrió que salía de casa de noche. Furioso porque lo había
desobedecido, me prohibió asistir a la escuela, a la que había ido apenas un par de
semanas.

Aunque ya no se me permitía ir a la escuela, pedía prestados los libros de mi


prima y traté de aprender a leer a solas. No se me permitía ver la televisión con la
familia; sin embargo, a veces me rezagaba junto a la puerta y escuchaba, a fin de oír
el ritmo del idioma. Todo seguía igual cuando, un día, mi tía me llamó mientras
limpiaba.
—Waris, baja cuando hayas acabado arriba. Tengo algo que decirte.
Estaba haciendo las camas y en cuanto acabé de hacerlas fui a la sala de estar,
donde mi tía se hallaba frente a la chimenea.
—He recibido una llamada telefónica hoy. ¿Cómo se llama tu hermanito?
—¿Ali?
—No, el más pequeño, el del cabello gris.
—¿El Viejo? ¿Estás hablando del Viejo?
—Sí. El Viejo y tu hermana mayor, Amam. Lo siento, los dos han muerto.
Me costó creerlo. Clavé la vista en la cara de mi tía, segura de que estaba
bromeando, o que estaba enojada conmigo por algo y trataba de castigarme con ese
espantoso cuento. Pero su rostro no me dijo nada, absolutamente nada; estaba del
todo inexpresivo. «Debe de hablar en serio, si no, ¿por qué iba a decirme algo así?
Pero, ¿cómo puede ser?» Me quedé de piedra, incapaz de moverme, hasta que sentí

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Waris Dirie Flor del desierto

que se me doblaban las piernas, y me senté en el sofá blanco un minuto. Ni siquiera


pensé en preguntar qué había ocurrido. Quizá mi tía estaba hablando, tal vez me
estaba explicando los horribles sucesos, pero yo sólo oía un rugido. Entumecida,
rígida como un zombi, subí a mi habitación en el cuarto piso.
Pasé el resto del día conmocionada, tumbada en mi cama situada debajo de los
aleros en la minúscula habitación que compartía con mi prima menor. ¡El Viejo y
Amam, muertos! Pero, ¿cómo podía ser? Yo me había marchado de casa, había
perdido la oportunidad de pasar tiempo con mi hermano y mi hermana, y ahora ya
no volvería a verlos. Amam, siempre la fuerte; el Viejo, siempre el sabio. Me parecía
imposible que pudieran morir. Y si ellos podían morir, entonces, ¿qué pasaría con el
resto de mi familia? ¿Qué pasaría con los que no éramos tan capaces?
Aquella tarde decidí que ya no quería sufrir. Nada en mi vida había sucedido
como yo esperaba desde la mañana en que huí de mi padre. En ese momento
transcurridos dos años, echaba muchísimo de menos la cercanía de mi familia y me
resultaba insoportable saber que dos de sus miembros habían muerto. Bajé a la
cocina, abrí un cajón, saqué un cuchillo de carnicero y regresé a mi cuarto con el
cuchillo en la mano. Pero mientras trataba de hacer acopio de valor para cortarme las
venas pensaba en mi madre. Pobre mamá. Había perdido a dos de sus hijos esa
semana y ahora perdería a una tercera. No me parecía justo para ella, de modo que
dejé el cuchillo en la mesita de noche y clavé los ojos en el techo. Ya lo había olvidado
cuando mi prima Basma vino a verme. Miró el cuchillo, escandalizada.
—¿Qué diablos es eso? ¿Qué haces con un cuchillo?
Ni siquiera traté de contestar, sino que me limité a seguir mirando el techo.
Basma me quitó el cuchillo y salió.
Al cabo de unos días, mi tía volvió a llamarme.
—¡Waris! Baja. —Me quedé tumbada y fingí no oírla— ¡Waris! ¡Baja ahora
mismo! —Bajé y la encontré esperando junto a la puerta—. Rápido. ¡Teléfono!
Esto me asombró, pues nunca recibía llamadas telefónicas. De hecho, nunca
había hablado por teléfono.
—¿Para mí?
—Sí, sí. —Señaló el auricular en la mesa—. Anda, cógelo. ¡Coge el teléfono!
Sostuve el auricular con la mano y lo miré como si fuera a morderme.
Manteniéndolo como a treinta centímetros, susurré: —¿Sí?

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Waris Dirie Flor del desierto

La tía Maruim puso los ojos en blanco.


—¡Habla! ¡Habla! Habla por el teléfono.
Lo puso derecho y lo pegué a mi oreja.
—¿Hola? —Entonces oí un sonido asombroso: la voz de mi madre—. ¡Mamá!
¡Mamá! ¡Ay, Dios mío! ¿De verdad eres tú? —Una sonrisa se extendió por mi cara, la
primera en varios días—. Mamá, ¿te encuentras bien?
—No, he estado viviendo bajo el árbol.
Me dijo que después de que Amam y el Viejo murieran se había vuelto loca.
Al oír esto me alegré mucho de no haber incrementado su pena suicidándome. Mi
madre había corrido hacia el desierto; no quería estar con nadie, ni ver a nadie, ni
hablar con nadie. Luego fue a Mogadiscio sola y visitó a su familia. Todavía estaba
con ella y me llamaba desde casa de mi tía Sahru.
Mamá trató de explicarme cómo había ocurrido, pero no tenía sentido. El
Viejo había enfermado y, como era típico en la vida de los nómadas de África, no
había un médico para ocuparse de él; nadie sabía qué le pasaba ni qué hacer al
respecto. En nuestra sociedad existían dos únicas alternativas: vivir o morir. No
había intermedio. Mientras alguien viviera, todo iba bien. No nos preocupábamos
mucho por las enfermedades, puesto que, sin médicos ni medicamentos, nada
podíamos hacer para curarlas. Por lo tanto, cuando alguien moría también estaba
bien, porque los supervivientes seguirían adelante. La vida continuaba. La filosofía
de In’shallah, si Dios quiere, regía siempre nuestra existencia. Aceptábamos la vida
como un don, y la muerte como una decisión inapelable de Dios.
Pero cuando el Viejo enfermó, mis padres se asustaron porque era un niño
especial. Sin saber qué hacer, mamá había enviado a un mensajero a Amam a
Mogadiscio, pidiéndole ayuda. Amam siempre fue la fuerte, sabía que algo podía
hacerse. Y lo hizo. Salió a pie de Mogadiscio para recoger al Viejo y llevarlo a un
médico. No sé exactamente dónde se hallaba acampada mi familia en ese momento
ni a qué distancia estaban de Mogadiscio, pero lo que mamá no podía saber cuándo
le pidió ayuda era que Amam estaba embarazada de ocho meses. El Viejo murió en
sus brazos mientras lo llevaba al hospital. Amam entró en estado de shock y murió
unos días más tarde, y el bebé con ella. Nunca estuve segura de dónde habían
muerto, pero al enterarse, mi mamá, que había sido siempre tan silenciosamente
fuerte, se derrumbó. Y puesto que ella era el centro que mantenía a la familia unida,
imaginar la vida de los demás me conmocionó. Más que nunca, me sentía

93
Waris Dirie Flor del desierto

terriblemente mal, atrapada en Londres, incapaz de ayudar a mamá cuando más me


necesitaba.

Sin embargo, la vida continuó para todos y yo trataba de disfrutarla en


Londres. Hacía mis quehaceres en la casa y bromeaba con mis primos y los amigos
que los visitaban.
Una noche pedí a Basma que me ayudara con mi primer trabajo de modelo.
Desde mi llegada a Londres me encantaba la ropa, pero no me interesaba poseerla,
más bien me divertía probármela. Era como actuar. Podía fingir que era otra persona.
Mientras la familia miraba la televisión en el estudio, yo fui a la habitación de mi tío
Mohamed y cerré la puerta. Abrí su armario y saqué uno de sus mejores trajes, azul
marino a rayas. Lo coloqué sobre la cama con una camisa blanca, una corbata de
seda, calcetines oscuros, elegantes zapatos ingleses negros y sombrero de fieltro. Me
lo puse todo y me esforcé por anudar la corbata como había visto hacer a mi tío.
Luego me puse el sombrero. En cuanto acabé de vestir el conjunto fui a buscar a
Basma. Ella se partió de risa.
—Sal y dile a tu papá que un hombre le está esperando.
—¿Es su ropa? ¡Ay, Dios mío! ¡Te matará!
—Tú ve.
En el pasillo escuché a mi prima, mientras esperaba el momento de mi gran
entrada.
—Padre —la oí decir—, hay un hombre aquí que quiere verte.
—¿Un hombre a estas horas de la noche? —El tío Mohamed no parecía muy
contento—. ¿Quién es? ¿Qué quiere? ¿Lo has visto antes?
Basma tartamudeó.
—Este..., eh... No lo sé. Creo que..., sí, creo que tú lo conoces.
—Pues dile...
—Ven a verlo —repuso Basma a toda prisa—. Está aquí, al otro lado de la
puerta.
—De acuerdo —aceptó mi tío, cansado.

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Waris Dirie Flor del desierto

Era mi señal. Me bajé el sombrero sobre los ojos, tanto que apenas veía, me
metí las manos en los bolsillos de la americana y entré contoneándome en el estudio.
—Hola, ¿no se acuerda de mí? —pregunté con voz— de barítono.
Los ojos de mi tío casi se salieron de las órbitas y se agachó para ver debajo del
sombrero. Cuando se dio cuenta de quién era se echó a reír. Mi tía y el resto de la
familia se rieron a carcajada limpia también.
El tío Mohamed me amonestó agitando un dedo.
—Vamos, ¿es que te he dado permiso para...?
—Tenía que probarlo, tío. ¿No te parece divertido?
—¡Ay, Alá!
Hice el mismo truco varias veces, esperando siempre un tiempo hasta que me
parecía que mi tío no se lo esperaba. Entonces me decía:
—Basta ya, Waris. No vuelvas a probarte mi ropa, ¿de acuerdo? No la toques.
—Yo sabía que hablaba en serio, pero después le parecía divertido y lo oía reír y
contárselo a sus amigos—: Esta chica entra en mi habitación y se prueba mi ropa.
Luego, Basma viene y me dice: «Papi, hay un hombre que quiere verte», luego esta
criatura entra vestida de pies a cabeza con mi ropa. Deberíais verlo...
Mi tía decía que sus amigas opinaban que yo debería ser modelo. Pero ella
siempre les contestaba:
—Mmm..., pero nosotros no hacemos esas cosas; somos de Somalia y
musulmanas.
Sin embargo, no parecía oponerse a la carrera de modelo de Imán, la hija de
una vieja amiga suya. Mi tía conocía a la madre de Imán desde hacía años, de modo
que cuando la una o la otra venían a Londres, mi tía insistía en que se alojaran en su
casa. Me enteré de qué era eso de ser modelo cuando las oí hablar de Imán. Yo había
recortado muchas de sus fotos de las revistas de mi prima y las había pegado en la
pared de mi cuartito. Si ella es somalí y puede hacerlo, me decía, ¿por qué no iba a
hacerlo yo?
Cuando Imán venía a casa, yo buscaba la oportunidad de hablar con ella.
Quería preguntarle:
—¿Qué tengo que hacer para ser modelo?

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Waris Dirie Flor del desierto

Apenas me había enterado de que existían las modelos y ciertamente no sabía


cómo convertirme en una de ellas. Pero ella pasaba la velada hablando con los
mayores y yo sabía que mis tíos se molestarían si interrumpía su conversación para
algo tan tonto como manifestarle mi deseo de ser modelo. Finalmente, una noche
encontré el momento oportuno. Imán se encontraba en su habitación, leyendo, y
llamé a su puerta.
—¿Puedo traerte algo antes de que te vayas a dormir?
—Sí, una infusión.
Bajé a la cocina y regresé con una bandeja.
—¿Sabes? Tengo muchas fotos tuyas en mi habitación —comenté al dejar la
bandeja sobre la mesita de noche. Oí el tictac del reloj y me sentí como una idiota— a
mí también me gustaría ser modelo. ¿Crees que es difícil—? ¿Cómo lo hiciste, o
bueno, cómo empezaste?
Yo no sé qué esperaba que dijera; quizá que blandiera una varita mágica y me
convirtiera en Cenicienta, pero ser modelo era algo abstracto para mí, la idea en sí se
me antojaba tan absurda que no sólo no pensé mucho en ella, sino que, después de
aquella noche, continué con mis tareas en la casa; me centré en mis quehaceres
diarios: preparar el desayuno, la comida, lavar los platos, quitar el polvo.
Para entonces contaría unos dieciséis años y llevaba dos años en Londres. Me
había aclimatado lo suficiente para saber qué año atribuía el mundo occidental a este
lapso de tiempo: 1983.
En el verano de ese mismo año, la hermana del tío Mohamed murió en
Alemania. Dejaba una hija, la pequeña Sophie, que vino a vivir con nosotros, y mi tío
la inscribió en el colegio de la iglesia de Todos los Santos. Mi rutina matutina incluía
ahora acompañar a Sophie las varias manzanas que nos separaban de su colegio.
Una de las primeras mañanas en que Sophie y yo íbamos tranquilamente
hacia el edificio de ladrillos vi que me miraba un hombre desconocido, blanco, de
unos cuarenta años, y que llevaba cola de caballo. No trató de ocultar que me miraba;
de hecho, era bastante audaz. Cuando dejé a Sophie a la puerta del colegio, el
hombre se acercó a mí y me habló. Pero, claro, yo no hablaba inglés, de modo que no
podía entender qué me decía. Asustada, me negué a mirarlo y corrí de vuelta a casa.
Esta rutina continuó: yo dejaba a Sophie, el blanco me esperaba, me hablaba y yo
echaba a correr.

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Waris Dirie Flor del desierto

Camino de casa, cuando volvía con Sophie por la tarde, ella mencionaba con
frecuencia a una nueva amiga, una niña que conoció en clase.
—Sí —comentaba yo sin el menor interés.
Un día me retrasé un poco y, cuando llegué al colegio, Sophie me estaba
esperando fuera con otra chiquilla.
—¡Oh, Waris, ésta es mi amiga! —anunció orgullosa.
De pie, junto a las dos niñas, se hallaba el pervertido de la cola de caballo, el
tipo que llevaba casi un año molestándome.
—Sí, vámonos —contesté nerviosa, sin apartar la vista del hombre.
Pero él se inclinó y dijo algo a Sophie, que hablaba inglés, alemán y somalí.
—Vamos, Sophie, apártate de ese hombre —le advertí y la cogí de la mano.
Ella se volvió hacia mí y me explicó alegremente:
—Quiere saber si hablas inglés. —Miró al hombre y negó con la cabeza. Él le
dijo algo más y Sophie lo tradujo—. Quiere preguntarte algo.
—Dile que no pienso hablar con él —respondí altanera y desvié la vista—.
Que se largue. Que... —Pero decidí no completar la frase porque la hija del hombre
nos estaba escuchando y Sophie lo traduciría—. Olvídale. Venga, vámonos. —Volví a
cogerla de la mano y la aparté.
Una mañana, poco, después de este encuentro, dejé a Sophie en el colegio
como de costumbre y regresé a casa. Me encontraba arriba, haciendo la limpieza,
cuando sonó el timbre. Bajé, pero la tía Maruim ya estaba abriendo antes de que yo
llegara abajo. Observé entre los postes de la barandilla del descansillo y me quedé
atónita. Allí estaba el señor Cola de Caballo. Debía de haberme seguido. Lo primero
que pensé fue que iba a contarle mentiras a mi tía, como que yo hacía algo malo;
embustes, como que yo coqueteaba con él, me acostaba con él, o que me había pillado
robando algo.
—¿Quién es usted? —inquirió mi tía con su perfecto inglés.
—Me llamo Malcolm Fairchild. Siento molestarla, pero, ¿puedo hablar con
usted?
—¿De qué quiere hablarme?
Me fijé en que mi tía estaba escandalizada.

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Waris Dirie Flor del desierto

Volví a subir. Sentía náuseas y me preguntaba qué iría a decirle aquel hombre,
pero al cabo de dos segundos oí un portazo. Corrí hacia la sala de estar, justo cuando
mi tía irrumpía en la cocina.
—Tía, ¿quién era?
—No lo sé. Un hombre que dice que te ha estado siguiendo; quería hablar
contigo, dijo una bobada de que quería sacarte una foto. —Me miró airada.
—Tía, yo no le dije que lo hiciera. No le he dicho nada.
—¡Lo sé! ¡Por eso está aquí! —Pasó frente a mí, furiosa—. Vuelve al trabajo.
No te preocupes. Ya me encargué yo de él.
Pero mi tía se negó a darme detalles acerca de su conversación, y el hecho de
que estuviese tan enojada y asqueada me hizo pensar que el hombre quería sacarme
algún tipo de fotos pornográficas. Me horroricé y ya no volví a mencionar el
incidente después de esa mañana.
A partir de entonces, aunque lo veía en el colegio de la iglesia de Todos los
Santos, él no me hablaba; se limitaba a sonreírme educadamente y seguía con lo
suyo. Pero un día, cuando recogí a Sophie, me espantó al acercarse y darme una
tarjeta. Sin apartar los ojos de su cara, cogí la tarjeta y me la guardé en el bolsillo. Lo
observé mientras se volvía y se alejaba, y entonces empecé a maldecirlo en somalí.
—¡Aléjate de mí, hombre obsceno! ¡Maldito cerdo!
Cuando llegué a casa, subí la escalera corriendo; los hijos de mis tíos dormían
en el último piso, que era nuestro santuario frente a los adultos. Entré en la
habitación de mi prima y, como siempre, interrumpí su lectura.
—Basma, mira esto. —Saqué la tarjeta de mi bolsillo—. Es de ese hombre, ¿te
acuerdas, el hombre del que te hablé, el que no deja de molestarme y que me sigue
hasta aquí? Me dio esta tarjeta hoy. ¿Qué dice?
—Dice que es fotógrafo.
—Pero, ¿qué clase de fotógrafo?
—Saca fotos.
—Sí, pero, ¿qué clase de fotos?
—Dice «fotógrafo de modas».
—Fotógrafo de modas. —Repetí saboreando cada palabra—. ¿Quieres decir

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Waris Dirie Flor del desierto

que saca fotos de ropa? ¿Me sacaría fotos con ropa?


—No lo sé, Waris. —Basma suspiró—. De veras que no lo sé.
Sabía que la estaba molestando, que quería volver a su libro. Me levanté de la
cama, cogí la tarjeta y me fui. Pero escondí la tarjeta del fotógrafo de modas en mi
cuarto. Una vocecita me dijo que no la soltara.

Mi prima Basma era mi única consejera. Siempre me ayudaba Cuando la


necesitaba, y nunca se lo agradecí tanto como cuando le pedí consejo acerca de su
hermano Haji.
A Haji, de veinticuatro años, el segundo hijo de mi tío, se le consideraba muy
inteligente, y, como mi tío Abdullah, asistía a la universidad en Londres. Haji se
había mostrado amistoso conmigo desde mi llegada. Cuando yo estaba arriba,
haciendo la limpieza, él me decía cosas como:
—Oye, Waris, ¿has acabado con el cuarto de baño?
—No —le contestaba yo—, pero si quieres usarlo, hazlo y lo limpiaré después.
—¡Oh, no! Sólo quería saber si necesitabas ayuda. —O bien decía—: Voy a por
algo de beber. ¿Quieres algo?
Me complacía que mi primo se preocupara por mí. Conversábamos y
bromeábamos con frecuencia.
A veces, cuando yo abría la puerta para salir del cuarto de baño, él se
encontraba fuera y no me dejaba pasar. Cuando yo trataba de pasar por debajo de su
brazo, él también se movía. Cuando trataba de empujarlo, gritándole: «quítate,
patán», él se reía.
Estos jueguecitos continuaron y, aunque trataba de restarle importancia, de
convencerme de que sólo se trataba de bromas pesadas, me sentía confundida. Algo
en su actitud me ponía nerviosa. Me miraba de un modo extraño, ensoñador, o se
acercaba demasiado a mí. Cuando me sentía desasosegada me decía: «No, vamos,
Waris, Haji es como un hermano. Lo que estás pensando es enfermizo».
Un día abrí la puerta del cuarto de baño. Estaba a punto de coger mi cubo y
mis bayetas para salir y allí se encontraba Haji. Me cogió del brazo y se apretó contra

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Waris Dirie Flor del desierto

mi cuerpo y acercó tanto su cara a la mía que apenas cabría un cabello entre ellas.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con una risita nerviosa.
—Oh, nada, nada.
Mi primo me soltó de inmediato. Yo cogí mi cubo y fui a la habitación
contigua, como si nada. Pero mi mente daba vueltas y después de eso ya no me
pregunté si ocurría algo extraño. Lo sabía. Sabía que había algo enfermizo en la
situación.
La noche siguiente estaba dormida en mi cuarto, y mi prima, la hermana
pequeña de Basma, dormía en su cama. Pero tengo el sueño muy ligero y, hacia las
tres de la mañana, oí un ruido de pasos por la escalera. Supuse que sería Haji, puesto
que su habitación se encontraba al otro lado del pasillo, frente a la mía. Acababa de
llegar a casa. Por su modo de trastabillar me di cuenta de que venía borracho. Esto —
llegar a aquellas horas— era algo que no se toleraba en casa de mi tío y ciertamente
nadie bebía alcohol. Eran musulmanes estrictos y las bebidas alcohólicas estaban
prohibidas. Sin embargo, supongo que Haji se creía lo bastante mayor para tomar sus
propias decisiones y probar lo que le apeteciera.
La puerta de mi habitación se abrió sin ruido y me puse tensa. Las dos camas
se hallaban sobre una plataforma alzada, a un par de escalones de la puerta. Vi a Haji
subir los escalones de puntillas, esforzándose por no despertar a mi primita; se saltó
un escalón, tropezó y se arrastró hasta mi cama. Lo vi estirar el cuello a fin de ver mi
cara entre las sombras.
—Oye, Waris —susurró—. Waris. Su aliento apestaba a alcohol, lo que
confirmó mis sospechas de que estaba borracho. Pero permanecí quieta en la
oscuridad y fingí dormir. Haji alargó una mano y empezó a palpar la almohada,
buscando mi cara. «Ay, Dios, por favor, no dejes que esto ocurra», recé. Me volví de
lado y, como si soñara, solté un fuerte gruñido, con la esperanza de despertar a
Shukree. Haji se amilanó y regresó a su habitación, corriendo en silencio.
Al día siguiente fui al dormitorio de Basma.
—Tengo que hablar contigo.
Me imagino que mi expresión de pánico le advirtió que no se trataba de una
de mis visitas habituales para matar el tiempo.
—Entra. Cierra la puerta.

100
Waris Dirie Flor del desierto

—Es sobre tu hermano. —Respiré hondo. No sabía cómo contárselo y recé por
que me creyera.
—¿Qué pasa con mi hermano? —inquirió alarmada.
—Anoche entró en mi cuarto. Eran las tres de la mañana, noche cerrada.
—¿Qué hizo?
—Intentó tocarme la cara. Susurró mi nombre.
—¡Oh , no! ¿Estás segura? ¿No estarías soñando?
—¡Venga! Veo cómo me mira, cómo me mira cuando estoy sola con él. No sé
qué hacer.
—Coño. ¡Coño! Consíguete un jodido bate de críquet y mételo debajo de tu
cama. O una escoba. No, coge un rodillo de cocina. Ponlo debajo de tu cama y
cuando entre en tu habitación de noche, ¡dale un golpe bien fuerte en la cabeza! ¿Y
sabes qué más puedes hacer? —añadió—. Grita. Grita tan fuerte como puedas para
que todos te oigan.
Gracias a Dios, esta chica estaba definitivamente de mi lado.
«Por favor, no me hagas hacer algo tan horrible; por favor, haz que no siga»,
recé todo el día. No quería causar problemas. Me preocupaban las mentiras que
pudiera contarle a sus padres para explicarse, o que me echaran. Sólo quería que
dejara de hacerlo, que dejara los juegos, que no me visitara tarde por la noche, que no
me manoseara, porque algo me decía hacia dónde llevaba todo eso. Mi instinto me
advirtió de que me preparara para la batalla, por si las oraciones no bastaban.
Aquella noche entré en la cocina, cogí el rodillo, me lo llevé a mi habitación a
hurtadillas y lo metí debajo de mi cama. Más tarde, cuando mi primita se hubo
dormido, lo saqué y lo puse sobre mi cama y no lo solté en ningún momento. Haji
repitió su actuación de la noche anterior y entró hacia las tres de la mañana. Se
detuvo en la puerta; vi en sus gafas el destello de la luz del pasillo. Con un ojo
abierto, sin moverme en absoluto, lo observé. Se aproximó sigilosamente a mi cama y
me dio un golpecito en el brazo. Su aliento apestaba tanto a güisqui que me dieron
ganas de vomitar, pero no me moví ni un centímetro. Entonces se arrodilló junto a mi
cama y tanteó hasta encontrar el dobladillo de las mantas, metió la mano debajo de
éstas, la pasó por encima del colchón hasta alcanzar mi pierna. Deslizando la palma
por mi muslo fue subiendo hasta mis bragas, mi ropa interior.

101
Waris Dirie Flor del desierto

«Tengo que romper sus gafas —pensé— para demostrar que estuvo en la
habitación.» Apreté la mano en torno al mango del rodillo y lo bajé sobre su cara, con
toda mi alma. Primero oí un espantoso ruido apagado y luego empecé a gritar:
—¡Sal de mi jodido cuarto, maldito!
Shukree se sentó en su cama, llorando.
—¿Qué pasa?
Al cabo de unos segundos oí pasos que venían de todos los rincones de la
casa. Pero, como le había roto las gafas, Haji no veía, de modo que regresó a gatas a
su dormitorio. Se metió en la cama con toda la ropa puesta y fingió dormir.
Basma entró y encendió las luces. Por supuesto, ella conocía el plan, aunque
hizo ver que no sabía lo que ocurría.
—¿Qué pasa aquí? Shukree lo explicó.
—¡Haji estaba aquí, y andaba a gatas por toda la habitación!
Cuando mi tía Maruim entró, envuelta en su bata, grité:
—¡Tía, estuvo en mi cuarto! ¡Estuvo en mi cuarto y ayer también lo hizo! ¡Y le
he dado un golpe! —Señalé las gafas rotas junto a mi cama.
—¡Sst! —me pidió en tono severo—. No quiero oírlo. Ahora no. Volved todos
a la cama. Acostaos todos.

102
Waris Dirie Flor del desierto

LIBRE POR FIN

DESPUÉS de la noche en que golpeé la cara de Haji con el rodillo, nadie


volvió a mencionar el incidente. Podría haber creído que sus visitas nocturnas eran
sólo una pesadilla, salvo porque cuando me lo encontraba en el pasillo ya no me
miraba anhelante. Su expresión era ahora de puro odio. Me alegró que, en respuesta
a mis oraciones, este desagradable capítulo de mi vida hubiese terminado. Sin
embargo, pronto lo sustituyó una nueva preocupación.
Mi tío Mohamed anunció que en unas semanas la familia regresaría a Somalia.
Sus cuatro años de embajador somalí tocaban a su fin y nosotros volveríamos a casa.
Cuando llegué, cuatro años me parecían toda una vida, pero ahora me costaba creer
que se hubieran acabado. Por desgracia, la idea de volver a Somalia no me
emocionaba. Como todo africano en una nación rica como Gran Bretaña, yo soñaba
con ser rica y tener éxito cuando regresara. En un país pobre como el mío, las
personas buscan siempre una salida, luchan por ir a Arabia Saudí, a Europa o a
Estados Unidos, para ganar dinero con el que ayudar a su paupérrima familia.
Y yo estaba a punto de volver a casa, después de cuatro años, sin nada. ¿Qué
diría que había conseguido? ¿Le contaría a mi madre que había aprendido a preparar
pasta? De vuelta en el desierto, viajando en camello probablemente no volvería a ver
las pastas. ¿Le diría a mi padre que había aprendido a fregar inodoros? «¿Qué? ¿Qué
es un inodoro?», preguntaría. ¡Ah, pero dinero, dinero al contado, eso sí que lo
entendería! El dinero constituía el lenguaje universal. Y mi familia nunca había
poseído mucho.
Para cuando mis tíos estaban preparados para regresar a Somalia, yo había
ahorrado una ínfima cantidad algo bastante difícil en sí, teniendo en cuenta el sueldo
misérrimo que me pagaban por ser su criada. Sin embargo, yo soñaba con ganar
suficiente dinero como para comprarle una casa a mi madre, un lugar en el que
pudiera vivir sin tener que desplazarse constantemente y trabajar tanto para
sobrevivir. No es algo tan fantasioso como suena, pues gracias a la tasa de cambio
podía comprar una casa en Somalia por un par de miles de dólares. Como ya me
encontraba en Inglaterra, quería quedarme y alcanzar esta meta, pues sabía que si me
iba, no regresaría. Sin embargo, no sabía cómo conseguirlo, aunque tenía fe en que

103
Waris Dirie Flor del desierto

podría hacerlo en cuanto dejara de trabajar como una esclava para mis tíos. Ellos, no
obstante, no estaban de acuerdo.
—¿Qué diablos vas a hacer aquí? —exclamó mi tía—, ¿Una chica de dieciocho
años que no tiene dónde alojarse, sin dinero, sin empleo, sin permiso de trabajo y que
no sabe inglés? ¡Es ridículo! Vas a volver a casa con nosotros.
Mucho antes del día en que debíamos marcharnos, mi tío Mohamed nos
recordó dos cosas: la fecha en que nos iríamos y que nuestro pasaporte debía estar en
orden. El mío lo estaba. Lo llevé a la cocina, lo metí en una bolsa de plástico y lo
enterré en el jardín.
Aguardé hasta el día antes del vuelo a Mogadiscio y entonces anuncié que no
encontraba mi pasaporte. Mi plan era de lo más sencillo: si no tenía pasaporte, no
podían llevarme de vuelta. Suspicaz, mi tío no dejaba de preguntarme:
—Y bien, Waris, ¿dónde puede estar tu pasaporte? ¿Dónde has estado para
que te lo olvidaras allí?
Obviamente conocía la respuesta, puesto que en cuatro años casi no había
salido de la casa.
—No lo sé. Quizá lo tiré accidentalmente mientras limpiaba —contesté con
expresión seria.
Él todavía era el embajador y podía ayudarme, si lo deseaba. Yo esperaba que,
al darse cuenta de que quería desesperadamente quedarme, no me obligaría a
regresar y me ayudaría a conseguir un visado.
—¿Y qué vamos a hacer ahora, Waris? ¡No podemos dejarte aquí!
Estaba furioso por haberle puesto en semejante situación. Durante
veinticuatro horas participamos en un juego de nervios, a ver quién cedía primero.
Yo insistía en que había perdido mi pasaporte y el tío Mohamed insistía en que nada
podía hacer para ayudarme.
La tía Maruim tenía su propia idea.
—¡Te vamos a atar, a meterte en una bolsa y subiremos contigo al avión sin
que nadie lo sepa! La gente lo hace muy a menudo.
La amenaza me llamó la atención.
—Si lo haces, tía, nunca, jamás, te perdonaré. Mira, tía, déjame aquí, ya me las

104
Waris Dirie Flor del desierto

arreglaré.
—Sí, sí, te las arreglarás —respondió sarcástica—. No, no vas a arreglártelas.
Por su cara me di cuenta de que estaba muy preocupada, pero, ¿lo estaría
tanto como para ayudarme? Tenía muchos amigos en Londres y mi tío tenía todos
los contactos de la embajada. Con una simple llamada telefónica bastaría para
conectarme con la supervivencia, pero yo sabía que no harían nada si llegaban a creer
que podían tirarse un farol y obligarme a regresar a Somalia.

Al día siguiente, por la mañana, toda la mansión de cuatro plantas estaba


hecha un caos; todos hacían sus maletas, el teléfono no dejaba de sonar y un montón
de gente entraba y salía. Arriba, me preparé para dejar mi cuartucho bajo el tejado y
guardé las pocas posesiones que había acumulado durante mi estancia en Inglaterra.
Finalmente decidí que la mayoría de las prendas que me habían ido dejando mis
primas cuando les quedaban pequeñas eran demasiado feas y me daban un aspecto
demasiado viejo, y las tiré a la basura. ¿Para qué cargar con un montón de basura?
De acuerdo con mis costumbres nómadas, iba a viajar ligera de equipaje.
A las once, todos se reunieron en la sala de estar y el chófer metió las maletas
en el coche. Me detuve un momento a fin de recordar que así había llegado hacía ya
tantos años: el chófer, el auto, la entrada en esta sala, la visión del sofá blanco, la
chimenea, la primera vez que vi a mi tía. Esa mañana gris fue también la primera vez
que vi nieve. Todo en este país se me había antojado raro en aquel entonces. Fui al
coche con mi angustiada tía Maruim.
—¿Qué voy a decirle a tu madre? —Dile que me encuentro bien y que pronto
tendrá noticias mías.
Ella agitó la cabeza y entró en el coche. Yo me quedé en la acera y me despedí
de todos con la mano y luego me bajé a la calle y observé el coche hasta perderlo de
vista.
No voy a mentir. Tenía miedo. Hasta ese momento no me había creído que
iban a dejarme sola. Pero allí, en medio de Harley Street, así era exactamente como
me encontraba: sola. No estoy resentida con mis tíos; después de todo son mis
parientes. Ellos me dieron una oportunidad al traerme a Londres, y se lo agradeceré
siempre. Supongo que cuando se marcharon pensaron: «Si querías quedarte, ésta es

105
Waris Dirie Flor del desierto

tu oportunidad. Anda, haz lo que quieras, pero no vamos a ponértelo fácil porque
creemos que deberías regresar con nosotros». Estoy segura de que les parecía una
vergüenza que una joven se quedara sola en Inglaterra, sin carabina. Sin embargo, la
decisión fue mía, y puesto que había decidido quedarme, tendría que hacerme
responsable de mi propio destino.
Luchando con el pánico que me embargaba, entré de nuevo en la casa. Cerré
la puerta y fui a la cocina a hablar con la única persona que quedaba: mi viejo amigo
el cocinero.
—Bien, como sabes, tienes que irte hoy —fue su único saludo—. Yo soy el
único que va a quedarse. Tú, no, tienes que marcharte. —Señaló la puerta de la casa.
¡Oh, sí! En cuanto mi tío se marchó le faltó tiempo para incordiar. La expresión
fanfarrona de su estúpido rostro probaba que darme órdenes le proporcionaba un
enorme placer. Me apoyé en el marco de la puerta, pensando en lo silenciosa que
parecía la casa ahora que todos se habían ido—. Waris, tienes que irte ahora. Quiero
que te largues.
—¡Oh, cierra el pico! —El tipo era como un horroroso perro que no deja de
ladrar—. Ya me voy, ¿de acuerdo? Sólo vine a por mi maleta.
—Cógela ya, rápido. Rápido. Apresúrate porque tengo que...
Para entonces yo estaba subiendo y no hacía caso de su cháchara. El amo
había partido y, en el breve lapso antes de la llegada del nuevo embajador, el
cocinero sería el amo. Recorriendo las habitaciones vacías pensé en los buenos y los
malos tiempos que había vivido aquí y me pregunté cuál sería mi siguiente hogar.
Recogí mi bolsita de lona de la cama, me la eché sobre el hombro, bajé los
cuatro tramos de escalera y salí por la puerta de la mansión. A diferencia del día de
mi llegada, éste era precioso, soleado, de cielo azul y aire tan fresco como en
primavera. En el minúsculo jardín desenterré mi pasaporte con ayuda de una piedra,
lo saqué de la bolsa de plástico y lo guardé en mi bolsa. Me froté las manos para
quitarme la tierra y eché a andar calle abajo. Mi vida entera se extendía ante mí sin
ningún lugar al que ir y nadie que me diera órdenes. Y algo me decía que todo
saldría bien.
Cerca de la casa de mi tío se encontraba mi primera escala: la embajada
somalí. Llamé a la puerta. El portero que la abrió conocía bien a mi familia, puesto
que ocasionalmente hacía las veces de chófer de mi tío.

106
Waris Dirie Flor del desierto

—Hola, señorita. ¿Qué hace aquí? ¿El señor Farah todavía se encuentra en
Londres?
—No, se ha marchado. Yo quería ver a Anna, a ver si pueden emplearme en la
embajada.
El se rió, regresó a su silla y se sentó. Cruzó las manos en la nuca y se apoyó
en la pared. Ahí estaba yo, en medio del vestíbulo, y él no se movía. Su actitud me
dejó perpleja, pues este hombre se había mostrado siempre educado conmigo.
Entonces me di cuenta de que —como la del cocinero— su actitud había cambiado
con las partidas de esa mañana. Mi tío se había marchado y, sin él, yo no era nadie.
Era menos que nadie, y esos vagos estaban encantados de tener la sartén por el
mango.
—¡Oh! Anna está demasiado ocupada para verte. —Esbozó una sonrisa
maliciosa.
—Mira —dije en tono firme—. Necesito verla.
Anna era la secretaria de mi tío y siempre había sido amable conmigo. Por
suerte, oyó mi voz en el vestíbulo y salió de su despacho a ver qué sucedía.
—¡Waris! ¿Qué haces aquí?
—Verás, es que no quería regresar a Somalia con mi tío —le expliqué—. De
veras que no quería regresar. De modo que..., ya no vivo en la casa, ¿sabes? Y me
preguntaba si conoces a alguien que..., alguien para quien pueda trabajar..., cualquier
cosa, no me importa. Haré cualquier cosa.
—Pues, cariño... —arqueó las cejas—, me pillas de improviso. ¿Dónde te
alojas?
—¡Oh, no lo sé! No te preocupes por eso.
—Bueno, pero, ¿puedes darme un número de teléfono al que llamarte?
—No, porque no sé dónde me alojaré. Encontraré un hotel barato esta noche.
—Sabía que me habría invitado a quedarme en su apartamento si éste no fuese
minúsculo—. Pero puedo regresar y darte el número más tarde, para que puedas
decirme si te enteras de algo.
—De acuerdo, Waris. Oye, cuídate. ¿Estás segura de que estarás bien?
—Sí, estaré bien. —Con el rabillo del ojo veía la sonrisita boba del portero—.

107
Waris Dirie Flor del desierto

Bien, gracias. Oye, te veré luego.

Aliviada, salí a la luz del sol y decidí ir de compras. Lo único que tenía para
mantenerme hasta encontrar un empleo era la pequeña suma que había ahorrado de
mi sueldo de criada. Pero ahora que era una mujer de mundo necesitaba ropa
decente, un vestido nuevo que me animara. Fui andando desde la embajada hasta los
grandes almacenes en Oxford Circus. Ya había estado allí, con mi prima Basma, muy
al principio de mi estancia en Londres. La tía Maruim nos había mandado a que
compráramos algo para mí, pues no poseía ropa de invierno. De hecho, entonces no
tenía ropa, excepto lo que llevaba puesto en el vuelo, y una bonita sandalia.
La enorme variedad de artículos en las perchas y los estantes de Selfridges me
fascinó. La idea de que podía quedarme allí todo el tiempo que quisiera y probarme
todas esas prendas, todos esos colores, estilos y tamaños, resultaba embriagadora. La
idea de que por primera vez en mi historia yo era la responsable de mi propia vida —
de que nadie me gritaría que tenía que ordeñar las cabras, dar de comer a los bebés,
preparar el té, fregar los suelos, limpiar los inodoros— me resultaba igualmente
embriagadora.
Dediqué varias horas a probarme trajes en el probador, con la ayuda de dos
dependientas. Mediante mi limitado inglés y señas, les comunicaba que quería algo
más largo, más corto, más ceñido, más alegre. Al final de mi sesión maratoniana,
descartadas docenas de prendas amontonadas fuera de mi probador, una de las
dependientas me sonrió:
—¿Y bien, cariño, cuál has escogido?
La cantidad misma de cosas por escoger me abrumaba, pero ya empezaba a
ponerme nerviosa pensando que, calle abajo, en la siguiente tienda, podría encontrar
algo mejor. Más valía averiguarlo antes de separarme de mis preciadas libras.
—No voy a coger nada hoy —contesté en tono agradable—, pero gracias.
Con los brazos llenos de vestidos, las pobres dependientas me miraron
boquiabiertas y luego se miraron mutuamente, indignadas. Pasé tranquilamente
delante de ellas y proseguí con mi misión: examinar cada centímetro de Oxford
Street.
Después de ir a varias tiendas todavía no había comprado nada. Pero, como

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Waris Dirie Flor del desierto

siempre, lo que me proporcionaba verdadera alegría era probarme las prendas.


Saliendo de un edificio para entrar en otro advertí que el día primaveral se acababa,
que la tarde invernal se aproximaba y que todavía no tenía dónde quedarme esa
noche. Con esto en mente, entré en la siguiente tienda y vi a una alta y atractiva
africana examinando una mesa llena de rebecas con descuento. Me pareció somalí; la
estudié un rato mientras decidía cómo abordarla. Cogí una rebeca y le sonreí.
—Estoy tratando de comprar algo, pero no puedo decidirme —le dije en
somalí—. Y créeme, chica, he visto mucha ropa hoy.
Entablamos una conversación y la mujer me explicó que se llamaba Halwu. Se
mostraba muy amistosa y se reía mucho.
—¿Dónde vives, Waris? ¿En qué trabajas?
—¡Ay, vas a reírte! Seguro que crees que estoy chiflada, pero no vivo en
ninguna parte. No tengo dónde vivir porque mi familia me ha dejado hoy.
Regresaron a Somalia.
Vi su expresión de simpatía. Posteriormente averiguaría que ella también
había sufrido lo suyo.
—No quisiste regresar a Somalia, ¿eh?
Sin expresarlo en palabras, ambas sabíamos que echábamos de menos nuestro
hogar y nuestras familias, pero, ¿qué oportunidades teníamos allí? ¿Que nos
cambiaran por unos camellos? ¿Convertirnos en propiedad de algún hombre?
¿Luchar a diario sólo para sobrevivir?
—No, pero tampoco tengo nada aquí —contesté—. Mi tío era el embajador,
pero se ha ido y va a venir el nuevo. Así que esta mañana me pusieron de patitas en
la calle y en este momento no tengo idea de adonde ir. —Solté una carcajada.
Ella agitó la mano a fin de hacerme callar, como si el movimiento de su mano
pudiese hacer desaparecer todos mis problemas.
—Mira, yo vivo a la vuelta de la esquina, en la YMCA, un hostal que en sus
principios era para jóvenes cristianos y ahora ya es sólo hostal. Mi piso no es muy
grande, pero puedes pasar la noche allí. No es más que un cuarto, así que si tienes
que cocinar, tendrás que ir a otro piso para prepararte la comida.
—¡Ooooh! Eso sería fantástico. Pero, ¿estás segura?
—Sí, estoy segura. Venga, vamos. ¿Qué harás, si no?

109
Waris Dirie Flor del desierto

Fuimos juntas a su habitación en la YMCA, situada en un moderno rascacielos


ocupado normalmente por estudiantes. Su cuarto consistía en un espacio sumamente
reducido, con cama, un lugar para poner libros y la grande y hermosa televisión de
Halwu.
—¡Oh! —Levanté las manos fascinada—. ¿Puedo ver la tele?
La mujer me miró como si viniera del espacio sideral.
—Oh, sí, claro. Enciéndela.
Me dejé caer en el suelo, sentada delante del aparato, y clavé una mirada
ávida en él. Después de cuatro años, por fin podía ver la tele sin que alguien me
echara de la estancia como si fuese un gato callejero.
—¿Nunca veías la tele en casa de tu tío? —preguntó curiosa.
—¿Estás de broma? A veces entraba sigilosamente, pero siempre me pillaban.
«Viendo la tele de nuevo, ¿eh, Waris? —imité la voz más altiva de mi tía y chasqué
los dedos—. Vuelve al trabajo ahora mismo. Vamos. No te trajimos aquí para que
vieses la tele.»

Mi verdadera educación en cuanto a la vida en Londres empezó con Halwu


como profesora. Nos hicimos muy amigas. Aquella primera noche dormí en su
habitación, y la siguiente y la siguiente.
—¿Por qué no consigues una habitación aquí? —me sugirió al final.
—Primero porque no puedo permitírmelo y he de ir a la escuela, lo que
significa que no tendré tiempo para trabajar. ¿Tú puedes leer y escribir? —le
pregunté tímidamente.
—Sí.
—¿Y hablas inglés?
—Sí.
—Verás, yo no sé hacer nada de eso y tengo que aprender. Es lo primero. Si
empiezo a trabajar, no tendré tiempo para eso.
—Pues, ¿por qué no vas a la escuela media jornada y trabajas la otra media?

110
Waris Dirie Flor del desierto

No te preocupes por la clase de trabajo. Acepta lo que sea hasta que aprendas inglés.
—¿Me ayudarás?
—Claro que te ayudaré.
Traté de conseguir una habitación en la YMCA, pero estaba llena y había lista
de espera. Todos los jóvenes querían alojarse allí porque era barato y podían hacer
amigos, además de contar con piscina olímpica y gimnasio. Añadí mi nombre a la
lista de espera, pero entretanto necesitaba hacer algo, pues no podía seguir ocupando
el espacio de la pobre Halwu. Enfrente de la YMCA, sin embargo, estaba la YWCA,
antes para mujeres cristianas pero ahora llena de ancianos y bastante deprimente,
pero alquilé una habitación y me dediqué a buscar empleo.
—¿Por qué no empiezas buscándolo aquí mismo? —sugirió mi amiga, con
toda lógica.
—¿Qué quieres decir? ¿Aquí?
—Aquí mismo. Aquí mismo. El McDonald's está al lado. —Y me lo señaló.
—No puedo trabajar allí, no puedo servir. No olvides que no hablo inglés ni sé
leer. Además, no tengo permiso de trabajo.
Pero Halwu sabía cómo funcionaba el tinglado y, siguiendo sus indicaciones,
fui atrás y pedí un trabajo limpiando la cocina.
Cuando empecé a trabajar en McDonald's, me di cuenta de cuánta razón tenía:
todos los que trabajaban atrás estaban exactamente en la misma situación que yo.
Esto permitía a la gerencia aprovecharse de la falta de documentación, porque no nos
pagaban el mismo sueldo que habrían tenido que pagar a alguien con permiso de
trabajo o a un ciudadano del país. Sabían que para sobrevivir, los extranjeros ilegales
teníamos que ser invisibles ante el gobierno. ¿Quién iba a interponer una queja
formal por lo bajo del salario? Siempre que fuésemos buenos trabajadores, a la
gerencia no le importaban nuestros antecedentes y lo mantenían todo muy secreto.
Como pinche de cocina en McDonald's pude aprovechar las habilidades que
había adquirido como criar— da: fregaba platos, mostradores, parrillas y suelos, en
un esfuerzo constante por hacer desaparecer los rastros de grasa de las
hamburguesas. Al llegar a casa por la noche estaba cubierta de grasa y apestaba a
grasa. En la cocina siempre faltaba personal, pero no me atrevía a quejarme. Dé todos
modos daba igual, porque ahora podía mantenerme y, además, sabía que no me
quedaría mucho tiempo allí. Entretanto haría lo que hiciese falta para sobrevivir.

111
Waris Dirie Flor del desierto

Empecé a asistir a tiempo parcial a clases de idioma gratuitas para extranjeros;


mejoré mi inglés y aprendí a leer y a escribir. Por primera vez en muchos años, mi
vida no se centraba únicamente en el trabajo. Halwu me llevaba a veces a algún que
otro night—club, donde todos parecían conocerla. Halwu hablaba, reía y era
divertidísima, tan alegre en general que todos deseaban estar con ella. Una noche
salimos y llevábamos horas bailando cuando alcé la mirada y me di cuenta de pronto
de que estábamos rodeadas de hombres.
—¡Maldita sea! —susurré a mi amiga—. ¿Les gustamos a estos hombres?
—¡Oh, sí! —sonrió con picardía—. Les gustamos mucho.
Esto me asombró. Pasé la vista por sus caras y decidí que tenía razón. Nunca
había tenido novio; ni siquiera había atraído la atención de ningún hombre que no
fuese un pervertido como mi primo Haji, y esto no me había halagado precisamente.
Durante cuatro años me había visto a mí misma como doña Nadie, la criada. Y ahora,
todos esos tipos hacían cola para bailar con nosotras. «¡Waris, chica, lo has
conseguido!», me dije.
Por muy extraño que parezca, aunque a mí me gustaban los negros, los que
más se interesaban por mí eran los blancos. Superé mi estricta crianza africana y
charlé con ellos, obligándome a hablar con todos, negros, blancos, hombres, mujeres.
Si iba a estar sola, razoné, tenía que aprender aptitudes a fin de sobrevivir en este
nuevo mundo, aptitudes distintas de las que me habían enseñado en el desierto.
Necesitaba aprender inglés y a comunicarme con toda clase de personas. Saber de
camellos y cabras no me mantendría viva en Londres.
Halwu complementó estas lecciones nocturnas con nuevas lecciones al día
siguiente. Repasaba la lista completa de las gentes con quienes nos habíamos
encontrado; me explicaba sus motivos, su personalidad, o sea, que me daba un curso
intensivo acerca de la naturaleza humana. Hablaba de sexo, de lo que querían estos
tipos, de qué debía vigilar y de los problemas especiales que se nos presentaban a las
africanas como nosotras. Nadie, nunca, había hablado de este tema conmigo.
—Habla, baila, ríe con estos tipos, diviértete, Waris, y luego vete a casa. No
dejes que te convenzan de practicar el sexo con ellos. No saben que eres diferente de
las inglesas; no entienden que te han hecho la ablación.
Al cabo de varios meses de esperar una habitación en la YMCA me enteré de
que una mujer quería compartir habitación allí. Era una estudiante y no podía
pagarla sola. Para mí resultaba perfecto,—porque yo tampoco podía permitírmelo, y

112
Waris Dirie Flor del desierto

la habitación era lo bastante grande para las dos. Halwu era una gran amiga, e hice
amistad con otras personas en la YMCA, porque estaba repleta de jóvenes. Todavía
iba a la escuela y aprendía inglés, con calma, y trabajaba en McDonald's.
Mi vida avanzaba tranquilamente, pero no tenía idea de lo radicalmente que
iba a cambiar.

Una tarde acabé mi jornada en McDonald's y, cubierta aún de grasa, decidí


salir por la puerta de delante, pasando por el mostrador donde los clientes hacían su
pedido. Allí, esperando a que le sirvieran un Big Mac, se encontraban el hombre de la
escuela de la iglesia de Todos los Santos y su hijita.
—Hola —saludé y pasé de largo.
—¡Eh, eres tú! —obviamente, yo era la última persona que esperaba ver en un
McDonald's—. ¿Cómo estás? —inquirió, al parecer con interés.
—Bien, bien. —A la amiga de Sophie le pregunté—: Y tú, ¿cómo estás? —
Encantada de poder hacer alarde de mi inglés.
—Está bien —contestó su padre.
—Está creciendo muy rápido, ¿verdad? Bueno, tengo que irme corriendo.
Adiós.
—Espera. ¿Dónde vives?
—Adiós —repetí sonriente.
No quería hablar más con él porque todavía no confiaba en él. Si no lo
controlaba, se presentaría en la puerta de la YMCA.
Cuando regresé a la YMCA, decidí consultar a la omnisciente Halwu acerca
del hombre misterioso. Cogí mi pasaporte del cajón, pasé las páginas y saqué la
tarjeta de Malcolm Fairchild del lugar donde la había guardado el día que enterré la
bolsa de plástico en el jardín de mi tío.
Bajé al cuarto de Halwu.
—Dime algo —pedí—. Tengo una tarjeta y la tengo desde hace tiempo. ¿Qué
hace este hombre? Sé que dice que es fotógrafo de modas, pero, ¿qué significa eso? ..

113
Waris Dirie Flor del desierto

Mi amiga cogió la tarjeta.


—Quiere decir que alguien quiere ponerte ropa y hacerte unas fotos.
—¿Sabes? Eso me gustaría mucho.
—¿Quién es este hombre? ¿Dónde conseguiste su tarje»?
—Oh, es un tipo que conocí, pero no confío mucho en él. Me dio su tarjeta y
me siguió a casa un día y le dijo algo a mi tía; ella se cabreó y se puso a gritarle. Pero
nunca entendí qué quería.
—Entonces, ¿por qué no lo llamas y se lo preguntas?
—¿Estás segura? —Hice una mueca—. ¿Puedo? Oye, ¿por qué no vienes
conmigo? Tú puedes hablar con él y averiguar de qué va la cosa. Mi inglés todavía no
es muy bueno.
—Sí, ve a llamarle.
Hasta el día siguiente no hice acopio de valor suficiente. Mientras Halwu y yo
bajábamos juntas al teléfono público oí mi corazón tamborilear en mis oídos. Ella
metió una moneda en la ranura y oí cómo bajaba con un «clic». Con la tarjeta en la
mano, la miró con ojos entornados a la tenue luz y marcó el número. Luego hubo una
pausa.
—Sí, ¿puedo hablar con Malcolm Fairchild? —Después de unos comentarios
de introducción, Halwu fue directamente al grano— No es usted un pervertido,
¿verdad? ¿No estará tratando de matar a mi amiga? Sí, pero no sabemos nada sobre
usted. Ni dónde vive ni nada. Mmm..., mmm..., sí. —Halwu garabateaba algo en un
papel y yo me esforcé en leerlo por encima de su hombro.
—¿Qué dice? —siseé y ella me indicó que me callara.
—De acuerdo. Está bien. Eso haremos.
Halwu colgó el teléfono. Inspiró hondo.
—Bien, ha dicho: «¿Por qué no venís las dos a mi estudio y veis dónde trabajo,
si no confiáis en mí? Si no queréis venir, no pasa nada».
Me cubrí la boca con ambas manos.
—Sí. ¿Y vamos a ir?
—Claro que sí. Más vale que lo veamos. Vamos a averiguar por qué ese tipo te

114
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ha estado siguiendo.

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Waris Dirie Flor del desierto

XI

L A MO D E L O

HALWU y yo fuimos al día siguiente a inspeccionar el estudio de Malcolm


Fairchild. Yo no sabía qué podía esperar, pero cuando abrió la puerta caí de cabeza
en otro mundo. En todas las paredes colgaban carteles y carteleras con fotos de
mujeres hermosas.
—¡Oh! —exclamé en voz baja, y di vueltas por el estudio observando sus
elegantes rostros.
Y entonces lo supe, como lo había sabido el día en que, en Mogadiscio, mi tío
Mohamed dijo a mi tía Sahru que necesitaba llevarse una criada a Londres: «Esto es.
Ésta es mi oportunidad. Éste es mi lugar. Esto es lo que quiero hacer».
Malcolm vino a saludarnos; nos dijo que nos relajáramos, nos invitó a un té y
se sentó.
—Lo único que quiero es hacerle una foto. —Me señaló con un dedo—. He
estado siguiendo a esa chiquilla desde hace más de dos años. Nunca me ha costado
tanto conseguir una fotografía.
Lo miré boquiabierta.
—¿Eso es todo? ¿Quiere hacerme una foto? ¿Una foto como ésas? —Agité una
mano en dirección a los carteles.
—Sí. —Asintió enérgicamente con la cabeza—. Créeme, eso es. —Con la mano
dibujó una línea por el centro de mi nariz—. Sólo quiero esta mitad de tu cara —se
volvió hacia Halwu— porque tiene un perfil de lo más hermoso.
Me quedé pensando: «¡Tanto tiempo perdido! Me siguió dos años y le hicieron
falta apenas dos segundos para decirme que sólo quiere hacerme una foto».
—Pues no me importa hacer eso. —De pronto recelé al recordar mis
experiencias pasadas, cuando me hallaba a solas con un hombre—. ¡Pero ella también
tiene que venir! —Apoyé una mano en el brazo de mi amiga y ella asintió con la
cabeza— Ella tiene que estar presente cuando me haga la foto.
Malcolm me miró, perplejo.

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—Sí, de acuerdo. Ella también puede venir —Me sentía tan emocionada que
ya casi no tocaba la silla—. Venid pasado mañana, a las diez de la mañana, y haré
que alguien te maquille.

Dos días después regresamos al estudio. La maquilladora me sentó en una


silla y se puso manos a la obra, con algodones, pinceles, esponjas, cremas, pinturas,
polvos; con la punta de los dedos me daba toquecitos y estiraba mi piel. Yo no tenía
idea de lo que hacía y permanecí quieta y silenciosa todo el tiempo, observando
cómo ponía en práctica sus extrañas maniobras con esos extraños materiales. Halwu
se recostó en su asiento con una sonrisa picara. Yo la miraba de vez en cuando y me
encogía de hombros o hacía una mueca.
—Quieta —me ordenaba la maquilladora— Ahora... —dio un paso hacia atrás,
puso un brazo en jarras y me dirigió una mirada satisfecha—, mírate en el espejo.
Me puse en pie y fijé la vista en el espejo. Un lado de mi cara estaba
transformado, dorado, sedoso y ligero; el otro era el de la Waris corriente de siempre.
—¡Vaya! ¡Miradme! Pero, ¿por qué ha hecho sólo un lado? —pregunté
alarmada.
—Porque sólo quiere fotografiar un lado.
—¡Oh!
Me guió hacia el estudio. Malcolm me sentó en un taburete. Yo hice girar el
asiento y examiné la oscura estancia, repleta de objetos que nunca antes había visto:
la cámara de enfoque, los focos, las baterías, los cables que colgaban por todas partes,
como serpientes. Malcolm me movió la cabeza hasta dejarme en un ángulo de
noventa grados con respecto a la lente de la cámara.
—De acuerdo, Waris. Junta los labios y mira directamente al frente. Sube la
barbilla. Eso es. Perfecto.
Entonces oí un «clic», seguido por una especie de detonación que me
sobresaltó. Los flashes se dispararon y sus luces ardieron una fracción de segundo.
Por alguna razón, estas pequeñas detonaciones de luz hacían que me sintiera como
una persona diferente; de pronto, en ese momento, me imaginé como una de las
estrellas del cine que había visto en la televisión, sonriendo a la cámara cuando salían

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Waris Dirie Flor del desierto

de limusinas en la noche del estreno de su película. Luego, Malcolm cogió un papel


de la cámara y se quedó mirando su reloj un rato.
—¿Qué está haciendo? —inquirí.
—Cronometrándola.
Malcolm me indicó que me acercara a la luz y entonces quitó la capa superior
del papel. Gradualmente, como por arte de magia, una mujer fue surgiendo de la
hoja de la película. Cuando me entregó la instantánea apenas me reconocí; la foto
mostraba el perfil derecho de mi cara, pero en lugar de parecer Waris, la criada,
parecía Waris, la modelo. Me habían transformado en una criatura guapa y atractiva,
como las que posaban en los carteles del vestíbulo de Malcolm Fairchild.
Más adelante, durante la semana, una vez revelados los carretes, Malcolm me
enseñó el producto terminado, Colgó las transparencias en la caja luminosa. ¡Me
encantaron! Le pregunté si podía hacer más fotos de mí, pero me contestó que era
demasiado caro y que por desgracia, no podía permitírselo; pero sí podía hacer
copias de la instantánea y dármelas.

Un par de meses después me llamó a la YMCA.


—Mira, no sé si te interesa hacer pases de modelo pero hay unas personas que
quieren conocerte. Una de las agencias de modelos vio tu foto en mi book y dijeron
que los llamaras. Si quieres, puedes firmar un contrato con su firma y ellos te
conseguirán trabajos.
—De acuerdo, pero usted tiene que llevarme porque, ya sabe, no me siento
cómoda yendo sola. ¿Me llevará y me presentará?
—No, no puedo hacer eso, pero te daré sus señas —se ofreció.
Elegí con cuidado el traje que me pondría para la importante reunión en la
agencia de modelos Crawford. Era verano y hacía calor, de modo que me puse un
vestido rojo de escote en pico y manga corta; no era ni corto ni largo, sino que me
llegaba a media pantorrilla y era realmente espantoso.
Entré en la agencia con mi barato vestido rojo y bambas blancas, pensando:
«¡Ya está! ¡Está ocurriendo!». De hecho estaba hecha un asco. Pero aunque me encojo
cada vez que recuerdo ese día, me alegro de no haberme dado cuenta de mi facha,

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porque llevaba mis mejores prendas y no tenía con qué ir a comprarme unas nuevas.
La recepcionista me preguntó si tenía yo algunas fotos, y le respondí que una.
Me presentó a una mujer de belleza clásica, una mujer elegante llamada Verónica,
que me llamó desde su despacho y me indicó que me sentara delante de su escritorio.
—¿Cuántos años tienes, Waris?
—¡Soy joven! —Fueron las primeras palabras que se me ocurrieron y las solté
de sopetón—. De veras, soy joven. Estas arrugas —señalé mis ojos—, nací con ellas.
Verónica sonrió.
—No hay problema.
—Y a partir de entonces apuntó mis respuestas en unos formularios—.
¿Dónde vives?
—Oh, vivo en la Y.
—¿Qué? —frunció el entrecejo—. ¿Dónde vives?
—En la YMCA.
—¿Trabajas?
—Sí.
—¿Dónde y qué haces?
—McDonald's.
—De acuerdo. ¿Sabes algo de pase de modelos?
—Sí.
—¿Qué sabes? ¿Sabes mucho?
—No. Sé que quiero hacerlo. —Esto último lo repetí varias veces para que
quedara claro.
—De acuerdo. ¿Tienes un book, un álbum de fotos?
—No.
—¿Tienes familia aquí?
—No.
—¿Dónde está tu familia?

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—En África.
—¿Eres de allí?
—Sí, de Somalia.
—De acuerdo, así que no tienes a nadie aquí.
—No, nadie de mi familia.
—Bien. En este momento hay un casting y tienes que ir.
De veras intentaba entenderla y me detuve un minuto tratando de descifrar la
última frase.
—No lo entiendo, lo siento.
—Un c-a-s-t-i-n-g —alargó la palabra.
—¿Qué es casting?
—Una entrevista. Cuando vas a pedir empleo y te entrevistan, ¿vale?
Entrevista. ¿Entiendes?
—Sí, sí —mentí.
En realidad no sabía lo que me decía. Me dio unas señas y me dijo que fuera
directamente.
—Los llamaré y les diré que ya vas para allí. ¿Tiene dinero para un taxi?
—No, puedo ir andando.
—No, no. Es demasiado lejos. Demasiado lejos —repitió subrayando las
palabras—. Tienes que ir en taxi. Taxi. ¿De acuerdo? Ten, aquí tienes diez libras.
Llámame cuando hayas acabado, ¿vale?
Mientras atravesaba la ciudad en taxi me sentía eufórica. «Ay, ay, ay. Ahora sí
que voy a despegar. Voy a ser modelo.» Entonces me percaté de que había olvidado
una cosa: no le había preguntado de qué iba el trabajo. «Bueno, no importa. ¡Me irá
bien porque soy una zorra muy buena.»
Cuando llegué al casting entré en el estudio de otro fotógrafo. Abrí la puerta y
me encontré con un lugar lleno de modelos profesionales, una estancia tras otra
abarrotadas de mujeres con piernas tan largas que parecían llegarles hasta el cuello.
Se pavoneaban como leonas cercando a su presa, arreglándose delante de espejos,
doblándose para sacudirse el cabello, untándose maquillaje en las piernas para que

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lucieran morenas. Me dejé caer en un asiento y saludé a una de las chicas de mi lado.
—Mmm. ¿De qué va el trabajo?
—El calendario de la Pirelli.
—Mmm. —Asentí con la cabeza como si supiera a qué se refería—. Calendario
de Pruli. Gracias. —«¿Qué demonios es eso de calendario Pruli?»
Con los nervios destrozados, incapaz de permanecer quieta, cruzaba y
descruzaba las piernas y me removía en la silla hasta que una ayudante salió y me
dijo que era mi turno. Me quedé de piedra.
Me volví hacia la chica de mi lado y le indiqué que se acercara a la ayudante.
—Ve tú, estoy esperando a mi amiga.
E hice lo mismo cada vez que la ayudante salía, hasta que el lugar quedó
vacío. Todos se habían ido a casa.
Finalmente, la mujer salió y se apoyó, cansada, en la pared.
—Venga, ya puedes entrar.
La miré un minuto entero. «Basta —me dije—. ¿Vas a hacerlo, sí o no? Venga,
levántate, levántate.»
La seguí al estudio. Un hombre con la cabeza pegada a la parte trasera de una
cámara me gritó:
—Allí. Allí está la marca. —La señaló vagamente con una mano."
—¿Marca?
—Sí, ponte sobre la marca.
—Oh, de acuerdo. Que me ponga aquí.
—De acuerdo. Quítate el top.
«Seguro que no lo he oído bien», pensé, pero tenía ganas de vomitar.
—¿Mi top? ¿Quiere decir mi blusa?
Él sacó la cabeza de debajo de la cortinilla y me miró como si fuese una idiota.
—Sí. Quítate la blusa, ya sabes —espetó sumamente irritado—. ¿Para qué
estás aquí?

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—Pero no llevo sostén.


—De eso se trata, de ver tus pechos.
—¡No! —«¿Qué mierda es ésta? ¡Mis pechos!» Además, no llevaba top, sino
sólo mi vestido rojo. «¿Qué se cree este capullo que voy a hacer, quitármelo y
quedarme quietecita sólo con mis jodidas bragas y bambas?»—. No, no, lo siento.
Error, error, he cometido un error.
Presa del pánico, me dirigí hacia la puerta. Cuando pasé junto a una serie de
instantáneas desperdigadas por el suelo me agaché y las examiné.
El fotógrafo me contempló, unos segundos, boquiabierto. Luego se volvió y
llamó a alguien por encima del hombro.
—¡Ay, Señor! ¡Mira lo que tenemos! ¡Terence, aquí hay un pequeño problema!
Un hombre corpulento, robusto, mofletudo y de espeso cabello cano entró en
el estudio y me miró curioso. Esbozó una ligera sonrisa.
—¡Ah, sí! ¿Qué tenemos aquí?
Me enderecé y los ojos se me llenaron de lágrimas.
—No. Eso no es algo que pueda hacer. No hago esto. —Señalé una foto de una
mujer desnuda de cintura para arriba.
Al principio solamente me sentí decepcionada. Acababa la ilusión, mi gran
sueño de convertirme en modelo. «¡El primer empleo que me dan y quieren que me
quite la ropa!» Pero entonces me enfurecí y empecé a maldecirlos a todos en somalí.
—¡Asquerosos, jodidos hombres! ¡Son una mierda! ¡Cerdos! ¡Guárdense su
jodido empleo!
—¿Qué estás diciendo? Mira, estoy demasiado ocupado para esto ahora.
Pero yo ya había echado a correr. Crucé la puerta y la cerré con tanta violencia
que casi se salió de sus goznes. Lloré durante todo el camino a la YMCA. «Ya sabía
yo que había algo triste, algo terriblemente asqueroso, en esto de ser modelo.»

Esa noche me encontraba tumbada en la cama, apática, desolada.


—Waris, te llaman por teléfono —me informó mi compañera de habitación.

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Era Verónica, de la agencia de modelos.


—¡Es usted! —grité—. ¡No quiero hablar con ustedes! ¡Me hacen pasar verg...,
verg... —trataba de decir «vergüenza», pero la palabra no me salía—. Fue horrible.
Estuvo muy mal. No quiero hacer esto. No quiero hacer esto. ¡Ya no quiero estar con
ustedes!
—De acuerdo, cálmate, Waris. ¿Sabes quién era el fotógrafo?
—No.
—¿Sabes quién es Terence Donovan?
—No.
—Pues, ¿tienes alguna amiga que hable inglés?
—Sí.
—Pues cualquiera que hable inglés sabrá quién es ese hombre. Cuando
colguemos el teléfono, pregúntaselo. Hace fotos de la familia real, de la princesa
Diana, y de todas las modelos más famosas. En todo caso quiere verte de nuevo, le
interesa fotografiarte.
—¡Me pidió que me quitara la ropa! ¡No me lo dijiste antes de que fuera!
—Lo sé. Es que teníamos mucha prisa y me pareció que eras perfecta para el
trabajo. Le expliqué que no sabes inglés y que esto va contra tu cultura. Pero se trata
del calendario de la Pirelli y cuando salga tendrás mucho más trabajo. ¿Compras
alguna vez revistas como Vogue y Elle?
—No, no puedo permitírmelo. Las miro en el quiosco, pero siempre las
devuelvo.
—Vale, pero las has visto, ¿verdad? Esa es la clase de trabajo que harás.
Terence Donovan es el mejor. Si quieres ser modelo, necesitas este trabajo. Y después
ganarás un montón de dinero y podrás hacer lo que quieras.
—No voy a quitarme el top.
La oí suspirar:
—Waris, ¿dónde dijiste que trabajas?
—En McDonald's.
—¿Cuánto te pagan?

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Se lo dije.
—Pues Terence te pagara mil quinientas libras por un día.
—¿Todo para mí? ¿Todo mío?
—Sí, y podrás viajar. El trabajo es en Bath. No sé si has estado allí, pero es un
lugar muy bonito. Te alojarás en el Royalton —añadió, como si eso significara algo
para mí—. Oye, ¿quieres hacerlo, sí o no?
Ya me había convencido. Con tanto dinero pronto ahorraría suficiente para
ayudar a mi madre.
—¡De acuerdo, de acuerdo! ¿Cuándo vuelvo a su estudio?
—¿Qué te parece mañana por la mañana?
—Y sólo tengo que quitarme el top..., ¿nada más? ¿Estás segura de que por mil
quinientas libras no tengo que acostarme con el hombre?
—No, no. No es un truco. De veras que no.
—O..., ya sabes..., que quiera que me abra de piernas o algo así... Si eso es lo
que quiere, dímelo.
—Sólo quiere que te quites el top. Pero acuérdate, mañana sólo hará una
instantánea y luego te dirá si te da el empleo. Así que sé amable...

Al día siguiente, cuando llegué, Terence Donovan me miró y se echó a reír.


—¡Ah, eres tú! Ven aquí. ¿Cómo te llamas?
A partir de ese momento se mostró muy paciente conmigo. Terence tenía hijos
y comprendió que yo no era sino una chica espantada que necesitaba ayuda. Me trajo
té y me enseñó toda su obra, fotos que había hecho de las mujeres más hermosas del
mundo.
—De acuerdo, voy a enseñarte unas fotos. Ven conmigo. —Me llevó a otra
estancia, llena de estanterías y cajones. Sobre una mesa había un calendario. Lo hojeó.
En cada página figuraba la fotografía de una mujer despampanante, una mujer
distinta por página— ¿Ves esto? Es el calendario de la Pirelli del año pasado, sólo
que este año será distinto. Será sólo de africanas. En algunas fotos llevarás ropa, pero

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algunas puede que sean sin ropa. —Lo repasó todo conmigo; me explicó cómo se
desarrollaba el procedimiento entero. Para entonces estaba segura de que no se
trataba de un escurridizo viejo verde—. De acuerdo, ahora vamos a hacer la
instantánea. ¿Estás preparada?
Estuve preparada desde el momento en que Verónica me dijo cuánto ganaría,
pero ahora, además, me sentía relajada.
—Sí, estoy preparada.
A partir de entonces me convertí en una perfecta profesional. Me puse sobre la
marca y —zas— me despojé del top y miré a la cámara, confiada. ¡Perfecto! Cuando
Terence me enseñó la instantánea me hizo pensar en mi hogar en África. Era una foto
en blanco y negro, sencilla y honesta, nada hortera ni cursi; tampoco tenía nada de
pornográfico. Era, simplemente, la Waris que se había criado en el desierto, una niña
con los diminutos pechos expuestos al calor.
Al llegar a casa aquella noche recibí un mensaje de la agencia. Me habían dado
el trabajo e iría a Bath la semana siguiente. Verónica me había dejado el número de
teléfono de su domicilio. La llamé para explicarle que debía trabajar en el
McDonald's y que no podía permitirme no hacerlo, pues no sabía cuánto tardarían en
pagarme por hacer de modelo; pero ella me salvó: si necesitaba dinero, comentó,
podía darme un adelanto.
Desde aquel día no he puesto un pie en un McDonald's. Después de hablar
con Verónica, colgué el teléfono y eché a correr por toda la YMCA contando mi
nueva empresa, no sólo a mis amigos, sino también a cualquiera dispuesto a
escucharme.
—¡Oh, vamos! ¡Deja de fanfarronear, por Dios! Vas a enseñar las tetas, ¿no? —
espetó Halwu.
—¡Sí, por mil quinientas libras!
—¿Por esas cositas? Deberías sentir vergüenza. —Se echó a reír.
—Pues no es así. ¡Esto es agradable! No esas cosas obscenas..., y vamos a ir a
Bath y nos alojaremos en un gran hotel.
—Pues no quiero oírlo... Deja de contárselo a todos en el edificio, ¿de acuerdo?

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La noche antes de irme a Bath no pude conciliar el sueño de tantas ganas


como tenía de que llegara el día— mi bolsa de lona se encontraba junto a la puerta.
Todavía me costaba creerlo. Nunca había ido a ninguna parte, ¡y esta gente me
pagaba por viajar! Terence Donovan iba a mandar una limusina para llevarme a la
estación Victoria. Allí nos reuniríamos —fotógrafos, ayudantes, director artístico,
otras cuatro modelos, la maquilladora, el estilista y yo— y cogeríamos el tren a Bath.
Fui la primera en llegar, pues tenía miedo de perder el tren. La siguiente en acudir
fue Naomi Campbell.
Cuando llegamos a Bath nos registramos en el Royalton, que era como un
palacio; me quedé atónita al ver que tendría una enorme habitación para mí sólita.
Pero esa primera noche, Naomi vino a mi habitación y me preguntó si podía dormir
conmigo. Era muy joven, muy dulce; tendría unos dieciséis o diecisiete años y tenía
miedo a dormir sola. Le dije que claro, porque me gustaba estar acompañada.
—Pero no se lo digas, ¿de acuerdo? Se van a enojar si se enteran de que están
pagando tanto dinero por mi habitación y nadie duerme en ella.
—No te preocupes... Tú quédate en mi habitación. —Tras años de experiencia,
me resultaba natural el papel de madre. De hecho, mis amigos me llamaban Mama
porque me mostraba maternal con todos—. No voy a decir nada, Naomi.
Cuando empezamos a trabajar por la mañana vimos que primero peinarían y
maquillarían a dos chicas; luego, mientras les sacaban las fotos en el plato,
prepararían a las otras dos, y así hasta acabar. La primera mañana que el estilista me
peinó, le dije que me cortara todo el pelo. Por entonces era bastante rechoncha para
ser modelo: toda esa jugosa carne de McDonald's se había asentado en mí, de modo
que quería el cabello corto para estar más a la moda. El estilista cortó y cortó hasta
dejarme casi sin nada, con apenas un par de centímetros de cabello en toda la cabeza.
—¡Oooh, estás tan diferente! —exclamaban todos. Pero yo decidí que quería
escandalizar de veras—. ¿Sabes qué voy a hacer? —le dije al estilista—. Voy a
teñirme de rubio.
—¡Ay, Dios! Pues yo no pienso hacerlo. Tendrías un aspecto malévolo...,
chiflado.
Naomi se rió.
—Waris, ¿sabes qué? Un día vas a ser famosa. Y no me olvides cuando lo seas,
¿vale?

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—Por supuesto que ha ocurrido al revés y es ella la famosa.


Seguimos trabajando así durante seis días y me costaba creer que me pagaban
por hacerlo. En cuanto acababa por la tarde y me preguntaban lo que quería hacer
contestaba siempre lo mismo: ir de compras. Me dejaban ir en el coche, y el chófer de
la limusina me dejaba donde yo quisiera y luego iba a recogerme. Una vez terminado
y revelado todo, escogieron mi foto para la cubierta, lo que fue una sorpresa y un
honor y me supuso más publicidad.
Regresamos a Londres en tren. Al llegar me subí a la limusina y el chófer me
preguntó dónde quería que me dejara. Le dije que en la agencia. Nada más cruzar la
puerta me dijeron:
—Adivina qué. Hay otro casting y es a la vuelta de la esquina. Pero
apresúrate, tienes que ir enseguida.
Protesté porque me sentía cansada.
—Iré mañana.
—No, no. Mañana será demasiado tarde. Buscan chicas Bond para la nueva
película de James Bond, The Living Daylights, con Timothy Dalton. Deja tu bolsa aquí
y vamos. Te acompañaremos y te enseñaremos dónde es.
Uno de los chicos de la agencia me llevó a la vuelta de la esquina y señaló el
edificio.
—¿Ves esa puerta, por la que entra tanta gente? Es allí.
Entré. Fue una repetición del día en que fui al estudio de Terence Donovan,
pero peor. Había todo un ejército de chicas, de pie, apoyadas, sentadas, cotilleando,
pavoneándose y afectando poses.
—Vamos a pediros a todas que digáis un par de palabras —informó el
ayudante.
Aquello se me antojó ominoso, pero me repetí que era una modelo
profesional, ¿no? Había trabajado con Terence Donovan para el calendario de la
Pirelli. También aquí podía defenderme. Cuando me tocó mi turno me hicieron
entrar en el estudio y me dijeron que me pusiera sobre la marca.
—Sólo quiero decirles que no hablo bien inglés.
—No pasa nada. Sólo tienes que leer esto —contestaron, y levantaron un

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cartel.
«¡Ay, Dios mío! ¿Ahora qué? ¿Tengo que decirles que no sé leer? No, es
demasiado humillante. No puedo hacerlo.»
—Discúlpenme —dije—. Tengo que irme..., ahora vuelvo.
Y salí del edificio y regresé a la agencia a por mí bolsa. Sólo Dios sabe cuánto
tiempo me esperaron los del casting antes de que se dieran cuenta de que no iba a
regresar. En la agencia dije que todavía no me habían llamado, que quería recoger mi
bolsa primero porque me parecía que iría para largo. Eran más o menos las dos de la
tarde, pero me fui a casa, dejé mi bolsa y fui en busca de una peluquería. Entré en
una cerca de la YMCA y un caballero me preguntó en qué podía ayudarme.
—Decolorarme el cabello.
El estilista enarcó las cejas.
—Bueno, puede hacerse, ¿sabe?, pero tardará mucho tiempo y cerramos a las
ocho.
—Bien, tenemos hasta las ocho.
—Sí, pero hay otras personas antes que usted.
Le supliqué hasta que cedió. Me aplicó el peróxido y lamenté inmediatamente
haberlo hecho. Llevaba el cabello tan corto que los productos químicos me quemaban
y tenía la sensación de que se me estaban cayendo grandes trozos de cuero cabelludo.
Sin embargo, apreté los dientes y esperé. Cuando el estilista me lavó el pelo se había
vuelto anaranjado. De modo que tuvo que repetir el proceso, porque el peróxido
necesitaba más tiempo para quitar el color. Después del segundo lavado, el cabello
apareció amarillo y, después de la tercera aplicación, era, por fin, rubia.
Me encantó. Sin embargo, camino del metro, vi a varios chiquillos coger a su
madre de la mano y gritar:
—Mami, mami, ¿qué es eso? ¿Es hombre o mujer?
Con todo, para cuando llegué a la YMCA decidí que me importaba un bledo
porque mi cabello no era para impresionar a los chiquillos. Ser rubia era algo que
quería probar para mí misma y a mí me parecía fabuloso;
Me esperaba un mensaje de la agencia: «¿Dónde estás? Aún te están
esperando en el casting. ¿Vas a regresar? Todavía quieren verte. Te están

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esperando...». Pero la agencia estaba cerrada, de modo que llamé a Verónica a su


casa.
—Waris, ¿dónde diablos has estado? ¡Creían que querías ir al lavabo! ¿Me
prometes que volverás mañana?
Consiguió que aceptase volver al día siguiente.
Por supuesto, lo que no le había dicho a Verónica, los del casting lo vieron de
inmediato; o sea, que el día anterior era una negra corriente y aquel día era una
somalí rubia. Todos dejaron lo que estaban haciendo y me miraron boquiabiertos.
—¡Vaya! Es asombroso... ¿Hiciste eso anoche? —Sí.
—Ay, Dios. Me encanta. Me encanta... No vuelvas a cambiarlo, ¿de acuerdo?
—Créeme, no pienso pasar por ese tormento en un futuro inmediato. Mi cuero
cabelludo también está rubio.
Seguimos con la prueba donde la habíamos dejado el día anterior.
—Te preocupa tu inglés... ¿Es ése el problema?
—Sí. —Aún no era capaz de reconocer que no sabía leer.
—Vale. Ponte allí, mira a la derecha y a la izquierda. Di tu nombre, de dónde
eres, cuál es tu agencia, y eso es todo.
Eso sí que podía hacerlo sin ningún problema.
Después, puesto que estaba a la vuelta de la esquina de la agencia, decidí que
sería divertido ir y enseñarles mi cabello. Se pusieron histéricos.
—¿Qué coño has hecho con tu pelo?
—Está bonito, ¿verdad?
—¡Ay, Dios mío, no, no es bonito! Ahora no podremos contratarte. Tienes que
consultar con nosotros antes de hacer algo así con tu aspecto, Waris. El cliente tiene
que saber lo que consigue... Ya no es tu cabello y no puedes hacer lo que quieras con
él.
No obstante, a los del casting sí les gustó mi pelo y me contrataron para hacer
de chica Bond. El día en que me contrataron, los de la agencia me pusieron un mote:
Guinness, por la cerveza, porque era negra con espuma blanca arriba.

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Waris Dirie Flor del desierto

Mi nueva carrera en el cine me tenía muy emocionada, hasta que un día fui a
la agencia y Verónica me dijo:
—Tengo muy buenas noticias, Waris. The Living Daylights se filmará en
Marruecos.
Me quedé de piedra.
—¿Sabes? Por desgracia hay algo que preferiría no tener que decirte. ¿Te
acuerdas que el día en que me contrataste me preguntaste si tenía pasaporte? Pues sí
que tengo uno, pero mi visado ha expirado y, si salgo de Inglaterra, no podré volver
a entrar.
—¡Waris, me mentiste! Para ser modelo tienes que tener un pasaporte válido,
de lo contrario no podemos trabajar contigo. Tienes que viajar todo el tiempo. ¡Dios!
No vas a poder hacer el trabajo, tendremos que cancelar tu contrato.
—No, no. No hagas eso, ya se me ocurrirá algo. Encontraré la solución.
Verónica me miró como si no me creyera, aunque me dijo que era cosa mía.
Pasé los siguientes días en mi habitación, pensando. Sin embargo, por más que
pensaba no se me ocurría nada. Consulté con todos mis amigos, y la única solución
que se le ocurrió a alguien fue que podía casarme, pero no tenía con quién hacerlo.
Me sentí muy mal, no sólo porque mi carrera se estaba echando a perder, sino
también porque había mentido a Verónica y le había fallado a la agencia.
Una noche, en pleno dilema, bajé a la piscina del hostal, donde mi amiga
Marilyn, una negra nacida en Londres, trabajaba de socorrista. Cuando me instalé en
el hostal bajaba a la piscina y me sentaba, con la vista clavada en el agua; el agua me
encanta. Finalmente, una noche, Marilyn me preguntó por qué nunca me metía en la
piscina y le contesté que no sabía nadar.
—Pues yo puedo enseñarte —se ofreció.
—De acuerdo.
Fui a la parte más honda de la piscina, aspiré hondo y me zambullí. Supuse
que, puesto que era salvavidas, podría salvarme. Pero, ¿a que no adivináis lo que
ocurrió? Debajo del agua nadé como un pez hasta la otra punta.
Salí a la superficie con una sonrisa de oreja a oreja.

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Waris Dirie Flor del desierto

—¡Lo he hecho! ¡No me lo creo! ¡Lo he hecho!


Marilyn, sin embargo, se enojó.
—¿Por qué me has dicho que no sabías nadar?
—¡Nunca en mi vida había nadado!
Después de este incidente nos convertimos en buenas amigas. Ella vivía con
su madre en la otra punta de la ciudad y, a veces, cuando salía de trabajar ya de
noche, se sentía demasiado cansada para el largo trayecto hasta su casa, de modo que
dormía en mi habitación.
Era una persona generosa, estupenda, y mientras nadaba en la piscina aquella
noche, tratando de olvidar mis problemas con el pasaporte, se me presentó la
solución. Salí a la superficie y me quité las gafas.
—Marilyn —resollé—, necesito tu pasaporte.
—¿Qué? ¿De qué hablas?
Le expliqué mi problema.
—Estás absolutamente chiflada, Waris. ¿Sabes lo que va a ocurrir? Te pillarán,
te deportarán de por vida y a mí me meterán en la cárcel. ¿Y para qué iba a
arriesgarme tanto? ¿Para que puedas actuar en una estúpida película de James Bond?
No y no.
—Venga, Marilyn. Es divertido, es una aventura... Arriésgate. Iremos a
Correos y solicitaremos un pasaporte con tu nombre; falsificaré la firma y pondré mi
foto. No tengo mucho tiempo, pero puedo conseguir un pasaporte provisional en un
par de días. ¡Por favor, Mafari, te lo ruego! ¡Es mi gran oportunidad en el cine!
Finalmente, después de suplicar y rogar durante horas, el día antes de la
partida a Marruecos cedió. Me saqué una foto y fuimos a Correos. Una hora más
tarde tenía un pasaporte británico. Pero ella, camino de casa, estaba preocupadísima.
—Anímate, Marilyn. Venga, todo irá bien. Debes tener fe.
—Fe, ¡y un cuerno! Tengo fe en que este estúpido incidente puede arruinarme
toda la vida.
Pasamos esa noche en casa de su madre. Antes de ir sugerí que alquiláramos
unos vídeos, nos hiciéramos traer comida china a domicilio y nos relajáramos, pero
cuando llegamos me dijo:

131
Waris Dirie Flor del desierto

—Waris, no puedo hacerlo. Es demasiado arriesgado. Devuélveme el


pasaporte. —Se lo devolví, desolada, viendo cómo mi carrera en el cine desaparecía
en el reino de las fantasías perdidas—. Tú quédate aquí..., voy a esconderlo —añadió,
y lo subió a la habitación.
—De acuerdo, chica, si así es como te sientes, no vale la pena sufrir —acepté—
. Si crees que sucederá algo malo, entonces no debemos hacerlo.
No obstante, por la noche, en cuanto se durmió, me dediqué a registrar su
habitación. Tenía cientos de libros y yo supuse que lo había escondido en uno de
ellos. Abrí uno por uno y los sacudí. El coche iba a recogerme en su casa por la
mañana para llevarme al aeropuerto, de modo que me apresuré. De pronto, el
pasaporte cayó a mis pies. Lo recogí sin hacer ruido, lo guardé en mi bolsa de lona y
me acosté. Por la mañana bajé sigilosamente y salí, para que el chófer no tocara el
timbre y despertara a todo el mundo. Fuera hacía frío, pero permanecí en la acera,
temblando, hasta las siete, cuando llegó el coche y nos fuimos al aeropuerto.
Salir de Inglaterra no supuso ningún problema. En Marruecos, mi carrera en el
cine consistió en un par de escenas en las que era lo que el guión describía como «una
hermosa chica tumbada junto a la piscina». También participé en otra escena en la
que tomábamos el té en una fantástica casa en Casablanca. Sin embargo, no sé por
qué, todas las mujeres estaban desnudas. James Bond caía por el condenado techo y
nosotras nos tapábamos la cara con las manos y gritábamos:
—¡Ahhh! ¡Ay, Dios mío!
«No me quejo —pensaba—. Como no me han dado un papel con diálogo, no
tengo que preocuparme por no saber leer.»
El resto del día descansábamos en la casa o nos sentábamos junto a la piscina,
sin hacer nada. Yo me quedé bajo el sol todo el tiempo, emocionada de verlo de
nuevo después de vivir en la brumosa Londres. No sabía cómo relacionarme con las
gentes del mundillo del cine y estuve sola casi siempre; eran todos guapos y guapas,
y me intimidaban; hablaban un inglés perfecto, parecían conocerse entre sí y
cotilleaban constantemente. Estaba encantada de encontrarme de nuevo en África;
por las tardes me sentaba afuera con las mamas y cocinaba comidas deliciosas para
sus familias. No hablaba su lengua, pero nos sonreíamos mucho; yo decía una
palabra árabe y ellas una inglesa, y nos echábamos a reír.
Un día, el equipo técnico vino y nos preguntó:

132
Waris Dirie Flor del desierto

—¿Alguien quiere ir a ver una carrera de camellos? Venga, estamos reuniendo


un grupo.
Después de observar las carreras un rato, pedí a uno de los jinetes que me
dejara montar. Nos comunicamos en una jerigonza de árabe e inglés. Él me informó
que ¡ah, no! A las mujeres no les estaba permitido montar camellos.
—Apuesto a que puedo ganarte —le reté—. Venga, te lo demostraré... ¡Tienes
miedo de dejarme montar porque sabes que voy a ganar!
Esto —que una chiquilla le desafiara— le enfureció tanto que aceptó dejarme
echarle una carrera. Se corrió la voz entre el equipo técnico de que Waris iba a
participar en la siguiente carrera, y todos me rodearon y algunos trataron de
convencerme de que no lo hiciera. Les informé de que más valía que sacaran su
dinero y apostaran por Waris, porque pensaba darles una lección a esos marroquíes.
En la línea de partida había unos diez hombres árabes sentados en sus camellos, y yo.
Nada más iniciarse la carrera, nuestras monturas echaron a correr a toda velocidad.
Fue aterrador, porque no conocía a aquel camello y no sabía muy bien cómo hacerlo
«patear». Los camellos no sólo avanzan, sino que saltan y se bambolean, de modo
que me aferré como si me fuera la vida en ello. Sabía que si me caía, moriría
pisoteada.
Llegué segunda a la meta. Los de la película estaban asombrados y me percaté
de que me había granjeado su respeto, sobre todo cuando cobraron sus ganancias.
—¿Cómo supiste qué tenías que hacer? —inquirió una chica.
—Es fácil. Cuando naces sobre un camello sabes cómo montarlo —respondí
entre risas.

Sin embargo, la carrera de camellos no requería tanto valor como lo que me


esperaba al regresar al aeropuerto de Heathrow. Al salir del avión hicimos cola para
pasar por el control de pasaportes. En tanto la cola avanzaba, muy poquito a poco, la
gente iba sacando su pasaporte. Los funcionarios gritaban:
—El siguiente.
Cada vez que oía esas palabras me suponía un verdadero tormento, pues
significaba que me iba acercando al momento en que me detendrían.

133
Waris Dirie Flor del desierto

Los funcionarios británicos son muy bruscos y severos para dejarte entrar en
Inglaterra. Pero si eres africana y negra, son dos veces más duros. Una sabe que
revisarán el pasaporte con mirada sumamente penetrante. Me sentía tan mal que creí
que iba a desmayarme. Empecé a fantasear que me tumbaba y me moría a fin de no
tener que pasar ya por esta tortura. «Dios —recé—, ayúdame, por favor. Si sobrevivo
a esto, te prometo que nunca más haré algo tan estúpido.»
Estaba a punto de llegar, sin saber si las rodillas se me doblarían. De pronto,
un modelo que era un pelmazo, llamado Geoffrey, me quitó el pasaporte de la mano.
Era un cabrón sabelotodo, al que le encantaba incordiar, y en este caso no habría
podido encontrar un blanco más vulnerable.
—Ay, por favor, por favor...
Traté de quitárselo, pero era mucho más alto que yo y lo levantó para que no
pudiera alcanzarlo.
En todo el viaje todos me habían llamado Waris; todos sabían que me llamaba
Waris Dirie. Geoffrey abrió el pasaporte y chilló:
—¡Ay, Dios mío! Escuchad..., escuchad todos. Adivinad cómo se llama.
Marilyn Monroe.
—Por favor, dámelo... —Para entonces estaba temblando. Geoffrey corrió
dando vueltas, partiéndose de risa, y enseñó mi pasaporte a todo el grupo.
—¡Se llama Marilyn Monroe! ¡Mirad esta mierda! ¿Qué coño? ¿De qué va esto,
chica? ¡Con razón te teñiste de rubia!
Yo no sabía que había otra Marilyn Monroe. Para mí no era más que mi amiga,
la socorrista de la YMCA. Por suerte, porque saber que andaba por ahí con un
pasaporte que ostentaba mi foto y el nombre de una famosa estrella del cine habría
aumentado mi preocupación. En aquel momento, lo que más me preocupaba era que,
según mi pasaporte, me llamaba Marilyn Monroe, había nacido en Londres y, sin
embargo, casi no hablaba inglés. «Estoy muerta... Éste es el fin... Estoy muerta... Éste
es el fin...», eran las palabras que resonaban en mi mente mientras mi cuerpo sudaba
a chorros todo un río de sudor.
Todos los de la película se unieron al juego.
—¡Oye! ¿Cómo te llamas de verdad? Ahora, en serio... ¿De dónde eres?
¿Sabías que hay gente nacida en pleno Londres que no habla inglés?

134
Waris Dirie Flor del desierto

Estaban aguijoneándome a tope. El cretino de Geoffrey me devolvió el


pasaporte. Me fui a la cola, dejando que se me adelantaran todos, con la esperanza de
que ya se hubieran marchado cuando me tocara el turno.
—¡El siguiente!
El resto del equipo pasó por el control de pasaportes, pero ninguno hizo lo
que haría normalmente, ninguno se apresuró a subirse al coche, como habrían hecho
después de un largo viaje. No. Me esperaron. Apiñados, justo después—de la cabina
de control, a ver cómo salía de ésta.
«Contrólate, Waris, chica. Puedes hacerlo.» Avancé y entregué el pasaporte al
funcionario con una sonrisa deslumbrante.
—¡Hola! —grité y contuve el aliento. Sabía que no debía decir una sola palabra
más porque se daría cuenta de que mi inglés era una farsa.
—Bonito día, ¿verdad? —Mmm.
Asentí con la cabeza y sonreí. El funcionario me devolvió el pasaporte y
avancé a toda prisa. Los del equipo me miraron, atónitos. Quería derrumbarme,
soltar el aliento y caer al suelo, pero pasé de largo casi corriendo, a sabiendas de que
no estaría a salvo hasta haber salido del aeropuerto. «Sigue avanzando, Waris. Sal de
Heathrow con vida.»

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Waris Dirie Flor del desierto

XII

LOS MÉDICOS

MIENTRAS todavía vivía en la YMCA pasé una tarde en la piscina, nadando


varios largos. Al terminar me metí en el vestidor, e iba a subir cuando oí que alguien
me llamaba desde la pequeña cafetería del hostal. Era un chico al que conocía y que
también residía allí. Se llamaba William. Me pidió que entrara en el café.
—Waris, siéntate. ¿Te apetece comer algo? —Él estaba comiendo un bocadillo
de queso.
—Sí, uno de ésos, por favor.
Mi inglés era todavía bastante escaso, pero capté el sentido de lo que decía.
Mientras comíamos me preguntó si quería ir al cine con él. No era la primera vez que
quería que quedáramos para salir. Era joven, guapo, blanco y siempre muy amable.
Sin embargo, en un momento dejé de escucharle y me limité a observar cómo se
movían sus labios y mi mente se puso a funcionar como si fuera un ordenador.
«Ve al cine con él. Si supiera... Imagínate lo que sería tener un noviete. Sería
agradable. Alguien con quien hablar. Alguien que me quiera. Pero si voy al cine con
él, querrá besarme. Y luego querrá sexo. Y si acepto, se dará cuenta de que no soy
como las otras chicas. Estoy dañada. Y, si no acepto, se enojará y reñiremos. No vayas
No merece la pena. Di que no. Ojalá supiera lo mío... Se daría cuenta de que no tiene
nada que ver con él.»
Le sonreí y negué con la cabeza.
—No, gracias, tengo demasiado trabajo.
En sus ojos apareció la expresión herida que preveía. Me encogí de hombros.
«No puedo hacer nada al respecto», dije para mí, para ambos.
Este problema empezó cuando me instalé en el hostal. Viviendo con mi
familia, no solía encontrarme sin carabina en compañía de desconocidos u hombres
que no fuesen de mi familia. Los hombres que iban a casa de mis padres, o de la tía
Sahru o del tío Mohamed, conocían nuestra cultura o bien no me pedían que
quedáramos para salir, o, de lo contrario, la familia se encargaba de ellos. Pero desde
que me había marchado de casa de mi tío estaba sola y por primera vez me vi

136
Waris Dirie Flor del desierto

obligada a enfrentarme a esta clase de situación. La YMCA estaba repleta de jóvenes


solteros; en los night-clubs a los que iba con Halwu conocía a más hombres y en mi
trabajo de modelo, todavía más.
No obstante, ninguno me interesaba. Nunca se me ocurrió practicar el sexo
con un hombre, pero, por desgracia, sabía, debido a algunas de mis terribles
experiencias, que a ellos sí les interesaba. Siempre me lo he preguntado, pero no me
imagino cómo habría sido mi vida sin la ablación. Me gustan los hombres y soy una
persona muy emotiva y cariñosa. Habían transcurrido seis años desde que escapara
de mi padre y la soledad me había resultado dura; echaba de menos a mi familia y
esperaba tener marido y familia propios en el futuro. No obstante, estando cosida me
cerraba a la idea de una relación; estaba encerrada en mí misma. Diríase que los
puntos impedían que me penetraran los hombres, tanto física como emocionalmente.
El otro problema que me impedía tener una relación con un hombre se
presentó cuando advertí que no era como las otras mujeres, sobre todo las inglesas.
Después de mi llegada a Londres me fui dando cuenta, paulatinamente, de que no a
todas las chicas les habían hecho lo que me habían hecho a mí. Cuando vivía en casa
de mi tío Mohamed y me encontraba en el cuarto de baño con las otras chicas, me
asombraba que su orina saliera a chorro y con tanta facilidad, cuando yo tardaba
unos diez minutos en orinar. El diminuto agujero que me había dejado la gitana no
dejaba escapar más que una gota a la vez.
—Waris, ¿por qué haces pis así...? ¿Qué te pasa? —me preguntaban, y yo no
quería explicárselo, porque suponía que cuando regresaran a Somalia también les
practicarían la ablación, de modo que restaba importancia al hecho con una risita.

Sin embargo, la regla no era cosa de risa. Desde un principio, cuando contaba
unos once o doce años, fue una pesadilla. Empezó un día, cuando me encontraba sola
cuidando a mis ovejas y mis cabras. Hacía un calor insoportable y me había sentado
bajo un árbol, sintiéndome bastante apática y aún más incómoda por el hecho de que
me dolía la panza. «¿Qué es este dolor? —me pregunté—. ¿Estaré embarazada? ¿Voy
a tener un hijo? Pero no he estado con un hombre. Entonces, ¿cómo puedo estar
embarazada?» La presión no hizo sino aumentar, a la par con mi temor. Al cabo de
una hora, más o menos, fui a orinar y vi sangre. Creí que me estaba muriendo.
Dejé a los animales pastando, corrí a casa y me eché en brazos de mi madre,

137
Waris Dirie Flor del desierto

llorando y gritando.
—¡Me estoy muriendo! ¡Ay, mamá, me estoy muriendo!
—¿De qué hablas?
—Estoy sangrando, mamá... ¡Me voy a morir!
Ella me clavó una mirada penetrante.
—No, no vas a morirte. No pasa nada. Es tu regla.
Yo nunca había oído hablar de ello..., No sabía nada al respecto.
—Explícamelo. ¿De qué estás hablando?
Mi madre me explicó el proceso mientras yo me retorcía, desconsolada, y me
apretaba el abdomen.
—Pero, ¿qué hago para que no me duela? Porque ¿sabes?, me siento como si
me fuera a morir.
—Waris, no puedes hacer nada. Tienes que dejar que pase, esperar a que esté
listo para que pase.
Pero yo no estaba dispuesta a aceptar esta solución. Buscando algo que me
aliviara, regresé al desierto y empecé a cavar un hoyo debajo de un árbol. Los
movimientos me sentaban bien y apartaban el dolor de mi mente. Cavé y cavé con un
palo, hasta tener un agujero lo bastante profundo para enterrar la mitad inferior de
mi cuerpo; me metí en él y apretujé la arena en torno a mi cuerpo; debajo de la
superficie la arena estaba más fresca, más o menos como una bolsa de hielo, y
descansé allí durante la parte más caliente del día.
Cavar un hoyo se convirtió en mi modo de afrontar la regla cada mes. Por
extraño que parezca, posteriormente me enteré de que mi hermana Amam había
hecho lo mismo. Pero este tratamiento tenía sus inconvenientes. Un día mi padre
pasaba por allí y vio a su hija enterrada debajo de un árbol. Desde lejos parecía que
me habían cortado de la cintura para abajo y me habían abandonado en la arena.
—¿Qué diablos estás haciendo?
Al oír su voz, automáticamente traté de saltar fuera del hoyo, pero como la
arena estaba tan apretada no lo logré enseguida. En mi esfuerzo por salir daba
zarpazos en la arena a fin de sacar las piernas. Era demasiado tímida para explicarle
por qué me enterraba y no dejó de burlarse.

138
Waris Dirie Flor del desierto

—Si quieres enterrarte viva, hazlo bien. Vamos, ¿qué es eso de hacerlo a
medias?
Más tarde preguntó a mi madre a qué se debía este extraño comportamiento,
pues le preocupaba que su hija se estuviese convirtiendo en una especie de animal de
madriguera, un topo obsesionado con cavar túneles subterráneos, y mi madre le
explicó la situación.
Con todo, como había predicho mi madre, no había nada que me quitara el
dolor. Aunque aún no lo entendía, la sangre de la menstruación se acumulaba en mi
cuerpo, al igual que la orina, pero puesto que durante varios días fluía
constantemente, o intentaba fluir, el dolor resultaba un auténtico tormento. La sangre
salía a gotas y, como resultado, duraba al menos diez días.
El punto más crítico del problema se presentó cuando vivía con mi tío
Mohamed. Una mañana, temprano, preparé su desayuno, como de costumbre.
Llevaba la bandeja de la cocina a la mesa del comedor, donde él esperaba; de pronto
me desmayé y los platos cayeron y se hicieron añicos. Mi tío vino corriendo y me dio
unos cuantos bofetones a fin de hacerme volver en mí, cosa que hice poco a poco.
—¡Maruim! ¡Maruim! —le oí gritar como de muy lejos—. ¡Se ha desmayado!
Cuando por fin volví en mí, la tía Maruim me preguntó qué me ocurría y le
dije que esa mañana me había llegado la regla.
—Pues esto no está bien; tenemos que llevarte al médico. Pediré hora con el
mío para esta tarde.
Al médico de mi tía le expliqué que mis reglas eran muy dolorosas y cuando
las tenía me desmayaba, que el dolor me dejaba paralizada y no sabía qué hacer al
respecto.
—¿Puede ayudarme? Por favor... ¿Hay algo que pueda hacer? Porque ya no lo
aguanto más.
Sin embargo, no le mencioné que me habían practicado la ablación; ni siquiera
sabía cómo sacar el tema a colación. Todavía era una chiquilla, y todos los problemas
relacionados con mi condición física derivaban de una mezcla de ignorancia,
confusión y vergüenza; además, no estaba segura de que mi circuncisión fuese la raíz
del problema, pues todavía creía que lo que me ocurría a mí le ocurría a todas las
chicas. A mi madre, el dolor no le había parecido anormal, porque todas las mujeres
que conocía estaban circuncidadas y todas padecían el mismo tormento. Forma parte

139
Waris Dirie Flor del desierto

de los gajes de ser mujer.


Como el médico no me examinó no descubrió mi secreto.
—Lo único que puedo darte para el dolor es la píldora anticonceptiva; te
quitará el dolor porque te quitará la regla.
¡Aleluya! Empecé a tomar la píldora, aunque la idea no me gustaba
demasiado. Mi prima Basma me había dicho que eran malas para la salud, pero al
cabo de un mes el dolor menguó, así como gran parte de la menstruación. Dado que
la píldora hacía que mi cuerpo creyera que estaba embarazada, también me
sucedieron otras cosas inesperadas. Me crecieron los pechos y el trasero; mi cara se
llenó y mi peso subió en picado. Estos espectaculares cambios en mi cuerpo me
parecían sumamente raros, nada naturales. Decidí, pues, que prefería el dolor y dejé
de tomar la píldora. Y tuve que aguantar el dolor, porque volvió, pero aún peor que
antes.
Posteriormente visité a otro médico, a ver si podía ayudarme, aunque la
experiencia fue una repetición de la primera. Le expliqué que ya lo había intentado,
pero que no me agradaban los efectos secundarios; sin embargo, sin la píldora,
pasaba varios días al mes sin poder funcionar: guardaba cama y quería morirme para
que cesara el dolor. ¿Conocía otra solución?, le pregunté.
—Pues, ¿qué esperaba? —me contestó—. Si las mujeres toman la píldora
anticonceptiva, la regla se detiene casi enteramente. Cuando las mujeres tienen la
regla, tienen dolor. Escoja.
Cuando el tercer médico me repitió lo mismo me di cuenta de que necesitaba
algo más.
—Quizá necesito un médico especial —comenté a mi tía.
—No —respondió tajante y con una mirada airada—. Por cierto, ¿qué les estás
diciendo a esos hombres?
—Nada, sólo que quiero que me quiten el dolor.
Sabía cuál era el mensaje implícito en su pregunta: la ablación es una
costumbre africana y no se puede hablar de ella con los hombres blancos.
No obstante, empecé a advertir que eso era exactamente lo que tendría que
hacer. Eso o sufrir y vivir como inválida una tercera parte de cada mes. Comprendí
también que mi familia nunca, aceptaría que lo hiciera, de modo que mi siguiente

140
Waris Dirie Flor del desierto

paso era evidente: tendría que regresar al médico y decirle que me habían practicado
la ablación. Entonces tal vez podría ayudarme.
Escogí al primer médico, el doctor Macrae, porque trabajaba en un gran
hospital y se me ocurrió que tendría el equipo necesario si hacía falta operarme.
Llamé y pedí hora, pero tuve que esperar un mes de puro tormento a que me
recibiera. Llegado el día, usé una excusa para ausentarme de casa de mi tía y acudí al
consultorio del doctor Macrae.
—Hay algo que no le he dicho. Soy de Somalia y..., y... —Me resultaba muy
violento explicarle el terrible secreto en mi inglés chapurreado—. Me han
circuncidado.
Ni siquiera me dejó hablar.
—Cámbiese. Quiero examinarla. —Vio mi expresión aterrorizada—. No pasa
nada —añadió, llamó a la enfermera y ella me enseñó dónde cambiarme y cómo
ponerme la bata.

De vuelta a la sala de reconocimiento, dudé. ¿En qué me había metido esta


vez? La idea de que una chica de mi país se sentara en este extraño lugar, se abriera
de piernas y dejara que un hombre blanco la mirara allí... no se me ocurría nada más
vergonzoso. El médico se esforzaba por abrirme las piernas.
—Relájese. No pasa nada... Soy médico y la enfermera está aquí..., aquí
mismo, junto a usted.
Estiré el cuello y miré al lugar que me indicaba el dedo del médico. La
enfermera me sonrió, tranquilizadora, y cedí. Me obligué a pensar en otra cosa, a
fingir que no estaba allí, sino andando por el desierto con mis cabras en un día
hermoso.
Cuando el médico acabó, preguntó a la enfermera si alguien en el hospital
hablaba somalí. Ella dijo que sí que una somalí trabajaba abajo. Pero cuando regresó,
lo hizo con un hombre somalí, porque no encontraba a la mujer. «¡Estupendo! —
pensé—. ¡Qué mala suerte la mía, tener que hablar de este horror con un somalí de
traductor!» ¿Podía empeorar la situación?
—Explíquele que está demasiado cerrada... —pidió el médico—, ni siquiera sé

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Waris Dirie Flor del desierto

cómo ha aguantado tanto. Necesitamos operarla muy pronto, a la mayor brevedad


posible.
Me di cuenta enseguida de que esto no le gustaba mucho al somalí, que hizo
una mueca con los labios y dirigió una mirada airada al médico. Entre el hecho de
que no entendía algunas palabras de inglés y la actitud del somalí, me percaté de que
algo no marchaba bien.
—Si de veras lo deseas —me dijo el somalí—, pueden abrirte. —Yo no pude
sino mirarlo, atónita—. Pero, ¿entiendes que va contra tu cultura? ¿Tu familia sabe
que estás haciendo esto?
—No, a decir verdad, no lo saben.
—¿Con quién vives?
—Con mi tía y mi tío.
—¿Saben que estás haciendo esto?
—No.
—Pues lo primero que haría yo sería hablar con ellos.
Asentí con la cabeza, aunque pensé: «Ésta es la respuesta típica de un africano.
Gracias por tus consejos, hermano. Con eso todo se acabará».
El doctor Macrae añadió que no podía operarme enseguida, que había que
solicitarlo, y entonces me di cuenta de que no podría hacerlo porque mi tía se
enteraría.
—Sí. Lo haré... Llamaré para pedir hora.
Por supuesto, pasó más de un año antes de que lo hiciera.
Sin embargo, llamé en cuanto mi familia se fue a Somalia, pero no podían
operarme antes de dos meses. Cuanto más tiempo pasaba antes de la fecha de la
intervención, más pensaba en el horror de la ablación. Creía que la operación sería
igual y decidí que no podría volver a pasar por eso. De modo que, llegada la fecha,
no me presenté en el hospital y no llamé.
Para entonces ya vivía en la YMCA. El problema de la regla no se había
resuelto, pero ahora tenía que trabajar fuera de casa; si trabajas fuera de casa, no
puedes faltar una semana al trabajo y esperar que te guarden el puesto. Seguí
adelante como pude, pero mis amigos en la Y notaban que me encontraba muy mal.

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Waris Dirie Flor del desierto

Marilyn no dejaba de preguntarme qué me sucedía. Le expliqué que me habían


circuncidado de niña, en Somalia.
Pero Marilyn se crió en Londres y no tenía idea de lo que le estaba contando.
—¿Por qué no me lo enseñas, Waris? De veras que no sé de qué me hablas. ¿Te
cortaron ahí? ¿Qué hicieron?
Finalmente, un día me bajé las bragas y se lo enseñé. Nunca olvidaré la cara
que puso. Las lágrimas le corrían por las mejillas cuando se volvió hacia el otro lado.
Yo, por mi parte, me desesperé. ¿Será tan terrible?, me pregunté.
—Waris, ¿sientes algo? —fueron sus primeras palabras.
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes, ¿te acuerdas de cómo eras de niña? ¿Antes de que te hicieran esto?
—Sí.
—Pues yo soy así ahora. Tú no eres igual.
Ahora ya estaba segura. Ya no necesitaba preguntarme si a todas las mujeres
las habían mutilado como a mí; ya no tenía esa esperanza. Ahora sabía con toda
seguridad que era diferente. No le deseaba tanto sufrimiento a nadie, pero tampoco
quería ser la única.
—Entonces, ¿esto no te lo han hecho a ti? ¿Ni a ti ni a tu madre?
Marilyn negó con la cabeza y rompió a llorar de nuevo.
—Es horrible, Waris. No puedo creer que alguien te hiciera eso.
—¡Venga! Por favor, no me pongas triste.
—Yo me siento triste. Triste y furiosa. En cierta forma lloro porque no puedo
creer que haya gente en este mundo que le haga esto a una niña pequeña.
Guardamos silencio un rato, Marilyn sollozando silenciosamente y yo sin
poder mirarla. De pronto me harté.
—Pues, ¡qué coño! Voy a hacer que me operen. Mañana llamaré al médico. Al
menos podré disfrutar yendo al lavabo. Es lo único que disfrutaré, pero algo es algo.
—Iré contigo, Waris. Estaré allí, te lo prometo.

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Waris Dirie Flor del desierto

Marilyn llamó al consultorio y pidió hora. En esta ocasión tuve que esperar un
mes y en ese lapso no dejé de insistir:
—Chica, ¿estás segura de que vendrás conmigo?
—No te preocupes, que iré. Estaré allí, a tu lado.
El día de la operación me hizo levantarme muy temprano y fuimos al hospital.
La enfermera me llevó a la sala. Allí estaba la mesa del quirófano. Cuando la vi, casi
me di la vuelta, a punto estuve de salir corriendo. Era mejor que una piedra junto a
un arbusto, pero no esperaba sentirme mucho mejor. Sin embargo, el doctor Macrae
me puso anestesia para el dolor, algo que me habría gustado tener cuando la Asesina
me mutiló. Marilyn me cogió la mano mientras yo me dormía.
Al despertar, me habían trasladado a una habitación doble, con una mujer que
acababa de dar a luz. Esa señora y la gente que conocí en la cafetería a la hora de la
comida no dejaban de preguntarme:
—¿A qué has venido?
¿Qué podía hacer? ¿Confesar: «¡Oh! He venido a que me operen la vagina.
Tenía el coño demasiado estrecho»? Les dije que tema un virus estomacal. Y, aunque
la recuperación supuso una gran mejora comparada con la de la ablación, algunos de
mis peores recuerdos volvieron a hacerse realidad. Cada vez que tenía que orinar
ocurría lo mismo: sal y agua caliente. Pero al menos las enfermeras me dejaban
bañarme en agua caliente. ¡Ah! Y me daban analgésicos, de modo que el dolor no era
tan terrible, pero de veras me alegré cuando estuve del todo recuperada.
El doctor Macrae hizo un buen trabajo y siempre se lo agradeceré.
—Sepa que no está sola —me informó—. Déjeme decirle que muchas mujeres
llegan aquí con el mismo problema, mujeres de Sudán, de Egipto, de Somalia.
Algunas están embarazadas y tienen terror a dar a luz porque dar a luz mientras
están cosidas es peligroso. Pueden presentarse muchas complicaciones: el bebé
puede asfixiarse al tratar de salir por una abertura tan estrecha, o la madre puede
desangrarse y morir. Así que vienen a verme, sin permiso de su marido o de su
familia, y yo hago lo mío, hago lo que puedo.
Al cabo de dos o tres semanas había vuelto a la normalidad. Bueno, no
exactamente a la normalidad, sino que era más bien como una mujer a la que no
hubiesen practicado la ablación. Waris era una nueva mujer. Podía sentarme en el

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Waris Dirie Flor del desierto

inodoro y orinar. No existen palabras que expresen la buena sensación de libertad


que esto representaba.

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Waris Dirie Flor del desierto

XIII

EL DILEMA CON EL PASAPORTE

CUANDO regresé de Marruecos, tras mi primer papel en el cine como chica


Bond, pedí al chófer que me llevara directamente a casa de Marilyn Monroe. Cómo
una cobarde, había decidido que, en lugar de llamarla desde Marruecos, dejaría que
se tranquilizara hasta mi regreso. Nerviosa, con una bolsa llena de regalos, llamé al
timbre. Abrió la puerta, sonrió de oreja a oreja y salió corriendo a abrazarme.
—¡Lo hiciste! Estás chiflada, ¡lo hiciste!
Marilyn me perdonó por robarle el pasaporte falso, porque, según dijo, la
había impresionado tanto que me atreviera a hacerlo que no pudo mantener su
enfado. Sin embargo, acepté que nunca más correría tanto peligro con su pasaporte,
sobre todo después del tormento que sufrí al pasar por el control de pasaportes en
Heathrow.
Me alegré de que me perdonara, porque era una verdadera amiga. Y de nuevo
tuve que apelar a su amistad. Al regresar a Londres pensé que mi carrera como
modelo iba a despegar, sobre todo después de dos éxitos seguidos: trabajar con
Terence Donovan y participar en una película de James Bond. Pero, como por arte de
magia, mi carrera de modelo desapareció de la noche a la mañana, se esfumó tan de
repente y misteriosamente como había empezado. Ya no iba a trabajar en Mc
Donald's, es cierto, pero tampoco podría alojarme en la YMCA. Sin trabajo no podía
costearme la habitación y me vi obligada a instalarme en la casa de Marilyn, arreglo
que me gustaba mucho más porque, entre otras razones, vivía en un verdadero
hogar, como si formara parte de la familia. Me quedé allí siete meses y, aunque
nunca se quejaron, sabía que debía marcharme. Conseguí algún que otro trabajillo de
modelo, aunque todavía no lograba mantenerme a mí misma. Me mudé a casa de
otro amigo, un chino llamado Frankie, amigo de mi peluquero. Frankie poseía una
casa grande..., bueno, en mi opinión era grande porque tenía dos dormitorios. Se
ofreció generosamente a alojarme en su casa hasta que despegara mi carrera de
modelo.
En 1987, poco después de que me mudara a casa de Frankie, pusieron The
Living Daylights en el cine. Un par de semanas después, en Nochebuena, salí con otro

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Waris Dirie Flor del desierto

amigo; en Londres todos estaban de fiesta; me dejé llevar por el espíritu navideño y
llegué a casa muy tarde. Me dormí en cuanto mi cabeza tocó la almohada, pero un
tamborileo constante en mi ventana me despertó. Miré afuera y vi al amigo que
acababa de acompañarme a casa; llevaba un periódico en la mano y decía algo que yo
no entendía, de modo que abrí la ventana.
—¡Waris, estás en primera plana del Sunday Times!
—¡Oh...! —Me froté los ojos—. ¿De veras? ¿En serio?
—¡Sí! ¡Mira!
Levantó el periódico y allí estaba yo, cubriendo la plana entera: una foto de
tres cuartos de perfil, más grande que el tamaño real, con mi cabello rubio que
parecía arder y una expresión resuelta en el rostro.
—Qué bien... Voy a acostarme..., a dormir.
Y regresé a la cama tambaleándome.
Sin embargo, a mediodía ya me había dado cuenta de todas las ventajas que
me aportaría esta publicidad. Sin duda, aparecer en primera plana del Sunday Times
de Londres generaría algo. Mientras tanto seguí buscando por toda la ciudad.
Después de asistir a multitud de castings y de incordiar a mi agente, acabé por
cambiar de agencia, aunque no por esto mejoró la situación.
—Es que no hay mucho mercado para modelos negras en Londres, Waris —
me dijeron en la nueva agencia—. Tienes que viajar a París, Milán, Nueva York.
A mí, la idea de viajar me entusiasmaba, pero seguía teniendo el mismo
problema: el del pasaporte. En la agencia me dieron el nombre de un abogado,
Harold Wheeler, que había ayudado a varios inmigrantes con su pasaporte. Me
sugirieron que hablara con él.
Fui al despacho del tal Harold Wheeler y descubrí que me ayudaría a cambio
de dos mil libras, una auténtica extorsión. Con todo, me dije que, puesto que podría
viajar, recuperaría esa suma en un periquete. Sin pasaporte no llegaba a ninguna
parte. Acudí a todas las fuentes posibles y por fin conseguí reunir las dos mil libras,
si bien me preocupaba la idea de entregarle todo el dinero que me habían prestado
sólo para enterarme de que era un ratero.
Dejé el dinero en casa y pedí otra cita con el abogado. Llevé a Marilyn para
que me diera su opinión. Llamé al intercomunicador y la secretaría de Wheeler

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Waris Dirie Flor del desierto

contestó y nos dejó entrar en el edificio. Mi amiga me esperó en el vestíbulo, mientras


yo entraba en el despacho de Wheeler.
—Dígame la verdad —pedí abiertamente—. Sólo quiero saber si ese pasaporte
que me va a conseguir vale dos mil libras. ¿Podré viajar por todo el mundo
legalmente? No quiero encontrarme en un lugar dejado de la mano de Dios y que me
deporten. ¿De dónde lo sacará?
—No, no, no, me temo que no puedo hablarle de mis contactos. Debe dejarme
eso a mí. Si quiere un pasaporte, querida, puedo conseguirle uno, no se preocupe. Y
tiene mi palabra de que será perfectamente legal. Una vez iniciados los trámites
tardará dos semanas. Mi secretaria la llamará cuando esté listo.
«¡Estupendo! Eso quiere decir que dentro de dos semanas puedo largarme a
donde quiera y cuando quiera.»
—Bien, me parece bien. ¿Qué haremos ahora?
Wheeler me explicó que me casaría con un irlandés y que, ¡qué coincidencia!,
él conocía a uno. Las dos mil libras serian para el irlandés a cambio de sus servicios v
Wheeler guardaría una pequeña parte para cubrir sus honorarios. Apuntó la fecha y
la hora de mi reunión: debía encontrarme con mi nuevo marido en el registro civil y
llevar ciento cincuenta libras al contado para gastos adicionales.
—Se encontrará usted con el señor O'Sullivan —me informó Wheeler con su
refinadísimo acento británico, y continuó hablando mientras escribía—: Es el
caballero con el que va a casarse. Ah, por cierto, felicidades. —Alzó los ojos y esbozó
una ligera sonrisa.
Luego pregunté a Marilyn si creía que podía confiar en él.
—Pues tiene un despacho bonito en un edificio bonito en un barrio bonito. Su
nombre figura en la puerta. Tiene una secretaria profesional. A mí me parece legal.

Mi buena amiga Marilyn fue mi testigo el día de mi boda. Fuera del registro
civil, vimos venir, haciendo eses, a un anciano de cara arrugada y roja, indomable
cabello blanco y harapiento. Dejamos de reírnos cuando empezó a subir por los
escalones del edificio.
—¿Es usted el señor O'Sullivan? —me atreví a preguntar.

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Waris Dirie Flor del desierto

—El mismo que viste y calza. Ése soy yo. —Bajó la voz—. ¿Eres tú? —Asentí
con la cabeza—. ¿Tienes el dinero, chica...? ¿Has traído el dinero?
—Sí—
—¿Ciento cincuenta libras?
—Sí.
—Buena chica. Venga, vamos, apresúrate, apresúrate. Vamos. No hay que
desperdiciar el tiempo.
Mi nuevo marido apestaba a güisqui y era obvio que estaba totalmente
borracho.
—¿Vivirá el tiempo suficiente para que me den el pasaporte? —susurré a
Marilyn mientras le seguíamos escalera arriba.
La secretaria dio comienzo a la ceremonia, pero a mí me estaba costando
mucho concentrarme. El señor O'Sullivan, que no dejaba de mecerse, me distraía y,
¡cómo no!, en el momento en que la secretaria me preguntaba:
—Waris, toma usted a este hombre... —El anciano cayó al suelo pesadamente.
Al principio creí que había muerto, pero luego me di cuenta de que respiraba
con dificultad por la boca abierta. Me arrodillé y lo zarandeé.
—¡Señor O'Sullivan! —grité—. ¡Despierte! —Pero él se negó. Puse los ojos en
blanco—. ¡Fantástico! —chillé—. ¡El día de mi boda...! —Y Marilyn tuvo que
apoyarse en la pared para no caerse de la risa—. ¡Menuda suerte la mía! Mi querido
marido se desmaya frente al altar.
Ante una situación tan ridícula me pareció que igual podíamos divertirnos y
le exprimí todo el jugo que pude.
La secretaria se puso las manos en las rodillas y se inclinó para examinar a mi
novio por encima de sus diminutas gafas.
—¿Se encuentra bien?
«¡Cómo coño quieres que lo sepa!», quería gritarle, pero me contuve a tiempo,
pues me estaría descubriendo a mí misma.
—Despierta, vamos, ¡despierta! —Para entonces había recurrido a dar unas
sonoras bofetadas a mi supuesto novio—. Por favor..., que alguien me traiga agua.
¡Que alguien haga algo...! —supliqué, conteniendo a duras penas la risa.

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Waris Dirie Flor del desierto

La secretaria trajo un vaso de agua y se la eché al viejo a la cara.


—Uf...
El borrachín se puso a gruñir y a resoplar; abrió los ojos, despacio. Tirando y
empujando logramos ponerlo en pie.
—¡Dios mío, acabemos de una vez! —murmuré, preocupada por si volvía a
caer redondo.
Me aferré con puño de acero al brazo de mi amado hasta el fin de la
ceremonia. De nuevo en la calle, el señor O'Sullivan pidió las ciento cincuenta libras
y me dio su dirección, que le pedí, por si se presentaba algún problema. Se alejó calle
abajo, canturreando, llevándose lo que me quedaba de dinero.
Una semana más tarde, el propio Harold Wheeler me llamó para decirme que
mi pasaporte estaba listo. Fui alegremente a su despacho a recogerlo y él me entregó
el documento: un pasaporte irlandés con una fotografía de mi cara negra y el nombre
Waris O'Sullivan. Yo no era ninguna experta en materia de pasaportes, pero me
pareció un tanto raro. No, muy raro. Cutre, como si lo hubiesen hecho en un sótano.
—¿Es esto? ¿Esto es un pasaporte legal? ¿Con esto puedo viajar?
—¡Oh, sí! —Wheeler asintió enérgicamente con la cabeza—. Verás, es irlandés.
Es un pasaporte irlandés.
—Mmm. —Le di la vuelta y examiné la cubierta trasera, lo hojeé—. Pues, si
funciona, ¿a quién le importa si es bonito o feo?
No esperé mucho tiempo para ponerlo a prueba. Mi agencia me consiguió
contratos en París y Milán y solicité un visado. Sin embargo, un par de días después
recibí una carta. Cuando miré el remitente me sentí mal; era la Oficina de
Inmigración y querían verme lo antes posible. Repasé toda clase de opciones, pero
sabía que no me quedaba más que presentarme. Sabía también que tenían el poder
de deportarme de inmediato..., o de mandarme a la cárcel. Adiós, París. Adiós,
Milán. Adiós a la pasarela. Hola a los camellos.
El día después de recibir la carta fui en metro desde la casa de Frankie hasta el
despacho de Inmigración. Mientras andaba por el edificio público me sentí como si
me estuviera metiendo en una tumba. Cuando di con el despacho indicado, me
encontré con los rostros más mortalmente serios que he visto en mi vida.
—Siéntese allí —ordenó un hombre con expresión pétrea; me metieron en una

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Waris Dirie Flor del desierto

habitación aislada y empezaron a hacerme preguntas.


—¿Cómo se llama? ¿Cómo se llamaba antes de casarse? ¿De dónde es? ¿Cómo
consiguió este pasaporte? ¿Cómo se llamaba el que se lo dio? ¿Cuánto le pagó?
Yo sabía que bastaba con meter la pata una sola vez para que esposaran a la
pobre Waris. Estaban grabando cada una de mis palabras, de modo que confié en mi
instinto y no les dije gran cosa. Cuando necesitaba ganar tiempo recurría a mi talento
natural, el de fingir confusión debido a problemas de idioma.
Los de Inmigración se quedaron con mi pasaporte y me dijeron que si quería
que me lo devolvieran debía llevar a mi marido para que pudieran entrevistarlo. No
era eso precisamente lo que esperaba oír. Sin embargo, pude salir de allí sin hablarles
de Harold Wheeler, porque estaba totalmente decidida a que ese ratero me
devolviera todo mi dinero antes de que el gobierno lo atrapara; de otro modo no
volvería a ver mis dos mil libras.
Salí, pues, de Inmigración y fui directamente al lujoso despacho de Wheeler. A
su secretaria le dije por el interfono que era Waris Dirie y que quería verle y que era
urgente. ¡Oh, sorpresa! El señor Wheeler no se encontraba allí y ella se negó a abrir.
Día tras día fui al despacho y llamé por teléfono, siempre a gritos, pero su leal
secretaria protegió a esa rata. Como si fuese una detective privada, permanecía
escondida fuera del edificio todo el día, dispuesta a saltar sobre él en cuanto le viera.
Pero había desaparecido.
Entretanto, tenía que llevar al señor O'Sullivan ante la Comisión de
Inmigración. Según sus señas vivía en Croydon, al sur de Londres, un barrio de
inmigrantes en el que residen muchos somalíes. Fui en tren y luego en taxi, porque
los trenes no llegan hasta allí. Andando por la calle no dejaba de mirar por encima
del hombro, realmente incómoda. Encontré la dirección: una ruinosa casa de
vecindad, y llamé a la puerta. Nada. Fui a un lado de la casa y traté de ver por la
ventana, pero no vi nada. ¿Dónde podía estar? ¿Dónde estaría de día? Ah, claro, en
un pub. Eché a andar. Entré en el primer pub y vi al señor O'Sullivan sentado delante
de la barra.
—¿Se acuerda de mí? —le pregunté.
El anciano miró por encima del hombro, apartó la mirada y la clavó de nuevo
en las botellas al otro lado de la barra. «Piensa rápido, Waris.» Tenía que darle la
mala noticia y rogarle que me acompañara a Inmigración. Sabía que no querría
hacerlo.

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Waris Dirie Flor del desierto

—Las cosas son así, señor O'Sullivan. Los de Inmigración me quitaron el


pasaporte ayer, quieren hablar con usted, hacerle un par de preguntitas antes de
devolvérmelo, estar seguros de que de veras estamos casados, ya sabe. No encuentro
al maldito abogado..., ha desaparecido, así que nadie puede ayudarme. —Con la
vista hacia delante, el borrachín tomó un sorbo de güisqui y negó con la cabeza—.
¡Oiga, le di dos mil libras para que me ayudara a conseguir el pasaporte!
Esto sí que le pareció digno de atención. Se volvió hacia mí boquiabierto.
—Me diste ciento cincuenta, nena. Nunca he tenido dos mil libras en mi vida,
si no, no viviría en un lugar como Croydon.
—¡Pues di dos mil libras a Harold Wheeler para que usted se casara conmigo!
—Pues a mí no me las dio. Si eres tan tonta como para darle dos mil libras a
este tipo, es problema tuyo..., no mío.
Le rogué, le supliqué que me ayudara, pero no le interesaba. Le prometí que le
llevaría en taxi, que ni siquiera tendría que ir en tren, pero se negó a moverse de su
taburete.
Buscando algo que lo motivara, le ofrecí:
—Mire, le pagaré. Le daré más dinero. Después de que vayamos a
Inmigración, iremos al pub y podrá usted beber todo lo que quiera. —Este
ofrecimiento suscitó cierto interés escéptico; se volvió hacia mí y arqueó las cejas.
«Insiste, Waris, hasta que acepte»—. Güisqui, mucho güisqui, vasos de güisqui
alineados a lo largo de la barra. Vendré a su casa mañana, iremos en taxi a Londres.
Sólo serán unos minutos, un par de preguntas rápidas y luego iremos directamente al
bar. ¿De acuerdo?
Él asintió con la cabeza y volvió a mirar las botellas detrás de la barra.
A la mañana siguiente regresé a Croydon y llamé a la puerta del viejo. No
contestó. Caminé por la calle desierta hasta el pub y entré, pero la única persona
presente era el barman, con su delantal blanco; tomaba un café y leía el periódico. —
—¿Ha visto al señor O'Sullivan hoy?
—Es demasiado temprano para él, cariño.
Regresé a toda prisa a la casa de ese vagabundo embustero y aporreé su
puerta. Nada. De modo que me senté en los escalones que apestaban a orines y me
tapé la nariz con la mano. Mientras trataba de decidir qué hacer a continuación, dos

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Waris Dirie Flor del desierto

tipos de aspecto muy rudo de unos veintipico años, se plantaron delante de mí.
—¿Quién eres? —me gruñó uno—. ¿Y por qué estás sentada en la entrada de
mi viejo?
—¡Eh, hola! —les dije en tono agradable—. No sé si lo sabéis, pero me he
casado con vuestro padre.
Ambos me echaron una mirada airada y el más corpulento me gritó:
—¿Qué? ¿De qué coño hablas?
—Mirad, estoy hecha un lío y necesito la ayuda de vuestro padre. Lo único
que quiero es que venga conmigo a un despacho en la ciudad y responda a un par de
preguntas. Me quitaron el pasaporte y necesito que me lo devuelvan, así que, por
favor...
—¡Lárgate, coño de mierda!
—¡Oye! Le di todo mi dinero a tu viejo —y señalé la puerta— y no pienso irme
sin él.
Su hijo, sin embargo, no era de la misma opinión. Sacó un palo de debajo del
abrigo y tiró de él con aire amenazador, como dispuesto a romperme la crisma.
—¿Ah, sí? ¡Pues vamos a joderte bien jodida! Vamos a enseñarte a no andar
por ahí diciendo mentiras...
Su hermano soltó una carcajada y luego se limitó a sonreír. Observé esa
sonrisa, a la que le faltaban unos dientes, y supe que estos tipos no tenían nada que
perder, que podían matarme a palos allí mismo en aquella entrada y que nadie lo
sabría..., y que a nadie le importaría. Me levanté de un brinco y eché a correr. Me
persiguieron un par de manzanas y, una vez convencidos de haberme ahuyentado,
me dejaron en paz.
No obstante, al regresar a casa aquel día decidí volver a Croydon, y volver, y
volver, hasta dar con el viejo. No me quedaba opción. Para entonces, Frankie no sólo
me dejaba vivir con él sin pagarle alquiler, sino que me compraba comida y, para
colmo, estaba yo pidiendo prestado a otros amigos, situación que no podía durar.
Había desperdiciado todo mi dinero con ese ratero que se hacía pasar por abogado
especialista en asuntos de Inmigración, y no podía trabajar. ¿Qué podía perder? Unos
dientes, si no me andaba con cuidado, pero decidí ser más lista que esos canallas, y
eso no parecía demasiado difícil.

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Waris Dirie Flor del desierto

Regresé al día siguiente por la tarde y recorrí silenciosamente el barrio, sin


detenerme delante de la casa del viejo. Encontré un pequeño parque y me senté en
un banco. Al cabo de unos minutos llegó el mismísimo señor O'Sullivan; por alguna
extraña razón estaba de muy buen humor y contento de verme. Aceptó enseguida
subir a un taxi conmigo e ir a Londres.
—¿Me vas a pagar, eh? —Asentí con la cabeza— ¿Y luego me pagarás una
copa, chiquilla?
—Le pagaré todas las copas que quiera, cuando hayamos acabado. Pero
primero tiene que ser un poco normal cuando hable con los de Inmigración. Son unos
cabrones de arriba abajo, ¿sabe? Luego..., luego iremos al pub...

Cuando entramos en el despacho de Inmigración el funcionario echó una


mirada al señor O'Sullivan y, con expresión hosca, realmente hosca, me preguntó:
—¿Éste es su marido?
—Sí.
—De acuerdo, señora O'Sullivan, dejémonos de juegos. ¿De qué va todo esto?
Suspiré al darme cuenta de que de nada serviría seguir con la farsa, de modo
que se lo conté todo, le hablé de la pasarela, de Harold Wheeler, de mi supuesta
boda. Les interesó mucho el señor Wheeler y les di toda la información que tenía,
incluyendo sus señas.
—Nos pondremos en contacto con usted acerca de su pasaporte en unos días,
después de haber terminado con la investigación.
Así, sin más, nos despidieron.
Ya en la calle, el señor O'Sullivan estaba más que dispuesto a ir al pub.
—De acuerdo, ¿quiere su dinero? Tenga... —Saqué de mi bolso las últimas
veinte libras y se las di—. Ahora, aléjese de mi vista. No soporto verlo.
—¿Esto es todo? —El señor O'Sullivan agitó el billete—. ¿Esto es todo lo que
me vas a dar? —gritó. Me di la vuelta y eché a andar calle abajo—. ¡Puta! —Se dobló
sobre sí mismo—. ¡Jodida puta!
La gente que pasaba se volvía a mirarme, preguntándose probablemente por

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qué, si yo era la puta, le estaba pagando a él.

Al cabo de pocos días, los de Inmigración me llamaron por teléfono y me


pidieron que me presentara en su despacho. Dijeron que estaban investigando al
señor Wheeler, pero que todavía no habían sacado gran cosa en claro. Según su
secretaría, se había ido a la India y no se sabía cuándo regresaría. Mientras tanto, sin
embargo, me dieron un pasaporte provisional, válido por dos meses. Era mi primer
golpe de suerte en todo este feo asunto, y juré aprovechar los dos meses a tope.
Decidí ir primero a Italia, pues, habiendo vivido en una antigua colonia de
este país, hablaba un poco el idioma, aunque es cierto que casi todo lo que sabía eran
los tacos que soltaba mi madre, pero podrían serme de utilidad. Milán, donde estuve
en la pasarela en los desfiles de moda, me encantó. Allí conocí a otra modelo, Julie,
alta, rubia, de melena hasta los hombros y cuerpo sensacional; pasaba modelos de
ropa interior. Nos divertimos tanto explorando Milán que cuando los desfiles se
acabaron decidimos probar suerte en París.
Para mí esos dos meses fueron estupendos: viajaba a lugares nuevos, conocía a
gente nueva, probaba comidas nuevas y, aunque no ganaba mucho, me bastaba para
mantenerme mientras viajaba por Europa. Cuando se nos acabó el trabajo en París,
Julie y yo regresamos juntas a Londres.
De vuelta en Londres, conocí a un agente neoyorquino que buscaba modelos
en Inglaterra. Me animó a ¡r a Estados Unidos y me dijo que allí podría conseguirme
muchos contratos de pasarela. Por supuesto, la idea me encantó, porque todos están
de acuerdo en que Nueva York es el más lucrativo de todos los mercados, sobre todo
para una modelo negra. Mi agencia hizo los arreglos y pedí un visado para Estados
Unidos.
La embajada norteamericana revisó mis documentos y se puso en contacto con
el gobierno británico. Resultado: una carta en la que se me comunicaba que me
deportarían de Inglaterra en treinta días y me enviarían de vuelta a Somalia.
Sollozando, llamé a mi amiga Julie, que se alojaba en casa de su hermano, en
Cheltenham.
—Tengo problemas..., graves problemas. Se ha acabado para mí, chica. Tengo
que regresar a Somalia.

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Waris Dirie Flor del desierto

—¡Ay, no Waris! ¿Por qué no vienes aquí unos días a descansar? Puedes venir
en tren. Cheltenham está a un par de horas de Londres y es muy bonito. Te hará bien
venir a la campiña un tiempo y quizá podamos encontrar una solución.
Cuando llegué, Julie me recibió en la estación y condujo por el paisaje de un
verde aterciopelado. Una vez en la casa, nos sentamos en la sala de estar y su
hermano Nigel entró. Era alto, muy pálido, de largo y fino cabello rubio, y terna los
dientes frontales y los dedos manchados de nicotina. Nos llevó una bandeja con té y
se dedicó a fumar un cigarrillo tras otro mientras yo contaba la pesadilla de mi
pasaporte y cómo llegaba a su triste fin.
—No te preocupes, yo te ayudaré —dijo Nigel de pronto, y se apoyó en el
respaldo con los brazos cruzados al frente.
Este comentario, viniendo de un hombre al que acababa de conocer me dejó
anonadada.
—¿Cómo vas a hacer eso? ¿Cómo vas a ayudarme?
—Me casaré contigo.
—Oh, no. No. Ya he pasado por eso. —Negué con la cabeza—. Y por eso estoy
metida en este lío. No pienso volver a pasar por eso. Basta. Me tiene harta. Quiero
regresar a África, ser feliz; mi familia está allí, y todo lo que conozco también. No
entiendo nada de este loco país. Aquí todo es locura y confusión. Vuelvo a casa.
Nigel se puso en pie de un brinco. Cuando regresó traía el Sunday Times con
mi foto en primera plana, el número que había salido hacía más de un año, mucho
antes de que conociera a Julie.
—¿Qué estás haciendo con eso?
—Lo guardé porque sabía que un día te conocería. —Señaló mi ojo en la foto—
. El día que vi esta foto, vi una lágrima en tu ojo, agua que se deslizaba por tu mejilla.
Cuando miré tu cara, te vi llorar y supe que precisabas ayuda. Y Alá me dijo..., Alá
me dijo que era mi deber salvarte.
¡Ay, mierda! Lo miré con los ojos desmesuradamente abiertos. «¿Quién es este
cabrón chiflado? El que necesita ayuda es él.» Sin embargo, todo el fin de semana
Julie y Nigel insistieron en que, si Nigel podía ayudarme, ¿por qué no aceptarlo?
¿Qué futuro me esperaba en Somalia? ¿Qué me esperaba allá? ¿Mis cabras y mis
camellos? A Nigel le planteé la pregunta que no había dejado de dar vueltas en mi
mente:

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Waris Dirie Flor del desierto

—¿Y tú qué ganas con esto? ¿Por qué quieres casarte conmigo y meterte en
este lío?
—Ya te lo he dicho... No quiero nada de ti. Alá me ha enviado a ti.
Le expliqué que casarse conmigo no era una simple cuestión de ir
tranquilamente al registro civil y que ya estaba casada.
—Pues divórciate y diremos a los tipos del gobierno que pensamos casarnos
—contestó él con toda lógica—, para que no te deporten. Iré contigo. Después de
todo soy ciudadano británico y no pueden decir que no. Mira, me siento mal por ti y
estoy aquí para ayudarte. Haré lo que pueda.
—Pues, muchas gracias...
—Waris, si puede ayudarte —interrumpió Julie—, hazlo. Más vale que te
arriesgues porque, si no, ¿qué más tienes?
Después de haberlos escuchado durante varios días decidí que al menos ella
era amiga mía y él era su hermano. Sabía dónde vivía y podía confiar en él. Julie
tenía razón: mejor arriesgarme.
Ideamos un plan: Nigel iría conmigo a pedirle el divorcio al señor O'Sullivan,
puesto que no quería encontrarme a solas con sus hijos. Supuse que, como en todo lo
concerniente a este viejo, querría dinero antes de aceptar cualquier cosa. Suspiré. Sólo
pensarlo me agotaba. Pero mi amiga y su hermano insistieron y empecé a sentirme
un poco más optimista.
—Vamos —dijo Nigel—. Subamos al coche ahora mismo y vayamos a
Croydon.
Así pues, los dos fuimos al barrio del viejo e indiqué a Nigel cómo llegar a su
casa.
—Cuidado —le advertí—. Estos tipos..., sus hijos..., están locos. Incluso tengo
miedo de bajar del coche. —Nigel se rió—. Lo digo en serio. Me persiguieron y
trataron de pegarme..., están chiflados, créeme. Tenemos que andarnos con mucho
cuidado.
—Vamos, Waris... Sólo diremos al viejo que te vas a divorciar. Y ya está. No es
nada del otro mundo.
Cuando llegamos a la casa del señor O'Sullivan era ya tarde avanzada y
aparcamos delante del edificio. Nigel llamó a la puerta mientras yo miraba por

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Waris Dirie Flor del desierto

encima del hombro, calle abajo y calle arriba. Nadie contestó, pero no me sorprendí.
Supuse que tendríamos que ir al pub de la esquina.
—Venga, vamos a mirar por la ventana de atrás, a ver si está en casa.
A diferencia de mí, Nigel era alto y podía ver el interior con facilidad. Sin
embargo, tras mirar por varias ventanas sin éxito, me dijo con expresión confusa en
la mirada:
—Tengo la sensación de que algo va mal.
«¡Yaya! Ahora empiezas a captarlo. Ésa es mi impresión cada vez que tengo
algo que ver con ese gusano..»
—¿Qué quieres decir con eso de que algo va mal?
—No lo sé..., sólo siento... Quizá, si puedo meterme por esta ventana... —
Dicho esto se dedicó a golpear una ventana con la palma de la mano para abrirla.
La vecina de al lado salió.
—Si buscan al señor O'Sullivan, hace semanas que no le vemos —gritó, y se
quedó mirándonos, con los brazos cruzados al frente.
Nigel siguió dando golpes a la ventana, que se abrió un poco y dejó escapar
un olor asqueroso. Me cubrí la boca y la nariz con ambas manos y me di la vuelta.
Nigel se agachó a la altura del resquicio y miró adentro.
—Está muerto..., lo veo en el suelo.
Pedimos a la vecina que llamara a una ambulancia, nos metimos en el coche y
nos largamos. Lo siento, pero lo único que sentí fue alivio.

Poco después de que descubriéramos al señor O'Sullivan muerto en su cocina,


Nigel y yo nos casamos. El gobierno británico detuvo los trámites de mi deportación,
aunque no se guardó para sí el hecho de que consideraba nuestro matrimonio una
farsa. Por supuesto, lo era. No obstante, tanto Nigel como yo acordamos que, hasta
que no me dieran pasaporte, más valía que me alojara en su casa de Cheltenham, en
las colinas Cotswold, al oeste de Londres.
Después de vivir primero en Mogadiscio y luego casi siete años en Londres se
me había olvidado lo mucho que disfrutaba de la naturaleza. Aunque la campiña

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Waris Dirie Flor del desierto

frondosa y verde, salpicada de granjas y lagos, era del todo distinta a los desiertos de
Somalia, me gustaba pasar el tiempo al aire libre en lugar de estar encerrada en
rascacielos y estudios sin ventanas. En Cheltenham volví a dedicarme a algunos de
mis placeres favoritos: correr, andar, coger flores silvestres y orinar afuera. De vez en
cuando alguien me pillaba con el culo al lado de un arbusto.
Nigel y yo teníamos habitaciones separadas y vivíamos como compañeros de
piso, no como marido y mujer. Habíamos acordado que me ayudaría a conseguir mi
pasaporte, y aunque propuse ayudarle económicamente cuando empezara a ganar
dinero, él insistía en que no esperaba nada a cambio. Sólo quería el gozo que le
proporcionaba obedecer los consejos de Alá de ayudar a otro ser humano necesitado.
Una mañana me levanté más temprano de lo habitual, a las seis, porque iba a un
casting en Londres. Bajé y enchufé la cafetera mientras Nigel seguía durmiendo en su
habitación. Acababa de ponerme los guantes de plástico amarillo y empezaba a lavar
los platos cuando sonó el timbre.
Con los guantes puestos y chorreando burbujas de jabón, abrí la puerta y me
encontré con dos hombres; llevaban traje gris, cara seria y anodina y portafolios
negro.
—¿Señora Richards?
—Sí.
—¿Está aquí su marido?
—Sí, arriba.
—Hágase a un lado, por favor. Hemos venido por razones oficiales del
gobierno.
¡Como si alguien más anduviera por ahí con ese aspecto!
—Pues entren, entren. Eh, ¿les apetece un café o algo? Siéntense, voy a por él.
—Se sentaron en los espaciosos y cómodos sillones de la sala de estar, aunque no
apoyaron la espalda en el respaldo—. ¡Cariño! —llamé con voz dulce—. Baja, por
favor. Tenemos visita.
Nigel bajó, medio dormido todavía y con el cabello rubio despeinado.
—Hola. —Por su aspecto supo inmediatamente quiénes eran—. Díganme, ¿en
qué puedo ayudarlos?
—Bien..., sólo queremos hacerle un par de preguntas. Primero, debemos estar

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Waris Dirie Flor del desierto

seguros de que usted y su esposa viven juntos, porque viven juntos, ¿verdad?
Por la desdeñosa expresión de Nigel me percaté de que las cosas se iban a
poner interesantes y me limité a observarlos, apoyada en la pared. —¿Y qué les
parece a ustedes? Los dos funcionarios echaron una nerviosa ojeada a la sala.
—Mmm, sí, señor. Le creemos, pero de todos modos tenemos que echar un
vistazo a la casa.
La cara de Nigel se ensombreció, adquirió un tono ominoso, como una nube
de tormenta.
—Óiganme bien. No van a andar registrando mi casa. Me da igual quiénes
sean. Ésta es mi esposa. Vivimos juntos, nos han visto. Llegaron sin anunciarse, no
nos hemos disfrazado para recibirles, así que, ¡lárguense de mi casa!
—Señor Richards, no tiene por qué enojarse tanto. Por ley se nos exige...
—¡Me dan asco! —«Corred, chicos, corred mientras todavía podáis.» Pero no,
permanecieron allí, pegados a su asiento con una expresión asombrada en sus
pálidas caras. ¡Fuera de mi casa! Si vuelven a venir a mi casa o me llaman por
teléfono, sacaré mi pistola, les dispararé, coño, y..., y moriré por ella —acabó
señalándome con un dedo.
«Este tipo está chiflado —pensé, y agité la cabeza—. De veras se está colando
por mí y esto me va a poner en un tremendo aprieto. ¿Qué diablos estoy haciendo
aquí? Debí regresar a África, me habría ido mejor.»
Al cabo de un par de meses de vivir allí le decía cosas como:
—Nigel, ¿por qué no te arreglas un poco, te compras unos buenos zapatos y te
consigues una chica? Yo te ayudaré.
—¿Una chica? No quiero una chica. ¡Por Dios, tengo una esposa! ¿Para qué
diablos iba a querer una chica?
Cuando me contestaba así, yo me ponía frenética.
—¡Mete tu jodida cabeza en el retrete, maldito psicópata, y tira de la cadena!
Tío, despierta y sal de mi vida. ¡No te amo! Tú y yo hicimos un trato... Tú querías
ayudarme..., pero no puedo ser lo que tú quieres que sea. No puedo fingir que te
quiero sólo para hacerte feliz.
Sí, habíamos hecho un trato, pero él lo cambió por uno propio. Cuando gritó a

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Waris Dirie Flor del desierto

los funcionarios no mentía, para él cada palabra que decía era cierta, y la situación se
complicó aún más porque yo dependía de él, me caía bien como amigo, le estaba
agradecida por ayudarme, pero no quería tener nada que ver con él desde un punto
de vista romántico y tuve ganas de matarlo cuando empezó a actuar como si yo fuera
su querida mujercita y de su propiedad. No tardé en darme cuenta de que debía huir
y cuanto antes mejor, antes de acabar tan chiflada como él.
Sin embargo, el dilema del pasaporte se eternizaba. Al advertir que dependía
más de él, la sensación de poder le impulsaba a exigirme cada vez más. Se obsesionó:
en todo momento quería saber dónde estaba, con quién y qué hacía. No dejaba de
suplicarme que le quisiera, y cuanto más me suplicaba, más le odiaba yo. A veces
conseguía trabajos en Londres o iba a casa de mis amigos, cualquier cosa con tal de
alejarme de Nigel y conservar la cordura.
Pero vivir con un tipo tan evidentemente loco me estaba haciendo perder la
razón. Me harté de esperar mi pasaporte, mi billete a la libertad, y un día, cuando iba
a Londres, en el andén me sentí muy tentada de arrojarme delante del tren que
llegaba. En aquellos segundos escuché un rugido, sentí cómo el frío viento de su
potencia me agitaba el cabello y pensé en lo que sentiría cuando esas toneladas de
acero aplastaran mis huesos. La tentación de poner fin a mis apuros era fuerte, pero
finalmente me pregunté: «¿Para qué desperdiciar mi vida por este tipo patético?».
A cada cual lo suyo, y debo reconocer que después de esperar más de un año
Nigel fue a la Oficina de Inmigración y armó un escándalo tan espectacular que los
obligó a entregarme un pasaporte provisional.
—Mi esposa es una modelo internacional y necesita al menos un pasaporte
provisional para poder viajar. —¡Bam! Arrojó mi book de pases de modelo sobre el
escritorio—. Soy un ciudadano británico, ¡coño!, y que traten así a mi esposa, pues...,
tengo que decirles que me dejan atónito. Me avergüenza decir que éste es mi país.
Exijo que esto se arregle ahora mismo.
Poco después de esta visita, el gobierno confiscó mi viejo pasaporte somalí y
me envió un documento provisional que me permitía salir del país, aunque tenía que
renovarlo constantemente. En el interior habían añadido: «Válido para viajar a
cualquier lugar, menos a Somalia». Las palabras más deprimentes que me podía
imaginar. Somalia estaba en guerra, e Inglaterra no quería arriesgarse a que, mientras
estuviera yo a su cargo, viajara a una nación en guerra.
—¡Ay, Dios mío! ¿Qué he hecho? —susurré al leer las palabras «Válido para

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Waris Dirie Flor del desierto

viajar a cualquier lugar, menos a Somalia»— No puedo regresar a mi propio país.


Ahora sí que era una extranjera.
Si alguien me hubiese explicado mis opciones, habría dicho: olvídenlo,
devuélvanme mi pasaporte somalí. Pero nadie lo hizo. Y ya no había vuelta atrás.
Como no podía retroceder, sólo me quedaba avanzar. Pedí un visado para
Norteamérica y reservé un asiento en un vuelo a Estados Unidos. Sola.

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Waris Dirie Flor del desierto

XIV

LA LIGA DE LAS GRANDES

NIGEL no dejaba de insistir en que él debía ir a Nueva York conmigo. Aunque


nunca había estado en Nueva York, lo sabía todo acerca de la ciudad.
—Allí todo el mundo está completamente loco. Y tú, Waris..., no sabes lo que
haces, adonde vas..., estarás completamente perdida sin mí. Y sola no estarás
segura... Voy a protegerte.
Sí, pero, ¿quién iba a protegerme de Nigel? Uno de sus rasgos más entrañables
era que cuando discutíamos repetía sus argumentos de lógica retorcida..., los repetía
hasta la saciedad..., como un loro chiflado, hasta que, de puro cansancio, me hacía
ceder, dijera lo que dijera. No había modo de razonar con él. Sin embargo, en esta
ocasión, no pensaba ceder. Este viaje se me antojaba una gran oportunidad para mi
futuro, no sólo para mi carrera, sino también un nuevo inicio, lejos de Inglaterra, lejos
de Nigel y nuestra relación enfermiza.
En 1991 llegué a Estados Unidos sola. Mi agente en Nueva York me prestó su
apartamento y él se alojó en casa de un amigo. El piso se encontraba en Greenwich
Village, en el corazón mismo de todo lo emocionante de Manhattan. No había gran
cosa en el estudio, aparte de una enorme cama, pero la simplicidad encajaba con mi
estado de ánimo.
Todo marchaba sobre ruedas. Hasta que un día, durante un descanso en una
sesión de fotos, llamé a la agencia para averiguar qué me habían programado para el
día siguiente.
—Tu marido ha llamado —me informó—. Viene de camino y se reunirá
contigo en el piso.
—Mi marido..., ¿le has dado las señas del apartamento donde me alojo?
—Sí. Dijo que estabas tan histérica antes de irte que se te olvidó dárselas. Tu
marido es una monada. «Sólo quiero comprobar que esté bien, porque, ya sabes, es la
primera vez que va a Nueva York.» Eso dijo.
Colgué de golpe y me quedé inmóvil con el aliento entrecortado. No podía
creérmelo. Sí, sí que me lo creía, pero esta vez se había extralimitado. No culpé al

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Waris Dirie Flor del desierto

pobre tipo de la agencia, que no sabía que Nigel no era un verdadero marido. ¿Y
cómo explicárselo? «Verás estamos casados, pero es un maníaco... Me casé con él por
su pasaporte, porque yo era una extranjera ilegal e iban a deportarme a Somalia. ¿Lo
entiendes? Ahora, veamos lo de las citas para mañana...» ■
Aquella tarde regresé del trabajo ya con una decisión tomada. Como me
habían advertido, Nigel acudió y llamó a la puerta. Le dejé entrar y, antes siquiera de
que pudiera quitarse la americana, le comenté en un tono de esos que no admiten
réplica: —Venga, te invito a cenar.
Una vez sentados, a salvo en un lugar público, puse los puntos sobre las íes.
—Mira, Nigel, no te aguanto. ¡Me tienes harta! ¡Me asqueas! No puedo
trabajar cuando estás conmigo. No puedo pensar. Estoy frustrada. Estoy tensa y
quiero que te vayas.
Sabía que lo que le decía era horrible y no me causaba ningún placer herirle,
pero estaba desesperada. Quizá si me mostraba bastante cruel acabaría por captar el
mensaje.
Su expresión fue tan triste y patética que me sentí culpable.
—De acuerdo, lo entiendo. No debí venir. Me iré mañana en el primer vuelo.
—¡Bien! ¡Vete! No quiero verte en el apartamento al llegar del estudio. Estoy
trabajando, no de vacaciones. No tengo tiempo para tus locuras.
No obstante, cuando llegué a la tarde siguiente, Nigel no se había movido. Se
encontraba mirando por la ventana del piso a oscuras —desanimado, solitario,
desolado, pero allí—. Cuando empecé a gritarle aceptó irse al día siguiente. Y al
siguiente. Por fin regresó a Londres y pensé: «Gracias a Dios... Un poco de paz». Mi
estancia en Nueva York se alargó, pues me llovían los contratos. Sin embargo, Nigel
no me dejó mucho tiempo en paz. Usando los números de mis tarjetas de crédito, que
había averiguado sin mi conocimiento, compró billetes de avión y regresó a Nueva
York dos veces más, tres en total, siempre sin anunciar su llegada.

Pese a lo absurdo de la situación con Nigel, el resto de mi vida parecía


celestial. Me divertía mucho conociendo a gente en Nueva York y mi carrera despegó
como un cohete. Trabajé para Benetton y Levi's, y aparecí en una serie de anuncios

164
Waris Dirie Flor del desierto

para el joyero Pomellato, vistiendo una túnica africana blanca. Hice anuncios de
maquillaje para Revlon y más tarde representé su nuevo perfume, Ajee, «Desde el
corazón de África llega una fragancia que capturará el corazón de cada mujer». Estas
compañías utilizaban lo que me hacía distinta, mi exótico aspecto africano, el mismo
aspecto que impedía que me dieran empleos en Londres. Para la ceremonia de la
entrega de los Oscar, Revlon filmó un anuncio especial en el que aparecí con Cindy
Crawford, Claudia Schiffer y Laureen Hutton, en el que cada una preguntaba y
respondía a la misma pregunta: «¿Qué hace que una mujer sea revolucionaria?». Mi
respuesta resumía la extraña realidad de mi vida... «Una nómada de Somalia que se
convierte en modelo de Revlon.»
Posteriormente fui la primera modelo negra en los anuncios de Oil of Olay.
Aparecí en vídeos musicales de Robert Palmer y Meat Loaf. Los proyectos se
acumulaban y al poco tiempo aparecí en las grandes revistas de moda, Elle, Allure,
Glamour, el Vogue italiano y el Vogue francés. Esto me permitió trabajar con algunos
de los mejores fotógrafos del mundo de la moda, incluyendo al legendario Richard
Avedon. Pese a ser más famoso que las modelos a las que fotografía, le quiero mucho
porque tiene los pies firmemente anclados en la tierra y es muy divertido, y aunque
lleva décadas dedicado a esto, siempre me pedía mi opinión acerca de las fotos:
«Waris, ¿qué te parece esto?», y eso significaba mucho para mí. Richard era, como mi
primer gran fotógrafo Terence Donovan, un hombre al que respetaba.
A lo largo de los años he confeccionado una lista de mis fotógrafos preferidos.
Parece fácil eso de sacar fotos todo el día, pero a medida que aumentaba mi
experiencia empecé a advertir grandes diferencias en cuanto a calidad, al menos
desde la perspectiva del sujeto de estas fotografías. Un gran fotógrafo de modas es el
que es capaz de sacar a la superficie lo verdaderamente único en una modelo,
realzarlo, en lugar de imponerle una imagen preconcebida. Parte de mi apreciación
puede deberse al hecho de que, conforme voy madurando, aprecio más lo que soy y
lo que me distingue de las mujeres con las que trabajo en el mundo de la pasarela.
Ser negra en esta industria, donde todas son de 1,85 de estatura» tienen cabello
sedoso que les llega a las rodillas y tez de porcelana blanca, supone ser la excepción.
Y he trabajado con fotógrafos que han usado la luz y el maquillaje para hacerme lo
que no soy, al igual que algunos estilistas, pero no me gustaba y no me agradaba el
resultado final. Si quieres contratar a Cindy Crawford, contrátala, en lugar de
ponerle una peluca larga y una capa de maquillaje de fondo clara en su rostro para
convertirla en una extraña semejanza de Cindy Crawford, pero en negro. Los

165
Waris Dirie Flor del desierto

fotógrafos con los que me ha agradado trabajar apreciaban el encanto natural de las
mujeres y trataban de encontrar su belleza. En mi caso no era moco de pavo, pero
respetaba sus esfuerzos.
Al aumentar mi popularidad, también aumentaban mis compromisos y tenía
las jornadas llenas de castings, pases y sesiones de fotos. Y empecinada como estaba
en no usar reloj, me costaba mucho ser puntual. Se me presentaban problemas
cuando trataba de distinguir la hora por el viejo método, pues era difícil determinar
lo larga que era mi sombra entre los rascacielos de Manhattan. Empecé a tener graves
problemas por llegar tarde.
También descubrí que era disléxica al ver que me presentaba a menudo en el
lugar equivocado. En la agencia me apuntaban las señas y yo leía los números al
revés y me los aprendía de memoria. Por ejemplo, apuntaban el 725 de la Broadway
y yo me presentaba en el 527 de la Broadway, preguntándome qué había ocurrí— do
con la gente. Esto también me ocurría en Londres, pero como aquí en Nueva York
trabajaba mucho más, advertí que suponía un problema constante.

Con la experiencia y la confianza descubrí lo que más me gustaba: la pasarela.


Dos veces al año, los diseñadores presentan su nueva línea. El circuito empieza en
Milán y dura dos semanas. De allí a París, Londres y finalmente, Nueva York. Mis
días de nómada me habían preparado bien para esta existencia: viajaba ligera de
equipaje, me desplazaba con el trabajo, aceptaba lo que me ofrecía la vida y la
aprovechaba a tope.
Cuando los pases se inician en Milán, todas las chicas y las mujeres que
trabajan en el mundo de la moda se trasladan allá, como también lo hace cada chica y
cada mujer que ha soñado con ser modelo. De pronto la ciudad está abarrotada de
mujeres mutantes sumamente altas, que corren por todas partes como hormigas. Se
las ve en cada esquina, en cada parada de autobús, en cada café. Modelos. «¡Ay,
mira, allí va una! Allí va otra. Y otra.» El look es inconfundible. Algunas son
amistosas, «¡Hola!», otras se miran mutuamente de arriba abajo, «Mmm». Algunas se
conocen; otras no conocen a nadie, pues es la primera vez que van a Milán solas y
están muy asustadas. Algunas tienen éxito, otras no. Las hay de todas clases, de
todos tipos. Y si a alguien se le ocurre decir que no son celosas, está mintiendo.
También hay mucho de eso.

166
Waris Dirie Flor del desierto

La agencia programa las citas, las modelos andan de un lado a otro por todo
Milán, a los castings, en un intento de conseguir un puesto en los pases. Y entonces te
das cuenta de que no todo en el mundo de la moda es glamour. Ni mucho menos. En
un día puedes tener siete, diez u once citas. Y supone mucho, muchísimo trabajo,
porque no dejas de ir de un sitio a otro, no tienes tiempo de comer, pues llegas tarde
a una cita y vas retrasada a otras dos. Cuando finalmente te presentas en tu último
casting, hay otras treinta chicas esperando. Y sabes que todas van delante de ti.
Cuando llega tu turno enseñas tu book. Si gustas al cliente, te pedirá que camines. Si
de veras le gustas, te pedirá que te pruebes algo. Y ya está.
—Muchas gracias. ¡La siguiente!
No sabes si te han aceptado o no, pero no tienes tiempo de preocuparte,
porque ya vas rumbo al próximo casting. Si están interesados en ti, se ponen en
contacto con tu agencia y te contratan. Entretanto, más te vale aprender a no aferrarte
a un empleo y a no alterarte si pierdes uno que de veras te apetecía, a no sentirte
herida o rechazada por tus diseñadores preferidos. Cuando empiezas a pensar en
términos de «¿Lo habré conseguido? ¿Me lo darán? ¿Por qué no me lo han dado?», te
vuelves loca, sobre todo si te han rechazado. Si dejas que te afecte, no tardarás en
desmoronarte. Por fin empiezas a darte cuenta de que gran parte del proceso del
sistema de casting engendra desilusión. Al principio me preocupaba. «¿Por qué no
me lo han dado? Maldita sea. ¡Lo quería de veras!», pero aprendí a vivir según mi
lema en lo referente al mundo de la moda: C'est la vie. Pues, coño, sencillamente no
funcionó. No les gustaste; nada más simple. Y no es culpa tuya. Si buscan a alguien
de dos metros de largo, cabello rubio y que pese treinta y cinco kilos, no se
interesarán por Waris, así que sigue adelante, chica.
Si un cliente te contrata, regresas para que te prueben y arreglen la ropa que
modelarás en la pasarela. Todo esto y todavía no hemos llegado al desfile en sí. Te
estás agotando, no has dormido bien y no tienes tiempo de comer bien. Se te ve
cansada y flaca, cada día más flaca, y, mientras tanto, haces todo lo posible porque
parezca que estás en tu mejor forma, porque tu carrera depende de ello. Y entonces te
preguntas: «¿Por qué estoy haciendo esto? ¿Por qué estoy aquí?».
A veces, cuando empieza el desfile, todavía sigues presentándote a algunos
castings, porque el procedimiento dura apenas dos semanas. Tienes que acudir cinco
horas antes de que empiece el desfile. Las chicas estamos apiñadas; te maquillan y no
haces nada; luego te peinan y no haces más que esperar a que se inicie la
presentación. Después te pones el primer vestido y te quedas de pie, ¡porque no

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Waris Dirie Flor del desierto

puedes sentarte y arrugarla ropa! Y cuando todo empieza, de pronto es el caos «¡Eh!
¿Dónde estás? ¿Qué haces? ¿Dónde está Waris? ¿Dónde está Naomi? Venid. Ven al
frente, rápido. Eres el número nueve. Tú sigues.»
Te pones la ropa como puedes, delante de un montón de desconocidos.
—Ah, ah, ya voy, sí..., espera. —Todo el mundo empuja a todo el mundo—
¿Qué haces? ¡Quítate de mi camino...! ¡Me toca salir!
Entonces, después de tan arduo trabajo, llega la mejor parte, minúscula pero
mejor: te toca a ti; estás detrás de las bambalinas y serás la próxima en salir.
Entonces, ¡bum! Sales a la pasarela y los focos arden, y la música suena a toda
pastilla, y todos te miran, y te contoneas pasarela abajo con toda tu alma, y piensas:
«Soy yo, enteraos todos... ¡Miradme!». Los mejores especialistas te han maquillado y
peinado, y llevas puesto un vestido tan caro que ni siquiera podrías soñar con
comprarlo. Pero por unos segundos es tuyo, y sabes que estás como un tren. La
adrenalina te recorre la sangre y cuando dejas la pasarela apenas puedes esperar a
cambiarte y volver a salir. Después de tanto preparativo, la presentación en sí no
dura más de veinte o treinta minutos, pero puedes hacer entre tres y cinco
presentaciones por día, de modo que en cuanto terminas con una tienes que salir
pitando rumbo a la siguiente.
Acabadas las dos semanas de locura en Milán, la colonia de diseñadores,
maquilladores, estilistas y modelos se traslada a París como una banda de gitanos. Y
el proceso se repite, antes de hacer lo mismo en Londres y Nueva York. Al final del
circuito apenas te sostienes en pie, y cuando acabas en Nueva York más te vale
tomarte un descanso. Estás más que lista para ir a relajarte a una pequeña isla sin
teléfonos. Si no lo haces, si tratas de seguir trabajando, acabarás loca de atar de puro
agotamiento.
Es divertido el mundo de la moda, el de una modelo, y reconozco que me
encantan su glamour, su resplandor y su belleza, pero también tiene un lado cruel
que puede resultar devastador para una mujer, sobre todo si es joven e insegura. He
ido a algunos trabajos en los que el estilista o el fotógrafo exclaman cosas como:
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado con tus pies? ¿Por qué tienen esas marcas negras
tan feas?
¿Qué puedo contestar? Se refieren a las cicatrices causadas por pisar cientos de
espinas y piedras en el desierto somalí, un recuerdo de mi infancia, cuando anduve
sin zapatos durante catorce años. ¿Cómo explicarle eso a un diseñador de París?

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Waris Dirie Flor del desierto

Cuando me pedían que me probara una faldita corta en un casting me ponía


enferma. Salía y me paraba sobre un pie, me retorcía con la esperanza de que no
vieran mi problema. Soy patizamba, un legado de la crianza en una familia nómada
sin la alimentación adecuada. Y he perdido varios trabajos por culpa de estas piernas,
un rasgo físico que no puedo controlar.
Antes mis piernas me avergonzaban tanto, me hacían sentirme tan herida, que
fui a ver a un médico a ver si podía arreglármelas.
—Rómpame las piernas —le ordené— para no tener que sentirme humillada.
Por suerte dijo que yo era demasiado mayor, que los huesos ya estaban sólidos
y no se enderezarían, que no funcionaría. Al madurar pensé: «Pues son mis piernas,
y son resultado de lo que soy y de donde vengo». Y conforme fui conociendo mejor
mi cuerpo, mis piernas comenzaron a agradarme. De haberlas roto para poder subir
a la pasarela cinco minutos, ahora estaría muy, pero que muy furiosa conmigo
misma. Me habría fracturado las extremidades, ¿y para qué? ¿Para que la ropa
diseñada por un tipo luciera bien? Ahora me siento orgullosa de mis piernas porque
tienen historia; forman parte de la historia de mi vida. Mis piernas zambas me
transportaron por miles de kilómetros a través del desierto y mi lento y ondulante
caminar es el andar de una africana, habla de mi herencia.
Otro problema de ser modelo es que la industria de la moda, como cualquier
otra, tiene su buena porción de gente desagradable. Quizá porque se juegan tanto en
algunas decisiones, hay quienes se dejan llevar por el estrés. Pero recuerdo haber
trabajado con la directora artística de una de las principales revistas de moda, que en
mi opinión personificaba la actitud mezquina y cruel que convertía algunas sesiones
de fotos en una especie de funeral. Nos encontrábamos en el Caribe, en una hermosa
y pequeña isla. Era un paraíso y todos deberíamos haber estado pasándolo en
grande, pues nos pagaban por trabajar en un lugar donde mucha gente pagaría un
ojo de la cara para pasar allí sus vacaciones. Pero esta mujer, no. Nada más llegar
empezó a incordiarme.
—Waris, tienes que controlarte. Levántate y muévete..., eres una remolona. No
soporto trabajar con gente como tú.
Llamó a la agencia en Nueva York y se quejó de que yo era una retrasada
mental y me negaba a trabajar. Los de la agencia se quedaron perplejos, aunque no
más que yo.
Esta directora artística era una mujer conmovedoramente triste. Obviamente

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Waris Dirie Flor del desierto

frustrada. No tenía un hombre, ni amigos, ni nadie a quien amar. Volcó toda su vida,
su amor, su pasión en esta industria porque no tenía nada más. De modo que me
hacía pagar a mí sus frustraciones y estoy segura de que no fui la primera, ni la
última. Al cabo de unos días de este tratamiento, sin embargo, dejé de sentir
compasión por ella. La miré y me dije: «A ésta puedo hacerle dos cosas: darle una
bofetada o mirarla, sonreír y no decir nada... Más vale no decir nada», decidí.
Lo más triste es ver cómo mujeres como esta directora artística se apoderan de
jovencitas que están empezando. A veces estas chicas, que no son sino chiquillas,
salen de Oklahoma, Georgia o Dakota del Norte y van a Nueva York, Francia o Italia
solas, con la esperanza de tener éxito en el mundo de la moda. A menudo no conocen
ni el país ni el idioma. Son ingenuas y mucha gente se aprovecha de ellas. No saben
enfrentarse al rechazo y se desmoronan. Carecen de experiencia, la sabiduría y la
fuerza interior necesarias para percibir que la culpa no es suya. Muchas regresan a
casa hechas un mar de lágrimas, quebrantadas y amargadas.'
También abundan los timadores y los tramposos. Muchas jovencitas están
desesperadas por ser modelos y caen en trampas, como que una supuesta agencia les
cobre una fortuna por prepararles un book. Esto, como víctima que fui de Harold
Wheeler, me indigna. Ser modelo significa ganar dinero, no pagarlo. Si alguien
quiere ser modelo, el único dinero que precisa es el coste del pasaje de autobús para
visitar las agencias. Puede buscar en las «páginas amarillas», llamar y pedir hora. Y si
la agencia empieza a hablar de cuotas, ¡más le vale echar a correr! Si una agencia
legítima cree que alguien tiene el aspecto adecuado, la ayudarán a preparar su book, y
luego le conseguirán citas y castings. Y entonces ya estará trabajando.

Cierto, algunas personas que tienen que ver con la pasarela son desagradables,
pero las condiciones no siempre son óptimas. Acepté un proyecto en el que sabía que
habría un toro, pero hasta que fui de Nueva York a Los Ángeles y de allí en
helicóptero al desierto no supe cuánto toro.
Nos hallábamos completamente aislados, en el desierto de California, sólo yo,
el equipo y un monstruoso toro negro con largos cuernos puntiagudos. Entré en la
pequeña caravana y me maquillaron y peinaron Cuando acabé, el fotógrafo me guió
hacia la bestia.
—Saluda a Satán.

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Waris Dirie Flor del desierto

—Oh, hola, Satán. —Me encantó—. Es hermoso. Fantástico. Pero, ¿es seguro?
—Oh, sí, claro. Éste es el propietario. —El fotógrafo señaló a un hombre que
tenía cogidas las riendas de Satán—. Sabe manejarlo.
El fotógrafo me explicó el proyecto: la foto aparecería en la etiqueta de la
botella de una bebida alcohólica. Yo estaría montada en el toro. Desnuda. Esta noticia
me cogió de sorpresa, porque no lo sabía antes de llegar. Pero no quería armar un
escándalo delante de tanta gente, de modo que me dije que más valía poner manos a
la obra.
Sentí lástima por el toro, pues hacía un calor espantoso en el desierto y el
pobre moqueaba. Tenía las patas atadas y no podía moverse. Allí estaba la enorme
bestia, humilde. El fotógrafo bajó las manos para subirme al toro.
—Acuéstate —me ordenó, y alargó el brazo—. Túmbate sobre el toro, apoya el
tronco sobre el toro y estira las piernas.
Mientras trataba de parecer hermosa, relajada y juguetona, pensaba: «Si esta
bestia se encabrita y me echa al suelo, seré mujer muerta». De pronto sentí cómo su
peluda piel se flexionaba debajo de mi abdomen desnudo y vi el paisaje del desierto
de Mojave pasar de largo en tanto volaba por el aire y caía a la tierra quemada con un
golpe seco.
—¿Estás bien?
—Sí, sí. —Me hice la dura, tratando de que no se me notara lo alterada que me
sentía. No quería que nadie dijera que Waris Dirie es una cobarde y que le tenía
miedo a un viejo toro—. Sí, vamos. Ayúdame a subir.
El equipo me levantó y me quitó el polvo y empezamos de nuevo.
Obviamente, el toro no disfrutaba del calor, porque volvió a echarme dos veces. A la
tercera me torcí el tobillo, que empezó a hincharse y a dolerme de inmediato.
—Y bien, ¿conseguiste la foto? —grité desde el suelo.
—¡Oh, sería estupendo sacar otro carrete...!

Por suerte nunca se publicó la foto con el toro; por alguna razón, alguien
decidió no usarla y me alegré, pues me resultaba realmente desoladora la idea de que

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Waris Dirie Flor del desierto

unos tipos se pusieran a beber y a observar mi trasero desnudo. Después de este


proyecto decidí no volver a posar desnuda, sencillamente porque no me agradaba; lo
que pagaban no compensaba por la sensación de vulnerabilidad, de torpeza e
impotencia totales delante de otras gentes, por tener que esperar las pausas para ir
corriendo a por una toalla.
Aunque el trabajo con el toro probablemente no sea lo peor que he hecho, la
mayor parte del tiempo me encanta ser modelo; es la carrera más divertida que
podría haber deseado. Desde el momento en que Terence Do— novan me llevó a
Bath y me puso delante de una cámara, nunca me he acostumbrado a la idea de que
puedan pagarme sólo por mi aspecto. De hecho, nunca creí que iba a poder ganarme
la vida con algo que parecía requerir tan poco trabajo. Todo me parecía un juego
medio bobo, pero me alegro de haber seguido. Siempre he agradecido haber contado
con la oportunidad de alcanzar el éxito en este campo porque no todas las chicas lo
logran. Desgraciadamente, muchas chicas se esfuerzan y a menudo no funciona.
Me acuerdo cuando, de jovencita, en casa del tío Mohamed, soñaba con ser
modelo, y de la noche en que por fin me armé de valor y pregunté a Imán cómo
empezar. Diez años después me encontraba en una sesión de fotos de Revlon en un
estudio de Nueva York cuando la maquilladora entró y dijo que Imán se encontraba
al lado, en una sesión de fotos de su nueva línea de cosméticos. Fui corriendo a verla.
—¡Ay, veo que ahora tienes una línea para tu propio producto! ¿Por qué no
me usaste a mí, una somalí, para tus anuncios?
—Es que no puedo pagarte —masculló a la defensiva.
—Para ti lo habría hecho gratis —le contesté en somalí.
Qué extraño: no se ha dado cuenta de que soy la misma chiquilla, la criada
que le llevaba el té.

Lo raro es que nunca busqué activamente ser modelo, sino que se me presentó
la oportunidad: quizá por eso nunca me lo he tomado demasiado en serio. La
emoción consistía en ser una top model o una «estrella», porque todavía no entiendo
a qué se debe que las modelos sean tan famosas. Cada día veo cómo el mundo de la
moda se vuelve más frenético, con tantas revistas y tantos programas televisivos en
los que se habla de las top models. ¿A qué se debe?

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Waris Dirie Flor del desierto

Por el mero hecho de que somos modelos hay gente que nos trata como si
fuésemos diosas y otras personas nos tratan como a idiotas. Esto último es una
actitud con la que me he topado con bastante frecuencia; diríase que porque me gano
la vida con mi cara debo ser estúpida. Comentan: «¿Ah, eres modelo? Qué pena...,
nada de cerebro. Todo lo que tienes que hacer es ponerte guapa para la cámara».
Sin embargo, he encontrado a toda clase de modelos y, sí, algunas no eran
precisamente lumbreras; pero la mayoría es inteligente, mundana, ha viajado y posee
tantos conocimientos sobre la mayoría de temas como cualquier otra persona
mundana. Saben estar y administrar su negocio, y son del todo profesionales. A la
gente como la insegura y mezquina directora artística a la que me he referido le
cuesta aceptar el hecho de que las mujeres pueden ser hermosas y, a la vez,
inteligentes; de modo que necesitan ponernos en nuestro lugar hablándonos con
altanería, como si fuéramos una bandada de bobaliconas ingenuas con hoyuelos en
las mejillas.
La polémica acerca de la moralidad de la pasarela y la publicidad me resulta
tremendamente complicada. Creo que las prioridades del mundo son la naturaleza,
la bondad personal, la familia y la amistad. Y, sin embargo, me gano la vida diciendo
cosas como: «Compra esto porque es muy bonito». Vendo cosas con una gran
sonrisa. Podría ser cínica. «¿Qué hago metida en esto? —podría preguntarme—.
Estoy ayudando a destruir el mundo.» Pero creo que casi todo el mundo puede decir
lo mismo sea cual sea su oficio o profesión. Lo bueno de lo que hago es que he
conocido a muchas personas maravillosas, he visto lugares hermosos y he observado
diferentes culturas que me han hecho desear hacer algo para ayudar al mundo en
lugar de destruirlo. Y en lugar de ser otra paupérrima somalí, me encuentro en
posición de ofrecer esa ayuda.
En lugar de desear ser una estrella, una persona reconocida, me he divertido
siendo modelo porque me he sentido ciudadana del mundo y he podido viajar a
algunos de los lugares más fenomenales del planeta. Muchos de mis viajes de trabajo
han sido a preciosas islas, y yo solía escaparme a la playa a la primera oportunidad y
echar a correr. Me sentía maravillosamente bien, libre, en la naturaleza, bajo el sol de
nuevo. Luego me iba entre los árboles, me sentaba en silencio y escuchaba cantar a
las aves. ¡Ahhh! Cerraba los ojos, olía la dulzura del aroma de las flores, sentía el sol
en la cara, escuchaba a los pájaros y me imaginaba que estaba de vuelta en África.
Trataba de capturar de nuevo esa sensación de paz y tranquilidad que recuerdo
haber experimentado en Somalia y simular que había regresado a casa.

173
Waris Dirie Flor del desierto

XV

DE REGRESO A SOMALIA

EN 1995, tras un largo período de sesiones de fotos y desfiles de moda, me


regalé una escapada a Trinidad para relajarme. Era época de carnaval y todos,
disfrazados, participaban del jolgorio, bailaban y cantaban, disfrutando de la alegría
misma de vivir. Me hospedaba en casa de unos conocidos; llevaba allí un par de días
cuando un hombre acudió a su puerta. La matriarca de la familia, una anciana
llamada tía Mónica, salió a abrir. Era ya avanzada la tarde y el sol pegaba fuerte, pero
la estancia se hallaba fresca y sombreada. El hombre de la puerta estaba recortado
contra la brillante luz; no lo veía, pero le oí decir que buscaba a una persona llamada
Waris.
—Waris, te llaman por teléfono —me gritó la tía Mónica.
—¿Por teléfono? ¿Dónde está el teléfono?
—Tienes que ir con este hombre. Él te llevará.
Le seguí hasta su casa. Era un vecino de la tía Mónica que vivía unas casas
más abajo y el único que disponía de teléfono. Cruzamos su sala de estar hacia el
pasillo, donde me señaló el auricular.
—¿Diga?
Me llamaban de la agencia de Londres.
—Hola, Waris, lamento molestarte, pero nos han llamado de la BBC. Quieren
ponerse en contacto contigo enseguida. Dicen que es urgente, quieren hablar de la
posibilidad de hacer un documental.
—¿Un documental? ¿Sobre qué?
—Tu trabajo de top model, de dónde vienes y, ya sabes, lo que sientes con tu
nueva vida.
—Eso no es interesante. Vamos, por todos los cielos ¿no pueden encontrar un
tema mejor?
—En todo caso quieren hablar contigo. ¿A qué hora les digo que te llamen?

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Waris Dirie Flor del desierto

—Oye, no quiero hablar con nadie.


—De veras quieren hablar contigo enseguida.
—Como sea. Diles que hablaré con ellos cuando regrese a Londres. Tengo que
ir a Nueva York cuando me marche de aquí, y luego iré a Londres. Les llamaré
cuando llegue.
—De acuerdo, se lo diré.
Pero al día siguiente, mientras andaba de jolgorio por la ciudad, el hombre
volvió a casa de la tía Mónica; había otra llamada para Waris, dijo. No hice caso y de
nuevo, al día siguiente, otra llamada. Esta vez seguí al caballero, porque resultaba
evidente que iban a agotarle a fuerza de venir a buscarme. Por supuesto, era mi
agencia.
—¿Sí? ¿Qué hay?
—Waris, es la BBC de nuevo. Dicen que les urge hablar contigo y van a
llamarte mañana a esta hora. .
—Oye, estoy descansando, ¿vale? De ninguna manera pienso hablar con
nadie. He huido de todo eso, así que dejadme en paz y dejad de molestar a este pobre
hombre.
—Sólo quieren hacerte un par de preguntas.
Suspiré.
—¡Por Dios! De acuerdo. Diles que me llamen mañana a este número.
Al día siguiente hablé con Gerry Pomeroy, el director que hace películas para
la BBC. Me hizo preguntas acerca de mi vida.
—Ante todo quiero decirle que no deseo hablar de esto ahora —espeté—.
Estoy de vacaciones, o eso se supone, ¿sabe? ¿No podemos esperar a hablar en otro
momento?
—Lo siento, pero tenemos que tomar una decisión y necesito información. —
De modo que me quedé en el pasillo de la casa de un desconocido en Trinidad y
conté a otro desconocido la historia de mi vida—. De acuerdo, Waris, ya te
llamaremos.
Dos días después, el hombre regresó a casa de la tía Mónica.
—Llamada para Waris.

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Waris Dirie Flor del desierto

Me encogí de hombros en son de disculpa y le seguí calle abajo. Era Gerry, de


la BBC.
—Sí, Waris, de veras queremos hacer un documental sobre, tu vida. Durará
media hora y será para el programa «El día que cambió mi vida».
Entretanto, entre la primera llamada de mi agencia y la segunda de la BBC, yo
había estado pensando en ese asunto.
—Oiga, escuche... Gerry..., hagamos un trato. Haré el programa con ustedes si
ustedes me llevan a Somalia y me ayudan a encontrar a mi madre.
Estuvo de acuerdo, pues le pareció que mi regreso a África constituiría una
buena conclusión para el documental. Me pidió que le llamara tan pronto llegara a
Londres y entonces nos sentaríamos a planear el proyecto.
Regresar con la BBC supondría mi primera oportunidad de volver a casa
desde que salí de Mogadiscio por culpa de los múltiples problemas con mi
pasaporte, las guerras tribales en Somalia y las dificultades que se me presentaban
para encontrar a mi familia. Y aunque pudiera regresar legalmente a Mogadiscio, no
habría podido llamar a mi madre por teléfono para pedirle que fuera a recogerme al
aeropuerto. No pensé en otra cosa desde el momento en que la BBC prometió
llevarme. Tuve numerosas reuniones con Gerry y su ayudante Colin, a fin de planear
el proyecto y darles detalles de mi vida.
Empezamos a filmar en Londres de inmediato. Regresé a todos los lugares de
antes, comenzando por la casa de mi tío Mohamed, la residencia del embajador
somalí, en la que la BBC consiguió permiso para entrar. Filmaron la escuela de la
iglesia de Todos los Santos, donde me descubrió Malcolm Fairchild —más tarde
filmaron una entrevista con él, en la que le preguntaban por qué le había interesado
tanto fotografiar a una criada desconocida—. Me filmaron en una sesión de fotos con
Terence Donovan. Entrevistaron a mi buena amiga Sarah Doukas, la directora de
Storm, una agencia londinense de modelos.
El proyecto se calentó considerablemente cuando la BBC decidió seguirme en
una gira como presentadora de un programa televisivo llamado «Soul Train» que
presenta lo mejor de la música negra. Nunca había hecho algo como este programa y
tenía los nervios destrozados; para colmo, cuando llegamos a Los Ángeles tenía un
terrible resfriado y casi no podía hablar. Y mientras iba de Londres a Los Ángeles,
me sonaba, leía mi guión y me preparaba para el programa en la limusina, mis fieles
sombras del equipo de la BBC me iban filmando. La demencia se multiplicó cuando

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Waris Dirie Flor del desierto

el equipo de la BBC filmó en el estudio al equipo de «Soul Train» filmándome a mí.


Si había algo que no deseaba que se documentara era, sin duda, esto. Estoy segura de
que fui la peor presentadora en la historia de «Soul Train», pero Don Cornelius y el
equipo de producción se mostraron sumamente pacientes conmigo. Empezamos a las
diez de la mañana y seguimos hasta las nueve de la noche. Creo que para ellos fue el
día más largo de su vida. Como en la película de James Bond, tuve problemas de
lectura; aunque había mejorado, todavía me costaba leer en voz alta, y tratar de leer
el guión en los carteles, delante de dos equipos de producción, docenas de bailarinas
y bailarines y un puñado de famosos cantantes, y cegada por los focos, me supuso un
reto que se me antojaba insuperable. «¡Veintiséis!», gritaban. «¡Corte! ¡Toma setenta y
seis..., corten!». Los bailarines se quedaban inmóviles y luego bajaban los brazos y me
miraban airados. «¿Quién es esta cretina? ¡Ay, Dios! ¿Dónde la encontraron? Sólo
queremos ir a casa», parecían pensar.
Como presentadora debía recibir, entre otros, a Donna Summer, un gran
honor para mí, porque es y ha sido una de mis cantantes preferidas.
—Damas y caballeros, junten las manos, por favor, y den la bienvenida a la
dama del soul, ¡Donna Summer!
—¡Corte!
—¿Ahora qué?
—Se te olvidó leer el cartel. Lee el cartel, Waris.
—¡Ohhh! ¡Coño! ¿Puedes levantar esa mierda? Levántala. No la veo. Y no la
bajes. Ponía derecha..., estas luces me dan directamente a los ojos y no veo nada.
Don Cornelius me llevaba hacia un rincón.
—Respira hondo —me aconsejaba—. Dime cómo te sientes.
Le expliqué que el guión no me llegaba, que no estaba en mi onda, que yo no
hablaba así.
—¿Cómo quieres hacerlo? Adelante. Hazlo a tu manera..., toma el mando.
Fueron asombrosamente pacientes y tranquilos. Me dejaron echarlo a perder a
mi manera y luego me ayudaron a arreglarlo. Lo mejor de toda la experiencia fue
trabajar con ellos y con Donna Summer, que me regaló un CD firmado de sus
grandes éxitos.
Luego la BBC y yo fuimos a Nueva York. Me siguieron hasta el rodaje de un

177
Waris Dirie Flor del desierto

anuncio en el que caminaba por la calles de Manhattan bajo la lluvia en combinación


negra, impermeable y paraguas. Otra noche, el cámara se sentó tranquilamente en un
rincón y me filmó cocinando con un grupo de amigos en un apartamento de Harlem;
nos estábamos divirtiendo tanto que nos olvidamos de su presencia.

En la siguiente etapa, el equipo al completo y yo debíamos encontrarnos en


Londres y viajar en avión a África, donde me reuniría con mi familia por primera vez
desde mi fuga. Mientras filmábamos en Londres, Los Angeles y Nueva York, el
personal de la BBC en África había estado buscando a mi madre. A fin de localizar a
mi familia, revisamos mapas y traté de enseñarles las regiones por las que solíamos
desplazarnos. Luego tuve que repasar todos los nombres de tribu y de clan de mi
familia, que confunden mucho, sobre todo a los occidentales. Y la BBC llevaba tres
meses buscándola sin éxito.
El plan era que yo me quedaría trabajando en Nueva York hasta que
encontraran a mamá; luego iría a Londres y todos juntos iríamos a África a filmar la
conclusión del documental. Gerry me llamó un día, poco después de que empezaran
a buscar a mi madre.
—Hemos encontrado a tu madre —me anunció.
—¡Estupendo!
—En todo caso, creemos haberla hallado.
—¿Qué quieres decir con eso de «creemos»?
—Bueno. Hemos encontrado una mujer y le hemos preguntado si tiene una
hija llamada Waris y ella ha dicho que sí, sí, que tiene una hija llamada Waris. Sí,
Waris vive en Londres, pero nos parece muy poco segura de los detalles, de modo
que nuestra gente en Somalia no sabe qué pensar, si esta mujer es tu madre o la de
otra Waris.
Después de más preguntas, la BBC la descalificó, pero la búsqueda acababa de
empezar. De pronto, el desierto estaba lleno de mujeres que afirmaban ser mi madre;
todas tenían una hija llamada Waris que vivía en Londres, cosa sumamente extraña,
pues no conozco a otro ser humano con mi nombre.
—Es que esa gente es tan pobre que está desesperada —expliqué a los de la

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Waris Dirie Flor del desierto

BBC— Esperan que si dicen «sí, somos su familia», iréis a su aldea y haréis una
película y podrán conseguir dinero y alimentos. Estas mujeres fingen ser mi madre
con la esperanza de sacar algún provecho. No sé si creen que se saldrán con la suya,
pero lo intentarán.
Por desgracia no tenía fotos de mi madre, pero a Gerry se le ocurrió otra idea.
—Necesitamos algún secreto, algo que sólo tu madre sepa de ti.
—Pues mi madre me había puesto un apodo, Avdohol, que significa «boca
pequeña».
—¿Se acordará?
—Sin duda.
A partir de entonces, Avdohol se convirtió en la contraseña secreta. Cuando la
BBC las entrevistaba, las mujeres acertaban a contestar el primer par de preguntas,
pero fallaban con lo de mi apodo. Adiós. Sin embargo, un día me llamaron.
—Creemos que la hemos encontrado —declararon— Esta mujer no se
acordaba del apodo, pero dijo que tiene una hija llamada Waris que trabajaba para el
embajador en Londres.
Al día siguiente cogí un vuelo a Londres. En Londres, la BBC necesitó unos
días para hacer los preparativos. Iríamos en avión a Addis-Abeba, en Etiopía, y de
allí a la frontera entre Etiopía y Somalia en una avioneta alquilada. El viaje sería muy
peligroso. No podíamos entrar en Somalia debido a la guerra, por lo que mi familia
tendría que cruzar la frontera; nosotros aterrizaríamos en pleno desierto, donde, en
lugar de pista de aterrizaje, había sólo piedras y matojos.
Mientras la BBC hacía los preparativos, me alojé en un hotel en Londres. Nigel
fue a visitarme. Yo había tratado de mantener una relación cordial con él, por lo
precario de mi situación. Para entonces pagaba la hipoteca de su casa en Cheltenham,
pues él no tenía empleo y se negaba a buscarlo; hasta le conseguí uno con una gente
que conocía en Greenpeace, pero estaba tan loco que le pusieron de patitas en la calle
al cabo de tres semanas y le dijeron que no volviera nunca más. Desde un principio,
cuando se enteró de lo del documental, empezó a insistir en ir con nosotros a África.
—Quiero ir. Quiero comprobar que estás bien.
—No, no vas a venir. ¿Cómo quieres que explique tu presencia a mi madre?
¿Quién se supone que eres?

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Waris Dirie Flor del desierto

—¡Pues tu marido!
—No, no lo eres. Olvídalo, ¿vale? Olvídalo.
Una cosa era segura: no era la clase de persona que me agradaría presentar a
mi madre, y menos como marido.
Durante las primeras sesiones de planificación del documental, Nigel había
insistido en acompañarnos, pero Gerry se hartó muy pronto de él.
—No va a ir contigo, ¿verdad, Waris? Por favor, Waris, déjalo fuera de esto —
solía decirme por teléfono.
Cuando regresé a Londres, Nigel se presentó en mi hotel y reanudó su
campaña para ir a África. Me negué y él me robó el pasaporte. Por supuesto, sabía
que al cabo de unos días saldríamos del país. Nada de cuanto le dije le convenció
para devolvérmelo. Finalmente, desesperada, una noche se lo conté a Gerry:
—Gerry, no vas a creértelo, pero me ha quitado el pasaporte y se niega a
devolvérmelo.
Gerry se llevó la mano a la frente y cerró los ojos.
—¡Dios mío! De veras que me está hartando, Waris. Estoy tan harto de tener
que ver con ese tipejo que..., de veras, estoy hasta la coronilla.
Él y otros de la BBC trataron de hacerle entrar en razón.
—Oye, actúa como un hombre maduro, sé un hombre. Casi hemos acabado el
proyecto; no puedes hacernos esto. Necesitamos que la historia acabe en África, lo
que significa que tenemos que llevar a Waris allí. Ahora, ¡por Dios, por favor...!
Pero a Nigel le daba igual. Regresó a Cheltenham con mi pasaporte.
Hice sola el viaje de dos horas a Cheltenham y le supliqué. Se negó
repetidamente a dármelo a menos que le lleváramos a África. Me encontraba en una
situación imposible. Llevaba quince años rezando por poder ver a mi madre de
nuevo, pero Nigel echaría a perder la experiencia, y no me cabía duda de que haría
todo lo posible por que así fuera. Si no lo llevaba, no podría verla, porque no podía
viajar sin mi pasaporte.
—Nigel, no puedes seguirnos a todas partes dándole la lata a todos. ¿No lo
ves? ¡Es la primera oportunidad que he tenido en quince años de ver a mi madre!
Se sentía muy resentido de que fuéramos a África sin tener nada que ver con

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Waris Dirie Flor del desierto

él.
—¡Maldita sea! ¡Eres tremendamente injusta! —gritó.
Finalmente, le convencí para que me diera el pasaporte con la promesa de
llevarle a África en el futuro, cuando acabara con el documental, que iríamos solos
los dos. Fue un truco mezquino y no me enorgullecí, porque no tenía intención de
cumplir mi promesa. Sin embargo, con Nigel de nada servía ser una adulta decente y
razonable.
La avioneta bimotor aterrizó en Galadi, Etiopía una minúscula aldea en la
frontera con Somalia donde se habían asentado algunos refugiados somalíes que
habían huido de la guerra. Al tocar la tierra roja del desierto salpicada de rocas, el
avión dio varios tumbos. Seguro que a varios kilómetros a la redonda se veía el polvo
que habíamos levantado, porque todos los habitantes de la aldea llegaron corriendo.
Nunca antes habían visto algo parecido. El equipo de la BBC y y0 bajamos y traté de
hablar en somalí con las gentes que venían a nuestro encuentro. Me esforzaba por
comunicarme con ellos, porque algunos eran etíopes y otros somalíes, pero hablaban
dialectos distintos. Renuncié al cabo de unos minutos.
Olí el aire caliente y la arena y de pronto recordé mi infancia perdida. Toda,
cada detalle, se me apareció, me sentí inmersa en mis recuerdos, y eché a correr.
—Waris,.¿a dónde vas? —me gritaban los del equipo.
—Id..., id a donde tengáis que ir..., ya volveré.
Corrí y toqué la tierra, la froté entre los dedos y toqué los árboles. Estaban
llenos de polvo, secos, pero sabía que pronto llegaría la estación de las lluvias y todo
florecería. Aspiré el aire, me llené los pulmones de aire; contenía los olores de mis
recuerdos de infancia, de todos los años en que viví al aire libre, y estas plantas del
desierto y esta tierra roja eran mi hogar. ¡Ay, Dios! Aquí era donde pertenecía. Rompí
a llorar por la pura alegría de encontrarme de vuelta en el lugar al que pertenecía y
por la tristeza que me causaba haberlo echado tanto de menos. Mirando alrededor
me pregunté cómo podía haber permanecido alejada tanto tiempo. Era como abrir
una puerta que no me había atrevido a abrir hasta hoy y encontrar una parte
olvidada de mí misma. Cuando regresé a la aldea todos me rodearon y me
estrecharon la mano.
—Bienvenida, hermana.
Luego nos enceramos de que nada iba según nuestras expectativas. La mujer

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Waris Dirie Flor del desierto

que había alegado ser mi madre no lo era y nadie sabía cómo encontrar a mi familia.
Los chicos de la BBC se sentían desanimados: en el presupuesto no había dinero
suficiente para un segundo viaje.
—¡Ay, no! —repetía Gerry—. Sin esta parte, no hay final, y sin final la película
no tiene trama. Qué desperdicio. ¿Qué vamos a hacer?
Peinamos la aldea; preguntamos a todo el mundo si habían oído hablar de mi
familia o tenían noticias de ella. Todos querían ayudar y pronto corrió la voz de
nuestra misión. Aquel mismo día, más tarde, un anciano se acercó de mí.
—¿Te acuerdas de mí? —preguntó.
—No.
—Pues soy Ismail: soy de la misma tribu que tu padre y soy muy buen amigo
suyo. —Entonces me di cuenta de quién era y me avergoncé de no haberle
reconocido, pero no le había visto desde que era muy pequeña—. Creo saber dónde
está tu familia. Creo que puedo encontrar a tu madre, pero necesitaré dinero para la
gasolina. —«¡Ay, no! ¿Cómo confiar en él? ¿Estarán tratando de engañarnos todos? Si
le doy dinero, se largará y probablemente no lo volvamos a ver», pensé—. Tengo una
furgoneta aquí, pero no es gran cosa...
Ismail señaló una camioneta, de las que sólo se ven en África o en una
chatarrería de Norteamérica. El parabrisas del lado del pasajero estaba roto y el del
lado del conductor había desaparecido del todo, lo que significaba que toda la arena
y las moscas del desierto le darían de lleno en la cara al conducir; los neumáticos
estaban deformados y abollados de tanto pasar por encima de las piedras. Daba la
impresión de que alguien se había ensañado con la carrocería a golpes de almádena.
Agité la cabeza.
—Espera un momento, voy a hablar con los chicos —Fui a buscar a Gerry—
Ese hombre cree que sabe dónde se encuentra mi familia, pero dice que necesita
dinero para la gasolina para ir a buscarlos.
—¿Cómo vamos a poder confiar en él?
—Tienes razón, pero tenemos que arriesgarnos. No nos queda más remedio.
Aceptaron y le dieron algo de dinero. El hombre se subió a la furgoneta y
arrancó de inmediato, levantando el polvo. Vi a Gerry observarle con una expresión
deprimida que parecía decir: «Ahí va más dinero desperdiciado».

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Waris Dirie Flor del desierto

Le di una palmadita en la espalda.


—No te preocupes. Vamos a encontrar a mi madre... te lo prometo. Antes del
tercer día.
Mi profecía no ayudó mucho a tranquilizar al equipo. Contábamos con ocho
días antes de que el avión regresara a por nosotros. Nada más. No podíamos decir a
los pilotos: «No hemos acabado, volved la semana que viene». Teníamos reserva en
el vuelo de Addis—Abeba a Londres. Tendríamos que marcharnos, con o sin mamá,
y todo habría acabado.
Me lo pasé en grande con los habitantes de la aldea en sus chozas,
compartiendo su comida, pero a los ingleses no les fue tan bien. Encontraron un
edificio con los vidrios rotos donde alojarse y sacaron sus sacos de dormir. Habían
llevado libros y linternas, pero no podían pegar ojo de noche porque los mosquitos
los volvían locos. Los miembros del equipo de la BBC comían judías enlatadas y no
dejaban de quejarse de que estaban hartos de no tener otra cosa que comer.
Una tarde, un somalí decidió ofrecerles un festín; les llevó una hermosa cría de
cabra y los chicos se dedicaron a acariciarla. Más tarde, el hombre la trajo
despellejada y se la presentó, todo orgulloso.
—Aquí tenéis la cena.
Los chicos pusieron expresión conmocionada, pero no dijeron nada. Pedí
prestada una cazuela, preparé una hoguera y cociné la cabra con arroz.
—No creerás que vamos a comer eso, ¿verdad? —preguntaron cuando se
hubo marchado el somalí.
—Sí, claro. ¿Por qué no?
—Olvídalo, Waris.
—Pues entonces, ¿por qué no habéis dicho nada?
Me explicaron que les parecía una grosería, ya que el hombre trataba de ser
cortés, pero que después de acariciar a la cría no podían comérsela. Y no volvieron a
tocarla.
El plazo de tres días que yo había anunciado transcurrió sin señales de mi
madre. Gerry se angustiaba por momentos. Traté de convencer al equipo de que mi
madre vendría, pero creían que me estaba haciendo ilusiones.

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Waris Dirie Flor del desierto

—Os prometo que mi madre estará aquí mañana antes de las seis de la tarde.
—No sé de dónde me vino la convicción, pero me llegó y se lo comuniqué.
Gerry y los chicos se mofaron de mi última predicción.
—¿Qué? ¿Ah sí? ¿Cómo lo sabes? ¡Ah, sí, Waris lo sabe! Lo predice todo. ¡Lo
sabe! ¡Como predice la lluvia!
Se burlaban porque les decía cuándo iba a llover, pues lo olía en el aire.
—Pues sí que llovió, ¿no?
—¡Oh, vamos, Waris! Sólo tuviste suerte.
—No tiene nada que ver con la suerte. Estoy en mi elemento ahora, conozco
este lugar. Aquí sobrevivíamos gracias al instinto, amiguitos. —Se miraron de re—
ojo—. De acuerdo, no me creéis. Ya lo veréis. A las seis de la tarde.
Al día siguiente me hallaba charlando con una anciana cuando Gerry llegó
corriendo hacia las seis menos diez.
—¡No te lo vas a creer! —¿Qué?
—Tu madre..., creo que tu madre está aquí. —Me puse en pie y sonreí—. Pero
no estamos seguros. El hombre ha regresado y trae a una mujer; dice que es tu mamá.
Ven a ver.
La noticia se había propagado por la aldea como un reguero de pólvora;
nuestro pequeño drama era lo más importante que había ocurrido en quién sabe
cuánto tiempo. Todos querían enterarse: ¿será la madre de Waris u otra impostora?
Empezaba a oscurecer y una pequeña multitud se había arremolinado en torno a
nosotros, casi impidiéndome el paso. Gerry me guió por un pequeño callejón. Más
adelante, se hallaba la furgoneta del hombre, la del agujero en el parabrisas, y una
mujer bajaba del asiento. No veía su cara, pero por su forma de llevar el pañuelo
supe de inmediato que era mi madre. Corrí hacia ella y la abracé.
—¡Ay, mamá!
—He recorrido un montón de kilómetros en esa horrible furgoneta y, ¡ay, Alá,
sí que fue horrible! Viajamos dos días enteros con sus noches..., ¿y todo sólo para
esto?
Me volví hacia Gerry y me eché a reír.
—¡Es ella!

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Waris Dirie Flor del desierto

A Gerry le pedí que nos dejara a solas un par de días y él aceptó. Hablar con
mamá resultó difícil; descubrí que mi somalí era patético, pero lo más duro era que
nos habíamos convertido en extrañas. Al principio sólo hablamos de cosas cotidianas;
pero la alegría que experimenté al verla nos ayudó a superar el vacío; me gustaba
sentarme a su lado. Mamá e Ismail habían viajado dos días con sus noches, sin parar,
y me di cuenta de que estaba agotada. Había envejecido mucho en quince años como
resultado de una existencia implacable en el desierto.
Papá no la había acompañado. Estaba buscando agua cuando la furgoneta
llegó al campamento. Según mi madre, mi padre también envejecía. Perseguía las
nubes en busca de lluvia, pero necesitaba desesperadamente unas gafas porque veía
muy mal. Cuando mamá se marchó, él llevaba ocho días fuera y esperaba que no se
hubiese perdido. Evoqué al papá que yo conocía y me di cuenta de que obviamente
había cambiado. Cuando me fui nos encontraba aunque la familia se hubiese
desplazado sin él, incluso en noches sin luna, las noches más oscuras.
Mi hermanito Ali la acompañaba, además de uno de mis primos que estaba de
visita cuando Ismail llegó. Sin embargo, Ali ya no era mi hermanito, sino que me
dominaba con sus dos metros de estatura, cosa que le complació muchísimo. No
dejaba de abrazarle y él no dejaba de exclamar:
—¡Quítate! Ya no soy un bebé. Voy a casarme.
—¡Casarte! ¿Cuántos años tienes?
—No lo sé, pero suficientes para casarme.
—Pues no me importa. Todavía eres mi hermanito. Ven aquí... —Y le cogía y
le frotaba la cabeza. Mi primo se burlaba—. ¡Yo solía darte unas buenas nalgadas! —
le advertí, pues le cuidaba cuando era pequeño y su familia nos visitaba.
—¿Ah, sí? ¡Inténtalo ahora, anda! —Empezó a empujarme y a bailotear a mí
alrededor.
—¡Oh, no! —grité—. Ni siquiera lo intentes. Te daré una paliza. —Mi primo
también iba a casarse—. Si quieres que vaya a tu boda, chico, no te metas conmigo.
De noche, mamá dormía en la choza de una de las familias de Galadi, que nos
había alojado. Yo dormía fuera con Ali, como en los viejos días. Tumbada así, de

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Waris Dirie Flor del desierto

noche, experimentaba una paz y una dicha enormes.


Mirábamos las estrellas y charlábamos hasta muy entrada la noche.
—¿Te acuerdas de cuando atamos a la pequeña esposa de papá...? —Y nos
tronchábamos de risa.
Al principio, Ali se mostró muy tímido, pero me confesó:
—¿Sabes?, de veras te echo de menos. Hace tanto tiempo que te fuiste. Me
parece muy raro que seas una mujer y yo un hombre.
Qué maravilla estar de nuevo con mi familia, hablar, reír y discutir en mi
propio idioma acerca de cosas familiares.
Los habitantes de la aldea se mostraron increíblemente generosos; cada día
nos invitaban a comer y a cenar en diferentes casas y todos querían mimarnos,
presumir de nosotros y oír hablar de los lugares a los que habíamos viajado.
—Venid, tenéis que conocer a mi hijo o hija o abuela... —Y nos llevaban a
rastras para presentárnoslos.
Nada de esto tenía que ver con ser top model, porque no sabían lo que
significaba esto. Yo era uno de ellos..., una nómada..., y había regresado a casa.
Mi madre, que Dios la bendiga, no entendía a qué me dedicaba para ganarme
la vida, por más que se lo explicaba.
—Vuelve a decirme qué es. ¿Qué es eso de hacer de modelo? ¿Qué haces?
¿Qué significa exactamente? —
En algún momento alguien le llevó un ejemplar del Sunday Times en cuya
primera plana figuraba mi foto. Los somalíes poseen un orgullo fiero y les encantó
ver a una somalí en primera plana de un periódico inglés.
—¡Es Waris! ¡Ay, mi hija! —exclamó mi madre al verla, y se la enseñó a todos
en la aldea.
Después de aquella primera noche perdió la timidez y no tardó en volver a
ponerse mandona.
—¡Así no se cocina, Waris! ¡Venga ya! Deja que te enseñe. ¿Acaso no cocinas
allí donde vives?
Luego mi hermano empezó a preguntarme qué pensaba de tal o cual asunto y
yo le provocaba.

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Waris Dirie Flor del desierto

—¡Ay! Cierra el pico, por favor, Ali. No eres más que un estúpido e ignorante
paleto. Has vivido aquí demasiado tiempo y no sabes de qué hablas.
—¿Ah, no? Como eres famosa vienes aquí con tu mierda de arrogancia
occidental. ¿Acaso ahora que vives en Occidente lo sabes todo?
Discutimos durante horas. No quería herirlos, pero supuse que si yo no les
contaba ciertas cosas, ¿quién lo haría?
—Pues no lo sé todo, pero he visto mucho y he aprendido mucho que no sabía
cuando vivía en el desierto. Y no tiene que ver con vacas y camellos. Puedo hablaros
de otras cosas.
—¿Como qué?
—Como por ejemplo que estáis destruyendo vuestro entorno al talar todos los
árboles. Taláis los árboles jóvenes sin darles oportunidad de crecer; los usáis para
hacer corrales para estos estúpidos animales. —Señalé una cabra cercana—. No está
bien.
—¿Qué quieres decir?
—Que todo esto es un desierto porque hemos talado todos los árboles.
—¡Es un desierto porque no llueve, Waris! En el Norte sí llueve y tienen
árboles.
—¡Por eso llueve allí! Llueve porque hay bosques. Y vosotros cortáis ramitas
un día sí y otro también, por lo que el bosque no puede crecer aquí.
No sabían si creer una idea tan extraña, pero en un tema estaban seguros de
que no podía contradecirlos. Fue mi madre quien lo trajo a colación.
—¿Por qué no estás casada?
El tema representaba todavía una herida abierta, incluso al cabo de tantos
años. En mi opinión era el problema que me había hecho perder mi hogar y mi
familia. Sé que las intenciones de mi padre eran buenas, pero me había puesto entre
la espada y la pared: o hacía lo que me ordenaba y echaba a perder mi vida al
casarme con el anciano, o me fugaba y renunciaba a todo lo que conocía y quería. El
precio que pagué por mi libertad fue enorme y esperaba no obligar nunca a un hijo o
una hija míos a tomar una decisión tan dolorosa.
—Mamá, ¿por qué tengo que casarme? ¿De veras tengo que casarme? ¿No

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Waris Dirie Flor del desierto

quieres que tenga éxito, que sea fuerte e independiente? Si no estoy casada, es porque
todavía no he encontrado al hombre indicado. Cuando lo encuentre, entonces me
casaré. —Pues yo quiero nietos. Entonces decidieron unirse todos contra mí. —Eres
demasiado vieja. ¿Quién iba a querer casarse contigo? —opinó mi primo.
Agitó la cabeza, al parecer horrorizado ante la idea de que alguien se casara
con una mujer de veintiocho años.
—¿Y quién quiere casarse si le van a obligar a hacerlo? —inquirí, levantando
las manos defensivamente—. ¿Por qué os vais a casar vosotros dos? —Señalé a Ali y
a mi primo—. Apuesto a que alguien os ha presionado. —No, no —convinieron.
—Bien, de acuerdo, pero sólo porque sois chicos. Yo, como chica, no tengo
derecho a opinar al respecto. Se supone que he de casarme con quien me ordenan
casarme y cuando me lo ordenan. ¿Qué coño es esto? ¿A quién se le ocurrió la idea?
—¡Ay, cierra el pico, Waris! —gruñó mi hermano.
—¡Cierra el pico tú también!

Cuando sólo nos quedaban dos días, Gerry dijo que temamos que empezar a
filmar. Sacó varias escenas en las que aparecía yo con mi madre, pero ella nunca
había visto una cámara y lo detestaba.
—Quítame esa cosa de la cara —exigía—. No la quiero. —Y daba manotazos al
cámara—. Waris, dile que me quite esa cosa de la cara. —Yo dije que no pasaba
nada—. ¿Me está mirando? ¿O está mirándote a ti?
—Nos está mirando a las dos.
—Pues dile que yo no quiero mirarlo a él. No va a oír lo que te diga, ¿verdad?
Traté de explicarle el procedimiento, pero sabía que de nada serviría.
—Sí, mamá, oye todo lo que dices —manifesté con una carcajada, y el cámara
quiso saber qué me causaba tanta risa—. Sólo lo absurdo de todo esto... —contesté.
El equipo pasó otro día filmándome mientras caminaba por el desierto a solas.
Vi un niño pequeño que daba de beber a su camello en un pozo y le pregunté si
podía darle de comer. Acerqué un cubo al morro del animal para beneficio del
equipo. No hubo momento en que no me costara contener las lágrimas.

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Waris Dirie Flor del desierto

El día antes de nuestra partida, una de las mujeres de la aldea me pintó las
uñas con henna. Alcé la mano delante de la cámara y vi que parecía que tenía
excremento blando de vaca en la punta de cada dedo. Pero me sentía como una reina.
Se trataba de los antiguos rituales de belleza de mis gentes, los que se reservan para
las novias. Esa noche la celebramos y todos los de la aldea bailaron, batieron palmas
y cantaron. Era como en los tiempos de mi infancia que recordaba, cuando todos se
alegraban por la lluvia, una desinhibida sensación de libertad y alegría.
A la mañana siguiente me levanté temprano, antes de que el avión viniera a
por nosotros, y desayuné con mi madre. Le pregunté si le gustaría ir a vivir conmigo
en Londres o Estados Unidos.
—Pero, ¿qué haría yo? —inquirió.
—De eso se trata. No quiero que hagas nada. Has trabajado bastante, ya es
hora de que descanses..., de que pongas los pies en alto. Quiero mimarte.
—No, no puedo hacer eso. Primero, porque tu padre se está haciendo viejo,
me necesita y yo necesito estar con él, y segundo, porque tengo que cuidar de los
niños.
—¿Qué quieres decir: los niños? ¡Estamos todos crecidos!
—Pues los hijos de tu padre. ¿Te acuerdas de como se llame, la chiquilla con la
que se casó? —Sí.
—Pues tuvo cinco hijos, pero no aguantó. Supongo que nuestro estilo de vida
le resultaba demasiado duro o no supo manejar a tu padre, el caso es que se fugó...,
desapareció.
—Mamá..., cómo te atreves. ¡Estás demasiado vieja para esto! No deberías
trabajar tanto..., correteando detrás de chiquillos a tu edad.
—Pues tu padre también se está haciendo viejo y me necesita. Además, no
puedo estar sin hacer nada. Si me quedo sentada, seré una vieja. No puedo quedarme
quieta después de tantos años, me volvería loca. Tengo que moverme. No. Si quieres
hacer algo por mí, consígueme un lugar en África, en Somalia, al que pueda ir
cuando me canse. Éste es mi hogar. Es lo único que he conocido.
Le di un fuerte abrazo.
—Te quiero, mamá, y voy a volver a por ti, no lo olvides. Vendré a por ti...
Ella sonrió y se despidió con la mano. Nada más subir al avión rompí a llorar.

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Waris Dirie Flor del desierto

No sabía cuándo ni dónde volvería a ver a mi madre. Mientras miraba por la


ventanilla, sollozando, observando cómo la aldea y luego el desierto se alejaban, el
equipo me filmaba en primer plano.

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Waris Dirie Flor del desierto

XVI

LA GRAN MANZANA

EN la primavera de 1995 acabé el documental con la BBC, que titularon Una


nómada en Nueva York. Efectivamente, después de tantos años, era una nómada;
como no tenía lo que podría llamarse hogar, iba a donde me llevaba el trabajo: Nueva
York, Londres, París, Milán; me alojaba en casa de mis amigos o en hoteles. Mis
escasas posesiones —unas fotos, unos libros y unos CD— estaban guardadas en casa
de Nigel, en Cheltenham. Hubo un tiempo en que alquilé un estudio en Soho, luego
un apartamento en Greenwich Village y, finalmente, una casa en la West Broadway
Avenue, pero ninguno de ellos me agradaba, y menos aun el de West Broadway que
me volvía loca, pues cada coche parecía pasar por el interior de la casa y toda la
noche oía las sirenas del edificio de bomberos de la esquina. No podía descansar, y al
cabo de diez meses lo dejé y volví a mi existencia de nómada..
Aquel otoño trabajé en las pasarelas de París, decidí no hacerlo en las de
Londres y vine directamente a Nueva York, la Gran Manzana. Se me ocurrió que era
hora de adquirir una casa propia y asentarme un poco; mientras buscaba
apartamento me quedé con uno de mis mejores amigos, George. Una noche, otra
amiga de George, Lucy, cumplía años y quería ir de juerga para celebrarlo, pero
George anunció que se encontraba demasiado cansado y tenía que levantarse
temprano para ir al trabajo. De modo que me ofrecí a salir con ella.
Salimos de la casa sin saber adónde iríamos. En la Eighth Avenue me detuve y
le señalé mi antiguo apartamento.
—Antes vivía allí, encima del club de jazz; siempre tocaban buena música,
pero nunca entré. —Escuché la música que salía por la puerta—. Oye, ¿qué tal si
entramos? ¿Te apetece?
—No, quiero ir a Nell's.
—Venga, entremos. Vamos a ver cómo está el ambiente. De veras me gusta la
música que están tocando..., y tengo ganas de bailar.
Lucy aceptó de mala gana. Bajé hacia un diminuto club; justo delante de la
escalera estaba la banda. Me acerqué al escenario y me detuve. La primera persona a
la que vi fue el batería, bajo la luz de un local por lo demás mal iluminado. Tocaba

191
Waris Dirie Flor del desierto

con toda el alma y yo me quedé allí, quieta, con la vista clavada en él. Ostentaba un
peinado afro de los setenta, pero con un aire funky. Cuando Lucy llegó a mi altura,
me volví hacia ella.
—No, no, no. Vamos a quedarnos. Siéntate. Tómate una copa, vamos a
quedarnos un rato.
La banda estaba haciendo una espléndida sesión y yo me puse a bailar como
una loca. Lucy hizo otro tanto y pronto las demás personas del público, que hasta
entonces se habían mostrado un tanto mansas, limitándose a observar sentados, se
levantaron y empezaron a bailar con nosotras.
Acalorada y sedienta, fui a por una copa y me paré junto a una mujer.
—Esta música es estupenda. ¿Quiénes son? —pregunté.
—No lo sé, porque todos tocan por libre, pero mi marido es el que toca el saxo.
—Mmm. ¿Y quién es el batería?
—Lo siento, pero no lo sé —contestó con una sonrisa perezosa. Al cabo de
unos minutos, cuando la banda se tomó un descanso, cogió al batería del brazo.
—Disculpa, pero mi amiga quisiera conocerte.
—¿Ah, sí? ¿Quién?
—Ella... —Dicho esto, me empujó hacia él.
La vergüenza me quitó el habla, aunque tras un momento de inmovilidad
absoluta acerté a decir:
—Hola. —«Tranquila, Waris, que no se te vea el plumero»—. Me gusta la
música.
—Gracias.
—¿Cómo te llamas?
—Dana —contestó, y miró alrededor con timidez.
—Oh.
Y Dana me dio la espalda y se alejó, así, sin más. ¡Maldito fuera! Pero yo no
pensaba dejarle escapar tan fácilmente. Lo seguí hasta donde se sentó con sus amigos
de la banda, cogí una silla y me senté a su lado. Cuando se volvió y me vio, se
sobresaltó.

192
Waris Dirie Flor del desierto

—¿No estaba hablando contigo? —le reñí—. Eso fue muy grosero. Me dejaste
plantada, ¿sabes?
Dana me miró, perplejo, y entonces se desternilló de risa.
—¿Cuál es tu nombre, entonces? —inquirió cuando por fin se enderezó.
—Eso ya no importa —contesté en mi tono más impertinente y altanero.
Pero nos pusimos a conversar acerca de toda clase de cosas hasta que me
explicó que debía tocar de nuevo.
—¿Te vas? ¿Con quién has venido?
—Con mi amiga. Está con ese grupo.
En el siguiente descanso, Dana me dijo que sólo les quedaban un par de
tandas y que, si me apetecía, cuando acabaran podíamos ir a algún sitio. Cuando
regresó seguimos hablando de todo y de nada.
—Hay demasiado humo aquí —anuncié por fin—. jsj0 puedo respirar.
¿Quieres salir?
—De acuerdo, podemos salir y sentarnos en los escalones. —Al llegar a lo alto
de la escalera, Dana se paró— ¿Puedo pedirte algo? ¿Podrías abrazarme?
Le miré como si fuera la solicitud más natural del mundo, como si le conociese
desde siempre. Lo abracé con todas mis fuerzas e, igual que supe que tenía que ir a
Londres y que tenía que ser modelo, supe que este tímido batería con el peinado
afro-funky sería mi hombre. Ya era demasiado tarde para ir a otro lugar aquella
noche, pero le dije que me llamara al día siguiente y le di el número de teléfono de
George.
—Tengo citas por la mañana, pero llámame exactamente a las tres, ¿de
acuerdo?
Sólo quería ver si me llamaría cuando se lo pedía. Más tarde me comentó que
fue a tomar el metro hacia su apartamento en la parte alta de la ciudad, en Harlem;
cuando entraba en la estación alzó la vista y vio un enorme, cartel con mi rostro
mirándole desde arriba. Nunca lo había visto y no sabía que era modelo.
Al día siguiente, el teléfono sonó a las tres y veinte. Cogí el auricular con
brusquedad. —Te has retrasado.
—Lo siento. ¿Quieres cenar conmigo? Nos encontramos en un pequeño café

193
Waris Dirie Flor del desierto

en Greenwich Village y hablamos durante horas. Ahora que le conozco, me doy


cuenta de que esto no era nada característico en él porque es una persona
fenomenalmente silenciosa con la gente a la que no conoce. Por fin me eché a reír y
Dana se asombró. —¿De qué te ríes? —Vas a creer que estoy chalada. —Dímelo. De
todos modos, ya creo que estás chalada.
—Voy a tener un bebé tuyo. —No pareció complacerle la noticia de que sería
el futuro padre de mi hijo y me dirigió una mirada que decía claramente: «Esta mujer
está absolutamente pirada»—. Sé que te parece extraño, pero sólo quería decírtelo. En
todo caso, ya no hablemos de ello, olvidémoslo.
Guardó silencio con la vista clavada en mí. Me fijé en que estaba
conmocionado y no era de extrañar. Ni siquiera sabía su apellido. Más tarde me
revelaría que estaba pensando: «No quiero volver a verla. Tengo que deshacerme de
esta mujer. Es como la chiflada de Atracción fatal».
Dana me acompañó a casa, pero habló muy poco. Al día siguiente estaba muy
enojada conmigo misma. ¿Cómo había podido ser tan obviamente emotiva? Pero en
ese momento se me había antojado algo tan natural como «va a llover hoy». No es de
sorprender, por lo tanto, que no me llamara, por lo que, al cabo de una semana, le
llamé yo.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—En casa de mi amigo. ¿Quieres que nos veamos?
—¡Ay, Dios! Sí, de acuerdo. Podemos comer juntos.
—Te quiero.
—Y yo a ti.
Colgué el teléfono, indignada y horrorizada porque acababa de decirle que le
quería, después de haberme prometido a mí misma que sería buena, que ya no
hablaría de bebés —ni de nada parecido—. Y ahora iba y le decía que le quería. «¡Ay,
Waris! ¿Qué te pasa?» Antes, siempre que un hombre se interesaba por mí, yo
desaparecía, y ahora estaba persiguiendo a un hombre al que apenas conocía. La
noche en que vi a Dana por primera vez yo llevaba un jersey verde y un peinado afro
más bien alocado. Después me dijo que esa noche, por dondequiera que mirara, sólo
veía un suéter verde con un afro. Le expliqué que cuando quería algo hacía todo lo
posible por conseguirlo y que por alguna razón inexplicable, por primera vez en la
vida, quería a un hombre. Lo que no podía explicar era a qué se debía la sensación de

194
Waris Dirie Flor del desierto

haberle conocido desde siempre.


Nos encontramos para comer y seguimos hablando y hablando sobre todo y
nada. Dos semanas más tarde estaba viviendo con él en un piso de Harlem. Al cabo
de seis meses decidimos que queríamos casarnos.
—Creo que estás embarazada —comentó inesperadamente Dana cuando
llevábamos juntos casi un año.
—¿De qué hablas, por Dios? —exclamé.
—Ven, vamos a la farmacia.
Protesté. Él no dio su brazo a torcer y fuimos a la farmacia y compramos una
prueba del embarazo, que resultó positiva.
—No creerás en esta mierda, ¿verdad? —pregunté señalando la caja.
Dana sacó otra tira de la caja.
—Haz otra.
También resultó positiva. Es cierto que hacía unos días que me sentía bastante
mal, pero siempre me ocurría cuando estaba a punto de tener la regla. Esta vez, sin
embargo, la sensación era distinta: me sentía peor que de costumbre, con más dolor.
No obstante, no suponía que estaba embarazada, sino que me ocurría algo grave —
creía que iba a morirme—. Fui al médico y le expliqué la situación. Me hizo un
análisis de sangre y durante tres días esperé, atormentada, a que me diera los
resultados. «¡Diablos! ¿Qué pasa aquí? ¿Tengo una horrible enfermedad y está dando
largas para no decírmelo?», pensaba.
Finalmente, un día, cuando llegué a casa, Dana dijo:
—Waris, escucha, el médico ha llamado.
Me apreté el cuello con una mano.
—¡Ay, Dios! ¿Qué ha dicho?
—Dijo que hablaría contigo.
—¿No le hiciste ninguna pregunta?
—Mira, dijo que te llamaría mañana hacia las once o las doce.
Esa noche, la más larga de mi vida, no dejé de preguntarme por lo que me
depararía el futuro. Al día siguiente, en cuanto sonó el teléfono, contesté.

195
Waris Dirie Flor del desierto

—Tengo noticias para usted. No está sola —manifestó el médico. «¡Ya está! No
está sola... ¡Llena de tumores por todo el cuerpo!»
—¡Oh, no! ¿Qué quiere decir?
—Que está embarazada. De dos meses.
Al oír esas palabras me sentí como si volara por encima de la luna. Dana se
ilusionó también porque toda la vida había deseado ser padre. Ambos supimos
enseguida que sería un varón, pero a mí me preocupaba la salud del bebé, y nada
más enterarme del embarazo fui a una ginecóloga. Me hizo una ecografía y no quise
saber el sexo del bebé.
—Por favor, sólo dígame si el bebé está bien —pedí a la doctora.
—Es un bebé sano, perfectamente sano. Eran las palabras que deseaba oír.

Por supuesto debíamos salvar un enorme obstáculo antes de poder casarme


con Dana: Nigel. A los cuatro meses de embarazo decidimos ir a Cheltenham,
enfrentarnos juntos a él y solucionar el problema de una vez. Al llegar a Londres
sentía náuseas matinales y tenía un fuerte resfriado. Nos alojamos en casa de un
amigo y, tras un par de días para curarme, hice acopio de valor y llamé a Nigel. Pero
alegó que él también estaba resfriado y que tendría que aplazar mi visita.
Dana y yo aguardamos más de una semana en Londres a que Nigel se sintiera
con energía suficiente para recibir una visita. Por teléfono le dije a qué hora llega —
riamos para que fuera a buscarnos a la estación de ferrocarril.
—Sólo quiero que sepas que Dana viene conmigo y no quiero ningún
problema, ¿de acuerdo?
—No quiero verlo, te lo digo ya desde ahora. Esto es algo entre tú y yo.
—Nigel...
—No me importa. No me importa. Esto no tiene nada que ver con él.
—Ahora tiene mucho que ver con él. Es mi novio, es el hombre con el que voy
a casarme, ¿vale? Y cualquier cosa que tenga que hacer aquí, él la hará conmigo.
—No quiero verle y punto.

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Waris Dirie Flor del desierto

Nigel, por tanto, estaba convencido de que tomaría sola el tren a Cheltenham.
Cuando me bajé del tren me estaba esperando, apoyado en un poste en el
aparcamiento, fumando un cigarrillo como de costumbre. Me pareció en peor estado
que la última vez que le había visto: le había crecido el cabello y tenía unas
profundas ojeras.
—Allí está —dije, volviéndome hacia Dana—. Tómatelo con calma.
Nos dirigimos hacia Nigel, que no me dejó pronunciar una palabra.
—Te dije que no quería verlo. Te lo dije. Quedó muy claro. Fui muy claro.
Quiero verte a solas.
Dana dejó las dos maletas en el pavimento.
—Oye, a ella no le hables así y a mí tampoco. ¿Para qué quieres verla a solas?
¿De qué va todo esto? ¿Quieres verla a solas? Pues yo no quiero que la veas a solas.
¡Y si lo repites una sola vez más, te voy a dar una patada en el maldito culo!
Nigel se puso aún más pálido de lo que ya estaba.
—Pues..., no hay espacio suficiente en el coche.
—Tu coche me importa un huevo. Podemos ir en taxi. Acabemos con esto de
una vez.
Nigel se iba aproximando a toda prisa a su coche.
—No, no, no. Yo no hago las cosas así —gritó por encima del hombro.
Se metió en el auto, arrancó y pasó como un bólido; Dana y yo nos quedamos
pasmados, con las maletas a los pies, observándolo. Decidimos que convenía
encontrar un hotel. Por suerte, cerca de la estación había una pensión, un lugar
sórdido y deprimente, aunque, dadas las circunstancias, esto era lo que menos nos
preocupaba. Salimos a cenar y pedimos comida india, pero como no teníamos apetito
nos limitamos a mirarla, huraños, hasta que decidimos regresar a la habitación.
A la mañana siguiente llamé a Nigel.
—Sólo quiero ir a recoger mis cosas, ¿de acuerdo? Si no quieres enfrentarte a
esto, olvídalo. Sólo dame mis cosas.
No hubo manera de convencerle. Dana y yo tuvimos que irnos a un hotel,
porque la pensión tenía reservas al completo y parecía que nos convendría estar
cómodos, pues tratándose de Nigel sólo Dios sabía cuánto podía durar la cosa.

197
Waris Dirie Flor del desierto

Encontramos otra habitación y volví a llamar a Nigel.


—Oye, ¿por qué nos estás tocando tanto las narices? ¿Por qué lo haces?
¿Desde cuándo estamos en esta situación? ¿Siete años? ¿Ocho? Venga...
—De acuerdo. Si quieres verme, de acuerdo. Pero sólo tú. Te recogeré en el
hotel, pero si él sale, se acabó, me iré. No, sólo tú.
Suspiré, pero no veía otro modo de salir del lío. Colgué el teléfono y le
expliqué la situación a Dana.
—Por favor, Dana, déjame ir sola a ver si puedo hablar con él. Hazlo por mí.
—De acuerdo, si crees que eso funcionará. Pero pobre de él si llega a tocarte.
Te lo digo desde ahora, no me gusta esta mierda, pero si es lo que quieres hacer, no
puedo evitarlo.
Le dije que me quedaría cerca del hotel y que le llamaría si le necesitaba.
Nigel me recogió y fuimos a la casita que había alquilado. Entramos y me
preparó un té.
—Mira, Nigel, ése es el hombre con el que me voy a casar y llevo su hijo en las
entrañas. Se acabó toda la mierda de tu mundo de fantasía en el que yo soy tu
preciosa esposa y vivimos juntos. Se acabó. ¿De acuerdo? Ahora, venga, sigamos
adelante. Quiero el divorcio ya, esta misma semana. Y no voy a regresar a Nueva
York hasta que resolvamos esta basura.
—En primer lugar, no voy a divorciarme de ti a menos que me des todo el
dinero que me debes.
—¿Que yo te debo dinero? ¿Cuánto? ¿Quién ha estado trabajando y dándote
dinero desde hace años?
—Eso fue para pagar lo que comías.
—Ah, entiendo, cuando ni siquiera estaba aquí. Veamos, si estás tan
obsesionado con lo del dinero, ¿cuánto es?
—Al menos cuarenta mil libras.
—¡Ja! ¿Y dónde voy a conseguir tanto dinero? No lo tengo.
—Me da igual. No me importa. Así son las cosas. Me debes dinero y no voy a
ir a ningún sitio y no voy a darte el divorcio ni nada. Nunca serás libre, a menos que
encuentres el dinero que me debes. Vendí mi casa por tu culpa.

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Waris Dirie Flor del desierto

—Vendiste tu casa porque no podías pagar la hipoteca y me harté de pagarla.


Lo único que tenías que hacer era encontrar un empleo, pero ni siquiera eso podías
hacer.
—¿Qué? ¿Un empleo haciendo qué? ¿Qué clase de empleo iba a conseguir...?
¿Algo en un McDonald's?
—Si eso era lo que tenías que hacer para pagar la hipoteca, ¿por qué no?
—No es lo que hago mejor.
—¡Qué coño! ¿Has hecho algo en tu vida?
—Soy un ecologista.
—Sí, claro. Te conseguí el puesto en Greenpeace y te pusieron de patitas en la
calle y te dijeron que no volvieras nunca. No puedes culpar a nadie más que a ti
mismo y no voy a tolerar tanta mierda, ni voy a darte un jodido centavo. ¿Sabes qué?
Coge tu estúpido pasaporte y métetelo en el culo. Obviamente, ya no sirve de nada
hablar contigo. El nuestro no fue nunca un matrimonio verdadero y no era legal
porque nunca tuvimos relaciones sexuales.
—No es cierto, ya no, no como está redactada la ley. Estás casada conmigo y
nunca dejaré que te vayas, Waris. Tu bebé tendrá que ser un bastardo el resto de su
vida.
Le miré boquiabierta. Si alguna vez había sentido lástima por él, se endureció
y se convirtió en odio. Percibí la terrible ironía de la situación. Decidí casarme con él
cuando se mostraba muy deseoso de ayudarme «porqué era la voluntad de Alá».
Puesto que su hermana era una buena amiga mía, yo creía que intercedería a mi
favor si teníamos problemas, pero la última vez que había visto a Julie fue en un
manicomio, donde la visité varias veces. Estaba loca de atar; miraba alrededor con
expresión frenética, me contaba toda clase de cosas increíbles, como que algunas
personas la perseguían y trataban de matarla. Verla así me rompía el corazón, pero
era obvio que la locura era cosa de familia.
—Voy a conseguir el divorcio, Nigel, con o sin tu consentimiento. No tenemos
nada más que decirnos.
Me miró durante un minuto con expresión solemne.
—Pues si no te tengo a ti, no tengo nada. Te mataré y me mataré a mí mismo
—declaró por fin.

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Waris Dirie Flor del desierto

Me quedé de piedra, tratando de decidir qué hacer a continuación, y opté por


tirarme un farol.
—Dana va a venir a buscarme. Yo en tu lugar no intentaría nada.
Sabía que tenía que salir de allí de inmediato porque esta vez Nigel había
perdido del todo la razón. Me incliné y recogí mi bolso del suelo. Nigel me empujó
por detrás; caí de cabeza sobre la cadena musical, rodé por el suelo de madera y
acabé boca arriba. Me quedé quieta, por temor a moverme. ¡Ay, Dios, mi bebé! El
temor a que mi bebé se hubiese herido me dejó petrificada. Sin embargó, acabé por
ponerme en pie, poco a poco. —¿Estás bien? —gritó Nigel.
—Sí, estoy bien —contesté como si nada. Me di cuenta de que había sido una
tonta al venir sola; lo único que quería ahora era salir de allí entera—. Estoy bien.
Nigel me ayudó a levantarme y yo, fingiendo sentirme muy tranquila, me
puse la chaqueta.
—Te llevaré a casa. Métete en el jodido coche. Se había enojado de nuevo.
Mientras él conducía, yo pensaba: «Odia a este bebé y nada le haría más feliz que
verlo muerto. ¿Acaso intentará que nos despeñemos?».
Me abroché el cinturón de seguridad. Mientras tanto, él gritaba y maldecía y
me describía con todos los epítetos que se le ocurrían. Me limité a permanecer
sentada, quieta y con la vista al frente; tenía miedo a hablar, miedo a que me
golpeara. Para entonces estaba tan entumecida que no tenía miedo por mí misma,
pero sí —y mucho— por mi bebé. Soy una luchadora y, de no haber estado
embarazada, le habría arrancado los cojones.
—¿Eso es todo? —gritó cuando llegamos al hotel—. ¿Vas a quedarte ahí tan
tranquila, sin decir nada..., después de todo lo que he hecho por ti?
En cuanto paró el motor se inclinó sobre mí, abrió la portezuela y me sacó de
un empujón; una de mis piernas quedó atrancada; salí como pude y subí corriendo a
nuestra habitación. Cuando Dana abrió la puerta, yo lloraba a lágrima viva.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué te ha hecho?
Estaba claro: si le decía la verdad, mataría a Nigel, iría a la cárcel y yo tendría
que criar sola a nuestro hijo.
—Nada. Se ha portado como un pelmazo, como siempre. No quería darme
mis cosas. —Me soné.

200
Waris Dirie Flor del desierto

—¿Eso es todo? Vamos, Waris, olvídate de eso, no vale la pena llorar por eso.
Dana y yo nos fuimos a Nueva York en el primer vuelo disponible.

En mi octavo mes de embarazo, un fotógrafo africano se enteró de que iba a


tener un bebé y quiso fotografiarme. Me pidió que fuera a España, donde estaba
trabajando. Yo me sentía estupendamente y no me daba miedo viajar. Sabía que no
debía ir en avión después del sexto mes, pero me puse un jersey holgado y subí al
aparato sin que los de la línea aérea se percataran de mi estado. El fotógrafo hizo
unas fotos extraordinarias para Marie Claire.
Pero tuve que ir de nuevo en avión estando embarazada: veinte días antes del
parto viajé a Nebraska a fin de que la familia de Dana me ayudara con el bebé
cuando naciera. Me alojé en casa de los padres de Dana, en Omaha. Dana, por su
parte, tenía que tocar en varios clubes y pensaba reunirse conmigo la semana
siguiente. Poco después de mi llegada, una mañana, al levantarme tenía dolor de
estómago; me pregunté qué había cenado el día anterior que pudiera causarme tal
indigestión. La sensación duró todo el día, pero no la mencioné. Sin embargo, a la
mañana siguiente me dolía muchísimo el estómago y entonces se me ocurrió que tal
vez no fuese indigestión, que acaso estaba a punto de parir.
Llamé a la madre de Dana a su oficina.
—Oye, tengo un dolor muy raro que va y viene. Lo tuve todo el día de ayer y
anoche, pero ha empeorado. No sé que habré comido, pero es una sensación muy
rara.
—¡Waris, por Dios! ¡Son contracciones!
¡Oh! Me alegré mucho, porque estaba más que preparada para tener al bebé.
Llamé a Dana a Nueva York.
—¡Creo que estoy de parto!
—¡No, no, no! No puedes ponerte de parto hasta que yo llegue. ¡Aguanta al
bebé! Voy para allá, ahora mismo me subo a un avión.
—¡Caramba! Aguanta tú al bebé. ¿Cómo voy a hacer eso? ¡Aguanta al bebé!
¡Hombres! ¡Qué tontos son! Pero sí que quería que Dana asistiera al

201
Waris Dirie Flor del desierto

nacimiento de nuestro primer hijo y me sentiría decepcionada si no lo hacía. La


madre de Dana había llamado al hospital después de hablar conmigo; la enfermera
me llamó y me dijo que si quería tener al bebé debía caminar; esto me hizo pensar
que si no quería tenerlo todavía debía hacer lo contrario, de modo que me tumbé y
no me moví.
Dana no llegó hasta la noche siguiente. Para entonces llevaba tres días de
contracciones. Cuando su padre fue a buscarlo al aeropuerto, yo jadeaba.
—Oh, oh, oh. ¡Iiii! ¡Ay! ¡Ay, Dios!
—Cuenta, Waris, cuenta —me gritaba la madre de Dana.
Decidimos que era hora de ir al hospital, pero el padre de Dana tenía el coche;
al verlos, ni siquiera les dimos tiempo de bajarse antes de empezar a gritarles:
—¡Meteos en el coche, que vamos al hospital!
Llegamos al hospital a las diez de la noche. A las diez de la mañana siguiente,
yo seguía de parto.
—¡Quiero colgarme boca abajo de un árbol! —gritaba.
Sabía que era puro instinto animal, como el de los monos, pues andan, se
sientan, se ponen de cuclillas, corren y se cuelgan de los árboles hasta que paren. No
se quedan tumbados. Desde aquel día, Dana me llama Mico.
—¡Quiero colgarme boca abajo de un árbol! —exclama con voz de falsete.
En la sala de partos, el inminente padre me guiaba:
—Respira, nena, respira.
—¡Joder! Aléjate de mí. Te voy a matar, hijo de puta.
¡Dios! Quería matarle de un disparo, quería morir, pero no antes de matarle a
él.
Finalmente, al mediodía, llegó el momento. Sentí un gran agradecimiento
hacia el médico de Londres que me operó, porque el parto con los genitales todavía
cosidos me resultaba inimaginable. Entonces, tras nueve meses de espera y tres días
de sufrimiento, nació mi hijo. ¡Ooooh! ¡Me alegré tanto, después de tanto tiempo! Era
una cosita diminuta, hermosa, de sedoso cabello negro, una boquita realmente
minúscula y pies y manos muy largos. Medía más de cincuenta centímetros, pero
pesaba apenas 2,7 kilos.

202
Waris Dirie Flor del desierto

—¡Ah! —exclamó mi hijo, y miró por toda la habitación con curiosidad.


«Entonces, ¿es esto? ¿Así es la cosa? ¿Ésta es la luz?» Sin duda le gustó después de
nueve meses de oscuridad.
Yo le había pedido al personal que, en cuanto naciera, me lo pusieran sobre el
pecho, sin haberlo lavado. Lo hicieron y en el instante en que lo abracé supe que el
viejo tópico, eso que tantas madres me habían dicho, era cierto, que cuando abrazas
por primera vez a tu hijo te olvidas de repente del dolor. En ese momento no hay
dolor, sólo hay dicha.
Lo llamé Aleeke, que en somalí significa «león fuerte». Sin embargo, ahora,
con su pequeña boca en forma de arco, sus mejillas redondas y su aureola de rizos, se
parece mucho más a un Cupido negro que a un león. Su alta y lisa frente es
exactamente igual a la mía. Cuando le hablo frunce la boquita, como un pajarito
preparándose para cantar. Desde su nacimiento ha tenido una curiosidad insaciable,
lo observa todo en silencio y explora su nuevo mundo.
De niña aguardaba ansiosa el momento de regresar a casa de noche, el
momento de acostarme en el regazo de mamá después de cuidar a mis animales. Ella
me acariciaba la cabeza y me transmitía paz y seguridad. Ahora hago lo mismo con
Aleeke y le encanta tanto como a mí de niña. Con un ligero masaje en la cabeza se
duerme de inmediato en mis brazos.
Desde el día en que nació, mi vida ha cambiado. La dicha que experimento
estando con él lo es todo para mí. He descartado todas las minucias de las que antes
me quejaba o que me preocupaban; me di cuenta de que nada de eso importa. La
vida —el don de la vida— es lo que importa, y eso es lo que dar a luz a mi hijo me
hizo recordar.

203
Waris Dirie Flor del desierto

XVII

LA EMBAJADORA

EN mi cultura, las mujeres se ganan el respeto al convertirse en madres;


cuando han traído otro ser humano al mundo, han contribuido al don de la vida. Al
nacer Aleeke, yo también me convertí en mama, en una mujer madura. Después de
recorrer el ciclo de la mujer que empezó de modo prematuro con la ablación hacia los
cinco años, después de cerrar el círculo con el nacimiento de mi hijo a los
aproximadamente treinta años, aumentó el respeto que sentía por mi madre. Entendí
la increíble fuerza que poseen las mujeres de Somalia, una fuerza que les permite
soportar una carga que les ha sido impuesta por el mero hecho de haber nacido
hembras. Como mujer en Occidente, bregué por hacer lo que tenía que hacer y hubo
veces en que no creí lograrlo: fregar los suelos de McDonald's cuando la regla me
resultaba tan dolorosa que creía estar a punto de desmayarme; operarme para abrir
las burdas cicatrices en mis genitales a fin de poder orinar bien; ir en metro a Harlem,
subiendo escaleras y haciendo compras en el supermercado durante los nueve meses
de embarazo, y pensar durante tres días que me moriría en la sala de partos, ante las
propias narices de los médicos.
En realidad, yo soy la que tiene suerte. ¿Qué hay de la chica del desierto, que
camina muchos kilómetros para dar de beber a sus animales mientras la regla le
provoca tanto dolor que apenas puede mantenerse en pie? ¿O de la esposa a la que
volverán a coserle los genitales, como si fuesen un retazo de tela, en cuanto dé a luz,
para que su vagina esté como conviene a su marido? ¿O de la mujer que en el noveno
mes de embarazo busca comida en el desierto para alimentar a once hijos famélicos?
¿Qué le ocurre a una mujer recién casada que todavía está cosida cuando llega el
momento del primer parto? ¿Qué le sucede cuando se va al desierto y da a luz sola?
Por desgracia conozco la respuesta a esta pregunta. Muchas de ellas mueren
desangradas, solas, y si tienen suerte, su marido las encontrará antes que los buitres y
las hienas.
Al crecer y ampliar mi educación advertí que no estaba sola, que millones de
chicas y mujeres sufren los problemas de salud que he tenido desde mi circuncisión.
Debido a un ritual de ignorancia, la mayoría de mujeres en el continente africano

204
Waris Dirie Flor del desierto

sufren toda la vida. ¿Quién va a ayudar a las mujeres del desierto —mujeres como mi
madre— que no tienen ni dinero ni poder? Alguien ha de hablar en nombre de la
chiquilla que tiene voz. Y puesto que he sido nómada como ellas, me pareció que
estaba destinada a ayudarlas.
Me resulta imposible explicar por qué tantas cosas en mi vida han venido de
carambola, pero en el fondo no creo en el concepto de la suerte; en la vida tiene que
haber algo más. Dios me salvó de un león en el desierto cuando me fugué y, a partir
de ese momento, sentí que tenía un plan para mí, un motivo que hacía que me
mantuviera viva. Pero si tenía un motivo, ¿cuál era?

Hace algún tiempo, Laura Ziv, una periodista de la revista Marie Claire, quiso
entrevistarme. Acordamos comer juntas y antes de la cita pensé mucho en lo que
quería decir. En cuanto la vi me cayó bien.
—No sé qué quería de mí —le dije—, pero han escrito miles de veces sobre eso
de ser modelo. Si promete publicarlo, le diré algo realmente interesante.
—Bien, haré lo que pueda —contestó, y encendió la grabadora.
Empecé a hablarle de la ablación que me practicaron de niña. De pronto, en
plena entrevista, Laura rompió a llorar y apagó el aparato.
—¿Qué le ocurre?
—Es horrible..., indignante. No tenía ni idea de que esto todavía se hiciera hoy
en día.
—Eso. A eso voy: los occidentales no lo saben. ¿Cree que puede escribir esto
en su revista..., su superbrillante y preciosa revista que sólo leen las mujeres?
—Le prometo que haré todo lo que pueda. Pero es mi jefe quien decide.
El día después de la entrevista estaba estupefacta, me sentía avergonzada por
lo que había hecho. Todo el mundo conocería mi secreto más íntimo; ni siquiera mis
mejores amigas sabían lo que me había sucedido de niña, pues soy de un pueblo muy
reservado y la ablación no es algo de lo que se habla. Y ahora se lo había contado a
millones de desconocidas. No obstante, decidí no hacer nada al respecto. «Pierde tu
dignidad si hace falta», me dije. Y eso hice, me despojé de mi dignidad como si fuese
una prenda de vestir, la aparté y anduve sin ella. Pero también me preocupaba la

205
Waris Dirie Flor del desierto

reacción de otros somalíes y me imaginaba lo que dirían: «¿Cómo se atreve a criticar


nuestras antiguas tradiciones?». Me los imaginaba haciéndose eco de lo que me había
dicho mi familia en Etiopía: «¿Crees que porque te has instalado en Occidente lo
sabes todo?».
Lo medité mucho y comprendí que necesitaba hablar de mi ablación por dos
razones. Primero, porque es algo que me molesta profundamente: aparte de los
problemas de salud que todavía tengo, nunca conoceré los placeres del sexo que me
han sido denegados; me considero incompleta, tullida, y me siento mucho más
impotente sabiendo que no puedo hacer nada para alterar esta situación. Cuando
conocí a Dana me enamoré por fin y quise experimentar los placeres y las alegrías del
sexo con un hombre. Pero si me preguntaran si disfruto del sexo, contestaría que no
del modo tradicional, que disfruto de la cercanía física con Dana porque le amo.
Toda la vida he tratado de entender el porqué de mi ablación. Acaso, si
hubiese encontrado una buena razón, podría aceptar lo que me hicieron. Pero no se
me ocurría ninguna, y cuanto más la buscaba, tanto más furiosa me sentía.
Necesitaba hablar de mi secreto, porque lo había guardado toda la vida y, sin una
madre o hermanas cerca, no tenía con quién compartir mi pena. Odio el término
«víctima» por la carga de impotencia que contiene, pero cuando la gitana me mutiló,
eso es lo que fui exactamente. Sin embargo, ahora que era una mujer ya no era
víctima y podía hacer algo al respecto. Con la entrevista de Marie Claire quería que
quienes promueven esa tortura se enteraran de lo que se siente, que lo oyeran de los
labios de una mujer al menos, porque todas las mujeres de mi país están obligadas a
guardar silencio.
Se me ocurrió que cuando la gente supiera mi secreto me miraría de modo
extraño al verme por la calle. Decidí que daba igual, porque la segunda razón que me
impulsó a hablar de ello en la entrevista era que esperaba que la gente se diera cuenta
de que esta práctica todavía existe. Tengo que hacerlo, no sólo por mí, sino también
por todas las niñas del mundo a las que se la están practicando ahora mismo. No son
cientos, ni siquiera miles, sino millones, las niñas que viven con esto y mueren de
esto. Es demasiado tarde para cambiar mi situación, el daño ya está hecho, pero tal
vez pueda ayudar a salvar a otras.

Cuando se publicó la entrevista, titulada «La tragedia de la circuncisión femenina», la


reacción fue espectacular. Laura escribió un gran artículo y publicarlo fue un acto de

206
Waris Dirie Flor del desierto

gran valentía por parte de Marie Claire. Esta revista y Equality Now («Igualdad, Ya»),
una organización que lucha por los derechos de las mujeres, se vieron inundadas de
cartas de apoyo. Al igual que Laura el día en que se lo conté, las lectoras estaban
obviamente horrorizadas.

Hace un mes leí con horror el artículo en el número de marzo de Marie Claire sobre la
circuncisión femenina y no he podido olvidarlo. Me cuesta creer que alguien, hombre o mujer,
pudiera olvidar o restar importancia a algo tan frío e inhumano como el trato que recibe el
género que Dios creó como amiga y compañera del hombre, su «colaboradora». Según la
Biblia, los hombres deben «querer a su esposa». Aun en culturas en que no se conoce la
existencia de Dios, no pueden dejar de percatarse de que es terriblemente malo el dolor, el
trauma y hasta la muerte que infligen a las mujeres. ¿Cómo pueden dejar que esto les ocurra a
sus esposas, hijas y hermanas? ¡Seguro que saben que están destruyendo a las mujeres en
muchos aspectos!
¡Que Dios nos ayude! Tenemos que hacer algo. Me despierto pensando en ello, me acuesto
pensando en ello y ¡lloro todo el día pensando en ello! Sin duda con World Vision u otra
organización de esta clase se puede educar a estas personas y enseñarles que el matrimonio y el
contacto íntimo serían mucho mejores tanto para los hombres como para las mujeres, como se
supone que habría de ser, y que ¡hay una buena razón por la cual las mujeres nacen con ciertas
partes corporales, al igual que los hombres!

Y otra carta:

Acabo de leer su artículo sobre Waris Dirie y me ha herido en el alma saber que las niñas
todavía tienen que someterse a esta tortura y mutilación. Me cuesta creer que todavía hoy se
practique algo tan sádico. Los problemas a los que se enfrentan estas mujeres toda la vida,
como resultado de esta práctica, son increíbles. Sea o no una tradición, hay que poner fin a esta
indignante práctica contra las mujeres. Si rebano los genitales de un solo hombre y se los
vuelvo a coser, le garantizo que la práctica terminará. ¿Cómo pueden querer estar físicamente
con una mujer cuando su dolor es tan fuerte e interminable? Este artículo me ha hecho llorar y
escribo a la organización Igualdad, Ya para que me digan en qué puedo ayudar.

Otra carta dirigida a mí decía:

207
Waris Dirie Flor del desierto

Se han contado muchas historias trágicas y muchas más se contarán en el futuro, pero,
Waris, ya no quedan historias por contar sobre una cultura entera que puedan horrorizar más
que lo que estas gentes hacen a sus hijas. Lloré y me emocioné mucho al leerlo. Quiero hacer
algo para cambiar las cosas, pero no sé qué puede hacer una persona.

Las cartas de apoyo me tranquilizaron; recibí sólo dos cartas críticas y eran de
Somalia, como cabía esperar.
Acepté más entrevistas y di charlas en las escuelas, organizaciones
comunitarias y cualquier lugar en el que pudiera dar publicidad al tema.
Luego tuve otro golpe de suerte. En un vuelo de Europa a Nueva York, una
maquilladora cogió un ejemplar de Marie Claire, leyó la entrevista de Laura y se la
enseñó a su jefa.
—Lee esto —le dijo.
Resulta que su jefa es Barbara Walters, la presentadora de «20/20», un famoso
programa de televisión de entrevistas en Estados Unidos. Más tarde, Barbara me
diría que no pudo acabar el artículo porque le perturbaba demasiado. Sin embargo,
era un problema del que debía hablarse y decidió dedicar una parte de su programa
a mi historia, para que los telespectadores fueran conscientes de la ablación. Ethel
Weintraub produjo el reportaje titulado Un recorrido curativo y ganó un premio.
Mientras Barbara me entrevistaba, me dieron ganas de llorar, pues me sentía
absolutamente desnuda. Contarlo en un artículo impreso dejaba cierta distancia entre
mi persona y el lector, bastaba con contárselo a Laura y sólo éramos dos mujeres en
un restaurante. Pero cuando me filmaban para «20/20», sabía que la cámara tomaría
primeros planos de mi cara mientras revelaba secretos que había guardado toda la
vida; era como si alguien me hubiese abierto en canal y dejado mi alma al
descubierto.
Un recorrido curativo se emitió en el verano de 1997. Poco después recibí una
llamada de mi agencia: en la ONU habían visto el programa de «20/20» y querían que
me pusiera en contacto con ellos.
Los acontecimientos habían dado un giro sorprendente. El Fondo para la
Población de las Naciones Unidas me pidió que colaborara en la lucha contra la
ablación femenina. Con la Organización Mundial de la Salud habían recabado
estadísticas realmente pavorosas que ponían en perspectiva el alcance del problema.

208
Waris Dirie Flor del desierto

Al conocer estas cifras me resultó más obvio que no era un problema únicamente
mío. La circuncisión femenina, o mutilación genital femenina (MGF), expresión más
precisa que se usa actualmente, predomina en veintiocho países de África. La ONU
calcula que a unos ciento treinta millones de niñas y mujeres se les ha practicado la
MGF. Cada año, al menos dos millones —es decir, seis mil cada día— corren el riesgo
de ser las próximas víctimas. La operación suele hacerla, en circunstancias
primitivas, una partera o una mujer de una aldea. No usan anestesia. Cortan a la niña
con cualquier instrumento que tengan a mano: cuchillas de afeitar, cuchillos, tijeras,
trozos de vidrio, piedras afiladas y, en algunas regiones, los dientes. El alcance de la
operación cambia según la situación geográfica y las prácticas culturales. El daño
mínimo consiste en cortar la capucha del clítoris, lo que impedirá que la chica
disfrute toda la vida del sexo. Al otro lado del espectro está la infibulación, a la que
someten al ochenta por ciento de las mujeres somalíes, la versión padecida por mí.
Las consecuencias de la infibulación incluyen el shock, la infección, el daño a la
uretra y al ano, la formación de cicatrices, el tétanos, infecciones de la vejiga,
septicemia, el VIH y la hepatitis B. Las complicaciones a largo plazo incluyen
infecciones crónicas y recurrentes de la vejiga y la pelvis que pueden provocar la
esterilidad, quistes y abscesos en torno a la vulva, neuromas dolorosos, crecientes
dificultades para orinar, dismenorrea, la acumulación de sangre menstrual en el
abdomen, la frigidez, la depresión y la muerte.
Me rompe el corazón pensar que este año otros dos millones de niñas tendrán
que sufrir lo que yo tuve que soportar. También me hace ver que cada día que
continúe esta tortura producirá mujeres furiosas como yo, mujeres que nunca podrán
recuperar lo que les han quitado.
De hecho, en lugar de disminuir, el número de niñas mutiladas va en
aumento. El gran número de africanos que ha emigrado a Europa y Estados Unidos
ha llevado consigo la práctica. Los centros de control y prevención de enfermedades
de este último país calculan que en el Estado de Nueva York a veintisiete mil mujeres
se les ha practicado o se les practicará la MGF, razón por la cual muchas legislaturas
estatales están aprobando leyes que prohíben esta práctica. Los legisladores creen
que se precisan leyes especiales que protejan a las niñas que corren el peligro de
sufrir la MGF porque sus padres alegarán que tienen el «derecho religioso» de
mutilar a sus hijas. Muchas comunidades africanas ahorran para poder traer de
África a Norteamérica a una mujer, como mi «gitana», que haga la ablación. Ésta
mutilará a la vez a un grupo de niñas. Cuando esto no es posible, las familias lo

209
Waris Dirie Flor del desierto

hacen personalmente. En Nueva York, un padre subió el volumen de la cadena


musical para que sus vecinos no oyeran los gritos de su hija y le cortó los genitales
con un cuchillo para carne.

Acepté con gran orgullo la oferta de convertirme en embajadora especial de la


ONU y unirme a su lucha. Uno de los grandes honores de este puesto será trabajar
con mujeres como la doctora Nafis Sadik, la directora ejecutiva del Fondo para la
Población de la ONU. Fue una de las primeras mujeres que luchó contra la MGF y
habló del problema en la Conferencia Internacional de la ONU sobre Población y
Desarrollo, que se celebró en El Cairo en 1994. Pronto iré a África a contar mi historia
y a apoyar a la ONU.
Desde hace más de cuatro mil años, los africanos han mutilado a sus mujeres.
Muchos creen que el Corán lo exige, pues la costumbre está muy extendida en los
países islámicos, pero no es cierto; ni el Corán ni la Biblia dicen que hay que mutilar a
las mujeres para complacer a Dios. Es una práctica promovida y exigida por hombres
—hombres ignorantes y egoístas— que quieren asegurarse la propiedad de los
favores sexuales de su mujer. Exigen la circuncisión de sus mujeres. Las madres
obedecen y circuncidan a sus hijas por miedo a que éstas no encuentren marido, pues
una mujer que no ha sido circuncidada se considera sucia, demasiado preocupada
por el sexo y no casadera. En una cultura nómada como la mía, no caben las mujeres
que no están casadas, de modo que las mujeres se creen en el deber de asegurar para
sus hijas la mejor de las oportunidades —como en una familia occidental se
considera un deber mandar a las hijas a una buena escuela—. Para la mutilación
anual de millones de niñas no existe más razón que la ignorancia y la superstición.
En cambio, el legado de dolor, sufrimiento y muerte provocados por la MGF sí que
es razón más que suficiente para ponerle fin.
Ser embajadora de la ONU constituye el cumplimiento de un sueño tan
increíble que nunca me atreví a soñarlo. Aunque mientras crecía siempre me sentí
diferente de mi familia y de otros nómadas, nada me hacía prever un futuro como
embajadora de una organización que se dedica a solucionar los problemas del
mundo. A nivel internacional, la ONU hace lo que hacen las madres a nivel personal:
consuela y da seguridad. Supongo que esto es lo único que podría haberme hecho
pensar en mi futuro papel dentro de la ONU; ya de niña mis amigos me llamaban

210
Waris Dirie Flor del desierto

mama; se burlaban de mí porque me mostraba muy maternal con ellos y porque


siempre cuidaba de todos.
Muchos de estos amigos han expresado su preocupación por la posibilidad de
que un fanático religioso trate de asesinarme cuando vaya a África. Después de todo,
me pronunciaré en contra de un crimen que muchos fundamentalistas consideran
sagrado. Estoy segura de que será peligroso y he de reconocer que siento miedo, y
más ahora, cuando tengo un hijo pequeño al que cuidar. Pero mi fe me dice que sea
fuerte, que por algo me ha traído Dios por este camino. Hay algo que quiere que
haga. Ésta es mi misión. Y creo que mucho antes de que naciera, Dios escogió el día
en que moriré, y es algo que no podré alterar. Entretanto, más me vale arriesgarme,
porque eso es lo que he hecho toda la vida.

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Waris Dirie Flor del desierto

XVIII

ACERCA DE MI PAÍS

DEBIDO a que critico la práctica de la mutilación genital femenina, muchas


personas creen que no aprecio mi cultura, pero se equivocan. Cada día doy gracias a
Dios por ser africana. Cada día. Me siento muy orgullosa de ser somalí, orgullosa de
mi país. Supongo que otras culturas lo considerarían un modo de pensar muy
africano..., ese orgullo por nada, arrogancia dirían algunos.
Aparte de lo de la ablación, no cambiaría mi crianza por la de nadie. Aquí, en
Nueva York, donde todos hablan de valores familiares, he visto muy poco estos
valores; no veo que las familias se reúnan como lo hacíamos nosotros, cantando,
batiendo palmas, riendo. Aquí las personas no están conectadas unas con otras; no
existe un sentido de pertenencia a una comunidad.
Otra ventaja de criarse en África es que una se siente parte de la naturaleza, de
la vida en estado puro. Yo conocía la vida, no me protegían de ella, y era la vida real,
no un sustituto artificial en el que, como en la televisión, veo a otras gentes vivir.
Desde un principio poseía el instinto de supervivencia; aprendí a sentir alegría y
pena al mismo tiempo; aprendí que la dicha no está en lo que posees, porque nunca
tuve nada y era dichosa. La época que más valoro de mi vida es aquella en que mi
familia y yo estábamos todos juntos. Pienso en las noches en que nos sentábamos en
torno a la hoguera, después de cenar, y nos reíamos de todo, por poco importante
que fuera. Y cuando llegaban las lluvias y la vida renacía lo celebrábamos.
Cuando me crié en Somalia, apreciábamos las cosas sencillas de la vida.
Celebrábamos la lluvia porque significaba que tendríamos agua. ¿A quién le
preocupa el agua en Nueva York? Aquí la dejas correr mientras haces otra cosa en la
cocina: cuando la necesitas, la tienes; sólo con abrir el grifo, ¡bum!, sale. Cuando no
tienes algo, entonces lo valoras, y como no teníamos nada, lo apreciábamos todo.
Conseguir comida suponía una lucha diaria para mi familia. Comprar un
costal de arroz significaba una gran ocasión. En Estados Unidos, sin embargo,
cualquiera que venga de una nación del Tercer Mundo se queda pasmado al ver la
cantidad y la variedad de alimentos. Sin embargo —qué triste, ¿no?—, muchos
norteamericanos lo que no quieren es comer. En un lado del mundo nos cuesta

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Waris Dirie Flor del desierto

mucho alimentar a los nuestros, y en el otro lado hay gente que paga por perder
peso. Cuando veo en la tele los anuncios de programas de pérdida de peso grito:
—¿Quieres perder peso? ¡Vete a África! ¿Qué te parece? ¿Qué tal si pierdes
peso mientras ayudas a otra gente? ¿Se te ha ocurrido alguna vez? Te sentirás bien y
diferente. Lograrás dos cosas importantes a la vez. Te lo prometo: cuando regreses
habrás aprendido mucho. Tendrás la mente mucho más despejada que cuando te
marchaste.
Hoy valoro las cosas más sencillas. Cada día conozco a personas que tienen
una casa o un apartamento muy bonito —o varias casas o apartamentos bonitos—,
coches, barcos, joyas..., pero sólo piensan en adquirir más, como si con lo siguiente
que compraran pudieran adquirir también felicidad y paz mental. Sin embargo, no
necesito un anillo de diamantes para sentirme dichosa. La gente me dice: «¡Oh! Eso
es fácil de decir ahora que puedes comprarte cualquier cosa que quieras». Pero no
quiero nada. Lo más valioso de la vida —aparte de la vida misma— es la salud. Pero
la gente echa a perder su salud irritándose y preocupándose con minucias. «Ya llegó
la factura, y otra factura, y las facturas llegan de todas direcciones y, ¿ay, cómo voy a
pagarlas todas?» Estados Unidos es el país más rico del mundo y, sin embargo, todos
se sienten pobres.
Más que la falta de dinero, lo que la gente lamenta es la falta de tiempo. Nadie
tiene tiempo. Nada de tiempo. «¡Quítate de mi camino, hombre, que tengo prisa!»
Las calles están repletas de gentes que corren de aquí para allá, yendo detrás de
quién sabe qué.
De veras que me alegro de haber experimentado ambos estilos de vida, el
sencillo y el rápido. Pero si no me hubiese criado en África, no sé si hubiese
aprendido a disfrutar de la vida con sencillez. Mi infancia en Somalia ha formado mi
personalidad y me ha impedido tomar en serio asuntos triviales como el éxito y la
fama que parecen obsesionar a tantas personas.
—¿Qué se siente al ser famosa? —me preguntan con frecuencia.
Y yo sólo me río. ¿Qué quiere decir famosa? Ni siquiera lo sé. Sólo sé que mi
modo de pensar es africano y que eso nunca cambiará.

Una de las grandes ventajas de vivir en Occidente es la paz, y no estoy segura

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Waris Dirie Flor del desierto

de cuántas personas se dan cuenta de que es una auténtica bendición. Es cierto que
hay crímenes, pero no son lo mismo que encontrarte en medio de una guerra.
Agradezco el refugio y la oportunidad de criar a mi bebé en un lugar seguro, porque
en Somalia ha habido luchas constantes desde que los rebeldes derrocaron a Siad
Barre en 1991. Desde entonces, tribus rivales han luchado por el control y nadie sabe
cuántas personas han muerto en la contienda. Mogadiscio, la hermosa ciudad de
edificios blancos que construyeron los colonizadores italianos, ha sido destruida.
Casi todos los edificios han quedado marcados —bombardeados o llenos de agujeros
causados por balas— por siete años de guerra continúa. Ya no hay nada que se
parezca mínimamente al orden, ni gobierno, ni policía, ni escuelas.
Me deprime saber que mi familia no se ha salvado de estas luchas. Mi tío
Wolde'ab, el hermano de mi madre que era tan divertido y que se parecía tanto a
mamá, murió en Mogadiscio: se hallaba junto a una ventana cuando el edificio entero
recibió una ducha de disparos y una bala traspasó la ventana y lo mató.
Ahora hasta los nómadas se ven afectados por la guerra. Cuando vi a mi
hermanito Ali en Etiopía supe que también había recibido un disparo y que se salvó
de la muerte por los pelos. Iba solo, con sus camellos, cuando unos cazadores
furtivos le tendieron una emboscada y le dispararon en el brazo. Cayó al suelo y
fingió estar muerto. Los cazadores se largaron con todo su rebaño.
Cuando vi a mi madre en Etiopía me contó que se había visto atrapada en un
fuego cruzado y todavía tenía una bala en el pecho. Mi hermana la había trasladado
al hospital en Saudi, pero le dijeron que era demasiado mayor para operarla. Sin
embargo, cuando la vi, parecía tan fuerte como un camello. Era mamá, resistente
como siempre, y contaba chistes sobre el disparo que había recibido. Le pregunté si
todavía tenía la bala encajada.
—Sí, sí, está allí. No me importa. Puede que la haya derretido ya.
Las guerras tribales, como la mutilación genital femenina, son producto del
ego, de la mezquindad y de la agresividad de los hombres. Siento decirlo, pero es
cierto. Ambas cosas tienen su raíz en la obsesión de los hombres por su territorio —
sus posesiones— y las mujeres entran en esta categoría, tanto cultural como
legalmente. Quizá si les cortáramos los cojones mi país se convertiría en un paraíso;
los hombres se calmarían y se mostrarían más sensibles al mundo. Sin el impulso
constante de la testosterona no habría guerra, ni muertes, ni robos, ni violaciones. Y
si les cortáramos las partes pudendas y los soltáramos para que se desangraran o

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Waris Dirie Flor del desierto

sobrevivieran, acaso entenderían por primera vez lo que les están haciendo a sus
mujeres.
Mi propósito es ayudar a las mujeres de África. Quiero ver cómo se vuelven
más fuertes, y la MGF las debilita emocional y físicamente. Puesto que las mujeres
forman la columna vertebral de África, y realizan casi todo el trabajo, me gusta
imaginar cuánto podrían lograr si no las mutilaran de niñas.
Pese a la rabia que me provoca lo que se me hizo, no culpo a mis padres.
Quiero a mi madre y a mi padre. Mi madre no podía opinar en lo referente a mi
circuncisión porque como mujer no tiene derecho a tomar decisiones. Sólo hacía lo
que le habían hecho a ella y a su madre y a la madre de ésta. Mi padre ignoraba
completamente el sufrimiento que me infligía; sabía que en nuestra sociedad somalí,
si quería que su hija se casara, debían circuncidarla; de lo contrario, ningún hombre
la aceptaría. Mis padres fueron ambos víctimas de cómo se criaron, de prácticas
culturales que no han cambiado en miles de años. Pero, igual que ahora sabemos que
podemos prevenir enfermedades y muertes con las vacunas, también sabemos que
las mujeres no son animales en celo y que su lealtad debe ganarse mediante la
confianza y el afecto en lugar de con rituales bárbaros. Ha llegado el momento de
descartar las viejas costumbres que provocan sufrimiento.
Creo que Dios creó un cuerpo perfecto cuando nací. El hombre me lo robó, me
quitó mi poder y me dejó tullida. Me robó mi feminidad. Si Dios no quería que
tuviéramos estas partes, ¿para qué crearlas?
Sólo rezo por que algún día ninguna mujer tenga que experimentar este dolor,
que se convierta en cosa del pasado; que algún día pueda oír:
—¿Te has enterado? Se ha prohibido la mutilación genital femenina en
Somalia.
Y luego en otro país, y en otro, hasta que el mundo sea seguro para todas las
mujeres.
Será un día de pura dicha y para eso voy a trabajar. Y llegará, In 'shallah, Dios
mediante.

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Waris Dirie Flor del desierto

AGRADECIMIENTOS

QUISIERA agradecer a las siguientes personas que me han ayudado a hacer


realidad este libro, no sólo en su producción, sino también por formar parte de mi
vida.
A mi Leeki-Leek: eres una profunda alegría en mi vida. Le estoy muy
agradecida a Dios porque te haya traído a mí. Me llenas más de lo que puedo
expresar con palabras.
A mi querido Dana: gracias por rodearme con tu luz. Nuestros caminos
estaban destinados a cruzarse. Te quiero.
A los padres de Dana: gracias por aceptarme y hacer que sea uno de los
vuestros. Es muy agradable tener de nuevo una familia cerca. Sobre todo a mi abuela,
que me apoyó en todo momento. Te quiero más de lo que podrías imaginar.
A Cristy Fletcher y sus socias en la agencia Carol Mann, por ser las agentes
más dignas de confianza, leales y dedicadas que he tenido en toda la vida.
A todos en la editorial William Morrow, pero sobre todo a Betty Kelly, que
entendió bien y creyó en mi visión y trató este libro como si también fuese hijo suyo.
A Tyrone Barrington, por cuidarme siempre y por apoyarme durante todo
este proceso.
A mi mano derecha, Sabrina Cervoni: no puedo funcionar sin ti. Gracias por
entrar a formar parte de mi vida.
A mi más querido amigo, George Speros: ¿qué puedo decirte, sino el cariño
que siento por ti?
A Barbara Walters, Ethel Bass y todo el equipo de «20/20»; gracias por darme
la oportunidad de contar mi historia en vuestro programa y por apoyarme en todo
momento.
A Laura Ziv, que escribió la inolvidable entrevista que conmovió a muchas
más personas de las que podía esperar.
A todos en las Naciones Unidas, por estar de mi parte y por luchar por aquello
en lo que creo y por darme, a mí y a millones de mujeres, la esperanza de que se
pondrá fin a esta práctica.

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Waris Dirie Flor del desierto

A toda mi familia y a todos los que se cruzaron en mi camino y quizá no


entiendan mis razones para escribir este libro. No ha sido escrito con la intención de
herir a nadie y no siento ningún resentimiento, y menos aún hacia mi familia. Gracias
por ser quienes sois. Os quiero mucho.
Y finalmente, pero más importante, a Dios, el Creador de la Tierra. Gracias por
el don de la vida, y por la fuerza y el valor necesarios para navegar por todos estos
ríos, ya estén en calma o agitados. Has creado un mundo lleno de belleza y de amor.
De veras espero que todos aprendamos a amar y a apreciar este nuestro paradisíaco
planeta.

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Waris Dirie Flor del desierto

FOTOGRAFÍAS

Waris en una sesión de fotos en Malí, África. 1994

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Waris Dirie Flor del desierto

Waris y su madre reunidas en Galadi, Etiopía (cerca de la frontera con


Somalia). 1995. Fotografía de Gerry Pomeroy.

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Waris Dirie Flor del desierto

Waris y Herb Ritts durante una sesión de fotos en el desierto de Arizona, 1995.

220
Waris Dirie Flor del desierto

Waris en una sesión de fotos en la jungla mexicana. 1996.

221
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Waris de vacaciones en Gabón, África. 1996.

222
Waris Dirie Flor del desierto

Waris y Dana de vacaciones en Gabón. 1996.

223
Waris Dirie Flor del desierto

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Waris Dirie Flor del desierto

Waris de vacaciones en Saint John, de las islas Vírgenes. Navidad de 1997.

225
Waris Dirie Flor del desierto

Waris en una fotografía de Koto Bolofo para Marie Claire Italia, primavera de
1997. Cedida por Marie Claire Italia

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Waris Dirie Flor del desierto

Waris embarazada de nueve meses. Fotografía de Sharon Schuster.

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Waris Dirie Flor del desierto

Dana y Aleeke, hijo de Waris y Dana, en casa, en Brooklyn, Nueva York.


Enero de 1998.

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Waris Dirie Flor del desierto

Waris durante una sesión de fotos. Primavera de 1998. Fotografías de Joe


Grant.

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Waris Dirie Flor del desierto

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