Flor Del Desierto 1665605180 221012 163215
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Waris Dirie Flor del desierto
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PARA MAMÁ
ME doy cuenta de que cuando una viaja por los caminos de la vida,
resistiendo las tormentas, disfrutando del sol, de pie en el ojo de numerosos
huracanes, lo único que determina la supervivencia es la propia fuerza de voluntad.
Por tanto, dedico este libro a la mujer sobre cuyos hombros me levanto, cuya fuerza
no cede: a mi madre, Fattuma Ahmed Aden.
Ha dado a sus hijos la prueba de la fe mientras se encara a una adversidad
impensable. Ha equilibrado una devoción igual hacia sus doce hijos (asombrosa
hazaña en sí) y dado pruebas de una sabiduría que humillaría al más perspicaz de
los sabios.
Sus sacrificios han sido numerosos y sus quejas escasas. Nosotros, sus hijos,
siempre supimos que daba lo que tenía, por muy poco que fuera, sin reservas. Ha
sufrido más de una vez la tremenda pena de perder un hijo y, no obstante, conserva
la fuerza y el valor que la ayudan a seguir luchando por los hijos que le quedan. Su
espíritu generoso y su belleza interior y exterior son legendarios.
Mamá, te quiero, te respeto y te amo, y doy gracias al todopoderoso Alá por
haberme dado a ti como madre. Rezo por honrar tu legado y criar a mi hijo del
mismo modo en que tú has cuidado, nutrido y querido infatigablemente a tus hijos.
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NOTA DE LA AUTORA
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LA HUIDA
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Este viaje de pesadilla empezó porque huí de mi padre. Contaría yo unos trece
años y vivía con mi familia, una tribu de nómadas del desierto somalí, cuando mi
padre anunció que había hecho arreglos para que me casara. Supe que tenía que
actuar deprisa o mi nuevo marido se presentaría de pronto a por mí. Le dije a mi
madre que quería huir. Mi plan consistía en encontrar a mi tía, la hermana de mi
madre, que vivía en Mogadiscio, capital de Somalia. Por supuesto, nunca había
estado en Mogadiscio; ni en ninguna otra ciudad. Tampoco conocía a mi tía. Pero con
el optimismo característico de los niños, creía que las cosas funcionarían a mi favor,
como por arte de magia, y me lancé a recorrer quinientos kilómetros de desierto.
Mientras mi padre y el resto de la familia dormían, mi madre me despertó.
—Vete ahora.
Miré en busca de algo que coger, algo que llevarme, pero no había nada, ni
una botella de agua, ni un frasco de leche, ni una cesta con comida. De modo que,
descalza y cubierta por un pañuelo, corrí hacia la negra noche del desierto.
Como no sabía en qué dirección se hallaba Mogadiscio, me limité a correr,
poco a poco al principio, porque no veía nada; avancé tambaleante, tropezando con
raíces. Por fin, decidí sentarme, porque en África por todas partes hay serpientes y yo
les tenía pavor. Me imaginaba que cada raíz que pisaba era el cuerpo de una siseante
cobra. Me senté y observé cómo el cielo se iluminaba paulatinamente. Aun antes de
que saliera el sol, eché a correr como una gacela. Corrí y corrí, y seguí corriendo
durante horas.
Al mediodía ya había avanzado a fondo por la arena rojiza y a fondo por mis
pensamientos. ¿Hacia dónde demonios me dirigía?, me pregunté. Ni siquiera sabía
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en qué dirección iba. El paisaje se extendía hacia la eternidad; tan sólo alguna que
otra acacia o un espino rompían ocasionalmente la monotonía de la arena. Veía
kilómetros y kilómetros delante de mí y a mí alrededor. Hambrienta, sedienta,
cansada, aminoré el paso y caminé en lugar de correr. Vagando, aturdida y aburrida,
me pregunté hacia dónde me llevaría mi nueva vida. ¿Qué me ocurriría después?
Mientras me planteaba estas preguntas, creí oír «Waris... Waris...». ¡Me
llamaba la voz de mi padre! Me volví varias veces y le busqué, pero no vi a nadie.
Acaso me estaba imaginando cosas, me dije. «Waris... Waris...», la voz se repetía en
forma de eco a mi alrededor, en un tono suplicante que no impidió que tuviera
miedo. Si me atrapaba, me llevaría de vuelta y me obligaría a casarme con ese
hombre y, encima, probablemente me daría una paliza. No eran imaginaciones mías:
era mi padre y se estaba acercando. Eché a correr tan rápido como pude. Aunque le
llevaba varias horas de ventaja, me había alcanzado. Más tarde me percaté de que me
encontró siguiendo mis huellas en la arena.
Mi padre era demasiado viejo para atraparme, al menos eso creía yo, porque
yo era joven y veloz. En mi mente infantil, él era un anciano. Y ahora recuerdo,
riendo, que por entonces él contaba treinta y tantos años. Todos estábamos en muy
buena forma porque íbamos corriendo a todas partes; no teníamos coche ni ninguna
clase de transporte público. Además, yo siempre había sido rápida, persiguiendo
animales, buscando agua, echándole una carrera a la inminente oscuridad a fin de
llegar a casa a salvo antes de que se perdiera la luz.
Al cabo de un rato ya no oí a mi padre llamarme, de modo que aminoré el
paso. Si seguía moviéndome, papá se cansaría y regresaría a casa, me dije. De pronto
miré hacia atrás, hacia el horizonte, y le vi venir, en lo alto de una loma. Él también
me había visto. Aterrada, eché a correr aún más deprisa, y más. Diríase que hacíamos
surfing en olas de arena. Yo volaba loma arriba y él bajaba, casi deslizándose, por la
loma anterior. Así continuamos durante horas, hasta que de súbito advertí que hacía
tiempo que no lo había visto y que ya no me llamaba.
Con el corazón latiendo como un tambor, me detuve por fin, me oculté detrás
de un arbusto y miré alrededor. Nada. Escuché atentamente. Nada. Cuando llegué a
una piedra plana que sobresalía de la arena me detuve a descansar. Pero había
aprendido la lección de la noche anterior y, cuando eché a correr de nuevo, lo hice
por las rocas, donde el suelo era duro, y cambié de dirección a fin de que mi padre no
pudiera seguir mis huellas.
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Supuse que papá había dado media vuelta para regresar a casa, porque el sol
se estaba poniendo. Con todo, no llegaría antes de que la luz se desvaneciera; tendría
que regresar en plena oscuridad, tratar de oír los ruidos nocturnos de nuestra familia,
trazar el camino gracias a las voces, los gritos y las risas de los niños, a los ruidos, el
mugido y el balido de los animales. En el desierto, el viento desplaza muy lejos el
sonido, de modo que estos ruidos hacían las veces de faro cuando nos perdíamos de
noche.
Tras caminar por las rocas, alteré mi trayectoria. No importaba qué dirección
elegía porque no tenía idea de cuál era la que me llevaría a Mogadiscio. Corrí hasta
que se puso el sol; la luz desapareció y la noche era tan negra que no veía nada. Para
entonces estaba famélica y sólo podía pensar en la comida. Mis pies sangraban. Me
senté a descansar bajo un árbol y me dormí.
Por la mañana, el sol me quemó el rostro y me despertó. Abrí los ojos y miré
hacia las hojas de un hermoso eucalipto que se alzaba hacia el cielo. Poco a poco se
me fue presentando la realidad de mi situación. «Dios mío, estoy sola. ¿Qué voy a
hacer?»
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II
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Y es cierto. La vida del hombre se mide por camellos; así, cien camellos es el
precio de un hombre asesinado; el clan del asesino ha de pagar cien camellos a la
familia de la víctima, de lo contrario, el clan del muerto atacará al asesino. El precio
tradicional de las novias se da en camellos. Pero en lo cotidiano, los camellos nos
mantenían vivos. Ningún otro animal domesticado encaja tan bien con la vida en el
desierto. El camello quiere beber una vez por semana, pero puede pasar un mes sin
agua. Entretanto, sin embargo, la hembra del camello da leche para alimentarnos y
apagar nuestra sed, lo cual supone una enorme ventaja cuando uno se encuentra
lejos del agua. Incluso con las temperaturas más calientes, los camellos retienen el
líquido y sobreviven; se alimentan de los ralos arbustos de nuestro árido paisaje y
dejan el pasto para otra clase de ganado.
Los criábamos para que nos transportaran por el desierto y cargaran con
nuestras escasas pertenencias y para pagar nuestras deudas. En otros países, puede
uno subirse a un coche, pero nuestros camellos eran nuestro único medio de
transporte, aparte de nuestras piernas.
La personalidad de este animal es muy parecida a la del caballo: puede llegar
a tener una relación estrecha con su amo y hacer por él cosas que no haría por nadie
más. Los hombres doman a los camellos jóvenes —una práctica peligrosa— y los
adiestran para poder montarlos y para que sepan seguir al de cabeza. Se debe ser
firme con ellos, porque si perciben debilidad en el jinete pueden tirarlo o patearlo.
Como la mayoría de somalíes, nuestra vida era la de los pastores. Aunque la
supervivencia nos exigía una lucha constante, éramos ricos, según las normas de mi
país, gracias a nuestros nutridos rebaños de camellos, vacas, ovejas y cabras.
Siguiendo la tradición, mis hermanos solían cuidar de los animales más grandes, o
sea, las vacas y los camellos, y las chicas cuidábamos de los más pequeños.
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caso, a medida que el sol iba calentando, la tierra se volvía tan sedienta que absorbía
toda el agua. Me aseguraba de que los animales bebieran cuanta pudieran, porque
quizá pasaría una semana antes de que encontráramos más. O dos. O tres. ¿Quién
sabe? A veces, durante las sequías, lo más triste era ver morir a todos los animales.
Avanzábamos cada día más lejos en busca de agua; los animales trataban de seguir
adelante, pero llegaba un momento en que ya no podían y, cuando caían, sentía la
mayor impotencia del mundo porque sabía que había llegado el fin y que no había
nada que yo pudiera hacer.
En Somalia, el terreno de pastoreo no pertenece a nadie, de modo que me
tocaba ser más astuta y descubrir zonas con muchas plantas para mis cabras y ovejas.
Mi instinto de supervivencia se centraba en buscar señales de lluvia y oteaba el cielo
por si había nubes. Mis otros sentidos también entraban en juego, pues cierto olor o
cierta sensación en el aire presagiaban lluvia.
Mientras los animales pastaban, yo vigilaba por si aparecía algún depredador,
y de ésos hay muchos en África. Las hienas solían acercarse sigilosamente y atrapar
las crías de cordero o de cabra que se habían apartado del rebaño. Había que prestar
atención a los leones y a los perros salvajes. Todos viajaban en manada, pero yo
estaba sola.
Al observar el cielo, calculaba con cuidado cuánto podía alejarme para
regresar a casa antes del anochecer. Sin embargo, solía equivocarme en mis cálculos y
entonces empezaban mis problemas. Mientras trastabillaba en la oscuridad, tratando
de llegar a casa, las hienas atacaban, porque sabían que no las veía. Daba un
bastonazo a una, pero otra se me acercaba sin hacer ruido y cuando espantaba a ésta,
otra se aproximaba corriendo sin que yo la viera. Las hienas son las peores, por
implacables; no abandonan hasta lograr su objetivo. Cada noche, cuando llegaba a
casa y metía a mis animales en el corral, los contaba varias veces por si faltaba
alguno. Una noche regresé con mi rebaño y al contar las cabras advertí que faltaba
una. Volví a contar, y conté de nuevo. De pronto me di cuenta de que no había visto
a Billy y correteé entre las cabras buscándola. Corrí hacia mi madre, gritando:
—Mamá, he perdido a Billy. ¿Qué voy a hacer?
Por supuesto, ya era demasiado tarde y ella se limitó a acariciarme la cabeza
mientras yo lloraba al percatarme de que las hienas habían devorado a mi rechoncho
animalito.
Pasara lo que pasara, la responsabilidad de cuidar al ganado no se
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con la leche. Y, efectivamente, cuando volví, el bebé estaba totalmente quieto y supe
que había muerto. Cuando miré a mi hermana de nuevo, mamá me dio un bofetón.
Durante mucho tiempo me culpó de su muerte, creía que yo tenía una especie de
poder de bruja y que la provoqué cuando miré a la pequeña, estando en trance.
No tenía yo tales poderes, aunque mi hermano menor sí que poseía poderes
sobrenaturales. Todos estaban de acuerdo en que no era un niño corriente. Le
llamábamos el Viejo porque cuando tenía unos seis años su cabello encaneció del
todo. Era sumamente inteligente y todos los hombres le pedían consejo.
—¿Dónde está el Viejo? —indagaban.
Luego, por turnos, sentaban al niño de cabello gris en su regazo y le
preguntaban cosas como:
—¿Qué opinas de la lluvia este año?
Y por Dios que, si bien por su edad era un niño, nunca se comportó como tal.
Pensaba, hablaba, se sentaba y actuaba como un anciano muy sabio. Todos le
respetaban, aunque también le temían, pues resultaba obvio que no era uno de los
nuestros. El Viejo murió siendo todavía muy joven, técnicamente, como si hubiese
comprimido toda una vida en unos pocos años. Nadie supo por qué, pero todos
sentían que su muerte tenía sentido, pues «no pertenecía a este mundo».
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Varios años antes del incidente de los zapatos con el tío Ahmed, cuando era
yo muy pequeña, de unos cuatro años, un día nos visitó Guban, un buen amigo de
mi padre, que venía a vernos a menudo. Estuvo conversando con mis padres hasta el
ocaso, hasta que mi madre miró el cielo, vio salir el brillante planeta maqal hidjid y
dijo que era hora de guardar las ovejas.
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III
PUESTO que me crié en África no tenía ese sentido de la historia que tan
importante parece en otras partes del mundo. Nuestro idioma, el somalí, no tuvo
escritura hasta 1973, de modo que no aprendimos a leer y a escribir. Los
conocimientos se transmitían a través de la palabra hablada —en poesía o en relatos
populares— o, y esto era lo más importante, a través de las habilidades que nuestros
padres nos enseñaban para poder sobrevivir. Por ejemplo, mi madre me enseñó a
fabricar —con hierba seca— envases con un punto tan apretado que en ellos se podía
guardar leche; mi padre me enseñó a cuidar a nuestros animales y a asegurarme de
que se mantuvieran sanos. No hablábamos mucho del pasado, nadie tenía tiempo
para eso. Todo se refería a la actualidad, al día mismo: ¿Qué vamos a hacer hoy?
¿Están todos los niños en casa? ¿Están a salvo todos los animales? ¿Qué vamos a
comer? ¿Dónde podemos encontrar agua?
En Somalia vivíamos como lo habían hecho nuestros antepasados durante
miles de años. Nada había cambiado de modo drástico. Como éramos nómadas, no
contábamos con electricidad, teléfonos, automóviles, ya no digamos ordenadores,
televisores o los viajes en el espacio. Estos hechos, sumados a nuestro afán de vivir en
el presente, nos daban una perspectiva del tiempo muy distinta de la que predomina
en el mundo occidental.
Como el resto de mi familia, no sé cuántos años tengo; sólo puedo adivinarlo.
En mi país hay pocas garantías de estar vivo un año después del nacimiento, de
modo que el concepto de llevar la cuenta de los cumpleaños no reviste la misma
importancia que en Occidente. Cuando yo era niña no nos regíamos por las
artificiales construcciones de tiempo que suponen los horarios, los relojes y los
calendarios. Nuestra existencia se regía por las estaciones y el sol, planeábamos los
desplazamientos en función de la lluvia, y el día, en función de las horas solares
disponibles. Contábamos el tiempo con el sol. Si mi sombra se hallaba al Oeste, era la
mañana, y cuando pasaba al otro lado, era la tarde. Cuanto más avanzaba el día, más
larga se hacía mi sombra, clara señal de que era hora de emprender el camino de
casa, antes de que oscureciese.
Al levantarnos por la mañana, decidíamos qué haríamos aquel día y lo
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hacíamos lo mejor que podíamos, hasta terminarlo o hasta que el cielo estuviese
demasiado oscuro para ver. No se nos ocurría levantarnos y tener todo el día
planificado paso a paso. En Nueva York, la gente saca a menudo su agenda y
pregunta:
—¿Estás libre para comer el día 14, o qué te parece el 15?
Y yo suelo contestar:
—¿Por qué no me llamas el día antes de que quieras que nos veamos?
Puedo anotar mis citas una y otra vez, pero no me acostumbro a la idea.
Cuando llegué a Londres me dejaba perpleja que la gente mirara su muñeca y luego
exclamara: «¡Tengo que marcharme corriendo!». Tenía la impresión de que todos
corrían por todos lados, de que todo lo que hacían estaba cronometrado. En África no
teníamos prisa ni «estrés». El tiempo africano es muy, pero que muy lento. Si alguien
dice: «Nos vemos mañana hacia el mediodía», quiere decir hacia las cuatro o las
cinco. Yo todavía me niego a usar reloj.
En mi niñez en Somalia nunca se me ocurrió pensar en el futuro ni hurgar en
el pasado, al menos no tanto como para preguntan «Mamá, ¿cómo te criaste?». En
consecuencia, sé poco de la historia de mi familia, sobre todo teniendo en cuenta que
me fui de casa a tan temprana edad. Desearía poder regresar y plantear esas
preguntas ahora; a mi madre, cómo era su vida cuando era una niña, o de dónde era
su madre, o cómo murió su padre. Me preocupa el hecho de que quizá nunca lo
sabré.
Con todo, algo que sí sé de mi madre es que era muy bella. Sé que parezco la
típica hija que adora a su madre, pero en serio que lo era. Su cara era como una
escultura de Modigliani y su piel tan oscura y suave que diríase que la habían
esculpido con mármol negro. Puesto que su tez era negra como el azabache y sus
dientes de un blanco deslumbrante, de noche le brillaban, como si flotaran,
incorpóreos, en la oscuridad. Su cabello era largo y lacio, muy suave, y solía
alisárselo con los dedos, puesto que nunca poseyó un peine. Mi madre es alta y
delgada, características que todas sus hijas hemos heredado.
Es de porte tranquilo, muy sereno. Pero cuando empieza a hablar es
sumamente chistosa y se ríe mucho. Cuenta chistes, algunos de los cuales son muy
divertidos, otros realmente obscenos y otros chanzas bobas con las que nos
desternillábamos. Me miraba y me decía algo como:
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Entre los Daarood y los Hawiye existe una fuerte rivalidad y la familia de mi
padre siempre trató mal a mi madre, pues daban por sentado que por ser de otra
tribu era un ser inferior. Mamá se sintió sola mucho tiempo, pero tuvo que adaptarse.
Después de fugarme y de estar separada de mi familia, me di cuenta de lo que debió
de ser para ella la vida, sola entre los Daarood.
Mi madre empezó a tener bebés y a criarlos con el amor que echaba de menos
al estar separada de sus gentes. Con todo, ahora que soy mayor, me doy cuenta de
cuánto debió de sufrir al tener doce hijos. Recuerdo que cuando estaba embarazada
desaparecía de pronto y no la veíamos en varios días. Luego aparecía con un
diminuto bebé en brazos. Se iba sola, al desierto, y daba a luz, llevándose algo afilado
para cortar el cordón umbilical. En una ocasión, después de que ella desapareciera,
tuvimos que trasladar el campamento debido a nuestra eterna búsqueda de agua.
Tardó cuatro días en encontrarnos: atravesó el desierto con su hijo recién nacido en
brazos mientras buscaba a su marido.
Sin embargo, siempre sentí que, entre todos sus hijos, yo era la preferida.
Teníamos un fuerte vínculo, nos entendíamos muy bien, y todavía pienso en ella
cada día y suplico a Dios que la cuide hasta que yo pueda hacerlo. De niña siempre
quería estar junto a ella, y me pasaba el día anticipando mi regreso a casa al
anochecer, cuando me sentaba al lado de mamá y ella me acariciaba la cabeza.
Mi madre tejía hermosas cestas, una habilidad que requiere años de práctica.
Pasamos muchas horas juntas, mientras ella me enseñaba cómo hacer una tacita con
la que beber leche, pero mis intentos con proyectos más ambiciosos nunca dieron el
mismo resultado que los suyos y mis cestas eran precarias y llenas de agujeros.
Un día, mi deseo de estar con ella, unido a mi natural curiosidad infantil, me
impulsó a seguirla sin que ella lo supiera. Una vez al mes pasaba una tarde fuera de
nuestro campamento, a solas.
—Quiero saber qué haces, mamá. ¿Qué haces una vez al mes? —le pregunté.
Ella me dijo que me ocupara de mis asuntos. En África, los niños no tienen
derecho a inmiscuirse en los asuntos de sus padres. Y, como de costumbre, me dijo
que me quedara en casa y vigilara a los niños más pequeños. Pero cuando se alejó, la
seguí a cierta distancia, escondiéndome detrás de los arbustos para que no me viera.
Se encontró con otras cinco mujeres que también habían recorrido una larga
distancia. Juntas, se sentaron debajo de un enorme y hermoso árbol, durante las
horas de siesta, cuando el sol calentaba demasiado para que se pudiera hacer nada.
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Durante esas horas, los animales y la familia descansan, de modo que ellas tenían un
poco de tiempo para sí mismas. De lejos vi cómo sus cabezas negras se juntaban, cual
hormigas, y las observé comer palomitas de maíz y beber té. Todavía ahora no sé de
qué hablaron y estaba demasiado lejos para oírlas. Al cabo de un rato decidí hacer
patente mi presencia, sobre todo porque quería algo de su comida. Me acerqué con
humildad y me paré junto a mi madre.
—¿Y tú de dónde vienes? —preguntó.
—Te seguí.
—Niña mala —me regañó.
Pero las otras se rieron y me hicieron mimos.
—Ay, mira qué bonita niñita. Ven aquí, cariño—
De modo que mi madre cedió y me dio unas palomitas.
A tan tierna edad, no concebía otro mundo, distinto de aquel en que vivíamos
con nuestras cabras y nuestros camellos. Sin viajes a otros países, libros, televisión o
cine, mi universo consistía sencillamente en lo que veía en mi entorno cada día.
Ciertamente no sabía que mi madre venía de una vida diferente. Antes de su
independencia en 1960, el sur de Somalia había sido colonizado por Italia; por
consiguiente, en la cultura, la arquitectura y la sociedad de Mogadiscio era muy
patente la influencia italiana, de modo que mi madre hablaba italiano. De vez en
cuando, si se enfadaba, soltaba una retahíla de tacos en italiano.
—¡Mamá! —Yo la miraba, alarmada—. ¿Qué estás diciendo?
—¡Oh!, es italiano.
—¿Qué es italiano?
—Nada..., métete en tus propios asuntos. —Y con un gesto de la mano me
indicaba que la dejara en paz.
Más tarde descubrí, como descubrí los coches y los edificios, que el italiano
formaba parte de un mundo más extenso, más allá de nuestra choza. Nosotros, los
niños, interrogábamos a mamá acerca de su decisión de casarse con nuestro padre.
—¿Por qué seguiste a este hombre? Mientras tus hermanos y hermanas viven
por todo el mundo..., son embajadores y otras cosas, mira dónde vives tú. ¿Por qué te
fugaste con este perdedor?
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Nos contestaba que se había enamorado de papá y decidió fugarse con él para
poder estar juntos. Sin embargo, mi madre es una mujer fuerte, muy fuerte. A pesar
de todo lo que la he visto aguantar y sufrir, nunca la oí quejarse. Nunca la oí decir:
«Estoy harta de esto» o «ya no pienso hacer esto». Mamá era, sencillamente,
silenciosa y dura como el hierro. Luego, sin previo aviso, nos hacía estallar en
carcajadas con una de sus bromas. Mi meta es ser un día tan fuerte como ella.
Entonces podré decir que mi vida ha sido un éxito.
Nuestra familia era típica en cuanto a las ocupaciones que elegíamos, puesto
que más del sesenta por ciento de los somalíes son pastores nómadas y se ganan la
vida criando animales. Periódicamente, mi padre se aventuraba a ir a una aldea a
vender un animal a fin de comprar un costal de arroz, tela para la ropa o mantas.
Ocasionalmente, mandaba lo que quería vender con alguien que fuera a la ciudad,
junto con una lista de los artículos que deseaba a cambio.
Otro modo de ganar dinero consistía en vender mirra, el incienso mencionado
en la Biblia como uno de los regalos que los Reyes Magos llevaron al Niño Jesús. Su
aroma es tan valorado hoy como lo era en la antigüedad. La mirra procede de un
árbol terebintáceo que crece en las tierras altas del nordeste de Somalia. Es hermoso,
mide aproximadamente un metro y medio y sus ramas cuelgan, curvadas, dándole el
aspecto de un paraguas abierto. Yo cogía un hacha y golpeaba el árbol, con suavidad
para no dañarlo, justo lo suficiente para cortar su corteza, que soltaba un líquido
lechoso; esperaba un día a que este jugo blanco se endureciera hasta adquirir la
textura de la goma; de hecho, a veces lo masticábamos, como se hace con el chicle,
por su sabor amargo. Metíamos los trozos en cestas y mi padre los vendía. Mi familia
también quemaba la mirra de noche, en la hoguera, y ahora, siempre que la huelo,
me siento transportada a aquellas veladas. A veces, en Manhattan, en algún
escaparate, veo que anuncian la venta de mirra y, desesperada por algún recuerdo de
mi hogar, la compro, pero su olor es tan tenue —una mera imitación— que no puede
compararse con el exótico perfume de nuestras hogueras en la noche del desierto.
Nuestra familia era extensa, algo también típico de Somalia, donde las mujeres
tienen un promedio de siete hijos. A los niños se los ve como una futura pensión,
pues cuidarán de sus padres cuando éstos envejezcan. Los niños somalíes respetan
mucho a sus padres y abuelos y no se atreverían a poner en tela de juicio su
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autoridad. De niño debes tratar con respeto a todos los mayores, incluyendo a tus
hermanos y hermanas mayores, y debes obedecerlos en todo. Por eso, en parte, mis
actos de rebeldía escandalizaban tanto.
Una de las razones de que hubiera familias extensas, aparte de la falta de
métodos de control de natalidad, es que cuantas más personas comparten el trabajo,
tanto más fácil resulta la existencia. Hasta las funciones más básicas, como tener agua
^no mucha agua, ni siquiera suficiente agua, sino agua, sin más—, exigían un
esfuerzo agotador. Cuando la zona en la que estábamos se secaba, mi padre salía a
buscar agua. Ataba enormes bolsas a lomos de nuestros camellos, bolsas que mi
madre había tejido con hierba, y se iba; permanecía fuera varios días, hasta que
encontraba agua; llenaba las bolsas y regresaba. Tratábamos de quedarnos en el
mismo lugar mientras le esperábamos, pero los días se hacían cada vez más difíciles,
y era todo un reto, pues teníamos que alejarnos más para dar de beber a los rebaños.
En ocasiones teníamos que irnos sin él, pero siempre nos encontraba, incluso sin
caminos, señales de tráfico ni mapas. Además, cuando mi padre se marchaba,
cuando iba a una aldea a por comida, uno de los niños tenía que hacer su trabajo,
porque mamá debía quedarse en casa para que todo siguiera funcionando.
A veces, estas tareas recaían en mí. Caminaba varios días, cuantos fueran
necesarios, para encontrar agua, porque no tenía sentido regresar sin ella. Sabíamos
que no debíamos regresar con las manos vacías, porque entonces no quedaba
ninguna esperanza. Teníamos que seguir hasta encontrar algo. Nadie aceptaba un
«no puedo» por excusa. Mi madre me decía que debía encontrar agua, y eso debía
hacer Punto. Cuando vine al mundo occidental me asombró ver que la gente se
quejara diciendo cosas como: «No puedo trabajar porque me duele la cabeza». «Deja
que te dé un trabajo duro —me habría gustado decirles—, y entonces no volverás a
quejarte del tuyo.»
Una de las técnicas empleadas para contar con más manos que redujeran la
carga de trabajo consistía en incrementar el número de mujeres y niños, lo cual
significa que tener varias esposas es una práctica común en África. Mis padres
quedaban fuera de la norma porque durante muchos años formaron una pareja.
Finalmente, un día, después de dar a luz y criar a doce hijos, mi madre dijo:
—Soy demasiado vieja... ¿Por qué no te consigues otra esposa y me das un
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El día en que esto ocurrió, nosotros, los niños, nos encontrábamos todos en
nuestro lugar de reunión habitual. Dondequiera que nos trasladáramos
encontrábamos un árbol cerca de la choza y éste se convertía en «la habitación de los
niños». Así, estaba yo sentada bajo el árbol, con mis hermanos y hermanas, cuando oí
al Viejo llorar. Me puse en pie y vi a mi hermanito que se acercaba a mí.
—¿Qué te pasa? ¿Qué ha ocurrido?
Me incliné para secarle la cara.
—Me ha dado una bofetada..., una bofetada muy fuerte.
Ni siquiera tuve que preguntar quién lo había hecho porque nadie en mi
familia le había puesto nunca una mano encima. Ni mi madre, ni mis otros hermanos
mayores que él, ni siquiera mi padre, que nos zurraba con regularidad. No hacía falta
azotar al Viejo, pues era el más sabio de todos nosotros y siempre hacía lo correcto.
Esa bofetada constituyó el punto de ruptura, pues era más de lo que estaba yo
dispuesta a aguantar, y fui a buscar a aquella chica tonta.
—¿Por qué le has dado una bofetada a mi hermano? —exigí saber.
—Se bebió mi leche —respondió con su típica altanería, como si fuese la reina
y toda la leche de nuestros rebaños fuera suya.
—¿Tu leche, cómo la tuya? Yo puse esa leche en la choza, y si él la quiere, si
tiene sed, puede tomarla. ¡No tienes por qué pegarle!
—¡Ay, cierra el condenado pico y lárgate! —me gritó con un ademán
despectivo de la mano.
La miré fijamente y agité la cabeza, porque sabía que había cometido un error
fatal.
Mis hermanos y hermanas aguardaban debajo del árbol, tratando de oír la
discusión entre la esposa de papá y yo. Al ver su expresión expectante, les dije: —
Mañana.
Y ellos asintieron con la cabeza.
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lo dijo.
—Waris era la jefa. ¡Fue la primera que me atacó!
Papá empezó a azotarme, pero todos los chicos se abalanzaron sobre él.
Sabíamos que estaba mal eso de golpear a nuestro propio padre, pero ya no le
aguantábamos.
Después de aquel día, la pequeña esposa de mi padre cambió. Nos habíamos
propuesto darle una lección y ella la aprendió muy bien. Después de dos días con la
sangre en la cabeza, el cerebro debió de refrescársele y se volvió dulce y educada. A
partir de entonces besaba los pies de mi madre y la atendía como una esclava.
—¿Qué puedo traerte? ¿Qué puedo hacer por ti? No, no, yo haré eso. Tú
siéntate y descansa.
«Bien —pensé—. Así debías haberte comportado desde un principio, pequeña
hija de puta, y nos habrías ahorrado muchas penas innecesarias.» Pero la vida del
nómada es dura y, aunque contaba veinte años menos que mi madre, la nueva
esposa de mi padre no era tan fuerte como ella. Mi madre acabó por darse cuenta de
que no tenía nada que temer de aquella muchachita.
La vida del nómada es dura, pero también está llena de belleza. Es una vida
tan ligada a la naturaleza que las dos son indivisibles. El nombre que me dio mi
madre significa «flor del desierto», un milagro de la naturaleza. La flor del desierto
florece en un entorno yermo, donde pocas cosas vivas sobreviven. A veces, en mi
país, no llueve durante más de un año; pero por fin cae el agua y limpia el
polvoriento paisaje y entonces, como un milagro, aparecen las flores; son de un
brillante naranja amarillento y por eso el amarillo ha sido siempre mi color preferido.
Cuando una chica se casa, las mujeres de su tribu salen al desierto a recoger
estas flores. Las secan, les añaden agua y forman una pasta con la que cubren la cara
de la novia y esto le da un brillo dorado. Adornan sus pies y manos con complicados
dibujos hechos con henna; le pintan el contorno de los ojos con khol, dándoles un
aspecto profundo y sensual. Todos estos cosméticos están elaborados a base de
plantas y hierbas y, por tanto, son del todo naturales. Luego, envuelven a la novia
con pañuelos de colores vivos, rojos y rosas, naranjas y amarillos, cuantos más,
mejor. Es posible que no tengan muchas posesiones; muchas familias son
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Después de las lluvias, la sabana florece, dorada, y los pastos se ponen verdes.
Los animales pueden comer y beber hasta hartarse y nos ofrecen la oportunidad de
descansar y de disfrutar la vida. Podemos ir a los lagos recién creados por la lluvia y
bañarnos y nadar. En el aire fresco, las aves cantan y el desierto de los nómadas se
convierte en un paraíso.
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IV
HACERSE MUJER
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—Mamá, que nos lo hagan a las dos a la vez. Vamos, mamá, ¡que nos lo hagan
a las dos mañana! Mamá me apartó de un empujón. —Tú, cállate, criatura.
Sin embargo, Amam no estaba tan entusiasmada. Recuerdo que rezongó:
—Sólo espero no acabar como Halemo. Pero yo era demasiado pequeña para
saber lo que quería decir, y cuando le pedí que me lo explicara cambió de tema.
Al día siguiente, muy temprano, mi madre y su amiga llevaron a Amam a la
mujer que le practicaría la ablación. Como siempre, rogué que también me dejaran ir,
pero mamá me dijo que me quedara a cuidar de los mis pequeños. No obstante,
mediante las mismas técnicas solapadas a las que recurrí d día en que mi madre se
encontró con sus amigas, seguí al grupo de mujeres a una distancia segura,
escondiéndome detrás de arbustos y árboles.
La gitana acudió. En nuestra comunidad se la considera muy importante, no
sólo porque posee conocimientos especializados, sino también porque gana mucho
dinero con las ablaciones. El pago por este procedimiento supone uno de los mayores
gastos de una familia, aunque se ve como una buena inversión, pues sin él las niñas
no pueden entrar en el mercado matrimonial. Con los genitales intactos, son
indignas, zorras inmundas que ningún hombre se rebajaría a tomar por esposas. De
modo que la gitana, como la llaman algunos, es un miembro importante de nuestra
sociedad, aunque yo la llamo la Asesina, por todas las niñas que han muerto en sus
manos.
Escondida detrás de un árbol, observé cómo mi hermana se sentaba en el
suelo; luego mi madre y su amiga la cogieron por los hombros y la obligaron a
permanecer sentada. La gitana empezó a hacer algo entre las piernas de mi hermana
y vi cómo una expresión de dolor cruzaba el rostro de Amam. Mi hermana era alta y
muy fuerte. De pronto, ¡bum!, levantó un pie y empujó el pecho de la gitana, con lo
que ésta cayó de espaldas. A continuación, mi hermana forcejeó y se liberó de las
mujeres que la mantenían sujeta y se levantó de un brinco. Horrorizada, vi que de
sus piernas caía sangre en la arena, dejando un rastro mientras corría. Todas la
persiguieron, pero Amam les llevaba mucha delantera, hasta que se desplomó. Las
mujeres la hicieron tumbar allí mismo y continuaron con su tarea. Me dieron náuseas
y no pude seguir mirando, así que regresé a casa corriendo.
Ahora sabía algo que deseaba no saber. No entendía lo ocurrido, pero me
aterraba la idea de que me hicieran pasar por eso. No podía hacerle preguntas a mi
madre, porque se suponía que no lo había visto. Mantuvieron a Amam separada del
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resto de los niños mientras se curaba. Dos días más tarde le llevé agua; me arrodillé a
su lado y en voz queda inquirí:
—¿Qué sentiste?
—¡Oh, fue horrible! —empezó a decir. Supongo que le pareció mejor no
contarme la verdad, a sabiendas de que también a mí me circuncidarían y que me
asustaría en lugar de esperarlo con entusiasmo—. De todos modos, no falta mucho
para que te lo hagan a ti, ya te tocará muy pronto.
Y no quiso decirme más.
A partir de entonces temí el ritual que tendría que padecer para convertirme
en mujer. Traté de apartar aquel horror de mi mente, y, con el paso del tiempo,
también desapareció el recuerdo del sufrimiento que vislumbré en el rostro de mi
hermana. Finalmente, tonta de mí, me convencí de que yo también quería ser mujer y
unirme a mis hermanas mayores.
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Tuve la suerte de que sólo transcurrieran unos días antes de que la gitana apareciera
de nuevo.
Una tarde, mi madre me comentó: —Por cierto, tu padre se topó con la gitana.
La estamos esperando. Acudirá cualquier día de éstos.
La noche antes de mi ablación, mi madre me dijo que no bebiera demasiada
agua o leche, para que no tuviera que hacer mucho pis. No sabía lo que quería decir
ni se lo pregunté, y me limité a asentir con la cabeza. Me sentía nerviosa, pero
decidida a acabar de una buena vez con ello. Aquella noche, la familia me mimó más
y me dio más de cenar que de costumbre. Ésa era la tradición que había observado a
lo largo de los años y que me hacía sentir celos de mis hermanas mayores. Justo antes
de que me durmiera, mi madre me avisó:
—Te despertaré por la mañana cuando haya llegado el momento.
No tengo idea de cómo sabía que la gitana vendría, pero mamá siempre sabía
estas cosas; sencillamente, su intuición decía cuándo alguien estaba a punto de llegar
o cuándo era tiempo de que ocurriera tal o cual cosa.
Aquella noche, excitada, permanecí despierta. De pronto, mi madre se
encontraba de pie a mi lado. El cielo estaba oscuro todavía; era aquel momento antes
del amanecer cuando el negro se ha aclarado imperceptiblemente, convirtiéndose en
gris. Me indicó que guardara silencio y me tomó de la mano. Cogí mi corta manta y,
todavía medio dormida, la seguí, tambaleante. Ahora sé por qué llevan a las niñas
tan temprano por la mañana: quieren aislarlas antes de que los demás despierten,
para que nadie las oiga gritar. Pero en aquel momento, aunque algo confundida,
obedecí. Nos alejamos de nuestra choza, hacia los arbustos.
—Esperaremos aquí —dijo mamá, y nos sentamos en el frío suelo.
El día se iba aclarando ligeramente. Apenas si distinguía las formas y pronto
oí el sonido de las sandalias de la gitana. Mi madre gritó el nombre de la mujer.
—¿Eres tú? —añadió.
—Sí, por aquí. —Se oía su voz, pero todavía no se la veía. Luego, sin que la
viera llegar, se encontró justo a mi lado—. Siéntate allí. —Señaló una piedra plana.
No hubo saludos ni conversación. Ningún «¿cómo estás?», ni «lo que va a
ocurrir hoy será muy doloroso, pero tienes que ser una chica valiente». No. La
Asesina fue directamente al grano.
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un montón de espinas de acacia; las usó para perforarme la piel y luego pasó un
fuerte hilo blanco por los agujeros y me cosió. Mis piernas estaban totalmente
entumecidas, pero el dolor entre ellas era tan intenso que deseé morir. Sentí como si
flotara hacia arriba, me alejaba del suelo, dejaba atrás el dolor y miraba hacia abajo
desde una distancia de varios metros; observaba cómo aquella mujer cosía mi cuerpo
mientras mi pobre madre me sostenía en sus brazos. En aquel momento experimenté
una paz total; ya no sentía ni preocupación ni miedo.
Mi recuerdo acaba en ese instante..., hasta que abrí los ojos y la mujer se había
ido. Me habían cambiado de lugar y ahora me encontraba tumbada en el suelo, cerca
de la piedra. Me habían atado las piernas desde los tobillos hasta las caderas con
trozos de tela, de modo que no podía moverme. Busqué a mi madre, pero ella
también se había marchado, de modo que me encontraba sola, y me pregunté qué
sucedería después. Volví la cabeza hacia la piedra: estaba empapada de sangre, como
si en ella hubiesen matado a un animal. Había trozos de mi carne, de mi sexo, encima
de la piedra, secándose bajo el sol, sin que nada ni nadie los tocara.
Permanecí así, contemplando cómo el sol subía hasta situarse justo encima de
mí. No había sombra y las oleadas de calor me golpearon la cara, hasta que mi madre
y mi hermana regresaron. Me arrastraron hacia la sombra de un arbusto y acabaron
de preparar mi árbol, siguiendo la tradición: prepararon una pequeña choza especial
debajo de un árbol, en la cual descansaría y me recuperaría durante las siguientes
semanas. Cuando mamá y Amam acabaron, me metieron en la choza.
Creí que el tormento había acabado, hasta que tuve que orinar, y entonces
entendí el consejo de mi madre de que no bebiera demasiada agua o leche. Tras horas
de esperar, me moría por orinar, pero las piernas atadas me impedían moverme.
Mamá me había advertido que no debía caminar, para no rasgarme, porque si la
herida se abre, tienen que volver a coserla. Creedme, no había nada que me
apeteciera menos.
—Tengo que hacer pis —grité a mi hermana. Su expresión me dijo que no era
una buena noticia. Vino y me hizo rodar sobre mí misma, hasta dejarme de lado, y
cavó un agujero en la arena. —Venga.
La primera gota me escoció como si un ácido me estuviese corroyendo la piel.
Después de que me cosiera la gitana, la orina y la sangre de la menstruación sólo
podían salir por un minúsculo agujero del diámetro de una cerilla. Con esta brillante
estrategia, se aseguraban de que no practicara el sexo hasta después de casarme y de
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que mi marido supiera que se casaba con una virgen. Conforme la orina se
acumulaba sobre mi herida sangrienta y goteaba, poco a poco, por mis piernas hasta
la arena —gota a gota—, empecé a sollozar. No había llorado, ni siquiera cuando la
Asesina me estaba descuartizando, pero ahora el escozor resultaba insoportable.
Por la noche, cuando empezaba a oscurecer, mi madre y Amam regresaron
con la familia y yo me quedé a solas en mi choza. No obstante, ahora no tenía miedo
de la oscuridad, ni de los leones y las serpientes aun cuando me hallaba tumbada,
impotente, sin poder correr. Desde el momento en que salí flotando de mi cuerpo y
observé cómo la vieja me cosía el sexo, nada podía asustarme. Simplemente
permanecí tumbada en el duro suelo, cual un tronco, inconsciente del miedo,
sintiendo un dolor paralizante, sin importarme si vivía o moría. Me daba igual que
en casa estuvieran riendo en torno a la hoguera mientras yo me hallaba sola en la
oscuridad.
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mucho de lo que significaba ser una mujer africana: sabía soportar el dolor a la
manera pasiva e impotente de una niña.
Mantuvieron mis piernas atadas durante más de un mes, a fin de que la herida
cicatrizara. Mi madre me advertía constantemente contra correr o saltar, así que
andaba arrastrando los pies con todo cuidado. Teniendo en cuenta que yo era una
niña enérgica y activa, que corría como un leopardo cazador, trepaba a los árboles y
saltaba sobre piedras, eso de tener que quedarme quieta mientras mis hermanos
jugaban suponía otra clase de tormento. Pero me aterraba tanto la posibilidad de
tener que pasar por el procedimiento de nuevo, que apenas me movía unos
centímetros. Cada semana mi madre comprobaba si la herida cicatrizaba como era
debido. Cuando me quitaron las ataduras pude mirarme por primera vez. Descubrí
un trozo de piel totalmente lisa, excepto por una cicatriz en medio, como una
cremallera, y esa cremallera estaba definitivamente cerrada. Mis genitales se hallaban
sellados, como un muro de piedra que ningún hombre podría penetrar hasta la
noche de mi boda, cuando mi marido me rajaría con un cuchillo o me penetraría a la
fuerza.
Tan pronto pude andar de nuevo, tuve una misión. Había pensado en ella
cada día, todas las semanas que estuve en la choza, desde el día en que la vieja me
mutiló. Mi misión consistía en regresar a la piedra donde me habían sacrificado y ver
si mis genitales se hallaban allí todavía. Pero habían desaparecido, sin duda comidos
por un buitre o una hiena, animales que forman parte del ciclo vital de África. Su
papel consiste en limpiar la carroña, la prueba morbosa de nuestra dura existencia en
el desierto.
Aunque sufrí como resultado de la ablación, tuve suerte. Podría haberme ido
mucho peor, como les ocurría a menudo a otras chicas. En nuestro recorrido por
Somalia conocíamos a otras familias y yo jugaba con sus hijas. Cuando los
visitábamos de nuevo, las chicas habían desaparecido. Nadie decía la verdad acerca
de su ausencia y ni siquiera las mencionaban. Morían como resultado de la
mutilación: desangradas, por la conmoción, por una infección o por el tétanos. No es
de sorprender, dadas las condiciones en que se lleva a cabo. Lo que sorprende es que
cualquiera de nosotras sobreviviera.
Apenas recuerdo a mi hermana Halemo. Tendría yo unos tres años cuando
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estaba con nosotros y al día siguiente ya no. Pero no entendía qué le había sucedido.
Más tarde supe que, llegado su «momento especial», cuando la vieja gitana la
circuncidó, murió desangrada.
Cuando contaba unos diez años me hablaron de la experiencia de mi prima
menor. La circuncidaron a los seis años y un hermano que vivió con nosotros
después nos lo explicó. Una mujer fue y cortó a su hermana. Luego la metieron en
una choza a fin de que se recuperara. Pero su «cosita», como la llamaba mi primo, se
inflamó y el hedor que salía de la choza era insoportable. Cuando nos lo contó, no me
lo creí. ¿Por qué iba a oler tan mal? No nos había ocurrido ni a Amam ni a mí. Ahora
me doy cuenta de que decía la verdad: como resultado de las condiciones asquerosas
en que las mutilan, entre arbustos, la herida de mi prima se infectó. El hedor es
síntoma de gangrena. Una mañana, su madre fue a ver a su hija, que, como siempre,
había pasado la noche a solas en su choza. Encontró a la chiquilla muerta, con el
cuerpo frío y azul. Pero antes de que los animales de rapiña pudieran hacer
desaparecer la morbosa prueba, la enterraron.
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EL CONTRATO MATRIMONIAL
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nadie. Se supone que debes ser virgen cuando te cases». Las chicas saben que serán
vírgenes al casarse y que se casarán con un solo hombre, nada más. Así es la vida.
Mi padre solía decirnos a mis hermanas y a mí: —Vosotras sois mis reinas.
Mi hermana mayor, Amam, estaba un día cuidando a los animales cuando un
hombre la abordó. No dejaba de incordiarla y ella no dejaba de repetirle: —Déjame
en paz. No me interesas. Finalmente, el hombre, al ver que de nada le servía su
encanto, la cogió y trató de violarla. Fue un terrible error, pues mi hermana era una
amazona de un metro ochenta y cinco y tan fuerte como cualquier hombre. Le dio
una paliza, regresó a casa y se lo contó a mi padre. Mi padre fue en busca del pobre
imbécil y también él le dio una paliza. Ningún hombre iba a meterse con sus hijas.
Una noche desperté cuando otra de mis hermanas, Fauziya, soltó un chillido.
Como de costumbre, dormíamos al aire libre, bajo las estrellas, pero ella se
encontraba apartada del resto, a un lado. Me incorporé y distinguí vagamente a un
hombre alejándose a la carrera. Fauziya siguió gritando mientras mi padre perseguía
al intruso. Nos acercamos a ella y le tocamos las piernas, cubiertas de blanco y
viscoso semen. El hombre logró escapar, pero por la mañana vimos las huellas de las
sandalias del pervertido junto al lugar donde dormía mi hermana. Papá se imaginaba
quién era el culpable, pero no estaba seguro del todo.
Al cabo de un tiempo, durante una intensa sequía, cuando mi padre había ido
a por agua a un pozo local, un hombre se acercó mientras se hallaba en el suelo
húmedo del fondo del pozo. El hombre se impacientó al esperar su turno y le gritó:
—¡Venga! ¡Yo también tengo que coger agua!
En Somalia, los pozos consisten en zonas abiertas donde alguien ha cavado lo
bastante hondo —a veces hasta treinta metros— para llegar al agua subterránea. A
medida que va escaseando el agua la gente se vuelve competitiva en sus esfuerzos
por conseguir agua para los animales. Mi padre contestó que el caballero podía coger
el agua que necesitara.
—Sí, lo haré.
Sin perder tiempo, el hombre bajó al fondo del hoyo. Se dedicó a llenar sus
bolsas de agua y, mientras caminaba, mi padre se fijó en las huellas que dejaban sus
sandalias.
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—Fuiste tú, ¿verdad? —le cogió por los hombros y le zarandeó—. Cabrón
enfermizo, ¡tú eres el que se metió con mi hija! *
Le golpeó propinándole la paliza que el canalla se merecía. Pero el canalla
sacó un cuchillo, un largo cuchillo africano, con el mango tallado tomo una daga
ceremonial, y le apuñaló cuatro o cinco veces en las costillas, antes de que papá
consiguiera quitarle el cuchillo y apuñalarlo a su vez con su propia daga. Ambos se
ha— liaban gravemente heridos. Mi padre logró a duras penas salir del pozo y
regresar a nuestra choza; llegó sangrando y débil. Tras una larga enfermedad se curó,
pero más tarde me di cuenta de que había dicho la verdad, que, en efecto, había
estado dispuesto a morir por el honor de mi hermana.
—Sois mis reinas, mis tesoros, y os guardo bien encerradas —solía bromear
con nosotras, las chicas—. ¡Y yo tengo la llave!
—Pero, papá, ¿dónde está la llave? —le preguntaba yo.
Él reía como un loco y contestaba:
—¡La he tirado!
—Entonces, ¿cómo vamos a salir? —exclamaba yo, y todos nos reíamos.
—No saldréis, cariños míos, hasta que yo diga que estáis preparadas para
salir.
Estas bromas nos las hacía a todas, desde mi hermana mayor, Amam, hasta la
más pequeña. En realidad no eran bromas, pues sin el permiso de mi padre nadie
tendría acceso a sus hijas. Pero había más en juego. No se trataba sólo de defendernos
de las insinuaciones no deseadas o los intentos de violación. Las vírgenes son un bien
muy codiciado en el mercado matrimonial africano, una de las principales razones
implícitas en la ablación. Mi padre podía esperar un buen precio por sus hermosas
hijas vírgenes, pero pocas esperanzas tendría de deshacerse de una que se hubiese
mancillado practicando el sexo con otro hombre. Sin embargo, cuando yo era niña,
nada de esto me preocupaba, porque a mi edad nunca pensaba en el sexo ni en el
matrimonio.
Al menos, no hasta que me enteré del matrimonio de mi amiga Shukrin. Unos
días después, oí a mi padre gritar, de regreso a casa por la tarde:
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lo que respecta a esa parte del trato. Para distraerme de mi dilema propiné una paliza
a mi hermanito.
Al día siguiente, temprano por la mañana, mi padre me llamó.
—¿Sabes quién era el hombre de anoche?
—Puedo imaginármelo.
—Es tu futuro marido.
—Pero, papá, ¡es tan viejo!
Todavía me costaba creer que mi padre me tuviera tan poco aprecio como
para enviarme a vivir con un viejo como aquél.
—¡Son los mejores, cariño! Es demasiado viejo para andar de mujeriego y traer
otras esposas a casa. No te abandonará..., te cuidará. Además —esbozó una orgullosa
sonrisa—, ¿sabes cuánto va a pagar por ti?
—¿Cuánto?
—¡Cinco camellos! Me va a dar cinco camellos. —Papá me dio unas
palmaditas en el brazo—. Estoy muy orgulloso de ti.
Aparté la vista y observé cómo los dorados rayos del sol matutino llenaban el
paisaje de vida. Cerré los ojos y sentí su calor en la cara. Volví a pensar en la noche
anterior, cuando no podía dormir y, tumbada entre los miembros de mi familia,
contemplé las estrellas dar vueltas en el cielo, y tomé la decisión. Sabía que si
protestaba por tener que casarme con el viejo, la situación no se arreglaría, que mi
padre me encontraría otro viejo, y luego otro y otro, porque estaba decidido a
deshacerse de mí..., y a conseguir sus camellos. Por tanto asentí con la cabeza.
—Bien, padre, tengo que llevarme mis animales.
Papá me miró satisfecho y le leí el pensamiento: «Vaya, fue mucho más fácil
de lo que esperaba».
Aquel día, mientras observaba a las cabras juguetear, supe que sería la última
vez que vigilaba el rebaño de mi padre. Imaginé mi vida con el anciano, los dos solos
en un lugar aislado del desierto. Yo realizaría todo el trabajo y él andaría cojeando,
apoyado en su bastón. Viviría sola después de que le diera un ataque al corazón o,
peor, cuidaría a solas a cuatro o cinco hijos después de su muerte, porque en Somalia
las viudas no pueden volver a casarse. Tomé mi decisión: aquélla no era vida para
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mí. Cuando regresé a casa por la noche, mi madre me preguntó qué me sucedía.
—¿Has visto al hombre? —espeté.
No hizo falta que me preguntara cuál.
—Sí, le vi el otro día.
—Mamá, ¡no quiero casarme con ese hombre! —exclamé en un frenético
susurro para que mi padre no me oyera.
—Cariño, no está en mis manos. —Mi madre se enconé de hombros—. ¿Qué
puedo hacer yo? Es decisión de tu padre.
Yo sabía que al día siguiente, o quizás al otro, mi nuevo marido vendría a por
mí y traería Vos cinco camellos a cambio. Decidí fugarme antes de que fuera
demasiado tarde.
Aquella noche, después de que todos se durmieran, escuché los familiares
ronquidos de mi padre. Me levanté, fui hacia mi madre, sentada todavía junto a la
hoguera.
—Mamá —susurré—, no puedo casarme con ese hombre. Voy a fugarme.
—¡Sst, calla! ¿Adonde, hija? ¿Adónde irás?
—Encontraré a mi tía en Mogadiscio.
—¿Tú sabes dónde está? ¡Yo no!
—No te preocupes, la encontraré.
—Bueno, ahora es de noche —comentó, como si esto pudiese detener el
destino.
—Ahora no, sino por la mañana —susurré—. Despiértame cuando salga el sol.
Sabía que necesitaba su ayuda. A fin de cuentas no podía poner un
despertador. Necesitaba descansar antes de emprender mi largo viaje, pero también
necesitaba adelantarme antes de que mi padre se levantara.
—No. —Mi madre negó con la cabeza—. Es demasiado peligroso.
—¡Por favor, mami, no puedo casarme con ese hombre! ¡No puedo irme y ser
su esposa! Por favor, te lo ruego. Regresaré a por ti. Sabes que lo haré.
—Acuéstate.
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Su expresión era grave, una expresión que me decía que ya no se hablaría del
tema. Dejé a mi cansada madre contemplando la hoguera y me hice un hueco entre la
maraña de brazos y piernas, entre mis hermanos y mis hermanas, buscando su calor.
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VI
DE CAMINO
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—Sí, allí es adónde voy. —Sonreí. La idea me gustaba cada vez más—. Yo
también voy a Galcaio.
En la parte trasera, el camión iba lleno de comida: montones de mazorcas
amarillas, costales de arroz y de azúcar. Al verlos, recordé cuánta hambre tenía.
El camionero tendría unos cuarenta años y era tremendamente coqueto. Todo
el tiempo intentaba conversar, y aunque yo deseaba mostrarme amistosa estaba
asquerosamente espantada; lo último que quería era que creyera que me interesaba
«liarme» con él. Con la vista clavada en la ventanilla, traté de idear el mejor modo de
encontrar la casa de mi tío, pues no tenía idea de dónde vivía. Pero uno de los
comentarios del camionero me llamó la atención.
—Te has fugado, ¿verdad?
—¿Por qué lo dice? —pregunté sorprendida.
—Lo intuyo. Sé que te has fugado. Voy a entregarte a las autoridades.
—¿Qué? ¡No! Por favor.., por favor... Tengo que ir. Sólo quiero que me lleve...,
me lleve a Galcaio. Tengo que visitar a mi tío allí, me está esperando.
Su expresión me indicó que no me creía, pero siguió conduciendo. Mi mente
se adelantó: ¿dónde debía pedirle que me dejara? Después de haberle dicho que mi
tío me esperaba, no podía reconocer que no sabía adónde ir. Al entrar en la ciudad
observé las calles atestadas de edificios, coches y gentes; era mucho más grande que
la aldea con la que me había topado antes, y por primera vez advertí a qué me
enfrentaba al tratar de buscar a mi tío.
Desde la cabina del semirremolque miré hacia abajo, nerviosa, hacia la
confusión de Galcaio. Para mis ojos, la ciudad constituía un caos y me sentí dividida
entre el deseo de no bajarme del camión y la impresión de que más valía que me
bajara pronto, antes de que el tipo decidiera entregarme por fugitiva. Cuando se paró
junto a un mercado al aire libre, vi los puestos llenos de comida y decidí bajarme allí
mismo.
—Oiga, mmm, amigo, aquí me bajo. Mi tío vive por allí. —Señalé un callejón y
salté fuera de la cabina antes de que él pudiera detenerme—. Gracias por traerme —
le grité al cerrar de un portazo.
Anduve por el mercado, aturdida. Nunca, jamás, había visto tanta comida.
Recuerdo haber pensado que era absolutamente hermoso. Montones de patatas,
montañas de maíz, estantes enteros de pasta. Y, ¡Dios mío!, tanto colorido. Cubos
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ciudad iban al desierto durante las vacaciones y daban clases a los hijos de los
nómadas. Mientras estuve con ellos en Galcaio, mencionaron que sabían dónde vivía
mi hermana Amam: al fugarse de casa fue a Mogadiscio y se casó. Esta noticia me
alegró muchísimo porque hasta entonces no había sabido nada de ella; igual podría
haber muerto. Al hablar con mis primos me di cuenta de que mis padres sabían
dónde se encontraba Amam, pero la habían expulsado de la familia y, por tanto,
nunca hablaban de ella.
Cuando supe que mi padre venía a por mí, mis primos y yo ideamos un plan.
Me dijeron cómo encontrar a mi hermana al llegar a la capital. Así que una mañana
me llevaron a la carretera y me dieron el poco dinero que poseían.
—Por allí, Waris, ése es el camino de Mogadiscio.
—Prometedme que no diréis a nadie adonde he ido. Recordad que cuando
llegue mi padre no sabéis qué pudo haberme pasado. Me visteis en la casa por última
vez esta mañana. ¿De acuerdo?
Asintieron con la cabeza y se despidieron con un gesto de la mano. Yo eché a
andar.
El viaje a Mogadiscio resultó de una lentitud atormentadora. Tardé varios
días, pero al menos tenía algún dinero y podía comprar alimentos por el camino.
Entre esporádicos tramos en coche, anduve muchos kilómetros. Frustrada por el
lento avance, acabé por pagar un viaje en un «taxi», o sea, un camión con unas
cuarenta personas a bordo. Son muy comunes en África; descargan cereales o caña de
azúcar y en el camino de regreso llevan pasajeros en la parte trasera, ya vacía,
rodeada por una especie de marco de madera semejante a una valla. Sentados o de
pie junto a este marco, los pasajeros parecen niños en un gigantesco parque. También
van repletos de bebés, maletas, artículos del hogar, muebles, cabras vivas y jaulas con
pollos y gallinas; el conductor suele apiñar tantos pasajeros como puede. No me
importaba; tras mis recientes experiencias, estaba dispuesta a apretujarme entre un
nutrido grupo, en lugar de ir sola con un desconocido. Cuando llegamos a las afueras
de Mogadiscio, el camión se detuvo y nos dejó junto a un pozo donde la gente daba
de beber a sus animales. Ahuequé las manos y bebí un poco de agua antes de
remojarme la cara. Para entonces ya había advertido que había muchos caminos,
puesto que Mogadiscio es la ciudad más grande de Somalia, con una población de
setecientos mil habitantes. Abordé a dos nómadas que se hallaban allí con sus
camellos.
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Iba al mercado y hacía la compra; así que aprendí el fino arte del regateo.
Imitando a la gente de la zona, iba a un puesto y preguntaba de inmediato:
—¿Cuánto por esto o por lo otro?
E1 ritual bien podría haber formado parte de un guión, pues era el mismo
cada día: una mama colocaba delante de mí tres tomates, uno grande y dos más
pequeños, y me pedía lo que yo pagaría por tres camellos.
—¡Ay, es demasiado! —contestaba yo con expresión aburrida y un ademán de
la mano.
—Bien, venga pues, ¿cuánto quieres pagar?
—Dos cincuenta.
—¡Oh, no, no, no!
Momento en que yo me apartaba ostentosamente y hablaba con otra
vendedora, siempre a la vista de la primera. Luego regresaba y seguía donde lo había
dejado discutiendo hasta que una de las dos se cansaba y cedía.
Mi hermana no dejaba de manifestar su preocupación por nuestra madre,
inquieta porque desde que me fugué tuviera que hacerlo todo sola. Cada vez que
surgía el tema, parecía que yo era la única culpable. Yo también me preocupaba por
mamá, pero Amam nunca mencionaba que ella se había fugado primero. Volvían a
mi mente imágenes olvidadas de nuestra niñez. Mucho había cambiado en los
aproximadamente cinco años transcurridos desde que la había visto por última vez,
pero a sus ojos yo era todavía la chiquilla chistosa a la que había dejado atrás; y ella
sería siempre, pero siempre, la hermana mayor, la más sensata y sabia. Empecé a
darme cuenta de que, si bien nos parecíamos mucho en lo físico, nuestras
personalidades no se asemejaban en absoluto. Acabé por aborrecer su tendencia a ser
mandona. Cuando mi padre trató de casarme con el viejo me fugué porque creía que
había algo más en la vida. Cocinar, lavar y cuidar bebés —cosa que ya había hecho
hasta hartarme con mis hermanitos y hermanitas— no era lo que tenía en mente.
Un día me marché de la casa de Amam para encontrar lo que el destino me
tenía deparado. No lo comenté con ella ni le dije que me marchaba. Sencillamente,
me fui un día y no regresé. En aquel momento me pareció una buena idea, pero
todavía no sabía que nunca volvería a verla.
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Waris Dirie Flor del desierto
VII
MOGADISCIO
MIENTRAS vivía con ella, Amam me llevó de visita a casa de otros parientes
que residían en Mogadiscio. Por primera vez en mi vida, conocí a algunos miembros
de la familia de mi madre, quien se crió en la capital con su madre, cuatro hermanos
y cuatro hermanas.
Me alegro de haber conocido a mi abuela mientras estuve en Mogadiscio. Hoy
cuenta con noventa años, pero cuando me la presentaron tenía setenta y pico. Mi
abuela es una absoluta mama. Su rostro, de piel clara, muestra una mujer dura de
pelar, una mujer de carácter y férrea voluntad. De sus manos diríase que han
escarbado tanto en la tierra que les ha salido piel de cocodrilo.
Mi abuela se crió en un país árabe, pero no sé cuál. Es una musulmana devota,
reza cinco veces al día mirando hacia La Meca y cuando sale de casa se cubre la cara
con un velo oscuro; se cubre de pies a cabeza. Yo solía bromear con ella.
—Abuelita, ¿te encuentras bien? ¿Estás segura de que sabes adónde vas?
¿Puedes ver a través de esa cosa?
—Oh, vamos, vamos, vamos —me espetaba—. Esta cosa es totalmente
transparente.
—Bien, entonces, ¿puedes respirar y verlo todo? —insistía yo, y me echaba a
reír.
Fue al alojarme en casa de mi abuela cuando me di cuenta de dónde sacaba mi
madre su fuerza. Mi abuelo llevaba muchos años muerto y la abuela, como vivía sola,
se encargaba de todo.
Cuando la visitaba me dejaba agotada. En cuanto despertábamos por la
mañana estaba dispuesta a ponerse a trabajar.
—Venga, vamos, Waris, vámonos —me decía sin darme un respiro.
Vivía en un barrio bastante alejado del mercado. Cada día hacíamos las
compras.
—Venga, abuelita, tomémoslo con calma —le pedía yo—. Vayamos en
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autobús. Hace demasiado calor y el mercado está demasiado lejos para ir andando.
—¿Qué? ¡El autobús! Anda, vamos, vamos, vamos. Vámonos. ¡Querer ir en
autobús una jovencita como tú! Te estás volviendo holgazana, Waris. Hoy, todos los
niños..., no sé qué os pasa. Cuando yo tenía tu edad caminaba muchísimos
kilómetros... Criatura, vienes conmigo, ¿sí o no?
Y nos íbamos juntas, porque quedaba claro que si me rezagaba, ella se iría sin
mí. Camino de casa, la seguía, arrastrando los pies, cargando las bolsas.
Después de que me marchase de Mogadiscio, una de las hermanas de mi
madre murió, dejando nueve hijos. Mi abuela los cuidó y los crió como había hecho
con los suyos. Es una auténtica mama y hacía lo que tenía que hacerse.
Conocí a otro hijo suyo, el hermano de mi mamá, Wolde'ab. Un día fui al
mercado y, cuando regresé, estaba sentado en casa de mi abuela con uno de mis
primos encima del regazo. Aunque no le había visto antes, corrí hacia él porque allí
estaba un hombre que se parecía extraordinariamente a mi madre y yo echaba
mucho de menos todo lo que tuviera que ver con ella. Corrí hacia él y, como yo
también me parezco mucho a ella, fue un momento fantástico pero extraño, como
mirarse en un espejo distorsionado. Se había enterado de que me había fugado y me
encontraba en Mogadiscio.
—¿Eres quien creo que eres? —preguntó cuando me acerqué.
Aquella tarde reí más de lo que había reído desde que me fui de casa, porque
el tío Wolde'ab no sólo se parecía a mi madre, sino que también poseía el mismo
sentido del humor. Hermano y hermana debieron de formar un formidable equipo
cuando crecían, haciendo que todos en la familia se troncharan de risa hasta que se
les saltaran las lágrimas, y me habría gustado verlos juntos.
Pero la mañana en que me marché de casa de Amam, fui a la de mi tía L'uul.
La habíamos visitado poco después de mi llegada a Mogadiscio y aquel día decidí
que le pediría que me dejara alojarme con ella. Era tía política, pues estaba casada
con un hermano de mi madre, el tío Sayyid. Sin embargo, pasaba el día criando a sus
tres hijos a solas, ya que él vivía en Arabia Saudí. Puesto que la economía de Somalia
era tan pobre, el tío Sayyid trabajaba en Arabia Saudí y mandaba dinero a casa. Por
desgracia, estuvo fuera todo el tiempo que yo viví en Mogadiscio, de modo que no lo
conocí.
Cuando llegué, la tía L'uul se sorprendió, aunque parecía realmente contenta
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de verme.
—Tía, las cosas no funcionan muy bien entre Amam y yo, y me preguntaba si
podía quedarme contigo un tiempo.
—Pues sí, sabes que estoy sola con mis hijos. Sayyid está fuera casi todo el
tiempo y me vendría bien una ayuda. Sí, sería agradable.
Qué alivio el mío. Amam me había aceptado de mala gana y yo sabía que la
situación no la complacía. Su casa era diminuta y hacía relativamente poco que se
había casado. Además, lo que de veras quería era que yo regresara a casa para
tranquilizar su conciencia por haberse fugado hacía tantos años y haber dejado a
mamá.
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comportamiento me alteraba.
Cada mañana, hacia las nueve, mi tía se levantaba, desayunaba y se iba
alegremente a casa de sus amigas, con las que pasaba el día entero cotilleando sin
cesar sobre otras amigas, sus enemigos, sus conocidos y sus vecinos. Por fin, ya
avanzada la tarde, regresaba tranquilamente. Mientras ella se encontraba fuera, el
bebé de tres meses lloraba sin parar; quería comer y cuando yo lo cogía en brazos
trataba de mamar.
—Mira, tía..., ¡por todos los cielos!... Tienes que hacer algo. El bebé trata de
chuparme cada vez que le cojo en brazos y yo no tengo leche. ¡Si ni siquiera tengo
tetas! —le decía yo cada día.
—Pues no te preocupes, dale un poco de leche —contestaba ella con placidez.
Además de limpiar la casa y cuidar del bebé tenía que vigilar a una niña de
nueve años y a un crío de seis. Eran como animales salvajes. No sabían comportarse
—obviamente porque su madre no les había enseñado nada—. Traté de remediar la
situación dándoles unas buenas azotainas cada vez que podía. Pero tras años de
andar por ahí como hienas no iban a convertirse en angelitos de la noche a la
mañana.
Según pasaban los días, yo me sentía cada vez más frustrada. Me preguntaba
cuántas situaciones imposibles como ésta tendría que soportar antes de que me
sucediera algo positivo. Siempre buscaba el modo de mejorar las cosas, de avanzar,
de encontrar la misteriosa oportunidad que yo sabía que me aguardaba. Cada día me
preguntaba: «¿Cuándo ocurrirá? ¿Hoy? ¿Mañana? ¿Adónde iré? ¿Qué voy a hacer?».
No tengo idea de por qué me lo preguntaba. Supongo que en aquella época creía que
todos teníamos unas vocecitas que nos hablaban. No obstante, desde que lo recuerdo,
siempre supe que mi vida sería distinta a la de los otros. Lo que no sabía era hasta
qué punto sería diferente.
Mi estancia en casa de la tía L'uul llegó al punto crítico al cabo de
aproximadamente un mes. Una tarde, mientras ella hacía su ronda de cotilleos, su
hija mayor, la de nueve años, desapareció. Primero salí y la llamé. Cuando no
contestó, caminé por todo el barrio buscándola. Finalmente la encontré en un túnel
con un chiquillo. Era una niña muy voluntariosa y curiosa, y cuando la encontré se
estaba mostrando muy inquisitiva acerca de la anatomía del niño. Entré en el túnel,
la cogí del brazo y la levanté bruscamente. El niño echó a correr como un animal
espantado. En cuanto a mi prima, durante todo el camino a casa le fui dando
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nalgadas. Nunca en mi vida me había sentido tan enojada con una niña.
Aquella tarde, cuando su madre regresó a casa, la niña se quejó, lloriqueando,
de las azotainas que le había dado. Mi tía L'uul se puso furiosa.
—¿Por qué pegas a mi hija? —quiso saber—. Mantén las manos apartadas de
mi bebé. Te voy a pegar a ti, a ver si te gusta —me gritó y se aproximó a mí,
amenazadora.
—Créeme, no quieras saber por qué le pegué, ¡porque no querrás saber lo que
yo sé! Si hubieses visto lo que hizo hoy, dirías que no es hija tuya. Esta criatura está
descontrolada, es como un animal.
Mi explicación no mejoró nuestra relación. De pronto, después de dejar que
yo, una chiquilla de trece años, aguantara a sus tres hijos de menos de diez años..., de
pronto, digo, el bienestar de su hija se le antojó de suma importancia. Se abalanzó
sobre mí con el puño levantado y amenazó con propinarme una paliza por lo que le
había hecho a su angelito. Pero yo ya estaba harta, no sólo de ella, sino también del
mundo entero.
—¡Oye, ni se te ocurra tocarme! —grité—. Si lo haces, vas a acabar calva.
Con esto puse fin a la posibilidad de que me pegan, aunque supe que tenía
que irme. Pero, ¿adónde ir esta vez?
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VIII
EL VIAJE A LONDRES
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pues no poseía nada salvo las prendas que me pondría cuando el tío Mohamed me
recogiera al día siguiente.
Cuando salimos de casa para ir al aeropuerto, me despedí de la tía Sahru, de
la querida Fátima y de todos mis primitos con un abrazo y un beso. Fátima se había
mostrado tan bondadosa conmigo que deseaba llevármela. Pero sabía que había
trabajo para una sola persona, y en ese caso me alegraba de que fuese para mí. El tío
Mohamed me dio mi pasaporte y lo contemplé maravillada: mi primer documento
oficial, pues no poseía partida de nacimiento ni nada que llevara mi nombre. Al
entrar en el coche me sentí muy importante y me despedí con la mano de mi familia.
Hasta aquel día había visto los aviones desde el suelo; algunas veces, cuando
salía con mis cabras, los veía sobrevolar el desierto, de modo que sabía que existían.
No obstante, nunca vi uno de cerca hasta la tarde en que me marché de Mogadiscio.
El tío Mohamed me acompañó por el aeropuerto y nos detuvimos delante de la
puerta del avión. En la pista vi un gigantesco jet británico centelleando bajo el sol
africano. En aquel momento oí a mi tío parlotear algo como:
—... tu tía Maruim te espera en Londres. Yo me reuniré con vosotras en unos
días. Debo atender unos asuntos antes de poder irme.
Boquiabierta, me volví hacia él, quien puso el billete de avión en mis manos.
—Ahora no vayas a perder tu billete..., ni tú pasaporte..., Waris. Son
documentos muy importantes, así que aférrate a ellos.
—¿No va a venir conmigo? —Apenas conseguí pronunciar las palabras con
voz entrecortada.
—No —contestó impaciente—. Tengo que quedarme unos días más.
Me eché a llorar; tema miedo de ir sola y, ahora que mi partida de Somalia era
inminente, no estaba segura de que fuese una buena idea. Pese a todos sus
problemas, era el único hogar que conocía y lo que me esperaba era un misterio
absoluto.
—Vamos..., todo irá bien. Alguien irá a buscarte al aeropuerto de Londres; te
dirán lo que tienes que hacer cuando llegues. —Solté un quedo gemido y mi tío me
empujó con suavidad hacia la puerta—. Anda, el avión se va. Súbete... Súbete al
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avión, Waris.
Petrificada de miedo, crucé la ardiente pista. Examiné al personal de tierra que
correteaba en torno al jet, preparándolo para el despegue. Mi mirada siguió a los
hombres que cargaban el equipaje, al equipo que revisaba el avión, y luego miré la
escalerilla y me pregunté cómo se suponía que iba a entrar en esa cosa. Opté por la
escalerilla y empecé a subirla. Sin embargo, como no estaba acostumbrada a los
zapatos, me costó salvar los resbalosos peldaños sin tropezar con mi vestido largo.
Una vez a bordo, no sabía por dónde ir y sin duda parecía una idiota redomada. Los
pasajeros ya estaban sentados y, mientras me echaban una ojeada inquisitiva, me
pareció que pensaban: «¿Quién diablos es esta boba campesina que ni siquiera sabe
viajar en avión?». Me volví, y me senté en un asiento vacío al lado de la puerta.
Fue la primera vez que vi a una persona blanca. Un blanco sentado a mi lado
me dijo:
—Éste no es tu asiento.
Al menos supongo que me dijo eso, pues yo no hablaba una sola palabra de
inglés. Le miré, presa del pánico, y pensé: «¡Ay, Dios mío! ¿Qué me está diciendo este
hombre? ¿Y por qué tiene ese aspecto?». Él repitió lo que había dicho y yo repetí mi
expresión de pánico, pero entonces, gracias a Dios, la azafata llegó y me quitó el
billete. Obviamente, esta mujer sabía que yo no tenía la menor idea de qué debía
hacer. Me asió del brazo y me guió por el pasillo hasta mi asiento, ciertamente no en
primera clase, donde me había yo instalado al principio. Mientras andaba, todos los
rostros se volvieron a mirarme. La azafata me sonrió y me señaló mi asiento. Me dejé
caer en él, contenta de que ya no me vieran. Con una sonrisa bobalicona, incliné la
cabeza hacia ella a modo de agradecimiento.
Poco después del despegue, la misma azafata regresó con una cesta de
caramelos, que me presentó con otra sonrisa. Con una mano levanté un pliegue de
mi vestido a fin de formar una bolsa, como si cogiera frutas, y con la otra tomé un
gran puñado de caramelos. Estaba muerta de hambre, así que pensaba atiborrarme.
¿Quién sabía cuándo iba a ver más comida? Mi mano volvió a por otro puñado y la
azafata trató de apartar la cesta. Me estiré y me aferré a la cesta, en tanto ella la iba
alejando de mi alcance.
«¡Ay, cielos! —parecía decir su cara—. ¿Qué voy a hacer con ésta?»
Mientras desenvolvía y devoraba mis caramelos observé a los blancos que me
rodeaban. Se me antojaron fríos y enfermizos. «Necesitan sol», les habría comentado,
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de haber hablado inglés. Daba por sentado que se trataba de una enfermedad
pasajera; no podían estar siempre así, ¿verdad? Seguro que se habían quedado
blancos porque llevaban demasiado tiempo sin sol. Entonces decidí que quería tocar
a uno a la primera oportunidad, porque quizá podría quitarles la blancura
frotándolos un poco; acaso debajo de lo blanco eran realmente negros.
Al cabo de unas nueve o diez horas en el avión sentía una necesidad
desesperada de orinar. Estaba a punto de estallar, pero no sabía a dónde ir. «Vamos,
Waris —me dije—, puedes averiguarlo.» Así pues, después de observar atentamente,
advertí que toda la gente a mí alrededor se levantaba y se dirigía hacia una única
puerta. «Debe de ser allí», razoné. Me puse en pie y fui hacia la puerta, justo cuando
alguien salía. Adentro, cerré la puerta y miré alrededor. «Tiene que ser aquí, pero,
¿cuál es el lugar exacto?»
Descarté el lavabo. Examiné el asiento del váter, lo olfateé y decidí que aquél
era el lugar indicado. Encantada, me senté y..., ¡uf!
Mi alivio duró hasta que me levanté y me di cuenta de que mi pis se quedaba
allí. «Ahora, ¿qué hago?» No quería dejarlo allí para que lo viera la siguiente
persona. «Pero, ¿cómo lo saco de aquí?» Como no hablaba —ni leía— inglés, la
palabra flush impresa encima del botón no me decía nada. Y aunque la hubiese
entendido, nunca en mi vida había visto un retrete con palanca de cisterna. Estudié
cada palanca, cada botón y cada tornillo. Me pregunté si con «éste» haría desaparecer
la orina. Una y otra vez volví al botón de la cisterna, pues me parecía el más obvio.
Pero tenía miedo de que, si lo pulsaba, el avión estallara. En Mogadiscio había oído
que eso ocurría de vez en cuando. Con las constantes luchas políticas, la gente
hablaba de bombas y explosiones, de hacer estallar esto o lo otro. Si yo pulsaba ese
botón, el aparato entero podría estallar y todos moriríamos. Tal vez eso rezaba
encima del botón: «¡NO PULSAR! ¡HARÁ ESTALLAR EL AVIÓN!». Más valía no
arriesgarme por un poco de pis, decidí. Con todo, no quería que otros encontraran
trazas del mío y estaba segura de que sabrían exactamente quién lo había dejado
porque para entonces todos estaban fuera, llamando a la puerta.
Impulsada por una ráfaga de inspiración, cogí un vaso de papel usado, lo
llené de agua que goteaba del grifo y la eché por el retrete, pues me pareció que si
diluía la orina, la siguiente persona creería simplemente que estaba lleno de agua. Me
afané, pues, y llenaba el vaso, echaba el agua, llenaba el vaso, echaba el agua. Para
entonces, la gente no sólo llamaba a la puerta, sino que también gritaba. Y yo no
podía contestar, ni siquiera con «un momento...». De modo que seguía adelante con
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mi plan, llenando el vaso ya desgastado con el agua que goteaba del grifo, y no me
detuve hasta que el nivel de agua llegó justo por debajo del borde del asiento. Sabía
que si añadía una sola gota más se derramaría. Pero al menos el contenido parecía
agua corriente. Me levanté, pues, me alisé el vestido y abrí la puerta. Con los ojos
clavados en el suelo, me abrí paso entre la multitud allí reunida, y me alegré de no
haber hecha caca.
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IX
LA CRIADA
CUANDO abrí los ojos creí que todavía estaba soñando, y era un sueño
hermoso. ¡Despertar en aquella enorme cama en una hermosa habitación! Al
principio no creí que aquello fuese real. Esa noche, la tía Maruim debió de dormir
con una de sus hijas, pues permanecí inconsciente en su habitación hasta la mañana
siguiente. Pero en cuanto salté de la cama, mi vida de fantasía chocó con la vida real.
Salí de la habitación de mi tía, situada en el primer piso, y andaba vagando
por la casa cuando me encontró.
—Bueno, por fin te has levantado. Vamos a la cocina y te enseñaré lo que vas a
hacer.
Aturdida, la seguí a la estancia que llamaba cocina y que nada tenía que ver
con la cocina de mi tía en Mogadiscio. Estaba rodeada de armarios de un blanco
cremoso y centelleantes azulejos de cerámica azul. En el centro, dominando la
habitación, había una cocina de seis fogones. Mi tía abrió y cerró bruscamente varios
cajones.
—Y aquí están los utensilios, los cubiertos y los manteles —iba diciendo. Yo
no tenía idea de qué hablaba ni qué era todo aquello que me enseñaba, y mucho
menos qué debía hacer con eso—. Cada mañana a las seis y media servirás el
desayuno a tu tío, porque él va a la embajada temprano. Es diabético, así que
tenemos que vigilar su dieta. Desayuna siempre lo mismo: una infusión y dos huevos
pasados por agua. Yo quiero el café en mi habitación, a las siete; luego, prepararás
tortitas para todos los niños; ellos desayunan a las ocho en punto porque tienen que
estar en la escuela a las nueve. Después del desayuno...
—Tía, ¿cómo se supone que he de saber hacer todas estas cosas? ¿Quién va a
enseñarme? No sé cómo hacer, ¿cómo era?, tortitas. ¿Qué son tortitas?
La tía Maruim acababa de respirar hondo y estaba señalándome la puerta
cuando la interrumpí. Contuvo el aliento un momento, con el brazo tendido todavía,
y me miró con una expresión muy próxima al pánico. Luego soltó poco a poco el
aliento, bajó el brazo y juntó las manos como la primera vez que la vi.
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—La primera vez las haré yo, Waris. Pero debes observarme bien. Observa
muy atentamente, escucha y aprende.
Yo asentí con la cabeza y ella volvió a respirar y siguió donde lo había dejado.
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las once de la noche. Mi tío Abdullah aceptó llevarme la primera vez y enseñarme
adonde ir. Para entonces tendría yo unos quince años y era la primera vez que pisaba
un aula. Ésta se encontraba llena de gente de todas las edades y de todas partes del
mundo. Después de la primera noche, un anciano italiano me recogía cuando salía, a
hurtadillas, de casa de mi tío, y me traía de vuelta cuando acabábamos. Tenía tantas
ganas de aprender que la maestra solía decirme:
—Eres buena, Waris, pero ve más despacio.
Aprendí el alfabeto y empezaba a aprender las reglas básicas del inglés
cuando mi tío descubrió que salía de casa de noche. Furioso porque lo había
desobedecido, me prohibió asistir a la escuela, a la que había ido apenas un par de
semanas.
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Era mi señal. Me bajé el sombrero sobre los ojos, tanto que apenas veía, me
metí las manos en los bolsillos de la americana y entré contoneándome en el estudio.
—Hola, ¿no se acuerda de mí? —pregunté con voz— de barítono.
Los ojos de mi tío casi se salieron de las órbitas y se agachó para ver debajo del
sombrero. Cuando se dio cuenta de quién era se echó a reír. Mi tía y el resto de la
familia se rieron a carcajada limpia también.
El tío Mohamed me amonestó agitando un dedo.
—Vamos, ¿es que te he dado permiso para...?
—Tenía que probarlo, tío. ¿No te parece divertido?
—¡Ay, Alá!
Hice el mismo truco varias veces, esperando siempre un tiempo hasta que me
parecía que mi tío no se lo esperaba. Entonces me decía:
—Basta ya, Waris. No vuelvas a probarte mi ropa, ¿de acuerdo? No la toques.
—Yo sabía que hablaba en serio, pero después le parecía divertido y lo oía reír y
contárselo a sus amigos—: Esta chica entra en mi habitación y se prueba mi ropa.
Luego, Basma viene y me dice: «Papi, hay un hombre que quiere verte», luego esta
criatura entra vestida de pies a cabeza con mi ropa. Deberíais verlo...
Mi tía decía que sus amigas opinaban que yo debería ser modelo. Pero ella
siempre les contestaba:
—Mmm..., pero nosotros no hacemos esas cosas; somos de Somalia y
musulmanas.
Sin embargo, no parecía oponerse a la carrera de modelo de Imán, la hija de
una vieja amiga suya. Mi tía conocía a la madre de Imán desde hacía años, de modo
que cuando la una o la otra venían a Londres, mi tía insistía en que se alojaran en su
casa. Me enteré de qué era eso de ser modelo cuando las oí hablar de Imán. Yo había
recortado muchas de sus fotos de las revistas de mi prima y las había pegado en la
pared de mi cuartito. Si ella es somalí y puede hacerlo, me decía, ¿por qué no iba a
hacerlo yo?
Cuando Imán venía a casa, yo buscaba la oportunidad de hablar con ella.
Quería preguntarle:
—¿Qué tengo que hacer para ser modelo?
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Camino de casa, cuando volvía con Sophie por la tarde, ella mencionaba con
frecuencia a una nueva amiga, una niña que conoció en clase.
—Sí —comentaba yo sin el menor interés.
Un día me retrasé un poco y, cuando llegué al colegio, Sophie me estaba
esperando fuera con otra chiquilla.
—¡Oh, Waris, ésta es mi amiga! —anunció orgullosa.
De pie, junto a las dos niñas, se hallaba el pervertido de la cola de caballo, el
tipo que llevaba casi un año molestándome.
—Sí, vámonos —contesté nerviosa, sin apartar la vista del hombre.
Pero él se inclinó y dijo algo a Sophie, que hablaba inglés, alemán y somalí.
—Vamos, Sophie, apártate de ese hombre —le advertí y la cogí de la mano.
Ella se volvió hacia mí y me explicó alegremente:
—Quiere saber si hablas inglés. —Miró al hombre y negó con la cabeza. Él le
dijo algo más y Sophie lo tradujo—. Quiere preguntarte algo.
—Dile que no pienso hablar con él —respondí altanera y desvié la vista—.
Que se largue. Que... —Pero decidí no completar la frase porque la hija del hombre
nos estaba escuchando y Sophie lo traduciría—. Olvídale. Venga, vámonos. —Volví a
cogerla de la mano y la aparté.
Una mañana, poco, después de este encuentro, dejé a Sophie en el colegio
como de costumbre y regresé a casa. Me encontraba arriba, haciendo la limpieza,
cuando sonó el timbre. Bajé, pero la tía Maruim ya estaba abriendo antes de que yo
llegara abajo. Observé entre los postes de la barandilla del descansillo y me quedé
atónita. Allí estaba el señor Cola de Caballo. Debía de haberme seguido. Lo primero
que pensé fue que iba a contarle mentiras a mi tía, como que yo hacía algo malo;
embustes, como que yo coqueteaba con él, me acostaba con él, o que me había pillado
robando algo.
—¿Quién es usted? —inquirió mi tía con su perfecto inglés.
—Me llamo Malcolm Fairchild. Siento molestarla, pero, ¿puedo hablar con
usted?
—¿De qué quiere hablarme?
Me fijé en que mi tía estaba escandalizada.
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Volví a subir. Sentía náuseas y me preguntaba qué iría a decirle aquel hombre,
pero al cabo de dos segundos oí un portazo. Corrí hacia la sala de estar, justo cuando
mi tía irrumpía en la cocina.
—Tía, ¿quién era?
—No lo sé. Un hombre que dice que te ha estado siguiendo; quería hablar
contigo, dijo una bobada de que quería sacarte una foto. —Me miró airada.
—Tía, yo no le dije que lo hiciera. No le he dicho nada.
—¡Lo sé! ¡Por eso está aquí! —Pasó frente a mí, furiosa—. Vuelve al trabajo.
No te preocupes. Ya me encargué yo de él.
Pero mi tía se negó a darme detalles acerca de su conversación, y el hecho de
que estuviese tan enojada y asqueada me hizo pensar que el hombre quería sacarme
algún tipo de fotos pornográficas. Me horroricé y ya no volví a mencionar el
incidente después de esa mañana.
A partir de entonces, aunque lo veía en el colegio de la iglesia de Todos los
Santos, él no me hablaba; se limitaba a sonreírme educadamente y seguía con lo
suyo. Pero un día, cuando recogí a Sophie, me espantó al acercarse y darme una
tarjeta. Sin apartar los ojos de su cara, cogí la tarjeta y me la guardé en el bolsillo. Lo
observé mientras se volvía y se alejaba, y entonces empecé a maldecirlo en somalí.
—¡Aléjate de mí, hombre obsceno! ¡Maldito cerdo!
Cuando llegué a casa, subí la escalera corriendo; los hijos de mis tíos dormían
en el último piso, que era nuestro santuario frente a los adultos. Entré en la
habitación de mi prima y, como siempre, interrumpí su lectura.
—Basma, mira esto. —Saqué la tarjeta de mi bolsillo—. Es de ese hombre, ¿te
acuerdas, el hombre del que te hablé, el que no deja de molestarme y que me sigue
hasta aquí? Me dio esta tarjeta hoy. ¿Qué dice?
—Dice que es fotógrafo.
—Pero, ¿qué clase de fotógrafo?
—Saca fotos.
—Sí, pero, ¿qué clase de fotos?
—Dice «fotógrafo de modas».
—Fotógrafo de modas. —Repetí saboreando cada palabra—. ¿Quieres decir
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mi cuerpo y acercó tanto su cara a la mía que apenas cabría un cabello entre ellas.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con una risita nerviosa.
—Oh, nada, nada.
Mi primo me soltó de inmediato. Yo cogí mi cubo y fui a la habitación
contigua, como si nada. Pero mi mente daba vueltas y después de eso ya no me
pregunté si ocurría algo extraño. Lo sabía. Sabía que había algo enfermizo en la
situación.
La noche siguiente estaba dormida en mi cuarto, y mi prima, la hermana
pequeña de Basma, dormía en su cama. Pero tengo el sueño muy ligero y, hacia las
tres de la mañana, oí un ruido de pasos por la escalera. Supuse que sería Haji, puesto
que su habitación se encontraba al otro lado del pasillo, frente a la mía. Acababa de
llegar a casa. Por su modo de trastabillar me di cuenta de que venía borracho. Esto —
llegar a aquellas horas— era algo que no se toleraba en casa de mi tío y ciertamente
nadie bebía alcohol. Eran musulmanes estrictos y las bebidas alcohólicas estaban
prohibidas. Sin embargo, supongo que Haji se creía lo bastante mayor para tomar sus
propias decisiones y probar lo que le apeteciera.
La puerta de mi habitación se abrió sin ruido y me puse tensa. Las dos camas
se hallaban sobre una plataforma alzada, a un par de escalones de la puerta. Vi a Haji
subir los escalones de puntillas, esforzándose por no despertar a mi primita; se saltó
un escalón, tropezó y se arrastró hasta mi cama. Lo vi estirar el cuello a fin de ver mi
cara entre las sombras.
—Oye, Waris —susurró—. Waris. Su aliento apestaba a alcohol, lo que
confirmó mis sospechas de que estaba borracho. Pero permanecí quieta en la
oscuridad y fingí dormir. Haji alargó una mano y empezó a palpar la almohada,
buscando mi cara. «Ay, Dios, por favor, no dejes que esto ocurra», recé. Me volví de
lado y, como si soñara, solté un fuerte gruñido, con la esperanza de despertar a
Shukree. Haji se amilanó y regresó a su habitación, corriendo en silencio.
Al día siguiente fui al dormitorio de Basma.
—Tengo que hablar contigo.
Me imagino que mi expresión de pánico le advirtió que no se trataba de una
de mis visitas habituales para matar el tiempo.
—Entra. Cierra la puerta.
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—Es sobre tu hermano. —Respiré hondo. No sabía cómo contárselo y recé por
que me creyera.
—¿Qué pasa con mi hermano? —inquirió alarmada.
—Anoche entró en mi cuarto. Eran las tres de la mañana, noche cerrada.
—¿Qué hizo?
—Intentó tocarme la cara. Susurró mi nombre.
—¡Oh , no! ¿Estás segura? ¿No estarías soñando?
—¡Venga! Veo cómo me mira, cómo me mira cuando estoy sola con él. No sé
qué hacer.
—Coño. ¡Coño! Consíguete un jodido bate de críquet y mételo debajo de tu
cama. O una escoba. No, coge un rodillo de cocina. Ponlo debajo de tu cama y
cuando entre en tu habitación de noche, ¡dale un golpe bien fuerte en la cabeza! ¿Y
sabes qué más puedes hacer? —añadió—. Grita. Grita tan fuerte como puedas para
que todos te oigan.
Gracias a Dios, esta chica estaba definitivamente de mi lado.
«Por favor, no me hagas hacer algo tan horrible; por favor, haz que no siga»,
recé todo el día. No quería causar problemas. Me preocupaban las mentiras que
pudiera contarle a sus padres para explicarse, o que me echaran. Sólo quería que
dejara de hacerlo, que dejara los juegos, que no me visitara tarde por la noche, que no
me manoseara, porque algo me decía hacia dónde llevaba todo eso. Mi instinto me
advirtió de que me preparara para la batalla, por si las oraciones no bastaban.
Aquella noche entré en la cocina, cogí el rodillo, me lo llevé a mi habitación a
hurtadillas y lo metí debajo de mi cama. Más tarde, cuando mi primita se hubo
dormido, lo saqué y lo puse sobre mi cama y no lo solté en ningún momento. Haji
repitió su actuación de la noche anterior y entró hacia las tres de la mañana. Se
detuvo en la puerta; vi en sus gafas el destello de la luz del pasillo. Con un ojo
abierto, sin moverme en absoluto, lo observé. Se aproximó sigilosamente a mi cama y
me dio un golpecito en el brazo. Su aliento apestaba tanto a güisqui que me dieron
ganas de vomitar, pero no me moví ni un centímetro. Entonces se arrodilló junto a mi
cama y tanteó hasta encontrar el dobladillo de las mantas, metió la mano debajo de
éstas, la pasó por encima del colchón hasta alcanzar mi pierna. Deslizando la palma
por mi muslo fue subiendo hasta mis bragas, mi ropa interior.
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Waris Dirie Flor del desierto
«Tengo que romper sus gafas —pensé— para demostrar que estuvo en la
habitación.» Apreté la mano en torno al mango del rodillo y lo bajé sobre su cara, con
toda mi alma. Primero oí un espantoso ruido apagado y luego empecé a gritar:
—¡Sal de mi jodido cuarto, maldito!
Shukree se sentó en su cama, llorando.
—¿Qué pasa?
Al cabo de unos segundos oí pasos que venían de todos los rincones de la
casa. Pero, como le había roto las gafas, Haji no veía, de modo que regresó a gatas a
su dormitorio. Se metió en la cama con toda la ropa puesta y fingió dormir.
Basma entró y encendió las luces. Por supuesto, ella conocía el plan, aunque
hizo ver que no sabía lo que ocurría.
—¿Qué pasa aquí? Shukree lo explicó.
—¡Haji estaba aquí, y andaba a gatas por toda la habitación!
Cuando mi tía Maruim entró, envuelta en su bata, grité:
—¡Tía, estuvo en mi cuarto! ¡Estuvo en mi cuarto y ayer también lo hizo! ¡Y le
he dado un golpe! —Señalé las gafas rotas junto a mi cama.
—¡Sst! —me pidió en tono severo—. No quiero oírlo. Ahora no. Volved todos
a la cama. Acostaos todos.
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podría hacerlo en cuanto dejara de trabajar como una esclava para mis tíos. Ellos, no
obstante, no estaban de acuerdo.
—¿Qué diablos vas a hacer aquí? —exclamó mi tía—, ¿Una chica de dieciocho
años que no tiene dónde alojarse, sin dinero, sin empleo, sin permiso de trabajo y que
no sabe inglés? ¡Es ridículo! Vas a volver a casa con nosotros.
Mucho antes del día en que debíamos marcharnos, mi tío Mohamed nos
recordó dos cosas: la fecha en que nos iríamos y que nuestro pasaporte debía estar en
orden. El mío lo estaba. Lo llevé a la cocina, lo metí en una bolsa de plástico y lo
enterré en el jardín.
Aguardé hasta el día antes del vuelo a Mogadiscio y entonces anuncié que no
encontraba mi pasaporte. Mi plan era de lo más sencillo: si no tenía pasaporte, no
podían llevarme de vuelta. Suspicaz, mi tío no dejaba de preguntarme:
—Y bien, Waris, ¿dónde puede estar tu pasaporte? ¿Dónde has estado para
que te lo olvidaras allí?
Obviamente conocía la respuesta, puesto que en cuatro años casi no había
salido de la casa.
—No lo sé. Quizá lo tiré accidentalmente mientras limpiaba —contesté con
expresión seria.
Él todavía era el embajador y podía ayudarme, si lo deseaba. Yo esperaba que,
al darse cuenta de que quería desesperadamente quedarme, no me obligaría a
regresar y me ayudaría a conseguir un visado.
—¿Y qué vamos a hacer ahora, Waris? ¡No podemos dejarte aquí!
Estaba furioso por haberle puesto en semejante situación. Durante
veinticuatro horas participamos en un juego de nervios, a ver quién cedía primero.
Yo insistía en que había perdido mi pasaporte y el tío Mohamed insistía en que nada
podía hacer para ayudarme.
La tía Maruim tenía su propia idea.
—¡Te vamos a atar, a meterte en una bolsa y subiremos contigo al avión sin
que nadie lo sepa! La gente lo hace muy a menudo.
La amenaza me llamó la atención.
—Si lo haces, tía, nunca, jamás, te perdonaré. Mira, tía, déjame aquí, ya me las
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arreglaré.
—Sí, sí, te las arreglarás —respondió sarcástica—. No, no vas a arreglártelas.
Por su cara me di cuenta de que estaba muy preocupada, pero, ¿lo estaría
tanto como para ayudarme? Tenía muchos amigos en Londres y mi tío tenía todos
los contactos de la embajada. Con una simple llamada telefónica bastaría para
conectarme con la supervivencia, pero yo sabía que no harían nada si llegaban a creer
que podían tirarse un farol y obligarme a regresar a Somalia.
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tu oportunidad. Anda, haz lo que quieras, pero no vamos a ponértelo fácil porque
creemos que deberías regresar con nosotros». Estoy segura de que les parecía una
vergüenza que una joven se quedara sola en Inglaterra, sin carabina. Sin embargo, la
decisión fue mía, y puesto que había decidido quedarme, tendría que hacerme
responsable de mi propio destino.
Luchando con el pánico que me embargaba, entré de nuevo en la casa. Cerré
la puerta y fui a la cocina a hablar con la única persona que quedaba: mi viejo amigo
el cocinero.
—Bien, como sabes, tienes que irte hoy —fue su único saludo—. Yo soy el
único que va a quedarse. Tú, no, tienes que marcharte. —Señaló la puerta de la casa.
¡Oh, sí! En cuanto mi tío se marchó le faltó tiempo para incordiar. La expresión
fanfarrona de su estúpido rostro probaba que darme órdenes le proporcionaba un
enorme placer. Me apoyé en el marco de la puerta, pensando en lo silenciosa que
parecía la casa ahora que todos se habían ido—. Waris, tienes que irte ahora. Quiero
que te largues.
—¡Oh, cierra el pico! —El tipo era como un horroroso perro que no deja de
ladrar—. Ya me voy, ¿de acuerdo? Sólo vine a por mi maleta.
—Cógela ya, rápido. Rápido. Apresúrate porque tengo que...
Para entonces yo estaba subiendo y no hacía caso de su cháchara. El amo
había partido y, en el breve lapso antes de la llegada del nuevo embajador, el
cocinero sería el amo. Recorriendo las habitaciones vacías pensé en los buenos y los
malos tiempos que había vivido aquí y me pregunté cuál sería mi siguiente hogar.
Recogí mi bolsita de lona de la cama, me la eché sobre el hombro, bajé los
cuatro tramos de escalera y salí por la puerta de la mansión. A diferencia del día de
mi llegada, éste era precioso, soleado, de cielo azul y aire tan fresco como en
primavera. En el minúsculo jardín desenterré mi pasaporte con ayuda de una piedra,
lo saqué de la bolsa de plástico y lo guardé en mi bolsa. Me froté las manos para
quitarme la tierra y eché a andar calle abajo. Mi vida entera se extendía ante mí sin
ningún lugar al que ir y nadie que me diera órdenes. Y algo me decía que todo
saldría bien.
Cerca de la casa de mi tío se encontraba mi primera escala: la embajada
somalí. Llamé a la puerta. El portero que la abrió conocía bien a mi familia, puesto
que ocasionalmente hacía las veces de chófer de mi tío.
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—Hola, señorita. ¿Qué hace aquí? ¿El señor Farah todavía se encuentra en
Londres?
—No, se ha marchado. Yo quería ver a Anna, a ver si pueden emplearme en la
embajada.
El se rió, regresó a su silla y se sentó. Cruzó las manos en la nuca y se apoyó
en la pared. Ahí estaba yo, en medio del vestíbulo, y él no se movía. Su actitud me
dejó perpleja, pues este hombre se había mostrado siempre educado conmigo.
Entonces me di cuenta de que —como la del cocinero— su actitud había cambiado
con las partidas de esa mañana. Mi tío se había marchado y, sin él, yo no era nadie.
Era menos que nadie, y esos vagos estaban encantados de tener la sartén por el
mango.
—¡Oh! Anna está demasiado ocupada para verte. —Esbozó una sonrisa
maliciosa.
—Mira —dije en tono firme—. Necesito verla.
Anna era la secretaria de mi tío y siempre había sido amable conmigo. Por
suerte, oyó mi voz en el vestíbulo y salió de su despacho a ver qué sucedía.
—¡Waris! ¿Qué haces aquí?
—Verás, es que no quería regresar a Somalia con mi tío —le expliqué—. De
veras que no quería regresar. De modo que..., ya no vivo en la casa, ¿sabes? Y me
preguntaba si conoces a alguien que..., alguien para quien pueda trabajar..., cualquier
cosa, no me importa. Haré cualquier cosa.
—Pues, cariño... —arqueó las cejas—, me pillas de improviso. ¿Dónde te
alojas?
—¡Oh, no lo sé! No te preocupes por eso.
—Bueno, pero, ¿puedes darme un número de teléfono al que llamarte?
—No, porque no sé dónde me alojaré. Encontraré un hotel barato esta noche.
—Sabía que me habría invitado a quedarme en su apartamento si éste no fuese
minúsculo—. Pero puedo regresar y darte el número más tarde, para que puedas
decirme si te enteras de algo.
—De acuerdo, Waris. Oye, cuídate. ¿Estás segura de que estarás bien?
—Sí, estaré bien. —Con el rabillo del ojo veía la sonrisita boba del portero—.
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Aliviada, salí a la luz del sol y decidí ir de compras. Lo único que tenía para
mantenerme hasta encontrar un empleo era la pequeña suma que había ahorrado de
mi sueldo de criada. Pero ahora que era una mujer de mundo necesitaba ropa
decente, un vestido nuevo que me animara. Fui andando desde la embajada hasta los
grandes almacenes en Oxford Circus. Ya había estado allí, con mi prima Basma, muy
al principio de mi estancia en Londres. La tía Maruim nos había mandado a que
compráramos algo para mí, pues no poseía ropa de invierno. De hecho, entonces no
tenía ropa, excepto lo que llevaba puesto en el vuelo, y una bonita sandalia.
La enorme variedad de artículos en las perchas y los estantes de Selfridges me
fascinó. La idea de que podía quedarme allí todo el tiempo que quisiera y probarme
todas esas prendas, todos esos colores, estilos y tamaños, resultaba embriagadora. La
idea de que por primera vez en mi historia yo era la responsable de mi propia vida —
de que nadie me gritaría que tenía que ordeñar las cabras, dar de comer a los bebés,
preparar el té, fregar los suelos, limpiar los inodoros— me resultaba igualmente
embriagadora.
Dediqué varias horas a probarme trajes en el probador, con la ayuda de dos
dependientas. Mediante mi limitado inglés y señas, les comunicaba que quería algo
más largo, más corto, más ceñido, más alegre. Al final de mi sesión maratoniana,
descartadas docenas de prendas amontonadas fuera de mi probador, una de las
dependientas me sonrió:
—¿Y bien, cariño, cuál has escogido?
La cantidad misma de cosas por escoger me abrumaba, pero ya empezaba a
ponerme nerviosa pensando que, calle abajo, en la siguiente tienda, podría encontrar
algo mejor. Más valía averiguarlo antes de separarme de mis preciadas libras.
—No voy a coger nada hoy —contesté en tono agradable—, pero gracias.
Con los brazos llenos de vestidos, las pobres dependientas me miraron
boquiabiertas y luego se miraron mutuamente, indignadas. Pasé tranquilamente
delante de ellas y proseguí con mi misión: examinar cada centímetro de Oxford
Street.
Después de ir a varias tiendas todavía no había comprado nada. Pero, como
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No te preocupes por la clase de trabajo. Acepta lo que sea hasta que aprendas inglés.
—¿Me ayudarás?
—Claro que te ayudaré.
Traté de conseguir una habitación en la YMCA, pero estaba llena y había lista
de espera. Todos los jóvenes querían alojarse allí porque era barato y podían hacer
amigos, además de contar con piscina olímpica y gimnasio. Añadí mi nombre a la
lista de espera, pero entretanto necesitaba hacer algo, pues no podía seguir ocupando
el espacio de la pobre Halwu. Enfrente de la YMCA, sin embargo, estaba la YWCA,
antes para mujeres cristianas pero ahora llena de ancianos y bastante deprimente,
pero alquilé una habitación y me dediqué a buscar empleo.
—¿Por qué no empiezas buscándolo aquí mismo? —sugirió mi amiga, con
toda lógica.
—¿Qué quieres decir? ¿Aquí?
—Aquí mismo. Aquí mismo. El McDonald's está al lado. —Y me lo señaló.
—No puedo trabajar allí, no puedo servir. No olvides que no hablo inglés ni sé
leer. Además, no tengo permiso de trabajo.
Pero Halwu sabía cómo funcionaba el tinglado y, siguiendo sus indicaciones,
fui atrás y pedí un trabajo limpiando la cocina.
Cuando empecé a trabajar en McDonald's, me di cuenta de cuánta razón tenía:
todos los que trabajaban atrás estaban exactamente en la misma situación que yo.
Esto permitía a la gerencia aprovecharse de la falta de documentación, porque no nos
pagaban el mismo sueldo que habrían tenido que pagar a alguien con permiso de
trabajo o a un ciudadano del país. Sabían que para sobrevivir, los extranjeros ilegales
teníamos que ser invisibles ante el gobierno. ¿Quién iba a interponer una queja
formal por lo bajo del salario? Siempre que fuésemos buenos trabajadores, a la
gerencia no le importaban nuestros antecedentes y lo mantenían todo muy secreto.
Como pinche de cocina en McDonald's pude aprovechar las habilidades que
había adquirido como criar— da: fregaba platos, mostradores, parrillas y suelos, en
un esfuerzo constante por hacer desaparecer los rastros de grasa de las
hamburguesas. Al llegar a casa por la noche estaba cubierta de grasa y apestaba a
grasa. En la cocina siempre faltaba personal, pero no me atrevía a quejarme. Dé todos
modos daba igual, porque ahora podía mantenerme y, además, sabía que no me
quedaría mucho tiempo allí. Entretanto haría lo que hiciese falta para sobrevivir.
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la habitación era lo bastante grande para las dos. Halwu era una gran amiga, e hice
amistad con otras personas en la YMCA, porque estaba repleta de jóvenes. Todavía
iba a la escuela y aprendía inglés, con calma, y trabajaba en McDonald's.
Mi vida avanzaba tranquilamente, pero no tenía idea de lo radicalmente que
iba a cambiar.
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ha estado siguiendo.
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XI
L A MO D E L O
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—Sí, de acuerdo. Ella también puede venir —Me sentía tan emocionada que
ya casi no tocaba la silla—. Venid pasado mañana, a las diez de la mañana, y haré
que alguien te maquille.
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porque llevaba mis mejores prendas y no tenía con qué ir a comprarme unas nuevas.
La recepcionista me preguntó si tenía yo algunas fotos, y le respondí que una.
Me presentó a una mujer de belleza clásica, una mujer elegante llamada Verónica,
que me llamó desde su despacho y me indicó que me sentara delante de su escritorio.
—¿Cuántos años tienes, Waris?
—¡Soy joven! —Fueron las primeras palabras que se me ocurrieron y las solté
de sopetón—. De veras, soy joven. Estas arrugas —señalé mis ojos—, nací con ellas.
Verónica sonrió.
—No hay problema.
—Y a partir de entonces apuntó mis respuestas en unos formularios—.
¿Dónde vives?
—Oh, vivo en la Y.
—¿Qué? —frunció el entrecejo—. ¿Dónde vives?
—En la YMCA.
—¿Trabajas?
—Sí.
—¿Dónde y qué haces?
—McDonald's.
—De acuerdo. ¿Sabes algo de pase de modelos?
—Sí.
—¿Qué sabes? ¿Sabes mucho?
—No. Sé que quiero hacerlo. —Esto último lo repetí varias veces para que
quedara claro.
—De acuerdo. ¿Tienes un book, un álbum de fotos?
—No.
—¿Tienes familia aquí?
—No.
—¿Dónde está tu familia?
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—En África.
—¿Eres de allí?
—Sí, de Somalia.
—De acuerdo, así que no tienes a nadie aquí.
—No, nadie de mi familia.
—Bien. En este momento hay un casting y tienes que ir.
De veras intentaba entenderla y me detuve un minuto tratando de descifrar la
última frase.
—No lo entiendo, lo siento.
—Un c-a-s-t-i-n-g —alargó la palabra.
—¿Qué es casting?
—Una entrevista. Cuando vas a pedir empleo y te entrevistan, ¿vale?
Entrevista. ¿Entiendes?
—Sí, sí —mentí.
En realidad no sabía lo que me decía. Me dio unas señas y me dijo que fuera
directamente.
—Los llamaré y les diré que ya vas para allí. ¿Tiene dinero para un taxi?
—No, puedo ir andando.
—No, no. Es demasiado lejos. Demasiado lejos —repitió subrayando las
palabras—. Tienes que ir en taxi. Taxi. ¿De acuerdo? Ten, aquí tienes diez libras.
Llámame cuando hayas acabado, ¿vale?
Mientras atravesaba la ciudad en taxi me sentía eufórica. «Ay, ay, ay. Ahora sí
que voy a despegar. Voy a ser modelo.» Entonces me percaté de que había olvidado
una cosa: no le había preguntado de qué iba el trabajo. «Bueno, no importa. ¡Me irá
bien porque soy una zorra muy buena.»
Cuando llegué al casting entré en el estudio de otro fotógrafo. Abrí la puerta y
me encontré con un lugar lleno de modelos profesionales, una estancia tras otra
abarrotadas de mujeres con piernas tan largas que parecían llegarles hasta el cuello.
Se pavoneaban como leonas cercando a su presa, arreglándose delante de espejos,
doblándose para sacudirse el cabello, untándose maquillaje en las piernas para que
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lucieran morenas. Me dejé caer en un asiento y saludé a una de las chicas de mi lado.
—Mmm. ¿De qué va el trabajo?
—El calendario de la Pirelli.
—Mmm. —Asentí con la cabeza como si supiera a qué se refería—. Calendario
de Pruli. Gracias. —«¿Qué demonios es eso de calendario Pruli?»
Con los nervios destrozados, incapaz de permanecer quieta, cruzaba y
descruzaba las piernas y me removía en la silla hasta que una ayudante salió y me
dijo que era mi turno. Me quedé de piedra.
Me volví hacia la chica de mi lado y le indiqué que se acercara a la ayudante.
—Ve tú, estoy esperando a mi amiga.
E hice lo mismo cada vez que la ayudante salía, hasta que el lugar quedó
vacío. Todos se habían ido a casa.
Finalmente, la mujer salió y se apoyó, cansada, en la pared.
—Venga, ya puedes entrar.
La miré un minuto entero. «Basta —me dije—. ¿Vas a hacerlo, sí o no? Venga,
levántate, levántate.»
La seguí al estudio. Un hombre con la cabeza pegada a la parte trasera de una
cámara me gritó:
—Allí. Allí está la marca. —La señaló vagamente con una mano."
—¿Marca?
—Sí, ponte sobre la marca.
—Oh, de acuerdo. Que me ponga aquí.
—De acuerdo. Quítate el top.
«Seguro que no lo he oído bien», pensé, pero tenía ganas de vomitar.
—¿Mi top? ¿Quiere decir mi blusa?
Él sacó la cabeza de debajo de la cortinilla y me miró como si fuese una idiota.
—Sí. Quítate la blusa, ya sabes —espetó sumamente irritado—. ¿Para qué
estás aquí?
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Se lo dije.
—Pues Terence te pagara mil quinientas libras por un día.
—¿Todo para mí? ¿Todo mío?
—Sí, y podrás viajar. El trabajo es en Bath. No sé si has estado allí, pero es un
lugar muy bonito. Te alojarás en el Royalton —añadió, como si eso significara algo
para mí—. Oye, ¿quieres hacerlo, sí o no?
Ya me había convencido. Con tanto dinero pronto ahorraría suficiente para
ayudar a mi madre.
—¡De acuerdo, de acuerdo! ¿Cuándo vuelvo a su estudio?
—¿Qué te parece mañana por la mañana?
—Y sólo tengo que quitarme el top..., ¿nada más? ¿Estás segura de que por mil
quinientas libras no tengo que acostarme con el hombre?
—No, no. No es un truco. De veras que no.
—O..., ya sabes..., que quiera que me abra de piernas o algo así... Si eso es lo
que quiere, dímelo.
—Sólo quiere que te quites el top. Pero acuérdate, mañana sólo hará una
instantánea y luego te dirá si te da el empleo. Así que sé amable...
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algunas puede que sean sin ropa. —Lo repasó todo conmigo; me explicó cómo se
desarrollaba el procedimiento entero. Para entonces estaba segura de que no se
trataba de un escurridizo viejo verde—. De acuerdo, ahora vamos a hacer la
instantánea. ¿Estás preparada?
Estuve preparada desde el momento en que Verónica me dijo cuánto ganaría,
pero ahora, además, me sentía relajada.
—Sí, estoy preparada.
A partir de entonces me convertí en una perfecta profesional. Me puse sobre la
marca y —zas— me despojé del top y miré a la cámara, confiada. ¡Perfecto! Cuando
Terence me enseñó la instantánea me hizo pensar en mi hogar en África. Era una foto
en blanco y negro, sencilla y honesta, nada hortera ni cursi; tampoco tenía nada de
pornográfico. Era, simplemente, la Waris que se había criado en el desierto, una niña
con los diminutos pechos expuestos al calor.
Al llegar a casa aquella noche recibí un mensaje de la agencia. Me habían dado
el trabajo e iría a Bath la semana siguiente. Verónica me había dejado el número de
teléfono de su domicilio. La llamé para explicarle que debía trabajar en el
McDonald's y que no podía permitirme no hacerlo, pues no sabía cuánto tardarían en
pagarme por hacer de modelo; pero ella me salvó: si necesitaba dinero, comentó,
podía darme un adelanto.
Desde aquel día no he puesto un pie en un McDonald's. Después de hablar
con Verónica, colgué el teléfono y eché a correr por toda la YMCA contando mi
nueva empresa, no sólo a mis amigos, sino también a cualquiera dispuesto a
escucharme.
—¡Oh, vamos! ¡Deja de fanfarronear, por Dios! Vas a enseñar las tetas, ¿no? —
espetó Halwu.
—¡Sí, por mil quinientas libras!
—¿Por esas cositas? Deberías sentir vergüenza. —Se echó a reír.
—Pues no es así. ¡Esto es agradable! No esas cosas obscenas..., y vamos a ir a
Bath y nos alojaremos en un gran hotel.
—Pues no quiero oírlo... Deja de contárselo a todos en el edificio, ¿de acuerdo?
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cartel.
«¡Ay, Dios mío! ¿Ahora qué? ¿Tengo que decirles que no sé leer? No, es
demasiado humillante. No puedo hacerlo.»
—Discúlpenme —dije—. Tengo que irme..., ahora vuelvo.
Y salí del edificio y regresé a la agencia a por mí bolsa. Sólo Dios sabe cuánto
tiempo me esperaron los del casting antes de que se dieran cuenta de que no iba a
regresar. En la agencia dije que todavía no me habían llamado, que quería recoger mi
bolsa primero porque me parecía que iría para largo. Eran más o menos las dos de la
tarde, pero me fui a casa, dejé mi bolsa y fui en busca de una peluquería. Entré en
una cerca de la YMCA y un caballero me preguntó en qué podía ayudarme.
—Decolorarme el cabello.
El estilista enarcó las cejas.
—Bueno, puede hacerse, ¿sabe?, pero tardará mucho tiempo y cerramos a las
ocho.
—Bien, tenemos hasta las ocho.
—Sí, pero hay otras personas antes que usted.
Le supliqué hasta que cedió. Me aplicó el peróxido y lamenté inmediatamente
haberlo hecho. Llevaba el cabello tan corto que los productos químicos me quemaban
y tenía la sensación de que se me estaban cayendo grandes trozos de cuero cabelludo.
Sin embargo, apreté los dientes y esperé. Cuando el estilista me lavó el pelo se había
vuelto anaranjado. De modo que tuvo que repetir el proceso, porque el peróxido
necesitaba más tiempo para quitar el color. Después del segundo lavado, el cabello
apareció amarillo y, después de la tercera aplicación, era, por fin, rubia.
Me encantó. Sin embargo, camino del metro, vi a varios chiquillos coger a su
madre de la mano y gritar:
—Mami, mami, ¿qué es eso? ¿Es hombre o mujer?
Con todo, para cuando llegué a la YMCA decidí que me importaba un bledo
porque mi cabello no era para impresionar a los chiquillos. Ser rubia era algo que
quería probar para mí misma y a mí me parecía fabuloso;
Me esperaba un mensaje de la agencia: «¿Dónde estás? Aún te están
esperando en el casting. ¿Vas a regresar? Todavía quieren verte. Te están
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Mi nueva carrera en el cine me tenía muy emocionada, hasta que un día fui a
la agencia y Verónica me dijo:
—Tengo muy buenas noticias, Waris. The Living Daylights se filmará en
Marruecos.
Me quedé de piedra.
—¿Sabes? Por desgracia hay algo que preferiría no tener que decirte. ¿Te
acuerdas que el día en que me contrataste me preguntaste si tenía pasaporte? Pues sí
que tengo uno, pero mi visado ha expirado y, si salgo de Inglaterra, no podré volver
a entrar.
—¡Waris, me mentiste! Para ser modelo tienes que tener un pasaporte válido,
de lo contrario no podemos trabajar contigo. Tienes que viajar todo el tiempo. ¡Dios!
No vas a poder hacer el trabajo, tendremos que cancelar tu contrato.
—No, no. No hagas eso, ya se me ocurrirá algo. Encontraré la solución.
Verónica me miró como si no me creyera, aunque me dijo que era cosa mía.
Pasé los siguientes días en mi habitación, pensando. Sin embargo, por más que
pensaba no se me ocurría nada. Consulté con todos mis amigos, y la única solución
que se le ocurrió a alguien fue que podía casarme, pero no tenía con quién hacerlo.
Me sentí muy mal, no sólo porque mi carrera se estaba echando a perder, sino
también porque había mentido a Verónica y le había fallado a la agencia.
Una noche, en pleno dilema, bajé a la piscina del hostal, donde mi amiga
Marilyn, una negra nacida en Londres, trabajaba de socorrista. Cuando me instalé en
el hostal bajaba a la piscina y me sentaba, con la vista clavada en el agua; el agua me
encanta. Finalmente, una noche, Marilyn me preguntó por qué nunca me metía en la
piscina y le contesté que no sabía nadar.
—Pues yo puedo enseñarte —se ofreció.
—De acuerdo.
Fui a la parte más honda de la piscina, aspiré hondo y me zambullí. Supuse
que, puesto que era salvavidas, podría salvarme. Pero, ¿a que no adivináis lo que
ocurrió? Debajo del agua nadé como un pez hasta la otra punta.
Salí a la superficie con una sonrisa de oreja a oreja.
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Los funcionarios británicos son muy bruscos y severos para dejarte entrar en
Inglaterra. Pero si eres africana y negra, son dos veces más duros. Una sabe que
revisarán el pasaporte con mirada sumamente penetrante. Me sentía tan mal que creí
que iba a desmayarme. Empecé a fantasear que me tumbaba y me moría a fin de no
tener que pasar ya por esta tortura. «Dios —recé—, ayúdame, por favor. Si sobrevivo
a esto, te prometo que nunca más haré algo tan estúpido.»
Estaba a punto de llegar, sin saber si las rodillas se me doblarían. De pronto,
un modelo que era un pelmazo, llamado Geoffrey, me quitó el pasaporte de la mano.
Era un cabrón sabelotodo, al que le encantaba incordiar, y en este caso no habría
podido encontrar un blanco más vulnerable.
—Ay, por favor, por favor...
Traté de quitárselo, pero era mucho más alto que yo y lo levantó para que no
pudiera alcanzarlo.
En todo el viaje todos me habían llamado Waris; todos sabían que me llamaba
Waris Dirie. Geoffrey abrió el pasaporte y chilló:
—¡Ay, Dios mío! Escuchad..., escuchad todos. Adivinad cómo se llama.
Marilyn Monroe.
—Por favor, dámelo... —Para entonces estaba temblando. Geoffrey corrió
dando vueltas, partiéndose de risa, y enseñó mi pasaporte a todo el grupo.
—¡Se llama Marilyn Monroe! ¡Mirad esta mierda! ¿Qué coño? ¿De qué va esto,
chica? ¡Con razón te teñiste de rubia!
Yo no sabía que había otra Marilyn Monroe. Para mí no era más que mi amiga,
la socorrista de la YMCA. Por suerte, porque saber que andaba por ahí con un
pasaporte que ostentaba mi foto y el nombre de una famosa estrella del cine habría
aumentado mi preocupación. En aquel momento, lo que más me preocupaba era que,
según mi pasaporte, me llamaba Marilyn Monroe, había nacido en Londres y, sin
embargo, casi no hablaba inglés. «Estoy muerta... Éste es el fin... Estoy muerta... Éste
es el fin...», eran las palabras que resonaban en mi mente mientras mi cuerpo sudaba
a chorros todo un río de sudor.
Todos los de la película se unieron al juego.
—¡Oye! ¿Cómo te llamas de verdad? Ahora, en serio... ¿De dónde eres?
¿Sabías que hay gente nacida en pleno Londres que no habla inglés?
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XII
LOS MÉDICOS
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Sin embargo, la regla no era cosa de risa. Desde un principio, cuando contaba
unos once o doce años, fue una pesadilla. Empezó un día, cuando me encontraba sola
cuidando a mis ovejas y mis cabras. Hacía un calor insoportable y me había sentado
bajo un árbol, sintiéndome bastante apática y aún más incómoda por el hecho de que
me dolía la panza. «¿Qué es este dolor? —me pregunté—. ¿Estaré embarazada? ¿Voy
a tener un hijo? Pero no he estado con un hombre. Entonces, ¿cómo puedo estar
embarazada?» La presión no hizo sino aumentar, a la par con mi temor. Al cabo de
una hora, más o menos, fui a orinar y vi sangre. Creí que me estaba muriendo.
Dejé a los animales pastando, corrí a casa y me eché en brazos de mi madre,
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llorando y gritando.
—¡Me estoy muriendo! ¡Ay, mamá, me estoy muriendo!
—¿De qué hablas?
—Estoy sangrando, mamá... ¡Me voy a morir!
Ella me clavó una mirada penetrante.
—No, no vas a morirte. No pasa nada. Es tu regla.
Yo nunca había oído hablar de ello..., No sabía nada al respecto.
—Explícamelo. ¿De qué estás hablando?
Mi madre me explicó el proceso mientras yo me retorcía, desconsolada, y me
apretaba el abdomen.
—Pero, ¿qué hago para que no me duela? Porque ¿sabes?, me siento como si
me fuera a morir.
—Waris, no puedes hacer nada. Tienes que dejar que pase, esperar a que esté
listo para que pase.
Pero yo no estaba dispuesta a aceptar esta solución. Buscando algo que me
aliviara, regresé al desierto y empecé a cavar un hoyo debajo de un árbol. Los
movimientos me sentaban bien y apartaban el dolor de mi mente. Cavé y cavé con un
palo, hasta tener un agujero lo bastante profundo para enterrar la mitad inferior de
mi cuerpo; me metí en él y apretujé la arena en torno a mi cuerpo; debajo de la
superficie la arena estaba más fresca, más o menos como una bolsa de hielo, y
descansé allí durante la parte más caliente del día.
Cavar un hoyo se convirtió en mi modo de afrontar la regla cada mes. Por
extraño que parezca, posteriormente me enteré de que mi hermana Amam había
hecho lo mismo. Pero este tratamiento tenía sus inconvenientes. Un día mi padre
pasaba por allí y vio a su hija enterrada debajo de un árbol. Desde lejos parecía que
me habían cortado de la cintura para abajo y me habían abandonado en la arena.
—¿Qué diablos estás haciendo?
Al oír su voz, automáticamente traté de saltar fuera del hoyo, pero como la
arena estaba tan apretada no lo logré enseguida. En mi esfuerzo por salir daba
zarpazos en la arena a fin de sacar las piernas. Era demasiado tímida para explicarle
por qué me enterraba y no dejó de burlarse.
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—Si quieres enterrarte viva, hazlo bien. Vamos, ¿qué es eso de hacerlo a
medias?
Más tarde preguntó a mi madre a qué se debía este extraño comportamiento,
pues le preocupaba que su hija se estuviese convirtiendo en una especie de animal de
madriguera, un topo obsesionado con cavar túneles subterráneos, y mi madre le
explicó la situación.
Con todo, como había predicho mi madre, no había nada que me quitara el
dolor. Aunque aún no lo entendía, la sangre de la menstruación se acumulaba en mi
cuerpo, al igual que la orina, pero puesto que durante varios días fluía
constantemente, o intentaba fluir, el dolor resultaba un auténtico tormento. La sangre
salía a gotas y, como resultado, duraba al menos diez días.
El punto más crítico del problema se presentó cuando vivía con mi tío
Mohamed. Una mañana, temprano, preparé su desayuno, como de costumbre.
Llevaba la bandeja de la cocina a la mesa del comedor, donde él esperaba; de pronto
me desmayé y los platos cayeron y se hicieron añicos. Mi tío vino corriendo y me dio
unos cuantos bofetones a fin de hacerme volver en mí, cosa que hice poco a poco.
—¡Maruim! ¡Maruim! —le oí gritar como de muy lejos—. ¡Se ha desmayado!
Cuando por fin volví en mí, la tía Maruim me preguntó qué me ocurría y le
dije que esa mañana me había llegado la regla.
—Pues esto no está bien; tenemos que llevarte al médico. Pediré hora con el
mío para esta tarde.
Al médico de mi tía le expliqué que mis reglas eran muy dolorosas y cuando
las tenía me desmayaba, que el dolor me dejaba paralizada y no sabía qué hacer al
respecto.
—¿Puede ayudarme? Por favor... ¿Hay algo que pueda hacer? Porque ya no lo
aguanto más.
Sin embargo, no le mencioné que me habían practicado la ablación; ni siquiera
sabía cómo sacar el tema a colación. Todavía era una chiquilla, y todos los problemas
relacionados con mi condición física derivaban de una mezcla de ignorancia,
confusión y vergüenza; además, no estaba segura de que mi circuncisión fuese la raíz
del problema, pues todavía creía que lo que me ocurría a mí le ocurría a todas las
chicas. A mi madre, el dolor no le había parecido anormal, porque todas las mujeres
que conocía estaban circuncidadas y todas padecían el mismo tormento. Forma parte
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paso era evidente: tendría que regresar al médico y decirle que me habían practicado
la ablación. Entonces tal vez podría ayudarme.
Escogí al primer médico, el doctor Macrae, porque trabajaba en un gran
hospital y se me ocurrió que tendría el equipo necesario si hacía falta operarme.
Llamé y pedí hora, pero tuve que esperar un mes de puro tormento a que me
recibiera. Llegado el día, usé una excusa para ausentarme de casa de mi tía y acudí al
consultorio del doctor Macrae.
—Hay algo que no le he dicho. Soy de Somalia y..., y... —Me resultaba muy
violento explicarle el terrible secreto en mi inglés chapurreado—. Me han
circuncidado.
Ni siquiera me dejó hablar.
—Cámbiese. Quiero examinarla. —Vio mi expresión aterrorizada—. No pasa
nada —añadió, llamó a la enfermera y ella me enseñó dónde cambiarme y cómo
ponerme la bata.
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Marilyn llamó al consultorio y pidió hora. En esta ocasión tuve que esperar un
mes y en ese lapso no dejé de insistir:
—Chica, ¿estás segura de que vendrás conmigo?
—No te preocupes, que iré. Estaré allí, a tu lado.
El día de la operación me hizo levantarme muy temprano y fuimos al hospital.
La enfermera me llevó a la sala. Allí estaba la mesa del quirófano. Cuando la vi, casi
me di la vuelta, a punto estuve de salir corriendo. Era mejor que una piedra junto a
un arbusto, pero no esperaba sentirme mucho mejor. Sin embargo, el doctor Macrae
me puso anestesia para el dolor, algo que me habría gustado tener cuando la Asesina
me mutiló. Marilyn me cogió la mano mientras yo me dormía.
Al despertar, me habían trasladado a una habitación doble, con una mujer que
acababa de dar a luz. Esa señora y la gente que conocí en la cafetería a la hora de la
comida no dejaban de preguntarme:
—¿A qué has venido?
¿Qué podía hacer? ¿Confesar: «¡Oh! He venido a que me operen la vagina.
Tenía el coño demasiado estrecho»? Les dije que tema un virus estomacal. Y, aunque
la recuperación supuso una gran mejora comparada con la de la ablación, algunos de
mis peores recuerdos volvieron a hacerse realidad. Cada vez que tenía que orinar
ocurría lo mismo: sal y agua caliente. Pero al menos las enfermeras me dejaban
bañarme en agua caliente. ¡Ah! Y me daban analgésicos, de modo que el dolor no era
tan terrible, pero de veras me alegré cuando estuve del todo recuperada.
El doctor Macrae hizo un buen trabajo y siempre se lo agradeceré.
—Sepa que no está sola —me informó—. Déjeme decirle que muchas mujeres
llegan aquí con el mismo problema, mujeres de Sudán, de Egipto, de Somalia.
Algunas están embarazadas y tienen terror a dar a luz porque dar a luz mientras
están cosidas es peligroso. Pueden presentarse muchas complicaciones: el bebé
puede asfixiarse al tratar de salir por una abertura tan estrecha, o la madre puede
desangrarse y morir. Así que vienen a verme, sin permiso de su marido o de su
familia, y yo hago lo mío, hago lo que puedo.
Al cabo de dos o tres semanas había vuelto a la normalidad. Bueno, no
exactamente a la normalidad, sino que era más bien como una mujer a la que no
hubiesen practicado la ablación. Waris era una nueva mujer. Podía sentarme en el
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XIII
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amigo; en Londres todos estaban de fiesta; me dejé llevar por el espíritu navideño y
llegué a casa muy tarde. Me dormí en cuanto mi cabeza tocó la almohada, pero un
tamborileo constante en mi ventana me despertó. Miré afuera y vi al amigo que
acababa de acompañarme a casa; llevaba un periódico en la mano y decía algo que yo
no entendía, de modo que abrí la ventana.
—¡Waris, estás en primera plana del Sunday Times!
—¡Oh...! —Me froté los ojos—. ¿De veras? ¿En serio?
—¡Sí! ¡Mira!
Levantó el periódico y allí estaba yo, cubriendo la plana entera: una foto de
tres cuartos de perfil, más grande que el tamaño real, con mi cabello rubio que
parecía arder y una expresión resuelta en el rostro.
—Qué bien... Voy a acostarme..., a dormir.
Y regresé a la cama tambaleándome.
Sin embargo, a mediodía ya me había dado cuenta de todas las ventajas que
me aportaría esta publicidad. Sin duda, aparecer en primera plana del Sunday Times
de Londres generaría algo. Mientras tanto seguí buscando por toda la ciudad.
Después de asistir a multitud de castings y de incordiar a mi agente, acabé por
cambiar de agencia, aunque no por esto mejoró la situación.
—Es que no hay mucho mercado para modelos negras en Londres, Waris —
me dijeron en la nueva agencia—. Tienes que viajar a París, Milán, Nueva York.
A mí, la idea de viajar me entusiasmaba, pero seguía teniendo el mismo
problema: el del pasaporte. En la agencia me dieron el nombre de un abogado,
Harold Wheeler, que había ayudado a varios inmigrantes con su pasaporte. Me
sugirieron que hablara con él.
Fui al despacho del tal Harold Wheeler y descubrí que me ayudaría a cambio
de dos mil libras, una auténtica extorsión. Con todo, me dije que, puesto que podría
viajar, recuperaría esa suma en un periquete. Sin pasaporte no llegaba a ninguna
parte. Acudí a todas las fuentes posibles y por fin conseguí reunir las dos mil libras,
si bien me preocupaba la idea de entregarle todo el dinero que me habían prestado
sólo para enterarme de que era un ratero.
Dejé el dinero en casa y pedí otra cita con el abogado. Llevé a Marilyn para
que me diera su opinión. Llamé al intercomunicador y la secretaría de Wheeler
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Mi buena amiga Marilyn fue mi testigo el día de mi boda. Fuera del registro
civil, vimos venir, haciendo eses, a un anciano de cara arrugada y roja, indomable
cabello blanco y harapiento. Dejamos de reírnos cuando empezó a subir por los
escalones del edificio.
—¿Es usted el señor O'Sullivan? —me atreví a preguntar.
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—El mismo que viste y calza. Ése soy yo. —Bajó la voz—. ¿Eres tú? —Asentí
con la cabeza—. ¿Tienes el dinero, chica...? ¿Has traído el dinero?
—Sí—
—¿Ciento cincuenta libras?
—Sí.
—Buena chica. Venga, vamos, apresúrate, apresúrate. Vamos. No hay que
desperdiciar el tiempo.
Mi nuevo marido apestaba a güisqui y era obvio que estaba totalmente
borracho.
—¿Vivirá el tiempo suficiente para que me den el pasaporte? —susurré a
Marilyn mientras le seguíamos escalera arriba.
La secretaria dio comienzo a la ceremonia, pero a mí me estaba costando
mucho concentrarme. El señor O'Sullivan, que no dejaba de mecerse, me distraía y,
¡cómo no!, en el momento en que la secretaria me preguntaba:
—Waris, toma usted a este hombre... —El anciano cayó al suelo pesadamente.
Al principio creí que había muerto, pero luego me di cuenta de que respiraba
con dificultad por la boca abierta. Me arrodillé y lo zarandeé.
—¡Señor O'Sullivan! —grité—. ¡Despierte! —Pero él se negó. Puse los ojos en
blanco—. ¡Fantástico! —chillé—. ¡El día de mi boda...! —Y Marilyn tuvo que
apoyarse en la pared para no caerse de la risa—. ¡Menuda suerte la mía! Mi querido
marido se desmaya frente al altar.
Ante una situación tan ridícula me pareció que igual podíamos divertirnos y
le exprimí todo el jugo que pude.
La secretaria se puso las manos en las rodillas y se inclinó para examinar a mi
novio por encima de sus diminutas gafas.
—¿Se encuentra bien?
«¡Cómo coño quieres que lo sepa!», quería gritarle, pero me contuve a tiempo,
pues me estaría descubriendo a mí misma.
—Despierta, vamos, ¡despierta! —Para entonces había recurrido a dar unas
sonoras bofetadas a mi supuesto novio—. Por favor..., que alguien me traiga agua.
¡Que alguien haga algo...! —supliqué, conteniendo a duras penas la risa.
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tipos de aspecto muy rudo de unos veintipico años, se plantaron delante de mí.
—¿Quién eres? —me gruñó uno—. ¿Y por qué estás sentada en la entrada de
mi viejo?
—¡Eh, hola! —les dije en tono agradable—. No sé si lo sabéis, pero me he
casado con vuestro padre.
Ambos me echaron una mirada airada y el más corpulento me gritó:
—¿Qué? ¿De qué coño hablas?
—Mirad, estoy hecha un lío y necesito la ayuda de vuestro padre. Lo único
que quiero es que venga conmigo a un despacho en la ciudad y responda a un par de
preguntas. Me quitaron el pasaporte y necesito que me lo devuelvan, así que, por
favor...
—¡Lárgate, coño de mierda!
—¡Oye! Le di todo mi dinero a tu viejo —y señalé la puerta— y no pienso irme
sin él.
Su hijo, sin embargo, no era de la misma opinión. Sacó un palo de debajo del
abrigo y tiró de él con aire amenazador, como dispuesto a romperme la crisma.
—¿Ah, sí? ¡Pues vamos a joderte bien jodida! Vamos a enseñarte a no andar
por ahí diciendo mentiras...
Su hermano soltó una carcajada y luego se limitó a sonreír. Observé esa
sonrisa, a la que le faltaban unos dientes, y supe que estos tipos no tenían nada que
perder, que podían matarme a palos allí mismo en aquella entrada y que nadie lo
sabría..., y que a nadie le importaría. Me levanté de un brinco y eché a correr. Me
persiguieron un par de manzanas y, una vez convencidos de haberme ahuyentado,
me dejaron en paz.
No obstante, al regresar a casa aquel día decidí volver a Croydon, y volver, y
volver, hasta dar con el viejo. No me quedaba opción. Para entonces, Frankie no sólo
me dejaba vivir con él sin pagarle alquiler, sino que me compraba comida y, para
colmo, estaba yo pidiendo prestado a otros amigos, situación que no podía durar.
Había desperdiciado todo mi dinero con ese ratero que se hacía pasar por abogado
especialista en asuntos de Inmigración, y no podía trabajar. ¿Qué podía perder? Unos
dientes, si no me andaba con cuidado, pero decidí ser más lista que esos canallas, y
eso no parecía demasiado difícil.
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—¡Ay, no Waris! ¿Por qué no vienes aquí unos días a descansar? Puedes venir
en tren. Cheltenham está a un par de horas de Londres y es muy bonito. Te hará bien
venir a la campiña un tiempo y quizá podamos encontrar una solución.
Cuando llegué, Julie me recibió en la estación y condujo por el paisaje de un
verde aterciopelado. Una vez en la casa, nos sentamos en la sala de estar y su
hermano Nigel entró. Era alto, muy pálido, de largo y fino cabello rubio, y terna los
dientes frontales y los dedos manchados de nicotina. Nos llevó una bandeja con té y
se dedicó a fumar un cigarrillo tras otro mientras yo contaba la pesadilla de mi
pasaporte y cómo llegaba a su triste fin.
—No te preocupes, yo te ayudaré —dijo Nigel de pronto, y se apoyó en el
respaldo con los brazos cruzados al frente.
Este comentario, viniendo de un hombre al que acababa de conocer me dejó
anonadada.
—¿Cómo vas a hacer eso? ¿Cómo vas a ayudarme?
—Me casaré contigo.
—Oh, no. No. Ya he pasado por eso. —Negué con la cabeza—. Y por eso estoy
metida en este lío. No pienso volver a pasar por eso. Basta. Me tiene harta. Quiero
regresar a África, ser feliz; mi familia está allí, y todo lo que conozco también. No
entiendo nada de este loco país. Aquí todo es locura y confusión. Vuelvo a casa.
Nigel se puso en pie de un brinco. Cuando regresó traía el Sunday Times con
mi foto en primera plana, el número que había salido hacía más de un año, mucho
antes de que conociera a Julie.
—¿Qué estás haciendo con eso?
—Lo guardé porque sabía que un día te conocería. —Señaló mi ojo en la foto—
. El día que vi esta foto, vi una lágrima en tu ojo, agua que se deslizaba por tu mejilla.
Cuando miré tu cara, te vi llorar y supe que precisabas ayuda. Y Alá me dijo..., Alá
me dijo que era mi deber salvarte.
¡Ay, mierda! Lo miré con los ojos desmesuradamente abiertos. «¿Quién es este
cabrón chiflado? El que necesita ayuda es él.» Sin embargo, todo el fin de semana
Julie y Nigel insistieron en que, si Nigel podía ayudarme, ¿por qué no aceptarlo?
¿Qué futuro me esperaba en Somalia? ¿Qué me esperaba allá? ¿Mis cabras y mis
camellos? A Nigel le planteé la pregunta que no había dejado de dar vueltas en mi
mente:
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—¿Y tú qué ganas con esto? ¿Por qué quieres casarte conmigo y meterte en
este lío?
—Ya te lo he dicho... No quiero nada de ti. Alá me ha enviado a ti.
Le expliqué que casarse conmigo no era una simple cuestión de ir
tranquilamente al registro civil y que ya estaba casada.
—Pues divórciate y diremos a los tipos del gobierno que pensamos casarnos
—contestó él con toda lógica—, para que no te deporten. Iré contigo. Después de
todo soy ciudadano británico y no pueden decir que no. Mira, me siento mal por ti y
estoy aquí para ayudarte. Haré lo que pueda.
—Pues, muchas gracias...
—Waris, si puede ayudarte —interrumpió Julie—, hazlo. Más vale que te
arriesgues porque, si no, ¿qué más tienes?
Después de haberlos escuchado durante varios días decidí que al menos ella
era amiga mía y él era su hermano. Sabía dónde vivía y podía confiar en él. Julie
tenía razón: mejor arriesgarme.
Ideamos un plan: Nigel iría conmigo a pedirle el divorcio al señor O'Sullivan,
puesto que no quería encontrarme a solas con sus hijos. Supuse que, como en todo lo
concerniente a este viejo, querría dinero antes de aceptar cualquier cosa. Suspiré. Sólo
pensarlo me agotaba. Pero mi amiga y su hermano insistieron y empecé a sentirme
un poco más optimista.
—Vamos —dijo Nigel—. Subamos al coche ahora mismo y vayamos a
Croydon.
Así pues, los dos fuimos al barrio del viejo e indiqué a Nigel cómo llegar a su
casa.
—Cuidado —le advertí—. Estos tipos..., sus hijos..., están locos. Incluso tengo
miedo de bajar del coche. —Nigel se rió—. Lo digo en serio. Me persiguieron y
trataron de pegarme..., están chiflados, créeme. Tenemos que andarnos con mucho
cuidado.
—Vamos, Waris... Sólo diremos al viejo que te vas a divorciar. Y ya está. No es
nada del otro mundo.
Cuando llegamos a la casa del señor O'Sullivan era ya tarde avanzada y
aparcamos delante del edificio. Nigel llamó a la puerta mientras yo miraba por
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encima del hombro, calle abajo y calle arriba. Nadie contestó, pero no me sorprendí.
Supuse que tendríamos que ir al pub de la esquina.
—Venga, vamos a mirar por la ventana de atrás, a ver si está en casa.
A diferencia de mí, Nigel era alto y podía ver el interior con facilidad. Sin
embargo, tras mirar por varias ventanas sin éxito, me dijo con expresión confusa en
la mirada:
—Tengo la sensación de que algo va mal.
«¡Yaya! Ahora empiezas a captarlo. Ésa es mi impresión cada vez que tengo
algo que ver con ese gusano..»
—¿Qué quieres decir con eso de que algo va mal?
—No lo sé..., sólo siento... Quizá, si puedo meterme por esta ventana... —
Dicho esto se dedicó a golpear una ventana con la palma de la mano para abrirla.
La vecina de al lado salió.
—Si buscan al señor O'Sullivan, hace semanas que no le vemos —gritó, y se
quedó mirándonos, con los brazos cruzados al frente.
Nigel siguió dando golpes a la ventana, que se abrió un poco y dejó escapar
un olor asqueroso. Me cubrí la boca y la nariz con ambas manos y me di la vuelta.
Nigel se agachó a la altura del resquicio y miró adentro.
—Está muerto..., lo veo en el suelo.
Pedimos a la vecina que llamara a una ambulancia, nos metimos en el coche y
nos largamos. Lo siento, pero lo único que sentí fue alivio.
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frondosa y verde, salpicada de granjas y lagos, era del todo distinta a los desiertos de
Somalia, me gustaba pasar el tiempo al aire libre en lugar de estar encerrada en
rascacielos y estudios sin ventanas. En Cheltenham volví a dedicarme a algunos de
mis placeres favoritos: correr, andar, coger flores silvestres y orinar afuera. De vez en
cuando alguien me pillaba con el culo al lado de un arbusto.
Nigel y yo teníamos habitaciones separadas y vivíamos como compañeros de
piso, no como marido y mujer. Habíamos acordado que me ayudaría a conseguir mi
pasaporte, y aunque propuse ayudarle económicamente cuando empezara a ganar
dinero, él insistía en que no esperaba nada a cambio. Sólo quería el gozo que le
proporcionaba obedecer los consejos de Alá de ayudar a otro ser humano necesitado.
Una mañana me levanté más temprano de lo habitual, a las seis, porque iba a un
casting en Londres. Bajé y enchufé la cafetera mientras Nigel seguía durmiendo en su
habitación. Acababa de ponerme los guantes de plástico amarillo y empezaba a lavar
los platos cuando sonó el timbre.
Con los guantes puestos y chorreando burbujas de jabón, abrí la puerta y me
encontré con dos hombres; llevaban traje gris, cara seria y anodina y portafolios
negro.
—¿Señora Richards?
—Sí.
—¿Está aquí su marido?
—Sí, arriba.
—Hágase a un lado, por favor. Hemos venido por razones oficiales del
gobierno.
¡Como si alguien más anduviera por ahí con ese aspecto!
—Pues entren, entren. Eh, ¿les apetece un café o algo? Siéntense, voy a por él.
—Se sentaron en los espaciosos y cómodos sillones de la sala de estar, aunque no
apoyaron la espalda en el respaldo—. ¡Cariño! —llamé con voz dulce—. Baja, por
favor. Tenemos visita.
Nigel bajó, medio dormido todavía y con el cabello rubio despeinado.
—Hola. —Por su aspecto supo inmediatamente quiénes eran—. Díganme, ¿en
qué puedo ayudarlos?
—Bien..., sólo queremos hacerle un par de preguntas. Primero, debemos estar
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seguros de que usted y su esposa viven juntos, porque viven juntos, ¿verdad?
Por la desdeñosa expresión de Nigel me percaté de que las cosas se iban a
poner interesantes y me limité a observarlos, apoyada en la pared. —¿Y qué les
parece a ustedes? Los dos funcionarios echaron una nerviosa ojeada a la sala.
—Mmm, sí, señor. Le creemos, pero de todos modos tenemos que echar un
vistazo a la casa.
La cara de Nigel se ensombreció, adquirió un tono ominoso, como una nube
de tormenta.
—Óiganme bien. No van a andar registrando mi casa. Me da igual quiénes
sean. Ésta es mi esposa. Vivimos juntos, nos han visto. Llegaron sin anunciarse, no
nos hemos disfrazado para recibirles, así que, ¡lárguense de mi casa!
—Señor Richards, no tiene por qué enojarse tanto. Por ley se nos exige...
—¡Me dan asco! —«Corred, chicos, corred mientras todavía podáis.» Pero no,
permanecieron allí, pegados a su asiento con una expresión asombrada en sus
pálidas caras. ¡Fuera de mi casa! Si vuelven a venir a mi casa o me llaman por
teléfono, sacaré mi pistola, les dispararé, coño, y..., y moriré por ella —acabó
señalándome con un dedo.
«Este tipo está chiflado —pensé, y agité la cabeza—. De veras se está colando
por mí y esto me va a poner en un tremendo aprieto. ¿Qué diablos estoy haciendo
aquí? Debí regresar a África, me habría ido mejor.»
Al cabo de un par de meses de vivir allí le decía cosas como:
—Nigel, ¿por qué no te arreglas un poco, te compras unos buenos zapatos y te
consigues una chica? Yo te ayudaré.
—¿Una chica? No quiero una chica. ¡Por Dios, tengo una esposa! ¿Para qué
diablos iba a querer una chica?
Cuando me contestaba así, yo me ponía frenética.
—¡Mete tu jodida cabeza en el retrete, maldito psicópata, y tira de la cadena!
Tío, despierta y sal de mi vida. ¡No te amo! Tú y yo hicimos un trato... Tú querías
ayudarme..., pero no puedo ser lo que tú quieres que sea. No puedo fingir que te
quiero sólo para hacerte feliz.
Sí, habíamos hecho un trato, pero él lo cambió por uno propio. Cuando gritó a
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los funcionarios no mentía, para él cada palabra que decía era cierta, y la situación se
complicó aún más porque yo dependía de él, me caía bien como amigo, le estaba
agradecida por ayudarme, pero no quería tener nada que ver con él desde un punto
de vista romántico y tuve ganas de matarlo cuando empezó a actuar como si yo fuera
su querida mujercita y de su propiedad. No tardé en darme cuenta de que debía huir
y cuanto antes mejor, antes de acabar tan chiflada como él.
Sin embargo, el dilema del pasaporte se eternizaba. Al advertir que dependía
más de él, la sensación de poder le impulsaba a exigirme cada vez más. Se obsesionó:
en todo momento quería saber dónde estaba, con quién y qué hacía. No dejaba de
suplicarme que le quisiera, y cuanto más me suplicaba, más le odiaba yo. A veces
conseguía trabajos en Londres o iba a casa de mis amigos, cualquier cosa con tal de
alejarme de Nigel y conservar la cordura.
Pero vivir con un tipo tan evidentemente loco me estaba haciendo perder la
razón. Me harté de esperar mi pasaporte, mi billete a la libertad, y un día, cuando iba
a Londres, en el andén me sentí muy tentada de arrojarme delante del tren que
llegaba. En aquellos segundos escuché un rugido, sentí cómo el frío viento de su
potencia me agitaba el cabello y pensé en lo que sentiría cuando esas toneladas de
acero aplastaran mis huesos. La tentación de poner fin a mis apuros era fuerte, pero
finalmente me pregunté: «¿Para qué desperdiciar mi vida por este tipo patético?».
A cada cual lo suyo, y debo reconocer que después de esperar más de un año
Nigel fue a la Oficina de Inmigración y armó un escándalo tan espectacular que los
obligó a entregarme un pasaporte provisional.
—Mi esposa es una modelo internacional y necesita al menos un pasaporte
provisional para poder viajar. —¡Bam! Arrojó mi book de pases de modelo sobre el
escritorio—. Soy un ciudadano británico, ¡coño!, y que traten así a mi esposa, pues...,
tengo que decirles que me dejan atónito. Me avergüenza decir que éste es mi país.
Exijo que esto se arregle ahora mismo.
Poco después de esta visita, el gobierno confiscó mi viejo pasaporte somalí y
me envió un documento provisional que me permitía salir del país, aunque tenía que
renovarlo constantemente. En el interior habían añadido: «Válido para viajar a
cualquier lugar, menos a Somalia». Las palabras más deprimentes que me podía
imaginar. Somalia estaba en guerra, e Inglaterra no quería arriesgarse a que, mientras
estuviera yo a su cargo, viajara a una nación en guerra.
—¡Ay, Dios mío! ¿Qué he hecho? —susurré al leer las palabras «Válido para
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XIV
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pobre tipo de la agencia, que no sabía que Nigel no era un verdadero marido. ¿Y
cómo explicárselo? «Verás estamos casados, pero es un maníaco... Me casé con él por
su pasaporte, porque yo era una extranjera ilegal e iban a deportarme a Somalia. ¿Lo
entiendes? Ahora, veamos lo de las citas para mañana...» ■
Aquella tarde regresé del trabajo ya con una decisión tomada. Como me
habían advertido, Nigel acudió y llamó a la puerta. Le dejé entrar y, antes siquiera de
que pudiera quitarse la americana, le comenté en un tono de esos que no admiten
réplica: —Venga, te invito a cenar.
Una vez sentados, a salvo en un lugar público, puse los puntos sobre las íes.
—Mira, Nigel, no te aguanto. ¡Me tienes harta! ¡Me asqueas! No puedo
trabajar cuando estás conmigo. No puedo pensar. Estoy frustrada. Estoy tensa y
quiero que te vayas.
Sabía que lo que le decía era horrible y no me causaba ningún placer herirle,
pero estaba desesperada. Quizá si me mostraba bastante cruel acabaría por captar el
mensaje.
Su expresión fue tan triste y patética que me sentí culpable.
—De acuerdo, lo entiendo. No debí venir. Me iré mañana en el primer vuelo.
—¡Bien! ¡Vete! No quiero verte en el apartamento al llegar del estudio. Estoy
trabajando, no de vacaciones. No tengo tiempo para tus locuras.
No obstante, cuando llegué a la tarde siguiente, Nigel no se había movido. Se
encontraba mirando por la ventana del piso a oscuras —desanimado, solitario,
desolado, pero allí—. Cuando empecé a gritarle aceptó irse al día siguiente. Y al
siguiente. Por fin regresó a Londres y pensé: «Gracias a Dios... Un poco de paz». Mi
estancia en Nueva York se alargó, pues me llovían los contratos. Sin embargo, Nigel
no me dejó mucho tiempo en paz. Usando los números de mis tarjetas de crédito, que
había averiguado sin mi conocimiento, compró billetes de avión y regresó a Nueva
York dos veces más, tres en total, siempre sin anunciar su llegada.
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para el joyero Pomellato, vistiendo una túnica africana blanca. Hice anuncios de
maquillaje para Revlon y más tarde representé su nuevo perfume, Ajee, «Desde el
corazón de África llega una fragancia que capturará el corazón de cada mujer». Estas
compañías utilizaban lo que me hacía distinta, mi exótico aspecto africano, el mismo
aspecto que impedía que me dieran empleos en Londres. Para la ceremonia de la
entrega de los Oscar, Revlon filmó un anuncio especial en el que aparecí con Cindy
Crawford, Claudia Schiffer y Laureen Hutton, en el que cada una preguntaba y
respondía a la misma pregunta: «¿Qué hace que una mujer sea revolucionaria?». Mi
respuesta resumía la extraña realidad de mi vida... «Una nómada de Somalia que se
convierte en modelo de Revlon.»
Posteriormente fui la primera modelo negra en los anuncios de Oil of Olay.
Aparecí en vídeos musicales de Robert Palmer y Meat Loaf. Los proyectos se
acumulaban y al poco tiempo aparecí en las grandes revistas de moda, Elle, Allure,
Glamour, el Vogue italiano y el Vogue francés. Esto me permitió trabajar con algunos
de los mejores fotógrafos del mundo de la moda, incluyendo al legendario Richard
Avedon. Pese a ser más famoso que las modelos a las que fotografía, le quiero mucho
porque tiene los pies firmemente anclados en la tierra y es muy divertido, y aunque
lleva décadas dedicado a esto, siempre me pedía mi opinión acerca de las fotos:
«Waris, ¿qué te parece esto?», y eso significaba mucho para mí. Richard era, como mi
primer gran fotógrafo Terence Donovan, un hombre al que respetaba.
A lo largo de los años he confeccionado una lista de mis fotógrafos preferidos.
Parece fácil eso de sacar fotos todo el día, pero a medida que aumentaba mi
experiencia empecé a advertir grandes diferencias en cuanto a calidad, al menos
desde la perspectiva del sujeto de estas fotografías. Un gran fotógrafo de modas es el
que es capaz de sacar a la superficie lo verdaderamente único en una modelo,
realzarlo, en lugar de imponerle una imagen preconcebida. Parte de mi apreciación
puede deberse al hecho de que, conforme voy madurando, aprecio más lo que soy y
lo que me distingue de las mujeres con las que trabajo en el mundo de la pasarela.
Ser negra en esta industria, donde todas son de 1,85 de estatura» tienen cabello
sedoso que les llega a las rodillas y tez de porcelana blanca, supone ser la excepción.
Y he trabajado con fotógrafos que han usado la luz y el maquillaje para hacerme lo
que no soy, al igual que algunos estilistas, pero no me gustaba y no me agradaba el
resultado final. Si quieres contratar a Cindy Crawford, contrátala, en lugar de
ponerle una peluca larga y una capa de maquillaje de fondo clara en su rostro para
convertirla en una extraña semejanza de Cindy Crawford, pero en negro. Los
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fotógrafos con los que me ha agradado trabajar apreciaban el encanto natural de las
mujeres y trataban de encontrar su belleza. En mi caso no era moco de pavo, pero
respetaba sus esfuerzos.
Al aumentar mi popularidad, también aumentaban mis compromisos y tenía
las jornadas llenas de castings, pases y sesiones de fotos. Y empecinada como estaba
en no usar reloj, me costaba mucho ser puntual. Se me presentaban problemas
cuando trataba de distinguir la hora por el viejo método, pues era difícil determinar
lo larga que era mi sombra entre los rascacielos de Manhattan. Empecé a tener graves
problemas por llegar tarde.
También descubrí que era disléxica al ver que me presentaba a menudo en el
lugar equivocado. En la agencia me apuntaban las señas y yo leía los números al
revés y me los aprendía de memoria. Por ejemplo, apuntaban el 725 de la Broadway
y yo me presentaba en el 527 de la Broadway, preguntándome qué había ocurrí— do
con la gente. Esto también me ocurría en Londres, pero como aquí en Nueva York
trabajaba mucho más, advertí que suponía un problema constante.
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La agencia programa las citas, las modelos andan de un lado a otro por todo
Milán, a los castings, en un intento de conseguir un puesto en los pases. Y entonces te
das cuenta de que no todo en el mundo de la moda es glamour. Ni mucho menos. En
un día puedes tener siete, diez u once citas. Y supone mucho, muchísimo trabajo,
porque no dejas de ir de un sitio a otro, no tienes tiempo de comer, pues llegas tarde
a una cita y vas retrasada a otras dos. Cuando finalmente te presentas en tu último
casting, hay otras treinta chicas esperando. Y sabes que todas van delante de ti.
Cuando llega tu turno enseñas tu book. Si gustas al cliente, te pedirá que camines. Si
de veras le gustas, te pedirá que te pruebes algo. Y ya está.
—Muchas gracias. ¡La siguiente!
No sabes si te han aceptado o no, pero no tienes tiempo de preocuparte,
porque ya vas rumbo al próximo casting. Si están interesados en ti, se ponen en
contacto con tu agencia y te contratan. Entretanto, más te vale aprender a no aferrarte
a un empleo y a no alterarte si pierdes uno que de veras te apetecía, a no sentirte
herida o rechazada por tus diseñadores preferidos. Cuando empiezas a pensar en
términos de «¿Lo habré conseguido? ¿Me lo darán? ¿Por qué no me lo han dado?», te
vuelves loca, sobre todo si te han rechazado. Si dejas que te afecte, no tardarás en
desmoronarte. Por fin empiezas a darte cuenta de que gran parte del proceso del
sistema de casting engendra desilusión. Al principio me preocupaba. «¿Por qué no
me lo han dado? Maldita sea. ¡Lo quería de veras!», pero aprendí a vivir según mi
lema en lo referente al mundo de la moda: C'est la vie. Pues, coño, sencillamente no
funcionó. No les gustaste; nada más simple. Y no es culpa tuya. Si buscan a alguien
de dos metros de largo, cabello rubio y que pese treinta y cinco kilos, no se
interesarán por Waris, así que sigue adelante, chica.
Si un cliente te contrata, regresas para que te prueben y arreglen la ropa que
modelarás en la pasarela. Todo esto y todavía no hemos llegado al desfile en sí. Te
estás agotando, no has dormido bien y no tienes tiempo de comer bien. Se te ve
cansada y flaca, cada día más flaca, y, mientras tanto, haces todo lo posible porque
parezca que estás en tu mejor forma, porque tu carrera depende de ello. Y entonces te
preguntas: «¿Por qué estoy haciendo esto? ¿Por qué estoy aquí?».
A veces, cuando empieza el desfile, todavía sigues presentándote a algunos
castings, porque el procedimiento dura apenas dos semanas. Tienes que acudir cinco
horas antes de que empiece el desfile. Las chicas estamos apiñadas; te maquillan y no
haces nada; luego te peinan y no haces más que esperar a que se inicie la
presentación. Después te pones el primer vestido y te quedas de pie, ¡porque no
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puedes sentarte y arrugarla ropa! Y cuando todo empieza, de pronto es el caos «¡Eh!
¿Dónde estás? ¿Qué haces? ¿Dónde está Waris? ¿Dónde está Naomi? Venid. Ven al
frente, rápido. Eres el número nueve. Tú sigues.»
Te pones la ropa como puedes, delante de un montón de desconocidos.
—Ah, ah, ya voy, sí..., espera. —Todo el mundo empuja a todo el mundo—
¿Qué haces? ¡Quítate de mi camino...! ¡Me toca salir!
Entonces, después de tan arduo trabajo, llega la mejor parte, minúscula pero
mejor: te toca a ti; estás detrás de las bambalinas y serás la próxima en salir.
Entonces, ¡bum! Sales a la pasarela y los focos arden, y la música suena a toda
pastilla, y todos te miran, y te contoneas pasarela abajo con toda tu alma, y piensas:
«Soy yo, enteraos todos... ¡Miradme!». Los mejores especialistas te han maquillado y
peinado, y llevas puesto un vestido tan caro que ni siquiera podrías soñar con
comprarlo. Pero por unos segundos es tuyo, y sabes que estás como un tren. La
adrenalina te recorre la sangre y cuando dejas la pasarela apenas puedes esperar a
cambiarte y volver a salir. Después de tanto preparativo, la presentación en sí no
dura más de veinte o treinta minutos, pero puedes hacer entre tres y cinco
presentaciones por día, de modo que en cuanto terminas con una tienes que salir
pitando rumbo a la siguiente.
Acabadas las dos semanas de locura en Milán, la colonia de diseñadores,
maquilladores, estilistas y modelos se traslada a París como una banda de gitanos. Y
el proceso se repite, antes de hacer lo mismo en Londres y Nueva York. Al final del
circuito apenas te sostienes en pie, y cuando acabas en Nueva York más te vale
tomarte un descanso. Estás más que lista para ir a relajarte a una pequeña isla sin
teléfonos. Si no lo haces, si tratas de seguir trabajando, acabarás loca de atar de puro
agotamiento.
Es divertido el mundo de la moda, el de una modelo, y reconozco que me
encantan su glamour, su resplandor y su belleza, pero también tiene un lado cruel
que puede resultar devastador para una mujer, sobre todo si es joven e insegura. He
ido a algunos trabajos en los que el estilista o el fotógrafo exclaman cosas como:
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado con tus pies? ¿Por qué tienen esas marcas negras
tan feas?
¿Qué puedo contestar? Se refieren a las cicatrices causadas por pisar cientos de
espinas y piedras en el desierto somalí, un recuerdo de mi infancia, cuando anduve
sin zapatos durante catorce años. ¿Cómo explicarle eso a un diseñador de París?
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frustrada. No tenía un hombre, ni amigos, ni nadie a quien amar. Volcó toda su vida,
su amor, su pasión en esta industria porque no tenía nada más. De modo que me
hacía pagar a mí sus frustraciones y estoy segura de que no fui la primera, ni la
última. Al cabo de unos días de este tratamiento, sin embargo, dejé de sentir
compasión por ella. La miré y me dije: «A ésta puedo hacerle dos cosas: darle una
bofetada o mirarla, sonreír y no decir nada... Más vale no decir nada», decidí.
Lo más triste es ver cómo mujeres como esta directora artística se apoderan de
jovencitas que están empezando. A veces estas chicas, que no son sino chiquillas,
salen de Oklahoma, Georgia o Dakota del Norte y van a Nueva York, Francia o Italia
solas, con la esperanza de tener éxito en el mundo de la moda. A menudo no conocen
ni el país ni el idioma. Son ingenuas y mucha gente se aprovecha de ellas. No saben
enfrentarse al rechazo y se desmoronan. Carecen de experiencia, la sabiduría y la
fuerza interior necesarias para percibir que la culpa no es suya. Muchas regresan a
casa hechas un mar de lágrimas, quebrantadas y amargadas.'
También abundan los timadores y los tramposos. Muchas jovencitas están
desesperadas por ser modelos y caen en trampas, como que una supuesta agencia les
cobre una fortuna por prepararles un book. Esto, como víctima que fui de Harold
Wheeler, me indigna. Ser modelo significa ganar dinero, no pagarlo. Si alguien
quiere ser modelo, el único dinero que precisa es el coste del pasaje de autobús para
visitar las agencias. Puede buscar en las «páginas amarillas», llamar y pedir hora. Y si
la agencia empieza a hablar de cuotas, ¡más le vale echar a correr! Si una agencia
legítima cree que alguien tiene el aspecto adecuado, la ayudarán a preparar su book, y
luego le conseguirán citas y castings. Y entonces ya estará trabajando.
Cierto, algunas personas que tienen que ver con la pasarela son desagradables,
pero las condiciones no siempre son óptimas. Acepté un proyecto en el que sabía que
habría un toro, pero hasta que fui de Nueva York a Los Ángeles y de allí en
helicóptero al desierto no supe cuánto toro.
Nos hallábamos completamente aislados, en el desierto de California, sólo yo,
el equipo y un monstruoso toro negro con largos cuernos puntiagudos. Entré en la
pequeña caravana y me maquillaron y peinaron Cuando acabé, el fotógrafo me guió
hacia la bestia.
—Saluda a Satán.
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—Oh, hola, Satán. —Me encantó—. Es hermoso. Fantástico. Pero, ¿es seguro?
—Oh, sí, claro. Éste es el propietario. —El fotógrafo señaló a un hombre que
tenía cogidas las riendas de Satán—. Sabe manejarlo.
El fotógrafo me explicó el proyecto: la foto aparecería en la etiqueta de la
botella de una bebida alcohólica. Yo estaría montada en el toro. Desnuda. Esta noticia
me cogió de sorpresa, porque no lo sabía antes de llegar. Pero no quería armar un
escándalo delante de tanta gente, de modo que me dije que más valía poner manos a
la obra.
Sentí lástima por el toro, pues hacía un calor espantoso en el desierto y el
pobre moqueaba. Tenía las patas atadas y no podía moverse. Allí estaba la enorme
bestia, humilde. El fotógrafo bajó las manos para subirme al toro.
—Acuéstate —me ordenó, y alargó el brazo—. Túmbate sobre el toro, apoya el
tronco sobre el toro y estira las piernas.
Mientras trataba de parecer hermosa, relajada y juguetona, pensaba: «Si esta
bestia se encabrita y me echa al suelo, seré mujer muerta». De pronto sentí cómo su
peluda piel se flexionaba debajo de mi abdomen desnudo y vi el paisaje del desierto
de Mojave pasar de largo en tanto volaba por el aire y caía a la tierra quemada con un
golpe seco.
—¿Estás bien?
—Sí, sí. —Me hice la dura, tratando de que no se me notara lo alterada que me
sentía. No quería que nadie dijera que Waris Dirie es una cobarde y que le tenía
miedo a un viejo toro—. Sí, vamos. Ayúdame a subir.
El equipo me levantó y me quitó el polvo y empezamos de nuevo.
Obviamente, el toro no disfrutaba del calor, porque volvió a echarme dos veces. A la
tercera me torcí el tobillo, que empezó a hincharse y a dolerme de inmediato.
—Y bien, ¿conseguiste la foto? —grité desde el suelo.
—¡Oh, sería estupendo sacar otro carrete...!
Por suerte nunca se publicó la foto con el toro; por alguna razón, alguien
decidió no usarla y me alegré, pues me resultaba realmente desoladora la idea de que
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Lo raro es que nunca busqué activamente ser modelo, sino que se me presentó
la oportunidad: quizá por eso nunca me lo he tomado demasiado en serio. La
emoción consistía en ser una top model o una «estrella», porque todavía no entiendo
a qué se debe que las modelos sean tan famosas. Cada día veo cómo el mundo de la
moda se vuelve más frenético, con tantas revistas y tantos programas televisivos en
los que se habla de las top models. ¿A qué se debe?
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Por el mero hecho de que somos modelos hay gente que nos trata como si
fuésemos diosas y otras personas nos tratan como a idiotas. Esto último es una
actitud con la que me he topado con bastante frecuencia; diríase que porque me gano
la vida con mi cara debo ser estúpida. Comentan: «¿Ah, eres modelo? Qué pena...,
nada de cerebro. Todo lo que tienes que hacer es ponerte guapa para la cámara».
Sin embargo, he encontrado a toda clase de modelos y, sí, algunas no eran
precisamente lumbreras; pero la mayoría es inteligente, mundana, ha viajado y posee
tantos conocimientos sobre la mayoría de temas como cualquier otra persona
mundana. Saben estar y administrar su negocio, y son del todo profesionales. A la
gente como la insegura y mezquina directora artística a la que me he referido le
cuesta aceptar el hecho de que las mujeres pueden ser hermosas y, a la vez,
inteligentes; de modo que necesitan ponernos en nuestro lugar hablándonos con
altanería, como si fuéramos una bandada de bobaliconas ingenuas con hoyuelos en
las mejillas.
La polémica acerca de la moralidad de la pasarela y la publicidad me resulta
tremendamente complicada. Creo que las prioridades del mundo son la naturaleza,
la bondad personal, la familia y la amistad. Y, sin embargo, me gano la vida diciendo
cosas como: «Compra esto porque es muy bonito». Vendo cosas con una gran
sonrisa. Podría ser cínica. «¿Qué hago metida en esto? —podría preguntarme—.
Estoy ayudando a destruir el mundo.» Pero creo que casi todo el mundo puede decir
lo mismo sea cual sea su oficio o profesión. Lo bueno de lo que hago es que he
conocido a muchas personas maravillosas, he visto lugares hermosos y he observado
diferentes culturas que me han hecho desear hacer algo para ayudar al mundo en
lugar de destruirlo. Y en lugar de ser otra paupérrima somalí, me encuentro en
posición de ofrecer esa ayuda.
En lugar de desear ser una estrella, una persona reconocida, me he divertido
siendo modelo porque me he sentido ciudadana del mundo y he podido viajar a
algunos de los lugares más fenomenales del planeta. Muchos de mis viajes de trabajo
han sido a preciosas islas, y yo solía escaparme a la playa a la primera oportunidad y
echar a correr. Me sentía maravillosamente bien, libre, en la naturaleza, bajo el sol de
nuevo. Luego me iba entre los árboles, me sentaba en silencio y escuchaba cantar a
las aves. ¡Ahhh! Cerraba los ojos, olía la dulzura del aroma de las flores, sentía el sol
en la cara, escuchaba a los pájaros y me imaginaba que estaba de vuelta en África.
Trataba de capturar de nuevo esa sensación de paz y tranquilidad que recuerdo
haber experimentado en Somalia y simular que había regresado a casa.
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XV
DE REGRESO A SOMALIA
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BBC— Esperan que si dicen «sí, somos su familia», iréis a su aldea y haréis una
película y podrán conseguir dinero y alimentos. Estas mujeres fingen ser mi madre
con la esperanza de sacar algún provecho. No sé si creen que se saldrán con la suya,
pero lo intentarán.
Por desgracia no tenía fotos de mi madre, pero a Gerry se le ocurrió otra idea.
—Necesitamos algún secreto, algo que sólo tu madre sepa de ti.
—Pues mi madre me había puesto un apodo, Avdohol, que significa «boca
pequeña».
—¿Se acordará?
—Sin duda.
A partir de entonces, Avdohol se convirtió en la contraseña secreta. Cuando la
BBC las entrevistaba, las mujeres acertaban a contestar el primer par de preguntas,
pero fallaban con lo de mi apodo. Adiós. Sin embargo, un día me llamaron.
—Creemos que la hemos encontrado —declararon— Esta mujer no se
acordaba del apodo, pero dijo que tiene una hija llamada Waris que trabajaba para el
embajador en Londres.
Al día siguiente cogí un vuelo a Londres. En Londres, la BBC necesitó unos
días para hacer los preparativos. Iríamos en avión a Addis-Abeba, en Etiopía, y de
allí a la frontera entre Etiopía y Somalia en una avioneta alquilada. El viaje sería muy
peligroso. No podíamos entrar en Somalia debido a la guerra, por lo que mi familia
tendría que cruzar la frontera; nosotros aterrizaríamos en pleno desierto, donde, en
lugar de pista de aterrizaje, había sólo piedras y matojos.
Mientras la BBC hacía los preparativos, me alojé en un hotel en Londres. Nigel
fue a visitarme. Yo había tratado de mantener una relación cordial con él, por lo
precario de mi situación. Para entonces pagaba la hipoteca de su casa en Cheltenham,
pues él no tenía empleo y se negaba a buscarlo; hasta le conseguí uno con una gente
que conocía en Greenpeace, pero estaba tan loco que le pusieron de patitas en la calle
al cabo de tres semanas y le dijeron que no volviera nunca más. Desde un principio,
cuando se enteró de lo del documental, empezó a insistir en ir con nosotros a África.
—Quiero ir. Quiero comprobar que estás bien.
—No, no vas a venir. ¿Cómo quieres que explique tu presencia a mi madre?
¿Quién se supone que eres?
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—¡Pues tu marido!
—No, no lo eres. Olvídalo, ¿vale? Olvídalo.
Una cosa era segura: no era la clase de persona que me agradaría presentar a
mi madre, y menos como marido.
Durante las primeras sesiones de planificación del documental, Nigel había
insistido en acompañarnos, pero Gerry se hartó muy pronto de él.
—No va a ir contigo, ¿verdad, Waris? Por favor, Waris, déjalo fuera de esto —
solía decirme por teléfono.
Cuando regresé a Londres, Nigel se presentó en mi hotel y reanudó su
campaña para ir a África. Me negué y él me robó el pasaporte. Por supuesto, sabía
que al cabo de unos días saldríamos del país. Nada de cuanto le dije le convenció
para devolvérmelo. Finalmente, desesperada, una noche se lo conté a Gerry:
—Gerry, no vas a creértelo, pero me ha quitado el pasaporte y se niega a
devolvérmelo.
Gerry se llevó la mano a la frente y cerró los ojos.
—¡Dios mío! De veras que me está hartando, Waris. Estoy tan harto de tener
que ver con ese tipejo que..., de veras, estoy hasta la coronilla.
Él y otros de la BBC trataron de hacerle entrar en razón.
—Oye, actúa como un hombre maduro, sé un hombre. Casi hemos acabado el
proyecto; no puedes hacernos esto. Necesitamos que la historia acabe en África, lo
que significa que tenemos que llevar a Waris allí. Ahora, ¡por Dios, por favor...!
Pero a Nigel le daba igual. Regresó a Cheltenham con mi pasaporte.
Hice sola el viaje de dos horas a Cheltenham y le supliqué. Se negó
repetidamente a dármelo a menos que le lleváramos a África. Me encontraba en una
situación imposible. Llevaba quince años rezando por poder ver a mi madre de
nuevo, pero Nigel echaría a perder la experiencia, y no me cabía duda de que haría
todo lo posible por que así fuera. Si no lo llevaba, no podría verla, porque no podía
viajar sin mi pasaporte.
—Nigel, no puedes seguirnos a todas partes dándole la lata a todos. ¿No lo
ves? ¡Es la primera oportunidad que he tenido en quince años de ver a mi madre!
Se sentía muy resentido de que fuéramos a África sin tener nada que ver con
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él.
—¡Maldita sea! ¡Eres tremendamente injusta! —gritó.
Finalmente, le convencí para que me diera el pasaporte con la promesa de
llevarle a África en el futuro, cuando acabara con el documental, que iríamos solos
los dos. Fue un truco mezquino y no me enorgullecí, porque no tenía intención de
cumplir mi promesa. Sin embargo, con Nigel de nada servía ser una adulta decente y
razonable.
La avioneta bimotor aterrizó en Galadi, Etiopía una minúscula aldea en la
frontera con Somalia donde se habían asentado algunos refugiados somalíes que
habían huido de la guerra. Al tocar la tierra roja del desierto salpicada de rocas, el
avión dio varios tumbos. Seguro que a varios kilómetros a la redonda se veía el polvo
que habíamos levantado, porque todos los habitantes de la aldea llegaron corriendo.
Nunca antes habían visto algo parecido. El equipo de la BBC y y0 bajamos y traté de
hablar en somalí con las gentes que venían a nuestro encuentro. Me esforzaba por
comunicarme con ellos, porque algunos eran etíopes y otros somalíes, pero hablaban
dialectos distintos. Renuncié al cabo de unos minutos.
Olí el aire caliente y la arena y de pronto recordé mi infancia perdida. Toda,
cada detalle, se me apareció, me sentí inmersa en mis recuerdos, y eché a correr.
—Waris,.¿a dónde vas? —me gritaban los del equipo.
—Id..., id a donde tengáis que ir..., ya volveré.
Corrí y toqué la tierra, la froté entre los dedos y toqué los árboles. Estaban
llenos de polvo, secos, pero sabía que pronto llegaría la estación de las lluvias y todo
florecería. Aspiré el aire, me llené los pulmones de aire; contenía los olores de mis
recuerdos de infancia, de todos los años en que viví al aire libre, y estas plantas del
desierto y esta tierra roja eran mi hogar. ¡Ay, Dios! Aquí era donde pertenecía. Rompí
a llorar por la pura alegría de encontrarme de vuelta en el lugar al que pertenecía y
por la tristeza que me causaba haberlo echado tanto de menos. Mirando alrededor
me pregunté cómo podía haber permanecido alejada tanto tiempo. Era como abrir
una puerta que no me había atrevido a abrir hasta hoy y encontrar una parte
olvidada de mí misma. Cuando regresé a la aldea todos me rodearon y me
estrecharon la mano.
—Bienvenida, hermana.
Luego nos enceramos de que nada iba según nuestras expectativas. La mujer
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que había alegado ser mi madre no lo era y nadie sabía cómo encontrar a mi familia.
Los chicos de la BBC se sentían desanimados: en el presupuesto no había dinero
suficiente para un segundo viaje.
—¡Ay, no! —repetía Gerry—. Sin esta parte, no hay final, y sin final la película
no tiene trama. Qué desperdicio. ¿Qué vamos a hacer?
Peinamos la aldea; preguntamos a todo el mundo si habían oído hablar de mi
familia o tenían noticias de ella. Todos querían ayudar y pronto corrió la voz de
nuestra misión. Aquel mismo día, más tarde, un anciano se acercó de mí.
—¿Te acuerdas de mí? —preguntó.
—No.
—Pues soy Ismail: soy de la misma tribu que tu padre y soy muy buen amigo
suyo. —Entonces me di cuenta de quién era y me avergoncé de no haberle
reconocido, pero no le había visto desde que era muy pequeña—. Creo saber dónde
está tu familia. Creo que puedo encontrar a tu madre, pero necesitaré dinero para la
gasolina. —«¡Ay, no! ¿Cómo confiar en él? ¿Estarán tratando de engañarnos todos? Si
le doy dinero, se largará y probablemente no lo volvamos a ver», pensé—. Tengo una
furgoneta aquí, pero no es gran cosa...
Ismail señaló una camioneta, de las que sólo se ven en África o en una
chatarrería de Norteamérica. El parabrisas del lado del pasajero estaba roto y el del
lado del conductor había desaparecido del todo, lo que significaba que toda la arena
y las moscas del desierto le darían de lleno en la cara al conducir; los neumáticos
estaban deformados y abollados de tanto pasar por encima de las piedras. Daba la
impresión de que alguien se había ensañado con la carrocería a golpes de almádena.
Agité la cabeza.
—Espera un momento, voy a hablar con los chicos —Fui a buscar a Gerry—
Ese hombre cree que sabe dónde se encuentra mi familia, pero dice que necesita
dinero para la gasolina para ir a buscarlos.
—¿Cómo vamos a poder confiar en él?
—Tienes razón, pero tenemos que arriesgarnos. No nos queda más remedio.
Aceptaron y le dieron algo de dinero. El hombre se subió a la furgoneta y
arrancó de inmediato, levantando el polvo. Vi a Gerry observarle con una expresión
deprimida que parecía decir: «Ahí va más dinero desperdiciado».
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—Os prometo que mi madre estará aquí mañana antes de las seis de la tarde.
—No sé de dónde me vino la convicción, pero me llegó y se lo comuniqué.
Gerry y los chicos se mofaron de mi última predicción.
—¿Qué? ¿Ah sí? ¿Cómo lo sabes? ¡Ah, sí, Waris lo sabe! Lo predice todo. ¡Lo
sabe! ¡Como predice la lluvia!
Se burlaban porque les decía cuándo iba a llover, pues lo olía en el aire.
—Pues sí que llovió, ¿no?
—¡Oh, vamos, Waris! Sólo tuviste suerte.
—No tiene nada que ver con la suerte. Estoy en mi elemento ahora, conozco
este lugar. Aquí sobrevivíamos gracias al instinto, amiguitos. —Se miraron de re—
ojo—. De acuerdo, no me creéis. Ya lo veréis. A las seis de la tarde.
Al día siguiente me hallaba charlando con una anciana cuando Gerry llegó
corriendo hacia las seis menos diez.
—¡No te lo vas a creer! —¿Qué?
—Tu madre..., creo que tu madre está aquí. —Me puse en pie y sonreí—. Pero
no estamos seguros. El hombre ha regresado y trae a una mujer; dice que es tu mamá.
Ven a ver.
La noticia se había propagado por la aldea como un reguero de pólvora;
nuestro pequeño drama era lo más importante que había ocurrido en quién sabe
cuánto tiempo. Todos querían enterarse: ¿será la madre de Waris u otra impostora?
Empezaba a oscurecer y una pequeña multitud se había arremolinado en torno a
nosotros, casi impidiéndome el paso. Gerry me guió por un pequeño callejón. Más
adelante, se hallaba la furgoneta del hombre, la del agujero en el parabrisas, y una
mujer bajaba del asiento. No veía su cara, pero por su forma de llevar el pañuelo
supe de inmediato que era mi madre. Corrí hacia ella y la abracé.
—¡Ay, mamá!
—He recorrido un montón de kilómetros en esa horrible furgoneta y, ¡ay, Alá,
sí que fue horrible! Viajamos dos días enteros con sus noches..., ¿y todo sólo para
esto?
Me volví hacia Gerry y me eché a reír.
—¡Es ella!
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Waris Dirie Flor del desierto
A Gerry le pedí que nos dejara a solas un par de días y él aceptó. Hablar con
mamá resultó difícil; descubrí que mi somalí era patético, pero lo más duro era que
nos habíamos convertido en extrañas. Al principio sólo hablamos de cosas cotidianas;
pero la alegría que experimenté al verla nos ayudó a superar el vacío; me gustaba
sentarme a su lado. Mamá e Ismail habían viajado dos días con sus noches, sin parar,
y me di cuenta de que estaba agotada. Había envejecido mucho en quince años como
resultado de una existencia implacable en el desierto.
Papá no la había acompañado. Estaba buscando agua cuando la furgoneta
llegó al campamento. Según mi madre, mi padre también envejecía. Perseguía las
nubes en busca de lluvia, pero necesitaba desesperadamente unas gafas porque veía
muy mal. Cuando mamá se marchó, él llevaba ocho días fuera y esperaba que no se
hubiese perdido. Evoqué al papá que yo conocía y me di cuenta de que obviamente
había cambiado. Cuando me fui nos encontraba aunque la familia se hubiese
desplazado sin él, incluso en noches sin luna, las noches más oscuras.
Mi hermanito Ali la acompañaba, además de uno de mis primos que estaba de
visita cuando Ismail llegó. Sin embargo, Ali ya no era mi hermanito, sino que me
dominaba con sus dos metros de estatura, cosa que le complació muchísimo. No
dejaba de abrazarle y él no dejaba de exclamar:
—¡Quítate! Ya no soy un bebé. Voy a casarme.
—¡Casarte! ¿Cuántos años tienes?
—No lo sé, pero suficientes para casarme.
—Pues no me importa. Todavía eres mi hermanito. Ven aquí... —Y le cogía y
le frotaba la cabeza. Mi primo se burlaba—. ¡Yo solía darte unas buenas nalgadas! —
le advertí, pues le cuidaba cuando era pequeño y su familia nos visitaba.
—¿Ah, sí? ¡Inténtalo ahora, anda! —Empezó a empujarme y a bailotear a mí
alrededor.
—¡Oh, no! —grité—. Ni siquiera lo intentes. Te daré una paliza. —Mi primo
también iba a casarse—. Si quieres que vaya a tu boda, chico, no te metas conmigo.
De noche, mamá dormía en la choza de una de las familias de Galadi, que nos
había alojado. Yo dormía fuera con Ali, como en los viejos días. Tumbada así, de
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—¡Ay! Cierra el pico, por favor, Ali. No eres más que un estúpido e ignorante
paleto. Has vivido aquí demasiado tiempo y no sabes de qué hablas.
—¿Ah, no? Como eres famosa vienes aquí con tu mierda de arrogancia
occidental. ¿Acaso ahora que vives en Occidente lo sabes todo?
Discutimos durante horas. No quería herirlos, pero supuse que si yo no les
contaba ciertas cosas, ¿quién lo haría?
—Pues no lo sé todo, pero he visto mucho y he aprendido mucho que no sabía
cuando vivía en el desierto. Y no tiene que ver con vacas y camellos. Puedo hablaros
de otras cosas.
—¿Como qué?
—Como por ejemplo que estáis destruyendo vuestro entorno al talar todos los
árboles. Taláis los árboles jóvenes sin darles oportunidad de crecer; los usáis para
hacer corrales para estos estúpidos animales. —Señalé una cabra cercana—. No está
bien.
—¿Qué quieres decir?
—Que todo esto es un desierto porque hemos talado todos los árboles.
—¡Es un desierto porque no llueve, Waris! En el Norte sí llueve y tienen
árboles.
—¡Por eso llueve allí! Llueve porque hay bosques. Y vosotros cortáis ramitas
un día sí y otro también, por lo que el bosque no puede crecer aquí.
No sabían si creer una idea tan extraña, pero en un tema estaban seguros de
que no podía contradecirlos. Fue mi madre quien lo trajo a colación.
—¿Por qué no estás casada?
El tema representaba todavía una herida abierta, incluso al cabo de tantos
años. En mi opinión era el problema que me había hecho perder mi hogar y mi
familia. Sé que las intenciones de mi padre eran buenas, pero me había puesto entre
la espada y la pared: o hacía lo que me ordenaba y echaba a perder mi vida al
casarme con el anciano, o me fugaba y renunciaba a todo lo que conocía y quería. El
precio que pagué por mi libertad fue enorme y esperaba no obligar nunca a un hijo o
una hija míos a tomar una decisión tan dolorosa.
—Mamá, ¿por qué tengo que casarme? ¿De veras tengo que casarme? ¿No
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quieres que tenga éxito, que sea fuerte e independiente? Si no estoy casada, es porque
todavía no he encontrado al hombre indicado. Cuando lo encuentre, entonces me
casaré. —Pues yo quiero nietos. Entonces decidieron unirse todos contra mí. —Eres
demasiado vieja. ¿Quién iba a querer casarse contigo? —opinó mi primo.
Agitó la cabeza, al parecer horrorizado ante la idea de que alguien se casara
con una mujer de veintiocho años.
—¿Y quién quiere casarse si le van a obligar a hacerlo? —inquirí, levantando
las manos defensivamente—. ¿Por qué os vais a casar vosotros dos? —Señalé a Ali y
a mi primo—. Apuesto a que alguien os ha presionado. —No, no —convinieron.
—Bien, de acuerdo, pero sólo porque sois chicos. Yo, como chica, no tengo
derecho a opinar al respecto. Se supone que he de casarme con quien me ordenan
casarme y cuando me lo ordenan. ¿Qué coño es esto? ¿A quién se le ocurrió la idea?
—¡Ay, cierra el pico, Waris! —gruñó mi hermano.
—¡Cierra el pico tú también!
Cuando sólo nos quedaban dos días, Gerry dijo que temamos que empezar a
filmar. Sacó varias escenas en las que aparecía yo con mi madre, pero ella nunca
había visto una cámara y lo detestaba.
—Quítame esa cosa de la cara —exigía—. No la quiero. —Y daba manotazos al
cámara—. Waris, dile que me quite esa cosa de la cara. —Yo dije que no pasaba
nada—. ¿Me está mirando? ¿O está mirándote a ti?
—Nos está mirando a las dos.
—Pues dile que yo no quiero mirarlo a él. No va a oír lo que te diga, ¿verdad?
Traté de explicarle el procedimiento, pero sabía que de nada serviría.
—Sí, mamá, oye todo lo que dices —manifesté con una carcajada, y el cámara
quiso saber qué me causaba tanta risa—. Sólo lo absurdo de todo esto... —contesté.
El equipo pasó otro día filmándome mientras caminaba por el desierto a solas.
Vi un niño pequeño que daba de beber a su camello en un pozo y le pregunté si
podía darle de comer. Acerqué un cubo al morro del animal para beneficio del
equipo. No hubo momento en que no me costara contener las lágrimas.
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El día antes de nuestra partida, una de las mujeres de la aldea me pintó las
uñas con henna. Alcé la mano delante de la cámara y vi que parecía que tenía
excremento blando de vaca en la punta de cada dedo. Pero me sentía como una reina.
Se trataba de los antiguos rituales de belleza de mis gentes, los que se reservan para
las novias. Esa noche la celebramos y todos los de la aldea bailaron, batieron palmas
y cantaron. Era como en los tiempos de mi infancia que recordaba, cuando todos se
alegraban por la lluvia, una desinhibida sensación de libertad y alegría.
A la mañana siguiente me levanté temprano, antes de que el avión viniera a
por nosotros, y desayuné con mi madre. Le pregunté si le gustaría ir a vivir conmigo
en Londres o Estados Unidos.
—Pero, ¿qué haría yo? —inquirió.
—De eso se trata. No quiero que hagas nada. Has trabajado bastante, ya es
hora de que descanses..., de que pongas los pies en alto. Quiero mimarte.
—No, no puedo hacer eso. Primero, porque tu padre se está haciendo viejo,
me necesita y yo necesito estar con él, y segundo, porque tengo que cuidar de los
niños.
—¿Qué quieres decir: los niños? ¡Estamos todos crecidos!
—Pues los hijos de tu padre. ¿Te acuerdas de como se llame, la chiquilla con la
que se casó? —Sí.
—Pues tuvo cinco hijos, pero no aguantó. Supongo que nuestro estilo de vida
le resultaba demasiado duro o no supo manejar a tu padre, el caso es que se fugó...,
desapareció.
—Mamá..., cómo te atreves. ¡Estás demasiado vieja para esto! No deberías
trabajar tanto..., correteando detrás de chiquillos a tu edad.
—Pues tu padre también se está haciendo viejo y me necesita. Además, no
puedo estar sin hacer nada. Si me quedo sentada, seré una vieja. No puedo quedarme
quieta después de tantos años, me volvería loca. Tengo que moverme. No. Si quieres
hacer algo por mí, consígueme un lugar en África, en Somalia, al que pueda ir
cuando me canse. Éste es mi hogar. Es lo único que he conocido.
Le di un fuerte abrazo.
—Te quiero, mamá, y voy a volver a por ti, no lo olvides. Vendré a por ti...
Ella sonrió y se despidió con la mano. Nada más subir al avión rompí a llorar.
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XVI
LA GRAN MANZANA
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con toda el alma y yo me quedé allí, quieta, con la vista clavada en él. Ostentaba un
peinado afro de los setenta, pero con un aire funky. Cuando Lucy llegó a mi altura,
me volví hacia ella.
—No, no, no. Vamos a quedarnos. Siéntate. Tómate una copa, vamos a
quedarnos un rato.
La banda estaba haciendo una espléndida sesión y yo me puse a bailar como
una loca. Lucy hizo otro tanto y pronto las demás personas del público, que hasta
entonces se habían mostrado un tanto mansas, limitándose a observar sentados, se
levantaron y empezaron a bailar con nosotras.
Acalorada y sedienta, fui a por una copa y me paré junto a una mujer.
—Esta música es estupenda. ¿Quiénes son? —pregunté.
—No lo sé, porque todos tocan por libre, pero mi marido es el que toca el saxo.
—Mmm. ¿Y quién es el batería?
—Lo siento, pero no lo sé —contestó con una sonrisa perezosa. Al cabo de
unos minutos, cuando la banda se tomó un descanso, cogió al batería del brazo.
—Disculpa, pero mi amiga quisiera conocerte.
—¿Ah, sí? ¿Quién?
—Ella... —Dicho esto, me empujó hacia él.
La vergüenza me quitó el habla, aunque tras un momento de inmovilidad
absoluta acerté a decir:
—Hola. —«Tranquila, Waris, que no se te vea el plumero»—. Me gusta la
música.
—Gracias.
—¿Cómo te llamas?
—Dana —contestó, y miró alrededor con timidez.
—Oh.
Y Dana me dio la espalda y se alejó, así, sin más. ¡Maldito fuera! Pero yo no
pensaba dejarle escapar tan fácilmente. Lo seguí hasta donde se sentó con sus amigos
de la banda, cogí una silla y me senté a su lado. Cuando se volvió y me vio, se
sobresaltó.
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—¿No estaba hablando contigo? —le reñí—. Eso fue muy grosero. Me dejaste
plantada, ¿sabes?
Dana me miró, perplejo, y entonces se desternilló de risa.
—¿Cuál es tu nombre, entonces? —inquirió cuando por fin se enderezó.
—Eso ya no importa —contesté en mi tono más impertinente y altanero.
Pero nos pusimos a conversar acerca de toda clase de cosas hasta que me
explicó que debía tocar de nuevo.
—¿Te vas? ¿Con quién has venido?
—Con mi amiga. Está con ese grupo.
En el siguiente descanso, Dana me dijo que sólo les quedaban un par de
tandas y que, si me apetecía, cuando acabaran podíamos ir a algún sitio. Cuando
regresó seguimos hablando de todo y de nada.
—Hay demasiado humo aquí —anuncié por fin—. jsj0 puedo respirar.
¿Quieres salir?
—De acuerdo, podemos salir y sentarnos en los escalones. —Al llegar a lo alto
de la escalera, Dana se paró— ¿Puedo pedirte algo? ¿Podrías abrazarme?
Le miré como si fuera la solicitud más natural del mundo, como si le conociese
desde siempre. Lo abracé con todas mis fuerzas e, igual que supe que tenía que ir a
Londres y que tenía que ser modelo, supe que este tímido batería con el peinado
afro-funky sería mi hombre. Ya era demasiado tarde para ir a otro lugar aquella
noche, pero le dije que me llamara al día siguiente y le di el número de teléfono de
George.
—Tengo citas por la mañana, pero llámame exactamente a las tres, ¿de
acuerdo?
Sólo quería ver si me llamaría cuando se lo pedía. Más tarde me comentó que
fue a tomar el metro hacia su apartamento en la parte alta de la ciudad, en Harlem;
cuando entraba en la estación alzó la vista y vio un enorme, cartel con mi rostro
mirándole desde arriba. Nunca lo había visto y no sabía que era modelo.
Al día siguiente, el teléfono sonó a las tres y veinte. Cogí el auricular con
brusquedad. —Te has retrasado.
—Lo siento. ¿Quieres cenar conmigo? Nos encontramos en un pequeño café
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—Tengo noticias para usted. No está sola —manifestó el médico. «¡Ya está! No
está sola... ¡Llena de tumores por todo el cuerpo!»
—¡Oh, no! ¿Qué quiere decir?
—Que está embarazada. De dos meses.
Al oír esas palabras me sentí como si volara por encima de la luna. Dana se
ilusionó también porque toda la vida había deseado ser padre. Ambos supimos
enseguida que sería un varón, pero a mí me preocupaba la salud del bebé, y nada
más enterarme del embarazo fui a una ginecóloga. Me hizo una ecografía y no quise
saber el sexo del bebé.
—Por favor, sólo dígame si el bebé está bien —pedí a la doctora.
—Es un bebé sano, perfectamente sano. Eran las palabras que deseaba oír.
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Nigel, por tanto, estaba convencido de que tomaría sola el tren a Cheltenham.
Cuando me bajé del tren me estaba esperando, apoyado en un poste en el
aparcamiento, fumando un cigarrillo como de costumbre. Me pareció en peor estado
que la última vez que le había visto: le había crecido el cabello y tenía unas
profundas ojeras.
—Allí está —dije, volviéndome hacia Dana—. Tómatelo con calma.
Nos dirigimos hacia Nigel, que no me dejó pronunciar una palabra.
—Te dije que no quería verlo. Te lo dije. Quedó muy claro. Fui muy claro.
Quiero verte a solas.
Dana dejó las dos maletas en el pavimento.
—Oye, a ella no le hables así y a mí tampoco. ¿Para qué quieres verla a solas?
¿De qué va todo esto? ¿Quieres verla a solas? Pues yo no quiero que la veas a solas.
¡Y si lo repites una sola vez más, te voy a dar una patada en el maldito culo!
Nigel se puso aún más pálido de lo que ya estaba.
—Pues..., no hay espacio suficiente en el coche.
—Tu coche me importa un huevo. Podemos ir en taxi. Acabemos con esto de
una vez.
Nigel se iba aproximando a toda prisa a su coche.
—No, no, no. Yo no hago las cosas así —gritó por encima del hombro.
Se metió en el auto, arrancó y pasó como un bólido; Dana y yo nos quedamos
pasmados, con las maletas a los pies, observándolo. Decidimos que convenía
encontrar un hotel. Por suerte, cerca de la estación había una pensión, un lugar
sórdido y deprimente, aunque, dadas las circunstancias, esto era lo que menos nos
preocupaba. Salimos a cenar y pedimos comida india, pero como no teníamos apetito
nos limitamos a mirarla, huraños, hasta que decidimos regresar a la habitación.
A la mañana siguiente llamé a Nigel.
—Sólo quiero ir a recoger mis cosas, ¿de acuerdo? Si no quieres enfrentarte a
esto, olvídalo. Sólo dame mis cosas.
No hubo manera de convencerle. Dana y yo tuvimos que irnos a un hotel,
porque la pensión tenía reservas al completo y parecía que nos convendría estar
cómodos, pues tratándose de Nigel sólo Dios sabía cuánto podía durar la cosa.
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—¿Eso es todo? Vamos, Waris, olvídate de eso, no vale la pena llorar por eso.
Dana y yo nos fuimos a Nueva York en el primer vuelo disponible.
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XVII
LA EMBAJADORA
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sufren toda la vida. ¿Quién va a ayudar a las mujeres del desierto —mujeres como mi
madre— que no tienen ni dinero ni poder? Alguien ha de hablar en nombre de la
chiquilla que tiene voz. Y puesto que he sido nómada como ellas, me pareció que
estaba destinada a ayudarlas.
Me resulta imposible explicar por qué tantas cosas en mi vida han venido de
carambola, pero en el fondo no creo en el concepto de la suerte; en la vida tiene que
haber algo más. Dios me salvó de un león en el desierto cuando me fugué y, a partir
de ese momento, sentí que tenía un plan para mí, un motivo que hacía que me
mantuviera viva. Pero si tenía un motivo, ¿cuál era?
Hace algún tiempo, Laura Ziv, una periodista de la revista Marie Claire, quiso
entrevistarme. Acordamos comer juntas y antes de la cita pensé mucho en lo que
quería decir. En cuanto la vi me cayó bien.
—No sé qué quería de mí —le dije—, pero han escrito miles de veces sobre eso
de ser modelo. Si promete publicarlo, le diré algo realmente interesante.
—Bien, haré lo que pueda —contestó, y encendió la grabadora.
Empecé a hablarle de la ablación que me practicaron de niña. De pronto, en
plena entrevista, Laura rompió a llorar y apagó el aparato.
—¿Qué le ocurre?
—Es horrible..., indignante. No tenía ni idea de que esto todavía se hiciera hoy
en día.
—Eso. A eso voy: los occidentales no lo saben. ¿Cree que puede escribir esto
en su revista..., su superbrillante y preciosa revista que sólo leen las mujeres?
—Le prometo que haré todo lo que pueda. Pero es mi jefe quien decide.
El día después de la entrevista estaba estupefacta, me sentía avergonzada por
lo que había hecho. Todo el mundo conocería mi secreto más íntimo; ni siquiera mis
mejores amigas sabían lo que me había sucedido de niña, pues soy de un pueblo muy
reservado y la ablación no es algo de lo que se habla. Y ahora se lo había contado a
millones de desconocidas. No obstante, decidí no hacer nada al respecto. «Pierde tu
dignidad si hace falta», me dije. Y eso hice, me despojé de mi dignidad como si fuese
una prenda de vestir, la aparté y anduve sin ella. Pero también me preocupaba la
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gran valentía por parte de Marie Claire. Esta revista y Equality Now («Igualdad, Ya»),
una organización que lucha por los derechos de las mujeres, se vieron inundadas de
cartas de apoyo. Al igual que Laura el día en que se lo conté, las lectoras estaban
obviamente horrorizadas.
Hace un mes leí con horror el artículo en el número de marzo de Marie Claire sobre la
circuncisión femenina y no he podido olvidarlo. Me cuesta creer que alguien, hombre o mujer,
pudiera olvidar o restar importancia a algo tan frío e inhumano como el trato que recibe el
género que Dios creó como amiga y compañera del hombre, su «colaboradora». Según la
Biblia, los hombres deben «querer a su esposa». Aun en culturas en que no se conoce la
existencia de Dios, no pueden dejar de percatarse de que es terriblemente malo el dolor, el
trauma y hasta la muerte que infligen a las mujeres. ¿Cómo pueden dejar que esto les ocurra a
sus esposas, hijas y hermanas? ¡Seguro que saben que están destruyendo a las mujeres en
muchos aspectos!
¡Que Dios nos ayude! Tenemos que hacer algo. Me despierto pensando en ello, me acuesto
pensando en ello y ¡lloro todo el día pensando en ello! Sin duda con World Vision u otra
organización de esta clase se puede educar a estas personas y enseñarles que el matrimonio y el
contacto íntimo serían mucho mejores tanto para los hombres como para las mujeres, como se
supone que habría de ser, y que ¡hay una buena razón por la cual las mujeres nacen con ciertas
partes corporales, al igual que los hombres!
Y otra carta:
Acabo de leer su artículo sobre Waris Dirie y me ha herido en el alma saber que las niñas
todavía tienen que someterse a esta tortura y mutilación. Me cuesta creer que todavía hoy se
practique algo tan sádico. Los problemas a los que se enfrentan estas mujeres toda la vida,
como resultado de esta práctica, son increíbles. Sea o no una tradición, hay que poner fin a esta
indignante práctica contra las mujeres. Si rebano los genitales de un solo hombre y se los
vuelvo a coser, le garantizo que la práctica terminará. ¿Cómo pueden querer estar físicamente
con una mujer cuando su dolor es tan fuerte e interminable? Este artículo me ha hecho llorar y
escribo a la organización Igualdad, Ya para que me digan en qué puedo ayudar.
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Se han contado muchas historias trágicas y muchas más se contarán en el futuro, pero,
Waris, ya no quedan historias por contar sobre una cultura entera que puedan horrorizar más
que lo que estas gentes hacen a sus hijas. Lloré y me emocioné mucho al leerlo. Quiero hacer
algo para cambiar las cosas, pero no sé qué puede hacer una persona.
Las cartas de apoyo me tranquilizaron; recibí sólo dos cartas críticas y eran de
Somalia, como cabía esperar.
Acepté más entrevistas y di charlas en las escuelas, organizaciones
comunitarias y cualquier lugar en el que pudiera dar publicidad al tema.
Luego tuve otro golpe de suerte. En un vuelo de Europa a Nueva York, una
maquilladora cogió un ejemplar de Marie Claire, leyó la entrevista de Laura y se la
enseñó a su jefa.
—Lee esto —le dijo.
Resulta que su jefa es Barbara Walters, la presentadora de «20/20», un famoso
programa de televisión de entrevistas en Estados Unidos. Más tarde, Barbara me
diría que no pudo acabar el artículo porque le perturbaba demasiado. Sin embargo,
era un problema del que debía hablarse y decidió dedicar una parte de su programa
a mi historia, para que los telespectadores fueran conscientes de la ablación. Ethel
Weintraub produjo el reportaje titulado Un recorrido curativo y ganó un premio.
Mientras Barbara me entrevistaba, me dieron ganas de llorar, pues me sentía
absolutamente desnuda. Contarlo en un artículo impreso dejaba cierta distancia entre
mi persona y el lector, bastaba con contárselo a Laura y sólo éramos dos mujeres en
un restaurante. Pero cuando me filmaban para «20/20», sabía que la cámara tomaría
primeros planos de mi cara mientras revelaba secretos que había guardado toda la
vida; era como si alguien me hubiese abierto en canal y dejado mi alma al
descubierto.
Un recorrido curativo se emitió en el verano de 1997. Poco después recibí una
llamada de mi agencia: en la ONU habían visto el programa de «20/20» y querían que
me pusiera en contacto con ellos.
Los acontecimientos habían dado un giro sorprendente. El Fondo para la
Población de las Naciones Unidas me pidió que colaborara en la lucha contra la
ablación femenina. Con la Organización Mundial de la Salud habían recabado
estadísticas realmente pavorosas que ponían en perspectiva el alcance del problema.
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Al conocer estas cifras me resultó más obvio que no era un problema únicamente
mío. La circuncisión femenina, o mutilación genital femenina (MGF), expresión más
precisa que se usa actualmente, predomina en veintiocho países de África. La ONU
calcula que a unos ciento treinta millones de niñas y mujeres se les ha practicado la
MGF. Cada año, al menos dos millones —es decir, seis mil cada día— corren el riesgo
de ser las próximas víctimas. La operación suele hacerla, en circunstancias
primitivas, una partera o una mujer de una aldea. No usan anestesia. Cortan a la niña
con cualquier instrumento que tengan a mano: cuchillas de afeitar, cuchillos, tijeras,
trozos de vidrio, piedras afiladas y, en algunas regiones, los dientes. El alcance de la
operación cambia según la situación geográfica y las prácticas culturales. El daño
mínimo consiste en cortar la capucha del clítoris, lo que impedirá que la chica
disfrute toda la vida del sexo. Al otro lado del espectro está la infibulación, a la que
someten al ochenta por ciento de las mujeres somalíes, la versión padecida por mí.
Las consecuencias de la infibulación incluyen el shock, la infección, el daño a la
uretra y al ano, la formación de cicatrices, el tétanos, infecciones de la vejiga,
septicemia, el VIH y la hepatitis B. Las complicaciones a largo plazo incluyen
infecciones crónicas y recurrentes de la vejiga y la pelvis que pueden provocar la
esterilidad, quistes y abscesos en torno a la vulva, neuromas dolorosos, crecientes
dificultades para orinar, dismenorrea, la acumulación de sangre menstrual en el
abdomen, la frigidez, la depresión y la muerte.
Me rompe el corazón pensar que este año otros dos millones de niñas tendrán
que sufrir lo que yo tuve que soportar. También me hace ver que cada día que
continúe esta tortura producirá mujeres furiosas como yo, mujeres que nunca podrán
recuperar lo que les han quitado.
De hecho, en lugar de disminuir, el número de niñas mutiladas va en
aumento. El gran número de africanos que ha emigrado a Europa y Estados Unidos
ha llevado consigo la práctica. Los centros de control y prevención de enfermedades
de este último país calculan que en el Estado de Nueva York a veintisiete mil mujeres
se les ha practicado o se les practicará la MGF, razón por la cual muchas legislaturas
estatales están aprobando leyes que prohíben esta práctica. Los legisladores creen
que se precisan leyes especiales que protejan a las niñas que corren el peligro de
sufrir la MGF porque sus padres alegarán que tienen el «derecho religioso» de
mutilar a sus hijas. Muchas comunidades africanas ahorran para poder traer de
África a Norteamérica a una mujer, como mi «gitana», que haga la ablación. Ésta
mutilará a la vez a un grupo de niñas. Cuando esto no es posible, las familias lo
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XVIII
ACERCA DE MI PAÍS
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mucho alimentar a los nuestros, y en el otro lado hay gente que paga por perder
peso. Cuando veo en la tele los anuncios de programas de pérdida de peso grito:
—¿Quieres perder peso? ¡Vete a África! ¿Qué te parece? ¿Qué tal si pierdes
peso mientras ayudas a otra gente? ¿Se te ha ocurrido alguna vez? Te sentirás bien y
diferente. Lograrás dos cosas importantes a la vez. Te lo prometo: cuando regreses
habrás aprendido mucho. Tendrás la mente mucho más despejada que cuando te
marchaste.
Hoy valoro las cosas más sencillas. Cada día conozco a personas que tienen
una casa o un apartamento muy bonito —o varias casas o apartamentos bonitos—,
coches, barcos, joyas..., pero sólo piensan en adquirir más, como si con lo siguiente
que compraran pudieran adquirir también felicidad y paz mental. Sin embargo, no
necesito un anillo de diamantes para sentirme dichosa. La gente me dice: «¡Oh! Eso
es fácil de decir ahora que puedes comprarte cualquier cosa que quieras». Pero no
quiero nada. Lo más valioso de la vida —aparte de la vida misma— es la salud. Pero
la gente echa a perder su salud irritándose y preocupándose con minucias. «Ya llegó
la factura, y otra factura, y las facturas llegan de todas direcciones y, ¿ay, cómo voy a
pagarlas todas?» Estados Unidos es el país más rico del mundo y, sin embargo, todos
se sienten pobres.
Más que la falta de dinero, lo que la gente lamenta es la falta de tiempo. Nadie
tiene tiempo. Nada de tiempo. «¡Quítate de mi camino, hombre, que tengo prisa!»
Las calles están repletas de gentes que corren de aquí para allá, yendo detrás de
quién sabe qué.
De veras que me alegro de haber experimentado ambos estilos de vida, el
sencillo y el rápido. Pero si no me hubiese criado en África, no sé si hubiese
aprendido a disfrutar de la vida con sencillez. Mi infancia en Somalia ha formado mi
personalidad y me ha impedido tomar en serio asuntos triviales como el éxito y la
fama que parecen obsesionar a tantas personas.
—¿Qué se siente al ser famosa? —me preguntan con frecuencia.
Y yo sólo me río. ¿Qué quiere decir famosa? Ni siquiera lo sé. Sólo sé que mi
modo de pensar es africano y que eso nunca cambiará.
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de cuántas personas se dan cuenta de que es una auténtica bendición. Es cierto que
hay crímenes, pero no son lo mismo que encontrarte en medio de una guerra.
Agradezco el refugio y la oportunidad de criar a mi bebé en un lugar seguro, porque
en Somalia ha habido luchas constantes desde que los rebeldes derrocaron a Siad
Barre en 1991. Desde entonces, tribus rivales han luchado por el control y nadie sabe
cuántas personas han muerto en la contienda. Mogadiscio, la hermosa ciudad de
edificios blancos que construyeron los colonizadores italianos, ha sido destruida.
Casi todos los edificios han quedado marcados —bombardeados o llenos de agujeros
causados por balas— por siete años de guerra continúa. Ya no hay nada que se
parezca mínimamente al orden, ni gobierno, ni policía, ni escuelas.
Me deprime saber que mi familia no se ha salvado de estas luchas. Mi tío
Wolde'ab, el hermano de mi madre que era tan divertido y que se parecía tanto a
mamá, murió en Mogadiscio: se hallaba junto a una ventana cuando el edificio entero
recibió una ducha de disparos y una bala traspasó la ventana y lo mató.
Ahora hasta los nómadas se ven afectados por la guerra. Cuando vi a mi
hermanito Ali en Etiopía supe que también había recibido un disparo y que se salvó
de la muerte por los pelos. Iba solo, con sus camellos, cuando unos cazadores
furtivos le tendieron una emboscada y le dispararon en el brazo. Cayó al suelo y
fingió estar muerto. Los cazadores se largaron con todo su rebaño.
Cuando vi a mi madre en Etiopía me contó que se había visto atrapada en un
fuego cruzado y todavía tenía una bala en el pecho. Mi hermana la había trasladado
al hospital en Saudi, pero le dijeron que era demasiado mayor para operarla. Sin
embargo, cuando la vi, parecía tan fuerte como un camello. Era mamá, resistente
como siempre, y contaba chistes sobre el disparo que había recibido. Le pregunté si
todavía tenía la bala encajada.
—Sí, sí, está allí. No me importa. Puede que la haya derretido ya.
Las guerras tribales, como la mutilación genital femenina, son producto del
ego, de la mezquindad y de la agresividad de los hombres. Siento decirlo, pero es
cierto. Ambas cosas tienen su raíz en la obsesión de los hombres por su territorio —
sus posesiones— y las mujeres entran en esta categoría, tanto cultural como
legalmente. Quizá si les cortáramos los cojones mi país se convertiría en un paraíso;
los hombres se calmarían y se mostrarían más sensibles al mundo. Sin el impulso
constante de la testosterona no habría guerra, ni muertes, ni robos, ni violaciones. Y
si les cortáramos las partes pudendas y los soltáramos para que se desangraran o
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sobrevivieran, acaso entenderían por primera vez lo que les están haciendo a sus
mujeres.
Mi propósito es ayudar a las mujeres de África. Quiero ver cómo se vuelven
más fuertes, y la MGF las debilita emocional y físicamente. Puesto que las mujeres
forman la columna vertebral de África, y realizan casi todo el trabajo, me gusta
imaginar cuánto podrían lograr si no las mutilaran de niñas.
Pese a la rabia que me provoca lo que se me hizo, no culpo a mis padres.
Quiero a mi madre y a mi padre. Mi madre no podía opinar en lo referente a mi
circuncisión porque como mujer no tiene derecho a tomar decisiones. Sólo hacía lo
que le habían hecho a ella y a su madre y a la madre de ésta. Mi padre ignoraba
completamente el sufrimiento que me infligía; sabía que en nuestra sociedad somalí,
si quería que su hija se casara, debían circuncidarla; de lo contrario, ningún hombre
la aceptaría. Mis padres fueron ambos víctimas de cómo se criaron, de prácticas
culturales que no han cambiado en miles de años. Pero, igual que ahora sabemos que
podemos prevenir enfermedades y muertes con las vacunas, también sabemos que
las mujeres no son animales en celo y que su lealtad debe ganarse mediante la
confianza y el afecto en lugar de con rituales bárbaros. Ha llegado el momento de
descartar las viejas costumbres que provocan sufrimiento.
Creo que Dios creó un cuerpo perfecto cuando nací. El hombre me lo robó, me
quitó mi poder y me dejó tullida. Me robó mi feminidad. Si Dios no quería que
tuviéramos estas partes, ¿para qué crearlas?
Sólo rezo por que algún día ninguna mujer tenga que experimentar este dolor,
que se convierta en cosa del pasado; que algún día pueda oír:
—¿Te has enterado? Se ha prohibido la mutilación genital femenina en
Somalia.
Y luego en otro país, y en otro, hasta que el mundo sea seguro para todas las
mujeres.
Será un día de pura dicha y para eso voy a trabajar. Y llegará, In 'shallah, Dios
mediante.
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AGRADECIMIENTOS
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FOTOGRAFÍAS
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Waris y Herb Ritts durante una sesión de fotos en el desierto de Arizona, 1995.
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Waris en una fotografía de Koto Bolofo para Marie Claire Italia, primavera de
1997. Cedida por Marie Claire Italia
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