Elia Nathan Bravo. in Memoriam
Elia Nathan Bravo. in Memoriam
IN MEMORIAM
Coordinadoras
ISABEL CABRERA Y ELISABETTA DI CASTRO
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Elia Eva Nathan Bravo
Félix García
De por sí, Elia Nathan era una persona de pocas palabras. Siempre
dispuesta a escuchar y apuntar posibles conexiones, pero sobria
mente. Poco a poco, esta característica se acentuó, sobre todo al fi
nal, mientras ajustaba un arduo, agotador y a menudo desesperante
proceso de lucha. Fue concentrándose y desarrollando delicadas
habilidades, esas que son propias de los espíritus más refinados por
que requieren inteligencia, astucia, estrategia: son un acto de liber
tad y autodeterminación.
A la manera de los monjes, que entonan cantos circulares, giró
obsesivamente sobre su cuerpo enfermo y adolorido, hasta hacer de
él un espacio sagrado con sus propios ritos expiatorios. La noche
del 22 de mayo de 2001 dijo: "las experiencias más profundas de la
vida tienen que ver con nuestro cuerpo, aunque nos creamos racio
miles y espirituales". Tal vez pensaba en el nacimiento, el amor y la
muerte. Así, lentamente, a través del esfuerzo incesante y solitario,
consiguió que el dolor apuntara más allá. Sólo de este modo su con
tienda fue, no de destrucción sino de vida, y el mundo devino fresco
y lleno de prodigios.
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Elvira en Teostitlán
Isabel Cabrera
Hace poco más de un mes nos dejó Elia, entrañable amiga y compa
ñera en estos temas de filosofia de la religión. Extraño su presencia,
extraño el proyecto sobre disidencia religiosa del que tantas veces
hablamos y nunca emprendimos. Su muerte me deja todavía muda,
sólo me vienen imágenes: su cara de asombro, su pasión por los
esquemas, su orgullo por su hijo Barto, su gusto por las pulseritas y
otro tipo de chacharillas, sus manías con la comida, su pasión por ir
al baño, su indispensable morral con libros, suéteres y peras, su amor
por Félix, su profundo deseo de casar la filosofia con la vida y su
constante sensación de frustración por no poder hacerlo. Ante estas
imágenes inconexas y con una tristeza que no me deja entrelazarlas,
he preferido leer aquí una versión ligeramente modificada de un
cuento que escribí hace más de cinco años pensando en ella y que se
publicó en el boletín Filosóficas. El hecho de que Elia haya leído
este texto me permite mantener un poco más la ilusión de que pudie
ra escucharme decirle que la extraño.
Elvira en Teostitlán
11
celentes razones para creerlo y escribió a la H. Universidad de Teos
titlán para solicitar un doctorado a cambio de su idea. El jurado
recibió la propuesta y, sobra decirlo, les pareció ridícula. Sin embar
go, su cuota de alumnos de grupos marginales era baja y el gobierno
amenazaba con reducir presupuestos. Considerando esto, Elvira era
una buena candidata: blancuzca, sana, casada, y non-smoking ... , ade
más, su idea era tan absurda que nunca lograría probarla, y se que
daría, llenando por años, una de esas plazas reservadas para margi
nales. El comité decidió aceptarla, pero le pareció poco serio hacerlo
sin condiciones: por eso, a Elvira se le pidió un proyecto más deta
llado (una cuartilla).
Y como Teostitlán no era sino un apartado postal, Elvira se pro
veyó de timbres y comenzó a escribir su Disertation abstract -que
así llamaba para demostrar su profundo conocimiento de lenguas
muertas. El argumento era simple: desde el punto de vista humano,
cualquier postulación de la existencia de Dios está sujeta a la sospe
cha de ser traducción de alguna ilusión infantil. Para apoyar esto
bastaba con apelar a una gran tradición crítica que ha desentrañado,
siempre, detrás de cualquier argumento de la existencia de Dios,
deseos e intereses que como dice von Freud, "prestan su fuerza a la
creencia". El primer capítulo repasaba diversos intentos: un Dios
que nos protege y mitiga nuestros miedos, que nos libra de la muerte
y promete la eternidad, que le da un origen indiscutible a la moral,
que explica la inexplicable existencia del mundo, que da sentido a la
vida, o al sufrimiento o, de perdida, a la aniquilación de herejes in
deseables. Dios es un inmejorable llena-huecos. Por consiguiente,
se argumentaba en el siguiente capítulo, la única manera de saber si
Dios existe es convertirse en algo que no fuera un ser humano (una
tortuga) y desde allí planteárselo. Si la realidad divina era parte de la
realidad de ese ser tortuguil entonces había realmente una realidad
divina. Elvira reconocía el problema de cómo saber si la tortuga
había realmente descubierto a Dios en su horizonte, ya que se trata
ba de un animal silencioso y enigmático. Por ello, el último capítulo
se ocupaba de esbozar una hermenéutica capaz de descifrar el valor
simbólico de los gestos y movimientos tortuguiles: la forma de ce
rrar los ojos, de encogerse o de hacer pausas para soltar burbujas de
aire podían ser signos hierofánicos y, en última ins�ancia, quien fue-
1
ra sordo a tales manifestaciones, podía consolarse pensando que con
las tortugas pasa lo mismo que con los místicos: que parecen haber
dado con algo-que son incapaces de comunicar. Un apéndice coro
naba su proyecto: la justificación del porqué se escogía una tortuga,
y no otro animal; las razones centrales eran su temperamento enig
mático, pausado y meditativo, además, dado que las tortugas eran
los animales más satisfechos del planeta, no había posibilidades de
que se hiciera de Dios un nuevo llena-huecos tortuguil. Por supues
to -concluía el abstract- este apéndice habría que respaldarlo con
las innovadoras teorías de David Lord Turtle acerca de la naturaleza
y comportamiento de las tortugas. La bibliografía incluía, además
de textos menores como las Meditationes de prima phi/osophia, la
escasa y magistral obra: The Encyclopedia ofTurtles, de cuya pose
sión Elvira se sentía tan orgullosa.
Envió su resumen y esperó impaciente la respuesta. Y pasaron
días... Y Elvira dejó de comer por esperar pegada a la ventana, des
de donde creía, a cada momento, presentir la cercanía del señor
Correo con su bicicleta y su silbato. Y, pegada a la ventana, Elvira
cavilaba si usar un método trascendental o puramente histórico para
estructurar su apéndice... Lord Turtle la convencía, pero sospechaba
que, en parte, su privilegiar a las tortugas no se debía a razones teó
ricas, sino a la inclinación, puramente subjetiva, que le infundía el
cariño por Mefista, su tortuga más vieja, a quien conocía desde los
tres centímetros de caparazón hasta los veintidós que ahora tenía. Y
le dolía simplemente imaginar que el H. comité de admisión de Teos
titlán pudiera sospechar de esta inclinación suya, no objetiva. Preo
cupada por esto, cayó en una especie de sopor y luego el agotamien
to la venció y se quedó dormida. Y soñó con Tzotl, su vieja nana
tzotzil. Soñó que, como cuando era niña, Tzotl la despertaba de su
ensueño, de su dormir frente a la ventana, y la llevaba a la cama. Y
Elvira -y la niña que Elvira fue- protestaban medio dormidas:
"no me lleves, que quiero ver por la ventana"... , pero la vieja sabia
siempre la convencía: "no te preocupes mi niña, oritita que te acues
tes y te duermas de verdad, vas a llegar al fondo de ti y allí hallarás
un espejo que refleja la ventana"...
Pasaron horas (¿días; años?) y Elvira despertó. Lo primero que
sintió fue la impronta auditiva de quijadas en movimiento acampa-
1
ñada de la invasión de sabores herbosos. La tendencia ahora era a
hibernar y dormir un poco más, pero el eco de una voz en el agua le
infundió el impulso de sacar la cabeza. Otra vez esa gran presencia
hacía sombra e inmediatamente después, objetos comestibles nada
ban en el agua cerca de ella y, otra vez, le daba pereza pescarlos.
Después de todo, el vacío en su panza no la impulsaba al movimien
to, ¿para qué moverse entonces?... Sumió la cabeza y mientras sus
redondos párpados se entrecerraban alcanzó a ver el interior de su
caparazón. Curiosamente, en vez de ser cóncavo y en tonos opacos
reflejar su piel arrugada y su nariz puntiaguda, era convexo, liso y
resbaloso como un espejo. Y mientras se dormía vio, interrumpi
damente, el reflejo de esa presencia que solía acercarse, ahora ale
jándose; luego se abrió una rendija de luz intensa y la luz ahogó lo
que parecían ser voces; luego todo volvió a la oscuridad habitual
y la tortuga se acurrucó al fondo de sí y se durmió tranquila, con
la sensación de estar absolutamente a salvo, y sin entender que lo
que se reflejaba en su caparazón era la imagen de Elvira que leía
ansiosa una carta.
* * *
Aquí termina el cuento. Cuando me pregunto dónde está Elia,
me contesto como quizá muchos de ustedes lo hagan: está en nues
tros corazones y en nuestros recuerdos. No obstante, quisiera creer
otra cosa. Patricia de la Fuente me dijo que una de las tortuguitas
que Elia, Barto y Félix habían criado había puesto huevos e inme
diatamente pensé que si fuera hinduista o budista me sería posible
imaginar que allí sería un buen lugar para encontrar a Elia, segura,
andando a su propio ritmo y cerca de quienes ella más quería.
IIJ
Invocación y memoria
Esther Cohen
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Frank fue esa niña que no alcanzó a vivir todo lo que hubiera queri
do, que escribió desde el aislamiento soñando con una vida plena y
que escribió porque era la única forma de vivir una vida que le había
sido negada.
Hay un rasgo en Elia que la convertía en esa niña inocente, des
protegida, ingenua y, por sobre todo, entrañable. Había en ella una
gran capacidad, incluso en medio del dolor, de disfrutar de todo lo
que la rodeaba. Incluso si se trataba de algo tan banal como una
simple comida, como una conversación telefónica que acababa siem
pre con el sólito "padrísimo". Todavía ahora recuerdo esta expre
sión de felicidad -porque en ella ésta no era una pura fórmula
con la emoción con la que la pronunciaba. Si había algo que la con
movía era el afecto en cualquiera de sus manifestaciones; siempre
pensé que Elia tenía una gran capacidad de amar y, en el fondo,
pocas oportunidades de manifestarlo. Ahí está esta Ana Frank a la
que dedica su libro y que tiene todo que ver con lo que para ella fue
el trabajo más apasionante de su vida: la persecución de quienes,
para ella, fueron siempre víctimas: sus brujas. Y de aquí esta capaci
dad para solidarizarse con todo aquello que fuera del orden de lo
excluido, de la marginación o del hostigamiento.
La figura de la víctima fue siempre lo que la atrajo a sus brujas,
brujas que compartimos, ella y yo, desde diversos lugares y que
fueron el inicio de nuestra amistad y no pocas veces causa de fuertes
discusiones. Elia no pudo dejar de ver en ellas al chivo expiatorio de
una sociedad que las acusó de herejes sin serlo; pero más allá de la
validez de su tesis, recojo y sospecho que detrás de ese su pensa
miento racional y disciplinado estaba siempre ella, tan lúcida pero
tan generosa, tan solidaria, tan fiel a su objeto de investigación. Y
esto me hace pensar que la investigadora y la amiga eran la misma
persona. Todavía hoy, como el mismo día en que me enteré de su
muerte, no puedo ni podré olvidar la forma en que me acompañó, ya
en medio de su enfermedad, en el duelo más desolador de mi vida,
sabiendo, en el fondo, que ella moriría de la misma enfermedad.
Recuerdo con qué calidez y emoción estuvo a mi lado oyéndome
hablar de la concepción de la muerte en Levinas, lectura que al fi
nal, nos ayudaba a soportar el dolor de la pérdida. Quiero pensar,
recordando sus comentarios, que también para ella _el amor de los
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otros, de los sobrevivientes, tenía que venir a darle otro sentido a la
muerte propia. Ya no se trataba del ser-para-la-muerte heideggeriano,
sino del ser-para aquello-que viene-después-de-mí y, en este senti
do, Elia sabía que la relación con su hijo, la de su querido Barto,
vendría a darle una proyección distinta a su propia muerte. "La muerte
del otro que muere -escribe Levinas- me afecta en mi propia iden
tidad como responsable, responsabilidad inefable". Y en esta res
ponsabilidad que compartimos todos los que aquí nos hemos reuni
do para invocar y recordar el nombre de Elia, se encuentra su "vida
después de la muerte". Somos, todos los que la quisimos, sobrevi
vientes de su muerte y, en este sentido, en nosotros yace la respon
sabilidad de responder por ella. La memoria, decía Derrida, tiene
que ver más con el presente y con el futuro que con el pasado, y si es
así, el "porvenir" de Elia, de su vida, estará siempre en nosotros, sus
amigos, su esposo, su obra, su hijo; en todos aquellos que, gozo
samente, compartimos su vida.
1
Más que las palabras, recuerdo los silencios
Patricia de la Fuente
1
tratamos de comunicarnos, las personas escuchan tan sólo nuestras
palabras y no realmente los sentimientos que queremos expresar.
Esa cualidad de Elia me hizo aprender a confiar, y permitió que esta
bleciéramos una amistad en la que compartimos búsquedas, cues
tionamientos y rompimiento de prejuicios. Con Elia me sentí siem
pre respetada y aceptada. En ella encontré un testigo compasivo y
amoroso que me acompañó, por más de veinte años, en momentos
de crisis y optimismo, de depresión y felicidad. Teníamos muchos
intereses en común, pero lo que nos unió fue la confianza que sen
tíamos para hablar de las cosas que nos importaban realmente, sin
juzgarnos, aceptándonos con un cariño incuestionable. Creo que su
gran reto fue enfrentar la ansiedad que le causaban sus sentimien
tos; por ello fue tan conmovedor verla, durante sus últimos meses,
afrontar sus emociones con tanta fortaleza. Su generosidad para com
partirlas fue un regalo que guardaré siempre.
1
Ella, directora de tesis
José M de Teresa
No viene al caso explicar por qué azares del destino había decidi
do trabajar sobre Kant, y supongo que me creerán si les digo que
no fue fácil convencer a Elia de dirigir mi tesis de licenciatura. El
hecho es que por suerte lo logré, y eso cambió mi vida. Por las
obligaciones que me imponía el trabajo, que tuve la buena fortuna
de conseguir cuando iba en cuarto semestre, no pude ser un alum
no muy regular en la Facultad, y seguro que en parte por eso
-aunque también en parte por las deficiencias de un programa de
estudios que obliga a cursar seis materias simultáneas sin relación
entre sí-, los últimos años de la carrera llegué a sentirme muy
confundido.
En realidad, al terminar el tercer año, yo sentía como si las doctri
nas mutuamente incompatibles que sostenían los profesores que me
habían tocado, o la diversidad de enfoques, temas y posiciones que
exhibían los textos a los que había podido asomarme fuera un autén
tico pantano de doctrinas abstrusas, algunas de las cuales inexplica
blemente estaban de moda, pero donde parecía imposible discernir
algo que fuese auténticamente preferible a sus alternativas. Por su
puesto que de poderse hallar alguna prueba de algo, eso habría seña
lado una salida, pero lo que hasta entonces había visto me hacía
sospechar que no pudiese haber pruebas legítimas en filosofia. La
situación me resultaba muy angustiosa porque empezaba
a no verle sentido alguno a la disciplina y, para rematar, me sentía
culpable, pues temía que la carrera que había elegido, y con la
que casi irremediablemente algún día tendría que ganarme la vida,
me capacitaría, si acaso, para convertirme en un parásito social.
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Un curso había bastado para hacerme intuir que quien podría ayu
darme a salir de esa situación -si acaso tenía salida- era Elia. Me
imagino que lo que le pedí debe haberle dado una flojera infinita, y
quizá sólo se dejó convencer por cansancio ante mi insistencia. En
mi descargo puedo decir que me atreví a insistir llevado por una ne
cesidad nada ficticia, y confiando en la generosidad que había
detectado en ella. Esto lo había notado por la atención que Elia ha
bía puesto en la lectura de textos que no es concebible que pudieran
haberle interesado como, sin embargo, se reflejaba en unas notas
muy esclarecedoras que había puesto al margen de mi trabajo de fin
de semestre.
Mientras elaboraba mi tesis de licenciatura fui comprobando de
nuevo cuán útiles me eran sus críticas y observaciones, que más
a menudo tenían forma de preguntas. Las notas que ella solía poner al
margen de mis sucesivos borradores, no sólo indicaban problemas in
objetablemente reales, sino que estaban hechas con un gran sentido
pedagógico, que sólo mi propia práctica posterior me ha permiti
do apreciar en lo que valen y ello, por lo dificil que es de imitar. Para
facilitarme su imitación en algún grado, quisiera tratar de entender
cómo las escogía, cómo lograba que se le ocurrieran esas preguntas
que luego a mí me resultaba tan provechoso tratar de responder.
En mi experiencia, la lectura que Elia hacía de los borradores
solía estar centrada no tanto en lo que ella sabía, sino en el texto
preparado por el alumno. Supongo que sin ello sería inexplicable el
que tan a menudo haya dado en el clavo conmigo, dirigiendo mi
atención hacia lo que para mí podía representar el siguiente paso, un
paso cuya necesidad se había esforzado por asegurarse de que yo
hubiese entendido previamente, y que al mismo tiempo pudiera atre
verme a dar. Las entrevistas que tuvimos mientras el trabajo estaba
en curso no eran muy largas, y allí Elia me precisaba brevemente y
hasta con cierto laconismo, pero con mucha claridad, qué era lo que
quería que yo hiciera, y por qué. Para ello muchas veces se limitaba
a indicarme inconsistencias, cuando menos aparentes, en las teorías
que yo estaba atribuyendo a Kant, para ipso facto lavarse las manos
y dejarme a mí el paquete, creo que a sabiendas de que yo iba a
flaquear e intentaría dar marcha atrás, buscando una interpretación
un poco más inteligente. Otras veces, un simple "¿ajá?" irónico, un
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"¿tú crees?" incrédulo o un directo "no entiendo", me hacían notar
la debilidad de las explicaciones con que yo intentaba defenderlo.
Todavía otras veces gastaba palabras precisas para explicarme una
dificultad que yo no acababa de entender. Y en unas pocas ocasio
nes, discutimos; entonces acababa diciéndome: "pues ponlo". A fin
de cuentas, casi siempre lo que pedía es que se resolviesen, o que al
menos se plantearan claramente problemas que yo había tratado de
sobrevolar con algún decoro, pero que muchas veces ni siquiera había
presentido. Hacer la tesis· con Elia era como tomar un curso intensi
vo de planteamiento y descarte de soluciones defectuosas de pro
blemas, y tomar también un ejemplo_ de honradez, que nunca daba
por bien contestada una pregunta a menos que la respuesta se enten
diera llanamente. Fue para mí, sobre todo, entrar en una conversa
ción mágica en la que una persona extraordinariamente penetran
te derrochaba cada vez un par de horas poniéndome atención,
después de haber leído atentamente mi borrador.
En particular, Elia pensaba que un estudiante de filosofía, ante
todo, tiene que adquirir ciertos métodos de trabajo, y cuando me
nos, conciencia, si no es que cierta destreza para evitar algunas tram
pas típicas. Por ejemplo, una de las cosas que ella trataba de impedir
era que uno revolviese preguntas distintas. Más concretamente, aun
que me consta que ella valoraba lo que puede tener de bueno una
amplia cultura, también distinguía finamente entre erudición y com
prensión. En su opinión, uno debía esforzarse ante todo por enten
der una teoría, percatándose de los nexos --explicativos, de justifi
cación, de oposición, de complementariedad, etcétera- que hay entre
sus principales proposiciones, aun a costa de cierta unilateralidad
en su enfoque interpretativo, si es que las condiciones del estudiante
así se lo imponen. En otras palabras, en su opinión importa más
adiestrarse en percibir y explorar con un mínimo de orden ciertas
relaciones lógicas -comenzando por adquirir el hábito de pregun
tarse por ellas-, que hacer justicia histórica. Importa más entender
una discusión, para eventualmente estar en condiciones de juzgar
qué posición tiene razón allí, que determinar exactamente qué per
sonajes participan, o participaron de hecho en ella. Y en la práctica,
por supuesto, al verse llevado a poner atención de esta manera a su
objeto de estudio, el alumno iba intemalizando al menos cierto mé-
1
todo de trabajo, cuando no otra cosa. Pero me parece que este punto
sirve para ilustrar también otro valor práctico, a saber: otro aspec
to de la honradez a la que me referí antes, aunque para mostrarlo
comenzaré distrayéndome un momento de Elia, para referirme a uno
de sus libros.
De hecho, como ustedes probablemente recuerdan, en su libro
sobre Descartes Elia arguye que una interesante pregunta sobre el
sistema del gran racionalista moderno no tiene solución "interna",
es decir, no se le puede dar respuesta satisfactoria mientras atenda
mos sólo a las ideas que estrictamente se desprenden de su investi
gación. 1 Entonces, alegaba Elia, cierto problema fundamental para
el sistema sólo puede contestarse si echamos mano de una perspec
tiva "externalista", donde buscamos elementos de respuesta en el
entorno social, históricamente determinado -por supuesto--, en
el que -por supuesto-- actúan fuerzas e intereses con casi total
indiferencia de su legitimidad racional. Más concretamente: ella pen
saba que el status de cientificidad que Descartes atribuye a las cien
cias empíricas -verbigracia, a las distintas ramas de la fisica- re
sulta muy comprensible si tenemos en mente el interés práctico que
reviste el inventar o conseguir, de cualquier modo, explicaciones
que posean alto grado de adecuación empírica, de cara a un proyec
to de sometimiento de la naturaleza y dominio del mundo. Estos
intereses son expresiones particulares o, al menos, afines, además
de instrumentos útiles para el afán de poder y ventaja tangibles ca
racterísticamente enfatizádos, según algunos historiadores, ya en el
surgimiento del capitalismo. En cambio, pensaba Elia -como de
bería pensarlo, al menos de entrada, cualquiera que se interese por
Descartes- que las ciencias empíricas deberían carecer de validez
en el encuadre cartesiano primario y fundamental, ya que, en con
gruencia con los postulados iniciales del propio filósofo, así como
con lo que se entiende es el desarrollo de su argumento, la validez
quedaría reservada para aquellas teorías que gocen de estricta certe
za o indubitabilidad racional. Creo que este problema es fundamen-
1
tal y, sin embargo, es notorio que los demás comentaristas de Descar
tes -al menos todos los que yo conozco2- le niegan olímpica
mente su calidad problemática. Dicho brevemente, el problema que
Elia señ.ala y que hasta hoy los demás comentaristas se empeñan en
disimular es que según lo anterior, ¡el autor del Discurso del método
se habría conducido nada menos que como un ecléctico metodológico
en su práctica "científica"! 3
Bueno, pero dicho esto solamente de paso, el punto que quiero
destacar es cómo Elia, persuadida en su fuero interno de la esterili
dad última de la distinción entre preguntas que atañ.en a la validez
racional, y preguntas que atañ.en a la génesis o explicación causal,
insistía no obstante, en que sus alumnos fuésemos, al menos, capa
ces de reconocerla. Lo creía necesario precisamente porque advertía
que era ésta una gran distinción clásica, que permea la obra de cuan
do menos, casi todos los grandes autores de nuestra disciplina, des
de luego, hasta Kant, aunque después ciertas modas y otras corrien
tes menos fútiles -asociadas al irracionalismo emotivista o
voluntarista y al romanticismo--- hayan insistido en irla dejando de
lado más que en discutirla, como si los escépticos hubieran acaba
do con el trabajo duro. Bueno, pues en primer lugar, a diferencia de
aquellos penúltimos, me parece que Elia se buscó lo que pudiera
servir como argumento sólido, realizando un estudio de uno de los
proponentes menos estúpidos de la famosa distinción entre la quaestio
juris y la quaestio facti, para, mediante su crítica estricta, legitimar
argumentalmente una conclusión --casualmente favorecida por los
irracionalistas.
Ahora bien, Elia quería que sus alumnos aprendiésemos a no tro
pezar con la distinción de marras, no porque ella se reservase un
1
saber esotérico que le diese prestigio ante nosotros, pues no lo nece
sitaba ni creo que le hubiese importado mucho. Sencillamente, ella
tenía una idea clara de lo que es una buena formación, y no pensaba
que formara parte de ello el tomar por punto de partida sus opinio
nes personales -ni siquiera cuando pensaba que éstas estaban res
paldadas por buenas razones. En el trato que nos daba, Elia mostra
ba que creía correcto concederle todavía el beneficio de la duda a
algunas ideas clásicas de las que discrepaba, y nos alentaba a aden
trarnos un poco en la estructura casi invariante de la tradición, quizá
para que algún día quedásemos habilitados como jueces imparciales
de su propio alegato --entre muchos otros. En lugar de estar engreída
con sus propias ideas, Elia no buscaba conversos. No lo omitía por
falta de imaginación, sino porque había ciertas cosas por las que tenía
verdadero respeto, aunque no por estar enteramente de acuerdo.
Quiero comentar otro punto. En ese cuadro general que delimita
lo que fue su concepto --0 si lo prefieren, su prejuicio confeso y
meditado- de los requisitos mínimos de una buena formación en
filosofia, sin embargo, Elia respetaba en particular el enfoque y mu
chísimos prejuicios del alumno. En todo caso, parece que lo que sí
le parecía importante era no avasallar ni interrumpir una conversa
ción interior que, al contrario, se había propuesto nutrir. Desde lue
go, también intervenía, y muy activamente, para asegurarsé de que
armásemos nuestro texto básicamente como una polémica, pero en
mi caso, por ejemplo, sus notas ál margen llamaban mi atención
sólo sobre algunos de los puntos o huecos principales que habría
podido señalarme. Y, como mencioné al principio, no eran éstos
precisamente todos los grandes problemas filosóficos que podían
terciarse, tomados en un sentido abstracto, sino ante todo los defec
tos más salientes que yo mismo estaría en condición de apreciar con
una explicación muy breve, o con una lacónica referencia a mi pro
pio escrito. Hacía esto, aunque probablemente a veces en su fuero
interno considerase que el enfoque de uno era tremendamente cru
do. En efecto, ni siquiera al final pedía que diésemos un argumento
que fuera capaz de convencerla a ella, se conformaba con pedir sen
satez, ilación, y una estructura clara. Ella era consciente de que no
se debe pedir en exceso, y tenía el sentido común de damos tiempo
para descubrir, mediante una reflexión lenta, pero �ropia, las des-
m
ventajas de abordar una cuestión con una carga excesiva de presu
puestos, o de manera unilateral.
En mi caso, los cuestionamientos que Elia me hacía nunca eran
demasiados a la vez, nunca me abrumaban ni por su número ni por
su índole. No sólo había de por medio una afabilidad muy agrada
ble, sino que ella tenía el buen cuidado de no descarrilar el trabajo
de su aprendiz, dispersándolo. Ella sabía -alguna vez lo habla
mos- que el aprendizaje se produce, si tenemos suerte, cuando acu
mulamos esfuerzos sobre un mismo asunto, aunque no seamos muy
hábiles, sobre todo al comienzo, y aunque no tengamos un gran apa
rato analítico. Seguramente por la impronta que me dejó ella, yo
también creo que más vale esforzarse reiteradamente por desentra
ñar poco a poco la respuesta a un problema que pensamos verdade
ramente vale la pena, que acumular ante todo lo que para nuestros
fines teóricamente podría llegar a ser útil, pero no sustantivo. Si en
el lapso reducido de que realmente se dispone no tiene caso exigir
de un ignorante al mismo tiempo cultura, erudición relativa, buena
formación lógica y estilo, Elia se conformaba con pedir trabajo y
constancia. Creo que se desesperaba un poco cuando uno insinuaba
que estaba por abandonar la pregunta inicial: en lugar de ello pedía
reemplazarla si acaso por un mejor planteamiento o por otra más
profunda, que a nuestro parecer la incluyera, o por otra que uno
pudiera argumentar un poco, serviría de primer paso para abordar la
mayor.
De este modo, lo primero que uno conseguía era armar como un
núcleo, en el que quedaban explícitas al menos algunas de las rela
ciones entre lo que antes habían sido meras ideas dispersas. Sus
cuestionamientos sucesivos exigían que poco a poco esa red de re
laciones se fuera haciendo más tupida y que uno fuera conectando
los problemas iniciales con otros, preferentemente aquellos que po
dían resultar contiguos a los ya tocados y para abordar los cuales, su
trabajo anterior daba al alumno ciertas bases. Podía tratarse, por
ejemplo, de lo que opinaba otro comentarista, ojo: sin exigir que se
tratase del más intimidante, excelente y sólido, sobre ese mismo
problema específico. Uno debía, entonces, explicar con detalle
la preferencia por la propia interpretación, frente a esa alternativa.
Si uno lo conseguía medianamente, había una enorme ganancia en
1
claridad y quizá, sobre todo, en autoestima. Además, uno estaba ya,
sin saberlo, haciendo filosofía. Ya hacia el final de un proceso que
en realidad creo que podría no haber tenido término, uno se descu
bría intentando escudrifiar alguno de los problemas centrales de la
disciplina. Es decir, que uno de repente podía cacharse especulan
do, sin estar totalmente perdido, en alguno de los temas de esa filo
sofía eterna -que a Elia en lo particular, sobre todo en los últimos
afios, no le interesaba mucho, quizá por considerarla infructuosa, en
sus propios términos. Aunque puede ser que eso pasara unas veces y
otras no, dependiendo de la inclinación del alumno.
Sin forzar nada, no obstante, pienso que Elia favorecía ese con
tacto porque lo consideraba formativo. Lo más notable, sin embar
go, es que a esas alturas uno podía no sentirse reducido a la impo
tencia frente a un quebradero de cabeza irresoluble, porque la sa
bia conducción de Elia se las había arreglado para que uno llegara
allí con algún trabajo hecho, y con un planteamiento medianamente
razonable acerca de cómo tenían que verse las cosas en cierto nivel
más micro. Esta audacia a que Elia nos animaba era tremendamente
estimulante y grata; a veces casi le salvaba a uno la vida. Además,
allí estaba nada menos que ella, armada de sensatez y buena geogra
fia intelectual, para atemperar un poco los excesos que habrían po
dido convertirse en simple optimismo hueco.
En suma, todo el proceso resultaba tremendamente educativo, en
un sentido hondo y vital, no sólo académico, y con los beneficios de
su conversación me hubiera gustado poder contar toda la vida. De
hecho, las etapas se terminaban, el trabajo se interrumpía, la conver
sación se acababa dejándole a uno el apetito máG abierto que nunca.
Ese término, en cierto sentido, falso, siempre se impuso por circuns
tancias externas. Los plazos administrativos se vencían; por x razo
nes uno tenía que titularse en una fecha determinada, había que ha
cer circular los papeles con firma y sello; los apremios curriculares
o económicos no perdonan.
Y Elia siempre estaba llena de trabajo, cosa que no puede extra
fiarle a nadie, precisamente por la cantidad de atención que conce
día a cada uno de sus alumnos. Pero, perdón por la insistencia: in
cluso más que esa gran generosidad suya, y ese esmero, me sorprende
su talento pedagógico. No sé bien qué tino tenía Elia, que podía
1
transformar a un ignaro caótico y balbuciente, dándole orden a al
gunos pensamientos modestos, sin duda, pero propios, y más o me
nos clarament<;: relacionados, tanto entre sí como con las ideas de
algún gran clásico. Este salto cualitativo, de efectos terapéuticos,
Elia lo provocaba con una técnica misteriosa y que, a posteriori, me
ha parecido varias veces, tenía algo de mágico.
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La buena fortuna
Elisabetta Di Castro
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cer su preocupación por trasmitir con claridad y precisión las pro
puestas de los autores analizados, especialmente la de Descartes,
autor que había trabajado en su tesina de licenciatura y que el Insti
tuto de Investigaciones Filosóficas publicó en 1976 -a pesar de su
corta edad y su estilo cordial, Elia infundía en sus alumnos un respe
to académico. En ese entonces tampoco me hubiera podido imagi
nar el giro de sus preocupaciones teóricas que pasaron de la episte
mología y la filosofia de la ciencia a la filosofia de la religión y la
filosofia política. De Galileo, Descartes y Newton a san Agustín, las
brujas, el pecado y la Inquisición; del análisis de los supuestos de la
ciencia moderna ligados al potencial racional del hombre a los pre
juicios y la discriminación social.
El escaso contacto que tuve con ella como una de tantas alumnas
en un curso básico de cuarto semestre, fue suficiente para que me
formara la idea de una persona académicamente seria y rigurosa.
Por ello, tiempo más tarde, cuando tuve que enfrentar la primera y
lamentablemente única réplica a un trabajo final -se trataba del
curso de Filosofia de la ciencia-, acudí aterrada con Elia en busca
de auxilio. Aún recuerdo con nitidez la paciencia con que leyó mi
trabajo, línea por línea, y, sin dejar de juzgarlo con rigor -de he
cho, como era de esperarse, quedó destrozado-, me proporcio
nó los elementos para hacer una decorosa defensa. Si, como dice
Séneca, lo único que en realidad poseemos es nuestro tiempo, Elia
generosamente me obsequió el suyo. Y fue así que descubrí que en
sus escritos uno suele decir mucho más de lo que se imagina, y
normalmente no en la dirección que uno quisiera. Esa actitud de
Elia me marcó de manera decisiva. Ahora que yo también doy cla
ses, tengo presente ese pasaje, y trato, en la medida de mis capaci
dades, de colaborar en ese maravilloso y al mismo tiempo turbador
descubrimiento que todo alumno tiene que llegar a hacer.
Sin embargo, en esa época nuestros intereses marchaban por vías
distintas, y nuestros encuentros fueron esporádicos, aunque no por
ello dejaron de ser cordiales. Muchos años más tarde, un hecho for
tuito nos acercó nuevamente. Pero ahora ya no a la investigado
ra del Instituto, sino a la persona. Cuernavaca me dio la oportunidad
de convivir con Elia y asomarme a su mundo. Inicialmente sólo
le daba un "aventón" a cu. En el trayecto de una ciudad a otra -una
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vez superados los nervios iniciales por la inexperiencia del pilo
to-, sostuvimos largas pláticas que poco a poco fueron pasando de
los zapatistas; la huelga de la UNAM y las elecciones, a aspectos más
personales como nuestras familias, expectativas y miedos. A esos
"aventones" les siguieron innumerables comidas, en las que no sólo
descubrí nuestra común preferencia por la comida japonesa sino tam
bién a una excelente guía para moverme dentro del laberinto de ca
lles cuemavaquense. Una de nuestras salidas favoritas era ir al cine,
en donde me sorprendió su excelente formación y memoria sobre
películas, directores y actores. También disfrutábamos mucho ir sim
plemente a tomamos un helado o al café, en donde podíamos pasar
horas hablando de todo y de nada. Ir a su casa era realmente un pla
cer; conocí un poco más de cerca a Bartolomé y a Félix, y disfruté
de sus innumerables mascotas y del jardín en donde se pueden reco
lectar, de acuerdo con las estaciones, diversas frutas y, a veces, in
cluso verduras.
Curiosamente, en esa convivencia seguían apareciendo dos ca
racterísticas que ya había notado añ.os atrás. Por un lado, su capaci
dad analítica que no dejaba de examinar y cuestionar todo. Muchas
veces, con una pregunta aparentemente ingenua te obligaba a ver de
otra manera; como muchos añ.os atrás, sus preguntas me llevaban a
descubrir que hay muchas más cosas a considerar que las contem
pladas originalmente. Por otro lado, su permanente sonrisa, incluso
en los momentos más dificiles. Elia era una persona alegre y entu
siasta, su sonrisa era lo primero que te regalaba al encontrarla, así
como lo último al despedirla.
Si tuviera que expresar en unas cuantas palabras lo que he tratado
de comunicar en estas líneas, podría decir simplemente: tuve la bue
na fortuna de conocer a Elia.
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Tolerancia, intolerancia y libertad
Paulette Dieterlen
Quizá, de todos los aquí presentes, alguien piensa que soy la perso
na que en lo académico estuvo más lejos de Elia. Como todos sabe
mos, ella trabajó filosofia de la ciencia y más tarde se dedicó al es
tudio de las brujas, y en general al problema de la marginación en la
Edad Media. Yo, por mi parte, me he dedicado a la ética y a la filo
sofia política. Sin embargo, tuvimos, académicamente hablando, un
punto en común, más tarde me referiré a otras muchas cosas que
tuvimos en común. Este encuentro fue cuando las dos nos empeza
mos a interesar por el problema de la tolerancia, la intolerancia y la
libertad. Y hoy quiero hablar de ella tomando como punto de refe
rencia dichos conceptos.
Elia fue impresionantemente tolerante, en un sentido positivo, no
en el de la indiferencia, en lo que se refiere a las personas. Siempre
estuvo dispuesta a escuchar a sus amigos y amigas, a entenderlas, a
ponerse en "sus zapatos". También fue tolerante con sus no tan ami
gos, siempre trató de entender los motivos que llevaban a las perso
nas a actuar de uno u otro modo. Su comentario habitual era "qué
raro" o "tal vez piense esto o lo otro", "chance y lo que le pasa es
esto o aquello". Siempre le buscó una explicación a las conductas
de las personas con las que tenía algo que ver.
Pero Elia también fue intolerante. Lo era con los malos argumen
tos, con las ideas sostenidas de una manera trivial; me atrevería a
decir que le molestaba la arrogancia académica, por un lado, y, por
otro, la estupidez. En este aspecto sus frases eran "a ver, no entien
do", "explícame a dónde quieres llegar", "seguramente lo que quie
res decir es esto". Siempre había un juicio académico implacable,
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una crítica demoledora pero, a veces también, una alabanza recon
fortante. De las discusiones con Elia siempre se obtenía algo positi
vo. Creo que esto lo conocen muy bien todos aquellos que tuvimos
la suerte de intercambiar ideas con ella.
Volviendo a la tríada tolerancia, intolerancia y libertad, creo que
Elia fue una persona intelectualmente muy libre. Supuestamente
estaba "predeterminada" a ser una especialista en filosofía de la cien
cia y, revisando su currículo, me di cuenta de que en un año cambió
de interés, para disgusto de muchas personas. Es cierto que en una
época se sintió profundamente incomprendida, sin embargo siguió
trabajando lo que a ella en realidad le interesaba y se volvió una au
toridad en el tema. Me atrevería decir que pasó del estudio de aque
llo que es racional por excelencia: la obra de Descartes, Galileo y
Newton, al estudio de lo que aparentemente es irracional, la bruje
ría. Sin duda un tema escandaloso para quien tiene una forma estre
cha de juzgar a la filosofía. El juicio de los "estrechos" quizá nos
explique su interés por los casos de estigmatización, por la situación
de las personas que de algún modo eran diferentes. Elia nunca dejó
los temas que le interesaban. En eso radicó su libertad de espíritu.
Nunca sucumbió al llamado "determinismo académico", a pesar de
todo y de todos.
Si bien académicamente compartí poco con Elia, compartí mu
chas otras pasiones. En mi biblioteca se encuentra, en un lugar pri
vilegiado, una Enciclopedia de las tortugas que me regaló en un
intercambio navideño en el Instituto. Me sirvió para comentar con
Elia acerca del comportamiento de esos curiosos animales y me en
canta pensar que si mis tres tortugas se han mantenido con vida y en
pleno estado de salud, por más de ocho años, se debe a las frecuen
tes consultas a la enciclopedia. También compartí con ella el gusto,
casi pasión, por los perros. Nos gustaba comentar "lo humano" de
su comportamiento, su cariño y su fidelidad. Las dos nos sentíamos
atraídas por los gatos, ella tuvo que vencer alergias y yo cier
tos prejuicios de la personalidad felina.
Pero no sólo compartí con Elia el gusto por los animales, muy
seguido en nuestra conversación entraban nuestras relaciones per
sonales más importantes. Obviamente hablábamos mucho de nues
tros hijos, de su infancia y su adolescencia, de lo qu_e representaba
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"tener hijos hombres" y de su relación con las mamás. Creo que esto
fue lo más íntimo que compartí con ella.
Elia estuvo, físicamente, en el Instituto por más de veinte años,
pero se quedará con nosotros siempre y cuando la sigamos recor
dando, y estoy segura de que lo haremos; de nosotros depende su
memoria. Sólo me queda decirles a Félix, a Barto, a su padre y a
su hermano, que éste seguirá siendo el espacio de Elia y por supues
to el de ellos también.
Una relación preñada de ftlosofia con el tópico de la
ftlosofia ausente del discurso
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Siempre pensé que al gozo que acompafiaba nuestros diálogos le
seguía sólo mi provecho en esto de las artes del argumentar; hace
unos días, al volver de su funeral, me percaté de que el juego era de
ida y vuelta; ella me traducía lógicamente y mostraba mis incon
sistencias, producto casi siempre de la defensa romántica y vehe
mente de mis convicciones; yo le traducía psicoanalíticamente esas
cosas de la vida que Elia se resistía a poner en palabras pero que le
apasionaban y muchas veces le atormentaban, volviendo este últi
mo un tema que siempre nos ocupaba en nuestras conversaciones.
A ese propósito, recuerdo que el psicoanálisis era un asunto que
nos apasionaba; mucho discutimos sobre su status teórico, pero lo
que nos importaba era esa posibilidad que nos abría para el arte de la
interpretación, y específicamente el de nuestras motivaciones, de
seos, dificultades y miedos.
Elia misma era un maravilloso pretexto para la interpretación en
ese estilo nunca expreso, nunca claro, para mostrarnos lo que era y
lo que quería; la primera imagen que tengo de ella saliendo de un
salón de clase me lo hizo patente: era la viva imagen de una nifia con
su pelo corto y revuelto, con aquel vestido de florecitas rosas dimi
nutas que le llegaba a medio muslo y que mostraba unas poderosas
y bien contorneadas piernas, que contrastaban con sus calcetas in
fantiles.
Y qué decir de su primera presentación pública ante nuestra co
munidad filosófica en pleno en el congreso de Guanajuato, en el que
muchos de los amigos hacíamos nuestro debut: un auditorio boquia
bierto ante aquella joven que, rompiendo todas las formalidades,
enfundada enjeans y con las piernas arriba de la silla en posición
algo parecida a la flor de loto, discurría con esa voz lenta y ese tono
ingenuo, pero con una de las mayores agudezas filosóficas, sobre
Galileo y Newton, dejando a sus maestros y a todos sus colegas
girando y a la vez arrobados.
En su apariencia, en sus gestos y actitudes, y en su forma de transi
tar por la academia y sus espacios parecía jugar siempre como ese
síntoma disruptor e incómodo que pone en evidencia lo banal de
poses e imposturas; ni la entonación oxfordiana de la voz o el pulcro
corte del traje de tweed hacía a sus portadores mejores filósofos o
filósofas, ni cultivar el repertorio canónico de los temas filosóficos
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sancionados por la academia era lo que le otorgaba su legitimidad y
calidad al quehacer reflexivo.
Quizá forzat;1do la interpretación, Elia nos mostraba por un lado
lo absurdo de ciertas reglas y de usos y costumbres prevalecientes
en la academia, de la nuestra en particular, ,y por otry lado daba
cauce a inquietudes y necesidades muy personales, ser valorada y
querida, siendo ella, y no simplemente aceptada por el grado de
sujeción a las imposiciones de la tribu. /
Que su persona fuese ese excelente pretexto para la interpreta
ción no sólo le redituó horas placenteras en las conversaciones con
los amigos, le planteó retos a veces infranqu�ables para ella misma
y muchas veces profundas incomprensiones de parte de quienes le
rodeábamos. En el plano académico, quizá una de las que más su
frió fue el rechazo casi unánime que suscitó su viraje a temas no
sancionados: "¡qué desperdicio!" Dedicarse a reflexionar sobre las
brujas, sobre la herejía, cuando había dado testimonio fehaciente de
su capacidad para manejarse en las lides de la epistemología y la
filosofia de la ciencia.
Elia vivió la experiencia del hereje que, conforme a la conclusión
a que llega Castalión ("Martín Bellius"), se considera hereje a aquel
con el que se discrepa. Discrepancia que lleva a señalar al otro como
hereje, siendo que tal clasificación se basa en presuposiciones
de certidumbre sobre cuestiones sobre las que nunca se puede tener
certeza.
El proceso que le supuso a Elia defender la legitimidad de su
interés y crear nuevos espacios de interlocución fue largo y costoso,
pero estoy segura de que, a la postre, muy satisfactorio: la de una
hereje que pagó los costos pero le quedó el gusto de hacer lo que
quiso y en lo que creyó. Ojalá también haya tenido la claridad
de que, quienes la supieron apreciar y quienes siempre la quisimos,
y ahora sólo nos queda recordarla, amábamos su herejía, sus debili
dades y sus virtudes.
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Del asombro al análisis
Guillermo Hurtado
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con burla del trabajo de algún colega o alumno. Para Elia no existían
las jerarquías académicas. A diferencia de algunos de sus colegas en
el Instituto, siempre resaltaba lo mejor de cada texto, siempre discutía
con el ánimo de llegar a la verdad, nunca con el de humillar o despres
tigiar al prójimo.
Sin embargo, fue también por esos años, en la segunda mitad de
los ochentas, si no me equivoco, que el trabajo de Elia tomó un giro
que a no pocos les sorprendió y a algunos, incluso, les desilusionó.
Para ponerlo en pocas palabras, Elia dejó a un lado -aunque sin
abandonarlos del todo- los temas de filosofia de la ciencia e histo
ria de la filosofia sobre los que se había ocupado hasta entonces
para entrar en un campo nuevo, el de la historia social de las ideas o,
si se prefiere, de las mentalidades.
En una ocasión yo le pregunté por qué había dejado la filosofia
analítica y ella me respondió que había sido porque un día había
sentido un rechazo casi visceral por los temas que antes la habían
ocupado. No recuerdo más detalles, pero su explicación me pareció
semejante a la de otros filósofos en México y, en particular, del campo
analítico, que han abandonado la filosofia teórica por razones per
sonales muy hondas. Sin embargo, habría que señalar que a partir de
sus estudios históricos, ella abordó cuestiones de filosofia política y
filosofia de la religión. Pero, si bien Elia cambió de temas, no hubo
ningún cambio en la profundidad de su pensamiento o en el rigor
analítico con que abordaba cualquier problema. La contribución prin
cipal de este segundo periodo es su libro Territorios del mal que
versa sobre la persecución de brujas en la Europa de los siglos XIV
al XVII. Se trata de un libro sólido que ofrece una perspectiva asaz
interesante sobre el asunto.
La tesis de Elia es que las brujas jamás existieron, que todas las
mujeres acusadas de hechicería eran inocentes y que la persecución
sólo se explica a partir de los beneficios que ésta brindaba a di
versos agentes sociales como la Iglesia y el Estado. Se nota que es
un libro escrito por una filósofa y en ello radica su fortaleza y quizá
su debilidad. Por una parte, el análisis de las ideas es muy fino, muy
analítico; por otra, podría resentirse la ausencia de mayor trabajo
documental y, quizá hasta de un estilo más cercano a la historiografía.
Pero yo estoy convencido de que nada de esto demerita el trabajo de
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sus últimos afias. Hay mucho que aprender en los escritos de Elia, y
ojalá que se sigan leyendo y discutiendo. La filosofia mexicana per
dió una de las mentes más brillantes que jamás haya tenido. Pero sus
amigos, todos los que la queríamos y admirábamos, perdimos a una
persona maravillosa, única. ¡Qué fortuna haberla conocido!
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De la ciencia, la historia y la brujería
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ga Elia, a mi maestra Elia, y sacar provecho tanto del cariño como
de los intereses que sin duda nos unían. Frustración ante la imposi
bilidad de hacer ya nada sino recordar, hablar de ella con quienes la
conocieron (con ustedes), y leer las cosas que escribió, buscando en
esos bien trabajados textos las marcas de aquello que admirábamos
y nos encariñaba con ella. Pasión crítica, entusiasmo auténtico por
el saber, intolerancia ante lo tramposo o adornado y, sobre todo, ese
rasgo indefinible pero claro, humanidad.
No hay un medidor del afecto. Sus flujos y reflujos no son metri
zables. Hay, sin embargo, un ejercicio que siempre me ha gustado
hacer. Registrar, después del hecho, la sensación espontánea que me
produjo ver aparecer inesperadamente a una persona. La alegría, el
temor, el fastidio, la indiferencia auténticas e íntimas que de verdad
sentí, antes del autocontrol y de la conciencia. Supongo que se trata
de un indicador parcial. Pero en él, Elia siempre marcaba muy alto.
Un brinco positivo en al ánimo me decía, cada vez que la veía, que
era una persona a quien quería de veras. Y viéndolo bien, no es algo
explicable a vuela pluma, ni evidente. Diré por qué.
No fui nunca alguien muy cercano a Elia. Nuestros acercamientos
y momentos de encuentro se reparten a lo largo de dieciséis o dieci
siete años con bastante tacañería. Sé relativamente poco de su vida
personal, de sus motivos íntimos y de su trayectoria. No fuimos
condiscípulos, ni trabajamos muy cerca, ni escribimos nunca jun
tos, ni viajamos juntos. Fue mi maestra primero, después mi amiga
y luego mi colega. Nada más. A tratar de explicar la marca tan alta
que Elia registra en mi afecto, quiero dedicar las líneas que restan.
Conocí a Elia en las aulas de la UAM lztapalapa por 1983-1984 en
el posgrado de Filosofia de la Ciencia que coordinaba León Olivé.
Mis condiscípulos y yo tuvimos ahí la suerte de tener de veras bue
nos maestros. Entre ellos menciono a Gómez, Moulines, Berestovoy,
Otero, Pérez-Ransanz, Pereda, Brody, el propio Olivé. Entre esa
constelación ser alumno de Elia fue crucial para mí. Su acercamien
to personal a la historia conceptual filosófica de la ciencia me atrajo
desde el principio. Entre la avalancha de textos, posturas, discusio
nes filosóficas, que en esos años recorrimos los alumnos de la maes
tría, la aguda percepción de la importancia de la dimensión tempo
ral que Elia mostraba me pareció única. Lo más sorprendente era
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que no hacía ningún desplante propagandístico, como la mayoría de
nuestros otros profesores. No buscaba reclutas. Simplemente plan
teaba problemas, nos acercaba a sus puntos dificiles, y nos acompa
ñaba en reflexiones cuidadosas en tomo a ellos, siempre cortando el
paso a malos argumentos y malas interpretaciones. Con ella aprendí
a ver a Galileo, a Newton, a Descartes, a Locke, como formando
parte de un espacio de problemas, de intentos de solución, de afir
maciones directas y sesgadas, de interdependencias conceptua
les, más rico y vasto de lo que las descripciones parciales e interesa
das de los filósofos ahistóricos podían aceptar. Aunque hoy podría
criticar el exceso de intelectualismo --o conceptualismo- de aque
llas sesiones, no puedo dejar de aceptar que para mí fueron decisi
vas. Cuando manifesté a Elia mi deseo de hacer investigaciones his
tóricas en algún momento, recuerdo que se emocionó y comenzó a
recomendarme libros y textos de una manera especial. Al cabo co
menzamos a ser amigos. En varias conversaciones fuera del aula, y
en las contadas ocasiones en que nos vimos fuera de la Universidad,
se fue abriendo más conmigo sobre sus más recientes inquietudes.
Por entonces andaba entusiasmada con el neoplatonismo, por el her
metismo, por Bruno, Pico y personajes de ese estilo. Confieso que
mi ignorancia y cierto gusto postilustrado (moderno) me impidieron
seguirla en esos entusiasmos, pero nunca me quedó duda de que
Elia navegaba en esas aguas con el mismo rigor y la misma atención
que en las demás. Creo que Elia me ayudó a aclararme algo que no
hubiera aprendido de mis otros maestros. Que se puede tener un
acercamiento muy personal y propio a los estudios analíticos de la
ciencia. Que lo importante es elegir los temas y los problemas que
de veras te mueven. Que no importa si no parece haber nadie más
tan entusiasmado por ellos. Que para poder decir algo que importe
hay que adentrarse más allá de la literatura secundaria, derivativa en
la que suelen confiar muchos filósofos. Que para ello la investiga
ción de fuentes primarias es crucial, y hay que armarse, con muchas
horas y mucha paciencia -sobre todo en nuestro país hambreado
de buenas bibliotecas.
Salí a hacer mi doctorado y volví cinco años después. Al volver
tuve la fortuna de ser contratado en Filosóficas y una de las alegrías
fue el reencuentro con Elia. Reanudamos poco a poco la amistad y
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la conversación. Las investigaciones de Elia la habían alejado de la
ciencia y llevado hacia la magia y la brujería., Su agudeza historio
gráfica y su sutileza analítica, más desarrolladas y maduras, la ha
cían adoptar rutas originales y reveladoras. Lo halagador para mí,
fue ver cómo ella inmediatamente entendió y aprobó el acercamien
to histórico que había elegido para mi tesis doctoral. Viéndolo en
retrospectiva, quizá reconoció en ello frutos de semillas que ella
plantó. No lo sé, ni lo sabré.
Como colegas seguimos charlando, intercambiando críticas, bi
bliografía y bromas, ocasionalmente. Ante quienes la conocieron no
hay que insistir diciendo que nunca disfrazó sus verdaderos puntos
de vista. Y cuando debió criticar alguna presentación mía, aunque
con tacto y cariñ.o, siempre lo hizo duro y a fondo, preocupada por
aclarar las cosas y mejorar los trabajos.
Me vienen muchos recuerdos de situaciones de interacción inte
lectual y de diálogo en los que figura Elia. A menudo se trata de Elia
reaccionando con el rostro y las manos, mirando con atención, po
niendo una cara curiosa, modificando su expresión, de duda a intri
ga, a asentimiento, a duda otra vez, mientras escuchaba. Después
siempre vienen sus intervenciones, normalmente diferidas hasta casi
lo último. Sus largas pausas y su manera tan especial de dirigirse
hacia el meollo de la cuestión, como no queriendo la cosa, sin aspa
vientos. Sus palabras normalmente generaban unos instantes de si
lencio --como aquellos que una jugada nueva, inesperada y origi
nal produce en los ajedrecistas- tanto en el interpelado como en el
resto de la audiencia. Elia fue una mujer que usó su talento y habili
dad naturales de una manera honesta y clara y nos enriqueció con
ello a todos. Nunca acabé de aprender lo suficiente de ella. No sé si
esto aclare por qué mi ánimo mejoraba el día que la veía, así fuese
un par de minutos en un pasillo. Ojalá. Y también por qué me lasti
ma su partida. No es justo que ya no esté con nosotros. Pero pocas
cosas lo son al final de cuentas.
1
Acerca de Elia, veinte años ha
m
broso, y la filosofía de Plotino. En una época del ambiente filosófi
co mexicano en la cual muchas mujeres -me incluyo sin duda
parecíamos estar buscando un tono de voz adecuado, una manera de
mirar entre mirares predominantemente masculinos, y una manera
de sentarse que resultara cómoda, por ahí andaba este ser singular,
ese ojo luminoso, ese estuche de monerías para el cual pensar, sen
tir, caminar, mirar, reír, hablar o callar parecían fluir con inde
pendencia de todo lo demás, del mismísimo manantial de la mis
mísima vida.
Hace un par de semanas, escuché que lo que la naturaleza había
combinado con tanta perfección había sido, dolorosa y violentamente,
puesto al revés, y que el tipo de triángulos de la más pura, lisa y
densa especie había perdido, en su caso, la facultad de filtrarse
a través del denso hueso para servirle de rocío a la médula. Elia no
se aparecerá ya por los pasillos de las academias con su caminar
nonchalant y su voz de niña educada, a veces tefiida de una suerte
de soma. Y es como si uno la oyera a ella misma compadecerse de
otro, diciendo: "¡Qué mala onda!, ¿no?"
Es sin duda una gran suerte el haber tenido la oportunidad de
adentrarse en la autocrítica en público y en la crítica en vivo con
alguien para quien criticar no era demoler sino pensar en voz alta
frente a o en compañía de otros. Y es también una gran pérdida el ya
no tener aquí junto a un ser cuya complejidad mental y cuyo élan
vital parecían andar siempre de concierto. ¿Habrá dejado algo pu
blicable? De ser el caso, y de necesitarse ojos para galeras, los trián
gulos que conforman los míos, a diferencia de los suyos, todavía se
comunican con los de afuera, y aquí estoy. ¡En buena onda!
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Analítica, muy a pesar suyo
Salma Saab
.Con mis palabras quisiera recordar, junto con todos ustedes, a la ami
ga entrañable, la valiosa colega, la maestra de muchos aquí presentes
y a la madre de Bartolomé. Mi amistad con Elia data de mediados de
los setentas, cuando volvimos de nuestras becas de posgrado en el
extranjero. Recuerdo como uno de los acontecimientos más grati
ficantes para mí -académicamente hablando- haber tenido la opor
tunidad de impartir con ella un seminario sobre Descartes en la Facul
tad de Filosofia y Letras. Tuvimos poquísimos alumnos -creo que
como dos o tres que nunca faltaban-pero las discusiones entre noso
tras y con los alumnos fueron muy buenas, muy intensas y acalora
das. Fui de los muchos que aprendieron de su tesis de licenciatura
sobre Descartes, que por fortuna publicó el Instituto de Investigacio
nes Filosóficas en 1976. Hasta la fecha, este breve texto sigue reco
mendándose como lectura en los cursos en la licenciatura.
Dados mis intereses, formo parte de aquellos que lamentamos
que Elia se apartara de los estudios de los modernos y no -como
muchos- por censura temática, sino porque me privaba de una mag
nífica interlocutora. Sus profesores y colegas teníamos grandes ex
pectativas respecto a los logros que Elia alcanzaría con sus investi
gaciones, y con razón, ya que sencillamente era muy buena. Otro
gozoso texto de Elia -el último que trabajó en esos campos- es
sobre la revolución de Galileo en la fisica, 1 que salió publicado en
1
1995. Si no me equivoco, la publicación tardó muchos años en apa�
recer; se trata de un trabajo que por años guardó en un cajón y que,
gracias a la insistencia de Santiago Ramírez, finalmente publicó.
La mente clara, ordenada y analítica -analítica muy a pesar
suyo- es una constante de todos los trabajos publicados y no publi
cados de Elia, rasgos también presentes en sus apreciaciones más
mundanas y no sólo en filosofia. Seguramente no me desmentirán
los que conocen y entienden la faceta de Elia en historia y filoso
fia de la religión. La mente clara y aguda de Elia una y otra vez se
ponía de manifiesto en sus intervenciones en los seminarios tanto
de los investigadores como en la de becarios del Instituto. Elia solía
empezar diciendo: "tengo una preguntita muy boba; seguramente
no entendí bien". Esto era suficiente para que la persona a la que le
dirigía la pregunta se pusiera incómoda y se esperara una bomba,
una certera y filosa crítica sobre alguna cuestión central del trabajo.
No es secreto para nadie que Elia pasaba periodos en los que no
le enganchaba la filosofia. Como probablemente nos pasa a muchos
de nosotros. Le era más gratificante hacer trabajos manuales, leer
novelas, sobre todo policiacas y de misterio. Le gustaba mucho
leer a Agatha Christie. En una época le dio por la cerámica. Conser
vo y atesoro algunas de esas bellas piezas en las que también se
aprecia una factura muy delicada y cuidadosa, al estilo de la cerámi
ca japonesa. Tenía una enorme sensibilidad y un gusto exquisito.
No acabo todavía de asimilar su ausencia, aunque a últimas fechas
nuestros encuentros se espaciaban cada vez más -tanto por su enfer
medad como por estar viviendo en Cuemavaca. Elia era muy querida
y apreciada, personal e intelectualmente, por muchísimas más perso
nas de las que ella se imaginaba. La espontánea reacción de dolor y
pesar de tanta gente me lo confirmó. Seguramente si yo se lo hubiera
comentado a Elia, no me habría creído. Me parece estar escuchando
sus palabras -utilizando una expresión muy típica de ella, con una
mezcla de incredulidad y desconcierto--"¿te cae?"
Espero que, por lo que a mí respecta y al reducido círculo de
amigos, pero sobre todo de amigas, ya de tanto tiempo -aunque
agregaría a Elisabetta, una amiga más reciente-, Elia no haya teni
do la menor duda del gran cariño y aprecio que le teníamos, y le
. tenemos, y del gran vacío que nos deja su muerte.
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Elia y el arte de la conversación
Carmen Silva
1
vida cotidiana. Muchas cuestiones de las relaciones humanas le eran
difíciles de comprender, las decisiones prácticas imposibles de to
mar. Era tan desconcertante que, si no la conocías bien, quizá no
entendías con quién estabas hablando. Su poderosa razón te impe
día avanzar en la conversación, a menos que hubieras desecho el
enredo o aclarado y justificado las razones de tu opinión, mientras
que su alma sensible se había quedado en los cuatro afios.
Esta alma de niña en un cuerpo de adulto y con una razón podero
sa, luchaba constantemente por encontrar el equilibrio entre alma y
cuerpo, quizás por eso empezó su carrera con Descartes y luego lo
dejó, pues en él no encontró la respuesta. No encontrar el equilibrio
le generaba mucha angustia, sobre todo porque el universo desbor
daba a la razón. A veces se me ocurre que Elia estaba tratando de
encontrar la clave racional que le sirviera como contrasefia para po
der sentirse más segura en el mundo.
Además del enorme carifio que nos teníamos una a la otra, nues
tra larga y entrañable amistad giraba en torno a la conversación,
pues Elia, aunque era una persona tímida, amaba conversar -acti
vidad humana ahora en vías de extinción-, lo cual gocé mucho y
supongo que Elia también, además de que ella esperaba, por esa vía,
desentrañar los misterios de la vida.
Desde que nos conocimos empezamos a conversar, primero en su
cubículo, después en la calle camino al banco ( adoraba ir al banco),
en sus restaurantes -pues durante afios ella siempre decidió en qué
lugar comer-, en la calle, en los parques, en los pasillos de la Fa
cultad, en mi casa, en la suya, y por teléfono, cuando se fue a vivir a
Cuernavaca.
Para mí, Elia era una maestra en el arte de la conversación pro
funda, diría yo, pues los temas rara vez eran triviales y siempre po
nía el alma en ellos. En realidad, en esto se enfoca mi retrato, en el
profundo lazo que me unía a ella: su arte y pasión por conversar.
La conversación con Elia tenía rasgos propios, por ejemplo: pri
mero ella, como un Sócrates contemporáneo, planteaba la pregunta,
la cual, he llegado a pensar, la venía fraguando en su trayecto a la
ciudad de México, porque desde que se fue a vivir a Cuernavaca,
nuestros encuentros dejaron de ser casuales y ella programaba des
de allá, por vía telefónica, a quién vería, a qué hora y _dónde se rea-
1
!izaría el encuentro, por lo general en un restaurante; el tema de la
conversación tampoco era casual, era algo que la inquietaba y que
quería comprender y compartir.
Después de haber planteado la pregunta, esperaba la respuesta
sin interrumpir, y, por lo general, era recibida por un "¡ah!", o por
un "son dos cosas" o "no me has entendido", lo cual significaba que
empezaba la conversación.
Otro rasgo fascinante y único de su forma de conversar eran sus
largos, larguísimos silencios: no aceptaba tu respuesta, la estaba tra
tando de analizar, y buscaba la manera más amable y suave de ha
certe ver que ésa no era la respuesta adecuada o quizá era buena
pero desconcertante para ella y necesitaba tiempo para digerirla.
Cuando la respuesta era aceptada, sus ojos se iluminaban a la vez
que esbozaba una sonrisa; era un gesto parecido al de una niña cuando
recibe un regalo sorpresa.
Nuestros últimos encuentros se dieron en la Condesa, su barrio
de la infancia; yo no sabía entonces que estaba compartiendo con
ella su recorrido por la vida, la llevaba a los helados Roxy y la últi
ma vez, por accidente, encontramos su casa de la infancia: un depar
tamento en la calle de Yautepec; frente a él me describió a sus veci
nos, se quejó de que ahora tuviera más pisos, me indicó cuál era su
habitación; estaba muy emocionada. Para cerrar con broche de oro,
en este último paseo, la llevé a una tienda de comida judía, se trans
formó y compró casi todas las cosas que ahí se encontraban, algunas
con nombres impronunciables; salimos cargadas de bolsas. Ella son
reía feliz, de nuevo como una niña que recibe un regalo sorpresa.
Elia Nathan: filósofa, sabia y rebelde
Conocí a Elia Nathan en 1983 cuando nos impartía los cursos mara
villosos de Historia de la Ciencia antigua, medieval y renacentista
en la maestría de Filosofía de la Ciencia de la UAM Iztapalapa.
Ella se sentaba un tanto cuanto desparpajada sobre el escritorio y
hacía unas espléndidas exposiciones sobre Aristóteles, Ptolomeo,
Copérnico, Kepler, Descartes, Galileo y Newton con tal claridad
textual y contextual que el mismo Kuhn y Koyré juntos la envidia
rían. Tan pronto iniciaba las reflexiones filosóficas, la clase se con
vertía en una polémica candente entre sus alumnos y en la cual, la
joven maestra Elia trataba de poner orden. Ésas fueron las clases
más edificantes que tomé en la Maestría en Filosofía de la ciencia.
Pero la admiración a nuestra maestra creció aún más cuando tuvo
la temeridad de criticar agudamente al también querido pero temido
·maestro Ulises Moulines, que por aquel entonces acababa de publi
car su libro Exploraciones metacientíjicas. En su crítica, Elia Nathan
cuestionaba que Moulines únicamente analizara la estructura inter
na de las teorías científicas y no considerara los aspectos culturales
y sociales externos a las teorías. La maestra Nathan había ya publi
cado excelentes trabajos en los que integraba aspectos internos y
externos de las teorías científicas de una manera muy clarificadora
y amena, y su estilo de hacer interpretaciones de las teorías científi
cas nos resultaba más atractivo que el rigor de la reconstrucción
lógico-constructivista del profesor Moulines.
A esta brillante crítica Ulises Moulines contestó, como acostum
braba, apabullantemente con un artículo titulado "Entre todólogos",
arguyendo que él era filósofo de la ciencia y no historiador o soció-
1
logo de la cienc;ia o de la cultura. Desde luego, los alumnos toma
mos partido en favor de la joven maestra Elia, pero sin manifestár
selo a nuestro profesor Moulines. No teníamos el valor de Elia.
Elia Nathan siempre fue una filósofa brillante y valiente que gus
taba de cultivar magistralmente herejías filosóficas en un clima insti
tucional poco propicio para ello. Quizás por ello sus últimos es
critos se centraron en el tema de la persecución de las brujas. Sin
lugar a dudas, Elia se sentía solidaria y defendía valientemente a los
disidentes de la ortodoxia filosófica, con un rigor y originalidad ad
mirables.
Esta actitud rebelde y sabia que Elia mostró como nuestra maes
tra siempre la mantuvo también como investigadora en el Instituto
de Investigaciones Filosóficas y como profesora de la Facultad.de
Filosofia y Letras, donde tuve la fortuna y el honor de ser su colega.
Siempre recordaré a Elia como lo que siempre ha sido: filósofa,
sabia y rebelde, creadora de herejías filosóficas que dan profundo
sentido a nuestra vocación y profesión.
1
Entre decantaciones y sublimaciones
Elia:
Estuvimos tristes, pero ahora estamos contentos. Estamos con
tentos por haber podido disfrutar y compartir contigo estos últimos
meses. No nada más compartimos tu conocimiento, tu relajado sen
tido del humor, tu constante guía; también compartimos contigo
nuestras ideas, nuestros libros, imágenes y fantasías, tus galletas y
hasta uno que otro regafio. En este último curso, al que siempre
llegaste puntual y sonriente, hicimos un recorrido profundo por te
mas difíciles: el miedo, el dolor y la muerte. Paradójicamente, tu
constante siempre era la fuerza.
De entrada uno tenía la seguridad de que se te podía contar todo,
no te asustabas de nada. Tal vez a eso se debió que en el salón de cla
ses siempre tuvimos la seguridad de hablar contigo de cualquier tema.
Algo valioso de tu clase era poder tener la sensación de que no impor
taba equivocarse, no teníamos que preocupamos por decir lo "correc
to", lo "verdadero", sino que tú adecuabas el espacio para poder hacer
una búsqueda libre. Tu curso nos dejó el valioso aprendizaje de que la
filosofía es un trabajo de equipo en el que las ideas se comunican
mediante un mágico proceso de alquimia guiado por la inteligencia,
pero también por la sensibilidad. Tu salón era un laboratorio, había
sustancias inocuas y otras muy peligrosas. Nos dejaste jugar, pero al
mismo tiempo nos ensefíaste a asumir las consecuencias de nuestros
experimentos. Creo que ninguno de los cuatro permanece siendo el
mismo que era antes de tomar el curso: las sustancias hicieron efecto.
Hubo decantaciones y sublimaciones, intoxicaciones y quemaduras.
Al final, todos salimos ilesos, pero transformados.
11
Elia, hemos pensado que quizá este espacio que decidiste compar
tir con nosotros fue una preparación para tu partida. El mal, las brujas,
el miedo y el fundamentalismo te seguían pareciendo interesantes,
pero te preocupaban más el dolor, la finitud y la trascendencia.
No es fácil pasar los lunes por el salón 18 y ver tu lugar vacío,
pero ahora que la angustia de la existencia se ha anulado en ti, estás
aquí de otra forma, en el tiempo sin tiempo que no necesita mover
se. Tú, mejor que nadie nos enseñaste que el espíritu no se quema,
bajo ninguna circunstancia. Hoy queremos darte las gracias por todo
lo que nos diste y pensar que hay algunos emigrantes que se alegran
de partir...
Seguimos queriéndote mucho.
1
Índice
Félix García
Elia Eva Nathan Bravo ................................ 9
Isabel Cabrera
Elvira en Teostitlán ... . .............................. 11
Esther Cohen
Invocación y memoria ............................... 15
Patricia de la Fuente
Más que las palabras, recuerdo los silencios............... 19
José M. de Teresa
Elia, directora de tesis ................................ 21
Elisabetta Di Castro
La buena fortuna ......... ................... . ....... 31
Paulette Dieterlen
Tolerancia, intolerancia y libertad....................... 35
1
Guillermo Hurtado
Del asombro al análisis ............................... 43
Salma Saab
Analítica, muy a pesar suyo ......... . ................. 53
Carmen Silva
Elia y el arte de la conversación ........................ 55
1
Elia Nathan Bravo. In memoriam, editado por la
Secretaría de Extensión Académica de la Facul
tad de Filosofia y Letras de la UNAM, se terminó
de imprimir el mes de agosto de 2003 en los ta
lleres de Desarrollo Gráfico Editorial, S. A. de
C. V., Municipio Libre, 175, Nave principal, Col.
P ortales, C. P. 03300, México, D. F. El tiraje
consta de quinientos ejemplares. La tipografia y
formación estuvieron a cargo de Concepción
Rodríguez Rivera.