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Elia Nathan Bravo. in Memoriam

El 23 de mayo de 2001 murió Elia Nathan Bravo, quien por más de veinticinco años se distinguió como académica de la Facultad de Filosofía y Letras, además de haber sido becaria y luego investigadora en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. A su paso por las aulas dejó honda huella en sus alumnos, amigos y compañeros, quienes en junio del mismo año se reunieron para agradecerle, de alguna manera, todo lo que compartió con ellos. Así se rindió homenaje, más que a la obra académica de Elia Nathan, a la persona, a lo que de ella sigue vivo en cada uno de quienes la conocieron. Este volumen reúne los textos que fueron elaborados para recordarla ese día
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Elia Nathan Bravo. in Memoriam

El 23 de mayo de 2001 murió Elia Nathan Bravo, quien por más de veinticinco años se distinguió como académica de la Facultad de Filosofía y Letras, además de haber sido becaria y luego investigadora en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. A su paso por las aulas dejó honda huella en sus alumnos, amigos y compañeros, quienes en junio del mismo año se reunieron para agradecerle, de alguna manera, todo lo que compartió con ellos. Así se rindió homenaje, más que a la obra académica de Elia Nathan, a la persona, a lo que de ella sigue vivo en cada uno de quienes la conocieron. Este volumen reúne los textos que fueron elaborados para recordarla ese día
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ELIA NATHAN BRAVO.

IN MEMORIAM

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ELIA NATHAN BRAVO
IN MEMORIAM

Coordinadoras
ISABEL CABRERA Y ELISABETTA DI CASTRO

FAC ULTAD DE FILOSOFÍA Y LE TRAS


UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
Cuidado de la edición: Concepción Rodríguez R.
Diseño de la cubierta: Mónica Solórzano Palomar
Primera edición: 2003
DR © Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
Ciudad Universitaria, 04510, México, D. F.
Impreso y hecho en México
ISBN 970-32-0955-6
Presentación

Isabel Cabrera y Elisabetta Di Castro

El 23 de mayo de 2001 murió Elia Nathan Bravo, quien durante vein­


tiséis años fue una destac�da académica de la Universidad, primero
como becaria del Instituto de Investigaciones Filosóficas y ayudante
de profesor en la Facultad de Filosofía y Letras, y después como in­
vestigadora y profesora de dichas dependencias universitarias.
Elia era un personaje que circulaba igualmente bien en la Facul­
tad que en el Instituto; de hecho, se reconoció su trabajo e hizo gran­
des amigos en ambas instancias, como queda de manifiesto en las
diversas muestras de gratitud y afecto que recoge este volumen.
En este sentido, tenemos que mencionar la participación de las
dos dependencias en la elaboración de este texto, ya que el material
que incluye fue leído --en su mayor parte- en el homenaje que se
le hizo a Elia en el Instituto de Investigaciones Filosóficas el 28 de
junio de 2001, el cual fue organizado por Griselda Gutiérrez e Isa­
bel Cabrera, y auspiciado por su directora, Paulette Dieterlen. Una
vez reunidos los materiales, es la Facultad de Filosofía y Letras la
que publica el libro gracias al apoyo brindado por su director, Am-
brosio Velasco. Debemos mencionar también a Miguel Nathan y
V íctor Soler quienes colabotaron inicialmente en el trabajo de edi­
ción. Por último, agradecemos a la Coordinación de Publicaciones
de la Facultad, especialmente a Laura Talavera y a Concepción Ro­
dríguez, el cuidado de esta edición.
Este volumen es sólo una pequeñ.a expresión de la huella que
dejó Elia en nuestra comunidad; con él pretendemos volver a evo­
carla para ganarle, así, un poco de terreno a la Parca.

1
Elia Eva Nathan Bravo

Félix García

De por sí, Elia Nathan era una persona de pocas palabras. Siempre
dispuesta a escuchar y apuntar posibles conexiones, pero sobria­
mente. Poco a poco, esta característica se acentuó, sobre todo al fi­
nal, mientras ajustaba un arduo, agotador y a menudo desesperante
proceso de lucha. Fue concentrándose y desarrollando delicadas
habilidades, esas que son propias de los espíritus más refinados por­
que requieren inteligencia, astucia, estrategia: son un acto de liber­
tad y autodeterminación.
A la manera de los monjes, que entonan cantos circulares, giró
obsesivamente sobre su cuerpo enfermo y adolorido, hasta hacer de
él un espacio sagrado con sus propios ritos expiatorios. La noche
del 22 de mayo de 2001 dijo: "las experiencias más profundas de la
vida tienen que ver con nuestro cuerpo, aunque nos creamos racio­
miles y espirituales". Tal vez pensaba en el nacimiento, el amor y la
muerte. Así, lentamente, a través del esfuerzo incesante y solitario,
consiguió que el dolor apuntara más allá. Sólo de este modo su con­
tienda fue, no de destrucción sino de vida, y el mundo devino fresco
y lleno de prodigios.

1
Elvira en Teostitlán

Isabel Cabrera

Hace poco más de un mes nos dejó Elia, entrañable amiga y compa­
ñera en estos temas de filosofia de la religión. Extraño su presencia,
extraño el proyecto sobre disidencia religiosa del que tantas veces
hablamos y nunca emprendimos. Su muerte me deja todavía muda,
sólo me vienen imágenes: su cara de asombro, su pasión por los
esquemas, su orgullo por su hijo Barto, su gusto por las pulseritas y
otro tipo de chacharillas, sus manías con la comida, su pasión por ir
al baño, su indispensable morral con libros, suéteres y peras, su amor
por Félix, su profundo deseo de casar la filosofia con la vida y su
constante sensación de frustración por no poder hacerlo. Ante estas
imágenes inconexas y con una tristeza que no me deja entrelazarlas,
he preferido leer aquí una versión ligeramente modificada de un
cuento que escribí hace más de cinco años pensando en ella y que se
publicó en el boletín Filosóficas. El hecho de que Elia haya leído
este texto me permite mantener un poco más la ilusión de que pudie­
ra escucharme decirle que la extraño.

Elvira en Teostitlán

Para Elia, a quien todos queremos,


por su cumpleaños.
(Era su cumpleaños 43)

En su ingenuidad, Elvira pensaba que la única manera de descubrir


si Dios existía o no, era convertirse en tortuga. Le parecía tener ex-

11
celentes razones para creerlo y escribió a la H. Universidad de Teos­
titlán para solicitar un doctorado a cambio de su idea. El jurado
recibió la propuesta y, sobra decirlo, les pareció ridícula. Sin embar­
go, su cuota de alumnos de grupos marginales era baja y el gobierno
amenazaba con reducir presupuestos. Considerando esto, Elvira era
una buena candidata: blancuzca, sana, casada, y non-smoking ... , ade­
más, su idea era tan absurda que nunca lograría probarla, y se que­
daría, llenando por años, una de esas plazas reservadas para margi­
nales. El comité decidió aceptarla, pero le pareció poco serio hacerlo
sin condiciones: por eso, a Elvira se le pidió un proyecto más deta­
llado (una cuartilla).
Y como Teostitlán no era sino un apartado postal, Elvira se pro­
veyó de timbres y comenzó a escribir su Disertation abstract -que
así llamaba para demostrar su profundo conocimiento de lenguas
muertas. El argumento era simple: desde el punto de vista humano,
cualquier postulación de la existencia de Dios está sujeta a la sospe­
cha de ser traducción de alguna ilusión infantil. Para apoyar esto
bastaba con apelar a una gran tradición crítica que ha desentrañado,
siempre, detrás de cualquier argumento de la existencia de Dios,
deseos e intereses que como dice von Freud, "prestan su fuerza a la
creencia". El primer capítulo repasaba diversos intentos: un Dios
que nos protege y mitiga nuestros miedos, que nos libra de la muerte
y promete la eternidad, que le da un origen indiscutible a la moral,
que explica la inexplicable existencia del mundo, que da sentido a la
vida, o al sufrimiento o, de perdida, a la aniquilación de herejes in­
deseables. Dios es un inmejorable llena-huecos. Por consiguiente,
se argumentaba en el siguiente capítulo, la única manera de saber si
Dios existe es convertirse en algo que no fuera un ser humano (una
tortuga) y desde allí planteárselo. Si la realidad divina era parte de la
realidad de ese ser tortuguil entonces había realmente una realidad
divina. Elvira reconocía el problema de cómo saber si la tortuga
había realmente descubierto a Dios en su horizonte, ya que se trata­
ba de un animal silencioso y enigmático. Por ello, el último capítulo
se ocupaba de esbozar una hermenéutica capaz de descifrar el valor
simbólico de los gestos y movimientos tortuguiles: la forma de ce­
rrar los ojos, de encogerse o de hacer pausas para soltar burbujas de
aire podían ser signos hierofánicos y, en última ins�ancia, quien fue-

1
ra sordo a tales manifestaciones, podía consolarse pensando que con
las tortugas pasa lo mismo que con los místicos: que parecen haber
dado con algo-que son incapaces de comunicar. Un apéndice coro­
naba su proyecto: la justificación del porqué se escogía una tortuga,
y no otro animal; las razones centrales eran su temperamento enig­
mático, pausado y meditativo, además, dado que las tortugas eran
los animales más satisfechos del planeta, no había posibilidades de
que se hiciera de Dios un nuevo llena-huecos tortuguil. Por supues­
to -concluía el abstract- este apéndice habría que respaldarlo con
las innovadoras teorías de David Lord Turtle acerca de la naturaleza
y comportamiento de las tortugas. La bibliografía incluía, además
de textos menores como las Meditationes de prima phi/osophia, la
escasa y magistral obra: The Encyclopedia ofTurtles, de cuya pose­
sión Elvira se sentía tan orgullosa.
Envió su resumen y esperó impaciente la respuesta. Y pasaron
días... Y Elvira dejó de comer por esperar pegada a la ventana, des­
de donde creía, a cada momento, presentir la cercanía del señor
Correo con su bicicleta y su silbato. Y, pegada a la ventana, Elvira
cavilaba si usar un método trascendental o puramente histórico para
estructurar su apéndice... Lord Turtle la convencía, pero sospechaba
que, en parte, su privilegiar a las tortugas no se debía a razones teó­
ricas, sino a la inclinación, puramente subjetiva, que le infundía el
cariño por Mefista, su tortuga más vieja, a quien conocía desde los
tres centímetros de caparazón hasta los veintidós que ahora tenía. Y
le dolía simplemente imaginar que el H. comité de admisión de Teos­
titlán pudiera sospechar de esta inclinación suya, no objetiva. Preo­
cupada por esto, cayó en una especie de sopor y luego el agotamien­
to la venció y se quedó dormida. Y soñó con Tzotl, su vieja nana
tzotzil. Soñó que, como cuando era niña, Tzotl la despertaba de su
ensueño, de su dormir frente a la ventana, y la llevaba a la cama. Y
Elvira -y la niña que Elvira fue- protestaban medio dormidas:
"no me lleves, que quiero ver por la ventana"... , pero la vieja sabia
siempre la convencía: "no te preocupes mi niña, oritita que te acues­
tes y te duermas de verdad, vas a llegar al fondo de ti y allí hallarás
un espejo que refleja la ventana"...
Pasaron horas (¿días; años?) y Elvira despertó. Lo primero que
sintió fue la impronta auditiva de quijadas en movimiento acampa-

1
ñada de la invasión de sabores herbosos. La tendencia ahora era a
hibernar y dormir un poco más, pero el eco de una voz en el agua le
infundió el impulso de sacar la cabeza. Otra vez esa gran presencia
hacía sombra e inmediatamente después, objetos comestibles nada­
ban en el agua cerca de ella y, otra vez, le daba pereza pescarlos.
Después de todo, el vacío en su panza no la impulsaba al movimien­
to, ¿para qué moverse entonces?... Sumió la cabeza y mientras sus
redondos párpados se entrecerraban alcanzó a ver el interior de su
caparazón. Curiosamente, en vez de ser cóncavo y en tonos opacos
reflejar su piel arrugada y su nariz puntiaguda, era convexo, liso y
resbaloso como un espejo. Y mientras se dormía vio, interrumpi­
damente, el reflejo de esa presencia que solía acercarse, ahora ale­
jándose; luego se abrió una rendija de luz intensa y la luz ahogó lo
que parecían ser voces; luego todo volvió a la oscuridad habitual
y la tortuga se acurrucó al fondo de sí y se durmió tranquila, con
la sensación de estar absolutamente a salvo, y sin entender que lo
que se reflejaba en su caparazón era la imagen de Elvira que leía
ansiosa una carta.
* * *
Aquí termina el cuento. Cuando me pregunto dónde está Elia,
me contesto como quizá muchos de ustedes lo hagan: está en nues­
tros corazones y en nuestros recuerdos. No obstante, quisiera creer
otra cosa. Patricia de la Fuente me dijo que una de las tortuguitas
que Elia, Barto y Félix habían criado había puesto huevos e inme­
diatamente pensé que si fuera hinduista o budista me sería posible
imaginar que allí sería un buen lugar para encontrar a Elia, segura,
andando a su propio ritmo y cerca de quienes ella más quería.

IIJ
Invocación y memoria

Esther Cohen

En su libro Memorias para Paul de Man, Derrida, entrañable ami­


go, escribe:

Lo que nos constriñe a pensar[sin jamás creer en él] en un "duelo


verdadero" [si hay tal] es la esencia del nombre propio. Lo que en
nuestra tristeza llamamos la vida de Paul de Man es, en nuestra
memoria, el momento en que Paul de Man mismo podía respon­
der al nombre[ ... ] En el momento de la muerte el nombre propio
permanece; a través de él podemos nombrar, llamar, invocar, de­
signar, pero sabemos que Paul de Man mismo, el portador de ese
nombre y único polo de estos actos, estas referencias, nunca vol­
verá a responder a él, nunca responderá él mismo, nunca más,
excepto a través de lo que misteriosamente llamamos nuestra
memona.

¿Pero qué es aquello que mi memoria invoca, añora y padece al


pensar en Elia, ahora que ella ya no es capaz de responder por su
nombre, ahora que su nombre sólo responde en mí, en nosotros,
en sus amigos y, por sobre todos, en su hijo, en Barto? Hojeando su
libro Territorios del mal, un estudio sobre la persecución europea
de brujas, me sorprendió, como si la hubiera visto por primera vez,
la dedicatoria del libro: "Para Ana Frank", escribió Elia, y es que
este homenaje que ella rendía a la niña que, antes que nada, conce­
bía Elia como una víctima del nazismo, era creo yo, en más de un
sentido, una figura con la que en el fondo Elia se identificaba. Y no
porque ella hubiera padecido en carne propia ninguna persecución,
si no fuera aquella de la enfermedad que la alejó de nosotros. Ana

1
Frank fue esa niña que no alcanzó a vivir todo lo que hubiera queri­
do, que escribió desde el aislamiento soñando con una vida plena y
que escribió porque era la única forma de vivir una vida que le había
sido negada.
Hay un rasgo en Elia que la convertía en esa niña inocente, des­
protegida, ingenua y, por sobre todo, entrañable. Había en ella una
gran capacidad, incluso en medio del dolor, de disfrutar de todo lo
que la rodeaba. Incluso si se trataba de algo tan banal como una
simple comida, como una conversación telefónica que acababa siem­
pre con el sólito "padrísimo". Todavía ahora recuerdo esta expre­
sión de felicidad -porque en ella ésta no era una pura fórmula­
con la emoción con la que la pronunciaba. Si había algo que la con­
movía era el afecto en cualquiera de sus manifestaciones; siempre
pensé que Elia tenía una gran capacidad de amar y, en el fondo,
pocas oportunidades de manifestarlo. Ahí está esta Ana Frank a la
que dedica su libro y que tiene todo que ver con lo que para ella fue
el trabajo más apasionante de su vida: la persecución de quienes,
para ella, fueron siempre víctimas: sus brujas. Y de aquí esta capaci­
dad para solidarizarse con todo aquello que fuera del orden de lo
excluido, de la marginación o del hostigamiento.
La figura de la víctima fue siempre lo que la atrajo a sus brujas,
brujas que compartimos, ella y yo, desde diversos lugares y que
fueron el inicio de nuestra amistad y no pocas veces causa de fuertes
discusiones. Elia no pudo dejar de ver en ellas al chivo expiatorio de
una sociedad que las acusó de herejes sin serlo; pero más allá de la
validez de su tesis, recojo y sospecho que detrás de ese su pensa­
miento racional y disciplinado estaba siempre ella, tan lúcida pero
tan generosa, tan solidaria, tan fiel a su objeto de investigación. Y
esto me hace pensar que la investigadora y la amiga eran la misma
persona. Todavía hoy, como el mismo día en que me enteré de su
muerte, no puedo ni podré olvidar la forma en que me acompañó, ya
en medio de su enfermedad, en el duelo más desolador de mi vida,
sabiendo, en el fondo, que ella moriría de la misma enfermedad.
Recuerdo con qué calidez y emoción estuvo a mi lado oyéndome
hablar de la concepción de la muerte en Levinas, lectura que al fi­
nal, nos ayudaba a soportar el dolor de la pérdida. Quiero pensar,
recordando sus comentarios, que también para ella _el amor de los

1
otros, de los sobrevivientes, tenía que venir a darle otro sentido a la
muerte propia. Ya no se trataba del ser-para-la-muerte heideggeriano,
sino del ser-para aquello-que viene-después-de-mí y, en este senti­
do, Elia sabía que la relación con su hijo, la de su querido Barto,
vendría a darle una proyección distinta a su propia muerte. "La muerte
del otro que muere -escribe Levinas- me afecta en mi propia iden­
tidad como responsable, responsabilidad inefable". Y en esta res­
ponsabilidad que compartimos todos los que aquí nos hemos reuni­
do para invocar y recordar el nombre de Elia, se encuentra su "vida
después de la muerte". Somos, todos los que la quisimos, sobrevi­
vientes de su muerte y, en este sentido, en nosotros yace la respon­
sabilidad de responder por ella. La memoria, decía Derrida, tiene
que ver más con el presente y con el futuro que con el pasado, y si es
así, el "porvenir" de Elia, de su vida, estará siempre en nosotros, sus
amigos, su esposo, su obra, su hijo; en todos aquellos que, gozo­
samente, compartimos su vida.

1
Más que las palabras, recuerdo los silencios

Patricia de la Fuente

Quiero agradecerles la invitación a participar en este homenaje a


Elia. Es para mí un momento muy emotivo. Elia cuidó siempre de
tener una relación individual con sus amigos, y poder compartir ahora
nuestros recuerdos nos permite reencontrarla en esos aspectos que
ella buscó en cada uno de nosotros. Al pensar en Elia, mi primer
recuerdo son las largas tardes que pasábamos juntas durante los pri­
meros añ.os de nuestra amistad. Nos encontrábamos para comer, íba­
mos al cine, y continuábamos platicando hasta la una o dos de
la mañ.ana. Nunca he hablado tanto con alguien, y menos en aquella
época en la que me sentía tan insegura y retraída. Recuerdo cómo
Elia trataba de ayudarme a aclarar mis ideas, haciéndome ver la
confusión que imperaba en ellas. A menudo me detenía para decir­
me: "A ver, ahí parece haber dos cosas", cuando lo que había real­
mente era una marañ.a de emociones.
Pero aun más que las palabras, recuerdo los silencios entre una
frase y otra. Al principio me desconcertaban, pero luego aprendí a
verlos como la pausa que se daba para reflexionar en lo que acabá­
bamos de decir. Esos silencios me hacían sentir que se interesaba
realmente por lo que estábamos hablando; aun por teléfono me ha­
cían sentirla plenamente presente. Es una bendición tener a alguien
con quien hablar, que nos escuche sin juzgarnos. Cuántas decepcio­
nes y cuánto tiempo me tomó aprender que hay muchos n.iveles de
comunicación, que es excepcional encontrar a alguien como Elia,
sensible a los sentimientos e intenciones detrás de las palabras, a los
sutiles matices interiores que se dan en ciertos contextos. Pocas ve­
ces tenemos la suerte de tener un amigo así. Comúnmente, cuando

1
tratamos de comunicarnos, las personas escuchan tan sólo nuestras
palabras y no realmente los sentimientos que queremos expresar.
Esa cualidad de Elia me hizo aprender a confiar, y permitió que esta­
bleciéramos una amistad en la que compartimos búsquedas, cues­
tionamientos y rompimiento de prejuicios. Con Elia me sentí siem­
pre respetada y aceptada. En ella encontré un testigo compasivo y
amoroso que me acompañó, por más de veinte años, en momentos
de crisis y optimismo, de depresión y felicidad. Teníamos muchos
intereses en común, pero lo que nos unió fue la confianza que sen­
tíamos para hablar de las cosas que nos importaban realmente, sin
juzgarnos, aceptándonos con un cariño incuestionable. Creo que su
gran reto fue enfrentar la ansiedad que le causaban sus sentimien­
tos; por ello fue tan conmovedor verla, durante sus últimos meses,
afrontar sus emociones con tanta fortaleza. Su generosidad para com­
partirlas fue un regalo que guardaré siempre.

1
Ella, directora de tesis

José M de Teresa

No viene al caso explicar por qué azares del destino había decidi­
do trabajar sobre Kant, y supongo que me creerán si les digo que
no fue fácil convencer a Elia de dirigir mi tesis de licenciatura. El
hecho es que por suerte lo logré, y eso cambió mi vida. Por las
obligaciones que me imponía el trabajo, que tuve la buena fortuna
de conseguir cuando iba en cuarto semestre, no pude ser un alum­
no muy regular en la Facultad, y seguro que en parte por eso
-aunque también en parte por las deficiencias de un programa de
estudios que obliga a cursar seis materias simultáneas sin relación
entre sí-, los últimos años de la carrera llegué a sentirme muy
confundido.
En realidad, al terminar el tercer año, yo sentía como si las doctri­
nas mutuamente incompatibles que sostenían los profesores que me
habían tocado, o la diversidad de enfoques, temas y posiciones que
exhibían los textos a los que había podido asomarme fuera un autén­
tico pantano de doctrinas abstrusas, algunas de las cuales inexplica­
blemente estaban de moda, pero donde parecía imposible discernir
algo que fuese auténticamente preferible a sus alternativas. Por su­
puesto que de poderse hallar alguna prueba de algo, eso habría seña­
lado una salida, pero lo que hasta entonces había visto me hacía
sospechar que no pudiese haber pruebas legítimas en filosofia. La
situación me resultaba muy angustiosa porque empezaba
a no verle sentido alguno a la disciplina y, para rematar, me sentía
culpable, pues temía que la carrera que había elegido, y con la
que casi irremediablemente algún día tendría que ganarme la vida,
me capacitaría, si acaso, para convertirme en un parásito social.

11
Un curso había bastado para hacerme intuir que quien podría ayu­
darme a salir de esa situación -si acaso tenía salida- era Elia. Me
imagino que lo que le pedí debe haberle dado una flojera infinita, y
quizá sólo se dejó convencer por cansancio ante mi insistencia. En
mi descargo puedo decir que me atreví a insistir llevado por una ne­
cesidad nada ficticia, y confiando en la generosidad que había
detectado en ella. Esto lo había notado por la atención que Elia ha­
bía puesto en la lectura de textos que no es concebible que pudieran
haberle interesado como, sin embargo, se reflejaba en unas notas
muy esclarecedoras que había puesto al margen de mi trabajo de fin
de semestre.
Mientras elaboraba mi tesis de licenciatura fui comprobando de
nuevo cuán útiles me eran sus críticas y observaciones, que más
a menudo tenían forma de preguntas. Las notas que ella solía poner al
margen de mis sucesivos borradores, no sólo indicaban problemas in­
objetablemente reales, sino que estaban hechas con un gran sentido
pedagógico, que sólo mi propia práctica posterior me ha permiti­
do apreciar en lo que valen y ello, por lo dificil que es de imitar. Para
facilitarme su imitación en algún grado, quisiera tratar de entender
cómo las escogía, cómo lograba que se le ocurrieran esas preguntas
que luego a mí me resultaba tan provechoso tratar de responder.
En mi experiencia, la lectura que Elia hacía de los borradores
solía estar centrada no tanto en lo que ella sabía, sino en el texto
preparado por el alumno. Supongo que sin ello sería inexplicable el
que tan a menudo haya dado en el clavo conmigo, dirigiendo mi
atención hacia lo que para mí podía representar el siguiente paso, un
paso cuya necesidad se había esforzado por asegurarse de que yo
hubiese entendido previamente, y que al mismo tiempo pudiera atre­
verme a dar. Las entrevistas que tuvimos mientras el trabajo estaba
en curso no eran muy largas, y allí Elia me precisaba brevemente y
hasta con cierto laconismo, pero con mucha claridad, qué era lo que
quería que yo hiciera, y por qué. Para ello muchas veces se limitaba
a indicarme inconsistencias, cuando menos aparentes, en las teorías
que yo estaba atribuyendo a Kant, para ipso facto lavarse las manos
y dejarme a mí el paquete, creo que a sabiendas de que yo iba a
flaquear e intentaría dar marcha atrás, buscando una interpretación
un poco más inteligente. Otras veces, un simple "¿ajá?" irónico, un

1
"¿tú crees?" incrédulo o un directo "no entiendo", me hacían notar
la debilidad de las explicaciones con que yo intentaba defenderlo.
Todavía otras veces gastaba palabras precisas para explicarme una
dificultad que yo no acababa de entender. Y en unas pocas ocasio­
nes, discutimos; entonces acababa diciéndome: "pues ponlo". A fin
de cuentas, casi siempre lo que pedía es que se resolviesen, o que al
menos se plantearan claramente problemas que yo había tratado de
sobrevolar con algún decoro, pero que muchas veces ni siquiera había
presentido. Hacer la tesis· con Elia era como tomar un curso intensi­
vo de planteamiento y descarte de soluciones defectuosas de pro­
blemas, y tomar también un ejemplo_ de honradez, que nunca daba
por bien contestada una pregunta a menos que la respuesta se enten­
diera llanamente. Fue para mí, sobre todo, entrar en una conversa­
ción mágica en la que una persona extraordinariamente penetran­
te derrochaba cada vez un par de horas poniéndome atención,
después de haber leído atentamente mi borrador.
En particular, Elia pensaba que un estudiante de filosofía, ante
todo, tiene que adquirir ciertos métodos de trabajo, y cuando me­
nos, conciencia, si no es que cierta destreza para evitar algunas tram­
pas típicas. Por ejemplo, una de las cosas que ella trataba de impedir
era que uno revolviese preguntas distintas. Más concretamente, aun­
que me consta que ella valoraba lo que puede tener de bueno una
amplia cultura, también distinguía finamente entre erudición y com­
prensión. En su opinión, uno debía esforzarse ante todo por enten­
der una teoría, percatándose de los nexos --explicativos, de justifi­
cación, de oposición, de complementariedad, etcétera- que hay entre
sus principales proposiciones, aun a costa de cierta unilateralidad
en su enfoque interpretativo, si es que las condiciones del estudiante
así se lo imponen. En otras palabras, en su opinión importa más
adiestrarse en percibir y explorar con un mínimo de orden ciertas
relaciones lógicas -comenzando por adquirir el hábito de pregun­
tarse por ellas-, que hacer justicia histórica. Importa más entender
una discusión, para eventualmente estar en condiciones de juzgar
qué posición tiene razón allí, que determinar exactamente qué per­
sonajes participan, o participaron de hecho en ella. Y en la práctica,
por supuesto, al verse llevado a poner atención de esta manera a su
objeto de estudio, el alumno iba intemalizando al menos cierto mé-

1
todo de trabajo, cuando no otra cosa. Pero me parece que este punto
sirve para ilustrar también otro valor práctico, a saber: otro aspec­
to de la honradez a la que me referí antes, aunque para mostrarlo
comenzaré distrayéndome un momento de Elia, para referirme a uno
de sus libros.
De hecho, como ustedes probablemente recuerdan, en su libro
sobre Descartes Elia arguye que una interesante pregunta sobre el
sistema del gran racionalista moderno no tiene solución "interna",
es decir, no se le puede dar respuesta satisfactoria mientras atenda­
mos sólo a las ideas que estrictamente se desprenden de su investi­
gación. 1 Entonces, alegaba Elia, cierto problema fundamental para
el sistema sólo puede contestarse si echamos mano de una perspec­
tiva "externalista", donde buscamos elementos de respuesta en el
entorno social, históricamente determinado -por supuesto--, en
el que -por supuesto-- actúan fuerzas e intereses con casi total
indiferencia de su legitimidad racional. Más concretamente: ella pen­
saba que el status de cientificidad que Descartes atribuye a las cien­
cias empíricas -verbigracia, a las distintas ramas de la fisica- re­
sulta muy comprensible si tenemos en mente el interés práctico que
reviste el inventar o conseguir, de cualquier modo, explicaciones
que posean alto grado de adecuación empírica, de cara a un proyec­
to de sometimiento de la naturaleza y dominio del mundo. Estos
intereses son expresiones particulares o, al menos, afines, además
de instrumentos útiles para el afán de poder y ventaja tangibles ca­
racterísticamente enfatizádos, según algunos historiadores, ya en el
surgimiento del capitalismo. En cambio, pensaba Elia -como de­
bería pensarlo, al menos de entrada, cualquiera que se interese por
Descartes- que las ciencias empíricas deberían carecer de validez
en el encuadre cartesiano primario y fundamental, ya que, en con­
gruencia con los postulados iniciales del propio filósofo, así como
con lo que se entiende es el desarrollo de su argumento, la validez
quedaría reservada para aquellas teorías que gocen de estricta certe­
za o indubitabilidad racional. Creo que este problema es fundamen-

1 Elia Nathan Bravo, El programa de fundamentación de la ciencia en René


Descartes. México, UNAM, Instituto de Investigaciones Filosóficas, 1976.

1
tal y, sin embargo, es notorio que los demás comentaristas de Descar­
tes -al menos todos los que yo conozco2- le niegan olímpica­
mente su calidad problemática. Dicho brevemente, el problema que
Elia señ.ala y que hasta hoy los demás comentaristas se empeñan en
disimular es que según lo anterior, ¡el autor del Discurso del método
se habría conducido nada menos que como un ecléctico metodológico
en su práctica "científica"! 3
Bueno, pero dicho esto solamente de paso, el punto que quiero
destacar es cómo Elia, persuadida en su fuero interno de la esterili­
dad última de la distinción entre preguntas que atañ.en a la validez
racional, y preguntas que atañ.en a la génesis o explicación causal,
insistía no obstante, en que sus alumnos fuésemos, al menos, capa­
ces de reconocerla. Lo creía necesario precisamente porque advertía
que era ésta una gran distinción clásica, que permea la obra de cuan­
do menos, casi todos los grandes autores de nuestra disciplina, des­
de luego, hasta Kant, aunque después ciertas modas y otras corrien­
tes menos fútiles -asociadas al irracionalismo emotivista o
voluntarista y al romanticismo--- hayan insistido en irla dejando de
lado más que en discutirla, como si los escépticos hubieran acaba­
do con el trabajo duro. Bueno, pues en primer lugar, a diferencia de
aquellos penúltimos, me parece que Elia se buscó lo que pudiera
servir como argumento sólido, realizando un estudio de uno de los
proponentes menos estúpidos de la famosa distinción entre la quaestio
juris y la quaestio facti, para, mediante su crítica estricta, legitimar
argumentalmente una conclusión --casualmente favorecida por los
irracionalistas.
Ahora bien, Elia quería que sus alumnos aprendiésemos a no tro­
pezar con la distinción de marras, no porque ella se reservase un

2 La única excepción sería Jean Marie-Beyssade -y a instancias suyas, Martial


Guéroult. Véase la correspondencia cruzada por ellos en enero de 1974 -sólo
muy recientemente publicada-en Jean Marie-Beyssade, Descartes aufil del 'ordre.
París, PUF, 2001, pp. 43-48.
3 Esto, al acudir a hipótesis y analogías, y en cuanto Descartes se ve obligado en
este campo a perseguir, de hecho, valores tales como la capacidad explicativa, vil
sucedáneo de la evidencia estricta cuando es éste el único índice de legitimidad
que, al parecer, tiene cabida en su epistemología.

1
saber esotérico que le diese prestigio ante nosotros, pues no lo nece­
sitaba ni creo que le hubiese importado mucho. Sencillamente, ella
tenía una idea clara de lo que es una buena formación, y no pensaba
que formara parte de ello el tomar por punto de partida sus opinio­
nes personales -ni siquiera cuando pensaba que éstas estaban res­
paldadas por buenas razones. En el trato que nos daba, Elia mostra­
ba que creía correcto concederle todavía el beneficio de la duda a
algunas ideas clásicas de las que discrepaba, y nos alentaba a aden­
trarnos un poco en la estructura casi invariante de la tradición, quizá
para que algún día quedásemos habilitados como jueces imparciales
de su propio alegato --entre muchos otros. En lugar de estar engreída
con sus propias ideas, Elia no buscaba conversos. No lo omitía por
falta de imaginación, sino porque había ciertas cosas por las que tenía
verdadero respeto, aunque no por estar enteramente de acuerdo.
Quiero comentar otro punto. En ese cuadro general que delimita
lo que fue su concepto --0 si lo prefieren, su prejuicio confeso y
meditado- de los requisitos mínimos de una buena formación en
filosofia, sin embargo, Elia respetaba en particular el enfoque y mu­
chísimos prejuicios del alumno. En todo caso, parece que lo que sí
le parecía importante era no avasallar ni interrumpir una conversa­
ción interior que, al contrario, se había propuesto nutrir. Desde lue­
go, también intervenía, y muy activamente, para asegurarsé de que
armásemos nuestro texto básicamente como una polémica, pero en
mi caso, por ejemplo, sus notas ál margen llamaban mi atención
sólo sobre algunos de los puntos o huecos principales que habría
podido señalarme. Y, como mencioné al principio, no eran éstos
precisamente todos los grandes problemas filosóficos que podían
terciarse, tomados en un sentido abstracto, sino ante todo los defec­
tos más salientes que yo mismo estaría en condición de apreciar con
una explicación muy breve, o con una lacónica referencia a mi pro­
pio escrito. Hacía esto, aunque probablemente a veces en su fuero
interno considerase que el enfoque de uno era tremendamente cru­
do. En efecto, ni siquiera al final pedía que diésemos un argumento
que fuera capaz de convencerla a ella, se conformaba con pedir sen­
satez, ilación, y una estructura clara. Ella era consciente de que no
se debe pedir en exceso, y tenía el sentido común de damos tiempo
para descubrir, mediante una reflexión lenta, pero �ropia, las des-

m
ventajas de abordar una cuestión con una carga excesiva de presu­
puestos, o de manera unilateral.
En mi caso, los cuestionamientos que Elia me hacía nunca eran
demasiados a la vez, nunca me abrumaban ni por su número ni por
su índole. No sólo había de por medio una afabilidad muy agrada­
ble, sino que ella tenía el buen cuidado de no descarrilar el trabajo
de su aprendiz, dispersándolo. Ella sabía -alguna vez lo habla­
mos- que el aprendizaje se produce, si tenemos suerte, cuando acu­
mulamos esfuerzos sobre un mismo asunto, aunque no seamos muy
hábiles, sobre todo al comienzo, y aunque no tengamos un gran apa­
rato analítico. Seguramente por la impronta que me dejó ella, yo
también creo que más vale esforzarse reiteradamente por desentra­
ñar poco a poco la respuesta a un problema que pensamos verdade­
ramente vale la pena, que acumular ante todo lo que para nuestros
fines teóricamente podría llegar a ser útil, pero no sustantivo. Si en
el lapso reducido de que realmente se dispone no tiene caso exigir
de un ignorante al mismo tiempo cultura, erudición relativa, buena
formación lógica y estilo, Elia se conformaba con pedir trabajo y
constancia. Creo que se desesperaba un poco cuando uno insinuaba
que estaba por abandonar la pregunta inicial: en lugar de ello pedía
reemplazarla si acaso por un mejor planteamiento o por otra más
profunda, que a nuestro parecer la incluyera, o por otra que uno
pudiera argumentar un poco, serviría de primer paso para abordar la
mayor.
De este modo, lo primero que uno conseguía era armar como un
núcleo, en el que quedaban explícitas al menos algunas de las rela­
ciones entre lo que antes habían sido meras ideas dispersas. Sus
cuestionamientos sucesivos exigían que poco a poco esa red de re­
laciones se fuera haciendo más tupida y que uno fuera conectando
los problemas iniciales con otros, preferentemente aquellos que po­
dían resultar contiguos a los ya tocados y para abordar los cuales, su
trabajo anterior daba al alumno ciertas bases. Podía tratarse, por
ejemplo, de lo que opinaba otro comentarista, ojo: sin exigir que se
tratase del más intimidante, excelente y sólido, sobre ese mismo
problema específico. Uno debía, entonces, explicar con detalle
la preferencia por la propia interpretación, frente a esa alternativa.
Si uno lo conseguía medianamente, había una enorme ganancia en

1
claridad y quizá, sobre todo, en autoestima. Además, uno estaba ya,
sin saberlo, haciendo filosofía. Ya hacia el final de un proceso que
en realidad creo que podría no haber tenido término, uno se descu­
bría intentando escudrifiar alguno de los problemas centrales de la
disciplina. Es decir, que uno de repente podía cacharse especulan­
do, sin estar totalmente perdido, en alguno de los temas de esa filo­
sofía eterna -que a Elia en lo particular, sobre todo en los últimos
afios, no le interesaba mucho, quizá por considerarla infructuosa, en
sus propios términos. Aunque puede ser que eso pasara unas veces y
otras no, dependiendo de la inclinación del alumno.
Sin forzar nada, no obstante, pienso que Elia favorecía ese con­
tacto porque lo consideraba formativo. Lo más notable, sin embar­
go, es que a esas alturas uno podía no sentirse reducido a la impo­
tencia frente a un quebradero de cabeza irresoluble, porque la sa­
bia conducción de Elia se las había arreglado para que uno llegara
allí con algún trabajo hecho, y con un planteamiento medianamente
razonable acerca de cómo tenían que verse las cosas en cierto nivel
más micro. Esta audacia a que Elia nos animaba era tremendamente
estimulante y grata; a veces casi le salvaba a uno la vida. Además,
allí estaba nada menos que ella, armada de sensatez y buena geogra­
fia intelectual, para atemperar un poco los excesos que habrían po­
dido convertirse en simple optimismo hueco.
En suma, todo el proceso resultaba tremendamente educativo, en
un sentido hondo y vital, no sólo académico, y con los beneficios de
su conversación me hubiera gustado poder contar toda la vida. De
hecho, las etapas se terminaban, el trabajo se interrumpía, la conver­
sación se acababa dejándole a uno el apetito máG abierto que nunca.
Ese término, en cierto sentido, falso, siempre se impuso por circuns­
tancias externas. Los plazos administrativos se vencían; por x razo­
nes uno tenía que titularse en una fecha determinada, había que ha­
cer circular los papeles con firma y sello; los apremios curriculares
o económicos no perdonan.
Y Elia siempre estaba llena de trabajo, cosa que no puede extra­
fiarle a nadie, precisamente por la cantidad de atención que conce­
día a cada uno de sus alumnos. Pero, perdón por la insistencia: in­
cluso más que esa gran generosidad suya, y ese esmero, me sorprende
su talento pedagógico. No sé bien qué tino tenía Elia, que podía

1
transformar a un ignaro caótico y balbuciente, dándole orden a al­
gunos pensamientos modestos, sin duda, pero propios, y más o me­
nos clarament<;: relacionados, tanto entre sí como con las ideas de
algún gran clásico. Este salto cualitativo, de efectos terapéuticos,
Elia lo provocaba con una técnica misteriosa y que, a posteriori, me
ha parecido varias veces, tenía algo de mágico.

1
La buena fortuna

Elisabetta Di Castro

Entre los aficionados a algún juego es común la tentación de hacer


una analogía entre éste y la vida. Ello no es gratuito, todo juego
está constituido por ciertas estructuras y reglas que exigen deter­
minadas habilidades para jugarlo. Desde esta perspectiva, podría­
mos destacar, en especial, tres juegos en los que respectivamente
se enfatiza alguno de los aspectos que marcan el desarrollo de nues­
tras vidas. El primero, sin duda, es el ajedrez, en donde el jue­
go depende de las jerarquías rígidamente establecidas; el segundo
es el go en el que todas las piedras son iguales y su relevancia
depende de la posición o situación que se logre construir; final­
mente, el backgammon en el que estamos sometidos al azar y po­
demos esperar tener buena fortuna.
Sin desconocer la importancia de los dos primeros juegos, qui­
siera destacar en especial cómo el azar y la contingencia juegan un
papel crucial en la vida de toda persona. Más allá de nuestras creen­
cias y rigurosos cálculos, nuestra vida también depende de factores
completamente ajenos a nuestro control y previsión. De hecho, los
principales acontecimientos que marcan, en retrospectiva, la direc­
ción que hemos tomado son frecuentemente fortuitos.
Conocí a Elia a principios de los años ochentas, cuando cursé con
ella la asignatura Historia de la filosofía (del Renacimiento a Des­
cartes); en ese entonces nunca me hubiera imaginado que con el
paso del tiempo llegaríamos a forjar una hermosa amistad.
En ese entonces, para mí Elia era una profesora del "cuarto piso",
es decir, para quienes nos interesábamos en autores como Hegel y
Marx, pertenecía a "otro mundo". Sin embargo, se tenía que recono-

1
cer su preocupación por trasmitir con claridad y precisión las pro­
puestas de los autores analizados, especialmente la de Descartes,
autor que había trabajado en su tesina de licenciatura y que el Insti­
tuto de Investigaciones Filosóficas publicó en 1976 -a pesar de su
corta edad y su estilo cordial, Elia infundía en sus alumnos un respe­
to académico. En ese entonces tampoco me hubiera podido imagi­
nar el giro de sus preocupaciones teóricas que pasaron de la episte­
mología y la filosofia de la ciencia a la filosofia de la religión y la
filosofia política. De Galileo, Descartes y Newton a san Agustín, las
brujas, el pecado y la Inquisición; del análisis de los supuestos de la
ciencia moderna ligados al potencial racional del hombre a los pre­
juicios y la discriminación social.
El escaso contacto que tuve con ella como una de tantas alumnas
en un curso básico de cuarto semestre, fue suficiente para que me
formara la idea de una persona académicamente seria y rigurosa.
Por ello, tiempo más tarde, cuando tuve que enfrentar la primera y
lamentablemente única réplica a un trabajo final -se trataba del
curso de Filosofia de la ciencia-, acudí aterrada con Elia en busca
de auxilio. Aún recuerdo con nitidez la paciencia con que leyó mi
trabajo, línea por línea, y, sin dejar de juzgarlo con rigor -de he­
cho, como era de esperarse, quedó destrozado-, me proporcio­
nó los elementos para hacer una decorosa defensa. Si, como dice
Séneca, lo único que en realidad poseemos es nuestro tiempo, Elia
generosamente me obsequió el suyo. Y fue así que descubrí que en
sus escritos uno suele decir mucho más de lo que se imagina, y
normalmente no en la dirección que uno quisiera. Esa actitud de
Elia me marcó de manera decisiva. Ahora que yo también doy cla­
ses, tengo presente ese pasaje, y trato, en la medida de mis capaci­
dades, de colaborar en ese maravilloso y al mismo tiempo turbador
descubrimiento que todo alumno tiene que llegar a hacer.
Sin embargo, en esa época nuestros intereses marchaban por vías
distintas, y nuestros encuentros fueron esporádicos, aunque no por
ello dejaron de ser cordiales. Muchos años más tarde, un hecho for­
tuito nos acercó nuevamente. Pero ahora ya no a la investigado­
ra del Instituto, sino a la persona. Cuernavaca me dio la oportunidad
de convivir con Elia y asomarme a su mundo. Inicialmente sólo
le daba un "aventón" a cu. En el trayecto de una ciudad a otra -una

1
vez superados los nervios iniciales por la inexperiencia del pilo­
to-, sostuvimos largas pláticas que poco a poco fueron pasando de
los zapatistas; la huelga de la UNAM y las elecciones, a aspectos más
personales como nuestras familias, expectativas y miedos. A esos
"aventones" les siguieron innumerables comidas, en las que no sólo
descubrí nuestra común preferencia por la comida japonesa sino tam­
bién a una excelente guía para moverme dentro del laberinto de ca­
lles cuemavaquense. Una de nuestras salidas favoritas era ir al cine,
en donde me sorprendió su excelente formación y memoria sobre
películas, directores y actores. También disfrutábamos mucho ir sim­
plemente a tomamos un helado o al café, en donde podíamos pasar
horas hablando de todo y de nada. Ir a su casa era realmente un pla­
cer; conocí un poco más de cerca a Bartolomé y a Félix, y disfruté
de sus innumerables mascotas y del jardín en donde se pueden reco­
lectar, de acuerdo con las estaciones, diversas frutas y, a veces, in­
cluso verduras.
Curiosamente, en esa convivencia seguían apareciendo dos ca­
racterísticas que ya había notado añ.os atrás. Por un lado, su capaci­
dad analítica que no dejaba de examinar y cuestionar todo. Muchas
veces, con una pregunta aparentemente ingenua te obligaba a ver de
otra manera; como muchos añ.os atrás, sus preguntas me llevaban a
descubrir que hay muchas más cosas a considerar que las contem­
pladas originalmente. Por otro lado, su permanente sonrisa, incluso
en los momentos más dificiles. Elia era una persona alegre y entu­
siasta, su sonrisa era lo primero que te regalaba al encontrarla, así
como lo último al despedirla.
Si tuviera que expresar en unas cuantas palabras lo que he tratado
de comunicar en estas líneas, podría decir simplemente: tuve la bue­
na fortuna de conocer a Elia.

11
Tolerancia, intolerancia y libertad

Paulette Dieterlen

Quizá, de todos los aquí presentes, alguien piensa que soy la perso­
na que en lo académico estuvo más lejos de Elia. Como todos sabe­
mos, ella trabajó filosofia de la ciencia y más tarde se dedicó al es­
tudio de las brujas, y en general al problema de la marginación en la
Edad Media. Yo, por mi parte, me he dedicado a la ética y a la filo­
sofia política. Sin embargo, tuvimos, académicamente hablando, un
punto en común, más tarde me referiré a otras muchas cosas que
tuvimos en común. Este encuentro fue cuando las dos nos empeza­
mos a interesar por el problema de la tolerancia, la intolerancia y la
libertad. Y hoy quiero hablar de ella tomando como punto de refe­
rencia dichos conceptos.
Elia fue impresionantemente tolerante, en un sentido positivo, no
en el de la indiferencia, en lo que se refiere a las personas. Siempre
estuvo dispuesta a escuchar a sus amigos y amigas, a entenderlas, a
ponerse en "sus zapatos". También fue tolerante con sus no tan ami­
gos, siempre trató de entender los motivos que llevaban a las perso­
nas a actuar de uno u otro modo. Su comentario habitual era "qué
raro" o "tal vez piense esto o lo otro", "chance y lo que le pasa es
esto o aquello". Siempre le buscó una explicación a las conductas
de las personas con las que tenía algo que ver.
Pero Elia también fue intolerante. Lo era con los malos argumen­
tos, con las ideas sostenidas de una manera trivial; me atrevería a
decir que le molestaba la arrogancia académica, por un lado, y, por
otro, la estupidez. En este aspecto sus frases eran "a ver, no entien­
do", "explícame a dónde quieres llegar", "seguramente lo que quie­
res decir es esto". Siempre había un juicio académico implacable,

1
una crítica demoledora pero, a veces también, una alabanza recon­
fortante. De las discusiones con Elia siempre se obtenía algo positi­
vo. Creo que esto lo conocen muy bien todos aquellos que tuvimos
la suerte de intercambiar ideas con ella.
Volviendo a la tríada tolerancia, intolerancia y libertad, creo que
Elia fue una persona intelectualmente muy libre. Supuestamente
estaba "predeterminada" a ser una especialista en filosofía de la cien­
cia y, revisando su currículo, me di cuenta de que en un año cambió
de interés, para disgusto de muchas personas. Es cierto que en una
época se sintió profundamente incomprendida, sin embargo siguió
trabajando lo que a ella en realidad le interesaba y se volvió una au­
toridad en el tema. Me atrevería decir que pasó del estudio de aque­
llo que es racional por excelencia: la obra de Descartes, Galileo y
Newton, al estudio de lo que aparentemente es irracional, la bruje­
ría. Sin duda un tema escandaloso para quien tiene una forma estre­
cha de juzgar a la filosofía. El juicio de los "estrechos" quizá nos
explique su interés por los casos de estigmatización, por la situación
de las personas que de algún modo eran diferentes. Elia nunca dejó
los temas que le interesaban. En eso radicó su libertad de espíritu.
Nunca sucumbió al llamado "determinismo académico", a pesar de
todo y de todos.
Si bien académicamente compartí poco con Elia, compartí mu­
chas otras pasiones. En mi biblioteca se encuentra, en un lugar pri­
vilegiado, una Enciclopedia de las tortugas que me regaló en un
intercambio navideño en el Instituto. Me sirvió para comentar con
Elia acerca del comportamiento de esos curiosos animales y me en­
canta pensar que si mis tres tortugas se han mantenido con vida y en
pleno estado de salud, por más de ocho años, se debe a las frecuen­
tes consultas a la enciclopedia. También compartí con ella el gusto,
casi pasión, por los perros. Nos gustaba comentar "lo humano" de
su comportamiento, su cariño y su fidelidad. Las dos nos sentíamos
atraídas por los gatos, ella tuvo que vencer alergias y yo cier­
tos prejuicios de la personalidad felina.
Pero no sólo compartí con Elia el gusto por los animales, muy
seguido en nuestra conversación entraban nuestras relaciones per­
sonales más importantes. Obviamente hablábamos mucho de nues­
tros hijos, de su infancia y su adolescencia, de lo qu_e representaba

1
"tener hijos hombres" y de su relación con las mamás. Creo que esto
fue lo más íntimo que compartí con ella.
Elia estuvo, físicamente, en el Instituto por más de veinte años,
pero se quedará con nosotros siempre y cuando la sigamos recor­
dando, y estoy segura de que lo haremos; de nosotros depende su
memoria. Sólo me queda decirles a Félix, a Barto, a su padre y a
su hermano, que éste seguirá siendo el espacio de Elia y por supues­
to el de ellos también.
Una relación preñada de ftlosofia con el tópico de la
ftlosofia ausente del discurso

Griselda Gutiérrez Castañeda

En efecto, si tuviera que definir mi relación con Elia, ésa sería su


mejor caracterización; Elia y yo nunca hablamos de filosofía, pero
hablar con ella era como escenificar un diálogo socrático en el que
expresamente el tema a debate nunca era una digresión filosófica
sobre la virtud o la verdad u otros semejantes.
Nuestros temas podían ser tan banales filosóficamente hablando,
como aquellos en los que les podía ir la vida a dos jóvenes en los
afios setentas: la congruencia con nuestras elecciones de vida, la
disyuntiva entre incorporarse al sistema institucional o una opción
vital comprometida con nuestros propios principios, o los temas que
pueden preocupar a dos mujeres académicas en las décadas subsi­
guientes. Pero la filosofía siempre nos hacía su juego, era inevitable
con esa mente rigurosa y lúcida de Elia y su natural curiosidad casi
infantil, donde el primer porqué siempre era el anuncio de una cade­
na de otros tantos porqués, que parecía tener por único límite el que
la sobremesa se nos había alargado hasta las seis y había que seguir
trabajando.
Había un placer por hablar que compartíamos, no menos que el
de bailar rock o ir al cine, pero ese primero era una práctica mayéutica
constante. Elia, con su voz suave, lenta y amigable vencía siempre
mi afán de tener por razones para defender cualquier argumento, la
mera convicción, la pasión y no digamos la visceralidad; su veta
puritana enganchaba perfectamente con mi veta kantiana, obligán­
dome a la autocorrección, pero la lección siempre era doble, a la
anterior se sumaba que un argumento mal construido era el peor
enemigo de la mejor causa.

1
Siempre pensé que al gozo que acompafiaba nuestros diálogos le
seguía sólo mi provecho en esto de las artes del argumentar; hace
unos días, al volver de su funeral, me percaté de que el juego era de
ida y vuelta; ella me traducía lógicamente y mostraba mis incon­
sistencias, producto casi siempre de la defensa romántica y vehe­
mente de mis convicciones; yo le traducía psicoanalíticamente esas
cosas de la vida que Elia se resistía a poner en palabras pero que le
apasionaban y muchas veces le atormentaban, volviendo este últi­
mo un tema que siempre nos ocupaba en nuestras conversaciones.
A ese propósito, recuerdo que el psicoanálisis era un asunto que
nos apasionaba; mucho discutimos sobre su status teórico, pero lo
que nos importaba era esa posibilidad que nos abría para el arte de la
interpretación, y específicamente el de nuestras motivaciones, de­
seos, dificultades y miedos.
Elia misma era un maravilloso pretexto para la interpretación en
ese estilo nunca expreso, nunca claro, para mostrarnos lo que era y
lo que quería; la primera imagen que tengo de ella saliendo de un
salón de clase me lo hizo patente: era la viva imagen de una nifia con
su pelo corto y revuelto, con aquel vestido de florecitas rosas dimi­
nutas que le llegaba a medio muslo y que mostraba unas poderosas
y bien contorneadas piernas, que contrastaban con sus calcetas in­
fantiles.
Y qué decir de su primera presentación pública ante nuestra co­
munidad filosófica en pleno en el congreso de Guanajuato, en el que
muchos de los amigos hacíamos nuestro debut: un auditorio boquia­
bierto ante aquella joven que, rompiendo todas las formalidades,
enfundada enjeans y con las piernas arriba de la silla en posición
algo parecida a la flor de loto, discurría con esa voz lenta y ese tono
ingenuo, pero con una de las mayores agudezas filosóficas, sobre
Galileo y Newton, dejando a sus maestros y a todos sus colegas
girando y a la vez arrobados.
En su apariencia, en sus gestos y actitudes, y en su forma de transi­
tar por la academia y sus espacios parecía jugar siempre como ese
síntoma disruptor e incómodo que pone en evidencia lo banal de
poses e imposturas; ni la entonación oxfordiana de la voz o el pulcro
corte del traje de tweed hacía a sus portadores mejores filósofos o
filósofas, ni cultivar el repertorio canónico de los temas filosóficos

1
sancionados por la academia era lo que le otorgaba su legitimidad y
calidad al quehacer reflexivo.
Quizá forzat;1do la interpretación, Elia nos mostraba por un lado
lo absurdo de ciertas reglas y de usos y costumbres prevalecientes
en la academia, de la nuestra en particular, ,y por otry lado daba
cauce a inquietudes y necesidades muy personales, ser valorada y
querida, siendo ella, y no simplemente aceptada por el grado de
sujeción a las imposiciones de la tribu. /
Que su persona fuese ese excelente pretexto para la interpreta­
ción no sólo le redituó horas placenteras en las conversaciones con
los amigos, le planteó retos a veces infranqu�ables para ella misma
y muchas veces profundas incomprensiones de parte de quienes le
rodeábamos. En el plano académico, quizá una de las que más su­
frió fue el rechazo casi unánime que suscitó su viraje a temas no
sancionados: "¡qué desperdicio!" Dedicarse a reflexionar sobre las
brujas, sobre la herejía, cuando había dado testimonio fehaciente de
su capacidad para manejarse en las lides de la epistemología y la
filosofia de la ciencia.
Elia vivió la experiencia del hereje que, conforme a la conclusión
a que llega Castalión ("Martín Bellius"), se considera hereje a aquel
con el que se discrepa. Discrepancia que lleva a señalar al otro como
hereje, siendo que tal clasificación se basa en presuposiciones
de certidumbre sobre cuestiones sobre las que nunca se puede tener
certeza.
El proceso que le supuso a Elia defender la legitimidad de su
interés y crear nuevos espacios de interlocución fue largo y costoso,
pero estoy segura de que, a la postre, muy satisfactorio: la de una
hereje que pagó los costos pero le quedó el gusto de hacer lo que
quiso y en lo que creyó. Ojalá también haya tenido la claridad
de que, quienes la supieron apreciar y quienes siempre la quisimos,
y ahora sólo nos queda recordarla, amábamos su herejía, sus debili­
dades y sus virtudes.

111
Del asombro al análisis

Guillermo Hurtado

En 1982 tuve la buena suerte de inscribirme en la clase de Historia


de la filosofia, del Renacimiento a Descartes, que impartía Elia
Nathan en la Facultad de Filosofia y Letras. En aquel entonces
Elia tenía treinta años, pero como representaba menos edad pasaba
por una alumna en los pasillos. Su clase fue una de las meJores que
yo he tenido. Recuerdo una ocasión en la que ella estaba exponien­
do algo y yo le hice una objeción. Elia se quedó pensando un buen
rato y luego me dijo algo así como "creo que tienes razón, lo pensa­
ré con más cuidado". Quedé sorprendido. Ésa era la primera vez en
la que yo veía a un maestro en la Facultad de Filosofia y Letras
pensar en una clase, y, más aún, reconocer que tenía que se­
guir pensando fuera de ella. Lo que me quedó claro es que Elia no
. era una maestra cualquiera de filosofia,, sino que era una filósofa en
un salón de clases. Al terminar el curso, Elia me honró invitándome
a solicitar una beca al Instituto de Investigaciones Filosóficas. Posi­
blemente Elia Nathan hubiera sido mi asesora en el Instituto si no
hubiese sido porque unós días antes Raúl Orayen, con quien tomaba
la clase de filosofia del lenguaje, me había propuesto lo mismo.
Al entrar al Instituto mi relación con Elia continuó y se estrechó.
El Instituto de aquellos años era muy distinto del actual. Era más
pequeño y la relación entre los becarios y los investigadores era
más cercana. Aunque se trabajaba duro y el ambiente era competiti­
vo, casi todos nos llevábamos bien. Recuerdo una fiesta en la casa
de Álvaro Rodríguez Tirado, creo que a principios de 1983, en la
que estuve platicando con Elia, ya no como mi maestra sino como la
amiga mía que fue por el resto de su vida. La recuerdo bailando con
alegría, bromeando con Ulises Moulines, coqueteando con mi ami­
go Luis Ignacio Helguera. Me gustaba de ella su jovialidad, su chis­
pa, pero sobre todo el hecho de que sentía que podía platicar con
ella, es decir, que en verdad me escuchaba y que en verdad se diri­
gía a mí cuando me hablaba.
En aquellos años Elia comenzó a publicar trabajos en los que
adoptaba una posición extemalista o sociologista en tomo a la filo­
sofia y a la ciencia. Es decir, Elia pensaba, ya desde aquel entonces,
que el desarrollo de la ciencia y la filosofía no está tan sólo determi­
nado por problemas internos de ambas, sino también por factores
externos que responden a un orden socioeconómico y no tan sólo
cultural. Elia fue una de las primeras personas que leyó con cuidado
a Kuhn en México. Apoyándose en él, ella hizo una crítica al estruc­
turalismo de Moulines que fue muy comentada. Pero en esos años
también se ocupó de otras cuestiones de historia de la filosofia, como
del humanismo de Ficino o la doctrina de la sustancia en Locke.
Elia era considerada una de las mayores promesas de la filosofía
analítica en México. Recuerdo que en un coloquio del Instituto rea­
lizado en Jalapa, le oí decir a Hilary Putnam que Elia era la más
inteligente de los todos filósofos mexicanos que él había conocido.
La inteligencia de Elia era extraordinaria, pero lo que yo quisiera
resaltar es que tenía una mente filosófica en verdad prodigiosa. Su
intelecto combinaba dos rasgos difíciles de encontrar juntos. Por
una parte, tenía una capacidad de asombro tan fuera de lo común
que a veces podía confundirse con cierta ingenuidad o hasta con
ironía. Pero su curiosidad no era en lo absoluto ingenua, sino que,
muy por el contrario, era la manifestación de una mente muy pode­
rosa, muy penetrante, capaz de encontrar en casi cualquier tema una
veta problemática y hasta misteriosa.
Por otra parte, la mente de Elia era naturalmente analítica, es de­
cir, tendía a distinguir con muchísima claridad las diversas partes de
los problemas y a buscar los antecedentes o las causas de dichos
elementos. A Elia no se le podía dar gato por liebre en una discusión
intelectual. Tomaba un problema cualquiera y lo desmenuzaba has­
ta sacarle consecuencias insospechadas. Tenía también, no hay que
olvidarlo, la honestidad, la generosidad y la modestia que caracteri­
za a los pensadores de estatura. Jamás la oí hablar cqn desprecio o

1
con burla del trabajo de algún colega o alumno. Para Elia no existían
las jerarquías académicas. A diferencia de algunos de sus colegas en
el Instituto, siempre resaltaba lo mejor de cada texto, siempre discutía
con el ánimo de llegar a la verdad, nunca con el de humillar o despres­
tigiar al prójimo.
Sin embargo, fue también por esos años, en la segunda mitad de
los ochentas, si no me equivoco, que el trabajo de Elia tomó un giro
que a no pocos les sorprendió y a algunos, incluso, les desilusionó.
Para ponerlo en pocas palabras, Elia dejó a un lado -aunque sin
abandonarlos del todo- los temas de filosofia de la ciencia e histo­
ria de la filosofia sobre los que se había ocupado hasta entonces
para entrar en un campo nuevo, el de la historia social de las ideas o,
si se prefiere, de las mentalidades.
En una ocasión yo le pregunté por qué había dejado la filosofia
analítica y ella me respondió que había sido porque un día había
sentido un rechazo casi visceral por los temas que antes la habían
ocupado. No recuerdo más detalles, pero su explicación me pareció
semejante a la de otros filósofos en México y, en particular, del campo
analítico, que han abandonado la filosofia teórica por razones per­
sonales muy hondas. Sin embargo, habría que señalar que a partir de
sus estudios históricos, ella abordó cuestiones de filosofia política y
filosofia de la religión. Pero, si bien Elia cambió de temas, no hubo
ningún cambio en la profundidad de su pensamiento o en el rigor
analítico con que abordaba cualquier problema. La contribución prin­
cipal de este segundo periodo es su libro Territorios del mal que
versa sobre la persecución de brujas en la Europa de los siglos XIV
al XVII. Se trata de un libro sólido que ofrece una perspectiva asaz
interesante sobre el asunto.
La tesis de Elia es que las brujas jamás existieron, que todas las
mujeres acusadas de hechicería eran inocentes y que la persecución
sólo se explica a partir de los beneficios que ésta brindaba a di­
versos agentes sociales como la Iglesia y el Estado. Se nota que es
un libro escrito por una filósofa y en ello radica su fortaleza y quizá
su debilidad. Por una parte, el análisis de las ideas es muy fino, muy
analítico; por otra, podría resentirse la ausencia de mayor trabajo
documental y, quizá hasta de un estilo más cercano a la historiografía.
Pero yo estoy convencido de que nada de esto demerita el trabajo de

11
sus últimos afias. Hay mucho que aprender en los escritos de Elia, y
ojalá que se sigan leyendo y discutiendo. La filosofia mexicana per­
dió una de las mentes más brillantes que jamás haya tenido. Pero sus
amigos, todos los que la queríamos y admirábamos, perdimos a una
persona maravillosa, única. ¡Qué fortuna haberla conocido!

11
De la ciencia, la historia y la brujería

Carlos López Beltrán

Supe de la muerte de Elia camino al aeropuerto. Salía de México.


Incredulidad. Impotencia. Tristeza enorme. Coraje. Sensación de
absurdo. Emociones y pensamientos que suelen tomarnos ante ocu­
rrencias así. No podía asistir a su velorio y eso me frustró mucho.
Recordé de inmediato mi último encuentro con ella, apenas unas
semanas antes. Comimos en un Sanborn's después de una visita
médica de ella. Una cita largamente pospuesta por uno u otro que
ese día por suerte se materializó. Elia estuvo alegre, conversadora y,
como siempre, inteligente y cariñosa. Hablamos de sus terapias, de
los seguros médicos y sus truculencias; de nuestros hijos, de sus
cambios y de las complicaciones de la maternidad y la paternidad;
hablamos un rato de mis proyectos académicos y me acerqué a insi­
nuar que colaboráramos en algo, pero no lo hice. La forma en que
Elia escuchaba y hablaba siempre me entusiasmó, pues no había
tema pequeño o grande al que no le encontrara sabores y perfiles
distintos. Su manera de elegir ciertos detalles o ciertos sesgos me
hizo siempre reaccionar y aprender. Pero me estoy adelantándo.
Aquel día nos despedimos contentos, sin ninguna sensación lúgubre
ni premonitoria, seguros de que la enfermedad cedería tarde o tem­
prano y de que nuestra amistad tenía un horizonte amplio para cre­
cer y consolidarse en el futuro.
No fue así. Y lo lamento de verdad. Mi segunda reacción ante su
muerte tiene que ver con esto. Un enojo egoísta ante la ausencia,
ante lo que no se hizo y que ya no se podrá hacer. Desazón ante el
deseo largamente albergado, y ahora insatisfecho para siempre, de
que en alguna juntura del camino pudiera acercarme más a mi ami-

1
ga Elia, a mi maestra Elia, y sacar provecho tanto del cariño como
de los intereses que sin duda nos unían. Frustración ante la imposi­
bilidad de hacer ya nada sino recordar, hablar de ella con quienes la
conocieron (con ustedes), y leer las cosas que escribió, buscando en
esos bien trabajados textos las marcas de aquello que admirábamos
y nos encariñaba con ella. Pasión crítica, entusiasmo auténtico por
el saber, intolerancia ante lo tramposo o adornado y, sobre todo, ese
rasgo indefinible pero claro, humanidad.
No hay un medidor del afecto. Sus flujos y reflujos no son metri­
zables. Hay, sin embargo, un ejercicio que siempre me ha gustado
hacer. Registrar, después del hecho, la sensación espontánea que me
produjo ver aparecer inesperadamente a una persona. La alegría, el
temor, el fastidio, la indiferencia auténticas e íntimas que de verdad
sentí, antes del autocontrol y de la conciencia. Supongo que se trata
de un indicador parcial. Pero en él, Elia siempre marcaba muy alto.
Un brinco positivo en al ánimo me decía, cada vez que la veía, que
era una persona a quien quería de veras. Y viéndolo bien, no es algo
explicable a vuela pluma, ni evidente. Diré por qué.
No fui nunca alguien muy cercano a Elia. Nuestros acercamientos
y momentos de encuentro se reparten a lo largo de dieciséis o dieci­
siete años con bastante tacañería. Sé relativamente poco de su vida
personal, de sus motivos íntimos y de su trayectoria. No fuimos
condiscípulos, ni trabajamos muy cerca, ni escribimos nunca jun­
tos, ni viajamos juntos. Fue mi maestra primero, después mi amiga
y luego mi colega. Nada más. A tratar de explicar la marca tan alta
que Elia registra en mi afecto, quiero dedicar las líneas que restan.
Conocí a Elia en las aulas de la UAM lztapalapa por 1983-1984 en
el posgrado de Filosofia de la Ciencia que coordinaba León Olivé.
Mis condiscípulos y yo tuvimos ahí la suerte de tener de veras bue­
nos maestros. Entre ellos menciono a Gómez, Moulines, Berestovoy,
Otero, Pérez-Ransanz, Pereda, Brody, el propio Olivé. Entre esa
constelación ser alumno de Elia fue crucial para mí. Su acercamien­
to personal a la historia conceptual filosófica de la ciencia me atrajo
desde el principio. Entre la avalancha de textos, posturas, discusio­
nes filosóficas, que en esos años recorrimos los alumnos de la maes­
tría, la aguda percepción de la importancia de la dimensión tempo­
ral que Elia mostraba me pareció única. Lo más sorprendente era

1
que no hacía ningún desplante propagandístico, como la mayoría de
nuestros otros profesores. No buscaba reclutas. Simplemente plan­
teaba problemas, nos acercaba a sus puntos dificiles, y nos acompa­
ñaba en reflexiones cuidadosas en tomo a ellos, siempre cortando el
paso a malos argumentos y malas interpretaciones. Con ella aprendí
a ver a Galileo, a Newton, a Descartes, a Locke, como formando
parte de un espacio de problemas, de intentos de solución, de afir­
maciones directas y sesgadas, de interdependencias conceptua­
les, más rico y vasto de lo que las descripciones parciales e interesa­
das de los filósofos ahistóricos podían aceptar. Aunque hoy podría
criticar el exceso de intelectualismo --o conceptualismo- de aque­
llas sesiones, no puedo dejar de aceptar que para mí fueron decisi­
vas. Cuando manifesté a Elia mi deseo de hacer investigaciones his­
tóricas en algún momento, recuerdo que se emocionó y comenzó a
recomendarme libros y textos de una manera especial. Al cabo co­
menzamos a ser amigos. En varias conversaciones fuera del aula, y
en las contadas ocasiones en que nos vimos fuera de la Universidad,
se fue abriendo más conmigo sobre sus más recientes inquietudes.
Por entonces andaba entusiasmada con el neoplatonismo, por el her­
metismo, por Bruno, Pico y personajes de ese estilo. Confieso que
mi ignorancia y cierto gusto postilustrado (moderno) me impidieron
seguirla en esos entusiasmos, pero nunca me quedó duda de que
Elia navegaba en esas aguas con el mismo rigor y la misma atención
que en las demás. Creo que Elia me ayudó a aclararme algo que no
hubiera aprendido de mis otros maestros. Que se puede tener un
acercamiento muy personal y propio a los estudios analíticos de la
ciencia. Que lo importante es elegir los temas y los problemas que
de veras te mueven. Que no importa si no parece haber nadie más
tan entusiasmado por ellos. Que para poder decir algo que importe
hay que adentrarse más allá de la literatura secundaria, derivativa en
la que suelen confiar muchos filósofos. Que para ello la investiga­
ción de fuentes primarias es crucial, y hay que armarse, con muchas
horas y mucha paciencia -sobre todo en nuestro país hambreado
de buenas bibliotecas.
Salí a hacer mi doctorado y volví cinco años después. Al volver
tuve la fortuna de ser contratado en Filosóficas y una de las alegrías
fue el reencuentro con Elia. Reanudamos poco a poco la amistad y

11
la conversación. Las investigaciones de Elia la habían alejado de la
ciencia y llevado hacia la magia y la brujería., Su agudeza historio­
gráfica y su sutileza analítica, más desarrolladas y maduras, la ha­
cían adoptar rutas originales y reveladoras. Lo halagador para mí,
fue ver cómo ella inmediatamente entendió y aprobó el acercamien­
to histórico que había elegido para mi tesis doctoral. Viéndolo en
retrospectiva, quizá reconoció en ello frutos de semillas que ella
plantó. No lo sé, ni lo sabré.
Como colegas seguimos charlando, intercambiando críticas, bi­
bliografía y bromas, ocasionalmente. Ante quienes la conocieron no
hay que insistir diciendo que nunca disfrazó sus verdaderos puntos
de vista. Y cuando debió criticar alguna presentación mía, aunque
con tacto y cariñ.o, siempre lo hizo duro y a fondo, preocupada por
aclarar las cosas y mejorar los trabajos.
Me vienen muchos recuerdos de situaciones de interacción inte­
lectual y de diálogo en los que figura Elia. A menudo se trata de Elia
reaccionando con el rostro y las manos, mirando con atención, po­
niendo una cara curiosa, modificando su expresión, de duda a intri­
ga, a asentimiento, a duda otra vez, mientras escuchaba. Después
siempre vienen sus intervenciones, normalmente diferidas hasta casi
lo último. Sus largas pausas y su manera tan especial de dirigirse
hacia el meollo de la cuestión, como no queriendo la cosa, sin aspa­
vientos. Sus palabras normalmente generaban unos instantes de si­
lencio --como aquellos que una jugada nueva, inesperada y origi­
nal produce en los ajedrecistas- tanto en el interpelado como en el
resto de la audiencia. Elia fue una mujer que usó su talento y habili­
dad naturales de una manera honesta y clara y nos enriqueció con
ello a todos. Nunca acabé de aprender lo suficiente de ella. No sé si
esto aclare por qué mi ánimo mejoraba el día que la veía, así fuese
un par de minutos en un pasillo. Ojalá. Y también por qué me lasti­
ma su partida. No es justo que ya no esté con nosotros. Pero pocas
cosas lo son al final de cuentas.

1
Acerca de Elia, veinte años ha

Nicole Ooms Renard

Hace poco menos de veinte afios, siendo yo becaria de este Instituto,


presenté una ponencia que llamé "El atomismo geométrico del Tzmeo
de Platón". Se trataba de una interpretación de parte de esa linda
gesta física-matemática en la cual Platón nos ensefia que nuestros
cuerpos y los demás cuerpos del cosmos están hechos de cuer­
pos aún más bellos a los que damos los nombres de fuego, tierra,
aire y agua pero que en realidad son poliedros regulares que a su vez
tienen como principios dos y solamente dos tipos de triángulos:
isósceles y escalenos, a los que yo llamé, átomos. Era la primera
ponencia de mi vida y tuve como replicante nada menos que a Elia
Nathan Bravo, quien con la voz tranquila de quien le pide a su veci­
no que le pase la sal que está ahí, a la vista de todos, barrió mi hipó­
tesis, cuestionó sus presupuestos y le otorgó a sus implicaciones un
par de papeles tan insospechados como indeseables. La discusión se
dividió luego en tres grupos hasta que ella se levantó y salió, no sin
antes verme a los ojos con esta certeza de que entre seres humanos
que saben de eso que Platón llamó el ir y venir del logos, nada malo
podía salir de una reunión como ésta.
Hay más recuerdos de aquel entonces: la magnífica maestra de
Historia de la filosofía del Renacimiento, sentada en medio del es­
critorio con la puerta abierta, y quien parecía pensar exactamente
del mismo modo en que respiraba, esto es, con total naturalidad; la
amiga de Alberto Vargas, con quien ella compartía un lindo departa­
mento en la Avenida Universidad, el gusto por la hospitalidad y, si
no mal recuerdo, por las che/as. Por cierto que, en aquel entonces,
también le gustaba mucho la música inglesa, el chiste a veces esca-

m
broso, y la filosofía de Plotino. En una época del ambiente filosófi­
co mexicano en la cual muchas mujeres -me incluyo sin duda­
parecíamos estar buscando un tono de voz adecuado, una manera de
mirar entre mirares predominantemente masculinos, y una manera
de sentarse que resultara cómoda, por ahí andaba este ser singular,
ese ojo luminoso, ese estuche de monerías para el cual pensar, sen­
tir, caminar, mirar, reír, hablar o callar parecían fluir con inde­
pendencia de todo lo demás, del mismísimo manantial de la mis­
mísima vida.
Hace un par de semanas, escuché que lo que la naturaleza había
combinado con tanta perfección había sido, dolorosa y violentamente,
puesto al revés, y que el tipo de triángulos de la más pura, lisa y
densa especie había perdido, en su caso, la facultad de filtrarse
a través del denso hueso para servirle de rocío a la médula. Elia no
se aparecerá ya por los pasillos de las academias con su caminar
nonchalant y su voz de niña educada, a veces tefiida de una suerte
de soma. Y es como si uno la oyera a ella misma compadecerse de
otro, diciendo: "¡Qué mala onda!, ¿no?"
Es sin duda una gran suerte el haber tenido la oportunidad de
adentrarse en la autocrítica en público y en la crítica en vivo con
alguien para quien criticar no era demoler sino pensar en voz alta
frente a o en compañía de otros. Y es también una gran pérdida el ya
no tener aquí junto a un ser cuya complejidad mental y cuyo élan
vital parecían andar siempre de concierto. ¿Habrá dejado algo pu­
blicable? De ser el caso, y de necesitarse ojos para galeras, los trián­
gulos que conforman los míos, a diferencia de los suyos, todavía se
comunican con los de afuera, y aquí estoy. ¡En buena onda!

1
Analítica, muy a pesar suyo

Salma Saab

.Con mis palabras quisiera recordar, junto con todos ustedes, a la ami­
ga entrañable, la valiosa colega, la maestra de muchos aquí presentes
y a la madre de Bartolomé. Mi amistad con Elia data de mediados de
los setentas, cuando volvimos de nuestras becas de posgrado en el
extranjero. Recuerdo como uno de los acontecimientos más grati­
ficantes para mí -académicamente hablando- haber tenido la opor­
tunidad de impartir con ella un seminario sobre Descartes en la Facul­
tad de Filosofia y Letras. Tuvimos poquísimos alumnos -creo que
como dos o tres que nunca faltaban-pero las discusiones entre noso­
tras y con los alumnos fueron muy buenas, muy intensas y acalora­
das. Fui de los muchos que aprendieron de su tesis de licenciatura
sobre Descartes, que por fortuna publicó el Instituto de Investigacio­
nes Filosóficas en 1976. Hasta la fecha, este breve texto sigue reco­
mendándose como lectura en los cursos en la licenciatura.
Dados mis intereses, formo parte de aquellos que lamentamos
que Elia se apartara de los estudios de los modernos y no -como
muchos- por censura temática, sino porque me privaba de una mag­
nífica interlocutora. Sus profesores y colegas teníamos grandes ex­
pectativas respecto a los logros que Elia alcanzaría con sus investi­
gaciones, y con razón, ya que sencillamente era muy buena. Otro
gozoso texto de Elia -el último que trabajó en esos campos- es
sobre la revolución de Galileo en la fisica, 1 que salió publicado en

1 Elia Nathan, "Galileo's revolution: The use ofidealizational laws in physics",


en Mexican Studies in the History and Philosophy o/Science, S. Ramírez y R. S.
Cohen, eds. Netherlands, Luwer Academic Publishers, 1995, pp. 109-128.

1
1995. Si no me equivoco, la publicación tardó muchos años en apa�
recer; se trata de un trabajo que por años guardó en un cajón y que,
gracias a la insistencia de Santiago Ramírez, finalmente publicó.
La mente clara, ordenada y analítica -analítica muy a pesar
suyo- es una constante de todos los trabajos publicados y no publi­
cados de Elia, rasgos también presentes en sus apreciaciones más
mundanas y no sólo en filosofia. Seguramente no me desmentirán
los que conocen y entienden la faceta de Elia en historia y filoso­
fia de la religión. La mente clara y aguda de Elia una y otra vez se
ponía de manifiesto en sus intervenciones en los seminarios tanto
de los investigadores como en la de becarios del Instituto. Elia solía
empezar diciendo: "tengo una preguntita muy boba; seguramente
no entendí bien". Esto era suficiente para que la persona a la que le
dirigía la pregunta se pusiera incómoda y se esperara una bomba,
una certera y filosa crítica sobre alguna cuestión central del trabajo.
No es secreto para nadie que Elia pasaba periodos en los que no
le enganchaba la filosofia. Como probablemente nos pasa a muchos
de nosotros. Le era más gratificante hacer trabajos manuales, leer
novelas, sobre todo policiacas y de misterio. Le gustaba mucho
leer a Agatha Christie. En una época le dio por la cerámica. Conser­
vo y atesoro algunas de esas bellas piezas en las que también se
aprecia una factura muy delicada y cuidadosa, al estilo de la cerámi­
ca japonesa. Tenía una enorme sensibilidad y un gusto exquisito.
No acabo todavía de asimilar su ausencia, aunque a últimas fechas
nuestros encuentros se espaciaban cada vez más -tanto por su enfer­
medad como por estar viviendo en Cuemavaca. Elia era muy querida
y apreciada, personal e intelectualmente, por muchísimas más perso­
nas de las que ella se imaginaba. La espontánea reacción de dolor y
pesar de tanta gente me lo confirmó. Seguramente si yo se lo hubiera
comentado a Elia, no me habría creído. Me parece estar escuchando
sus palabras -utilizando una expresión muy típica de ella, con una
mezcla de incredulidad y desconcierto--"¿te cae?"
Espero que, por lo que a mí respecta y al reducido círculo de
amigos, pero sobre todo de amigas, ya de tanto tiempo -aunque
agregaría a Elisabetta, una amiga más reciente-, Elia no haya teni­
do la menor duda del gran cariño y aprecio que le teníamos, y le
. tenemos, y del gran vacío que nos deja su muerte.

1
Elia y el arte de la conversación

Carmen Silva

No hablaré del trabajo de Elia como profesional de la filosofia, aun­


que tuve el privilegio de ser su alumna y de que me dirigiera dos
tesis: las de licenciatura y maestría; no soy especialista en sus temas
y tampoco es mi intención hablar de ella en términos eruditos.
Lo que me interesa compartir con ustedes, es mi percepción, muy
personal, sobre alguien a quien tuve el privilegio de conocer y con
quien compartí poco más de veinte años de mi vida, los cuales coin­
cidieron con mi juventud, mis años de formación en esta profesión,
y miles de historias personales que suelen ocurrir en un lapso tan
largo.
Mi intención, ya lo dije, es hacer un retrato de ella, una empresa
nada fácil, pues la personalidad de Elia era muy compleja. Pero el
intento vale la pena, porque si algo caracterizó nuestra amistad, fue
la enorme valentía con la que tratábamos de entender los temas más
dolorosos de nuestras vidas.
El primer rasgo que saltaba a la vista de su personalidad era el de
una enorme inteligencia, grandes dotes naturales para el pensamiento
analítico, una razón implacable y precisa, como el bisturí de un buen
cirujano. Cualquier cosa que dijeras, aun cuando fuera un tema tri­
vial, Elia lo tomaba con cuidado y lo empezaba a desmenuzar, de
hecho, el apodo de Elia en mi casa era: dos cosas, pues sobre cual­
quier tema del que hablaras lo primero que decía era: "Carmen: ¡ son
dos cosas!" Con esta afirmación empezaban nuestras interminables
conversaciones sobre la vida y la muerte.
El segundo rasgo de esta mujer, con esa inteligencia privilegiada,
es que, desde mi punto de visita, se encontraba un poco perdida en la

1
vida cotidiana. Muchas cuestiones de las relaciones humanas le eran
difíciles de comprender, las decisiones prácticas imposibles de to­
mar. Era tan desconcertante que, si no la conocías bien, quizá no
entendías con quién estabas hablando. Su poderosa razón te impe­
día avanzar en la conversación, a menos que hubieras desecho el
enredo o aclarado y justificado las razones de tu opinión, mientras
que su alma sensible se había quedado en los cuatro afios.
Esta alma de niña en un cuerpo de adulto y con una razón podero­
sa, luchaba constantemente por encontrar el equilibrio entre alma y
cuerpo, quizás por eso empezó su carrera con Descartes y luego lo
dejó, pues en él no encontró la respuesta. No encontrar el equilibrio
le generaba mucha angustia, sobre todo porque el universo desbor­
daba a la razón. A veces se me ocurre que Elia estaba tratando de
encontrar la clave racional que le sirviera como contrasefia para po­
der sentirse más segura en el mundo.
Además del enorme carifio que nos teníamos una a la otra, nues­
tra larga y entrañable amistad giraba en torno a la conversación,
pues Elia, aunque era una persona tímida, amaba conversar -acti­
vidad humana ahora en vías de extinción-, lo cual gocé mucho y
supongo que Elia también, además de que ella esperaba, por esa vía,
desentrañar los misterios de la vida.
Desde que nos conocimos empezamos a conversar, primero en su
cubículo, después en la calle camino al banco ( adoraba ir al banco),
en sus restaurantes -pues durante afios ella siempre decidió en qué
lugar comer-, en la calle, en los parques, en los pasillos de la Fa­
cultad, en mi casa, en la suya, y por teléfono, cuando se fue a vivir a
Cuernavaca.
Para mí, Elia era una maestra en el arte de la conversación pro­
funda, diría yo, pues los temas rara vez eran triviales y siempre po­
nía el alma en ellos. En realidad, en esto se enfoca mi retrato, en el
profundo lazo que me unía a ella: su arte y pasión por conversar.
La conversación con Elia tenía rasgos propios, por ejemplo: pri­
mero ella, como un Sócrates contemporáneo, planteaba la pregunta,
la cual, he llegado a pensar, la venía fraguando en su trayecto a la
ciudad de México, porque desde que se fue a vivir a Cuernavaca,
nuestros encuentros dejaron de ser casuales y ella programaba des­
de allá, por vía telefónica, a quién vería, a qué hora y _dónde se rea-

1
!izaría el encuentro, por lo general en un restaurante; el tema de la
conversación tampoco era casual, era algo que la inquietaba y que
quería comprender y compartir.
Después de haber planteado la pregunta, esperaba la respuesta
sin interrumpir, y, por lo general, era recibida por un "¡ah!", o por
un "son dos cosas" o "no me has entendido", lo cual significaba que
empezaba la conversación.
Otro rasgo fascinante y único de su forma de conversar eran sus
largos, larguísimos silencios: no aceptaba tu respuesta, la estaba tra­
tando de analizar, y buscaba la manera más amable y suave de ha­
certe ver que ésa no era la respuesta adecuada o quizá era buena
pero desconcertante para ella y necesitaba tiempo para digerirla.
Cuando la respuesta era aceptada, sus ojos se iluminaban a la vez
que esbozaba una sonrisa; era un gesto parecido al de una niña cuando
recibe un regalo sorpresa.
Nuestros últimos encuentros se dieron en la Condesa, su barrio
de la infancia; yo no sabía entonces que estaba compartiendo con
ella su recorrido por la vida, la llevaba a los helados Roxy y la últi­
ma vez, por accidente, encontramos su casa de la infancia: un depar­
tamento en la calle de Yautepec; frente a él me describió a sus veci­
nos, se quejó de que ahora tuviera más pisos, me indicó cuál era su
habitación; estaba muy emocionada. Para cerrar con broche de oro,
en este último paseo, la llevé a una tienda de comida judía, se trans­
formó y compró casi todas las cosas que ahí se encontraban, algunas
con nombres impronunciables; salimos cargadas de bolsas. Ella son­
reía feliz, de nuevo como una niña que recibe un regalo sorpresa.
Elia Nathan: filósofa, sabia y rebelde

Ambrosio Ve/asco Gómez

Conocí a Elia Nathan en 1983 cuando nos impartía los cursos mara­
villosos de Historia de la Ciencia antigua, medieval y renacentista
en la maestría de Filosofía de la Ciencia de la UAM Iztapalapa.
Ella se sentaba un tanto cuanto desparpajada sobre el escritorio y
hacía unas espléndidas exposiciones sobre Aristóteles, Ptolomeo,
Copérnico, Kepler, Descartes, Galileo y Newton con tal claridad
textual y contextual que el mismo Kuhn y Koyré juntos la envidia­
rían. Tan pronto iniciaba las reflexiones filosóficas, la clase se con­
vertía en una polémica candente entre sus alumnos y en la cual, la
joven maestra Elia trataba de poner orden. Ésas fueron las clases
más edificantes que tomé en la Maestría en Filosofía de la ciencia.
Pero la admiración a nuestra maestra creció aún más cuando tuvo
la temeridad de criticar agudamente al también querido pero temido
·maestro Ulises Moulines, que por aquel entonces acababa de publi­
car su libro Exploraciones metacientíjicas. En su crítica, Elia Nathan
cuestionaba que Moulines únicamente analizara la estructura inter­
na de las teorías científicas y no considerara los aspectos culturales
y sociales externos a las teorías. La maestra Nathan había ya publi­
cado excelentes trabajos en los que integraba aspectos internos y
externos de las teorías científicas de una manera muy clarificadora
y amena, y su estilo de hacer interpretaciones de las teorías científi­
cas nos resultaba más atractivo que el rigor de la reconstrucción
lógico-constructivista del profesor Moulines.
A esta brillante crítica Ulises Moulines contestó, como acostum­
braba, apabullantemente con un artículo titulado "Entre todólogos",
arguyendo que él era filósofo de la ciencia y no historiador o soció-

1
logo de la cienc;ia o de la cultura. Desde luego, los alumnos toma­
mos partido en favor de la joven maestra Elia, pero sin manifestár­
selo a nuestro profesor Moulines. No teníamos el valor de Elia.
Elia Nathan siempre fue una filósofa brillante y valiente que gus­
taba de cultivar magistralmente herejías filosóficas en un clima insti­
tucional poco propicio para ello. Quizás por ello sus últimos es­
critos se centraron en el tema de la persecución de las brujas. Sin
lugar a dudas, Elia se sentía solidaria y defendía valientemente a los
disidentes de la ortodoxia filosófica, con un rigor y originalidad ad­
mirables.
Esta actitud rebelde y sabia que Elia mostró como nuestra maes­
tra siempre la mantuvo también como investigadora en el Instituto
de Investigaciones Filosóficas y como profesora de la Facultad.de
Filosofia y Letras, donde tuve la fortuna y el honor de ser su colega.
Siempre recordaré a Elia como lo que siempre ha sido: filósofa,
sabia y rebelde, creadora de herejías filosóficas que dan profundo
sentido a nuestra vocación y profesión.

1
Entre decantaciones y sublimaciones

Gabriel A/varado, Amparo Hinojosa,


Genoveva de la Peña y Pablo Rodríguez

Elia:
Estuvimos tristes, pero ahora estamos contentos. Estamos con­
tentos por haber podido disfrutar y compartir contigo estos últimos
meses. No nada más compartimos tu conocimiento, tu relajado sen­
tido del humor, tu constante guía; también compartimos contigo
nuestras ideas, nuestros libros, imágenes y fantasías, tus galletas y
hasta uno que otro regafio. En este último curso, al que siempre
llegaste puntual y sonriente, hicimos un recorrido profundo por te­
mas difíciles: el miedo, el dolor y la muerte. Paradójicamente, tu
constante siempre era la fuerza.
De entrada uno tenía la seguridad de que se te podía contar todo,
no te asustabas de nada. Tal vez a eso se debió que en el salón de cla­
ses siempre tuvimos la seguridad de hablar contigo de cualquier tema.
Algo valioso de tu clase era poder tener la sensación de que no impor­
taba equivocarse, no teníamos que preocupamos por decir lo "correc­
to", lo "verdadero", sino que tú adecuabas el espacio para poder hacer
una búsqueda libre. Tu curso nos dejó el valioso aprendizaje de que la
filosofía es un trabajo de equipo en el que las ideas se comunican
mediante un mágico proceso de alquimia guiado por la inteligencia,
pero también por la sensibilidad. Tu salón era un laboratorio, había
sustancias inocuas y otras muy peligrosas. Nos dejaste jugar, pero al
mismo tiempo nos ensefíaste a asumir las consecuencias de nuestros
experimentos. Creo que ninguno de los cuatro permanece siendo el
mismo que era antes de tomar el curso: las sustancias hicieron efecto.
Hubo decantaciones y sublimaciones, intoxicaciones y quemaduras.
Al final, todos salimos ilesos, pero transformados.

11
Elia, hemos pensado que quizá este espacio que decidiste compar­
tir con nosotros fue una preparación para tu partida. El mal, las brujas,
el miedo y el fundamentalismo te seguían pareciendo interesantes,
pero te preocupaban más el dolor, la finitud y la trascendencia.
No es fácil pasar los lunes por el salón 18 y ver tu lugar vacío,
pero ahora que la angustia de la existencia se ha anulado en ti, estás
aquí de otra forma, en el tiempo sin tiempo que no necesita mover­
se. Tú, mejor que nadie nos enseñaste que el espíritu no se quema,
bajo ninguna circunstancia. Hoy queremos darte las gracias por todo
lo que nos diste y pensar que hay algunos emigrantes que se alegran
de partir...
Seguimos queriéndote mucho.

1
Índice

Isabel Cabrera y Elisabetta Di Castro


Presentación .............. .......................... 7

Félix García
Elia Eva Nathan Bravo ................................ 9

Isabel Cabrera
Elvira en Teostitlán ... . .............................. 11

Esther Cohen
Invocación y memoria ............................... 15

Patricia de la Fuente
Más que las palabras, recuerdo los silencios............... 19

José M. de Teresa
Elia, directora de tesis ................................ 21

Elisabetta Di Castro
La buena fortuna ......... ................... . ....... 31

Paulette Dieterlen
Tolerancia, intolerancia y libertad....................... 35

Griselda Gutiérrez Castañeda


Una relación prefiada de filosofía con el tópico
de la filosofía ausente del discurso .............. ... . .. 39

1
Guillermo Hurtado
Del asombro al análisis ............................... 43

Carlos López Beltrán


De la ciencia, la historia y la brujería .................... 47

Nicole Ooms Renard


Acerca de Elia, veinte años ha ......................... 51

Salma Saab
Analítica, muy a pesar suyo ......... . ................. 53

Carmen Silva
Elia y el arte de la conversación ........................ 55

Ambrosio Velasco Gómez


Elia Nathan: filósofa, sabia y rebelde .................... 59

Gabriel Alvarado, Amparo Hinojosa,


Genoveva de la Peña y Pablo Rodríguez
Entre decantaciones y sublimaciones .................... 61

1
Elia Nathan Bravo. In memoriam, editado por la
Secretaría de Extensión Académica de la Facul­
tad de Filosofia y Letras de la UNAM, se terminó
de imprimir el mes de agosto de 2003 en los ta­
lleres de Desarrollo Gráfico Editorial, S. A. de
C. V., Municipio Libre, 175, Nave principal, Col.
P ortales, C. P. 03300, México, D. F. El tiraje
consta de quinientos ejemplares. La tipografia y
formación estuvieron a cargo de Concepción
Rodríguez Rivera.

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