Todavía
hoy existe una clara reticencia, por parte de muchos estudiosos,
a reconocer el importante papel que las mujeres han jugado en el
desarrollo del género fantástico y de terror, bien como lectoras o como
creadoras, ignorando la larga tradición de escritoras especializadas en
esta narrativa, particularmente en la cultura anglosajona.
Aunque fueron dos hombres, Horace Walpole (1717-1797) y Matthew
Gregory Lewis (1775-1818) quienes «inventaron» la ficción gótica con
sus clásicas historias El castillo de Otranto y El monje —números 10 y 3
de la colección Gótica—, el género no habría alcanzado la popularidad y
difusión necesarias en sus inicios sin la decisiva participación de las
«escritoras fantásticas». Fue una mujer, Ann Radcliffe (1764-1823),
quien convertirá la novela gótica en un fenómeno popular gracias a
títulos como Los misterios de Udolfo o El italiano o El confesonario de los
penitentes negros —colección El Club Diógenes nº 167 y Gótica nº 34.
Los veinte relatos que conforman esta antología, Venus en las tinieblas.
Relatos de horror escritos por mujeres, recorren la historia del género
desde la consolidación artística y comercial de la narrativa gótica con
relatos como El espectro o Las ruinas del Priorato Belfont, de Sarah
Wilkinson hasta el afianzamiento del «cuento de miedo realista» con
historias como La casa encantada, de Edith Nesbit, pasando por autoras
emblemáticas del género fantástico como Mary Shelley (La joven
invisible,), Vernon Lee (Marsyas en Flandes,), o Edith Wharton (Los
ojos,). Venus en las tinieblas. Relatos de horror escritos por mujeres,
trata de acotar estilos y tendencias, y de exhibir los logros artísticos de
las mujeres dentro de la literatura fantástica como parte integral y
fundamental de la misma.
AA. VV.
Venus en las tinieblas
Relatos de horror escritos por mujeres
Valdemar: Gótica - 68
ePub r1.2
orhi 07.10.2018
Título original: Venus en las tinieblas
AA. VV., 2007
Traducción: Francisco Torres Oliver & José Luis Moreno Ruiz & Gonzalo Quesada & Rafael
Lassaletta
Ilustración de cubierta: Antoine Wiertz La belle Rosine (1847)
Editor digital: orhi
Corrección de erratas: martínvega y Stonian
ePub base r1.2
INTRODUCCIÓN
Venus en las tinieblas:
Las mujeres y la literatura fantástica
Antonio José Navarro
No creo en fantasmas, pero aun así me dan miedo.
Madame Du Deffand
1. Todavía hoy existe una clara reticencia, por parte de numerosos estudiosos
de la narrativa fantástica y/o terrorífica, en reconocer el importante papel que las
mujeres han jugado en el desarrollo del género, bien como lectoras o como
creadoras, pues, si se me permite la digresión, «escribir es ejercer, con especial
intensidad y emoción, el arte de la lectura», según afirmaba Sunsan Sontag. Se
tiende a justificar la existencia de antologías como la presente apelando a
razones más o menos peregrinas sobre el extraño maridaje entre lo fantástico, lo
terrorífico, y la literatura de mujeres. Incluso diferentes antólogos suelen
disculpar su labor refiriéndose a una cierta especificidad femenina en lo tocante a
la narrativa de horror, muy alejada del genio masculino de los grandes nombres
del género. En cualquier caso, tales excusas y argumentos únicamente
responderían a un deseo, deplorable, de paliar en la medida de lo posible la
incomodidad o el recelo que semejante trabajo podría despertar en aquellos
aficionados y especialistas que todavía niegan la valiosa contribución de las
escritoras a la literatura fantástica y/o de terror.
No obstante, la norma generalizada continúa siendo una marginación más o
menos encubierta, más o menos descarada, de las mujeres que han escrito
narrativa fantástica y de terror. Por ejemplo, el crítico y escritor Douglas E.
Winter —al que sus editores llaman la conciencia del terror y la fantasía negra
(sic)—, en su celebérrimo libro Faces of Fear (1985), donde entrevistaba a
diecisiete populares (y, en algunos casos, mediocres) escritores especializados en
literatura de horror —entre ellos, Clive Barker, Robert Bloch, Ramsey
Campbell, Charles L. Grant, Stephen King, Richard Matheson y Peter Straub—,
únicamente incluía a una escritora, V. C. Andrews —obviando a personalidades
tan interesantes y no menos conocidas como Anne Rice o Chelsea Quinn Yarbro
—, la cual, por cierto, no le merece un gran respeto a Winter. En su antología
Prime Evil: New Stories by the Masters of Modern Horror (1988), aquél
afirmaba, de modo un tanto despectivo, que el único y despiadado tema de los
best sellers de V. C. Andrews es «el maltrato de los niños», ignorando sus
múltiples y modernas ramificaciones creativas con la literatura gótica clásica.
Douglas E. Winter no es más que uno de tantos eruditos (masculinos) que ignora
maliciosamente la obra de personalidades como Mary E. Wilkins-Freeman
—“The Cloak” (1917)—, Greye La Spina —Invaiders From The Dark (1925)—,
Shirley Jackson —La casa encantada (The Haunting of Hill House, 1959)— o
Angela Carter —“La cámara sangrienta” (The Bloody Chamber, 1979)—,
porque la encuentran menos horripilante, menos sobrenatural, carente de
elementos siniestros y morbosos. Una idea que, de entrada, propone una visión
del género muy pobre y extremadamente discutible[1], además de ignorar la larga
tradición, al menos en la cultura anglosajona, de escritoras especializadas en lo
fantástico. Por ello, la ensayista norteamericana Jessica Amanda Salmonson, en
la introducción de What Did Miss Darrington See?: An Anthology of Feminist
Supernatural Fiction, señalaba: «Las mujeres siempre hemos escrito historias de
terror. ¿Es que acaso nos olvidamos de que la madre de Frankenstein, la madre
de todas nosotras, es Mary Shelley?»[2]
2. A su vez, en el excelente ensayo de Richard Davenport-Hines, Gothic.
Four Hundred Years of Excess, Horror, Evil and Ruin (1999), elude
«elegantemente» a autoras tan importantes como Charlotte Smith, Edith Nesbit,
Vernon Lee o Elizabeth Gaskell, en beneficio de un análisis histórico y artístico
que omite, de manera no menos «sutil», circunstancias socio-culturales tan
determinantes para el afianzamiento comercial y creativo de la novela gótica, a
lo largo del siglo XIX, como el hecho de que una parte muy importante de sus
lectores eran, precisamente, lectoras… Aunque no existen, por supuesto,
estadísticas o estudios al respecto, en países como Inglaterra, Estados Unidos,
Alemania o Francia, las esposas e hijas de la burguesía disponían del tiempo y
del dinero suficiente para poder entregarse al placer de la lectura. A diferencia de
la lectura erudita y útil de la tradición intelectual europea, la nueva práctica tenía
algo de indisciplinada, de salvaje. Estaba destinada a excitar la imaginación de
sus lectoras. Lo importante no era el tiempo dedicado a la lectura, sino la
intensidad de la experiencia emocional. Las mujeres, en concreto, leían de modo
no sistemático, disperso y no raras veces en secreto; se adaptaban a los huecos
de libertad que les quedaban y estaban condicionadas por sus estados de ánimo,
oportunidades y modas del mercado. Igualmente, las criadas y doncellas se
beneficiaron de semejante situación, pudiendo compartir el hobby de sus
patronas en su tiempo libre o al finalizar su jornada laboral, de noche, gracias a
los nuevos y caros sistemas de iluminación artificial[3], y a las ediciones baratas
de novelas y cuentos, como los «Bluebooks» o los «Penny Dreadful’s».
La literatura fantástica y de terror consiguió rápidamente un puesto
destacado entre los gustos literarios de las mujeres —junto a los melodramas
románticos y las novelas históricas— porque las trasladaba a lugares exóticos y
misteriosos, les hacía vivir aventuras increíbles sin correr peligro y, además,
alimentaba su fascinación por lo sobrenatural y lo macabro, oponiendo lo
imposible a la razón. O, como señala Julia Kristeva, las enfrentaba con aquellos
elementos que se encuentran en el límite de los inconscientes, nuestro lado
tenebroso y primigenio no del todo reprimido u oculto[4]. Era una forma de
vulnerar las rígidas estructuras patriarcales que habían delimitado sus funciones
como esposas y madres. Las historias de horror en numerosas ocasiones
ilustraban, de forma alegórica, las tensiones creadas en la búsqueda de un
equilibrio entre su presunto rol social y sexual y los espacios físicos y mentales
donde debían realizarse[5]. También les sirvió para exorcizar sus peculiares
miedos y angustias, a veces marcados por su condición de mujeres, otras, muy
similares a los de los varones. Y es que el miedo, tal y como apuntaba H. P.
Lovecraft, es la emoción más antigua e intensa de la humanidad, y el más
antiguo e intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido[6]. Y eso afecta por
igual a hombres y mujeres.
3. La capacidad lectora de las mujeres propició en el plano íntimo y personal
el desarrollo de una nueva mentalidad, de nuevos modelos de comportamiento,
que laminaron la autoridad patriarcal tanto en el ámbito espiritual como
temporal. Las mujeres que leían eran peligrosas porque conquistaban un espacio
de libertad al que sólo ellas tenían acceso, fortaleciendo un sentimiento de
autoestima que las llevó a marcarse nuevas metas[7]. Clara Reeve (1729-1807),
Anna Laetitia Barbauld (1743-1825), Eliza Parsons (1748-1811), Sophia Lee
(1750-1824), Ann Julia Kemble Hatton, más conocida como «Anne of Swansea»
(1764-1848), Mary W. Shelley (1797-1851), Mary Louisa Molesworth (1839-
1921) o Elizabeth Bowen (1899-1973), entre otras muchas escritoras que
cultivaron la literatura fantástica, fueron antes lectoras que autoras, y el
entusiasmo por su afición, por su arte, les hizo desafiar todo tipo de
contingencias y prohibiciones con éxito. No solamente escribieron para otras
mujeres, sino también para los varones, para todo ser humano que desea soñar,
aprender, sentir, vivir; en suma, experimentar la literatura.
Con todo, hoy en día estamos en disposición de afirmar que el género no
habría podido alcanzar la popularidad y difusión necesarias en sus inicios, a
finales del siglo XVIII y todo el XIX, sin la decisiva participación de las escritoras
fantásticas. Así pues, es verdad que fueron dos hombres, Horace Walpole (1717-
1797) y Matthew Gregory Lewis (1775-1818), quienes «inventaron» la ficción
gótica gracias a El castillo de Otranto (Castle of Otranto, 1764) y El monje (The
Monk, 1796), respectivamente. La primera, una novela breve, totalmente
disparatada, surreal, supone una ruptura agresiva con el racionalismo y las
rígidas leyes literarias imperantes en la época, y prefigura con contundencia el
romanticismo[8], mientras que la segunda es un texto atroz, mezcla de bóvedas
góticas y lúgubres osarios, lujuria y pureza, cadáveres en descomposición y
amantes apasionados[9]. Sin embargo, será una mujer, Ann Radcliffe (1764-
1823), quien convertirá la novela gótica en un fenómeno popular por mediación
de títulos como Julia o Los subterráneos del castillo de Mazzini (A Sicilian
Romance, 1790), Los misterios de Udolpho (The Mysteries of Udolpho, 1794) o
El italiano o El confesionario de los penitentes negros (The Italian, 1797).
Radcliffe sentó de manera tosca, pero efectiva, las bases del género en su
primera época, resumidas en tres puntos: una joven damisela en apuros, una
densa atmósfera de misterio y terror, y la constante amenaza de lo viejo contra lo
nuevo. Su habilidad para las texturas mórbidas y siniestras choca con su
exasperante racionalismo. En efecto, sus espectros resultan ser ilusiones ópticas,
trucos con espejos, personajes disfrazados, y lo inexplicable recibe una
explicación lógica. Una espectacular tramoya escénica que perfila,
admirablemente, varios de los artificios que emplearán numerosos falsos
espiritistas en sus fraudulentas sesiones de «contacto» a partir de 1848. La
fórmula de Ann Radcliffe se explotó, con más o menos variaciones, hasta finales
del siglo XIX, cuando la irrupción del cuento de fantasmas denominado «realista»
—Sheridan Le Fanu, M. R. James, Margaret Oliphant, Catherine Crowe—
barrerá de un plumazo algunos artificios góticos decididamente démodés.
Incluso en la temprana fecha de 1803, se publica la primera parodia literaria
«seria» de la incipiente novela gótica y, en concreto, de las obras escritas por
Ann Radcliffe: se trata de La abadía de Northanger (Northanger Abbey), escrita
en 1798 por una jovencita llamada Jane Austen…
4. ¿Las mujeres escriben de modo diferente a los hombres? Delicada
cuestión, y más si la extrapolamos al ámbito de la narrativa fantástica y/o de
terror[10]. Lo único cierto es que, durante mucho tiempo, han escrito en
condiciones muy diferentes. Las escritoras se han visto obligadas a vencer los
terribles prejuicios de padres, maridos, compañeros de profesión e intelectuales
de diverso calado, más allá de la estricta calidad artística de sus trabajos. Por
ejemplo, el poeta alemán Heinrich Heine (1797-1856), inquieto por el talento de
Madame de Staël (1766-1817) —revolucionaria y una de las fundadoras del
movimiento romántico, autora de la novela trágica Jane Grey (1790) y del
ensayo De la littérature considérée dans ses rapports avec les institutions
sociales (1800)—, dijo de sus colegas femeninas: «Las mujeres que escriben
tienen un ojo en el papel y otro en el hombre (…) sus textos se caracterizan por
un cierto tipo de malicioso chismorreo, de compadreo que trasladan a la
literatura»[11].
Bajo tales presiones —que suman la actitud moralista y desdeñosa de otras
mujeres que no quieren ni pueden entenderlas, víctimas de las normas sociales
imperantes—, la literatura fantástica hecha por mujeres ha sido tildada, además,
con excesiva frecuencia, de suave, frente a la dureza del trabajo desarrollado por
sus colegas masculinos. Si, como hemos señalado antes, el terror afecta por igual
a hombres y mujeres, su expresión literaria únicamente variará en función de las
técnicas creativas y gustos personales de cada autor, independientemente de su
sexo. Lo pavoroso, lo inquietante, puede expresarse por medio de detalles
sutiles, poéticos, livianos quizá, de una atmósfera mágica, de una trama unilineal
y simple o, por el contrario, a través de apuntes gráficos, grotescos, artificiosos
en ocasiones, de argumentos retorcidos, tortuosos, de un ambiente lúgubre y
opresivo —o incluso una combinación de ambas posibilidades estéticas—; la
actitud y el lenguaje de un personaje, la textura de la narración como organismo
perturbador del equilibrio del lector, la profundidad psicológica del relato en su
conjunto… Son elementos que no tienen que ver, en muchos casos, con la
identidad sexual de los autores/las autoras. Mas urge reconocer que, si bien todos
comprendemos el lenguaje del miedo —de ahí la cohorte de admiradores
(varones) que tiene, por ejemplo, Poppy Z. Brite o Tanith Lee, o el enorme
número de mujeres que leen las obras de Thomas Ligotti o Dean R. Koontz—, la
sociedad «habla» a hombres y mujeres en diferentes dialectos de ese
lenguaje[12]. Nuestros espantos más profundos, casi inconscientes, deben ser
muy similares: la expulsión del útero materno, lejos de su comodidad y
seguridad, solos frente a un entorno hostil, la sensación de indefensión, el
hambre, el sueño, la inquietud que provocan sonidos extraños, luces tenues, la
oscuridad… Pero a medida que crecemos y asumimos nuestros papeles sociales
como niños/hombres, niñas/mujeres, las cosas cambian, y las causas objetivas y
subjetivas que generan pavor, también. Aun así, pervive el unheimlich
primigenio en el que los objetos más familiares se transforman bruscamente en
cosas extrañas y las personas más próximas en desconocidas.
5. Los veinte relatos que conforman Venus en las tinieblas van desde la
consolidación artística y comercial de la narrativa gótica —“El espectro o Las
ruinas del Priorato Belfont” (The Castle Spectre, 1829), de Sarah Wilkinson—,
hasta el afianzamiento de «el cuento de miedo realista» —“La casa encantada”
(The Haunted House, 1913), de Edith Nesbit—, nacido al calor del
impresionante desarrollo económico, científico e industrial de la Inglaterra
victoriana y de los Estados Unidos, con sus grandes revoluciones artísticas,
filosóficas y sociales, marcado por la brevedad, ciertas dosis de ironía y,
fundamentalmente, verosimilitud. Éstos constituyen, de modo muy lacónico, una
historia no solamente de la literatura fantástica anglosajona del siglo XIX y
primer decenio del XX —uno de sus máximos periodos de esplendor—, sino una
crónica muy precisa de su práctica a cargo de las autoras más importantes que ha
dado el género a lo largo de casi un siglo. Más que ofrecer una especie de
contrapeso, de alternativa cultural a un tipo de narrativa a menudo dominado y
definido por los hombres, Venus en las tinieblas trata de acotar estilos y
tendencias, de exhibir los logros artísticos de las mujeres dentro de la literatura
fantástica como parte integral y fundamental de la misma, por encima de
cuestiones de sexo, resaltando el papel revolucionario de su labor, sus aspectos
exorcísticos, íntimos, bajo las sombras de lo escalofriante y/o asombroso.
VENUS EN LAS TINIEBLAS
Relatos de horror escritos por mujeres
Sarah Wilkinson
(1779 - 1831)
Sarah Carr Wilkinson vivió por y para la escritura, al igual que otras
creadoras de su época, como Eliza Parsons (1748-1811) —autora de una célebre
novela gótica, The Castle of Wolfenbach (1793), de popularidad equiparable a
los más elogiados trabajos de Ann Radcliffe— o Charlotte Smith (1749-1806)
—quien contribuyó en grado sumo a la definición de lo «gótico» en la literatura
con obras de la enjundia de Emmeline: The Orphan of the Castle (1788)—. No
obstante, a diferencia de éstas, Wilkinson nunca saboreó el prestigio literario o el
éxito económico. Su vida, en ocasiones, parece extraída de un melodrama
dickensiano, marcada por la pobreza, la soledad y la enfermedad.
Poco sabemos sobre la infancia y adolescencia de Sarah Wilkinson, así como
de su educación. No obstante, la aparición entre 1805 y 1810 de tres libros
escolares sumamente cuidados —A Visit to a Farm-House (1805) y A Visit to
London: Containing a Description of the Principal Curiosities in the British
Metropolis (1810), ambos publicados en Juvenile and School Library by
McMillan, además de The Instructive Remembrancer: Being an Abstract of the
Various Rites and Ceremonies of the Four Quarters of the Globe. For the Use of
Schools (1805) de McKenzie Publishers— sugiere que su formación cultural era
lo suficientemente elevada como para ejercer de maestra o institutriz. Intuición
confirmada cuando, después de 1812, acuciada por la necesidad de dinero,
empezó a trabajar como profesora en la White Chapel Free School de Gower
Walk, País de Gales. Quizá influyó en su carrera docente el hecho de que fuese
«una de las jóvenes seleccionadas por la señora (Frances) Fielding para que
leyeran a su madre, lady Charlotte Finch, cuando empezó a mermar su vista»,
según una carta a la Royal Literary Foundation (10 Feb. 1824). Charlotte Finch
(1725-1813), hija de Thomas Fermor, lord de Pomfret, fue preceptora de los
hijos del rey Jorge III entre 1762 y 1792, y la relación entre Wilkinson y los
Fermor se prolongó, efectivamente, toda la vida; de ahí que varias de sus obras
estén dedicadas a los miembros de esa familia.
La carrera literaria de Sarah Wilkinson empezó en 1803, al publicar algunos
relatos cortos en Tell-Tale Magazine, un semanario especializado en narrativa
breve editado por Ann Lemoine, semanario que se vendía conjuntamente con
«bluebooks». Los «bluebooks» —llamados así por sus cubiertas azules de
cartoné de mala calidad— eran libros pequeños, baratos y, a menudo, no muy
bien impresos, dedicados íntegramente a lo que hoy llamaríamos literatura
popular —aventuras históricas, melodramas góticos y narraciones terroríficas—,
pero eran de lectura relativamente sencilla, tremendamente viscerales, directos, y
durante las dos primeras décadas del siglo XIX gozaron de una magnífica
distribución por las Islas Británicas, distribución sustentada en una intrincada red
de vendedores ambulantes. El buen oficio de Sarah Wilkinson logró que su
nombre pronto empezara a aparecer en las portadas de los «bluebooks». Títulos
como The Subterraneous Passage; or the Gothic Cell (1803), Horatio and
Camilla: Or, the Nuns of St Mary (1804) y The Water Spectre; or, An Bratach
(1805) fueron algunas de las dieciséis novelas góticas que la escritora publicó
entre 1803 y 1806 bajo la tutela editorial de Ann Lemoine. Empero, Wilkinson
también colaboró con otros libreros / impresores interesados en el mismo
producto: por ejemplo, John Bull; or the Englishman’s Fire-side (1803) fue
publicada por Thomas Hughes, y Monkcliffe Abbey (1805) por Kaygill
Publishers, mientras que The Ghost of Golini; or, the Malignant Relative. A
Domestic Tale (1820) lo hizo por Simon Fisher.
Los beneficios de su primera novela al margen del ámbito de los
«bluebooks», The Thatched Cottage; or, Sorrows of Eugenia, a Novel (1806),
posibilitó que Sarah Wilkinson abriera una librería en el nº 2 de Smith-Street,
Westminster, cuya gestión compaginó con la actividad literaria, publicando The
Fugitive Countess; or, the Convent of St Ursula, a Romance (1807), The Child of
Mystery, a Novel (1808) y The Convent of the Grey Penitents; or, the Apostate
Nun, a Romance (1810). Un año después, en 1808, nacía su hija Amelia
Scadgell, hija de un misterioso Mr. Scadgell del que se ignora si contrajo
matrimonio con la escritora —probablemente no—, aunque en esa época firmara
algunos textos como Sarah Scudgell Wilkinson. En 1811, la librería quebró, y su
propietaria se vio obligada a alquilar habitaciones en su casa para saldar deudas
y criar a su hija. Pero también este negocio resultó efímero, ya que su quebradiza
salud —que ya empezó a manifestarse durante su adolescencia— y los
problemas domésticos derivados de ella —es decir, una ineficaz prestación de
servicios— ahuyentaron a sus huéspedes. De manera trágica, los problemas de
dinero y de salud empeoraron: la Royal Literary Foundation —una especie de
«sindicato» destinado a ayudar económicamente a aquellos dramaturgos, poetas,
traductores, biógrafos, periodistas o críticos que estuvieran en apuros, sin
distinción de sexo, religión o ideas políticas, y al que han pertenecido Thomas
Love Peacock, James Hogg, Joseph Conrad, D. H. Lawrence, James Joyce, Ivy
Compton-Burnett, Mervyn Peake, G. K. Chesterton y Somerset Maugham, entre
otros— no atendió a sus peticiones de auxilio, hasta el extremo de que Sarah
estuvo a punto de perder la custodia de su hija en 1821. Pero la intervención del
nuevo lord Pomfret, nieto de Charlotte Finch, evitó en el último instante lo que
parecía una inevitable separación. En 1824 se le diagnosticó un cáncer de mama
y fue intervenida quirúrgicamente en el Westminster Hospital con los fondos
facilitados, esta vez sí, por la Royal Literary Foundation. La escritora siguió
trabajando para sacar adelante a Amelia, pero algunos de sus últimos textos,
como The Baronet Widow (1825), una novela en tres volúmenes, sufrió graves
retrasos en su publicación a causa de la crisis editorial de los «bluebooks». Crisis
que coincidió con un agravamiento del estado físico de Wilkinson, sometida a
dos operaciones más en el St. George’s Hospital. A fin de procurarse una
manutención básica, la autora se empleó como letrista para compositores de
música popular, tal y como explica en otra misiva dirigida a la Royal Literary
Foundation (8 En. 1828). Su última obra literaria, The Curator’s Son (1830), es
un drama moral muy alejado de sus queridas ficciones góticas. Sola y agotada,
pasó sus últimos meses de vida en el St. Margaret’s Workhouse, Westminster.
Sarah Wilkinson falleció el 19 de marzo de 1831, dejando tras de sí una vasta
obra narrativa y poética, hoy prácticamente olvidada.
The Spectre; or, The Ruins of Belfont Priory, publicado por primera vez por
J. Ker Publisher, es junto con Horatio and Camilla: Or, the Nuns of St. Mary
(1804) y The Water Spectre; or, An Bratach (1805), el «bluebook» de Sarah
Wilkinson que mejor ha resistido el paso del tiempo. Se trata de una clásica
historia de horror gótico según los cánones estilísticos y dramáticos de los
inicios del género, cuando sus tramas y artificios estaban en fase de desarrollo.
Su argumento se centra en las estremecedoras vivencias de una joven pareja de
aristócratas, Theodore Montgomery y Matilda Maxwell, obligados a residir en
un castillo embrujado cerca de los enmohecidos restos del priorato de Belfont —
un priorato es una especie de monasterio habitado por unos pocos monjes,
erigido en el antiguo reducto de un ermitaño o anacoreta…—. Castillo, por
supuesto, en el que hacen sus apariciones dos turbadores espectros —de cuyas
horribles heridas parece manar todavía sangre…—, y que esconden un terrible
secreto. Los vagos sobresaltos que provoca la noche, la soledad, el misterio que
segregan las cosas viejas, abandonadas, y el pavor concreto, profundo, de lo
sobrenatural, son tratados por la escritora con una mezcla de circunspecto
respeto y fina ironía.
EL ESPECTRO
o las ruinas del Priorato Belfont
Durante el reinado de nuestro Enrique VIII, cuando las casas religiosas
fueron suprimidas y sus tesoros embargados por el monarca, el Priorato Belfont
estaba entre aquellos que se resistieron en vano a la orden, y que, apelando a
Roma, buscaban mantener la posesión de sus dominios, que eran extensos y
generosamente dotados. Esto no sirvió para otro propósito más que para hacer
caer sobre sus cabezas la venganza de su irritado soberano: fueron obligados a
buscar refugio bajo otro techo, y gran parte del Priorato fue reducido a
escombros. Las tierras que poseían del fundador de la orden fueron vendidas,
pero el edificio permaneció como una solemne ruina inadvertida por los ricos y
evitada por los pueblerinos, quienes tenían la firme creencia de que estaba
encantada: ni siquiera se podía convencer de que pasaran cerca de las ruinas
después de la puesta del sol a los más valerosos de entre todos ellos. Así
permaneció hasta el reinado de Isabel, cuando ella ofreció el Priorato a Cecil
lord Burleigh, pero dado que Su Excelencia ya poseía otros terrenos magníficos,
prefirió no incurrir en el gasto de reconstruirlo para la mansión familiar.
Poco después, Theodore Montgomery dejó su país natal (Escocia) buscando
en Inglaterra protección de sus vengativos parientes. El osado joven era el
heredero del conde Gowen, un noble escocés de gran riqueza y poder. Su hijo, al
casarse con Matilda Maxwell, una joven dama dotada de excepcionales
cualidades mentales y de gran belleza, pero sin fortuna, incurrió en su desagrado,
al igual que en el del resto de sus parientes, pues la familia había confiado en
que se casara con la heredera del conde de Glencoe. El desgraciado Montgomery
y su amada Matilda, perseguidos con todos los actos que la crueldad podía
inventar o la malicia sugerir y cansados de ser expulsados de todas partes,
decidieron buscar refugio en Inglaterra.
Con la venta de algunas posesiones valiosas, reunieron suficiente dinero para
ejecutar su plan, y prepararon el viaje con sólo dos sirvientes de cuya fidelidad
estaban seguros. Llegaron a la metrópolis sin que tuviese lugar ningún sucedido
o descubrimiento digno de mención. Inmediatamente, Montgomery se presentó
ante lord Burleigh, con cuya esposa su mujer tenía un parentesco lejano, y le
habló de su matrimonio y posteriores desgracias.
Lord Burleigh le aseguró su protección hasta que pudiese reconciliarse con
su familia, le dijo que mantendría un secreto absoluto acerca de su estancia y les
habló del arruinado Priorato. Aceptaron la propuesta alegremente y, a la mañana
siguiente, comenzaron su viaje a Cornwall. El hermoso paisaje del campo les
subió el ánimo, y se sintieron felices en su exilio. Cuando llegaron a Truro
descargaron el carruaje y los carros y siguieron a pie hasta llegar al Priorato.
Eran cerca de las ocho de la noche cuando entraron en el camino que llevaba a
las puertas; apenas podían distinguirse los objetos de su alrededor entre la
oscuridad que ahora los inundaba, y los altos árboles que se movían sobre sus
cabezas les insuflaron sensaciones melancólicas, que las ruinas a las que se
acercaban ni mucho menos disiparon. Theodore dirigía la marcha hacia la parte
habitable, según las instrucciones que había recibido de lord Burleigh, y pasaron
por un arco de madera de aspecto antiquísimo; llevaba a una puerta pequeña, en
cuya cerradura colocó la llave que le habían dado y la abrió con dificultad.
Encendieron una mecha y tras prender las antorchas se encontraron en un gran
recibidor de ventanas pintadas y techo abovedado. Desde este lugar se abrían
varias puertas y pasillos que llevaban al interior del edificio. Tras examinarlo,
averiguaron que esta parte que quedaba en pie eran las oficinas del Priorato que
no estaban anejas al resto del edificio y que habían escapado de la devastación,
dado que los saqueadores consideraron innecesario buscar tesoros en una parte
dedicada a tareas domésticas. Para su gran consuelo encontraron que aún
permanecían los muebles, aunque cubiertos de óxido y suciedad. Donald reunió
tanto material como pudo y encendió fuego en una de las salas, la que parecía
más confortable que el resto, y allí se sentaron para descansar de su fatiga y para
airear la ropa de cama que pudieron encontrar. Tras cenar provisiones frías que
habían traído con ellos, decidieron reunir varios colchones en la misma
habitación y así estar cerca unos de otros. Agotados por el viaje, se quedaron
dormidos nada más cerrar los ojos, y su nueva situación no impidió su reposo.
Ya era tarde a la mañana siguiente cuando despertaron sin rastro de cansancio.
Emplearon el día en acomodar su estancia y lo lograron más allá de sus
expectativas: completaron tres dormitorios, un recibidor y una cocina en un
estilo pulcro aunque antiguo, y apilaron la leña en una sombría habitación que no
querían usar.
Acordaron que Donald debía ir todas las semanas al pueblo más cercano a
comprar provisiones al atardecer y volver lo más discretamente posible.
En cuanto hicieron todos los arreglos necesarios, dedicaron el tiempo a
explorar las ruinas. Aún quedaba el gran salón. Tenía veintiún metros de largo y
diez de ancho y una altura de cinco metros. En el lado norte había una escalera
de unos dos metros de ancho que subía directamente hasta el salón; el techo era
abovedado y se apoyaba sobre veinte arcos que se elevaban gradualmente uno
sobre otro hasta entrar al salón. En el otro extremo de la escalera, en el lado sur
de la sala, había una chimenea de unos tres metros y medio de ancho. A cada
lado de la chimenea había dos ventanas de estilo gótico adornadas con esculturas
de frutas y hojas y a cada extremo del salón había ocho pilares triangulares
colocados equidistantemente y apoyados en tres bustos. La grandeza de la
arquitectura los llenaba de deleite. Las cámaras que partían de este lugar estaban
ahora a ras de suelo, o sólo quedaban en pie partes de sus paredes. Bajaron por la
noble escalera y cruzaron el patio de las ruinas entrando en la capilla, pero sólo
una parte permanecía en su estado anterior. Examinaron los ornamentos que
encontraron, y Theodore se sorprendió mucho de ver en una piedra, apenas
legibles, los títulos del conde de Gowen unidos a los de Belfont, pero el resto de
la inscripción (que tenía muchas líneas) estaba demasiado perjudicada por el
paso del tiempo como para que pudiese descifrarla. Tras mucho estudio y
esfuerzos, se vio obligado con gran disgusto a abandonar la empresa y
permanecer en la ignorancia. Dejando la capilla y volviendo hacia la izquierda,
llegaron a la biblioteca. Ya habían desaparecido la mayoría de los libros y en las
estanterías sólo quedaban algunos volúmenes, pero para Theodore y Matilda ésta
fue una dulce adquisición. Estaban por retirarse cuando Blanche abrió una
pequeña puerta de roble que había escapado de la atención de su señora y,
profiriendo un grito, ¡cayó desmayada! Donald corrió a ayudarla, pero al mirar
hacia el lugar que le había causado tal alarma a la muchacha, se encontró en una
posición no mucho mejor que la de la aterrada damisela. Todo su cuerpo tembló
como una hoja de álamo y en los ojos se le fijó una vidriosa mirada de horror. La
bella Matilda se aferró al brazo de Theodore, buscándolo para que la protegiese.
Él la llevó gentilmente hacia las estancias habitables y, tras sentarla en un sillón,
volvió con los sirvientes, a quienes encontró en la misma postura en que los
había dejado, pero para su asombro la puerta se había cerrado sin ayuda. Ayudó
a Donald a levantarse y éste, recuperando su habitual estado mental ante la
presencia de su señor, le ayudó a llevar a Blanche, aún inconsciente, con
Matilda, que vio con agrado su regreso. En cuanto los sirvientes se hubieron
recuperado de su terror, Theodore quiso que le relatasen la causa. Blanche dijo
que nada más abrir la puerta una figura alta y erguida la miró, se acercó a ella y
movió una de sus manos; ¡que su rostro era de un blanco mortal y tenía grandes
y terribles ojos! Donald corroboró esta historia, añadiendo que en su mano
derecha la figura tenía una espada manchada de sangre que blandía de modo
amenazante.
—¡Por piedad! —confirmó Blanche—. Es cierto, pero el miedo me ha
privado de mis sentidos. ¡Oh, era un espectro terrible!
Theodore ordenó a Donald que le siguiera para escudriñar entre las ruinas y
ver si el objeto de su alarma aún permanecía. La temblorosa Blanche se arrojó de
rodillas ante Theodore:
—¡Oh, mi señor! —dijo la doncella—. Le suplico que no vaya. ¡Si el
fantasma os mata a vos y a Donald, qué será de mí y de mi querida señora!
Theodore sonrió ante la torpe simplicidad de la cariñosa muchacha, pero no
desistió de su propósito y le ordenó a Donald, que permanecía parado como una
estatua, que le acompañase al salón sin mayor retraso.
Matilda se levantó de su asiento y anunció su intención de ir con ellos
diciendo que su temor por el bienestar de su esposo no le permitiría permanecer
allí.
Tras varias cariñosas protestas, su amado marido accedió a su petición y
Blanche, avergonzada de parecer menos heroica que su señora, se unió a la
partida y se dirigieron hacia la biblioteca. Donald exclamaba durante todo el
trayecto que antes preferiría enfrentarse a un regimiento de franceses que a un
espectro:
—Nunca he sido un cobarde —dijo el hombre (y decía la verdad, pues había
mostrado su valor en varias ocasiones)—, pero odio a estos seres sobrenaturales.
—Calla, mentecato —le dijo Theodore mientras se aproximaban a la puerta
de roble que él mismo abrió, mientras su dama y los sirvientes dieron un
respingo provocado por sus aprensiones, que estaban llegando a su punto más
álgido. Nada apareció, y todo estaba silencioso como una tumba.
El grupo entró y procedieron a investigar los muebles, que parecían más
antiguos que los otros que habían encontrado en el Priorato. Colgaban del techo
ricos tapices bordeados de preciosas cadenetas de flores donde se describían
exquisitamente varios paisajes de carácter histórico y las sillas habían sido
construidas para armonizar con el conjunto, pero las mesas eran de una hermosa
madera tallada de curiosas formas. A un extremo había un gran armario de ébano
que Theodore abrió; se le heló la sangre con horror ante la espantosa escena que
se le presentó: ¡había colgados no menos de tres cuerpos humanos
descompuestos! Al fondo del armario había un puñal con mango de oro macizo
con varios caracteres en relieve. Por el aspecto de la hoja no tuvo duda de que
era el arma con la que se habían cometido los asesinatos.
Los muertos, según los restos de sus ropas que no habían sido consumidas
por la todopoderosa mano del tiempo, parecían ser de alto rango. Había un
caballero, una dama y un muchacho, aparentemente de unos siete años de edad.
Los asesinos no parecían ser de aquellos para quienes el pillaje era su objetivo
principal, pues en los cadáveres permanecían varios ornamentos de considerable
valor. El más llamativo era una cruz de diamantes suspendida de una cadena de
oro del pecho de la dama. Tras buscar unos instantes no vieron nada que pudiese
solucionar el misterio de quién era el asesino y regresaron a sus habitaciones
abrumados por el horror. El espantoso descubrimiento hizo que el refugio que
les había parecido tan confortable se tornase odioso e inquietase su descanso,
pero la necesidad los obligó a permanecer allí.
Una noche, cuando Donald había acompañado a su señor al pueblo de al lado
para comprar algunos víveres, quedaron fascinados con las diferentes
conversaciones que habían oído sobre el Priorato encantado: se habían visto
luces y figuras de hombres y mujeres caminando entre las ruinas, todo lo cual se
juzgaba como sobrenatural, y todos los relatos habían sido grandemente
exagerados. Algunos afirmaban que los fantasmas no tenían cabeza y otros que
había más de una docena en una fiesta espectral. Theodore le preguntó a uno,
que parecía el más locuaz, qué razón se daba para la reaparición de aquellos
quienes por las leyes divinas y naturales debían descansar en su silencioso
sepulcro. El hombre (que resultó ser el notario del pueblo) le informó de que el
Priorato no había sido construido hasta el reinado de Eduardo IV en el año 1463
por Roben, conde de Belfont, un poderoso hombre que gozaba del favor del
monarca y de quien era fiel súbdito, vigilante en su causa contra la casa de
Lancaster y que había sido uno de los principales valedores para arrebatarle al
desgraciado Enrique VI la dignidad real. El edificio había sido construido
cumpliendo un voto que había hecho en el campo de batalla. Juró construirlo si
Dios le concedía la victoria sobre los enemigos de su soberano. Esta victoria
resultó decisiva a favor de la dinastía de York y el conde cumplió su promesa
religiosa. Fue muy generoso, y el edificio debía convertirse en la estructura
religiosa más hermosa de todo el reino. El conde vivió hasta muy avanzada edad,
pero en el momento en que el vil duque de Gloucester subió al trono, se retiró
del asqueado mundo y se hizo hermano del Priorato de Belfont.
Allí vivió siguiendo con el mayor rigor las reglas prescritas hasta el
fallecimiento de Hugh de Burgh, el Prior, y fue elegido el nuevo Prior por
consenso universal. Su muerte fue fuente de gran desconsuelo para sus
hermanos. Su hijo heredó el título. Era el peor de los tiranos: arrogante, cruel y
vengativo. Se casó con lady Margaret, hija del conde de Gowen (Theodore no
pudo evitar sobresaltarse). La dama expiró al dar a luz a su primera hija, que
recibió el nombre de Avisa. El conde estaba disgustado por no tener un heredero
masculino de sus títulos y hacienda, y lamentaba más esa circunstancia que la
pérdida de su encantadora esposa. Contrajo segundas nupcias unos meses
después del fatal suceso y no tuvo descendientes. El conde y la condesa vivieron
una vida desdichada y ella murió unos años antes que su esposo, no sin que se
sospechara que le dieron a beber vino envenenado.
La adorable Avisa se crió muy desatendida por su padre, y mucho antes de la
muerte de éste se retiró a un convento en Sheen, donde permaneció hasta su
trigésimo cumpleaños. El conde, informado por sus médicos de que no le
quedaban muchas horas de vida, nombró a un sobrino de su primera esposa
Margaret como su heredero si se casaba con Avisa y se podía conseguir de Roma
una dispensa para anular los votos de la muchacha. Así se hizo, pero ni el joven
conde de Gowen ni Avisa veían el matrimonio con buenos ojos. Ambos eran
hermosos y agradables, pero no sentían nada el uno por el otro. El conde había
fijado sus afectos en otra parte, pero no podía heredar sin cumplir con la
voluntad de su difunto tío, de modo que prefirió rechazar su amor y casarse con
la heredera. Vivieron cerca de siete de años en completa armonía. Dado que el
conde poseía una mente noble y elevada, y detestaba comportarse mal con la
agradable condesa, luchó por olvidar a su primer amor y le prestaba a Avisa
grandísima atención, que ella pagaba cumpliendo su deber y complaciéndolo.
Más o menos durante este tiempo, Gowen alojó en su castillo a sir Leopold de
Courcy, que había llegado inesperadamente de Alemania. Al entrar en la sala
donde Avisa estaba sentada tejiendo un tapiz con sus doncellas, ella levantó la
vista y, al ver al apuesto caballero, se cayó de su asiento y se desmayó. El conde
estaba sorprendidísimo, pero la dama atribuyó su emoción a una repentina y
violenta indisposición. Él quedó satisfecho y ella se retiró a sus aposentos.
Tras un rato conversando de diferentes asuntos, la alarma de la condesa ante
la entrada de su amigo volvió al recuerdo del aún descreído marido.
—Decidme, sir Leopold —dijo el conde—, ¿alguna vez habíais visitado al
fallecido conde de Belfont la última vez que honrasteis nuestra patria con vuestra
presencia?
El caballero respondió afirmativamente:
—¿Quizá —dijo su amigo— conocisteis entonces a lady Avisa, su hija?
Sir Leopold replicó que, por lo que recordaba, nunca la había visto.
—Pero ¿por qué lo preguntáis? —continuó el caballero.
—Por nada en particular —dijo el conde, dudando—. Se me ocurrió que vos
y mi dama ya os conocíais de antes.
La llegada de la cena interrumpió su conversación. Uno de los sirvientes
comunicó que la condesa estaba demasiado indispuesta para acompañarlos a la
mesa y, habiendo llegado el resto de los comensales, empezaron a dar cuenta de
una suntuosa cena. Ese mismo día el Priorato de Belfont fue destruido por un
edicto de Su Majestad, cuando sólo había permanecido en pie setenta y cuatro
años. El conde, que era un reformista apasionado, oyó las noticias sin lamentarlo
en absoluto: además, para su gran consuelo, ahora estaría exento de pagar las
grandes sumas que le cobraban anualmente según el testamento de Robert, el
fundador del Priorato. Pero el caso era muy distinto para lady Gowen. Ella
veneraba ésta y todas las casas religiosas, y durante un tiempo estuvo
inconsolable. Aún quedaban en pie las oficinas del Priorato, el salón principal y
una habitación grande que había sido el aposento del superior, y el lord apeló al
rey para que le permitiese conservarlas como residencia para la temporada de
caza. Obtuvo el permiso, pues los Gowen siempre habían gozado del favor de
los Enriques por su estricta adherencia a la familia Lancaster. Pero el destino
había dispuesto que el conde nunca disfrutase del privilegio obtenido: en menos
de tres meses tras la llegada de Leopold, Gowen se vio obligado a asistir a la
boda de su monarca con Ann de Cleves. Invitado una noche a un espléndido
banquete durante su estancia en la Corte, hacia el final de la cena los caballeros
estaban algo ebrios de brindar a la salud de Sus Majestades. Lord Weston
comenzó a tomarle el pelo al conde amistosamente a cuenta de que estuviese
alojando a quien había sido amante de su esposa. Al día siguiente, lord Gowen le
preguntó al noble, declarando que ignoraba a qué se había referido la noche
anterior y que deseaba una explicación, que lord Weston le dio de la siguiente
manera: durante cierto tiempo, sir Leopold de Courcy había dedicado sus
atenciones a la heredera de Belfont, pero el conde se negó a dar su
consentimiento diciendo que él tenía otros planes para su hija y pidiéndole al
caballero que dejase de visitarla. Esto les causó un gran desconsuelo a Leopold y
a Avisa, pero continuaron viéndose en secreto en la casa de la nodriza de la
dama durante un tiempo, hasta que uno de los pastores informó a lord Belfont
del asunto. Avisa fue encerrada en sus aposentos y poco después enviada al
convento de Sheen. Sir Leopold vio frustrados todos sus intentos por recuperar a
su amante y se retiró a su país, donde pronto conoció a una viuda rica con la que
se desposó. Aquí el conde de Gowen le interrumpió diciendo que conocía bien a
la dama y que había conocido por primera vez a sir Leopold durante la
celebración de su matrimonio en el Spa; y a esto añadió que el motivo del
regreso del caballero a Inglaterra se debía a que deseaba aliviar su dolor tras la
muerte de lady de Courcy. Lord Weston continuó su conversación diciéndole al
conde que lady Avisa sólo estaba alojada en el convento, sin tomar los votos,
pero que al recibir la noticia de la boda de Leopold insistió en tomar el hábito, lo
que hizo ignorando completamente las órdenes en contra de Belfont, quien
estaba tan exasperado por la conducta de su hija que nunca fue a visitarla al
convento los muchos años que ella sobrevivió a este estado de cosas.
—Pero nunca oí —dijo lord Weston— que se sospechase nada ilícito entre
los amantes, y espero que ahora sus actos estén dictados por el honor y la
rectitud.
Se separaron los nobles, y el conde de Gowen volvió a su alojamiento con el
estado de ánimo más desdichado que concebirse pueda.
—Pero quizá sea necesario informarles —dijo el notario— de que lord
Weston era pariente de la segunda esposa del conde fallecido y estaba mejor
enterado de los asuntos de la familia que el sobrino conde Gowen, que había
residido en Escocia hasta su matrimonio con Avisa.
A estas alturas Theodore y su acompañante habían llegado a los límites del
pueblo, la noche se acercaba y alargar su estancia resultaría peligroso para sí
mismos e inquietante para lady Matilda, quien sin duda se alarmaría por el
inusual retraso. Por lo tanto, le dijo al notario que estaba ansioso por llegar a su
morada, que quedaba en un pueblo distante, pero que le había interesado tanto la
historia que había sido tan gentil de relatarle que le complacería volver a verle en
la posada para escuchar el resto en el momento que le conviniese. El notario
mencionó la noche del día siguiente, y partieron.
Theodore y Donald recorrieron la mayor parte de su camino a través del
bosque hasta que llegaron al Priorato, donde lady Matilda y su fiel Blanche los
recibieron con placer y Theodore les relató lo que el notario acababa de contarle.
—Ahora entiendo —dijo él— el motivo de la tumba de la capilla con los
nombres y los escudos de armas de las familias de Belfont y Gowen. Aunque
estaban tan íntimamente ligadas por dos matrimonios, las terribles escenas que
sin duda ocurrieron evitaron que mi padre mencionase ese parentesco, y yo noté
a menudo que no le gustaba hablar de sus ancestros.
A la noche siguiente Theodore reapareció en la posada y vio que el notario
había cumplido su palabra y retomaba el hilo de su narración del siguiente
modo:
Tan pronto como pudo retirarse decorosamente de la corte, volvió al Castillo
Belfont, que estaba situado a varios kilómetros del Priorato, en el pueblo de
Launceston. En su viaje ponderó cómo debía actuar en consecuencia de las
nuevas que había oído. Negarle a sir Leopold que continuase su visita en el
castillo sin explicar las razones parecería quebrantar su deber de hospitalidad.
Estaba seguro de que las intenciones del caballero no eran honorables, o no
habría negado que conociera a lady Gowen. Pero disculpaba a Avisa de tener
conocimiento de la llegada de sir Leopold, y decidió desafiarlo a combate
singular y borrar el manchón que había sufrido su honor. El conde viajaba a tal
velocidad que llegó al castillo mucho antes de lo que lo esperaban sus habitantes,
quienes parecieron agitados y sorprendidos. El conde saltó de su orgulloso
semental y pronto inquirió a los sirvientes la causa de la consternación tan
visible en su comportamiento, pero no pudo obtener una respuesta satisfactoria.
Se dirigía a los aposentos de su dama cuando el mozo de cámara, dubitativo, le
informó de que lady Gowen había salido del castillo la noche anterior en
compañía de sir Leopold y el joven lord Montgomery con sólo dos sirvientes que
pertenecían al caballero. Al salir le dijeron que se dirigían a ver las minas.
Cuando vio que era de noche y que no habían vuelto, se intranquilizó y,
acompañado de varios sirvientes, partió en busca de ellos temeroso de que
hubiese tenido lugar un terrible accidente. Pero su búsqueda fue en vano y,
aunque estaba seguro de que no habían ido a las minas, no supo de su paradero.
El conde se entregó a los más violentos paroxismos de ira, jurando venganza
contra su pérfida esposa y su falso amigo. Despachó a sus vasallos por todos los
caminos que se le ocurrieron, montados en veloces corceles para darles alcance,
pero todos sus intentos resultaron infructuosos y le desesperaron.
Amargamente se reprochaba haberse casado con lady Avisa y haber
abandonado a lady Julia Malcolm, el verdadero objeto de sus afectos y a quien
numerosas veces le había hecho las más solemnes declaraciones de amor.
Consideró sus desgracias como una penitencia de los cielos como justo castigo
por su perjurio y maldecía la herencia Belfont por ser el medio de su caída.
Pasaron algunas semanas y nada se sabía de los fugitivos hasta que Roland,
uno de los cazadores del conde, trajo sorprendentes noticias: contó que siguiendo
a un gamo, el azar le había llevado cerca del Priorato, justo cuando comenzaba
una violenta granizada. Estaba solo y, aunque deseaba refugiarse de las
inclemencias del tiempo, no le convencía la idea de meterse en las ruinas, ya que
se comentaba entre los habitantes del pueblo que desde que el edificio fuese
demolido se veía al fantasma del fundador vagando entre ellas. Pero la tormenta
continuaba cayendo con tal violencia que no le quedó otra opción y se cobijó
bajo un gran pórtico. No llevaba mucho tiempo así guarecido cuando oyó las
voces de varias personas conversando a cierta distancia. Esto le sobresaltó, pero
se le ocurrió que podían ser viajeros que, como él, habían buscado refugio de la
tormenta y se decidió a ir en su encuentro para poder unirse a su grupo.
Desmontó de su caballo y, atándolo a la estatua que quedaba en la pared,
escuchó atentamente de dónde procedía el sonido y subió por la escalera noble.
Al entrar al salón le pareció que las personas estaban en una habitación cercana.
Roland recordaba que se habían llevado muebles del castillo para que la sala
fuese apropiada para que su señor recibiese a sus visitantes durante la temporada
de caza y pensó que ésa era la razón por la que los viajeros habrían elegido esa
sala que con exquisito gusto había decorado lady Avisa. Estaba a punto de entrar
por la puerta cuando, para su gran horror y sorpresa, se dio cuenta de que una de
las personas era sir Leopold de Courcy. Reuniendo valor, miró por una rendija
de la puerta y vio al caballero, a lady Gowen y a su hijo con los dos sirvientes.
Por su conversación, comprendió que se habían ocultado allí desde que dejaron
el Priorato Belfont, pero que aquella noche tenían intención de comenzar su
viaje. Pensaban partir a la medianoche y habían preparado un disfraz de hombre
para la señora, que llevaría hasta su llegada a Alemania. No sin dificultad, el
hombre pudo salir sin ser visto, pues sir Leopold entró en la sala en el momento
en que Roland llegaba a las escaleras. Montó en su caballo y tuvo que huir
precipitadamente, pues no dudaba de que lo asesinarían si lo encontraban en
aquel lugar. El conde recompensó al cazador por su fidelidad y le ordenó que
mantuviera el asunto en secreto. Alrededor de las nueve de la noche el conde
Gowen salió discretamente del castillo y se dirigió hacia el arruinado Priorato.
Llegó allí justo cuando el reloj del pueblo vecino daba las once. Entró
cautelosamente al salón, la puerta de la habitación interior estaba abierta y pudo
ver perfectamente a su dama y al caballero traidor: éste la estaba convenciendo
para que se vistiese el disfraz que le había conseguido, a lo que ella parecía
acceder con reluctancia, diciéndole con aire afectuosísimo que sacrificaría su
vida por él.
Sir Leopold la abrazó y le dijo que se acercaba la hora que esperaba que los
rescatase de su molesto escondite y del miedo de ser sorprendidos por sus
enemigos. Lady Gowen le respondió con tanto afecto que el conde ya no pudo
contener sus ansias de venganza. Se abalanzó en la habitación y hundió un puñal
en su pecho. La sorpresa había paralizado el brazo de sir Leopold, pero,
recuperándose de su estupor, desenvainó la espada y atacó furiosamente al
desdichado esposo. Falló, y recibió una herida mortal del arma del conde, aún
manchada de la sangre de su amante.
Sir Leopold se tambaleó unos pasos y, exclamando que no caería sin ser
vengado, atravesó con su espada el corazón del niño, lord Montgomery, que
estaba dormido en un asiento vestido para el viaje. No pronunció una sola
palabra, sino que al instante su alma pura abandonó su alojamiento terrenal y
voló a los reinos de la felicidad. El conde cayó casi en estado de locura: su
venganza le había costado un alto precio, pues amaba muchísimo a su hijo y
había contemplado el golpe fatal con un horror que desafía toda descripción.
Puso a la desdichada víctima en un armario de roble y, cerrando la puerta, huyó
frenéticamente de la escena de muerte. Volvió a su castillo sin incidentes,
aunque al cruzar uno de los patios oyó cascos de caballos en el camino que
llevaba al Priorato. Recordó qué propósito llevaban, y por un momento deseó no
haber evitado la huida. La agonía del dolor y los más desgarradores sentimientos
por la pérdida de su amado hijo pronto le afectaron al cerebro y se convirtió en
un maníaco afligido. En ese estado continuó cerca de tres años durante los cuales
murmuraba las expresiones más aterradoras. Roland era el único de sus
sirvientes que entendía sus delirios sobre asesinatos, pero mantuvo para sí el
fatal secreto.
Alrededor de una semana antes de su muerte, el desdichado conde recuperó
el sentido y pidió un sacerdote para hacer una confesión pública. El caso fue
comunicado al rey de inmediato, quien ordenó que se le prestase a Gowen toda
atención considerando las desgraciadas y lamentables circunstancias del asunto y
le concedió el perdón total en caso de que alguna vez recuperase la salud. Pero la
corona embargó los bienes de la familia Belfont, aunque no interfirió con los de
los Gowen. El conde vivió lo justo para recibir el perdón, hizo una petición al
Cielo y expiró. Fue enterrado entre las ruinas de la capilla del Priorato por su
expreso deseo. Su hermano Adolphus heredó sus bienes en Escocia. Desconozco
la causa, pero el monarca ordenó que los cuerpos de los asesinados no fuesen
enterrados y a menudo se ve a sus espíritus rondar por el lugar. Así terminó el
notario su triste historia, expresando el deseo de que hubiesen permitido llevar a
cabo los ritos funerarios. Tras los saludos mutuos de rigor, partieron, y Theodore
pensó en los terribles acontecimientos y sinceramente deploró el destino de sus
ancestros.
El pequeño círculo que componía su familia estaba sentado alrededor de un
animado fuego, escuchando atentamente el relato de Theodore de lo que le había
contado el notario. Matilda se estremeció ante la horrorosa historia, mientras que
a los dos sirvientes se les puso el vello de punta. Acercaron sus sillas a las de sus
señores y mostraron todos los síntomas de estar aterrados. Acabó Theodore de
concluir su relato y le dijo a Donald que sacase una botella de vino del baúl,
pues un buen vaso podría levantarles el ánimo y dispersar la sombra que se
cernía sobre sus rostros. Donald se disponía a obedecer la orden de su señor
cuando la puerta de su habitación, que siempre cerraban con cuidado por dentro
en cuanto estaban todos, se abrió de repente, chirrió sobre sus goznes y se volvió
a cerrar violentamente. Esto se repitió tres veces y luego todo se quedó en
silencio como antes. Theodore fue el primero en recuperarse del susto y la
confusión en que los había sumido el suceso y se dedicó a calmar sus
aprensiones asegurándoles que se les había olvidado echar el cerrojo y que el
viento había abierto la puerta. Se adelantó para examinar la puerta, convencido
de que encontraría los cerrojos sin echar, pero se quedó paralizado al contemplar
que estaban totalmente cerrados como de costumbre. Un grandísimo terror se
apoderó de todos los infelices fugitivos. Lady Matilda declaró que prefería
mendigar pan que permanecer en un lugar tan terrorífico. Pasaron la noche entre
tremendos miedos, escuchando cada sonido con profunda inquietud, pero no
ocurrió nada más que los inquietase. Se levantaron temprano a la mañana
siguiente, agotados y enfermos por falta de descanso y decidieron buscar un
refugio más acogedor sin pérdida de tiempo. Durante todo el día llovió a mares,
lo que les impidió a Theodore y a su sirviente llevar a cabo la búsqueda que
pretendían.
No les fue posible salir del Priorato debido al clima desfavorable y, para
calmar las aprensiones de Matilda, Theodore decidió enterrar los restos de las
víctimas culpables y del niño inocente con la ayuda de Donald en uno de los
pasillos de la derruida capilla. Envió a su sirviente a por un pico y una pala y,
metiendo los restos en un viejo baúl, llevaron a cabo las exequias de los muertos.
Theodore se esforzó por convencer a su dama y a los sirvientes de que
pasaran algún tiempo más en su actual morada con la esperanza de que ahora
que el terrible espectáculo estaba enterrado, debían poder descansar en paz. Tras
discutirlo, accedieron a su proposición y se prepararon para armarse de valor.
La luna brillaba con fulgor resplandeciente y la noche era inusualmente
cálida para la estación. Theodore y Matilda paseaban a menudo por el lugar
mientras sus fíeles sirvientes, que sentían un sincero afecto el uno por el otro, los
seguían a cierta distancia. En uno de esos paseos nocturnos se alejaron
insensatamente de su morada y las campanadas del reloj del pueblo les
advirtieron de que había llegado la muy temida medianoche, por lo que
volvieron hacia el Priorato con toda la ligereza que pudieron. Acababan de llegar
a las ruinas cuando el espectro que habían visto Donald y Blanche, la primera
vez que entraron en el salón, se cruzó en su camino, profirió un sombrío gemido
y, tras observar a la partida con una mirada escrutadora, desapareció de su vista.
Continuaron andando lentamente sin decir una sola palabra, tan grande era su
miedo, un miedo que se acrecentó cuando al subir por las escaleras que llevaban
a la habitación donde habitualmente residían, la misma figura les impidió el paso
interponiéndose en el estrecho pasaje. Theodore se deshizo del abrazo de la
aterrada Matilda y, avanzando osadamente hacia el espectro utilizando todas las
imprecaciones sagradas, lo conjuró a que relatase el motivo de su irrupción del
mundo de los muertos y hechizar aquella morada del horror. El espectro, con una
voz solemne, le ordenó que le siguiese y bajó por la escalera de caracol mientras
Theodore le siguió con asombrado silencio aunque dispuesto a obedecerlo y
desentrañar, si era posible, el terrible misterio. Su fantasmal guía le llevó por una
estrecha escalera mientras una llama azul proyectaba una tenue luz en los objetos
que los rodeaban. Al final de la bajada entraron en una espaciosa cripta. En
medio de la sala había una amplia piedra cuadrada donde se detuvo el espectro y
se dirigió al joven:
—¡Observa, heredero de Gowen, el errante espíritu de Robert, señor de todos
los ricos dominios de Belfont, cuyos actos de benevolencia le ganaron el cariño
de sus vasallos, pero sabe que era un asesino!
Theodore profirió un profundo suspiro y el espectro continuó.
—Mi hermano mayor era un noble joven. Nos teníamos el más profundo
afecto el uno al otro y no nos ocultábamos ningún sentimiento; todo era
sinceridad y amor fraternal. Acababa yo de cumplir los dieciocho años cuando,
desgraciadamente, caí locamente enamorado de la hermosa Elizabeth, sobrina
del duque de Somerset y quien, sin yo saberlo, se había comprometido
previamente con mi hermano. Pronto le declaré mi afecto, que ella rechazó. Poco
después supe que la causa de su rechazo era que prefería a mi hermano. Desde
aquel momento, los celos, un odio mortal y la venganza tomaron posesión de mi
alma. Contraté a cuatro rufianes que lo emboscaron en un sendero privado. Se
resistió valientemente, pero cayó cubierto de heridas. Cavaron un hoyo profundo
y ocultaron el cruel acto de los ojos de los mortales. Nunca se descubrió el
miserable asesinato, y yo se lo oculté incluso a mi confesor. Pero en la
conciencia me pesaba el pecado y me atormentaba. Algunos años después
conseguí la mano de Elizabeth, quien cedió reticentemente a los deseos del
duque, ansioso por una unión con nuestra familia. El Cielo no le podía ser
propicio a un matrimonio fundado en sangre. Elizabeth murió en el segundo año
de nuestro matrimonio al dar a luz a mi hijo. ¿Acaso los anales de mi familia no
están manchados de asesinatos, deshonor y los actos más horrendos? En ti, noble
Theodore, reviven las virtudes de mi hermano. ¡Mueve esta piedra, cava algunos
metros y encontrarás el esqueleto del desdichado Edward! Hazle los honores
funerarios, que se digan misas por el descanso de mi alma y así mi perturbado
espíritu conocerá el reposo que durante tanto tiempo se le ha negado.
Cumpliendo mi voto durante la guerra, erigí este Priorato y elegí el lugar donde
se había cometido el asesinato con la esperanza de expiar mi falta… ¡un maldito
fratricidio!
Aquí se desvaneció el conde Robert entre los más terroríficos gemidos y la
llama azul se apagó gradualmente. Theodore quedó en total oscuridad, palpando
las paredes con la esperanza de encontrar el pasaje por el que el espectro le había
guiado hasta la profunda cripta, pero sus esfuerzos fueron en balde: en vano dio
grandes voces, sólo le respondía el eco que rebotaba desde el techo y ya
empezaba a sentir las más terroríficas aprensiones acerca de su destino cuando
una helada frialdad le agarró la mano y este agente invisible le guió o más bien
tiró de él con fuerza durante una distancia considerable, hasta que el joven notó
que se encontraba en el estrecho pasaje por el que había entrado a la cripta. Esta
circunstancia le levantó el alicaído ánimo y pensó que el mismo espectro le
guiaba, aunque oculto de su vista y sintió una confianza total en su guía. Ahora
sus pies tropezaban con la escalera de caracol y para su gran alegría descubrió
que estaba cerca de su propia habitación y de su amada Matilda, cuya angustia
ante su ausencia bien sabía que habría sido dolorosísima. La fría mano le soltó y
una voz doliente exclamó:
—No puedo ir más allá, éste es el último paso de mis límites; continúa y que
todos los ángeles te guarden.
El tono era muy distinto al del conde Robert. Theodore estaba asombrado.
Ahora una gran luz blanca brillaba tras él. Se giró, y vio una visión que lo llenó
de piedad y horror al mismo tiempo: ¡el fantasma del asesinado Edward (pues
sin duda tal era) estaba en pie a cierta distancia! Tenía el cuerpo cubierto de
heridas y un gran corte en la frente, del cual aún brotaba sangre copiosamente.
Montgomery tenía los ojos clavados en esta visión y con un débil suspiro
exclamó:
—¡Theodore! Eres la única esperanza que les queda a dos nobles familias,
cumple la petición de mi asesino, el acto te recompensará grandemente.
Theodore se vio obligado a detenerse unos momentos para recuperarse de la
sorpresa y se apresuró a llegar a su habitación. Los dos sirvientes se esforzaban
por ocultar sus propios miedos y confortar a su afligida señora, aunque en vano,
pues el dolor había tomado posesión de su alma y declaraba que había perdido
para siempre a su Theodore. En ese instante, él apareció y cariñosamente tomó
sus manos entre las suyas. Abrumada por la agradable sorpresa, se desmayó,
mientras Donald y Blanche se arrodillaban y le daban las gracias al cielo con
fervor por el regreso de su señor sano y salvo. En cuanto lady Matilda recuperó
el conocimiento y el grupo recuperó la serenidad, Theodore respondió a sus
vehementes preguntas y les narró todos los detalles que habían tenido lugar
durante su dolorosa ausencia. Concluyó su relato con el deseo de llevar a cabo
las instrucciones que había recibido de los desdichados espectros, pero temía
acarrear con ello su ruina, pues dar ese paso significaba necesariamente
descubrirle a su cruel y despiadado padre dónde habían buscado refugiarse por
miedo a su poder y éste podría buscar algún modo de arrancarle del lado de su
amada Matilda, cuya situación exigía ahora más ternura que nunca.
Matilda le rogó que no permitiese que su preocupación por ella, aunque
justa, le impidiese llevar a cabo un acto que el cielo aprobaría y, a su tiempo,
recompensaría.
—Por favor, mi señor —dijo el torpe Donald con una simplicidad que le
arrancó una sonrisa a Theodore—, ¡por favor, mi señor, enterrad al fantasma o
puede que busque venganza y os haga pedazos!
Tras varias disquisiciones al respecto, acordaron que no debían dar ningún
paso importante sin el consentimiento de lord Burleigh y decidieron hablarle del
asunto. Theodore se levantó temprano a la mañana siguiente y, disfrazándose de
la guisa con la que había viajado, se despidió cariñosamente de Matilda, montó
sobre su caballo y cabalgó hacia Launceston ayudado por Donald. Allí consiguió
un vehículo apropiado que le llevase a la metrópolis y envió a su fiel sirviente de
regreso al Priorato, dándole instrucciones estrictas de que cuidase de su dama y
de Blanche durante su ausencia, que haría tan corta como fuese posible.
Llegó a la residencia de lord Burleigh sin que le ocurriese por el camino
ningún incidente digno de mención. Fue recibido por el noble con muestras
amistosas, pero nada pudo igualar la sorpresa de Cecil cuando le informó del
motivo de su visita. No desconocía el asesinato de sir Leopold de Courcy y de la
condesa de Gowen, pero el resto lo ignoraba, y admiró los caminos inescrutables
de la Providencia para traer a la luz el asesinato.
—Ahora tengo —dijo el conde— una gran sorpresa para ti, tan grande como
la que tú me has comunicado. Permíteme que te felicite por tu acceso a la
riqueza, esplendor y un título.
—Explicaos, mi señor —dijo el aturdido Theodore.
Lord Burleigh le dijo que esa mañana había recibido la noticia del
fallecimiento del conde de Gowen, quien había expresado antes de su muerte el
más sincero arrepentimiento por el maltrato que le había dado a su hijo y a su
encantadora dama, a quien había escrito una carta de su propio puño y letra
rogándole que no odiase su memoria.
—Conozco tan bien las virtudes de tu Matilda —añadió lord Burleigh—, que
estoy seguro de que borrará de su pecho todo resentimiento. Tu padre te ha
dejado todo lo que poseía, aunque yo tampoco he estado ocioso. Le he
implorado en tu favor a nuestra amada reina y ha ratificado mi concesión de
todas las tierras del Priorato y el castillo de Belfont a tu dama, y lo considero un
regalo de mi soberana. Tomaste a Matilda renunciando a la rica heredera de
Glencoe. Habéis soportado la pobreza y la desgracia por vuestro amor y ahora
sois recompensados. Nunca quise que una parte de nuestra familia quedase sin
herencia, pero decidí ocultar mis intenciones y poner a prueba vuestras virtudes
y sentimientos. Han excedido mis mayores esperanzas, y ved en mí a un sincero
amigo que os ama como a sus propios hijos. Aquí tienes los títulos de los bienes,
tuyos son, y en cuanto a la visita sobrenatural que has recibido, eres libre para
actuar como tus deseos te guíen.
Theodore no tardó en expresar su gratitud. En cuanto fue a la corte y
presentó sus respetos a su soberana, regresó a Cornwall.
Matilda no pudo reprimir las lágrimas cuando le informó de la muerte del
conde y del cambio de sus sentimientos hacia ella, y lamentó sinceramente que
no hubiese sobrevivido para que los volviese a ver y les diese su bendición.
Estas cariñosas palabras enternecieron a su esposo, que también lamentaba como
ella la muerte del conde, a quien idolatraba a pesar del cruel tratamiento que
había recibido de él. E incluso aquello quedó olvidado cuando supo del amor que
había expresado por él antes de exhalar su último suspiro.
El notario fue la primera persona a la que Theodore reveló su rango. Al
anciano se le erizó el pelo de terror cuando le habló de los espectros que se le
habían aparecido al conde, y Theodore se vio obligado a hacer uso de toda su
elocuencia para persuadirlo de que volviese con él al Priorato. Al fin accedió y
acompañó al conde, disculpándose efusivamente por la familiaridad con que
antes le había tratado.
—Continúa así, te lo ruego —dijo Theodore—, la sinceridad es lo que más
estimo.
Donald había conseguido dos hombres y con la ayuda de antorchas
descendieron por la escalera de caracol llegando a la cripta por el mismo camino
que el espectro le había mostrado a Theodore.
El conde los llevó hasta la piedra, la movieron y cavaron hasta cierta
profundidad antes de llegar hasta el objeto de su búsqueda. El esqueleto estaba
muy corrompido, pero la cabeza estaba en perfecto estado. El conde la examinó
concienzudamente y pudo percibir claramente que tenía una herida profunda en
la frente que correspondía al segundo espectro que había visto.
Cuidadosamente colocaron los restos en un ataúd que habían llevado con
ellos y, mientras llevaban a cabo esta tarea, oyeron la música más dulce y
solemne, lo que les demostró cuánto complacía este servicio a los espíritus
errantes.
Al día siguiente tuvo lugar el funeral en Launceston con gran pompa y
magnificencia, y se erigió un monumento en la iglesia de Launceston a la
memoria de lord Edward sobre el que se grabó la melancólica historia de los dos
hermanos.
Theodore, al despejar las ruinas del Priorato, descubrió un cofre de hierro
que contenía una cantidad inmensa de oro y joyas. Dentro había un pergamino
que lo declaraba propiedad de Hugh de Burgh, el primer Prior de la casa, quien
al renunciar al mundo, ofendido por sus familiares, enterró el tesoro y lo dejó
para quien fuese tan afortunado de descubrirlo. Así, por un singular capricho del
Prior, Theodore se hizo con la posesión de un valioso tesoro, que dedicó a
propósitos caritativos. Construyó una noble mansión en el lugar del Priorato
Belfont donde residía varios meses al año y nunca sufrió el más mínimo
incomodo por parte de visitantes sobrenaturales. Todo fue paz y tranquilidad, y
los desgraciados espíritus dejaron de vagar e inquietar el reposo de los mortales.
Theodore y Matilda fueron bendecidos con una descendencia encantadora y
obediente. Sus arrendatarios y sirvientes los adoraban y vivieron respetados y
felices hasta edad provecta. Murieron con pocos días de diferencia e incluso ese
corto espacio de tiempo le resultó doloroso a quien había sobrevivido.
Donald y Blanche se casaron poco después de que Theodore se convirtiese
en conde, y éste les regaló una valiosa granja en Escocia y siempre conservó,
junto con su Matilda, un sincero aprecio por esos fieles sirvientes.
Mary W. Shelley
(1797 - 1851)
La mañana del 20 de marzo de 1831, en los albores de la primavera
londinense, Mary Shelley se hallaba sumida en sus pensamientos, arropada por
la tibia luz de la mañana que se filtraba por los ventanales de su biblioteca. Días
atrás, Henry Colburn y su socio, Richard Bentley, propietarios de Standard
Novel Series —popular colección de ficción a precios populares, de amplia
difusión y prestigio—, le habían propuesto una reedición de Frankenstein o el
moderno Prometeo (Frankenstein; or the Modern Prometheus, 1818), «revisada
y corregida, con una nueva introducción de su autora, en un lujoso volumen de
tapa dura, ilustrado con grabados del francés Chevalier…»
La posibilidad en 1831 de insuflar una segunda vida artística y comercial a
Frankenstein o el moderno Prometeo sedujo a Mary Shelley por dos motivos.
Por un lado, las posibles ganancias que obtendría con la operación le ayudarían a
sobrellevar su precaria situación económica; por otro, la reedición de su obra
más importante hasta entonces quizá serviría para consolidar el incipiente
prestigio literario que poco a poco se estaba labrando. Al fin y al cabo, ella era
una escritora profesional que vivía de su trabajo. Publicaba regularmente relatos
fantásticos como “El sueño” (The Dream) o los frankenstenianos “El mortal
inmortal” (The Mortal Inmortal: A Tale), “Roger Dodsworth, el inglés
reanimado” (Roger Dodsworth: The Reanimated Englishman) y “La
transformación” (The Transformation), en la revista The Keepsake. No
olvidemos tampoco sus novelas: Valperga: or, The Life and Adventures of
Castruccio, Prince of Lucca [Valperga, o la vida y aventuras de Castruccio,
príncipe de Lucca] (1823), The Last Man [El último hombre] (1826), The
Fortunes of Perkin Warbeck, A Romance [La suerte de Perkin Warbeck: una
novela] (1830), e incluso algunas piezas dramáticas como Proserpine: A
Mythological Drama, in Two Acts, en The Winter’s Wreath of MDCCCXXXI, a
punto de publicarse por esas fechas. Pero, sin duda, la gran obsesión de Mary
Shelley fue la recopilación y divulgación de la obra de su marido, el gran poeta
Percy Bysshe Shelley, tarea iniciada con Posthumous Poems of Percy Bysshe
Shelley (1824).
Pero existía otra razón muy íntima para revisar las páginas de Frankenstein o
el moderno Prometeo. Mientras el cálido sol de primavera se enseñoreaba de la
pequeña biblioteca, Mary Shelley se sumía en la nostalgia y el desaliento. Era
viuda, con tendencia a la melancolía, y apenas hacía vida social, si exceptuamos
a un reducido y muy selecto grupo de amigos; vivía en un austero apartamento
en Somerset Street junto a su criada suiza Millie y su hijo Percy Florence, y se
consideraba víctima de un destino fatal, trágico. «El conjunto de toda mi vida ha
sido la desgracia y lo seguirá siendo porque estoy marcada. Nunca podré ser
feliz, y por eso mismo continuaré siendo herida cruelmente, desamparada en este
abismo sin fondo que es mi vida. Cuando estoy sola, apenas puedo soportar el
peso de la aflicción, pero en compañía de otros es casi peor», escribió en su
diario. En cierto modo, se consideraba la última superviviente de toda una
estirpe de hombres y mujeres mimados por los dioses apasionados y turbulentos,
honestos y contradictorios, fascinantes y siniestros, adoradores de la belleza, del
amor y de lo siniestro. Percy B. Shelley, Lord Byron, John William Polidori, la
madre a la que admiró sobrecogida por la frialdad del cementerio de Old St.
Pancras Church, Mary Wollstonecraft, su hierático padre William Godwin, su
hermanastra Claire, y los amigos fallecidos o casi perdidos en la distancia, como
Leigh y Marianne Hunt, Matthew Gregory Lewis, la condesa Potocka, Edward
Trelawny o Thomas Jefferson Hogg y su esposa Jane Williams, todos, sin
excepción, forman parte de los capítulos que componen la biografía de Mary
Shelley. Y cada uno de ellos, entre la imaginación y la realidad, encierran una
historia más romántica que cualquier posible relato. Así pues, deambular una vez
más a través de la senda literaria y vital trazada por Frankenstein o el moderno
Prometeo suponía para Mary Shelley enfrentarse a sus particulares monstruos,
reviviendo, en suma, tiempos felices que transformaban su actual existencia en
algo más doloroso aún. No en vano, el prefacio que empezaba a redactar con
pulso firme y seguro concluía de la siguiente manera: «Y ahora, una vez más,
invito a mi espantosa progenie a que avance y prospere. Siento afecto por ella,
porque fue el producto de días felices, cuando la muerte y la aflicción eran tan
sólo palabras que no encontraban auténtico eco en mi corazón. Sus páginas
hablan de paseos, de viajes y de conversaciones de cuando no estaba sola; y mi
compañero era alguien que no volveré a ver en este mundo. Pero esto es sólo
para mí; mis lectores no tienen nada que ver con estos recuerdos».
Desde aquella lejana reedición de 1831, Mary Shelley ha sido, es y será la
autora de Frankenstein o el moderno Prometeo. Como explica Chris Baldick en
su ensayo In Frankenstein’s Shadow. Myth, Monstruosity, and the 19th Century
Imagination (1987), la pervivencia de la leyenda de Frankenstein ha sido posible
porque Shelley desarrolló imaginativamente varios de los problemas más
acuciantes y esenciales de la modernidad. El tipo de problemas aludidos por su
novela son aquellos que, históricamente, se fraguaron alrededor de los éxitos y
los fracasos, las aspiraciones y las frustraciones, del proyecto revolucionario de
finales del siglo XVIII que Mary Shelley —tanto por sí misma como por su
herencia familiar y relaciones personales— vivió muy de cerca. Sus dudas son
las de una época en la que se mezclan el legado de la Ilustración y los ímpetus
del liberalismo radical junto al idealismo romántico, preocupados por los efectos
del progreso científico y tecnológico. Todo ello despertó en la escritora un
intenso sentimiento de ansiedad frente a las fuerzas conjuradas que sustentaban
este proyecto de progreso, cuya emancipación podía devenir en un hecho
monstruoso, incontrolable e impredecible, hasta el extremo de poner en peligro
el proyecto mismo. Ansiedad que, a lo largo de todo el siglo XX, ha adquirido
proporciones universales. Así pues, Frankenstein o el moderno Prometeo puede
ser leída a distintos niveles, extrayéndose significados ideológicos, temáticos y
metafóricos muy heterogéneos. De ahí que el inconsciente colectivo, gracias a la
narrativa, al teatro, la radio, el cine, el cómic y la televisión, hayan convertido a
Frankenstein y a su Criatura no sólo en un tótem de la cultura popular, sino en un
producto de consumo capaz de conectar, todavía hoy, de manera visceral, con
inquietudes muy propias del siglo XXI: ciencia vs. ética.
Eclipsada por Frankenstein o el moderno Prometeo, la interesantísima obra
literaria de Mary Shelley ha ido emergiendo poco a poco de las tinieblas del
olvido. Por ejemplo, una de las mayores estudiosas de su trabajo, Elisabeth
Nitchie —a quien se debe el mérito de haber efectuado los primeros ensayos
rigurosos de Frankenstein o el moderno Prometeo—, descubrió una excelente
novela inédita, Mathilda (¿1819?), editada por primera vez, a título póstumo, en
1959, editada en el nº 3 de Studies in Philology, University of North Carolina
Press, y publicada en España en 1985 por Montesinos Editor (Barcelona). Una
historia de incesto padre-hija, amores desgraciados, miseria y muerte, salpicada
de elementos autobiográficos, monstruosas sugerencias de la imaginación y
testimonios de las tensas relaciones hombre/mujer de la época. Merece
recordarse también The Last Man (1826), novela inédita en nuestro país y, como
Frankenstein o el moderno Prometeo, precursora de la ciencia-ficción moderna.
Se trata de la apocalíptica crónica del fin de la raza humana, en las postrimerías
del siglo XXI (¡!), a causa de una mortal plaga vírica —llamada negro, en español
en el original— descrita por un joven aristócrata —especie de alter ego de quien
fue su marido, el poeta Percy Bysshe Shelley (1792-1822)—, inmune a la
enfermedad, y que se refugia en las vacías, fantasmagóricas calles de Roma.
No menos importantes son los cuentos que Mary Shelley publicó entre 1928
y 1857, más de una veintena, la mayoría de ellos aparecidos en la revista The
Keepsake, prestigioso anuario literario de prosa y poesía que se editó entre 1828
y 1857, lujosamente ilustrado, que abordaba también temas políticos y sociales,
y en el que colaboraron, entre otros, William Wordsworth, Samuel Taylor
Coleridge, sir Walter Scott, Percy Bysshe Shelley, Thomas Moore, Robert
Southey, L. E. L. (Letitia Elizabeth Landon) y Felicia Hemans. Gracias a la
antología preparada por Charles E. Robinson, Mary Shelley: Collected Tales and
Stories with original engravings (The John Hopkins University Press, Baltimore,
1976 y 1990), se ha podido recuperar este precioso patrimonio cultural, parte del
cual fue dado a conocer al lector de habla hispana por la propia Editorial
Valdemar en su volumen Cuentos góticos (Col. Gótica nº 8). Tal y como
explicaba Agustín Izquierdo en el prólogo de la mencionada obra, «todas estas
historias están envueltas en un ambiente romántico y tratan de describir
caracteres cuyo elemento más conspicuo es el estar sometido a la influencia de
fuertes pasiones, que a veces dan pie a sucesos sobrenaturales o extraordinarios
en extremo, o son el producto de este tipo de acontecimientos». Publicada en la
revista The Keepsake, “The Invisible Girl” (1833) es un relato fantástico muy en
la línea de su autora, con paisajes típicos del romanticismo más oscuro y agitado
—cf. la torre en ruinas en lo alto de un promontorio—, el evocativo lienzo de
una hermosa muchacha, la chica invisible, marinos supersticiosos, y una historia
macabra, espectral, que en el fondo no deja de ser un triste y sombrío melodrama
rodeado de una aureola mística. El tono melancólico y ligeramente siniestro del
relato es característico del arte de Mary Shelley como narradora breve. “The
Invisible Girl” trata de romper y, de hecho, rompe, las barreras de los cinco
sentidos, explorando la relación entre los mundos de la psique y de la soma, de
la percepción visionaria, subjetiva, y de la pura realidad física. Una pequeña
obra maestra.
LA JOVEN INVISIBLE
Esta breve narración no tiene la pretensión de lograr el nivel de un relato ni
el desarrollo de situaciones y sentimientos; no es sino un pequeño esbozo que
transmito casi tal como me fue contado por uno de los más humildes de los
protagonistas implicados; tampoco voy a prolongar una circunstancia que
interesa, ante todo, por su singularidad y su verdad, limitándome a narrar, con la
mayor concisión que pueda, la sorpresa que me produjo la visita a lo que parecía
ser una torre en ruinas que coronaba un inhóspito promontorio que colgaba sobre
el mar que fluye entre Gales e Irlanda, descubriendo que aunque el exterior
conservaba la salvaje tosquedad, señal de muchas guerras con los elementos, el
interior se encontraba acondicionado a la manera de un cenador, pues era
demasiado pequeño para merecer otro nombre. Estaba formado por la planta
baja, que servía de vestíbulo, y de una habitación arriba a la que se llegaba por
unas escaleras que salían de la pared. Esta cámara estaba solada, alfombrada y
decorada con muebles elegantes. Pero por encima de todo, para atraer la atención
y excitar la curiosidad, colgaba sobre la repisa de la chimenea —pues para
defender el apartamento de la humedad se había construido una chimenea que
asumía un aspecto tan diferente del objeto de su construcción— una imagen
pintada sencillamente con acuarela que, más que cualquier otra parte de los
adornos de la habitación, parecía enfrentada a la tosquedad del edificio, la
soledad en la que estaba situado y la desolación del lugar que lo rodeaba.
Representaba a una hermosa joven en lo mejor de la flor de la juventud; vestía
con sencillez, a la manera de los tiempos (recuerde el lector que escribo esto a
principios del siglo dieciocho) y embellecía su semblante una mirada que unía
inocencia e inteligencia, a lo que había que añadir la huella de la serenidad del
alma y una alegría natural. Estaba leyendo una de esas novelas en folio que
durante tanto tiempo fueron la delicia de los entusiastas y de los jóvenes; la
mandolina estaba a sus pies; su periquito estaba posado sobre un enorme espejo
que tenía ella al lado; los muebles y colgaduras eran prueba de un lugar lujoso, y
su atuendo transmitía idea de hogar e intimidad, aunque añadía una apariencia de
relajación y de ornamentación juvenil, como si ella deseara complacer. En la
parte inferior del cuadro, en letras doradas, estaba inscrito «La Joven Invisible».
Recorriendo una extensión casi deshabitada, tras haberme perdido y haber
sido sorprendido por un aguacero, di con esta casa de lóbrego aspecto que
parecía oscilar en la tempestad y colgaba allí como el símbolo mismo de la
desolación. La contemplaba nostálgico y maldecía mi suerte por haberme
conducido a una ruina que no podía ofrecer abrigo alguno, ahora que la tormenta
descargaba más todavía que antes, cuando vi la cabeza de una anciana que
emergía de una especie de tronera y con la misma rapidez se retiraba: un minuto
después, una voz femenina me llamaba desde el interior y, cruzando un laberinto
de zarzas que ocultaba una puerta que no había visto antes, tan habilidosamente
había conseguido el constructor ocultar el arte con la naturaleza, encontré a la
bondadosa dama en el umbral, invitándome a que me refugiara en el interior.
—Acababa de subir desde la casita que tenemos ahí al lado, para ocuparme
de las cosas, como todos los días —dijo—, cuando llegó la lluvia. ¿Entra hasta
que pase?
Iba a comentar que la casita de al lado, incluso corriendo el riesgo de unas
gotas de lluvia, era mejor que una torre arruinada; iba a preguntar a mi amable
anfitriona si «las cosas» que cuidaba eran palomas o cuervos, cuando
sorprendieron mi vista las esteras del suelo y el alfombrado de la escalera. Más
me sorprendió todavía la habitación de arriba; pero lo que más de todo, el cuadro
con su singular inscripción, que llamaba invisible a quien el pintor había
coloreado con una muy agradable visibilidad, que despertó mi más viva
curiosidad: como consecuencia de esto, de mi cortesía extremada hacia la
anciana y de la verborrea natural en ella, salió una especie de relato embrollado
que mi imaginación estiró y las investigaciones posteriores rectificaron, hasta
que asumió la forma siguiente.
Hace unos años, antes de la tarde de un día de septiembre, que aunque
tolerable daba muestras abundantes de que la noche sería tempestuosa, llegó un
caballero a una ciudad costera situada a unas diez millas de aquí; expresó el
deseo de contratar una barca que le llevara a otra ciudad de la costa situada a
unas quince millas. Por las amenazas que presentaba el cielo, los pescadores no
parecían dispuestos a aventurarse, hasta que finalmente dos aceptaron; uno de
ellos padre de familia numerosa, fue comprado por la dadivosa recompensa que
ofrecía el extranjero, mientras que el otro, el hijo de mi anfitriona, aceptó el viaje
inducido por la osadía juvenil. El viento estaba a favor, por lo que esperaban
haber avanzado mucho antes de que anocheciera y que podrían entrar en puerto
antes de que se levantara la tormenta. Partieron animosos, al menos los
pescadores; en cuanto al extranjero, el luto riguroso que vestía no era ni la mitad
de negro que la melancolía que envolvía su mente. Daba la apariencia de que
nunca hubiera sonreído: como si un pensamiento impronunciable, oscuro como
la noche y amargo como la muerte, hubiera anidado en su pecho y se hubiera
quedado allí para la eternidad. No mencionó su nombre, pero uno de los
aldeanos lo reconoció como Henry Vernon, hijo de un baronet que poseía una
mansión a unas tres millas de distancia de la ciudad a la que se dirigía. La
mansión había sido casi abandonada por la familia, pero en un arrebato de
romanticismo Henry la había visitado tres años antes, mientras que sir Peter
había residido allí un par de meses durante la primavera anterior.
La barca no avanzaba como habían esperado; les falló la brisa en cuanto
salieron al mar y de buen grado se ayudaron de los remos como de la vela, en un
intento de capear el promontorio que se interponía entre ellos y el punto que
deseaban alcanzar. Ya se habían alejado bastante cuando el cambio de dirección
del viento empezó a ejercer su fuerza y a soplar con ráfagas violentas, aunque
desiguales. Llegó la noche oscura y las olas huracanadas se elevaban y rompían
con una violencia temible que amenazaba con aplastar la diminuta barquilla que
osaba resistirse a su furia. Se vieron obligados a arriar todas las velas y ponerse a
los remos; un hombre tuvo que dedicarse a achicar agua y el propio Vernon hubo
de sujetar un remo para remar con energía desesperada que igualara en fuerza a
la de los remeros de más práctica. Habían hablado mucho entre los marineros
antes de que la tempestad llegara; pero ahora, salvo alguna orden de mando,
guardaban silencio. Uno pensaba en su esposa y sus hijos, y maldecía en silencio
el capricho del extranjero, que había puesto en peligro así no sólo su vida, sino el
bienestar de los suyos; el otro, que era un joven osado, temía menos, pero se
esforzaba duramente y no tenía tiempo para charlar; Vernon lamentaba
amargamente su irreflexión, que le había impulsado a que otros compartieran un
peligro que por lo que a él concernía era poco importante, por lo que trataba
ahora de darles ánimo con una voz que infundiera valor y manejaba con más
fuerza todavía su remo. La única persona que no parecía totalmente concentrada
en su trabajo era el hombre que achicaba el agua; de vez en cuando miraba
fijamente a su alrededor, como si el mar sostuviera lejos, en su derroche
tumultuoso, algunos objetos que se esforzaba por discernir con su mirada. Pero
todo estaba vacío, salvo cuando se mostraban las crestas de las altas olas, o
cuando lejos, al borde del horizonte, una elevación de las nubes presagiaba
mayor violencia en la descarga.
—¡Lo veo! ¡A babor ahora!… Si podemos ir hacia aquella luz, estamos
salvados.
Los dos remeros giraron instintivamente la cabeza, pero como respuesta a su
mirada obtuvieron una oscuridad poco alentadora.
—No la podéis ver —les gritó el compañero—, pero nos estamos
aproximando. Y si Dios lo quiere sobreviviremos a esta noche.
Inmediatamente tomó el remo de las manos de Vernon, quien, agotado, iba
fallando en sus remadas. Se levantó y buscó el faro que les prometía seguridad.
Brilló como un rayo apenas visible que le hizo exclamar que lo veía, para añadir
a continuación que no era nada. Sin embargo, conforme fueron avanzando se le
hizo visible, haciéndose cada vez más firme y claro su brillo sobre las escabrosas
aguas, que se iban volviendo ellas mismas más calmas, como si esa seguridad
surgiera del fondo mismo del océano por la influencia de aquel faro parpadeante.
—¿Qué faro es ese que nos socorre en nuestra necesidad? —preguntó
Vernon, y ahora los hombres, como ya podían manejar los remos con mayor
facilidad, encontraron aliento para responderle.
—El de un hada, creo —respondió el marinero mayor—, aunque no por ello
menos cierto: arde desde una vieja torre en ruinas, construida sobre una roca
desde la que se domina el mar. Nunca lo vimos antes de este verano, aunque
ahora puede verse todas las noches, al menos cuando se busca, pues desde el
pueblo no se ve; es un lugar tan apartado que nadie tiene necesidad de acercarse,
salvo en un caso de peligro como éste. Hay quienes dicen que son brujas las que
lo encienden; otros, que son contrabandistas; lo que sé es que dos partidas han
ido a buscar sin encontrar más que los muros desnudos de la torre. Todo está
desierto por el día y oscuro por la noche; pues no se veía luz alguna mientras
estábamos allí, pero ardía con viveza suficiente cuando estábamos en el mar.
—He oído decir —comentó el marinero más joven— que lo enciende el
fantasma de una doncella que por estos lugares perdió a su enamorado; naufragó
y encontraron su cuerpo al pie de la torre. Entre nosotros, le hemos dado el
nombre de la «Joven Invisible».
Los viajeros habían llegado ya al embarcadero que estaba al pie de la torre.
Vernon miró hacia arriba, donde la luz brillaba todavía. Con algo de dificultad,
pues luchaban contra grandes olas y estaban cegados por la noche, consiguieron
llevar a la orilla la pequeña barca y subirla sobre la playa; ascendieron
penosamente la pendiente, cubierta de hierbas y matorrales, y guiados por los
pescadores más expertos encontraron la entrada a la torre, aunque puerta no
había ninguna y todo estaba tan oscuro como una tumba y tan silencioso, y casi
tan frío, como la muerte.
—No lo haríamos solos —dijo Vernon—. Pero seguramente nuestra
anfitriona nos mostrará su luz, si no a sí misma, y guiará nuestros pasos oscuros
con alguna señal de vida y consuelo.
—Iremos a la cámara superior —dijo el marinero— si puedo dar con los
escalones; pero le aseguro que no encontrará rastro ni de la Joven Invisible ni de
su luz.
—Verdaderamente es ésta una aventura romántica de lo más desagradable —
murmuró Vernon mientras andaba a trompicones por el suelo desigual—. La de
la luz del faro debe ser espantosa y vieja, pues en otro caso no habría sido tan
desagradable y poco hospitalaria.
Con considerable dificultad y tras diversos golpes y magulladuras, los
aventureros lograron por fin llegar al piso superior; pero todo estaba vacío y
desnudo, por lo que de buen grado se tendieron sobre el duro suelo cuando la
fatiga, de la mente y del cuerpo, condujo sus sentidos al sueño.
Largo y profundo fue el sueño de los marineros. Vernon se olvidó de sí
mismo durante una hora; después, sacudiéndose el sopor y viendo que el áspero
colchón no congeniaba con el reposo, se levantó y se colocó en el agujero que
servía de ventana, pues allí no había cristal alguno, y como no hubiera ni un
basto banco, apoyó la espalda en la jamba como el único apoyo que pudo
encontrar. Había olvidado el peligro, el faro misterioso y a su invisible
guardiana: ocupaban el pensamiento los horrores de su destino y la indescriptible
desdicha que se asentaba como una pesadilla sobre su corazón.
Haría falta un volumen de buen tamaño para relatar las causas que habían
cambiado al en otro tiempo feliz Vernon en el doliente más desconsolado que se
ha aferrado nunca a los símbolos externos de la pena, como símbolos ligeros
pero preciados de la desdicha interior. Henry era el hijo único de sir Peter
Vernon y había sido tan malcriado tanto por la idolatría del padre como lo
permitía el temperamento tiránico y violento del viejo baronet. Una joven
huérfana era educada en la casa de su padre y, al tiempo que era tratada con
generosidad y amabilidad, vivía en un temor profundo a la autoridad de su padre,
que era viudo. Aquellos dos niños eran lo único sobre lo que podía hacer llegar
su poder o extender su afecto. Rosina era una niña de temperamento alegre, un
poco tímida, que evitaba cuidadosamente desagradar a su protector; pero era tan
dócil, tan bondadosa, tan afectuosa, que percibía todavía menos que Henry el
espíritu discordante de su padre. Esta historia se ha contado muchas veces:
amigos y compañeros de juegos en la infancia, se amaron posteriormente. A
Rosina le atemorizaba imaginar que ese afecto secreto, y los votos que se
hicieron el uno al otro, pudieran ser desaprobados por sir Peter. Pero se
consolaba a veces pensando que quizás fuera en realidad la novia que le había
destinado a Henry, quien la había educado junto a él pensando en esa futura
unión; Henry sentía que no era así, pero decidió esperar hasta tener la edad de
declarar y cumplir su deseo de convertir a la dulce Rosina en su esposa. Procuró
entretanto evitar que sus intenciones se conocieran prematuramente, para que su
amada no fuera acosada por la persecución y el insulto. Convenientemente, el
anciano vivía a ciegas; vivía siempre en el campo, por lo que los amantes
pasaban la vida juntos, sin ser reprendidos ni controlados. Bastaba que Rosina
tocara la mandolina y cantara para que sir Henry se durmiera todos los días
después de la cena; era la única mujer de la casa que estaba por encima del rango
de criada y podía disponer como quisiera de su tiempo. Incluso cuando sir Henry
torcía el gesto, sus inocentes caricias y su dulce voz bastaban para suavizar el
temperamento duro de él. Si alguna vez un espíritu humano ha vivido en un
paraíso terrestre, Rosina lo pudo hacer en aquella época: su amor puro era feliz
por la presencia constante de Henry; la confianza que sentían el uno por el otro,
y la seguridad con la que contemplaban el futuro, hacían que el suyo fuera un
camino de rosas bajo un cielo sin nubes. Sir Peter era el contratiempo ligero que
servía para que su tête-à-tête fuera más delicioso y aumentara el valor de la
simpatía que sentían el uno por el otro. De repente, un personaje siniestro hizo su
aparición en Vernon-Place: una hermana viuda de sir Peter que, tras haber
logrado matar a su esposo e hijos con los efectos de su temperamento
repugnante, como una arpía codiciosa de nuevas presas llegó bajo el techo de su
hermano. Pronto detectó lo que unía a aquella pareja, que nada sospechaba.
Actuó velozmente para dar a conocer ese descubrimiento a su hermano y, al
mismo tiempo, frenar e inflamar la rabia de éste. Gracias a sus artimañas, Henry
fue enviado repentinamente en viaje al extranjero, para que quedara libre el
camino de la persecución a Rosina. Entonces, de los numerosos admiradores de
Rosina, a quienes cuando sir Peter ostentaba el mando único a ella se le permitía
despreciar, o casi se la obligaba a ello, tan deseoso estaba él de conservarla para
su propio consuelo, fue seleccionado el más rico de ellos y se le ordenó a ella
que lo aceptara en matrimonio. Las escenas de violencia a las que ella se vio
expuesta ahora, el amargo hostigamiento de la odiosa Mrs. Bainbridge y la furia
implacable de sir Peter resultaban más temibles y sobrecogedores todavía por lo
que tenían de novedoso. A todo ello solamente podía oponer una firmeza de
propósito silenciosa, bañada en lágrimas pero inmutable: ninguna amenaza ni
rabia podían arrancar de ella más que la conmovedora súplica de que no la
odiaran por el hecho de que no pudiera ella obedecer.
—En todo esto debe haber algo que no vemos —dijo Mrs. Bainbridge—,
créeme lo que te digo, hermano: ella mantiene una correspondencia secreta con
Henry. Llevémosla a tu lugar de Gales, donde no tendrá desvalidos pagados que
la ayuden; veremos entonces si no se inclina su espíritu a nuestros fines.
Consintió sir Peter y los tres fueron a shire y los tres moraron en la solitaria
casa de temible aspecto a la que poco antes se había aludido como una
pertenencia de la familia. Allí se hicieron intolerables los sufrimientos de la
pobre Rosina: antes, rodeada por escenarios bien conocidos y en relación
constante con rostros amables y familiares, no había desesperado de vencer
finalmente con su paciencia la crueldad de quienes la perseguían; tampoco había
escrito a Henry, pues el nombre de éste no había sido mencionado por sus
parientes, ni se había hecho alusión a la relación que tenían, y ella sentía un
deseo instintivo de escapar de sus peligros sin que él fuera molestado; sin que el
secreto sagrado de su amor quedara al descubierto y fuera juzgado mal con los
insultos vulgares de su tía o las maldiciones amargas de su padre.
Mas cuando la llevaron a Gales y la convirtieron en prisionera en sus
aposentos, cuando las montañas silíceas que la rodeaban parecían una débil
imitación de los corazones de piedra a los que debía de enfrentarse, su valor
comenzó a fallar. La única asistente que tenía permiso para acercarse a ella era la
doncella de Mrs. Bainbridge. Bajo la tutela de esta desalmada dueña de la casa,
aquella mujer era usada como cebo para ganar la confianza de la pobre
prisionera, para traicionarla después. Con su corazón simple y amable, Rosina
era una víctima fácil, por lo que finalmente, en un exceso de desesperación,
escribió a Henry y dio la carta a esta mujer para que fuera entregada. La carta
habría bastado para ablandar el mármol: no le hablaba de sus votos mutuos, pero
le pedía que intercediera ante su padre, que la volviera a poner en el lugar
amable en el que hasta entonces la había tenido en su afecto y que dejara de
tratarla con una crueldad que la destruiría. «Pues moriría antes de casarme con
otro. ¡Jamás!», escribía la desventurada joven. Esa sola palabra hubiera bastado
para traicionar su secreto, de no haber sido ya descubierto; pero para lo que
sirvió fue para aumentar la furia de sir Peter en cuanto su hermana, triunfante, se
la señaló, pues no es necesario decir que todavía estaba húmeda la tinta, y
caliente todavía el sello, cuando la carta fue entregada a esa dama. La culpable
fue citada ante ellos; lo que sucedió después nadie lo sabría decir, pues pensando
en ellos mismos, aquella pareja cruel trató de paliar su papel. Las voces eran
altas y el suave murmullo de la voz de Rosina se perdía en el clamor de sir Peter
y en los gruñidos de su hermana.
—Cruzarás esas puertas —rugió el anciano—. No pasarás otra noche más
bajo mi techo.
Las palabras «seductora infame», y otras tanto peores que nunca habían
entrado en el oído de la pobre joven, fueron recogidas por los criados que
escuchaban; y a cada discurso colérico del baronet, Mrs. Bainbridge añadía una
punta envenenada que era todavía peor.
Más muerta que viva, Rosina fue finalmente despedida de su presencia. Bien
porque lo hizo guiada por la desesperación, o porque se tomó literalmente las
amenazas de sir Peter o porque las órdenes de la hermana de éste eran más
contundentes, nadie lo sabe, el caso es que Rosina abandonó la casa; una criada
la vio cruzar el parque llorando y retorciéndose las manos al irse. Nadie sabe lo
que fue de ella; su desaparición no le fue comunicada a sir Peter hasta la mañana
siguiente, cuando él demostró, en su ansiedad por seguirla y encontrarla, que sus
palabras no habían sido sino amenazas vanas. La verdad era que, aunque sir
Peter llegó muy lejos para impedir el matrimonio del heredero de su casa con la
huérfana sin fortuna, objeto de su caridad, en su corazón amaba a Rosina y la
mitad de su violencia contra ella se debía a la cólera contra sí mismo por tratarla
tan mal. Ahora, los remordimientos empezaron a herirle, cuando un mensajero
tras otro llegaba sin noticias de ella; no se atrevió a confesarse a sí mismo sus
peores miedos. Por eso cuando su inhumana hermana, intentando endurecer su
conciencia con coléricas palabras gritó: «La muy fresca y vil se ha ido para
vengarse de nosotros», un juramento, el más tremendo, y una mirada bastaron
para hacerla callar incluso a ella, ordenando su silencio. Su conjetura, sin
embargo, pareció ser cierta: un riachuelo oscuro y vivo que fluía en un extremo
del parque había recibido sin duda su hermoso cuerpo y había apagado la vida de
la infortunada joven.
Cuando los esfuerzos por encontrarla resultaron inútiles, sir Peter regresó a la
ciudad, acosado por la imagen de su víctima y para sí reconoció en su corazón
que daría su propia vida si pudiera verla de nuevo, aunque fuera como novia de
su hijo. Su hijo, ante cuyas preguntas tembló como el mayor de los cobardes;
pues cuando Henry supo de la muerte de Rosina, volvió inmediatamente del
extranjero para averiguar la causa, para visitar su tumba, para llorar su pérdida
por las arboledas y los valles que habían sido el escenario de su mutua felicidad.
Hizo mil preguntas que tuvieron como respuesta solamente un silencio que no
presagiaba nada bueno. Cada vez más ansioso y decidido, llegó finalmente a
conocer toda la verdad por medio de los criados y los familiares de éstos, así
como de su odiosa tía. La desesperación golpeó su corazón desde ese momento y
el sufrimiento lo convirtió en uno de los suyos. Huyó de la presencia de su
padre; el recuerdo de que aquel a quien debería reverenciar era culpable de tan
oscuro crimen le acosaba, como en la antigüedad las Euménides atormentaban el
alma de los hombres entregados a sus torturas. Su primer y único deseo era
visitar Gales para saber si se había descubierto algo nuevo y si era posible
recuperar los restos mortales de la perdida Rosina, para satisfacer el turbulento
deseo de su desgraciado corazón. Ahí se dirigía cuando apareció en el pueblo
antes nombrado; ahora, en la torre desértica, ocupaban su pensamiento imágenes
de desesperación y muerte, así como todo lo que su amada habría sufrido antes
de que su naturaleza amable fuera empujada a tan triste hecho.
Aunque inmerso en una lúgubre ensoñación, a la que el monótono estruendo
del mar acompañaba adecuadamente, las horas pasaron volando y, finalmente,
Vernon se dio cuenta de que la luz de la mañana salía de su refugio del este y
amanecía sobre el océano, que todavía rompía tumultuosamente en la playa
rocosa. Despertaron sus compañeros y se dispusieron a partir. El agua del mar
había estropeado los alimentos que habían llevado y su hambre, tras el duro
trabajo y las muchas horas de ayuno, era voraz. Era imposible hacerse a la mar
con la barca en ese estado, pero había una cabaña de un pescador a unas dos
millas, en una entrada de la bahía, de la que el promontorio en la que estaba la
torre formaba un lado, y allí se apresuraron a ir para reponerse; no dedicaron ni
un segundo a pensar en la luz que los había salvado, ni en su causa, sino que
abandonaron las ruinas en busca de un asilo más hospitalario. Vernon miró a su
alrededor al irse, pero sus ojos no encontraron vestigio alguno de que estuviera
habitado, por lo que empezó a sospechar que el faro había sido una creación de
la fantasía. Al llegar a la cabaña, que estaba habitada por un pescador y su
familia, tomaron un desayuno casero y se dispusieron a volver a la torre para
reacondicionar la barca y recuperarla si era posible. Vernon los acompañó, junto
con el anfitrión y su hijo. Se hicieron varias preguntas sobre la Joven Invisible y
su luz, aceptando todos que la aparición era nueva, sin que nadie pudiera dar ni
la menor explicación de cómo se había unido el nombre a la causa desconocida
de aquella singular aparición; aunque ambos hombres afirmaron que una o dos
veces habían visto una figura femenina en el bosque de al lado y que una joven
extraña aparecía de vez en cuando en otra cabaña que estaba en el lado contrario
del promontorio y compraba pan; sospechaban que ambas debían ser la misma
joven, pero no podían asegurarlo. No obstante, los habitantes de esa cabaña
parecían demasiado estúpidos incluso para sentir curiosidad y ni siquiera habían
intentado descubrir nada. Los marineros dedicaron todo el día a reparar la barca;
el sonido de los martillos y las voces de los hombres que trabajaban resonaron
por la costa mezclándose con el embate de las olas. No había tiempo para
explorar las ruinas buscando a alguien que, ya fuera natural o sobrenatural, era
evidente que evitaba cualquier relación con un ser vivo. Sin embargo, Vernon
fue a la torre y buscó en vano por todos los rincones; las paredes vacías y
deprimentes no incluían signo alguno de que sirvieran de abrigo; e incluso un
pequeño hueco en la pared de la escalera, que no había visto antes, estaba
igualmente vacío y desolado.
Se fue de la torre y deambuló por el pinar que lo rodeaba; abandonando toda
esperanza de resolver el misterio, se vio pronto absorbido por los misterios que
más de cerca tocaban a su corazón cuando de pronto vio en el suelo, junto a sus
pies, una zapatilla. Desde Cenicienta no se había visto jamás una zapatilla tan
pequeña; por poco que un zapato pudiera decir, contaba una historia de
elegancia, encanto y juventud. Vernon la recogió; había admirado a menudo el
pie singularmente pequeño de Rosina y lo primero que se preguntó fue si esa
pequeña zapatilla le habría entrado. ¡Todo era muy extraño! Debía pertenecer a
la Joven Invisible. Así que había una forma de hada que despertaba esa idea, una
forma de sustancia material, que indicaba que su pie necesitaba ser calzado. ¡Y
qué manera de ser calzado! De una piel de cabritilla tan fina, y de una forma tan
exquisita, que se asemejaba exactamente al modo de vestir de Rosina. De nuevo
se le repitió la imagen de su adorada fallecida; y mil asociaciones domésticas,
infantiles pero dulces, amorosas pero nimias, llenaron de tal modo el corazón de
Vernon que se recostó en el suelo y lloró con más amargura que nunca el destino
desgraciado de la dulce huérfana.
Por la tarde, los hombres abandonaron el trabajo y Vernon regresó con ellos
a la cabaña en donde iban a dormir, con la intención de proseguir su viaje, si el
tiempo lo permitía, a la mañana siguiente. Nada dijo de la zapatilla cuando
volvió con sus toscos compañeros. Miró hacia atrás a menudo, pero la torre se
elevaba oscuramente sobre las olas sin que apareciera luz alguna. En la cabaña
habían preparado su acomodo, ofreciéndosele a Vernon la única cama; pero se
negó a privar de ella a su anfitriona y, extendiendo su capa sobre un montón de
hojas secas, se esforzó por entregarse al reposo. Durmió varias horas y al
despertar todo estaba en calma, pues únicamente la fuerte respiración de quienes
dormían en la misma habitación que él interrumpía el silencio. Se levantó y se
acercó a la ventana, mirando por encima del mar, plácido ahora, hacia la torre
mística; ardía en ella la luz, enviando sus esbeltos rayos por encima de las olas.
Felicitándose de una circunstancia que no había anticipado, Vernon salió
silenciosamente de la cabaña, se envolvió en la capa y caminó a paso vivo,
rodeando la bahía, hacia la torre. Al llegar allí, la luz estaba todavía encendida;
entrar para devolverle el zapato a la doncella no sería sino un acto de cortesía; y
trató de hacerlo con sumo cuidado, sin ser percibido, para que ella, con sus artes
habituales, no pudiera hurtarse a sus ojos; pero desafortunadamente, cuando
todavía estaba subiendo por el estrecho sendero, desplazó con el pie un ligero
fragmento que cayó sonando por el precipicio. Se abalanzó entonces, para
recuperar con la velocidad la ventaja que había perdido con el desafortunado
accidente. Llegó a la puerta y entró: todo estaba en silencio, pero también
oscuro. Se detuvo en la habitación de abajo, seguro de que su oído captaría hasta
el sonido más ligero. Subió los escalones y entró en la cámara superior, pero su
mirada penetrante encontró la oscuridad, pues la noche sin estrellas no admitía el
menor brillo por la única abertura. Cerró los ojos, para abrirlos de nuevo e
intentar que su nervio visual captara algún débil rayo; pero fue en vano. Recorrió
a tientas la habitación: se quedó quieto, manteniendo la respiración; de pronto,
escuchando intensamente, estuvo seguro de que había alguien más en la
habitación y que la atmósfera era ligeramente agitada por otra respiración.
Recordó el hueco de la escalera, pero habló antes de acercarse; dudando por un
momento lo que iba a decir.
—Debo creer que sólo el infortunio os mantiene en el encierro; y si la ayuda
de un hombre, de un caballero…
Fue interrumpido por una exclamación: una voz como de tumba pronunció
su nombre y el acento de Rosina prosiguió silabeando.
—¡Henry! ¿Es cierto que es a Henry a quien oigo?
Él se precipitó, dirigido por el sonido, y tomó entre sus brazos la forma viva
de la joven por la que se había lamentado: su Joven Invisible la llamó, pues
aunque sentía que el corazón de ella latía junto al suyo, y la tomaba de la cintura
con su brazo, sujetándola como si ella fuera a hundirse en el suelo por la
agitación; y aunque los sollozos de ella le impedían hablar articuladamente, el
instinto que llenaba de tumultuosa alegría el corazón de Vernon le decía que la
forma esbelta y debilitada que apretaba cariñosamente era la sombra viva de la
bella Hebe que él había adorado.
La mañana contempló a esa pareja que tan extrañamente se había
reencontrado navegando sobre un mar tranquilo hacia L, desde donde se
dirigirían a la residencia de sir Peter, que tres meses antes había abandonado
Rosina con tanto dolor y terror. La luz de la mañana despejó las sombras que la
habían ocultado y reveló a la bella persona que era la Joven Invisible. Alterada,
claro, por el sufrimiento y la aflicción, pero todavía con la misma dulce sonrisa
en sus labios y con la luz tierna de sus ojos azul claro. Vernon sacó la zapatilla y
presentó la causa de lo que le había llamado a tomar la resolución de descubrir a
la guardiana del faro místico; pero ni siquiera ahora se atrevía a preguntar cómo
había existido en aquel desolado lugar, o por qué había conseguido evitar que la
vieran, cuando lo correcto habría sido buscarlo a él inmediatamente, pues bajo su
cuidado y protegida por su amor, no tendría que haber temido ningún peligro.
Pero Rosina se apartó de él al escuchar eso y una palidez mortal cubrió su rostro
al hablar.
—Por la maldición de tu padre. ¡Por sus temibles amenazas!
Pues parece ser que la violencia de sir Peter y la crueldad de su hermana
habían conseguido introducir en ella un terror salvaje e invencible. Había huido
de la casa sin tener pensado un plan: impulsada por un horror desesperado y un
miedo abrumador, se había ido sin apenas dinero, sin posibilidad de retroceder ni
de seguir avanzando. En todo el mundo no tenía otro amigo que Henry; ¿adónde
podía ir? De haber buscado a Henry, habría sellado la desgracia del destino de
ambos; pues, con un juramento, sir Peter había afirmado que antes los vería a
ambos en un ataúd que casados. Tras deambular por ahí, ocultándose durante el
día y atreviéndose a salir solamente por la noche, había llegado a esa torre
desértica que le había parecido un refugio. Apenas podía decir cómo había
vivido desde entonces: había permanecido en el bosque durante el día o dormido
en el sótano de la torre cuando no había encontrado refugio: por la noche
quemaba piñas recogidas en el bosque; y era la noche su momento más querido,
pues le parecía que con la oscuridad llegaba la seguridad. No sabía que sir Peter
hubiera abandonado esa parte, por lo que a ella le aterrorizaba que su escondite
fuera descubierto. Su única esperanza era que regresara Henry: que Henry no
descansara nunca hasta que la encontrara. Confesó que el largo intervalo y la
proximidad del invierno la habían llenado de consternación; temía que, como las
fuerzas le estaban fallando y el cuerpo convirtiéndose en esqueleto, podría morir
y no volver a ver nunca a su Henry.
A pesar de todas las atenciones de él, una enfermedad siguió a su
recuperación de la seguridad y las comodidades de la vida; pasaron muchos
meses hasta que sus mejillas florecieron, sus miembros recuperaron la redondez
y se volviera a parecer a la imagen que se había hecho de ella en sus días
dichosos, antes de que la pena la visitara. Una copia de ese retrato decoraba la
torre, escenario de su sufrimiento, en la que había encontrado abrigo. Sir Peter,
gozoso de verse liberado de las punzadas del remordimiento y encantado de ver
nuevamente a su pupila huérfana, a quien amaba realmente, ya no se oponía
como antes a bendecir la unión con su hijo: a Mrs. Bainbridge no la volvieron a
ver. Todos los años pasaban algunos meses en la mansión galesa, escenario de su
primera felicidad conyugal, donde la pobre Rosina despertó de nuevo a la vida y
el gozo después de haber sido perseguida cruelmente. Henry había amueblado
con cariño la torre, decorándola tal como yo la vi: y venía a menudo, con su
«Joven Invisible», a renovar, en el escenario mismo en donde había sucedido, el
recuerdo de todos los incidentes que los habían llevado a encontrarse de nuevo,
en las sombras de la noche, en esa ruina aislada.
Charlotte Brontë
(1816 - 1855)
Al igual que Mary Shelley, Charlotte Brontë ha pasado a la historia de la
literatura universal como la autora de una sola novela, magistral, inolvidable. En
su caso, se trata de Jane Eyre (1847), a cuya tremenda popularidad han
contribuido, y no poco, sus adaptaciones al cine. En efecto, este melodrama
romántico cuenta con más de una docena de versiones fílmicas, la primera de las
cuales fechada en 1910 y dirigida por Mario Caserini y Theodore Marston. No
obstante, entre todas ellas destacan principalmente dos: la inquietante adaptación
llevada a cabo por el cineasta franco-americano Jacques Tourneur y los
guionistas Curt Siodmak y Ardel Wray, I Walked with a Zombie (1943) y,
especialmente, Alma rebelde (Jane Eyre, 1944), hoy por hoy considerada la
mejor traslación a la gran pantalla del texto de Charlotte Brontë, firmada por el
británico Robert Stevenson —popular luego por sus trabajos en la factoría
Disney como Mary Poppins (íd., 1964)—, quien construyó alrededor de tan
trágica historia una sorprendente atmósfera gótica, y protagonizada por unos
magníficos Orson Welles, como Edward Rochester, y Joan Fontaine, como Jane.
Junto a ambas películas cabe añadir el notable telefilme de Delbert Mann Jane
Eyre (íd., 1970) —que, en países como el nuestro, se proyectó en salas debido a
su exquisita puesta en escena, a sus excepcionales intérpretes, George C. Scott y
Susannah York, y a la notable banda sonora de John Williams—, o la
personalísima interpretación de Franco Zeffirelli en Jane Eyre, de Charlotte
Brontë (Jane Eyre, 1996).
Pero, a diferencia de la fábula de Mary Shelley, el texto de Charlotte Brontë
no engendró un mito de la envergadura del barón Frankenstein y su Criatura, ni
tampoco consiguió labrarse una carrera literaria de gran calado. Solamente tres
novelas más componen «oficialmente» la producción de su autora: Shirley
(1849), Villette (1853) y The Professor —escrita antes que Jane Eyre pero
rechazada por diversas editoriales, viendo la luz a título póstumo en 1857—,
además de otras tres novelas de juventud, The Green Dwarf, The Foundling y
The Spell: An Extravaganza —las cuales son una curiosa mezcla de escenarios
góticos, invenciones fantásticas, intrigas políticas y/o palaciegas y melodrama
amoroso…—, escritas durante su estancia en la escuela de Roe Head, entre 1832
y 1833, y publicadas por primera vez entre 2003 y 2005 por Hesperus Press
(Londres). Brontë las firmó con el alias de Wellesley.
Sin embargo, Jane Eyre da la exacta medida de una gran novelista, una de
las más brillantes de su generación. Y no únicamente por sus enfebrecidos
retratos góticos de mujeres que luchan por sobrevivir, atrapadas en la
arquitectura patriarcal que ha delimitado el espacio reservado a la condición
femenina —el castillo de Rochester es un tenebroso laberinto que, por un lado,
recluye en el ático a la esposa monstruosa, enloquecida, de Edward, mientras
que, por otro, acoge el romance interclasista entre una joven huérfana y un
aristócrata víctima de un destino aciago—. También sus excelentes retratos de
personajes, adornados por valores humanos como la lealtad, el altruismo o el
amor puro y sincero, sus verdaderas riquezas —cf. Jane Eyre decide casarse con
Rochester aunque el hombre pierda la vista—. Asimismo, resulta sumamente
transgresora la manera de pensar y de actuar de Jane, su forma de ver el mundo,
sin sentirse jamás coartada o intimidada por la sociedad puritana y machista que
la rodea. De ahí que Jane Eyre sea considerada por muchos críticos y ensayistas
como una de las novelas precursoras del feminismo —si bien en su primera
edición, su autoría se encubrió bajo el pseudónimo «masculino» de Currer Bell
—, cualidad que en su tiempo desató furibundas polémicas. Aun así, fue un éxito
instantáneo, tanto para los lectores como para la crítica, encontrando en el
escritor William M. Thackeray (1811-1863) —célebre autor de Barry Lyndon
(1844)— uno de sus más acérrimos defensores.
“Napoleon and the Spectre” es un pequeño relato fantástico, originalmente
contenido en el primer manuscrito de The Green Dwarf (10 de julio-2 de
septiembre de 1833) y popularizado por la antología The Twelve Adventurers
and other stories (C. K. Shorter & E. W, Hatfield Editors, Londres, 1925). Hoy
se revela como una pequeña pieza de artesanía en la que Charlotte Brontë pone
de relieve la profunda antipatía que el pueblo inglés sentía por el emperador
francés aun después de su muerte —Napoleón falleció el 5 de mayo de 1821—,
pues las largas y costosas campañas que Gran Bretaña había emprendido contra
el corso habían dejado al país exhausto económicamente. Charlotte ironiza sobre
la salud mental de Napoleón, juega descaradamente con los efectos terroríficos
al estilo de Ann Radcliffe, y los rodea de un fino humorismo.
Charlotte Brontë nació en Thornton, Yorkshire, Inglaterra, el 21 de abril de
1816. Era la tercera de seis hermanos, Maria (1814-1825), Elizabeth (1815-
1825), Patrick Branwell (1817-1848), Emily (1818-1848) y Anne (1820-1849),
todos ellos muy unidos. En 1820, su padre, Patrick Brontë, fue nombrado rector
de Haworth, un pueblo situado en los páramos de Yorkshire, lugar al que desde
entonces quedó vinculada toda su familia. Patrick Brontë, quien en realidad se
llamaba Patrick Brunty, era un irlandés de grandes inquietudes vitales e
intelectuales que trabajó como herrero, aprendiz de tejedor, maestro de escuela
de su localidad natal, Drumballerony, y, finalmente, clérigo. Patrick también
demostró sus aptitudes literarias publicando dos libros, The Cottage in the
Woods (1815) y The Maid of Killarney, or Albion and Flora (1818), así como
poesías, folletos y sermones. Charlotte y sus hermanos, pues, crecieron en un
ambiente donde la imaginación desbordada de su progenitor —durante sus
estudios de teología, Brunty cambió su apellido por Brontë, palabra derivada del
griego y que significa «trueno»—, unida a su notable sed de conocimientos,
convirtió su hogar en un sitio maravilloso poblado por libros, arte, leyendas y
juegos, por medio de los cuales la niña se evadía de la realidad cotidiana.
Al morir su madre, Mary Branwell, en 1824, a causa de un cáncer de
estómago, Charlotte y Emily fueron enviadas junto con sus hermanas mayores,
Maria y Elizabeth, a un colegio en Cowan Bridge (Lancashire, noroeste de
Inglaterra), un centro especial para hijas de clérigos, cuyo fundador, el reverendo
William Carus Wilson, gozaba de gran respeto y admiración entre todos los
cristianos británicos de la época. Sin embargo, sus ideas docentes eran bastante
turbias: para salvar el alma de sus alumnos y extirpar de ellos cualquier tentación
pecaminosa, en Cowan Bridge se castigaba sus cuerpos haciéndoles pasar
hambre y frío, aplicándoles además severos castigos físicos. Debido a las
infames condiciones de vida del internado, Maria y Elisabeth enfermaron de
tuberculosis y, tras regresar a Haworth con pronóstico de extrema gravedad,
fallecieron meses después, Maria, en mayo, y Elizabeth, en junio. Emily y
Charlotte resistieron los rigores de la educación impartida por el Carus Wilson,
pero su estancia en el colegio se cobró un alto precio: Emily tuvo siempre una
salud frágil, hostigada por una latente tuberculosis que, al final, acabaría también
con su vida. Buena parte de la espantosa experiencia que las hermanas Brontë
vivieron en Cowan Bridge fue recogida por Charlotte en su novela Jane Eyre, a
la hora de retratar Lowood y su pavoroso propietario, Mr. Blocklehurst, alter
ego literario del reverendo.
Rescatadas por su padre, Charlotte y Emily regresaron a Haworth, junto a
Anne y P. Branwell, lo cual estrechó aún más sus lazos afectivos. Para divertirse
—«Por residir en una región apartada en la que la cultura no estaba muy
extendida y en la que, en consecuencia, no teníamos ningún estímulo que nos
hiciera relacionarnos fuera de nuestro círculo doméstico», escribió Charlotte, «lo
cual nos hacía depender de nuestra propia compañía, de los libros y del estudio,
a la hora de buscar distracción y ocupación para nuestras vidas»—, los hermanos
Brontë leían revistas de contenido político y literario como Blackwood
Magazine, Edimburgh Review o Fraser’s Magazine, publicaciones donde
igualmente podían leerse relatos de terror y misterio, además de poemas e
historias sobre casas encantadas. Los Brontë también escribieron una serie de
relatos sobre el reino imaginario de Anglia —propiedad de Charlotte y P.
Branwell, gobernado por el duque de Zamorna y su malvado padrastro
Northangerland—, y el de Gondal —tutelado por Emily y Anne, sobre el que
reinaba una heroína irresistible por su belleza y virtud llamada Augusta
Geraldine Almeda—. Todavía se conservan cerca de un centenar de cuadernos
—iniciados en 1829— de las crónicas de Anglia, pero ninguno de la saga de
Gondal, iniciados en 1834, a excepción de algunos poemas de Emily.
Entre 1831 y 1833 Charlotte cursó estudios en la escuela local de Roe Head
y, acto seguido, se convirtió en la tutora de sus hermanas menores, ayudada por
su tía Miss Elizabeth Branwell. Decididas a abrir una escuela privada, en febrero
de 1842, Charlotte y Emily viajaron a Bélgica con el propósito de perfeccionar
en el Pensionnat Heger de Bruselas sus conocimientos de francés y alemán. Pero
al morir su tía en octubre de ese mismo año, se vieron obligadas a volver. Tras el
funeral, Charlotte regresó al Pensionnat Heger como maestra, mientras que
Emily se quedó como administradora de la casa junto a Anne y P. Branwell,
quien había fracasado primero como retratista y después como empleado del
ferrocarril. Las experiencias que Charlotte vivió en Bruselas le sirvieron a su
regreso para plasmar la soledad, nostalgia y aislamiento de Lucy Snow, la
protagonista de Villete.
Charlotte, Anne y Emily Brontë asumieron un nuevo reto: la escritura de una
novela. Aunque las tres hermanas publicaron sus respectivos manuscritos en
1847, el primero en llegar a las librerías fue el de Charlotte, Jane Eyre, un
melodrama gótico que obtuvo un éxito inmediato —fue considerada la mejor
novela de la temporada en los selectos círculos literarios londinenses—. Agnes
Grey, escrita por Anne, y Cumbres borrascosas, por Emily, se editaron unos
meses más tarde, pero la crítica no les dispensó una acogida tan favorable. Al
regresar a Haworth después de haberse ido un tiempo a ver a sus editores, las
hermanas Brontë se enfrentan a la agonía de P. Branwell, cuya salud se había
deteriorado irreversiblemente, tras años de adicción al opio y a la bebida; su
muerte precoz traerá consigo nuevas desgracias para la familia. En el entierro de
su hermano, Emily coge frío y enferma de gravedad. Al principio se niega a
recibir ayuda médica y se obstina en proseguir con sus ocupaciones domésticas,
pero la tisis merma sus fuerzas y, finalmente, causa su muerte la mañana del 19
de diciembre de 1848, mientras Charlotte recogía en los páramos de Haworth las
ramitas de brezo que tanto agradaban a su hermana. Cinco meses más tarde, el
28 de mayo de 1849, un año después de publicar su segunda novela, La dama de
Wildfell Hall, Anne fallecía en Scarborough —donde se desplazó
voluntariamente para pasar sus últimos días, acompañada de Charlotte y de una
amiga de ésta, Ellen Nussey, ya que Anne guardaba un grato recuerdo de allí
desde la época en que trabajó como institutriz—. Charlotte murió, también
víctima de la tuberculosis, en el invierno de 1855. Estando embarazada, la
escritora había enfermado a raíz de un enfriamiento, contraído mientras paseaba
por los páramos. Solamente un año antes, Charlotte había logrado superar la
soledad de Haworth casándose en junio de 1854 con el coadjutor del reverendo
Patrick Brontë, el clérigo Arthur Bell Nicholls.
NAPOLEÓN Y EL ESPECTRO
Bueno, como iba diciendo, el emperador se metió en la cama.
—Chevalier —le dijo a su ayuda de cámara—, corre esas cortinas y cierra la
ventana antes de salir de la habitación.
Chevalier hizo lo que se le había dicho, y después, tomando su palmatoria,
salió.
Pocos minutos después, al emperador le pareció que su almohada estaba
demasiado dura, y se incorporó para sacudirla. Mientras lo hacía, se oyó un
ligero crujido cerca de la cabecera. Su Majestad escuchó, pero todo estaba en
silencio cuando volvió a acostarse.
Apenas había adquirido una pacífica postura de reposo, la sed le importunó.
Incorporándose sobre el hombro, tomó un vaso de limonada del pequeño velador
que estaba a su lado. Se refrescó con un largo trago. Mientras devolvía la copa a
su sitio, resonó un profundo lamento en el armario del rincón de la habitación.
—¿Quién está ahí? —gritó el emperador, agarrando sus armas—. Habla, o te
volaré los sesos.
Esta amenaza no surtió otro efecto que una risotada breve y cortante a la que
siguió un silencio sepulcral.
El emperador se levantó de su lecho y, poniéndose precipitadamente su robe-
de-chambre, que colgaba sobre el respaldo de una silla, se dirigió valerosamente
al armario encantado. Mientras abría la puerta, algo crujió. Saltó hacia delante
con el sable en la mano. No apareció alma ni espectro alguno, y el crujido, era
evidente, procedía de una capa caída que había estado colgada de un clavo de la
puerta.
Medio avergonzado de sí mismo volvió a la cama.
Cuando estaba de nuevo a punto de cerrar los ojos, la luz de tres velas que
ardían en un candelabro de plata que había sobre la chimenea se oscureció
repentinamente. Miró. Una sombra negra y opaca la eclipsaba. Sudando de
terror, el emperador estiró el brazo para agarrar el llamador, pero un ser invisible
se lo arrebató de la mano y, en ese mismo instante, la ominosa tiniebla
desapareció.
—¡Bah! —exclamó Napoleón—. Sólo era una ilusión óptica.
—¿Lo era? —susurró una voz hueca cerca de su oído en tono misterioso—.
¿Fue una ilusión, emperador de Francia? ¡No! Todo cuanto habéis oído y visto
es un triste augurio de la realidad. ¡Alzaos, portador del Estandarte del Águila!
¡Levantaos, adalid del Cetro de la Flor de Lis! Seguidme, Napoleón, y veréis
más.
Cuando la voz calló, una forma apareció ante su mirada atónita. Era la de un
hombre alto y delgado, vestido con un sobretodo azul de bordes dorados.
Llevaba un pañuelo negro muy ajustado en torno al cuello y prendido por dos
pequeños palillos detrás de cada oreja. Su semblante era lívido; la lengua le
asomaba de entre los dientes y de sus cuencas unos ojos vidriosos e inyectados
en sangre sobresalían aterradoramente.
—Mon Dieu! —exclamó el emperador—. ¿Qué veo? Espectro, ¿de dónde
vienes?
El aparecido no habló, pero se deslizó hacia delante y, levantando un dedo, le
hizo señas a Napoleón para que le siguiera.
Controlado por una misteriosa influencia, que le arrebató la capacidad de
pensar o actuar por propia voluntad, obedeció en silencio.
La pared de la estancia se abrió cuando se aproximaron y, cuando ambos la
hubieron atravesado, se cerró tras ellos con un sonido atronador.
Habrían caminado en total oscuridad de no ser por una tenue luz que rodeaba
al fantasma y mostraba los húmedos muros de un largo pasillo abovedado. Lo
recorrieron con silenciosa rapidez. Poco después, una fría y refrescante brisa que
aullaba en la bóveda, que hizo que el emperador se arrebujase más en su
camisón, les anunció que se acercaban al aire libre.
Pronto salieron, y Napoleón se encontró en una de las principales calles de
París.
—Digno Espíritu —dijo, temblando ante el frío aire nocturno—, permíteme
volver y ponerme algo más de ropa. Volveré contigo enseguida.
—Caminad —replicó severamente su compañero.
Se sintió obligado, a pesar de la creciente indignación que casi le sofocaba, a
obedecer.
Y caminaron por las calles desiertas hasta que llegaron a una casa señorial
construida a orillas del Sena. Aquí el Espectro se detuvo, las puertas se abrieron
para recibirlos y entraron a un gran salón de mármol, parcialmente oculto por un
telón atravesado, a través de cuyos pliegues traslúcidos se veía brillar una luz
que ardía con deslumbrante fulgor. Una hilera de hermosas figuras femeninas,
ricamente vestidas, estaban en pie delante de la cortina. Llevaban en la cabeza
guirnaldas de las más hermosas flores, pero sus rostros estaban ocultos por
macilentas máscaras que representaban calaveras.
—¿Qué es esta farsa? —gritó el emperador, haciendo un esfuerzo por
sacudirse las cadenas mentales que le mantenían involuntariamente preso—.
¿Dónde estoy y por qué me has traído aquí?
—Silencio —dijo su guía, dejando colgar aún más su lengua negra y
sanguinolenta—. Silencio, si queréis evitar una muerte instantánea.
El emperador habría respondido, pues su coraje natural había vencido al
temporal asombro al que había sido sometido, pero justo entonces una música
salvaje y sobrenatural atronó tras el enorme telón, que ondeaba adelante y atrás y
se encampanaba como si le agitase una contienda o batalla interna entre vientos.
En ese mismo momento una abrumadora mezcla del olor a carne corrupta,
combinado con el de las más ricas fragancias del Oriente, llenó sigilosamente el
salón encantado.
Un murmullo de muchas voces se oía ahora a lo lejos y algo le agarró el
brazo ansiosamente desde atrás.
Se volvió frenéticamente. Sus ojos se encontraron con el conocido semblante
de María Luisa.
—¡Cómo! ¿También tú estás en este lugar infernal? —dijo—. ¿Qué te ha
traído aquí?
—¿Vuestra Majestad me permitirá haceros la misma pregunta a vos? —dijo
la emperatriz, sonriendo.
Él no respondió; el asombro se lo impidió.
Ahora ningún telón se interponía entre él y la luz. Había desaparecido como
por arte de magia y un espléndido candelabro apareció suspendido sobre su
cabeza. Multitud de damas, ricamente vestidas, pero sin máscaras de calavera,
estaban a su alrededor, y unos alegres caballeros se mezclaban entre ellas en
adecuada proporción. La música aún sonaba, pero ahora se veía que procedía de
una orquesta de músicos mortales emplazados en una tarima cercana. En el aire
aún se olía el incienso, pero era un incienso ya no mezclado con hedor.
—Mon Dieu! —gritó el emperador—. ¿Qué es todo esto? ¿Dónde diablos
está Piche?
—¿Piche? —replicó la emperatriz—. ¿Qué quiere decir Vuestra Majestad?
¿No preferís salir de la habitación y retiraros a descansar?
—¿Salir de la habitación? Pues, ¿dónde estoy?
—En mi salón privado, rodeado de unos pocos miembros de la Corte a
quienes yo había invitado esta noche a un baile. Habéis entrado hace unos
minutos en camisón y con los ojos fijos y abiertos. Por la sorpresa que ahora
demostráis, supongo que estabais andando en sueños.
El emperador cayó inmediatamente en un ataque de catalepsia, en el que
continuó durante toda la noche y la mayor parte del día siguiente.
Catherine Crowe
(1800 - 1876)
The Night-Side of Nature es, sin lugar a dudas, uno de los grandes clásicos de
la literatura esotérica del mundo anglosajón. Publicado en 1848, en dos
volúmenes, por George Routledge & Sons, a lo largo de más de 500 páginas su
autora, Catherine Crowe, conjuga elementos estilísticos propios de la narrativa
gótica, tan popular en la época, con reflexiones de corte científico, filosófico y
espiritista; recopila los elementos más misteriosos e inquietantes del folclore
popular en torno a sucesos terroríficos y/o extraños, y los contrasta con
fenómenos paranormales auténticos, extrayendo en la operación interesantes
conclusiones sobre la existencia real de un mundo espiritual, trascendente, no
físico, capaz de dar un nuevo sentido a la vida humana. Por todo ello, no es nada
gratuito afirmar que The Night-Side of Nature es uno de los textos más
influyentes en el nacimiento de la moderna parapsicología. Sus páginas recogen,
con afán enciclopedista, numerosos casos de clarividencia, telepatía,
premoniciones, poltergeist, apariciones espectrales, casas encantadas,
Doppelgängers, sueños premonitorios y telequinesis, sin olvidar los poderes
mentales que intervienen en las sorprendentes prácticas de un faquir —describe
cómo fue hallado, en perfecto estado físico, un santón hindú después de
permanecer diez meses enterrado vivo…, sin trucos—, y subraya el importante
papel que desempeña la autosugestión en la aparición de estigmas, sin
intervención sobrenatural alguna, como en el caso de la monja alemana Anna
Katharina Emmerick (1774-1824) —cuyas visiones «místicas» sobre la
crucifixión de Jesús, recogidas en el libro The Dolorous Passion of Our Lord
Jesus Christ according to the Meditations of Anne Catherine Emmerich (1833),
merece la pena reseñarlo, fueron una de las bases dramáticas del film de Mel
Gibson La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, 2004)—. La fascinación
de The Night-Side of Nature en sucesivas generaciones de espiritistas, teósofos y
ocultistas fue tremenda, de ahí la admiración que le profesaron personajes como
Arthur Conan Doyle, Madame Blavatsky, C. W. Leadbeater, Camille
Flammarion, Elizabeth Stuart Phelps y Eusapia Palladino.
Catherine Crowe (Stevens), mujer de brillante intelecto que se codeó sin
complejos con los mejores sabios europeos de todas las disciplinas a la hora de
cotejar experiencias y conocimientos, escribió: «… ¿cuándo admitirán nuestros
científicos que sus intelectos no pueden abarcar en toda su medida los diseños
del Todopoderoso?» Sus creencias ocultistas no excluían ni la razón ni a Dios,
como tampoco el sentido de la oportunidad comercial. The Night-Side of Nature
apareció en el momento de máxima popularidad de la ghost story victoriana —
cf. las obras de Sheridan Le Fanu, Wilkie Collins, Elizabeth Gaskell, Charles
Dickens, Walter Scott…—, cuyo auge coincidió, por un lado, con el desarrollo
tecnológico y científico propio de la Revolución Industrial, mientras que, por
otro, con la proliferación de asociaciones ocupadas en la investigación psíquica
—la prestigiosa The Society for Psychical Research (SPR), fundada en 1882— y
sociedades ocultistas y espiritistas —cf. la Hermetic Order of the Golden Dawn,
fraternidad de magia ceremonial, fundada en Londres en 1888 por William
Wynn Westcott y Samuel MacGregor Mathers, o la Spiritualists National Union
(SNU), fundada en 1901, bajo el lema Light, Nature, Truth (Luz, Naturaleza,
Verdad)—, acentuando cierto declive de la religión tradicional. Catherine
Crowe, por medio de The Night-Side of Nature, dio carácter «hermenéutico» a
incidentes considerados hasta ese momento como pura fantasía.
Nacida en Borough Green, Kent (Inglaterra), Catherine Crowe (Stevens)
pasó casi toda su vida en Edimburgo, en Escocia. Autora de obras teatrales, de
libros de cuentos infantiles, fue una infatigable defensora del acceso a la
educación universitaria de la mujer, y manifestó en diversas ocasiones su
simpatía por el Movimiento Sufragista, apoyó públicamente al filósofo y político
John Stuart Mill (1806-1873) cuando presentó a la Cámara de los Comunes en
1866 la primera petición oficial del Comité por el Sufragio Femenino, Crowe
también publicó dos novelas no muy exitosas, Susan Hopley (1841) y Lilly
Dawson (1847), eclipsadas por el éxito de The Night-Side of Nature. En esta
misma línea hallamos la recopilación de relatos de fantasmas Ghost Stories and
Family Legends (1859), en cuya preparación intervinieron de manera indirecta
los amigos de la escritora, quienes le contaron historias espectrales «verídicas»
—lo que hoy llamaríamos leyendas urbanas— y sucesos folclóricos
relacionados con el retorno de los muertos al mundo de los vivos. La calidad de
la selección atrajo a Montague Summers (1880-1948), clérigo especializado en
el estudio de lo fantástico y lo sobrenatural en la literatura y el folclore —cf. The
History of Witchcraft (1926), The Vampire in Europe (1929), The Physical
Phenomena of Mysticism (1947)—, quien incluyó en su peculiar antología
Victorian Ghost Stories (1936) las narraciones “The Italian’s Story” y “Round
the Fire”.
«No puedo sino pensar que sería un gran paso para la humanidad si
pudiéramos familiarizarnos con la idea de que somos espíritus agregados durante
un tiempo a la carne de un cuerpo (…). Pero al disolverse la conexión entre el
alma y el cuerpo, aunque cambia la condición externa del anterior, su estado
moral permanece intacto. Lo que el hombre ha hecho de sí mismo así será en la
otra vida; su estado es el resultado de su última vida; su cielo o el infierno está
en él mismo», apuntó Catherine Crowe en The Night-Side of Nature. Así pues,
su aproximación al fenómeno de las posesiones diabólicas en su capítulo
“Possessed by Demons” oscila entre su abierta fascinación por tal fenómeno
como síntoma de la presencia de lo espiritual en el ser humano —aunque sea
desde una óptica negativa…—, y el deseo de arrojar algo de luz, desde la
medicina y una rudimentaria psiquiatría (estamos en 1848), a situaciones que
rozan a menudo lo grotesco, cuando no caen estrepitosamente en ello. Con una
ligereza indigna de cualquier postura teológica, la posesión diabólica había sido
en épocas pretéritas la excusa perfecta para cometer todo tipo de tropelías,
impidiendo el avance de la ciencia para un correcto diagnóstico de enfermedades
como la epilepsia, la esquizofrenia o la paranoia. Recordemos que en la
Inglaterra de la época en que se publicó The Night-Side of Nature todavía
estaban muy presentes los excesos cometidos en el siglo XVII por Matthew
Hopkins, The Witch-finder General, inquisidor puritano facultado por Oliver
Cromwell y el Parlamento inglés a limpiar los condados Suffolk y Essex, en East
Anglia, entre 1644 y 1646, de toda clase de brujas, brujos, herejes y posesos, sin
reparar en los medios. Por ello, el valor documental de “Possessed by Demons”
es inmenso. Con todo el detalle que le es posible, Catherine Crowe describe los
casos, por ejemplo, de Rosina Wildin y Barbara Rieger, muchachas que
mostraban varios de los síntomas de posesión no solamente reconocidos por la
iglesia católica en su Ritual de Exorcismos y otras súplicas (1998) —poliglosia
(capacidad de hablar lenguas desconocidas para el poseso), fuerza
extraordinaria…—, sino presentes en el exorcismo, documentado de manera
mucho más fiable, de Annelise Michel, acaecido en Klingenberg (Alemania),
entre 1968 y 1976 —Annelise murió a consecuencia de las terribles secuelas
físicas que los cuarenta y dos exorcismos (¡) practicados por los sacerdotes Ernst
Alt y Arnold Renz dejaron en su cuerpo; tenía 23 años…—, o el de Robert
Mannheim, en Mount Rainer, Maryland (USA), ocurrido en 1949, y que sirvió
de inspiración a un estudiante católico de la Universidad de Georgetown llamado
William Peter Blatty, para escribir, años después, el libro más famoso sobre el
Demonio de la era moderna, El Exorcista (The Exorcist, 1971), del cual vendió
más de trece millones de copias sólo en inglés.
POSEÍDOS POR DEMONIOS
De todos los aspectos de la brujería y lo sobrenatural a los que he prestado
mi atención, es el de la posesión demoníaca el que muy probablemente más me
haya fascinado. Muchos médicos alemanes sostienen que es posible que se den
esas instancias genuinas de la posesión, y hay a este respecto numerosos trabajos
publicados en alemán. Por lo demás, para este mal concreto que es la posesión,
ofrecen el magnetismo como único remedio, toda vez que es a través de su
práctica cuando el sujeto puede acceder a una comunicación más directa y
efectiva con los espíritus malignos y conseguir así su neutralización. Dicen
dichos médicos que, no obstante ser los de la posesión supuestos aislados, e
incluso raros de verse, sus víctimas pueden ser de uno u otro sexo, y de una u
otra edad, de manera que nadie queda a salvo de la desgracia que supone caer en
la posesión demoníaca. Es un grave error, en consecuencia, suponer que la
posesión demoníaca concluyó con la resurrección de Cristo, o que esa alusión de
las Escrituras al sujeto poseído por un demonio alude únicamente al que sufre de
convulsiones o de insania mental.
El mal de la posesión, que no es contagioso, sin embargo, fue bien conocido
por los griegos; y en tiempos más recientes Hoffmann nos ha recordado varios y
muy señalados casos. Entre los síntomas más claros de la posesión demoníaca se
cuentan el hablar del paciente con una voz que no es la suya, las convulsiones
aterradoras y los movimientos descontrolados del cuerpo, todo lo cual se
manifiesta de súbito, sin una sintomatología previa, además de la proclamación
de blasfemias, el uso de un lenguaje obsceno, el conocimiento de lo que
permanece en secreto y la visión del futuro, además de los vómitos de cosas
extraordinariamente raras como pelos, clavos, agujas, etcétera, etcétera… He
podido observar, sin embargo, que las opiniones al respecto que se dan en
Alemania no son coincidentes, ni siquiera entre quienes han tenido la ocasión de
observar oportunamente casos de posesión demoníaca.
El doctor Bardili tuvo un caso en 1830, considerado como uno de los más
decididamente claros de cuantos haya presentado la posesión demoníaca. La
paciente era una campesina de treinta y cuatro años, que nunca había padecido
ninguna enfermedad y cuyo cuerpo mostraba gran corrección en todas sus
funciones, incluso cuando la mujer daba muestras del extraño fenómeno. Debo
observar que la paciente estaba felizmente casada, que tenía tres hijos y que no
era una fanática religiosa; tenía además un carácter afable y era persona muy
bien dispuesta para el trabajo y el cumplimiento de todas sus obligaciones. Pues
bien, no obstante todo eso, y sin que se dieran en ella síntomas previos de
trastorno, ni causas perceptibles de su comportamiento sorprendente, un mal día
se vio atacada de convulsiones violentísimas mientras del fondo de su pecho le
salía una voz extraña y aterradora, la voz propia de un espíritu maligno que
habitara en la forma humana de la buena mujer.
Cuando tal fenómeno se daba en ella, la campesina no parecía la misma pues
perdía su individualidad; sin embargo, una vez superó el acceso, volvió a ser la
de siempre, la mujer afable y cumplidora de sus obligaciones que todos
conocían. Pero nadie pudo olvidar las blasfemias que dijo con aquella voz
extraña, ni las maldiciones que profirió incluso en contra de sus seres más
queridos. Es más, una vez recuperada, su cuerpo mostraba heridas y
magulladuras que ella misma se había causado en el curso de aquellos ataques,
pues en medio de las terribles convulsiones que sufriera rodaba por el suelo y se
golpeaba con innumerables objetos, presa de una furia indescriptible. Ya
recobrada, no era capaz de recordar nada de lo ocurrido; sólo podía lamentarse
de lo que le contaban que había hecho, llorando entonces desconsoladamente.
Los hechos se repitieron con alguna frecuencia, cada vez mayor, durante tres
años. En ese tiempo fue perdiendo su vitalidad hasta parecer casi un esqueleto,
pues en medio de los accesos, que eran de una violencia variable, no podía ni
comer, ya que cuando iba a llevarse la cuchara a la boca se le volvía ésta, como
guiada por otra mano, y el alimento se derramaba por el suelo. Una afección que,
como ya se ha dicho, duró tres años. No había remedio contra aquellas
manifestaciones de insania; sólo hallaba la mujer un poco de alivio en las
oraciones que hacía acompañada de los suyos, aunque en ocasiones, cuando la
buena mujer oraba, el demonio que la poseía reaccionaba violentamente y hacía
que se levantase cuando ya se había arrodillado, y en vez de las palabras santas
de la oración le salía a la campesina por la boca una retahíla de blasfemias
acompañada de una risa espantosa, todo lo cual cesaba únicamente por la
insistencia en el rezo de quienes la acompañaban. Cabe señalar, sin embargo,
que no obstante todo lo anterior, la mujer pudo engendrar un nuevo hijo en ese
tiempo, y que cuando nació le mostró el cariño debido y le procuró los cuidados
necesarios, sin que su condición de madre se resintiese en todo ello. Pero el
demonio aguardaba.
Finalmente, y debido al magnetismo, la paciente cayó en una especie de
sonambulismo en el que se dejó sentir una voz procedente de sí misma, que no
era empero la suya, sino la de su espíritu protector, que la llamaba a ser paciente
y a tener esperanza, y que le hizo la promesa de que el diabólico huésped que
albergaba a su pesar sería obligado a abandonar sus cuarteles muy pronto.
Curiosamente, la campesina caía a menudo en un estado de magnetismo sin la
ayuda de un magnetizador. Y pasados aquellos tres años, quedó enteramente
liberada del demonio que la poseyera, recobrando por completo la salud y
mostrándose tan afable y digna como siempre lo había sido.
En otro caso, el de la niña de diez años Rosina Wildin, un caso que se dio en
Pleidelsheim en 1834, el demonio anunció la posesión que hiciera de la criatura
proclamando desde el interior de la pequeña: «¡Aquí estoy!» Fue de veras
sorprendente oír aquel grito de voz hosca y masculina en la niña, que yacía como
muerta pero convulsa, moviéndose brutalmente, hasta que de nuevo se dejó
sentir desde su interior la voz del demonio, que decía: «¡Y ahora me voy otra
vez!», con lo que la pequeña recuperó la paz. Aquel demonio a veces se
expresaba en plural, pues como dijo en una ocasión estaba acompañado de otro
maligno, un diablo mudo, por el que tenía que hablar: «El mudo es quien hace
que la niña se contorsione y gire sobre sí misma, el que le distorsiona los gestos,
el que le vuelve los ojos, el que hace que le rechinen los dientes y todo lo
demás… Yo sólo proclamo lo que él me ordena», decía el demonio que hablaba.
Pero también aquella niña se curó mediante el uso del magnetismo.
Barbara Rieger, otra niña de diez años, natural de Steinbach, fue igualmente
poseída por dos espíritus malignos en 1834, los cuales, además de hablar con dos
tonos de voz y al tiempo, voces masculinas ambas, se expresaban también en
diferentes dialectos. Uno decía haber sido albañil en otro tiempo, y el segundo
proclamaba su antigua condición de verdugo. Éste era el peor de los dos. Cuando
hablaban, la niña cerraba los ojos; cuando los abría, no recordaba nada. El
demonio que fuera albañil confesaba haber sido un gran pecador, y hasta parecía
mostrar cierto grado de arrepentimiento, pero el que fue verdugo no hablaba de
su vida anterior. A menudo pedían de comer, por lo que la niña recibía grandes
cantidades de alimento mientras se hallaba en trance, con lo cual, cuando volvía
en sí tenía hambre, pues ellos se lo habían comido todo. El albañil trasegaba
además grandes cantidades de licor, y si no se lo daban hacía gala de un lenguaje
muy procaz y causaba fuertes convulsiones a la niña, que una vez recobrado el
sentido mostraba gran aversión hacia el alcohol. No paraban, con sus exigencias,
de causar daño a la pequeña, que finalmente pudo ser curada mediante el
magnetismo… El demonio que había sido albañil resultó prontamente expulsado
de su cuerpo, pero el verdugo fue mucho más tenaz y resistente. En cualquier
caso, al cabo fue derrotado, lo que quiere decir que se consiguió que saliera del
cuerpo de la niña, con lo que ésta recuperó por completo la paz y la salud.
En 1835, un ciudadano de lo más respetable, cuyo nombre no ha sido
facilitado por los médicos, acudió a la consulta del doctor Kerner. Tenía treinta y
siete años, y a partir de los treinta había comenzado a mostrar un carácter
atrabiliario, sumamente raro, por lo que llevaba siete años de posesión
demoníaca. Eso había llenado de infelicidad a su familia, tanto como a sí mismo.
Ya no era el hombre cordial y morigerado que fue siempre, sino grosero y
despectivo, con frecuentes arrebatos de cólera. Un día, para colmo, salió de él
una voz extraña e insolente que dijo ser la de un demonio que en otro tiempo fue
el magistrado S., y que llevaba todos esos años, entonces seis, poseyendo el
cuerpo del infortunado. Al cabo, cuando se obtuvo mediante magnetismo su
expulsión, la víctima, aquel hombre a quien tanto le había cambiado el carácter
en siete años, cayó al suelo entre violentas convulsiones que parecieron a punto
de quebrar todo su cuerpo. Mas luego de una larga pausa en la que pareció
muerto, recobró por completo la salud y volvió a ser el hombre digno y educado
que siempre fuera.
En otro caso, una joven de Gruppenbach, aun hallándose en disfrute pleno de
todos sus sentidos, oyó un mal día la voz del demonio que la tenía posesa (y que
era el alma de una persona ya fallecida), y no pudo evitar que salieran de sí
tantas malas palabras como aquel demonio decía.
En resumen, que no son tan extraños los casos de posesión demoníaca, ni
carecemos de descripciones prolijas de los mismos… Eso supone, ni más ni
menos, que el fenómeno de la posesión existe, aunque no me atreva a señalar
hasta cuándo seguirán siendo así las cosas, pues realmente sabemos muy poco de
su génesis, que es lo importante. Todo lo más, y en contra de cierta tendencia
actual a negar la existencia del fenómeno, podemos afirmar que tales casos son
ciertos, pues están perfectamente comprobados, y no es cosa de continuar
diciendo que dichos supuestos son imposibles.
Cabe esperar, igualmente, que en la medida en que dichas evidencias de la
posesión demoníaca se han dado en otros países, el nuestro no tiene por qué ser
una excepción. Por mi parte, puedo dar cuenta de un suceso al respecto, en el
que sin embargo se perciben otros influjos muy diferentes debidos a la posesión
por parte de los espíritus.
Ocurrió en Bishopwearmouth[13], cerca de Sunderland, en 1840; y aunque
los hechos fueron recogidos y publicados por dos médicos y dos cirujanos,
además de vistos por muchas otras personas, son poco conocidos. En cualquier
caso, me parece que son elocuentes en sí mismos tales hechos, cualquiera que
sea la interpretación que pretenda dárseles.
La paciente, Mary Jobson, estaba entre sus doce y trece años; sus padres,
personas muy respetables, la llevaban siempre a la escuela dominical. Mary cayó
enferma en noviembre de 1839, sufriendo de inmediato horribles convulsiones
en medio de las cuales se desgarraba los vestidos hasta quedar completamente
desnuda. Fue así durante varias semanas. Y fue en ese tiempo cuando sus padres
observaron que de Mary salía el sonido de unos golpes extraños, como si alguien
golpeara una puerta que hubiese en el interior de la niña. Ocurría en distintos
lugares y a horas diferentes, pero sobre todo cuando Mary ya se había acostado y
dormido con las manos fuera del abrigo de la cama.
Una noche, atentos sus padres a tales fenómenos, escucharon una voz en vez
de aquellos golpes, algo que los sorprendió extraordinariamente, algo que no
acertaron a explicarse salvo pasado mucho tiempo, cuando el caso ya quedó
explicado por los médicos. Primero fue un ruido metálico, como de choque de
armas, y después una especie de temblor, harto ruidoso igualmente, que pareció
ir a derrumbar la casa; siguieron pasos de alguien a quien no veían, mientras el
suelo de la casa se llenaba de agua de cuya procedencia no era posible dar
cuenta, y más sonidos: el de las cerraduras de las puertas que se abrían y, por
encima de todos, una música muy dulce. Los médicos y el padre de la niña
sospecharon de algo sobrenatural y procedieron a adoptar las precauciones
oportunas; pero nadie supo en un principio interpretar correctamente aquel
misterio.
Se trataba, sin embargo, de un espíritu benéfico, que al fin se manifestó para
dar a la familia muy buenos consejos. Muchos fueron los que acudían a
contemplar tan asombroso fenómeno, y no pocos de entre ellos hubieran querido
escuchar aquella voz tan sabia en sus propias casas. Deseos que se cumplieron
en algunos casos. Así, Elizabeth Gauntlett, mientras atendía a sus tareas
domésticas un buen día, oyó una voz que le decía: «Ten fe y escucharás la
palabra de Dios, que habrás de oír atentamente, con tu más entregado oído».
Elizabeth, asombrada, no pudo evitar una exclamación: «¡Qué es esto, Dios
mío!» Y apenas lo dijo vio ante sí una pequeña nube muy blanca. Aquella misma
noche volvió a dejarse sentir tan dulce voz, que le dijo: «Mary Jobson, una de
tus alumnas de la escuela dominical está muy enferma; acude a verla, pues si lo
haces ayudarás a que se ponga bien». Elizabeth no sabía dónde vivía Mary, pero
después de enterarse allá que fue; y ya ante la puerta de la casa oyó la misma
voz, que la invitaba a entrar. Lo hizo y se dirigió a la habitación de la niña,
donde escuchó otra voz, tan dulce y bonita como la que antes oyese, que la
llamaba a tener fe y que además le dijo: «Soy la Virgen María». La voz de la
Virgen le prometió una señal cuando volviese a casa y, en efecto, aquella misma
noche, tras visitar a su alumna, y mientras leía la Biblia antes de acostarse, oyó
la misma voz que le decía: «Jemina[14], no temas, que soy yo… Si obedeces a lo
que te diga, la paz será siempre contigo, nunca padecerás males». Lo mismo
ocurrió en otras visitas de la Virgen, mas dejándose sentir en ellas, junto con su
voz, una música celestial, la más exquisita música.
El mismo fenómeno pudo observarse por parte de muchos, algunos de los
cuales recibieron reproches de la voz por sus muy humanas quejas, aunque la
voz los llamaba a ser corajudos y esperanzados. Otros oyeron también las voces
de familiares que ya habían muerto, y tuvieron con ellas muchas revelaciones.
Una vez dijo la voz a Mary Jobson: «Alza los ojos y verás en el techo el sol y
la luna». Y de inmediato se vieron en el techo un sol hermoso y una luna
bellísima, que todo lo llenaban de tonalidades anaranjadas, verdes, amarillas,
plateadas… Pero el padre de la niña, que no obstante el milagro obrado en su
hija seguía siendo un hombre escéptico, quiso limpiar el techo de la habitación, y
lo hizo con denuedo, hasta quedar agotado, pero fue en vano: allá siguieron el
sol hermoso y la luna bellísima.
Entre otras muchas cosas, a cada cual más prodigiosa, la voz dijo en otra
ocasión a la niña que parecía sufrir por algo; la niña dijo que no, pero también
que no sabía dónde tenía su cuerpo, y que temía que su espíritu la hubiese
abandonado para tomar posesión del cuerpo de otra persona; y que el cuerpo de
esta persona, por ello, acaso hablara con el grito de una trompeta. La voz le dio
el consuelo que precisaba la niña, llenándola de tranquilidad. Y también habló a
la familia y a quienes acudían a la casa para presenciar los milagros, de muchas
cosas referidas a familiares y amigos distantes, para probar que decía la verdad.
La niña vio en dos ocasiones a la divina forma junto a la cabecera de su
cama, y Joseph Ragg, uno de los vecinos que habían acudido a la casa para
contemplar los prodigios, ya de regreso a su casa, vio una figura alta y luminosa,
muy bella, que se acercaba a su cama a las once en punto de la noche del 17 de
enero. La figura vestía ropas de hombre, no obstante lo cual dimanaba de ella
una gran delicadeza. Aquella misma noche volvería a verla de nuevo, horas más
tarde. En esta segunda ocasión la figura luminosa descorrió las cortinas de la
ventana del cuarto y lo miró bondadosamente, quedando así, contemplándole,
durante un cuarto de hora. Cuando se esfumó, las cortinas, por sí solas, volvieron
a cerrarse en la ventana. Y un día, hallándose de visita en la habitación de la niña
enferma, Margaret Watson vio un cordero que, después de entrar tranquilamente
por la puerta del cuarto, fue a sentarse junto al padre de la niña, John Jobson, sin
que él lo viera.
Pero uno de los hechos más reseñables de este caso es, sin duda, el de la
bellísima música celestial que tantos escucharon, incluso el escéptico padre de la
pobre niña enferma. Eso, desde luego, fue lo que acabó obrando su conversión.
Aquella música se había dejado sentir ininterrumpidamente durante dieciséis
semanas; unas veces parecía la de un órgano, pero mucho más bonita; otras, la
de un coro de voces que cantara canciones sagradas cuyas palabras se
escuchaban claramente; y a veces también parecía el rumor apacible del agua de
un arroyo. Y cuando la voz deseaba que corriese el agua, sin que cesaran
aquellos cánticos, el agua corría. Entonces comprendió el escéptico padre de la
niña que el agua derramada en el suelo de la casa en aquella ocasión se debía a
cosa tan concreta. Y que podía darse el prodigio, no una vez, sino veinte veces,
como él mismo proclamaba entusiasmado.
En todo el tiempo que se dio este caso las voces decían a la familia y
allegados que aún faltaba por obrarse un milagro definitivo en la niña Mary
Jobson. Y así, finalmente, el 22 de junio, cuando estaba más enferma que nunca,
y su familia y amigos rezaban ardorosamente para pedir por su vida, se dejó
sentir la voz de la Virgen a las cinco en punto de la tarde para ordenar que le
fueran cambiadas las sábanas de la cama, y que le fueran igualmente cambiadas
la ropas a la niña, y que todos abandonasen la habitación, salvo un niño que allí
estaba, de dos años y medio de edad… Obedecieron. Y cuando al rato volvieron
a entrar en el cuarto de la enferma les fue dado observar que Mary estaba
completamente repuesta, sentada en una silla con el niño en sus rodillas. Y desde
aquel día jamás volvió a ponerse enferma. El informe en el que se da cuenta de
estos hechos data del 30 de enero de 1841.
Claro está, muchos se reirán de todo esto, asegurando que tales hechos nunca
se dieron porque son, no ya imposibles, sino absurdos; pero fueron muchos,
gentes honestas e inteligentes, los que pudieron comprobarlos por sí mismos. Yo
misma, he de confesarlo, me resistí a creer en todo ello, por mucho que los
hechos concordasen con mis propias creencias. Pero es que no fue una
casualidad, no fue un fenómeno que durase un día, ni siquiera una hora, sino
muchos meses; y no es menos evidente que el padre de Mary, un hombre
escéptico donde los hubiera, acabó convencido del prodigio, lamentando en lo
sucesivo haber sido blasfemo e intolerante, además de incrédulo.
El doctor Reid Clanny, que elaboró un informe sobre el caso, con la ayuda de
los innumerables testigos del mismo, es un médico con muchos años de
experiencia, y es también, según me parece, el inventor de la lámpara de aceite
con protección de cristal[15], y declaró su convicción de que los hechos eran
ciertos y demostrables, asegurando a sus lectores que «mucha gente que detenta
cargos en la jerarquía eclesiástica, así como varios ministros de otras
confesiones, además de miembros notables de la sociedad, respetados por su
sabiduría y piadosos sentimientos, se muestran complacidos con las
explicaciones dadas a propósito de estos prodigios». Cuando vio por primera vez
a la niña en su lecho del dolor, aparentemente insensible, con los ojos fijos e
inyectados en sangre, supuso que Mary padecía algún mal en su cerebro, no
creyendo que hubiera en su enfermedad ningún misterio de tipo sobrenatural. No
obstante, los exámenes a que sometió a la infeliz paciente lo llevaron muy pronto
a creer lo contrario[16].
También dio cuenta el médico en su informe de cómo, mientras duró la
enfermedad de la niña, tanto sus familiares como el mentado Joseph Ragg
oyeron la misma música celestial casi sin interrupción; y escribió igualmente que
Mr. Torbock, un cirujano que se mostró asombrado al conocer todo lo
concerniente a la enfermedad y posterior curación de Mary Jobson, le refirió a su
vez otro suceso en el que, cuando murió una persona a la que había asistido, se
dejó sentir igualmente una música celestial, muy deliciosa, que a todos los
presentes llenó de paz.
No son casos aislados, sin embargo. Se ha referido con frecuencia el hecho,
comprobado por muchas personas, de que cuando alguien muere se deja sentir
una música celestial. Tengo innumerables testimonios al respecto.
Mas, volviendo a las investigaciones hechas sobre el caso de Mary Jobson, el
doctor Clanny llegó a la convicción de que el mundo espiritual se identifica a
menudo con nuestros problemas humanos a tal extremo que, como dice el doctor
Drury, otro sabio, no queda más remedio que aceptar el hecho de que vivimos en
un mundo espiritual, por lo que él mismo, cuando atendió a Mary, se vio
inmerso en instancias no precisamente terrenales, esas que, según sus propias
palabras, «consiguen llegar desde esos confines de los que, como suele decirse,
no regresan los viajeros».
Dinah Mulock
(1826 - 1887)
Según explica el ensayista norteamericano Richard H. Tyre en su artículo “A
Note to Teachers and Parents”, artículo en el cual reflexiona sobre las esencias y
mecanismos de la ghost story anglosajona —y que sirve de prefacio a la
antología de Michael & Don Congdon Alone by Night (Ballantine Books, Nueva
York, 1967)—, cualquier (buen) cuento de fantasmas empieza «anclado en la
más recalcitrante realidad, con una escena de la vida cotidiana descrita con
nitidez y precisión. Los protagonistas son siempre escépticos, e incluso cínicos,
en lo tocante a lo sobrenatural». «Pero en un segundo movimiento del relato —
prosigue Tyre— se introduce un elemento perturbador o incomprensible que el
lector o el héroe del cuento podrían interpretar de dos maneras: bien como
intervención de lo fantástico, o como un hecho extraño susceptible de ser
interpretado de forma racional (…). Desde luego, el protagonista lo interpreta de
manera lógica, sensata, hasta que una nueva serie de sucesos le convencen de
que es inútil todo intento de racionalizar lo que ocurre a su alrededor. He aquí el
“descenso a las tinieblas” presente en todo cuento de fantasmas. Siempre existe
la posibilidad —concluye— de que dicho descenso a las tinieblas pueda
explicarse mediante una alucinación, un sueño o un trastorno mental. Pero aún
queda ese último párrafo, ese último y taimado detalle que conserva el recuerdo
de lo que pasó, ese último grito, esa última desaparición que nadie puede
explicar».
Las reflexiones de Richard H. Tyre, suscitadas por la obra de autores tan
masculinos y contemporáneos como Richard Matheson, Frank Belknap Long,
Robert Bloch o Henry Kuttner, trazan un excelente perfil creativo del relato de
Dinah Mulock “The Last House in C——— Street”, publicado por primera vez
en el número de agosto de Fraser’s Magazine en 1856. Su brevedad, realismo,
atmósfera y crescendo inteligentemente logrado, unidos a unas leves pinceladas
de ironía nada desmitificadora, consiguen un agradable frisson espectral que, sin
rechazar abiertamente la existencia de los fantasmas, tampoco cierra la puerta a
tan inquietante posibilidad. Efectivamente, semejante ambivalencia queda muy
bien expuesta en la elegante cita del Hamlet (1600-1602) de William
Shakespeare —aludiendo, sin mencionarlo explícitamente, al momento en que el
príncipe de Dinamarca contacta con el espíritu de su padre: «Do you think that
Shakespeare believed in — in what people call “ghosts?”» («¿Crees que
Shakespeare creía en…, en lo que la gente llama “fantasmas”?»), comenta la
protagonista del relato, la Sra. MacArthur—, ambivalencia capaz de atenuar el
horror hasta reducirlo a una elaborada capa de misterio —recordemos el paisaje
nocturno, lívido, lunar, en el que tienen lugar las apariciones, sonoras y visuales,
del fantasma; las pesadillas…—. Al leer “The Last House in C——— Street”
uno tiene la sensación de que su autora, Dinah Mulock, tenía en mente, en todo
instante, una de las más célebres y angustiosas frases de Hamlet. Aquella en la
que el protagonista, tras contemplar estremecido la sombra del difunto monarca,
exclama: «Hay algo más en el cielo y en la tierra, Horacio, de lo que ha soñado
tu filosofía» (acto I, escena V). Una manera muy poética de dejar clara su
postura frente a lo oculto y de homenajear a sus maestros: en “The Last House in
C——— Street” encontramos el fantasma de una mujer, de una madre, aunque
no murió asesinada, como el rey de Dinamarca, sino durante un parto que se
complicó dramáticamente…
“The Last House in C——— Street” puede también leerse como una especie
de cuento de hadas para adultos. Si tomamos como modelo a Bruno Bettelheim,
podríamos decir que la ghost story revela la vida humana vista, sentida o
vislumbrada desde las zonas más sombrías de su interior, enfrentando al lector a
su miedo a la muerte, al dolor físico y psíquico, a sus pavores más absurdos y
primitivos. Quizá en ello haya jugado un importante papel la carrera de Dinah
Mulock como narradora infantil y juvenil —peculiaridad que comparte con
algunas escritoras presentes en esta antología como, por ejemplo, Edith Nesbit
—, con obras de la categoría de The Little Lychetts (1855), The Fairy Book
(1863), The Adventures of a Brownie (1872) o The Little Lame Prince and His
Travelling Cloak (1875).
Hija del pastor evangelista Thomas Mulock, hombre de rígidas costumbres
morales a quien, sin embargo, le gustaban la literatura y la poesía —sus
sermones, a decir de quienes le conocieron, poseían un vibrante estilo literario
—, Dinah María Mulock nació en Stoke-on-Trent, Staffordshire —aunque casi
toda su niñez la pasó en Newcastle-under-Lyme, lugar que siempre evocaba con
cariño—, y se educó en Brampton House Academy, escuela situada muy cerca
de su casa, donde pudo leer y disfrutar por primera vez —atraída por sus
ilustraciones— novelas como Simbad el marino o Robinson Crusoe. Luego, ya
llegada a la adolescencia, Jane Austen, Edward Bulwer-Lytton, sir Walter Scott
y Charles Dickens, además de Shakespeare y Chaucer, se convirtieron en sus
lecturas predilectas. Le servían para escapar mentalmente de la monótona rutina
cotidiana, de una educación orientada a convertirla en buena esposa, buena
cristiana y, como mucho, una buena maestra o institutriz. En el verano de 1839,
Dinah se traslada con su familia a Londres, donde estudió italiano, griego y latín
y aprendió a dibujar en la Government School of Design at Somerset House.
Atendiendo a los requerimientos de su hija, Thomas Mulock incluso utilizó sus
influencias para emplearla como profesora de literatura inglesa. Por entonces ya
había decidido que se dedicaría a escribir, la única profesión en la cual las
mujeres podían competir con los hombres «… y batirlos en su propio terreno» (A
Woman’s Thoughts about Women, cap. 3). Un proyecto que se retrasó a causa de
la muerte de su madre en 1845, lo cual la obligó a ocupar su puesto a la hora de
administrar la casa y cuidar de sus hermanos Tom y Benjamín. No será, pues,
hasta 1847 cuando arrancará definitivamente su proyecto literario —espoleada
por el tremendo éxito, según reconoció, de Jane Eyre (1847), de Charlotte
Brontë—, y después de ocuparse un tiempo, por cuestiones puramente
económicas, a la literatura infantil, publicó su primera novela, The Ogilvies
(1849) —emotivo y peculiar análisis de las relaciones sentimentales y maritales
(ergo sociales) de la Inglaterra victoriana—, a la que siguieron Olive (1850) —
curiosa variación, en el sentido musical del término, de la novela de Charlotte
Brontë con la que guarda estrechas similitudes—, The Head of the Family
(1852) y Agatha’s Husband (1853), hasta que consiguió un tremendo éxito de
crítica y público con John Halifax, Gentleman (1857). Éxito que se confirmó con
A Life for a Life (1859), extraordinaria novela epistolar que contrasta las
dramáticas vivencias de un hombre y una mujer, Max Urquhart y Dora Johnston
—él ha cometido un crimen pasional; ella, madre soltera—, cuyos particulares
periplos de sufrimiento y redención demuestran que, emocionalmente, no son
nada distintos.
Considerada una excelente y ocurrente conversadora por todos aquellos que
la conocieron y admiraron, interesada por el espiritismo, muchos destacan su
atractivo personal por encima del meramente físico —las fotografías que de ella
se conservan desvelan que su rostro guardaba un parecido inaudito con la reina
Victoria—. Soltera durante muchos años, celosa de su independencia personal y
profesional, ante la sorpresa de todos acabó casándose, a los treinta y nueve
años, el 29 de abril de 1865, con Alexander Macmillan (1818-1896), co-
fundador junto a su hermano Daniel de la editorial Macmillan & Company.
Cuatro años después adoptaron a una niña abandonada, Dorothy, a la que sus
padres se referían como el regalo del cielo. A pesar de convertirse en una
notable ama de casa y madre, Dinah Mulock jamás descuidó su prestigiosa y
lucrativa carrera literaria —salvo durante los primeros años de vida de Dorothy,
pese a la tibia oposición de su esposo—, como demuestran sus novelas A Brave
Lady (1869-70), Hannah (1871), Young Mrs. Jardine (1879) y King Arthur: Not
a Love Story (1886). Inmersa en los preparativos de la boda de su hija, el 12 de
octubre de 1887, un infarto acabó con su vida. Sus últimas palabras fueron: «¡Si
pudiera vivir un poco más!; pero no importa, no importa…» Enterrada en la
abadía de Tewkesbury, entre los amigos que le rindieron su postrer homenaje
figuraban lord Tennyson, Matthew Arnold, Robert Browning, Mrs. Oliphant, sir
John E. Millais, el profesor T. H. Huxley y James Russell Lowell.
LA ÚLTIMA CASA EN LA CALLE C…
No suelo creer en fantasmas; no veo para qué sirven. Aparecen, esto es,
dicen que aparecen, tan irrelevantes, tan sin propósito, tan ridículos en suma, que
tanto el sentido común sobre las cosas de este mundo como el sentido
sobrenatural sobre los asuntos del otro se rebelan del mismo modo. Además,
nueve de cada diez «importantes historias de fantasmas» se explican fácilmente,
y en la décima, cuando fallan todas las explicaciones naturales, una se inclina,
habiendo descubierto la extraordinaria dificultad que existe en esta sociedad en
entender ese asunto tan resbaladizo que llamamos hechos, a sacudir la cabeza
incrédulamente, diciendo: «¡Pruebas! ¡Es una cuestión de pruebas!»
Pero mi incredulidad no surge de un escepticismo tozudo o de desprecio
sobre la posibilidad, por improbable que sea, de que existan las impresiones o
comunicaciones provenientes de un espíritu totalmente inmaterial, lo que
vulgarmente se llama un «fantasma». No hay credulidad más ciega ni ignorancia
más infantil que la del sabio que intenta medir «el cielo y la tierra y todo lo que
hay bajo ella» con la limitada vara de medir de su cerebro. ¿Acaso nos
atrevemos a discutir sobre cualquier misterio del universo diciendo: «Es
inexplicable, y por lo tanto imposible»?
Asumiendo estas opiniones, aunque sólo como opiniones, estoy a punto de
relatar lo que debo confesar que a mí me parece una auténtica historia de
fantasmas; sus pruebas externas y circunstanciales son indisputables, mientras
que sus causas y resultados psicológicos, aunque no son fáciles de narrar, son
más difíciles de explicar. El fantasma, como el de Hamlet, era un «espíritu
honesto». De su hija, una anciana dama quien, ¡bendita sea su buena y gentil
memoria!, ha aprendido desde entonces los secretos de todas las cosas, oí esta
historia auténtica.
—Querida —me dijo la señora MacArthur (era en los primeros días que las
mesas se movían, cuando los jóvenes se burlaban y los mayores se
escandalizaban ante la idea de invocar a la mesa del salón a los ancestros
fallecidos y descubrir las maravillas del mundo angélico por los movimientos de
un sombrero o los giros de un plato)—, querida —continuó la anciana—, no me
gusta jugar con fantasmas.
—¿Por qué no? ¿Cree en ellos?
—Un poco.
—¿Alguna vez ha visto alguno?
—Nunca. Pero una vez oí…
Parecía hablar en serio, como si no le hubiese gustado hablar de ello, tanto
por una sensación de respeto como por miedo al ridículo; pero nadie podría
haberse reído de las ilusiones de una gentil anciana que nunca le había dirigido
una palabra desagradable o satírica ni a un alma. Y su evidente respeto era
extraordinario en una persona que poseía tantísimo sentido común, tan poca
fantasía y ninguna imaginación.
Sentí mucha curiosidad por oír la historia de fantasmas de MacArthur.
—Querida, fue hace mucho tiempo, tanto que quizá crea usted que olvido y
confundo las circunstancias, pero no es así. A veces creo que una recuerda más
claramente sucesos ocurridos en la juventud (aquel año tenía yo dieciocho años)
que muchos eventos más cercanos. Y además, tenía otros motivos para recordar
vívidamente todo lo que tuvo que ver con aquellos años, pues debe saber que
estaba enamorada.
Me miró con una sonrisa apacible y de reproche, como esperando que mi
juventud no lo considerase algo tan imposible o ridículo. No, estaba muy
interesada.
—Enamorada del señor MacArthur —dije, sin que fuese una pregunta, pues
era aquel momento arcádico de la vida en que una toma como necesidad natural,
como verdad indiscutible, que todo el mundo se casa con su primer amor.
—No, querida; no del señor MacArthur.
Yo me quedé tan pasmada, tan completamente asombrada, pues había tejido
un cierto ideal alrededor de mi buena y vieja amiga, que me quedé cinco largos
minutos mirando tejer en silencio a Mrs. MacArthur. Mi sorpresa no fue a menos
cuando dijo con una sonrisa:
—Era un joven caballero de posibles y me tenía mucho cariño; más bien,
estaba orgulloso. Pues aunque no lo crea, querida, en aquellos tiempos yo era
una belleza.
No lo dudé. El cuerpo pequeño, las manos y pies diminutos; de verla por la
espalda, uno hubiese tomado a Mrs. MacArthur por una jovencita aún.
Ciertamente, los miembros de la generación anterior vivían más calmada y
tranquilamente que nosotros.
—Sí, era la belleza de Bath. El señor Everest se enamoró de mí allí. Yo
estaba encantada, porque justo había terminado de leer Cecilia, de la señorita
Burnett, y pensé que él era igual que Mortimer Delvil. Una historia preciosa,
Cecilia, ¿la ha leído?
—No —y, para que empezase su historia, salté a la única conclusión que
podía reconciliar el hecho de que hubiese tenido un amante apellidado Everest y
ahora fuese la señora MacArthur—. ¿Ése fue el fantasma que vio?
—No, querida, no; gracias a Dios, sigue vivo. Me llama a veces; ha sido un
buen amigo de nuestra familia. ¡Ah! —con un lento movimiento de cabeza,
medio complacida, medio pensativa—, no se creería, querida, lo buen mozo que
era.
No pude sonreír ante la extraña frase, que hablaba de novelas del siglo
pasado y de los amores de nuestras bisabuelas. Escuché pacientemente los
distraídos recuerdos que seguían retrasando el comienzo de la historia de
fantasmas.
—Pero, señora MacArthur, ¿fue en Bath donde usted vio o escuchó lo que
creo que va a contarme? Ya sabe, donde vio el fantasma.
—No lo llame así; parece que se estuviese burlando de ello. Y no debe
hacerlo, pues es muy real, tan real como que ahora estoy aquí sentada, una
anciana de setenta y cinco años, y que entonces era una jovencita de dieciocho.
No, querida, se lo voy a contar.
»—Estábamos en Londres mis padres, el señor Everest y yo. Él los había
convencido para que me llevasen; quería enseñarme el mundo, aunque no era
más que un mundo estrecho, querida (pues él era un estudiante de Derecho, que
vivía con poco y trabajaba mucho). Alquiló un alojamiento para nosotros cerca
del Colegio de Abogados; en la calle C…, la última casa, cerca del río. Le
gustaba mucho el río, y algunas noches, cuando tenía demasiado trabajo y no
podía permitirse llevarnos a Ranalegh o al teatro, solía pasear con mis padres y
conmigo, arriba y abajo, por los Jardines del Colegio. ¿Has estado alguna vez en
los Jardines del Colegio de Abogados? Ahora es un lugar muy bonito, un rincón
silencioso y gris en medio del ruido y el alboroto; las estrellas se ven
maravillosas a través de aquellos grandes árboles, pero ya no es como era antes,
cuando yo era niña.
—¡Ah! No, imposible.
—Fue en los Jardines del Colegio de Abogados, querida, donde dimos
nuestro último paseo (mi madre, el señor Everest y yo) antes de que ella volviese
a casa, a Bath. Estaba muy impaciente e inquieta por irse, siendo como era tan
delicada para las diversiones de Londres. Además, tenía varios hijos en casa, de
los cuales yo era la mayor, y esperábamos con ansia al más joven en un mes o
dos. Sin embargo, mi querida madre había viajado conmigo, me había llevado a
todos los espectáculos y monumentos que yo, una niña vigorosa y feliz, anhelaba
ver, y los disfrutó casi tanto como yo.
»Pero aquella noche estaba pálida, bastante seria y muy decidida a volver a
casa.
»Hicimos cuanto pudimos por persuadirla de lo contrario, pues la noche
siguiente iba a tener lugar la guinda de todas nuestras diversiones en Londres:
¡íbamos a ver Hamlet a Drury Lane, con John Kemble y Sarah Siddons!
Piénselo, querida. ¡Ah! Ahora no se ven cosas así. Incluso mi serio padre ansiaba
ir, e insistió, a su tímida manera, en que deberíamos posponer nuestra partida.
Pero mi madre estaba decidida.
»Al fin el señor Everest dijo —y podría mostrarle el sitio exacto en que se
encontraba, el río (la marea estaba alta) lamía los muros y el sol de la tarde se
reflejaba en las casas de Southwark enfrente—, dijo (estaba equivocado,
naturalmente, pero estaba enamorado, y podía perdonársele): “Señora” dijo, “es
la primera vez que veo que sólo piensa en usted misma”.
»—¿En mí misma, Edmond?
»—Discúlpeme, pero ¿no le sería posible regresar a su casa dejando atrás,
sólo por dos días, al señor White y a la Señorita Dorothy?
»—Dejarlos aquí… ¡dejarlos aquí! —meditó sus palabras—. ¿Tú qué dices,
Dorothy?
»Yo no dije nada. La verdad es que no me había separado de ella en mi vida.
Nunca se me había pasado por la cabeza querer separarme de ella, o disfrutar de
ningún placer sin ella, hasta… hasta los últimos tres meses. “Madre, no creo que
yo…”
»Pero entonces vi al señor Everest, y me detuve.
»—Por favor, continúe, señorita Dorothy.
»No, no podía. Parecía tan afligido, tan dolido, y habíamos sido tan felices
juntos. Además, quizá no volviésemos a vernos en años, pues el viaje entre
Londres y Bath era largo, incluso para los amantes, y él trabajaba mucho… tenía
pocos placeres en la vida. Ciertamente parecía egoísta por parte de mi madre.
»Aunque mis labios no dijeron nada, quizá mi mirada triste dijo demasiado,
y mi madre se dio cuenta.
»Anduvo con nosotros unos pocos metros, lenta y pensativamente. Podía
verla, con su rostro pálido y cansado bajo los lazos color cereza de su capucha.
De joven había sido muy hermosa, y aún lo era… ¡mi querida y buena madre!
»—Dorothy, no hablemos más de esto. Lo siento mucho, pero debo volver a
casa. Sin embargo, persuadiré a tu padre de que se quede contigo hasta el fin de
semana. ¿Te parece bien?
»—No —fue el primer impulso filial de mi corazón; pero el señor Everest
me apretó el brazo con una mirada tan suplicante que casi contra mi voluntad
respondí: “Sí”.
»El señor Everest abrumó a mi madre con su felicidad y gratitud. Ella paseó
un rato más, apoyándose en su brazo, pues le apreciaba mucho; luego quedó
parada mirando el río, a un lado y a otro.
»—Supongo que éste es mi último día en Londres. Gracias por haber
cuidado tan bien de mí. Y cuando haya regresado a casa… por favor, oh,
Edmond, cuide muy bien de Dorothy.
»Esas palabras y el tono en el que las pronunció se grabaron en mi mente.
Primero, por gratitud, no exenta de remordimiento, como si yo no hubiese sido
tan considerada con ella como ella lo había sido conmigo; después… pero a
menudo erramos, querida, al insistir demasiado en esa palabra. Nosotros,
criaturas mortales, sólo tenemos que enfrentarnos al “ahora”. Nada que ver con
“después”. En este caso, he cesado de culparme a mí o a otros. Fuese lo que
fuese, siendo pasado, debía ocurrir así, y no podría haber sido de otro modo.
»Mi madre se volvió a casa a la mañana siguiente, sola. Nosotros la
seguiríamos unos días después, aunque ella no nos permitió decidir ningún día
concreto. Su partida fue tan precipitada que no recuerdo nada sobre ella, excepto
su respuesta al urgente deseo de mi padre, casi una orden, de que si ocurría algo
se lo hiciese saber inmediatamente.
»—Bajo cualquier circunstancia, esposa —reiteró—, ¿lo prometes?
»—Lo prometo.
»Aunque cuando se fue, mi padre declaró que no habría hecho falta que mi
madre lo dijese, dado que casi habríamos llegado a casa para cuando el lento
coche de Bath pudiese traernos una carta. Pero estaba bastante inquieto al no
estar acostumbrado a la ausencia de mi madre en toda su feliz vida de casados.
Le complacía, como a la mayoría de los hombres, culpar a cualquiera excepto a
sí mismo, y durante todo el día y el siguiente, estuvo malhumorado a ratos tanto
con Edmond como conmigo; pero lo soportó, y pacientemente.
»—Todo se arreglará cuando le llevemos al teatro. No tiene ningún motivo
para sentirse inquieto por ella. Tu madre, Dorothy… ¡qué mujer tan adorable y
hermosa!
»Me alegré de oír hablar así a mi amor, y pensé que difícilmente podría
haber una joven tan afortunada como yo.
»Fuimos al teatro. Ah, ahora ya no saben lo que es una obra. Nunca han visto
a John Kemble ni a la señora Siddons. Aunque en vestuario y aspecto era muy
inferior al Hamlet que me llevó a ver la semana pasada, querida, y recuerdo
perfectamente haber estado a punto de reírme durante la escena más solemne,
porque se hacía muy evidente que el Fantasma había bebido. Curiosamente, nada
de lo que sucedió a continuación, ningún suceso posterior, me borró de la mente
la vívida impresión de mi primera obra de teatro. Resulta llamativo que la obra
fuese Hamlet. ¿Cree que Shakespeare creía en… en lo que la gente llama
“fantasmas"?
No supe contestarle, pero sí pensé que el fantasma de la señora MacArthur
estaba tardando mucho en hacer su aparición.
—No, querida… no; haga lo que quiera excepto reírse de ello.
Estaba visiblemente emocionada, y no sin esfuerzo pudo continuar su
historia.
—Ojalá entendiese usted con exactitud mi posición aquella noche: una
jovencita con la cabeza llena del hechizo de la escena, con su corazón no menos
absorbido. El señor Everest había cenado con nosotros, dejándonos a ambos del
mejor humor; de hecho mi padre se había ido a la cama, riéndose con ganas
recordando las payasadas del señor Grimaldi, que casi habían borrado de su
recuerdo a la Reina y a Hamlet, pues lo ridículo siempre deja una huella mucho
más profunda que lo horroroso o lo sublime.
»Estaba sentada… déjeme pensar… en la ventana, hablando con mi doncella
Patty, que me estaba cepillando el pelo. La ventana estaba medio abierta y tenía
vistas al Támesis; y, como la noche de verano era muy cálida y estrellada, era
casi como estar sentada al aire libre. Nada del sobrecogimiento que da la soledad
de una habitación cerrada a medianoche, cuando todos los ruidos se magnifican,
y todas las Sombras parecen estar vivas.
»Como decía, habíamos estado charlando y riendo, pues Patty y yo éramos
muy jóvenes y ella también estaba enamorada. Ella, como todos en nuestra casa,
admiraba al señor Everest. Yo acababa de reñirla, medio en broma, ante sus
elogios al señor Everest, cuando el reloj de San Pablo tronó sobre el silencioso
río.
»—Las once —dijo Patty—. Es terriblemente tarde, señorita Dorothy: no son
horas propias en Bath.
»—Madre se habrá metido en la cama hace una hora —dije yo, con un cierto
autorreproche por no haber pensado en ella hasta entonces.
»Al minuto siguiente, mi doncella y yo nos incorporamos de un salto
exclamando simultáneamente.
»—¿Ha oído eso?
»—Sí, un murciélago chocando contra la ventana.
»—Pero el enrejado está abierto, señorita Dorothy.
»Y estaba abierto, y no había cerca pájaro ni murciélago alguno… sólo la
silenciosa noche de verano, el río y las estrellas.
»—Estoy segura de haberlo oído. Y creo que era como… al menos un poco
como… si alguien llamara.
»—¡Tonterías, Patty! —pero también me lo había parecido a mí, aunque
había dicho que era un murciélago. Sonó exactamente como unos dedos contra
un vidrio: dedos suaves y gentiles como cuando, al ir de paso hacia su jardín, mi
madre solía golpear en la ventana del cuarto de estudio en casa.
»—Me pregunto si padre habrá oído algo. El… el pájaro, ya sabes, Patty…
¿Habrá volado también hasta su ventana?
»—¡Oh, señorita Dorothy! —Patty no se dejaba engañar. Le di el cepillo
para que terminase con mi pelo, pero la mano le temblaba demasiado. Cerré la
ventana y ambas nos quedamos sentadas mirando hacia ella.
«En ese momento, distinta, clara e inconfundiblemente, como una persona
que llama al pasar, oímos de nuevo el repiqueteo en el cristal. Pero no se veía
nada; ni una sola sombra se interpuso entre nosotras y el aire nocturno, la
brillante luz de las estrellas.
«Estaba inquieta, y sobrecogida, pero no asustada. El ruido me proporcionó
un inexplicable deleite. Pero apenas había tenido tiempo de reconocer mis
sentimientos, y menos aún de analizarlos, cuando un sonoro grito llegó de la
habitación de mi padre.
«Dolly… ¡Dolly!
«Mi madre y yo teníamos el mismo nombre, pero él siempre la llamaba por
ese mote cariñoso; yo era invariablemente Dorothy. Aun así, no me paré a
pensar y corrí a su puerta cerrada y llamé.
«Pasó mucho tiempo antes de que él se diese cuenta, aunque le podía oír
hablando solo y gimiendo. Solía sufrir de pesadillas, especialmente antes de sus
ataques de gota. Así mi primera causa de alarma se tranquilizó. Me quedé
escuchando, golpeando la puerta a intervalos, hasta que al fin contestó:
»—¿Qué quieres, niña?
»—¿Te ocurre algo, padre?
»—Nada. Vuelve a tu cama, Dorothy.
»—¿No me has llamado? ¿No quieres que venga nadie?
»—A ti no. ¡Oh, Dolly, mi pobre Dolly! —y parecía estar casi sollozando—.
¿Por qué te he permitido dejarme?
»—Padre, ¿no irás a ponerte enfermo? No será la gota, ¿verdad? (pues ésos
eran los momentos en que más llamaba a mi madre y, ciertamente, era
totalmente imposible de tratar por nadie más que ella).
»—Vete. Vuelve a tu cama, niña; no te he llamado.
»Creí que estaría enfadado conmigo por haber sido en cierto modo el motivo
de nuestro retraso y me retiré sintiéndome miserable. Patty y yo nos quedamos
despiertas un buen rato, hablando de la terrible perspectiva de mi padre
sufriendo un ataque de gota en nuestro alojamiento en Londres, con sólo
nosotras para cuidarlo y mi madre lejos. Nuestra alarma era tan grande que
prácticamente olvidamos la curiosa circunstancia que nos había reunido hasta
que Patty habló desde su cama en el suelo.
»—Creo que el señor va a ponerse muy enfermo y eso, ya sabe, fue un aviso.
¿Cree que fue un pájaro, señorita Dorothy?
»—Muy probablemente. Venga, Patty, vámonos a dormir.
»Pero yo no dormí, pues durante toda la noche oía a mi padre gemir a
intervalos. Estaba segura de que era la gota, y deseé con todo mi corazón que
nos hubiésemos ido a casa con mamá.
»¡Imagine mi sorpresa cuando, muy temprano, le oí levantarse y bajar, como
si nada le afligiese! Lo encontré sentado a la mesa con su abrigo de viaje, muy
ojeroso y cansado, pero evidentemente decidido a viajar.
»—Padre, ¿no pretenderá irse a Bath?
»—Pues sí.
»—Pero el coche no sale hasta la noche —grité, alarmada—. No podemos.
»—Entonces tomaré el coche correo. Debemos irnos dentro de una hora.
»¡Una hora! El cruel dolor de partir (querida, me temo que solía sentir las
cosas agudamente cuando era joven) me traspasó completamente. Una sola hora,
y tenía que decirle adiós a Edmond… una de esas despedidas que rompen el
corazón cuando parece que dejamos atrás la mitad de nuestra joven vida,
olvidando que la verdadera partida es cuando ya no queda amor del que
separarse. Unos años, y me preguntaba cómo podía haberme arrastrado y llorado
en tan intolerable agonía ante la mera despedida de Edmond… Edmond, quien
me amaba.
»Cada minuto se me hizo un día hasta que llegó, como de costumbre, a
desayunar. Mis ojos rojos y el baúl atado de mi padre se lo explicaron todo.
»—Doctor Thwaite, ¿no pensará irse?
»—Pues sí —repitió mi padre. Estaba sentado, entristecido, apoyándose en la
mesa. Ni siquiera había probado su desayuno.
»—Bueno, no hasta el coche nocturno, ¿cierto? Quería llevarles a usted y a
la señorita Dorothy a ver al señor Benjamin West, el pintor del rey.
»—Deja tranquilos a los pintores y a los reyes, muchacho; yo me voy a casa
con mi Dolly.
»El señor Everest usó muchos argumentos, alegres y tristes, a los que yo me
aferraba con total convicción y esperanza. Siempre decía las cosas muy
claramente; era un hombre de muchos más recursos intelectuales que mi padre, y
tenía una gran influencia sobre él.
»—Dorothy —me susurró—, ayúdame a persuadir al doctor. Es tan poco el
tiempo que le ruego, sólo unas pocas horas, y antes de una separación tan larga.
»Ay, más larga que la que él o yo creíamos.
»—Niños —gritó mi padre al fin—, sois un par de necios. Esperad a haber
estado casados veinte años. Debo ir con mi Dolly. Sé que algo ocurre en casa.
»Debería haberme alarmado, pero vi sonreír al señor Everest; y, además, yo
aún me sentía arrebolada por su cariñosa mirada cuando mi padre habló de que
estuviésemos “casados veinte años”.
»—Padre, sin duda no tienes razón para creer eso. Si la tienes, dínosla.
»Mi padre levantó la cabeza y me miró a la cara apesadumbrado.
»—Dorothy, anoche, tan claramente como te veo a ti ahora, vi a tu madre.
»—¿Es eso todo? —exclamó el señor Everest, riendo—. Bueno, mi buen
señor, claro que lo hizo: estaba soñando.
»—No me había dormido.
»—¿Cómo la vio?
»—Entrar en la habitación como solía entrar en el dormitorio de casa, con la
vela en la mano y el bebé dormido en sus brazos.
»—¿Dijo algo? —preguntó el señor Everest, con otra sonrisa bastante irónica
—. Recuerde, había visto Hamlet anoche. Sin duda, señor… sin duda, Dorothy,
fue un simple sueño. Yo no creo en fantasmas; sería un insulto al sentido común,
a la sabiduría humana… no, incluso a la misma Divinidad.
»Edmond hablaba tan seria, tan justa, tan cariñosamente, que por fuerza le
creí; e incluso mi padre comenzó a sentirse bastante avergonzado de su propia
debilidad. ¡Él, un médico, cabeza de familia, rendirse a una simple superstición,
brotada probablemente de una cena caliente y un cerebro demasiado excitado! A
la misma causa atribuyó el señor Everest el otro incidente, que le conté
reluctante.
»—Querida, fue un pájaro, tan sólo un pájaro. Uno voló hasta mi ventana la
primavera pasada; se había herido y lo cogí, lo alimenté y lo cuidé. Era una
cosita tan preciosa y gentil que me recordó a Dorothy.
»—¿De verdad? —dije yo.
»—Y al fin se curó y salió volando.
»—¡Ah! Entonces no era como Dorothy.
»Así, una vez convencido mi padre, no resultó difícil convencerme a mí.
Resolvimos quedarnos hasta la noche. Edmond y yo, con mi doncella Patty,
paseamos juntos, sobre todo por la Galería del señor West, y por la silenciosa
sombra de los Jardines del Colegio de Abogados. Y si por aquellas cuatro horas
robadas y su dulzura, sufrí posteriormente indecibles remordimientos y
amarguras, me he perdonado completamente, porque sé que mi querida madre
me habría perdonado hace mucho tiempo.
La señora MacArthur se detuvo, se limpió los ojos y continuó hablando más
flemáticamente, como hablan los ancianos, de lo que lo había venido haciendo.
—Bueno, querida, ¿por dónde iba?
—Por los Jardines del Colegio de Abogados.
—Sí, sí. Bueno, volvimos a casa a cenar. Mi padre siempre disfrutaba de su
cena, y de su siesta posterior; ya casi se había recuperado por completo; sólo
parecía cansado por la falta de reposo. Edmond y yo nos sentamos en la ventana,
mirando las gabarras y las barcas en el Támesis; entonces no había barcos a
vapor.
»Alguien llamó a la puerta con un mensaje para mi padre, pero él dormía tan
profundamente que no lo oyó. El señor Everest fue a ver qué era; yo me quedé
ante la ventana. Recuerdo mecánicamente ver la vela roja de una barcaza que
bajaba por el río, pensando con súbita angustia lo vacía que parecía la habitación
ahora que Edmond no estaba allí.
»Al regresar, tras una ausencia curiosamente larga, no me miró, sino que fue
directo a mi padre.
»—Señor, es casi la hora de salir (¡oh, Edmond!). Hay un coche en la puerta
y, discúlpeme, pero creo que debería irse deprisa.
»Mi padre se puso en pie de un salto.
»—Señor, no hay necesidad de angustiarse, pero he recibido noticias. Ha
tenido otra hija, señor, y…
»—¡Dolly, mi Dolly!
»Sin otra palabra, mi padre salió corriendo sin su sombrero, saltó al coche
correo que le esperaba y partió.
»—¡Edmond! —jadeé.
»—Pobrecita mía… ¡mi Dorothy!
»Por la ternura de su abrazo, no como de amado, sino de hermano… por sus
lágrimas, pues las podía sentir en mi cuello, supe, como si me lo hubiese dicho,
que nunca volvería a ver a mi querida madre.
—Había muerto en el parto —continuó la anciana tras una larga pausa—.
Murió por la noche, en el mismo instante en que yo había oído los golpes en la
ventana, y mi padre había creído verla entrar en su habitación con un bebé en los
brazos.
—¿El bebé también había muerto?
—Eso creyeron entonces, pero después revivió.
—¡Qué historia tan extraña!
—No le pido que la crea. Cómo y por qué y qué fue no sabría decírselo; sólo
sé que fue así.
—¿Y el señor Everest? —pregunté, no sin dudarlo.
La anciana sacudió la cabeza:
—Ah, querida, pronto aprenderá que muy, muy raramente, se casa una con
su primer amor. Desde aquel día, no volví a ver al señor Everest en veinte años.
—Qué error… cómo…
—No le censure; no fue culpa suya. Verá, después de aquello, mi padre le
cogió inquina. No sin razón, quizá; y ella no estaba allí para poner las cosas en
su sitio. Además, mi propia conciencia me recriminaba, y había seis niños en
casa, y la recién nacida no tenía madre, así que al fin me hice a la idea. Le
hubiese amado igual si hubiésemos esperado veinte años, pero él no veía las
cosas así. No le culpe, querida, no le culpe. Quizá fuese para bien, tal como
salieron las cosas.
—¿Se casó?
—Sí, unos años después; y quiso mucho a su esposa. Cuando yo tenía unos
treinta y uno, me casé con el señor MacArthur. Así que ninguno fuimos
desgraciados, ya ve. Al menos, no más que la mayoría de la gente; y después nos
convertimos en sinceros amigos. El señor y la señora Everest vienen a verme
casi todos los sábados. Pero, chiquilla atontada, ¿pues no está llorando?
Sí, lloraba. Pero no por la historia de fantasmas.
Rhoda Broughton
(1840 - 1920)
Por una indecorosa cuestión de modas, ya sea en Europa o en Estados
Unidos, pocos aficionados a la literatura leen hoy a Rhoda Broughton. Su
dilatada carrera como novelista, integrada por textos emocionalmente tan
intensos como Nancy (1873), Joan (1876), Belinda (1883), Dear Faustina
(1897), The Game and the Candle (1899), Lavinia (1902) o Between two Stools
(1912), cuyo argumento suele centrarse en el amor y sus adversidades, mezcla
desde una perspectiva estilística la aspereza realista de un Émile Zola y los
artificios del melodrama romántico Victoriano, un poco a la manera de Jane
Austen. Por eso, de entrada, sus obras parecen un baluarte inexpugnable para
cualquier lector contemporáneo. Pero, a poco que se observen con cuidado,
percibimos cuál es el espíritu creativo que palpita tras ellas, mucho menos
plácido y convencional de lo que aparenta. Broughton, antes de inventar los
gestos rituales con los que captar el interés de su audiencia, exhibe un afilado
conocimiento del arte de la novela —«Hay dos tipos de novelas: las primeras
son como leche para bebés, las segundas son como un pedazo de carne
demasiado fuerte para el estómago de un hombre», escribió—, mostrándonos la
complejidad y vileza del mundo en que viven sus heroínas. Éstas son mujeres
que aman y desean —la crítica censuró la franqueza narrativa de Broughton a la
hora de expresar la sexualidad femenina—, mujeres atrapadas en una sociedad
patriarcal que las oprime pero que, a su vez, ensimismada en su cerrazón, les
permite desplegar toda clase de estrategias para que puedan salirse con la suya;
es decir, amar, pensar, decidir, gozar. Oscar Wilde, uno de los mayores
admiradores de Broughton, afirmó que, para alcanzar tales cotas artísticas, sus
novelas poseían un toque de vulgaridad y extraña elegancia que, por otro lado,
definía muy bien el temperamento de tan singular escritora.
Desgraciadamente, las novelas de Rhoda Broughton son tan desconocidas
para el lector de habla hispana como sus cuentos fantásticos, los cuales la
convierten, sin temor a exagerar, en una de las grandes damas de la ghost story
anglosajona. Cualquiera de las historias recopiladas en volúmenes como Tales
for Christmas Eve (Bentley, Londres, 1873), que contiene los relatos “The
Temple Bar Magazine: The Man with the Nose” (octubre 1872), “Behold, it Was
a Dream!” (noviembre 1872), “Poor Pretty Bobby” (diciembre 1872), “Under
the Cloak” (enero 1873) y “The Truth, the Whole Truth, and Nothing But the
Truth” (febrero 1868), recogido en la presente antología. Tampoco debemos
olvidar Betty’s Visions, and Mrs Smith of Longmains (George Routledge & Son,
Londres, 1873), que contiene dos novelettes o novelas cortas sobre misteriosas
visiones de la muerte y alrededor de la extraña relación que mantienen un
terrible asesino… y su vecina. La narrativa terrorífica y/o fantástica de Rhoda
Broughton es un prodigio de atmósfera; para ella, lo sobrenatural, lo inquietante,
se encuentra solapado en nuestra vida cotidiana sin que apenas nos demos
cuenta. En abierto contraste con su minuciosa descripción del mundo real, está la
sutileza con que el horror, lo fantástico, se apoderan del universo de los
personajes y de la imaginación del lector. Al principio sólo existe un malestar
que, posteriormente, se extiende como una mancha de aceite, apoderándose de
todo y de todos, contaminándolo, corrompiéndolo.
“The Truth, the Whole Truth, and Nothing But the Truth” es un excepcional
ejemplo de técnica. La estructura epistolar del relato —típica de la narrativa
gótica tardía, como demuestran Wilkie Collins (1824-1889) o Bram Stoker
(1847-1912)— da mayor fuerza y verosimilitud a las estremecedoras vivencias
de la protagonista, Cecilia Montresor, atrapada en una casa embrujada que se
resiste a ser limpiada. La subjetividad de su historia puede empujarnos a pensar
que todo es producto de una imaginación delirante, pero Rhoda Broughton se las
ingenia, y de qué manera, para mantener ese difícil equilibrio entre nuestro
lógico escepticismo y nuestra retorcida necesidad de creer… ¿Es realmente “The
Truth, the Whole Truth, and Nothing But the Truth” una historia real, tal y como
lapidariamente se nos sugiere al final? No, desde luego, pero la angustiosa
hipótesis de que podría serlo resulta más efectiva que el ominoso canto de un
ave nocturna o la fugaz visión de una figura en medio de un oscuro pasadizo.
Al reivindicar la valía y genio de Rhoda Broughton en un género tan difícil
como los cuentos de fantasmas, no podemos evitar pensar que, tal vez, su talento
fue heredado. Su tío, por parte de madre, fue Joseph Sheridan Le Fanu (1814-
1873), según Rafael Llopis «el verdadero iniciador de la ghost story
contemporánea» (Historia natural de los cuentos de miedo. Ediciones Jucar, col.
La Vela Latina, Madrid, 1974) gracias a obras maestras de la envergadura de
“Schalken el pintor” (Schalken the Painter, 1839), “Té verde” (Green Tea,
1869), Tío Silas (Uncle Silas, 1864) y Carmilla (id., 1872). Debido a la estrecha
relación personal que ambos mantuvieron, Le Fanu ayudó a su sobrina a dar sus
primeros pasos como escritora, animándola primero a escribir en secreto,
asesorándola desde una perspectiva técnica y, luego, publicándole por entregas
sus dos primeras novelas, Not wisely, but too well (1867) y Cometh up as a
flower (1867), en la Dublin University Magazine, de la cual era propietario.
Rhoda Broughton nació en Denbigh, País de Gales. Era hija del reverendo
Delves Broughton, miembro de un rico linaje de terratenientes de Staffordshire.
Cuando Rhoda era apenas una niña —era la más joven de cuatro hermanos, tres
niñas y un niño—, su familia se trasladó precisamente a Staffordshire, donde su
padre tomó las riendas de la iglesia local. Su hogar, Broughton Hall, una bella
mansión isabelina, se convirtió años más tarde en una notable fuente de
inspiración de sus novelas y cuentos. Su gusto por la literatura y, especialmente,
por la poesía, se debió a la influencia del reverendo Broughton, lector voraz y
una figura hacia la que la escritora profesaba un gran afecto. En 1863, el clérigo
fallece y Rhoda se traslada a vivir con sus dos hermanas a Surbiton, Surrey, y
posteriormente a Londres, donde disfrutó del aprecio y admiración de sus
colegas masculinos, como Matthew Arnold, Thomas Hardy, Oscar Wilde y
Henry James. Por recomendación de este último, se instaló en Oxford, pero el
bullicioso ambiente de la universidad no agradó a Rhoda, quien tenía fama de ser
algo introvertida. Murió en su casa de Headlington Hill, cerca de Oxford.
LA VERDAD, TODA LA VERDAD Y NADA MÁS
QUE LA VERDAD
De la señora De Wynt a la señora Montresor
18, Eccleston Square
5 de mayo
Mi queridísima Celia:
Hablan de las amistades de Orestes y Pílades, de Julie y Claire[17], ¿qué son
comparadas con la nuestra? ¿Alguna vez estuvo Pílades ventre a terre[18], por
medio Londres en un día tan caluroso que sólo podría haber imaginado una ame
damnée[19] para que Orestes pudiese estar confortablemente alojado? ¿Alguna
vez Claire tuvo que mantener conversaciones con unos cincuenta o cien agentes
inmobiliarios para que Julie pudiese tener tres ventanas en su salón y una bonita
portière[20]? Ya ves que estoy decidida a pagar mi deuda de gratitud entera.
Bueno, querida amiga, hasta ayer no tenía ni idea de lo apretados que
vivimos en esta gran colmena humeante, prácticamente como sardinas en un
barril. Pero no te asustes. A fuerza de apretarnos y amontonarnos, nos las hemos
arreglado para hacer sitio para otras dos sardinas en nuestro barril, y esas dos
sois tú y tu otro yo, esto es, tu marido. Deja que empiece por el principio.
Después de haber visto, y lo creo firmemente, cada residencia indeseable en la
zona oeste de Londres, tras no haber visto nada intermedio entre lo que le
convendría a un duque y lo que necesitaría un deshollinador, después de probar
colchones rayados y explorar cocinas hasta que el cerebro me cedió con el peso
del conocimiento, llegué ayer a eso de las cinco y media de la tarde al 32 de la
calle ——— en May Fair.
«Fallo número 253, sin duda», me dije a mí misma, mientras me esforzaba
por los escalones con el alma anhelando el té de la tarde, y sintiéndome de tan
mal genio como puedas imaginarte. Ahí acabó mi talento para la profecía. He
reparado en que el destino suele complacerse en contradecirnos, y convertir en
mentiras nuestras pequeñas predicciones. Una vez dentro, creí haber entrado por
error en un pequeño reservado del Cielo. Fresco como una margarita, limpio
como una patena, brillante como el rostro de un Serafín, es todo eso y mucho
más, pero he agotado mi limitado repertorio de símiles. Dos salones tan amplios
como pudiese desear una mujer a la que se le llene la casa de gente a la que no
conoce, cortinas blancas con otras de color rosa debajo; maravilloso,
inmoralmente adecuado, querida, y me he asegurado de ello por tu bienestar,
gracias a los espejos, de los que hay como docena y media, las alfombras persas,
las mecedoras y los sofás perfectos para toda clase de cuerpos y dimensiones,
desde el Apolo del Belvedere a la señorita Biffin[21] y mil de las pequeñas
trivialidades importantes que conforman la vida de una mujer: puertas de jardín
con adornos de bronce dorado, tazas sin asa, muchachitos desnudos y
pastorcillas con escote, por no hablar de una familia de perrillos de porcelana
con lazos azules alrededor del cuello que por sí mismos deberían añadirle al
alquiler cincuenta libras más al año. Por cierto, pregunté, asustada y temblando,
cuánto sería el alquiler: «Trescientas libras al año». Me podrían haber derribado
de un soplido. Apenas podía dar crédito a lo que oía, e hice que la mujer me lo
repitiese varias veces, no fuera a haber un tremendo error. Aún sigue siendo un
misterio para mí.
Con esa sospecha que es tan característica de ti, inmediatamente empezarás a
creer que debe haber un terrible olor inexplicable, o un ruido incomprensible que
acecha en los salones. Nada de eso, me aseguró la mujer, y no me parecía que
me estuviese mintiendo. Luego sugerirás, recordando las cortinas de color rosa,
que su última ocupante fue alguna mantenida. Nada de eso, su último ocupante
fue un anciano e irreprochable oficial del ejército de la India, sin mal genio, y
una esposa muy legal. Es cierto que no se quedaron mucho tiempo, pero claro,
como me dijo la casera, él era un deplorable viejo hipocondríaco que no
soportaba vivir más de una quincena en el mismo lugar. Así que aparta tu
escepticismo, que es tu pecado constante, y dale gracias sinceras a Santa Brígida,
a Santa Gengulfa, a Santa Catalina de Siena, o a quien sea tu Santa tutelar, por
haberte proporcionado un palacio por el precio de una cabaña, y por haberte
enviado a una amiga tan valiosa como
Tu apreciada,
Elizabeth De Wynt
PD. Sintiéndolo mucho, no podré estar en la ciudad para ser testigo de tu
alegría, pero el querido Artie parece tan pálido, delgado y desgarbado después de
esa terrible tos ferina que le envío a la costa enseguida, y como no soporto
perder al niño de vista, también yo me dirijo al destierro.
De la señora Montresor a la señora De Wynt
32, Calle———, May Fair
14 de mayo
Queridísima Bessy:
¿Por qué no ha podido el querido Artie postergar su convalecencia de esa
terrible tos ferina, etc., hasta agosto? Me resulta muy curioso el modo perverso
en el que los niños siempre escogen para sus enfermedades los momentos más
inconvenientes. Aquí estamos, instalados en nuestro Paraíso, y hemos buscado
por todas partes, en cada agujero y rincón, la serpiente, sin lograr ver ni rastro de
su cola moteada. La mayor parte de las cosas de este mundo defraudan, pero el
32 de la Calle——— en May Fair no. El misterio del alquiler sigue siendo un
misterio. Esta mañana he dado mi primer paseo a caballo, que estaba algo
caprichoso. Me temo que mi nervio no es el que era. Vi a montones de personas
que conozco. ¿Te acuerdas de Florence Watson? ¡Qué melena de pelo rojo tenía
el año pasado! ¡Bien, pues esa misma melena es ahora negra como ala de cuervo
este año! Me pregunto cómo pueden algunas convertirse en una mentira andante,
¿tú no? Adela vendrá a vernos la semana que viene, y me alegra mucho. Es
aburrido pasear sola por la tarde, y siempre he creído que una joven paseando
sola en un coche de caballos, o con sólo un perro a su lado, no es de buen tono.
Enviamos las tarjetas dos semanas antes de venir aquí, y ya nos han inundado las
llamadas. Considerando que hemos estado dos años exiliados de la vida
civilizada y que Londres no suele tener buena memoria, yo diría que nos va
bastante bien. Ralph Gordon vino a verme el domingo: ahora está en los
Húsares. ¡Se ha convertido en todo un caballero, y tan apuesto! ¡Justo de mi
estilo, grande, rubio y sin patillas! Hoy en día, la mayoría de los hombres se
empeñan en parecer monos o terriers escoceses. Yo intento ser una madre para
él. Cortan los vestidos hasta extremos indecentes; las faldas cortas están por
todas partes. Lo siento, las detesto. Hacen a las mujeres altas desaliñadas e
insignificantes a las bajas. ¡Qué horror! «Paz» es una palabra que debería ser
eliminada del diccionario de Londres.
Afectuosamente tuya,
Cecilia Montresor
De la señora De Wynt a la señora Montresor
Hotel Lord Warden, Dover
18 de mayo
Queridísima Cecilia:
Te habrás dado cuenta de que sólo te dedico una pequeña página de un libro
de notas. ¡Sabe Dios que no es por falta de tiempo!, que aquí el tiempo sobra,
sino por falta de ideas. Cualquier idea que he tenido me ha venido siempre de
cosas externas, no soy lo bastante inteligente para generar ninguna dentro de mí.
Mi vida aquí no es terriblemente sugerente. Me paso el tiempo cavando con una
espada de madera y comiendo gambas. Al menos, ésos son mis trabajos; en mi
tiempo libre me acerco al muelle a ver llegar el barco de Calais. Cuando una se
siente miserable, sin duda es un consuelo ver a alguien aún más miserable. Y por
muy malvada, aburrida y vegetativa que sea, al menos yo no me mareo en el
mar. Siempre siento que se me eleva el espíritu después de haber visto pasar ante
mí esa procesión amargada y renqueante de otros cristianos azules, verdes y
amarillos. Aquí siempre hay tal viento que, en comparación, aquel que soplaba
tan violentamente en casa de Job era un simple céfiro. Hay alturas a las que subir
que requieren más osada perseverancia de la que nunca demostró Wolfe, con sus
irrisorias alturas de Abraham[22]. Hay casas blancas brillantes, carreteras blancas
brillantes, acantilados blancos brillantes. ¡Si supieran lo antipatrióticamente que
detesto los acantilados color tiza de Albión! Ahora que ya me he quejado
durante mis dos paginitas (hasta me he rebajado a escribir en letra grande para
poder llenarlas), enviaré mi odiosa carta. Cómo me gustaría poder meterme yo
misma en el sobre y aparecer dentro de él en la hermosa y sucia Londres. No
podría haber suspirado con más sentimiento Madame de Staël por París entre las
sombras de Coppet.
Tu desconsolada Bessy
Tu desconsolada Bessy
De la señora Montresor a la señora De Wytt
32, Calle———, May Fair
27 de mayo
¡Oh, mi queridísima Bessy, cómo desearía salir de esta terrible, terrible casa!
Por favor, no me consideres desagradecida por decirlo, después de que te
tomases tantas molestias para encontrarnos un Cielo en la Tierra, como creíste.
Lo que ha ocurrido, naturalmente, ningún ser humano podría haberlo
previsto ni habernos protegido contra ello. Hace unos diez días, Benson, mi
doncella, vino a verme con la cara muy larga y me dijo: «Disculpe, señora, pero
¿sabe que esta casa está encantada?» Me sobresalté tanto, ya sabes lo miedosa
que soy. Le dije: «¡Santo Cielo! ¡No! ¿Lo está?» «Bueno, señora, estoy bastante
segura de que sí», dijo, y su expresión era tan alegre como la de un enterrador.
Entonces me contó que la cocinera había ido esa mañana a comprar alimentos a
una tienda del vecindario, y al darle al hombre la dirección donde debía
enviarlos le había dicho con una sonrisa muy peculiar: «No el 32 de la calle
———, ¿eh, hmm? Me pregunto cuánto tiempo durarán allí. El último que
estuvo sólo aguantó quince días». A la cocinera le pareció tan extraño que le
preguntó a qué se refería, pero él sólo dijo: «¡Oh! Nada, sólo que la gente nunca
se queda mucho tiempo en el 32». Sabía de algunos que habían llegado un día y
se habían marchado al siguiente, y en los últimos cuatro años nunca había
conocido a nadie que hubiese estado más de un mes. Sintiéndose bastante
alarmada por esta información, naturalmente preguntó por la causa, pero él
rechazó dársela, diciendo que si no lo había averiguado ya por sí sola, sería
mucho mejor no hablar del tema, porque sólo la aterraría. Cuando ella le insistió
y le urgió, sólo pudo extraerle que la casa tenía muy mala fama y que los dueños
se habían conformado con deshacerse de ella por un precio ridículo. Ya sabes lo
firmemente que creo en apariciones, y el pánico cerval que les tengo. Podría
enfrentarme, creo, a cualquier cosa material, tangible, a lo que pueda tocar. Algo
de la misma fibra, carne y hueso como yo; pero la mera idea de vérmelas con un
«muerto sin cuerpo» me altera el cerebro. En cuanto llegó Henry, corrí hacia él y
se lo conté, pero él desdeñó toda la historia, se rió de mí y me preguntó si
deberíamos irnos de la casa más bonita de Londres, en plena temporada, porque
un tendero había dicho que tenía mala fama. La mayoría de las cosas que ha
habido en el mundo habían tenido mala prensa en su momento, y, además, el
hombre probablemente tenía algún motivo para deshacerse de los que estaban en
la casa; tendría algún amigo para quien quería la fabulosa situación y el alquiler
barato. Se burló de mis «miedos infantiles», como él los llamó, y hasta me sentí
medio avergonzada y sin embargo tampoco totalmente tranquila. Y entonces
llegó el habitual desfile de compromisos londinenses, durante los cuales una no
tiene tiempo de pensar nada más que en cómo hablar, actuar y comportarse en el
momento presente. Adela iba a venir ayer, y por la mañana llegó nuestra cesta
semanal de flores, fruta y verduras de casa. Yo misma arreglo siempre los
floreros porque los sirvientes no tienen gusto, y mientras colocaba las flores, se
me ocurrió, ya conoces la pasión de Adela por las flores, montar un arreglo de
rosas y resedas para su mesita, como sorpresa. Al bajar por las escaleras había
visto a la doncella, una chica de campo de cara redonda, entrar en la habitación
que estaba preparada para Adela llevando bajo el brazo unas sábanas que había
estado aireando. Subí las escaleras muy despacio, porque el arreglo tenía agua, y
tenía miedo de derramarla. Giré el pomo de la puerta de la habitación y entré,
con los ojos fijos en las flores, para ver si se habían movido durante el tránsito y
si se había caído alguna. De repente, sentí un escalofrío y con miedo, no sé por
qué, levanté la vista deprisa. La muchacha estaba en pie al lado de la cama, algo
inclinada apretando las manos, rígida, totalmente tensa. Sus ojos, abiertos de par
en par, se le salían de las órbitas con una mirada de horror inenarrable. Tenía las
mejillas y los labios no ya pálidos, sino lívidos como los de alguien que hubiese
muerto hacía rato entre dolores mortales. Mientras la miraba, sus labios se
movieron un poco, y en una voz terriblemente ronca, nada parecida a la suya,
dijo: «¡Oh, Dios mío, lo he visto!», y entonces se derrumbó de repente, como un
tronco, con un ruido pesado. Al oír el ruido, perfectamente audible a través de
las finas paredes y suelos de una casa de Londres, Benson vino corriendo, y
entre las dos conseguimos subirla a la cama, e intentamos devolverle la
consciencia frotándole pies y manos y poniéndole sales bajo la nariz. Y todo el
rato mirábamos por encima de nuestros hombros, con el vago miedo de ver
alguna horrible aparición informe. Mientras, Harry, que había ido a su club,
regresó. Al cabo de dos horas pudimos devolverla a la vida, pero sólo para hacer
el terrible descubrimiento de que se había vuelto completamente loca. Se puso
tan violenta que necesitamos la fuerza combinada de Harry y Phillips, nuestro
mayordomo, para mantenerla en la cama. Naturalmente, llamamos
inmediatamente al doctor, quien, después de que ella se hubiese calmado algo
más hacia la noche, se la llevó en un coche a su propia casa. Acaba de venir para
decirme que ahora está bastante tranquila, pero no porque le haya regresado la
cordura, sino de puro agotamiento. Lógicamente, estamos totalmente a oscuras
sobre qué vio, y sus delirios eran demasiado inconexos e ininteligibles como
para darnos la más mínima pista. Me siento tan totalmente destrozada y
disgustada por este horrible suceso que, estoy totalmente segura, me disculparás
si escribo incoherencias. Una cosa que no necesito decirte es que nada en el
mundo me obligaría a permitir que Adela ocupase ese horroroso dormitorio.
Tiemblo y echo a correr cada vez que paso por la puerta.
Tuya, y muy agitada,
Cecilia
De la señora De Wynt a la señora Montresor
Hotel Lord Warden, Dover
28 de mayo
Queridísima Cecilia:
Acaba de llegar tu carta, ¡qué horror! Pero no acabo de estar convencida de
que sea cosa de la casa. Sabes que me siento como si fuera la madrastra de la
casa, y responsable de su buen comportamiento. ¿No crees que a la muchacha
pudo darle un ataque? ¿Por qué no? Yo misma tengo un primo que sufre de esta
clase de accesos, e inmediatamente después de haberlos sufrido, todo el cuerpo
se le vuelve rígido, los ojos fijos y vidriosos, la complexión lívida, exactamente
como en el caso que describes. O si no un ataque, ¿estás segura de que nunca ha
sufrido arrebatos de locura? Por favor, asegúrate de que no hay antecedentes de
locura en su familia. Hoy en día es tan común y aumenta tanto, que es bastante
probable. Ya sabes que no creo en absoluto en fantasmas. Estoy convencida de
que la mayoría, si bajasen a la tierra, resultarían tan genuinos como el famoso de
Cock Lane[23]. Pero incluso admitiendo la posibilidad, no, la existencia
incuestionable de los fantasmas en abstracto, ¿es posible que haya algo que
pueda ser tan pavoroso como para volver a una persona perfectamente cuerda
completamente loca en un instante, cuando tú, después de residir en esa casa
durante tres semanas, no lo has visto nunca? Según tu hipótesis, la casa entera
debería estar a estas alturas completamente insana. Permíteme implorarte que no
cedas al pánico que, posiblemente, se demostrará totalmente sin base. ¡Oh, ojalá
pudiese estar contigo para hacerte atender a razones! Artie va a tener que ser el
mejor apoyo que pueda desear una anciana para resarcirme por todo lo que me
están haciendo sufrir él y su tos ferina. Por favor, escríbeme inmediatamente, y
cuéntame los progresos de la pobre paciente. ¡Oh, si tuviese las alas de una
paloma! Estaré inquieta hasta que vuelva a saber de ti.
Tuya,
Bessy
De la señora Montresor a la señora De Wynt
5, Bolton Street, Piccadilly
12 de junio
Queridísima Bessy:
Ya ves que hemos dejado aquella casa terrible, odiosa y funesta. ¡Ojalá
hubiésemos escapado de ella antes! Oh, mi querida Bessy, no volveré a ser la
misma mujer aunque viva cien años. Permíteme intentar ser coherente y relatarte
con sentido lo que ha pasado. Y primero, en cuanto a la doncella, la han llevado
a un asilo de lunáticos, donde permanece en el mismo estado. Ha tenido varios
intervalos de lucidez, y durante ellos, se le ha cuestionado rigurosa y
acuciantemente acerca de lo que vio, pero ha mantenido un silencio absoluto y
desesperanzado, y sólo tiembla, gime y se tapa la cara con las manos cuando se
menciona el tema. Hace tres días fui a verla, y a mi vuelta me quedé
descansando en el salón antes de vestirme para cenar, hablando con Adela acerca
de mi visita, cuando entró Ralph Gordon. Ha estado visitándonos los últimos
diez días, y Adela siempre enrojecía y parecía contenta, pobrecilla, cada vez que
él aparecía. Estaba muy apuesto y galante y acababa de llegar del parque en un
abrigo que le sentaba como una segunda piel, guantes lavanda y una gardenia.
Parecía muy contento, y era tan escéptico como tú acerca del fantasmal origen
del arrebato de Sarah. «Permítame venir esta noche y dormir en esa habitación,
por favor, señora Montresor», dijo, con aspecto deseoso y emocionado, «con el
gas encendido y un atizador, me dedicaré a exorcizar a todo demonio que
muestre su fea cara, incluso si me encuentro
siete fantasmitas blancos
sentaditos en siete bancos».
«¿No hablará en serio?» le pregunté incrédula. «¿No?» respondió,
enfáticamente. «Nada me gustaría más. Bueno, ¿tenemos un trato?» Adela se
quedó pálida. «Oh, no», dijo, apresurada. «¿Por qué iba a correr tal riesgo?
¿Cómo sabe que no se volverá loco usted también?» Él se rió con ganas, y se le
subió un poco el color complacido de ver el interés que ella se tomaba en su
bienestar. «No tema», dijo, «haría falta mucho más que todo un escuadrón de
fallecidos, con el viejo a la cabeza, para volverme loco». Fue tan insistente, tan
totalmente tenaz, que al fin cedí, aunque reluctante, a sus ruegos. Los ojos azules
de Adela se llenaron de lágrimas, y anduvo deprisa hasta el invernadero y
empezó a coger trocitos de heliotropo para ocultarlas. Sin embargo, Ralph
consiguió lo que quería, tan difícil era negarle nada. Cancelamos todos nuestros
compromisos para aquella noche, y él hizo lo propio con los suyos. Llegó a eso
de las diez, acompañado por su hermano y otro oficial, el capitán Burton, que
estaba ansioso por ver el resultado del experimento. «Permítanme subir ya»,
dijo, muy feliz y animado, «no sé cuándo me he sentido de tan buen humor, una
nueva sensación es un lujo que uno no tiene todos los días. Ponga el gas tan alto
como se pueda, deme un atizador sólido y déjennos el asunto a la Providencia y
a mí». Hicimos lo que dijo. «Ya está todo preparado», dijo Henry bajando las
escaleras tras haber cumplido sus órdenes, «la habitación está tan iluminada
como si fuese de día. ¡Bien, buena suerte, amigo!» «Adiós, señorita Bruce», dijo
Ralph dirigiéndose a Adela, y tomando su mano con una mirada medio risueña,
medio sentimental:
«Adiós, y si es para siempre,
entonces, para siempre adiós,
son mis últimas palabras y mi confesión. Una cosa», continuó, de pie junto a
la mesa, dirigiéndose a todos nosotros, «si llamo una vez, no vengan; podría
estar confuso, y coger la campanilla sin pensar. Si llamo dos veces, vengan». Y
salió, subiendo las escaleras de tres en tres y canturreando una canción. En
cuanto a nosotros, nos sentamos en diferentes posturas de expectación en el
salón, escuchando. Al principio intentamos hablar un poco, pero no servía de
nada; parecía que nuestras mismas almas se habían concentrado en nuestros
oídos. El tic-tac del reloj sonaba tan fuerte como la campana de una gran iglesia
pegada al oído. Addy estaba en el sofá, con su carita pálida oculta entre los
cojines. Así estuvimos sentados exactamente una hora, pero parecieron dos años,
y justo cuando el reloj empezaba a dar las once, un nítido «tin, tin, tin» repicó
claramente por toda la casa. «Subamos», dijo Addy, saliendo la primera por la
puerta. «Subamos», grité yo también, siguiéndola. Pero el capitán Burton se
puso en medio e interrumpió nuestra carrera. «No», dijo decidido, «no deben
subir, recuerden que Gordon nos dijo claramente que no subiéramos si tocaba
una vez. Sé la clase de persona que es, y nada le molestaría más que el que se
ignoren sus instrucciones».
«¡Oh, tonterías!», gritó Addy, apasionadamente, «nunca habría llamado si no
hubiese visto algo espeluznante, venga, ¡vamos!», terminó, juntando las manos.
Pero se decidió en su contra, y todos volvimos a nuestros asientos. Diez minutos
más de suspense, prácticamente insoportables. Sentía un nudo en la garganta, me
faltaba el aire. Diez minutos en el reloj, pero mil siglos en nuestros corazones.
¡Luego, de nuevo sonó la campana, alta, repentina, violentamente! Nos
apresuramos simultáneamente a la puerta. No creo que ninguno nos quedásemos
atrás subiendo por las escaleras. Addy llegó la primera. Casi simultáneamente,
ella y yo irrumpimos en la habitación. Allí estaba, de pie en medio del
dormitorio, rígido, petrificado, con la misma mirada, esa misma mirada que
tengo grabada en mi corazón con letras de fuego, de pavoroso, inenarrable terror
en su valeroso y joven rostro. Por un instante se quedó así, luego, estirando los
brazos rígidos ante él, gimió en una horrible voz ronca: «¡Oh, Dios mío, lo he
visto!», y cayó al suelo muerto. Sí, muerto. No desmayado o con un ataque, sino
muerto. En vano intentamos devolverle la vida a ese joven corazón valeroso, no
volverá hasta el día en que la tierra y el mar entreguen a sus muertos. No veo la
página por las lágrimas que me ciegan, ¡lo apreciaba tanto! Hoy no puedo
escribir más.
Con el corazón roto, Cecilia
Ésta es una historia verdadera.
Charlotte Perkins Gilman
(1860 - 1935)
Las profesoras Sandra M. Gilbert y Susan Gubar —dos de las más célebres
representantes de la llamada Second-wave feminism (1960— 1980)—
explicaban, en su ensayo The Madwoman in the Attic: The Woman Writer and
the Nineteenth-Century Literary Imagination (Yale University Press,
Connecticut, 1979), que en los relatos góticos femeninos la peculiar agorafobia
de sus protagonistas era, en líneas generales, una metáfora del confinamiento
vital al que eran condenadas las mujeres por la sociedad patriarcal de su tiempo.
Según ellas, «presentan heroínas encerradas “in the house of fiction” (…)
logrando escapar de semejante reclusión por medio de una enajenación mental,
de la locura». Una reflexión que describe a la perfección no sólo el argumento de
“El empapelado amarillo” (The Yellow Wall-Paper), publicado por primera vez
en 1892, en The New England Magazine, sino también una de las experiencias
más estremecedoras de su autora, Charlotte Perkins Gilman.
Nacida en Hartford (Connecticut), la joven Charlotte se crió en un ambiente
cultural muy liberal: su padre era Frederic Beecher Perkins (1828-1899),
conocido político demócrata, bibliotecario y director del Harper’s Magazine; sus
tías, con quien la muchacha mantuvo una estrecha relación durante su infancia y
juventud, fueron Harriet Beecher Stowe (1811-1896), abolicionista y autora de
La cabaña del Tío Tom (1852), Catharine Beecher (1800-1878), maestra
feminista que logró incorporar los parvularios al sistema educativo
estadounidense, e Isabella Beecher Hooker (1822-1907), escritora y sufragista,
fundadora de la New England Women’s Suffrage Association y pionera del
«amor libre» sin ataduras maritales (¡). Con semejantes influencias, podemos
hacernos una idea muy precisa del trauma que supuso para Charlotte su
matrimonio, en 1884, con el pintor Charles Walter Stetson (1858-1911) —
después de haber mantenido una apasionada relación lésbica con una
desconocida escritora llamada Martha Luther—, un hombre que no veía con
buenos ojos las aficiones literarias de su esposa. Pero la relación naufragó tras el
nacimiento ese mismo año de su única hija, Katharine Beecher Stetson. Tras el
alumbramiento de la pequeña, Charlotte Perkins Gilman empezó a sufrir cuadros
de ansiedad y depresión, lo cual le impidió cumplir con normalidad su papel de
esposa y madre. Abrumada, en abril de 1886, Charlotte, y por indicación de su
marido, pone su caso en manos del doctor Silas Weir Mitchell (1829-1914),
especialista en neurología, quien le diagnostica agotamiento nervioso. El
remedio indicado por el Dr. Mitchell, el «Tratamiento del reposo», constaba de
cinco elementos: inmovilidad absoluta en la cama, sin levantarse salvo para
hacer sus necesidades; aislamiento total de su familia; sobrenutrición para
aumentar peso; masajes y uso ocasional de la electricidad para evitar la atrofia
de los músculos; y nada de lectura y/o escritura. Pero la paciente empeora: no
habla, no se alimenta, ni tan siquiera cose, tal y como le había «recomendado» el
Dr. Mitchell…, y empieza a sufrir alucinaciones. Un par de meses después, al
borde de la locura, abandona el «tratamiento» y halla su cura, paradójicamente,
en la escritura y en la lectura. En 1888 se separa de su poco atento esposo,
responsable en gran medida del lamentable estado psíquico en que se encuentra,
divorciándose seis años después, en 1894. Desde entonces, su obra empieza a
crecer, publicando diversos volúmenes de poesía —In This Our World (1895),
Suffrage Songs and Verses (1911)— y ensayo —Women and Economics: A
Study of the Economic Relativa Between Men and Women as a Factor in Social
Evolution (1898), His Religion and Hers: A Study of the Faith of Our Fathers
and the Work of Our Mothers (1923)—, así como decenas de relatos breves y
novelas —The Twilight (1894), Three Women (1911)—.
Basado en su terrible vivencia personal, “El empapelado amarillo” es uno de
los relatos más modernos de esta antología, si entendemos como tal su radical
abandono del folclore, de la leyenda, del goticismo más estricto, para adentrarse
en los umbríos mundos de la patología mental. La protagonista del cuento, al
igual que su autora, padece el aterrador «Tratamiento del reposo» que acaba por
convertir su mundo en pura alucinación mórbida, casi impenetrable para quien
no lo experimenta, e incluso, para ella misma, sorprendida por lo que siente. La
maestría de Perkins Gilman reside, precisamente, en el equilibrio existente entre
la belleza y sencillez de su prosa, e intensa angustia cósmica de su mirada
enferma. «Este papel amarillo me mira como si supiera del influjo terrible que
ejerce sobre mí (…) Es como si dos ojos bulbosos, sobre un cuello roto, salieran
de una parte donde el dibujo se repite hasta la saciedad y te mirasen al revés (…)
Me siento realmente mal, no ya ante la impertinencia del papel, sino ante su sola
presencia (…) Bajo el empapelado crece día a día una forma oscura (…) Es
como una mujer que reptara encorvada por la parte más baja de la pared, bajo el
dibujo del papel amarillo. No me gusta nada, la verdad», escribe, haciendo de la
experiencia fantástica algo opaco, profundo y único. Tanto es así que, cuando se
publicó “El empapelado amarillo”, la escritora le envió una copia al Dr. Mitchell
quien, impresionado por la historia, le escribió asegurándole que le había
convencido de la pertinencia de cambiar dicho tratamiento. «Si fue así —
comentaba en su autobiografía, The Living of Charlotte Perkins Gilman: An
Autobiography (1935)—, tal vez mi vida haya tenido algún sentido».
EL EMPAPELADO AMARILLO
Es muy raro que la gente común, como John y yo, alquile casonas antiguas
en las que pasar el verano.
Bien me atrevo a decir que una casona colonial, recibida en herencia, sería
poco menos que una casa encantada, lo justo para alcanzar la más romántica
felicidad, lo cual es, por otra parte, mucho pedir al destino.
No obstante, declararé muy orgullosamente que hay algo raro en relación con
todo esto.
Más aún, ¿por qué será de alquiler tan barato esta casa? ¿Y por qué llevaría
tanto tiempo sin alquilar?
John se ríe de mí, claro, pero una siempre espera que pase eso en su
matrimonio.
John es un hombre harto pragmático. No es precisamente paciente, ni un
hombre de fe; siente verdadero espanto por la superstición, y se burla
inmisericorde y abiertamente de cualquier conversación en la que se contemplen
aspectos que sólo pueden sentirse, que no pueden verse, que no pueden
expresarse de manera concreta.
John es médico, y acaso por ello (no se lo diría nunca a un mortal, por
supuesto, pero esto no es más que papel, un objeto inanimado, un gran alivio
para mi mente), acaso por ello haya una razón que se me escape acerca del
porqué mi estado no mejora.
Verán: John no cree que esté enferma.
¿Qué puede hacer una ante eso?
Si un médico muy reconocido, que además es tu esposo, asegura a familiares
y amigos que no hay nada de lo que hablar, salvo de una depresión nerviosa
transitoria, una cierta tendencia a la histeria, ¿qué puede hacer una?
Mi hermano también es médico, igualmente muy reconocido como tal, y dice
lo mismo.
Así que tomo fosfatos o fosfatina —o lo que quiera que sea—; y tónicos, y
hago viajes, y tomo el aire, y hago ejercicio, y por supuesto tengo
completamente prohibido «trabajar» hasta que esté recuperada.
Personalmente, estoy en total desacuerdo con sus ideas.
Personalmente, creo que me sentaría bien el trabajo; que los cambios y la
excitación que produce me harían mucho bien.
Pero ¿qué puede hacer una?
Escribí durante un tiempo, a despecho de ellos; pero hacerlo me dejaba
exhausta, por cuanto era a hurtadillas, por cuanto no había la menor posibilidad
de llegar a un acuerdo con ambos, ya que se oponían rotundamente.
A veces, incluso fantaseo con la posibilidad de que mi estado mejore si
cuento con menos oposición, con más relaciones sociales y estímulos, pero John
dice que lo peor que podría hacer es pensar precisamente en mi estado, cosa que
me hace sentir muy mal, he de confesarlo.
Así que dejémoslo correr y hablemos de la casa.
¡Un lugar realmente hermoso! Una casa tranquila, alejada de la carretera, a
unas tres millas del pueblo. Una casa que me hace pensar en ésas de Inglaterra
de las que tanto se lee, con muros y setos en el jardín, y portones con sus
cerraduras, y más allá casitas para los jardineros y el resto del servicio.
¡Y una delicia de jardín! Nunca había visto un jardín igual, grande y con
tanta sombra, pleno de senderos entre los bojes y cubierto de pérgolas
emparradas bajo las que tomar asiento.
También hubo invernaderos, pero ahora están arruinados.
Y había, por lo demás, algún problema legal, según creo; algo relacionado
con los herederos y con los coherederos. En cualquier caso, la casa llevaba vacía
muchos años.
Todo eso resta hálito a mis fantasmas, supongo, pero no me preocupa; hay
algo extraño en esta casa, no obstante; algo que puedo sentir claramente.
Llegué a decírselo a John una noche de luna, pero me respondió que
simplemente me afectaba la corriente de aire, y cerró la ventana.
A veces experimento una cólera irracional hacia John. Estoy segura de que
nunca había estado tan sensible. Creo que es cosa de mis nervios.
Pero John dice que, si experimento esos sentimientos, se debe a la merma de
mi autocontrol; así que me esfuerzo dolorosamente en auto-controlarme, sobre
todo si estoy con él, cosa que al final me deja agotada.
No me gusta nada nuestra habitación. Hubiese preferido una de la planta baja
que se abría a la piazza del jardín y a cuya ventana se asomaban las rosas entre
las cortinas de algodón estampado. Pero John no quiso ni oír hablar de eso.
Dijo que la habitación que me gustaba tenía sólo una ventana, y que no
cabían allí dos camas, ni había otro cuarto próximo en el que pudiera dormir él.
Es muy cuidadoso conmigo, muy amoroso; nunca me deja dar un paso sin
instruirme antes acerca de lo que hacer.
Tengo un programa que cumplir para cada hora del día; él se cuida de todo lo
que me concierne, aunque no por ello se lo agradezco suficientemente, ni lo
aprecio en todo lo que vale.
Dice que si hemos venido solos ha sido por mi bien, pues aquí puedo
descansar y tomar el aire más que de sobra. «El ejercicio depende de la fuerza
que tengas, cariño —me dice—, y la comida, del apetito que tengas; pero puedes
tomar el aire todo el tiempo». Así que tomamos por alcoba la buhardilla que
evidentemente fuera en otro tiempo el cuarto de los niños de la casa.
Es una habitación grande, bien aireada y soleada, que ocupa casi toda la
planta, y tiene ventanas desde las que se contempla todo. Me parece que debió
de ser gimnasio en un tiempo y después el cuarto de juego de los niños, porque
las ventanas tienen esos barrotes para los niños y hay argollas y cosas por el
estilo en la pared.
El empapelado parece haber sido víctima de los juegos de un colegio entero.
Está desgarrado en varias partes, especialmente sobre y alrededor del cabecero
de mi cama, llegando los jirones casi hasta el techo, y en la pared frontal casi
hasta el suelo. Por lo demás, nunca he visto un empapelado más horrible.
Es uno de esos empapelados que de tan extravagantes resultan un auténtico
pecado artístico.
Es tan aburrido que acaba por confundir al ojo que lo mira, no obstante
provocar irritación así como un detallado estudio. Cuando llevas un rato
siguiéndolo con la vista a lo largo de la pared, ves que acaba perdiéndose en
algún vericueto, como si cometiese suicidio, pues se destruye su uniformidad en
ángulos que son puras contradicciones.
El color es repelente, incluso nauseabundo; es de un amarillo apagado y
sucio; marchito incluso a la luz del sol.
En algunos puntos llega a ser anaranjado; en otros, de color sulfúrico.
¡No me extraña que los niños lo detestaran! Yo misma lo haría si tuviese que
vivir aquí mucho tiempo.
Pero cuidado, que viene John y tengo que esconder esto. Odia que escriba
una sola palabra.
Llevamos aquí dos semanas y no había vuelto a escribir desde el día de
nuestra llegada.
Estoy sentada junto a la ventana de este atroz cuarto para los niños, y no hay
nada que me impida escribir, bien que a mi pesar, salvo mi falta de ganas para
hacerlo.
John se pasa todo el día fuera, e incluso algunas noches, si tiene que atender
algún caso grave.
¡Tengo que alegrarme de que el mío no lo sea!
Pero mis problemas nerviosos me causan una depresión terrible.
John no sabe realmente cuánto sufro. Sólo sabe que no hay ninguna razón
para que sufra, cosa que lo deja muy satisfecho.
Claro que lo mío no es más que una cosa de nervios. Pero a veces me pesan
tanto que me impiden hacer cualquier cosa.
Me gustaría ayudar en algo a John, por ejemplo haciendo que pudiera
descansar bien, rodeándole de confort, pero aquí estoy, convertida más bien en
una carga.
Nadie podría creer cuánto me cuesta hacer un esfuerzo, por mínimo que sea,
como vestirme, atender a las visitas y cualquier otra cosa.
Por fortuna Mary se encarga bien del niño. ¡Mi adorable niño!
Pero ahora no puedo atenderlo, hacerlo me pone mucho más nerviosa.
Supongo que John no ha estado nervioso en su vida. Se ríe de mí a propósito
de mi rechazo de este empapelado amarillo de la habitación.
Al principio habló de empapelarla de nuevo, pero después dijo que me
vendría mucho mejor dejarlo como estaba, pues nada peor para un paciente de
los nervios que atender a sus fantasías.
Dijo que tras cambiar el papel habría que hacer lo mismo con el pesado
cabecero de la cama, y después con las rejas de la ventana, y luego con la puerta
del final de la escalera, y así sucesivamente.
«Sabes que estar aquí te viene muy bien —me decía—, y realmente, querida,
creo que no merece la pena hacer arreglos en la casa para tres meses que la
tenemos alquilada».
«Pues instalémonos en la planta baja, que las habitaciones son mejores»,
sugerí.
Entonces me tomó entre sus brazos y me llamó bendita y pequeña gansa, y
dijo que bajaría al sótano, si yo se lo pedía, para darle una mano de cal él mismo.
Pero tenía razón en lo de las camas, y la ventana y todo lo demás.
La verdad es que la habitación es confortable y está muy aireada, todo lo que
una necesita, por lo que no iba a ser yo tan estúpida de incomodarlo con mis
caprichos.
No tengo nada que objetar a la habitación, salvo su horrible empapelado.
Por una de las ventanas puedo ver el jardín, y esas pérgolas emparradas que
dan una sombra tan profunda y misteriosa, y las gloriosas flores tan al viejo
estilo, y los arbustos y los viejos árboles de corteza nudosa.
Otra ventana me ofrece una vista adorable de la bahía y el embarcadero
privado, que pertenece a la casa. De la casa arranca un precioso camino vecinal a
la sombra, que conduce al embarcadero. Siempre fantaseo con que veo pasar
gente por el camino y los senderos, y bajo las pérgolas, pero ya me ha avisado
John de que no debo albergar fantasías… Dice que con mi poderosa imaginación
y la costumbre que tengo de urdir historias, una constitución nerviosa tan débil
como la mía forzosamente ha de conducirme a fantasear exageradamente, por lo
que es mejor que haga uso de mi voluntad y buen sentido para controlar esa
tendencia. Y lo intento.
A veces pienso que si me encontrase lo suficientemente bien como para
escribir un poco, podría liberar así la presión de las ideas y hallar descanso,
Pero cuando lo intento me canso aún mucho más.
Es muy descorazonador no tener quien me aconseje ni haga siquiera un poco
de compañía interesándose por mi trabajo. Cuando esté recuperada del todo,
John, según me ha dicho, pedirá al primo Henry y a Julia que vengan a pasar
unos días con nosotros; ahora, sin embargo, dice que hacer eso sería como
ponerme fuegos artificiales en la almohada, que no me sentaría bien la compañía
de personas de trato tan estimulante.
Me gustaría recuperarme pronto.
Pero será mejor no pensar en eso. Este papel amarillo me mira como si
supiera del influjo terrible que ejerce sobre mí.
Es como si dos ojos bulbosos, sobre un cuello roto, salieran de una parte
donde el dibujo se repite hasta la saciedad y te mirasen al revés.
Me siento realmente mal, no ya ante la impertinencia del papel, sino ante su
sola presencia. Arriba y abajo, y a los lados, como si se arrastrasen, esos ojos
absurdos, impávidos, están por doquier. Hay un lugar donde la banda de papel
no corre en paralelo, y los ojos se ven obligados, uno más alto que otro, a seguir
una línea imposible.
Nunca antes había visto tal expresión en un objeto inanimado, y bien
sabemos que hasta las cosas más simples pueden tenerla. De niña solía fantasear
tumbada, hallando más entretenimiento y miedo en una pared en blanco y en
unos simples muebles del que puedan encontrar los niños en una juguetería.
Recuerdo los guiños que me hacían los nudos de la madera de nuestro viejo
escritorio, y recuerdo también una silla que era como un amigo muy fuerte.
Si cualquier otro objeto se me antojaba entonces de mirada fiera, bastaba con
sentarme en aquella silla para sentirme a salvo.
El mobiliario de esta habitación, sin embargo, no es peor ni menos armónico
que el del resto de la casa, pues en realidad hubimos de subirlo de la planta baja.
Supongo que el cuarto, al ser utilizado para que los niños jugaran, quedó vacío
de sus cosas, lo que no es para asombrarse. Nunca había visto tantos estragos
como los que los niños hicieron aquí.
El empapelado, como ya he dicho, está levantado, arrancado minuciosamente
en varios puntos de la pared, por muy bien pegado que estuviese, lo que
demostraba que aquellos niños habían mostrado tanta perseverancia como odio
hacia el papel.
El suelo denota que fue rayado y astillado violentamente; los artesonados de
escayola de la habitación muestran mellas aquí y allá; y la cama grande y
pesada, el único mueble que encontramos en la habitación al llegar, parece haber
sobrevivido a varias guerras.
Pero no quiero pensar en eso, sólo en el papel.
Ahí viene la hermana de John. ¡Es una chica encantadora que cuida mucho
de mí! Será mejor que no me vea escribiendo.
Es una auténtica ama de casa, una perfecta ama de casa que no cree que
pueda haber otra cosa mejor a la que dedicarse. Estoy completamente segura de
que piensa que escribir es lo que me ha hecho enfermar.
Pero puedo escribir cuando está fuera, y además la veo a través de la ventana
cuando regresa.
Hay una ventana desde la que se domina la carretera, que en realidad es un
amplio camino en sombra, lleno de vericuetos y revueltas, y otra que impera
sobre toda la campiña. Es una región maravillosa, realmente; llena de grandes
olmos y de praderas aterciopeladas.
El empapelado de la pared posee una rara cualidad, como lo es la de ofrecer
la visión de un dibujo subyacente, y de tono distinto, particularmente irritante
pues sólo puede verse bajo ciertas luces, y aun así tampoco de forma clara.
Pero allá donde no está descolorido, y cuando le da la luz del sol de lleno,
puedo observar una suerte de figura extraña, incluso provocadora e informe, que
parece una protuberancia que se ocultase bajo el conspicuo dibujo principal del
papel.
Pero la hermana de John ya sube por la escalera.
Bien, ya ha pasado el 4 de julio. La gente se ha ido y estoy cansada. John
supuso que me haría bien tener algo de compañía, así que han estado con
nosotros durante una semana mi madre, y Nellie y los niños.
No he hecho nada en ese tiempo, por supuesto. Y ahora se encarga Jennie de
todo.
Pero eso me cansa lo mismo.
John dice que si para el otoño no he mejorado me enviará a la consulta de
Weir Mitchell.
Pero no quiero ir allí en ningún caso. Una amiga mía cayó en sus manos en
cierta ocasión y dice que es un médico como John y como mi hermano, sino
peor.
Además, me resultaría agotador tener que viajar tan lejos.
No puedo ni alargar el brazo para hacer lo que sea, creo que no merece la
pena hacer el menor esfuerzo; me estoy volviendo muy temerosa y quejica.
Lloro por nada, y lloro la mayor parte del tiempo.
Claro que no lo hago cuando John está conmigo, ni cuando hay alguien
delante. Sólo cuando me quedo sola.
Y precisamente ahora estoy sola. John tiene muchos casos urgentes que
atender en la ciudad y se pasa allí gran parte del tiempo. Pero Jennie es tan
buena que me deja sola cuando se lo pido.
Entonces salgo a pasear un poco por el jardín, y voy por el camino del
embarcadero, o me siento en el porche al amparo de las rosas, y me siento
realmente a gusto.
Pero nunca tardo mucho en volver a la habitación, a pesar del empapelado
amarillo. O quizá precisamente por el empapelado amarillo.
¡Ese empapelado ocupa por completo mis pensamientos!
Estoy tumbada en esta gran cama inamovible —que se me antoja clavada al
suelo—, siguiendo el dibujo del empapelado durante horas. Puedo dar fe de que
hacerlo es tan bueno como la gimnasia. Comienzo, podríamos decirlo así, por la
parte baja de un extremo de la pared donde el papel parece intacto, y decido por
vez mil que puedo seguir desde allí el resto del trazo para obtener una suerte de
conclusión.
Algo sé de los principios del arte del dibujo, y sé por ello que el papel no es
algo que parta de una ley de la radiación, o de la alteración, o de la repetición, o
de la simetría, o de cualesquiera cosas de las que antes haya oído hablar.
La repetición se da por la anchura de la banda de papel, naturalmente y sin
más.
Vistas por separado, cada una de las bandas de papel, en su anchura, parece
efectivamente aislada, diferente, abombada y hasta florida en curvaturas —una
suerte de románico degenerado que sufriera de delirium tremens— que van de
arriba abajo en aisladas columnas de fatuosidad.
Pero, de otra parte, se conectan diagonalmente; y los contornos desbordados
corren en olas de terror óptico como algas marinas regodeadas en su
amontonamiento a pesar de sufrir una persecución.
Todo se dispone igualmente en horizontal, de forma tal que al cabo semeja
una mera horizontalidad que me agota en el intento de discernir su orden
horizontal.
Debieron disponer, para colmo, de una anchura horizontal para el friso, lo
que abunda extraordinariamente en la confusión.
Hay un confín de la habitación donde el empapelado se halla prácticamente
intacto, y allí, cuando la luz del ocaso da directamente, veo, fantaseo con una
radiación fantástica, con formas grotescas que parecen expandirse a partir de un
centro común para acabar zambullidas, sin embargo, en una misma dispersión.
Seguir todo eso me agota. Creo que debo echar una cabezada.
No sé por qué escribo sobre todo esto.
No quiero hacerlo, además.
No me siento capaz de hacerlo.
Bien sé que John encontraría absurdo todo esto. Pero he de decir lo que
pienso y lo que siento, porque hacerlo me procura un gran alivio.
Pero el esfuerzo me resulta mayor que ese alivio.
Estoy muy perezosa; me paso tumbada la mayor parte del tiempo.
John dice que no debo malgastar mis fuerzas, y me da aceite de hígado de
bacalao, y distintos tónicos, por no hablar del vino y la cerveza, además de la
carne poco hecha.
¡Mi querido John! Realmente me ama, por lo que odia verme enferma. El
otro día intenté mantener con él una conversación tranquila y abierta, y le dije lo
mucho que deseaba ir a visitar al primo Henry y a Julia.
Pero me respondió que no podría ir y que, si lo conseguía, una vez allí no
sabría qué hacer. No pude argumentar nada a favor de mi deseo, porque me eché
a llorar nada más intentarlo.
Me cuesta mucho pensar lo que voy a decir. Seguramente será por la
debilidad de mis nervios.
Pero mi querido John me tomó de inmediato en sus brazos, y me llevó
escalera arriba, y me echó en la cama, y se sentó a mi lado y estuvo leyendo un
buen rato para mí, hasta que me agoté.
Dijo que yo era su amada, todo lo que tenía, su mayor contento; y que por
eso, por él, tenía que cuidarme y ponerme bien.
Dijo también que nadie, salvo yo misma, podía ayudarme realmente, para lo
cual tendría que hacer uso de mi mayor voluntad a fin de conseguir el
autocontrol necesario, y que para eso era preciso que me quitara de encima
tantas fantasías.
Tengo, en medio de todo, la tranquilidad de que el niño está bien, muy feliz,
seguramente porque no ocupa la habitación del empapelado amarillo.
Si no la hubiésemos ocupado nosotros, habría ido a parar allí la bendita
criatura. ¡Qué suerte ha tenido! Pero yo nunca hubiera consentido en que mi
niño, una criaturita tan impresionable, ocupase una habitación semejante.
Nunca había pensado en ello, pero es una gran suerte que John me tenga aquí
aislada, después de todo, pues lo soporto mejor de lo que lo hubiera soportado la
criatura.
Por supuesto que nunca hago mención de lo que pienso, soy demasiado
inteligente para hacerlo, pero sigo vigilando atentamente el empapelado del
cuarto.
Hay cosas en ese empapelado que nadie ve, salvo yo; cosas que nadie más
que yo vería.
Bajo el empapelado crece día a día una forma oscura.
Es siempre la misma forma única, aunque parezca multiplicada.
Es como una mujer que reptara encorvada por la parte más baja de la pared,
bajo el dibujo del papel amarillo. No me gusta nada, la verdad. Me gustaría —
comienzo a pensar—, desearía que John me sacara de aquí.
Pero es muy difícil hablar con él de mi caso, porque es muy inteligente y me
ama por encima de todas las cosas.
No obstante, lo intenté anoche.
Ya era noche cerrada. Brillaba la luna, llenando el cuarto con tanta fuerza
como el sol.
Odio a veces esa luna tan brillante que parece arrastrase por el cielo y va de
una ventana a otra.
John dormía y yo no quería que se despertase, así que me puse a contemplar
el reflejo de la luna en el ondulante empapelado amarillo de la pared de nuestra
habitación hasta que me sentí aterrorizada.
La figura agazapada tras el empapelado parecía agitar las bandas de papel,
como si quisiera escapar de allí.
Me levanté despacio y fui a observar si el papel se movía realmente. Cuando
volví a la cama John estaba despierto.
—¿Qué haces, pequeña? —me preguntó—. No tendrías que haberte
levantado, vas a coger frío.
Me pareció un buen momento para hablar, así que le dije que no me
encontraba nada cómoda en aquella habitación, por lo que le pedía que
ocupásemos otra, o que nos fuésemos definitivamente de allí.
—¿Por qué, cariño? Ya sólo nos quedan tres semanas de alquiler, no veo
razón para que nos cambiemos —me dijo—. Además, aún no han terminado las
obras de arreglo en nuestra casa, por lo que no podemos regresar a la ciudad. Si
estuvieses en peligro, o se hubiera agravado tu estado, claro que nos iríamos,
recuerda que soy médico… Pero estás mucho mejor, has ganado color y peso,
comes más que antes… Me siento mucho más tranquilo.
—No he ganado peso —repliqué—, y mi apetito no ha mejorado; ocurre que
como un poco más por la noche, cuando llegas, pero se me quita el hambre por
la mañana, en cuanto te vas.
—¡Que Dios bendiga tu corazón tan tierno! —dijo abrazándome—. ¡Puedes
estar tan enferma como te plazca, cariño! Pero aprovechemos la noche para
dormir y así estaremos mejor de día; ya hablaremos mañana.
—¿Entonces no quieres que nos vayamos?
—¿Y por qué habría de quererlo? Sólo nos quedan tres semanas de alquiler.
Después haremos un viaje corto mientras Jennie se encarga de preparar la casa…
Además has mejorado mucho, querida.
—Quizá esté mejor de aspecto, pero… —me callé, sin embargo, porque vi
que me miraba con severidad, como si me reprochase algo, así que no dije una
sola palabra más.
—Cariño —siguió él—, te ruego por mí y por nuestro hijo, y también por ti
misma, que no permitas que esa idea te vuelva a rondar en la cabeza. No hay
cosa tan peligrosa, aunque fascinante, como un temperamento como el tuyo.
Pero cuídate de las tontas fantasías. ¿Es que acaso no confías en mí como
médico, cuando te lo digo?
Claro está, no dije nada al respecto y al cabo nos quedamos dormidos. O
mejor dicho, él creyó que me dormía, pero no; estuve en vela horas, tratando de
discernir si el empapelado amarillo y la forma que se adivinaba bajo él se
movían o no al unísono.
En un empapelado con un dibujo como el que tiene éste, apenas se perciben
secuencias a la luz del día, y las que se dan suponen todo un desafío a las leyes
del movimiento, algo que irrita a una mente normal.
El color resulta suficientemente dañino, poco fiable, exasperante; pero el
dibujo del papel es una auténtica tortura.
Puedes pensar que lo dominas, pero cuando más crees conocer cada tramo,
cada recoveco, de repente cambia en un punto abruptamente y ahí te quedas. Es
como si recibieras una bofetada en pleno rostro, como si cayeras al suelo y se te
viniese encima para pisotearte. Es como una pesadilla.
Aparentemente no se trata más que de un florido arabesco que remedase un
hongo. Si puedes imaginar una seta venenosa, una hilera interminable de setas
venenosas convulsas… pues ahí lo tienes, es algo así.
¡Y a veces es justo eso!
Este papel tiene una particularidad concreta, además… Algo que nadie
parece percibir, salvo yo. Y es que cambia en tanto lo hace la luz.
Cuando el sol se cuela por la venta que da al este —siempre aguardo esos
primeros rayos rectilíneos—, el papel cambia de manera insólita, tan rápido que
apenas puedo creerlo.
Por eso lo espero siempre.
Bajo la luz de la luna —aquí la luna lo llena todo de noche, cuando luce
fuerte en el cielo— me resultaría difícil decir que se trata del mismo
empapelado.
Por la noche, o bajo cualquier luz, al atardecer, con la luz de una vela o de
una lámpara, pero mucho peor si es con la luz de la luna, el dibujo del papel
amarillo se torna barrado; y bajo esas barras que forma el trazo se percibe
perfectamente a la mujer que hay tras las bandas del papel.
Hubo de pasar mucho tiempo, sin embargo, para que me diese cuenta de que
aquello que se percibía bajo el empapelado de la pared, aquello que había
tomado por un oscuro dibujo secundario, era una mujer. Pero ahora estoy
completamente segura.
A la luz del día se muestra en calma, como sometida. Fantaseo con que es el
dibujo más evidente lo que la somete a su peso. Todo esto me resulta turbador.
Me tiene contemplándolo durante horas.
Cada vez estoy más tiempo tumbada. John dice que eso es bueno para mí, y
que duerma todo lo que pueda.
Es más, fue él quien me habituó a echarme al menos durante una hora
después de comer.
Pero estoy convencida de que no es un buen hábito, porque, verán, no
consigo dormirme.
Eso hace que mi engaño sea mayor, pues no digo a nadie que en realidad
permanezco despierta todo ese tiempo, por supuesto que no lo digo.
Lo cierto es que tengo un poco de miedo a John.
A veces su aspecto me parece raro; también Jennie se me antoja
inexplicablemente extraña a menudo.
De vez en cuando me golpea la idea, una mera hipótesis científica, de que
esa percepción mía se deba precisamente al papel.
Observo mucho a John cuando no se da cuenta de que lo hago; suele entrar a
la habitación frecuentemente con las más variadas y banales excusas. Y lo he
visto un montón de veces mirando el empapelado. Jennie también lo hace. Una
vez incluso pasó una mano por encima.
Jennie no se había percatado de mi presencia, y cuando le pregunté
suavemente, con harta contención por mi parte, por qué tocaba el papel de la
pared, se volvió rauda, como si la hubiese sorprendido cometiendo un robo, y
mirándome con bastante enojo me preguntó por qué la había asustado.
Después me dijo que aquel papel lo ensuciaba todo, que había descubierto
manchas amarillas en mi ropa y en la de John, y prefería que fuésemos, por ello,
más cuidadosos.
¿No parece todo esto de lo más inocente? Pero yo supe que en realidad
Jennie estudiaba el papel, que repasaba con su mano el dibujo, y he decidido que
nadie, salvo yo, habrá de descubrir qué hay de oculto en todo esto.
La vida es ahora mucho más excitante de lo que solía. Verán… Tengo una
expectativa, algo por lo que aguardar, algo a lo que atender… También es cierto
que como mejor y que estoy más tranquila.
John está muy contento de mi mejoría. Hasta se rió un poco el otro día,
diciendo que me veía más rozagante… a pesar de mi papel amarillo.
Yo le respondí echándome a reír igualmente. No tenía la menor intención de
confesarle que era por el papel, pues se hubiese burlado. Puede que hasta me
hubiese sacado de aquí.
Ahora no quiero irme de aquí, al menos hasta que haya descubierto el secreto
que alberga el empapelado amarillo. Creo que en una semana lo habré hecho.
Me siento mucho mejor. No duermo mucho por la noche debido al gran
interés que me procura ver lo que va sucediendo. Sí duermo bastante, en
cualquier caso, durante el día.
De día el empapelado me resulta agotador y desconcertante.
De continuo aparecen brotes nuevos en los hongos, en esos bultos que hace
el papel, y se multiplican las tonalidades del amarillo a lo largo y ancho de la
pared. No he podido contar cuántos son los brotes nuevos de cada día, aunque lo
he intentado denodadamente.
El amarillo de este papel de pared es realmente extraño. Me obliga a recordar
todas las cosas amarillas que he visto a lo largo de mi vida, y no hablo de cosas
bonitas como unos botones de oro, sino de cosas repugnantes, y amarillas, por
supuesto.
Pero en este papel hay algo más… Su olor… Ya lo noté la primera vez que
entramos en la habitación, pero como está muy soleada y aireada apenas te
afecta. Ahora que llevamos una semana de lluvias y nieblas, sin embargo, ahí
está ese olor, al margen de que tengas las ventanas abiertas o de que las hayas
cerrado.
El olor se extiende por toda la casa.
El olor cae sobre el comedor, se embosca en el salón, se agazapa en el
vestíbulo, me espera en la escalera.
El olor ha tomado mis cabellos.
Incluso cuando monto a caballo, ahí está si vuelvo la cabeza de repente.
Es, por lo demás, un olor muy especial. Me he pasado horas intentando
analizarlo, tratando de recordar qué huele igual.
No es precisamente un mal olor; incluso te parece un olor muy rico al
principio, pero acaba siendo pesado, el olor más persistente que jamás haya
sentido.
Llega a ser terrible, sin embargo, con este tiempo tan húmedo. A veces me
despierto en mitad de la noche y ahí lo tengo, suspendido sobre mí.
Al principio me molestaba mucho. Hasta se me pasó por la cabeza pegarle
fuego a la casa, con tal de llegar al fondo de ese olor.
Pero ya me he acostumbrado. Sólo se me ocurre pensar que ese olor es del
color del empapelado de la pared. Un olor amarillo.
Hay una extraña señal en la pared, muy abajo, pegada casi al rodapié. Es un
rayajo que corre por toda la pared, a lo largo y ancho de la habitación, a espaldas
de los muebles, pero que se interrumpe donde está mi cama. Un rayajo largo,
como una mancha rectilínea, inalterable, como hecha por algo que se hubiese
deslizado regularmente por la pared.
Me pregunto qué fue lo que hizo eso, quién lo haría y para qué… Una vuelta,
y otra y otra… ¡Me mareo!
Pero al fin he descubierto algo.
De tanto mirarlo por la noche, de tanto observar sus cambios, he dado con el
asunto.
El dibujo principal del papel se mueve, cosa que no tiene nada de extraño
pues es la mujer allí agazapada quien lo hace.
A veces llego a tener la impresión de que hay más mujeres ocultas tras el
empapelado de la pared; pero luego me digo que no, que sólo hay una, la de
siempre, la que repta velozmente alrededor de la pared, haciendo que se ondulen
las bandas del papel.
Después se queda quieta, allá donde los puntos del papel quedan más a la
luz, y luego, en los más oscuros, se aferra a los barrotes del dibujo y los sacude
violentamente.
Es como si quisiera atravesar el papel, aunque nadie podría hacerlo porque
su dibujo resulta muy tupido. Quizá por eso me parece a veces que hay más
cabezas.
Es como si cuando las cabezas comienzan a emerger el tupido dibujo se lo
impide, invirtiéndolas hasta dejarlas de tal modo que sólo se les perciben los ojos
en blanco.
No sería menos terrible que las cabezas quedasen cubiertas por completo, o
que las arrancaran.
Estoy segura de que la mujer oculta bajo el empapelado amarillo logra
escaparse durante el día.
Y diré confidencialmente por qué lo creo así… ¡Porque la he visto!
Y la sigo viendo a través de las ventanas.
Sé que es ella porque se arrastra, y la mayor parte de las mujeres no lo hacen,
al menos a la luz del día.
La veo por el camino entre los árboles, siempre arrastrada; y cuando llega
por ahí algún coche, corre a esconderse entre las zarzamoras.
No la maldigo por hacerlo. Sería tan humillante que la sorprendieran
arrastrándose a plena luz del día…
Yo me arrastro durante el día siempre a puerta cerrada. Si lo hiciera por la
noche, está claro que John sospecharía algo.
No quiero irritarle ahora, está muy raro. Preferiría que tomara otra
habitación… Al fin y al cabo, no quiero que nadie pueda ver a esa mujer una
noche, salvo yo misma.
A menudo me pregunto si podría verla a través de todas las ventanas a la vez.
Aunque, por muy rápido que vaya entonces de una a otra ventana, sólo
puedo verla a través de una sola.
Siempre la veo, eso sí, pero jamás podría pasar tan rápido ante las ventanas
como se desliza ella.
En ocasiones la veo a lo lejos, en campo abierto, arrastrándose a tal
velocidad que parece la sombra de una nube batida por un viento fuerte.
¡Si pudiera separar el dibujo subyacente del superficial! Trataré de hacerlo
poco a poco.
He descubierto otra cosa interesante. Pero no hablaré de ello, al menos por
ahora. No hay que fiarse demasiado de los otros.
Faltan dos días para quitar el papel y me parece que John comienza a darse
cuenta de todo. No me gusta la mirada que observo en sus ojos.
He oído cómo le pedía a Jennie informes sobre mí, en tono muy profesional,
y que Jennie se los daba muy propiamente.
Le dijo que yo dormía mucho durante el día.
John sabe que apenas duermo de noche, aunque permanezca en calma.
Me ha preguntado igualmente muchas cosas, pretendiéndose cálido y
amoroso.
Se cree que no sé qué intenciones oculta.
Pero no me extraña que se muestre como lo hace, después de casi tres meses
durmiendo en la habitación del empapelado amarillo.
Estoy segura de que tanto a John como a Jennie el empapelado también les
afecta, aunque sólo yo me interese por su influjo.
¡Hurra! Hemos llegado al último día. Pero aún dispongo de tiempo
suficiente. John pasó la noche en la ciudad y no estará de regreso hasta el
atardecer.
Jennie pretendió dormir conmigo, la muy artera… Pero respondí diciéndole
que, por una noche, estaría mejor sola.
La verdad es que ha sido una buena añagaza; no he estado sola en ningún
momento. Nada más salir la luna y comenzar a moverse bajo el papel amarillo
esa criatura infeliz, salté del lecho para correr en su auxilio.
Yo tiraba de las bandas del papel mientras ella las movía, o las movía yo
mientras ella tiraba… Antes del amanecer habíamos arrancado ya una buena
cantidad de papel.
Despegamos más de una banda a lo largo de la mitad de la habitación, desde
el rodapié a la altura de mi cabeza.
Cuando salió el sol y el dibujo espantoso del papel comenzó a burlarse de mí
con su guiño risueño, me hice el firme propósito de que acabaría hoy mismo mi
tarea.
Partiremos mañana. Han comenzado a bajar los muebles del cuarto, para que
todo quede como antes de que llegásemos.
Jennie se ha quedado de una pieza al mirar la pared, pero le he contado
tranquilamente por qué faltaba tanto papel; le he dicho que no soportaba por más
tiempo algo tan horrible como ese empapelado amarillo.
Se ha echado a reír diciendo que no le hubiese importado hacerlo ella misma
para que yo no me cansara.
Así se ha traicionado, la muy canalla.
Pero estoy resuelta a que nadie más que yo ponga sus manos en este papel, al
menos mientras viva.
Después ha tratado de sacarme de la habitación… ¡Todo está ya tan claro!
Pero le he dicho que el cuarto estaba tan vacío, limpio y tranquilo que prefería
echarme a dormir un rato; es más, que prefería dormir largamente, por lo que le
rogué que no me despertase siquiera para la cena, y que en todo caso la llamaría
al despertar, si precisaba de ella para algo.
Ya no hay nada. También se han ido los criados. Sólo queda en el cuarto el
gran cabecero de la cama, con el somier y el colchón de lana.
Esta noche dormiremos en la planta baja. Mañana regresaremos en barco.
La habitación, ahora vacía, me gusta mucho.
Pero hay que ver los destrozos que hicieron en ella aquellos niños…
¡Pero si hasta el cabecero de la cama y el somier presentan un montón de
mellas!
Tengo que poner manos a la obra, en cualquier caso.
He cerrado con llave la puerta, y luego he tirado la llave al sendero que
arranca de la casa.
No saldré, ni permitiré que entre nadie, al menos hasta que regrese John.
Quiero verlo realmente asombrado.
Tengo bien escondida una cuerda que ni siquiera Jennie ha sido capaz de
descubrir. Si esa mujer intenta escaparse, la ataré con mi cuerda.
Pero no me había dado cuenta de que no puedo llegar muy alto si no tengo
algo en lo que subirme.
¡Es imposible mover la cama!
Me he hecho daño intentando desplazarla. Y me he enojado tanto que me he
puesto a morder un trozo de madera de una esquina, hasta arrancarlo, con lo que
también me he hecho daño en los dientes.
Después he arrancado todo el papel que me ha sido posible, hasta donde me
alcanzaban los brazos a lo alto. Cuesta hacerlo, porque está muy pegado; el
dibujo parecía seguir burlándose de mí al verme tan esforzada. ¡Y esas cabezas
cercenadas, y sus ojos bulbosos, y esas minoraciones como hongos! Todo eso
contoneándose ante mí, burlándose entre alaridos.
Ahora estoy tan enojada que se me ocurre hacer algo desesperado. Saltar por
la ventana sería un ejercicio admirable, pero los barrotes son tan gruesos que ni
lo intento.
Y tampoco lo haría aunque pudiese, la verdad. Nada de eso. Hacer algo así
no estaría nada bien, y además sería un gesto que los demás podrían
malinterpretar.
Ya no quiero ni mirar por las ventanas. Hay demasiadas mujeres
arrastrándose por ahí a gran velocidad.
Me pregunto si todas ellas, como yo, habrán salido del empapelado amarillo
de la pared.
Nadie podrá arrastrarme hasta el sendero, porque estoy bien amarrada con mi
cuerda.
Aunque en cuanto se haga de noche me veré obligada a esconderme otra vez
tras ese espantoso dibujo del empapelado… Se me hace tan duro…
Es muy agradable poder salir a la habitación, porque es muy grande y puedo
arrastrarme por ella a mis anchas, cuanto quiera.
No deseo abandonarla. No saldré de aquí, por mucho que Jennie me pida que
lo haga.
Fuera de la habitación todo es verde, en vez de amarillo, y no quiero
arrastrarme por ahí.
En la habitación me arrastro tranquilamente por el suelo; cuando lo hago,
además, siempre me queda el hombro a la altura de ese rayajo que recorre toda la
pared sobre el rodapié, con lo cual no tengo pérdida.
John está en la puerta.
Me da igual, muchacho, no podrás abrirla.
¡Qué manera de llamar a la puerta, qué golpes pega!
Vaya, pero si está pidiendo a gritos que le lleven un hacha.
¡Sería una pena destrozar una puerta tan bonita!
—John, cariño —le dije entonces con mi voz más dulce—, la llave está en el
sendero, tras los escalones de la entrada, bajo una hoja del plátano.
Eso lo dejó callado unos segundos.
—Abre la puerta, amor mío —me dijo poco después.
—No puedo —le respondí—. La llave está frente a la casa, bajo la hoja de un
plátano.
Se lo dije varias veces más, con la voz inalterable, hablando muy despacio,
con un tono infinitamente candoroso. Tanto insistí que acabó yendo a buscar la
llave, y al cabo de un buen rato dio con ella, y abrió la puerta y entró en la
habitación… Pero nada más entrar se quedó de una pieza.
—¿Qué pasa aquí? —gritó—. ¡Por el amor de Dios! Pero ¿qué estás
haciendo?
Yo seguí arrastrándome por el suelo, igual que antes, pero le miraba alzando
la cabeza.
—Al fin he conseguido salir de ahí —dije—, a pesar de ti y de Jennie… Y
como he arrancado la mayor parte del papel, ya no podrás volver a confinarme
contra la pared.
¿Por qué se desmayaría este hombre? Porque se desmayó, cayendo junto a la
pared. Y para seguir arrastrándome tuve que pasar por encima de él.
Elizabeth Stuart Phelps
(1844 - 1911)
Según apunta el Dr. Angelo S. Rappoport, «se dice, y con razón, que los
marineros son una de las razas de hombres más extrañas que existen; tienen
costumbres, sentimientos e incluso un lenguaje propio. Las nobles virtudes y los
sentimientos exaltados se mezclan con hábitos vulgares y vicios degradantes.
Héroes en los momentos de peligro, los marineros a menudo no son más que
niños patéticos (…) los cuales creen firmemente en apariciones y fantasmas y se
aterrorizan ante ellos» (Superstitions of Sailors, Stanley Paul & Co., Ltd.,
Londres, 1928. Pág. 196).
Y mucho de esto, sin duda verídico en la época que fue escrito, se halla
presente en “El fantasma de Kentucky” (Kentucky’s Ghost), cuento de Elizabeth
Stuart Phelps publicado en la revista estadounidense Atlantic Monthly
(diciembre, 1868). Obra ciertamente especial, su singularidad, en este caso, no
está vinculada a su estilo literario, ebrio de un naturalismo ágil, minucioso, pero
nada recargado, a la hora de describir la vida marinera a bordo del Madonna, el
navío mercante donde acontece la acción. Su fuerza tampoco reside en el tono
melodramático, áspero, hiriente incluso, dickensiano ocasionalmente, del relato.
Lo que distingue a “El fantasma de Kentucky” de otras historias fantásticas
escritas por mujeres es su creíble ambiente marinero, tremendamente masculino,
que nos trae a la memoria alguna de las mejores fábulas y novelas terroríficas de
William Hope Hodgson o Emilio Salgari. Habida cuenta que era un territorio
laboral y vital vedado a las mujeres —solamente podían embarcar en calidad de
pasajeras—, llama la atención que este inquietante divertimento se adentre en un
mundo extraño, plagado de misterios, como el de los hombres del mar.
Pero la diferencia de sensibilidades se percibe en la manera de abordar las
tristes aventuras del polizón Kentucky a bordo del Madonna, marcadas por los
constantes abusos físicos (y psicológicos) que soporta a manos del cruel oficial
de cubierta, el señor Whitmarsh. Una situación que desembocará en una
experiencia sobrenatural más turbadora que macabra, más moral que visceral. El
paternalista modo de proceder del narrador, el detalle de la madre del muchacho,
que aguarda con gesto compungido el regreso de la nave, y por tanto de su hijo,
diluyen en los vahos de la tragedia el miedo que el cuento haya podido
provocarnos en algunos pasajes. Hay en “El fantasma de Kentucky” una curiosa
subtrama centrada en las relaciones materno-filiales, en los lazos de amor y, por
qué no, de camaradería existentes en el matrimonio, en la influencia que tener
una familia puede ejercer en una persona a la hora de percibir el mundo y a sus
moradores.
Sin desdeñar, ni mucho menos, la sinceridad de los intereses «fantásticos» de
Elizabeth Stuart Phelps, cabría señalar que su aproximación al género se
emparenta más con la idea de la fábula moral, del cuento de hadas «para
adultos», con una idea sombría de lo «maravilloso», que con el deseo de
provocar un efecto de terror (Roger Caillois dixit). Sus otros relatos fantásticos,
como “Since I Died” (Scribner’s, febrero, 1873), “Dream Within a Dream” (The
Independent Magazine, febrero, 1874) o “Number 13” (Harper’s New Monthly,
marzo, 1876), se sitúan en la línea antes expuesta.
Elizabeth Stuart Phelps, nacida en Andover, Massachusetts, era la segunda
hija en una familia de cinco hermanos. Su padre era párroco y profesor de
literatura griega y hebrea de la sociedad Teológica de Andover. Su madre,
inválida durante los últimos años de su vida, hizo que su amiga, la novelista
Harriet Beecher Stowe, la autora de La cabaña del tío Tom (Uncle Tom’s Cabin,
1852), escribiera: «… de una larga enfermedad curada por la muerte / una santa
se elevó hacia donde no existe más el dolor». Marcada por la terrible enfermedad
de su madre —Elizabeth vivió siempre con el temor de quedarse paralítica como
ella— y un deseo casi enfermizo por complacer a su padre, hombre de rígidas
costumbres e ideas, la futura escritora se marchó a Boston con apenas dieciséis
años, una vez completada su educación primaria, para trabajar en la Mount
Vernon School, viviendo con la familia del reverendo Jacob Abbott, autor de
libros religiosos para niños.
Abrumada por dudas y miedos en lo que respecta a su talento, allí publica
sus primeros cuentos, de sesgo religioso, en la revista literaria que dirige el
reverendo Abbott. Pero cuando su padre, al leer uno de sus relatos, le escribe
señalándole que «estaba muy bien hecho» —elogio que significó para ella más
que el favor recibido por centenares de lectores—, Phelps decide dedicarse
plenamente a la literatura como profesional. Para entonces tiene treinta años, y
aunque ya había publicado varias novelas de éxito, como Sunny Side; or, A
County Minister’s Wife (1851) —100.000 ejemplares en su primer año de
publicación—, o la prestigiosa The Gates Ajar (1868), jamás se había planteado
en serio la posibilidad de vivir de la escritura. Una labor que se verá reforzada
anímicamente tras su matrimonio con el novelista Herbert Dickinson Ward
(1861-1932) en 1888, con quien escribió conjuntamente Come Forth (1891),
además de Singular Life (1895), The Story of Jesus Christ (1897), The Supply at
Saint Agetha’s (1897), Within the Gates (1901) y Trixy (1904). Activa feminista
—desde una óptica moderada cristiana—, sufragista y miembro de la Women’s
Christian Temperance Union contra el consumo de alcohol, murió después de
alumbrar a su tercer hijo, a causa de complicaciones durante el parto.
EL FANTASMA DE KENTUCKY
¿Que si es cierto? Cada palabra.
Tu cuento ha estado muy bien, Tom Brown, muy bien para uno que vive en
tierra, pero te apuesto una rosquilla a que yo cuento uno mejor, y todo auténtico,
que es más de lo que tú podrías jurar del tuyo, si no me equivoco. No es que yo
no haya exagerado nunca un poquillo en mi juventud en el camarote de la
tripulación, como hemos hecho todos, pero ya hace mucho que vivo bajo un
techo, y que el pastor nos visita regularmente durante la temporada de las fresas;
y habiendo tenido que dar unos cuantos azotes como consecuencia de las
mentiras que he tenido que oír al criar a seis hijos, uno aprende a recortar un
poco sus palabras, Tom, créeme. Es como cuando el habla de la mar se te hace
rara porque sólo oyes hablar a marinos de agua dulce que no saben distinguir un
palo de mesana del campanario de una iglesia.
El pasado octubre hizo unos veinte años, si no me falla la memoria, que
estábamos atracados para partir a Madagascar. He hecho ese viajecito a
Madagascar cuando el mar era como aceite ardiendo y el cielo como latón
ardiendo; y el castillo de proa tan parecido al infierno como cualquier castillo de
proa durante una calma chicha. Lo he hecho cuando nos escurríamos en el puerto
con casi todos los palos destrozados y las bombas funcionando día y noche y lo
he hecho con un capitán borracho que daba raciones de hambre de una bazofia
que no habría tocado ni un perro en tierra y dos cucharadas de agua al día, pero
por algún motivo, de todas las veces que he viajado a Oriente, no recuerdo
ninguna otra tan bien como ésta.
Salimos de Long Wharf en el barco Madonna, que me han dicho que
significa «Mi Señora», y bien bonito que era el nombre. Tenía una sensación
agradable al pronunciarlo, lo que es sorprendente si consideramos que era un
viejo cascarón pesado que nunca subía de diez nudos y pocas veces llegaba a
eso. Puede ser porque Moll venía de vez en cuando mientras estábamos en el
puerto, se traía al chico con ella y se sentaba en cubierta con un delantalito
blanco, tejiendo. Era una mujer muy guapa mi esposa en aquellos días y me
sentía orgulloso de ella: normal, con los chicos mirándonos.
—Molly —solía decirle yo a veces—, ¡Molly Madonna!
—¡Tonterías! —decía ella, dándole a las agujas.
Aunque le gustaba, te lo garantizo, y se le ponían las mejillas de un bonito
color rosa, y eso que llevábamos cuatro años casados. Viendo que siempre se ha
portado conmigo como una señora, fiel y gentil, y aunque no era muy educada y
aunque yo nunca en la vida le regalé un camisón de seda, se contentaba, y
también yo.
A veces yo solía comentar lo que pensaba del nombre del barco cuando los
chicos no estaban haciendo mucho ruido, pero casi siempre se reían de mí. Yo
era lo bastante rudo y malo en aquellos tiempos: tan rudo como cualquiera y tan
malo como los demás, supongo, pero aun así solía tener pensamientos distintos
de los de los demás. «La poesía de Jake», los llamaban.
Estábamos cargando mercancía para comerciar en Oriente, como ya he
dicho, ¿verdad? Ahora ya no queda gran cosa del auténtico comercio de antes,
excepto el whiskey, que seguirá siendo próspero, supongo, hasta que los
malgaches aprueben una ley de prohibición por una gran mayoría en el Senado y
el Congreso. Recuerdo que en aquel viaje teníamos algo de whiskey en la
bodega, con un buen cargamento de cuchillos, franela roja, serruchos, clavos y
algodón. Esperábamos estar de regreso en menos de un año. Teníamos
suficientes provisiones y Dodd, el cocinero, hacía un café tan bueno como el
mejor que pudieras encontrar en las cocinas de un mercante. En cuanto a
nuestros oficiales, cuanto menos diga de ellos mejor, no tanto porque pretenda
ser irrespetuoso como porque preferiría no serlo. En la marina mercante, los
oficiales, especialmente si son de la ruta africana, son hombres brutales. Al
menos, ésa es mi experiencia, y cuando alguno de vuestros grandes armadores
hable del tema conmigo, como han hecho otras veces antes, diré: «Ésa es mi
experiencia, señor», que es todo lo que tengo que decir. Hombres brutales, y tan
apropiados para su trabajo como si los hubieran importado para tal propósito del
baúl de Davey Jones[24]. Aunque dicen que ahora ya no dan latigazos, lo que es
toda una diferencia.
A veces, en una tarde soleada, cuando el agua embarrada parecía más
embarrada de lo normal porque las nubes eran del color de la plata y el aire del
color del oro, cuando los barriles de aceite chocaban en los muelles y se notaba
el fuerte olor de las pescaderías y los hombres gritaban y juraban, nuestro hijo
corría por la cubierta jugando con todo el mundo, pues era un muchachito listo
que llevaba medias rojas y las rodillas desnudas, y los chicos le habían tomado
cariño.
—Jake —decía su madre, con un suspiro, siempre bajito, para que el capitán
no la oyese—, ¡imagínate que fuese él quien se fuera un año en esa compañía!
Entonces soltaba las brillantes agujas y llamaba al niñito y lo cogía en
brazos.
Ve a la sala, Tom, y pregúntaselo a ella. ¡Dios te bendiga! Ella recuerda
aquellos días en el muelle mejor que yo. Podría decirte cuál era el color de mi
camisa, lo largo que yo tenía el pelo y qué había comido, qué aspecto tenía y qué
dije. Normalmente yo no solía jurar tanto cuando ella estaba cerca.
Bueno, pues levamos anclas el último día del mes, de muy buen humor. La
Madonna era tan resistente y marinera como cualquier otro barco de ochocientas
toneladas de la bahía, aunque fuese torpe; éramos unos dieciséis en los
camarotes de la tripulación, un grupo alegre, casi todos viejos camaradas, y nos
llevábamos bien. La brisa venía del oeste y el cielo estaba despejado.
La noche antes de zarpar, Molly y yo dimos un paseo hasta los muelles
después de cenar. Yo llevaba al crío. Un niño, sentado sobre unas cajas, me tiró
de la manga al pasar y me preguntó, señalando a la Madonna, si le podía decir el
nombre del barco.
—Averígualo tú mismo —le dije, molesto porque me interrumpiese.
—No seas desagradable con él —dijo Molly. El niño le lanzó un beso al
chico y Molly le sonrió en la oscuridad. Supongo que no tendría por qué
acordarme del grumete aquel después de tanto tiempo, pero recuerdo que me
gustó ver a Molly sonriéndole a través de la oscuridad.
Mi mujer y yo nos despedimos a la mañana siguiente en un sitio cubierto
entre las maderas en el muelle. Era de esas mujeres a las que nunca les ha
gustado llorar delante de la gente.
Se subió a la pila de maderas y se sentó, un poco arrebolada y temblorosa,
para vernos zarpar. Recuerdo verla allí con el niño hasta que ya llevábamos un
buen trecho del canal. Recuerdo ver la bahía mientras se alejaba, y hacer
propósito de dejar de jurar. Y recuerdo maldecir como un pirata a Bob Smart
muy poco después.
La brisa era más constante de lo que esperábamos, y tuvimos una buena
salida y relevaron al piloto al llegar la noche. El señor Whitmarsh, el oficial de
cubierta, estaba en popa con el capitán. Los chicos estaban cantando un poco y
subía el olor del café, caliente y casero. Yo estaba en la cofa mayor, no recuerdo
para qué, cuando de repente se oyó un grito y, cuando bajé a cubierta, vi a
mucha gente congregada alrededor de la escotilla de proa.
—¿A qué viene este ruido? —dijo el señor Whitmarsh, acercándose con el
ceño fruncido.
—¡Un polizón, señor! ¡Un niño polizón! —dijo Bob, entendiendo
rápidamente el tono del oficial. Bob siempre conocía bien el viento cuando se
acercaba una tormenta. Sacó al pobre muchacho y lo empujó a los pies del
oficial.
Digo «pobre muchacho», y no te preguntarías por qué si hubieses visto a
tantos polizones como he visto yo.
Preferiría ver a un hijo mío encadenado como esclavo en Carolina que verlo
llevar la vida de un polizón. Entre los oficiales que creen que los han engañado,
los hombres que siguen a sus superiores y el desprecio del chico al que sí han
contratado legalmente, un polizón no tiene lo que uno llamaría un buen
recibimiento.
Éste era un chico pequeño, delgado para sus años, que podrían ser quince,
supongo. Era pálido y tenía un mechón de pelo lacio en la frente. Tenía hambre,
añoraba su casa y estaba asustado. Nos miró a todos y luego se tapó un poco y se
quedó quieto tal como le había tirado Bob.
—Bueeeno —dijo Whitmarsh, muy despacio—, ya verás como te arrepientes
antes de que llegues a tierra, amiguito, ¡como que soy el oficial de cubierta de la
Madonna! ¡Y toma esto!
Y al decirlo, le dio una patada al pobre grumete y lo mandó desde el alcázar
al bauprés y se fue a cenar. Los hombres se rieron un poco, luego silbaron otro
poco y terminaron su canción contentos y alegres, con el café calentándose en la
cocina. Nadie tuvo una palabra para el chico. ¡Dios, no!
Aseguraría que aquella noche no habría probado bocado de no ser por mí, y
no sabría decir por qué me molesté, si no se me hubiese ocurrido de repente,
mientras él se frotaba los ojos con la cara vuelta hacia el oeste y el sol se volvía
rojo, que había visto al muchacho antes. Entonces recordé el paseo por los
muelles y a él sobre la caja y a Molly diciendo que yo era desagradable con él.
Viendo que mi mujer le había sonreído y que mi hijo le había tirado un beso,
me resultaba difícil no cuidar un poco del pequeño granuja aquella noche.
—Pero aquí no tienes nada que hacer —le dije—, nadie te quiere aquí.
—¡Ojalá estuviera en tierra! —dijo él—. ¡Ojalá estuviera en tierra!
Con eso empezó a frotarse los ojos tan violentamente que me detuve. Tenía
buena madera, porque se atragantó y me guiñó los ojos, y se sobrepuso casi tan
bien como podía haberlo hecho yo.
No sé si fue porque aquella noche cuidé un poco de él, pero el muchacho
siempre andaba conmigo después de aquello, me seguía con la mirada y hacía
algún trabajillo para mí sin que se lo pidiese.
Una noche antes de que pasara la primera semana, se sentó a mi lado en el
cabrestante. Yo estaba probando una nueva pipa, y muy buena, así que durante
un rato no le presté mucha atención.
—Has hecho muy bien ese trabajo, Kent —le dije—, ¿cómo te metiste en el
barco? Porque no pasa a menudo que la Madonna salga del puerto con un
muchacho oculto en su bodega.
—El vigilante estaba borracho. Me metí detrás del whiskey. Hacía calor y
estaba oscuro. Me tumbé y pensé en el hambre que tenía —dijo.
—¿Amigos en casa? —le dije.
Asintió muy levemente con la cabeza y se levantó y se fue silbando.
El primer domingo el muchacho estaba tan inquieto como una langosta
puesta a hervir. En el mar, el domingo es día de limpieza. Los chicos se lavaron
y se sentaron a coserse los pantalones. Bob sacó sus cartas. Unos camaradas y yo
nos pusimos cómodos bajo el juanete del castillo (yo estaba de guardia abajo),
contando las historias más curiosas que nos sabíamos. Kent se quedó mirando la
partida de cartas un rato, luego nos estuvo escuchando un rato y luego anduvo
paseando inquieto.
Bob dijo:
—Mirad allí, ¡vamos!
Y allí estaba Kent, sentado hecho un ovillo bajo la popa de la falúa. Tenía un
libro. Bob se arrastró por detrás y se lo quitó de las manos. Luego comenzó a
reírse como si se estuviese asfixiando y me lanzó el libro. Era una Biblia, negra
y vieja. En la página amarilla estaba esto escrito:
Para Kentucky Hodge
De su madre cariñosa
Que reza por ti todos los días. Amén.
Primero, el chico se puso colorado, luego blanco y se levantó de repente,
pero no dijo ni una palabra. Sólo se volvió a sentar y nos dejó reírnos. He
olvidado si alguna vez dejaron de reírse. Un día me contó cómo es que le habían
puesto ese nombre, pero lo he olvidado. Algo acerca de un viejo, un tío, creo,
que murió en Kentucky y el nombre les sonaba muy bien. Solía sentirse un poco
mal al principio, porque los chicos le tomaban el pelo constantemente, pero en
una semana o dos se acostumbró y, viendo que no lo hacían con malicia, se lo
tomaba a risa.
Otra cosa que noté es que después de aquello nunca volvió a tener el libro
con él. Al domingo siguiente ya siguió nuestras costumbres.
Como norma general, los marineros no se toman la Biblia como harías tú,
Tom, aunque diré que nunca vi a un hombre de mar que no le concediese el
crédito de ser una historia rematadamente buena.
Pero te lo prometo, Tom Brown, lo sentí por el muchacho. Ya es bastante
castigo para un chiquito como él dejar el sendero honesto y a unos padres en
casa que quizá le amaran para ir a endurecerse en un barco, aprendiendo a
desatar un brandal o arrizar con los dedos helados durante una tormenta de
nieve.
Pero eso no es lo peor de todo, ni mucho menos. Si alguna vez hubo un
hombre de sangre fría, cruel, con aviesas intenciones y un puño como un
martillo, ése era Job Withmarsh cuando estaba de buen humor. Y creo que de
todos los viajes que he hecho siendo él oficial de cubierta de la Madonna,
Kentucky lo conoció en su peor versión. Bradley, el segundo oficial, desde luego
que no era muy gentil, pero no podía compararse con el señor Whitmarsh. Desde
el principio detestó al muchacho, y así fue hasta el final.
Le vi golpear al muchacho hasta que le caía la sangre sobre la cubierta
formando charquitos y luego mandarlo, todo sangrando, a recoger los cabos de la
gavia y cuando, por el dolor y la debilidad se mareaba un poco y se aferraba al
marchapié, medio cegado, lo bajaba y lo azotaba hasta que intervenía el capitán,
lo que ocurría ocasionalmente cuando hacía un buen día y había bebido lo justo
para estar de buen humor. Solía rebuscarse los sesos para decirle al muchacho
las cosas que le decía mientras trabajaba en silencio a su lado. Ni Bob Smart ni
yo podíamos decir aquellas cosas. A veces lo intentábamos, pero siempre
teníamos que dejarlo. Si los insultos fuesen un artículo de mercado, Whitmarsh
podría haberlos patentado y habría hecho fortuna inventándolos nuevos e
ingeniosos. También solía bajar al muchacho a patadas por la escalera del
castillo de proa; solía hacerle trabajar, incluso enfermo, como no habría
trabajado una bestia de carga, solía perseguirlo por toda la cubierta a correazos,
solía darle golpes contra el mástil durante horas, solía matarlo de hambre en la
bodega. No soy ningún blando, Tom, pero más de una vez me ponía enfermo,
yo, un tipo grande y recio, de verlo tan indefenso.
Ahora recuerdo (no sé si siquiera lo había pensado en estos veinte años) algo
que McCallum dijo una noche. McCallum era escocés, un tipo mayor con canas,
y por aquel entonces contaba las mejores historias de toda la tripulación.
—Acordaos de mis palabras, compañeros —decía—, cuando le llegue la
hora a Job Whitmarsh de irse tan derecho al infierno como el mismísimo Judas,
ese muchacho le entregará sus papeles. Muerto o vivo, el muchacho le entregará
sus papeles.
Recuerdo especialmente un día en que el chico estaba enfermo de fiebre, y
estaba acostado en su hamaca. Whitmarsh lo llevó a cubierta y le ordenó que se
pusiese en pie. Yo estaba cerca, asentando la cangreja. Kentucky se tambaleó un
poco hacia delante y se sentó. Allí había un cabo con tres nudos. El oficial le
golpeó.
—Estoy muy débil, señor —le dijo.
Le volvió a golpear. Le golpeó dos veces más. El chico tropezó y se quedó
quieto donde había caído.
No sé qué mosca me picó, pero de repente me pareció estar en el muelle, con
las nubes de color plateado y el cielo dorado y Molly con un delantal blanco con
sus agujas brillantes, y el bebé jugando con sus calcetines rojos por la cubierta.
—Imagínate que fuese él —dijo, o me pareció que decía—, ¡imagínate que
fuese él!
Y lo siguiente que supe fue que le hablé al oficial tan furiosa e
irrespetuosamente como seguro que nunca se habían dirigido a Whitmarsh. Y
después de eso, lo siguiente que supe fue que me pusieron grilletes.
—Arrepentido, ¿eh? —me dijo el oficial el día antes de que me los quitasen.
—No, señor —le dije. Y nunca me arrepentí. Kentucky no lo olvidó. Al
principio, le había ayudado de vez en cuando. Le enseñé a girar y tirar de una
braza, a asegurar una escota, pero normalmente le dejaba en paz y me dedicaba a
mis asuntos. De verdad creo que el chico nunca olvidó aquella semana que pasé
encadenado.
Una vez, un sábado por la noche, el oficial había estado excepcionalmente
furioso aquella semana, Kentucky le replicó, muy pálido y débil (yo estaba en la
cofa de mesana, y le oí muy claramente):
—Señor Whitmarsh —le dijo—, señor Whitmarsh —respiró pesadamente—,
señor Whitmarsh —tres veces—, usted tiene el poder y lo sabe, y también lo
saben los caballeros que le pusieron aquí, y yo sólo soy un polizón, y las cosas
están liadas, pero ¡se arrepentirá por todas las veces que me ha puesto la mano
encima!
Y cuando lo dijo no tenía una mirada agradable.
La cosa es que el primer mes en la Madonna no le había hecho ningún bien
al muchacho. Tenía un aire hosco y desabrido, como el que a veces he visto en
un perro encadenado. Al principio, hablaba tan limpiamente como mi bebé, y se
sonrojaba como una niña con las historias de Bob Smart, pero se acostumbró a
Bob, y bastante bien, con el tiempo, a las palabrotas.
No creo que me hubiese dado tanta cuenta de no ser por parecerme ver a
Molly, y el sol, y las agujas de punto, y al niño sobre la cubierta y oyendo
«¡Imagínate que fuese él!» A veces, los domingos por la noche solía pensar que
era una pena. No porque fuera yo mejor que los demás, excepto porque los
hombres casados son siempre más formales. Examina a cualquier tripulación, y
los muchachos que tienen sus propias casas e hijo son los más rectos.
A veces, también solía parecerme haber oído la palabra de un pastor, en una
animada melodía de un salmo, y me lo tomaba a pecho. Un año es mucho tiempo
para que veinticinco hombres estén a buenas unos con otros y con el diablo. No
pretendo ser muy piadoso, pero no soy tonto, y sé que si hubiéramos tenido a
bordo a un oficial temeroso de Dios y que cumpliese sus mandamientos,
habríamos sido mejores. Con la religión pasa lo mismo que con la cayena: si está
ahí, lo sabes.
Si tuvieses docenas de barcos navegando, ¿te acordarás de eso? ¡Dios te
bendiga, Tom! Allá donde fueres, haz lo que vieres. Tendrías tus libros mayores,
tus hijos, tus iglesias y catequesis, negros libres y elecciones, y todo eso, y nunca
te pararías a pensar si los muchachos que navegan en tus barcos por el mundo
tienen almas o no, y podrías ser un buen hombre. Así es el mundo. Calma, Tom.
Calma.
Bueno, las cosas no iban mal entre nosotros hasta que nos acercamos al
Cabo. No es un lugar bonito el Cabo durante el invierno. No se puede decir que
tuviese lo que vosotros diríais miedo después de doblarlo por primera vez, pero
no es un lugar bonito.
No recuerdo demasiado sobre Kent hasta que llegó un viernes, primero de
diciembre. Era un día tranquilo, con un poco de neblina que era como arena
blanca desparramada encima de un rayo de sol en la mesa de la cocina. El
muchacho estuvo callado todo el día, siguiéndome con los ojos.
—¿Estás enfermo? —le dije.
—No —dijo él.
—¿Whitmarsh está borracho? —le dije.
—No —dijo él.
Poco después de oscurecer yo estaba tumbado sobre un rollo de cuerdas,
dormitando. Los chicos cantaban El Golfo de Vizcaya muy animadamente, y yo
me levanté para unirme en el estribillo. Kent apareció cuando ellos cantaban:
Cómo se inclinaba
aquel día
¡en el Golfo de Vizcaya!
Él no cantaba. Se sentó a mi lado, y al principio pensé que no me dirigiría a
él, y luego pensé que sí.
De modo que abrí un ojo y le miré, animándolo. Se acercó un poco más a mí.
Estaba bastante oscuro donde estábamos sentados, con una gran sombra verdosa
cayendo de la vela mayor. El viento soplaba un poco, y la luz del timón brillaba
roja y parpadeante.
—Jake —dijo él de repente—. ¿Dónde está tu madre?
—¡En… el Cielo! —dije yo, desconcertado. Y si alguna vez he estado cerca
de lo que se podría llamar faltarle el respeto a mi madre, fue entonces, por estar
tan desconcertado.
—¡Oh! —dijo él—. ¿Tienes a alguna mujer en casa que te añore? —
preguntó.
—No me extrañaría —dije yo.
Después de aquello se quedó un rato quieto con los codos en las rodillas,
luego se giró hacia mí y después de un rato me dijo:
—Supongo que yo tengo una madre en casa. Huí de ella.
Ésta, por cierto, fue la primera vez que había hablado de sus padres desde
que llegó a bordo.
—Estaba dormida en la habitación —dijo él—. Salí por la ventana. Tenía
una camisa blanca que ella me había hecho para la iglesia y eso. Nunca me la he
puesto aquí. No he tenido el valor. Tiene cuello y puños. Hacerla le supuso un
quebradero de cabeza. Andaba siguiéndome todo el día cosiendo esa camisa.
Cuando yo llegaba a casa, se animaba y sonreía. Padre está muerto. No hay
nadie más que yo. Ella pasaba el día siguiéndome.
Se levantó y se unió a los muchachos e intentó cantar un poco, pero se quedó
muy quieto y se sentó. Veíamos la luz parpadeante en las caras de los chicos, en
la jarcia y en el capitán, que estaba maldiciendo al contramaestre en popa.
—Jake —dijo, muy bajito—, mira. He estado pensando. ¿Crees que hay aquí
un marino, sólo uno quizá, que haya dicho sus oraciones desde que subió a
bordo?
—¡No! —le dije, muy seguro. Porque me habría apostado la cabeza a que era
así.
Recuerdo como si fuera hoy cómo sonaron la pregunta y la respuesta. No soy
capaz de decir con palabras cómo me sentí. El viento empezaba a soplar más
fuerte, y tuvimos que tomar rizos. Bob Smart, que estaba plegando el petifoque,
se empapó. Al muchacho y a mí, sentados en silencio, nos salpicó el agua.
Recuerdo observar la curva de las grandes olas, de color caoba, con las crestas
blancas, y pensar en cuánto se parecía a una gran criatura siseando y echando
espuma por la boca. Y recuerdo pensar a la vez en Él sujetando el mar en una
balanza, y también en que no se había pronunciado una sola palabra para
suplicarle Su Favor respetuosamente desde que habíamos levado anclas; y
recuerdo oír al capitán más allá mencionando Su Nombre en ese momento para
que enviase a la Madonna al fondo del mar porque el contramaestre había
desobedecido sus órdenes de asegurar la botavara de popa.
—De su madre cariñosa que reza por ti todos los días. Amén —susurró
Kentucky, muy quedamente—. El libro está roto. El señor Whitmarsh limpió su
vieja pistola con él. Pero yo me acuerdo.
Y luego dijo:
—Es casi la hora de dormir en casa. Está sentada en una mecedora de color
verde. Hay un fuego y el perro. Ella está sola.
Y luego volvió a empezar:
—Ahora tiene que llevar su propia leña. Lleva un lazo gris en el gorro.
Cuando va a la iglesia se pone un bonete gris. Ha corrido las cortinas y la puerta
está cerrada. Pero ella cree que un día volveré a casa arrepentido. Estoy seguro
de que cree que volveré a casa arrepentido.
Justo entonces llegó la orden.
—¡Atención a babor! ¡Todos hacia allá deprisa!
De modo que me moví, el chico se movió y la noche cayó oscura, y tuve la
cabeza y las manos ocupadas. Al día siguiente soplaba un aire limpio excepto
por un banco gris, muy delgado y quieto, como del tamaño de aquella nube que
se ve por la ventana, Tom, que teníamos justo delante.
El mar, pensé, parecía un enorme alfiletero morado, con un mástil o dos
clavados en el horizonte como alfileres. «Poesía de Jake», lo llamaba el
muchacho.
A mediodía el pequeño banco de nubes gris se había vuelto grueso, como un
muro. Cuando cayó el sol el capitán dejó de beber y subió a cubierta. Al caer la
noche teníamos marejada con un viento muy feo.
—¡Mueve poco el timón! —gritó Whitmarsh, con los colores subidos,
porque el barco se había alzado terriblemente, mostrando gran parte de la traca,
y el viejo casco sufría considerablemente—. ¡Mueve poco el timón, te lo ordeno!
¡McCallum, échale un ojo a la vela del trinquete! ¡Arríen los sobrejuanetes!
¡Arríen los sobrejuanetes! ¡Deprisa, señores! ¿Dónde está ese grumete de Kent?
¡Arriba, y espabila!
Kentucky saltó al oír la orden, y luego se frenó en seco. Cualquiera que sepa
distinguir un sobrejuanete de un ancla disculparía al muchacho. Yo juro que no
es tarea fácil para un viejo marino fuerte y de buen tamaño arriar los
sobrejuanetes en una galerna como aquélla, y no digamos para un chico de
quince años en su primer viaje.
Pero el oficial empezó a blasfemar de un modo que habría hecho que un
pastor se desmayase al oírlo y Kent subió disparado, con el mástil oscilando
como un péndulo atrás y adelante, los rizos saltando, las cuadernas crujiendo y
las velas moviéndose de un modo que no creerías posible de no tener el mástil
delante de las narices. Me recordaban a pájaros malvados sobre los que he leído
que pueden derribar a un hombre con sus alas, o lanzarte al fondo, Tom, antes de
que puedas decir Jack Robinson.
Kent subió valientemente hasta las crucetas. Allí resbaló, luchó y se aferró
entre la oscuridad y el ruido por un tiempo, hasta que bajó resbalando por los
brandales.
—No tengo miedo, señor —dijo—, pero no puedo hacerlo.
Como respuesta, Whitmarsh cogió el cabo. De modo que Kentucky volvió a
subir, se resbaló, luchó y se aferró otra vez, y otra vez volvió a bajar.
A esto los hombres empezaron a gruñir por lo bajo.
—¿Quiere matar al muchacho? —le dije.
Me llevé un golpe por hablar que me mandó al suelo de mala manera, y
cuando me frotaba los ojos el chico estaba subiendo otra vez, y el oficial estaba
detrás de él amenazando con el cabo. Whitmarsh paró cuando había subido lo
suficiente. El muchacho siguió trepando. Miró una vez hacia abajo. No abrió la
boca, sólo miró hacia abajo. Si desde entonces no lo he visto veinte veces en mi
memoria, no lo he visto nunca. Allá arriba, en la sombra de las grandes alas
grises, mirando hacia abajo.
Después de eso sólo hubo un grito, un chapoteo y la Madonna salió
disparada a doce nudos. De haber caído toda la tripulación por la borda, aquella
noche no se habría detenido para esperarlos.
—Bueno —dijo el capitán—, ahora sí que la ha hecho.
Whitmarsh se dio la vuelta.
Poco a poco, cuando el viento dejó de soplar, todo se había calmado y yo
tuve tiempo de pararme a pensar durante la guardia de madrugada, me pareció
ver a la anciana con el bonete gris sentada junto al fuego. Y al perro. Y la
mecedora verde. Y la puerta delantera, con el chico atravesándola una tarde
soleada para tomarla por sorpresa.
Luego recuerdo haberme inclinado para mirar hacia abajo y preguntarme si
el muchacho estaría también pensando en ello, y en lo que le había pasado hacía
dos horas, y en dónde estaría y si le gustaba su nueva casa, y muchas otras cosas
extrañas y curiosas.
Y mientras estaba ahí sentado pensando, las estrellas del alba atravesaron las
nubes, y la solemne luz del domingo comenzó a salir entre el mar.
Después de aquello tuvimos una travesía tranquila hasta el puerto, donde
atracamos un par de meses o así comprando buenas cantidades de aceite de
palma, marfil y pieles. Los días eran calurosos y tranquilos. No tuvimos ni una
brisa, si mal no recuerdo, hasta que volvimos a doblar el Cabo de camino a casa.
Otra vez estábamos doblando el Cabo de camino a casa cuando ocurrió algo
que puedes creerte o no, como te parezca, Tom, aunque no entiendo que alguien
que se traga lo de Daniel en la jaula de los leones o que aquel otro vivió tres días
cómodamente dentro de una ballena podría ponerme caras ante lo que tengo que
decir.
Cerca del punto donde perdimos al chico nos cayó la peor galerna de todo el
viaje. Nos atacó repentinamente. Whitmarsh estaba un poco ebrio. No solía estar
borracho durante una galerna, si lo sabía con la suficiente antelación.
Bueno, pues alguien tenía que arriar los sobrejuanetes otra vez, y el oficial
llamó a McCallum. McCallum no quería que le azotase por no querer arriar los
sobrejuanetes durante una tormenta.
De modo que subió animosamente hasta la verga de la gavia. Allí, de
repente, se detuvo. Lo siguiente que supimos fue que bajó como un rayo.
Tenía la cara completamente blanca.
—¿Qué demonios te pasa? —rugió Whitmarsh.
—Hay alguien allá arriba, señor —dijo McCallum.
—¡Te has vuelto idiota! —le gritó Whitmarsh.
McCallum, muy tranquila y nítidamente, le dijo:
—Hay alguien allá arriba, señor. Le he visto muy claramente. Él me ha visto.
Le hablé. Él me habló. Me dijo: «¡No subas!», ¡y que me cuelguen si esta noche
doy otro paso por usted o por cualquier otro hombre!
Nunca había visto que a ningún ser humano vivo se le quedase la cara como
la que tenía el oficial. Si no quería matar con sus propias manos al escocés, no sé
qué quería. A saber qué habría hecho con él de haber podido entretenerse.
Tuvo la sensatez de ver que no podía perder el tiempo, de modo que se lo
ordenó directamente a Bob Smart.
Bob subió deprisa, mascando tabaco y con la mirada fría. A medio camino
entre la gavia y el juanete, se detuvo y bajó a toda velocidad.
—¡Que me ahogue si no está ahí! —dijo—. Está sentado en la verga. Si no
está sentado en la verga, es que nunca he visto al muchacho llamado Kentucky.
«¡No subas!», gritaba, «¡no subas!»
—¡Bob está borracho, y McCallum es un cretino! —dijo Jim Welch. De
modo que Jim Welch se presentó voluntario y se llevó a Jaloffe con él. Welch y
Jaloffe eran las manos más seguras de a bordo. De modo que allá que subieron, y
bajaron como los otros, por los brandales, a la carrera.
—¡Me ha dicho que me vuelva! —dijo Welch—. ¡Me ha gritado que no
subiera! ¡Que no subiera!
Después de aquello ni un solo hombre quería subir ni por todo el oro del
mundo.
Whitmarsh dio patadas, juró y nos golpeó con furia, pero allí nos quedamos
mirándonos a los ojos unos a otros y no nos movimos. Algo frío, como un viento
helado, parecía extenderse de hombre a hombre cuando nos mirábamos a los
ojos.
—¡Avergonzaos de ser una panda de grumetes cobardes! —gritó el oficial. Y
enrabietado y borracho subió por los marchapiés en un suspiro.
Como un rayo fuimos tras él. Era nuestro oficial, y nos sentíamos
avergonzados. Yo iba delante y los muchachos me seguían.
Llegué a los obenques intermedios y allí me detuve, pues yo mismo le vi: un
muchacho pálido, con un mechón de pelo lacio sobre la frente. Le habría
reconocido en cualquier parte de este mundo o del otro. Le vi tan claramente
como te veo a ti, Tom Brown, sentado en aquella verga muy tranquilo con el
sobrejuanete revoloteando como si quisiera tirarlo.
Supongo que he tenido muchas experiencias en el curso de quince años
navegando, como cualquier marino que alguna vez haya tomado rizos durante
una tormenta, pero nunca había visto nada como aquello, ni antes ni después.
No diré que no me dieron ganas de bajar pitando a cubierta, pero sí que diré
que me quedé en los obenques y me quedé observando.
Whitmarsh, jurando que había que arriar aquel sobrejuanete, siguió subiendo.
Después fue cuando oí la voz. Venía directa de la figura del chico sobre la
verga del juanete.
Pero esta vez decía: «¡Sube! ¡Sube!» y después, un poco más alto: «¡Sube!
¡Sube! ¡Sube! ¡Sube!» De modo que subió, y lo siguiente que oí fue un grito,
luego un chapoteo y luego vi el sobrejuanete ondeando en la verga vacía, y el
oficial y el chico habían desaparecido.
Job Whitmarsh no volvió a ser visto, ni arriba ni abajo, ni aquella noche ni
nunca más.
Este verano le estaba contando la historia a nuestro pastor. Es un buen tipo, a
pesar de su gusto natural por las fresas, y con quien siempre tengo buenas
conversaciones, y estuvo un rato pensando en ello.
—Si fue el muchacho —dijo—, y no puedo mencionar ninguna razón
concreta para que no lo fuese, me pregunto cuál sería su condición espiritual. Un
alma en el infierno.
Supongo que el pastor cree en el infierno, porque no puede evitarlo, pero
tiene esa manera tan solemne y delicada de predicarlo que uno diría que no
querría que fuese allá ni un polluelo si él pudiese evitarlo.
—Un alma perdida —dijo el pastor, aunque no sé si fueron aquéllas sus
palabras exactas—, un alma que ha ido al infierno y se ha quedado allá por
propia voluntad, querría llevarse con ella a otra alma si pudiera. Claro que si al
oficial le había llegado su hora y no tenía escapatoria, bueno, es la voluntad del
Señor, e iría al infierno de cabeza, y no sería culpa de nadie más que suya. Y
puede que el muchacho estuviera para ir al Cielo, pero que anduviese errante de
todos modos. Eso es todo, Brown —me dijo—. Todos tenemos nuestras propias
manías, y si él no quería ir al Cielo, no iría, y ni el mismo Dios podría evitarlo.
Abre de par en par las puertas del Paraíso y nunca se las cierra a ningún
pobrecillo que fuese a cruzarlas y nunca, nunca lo hará.
Lo que me pareció muy sensato por parte del pastor, y muy hermosamente
dicho.
Pero ahí está Molly haciendo tortitas, y las tortitas no esperan a nadie, como
el tiempo y la marea, o si no yo habría seguido hablando hasta medianoche sobre
el viaje de vuelta a casa, de lo verde que parecía el puerto cuando entramos, de
cómo Molly y el niño que vinieron a buscarme en una chalupa que se movía
(porque causábamos olas en el canal), de cómo subió al barco riendo y llorando
a la vez, se agarró a mi cuello, de cuánto había crecido el niño, de cómo cuando
corrió por la cubierta (al muy bribón le habían comprado su primer par de botas
aquella misma tarde) me recordó a la otra vez, de las palabras de Molly y del
muchacho que habíamos dejado detrás de nosotros en la tormenta.
Según atracábamos, le dije a mi mujer:
—¿Quién es esa anciana sentada entre los maderos, la que lleva un bonete
gris y un lazo gris?
Pues allí había una anciana, y vi el sol detrás de ella, y todos los maderos
amarillos y me quedé aturdido y ofuscado.
—No lo sé —dijo Molly, acercándose a mí—. Viene todos los días. Dicen
que se sienta y espera a su hijo que se escapó.
En ese momento supe quién era con tanta certeza como cualquier otra cosa
que haya sabido después. Y pensé en el perro. Y en la mecedora verde. Y en el
libro con el que Whitmarsh había limpiado su vieja pistola. Y en la puerta
delantera, con el muchacho entrando por ella.
Los tres, Molly, el niño y yo, paseamos por el puerto y nos sentamos a su
lado entre las tablas amarillas. No recuerdo bien lo que dije, pero recuerdo que
ella se quedó sentada en silencio hasta que le conté todo lo que había que contar.
—¡No llore! —dijo Molly cuando acabé. Lo que era sorprendente, porque
era Molly la que estaba llorando. No, la anciana no lloró. Se sentó con los ojos
abiertos de par en par bajo el bonete gris, moviendo los labios. Tras un rato
entendí lo que estaba diciendo:
—El único hijo de su madre y ella…
Poco a poco se levantó y se fue, y Molly y yo nos fuimos juntos a casa, con
nuestro niño entre los dos.
Ellen Price Wood
(1814 - 1887)
Parece ser que, a finales del siglo XIX, hubo un consenso unánime en torno a
la calidad literaria de las historias sobre crime, violence, romance and mystery
escritas por la británica Ellen Price Wood, y protagonizadas por su más popular
criatura de ficción, Johnny Ludlow. Por ejemplo, en el número correspondiente
al 2 de mayo de 1874, la revista The Academy afirmaba que «cualquiera que
todavía no las haya leído seguro que no tenía nada mejor que hacer». A su vez,
la entrada de Wood (Ellen) en Dictionary of National Biography (1885), indica
que las aventuras de Johnny Ludlow «son, desde un punto de vista literario, el
mejor trabajo de su autora; extremadamente agradables de leer». Pero este
aprecio incondicional, desgraciadamente, forma parte del pasado. En la
actualidad, muy pocos aficionados a la literatura fantástica y de misterio conocen
la existencia de Johnny Ludlow, excepto por la ocasional reimpresión de alguna
de sus historias en antologías más o menos especializadas —cf. The Virago Book
of Victorian Ghost Stories, selección de Richard Dalby (1988) o Victorian Ghost
Stories: An Oxford Anthology, de Michael Cox & R. A. Gilbert (1991)—, donde
casi siempre aparece el excelente relato que aquí presentamos, “¿Realidad o
Ilusión?” (Reality or Delusion), publicado por primera vez en The Argosy
(diciembre de 1868) —revista mensual que nada tiene que ver, conviene
aclararlo, con el célebre pulp magazine estadounidense publicado por Frank
Munsey—. “¿Realidad o Ilusión?” es, en palabras de su narrador, «… una
historia de fantasmas. Cada palabra es cierta, y no me importa confesar que
durante mucho tiempo después, algunos de nosotros no nos atrevíamos a pasar
por aquel lugar de noche; algunos no se atreven a pasar aún». Un ejemplo del
estilo con que Ellen Price Wood abordaba el género, extendiendo un poder
tenebroso por toda la ficción, inasible, indescriptible, afín a los presentimientos
de horror y fatalidad que los personajes perciben, los cuales estallaban, al final,
con gélida gravedad.
Ellen Price Wood publicó el primer relato de Johnny Ludlow, titulado
“Shaving the Ponies Tails”, en enero de 1868, también en la revista The Argosy.
Como curiosidad, señalar que el citado relato pretendía haber sido escrito por el
mismísimo Ludlow. Este pseudónimo, que acabó convirtiéndose en el mismo
personaje (¡), le fue útil a la escritora para ocultar el hecho de que era la autora
de gran parte del contenido de la revista, por motivos que luego veremos. Con
todo, la ocultación de la verdadera identidad de Johnny Ludlow se reveló como
una astuta táctica comercial, y permaneció en secreto durante doce años, hasta
mediados de 1880. Wood escribió más de ciento veinte entregas mensuales,
entre novelettes y cuentos, de las peripecias de Ludlow. Incluso después de su
muerte, se publicaron dos nuevas novelas y un cuento, y se completó la
recopilación de todas las narraciones protagonizadas por el personaje en forma
de libro. Este proyecto, que arrancó en vida de la escritora, lo forman seis
volúmenes aparecidos en 1874, 1880, 1885, 1890 y 1899, editados por
Macmillan & Co. y Richard Bentley Publisher.
¿Y quién es Johnny Ludlow, el narrador? Un hacendado de Squire
Todhetley, Worcestershire, que vive con su segunda esposa, quien antes había
sido su madrastra (¡), con el hijo habido en su primer matrimonio, Joseph —al
que todos llaman familiarmente Tod—, y con Hugh y Lena, hijos de la pareja y
hermanastros de Joseph. En la mansión de Johnny Ludlow, además, residen los
criados, que aparecen en las diferentes historias y proporcionan de vez en
cuando interesantes tramas secundarias. Las propiedades de Ludlow se extienden
por Dyke Manor, que comprende la mitad de Worcestershire. Un área de acción
muy amplia que otorga a los relatos un tono dramático muy diverso, sin
pertenecer a un género definido. Algunos son thrillers muy inquietantes; otros,
primarios whodunits, donde lo importante es desenmascarar al criminal,
próximos al espíritu de las mejores obras de Edgar Allan Poe o Arthur Conan
Doyle, sazonados con enredos románticos. Sin embargo, no todos sus cuentos
ofrecen crímenes y misterios mundanos; en muchas de las historias los
protagonistas procuran solucionar un suceso inexplicable o abiertamente
sobrenatural. Aunque si examinamos los ochenta cuentos que integran la serie de
Johnny Ludlow, comprobaremos que solamente diecisiete pueden considerarse
ficción fantástica o de horror. Tal es la fuerza de estas diecisiete obras que, por
ejemplo, “Fred Temples Warning” (1873), una de las mejores narraciones de
fantasmas de Ellen Price Wood y perteneciente a la serie, fue publicada fuera de
la minuciosa antología de relatos de Johnny Ludlow.
Ellen Price Wood, hija de un próspero fabricante de guantes, nació en
Sidbury, Worcester, en las Midlands de Inglaterra. Por razones no del todo
esclarecidas, pasó su infancia junto a sus abuelos, Mary y William Price, hasta la
muerte de este último en 1821. Durante su estancia en aquella casa, los criados
solían contarle a la pequeña Ellen historias de fantasmas locales, que la
empujaron a interesarse por la comarca de Worcester, protagonista pasiva en The
Channings (1862), Mrs. Halliburton’s Troubles (1862), William Allair (1864-
1874), y algunos episodios de la serie Johnny Ludlow. Una grave dolencia en la
columna vertebral la confinó a una silla de ruedas entre los trece y los diecisiete
años, pero jamás se recuperó del todo, ya que afectó a su normal desarrollo
muscular: andaba algo encorvada, y no podía cargar con algo más pesado que un
libro o una sombrilla. No obstante, en 1836 se casó con el banquero y armador
Henry Wood, con quien vivió largas temporadas fuera de su país, principalmente
en Francia. Tuvieron cinco hijos, y uno de ellos, Charles, en la biografía de su
madre, titulada Memorials of Mrs. Henry Wood (1894), asegura que sus
progenitores fueron felices a pesar de que tenían poco en común. La propia
escritora definió a su marido como un hombre «bueno» pero «sin imaginación, a
quien le costaba un gran esfuerzo leer un libro». Sin embargo, el apoyo de su
esposo fue fundamental para los comienzos de su carrera literaria, firmando
como “Mrs. Henry Wood” (la Señora de Henry Wood) y publicando sus
primeras obras cortas en el New Monthly Magazine de Harrison Ainsworth,
amigo de la familia. Algo más tarde, aparecen dos novelas, Danesbury House
(1860) y, sobre todo, el famoso East Lynne (1861), un robusto drama sobre la
doble personalidad y la bigamia que se convirtió rápidamente en un best seller;
en 1880 tuvo su versión teatral, y entre 1902 y 1930 disfrutó de dieciséis
versiones cinematográficas hasta que en 1931 el realizador norteamericano
Frank Lloyd rodó su adaptación más memorable, nominada al Oscar a la Mejor
Película.
Debido a los problemas económicos de su familia a partir de 1856, derivados
de unas desafortunadas inversiones llevadas a cabo por su marido, Ellen Price
Wood mantuvo a flote la economía de su hogar gracias a su trabajo como
escritora. Tras la muerte de aquél en 1866, la viuda se convirtió en editora de la
revista The Argosy con la ayuda de su hijo Charles y, poco tiempo después, en su
propietaria. Allí publicaría la mayor parte de relatos protagonizados por Johnny
Ludlow. Definitivamente instalada en Londres, en St. John’s Wood, escribió y
publicó hasta poco antes de su muerte, con setenta y tres años. Fue enterrada en
el cementerio de Highgate.
¿REALIDAD O ILUSIÓN?
Ésta es una historia de fantasmas. Cada palabra es cierta, y no me importa
confesar que durante mucho tiempo después, algunos de nosotros no nos
atrevíamos a pasar por el lugar de noche; algunos no se atreven a pasar aún.
Era otoño y estábamos en Crabb Cot. Lena había estado enferma y en
octubre la señora Todhetly le propuso al Juez de Paz que deberían llevarla a otro
lugar para ver si el cambio le hacía bien.
La gente de Worcestershire llamamos a North Crabb un pueblo, pero
contando las casas que tiene, pequeñas y grandes, no hay ni veinticuatro. South
Crabb, a unos ochocientos metros, es mucho mayor, pero la iglesia y el colegio
están en North Crabb.
John Ferrar había trabajado para el Juez de Paz Todhetly como guardés de la
finca, una especie de empleado y alguacil. Había muerto el invierno anterior, sin
dejar tras él más que algunas deudas, pues no había sido previsor, y a su
agraciado hijo Daniel. A Daniel Ferrar, tan superior en cuanto a educación, no le
agradaba el trabajo; hacía ostentación de ayudar a su padre, pero no gran cosa. El
viejo Ferrar no le había asignado ningún oficio u ocupación en particular, y
Daniel, orgulloso como Lucifer, no había elegido ninguno. Le gustaba ser un
caballero. Ahora lo único que hacía era trabajar en su jardín y alimentar a sus
aves, patos, conejos y pichones, de los que tenía una gran cantidad, vendiéndolos
a las casas de alrededor y enviándolos al mercado.
Pero, como todos decían, los pájaros no lo mantendrían. La señora Lease, la
del precioso cottage cerca del de Ferrar, se hartó de repetirlo. No se debe
confundir a esta señora Lease y a su hija Maria con Lease el guardagujas:
estaban en mejor posición y no eran parientes. Daniel Ferrar solía entrar y salir
de su casa a voluntad cuando era niño, y ahora estaba comprometido para
casarse con Maria. Ella tenía algo de dinero, y los Lease eran respetados en
North Crabb. La gente comenzó a murmurar sobre cómo Ferrar conseguía el
maíz para sus aves: no se conocía que comprase mucho, y tenía que irse de su
casa en Navidad, pues el dueño, el señor Coney, ya le había dado el aviso. La
señora Lease, nerviosa por el futuro de Maria, le preguntó a Daniel qué pretendía
hacer, y éste le dijo: «Hacer fortuna: debería empezar a hacerlo en cuanto pueda
cambiar de vida». Pero el tiempo pasaba, y el cambio de vida parecía estar tan
lejano como siempre.
Después del verano había llegado a la escuela una sobrina de la maestra, la
señorita Timmens: se llamaba Harriet Roe. Su padre, Henry Roe, era
hermanastro de la señorita Timmens. Se había casado con una mujer francesa y
había vivido más en Francia que en Inglaterra hasta su muerte. La niña había
sido bautizada como Henriette, pero en North Crabb, donde no entendían mucho
francés, la convirtieron en Harriet. Era una muchacha atractiva y desenvuelta, y
rápidamente hizo amistad con Daniel Ferrar, o él con ella. Intimaron tan
rápidamente que Maria Lease se puso celosa, y en North Crabb empezaron a
decir que Daniel se ocupaba más de Harriet que de Maria. Cuando Tod y yo
llegamos a finales de octubre para celebrar el cumpleaños del Juez de Paz, las
cosas estaban en ese estado. James Hill, el alguacil que había sido contratado por
el Juez de Paz para ocupar el lugar de John Ferrar (aunque era muy inferior a
Ferrar; no mucho mejor, de hecho, que un obrero cualquiera), nos relató cómo
estaban las cosas en general. Daniel Ferrar había estado bebiendo últimamente,
añadió Hill, y su cabeza no era lo bastante fuerte para soportarlo, y también
empezaba a parecer que algo le preocupaba.
—Menudo partido, para que dos mujeres se peleen por él —dijo Hill, que no
sentía simpatía por Ferrar—. Habrá jaleo entre ellas si no se andan con cuidado.
Sé que Maria Lease está a punto de volverse loca, y la otra, sabiendo que le
gusta más, alardea de ello. Es un poco como la historia en la Biblia de Leah y
Raquel. A Dan Ferrar le gusta una, y está comprometido con la otra. En cuanto a
la francesita —concluyó Hill, moviendo la cabeza—, haría ostentación de
gustarle cualquier hombre que la siguiera, sin duda; llevaría una docena de ellos
en una correa.
Le parecería muy bien al maleducado Hill llamar a Daniel Ferrar «menudo
partido», pero era el joven más apuesto de la iglesia el domingo por la mañana; y
el mejor vestido. Pero su color parecía más brillante, y sus manos temblaban
cuando las levantaba, muy a menudo, para echarse atrás el cabello que el sol que
atravesaba una de las ventanas lo tornaba en oro. Rara vez miraba hacia arriba,
ni siquiera a Harriet Roe, cuyos ojos oscuros vagaban por todas partes, ni a sus
lazos rosas. Maria Lease estaba pálida, callada y agradable, como de costumbre.
No era bella, pero su cara era agradable, y en sus profundos ojos grises se
reflejaba una extraña y curiosa seriedad. El nuevo pastor, un joven recién
enviado a la parroquia de Crabb, decía su sermón. Habló de la observancia de los
días de los santos, y le dijo a su congregación que esperaba verlos en la iglesia al
día siguiente, que sería el Día de Todos los Santos.
Daniel Ferrar caminó a casa tras el servicio con la señora Lease y Maria, y lo
invitaron a cenar. Yo acudí a saludar a la vieja señora, que una vez había
cuidado de mí durante una enfermedad, y le prometí que iría a verla más tarde.
Al día siguiente volvíamos a la escuela. Cuando me iba, pasó Harriet Roe, con
sus lazos rosas y su brillante vestido barato de seda refulgiendo a la luz del sol.
Se me quedó mirando, y yo le devolví la mirada. Y ahora que he terminado la
explicación, comienza la auténtica historia. Pero parte de ella tendré que contarla
como si la contasen otros.
El servicio de té esperaba por la tarde sobre la mesa de la señora Lease;
esperaba a Daniel Ferrar. Las había dejado poco antes para ir a atender a sus
aves. No había dicho nada de que volvería a tomar el té, eso se había dado por
supuesto. Pero no apareció, y tomaron el té sin él. A las cinco y media sonó la
campana de la iglesia anunciando el servicio nocturno y Maria se puso el abrigo.
La señora Lease no salía por las noches.
—Es muy temprano, Maria. Vas a llegar a la iglesia antes que los demás.
—Eso no importa, madre.
Los celos hacían sospechar a Maria que el secreto de la ausencia de Daniel
Ferrar tenía que ver con Harriet Roe: quizá había ido a verla. Caminó despacio.
La penumbra se había extendido subrepticiamente sobre el atardecer, pero la
luna saldría algo más tarde. Cuando Maria pasaba por la escuela, se detuvo para
asomarse a la ventanita de la sala de estar: las persianas no estaban bajadas y la
sala estaba iluminada por el fuego. Harriet no estaba allí. Sólo vio a la señorita
Timmens, la maestra, que estaba poniéndose su bonete ante un espejo de mano
que había puesto en pie sobre la chimenea. Repentinamente, la señorita
Timmens se volvió y abrió la ventana. Era sólo con el propósito de cerrar los
postigos, pero Maria creyó que la había visto y habló:
—Buenas noches, señorita Timmens.
—¿Quién es? —dijo la señorita Timmens, como respuesta, escudriñando
entre la penumbra—. ¡Oh, es usted, Maria Lease! ¿Ha visto a Harriet? Salió a
alguna parte esta tarde, y no ha vuelto para tomar el té.
—No la he visto.
—Seguro que ha ido donde los Batley. Sabe que no me gusta que esté con las
chicas Batley, la vuelven diez veces más caprichosa de lo que sería
normalmente.
La señorita Timmens tiró de los postigos, porque si no, no se cerraban, y
Maria Lease se giró.
—No con los Batley, no con los Batley, sino con él —lloró, con amarga
rebeldía, alejándose de la iglesia, no yendo hacia ella. ¿Se debería culpar a Maria
por desear saber si tenía razón o no? ¿Por caminar pensando en verlos juntos? En
cualquier caso, es lo que hizo. Y tuvo su recompensa.
Al pasar sobre el puente de sauce, le llegaron sus voces. La gente a menudo
caminaba por allí, y era uno de los caminos hacia South Crabb. Maria se refugió
entre los árboles y aparecieron: Harriet Roe y Daniel Ferrar, caminando cogidos
del brazo.
—Creo que será mejor que me vaya —iba diciendo Harriet—. No necesito
provocar a la tormenta. Y me caerá una en forma de granizo de la vieja estirada
de la tía Timmens.
La respuesta pareció rápida, pero Ferrar habló quedamente. A Maria Lease le
costó controlarse: ira, pasión, celos, todo se le amontonaba. Abrazando un árbol
cercano con ambos brazos y con el corazón agitado y el pulso febril, los vio
pasar por el camino hacia la carretera. Entonces Harriet tomó una dirección y él
otra, hacia el cottage de la señora Lease. Sin duda para recogerla (a Maria) y
acompañarla a la iglesia, con una excusa plausible de por qué había tardado.
Hasta ahora ella no tenía pruebas de su engaño; nunca lo había creído
completamente.
Separó los brazos del árbol y empezó a caminar, y un débil y agudo grito de
desesperación atravesó el aire nocturno. Maria Lease era una de esas chicas de
naturaleza silenciosa que nunca podría hablar de un dolor como éste. Tenía que
enterrarlo dentro de sí, muy, muy profundamente, lejos de la vista de todos; y
fue a la iglesia con su habitual paso silencioso. Después llegó Harriet Roe con la
señorita Timmens, muy recatada, como si viniese de cantarles nanas a los
escolares más pequeños en sus propias casas. Daniel Ferrar no fue a la iglesia. Se
quedó, como se supo después, con la señora Lease.
Maria bien podía haber estado en casa, quizá habría sido mejor. No oyó ni
una palabra del servicio, su cerebro era un mar de confusión, y el tumulto
interior crecía y crecía. Ni siquiera oyó la lectura: «Apaciguaos, enmudeced», ni
el sermón; ambos eran singularmente apropiados. Las pasiones en las mentes de
los hombres, dijo el pastor, rugen y se agitan igual que las airadas olas del mar
en una tormenta hasta que llega Jesús a calmarlas.
Yo corrí tras Maria cuando terminó la misa, y fui a hacerle la prometida
visita a la anciana señora Lease. Daniel Ferrar estaba sentado en el saloncito. Se
levantó y le ofreció a Maria una silla junto al fuego, pero ella se dio la vuelta y
se quedó en pie junto a la mesa bajo la ventana, quitándose los guantes. La
señora Lease tenía ante ella una Biblia abierta. Me pregunté si le había estado
leyendo en voz alta a Daniel.
—¿Cuál ha sido la lectura, niña? —preguntó la anciana.
No hubo respuesta.
—¡Ya me has oído, Maria! ¿Cuál ha sido la lectura?
Ante esas palabras se volvió Maria, como si hubiese despertado de repente.
Tenía la cara pálida, y en sus ojos había un terror incierto.
—¿La lectura? —tartamudeó—. Se… se me ha olvidado, madre. Era del
Génesis, creo.
—¿Lo era, señorito Johnny?
—Era del capítulo cuarto de San Marcos: «Apaciguaos, enmudeced».
La señora Lease se me quedó mirando.
—Vaya, es el mismo capítulo que he estado leyendo. Caramba, sí que es
curioso. Pero no hay nada mejor en la Biblia, ni se ha sacado de ella un texto
mejor que esas dos palabras. Le estaba diciendo a Daniel, aquí presente, señorito
Johnny, que una vez que esa paz, la paz de Cristo, llega al corazón, las tormentas
no pueden hacernos gran daño. ¿Y se vuelve a ir mañana, señor? —añadió, tras
una pausa—. Que estancia tan corta.
No iba a irme al día siguiente. Tod y yo, tomando al Juez de Paz de buen
humor tras la cena, habíamos insistido en quedarnos hasta el martes, usando Tod
el argumento, y riéndose mientras lo hacía, de que no estaría bien irse el Día de
Todos los Santos, cuando el pastor nos había exhortado a que estuviésemos en la
iglesia. El Juez de Paz nos dijo que éramos un par de granujas gorrones, y que si
nos dejaba quedarnos sería con la condición de que fuésemos a la iglesia. Así se
lo dije.
—Bien puede enviarles de vuelta de todas maneras, señor, cuando llegue la
mañana —dijo Daniel Ferrar.
—Conociendo al señor Todhetley como lo conoce, Ferrar, sabrá que nunca
rompe sus promesas.
Daniel rió:
—Pero sí gruñe por ellas, señorito Johnny.
—Bueno, puede que mañana gruña porque nos quedemos y que diga que es
perder un tiempo que deberíamos pasar estudiando, pero no nos enviará de
regreso hasta el martes.
¡Hasta el martes! ¡Si hubiese podido prever entonces lo que ocurriría antes
del martes! ¡Si todos nosotros hubiésemos podido preverlo! ¡Ver las pocas horas
entre ahora y entonces retratadas, como si fuese un espejo, suceso a suceso!
¿Nos habría ahorrado la calamidad, el terrible pecado que nunca puede llegar a
ser perdonado? Sí, sin duda sí. Daniel Ferrar se giró y miró a Maria.
—¿Por qué no te acercas al fuego?
—Estoy muy bien aquí, gracias.
Se había sentado donde estaba, con el bonete tocando la cortina. La señora
Lease, sin darse cuenta de que sucediera nada, había empezado a hablar sobre
Lena, cuya enfermedad se estaba convirtiendo en fiebre baja, cuando se abrió la
puerta de la casa y entró Harriet Roe.
—¡Qué noche tan agradable! —dijo, tomando por su propia iniciativa la silla
que yo había rechazado, pues no hacía más que decir que debía irme—. María,
¿dónde fuiste después del servicio? Te busqué por todas partes.
María no dio respuesta. Parecía triste y furiosa, y su pecho se agitaba como si
se estuviese gestando una tormenta. Harriet Roe se rió.
—¿Va a hacer fiesta mañana, señora Lease?
—¡Fiesta! ¿Qué día es mañana para que hagamos fiesta? —respondió la
señora Lease.
—Yo la haré —continuó Harriet, sin responder a la pregunta—. Me
acostumbré en Francia. El Día de Todos los Santos es una gran fiesta allí. Vamos
a la iglesia con nuestros mejores vestidos y luego hacemos visitas. Después,
como una oscura sombra, llega el lúgubre Jour des Morts.
—¿El qué? —dijo la señora Lease, acercando el oído.
—El Día de los Difuntos, el Día de las Ánimas. Pero ustedes los ingleses no
van a rezar a los cementerios.
La señora Lease se puso las gafas, que estaban sobre las páginas abiertas de
la Biblia, y se quedó mirando a Harriet. Quizá creyó que las gafas le ayudarían a
entenderla. La muchacha rió.
—El Día de las Ánimas, llueva o haga sol, los cementerios franceses se
llenan de mujeres arrodilladas vestidas de negro, todas rezando por el descanso
de sus parientes muertos, como es costumbre entre los católicos.
Daniel Ferrar, quien no había dicho una palabra desde que ella había llegado,
sino que se había quedado con la cara vuelta hacia el fuego, se giró y la miró. En
ese momento, ella echó atrás la cabeza y sus lazos rosas, y sonrió de manera que
se le vieron todos los dientes. Y tenía muy buena dentadura. En su tono no había
ninguna reverencia.
—Las he visto arrodilladas cuando el barro y el agua llegaban por el tobillo.
¿Alguna vez han visto un fantasma? —añadió con energía—. Los franceses
creen que los espíritus de los muertos salen en el Día de Todos los Santos. Rara
vez verán a una mujer francesa salir de su casa de noche. Es su principal
superstición.
—¿Cuál es su superstición? —preguntó la señora Lease.
—Pues eso —dijo Harriet—. Creen que a los muertos se les permite volver a
visitar el mundo al anochecer de la Víspera del Día de las Ánimas, que flotan en
el aire esperando aparecérseles a alguno de sus parientes que puedan aventurarse
en la calle, por miedo de que se les olvide rezar por el descanso de sus almas al
día siguiente[25].
—¡Qué barbaridad! —dijo la señora Lease, mirando fijamente—. ¿Alguna
vez lo había oído, señor? —dirigiéndose a mí.
—Sí, lo había oído.
Harriet Roe me miró. Yo estaba de pie en la esquina de la chimenea. Se río
abiertamente.
—Vaya, ¿no sería divertido salir mañana por la noche y ver a los fantasmas?
Sólo que quizá no visiten este país, pues no está bajo la autoridad de Roma.
—Haz el favor de comportarte delante de quienes son tus mejores, Harriet
Roe —dijo la señora Lease de modo cortante—. Ese caballero es el joven señor
Ludlow, de Crabb Cot.
—Y me alegro mucho de conocer al joven señor Ludlow —replicó
rápidamente Harriet, quitándose la mantilla de los hombros—. Cuánto calor hace
en su salita, señora Lease.
El broche de la capita se había enganchado en una delgada cadena de oro
rizado que llevaba alrededor del cuello, dejándola a la vista. Se apresuró a doblar
la capita, como si quisiese ocultar la cadena. Pero las gafas de la señora Lease la
habían visto.
—¿Qué llevas puesto, Harriet? ¿Una cadena de oro?
Tras un momento de pausa, Harriet Roe volvió a echarse la mantilla, con el
desafío pintado en su rostro, y tocó la cadena con la mano.
—Eso es, señora Lease, una cadena de oro. Y una cadena muy bonita.
—¿Era de tu madre?
—Nunca ha sido de nadie más que mía. Me la regalaron esta tarde para que
la conservase.
Yo estaba mirando a Maria y me sobresaltó su cara, tan pálida y lúgubre:
pálida de emoción, lúgubre con una ira desesperada que yo no entendí. Harriet
Roe, mirándola con expresión de triunfo descarado, salió con tan poca
ceremonia como había entrado, deseando buenas noches a todos, y oímos sus
pasos fuera, perdiéndose gradualmente en la distancia. Daniel Ferrar se levantó.
—Creo que yo también me iré. Esta noche estás muy poco sociable, Maria.
—Quizá lo esté. Quizá tenga motivo para ello.
Ella le apartó la mano cuando él se la extendió y, poco después, como si la
idea se le acabase de ocurrir, corrió tras él por el pasillo para hablar. Yo, que
estaba cerca de la puerta de la salita, capté sus palabras.
—Debo obtener una explicación por tu parte, Daniel Ferrar. Ahora, esta
noche; no podemos seguir así ni una hora más.
—Esta noche no, Maria, no tengo tiempo; y no sé a qué te refieres.
—Sí lo sabes. Escucha, no tengo intención de irme a dormir, aunque sea por
veinte noches, hasta que hayamos hablado. Lo juro. Estás jugando conmigo.
Otros llevan tiempo diciéndolo, y yo lo sé ahora.
Él pareció dirigirle palabras quedas, pues el tono era bajo y tranquilizador, y
entonces salió, cerrando la puerta tras él. Maria volvió y se quedó de pie,
ocultándonos su rostro y su pánico. Y aun así, su madre no notó nada.
—¿Por qué no te quitas el abrigo, Maria? —le preguntó.
—Enseguida —fue la respuesta.
Yo me despedí a mi vez, y me fui. Casi llegando a casa vi a Tod con los dos
jóvenes Lexom. Los Lexom nos convencieron para entrar y quedarnos a cenar, y
dieron las diez antes de que los dejásemos.
—Nos van a echar una buena —dijo Tod, echando a correr. Nunca nos
dejaban quedarnos despiertos hasta tarde los domingos por la noche, a causa de
la lectura.
Pero resultó que esta vez salimos bien librados, porque la casa estaba
conmocionada a causa de Lena. Había mejorado por la tarde, pero a las nueve la
fiebre había regresado peor que nunca. Tenía las mejillitas y los labios de un rojo
escarlata mientras estaba tumbada en la cama, con los brillantes y llorosos ojos
como platos. El Juez de Paz había ido a ver cómo estaba, y estaba irritado y
preocupado como de costumbre.
—El doctor no ha enviado la medicina —dijo pacientemente la señora
Todhetly, quien debía estar agotada de cuidar a la niña—. Debería tomarla, estoy
segura de que debería.
—Los chicos pueden ir corriendo a Cole a por ella —gritó el Juez de Paz—.
No les pasará nada, hace buena noche.
Claro que podíamos. Y volvimos a ponernos las capas; nos encargaron que le
dijésemos al señor Cole que viniera a casa a primera hora de la mañana.
—¿Te importa que no vaya contigo, Johnny? —dijo Tod cuando nos
dirigíamos a la puerta—. Estoy cansadísimo.
—Claro que no. Tanto me da ir solo como acompañado. Volveré dentro de
media hora.
Tomé el camino más cercano, atravesando los campos a la carrera, asustando
a las liebres. El señor Cole vivía cerca de South Crabb, y no creo que pasaran
más de diez minutos antes de que estuviese llamando a su puerta. Pero volver
deprisa era otra cosa. El doctor no estaba en casa. Le habían llamado a ver a un
paciente a las ocho, y aún no había regresado.
Entré a esperar porque el sirviente me había dicho que podría volver en
cualquier momento. De nada servía irme sin la medicina, y me senté en la
consulta delante de las repisas, y me quedé dormido contando los frascos
blancos y las botellas de remedios. La entrada del doctor me despertó.
—Siento que haya tenido que venir y esperarme —dijo—. Cuando hube
terminado con mi otro paciente, con quien he estado ocupado largo rato, fui a
Crabb Cot con la medicina de la niña, que llevaba en el bolsillo.
—Creen que esta noche está muy enferma, doctor.
—La dejé mejor, y la llevaban a dormir. Pronto volverá a estar bien, espero.
—¡Vaya! ¿Es esa hora? —exclamé al ver el reloj mientras pasaba por el
recibidor. Eran casi las doce. El señor Cole rió, diciendo que el tiempo pasa
deprisa cuando la gente está dormida.
Volví lentamente. El sueño, o la carrera anterior, me hacían sentir tan
cansado como Tod había dicho que estaba. Era una noche para estar fuera y
disfrutarla: calmada, cálida, iluminada. La luna iluminaba cada brizna de hierba,
centelleaba en el agua del riachuelo, destacaba el musgo en los grises muros de
la vieja iglesia, se reflejaba en su reloj circular que para entonces daba las doce.
Las doce de la noche en North Crabb son como las tres de la madrugada en
Londres, pues la gente del campo está casi toda acostada y dormida a las diez.
Por lo tanto, cuando oí grandes voces airadas discutiendo, justo cuando la última
campanada se perdía en el cielo de medianoche, me quedé parado y dudé de mis
sentidos.
Ya estaba llegando a casa. Las voces venían de la parte de atrás de un
edificio solitario en la parte izquierda de la carretera. Era propiedad del Juez de
Paz y lo llamaban el granero amarillo, dado que sus paredes estaban cubiertas de
una aguada de pintura amarilla, pero lo utilizaban para almacenar el maíz. Estaba
pasando por delante de él cuando las voces llegaron por el aire. Di la vuelta al
edificio corriendo y vi a Maria Lease y algo más que al principio no entendí.
Con la intención de mantener su juramento de no descansar hasta que «hubiese
hablado» con Daniel Ferrar, María había salido en su busca. ¿Qué triste destino
la llevó a buscarlo detrás de nuestro granero? Quizá el hecho de que ya había
buscado infructuosamente por todos los demás lugares.
En la parte de atrás del granero, a unos pasos, había una puerta que no se
usaba. No se usaba en parte porque no era necesaria, dado que la entrada
principal estaba en la parte delantera y en parte porque hacía tiempo que se había
perdido la llave. Saliendo a hurtadillas por la puerta, con un saco de maíz sobre
sus hombros, estaba Daniel Ferrar llevando un guardapolvo. Maria lo vio, y se
quedó en las sombras. Le observó cerrar la puerta y meterse la llave en el
bolsillo, le observó dándole un tirón al pesado saco mientras se volvía a bajar los
escalones. Entonces salió de repente. Sus reproches en voz alta lo dejaron
petrificado, y ahí estaba como alguien que hubiese sido convertido en piedra
repentinamente. Fue en ese momento cuando aparecí yo.
Pronto lo entendí todo, no necesitaba las palabras de Maria para instruirme.
Daniel Ferrar tenía la llave perdida y podía entrar y salir a voluntad por la noche,
mientras el resto del mundo dormía, y llevarse maíz. No era de extrañar que sus
aves prosperasen, no era extraño que hubiese habido quejas en Crabb Cot sobre
la misteriosa desaparición del grano bueno.
Maria Lease sin duda había enloquecido en esos primeros momentos. En un
pueblo honrado, robar está visto como algo horroroso, una vergüenza, un delito,
y ése era el primer disgusto de la noche. ¡Daniel Ferrar era un ladrón! ¡Daniel
Ferrar le era infiel! Una tormenta de palabras y reproches brotó confusa de ella,
ninguna palabra muy distinguible. «¡Vivir del robo!», «¡delincuente convicto!»,
«¡deportación de por vida!», «¡el maíz del Juez de Paz Todhetly!», «¡engordar a
los pollos con grano robado!», «¡comprarle cadenas de oro con los beneficios a
esa desvergonzada e impúdica muchachita francesa, Harriet Roe!», «¡dar paseos
a escondidas con ella!»
Mi llegada detuvo el ataque. Hubo una pausa, y entonces Maria, en su loca
pasión, lo denunció a mí, como representante (así lo dijo) del Juez de Paz. ¡El
intruso en nuestro granero! ¡El ladrón de nuestro maíz almacenado!
Daniel Ferrar bajó los escalones; había permanecido allí quieto como una
estatua, inmóvil, y volvió su cara pálida hacia mí. No dijo una sola palabra en su
defensa: el golpe lo había aplastado. Era un hombre orgulloso (si es que alguien
puede entender eso), y ser descubierto en este delito era para él peor que la
muerte.
—No piense de mí peor de lo necesario, señorito Johnny —dijo en tono
quedo—. He estado mucho tiempo casi cansado de mi vida.
Dejando el saco de maíz cerca de los escalones, cogió la llave de su bolsillo
y me la dio. Su aspecto había cambiado mucho; había algo penosamente sumiso
y triste en su manera que lo sentí tanto por él como si no hubiese sido culpable.
Maria Lease siguió con su ardiente pasión.
—Más cansado estarás mañana cuando la policía te lleve a la cárcel de
Worcester. El Juez de Paz Todhedy no podrá perdonarte aunque tu padre fuese
su alguacil muchos años. No podría aunque quisiera: el señor Ludlow te ha visto
haciéndolo.
—Permítame la llave un momento, señor —dijo, tan tranquilo como si no
hubiese oído una palabra. Y se la di. No estoy seguro de por qué, pero le habría
dado mi cabeza si me la hubiese pedido.
Se llevó el saco al hombro, abrió la puerta del granero y puso el saco junto a
los otros. La bolsa era suya, como supimos después, pero la dejó allí. Volviendo
a cerrar la puerta, me devolvió la llave y se fue con paso cansado.
—Adiós, señorito Johnny.
Yo le devolví el saludo educadamente, aunque había estado robando. Cuando
estuvo fuera de vista, Maria Lease, aún llena de ira, salió corriendo hacia el
cottage de su madre, con un extraño grito de desesperación atravesando sus
labios.
—¿Dónde has estado, Johnny? —rugió el Juez de Paz, que estaba levantado
esperándome—. Has estado tirándoles piedras a los búhos, eso es lo que has
estado haciendo; o corriendo detrás de las liebres.
Le dije que había esperado al doctor Cole, y que había regresado más
despacio de lo que había ido; pero no dije nada más, y subí enseguida a mi
habitación. Y el Juez de Paz se fue a la suya.
Sé que soy un bobo, la gente me lo dice, y a menudo, pero no puedo evitarlo:
no elegí ser así. Me quedé despierto hasta casi la mañana, primero deseando que
Daniel Ferrar pudiese salvarse, y luego pensando que quizá podría ocurrir. Si
hubiese aprendido bien la lección y fuese honrado en el futuro, sería grandioso.
El viejo Ferrar nos agradaba; nos había hecho muchos favores a Tod y a mí, y,
por eso, nos agradaba Daniel. Así que cuando llegó la mañana no dije ni una
palabra de los problemas de la noche anterior.
—¿Está Daniel en casa? —pregunté cuando fui a casa de Ferrar nada más
después de desayunar. Quería decirle que si se mantenía en el buen camino, yo
guardaría el secreto.
—Salió al amanecer, señor —respondió la anciana que lo atendía y vendía
sus pollos en el mercado—. Volverá enseguida, aún no ha desayunado.
—Cuando llegue, dígale que espere a verme. Dígale que está bien. ¿Te
acordarás, Goody? Que está bien.
—Seguro que me acordaré, señorito Ludlow.
Tod y yo, cumpliendo nuestra promesa, fuimos a la iglesia, y encontramos a
unas diez personas en los bancos. Harriet Roe era una de ellas, con sus lazos
rosas, la cadena de oro rizado por encima de una chaqueta de terciopelo corta.
—No, señor, aún no ha vuelto a casa; no sé adónde habrá podido ir —fue la
respuesta de la vieja Goody cuando volví a casa de Ferrar. De modo que le
escribí unas palabras en un papel y le dije que se lo diese cuando volviera, pues
yo no podía estar yendo allí a cada hora.
Tras el almuerzo, paseé por la parte de atrás del granero. Supongo que los
recuerdos me llevaron allí, pues no era un lugar que soliese frecuentar. Vi
aparecer a Maria Lease.
¡Qué cambio! La mujer apasionada de la noche anterior se había convertido
en una pobrecilla de aspecto lamentable y golpeada por el dolor que estaba a
punto de morir de remordimiento. La pasión excesiva se había cobrado las
consecuencias habituales: una reacción. Una reacción a favor de Daniel Ferrar.
Vino hacia mí, retorciéndose las manos en agonía, rogándome que lo perdonase,
que no hablase de él, que le diese una oportunidad. Y sus labios temblaban y se
estremecían, y tenía círculos oscuros bajo sus ojos vacíos.
Le respondí que no había dicho nada y que no tenía intención de hacerlo.
Con lo cual estuvo a punto de caer de rodillas, pero me adelanté.
—¿Sabes dónde está? —le pregunté, cuando recuperó el sentido común.
—¡Oh, ojalá lo supiese! Señorito Johnny, él es de la clase de hombre que
haría algo desesperado. Nunca se enfrentaría a la vergüenza, y yo fui una loca
malvada de corazón de piedra por hacer lo que hice anoche. Podría huir y
hacerse a la mar, podría ir y alistarse al ejército.
—Yo diría que a esta hora estará en casa. Le he dejado una nota allí donde le
prometía ir a verle esta noche. Si promete no volver a cometer errores, nadie
sabrá nunca nada de esto por mí.
Se fue más calmada, y yo seguí caminando en dirección a South Crabb. Con
lo ilusionados que habíamos estado Tod y yo por el día de fiesta, no estaba
resultando ser demasiado divertido. Al volver a casa, porque no había nada por
lo que quedarse fuera, llegué al lugar donde vi a Maria, cuando un policía a
caballo llegó a mi altura. Se me paró el corazón, pues pensé que debía de venir a
por Daniel Ferrar.
—¿Puede decirme si estoy cerca de Crabb Cot, la casa del Juez de Paz
Todhetly?
—Llegará dentro de un minuto o dos. Yo vivo allí. El Juez de Paz Todhetly
no está. ¿Para qué lo quería?
—Es sólo para darle un papel oficial, señor. Tengo que dejárselo
personalmente a todos los magistrados del condado.
Siguió adelante. Cuando llegué vi el papel doblado sobre la mesa del
recibidor y el hombre y el caballo ya habían seguido su camino. Dentro era peor
que fuera; había aún menos que hacer. Tod había desaparecido después del
servicio, el Juez de Paz había salido, la señora Todhetly estaba arriba con Lena y
yo volví a salir. Para entonces eran sólo las tres de la tarde.
Pasé una hora, o más, como pude: saludando a uno, hablando con el otro,
tirándoles piedras a los patos y gansos, lo que fuera. La señora Lease asomaba la
cabeza cubierta por un chal amarillo sobre la valla cuando pasé por delante de su
cottage.
—No coja frío, señora.
—Estoy buscando a Maria, señor. No se me ocurre qué ha podido pasarle,
señorito Johnny —añadió, bajando la voz hasta un susurro—. La chica parece
haber enloquecido. Desde que ha amanecido ha estado entrando y saliendo como
un perro en una feria.
—Si la veo la enviaré a casa.
Y un minuto después la vi, pues salía del patio de Daniel Ferrar. Supuse que
ya habría vuelto a casa.
—No —dijo, pareciendo más alocada, cansada y estropeada que antes—, eso
es lo que he venido a preguntar. Estoy fuera de mí, señor. Seguro que se ha ido.
¡Se ha ido!
Yo no lo creía. No era probable que se hubiese ido sin ropa.
—Bueno, sé que se ha ido, señorito Johnny, algo me lo dice. He estado por
todas partes. Tengo un gran temor, señor, nunca había sentido nada así.
—Espera hasta la noche, Maria, creo que para entonces habrá vuelto a casa.
Tu madre te busca y le dije que si te veía te enviaría a casa.
Mecánicamente se dirigió hacia el cottage y yo seguí adelante. Enseguida,
mientras estaba sentado en la puerta viendo la puesta de sol, Harriet Roe pasó
hacia el puente de sauce, y movió la cabeza hacia mí a su modo descarado pero
con buena intención.
—¿Vas a ir a ver a los fantasmas esta noche? —le pregunté, y poco después
desearía no haberlo hecho—. Pronto será de noche.
—Cierto —dijo ella, mirando hacia el cielo enrojecido en el oeste—, pero
esta noche no tengo tiempo que dedicarle a los fantasmas.
—¿Has visto a Ferrar hoy? —le dije, ocurriéndoseme una idea.
—No. Y no sé dónde puede haber ido, a menos que se haya ido a Worcester.
Me dijo que tendría que ir algún día de esta semana.
Evidentemente, ella no sabía nada de él, y siguió su camino con otro de sus
descarados movimientos de cabeza. Estuve sentado en la puerta hasta que el sol
se hubo puesto, y entonces se me ocurrió que ya era hora de volver a casa.
Cerca del granero amarillo, la escena de la desventura de la noche anterior, a
quién me encuentro sino a Maria Lease. Estaba en pie, quieta, y se giró
rápidamente al sonido de mis pisadas. Tenía de nuevo la expresión alegre, pero
tenía un aspecto confuso.
—Le acabo de ver: no se ha ido —dijo, con un susurro de alegría—. Usted
tenía razón, señorito Johnny, y yo me equivocaba.
—¿Dónde le has visto?
—Aquí, no hace ni un minuto. Le he visto dos veces. Estaba muy enfadado,
y no me permitió hablarle. Las dos veces se fue antes de que pudiese alcanzarlo.
Está cerca, en algún lugar.
Naturalmente, miré alrededor, pero Ferrar no estaba por ninguna parte. No
había nada donde pudiera esconderse, excepto el granero, y estaba cerrado con
llave.
Ésta es la historia que me contó, y su rostro volvió a mostrar confusión
mientras la relataba.
Incapaz de descansar dentro de su casa, había vuelto a rondar por aquí, y vio
a Ferrar de pie en la esquina del granero, mirándola con mucha intención. Ella
creyó que la estaba esperando, pero antes de que pudiera acercarse había
desaparecido, y no vio hacia dónde. Corrió hacia el frente del granero, luego
hacia la parte de atrás, y allí estaba. Estaba en pie cerca de los escalones,
aparentemente buscándola, esperándola, y de nuevo la miraba con esa misma
mirada fija. Pero de nuevo lo perdió antes de poder llegar allí, y en ese momento
fue cuando llegué yo.
Di la vuelta al granero, pero no vi a Ferrar. Era extraordinario dónde podía
haber ido. Dentro del granero no podía estar, pues estaba cerrado con llave, y no
se le veía en el campo abierto. Era, por así decir, pleno día aún, o al menos no
estaba lejos de ello: la luz roja aún se veía por el oeste. Más allá del campo en la
parte de atrás del granero, había una arboleda en forma de triángulo, y la
arboleda estaba flanqueada por la Garganta Crabb, que iba de derecha a
izquierda. La Garganta Crabb tenía fama de estar encantada porque a veces,
moviéndose por sus paredes, se veía una luz que nadie podía explicar. Un lugar
encantador para todos aquellos a los que les gusta lo lúgubre.
—¿Estás segura de que era Ferrar, Maria?
—¡Segura! —replicó sorprendida—. No creerá que podría confundirlo con
otro, ¿verdad, señorito Johnny? Llevaba esa fea gorra de invierno de piel de foca
atada por encima de las orejas, y su abrigo gris grueso. Llevaba el abrigo
abrochado. No le he visto llevar ninguna de esas dos prendas desde el invierno
pasado.
Parecía bastante evidente que Ferrar había debido esconderse en alguna
parte, y sin embargo no había nada más que el suelo para ocultarlo. Maria dijo
que la última vez, de hecho ambas veces, lo había perdido de vista sólo un
momento, y era absolutamente imposible que hubiese podido llegar hasta el
triángulo o a ningún otro sitio, pues debería haberle visto cruzar el campo
abierto. Yo también debería haberle visto.
En total, no habían pasado dos minutos desde que yo aparecí, aunque parece
que se tarda más en contarlo, cuando, antes de que pudiésemos seguir mirando,
oímos voces que se acercaban desde Crabb Cot, y Maria, que no quería que la
viesen, se marchó rápidamente. Aún seguía confundido con el escondite de
Ferrar cuando me alcanzaron el Juez de Paz, Tod y dos o tres hombres. Tod se
acercó lentamente, con su cara seria y grave.
—¡Vaya, Johnny, qué asunto tan chocante!
—¿Qué asunto chocante?
—¿No lo has oído? No, claro, no has podido oírlo.
No había oído nada. No sabía qué había que oír. Tod me lo contó en un
susurro.
—Daniel Ferrar está muerto, chico.
—¿Qué?
—Se ha suicidado. No hará más de media hora. Se ahorcó en la arboleda.
Me puse enfermo, pensando en unas cosas y otras, comparando este recuerdo
con aquél, algo que estoy seguro que pensaréis que sólo haría un bobo.
Ferrar estaba muerto. Había pasado el día escondido en la arboleda, quizá
esperando a la noche para huir o quizá esperando a la noche para volver a casa,
quién sabe. A eso de las dos y media, Luke Macintosh, un hombre que a veces
trabajaba para nosotros, a veces para el viejo Coney, pasó por la arboleda, le vio,
y habló con él. El mismo hombre, pasando de nuevo un poco antes del atardecer,
lo encontró colgado de un árbol, muerto. Macintosh corrió con las noticias a
Crabb Cot, y ahora se dirigían a la escena. Cuando se examinaron los hechos
pareció normal pensar que el policía a caballo había aterrorizado a Ferrar y se
suicidó; quizá, ¡todos confiábamos en eso!, le había aterrado hasta el punto de
perder la razón. Lo mirásemos como lo mirásemos, era terrible.
Pero ¿qué hay de la aparición que vio Maria Lease? En ese momento, Ferrar
llevaba muerto al menos media hora. ¿Fue realidad o ilusión? Esto es (como dijo
el Juez de Paz), ¿sus ojos vieron de verdad a un espectral Daniel Ferrar o le
engañó su imaginación? Las opiniones estaban divididas. Nada puede hacer
flaquear la firme creencia de Maria de que fue real, para ella sigue siendo una
horrible certeza, tan cierta como la luz que nos alumbra.
Si digo que yo también creo en ello, se me llamará bobo y bobo por partida
doble. Pero no supone un obstáculo difícil de vencer. Cuando encontraron a
Ferrar llevaba puesta su gorra de piel de foca atada sobre las orejas y el abrigo
grueso gris abotonado, como Maria Lease me lo había descrito, y no se había
puesto ninguna de las dos prendas desde el invierno anterior ni las había sacado
del arcón donde las guardaba. Cuando se le dijo que había muerto con esas
ropas, ella dijo que estaban en el arcón y salió corriendo a mirarlo. Pero esas
prendas no estaban.
Charlotte Elizabeth Riddell
(1832 - 1906)
Nacida en una pequeña población llamada Carrickfergus, muy próxima a
Belfast (Irlanda del Norte), Charlotte Elizabeth Lawson Cowan fue una de las
escritoras más populares de la Era Victoriana, como lo demuestran sus más de
cincuenta volúmenes publicados en vida, entre novelas y recopilaciones de
cuentos. Versátil y muy imaginativa, fue la primera mujer que escribió acerca de
la vida e historia de la ciudad de Londres, sobre economía y el mundo de los
negocios en general (¡), además de componer cuentos para niños, fábulas
románticas, relatos folclóricos sobre su Irlanda natal y, por supuesto, historias de
terror. Su maestría en este terreno ha logrado que diversos especialistas en la
materia la comparen con sus insignes colegas y compatriotas (masculinos)
Sheridan le Fanu, Charles Maturin, Fitzjames O’Brien o Bram Stoker. Por
ejemplo, James L. Campbell, asegura que «el tono marcadamente realista de sus
obras (…) hace que, aparte de Le Fanu, ningún otro escritor de la época maneje
mejor la aparición de lo sobrenatural» (“Mrs. Riddell”, Supernatural Fiction
Writers, por E. F. Bleiler [Ed.] Charles Scribner’s Sons Publishers, Nueva York,
1985).
Charlotte era la hija menor de James Cowan, comisario del condado de
Antrim, y de Ellen Kilshaw, una dama inglesa. Según ella misma explicaba, su
tatarabuelo paterno estaba emparentado con los reyes de la casa Hannover,
distinguiéndose en la Batalla de Culloden (16 de abril de 1745) el choque final
entre los adeptos de Jacobo II Estuardo y los partidarios del rey Jorge II de Gran
Bretaña. La buena posición económica de su familia hizo que la joven viviera
una infancia y adolescencia feliz, sin problemas vitales, leyendo todo cuanto caía
en sus manos, incluso un ejemplar de El Corán que tenía su padre… ¡cuando
sólo tenía ocho años!, y escribiendo sus primeros relatos a partir de los quince,
aunque «jamás los terminaba y, por supuesto, nunca los publiqué», explicó. Sin
embargo, el fallecimiento de James Cowan en 1850 truncó tan idílica existencia.
La repentina estrechez de medios monetarios obligó a su familia a trasladarse a
Londres, donde Ellen Kilshaw podría ganarse la vida con mayor facilidad y,
además, Charlotte empezaría su carrera como escritora profesional ocultándose
bajo los pseudónimos de R. V. Sparling, Rainey Hawthorne, Charles Skeet y F.
G. Trafford. A la muerte de su madre en 1857, la escritora se casó con el
ingeniero Joseph Hadley Riddell, quien trabajaba en la City londinense. Durante
su matrimonio publicó varias novelas de éxito, como The Rich Husband (1858),
My First Love (1869) y su célebre The Uninhabited House (1875), una
inquietante historia de fantasmas. A partir de su undécima novela, The Race for
Wealth (1866), empezó a firmar como «Mrs. J. H. Riddell» («Señora de J. H.
Ridell»).
La muerte de su esposo, en 1880, supone un duro golpe para ella, pues a la
pérdida humana se suman unas apremiantes dificultades financieras. Joseph
Hadley Riddell nunca fue muy hábil para los negocios —lo que le costó la vida,
consumido por la amargura…—, y las deudas ocasionadas por sus ruinosas
aventuras en bolsa siempre lastraron la economía familiar. De ahí que Charlotte
hiciera frente a las mismas con los beneficios obtenidos de su frenética actividad
literaria, o que se convirtiera, en 1868, en socia y editora del St. James’s
Magazine, situación que le abrió las puertas de los más selectos ambientes
culturales de Londres. Después de saldar cuentas con sus acreedores, se marchó
de la capital británica, primero a Addlestone, luego a Shepperton y, finalmente, a
una casa de Spring Grove, en Isleworth, donde falleció veintiséis años después
de enviudar. Un periodo de tiempo que llenó con su trabajo, publicando
veintiocho libros más, entre novelas, ensayos y recopilaciones de cuentos. Entre
ellos, el célebre “The Last Squire of Ennismore” (1888), el cual, partiendo de
una leyenda sobre una posesión demoníaca ambientada en las costas irlandesas
de Antrim, nos narra una historia de horror de magnífica belleza.
“La puerta abierta” es una novela corta (novelette) publicada en 1882 en su
antología Weird Stories —que conviene no confundir con otro clásico de la
ghost story, de idéntico título, La puerta abierta (The Open Door, 1889), de
Margaret Oliphant (1828-1897)—, que aborda una historia de fantasmas
aromatizada con elementos de thriller criminal. Sin embargo, su autora,
profunda conocedora de los principales mecanismos narrativos del género,
consigue articular una atmósfera opresiva, muy ambivalente en lo tocante a lo
sobrenatural, por medio de estudiadas frases reflexivas —«Hay gente que no
cree en los fantasmas. Por lo mismo, hay gente que no cree en nada. Hay
personas a las que su incredulidad lleva incluso a negar cuanto concierne a la
puerta abierta de Ladlow Hall. Dicen que no estaba del todo abierta, sólo
entornada, y hasta que hubieran podido cerrarla, de haber querido hacerlo; dicen
también que todo el caso no es más que un delirio»—, de descripciones
inquietantes —«El suelo era de mármol blanco y negro. Había dos grandes
chimeneas con leña a medio quemar; de las paredes colgaban distintos cuadros y
cornamentas. En unos extraños nichos, enormes, había grupos de pequeñas
estatuas, que por lo general representaban a hombres con armadura»—, o
insinuando escalofriantes emociones —«Pero sigue habiendo veces en las que
parece poseerme una dolorosa oscuridad, momentos en los que no me gusta que
me dejen solo»—. Charlotte Elizabeth Lawson Cowan, «Mrs. Riddell», sabe
cómo mantener el equilibrio entre las expectativas del lector cautivado por lo
terrorífico, y las inquietudes artísticas de quienes se acercan a este género con
todo tipo de precauciones. Al atractivo universal de los cuentos de fantasmas, la
escritora añade, por tanto, las sinuosidades de un estilo trabajado hasta sus más
nimios detalles.
LA PUERTA ABIERTA
Hay gente que no cree en los fantasmas. Por lo mismo, hay gente que no cree
en nada. Hay personas a las que su incredulidad lleva incluso a negar cuanto
concierne a la puerta abierta de Ladlow Hall. Dicen que no estaba del todo
abierta, sólo entornada, y hasta que hubieran podido cerrarla de haber querido
hacerlo; dicen también que todo el caso no es más que un delirio; y que incluso
se trata de una conspiración, pues dudan hasta de que pueda haber sobre la faz de
la tierra un lugar como Ladlow Hall, pues ya lo buscaron sin éxito la primera vez
que estuvieron en Meadowshire.
Así es como han saludado esta historia, no publicada hasta el presente,
algunos de mis amigos y conocidos. Otra cosa es cómo pueda ser recibida por
los extraños. Voy a relatar, pues, qué me sucedió exactamente, cómo fueron los
hechos, para que así puedan los lectores aceptarlos o rechazarlos, según la
apreciación que hagan del interés de la historia. No me es preciso pedir fe y
comprensión para esta historia de fantasmas, ni buscarla a lo largo y ancho del
mundo. Si así fuera, abandonaría la pluma definitivamente.
Acaso, antes de seguir adelante, deba establecer la premisa siguiente: hubo
un tiempo en el que yo mismo no creí en los fantasmas. Si me hubieran
preguntado una mañana de verano de hace un montón de años, al encontrarme en
el Puente de Londres, si en mi opinión eran posibles tales apariciones, hubiera
respondido sin la menor duda: No.
Pero, en aquellos tiempos, me era por completo desconocida la historia de la
puerta abierta. Ahora, con el permiso de ustedes, paso a referirla sin más
dilaciones.
—¡Sandy!
—¿Qué se le ofrece?
—¿Te gustaría ganarte un par de soberanos?
—¡Claro que sí!
Algo interrumpió bruscamente el diálogo, pero eso era habitual en las
oficinas de Messrs Frimpton, Frampton & Fryer, agentes comerciales y
subastadores, sita en St. Benet Hill, City.
(Yo no me llamo Sandy[26], ni cosa parecida, claro, aunque los demás
oficinistas y cajeros me digan así a causa de que mi aspecto, según ellos, es el
propio de un escocés blancuzco y pelirrojo, como uno de esos personajes, a buen
seguro, a los que ven en el teatro. De esto quizá pueda colegirse que no soy
precisamente un tipo bien parecido, lo cual es cierto; en realidad soy el
espécimen más feo de toda mi familia, cosa que me resulta imposible negar,
como tampoco puedo negar que realmente estuve mucho tiempo descontento
conmigo mismo en todo, absolutamente en todo, y que no me placía nada mi
empleo como chupatintas en una oficina de subasteros y agentes comerciales, y
que mucho menos me gustaban mis jefes. En suma, y aunque pueda parecer
extraño, lo cierto es que éstos, sin embargo, me demostraban una cordial
antipatía).
—Bueno —siguió diciendo Parton, mi jefe directo desde hacía varios años,
un sujeto que se complacía especialmente en burlarse de mí y fastidiarme—,
pues te diré qué tienes que hacer para que te caiga un par de soberanos en las
manos.
—¿Qué he de hacer? —pregunté enfurruñado, pues temía que estuviera
burlándose de mí una vez más.
—¿Recuerdas la casa que hemos alquilado a Carrison, el mayorista de té?
Carrison comerciaba con China y poseía una flotilla de barcos y varios
almacenes. Pero no sabía muy bien qué pretendía Parton, así que me limité a
asentir.
—Alquiló esa casa por varios años, pero no puede vivir ahí, según parece;
nuestro supervisor general ha dicho esta misma mañana que dará un par de
soberanos a quien descubra cuál es el problema, además de pagarle el viaje hasta
allí, claro.
—¿Dónde es? —pregunté sin volverme hacia él, aunque apoyando bien los
codos sobre mi mesa y tapándome la cara con las manos.
—Está en Meadowshire, en pleno corazón de la hermosa campiña…
—¿Y qué es lo que le pasa? —pregunté.
—Pues que no puede cerrar una puerta.
—¿Cómo?
—Que una puerta siempre está abierta, si prefieres que te lo diga así —
respondió Parton.
—Me está tomando el pelo…
—Podría ser, pero no es el caso, y te aseguro que Carrison tampoco pretende
burlarse de nosotros; tenías que haberlo visto, todo encorajinado; y Fryer se
preocupó mucho al verlo así, igual que yo mismo… Después de eso se cruzaron
varias cartas, y en la última Carrison amenazaba con acudir a sus abogados…
Aunque me temo que por esa vía no hallará la solución…
—Y dígame —me interesé por primera vez en el asunto—, ¿por qué no se
puede cerrar esa puerta?
—Dicen por ahí que la casa está encantada…
—¡Qué estupidez! —exclamé.
—Bueno, hemos pensado que eres la persona idónea para cazar a ese
fantasma… Lo pensé en cuanto el viejo Fryer me contó el caso.
—Y si no pueden cerrar la puerta —dije mientras seguía el curso de mis
pensamientos—, ¿por qué no la dejan abierta?
—No tengo la menor idea… Sólo sé que hay dos soberanos esperando un
dueño… Y que te he hecho el regalo de contarte todo esto, por si te los quieres
ganar.
Y sin decir más, Parton se quitó el sombrero y comenzó a dedicarse a su
trabajo, que consistía en ver qué hacían los empleados a su cargo.
Hay una cosa que debo comentar acerca de nuestras oficinas: no se puede
decir que fuésemos muy serios en el trabajo. Algo, por lo demás, que me parece
pasa en todas las oficinas. Pero sí puedo afirmar que ocurría en las nuestras.
Siempre estábamos bromeando, charlando, contando historias estúpidas, dejando
para más tarde el trabajo por hacer, mirando el reloj, contando las semanas que
faltaban para el próximo día de San Lubbock[27], contando los días que faltaban
para el próximo sábado.
No es menos cierto, sin embargo, que todos queríamos ganar más, y que nos
parecía que nuestros salarios eran bajos. Yo ganaba veinte libras al año, lo que
apenas me daba para comer decentemente. Mi madre y mis hermanas me hacían
ver este punto con mucha claridad, y cuando necesitaba dinero para ropa odiaba
mencionárselo a mi pobre y atribulado padre.
Al parecer habíamos dispuesto de mayores comodidades en otro tiempo,
pero la verdad es que ya no recordaba cuándo… Mi padre tuvo una pequeña
propiedad en el campo, años atrás, pero no pagó a tiempo a cierto banco,
tampoco recuerdo qué banco, y se la embargaron por no satisfacer los intereses
de un crédito. En suma, que vivíamos todos con unas cien libras al año, gracias a
los esfuerzos y a la buena administración que hacía mi madre.
Claro que quizá nos hubiéramos manejado mejor, cuando mi padre tuvo
aquella propiedad en el campo, de no haber sido tan cursis, y de no haber tratado
de vivir siempre por encima de nuestras posibilidades, al extremo de hacer que
nuestros acreedores nos trataran finalmente con vara de hierro.
Antes de aquel triste final, una de mis hermanas contrajo matrimonio con el
hijo menor de una muy distinguida familia, pero aunque es verdad que vivían
muy bien, siempre nos mantuvo a raya. Mi hermano, por su parte, era también
un simple chupatintas, que se esforzaba en mantener las apariencias, como toda
la familia.
Aquello debió ser realmente triste para mi padre, siempre agobiado por las
deudas, siempre devolviendo letras de cambio, siempre luchando contra la
escasez de dinero. En lo que a mí respecta, creo que me hubiese vuelto
completamente loco de no haber contado con el feliz refugio que me brindaba la
casa de mi tía, a la que acudía cuando estaba triste y no hallaba consuelo. Era la
hermana de mi padre, pero como decía mi madre, que se negaba a reconocer la
relación, se había casado con alguien inferior a ella.
Compréndanse, pues, las razones por las que aquellos dos soberanos de que
me había hablado Parton tintineaban en mi cabeza.
Necesitaba el dinero. Puedo jurar que nunca había dispuesto de seis peniques
para mis gastos, así que, si me ganaba aquellos dos soberanos, bien podría
comprarme algunas cosas que me apetecían mucho, y regalar a mi padre un
paraguas nuevo. Primero pensé en ganarme los dos soberanos, claro; después
pregunté cuánto nos pagaba Mr. Carrison por el alquiler de aquella casa de
Ladlow Hall, y luego me dije que a buen seguro me pagaría él mismo más de
dos soberanos si conseguía largarle de allí al fantasma. Acaso pudiera sacar de
todo aquello unas diez libras… o hasta veinte libras… Por eso no dejé de pensar
en ello el resto del día, y por eso soñé aquella noche con todo eso y, mientras me
vestía a la mañana siguiente para ir a trabajar, resolví hablar del asunto con el
propio Mr. Fryer.
Lo hice. Dije al caballero en cuestión que Parton me había contado el caso, y
que si él, Mr. Fryer, no tenía nada que objetar, trataría con mucho gusto de
resolver aquel misterio. Añadí que estaba acostumbrado a vivir en casas
deshabitadas —lo que no era cierto— y que no perdería los nervios, por ello, en
ningún caso; también le dije que no creía en fantasmas, por lo que no les tenía
miedo, como tampoco se lo tenía a los ladrones.
—Nunca imaginé que sería usted capaz de algo así —me dijo—. Claro está,
si no hay solución, no hay paga… Permanezca en la casa durante una semana
entera, y si al cabo de ese tiempo es usted capaz de cerrar la puerta, echar el
cerrojo y asegurarla bien, incluso con clavos, si hace falta, envíeme un telegrama
y me presentaré allí para comprobarlo. Si no lo consigue, limítese a regresar…
Por otra parte, no tengo inconveniente en que alguien le acompañe, si así lo
quiere usted.
Le di las gracias, pero asegurándole que no precisaba de compañía.
—Hay una cosa que sí me gustaría, señor… —dije.
—¿De qué se trata? —me interrumpió.
—De un poco más de dinero, señor —respondí—. Si cazo a ese fantasma y
lo expulso, creo que merecería algo más que un par de soberanos.
—¿Y cuánto cree usted que merecería cobrar en ese caso? —me preguntó
Mr. Fryer.
Su tono me hizo bajar la guardia; se mostraba tan educado y conciliador que
respondí con modestia.
—Bueno —dije—, si Mr. Carrison no puede habitar ahora su casa, y
teniendo en cuenta lo que paga de alquiler por ella, y el alto porcentaje que nos
llevamos de dicho pago, quizá no tenga usted inconveniente en darme veinte
libras…
Mr. Fryer se volvió para abrir uno de los libros que tenía sobre su escritorio,
pero me di cuenta de que no leía nada.
—¿Cuánto tiempo lleva usted con nosotros? Es usted Edlyd, ¿verdad? —me
preguntó.
—Mañana hará once meses, señor —respondí.
—Y cobra usted semanalmente… Cuatro veces al mes, ¿no es así?
—Así es, señor —me percaté de que me temblaba la voz, aunque no sabía
decirme entonces qué era lo que me daba miedo.
—Bien, pues tenga usted la bondad de venir por su paga hoy mismo, antes de
irse… Le pagaré tres meses de sueldo, y todo arreglado, ¿de acuerdo?
—Creo que no le comprendo, señor —comencé a decir, pero me interrumpió
de inmediato.
—Pues yo sí lo comprendo, y ya he tenido bastante… Ya he tenido suficiente
con usted y con los aires que se da; y ya estoy harto de su indiferencia, por no
hablar de su insolencia… Nunca he tenido un empleado que me haya
desagradado tanto como me desagrada usted. Se atreve usted a venir y dictarme
condiciones, ¡qué descarado! No, usted no irá a Ladlow. ¡Pobre diablo!
Cualquiera se conformaría con media guinea por hacer eso y a usted no le valen
dos soberanos… Y eso que aún es usted joven.
—¿Quiere decir que me echa del trabajo, señor? —le pregunté con
desesperación—. No creo haberle ofendido… Yo…
—Será mejor que no diga más —me interrumpió—; ya estoy harto de oírle…
Me parece que usted nunca se ha enterado de cuál es su lugar en este negocio, y
creo que no será capaz de enterarse… No sé cómo pude ser tan imbécil como
para contratarle; al parecer tenía usted ciertas relaciones interesantes, pero nada
de eso; sus relaciones no me sirven de nada. Creo que no tiene usted un solo
amigo que me haya dado a ganar un penique. Y me parece que tampoco ha
traído usted ningún buen negocio a esta casa, ni siquiera un negocio que lo
beneficiara a usted mismo, y cuanto antes acabe usted en Australia —aquí se
mostró muy enfático— y lo perdamos de vista, mejor será para todos y más
tranquilo me sentiré yo.
No dije una palabra. No podía. Sus ademanes eran suficientemente
explícitos; no era el momento de que yo intentara decir o hacer algo. Sacó cinco
libras de su caja y las arrojó sobre la mesa; luego me extendió un recibo, me
pidió con un gesto que lo firmara, y también con un gesto me dijo que me
largase de allí.
Tanto me temblaba la mano que apenas podía sostener la pluma entre los
dedos. Tuve, no obstante, la presencia de ánimo suficiente como para meter la
mano en mi bolsillo y sacar una libra, cuatro peniques y tres chelines que por
suerte llevaba conmigo.
—No puedo cobrar por un trabajo que no he hecho —dije poniendo a mi vez
aquel dinero sobre la mesa, para darle el cambio a Mr. Fryer; lo hice a la vez con
ardor y con pena—. Buenos días —añadí y me fui con la mayor dignidad
posible, pasando entre las mesas del resto de los chupatintas.
Antes, sin embargo, tomé de mi escritorio las pocas pertenencias que allí
tenía, ordené los papeles, y le dije a Parton si era tan amable de entregar la llave
a Mr. Fryer.
—¿Qué ha ocurrido? —me preguntó—. ¿Es que te marchas?
—Sí, me largo —dije.
—¿Te ha echado?
—Exactamente… Eso es lo que pasa.
—Bueno, yo… —comenzó a decir Parton.
No quise pararme a oír ningún comentario, así que dije adiós a quienes
habían sido hasta entonces mis compañeros de trabajo y me sacudí de los pies el
polvo de la oficina.
No quería regresar a casa, sin embargo, así que me pasé el tiempo vagando
sin rumbo fijo, hasta que me di cuenta de que había llegado a Regent Street. Allí
me encontré con mi padre, que me pareció más atribulado que nunca.
—¿Crees, Phil —me dijo, pues me llamo Theophilus—, que podrías pedir a
tus jefes un anticipo de dos o tres libras?
Mantuve un discreto silencio, aunque sin dejar de pensar en lo que me había
sucedido, y al fin pude responderle.
—Claro que sí —dije.
—¡Qué bien, hijo mío! Necesitamos de veras ese dinero —me respondió.
No le pregunté la razón de aquella urgente necesidad. ¿Para qué precisaría de
aquel dinero? Quizás fuera para pagar el gas, o el agua, o al carnicero, o al
panadero, o al zapatero… Bueno, daba igual; ya estábamos acostumbrados a
esas cosas, a llevar esa vida… Me pregunté una vez más si podría casarme algún
día… Y entonces me acordé de Patty, mi prima, tan hermosa, tan exquisita…
Una chica de lo más sensible y dulce, que con su sola presencia podría hacer que
luciera siempre el sol en la casa de un pobre.
Mi padre y yo echamos a andar; yo iba en silencio, abatido, cuando de golpe
se me ocurrió una idea. Mr. Fryer no me había tratado precisamente bien, ni
siquiera medio bien. Pero podría devolvérsela, más o menos en sus propios
términos. Así que iría a hablar directamente con Mr. Carrison.
Apenas lo pensé y lo hice. Tomé un ómnibus y me fui alejando lentamente
de la ciudad. Como otros muchos hombres de su posición, Mr. Carrison era
difícil de ver; tanto, que el empleado que me atendió me dijo que me resultaría
del todo imposible hacerlo. Tendría, para ello, que cursar una petición expresa
por escrito, que dicho empleado tramitaría, y quizá me atendiera más adelante.
Pero le dije que no haría petición alguna por escrito. Aquel hombre me preguntó
entonces qué me proponía. Mi respuesta fue muy simple. Me quedaría allí, sin
moverme, hasta que pudiera hablar con Mr. Carrison. En la oficina no había
nadie esperando. Me dio lo mismo que me dijese que nadie podía esperar allí.
Dije entonces que de acuerdo; que esperaría en la calle.
—Hasta donde yo sé —solté al empleado—, la calle no le pertenece a
Carrison.
El chupatintas me dijo que tuviese cuidado, que me estaba complicando las
cosas de mala manera.
Respondí diciéndole que sólo aguardaba mi oportunidad.
Comenzamos entonces a debatir la cuestión. Y así estábamos, cada uno
exponiendo sus argumentos, el chupatintas aludiendo de continuo a Carrison
como un caballero joven y muy educado, eso que suelen decir de sí mismos
ciertos caballeros, cuando de golpe ambos guardamos silencio al ver ante
nosotros a un hombre, efectivamente joven aún, distinguido y apuesto, que hizo
una pregunta tan inevitable como dicha en tono autoritario.
—¿A qué viene tanto ruido? —dijo.
Me adelanté a dar una respuesta.
—Quiero ver a Mr. Carrison y no se me permite que lo haga —dije.
—¿Y qué quiere usted de él?
—Sólo puedo decírselo a él mismo.
—Muy bien, adelante… Yo soy Mr. Carrison.
De golpe me sentí avergonzado de mi insistencia, de mi pugnacidad; de
inmediato, sin embargo, eso que Mr. Fryer había llamado mi insolencia, acudió a
rescatarme de mi propia sensación, y dando un par de pasos hacia él, y
quitándome el sombrero, dije:
—Quiero hablar con usted acerca de Ladlow Hall, con su permiso, señor.
Cambió de súbito la expresión de su cara. A su sonrisa despectiva sucedió un
gesto de irritación y completa inmovilidad, coronado por la violenta contracción
de su entrecejo, algo que le borraba por completo su contención de antes.
—Ladlow Hall —soltó al fin—. ¿Y qué demonios tiene usted que decirme a
propósito de Ladlow Hall?
—Creo que tengo algo importante que decirle —seguí mientras me percataba
de que una angustia mortal se apoderaba de la oficina.
Aquel silencio parecía acrecentar en él su interés por el asunto, pues miró
con gesto duro a sus empleados, que ni rasgaban el papel con sus plumas ni
movían un dedo siquiera.
—Sígame, por favor —me dijo entonces Mr. Carrison un tanto
abruptamente.
Un poco después estábamos en su despacho.
—Y bien, ¿de qué se trata? —inquirió dejándose caer en la silla de su
escritorio, indicándome con un gesto que tomara asiento, pues me había quedado
de pie, sombrero en mano, en mitad del despacho.
Comencé a hablar. Puedo decir que era un hombre que sabía escuchar, que
prestaba la atención debida. Hablé largamente, hasta contárselo todo. Lo hice
como el buen oficinista que era, dándole cuenta pormenorizadamente de lo que
sabía, e incluso, también como buen oficinista que era yo, permitiéndome opinar
al respecto. Cuando acabé, guardó silencio unos instantes, en actitud reflexiva.
Finalmente se decidió a hablar.
—Supongo que ha oído usted hablar mucho de Ladlow Hall, le veo muy bien
informado —dijo hablando despacio.
—He oído decir sólo lo que le he contado, señor —respondí.
—¿Y a qué viene tanto interés por su parte en resolver ese misterio?
—Señor, necesito ganar algo de dinero. Allá donde veo dinero, allá que trato
de conseguirlo —le confesé.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Cumplí veintidós en enero.
—¿Cuánto le pagan en la Frimpton?
—Veinte libras al año, señor —respondí.
—¡Vaya! Mucho más de lo que se merece usted, a buen seguro.
—Eso opina Mr. Fryer, señor —dije dolido.
—¿Y cuál es su opinión al respecto? —preguntó sonriente, me pareció que a
despecho de sí mismo.
—Creo sinceramente que trabajo más y mejor que el resto de los empleados
de la firma —respondí sin vacilación.
—Bueno, me parece que eso no quiere decir mucho —era su opinión, así que
no dije nada, no lo interrumpí—. Me parece que no es usted, sin embargo, un
oficinista corriente —siguió diciendo Mr. Carrison mientras me observaba con
interés creciente—. ¿Acaso no le gusta el trabajo que hace?
—No mucho, señor.
—Pues si es así, me parece que quizá debiera usted emigrar, sí, eso es —dijo
mirándome ahora críticamente.
—Mr. Fryer me dijo que mi lugar está en Australia, o en la… —me detuve a
tiempo, para no repetir lo que me había dicho el caballero mentado.
—¿Dónde? —preguntó Mr. Carrison.
—En la m… —dije con gesto de pedir perdón.
Mr. Carrison rió entonces, echándose hacia atrás en la silla, de buena gana.
Yo también me reí, un tanto confuso, sin embargo.
Al fin y al cabo, veinte libras eran veinte libras, y esa suma ridícula, ese
salario escaso, me golpeaba insistentemente en el recuerdo ahora que lo había
perdido.
Hablamos durante un largo rato. Se interesó por mi padre, por mi niñez, por
las circunstancias presentes de mi familia y por el sitio donde vivíamos; también
me preguntó por la gente con la que solía tratar, y en realidad me hizo tantas
preguntas que ya no soy capaz de recordarlas.
—La verdad es que todo ese embrollo parece cosa de locos —dijo después
—, pero bueno, lo cierto es que estoy dispuesto a confiar en usted… La casa en
cuestión está ahora mismo completamente vacía. No puedo vivir en ella, ni
puedo realquilarla, pues ya corren rumores sobre el fantasma… Claro está, saqué
de allí todos los muebles, salvo algunas cosas que siempre estuvieron en la casa,
utensilios y objetos diversos que pertenecieron a lord Ladlow. Esa casa me
supone una pérdida constante, una inversión estúpida, pues ya sabe usted que la
tengo alquilada por mucho tiempo… No creo que consiga usted nada, sin
embargo, pues ya lo intentaron otros y ahí sigue el misterio, sin resolver… No
obstante, si quiere probar, adelante, no tengo inconveniente en que lo haga; estoy
dispuesto a hacer negocio con usted, por lo que le pagaré una cantidad razonable
por cada noche que pase en esa maldita casa; y si encima consigue algo
realmente bueno para mí, le daré diez libras más… Por supuesto que tengo por
seguro que no me ha mentido usted ni con respecto a la casa ni con respecto a sí
mismo, por lo que acepto su palabra. No obstante, ¿hay alguien en la ciudad que
pueda darme referencias sobre usted?
No sabía de nadie, salvo de mi tío, el marido de mi tía. Advertí a Mr.
Carrison que no se trataba de un anciano, ni de un hombre rico, pero le confesé
también que no sabía de nadie más que pudiera darle referencias sobre mí.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Robert Dorland, de la Cullum Street! Pero si es
cliente nuestro… Si él me ofrece garantías sobre el buen comportamiento de
usted, estaré más que satisfecho, no me harán falta más referencias. Vamos…
Y para mi mayor alegría, se levantó, se puso el sombrero, me condujo a
través de la oficina hasta la calle, y poco después caminábamos en dirección a la
Cullum Street.
—¿Conoce usted a este joven, Mr. Dorland? —dijo ya ante el escritorio de
mi tío, poniéndome una mano en el hombro.
—Claro que sí, Mr. Carrison —respondió mi tío, un tanto amoscado, sin
embargo; luego me confesaría que temió entonces que hubiese hecho algo malo
—. Es mi sobrino.
—¿Y qué opinión le merece su sobrino? ¿Cree sinceramente que es un buen
muchacho, alguien digno de mi mayor confianza?
—Eso depende de lo que quiera de él —respondió mi tío sonriendo
ampliamente.
—Pretendo de él sinceridad, fidelidad.
—Pues yo, en su caso, buscaría a otro —dijo mi tío.
—¡Pero, tío…! —protesté, temeroso de que se extendiera sobre algunas
cosas que realmente me desagradaban, como trabajar duro.
Mi tío abandonó entonces su sarcasmo y, poniéndose de pie ante la chimenea
apagada, siguió diciendo:
—Cuénteme para qué quiere al chico, Mr. Carrison, y entonces podré decirle
si le servirá como pretende, o si no será capaz de hacerlo… Le conozco bien,
¿sabe? Creo incluso que le conozco mejor de lo que él mismo se conoce.
Mr. Carrison, de manera afable, con ese aire mundano de los ricos, tomó
asiento entonces y, cruzando la pierna izquierda sobre la pierna derecha,
comenzó a hablar tras una pausa larga y estudiada.
—Se ha ofrecido —dijo mirándome— para ir a Ladlow Hall y cerrar de una
vez por todas esa maldita puerta… ¿Cree que será capaz de hacerlo?
Mi tío se lo quedó mirando un buen rato, pensativo.
—Creo, Mr. Carrison, que nadie podrá cerrar esa puerta —dijo al fin.
Mr. Carrison, que pareció sorprendido por aquella respuesta, se removió
inquieto en su asiento.
—Lo que le pregunto en concreto es si cree capaz a su sobrino de intentarlo
al menos, de tomarse en serio la tarea encargada, a la que, por otra parte, él
mismo se ha ofrecido.
—No tienes nada que hacer con eso, Phil —dijo mi tío dirigiéndose a mí.
—Me parece que usted no cree en los fantasmas, ¿me equivoco, Mr.
Dorland? —dijo Mr. Carrison con una sonrisa sarcástica.
—¿Y usted, Mr. Carrison? —dijo a su vez mi tío.
Se hizo un silencio, una larga pausa en el debate. Una pausa tensa y difícil de
soportar. Una pausa en la que pensé en esas diez libras que parecían esfumarse.
Pero la verdad es que yo no sentía miedo. Por diez libras, e incluso por menos,
era capaz de enfrentarme a cuantos espíritus quisieran morar en este mundo.
Estuve a punto de decírselo, pero hubo algo en la forma en que se miraban los
dos que me contuvo.
—Si me hace esa pregunta aquí, Mr. Dorland, en pleno centro de la ciudad
—comenzó a decir Mr. Carrison sin dejar de sonreír sarcásticamente, hablando
despacio y recalcando cada palabra—, le diré que no, que en efecto no creo en
los fantasmas… Pero si me hace esa misma pregunta en una noche oscura en
Ladlow, tendría que pensar bien mi respuesta… No creo en esos supuestos
fenómenos sobrenaturales, pero… la maldita puerta de Ladlow Hall está mucho
más allá de mi capacidad de comprensión, como lo está el porqué del flujo y el
reflujo de las mareas.
—Y usted no puede vivir en Ladlow, ¿es eso? —dijo entonces mi tío,
recalcando también sus palabras.
—Así es, no puedo vivir en Ladlow; más aún, y eso es lo peor, no encuentro
a nadie que quiera vivir en Ladlow.
—¿Querría realquilar la casa? —preguntó mi tío.
—Sí, porque el alquiler es a largo plazo… Por eso le dije a Fryer que pagaría
una bonita suma a quien desvelara el misterio de esa maldita casa… ¿Quiere o
necesita alguna otra información, Mr. Dorland? Si es así, no tiene más que
preguntar, que yo le responderé gustoso. La verdad es que me siento ahora
mismo como si en vez de hallarme en una oficina más de la ciudad estuviese en
el Palacio de la Verdad.
Mi tío no pareció reparar en la incomodidad que todo aquello causaba al
caballero. Pero cuando la viña es buena no hace falta arrancar los arbustos… Si
un hombre habla honestamente, pues sus sentimientos y sus pensamientos lo
son, no hace falta hurgar en sus heridas.
—No creo, me parece que exagera usted —dijo mi tío—. En realidad
considero si mi sobrino será capaz de cumplir lo que usted le pide… Hasta
donde yo sé, no es más que un oficinista, no un cazafantasmas que vaya por ahí
persiguiendo a los espíritus.
Mr. Carrison clavó los ojos en mí; su mirada era de cierta complicidad, como
si me pidiera que desmintiese a mi tío, como si me pidiese que lo convenciera de
mi capacidad para cumplir adecuadamente aquella tarea.
—No quiero hablar más de mi disposición para el trabajo —dije con bastante
desazón—. Ya he tenido bastante por hoy, con todo lo que me ha pasado.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué has hecho, Phil? —inquirió mi tío.
—Nada. Sólo quiero cazar a ese fantasma o lo que sea, y ganarme diez
libras, sin más —respondí con tanto ardor que Mr. Carrison y mi tío se echaron a
reír.
—¡Diez libras, nada menos! —exclamó burlón mi tío, a medias entre la risa
y el llanto—. Pero, Phil, mi querido muchacho… Ten por seguro que yo no te
pagaría jamás diez libras por salir por ahí a cazar un fantasma.
Mi tío, cuando estaba de broma, o cuando se enfadaba mucho, hablaba con
un acento muy vulgar. A mí me gustaba esa manera de decir las cosas que tenía
entonces, algo que a mi madre, por ejemplo, le molestaba muchísimo. Era un
hombre al que no le importaba de cuánta alcurnia fuese el caballero que tenía en
esos momentos ante sí, cosa que yo, en el fondo, admiraba mucho. Así era
Robert Dorland, y por eso era tan poco apreciado en mi casa.
—Y bien, Mr. Edlyd —me dijo Mr. Carrison—, ¿qué piensa hacer usted? Ya
ha oído a su tío, dice que se olvide usted de todo este asunto, que no es una
empresa para la que se encuentre usted capacitado… Considere que no es mi
intención forzarle a nada que no desee hacer.
—Haré encantado lo que he prometido, señor —dije con mucha tranquilidad
—. No tengo miedo, y verá como… —aquí me detuve, pues estuve a punto de
decir que iba a demostrarle cuán tonto había sido por no confiar en mi palabra,
pero tuve por seguro que aquellas confianzas no iban al caso.
Mr. Carrison me contemplaba con curiosidad creciente. Estoy seguro de que
esperaba que completase lo que había dejado a medias, pero al cabo se limitó a
decir lo siguiente:
—No sabe cuánto me gustaría que de veras consiguiera cerrar usted esa
maldita puerta… Y que lo hiciera además tras quedarse allí una sola noche. En
fin, si consigue lo que se propone, se habrá ganado el dinero.
—Esto no me gusta nada, Phil —intervino de nuevo mi tío—. No me gustan
esas tonterías, los espíritus, los monstruos…
—Lo siento mucho, tío, pero tengo que hacerlo —respondí.
—¿Y cuándo será? —preguntó Mr. Carrison.
—Saldré hacia allí mañana temprano —dije.
—Adelántele usted cinco libras, Dorland, por favor, que le haré llegar un
cheque de inmediato —dijo Mr. Carrison volviéndose hacia donde estaba yo.
—Con un soberano será suficiente por ahora —dije.
—No, aceptará usted esas cinco libras, que me descontará luego del total —
insistió Mr. Carrison con firmeza—. Y me escribirá usted todos los días, a mi
dirección particular, contándome cómo van las cosas… Si en algún momento se
siente incapaz de concluir su tarea, abandone sin más, luego de
comunicármelo… Buenas tardes —y sin más formalidades dio media vuelta y
salió.
—No sé si hablaba dirigiéndose sólo a ti, Phil —dijo mi tío.
—Creo que sí —respondí—. No digas nada en casa, ¿de acuerdo?
—Ya sabes que no me gusta mucho verles, ni hablar con ellos —me contestó
sin un leve rictus de amargura, sólo para dejar constancia de las cosas.
—Supongo que no te veré de nuevo antes de partir, tío, así que mejor será
que me despida de ti ahora.
—Adiós, muchacho… No sabes cómo me gustaría que fueses más
inteligente y menos tarambana.
No dije nada. Tenía el corazón rebosante y la mirada llena de expectativas.
La verdad es que alguna vez había intentado ser más formal y menos tarambana,
pero el trabajo de oficina no estaba hecho para mí, así que era una tontería
pretender atarme a una mesa para escribir y escribir. Era como si obligaras a
quien no tiene la menor capacidad para la música a escribir durante horas una
ópera tras otra.
Naturalmente, antes de partir tenía que ver a Patty; aún no estábamos
casados y, aunque a veces me parecía que nunca podríamos hacerlo, ya era mi
media naranja, como lo sigue siendo ahora.
La verdad es que no me arrojó un jarro de agua fría, ni se disgustó conmigo
cuando le conté el asunto.
—Me gustaría acompañarte, Phil —fue cuanto dijo después de escucharme,
con su carita angelical brillando de entusiasmo.
Bien sabe el cielo que a mí también me hubiera gustado que me acompañase.
A la mañana siguiente me levanté antes de que pasara el lechero. Dije a los
míos que tenía que salir de la ciudad por cosas de trabajo. Patty y yo lo habíamos
preparado todo minuciosamente. Desayunaría y me vestiría en su casa con la
ropa adecuada para el viaje, pues el traje de trabajar no sería el más a propósito
en Ladlow. Además, eso era algo en lo que mi padre y yo nunca nos poníamos
de acuerdo, en mi manera de vestir, ni siquiera cuando usaba mi traje de trabajo,
que a él siempre le parecía excéntrico, una niñería, como decía; mi hermano, por
su parte, un hombre también muy formal, que jamás se permitía excentricidades,
solía reírse de mí porque, según él, dada mi manera de vestir y de comportarme,
parecía jugar yo a los soldaditos.
En fin, que Patty y yo habíamos acordado que me vistiese en casa de su
padre de la forma que más conveniente me pareciera.
Joven como lo era entonces, me entusiasmaba la perspectiva de ir a Ladlow
con mi rifle y un revólver. Me sentía todo un conquistador capaz de derrotar a un
ejército.
La tarde era magnífica cuando me vi caminando por los senderos que
cruzaban el corazón de la campiña de Meadowshire. A cada paso, con cada
latido de mi corazón, más amaba aquel lugar que se me antojaba maravilloso,
aquella espléndida, grande y luminosa campiña: hierba verde y húmeda, las
espigas azotando el aire para llenar tus oídos con su melodioso cántico, regatos y
arroyuelos serpenteantes, un brazo de río que parecía emerger de una
ensoñación, pequeñas casas de campo, preciosas… Y antiguas casonas con
huerto, aquí y allá.
Pensé que ya no querría regresar jamás a Londres, sin duda porque debo ser
uno de los pocos seres de este mundo que aman el campo y detestan las
ciudades. Caminé y caminé durante mucho tiempo, y en un punto de mi camino,
como no estaba muy seguro de la dirección a seguir, por temor a extraviarme,
pregunté cómo ir hasta Ladlow Hall a un hombre con el que me crucé bajo una
arcada formada por las copas de los árboles, un hombre que tiraba de un
poderoso percherón, y a cuyo lado iba una muchacha a lomos de un bonito
caballo.
—Eso es Ladlow Hall —me dijo aquel hombre, señalando con su fusta hacia
mi izquierda.
Le di las gracias y ya me disponía a seguir en la dirección indicada cuando oí
que me decía:
—Ahí no vive nadie.
—Sí, ya me han informado.
No dijo más. Se limitó a desearme un buen día y siguió su camino. La
muchacha que iba a lomos del bonito caballo me sonrió con una leve inclinación
de cabeza, para corresponder a mi saludo con el sombrero en la mano. Me sentía
feliz. Todo parecía indicar que las cosas comenzaban bien, lo que por fuerza
tenía que suponer que acabarían igual de bien.
Fui antes a la casa de los guardeses, mostré a la mujer la carta de
presentación que me había dado Mr. Carrison para ellos, y recibí la llave de la
casa.
—¿Estará usted solo en la casa, señor? —me preguntó.
—Sí, claro —dije, acaso de manera tan incomprensible que la mujer no
añadió una sola palabra.
El camino hasta la casa se hacía muy angosto cuanto más me aproximaba.
Subía en cuesta de leve colina, flanqueado por tilos como nunca antes los había
contemplado. Una leve verja de hierro aislaba la campiña de la Finca, y en ésta,
entre los troncos de los árboles, pastaba el rebaño, llenándome los oídos de
inmediato el tintineo de las campanillas de las ovejas.
Desde la verja partía a su vez un largo camino, que recorrí hasta verme,
bastante lejos ya de la entrada, ante la casa. Era una construcción cuadrada,
sólida, una verísima casona antigua de tres plantas, a cuya puerta principal
llevaban unos pocos peldaños. Cuatro ventanas a la derecha de la puerta, en la
planta baja, y otras cuatro ventanas a la izquierda. Árboles rodeando toda la
construcción. Todas las ventanas, tanto las de la planta baja como las de las
plantas superiores, estaban cerradas. La casa parecía ciega. Imperaba un silencio
mortal. El sol, sobre los altos árboles, apenas penetraba hasta allí, si bien lejos de
la casa reinaba espléndido. Me quedé un rato dando vueltas sobre mi propio eje
para contemplarlo todo en derredor, y al fin subí los peldaños y me planté en el
porche. No puedo decir si estaba o no sobrecogido, pues me puse a pensar en el
trabajo encargado, un negocio a fin de cuentas, la razón de que hubiera llegado a
un lugar tan lejano y solitario, y sin más metí la llave en la cerradura, la hice
girar sin problemas y entré en Ladlow Hall.
Al principio, sin duda por el mucho rato que había caminado bajo el sol,
apenas vi nada, de tan oscuro como era todo en el interior. Casi no podía
distinguir lo que había en el vestíbulo; poco a poco se me fueron acostumbrando
los ojos a esa oscuridad, y observé entonces que aquel vestíbulo era enorme, y
que de allí arrancaba una larga escalera de roble que conducía a las plantas
superiores.
El suelo era de mármol blanco y negro. Había dos grandes chimeneas con
leña a medio quemar; de las paredes colgaban distintos cuadros y cornamentas.
En unos extraños nichos, enormes, había grupos de pequeñas estatuas que por lo
general representaban a hombres con armadura.
Vista desde fuera, nadie esperaría que la casa albergase aquello, y sólo en su
vestíbulo. Me quedé contemplándolo todo a medias entre la sorpresa y la
admiración, y comencé a caminar por allí despacio, tratando de fijarme bien en
todos los detalles.
Mr. Carrison no me había dado instrucciones concretas; nada me había dicho
de cuál era la estancia de la casa en la que podía hallarse el fantasma. Supuse, sin
más, que estaría en la primera planta.
No tenía la menor idea de qué historia podría inspirar todo aquello, si es que
había alguna historia que lo alentase. Había salido de Londres sin más noticias
que las recibidas de Mr. Carrison; por otro lado, no llevaba conmigo más que
unas pocas cosas que me había puesto Patty en una cesta, aparte de la pequeña
maleta con que me bajé en la estación. En suma, que iba tan desprovisto de
impedimenta como de informaciones más concretas sobre el misterio. Así pues,
tendría que descubrir dónde se alojaba el dichoso fantasma, y mejor sería hacerlo
cuanto antes.
Volví a mirar en derredor mío… Nunca había visto tantas puertas. Muchas
puertas. Dos de ellas estaban abiertas; una, del todo; la otra, simplemente
entornada.
«Cerraré las dos y subiré la escalera», me dije.
Las puertas eran de roble, sólidas y muy pesadas, bien pulidas y provistas de
picaportes igualmente sólidos. Después de cerrarlas comprobé si se abrían
fácilmente. Había otra más, cerrada, que no pude abrir pues carecía de llave en
su cerradura. Eran puertas muy seguras. Subí entonces por la gran escalera,
sintiéndome tan curioso como sin duda han de sentirse los intrusos, y recorrí los
corredores tanto de la segunda como de la tercera planta, entré en las
habitaciones, prácticamente desnudas, sin muebles, salvo alguna que otra cosa
muy vieja, pero de indudable valor: unas sillas, alguna mesa de vestidor, un par
de armarios… Casi todas aquellas puertas estaban cerradas, y cerré a mi vez sin
problemas las pocas que permanecían abiertas. Luego subí a la buhardilla.
Me encantó la gran buhardilla. A causa de los árboles que rodeaban la casa
no había mucha luz, pero no obstante contemplé desde las ventanas el campo, el
bosque y hasta el valle más lejano. Incluso un brazo del río que se adentraba en
lo más hondo de la foresta, tras cruzar igualmente una gran plantación. Las
ventanas de la buhardilla que daban a la parte trasera de la casa sólo permitían
ver un bosque denso detrás de los establos abandonados; pegados a éstos había
un alto muro de piedra, junto al cual, a los dos lados de los establos, crecían
jardines preñados de tejo y pequeños huertos. Aún más allá, en el lado contrario
de donde había visto las ovejas, avisté igualmente vacas y bueyes; y más atrás
aún, unas praderas magníficas y campos de maíz.
—¡Qué lugar tan bonito! —exclamé—. Garrison tiene que estar loco si no le
gusta vivir aquí —y pensé que disfrutar uno solo de una casa semejante era algo
que no tenía precio.
También pensé, sin embargo, que tan encantador paseo como di hasta llegar
a la casa quizá me hubiese embobado. En efecto, llevaba ya un rato inmóvil,
junto a la ventana desde la que contemplaba todo aquello, y me dije que tenía
que comenzar mi trabajo. Así que me dispuse a bajar de nuevo por la escalera.
También en la buhardilla, claro está, me entretuve en cerrar las puertas que
estaban abiertas, cerrándolas incluso con llave cuando había alguna en sus
cerraduras. Ninguna puerta se me resistió. Todas quedaron bien cerradas.
Cuando llegué a la planta baja, la luz del día comenzaba a declinar, así que
me insté a echar un vistazo cuanto antes a las partes de la casa que aún no había
recorrido.
«Comencemos por la cocina», me dije, encaminándome hacia la cocina, a la
que se accedía a través de una puerta que había en el fondo del vestíbulo. Desde
la puerta, y a través de una especie de pasaje de piedra, llegué a la gran cocina,
no sin antes pasar por una muy amplia sala para el personal del servicio, y
dependencias tales como la despensa, la lavandería, la carbonera, la bodega, el
cuarto donde se hacía la cerveza, los dormitorios del servicio… Pero no podía
detenerme en todo eso; el misterio que atribulaba a Mr. Carrison era más
importante que todos aquellos lugares de la casa, polvorientos y llenos de
botellas vacías, y parecía difícil que en tal ala de la edificación pudiera hallar la
respuesta al enigma.
Así que salí de allí para atravesar de nuevo el vestíbulo e ir hasta el gran
salón de estar, después de lo cual decidiría en qué dormitorio pasar la noche.
Las sombras de la noche incipiente comenzaban a llenarlo todo, así que
apreté el paso mientras cruzaba el vestíbulo, pues sentía cierta aprensión ante
aquellas figuras que representaban a hombres con armadura; seguramente, la luz
de la luna, en breve, las tornaría aún más fantasmagóricas. Tenía que encender la
chimenea del salón, o de alguna de las habitaciones de la planta baja, una en la
que hubiese una buena provisión de leña. Seguro que ante un buen fuego y
después de tomar un té me sentiría mucho mejor, se esfumaría aquella vaga
sensación inquietante que sentía, que comenzaba a resultarme opresiva.
Ya se ocultaba el sol allá por donde estaban las vías del ferrocarril en el que
había llegado a Ladlow, y supuse que acaso pudiera ver desde la casa, a lo lejos,
viajeros llegando a la región; aún, al fin y al cabo, había algo de luz, y eso quizá
me permitiese ver a alguien, siquiera a lo lejos. Pero lo que vi entonces fue que
una de las puertas que antes había cerrado cuidadosamente estaba abierta,
completamente abierta. No había duda, yo había cerrado bien esa puerta, como
las otras… Así que aquélla era la habitación, aquélla era la puerta abierta.
Permanecí atónito un segundo. Pensé que estaba aterrorizado.
Pero no podía consentir en ello, sin embargo. Había ido allí para hacer un
trabajo; y allí podía estar el enemigo contra el que tenía que combatir, así que
cerré la puerta de nuevo, sin más.
«Ahora iré hasta el fondo del salón y esperaré a ver qué pasa», me dije.
Y eso hice. Me dirigí hasta el arranque de la escalera y me giré al llegar.
La puerta estaba abierta.
Volví a la habitación, entré llevado de un fiero espasmo de resolución y
levanté las persianas. La habitación, con dos ventanales, era amplia, enorme, de
veinte por veinte (lo supe porque me dediqué a recorrerla de un lado a otro).
El suelo, también de roble muy pulido, estaba parcialmente cubierto por una
gran alfombra turca. A cada lado de la chimenea había dos huecos, uno ocupado
por una estantería para libros, que estaba vacía, y el otro por una cómoda. Había
también una cama, y me sorprendió que aquella habitación fuese una alcoba,
pues estaba en un lugar ante el que sin duda pasaría mucha gente si la casa era
habitada, si contase con el servicio doméstico al completo. Vi unas sillas, muy
antiguas pero de madera noble, cubiertas con una sábana. Junto a la cama había
una puerta pequeña, lo que me sorprendió especialmente pues no era habitual,
tampoco, en una estancia habilitada como alcoba. Estaba cerrada con llave; era
la única puerta que había visto cerrada con llave hasta entonces. No obstante,
como tenía puesta la llave en la cerradura, abrí. La puerta daba paso a una
habitación pequeña y un tanto sobrecogedora; tenía las paredes empapeladas en
un tono oscuro y el suelo era negro y brillante; había en ella dos ventanales que
arrancaban del suelo y tenían cortinas de terciopelo, y unos pocos muebles muy
viejos; y una cama con dosel de seda; y una chimenea bastante grande.
«Seguro que alguna vez alguien cometió un crimen en esta habitación», me
dije, un poco aprensivo. Y me quedé mirando con cierta angustia la puerta.
Me había extrañado que el cerrojo cediera tan fácilmente a la vuelta de la
llave. No obstante, me aseguré de cerrarla bien, y salí a la habitación más
grande, y después al vestíbulo, no sin antes cerrar también la puerta.
—Voy a buscar un poco de leña, y ya veremos qué pasa —me dije en voz
alta.
Cuando volví, la puerta estaba abierta.
—¡Otra vez, maldita sea! —grité sin poder contenerme—. ¡No quiero que
me causes más problemas esta noche! —dije a la maldita puerta.
Justo cuando gritaba esto, sonó la campanilla de la puerta de entrada, cuyo
sonido hizo un eco rotundo en la planta baja de aquella casa deshabitada y
prácticamente vacía. Sentí entonces que los nervios se apoderaban de mí por
completo; incluso me pareció que me cambiaba totalmente la expresión del
rostro.
Pero sólo era el guardés, que se había acercado hasta la casa por ver si
precisaba de sus servicios. Le pregunté aliviado si había cerca una estafeta de
correos, y me dijo que sí; y que si lo deseaba, podía darle la correspondencia que
quisiera, que él se encargaría de depositarla en el buzón antes de que la
recogieran, lo que solían hacer a las diez de la noche.
No tenía carta alguna que darle, y así se lo dije. Quizá las monedas que le di
eran más de lo que esperaba, o acaso le impresionó verme allí solo, pero el caso
es que se quedó ante la puerta un momento más y preguntó:
—¿Se va a quedar usted solo aquí toda la noche, señor?
—Completamente solo —respondí sonriendo cuanto me era posible, dadas
las circunstancias.
—Ésa es la habitación, señor —dijo desde la entrada señalando hacia la
puerta abierta de la habitación, y bajando la voz hasta casi susurrar.
—Ya lo sé —dije.
—Es la puerta que tiene que cerrar usted, ¿no es así? Bien, pues el partido es
suyo, señor, juéguelo —y tras hacer este último comentario, que no me pareció
muy respetuoso, se alejó lentamente de la casa. Estaba claro que no tenía la
menor intención de ayudarme a resolver el enigma.
Miré una vez más hacia la puerta… que ahora estaba abierta del todo. A
través de las ventanas de la habitación vi la creciente oscuridad de la noche,
apenas tamizada por la luz plateada de la luna, que caía a lo lejos sobre el brazo
del río. Me dije entonces que quizá debiera escribir a Mr. Carrison y a Patty; es
más, sentí entonces la necesidad de hacerlo, así que me senté a una mesa que
había en el vestíbulo, encendí una vela que mi amada me había procurado, entre
otras cuantas cosas más que podrían resultarme útiles, y redacté sendas cartas.
Luego salí al relente, caminando entre las luces declinantes y las sombras,
entre los haces de la luna que se dejaban caer con levedad aquí y allá, haces que
parecían jugar al escondite entre los troncos de los árboles, el brazo del río y los
regatos y arroyuelos que cruzaban la campiña. Caminé tan aprisa como si
compitiese contra el tiempo.
Aun con todo, el paseo era una delicia. Los aromas del verano incipiente, el
olor de la tierra, todo lo que me rodeaba, en fin, me hizo sentir tan feliz que por
un momento se me olvidó lo concerniente a la maldita puerta. «¡Mira eso, Phil!»,
me decía de repente ante alguna nueva maravilla; «la vida, como bien dice tu tío,
no es algo que se deba tomar a la ligera, no es un juego de niños; tienes, claro
está, un problema que resolver: el de la puerta; no puedes volver la cara, tienes
que hacerle frente… Además, de no ser por esa puerta, no estarías aquí,
disfrutando de esta noche espléndida… Sé bien que eres un valiente, que no te
asustarás, aunque estemos en tu primera noche de prueba. ¡Ánimo, valiente! La
puerta es tu enemigo, así que hazle frente y derrótalo».
«Lo intentaré», decía mi otro yo, «claro que lo intentaré, pero puede que
falle…»
La estafeta de correos estaba en Ladlow Hollow, una aldea atravesada por el
brazo del río bajo un puente antiguo. A medida que llegaba hasta las pequeñas
dependencias de la estafeta, me percaté de que el hombre al que veía era el
mismo con el que me había cruzado por la tarde, el que tiraba de un percherón,
al que acompañaba una damisela montada en un bonito caballo. Me deseó
buenas noches cuando estuve ya a su altura, como lo hizo la muchacha, que
también estaba allí. El hombre pasó de largo.
—Su Señoría tiene ya muchos años —dijo la joven, como si lo disculpase,
mientras seguía con los ojos al hombre que se alejaba.
—¿Su Señoría? —dije—. ¿A quién se refiere?
—A lord Ladlow, claro —respondió.
—¡Ah!, es que no le conozco —dije con bastante extrañeza.
—Bueno, pues ahí lo tiene, él es lord Ladlow —y señaló al hombre que se
alejaba.
Pueden estar seguros los lectores de que ya tenía algo en lo que ocupar mis
pensamientos cuando regresaba a la casa. Algo más que en la belleza de la luz de
la luna derramándose por doquier y en los aromas de la noche espléndida, o en el
rumor de la brisa en los árboles, todo lo cual incrementaba la maravilla del
elocuente silencio que me rodeaba.
¡Pero si era lord Ladlow! Lo había supuesto a miles de millas de allí, y
resultaba que no, que acababa de verlo caminar en dirección contraria a la de su
casa, a la que, sin embargo, me dirigía de vuelta… Yo, una especie de recluso en
su mansión desolada… Y… ¿qué pasaba ahora? Oí el rumor de unos arbustos, el
sonido de mis pies quebrando unas ramas, y al momento me vi en lo más hondo
de la foresta. Quizá mis pensamientos habían hecho que me desviase del camino,
pues lo cierto fue que me había adentrado en la plantación. Por unos instantes
me sentí perdido, desorientado; estaba claro que no conocía bien el camino, y
por ello debí de haber procedido con más cautela, sin entretenerme en otros
pensamientos que no fuesen los de no perderme. El caso fue que conseguí salir
de allí, al cabo, y retomar el camino, sin ser víctima de ningún cazador oculto en
la maleza que me hubiera confundido con un pato.
Cuando al fin entré en la casa, los haces de la luz de la luna penetraban por
los ventanales iluminando extraordinariamente el gran vestíbulo. Pude ver así, en
toda su perfección, cada una de las estatuas que representaban a hombres con
armadura, cada cuadrado blanco y negro de mármol en el suelo, incluso cada una
de las piezas de aquellas armaduras… Todo me parecía un sueño; y, en efecto,
como realmente me sentía cansado y con sueño por satisfacer, decidí que ya no
era el momento ni de encender la chimenea ni de comer algo, ni de preocuparme
más por la puerta abierta, hasta la mañana siguiente. Lo mejor sería que
durmiese.
Con tal intención saqué algunas cosas de mi pequeña maleta y me dirigí a
una de las habitaciones de la primera planta, que ya había escogido por ser
pequeña y confortable. Eso sí, cuando me eché en la cama lo hice abrazado a mi
rifle.
Pero de inmediato me percaté de que el lecho estaba frío. Toqué entonces el
suelo y vi que también estaba frío.
Nunca había sentido un estremecimiento tan delicioso como el que
experimenté entonces. Tenía que vérmelas con la carne y la sangre, y lo haría.
Que el cielo me protegiese.
El día siguiente fue luminoso. Desperté con las alondras, me aseé, me vestí,
desayuné y eché un nuevo vistazo a la casa antes de que el cartero llegase con la
correspondencia.
Tenía tres cartas, una de Mr. Carrison, otra de Patty, y una más de mi tío. Di
media corona al cartero, de tan feliz como me sentía al tener tanta
correspondencia, y le dije que acaso mi presencia en la casa le diese más trabajo
del que esperaba.
—No importa, señor —me respondió con una sonrisa de gratitud—. Tengo
que pasar por aquí todas las mañanas para ir hasta la casa de la dama.
—¿Y de qué dama se trata? —pregunté.
—De la viuda lady Ladlow —me respondió—. La esposa del difunto lord
Ladlow.
—¿Y dónde vive? —insistí, confundido.
—Para llegar a su casa tiene usted que atravesar los lechos de arbustos y la
pequeña catarata; luego, a un cuarto de milla del brazo del río, encontrará la
casa.
Se fue, no sin antes avisarme de que sólo hacía una entrega diaria de
correspondencia, y me fui al cuarto en el que había desayunado para leer las
cartas.
Primero abrí la de Mr. Carrison. Lo más importante: «No repare en gastos. Si
necesita más dinero, telegrafíe», decía.
Después abrí la carta de mi tío. Me pedía que regresara a Londres. Siempre
me había tenido por un descerebrado, pero mostraba un gran interés por mí, y
prometía ayudarme en todo cuanto le fuera posible si de una vez por todas me
decidía a sentar cabeza y a trabajar de veras. Por último abrí la carta de Patty.
¡Que Dios te bendiga, Patty! Por una mujer como ella, y sólo por ella, tenía que
resultar triunfante en la batalla, surcar con mi barco los mares más procelosos,
resistir cualesquiera tentaciones, amarla sobre todas las cosas… No puedo decir
nada sobre su carta, salvo que me insufló aún más fuerza para seguir adelante,
para culminar adecuadamente mi tarea.
Me pasé la mañana observando la puerta. La miré tanto desde dentro de mi
habitación como desde fuera. Y la miraba con gran suspicacia, como retándola.
Busqué una y otra causa por la que pudiera abrirse sola, y sólo llegué a la
conclusión de que únicamente se abría cuando dejaba de mirarla. Bastaba con
que le diese la espalda para alejarme un poco, y se abría.
No podía hacer más, no podía probar a cerrarla con llave, por la mera razón
de que aquella puerta, justo aquella puerta, no tenía llave en la cerradura. Bien,
debo confesar que hacia las dos de la tarde ya estaba aburrido y desconcertado.
A esa hora, sin embargo, tuve visita. Nada menos que el propio lord Ladlow
en persona. Quise llevar su caballo a los establos, pero no me lo permitió.
—No es preciso —me dijo—; mejor, demos un paseo y conversemos…
Quiero hablar con usted.
Caminamos un largo rato; mientras lo hacía, tuve la sensación de que en la
compañía de un caballero tan noble bien podría atravesar las aguas y el fuego sin
sentirlos.
—Lo supongo a usted al tanto de los rumores y habladurías que corren por
ahí —me dijo—. Le aseguro que cuando Mr. Carrison alquiló la casa yo no tenía
la menor noticia de esa puerta.
—¿De veras, señor? Perdón, quise decir Señoría…
Sonrió.
—No se preocupe por el tratamiento que darme —dijo—. Al fin y al cabo, le
aseguro que mi título no es nada, no lleva consigo una aportación de dinero…
Tráteme, pues, como lo haría con un amigo. Bien, en cuanto a lo que
hablábamos, tenga por cierto que no hay ni una sola historia de fantasmas
relacionada con esta casa, ni con esta finca. Si la hubiese, le aseguro que nunca
hubiera puesto la casa en alquiler, hubiera dejado que se pudriese.
Como no sabía muy bien qué decir, permanecí en silencio.
—Pero, dígame… ¿cómo es que ha llegado usted aquí? —me preguntó.
Se lo conté. Pasada la sorpresa inicial, la verdad es que Su Señoría no era
muy distinto de cualquier hombre. Además, incluso un emperador se hubiera
mostrado tan próximo y afable como lord Ladlow, en una mañana así de radiante
como aquélla, y paseando por tan espléndida finca. Aunque, claro, mi madre
siempre dice que hago el mayor desprecio de todo cuanto es digno de
veneración.
Le conté toda la historia, desde el comienzo; yo diría, incluso, que desde el
comienzo del comienzo. Desde las primeras palabras de Parton a propósito del
par de soberanos, hasta la conversación con mi tío en presencia de Mr. Carrison.
No obstante, me mostré más reticente a propósito de lo que había sucedido desde
mi llegada a la casa desde Londres. Al fin y al cabo, era su casa; una casa en la
que al parecer le resultaba imposible vivir a la gente normal. Y al fin y al cabo,
en tanto la casa era su casa, también lo era la puerta abierta. Aunque, claro está,
me pareció que era precisamente de eso de lo que deseaba que le hablase.
Y me preguntó por ello, naturalmente. ¿Qué había visto? ¿Qué pensaba yo de
todo aquello? Le dije, con la mayor honradez posible, que realmente no tenía
nada que decir, pues no sabía qué decir… La puerta, eso era evidente, no se
quedaba cerrada; y no parecía haber fuerza humana capaz de conseguir que lo
hiciera. Pero, por otra parte, y como es sabido, los fantasmas no juegan con
fuego, y era más que posible que el hecho de tener siempre a mi lado el rifle
disuadiría a cualquiera, incluso a un fantasma.
Su Señoría me escuchaba atentamente.
—Usted no tiene miedo, ¿verdad? —me dijo al fin.
—No, al menos de momento —respondí—. La puerta hizo de las suyas
anoche, pero me sentía tranquilo. Estoy seguro de que asusta más una bala que
una puerta abierta.
Se hizo un largo silencio, al cabo del cual, puede que más allá de un minuto,
dijo Su Señoría:
—Lo que sostiene la gente a propósito de esa puerta abierta es lo que sigue:
que como en esa habitación murió asesinado mi tío, lord Ladlow, la puerta
seguirá abierta hasta que sea descubierto el asesino.
—¡Un crimen! —exclamé sorprendido, pues hasta entonces no había querido
pensar realmente en esa posibilidad, era algo que me hacía sentir realmente
incómodo.
—Sí; estaba tranquilamente sentado en esa habitación cuando lo mataron…
Pero no se sabe quién lo hizo. Hubo quien llegó a creer que lo había matado yo
mismo. Es más, todavía hay quien sostiene esa opinión.
—Pero está claro que usted no lo hizo, señor… No hay ni un viso de realidad
en esa historia.
Se detuvo, me puso una mano en el hombro y me dijo:
—No, amigo mío, claro que no. Yo quería de verdad a mi viejo tío. Incluso
cuando me desheredó por las intrigas de su joven esposa, le seguí queriendo;
aquello me entristeció, como es lógico, pero nada más, no me indispuso contra
él. Más adelante, cuando me llamó precisamente para decirme que al fin lo había
comprendido todo, y que estaba dispuesto a reparar el error cometido, le dije que
prefería que nombrase heredera única a su joven esposa, para que así la gente no
pudiese ir diciendo por ahí que no confiaba en ella, que no le había hecho feliz…
Mi tío me dio las gracias por el consejo y me dijo que yo era un buen hombre,
emplazándome para seguir hablando de todo aquello al día siguiente.
»Antes del amanecer —todo esto ocurrió hace dos años, en verano—, un
grito desgarrador despertó a la servidumbre de la casa… Fue el grito mortal que
exhaló mi pobre tío. Lo degollaron mientras escribía una carta para mí. Luego se
supo, a través de sus representantes, que me había nombrado heredero único de
toda su fortuna, que era enorme… Mi tío era inmensamente rico. Pero su joven
esposa, una mujer vengativa, no paró en mientes a la hora de recurrir cuantas
disposiciones legales hubiera, así como no cejó tampoco en su afán de hacerme
pasar a ojos de todo el mundo por el culpable de la muerte de su esposo. Aunque
la carta que escribía mi tío dejaba las cosas claras, ella insistió en que yo le había
asesinado mientras escribía. Felizmente, sin embargo, el juez instructor y el
forense vieron que no había caso, sino una clara animadversión de la viuda
contra mí, toda vez que en las pocas líneas de la carta que podían leerse, pues
estaba casi por completo tinta en sangre, mi tío exponía las razones por las que
decidía nombrarme heredero único, unas razones que tenían mucho que ver con
la defensa de su propio honor mancillado. También hablaba en su carta de la
existencia de unos papeles en los que daba cuenta pormenorizada de sus razones,
las que motivaron el cambio de sus últimas voluntades, pero nunca han podido
hallarse dichos papeles. Y como eran precisos para justificar el cambio en su
testamento, su esposa logró salir finalmente victoriosa de la batalla legal librada
contra mí. A mi pesar, no obstante, me vi obligado a recurrir, en aras de la
defensa de mi buen nombre, y aún sigue el pleito legal entablado con ella, algo
que, mucho me temo, está lejos de resolverse. Por lo demás, sepa usted que con
la pérdida de mi buen nombre perdí igualmente la salud, a lo que hay que añadir
también una pérdida de ingresos que me obligó a partir de aquí durante un
tiempo… En esas estaba cuando Mr. Carrison alquiló la casa, que puse en manos
de la firma para la que usted ha trabajado… Pero nunca había tenido noticia de
esa puerta abierta… Mi representante me contó que, en efecto, Mr. Carrison no
se hizo a vivir en la casa, como consecuencia de la turbación que la puerta
abierta le producía… Creo que tendría que hablar con él, o con sus
representantes, para intentar solucionar todo esto… Pero también le digo que su
presencia en este asunto, joven amigo, me parece fundamental, pues es de capital
importancia resolver este enigma… Le aseguro que admiro su valor, amigo mío.
Y créame que soy pobre como para prometer ahora mismo recompensas, pero
desde este mismo momento tiene usted mi mayor gratitud.
—Señor —comencé a decir con el corazón en la mano—, la verdad es que
no busco recompensas, a pesar de todo… Lo que en realidad quiero es demostrar
al padre de Patty que valgo para algo.
—¿Quién es Patty? —me preguntó lord Ladlow.
No hizo falta que se lo dijera, lo leyó en la expresión de mi cara.
—¿Querría tener un buen perro que lo acompañe aquí durante su estancia?
—me preguntó tras una pausa.
—No, muchas gracias —respondí tras dudar unos instantes—. Prefiero hacer
esa caza yo solo.
Pero cuando decía estas palabras recordaba aquella sensación que había
tenido al perderme en el camino de regreso desde la estafeta, y le dije que me
pareció percibir algo extraño la noche anterior.
—Furtivos —dijo—, seguro que eran furtivos.
Pero yo negué con la cabeza.
—No, ahora que lo recuerdo todo con más claridad —dije—, creo que era
una mujer… O acaso un perro… Me sentí acechado.
Poco después nos despedimos y me metí en la casa. No salí de allí en todo lo
que restó del día. Ni siquiera para dar un paseo sin alejarme mucho, ni para ir a
los establos. Me concentré todo el tiempo, única y exclusivamente, en la puerta.
La cerré cien veces, y las cien con idéntico resultado. En cuanto me daba la
vuelta, se abría. Siempre lo mismo. Mientras la miraba, nada, seguía
perfectamente cerrada; pero en cuanto me volvía… otra vez abierta.
Hacia las cuatro de la tarde tuve otra visita. Acudió a verme la hija de lord
Ladlow, la honorable Beatrice, montada en su bonito caballo blanco.
Era una hermosa muchacha de unos quince años, que mostraba la más dulce
y espléndida sonrisa que pudiera verse.
—Papá me ha dicho que venga a traerle esto; no confiaba en ningún otro
mensajero que no fuese yo —dijo entregándome un papel doblado.
Leí lo siguiente: «Mantenga bajo llave sus provisiones; no encargue a nadie
que se las compre, hágalo usted mismo. Y beba sólo el agua que obtenga del
caño de la pila de los establos… Me ausentaré brevemente de mi casa, pero si
necesita algo no dude en pedírselo a mi hija».
—¿Alguna pregunta? —me dijo ella mientras palmeaba el cuello de su
caballo.
—Diga a Su Señoría, por favor, que sabré mantener la pólvora seca —
respondí.
—¿Sabe? Papá está muy contento de que haya venido usted —dijo sin dejar
de acariciar y palmear el cuello de su caballo, que me pareció por ello, en
verdad, un ser de lo más afortunado.
—Haré todo lo que esté en mi mano para conseguir que su padre siga siendo
feliz, Miss… —y dudé, pues no sabía su nombre.
—Llámeme Beatrice —me dijo con una gracia absolutamente arrebatadora
—. Papá me ha dicho que seré presentada a Patty muy pronto —y antes de que
pudiera recuperarme de la sorpresa, hizo darse la vuelta al caballo y comenzó a
alejarse.
—¡Espere, por favor! —grité—. ¿Puede hacerme un favor?
—¿Sí? —dijo ella volviendo de nuevo la grupa de su caballo para dirigirse
hacia la casa.
—Déjeme su caballo un segundo.
Desmontó antes de que pudiera prestarle mi ayuda, sujetándose el vestido
con una mano tan grácilmente como lo hacía todo, mientras con la otra llevaba
de la brida al caballo, dócil como un cordero.
Tomé la brida —siempre me han encantado los caballos—, acaricié la cabeza
y las orejas del noble bruto y dejé que me pasara los belfos por la mano.
Miss Beatrice es en el presente madre y esposa feliz; a veces la veo. Hace
unas noches, sin ir más lejos, me llevó al invernadero y me dijo:
—¿Se acuerda usted de Toddy, Mr. Edlyd?
—¡Claro que sí! ¿Cómo podría olvidarlo?
—Ha muerto… Mr. Edlyd, no sabe usted cuánto le amaba —me dijo con sus
lindos ojos llenos de lágrimas.
Bien, pues aquel día llevé de la brida a Toddy hasta la tercera ventana de la
derecha de la fachada de la casa. Era una criatura dócil y luego me dejó subir a
su silla tranquilamente, para así ver yo desde su altura, con mayor amplitud, la
habitación, la única habitación de Ladlow Hall en la que no había conseguido
entrar.
No había muebles, no había nada, en realidad; ni una mesa, ni una silla, ni un
cuadro en las paredes, ni una figurita en la repisa de la chimenea.
—En esa habitación dormía el mayordomo de mi tío abuelo —dijo Miss
Beatrice—. Fue el primero en acudir cuando lo asesinaron.
—¿Y dónde está ahora el mayordomo? —pregunté.
—Murió. La impresión lo mató. Amaba a su señor más que a sí mismo.
Cuando hube visto todo lo que quería ver, desmonté del caballo, que
entregué luego a Miss Beatrice, ayudándola entonces a montar. Se fue agitando
levemente la mano para decirme adiós, y yo me quedé en la casa solitaria
decidido a resolver el misterio de una vez por todas. O lo resolvía, o moriría en
el empeño.
Bien, no puedo explicarlo convenientemente, pero aquella noche, antes de
acostarme, tomé un berbiquí que había encontrado en los establos y me dirigí a
la puerta, diciéndole mientras ponía la herramienta en el suelo, hincada en la
madera para evitar que se cerrase:
—Vas a quedarte abierta toda la noche.
Pero cuando me levanté a la mañana siguiente, la puerta estaba cerrada, y el
berbiquí, roto por la mitad, tirado en el suelo.
Me llevé la mano a la frente, no sin cierta desesperación, y comprobé que
comenzaba a sudar… Ya no se me ocurría qué más hacer. Salí a tomar el aire, a
despejarme unos minutos, y cuando entré de nuevo en el vestíbulo vi que la
puerta estaba completamente abierta otra vez.
Cansaría a mis lectores si expusiera aquí todo lo que hice y pensé los días y
las noches que siguieron. Sólo puedo decir que aquella experiencia cambió mi
vida. La soledad, el misterio, la solemnidad del trance, incluso, provocaron en
mí un efecto que aún no comprendo en toda su amplitud, pero del que tampoco
puedo desprenderme ni lamento.
He dudado mucho acerca de si contaba o no el final de la historia, pero al fin
me he decidido a hacerlo.
Una vez convencido de que no había fuerza humana capaz de mantener la
puerta abierta, o cerrada, según el caso, según cómo la dejara yo, me dio por
pensar que a buen seguro había alguien en la casa, alguien perfectamente vivo
que anduviese por allí oculto de tal manera, y al acecho siempre de mis
movimientos, que aún no había descubierto yo. Habría sido conveniente, por
ello, que en vez de una persona vigilando, yo solo, hubiese dos, para cubrir más
flancos de la casa y hacernos los relevos convenientes; así, a buen seguro
hubiésemos visto una huella en el polvo del suelo, nos hubiéramos percatado del
cambio de lugar de una silla, cualquier cosa… Más aún, justo cuando me asaltó
el temor de que hubiese en la casa alguien vivo, y escondido, comprobé que mis
cosas estaban revueltas; la ropa había sido manoseada por alguien, mis papeles
estaban desordenados… Ya no me cupo duda de que, si no moraba alguien
oculto en la casa, sí estaba claro que alguien entraba allí cuando iba a la estafeta
para despachar la correspondencia, o cuando me ausentaba al menos unos
minutos para airearme. Tenía, pues, que saber más cosas. Cuando regresara lord
Ladlow le pediría detalles concretos de la muerte de su tío; y ya me disponía a
escribir a Mr. Carrison para pedirle permiso y echar abajo la puerta de la
habitación del mayordomo, cuando una mañana, a hora muy temprana, encontré
una horquilla en el suelo.
¡Qué idiota había sido! Estaba claro que si quería resolver el misterio tenía
que entrar como fuese justo en la única habitación en la que aún no había podido
hacerlo. La puerta maldita no podría abrirse y cerrarse por sí misma, salvo que
hubiera alguien que lo hiciese, que entrara y saliera de esa habitación para
esconderse de mí, y allí tenía la prueba. Una horquilla tampoco entra en una casa
por sí misma, sin que nadie la lleve en su cabello.
Resolví hacer lo mismo de todos los días. Iría a la estafeta como siempre, y
regresaría a la hora habitual para vigilar. Estaba en el umbral de un
descubrimiento; pasaban los días, y aquella noche tenía que ser crucial.
Era una mañana estupenda; el tiempo había sido espléndido durante toda la
semana, y la brisa era suave, y el sol delicioso. Cuando salí del vestíbulo vi que
en el último peldaño de la puerta de la casa había un cesto con flores y frutas.
Mr. Carrison había despedido a los jardineros que se ocupaban de Ladlow
Hall, al menos hasta que acabase el verano y pudiera habitar la casa, así que era
de lo más extraño que alguien quisiera regalarme con aquello. Por aquel tiempo
comía bastante fruta y, mientras echaba un vistazo a una carta dirigida a mí,
seleccioné un melocotón tentador y me lo comí acaso con excesiva glotonería.
Ya casi me había comido el último bocado cuando recordé el aviso dado por
lord Ladlow… El melocotón tenía un sabor extraordinario, pero raro; en
cualquier caso, satisfizo mi paladar. Y por un momento, todo, los árboles, el
cielo, el campo, el jardín, todo pareció dar vueltas sobre mí. Eso me puso en
alerta.
Olí el resto de la fruta que había en el cesto, y todas las piezas exhalaban un
aroma exquisito; metí varias en mis bolsillos y eché a caminar hasta el camino,
para tomar un coche de caballos que solía pasar por allí más o menos a esa hora,
con la intención de ir a que me viese el médico.
—Menos mal que no ha comido usted más piezas de fruta —me dijo el
médico después de darme un bebedizo y algunas medicinas para que me llevara,
recomendándome que tomase mucho el aire hasta que me sintiese bien del todo
—. Me quedaré con esas frutas que trae para examinarlas, y lo veré de nuevo
mañana.
Ninguno de los dos sabía cuántas veces más habríamos de vernos en
adelante.
Regresaba ya a Ladlow Hall, cuando el cartero me dio tres cartas, que no leí
hasta haber llegado y sentarme a la sombra de un árbol con un poco de pan y
leche a mi lado.
La correspondencia, suponía yo, no contendría nada interesante, como
siempre. Las cartas de Patty me resultaban deliciosas, pero no solían revelar
nada sensacional; y en lo que a Mr. Carrison se refiere, escribía cosas monótonas
y muy aburridas, nada importante. En esta ocasión, sin embargo, me sorprendió.
Decía que lord Ladlow lo había ido a visitar a su despacho para decirle que había
decidido liberarle de sus obligaciones como inquilino de la casa, motivo por el
que yo mismo debería de abandonarla, pues ya no tenía sentido mi tarea. Me
incluía en el sobre diez libras, y me decía a la vez que buscaría la mejor solución
posible para mis intereses. Finalizaba pidiéndome que acudiera a verlo a su
domicilio particular en cuanto estuviese de regreso en Londres.
«No creo que deba regresar aún —me dije mientras metía de nuevo la carta
en el sobre, tras guardarme las diez libras—; antes, además, tengo que saber
quién me envió el cesto con la fruta, así que, salvo si lord Ladlow en persona me
echa de aquí, no me moveré hasta que lo haya descubierto».
Pero lord Ladlow no quería que me fuese. La tercera carta era suya.
«Volveré a casa mañana por la noche —decía—, y lo veré a usted el
miércoles… He llegado a un acuerdo satisfactorio con Mr. Carrison, y como
tengo de nuevo todo el control sobre Ladlow Hall, trataré de resolver por mí
mismo el misterio de la casa. Si desea quedarse y ayudarme en dicho empeño, le
estaré muy agradecido e intentaré recompensarle de la mejor manera posible»,
había escrito.
Me dije que estaría de guardia toda la noche, por ver si al día siguiente
contaba con algo señalado que decirle. Y entonces abrí la carta de Patty, que era,
por supuesto, la carta más dulce y adorable que cualquier cartero del mundo
pudiera entregarme.
Si no hubiera sido por lo que me decía lord Ladlow, aquella noche me habría
resultado imposible mantenerme vigilante. La lectura de la carta de Patty me
dejó lánguido, sumido en mis amorosos sentimientos hacia ella. Además, estaba
débil por los muchos días que llevaba allí, prácticamente aislado del mundo,
vigilante en todo momento, pasándome horas y horas mirando la puerta,
abriéndola o cerrándola según se diera la cosa, contando los pasos que daba
antes de que se abriese de nuevo, o se cerrara, una vez le volviera la espalda…
Claro que todo aquello me había debilitado, llevándome a un estado físico de
pura delicuescencia. Pero no podía cejar en mi empeño, no podía consentir en mi
debilidad. Tenía que proseguir con mi tarea y, si me era posible, concluirla como
era debido. Pero… ¿por qué no me había decidido antes a entrar como fuese en
aquella habitación sin llave en la cerradura? ¿Acaso me había paralizado el
miedo? Bueno, hasta en lo más valiente y corajudo de nosotros mismos aletea de
continuo un pálpito de miedo que arruina nuestro coraje.
Transcurrió el día, lento y tedioso. La tarde caía igual de lenta y tediosa,
cerniéndose sombría sobre Ladlow Hall. Aún habrían de pasar dos horas, sin
embargo, hasta que brillase la luna. Todo parecía en un suspenso mortal. En
ningún otro momento me había parecido la casa tan silenciosa y vacía.
Tomé una vela y me dirigí a la habitación donde dormía, como si me fuera a
acostar ya; una vez allí apagué la vela, entreabrí la puerta, me guardé la llave y
volví a salir al vestíbulo, por el que anduve en medio de la penumbra durante un
buen rato, mirando de continuo hacia la puerta abierta. Entonces sentí un
escalofrío de miedo. Dejé de caminar y quedé a la escucha, todo yo en alerta.
Pero no se dejaba sentir ni el ruido más leve. Todos los ratones estaban metidos
en sus agujeros. Conseguí recuperarme de aquella impresión lo justo como para
meterme de nuevo en mi cuarto. Había una estantería vacía de libros, y junto a
ésta una vieja silla, y ahí, entre la cama y la estantería, tomé asiento para mirar a
través de mi puerta entreabierta la puerta maldita.
Pasaron las horas… ¿Alguna vez fueron tan largas las horas? Comenzó a
lucir la luna en el cielo, colándose a través de la ventana de la habitación, pues
había descorrido la pesada cortina. Seguía sin dejarse sentir el más leve ruido,
nada, ni el graznido de un ave nocturna. Tuve la sensación de que todo yo era un
manojo de nervios. Cada parte de mi cuerpo temblaba. Estaba en un estado
realmente agónico; el deseo de moverme, de salir de allí, me suponía una
auténtica tortura. Al fin, un rayo de luz en el cielo. Rompía la mañana. El cielo
se había apiadado de mí. ¡Alabados sean los cielos! Seguro que nadie había
recibido un amanecer con tanta felicidad como yo entonces. Los pájaros
comenzaban a trinar, era su canto una música deliciosa. La mañana incipiente se
debatía aún entre dos luces y pronto el sol lo presidiría todo desde su mayor
altura; y, sobre todo, se acababa mi angustiosa vigilia nocturna. Pero seguía tan
lejos de desvelar el misterio como lo había estado hasta ese día. Pero… ¿qué era
aquello? Otra vez… Tras horas y más horas de vigilia y alerta, tras horas y más
horas de espera, otra vez. Tras una noche tan larga, allí lo tenía de nuevo.
Ocurrió de golpe, en un instante.
La puerta, hasta entonces cerrada, de aquella habitación en cuya cerradura no
había llave, la puerta de la habitación en la que hasta entonces no había podido
entrar yo, se abrió despacio, muy lentamente, en completo silencio, apenas
cuando me di la vuelta un momento para mirar a través de la ventana. Y al mirar
de nuevo hacia allí, hacia esa otra puerta maldita, vi a una mujer. Caminaba
lentamente por la habitación, y con la misma lentitud hizo girar la llave en la
puerta del armario para abrirlo; luego se puso a sacar cosas de allí,
amontonándolas en el suelo, como si nada. Yo no me movía; creo que apenas
respiraba. Era evidente que no encontraba lo que quería, pues revolvió y
revolvió, sacándolo todo, y luego entre las cosas que había depositado en el
suelo. Poco después, a medida que la luz del día se iba haciendo más cierta, la
pude contemplar mejor. La vi entonces de rodillas en el suelo, rebuscando cada
vez más afanosamente entre las cosas que había sacado del armario. Era una
mujer menuda y liviana, no una dama, más bien una criada, toda vestida de
negro. Pero ¿qué demonios querría? Y de golpe se me ocurrió algo: buscaría, sin
duda, el testamento y la carta. No había la menor duda.
Decidí salir de mi escondite. La tenía en mis manos. Pero se defendió como
un gato rabioso, mordiendo, arañando, chillando, contorneándose como si su
cuerpo no tuviese huesos, hasta desasirse de mí y huir hacia la puerta, por donde
sin duda había llegado.
Pero si la dejaba salir, a buen seguro la perdería de vista, se ocultaría en
cualquier parte, entre los arbustos, en el bosque… Así que corrí como un poseso,
hasta alcanzarla y echar mano a su vestido negro. Esta vez conseguí someterla,
aunque parecía tener la fuerza y la furia de veinte demonios y se defendía como
ninguna otra mujer hubiera podido hacerlo.
—No quiero matarte —le dije—, pero no me quedará otro remedio que
hacerlo si no dejas de revolverte.
—¡Bah! —gritó.
Y antes de que pudiera darme cuenta, me quitó el revólver que llevaba en el
bolsillo y abrió fuego contra mí.
Pero falló. La bala apenas me rozó una manga, por lo que pude reaccionar
velozmente, cayendo literalmente sobre ella. Cuando se trata de luchar por su
vida, ningún hombre puede alejarse de su propia ferocidad. Y yo era un hombre
feroz en ese momento, un hombre que luchaba por su vida. Blandió de nuevo el
arma, pero la tenía tan fuertemente presa que no pudo apretar de nuevo el gatillo.
Pero me golpeó en la cara. Y me tiró del pelo. Y seguía revolviéndose,
intentando huir, como una serpiente. Mi único miedo era, en ese trance, que se
me escapase. No sentía dolor, sólo estaba horrorizado ante la posibilidad de no
poder retenerla.
¿Cuánto tiempo más podría retenerla? Hizo un esfuerzo último desesperado
y noté que se me escapaba del agarre a que la tenía sometida; ella también se dio
cuenta y tiró con más fuerza para liberarse, al tiempo que abría fuego de nuevo
ciegamente, a la desesperada. Y la perdí de nuevo.
Vi entonces una mirada de espanto en sus ojos, una fría expresión de miedo.
—¡Mírate! —gritó mientras me arrojaba el revólver, yéndose al instante.
Vi como en un relámpago aquella puerta abierta; creí ver en su umbral una
figura que alzaba la mano… Y ya no vi más. Estaba roto. Fue porque disparó un
poco antes de arrojarme el revólver y gritar, alcanzándome de lleno; de hecho,
sentí como si un hierro caliente me entrara por el hombro y puedo recordar ahora
que intenté arrastrarme hasta mi habitación, pero sentí que perdía por completo
las fuerzas y el sentido mientras me deslizaba sobre el mármol del suelo del
vestíbulo.
Cuando llegó el cartero aquella mañana, y al no salir yo a recibirlo, echó un
vistazo a través de una de las ventanas. Después corrió para pedir ayuda.
—¡Ha ocurrido una desgracia en la casa! —gritaba—. El joven caballero
yace en el suelo, sobre un charco de sangre.
Mientras llegaba la primera ayuda a la casa, ya se encaminaba también hacia
ella lord Ladlow, y el cartero, sin aliento, le contó lo que había visto.
—Romped una de las ventanas y entrad —dijo—, y que alguien vaya en
busca del médico.
Me echaron en la cama de aquella terrible habitación, la del armario en el
que había rebuscado aquella mujer, y telegrafiaron a mi padre. Durante un largo
espacio de tiempo me debatí entre la vida y la muerte, pero logré recuperarme lo
justo como para ser llevado a la casa de lord Ladlow, al otro lado del valle.
Antes de eso, sin embargo, le conté todo lo que había sucedido, instándole a
buscar de inmediato los papeles que ratificarían el testamento.
—Destroce el armario si es preciso —le recomendé—; estoy seguro de que
los papeles están ahí.
Y allí estaban, en efecto. Su Señoría siguió mi consejo y encontró aquellos
papeles. Él quedó libre de toda sospecha de culpa, pero la asesina logró huir. La
viuda y su criada desaparecieron aquella misma mañana en que yo me debatía
entre la vida y la muerte, tirado en el vestíbulo de Ladlow Hall. Nunca más se
volvió a saber de ellas.
Mi señor no volvió a hablar de todo aquello.
Ahora, no en Meadowshire, pero sí en otro lugar igualmente encantador,
tengo una granja a mi cargo y entera disposición, en la que llevo una vida muy
confortable.
Patty es la mejor esposa que jamás haya podido tener un hombre, y yo…
bueno, soy feliz, aunque con el paso de los años me he ido volviendo más
juicioso… Pero sigue habiendo veces en las que parece poseerme una dolorosa
oscuridad, momentos en los que no me gusta que me dejen solo.
Clemence Housman
(1861 - 1955)
Desde la antigüedad, en Europa han existido numerosas y muy diversas
historias en torno a la leyenda del hombre-lobo, quizás la más conocida forma de
zoantropía; es decir, del supuesto poder de un hombre o una mujer de
transformarse en animal. En su ya clásico tratado El libro de los hombres-lobo.
Información sobre una superstición terrible (The Book of Were-Wolves, 1865)
—publicado por Valdemar en el nº 54 de su Colección Gótica—, el reverendo
Sabine Baring-Gould (1834— 1924) aclara que la denominación específica de
hombre-lobo, licántropo, proviene de los vocablos griegos λύκος (lobo) y
ανθρωπος (hombre), el cual, a su vez, tiene su origen en el mito de Licaón, el rey
de Arcadia. Según las distintas versiones de Platón (483-347 a. C.), Ovidio (43 a.
C.-17 d. C.) y Pausanias (Siglo II d. C.), Licaón, el monarca que civilizó
Arcadia, instauró el culto a Zeus Licio mediante banquetes rituales durante los
cuales cada uno de sus participantes «comulgaba» comiendo la carne cocinada
de un ser humano sacrificado en honor a Zeus. Advertido de semejantes
atrocidades, Zeus se disfrazó de mendigo y viajó hasta Arcadia para verificarlas
sobre el terreno. Pero Licaón cometió la necedad de poner a prueba la
omnisciencia del padre de los dioses, ofreciéndole como alimento a uno de sus
propios hijos, y Zeus, indignado por la arrogancia y la brutalidad del mortal, lo
transformó en lobo. Ovidio refiere con todo detalle la situación en que se
encontró el rey: su vestimenta le fue cambiada por pelo; sus extremidades se
transformaron en patas; no podía hablar; sus fauces se llenaron de espuma y sólo
sentía sed de sangre mientras rabiaba entre los rebaños de ovejas, dispuesto a
matar.
No obstante, fueron las sagas escandinavas las que más han contribuido a
perfilar el mito del licántropo en el Viejo Continente. Por ejemplo, el destacado
profesor en lenguas germánicas Claude Lecoteaux —cf. Fées, sorcières et loup-
garous (Editions Imago/Auzas Editeurs, 1988)— explica que entre los antiguos
pueblos del Norte existía una categoría de guerreros conocidos como Berseker y
Ulfhedhinn —«el que tiene piel de oso», «el que tiene piel de lobo»—, citados
por primera vez por Publio Cornelio Tácito (55-120 d. C.) en su obra Germania,
cuya capacidad chamánica para transformarse en fieras les preparaba para
desarrollar una violencia inhumana en combate, insensibles al dolor infligido por
las armas enemigas. También el historiador danés Saxo Grammaticus (1150-
1220) recoge en su Historiae Danicae Libris XVI las leyendas sobre Berseks
presentes en las antiguas sagas Aigla y Vatnsdal. Por su parte, Montague
Summers, en su libro The Werewolf (1933) citaba varios textos latinos del siglo
IX —Historia Brittonum, del monje galés Nennio, latinización de Nynniaw—,
los cuales se refieren a guerreros celtas capaces de «tomar a voluntad la forma de
un lobo de grandes dientes cortantes y que, a menudo, así metamorfoseados,
atacan a los pobres corderos sin defensa». Supersticiones que, ya en el siglo V
antes de Cristo, el cronista griego Herodoto de Halicarnaso (484 a. C.-425 a. C.)
comentó en Los nueve libros de Historia (Historiae, 444 a. C.), describiendo
pormenorizadamente la extraña naturaleza del pueblo bárbaro (euroasiático) de
los neurianos: «Cada neuriano se transforma una vez al año en un lobo, y
continúa de esta manera por varios días al cabo de los cuales vuelve a su forma
original».
Y es en el oscuro norte de Europa, en un lugar no especificado de
Escandinavia, donde Clemence Housman localiza su novelette (novela corta)
titulada The Were-Wolf, publicada por entregas en la revista inglesa Atalanta
entre octubre de 1890 y septiembre de 1891, y más tarde recopilada en un solo
volumen por Lane, Way & Williams Publishers en 1896. El éxito de público fue
inmediato, y el paso del tiempo solamente ha conseguido aumentar su prestigio.
Así pues, Montague Summers, en su ensayo The Werewolf, califica la creación
de Housman como «un exquisito poema en prosa narrado con un sentimiento tan
poco común como hermoso. Sin detalles atormentados, somos conducidos a
darnos total cuenta del terror de “esa cosa horrible que se halla entre
nosotros…”» El merecido elogio de Summers —uno de los mayores
especialistas en literatura fantástica del mundo anglosajón durante la primera
mitad del siglo XX— nos recuerda que, sin duda, otra de las mejores novelas
jamás escritas sobre licantropía, Invaiders from the Dark (1925) —y que algunos
en su momento equipararon al Drácula de Bram Stoker—, es obra también de
una mujer, Greye La Spina (1880-1969), colaboradora habitual de la mítica
revista estadounidense Weird Tales. Tanto La Spina como Housman, con la
praxis, desmontan la teoría machista por la cual las autoras de ficción fantástica
estarían capacitadas únicamente para abordar determinados temas (ghost story).
A pesar de los logros creativos de R. L. Stevenson, Frederick Marryat,
Sutherland Menzies, Algernon Blackwood, Peter Fleming, Tommaso Landolfi o
Claude Seignolle, ambas escritoras supieron combinar los elementos sórdidos y
macabros del mito con sutiles e interesantes variaciones en torno a la idea del
doble que palpita bajo la licantropía, sobre la íntima relación entre el alter ego y
la transformación en una bestia sedienta de sangre.
Ambientada, como decíamos, en Escandinavia, The Were-Wolf describe la
pugna física y moral de dos hermanos gemelos, Sweyn —«de rasgos (…) tan
perfectos como los de un joven dios»— y Christian —«quien mostraba algunos
detalles imperfectos (…) el trazado de su boca era demasiado recto, los ojos
quedaban demasiado hundidos y el contorno de la faz contenía menos curvas
generosas que en Sweyn»—, por culpa de una sensual mujer lobo a la que
Sweyn desea poseer ardientemente. Su hermano Christian, conocedor del terrible
secreto, no dudará en hacer todo lo posible por salvar a su gemelo del terrible
destino que le aguarda. Clemence Housman, más allá de su pasmosa facilidad
para sugerir el horror, para articular una envolvente atmósfera féerique, utiliza
con tremenda habilidad la simbología oculta de los personajes. La mujer-lobo —
que representa una sexualidad desenfrenada, devoradora…— pone de relieve las
tensiones internas del hombre —presentes en la lucha de Sweyn y Christian— y
el combate que éste debe librar para sobrellevarlas: destrucción o sumisión de
una parte a la otra, sacrificio de una mitad para que la otra pueda sobrevivir. La
narradora se descubre como una profunda conocedora de los mecanismos de los
cuentos de hadas, y no duda en ningún momento en aplicar sus mecanismos
psicológicos, sus artificios estilísticos, al universo del relato de horror.
Clemence Annie Housman era hermana del conocido dramaturgo inglés
Laurence Housman (1865-1959) —cf. Angels and Ministers (1921), Little Plays
of St. Francis (1922) o Victoria Regina (1934)—, activo pacifista cuyas ideas
progresistas le llevaron a fundar la Men’s League for Women’s Suffrage al lado
de sus amigos, los periodistas de izquierdas Henry Nevinson (1856-1941) y
Henry Brailsford (1873-1958). Estaba muy unida a su hermano, con quien se
trasladó a vivir a Londres en 1883, cuando ambos empezaron a cursar estudios
de bellas artes en Kennington School of Arts and Crafts y en la Miller’s Lane
School. Finalizados sus estudios, Clemence alcanzó una notable reputación por
la sensibilidad y depurada técnica de sus grabados, especialmente cuando
ilustraba cuentos de hadas o narraciones mitológicas. Ello explicaría su escasa
producción literaria, que se reduce a tres novelas. Aparte de la mencionada The
Were-Wolf, está The Unknown Sea (1899), cuyo evocador y tortuoso paisaje de
abruptos arrecifes y salvajes mareas, al sur de Inglaterra, acoge el duelo entre
Christian, un hombre-lobo que pugna por recuperar su alma y una bruja que
intenta esclavizarlo. Los elementos sobrenaturales se entretejen astutamente con
los detalles de las vidas de los pescadores y una atmósfera decadente digna del
poeta Algernon Charles Swinburne (1837-1909), a quien Clemence admiraba. Y,
por último, La vida de Sir Aglovale de Galis (The Life of Sir Aglovale de Galis,
1905), relato caballeresco de inspiración artúrica, tanto en el contenido como en
la forma —el argumento gira, básicamente, en torno al extraño enfrentamiento
físico y espiritual que mantienen un rey y su hermanastro—, inspiración debida,
tal vez, a la bienintencionada influencia de Laurence Housman, quien solía tener
a sir Thomas Malory (1405-1471), autor de La muerte de Arturo (Le Morte
d’Arthur, 1485), como modelo para sus poemas.
Actualmente, a Clemence Housman se la recuerda más por su actividad
política que por sus obras —a pesar de las continuas reediciones de The Were-
Wolf—. Socialista como su hermano, fue una activa feminista que fundó en
1909, junto a Laurence, la An Arts and Crafts Society Working for the
Enfranchisement of Women, a fin de fomentar sin restricciones la formación
artística entre las mujeres. Defendió con virulencia el voto femenino y la
participación de la mujer en la vida política del país. Por esta causa militó en la
NUWSS (National Union of Womens Suffrage Societies) como promotora de la
Election Fighting Fund (EFF). Sus incendiarios panfletos contra el primer
ministro conservador Herbert Asquith (1852-1928) —opuesto al sufragio
universal—, y su pertenencia al Women’s Tax Resistance League, movimiento
de resistencia civil creado por Tora Montefiore en 1897, y que invitaba a todas
las mujeres de Gran Bretaña a no pagar impuestos —«sin representación no hay
impuestos», escribió Clemence—, la condenaron a pasar varias semanas en la
cárcel. Pero no se amedrentó: la novelista continuó defendiendo sus ideas hasta
que en 1928 la Cámara de los Comunes aprobó el sufragio para todos los
ciudadanos británicos mayores de 21 años, ya fuesen hombres o mujeres.
LA MUJER LOBO
El gran salón de la granja estaba iluminado por la luz del fuego, y había
ruido por la risa, la charla y los que estaban trabajando. Ninguno podía estar
ocioso excepto los muy jóvenes y los muy ancianos: el pequeño Rol, que
abrazaba a un cachorrillo, y la anciana Trella, cuya mano temblorosa manejaba
torpemente su labor. La noche había caído, y los sirvientes de la granja, que
habían regresado de su trabajo en el exterior, se habían reunido en el amplio
salón, donde había espacio para una docena o más de trabajadores. Varios de los
hombres estaban ocupados tallando, y a ésos se les cedía el mejor lugar y la
mejor luz; otros hacían o reparaban equipos de pesca y arneses, y una gran red
ocupaba tres pares de manos. De las mujeres, la mayoría estaban escogiendo y
mezclando plumas de pato y cortando paja. Había telares, aunque no se estaban
usando en ese momento, pero tres ruedas chirriaban simultáneamente, y la mejor
y más rápida hebra de las tres corría entre los dedos de la dueña. Cerca de ella
había algunos niños, también ocupados, trenzando mechas para velas y
lámparas. Cada grupo de trabajadores tenía una lámpara en el centro, y aquellos
que estaban más lejos del fuego recibían calor de dos braseros llenos de
brillantes ascuas de madera, recogidas de vez en cuando de la generosa
chimenea. Pero el parpadeo del gran fuego llegaba hasta los rincones más
lejanos, y prevalecía por encima de los límites de las luces, más débiles.
El pequeño Rol se cansó del cachorrillo, lo soltó sin contemplaciones y
avanzó hacia Tyr, el viejo perro lobo, que disfrutaba dormitando, gimiendo y
retorciéndose en sus sueños de cazador. Rol se tumbó al lado de Tyr, con sus
jóvenes brazos alrededor del cuello peludo, y sus rizos junto a la negra
mandíbula. Tyr dio un lametón indiferente, y se estiró con un suspiro soñoliento.
Rol gruñó, se giró y lo empujó con intención, pero sólo consiguió del viejo perro
una plácida tolerancia y un guiño medio despierto. «¡Pues toma esto!», dijo Rol,
indignado porque el perro ignoraba sus avances, y lanzó al cachorrillo contra el
que dignamente lo desdeñaba como compañero de juegos. El perro no se dio por
aludido, y el niño se fue a buscar su diversión a otra parte.
Las cestas de blancas plumas de pato le llamaron la atención desde un rincón
lejano. Se deslizó bajo la mesa y se arrastró a cuatro patas, pues la ordinaria
costumbre de cruzar una sala sobre sus pies no le atraía. Cuando estuvo cerca de
las mujeres se quedó quieto un momento observando, con los codos en el suelo y
la barbilla en las palmas de las manos. Una de las mujeres que le veía asintió y
sonrió, y enseguida él se arrastró tras sus faldas y pasó, apenas observado, de
una a otra, hasta que encontró la oportunidad de hacerse con un gran puñado de
plumas. Con ellas atravesó la sala, otra vez bajo la mesa, y salió cerca de las
tejedoras. Se hizo un ovillo a los pies de la más joven, protegido de la vista de
los otros por sus rodillas, y la desarmó mostrándole en secreto su puñado de
plumas con una sonrisa cómplice. Un dudoso asentimiento lo satisfizo, e
inmediatamente empezó con el juego que había pensado. Cogió uno de los
blancos plumones y suavemente lo soltó de entre sus dedos cerca de la rueca que
giraba. El aire provocado por el rápido movimiento lo atrapó, haciéndolo girar y
girar en círculos cada vez más amplios, hasta que se quedó flotando como una
polilla blanca muy lenta. Uno detrás de otro, los plumones giraban como un
animalillo emplumado atrapado en una tela de araña, y al fin flotaban.
Rápidamente, se le acabó el puñado.
Rol se estiró para observar la sala y contemplar la posibilidad de otro viaje
bajo la mesa. Su hombro, adelantado, chocó un instante contra la rueca y se
apartó deprisa. La rueca salió volando con un tirón, y la hebra se partió. «¡Rol,
malo!», dijo la muchacha. La rueca más rápida también se paró, y la dueña, la tía
de Rol, se inclinó hacia delante y, viendo la rizada cabeza, le advirtió que no
hiciese trastadas, y lo envió al rincón de la vieja Trella.
Rol obedeció y, tras un discreto periodo de obediencia, de nuevo se deslizó
furtivamente a lo largo de toda la sala lo más lejos de la vista de su tía. Mientras
se escurría entre los hombres, ellos se cuidaron de que sus herramientas
estuvieran lo más lejos posible del alcance de Rol y cerca de ellos. Sin embargo,
no tardó en hacerse con un formón y a despuntarlo contra la pata de la mesa. Las
fuertes objeciones del tallador a esta actividad desconcertaron a Rol, quien
después de aquello pasó cinco minutos escondido bajo la mesa.
Durante su encierro contempló los muchos pares de piernas que lo rodeaban,
y que casi tapaban la luz del fuego. Qué raras eran algunas de las piernas: unas
eran curvadas donde deberían ser rectas, otras eran rectas donde debían ser
curvadas y, como Rol se dijo a sí mismo: «todas parecían atornilladas de manera
distinta». Algunos las habían recogido modestamente bajo el banco, otros las
habían estirado bajo la mesa, entrometiéndose en el dominio de Rol. Estiró sus
piernecitas y las observó críticamente y, tras compararlas, favorablemente. ¿Por
qué no estaban todas las piernas hechas como las suyas, o como las suyas?
Las piernas que merecían la aprobación de Rol estaban un poco apartadas del
resto. Se arrastró enfrente de ellas y volvió a comparar. Su expresión se volvió
bastante solemne cuando pensó en los innumerables días que le faltaban a sus
piernas para hacerse tan largas y fuertes. Esperaba que fueran justo como ésas,
sus modelos, tan rectas en el hueso, tan curvadas en el músculo.
Unos momentos después Sweyn, el de las largas piernas, sintió una manita
que le acariciaba el pie y, al mirar abajo, se encontró con la mirada vuelta hacia
arriba de su primo Rol. Tumbado, todavía dando palmaditas y acariciando el pie
del joven, el niño estuvo callado y contento un buen rato. Observaba el ir y venir
de las fuertes y hábiles manos, y el movimiento de las brillantes herramientas.
De vez en cuando, diminutas astillas, sopladas por Sweyn, le caían sobre la cara.
Al fin se levantó, muy despacio, no fuera a ser que un empujón acabase con la
paciencia del tallador, y cruzando sus propias piernas alrededor del tobillo de
Sweyn, agarrándose también con sus manos, apoyó la cabeza en su rodilla. Tal
acto es evidencia de la más maravillosa adoración al héroe de un niño. Bien
contento estaba Rol, y más aún cuando Sweyn se detuvo un minuto a bromear, y
le dio palmaditas en la cabeza y le tiró de los rizos. Permaneció quieto, hasta
donde le es posible a miembros jóvenes como los suyos. Sweyn olvidó que
estaba cerca, apenas notó cuando le soltó suavemente la pierna y no se dio ni
cuenta del sigiloso hurto de una de sus herramientas.
Diez minutos después se oyó un aullido de lamento proveniente del suelo,
con toda la fuerza de los saludables pulmones de Rol, pues se había hecho un
corte, y la abundante sangre lo aterró. Entonces llegaron las caricias y los
consuelos, la limpieza y el vendaje y una pizca de reprimenda, hasta que el grito
se ahogó en sollozos ocasionales, y el niño, cubierto de lágrimas y calmado, fue
devuelto al rincón de la chimenea, donde cabeceaba Trella.
En la reacción tras el dolor y el miedo, Rol descubrió que el silencio del
rincón iluminado por el fuego le agradaba. Tyr ya no lo desdeñaba, sino que,
animado por los sollozos, mostraba toda la preocupación y simpatía que puede
mostrar un perro a fuerza de lamer y mirar con atención. Sobre el ánimo de Rol
pesaba también una cierta vergüenza. Deseaba no haber llorado tanto. Recordaba
que una vez Sweyn había regresado a casa con un brazo desencajado del hombro
y un oso muerto, y cómo no se había quejado ni dicho una palabra aunque los
labios se le volvían blancos por el dolor. El pobrecillo Rol volvió a sollozar esta
vez a cuenta de su carencia de valor.
La luz y el movimiento del gran fuego comenzaron a contarle al niño
extrañas historias, y el viento en la chimenea de vez en cuando daba una nota
que las corroboraba. La negra boca de la chimenea, sobre el hogar, engullía,
como en un misterioso remolino, espesas columnas de humo y brillantes chispas
ascendentes. Y más allá, en la oscuridad, había murmullos y gemidos, así que a
veces el humo se echaba atrás por el pánico y se giraba y subía hacia el tejado,
donde se deshacía hasta ser invisible entre las tejas. Y entonces el viento se
lanzaba contra su presa perdida, y soplaba alrededor de la casa, aullando y
chocando contra puertas y ventanas.
En una pausa tras una de esas corrientes, Rol levantó la cabeza sorprendido y
escuchó. También se había detenido el babel de la conversación y así podía oírse
inconfundiblemente un sonido al otro lado de la puerta: el sonido de una voz
infantil, unas manos infantiles: «¡Abran, abran, déjenme entrar!», dijo la
vocecita desde abajo, más abajo del pomo, y el pestillo se movió como si un
niño de puntillas intentase alcanzarlo y hubiera dado golpecitos. Uno situado
cerca de la puerta se levantó y la abrió. «Aquí no hay nadie», dijo. Tyr levantó la
cabeza y dejó salir un aullido alto, prolongado y de lo más sombrío.
Sweyn, incapaz de creer que sus oídos le habían engañado, se levantó y se
dirigió hacia la puerta. Era una noche oscura, las nubes estaban cargadas de
nieve que había caído irregularmente cuando el viento se detuvo. Había nieve sin
pisar hasta el porche, no había rastro de ningún ser humano. Sweyn miró por
todas partes, y sólo vio cielo oscuro, nieve sin pisar y una hilera de abetos en la
cresta de una colina meciéndose en el viento. «Ha debido de ser el viento», dijo,
y cerró la puerta.
Muchos rostros parecían asustados. El sonido de la voz de un niño había sido
tan nítido, y las palabras: «¡Abran, abran, déjenme entrar!» El viento podía hacer
crujir la madera, o mover el pestillo, pero no podía hablar con la voz de un niño,
ni llamar a la puerta con los golpes suaves que daría un puño regordete. Y el
extraño e inusual aullido del perro lobo era una profecía que temer, fuese lo que
fuese lo otro. Unos y otros dijeron cosas extrañas, hasta que la reprimenda de la
dueña los ahogó hasta convertirlos en susurros intermitentes. Durante unos
momentos hubo inquietud, reserva y silencio, luego el miedo helado fue
deshaciéndose, y volvió a fluir la charla indistinta.
Pero media hora después un ruido muy ligero al otro lado de la puerta bastó
para detener todas las manos y todas las lenguas. Todas las cabezas se
levantaron, fijas en una dirección. «Es Christian, llega tarde», dijo Sweyn.
No, no, es un débil arrastrar de pies, no el paso de un joven. Con el sonido de
pies inseguros llegó el claro toque de un palo contra la puerta, y la voz aguda de
antes: «¡Abran, abran, déjenme entrar!» Otra vez Tyr levantó la cabeza con un
largo aullido lastimero.
Antes de que el eco del palo y de la aguda voz se hubiesen extinguido del
todo, Sweyn había saltado hacia la puerta y la había abierto de par en par.
«Nadie otra vez», dijo con voz calma, aunque sus ojos parecían alarmados
mientras miraba hacia fuera. Vio la solitaria extensión de nieve, las nubes bajas
y, entre ambas, la hilera de oscuros abetos inclinándose en el viento. Cerró la
puerta sin decir una palabra y volvió a cruzar el salón.
Una docena de caras pálidas lo miraban como si fuese él quien debía resolver
el enigma. No podía ignorar este mudo interrogatorio, y eso perturbaba su
resolutivo aire de calma. Dudó, mirando hacia su madre, la dueña, luego de
nuevo a la gente asustada, y gravemente, ante todos ellos, hizo la señal de la
cruz. Hubo un aleteo de manos mientras todos repetían la señal, y el silencio
total se vio agitado por un enorme suspiro, pues muchos soltaron el aire que
retenían como si la señal de la cruz les hubiese proporcionado un mágico alivio.
Incluso la dueña parecía perturbada. Dejó su rueca y cruzó el salón hacia su
hijo, y habló con él durante un momento en voz baja para que nadie pudiese
oírlo. Pero un momento después su voz se tornó aguda y alta, para que todos
aprendiesen de la reprimenda que le daba a una de las chicas por su «charla
pagana». Quizá lo hizo para silenciar de ese modo sus propios recelos y
presentimientos.
Ninguna otra voz osó hablar con su tono natural. Se oían cuchicheos
intermitentes, y de vez en cuando el silencio visitaba toda la sala. El manejo de
las herramientas era tan silencioso como podía ser, y se suspendía en el instante
en que la puerta sonaba en un golpe de viento. Tras un tiempo, Sweyn dejó su
trabajo, se unió al grupo que estaba más cerca de la puerta y anduvo de acá para
allá fingiendo dar consejos y ayudar a los menos hábiles.
Se oyeron las pisadas de un hombre en el porche. «¡Christian!», dijeron
Sweyn y la dueña simultáneamente; él, con confianza, ella, con autoridad, para
que las ruecas volviesen a ponerse en marcha. Pero Tyr echó la cabeza hacia
atrás con un espantoso aullido.
«¡Abran, abran, déjenme entrar!»
Era una voz de hombre, y la puerta se sacudió y sonó como si la fuerza de un
hombre la golpease. Sweyn podía sentir cómo se combaban las tablas, y en un
instante su mano estaba en la puerta, abriéndola, para enfrentarse al porche
vacío, y más allá sólo nieve, cielo y abetos inclinados en el viento.
Permaneció un largo minuto con la puerta abierta en la mano. El crudo
viento barrió con su helado soplido, pero un frío más mortal llegó aún más
deprisa, y pareció congelar los latidos de los corazones. Sweyn dio un paso atrás
para coger una gran capa de piel de oso.
—Sweyn, ¿dónde vas?
—No más lejos del porche, madre —y salió y cerró la puerta.
Se arrebujó en la pesada piel y, apoyándose contra la pared más cubierta del
porche, calmó sus nervios para enfrentarse al diablo y a todas sus pompas. Ni un
sonido de voces vino de dentro, el sonido más nítido era el crepitar y el rugir del
fuego.
Hacía un frío espantoso. Los pies se le entumecieron, pero no dio patadas
contra el suelo por miedo a que el ruido desatase el pánico dentro, ni tampoco se
movía del porche por no dejar una huella de pisada en esa prístina nieve que
dejaba muy claro que ninguna voz o manos humanas podían haberse acercado a
la puerta desde que empezó a nevar hacía dos horas o más. «Cuando el viento
cese habrá más nieve», pensó Sweyn.
Durante casi una hora estuvo vigilando, y no vio nada, ni oyó ningún ruido
inusual. «No voy a seguir aquí fuera congelándome», murmuró, y volvió a
entrar.
Una mujer dio un grito medio sofocado cuando puso la mano en el pestillo, y
luego un suspiro de alivio cuando entró. Nadie le preguntó. Sólo su madre dijo,
en un forzado tono de despreocupación: «¿No has visto venir a Christian?»,
como si sólo estuviese inquieta por la ausencia de su hijo pequeño. Apenas se
había acercado Sweyn al fuego cuando se oyó un nítido golpe en la puerta. Tyr
saltó del hogar, con los ojos rojos como el fuego, los colmillos blancos en la
negra mandíbula y los pelos del cuello erizados y, saltando por encima de Rol,
arremetió contra la puerta, ladrando furiosamente.
Al otro lado de la puerta se oía claramente una voz suave. Los ladridos de
Tyr hacían imposible distinguir las palabras.
Nadie se ofreció a acercarse a la puerta antes que Sweyn.
Avanzó resolutivamente por el salón, levantó el pestillo y abrió la puerta.
Una mujer con una capa blanca entró.
¡No un espectro! Viva, hermosa, joven.
Tyr saltó hacia ella.
Detuvo con ligereza los afilados colmillos con los pliegues de su capa de
pelo largo y, sacando de su cinturón una pequeña hacha de doble filo, la
enarboló para defenderse.
Sweyn cogió al perro por el cuello y lo arrastró lejos mientras ladraba y se
resistía.
La extraña se quedó inmóvil en el umbral, con un pie adelantado, un brazo
levantado, hasta que la dueña atravesó el salón, y Sweyn, dejando a otros al
furioso Tyr, se volvió a cerrar la puerta y pidió disculpas por un saludo tan feroz.
Entonces ella bajó el brazo, colocó el hacha en su lugar en su cintura, se quitó la
piel de la cara y se sacudió la larga capa blanca de los hombros, como si todo
fuese un solo movimiento.
Era una doncella, alta y muy hermosa. Sus ropas eran extrañas, medio
masculinas, pero no poco femeninas. Una delgada túnica de piel que le llegaba
por debajo de la rodilla era toda la falda que llevaba, debajo estaban los zapatos
de tiras cruzadas y leotardos que lleva un cazador. Sobre las cejas llevaba una
gorra de piel blanca, y de su borde colgaban tiras de piel cayendo sobre sus
hombros, dos de ellas se habían adelantado y cruzado su cuello cuando entró,
pero ahora, sueltas y echadas hacia atrás, dejaban a la vista coletas de pelo claro
que reposaban sobre sus hombros y busto, hasta el cinturón tachonado de marfil
donde relucía el hacha.
Sweyn y su madre llevaron a la extraña hacia el hogar sin hacerle preguntas
ni mostrar señales de curiosidad, hasta que ella relató voluntariamente su historia
de un largo viaje hacia parientes lejanos, una ayuda prometida que no se cumplió
y señales y marcas malinterpretadas.
—¡Sola! —exclamó Sweyn asombrado—. ¿Has viajado tan lejos, cien
leguas, sola?
Ella respondió: «Sí», con una débil sonrisa.
—¡Por las colinas y los eriales! Pero allí las gentes son tan salvajes como las
bestias.
Se llevó la mano al hacha con una risa desdeñosa.
—No temo a los hombres ni a las bestias. Algunos me temen a mí —y contó
extraños relatos de fieros ataques y defensas, y de la osada vida de cazadora que
llevaba.
Sus palabras llegaban algo lenta y pausadamente, como si hablase en una
lengua que no le resultaba familiar. De vez en cuando dudaba, y se paraba en
mitad de la frase, como si le faltase alguna palabra.
Se convirtió en el centro de un grupo de espectadores. El interés que
provocaba disipó, en cierto grado, el temor inspirado por las voces misteriosas.
No había nada ominoso en esta realidad joven, brillante y hermosa, aunque
tuviese un aspecto extraño.
El pequeño Rol se acercó, mirando intensamente a la extraña. Inadvertido,
acariciaba y palmeteaba una esquina de la suave capa blanca que caía al suelo en
grandes pliegues. La acarició con la mejilla, y luego se fue acercando a las
rodillas.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
La sonrisa y la pronta respuesta de la extraña, mientras miraba hacia abajo,
salvaron a Rol de la reprimenda que se había ganado por su descortés
comportamiento.
—Mi verdadero nombre —dijo— resultaría grosero a vuestros oídos y
lengua. La gente de este país me ha dado otro nombre, y por esto —puso la
mano en la capa de piel— me llaman Piel Blanca.
El pequeño Rol lo repitió para sí mismo, acariciando y palmeteando como
antes: «Piel Blanca, Piel Blanca».
El rostro hermoso y el suave y bonito vestido complacían a Rol. Se puso de
rodillas, mirándola a la cara y con un aire de indecisa determinación, como un
petirrojo en el umbral de una casa, y apoyó sus codos en su regazo, con una
expresión de sofoco ante su propia audacia.
—¡Rol! —exclamó su tía, pero Piel Blanca dijo: «¡Oh, déjelo!», sonriendo y
acariciando su cabeza, y Rol se quedó.
Fue más allá, y resoplando por su propia temeridad ante la autoridad de su
tía, se subió a sus rodillas. Los brazos de ella le dieron la bienvenida, lo que
acalló cualquier protesta. Satisfecho, se hizo un ovillo, tocando la cabeza del
hacha, los tachones de marfil del cinto, el broche de marfil en el cuello, las
trenzas de pelo claro, y frotó su cabeza con la suave piel de su hombro, con la
confianza de los niños en la bondad de la belleza.
Piel Blanca no se había descubierto la cabeza, sólo había desatado un poco
los lazos de piel detrás del cuello. Rol llevó la mano hacia el cuello, susurrando
para sí el nombre «Piel Blanca, Piel Blanca», y luego deslizó los brazos
alrededor de su cuello y la besó: una, dos veces. Ella rió encantada y lo besó.
—¿El niño le molesta? —dijo Sweyn.
—Claro que no —respondió, con tanta seriedad que pareció
desproporcionada a la ocasión.
Rol volvió a acomodarse en su regazo, y comenzó a desatarse la venda que
tenía en la mano. Se detuvo al ver dónde había traspasado la sangre. Luego
siguió hasta que se su mano quedó desnuda y el corte a la vista, abierto y largo,
pero sólo superficial. La levantó hacia Piel Blanca, deseoso de su piedad y
simpatía.
Al verlo, y al ver el lino manchado de sangre, ella contuvo de repente la
respiración, cogió a Rol con fuerza, hasta que éste empezó a removerse. El niño
le tapaba la cara, así que nadie pudo ver su expresión. Se le había encendido la
cara con una terrible alegría.
Lejos, más allá del grupo de abetos, el ausente Christian apresuraba su
regreso. Llevaba levantado desde el alba, avisando de una cacería de osos a
todos los mejores cazadores de las granjas y poblados que había en un radio de
veinte kilómetros. Sin embargo, como lo habían entretenido hasta altas horas,
ahora comenzó a correr sin aparente esfuerzo con unas zancadas que disminuían
rápidamente la distancia.
Entró en la oscuridad nocturna del grupo de abetos sin apenas aminorar el
paso, aunque no se veía el camino, y al volver a salir al claro, vio la granja a
unos doscientos metros de la bajada. Comenzó rápidamente la bajada, y casi al
instante dio un gran salto hacia un lado y se quedó quieto. En la nieve estaba el
rastro de un gran lobo.
Se llevó la mano al cuchillo, su única arma. Se agachó, se arrodilló para
poner la vista a la altura de la de la bestia, y miró alrededor, con los dientes
apretados, el corazón latiéndole un poco más rápidamente de lo que sugeriría el
ritmo de su paso. Un lobo solitario, casi siempre salvaje y de gran tamaño, es
una bestia formidable que no dudaría en atacar a un hombre solo. Este rastro era
el mayor que Christian había visto nunca y, por lo que podía juzgar, era reciente.
Bajaba de los abetos por la ladera. Bien, pensó, por el retraso que tanto le había
contrariado antes. Bien, por no pasar por la oscura arboleda cuando aún
acechaba allí el peligro de esas mandíbulas. Con cuidado, siguió el rastro.
Bajaba por la ladera, atravesando un riachuelo helado, hacia la granja.
Alguien con conocimientos menos precisos habría dudado y supuesto que
podrían haber sido del gran Tyr o de algún otro perro, pero Christian estaba
seguro, y sabía no confundir las pisadas de perros y lobos.
Derechas… derechas hacia la granja.
Christian estaba cada vez más sorprendido y agitado de que un lobo en busca
de presas se atreviese a acercarse tanto. Sacó su cuchillo y siguió andando más
deprisa, más atento. ¡Oh, si Tyr estuviese con él!
Derechas, derechas, incluso hasta la misma puerta, y no había signos de que
hubiese regresado. Los abetos se recortaban rectos contra el cielo, las nubes
habían bajado. Pues el viento se había detenido y empezaron a caer algunos
copos dispersos. Horrorizado y sorprendido, Christian permaneció aturdido un
momento. Luego tomó el pestillo y entró. Su mirada se encontró con todos los
rostros conocidos, y entre ellos, el de la extraña, vestida de piel y hermosa. La
terrible verdad relampagueó: él supo quién era ella.
Sólo unos pocos se sobresaltaron por el ruido del pestillo cuando entró. El
salón rebosaba de actividad y movimiento, porque era la hora de la cena, cuando
se dejan de lado las herramientas y se mueven los caballetes y las mesas.
Christian no sabía lo que decía ni hacía, se movía y hablaba mecánicamente,
medio pensando que pronto debía despertar de ese horrible sueño. Sweyn y su
madre creyeron que estaba aterido y agotado, y le evitaron todas las preguntas
innecesarias. Así se encontró sentado junto al hogar, enfrente de la cosa
pavorosa que parecía una hermosa muchacha, observando todos sus
movimientos, helándosele la sangre de terror de verla acariciar al niño.
Sweyn estaba en pie junto a ambos, también mirando a Piel Blanca, pero ¡de
qué modo tan distinto! Ella no parecía consciente de que la mirasen, ni tampoco
del terror helado en los ojos de Christian ni de la cálida admiración de Sweyn.
Estos dos hermanos, que eran gemelos, eran muy distintos a pesar de su
sorprendente parecido. Su perfil general era el mismo, pelo castaño claro y ojos
azules, pero las facciones de Sweyn eran perfectas, como las de un joven dios,
mientras que las de Christian mostraban algunas faltas. Por ejemplo, la línea de
su boca era demasiado recta, los ojos estaban muy detrás, y el contorno de la
cara fluía en curvas menos generosas que el de Sweyn. Su altura era la misma,
pero Christian era demasiado delgado para tener una proporción perfecta,
mientras que la fornida figura de Sweyn, sus anchos hombros y musculosos
brazos le hacían un buen espécimen de belleza y fuerza masculinas. Como
cazador, Sweyn no tenía rival, como pescador no tenía rival. Toda la comarca le
reconocía como el mejor luchador, jinete, bailarín y cantante. Sólo podía
superársele en velocidad, y sólo por su hermano. De todos los demás podía
Sweyn distanciarse mucho, pero Christian lo adelantaba con facilidad. Incluso
podía seguir el paso más esforzado de Sweyn mientras reía y hablaba. Christian
no se enorgullecía de la ligereza de sus pies, pensando que las piernas de un
hombre eran los menos dignos de sus miembros. No envidiaba la superioridad
atlética de su hermano, aunque en varias competiciones había acabado en
segundo lugar. Le quería como sólo puede querer un hermano gemelo: orgulloso
de todo lo que Sweyn hacía, contento de todo lo que Sweyn era y humildemente
convencido de que su propio amor no podía ser correspondido del mismo modo,
pues se creía ser mucho menos digno.
Christian, entre las mujeres y los niños, no se atrevió a poner en palabras el
horror que sentía. Quería consultar con su hermano, pero Sweyn no vio, o no
quiso ver, la señal que le había hecho, y tenía la cara siempre vuelta hacia Piel
Blanca. Christian se apartó del hogar, incapaz de permanecer pasivo con ese
temor que le acechaba.
—¿Dónde está Tyr? —dijo de repente. Luego, viendo al perro en un rincón
distante—, ¿por qué está atado ahí?
—Atacó a la extraña —respondió alguien.
A Christian le brillaron los ojos: «¿Sí?», dijo, con curiosidad.
—Estuvo a punto de abrirle la cabeza.
—¿Tyr?
—Sí, ella es muy rápida con esa hacha que lleva en la cintura. Por suerte
para Tyr, su amo lo contuvo.
Christian fue, sin decir una palabra, al rincón donde estaba atado Tyr. El
perro se levantó para saludarle, tan fiel e indignado como pueda estarlo una
bestia muda. Le acarició la negra cabeza: «¡Tyr, bueno! ¡Perro valiente!»
Ellos lo sabían, sólo ellos. Y el hombre y el perro mudo se consolaron el uno
en el otro.
La mirada de Christian volvió de nuevo a Piel Blanca, y también la de Tyr, y
dio un tirón de la cadena. Christian tenía la mano en el cuello del perro, y sintió
el pelo erizarse bajo el temblor de la furia impotente. Luego él empezó a temblar
del mismo modo, con una furia nacida de la razón, no del instinto, tan impotente
psíquicamente como Tyr lo estaba físicamente. ¡Oh! ¡No se atrevía a tocar el
cuerpo de la mujer! Cualquier otra cosa, y él y Tyr serían libres para matar o
morir.
Luego volvió a hacer nuevas preguntas.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí la extraña?
—Vino alrededor de media hora antes que tú.
—¿Quién le abrió la puerta?
—Sweyn, nadie más se atrevía.
El tono de la respuesta era misterioso.
—¿Por qué? —dijo Christian—. ¿Ha ocurrido algo raro? Decidme.
Como respuesta, le contaron entre susurros la triple llamada en la puerta sin
intervención humana, los ominosos aullidos de Tyr y la infructuosa guardia de
Sweyn en la puerta.
Christian se volvió hacia su hermano sufriendo un tormento de impaciencia
para poder hablar a solas. El mantel estaba puesto, y Sweyn llevaba a Piel
Blanca a la silla de invitados. Eso era aún más espantoso: ¡iba a compartir el pan
con ellos bajo el mismo techo!
Se adelantó y, tocándole el brazo a Sweyn, le susurró un ruego urgente.
Sweyn se quedó mirando y movió la cabeza con airada impaciencia.
A cuenta de aquello, Christian no probó ni un bocado.
Al fin llegó su oportunidad. Piel Blanca preguntó por algunos lugares de la
comarca, en concreto por la colina Cairn, un lugar de reunión en el que se la
esperaba aquella noche. La dueña y Sweyn lanzaron una exclamación.
—Está a cinco kilómetros —dijo Sweyn—, sin lugar para refugiarse más que
una triste choza. Quédate con nosotros esta noche, y yo te mostraré el camino
mañana.
Piel Blanca pareció dudar: «Cinco kilómetros», dijo, «entonces debería
poder ver u oír alguna señal».
—Yo miraré —dijo Sweyn—, y si no hay tal señal, no deberías salir.
Fue hacia la puerta. Christian se levantó en silencio y lo siguió.
—Sweyn, ¿sabes qué es?
Sweyn, sorprendido por el vehemente agarrón y el ronco susurro, respondió:
—¿Quién? ¿Piel Blanca?
—Sí.
—Es la muchacha más guapa que he visto en mi vida.
—Es una mujer-lobo.
Sweyn rompió a reír. «¿Estás loco?», preguntó.
—No, míralo tú mismo.
Christian lo sacó del porche, apuntando a la nieve donde habían estado las
pisadas. Habían estado, porque ya no estaban. La nieve caía deprisa, y cada
hueco había sido cubierto.
—¿Y bien? —preguntó Sweyn.
—Si hubieses venido cuando te hice la señal, lo habrías visto.
—¿Habría visto qué?
—Las huellas de un lobo dirigiéndose hacia la puerta y ninguna que se
alejase.
Ya sólo con el tono, era imposible no sobrecogerse, aunque apenas era un
susurro. Sweyn observó con ansiedad a su hermano, pero en la oscuridad no
podía distinguir su cara. Luego posó las manos con dulzura sobre los hombros de
Christian y notó cómo éste temblaba de emoción y terror.
—Uno ve cosas extrañas —dijo— cuando el frío se ha metido en el cerebro,
detrás de los ojos. Has venido helado y agotado.
—No —interrumpió Christian—. Vi primero las huellas en la cresta de la
bajada, y las seguí justo hasta la puerta. Esto no fue una ilusión.
En lo más hondo, Sweyn estaba seguro de que sí lo era. Christian era dado a
soñar despierto y a fantasear, aunque nunca le había poseído una idea tan
extravagante.
—¿No me crees? —dijo Christian desesperadamente—. Debes creerme. Te
juro que es la verdad. ¿Estás ciego? Si hasta Tyr lo sabe.
—Mañana, después de haber descansado, tendrás la cabeza despejada. Y si
quieres, tú también podrás venir con Piel Blanca a la colina Cairn, y si aún tienes
dudas, observa y síguenos, y verás las huellas que deja.
Irritado por el evidente desprecio, Christian se dirigió abruptamente hacia la
puerta. Sweyn lo detuvo.
—¿Ahora qué, Christian? ¿Qué vas a hacer?
—Tú no me crees, pero mi madre me creerá.
El agarrón de Sweyn se intensificó. «No se lo vas a decir», dijo con
autoridad.
Habitualmente, Christian era tan dócil ante las órdenes de su hermano que
resultó una sorpresa que se liberase vigorosamente y dijese, con tanta decisión
como Sweyn: «¡Lo sabrá!», pero Sweyn estaba más cerca de la puerta y no le
dejaba pasar.
—Ya ha habido suficientes sustos por una noche. Si sigues con esta idea,
revélalo mañana.
Christian no cedía.
—Las mujeres se asustan fácilmente —continuó Sweyn—, y están dispuestas
a creer cualquier absurdo sin tener ninguna prueba. Sé un hombre, Christian, y
olvida esta idea sobre hombres-lobo.
—Si me creyeses —comenzó Christian.
—Creo que eres un necio —dijo Sweyn, perdiendo la paciencia—. Otro, que
no fuese tu hermano, podría creer que eres un mentiroso, y que habías
transformado a Piel Blanca en una mujer-lobo sólo porque me ha sonreído a mí
antes que a ti.
A la broma no le faltaba fundamento, pues la gracia de las miradas de Piel
Blanca había caído sobre él, nunca sobre Christian. La vanidad de Sweyn
siempre era sincera, totalmente perdonable, y con motivos.
—Si quieres un aliado —prosiguió Sweyn—, cuéntaselo a la vieja Trella. De
su almacenada sabiduría, si la memoria la ayuda, podría instruirte sobre la
manera ortodoxa de acabar con un hombre-lobo. Si recuerdo bien, debes
observar a la persona sospechosa hasta medianoche, cuando debe recuperar su
forma bestial, y retenerla para siempre si un ojo humano la ve cambiar. O mejor
aún, rociarle las manos y pies con agua bendita, lo que equivale a una muerte
cierta. ¡Oh! No temas, la vieja Trella estará a la altura de las circunstancias.
El desprecio de Sweyn ya no era bien humorado, había adquirido un cierto
aire de irritación o resentimiento ante la monstruosa duda de la bondad de Piel
Blanca. Pero Christian estaba demasiado inquieto para ofenderse.
—Hablas de ello como si fuesen cuentos de viejas, pero si hubieses visto la
prueba que yo vi, al menos estarías dispuesto a desear que fuesen ciertas, o
incluso a ponerlas a prueba.
—Bien —dijo Sweyn, con una risa que tenía algo de burla—, ¡ponlas a
prueba! No pondré objeciones a eso, con tal de que te guardes tus ideas para ti.
Ahora, Christian, dame tu palabra de que guardarás silencio, y no seguiremos
congelándonos aquí.
Christian permaneció en silencio.
Sweyn le volvió a poner las manos en los hombros y en vano intentó ver su
rostro en la oscuridad.
—Christian, tú y yo nunca hemos discutido, ¿verdad?
—Yo nunca he discutido —replicó el otro, sabedor por primera vez de que
su dictatorial hermano a veces le había dado motivos para discutir si él hubiese
estado dispuesto a hacerlo.
—Bien —dijo Sweyn enfáticamente—, si hablas contra Piel Blanca con
cualquier otro, como me has hablado a mí esta noche… discutiremos.
Dijo las palabras como un ultimátum, se dio media vuelta y entró en la casa.
Christian, más temeroso y desgraciado que antes, le siguió.
—Está nevando. No se ve ni una sola luz.
Los ojos de Piel Blanca pasaron ante Christian sin intención aparente, y
brillaron cuando encontró a Sweyn.
—¿No se oye ninguna señal? —preguntó—. ¿No has oído la llamada de un
cuerno?
—No vi ni oí nada, y, señal o no señal, por fuerza la nevada debería
mantenerte aquí.
Ella lo agradeció con una sonrisa. Y a Christian el corazón le pesó como si
fuese de plomo con mortal certeza al notar la luz que se había encendido en los
ojos de Sweyn al ver la sonrisa de ella.
Esa noche, mientras los otros dormían, Christian, el que estaba más cansado
de todos ellos, vigilaba fuera de la habitación de invitados hasta que pasó la
medianoche. No oyó ni un ruido, ni siquiera el más débil. ¿Podría ser verdad la
vieja historia de la metamorfosis a medianoche? ¿Qué había al otro lado de la
puerta, una mujer o una bestia? Habría dado la mano derecha por saberlo.
Instintivamente, puso la mano en el pestillo, y lo movió lentamente, aunque creía
que los cerrojos estaban echados al otro lado. La puerta cedió ante su mano.
Permaneció en el umbral y una aguda corriente de aire lo alcanzó. La ventana
estaba abierta, la habitación estaba vacía.
De modo que Christian pudo dormir con el corazón algo más ligero.
Por la mañana hubo sorpresa y conjeturas cuando se descubrió la ausencia de
Piel Blanca. Christian no habló. Ni siquiera a su hermano le dijo que sabía que
había huido antes de medianoche. Y Sweyn, aunque evidentemente se
encontraba muy contrariado, parecía desdeñar toda referencia al tema de los
miedos de Christian.
Sólo Sweyn se unió a la caza del oso. Christian encontró un pretexto para
quedarse. Sweyn, malhumorado, manifestó su desprecio no diciendo ni una
palabra.
Durante todo aquel día, y muchos días posteriores, Christian no perdía de
vista su casa. Sólo Sweyn se dio cuenta de sus maniobras para quedarse, y se
sentía muy molesto. Nunca mencionaron entre ellos el nombre de Piel Blanca,
aunque se oía bastante a menudo en la charla general. Apenas había pasado un
día cuando el pequeño Rol preguntó cuándo iba a volver Piel Blanca. La
hermosa Piel Blanca, que besaba como un copo de nieve. Y si Sweyn respondía,
Christian podía estar seguro de que la luz de sus ojos, alimentada por la sonrisa
de Piel Blanca, aún no se había extinguido.
¡El pequeño Rol! Malicioso y alegre, el pequeño Rol de pelo claro. Llegó un
día en que sus pies cruzaron el umbral para no volver nunca más, cuando su
cháchara y sus risas no se volvieron a oír, cuando se derramaron lágrimas de
angustia por no volver a ver su cabecita. Nunca más, vivo o muerto.
Se le vio por última vez al atardecer, saliendo de la casa con su cachorrillo,
en caprichosa fuga de la vieja Trella. Más tarde, cuando su ausencia había
empezado a causar ansiedad, su cachorrillo volvió arrastrándose a la granja,
asustado, gimiendo y llorando, convertido en un patético bultito mudo y
aterrorizado, sin inteligencia ni coraje para guiar la atemorizada búsqueda.
Nunca se encontró a Rol ni rastro de él. Nunca se supo dónde había perecido.
Cómo había perecido sólo se sabía por un temible pálpito: una bestia salvaje lo
había devorado.
Christian oyó la conjetura sobre «un lobo» y la horrible certeza de saber de
qué lobo se trataba se abatió sobre él. Intentó decir lo que sabía, pero Sweyn lo
vio empezar a hablar con la cara pálida y labios temblorosos y, adivinando su
propósito, se lo llevó y lo hizo callar, a duras penas, con su imperioso agarrón,
su airada mirada y un susurro.
Que Christian aún sostuviese sus irracionales sospechas contra la hermosa
Piel Blanca era, para Sweyn, prueba de una obstinación que sólo crecería tras la
exposición y discusión. Pero este evidente intento de convertir el dolor y la
angustia en odio y miedo hacia la hermosa extraña, era intolerable, y Sweyn
luchaba contra él. De nuevo Christian cedió ante las palabras y voluntad de su
hermano, más fuertes que las suyas, y consintió en callar contra su propio juicio.
El arrepentimiento llegaría antes de que la luna nueva, la primera del año, se
hiciese vieja. Piel Blanca volvió de nuevo, sonriendo al entrar, como si estuviese
segura de una alegre y amable bienvenida, y en verdad sólo hubo una persona
que viese su hermoso rostro y su extraña vestimenta blanca con disgusto. El
rostro de Sweyn estaba iluminado de placer, mientras que el de Christian se
volvió tan pálido y rígido como la muerte. Había dado su palabra de guardar
silencio, pero no había creído que ella osara volver. El silencio era imposible,
cara a cara con esa Cosa, imposible. Sin poder reprimirse gritó:
—¿Dónde está Rol?
Ni un temblor perturbó el rostro de Piel Blanca. Lo oyó, pero permaneció
tranquila. Los ojos de Sweyn brillaron peligrosamente al mirar a su hermano.
Las mujeres derramaron algunas lágrimas ante la mención del pobre niño, pero
nadie se alarmó ante la repentina invocación, pues el recuerdo de Rol surgía de
modo natural. ¿Dónde estaba el pequeño Rol, que se había acomodado en los
brazos de la extraña, que la había besado, que la había esperado desde entonces y
que hablaba de ella a diario?
Christian salió en silencio. Sólo había una cosa que pudiese hacer, y no podía
retrasarla. Su horror superó cualquier curiosidad de oír las afables excusas de
Piel Blanca y sus sonrientes disculpas por su extraña y poco ceremonial salida,
su relato de las circunstancias de su regreso u observarla mientras escuchaba la
triste historia del pequeño Rol.
El corredor más rápido de la comarca había comenzado su carrera más
difícil: poco menos de tres leguas y la vuelta, que él pensaba poder completar en
dos horas, aunque la noche no tenía luna y el camino era agreste. Corrió contra
el frío aire hasta que sintió el viento en su rostro. El indistinto perfil de la casa se
hundía bajo las colinas a su espalda, y unos cerros de nieve impoluta surgían del
oscuro horizonte sólo para volver a hundirse en la oscuridad cuando el inmóvil
aire soplaba. No tomó ninguna referencia consciente de lugares, ni siquiera
cuando todo rastro del camino había desaparecido bajo capas de nieve, y sus
fuerzas lo llevaban por instinto, sin una idea concreta que lo guiase.
Y el cerebro ocioso estaba pasivo, inerte, recibiendo incansables retratos de
imágenes y sonidos pasados: Rol, llorando, riendo, jugando, enroscado en los
brazos de esa Cosa temible. Tyr, ¡oh, Tyr! Colmillos blancos en la negra
mandíbula. Las mujeres que seguían llorando. El pobre cachorrillo, precioso
ahora por ser lo último que había tocado el niño. Pisadas desde los árboles a la
puerta. La cara sonriente entre pieles, de belleza tan femenina, sonriendo. Y la
cara de Sweyn.
—¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn, hermano mío!
La risa airada de Sweyn se apoderó de sus oídos más allá del sonido del aire
provocado por su velocidad. Las burlas de Sweyn lo asaltaban más rápida y
agudamente de lo que el temible frío asaltaba su garganta. Y aun así permanecía
impasible ante la idea de cómo aumentarían la ira y las burlas de Sweyn si
supiese el motivo de su partida.
Sweyn era un escéptico. Su total incredulidad ante el testimonio de Christian
acerca de las pisadas se basaba en su escepticismo. Su razón se negaba a aceptar
la posibilidad de que lo sobrenatural se materializase. Que una bestia viva
pudiese ser otra cosa que algo palpablemente bestial, con patas, colmillos, pelos
y orejas de bestia, le resultaba increíble. Y más aún el que de aquello pudiese
surgir una figura humana, con su aspecto divino, erecto, generoso, dotado del
habla y la risa. Las tremebundas y temibles leyendas que había oído de niño y
creído entonces, ahora las consideraba construidas sobre hechos distorsionados,
superados por la imaginación y alimentados por la superstición. Incluso las
extrañas llamadas a la puerta, que él mismo había respondido en vano, las había
explicado racionalmente, tras la primera impresión de sorpresa, como una
trampa maliciosa de algún inteligente bromista que tenía la clave del enigma.
Para su hermano toda la vida era un misterio espiritual, su conocimiento total
velado por la densidad de la carne. Dado que sabía que su propio cuerpo estaba
relacionado con las fuerzas antagonistas que constituyen el alma, no le parecía
extraño que una fuerza espiritual poseyera diversas formas para distintas
manifestaciones. Ni para él resultaba un gran esfuerzo creer que dado que el
agua lava toda la suciedad natural, el agua bendita en la consagración debía
limpiar este mundo de Dios de esa Cosa sobrenatural y malvada. Por lo tanto,
más rápidamente de lo que ningún pie humano había cubierto esas leguas, corrió
en la oscura noche cerrada sobre los eriales y colinas de nieve impoluta hacia la
lejana iglesia, donde se hallaba la salvación en el agua bendita de la pila de la
puerta. Su fe era tan firme como la de cualquiera que hubiese obrado milagros en
el pasado, sencilla como el deseo de un niño, fuerte como la voluntad de un
hombre.
Apenas se le echó de menos durante esas horas, cada segundo de las cuales
las pasó llevando hasta el límite el mayor esfuerzo que sus tendones y nervios
pudieran llevar a cabo. Dentro de la casa, mientras, esos momentos se
iluminaron con palabras y miradas de inusual animación, pues la gracia y belleza
de la extraña había despertado los instintos de amabilidad y hospitalidad de los
habitantes convirtiéndolos en expresiones de bienvenida e interés.
Pero Sweyn estaba anhelante y ansioso, más de lo que correspondería a un
cortés anfitrión. La impresión de que su primera visita lo había hechizado, y que
había vivido desde entonces en el recuerdo, se hizo más profunda ahora ante su
presencia. Sweyn, el incomparable entre hombres, reconocía en esta hermosa
Piel Blanca un espíritu elevado y valeroso como el suyo, y un cuerpo tan firme y
capaz que sólo le faltaban músculos para ser su igual en fuerza. Pero aquella
blanca piel estaba moldeada muy suavemente, sin la hinchazón muscular que
hacía evidente la fuerza de él. La ardiente admiración por esta suprema extraña
dio lugar a un amor como el que podía conceder su sincero amor por sí mismo.
En su pasión había más amor que admiración, y por lo tanto se veía libre de las
dudas y la delicada reserva de un amante. Sincera y valientemente cortejó su
favor con miradas y palabras, con facilidad natural, sin necesidad de talento o
práctica.
Tampoco era ella una mujer a la que cortejar de otro modo. Los tiernos
susurros y suspiros nunca ganarían su favor, pero sus ojos se iluminarían si oía
relatos de una hazaña y, en simpatía, su mano caía rápidamente sobre su hacha y
la agarraba fuertemente. Ese movimiento volvió a encender la admiración de
Sweyn. Lo buscó, luchó por provocarlo, y se iluminó cuando tuvo lugar. Esa
muñeca era maravillosa, delgada y fuerte como el acero. También la suave
mano, que se curvaba tan rápida y firmemente, lista para repartir muerte
instantánea.
Deseando sentir la presión de esas manos, este osado amante planeó con
palpable franqueza, proponiendo que ella debería oír cómo se cantaban sus
canciones de caza, con un estribillo que señalaba las palmas. Así su espléndida
voz recitaba los versos y, cuando se acercaba el estribillo, tomaba las manos de
ella e, incluso en ese apretón calmado, sintió, como deseaba, la fuerza latente y
el vigor que aceleraba los dedos, pues la canción la animaba, y su voz se unió a
la pegadiza canción, y sonó clara por encima de los últimos versos.
Después cantó sola. En contraste, o por orgullo de cambiar el humor general
con su voz, eligió una canción triste que fluía en voz baja, triste como el viento
que se lamenta:
«¡Oh, dejadme ir!
Entre coronas de nieve
la tierra oscura duerme debajo.
Lejos, en la llanura
gime una voz dolorida:
¿dónde yacerá mi niño?
En mi pecho blanco
¡que descanse la dulce vida!
¡Que descanse donde yace mejor!
¡Calla! ¡Calla sus gritos!
La noche es oscura en el cielo.
Hay dos estrellas en tus ojos.
¡Vamos, niño, ve!
Pero que repose hasta el gris amanecer
el que debe estar muerto por la mañana.
Esto no puede durar
pero he aquí el rayo maligno.
Todo el dolor debe olvidarse.
Y los reyes
se inclinarán a tus rodillas
adorando tu vida.
Pues los hombres largamente privados
de la esperanza de lo anterior
de abandonar las cosas del pasado.
Mía, y no tuya,
¡cómo brillan sus joyas!
La paz te envuelve a ti, no a mí».
La vieja Trella se acercó tambaleándose desde su rincón, afectada por un
temblor adicional provocado por el despertar de un recuerdo. Fijó su vista
borrosa en la cantante, y luego inclinó la cabeza para que su único oído aún
sensible al sonido le acercase cada nota. Al final, adelantándose torpemente,
habló, con el tembloroso tono agudo de los ancianos:
—Así cantaba mi Thora, mi última y más brillante hija. ¿Cómo es ésta, cuya
voz es como la de mi fallecida Thora? ¿Tiene los ojos azules?
—Azules como el cielo.
—¡También los de mi Thora! ¿Tiene el pelo claro y trenzas hasta la cadera?
—Así es —respondió la propia Piel Blanca, y cogió las manos que se
adelantaban con las suyas propias y las guió para que corroborasen sus palabras
mediante el tacto.
—Como el de mi querida Thora —repetía la anciana. Y entonces sus manos
temblorosas se apoyaron en los hombros cubiertos de piel, y se adelantó y besó
el suave rostro que Piel Blanca había vuelto hacia arriba, nada reluctante, para
recibir y devolver la caricia.
Así los vio Christian cuando entró.
Se quedó parado un momento. Después de la oscuridad sin estrellas, el
helado aire nocturno y la feroz carrera silenciosa de dos horas, sus sentidos se
vieron afectados por el repentino calor, la luz y el alegre murmullo de voces.
Una imprevista angustia lo asaltó, pues por primera vez contempló la posibilidad
de ser superado por su astucia y osadía, si al acercarse la muerte, ella,
sintiéndose acorralada, se transformaría en una terrible bestia y provocaría una
salvaje carnicería. Miró con horror y piedad a los inofensivos e indefensos
presentes, nada deseoso de destruir su seguridad y bienestar. La terrible Cosa
que estaba entre ellos, oculta por la belleza femenina, era el centro de interés.
Ahí, ante él, notablemente impresionada, estaba la pobre vieja Trella, la más
débil de todos, en cariñosa cercanía. Y un momento después podría tener lugar la
revelación de un horror monstruoso, un peligro pavoroso y mortal, libre y
acorralado, en un círculo de mujeres, chicas y descuidados hombres indefensos.
Algo tan repugnante y terrible que podía alterar el cerebro o matar el corazón.
¡Y de todos, sólo él estaba preparado!
Titubeó durante lo que dura un aliento, no más, mientras sobre él caía la
agonía del remordimiento que sin embargo no podía convencerle de desistir de
su propósito.
¿Estaba solo? No, también estaba Tyr. Y se acercó al único que compartía lo
que sabía.
Tan atemporal es el pensamiento que sólo unos segundos pasaron entre que
levantase el pestillo y soltase a Tyr. Pero en esos pocos segundos que sucedieron
a su primera mirada, igual de veloces habían sido los impulsos de otros, igual de
rápidos y seguros fueron sus movimientos. El ojo vigilante de Sweyn le había
localizado, e instantáneamente todas sus fibras se alertaron con instintos hostiles
y, medio adivinando, medio sin creerse la intención de Christian al agacharse
ante Tyr, llegó presta, cautelosa, airada, decididamente a oponerse a la malicia
de su fantasioso hermano.
Pero por detrás de Sweyn se levantó Piel Blanca, igual de blanca que sus
pieles, con la mirada fiera y hostil. Atravesó el salón hacia la puerta, arrebujando
su larga capa hacia su cuerpo. «¡Escuchad!», resopló, «¡el cuerno! ¡Escuchad,
debo irme!», mientras le echaba mano al pestillo para salir.
Durante un precioso momento Christian había dudado mientras medio
aferraba el collar, pues, a no ser que la forma femenina cambiase a la de bestia,
las mandíbulas de Tyr harían pedazos a mordiscos su honor de hombre.
Entonces oyó la voz de ella, y se giró… demasiado tarde.
Mientras ella tiraba de la puerta, él saltó agarrando su cantimplora, pero
Sweyn se interpuso, y lo agarró irresistiblemente, de modo que en un frenético
esfuerzo sólo consiguió liberar un brazo. Con eso y el impulso de su pura
desesperación, la lanzó contra ella con todas sus fuerzas. La puerta se cerró tras
ella, y la cantimplora se hizo pedazos contra ella. Luego, mientras el agarrón de
Sweyn se aflojaba y vio la inquisitiva sorpresa en las caras que lo rodeaban, con
un grito ronco e inarticulado:
—¡Que Dios nos ayude! —dijo—. Es una mujer-lobo.
Sweyn se volvió hacia él. «¡Mentiroso, cobarde!», y sus manos agarraron el
cuello de su hermano con una fuerza mortal, como si las palabras pudiesen morir
así, y mientras Christian forcejeaba, lo levantó del suelo y lo lanzó, estrellándolo
hacia atrás. Tan furioso estaba que, mientras su hermano yacía inmóvil, él lo
golpeó rudamente con el pie, hasta que su madre se interpuso, gritando «basta».
Y aun así, se quedó cerca, con los dientes apretados, el ceño fruncido y los puños
apretados, preparado para volver a obligarle a callar violentamente, pues
Christian se levantó tambaleándose perplejo.
Pero el silencio total y la sumisión eran más de lo que esperaba, y tornó su
ira en desprecio por alguien que tan fácilmente se dejaba intimidar por la simple
fuerza. «¡Está loco!», dijo, dándose la vuelta mientras hablaba y así no ver la
mirada de doloroso reproche de su madre ante sus repentinas palabras, que eran
un temor que acechaba dentro de ella.
Christian estaba demasiado cansado para poder esforzarse en hablar. Su
respiración era trabajosa, en grandes suspiros, sus miembros estaban inertes y
débiles, en completo descanso tras tan esforzado servicio. El fracaso de su
empresa le había provocado un estupor de dolor y desesperación. Además estaba
la espantosa humillación de la violencia y la pelea con su hermano, y el disgusto
de oír el desprecio erróneo expresado sin reservas, pues era consciente de que
Sweyn había recurrido, para calmar el miedo, en parte a la autoridad, en parte a
las palabras, mostrando un doloroso desdén al cariño fraternal. Culpó de este
rechazo de su gemelo a la Cosa que había provocado su primera pelea, y, ¡ah!, lo
más terrible de todo, se había interpuesto entre ellos tan efectivamente que
Sweyn era ciego y sordo en lo tocante a ella, resentido por la interferencia,
arbitrario más allá de la razón.
Un temor y perplejidad inconmensurables se cernieron sobre él. Toda para
él, la carga era abrumadora, una profecía de calamidades innombrables, basada
en su pavoroso descubrimiento, arrojada sobre él, aplastando la esperanza de
poder soportar el destino que se avecinaba.
Mientras, Sweyn observaba a su hermano, a pesar de encontrarse
constantemente con la mirada de Christian con una extraña expresión de dolor
indefenso, que bastaba para descomponer al airado agresor. «¡Como un perro
apaleado!», se dijo para sí mismo, invocando al desprecio para poder soportar el
arrepentimiento. La observación le hizo preguntarse por el estado de
agotamiento de Christian. La trabajosa respiración y la inercia de sus miembros
sin duda hablaban de un inusual y prolongado esfuerzo. ¿Y por qué las casi dos
horas de ausencia habían sido seguidas por una hostilidad abierta contra Piel
Blanca?
De repente, los fragmentos de la cantimplora le dieron la pista, lo adivinó
todo y se quedó mirando fijamente y asombrado a su hermano. Olvidó que el
plan había sido contra Piel Blanca, lo que exigía desprecio y resentimiento por
su parte. Eso quedó barrido del recuerdo ante la estupefacción y admiración por
la hazaña de velocidad y resistencia. Deseoso de preguntarle, se inclinaba por
hacer algo generoso y ofrecerle sinceramente arreglar las cosas, pero el estado
lamentable de Christian y su triste mirada le provocaron el deseo de justificarse
recordando la ofensa de sus intolerables palabras acerca de Piel Blanca, y el
impulso pasó. Luego otras consideraciones aconsejaron silencio, y después se
apoderó de él la idea de esperar a ver cómo Christian encontraba la ocasión de
hablar de su hazaña y que quedase constancia, sin provocar el ridículo a causa
del descabellado encargo.
Esa expectación quedó sin satisfacer. Christian no pronunció la orgullosa
declaración que habría dejado constancia de su gesta para que fuese contada a
generaciones posteriores.
Esa noche Sweyn y su madre hablaron largo y tendido, dando forma de
certeza a la sospecha de que la mente de Christian se había desequilibrado y
tratando de su evidente causa. Sweyn, declarando su propio amor por Piel
Blanca, sugirió que su desgraciado hermano sentía una pasión similar, siendo
ellos gemelos tanto en amor como en nacimiento, y que los celos y la
desesperación habían cambiado su amor por odio hasta que la razón cedió por la
tensión y desarrolló una locura, cuya malicia y traición convirtieron en una
fuerza grave y peligrosa.
Así teorizaba Sweyn, convenciéndose a sí mismo mientras hablaba,
convenciendo más tarde a otros que mostraron sus dudas sobre Piel Blanca,
frenando su juicio defendiéndola, y con su acérrima defensa de la apresurada
partida de la muchacha silenciando sus propias dudas ante lo inexplicable de su
conducta.
Pero pasó poco tiempo y Sweyn perdió su ventaja a causa de un nuevo horror
en la casa. Trella había desaparecido, y su final era un misterio. La pobre
anciana había salido un día de sol a visitar a una comadre postrada en cama que
vivía más allá de la arboleda. Se la vio por última vez bajo los árboles,
esperando a su acompañante, que había vuelto a por un regalo olvidado.
Rápidamente saltó la alarma, llamando a todos los hombres en su busca. Se
encontró su bastón entre los matojos a unos pocos pasos del camino, pero no
había rastros ni manchas, pues un fuerte viento estaba derribando la nieve de las
ramas y ocultaba toda señal de cómo había muerto.
Tan aterrada estaba la gente de la granja que ninguno osaba salir solo en la
búsqueda. Uno podía estar preparado contra peligros conocidos, pero no contra
esta muerte subrepticia que caminaba invisible de día, que se llevaba al niño que
jugaba y a la anciana, ya tan cercana a su tumba, sin hacer distinciones.
—¡Besó a Rol, besó a Trella! —así repetía Christian una y otra vez, hasta
que Sweyn se lo llevó y forcejeó para mantenerlo apartado, aunque en su agonía
de dolor y remordimientos se acusaba absurdamente a sí mismo de ser
responsable de la tragedia, y daba claras muestras de que el cargo de locura
estaba bien fundado si las miradas extrañas y las palabras desesperadas e
incoherentes eran prueba suficiente.
Pero de ahí en adelante todo el razonamiento y la autoridad de Sweyn no
pudo colocar a Piel Blanca por encima de toda sospecha. No se le pidió que la
defendiese de la acusación cuando volvió a silenciar a Christian, pero sabía bien
cuál era el significado de ese acto. Que ya no oía el nombre de ella, antes
pronunciado alegremente y a menudo. Sólo se mencionaba en susurros que no
podía entender.
El paso del tiempo no barrió los miedos supersticiosos que Sweyn
despreciaba. Estaba furioso e inquieto, deseoso de que volviese Piel Blanca, y
que, simplemente por su graciosa presencia, recuperase el favor de los granjeros,
pero dudaba de si toda su autoridad y ejemplo podría evitar que ella se diese
cuenta del cambio en la bienvenida, y vio claramente que Christian sería
ingobernable, y podría ser capaz de algún ataque peligroso.
Por un tiempo, las diferencias entre los gemelos se hicieron más marcadas.
Por parte de Sweyn, un aire de rígida indiferencia, por parte de Christian, por un
silencio desesperado y una nerviosa y aprensiva vigilancia de su hermano.
Sumado a sus remordimientos y premoniciones, el desprecio de Sweyn le pesaba
intolerablemente, y el recuerdo de su violenta ruptura era un dolor incesante. El
hermano mayor, autosuficiente e insensible, no podía saber lo profundamente
que dolía su rudeza. Una profundidad y fuerza de afecto como las de Christian le
eran desconocidas. El leal sometimiento que no podía apreciar lo habían
animado a dominar; esta tozuda oposición a su razón y voluntad la consideraba
como malicia furiosa, si no auténtica locura.
Vigilar a Christian lo irritaba incesantemente, y preveía que el resultado sería
la vergüenza y el peligro. Por lo tanto, para acallar sus sospechas, juzgó que
sería adecuado hacer movimientos para firmar la paz. Fue muy sencillo. Un poco
de amabilidad, unas pocas muestras de consideración, un ligero regreso a la vieja
tiranía fraternal, y Christian respondió con agradecimiento y alivio que lo
habrían conmovido si lo hubiese entendido todo, pero que, en lugar de eso,
aumentaron su desprecio secreto.
Tanto éxito tuvo su amabilidad que, cuando, más tarde, llegó un mensaje
transmitido por Sweyn llamando a Christian a un lugar lejano, éste no dudó de
su autenticidad. Cuando su paseo demostró ser inútil, volvió sobre sus pasos, y
lo único en lo que pensaba era en un error o un malentendido. No fue hasta que
vio la casa, entre las colinas nevadas, que el vivido recuerdo del momento en que
había rastreado a aquel horror hasta la puerta dio paso a un intenso temor y con
él a una borrosa sospecha.
Aferró con más fuerza la lanza que usaba de bastón. Todos sus sentidos
estaban alerta, todos los músculos tensos. La emoción lo empujaba, la prudencia
lo controlaba, y ambas dirigían sus largos pasos rápida, silenciosamente, hacia el
clímax que sentía que se acercaba.
Al acercarse a las puertas exteriores, una sombra se agitó y se movió, como
si el gris de la nieve hubiese adquirido movimientos independientes. Una sombra
más oscura se quedó y se giró hacia Christian, haciendo que se le helase la
sangre de desesperación.
Sweyn estaba ante él, y desde luego, la sombra que se había ido era Piel
Blanca.
Habían estado juntos, y cerca. ¿No había estado ella en sus brazos, lo
bastante cerca para que se juntasen sus labios?
No había luna, pero las estrellas daban suficiente luz para mostrar que el
rostro de Sweyn estaba arrebolado y exultante. El color permaneció, aunque la
expresión cambió rápidamente al ver a su hermano. ¿Cómo, si Christian lo había
visto todo, debería enfrentarse a sus arrebatos de locura? ¿Con resolución? ¿Con
indiferencia? Se detuvo entre ambas y, como resultado, se pavoneó.
—¿Piel Blanca? —preguntó Christian, ronco y sin aliento.
—¿Sí?
La respuesta de Sweyn era una pregunta, con una entonación que implicaba
que estaba despejando el camino para la acción.
De Christian salió: «¿La has besado?», como un golpe directo, asombrando a
Sweyn ante la pura fuerza de su temeridad.
Enrojeció aún más, y aun así medio sonrió por su éxito. Si de verdad hubiera
existido entre él y Christian la rivalidad que imaginaba, en su cara había la
suficiente indolencia del triunfo como para provocar una ira celosa.
—¡Te atreves a preguntarlo!
—¡Sweyn, oh, Sweyn, debo saberlo! ¡Lo has hecho!
El tinte de desesperación y angustia en su tono enfadaron a Sweyn, que lo
entendió mal. Los celos que provocaban esa interpretación eran intolerables.
—¡Necio loco! —dijo, ya sin contenerse—. Consíguete tu propia mujer para
besarla. Deja en paz a la mía sin preguntas. ¡Una mujer como la que yo desearía
besar es una mujer que nunca te permitiría que la besaras!
Entonces Christian entendió su suposición.
—¡Yo…! —gritó—. Piel Blanca… ¡esa Cosa letal! Sweyn, ¿estás ciego o
loco? ¡Yo te salvaría de ella, es una mujer-lobo!
Sweyn volvió a irritarse ante la acusación, una venganza miserable, como él
lo entendía y, en un instante, por segunda vez, los hermanos peleaban.
Pero Christian estaba ahora demasiado desesperado para ser escrupuloso,
pues una borrosa visión le había sugerido una posibilidad, y para seguirla era
necesario estar libre de los golpes de su hermano. ¡Gracias a Dios estaba
armado, y así era el igual de Sweyn!
Enfrentándose a su atacante con la lanza, subió los brazos, y con el extremo
romo golpeó tan fuerte que se cayó. El corredor inigualable saltó en el instante,
para perseguir una idea desesperada. Sweyn, al ponerse en pie, estaba tan
sorprendido como enfadado ante esta innombrable huida. Sabía en el fondo que
su hermano no era un cobarde, y que era poco propio de él retirarse de una pelea
porque la derrota fuese segura, y la cruel humillación a manos del vengativo
vencedor fuera probable. Era muy consciente de la inutilidad de perseguirlo.
Debía guardar su rabia, sabiendo que llegaría su ventaja. Dado que Piel Blanca
se había ido hacia la derecha y Christian hacia la izquierda, no se le ocurrió que
pudiesen encontrarse. Y ahora Christian, actuando según la borrosa visión que
había tenido de algo que se movía contra el cielo a lo largo de la cresta de las
colinas en el momento en que Sweyn se lanzaba hacia él, apostaba su única
esperanza en aquello y en su velocidad superlativa. Si lo que había visto era de
verdad a Piel Blanca, supuso que dirigía sus pasos hacia los eriales abiertos, y
había una posibilidad de que, en una carrera en línea recta y un desesperado y
peligroso salto sobre un precipicio, podía alcanzarla o adelantarla. ¿Y cuando lo
lograse? No lo había pensado.
Pasó la rápida y fiera carrera y el riesgo de muerte en el salto, y se detuvo en
una hondonada para recuperar el aliento. ¿Llegaría? ¿Se habría ido?
Llegó.
Llegó deslizándose con un paso veloz, insonoro, que no era ni andar ni
correr. Tenía los brazos doblados entre sus pieles, que estaban ajustadas al
cuerpo. Las cintas blancas de su cabeza estaban recogidas y atadas debajo de su
cara. Sus ojos estaban fijos en la distancia. Así marchaba hasta que el
equilibrado balanceo de su paso se vio detenido por Christian.
—¡Piel!
Inhaló rápidamente al sonido de su nombre así mutilado, y vio al hermano de
Sweyn. Sus ojos centellearon, levantó el labio superior y mostró los dientes. La
mitad de su nombre, impreso con un sentido ominoso según lo había
pronunciado él, le advirtió de la presencia de un enemigo mortal. Aun así, ella
abrió su capa y habló con suavidad como una mujer:
—¿Qué quieres?
Entonces Christian respondió con su solemne y temible acusación:
—Besaste a Rol… ¡y Rol está muerto! Besaste a Trella: ¡ella está muerta!
¡Has besado a Sweyn, mi hermano, pero él no morirá! —y añadió—: Vivirás
hasta medianoche.
El filo de sus dientes y el destello de sus ojos quedaron un momento fijos y
su mano derecha bajó hasta la empuñadura del hacha. Entonces, sin una palabra,
se apartó de él, y salió corriendo rápidamente sobre la nieve.
Y Christian salió corriendo, y la siguió velozmente sobre la nieve, por detrás,
pero a media zancada de su lado.
Así fueron corriendo juntos, en silencio, hacia los vastos eriales de nieve,
donde nada vivo excepto ellos dos se movía bajo las estrellas de la noche.
Nunca antes se había regocijado igual Christian de sus poderes. El don de la
velocidad y la práctica del uso y la resistencia ahora le resultaban valiosísimas.
Aunque quedaban horas hasta medianoche, tenía confianza en que, fuese donde
fuese esa Cosa, por mucha prisa que se diera, no podía correr más que él ni huir.
Entonces, cuando llegase el momento de la transformación, cuando el cuerpo de
mujer ya no fuese un escudo contra la mano del hombre, podría matar o morir
para salvar a Sweyn. Había golpeado a su querido hermano en un momento de
extrema necesidad, pero no podía, aunque la razón le urgía a ello, golpear a una
mujer.
Corrieron uno, dos kilómetros. Piel Blanca siempre delante, Christian
siempre a igual distancia a su lado, de vez en cuando tan cerca que sus pieles le
tocaban. Ella no dijo una palabra, tampoco él. Nunca volvió la cabeza para verle,
ni giró para evitarlo, sino que, con la cara hacia delante, corrió en línea recta,
sobre terreno desigual, sobre terreno liso, consciente de su cercanía por el ruido
constante de sus pies y el de su respiración.
Durante un tiempo ella aceleró el paso. Desde el principio, Christian había
juzgado que su velocidad era admirable, pero con exultante seguridad en su
propio talento y resistencia fueran cuales fueran sus esfuerzos. Pero, cuando
aceleró el ritmo, se vio puesto a prueba como nunca lo había sido en ninguna
carrera. Los pies de ella, sin duda, eran más rápidos que los de él. Sólo por la
longitud de sus zancadas podía mantener su puesto al lado de ella. Pero su
corazón era resuelto, y aún no temía fallar.
Así siguió la desesperada carrera. Sus pies levantaban la nieve en polvo, su
respiración formaba vapor en el aire helado y se habían ido antes de que el aire
quedase limpio de nieve y vapor. De vez en cuando, Christian alzaba la cabeza
para juzgar, por las estrellas, la llegada de la medianoche. Tanto tiempo… ¡tanto
tiempo!
Piel Blanca continúo sin descanso. Ella, era evidente, tenía confianza en que
su velocidad era inigualable, y estaba tan resuelta a correr más que su
perseguidor como éste de aguantar hasta medianoche y cumplir su propósito. Y
Christian continuó, aún seguro de sí mismo. No podía fallar, no fallaría. Vengar
a Rol y a Trella era motivo suficiente para hacer lo que haría cualquier hombre,
pero más aún por Sweyn. Ella había besado a Sweyn, pero él no moriría. Si tenía
que salvar a Sweyn no podía fallar.
Nunca se vio una carrera como ésta. No, no cuando en la vieja Grecia
hombre y doncella corrieron juntos con dos destinos en juego. Pues la carrera
continuaba a plena velocidad, mientras salía estrella tras estrella, camino de la
medianoche, durante una, dos horas.
Entonces Christian vio y oyó lo que le provocó miedo. En una arboleda que
había sobre una ladera, vio moverse algo oscuro, y oyó un ladrido, seguido de un
pavoroso grito, y la oscuridad se extendió sobre la nieve. Una manada de lobos
en persecución.
De las bestias poco tenía que temer, al ritmo que llevaba podría distanciarlas,
moviéndose las bestias a cuatro patas. Pero por los trucos de Piel Blanca sentía
una aprensión infinita, pues quizá tomaría ventaja de los salvajes colmillos de
esos lobos, siendo como era medio loba. Ella no les concedió ni una mirada ni
una señal, pero Christian, en un impulso por asegurar que no escaparía de él,
agarró la parte de atrás de sus pieles, aún corriendo.
Ella se volvió como un rayo con un gruñido bestial, con los dientes y los ojos
brillándole de nuevo. Su hacha relampagueó, arriba, abajo, atacando a la mano.
La habría cortado a la altura de la muñeca, pero él la paró con la lanza. Aun así,
atravesó la lanza y destrozó los huesos de la mano con el mismo golpe, de modo
que él le soltó la capa.
Volvieron a correr como antes, y Christian no perdía el ritmo, aunque su
mano izquierda colgaba inútil, sangrando y rota.
El gruñido, indudable, y aunque modificado por los órganos de mujer, la
furia despiadada que mostraba en dientes y ojos y el agudo dolor de su golpe
mutilador hicieron que Christian ignorase a las bestias de atrás, ya que ahora se
daba cuenta del peligro infinitamente mayor que tenía ante él en forma de esa
Cosa letal.
Cuando recordó mirar atrás, ¡helos!, la manada había alcanzado sus pasos, y
se apartaron instantáneamente, intimidados. Los ladridos de persecución se
habían tornado gemidos y lloros. Esa criatura era tan aberrante para bestias como
para hombres.
Se había envuelto en las pieles, de modo que, en lugar de flotar sueltas hasta
sus tacones, ahora nada colgaba por debajo de sus rodillas, y esto sin siquiera
frenar su fabulosa velocidad ni entorpecer su paso. Mantenía la cabeza como
antes, sus labios apretados, y sólo la tensa nariz revelaba su respiración, no había
señal de cansancio que hablase del gran esfuerzo de esa terrible velocidad.
Pero en Christian ya se notaba palpablemente el esfuerzo. La cabeza le
pesaba, y la respiración se le volvió trabajosa. La lanza habría sido una carga
ahora. Su corazón latía como un martillo, pero tal insensibilidad oprimía su
cerebro que sólo por pasos podía darse cuenta de su triste estado. Herido y
desarmado, persiguiendo a esa horrible Cosa, que era una mujer fiera,
desesperada y armada con un hacha, y que asumiría la forma de la aún más
formidable fiera con colmillos.
Y a las estrellas lejanas les quedaba aún casi una hora antes de la
medianoche.
Tan perdido andaba su cerebro que tuvo la impresión de que ella huía de las
estrellas de medianoche, que avanzaban tan lentamente que había pasado un
tiempo equivalente a días y más días, y que pasarían días y más días antes del
final. A no ser que ella frenase o él fracasase.
Pero no fracasaría.
¿Cuánto tiempo llevaba rezando así? Había empezado con tal confianza y
seguridad que no sentía la necesidad de esa ayuda, y ahora parecía que era el
único medio de evitar que su corazón se hinchase más allá de lo que podía
albergar su cuerpo, de prevenir que su cerebro se le atrofiase. Una criatura de
dientes afilados rasgaba y tiraba de su inútil mano izquierda. No la veía, no
podía sacudírsela, pero rezaba para que se fuese.
Las claras estrellas ante él empezaron a temblar, y él supo por qué:
temblaban a la vista de lo que había detrás de él. Nunca antes había supuesto que
hay cosas extrañas que se ocultan de los hombres fingiendo ser montículos
cubiertos de nieve o árboles que se balancean, pero ahora surgían de sus
inofensivos escondites para seguirlo, y burlarse ante su impotencia de hacer que
una Cosa de su familia decidiese volver a su verdadero cuerpo. Sabía que tras él
había una multitud, oía el zumbido de innumerables susurros juntos, pero sus
ojos no podían verlos, eran demasiado veloces y ágiles. Pero sabía que estaban
allí, porque, al echar un vistazo hacia atrás, vio los montículos nevados elevarse
cuando movían las tapas para volver a esconderse, vio los árboles moverse y
camuflarse entre las ramas.
Y tras esa mirada, durante un rato las estrellas dejaron de titilar, y un
momento infinito de silencio se cayó sobre el mundo helado y gris, sólo
interrumpido por los veloces ruidos de pisadas, y las suyas, más lentas pero de
zancada más larga, y el sonido de su respiración. Y en un momento de
iluminación, supo que su única preocupación era mantener su velocidad a pesar
del dolor y la amargura, negarle a ella con todas sus fuerzas su capacidad de
correr más que él o de agrandar el espacio entre ellos hasta que las estrellas
llegasen a la medianoche. Entonces volvió a surgir esa multitud invisible,
zumbando y corriendo por detrás, en número suficiente, lo sabía, para ocultar las
estrellas a su espalda, pero siempre apartándose de su vista.
Un horrible parón detuvo la carrera. Piel Blanca giró y saltó a la derecha, y
Christian, desprevenido ante tan súbita parada, vio cerca de sus pies la boca de
un profundo pozo, y se encontró incapaz de frenar su ímpetu. Pero al pasar, la
agarró a ella, aferrando su brazo derecho con su única mano buena, y los dos
giraron juntos en el borde.
El esfuerzo de ella por salvar la vida fue lo suficientemente vigoroso para
contrarrestar el impulso de él, y los puso a salvo a ambos.
Entonces, antes de que estuviese seguro de que no iban a perecer en esa
caída, la vio rechinar los dientes con pálida y salvaje furia mientras forcejeaba
por liberarse y, dado que él aferraba su mano derecha, usó el hacha con la
izquierda, golpeándolo.
El golpe fue lo suficientemente efectivo. Su brazo derecho cayó inerme,
herido y con un hueso roto que chirrió con un espantoso dolor cuando él lo dejó
colgando cuando volvió a echar a correr para recuperar los pocos pasos que ella
le había ganado cuando él se detuvo por la conmoción.
La casi fuga y este nuevo dolor agudo volvieron a despertar y agudizar todas
sus facultades. Sabía que lo que seguía era con toda seguridad la muerte
animada. Herido e indefenso, estaba completamente a su merced si ella se diese
cuenta y pasase a la acción. Incapaz de vengar, incapaz de salvar, su
desesperación por Sweyn lo empujaba a seguir, seguir y preceder en la muerte al
condenado por un beso. ¿Sería posible que fracasara en perseguir a esa Cosa
hasta medianoche, cuando cambiase la forma femenina, atractiva y traicionera, y
reducir a la bestia, lo que significaba el último viso de esperanza que quedaba de
su confiado propósito?
«¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn!», creía estar rezando, aunque de su corazón no
surgía más que esto: «¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn!»
Ya había pasado la mitad de los cuartos de la hora que quedaba para
medianoche, y las estrellas estarían en lo alto en minutos, y de nuevo su
hinchado corazón, su empequeñecido cerebro y la enfermiza agonía que le
colgaba a cada lado del cuerpo conspiraban para debilitar la voluntad que parecía
imperar sobre sus pies.
Ahora el cuerpo de Piel Blanca estaba tan envuelto en las capas que ningún
borde aleteaba. Se estiró hacia delante quedando extrañamente escorada,
inclinándose desde la postura recta de un corredor. A veces cubría la distancia
con largos saltos, con un incremento en su velocidad que Christian agonizaba
por igualar.
Como las estrellas señalaban que se acercaba el fin, la negra manada volvió a
aparecer detrás, y le siguió haciendo ruido. ¡Ah! Si se quedasen callados y
quietos, se quitasen sus habituales máscaras para animar con su interés la última
carrera de su más letal congénere. ¿Qué forma tenían? ¿Llegaría a saberlo? Si no
fuese porque tenía que obligar a la Cosa que corría ante él a que tomase su forma
verdadera, se daría la vuelta y los seguiría. No… no… eso no. Si pudiese hacer
cualquier cosa menos lo que hacía, correr, correr y correr sufriendo esta agonía,
se quedaría quieto y moriría para evitarse el dolor de respirar.
Empezó a sentirse desconcertado, inseguro acerca de su propia identidad,
dudando de su verdadera forma. No podía ser un verdadero hombre, igual que
esa Cosa que corría no era una verdadera mujer, su auténtico cuerpo estaba
oculto bajo la apariencia de un hombre, pero qué era, lo ignoraba. Y también
ignoraba cuál era la verdadera forma de Sweyn. Sweyn estaba caído a sus pies,
donde le había golpeado, había golpeado a su propio hermano. Tropezó con él, y
tuvo que saltar por encima y correr más deprisa porque la que había besado a
Sweyn corría muy deprisa. «¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn!»
¿Por qué las estrellas habían dejado de brillar? ¡Seguro que había llegado la
medianoche!
Mientras se inclinaba y saltaba, la Cosa le miró con una mirada salvaje y
fiera, y se rió con un desprecio feroz y triunfal. Él comprendió enseguida por
qué: en apenas unos segundos, ella se le habría escapado definitivamente. A un
lado aparecía una cuesta de hielo; al otro había una subida que caía hacia
delante. Entre ambas había espacio para plantar un pie, pero no para soportar un
cuerpo. Pero un marojo de enebro que sobresalía podía proporcionar un agarre lo
bastante seguro para que una persona, de un decidido tirón, saltase por encima
del peligro y se posase en lugar seguro.
Aunque los primeros segundos del último momento desaparecían, ella se
atrevió a echar una mirada maligna hacia atrás y reírse del perseguidor,
impotente para alcanzarla.
La crisis adquirió tintes convulsos en su último y supremo esfuerzo: su
voluntad surgió indomable, su velocidad se demostró aún incomparable. Saltó
impulsándose, la adelantó antes de que su risa tuviese tiempo de desvanecerse, y
se giró, taponando el camino y preparándose para oponerse a ella.
Ella se abalanzó desesperada, fintando con la mano derecha y luego se tiró
hacia él con un salto como el que da una bestia salvaje cuando se lanza a matar.
Y él, incluso con una mano fuerte y un brazo que no podía guiar ni agarrar, la
atrapó. Cayeron juntos. Al sentir cómo se le resbalaba el brazo y se le debilitaba
la mano, y para evitar la temible agonía del hueso destrozado, mordió y agarró la
túnica mientras ella luchaba y se retorcía escapándose del agarrón, victoriosa.
Sacó el hacha como el rayo y le golpeó en el cuello, profundamente, una, dos
veces, mientras a él se le escapaba la sangre, manchándole los pies.
Las estrellas alcanzaron la medianoche.
El grito de muerte que oyó no era el suyo, pues sus dientes apenas se habían
relajado cuando sonó, y el pavoroso grito comenzó como un gemido de mujer y
luego cambió y terminó como el aullido de una bestia. Y antes de que el vacío
final se apoderase de sus ojos moribundos, vio que había sido Ella quien lo había
proferido, y vio aún más: que la Vida cedía paso a la Muerte, sin motivo
aparente, de modo incomprensible.
Pues no podía saber que ningún agua bendita podía ser tan bendita, tan
potente a la hora de destruir a un ser maligno, como la sangre de un corazón
puro derramada en beneficio de otro en un acto de libre devoción.
La propia realidad oculta que había deseado conocer se hizo palpable,
reconocible. Esto fue lo que sintió: la alegre y pletórica esperanza de haber
salvado a su hermano; demasiado desbordante para que la contuviese el limitado
cuerpo de un solo hombre y que anhelaba una nueva encarnación, infinita como
las estrellas.
La verdadera realidad era que el cerebro del hombre se encogió, se encogió
hasta que se quedó en nada, que el cuerpo del hombre no pudo retener el
tremendo dolor de su corazón y lo expulsó a través de la herida abierta en el
cuello y que el silencio volvía presto por detrás de él, reforzado por aquella
forma que se disolvía y se perdía de su vista, de su oído, de sus sentidos.
* * *
Con el gris despertar del día, Sweyn se topó con las huellas de un hombre, de
un corredor, según vio en la nieve, y la dirección que habían seguido despertó su
curiosidad, pues un poco más adelante el trayecto no tenía más remedio que
cruzarse con el borde de un gran precipicio. Se volvió a rastrearlas. Y, al hacerlo,
la longitud de los pasos le llamó la atención: era un paso largo, como el suyo
propio si echase a correr. Sabía que estaba siguiendo a Christian.
En su ira, había endurecido su corazón a la ausencia de su hermano; pero
ahora, viendo hacia dónde se dirigían las pisadas, se sintió víctima del
remordimiento y el temor. No había pensado ni se había preocupado por su
pobre y agitado gemelo, quien podría (¿sería posible?) haberse precipitado a una
frenética muerte.
Se le paró el corazón al llegar al lugar donde había tenido lugar el salto.
También había caído un montoncillo de nieve, y al asomarse no vio abajo más
que nieve. Corrió por el borde del abismo unos doscientos metros, hasta llegar a
una bajada por la que pudo resbalar y bajar, y llegar al fondo donde se
encontraba la nieve apilada. Allí vio que la vigorosa carrera había vuelto a
empezar.
Se quedó pensando, perplejo de que un hombre hubiese dado aquel salto al
que él no se había atrevido, perplejo de haberse engañado al extremo de sentir
emociones tan dolorosas, intentando infructuosamente adivinar el motivo de
Christian para seguir tan alocada carrera. Y así llegó al lugar donde las pisadas
se doblaban.
Estas otras eran pisadas pequeñas, como las de una mujer, aunque la
distancia de una a otra era mucho mayor de la que permitiría una falda.
¿No serían las pisadas de Piel Blanca?
Una espeluznante suposición lo asaltó; tan espeluznante que retrocedió
incrédulo. Pero el rostro se le volvió gris ceniza, y dio un grito sofocado para
recuperar el movimiento de su corazón roto. ¿Increíble? Una investigación más
atenta mostró cómo las pisadas más pequeñas habían cogido velocidad,
golpeando la nieve con mayor profundidad, ejerciendo una presión más débil en
los talones. ¿Increíble? ¿Podía alguna mujer, excepto Piel Blanca, correr así?
¿Podía algún hombre, excepto Christian, correr así? La suposición se convirtió
en certeza. Estaba siguiendo el rastro donde en la noche oscura Piel Blanca había
huido de la persecución de Christian.
Una villanía tal prendió en su corazón y en su cerebro el fuego de la ira y la
indignación. Una villanía tal cometida por su propio hermano, hasta entonces
digno de amor y de elogio aunque neciamente manso. Mataría a Christian; si
tuviese tantas vidas como huellas había dejado, la venganza exigiría que las
tomase todas. Las siguió apresurado, en una tempestad de odio asesino, pues el
rastro era bastante evidente, empezando con un arranque de velocidad imposible
de mantener y que pronto lo devolvió a un paso lento para recuperar su aliento
agotado y entrecortado. Maldijo a Christian en voz alta y gritó el nombre de Piel
Blanca en un frenético clamor apasionado. Su dolor era ira ante la intolerable
angustia de pena y vergüenza al pensar que su amor, Piel Blanca, que había
partido libre y radiante tras su beso, era perseguida inmediatamente después por
su hermano loco de celos y huía por su vida mientras su amante estaba
tranquilamente en la casa. Si lo hubiese sabido, rabió, en una impotente rebelión
ante la crueldad de los sucesos, si hubiese sabido que su fuerza y su amor
hubiesen podido salir en su defensa… ahora el único servicio que podía rendirle
era matar a Christian.
Él sabía que como mujer no tenía rival en velocidad ni fuerza, pero Christian
no tenía rival en velocidad entre los hombres ni era sencillo superar su fuerza.
Por valiente, rápida y fuerte que fuese, ¿qué oportunidad podría tener contra un
hombre de esa fuerza y altura, que además estaba enloquecido y rabioso de
venganza contra su hermano, su victorioso rival?
Kilómetro tras kilómetro siguió con el corazón encendido; el caso parecía
cada vez más lastimoso, más trágico ante la evidencia de la espléndida
superioridad de Piel Blanca, resistiendo tanto tiempo la famosa velocidad de
Christian. Tanto, tanto parecía haber resistido que su amor y admiración
crecieron más y más, y su dolor e indignación también. Allá donde el rastro
estaba nítido, corría con tal temeraria prodigalidad de fuerzas que pronto se
agotaba, y se arrastraba penosamente hasta que, a veces en el hielo de un lago, a
veces en un punto barrido por el viento, se perdía todo rastro. Sin embargo, tan
directa había sido su marcha que siguiendo recto y luego mirando a ambos lados
volvía a encontrar el rastro.
Pasaron horas y horas, más de la mitad de aquel día de invierno antes de que
llegase al lugar donde la nieve pisoteada mostraba que había tenido lugar un
guirigay de pisadas… ¡y desaparecían! Pisadas de lobo… ¡sorprendentemente
desaparecidas! Sólo un poco más allá encontró la cortada punta de lanza de
Christian; más allá aún vio dónde había caído el resto de la inútil vara. Ahí la
nieve estaba salpicada de sangre y las pisadas de ambos estaban muy cerca unas
de otras. Salió de él un ronco sonido de júbilo que podría haber sido una risa de
haber tenido suficiente aliento. «¡Oh, Piel Blanca, mi valiente, mi desdichada
amada! ¡Buen golpe!», gruñó, dividido entre la pena y una gran admiración,
pues estaba seguro de que ella se había girado y asestado un golpe.
La vista de la sangre lo había excitado como le hubiera ocurrido a una bestia
hambrienta. Enloqueció con el deseo de agarrar de nuevo a Christian por el
cuello, y esta vez sin soltarlo hasta arrancarle la vida, o quitársela a golpes, o a
puñaladas. O de todas esas maneras, y también hacerle pedazos. Y, ¡ah!,
entonces, y no antes, se desharía en lágrimas como un niño, como una niña, por
el triste destino de su amor perdido.
Adelante, adelante, adelante… el tiempo pasaba dolorosamente,
esforzándose y afanándose en rastrear a aquellos dos soberbios corredores,
consciente de lo maravilloso de su resistencia, pero ignorante de lo maravilloso
de su velocidad, que les había permitido cubrir tan vasta distancia en las tres
horas anteriores a medianoche, una distancia que él sólo podía atravesar de
crepúsculo a crepúsculo. Pues se estaba acabando el día cuando llegó al borde de
un viejo pozo de marga y vio cómo los dos que habían pasado antes que él
habían chocado y trastabillado juntos en una desesperada maniobra en el mismo
abismo. Y ahí las manchas frescas de sangre le hablaron de una valiente defensa
contra su infame hermano, y siguió por donde la sangre había goteado hasta que
el frío había restañado su manar, gratificándose salvajemente en esta prueba de
que Christian había sufrido una herida profunda, reanudando su deseo salvaje de
hacer lo mismo con más precisión, calmando así su odio asesino. Y empezó a
comprender que, entre toda su desesperación, había mantenido un germen de
esperanza, que crecía poco a poco, regado por la sangre de su hermano.
Siguió adelante como pudo, acuciado ora por un acceso de esperanza, ora por
la desesperanza, agonizando por llegar al final, por terrible que fuese, enfermo
por el dolor de la distancia que lo había retrasado.
Y la luz se marchitaba en el cielo, dando lugar a unas estrellas inseguras.
Llegó al final.
Dos cuerpos yacían en un lugar estrecho. Uno era el de Christian, pero el
otro, más allá, no era el de Piel Blanca. Allí donde terminaban las pisadas yacía
un gran lobo blanco.
Al ver esto, la fuerza de Sweyn saltó en pedazos y cayó fulminado de
rodillas en cuerpo y alma.
Las estrellas ya brillaban firme e intensamente antes de que se moviese de
donde había caído. Muy débilmente se arrastró hasta su hermano muerto, le puso
las manos encima y así se agazapó, temeroso de mirar o de moverse más.
Frío, rígido, llevaba horas muerto. Aun así, el cadáver era su único refugio y
sostén en aquella pavorosa hora. Su alma, privada de toda comodidad escéptica,
se encorvó tiritando, desnuda, abyecta, y el vivo se aferró al muerto en patética
necesidad de gracia por parte del alma que había fallecido.
Se alzó de rodillas, levantando el cuerpo. Christian había caído de cara en la
nieve, con los brazos abiertos y en esa postura el hielo lo había vuelto rígido;
extraño, horrible, sin ceder a los brazos de Sweyn, de modo que lo volvió a
soltar y se acuclilló por encima, rodeándolo con los brazos y lanzando un
gemido que venía de su corazón roto.
Cuando al fin encontró las fuerzas para levantar el cuerpo de su hermano y
llevarlo en brazos, pegado a su pecho, intentó mirar a la Cosa que yacía más allá.
La visión le inmovilizó los miembros de horror y pavor. Los sentidos le habían
fallado por pura cobardía, pero la fuerza que le daba sujetar al querido Christian
en sus brazos le permitió obligarse a soportar la visión y que su cerebro
asimilase el aspecto completo de la Cosa. No estaba herida, sólo tenía manchas
de sangre en los pies. Las grandes y aterradoras mandíbulas se curvaban en una
sonrisa, aunque rígida y muerta. Y no podía soportar por más tiempo su beso, y
se giró para no volver a mirar nunca más.
¡Y el cadáver que llevaba en sus brazos, conocedor del horror, lo había
seguido y se había enfrentado a él por su bien, había sufrido la agonía y la
muerte por su bien, en el cuello tenía el profundo corte mortal, un brazo y ambas
manos estaban oscurecidos por la sangre congelada, por su bien! Ahora que
estaba muerto supo, como no había sabido mientras estuvo vivo, que él le había
profesado la medida adecuada de amor y adoración. Como por fuera él carecía
de perfección y fuerza comparables a las suyas, había tomado el amor y
adoración de ese gran corazón puro como algo que le debía; a él, tan indigno por
dentro, tan ruin, tan despreciable; insensible y despreciativo hacia el hermano
que había entregado su vida por salvarlo. Anhelaba la destrucción completa para
evitarse el saberse indigno de un amor tan perfecto. La helada calma de la
muerte en el rostro le aterraba. No se atrevía a besarle con unos labios que
habían maldecido de ese modo, con labios mancillados por el horror que le había
dado la muerte.
Luchó por ponerse en pie, aún agarrando a Christian. El muerto quedó en pie
dentro de su abrazo, rígido y helado. Los ojos no estaban cerrados del todo, la
cabeza había quedado rígida, inclinada ligeramente hacia un lado, los hombros
permanecieron estirados y abiertos. Era la figura de un crucificado, también con
las manos ensangrentadas.
Así, vivo y muerto volvieron sobre las huellas que uno había pasado con el
más profundo amor y el otro con el más profundo odio. Toda aquella noche se
afanó Sweyn a través de la nieve, llevando el peso del muerto Christian,
siguiendo las pisadas que antes había recorrido mientras agraviaba con los
pensamientos más viles y maldecía con odio asesino al hermano que, mientras
tanto, yacía muerto por su bien.
La fría y silenciosa oscuridad rodeaba al hombre fuerte, encorvado por su
dolorosa carga. Y sabía con certeza que aquella noche había entrado en el
infierno, había caminado por el fuego infernal en el camino de regreso a casa y
sólo lo había soportado porque Christian estaba con él. Y supo con certeza que,
para él, Christian había sido como Cristo y había sufrido y muerto para salvarlo
de sus pecados.
Rosa Mulholland
(1841 - 1921)
“The Haunted Organist of Hurly Burly” (1891) es una ghost story de fuerte
sabor folclórico, un cuento de hadas «para adultos», ligero pero tenebroso,
inquietante, al estilo de los escritos por E. T. A. Hoffman. Pero también posee un
vago acento malsano, enrarecido, como el de una habitación cerrada durante
largo tiempo sin ventilar, lo cual nos evoca a Sheridan le Fanu. Tan singular
mezcolanza de texturas se debe a la curiosa personalidad creativa de su autora,
Rosa Mulholland, escritora irlandesa casada con el prestigioso anticuario
Victoriano sir John Gilbert, quien, además, era un experto en el folclore de
Irlanda e Inglaterra. La denominada «ciencia del folclore», una combinación de
términos aparentemente paradójicos, arrancó cuando los catedráticos de filología
alemana Jakob (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859) empezaron a datar
los cuentos populares de su país, registrando sus fuentes y analizando sus
contenidos. Gilbert, atraído por sus trabajos, hizo exactamente lo mismo, tarea
en la que colaboró activamente su esposa.
De ahí que “The Haunted Organist of Hurly Burly” sea un relato de
fantasmas y casas encantadas alejado del tono mítico, legendario o sencillamente
macabro, gótico, que menudeaba entonces en el género. Hay sutiles pinceladas
de todo ello, de acuerdo, pero su agazapado «Érase una vez» impregna la
narración de un hálito mágico, oscilante entre la fascinación y lo terrorífico. Por
otra parte, Rosa Mulholland, ferviente católica —y nacionalista irlandesa—,
concibe “The Haunted Organist of Hurly Burly” como un cuento «moral», en el
que la virtud y el pecado, Dios y el Diablo, se enfrentan para abordar supuestas
verdades intemporales y universales a través del prisma de la fe. Las preguntas a
las que, según Bruno Bettelheim, responden los cuentos de hadas —«¿Cómo es
el mundo en realidad?» «¿Cómo tengo que vivir mi vida en él?»—, se vehiculan
por medio de la protagonista, una dama llamada Margaret Calderwood —que se
enfrenta a una maldición demoníaca con la entereza y ese punto de inocencia,
por pura ignorancia, típico de las heroínas de cuentos de hadas—, y de Lisa, una
jovencita invitada por un espectro a tocar el órgano que permanece silencioso en
su casa natal de Inglaterra.
Rosa Mulholland estaba fascinada por los relatos terroríficos de su
compatriota Sheridan le Fanu, por lo que confirió a “The Haunted Organist of
Hurly Burly” un matiz trágico y, al mismo tiempo, escalofriante, digno de
relatos como “El huésped misterioso” (The Mysterious Lodger, 1850) o
“Relación de unas extrañas anormalidades en Aungier Street” (An Account of
Some Strange Disturbances in Aungier Street, 1853), haciendo hincapié en la
naturaleza corrupta del alma humana. Para ello, Mulholland inventa el personaje
de Lewis Hurly, una especie de sosias literario de sir Francis Dashwood (1708-
1781), fundador en 1751 del Hellfire Club (El Club del Fuego del Infierno).
Situado en las catacumbas de West Wycombe, en Chiltern Hills
(Buckinghamshire) y en Medmenham Abbey, ambas propiedad de sir Francis,
era el punto de reunión del aristócrata y sus amigos, quienes se entregaban a toda
clase de excesos sexuales y etílicos —realizando bufos rituales paganos en honor
de Venus y Baco—, que algunos moralistas de la época definieron
posteriormente como «actos satánicos». Así, mucho antes de que Thomas De
Quincey, Montague Summers y Daniel P. Mannix abordaran su figura y las
escabrosas actividades de sir Francis y su Club, la escritora irlandesa nos habla
de El Club del Diablo, donde Lewis Hurly «comenzó a practicar unos rituales no
precisamente santos en distintos puntos de la región. Tenían reuniones nocturnas
entre las tumbas del cementerio; a veces arrastraban hasta allí a niños, en unos
casos, y a ancianos en otros, a los que torturaban y hacían creer que enterrarían
vivos; y, sobre todo, desafiaban a la muerte y, peor aún, a todo lo que es
sagrado…»
Rosa Mulholland nació en Belfast, en el seno de una prominente familia
católica donde los varones se dedicaron durante generaciones a la medicina.
Quiso ser pintora, pero la lectura de las obras de Charles Dickens la empujó,
entusiasmada, a la literatura. Sus primeros éxitos como escritora, The Wild Birds
of Killeevy (1883) y Marcella Grace (1886), hablan de los problemas socio-
políticos de Irlanda bajo la dominación inglesa, y abogan por la creación de una
aristocracia católico-irlandesa que paliara los efectos negativos del feudalismo
inglés. Su amor por la mitología y costumbres célticas de su tierra radicalizaron
sus ideas y actividades políticas, empezando a utilizar en sus obras los términos
«ellos» y «nosotros» para distinguir a los ingleses de los irlandeses.
Curiosamente, nunca vio una Irlanda libre, pues murió durante la Guerra de
Independencia (1919-1921). Empero, narraciones como “Not to be taken at Bed-
time” (1865) —una de las más célebres, todavía hoy, en los países de habla
inglesa— o “The Ghost at the Rath” (¿?) la consagraron como una de las grandes
especialistas en el género, incluso más allá de su cultivo de la prosa, y cuyo
ejemplo más destacado lo hallamos en el poema gótico Love and Death (1895).
EL ORGANISTA FANTASMA DE HURLY BURLY
Sobre Hurly Burly[28] caía una gran tormenta con truenos y relámpagos.
Todas las puertas estaban cerradas; los perros de la casa permanecían en sus
casetas; el río cercano, crecido por el diluvio que caía, estaba a punto de
desbordarse anegándolo todo, y ni los canalones ni las alcantarillas daban abasto.
A una milla del pueblo, sobre la gran mansión, los grajos se llamaban los unos a
los otros con sus graznidos, presos del terror que sentían, y los cervatillos del
bosque oscuro asomaban tímidamente sus cabezas tras los troncos de los árboles,
mientras una mujer ya de edad, tras la puerta cerrada de la casa, se ponía de pie
después de haber rezado unas oraciones, y depositaba el misal en una estantería
mientras lamentaba el estado lamentable en que la lluvia iba dejando las rosas de
julio de su jardín, las cuales, ciertamente, perdían paulatinamente su belleza
poco antes exquisita. Muchas de ellas caían definitivamente muertas en los
charcos; a otras, irremediablemente laceradas, se les iban cayendo poco a poco
los pétalos, al tiempo que los tallos, que a duras penas habían resistido el ataque
de la lluvia, parecían a punto de quebrarse allá donde aquella misma mañana
Bess, la criada de la señora de la casa, había recogido un magnífico ramo.
También las hileras de blancas azucenas, que bajo el sol anterior alcanzaran una
perfección y gracia superlativas, perecían lenta e inexorablemente en el barro y
los charcos. Las ciruelas que crecían junto al muro del lado sur de la finca
exhalaban al caer el último hálito de su esencia, que antes de la tormenta había
llenado el aire. El cielo seguía oscuro; apenas prometía una tregua próxima, por
encima de las altas copas de los robles, y los pájaros se zambullían en la hiedra
que cubría los muros de la finca y la fachada principal de Hurly Burly.
Aquello ocurrió hace más de medio siglo, mas sabemos que la señora de
Hurly Burly vestía como era de rigor en aquel tiempo, y que tras los cristales de
la ventana, sentada en su mecedora, muy cerca del sillón donde estaba su
marido, contemplaba la lluvia incesante, al tiempo que observaba la tetera en el
fuego y los panecillos tostándose, mientras la luz del día declinaba por
momentos. Podemos imaginarla con su tocado impoluto, con la blanca blusa
bordada, con la negra falda bien planchada hasta los tobillos, sin arrugas las
medias y unos pompones en sus zapatos brillantes; pero hay que decir, más allá
de toda suposición, que aquella mujer tenía los ojos del color de las lilas,
satinada la piel, que a despecho de su edad mantenía muy tersa y delicada, y
pálidos los labios de línea muy fina y expresión dulce, todo lo cual le daba una
prestancia angelical que la protegía de las heridas que el paso del tiempo inflinge
a la belleza.
Su esposo, un caballero, el señor de la casa, era un hombre apuesto y de
carácter tan afable como ella; de piel mucho más morena que la de su esposa,
tenía grises los cabellos pero tan brillantes como los de la dama; los años le
habían llenado el rostro de arrugas, que no obstante le daban una prestancia
mayor, un aire infinitamente respetable bajo el que aún se percibía aquella
determinación que tuvo de joven, cuando fue más colérico y arrojado, incluso un
sí es no es fanfarrón y jactancioso. Pero el tiempo había hecho que sus párpados
cayeran levemente, pacificándole la mirada, y que su voz, ayer tronante, fuese
ahora suave y profunda; y que sus pies, veloces cuando fue joven y orgulloso,
ahora lo llevaran despacio, con bastante solemnidad. De vez en cuando volvía
los ojos hacia su esposa, y ella le devolvía la mirada en silencio.
La señora de la casa no era una mujer muy alta, por lo que él le sacaba
fácilmente una cabeza. Formaban una pareja bien avenida, a pesar de sus
diferencias, que las había. Ella hablaba con cierto atropellamiento, como si de
continuo estuviera nerviosa, pero con gran delicadeza y bondad siempre,
mientras él lo hacía pausado, reflexivo, con una inclinación cortés de la cabeza,
interesándose mucho por la persona con la que hablaba. Se llevaban mejor que
antes, incluso mejor que cuando fueron más jóvenes y más apasionados, como si
la melancolía, y hasta la tristeza, los hubiese unido más estrechamente con el
paso de los años. Atrás habían quedado los tiempos en que ella le gritaba: «¡No
seas tan severo con nuestro hijo!», a lo que él respondía: «¡Lo estás arruinando
con tu blandenguería y tantos mimos!» Ahora, como ya se ha dicho, se
contemplaban con mucha más ternura y aquiescencia.
El salón en el que se hallaban estaba decorado a la antigua, con muebles
regios. Había un piano, un órgano y una guitarra, y se veían sobre una mesa un
montón de partituras. En el suelo, alfombras en las que predominaba el tono
azul; y de tono azul predominante eran también las cortinas y algunas figuritas
de adorno que estaban sobre los muebles. Frente al ventanal ahora cerrado había
un búcaro siempre lleno de rosas frescas que todo lo llenaban, cuando las
ventanas quedaban abiertas y entraba por ellas el aire del jardín, de un aroma
delicioso que se unía al del resto de las flores y que parecía imbuido del canto de
los pájaros y del brillo perlado de humedad de la hiedra. Aquel búcaro era de
plata china, antiquísima y muy rara de verse. No se puede decir, empero, que el
salón fuera confortable en tanto que funcional, pero sí que estaba lleno de
objetos refinados, de los que llenan de lujo los ojos.
Había siempre un gran silencio sobre Hurly Burly, salvo allá por donde se
amontonaban los grajos. Todo lo que allí vivía, sin embargo, sufrió de forma
agobiante el calor del mes anterior, pero en los últimos días, antes de la
tormenta, el aire había vuelto a llenarse de frescura y de su paz silenciosa de
siempre, ido ya el crepitar de la estación más tórrida. La dama y el caballero de
Hurly Burly participaban con deleite de aquel estar, de aquel espíritu en que se
aherrojaban la mansión y la finca, y tomaban el té en silencio.
—¿Sabes? —dijo al fin ella—. Cuando se dejó sentir el primer trueno creí
que era…
Calló la mujer entonces, con los labios tremolantes, mientras un cierto
temblor en su tocado denotaba su agitación.
—¡Bah! —exclamó el caballero mientras dejaba su taza sobre la mesita—.
Será mejor que nos olvidemos de todo eso… No hemos vuelto a oírlo desde hace
tres meses.
Entonces se dejó sentir el ruido chirriante de las ruedas de un carruaje ligero.
Ella se puso de pie, aún más temblorosa, derramando parte de su té.
—No te asustes, mi amor, es sólo el sonido de unas ruedas —dijo el
caballero—. Aunque… ¿quién puede ser?
—Eso me pregunto yo —dijo la dama, tratando de sosegarse, como si
lamentara su agitación.
Poco después se hacía presente en la puerta la bella Bess, la recolectora de
rosas, la criada llena de lazos azules.
—Señora —dijo a la dama—, acaba de llegar una señorita que pregunta por
sus aposentos; de momento he dejado su equipaje en la habitación reservada a
Miss Calderwood; me ha pedido que le haga llegar a usted sus respetos, y que si
se le permite la entrada en la casa.
El caballero miró extrañado a su esposa, y ésta lo miró con la misma
extrañeza.
—Tiene que haber un error —dijo en voz baja la dama—. No esperábamos a
nadie, y tampoco a cualquiera de los Calderwood, ni de los Grange. Es muy
raro…
Apenas terminó de hablar se abrió de nuevo la puerta y apareció una extraña
criatura, de la que resultaba difícil decir si era hombre o mujer, pero que
evidentemente era una mujer, pues llevaba un vestido de seda negra y los
hombros cubiertos por una toquilla blanca de muselina. Lucía el tocado calado
hasta las cejas; era muy morena y menuda, delgada, con los ojos grandes y
negros; y tenía la boca grande, pero de expresión muy dulce, melancólica. Era
todo cabeza, ojos, boca. Su nariz y la barbilla apenas destacaban.
Había caminado aprisa desde la puerta, con pasitos cortos, sin embargo, y
estaba plantada en medio del salón. No obstante, al comprobar la expectación de
la señora de la casa y de su esposo, avanzó unos pasos hasta ellos y dijo con un
fuerte acento italiano:
—Señores, aquí estoy… He venido a tocar el órgano.
—¡El órgano! —exclamó la dama.
—¡El órgano! —exclamó el caballero.
—Sí, eso es, el órgano —dijo aquella mujer extraña y menuda,
tamborileando con sus dedos en el respaldo de una silla, sobre el que había
puesto las manos, como si quisiera extraerle unas notas—. Hace sólo una semana
que su hijo, el apuesto señor, acudió a mi modesta casa, donde enseño música
desde que mi padre, que era inglés, y mi madre, que era italiana, así como mis
hermanos y hermanas, murieron, sí, murieron todos, dejándome sola…
Aquí dejaron de tamborilear sus dedos sobre el respaldo de la silla, para
llevarse las manos a la cara y quitarse unas lágrimas que comenzaban a
resbalarle por las mejillas, con un gesto que remedaba el de los niños. Al
momento, sin embargo, volvieron a tamborilear sus dedos sobre el respaldo de la
silla, como si sólo pudiera hablar mientras los movía.
—El noble señor, su hijo —siguió diciendo aquella mujer extraña y menuda,
mirando alternativamente a la dama y al caballero, mientras su piel oscura se
arrebolaba levemente—, suele acudir a mi casa al atardecer, cuando el sol
comienza a ponerse y llena mi modesta vivienda una luz amarillenta, y yo toco
el órgano para él con toda mi alma, aunque siempre me dice: «Vamos, pequeña
Lisa, tienes que tocar aún mejor», pero otras veces grita: «¡Bravo!», y en
ocasiones hasta: «Eccellentissima!» Una noche de la semana pasada, sin
embargo, fue y me dijo: «Ya es suficiente… ¿Aceptarías una oferta que te
hiciera, fuese la que fuera?» —aquí bajó la mujer sus ojos negros—, y yo le dije
que sí… «Bien, pues ya eres mi contratada», me dijo entonces su hijo, señores, y
yo volví a responderle que sí… Y él me dijo: «Pues haz tu equipaje y guarda tus
partituras, pequeña Lisa, pues saldrás de inmediato hacia Inglaterra para ir a la
casa de mis padres, que tienen un magnífico órgano… Si te dicen que no quieren
que lo toques, respóndeles que te envío yo y quedarán conformes… Eso sí,
tendrás que tocar todo el día, sin desmayo, y también durante las noches… No
podrás cansarte. Eres mi contratada y tienes que cumplir bien, por ello, lo que te
encargo». Yo le pregunté si lo vería aquí, y él me respondió: «Sí, me verás en la
casa de mis padres». Y yo le prometí cumplir lo acordado… Por eso estoy aquí,
señores.
Cesó de golpe la suave pero un tanto aguda voz de la extranjera, mientras
seguía ésta tamborileando con sus dedos sobre el respaldo de la silla. Los
señores de la casa estaban pálidos, demudados, con la respiración agitada; la
extraña los miraba expectante, a la espera de sus palabras.
—Me parece que se trata de un error —dijeron los señores de la casa, al fin,
al unísono.
—Nuestro hijo —continuó la dama con la voz quebrada y los labios
temblorosos— murió hace ya tiempo…
—No, no, nada de eso —atajó la extranjera—; si creen que se ha muerto
están muy equivocados, señores… Su hijo está vivo, y bien vivo; goza de una
salud excelente; es fuerte y muy guapo… Hace uno, dos, tres, cuatro, cinco días
—dijo mientras contaba con los dedos— que estuvo conmigo por última vez,
antes de que partiese yo de viaje para venir a Inglaterra.
—Pues crea que se trata de un error, verdaderamente; y de una coincidencia
tan fatal como extraordinaria —dijeron de nuevo al unísono el señor y la señora
de Hurly Burly—. Llevémosla a la galería —siguió diciendo la dama, la madre
de ese que para ella estaba muerto, pero vivo para la extraña recién llegada—,
pues aún hay luz suficiente como para que se puedan contemplar bien los
retratos.
El atónito y alarmado matrimonio condujo a la recién llegada hasta una larga
y oscura galería que había en la cara oeste de la mansión, donde, no obstante la
oscuridad creciente, el cielo arrojaba aún cierta luminosidad sobre los retratos de
la familia Hurly, colgados en la pared.
—No creo que quien usted dice se le parezca —dijo el señor de la casa
señalando uno de aquellos retratos, el de un joven de aspecto distinguido, un
hermano suyo, que había desaparecido en alta mar muchos años atrás.
Lisa negó con la cabeza y como de puntillas comenzó a caminar rauda por la
galería, yendo de retrato en retrato, un tanto confusa… Al rato, sin embargo, y a
despecho de la lobreguez de la estancia, se la vio sonreír feliz.
—¡Ajá!, aquí lo tenemos —dijo—. Vengan, véanlo… Éste es mi noble
señor, el bello señor, aunque en persona es aún mucho más guapo… Les digo
que hace apenas cinco días que la pobre Lisa estuvo con él… Mi querido señor,
mi querida señora, supongo que habrán quedado satisfechos y contentos…
Ahora, tengan la bondad de llevarme hasta su órgano, pues he de comenzar a
tocarlo esta misma noche para cumplir el encargo hecho por su hijo, mi noble
señor.
La señora de Hurly Burly hubo de agarrarse al brazo de su esposo, pues le
temblaban las piernas.
—¿Qué edad tienes, muchacha? —preguntó a la extraña.
—Dieciocho años, señora —dijo impaciente la extraña, dirigiéndose a la
puerta de la galería.
—Mi hijo murió hace veinte años —dijo la atribulada madre, escondiendo el
rostro lloroso en el pecho de su marido.
—Que preparen nuestro carruaje —dijo poco después la señora de Hurly,
recuperándose de su abatimiento anterior—. Llevaré a esta joven ante Margaret
Calderwood, que sabrá referirle toda la historia. Margaret hará que entre en
razón… No, mañana no… Ahora mismo; no quiero esperar a mañana, puede ser
demasiado tarde… Hemos de ir ahora mismo, rápido, antes de que se haga de
noche.
La joven extranjera creyó que la dama de la casa estaba loca, pero no dijo
una palabra y se mostró obediente; poco después tomaba asiento en el carruaje,
junto a la señora de Hurly. La luna comenzaba a dejarse ver pálidamente entre
las nubes que seguían descargando lluvia, si bien en el trance de amainar, una
palidez lunar mucho menos acusada, sin embargo, que la del rostro de la dama,
cuyos ojos tenían la mirada perdida, como si la forzase en una dirección sin
determinar para que no se le llenaran de lágrimas. Tampoco decía una palabra.
Lisa contemplaba la luna a través de la ventanilla del carruaje, con sus ojos
negros ensoñecidos, como si disfrutara de un sueño apasionante.
Justo cuando llegaban salía otro carruaje, pues Margaret Calderwood
acababa de regresar de una recepción. Se vio por ello, en la puerta de su casa,
una figura espléndida, la suya; era una mujer alta y muy bella y distinguida,
vestida en terciopelo marrón; llevaba al cuello un collar de diamantes que
brillaban extraordinariamente a la luz de aquella pálida luna, en la semioscuridad
del anochecer. La señora de Hurly se abrazó a ella temblorosa y agitada, llorosa,
lo que hizo que la joven dama que era Margaret Calderwood la estrechase sobre
su pecho como si fuera una niña, llevándola rauda al interior de su casa. La
menuda Lisa observaba todo aquello con mirada de asombro, y las siguió feliz,
sin embargo, imaginando sonatas inminentes.
Hubo más lágrimas y sollozos en aquella dependencia a media luz en la que
Margaret Calderwood introdujo a su amiga. Hablaron. Consultaron largamente.
Margaret había llevado a la dama a un extremo del amplio vestíbulo, y mientras
ésta le refería el caso no dejaba de mirar con algo más que asombro a la extraña
vestida de negro que se decía organista, llegada de allende el mar sin que nadie
la esperase, y portadora de lo que parecía ser una encomienda de la muerte.
Contempló asombrada la extranjera aquella larga escalera que conducía a la
planta superior de la mansión, y poco después seguía por ella a las dos damas,
que subían hasta llegar a un gran salón bien iluminado. Allí se percató Lisa de
que la mansión era aún más lujosa que la de Hurly Burly. Estaban en un salón
que daba perfecta cuenta del tipo de mujer que era Margaret Calderwood, una
joven dama intelectual y de un buen gusto superlativo.
Lisa reparó pronto, sin embargo, en un trozo de bizcocho que había en un
platillo, sobre una mesita.
—¿Me lo puedo comer? —preguntó muy ilusionada—. Estoy hambrienta,
llevo mucho tiempo sin probar bocado.
Margaret Calderwood la contempló con una mirada más que comprensiva,
maternal incluso, y apartándole el mechón de pelo que asomaba bajo su tocado,
la besó en el estrecho trozo de frente que mostraba. Lisa la contempló
maravillada de tanta ternura y le devolvió el beso, lo que conmovió a la hermosa
Margaret, mucho más alta que la extraña, con un rostro cual el de una bellísima
Madonna, rubio como el trigo su cabello. Luego ofreció el trozo de bizcocho a
Lisa, que prácticamente lo devoró.
—Nunca había comido un bizcocho tan sabroso —dijo después, muy
agradecida a la joven señora de la casa.
—Tiene buena salud, a pesar de todo —susurró Margaret Calderwood—. Y
ahora, Lisa —dijo alzando la voz—, cuéntame todo eso del gran señor que te ha
hecho venir a Inglaterra para que toques el órgano de Hurly Burly.
Lisa apoyó entonces las manos en el respaldo de una silla, comenzó a
tamborilear allí con sus dedos, y con los ojos muy abiertos, desmesuradamente
abiertos y en los que era perceptible un ardor infinito, refirió todo lo que ya
había contado a los señores de Hurly Burly, palabra por palabra.
Cuando concluyó su relato, Margaret Calderwood comenzó a pasear por
aquel salón, de un lado a otro, meditabunda y con la expresión un tanto contrita,
mientras Lisa la observaba fascinada. Luego, cuando la joven dama comenzó a
hablar, la extraña dejó de tamborilear para entrelazar sus manos y escuchar
atentamente, sin quitar los ojos ni un momento de la bellísima y joven dama.
—Lisa, hace veinte años —comenzó a decir Margaret Calderwood—, el
señor y la señora Hurly tenían un hijo de veinte años, realmente bien parecido,
cuyo retrato has visto en la galería de su mansión, un joven de gran talento,
además… Sus padres le adoraban, como es natural; también le adorábamos todos
los que le conocíamos… Yo también tenía entonces veinte años, como él; era
huérfana, y la señora Hurly, que había sido muy amiga de mi madre, pasó a
convertirse en mi madre. Yo era una muchacha de muy buena salud, hermosa y
muy querida por todos, como él mismo… Pero de tan inconsistente como lo era
yo por aquel tiempo, sólo valoraba la riqueza. Lewis Hurly, el hijo de los
señores, y yo, nos amábamos tiernamente, sin embargo, y decidimos
comprometernos.
»Sin embargo, y acaso por afán de procurarme esas riquezas a las que
aspiraba yo, Lewis, a pesar de la magnífica educación recibida de sus padres,
comenzó a deslizarse por sendas poco recomendables, abandonándose poco a
poco a los vicios, al punto de que quienes le conocían y apreciaban sólo temían
que fuera imposible su vuelta a los buenos hábitos. Yo le pedía con lágrimas en
los ojos que por el amor que me tenía, si no lo hacía por el amor de su madre, se
regenerase y volviera al buen camino antes de que fuera tarde. Pero, para mi
mayor espanto, descubrí pronto que mi influjo sobre él se había esfumado por
completo, y que ni mis palabras ni mi amor le conmovían. Ya no me amaba…
Supuse que había enloquecido por alguna razón que se me escapaba, más allá de
su afán de acaparar riquezas, y al cabo perdí toda esperanza de recuperar su
amor. Al final, hasta su propia madre me prohibió que lo siguiera viendo.
En este punto hizo una pausa Margaret Calderwood, que meditó unos
instantes con la amargura pintada en su bello rostro, antes de proseguir:
—Un día, junto a su grupo de amigos de mayor confianza, que se hacían
llamar El Club del Diablo, comenzó a practicar unos rituales no precisamente
santos en distintos puntos de la región. Tenían reuniones nocturnas entre las
tumbas del cementerio; a veces arrastraban hasta allí a niños, en unos casos, y a
ancianos en otros, a los que torturaban y hacían creer que enterrarían vivos; y
sobre todo, desafiaban a la muerte, y peor aún, a todo lo que es sagrado, con ésas
y otras bromas macabras que hacían mientras bailaban sobre las tumbas. Llegó
un momento en el que, tal fue su desvergüenza, ni siquiera buscaron el amparo
de la oscuridad de la noche. En una ocasión, mientras se celebraba un duelo muy
sentido, cuando el cuerpo del fallecido había sido llevado a la iglesia para
dedicarle el funeral, cuando deudos y fieles en general rezaban alrededor del
ataúd, cuando más lloraba el anciano padre del difunto y mayor emoción
allegaban a todos las palabras del oficiante, en medio de una enorme solemnidad
dolorida, se dejó sentir en la iglesia una música de órgano y un coro de voces de
borrachos, todo lo cual salía de una tumba cercana que había sido profanada. De
los fieles allí congregados brotó espontáneamente un clamor de execraciones; el
religioso que oficiaba la ceremonia fúnebre empalideció mientras cerraba de
golpe su libro de oraciones, y el anciano padre del difunto, subiendo los
peldaños que conducían al altar, y llevándose las manos a la cabeza, profirió una
maldición terrible… Maldijo a Lewis Hurly por el resto de sus días y para toda
la eternidad, maldijo el órgano que tocaban los borrachos, que habría de quedar
mudo para siempre, salvo si lo tocaban los dedos, precisamente, del profanador,
que habría de tocarlo sin descanso, de día y de noche, a través de los tiempos y
de la muerte, lo que es decir una vez hubiese muerto el profanador maldito. Y la
maldición pareció surtir efecto, desde luego, pues el órgano de la iglesia quedó
mudo desde aquel día, excepto cuando lo tocaba Lewis Hurly.
»Él lo hacía como una bravuconada, riéndose de todo y de todos; y esa
bravuconada llegó a serlo aún mayor cuando decidió trasladar el órgano de la
iglesia a la casa de sus padres, e instalarlo donde aún sigue… También fue por
pura bravuconada, como para desafiar aún vivo al hombre que lo maldijera, que
se pasaba las horas tocándolo, hasta que no hizo cualquier otra cosa en el día.
Todos nos preguntábamos a qué sería debida aquella insistencia, aquella broma
tan molesta, y la buena madre de Lewis no paraba de llorar, porque, en el fondo,
suponía que, aunque todo eso pareciese una locura, al menos su hijo, mientras
tocaba el órgano, estaba en casa, sin cometer ninguna otra maldad. Yo, sin
embargo, fui la primera en sospechar que aquello no se debía a un mero acto
nacido de su voluntad; fui la primera en sospechar que la maldición de aquel
anciano, proferida durante el funeral de su hijo, era algo más que meras palabras.
Lewis tocaba y tocaba sin desmayo, y ni siquiera los ruegos de sus compañeros
de fechorías, para que dejase de hacerlo, parecían importarle. Muchas veces,
para que nadie le molestase ni reconviniera, se encerraba en el cuarto bajo llave.
Yo, sin embargo, me escondí un día tras las cortinas, y lo vi allí, sentado ante el
órgano, y oí cómo se lamentaba y maldecía él mismo mientras sus dedos corrían
ágiles, brutalmente, sobre el teclado… Aquello confirmó mis sospechas de que
tocaba contra su voluntad, de que sufría una especie de condena… O de que lo
impulsaba una fuerza sobrenatural contra la que nada podía su voluntad, y nada
podían sus maldiciones ni sus lamentos. Llegó un momento en que ni siquiera
más allá de la mansión de Hurly Burly pudimos dormir, pues la noche entera se
llenaba con la música imperiosa de aquel órgano. Tocaba, como si en verdad
atendiese a la maldición del anciano, de día y de noche. Ni comía ni descansaba.
Su rostro antes hermoso era el de un ogro. Tenía muy larga la barba y mantenía
desmesuradamente abiertos los ojos, que parecían no ver nada. Estaba cada vez
más flaco, arruinada toda la anterior fortaleza de su cuerpo; sus dedos eran como
garras que arrancasen dolorosamente aquellos sonidos fúnebres de las teclas del
órgano. Cuando parecía agotado y hacía intención de descansar, una brutal
sacudida, que le sacaba lamentos doloridos de entre los labios, hacía que cayeran
de nuevo sus manos huesudas sobre el teclado… Su pobre madre trataba a veces
de ponerle un poco de pan en la boca, y de darle un sorbo de vino, mientras él
seguía tocando febrilmente, pero lejos de aceptar lo que ella le ofrecía, Lewis
rechinaba los dientes y soltaba maldiciones hasta que ella, sin poder remediarlo,
no tenía otro remedio que irse de su lado, no obstante el gran dolor de corazón
que sentía. Finalmente, un mal día, y en una mala hora, lo encontramos muerto
en el suelo, a los pies del órgano.
»Desde aquel preciso instante el órgano volvió a enmudecer, sin que nadie
lograra extraerle una sola nota. Muchos, que se negaban a creer la historia, y
mucho menos el poder de la maldición, intentaron denodadamente sacarle algún
sonido, pero fue en vano… Pero en cuanto la penumbra caía sobre la estancia, y
hallándose cerrada con llave, de repente se dejaba sentir la música fúnebre que
sin descanso había tocado Lewis. A todos nos estremecía aquel fenómeno; la
música, a través de las paredes, comenzaba a expandirse por toda la casa… Poco
después ya no fue sólo al declinar el día cuando comenzó a dejarse sentir la
música, sino que, atendiendo a la maldición del anciano, se oía tortuosa de día y
de noche. Era como si el pobre Lewis no pudiera descansar ni siquiera en su
tumba; era como si más allá de la muerte su torturado cuerpo no hallara sosiego,
acuciado por la condena a golpear con sus dedos las teclas del órgano. Ya ni su
madre se atrevía a pasar cerca de la habitación del órgano, temerosa de ir a
encontrarse con el fantasma del hijo muerto… El paso del tiempo no cambió en
nada las cosas; seguía oyéndose de día y de noche aquella música inacabable, y
hasta la servidumbre de la casa acabó por negarse a trabajar por más tiempo en
Hurly Burly. La mansión dejó paulatinamente de recibir visitas. El señor y la
señora de Hurly Burly hubieron de abandonar la casa durante varios años; mas
cuando regresaron de nuevo sintieron el castigo de aquella música en sus oídos.
Al cabo, hace apenas unos meses, apareció un hombre santo, un bendito de Dios,
que dio en encerrarse varios días en la habitación del órgano, donde rezó sin
tregua de día y de noche, a gritos para acallar la voz del órgano diabólico…
Finalmente cesó la música, al parecer definitivamente… Sólo entonces recobró
la paz Hurly Burly. Pero, Lisa, tu llegada hasta nosotros, tan extraña, así como la
no menos extraña historia que nos has contado, no puede por menos que
llenarnos de inquietud, al sospechar que tú también eres víctima del Demonio…
Debes de cuidarte, pues; debes de mantenerte alerta, y encomendarte a Dios por
encima de todas las cosas. Y ahora…
Margaret Calderwood se volvió hacia donde suponía que Lisa la escuchaba
atentamente, pero la vio dormida en un sillón, sin dejar de mover los dedos,
como si en sueños pulsara las teclas de un órgano.
Margaret se acercó a ella y puso la carita morena de la muchacha contra su
maternal pecho, besándola dulcemente.
—Hemos de salvarte de tu fatal destino, pequeña —susurró mientras tomaba
en sus brazos a la muchacha para llevarla a la cama.
A la mañana siguiente Lisa no estaba. Margaret Calderwood se había
levantado a hora muy temprana. Cuando fue a la habitación de la extraña, para
interesarse por cómo se encontraba, vio que su cama estaba vacía.
«Bueno, es como una criatura salvaje; se habrá levantado con el primer canto
de los pájaros», se dijo Margaret condescendiente, y salió en su busca por los
humedales y el prado próximos, y fue hasta la casa de los guardeses sin
encontrar a la extranjera. La señora de Hurly, que desayunaba en aquellos
momentos, vio a Margaret desde la ventana, muy cerca ya de Hurly Burly,
hermosa y distinguida como siempre, aun vestida sólo con su blanco camisón y
cubierta por una toquilla igualmente blanca, caminando ya por el sendero entre
rosales. Tenía, sin embargo, el gesto preocupado. Su búsqueda resultaba
infructuosa. La muchacha parecía haberse evaporado.
Una segunda búsqueda, iniciada por Margaret tras el desayuno, fue
igualmente infructuosa. Ya por la tarde, ambas damas, después de hacer juntas
una nueva búsqueda, igual de vana, regresaron a Hurly Burly. Todo era aterrador
allí. El señor de la casa estaba sentado, con una expresión clara de pánico,
mientras se tapaba con fuerza las orejas. Los criados, pálidos y demudados,
cuchicheaban en pequeños grupos. El órgano había vuelto a dejar sentir su
cántico terrible, como en aquel tiempo que ya todos creían ido.
Margaret Calderwood, sin embargo, se dirigió valientemente hasta la
habitación fatal. Allí, como supuso nada más llegar a la casa y oír la música, que
no era, empero, terrible, sino muy deliciosa, vio a Lisa, embebida en su
ejecución de las piezas, deslizando con un brío indecible sus manos pequeñas
sobre el teclado, crecida allí sentada, a la luz declinante del día… Aquello que
tocaba, aun siendo triste, no resultaba morboso sino excitante en su dulzura;
música de Mozart, de Mendelssohn, de Beethoven… Margaret no pudo sino
quedar fascinada ante lo que veían sus ojos y ante lo que escuchaba. No
obstante, y tras unos minutos de absorta contemplación y escucha, algo volvió a
removerse en ella, y procediendo con su habitual decisión avanzó unos pasos
hasta la organista, la abrazó primero, y después tiró de ella con gran delicadeza
para sacarla de la habitación. Lisa volvió al día siguiente, sin embargo, y en esta
ocasión no resultó igual de fácil despegarla del órgano… Día tras día acudía a
tocarlo, sin que nadie pudiera evitarlo, por muchas prevenciones que se
adoptasen, y día tras día iba viéndose cómo la muchacha se tornaba más cetrina,
cómo adelgazaba, cómo se consumía. Al final la dejaron por imposible.
—Toco sin descanso… ¿Mi señor, su hijo, está contento con mi trabajo? —
dijo un día a la señora de Hurly—. Pregúnteselo, por favor, y dígame qué le
responde…
Aquello puso enferma a la dama, que hubo de acostarse acosada por
escalofríos y temblores. Su marido pareció también desesperado ante la
presencia inevitable de la extranjera. Sólo Margaret Calderwood mostraba una
clara presencia de ánimo, decidida sin duda a salvar a la muchacha de su fatal
destino. Era evidente que Lisa había caído víctima de la maldición del órgano. El
órgano se expresaba a través de sus manos, y era ella esclava de sus manos.
Un día anunció la extranjera, en un arrebato irrefrenable, que había recibido
la visita de su joven señor, el hijo de los señores de la casa, y que había elogiado
su entusiasmo y su afán en tocar aquella música excelente, instándola a trabajar
aún con mayor entusiasmo y fortaleza. Tras aquello Lisa renunció por completo
a comunicarse con los vivos. Una y otra vez tenía Margaret Calderwood que usar
de su fuerza para detener las manos de la muchacha y arrancarla de su asiento
ante el órgano, sacándola de allí y cerrando bajo llave la habitación fatal. Pero de
nada valían todos sus esfuerzos. Una y otra vez se abría la puerta y Lisa volvía a
tocar el órgano, aún más febrilmente que antes.
Una noche, Margaret, que se había instalado ya en Hurly Burly, hubo de
levantarse en mitad de la noche, pues tras un breve lapso de silencio volvió a
dejarse escuchar el órgano… Rauda corrió hacia la habitación endemoniada. La
luz de la luna bañaba ya Hurly Burly, iluminando aterradoramente el busto en
mármol de Lewis Hurly, que estaba muy cerca de la entrada al salón de estar. La
luz de la luna llenaba la habitación del órgano cuando entró valientemente
Margaret, que vio de inmediato, no obstante, que aquella luminosidad no era
debida sólo a la luz de la luna, sino también a la que dimanaba, más oscura, de
una figura humana, un hombre que estaba junto al órgano, cerca de Lisa,
mientras ésta tocaba con una suerte de agónica violencia perceptible en las
contracciones de su cuerpo. Ahora, los sonidos que sus dedos extraían de las
teclas del órgano eran sincopados, ininteligibles, como alaridos… Y entre ellos,
a cada breve intervalo, se dejaban sentir los lamentos de Lisa, unos gritos
espeluznantes, como si la atravesaran dolores que distorsionaban su figura y le
ponían un gesto de pavor, mientras la presencia de aquella figura masculina le
hacía gestos amenazantes… Temblando ante la suposición de hallarse ante
alguna instancia sobrenatural, no obstante ser Margaret Calderwood una mujer
fuerte y de gran presencia de ánimo, se dirigió a la presencia con bastante
resolución, pero cayó de inmediato bajo el influjo de su luz. En efecto, aquella
luz que dimanaba de la presencia se hizo más fuerte, y Margaret quedó primero
cegada y después aturdida. Mas negándose al pérfido influjo, y extrayendo
fuerzas de flaqueza, consiguió abrir de nuevo los ojos, lo que hizo que observara
cómo se debatía Lisa aún más agónicamente en aquel trance tortuoso por el que
pasaba, y acercándose más a ella, en su afán de protegerla, lo hizo también a la
presencia, en la que vio entonces sin la menor posibilidad de duda a Lewis
Hurly.
Margaret, aun aterrorizada, no se desvaneció a causa de la impresión
recibida, ni se dejó vencer por la presencia, y tirando con fuerza de Lisa la
levantó de su asiento, la tomó en sus brazos y fue con ella hasta su propia
habitación, acostándola en su cama, donde la muchacha quedó tendida, exhausta,
agotada por la crueldad de aquel al que tenía por su señor y para el que deseaba
ejecutar al órgano piezas con una perfección como jamás fuera conocida. Aun
dormida y agotada, las pobres manos de Lisa seguían tamborileando ahora sobre
el abrigo de la cama, como si no hubiera sido rescatada del órgano.
Margaret Calderwood le puso compresas frías en la frente y algunas flores
frescas en la almohada. Corrió las cortinas y abrió las ventanas del cuarto, para
que entrasen en breve el aire fresco de la mañana y el primer brillo del sol;
después, mirando al cielo que comenzaba a clarear, esperanzada en que el nuevo
día llevara por fin la paz a la casa y a la pobre infeliz que dormía en el cuarto,
comenzó a rezar contemplando a través de la ventana el verdor aún oscuro pero
fragante… Rezaba para pedir que de una vez por todas concluyese la maldición
caída sobre la casa de los buenos padres de quien fue un joven perverso, y caída
igualmente sobre aquella pobre muchacha de cuerpo y mente arruinados por la
locura. Rezó especialmente por Lisa, ya que temía que en realidad, aun presente
en su propia cama, vagara por ahí, lejos de donde reposaba su cuerpo. Se
preguntó Margaret entonces si habría cerrado o no la puerta de la habitación
fatal, con las prisas por salir de allí cuanto antes.
Bajó rauda la escalera, con gesto resuelto a pesar de la palidez que la
embargaba; comprobó que, en efecto, había cerrado con llave la maldita
habitación, y sin consultar con los señores de la casa llamó a un criado y lo hizo
ir a la villa en busca de un albañil… Luego, dirigiéndose a la dama de la casa,
explicó lo que se proponía… Después fue al cuarto donde descansaba Lisa, y
apenas entreabriendo la puerta, y al no escuchar ruido alguno, supuso que seguía
durmiendo profundamente… Bajó de nuevo por la escalera, y tras esperar no
mucho tiempo observó que llegaba el albañil en el carruaje con que había ido a
buscarlo el criado. No se demoró mucho en iniciar el trabajo encomendado, que
consistía en tapiar con ladrillos la habitación fatal, enajenándola así del resto de
la casa. El albañil, un trabajador muy diestro, dio pronto fin a su magnífico
hacer, clausurando la habitación con un muro de piedra, primero, y otro de
ladrillos.
Contenta tras ver así finalizada la tarea, Margaret Calderwood fue entonces a
la habitación donde había dejado reposando a Lisa, y pegó la oreja a la puerta
por ver si escuchaba algún sonido. Nada. Así que se dirigió entonces a los
aposentos de la señora de Hurly, y tomó asiento en el borde de su cama para
conversar con ella de nuevo y confortarla, segura de que allí, con el trabajo del
albañil, habían concluido todos los males de la casa. Fue ya al atardecer cuando
acudió hasta su cuarto, sorprendida de que Lisa tardara tanto en levantarse del
lecho. Pero encontró la cama vacía. Lisa no estaba.
Inició de nuevo la búsqueda de la muchacha, escaleras arriba y abajo, por
todas las dependencias de la casa, en el jardín después, en la campiña próxima
más tarde… Pero de Lisa, ni rastro. Margaret Calderwood ordenó entonces que
preparasen un carruaje que la llevara hasta su propia casa, por ver si la extranjera
había decidido ir hasta allí, aunque no imaginaba bien por qué razón hubiese
podido hacerlo, pero fue en vano… Después puso rumbo a la villa, y buscó más
tarde en las casas de la vecindad, diciéndose que era del todo imposible que Lisa
no acabara por aparecer. Preguntó a todo el mundo, haciendo la descripción más
conveniente de la extranjera; pensó una y otra vez en mil posibilidades… ¿Por
dónde podría andar aquella muchacha, en su estado de suma debilidad, tan
agotada? ¿Acaso podría llegar muy lejos?
La búsqueda incesante se extendió por dos días, al acabar los cuales
Margaret Calderwood, con gesto apesadumbrado, regresó a Hurly Burly. Estaba
triste y cansada. Tomó asiento junto al fuego, y así estaba cuando se acercó hasta
ella la joven Bess, que lloraba desconsoladamente.
—Dígale a la señora de Hurly, por favor, que la quiero mucho pero no puedo
seguir sirviendo en esta casa —dijo—. Ese órgano no deja de sonar y no puedo
soportarlo por más tiempo… Temo por mi vida, señora.
—¿Quién ha vuelto a escuchar ese maldito órgano? ¿Y cuándo ha sido? —
preguntó alarmada Margaret Calderwood, poniéndose de pie alarmada.
—Lo escuché poco después de que usted se marchara, señora… La noche
siguiente a que fuera tapiada la habitación.
—¿Y no ha dejado de sonar desde entonces?
—No, señora, no… ¿No lo oye usted ahora mismo?
—No —respondió Margaret Calderwood—. Será el viento…
No obstante decir eso, y mortalmente pálida, se levantó para subir la escalera
y pegar la oreja al muro levantado contra la pared y la puerta de la habitación
fatal. Todo, sin embargo, estaba en silencio. No se dejaba sentir nada en la casa
que no fuera el rumor de las ramas de los árboles en el exterior, batidas por el
viento. Pero Margaret, llevada de un oscuro presentimiento, comenzó a golpear
el muro con su hombro, y a rascar con sus blancos dedos en el muro, y a clamar
a voces por la presencia del albañil que lo había levantado.
Era ya la medianoche, pero el albañil se levantó del lecho apenas fue
requerido, y acudió a Hurly Burly con el criado que había ido a buscarlo. Cada
vez más pálida, allí estaba aguardándole Margaret Calderwood; e igualmente
nerviosa y pálida observó cómo deshacía aquel hombre el prolijo trabajo hecho
apenas tres días atrás. Mientras, los criados, reunidos en pequeños grupos, lo
miraban todo, sobrecogidos, preguntándose qué pasaría después.
Y ocurrió lo siguiente: cuando el albañil logró hacer un hueco en el muro y
entrar a través de la puerta, llevando una lámpara en la mano, Margaret y los
demás le siguieron. Un bulto oscuro yacía en el suelo, a los pies del órgano. La
habitación fatal se llenó de sollozos. En el suelo yacía la pequeña Lisa, muerta.
Cuando la señora Hurly pudo valerse al fin, partió hacia Francia junto a su
esposo, donde vivieron hasta el fin de sus días. La mansión de Hurly Burly
estuvo cerrada muchos años, hasta que pasó a ser posesión de otras personas.
Los nuevos propietarios decidieron destrozar el órgano, y la habitación pasó a
convertirse en una alcoba llamativa, maravillosamente amueblada, la mejor de la
casa. Pero nadie pudo en lo sucesivo dormir allí dos noches seguidas.
Margaret Calderwood fue enterrada hace pocos días. Murió siendo ya una
dama de edad muy avanzada.
Helena Petrovna Blavatsky
(1831 - 1891)
Es más que probable que jamás se reconozca la calidad artística del exiguo
legado narrativo de Madame Blavatsky. Su controvertida figura no suele
abordarse en los estudios sobre literatura fantástica y/o terrorífica; sus cuentos
no gozan de ninguna reputación, ni buena ni mala, no se han reeditado
adecuadamente —el teósofo español Mario Roso de Luna (1872-1931) los
tradujo y prologó en el libro Páginas ocultistas y cuentos macabros (Ed. Pueyo,
Madrid, 1919), dentro de la colección Biblioteca de las Maravillas—, ni tampoco
se incluyen en ninguna de las numerosas antologías dedicadas al género. Sin
embargo, los nueve relatos que escribió la célebre ocultista, “Can the Double
Murder?” (1876-77), “An Unsolved Mystery” (1876-77), “Karmic Visions”
(1888), “The Legend of the Blue Lotus” (1890), “A Bewitched Life” (1890—
91), “The Luminous Shield” (1890-91), “The Cave of the Echoes” (1890-1891),
“From the Polar Lands” (1890-91) y “The Ensouled Violin” (1890-91) —
recopilados en 1892 por la Theosophical University Press en el volumen titulado
Nightmare Tales—, son una prueba fehaciente de su talento como escritora de
ficción.
Madame Blavatsky no habría desentonado dentro de cualquier revista pulp
americana de los años treinta, pues poseía un estilo elaborado pero muy directo,
y una desasosegante tendencia a lo macabro. En su prólogo, Roso de Luna
comparó sus narraciones con los pinceles hiperfísicos del Greco y de Goya,
calificándolos de fábulas «bajo cuyo velo encubrió, para que los hallasen
después los espíritus selectos, las enseñanzas más fundamentales del ocultismo».
Empero, se percibe un matiz sumamente tortuoso en dichas historias. Por
ejemplo, en “The Cave of the Echoes” un espíritu vengativo retorna a la vida
encarnado en el cuerpo de quien más ama su enemigo; en “The Ensouled Violin”
un ambicioso músico, en pos de la perfección absoluta, fabrica unas cuerdas de
violín con intestinos humanos, creyendo que el alma humana pervive en la
carne… En “The Luminous Shield”, mitología y ocultismo, una densa atmósfera
de misterio y decrepitud, un objeto mágico maldito y la ambición humana, se
dan la mano para crear una pequeña obra maestra salpimentada con elementos
autobiográficos —la localización en Constantinopla— y congojas muy íntimas.
Madame Blavatsky temía/odiaba la fealdad, pues su hijo Yuri (1861-1866), al
que adoraba, había nacido con graves anormalidades físicas —cuando nació, su
madre padeció un terrible colapso nervioso—. De ahí la inquietante descripción
de Tatmos, el Oráculo de Damasco, en “The Luminous Shield”: «En la esquina
vi algo que erróneamente tomé por un montón de harapos. Pero el montón se
movió y se puso en pie, avanzó hasta el centro de la habitación y se detuvo
frente a nosotros; el ser de apariencia más extraordinaria que yo había
contemplado. Era del sexo femenino, pero resultaba imposible decidir si era
mujer o niña. Era una enana de horrendo aspecto: cabeza enorme, los hombros
de un granadero, cintura proporcionada con lo demás apoyada en dos piernas
cortas y delgadas, como de araña, que no parecían adecuadas para la tarea de
soportar el peso del monstruoso cuerpo. Tenía un semblante burlón, como el
rostro de un sátiro, adornado con letras y signos del Corán pintados en un
amarillo brillante. En la frente tenía una luna creciente de color rojo; la cabeza la
llevaba cubierta con un tarbouche o fez; llevaba las piernas cubiertas con
amplios pantalones turcos y una sucia muselina blanca le envolvía el cuerpo,
aunque apenas lo suficiente para ocultar sus horribles deformidades».
Helena Petrovna Hahn, más conocida como Helena Blavatsky o Madame
Blavatsky, nació en Ekaterinoslav —la actual Dnipropetrovsk, ciudad situada a
orillas del río Dnieper, Ucrania—, y era hija del coronel de origen alemán
establecido en Rusia, Peter von Hahn, y de Helena de Fadeyev, perteneciente a
una familia aristocrática rusa. Tras la prematura muerte de su madre en 1842,
Helena creció bajo los cuidados de sus abuelos maternos en Saratov, donde su
abuelo ocupaba el cargo de gobernador. Ya en esa época, según testimonios de
algunos contemporáneos, demostró poseer ciertos poderes psíquicos o
sobrenaturales —levitación, clarividencia, telepatía, proyección astral…—,
motivo por el cual se interesó a edad muy temprana por el esoterismo, leyendo
algunas obras de la biblioteca personal de su bisabuelo, un masón del siglo XVIII.
A los diecisiete años, en 1848, Helena contrajo matrimonio con Nikifor
Vassilievitch Blavatsky, vicegobernador de la provincia de Erevan, en Armenia,
veintitrés años mayor que ella. Helena accedió a casarse, dijo años después, para
poder independizarse de su familia. Sin embargo, apenas transcurridos tres
meses de infeliz convivencia, escapó de la casa a lomos de su caballo, cruzando
las montañas y dirigiéndose a la mansión de su abuelo paterno en Tiflis.
Después de viajar por Egipto, Siria, Turquía, Grecia, Italia, Francia,
Alemania, Estados Unidos, México y el Tibet, entre 1851 y 1871, fundó en El
Cairo la Societé Spirite, con la cual se propuso investigar los fenómenos
paranormales descritos por el espiritista Allan Kardec (1804-1869). Pero, como
ella misma explicó en las cartas escritas a sus familiares, los participantes del
grupo la decepcionaron, pues algunos simulaban ser médiums. La Societé no
duró mucho tiempo y se disolvió sin alcanzar los objetivos iniciales.
Cuando fijó su residencia en Nueva York, en octubre de 1874, Blavatsky
conoció al coronel Henry Olcott (1832-1907), así como a William Quan (1851-
1896), un abogado irlandés. Los tres crearon la Sociedad Teosófica en 1875. Dos
años más tarde, Blavatsky publicó su primera gran obra, Isis sin velo (Isis
Unveiled; A Master Key to the Mysteries of Ancient and Modern Science and
Theology, 1877), que trata sobre la historia y el desarrollo de las ciencias ocultas,
la naturaleza y el origen de la magia, las raíces del cristianismo y, según la
perspectiva de la autora, los errores de la teología cristiana y de la ciencia oficial.
En octubre de 1879, como editora jefe, lanza al mercado el primer número de la
revista The Theosophist. A Monthly Journal Devoted to Oriental Philosophy,
Art, Literature and Occultism: Embracing Mesmerism, Spiritualism, and Other
Secret Sciences, que todavía se publica.
Pero dos miembros de la Sociedad Teosófica, Alexis y Emma Coulomb,
acusaron a Blavatsky de fraude. Las acusaciones, como luego se demostró,
carecían de pruebas. Se basaron en cartas falsificadas, supuestamente escritas
por Blavatsky, con instrucciones precisas para elaborar fenómenos psíquicos
fraudulentos. La Society for Psychical Research —organización establecida en
1882 a fin de investigar los fenómenos paranormales desde una perspectiva
científica, y que aún sigue operativa, sita en el nº 49 de Marloes Road,
Kensington, Londres— creó un comité especial para investigar a Madame
Blavatsky. Y en diciembre de 1885, Richard Hodgson, uno de los integrantes del
comité, hizo público un informe en el que acusaba a Madame Blavatsky de ser
«una de las impostoras más grandes de la historia». Hodgson también inculpó a
Blavatsky de espionaje al servicio de Rusia.
Esta infamia afectó gravemente a la salud de Blavatsky. «Exiliada» en
Wurzburg (Alemania), comenzó a escribir La Doctrina Secreta (The Secret
Doctrine, the synthesis of Science, Religion and Philosophy, 1888), su trabajo
más importante. El primer volumen se dedica a la cosmogénesis y estudia,
básicamente, la composición y la evolución del universo. El esqueleto de este
volumen está formado por siete estrofas traducidas de El Libro de Dzyan,
antiquísima recopilación de textos tibetanos —se supone que más antiguos que
Los Vedas hindúes, fechados en 3000 a. C.—, que proponen una interpretación
del universo según una peculiar teoría de la evolución que se refiere no sólo a
una, sino a cinco «humanidades», las llamadas «razas», que se desarrollaron
cíclicamente. Sus misteriosos significados lograron que H. P. Lovecraft lo
incluyera en su lista de volúmenes malditos, en “El diario de Alonzo Typer”
(The Diary of Alonzo Typer, 1935) —co-escrito con William Lumley— y “El
asiduo de las tinieblas” (The Haunter of the Dark, 1935).
En aquella época Blavatsky trabajaba incesantemente en sus proyectos, lo
cual la debilitó físicamente. Por ejemplo, La Doctrina Secreta incluye 2.000
citas, con indicaciones exactas de páginas y de autores. Según el crítico británico
William E. Coleman, para escribir las más de 1.300 páginas de Isis sin velo, su
autora necesitaría haber estudiado alrededor de 1.400 libros. Helena Blavatsky
falleció en Londres, en 1891, a causa de la nefritis crónica (el mal de Bright) que
padecía desde hacía años. Su cuerpo fue incinerado y un tercio de sus cenizas
quedaron en Europa, un tercio en los Estados Unidos, llevadas por William
Quan, y el tercio restante se encuentra en la sede internacional de la Sociedad
Teosófica —en la ciudad de Pasadena, California—, depositadas dentro de una
estatua erigida en su memoria. Después de su muerte, la dirección de la Sociedad
Teosófica fue entregada a la discípula preferida de Blavatsky, Annie Besant
(1947-1933), una militante feminista, a favor de la independencia de Irlanda y de
la India hasta el punto de ocupar la presidencia del Congreso Nacional Indio. En
su última voluntad, Blavatsky pide a los teósofos que celebren la fecha de su
muerte como el día del Loto Blanco. Atendiendo a su deseo, desde 1892, en este
día se reúnen los miembros de la Sociedad Teosófica alrededor del mundo en
homenaje a su fundadora.
EL ESCUDO LUMINOSO
Formábamos un pequeño y selecto grupo de viajeros de corazón animoso.
Habíamos llegado a Constantinopla una semana antes, desde Grecia, dedicando
desde entonces catorce horas al día a subir y bajar penosamente las inclinadas
alturas del barrio de Pera, visitando bazares, subiendo a lo más alto de los
minaretes y abriéndonos camino a la fuerza entre ejércitos de perros
hambrientos, los amos tradicionales de las calles de Estambul. La vida nómada
es contagiosa, dicen, y no hay civilización que sea lo bastante fuerte para
destruir el atractivo de la vida libre sin restricciones una vez que se ha probado.
Al gitano no se le puede tentar para que abandone su tienda e incluso el
vagabundo común encuentra en su existencia precaria y sin comodidades una
fascinación que le impide aceptar un trabajo y un domicilio fijos. Durante
nuestra estancia en Constantinopla, mi principal cometido fue evitar que mi
spaniel Ralph fuera víctima de este contagio y se uniera a los caninos beduinos
que infestan las calles. Era muy bueno, mi compañero constante y querido
amigo. Tenía miedo de perderlo y mantuve una vigilancia estricta de sus
movimientos; sin embargo, durante los tres primeros días se comportó como un
cuadrúpedo tolerablemente bien educado y se mantuvo fiel junto a mis talones.
Ante cualquier descarado ataque de sus primos mahometanos, ya se tratara de
una manifestación hostil o de una muestra de amistad, su única respuesta era
meter la cola entre las patas y, con aire de recatada dignidad, buscaba protección
bajo el ala de algún miembro de nuestro grupo.
Puesto que desde el principio había mostrado una aversión tan decidida a las
malas compañías, comencé a sentirme segura de su criterio, por lo que al final
del tercer día había relajado considerablemente mi vigilancia. Este descuido
encontró pronto, sin embargo, su castigo, lo que me hizo lamentar la confianza
que mal había otorgado. En un momento en que no estaba vigilado, escuchó la
voz de alguna sirena de cuatro patas y lo último que vi de él fue cómo la punta
de su tupida cola desaparecía por la esquina de un callejón sucio y curvo.
Muy enojada, dediqué el resto del día a una vana búsqueda de mi bobo
compañero. Ofrecí veinte, treinta, hasta cuarenta francos de recompensa por él.
Otros tantos vagabundos malteses emprendieron su búsqueda y hacia el
anochecer fuimos invadidos en nuestro hotel por una tropa completa, cada uno
de ellos con un perro callejero más o menos sarnoso en sus brazos que era, según
trataban de persuadirme, mi perro perdido. Cuanto más lo negaba yo, más
solemnemente insistían ellos, uno de los cuales llegó a ponerse de rodillas, sujetó
una imagen de la Virgen en metal oxidado que llevaba en el pecho e hizo un
juramento solemne de que la propia Reina del Cielo se le había aparecido para
indicarle el animal correcto. En tal medida había aumentado el tumulto que
parecía como si la desaparición de Ralph fuera la causa de una pequeña algarada,
por lo que finalmente nuestro casero tuvo que enviar un par de kavasses desde la
comisaría de policía más próxima para expulsar por la fuerza a aquel regimiento
de bípedos y cuadrúpedos. Empecé a tener el convencimiento de que nunca más
volvería a ver a mi perro, pero todavía fue mayor el abatimiento cuando el
portero del hotel, un viejo bandido a medias respetable que, a juzgar por las
apariencias, no había pasado más de media docena de años en galeras, me
aseguró con gravedad que todos mis esfuerzos eran inútiles, puesto que ya sin
duda mi spaniel habría muerto y habría sido devorado, dado que a los perros
turcos sus hermanos británicos les parecían deliciosos.
Esta discusión se había producido en la calle, en la puerta del hotel, y ya iba
a abandonar la búsqueda, al menos durante la noche, cuando una anciana dama
griega, una fanariota que había escuchado el altercado desde los escalones de
una casa cercana, se acercó a nuestro desconsolado grupo y sugirió a Miss H.,
miembro del grupo, que consultáramos el destino de Ralph a los derviches.
—¿Y qué pueden saber los derviches sobre mi perro? —dije, sin ganas de
bromas, pues la propuesta me parecía ridícula.
—Los hombres santos lo saben todo, Kyrea (señora) —respondió con cierto
misterio—. La semana pasada me robaron mi pelliza nueva de satén, que mi hijo
acababa de traerme de Boussa, y como puede ver la he recuperado y la llevo
encima ahora.
—Vaya. Pues entonces, a la vista está que los hombres santos también
lograron metamorfosear su pelliza nueva en una vieja —comentó uno de los
caballeros que nos acompañaban, señalando al hablar una rasgadura grande en la
espalda que había sido reparada torpemente con agujas.
—Ésa es la parte más maravillosa de la historia —respondió tranquilamente
la fanariota, sin dejarse desconcertar lo más mínimo—. Desde el círculo brillante
me mostraron el barrio de la ciudad, la casa y hasta la habitación en la que el
judío que me había robado la pelliza iba a rasgarla para convertirla en piezas. Mi
hijo y yo apenas tuvimos tiempo para ir a la carrera al barrio de Kalindjikoulosek
y salvar mi propiedad. Cogimos al ladrón en el acto y ambos lo reconocimos
como el hombre que nos habían mostrado los derviches en la luna mágica.
Confesó el robo y ahora está en prisión.
Aunque ninguno de nosotros tenía la menor idea de a qué se refería ella al
hablar de «luna mágica» y de «círculo brillante», y todos estábamos perplejos
por el relato que nos había hecho de los poderes de adivinación de los «hombres
santos», en cierta manera todos sentíamos que la historia no era una invención y,
dado que en todo caso parecía que había conseguido recuperar la propiedad,
ayudada en cierto modo por los derviches, decidimos comprobarlo por nosotros
mismos a la mañana siguiente, pues lo que le había ayudado a ella nos podía
ayudar también a nosotros.
El grito monótono de los muecines desde el balcón alto de los minaretes
acababa de proclamar la hora del mediodía cuando nosotros, que acabábamos de
descender desde la altura del barrio de Pera hasta el puerto de Galata, nos
abríamos camino a codazos y con dificultad entre el gentío sucio del barrio
comercial de la ciudad. Antes de llegar a los muelles estábamos casi
ensordecidos entre los gritos incesantes que taladraban los oídos y la confusión
babélica de las lenguas. En esta parte de la ciudad es inútil guiarse por los
números de las casas o los nombres de las calles. La ubicación de cualquier lugar
deseado se indica por su proximidad a uno u otro edificio más visible, como una
mezquita, baño o tienda; en cuanto al resto, hay que confiar en Alá y su profeta.
Fue, por ello, con la mayor de las dificultades como descubrimos al fin la
tienda del proveedor británico de artículos para buques, detrás de la que
encontraríamos el lugar. El guía del hotel ignoraba cuál era la casa de los
derviches tanto como nosotros; pero finalmente un pequeño griego, vestido con
la simplicidad de un desnudo primitivo, a cambio de una modesta propina de
cobre consintió en conducirnos hasta los danzarines.
Vimos al llegar un salón amplio y lúgubre que guardaba parecido con un
establo vacío. Largo y estrecho, con una gruesa capa de arena cubriendo el suelo,
como en una escuela de equitación, estaba iluminado solamente por unas
ventanas pequeñas situadas a bastante altura del suelo. Los derviches habían
terminado las actuaciones de la mañana y descansaban de su esfuerzo agotador.
Parecían completamente debilitados; algunos tumbados en las esquinas, mientras
otros se sentaban en los talones y contemplaban el espacio con mirada vacía,
dedicados, según nos informaron, a meditar sobre su deidad invisible. Daba la
impresión de que hubieran perdido las facultades de la vista y del oído, pues
ninguno de ellos respondía a nuestras preguntas, hasta que una figura alta y
descarnada, que llevaba un gorro alto que hacía que pareciese de más de dos
metros, surgió de una esquina oscura. El gigante nos informó de que era el jefe y
nos dio a entender que los santos hermanos, habituados a recibir del propio Alá
órdenes para ceremonias adicionales, no debían ser molestados por nada. Pero
cuando nuestro intérprete le explicó el objeto de nuestra visita, que únicamente a
él le concernía, pues era el custodio único de la «varita de adivinación»,
desaparecieron las objeciones y extendió la mano pidiendo limosnas. Tras recibir
la gratificación, dio a entender que solamente dos miembros de nuestro grupo
serían admitidos al mismo tiempo en la confianza del futuro, tras lo que
emprendió el camino seguido por Miss H. y por mí.
Lanzándonos tras él a lo que parecía un pasadizo semisubterráneo, nos
condujo al pie de una alta escalera que daba paso a una cámara bajo el tejado.
Seguimos a duras penas a nuestro guía, hasta que por fin nos encontramos en
una horrible buhardilla de tamaño moderado, con las paredes vacías y sin
mueble alguno. Una espesa capa de polvo alfombraba el suelo y las telas de
araña adornaban las paredes en una descuidada confusión. En la esquina vi algo
que erróneamente tomé por un montón de harapos. Pero el montón se movió y se
puso en pie, avanzó hasta el centro de la habitación y se detuvo frente a nosotros;
el ser de apariencia más extraordinaria que yo había contemplado. Era del sexo
femenino, pero resultaba imposible decidir si era mujer o niña. Era una enana de
horrendo aspecto: cabeza enorme, los hombros de un granadero, cintura
proporcionada con lo demás apoyada en dos piernas cortas y delgadas, como de
araña, que no parecían adecuadas para la tarea de soportar el peso del
monstruoso cuerpo. Tenía un semblante burlón, como el rostro de un sátiro,
adornado con letras y signos del Corán pintados en un amarillo brillante. En la
frente tenía una luna creciente de color rojo; la cabeza la llevaba cubierta con un
tarbouche o fez; llevaba las piernas cubiertas con amplios pantalones turcos y
una sucia muselina blanca le envolvía el cuerpo, aunque apenas lo suficiente
para ocultar sus horribles deformidades. Más que sentarse, este ser se dejó caer
en el centro de la habitación y al descender su peso sobre las desvencijadas
tablas, se levantó una nube de polvo que nos hizo estornudar y toser. ¡Era
Tatmos, conocida también como el Oráculo de Damasco!
Sin perder tiempo en una charla ociosa, el derviche sacó una tiza y dibujó
alrededor de ella un círculo de casi dos metros de diámetro. Detrás de la puerta
colgaban doce pequeñas lámparas de cobre, que él rellenó con un líquido oscuro
que extrajo de un frasquito que ocultaba junto a su pecho, colocando después las
lámparas simétricamente dispuestas alrededor del círculo mágico. Desprendió
entonces una astilla de una tabla de la puerta, casi echada a perder, que guardaba
la huella de muchos expolios similares. Sosteniendo la astilla entre el pulgar y el
índice, comenzó a soplarla a intervalos regulares, alternando el soplido con el
murmullo de una especie de extraño encantamiento, hasta que de pronto, y sin
que pareciera que existiera causa alguna para que se encendiera, apareció una
chispa en la astilla y él sopló hasta que ardió como una cerilla. El derviche
encendió después las doce lámparas con esa llama que se había generado a sí
misma.
Durante el proceso, Tatmos, que hasta entonces había estado sentada,
totalmente despreocupada e inmóvil, se quitó las zapatillas amarillas de sus pies
descalzos y al arrojarlas a una esquina puso al descubierto otra belleza adicional:
un sexto dedo en cada pie deforme. El derviche se aproximó entonces al círculo,
sujetó a la enana por los tobillos e hizo un movimiento de sacudida, como si
hubiera estado levantando una bolsa de cereales, y la alzó del suelo; después dio
un paso atrás y la sostuvo boca abajo. La sacudió como se haría para meter el
contenido en un saco, con un movimiento regular y cómodo. La hizo oscilar a un
lado y a otro como si fuera un péndulo hasta que adquirió el impulso necesario,
la soltó de un pie, cogiendo el otro con ambas manos, realizó un gran esfuerzo
muscular y la hizo dar vueltas en el aire como si se tratara de una maza india.
Mi compañero retrocedió alarmado a la esquina más alejada. El derviche
seguía haciendo dar vueltas una y otra vez a su carga viva, que permanecía en
una absoluta pasividad. La rapidez del movimiento aumentó hasta que la mirada
apenas podía seguir al cuerpo en su circuito. Continuó así, probablemente, dos o
tres minutos, hasta que gradualmente se redujo y terminó por detenerse
totalmente: un instante después, la depositó, arrodillada, en el centro del círculo
iluminado por las lámparas. Era el método oriental de hipnosis que practicaban
los derviches.
Ahora la enana parecía estar en un trance profundo, totalmente inconsciente
de los objetos externos. Tenía la cabeza y las mandíbulas vencidas sobre el
pecho, los ojos vidriosos miraban fijamente y toda su apariencia era todavía más
horrible que antes. El derviche cerró entonces cuidadosamente las
contraventanas de la única ventana y nos habríamos quedado en una oscuridad
total de no haber sido por un agujero practicado en ella, por el que entraba un
rayo de sol brillante que cruzaba la oscura sala y brillaba sobre la joven. Le
movió él la cabeza caída para que el rayo le cayera sobre la coronilla, tras lo que
nos indicó que nos mantuviéramos en silencio, puso su anillo sobre el pecho y,
fijando la mirada en el punto brillante, quedó tan inmóvil como una imagen de
piedra. También yo clavé la mirada en ese lugar, preguntándome qué es lo que
iría a suceder y cómo me ayudaría esa extraña ceremonia a encontrar a Ralph.
Gradualmente, la zona brillante, como si hubiera atraído a través del rayo de
luz solar un esplendor mayor del que procede del exterior que se hubiera
condensado en su propia área, cobró la forma de una estrella vibrante que, como
desde un centro, enviaba rayos en todas las direcciones.
Se produjo entonces un curioso efecto óptico: la habitación, que previamente
había estado iluminada por el haz solar, se fue volviendo más y más oscura
conforme aumentaba el brillo de la estrella, hasta que nos encontramos en una
penumbra egipcia. La estrella titiló, tembló y giró, al principio con un
movimiento giratorio lento, pero luego cada vez más rápido, incrementando la
circunferencia con cada rotación hasta que formó un disco brillante y dejamos de
ver a la enana, que parecía absorbida en su luz. Tras haber alcanzado
gradualmente una velocidad extremadamente rápida, tal como había hecho la
joven cuando el derviche la sujetaba y le hacía dar vueltas, el movimiento
empezó a reducirse hasta que finalmente se combinó en una débil vibración,
como el brillo de los haces de luna sobre el agua ondulante. Después titiló por un
momento más prolongado, emitió unos últimos destellos y asumió la densidad y
la iridiscencia de un ópalo inmenso que permanecía inmóvil. El disco irradiaba
ahora un lustre lunar, suave y plateado, que estaba concentrado en lugar de
iluminar la buhardilla y que solamente parecía intensificar la oscuridad. El borde
del círculo ya no estaba en penumbra, sino antes al contrario tan definido como
el de un escudo de plata.
Como ya todo estaba preparado, el derviche, sin pronunciar una palabra ni
apartar la mirada del disco, extendió una mano, tomó la mía, me acercó a su lado
y señaló el escudo luminoso. Al mirar hacia el lugar indicado, vimos manchas
grandes que parecían como las de la luna. Poco a poco se convirtieron en figuras
que empezaron a moverse y se las veía con gran detalle, con su color natural. No
parecía que fueran una fotografía o un grabado; menos todavía que fuera nuestro
reflejo en un espejo, sino como si el disco fuera un camafeo y se hubieran alzado
de su superficie y hubieran sido dotadas de vida y movimiento. Para mi
asombro, y para la consternación de mi amigo, reconocimos el puente que lleva
da Galata a Estambul y que cruza el Cuerno de Oro desde la ciudad nueva a la
antigua. Había personas que se movían presurosas de aquí para allá, buques de
vapor y esquifes de alegres colores que se deslizaban sobre el Bósforo azul; los
numerosos y coloridos edificios, villas y palacios se reflejaban en el agua; la
imagen entera estaba reflejada por un sol de mediodía. Pasó como una
panorámica, pero fue tan viva la impresión que no podíamos saber si quien
estaba en movimiento era ella o nosotros. Todo era ajetreo y vida, pero ni un
sonido rompía el silencio opresivo. Carecía, como un sueño, de sonido. Era una
imagen fantasmal. Las calles y los barrios se sucedían el uno al otro; allí estaba
el bazar, con sus estrechos pasadizos techados, las pequeñas tiendas a cada lado,
los cafés en los que los turcos fumaban con gravedad; y mientras se iban
deslizando, o nos deslizábamos nosotros junto a ellos, uno de los fumadores
derribó el narguile y el café de otro causando una descarga de invectivas sin
sonido que nos resultó muy divertida. Viajamos así con la imagen hasta llegar a
un edificio grande que reconocí como el palacio del ministro de Finanzas. En
una zanja, en la parte de atrás de la casa, cerca de una mezquita, en un charco
embarrado, con su sedoso pelo enmarañado, yacía mi pobre Ralph. Jadeante y
agazapado, como si estuviera exhausto, parecía moribundo. Cerca de él se
habían reunido algunos perros callejeros de aspecto lastimoso que parpadeaban
bajo el sol y se comían las moscas.
Había visto todo lo que deseaba, aunque no le hubiera dicho al derviche una
palabra sobre el perro, pues había acudido más por curiosidad que por la idea de
que pudiera tener éxito. Así que me impacientaba por irme enseguida y
recuperar a Ralph, pero como mi compañera me rogara que nos quedáramos un
poco más, consentí a desganas. Miss H. se colocó entonces al lado del derviche.
—Pensaré en él —me susurró al oído con ese tono ansioso que suelen asumir
las damas jóvenes cuando hablan del él al que veneran.
Vimos una larga extensión de arena y un mar azul de olas blancas bailando al
sol, y un vapor grande que se abría camino junto a una costa desolada, dejando
tras él un rastro lechoso. La cubierta está llena de vida, los hombres están
atareados por la proa, de gorro y delantal blanco, el cocinero sale de la cocina,
los oficiales uniformados salen de un lado para otro, los pasajeros llenan el
alcázar, holgazanean, flirtean o leen; un joven al que ambas reconocemos avanza
y se apoya en el pasamanos. Es… él.
Miss H. sofoca un gritito, se sonroja y sonríe; vuelve a concentrarse en sus
pensamientos. La imagen del vapor desaparece; la luna mágica permanece vacía
unos momentos. Nuevas manchas aparecen en su rostro luminoso; vemos que de
sus profundidades emerge lentamente una biblioteca: de colgaduras y alfombra
verde, con estantes de libros en los lados de la habitación. Sentado en un sillón
junto a una mesa, bajo una lámpara, hay un anciano escribiendo. Lleva el cabello
gris peinado hacia atrás desde la frente; en su rostro recién afeitado hay una
expresión de benevolencia.
Con un movimiento rápido, el derviche impone silencio; la luz del disco
tiembla, pero recupera el brillo firme y la superficie vuelve a quedarse sin
imágenes durante un segundo.
Volvemos a Constantinopla y en las profundidades perladas del escudo se
forma nuestro apartamento del hotel. Sobre el escritorio están los papeles y los
libros, el sombrero de viaje de mi amiga en una esquina, sus cintas cuelgan de la
copa y sobre la cama está el vestido que se había cambiado cuando comenzamos
la expedición. Ningún detalle falta para completar la identificación; y como para
demostrar que no estábamos viendo algo que habíamos formado con nuestra
imaginación, sobre el tocador había dos cartas sin abrir cuya escritura fue
reconocida claramente por mi amiga. Eran de un querido pariente suyo de quien
había esperado tener noticias en Atenas, sintiéndose decepcionada. Desaparece
la escena y vemos ahora la habitación de su hermano, que se halla recostado en
la sala, con un criado bañándole la cabeza, de la que, para nuestro horror, gotea
sangre. Una hora antes, habíamos dejado al joven en perfecto estado de salud;
ante esa imagen, mi compañera lanzó un grito de alarma y, tomándome de la
mano, me llevó hacia la puerta. Nos reunimos con nuestro guía y amigos para
regresar a toda prisa al hotel.
El joven H. había caído por la escalera, haciéndose una herida bastante fea
en la frente; en el tocador de nuestra habitación estaban las dos cartas que habían
llegado cuando ya estábamos fuera. Las habían enviado desde Atenas. Pedí un
coche con el que me dirigí al Ministerio de Finanzas e, iluminada por el guía,
encontré rápidamente la zanja que había visto por primera vez en el disco
brillante. En mitad de la charca, destrozado, medio muerto de hambre, pero
todavía vivo, estaba Ralph, mi hermoso spaniel; cerca de él estaban los perros
callejeros que parpadeaban y, despreocupadamente, se comían las moscas.
Gertrude Atherton
(1857 - 1948)
Biógrafa, historiadora y escritora norteamericana nacida en San Francisco,
Gertrude Franklin Horn fue un ejemplo de tenacidad contra los prejuicios
sociales que, en su tiempo, existían hacia las mujeres que deseaban para sí algo
más que un hogar, un marido y unos hijos: una carrera artística. Hija de Thomas
L. Horn, un próspero hombre de negocios, y de Gertrude Franklin, sobrina de
Benjamín Franklin (1706 - 1790), político, científico, inventor y uno de los
padres de la nación estadounidense —participó en la redacción de la
Constitución en 1787—, Gertrude estudió en la St. Mary’s Hall High School de
Benecia (California) y el Sayre Institute de Lexington (Kentucky), y pronto
mostró una inequívoca inclinación por la lectura y la escritura. A los 19 años,
por presión familiar, se casa con un antiguo pretendiente de su madre, George H.
B. Atherton, hijo de Faxon Atherton, un rico comerciante de la ciudad de
Atherton en California. Tuvieron dos hijos, Muriel y George, quien falleció a los
seis años de edad. George H. B. Atherton era un hombre convencional y
taciturno, y desde el primer momento desalentó la afición de su esposa por la
escritura. De ahí que la publicación serial de su primera novela, The Randolphs
of Redwoods (1882), en el San Francisco Argonaut, aunque fuera sin firmar,
escandalizara a toda su familia, especialmente a su madre y a su suegra.
Tras once años de matrimonio «respetable», George sufre un trágico
accidente en Chile, donde se hallaba atendiendo sus negocios, y muere en aquel
país en 1887. Y con su desaparición, Gertrude Atherton nace para la vida, para la
literatura. Para empezar, se marcha a Nueva York, y de allí, a Francia, Inglaterra
y Alemania. Más tarde se convierte en protégée del gran Ambrose Bierce (1842-
1914) —cuya relación, dicen algunos, iba mucho más allá de la mera amistad—
e inicia su carrera como escritora, publicando cerca de sesenta libros y
numerosos artículos. De su fructífera trayectoria merece ser subrayada, empero,
su primera novela firmada, What Dreams May Come —singular historia sobre la
reencarnación que pasó prácticamente desapercibida—, aparecida en 1888 bajo
el pseudónimo masculino de Frank Lin. Nunca más utilizaría ese nombre.
Durante su estancia en las Islas Británicas publicó, ya como Gertrude
Atherton, Patience Sparhawk and Her Times (1897) y American Wives and
English Husbands (1898), además de The Conqueror (1902), minuciosa novela
histórica sobre Alexander Hamilton (1757-1804), economista, político, escritor,
abogado y soldado estadounidense, amigo personal de George Washington y
primer Secretario del Tesoro de los USA, y Hermia Suydam (1889), drama sobre
la vida de una mujer soltera que fue tachada de inmoral por la crítica. Cabe citar
también su apólogo sufragista Julia France and Her Times (1912), Los Cerritos
(1890), la primera entrega de su trilogía californiana, localizada en un convento,
The Doomswoman (1892), historia de amor ambientada durante el periodo
colonial español, que explora los antagonismos culturales entre blancos e
indígenas, y Before Gringo Came (1894), un tratado en torno a la vida en las
misiones españolas antes de la independencia de México.
Feminista sin quererlo, sino por simple impulso personal, Atherton fue una
de las primeras mujeres que obtuvo la Legión d’Honneur del gobierno francés
por su trabajo en los hospitales de campaña durante la Gran Guerra, labor que
desempeñó a la vez que cubría periodísticamente el conflicto en calidad de
corresponsal de un rotativo neoyorquino, convirtiéndose, una vez más, en
pionera de una actividad que parecía reservada exclusivamente a los hombres.
Sus novelas, protagonizadas por heroínas fuertes, vivaces, que persiguen con
ahínco vidas independientes, sin sujeciones ni cortapisas patriarcales, fueron una
suerte de exorcismo con relación a su amarga experiencia conyugal, y toda una
declaración de principios que sentó cátedra. Sobre su obra, el ensayista Grant
Overton escribió en The Women Who Make Our Novels (Dodd, Mead &
Company, Nueva York, 1928): «Sus historias, casi sin excepción, eran un
vehículo para las ideas —sin juicios ocasionales, altamente incisivas, en torno a
todo lo que la rodeaba—. Ella narraba sus opiniones, a veces con la más
conmovedora ternura… Aristocrática en todas sus actitudes, prefirió la franqueza
al estilo y, por ello, no le asustaba la tosquedad».
Nadie sabe con exactitud de dónde surge la afición de Gertrude Atherton por
la ghost story. Cuando vivía con su marido y su suegra en la inmensa mansión
que éstos poseían en Valparaíso Park, San Francisco, aseguraba que estaba
habitada por fantasmas; claro está que, conociendo su fina ironía, quizá se refería
a su familia política. De todas formas, sería en la biblioteca de su abuelo
materno, lugar en el que Gertrude pasó horas y horas cuando era una
adolescente, donde descubrió los clásicos de la novela gótica inglesa, como Ann
Radcliffe y Matthew Gregory Lewis, y a contemporáneos como Sheridan Le
Fanu o Elizabeth Gaskell. Ascendentes, ecos y modelos que se perciben, se
palpan en las dos antologías de relatos que publicó —relatos difundidos
previamente a través de diversas revistas literarias y magazines culturales de la
época—, The Bell in the Fog and Other Stories (Harper Publishers, Nueva York
y Londres, 1905) —que contiene, entre otras, “The Bell in the Fog”, “The
Striding Place”, “The Dead and the Countess”— y The Foghorn (Houghton
Mifflin, Boston y Nueva York, 1934) —donde se encuentran las muy populares
“The Eternal Now” y “The Striding Place”—. Pero será sin duda Edgar Allan
Poe (1809-1849) quien ejerza una influencia más evidente en la carrera de
Gertrude como autora de ficción espectral, influencia irrebatible en “La muerte y
la mujer” (“Death and the Woman”), publicada en Vanity Fair en 1892. A partir
de una situación dramática muy sencilla —una joven vela el cuerpo agonizante
del «que había sido su amigo, su compañero, su amante, su marido; el que lo
había sido todo para ella en aquellos cinco años de juventud vigorosa y
esperanzada, agostada sin embargo por los rigores de la desdicha, por el capricho
del infortunio», esperando la llegada de la Muerte… —, Gertrude Atherton se
desmarca de la ghost story clásica y, al igual que el genio de Baltimore, intenta
sentir la muerte. Su heroína anónima agudiza sus sentidos morbosamente finos
para escuchar, si acaso ello es posible, los latidos finales de un corazón exánime
—«… presionando con sus manos el pecho del hombre al que apenas veía en la
oscuridad, para sentir su corazón, a la espera de la llegada de la muerte»—;
intenta amar al moribundo con una mezcla de dolor y éxtasis próximo a la
necrofilia más romántica y melancólica —«Estaba contenta, sin embargo, de
aquel cambio último, del final; contenta de que la belleza ida de aquel cuerpo no
tuviese ya más destino que el ataúd; eso le parecía menos cruel que vivir en
menoscabo. Había amado las manos vivas de aquel cuerpo, su cálido
magnetismo. Aquellas manos yacían amarillentas ahora a los lados del cuerpo;
sabía que ahora estaban frías, que una humedad extraña y tumefacta se
apoderaba de ellas. Por un momento se apoderó de la mujer una sensación
convulsa. Supo que también ellas, las manos, se habían ido ya de su lado»—; y,
de algún modo, anhela morir biológica, espiritual, psicológica y
sentimentalmente, como en los mejores relatos de Poe; morir en el yo y en el tú
(Juan Eduardo Cirlot dixit: “El pensamiento de Poe”, Poesía nº 5-6, invierno
1979-1980). La belleza del texto, su miríada de turbias y agónicas emociones,
nos conduce a todos los más allá posibles, hacia todo misterio, enigma o atadura
metafísica con la muerte, haciendo de “La muerte y la mujer” un poema en prosa
de belleza hipnótica.
LA MUERTE Y LA MUJER
Su esposo se moría y ella estaba a solas con él. Nada podía superar la
desolación de sus lamentos. Ella y el hombre que moría, que estaba a punto de
dejarla, se encontraban en el tercer piso de una casa de beneficencia de Nueva
York. Era verano y los demás moradores de la casa se hallaban en el campo;
todos los empleados en el servicio, a excepción de la cocinera, habían sido
despedidos, y la cocinera, cuando no trabajaba, dormía profundamente en la
quinta planta. La encargada también estaba fuera de la ciudad, disfrutando de
unas cortas vacaciones.
La ventana de la habitación permanecía abierta para que entrase el aire, que
era, no obstante, irrespirable; de los patios de las casas anejas no subía ni el más
leve ruido, pues la tarde canicular atenuaba los sonidos de la calle. A intervalos
se oía el sonido del montacargas, que no obstante parecía sometido a una
amortiguación impuesta por la suspensión aérea del calor oceánico.
Allí estaba ella, sentada junto al moribundo, abatida por esa pena que se
apodera del alma cuando se pierde la esperanza, cuando no parece haber más
realidad que el abandono. Miraba con infinita tristeza al que había sido su
amigo, su compañero, su amante, su marido; el que lo había sido todo para ella
en aquellos cinco años de juventud vigorosa y esperanzada, agostada sin
embargo por los rigores de la desdicha, por el capricho del infortunio. En el
moribundo se percibía claramente la devastación de la enfermedad; su rostro
demostraba una terrible consunción; la sábana resaltaba aquellas formas
arruinadas de un cuerpo que, si bien nunca fue carnoso, sí tuvo la musculatura
propia del ejercicio físico, la sanguínea prestancia de la buena salud. Estaba
contenta, sin embargo, de aquel cambio último, del final; contenta de que la
belleza ida de aquel cuerpo no tuviese ya más destino que el ataúd; eso le parecía
menos cruel que vivir en menoscabo. Había amado las manos vivas de aquel
cuerpo, su cálido magnetismo. Aquellas manos yacían amarillentas ahora a los
lados del cuerpo; sabía que ahora estaban frías, que una humedad extraña y
tumefacta se apoderaba de ellas. Por un momento se apoderó de la mujer una
sensación convulsa. Supo que también ellas, las manos, se habían ido ya de su
lado. Y repitió en voz alta las palabras para siempre, mientras le volvía el
recuerdo de aquella dulce presión que tantas veces ejercieron sobre ella las
manos del hombre que ahora se moría sin remedio.
Se inclinó despacio sobre él. Estaba aún allí, pero bien sabía ella que también
en otro lugar. ¿Dónde? Cuando aún no había dejado de respirar, su yo, su alma,
su personalidad formaban parte de la amalgama de la vida, de la arcillosa
prestancia húmeda de su cuerpo, de su manera de hablar. Pero ¿por qué no
habrían de manifestarse ante ella esos dones, aun a despecho de la muerte que
parecía inminente? Si aún albergaba aquel cuerpo un hálito de consciencia, ¿por
qué no podía expresarla aun en el tránsito de su desintegración material, lo que
es decir a través del único médium posible, el Creador supremo? ¿-Por qué no
iba a querer el Hacedor concederle a aquel cuerpo ese último favor? ¿Es que iba
a tener que conformarse ella con aguardar agónicamente la desintegración última
del cuerpo yaciente, culminación de sus tormentos, sin escuchar de su hombre
una última palabra? La mujer dijo en voz alta el nombre del moribundo, incluso
lo movió levemente con manos nerviosas, sacudiéndolo en el lecho, un algo
enloquecida, como si de repente no pudiera resignarse al abandono de quien
había sido su amante, aun a sabiendas de que nada podría evitar ya que se fuera
de su lado.
El hombre seguía impávido, sin advertir los esfuerzos de su mujer; ella
descubrió su pecho y apoyó la cabeza junto al corazón, llamándolo de nuevo.
Nunca hubo una unión como la de ambos. ¿Cómo iba a irse de su lado? Allí
seguía él, la otra parte de ella. No podía darse un estado intermedio; no podía
consentir que fuese enterrado sin más. ¿Cómo consentirlo cuando seguía siendo
parte de sí misma? Pero al apoyar la cara en el pecho del moribundo apenas
percibió un leve latido que le acariciase los labios. Abrió entonces los brazos,
gesticulando sin palabras, como si quisiera dar aire al cuerpo sin vida de su
amante, o como si quisiera atrapar algo que dimanase de él, y al cabo se puso de
pie para dirigirse a la ventana abierta. Parecía a punto de volverse loca. Le
habían pedido que se quedara junto al cuerpo de su marido hasta que se
dispusiera el entierro, y no quería perder la razón, no quería gritar.
Al asomarse a la ventana comprobó que comenzaban a oscurecerse los
verdes manchones del jardín, como si algo muy pesado, como un sudario, los
cubriese. Comprendió entonces que el día comenzaba a llegar a su fin para dar
paso a la noche.
Volvió lentamente junto a la cama del hombre, preguntándose si habría
estado allí, junto al moribundo, horas, o sólo minutos, o sólo segundos. Y
preguntándose ahora si su marido, su amante, su compañero, seguiría siendo
realmente un hombre vivo. Aún se le veían los rasgos, no obstante aquella
demacración de sus últimos días, y parecían tensos, sin la relajación mortal
última. Volvió a reposar su cabeza en el pecho del hombre mientras los dientes
le rechinaban como si la hubiese atrapado un viento súbito y frío.
Se levantó del borde de la cama para dejarse caer en una silla con las manos
cruzadas sobre el pecho, sobre su corazón. Miraba absorta el semblante
macilento del moribundo, que en la penumbra de la caída de la tarde parecía la
cara de una escultura pendiente aún de su definición última. Si encendía la
lámpara de gas entrarían nubes de mosquitos y tampoco quería restarle, con ello,
el poco aire respirable con el que acaso siguiera alentando mecánicamente. Y
tampoco quería ver esa especie de terrible ojo último que es la mandíbula caída
de los muertos.
Tenía tan fija la vista en el hombre que al cabo no vio nada y cerró los ojos a
la espera de que se produjese en él lo inevitable, el inicio de la corrupción
definitiva. Cuando al fin abrió los ojos, la cara del hombre pareció haberse
borrado; la oscuridad se había cernido como una ola negra y definitiva sobre la
casa, y el pálido brillo de las estrellas, vistas a través de la ventana, anunció a la
mujer el imperio de la noche.
Angustiada, acercó entonces el rostro a los labios del muerto. Le pareció que
aún respiraba. Hizo un movimiento de mayor aproximación para besarlo, pero
nada más hacerlo se arrepintió, echándose hacia atrás con un dolor agónico, con
una tristeza irremediable. Ya no eran sus labios, los labios de su hombre, y
nunca más lo serían.
Si de veras alentaba aún, lo hacía con tal debilidad que no podía oírlo; así
sería imposible que tuviese constancia del momento exacto de su muerte. Por
eso le puso las manos en el pecho, a la altura del corazón. Así no habría
equívocos, sabría cuál sería el momento exacto de su muerte; además, para ella
era una cuestión de honor y de amor permanecer junto a él hasta el último
instante, hasta que exhalara su último suspiro.
Allí estaba ella, sentada, agotada por la noche de calor asfixiante,
presionando con sus manos el pecho del hombre al que apenas veía en la
oscuridad, para sentir su corazón, a la espera de la llegada de la muerte… Pero
de repente la sumió en un mayor grado de desesperanza un pensamiento. ¿Dónde
estaba la muerte? ¿Por qué razón se demoraba tanto? ¿De dónde llegaría?
Parecía tomarse su tiempo, desde luego; parecía dirigirse allí muy despacio,
regodeándose morosa como lo hacen quienes participan en un cortejo fúnebre. Y
por mero reflejo ese pensamiento le llevó una suave música a la cabeza, una
música como esa que se escucha en el teatro cuando la heroína de la obra está a
punto de hacer su entrada en la escena, una música que anuncia un
acontecimiento crucial e inminente. Todo eso, sin embargo, le había parecido
siempre ridículo, un recurso muy poco artístico. Pues así parecía actuar la
muerte.
Frunció el ceño al instante, reprochándose la frivolidad que había pensado y
ejerciendo una mayor presión de las palmas de sus manos sobre el pecho del
hombre. Acusó aún más el calor, notó que se le bañaba de sudor el rostro. Pero
respiró profundamente, liberando la angustia que sentía en el pecho, la angustia
que parecía haberse acumulado en sus pulmones, al comprobar que aún latía el
corazón del moribundo, que aún tenía un hálito de vida.
Sí, como despreciando a la muerte, el corazón de su hombre continuaba
latiendo… Pero… ¿dónde estaba la muerte? ¡Qué curiosa experiencia! A solas
en una casa grande y vacía, aguardando el instante en que su marido la
abandonase definitivamente… Que la muerte se lo arrancara. ¿Y por qué no
resistir? Pero no, era imposible; sí, imposible resistirse a la llegada de esa
pecadora invisible e inocente en apariencia que es la muerte; esa pecadora
silenciosa e implacable a la que ningún mortal se resiste… Si al menos poseyera
una forma humana, y si al menos pugnase por llevárselo como lo haría un
hombre cualquiera, un secuestrador cualquiera… Habría así, acaso, una
posibilidad de vencerla. Una mujer podría derrotar incluso a un gigante
clavándole una daga en el corazón. Pero contra la muerte no había nada que
hacer, sino esperarla.
Entonces salió de los labios de la mujer un grito de terror. Algo parecía
cobrar presencia en la ventana. Las piernas y los brazos se le aflojaron del susto,
mas a pesar de eso pudo ponerse en pie y mirar hacia allí con una intensidad
enorme, a despecho de su pánico. Dos pequeños puntos verdes y brillantes como
raras estrellas parecían seguir su mirada. Pero era un gato. Y de inmediato saltó,
desapareciendo. Y se borraron aquellas pequeñas estrellas verdes.
Se dijo entonces que no debería de consentir en el miedo que sentía. «¿Será
posible —pensaba— que tenga miedo de la muerte cuando aún no ha llegado,
cuando aún no la he visto siquiera? Siempre he sido una mujer valiente; él me
solía decir que era una heroína, pero es que a su lado resultaba imposible tener
miedo… Por eso le decía que me llevara al último confín del mundo, que a su
lado nada me causaba miedo… ¡Me avergüenzo de mí misma!»
Todo eso pensaba mientras volvía a sentarse lentamente y a poner sus manos
otra vez en el pecho del hombre. Le hubiera gustado tener a alguien fuera, en la
puerta, a Mary, la cocinera, por ejemplo; alguien a quien llamar para que la
relevase algún momento en su vigilia… Pero no; no había una campanilla en la
habitación, y en cualquier caso, haberla hecho sonar hubiese sido como cometer
una profanación en la casa de Dios. Además, ¿para qué iba a salir? No quería
dejarlo solo ni un momento… Dejarlo solo y encontrárselo ya muerto al
regresar.
Entrechocaba levemente sus rodillas; no le gustaba hacerlo, pues denotaba
hallarse sumida en un claro estado de pánico, pero no podía evitarlo. Sus ojos
iban de un lado a otro de la habitación, intentando escrutar algo donde nada
podía ver; se preguntaba, en realidad, si podría ver llegar a la muerte; se
preguntaba cuán lejos de allí se encontraría aún. Seguro que a no mucha
distancia; el corazón de su marido latía débilmente, cada vez más débilmente.
Había oído hablar de que, sin embargo, una vez muerto, el cuerpo humano
padece una especie de frenesí, sobre todo en los que han sido valientes, como
rebelándose ante la muerte que acaba de coparlo, sin entregarse mórbidamente a
sus horrores, por mucho que la suerte ya esté echada… Pero aquello… Esperar,
esperar y esperar; hacerlo acaso durante horas, debilitándose el corazón del
moribundo a extremos tales que ya no pudiera rebelarse cuando la muerte lo
poseyera… Y esperar ella, a su vez, acaso más allá de la medianoche, a que
llegase la muerte y se lo robara arteramente, desprevenida ella en su vigilia y sin
fuerzas ya el moribundo para resistirse.
Se acercó de nuevo al hombre al que había amado, al hombre que la había
protegido tantas veces. Lo hizo con un espasmo angustioso en su movimiento.
¿Dónde estaba el espíritu indómito de aquel hombre que siempre, hasta en los
momentos más difíciles, había conseguido que ella se mantuviese firme y sin
miedo a nada, y que hacía que lo amase cada día más? ¿Por qué se abandonaba
ahora a su suerte, sin importarle que se quedara sola? ¿Por qué desertaba
lentamente sin ofrecer resistencia?
Echó después la cabeza hacia atrás, lamentando sus reproches al moribundo;
afligida por su sentir agónico, sin embargo, no podía evitar aquellos recuerdos de
su hombre en otro tiempo, ni recordarle a él mismo quién había sido. Y otra vez
volvió a apoderarse de ella el pánico, y otra vez volvió a quedarse clavada en su
asiento, rígida, con la respiración entrecortada, esperando la llegada de la
muerte.
De repente percibió un ruido que parecía producirse abajo, quizá en la
primera planta del edificio. Fue un ruido lejano, amortiguado probablemente por
esa lejanía; acaso el de unos pasos sobre los peldaños de hierro de la escalera.
Unos pasos lentos… Aguzó el oído y pudo contar hasta cien entre un paso y
otro. Aprensiva e histérica, apenas podía hacer otra cosa… Pero… ¿dónde estaba
la música fúnebre que forzosamente debería acompañar aquellos pasos?
Su cuerpo, su rostro, toda ella estaba bañada en sudor, como si la muerte
fuese una ola. Sintió que se le erizaban los cabellos desde la raíz, preguntándose
si en verdad se le habrían puesto de punta. Pero no se atrevió a llevarse las
manos a la cabeza para comprobarlo. Quizá todo se debiera a aquel frío extraño
que sentía a pesar del calor; quizá todo se debiera a que comenzaba a enfriarse el
sudor que la cubría. Sus músculos se reblandecieron entonces, sin que menguase,
sin embargo, la tensión interna que sentía. Sus nervios parecían abandonarla.
No le cupo duda de que era la muerte quien subía despacio por la escalera,
enseñoreándose de la casa vacía. Y supo que era así porque no podía decirle otra
cosa la sensible inteligencia de su oído, no su mera capacidad de escuchar.
Concentró todos sus esfuerzos, que eran incluso dolorosos, en oír cualquier
sonido que llegase de la escalera, sabedora de que tenía que hacerlo por muy
duro y difícil que le resultara. ¿Cómo iba a relajarse, no obstante, con todo lo
que tenía que hacer? Cada minuto, cada segundo, sería vital; la muerte, aun
despaciosa, no desaprovecha el tiempo de apuntar con su dedo frío a las almas
que quiere llevarse, apenas emergen éstas del cuerpo putrefacto de los difuntos.
Y ella, al menos, iba a tener el honor de recibirla en persona, como se recibe a
los heraldos, o a los subordinados, que al fin y al cabo eso es la muerte: una
especie de emisario del más allá.
El sonido de aquellos pasos decía a la mujer que la muerte avanzaba lenta
pero inexorable. Peldaño a peldaño y descansillo tras descansillo, se acercaba, no
obstante anduviese con mayor lentitud que antes. Tan leves eran sus pasos como
el ruido amortiguado pero constante que hacían. La muerte, si bien muy lenta,
avanzaba sin tregua.
Llevó instintivamente una mano a su pecho y vio que el corazón le latía
apresurado, como nunca lo había sentido. Entonces se dijo que aquellos latidos,
los latidos de su propio corazón, habrían de cesar en el mismo instante en que la
muerte hiciera su entrada en la habitación, en el mismo instante en que detuviera
sus pasos junto al lecho del moribundo.
Ya no era humana, ya no era una mujer; ya era sólo inteligencia en alerta. No
se dejaba sentir ni un ruido, salvo el de los pasos leves de la muerte, que parecía
tener los pies de cera.
Contaba la mujer los pasos, uno, dos, tres… Y se irritaba al observar las
pausas tan largas que hacía la muerte entre un paso y otro. Cuando la muerte
proseguía su lento ascenso, volvía a contarlos, cada vez más audibles, cada vez
más próximos, secos, sin eco… ¿Cuántos peldaños habría en aquella escalera?
Nunca se había detenido a contarlos. Ahora le hubiera gustado saberlo, pero…
¡qué importaba ya! Cada uno de los pasos de la muerte anunciaba su presencia
inmediata; nada más podía decir aquella mayor sonoridad de su avance. Supo
bien la mujer cuándo llegaban a un descansillo; incluso calculó bien los
segundos que se detendría allí antes de acceder a los últimos tramos de la
escalera… Y calculó perfectamente, también, lo que tardaría en llegar al pasillo
de la planta en la que estaba la habitación. Y supo al fin cuándo se detuvo ante la
puerta. Entonces llamó la muerte con sus nudillos de hierro. Los nervios
impidieron a la mujer decirle que adelante. La muerte volvió a golpear la puerta
con sus nudillos, de manera más imperiosa. Sintió la mujer que aquellos golpes
en la puerta hacían temblar las paredes del cuarto. Entonces se dejó sentir el
sonido del pomo de la puerta en un giro. Y en un movimiento raudo e instintivo,
en busca de protección, la mujer se arrojó a los brazos de su esposo.
Cuando Mary abrió la puerta y entró en la habitación vio a la mujer muerta,
yaciente junto al hombre muerto.
Willa Cather
(1873 - 1947)
«Esto es un cuento de las lúgubres y frías tierras septentrionales, donde hiela
eternamente y las nieves apenas se derriten; donde las blancas extensiones, por
ello, se extienden millas y más millas sin que se vea un árbol, ni siquiera un
arbusto; donde el cielo de la noche posee una belleza terrible, cruzado por los
tremolantes relámpagos que son las luces del norte, y donde icebergs de color
verdoso flotan con toda su estática grandeza en las negras corrientes del
inabarcable mar polar». Así, de esta manera tan absolutamente tétrica, arranca el
relato de Willa Cather “La estrategia del hombre lobo perro” (The Strategy of the
Were-Wolf Dog), aparecido en la revista Home Monthly, vol. VI, nº 13-14
(diciembre de 1896). Uno se inclina a pensar que nos hallamos, una vez más, en
los espacios sombríos y eróticos, terroríficos y melodramáticos, explorados por
Clemence Houseman en su magistral historia The Werewolf. Sin embargo,
estamos lejos de los dominios del tradicional cuento de horror; más bien en los
territorios de lo maravilloso y, más concretamente, del cuento de hadas. No hace
falta remontarse a clásicos como “Blancanieves”, “Caperucita roja” o “La Bella
y la Bestia” para advertir que entre la pura fábula y el estremecimiento gótico
existe una línea de separación muy delgada. Basta recordar “Pulgarcito” —con
su ogro devorador de carne humana— o “Barba Azul” —leyenda en torno a un
señor feudal cuyo castillo está bañado con la sangre de sus esposas degolladas
—, sádicas historias para niños que, según explicó Bruno Bettelheim en
Psicoanálisis de los cuentos de hadas (The Uses of Enchantment: The Meaning
and Importance of Fairy Tales, 1976), tratan sobre sus profundos conflictos
internos, originados por extraños impulsos primarios y violentas emociones,
educándolos, en última instancia, de cara a su relación con el mundo.
Y éste es el espectro narrativo, psicológico y emocional que explota
magistralmente Willa Cather en “La estrategia del hombre lobo perro”. No falta
ningún elemento: un personaje perverso —«Era el malvado hombre lobo perro
que todo lo odiaba; que odiaba a las demás bestias, a los pájaros, al propio Santa
Claus y al oso blanco; y que odiaba, por encima de todo, a los niños del mundo.
Nada le volvía tan rabioso como saber que el mundo está lleno de niños buenos,
niños que se aman los unos a los otros, y que son sencillos, cariñosos y educados
con quienes tienen a su alrededor y con las cosas bonitas del mundo, como las
flores y todo lo que crece y vibra en la tierra. Llevaba años intentando sabotear
como fuese los viajes de Santa Claus, sólo para que esos niños no recibieran sus
regalos de Navidad. El hombre lobo perro detestaba la Navidad, algo
incomprensible bajo cualquier punto de vista. Pero era un ser malvado y
demoníaco, y la Navidad es un tiempo de celebración de la bondad, por lo que al
hombre lobo perro todas las noches de Navidad le ardía pérfidamente el corazón,
tornándosele aún más oscuro»—, una muy freudiana y ambivalente figura
paternal, Santa Claus —que detenta a los ojos del niño un poder absoluto y
misterioso, inquietante…— y un tema no menos freudiano, el desamparo infantil
—la peripecia de los renos— y la nostalgia por el padre instigada por la angustia
ante la omnipotencia del destino, y el mensaje positivo sobre la solidaridad —el
gesto final de los animales del bosque— y la bondad. Pero lo realmente
llamativo es el tono melancólico y poético del cuento, esa negra ligereza con que
observa el heroísmo y el dolor, la tragedia y la épica, mezcladas de tal forma que
excite sentimientos poco tranquilizadores. Recordemos el discurso de la foca:
«Me rompe el corazón —comenzó a decir— ver que seguís impasibles ante la
ayuda que nos piden porque los niños del mundo corren el peligro, por primera
vez desde que comenzaron las Navidades, de quedarse sin sus juguetes… Sólo
soy una foca vieja y tullida, dos veces herida por los cazadores de focas, pero así
y todo tengo fuerzas y ánimo suficientes como para ir con el oso blanco y,
aunque apenas pueda recorrer una milla diaria, me apoyaré como sea en mi cola
y en mi única aleta para llevar sus regalos a los niños del mundo». Tales
sutilezas son las que convierten “La estrategia del hombre lobo perro” en una
obra maestra de la literatura fantástica.
¿Cómo empezar a hablar de Willa Cather? No es fácil. Fue una de las
escritoras estadounidense más brillantes de su generación, como evidencian
Pioneros (O Pioneers!, 1913), El canto de la alondra (The Song of the Lark,
1915), Mi Antonia (My Antonia, 1918), Una dama extraviada (A Lost Lady,
1923) o La muerte llama al arzobispo (Death Comes for the Archbishop, 1927),
hermosos y dramáticos retratos de la vida de los pioneros norteamericanos,
aquellos aventureros llegados de Europa para poblar las tierras del nuevo mundo
y, más concretamente, las inhóspitas tierras de Nebraska. El espíritu y coraje de
los inmigrantes suecos, checos, rusos o alemanes, que ella conoció muy bien de
niña, al trasladarse desde su Virginia natal —nació en el mítico Shenandoah
Valley— a Nebraska y que tan bien refleja en Mi Antonia, es el tema central de
sus historias. Una materia que guarnece con sus inquietudes más íntimas: la
pérdida de seres queridos, de la vida pasada, de las esperanzas juveniles…
Admirada profunda y sinceramente por grandes literatos como William Faulkner
o Traman Capote, o por no menos grandes cineastas como Douglas Sirk —quien
jamás pudo llevar a la pantalla Mi Antonia, una de sus novelas predilectas, como
era su voluntad—, entre los años veinte y cuarenta del siglo pasado Willa Cather
fue una de las novelistas estadounidenses más prestigiosas de su tiempo, sobre
todo después de ganar el Premio Pulitzer en 1923 con One of Ours (1922). A
través del uso del estilo indirecto —pocas veces se sirve de la primera persona,
ni tan sólo cuando el narrador es testigo, nunca actor principal—, concentró su
arte en el desarrollo de tramas amargas y amables a un mismo tiempo, como si, a
pesar de todo, valiese la pena quedarse con las pocas cosas buenas de la vida,
entre las que ocupa un lugar destacado la literatura y la bondad innata de las
personas.
Su sorda lucha contra la ruindad de la sociedad la llevó a no ocultar jamás su
lesbianismo —mantuvo relaciones con la folclorista Louise Pound (1872-1958),
así como con su secretaria, Isabella McClung, quien poco tiempo después de su
ruptura con la escritora se casó, lo que provocó en Willa una profunda depresión
—, pero tampoco lo convirtió en bandera de una causa, ya que jamás se atrevió a
hablar de la homosexualidad femenina en sus obras. Empero, en su adolescencia,
desafió las normas de la época cortándose el cabello y vistiendo como un chico;
además, durante su breve etapa como actriz amateur, solía interpretar a
personajes masculinos. Su relación sentimental más duradera fue con la escritora
Edith Lewis (1882-1972), con quien compartió apartamento desde 1908 hasta su
muerte, en 1947, formando un estable «matrimonio de Boston», eufemismo por
el cual los americanos del siglo XIX se referían a dos mujeres que viven juntas
como amantes. Por fortuna, su vida privada jamás empañó su consideración
artística, a pesar de los denodados esfuerzos que, en este sentido, llevaron a cabo
los sectores más reaccionarios de la sociedad estadounidense de entonces.
LA ESTRATEGIA DEL HOMBRE LOBO PERRO
The Strategy of the Were-Wolf Dog
Esto es un cuento de las lúgubres y frías tierras septentrionales, donde hiela
eternamente y las nieves apenas se derriten; donde las blancas extensiones, por
ello, se extienden millas y más millas sin que se vea un árbol, ni siquiera un
arbusto; donde el cielo de la noche posee una belleza terrible, cruzado por los
tremolantes relámpagos que son las luces del norte, y donde icebergs de color
verdoso flotan con toda su estática grandeza en las negras corrientes del
inabarcable mar polar.
Es una región desolada en la que no hay primavera, y en la que, durante los
cortos veranos, sólo crecen lechos de sauces atrofiados que ponen un
contrapunto verde, muy leve, entre los canales rocosos a través de los cuales
corren las aguas de la nieve derretida, aguas límpidas y heladas. Lo único
realmente gracioso en toda esta inmensa región es que más allá, en el Círculo
Ártico, justo en los límites de las planicies nevadas, se alza una gran casa de
piedra gris en la que brillan las luces en sus ventanas todos los días del año, y en
cuyas altas paredes se arracima el calor que expande el fuego del hogar. Es la
casa de un santo muy adorado, Nicolás, al que llaman Santa Claus los niños de
todo el mundo.
Todos los niños saben que su casa es hermosa; que es, más que hermosa, uno
de los hogares más acogedores del mundo. Nada más entrar por su puerta
principal se accede a un gran vestíbulo en el que cada noche, tras cumplir con
sus tareas, Santa Claus toma asiento ante el fuego y conversa con su esposa,
Mamá Santa, y con el oso blanco.
A un lado está el comedor, y un poco más allá la alcoba donde duermen
Mamá Santa y Santa Claus. En la parte trasera de la casa está el taller de
juguetería donde hacen los juguetes más bonitos del mundo, y al lado se
encuentra la habitación en la que duerme el oso blanco, que tiene una cama que
en realidad es un lecho de nieve muy blanca, purísima, que él mismo se hace
todas las noches; su habitación está en la parte trasera de la casa precisamente
para que pueda dormir más fresco.
Son muchos los niños y las niñas, sin embargo, que lo desconocen todo
acerca del oso blanco, por mucho que se trate de un personaje importantísimo,
pues ha sido sistemáticamente olvidado por los biógrafos de Santa Claus. Pero
así es como proceden habitualmente los historiadores: se concentran en una
figura única, muy importante, eso sí, lo sea de un lugar o de un tiempo
concretos, y se olvidan de hacer siquiera una mención de pasada a propósito de
otros que también tienen una gran importancia. Ocurre, en cualquier caso, que
con el discurrir del tiempo aparecen otros historiadores que al fin reparan en la
importancia de esas figuras sistemáticamente olvidadas, y se disponen a hacer
justicia. Por eso considero mi deber, que será además uno de los trabajos de más
trascendencia que jamás haya hecho, hablar del oso blanco para convencer al
mundo de su importancia.
No es, desde luego, como uno de esos osos que se llevan a los niños malos,
ni pertenece a esa familia de osos que se comen a los niños que se mofan de la
calva cabeza del profeta[29]. Muy al contrario, este oso es bueno, cándido y
educado, y cuida de los niños como no lo haría cualquier otro oso del mundo, ni
cualquier persona, salvo si se trata del propio Santa Claus. El oso blanco vive
con Papá Santa desde tiempo inmemorial, ayudándole en su trabajo de juguetero,
pintando caballitos, tensando el cuero de los tambores y pegando las pelucas
amarillas en las cabecitas de las muñecas. Pero su tarea principal consiste en
cuidar de los renos, esas bellas bestias tan fuertes y de nervio vivo, y tan veloces,
sin las cuales no llegarían jamás a los niños ni los tambores rojos, ni las muñecas
de peluca amarilla, ni los caballitos.
Una noche del 23 de diciembre —el año no importa—. Papá Santa estaba
sentado junto al fuego, fumando en pipa y echando el humo por la nariz, con su
cara de luna brillante que imperase sobre la neblina. Estaba de muy buen humor,
estaba más feliz de lo que en él es habitual, porque al fin se iban a ver los
resultados de todo un año de duro trabajo. Ya había clavado el último clavo, ya
había dado la última mano de pintura a un juguete. Ya tenía dispuestos los
juguetes para meterlos en los sacos y subirlos al trineo del que tirarían sus renos.
Frente a él estaba Mamá Santa, dando las últimas puntadas a los vestiditos de
algunas de esas muñecas que tanto gustan a las niñas del ancho mundo. Mamá
Santa no se preocupaba de los muy distintos y lejanos lugares en los que vivían
esas niñas, pues eran Papá Santa y el oso blanco quienes se ocupaban de llevar al
día el libro de las direcciones. A Mamá Santa le bastaba saber que eran niñas, y
además niñas buenas; todo lo demás le daba lo mismo. Junto a ella estaba el oso
blanco, comiéndose un perrito caliente con tomate y mostaza. El oso blanco
siempre tenía hambre y se pasaba el rato picando algo, entre una comida y otra,
por lo que Mamá Santa y Papá Santa siempre le tenían dispuesto un buen plato
de salchichas en la despensa, un lugar en el que siempre estaban frescas pues allí
no llegaba el calor del fuego del hogar.
Papá Santa encendió su pipa de nuevo y dijo al oso blanco:
—Supongo que el tiro de renos ya estará preparado, ¿no? ¿Los has visto esta
noche?
—Sí, ya les di de comer y los cepillé hace una hora, más o menos. Nunca los
he visto tan juguetones. Mañana por la noche volarán sobre la nieve como los
pájaros… Pero cuando salí del establo me pareció ver rondando por ahí al
hombre lobo perro, así que me aseguré de que la puerta quedase bien cerrada.
—Bien hecho —aprobó Papá Santa—. Si anda por aquí no será para nada
bueno… El año pasado manipuló los arneses, que se rompieron antes de que
pudiese llegar a Noruega.
Mamá Santa clavó su aguja en uno de los vestiditos a los que daba las
últimas puntadas, y comenzó a hablar con un gesto tan indignado que los rizos se
le salieron de la roja caperuza con que se tocaba, cayéndole sobre la cara.
—No puedo entender cómo ese animal es tan perverso, ni por qué la tiene
tomada contigo; y no sólo no puedo entender por qué te molesta, sino que
tampoco me explico por qué quiere fastidiar a esos pobres niños inocentes del
mundo, impidiendo que les lleguen sus juguetes de Navidad. Es, desde luego, el
animal más indecente que hay de aquí al final del Polo.
—Así es —asintió Papá Santa—; no hay ninguna razón para que haga todo
eso… Pero es que odia todo lo que no se le parezca.
—Estoy segura, Papá, de que no se detendrá hasta que consiga causar un
accidente terrible… ¿Por qué no va el oso a echar otro vistazo al establo de los
renos?
—Mejor dormiré allí esta noche, si os parece —dijo el oso blanco mientras
barría el suelo con su corta cola.
—No creo que sea necesario —dijo Papá Santa—; será mejor que durmamos
y descansemos bien, pues mañana nos espera una dura jornada de trabajo…
Espero que los renos, si llega el caso, sepan cuidar de sí mismos. Vamos a la
cama, Mamá, que hemos de descansar.
Papá Santa apagó su pipa, echó las cenizas a la chimenea y se dirigió a su
habitación, mientras el oso blanco hacía lo mismo para tumbarse en su lecho de
nieve.
Cuando más tranquilo y silencioso estaba todo, se pegó a la fachada de la
casa la sombra de un perro gigantesco, la sombra de un monstruo que merodeaba
por allí. Tenía el pelaje rojo y los ojos brillantes, como brasas temibles. Sus
dientes y colmillos eran enormes, y le salían de la boca como cuchillos mojados
en su saliva espumosa, lo que le daba un aspecto aún más fiero. Iba con el rabo
entre las patas, pues era tan cobarde como vicioso y precavido. Era el malvado
hombre lobo perro que todo lo odiaba; que odiaba a las demás bestias, a los
pájaros, al propio Santa Claus y al oso blanco; y que odiaba, por encima de todo,
a los niños del mundo. Nada le volvía tan rabioso como saber que el mundo está
lleno de niños buenos, niños que se aman los unos a los otros, y que son
sencillos, cariñosos y educados con quienes tienen a su alrededor y con las cosas
bonitas del mundo, como las flores y todo lo que crece y vibra en la tierra.
Llevaba años intentando sabotear como fuese los viajes de Santa Claus, sólo
para que esos niños no recibieran sus regalos de Navidad. El hombre lobo perro
detestaba la Navidad, algo incomprensible bajo cualquier punto de vista. Pero
era un ser malvado y demoníaco, y la Navidad es un tiempo de celebración de la
bondad, por lo que al hombre lobo perro todas las noches de Navidad le ardía
pérfidamente el corazón, tornándosele aún más oscuro.
Lento y silencioso se asomó a la ventana del establo, para mirar en su
interior. Los renos estaban apaciblemente tumbados, pero al poco, apercibidos
de su presencia, comenzaron a patear el suelo, muy nerviosos e impacientes. En
las noches de luna llena, sin embargo, los renos nunca duermen, pues se
entusiasman con las vastas extensiones de nieve que ansían recorrer al día
siguiente, apenas amanezca.
—Pequeños renos —comenzó a decirles en voz baja el hombre lobo perro, y
los renos alzaron las orejas—. Pequeños renos… Hace una noche espléndida,
preciosa —bien lo sabían ellos, que podían contemplarla a través de los cristales
de la ventana del establo—. Pequeños renos, la luna brilla tanto como el sol en el
verano, el viento del norte sopla despacio y fresco haciendo que las nubes del
cielo parezcan esos pájaros blancos que vuelan sobre el mar. Hay mucha nieve;
tanta, que se os hundirán las patas en ella; vuestros hermanos libres corretean por
ella felices, como todas las criaturas salvajes de esta tierra. Y las estrellas… ¡Ah,
las estrellas…! Las estrellas, queridos amigos, brillan cual millones de joyas en
la faz del cielo luminoso.
Los renos escuchaban todo aquello con gran impaciencia. Les resultaba muy
duro resistirse.
—Vamos, pequeños renos —insistía el hombre lobo perro—, os contaré por
qué vuestros hermanos los renos salvajes trotan a sus anchas esta noche para
dirigirse al mar polar… Lo hacen porque las luces del norte brillarán como
nunca antes lo hicieran, y los relámpagos serán de color rojo, y violeta y
púrpura, y cruzarán el cielo para que toda la gente del mundo pueda verlos desde
cualquier lugar, pues muchos no los han contemplado jamás. Escuchad,
pequeños renos… Ésta es la noche en que deberéis correr lejos de aquí, ser
libres; ésta es la noche en la que decidiréis que nada más ha de encadenaros las
patas, que nunca más llevaréis arneses. Vamos, salid de una vez… Total, podréis
regresar al amanecer y nadie se enterará de que os fuisteis.
El reno Dunder[30] se acercó a la ventana, atraído por lo que decía el hombre
lobo perro.
—No, no podemos —dijo, no obstante—; mañana hemos de salir temprano
para llevar juguetes a los niños del mundo.
—Pero si os he dicho que podréis regresar al amanecer, con las primeras
luces del día cayendo sobre los picos de los icebergs y tornando roja la nieve…
Vamos, será una noche gloriosa, lo pasaréis muy bien; y veréis unas luces que
nunca más volverán a iluminar el cielo. ¿Es que no jadeáis ya ansiosos al sentir
este dulce viento de la noche, pequeños renos?
Entonces los renos Cupido y Blitzen[31], atraídos por aquellas palabras,
comenzaron a suplicar a su jefe.
—Vamos, Dunder, salgamos esta noche… Hace mucho tiempo que no
hemos visto esas luces del cielo, y además mañana temprano estaremos de
regreso.
Los renos sabían bien que no debían irse, pero como no son personas a veces
hacen justo aquello que no tienen que hacer. La ilusión del fresco viento de la
noche y las luces del cielo del norte, y pisar la nieve iluminada por la luna, todo
eso, hizo que se volviesen salvajes, pues la verdad es que los renos aman su
libertad por encima de todo, mucho más que cualquier otro animal, y ansiaban
moverse libremente, ir con el viento.
Así que el hombre lobo perro abrió la puerta, con ayuda de los ciervos del
establo, y al momento salieron todos al amparo de la luna para trotar hacia el
norte, felices como conejos.
—Regresaremos por la mañana —dijo Cupido.
—Sí, regresaremos en cuanto amanezca —dijo Dunder.
Los pobres renos estaban tan encantados que temían herir la blanca y lisa
superficie de la nieve con sus pezuñas.
Pero qué reconfortante les resultaba volver a sentir el viento en la piel,
mientras corrían libres hundiendo las pezuñas en la nieve. Corrieron millas y
más millas sin cansarse, con el mismo placer que sintieron al salir del establo.
Les brillaban los ojos y les aleteaban los hocicos.
—Despacio, despacio, pequeños renos; dejad que os guíe yo —les decía el
hombre lobo perro—, pues de lo contrario no llegaréis al lugar donde están
reunidas las bestias.
Los renos no podían ir más despacio que un niño cuando sigue al coche de
los bomberos, por lo que dejaron atrás al hombre lobo perro, que intentaba
seguirlos un poco aburrido ya de todos ellos. En su loca carrera sobre las blancas
planicies, que brillaban tanto como el cielo, dos ciervos más, Dasher[32] y
Prancer[33], bramaban muy fuerte, regocijados. Pronto vieron la costa del mar
polar. Negro y silencioso, parecía guardar en su seno para siempre todos los
secretos del Polo. Aquí y allí flotaban en sus aguas negras y quietas los icebergs,
cuyas altas paredes de hielo brillaban como las llamas cuando en el cielo se
encendía un relámpago. Los renos detuvieron su loca carrera para contemplar
aquella maravilla, lo que dio tiempo al hombre lobo perro para llegar a su altura.
—El hielo no tiene peligro, ¿verdad, viejo perro? —preguntó la reno
Vixen[34].
—Así es, mi pequeña; el hielo parece lejos de aquí pero no tiene peligro,
pues se agranda en la base para llegar hasta la costa —dijo el hombre lobo perro
con la voz más ronca que nunca.
Y los renos, engañados, comenzaron a correr por la pendiente, para alcanzar
el hielo, sin percatarse de que el hombre lobo perro no iba con ellos sino que
estaba tan tranquilo en el borde del acantilado. Pero cuando se dieron cuenta de
que se precipitaban sin remedio, ya era muy tarde; mientras caían sólo pudieron
oír el ruido que hacían los renos que habían saltado primero al caer contra el
hielo, un ruido que sonaba precisamente como cuando rompemos trozos de
hielo.
—¡Atrás, atrás! —gritaba Dunder, pero ya era tarde.
El malvado hombre lobo perro contemplaba desde lo alto cómo se
resquebrajaba el iceberg, riéndose al ver flotando en las negras aguas del mar las
cabezas de los renos. Se dio la vuelta lentamente y caminó más allá, sobre la
nieve, con el rabo entre las patas, como siempre, pues era tan cobarde que ni
siquiera podía seguir contemplando por más tiempo la fechoría que acababa de
hacer.
Los renos fueron hundiéndose lentamente en las negras aguas, pero Dunder,
Dasher y Prancer consiguieron mantenerse a flote y asomaban sus cabezas
mientras intentaban regresar a la costa.
—Nademos, hermanos, que podemos ponernos a salvo —dijo Dunder a los
otros.
Y así lo hacían sorteando grandes trozos de hielo cuanto les era posible, pues
algunos los herían. No obstante, nadaban con todas sus fuerzas para ponerse a
salvo, aunque la costa les parecía aún muy lejana. Un gran pedazo de hielo
golpeó a Prancer en el pecho, y comenzó a hundirse lentamente tras quedar
desvanecido. Casi al momento, Dasher, sin resuello, se abandonó a su suerte y
comenzó a hundirse igualmente. Cuando Dunder, que lo vio, nadó hacia él,
Dasher le dijo:
—No, hermano, no… Ya no puedo más, no intentes ayudarme, pues nos
ahogaremos los dos. Tienes que salvarte, tienes que ir y contarle al oso blanco
todo lo que nos ha ocurrido. Adiós, hermano mío, ya no volveremos a ver juntos
las nieves que cubren los campos —y tras decir estas palabras se hundió
definitivamente en las negras aguas, dejando solo a Dunder.
Cuando al fin consiguió alcanzar la costa estaba exhausto y sangraba
profusamente por todos los cortes que le habían hecho los trozos de hielo
flotante. Pero no había tiempo que perder. Aun herido y agotado, comenzó a
trotar por la planicie nevada.
Era ya noche avanzada cuando el oso blanco notó unos golpecitos en el
cristal de la ventana de su cuarto. Se levantó y vio al pobre Dunder cubierto de
nieve y de sangre.
—Ven conmigo, hermano —dijo al oso blanco—; los otros se han ahogado
en el mar, sólo yo he conseguido ponerme a salvo. El maldito hombre lobo perro
vino esta noche al establo y, hablándonos con palabras muy dulces, nos animó a
ir con él hacia el Polo, prometiéndonos que veríamos las luces del cielo del norte
brillando como nunca antes las habíamos visto y como nunca volveríamos a
verlas. Pero lo que nos enseñó fue una muerte negra, espantosa… Lo que nos
enseñó fue el fondo del mar del Polo.
Entonces el oso blanco salió a su encuentro, sólo con el camisón puesto, y
Dunder siguió contándole acerca de la cruel maldad del hombre lobo perro.
—¡Ah! —se lamentó el oso blanco—. ¿Y quién va a decirle a Santa todo
esto, y quién le ayudará a llevar los sacos llenos de juguetes para los niños del
mundo? A Santa se le romperá el corazón sólo de pensar en esos pobres niños
que verán vacíos sus calcetines cuando llegue la mañana de Navidad.
El pobre Dunder, que estaba agotado, se dejó caer sobre la nieve y comenzó
a sollozar.
—No desesperes, Dunder… Tú y yo iremos ahora mismo hasta esa colina de
hielo donde las bestias retozan a la espera del día de Navidad… ¿Podrás trotar
un poco más, mi pobre y querido ciervo?
—Trotaré hasta morir —dijo Dunder con mucha valentía—. Sube a mi
espalda, que salimos ahora mismo.
Aunque a regañadientes, el oso blanco se montó en Dunder, pues los osos
son más lentos que los renos, y así partieron hacia la alta colina de hielo donde
los animales del norte pasan la Navidad.
Esa colina es como una gran pila de hielo y de nieve, que se alza al amparo
de la estrella polar, y por eso todos los animales acuden allí a beber ponche y a
desearse una feliz Navidad los unos a los otros. Allí hay focas, y leones marinos,
y muchas nutrias, y mustelas, y ballenas, y osos, y muchos pájaros exóticos, y
también perros lapones leonados, que son tan fuertes como los caballos… Allí
no iba, claro está, el hombre lobo perro. El oso blanco no ofreció un sueldo a
ninguno de ellos. Se limitó a subir hasta la cumbre de la colina de hielo para
decirles:
—¡Animales del norte! ¡Escuchadme! —y todas las bestias cesaron en lo que
hacían, que era divertirse, y miraron hacia lo más alto de la colina del hielo,
donde estaba el oso blanco, que parecía mucho más raro allí arriba, iluminado
por la luz de las estrellas y con su camisón puesto—. ¡Escuchadme! —tronó el
oso blanco—. He de contaros una historia de maldad y bellaquería como nunca
la habréis oído. He de daros cuenta de algo que nunca antes había sucedido. Esta
misma noche, el malvado hombre lobo perro, que no ceja en su empeño de hacer
cuanto su negro corazón le dicte en contra de los niños del mundo, se acercó
hasta los renos de Santa Claus y con palabras arteras los condujo hasta el norte,
diciéndoles que verían allí unas luces del cielo como no se habían visto jamás y
como nunca volverán a contemplarse… Pero lo que en verdad les enseñó no fue
sino la muerte más negra y el fondo del mar polar —luego les pidió que mirasen
al ensangrentado Dunder, el único superviviente.
Todos los animales de la colina de hielo demostraron una gran indignación,
avergonzándose de que uno de ellos hubiese cometido una maldad semejante. La
gran ballena sacudió su cola con furia, y todos los osos que allí estaban
empezaron a gruñir, muy enfadados.
—Ahora, amigos míos, mis queridos animales —siguió diciendo el oso
blanco—, ¿quiénes de entre vosotros vendréis conmigo para ayudarnos a llevar
sus juguetes a todos los niños del mundo, y que así no se pongan tristes al
despertar, pues no verán vacíos sus calcetines?
Pero entonces se callaron todos, pues aunque lamentaban mucho lo que había
sucedido, amaban a tal extremo su libertad que ninguno quería correr con
arneses sobre la nieve, ni dormir en el establo de Santa Claus, por muy caliente
que allí se estuviese.
—¿Qué os pasa? —gritó el oso blanco—. ¿Es que ninguno de vosotros va a
ayudarnos, es que ninguno de vosotros va a venir al establo de Santa Claus para
ocupar el lugar que ocuparon los pobres renos ahogados, esos buenos hermanos
nuestros? Además de un establo tibio y acogedor tendréis todo el forraje que
queráis comer, y un lecho de limpia paja, y agua de nieve para beber…
Pero los animales seguían guardando silencio. No querían abandonar la
colina de hielo, ni dejar de sentir el viento frío… El pobre Dunder seguía
llorando, y hasta el oso blanco comenzaba a desesperar, cuando de repente alzó
su voz una pobre foca vieja, a la que faltaba una aleta, pues había sido mutilada
por unos cazadores de focas antes de que pudiera escapar de ellos… La vieja
foca había bebido bastante ponche, por lo que hablaba con la voz un tanto
chillona, pero tenía muy buen corazón.
—Me rompe el corazón —comenzó a decir— ver que seguís impasibles ante
la ayuda que nos piden porque los niños del mundo corren el peligro, por
primera vez desde que comenzaron las Navidades, de quedarse sin sus
juguetes… Sólo soy una foca vieja y tullida, dos veces herida por los cazadores
de focas, pero así y todo tengo fuerzas y ánimo suficientes como para ir con el
oso blanco, y aunque apenas pueda recorrer una milla diaria, me apoyaré como
sea en mi cola y en mi única aleta para llevar sus regalos a los niños del mundo.
Las palabras de la vieja foca tullida sirvieron para que los demás animales se
avergonzasen de su proceder. Los renos salvajes fueron los primeros en
ofrecerse.
—¡Adelante! Iremos con vosotros —dijeron.
Al día siguiente, pues, un poco más tarde de lo acostumbrado, Santa Claus se
puso su traje, se cubrió con sus pieles, y subió al trineo tirado por siete renos
salvajes, a los que guiaba en cabeza Dunder. Partió así, a gran velocidad, hacia la
costa de Noruega. Y si alguno de vosotros recuerda haber recibido un año sus
regalos de Navidad un poco más tarde de lo debido, sabed que fue porque los
ciervos salvajes no estaban acostumbrados a ese trabajo, aunque tiraban del
trineo con todas sus fuerzas.
Vernon Lee
(1856 - 1935)
Según la mitología griega, los sátiros (σατυρος), personificaciones de la
fuerza vital de la Naturaleza, eran los encargados de custodiar los bosques.
Alegres, alocados, maliciosos, lascivos, formaban parte del cortejo de Dionisio
—dios del vino y protector de la agricultura y del teatro—. Se les suele
representar de varias formas, aunque la más habitual es hacerlo como un hombre
con patas de carnero, orejas puntiagudas y cuernos, abundante cabellera, nariz
chata, cola de cabra y en erección permanente (priapismo), explícita alusión al
poder fecundador de la Naturaleza. Por eso, las pastoras los temían —al igual
que las ninfas, espíritus femeninos de la naturaleza—, ya que podían ser
seducidas y/o ultrajadas por los sátiros, y optaban por ofrecerles pequeños
sacrificios (las primeras crías de sus rebaños, frutos…) a fin de que las dejaran
tranquilas. De ahí que los sátiros fueran rápidamente catalogados por la iglesia
católica, a partir del siglo IV, como demonios, acólitos de Satán, especialmente a
raíz de los textos místicos de San Rufino de Aquilea (340-410).
De entre todos los sátiros, y aparte de Pan (Πάν), dios de los rebaños, destacó
Marsyas, músico notable en el arte de la flauta —la suya, se dice, había sido
tallada por la mismísima Atenea—. Un día Marsyas tuvo la desdichada
ocurrencia de desafiar a Apolo —dios de la curación, la luz, la verdad, el tiro con
arco, pero también de la música y la poesía— a una especie de concurso musical
que decidiría cuál de los dos era mejor músico. Apolo aceptó bajo la condición
de que «el vencido se pondría a disposición del vencedor». Los habitantes de
Nisa, en el istmo de Corinto, que ejercían de jueces, se quedaron maravillados
con la interpretación de Marsyas; pero Apolo, con su lira, provocó lágrimas de
emoción en todos los presentes, que lo declararon ganador. El dios, haciendo
gala de una crueldad sin límites, ató a Marsyas al tronco de un abeto, boca abajo
y, una vez inmovilizadas sus manos a la espalda, lo desolló vivo, clavando luego
la piel del sátiro en un árbol. Los compañeros de Marsyas, los restantes sátiros y
dríades (ninfas del bosque), lloraron tan amargamente su muerte que sus
lágrimas formaron el río que lleva su nombre, afluente del Meandro, que
desemboca cerca de Celea (Anatolia).
Tomando como referencia la figura del desventurado sátiro, la escritora
inglesa Vernon Lee nos ofrece en “Marsias en Flandes” (Marsyas in Flanders,
1900) uno de los más singulares y sombríos relatos de la presente antología. Una
verdadera obra maestra del terror, un texto grandioso no tanto por su sugerente
mezcla —confusión deliberada y maligna sin duda— entre paganismo y
cristianismo, entre el milagroso poder de las reliquias religiosas y la fuerza
incontrolable de las potencias infernales, entre las vaporosas texturas de la ghost
story más popular —cf. la «extraña» iglesia, con sus gárgolas en forma de lobo
que parecen aullar…— y la cruel fisicidad del cuento de vampiros… Con
ligereza casi diderotiana, Vernon Lee consigue que “Marsias en Flandes” sea un
prodigio de estilo, pues la calculada acumulación de matices siniestros, de
atroces sugerencias en torno al misterio que encierra el santuario de Dunes, crea
un denso clima de inquietud, de expectación angustiosa, que estalla en una
terrible conclusión nada gratuita: las claves para captarla están ahí, mientras
intentamos digerir nuestra muda inquietud. La crónica histórica, la descripción
realista, los apuntes oníricos, la alegoría moral y la tragedia, cuestionan la
delgada línea que separa la fe de la superstición, la ciencia de lo puramente
fantástico, irreal.
Vernon Lee era el nom de guerre de Violet Paget, quien publicó en 1880,
con apenas 24 años, Studies of the Eighteenth Century in Italy, un tratado sobre
el arte del siglo XVIII italiano que no se atrevió a firmar con su nombre, pues en
la época resultaba «escandalosa» la figura de una mujer-erudita, razón por la que
optó por un pseudónimo masculino. A pesar de ello, el éxito del libro fue enorme
y le permitió viajar a Inglaterra, donde conoció a algunos de sus admiradores,
como Oscar Wilde, Robert Browning, Henry James o H. G. Wells. De padres
británicos, pero con ascendentes franceses y galeses, Vernon Lee / Violet Paget
vivió casi toda su vida en Florencia, profundamente concentrada en su labor
creativa, cultivando casi todos los géneros literarios: el ensayo —cuyos modelos
estéticos fueron John Ruskin y Walter Horatio Pater—, la biografía novelada, el
libro de viaje, la novela, el relato, el teatro… Sin embargo, hoy es
internacionalmente conocida por sus cuentos de terror. Cuentos como “La voz
endemoniada” (A Wicked Voice, 1890), “La leyenda de Madame Krasinska”
(The Legend of Madame Krasinska, 1892), “El arca nupcial” (A Wedding Chest,
1904) o “La Virgen de los Siete Puñales” (The Virgin of the Seven Daggers,
1909) la han convertido en un clásico del género incluso en vida, recopilando
todas sus narraciones fantásticas en tres volúmenes, Hauntings, Fantastic Stories
(Heinemann, Londres, 1890), Pope Jacynth and Other Fantastic Tales (John
Lane Publisher, Londres, 1904) y For Maurice, Five Unlikley Stories (John
Lane, Publisher, Londres, 1927). Como curiosidad, destacar que “Marsias en
Flandes” es uno de los pocos que no están ambientados en Italia.
En su momento, algunos de sus allegados acusaron a Vernon Lee de ser
demasiado cerebral, incapaz de abandonarse a los sentimientos e, incluso, de ser
un tanto puritana en cuestiones eróticas. Quizá era una forma de recriminarle su
independencia y discreción a la hora de llevar sus asuntos amorosos. Sabemos
que jamás ocultó su lesbianismo, pero tampoco hizo de su sexualidad un casus
belli feminista. Entre sus numerosas relaciones destacan la dama inglesa Annie
Meyer, «de temperamento ardiente, impetuoso», recordaba más tarde la escritora
—y de la que tenía siempre un pequeño retrato sobre la cama—, y su propia
cuñada, lady Archibald Campbell —«seguramente la mujer más sorprendente
sobre la que se han posado mis ojos (…), muy parecida a un joven príncipe de
Las mil y una noches…», confesó—. Hacia el final de su vida, estremecida por
los efectos de la Primera Guerra Mundial y de la Gran Depresión, tanto en Italia
como en Inglaterra, mostró cierta simpatía hacia los emergentes totalitarismos
europeos. Al igual que muchos intelectuales de su tiempo, a ambos lados del
Atlántico, creía que un líder fuerte, con las ideas claras, era el mejor remedio
para sacar adelante el país. En algunas de sus cartas, por ejemplo, Vernon Lee
recuerda optimista las grotescas y electrizantes apariciones de Benito Mussolini
desde el balcón del palacio Chigi. Pero jamás militó en el partido fascista
italiano ni aspiró a desempeñar papel político alguno vinculado al mismo.
MARSIAS EN FLANDES
—Tiene razón; este crucifijo no es el original, lo han cambiado por otro. Il y
a eu substitution…
El viejo anticuario de Dunes, un hombrecillo menudo, asentía
misteriosamente al hablar, mientras fijaba en mí sus ojos fantasmagóricos.
Lo dijo en un susurro tan audible como dolido. Era la vigilia del Viernes
Santo y aquella iglesia, una de las más apreciadas de la región, estaba llena de
fieles, clérigos o no, y decorada con esmero para la jornada de duelo. Varias
damas de edad, con la cabeza cubierta, se afanaban en limpiar el templo armadas
de cubos, escobas y bayetas. El anticuario me había llevado allí apenas llegué a
la localidad, aunque por la gran cantidad de fieles que había en la iglesia no
pudiera mostrármelo todo hasta la mañana siguiente.
El crucifijo tan reputado como objeto de adoración se hallaba tras varias
hileras de velas encendidas, y rodeado de guirnaldas hechas con flores de papel y
muselina coloreadas, así como de otras urdidas con agujas de pino resinoso que
exhalaban un aroma muy grato. Dos grandes candelabros con velas encendidas
lo flanqueaban.
—Sí, lo han cambiado por otro —repetía el viejo anticuario mirando a su
alrededor, cuidándose de que nadie le oyese—. Il y a eu substitution…
Observé mi extrañeza de que nadie hubiese dicho, tras contemplarla, que
fuera una talla francesa del XIII, tan apreciada como realista, pero no el crucifijo
legendario, obra de San Lucas, que había estado oculto durante siglos en el
Santo Sepulcro de Jerusalén hasta que apareció milagrosamente en las costas de
Dunes en el 1195. Bastaba una mirada para darse cuenta de que era una pieza
más o menos bizantina, no la de Lucas.
—¿Y por qué razón lo habrán cambiado? —pregunté inocentemente.
—Calle, calle —me dijo el anticuario—. Mejor no hablemos aquí de eso. Ya
lo haremos después…
Me guió por el templo, uno de los de mayor devoción para los peregrinos; un
templo al que acudían en masa desde hacía siglos, no obstante lo difícil que
resultaba su acceso por hallarse al borde de los acantilados, sobre el mar. Era una
hermosa iglesia, más bien pequeña y de inspiración gótica, erigida en pálida
piedra, sobre la que la erosión de los vientos cargados de salitre era perceptible
en sus capiteles y muros, en cuya base crecía un musgo verde brillante que le
daba un tono adorable. El anticuario me fue describiendo el trazado del interior,
inspirado por la Cruz, y luego el campanario, inconcluso como consecuencia de
la merma de la fe, propia del siglo XIV. Luego me llevó a la muy curiosa cámara
que había al final del triforio, una especie de celda con chimenea y bancos de
piedra en la que los caballeros de la villa vigilaron en tiempos día y noche,
haciéndose los oportunos relevos, el preciado crucifijo. Me dijo el anticuario,
con la ilusión de un niño, que en la antigüedad hubo, en los ventanucos de la
cámara, colmenas.
—¿Era común en Flandes que las iglesias tuviesen una cámara en la que
vigilar las reliquias? —pregunté, pues nunca había visto nada semejante.
—No era común, no —respondió mirando a su alrededor, como si quisiera
cerciorarse de que nadie nos oía—, pero aquí resultaba muy necesario… ¿No ha
oído hablar del milagro insólito de esta iglesia?
—No —respondí en voz muy baja, impresionado por el secretismo del
anticuario—. ¿Se refiere usted a la leyenda según la cual el Salvador rompió
todas las cruces hasta que le llevaron la verdadera, la que fue rescatada de las
aguas del mar?
Negó con la cabeza, pero sin decir palabra; luego descendimos por los
peldaños hasta la nave del templo, en cuya contemplación me había extasiado
antes desde la leve altura de la cámara en la que en tiempos aquellos fieles
caballeros de la villa velaron el crucifijo. Nunca me había sentido tan curioso e
impresionado en una iglesia como lo estuve entonces. De los candelabros que
flanqueaban el crucifijo dimanaban grandes espacios de luz no obstante rota por
las sombras agazapadas en las columnas de la nave y entre los bancos de la
iglesia, entre los cuales se veía igualmente la leve luz de la palmatoria con que el
sacristán se paseaba entre ellos. El templo todo olía a resina de pino, un aroma
que me evocaba los montes y las dunas costeras; y de entre los grupos de fieles
se dejaban sentir especialmente las voces de las mujeres sobre un fondo rugiente
de olas del mar que llevaba el viento. Todo aquello sugería vagamente la
preparación de un sabbath de brujas.
—Pero, entonces, ¿qué tipo de milagros se dieron realmente en esta iglesia?
—pregunté cuando ya caminábamos de nuevo por la nave del templo—. ¿Tienen
algo que ver con eso que dice usted, lo de la substitution del crucifijo?
En el exterior de la iglesia todo era ya oscuridad. La iglesia, desde la
pequeña plaza cuadrada en que se alzaba, aparecía negra; era como una masa
difícilmente reconocible salvo por el oscuro perfil de sus tejados recortados
contra el aire marino y el cielo de luna pálida. Los altos árboles del pequeño
cementerio adyacente movían también su masa de sombras negras al envite del
viento de la mar; lo único que arrojaba alguna luz era el amarillento brillo de los
ventanucos del templo, que parecían portales flameantes en medio de la absoluta
negrura de la noche.
—Observe, por favor, el audaz efecto de las gárgolas —me sugirió el
anticuario apuntándolas con su dedo.
Eran apenas visibles, pero sí perceptibles; una vaga presencia de animalidad
salvaje que pespunteaba en línea los tejados del templo; una animalidad violenta
a la luz de la luna que hacía en la piedra un efecto azul y amarillento en las
fauces inquietantes de las bestias allí representadas. Una ráfaga de viento extrajo
de la veleta un sonido aterrador, como un gemido.
—Realmente, parece que esas gárgolas lobunas aúllan —dije entonces.
El viejo anticuario sonrió con cierta burla.
—¡Ajá! ¿Acaso no le había dicho que esta iglesia esconde secretos como no
se dan en toda la cristiandad? ¡Ahí los tiene! ¿Había visitado usted alguna vez
una iglesia tan salvaje como la que tiene ante sus ojos?
Y mientras así decía, continuaba el viento extrayendo de la veleta gemidos
temblorosos, mientras del interior del templo se dejaban sentir unas notas agudas
como un chillido.
—El organista se aplica en la afinación de la vox humana de su instrumento
—dijo el anticuario.
II
Al día siguiente compré un libro que hablaba de una de las milagrosas
historias que se atribuían al crucifijo legendario y a la iglesia; y al otro día, mi
amigo el anticuario tuvo a bien referirme todo lo que sabía al respecto… Gracias
a esas dos informaciones pude elaborar lo que se ofrece a continuación, que bien
puede ser tenido por la historia más cierta sobre este asunto.
En el otoño de 1195, tras una noche de tempestad aterradora, se halló a la
deriva, junto a la costa de Dunes, villa de pescadores en la bahía de Nys, un bote
perteneciente a un barco hundido entre los arrecifes.
El bote hacía aguas, y muy cerca, pero en la orilla, yacía la figura en piedra
del Salvador crucificado, pero sin la cruz, y sin sus brazos, que aparentemente
formaban parte de otro bloque ahora separado del conjunto. Pronto acudió la
gente a contemplar el prodigio; la pequeña iglesia de Dunes, entre cuya gleba
había sido fundada por los Barones de Cröy, dueños y señores de la costa, y
regida por la Abadía de San Loup d’Arras, tenía que ser el destino de la imagen
misteriosa, pero un santo varón que vivía en retiro junto a los acantilados tuvo
una visión que desató las disputas… Se le apareció San Lucas en persona para
decirle que él, y sólo él, era quien había tallado la imagen del crucificado, que
formaba parte de un grupo de tres imágenes, la cual fue rescatada junto a las
otras por tres caballeros, un normando, un toscano y otro de d’Arras, del Santo
Sepulcro de Jerusalén, siempre con el consentimiento del cielo, para ponerlas a
salvo de los infieles y hacerlas a la mar con dicho propósito, yendo a parar la una
a la costa normanda de Salenelles, la otra hasta no muy lejos de la ciudad italiana
de Lucca, y la tercera, la aparecida en Dunes, que fue embarcada por un
caballero de Artois. San Lucas, aun considerando que la pequeña ermita de los
acantilados, donde moraba aquel santo varón al que se había aparecido, habría de
ser el lugar donde descansara para el resto de los días el crucifijo, decidió que
debería de ser la imagen quien decidiese dónde hacerlo. Así, el crucificado fue
solemnemente arrojado de nuevo al mar, pero a la mañana siguiente apareció en
el mismo sitio, en las márgenes de la bahía de Nys. Los notables de la villa
decidieron entonces, en cualquier caso y sin encomendarse a la Abadía de Arras,
que fuera trasladado a la iglesia de Dunes, y los píos habitantes de la región
comenzaron a sugerir que el templo fuese remodelado a fin de dar al recinto
sagrado una dignidad mayor, toda vez que iba a albergar tan milagrosa
presencia.
La santa efigie de Dunes —Sacra Dunarum Effigies, como fue llamada la
presencia a partir de entonces—, sin embargo, no hizo los milagros al uso. Pero
su fama se expandió rápidamente a lo largo y ancho del mundo, llevada por los
vagabundos y peregrinos en general que iban hasta ese confín donde se alzaba.
La santa efigie, como anteriormente se ha dicho, había aparecido, empero, sin su
cruz completa y sin sus brazos, y no hubo tempestad, aun siendo muchas las que
se cernían sobre la costa, que devolviese a la orilla lo que de ella faltaba, aquel
bloque desgajado de su conjunto, a pesar de las muchas preces elevadas al cielo
por los fieles para que pudieran contemplarla todos en su forma completa.
Pasado algún tiempo, y no sin que se produjesen innumerables querellas y
debates, se decidió que era preciso dotar a la efigie sagrada de una nueva cruz. Y
así, los más diestros canteros de Arras recibieron la orden de acudir a Dunes.
Mas el mismo día en que se alzó solemnemente en el templo la nueva cruz que
habría de sostener al crucificado, se produjo un prodigio asombroso cual lo fue
que la efigie sagrada girase violentamente a su derecha, haciendo trizas la nueva
cruz de piedra con que fuera dotada poco antes por los canteros de Arras.
De tal prodigio no sólo dieron cuenta los cientos de fieles que allí se habían
reunido, sino los propios sacerdotes llegados a la iglesia de Dunes desde todos
los rincones de la región, que elaboraron un documento a propósito de lo
observado, y que pudo consultarse en el archivo episcopal de Arras hasta 1790,
guardado allí por disposición del abad de San Loup, pastor espiritual de la
región.
Tal fue el origen de una serie de sucesos misteriosos que hicieron correr por
toda la cristiandad la fama del crucifijo milagroso. La efigie sagrada, según se
cuenta, nunca permanecía inmóvil, como si se sintiese incómoda, salvo cuando
había ante ella fieles; mas apenas desaparecían éstos, al regresar la encontraban
cambiada de posición, en muchas ocasiones como si hubiera padecido terribles
convulsiones. Y un día, unos diez años después de que fuera definitivamente
rescatada de las aguas del mar, las gentes de Dunes descubrieron al crucificado
en su actitud natural, pero sin cruz, sustentándose en el aire, pues aquélla estaba
desperdigada por el suelo, a los pies de la imagen, en tres grandes bloques rotos.
Ciertas personas, que vivían a las afueras de la villa, muy cerca de la iglesia,
dijeron haberse despertado en medio de la noche por un ruido que habían
supuesto fue un gran trueno preludio de otra tempestad, pero que en realidad fue
la consecuencia de aquella rotura de la cruz de piedra. Mas ¿quién sabía si aquel
ruido aterrador no fue producido, con la rotura de la cruz, por un ser ajeno a toda
piedad? He aquí el secreto: la efigie sagrada, hecha por las manos de un santo y
llegada a las costas de Dunes milagrosamente, parecía en efecto haber
descubierto algo que no era santo, ni digna de ella, en la piedra con que le fue
hecha su cruz. Ésa fue la explicación que dio el prior de la iglesia, en respuesta a
las agrias peticiones de una respuesta conveniente que hiciera el abad de San
Loup, que negó la posibilidad de un milagro. Más aún, acabó por descubrirse
que un trozo de mármol incrustado en la piedra no había sido lavado con el ritual
necesario después de que fuera puesta la efigie en la cruz, lo cual dejaba inscrita
la huella del pecado humano en la piedra. Por lo tanto, se ordenó la erección de
otra cruz, cosa que llevó mucho tiempo, procediéndose a la consagración de la
efigie algunos años después.
Mientras, el prior hizo construir aquella cámara para los caballeros que
vigilasen la efigie sagrada, con sus bancos y una chimenea, obteniendo del Papa
el preceptivo permiso para que una guardia incesante velara por ella día y noche
para que nadie osara robar tan sagrada reliquia. No obstante, ya se habían hecho
en la villa reproducciones del crucifijo, pues Dunes vio llegar grandes masas de
peregrinos atraídos por la fama milagrosa de la cruz, con lo que el pueblo fue
creciendo rápidamente, unas reproducciones con las que comerciaba, para su
beneficio magnífico, el prior de la iglesia.
Todos los abates de San Loup, sin embargo, veían aquello con muy malos
ojos. Aunque nominalmente eran sus vasallos, el prior y los sacerdotes de Dunes
habían obtenido ciertos privilegios directos, concedidos por el Papa, cosa que les
confería un más que alto grado de independencia con respecto a la Abadía de
Arras, y en particular una clara inmunidad merced a la que hacían envío a la
tesorería de San Loup sólo de una muy pequeña parte de las muchas ganancias
que con su tributo aportaban los peregrinos. El abad Walterius en concreto se
mostró especialmente hostil hacia la iglesia de Dunes, y acusó al prior de haber
reclutado a los guardianes de la reliquia refiriéndoles cuentos que hablaban de
ruidos extraños y de movimientos no menos raros que hacía la vera efigie
sagrada, y de sugestionarlos con todo ello. Finalmente quedó concluida la nueva
cruz, a la que se consagró un día del año, llamado Día de la Santa Cruz, y la
efigie fue entronizada en presencia de una multitud compuesta por clérigos y
gentes llegados de toda la región e incluso de mucho más allá. Se creyó que
desde aquel día quedaban satisfechas las exigencias de la efigie sagrada, no
dándose desde entonces ningún hecho violento que comprometiera su reputación
de imagen santa.
Pero todo aquello concluyó, por cierto, violentamente. En noviembre de
1293, tras un año en el que corrieron rumores alarmantes y conversaciones que
hablaban de sucesos extraños, ocurridos todos alrededor de la cruz de Dunes,
volvió a descubrirse que la efigie se había movido de nuevo un mal día, y que
siguió haciéndolo en lo sucesivo, o, más bien, que se contorsionaba como
poseída por una pasión pérfida, a juzgar por las posturas que cada día se
descubrían en el crucificado. Y se dijo que en la noche de la Navidad de aquel
mismo año la cruz volvió a quedar hecha añicos en el suelo, mientras el
crucificado permanecía suspendido en el aire. Aquella misma noche murió en la
cámara de guardia el sacerdote encargado de la custodia del templo. De nuevo
procedieron a la erección de otra cruz, que fue posteriormente consagrada,
aunque esta vez en privado, sin pompa ni ceremonia pública, pues se hizo de un
agujero en la techumbre del templo el pretexto idóneo para que los fieles no
entrasen allí, y no sólo eso, sino que con dicho pretexto quedó cerrada la iglesia
por un tiempo, cierre que se prolongó en exceso ya que consideraron los
sacerdotes y el prior que el templo tenía que ser repetidamente purificado tras la
estancia en su interior de los que obraron el arreglo del tejado y la techumbre.
Luego se dijo que el sacerdote que había sustituido al que muriese en la noche de
Navidad se volvió loco al extremo de que hubo de ser encerrado en la cárcel
regentada por el prior, por el temor de éste a que, en su locura, no parase mientes
a la hora de revelar los secretos que había descubierto.
Todas esas historias, con otras aún más truculentas, llegaron a la Abadía de
Arras, lo que enojó sobremanera a los abates, disponiéndolos aún más en contra
de los responsables de la custodia de la iglesia de Dunes. Una iglesia, cabe
recordarlo, que se alzaba sobre la villa, aislada por altos árboles que crecían al
filo de los acantilados, a lo que hubo que añadir los precintos impuestos por el
priorato, además de unos muros que se levantaron mientras se procedía a la
reparación del tejado y la techumbre, con lo cual la iglesia quedó prácticamente
aislada, e incluso invisible, salvo por la parte de sus muros que daba al mar. No
obstante todo ello, hubo quienes afirmaron que, llevadas por el viento, habían
oído voces extrañas que salían de la iglesia en lo más oscuro de las noches.
Según ellos, aquello sucedía principalmente durante las tempestades y las
tormentas, y describieron dichas voces como aullidos, lamentos, y hasta
parecidas a músicas propias de danzas populares. Un viejo marino afirmó que en
una noche de Halloween, a medida que su barco se aproximaba a la bahía de
Nys, vio la iglesia de Dunes llamativamente iluminada, como si de sus ventanas
salieran llamas. Pero, como estaba borracho, supuso que todo aquello que creía
ver no era cosa sino de la bebida, que le había llevado a exagerar lo que
posiblemente no fuese más que una leve luz en uno de los ventanucos,
seguramente el ventanuco de la cámara donde hacían su vigilia los caballeros
que custodiaban la reliquia. Cabe decir que el interés de los moradores de Dunes
coincidía con el del prior, toda vez que ellos se beneficiaban también de la
presencia de los peregrinos, los cuales les hacían más prósperos. Razón,
naturalmente, por la que historias como las referidas por el viejo marino
quedasen rápidamente sepultadas. No obstante, siempre llegaban a oídos del
abad de San Loup; y finalmente llegó la noche en que todo aquello, tan oculto,
habría de salir a la superficie.
Fue en la vigilia de todos los santos, del año 1299, cuando cayó un rayo
sobre la iglesia de Dunes. Poco después era encontrado sin vida, en mitad de la
nave del templo, el nuevo sacerdote custodio, y para mayor horror, la cruz estaba
rota sobre el suelo, y la efigie sagrada había desaparecido… Un terror indecible
se apoderó no sólo de los moradores de la villa, sino de toda la región. Un terror
que aún se hizo más acervo cuando se supo que el crucificado había sido hallado
tras el altar mayor, debatiéndose en insólitas convulsiones y ennegrecido por
distintas quemaduras.
Con aquello concluyeron los sucesos de la iglesia de Dunes.
Un consejo eclesiástico, reunido en Arras, decretó el cierre de la iglesia
durante casi un año, a cuya conclusión el templo fue de nuevo consagrado, esta
vez por parte del propio abad de San Loup, con el que concelebró la santa misa
el prior. Durante el año en que permaneció cerrada la iglesia, se procedió a la
construcción de una nueva capilla, que albergó al crucificado, vestido ahora con
sedas y espléndidos brocados, y luciendo en su gloriosa corona de espinas gemas
como nunca fueron vistas, un regalo, según se dijo, del propio duque de
Burgundia.
Tanto esplendor, y la mera presencia del abad de San Loup, sirvió sin
embargo para que el prior anunciase de nuevo, poco después, la consumación de
un milagro aún más prodigioso que los anteriores. La cruz original, en la que
había estado la efigie sagrada en la capilla del Santo Sepulcro de Jerusalén, la
cruz que añoraba el crucificado, la que hacía que rechazase todas aquellas que le
ofrecían, creadas por manos no precisamente santas, había llegado a las costas de
Dunes a impulso de las aguas del mar, varándose en la misma arena sobre la que
cien años atrás fuese encontrado el Salvador.
—He aquí —proclamó el prior— la mejor explicación para acabar con las
leyendas y maledicencias que desde hace tantos años llenan de angustia el
corazón de los moradores de esta noble villa. Con la arribada a nuestras costas
de la cruz genuina, la efigie sagrada se muestra ya complacida y podrá descansar
en paz por el resto de los siglos, otorgando sus milagrosos favores sólo a quienes
recen a sus pies con devoción plena.
Algo era cierto. Desde aquel día jamás se volvió a observar que la efigie
sagrada cambiase de postura en la cruz. Mas igualmente, y como consecuencia
de que no volviera a producirse nada que pudiese alentar la ilusión de un
milagro, la fe de las gentes de Dunes comenzó a mermar, así como la cantidad
de peregrinos que acudían a la villa. Es más, hubo otras reliquias que concitaron
el mayor interés de los fieles, los cuales parecieron ir olvidándose poco a poco
de la efigie sagrada de la cruz. Pocas veces volvió a verse la iglesia rebosando de
devotos.
¿Qué había sucedido realmente? Nadie parecía en disposición de dar una
respuesta precisa, ni de hacer preguntas al respecto que tuvieran sentido. Pero,
cuando en 1790 fue saqueado el palacio arzobispal de Arras, cierto notario se
hizo con buena parte de los archivos del mismo, a precio de papel al peso,
movido más por su curiosidad e interés por la historia que por la devoción, pues
no era hombre de creencias, y por el contrario mostraba una clara aversión hacia
todo lo que tuviese que ver con el clero. No obstante, aquellos documentos
quedaron en almoneda durante años, sin que nadie los estudiase, hasta que mi
amigo el viejo anticuario los compró… Entre aquel montón de papeles había
sobre todo distintos planos del palacio arzobispal, que iban dando cuenta de los
avatares de su construcción, mas también otros varios en los que la Abadía de
Arras había ido anotando cuanto concernía a la iglesia de Dunes, sobre todo en
relación con los supuestos milagros que allí se daban. Entre aquellos papeles se
exponía el resultado de una investigación hecha en la villa en 1309, en la que se
interrogó a numerosos habitantes de Dunes y sus alrededores, así como a una
buena cantidad de peregrinos. No obstante, para comprender el significado de
dicha investigación, resulta preciso recordar que fue aquel tiempo pródigo en
sucesos cuales los procedimientos llevados a cabo contra los templarios,
motivados por el afán de la Iglesia de Roma en el control de las finanzas
religiosas.
En cuanto a la iglesia de Dunes, lo que pareció suceder es que, tras la
catástrofe de aquella vigilia de Viernes Santo, en octubre de 1299, el prior,
Urbain de Luc, fue acusado de sacrilegio y brujería, siendo él mismo el autor de
los supuestos milagros atribuidos a la efigie sagrada, milagros que en realidad no
eran tales sino meras prácticas demoníacas mediante las cuales había convertido
la iglesia, y muy especialmente la capilla dedicada al crucificado, en un templo
de adoración a Satanás.
No obstante haber apelado en su día a los tribunales eclesiásticos, ante los
que dijo que todo era una gran mentira urdida por el abad de San Loup,
envidioso éste de los beneficios que a la villa aportaba la afluencia de peregrinos
llegados desde todos los puntos de la cristiandad, hizo después acto de contrición
y dijo someterse sin ambages a la autoridad del abad, al que pidió misericordia.
El abad pareció complacido por la sumisión de su vasallo y, tras varios trámites
legales, de los que se daba cuenta en algunos documentos de aquéllos comprados
por mi amigo el anticuario, todo quedó en el olvido. Por cierto, el anticuario me
pidió que le tradujera varios de aquellos legajos, pues estaban escritos en latín.
Doy cuenta ahora del contenido de los documentos más interesantes, a fin de que
el lector pueda hacerse una idea cumplida de cuáles fueron realmente los hechos.
Ítem. El abad expresa su mayor satisfacción ante el reverendo prior, al
haberse demostrado que no andaba éste en tratos con el Diablo (Diabolus). No
obstante, la gravedad del caso examinado requiere… (aquí quedaba roto el
legajo).
Hugues Jacquot, Simon le Couvreur, Pierre Denis, de Dunes todos ellos,
atestiguan lo siguiente:
Que los ruidos procedentes de la iglesia de la Santa Cruz siempre se
dejaban sentir en noches de tempestad o de tormenta en las que se producían
naufragios en las costas de Dunes; y que eran tan diversos como terribles todos,
cuales gruñidos, chillidos, aullidos de lobos y jadeos, dejándose sentir en
ocasiones, igualmente, melodías de flauta. Un tal Jehan, varias veces
sorprendido pegando fuego a los prados y a las cosechas, así como haciéndose
en las orillas con el producto de los naufragios, declara tras recibir garantías
de inmunidad: Que la banda de ladrones y salteadores a la que pertenece sabía
cuándo iba a producirse un naufragio en la costa, pues poco antes del suceso se
dejaban sentir desde la iglesia aullidos. Y que en ocasiones, para cerciorarse, él
mismo saltaba la tapia del cementerio de la iglesia, para poder escuchar mejor
entre las tumbas lo que sucedía en el interior del templo. No le resultan
extraños, por todo ello, ni los aullidos, ni los chillidos, ni los lamentos, ni los
jadeos declarados por otros testigos. Un hombre con el que se cruzó una noche
en el camino le dijo que parecía haber una manada de lobos dispuesta a caer
sobre la villa, de tan bestiales como eran aquellos aullidos, pero él supo bien
que se trataba de lo que acontecía en la iglesia, porque además hacía treinta
años que no se veía un lobo en la región. Señala el testigo que el ruido más
singular de todos, sin embargo, no era otro sino el sonido de flautas y de órgano
que acompañaban el fragor de las tormentas y de las tempestades en el mar
(quod vulgo dicuntur flustes er musettes), una música tan deliciosa como nunca
pudieran oírla los reyes de Francia en su corte. Al ser interrogado acerca de las
cosas que vio, el testigo declaró lo que sigue:
Que vio muchas veces fantásticamente iluminada la iglesia, hallándose él
abajo, en la costa; mas que en varias ocasiones, según se acercaba a la iglesia
para comprobar qué sucedía, todo iba tornándose más oscuro según avanzaba,
quedando sólo tenuemente iluminado el ventanuco de la cámara de vigilancia. Y
que en una ocasión, al lucir hermosa y llena la luna en el cielo, el sonido del
órgano y de las flautas, unido a los aullidos, todo lo llenaba en derredor del
templo, y que le pareció ver en el tejado de la iglesia un lobo, mas fijándose
mejor comprobó que se trataba de una presencia humana. No obstante, preso
del pánico en aquella ocasión, echó a correr de allí sin aguardar a presenciar
otros sucesos.
Ítem. Su Señoría el abad, tomando juramento de verdad al prior, haciéndole
poner la mano sobre los Evangelios, le pregunta si ha oído él dichos y extraños
ruidos.
El reverendo prior lo niega rotundamente, asegurando no haber escuchado
siquiera algo similar. Posteriormente, y sometido a otros procedimientos
(¿acaso el potro de tortura?), reconoce sin embargo que ha oído hablar de tales
supuestos, pues gentes del pueblo se los han comunicado, e incluso los mismos
caballeros encargados de la vigilia y custodia de la reliquia.
Pregunta: ¿Alguien de la guardia le ha contado cosa semejante al reverendo
prior?
Respuesta: Sí, pero sólo se lo han revelado a este prior bajo secreto de
confesión, y por ello individualmente. Debo decir, no obstante, que uno de los
responsables de la custodia, el sacerdote muerto por un rayo, era un hombre de
comportamiento impío y harto reprobable, que cometió grandes crímenes, y al
que este prior dio la responsabilidad de la custodia por no hallar otro hombre
que quisiera aceptarla.
Pregunta: ¿Nunca ha interrogado el prior, al respecto de todo lo sucedido, a
los caballeros de la guardia?
Respuesta: Como lo que me fuese revelado por ellos estaba bajo secreto de
confesión, y aunque sí les interrogué al respecto en el curso de dichas
confesiones, nada puedo a mi vez decir yo, por mucho que este prior lamente no
poder hacerlo a Su Señoría.
Pregunta: ¿Qué ha sido de cierto caballero custodio que fue hallado
desvanecido tras una noche de Halloween?
Respuesta: Este prior no lo sabe. Aquel caballero custodio era igualmente
sacerdote y al parecer estaba loco. Este prior supone, por ello, que acaso esté
encerrado en algún asilo.
En el curso de aquellos interrogatorios se produjo sin duda una sorpresa muy
desagradable para el prior Urbain de Luc, pues en otro documento se lee lo que
sigue:
Ítem. Por orden de Su Señoría, el abad magnífico, se llama a prestar
testimonio a Robert Baudouin, sacerdote y uno de los custodios de la iglesia de
la Santa Cruz, que ha pasado diez años preso por disposición del reverendo
prior de Dunes, quien lo señaló como afectado de locura. El testigo manifiesta
un gran terror al verse ante los componentes de este tribunal, así como ante el
reverendo prior. Y se niega a declarar, sollozando ante la sugerencia de que lo
haga, y escondiendo su rostro entre las manos por temor a ser visto. No
obstante, tras ser confortado por los aquí presentes, con palabras amables y
garantías suficientes de que nada malo habrá de ocurrirle, siempre y cuando
diga la verdad, el testigo declara lo siguiente, no sin hacerlo entre grandes
lamentos, sollozos y temblores, tal cual es común entre los hombres afectados de
locura:
Pregunta: ¿Puede recordar qué sucedió en la vigilia de Todos los Santos en
la iglesia de Dunes, antes de que el testigo quedara tendido en el suelo y privado
de sentido?
Respuesta: Dice el testigo que no puede. Dice que cometería pecado si lo
hiciese ante señores tan reverendísimos como lo son quienes componen este
tribunal. Dice ser un hombre ignorante, que además está loco. Asegura que
tiene hambre.
El abad lo regala con pan en su propia mesa, y una vez saciado el testigo
prosigue el interrogatorio.
Pregunta: ¿Qué puede recordar de los hechos acaecidos aquella noche de la
vigilia de Todos los Santos?
Respuesta: El testigo cree que aún no se había vuelto loco. Cree igualmente
que antes de aquellos sucesos jamás había estado preso. Y supone que acaso
llegara a la villa en un bote, por mar, etcétera.
Pregunta: ¿No cree el testigo que alguna vez estuvo en la iglesia de Dunes?
Respuesta: No puede recordarlo. Se limita a decir que sabe que no siempre
estuvo recluido.
Pregunta: ¿Ha escuchado el testigo alguna vez cosa semejante?
(Su Señoría el abad había dispuesto que cierto simplón a su servicio,
hombre que tocaba las gaitas, las flautas y el órgano, hiciera música escondido
tras los cortinones. Y apenas se dejó sentir el agudo sonido de las flautas y del
órgano, el testigo comenzó a temblar espantosamente, comenzando a sollozar
caído sobre sus rodillas y con los brazos abiertos en cruz, teniendo que ser
confortado por Su Señoría el abad luego de ordenar que cesara la música.)
Pregunta: ¿Cómo es posible que haya sentido semejante terror, hallándose
como lo está en presencia de Su Señoría el abad, que le brinda su protección y
amparo?
Respuesta: Dice el testigo que en ningún caso puede soportar el sonido de
las flautas, ni el de los órganos. Que dichos sonidos le hielan la sangre. Que
había dicho al reverendo prior que no podía permanecer en la cámara de
vigilancia cuando se dejaban sentir aquellas músicas. Que temía entonces por
sus vidas, pues siempre se escuchaban cuando él, y sólo él, estaba de guardia.
Que no se atrevía ni a hacer la señal de la cruz, ni a decir sus oraciones, por
temor al Gran Salvaje. Que el Gran Salvaje fue quien rompió la cruz. Que dicho
Gran Salvaje se divertía jugando con un aro por toda la nave del templo
mientras profería blasfemias. Que el tejado se llenaba entonces de lobos que
aullaban, y que después entraban en el templo para danzar sobre sus patas
traseras mientras el Gran Salvaje tocaba la flauta en el altar mayor. Que
también se vio rodeado de muchas y pequeñas cruces hechas por él mismo con
los trozos de la gran cruz caídos en el suelo, para así mantener lejos de la
cámara al Gran Salvaje, quien no dejaba de tocar la flauta, y en otras ocasiones
el órgano, mientras aullaban y danzaban frenéticamente los lobos. Y que poco
después se cernían las tormentas sobre el pueblo y las tempestades en el mar.
Ítem. No se pudo obtener más información del testigo, pues cayó de bruces
al suelo, como un poseso, y hubo de ser apartado de la presencia de Su Señoría
el abad, y de la presencia del reverendo prior de Dunes.
III
Aquí se interrumpe la relación de hechos expresados por la investigación.
¿Acaso alcanzaron a conocer aquellos dignatarios algo más acerca de los sucesos
habidos en la iglesia de Dunes? ¿Llegaron a descubrir alguna vez las causas de
dichos sucesos?
—Es evidente que podemos hablar de un caso, pues lo hubo —me dijo el
anticuario quitándose los lentes tras leer lo que acabo de referir—. Y mucho me
temo que la causa de aquellos hechos persiste… Comprenderá usted, así las
cosas, que resultara tan difícil hallar dichas causas a aquellos sacerdotes de hace
seis siglos.
Se levantó entonces, cerró con llave su tienda, y me condujo al patio de su
casa, próxima a la bahía de Nys, a una milla de distancia de Dunes.
Desde allí podían contemplarse los campos de lilas y lavandas, y más allá la
breve playa de la bahía. A lo lejos se avistaba la Isla de los Pájaros, una suerte de
montaña arenosa que se alzaba en mitad de la bahía, donde paraban las aves; y
más allá, el mar encrespado bajo el sol de color naranja del atardecer. Del otro
lado, tierra adentro, sobre los tejados de las casas y de las granjas, se alzaba la
iglesia de Dunes, teñida en sus pinos circundantes, en sus tejados de aviesas
gárgolas y en sus cuatro lados, por la ominosa luz de un rojo pálido con la que
iban bañándola las horas.
—Tenga por seguro —me dijo el anticuario introduciendo una llave en la
cerradura de una puerta que daba acceso a su casa, tras cruzar el patio de la
tienda—, tenga por seguro que hubo un cambio, que hubo una substitution de la
imagen… Tenía usted razón. El crucifijo presente en la iglesia de Dunes no es el
original, no es el crucifijo milagroso de la tempestad de 1195. Lo que hay ahora
no es, en puridad de criterios, sino una estatua a tamaño real, de la cual se da
cuenta en los archivos del arzobispado de Arras, una estatua debida a Estienne
Le Mans y a Guillaume Pernel, canteros, que la hicieron por encargo del abad de
San Loup en 1299, lo que quiere decir en el año en que se llevó a cabo la
investigación que acabó con todas las historias sobre los supuestos hechos
milagrosos sucedidos en Dunes. Ahora contemplará usted la verdadera efigie
sagrada y podrá comprenderlo todo.
Ya en su casa, el anticuario abrió la puerta que daba paso a una galería de
techo abovedado, encendió una lámpara y lo seguí por allí. Era, desde luego, la
celda de una construcción medieval junto a la que habían levantado la casa del
anticuario; olía a vino, a madera húmeda, a ceniza y a ramas de abeto.
—Aquí —dijo el anticuario— enterraron la imagen bajo hierro, como si
fuese un vampiro, para evitar que resucitara.
La imagen, en efecto, se alzaba contra una pared oscura. Era de un tamaño
superior al normal, al de un hombre vivo, y estaba desnuda, con los brazos rotos
por los hombros, caída la cabeza hacia un lado, el gesto agónico… Sus músculos
eran los propios y tensos de un crucificado, y tenía los pies atados con una
cuerda. Era, sin embargo, una imagen similar a tantas de las que me había sido
dado ver en innumerables galerías. Me acerqué a ella para examinar en detalle la
oreja que más oculta parecía por la inclinación de la cabeza, pues parecía
puntiaguda.
—Ya veo que acaba de descubrir usted el misterio del caso —dijo el
anticuario.
—Así es —dije, aunque no sabía bien a qué se refería, cuán lejos volaban sus
pensamientos—. Creo que se trata de la supuesta imagen de Cristo, que no
obstante representa al legendario sátiro Marsias a la espera de su castigo.
El anticuario asintió.
—Exacto —dijo secamente—. Tal es la explicación del misterio. Pero me
parece que tanto el abad como el prior no hicieron del todo mal en encerrar bajo
hierros la imagen cuando la trajeron aquí desde la iglesia.
Edith Wharton
(1814 - 1887)
Más allá de los restringidos ambientes literarios de nuestro país, la
popularidad y difusión de la obra de Edith Wharton entre los lectores españoles
arranca con la presentación, en el marco de la «Mostra» de Cine de Venecia, del
exitoso film de Martin Scorsese La edad de la inocencia (The Age of Innocence,
1993), lujosa adaptación cinematográfica de la novela del mismo título,
publicada en 1920 por D. Appleton and Company. La película, protagonizada
por Daniel Day-Lewis, Michelle Pfeiffer, Winona Ryder, Alexis Smith y
Jonathan Pryce, cosechó un éxito más que aceptable en España —casi un millón
de espectadores y 2’9 millones de euros recaudados— pese a su tono démodé, lo
cual reactivó el interés editorial por esta elegante escritora estadounidense. A
partir de entonces, muchos supieron que Wharton fue la primera mujer en ganar
el Premio Pulitzer de novela en 1921, precisamente, con este irónico y amargo
retrato de la burguesía neoyorquina a finales del siglo XIX. La edad de la
inocencia fue, quizá, la cumbre de una trayectoria literaria jalonada por obras tan
estimulantes como El arrecife (The Reef, 1912), Las costumbres del país (The
Custom of the Country, 1913), Estío (Summer, 1917), Un hijo en el frente (A Son
At The Front, 1923), La renuncia (The Mother’s Recompense, 1925), Sueño
crepuscular (Twilight Sleep, 1927) o Los niños (The Children, 1928). Novelas
que detallan a la perfección los variados registros dramáticos de su obra: realista,
naturalista, colorista, romántica, trágica y, sobre todo, irónica.
Curiosamente, uno de los pocos libros de Edith Wharton publicados antes del
estreno del film de Scorsese fue Relatos de fantasmas (Alianza Editorial, 1987),
excelente muestra del notable talento de la escritora para un género tan difícil
como la ghost story. Publicados entre 1893 y 1935 en revistas como The
Century, Scribner’s Magazine, The Saturday Evening Post, Cosmopolitan o
Pictorial Review, y más tarde recopilados en antologías como Tales of Men and
Ghosts (1910) y Ghost (1937), las historias de fantasmas de Wharton figuran,
efectivamente, entre lo mejor de su trabajo creativo. La ausencia de cualquier
tramoya gótica para crear un ambiente angustioso, o para provocar un efecto de
terror, no sólo era producto de la coyuntura cultural, en la que el cuento de
fantasmas deja de ser «la especie teratológica dominante y es suplantado por
horrores más finos y elaborados del nuevo cuento de terror», en palabras de
Rafael Llopis (Historia natural de los cuentos de miedo, Ediciones Júcar, col. La
Vela Latina, Madrid, 1974), sino que se perfilaba como un nuevo cuento de
terror representado por autores como Arthur Manchen o Algernon Blackwood.
No obstante, la rareté exhibida por los cuentos de fantasmas de la escritora
neoyorquina fue el resultado de una opción personal. Su escéptica sensibilidad
hacia todo lo sobrenatural era, a la vez, una reacción contra los valores
Victorianos que la ghost story solía representar, en su forma más tradicional y/o
convencional, en lógica correspondencia con el espíritu de novelas como El fin
de la inocencia.
Por ejemplo, en el cuento presentado en esta antología, “Los ojos” (The
Eyes), aparecido en el Scribner’s Magazine (junio de 1910), el distendido y algo
frívolo ambiente de una reunión burguesa —a la manera de Henry James en
Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw, 1898)— se ve paulatinamente
perturbado, corrompido casi, por el relato espectral de uno de los asistentes.
Angustiosas sensaciones —«Me despertó una rara sensación que todos
conocemos: la sensación de que había algo en la habitación que no estaba
cuando me quedé dormido»—, así como estremecedoras visiones —«Eran los
peores ojos que había visto jamás: unos ojos de hombre…, ¡pero qué hombre!
Mi primer pensamiento fue que debía de ser espantosamente viejo. Tenía las
órbitas hundidas y los gruesos y enrojecidos párpados, sobre los globos de los
ojos, colgaban como persianas con las cuerdas rotas. Uno de los párpados bajaba
un poco más que el otro, lo que daba un aire perverso a la mirada; y entre estos
pliegues de carne de pestañas despobladas, los ojos mismos, pequeños discos
vidriosos con un borde como de ágata, parecían guijarros de playa atrapados por
una estrella de mar»—, configuran el testimonio de un personaje, sincero sin
duda, pero desorientado, agotado, perturbado. No poseemos más que su versión
de los acontecimientos, y el relato oscila entre lo folclórico, lo misterioso, lo
sobrenatural. Y cuando todo parece que va a quedarse en una anécdota, Edith
Wharton lo remata con un final de fuertes claroscuros, impreciso, esbozado,
evocador y ambiguo. La imaginación que está siendo puesta a prueba no es la
del autor, sino la de sus lectores.
Edith Newbold Jones nació en el seno de una familia rica de Nueva York,
durante la Guerra de Secesión o Guerra Civil estadounidense (1861-1865). La
fortuna de sus padres, George Frederic Jones y Lucretia Rhinelander, se debía a
las habilidades financieras del progenitor de Edith, un hombre distante y severo,
que aprovechó la guerra para hacerse aún más rico. Su pertenencia a la alta
sociedad neoyorquina hizo que la pequeña Edith disfrutara de una sólida
educación privada, combinada con viajes y experiencias personales muy
enriquecedoras. Sin ir más lejos, antes de cumplir los cinco años, viajó con sus
padres y hermanos —Frederic y Henry «Harry» Edward— por diversos países
europeos, como Italia, España, Alemania o Francia, a lo largo de seis años; en el
curso de esos viajes aprendió a leer en alemán y francés con fluidez, y adquirió
grandes conocimientos en filosofía, arte y ciencia. No obstante, según confesó
luego a sus íntimos, fue una niña muy solitaria debido a las tibias atenciones de
su madre y de su padre, así que pronto desarrolló un gusto por la literatura que
asombró a su familia y a su círculo de amigos nada intelectuales o imaginativos.
De regreso a los Estados Unidos, empezó a publicar sus primeros cuentos y
poemas: Fast and Loose aparece en 1877 y Verses, una recopilación de poemas,
se publicó de manera privada en 1878. El poeta Henry Wadsworth Longfellow
(1807-1882) y el editor de Atlantic Monthly Magazine, William Dean Howells
(1837-1920), elogiaron muy entusiásticamente tales trabajos.
En 1885, a los 23 años, y a instancias de sus padres, Edith acepta un
matrimonio de conveniencia con el banquero Edgard (Teddy) Robbins Wharton,
que era doce años mayor que ella. Se divorciaron en 1913 por culpa de las
infidelidades de su marido, las cuales le afectaron mentalmente, siendo internada
durante algún tiempo en una selecta clínica para enfermos mentales. Durante
algunos años, al final de su tumultuoso e infeliz matrimonio, mantuvo un idilio
con William Morton Fullerton (1865-1952), periodista estadounidense que
trabajaba en el rotativo británico The Times. Éste era bisexual y alternaba su
relación con la escritora con un romance con lord Ronald Coger, Rajá de
Sarawak. Wharton, también bisexual, mantuvo diversas relaciones lésbicas, entre
las más destacadas, con la poetisa hispano-norteamericana Mercedes Acosta
(1893-1968), amante de, entre otras, Greta Garbo, Marlene Dietrich e Isadora
Duncan.
Durante la década de 1890 publicó regularmente poemas y relatos breves en
Scribner’s Magazine, Atlantic Monthly Magazine, Century Magazine, Harper’s
Lippincott’s y Saturday Evening Post. También fue co-autora de The Decoration
of Houses (1897), junto al arquitecto Ogden Codman. Más tarde, aparecen sus
primeros volúmenes de cuentos, The Greater Inclination (1899), Crucial
Instances (1901), The Descent of Man and Other Stories (1904) y The Hermit
and the Wild Woman (1908) —actividad que retoma después de su traumático
divorcio con Xingu and Other Stories (1917), y The World Over (1936)—,
además de libros de viajes. En 1902 publica una novela histórica titulada The
Valley of Decision y, algo más tarde, La casa de la alegría (The House of Mirth,
1905), que la crítica considera como su primera gran novela, una historia que
ironizaba sobre la sociedad aristocrática de la que ella misma era un miembro
prominente.
Admiradora de la cultura y arquitectura europeas, Edith Wharton visitó el
Viejo Continente unas sesenta y seis veces antes de morir, estableciendo
definitivamente su residencia en Francia en 1907, país en el que trabó amistad
con Henry James, Francis Scott Fitzgerald, Jean Cocteau y Ernest Hemingway.
Primero se instaló en París y luego, en 1919, en dos casas de campo, Pavilion
Colombe, en la cercana Saint-Brice-sous-Forêt, y en el antiguo convento de
Sainte-Claire le Château, en Hyères, al sudeste de Francia. De esta época destaca
su novela corta Ethan Frome (1911), una trágica historia de amor ambientada en
Nueva Inglaterra.
Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, y usando sus altas conexiones
con el Gobierno francés, consiguió permisos para viajar en motocicleta por las
líneas del frente. Wharton describe esa experiencia en una serie de artículos que
posteriormente se recopilarían en el ensayo Fighting France: From Dunkerque
to Belfort (1915). Asimismo, trabajó para la Cruz Roja con los heridos y
mutilados de guerra, por lo que el gobierno francés le otorgó la cruz de la Legión
de Honor. Su labor social abarcó desde las salas de trabajo para mujeres
desempleadas, la celebración de conciertos para dar trabajo a músicos, el apoyo
económico a hospitales para tuberculosos, y la fundación de los «American
Hostels» para acoger a los refugiados belgas. Edith Wharton murió de un infarto
el agosto de 1937, en su casa de Pavilion Colombe. Sus exequias se oficiaron en
la American Cathedral of the Holy Trinity en París, y fue enterrada el 14 de
agosto en Le Cimetière des Gonards, en Versalles. Edith Wharton perteneció a la
Academia Americana y el gobierno de Estados Unidos le concedió la medalla de
oro del Instituto Nacional de las Artes y las Letras (fue la primera mujer en
alcanzar tal distinción). En 1923 fue también la primera mujer nombrada Doctor
Honoris Causa por la Universidad de Yale.
LOS OJOS
Nos había dispuesto el ánimo para los fantasmas, aquella noche, tras una
excelente cena en casa de nuestro viejo amigo Culwin, uno de los cuentos de
Fred Murchard, que relataba una extraña visita personal.
Vista a través del humo de nuestros cigarros y el resplandor soñoliento de un
fuego de carbón, la biblioteca de Culwin, con sus paredes de roble y sus viejas
encuadernaciones oscuras, proporcionaba una buena atmósfera a nuestras
evocaciones; y como —tras el comienzo de Murchard— las únicas experiencias
espectrales aceptables para nosotros eran las de primera mano, seguimos
haciendo el inventario de nuestro grupo y exigiendo a cada miembro una
contribución. Éramos ocho, y siete discurrimos de manera más o menos
adecuada el modo de cumplir la condición impuesta. A todos nos sorprendió
descubrir que casi podíamos reunir una lista de impresiones sobrenaturales, pues
ninguno de nosotros, aparte de Murchard y el joven Phil Frenham —cuya
historia fue la más breve del lote—, solía enviar su alma a lo invisible. De modo
que, en general, teníamos motivos de sobra para estar orgullosos de nuestras
siete «aportaciones», y a ninguno se le había ocurrido esperar una octava de
nuestro anfitrión.
Nuestro viejo amigo Mr. Andrew Culwin, que había permanecido aparte en
su butaca, escuchando y parpadeando en medio de los círculos de humo, con la
complaciente tolerancia de un ídolo sabio y antiguo, no era el tipo de hombre
que suele verse favorecido con semejantes contactos, aunque tenía la suficiente
imaginación como para gozar, sin envidia, de los superiores privilegios de sus
invitados. Por edad y educación, pertenecía a la sólida tradición positivista, y su
hábito de pensamiento se había formado en los tiempos de la lucha heroica entre
la física y la metafísica. Pero había sido entonces y siempre esencialmente un
espectador, un divertido y apartado observador de la inmensa, confusa
diversidad del espectáculo de la vida, que de cuando en cuando abandonaba
calladamente su butaca para sumergirse en alegres celebraciones en la parte de
atrás de la casa, pero sin manifestar jamás, que nosotros supiéramos, el menor
deseo de saltar a escena y hacer un «número».
Entre sus coetáneos perduraba la vaga leyenda de que, en época remota, y en
un clima romántico, había sido herido en un duelo; pero esta leyenda cuadraba
tanto a lo que los jóvenes sabíamos de su carácter como la afirmación de mi
madre de que en otro tiempo había sido «un hombrecito encantador de ojos
preciosos» respondía a cualquier posible reconstrucción de su fisonomía.
«Jamás ha debido de parecer otra cosa que una gavilla de sarmientos», había
dicho Murchard una vez de él. «Un leño fosforescente, más bien», corrigió
alguien, y reconocimos lo certera que era esta descripción de su pequeño cuerpo
rechoncho, con el rojo parpadeo de sus ojos en una cara como de corteza
manchada. Siempre había disfrutado de un ocio que había cuidado y protegido,
en vez de desperdiciarlo en vanas actividades. Había consagrado esas horas
cuidadosamente defendidas al cultivo de una aguda inteligencia y de unos pocos
hábitos meditadamente escogidos. Y ninguna de las tribulaciones comunes de la
humana experiencia parecía haberse cruzado en su firmamento. A pesar de su
desapasionada contemplación del Universo, no había elevado su opinión sobre
ese espléndido experimento, y su estudio del género humano parecía haber
llegado a la conclusión de que todos los hombres eran superfluos y que las
mujeres eran necesarias sólo porque alguien tenía que encargarse de guisar.
Sobre la importancia de este punto, sus convicciones eran absolutas, y la
gastronomía era la única ciencia que él respetaba como un dogma. Hay que
confesar que las pequeñas comidas que organizaba eran un sólido argumento a
favor de esta tesis, además de una razón —aunque no la principal— para la
fidelidad de sus amigos.
Mentalmente ejercía una hospitalidad menos seductora, aunque no menos
estimulante. Su espíritu era como un foso o algún lugar abierto de reunión para
el intercambio de ideas: un poco frío y expuesto, pero claro, amplio y ordenado:
una especie de arboleda académica de la que han caído todas las hojas. A este
paraje privilegiado solíamos acudir una docena de personas a ejercitar nuestros
músculos y ensanchar nuestros pulmones; y, para prolongar lo más posible la
tradición de lo que nos parecía una institución evanescente, añadíamos de
cuando en cuando uno o dos neófitos a nuestra banda.
El joven Phil Prenham era el último y el más interesante de estos reclutados,
y un buen ejemplo de la un tanto morbosa afirmación de Murchard, de que a
nuestro viejo amigo «le gustaban jugosos». Era cierto, efectivamente, que
Culwin, a pesar de su sequedad, sentía especial debilidad por las cualidades
líricas de la juventud. Como era demasiado buen epicúreo para estropear las
flores del alma que él reunía para su jardín, su amistad no ejercía una influencia
disgregadora: al contrario, obligaba a la idea joven a florecer con más vigor. Y
en Phil Frenham tenía un buen sujeto de experimento. El muchacho era
realmente inteligente, y la salud de su naturaleza era como pura pasta bajo un
delicado barniz. Culwin lo había sacado de la bruma tediosa de su familia y lo
había elevado a un pico de Darién. Y la aventura no le había lastimado lo más
mínimo. En efecto, la habilidad con que Culwin había logrado estimular su
curiosidad sin privarla de la frescura del miedo me parecía una respuesta
suficiente a la ogresca metáfora de Murchard. No había nada héctico en la
floración de Frenham, y su viejo amigo no había puesto siquiera la punta de un
dedo sobre las sagradas estupideces. No podía pedirse mejor prueba que el hecho
de que Frenham respetara aún las de Culwin.
—Hay una vertiente en él que ustedes, amigos, no ven. ¡Yo creo en esa
historia del duelo! —declaró, y la mismísima esencia de esta convicción debió
de impulsarle, precisamente cuando nuestra pequeña tertulia se despedía ya, a
moverse hacia nuestro anfitrión y pedirle en broma—: ¡Y ahora va a contarnos
usted la historia de su fantasma!
La puerta de la calle se había cerrado ya, detrás de Murchard y los demás:
sólo quedábamos Frenham y yo, y el viejo criado que presidía los destinos de
Culwin, después de traer una nueva provisión de soda, recibió la orden lacónica
de retirarse a dormir.
La sociabilidad de Culwin era flor nocturna, y nosotros sabíamos que él
esperaba que el núcleo de su grupo se apretase en torno a él a partir de la
medianoche. Pero la petición de Frenham parecía desconcertarle cómicamente, y
se levantó de su butaca, en la que se había vuelto a sentar tras las despedidas en
el vestíbulo.
—¿Mi fantasma? ¿Cree usted que soy lo bastante tonto como para
permitirme el lujo de tener uno particular, cuando hay tantos y tan encantadores
en los desvanes de mis amigos? Tome otro cigarro —dijo, volviéndose hacia mí
con una carcajada.
Frenham rió también, apartando su alta y delgada figura de la chimenea y
volviéndose hacia su bajito e hirsuto amigo.
—¡Oh! —dijo—, si alguna vez encontrase alguno que le gustara, sé que no le
agradaría compartirlo.
Culwin se había dejado caer una vez más en su butaca, hundiendo su
afelpada cabeza en el hueco de cuero gastado, y sus ojillos rebrillaban por
encima de un nuevo cigarro.
—¿Gustarme… gustarme? ¡Buen Dios! —gruñó.
—¡Ah, entonces lo tiene! —atacó Frenham en el mismo instante,
dirigiéndome de soslayo una mirada de triunfo; pero Culwin se encogió como un
gnomo entre sus cojines, ocultándose en una protectora nube de humo.
—¿De qué sirve negarlo? ¡Usted lo ha visto todo, de modo que,
naturalmente, ha visto un fantasma! —insistió su joven amigo, hablándole
intrépidamente a la nube—. ¡Y si no ha visto uno, entonces es que ha visto dos!
La forma del desafío pareció impresionar a nuestro anfitrión. Asomó la
cabeza de entre la bruma con un raro movimiento de tortuga que a veces hacía, y
parpadeó aprobatoriamente a Frenham.
—Efectivamente —nos soltó, con una aguda carcajada—. ¡He visto dos!
Fueron tan inesperadas las palabras que se hundieron más y más en un
profundo silencio, mientras nosotros seguíamos mirándonos por encima de la
cabeza de Culwin, y Culwin contemplaba sus fantasmas. Finalmente, Frenham,
sin hablar, fue a dejarse caer en la butaca del otro lado de la chimenea y se
inclinó hacia delante con atenta sonrisa…
II
¡Oh, naturalmente no parecen fantasmas…! Un recopilador no los
consideraría como tales… No dejen ustedes que alimente sus esperanzas… El
único mérito reside en su fuerza numérica: el hecho excepcional de que sean dos.
Pero frente a eso, me veo obligado a admitir que podría exorcizarlos en cualquier
momento pidiéndole una receta a mi médico o unas gafas a mi oculista. Lo que
ocurre es que nunca he sido capaz de decidir: si ir al médico o al oculista, si lo
que me aqueja es una ilusión óptica o digestiva. Así que les he dejado que
prosigan su interesante doble vida, aunque a veces hacen la mía sumamente
incómoda…
Sí, incómoda; ¡y ya saben lo que detesto la incomodidad! Pero fue en parte
por mi estúpido orgullo cuando empezó la cosa, por lo que no admití que me
inquietaba el insignificante detalle de ver dos.
Además no tenía razón alguna para suponer que estaba enfermo. A mi
entender estaba simplemente aburrido, horriblemente aburrido. Pero formaba
parte de mi aburrimiento —recuerdo— el sentirme excepcionalmente bien, y no
sabía cómo diablos gastar mi energía sobrante. Había regresado de un largo viaje
—a Sudamérica y a México— y me había quedado a pasar el invierno cerca de
Nueva York, con una anciana tía mía que había conocido a Washington Irving y
mantenido correspondencia con N. P. Willis. Vivía no lejos de Irvington, en una
húmeda casa de campo, de estilo gótico, oculta entre los abetos, que parecía
exactamente un emblema conmemorativo hecho con cabello. El aspecto personal
de mi tía estaba en consonancia con esta imagen, y su propio cabello —del que
quedaba poco— podía haber sido sacrificado a la confección del emblema.
Acababa de alcanzar el final de un año agitado, con considerables atrasos
que satisfacer, monetarios y emocionales, y teóricamente parecía que la dulce
hospitalidad de mi tía iba a ser tan beneficiosa para mis nervios como para mi
bolsillo. Pero tan pronto como me sentí a salvo y protegido, mi energía comenzó
a revivir. ¿Y cómo iba yo a emplearla en un emblema conmemorativo? En aquel
entonces tenía la ilusoria teoría de que el esfuerzo intelectual sostenido podía
absorber toda la actividad de un hombre; y decidí escribir un gran libro, he
olvidado sobre qué. Mi tía, impresionada por mi proyecto, me cedió una
biblioteca gótica, repleta de clásicos encuadernados en tela negra y
daguerrotipos de desaparecidas celebridades; y me senté ante mi mesa dispuesto
a conquistar un puesto entre ellas. Y para facilitarme la tarea, me prestó a una
prima para que me copiase el manuscrito.
La prima era una chica agradable, y se me ocurrió que una chica agradable
era exactamente lo que yo necesitaba para recobrar mi fe en la naturaleza
humana y, sobre todo, en mí mismo. No era ni bonita ni inteligente —¡pobre
Alice Nowell!—, pero me agradaba tener a mi lado a una mujer contenta de ser
tan poco interesante, y quise averiguar el secreto de su alegría. Al hacerlo me
comporté un tanto precipitadamente y me fui un poco. ¡Oh, sólo un momento!
No es ninguna fatuidad el decirles esto, ya que la pobre muchacha no había visto
nada más que primos en su vida…
Bueno, sentí haberlo hecho, naturalmente, y me atormenté lo indecible
pensando en el modo de enmendarlo. Ella se quedaba en la casa, y una noche,
después de irse a acostar mi tía, bajó a la biblioteca a buscar un libro que había
dejado fuera de su sitio, como una sencilla heroína, y se me ocurrió de pronto
que su pelo, aunque visiblemente espeso y bonito, sería exactamente igual que el
de mi tía, cuando tuviese más edad. Me alegró observar esto, pues me resultaba
más fácil decidir lo que debía hacer; y cuando hube encontrado el libro que ella
no había perdido, le dije que me iba a Europa esa semana.
Europa estaba terriblemente lejos en aquellos tiempos, y Alice comprendió
inmediatamente lo que yo quería decir. No reaccionó en absoluto como yo había
esperado… Habría sido más fácil si lo hubiese hecho. Cogió el libro con fuerza y
fue un momento a avivar la luz de la lámpara de mi mesa… Tenía una pantalla
de cristal con hojas de parra y gotas de vidrio alrededor del borde, recuerdo.
Luego regresó, me ofreció la mano y dijo: «Adiós». Y al decirlo, me miró de
frente y me besó. Jamás había sentido nada tan fresco, tímido y valeroso como
un beso. Fue peor que un reproche, e hizo que me avergonzase de merecer un
reproche suyo. Me dije a mí mismo: «Me casaré con ella, y cuando muera mi tía,
nos dejará esta casa, y yo me sentaré aquí, ante la mesa, y proseguiré mi obra; y
Alice se sentará allí con su labor y me mirará como me mira ahora. Y la vida
seguirá así durante muchos años». La perspectiva me asustó un poco, pero en
aquel momento nada me asustaba tanto como hacer algo que la ofendiese. Y diez
minutos más tarde había puesto mi sello en su dedo y le había dado mi palabra
de que cuando me marchase al extranjero se vendría conmigo.
Se preguntarán por qué me extiendo en este incidente. Es porque la noche en
que ocurrió fue la misma en que tuve por primera vez la extraña visión de la que
les he hablado. Siendo en aquel entonces un apasionado creyente de la necesaria
correlación entre causa y efecto, traté, naturalmente, de descubrir alguna clase de
conexión entre lo que me acababa de ocurrir en la biblioteca de mi tía y lo que
ocurrió unas horas después, esa misma noche; y así, la coincidencia entre los dos
sucesos ha perdurado siempre en mi mente.
Me fui a acostar más bien con el corazón pesaroso, pues me sentía agobiado
por el peso de la primera buena acción que hacía en mi vida conscientemente; y
aunque era joven, me daba cuenta de la gravedad de mi situación. No crean por
eso que hasta entonces había sido un instrumento de destrucción; simplemente
era un joven inofensivo que había seguido sus inclinaciones, declinando toda
colaboración con la Providencia. Ahora, de repente, me había propuesto
defender el orden moral del mundo y me sentía como el cándido espectador que
ha entregado su reloj de oro al mago y no sabe de qué modo se lo devolverán
cuando el truco haya terminado… Sin embargo, una cierta complacencia en mi
propia rectitud atemperaba mis temores, y me dije a mí mismo, mientras me
desvestía, que cuando me acostumbrase a ser bueno probablemente no me
pondría tan nervioso como ahora, al principio. Y cuando ya estaba en la cama, y
había apagado mi vela, sentí que realmente era ya veterano en eso y, por lo que
veía, no era muy distinto de hundirse en uno de los más mullidos colchones de
lana de mi tía.
Cerré los ojos a esta imagen, y cuando los abrí debía ser bastante más tarde,
pues mi habitación se había enfriado, y estaba intensamente silenciosa. Me
despertó una rara sensación que todos conocemos: la sensación de que había
algo en la habitación que no estaba cuando me quedé dormido. Me incorporé y
miré atentamente en la oscuridad. La habitación estaba absolutamente en
tinieblas y al principio no vi nada, pero gradualmente un vago resplandor a los
pies de la cama se transformó en dos ojos que me miraban fijamente. No podía
distinguir el rostro al que correspondían, pero mientras los miraba se fueron
haciendo más y más distintos: tenían luz propia.
La impresión de sentirse observado de este modo no fue agradable ni mucho
menos, y supongo que imaginarán que mi primer impulso fue saltar de la cama y
abalanzarme sobre la figura invisible a la que correspondían aquellos ojos. Pero
no fue así. Mi reacción fue sencillamente quedarme quieto… No puedo decir si
esto se debió a la inmediata intuición de la dudosa naturaleza de la aparición, a la
certeza de que si saltaba de mi cama me arrojaría sobre el vacío o simplemente al
efecto paralizador de los mismos ojos. Eran los peores ojos que había visto
jamás: unos ojos de hombre…, ¡pero qué hombre! Mi primer pensamiento fue
que debía de ser espantosamente viejo. Tenía las órbitas hundidas y los gruesos y
enrojecidos párpados, sobre los globos de los ojos, colgaban como persianas con
las cuerdas rotas. Uno de los párpados bajaba un poco más que el otro, lo que
daba un aire perverso a la mirada; y entre estos pliegues de carne de pestañas
despobladas, los ojos mismos, pequeños discos vidriosos con un borde como de
ágata, parecían guijarros de playa atrapados por una estrella de mar.
Pero no era la edad de los ojos lo más desagradable. Lo que me ponía
enfermo era su expresión de viciosa seguridad. No sé describir de otra manera la
impresión de que parecían pertenecer a un hombre que había hecho muchísimo
daño en su vida, pero que siempre se había mantenido dentro de los límites. No
eran los ojos de un cobarde, sino de alguien demasiado hábil para correr riesgos;
y mi garganta se atragantaba ante su mirada de baja astucia. Pero no era esto lo
peor. Porque mientras seguimos observándonos el uno al otro, sorprendí en ellos
un matiz de burla, y noté que era yo quien la motivaba.
Entonces me sentí movido por un impulso de rabia tal que me levanté de un
salto y me abalancé contra la invisible figura. Pero, naturalmente, no había
figura alguna allí y mis puños golpearon el vacío. Avergonzado y frío, busqué a
tientas una cerilla y encendí las velas. La habitación estaba como de costumbre,
como yo sabía que estaría; así que regresé a la cama y apagué las velas.
Tan pronto como la habitación quedó a oscuras, los ojos volvieron a
aparecer. Esta vez traté de explicar el fenómeno mediante principios científicos.
Al principio pensé que la ilusión podía deberse al resplandor de los últimos
rescoldos de la chimenea, pero la chimenea estaba al otro extremo de mi cama y
situada de tal modo que el fuego no podía reflejarse en el espejo de mi tocador,
que era el único que había en la habitación. Luego se me ocurrió que podía
deberse al reflejo de las brasas sobre algún trozo de madera barnizada o metal, y
aunque no conseguí descubrir ningún objeto de este género en mi campo visual,
me levanté otra vez, fui a tientas hasta el hogar y cubrí lo que quedaba del fuego.
Pero tan pronto como estuve de nuevo en la cama, volvieron a aparecer los ojos
a los pies.
Era una alucinación, entonces; la cosa era evidente. Pero el hecho de que no
se debiesen a ninguna ilusión externa no los hacía más agradables. Pues si eran
una proyección de mi conciencia interior, ¿qué diantre pasaba con ese órgano?
Yo había ahondado lo bastante en el misterio de los estados patológicos
psíquicos como para hacerme una idea de las condiciones en que una mente
inquieta podía quedar expuesta a tales advertencias nocturnas. Pero no encajaban
con mi presente caso. Jamás me había sentido tan normal, mental y físicamente.
Y el único hecho excepcional de mi situación —el de haber asegurado la
felicidad de una joven agradable— no parecía que fuese como para invocar
espíritus impuros en torno a mi almohada. Pero allí estaban aquellos ojos
mirándome aún.
Cerré los míos y traté de evocar la imagen de los de Alice Nowell. No eran
unos ojos extraordinarios, pero eran sanos como el agua fresca, y si ella hubiese
tenido más imaginación —o pestañas más largas— su expresión habría sido
interesante. En cambio así no resultaban muy eficaces, y unos instantes después
me di cuenta de que se habían transformado misteriosamente en los ojos de los
pies de la cama. Y como aún me exasperaba más sentir su mirada sobre mis
párpados cerrados que verlos, abrí los ojos otra vez y los clavé directamente en
su odiosa mirada…
Así me pasé toda la noche. No puedo decirles cómo fue la noche aquella ni
cuánto duró. ¿Han estado ustedes alguna vez en la cama, irremediablemente
desvelados, y han intentado mantener los ojos cerrados sabiendo que si los
abrían verían algo que temían o detestaban? Parece fácil, pero es
endemoniadamente difícil. Aquellos ojos estaban suspendidos, ahondaban en mí.
Sentí el vertige de l’abîme y sus rojos párpados eran el borde de un precipicio…
Yo había conocido antes horas de nerviosismo: horas en que había sentido el
viento del peligro en mi cuello, pero jamás había experimentado esta especie de
tensión. No es que los ojos fuesen espantosos; carecían de la majestad de los
poderes de las tinieblas. Pero producían —¿cómo diría yo?— un efecto físico
equivalente a un olor nauseabundo; su mirada dejaba una mancha como la del
caracol. Y no veía yo qué tenían que ver conmigo, en definitiva… Así que
miraba y miraba, tratando de averiguarlo.
No sé qué efecto intentaban producir en mí. Lo que sí consiguieron fue que
ordenara mi equipaje y me fuese al pueblo a la mañana siguiente, temprano.
Dejé una nota a mi tía explicándole que me sentía mal y que había ido a ver al
médico; y de hecho, me sentía tremendamente mal… La noche parecía haberme
sorbido toda la sangre. Fui a casa de un amigo mío, me arrojé sobre una cama y
dormí diez horas gloriosas. Cuando desperté era la medianoche, y sentí un
escalofrío al pensar en lo que podía aguardarme. Me incorporé, temblando, y
miré hacia la oscuridad. Pero no había una sola ruptura en su bendita superficie.
Después de comprobar que no estaban los ojos, me dejé caer de nuevo y me
sumí en otro sueño profundo.
No le había dejado ninguna nota a Alice cuando huí, porque tenía intención
de volver a la mañana siguiente. Pero a la mañana siguiente estaba demasiado
agotado para moverme. A medida que transcurría el día, mi cansancio fue en
aumento, en vez de disiparse como el agotamiento que produce una noche de
insomnio: el efecto de los ojos parecía ser acumulativo y la idea de verlos otra
vez se me hacía insufrible. Durante dos días luché contra mi miedo, y a la tercera
noche hice acopio de valor y decidí regresar al día siguiente. Tan pronto como
tomé esta resolución me sentí considerablemente más feliz, pues sabía que mi
repentina desaparición y la extrañeza de no escribir debió de dejar muy apenada
a la pobre Alice. Me acosté tranquilizado y me quedé dormido enseguida. Pero
me desperté a medianoche, y allí estaban los ojos…
Bueno, sencillamente no fui capaz de enfrentarme con ellos, y en vez de
regresar a casa de mi tía, eché unas cuantas cosas en mi baúl y embarqué en el
primer vapor que zarpaba para Inglaterra. Me encontraba tan tremendamente
cansado cuando subí a bordo que me dirigí a rastras directamente a mi camarote
y me pasé casi todo el viaje durmiendo. Y no pueden ustedes imaginar la dicha
que supuso despertar de esas largas sesiones de dormir sin soñar nada y mirar sin
temor hacia la oscuridad, sabiendo que no vería los ojos…
Pasé un año en el extranjero y luego me quedé otro. Y durante ese tiempo no
se me aparecieron una sola vez. Ésa era razón suficiente para prolongar mi
estancia, aun cuando hubiese estado en una isla desierta. Otra era, naturalmente,
que había acabado por comprender claramente, al término del viaje, la completa
imposibilidad de casarme con Alice Nowell. El hecho de haber tardado tanto en
hacer este descubrimiento me fastidió y me hizo desear evitar explicaciones. La
dicha de escapar a un tiempo de los ojos y de ese otro compromiso dio a mi
libertad un aliciente extraordinario. Y cuanto más lo saboreaba, más me
complacía su gusto.
Aquellos ojos habían hecho tal agujero en mi conciencia que durante mucho
tiempo me siguió intrigando la naturaleza de la aparición, preguntándome si
volvería. Después perdí este temor y sólo conservé la imagen precisa. Más tarde
se me borró ésta también.
El segundo año me instalé en Roma, donde me proponía, creo, escribir otro
gran libro: una obra definitiva sobre las influencias etruscas en el arte italiano.
En todo caso, encontré alguna clase de pretexto para alquilar un soleado
apartamento en la Piazza di Spagna y fisgar por el Foro; y estando allí una
mañana, se me acercó un joven encantador. Al verle a la luz cálida, delgado y
flexible como un jacinto, podía haber descendido de un altar en ruinas… del de
Antínoo, por ejemplo; pero venía de Nueva York, con una carta (nada menos) de
Alice Nowell. La carta —la primera que recibía de ella desde nuestra separación
— consistía simplemente en unas líneas, presentándome a su joven primo,
Gilbert Noyes, y pidiéndome que le ayudase. Al parecer, el pobre joven tenía
talento y quería escribir; y como su obstinada familia insistía en que su caligrafía
debía orientarse hacia lo comercial, Alice había intervenido para conseguirle
unos meses de tregua, durante los cuales saldría al extranjero a pasar hambre y
dar alguna prueba de su habilidad para mitigarla con la pluma. Las pintorescas
condiciones de la prueba me chocaron al principio: me parecía tan concluyente
como la ordalía medieval. Luego me conmovió el que me lo enviase a mí.
Siempre había deseado prestarle a ella algún servicio que me justificase ante mis
propios ojos más que ante los suyos; y aquí tenía una maravillosa ocasión.
Imagino que habrá que abolir el principio general de que los genios
predestinados, por regla general, no se le aparecen a uno en el Foro, bajo un sol
de primavera, como uno de sus dioses desterrados. En todo caso, el pobre Noyes
no era un genio predestinado. Pero era hermoso de aspecto, y encantador como
compañero. Tan pronto como empezamos a hablar de literatura se me cayó el
alma a los pies. Conocía demasiado bien todos los síntomas: ¡la de cosas que
tenía «en él» y fuera de él con las que chocaba! En fin, era una verdadera prueba.
Siempre —puntualmente, invariablemente, con la inexorable precisión de una
ley mecánica—, siempre era lo malo lo que le atraía.
Llegué a encontrar una cierta fascinación en decidir con antelación qué cosa
mala exactamente iba a elegir; y conseguí una asombrosa habilidad en este
juego…
Lo peor es que su bêtise no era de las más evidentes. Las damas que le
conocían en las tertulias y excursiones le tenían por intelectual; incluso en las
cenas pasaba por un joven despierto. Yo, que le tenía bajo el microscopio,
imaginaba a cada instante que podía desarrollar alguna especie de talento
desmedrado, algo que él pudiera hacer «funcionar» y con que sentirse feliz; ¿y
no era eso, al fin y al cabo, lo que a mí me preocupaba? Era tan encantador —
seguía siendo tan encantador— que se ganaba toda mi caridad en defensa de este
argumento; y durante los primeros meses, creí realmente que tenía
posibilidades…
Esos meses fueron deliciosos. Noyes estaba constantemente conmigo, y
cuanto más le veía más me gustaba. Su estupidez poseía una gracia natural, y
tanta hermosura, en realidad, como sus pestañas. Y era tan alegre, afectuoso y
feliz conmigo, que el decirle la verdad habría sido tan agradable como cortarle el
cuello a un dócil animalito. Al principio solía preguntarme a mí mismo quién
habría metido en esa cabeza radiante la odiosa ilusión de que tenía cerebro.
Luego empecé a comprender que se trataba simplemente de un mimetismo
protector, una astucia instintiva para alejarse de la vida de familia y del escritorio
de la oficina. No es que Gilbert —¡buen chico!— no creyese en sí mismo. Él
estaba convencido de que su «llamada» era irresistible, mientras que para mí
constituía la única gracia que no se daba en él; y un poco de dinero, un poco de
ocio, un poco de placer, le habrían convertido en un haragán inofensivo.
Desgraciadamente, sin embargo, no había esperanza de dinero; y ante la
alternativa del escritorio de la oficina, no pudo posponer sus intentos en
literatura. La materia prima resultó ser deplorable, y ahora me doy cuenta de que
lo supe desde el principio. Sin embargo, el absurdo de decidir el futuro entero de
un hombre en un primer intento, parecía justificar que contuviese mi veredicto, y
quizá, incluso, que le animase un poco, en razón a que la planta humana necesita
por lo general un poco de calor para florecer.
En cualquier caso, seguí ese principio, y lo llevé hasta el extremo de
conseguir prolongar su periodo de prueba. Cuando me marché de Roma se vino
conmigo, y pasamos un verano delicioso haraganeando entre Capri y Venecia.
Yo me decía: «Si tiene algo dentro le saldrá ahora», y le salió. Nunca se mostró
más encantador y encantado. Hubo momentos en nuestra peregrinación en que la
belleza nacida del murmullo parecía realmente penetrar en su rostro; pero sólo
para aflorar en una marea de la más pálida tinta…
Bueno, llegó el momento de cerrar la espita, y yo sabía que no podía hacerlo
otra mano que la mía. Estábamos de vuelta en Roma, y le había llevado a vivir
conmigo, ya que no quería dejarle solo en su pensión, cuando tuviese que
afrontar la necesidad de renunciar a su ambición. Naturalmente, yo no había
confiado solamente en mi propio juicio para decidir aconsejarle que dejara la
literatura. Había enviado sus trabajos a diversas personas —editores y críticos—,
y me los había devuelto siempre con la misma desalentadora falta de
comentarios. En realidad, no había absolutamente nada que decir.
Confieso que jamás me sentí más miserable que el día en que resolví hablar
claro con Gilbert. Estaba bien que me dijese a mí mismo que tenía el deber de
hacer añicos las esperanzas del pobre muchacho… Pero me habría gustado saber
qué acto de gratuita crueldad no podía justificarse con ese pretexto. Yo siempre
he evitado usurpar las funciones de la Providencia; y cuando he tenido que
hacerlo, he preferido decididamente que mi misión no fuese destructora.
Además, en última instancia, ¿quién era yo para decidir, aun después de un año
de prueba, si el pobre Gilbert tenía capacidad o no?
Cuanto más miraba el papel que yo había determinado desempeñar, menos
me gustaba; y menos aún cuando Gilbert se sentó frente a mí, con la cabeza
echada hacia atrás, a la luz de la lámpara, tal como Phil está ahora… Había
estado hojeando su último manuscrito, y él sabía que su futuro dependía de mi
veredicto… lo habíamos acordado así tácitamente. El manuscrito estaba entre los
dos, sobre la mesa —una novela, su primera novela—; tendió la mano, la posó
sobre él, y me miró con toda su vida puesta en la mirada.
Me levanté y me aclaré la garganta, tratando de mantener los ojos apartados
de su cara y fijos en el manuscrito.
—El hecho es, mi querido Gilbert… —empecé.
Le vi volverse pálido, pero se levantó al instante y me miró de frente.
—¡Oh, vamos, no lo tomes así, muchacho! ¡Yo no soy tan terriblemente
tajante!
Me puso las manos en los hombros, y se echó a reír por encima de mí, desde
su altura, con una especie de alegría mortalmente herida que hundió el cuchillo
en mi costado.
Era demasiado hermosamente valeroso para que yo mantuviese ninguna
clase de engaño sobre mi deber. Y de repente, pensé en el daño que haría a otros,
al hacérselo a él: a mí primero, ya que enviarlo a casa significaba perderlo; pero
más particularmente a la pobre Alice Nowell, a quien tanto ansiaba probarle mi
buena fe y mi deseo de servirla. Verdaderamente parecía que era como fallarle
dos veces al fracasar Gilbert.
Pero mi intuición era como uno de esos relámpagos fugaces que circundan el
horizonte entero, y en el mismo instante vi que no me interesaba decirle la
verdad. Me dije a mí mismo: «Lo tendré para siempre»; y hasta ahora no había
visto a nadie, hombre o mujer, a quien yo estuviera completamente seguro de
necesitar en esos términos. Bien, este impulso de vanidad me decidió. Me
avergonzaba de ello, y para huir de él, di un salto que me depositó directamente
en los brazos de Gilbert.
—¡Pero si está muy bien, estás equivocado! —exclamé—; y mientras me
abrazaba, y yo reía y me estremecía, tuve durante un minuto esa sensación de
autocomplacencia que se supone sigue de cerca los pasos del justo. ¡Qué diablos,
hacer feliz a la gente tiene sus encantos!
Naturalmente, Gilbert se inclinaba por celebrar su emancipación de alguna
manera espectacular; pero le dije que fuese a exteriorizar solo sus emociones, y
yo me fui a la cama a dormir las mías. Mientras me desvestía, empecé a
preguntarme qué sabor me dejarían… ¡Las más agradables no suelen durar! Sin
embargo, no lo sentía, y me propuse vaciar la botella, aun cuando resultase una
estupidez.
Después de acostarme permanecí largo rato sonriéndome ante el recuerdo de
sus ojos, unos venturosos ojos… y luego me quedé dormido; y cuando desperté,
la habitación estaba mortalmente fría, me incorporé de golpe, y allí estaban los
otros ojos…
Hacía tres años que no los había visto, aunque había pensado tantas veces en
ellos que llegué a creer que jamás me cogerían desprevenido otra vez. Ahora,
con su roja mirada despectiva clavada en mí, me daba cuenta de que nunca había
creído realmente que volverían, y que me hallaba tan indefenso ante ellos como
siempre… Al igual que antes, había una especie de demente incoherencia en su
aparición que los volvía horribles. ¿Qué diantre buscaban, para asediarme en un
momento semejante? Yo había vivido más o menos descuidadamente en los años
subsiguientes a su primera aparición, aunque mis peores indiscreciones no eran
lo bastante oscuras como para suscitar el infernal resplandor de sus miradas
inquisitivas; pero en este momento particular me encontraba realmente en lo que
hubiera podido llamarse estado de gracia; y les aseguro que esto mismo venía a
aumentar su horror.
Pero no puedo decir que fueran tan malvados como antes: eran peores.
Peores exactamente en la misma medida en que había aprendido yo de la vida en
ese intervalo; por todas las condenables implicaciones que mi experiencia
dilatada leía en ellos. Ahora descubría cosas que no había visto antes; eran unos
ojos que habían ido construyendo su bajeza a la manera del coral, partícula a
partícula a base de infamias, lentamente acumuladas a lo largo de laboriosos
años. Sí, comprendí que lo que los hacía tan perversos era que se habían ido
modelando así, lentamente…
Allí estaban, suspendidos en la oscuridad, con sus hinchados párpados
colgando sobre los pequeños globos aguanosos que giraban flácidos en sus
órbitas, y una bola de carne formando una sombra fangosa debajo… Como su
fija mirada se movía con mis movimientos, me dio una sensación de tácita
complicidad, de un entendimiento profundamente oculto entre nosotros que era
peor que el primer impacto provocado por su aparición. No es que yo los
comprendiera; pero eran tan elocuentes que, algún día, llegaría a
comprenderlos… Sí; decididamente, eso era lo peor; ésa era la sensación que se
hacía más fuerte cada vez que volvían…
Pues adoptaron la costumbre de volver. Me recordaban a los vampiros con su
apetencia de carne fresca; parecían mirar, codiciosos y malignos como
hambrientos de una buena conciencia. Durante un mes siguieron viniendo noche
tras noche a reclamar un bocado de la mía: desde que hice feliz a Gilbert, no
consintieron ellos en aflojar sus colmillos. La coincidencia me hacía casi odiar al
pobre chico, aunque comprendía que era algo meramente casual. Medité mucho
sobre ello, pero no pude encontrar explicación alguna, a no ser la posibilidad de
su asociación con Alice Nowell. Pero después me habían dejado en paz en el
momento en que la abandoné, de modo que difícilmente podían ser los emisarios
de una mujer despreciada, aunque uno hubiese sido capaz de imaginarse a la
pobre Alice encomendando a semejantes espíritus que la vengasen. Eso me dio
que pensar, y empecé a preguntarme si me dejarían en paz, en caso de que
abandonase a Gilbert. La tentación era insidiosa, y tuve que hacerme fuerte
contra ella, ¡querido muchacho!, era demasiado encantador para sacrificarle a
tales demonios. Así que, en definitiva, no llegué a averiguar nunca qué
pretendían…
III
El fuego se desmoronó, produciendo una llamarada que alivió el nudoso
rostro del narrador, bajo el pelo grisáceo. Hundido en el hueco del respaldo de su
silla, permaneció un instante como una talla de piedra amarillenta con vetas
rojas, y dos manchas esmaltadas en vez de ojos; luego las llamas se apagaron, y
el fuego volvió a ser otra vez un difuso borrón rembrandtiano.
Phil Frenham, sentado en una silla baja al otro lado de la chimenea, con un
brazo largo apoyado en la mesa de atrás, una mano sosteniendo la nuca, y los
ojos fijos en el rostro de su viejo amigo, no se había movido desde que había
comenzado el relato. Siguió manteniendo su callada inmovilidad después de que
Culwin hubo dejado de hablar, y fui yo quien, con una vaga sensación de
desencanto ante la inesperada interrupción de la historia, pregunté finalmente:
«Pero ¿cuánto tiempo los estuvo viendo?»
Culwin, tan sumergido en su butaca que parecía un montón de sus propias
ropas vacías, se removió ligeramente, como sorprendido de mi pregunta. Parecía
haberse medio olvidado de que había estado hablándonos.
—¿Cuánto tiempo? ¡Oh, durante todo aquel invierno intermitentemente! Fue
infernal. Nunca llegué a habituarme. Cada vez me sentía más enfermo.
Frenham cambió de postura y, al hacerlo, su codo chocó contra un pequeño
espejo de marco de bronce que había sobre la mesa de atrás. Se volvió y lo
cambió ligeramente de ángulo; luego volvió a adoptar su anterior postura, con su
oscura cabeza echada hacia atrás, sobre la palma levantada, y los ojos absortos
en el rostro de Culwin. Había algo en su muda mirada que me desconcertaba, y
como para desviar la atención, presioné con una nueva pregunta:
—¿Y nunca intentó sacrificar a Noyes?
—¡Oh, no! El hecho es que no tuve necesidad. Lo hizo él por mí, ¡pobre
muchacho!
—¿Lo hizo por usted? ¿Qué quiere decir?
—Me cansó… agotaba a todo el mundo. Siguió derramando su deplorable
parloteo, y pregonándolo de un lado a otro de la plaza; hasta que se convirtió en
objeto de terror. Traté de apartarle de escribir; bueno, siempre con mucha
dulzura, entiéndanme; empujándole entre personas agradables, dándole una
posibilidad de que sintiese, de que llegase a tener conciencia de lo que realmente
podía dar de sí. Yo había previsto esta solución desde el principio, estaba seguro
de que, una vez apagados los primeros ardores de querer ser autor, encajaría en
su sitio como un parásito encantador, y sería la clase de Querubín crónico para el
que en las antiguas sociedades siempre había un sitio en la mesa, y un refugio
entre las faldas de las damas. Le vi ocupar su sitio como el «poeta»: el poeta que
no escribe. Ya conocen al tipo en todos los salones… No cuesta mucho vivir de
ese modo; lo pensé bien, y me convencí de que con una pequeña ayuda, podría
arreglárselas para unos años más; y entretanto se cansaría con seguridad. Y le vi
casado con una viuda, más bien mayor, con una buena cocinera y una casa bien
dirigida. Y vigilé, de hecho, a la viuda… Entretanto, hice lo que pude por ayudar
a la transición: le presté dinero para aliviar su conciencia, y le presenté preciosas
mujeres que le hiciesen olvidar sus promesas. Pero nada valió: no tenía más que
una idea en su hermosa y obstinada cabeza. Quería el laurel y no la rosa, y siguió
repitiendo el axioma de Gautier, y siguió batiendo y limando su prosa insípida
hasta desparramarla a lo largo de sabe Dios cuántos centenares de páginas. De
cuando en cuando enviaba una tanda a un editor que, por supuesto, se la devolvía
invariablemente.
»Al principio no importaba; él creía que era «incomprendido». Adoptaba las
actitudes del genio, y cada vez que regresaba a casa una obra, escribía otra que le
hiciese compañía. Luego tuvo un arrebato de desesperación, y me acusó de
haberle engañado, y sabe Dios de qué más. Entonces me enfadé, y le dije que era
él quien se había engañado a sí mismo. Que había venido a mí decidido a
escribir, y que yo había hecho lo posible por ayudarle. Ésa era toda mi ofensa, si
bien lo había hecho por su prima, no por él.
»Esto pareció darle en el punto vulnerable, y se quedó sin contestar un
minuto. Luego dijo:
»—Se me ha terminado el plazo, y el dinero también. ¿Qué crees que sería
mejor que hiciese?
»—Creo que lo mejor sería que no te portases como un asno —dije.
»—¿Qué quieres decir con eso de portarme como un asno? —preguntó.
»Cogí una carta de mi escritorio y se la tendí.
»—Me refiero a rechazar este ofrecimiento de Mrs. Ellinger, para que seas su
secretario con un salario de cinco mil dólares. Puede que signifique mucho más.
»Largó una manotada con tal violencia que hizo saltar la carta de mis manos.
»—¡Oh, sé de sobra lo que significa! —dijo, colorado hasta la raíz del
cabello.
»—¿Y cuál es la respuesta, si puede saberse? —pregunté.
»No dio ninguna en ese momento, pero se dirigió lentamente hacia la puerta.
Allí, con la mano en el quicio, se detuvo para decir casi en un susurro:
»—Entonces, ¿crees de veras que mi material no es bueno?
»Yo estaba cansado y exasperado, y me reí. No voy a defender mi risa… Fue
de mal gusto. Pero debo alegar como atenuante que el muchacho era estúpido, y
que yo había hecho lo posible por ayudarle… En serio que lo hice.
»Salió de la habitación, cerrando la puerta suavemente tras él. Esa tarde salí
para Frascati, donde había prometido pasar el domingo con unos amigos. Me
alegraba poder escapar de Gilbert, y de igual manera, como me enteré esa noche,
escapé también de los ojos. Caí en el mismo sueño letárgico que me había
sobrevenido antes de dejar de verlos; y cuando desperté a la mañana siguiente en
mi apacible habitación sobre los acebos, sentí el absoluto cansancio y el
profundo alivio que seguía siempre a ese sueño. Pasé dos noches
bienaventuradas en Frascati, y cuando regresé a mis habitaciones de Roma me
encontré con que Gilbert se había ido… ¡Oh!, no había sucedido nada trágico; el
episodio no llegó jamás a eso. Simplemente, metió sus manuscritos en la maleta
y regresó a América, con su familia, para volver al despacho de Wall Street.
Dejó una nota decente en la que me contaba su decisión, y se comportó en todo,
dadas las circunstancias, lo menos estúpidamente que puede comportarse un
estúpido…
IV
Culwin se interrumpió otra vez, y Frenham siguió inmóvil en su asiento, con
el oscuro contorno de su joven cabeza reflejado en el espejo que había a su
espalda.
—¿Y qué fue de Noyes después? —pregunté finalmente, todavía incómodo
por una sensación de cosa inconclusa, por la necesidad de algún hilo que
relacionase las dos líneas paralelas del relato.
Culwin encogió bruscamente los hombros.
—¡Oh!, no fue nada… porque él no era nada. No podía plantearse cuestión
alguna de «llegar a ser» algo. Vegetó en una oficina, creo, y finalmente obtuvo
una secretaría en un consulado y se casó tristemente en China. Le vi una vez en
Hong-Kong, años después. Estaba gordo y sin afeitar. Me dijeron que bebía. No
me reconoció.
—¿Y los ojos? —pregunté, después de otra pausa, que el silencio de
Frenham hacía opresiva.
Culwin, acariciándose la barbilla, me miró meditabundo a través de las
sombras.
—No los volví a ver después de mi última conversación con Gilbert. Sume
usted dos y dos, si puede. Por mi parte, no he logrado encontrar la relación.
Se levantó, con las manos en los bolsillos, y se dirigió rápidamente a la mesa
sobre la cual se habían servido las bebidas vivificantes.
—Deben ustedes estar sedientos después de un relato tan seco. Sírvanse algo.
Tome usted, Phil… —se volvió hacia el fuego.
Frenham no contestó al hospitalario requerimiento de su anfitrión. Siguió
sentado en su baja butaca sin moverse; pero cuando Culwin dio un paso hacia él,
sus ojos se miraron largamente; tras lo cual el joven, volviéndose de pronto,
arrojó los brazos sobre la mesa que tenía detrás, y hundió el rostro en ellos.
Culwin, ante ese gesto inesperado, se quedó petrificado, al tiempo que se le
encendía el rostro.
—Phil, ¿qué diantres le ocurre? ¿Le han asustado los ojos también a usted?
Mi querido muchacho, mi querido compañero, ¡jamás había recibido tal tributo
mi habilidad literaria, jamás!
Soltó una risita ante tal idea, y se detuvo en la alfombra delante de la
chimenea, con las manos todavía en los bolsillos, contemplando la cabeza
inclinada del joven. Luego, viendo que Frenham seguía sin contestar, dio un
paso o dos hacia él.
—¡Vamos, anímese, mi querido Phil! Hace años que no los he visto… Al
parecer, no he hecho nada últimamente lo suficientemente malo como para
invocarlos desde el caos. A menos que mi presente evocación le haya hecho
verlos a usted; ¡eso sería aún peor!
Su desenfadada apelación terminó en una risa nerviosa, y se acercó aún más,
se inclinó sobre Frenham, posando sus manos gotosas sobre los hombros del
joven.
—Pero, Phil, muchacho, ¿qué ocurre? ¿Por qué no me contesta? ¿Ha visto
los ojos?
El rostro de Frenham estaba aún oculto, y desde donde yo estaba, detrás de
Culwin, vi que éste, como en rechazo a esta inexplicable actitud, se apartó
lentamente de su amigo. Al hacerlo, la luz de la lámpara de la mesa dio de lleno
en su rostro congestionado, y capté su imagen en el espejo que Frenham tenía
detrás.
Culwin la vio también. Se detuvo, encarado con el espejo, como si no
reconociese como suyo el rostro reflejado en él. Pero mientras miraba, su
expresión cambió gradualmente, y durante un apreciable espacio de tiempo, él y
la imagen se contemplaron con una especie de odio creciente. Luego Culwin
dejó los hombros de Frenham y dio un paso atrás.
Frenham, con su rostro aún oculto, no se movió.
Mrs. Hugh Fraser
(1851 - 1922)
Bajo el pseudónimo respetablemente Victoriano de Mrs. Hugh Fraser —la
«Sra. de Hugh Fraser», sería la traducción exacta— se esconde Mary Crawford
Fraser, hermana del célebre escritor norteamericano Francis Marion Crawford
(1854-1909) y esposa del prestigioso diplomático británico Hugh Fraser (1837-
1894). Dos «fuertes» personalidades masculinas al amparo de las cuales Mary
supo hacerse un hueco como escritora y como historiadora.
Su hermano, conocido entre los aficionados y estudiosos de la narrativa
anglosajona por sus cuentos de horror y ocultismo —“Porque la sangre es vida”
(For the Blood Is the Life, 1905), “La calavera que gritaba” (The Screaming
Skull, 1908)— y algunas estimables novelas como Khaled: príncipe de los
genios (Khaled: A Tale of Arabia, 1891) —alucinante fantasía sobre un genio
que se convierte en humano— o Corleone (1897) —una de las primeras y más
singulares aproximaciones literarias al mundo de la Mafia…—, compartió con
Mary su pasión por la literatura y lo sobrenatural influido por su padre, el
escultor neoclásico Thomas Crawford (1815-1857) —quien poseía una amplia
biblioteca sobre ambos temas—, y como resultado de su cosmopolita educación
—Italia, Londres, Estados Unidos, Alemania—. Con arreglo a ello, no sorprende
que Mary escribiera relatos fantásticos como “A Were-Wolf of the Campagna”
(¿1903?) —especie de secuela del relato escrito por su hermana Anne Crawford
Von Degen (1846—¿?), titulado “A Mystery of the Campagna” (1887)— y el
que hemos recogido en la presente antología, “The Satanist” (1912), junto a
poderosas novelas históricas, hoy olvidadas, como Marna’s Mutiny (1901), The
Slaking of the Sword: Tales of the Far East (1903) o In the Shadow of the Lord
(1906).
Acompañando a su marido, Hugh Fraser, Mary Crawford pudo viajar a
Japón y conocerlo en un momento clave para su historia. Destinado allí por Su
Majestad como Ministro Plenipotenciario para negociar el Tratado Anglo-
Japonés de Comercio y Navegación (firmado el 16 de julio de 1894), Fraser era
muy respetado por las autoridades japonesas por su rectitud hacia el pueblo
nipón —fue enterrado con todos los honores en el cementerio para extranjeros de
Aoyama (Tokio)—. Y, gracias a sus contactos, Mary pudo conocer muy de cerca
la historia y las costumbres de Japón bajo la Era Meiji (1867-1912), periodo en
el que arranca su modernización. De esta crisis entre lo viejo y lo nuevo surgió el
libro por el cual aún es recordada su autora, A Diplomatist’s Wife in Japan:
Letters from home to home (Hutchinson &c Co., Londres, 1899), una densa
narración de 700 páginas sobre la vida cotidiana, la cultura y la religión del país
del Sol Naciente. Su éxito en Inglaterra estimuló a Mary Crawford a escribir
Letters from Japan: A Record of Modem Life in the Island Empire (1905) y
Seven Years on the Pacific Slope (1914), que complementan perfectamente las
informaciones de A Diplomatist’s Wife in Japan…
El muy rico repertorio de anécdotas truculentas, angustias existenciales,
fastuosos vicios y desmedidas crueldades que suele rodear la literatura sobre el
Diablo y sus adoradores, desaparece por completo en “The Satanist”. Publicado
por primera vez en Londres en 1912, según explica el ensayista Everett F.
Bleiler en The checklist of Fantastic Literature: A bibliography of Fantasy,
Weird and Science Fiction books published in the English language (FaX
Collector’s Editions, 1972), “The Satanist” es la crónica del descensos ad inferos
de la protagonista, Yolanda, una joven convertida en adoradora de Satán a causa
del odio hacia su (sadiana) madre, su «desorientación» religiosa y sus impulsos
lésbicos, jamás puestos en primer plano a lo largo del relato, pero palpables en
su relación con la criada y su amiga Léonie… “The Satanist” posee una rara
personalidad, una atmósfera mefítica y dulzona a la vez, coronada por un final
ambiguo acerca de cuál será el futuro de ambas amigas. Sus intenciones
moralistas son abrumadoras, su abominación del satanismo tremenda —Mary
Crawford Fraser, al igual que su hermano, era una ferviente católica—; no
obstante, pese a su melindroso estilo decimonónico, todavía funciona.
LA SATANISTA
El mensaje que Léonie recibió de su amiga Yolanda no era muy explícito,
pero algo en su tono hizo que se dirigiese a su casa apresuradamente, recorrida
por un escalofrío. Nada más llegar, Léonie fue llevada a la sala de estar, donde,
una vez cerrada la puerta, se dejó caer en el sofá.
—No me tomes por loca, Léonie —comenzó a decir Yolanda, muy vivaz—,
pero ha llegado el momento de que te haga una confidencia necesaria, ya que
eres mi mejor y más querida amiga… Así que… escucha lo que he de decirte…
—pero se detuvo, dirigiéndose hasta una alta lámpara de peana—. ¿Quieres
acercarte, por favor? Ayúdame a desabrocharme el corpiño… No temas, pero
haz lo que te pido.
Léonie se levantó del sofá y fue hasta su amiga, dubitativa, con una cierta
prevención debida al requerimiento de la otra.
—Yolanda, cariño… ¿es absolutamente necesario? —preguntó Léonie
mientras se dirigía a ella—. Bien, que sea como tú quieres…
Cuando Yolanda se abrió la blusa de seda y mostró su blanca ropa interior,
sintió Léonie una desazón de pesadilla que le hizo apartar los ojos.
—Yolanda, ¿de veras te parece necesario? —inquirió Léonie—. ¿No
lamentarás después haberme enseñado lo que sea? Hay cosas que es mejor…
—No —respondió Yolanda con una determinación clara, ante la que ninguna
defensa ni dilación podía esgrimir Léonie; el cuello de la joven, junto a la nuca,
se inclinaba con paciente determinación a la espera de que la otra le
desabrochara el corpiño, mientras sus manos caían sobre la falda con un
abatimiento que no era sino resignación—. Vamos, Léonie… ¿Por qué haces que
esto me resulte más duro de lo que ya es?
Léonie atendió al ruego de la amiga. Desabotonó con cuidado su corpiño
hasta dejarle desnuda la blanca piel; y allí, a la luz de la lámpara, al repasar con
sus dedos los hombros de la otra y ver lo que había, no pudo reprimir un grito de
horror.
—¿Lo has visto? —dijo Yolanda, relajándose, olvidada su rigidez anterior—.
Ciérrame de nuevo el corpiño, por favor… Ahora te contaré algo que jamás
supuse que contaría a nadie, excepto alguna vez, acaso, a un sacerdote, cuando
estuviera ya harta de la felicidad de este mundo y cansada del amor… si es que
eso me ocurre alguna vez… Dime ahora, Léonie, si crees que soy excesivamente
celosa de mi feminidad, al extremo de entregar mi vida sin remedio al amor de
un hombre, y si crees que perderlo puede suponerme la salvación.
—¡Oh, infeliz; sí, infeliz…! —exclamó la otra bañada en lágrimas—. Mi
querida Yolanda… ¿Quién ha podido hacerte eso?
Y después de abotonar el corpiño de su amiga, impelida por un rapto de
ternura, como si deseara restañar aquella herida, la besó allí delicadamente.
Yolanda se ajustó después la falda y sonrió deslumbrante a su amiga, como
si de veras su alma fuese ajena al dolor físico y a la desesperanza.
—Tranquilízate, Léonie, querida… Ya no me duele. Ya me han abandonado
los sufrimientos —dijo—. Ya no volveré a torturarme ni avergonzarme…
Vamos, sentémonos en el sofá, que quiero contarte lo que hasta ahora no te he
dicho, cómo he llegado a ser lo que soy… No creo que me lleve mucho tiempo.
Con la barbilla reposando en sus manos, y los codos apoyados en sus
rodillas, Yolanda miraba el fuego de la chimenea como si quisiera extraer de allí
los fragmentos de su memoria que más necesarios le eran para recomponer un
recuerdo, antes de iniciar el relato de su historia. Y sin cambiar de posición
comenzó a decir al cabo de un largo silencio:
—Ahora que me doy cuenta, Léonie, es la primera vez que te hablaré de mi
vida de antes de que nos conociéramos, hace ya cinco años… ¿Cómo es que
nunca me has preguntado nada acerca de mi vida?
—¿Y por qué habría de hacerlo, Yolanda? ¿Con qué derecho? Tampoco tú
me has preguntado nada sobre la mía, jamás. Me sentí muy próxima a ti ya la
noche en que nos conocimos en aquella maldita casa de Roma, cuando fuimos
las únicas personas que abandonamos apresuradamente la reunión, porque
tuvimos miedo de ellos… Yo te dije mi nombre cuando salíamos, ¿recuerdas?
Pero no me preguntaste ni por qué estaba allí, ni cómo los había conocido, por lo
que yo jamás osé preguntarte algo parecido… Me bastaba con saber que ambas
habíamos sufrido esa noche la misma vergüenza.
Yolanda puso una mano en la rodilla de su amiga, como si de pronto se
sintiese liberada, feliz.
—Gracias por todo, por lo mucho que has significado para mí desde
entonces —dijo—. Y gracias también por no haberme preguntado, como no te lo
pregunté yo, qué hacía allí aquella noche… Pero, ahora, Léonie, ha llegado el
momento de que me sincere contigo. Sólo te pido que, si es posible, observes
cuanto te diga con tu habitual compasión… aunque lo que oigas pueda hacerte
pensar que merezco ser condenada… Al fin y al cabo, bien sabe Dios que sólo
aspiro a reconciliarme con él, algún día… Bien, todo comenzó el mismo día en
que vine al mundo —siguió diciendo—. Esperaban que fuese un niño, y no, fui
hembra… Una niña… Así que todo se me puso en contra desde el comienzo. El
hecho de que no tuviese ni hermanos ni hermanas no alivió en nada mi situación.
»A veces pienso que si quitáramos los hijos a sus padres, en ciertos casos, y
fuesen entregados a gente que no tuviese la menor expectativa de obtener
provecho de ellos, crecerían sin una armazón moral perversa al menos hasta que
ellos mismos quisieran dársela, lo que redundaría a favor tanto de los padres
como de los hijos… Nunca te presenté a mi madre por eso… Temí que, incluso
en sus últimos días de vida, te dijese que tuvieras cuidado conmigo, que no me
tocaras sin ponerte guantes, para no mancharte…
—Pero, Yolanda… ¿cómo puedes hablar así de tu propia madre?
—No me interrumpas, Léonie, si quieres ayudarme… Creo que, por otra
parte, podrás hacerte una composición de lugar completa si me escuchas
atentamente… Puedes estar segura de que lo que digo acerca de mi madre no es
una exageración… Mi nacimiento le supuso una afrenta, le causó una herida
dolorosa, y no era mi madre persona que perdonase las heridas recibidas. Fue
una mujer muy desgraciada, además, y lo fue por muchos motivos. No
practicaba religión alguna, y la sola mención de la otra vida le causaba una gran
desazón, pues temía profundamente la mera idea de la muerte. No obstante,
jamás pensó en reconciliarse con la Providencia, en venganza de lo que
consideraba la terrible crueldad con que la trataba la vida. Nunca he conocido a
nadie, ni creo que lo conozca, tan lleno de amargura como ella; ni que odiase
tanto, sin embargo, la sola idea de morir, como la odiaba ella… Era una
monomanía, una obsesión.
»He hablado de una afrenta y de una herida… Y he dicho que yo fui quien se
las causó… Creo que te resultará fácil entenderlo. En primer lugar, el hecho de
que naciese niña en vez de niño, como te he contado ya, le produjo una tristeza
indecible, un desagrado mayúsculo, porque ansiaba con todo su corazón tener un
niño que pudiera seguir en un futuro la exitosa senda de la política por la que
transitaba mi padre; por otra parte, no es menos cierto que mi nacimiento le
produjo una pérdida evidente de la salud, lo que le supuso igualmente una
pérdida más que cierta de su belleza. Antes de que yo naciese había sido una
mujer bellísima, una de las más hermosas de su mundo; y cuando esa belleza se
le esfumó, no le quedaron razones suficientes para vivir, según decía, aunque no
por ello dejaba de temer la muerte. Creo que todo aquello afectó de manera
grave su mente; o al menos prefiero pensarlo así, por un mínimo de caridad
hacia ella, hacia su recuerdo… Desde luego, tenía que sentirse muy humillada e
infeliz para ser tan amargamente insana. Prefiero pensar que llegué a intuirlo así,
incluso cuando aún vivía…
»Nunca me habló con el menor cariño, ni siquiera cuando yo procuré
demostrarle el mío. Claro que, sin embargo, mantenía las apariencias en público;
pero jamás me dio un beso, ni entró en mi cuarto para darme las buenas
noches… Si sólo me hubiera dado las buenas noches alguna vez… —hizo una
pausa y prosiguió—: Cuando cumplí los doce años y se vio con claridad que iba
a ser muy hermosa, todo fue a peor; en realidad, fue monstruoso a tal extremo
que mucha gente comenzó a darse cuenta de la inquina que me tenía mi madre.
Llegó a un punto tal, que mi padre hubo de enviarme durante dos años a un
convento de Milán. Creo que temía sinceramente que mi madre pudiese
causarme algún daño físico, con el consiguiente escándalo. En cualquier caso,
intentó por todos los medios que estuviese a salvo, manteniéndome lejos todo el
tiempo que fuera posible. Nunca quiso que regresara a casa de vacaciones;
supongo que aguardaba a que mi madre reflexionase y mostrara al menos menor
odio hacia mí… Mi padre viajaba a Milán un par de veces al año para verme, y
me llevaba de vacaciones un mes o seis semanas a Cadennabia o a Mentone.
Siempre fue muy cariñoso conmigo… Cuando comencé a ser una jovencita
definitivamente hermosa, le alegraba mucho presentarme a sus amigos, con los
que nos encontrábamos en los hoteles a los que íbamos. Todos me mostraban
una gran consideración y me decían cosas bonitas, lo que hacía que se sintiera
feliz y orgulloso de mí. Claro que algunos me decían, sin embargo, cosas de un
gusto más bien dudoso, lo que parecía complacerlos mucho.
»La religión no había significado nada para mí hasta que ingresé en aquel
convento; había sido sólo algo así como un juego de jardín de infancia, como lo
es para tantos niños, algo que consistía en ir a la iglesia una media hora a la
semana. Mi padre siempre insistió en llevarme con él a la iglesia, aunque él
mismo no se sentía muy concernido por las cosas de la religión. Y todo lo más
me ponía de rodillas unos cinco minutos cada mañana, para rezar algo que decía
de memoria, sin comprenderlo bien. No recibía otros estímulos para la fe. Me
limitaba a decir aquellas oraciones que hablaban de Dios y del Ángel de la
Guarda, sin más.
»Las monjas del convento de Milán, sin embargo, se esforzaron en hacerme
comprender lo muy importantes que eran para ellas Dios y el Ángel de la
Guarda. Pero pasaba el tiempo y la verdad es que sus métodos no obraban en mí
lo que pretendían. No hallaban en mí la base sobre la que construir el templo que
habían pensado levantar en mi pecho, aunque estoy segura de que lo intentaron
con denuedo. Hice la primera comunión con otras niñas y, como hacían con las
demás, intentaron por todos los medios mantenerme ajena a la dureza del mundo
y la vida. Pero sí me quedó de ellas, aparte de una buena educación, la certeza de
que en todos los avatares del mundo está inscrita la presencia de Dios. Con eso
no quiero decir que yo amase a Dios, pues no tenía un sitio que hacerle en mi
corazón, aunque la idea de su existencia acabó haciéndome más rebelde que
sumisa. Puede que lo entiendas, o puede que no, pero recordaba siempre con
gran emoción a las monjas, sobre todo cuando oía a papá y a sus amigos hablar
de lo que llamaban «el lamentable estado de cosas actual por culpa de la Iglesia
y las excesivas ayudas que recibe». No obstante, yo pensaba entonces que mi
padre era, realmente, un gran hombre, un hombre importante. Pero sentía a la
vez que las monjas no eran más que mujeres desprovistas de todo bien material
pero con un gran conocimiento del mundo, mujeres de una gran inteligencia.
»Cuando al fin regresé a casa, de la mano de mi padre, las cosas fueron al
principio un poco mejor que antes. Me pareció, sin embargo, que mi madre me
tenía miedo, lo que no dejaba de hacer que me sintiese más tranquila, he de
decirlo así, aunque lo cierto fuera que no me temía a mí, sino a mi padre; es más,
pronto comencé a darme cuenta de que cuando él estaba presente mi madre hacía
todo lo posible por simular hallarse contenta conmigo, por lo que me cuidaba
mucho de quedarme a solas con ella. Bien sabía yo que su odio hacia mí era
mucho más fuerte que ella misma, y que en cuanto tuviese la menor ocasión
trataría de levantarme la mano… Fue entonces cuando también comencé a
odiarla yo, en justo pago por su desprecio, y también por el disimulo que hacía
cuando papá estaba con nosotras.
»En aquellas primeras semanas de mi regreso a casa cumplía yo con mis
obligaciones religiosas, aunque de manera un tanto mecánica, no obstante lo cual
en ocasiones tenía cargo de conciencia por sentir aquel odio creciente hacia mi
madre. Recuerdo una noche en la que iba a rezar esa parte que dice «perdona
nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores», cuando me
callé de golpe. No pude seguir. Y dije a Dios que no tenía derecho a exigirme
eso, pues yo no era quien ofendía, sino la ofendida… ¿Por qué iba a mentir? No
lo haría, no, no podía hacerlo… Pregunté a Dios por qué se ponía de su parte…
¿Qué daño había causado yo?
Había tal resentimiento en sus palabras, tal resquemor en sus expresiones,
que no parecía ir a calmarla el paso de las horas. Oír aquello, y verla tan
resentida, hería a Léonie.
—Yolanda, por favor, no sigas —le rogó—. Todo eso pasó hace muchos
años, cuando eras sólo una niña… Deja que tu madre descanse en su tumba de
una vez por todas y cíñete a lo que pretendías contarme.
—Tienes razón, Léonie —respondió Yolanda con una voz ahora más
encantadora, ida ya la violencia de su resquemor de antes—. Pero deja que
también entierre mis recuerdos esta noche para que puedas comprenderlo mejor
todo… Desde aquel tiempo, hasta hace apenas cuatro años, cuando murió mi
madre, jamás volví a rezar. No podía hacerlo, como te he dicho. Después de su
muerte he vuelto a rezar, tanto por ella como por mí misma; no tan
frecuentemente como debiera, pero rezaba… Y lo sigo haciendo. Sabes bien que
no puedo perder la fe.
»Tras aquella noche en la que no pude seguir rezando pareció como si los
Poderes de la Oscuridad se expandieran por la casa. No daba esa sensación de
día, cuando estábamos despiertos, ni siquiera cuando el espíritu de la maldad y la
maledicencia escapaba por completo del control de mi madre; era de noche
cuando esa sensación de maldad parecía emponzoñar el aire, a tal punto que no
me metía en la cama sin antes cerrar con llave la puerta de mi habitación. Supe
así, te lo aseguro, qué es pasar miedo. Pero el miedo no hacía más que alentarme
a no olvidar, a no someterme, a luchar en pos de la victoria sobre mí misma. Fue
por aquel entonces cuando comencé, bien que inconscientemente, pues nunca
había oído hablar de esas cosas, a caminar por las fronteras donde ellos
dominan… He de decirte que fue también por aquel tiempo cuando vino a casa
Rosina Delré, la criada, para atenderme y cuidar de mi ropa.
—¡Esa criatura maldita! —exclamó Léonie.
—Bueno, ya está muerta, así que no la execremos más de lo debido, ni le
prestemos una importancia que no merece… Al final hubo de penar
sobradamente… El caso es que no la veía mucho; se limitaba a cumplir con su
tarea, que hacía bien, con presteza; pero alguna vez la vi observándome, como si
me vigilase, lo que me llevó a suponer que quizá quisiera decirme algo y no se
atrevía. También pensé que se apiadaba de mí, sabedora de lo que me detestaba
mi madre, lo que me llevó a confiar en ella en mayor medida, por creerla mi
aliada y mi posible confidente… Debo confesarte que la soledad pesaba mucho
en mi ánimo. No obstante, tardé en abrirme a ella, mantuve largo tiempo cerrada
la boca, hasta que finalmente una serie de circunstancias hicieron que me
decidiese a contarle todo.
Hizo de nuevo una pausa, como si quisiera rearmarse, hacer acopio de coraje
antes de proseguir.
—Una mañana —dijo al fin—, a finales de aquel verano, me encontraba en
el jardín con papá cuando llegó un telegrama que urgía su presencia en Monza.
Las tormentas habían causado inundaciones y era preciso adoptar medidas
rápidamente, pues los ríos amenazaban con desbordarse… En casa, sin embargo,
no había caído una sola gota de lluvia desde hacía muchas semanas y el calor era
realmente insoportable.
»Papá hubo de tomar el primer tren, uno que partía al mediodía, así que tuve
que quedarme sola, junto a mi madre y la servidumbre… Puedes hacerte una
idea de cuán mal me sentí. No hace falta que te cuente cómo transcurrían los
almuerzos entre mi madre y yo; para mí era como almorzar junto a un gato
rabioso; sus ojos, aunque nunca me miraba de frente, en ningún momento se me
despegaban. Parecía esperar el momento más propicio para saltar sobre mí…
Sólo hablaba de vez en cuando con el mayordomo, y todo para decirle que por la
tarde no estaría para nadie.
»No te extrañe, por eso, que a diario, cuando se acercaba la hora del
almuerzo, mis nervios hirvieran en una mezcla de ansiedad y furia; hubiera sido
capaz de estrangularla. Me recuerdo tensa, esperando la próxima maldad que me
dijera… Pero la verdad es que se limitaba a comer un poco, a beber y a mirarme
con una crueldad indecible, siempre de reojo; no comía mucho pero bebía sin
parar y eso hacía que las miradas que me dirigía pareciesen por completo ajenas
a la mirada humana… Sólo me mantenía en cierta calma saber que pasaríamos
juntas y solas unas pocas semanas. Fueron tres, al cabo, en las que estuve
siempre al borde del pánico, a punto de perder por completo la paciencia… Una
vez concluía el almuerzo, mi madre abandonaba el comedor y se dirigía a su
estudio como un meteoro. Pero un día, apenas se levantó de la mesa, lo hice yo
también para irme a mi cuarto, y entonces se paró en seco, se volvió y me
detuvo.
»—¿Qué pretendes? —me preguntó.
»Estábamos en la puerta del comedor, frente a frente.
»—Voy a mi habitación —respondí.
»Oí cómo me temblaba la voz al responder, de tanta cólera como sentía, de
los nervios que me embargaban. Y me di cuenta de que ella lo notaba; supe que
esperaba algo así, porque comenzó a reírse primero quedamente, con un extraño
sonido gutural, y después a carcajadas, burlándose abiertamente de mí.
»Su risa parecía envolverme poco a poco como una espesa neblina roja. No
podía moverme; me veía allí, sin saber qué hacer, esperando que cesara aquella
especie de tormenta insoportable que era su risa, aguardando a que desapareciera
la neblina espesa y roja, hasta que me di cuenta de que parecía ordenarme algo,
sin dejar de reírse.
»—¿Es que no me escuchas? —oí que me decía entre las carcajadas, sin
alzar la voz, como en un susurro; y cuando negué con la cabeza, me tomó de los
hombros y me llevó a empujones hasta la puerta de su estudio… Estaba yo tan
atónita, tan hundida, tan derrotada, que dejé que me tratase como le viniera en
gana. Apenas me sostenían las piernas, así que imagínate cuál era mi estado de
ánimo, no podía hacerle frente.
»Abrió violentamente la puerta del estudio y, situándose tras de mí, me dio
un empujón tan violento que caí contra la mesa de papá que había en mitad del
salón. Quedé levemente conmocionada, no obstante lo cual supe que aquello no
había hecho más que empezar, que lo peor estaba por venir… Sé que estuve
unos minutos preguntándome estúpidamente qué me había pasado, como si no
quisiera aceptar la realidad; sobre todo me preguntaba qué hacía tirada en la
alfombra, aunque recordaba bien que me había golpeado en la cabeza contra la
mesa. Era como si tuviese una pesadilla de la que deseara despertar cuanto antes,
así que intenté levantarme. Pero un nuevo golpe me hizo caer otra vez, y
entonces oí la voz de mi madre diciéndome una y otra vez:
»—¡Llora, tienes que llorar! ¡He dicho que llores!
»Entonces me di cuenta de todo, recuperé por completo el sentido y…
Léonie, trata de ponerte en mi lugar… Hice todo lo posible para no darle el gusto
de que me viese llorar… Poco a poco volvían a mí las sensaciones físicas, pero
no voy a hablar de eso… Sabes bien qué has visto en mi espalda… Pero te
aseguro que a día de hoy no sé qué arma utilizó para herirme. Supongo que sería
algún objeto metálico, quizá una cadena, o acaso un gran manojo de llaves; algo,
en cualquier caso, que nunca me había sido dado ver… Intenté ponerme en pie
de nuevo, mientras ella se dejaba caer en una butaca, riendo y canturreando
como una loca.
»Allí la dejé; salí lentamente, abatida, arrastrando los pies, para dirigirme a
mi habitación. Creo que no vi a nadie de la servidumbre, pero tampoco puedo
decirlo con certeza. Sólo quería recuperarme del todo, que me asistiera la mente
de nuevo, pues tenía la sensación de que la había perdido. Apenas tenía catorce
años entonces, era una niña, pero aquello acabó por convertirme en una mujer…
Y no precisamente en una buena mujer.
»Cuando entré en la habitación sí vi que alguien sacaba de un armario unas
sábanas. Era Rosina. Antes de que fuese por completo consciente de dónde me
hallaba, me arrojé a sus brazos y oculté el rostro en su pecho, de manera que no
pudiese ver cuán dolida estaba, cuán abatida me sentía. Ella no dijo una palabra;
se limitó a dejar que la abrazase mientras intentaba yo apaciguar mi respiración,
recobrar el aliento… Y así estuvimos largo rato, creo recordar, hasta que
comencé a contarle lo que había pasado. Entonces me hizo tomar asiento en la
cama y cerró la puerta.
»Créeme, Léonie, que aunque sé bien cómo era, no podré olvidar nunca lo
que hizo por mí entonces; no me hubiese dado tanto consuelo, ni me habría
abrazado como lo hizo, aunque fuera yo su hija. Luego, mientras me bañaba,
restañaba mi herida y vestía, siguió consolándome, alegrándome, diciéndome
cosas bonitas, llamándome con distintos y muy cariñosos diminutivos.
»Me sentí confiada, en fin, al punto de contárselo todo… Cuando comencé a
relatarle lo que había ocurrido en las tres últimas semanas, cuando le dije que ya
no era capaz de rezar, Rosina pareció muy contenta de repente, y empezó a
hablar mucho y a besarme, como si acabara de liberarla de algo, de algún pesar.
»—Sé cómo te sientes, pequeña —me dijo—, pero no creas que eres la única
que no puede rezar. ¿Acaso crees que eres la única persona en este mundo que
ha descubierto la crueldad, la injusticia de la vida? No, yo te digo que no eres la
única… Somos miles y miles, un ejército… Únete a nosotros, que sabremos
darte el consuelo que necesitas. Como nosotros, tú has sido herida por la
falsedad, por las antiguas mentiras de los sacerdotes, que odian a todo el que se
libera de ellos y de su Dios, Jehová. ¿Quieres de veras ser libre, completamente
libre para amar u odiar según tu voluntad? ¿Quieres reírte de esa tiranía a la que
llaman religión, quieres saber cuál es realmente tu naturaleza y lo que eso
significa, quieres conocer sus leyes y a través de ellas conocerte a fondo?
»Decía todo aquello, Léonie, con tal vehemencia que me atrajo, como si lo
hubiese aprendido en un libro que yo deseaba leer a toda costa; sus palabras
tenían peso y autoridad, algo que me asombra tratándose ella de una mujer del
campo, de una mujer iletrada. Sabes hasta qué punto lo era.
»—Sí —dije con un entusiasmo idéntico al suyo—. Todo eso es lo que
deseo, ser libre para ser yo misma y hacer lo que realmente me apetezca… ¿Y
cómo podré conseguirlo? Aún soy una niña y debo obedecer; debo ir a la iglesia
cuando me lo ordenen, y simular que quiero hacerlo.
»No puedo, Léonie, recordar con exactitud qué ocurrió después entre
nosotras… Pero trataré de expresarlo de la mejor manera posible, y espero que a
medida que hable de ello vengan a mí los recuerdos.
»—Es verdad —dijo Rosina—; has de hacer como que quieres ir a la iglesia,
igual que muchos de nosotros… No hay manera de negarse. Pero tómalo como
algo de lo que tienes que vengarte, como habrás de hacerlo de tantas cosas, de
todo lo que te ha herido y decepcionado profundamente… los sacerdotes… su
Dios con el que pretenden aterrorizarte obligándote a prestarle adoración aunque
te repugne y rebele… Mira, si me prometes guardar el secreto, podré enseñarte
cómo derrotarlos.
»Prometí que haría lo que me pidiera y siguió diciéndome:
»—Antes que nada, ¿crees en Lucifer, el arcángel que prefirió perder el cielo
en vez de su orgullo? —me preguntó.
»—Sí —respondí—, supongo que sí…
»Entonces expuso con la misma vehemencia y mucha claridad lo que
podríamos llamar su esquema, ya sabes, Léonie, el que utilizan todos ellos; lo
hizo como si repitiese una lección bien aprendida, para expresar mejor las
virtudes de Lucifer, su triunfo innegable sobre Dios, cuán generoso es con sus
adoradores y el mucho poder que les concede, sin limitarse a prometerles esos
vagos disfrutes del cielo de los cristianos, sino llamándoles a conquistar las
cosas concretas y más valiosas de este mundo.
»—Los mismos sacerdotes —siguió diciéndome— saben todo esto por su
Biblia… Ahí se cuenta cómo Lucifer tentó a Cristo llevándolo a una alta
montaña desde la que le mostró todos los reinos del mundo al mismo tiempo,
diciéndole que, si le adoraba, él, Lucifer, le daría cuanto quisiera.
—Sí, ¡cuántas veces les he oído decir eso! —exclamó entonces Léonie—. Es
la misma historia de siempre, y siempre contada fuera de contexto.
—Sí, Léonie, tienes razón… Ahora sé la verdad, pero entonces era distinto…
Las posibilidades que me ofrecía eran como un trueno que me llenaba la cabeza;
y aunque algo en mi más profundo ser me decía que huyera, que me apartase de
todo aquello, estaba subyugada; otra fuerza tiraba de mí de manera irresistible…
Cuando Rosina vio que era presa fácil, se ausentó apenas un minuto y regresó
con un libro en las manos, un ejemplar con los poemas de Carducci[35], que abrió
para hacerme leer esos versos odiosos, que seguro conoces:
Salute, O Satana, O Ribellione,
O Forza vindice della Ragione,
Sacri à salgano gli incensi ei voti,
Hai vinto il Geova dei Sacerdoti![36]
—Sí, conozco esos versos —dijo Léonie—. ¡Pobre Yolanda! ¡Por qué trance
tuviste que pasar!
—Yo había visto una vez a Carducci, hallándome con papá, que le conocía;
les oí hablar de la humanidad, el progreso y la fraternidad universal; papá estaba
de acuerdo con él en esas cosas y, por eso, su libro me pareció en principio lleno
de autoridad, no tan abominable como lo es realmente… Leí aquel himno una y
otra vez, aunque en el fondo no dejaban de horrorizarme las blasfemias que leía;
creía por otra parte, sin embargo, que en efecto allí estaba mi oportunidad, que si
suscribía aquellas palabras y rompía definitivamente con el cristianismo
encontraría la libertad… El caso fue que, viéndome dudar, Rosina se enojó
conmigo y me arrancó violentamente de las manos aquel maldito libro.
»—Si temes a los sacerdotes —me dijo—, olvídate de esto y corre hasta
ellos… Si eres tan cobarde como para permitir que te castiguen como si fueras
un animal, olvídate de mí… Lamento mucho haber intentado ayudarte.
»Y salió de mi habitación, dejándome sumida en mis pensamientos, y sobre
todo en mis dudas… Pasaron las horas sin que nadie acudiera a verme, sin que
nadie me llamase para nada. No se dejaba sentir ningún ruido, como si la casa
estuviese vacía; sólo desde el exterior me llegaba, a través de las ventanas
abiertas de mi cuarto, algún trueno lejano… Era la misma habitación que sigo
utilizando en el presente, la que da al jardín… Pasaron las horas, como te digo, y
se hizo la oscuridad tan negra que apenas veía la mesa que hay entre las dos
ventanas… Te doy estos detalles para que te hagas la idea de que la oscuridad
externa era tan grande como la que había en mi propio interior. Era una
oscuridad que me impedía ver más allá, que parecía ir a borrar de mí todo rastro
de bondad. Tanto fue así que empecé a decir para mis adentros que no podía
renunciar al odio ni a la venganza, que sería preferible perder definitivamente mi
alma antes que olvidar todo el daño que me había causado mi madre… Y en
aquella oscuridad de mi cuarto me pareció ver una luz muy tenue que danzaba
entre las ventanas y mi lecho por unos segundos, para desaparecer de golpe
dejándome sumida en la más profunda negrura nuevamente.
»Fue sólo una luz, un leve fulgor, como te digo, pero me hizo pensar que mi
elección estaba hecha, que algo o alguien había anotado mis deseos más allá de
mí misma, más allá de cualquier llamada a rechazarlos. No obstante, Léonie, y a
pesar de lo que pueda parecerte, puedes estar segura de que aquellas ideas
perversas no habían hecho presa en las mías, pues mi afán de odiar, mi deseo de
cobrarme venganza, no estaba en mis pensamientos, sino que era un impulso de
mi corazón. Es más, fue mi pensamiento lo que me llevó a rechazar aquel deseo
imperioso, sugiriéndome que me levantase a cerrar las ventanas, como si temiese
que la tormenta que se cernía desde el cielo pudiera aumentar el caudal de odio
de mi corazón. Un odio que me hacía sentir fuego en todo el cuerpo. Pero
también debo decirte que en el fondo me sentía tan orgullosa de aquel odio, me
sentía al fin tan valiente, que no lo hice.
»No pasó mucho tiempo hasta que oí abrirse la puerta de mi habitación. Era
Rosina, que me llevaba algo de comer.
»—Será mejor que comas un poco —me dijo—, seguro que estás
hambrienta. Voy a cerrar las ventanas y a encender las velas… ¿Quieres que
hablemos mientras cenas? No te preocupes, que tu madre no nos molestará… Ya
me he encargado yo de que no lo haga… Tiene mucho miedo de que alguien le
cuente a tu padre lo que te ha hecho.
»Yo, sin embargo, sólo quería beber, tenía una sed que me devoraba, que me
abrasaba la garganta… Rosina se dio cuenta de mi estado febril y supo
aprovecharse. Me dio un poco de vino con agua, diciéndome que lo sorbiera
lentamente. Luego me preguntó si aún temía ser libre.
»Después de aquello perdí cualquier atisbo de voluntad y me dejé llevar.
Creo que Rosina hizo conmigo lo que le vino en gana.
»No se dejó nada por decir; cuando pienso en lo hábilmente que me conducía
hasta lo que más le interesaba, aun hoy no dejo de asombrarme. No hubo un solo
punto de su discurso que pudiera rebatirle, y se expresaba con tal inteligencia
que acabó por hacerme su esclava.
»Había comenzado hablando de mi belleza. Después habló del amor —y aún
me avergüenza recordar lo que decía sobre el amor—, para decir que los
sacerdotes y la Iglesia eran los enemigos del amor, y que, en tanto siguiera
siendo yo cristiana, el amor me estaría prohibido. Claro está, no perdió ocasión
de hablar también acerca del odio que me tenía mi madre, y de cómo habría de
hacérselo pagar yo con un odio aún mayor. Culpó a Dios de ese odio de mi
madre, llamándome a rebelarme en su contra, pues, según me dijo, era Dios
quien había insuflado ese odio en mi madre… El caso es que por mis respuestas
supo que sus palabras calaban hondo en mí, que me hacían reflexionar
profundamente acerca de mis padecimientos… Finalmente, me hizo leer de
nuevo el himno de Carducci, lo que hice con mucha tranquilidad y
complacencia, aunque en el fondo seguía alentando en mí el pensamiento de que
era un poema odioso, y luego me hizo repetir en voz alta, varias veces, que yo
pertenecía a Satanás. Al principio me negué a decirlo, pero insistió de tal
manera, instándome a ello una y otra vez, diciéndome que lo dijese o no ya
pertenecía a Satanás y no a los sacerdotes, que al final cedí y dije lo que
pretendía ella.
»—Quiero oírtelo decir otra vez —insistió.
»—Pertenezco a Satanás, no a los sacerdotes —repetí.
»Entonces añadió que, para demostrar que mis palabras eran sinceras, tenía
que superar una prueba con la que demostrar a mi nuevo amo que decía la
verdad.
»—¿Y qué he de hacer? —pregunté.
»—Nada que te resulte peligroso, ni difícil —respondió—. Tiene que ver con
ese pedacito de barquillo que los sacerdotes dan en lo que llaman comunión…
Sabes bien cómo comulgar… Así que lo harás de nuevo, pero guardándote la
hostia para mí.
»Tras decir esto, se acercó a mí para mirarme tan de cerca que no pude
apartar los ojos de los suyos. Perdí entonces toda capacidad de pensar por mí
misma, y hasta el simple deseo de hacerlo. Sólo quería lo que ella quería… Dije
entonces que sí, que haría lo que acababa de pedirme, pues no podía ni pensar ni
decir otra cosa, tenía la voluntad completamente anulada.
»Unos diez días más tarde, cuando me sentí fuerte como para ir de nuevo a la
iglesia y comulgar, fui con Rosina a la catedral. Se mantuvo todo el tiempo cerca
de mí, incluso cuando me acerqué a los peldaños que conducen al altar. Una vez
hubo acabado la misa regresamos juntas a casa; luego subí a mi habitación y le
entregué la hostia, que había guardado en mi pañuelo… Hube de apartar los ojos
para hacerlo, no podía mirar abiertamente la sagrada forma.
»Un mes después, más o menos, la convencí al fin para que me presentase a
sus amigos, pues deseaba conocerlos, ya que tanto me había hablado de ellos, ya
sabes… De los satánicos… Se había pasado todo ese lapso de tiempo
contándome cuán felices son los satánicos, diciéndome que no había en el
mundo gente tan libre como ellos, ni que supiera disfrutar del placer como lo
hacían. Me dio a leer algunos libros que tenían ilustraciones espantosas… Al
principio no podía ni abrirlos, pues era hacerlo y sentía la necesidad de lavarme
las manos. Y cuando lo hice me avergoncé al mirarme en el espejo… No
obstante, poco a poco me hice a la idea de que acaso no fuera tan malo leerlos y
contemplar aquellas ilustraciones… Tenía sólo catorce años, Léonie, y me pudo
la curiosidad. Así que acabé abriéndolos tranquilamente y leyendo lo que allí se
decía… Ten por seguro que desde entonces no hace mi mente otra cosa que
luchar contra las consecuencias de aquellas lecturas.
»La verdad, Léonie, quedé maravillada… Sentí que no era mala por haber
leído aquellos libros, al contrario; sentí igualmente que no sólo no había perdido
mi alma al hacerlo, sino que la tenía más viva… Pero la verdad es que aquellos
libros no habían obrado en mí otro efecto que el pretendido por Rosina, que no
era sino el de prepararme para ser entregada a ellos, para que saciaran en mí su
apetito de atrocidades… Ya sabes… la misa negra y todo lo demás… Supongo
que te imaginarás lo que pasó… En efecto, fui iniciada como novicia de Satanás.
»Así ocurrió… Cuando Rosina consideró que ya estaba preparada, me llevó
un viernes por la noche a esa maldita casa que tanto tú como yo conocemos bien,
a nuestro pesar…
»Imagínate qué contenta me sentí cuando, entre las personas a las que fui
presentada por Rosina, vi a Botti, un hombre al que conocía desde muy pequeña
pues era el viejo médico de la familia… Se mostró conmigo tan educado y
cariñoso como siempre, y me condujo de la mano hasta esa habitación de la
planta superior… ya sabes cuál… Allí me habló mucho rato, y al final me
instruyó acerca de lo que me ocurriría, nada bueno, si los traicionaba. También
extendió su amenaza a mi padre. Luego me tomó juramento y bajamos con los
demás… Y abrió la puerta de esa capilla que es realmente la boca del infierno.
»No me pidas, Léonie, que te haga una descripción detallada de lo que
siguió… Compadécete de mí… La primera ponzoña me vino de los quemadores
en donde ardían las semillas que daban un humo negro; después fui envenenada
aún más mediante aquella caricatura de la crucifixión que hicieron; e imagínate
cuán grotesco era Botti con su birrete de cuernos de búfalo pintados de rojo… Y
con aquellas túnicas espantosas bordadas en la espalda con la vil imagen de
Satanás. Todo eso no podía por menos que golpear duramente cualquier atisbo
de mi inteligencia. Pero aquélla fue mi primera misa negra.
»Créeme, Léonie… Cuando Botti lanzó la hostia consagrada hacia el grupo
de hombres y de mujeres allí reunido, me sentí enferma, literalmente enferma…
Rosina tuvo que sacarme de allí, pues me desvanecí… Creo que temió que la
impresión sufrida me hiciera rechazarlos e ir a contar a mi padre y a los
sacerdotes todo lo que había visto… El caso fue que habló con Botti y le dijo
que sería preferible aguardar un tiempo, antes de consagrarme cono novicia de
Satanás; que sería mejor esperar a que me recuperase de la impresión y viera
claramente que no podía tener miedo más que de ellos.
»Te cuento, en resumen, que con posterioridad asistí a varias misas negras
más, pero también te digo que no podía contemplar esa perversa ceremonia que
hacen con la hostia consagrada. Siempre cerraba los ojos llegado ese momento.
Y bien Sabe Dios que no me quedaba allí mucho más tiempo, y que me iba
aunque pretendieran retenerme, pues de haberlo intentado alguien férreamente,
hombre o mujer, lo hubiese matado… Nunca, desde que fui un poco más mayor,
acudí a esa maldita casa sin llevar conmigo un arma… ¿Me crees, verdad,
Léonie?
Léonie alzó la mirada y clavó los ojos en su amiga.
—Nunca he creído a nadie como te creo a ti, Yolanda —dijo.
Léonie contempló el pálido rostro de la amiga, su entera dignidad, no
obstante la confesión que acababa de hacerle. Bajó los ojos de nuevo y se hizo
un largo silencio.
—Pero hay algo —siguió diciendo Yolanda al cabo— que no te he contado,
Léonie… La verdad es que contraje un compromiso…
—¿Un compromiso?
—Sí, un compromiso para encontrar una salida a medias, aunque no por eso
mi pecado haya sido menor… No hace tantos meses que…
—Bien —la interrumpió Léonie, nerviosa—, ¿qué hiciste, Yolanda? ¿Qué
pecado no pudiste evitar? ¿Quieres decir que has seguido tratando con ellos todo
este tiempo?
—No sé qué vas a decir cuando te lo cuente —dijo Yolanda—, pero tienes
que saber que no di a Botti una sola hostia, aquélla de mi iniciación… Hace
apenas unos meses, y para que me dejasen en paz, acepté robar las hostias sin
consagrar que había en la catedral… Fui allí una noche, entré a hurtadillas en la
sacristía y las robé para dárselas a Botti.
—¿Qué puedo decirte, Yolanda? ¡Es terrible! ¡Es un acto repugnante!
—Tienes razón… Y no sé qué hacer… Al fin y al cabo, es un acto igual de
espantoso que robar del tabernáculo las hostias consagradas para la comunión de
los fieles.
Para sorpresa de Yolanda, sin embargo, no hizo Léonie el menor esfuerzo
por seguir afeándole su sacrilegio. Quedó en silencio largo rato, como si
discutiese consigo misma acerca de cualquier otro asunto.
—Yolanda, querida —dijo al fin—, cuenta conmigo en cualquier caso; tienes
que saber que haré contenta lo que sea para ayudarte… Estamos unidas en
nuestro enfrentamiento con las fuerzas del mal y no será tarea fácil llevarlo a
término… Me estremece pensar en lo que puede depararnos el futuro.
Entonces Léonie se dejó caer de rodillas, y comenzó a rezar pidiendo la
fuerza necesaria, y la sabiduría precisa, para enfrentarse a esos poderes que
estaban más allá de ambas, a esos poderes que las acechaban, ocultos en la
oscuridad y la noche.
Marie Belloc Lowndes
(1868 - 1947)
El viernes 31 de agosto de 1888, pasadas las tres y media de la madrugada, el
sargento Kerby de la policía metropolitana de Londres hallaba el cuerpo sin vida
de una joven prostituta llamada Mary Ann Nichols, conocida entre sus amigas y
clientes como «Polly» Nichols. El cadáver estaba a la entrada de un establo
situado en una callejuela llamada Buck’s Row (que todavía existe bajo el
nombre de Durward Street), muy cerca del London Hospital. Había sido
estrangulada y su garganta seccionada con un cuchillo muy afilado, hasta
separarle casi por completo la cabeza del tronco; solamente unas tiras de piel y
de músculos impidieron que fuera totalmente decapitada…
Así empezaron, al menos oficialmente, las andanzas criminales del psycho
killer más famoso de la historia, Jack el Destripador, quien también acabó con la
vida de otras cuatro mujeres, Annie Chapman (8 de septiembre de 1888),
Elizabeth Stride, Catherine Eddowes (ambas asesinadas el 30 de septiembre de
1888) y Mary Jane Kelly (9 de noviembre de 1888), mujeres que, como Nichols,
malvivían vendiendo su cuerpo en las siniestras calles de Whitechapel, uno de
los once barrios que conforman el llamado East Side de la capital británica.
Whitechapel, a finales del siglo XIX, era un suburbio sucio y maloliente donde se
hacinaban, en decrépitas viviendas o en casas de caridad, toda suerte de
desdichados —enfermos mentales, borrachos, inválidos, mendigos, huérfanos,
adolescentes que se prostituían para comer…—, además de delincuentes de baja
estofa y obreros castigados por el hambre, la explotación infantil, las
enfermedades y el trabajo inhumano sin derechos ni descanso. Un lugar infernal
que Jack London describió con todo lujo de detalles en su extraordinario libro El
pueblo del abismo (The People of the Abyss, 1903) —publicado por Valdemar
en su colección El Club Diógenes (2003)—, después de disfrazarse de marinero
sin trabajo y vivir durante varias semanas en el East Side, frecuentando
albergues públicos y compartiendo con los más pobres sus alimentos. Ése era el
mundo de Jack el Destripador.
Y el día en que El Destripador empezó a matar, nacía para la literatura Marie
Belloc Lowndes, escritora que alcanzaría la fama gracias a la ficción criminal, al
thriller concretamente y, en especial, a “El huésped” (The Lodger, 1911), un
perturbador relato de misterio alrededor de los espeluznantes crímenes de
Whitechapel y de su enigmático y escurridizo autor. Aparecido el mismo año en
que Bram Stoker publicaba La guarida del gusano blanco (Lair of the White
Worm) y M. R. James hacía lo propio con Más historias de fantasmas de un
anticuario (More Ghost Stories of an Antiquary) —junto a Algernon
Blackwood, Elliot O’Donnell y Gaston Leroux, autores respectivamente de El
centauro (The Centaur), The Sorcery Club y El fantasma de la ópera (Le
fantôme de l’Opéra)—, “El huésped” no era la primera historia de ficción basada
en las sangrientas andanzas de Jack el Destripador. Margaret Harkness (1854—
1921), una reformista social preocupada por las condiciones de vida en el East
Side, se había adelantado en 1889 con In the Darkest London. No obstante, el
texto de Lowndes triunfó porque dejó a un lado cualquier alusión a las tristes
condiciones de vida de los vecinos de Whitechapel, acertando a combinar una
textura gótica añeja, propia de otros tiempos, y la modernidad narrativa de un
Arthur Conan Doyle —a quien la escritora admiraba, como tantos ingleses, por
su más célebre criatura: Sherlock Holmes—. Y, sobre todo, le supo dar a El
Destripador un doble motivo, tremendamente melodramático, para cometer sus
horribles fechorías: la venganza y la locura.
Originariamente, “El huésped” fue un cuento de 11.000 palabras publicado
en la revista estadounidense McClure’s Magazine (vol. 36, nº 3). Más tarde, ya
en Gran Bretaña, se transformó en una novela de 80.000 palabras de éxito
arrollador, sentando cátedra para futuras ficciones literarias y cinematográficas
alrededor del psicópata de Whitechapel, creando una mitología, una iconografía.
De ahí que “El huésped” haya sido una importante fuente de inspiración para
cineastas tan viscerales como Alfred Hitchcock —El enemigo de las rubias (The
Lodger, 1927)— y John Brahm —Jack el destripador (The Lodger, 1944)—, e
incluso para Robert S. Baker y Monty Berman —Jack the Ripper (1958)— y
Bob Clark —Asesinato por decreto (Murder by Decree, 1979)—, o para
novelistas como Robert Bloch —“Suyo afectísimo, Jack el Destripador” (Yours
Truly, Jack the Ripper, 1943)—, Ellery Queen (Daniel Nathan y Manford
Lepofsky) —“Estudio en terror” (Study in Terror, 1966)— o Vincent McConnor
—“Las libertinas de Whitechapel” (The Whitechapel Wantons, 1976)—. Resulta
curioso pensar que todo surgió escuchando una conversación ajena, tal y como
Marie apuntó en su diario: «… un hombre que no conocía, durante una cena a la
que me invitaron, le explicaba a una mujer sentada a su lado que su madre había
tenido a su servicio un matrimonio, él mayordomo y ella cocinera, quienes ahora
tenían huéspedes en su casa. Pues bien, estaban convencidos, según le explicaron
a su antigua patrona, de que uno de ellos era el mismísimo Jack el Destripador».
Como ha sucedido tantas veces en la historia de la literatura, “El huésped”
eclipsó el resto de la obra de Marie Belloc Lowndes —cuyo verdadero nombre
era Marie Adelaide Belloc—, obra integrada por más de cuarenta novelas de
signo dispar, desde dramas de ideología feminista —Barbara Rebell (1905)—
hasta thrillers - Thou Shalt No Kill (1927), Lizzie Borden (1940)—. Nacida en la
pequeña población francesa de Celles St. Cloud, cerca de París, su padre fue
Louis Belloc, un abogado de éxito, y su madre, Elizabeth «Bessie» Rayner
Parkes, una activa sufragista nieta de Joseph Priestley (1733-1804), químico
angloamericano descubridor de gases como el amoníaco, el ácido clorhídrico y
el oxígeno, aparte de activo abolicionista y apasionado defensor de los principios
de la Revolución Francesa. Las ideas progresistas que marcaron su formación
cultural llevaron a Marie, años más tarde, a participar en la fundación de la
Women Writers Suffrage League y a interesarse, principalmente, «por las
relaciones entre hombres y mujeres a todos los niveles y, sobre todo, en lo
tocante al asesinato…» Su actividad profesional como escritora comienza
pronto, a los 16 años, cuando vende su primer cuento en 1884, con su familia
establecida definitivamente en Inglaterra. En 1890 empieza a colaborar
regularmente en la revista literaria Review of Reviews y en otras publicaciones
similares como especialista en literatura francesa —es célebre su entrevista, en
1895, a Julio Verne para The Strand—. Su amistad con Henry James y el
matrimonio Wilde, Constance y Oscar, y su pasión por la ficción, acaban por
desplazar su carrera ensayística; pasión que logra su espaldarazo definitivo a raíz
de su matrimonio con el sub-editor de The Times, Frederic Sawrey Lowndes.
“La mujer del purgatorio” (The Woman from Purgatory), cuya publicación
original ha sido imposible determinar —su primera edición está integrada en la
antología Studies in Love and Terror (Books for Libraries, Pennsylvania, 1970),
junto a “Price of Admiralty”, “The Child”, “St. Catherine’s Eve”, “The Woman”
y “Why They Married”—, posee ciertas peculiaridades que lo sitúan más allá de
las convenciones de la ghoststory. “La mujer del purgatorio” despliega un
rampante moralismo de honda raíz cristiana —Marie Belloc Lowndes era una
ferviente católica, casi una excentricidad en un país de mayoría protestante como
Gran Bretaña— en torno a cuestiones como el adulterio, las relaciones maritales,
los términos en que debe establecerse la fidelidad conyugal, la amistad entre
mujeres o entre hombres y mujeres e, incluso, la fe. La huidiza intervención de
lo sobrenatural —¿o acaso es simplemente una fantasía de la protagonista?— a
través del espectro de la amiga adúltera que se suicidó tras abandonar a su
esposo por otro hombre, no es más que una presencia que aconseja, predice,
advierte, de los peligros que entraña seguir la misma senda de vicio. Con todo, si
bien la ideología de “La mujer del purgatorio” puede disgustarnos, la destreza
estilística de su autora para crear un clima, una textura de inquietud, dejando
constancia al mismo tiempo de la mentalidad de una época, de una sociedad,
puede ayudarnos a apreciar el relato en lo que vale.
LA MUJER DEL PURGATORIO
… dirás no a la muerte, esa amiga; dirás no a la
muerte,
mas, en el sendero que como mortales hollamos,
seguiremos adelante, daremos unos pasos más
en busca del final.
Y así, cuando hayas tomado el último recodo,
volverás a encontrarte cara a cara con ella,
tu amiga, tu querida y gentil muerte.
Mrs. Barlow, la más bella y elegante entre las jóvenes esposas de
Summerfield, se dirigía al templo católico. Iba a consultar con el viejo sacerdote
acerca de sus problemas con una sirvienta cuyo comportamiento en nada le
placía. Agnes Barlow era, además de inteligente y bella, una mujer feliz.
Los más tontos, generalmente, suelen decir a modo de sentencia esa tontería
según la cual «si eres bueno serás feliz, pero no disfrutarás de la vida». Quien es
inteligente, sin embargo, va comprendiendo poco a poco, y a lo largo de toda
una vida, que la bondad va siempre acompañada de la felicidad, con lo cual se
acaba disfrutando realmente de la vida.
Así era, en suma, Agnes Barlow; una mujer feliz en su aún joven vida. Sus
buenos padres la criaron en una de las casas más nuevas y excelentes de la
antañona villa de Summerfield, a unas quince millas de distancia de Londres.
Allí había nacido; allí habían transcurrido sus deliciosos años de infancia, en la
escuela del convento de la colina; allí había ido creciendo alegre y feliz hasta
convertirse en una muchacha excepcionalmente hermosa; y allí, finalmente —y
nada más lógico que tal fuera su final—, había conocido al muy distinguido,
inteligente y fascinante abogado Frank Barlow.
Frank y ella se comprometieron muy pronto, por lo que todas las demás
jóvenes envidiaron a Agnes, y no mucho después contrajeron matrimonio en una
de las ceremonias más felices que se recuerdan en la villa; el suyo fue, pues, uno
de los matrimonios en los que era más evidente el amor que se puedan profesar
un hombre y una mujer. Vivían en una encantadora casita llamada The
Haven[37], progenitores muy orgullosos de un pequeño llamado Francis, como su
padre, que nunca les daba los quebraderos de cabeza que suelen dar los niños a
muchos padres, pues se criaba sano.
Mas, inopinadamente, comenzaron a suceder cosas extrañas —no de manera
frecuente, sin embargo, pero sí con cierta reiteración—, lo que no dejaba de
resultar extraño en aquel ambiente delicioso, en el feliz mundo de la familia…
En todo eso pensaba Agnes Barlow aquella hermosa tarde de mayo, cuando se
dirigía a la iglesia; es más, también pensaba la bella y feliz dama, si bien de
manera menos grata, incluso turbadora, en otra mujer, una buena amiga que no
era tan feliz, ni acaso tan buena, como ella.
Pensaba en Teresa Maído, una bonita muchacha medio española, que había
sido su compañera de estudios en la escuela del convento de la colina.
¡Pobre Teresa, tan débil y desdichada! Sólo diez años atrás había hecho algo
tan extraordinario, tan pavoroso e insólito, que Agnes Barlow no podía dejar de
pensar en ello con cierta frecuencia. Teresa Maído se había escapado entonces
de su casa y de su marido para huir con un hombre casado.
Teresa y Agnes eran de la misma edad; habían recibido una educación
idéntica y eran bellísimas, si bien distintas, cada una con sus características; para
mayores coincidencias, habían contraído matrimonio el mismo día del mismo
mes.
¡Pero qué diferentes fueron sus vidas y destinos a partir de aquel día!
Teresa descubrió un mal día que su esposo bebía. No obstante, como le
amaba, pensó que todo pasaría, que su matrimonio estaba a salvo, gracias
precisamente al amor que le profesaba. Por desgracia, las cosas no sólo no
cambiaron, sino que fueron a peor, llenando de amargura el corazón de la joven
esposa. Él no paraba de beber. Las cotillas de Summerfield murmuraban por las
calles de la villa, y sacudían burlonas sus cabezas cuando Teresa Maído pasaba
ante ellas.
Los hombres, por su parte, lamentaban que aquello supusiera sufrimiento
para tan adorable dama, una mujer bendecida por lo que desde antiguo se dice en
los pueblos que es la mirada del Altísimo. Para muchos se convirtió en propósito
inexcusable consolar a la bella dama de la desgracia de haberse casado con un
hombre tan infame como lo era Maído. Las cosas llegaron a un punto que Frank
Barlow instó a Agnes a rechazar las invitaciones de Teresa y, aun con mucho
dolor, lo aceptó ella de buen grado pues sabía que a Frank le asistía la razón. En
consecuencia, ya no podría disfrutar de la compañía de Teresa, ni visitarla en su
casa como hasta entonces.
Un atardecer sucedió algo especialmente significativo y doloroso. Una cosa
en la que no podía dejar de pensar Agnes, no obstante el tiempo transcurrido,
cada vez que estaba a solas.
Unos tres días antes de que Teresa hiciera lo que hizo, aquella locura de huir
con un hombre casado, mandó un recado a Agnes Barlow, diciéndole que
necesitaba hablar con ella.
Teresa, la que ya no era bienvenida, acudió después a visitar a Agnes y
hablaron largamente, como lo habían hecho siempre antes; Agnes estaba muy
contenta de poder hablar de nuevo con la que había sido su mejor amiga, aunque
le preocupaba la posibilidad de que alguien la hubiese visto llegar a su casa.
Cuando ya se iba Teresa (felizmente, unos minutos antes de que Frank
regresara de la ciudad), Agnes salió a despedirla hasta la puerta de The Haven, y
Teresa, con gesto atribulado, le dijo de súbito:
—La verdad es que vine para contarte algo, pero como te veo tan feliz,
prefiero no hacerlo, Agnes, no me es nada grato darte malas nuevas… ¡No sabes
cuán desgraciada soy, no sabes lo mal que me siento! Pero no puedo
contártelo… No obstante, Agnes, pase lo que pase, sé condescendiente conmigo
y apiádate… Sólo te pido que me comprendas.
Entonces resultó dolorosamente claro para Agnes Barlow que Teresa Maído
había ido a verla con la intención de comunicarle algo muy grave, cual lo era lo
que poco después sabría todo el mundo, aquella maldad diabólica cometida por
la que siempre fue su mejor amiga, la dulce Teresa. Muchas veces se preguntó la
bella y devota Agnes si no hubiese podido hacer algo para disuadirla, de haberle
contado ella lo que pretendía; quizá, sin más, evitar que se hundiera en el légamo
de la perdición.
Pero no. Agnes creía no poder reprocharse nada. ¿Cómo evitar que una
mujer deje a su marido para irse con otro hombre, cuando ya ha tomado la
decisión de hacerlo?
Agnes, por lo demás, pensaba en aquellos pecadores, su amiga y el hombre
con el que se fugó, con una mezcla de rechazo, curiosidad y fascinación.
Contaban en la villa que habían huido a París y que Teresa vivía allí muy
contenta, disfrutando de una estancia pródiga y excitante.
Agnes se maravillaba de que una mujer como Teresa, joven, bella y casada, y
con muy sólidas creencias, pudiera deslizarse por la senda del vicio y
disfrutarlo… Y a la vez, no dejaba de parecerle irritante e injusto que no pudiera
Teresa, por ello, gozar de la vida apacible y de los deberes de una joven esposa,
algo tan importante en la existencia de Agnes. Nunca más podría intercambiar
con ella recetas de cocina… Y era precisamente sobre algo relacionado con la
cocina, sobre la cocinera recién tomada por Agnes, que deseaba consultar al
padre Ferguson, ya que él mismo le había recomendado que la admitiese, aun
tratándose de una irlandesa tozuda e impertinente que siempre hacía lo que le
venía en gana y se negaba a lucir la cofia en la cabeza.
Mas, no obstante lamentar que Teresa no pudiese disfrutar ya más de los
sencillos placeres domésticos, tampoco podía dejar de asombrar a Agnes que
quien había pecado viviera, lejos de todo castigo, una vida de lujos, en
magníficos hoteles, trasladándose en automóviles y visitando las tiendas más
caras, o acudiendo a los teatros y a los espectáculos musicales cada noche.
Al cabo, sin embargo, consiguió quitarse de la mente a Teresa Maldo, al
menos en buena medida. Sabía que no era sano pensar en ciertas gentes, y en las
cosas que hacen.
Aquellos con los que se cruzaba de camino a la iglesia la saludaban y
sonreían, pero nadie la detuvo para conversar, ni para comunicarle nada.
Caminaba rauda, pues iba por el camino más largo, que también era el más
bonito. Y por no pasar ante la casa en la que había vivido quien fuera su mejor
amiga.
Entonces le salió al paso, desde su casa, un buen amigo llamado Ferrier. Era
un hombre alto y apuesto, además de inteligente y vivaz. Vestía un traje azul de
fina lana, de muy buen corte, y aunque aún era primavera se tocaba ya con un
sombrero de paja.
Agnes le devolvió sonriente el saludo. Era, como ya se ha dicho, una mujer
afable y feliz, por lo que siempre lucía una sonrisa encantadora. Pero una mujer
tan hermosa como ella no podía por menos que ser tentada en innumerables
ocasiones, no obstante conocer todo el mundo que estaba felizmente casada, que
era madre de gran abnegación y que procedía de una familia respetabilísima.
Aquel hombre apuesto se dirigía a ella lentamente, con su enorme porte,
sonriente y adulón. Lo cierto es que jugaba un papel de cierta importancia en la
vida de Agnes, siquiera fuese por los requiebros y galanterías que le dedicaba
siempre, como si no aspirase más que a contraer méritos a sus ojos.
Agnes sabía muy bien, en cualquier caso, pues incluso la mujer con menos
imaginación sabe que hay que proceder siempre con gran cautela en estas
situaciones, que si no se comportaba con la compostura y modestia necesarias, lo
propio de una dama de probada dignidad y respeto, no sólo correrían habladurías
por ahí, sino que alentaría las esperanzas de aquel hombre joven y apuesto que,
desde luego, aspiraba a seducirla. Él, aunque sabía que Agnes no era presa fácil,
por lo que nunca se mostraba franco en su flirteo, ni la requería en amores
abiertamente, no cejaba en su afán de cubrirla de alabanzas. Ella, simplemente,
le trataba como un amigo con el que conversaba ocasionalmente, sin que ello
desmereciese de su plácida existencia matrimonial, sin que la vida en apariencia
un tanto turbulenta del joven caballero pudiera afectarla.
Mr. Ferrier se quitó el sombrero al llegar a su altura. Sonrió mirando
fijamente los azules ojos de Agnes… Aquellos ojos tan puros y tan bellos…
Unos ojos de un azul así de profundo como exquisito, sin maldad, inocentes
como los ojos de los niños.
—Aguardaba que pasara —dijo él—, pues tenía el pálpito de que la vería
hoy… Así que me he olvidado de mis tareas, ya ve, por esperarla —su voz, sin
embargo, parecía traslucir cierta dubitación, extraña en él.
Agnes tenía interés en el trabajo de Ferrier, que no era sólo un escritor, el
único que conocía… También era un poeta. Había hecho mucha ilusión a Agnes
que Ferrier le regalase sólo dos meses atrás, cuando se conocieron, un libro de
versos en el que le puso esta dedicatoria: De G. G. F. a A. M. B.
Mr. Ferrier decía poseer un bonito estudio, un ático, en Chelsea, ese extraño
y remoto confín de Londres donde viven los artistas, lejos de las zonas de la
ciudad llenas de tiendas y de teatros, que eran precisamente las que mejor
conocía Agnes de sus visitas a la City. Pasaba el verano, sin embargo, en la
campiña; sus veranos comenzaban en realidad el primero de mayo, para concluir
el primero de octubre, y siempre permanecía dos meses en Summerfield, muy
cerca de The Haven, residencia en la que era bien recibido.
Solían verse por ello frecuentemente en esos dos meses, cuando
Summerfield es un auténtico edén. Si estaban solos, Agnes no paraba de hablar
de Frank, pero no tontamente, por nada, sino para referirse siempre al amor que
se tenían y a la felicidad que los embargaba.
¡Qué fácil es mantener una amistad semejante entre un hombre y una mujer,
siempre y cuando ella decida que no han de traspasarse ciertos límites! Y qué
triste le resultaba a Agnes pensar que Teresa Maído había permitido que un
hombre los cruzara… Más aún, hallándose aquel hombre separado de su mujer,
pero no divorciado… ¡Qué gran diferencia entre lo que hacía ella y el proceder
de Teresa! Bien segura estaba Agnes de que, si Mr. Ferrier hubiese estado
casado, aun separado de su esposa, jamás habría consentido en aquella amistad
que mantenían.
Mr. Ferrier —a Agnes nunca se le hubiera pasado por la cabeza llamarlo por
su nombre, Gerald, aunque él se lo pidió en una ocasión— tenía en las manos un
periódico vespertino.
—La verdad es que había considerado la posibilidad de ir a The Haven —
dijo— para mostrarle estos versos míos que han publicado en el periódico…
¿Prefiere que se lo lleve más tarde, o le hago entrega del periódico ahora, para
que los tenga consigo sin más demora? En cualquier caso, ¿podría visitarla
mañana, sobre las cuatro de la tarde?
—De acuerdo, visíteme mañana a las cuatro, y deme ahora el periódico, se lo
ruego.
Siguió Agnes su camino, ahora más despacio, mientras Ferrier, con las
manos a la espalda, andaba a su lado. Agnes no pudo resistir la placentera
tentación de echar un vistazo a la página donde iban los poemas, para lo que
abrió el periódico a fin de leer de pasada algunos versos.
Leyó entero un poema titulado Mi Señora de las nieves; un poema muy
sentido que hablaba de la belleza, si bien en términos un tanto plúmbeos.
Aquellos versos aludían a una dama a la que el poeta amaba desesperadamente,
pero aún con mayor y más cierto respeto.
No pudo evitar ruborizarse. «No debo leer más, pues voy a la iglesia», se
dijo bastante turbada.
—Buenas tardes, Mr. Ferrier… Mañana le devolveré su periódico, me
gustaría mostrarle sus poemas a Frank; hoy no ha podido ir al bufete, pues no se
encuentra bien, y seguro que le apetece mucho echar un vistazo al periódico.
Mr. Ferrier levantó su sombrero para despedirla, con un gran aire de tristeza,
y volvió a su casa. Mientras Agnes se alejaba, sentía él una gran desazón. Temía
que su buena amiga no hubiese apreciado el poema, como había supuesto que lo
haría.
Cuando entró en aquella iglesia, en cuya construcción habían colaborado
decididamente sus padres, se arrodilló Agnes para rezar unas oraciones. Luego
se levantó para dirigirse a la sacristía, donde esperaba reunirse con el padre
Ferguson.
Agnes Barlow conocía al anciano sacerdote desde siempre. Él fue quien le
dio las aguas bautismales; fue además capellán de la escuela del convento
durante el tiempo en que ella cursó estudios; y desde hacía años era el párroco de
Summerfield.
Sin embargo, Agnes no se sentía tan confiada con el padre Ferguson como
podía estarlo con otro sacerdote al que conociera menos; no obstante, el padre
Ferguson siempre era amable y cariñoso con ella. Cuando la vio entrar en la
sacristía sonrió abiertamente.
—¿Y bien? ¿Qué se te ofrece, Agnes, pequeña? —preguntó el sacerdote.
Agnes dejó caer el periódico en una silla. Y para su sorpresa, el padre
Ferguson lo tomó y le echó un vistazo.
Era un hombre muy sagaz; a veces le parecía que Summerfield era un lugar
extraño, más complicado de lo que parecía, aun a despecho de la tranquilidad
que se respiraba allí, una tranquilidad muy provinciana.
Acaso por ello le gustaba enterarse de las noticias del gran mundo, aunque
éstas, tantas veces, lo llenaban de pena, cuando no de indignación. En aquella
ocasión, por ejemplo, no pudo disimular el gesto de amargura y de dolor que lo
embargó al poco de que empezara a leer algo.
—¿Qué ocurre, padre? —le preguntó Agnes Barlow, extrañamente alterada
—. ¿Ha ocurrido algo grave, padre Ferguson?
El anciano sacerdote señalaba con dedo tembloroso una noticia. El titular
decía lo siguiente: Suicidio de una dama en Dover. Agnes leyó la noticia, una
lectura que la dejó sumida en una tristeza infinita.
Teresa Maído, a la que tan poco antes había imaginado llevando una vida de
lujos y placeres junto a su amante, se había suicidado. Se había tirado por una
ventana del hotel de Dover, muriendo en el acto.
Agnes seguía leyendo la noticia, horrorizada. A sus veintiséis años era la
primera vez que tenía la sensación de ver la muerte de cerca, no obstante lo muy
lejos de sí que la supusiera hasta ese preciso instante. Todas sus compañeras de
estudios vivían felices. Todas, menos la pobre Teresa, la pecadora Teresa, que
además había muerto por su propia mano.
El anciano padre Ferguson tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¡Pobre infeliz! —exclamó entre sollozos, con la voz quebrada—. ¡Pobre y
desgraciada Teresa! Nunca imaginé que pudiera morir de forma tan espantosa.
Agnes apenas podía articular una palabra. Ciertamente, Teresa había sido
una mujer desgraciada y era digna de piedad; pero también fue muy débil; y
acababa de pagar el precio de su debilidad suicidándose.
—Tres o cuatro días antes de marcharse —comenzó a decir el sacerdote tras
aquella larga pausa—, vino a verme. Hice cuanto me fue posible por detenerla,
pero en vano… Había dado su palabra a ese hombre…
—¿Que le había dado su palabra? —se extrañó Agnes.
—Sí —dijo el padre Ferguson—; había dado su palabra a ese hombre
malvado… La pobre estaba convencida de que si no se iba con él, la mataría…
Le rogué que hablase con otras mujeres, con vosotras, mujeres virtuosas y
dignas, que podríais comprenderla y prestarle ayuda… Pero supongo que sus
temores eran mucho más fuertes que cualquier consejo que yo pudiera darle.
Agnes lo miraba con los ojos llenos de angustia.
—Yo la quería de todo corazón —siguió diciendo el sacerdote—. Era una
mujer generosa, una criatura desvalida… Y te quería mucho, Agnes, mucho…
Agnes sintió que se le hacía un nudo en la garganta. El padre Ferguson decía
la verdad. Teresa fue siempre generosa y desvalida; y realmente la quería
mucho… Agnes comenzó a preguntarse si hubiese podido hacer algo más por
ella; incluso comenzó a sentir un fuerte cargo de conciencia, suponiendo que
quizá no había sabido hablar a su amiga con las palabras precisas y necesarias
para responder a aquellas palabras nerviosas y atropelladas con que Teresa le
habló la última vez que se vieron.
—Lo que más me duele, padre Ferguson —dijo al cabo—, lo que más me
duele y aterroriza es que ni siquiera podamos rezar por su alma.
—¿Cómo que no podemos rezar por su alma? —dijo vehemente el anciano
sacerdote—. ¿Cómo no vamos a poder rezar siquiera por el alma de esa pobre
criatura? Te aseguro que yo rezaré por su alma todos los días, de hoy en
adelante.
—¿Y cómo podrá hacerlo, si se ha suicidado?
El padre Ferguson la miró sorprendido.
—¿Es que acaso dudas de la misericordia de Dios? ¿Cómo sabemos que
Teresa no hizo acto de contrición en los últimos instantes de su vida? —y musitó
algo que parecía un poema; algo que Agnes no alcanzó a oír bien. Y una vez
más, volvió a sentir hacia el padre Ferguson aquel atisbo de rebeldía que tantas
veces la sobresaltaba, aquel desagrado que a menudo sentía al hablar con él.
Por supuesto que, como decía el padre Ferguson, Teresa quizá tuvo tiempo
de hacer un acto de contrición… Pero todo el mundo sabe que el suicidio es un
pecado mortal. Agnes se decía que, de ocurrírsele a ella hacer alguna vez eso,
merecería el infierno. No obstante, y a pesar de sus ocultos sentimientos, nunca
osaba contradecir al sacerdote, ni desobedecerle, así que lo siguió hasta la iglesia
y juntos se arrodillaron para rezar por el alma de la pobre Teresa Maído. Cada
uno, sin embargo, hizo una oración diferente.
Cuando regresaba Agnes a su casa, caminando despacio y abatida, ahora por
el camino más corto, pensaba en aquellos versos que pensaba pudo recitar el
padre Ferguson. Unos versos de los que, no obstante, no podía estar segura, pues
no le oyó bien. Pero no, no podían ser esos que dicen:
Entre la ventana y la tierra,
pidió compasión y compasión recibió.
No, no podía ser; Agnes estaba segura de que el sacerdote no había dicho la
palabra ventana, aunque por otra parte creía que era la única palabra que le había
oído pronunciar claramente. Y tampoco estaba segura de que hubiese dicho pidió
compasión y recibió compasión, sino, acaso, sólo pidió compasión… Todo era
muy extraño. Pero es que el propio padre Ferguson le resultaba muy extraño en
ocasiones. Aunque era verdad que gustaba de recitar versos en sus sermones;
versos que, en tantas ocasiones, nadie conocía.
De repente se dio cuenta de que, con el anonadamiento producido por la
noticia, se había olvidado el periódico de Mr. Ferrier en la sacristía. Y le
disgustó profundamente la posibilidad de que el padre Ferguson leyera aquel
bonito poema titulado Mi Señora de las nieves. ¡Y también había olvidado
hablarle de la impertinente cocinera irlandesa!
II
De nuevo nos encontramos a Agnes Barlow caminando por Summerfield,
pero esta vez por el feo sendero entre matojos que arranca desde la parte trasera
de The Haven y llega a la estación de tren. Estamos en noviembre; la pesada
calma de la tarde parece anidar sobre la tierra mustia a cada lado del sendero por
el que camina Agnes.
Hace seis meses que se suicidó Teresa Maído, pero ya nadie habla de ella;
nadie parece recordarla siquiera, salvo el padre Ferguson.
La propia Agnes sólo se acordaba de la pobre Teresa cuando hacía sus
oraciones, pues vivía rodeada de felicidad y con los pensamientos ocupados en
muchas otras cosas diferentes. Aunque rezara por ella, el recuerdo que de Teresa
tenía Agnes iba debilitándose día a día.
Algo extraño, inopinado e imprevisto, además de terrible y desde luego
sorprendente, le ocurrió poco después a Agnes Barlow. Fue como si el tejado de
su casa se hundiera de repente un mal día, atrapándola, causándole heridas que la
dejaran ciega y mutilada.
Todo ocurrió en un segundo; desde entonces no la dejaría el dolor ni un solo
instante.
Fue justo después de que llegara a casa desde Westgate con el pequeño
Francis. El niño había enfermado por primera vez desde que naciese y la madre
se lo llevó junto al mar durante seis semanas.
El verano fue malo, parecía haberse tornado en invierno, y llovió como sólo
llueve junto al mar; por ello decidió Agnes regresar antes de lo previsto a su
amoroso nido casero; una semana antes, cuando Frank aún no la esperaba.
Agnes actuaba así en ocasiones, llevada de un impulso repentino; aquella vez
lo hizo al amanecer un día especialmente oscuro y lluvioso.
El telegrama que envió a su esposo, sin embargo, estaba sin abrir sobre la
mesa del vestíbulo de The Haven. Aparentemente, Frank había pasado la noche
en la ciudad; nada que sorprendiese a Agnes, aunque sí la entristeció porque
ansiaba la bienvenida de su esposo, ansiaba darle aquella feliz sorpresa de su
regreso adelantado junto a Francis. Bueno, en cualquier caso Frank quedaría
gratamente sorprendido al verlos allí cuando llegase en breve.
Como no tenía nada mejor que hacer aquella tarde de su regreso, Agnes se
puso a sacar del armario la ropa de su marido para llevarla después a la
lavandería. Buena ama de casa como lo era, no estaba dispuesta a dejarse una
sola prenda, ni siquiera las que usaba Frank para jugar al cricket… Pero, para su
mayor sorpresa, en una de aquellas prendas encontró tres cartas; eran en realidad
tres sobres que parecían contener sus correspondientes invitaciones, y como
Frank era muy popular entre las damas de Summerfield, y entre las damas todas,
realmente, Agnes no pudo reprimir la tentación de extraer de los sobres lo que
suponía unas invitaciones, llevada de un oscuro presentimiento en el que sin
embargo no quería consentir, diciéndose que probablemente se trataría de
asuntos de tipo profesional.
Pero de golpe supo Agnes todo lo que había pasado, y cuán terrible es
descubrir la realidad en la misma casa de tu mayor dicha; cuán terrible es
comprobar cómo se desvanecen súbitamente los sueños, golpeados por esa dura
realidad. Las tres aparentes invitaciones estaban escritas con la misma letra de
mujer y firmadas por una tal Janey; y en cada una de ellas se pedía a Frank, en
términos muy amorosos y zalameros, el envío urgente de una cierta cantidad de
dinero.
Aun ahora, transcurridos otros seis meses desde aquello, Agnes seguía sin
poder recuperarse del dolor, del sentimiento frío y enfermizo que la embargase
entonces; un sentimiento más de miedo y angustia que de rabia, sin embargo; lo
propio de quien se siente profundamente humillado.
Aquel día en que descubrió la traición de su esposo, Agnes cerró
violentamente el armario y se puso a buscar con ahínco por toda la casa más
cartas y hasta facturas, algo que sabía deshonroso pero que no podía evitar.
Encontró, en efecto, facturas de restaurantes como el Savoy, el Carlton y el
Prince’s, lugares donde era evidente que su marido y la amante que se había
echado comían y cenaban con más que alguna frecuencia mientras ella estaba de
vacaciones con el hijo de ambos. Halló igualmente unas cuantas notas más de la
tal Janey, escritas todas en un tono lisonjero. Eran los mismos restaurantes a los
que iba ella junto a Frank tres o cuatro veces al año, y en los que disfrutaba
riendo y hablando con él. No podía comprender cómo había cometido Frank la
desfachatez de llevar a una amante a los mismos sitios a los que acudía con ella,
y hacerlo además tantas veces en el corto espacio de tiempo que el niño y ella
estuvieron de vacaciones, pues las facturas eran muy numerosas.
En aquellas notas descubrió que Frank había conocido a la tal Janey, Janey
Cartwright, por algo relacionado con su bufete profesional; en concreto, por un
asunto relacionado, sarcásticamente, con otro hombre. Una de aquellas cartas
comenzaba diciendo así: Querido Mr. Barlow, le pido perdón por escribirle a su
domicilio particular (etcétera, etcétera).
Los diez días que siguieron a su terrible descubrimiento los pasó Agnes con
el alma y el corazón encogidos. Frank, además, pareció realmente molesto por su
regreso, si bien pretendía demostrar lo contrario; creyó verlo en sus ojos; le
pareció que las miradas que le dirigía su marido eran miserables, las propias de
un traidor, de un cobarde.
A veces, impostando el tono, Frank le preguntaba si se sentía mal, si estaba
enferma. Ella respondía diciéndole que sí, que no se encontraba nada bien, que la
estancia junto al mar no le había resultado grata por culpa del mal tiempo.
Al cabo de aquellos diez días terribles, Gerald Ferrier regresó a
Summerfield, y Frank y ella lo invitaron a cenar en The Haven. Gerald Ferrier se
dio cuenta de que algo no iba bien, por lo que redobló sus esfuerzos por parecer
simpático y encantador a los ojos de Agnes. Luego, cuando su anfitrión le
acompañó a la puerta para despedirlo, dijo a Frank —y Agnes lo pudo oír con
claridad desde la ventana—:
—Tengo la impresión de que Mrs. Barlow no se encuentra bien… ¿Qué le
parece si la invito a acompañarme en algún paseo por Londres y luego a
almorzar?
Frank asintió encantado.
Agnes iría varias veces a Londres, y Ferrier hizo denodados esfuerzos por
levantarle el ánimo.
Como consecuencia de aquello, la relación entre ambos fue estrechándose
poco a poco, no obstante lo cual en ningún momento confesó Agnes a Ferrier el
motivo de su desazón, qué había hecho de ella una mujer doliente, qué había
acabado con su alegre juventud de esposa abnegada. Él, por supuesto, trataba de
averiguarlo.
Frank comenzó entonces a sospechar que ella sabía de su infidelidad, y lejos
de pretender la superación del trance pasaba cada vez menos tiempo en el hogar,
que se le antojaba día a día más incómodo. Partía por las mañanas una hora antes
de lo que solía hasta entonces, y luego, bajo cualquier pretexto, aludiendo
siempre a obligaciones profesionales, decía quedarse en su despacho hasta muy
tarde. Regresaba cuando ya había cenado, lo que, bien lo sabía Agnes, hacía
todas las noches con Janey.
No tardó mucho Agnes, por todo ello, en establecer comparaciones entre los
dos hombres. Entre el esposo, al que tan apasionadamente había amado, y el que
tan cruelmente le había roto el corazón, y el amigo a quien iba conociendo más y
más; el que, lejos de toda hipocresía, se mostraba galante y cariñoso con ella,
además de muy comprensivo; el que parecía vivir enteramente entregado a ella;
y el que en todo el tiempo que siguieron viéndose varias veces a la semana jamás
le confesó, empero, su amor, ni trató de apartarla de Frank.
En efecto, Gerald Ferrier era noble. Y Frank Barlow cada vez aparecía más
innoble a ojos de su esposa. Así que ella se preguntaba varias veces al día, con
labios temblorosos, por qué no podía estar con un hombre tan noble como
Gerald, en vez de verse obligada a vivir junto a quien había defraudado todas sus
expectativas y su mayor confianza. Pero se decía que el único remedio posible
era la resignación. Y un día, una semana antes de que la encontráramos
caminando hacia la estación de Summerfield, sin embargo, a la pobre Agnes se
le cayó al fin la venda de los ojos, pues descubrió que la nobleza de Ferrier no
era tal.
Habían paseado juntos por Battersea Park y, tras uno de esos largos silencios
que hacen más profunda la intimidad entre un hombre y una mujer, él le pidió
que fuesen a su casa para tomar el té.
Ella negó con la cabeza, sin decir palabra pero sonriendo. Y entonces Ferrier
se abalanzó sobre ella impetuoso y torrencial, diciéndole ardientes palabras de
amor, palabras de angustia amorosa y ruego. Agnes se sintió a la vez
atemorizada y fascinada, además de halagada.
Pero ahí no paró todo.
Sorprendiéndose ante la aceptación que hacía de los requerimientos del
hombre, algo que su código moral, tan estricto, tenía que rechazar por fuerza,
logró reponerse Agnes del encantamiento, en cualquier caso, y se negó a
acompañarlo, ahora de viva voz, afeándole su comportamiento, si bien en
términos amables. Aquélla fue su primera pelea.
—Si vuelves a hablarme así, no te veré más —le dijo ella.
Pero él se mostró una vez más ardiente y torrencial, aunque dolido.
—Pues quizá sea mejor que no volvamos a vernos… Después de todo, soy
un hombre, ¡caramba!
Se enemistaron. Mas aquella misma noche Ferrier escribió a Agnes una carta
llena de sentimiento en la que pedía su perdón, añadiendo que para hacerlo se
ponía de rodillas ante ella, pues lamentaba profundamente todo lo que le había
dicho. Aquella carta ablandó el corazón de Agnes. No podía olvidarse ni un
momento, por otra parte, de la traición de Frank, lo que le hacía considerar la
posibilidad de que acaso, ante su negativa, Ferrier se sintiera tan dolido como
ella misma lo estaba.
Entonces, por primera vez, comenzó a considerar Agnes seriamente la
posibilidad de entregarse a aquel hombre que la amaba; así, de paso, vengaría
también la traición cometida por Frank, hiriendo su honor como él había
destrozado el suyo.
Y comenzó a darse en ella un combate interior, que al cabo se decantó a
favor del amador poeta, pues ella misma se sentía también imbuida del espíritu
de la poesía.
Al día siguiente de su primera pelea, y de que recibiera ella la carta de
Ferrier solicitando su perdón, Gerald Ferrier cayó enfermo. Pero no lo suficiente
como para dejar de escribir. Cuatro días después, y cuando aún no se había
repuesto del todo, sabedor de que Agnes tenía que sentirse mal por fuerza,
volvió a escribir una carta a su amada para contarle una deliciosa visión que le
había sido dado gozar, en la que todo lo llenaba ella.
El cartero que le llevó la carta de Ferrier le hizo entrega igualmente de una
cajita, remitida por Frank, que contenía una espléndida gargantilla con una perla
y un diamante.
Agnes tuvo unos instantes sobre sus rodillas ambas cosas, la carta del
amador y la cajita del esposo; luego observó detenidamente la joya. ¿Acaso
quería comprar Frank su olvido de la traición?
Si Ferrier nunca le hubiera enviado aquella carta, si Frank no le llega a
regalar la joya, puede que Agnes jamás se hubiese decidido a hacer lo que hizo,
que no fue sino dirigirse a convertir en realidad el sueño de Ferrier.
Por fin la vemos llegando a la pequeña estación de tren de Summerfield.
Todos los años su padre le regalaba un bono por cada estación, para que
viajase a Londres cuantas veces quisiera, lo que no solía hacer con frecuencia,
sin embargo. Ahora, no obstante, prefirió no utilizar el bono correspondiente, y
sacó un billete simple en la taquilla.
El taquillero no pudo por menos que sorprenderse al verla tan bien arreglada
como siempre, pero tocándose con un sombrero y cubierto su rostro con un
velo… Agnes tuvo la sensación de que aquel hombre sospechaba que iba a
reunirse con un amante y, molesta por la insistente mirada del taquillero, tomó
rauda el billete y se dirigió al andén, sin decirle una palabra. ¿Sería posible que
llevara escrita en el rostro la infidelidad a su esposo?
Por todo eso se sintió contenta y aliviada cuando el tren hizo su entrada en la
estación, llenándola de vapor. Subió a un compartimento vacío, pues aún no
había comenzado el trasiego diario de gente entre Londres y los suburbios.
Y entonces, para su asombro, se dio cuenta de que pensaba en su esposo, no
en el hombre al que iba a ver, y que aquel pensamiento le llenaba el corazón de
amargura, pero también de evocaciones en las que aún alentaba la ternura.
Aquellas evocaciones, todas relacionadas con Frank, incidían siempre en lo
que más triste le resultaba ahora: su amor por él y el amor que él le había
mostrado en otro tiempo. Las lágrimas le llenaban los ojos mientras aquellos
recuerdos le traían la placidez momentánea de un tiempo mejor; y sus recuerdos
culminaron en el día de la boda de ambos, en su luna de miel, en aquel tiempo de
risas y de amigos que compartieron con ellos su felicidad, que les despidieron en
el inicio de su viaje de novios allí mismo, en el andén de la pequeña estación de
Summerfield del que ahora estaba a punto de partir.
Recordó también el temblor delicioso cuando se descubrió sola,
completamente a solas con su esposo; en la dulce hora de su entrega al hombre
que amaba, para consumar el matrimonio.
¡Cuán infinitamente tierno y delicado fue Frank con ella!
Y se recordó Agnes con el hálito entrecortado, evocando aquella delicadeza
de Frank… Pero es que los hombres como Frank son siempre dulces y delicados
con las mujeres. Con todas las mujeres.
Después hicieron otros viajes juntos, siempre felices y sonrientes, con Frank
burlándose gentil de ella tantas veces, bromista siempre. Y sobre todo recordaba
un viaje de apenas un mes después de que naciese Francis.
Frank había ido a la estación con ella, con el pequeño y con la niñera, pero
sólo para verlos partir. Él no podía acompañarles por tener un caso urgente que
atender en los juzgados; estaba más que justificado, pues, que no fuese a
Littlehampton y estar junto a ella en el siempre necesario cambio de aires, y para
una no menos necesaria estancia junto al mar, que eso había recomendado el
médico a Agnes que hiciera a fin de que se produjese su recuperación definitiva
tras el parto.
Pero en el último instante, cuando ya salía el tren, Frank saltó al vagón sin
billete e hizo parte del viaje junto a ella, apeándose en la estación de Horsham
para tomar allí un tren de regreso. Recordaba Agnes el asombro de la niñera ante
aquello, su expresión con la que quería decir a su señora que jamás había visto
un esposo tan amantísimo como el suyo.
Pero ese montón de recuerdos acabaron hastiándola. Los execraba. No
hicieron mella en su ánimo ni la desviaron de sus propósitos. Muy al contrario,
comenzó a sentir mayor ternura aún hacia Gerald Ferrier, cuya vida era la de un
hombre solitario, un hombre que había disfrutado apenas del gozo de las
costumbres más morigeradas y hogareñas, un hombre que nunca —pues eso le
había confesado con una mezcla de tristeza y burla hacia sí mismo— había sido
amado honestamente por una mujer a la que amar sin reservas.
Y volvió a resonar con fuerza en sus oídos aquello que le dijera Ferrier:
«¿Crees que te hubiese dicho una sola palabra de amor, de no haberme percatado
de que ya no eras feliz? ¿Crees que te hubiera pedido que te quedases conmigo,
de haber visto yo que podías seguir siendo feliz con tu esposo?»
Agnes sabía que Ferrier le había dicho la verdad, que hablaba de todo
corazón. Era cierto que nunca había pretendido apartarla de Frank. Agnes supo
así que la amaba sinceramente, que la amistad que sentían ambos era, además,
simple y puro amor.
III
El tren llegó a la brumosa estación de Londres; Agnes Barlow bajó
lentamente del vagón. Sintió cierta aprensión al sentirse sola. En las últimas
semanas Ferrier siempre había ido a recibirla, y la esperaba en el andén,
tomando luego un taxi junto a ella para llevarla a una galería de arte, a un
concierto, o a uno de esos grandes jardines que la ciudad aún puede ofrecer a los
que se aman.
Pero en esta ocasión Ferrier no la esperaba. Ferrier estaba enfermo, solo, en
aquellas habitaciones vacías a las que llamaba su casa.
Agnes Barlow salió de la estación.
El corazón le latía como un martillo. Para Agnes, aquello era una sensación
nueva; temió que quizá le latiera así el corazón por la posibilidad de encontrarse
con algún conocido, y que éste le preguntase qué hacía allí sola. Temía no poder
esconderse en ese caso en la niebla de Londres.
Y entonces aconteció algo que hizo estremecerse a Agnes. Caminaba
lentamente ya en las afueras de la estación cuando se le acercó un hombre alto.
Al llegar hasta ella se quitó el sombrero y la miró fijamente, no sin cierta
insolencia.
—Creo que he tenido el placer de verla antes —le dijo.
Ella lo miró curiosa, aunque intranquila, con el corazón inquieto. Temió que
se tratase de un compañero de trabajo de Frank, o de alguien que hubiera tenido
con él algún tipo de relación profesional.
—No… no lo creo —acertó a decir.
—¡Oh, sí, claro que sí! —dijo aquel hombre—. ¿No me recuerda de hace dos
años, en el Pirola, en Regent Street? No creo que me equivoque…
Entonces cayó en la cuenta Agnes.
—No creo —dijo, sin embargo, apretando el paso—. Está usted en un error.
El hombre la contempló irse con una sonrisa sarcástica, pero no hizo nada
por seguirla ni por importunarla.
Agnes temblaba, agotada por el miedo, por el disgusto que acababa de
llevarse. Era extraño, pero nunca le habían ocurrido cosas así a la bella Agnes
Barlow. Claro que tampoco era frecuente verla caminar sola por Londres; nunca
se había hallado envuelta, por lo demás, en la neblina, como lo estaba aquella
tarde que ya se acercaba a la noche, una de esas noches que invitan a que los
seres más indeseables se acerquen a una dama.
Entonces se dirigió a una mujer de aspecto respetable.
—¿Podría indicarme, por favor, cómo ir a Flood Street, en Chelsea? —dijo
con voz temblorosa.
—Claro que sí… Está un poco lejos, pero no tiene pérdida… Siga todo recto
y vuelva a preguntar cuando haya caminado durante veinte minutos,
aproximadamente. No tiene pérdida —y apretó el paso antes de que Agnes
pudiera preguntarle algo más.
Salir de la estación comenzaba a parecerle una aventura terrorífica. Es más,
sintió que alguien la observaba a sus espaldas. Pero cuando se giró despacio y
miró por encima de su hombro, comprobó que la acera estaba vacía.
Siguió caminando hasta un lugar en el que convergían cuatro calles. Agnes
temió confundirse en aquella encrucijada. Algunas siluetas oscuras pasaban
raudas junto a ella, como si estuviesen ocupadas en asuntos muy serios. ¿Y si
volvía a abordarla otro hombre? En la última media hora Agnes había
comenzado a sentir miedo, un auténtico pavor, hacia los hombres.
Y entonces, como si alguna fuerza invisible quisiera hacer del todo ciertos
sus temores, vio emerger, entre dos grandes masas de niebla, la figura de una
mujer que se apoyaba contra un muro.
Agnes comenzó a cruzar la calle, pero aún no lo había hecho del todo cuando
se detuvo en mitad de la calzada y, volviéndose hacia aquella mujer apoyada
contra un muro, gritó con la voz ahogada, con la voz a punto de rompérsele en
un sollozo.
—¡Teresa! —dijo—. ¡Teresa!
En aquella silueta entre la niebla y las sombras de la noche acababa de
reconocer, a despecho de su incredulidad, la entonces aterradora figura de Teresa
Maído.
Pero su grito no recibió respuesta, aunque por momentos le parecía que no se
había equivocado, que aquella mujer a la que viera entre la neblina y las sombras
de la noche era Teresa, con su carita de niña, con su negra cabellera siempre
revuelta, como la de las niñas traviesas, con los ojos bien abiertos, como los
tienen los vivos.
Aquella mujer alta de figura estatuaria que había evocado en Agnes a Teresa
tenía sin embargo a un niño de la mano.
Aún sobrecogida por aquella visión que la llevó al grito, sin querer creer en
lo que había visto, Agnes se dirigió al grupo melancólico que componían la
mujer y el niño.
—¿Podría decirme por dónde he de ir para llegar a Flood Street? —preguntó
Agnes ante la aparente indiferencia de la otra.
La mujer, no obstante, se la quedó mirando con mucha fijeza.
—No lo sé —respondió suavemente—, no soy de aquí.
Entonces, con una energía que pareció insólita en ella, se dirigió a Agnes en
una doliente súplica:
—Por el amor de Dios, señora, deme algo para que pueda volver a casa… He
venido a pie desde Essex con el niño y no tengo un penique. Vine en busca de mi
marido, pero parece haberse perdido, no he sido capaz de encontrarlo.
Una semana atrás, Agnes Barlow hubiera negado con la cabeza, sin mirarla,
y habría seguido su camino. Sostenía la opinión, inculcada por sus padres desde
niña, de que era un error muy grave dar limosna a los pobres.
Pero acaso la ilusión que acababa de experimentar le hizo recordar las
enseñanzas y consejos del padre Ferguson. De golpe recordó aquel sermón del
anciano sacerdote que tanto alteró a su parroquia, pues dijo que era preferible dar
limosna a nueve impostores antes que negársela a un hombre justo y necesitado;
y recordó también Agnes que Cristo se mostró tantas veces como un mendigo
ante los poderosos.
Tomó cinco chelines de su bolso, y los puso, no en la mano de la mujer, sino
en la del niño.
—Gracias, señora —dijo conmovida la pedigüeña—, y que Dios la bendiga.
Eso fue todo. Pero no halló Agnes gran consuelo con ello, marchándose de
allí apenas confortada.
Finalmente, ayudada en su camino por más de un transeúnte de buen
corazón, llegó a la estrecha calle de Chelsea en la que vivía Ferrier. La neblina
llegaba cada vez más densa desde el río, a pesar de lo cual no tardó mucho
Agnes Barlow en dar con un portalón abierto sobre el que había un letrero en el
que podía leerse; Apartamentos Tomás Moro.
Agnes se adentró tímidamente en el portalón, y ya más confiada atravesó un
patio perfectamente cuadrado y vacío en el que había un farol de gas. Se detuvo
y echó un vistazo a su alrededor. El lugar le pareció muy feo, lamentable; un
sitio, en suma, muy distinto de aquellas dos casas en las que había transcurrido
su hasta entonces feliz existencia, unas casas con luz eléctrica.
Le resultaba muy extraño, por ello, que Ferrier le hubiese contado que vivía
en un edificio muy bonito.
Siguió hasta un portal que había al fondo del patio, del que arrancaba una
herrumbrosa escalera de hierro y comenzó a subir los chirriantes peldaños con
una mezcla de angustia propia de quien conoce el significado de la palabra
felicidad, y de quien se sabe haciendo algo que podría poner en peligro su buena
reputación.
No obstante eso, Agnes no se vino abajo ni se olvidó de cuál era el motivo de
que estuviese en aquel lugar tan sórdido. Aún se sentía herida en su amor propio
y precisaba de cariño.
Pero a despecho de que aquel ambiente fuese una agresión para su espíritu,
su determinación en pos de la venganza era clara, tanto como el hecho
incuestionable de que la carne es débil. Y mientras subía despacio la vieja
escalera de hierro, se entretenía contemplando su grotesca sombra en los
peldaños, para no pensar en nada, y se entretenía también escuchando sus
propias pisadas en los chirriantes peldaños.
Las lámparas de gas de la escalera exhalaban un tufo repugnante que pareció
a Agnes una agresión. No se explicaba tanto abandono por parte de los
propietarios de aquel edificio extraño o, más que extraño, sórdido y sucio.
Sin duda hubiese pasado un mal rato de haber topado con algún conocido,
pero eso dejó de atormentarla. Allí no se encontraría con nadie que supiera de su
dignidad, de su reputación de madre y de esposa amantísima; allí no podría
encontrarse con nadie que le reprochase el abandono de su hasta entonces
plácida y confortable vida. Pero, para su sorpresa, de una de las puertas salió de
repente un hombre de edad, cubierto con un abrigo oscuro y tocado con un
sombrero.
A Agnes le dio un vuelco el corazón. Sí, acababa de ocurrir lo que tanto
temía desde que salió de Summerfield. En la penumbra del descansillo de la
escalera reconoció a aquel hombre, un excéntrico conocido de su padre.
—¿Mr. Willis? —dijo aterrorizada, casi en un susurro, al verse frente a él.
El anciano la miró sorprendido, y acaso con un cierto gesto de resentimiento.
—No me llamo Willis —respondió casi gruñendo y sin prestarle mayor
atención, bajando la escalera.
A Agnes le pareció que su corazón se detenía, aun sin saberse aliviada
porque aquel hombre no era quien había supuesto, o conturbada por ello. Por
otra parte, ¿es que se estaba volviendo loca? ¿Cómo pudo ser tan imbécil como
para confundir a aquel hombre, una especie de oso gruñón, con el afable Mr.
Willis?
Casi estaba llegando al último piso. Unos peldaños más y llegaría. Sus pasos
seguían siendo lentos, y más pesados ahora, pero comenzaba a experimentar una
extraña paz en su interior. En nada estaría a salvo para siempre, en los brazos de
Ferrier. ¡Qué extraño le resultaba decirse eso así de tranquilamente!
Pero entonces… entonces… como poseída por una suerte de encantamiento
que le hubiese llegado con la neblina de la noche londinense, vio ante ella una
silueta alta y grisácea aparecida de no se sabía dónde. Una silueta que le salía al
paso.
Agnes se aferró al pasamanos, tan aterrorizada que no pudo ni gritar. Ni
siquiera pudo preguntar, como había hecho en la calle, si era Teresa. Ni una
palabra salió de sus labios, temerosa de que si preguntaba aquella aparición le
respondiera.
Pero Teresa Maído, la amiga de Agnes, casi su hermana tantos años, había
roto las estrechas márgenes que separan la vida de la muerte. Aunque la viva no
había sabido qué hacer por la muerta, ésta se disponía a prestarle su ayuda,
sabedora de que Agnes estaba a punto de arrojarse a unas profundidades ignotas
y peligrosas cuya corriente podría arrastrarla sin remedio.
Agnes se quedó contemplando la aparición, con miedo y a la vez fascinada.
La silueta permanecía inmóvil, grisácea y a la vez con el color de la cera, pero
sus ojos, que miraban con una dulzura inmensa a la recién llegada, poseían una
expresión luminosa que inspiraba tranquilidad, que sugería la posibilidad de la
salvación.
Agnes, de súbito, recuperada de aquella profunda sensación, de aquel terror
que la embargaba, halló las fuerzas que pretendía para correr escalera abajo,
atravesar a toda prisa el patio cuadrado y salir a la calle.
A pesar de verse envuelta por la neblina cada vez más densa, no dejaba de
mirar atrás en su carrera, por ver si era seguida. Y por ver también aquella
ventana con luz de la última planta de la casa en la que estaría el pobre Ferrier, al
que ya no vería. Pero no la ocupaba ya otro pensamiento que el de regresar a
casa cuanto antes; antes, incluso, de que lo hiciese Frank, lamentando haberse
dejado llevar de aquel rapto que a punto estuvo de arruinar definitivamente su
vida sólo por afán de venganza.
Finalmente llegó a Summerfield, pero no concluyeron con ello sus angustias.
Cuando salió de la estación para dirigirse a The Haven, apenas había comenzado
a caminar cuando escuchó unos pasos a sus espaldas. Aterrada, quiso andar más
velozmente pero no podía más, estaba agotada, y comenzó a sollozar, con la sola
esperanza de que al menos algún vecino apareciese para ayudarla, para espantar
a su perseguidor. El que la seguía estaba cada más cerca de ella. Y cuando se
puso a su altura encendió una cerilla.
—¿Agnes? —preguntó; era la voz de Frank Barlow, extrañado—. ¿Eres tú?
Vine a buscarte porque supuse que regresarías en este tren.
Y como ella no pudo responderle nada, no insistió Frank en sus preguntas…
Sólo Dios sabía la razón de que regresara a hora tan intempestiva a casa; mucho
más tarde, incluso, de lo que ya venía siendo habitual en ella. Entonces la tomó
en sus brazos.
—Cariño —susurró él—, sé que me he portado contigo como una mala
bestia, pero te aseguro que jamás dejé de amarte… No puedo soportar por más
tiempo tu frialdad, Agnes; vivir así es un infierno… Sólo puedo pedirte que me
perdones, ángel mío.
Y el ángel de Frank lo perdonó al instante, con la generosidad que siempre
fue propia de ella, esa generosidad de la que tanto sabía Frank. Más aún, Agnes
nunca quiso saber más de su poeta amador, Ferrier, pues siempre que se le venía
a las mientes lo asociaba con el avatar terrible por el que había pasado, y con el
hecho de que alguna vez se le pasó por la mente romper su feliz matrimonio.
Edith Nesbit
(1858 - 1924)
En el transcurso de una de sus agotadoras giras promocionales, allá por 2006,
con motivo de la publicación de Harry Potter y el misterio del príncipe, la
popular escritora inglesa J. K. Rowling confesó: «La autora con la que más me
identifico es Edith Nesbit. Es genial; creó extraordinarias y graciosas historias de
fantasía. Sus niños, sus personajes, son muy reales, y fue muy innovadora para
su época». De pronto, gran parte de los incondicionales de J. K. Rowling se
sintieron desconcertados. ¿Quién era Edith Nesbit? Desconcierto que aumentó
con motivo de la reedición en Gran Bretaña y Estados Unidos de algunos de los
mejores textos de Nesbit —cf. Los buscadores de tesoros (Story of the Treasure-
Seekers, 1899), The Railway Children (1906), El castillo encantado (The
Enchanted Castle, 1907)—, ya que la prensa especializada se apresuró en
presentar a la novelista, en un requiebro publicitario ciertamente hábil, como «la
abuela de Harry Potter».
Pero el poderoso influjo de Edith Nesbit en la narrativa infantil y juvenil del
mundo anglosajón viene de lejos. Sus cuarenta libros comprendidos dentro de
este género —algunos tan inolvidables como Historias de dragones (The Book
of Dragons, 1901)— inspiraron a Pamela Lyndon Travers (1899-1996) —
creadora de la saga Mary Poppins—, Diana Wynne Jones (n. 1934) —Howl’s
Moving Castle (1986)—, Edward McMaken Eager (1911-1964) —quien, por
influencia de Nesbit, hizo de la magia uno de los ejes dramáticos fundamentales
de su obra, como prueba Magic By the Lake (1957) o Magic Or Not? (1959)— y
C. S. Lewis (1898-1963) —cuyas famosas Crónicas de Narnia rindieron un
homenaje personal a la obra de Edith Nesbit—. Uno de sus más rendidos
admiradores, el estadounidense Gore Vidal, escribió en un artículo titulado “The
Writing of E. Nesbit”, en la revista The New York Review of Books (vol. 3, nº 8,
3 de diciembre de 1964): «Después de Lewis Carroll, Edith Nesbit fue la mejor
fabuladora inglesa que escribió sobre los niños (ninguno de los dos lo hizo para
los niños) y, como Carroll, creó un mundo de la magia y de la lógica invertida
que era enteramente propio». Tal vez la clave de su éxito cualitativo radicaba en
su honestidad. Ella misma explicó su método en una carta a su amiga Berta
Ruck: «Es una cuestión de honor para mí no subestimar jamás a los chicos.
Algunas veces, a propósito, pongo una palabra que sé que no van a entender para
que le pregunten a un adulto el significado y, de paso, aprendan algo».
Edith Nesbit publicó en vida dos recopilatorios de cuentos de fantasmas y de
horror, Grim Tales (1893) —que incluye “The Ebony Frame”, “John
Charrington’s Wedding”, “Uncle Abraham’s Romance”, “The Mystery of the
Semi-Detached”, “From the Dead”, “Man-Size in Marble” y “The Mass for the
Dead”— y Fear (1910) —que contiene “The Head”, “In the Dark”, “The Ebony
Frame”, “Hurst of Hurstcote”, “Uncle Abraham’s Romance”, “The Violet Car”,
“The Shadow” y “The Followers”, además de “From the Dead”, “Man-Size in
Marble” y “John Charrington’s Wedding”—. Cuantitativamente, efectúan un
breve paseo por las oscuras regiones de lo fantástico y lo macabro, pero en lo
tocante a la calidad, su obra es lo suficientemente trascendental como para
auparla a la altura de los más grandes maestros del género. Su agnosticismo en
lo referente a temas religiosos y/o sobrenaturales convierte los relatos de terror
de Edith Nesbit en un magnífico ejemplo de lo que ha venido a llamarse, según
Rafael Llopis (Historia natural de los cuentos de miedo, Ediciones Júcar, col. La
Vela Latina, Madrid, 1974), «el cuento de miedo realista». El impresionante
desarrollo económico, científico e industrial de la Inglaterra victoriana, con sus
grandes revoluciones artísticas, filosóficas y sociales, había desactivado por
completo los artificios de la novela gótica tradicional. Brevedad, ciertas dosis de
ironía y, fundamentalmente, verosimilitud eran los elementos narrativos que
articulan dicha tendencia. Tendencia que no excluye una atmósfera de misterio,
de insania, que poco a poco va enrareciéndose hasta hacerse insoportable; una
interacción dramática, sugerida pero evidente, entre los vivos y los muertos o, si
se prefiere, entre el mundo real y el más allá. Interacción que, en la mayoría de
casos, culmina con un efecto de terror o un clímax que pueda escandalizar,
parafraseando a Marcel Schneider (Déja la niege, Ed. Grasset, París, 1974),
tanto la razón práctica como la razón especulativa.
Al respecto, el relato de terror más famoso de Edith Nesbit, “De mármol,
tamaño natural” (Man-size in Marble, 1886), el único reiteradamente traducido
al castellano —cf. Historia de fantasmas de la literatura inglesa, de Michael
Cox & R. A. Gilbert (Eds.) (Ed. Edhasa, Barcelona, 1989), La Eva fantástica, de
J. A. Molina Foix (Ed.) (Ed. Siruela, Madrid, 1989)—, es un prodigioso
compendio de todo lo anteriormente expuesto. Magistral fusión de estilo e
ingenio narrativo, la escritora decide destruir, de manera trágica, el escepticismo
de su protagonista, un hombre que no cree en leyendas ni siniestras maldiciones.
Y todo sin hacer evidente la amenaza sobrenatural, oculta tras una fascinante
panoplia de sugerencias, intuiciones, de improbables indicios y casualidades.
Algo similar sucede en “La casa encantada” (The Haunted House, 1913) —
aparecida en el número de diciembre de The Strand Magazine—, interesante
mezcla de vampirismo, mansiones embrujadas y ciencia-ficción con mad doctor
incluido. El protagonista, a semejanza de los protagonistas de El fantasma de
Canterville (The Canterville Ghost, 1887) de Oscar Wilde —a quien Nesbit
rinde homenaje a través del humorístico detalle del anuncio en prensa buscando
un «investigador» psíquico—, descubrirá que algunos mitos pueden ser el marco
donde se agazapan amenazas mucho más cotidianas. A pesar del opresivo
materialismo de la historia, de su grandguiñolesco final, Nesbit acumula toda su
sabiduría artística en los detalles, en la inquietante subjetividad de las
situaciones: «… quiso hallar alivio preguntándose si todo aquello no sería una
pesadilla, un sueño terrible y enloquecido; el dolor físico no le hacía abandonar
ese pensamiento, pues las cosas, como en los sueños, se hacían más y más
enrevesadas, más y más terribles. En aquel lugar parecía haber algo aún más
aterrador que el propio Prior. No, no era su sombra. La sombra del Prior era
negra y llegaba hasta una arcada del techo de la cripta. Lo otro era blanco y
pequeño. Pero parecía agrandarse; era como una simple línea blanca, pero se
estiraba más y más, hasta hacerse larga, estrecha, y parecía emerger desde un
ataúd que tenía frente a sí». De este modo, quizá algo efectista, pero de una
brillantez literaria incuestionable, “La casa encantada”, como las restantes
fábulas terroríficas de Edith Nesbit, reproduce un sentimiento colectivo de
cataclismo inminente e inevitable, de hundimiento del mundo tal y como lo
conocemos, y de total subversión/perversión de los valores culturales y morales
tradicionales.
Edith Nesbit fue la menor de seis hermanos —Saretta, John, Mary, Alfred y
Henry— que, al igual que sus padres, la llamaron «Daisy» («Margarita») toda su
infancia. Desde muy temprana edad, fue fantasiosa e indisciplinada: cuentan que
a los tres años dejó caer sus zapatos en la pila bautismal de la iglesia donde
acudía cada domingo su familia, para que navegaran como botes. Edith creció en
el campo, en Kennington Lane, a las afueras de Londres, donde su padre, John
Collins, dirigía la primera escuela agrícola de Inglaterra, la «Classical,
Comercial and Scientifie Academy». Pionero y experto en fertilización —
publicó varios libros acerca del tema—, Collins murió cuando su hija pequeña
contaba cuatro años, lo que estrechó aún más los vínculos sentimentales entre
Edith, su madre y sus hermanos.
Dos hechos marcan el carácter de la futura escritora. Primero, la formidable
habilidad de Saretta para contar cuentos —«Mi hermana mayor era el recurso
para los días de lluvia, cuando lo único que se podía hacer era escuchar cuentos.
Y mi hermana era un genio contando cuentos. Si hubiera escrito aquellos
cuentos que contaba, seguro que no habría ni un niño en toda Inglaterra que
quisiera leer otros cuentos», explicó en su autobiografía Long Ago When I Was
Young (¿1902?)—, que estimuló su pasión por la narrativa infantil y juvenil. Y
segundo, la enfermedad pulmonar de Mary, que obligó a su madre a efectuar
periódicos viajes a lugares más cálidos situados en el Continente, en países como
Alemania, España y Francia. Y fue en Francia, concretamente durante su visita
en 1896 a la iglesia de Sant Michel (Bordeaux), donde tuvo su primer contacto
con el terror, con el terror real—, sufrió un ataque de pánico cuando contempló
las amplias catacumbas donde reposan más de 200 cuerpos momificados de
hombres, mujeres y niños, de huesos apenas recubiertos por finas tiras de piel
apergaminada y amarillenta, ataviados con viejas y polvorientas ropas. «Parecía
que todos me estuvieran observado, a punto de abalanzarse sobre mí…»,
escribió. Tan traumática experiencia hizo que Edith Nesbit padeciera escotofobia
(miedo a la oscuridad) hasta bien entrada en la edad adulta.
Embarazada de siete meses, el 22 de abril de 1880 Nesbit se casó con Hubert
Bland (1855-1914), político e ideólogo socialista, y uno de los fundadores de la
Sociedad Fabiana —precursora del Partido Laborista—, entre cuyos miembros
se hallaban George Bernard Shaw, H. G. Wells, Annie Besant, Graham Wallas,
Sydney Olivier, Oliver Lodge, Leonard Woolf y Emmeline Pankhurst, además
de la recién casada. No tardó en darse cuenta la escritora —según palabras de
Marisol Dorao, una de las mejores conocedoras de la obra de Edith Nesbit en
España— que se había unido a un hombre de carácter débil, indeciso,
contradictorio y enamoradizo: tuvieron cinco hijos y, aunque dos de ellos no
eran de Edith, ella los cuidó como si lo fueran. Al matrimonio, más que el amor,
lo unía una sólida camaradería. Por otro lado, no existía posibilidad de
separación, puesto que, según la ley inglesa de aquellos tiempos, una mujer sólo
podía separarse del esposo alegando malos tratos; el adulterio no era causa
suficiente.
La débil salud de Bland, unida a su escasa habilidad para los negocios,
ocasionó graves dificultades económicas a la pareja. Pero Edith no se amilanó y,
resuelta a sacar a su familia adelante, explotó sus dones: su afición a la literatura,
su talento como pintora e ilustradora y sus dotes para recitar poemas. Fue
entonces cuando su editor la convenció para que, debido a los prejuicios de la
época, firmara sus obras con una ambivalente «E» antes de su apellido.
Curiosamente, todavía hoy se publican sus obras como «E. Nesbit» y, en la
época, H. G. Wells creyó que se trataba de un hombre, hasta que Edith le fue
presentada en una de las reuniones de la Sociedad Fabiana. La famosa «E»
también despistó al erudito inglés Montague Summers, que en su monumental
obra Supernatural Omnibus (1931), donde recuperó los relatos “De mármol,
tamaño natural” y “John Charrington’s Wedding”, la (re)bautizó como «Evelyn»
(¡).
Edith Nesbit fue un enigma incluso para sus contemporáneos. H. G. Wells la
definió como pura diversión por sus ocurrentes charlas, mientras que George
Bernard Shaw la describió como melancólica. No obstante, sí puede afirmarse
que no era nada convencional. Para horror de sus vecinos, le gustaba desplazarse
en bicicleta, vehículo tan poco «decoroso» para una dama, recibía a jóvenes
admiradores en su casa en ausencia de su marido, se vestía sin corsé y con ropas
supuestamente para hombres, se cortó el pelo a lo garçon, dejaba correr a sus
chicos descalzos y sin guantes, y se convirtió en una de las primeras mujeres de
Inglaterra que fumó en público —su afición por el tabaco desembocó en el
cáncer de pulmón que la llevó a la tumba—. Tras la muerte de su primer esposo,
en 1914, contrajo segundas nupcias con Thomas Tucker, el 20 de febrero de
1917, lo que también levantó polvareda entre la sociedad biempensante. Pero
Tucker, un experimentado capitán de la marina mercante que enviudó dos años
antes que Edith, amable y divertido, además de miembro de la Sociedad Fabiana,
aportó a su esposa la felicidad conyugal que jamás tuvo con Bland. Ella escribió:
«… es como si después de la fría tristeza de estos tres últimos años, alguien me
hubiera echado un cálido abrigo sobre los hombros (…) yo era un náufrago en
una isla desierta, que ha encontrado a otro náufrago que le ayuda a construir una
choza y a encender una hoguera». Además, Thomas se ocupó de preservar para
la posteridad la obra de su mujer, quien abandonó la profesión en 1919,
echándole una mano esporádicamente a su esposo con sus artículos sobre temas
náuticos para la Westmisnter Gazette. Al morir su esposa, y por expreso deseo de
ella, Thomas talló un par de postes de madera que sostienen la sencilla
inscripción que señala la tumba de Edith Nesbit en el cementerio de la iglesia de
St. Mary-in-the-Marsh —«Resting E. Nesbit. Mrs. Bland-Tucker. Poet and
Author»—. No quiso ninguna lápida.
LA CASA ENCANTADA
Fue por mero accidente que Desmond llegó a la casa encantada. Había
estado fuera de Inglaterra durante seis años, y tantos meses de feliz distancia le
habían enseñado cuán fácilmente se desgaja uno de su lugar de origen.
Había tomado habitaciones en Greyhound tras convencerse de que no había
razón para que siguiera en Elmstead más tiempo que en cualquier otro sombrío
lugar a las afueras de Londres. Escribió a todos sus amigos cuyas direcciones
recordaba y se dispuso a esperar la respuesta a sus cartas.
Quería hablar con alguien, pero no tenía con quién hacerlo. Mientras, se
tumbaba en el largo sofá con el diario de avisos entre las manos y sus apacibles
ojos grises seguían las líneas una tras otra con un aburrimiento intolerable. Pero
un día, de repente, exclamó: «¡Vaya!», y se puso de pie. Esto fue lo que leyó:
UNA CASA ENCANTADA: Anunciante ansioso de que se investigue el
fenómeno. Cualquier investigador acreditado recibirá todas las facilidades.
Escribir a Wildon Prior, Museum Street, 237, Londres.
«¡Esto suena bien!», se dijo. Conocía a Wildon Prior, era el tipo más
bromista y zascandil de su club. Tenía que ser él, no era un nombre común.
Además, no perdía nada con intentarlo, así que le envió un telegrama:
Wildon Prior, Museum Street, 237, Londres. ¿Puedo pasar uno o dos
días en su casa y ver al fantasma? WILLIAM DESMOND.
Cuando al día siguiente regresó de dar un paseo, había un sobre amarillo
sobre la amplia mesa Pembroke del salón.
Encantado. Lo espero hoy mismo. Saque billete a Crittenden desde
Charing Cross. Tren eléctrico. WILDON PRIOR, Rectoría de Ormehurst, Kent.
«¡Perfecto!», se dijo Desmond y comenzó a hacer la maleta; luego pidió en
el bar un horario de trenes.
«Wilson, ese estupendo canalla… Será divertido verlo otra vez».
Frente a la estación de Crittenden esperaba un curioso ómnibus que parecía
una bañera mecánica, y su conductor, un hombre bajito, moreno y de cara
abrupta, con los ojos líquidos, le espetó al verle:
—¿Es usted amigo de Mr. Prior, señor?
Le ayudó a subir a su bañera mecánica y luego cerró la puerta. El viaje fue
largo, y mucho menos placentero, desde luego, que si lo hubiese hecho en un
carruaje.
La última parte del mismo discurrió a través de un bosque; luego pasaron
ante un cementerio y una iglesia, y la bañera mecánica entró al fin por la puerta
de una gran verja, siempre al amparo de unos árboles muy altos. Frente a la verja
se alzaba una casa blanca con las ventanas desnudas, desoladoras.
«¡Qué lugar tan divertido, caramba!», se dijo Desmond sarcástico, mientras
pegaba botes en el asiento de la traqueteante bañera mecánica.
El conductor dejó la maleta del viajero en los peldaños desconchados que
llevaban a la puerta, y se fue. Desmond tiró de una cadena herrumbrosa y su
cabeza se llenó al instante del sonido de una campanilla no menos herrumbrosa.
Nadie salió a la puerta, por lo que volvió a llamar. Tampoco acudió nadie a
su llamada en esta ocasión, pero oyó el sonido inequívoco de una ventana
abriéndose sobre el porche. Dio unos pasos atrás y miró hacia arriba.
Un joven pelirrojo y de ojos translúcidos le miraba. No era Wildon, desde
luego, no se parecía en nada a Wildon. Tampoco decía una palabra, aunque daba
la impresión de que le hacía una seña. Y la seña parecía decirle: «¡Lárguese!»
«¿No será esto un asilo para lunáticos?», se preguntó Desmond y volvió a
hacer sonar la campanilla herrumbrosa.
Al fin oyó pasos tras la puerta, en el interior. Las pisadas de unas botas sobre
la piedra. Se dejó sentir el sonido de un cerrojo, después de lo cual se abrió la
puerta, y Desmond, confuso y un tanto arrebolado, se sorprendió escrutando un
par de ojos muy oscuros, de mirada amigable, mientras oía una voz que le
preguntaba:
—¿Es usted Mr. Desmond? Entre, por favor, le ruego que me perdone.
Quien así decía le ofreció una mano cálida, y tras estrechársela se vio
siguiendo a un hombre en su edad más que madura, atractivo y elegante,
imbuido de un gran aire de serenidad y dominio; era justo eso que suele definirse
como un hombre de mundo.
El hombre abrió una puerta y lo introdujo en un oscuro pero acogedor salón
biblioteca.
«Será su tío», pensó Desmond dejándose caer en un confortable sillón
orejero.
—¿Cómo estará Wildon? Espero que bien… —dijo entonces en voz alta.
El otro le miraba.
—Perdone, señor —dijo dubitativo.
—¿Quizá he preguntado cómo estará Wildon?
—Estoy muy bien, gracias —dijo el otro con bastante formalidad.
—Ahora le ruego yo que me disculpe —dijo entonces Desmond—; no
supuse que también se llamara usted Wildon… Wildon Prior.
—Soy Wildon Prior —respondió el otro— y usted, supongo, ha de ser el
experto de la Sociedad Psíquica…
—¡No, por Dios! —exclamó Desmond—. Soy amigo de Wildon Prior, pero
está claro que hay dos Wildon Prior.
—Pero ¿no mandó usted un telegrama? ¿No es usted Mr. Desmond? La
Sociedad Psíquica convino en enviar un experto, y creí por eso…
—Comprendo —dijo Desmond—. Y yo creí que era usted Wildon Prior, mi
viejo amigo… un hombre aún joven… —y no pudo evitar ponerse colorado.
—¡Ah, ya veo! —dijo Wildon Prior—. Sin duda, es usted amigo de mi
sobrino. ¿Y sabe él que venía usted? Pues no ha dicho nada… Le confieso que
me siento un tanto confuso, pero me alegro mucho de conocerle… Se quedará
usted, ¿verdad? Si es que puede soportar la visión del espectro de un anciano
como yo, claro… Esta misma noche escribiré a Will pidiéndole que se reúna
cuanto antes con nosotros.
—Yo también celebro conocerle —dijo Desmond—, y me alegro mucho de
haber venido… También me alegró mucho leer el nombre de Wildon en el diario
de avisos, porque… —y comenzó a hablar de Elmstead, de su soledad y de su
aburrimiento.
Mr. Prior lo escuchaba con gran interés.
—¿Dice que no ha podido reunirse con sus amigos? ¡Qué triste! Pero al
menos le habrán escrito… Supongo que les daría usted su dirección…
—Pues no lo hice… ¡Por Júpiter! —dijo Desmond—. Pero puedo escribirles
de nuevo. ¿Podré ir a Correos?
—Claro —le dijo el otro—. Escriba las cartas que desee, que mi criado las
llevará a Correos; después cenaremos y le hablaré del fantasma…
Desmond escribió rápidamente varias cartas. Justo cuando había acabado
entró Mr. Prior.
—Lo llevaré a usted a su habitación —le dijo tomando las cartas en sus
largas manos, muy blancas—. Quizá quiera descansar un poco. Cenaremos a las
ocho.
La habitación, como el salón biblioteca, era confortable y cálida.
—Espero que esté cómodo —le dijo el anfitrión, cortés y solícito.
Desmond estaba seguro de que se encontraría cómodo.
Casi al instante se presentaba el hombre bajo y moreno que había llevado a
Desmond a la casa, desde la estación, con un candelabro de plata en la mano.
Avanzando desde las sombras de la puerta hasta ellos, entre los círculos de luz
que arrojaban las velas, surgió entonces una figura.
—Mi ayudante, Mr. Verney —dijo el anfitrión al huésped, y Desmond alargó
su mano para estrechar la mano blanda y húmeda de aquel hombre, que le
pareció era el que se había asomado a la ventana cuando llegó a la casa, el que
pareció hacerle un gesto diciéndole ¡lárguese!
Quizá fuese Mr. Prior un médico que tuviera allí huéspedes de pago, por no
decir pacientes, o chiflados, como pensó Desmond, pero Prior había dicho mi
ayudante.
—¿Sabe? —dijo Desmond a Mr. Prior—. Lo tomé a usted por un clérigo…
La Rectoría, todo eso… Pensé que Wildon, mi amigo Wildon, vivía con un tío
que era clérigo…
—Oh, no —dijo Mr. Prior—, sólo tengo alquilada La Rectoría… El rector
opina que es un lugar muy húmedo, y la iglesia está abandonada… No pueden
hacer frente a los gastos de su restauración… Sirva un vino a Mr. Desmond,
López.
El hombre bajito y moreno de rostro abrupto le llenó una copa.
—Este lugar es magnífico para realizar mis experimentos —siguió diciendo
Mr. Prior—. Digamos que sé un poco de química, Mr. Desmond, materia en la
que me asiste Verney.
Verney susurró algo parecido a «es un orgullo para mí», hundiéndose de
nuevo en su silencio.
—Todos tenemos nuestro hobby —continuó Mr. Prior—, y el mío es la
química. Felizmente, dispongo de una buena renta que me permite ocuparme de
ello. Wildon, mi sobrino, ya sabe, se ríe de mí y llama a la química la ciencia de
los malos olores, pero le aseguro que es algo que lo absorbe a uno por
completo… Sí, es un hobby muy absorbente…
Una vez hubieron cenado, Verney salió del salón comedor, mientras
Desmond y su anfitrión estiraban los pies para ponerlos cuanto más cerca
pudieran del fuego del hogar, eso que Mr. Prior llamó «la reconfortante caricia
del fuego», pues la noche comenzaba a ser fría.
—Y ahora —dijo Desmond—, ¿querría contarme la historia de ese
fantasma?
El otro echó un vistazo alrededor del salón.
—La verdad es que no puede decirse que sea una historia de fantasmas, ni
siquiera la historia de un fantasma; ocurre que… bueno, a mí nunca me ha
pasado, pero sí a Verney, pobre muchacho… Y eso le ha destrozado los nervios,
no ha vuelto a ser el mismo.
Desmond notó que algo temblaba dentro de sí.
—La habitación encantada… ¿es la mía? —preguntó al fin.
—No se puede hablar de una habitación ni de una dependencia de la casa en
concreto —dijo el otro, hablando muy despacio—. Ni se puede hablar de que se
le haya aparecido a alguien en concreto…
—¿Eso quiere decir que lo podría ver cualquiera?
—Es que, en realidad, nadie lo ve; no es el tipo de fantasma al que se ve o se
oye…
—Puede que le parezca estúpido, pero lo cierto es que no comprendo una
palabra —dijo Desmond, sorprendido—. ¿Cómo va a ser un fantasma, si no se le
ve ni se le oye?
—Bueno, yo no he dicho que sea realmente un fantasma —precisó Mr. Prior
—. Sólo digo que en esta casa hay algo que no es normal… Varios de mis
ayudantes han tenido que irse de aquí sucesivamente… Ese algo les afectó los
nervios.
—¿Y qué ha sido de esos ayudantes suyos? —preguntó Desmond.
—Bueno, no lo sé, se fueron, ya sabe… —respondió Prior vagamente—.
Uno no va a esperar que la gente quiera sacrificar su salud, claro… A veces
pienso, ya sabe usted, Mr. Desmond, que hay mucho cotilleo en los pueblos, a
veces pienso que hay gente dispuesta a asustarse por lo que sea; y entre esos
cotilleos de los que hablo hay mucha fantasía… Confío en que el experto que
nos envíe la Sociedad Psíquica no sea un neurótico más. Aunque también es
verdad que aun sin ser un neurótico, uno puede… Pero no, usted no cree en
fantasmas, Mr. Desmond. Su sentido común, tan anglosajón, se lo impide.
—Mucho me temo que no soy exactamente anglosajón —replicó Desmond
—. Por parte de padre soy completamente celta, aunque la verdad es que no doy
mucha importancia a la raza.
—¿Y por parte de madre? —preguntó Mr. Prior con gran interés.
Era el suyo un interés que pareció desproporcionado e intempestivo, ante la
forma en que Desmond había planteado la cuestión. Eso hizo que sintiera un
cierto grado de resentimiento hacia su anfitrión, al que de pronto comenzó a
percibir como un antagonista.
—Bueno —respondió como si nada—, creo que tengo algo de sangre china;
de hecho me he llevado muy bien con la gente de Shangai, aunque allí me decían
que por mi nariz, a buen seguro tuve un antepasado indio piel roja.
—Supongo que no tendrá usted sangre negra —preguntó el anfitrión, con
una insistencia bastante descortés.
—Pues no sabría decirlo —respondió Desmond a punto de echarse a reír,
pero conteniéndose—. Mi cabello, ya lo ve, es más bien rizado, y la verdad es
que muchos de mis antepasados por parte de madre anduvieron por las Indias
Occidentales… ¿Debo entender que está usted interesado en las diferencias
raciales?
—No exactamente, no —dijo Mr. Prior un tanto sorprendido por la pregunta
—. Pero comprenda que puedan interesarme algunos detalles sobre su familia,
Mr. Desmond… Me parece —añadió con una sonrisa tan enigmática como
afable— que usted y yo vamos a ser buenos amigos.
Desmond no podía decirse a qué era debida aquella sensación de desagrado
que experimentaba, una sensación que se había impuesto a la primera y tan
placentera de confort, pues hasta entonces se sintió muy bien atendido por aquel
hombre.
—Es usted muy amable —dijo Desmond—, le agradezco que se preocupe
tanto de un extraño como yo.
Mr. Prior volvió a sonreír. Tomó un cigarro de la caja de puros, se sirvió
whisky con soda, y comenzó a contar, al fin, la historia de la casa.
—Los primeros cimientos de la casa datan, a buen seguro, del siglo XIII —
dijo—. Esto fue un priorato, ya sabe… Hay una leyenda según la cual el propio
rey Enrique VIII le dio tal consideración cuando comenzó a desamortizar los
monasterios. Pero aquello, más bien, acabaría convirtiéndose en una maldición;
sí, parece que hubo en ello una maldición, pues…
De golpe se apagó la voz fuerte, clara y bien timbrada de aquel hombre.
Desmond supuso que había escuchado algo extraño, pero el otro, tras la pausa,
siguió diciendo:
—Una maldición que causó muchas muertes… Y cada cien años se produce
una muerte más, siempre del mismo y misterioso modo.
Desmond se vio de repente de pie; estaba como adormilado y se escuchó
decir:
—Esas viejas leyendas son muy interesantes. Muchas gracias por todo.
Espero que no me tenga por un maleducado, pero creo que ha llegado el
momento de que me retire, la verdad es que estoy cansado.
—Claro, claro, mi querido amigo…
Mr. Prior acompañó a Desmond hasta su habitación.
—¿No desea nada más, no necesita nada? Bien… Cierre la puerta por dentro,
así se sentirá más tranquilo. Naturalmente, las cerraduras no son un impedimento
para los fantasmas, pero a uno siempre le parece que si echa el cerrojo será más
difícil que entren, aunque si le dijésemos esto a un amigo se echaría a reír sin
remedio. La risa también espanta a los fantasmas, por lo demás, estoy seguro.
William Desmond cayó en la cama como el hombre joven y fuerte que era,
durmiendo profundamente. Pero despertó al amanecer, temeroso y temblando.
Se sintió muy cansado y confundido. ¿Dónde estaba? ¿Qué le había pasado? Su
cerebro, débil y oscuro al principio, le negaba las respuestas. Y cuando lo
recordó todo, un espasmo de repugnancia, algo que le pareció haber sentido en
algún momento durante la noche, volvió a golpearle fuertemente, dejándole sin
aliento. Pensó que lo habían envenenado, que le habían drogado.
«Tengo que salir de aquí», se dijo mientras saltaba de la cama para dirigirse
al tirador de la campanilla, envuelto en seda, que pendía junto a la puerta.
Tiró para llamar, y al momento la cama, el armario, el mobiliario todo de la
habitación pareció dar vueltas a su alrededor y caerle luego encima. Perdió el
conocimiento.
Lo siguiente que supo fue que alguien le ponía un poco de brandy en los
labios. Abrió entonces los ojos y vio ante sí a Prior, que parecía preocuparse por
él. A su lado estaba su ayudante, pálido y con los ojos acuosos y translúcidos.
Vio también al criado moreno, estólido y silencioso. Y escuchó que Verney
decía a Prior:
—Esto es intolerable; quiero decirle que…
—Cállese, está recuperando el sentido.
Cuatro días después yacía Desmond en una tumbona, en el césped, no del
todo enfermo pero sí bastante ajeno a cuanto le rodeaba. Unos buenos alimentos,
bebidas, té, distintos estimulantes y un cuidado constante, le devolvían poco a
poco a su estado más o menos normal. Se preguntaba a veces por aquella vaga
sospecha suya, que recordaba con no menor vaguedad, de su primera noche en la
casa; pero todos ellos, con sus atenciones, le demostraban que su sospecha era
absurda, por mucho que estuviese en una casa encantada.
—Pero ¿qué me ha hecho caer en este estado? —preguntó por enésima vez a
su anfitrión—. ¿Por qué razón yo mismo me siento como si fuera un imbécil?
Esta vez Mr. Prior no le pidió que lo olvidara, como había hecho en otras
ocasiones para decirle después que esperase a sentirse más recuperado.
—Me temo que lo sabe —le respondió entonces—. Creo que ha sido el
fantasma, y me parece que a partir de ahora voy a reconsiderar mi opinión al
respecto.
—¿Y por qué no ha vuelto?
—Bueno, me he quedado a su lado todas estas noches, ya lo sabe usted —le
recordó su anfitrión, pues en efecto no lo había dejado solo ni un momento desde
aquel amanecer en que hizo sonar la campanilla del cuarto—. Ahora —siguió
diciendo Mr. Prior—, si no me considera poco hospitalario, creo que le vendría
mucho mejor irse de aquí… Debería ir junto al mar.
—Supongo que no he recibido correspondencia —dijo Desmond con cierto
desaliento.
—Nada… ¿Puso usted el remite correcto? Rectoría Ormehurst, Crittenden,
Kent, ya sabe…
—Creo que no puse Crittenden —dijo Desmond—. Copié la dirección de su
telegrama —dijo sacando el papel rosado de su bolsillo.
—Pues será por eso —dijo el otro.
—Ha sido culpa suya, señor —dijo Desmond abruptamente.
—Eso no tiene sentido, joven —replicó el otro con benevolencia—. Sólo
deseo que venga Willie, pero ese bandido nunca escribe si no es para enviar un
telegrama diciendo que no puede venir.
—Supongo que se lo estará pasando muy bien por ahí —dijo Desmond con
envidia—; pero, escuche… Cuénteme más sobre ese fantasma, si es que
realmente hay algo que contar… Ya estoy bastante bien, me siento tranquilo y
recuperado, y me gustaría saber por qué he llegado a enloquecer de este modo.
—Bien —Mr. Prior miró a su alrededor, contemplando el rojo y el dorado de
las dalias y los girasoles, luminosos bajo el sol de septiembre—. Aquí y ahora,
no tengo noticia de que ese supuesto fantasma cause realmente daño. ¿Recuerda
la historia que le conté acerca de aquel hombre que recibió de Enrique VIII esta
casa, recuerda usted lo que le dije de una maldición? La esposa de aquel hombre
fue enterrada en la cripta de la iglesia… Pues bien, hay sobre eso algunas
leyendas… y le confieso que deseaba ardientemente ver esa tumba, por lo que
entré allí… Esa cripta estaba cerrada por una puerta de hierro, que abrí con una
vieja llave. Pero no pude cerrarla de nuevo.
—¿De veras? —se asombró Desmond.
—Supondrá usted que llamé a un cerrajero, claro; pero no lo hice. Verá…
Esa pequeña cripta me pareció un buen lugar para instalar un laboratorio
suplementario; además, si hubiera llamado a alguien para que viese la cerradura,
habría ido contándolo por ahí… Tendría que haber dejado, al cabo, mi
laboratorio, quizá también mi casa.
—Comprendo…
—Pero lo más curioso —siguió diciendo Mr. Prior, ahora en voz más baja—
es que fue a partir de ese instante cuando la casa se tornó… eso que decimos
encantada. Fue a partir de ese momento cuando comenzaron a suceder esas
cosas.
—¿Qué cosas?
—Pues que algunas personas que caían por aquí enfermaban de repente,
como usted mismo… Y que como consecuencia de esa especie de ataque sufrido
padecían de pérdida de sangre. Además —dudó un instante—, además… esa
herida que muestra usted en la garganta… Le dije que quizá se había herido al
caer desvanecido después de tocar la campanilla. Pero no es verdad. Lo cierto es
que usted tiene en la garganta esa misma herida pequeña y reblandecida, un tanto
blanquecina, que mostraban los demás… No sabe cuánto desearía —añadió
frunciendo el ceño— cerrar de nuevo esa cripta… Pero la vieja llave no sirve.
—Me pregunto si yo mismo podría hacer algo —dijo Desmond,
secretamente convencido de que en realidad se había herido en la garganta al
caer sin sentido, y que la historia que le contaba su anfitrión, era, sin más, cosa
de lunáticos; total, poniendo una nueva cerradura se acababa el caso—. Soy
ingeniero, señor —siguió diciendo con cierta altivez tras una pausa, mientras se
levantaba de la tumbona—. Pero es posible que ni siquiera haga falta cambiar la
cerradura; puede que con un poco de aceite, sin más… Bien, echemos un vistazo
a esa cerradura.
Siguió a Mr. Prior hasta la iglesia. Con una llave grande y brillante, que abría
bien, entraron en el recinto, húmedo y con musgo en el suelo.
La hiedra cubría las ventanas destrozadas, y el azul del cielo parecía
estrellarse contra los agujeros del tejado. Otra llave abrió una puerta baja y de
roble macizo que había más allá de lo que en tiempos fuera la capilla de la
Virgen y, tras abrirla, Mr. Prior se detuvo para encender una vela que había en
una palmatoria, sobre una repisa excavada en la piedra.
Luego bajaron por unos peldaños cubiertos de polvo y de borde desgastado.
Era una cripta típicamente normanda, de belleza muy sencilla. Al fondo de la
misma había un hueco al que impedía el acceso una reja antigua y muy bien
trabajada, tras de la cual había una puerta de hierro.
—Antiguamente se pensaba que las rejas y las puertas de hierro brindaban
protección contra la hechicería —dijo Mr. Prior—. Ésta es la cerradura —dijo
alumbrándola con la vela; la puerta estaba entreabierta.
Entraron, pues la cerradura estaba justo del lado contrario de la puerta.
Desmond trabajó apenas un minuto, impregnando el mecanismo con una pluma
de ave untada en aceite.
Luego giró la llave perfectamente en el interior de la cerradura, a un lado y
otro.
—Creo que ya está —dijo alzando los ojos, con una rodilla hincada en el
suelo y la llave en la mano, girándola una y otra vez en el interior de la
cerradura.
—¿Me permite?
Mr. Prior tomó el lugar de Desmond, metió la llave en la cerradura, la hizo
girar, la sacó después y se incorporó. Entonces cayeron al suelo de piedra la
palmatoria y la llave, y el anciano se abalanzó sobre Desmond.
—¡Ya lo tengo! —gruñó en la oscuridad, y Desmond comprendió que las
manos de aquel hombre eran garras, y que su voz era el rugido de una bestia.
Desmond intentaba resistirse utilizando sus brazos. El otro lo tenía férrea,
violentamente atrapado.
Sacó una cuerda de algún lado y comenzó a amarrar las manos de Desmond.
Desmond odiaba considerar que chillaba en medio de la oscuridad como una
liebre atrapada. Entonces recordó que era un hombre y comenzó a gritar:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!
Pero sintió de inmediato una mano en la boca, y luego que un pañuelo
anudado a su nuca se la tapaba. Ahora estaba en el suelo, debatiéndose,
resistiéndose inútilmente contra algo. Las manos de Prior ya le habían soltado.
—Créame —dijo Prior sin resuello, mientras encendía un fósforo que mostró
a Desmond en el suelo de piedra, junto a una pared de nichos en los que había,
supuso él, ataúdes—, créame que siento mucho hacer lo que hago, pero la
ciencia está por encima de la amistad, mi querido Desmond —su voz sonaba
ahora franca y amistosa—. Voy a explicarle el porqué de mi proceder, y estoy
seguro de que sabrá comprenderme; verá que un hombre de honor no podría
actuar de otra manera… Claro está, ninguno de sus amigos sabe dónde se
encuentra usted, el lugar más necesario, por otra parte. Me di cuenta desde el
principio. Pero permita que me explique, pues no creo que lo pueda entender
usted por las buenas… No importa. Soy el más grande científico desde Newton,
y crea que lo digo sin la menor vanidad. Sé cómo modificar la naturaleza de los
hombres. Puedo hacer de un hombre lo que me venga en gana. Y todo, mediante
una simple transfusión de sangre. López, ya lo conoce usted, mi criado, tiene
sangre de perro en las venas; se la puse yo e hice de él mi esclavo. Es como un
perro. Verney también es mi esclavo; tiene sangre de perro, igualmente, pero
también lleva la sangre de quienes vinieron alguna vez a investigar lo del
fantasma; y lleva además algo de mi propia sangre, porque era mi deseo que
fuese lo suficientemente inteligente como para que pudiese prestarme ayuda. Y
es que, amigo mío, hay algo muy grande detrás de todo esto. Lo comprenderá
usted cuando le diga… —y empezó a utilizar una serie de términos técnicos y
muchas palabras que para Desmond no significaban nada; no hacía más que
pensar, sin embargo, en cómo huir de allí.
De no hacerlo, moriría en un agujero, como una rata. ¡En un agujero, como
una rata! Si al menos pudiera aflojarse el pañuelo y gritar otra vez…
—Me atiende, ¿verdad? —dijo Prior y le dio un golpe—. Perdóneme,
querido amigo —añadió suavemente—, pero esto es muy importante. Verá usted
que el auténtico elixir de la vida es la sangre. La sangre es la vida, ya lo sabe
usted, y mi gran descubrimiento no es otro que el haber logrado la inmortalidad
del hombre, devolviéndole su juventud cuando lo amerite… Uno sólo necesita
sangre de alguien que lleve en sí la de cuatro razas, la de los cuatro colores,
blanca, negra, amarilla y roja… Su sangre es única, amigo mío, porque reúne
esas cuatro cualidades… Ya tomé bastante de su sangre aquella noche, cuando
se desvaneció usted… Yo soy el vampiro que se la tomó, ya lo ve… —y se echó
a reír de buena gana—. Pero su sangre no me hizo el efecto que esperaba…
Quizá la droga que le di para que durmiese destruyó gérmenes vitales. O quizá
no tomé la cantidad necesaria… Pero en esta ocasión lo haré, créame.
Desmond no había perdido el tiempo; todo el rato había estado intentando
aflojar el pañuelo con los dientes, tirando de él hasta que consiguió deslizar su
nudo de la nuca al cuello. Ya tenía liberada la boca, así que dijo:
—No es cierto lo que dije sobre mi sangre china. Bromeaba, nada más. Toda
la familia de mi madre proviene de Devon.
—No puedo culparle —dijo Prior—; yo también diría lo mismo si estuviese
en su lugar.
Y volvió a taparle la boca, fuertemente, con el pañuelo. La vela daba ahora
mucha luz, desde donde estaba, en un nicho.
Desmond vio entonces con claridad que en los otros nichos había ataúdes. Se
preguntaba qué haría aquel loco con su cadáver cuando todo hubiese acabado.
Comenzó a sangrarle de nuevo la pequeña herida que tenía en el cuello. Notó la
sangre tibia resbalando por su cuello. Se preguntó si no volvería a desmayarse,
sentía que le iba a pasar.
—Hubiese preferido traerle aquí el primer día, cuando llegó a mi casa…
Pero Verney se puso a beber pintas y más pintas de cerveza, no pude contar con
él… Además, hubiera sido una cruel pérdida de tiempo.
Prior guardó silencio unos instantes, mirándolo fijamente.
Desmond, consciente de su debilidad física, desesperado por momentos,
quiso hallar alivio preguntándose si todo aquello no sería una pesadilla, un sueño
terrible y enloquecido; el dolor físico no le hacía abandonar ese pensamiento,
pues las cosas, como en los sueños, se hacían más y más enrevesadas, más y más
terribles. En aquel lugar parecía haber algo aún más aterrador que el propio
Prior. No, no era su sombra. La sombra de Prior era negra y llegaba hasta una
arcada del techo de la cripta. Lo otro era blanco y pequeño. Pero parecía
agrandarse; era como una simple línea blanca, pero se estiraba más y más, hasta
hacerse larga, estrecha, y parecía emerger desde un ataúd que tenía frente a sí.
Prior seguía mirándole en silencio, contemplando cómo se debatía. Las
emociones, sin embargo, parecían agostarse en los sentidos cada vez más
debilitados de Desmond. En sueños, si uno grita puede despertarse; pero él no
podía gritar. En sueños, uno puede tomar la decisión de moverse, y se mueve,
despertándose igualmente… Pero no podía hacerlo.
Lo que se movía allí era otra cosa. Se levantó lentamente la tapa chirriante de
un ataúd y emergió una forma espantosa, con un sudario blanco, que se abalanzó
sobre Prior haciendo que rodase por el suelo de piedra de la cripta, en silencio,
sin lucha. Lo último que pudo escuchar Desmond antes de desmayarse fue un
horrible chillido de Prior; lo último que vio fue que el sudario blanco se dirigía
hacia donde estaba él.
—Ya ha pasado todo —fue lo siguiente que escuchó; era la voz de Verney,
que le ofrecía un poco de brandy—. Ya está usted a salvo… Prior está encerrado
y atado en el laboratorio… Todo está bien.
Desmond miró con horror hacia el ataúd del que había visto salir el sudario
blanco.
—Era yo… Fue lo único que se me ocurrió para salvarlo a usted… ¿Puede
caminar? Permita que le ayude… Vamos, saldremos sin problemas, he dejado
abiertas las puertas.
Desmond hubo de cerrar los ojos ante la luz diurna, que nunca creyó que
volvería a ver. Allí estaba al poco, de nuevo en la tumbona del césped, mirando
ahora el reloj de sol que había en la fachada de la casa. Todo había sucedido en
menos de cincuenta minutos.
—Cuénteme —pidió a Verney, que comenzó a contárselo todo sucintamente,
haciendo alguna corta pausa—. Quise prevenirle, recuerde que salí a la
ventana… Al principio creí en la valía de sus experimentos, estaba plenamente
convencido… Por aquel entonces yo era muy joven aún, y bien sabe Dios cuánto
he pagado por ello. Pero cuando lo vi llegar a usted, me acordé de golpe de lo
que les había pasado a otros que vinieron a esta casa… López, esa bestia, se
encargaba de ellos después de emborracharse. Es un bruto inhumano. Yo hablé
con Prior la primera noche, y me prometió que no le haría nada a usted… Pero lo
hizo.
—Debió de avisarme…
—Usted no estaba como para oír ciertas cosas. Prior, además, me prometió
que le dejaría ir en cuanto se recuperase. Quise confiar en él de nuevo, pero
cuando le oí contar lo de la llave y la cripta, bien… supe lo que pasaría… Así
que tomé una sábana, y ya sabe el resto…
—¿Y por qué no intervino antes?
—No me atrevía… Una vez allí me paralizó el miedo. Él me hubiese
destrozado de haberme descubierto. No paraba de moverse de un lado a otro.
Tenía que sorprenderlo de repente, cuanto estuviese descuidado y quieto;
aproveché el instante en que realmente pudiera creer que un muerto salía de su
ataúd para defenderlo a usted, eso le paralizaría… Bueno, voy a preparar el
caballo y el coche para llevarlo a usted a la comisaría de policía de Crittenden. A
Prior vendrán a buscarlo para encerrarle. Todo el mundo sabe que está loco de
remate, que es un loco peligroso.
—Pero usted… La policía… ¿No corre peligro?
—No, estoy a salvo… Nadie me conoce, salvo ese maldito loco; y nadie
creerá lo que diga… Nunca envió las cartas que escribió usted a sus amigos, ni
escribió él mismo a su amigo Prior para que viniera a reunirse con usted… No
he podido dar con López; debió sospechar algo y se largó.
Pero no pudo hacerlo. Lo encontraron mudo, lloriqueante, tembloroso,
escondido en la cripta. Llegaron varios policías, media docena de ellos, por lo
menos, para llevarse al viejo loco de la casa encantada. El señor enmudeció tanto
como su criado. No dijo una palabra. No volvería a hablar desde aquel día.
Notas
[1] No estaría de más recordar que fue una mujer, Irene Bessière, en Le récit
fantástique (Librairie Larousse, col. Thèmes et Textes”, Paris, 1974), la que
propondrá una de las definiciones de lo fantástico en la literatura más
interesantes que se han hecho hasta la fecha: Lo fantástico (…) supone una
lógica narrativa a la vez formal y temática que, sorprendente o arbitraria para
el lector, refleja, bajo el juego aparente de la invención pura, las metamorfosis
culturales de la razón y de lo imaginario comunitario. Lo fantástico no es sino
uno de los caminos de la imaginación, cuya fenomenología semántica surge a la
vez de la mitografía, de la religiosidad, de la psicología normal y patológica y
que, por eso mismo, no se distingue de aquellas manifestaciones aberrantes de
lo imaginario o de sus expresiones codificadas en la tradición popular. Pág. 10.
<<
[2] Publicada en 1989 por The Feminist Press at the City University of New
York. <<
[3] Stefan Bollmann: Las mujeres, que leen, son peligrosas. Maeva Ediciones,
Madrid, 2006. Págs. 29-31. <<
[4] Pouvoin de l’horreur. Essai sur l’abjection, Editions Seuil, col. “Tel quel”,
Paris, 1980. Págs. 41-67. <<
[5] Sandra Gilbert y Susan Gubar: The Madwoman in the Attic: The Woman
Writer and the Nineteenth-Century Literary Imagination, Yale University Press,
Connecticut, 1979. <<
[6] El horror en la literatura, Alianza Editorial S. A., col. El Libro de Bolsillo,
Madrid, 1984. Pág. 7. <<
[7] Óp. cit. 3. Pág. 28. <<
[8] Rafael Llopis: Historia natural de los cuentos de miedo. Ediciones Júcar, col.
La Vela Latina, Madrid, 1974. Pág. 35. <<
[9] Ibídem. Pág. 37. <<
[10] Lisa Tuttle (Editora): Skin of the Soul: New Horror Stories By Women. The
Women’s Press, Londres, 1990. Pág. 11. <<
[11] Stefan Bollmann: Women Who Write. Merrell Publishers Limited, Londres /
Nueva York 2007. Pág. 48. <<
[12] Stefan Bollmann: Women Who Write, Merrell Publishers Limited, Londres /
Nueva York, 2007. Pág. 13. <<
[13] El nombre de la localidad es un tanto curioso: literalmente, Obispo que lleva
boca, mejor que La boca del obispo. (N. del T.) <<
[14] La Virgen María llama así a Elizabeth, sin duda porque el nombre de Jemina
significa paloma, cálida, afectuosa. El de Jemina es, para la mitología religiosa
de inspiración judeocristiana, el nombre de la primera de las hijas de Job, las
cuales fueron las mujeres más hermosas de toda la región. (N. del T.) <<
[15] Hubo, en efecto, un doctor Clanny, médico de mineros, que inventó una
lámpara para éstos en 1813, perfeccionada por él mismo en 1816. No consta, sin
embargo, que escribiese obra alguna sobre lo que sugiere la autora, ni que
inventase cualquier otro tipo de lámpara. Constan sólo varios trabajos suyos que
contienen la explicación de su invento, así como otros acerca de las
prevenciones que, en aras de su seguridad, habrían de observar los mineros en su
trabajo. (N. del T.) <<
[16] El doctor Clanny me ha informado personalmente de que Mary Jobson es en
el presente una joven muy bien educada y respetable. (N. del A.) <<
[17] Referencia a las primas Julie de Wolmar y Claire d’Orbe, personajes de la
novela epistolar de Jean-Jacques Rosseau Julie ou la nouvelle Héloïse (1791).
(N. del T.) <<
[18] A toda velocidad. (N. del T.) <<
[19] Alma condenada. (N. del T.) <<
[20] Cortina que cuelga en una puerta. (N. del T.) <<
[21]
Referencia a Sarah Biffin (1784-1850), pintora británica sin brazos que
pintaba con la boca. (N. del T.) <<
[22] Referencia al general James Wolfe (1727-1759), jefe británico del ejército
que derrotó a los franceses en Canadá. Murió en la batalla de las llanuras de
Abraham. (N. del T.) <<
[23] Referencia a la historia de «Scratching Fanny». En 1762 provocó sensación
en todo Londres la historia de Fanny Lynes, antigua residente en una habitación
de este callejón, que dos años antes había muerto de viruela cuando convivía con
su amante, quien había enviudado de su hermana y con el que se había fugado.
Supuestamente, Fanny empezó a aparecerse a los dueños de la casa de huéspedes
acusando a su ex amante de haberla asesinado, manifestándose mediante
arañazos en las maderas (de ahí el nombre) y golpes. En todo Londres, el
escándalo (y el entretenimiento) consiguiente fue considerable. Está
generalmente considerado como un fraude. (N. del T.) <<
[24] «Davey Jones’ Locker» es, en argot marinero, «el fondo del mar», el lugar de
descanso de los marineros muertos. (N. del T.) <<
[25] Una superstición compartida entre algunas de las clases más bajas de Francia
(N. del T.) <<
[26] Arenoso, de color terroso. También se llama así al cabello rubio rojizo. (N.
del T.) <<
[27] No existe tal santo. Es una broma de la autora, que alude a lord John
Avebury Lubbock (1834-1913), contemporáneo suyo y hombre muy popular en
su tiempo, autor de la llamada Ley de Fiestas Bancarias (Bank Holiday Act) y de
la ley para la reglamentación de las horas de trabajo. Lubbock, además de
legislador y miembro de la Cámara de los Lores, fue un notable naturalista con
abundante obra publicada al respecto. (N. del T.) <<
[28] Alboroto, desorden. (N. del T.) <<
[29] Alude a la leyenda bíblica (Primer Libro de los Reyes 2, 23-24) que refiere
uno de los primeros milagros del profeta Eliseo el Calvo, discípulo de Elías: «De
allí subió a Betel, y según subía por el camino salieron unos muchachos y se
burlaron de él, diciéndole: ¡Calvo, sube! Se volvió Eliseo a mirarlos, y los
maldijo en nombre del Señor, y salieron del bosque dos osos que destrozaron a
cuarenta y dos de los muchachos». (N. del T.) <<
[30] Tontorrón. (N. del T.) <<
[31] Borrachuzo. (N. del T.) <<
[32] Precipitado, impulsivo. (N. del T.) <<
[33] Valentón, envalentonado. (N. del T.) <<
[34] Zorra. (N. del T.) <<
[35]
Giouse Carducci (1835-1907), premio Nobel de Literatura en 1906. Su
Himno a Satanás data de 1863. (N. del T.) <<
[36] Loor a ti, Satanás, Señor de los Rebeldes, / Fuerza vindicativa de la Razón, /
El que con su incienso y sus votos / Fumiga y vence al Jehová de los sacerdotes.
(N. del T.) <<
[37] El Refugio. (N. del T.) <<