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Leonce y Lena

Comedia en Tres Actos

Georg Büchner

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Prefacio

Alfieri: «e la fama?»

Gozzi: «e la fame?»

Personajes
El Rey Peter del reino de Popo

El Príncipe Leonce su hijo, prometido con

La Princesa Lena del reino de

Pipi
Valerio
El Aya
Preceptor
Maestro de Ceremonias
Presidente del Consejo de Estado
Predicador de la Corte
Consejero Provincial
Maestro de Escuela
Rosetta

Servidores, miembros del Consejo de Estado, campesinos, etc.

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Acto I

«¡Oh, si yo fuera un bufón!


Mi ambición es un sayo abigarrado»
(Como gustéis.)

[I, 1] – Un jardín

Leonce, medio tumbado en un banco. El Preceptor.

LEONCE. — ¿Pero qué quiere usted de mí, caballero? ¿Prepararme para mi oficio?
Yo trabajo de la mañana a la noche. No levanto cabeza. Mire, por lo pronto tengo
que escupir sobre esta piedra trescientas sesenta y cinco veces seguidas. ¿Ya ha
hecho usted la prueba? Inténtelo, es un pasatiempo muy peculiar. Y luego, ¿ve
usted este puñado de arena?

(Coge arena, la tira por los aires y la recoge sobre el dorso de la mano.)

Ahora la tiro por los aires. ¿Hacemos una apuesta? ¿Cuántos son los granos que
tengo en el dorso de la mano? ¿Pares o impares? ¿Cómo? ¿No quiere usted
apostar? ¿Es usted pagano? ¿Cree usted en Dios? Yo suelo apostar conmigo mismo
y puedo pasarme así días y días. Si sabe usted de alguien que quizá tenga el gusto
de hacer apuestas conmigo, le estaré muy agradecido. Y luego, tengo que cavilar
sobre cómo hacer para verme la cabeza desde arriba. ¡Oh, quién pudiera verse la
cabeza desde arriba! Este es uno de mis ideales. Y luego y luego, un sinfín de cosas
del mismo género. ¿Ocioso yo? ¿Sin nada que hacer? Sí, es triste…

PRECEPTOR. — Muy triste, Alteza.

LEONCE. — Que las nubes estén avanzando de oeste a este desde hace ya tres
semanas. Eso me pone muy melancólico.

PRECEPTOR. — Una melancolía plenamente justificada.

LEONCE. — ¿Pero por qué diantres no me contradice usted? Seguro que tiene
asuntos urgentes. Lamento haberle hecho perder tanto tiempo.

(El PRECEPTOR se aleja haciendo una profunda reverencia.)

Señor mío, le felicito por ese bello paréntesis que hace con las piernas al saludar.

LEONCE. — (Solo, tendiéndose en el banco a todo lo largo.) Las abejas están tan ricamente
posadas sobre las flores y el rayo de sol descansa tan indolentemente en el suelo.
Desmedida ociosidad reina por doquier. La ociosidad es la madre de todos los
vicios. ¡Qué no harán las gentes por aburrimiento! Estudian por aburrimiento, rezan
por aburrimiento, se enamoran, se casan y se reproducen por aburrimiento, y al
final, acaban muriéndose por aburrimiento, y –y ahí está lo gracioso del asunto–

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todo con ese aire de importancia, sin saber siquiera el por qué y pensando al
respecto Dios sabe qué. Todos esos héroes, esos genios, esos imbéciles, esos santos,
esos pecadores, esos padres de familia, no son en el fondo sino vagos redomados.
¿Por qué soy yo precisamente el que tiene que saber eso? ¿Por qué no voy a
tomarme en serio a mí mismo y vestir de frac a este pobre monigote y ponerle un
paraguas en la mano, haciéndolo sumamente honorable y útil y moral? Ese hombre
que acaba de marcharse por ahí, yo le envidiaba, me hubiera gustado apalearle
de pura envidia. ¡Oh, quién fuera otra persona! Tan sólo por un minuto. ¡Cómo corre
ése!, si supiera yo de algo bajo el sol capaz de hacerme correr…

(Entra VALERIO algo bebido.)

VALERIO. — (Va directamente a donde está el PRÍNCIPE, se pone el dedo sobre la nariz y le mira
fijamente.) ¡Sí!

LEONCE. — (Lo mismo.) ¡Así es!

VALERIO. — ¿Me ha comprendido usted?

LEONCE. — Perfectamente.

VALERIO. — Entonces hablemos de otra cosa.

(Se tumba en la hierba.)

Y entre tanto yo voy a echarme en la hierba y dejaré que mi nariz florezca allá
arriba, entre los tallos, y que experimente románticas sensaciones, al mecerse sobre
ella, como en una rosa, las mariposas y las abejas.

LEONCE. — Pero, amigo, no resuelle usted de esa forma, o las mariposas y las abejas
se morirán de hambre por la inmensa cantidad de polen que está usted sacándole
a las flores.

VALERIO. — ¡Ay, señor, qué sensibilidad la mía para con la naturaleza! La hierba es
tan bella que uno querría ser buey para comérsela y luego otra vez hombre para
comerse ese buey que se ha comido esa hierba.

LEONCE. — ¡Desventurado! Parece que a usted también los ideales le están


haciendo sufrir.

VALERIO. — ¡Qué tristeza! No es posible saltar de la torre de una iglesia sin romperse
la nuca. No es posible comerse dos kilos de cerezas con el hueso dentro sin que le
dé a uno dolor de tripas. Mirad, señor, yo podría sentarme en un rincón y cantar de
la noche a la mañana: «¡Oh, mira ahí, una mosca en la pared, una mosca en la
pared, una mosca en la pared!», y continuar así hasta el fin de mis días.

LEONCE. — ¡Calla la boca, tú, con tu canción! ¿Quieres hacer un loco de mí?

VALERIO. — Así, al menos uno sería algo: ¡Un loco! ¡Un loco! ¿Quién quiere cambiar
su locura por mi raciocinio? ¡Sí, yo soy Alejandro Magno! ¡Qué corona de oro hace

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brillar el sol en mis cabellos! ¡Cómo reluce mi uniforme! ¡General Saltamontes, haga
usted avanzar las tropas! ¡Señor ministro de Hacienda Garrapata, necesito dinero!
¡Cara dama de la corte doña Libélula! ¿Qué está haciendo mi bienamada esposa
Palo de Escoba? ¡Ay, señor Cantárida, mi buen médico de cabecera, aún estoy sin
príncipe heredero! Y además de estas deliciosas fantasías, tienes una buena sopa,
buena carne, buen pan, un buen lecho y, encima, le rapan a uno la cabeza gratis
–a saber, en el manicomio–, mientras que yo, con mi sano juicio, podría a lo sumo
prestar mis servicios para hacer madurar un cerezo, con el fin de –¿con qué fin? –,
con el fin de…

LEONCE. — Con el fin de que los agujeros de tus pantalones hagan enrojecer de
vergüenza a las cerezas. Pero, ilustre amigo, ¿tu oficio, tu profesión, tu industria, tu
condición, tu arte?

VALERIO. — (Con dignidad.) Señor, yo tengo la gran ocupación de andar ocioso, tengo
una extraordinaria habilidad para no hacer nada, poseo una inmensa capacidad
de vagancia. No hay callos que deshonren mis manos, la tierra aún no ha bebido
una sola gota de mi frente, todavía soy virgen en el trabajo, y si no fuera demasiado
esfuerzo, haría el esfuerzo de explicarle a usted más detalladamente esos méritos.

LEONCE. — (Con cómico entusiasmo.) ¡Ven a mis brazos! ¿Eres tú una de esas divinas
criaturas que, sin esfuerzo y limpia la frente, caminan entre el polvo y el sudor por el
camino real de la vida, y con pies resplandecientes y cuerpos plenos de juventud
y belleza entran en el Olimpo, cual dioses bienaventurados? ¡A mis brazos! ¡A mis
brazos!

VALERIO. — (Cantando al salir.) ¡Oh, mira ahí, una mosca en la pared, una mosca en la
pared, una mosca en la pared!

(Salen cogidos del brazo.)

[I, 2] – Una habitación

El rey Peter con dos ayudas de cámara que le visten.

REY PETER. — (Mientras le visten.) El hombre tiene que pensar y yo tengo que pensar por
mis súbditos, pues ellos no piensan, no piensan. La substancia es el en sí, eso soy yo.

(Pasea por la habitación, medio desnudo.)

¿Habéis entendido? En sí es en sí, ¿comprendéis? Ahora vienen mis atributos,


modificaciones, afecciones y accidentes, ¿dónde está mi camisa, mi pantalón?
¡Diablos!, ¿esto qué es? Aquí delante, el libre albedrío está completamente abierto.
¿Dónde está la moral, dónde los puños de la camisa? Las categorías están en la
más calamitosa confusión, están abrochados dos botones de más, la tabaquera
se halla en el bolsillo derecho. Todo mi sistema está trastocado. ¡Oh! ¿Qué quiere
decir este nudo en el pañuelo? ¡Eh!, tú, ¿a santo de qué este nudo, de qué quería

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yo acordarme?

PRIMER AYUDA DE CÁMARA. — Cuando Vuestra Majestad se dignó hacer ese nudo en
el pañuelo, quería…

REY PETER. — ¿Sí?

PRIMER AYUDA DE CÁMARA. — …acordarse de algo.

REY PETER. — ¡Una respuesta complicada! Pero, en tu opinión, ¿de qué quería
acordarme?

SEGUNDO AYUDA DE CÁMARA. — Vuestra Majestad quería acordarse de algo cuando


tuvo a bien hacer ese nudo en el pañuelo.

REY PETER. — (Paseando por la habitación.) ¿Qué era? ¿Qué era? La gente me trae
confusión, estoy completamente desorientado. No sé cómo salir de esto.

(Entra un SERVIDOR.)

SERVIDOR. — Majestad, está reunido el Consejo de Estado.

REY PETER. — (Alegre.) ¡Sí, ya lo tengo, ya lo tengo! ¡Quería acordarme de mi pueblo!


¡Vengan ustedes, señores! Avancen con simetría. ¿No hace mucho calor? Cojan
ustedes también sus pañuelos y enjúguense el rostro. Yo siempre estoy tan apurado
cuando tengo que hablar en público.

(Salen todos.)

(REY PETER. El CONSEJO DE ESTADO.)

PRECEPTOR. — Caros y leales consejeros: mi intención era notificaros y haceros saber,


notificaros y haceros saber… que mi hijo o se casa, o no se casa…

(Se pone el dedo sobre la nariz.) … o una cosa u otra… Me vais siguiendo, espero: Una
tercera posibilidad no existe. El hombre tiene que pensar.

(Se detiene un rato, cavilando.)

Cuando hablo tan alto no sé en realidad si soy yo o es otro, y eso me da miedo.

(Tras largo rato de reflexión.)

Yo soy yo. ¿Usted qué opina, Presidente?

PRESIDENTE. — (Lento y solemne.) Majestad, tal vez sea así, pero tal vez no sea así.

TODO EL CONSEJO DE ESTADO. — (A coro.) Sí, tal vez sea así, pero tal vez no sea así.

REY PETER. — (Emocionado.) ¡Oh, mis sabios consejeros! Bueno, ¿de qué estábamos
tratando propiamente? ¿De qué quería yo hablar? Presidente, ¿cómo tiene usted

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una memoria tan corta en una tan solemne ocasión? Queda levantada la sesión.

(Se aleja solemnemente, seguido de todo el CONSEJO DE ESTADO.)

[I, 3] – Un salón ricamente aderezado; bujías encendidas

Leonce con algunos servidores.

LEONCE. — ¿Están cerradas todas las contraventanas? ¡Encended las bujías! ¡Fuera
la luz del día! Yo quiero la noche, la profunda noche de ambrosía. Colocad las
lámparas bajo las campanas de cristal, entre los oleandros, para que sueñen, cual
ojos de doncella, entre las pestañas de las hojas. Traed más cerca las rosas, para
que el vino salte a los cálices tomo gotas de rocío. ¡Música! ¿Dónde están los
violines? ¿Dónde está Rosetta? ¡Fuera! ¡Que salga todo el mundo!

(Salen los SERVIDORES. LEONCE se tiende sobre un diván. Entra ROSETTA, gentilmente vestida. Se oye
música a lo lejos.)

ROSETTA. — (Acercándose con zalamería.) ¡Leonce!

LEONCE. — ¡Rosetta!

ROSETTA. — ¡Leonce!

LEONCE. — ¡Rosetta!

ROSETTA. — ¡Qué lánguidos tus labios! ¿De besar?

LEONCE. — ¡De bostezar!

ROSETTA. — ¡Oh!

LEONCE. — ¡Ay, Rosetta!, tengo el abominable trabajo…

ROSETTA. — ¿Sí?

LEONCE. — …de no hacer nada…

ROSETTA. — ¿…sino amar?

LEONCE. — Trabajo, por supuesto.

ROSETTA. — (Ofendida.) ¡Leonce!

LEONCE. — O más bien ocupación.

ROSETTA. — O más bien ociosidad.

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LEONCE. — Tienes razón, como siempre. Eres una muchacha inteligente y yo tengo
en gran aprecio tu perspicacia.

ROSETTA. — ¿Así, pues, me amas por aburrimiento?

LEONCE. — No, tengo aburrimiento porque te amo. Pero amo mi aburrimiento como
te amo a ti. Ambos sois una unidad. Oh, dolce far niente, cuando miro tus ojos me
pongo a soñar como al borde de una fuente profunda y secreta, la caricia de tus
labios me adormece como el murmullo de las olas. (La abraza.) Ven, querido
aburrimiento, tus besos son un voluptuoso bostezo y tus pasos un delicado hiato.

ROSETTA. — ¿Me amas, Leonce?

LEONCE. — ¿Cómo no?

ROSETTA. — ¿Y siempre?

LEONCE. — Esa es una larga palabra: ¡siempre! Si continúo amándote cinco mil años
y siete meses, ¿te bastará? Es desde luego mucho menos que siempre, pero no
deja de ser un considerable periodo de tiempo y podemos tomarnos el tiempo
para amarnos.

ROSETTA. — O también, puede que el tiempo nos quite el amor.

LEONCE. — O que el amor nos quite el tiempo. ¡Baila, Rosetta, baila, que el tiempo
corra al compás de tus lindos pies!

ROSETTA. — Mis pies preferirían no ir con el tiempo.

(Canta y baila.)

Pobres pies, en vistosas zapatillas


cansados debéis bailar,
cuanto más os placiera allá en lo hondo
bajo tierra descansar.
Entre encendidas caricias brilláis
¡oh, mejillas ardorosas!
y otra cosa vosotras deseáis:
florecer cual blancas rosas.
Pobres ojos, tenéis que relumbrar
a la luz de las bujías,
mas dormir entre sombras deseáis
y olvidar vuestras fatigas.

LEONCE. — (Soñando despierto.) ¡Oh, sí! Un amor que agoniza es más bello que un amor
que nace. Yo soy romano. Al final del espléndido festín, a los postres, juegan los

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dorados peces, revestidos de sus mortales colores. ¡Cómo se le va muriendo el color
de las mejillas, cuán calladamente vase apagando el fuego de sus ojos, qué suave
el ondear de sus miembros cuando suben y vuelven a caer! Adiós, adiós, amor mío,
amaré tu cadáver.

(ROSETTA se acerca de nuevo a él.)

¿Lágrimas, Rosetta? Un delicado epicureísmo, el poder llorar. Ponte al sol, para que
cristalicen esas deliciosas gotas; se convertirán en magníficos diamantes. Con ellos
puedes mandar que te hagan un collar.

ROSETTA. — Son de seguro diamantes, me están cortando los ojos. ¡Ay, Leonce!
(Quiere abrazarle.)

LEONCE. — ¡Ten cuidado! ¡Mi cabeza! He sepultado en ella a nuestro amor. Mira por
las ventanas de mis ojos. ¿No ves cuán muerto está el pobrecito? ¿Ves las dos rosas
blancas de sus mejillas y las dos rosas rojas en su pecho? No me aprietes, no sea
que se le rompa un bracito, sería una lástima. Tengo que llevar bien derecha la
cabeza sobre los hombros, como lleva la plañidera el ataúd infantil.

ROSETTA. — (En tono festivo.) ¡Bufón!

LEONCE. — ¡Rosetta!

(ROSETTA le hace una mueca.)

Gracias a Dios. (Se tapa los ojos.)

ROSETTA. — (Asustada.) Leonce, mírame.

LEONCE. — ¡En absoluto!

ROSETTA. — ¡Sólo una mirada!

LEONCE. — ¡Ni una sola! ¿Estás llorando? Un poquito más y mi amado amor vendría
otra vez al mundo. Yo estoy contento de haberlo enterrado. Conservo la impresión.

ROSETTA (Se aleja triste y pausadamente, cantando al salir.)


Soy huerfanita, ay de mí,
tengo miedo, estoy tan sola,
triste congoja, piedad,
¿no quieres venir conmigo?

LEONCE. — (Solo.) Extraña cosa es el amor. Se está un año entero en la cama en


duermevela, y una hermosa mañana uno se despierta, bebe un vaso de agua, se
viste, se pasa la mano por la frente y vuelve en sí…, y vuelve en si. Dios mío, ¿cuántas
mujeres hacen falta para cantar toda la escala del amor? Una sola apenas ocupa
un tono. ¿Por qué la bruma que cubre nuestra tierra es un prisma que quiebra en

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un arco iris el blanco y ardiente rayo del amor?

(Bebe.)

¿Pero en qué botella está ese vino con el que voy a embriagarme hoy? ¿Ni siquiera
soy ya capaz de eso? Estoy como bajo una campana de aire. Un aire tan cortante
y fino que siento frío como si, vestido con pantalones de nanquín, tuviera que
patinar sobre hielo. Caballeros, caballeros, ¿saben ustedes quiénes eran Calígula y
Nerón? Yo lo sé. Venga, Leonce, pronuncia un monólogo, que quiero escucharte.
Mi vida me hastía como un gran pliego de papel haya de que rellenar con mi
escritura, pero no me sale ni una sola letra. Mi cabeza es un salón de baile vacío,
por el suelo algunas rosas ajadas y unas cintas arrugadas, en un rincón, violines con
las cuerdas saltadas, se han quitado las máscaras los últimos bailarines que se miran
unos a otros con ojos muertos de cansancio. Yo me doy la vuelta veinticuatro veces
al día, como un guante. Oh, me conozco a mí mismo; sé lo que pensaré y soñaré
dentro de un cuarto de hora, de ocho días, de un año. Dios mío, ¿qué pecado he
cometido para que me hagas recitar tantas veces la lección, como un colegial?

¡Bravo, Leonce! ¡Bravo! (Aplaude.)

Qué bien me sienta el darme gritos de aprobación. ¡Muy bien, Leonce! ¡Leonce!

VALERIO. — (Saliendo de debajo de una mesa.) Vuestra Alteza me parece estar en un tris
de convertirse en un loco auténtico.

LEONCE. — Sí, bien mirado, yo también tengo propiamente esa impresión.

VALERIO. — Espere Vuestra Alteza, vamos a conversar en seguida detalladamente


sobre el tema. Sólo tengo que terminar de comer un trozo de asado que he robado
de la cocina y un poco de vino que me traje de vuestra mesa. En un momento
habré terminado.

LEONCE. — ¡Cómo mastica este individuo! Me está produciendo sensaciones


perfectamente idílicas; yo podría volver a empezar con lo más simple, podría
comer queso, beber cerveza, fumar tabaco. Largo de aquí, no gruñas así por ese
hocico ni choques los colmillos de ese modo.

VALERIO. — Ilustre Adonis, ¿teme usted por sus muslos? No se preocupe, no soy ni
escobero ni maestro de escuela. No necesito material para hacer vergas.

LEONCE. — Cesa con esas impertinencias, que donde las dan las toman.

VALERIO. — Pues mi amo siempre toma, pero nunca da.

LEONCE. — ¿Qué quieres que te den, una ración de palos? ¿Tanto te preocupa tu
educación?

VALERIO. — ¡Oh, cielos! La procreación es más fácil que la educación. Es bien triste
la embarazosa situación que resulta de un embarazo. Desde que a mi madre le
vinieron los dolores, ¡qué dolores los míos! ¿Qué bienes me ha traído este mundo

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desde que mi madre me trajo al mundo?

LEONCE. — En cuanto a tu receptividad, estás en el mejor de los caminos para recibir


algo. Exprésate mejor o tendrás la más desagradable impresión de mi capacidad
de represión.

VALERIO. — Cuando mi madre dobló el Cabo de Buena Esperanza…

LEONCE. — Y tu padre naufragó junto al Cabo del Cuerno 1.

VALERIO. — Cierto, pues mi padre era guarda nocturno. Pero no se llevó el cuerno
tantas veces a los labios como los padres de nobles hijos se lo llevan a la frente.

LEONCE. — Por Dios que posees una divina desvergüenza. Siento una cierta
necesidad de ponerme en inmediato contacto con ella. Tengo enormes deseos de
vapulearte.

VALERIO. — He aquí una respuesta contundente y una prueba convincente.

LEONCE. — (Lanzándose sobre él.) O más bien tú eres una respuesta que merece una
tunda, pues por esa respuesta te voy a dar de palos.

VALERIO. — (Escapa corriendo, LEONCE tropieza y cae al suelo.) Y usted es una prueba que no
se tiene de pie, una prueba que se cae por culpa de sus propias piernas, las cuales
en el fondo también están por probar: esas pantorrillas son sumamente
improbables y esos muslos asaz problemáticos.

(Entra el CONSEJO DE ESTADO. LEONCE permanece sentado en el suelo. VALERIO.)

PRESIDENTE. — Perdone Vuestra Alteza…

LEONCE. — ¡A mí mismo! ¡A mí mismo! Me perdono mi bondad al escucharos.


Caballeros, ¿no quieren acomodarse un momento? ¡Qué cara pone la gente
cuando oye la palabra acomodar! Acomódense aquí, en el sucio, sin más
cumplidos. Es donde recibirán el último acomodo, pero eso no aporta nada a
nadie, salvo al enterrador.

PRESIDENTE. — (Indeciso, chasqueando los dedos.) Tendría a bien Vuestra Alteza…

LEONCE. — Pero deje de hacer ese ruido con los dedos, si no quiere convertirme en
asesino.

PRESIDENTE. — (Chasqueando los dedos cada vez con más fuerza.) Si Vuestra Alteza se
dignara graciosamente tener en cuenta que…

LEONCE. — Por Dios, métase las manos en los bolsillos o siéntese encima de ellas. Está

1Hemos traducido el nombre alemán (o más exactamente holandés) del Cabo de Hornos para conservar el juego de
palabras: los cuernos del marido engañado y el cuerno de alarma del guarda nocturno.

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completamente descompuesto. Tenga más contención.

VALERIO. — No hay que interrumpir a los niños cuando están haciendo pis, podrían
sufrir una retención de orina.

LEONCE. — Pero oiga, serénese. Piense en su familia y en el Estado. Le va a dar una


apoplejía si el discurso no acaba de salir.

PRESIDENTE. — (Sacando un papel del bolsillo.) Si permite Vuestra Alteza.

LEONCE. — ¿Cómo, ya sabe usted leer? Bueno, en ese caso…

PRESIDENTE. — Su Majestad el rey manda decir a Su Alteza Real que la esperada


llegada de la prometida esposa de Su Alteza Real, la ilustrísima princesa Lena de
Pipi, está prevista para mañana.

LEONCE. — Si mi prometida me está esperando, me atenga a sus deseos y la haré


esperar. Esta noche la he visto en sueños, tenía un par de ojos tan grandes que las
zapatillas de baile de mi Rosetta podrían servirles de cejas, y en las mejillas no se
veía hoyito alguno, sólo un par de fosas de evacuación para la risa. Yo tengo fe en
los sueños. ¿Sueña usted también a veces, señor Presidente? ¿Tiene también
presentimientos?

VALERIO. — Por supuesto. Siempre la noche anterior al día en que se quema el asado
de la mesa real, fenece un capón o a Su Majestad le da dolor de tripas.

LEONCE. — A propósito, ¿no tenía usted algo más en la punta de la lengua? Suéltelo
todo.

PRESIDENTE. — El día de la ceremonia nupcial, la Suprema Voluntad tiene intención


de poner su Voluntad Suprema en manos de Vuestra Alteza Real.

LEONCE. — Diga a la Suprema Voluntad que yo haré todo excepto aquello que voy
a dejar estar, lo cual sin embargo no será tanto como si fuera otro tanto. Señores,
disculpen que no les acompañe, tengo ahora fuertes deseos de estar sentado,
pero mi benevolencia es tan grande que mis piernas no bastan para medirla.
(Separa las piernas.) Señor Presidente, tome las medidas para que pueda usted
recordármelo en el futuro. Valerio, estos señores se van con la música a otra parte.
¡Acompáñelos!

VALERIO. — ¿Al son de qué instrumento? ¿Le cuelgo al señor Presidente una esquila
al cuello? ¿Los acompaño haciéndoles marchar a cuatro patas?

LEONCE. — ¡Pardiez! No eres más que un deleznable juego de palabras. No tienes


padre ni madre: las cinco vocales de tu nombre son tus progenitoras 2.

VALERIO. — Y usted, príncipe, usted es un libro sin letras, un libro que sólo tiene signos

2 Son cinco vocales si se toma la v por una u.

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de interrogación. Tengan la bondad de venir, señores. Cuán triste es la palabra
«venir»: si piensas en el porvenir, más vale que te ahorques, quien quiere prevenir,
no tiene quien le eche una mano, contravenir la ley tiene malas consecuencias,
preferible es no pensar en todo lo que te puede sobrevenir: más vale resignarse a
avenirse a las circunstancias con un poco de humor, como yo: y en cuanto a
ustedes, señores, preciso es convenir en que tienen que salir inmediatamente por
ésa puerta.

(El CONSEJO DE ESTADO y VALERIO salen.)

LEONCE. — (Solo.) Qué villanía la mía, comportándome como un gran señor a costa
de esos pobres diablos. Pero hay ciertas villanías que comportan un cierto placer.
¡Hum! Contraer matrimonio. Eso es lo mismo que beberse un pozo hasta la última
gota. ¡Oh Shandy, viejo Shandy 3, quién me regalara tu reloj!

(Vuelve VALERIO.)

¡Ah! Valerio. ¿Lo has oído?

VALERIO. — Así que va a ser usted rey. Eso es bien divertido. Se puede ir de paseo
todo el día y hacer que la gente desgaste sus sombreros a fuerza de quitárselos, se
puede mudar a las personas honradas en honrados soldados, y todo sucede de
manera tan natural, se pueden metamorfosear fracs negros y corbatas blancas en
servidores del Estado y, cuando muere el rey, todos los botones de refulgente metal
se ponen azules, y en los campanarios, las sogas se rompen como hilos de zurcir de
tanto tocar las campanas. ¿No es un pasatiempo agradable el ser rey?

LEONCE. — ¡Valerio, Valerio! Tenemos que hacer otra cosa. ¡Dame un consejo!

VALERIO. — ¡Ah, la ciencia, la ciencia! ¡Vamos a convertirnos en sabios! ¿A priori? ¿A


posteriori?

LEONCE. — A priori, eso hay que aprenderlo de mi señor padre, y a posteriori


comienza todo, como los viejos cuentos: érase una vez.

VALERIO. — Entonces vamos a ser héroes.

(Desfila por la escena tocando la trompeta y el tambor.)

Tararí - tarará - rataplán - plan - plan.

LEONCE. — Pero el heroísmo apesta a vino agrio y coge la fiebre de hospital y no


puede subsistir sin alféreces ni reclutas. ¡Vete a paseo con tu romanticismo de
Alejandros y de Napoleones!

3Referencia a la novela Tristram Shandy de Lawrence Stern (1713-68), en la que el padre del protagonista regula sus
obligaciones matrimoniales según su reloj, al que daba cuerda una vez al mes.

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VALERIO. — Entonces seamos genios.

LEONCE. — El ruiseñor de la poesía canta todo el día por encima de nuestras


cabezas, pero lo mejor se ha ido al diablo antes de arrancarle las plumas y
sumergirle en la tinta o en el color.

VALERIO. — Seamos entonces útiles miembros de la sociedad humana.

LEONCE. — Antes prefiero presentar mi dimisión como hombre.

VALERIO. — Vayámonos entonces al diablo.

LEONCE. — ¡Ay! El diablo sólo existe como contraste, para que nos demos cuenta de
que en eso del cielo hay algo de cierto.

(Se pone de pie de un salto.)

Valerio, Valerio, ya lo tengo. ¿No sientes el viento del sur? ¿No sientes cómo vibra
el profundo y resplandeciente azul del éter, cómo refulge la luz en el suelo dorado
de sol, en las sagradas ondas marinas y en las columnas y estatuas de mármol? El
gran Pan está dormido y las estatuas de bronce, ante el profundo fragor de las olas,
sueñan en la sombra con Virgilio, el viejo mago, con tarantelas y panderetas, con
largas y agitadas noches, llenas de máscaras, de antorchas y guitarras. ¡Un
Lazzaroni! ¡Valerio! ¡Un Lazzaroni! Nos vamos a Italia.

[I, 4] – Un jardín

La princesa Lena en galas nupciales. El Aya.

LENA. — Sí, helo aquí. El tiempo se ha ido pasando, yo no pensaba en nada. Y de


pronto, el día está delante de mí. Tengo una guirnalda en el pelo; ¡y las campanas,
las campanas!

(Se recuesta y cierra los ojos.)

Ves tú, yo quisiera que la hierba creciera sobre mí y que las abejas pasaran
zumbando por encima; ves tú, ahora estoy ataviada y tengo romero en el cabello.
¿No hay una vieja canción?

Yacer quisiera en la tumba como un nimio en su cuna.

AYA. — Pobrecita, qué pálida estáis bajo el fulgor de esas piedras.

LENA. — Dios mío, yo podría amar, ¿por qué no? Una va caminando tan sola en
busca de una mano donde apoyarse hasta que la amortajadora separe las manos
y nos las cruce a cada uno sobre el pecho. ¿Pero por qué traspasan con un clavo
dos manos que no se han buscado? ¿Qué ha hecho mi pobre mano?

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(Se saca un anillo del dedo.)

Este anillo me está mordiendo como una víbora.

AYA. — Pero él tiene que ser un auténtico Don Carlos 4.

LENA. — Pero… un hombre…

AYA. — ¿Sí?

LENA. — …al que una no ama.

(Se levanta.)

¡Válgame Dios! Lo ves, estoy avergonzada. Mañana habré perdido el brillo y la


fragancia. ¿Soy como la pobre y desvalida fuente que tiene que reflejar en su
callado fondo toda imagen que se incline sobre ella? Las flores, a voluntad, abren
y cierran sus cálices al sol de la mañana y al viento del atardecer. ¿Es la hija de un
rey menos que una flor?

AYA. — (Llorando.) Ángel mío, tú eres en verdad un cordero pascual.

LENA. — Así es. Y el sacerdote ya está alzando el cuchillo. Dios mío, Dios mío, ¿es
cierto, pues, que debemos redimirnos nosotros mismos con nuestro dolor? ¿Es cierto,
pues, que el mundo es un Cristo crucificado, el sol su corona de espinas y las
estrellas los clavos y lanzas de sus pies y de sus costados?

AYA. — ¡Hijita mía, hijita mía! No te puedo ver así. No es posible continuar de esta
manera, esto te va a matar. Mas tal vez… ¡quién sabe! Creo que me está viniendo
una idea. Vamos a ver. ¡Ven! (Se lleva a la PRINCESA.)

4 En la tragedia de Schiller, Don Carlos, el hijo de Felipe II, es el prototipo del joven idealista.

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Acto II

Allá dentro de mí, en lo más profundo,


ha comenzado a sonar
una voz y de un golpe me ha robado
por siempre mi recordar.
(Adalbert von Chamisso)

[II, 1] – Campo abierto. Una posada al fondo

Leonce y Valerio, éste con un fardo, entran en escena.

VALERIO. — (Jadeando.) A fe mía, príncipe, el mundo es un edificio


extraordinariamente espacioso.

LEONCE. — No, no es cierto. Apenas me atrevo a extender las manos, como si


estuviera en uno de esos angostos gabinetes de espejos, y temiera chocar por
todas partes, hasta que esas bellas imágenes caigan al suelo hechas pedazos y yo
me halle ante una pared desnuda y vacía.

VALERIO. — Estoy perdido.

LEONCE. — Pues nadie va a experimentar una pérdida sino quien te encuentre.

VALERIO. — Me pondré por lo menos a la sombra de mi sombra.

LEONCE. — Tú te estás evaporando al sol. ¿Ves esa bonita nube allá en lo alto? Pues
es, por lo menos, una cuarta parte de ti. Desde arriba está contemplando tan
contenta la materia, bastante más tosca, de que tú estás hecho,

VALERIO. — Esa nube no podría hacer daño alguno a vuestra cabeza si os la raparan
y cayera gota a gota sobre ella. (Qué deliciosa ocurrencia.) Llevamos ya recorridos
una docena de principados, media docena de grandes ducados y unos cuantos
reinos, y eso a toda prisa, en medio día, ¿y todo por qué? Porque usted va a ser rey
y va a casarse con una bella princesa. ¿Y sigue usted vivo en semejante situación?
Yo no comprendo esa resignación. No entiendo por qué no ha tomado ya arsénico,
no se ha colocado al borde de un campanario y no se ha disparado un tiro en la
cabeza, para que la cosa no pueda fallar.

LEONCE. — Pero, Valerio, ¡los ideales! Yo tengo en mí un ideal femenino y tengo que
buscarlo. Esa mujer es infinitamente bella e infinitamente tonta. Una belleza tan
desamparada, tan conmovedora como un niño recién nacido. Es un contraste
delicioso. Esos ojos celestialmente estúpidos, esa boca divinamente bobalicona,
ese perfil griego y ovejuno, esa muerte del espíritu en ese cuerpo espiritual.

VALERIO. — ¡Diablos! De nuevo estamos en la frontera; este país es como una

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cebolla, sólo hay capas y capas de piel, o como cajas metidas unas dentro de
otras, en la más grande sólo hay cajas y en la más pequeña no hay nada.

(Echa al suelo el fardo.)

¿Va a convertirse este fardo en mi lápida mortuoria? Lo ve usted, príncipe, me está


dando por filosofar, una imagen de la vida humana: voy cargado con este fardo,
con los pies lastimados y quemados por el hielo y el sol, todo porque quiero una
camisa limpia por la noche y cuando por fin llega la noche, mi frente está llena de
surcos, mis mejillas hundidas, los ojos sin luz y yo tengo el tiempo justo de ponerme
la camisa como una mortaja. ¿No habría sido más sensato quitarme el fardo de
encima y venderlo en la primera posada y a cambio de eso embriagarme y dormir
a la sombra hasta el anochecer, y así no hubiera ni sudado ni criado callos? Y ahora
viene, príncipe, la aplicación y la práctica. De puro recato vamos a vestir también
al hombre interior y a ponernos levita y pantalón por dentro.

(Se dirigen ambos a la posada.)

¡Oh, querido fardo, qué deliciosa fragancia, qué aromáticos olores a vino y a carne
asada! ¡Oh, queridos pantalones! Cómo echáis raíces en el suelo y verdecéis y
florecéis, y ya me caen en la boca los largos y pesados racimos y está el mosto
fermentando bajo el lagar.

(Salen.)

(PRINCESA LENA. El AYA.)

AYA. — Debe de ser un día embrujado, no se pone el sol y ha pasado tanto tiempo
desde nuestra huida.

LENA. — No, no, amiga mía. Las flores que yo arranqué como despedida cuando
salíamos por el jardín no están apenas ajadas.

AYA. — ¿Y dónde vamos a reposar? Aún no hemos encontrado nada: no veo ni


monasterio, ni ermita, ni pastor.

LENA. — Lo hemos imaginado todo muy diferente dentro de los muros de nuestro
jardín, entre mirtos y oleandros.

AYA. — ¡Oh, qué abominable es el mundo! En un príncipe errante no cabe ni pensar.

LENA. — Oh, no, el mundo es bello y vasto, inmensamente vasto. Yo quisiera


continuar siempre así, día y noche. Nada se mueve. Sobre los prados juguetea el
rojo resplandor de las flores del cuclillo, y en la tierra reposan las lejanas montañas
como nubes adormecidas.

AYA. — Oh, Jesús mío, ¿una qué va a decir? ¡Y sin embargo es tan dulce y femenina!
¡Qué sacrificio! Es como la huida de Santa Otilia. Pero tenemos que buscar un
cobijo. Está cayendo la noche.

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LENA. — Sí, las plantas se disponen a dormir cerrando sus hojuelas pinadas y los rayos
de sol se mecen en los tallos de hierba como cansadas libélulas.

[II, 2] – La posada en alto a orillas de un rio. Vasto panorama. Un jardín delante de la


posada

Valerio. Leonce.

VALERIO. — Y bien, príncipe, ¿no le suministran los pantalones una deliciosa bebida?
¿No le resbalan sus botas con la mayor facilidad por la garganta?

LEONCE. — ¿Ves tú estos viejos árboles, los setos, las flores? Todo ello tiene su historia,
sus amables y secretas historias. ¿Ves aquellos viejos y afables rostros bajo el
emparrado de la puerta? Están sentados y cogidos de la mano y tienen miedo de
ser ellos tan viejos y el mundo todavía tan joven. Oh, Valerio, y yo soy todavía tan
joven y el mundo tan viejo. A veces tengo miedo por mí y podría sentarme en un
rincón y llorar ardientes lágrimas, de lástima que me doy.

VALERIO. — (Dándole una copa.) Toma esta campana, esta campana de buzo, y
sumérgete en el mar del vino, hasta que las perlas salten por encima de ti. Mira los
elfos, cómo flotan sobre el cáliz aromático del vino, con zapatitos de oro y tocando
el címbalo.

LEONCE. — (Poniéndose en pie de un salto.) Ven, Valerio, hay que hacer algo, hay que
hacer algo. Tenemos que entregarnos a pensamientos profundos; vamos a
averiguar cómo es que la silla esté sobre tres patas y no sobre dos, cómo es que
nos limpiemos la nariz ayudándonos con las manos y no, como las moscas, con los
pies. Ven, vamos a desmembrar hormigas, a contar estambres; verás cómo
acabaré teniendo alguna de esas aficiones principescas. Ya encontraré un
sonajero que sólo se me caiga de la mano cuando yo forme vedejas sacando hilos
de la colcha 5 . Aún tengo en reserva cierta dosis de entusiasmo; pero cuando
termino de cocinar y todo está bien caliente, necesito un tiempo infinito para
encontrar una cuchara con que comer, y entre tanto se enfría el guiso.

VALERIO. — Ergo bibamus. Esta botella no es una amante, no es una idea, no tiene
dolores de parto, no aburre, no es infiel, sigue siendo la misma desde la primera
hasta la última gota. Rompes el sello y todos los sueños que en ella reposan te saltan
de golpe.

LEONCE. — ¡Oh, Dios! La mitad de mi vida será una oración si me es dado cabalgar
sobre una brizna de paja como en magnífico corcel, hasta que yo mismo repose
entre pajas. ¡Qué crepúsculo tan singular! Aquí abajo todo está en silencio y allá
arriba las nubes pasan, se mueven, y la luz del sol se viene y se va. Mira qué extrañas
figuras corren y se persiguen allá en lo alto, mira aquellas sombras alargadas y

5 Actividades propias de! moribundo, según el Prognosticon del Corpus Hippocraticum.

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blancas, de piernas monstruosamente flacas y alas de murciélago, y todo tan veloz,
tan confuso, y aquí abajo no se mueve ni una hoja, ni una brizna. La tierra se ha
acurrucado, temerosa como un niño, y los fantasmas flotan sobre su cuna.

VALERIO. — No entiendo lo que os sucede, yo por mi parte me encuentro tan a gusto.


El sol parece un rótulo de posada y las llameantes nubes son como el letrero que
hay encima: Posada «El Sol de Oro». La tierra y el agua de aquí abajo son como
una mesa en la que se ha derramado el vino y nosotros somos en ella los naipes
con los que Dios y el diablo, por aburrimiento, están echando una partida, y usted
es el rey y yo una sota y sólo falta una dama, una bella dama, con un gran corazón
de chocolate sobre el pecho y un enorme tulipán en el que se hunda
sentimentalmente una larga nariz y…

(Entran el AYA y la PRINCESA)

¡Dios santo, ahí está! Pero propiamente no es un tulipán sino un poquito de rapé y
propiamente no es una nariz sino una trompa de elefante.

(Al AYA.)

¿Por qué camina usted, señora mía, tan aprisa que enseña lo que fueron sus
pantorrillas hasta vérsele las respetables jarreteras?

AYA. — (Deteniéndose encolerizada.) ¿Por qué, señor mío, abre usted esa boca tan de
par en par que una tiene un hueco en medio del panorama?

CAMILLE. — Para que no le sangre la nariz, respetable señora, al chocar contra el


horizonte. Su nariz es como la torre del Líbano que mira hacia Damasco.

LENA. — (Al AYA.) Aya querida, ¿es tan largo el camino?

LEONCE. — (Como soñando despierto.) ¡Oh, todos los caminos son largos! El latir del reloj
de la muerte en nuestro pecho es lento y cada gota de sangre mide su tiempo, y
nuestra vida es una fiebre oculta y silenciosa. Para los pies cansados, todo camino
es largo…

LENA. — (Que le escucha pensativa y temerosa.) Y para los ojos cansados, cualquier luz es
fuerte, y para los labios cansados, cada hálito es penoso…,

(Sonriendo.)

…y para los oídos cansados, cualquier palabra está de más.

(Entra en la casa con el AYA.)

LEONCE. — ¡Oh, caro Valerio! ¿No podría decir yo también: «con esto, con un bosque
de plumas y un par de rosas de Provenza en mis zapatos…»? 6 Lo he dicho, creo,

6 W. Shakespeare, Hamlet, III, 2.

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muy melancólicamente. Gracias a Dios, está empezando a nacer en mí la
melancolía. El aire ya no es tan claro y frío, el cielo llameante se hunde en torno a
mí, y están cayendo gruesas gotas. ¡Oh, esa voz!: «¿Es tan largo el camino?». Hay
muchas voces que hablan de la tierra y se creería que hablan de otras cosas, pero
ésta, yo la he entendido: descansa sobre mí como el espíritu que flotaba sobre las
aguas antes de que se hiciera la luz. ¡Qué ebullición en lo profundo, cómo surge en
mí la vida, cómo se diluye esa voz en el espacio! ¿Es tan largo el camino? (Sale.)

VALERIO. — No, el camino a la casa de locos no es tan largo, es fácil de encontrar,


yo conozco todos los senderos, todos los caminos vecinales y todas las calzadas
que conducen a él. Yo ya le estoy viendo marchar por una amplia avenida, en un
glacial día de invierno, el sombrero bajo el brazo, a la sombra alargada de los
pelados árboles y abanicándose con el pañuelo. ¡Es un loco! (Le sigue.)

[II, 3] – Una habitación

Lena. El Aya.

AYA. — No penséis en ese hombre.

LENA. — Era tan viejo bajo sus largos rizos. La primavera en las mejillas, el invierno en
el corazón. Eso es triste. El cuerpo fatigado encuentra por doquier un almohadón,
pero si el espíritu está fatigado, ¿dónde descansará? Se me está ocurriendo una
idea terrible; yo creo que hay personas que son desgraciadas, incurables, por el
simple hecho de existir. (Se levanta.)

AYA. — ¡A dónde, hija mía?

LENA. — Quiero bajar al jardín.

AYA. — Pero…

LENA. — Pero, aya querida, tú sabes que, en realidad, a mí habrían tenido que
plantarme en un tiesto. Yo necesito el rocío y el aire de la noche como las flores.
¿Oyes la armonía del atardecer? Los grillos acunan al día con su canto, y los
dondiegos de noche lo duermen con su fragancia. No puedo quedarme en este
aposento. Se me caen las paredes encima.

[II, 4] – El jardín. Noche y claro de luna

Se ve a Lena sentada sobre la hierba.

VALERIO. — (A cierta distancia.) Qué hermosa es la naturaleza, pero más bella sería si no
hubiera mosquitos y si las camas de las posadas estuvieran un poco más limpias y

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los relojes de la muerte 7 no hicieran ruido en las paredes. Dentro roncan las
personas y fuera croan las ranas, dentro cantan los grillos domésticos y fuera los
grillos del campo. Tierra querida, voy a tomar una decisión a ras de tierra.

(Se tumba en el césped.)

LEONCE. — (Entra.) Oh noche, balsámica como la primera noche que descendió


sobre el Paraíso.

(Echa de ver a la PRINCESA y se acerca a ella sigilosamente.)

LENA. — (Hablando para sí.) La curruca ha gorjeado en sueños, duerme más


profundamente la noche, empalidecen sus mejillas y su respiración se torna más
silenciosa. La luna es como una niña dormida, los rizos de oro se le han
desparramado por el rostro durante el sueño. ¡Oh, es muerte su sueño! ¡Cómo
reposa el ángel muerto sobre su oscura almohada, con las estrellas ardiendo como
cirios a su alrededor! Pobre niña, ¿vendrá pronto el coco a buscarte? ¿Dónde está
tu madre? ¿No quiere venir a besarte por última vez? ¡Ay, qué tristeza, muerta y tan
sola!

LEONCE. — Levántate en tu blanca túnica y camina detrás del cadáver a través de


la noche y cántale un canto fúnebre.

LENA. — ¿Quién habla ahí?

LEONCE. — Un sueño.

LENA. — Los sueños son dichosos.

LEONCE. — Suéñate entonces dichosa y déjame ser tu sueño dichoso.

LENA. — La muerte es el más dichoso de los sueños.

LEONCE. — Déjame entonces ser tu ángel de la muerte. Deja que mis labios se posen
como alas en tus ojos.

(La besa.)

Bello cadáver, tan amablemente reposas sobre la negra mortaja de la noche que
la naturaleza odia la vida y se enamora de la muerte.

LENA. — No, déjame. (Se levanta de un salto y se aleja velozmente.)

LEONCE. — Es demasiado. ¡Demasiado! Todo mi ser se halla en este único instante.


Ahora, ¡muere! Mas es imposible. ¡Cuán fresca y pura, qué bella y resplandeciente
avanza la creación hacia mí, ya liberada del caos! La tierra es un cáliz de oro
oscuro. En él hierve la luz y, al desbordarse, surgen como perlas las estrellas. Mis

7 «Reloj de la muerte»: coleóptero que golpea la madera produciendo un sonido rítmico semejante al tic-tac del reloj.

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labios se hunden en él: una sola gota de esa dicha me convierte en precioso
recipiente. ¡Abajo contigo, sagrado cáliz!

(Quiere precipitarse en el rio.)

VALERIO. — (Salta y le sujeta con los brazos.) ¡Quieto, serenísimo!

LEONCE. — ¡Déjame!

VALERIO. — Yo le dejaré a usted en cuanto usted se deje de bromas y deje en paz al


agua.

LEONCE. — ¡Idiota!

VALERIO. — ¿No ha superado todavía Vuestra Alteza el romanticismo de cadete de


tirar por la ventana la copa con la que ha bebido a la salud de la amada?

LEONCE. — Estoy casi por creer que tienes razón.

VALERIO. — Consuélese. Ya que no duerme esta noche bajo la hierba, dormirá al


menos sobre ella. Sería un empeño igualmente suicida querer meterse en alguna
de esas camas. Se yace sobre la paja como un muerto y las chinches le pican a
uno como a un vivo.

LEONCE. — Como quieras.

(Se echa en la hierba.)

Es lástima que me hayas estropeado el más bello de los suicidios. En toda mi vida
no volveré a encontrar una ocasión tan perfecta, y hace un tiempo tan magnífico.
Ahora ya ha pasado el momento. Este hombre, con su levita amarilla y sus
pantalones azul-cielo, me lo ha echado todo a perder 8. Que el cielo me conceda
un sueño sano y profundo.

VALERIO. — Amén. Y yo he salvado una vida humana y esta noche me calentaré el


estómago con mi buena conciencia (…) ¡A tu salud, Valerio!

8 Referencia jocosa al vestuario del protagonista de la novela Las desventuras del joven Werther (1774), de Goethe.

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Acto III

[III, 1]

Leonce. Valerio.

VALERIO. — ¿Casarse? ¿Desde cuándo posee Vuestra Alteza un calendario para la


eternidad?

LEONCE. — ¿Sabes, Valerio, que hasta el más insignificante de los hombres es tan
grande que la vida es demasiado breve para amarle? Y además, así no les privo
del gusto a esa clase de gente que cree que nada hay tan bello y sagrado como
para que ellos no tengan que hacerlo más bello y más sagrado aún. Esa arrogancia
comporta un cierto placer. ¿Por qué no voy a permitírselo?

VALERIO. — Muy humano y filo-bestial. ¿Pero sabe ella quién es usted?

LEONCE. — Ella sólo sabe que me ama.

VALERIO. — ¿Y sabe usted quién es ella?

LEONCE. — ¡Idiota! Pregúntales también por su nombre al clavel y a la gota de rocío.

VALERIO. — Lo que quiere decir que ella, en todo caso, es algo. A no ser que esto ya
peque de falta de delicadeza y huela a señas de identidad. ¿Pero cómo va a
acabar todo esto? ¡Hum! Príncipe, ¿soy ministro si hoy mismo, delante de vuestro
padre, os unís indeleblemente en nupcial ceremonia a esa Inefable, a esa
Innombrable. ¿Palabra?

LEONCE. — ¡Palabra!

VALERIO. — El pobre diablo Valerio presenta sus respetos a Su Excelencia el señor


ministro Valerio von Valerienthal. «¿Que quiere este individuo? Yo no le conozco.
¡Fuera de aquí, tunante!»

(Se marcha corriendo, seguido de LEONCE.)

[III, 2] – Plaza delante del palacio del Rey Peter

El Consejero provincial. El maestro de escuela. Campesinos en atuendo


dominguero, con ramas de abeto en las manos.

CONSEJERO PROVINCIAL. — Querido señor maestro de escuela, ¿cómo se porta su


gente?

MAESTRO DE ESCUELA. — Se portan o, mejor dicho, soportan sus males de manera que
desde hace ya bastante tiempo sólo les reporta cierto alivio el apoyarse unos en

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otros mojándose bien el gaznate; de otro modo les sería imposible soportar tanto
tiempo este calor. ¡Animo, buenas gentes…! Estirad bien por delante de vosotros
las ramas de abeto, para que deis la impresión de ser un bosque de abetos y
vuestras narices parezcan fresas, vuestros sombreros de tres picos cornamentas de
ciervos y vuestros calzones de cuero un claro de luna, y no lo olvidéis, el último tiene
que ponerse otra vez delante del primero, y así se tendrá la impresión de que estáis
elevados al cuadrado.

CONSEJERO PROVINCIAL. — Señor maestro de escuela, usted es realmente la sobriedad


personificada.

MAESTRO DE ESCUELA. — Por supuesto, pues apenas me tengo de pie de pura


sobriedad.

CONSEJERO PROVINCIAL. — Atención, buenas gentes, el programa dice: «La totalidad


de los súbditos, voluntariamente, vestidos con pulcritud, bien alimentados y con
rostros satisfechos, se colocarán a lo largo de la ruta real.» ¡No nos hagáis quedar
mal!

MAESTRO DE ESCUELA. — ¡Sed perseverantes! No os rasquéis detrás de las orejas ni os


sonéis la nariz con los dedos cuando pase la augusta pareja, y que vuestra acogida
sea calurosa si no queréis que os calienten las orejas. Agradeced lo que se hace
por vosotros, se os ha apostado de forma que los vapores de la cocina pasen por
encima de vosotros y así, por una vez en la vida, sepáis también vosotros cómo
huele un asado. ¿Os sabéis bien la lección? Vamos a ver. ¡Vi!

CAMPESINOS. — ¡Vi!

MAESTRO DE ESCUELA. — ¡Vat!

CAMPESINOS. — ¡Vat!

MAESTRO DE ESCUELA. — ¡Vivat!

CAMPESINOS. — ¡Vivat!

MAESTRO DE ESCUELA. — Ya ve usted, señor Consejero provincial, cómo va en aumento


esa inteligencia. Tenga en cuenta que es latín. Esta noche vamos a dar también un
baile transparente, valiéndonos de los agujeros de nuestras levitas y pantalones, y
a base de puñetazos nos pondremos una escarapela en la cabeza.

[III, 3] – Gran sala

Damas y Caballeros en traje de ceremonia, cuidadosamente agrupados. El


Maestro de Ceremonias en primer plano, con algunos Senadores.

MAESTRO DE CEREMONIAS. — ¡Qué catástrofe! Todo se echa a perder. Los asados se

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acartonan. Los parabienes se amustian. Los cuellos duros se doblan como
melancólicas orejas de cerdo. A los campesinos les están creciendo otra vez las
uñas y la barba. A los soldados se les deshacen los bucles. De las doce inocentes
no hay ninguna que no prefiera la posición horizontal a la vertical. En sus vestiditos
blancos, parecen fatigados conejitos de seda y el poeta de la corte gruñe en
derredor de ellas como cobaya afligido. Los señores oficiales están perdiendo su
apostura.

(A un CRIADO.)

Di al señor ayudante que ordene a sus chicos hacer las aguas. ¡El pobre predicador
de la corte! Los faldones del frac le cuelgan melancólicamente. Yo creo que tiene
ideales y que transforma a todos los gentilhombres de cámara en sillas de cámara.
Se fatiga de estar inmóvil.

SEGUNDO CRIADO. — Toda la carne se pone mustia de esperar. También el predicador


de la corte se ha puesto mustio desde que se levantó esta mañana.

MAESTRO DE CEREMONIAS. — Las damas de la corte parecen salinas de evaporación,


la sal cristaliza en sus collares.

SEGUNDO CRIADO. — Por lo menos van cómodas. No se puede decir que lleven algo
a las espaldas. Sí no tienen un gran corazón, sí están escotadas hasta el corazón.

MAESTRO DE CEREMONIAS. — Sí, son unos buenos mapas del Imperio turco, se ven los
Dardanelos y el Mar de Mármara. ¡Marchando, bergantes! ¡A las ventanas! Está
llegando Su Majestad.

(Entran el REY PETER y el CONSEJO DE ESTADO.)

REY PETER. — ¿Así que también ha desaparecido la princesa? ¿Todavía no se ha


hallado ningún rastro de nuestro amado príncipe heredero? ¿Se han obedecido
mis órdenes? ¿Están vigiladas las fronteras?

MAESTRO DE CEREMONIAS. — Sí, Majestad. El panorama de esta sala nos permite la más
estricta vigilancia.

(Al PRIMER SERVIDOR.)

¿Qué has visto tú?

PRIMER SERVIDOR. — Un perro que busca a su amo ha cruzado el reino.

MAESTRO DE CEREMONIAS. — (A otro.) ¿Y tú?

SEGUNDO CRIADO. — Hay alguien que se pasea por la frontera norte, pero no es el
príncipe, yo le reconocería.

MAESTRO DE CEREMONIAS. — ¿Y tú?

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TERCER SERVIDOR. — Usted perdone, nada.

MAESTRO DE CEREMONIAS. — Eso es menos aún.

REY PETER. — Pero, Consejo de Estado, ¿no he tomado la resolución de que mi real
Majestad tenía que alegrarse en el día de hoy y que en este mismo día se
celebrarían las bodas? ¿No ha sido ésa nuestra inquebrantable resolución?

PRESIDENTE. — Si, Majestad, y de ello ha quedado constancia en las actas.

REY PETER. — ¿Y no perdería yo credibilidad si no llevara a cabo mi resolución?

PRESIDENTE. — Si en verdad fuera posible que Vuestra Majestad perdiese credibilidad,


ésta sería en efecto una ocasión en la que podría perder credibilidad.

REY PETER. — ¿No he dado mi real palabra? Sí, voy a llevar inmediatamente a la
práctica mi resolución, voy a alegrarme.

(Se frota las manos.)

¡Oh, cuán alegre estoy!

PRESIDENTE. — Compartimos plenamente los sentimientos de Vuestra Majestad, en la


medida en que ello es posible y decoroso para un súbdito.

REY PETER. — ¡Oh, no quepo en mí de alegría! Daré orden de confeccionar levitas


rojas a todos mis camareros, nombraré alféreces a varios cadetes, permitiré a mis
súbditos…, pero, pero ¿y la boda? ¿No dice la segunda mitad de la resolución que
había de celebrarse la boda?

PRESIDENTE. — Sí, Majestad.

REY PETER. — Pero ¿si el príncipe no viene y la princesa tampoco?

PRESIDENTE. — Si el príncipe no viene y la princesa tampoco, entonces, entonces…

REY PETER. — Entonces, ¿qué? Entonces, ¿qué?

PRESIDENTE. — Entonces, desde luego, no se pueden casar.

REY PETER. — ¡Veamos! ¿Es lógica la conclusión? Si… entonces… Sí, lógico. ¿Pero mi
palabra, mi real palabra!

PRESIDENTE. — Consuélese Vuestra Majestad con otras Majestades. Una palabra real
es una cosa… una cosa… una cosa que no es nada.

REY PETER. — (A los SERVIDORES.) ¿Aún seguís sin ver nada?

SERVIDOR. — Majestad, nada, absolutamente nada.

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REY PETER. — Y yo, que había decidido alegrarme; justo al dar las doce quería
empezar, y continuar alegrándome doce horas seguidas… Me pongo tan
melancólico…

PRESIDENTE. — Se ordena a todos los súbditos que compartan los sentimientos de Su


Majestad.

MAESTRO DE CEREMONIAS. — Pero a quienes no tengan pañuelo, se les prohíbe llorar


por razones de urbanidad.

PRIMER CRIADO. — ¡Un momento! ¡Veo algo! Es una especie de saliente, algo así como
una nariz, el resto aún no ha cruzado la frontera; y luego veo también a un hombre
y a otras dos personas de sexo opuesto.

MAESTRO DE DIRECCIÓN. — ¿En qué dirección?

PRIMER SERVIDOR. — Vienen hacia acá. Se van acercando a palacio. Ya están aquí.

(Entran VALERIO, LEONCE, el AYA y la PRINCESA. Van enmascarados.)

REY PETER. — ¿Quiénes sois?

VALERIO. — ¿Por ventura lo sé?

(Se va quitando despacio, una tras otra, varias máscaras.)

¿Soy éste? ¿O éste? ¿O éste? Realmente, tengo miedo de deshojarme y de


pelarme todo entero.

REY PETER. — (Desconcertado.) Pero, pero algo tendrá que ser.

VALERIO. — Si Vuestra Majestad así lo ordena. Pero señores, den la vuelta a los
espejos y cubran ustedes un poco sus relucientes botones y no me miren de forma
que me refleje en sus ojos, o realmente no sé quién soy.

REY PETER. — Este individuo me desconcierta, me exaspera. Estoy en la mayor de las


confusiones.

VALERIO. — Pero en el fondo, lo que yo quería era comunicar a un excelso y


honorable público que acaban de llegar estos dos mundialmente célebres
autómatas y que yo quizá sea el tercero y más singular de los dos, si yo mismo
supiera quién soy en realidad, de lo cual, por cierto, no habría que extrañarse,
puesto que ni yo mismo sé nada de lo que hablo, más aún, ni siquiera sé que no lo
sé, de forma que es sumamente probable que sólo se me esté haciendo hablar y
que en realidad no sean sino cilindros y fuelles los que están diciendo todo esto.

(Con voz ronca.)

Vean ustedes aquí, señoras y señores, a dos personas de ambos sexos, un varón y
una hembra, un caballero y una dama. No son sino artificio y mecanismo, cartón

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piedra y resortes de relojería. Cada uno de los dos tiene un fino, un finísimo resorte
de rubí bajo la uña del dedo pequeño del pie derecho; apretando un poquito, el
mecanismo marcha cincuenta años seguidos. Los dos están perfectamente
trabajados hasta tal punto que no sería posible distinguirlos de otras personas si no
se supiera que son mero cartón piedra; propiamente se les podría convertir en
miembros de la humana sociedad. Ambos son sumamente finos, pues hablan un
alemán elegantísimo. Son sumamente morales, pues se levantan a toque de
campana, almuerzan a toque de campana y se acuestan a toque de campana,
y también hacen bien la digestión, lo que prueba que tienen la conciencia
tranquila. Tienen un fino sentido de la decencia, pues la dama no dispone de
ninguna palabra para designar los calzones y al caballero le es totalmente
imposible subir una escalera detrás de una mujer o bajarla delante de ella. Son muy
cultos, pues la dama canta todas las óperas recientes y el caballero lleva camisa
de puños. Pongan atención, señores y señoras, ahora se hallan en un interesante
estadio, el mecanismo del amor empieza a tener efectos visibles, el caballero ya le
ha llevado varias veces el chal a la dama, la dama ya ha puesto, embelesada,
varias veces los ojos en el cielo. Ambos ya han susurrado repetidas veces: ¡Fe,
esperanza y caridad! Ambos parecen ya perfectamente acordes, sólo falta una
palabrita. Amén.

REY PETER. — (Poniéndose el dedo sobre la nariz.) ¿In effigie? ¿In effigie? Presidente,
cuando se ahorca a una persona in effigie ¿no es igual de correcto que cuando
se la ahorca con todas las de la ley?

PRESIDENTE. — Perdone, Majestad, es mucho mejor aún, pues sin que se le haya
hecho mal alguno, esa persona ha sido ahorcada.

REY PETER. — Ya lo tengo. Vamos a celebrar la boda in effigie.

(Señalando a LEONCE y a LENA.)

Este es el príncipe, ésta la princesa. Voy a llevar a cabo mi resolución, voy a


alegrarme. Que toquen las campanas, preparad vuestros parabienes, deprisa,
señor predicador de la corte.

(El PREDICADOR DE LA CORTE avanza, carraspea, levanta varias veces los ojos al cielo.)

VALERIO. — ¡Empieza! ¡Deja esas malditas muecas y empieza! ¡Adelante!

PREDICADOR DE LA CORTE. — (Completamente confuso.) Si nosotros, o bien, pero…

VALERIO. — Siendo así que y en consideración a…

PREDICADOR DE LA CORTE. — Puesto que…

VALERIO. — Antes de la creación del mundo sucedió…

PREDICADOR DE LA CORTE. — Que…

VALERIO. — Dios disponía de largo tiempo.

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REY PETER. — Sobre todo sea usted breve, señor mío.

PREDICADOR DE LA CORTE. — (Reportándose.) Si se digna Vuestra Alteza, príncipe Leonce


del reino de Popo, y si se digna Vuestra Alteza, princesa Lena del reino de Pipi, y si
se dignan Vuestras Altezas quererse mutua y recíprocamente el uno al otro, digan
ambos en voz alta y perceptible: Sí.

LEONCE Y LENA. — Sí.

PREDICADOR DE LA CORTE. — Entonces, yo digo: Amén.

VALERIO. — Bien hecho, breve y conciso; ya están creados el hombre y la mujer, y


todos los animales del Paraíso se hallan a su alrededor.

(LEONCE se quita la máscara.)

TODOS. — ¡El príncipe!

REY PETER. — ¡El príncipe! ¡Hijo mío! Estoy perdido, me han engañado.

(Se dirige a la PRINCESA.)

Y este personaje, ¿quién es? Doy orden de declarar todo inválido.

AYA. — (Le quita la máscara a la PRINCESA; con voz de triunfo.) ¡La princesa!

LEONCE. — ¿Lena?

LENA. — ¿Leonce?

LEONCE. — Lena, creo que ha sido la huida al Paraíso. Me han engañado.

LENA. — Me han engañado.

LEONCE. — ¡Oh, Fortuna!

LENA. — ¡Oh, Providencia!

VALERIO. — Esto es para reírse, esto es para reírse. Sus Altezas, en efecto, se han
encontrado fortuitamente, y espero que, obedeciendo a la Fortuna, sean por
siempre afortunados.

AYA. — Que mis viejos ojos hayan llegado a ver esto. Un príncipe errante. Ahora
muero tranquila.

REY PETER. — Hijos míos, estoy emocionado, apenas puedo contener mi emoción. Soy
el más feliz de los hombres. Pero con esto pongo solemnemente el gobierno en tus
manos, hijo mío, e inmediatamente voy a empezar a pensar sin que nadie me
moleste. Hijo mío, tú podrías dejarme a estos sabios aquí presentes…

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(Señala con un gesto al CONSEJO DE ESTADO.)

…para que secunden mis esfuerzos. Vengan ustedes, señores, tenemos que pensar,
pensar sin que nos molesten.

(Se aleja con el CONSEJO DE ESTADO.)

Ese hombre me ha sumido antes en la confusión, es preciso que vuelva a


recuperarme.

LEONCE. — (A los CIRCUNSTANTES.) Señores, mi esposa y yo lamentamos profundamente


que hoy hayan tenido que dedicar tanto tiempo a nuestro servicio. Su situación de
ustedes es tan triste que en modo alguno quisiéramos poner por más tiempo a
prueba su constancia. Váyanse ahora a casa, pero no olviden sus discursos, sus
sermones y sus versos, pues mañana, en paz y contento, volveremos a empezar el
juego. ¡Adiós!

(Todos se alejan, excepto LEONCE, LENA, VALERIO y el AYA.)

LEONCE. — Y ahora, Lena, ¿ves tú qué llenos tenemos los bolsillos, llenos de muñecos
y de juguetes? ¿Qué vamos a hacer con todo esto? ¿Les pintamos bigotes y les
ponemos sables? ¿o les vestimos de frac y les mandamos hacer política y
diplomacia protozoica, y nosotros nos sentamos a su lado con un microscopio? ¿O
te agradaría tener un organillo sobre el cual correteen estucas musarañas, blancas
como la nieve? ¿Por qué no construimos un teatro?

(LENA se reclina sobre él y sacude la cabeza.)

Pero yo sé mejor lo que tú quieres; vamos a mandar destruir todos los relojes, prohibir
todos los calendarios, y contaremos las horas y las lunas sólo con el reloj de las flores,
sólo según floraciones y frutos. Y luego rodearemos nuestro pequeño país de
grandes espejos ardientes para que desaparezca el invierno y nosotros nos
destilemos en el verano y lleguemos hasta Ischia y Capri, y vivamos todo el año
entre rosas y violetas, entre naranjos y laureles.

VALERIO. — Y yo seré ministro y promulgaré un decreto según el cual quien críe callos
en las manos será puesto bajo tutela, quien caiga enfermo por trabajar habrá
cometido un delito digno de castigo, quien se ufane de comer el pan con el sudor
de su frente será declarado perturbado mental y un peligro para la sociedad
humana, y luego nos tumbaremos a la sombra y pediremos a Dios macarrones,
melones e higos, gargantas armoniosas, cuerpos clásicos y una religión cómoda.

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