Eustace Tilley y Nosotros:
75 años del New Yorker
Uno probablemente no haya oído siquiera hablar de Eustace Tilley. Y sin embargo su figura de engolado
y altanero aristócrata decimonónico ataviado de levita, chistera y un monóculo con el que examina una
mariposa rosa nos es tremendamente familiar. No en vano esa figura, un dibujo de Rea Irvin, tuvo tanto
éxito como primera portada de The New Yorker, el 21 de febrero de 1925, que se convirtió en rostro y
símbolo ad nauseam de la revista y sigue todavía hoy apareciendo al menos dos veces en cada número,
al frente del índice y en el logotipo que encabeza la sección The Talk of the Town, y siendo portada de
innumerables recopilaciones de sus cartoons, sus cuentos y sus artículos. Durante casi setenta años esa
primera portada se repitió además al frente de cada número de aniversario, hasta que en 1994 la tradición
sufrió una reinterpretación postmoderna que ha ido haciendo adquirir al bueno de Eustace nuevos
avatares como mujer, gangster, joven barriobajero o, este año, perro weimaraner... en una suerte de
chiste privado para lectores avisados como lo eran las apariciones de Hitchkock en sus películas o las
menciones al Imperio Austro Húngaro en las de Berlanga.
Escribir sobre el New Yorker es un inevitable ejercicio de name-dropping. De la sucesión de nombres
que hilvanan su historia, tres sobre todo son fundamentales. Uno es el conspicuo Eustace. Los otros dos
Harold Ross y William Shawn, ellos sí personajes reales y los responsables de haberla convertido en el
monumento de la cultura y el periodismo norteamericanos que ha sido durante 75 años, los que ha
cumplido el pasado febrero, y muy posiblemente en la mejor revista norteamericana de este siglo.
Ross la fundó y ocupó hasta su muerte en 1951, cuando lo remplazó Shawn, ese puesto que en inglés se
llama Editor y que es sin duda un oficio diferente y de mayor calado que el de director de una revista tal
como lo conocemos en nuestro ámbito hispánico. El Editor no sólo decide qué se publica sino que
supervisa los textos, pule, limpia y da esplendor y es responsable, en definitiva, de que lo que aparece en
sus páginas no sólo responda a la línea editorial sino también al estilo de su revista. El característico y
meticuloso proceso de edición del New Yorker ha convertido a Ross y a Shawn en maestros de
generaciones de periodistas, especialmente de directores de publicaciones. Ambos compartían una
misma obsesión: la revista. A ella se dedicaban en cuerpo y alma, empeñados uno y otro en que tuviera
el mejor contenido y el más elegante y correcto estilo y en que, en definitiva, la maquina editorial que
con ellos fue el New Yorker funcionara siempre al límite de la eficacia y la excelencia. Como editores
eran ambos incorruptibles y desinteresados (“indiferentes a la fama, a las modas, tendencias, premios e
incluso a las preferencias de los lectores” los describe Renata Adler), inflexibles en sus decisiones y
perfeccionistas hasta la saciedad.
Y sin embargo, fanáticos del New Yorker hay de dos clases: los que piensan que su época de mayor
brillantez fue la de Ross, especialmente la década de los 30; y quienes creen que él nunca tuvo una idea
clara de qué quería hacer con la revista, que era demasiado limitado como para estar a su altura y que fue
en cualquier caso Shawn quien supo darle su estilo definitivo y elevarla al listón más alto del periodismo
norteamericano. Los autores que han escrito sobre el semanario toman partido por uno o por otro.
Rossistas son los dos grandes clásicos, los libros de memorias Here at the New Yorker, de Brendan Gill,
y el delicioso y muy irónico The Years with Ross, de James Thurber. También la biografía de Thomas
Kunkel, Genius in Disguise (seguida recientemente por la recopilación Letters from the Editor, The New
Yorker’s Harold Ross). Shawnistas son Remembering Mr. Shawn’s New Yorker de Ved Metha y Here
but not here de Lillian Ross, quien fue su amante durante 40 años. Y desde luego también Gone, The
Last Days of The New Yorker, de Renata Adler, a pesar de lo que tiene de diatriba contra él. Igual que
Thurber demuestra su amor por Ross caricaturizándolo, Adler da prueba del suyo por Shawn poniéndole
verde de la manera más cruda. La más completa historia del semanario, About Town, The New Yorker
and the World it Made, de Ben Yagoda, es, por una vez, imparcial.
Es cierto que Ross no tuvo un proyecto claro de en qué quería convertir al New Yorker. Cuando la fundó
en 1925 sus planes eran hacer una revista urbana y sofisticada de humor y sátira social (“empecé esta
revista porque pensaba que sería muy divertido dirigir un semanario de humor, no tiene uno que hacer
nada más que sentarse a reírse todo el tiempo de las contribuciones graciosas”) en consonancia con el
espíritu de su época, los locos y frívolos años del jazz, las fiestas y la confianza ilimitada en el progreso,
y con una Nueva York de 9 millones de habitantes que vivía un momento de gloria, con niveles de
crecimiento económico y de riqueza que sólo ha vuelto a alcanzar a finales de los 90. Pero tuvo la
intuición suficiente como para consolidarla, hacerla crecer de acuerdo con los tiempos y convertirla en
un mito. Y, lo que no es mérito menor, para rodearse desde el principio de un equipo de primera, los
Katharine Angell, Rea Irvin, E.B. White y James Thurber con quienes en pocos años definió el talante y
el carácter de la revista y conformó las normas de estilo y de funcionamiento que terminaron por
convertirse en su marca de fábrica. A ellos fue sumando un impresionante elenco de redactores,
dibujantes, reporteros, críticos y colaboradores: gente como Dorothy Parker y Edmund Wilson como
críticos de libros, Louise Bogan de poesía, Wolcott Gibbs de teatro o Lewis Mumford de arte y
arquitectura.
Katharine Angell era su mano derecha como editora literaria (como lo fue luego Gus Lobrano cuando
ella, ya casada con E.B. White, dejó la revista). Rea Irvin el director artístico; el diseño de la revista es
legado suyo, desde su clásico y consustancial tipo de letra, que se ha quedado con el nombre de Tipo
Irvin, a los dibujos de Eustace Tilley. Pero fueron el dúo White-Thurber quienes le dieron al New Yorker
su voz propia y ese tono sofisticado, frívolo y ligero tan característico de las décadas de los 20 y los 30.
No sólo escribieron muchas de las mejores piezas, sino que estaban a cargo de las secciones más
emblemáticas y populares: The Talk of the Town y los cartoons.
Nada reflejaba el espíritu urbano y sofisticado de la revista como The Talk of the Town, con su logotipo
del conspicuo Eustace Tilley pluma y papel en mano frente a una luminosa vista de una radiante Nueva
York, y su característico plural mayestático, un Nosotros que veía, opinaba y comentaba como si
representara una suerte de voz elevada y omnímoda por encima del bien y del mal. La verdad es que
Nosotros eran sobre todo Thurber, que la editaba y la elevó a categoría literaria, y White, que se ocupaba
de su primer apartado, Notes and Comment, la “niña bonita” del semanario. Sin embargo el Nosotros
servía para que ese selecto grupo de ilustrados y sofisticados lectores habituales del New Yorker,
aquellos capaces de entender y sonreír con sus cartoons, se sintieran representados. La firma de la
sección, que desde muy pronto fue The New Yorkers (los neoyorquinos) acentuaba ese sentido de
exclusividad. Tina Brown abolió la costumbre en los 90: ahora cada autor firma y es responsable de sus
aportaciones a la sección y el uso de We ha pasado ya la historia, o a la leyenda, de la revista.
Los cartoons fueron durante años las piezas más populares. Publicaban dibujantes de primera fila como
Peter Arno, Helen Hokinson y Gluyas Williams. Lo habitual es que hicieran las ilustraciones y a partir
de ellas otra persona escribiera un pie, aunque a veces era al revés y se pedía a un dibujante que hiciera
una ilustración a partir de un buen pie. Muy pronto se impuso la norma de que los pies fueran “de
apenas una línea, en itálicas y entrecomillados”. White los revisaba y a menudo los escribía el mismo.
El más que nadie definió ese tono tan característico de los chistes del New Yorker, no siempre fácilmente
comprensibles ni evidentemente graciosos, pensados más para provocar una ligera y educada sonrisa de
complicidad que una plebeya risotada. Durante años el chiste más famoso de la revista, prototipo de su
estilo, fue uno aparecido el 8 de dicembre de 1928 con dibujo de Carl Rose y pie de White en el que una
madre sentada a la mesa con su niña le dice “It’s broccoli, dear” y la niña responde “I say it’s spinach,
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and I say the hell with it”. La frase se convirtió inmediatamente en un latiguillo para los norteamericanos
y acabó incluso haciéndose una canción con ella, “I Say It’s Spinach”.
Harold Ross era un hombre obsesionado por la perfección. El que algo no funcionara con las máximas
precisión y eficacia, lo exasperaba. Impuso un meticuloso proceso de revisión de cada pieza, que podía
llevar semanas de continuas e interminables enmiendas gramaticales y mejoras de estilo en busca de la
más correcta prosa, y de comprobación rigurosa de cada detalle mencionado. Todo ello unas veces con el
consentimiento de los autores, a los que hacía llegar detalladísimas hojas repletas de sugerencias,
modificaciones, preguntas e inquisiciones, y otras sin él. El lenguaje tenía que ser preciso y ajustado.
E.B. White decía que "las comas en The New Yorker caen con la precisión de los cuchillos en el circo,
contorneando a la víctima". Las repeticiones, los clichés, las elipsis poco claras o el uso excesivo de
latiguillos y fórmulas poco concretas, como "a little" y "pretty", lo exacerbaban. Una vez Thurber, para
hacerlo rabiar, le pasó un texto que decía "The building is pretty ugly and a little big for its surroudings",
combinando los odiados latiguillos con obvios oxymorones que seguro lo sacaron de sus casillas.
Wolcott Gibbs, entre en serio y en broma, redactó un código llamado "Teoría y práctica de la edición de
artículos del New Yorker", con 31 normas; un perfecto, aunque inédito, manual de estilo de la revista.
Montones de fact-checkers comprobaban además que cada afirmación fuera correcta. Ross tenía tal
obsesión con que no se le colara ningún error que se decía que “si mencionas el Empire State Building
en una pieza del Talk, Ross no se queda satisfecho de que sigue ahí hasta que no llamamos a verificarlo”.
Y sin embargo, no sólo no era una persona culta sino que mostraba un gran desprecio por todo lo que no
conocía o entendía. Era poco amigo de ir a la opera, exposiciones, conciertos y conferencias o de leer
novelas, para todo lo cual decía que el trabajo de la revista no le dejaba tiempo. Un día asomó la cabeza
por el departamento de fact-checking a preguntar "Moby Dick, ¿es la ballena o el tipo?". Con lo que sus
sempiternas e innumerables cuestiones sobre un texto, a veces acertadísimas y oportunas, podían otras
ser completamente improcedentes e irritantes.
Las manías de Ross se convertían pronto en tradiciones y las tradiciones en el New Yorker han
demostrado ser difíciles de cambiar. Ni él ni Shawn vieron nunca la innovación con buenos ojos. Así que
se fueron imponiendo montones de normas y costumbres peculiares, como las de que no hubiera un
índice de autores y contenidos o que el nombre del autor figurara al final de la pieza, lo que hacía
complicado identificar quién escribía qué. Las piezas no podían referirse a sí mismas ni a su proceso de
elaboración, ni ir acompañadas de fotografías o de ilustraciones: o texto o caricaturas, pero no los dos
juntos. Y por supuesto nada de textos obscenos o groseros, expresiones malsonantes (a Ross nunca le
gustó eso de “the hell with with it” en el chiste de las espinacas) ni referencias a funciones fisiológicas
(ni siquiera anuncios de productos contra el mal aliento). El dormitorio y el cuarto de baño eran
territorios en los que la revista no entraba.
Cada pieza tenía que aparecer en el marco de una sección habitual. Con los años van surgiendo las Letter
from..., ahí desde que en 1925 Jannet Flanner comenzara a publicar su Letter from Paris, que continuaría
escribiendo durante cinco décadas; los Profiles, esas pequeñas obras maestras del esbozo biográfico
cuyo nombre, con ese nuevo significado que le dio el New Yorker, se han convertido en la aportación de
Harold Ross al diccionario de la lengua inglesa; Reporter at Large, Onward and Upward with the Arts,
Annals of Crime...
Y por supuesto nada de traducciones: demasiado poco le importaba a la revista lo que pasaba más allá de
Nueva York y Connecticut como para aventurarse en ignotos territorios culturales y lingüísticos. Nada
reflejó ese talante parroquial del New Yorker de las primeras décadas como A View of the World from
Ninth Avenue, el celebérrimo dibujo de Saul Steinberg (portada del 29 de marzo de 1976) repetido hasta
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la saciedad en posters para turistas, en que el mundo más allá del Río Hudson se vuelve un único
territorio exótico.
Como consecuencia de tanta norma, las piezas acababan compartiendo todas un mismo estilo, como si
hubieran sido escritas por un mismo autor colectivo, esos mismos The New Yorkers que redactaban y
firmaban The Talk of the Town. Algunos colaboradores habituales, como Nabokov o Roald Dahl,
terminaron por ceder a las presiones de Ross para volver luego a los textos originales a la hora de
publicarlos en libro. Se alejaron sin embargo muchos de los mejores autores, todos aquellos que querían
tener su estilo propio, más o menos innovador, y no se resignaban a pasar por el tamiz unificador de
Harold Ross. Con lo que la pretendida sofisticación de la revista no se reflejaba en sofisticación literaria.
En una carta de 1947 Edmund Wilson le decía a Katharine Angell, “Los editores tienen tanto miedo de
cualquier cosa que no sea lo habitual, lo que se espera, que priman la sosería y la banalidad. Me doy
cuenta, en el caso de mis propios artículos, de que si acuño una frase o doy con una metáfora original,
siempre hay alguien que objeta. Todo buen escritor inventa y renueva el idioma y muchos de los mejores
tienen estilos muy idiosincráticos, pero casi ningun escritor con idiosincrasia llega al New Yorker.
¿Quién puede imaginar a Henry James o a Bernard Shaw, o a Dos Passos o a Faulkner, en el New
Yorker?”
A medida que la Gran Depresión se va profundizando y la guerra en Europa acercándose, el New Yorker
va poco a poco dejando de lado su talante humorístico y frivolón y asumiendo otro más serio y acorde
con los nuevos tiempos. La revista atrae a periodistas de primera y sus crónicas, reportajes y artículos
desplazan del protagonismo a los chismes y comentarios breves del Talk y conforman ese estilo propio
de periodismo literario de gran calidad con que se identifiica al semanario. Son sobre todo Joseph
Mitchell y A.J. Liebling quienes durante los últimos 30 y los 40 marcan la voz de la revista,
reemplazando al dúo White-Thurber. Sus reportajes y sus profiles traen a las páginas del New Yorker
personajes inconcebibles apenas unos años antes: obreros, mendigos, apostadores, boxeadores,
cabareteras... De Mitchell, probablemente su mejor periodista literario, son dos de los grandes clásicos
de la revista, Professor Sea Gull (1942) y su continuación Joe Gould's Secret (1964), los profiles de un
mendigo del Village que estaba recopilando una “Historia oral de nuestro tiempo” a partir de
conversaciones que mantenía o escuchaba.
Con la II Guerra Mundial termina definitivamente una época. La redacción había quedado muy mermada
por el alistamiento de un buen número de sus integrantes y William Shawn es en vista de ello ascendido
a managing editor de no-fición. Bajo su batuta, el New Yorker se vuelca en contar la guerra y sus
crónicas, como las de Flanner y Liebling desde París o las de Mollie Panter-Downes desde Londres, se
convierten en un clásico del periodismo de guerra y elevan muy alto el listón del buen hacer periodístico.
Hasta que llegó Hiroshima a superarlo de nuevo.
No sólo es la pieza más famosa del New Yorker, sino que se la considera el mejor reportaje de la historia
del periodismo norteamericano. A principios de 1946 Shawn le encargó a John Hersey un reportaje sobre
los efectos de la bomba de Hiroshima sobre las víctimas, asombrado de que nadie en Estados Unidos
pareciera siquiera haberse preocupado por ellas. Hersey presentó un artículo de 150 páginas contando el
efecto de la bomba en seis personas representativas de la población de la ciudad destruida, con la idea de
que se publicara en cuatro entregas sucesivas. Shawn sin embargo consideró que ello le restaba fuerza al
reportaje y propuso dedicarle un número entero. El New Yorker del 31 de agosto de 1946, por primera
vez sin cartoons, sin poemas, sin siquiera The Talk of the Town, se agotó en horas e Hiroshima se
convirtió inmediatamente en un clásico del periodismo norteamericano. Dio lugar a un intenso debate
nacional, llovieron solicitudes de reimpresión, se hicieron lecturas radiofónicas completas en varios
países y fue inmediatamente publicado como libro, que continúa siendo reimpreso hasta hoy, y traducido
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a varios idiomas. Y con Hiroshima el New Yorker dejó definitivamente de ser considerada una revista de
humor.
Al triunfo del periodismo literario le sigue a partir del fin de la Guerra el de los relatos cortos. La lista de
autores es impresionante: Irwin Shaw y John O'Hara son prácticamente escritores de plantilla y Vladimir
Nabokov, John Updike, J.D. Salinger, John Cheever o Roald Dahl colaboradores habituales. El New
Yorker se convierte en la mejor revista de relatos cortos y en el más importante trampolín literario del
país. Y sin embargo lo que tenía de publicación innovadora y atenta en el ámbito del periodismo literario
le faltaba en el de la ficción. No ha sido nunca un foco de vanguardia o de experimentación literaria
como lo eran en esos años Esquire, Harper’s o The Hudson Review. Barbara Probst Salomon recuerda
que “Bellow, William Faulkner, Norman Mailer... tuvieron que hacer antesala durante años antes de
obtener su tardía aprobación. A William Faulkner le indignó que el sí de The New Yorker le llegara
después de que hubiera recibido el Nobel”.
Hay un estilo propio de cuentos del New Yorker, que no son relatos con grandes argumentos o que
abarquen largos periodos históricos sino pequeñas historias, de corte casi minimalista, en las que prima
la percepción de detalles prácticamente insignificantes, la observación atenta de los personajes y la
descripción minuciosa de sus emociones, sus actitudes y sus reacciones. Nada más alejado de ellos que
los grandes giros argumentales o los finales sorpresivos. The Enormous Radio, de John Cheever,
publicado en 1947, es su prototipo, como el de las espinacas lo fue de los cartoons, Hiroshima de los
reportajes y los de Joe Gould de los profiles. Una familia típica neoyorquina escucha cada noche la
radio. Una vez, en lugar del habitual boletín de noticias el aparato retransmite sonidos de otros
apartamentos de su edificio. La esposa se asombra de la sordidez de las vidas cotidianas de sus vecinos y
quiere que su marido le asegure que la de ellos ni es así ni lo será nunca. El lector se queda sin embargo
con la impresión de que poco diferencia a esta familia de las demás y que bien podría ser la de ellos una
de las vidas que su enorme aparato de radio retransmite.
Cuando Ross murió en 1951, había sacado a la calle 1.399 números y el New Yorker era ya muy
diferente de la revista sofisticada, urbana (o sea, neoyorquina) y graciosa que había querido fundar.
Aunque los chistes continuaban teniendo su habitual lugar relevante, poco quedaba ya del espíritu frívolo
que animaba el Talk of the Town y lo convertía en el centro de la revista. Las piezas, tanto reportajes
como relatos, eran en general mucho más largas que antes, trataban normalmente sobre asuntos serios y
con trasfondos relevantes y tenían que ver con todo tipo de gentes y de lugares. Poco antes de morir,
Ross le decía a un amigo, “Empecé publicando una revista ligera que no se preocupara con los pesados
problemas del universo, y ahora mírame”.
Como si hubiera estado ungido para ello, William Shawn se hizo cargo inmediatamente de reemplazarlo.
Era todo un caballero del mundo editorial, un hombre a la antigua a quien todo el mundo llamaba Mister
Shawn, incluso cuando el uso de Mister dejó de estilarse a partir los 60, y al que la mayoría de sus
colaboradores no sólo respetaban sino que querían con devoción. Como Ross, vivía para la revista y era
meticuloso, inflexible y obsesionado por la perfección. Pero era también tímido y retraído. Le costaba
horrores decir que no, a diferencia de Ross, que parecía disfrutar rechazando. Por no decir que no
compraba piezas que terminaba por no publicar nunca. Conjugaba un imponente aire de autoridad con
las más suaves y educadas maneras. Harold Brodkey lo describió como "una combinación de las mejores
cualidades de Napoleon y de San Francisco de Asís".
Elevó a la perfección el estilo editorial implantado por Ross. Nadie como Shawn para corregir y
embellecer una frase de un plumazo, eliminar lo superfluo, reemplazar una palabra poco adecuada o
inquirir por el porqué de una idea. Mantuvo intacto por mucho tiempo el código de normas del fundador,
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a las que añadió otras de su propia cosecha, como la de no publicar nada sobre quien no quisiera que se
escribiera sobre él ni mucho menos criticar o burlarse de nadie. Y aunque con los años, y tras mucha
discusión, comenzó a haber un índice de autores y contenido donde antes nunca lo hubo; y las firmas
pasaron de estar al final a aparecer al frente de las colaboraciones; y en 1963 se decidió publicar
traducciones y empezaron a aparecer en la revista Borges, Isaac Bashevis Singer o Gabriel García
Márquez, tendrían que desembarcar las hordas de Condé Nast y sus nuevos editores Bob Gottlieb y Tina
Brown para que The Talk of the Town dejara de ser cosa de We, The New Yorkers, y, sobre todo, para
que aparecieran palabras soeces, malsonantes o simplemente descriptivas de funciones corporales,
órganos reproductores o actividades sexuales, por las que Shawn, que ni siquiera aceptaba calvicie,
caspa o granos, tenía la misma aversión que su antecesor.
Renata Adler es especialmente despiadada con él, como si se enfrentara con una figura paterna a la que
reverencia pero con quien tiene profundas cuentas que saldar. Reconoce que “intentó, y casi lo
consiguió, vivir de forma que nunca tuviera, o nunca pensara que tenía, nada por lo que reprocharse",
pero añade: "la única manera de que incumpliera su palabra, en su código de honor, era olvidarse de que
la había dado”. Ella sí tiene en cambio mucho que reprocharle. Que si con él se impuso en la revista un
tono enjuiciador y moralista; que si creó una “ética del silencio” respecto a sus decisiones que impedía
saber o preguntar si se iba a publicar un artículo, o cuándo, o cuánto se iba a pagar por él o, mucho
menos, cuestionar las razones de un rechazo; que si a menudo prometía publicar una pieza, la hacía
revisar a su autor, él mismo la corregía y finalmente no la publicaba sin explicar nunca por qué; que si
las conversaciones con él se convertían en acontecimientos imprevisibles en los que lo dicho parecía no
haberse dicho y lo acordado nunca haberlo sido, sin que nadie por supuesto pudiera referirse a esas
discrepancias; que si tenía la costumbre de atribuir sus decisiones o su falta de ellas a la voluntad de un
supuesto “ellos” que nadie sabía quiénes eran y Adler sospecha nunca existieron. Acusa a este ambiente
opresivo de ser en definitiva el causante de que autores de la talla de Salinger o Joseph Mitchell dejaran
de escribir.
Los 50 son en Estados Unidos años de progreso, confianza y buena situación económica y social, a la
vez que la década más conservadora y conformista del siglo. El New Yorker refleja esa satisfacción
generalizada y no ve motivos para enfrentarse al sistema. Priman la urbanidad, la educación y el buen
gusto y a pesar de su público mayoritariamente intelectual y demócrata está lejos de ser un foro de la
intelectualidad progresista, refugiada en revistas como Partisan Review, The Nation, The New Republic
o Commentary. Aunque por supuesto no pudo quedar inmune al creciente clima de miedo generado por
el mccarthysmo. En 1948 Lillian Ross publicó Come In, Lassie!, un artículo sobre la caza de brujas en
Hollywood, en el que Lassie termina por ser la única estrella libre de sospecha de inclinaciones
comunistas. Y cuando en 1950 E.J. Kahn, un colaborador habitual, escribió una columna defendiendo a
dos amigos que habían sido acusados de simpatizar con el comunismo, Harold Ross no se arredró:
"¡carajo, Kahn!, ¿por qué tuviste que escribir esta condenada pieza?, ¡ahora tengo que publicarla!". Muy
distinta será la actitud de Shawn, quien, cuando apenas unos años más tarde Kay Boyle, colaboradora
habitual nada menos que desde 1931, fue acusada de filocomunismo por el Tribunal de Actividades
Antiamericanas, prefirió lavarse las manos y no comprometerse en defenderla.
La revista continuó atrayendo plumas de primera categoría. Harold Rosemberg, el más importante
promotor del expresionismo abstracto, entra como crítico de arte; George Steiner de libros, Pauline Kael
de cine, Whitney Balliett de jazz. A la muerte de Gibbs, Shawn se trajo de Londres al mejor crítico de
teatro en lengua inglesa, Kenneth Tynam. Nuevas generaciones de periodistas, como Hersey o Lillian
Ross, continúan con la tradición innovadora del New Yorker en el periodismo literario norteamericano.
En 1952 Picture, el reportaje de Lillian Ross sobre el proceso de rodaje de la película de John Huston
The Red Badge of Courage, escrito prácticamente como ficción, se convirtió en un nuevo clásico del
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reportaje, como las Memories of a Catholic Girlhood de Mary McCarthy (1957) serán un clásico del
género de memorias y sus magníficos profiles sobre Venecia, Venice Observed (1956), y Florencia, The
Stones of Florence (1959), de la literatura de viajes. Su esposo, Edmund Wilson, además de magistrales
reseñas literarias, escribe piezas en las que combina la investigación científica (aprendió hebreo para
escribir The Dead Sea Scrolls), el reportaje, la excelencia literaria y el talento crítico. Truman Capote
publicó en 1957 su famoso profile de Marlon Brando, The Duke in His Domain. Habrá que llegar al
New Journalism de Tom Wolfe y Norman Mailer en los 70 para que el New Yorker, que lleva
demasiados años siendo una publicación seria como para cambiar ahora y adaptarse al estilo demasiado
espontáneo e irreverente los nuevos periodistas, se quede por primera vez atrás.
Las piezas siguieron haciéndose más y más largas al tiempo que, a causa de las interminables
correcciones y mejoras, más complicadas de leer. Son a menudo insoportables e interminables
mamotretos sobre temas de poquísimo interés. Para buena parte de los fieles suscriptores y compradores
del New Yorker el hecho de que la revista publique una pieza es, en cualquier caso, motivo suficiente
para leerla de cabo a rabo, aunque no tuvieran interés previo alguno en el asunto ni se les hubiera
ocurrido nunca leer algo similar en otra publicación. Otros muchos en cambio, como en el cuento del rey
a quien nadie se atreve a decirle que está desnudo y todos le alaban la belleza y majestuosidad de sus
ropas, no se atreven a reconocer en público hasta qué punto les aburren sus textos, que apenas miran los
cartoons y leen si acaso el Talk of the Town y que la revista les sirve, sobre todo, como símbolo de
estatus bajo el brazo o en la mesa del salón.
Con la llegada de los 60, el viejo New Yorker siempre temeroso de meterse demasiado en política y de
enredarse con temas sociales, da un vuelco y, de acuerdo con los nuevos aires que soplan por el país, se
vuelve una revista comprometida que jugará un papel crucial en despertar la conciencia norteamericana
sobre causas sociales y políticas fundamentales. En 1962 Silent Spring, un reportaje de Rachel Carson
sobre los efectos letales del DDT en la naturaleza, abrió los ojos de toda una generación al grave
problema del medio ambiente. Lo mismo que hizo en 1963 Letter from a Region in my Mind, un ensayo
de James Baldwin sobre el líder de Nation of Islam, respecto a los derechos civiles de la población negra.
Ese mismo año, las cincuenta páginas de reseña que Dwight MacDonald publicó sobre el libro The Other
America del célebre izquierdista Michael Harrington hicieron que los norteamericanos descubrieran por
primera vez que, a pesar de la opulencia de muchos, había entre 40 y 60 millones de pobres, que el
problema fuera incluido en la agenda política y que el Presidente Johnson pusiera en marcha en 1964 su
programa de “Guerra contra la pobreza”. El reportaje In Cold Blood, la exhaustiva investigación de
Truman Capote sobre un asesinato en Kansas, otro gran hito de la revista, causó en 1965 un debate
nacional de envergadura similar al de Hiroshima.
Y cuando Vietnam se volvió el gran tema de la política norteamericana, el New Yorker tomó un partido
claramente anti-intervencionista y muy crítico con la actuación de Estados Unidos. Reportajes como The
Village of Ben Suc (1967) de Jonathan Schell o Casualties of War (1969), una crónica de Daniel Lang
sobre la violación y asesinato de un chica vietnamita por soldados norteamericanos, estremecieron al
país. Schell convirtió Notes and Comment, la vieja sección de E.B. White, en una plataforma contra la
intervención. Durante los 70 el New Yorker se hizo aún mas contestatario y claramente contrario a
Nixon, y los relatos de Ann Beattie, rebosantes de espíritu comunitario y libertario, reflejaban la simpatía
de la revista por los movimientos juveniles de la época. Renata Adler sitúa el comienzo del declive del
New Yorker en el proceso de escoramiento político de estos años, cuando empezó a producir lo que ella
llama “montones de propaganda políticamente correcta y de sermoneo”.
A diferencia de Ross, que se apoyó siempre en un equipo de colaboradores, Shawn se bastó para dirigir
él sólo la revista durante 26 años. De la misma manera que no fue capaz de buscar un sustituto para el
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puesto de managing editor de no-ficción que él mismo ocupaba antes, ni uno tampoco para el de ficción
cuando quedó vacante en 1956, ni de delegar nada del trabajo que cada vez en mayor medida iba
asumiendo sobre sí mismo, no lo fue tampoco de buscarse un sucesor como editor de la revista. De
cuando en cuando dejaba creer que alguien era el elegido, pero al poco tiempo se echaba para atrás. El
problema se fue acentuando a medida que pasaban los años y Shawn iba envejeciendo, y terminó por
desembocar en la grave crisis que dio lugar a su cese y sustitución por alguien absolutamente ajeno a la
casa.
En 1984 Advance Communications, la empresa propietaria de Condé Nast (los editores de Vogue y
Vanity Fair) y de Random House, compraron la revista, que quedó encuadrada en Condé Nast. En 1987
los nuevos dueños decidieron cesar a Shawn y nombrar en su lugar a Robert Gottlieb, que trabajaba
hasta entonces como editor-jefe de Knopf. A partir de ahí el New Yorker entró en un proceso de declive
que se convertiría ya en debacle con Tina Brown (1993-98), la ejecutiva agresiva que había dirigido con
poco éxito Vanity Fair y que terminaría por acabar con el estilo fundacional que durante años había
animado al semanario. Renata Adler no podía empezar su libro, Gone, The Last Days of The New Yorker
(1999) de una manera más directa, “Mientras escribo esto, The New Yorker está muerto. Todavía sale
cada semana o casi cada semana. Hay los llamados números dobles que se parecen, por su formato, a las
revistas mensuales de moda y que son ‘dobles’ no en cuanto al contenido sino sólo en cuanto a la
duración: duran en los kioscos una semana más. Por lo demás, ningún otro signo característico de la
revista permanece".
En 1998 David Remnick sustituyó a Tina Brown y parece que la cosa ha vuelto a levantar cabeza. La
revista anda por un tiraje de más de 800.000 ejemplares y su prestigio se recupera. Pero esta es ya otra
historia, la de un New Yorker que, sin Ross y Shawn, ha quedado definitivamente como vaca sin
cencerro.
José Antonio de Ory